Pensar en La Transcultura

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Antonio García Gutiérrez

Pensar en la
transcultura
Primera edición: 2011.

© Antonio García Gutiérrez, 2011.


© Plaza y Valdés Editores.

Director de la colección Estudios de comunicación: Luis Alonso García.

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ISBN: 978-84-15271-10-9
D. L.:

Imagen de cubierta cedida por Ton Sant, fragmento de la obra Peixos d’estuc (1990).

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Índice

CAPÍTULO 1. DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANS-


CULTURA ............................................................................. 7
1.1. Configuraciones de la cultura............................... 14
1.2. Emergencia y propagación de la transcultura ..... 20
1.3. La razón nómica: hiperregulados ......................... 30
1.4. Geosímbolos y cronosímbolos............................. 37
1.5. La digitalidad como meta-no-lugar...................... 39
1.6. Nómadas transculturales....................................... 46
1.7. La comunicación como transcultura.................... 51

CAPÍTULO 2. EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO ....... 59


2.1. En estado de cambio.............................................. 82
2.2. La realidad inefable................................................ 88
2.3. La razón como creencia ........................................ 96
2.4. El mundo en dicotomías ....................................... 107
2.5. Contradicciones cotidianas................................... 121
2.6. El sentido de la jerarquía....................................... 128
2.7. Impurezas esenciales ............................................. 132

CAPÍTULO 3. APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN ............ 143


3.1. Desclasificar la verdad ........................................... 146
3.2. Desclasificar la identidad ...................................... 158

—5—
ÍNDICE

3.3. Desclasificar la memoria ....................................... 162


3.4. Desclasificar la racionalidad.................................. 166
3.5. Desclasificar el lenguaje/comunicación ............... 169
3.6. Pensar en la transcultura (un yanomami en
Main Street)............................................................ 174

BIBLIOGRAFÍA .................................................................... 181

—6—
1. Digitalidad, comunicación
y transcultura

M uchos relatos, experiencias e indicios sugieren que


las culturas del mundo no solo cambian sino que, en
el último cuarto de siglo, lo están haciendo drástica
e irreversiblemente hacia configuraciones simbólicas hetero-
géneas, desconocidas, que expresan un final de la cultura tal y
como la concebían y vivían nuestros abuelos.
Entenderemos cultura, en su acepción genérica, como el
modo que tienen las personas de entender y relacionarse con
el mundo. Las viejas culturas serían sistemas verticales que re-
gulan localmente, y mediante categorías suficientemente ex-
plícitas, el imaginario simbólico y las prácticas cotidianas de
los individuos. Por contra, aunque no la consideremos contra-
ria sino más bien producto de la evolución impositiva de una
sola tecnología cultural, concibo la nueva cultura contempo-
ránea, vaticinando una agudización de sus propiedades en el
próximo futuro, salvo hecatombe, como un sistema transver-
sal que regula globalmente, y mediante categorías suficiente-
mente ocultas, la vida de los sujetos que ya no pertenecerán,
en exclusiva, a cultura convencional alguna. La nueva cultura
difícilmente podría ser catalogada según los parámetros de las

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PENSAR EN LA TRANSCULTURA

viejas culturas, por lo que prefiero concebirla, en función de


su más sobresaliente propiedad —la interacción digital—, bajo
otro nombre: transcultura.
La cultura, en su confluencia con las tecnologías elec-
trónicas, ha sido objeto de numerosas teorías y denominacio-
nes, muchas con relevantes matices: tecnocultura, cibercultu-
ra, cultura digital, realidad virtual. Todas ellas coinciden en
mostrar que las tecnologías digitales de la información y de la
comunicación despliegan un espacio de interacción en el que
las subjetividades personales y colectivas —lo identitario, en
suma— se fugan de sus nichos culturales originarios adoptan-
do nuevas configuraciones y repercusiones en el psiquismo y
en sus complejos entramados sociales.
Lo digital responde a una lógica puramente occidental
que otras cosmovisiones, en vías de occidentalización, están
haciendo suya. Occidente, no obstante, no es lugar geográfico
ni físico, sino epistémico. Sus fronteras culturales no son ex-
plícitas; ni su centro, compacto; ni sus costumbres y creencias,
equivalentes, aunque de su sentido más profundo emane tota-
lismo y contamine de totalismo a sus curiosas periferias. Allá
donde se encuentre un viajero o un errante occidental, brotará
occidente con la convicción autocomplaciente de su valor
universal.
Observar las culturas a partir de sus tecnologías es un
antiguo y efectivo recurso de la etnografía para cartografiar
evoluciones y mestizajes simbólicos. En ese sentido, contamos
con una inmensa masa crítica de estudios metropolitanos,
desde los netamente académicos hasta los exclusivamente
animados por los estudios de mercado, centrados en la in-
fluencia de la tecnología digital sobre los sujetos de su cultura
matriz. Pero esa tecnología, fuera ya de su hábitat —y la inte-
racción no tiene vocación de propagar permanencia en hábitat
alguno, desde luego explícitamente—, no solo ha ocupado sin
cautelas, ni procesos de traducción, multitud de universos

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DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

simbólicos y prácticas culturales inicialmente incompatibles


—en el fondo, la historia de todas las invasiones está precedi-
da y sucedida de procesos de intercambio tecnológico—, sino
que lo hace de una manera masiva, acelerada, precaria, pro-
funda, sutil, irreversible y global, con un ansia neocolonial de
expansión nunca antes conocida.
Del mismo modo que la propia cultura occidental del
último siglo —por emplear una etiqueta injusta con la diversi-
dad cultural de ese «territorio cultural» conocido como occi-
dente— está siendo incorporada por vía de urgencia y de for-
zado consenso de los países hegemónicos a lo digital,
centenares de culturas, de ideologías, de modos de vida e ima-
ginarios no occidentales —abundando en la injusticia de una
etiqueta generalista— se adaptan o doblegan a lo que parece
ser, conforme a la corrección política y a la convicción capita-
lista, la única solución posible para las culturas atrasadas, mi-
serables, exóticas o periféricas.
La «solución digital», lejos de ser una panacea, se impo-
ne como obstáculo no solo para el desarrollo autóctono de
modos de vida no occidentales, determinando los valores y
categorías de una comunicación virtual para la que ni siquiera
inmensas bolsas de ciudadanía occidental, previamente ablan-
dadas por el hostigamiento de la televisión o del cine, están
críticamente preparadas, sino que instala una lógica del mun-
do encriptada, reductora y unificante, pero eficaz, como las
mitologías, tabúes y prejuicios que sostienen los sistemas
dogmáticos convencionales que occidente mismo saldría in-
mediatamente a denunciar.
Vivimos una época de cambio incesante. Cambio
siempre hubo, la cultura no es concebible, como veremos,
sino en «estado de cambio», pero la digitalidad nos ha traído
elementos que permiten vaticinar, desde dentro de su misma
lógica perversa de aspiración simbólica, enlaces y desenlaces
a un ritmo necesariamente dramático para las culturas. Es en

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PENSAR EN LA TRANSCULTURA

ese tempo en el que el tiempo de las culturas tradicionales se


agota.
Las tecnologías digitales propician una forma de cultura
específica, una tecnocultura sui generis en sus espacios de in-
tercambio, pero esta nueva forma de cultura no será la única
que se desprenda del avance mundano de lo digital. Los hu-
manos, que casi siempre conocieron los grandes cambios cul-
turales atravesados por ideas y tecnologías que traían a sus te-
rritorios, viajeros, comerciantes, juglares, mercenarios,
desterrados, emigrantes, expansionistas y una multitud de
errantes, reciben, allá donde se encuentren, las ondas y la pu-
blicidad incesantes de la comunicación digital.
El nuevo espacio de comunicación establece un ritmo
de intercambios entre sujetos y culturas de resultados y con-
secuencias imposibles de calibrar y prever, siendo ese ritmo
una de las piedras claves para entender lo que está ocurriendo
en las culturas del mundo. Muchos sujetos practican y operan
en la tecnocultura un proceso de intercambio genuino del es-
pacio digital, pero ellos mismos, y muchos otros, adoptan los
modos acelerados y caóticos de interacción cultural propios
de la tecnocultura, para interaccionar también fuera de ella.
Este modo desarraigado y desarraigante de intercambio de
valores y categorías es lo que será entendido, en este texto,
como transcultura. Un universo de transacciones simbólicas y
de prácticas culturales que desborda ya el espacio digital don-
de surge, aunque posee indefectiblemente su sello.
La tecnología digital, como tecnología elaborada desde
unos intereses inicialmente muy minoritarios y bien distin-
guibles a escala planetaria, derivados del capitalismo, de la es-
trategia militar y del espionaje, de la cultura neocolonial, de la
democracia representativa, del humanismo depredador, del
multiculturalismo neo-racista, de la razón instrumental en
suma, trae de la mano un conjunto de dulcificadas categorías
que se inoculan en la mente a través de la neofilia, de la fasci-

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DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

nación por lo nuevo.1 Sea en una tienda de la 5.ª Avenida o en


un mercadillo africano. Orgullosamente, los gurús de la digi-
talidad denominan a los individuos de este creciente imperio
«nativos digitales». El esperpento no se reduce a una expre-
sión inocua: el modelo de los nativos digitales surge como
nuevo perfil social del que derivan muchos indicadores de la
«calidad» de las políticas culturales y educativas implantadas
en nuestras sociedades. La tecnología digital, como todas las
tecnologías que pretende sustituir, suplantar o anular, presenta
aspectos generalmente aceptados y muy positivos, razón por
la cual no vamos a reproducirlos aquí. Ahora bien, de seguir
las cosas así, en pocos decenios una mayoría de los habitantes
de regiones opulentas, y también muchos de zonas desfavore-
cidas, del planeta serán «nativos digitales»; ¿a qué cultura esta-
rán adscritos y a qué diferencia sustancial?, ¿a partir de qué
locus de resistencia emitirán su crítica? A analizar esos temo-
res dedicaré buena parte de este ensayo.
De ahí que sea necesaria una economía cultural, que na-
da tiene que ver con la contabilidad y rentas de lo cultural si-
no más bien, y en consonancia con la posición desde la que
habla Groys (2005), consistente en las transacciones de cate-
gorías y valores simbólicos que se llevan a cabo en los espa-
cios intersticiales y fronterizos en los que se la juegan las cul-
turas. Hoy día, el mayor mercado de valores simbólicos
acontece en Internet; de ahí que sea un escenario privilegiado
de observación y conjeturas, que, como toda hipótesis sobre
lo social, siempre habrán de ser provisionales, acerca de lo que
les espera a las culturas y a las identidades mediadas por la ló-
gica digital.
Toda cultura traslada una clasificación del mundo. La
clasificación es su cimiento, una síntesis categorialmente dura
------------------

1
Véase la profunda incursión realizada en las estructuras de lo nue-
vo por Boris Groys (2005).

—11—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

y persistente que penetra transversalmente las prácticas coti-


dianas y «blandas» de cualquier sujeto y colectivo. Durante
milenios, las «generaciones» —concepto de muy dudosa con-
sistencia— «autoevolucionaban», también mediante leves in-
tercambios, pero no sustituían vertiginosamente indumenta-
rias, creencias o tecnologías. Podía haber apariencia de cambio
profundo a partir de meros cambios formales, mas las vigas
maestras de una clasificación dogmática, inmutable y ancestral
lograban superar los avatares generacionales.
Con la digitalidad, sin embargo, las clasificaciones del
mundo están en riesgo. Los intercambios no serían mera-
mente formales, ni las hibridaciones estables, sino que pro-
vendrían de las transacciones de pertenencias y microcatego-
rías realizadas a través de tecnologías y ondas que responden a
una lógica que escapa al control de los sujetos y con efectos
imprevisibles incluso para las expectativas de quienes política,
comercial, educativa, sociocultural y técnicamente las pro-
mueven.
En el fragor de la transcultura obtendremos, por un la-
do, un intercambio descontrolado, libre y desigual de catego-
rías ante el desmantelamiento silencioso e indoloro de clasifi-
caciones centenarias. Por otro, surge la opción de pensar la
transcultura de otro modo, como un modo que, más allá de la
digitalidad y de muchas culturas e identidades opresivas, re-
presente una conciencia y voluntad transformadoras. Esa con-
ciencia y voluntad de des-organización, de des-centración, de
des-posesión de los espacios simbólicos, en los que se dirime
el cambio social y cultural, es lo que entenderemos por descla-
sificación.
En este ensayo buscaremos explicaciones que serán de-
terminadas desde la mirada miope que permite la inmersión
en el propio objeto observado. De hecho, el vertiginoso y
constante cambio transcultural impedirá en adelante una re-
flexión sosegada y separada que logre acompañarlo en el

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DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

tiempo. Las identidades, como las culturas, suelen arremoli-


narse en torno a pertenencias y elementos hinchados o que
más vociferan. No tienen por qué ser tópicos o estereotipos,
sino instancias que, por circunstancias diversas, eclipsan a
otras muchas que hubieran podido ser igualmente relevantes.
El rol del observador y el espíritu de su época, naturalmente,
deciden en qué elemento ubicar la relevancia (las tecnologías,
la cosmovisión, las prácticas), aún sin desdeñar un abordaje
exhaustivo del asunto. En este caso, y aun a riesgo de un sesgo
temático que se vería saldado en mi concepción totalista de las
tecnologías electrónicas, me centraré específicamente en lo di-
gital y en los procesos acelerados, compulsivos y precarios de
nueva comunicación que propicia. No será mi objetivo, por
tanto, aunque de pasada se desvelen algunas implicaciones
colaterales, indagar las causas de lo digital u otras causas últi-
mas que pudieran explicar la transcultura más allá de la propia
digitalidad.
En mi opinión, lo digital da masa crítica suficiente, de
momento, para concebir teóricamente los radicales cambios
de universo simbólico que introduce la transcultura, tal vez
incluso para conjeturar algunas de sus consecuencias y señalar
itinerarios de resistencia y apropiación, como me permito ha-
cer en el capítulo 2. Pero, naturalmente, otras predicciones
más precisas necesitarían el abordaje desde ópticas y meto-
dologías que escapan a los objetivos de este ensayo y, en algu-
na medida, a mi afán desclasificador, que se refugia en la her-
menéutica crítica, tras su deliberada fuga de la epistemología.
Mas partamos, antes de hablar sobre cómo desclasificar el
pensamiento, de la gigantesca nebulosa cultural que todo lo
demarca y a todo atribuye sentido.

—13—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

1.1. CONFIGURACIONES DE LA CULTURA

La cultura comienza su largo viaje con los primeros humanos


y fue catapultada por dos factores, a primera vista, contra-
puestos: por un lado, la necesidad de cohesión del grupo para
sobrevivir y crecer y, por otro, la necesidad de segregación del
grupo, también para sobrevivir y crecer. Cohesión y segrega-
ción serían los factores centrípeto y centrífugo que consuma-
rían la intensificación y la extensión de la cultura inicial, de
unos pocos sujetos y grupos, en dirección hacia remotos luga-
res del planeta en los que las condiciones geoambientales pro-
piciarían rasgos diferenciales, tanto en lo que respecta a la an-
tropología física, a la incompatibilidad simbólica o al sistema
de creencias,2 como a las tecnologías de toda índole, particu-
larmente las comunicativas.
Utilizada como recurso de consolidación y transmisión
de las tradiciones, desde los albores de la conciencia tribal, y
de los intereses estratégicos de la comunidad, los sistemas de
comunicación estaban supeditados a condiciones geográficas
y ecoambientales. De ahí que podamos considerar el «territo-
rio»3 lato sensu como vínculo central de la primera gran confi-
guración cultural. Una configuración de férrea estructura que
llegarían a conocer nuestros propios abuelos a través de los
procesos de colonización occidentales, ya que las geoculturas
se extenderían, naturalmente en formatos desigualmente evo-
lucionados, durante decenas de miles de años y hasta nuestro
siglo XX, a lo largo y ancho de todo el planeta.
Las migraciones llegaron lejos. Tal como avanzaban, en
kilómetros y siglos, el camino no solo se convirtió en una tie-
------------------

2
Véase una explicación extensa y desde ópticas paleoantropológicas
y psicológicas de los inicios de las culturas en Arsuaga (1999), Tomasello
(1999) y León (2004).
3 Incluso un territorio, o asentamiento efímero, entendido también
como tránsito lineal o circular.

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DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

rra de tránsito, sino también de permanencia y de cambio


cultural. También la lengua, tan indisolublemente ligada a la
cultura, incorporaría en su evolución el propio desplaza-
miento físico: la confusión de Babel nunca sucedería en una
torre sino en el desplazamiento mismo.
El florecimiento de ciertas culturas en un lugar, o en un
tránsito nomádico, iría seguido de decenas de extinciones,
como ilustra el matemático brasileño Antonio Doria, en un
significativo texto que nos muestra la existencia de culturas
siempre previas y siempre desprovistas de raíces puras en una
inefable genealogía. La desaparición de una cultura o su des-
conocimiento no implica, en modo alguno, su inexistencia o
su influencia determinante sobre culturas que han acaparado
históricamente el elogio de la posteridad, como ocurre con
Grecia. «La filosofía nace del mestizaje y del conflicto, del
choque y de la fusión de culturas diferentes. Del bricolaje de
las culturas, también nace el pensamiento» (Doria, 2006: p.
161).4 La resemantización homérica, y de millares de traduc-
------------------

4
A pesar de su extensión, reproduzco un pasaje de la intervención
de Doria en un foro de la UNESCO (Río de Janeiro, 2006), dado su interés
para derribar los tópicos respecto al origen absoluto, o punto de Arquíme-
des, de nuestra cultura: «la filosofía —sigo aquí la tradición— nace con Ta-
les en Mileto, en Asia Menor, entre los siglos VII y VI a. C. Podemos citar
después a Heráclito de Éfeso, que vive a finales del siglo VI a. C. Herederos
que eran de una tradición cultural mestiza, de conflictos e intercambios en-
tre culturas frecuentemente muy distantes. Tradición que nos va a llevar a
los pensadores presocráticos de Jonia. Volvamos al siglo XIV a. C. Jonia no
existe, al menos con ese nombre. Al norte, en Asia Menor, un estado pe-
queño pero fuerte, por su poderío económico y militar, domina el estrecho.
Se trata de Wilusa, principado cuya capital es Taruwisa. En él reina el prín-
cipe Kukkuni, cuyo sucesor diré pronto quién fue. Al sur de Wilusa, una
isla le determina la frontera: Lazba. Si descendemos más por la costa, llega-
mos a dos ciudades, primero Ap’asa y, después, Millawata o Millawanda.
Esta última, en verdad, pertenece a soberanos que reinan sobre tierras de
ultramar, a occidente, los reyes de Ahhiyawa. A uno de ellos lo conocemos
por su nombre, es Attarissiyas. ¿Nombres extraños? Esperemos un poco,

—15—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

tores e interesados hermeneutas y censores culturales poste-


riores de todos los episodios de nuestra genealogía cultural,
será tan esencial para la construcción dogmática del imagina-
rio mítico y de una memoria aprendida, supuestamente tron-
cal y compartida, como para la sensación de su imposibilidad.

------------------

que pronto va a desaparecer la extrañeza. Conocemos, entre muchos docu-


mentos, una carta de ese periodo. En ella, el rey de los hititas reclama al rey
de Ahhiyawa sobre un jefe militar que provocaba desórdenes en su imperio
y que había, aparentemente, sido acogido en Ahhiyawa: un cierto Piyama-
radus. En la misma carta se menciona a un príncipe de Ahhiyawa, Tawaga-
lawas. Este es, resumiendo, el paisaje social de Asia Menor en los siglos XIV
y XIII a. C. Allí se hablaban dialectos del hitita, sobre todo el luwiano. Va-
mos ahora a levantar la extrañeza de este ambiente donde, algunos siglos
después, aparecen los primeros pensadores griegos. Cuando comienza el si-
glo XIII a. C., el sucesor de Kukkuni, es un príncipe de nombre Alaksandu.
El nombre es, en origen muy probablemente un nombre en luwiano, de
etimología incierta. Pero conocemos este nombre en la versión griega:
Alexandros. Alexandros-Paris, príncipe de Wilusa, ciudad cuyo nombre en
griego es Wilion y, Taruwisa, Troya. La tierra de Ahhiyawa es la tierra de
los Achaiwoi, los aqueos. Piyamaradus es Príamo. Tawagalawas es Etewe-
kelewes o Etéocles, príncipe tebano, hijo de Edipo, Attarissiyas, Atreus. En
las tablas escritas en hitita encontramos incluso referencias al supuesto le-
gendario fundador de la dinastía tebana, Kadmos. Lazba, la isla, es Lesbos.
Ap’asa es Éfeso y Millawanda, Mileto. [...] La destrucción de Wilusa es la
guerra de Troya, que marca el fin de los tiempo heróicos de la historia de
Grecia y el inicio de su periodo sombrío, justamente cuando surgen los
poemas homéricos y los primeros pensadores presocráticos. En aquella re-
gión, en que no se hablaba ni siquiera griego, sino una lengua indoeuropea
muy arcaica, el hitita, es donde va a explosionar la filosofía a finales del siglo
VII a. C. Región de conflictos y mezclas étnicas —según testimonian archi-
vos egipcios de la XVIII dinastía— de confrontaciones idiomáticas y cultu-
rales y también de mucho comercio. El dios de Wilusa es Apaliunas, Apolo
ya helenizado. El siglo XIII a. C. es completamente extraño para nosotros,
lleno de conflictos entre pueblos de culturas exóticas fuera de nuestras refe-
rencias. En el siglo VIII a. C., con los poemas homéricos, la extrañeza se di-
sipa y comenzamos a reconocernos en aquellas gentes y culturas» (Doria,
2006: pp. 159-161). La traducción del portugués es mía.

—16—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

La estructura de las geoculturas era de orden férrea-


mente vertical y piramidal, de modo que los sujetos nacidos o
adscritos a su protección eran también sus prisioneros física-
mente y, sobre todo, simbólicamente. Luchar y morir por el
Tótem, el Señor, la Divinidad, el Chamán, el Territorio o las
señas de Identidad era algo que no se cuestionaba, o lo cues-
tionaban escasos y valientes traidores, herejes y desertores que
recibirían el más ejemplar de los crueles y públicos castigos si
eran capturados.
Con la modernidad europea se inauguró el gran expolio
sistemático de las culturas planetarias. A lo largo de quinien-
tos años, decenas de miles de culturas milenarias, en los cinco
continentes, fueron reducidas a escombros y las restantes fue-
ron aglutinadas o forzadas bajo rúbricas más amplias como
Estado-Nación, Colonias, Protectorados y Encomiendas, o
reescritas por religiones sistémicas y de gran expansión como
el Cristianismo, el Islam o el Budismo. La voracidad cultural
de la ideología protegió a las culturas acogidas de ser invadi-
das por otras, pero, al mismo tiempo, diluyó las culturas aco-
gidas bajo el monopolio de la Idea nacional o religiosa domi-
nante.
El colapso cultural sin precedentes que sacudió el pla-
neta en ese periodo expansionista europeo retrotrajo el in-
ventario de culturas tal vez a niveles numéricos paleolíticos, a
pesar del crecimiento exponencial de la población, aportando
grandes desequilibrios entre ellas. Por un lado, surgieron unas
pocas culturas dominantes, fuertes, muy extendidas, globali-
zantes, unificantes y mayoritarias y, por otro, resistieron por
terquedad simbólica o invisibilidad geográfica algunos miles
de pequeñas culturas, localizadas, desconectadas y minorita-
rias.
En la desgarrada cartografía cultural del «último siglo»
colonial irrumpe la tecnología analógica, medios electrónicos
que anulan la distancia y emiten información masiva sin posi-

—17—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

bilidad de respuesta, como extensión de los efectos todavía


minoritarios de un periodismo escrito reservado a las clases
cultas o con acceso a la lectura. En las estribaciones del siglo
XX se instaura la infocultura en varias regiones del planeta,
una segunda configuración de gran calado para el cambio
cultural pero de escasa exclusiva temporal, en la que las geo-
culturas comienzan a desligarse de la territorialidad ecofísica
para ser determinadas por la información, una nueva, deter-
minante e irreversible reorientación simbólica. La infocultura
arrasa en prácticamente todas las culturas nacionales a través
de sus medios analógicos (radio, cine y televisión, fundamen-
talmente) y sustituye las bases de la alimentación simbólica de
millares de geoculturas en menos de cien años.
En un resistente paisaje geocultural, ablandado por el
cañoneo de la infocultura, entre otros instrumentos (comer-
cio, producción transnacional y deslocalización, descoloniza-
ción neocolonizante, democratización, etc.), se expande la
tecnología digital que, gradualmente, introduce la participa-
ción reequilibrando la hosca supremacía de la información
unidireccional con el aparente y cálido pluralismo de la co-
municación. Con estas tecnologías, en menos de dos decenios
comienza a instaurarse una tercera configuración cultural, que
llamaremos transcultura, en la que información e interacción
comunicativa se mezclan ante la perplejidad de desarboladas
geoculturas en disolución. La modificación más visible de la
infocultura reside en que estetiza y sutiliza su poder de mani-
pulación a la par que sus categorías de organización se sote-
rran y camuflan en los nuevos lenguajes. Mas la transcultura
será su más sagaz y directa depositaria.
La comunicación digital es una comunicación necesa-
riamente mediada por la cultura de la tecnología que la hace
posible. Una tecnología occidental que tampoco duda en ce-
rrar el paso o la visión a la evolución de tecnologías propias
que le preceden o suceden y a soportes, formatos o lenguajes

—18—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

de otras culturas. Pero cualquier tecnología es, ante todo, una


«tecno-lógica» nunca aséptica ni banal, neutral o vacía.5 No
traslada pertenencias, obligaciones o temáticas concretas, más
allá de las aparentemente formales, pero sí cosmovisión, len-
guajes, valores, jerarquías.
En la era digital se establecen las bases, como hace dece-
nas de miles de años ocurriera con la tecnología lítica pero
ahora como movimiento regresivo, de la reducción a una sola
cultura, mas a una cultura estructural y radicalmente diferen-
te. Una cultura ya no vinculada a la tierra o al tránsito territo-
rial, sino al intercambio ilimitado en un espacio neocomuni-
cativo. Una cultura planetaria a la carta, customizada,
tuneada, westernizada, en la que el mestizaje simbólico más
precario constituirá las señas de identidad. Una nueva y sola
transcultura emergente de la comunicación global y posnacio-
nal que clausura los universos simbólicos tradicionales inau-
gurando, también, espacios inciertos e itinerarios desconoci-
dos.
Los fragmentos de las culturas minoritarias que restan
terminarán subiendo al tren de la modernidad digital. Su
tiempo ya está contado y, si no subieran, también lo estaría.
¿Será ése el deseado camino hacia el espíritu absoluto, con el
que tanto soñara Hegel, para su imaginario occidente?, ¿o tal
vez un anodino individuo transcultural sea todo lo que vamos
a obtener de tan grotesca ceguera en la implantación tecnoló-
gica? La respuesta residirá en la inteligencia con la que sepa-
mos manejar el doble filo de la transcultura.

------------------

Occidente vive en las estructuras construidas por un cuarto bios, el


5
bios mediático (Sodré, 2002), exportadas ahora con gran rapidez a todos los
rincones del planeta a través de las redes digitales.

—19—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

1.2. EMERGENCIA Y PROPAGACIÓN DE LA TRANSCULTURA

Partamos de algunas conjeturas que permitirán realizar refle-


xiones acerca del futuro que les espera a las culturas conven-
cionales, unas geoculturas que poseían sus propios sistemas de
comunicación (como genuina e inseparable producción cultu-
ral), cuyo destino está ya inexorablemente ligado a las tecno-
logías globales de la comunicación. Unas tecnologías, ya sin
arraigo cultural, que transmiten desarraigo a las culturas que
se sustentan o sirven de ellas.
Reparemos en una inversión evidente: antes, las geo-
culturas generaban modos y medios de comunicación especí-
ficos y diferentes tecnologías, adecuados a exigencias de la
orografía, de las distancias, de las creencias, de las costumbres,
de las guerras, de los afectos. Ahora son las tecnologías occi-
dentales de la comunicación las que reescriben los nuevos
modos culturales y lo hacen desde lugares remotos, con apa-
rente asepsia y absoluto desapego. ¿Podríamos seguir llaman-
do «cultura» a esas nuevas construcciones híbridas en proceso
de disolución? Y, si no lo son, ¿en qué episodio enigmático de
su historia se adentran las cosmovisiones humanas y con qué
recursos simbólicos?, ¿cuáles serán las nuevas vulnerabilida-
des y fortalezas de la «tecnovisión global»?, ¿qué posibilida-
des tendrán la dignidad, los derechos, la libertad, la diversidad
o el disenso radical en estos nuevos espacios que imaginan
otros, producen otros, conducen otros?, ¿habremos de inte-
grarnos incondicionalmente para no ser considerados analfa-
betos o parias?, ¿formar frentes de resistencia?, ¿reapropiar-
nos?, ¿negarnos?
Pensamos, lloramos, reímos, sufrimos, soñamos en la
cultura; ¿cómo pensaremos, sentiremos, sufriremos o soñare-
mos sin ella o más allá de ella? Naturalmente, no podré res-
ponder a estas preguntas sino con más preguntas, alguna, es-
pero, con voluntario trasfondo optimista. Por ejemplo, ¿no

—20—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

podría ser el espacio digital una tierra de oportunidades, aun-


que no esté en la agenda de sus promotores, para refundar y
reorientar la cultura humana hacia la emancipación plena?
Hemos pasado de culturas y tradiciones seculares, apa-
rentemente inmutables, a una creciente cultura de la desapari-
ción que el caso de Hong Kong6 simboliza todavía con espe-
cial claridad, aunque se trata ya de un fenómeno instalado en
todas las culturas contemporáneas mediadas por la tecnología:
por «cultura de la desaparición» entiende el sociólogo Ackbar
Abbas (1997) «lo que simultáneamente está y ya no está, e
implica una fugacidad de experiencias en los lugares frontera»,
un veloz y creciente mestizaje cultural y cognitivo que opera
en todo el planeta y la necesidad de elaborar estrategias para
sobrevivir en la desaparición: la desaparición como modo de
vida, de expectativa, de relación, de memoria. Las culturas ce-
den una estaticidad ancestral por la canjeabilidad y volatilidad
incesantes en el mercado digital de valores simbólicos.
Emergen nuevas opciones para los portadores de la
cultura, unas tal vez buenas, otras nefastas. Nuevas opciones
culturales como la individuación, que nada tiene que ver con
el individualismo, la precariedad de pertenencias, la interac-
ción remota, un pluralismo de ofertas simbólicas para el que
nadie nos prepara, una libertad de elección aparentemente in-
finita. Surge la posibilidad de un mayor grado de singularidad
e irrepetibilidad de los sujetos y de itinerarios culturales im-
posibles de cartografiar, como lo ha venido haciendo la etno-
grafía colonial y neocolonial de los últimos cuatrocientos
------------------

6
La colonia fue entregada por el Reino Unido a China con el cam-
bio de milenio. La ciudad se debatía entre el capitalismo más salvaje y una
economía comunista amenazante pero evanescente, entre una democracia
colonial y la dictadura del partido, entre diferentes concepciones teóricas de
libertad, entre una cultura oriental que se reforzaba frente a un occidente
que no terminaría por apagarse en el neón de sus bulevares. Hong Kong
comenzó a respirar, entonces, en la contradicción de su incierta trayectoria.

—21—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

años. El obsoleto catálogo de razas de la antropología física


fue brevemente sustituido por el neo-racismo de la clasifica-
ción cultural. ¿Qué nuevas discriminaciones les esperan a las
cosmovisiones y apegos simbólicos en el territorio efímero de
la comunicación digital?
El loable incremento del pluralismo que traen las tec-
nologías digitales es, en gran medida, una falacia. Tal vez la
edad de oro del pluralismo verdadero, de opciones radicales,
irritantes, demoledoras, provocadoras, haya pasado ya. Ac-
tualmente, el pluralismo se reduce a una inmensa oferta de
lo mismo: en cine, en moda, en ideología, en cultura, en no-
ticias, en opiniones. Multitud de escaparates físicos o vir-
tuales ofrecen el mismo género. La libertad de elegir, enton-
ces, no solo viene mutilada por la reducción de opciones
reales, sino, cada vez más, por la unificación de lógicas, de
lenguajes, de regulaciones que impone un único modo de
comunicación.
La reducción drástica de las culturas planetarias se eje-
cuta bajo la lógica implacable, subyacente, de una eficaz pla-
taforma tecnológica de homologación. Los instrumentos nun-
ca son neutrales, siempre inoculan, en el otro, el mundo del
sujeto que los diseñó. Así, infinidad de culturas milenarias
están siendo sustituidas, en unos decenios, por una especie de
matriz cognitiva global, sin raíz territorial alguna, pues el úni-
co lugar común se ubicaría en la digitalidad. Millones de su-
jetos de una cultura en desaparición comparten tantas perte-
nencias con sus vecinos, como con una infinidad de sujetos de
otras culturas remotas, imprevisibles y también en disolución.
Los estudiantes europeos comparten más pertenencias con
estudiantes japoneses, mexicanos o malayos que con sus pro-
pios abuelos. Las culturas, como las patrias, pierden sus jerar-
quías verticales para ser sustituidas por comunidades hori-
zontales invertebradas, acogedoras matrias en las que los
sujetos negocian e intercambian valores y sentido.

—22—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

Y esto tiene efectos positivos, como la emancipación, la


erradicación de tradiciones trágicas y supersticiones, el cos-
mopolitismo, la singularidad y otros efectos a mi juicio muy
negativos: la apropiación de pertenencias cada vez más preca-
rias, la conversión de las cosmovisiones en tecnovisiones acrí-
ticas, la reducción de la diversidad, la banalización y simplifi-
cación de nuestra propia imagen y la fácil manipulación de
mentes sometidas a un mismo sistema de traducción por los
poderes económico-politicos. Si para pensadores como Batai-
lle o Althuser, las estructuras siempre hablan por nosotros, el
ardid de la digitalidad es hacernos creer que nos autonarramos
cuando, en realidad, se ha incrementado con sutileza extrema
el nivel de heteronarración (ahora la cultura se proyecta sub-
rogadamente de lo digital).
La circulación descontrolada y unificante de narracio-
nes tiene muchos efectos colaterales inciertos y algunos posi-
tivos. Los sujetos de una misma comunidad nacional o étnica
del próximo futuro aumentarán sus diferencias entre ellos, en
tanto los sujetos de diferentes comunidades nacionales o cul-
turales, en desaparición, aumentarán sus semejanzas. Millones
de individuos se sentirán menos forzados a vivir en opciones
automáticas provistas por su cultura, patria o comunidad ver-
tical. La imposición se transformaría en la posibilidad de ele-
gir opciones, muchas veces liberadoras pero homogeneizan-
tes, en el seno de emergentes comunidades horizontales de
sentido (como las redes sociales, por ejemplo).
Occidente se ha construido sobre el imperio de la racio-
nalidad. La racionalidad es responsable de la llegada a la Luna,
de las Críticas de Kant, del mapa del genoma, de la Carta de
Derechos Humanos, pero también de Auschwitz, de la guerra
de Vietnam, de la crisis económica de 2009. La racionalidad
occidental se funda en una visión metonímica y dicotómica
del mundo. Mediante la razón metonímica (Santos, 2005;
García Gutiérrez, 2011) confundimos la parte con el todo, lo

—23—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

que pensamos siempre tiene pretensiones de totalidad. Me-


diante la razón dicotómica, operamos con pares y los opone-
mos: blanco/negro, hombre/mujer, civilizado/salvaje, cre-
yente/pagano: el par y su oposición, merced a la metonimia,
insinúan totalidad, es decir, no hay nada fuera de él, imponen
ya un orden jerárquico no neutral (hombre/mujer, blan-
cos/negros) y, además, no permiten, como ensaya B. Santos
(2005), la posibilidad de construir otras relaciones no opositi-
vas con los elementos de la dicotomía, ni de tomarlos en toda
su singularidad y en otros contextos: por ejemplo, pensar a la
mujer sin el hombre, a los negros o indios sin los blancos, al
esclavo sin el amo, al sur sin el norte, etc.
Un ejemplo extremo: en el excelente, duro y poético
film XXY, de la argentina Lucía Puenzo (2007), su protago-
nista, Álex —un/a adolescente de quince años, clasificado/a
como intersexual o hermafrodita por las taxonomías médi-
cas—, es interpelado/a por su padre (un sobrio Ricardo Da-
rín) quien, con amable naturalidad, quería averiguar qué sexo
elegiría el/la niño/a cuando se sometiera a cirugía, masculino
o femenino: ¿y si no hubiera nada que elegir?, le respondería,
eligiendo, Álex.
Esa misma racionalidad de pares opositivos, y que no
considera los intersticios y gamas de grises entre blan-
co/negro, sí/no o 1/0 (infinitos números), esto es, el pensa-
miento binarista, es la lógica matemática que estaría detrás de
la fundamentación de la tecnología digital, junto al álgebra
booleana de los motores de búsqueda y complejos algoritmos
de Google, Yahoo o Bing que, más allá de la matemática,
ocultan direccionamientos simbólicos, comerciales e ideológi-
cos.
Por ello, las infraestructuras y equipamientos digitales
trasladan una codificación que contamina lógica, simbólica e
imperceptiblemente a los sujetos que ingenuamente interac-
túan. Todo ello llevará, en pocos años y gradualmente, a un

—24—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

punto de inflexión y al colapso en el sistema multicultural que


conocemos, y a una trayectoria irreversible hacia lo que en-
tiendo por transculturalidad.
La transcultura es una nueva forma de vivir la cultura,
de relacionarnos con el mundo, sin aparentes dominadores ni
dominados simbólicos, gracias a una comunicación horizontal
sin límites, pero en un sistema de comunicación que no de-
pende de los sujetos ni de substrato cultural reconocible. La
transcultura inundará todos los confines del planeta, incluso
los gigantescos y crecientes vertederos de marginación huma-
na en los que el arraigo simbólico sería la única «posesión»
que les quedaría por perder. Paradójicamente, los desposeídos
serán los últimos depositarios de algunos vestigios de la vieja
cultura, pero la misma precariedad propiciará su extinción.
A pesar de todo, como decía al principio, por conside-
rarme un cosmopolita irreductible o tal vez convencido de lo
inevitable, me gustaría ver la transcultura como un espacio de
nuevas oportunidades para el debate simbólico y la emergen-
cia de una diversidad diferente, aunque para obtener esos fines
habremos de pensar también la digitalidad como espacio de
conflicto, de crítica, de disenso, de explotación, de resistencias
y no de armonía, de aproximación o de consenso, como nos la
suelen presentar.
A principio de los noventa, George Steiner, en su obra
En el Castillo de Barba Azul (1991), reclamaba una nueva
concepción de lo que hasta entonces veníamos entendiendo
tradicionalmente en occidente por cultura, e incluso osaba
establecer algunas características y tendencias culturales que
no vaciló en denominar posculturales. Pero el mismo Steiner
reconocía no poseer la distancia suficiente para hacer un análi-
sis, ya que, como observador, se ubicaba en el mismo siglo
protagonista de los cambios. De haber sido otro siglo, dado
que la cultura digital comenzó a finales del siglo XX, ¿acaso
hubiera tenido más credibilidad su diagnóstico?

—25—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

Con todo, pienso que Steiner no erraba en su vaticinio


en una época (los años ochenta y noventa) en la que apenas se
insinuaba Internet en los Estados Unidos, los dispositivos
móviles de comunicación portaban tecnologías analógicas y
las redes electrónicas se restringían a usos militares, científi-
cos, empresariales y académicos en un puñado de países del
hemisferio norte. Ya finalizada la primera década del siglo XXI
podemos comprobar que existen crecientes puntos de distri-
bución de aparatos digitales y de conexión a redes en los luga-
res más remotos del planeta, donde ni siquiera ha llegado la
imprescindible electricidad para encender los aparatos, ni han
conocido jamás una simple fotocopiadora.
En lugares muy dispersos he podido constatar una lu-
cha sin cuartel por la energía que necesita la preciada tecnolo-
gía digital: ristras de viejas baterías en paralelo y ruidosos ge-
neradores de gasolina en selvas y en infernales desiertos,
manejados por gentes de raíz cultural muy distinta que com-
parten la obsesión de utilizar el viejo portátil regalado por una
ONG o por desprendidos turistas, o recargar el moderno
móvil financiado por programas internacionales y nacionales
de ayuda al desarrollo. La expansión de la tecnología occi-
dental y, especialmente, de la digitalidad en las dos últimas dé-
cadas, no ha hecho más que ratificar las predicciones de Stei-
ner.
En un reciente viaje al sur de Marruecos pregunté a
unos campesinos sentados al borde de una pista de tierra roja
del bello y árido Anti-Atlas cuál sería el mejor lugar para
comprar alfombras de Tata. Me indicaron, casi al unísono y
no exentos de orgullo patrio, el nombre de los hipermercados
que han aflorado en ese país, en pocos años y en las afueras de
las ciudades: Marjane. La estructura de tales centros comer-
ciales es idéntica a la de las cadenas de distribución europea y
no solo comparten la misma lógica organizativa: junto a los
estantes de babuchas, especias y hierbabuena brotan las cáma-

—26—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

ras digitales, decenas de teléfonos móviles, portátiles y routers


para conexión a Internet y centenares de electrodomésticos
made in China de usar y tirar se ofrecen en las reconocibles
franquicias. Los centros de telefonía e Internet en Marruecos
se extienden por todo el país y pueden encontrarse en el cen-
tro de miserables aldeas de chabolas de adobe, cargadas de pa-
rabólicas, al sur de los hermosos palmerales de Zagora, con
calles impracticables y en las que no hay todavía dispensario
público. Móviles, portátiles y parabólicas de vida aún más
corta por la hostilidad de un clima para el que no fueron con-
cebidos. La carrefourización se ha instalado plenamente en la
desmantelada África. La cultura llega a término justamente
donde comenzara su viaje de 80.000 años.
En la región del Orinoco, jóvenes indígenas yekuana,
warao, piaroa y eñepá, procedentes de toda Venezuela, se co-
locan gorras de béisbol como raperos del Bronx, beben refres-
cos envasados y en un voluntarioso centro educativo, la Uni-
versidad Indígena,7 disponen de Internet desde 2008, de una
sala de ordenadores refrescada por aire acondicionado y una
agenda de clases y tutorías, al tiempo que viven en cabañas de
palma de moriche, contraen ocasionalmente malaria, pasean
entre serpientes de cascabel y se asean en un riachuelo, caño
Tauca, que no está vetado a alguna eventual anaconda, todo
ello dentro del propio campus. En alguna escapada de los cha-
vales, a esa invención de la cultura occidental llamada «fin de
semana», suelen pasear cada vez menos perplejos por Orino-
quia, gigantesco Mall de Ciudad Guayana, atestado de las
mismas franquicias que encontramos en los hipermercados
marroquíes y en las periferias de nuestras ciudades. En las al-
deas piaroa, warao o eñepá, donde todavía habitan sus fami-
lias, el alcohol y las drogas, que les ofrecen mineros y ganade-
------------------

7
La Universidad Indígena de Venezuela, UIV, se encuentra en Tau-
ca, a varias horas de Ciudad Bolívar.

—27—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

ros criollos, hacen mella irreversible en universos simbólicos


aún más frágiles que la propia jungla. En la misma Universi-
dad indígena, en plena y desolada sabana, hay conexión a las
redes digitales y el paludismo es endémico.
En Temuco, Chile, comprobé hace algunos años cómo
centenares de indígenas mapuches, aún más occidentalizados,
visitaban con familiaridad no improvisada galerías comercia-
les, se atiborraban de hamburguesas y chateaban en cibercen-
tros.
En las favelas de Río de Janeiro, un intrépido e insolida-
rio turismo suele hacer incursiones de jeep en la favela de la
Rocinha, de una población superior a la de Cádiz, mientras
que sus miserables moradores y emigrantes nordestinos acu-
den, para la venta ambulante o para un desapercibido baño, a
las playas de la elegante Leblon en tanto que por la noche
duermen entre goteras, esporádicos tiroteos de narcotrafican-
tes y el mortal mosquito dengue, atravesados por las ondas
wifi y cables de telecomunicación de los vecinos barrios ricos.
Miles, millones de migrantes de lugares pobres trabajan
en las metrópolis: latinos en Norteamérica, africanos en Eu-
ropa, chinos en Singapur y Australia, sin integrarse plena-
mente en ellas, y regresan para veranear a sus lugares de ori-
gen habiendo dejado de ser parcialmente quienes fueron y
llevando productos de su tierra de acogida, entre ellos gran
cantidad de productos tecnológicos y valores simbólicos que
niegan haber adquirido.
Periodistas, médicos, ingenieros, antropólogos, maes-
tros y otros muchos «solidarios sin fronteras», también trafi-
cantes de mujeres y de armas sin fronteras y empresas sin
fronteras, incursionan en culturas descatalogadas que, solo
tras la incursión, se vuelven visibles, nombrables, explotables.
Todos ellos siembran de conexiones digitales lugares perdidos.
Cuenta León Olivé (1999) que, en una etnia de Guinea Papúa,
los ancianos solicitan a sus hijos ser enterrados bajo estiércol

—28—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

poco antes de morir, sin más ayuda que la de un canutillo para


respirar. Compasivos médicos occidentales, con equipos digi-
tales de comunicación, pretendían trasladarlos a hospitales
australianos para salvarles la vida, aunque los ancianos vieran
aquello como una deshonra.
Perversos programas de televisión colocan concursantes
y complicadas cámaras digitales en medio de comunidades in-
dígenas dogón o bosquimanas sin cautela ni sensibilidad. Re-
porteros cada vez más atrevidos patean y conviven con perso-
najes y comunidades desheredados, sin la menor noción de
observación participante ni de pos-etnografía, ni interés algu-
no por la traducción intercultural. He ahí algunos ejemplos de
la violencia cultural que practica occidente en el «resto» del
planeta, una vez expoliado su propio interior.
A mi modo de ver, cuatro características y consecuen-
cias generales e inmediatas se extraen de lo expuesto: 1) La
penetración de tecnologías digitales en culturas y lugares sin
mediar procesos de traducción ni adaptación. Occidente es
una cultura metonímica convencida de que todos sus valores
locales tienen interés universal. 2) La interrupción en seco de
la autoevolución cultural mediante la sustitución acelerada de
las herramientas de comunicación autóctonas por medios de
comunicación digital. 3) La penetración de un potente mundo
simbólico y axiológico exterior en culturas desmanteladas y
con baja o nula capacidad de resistencia y respuesta. 4) El
diálogo desigual de estas culturas con los códigos globales,
produciendo un rápido mestizaje con los valores y prácticas
locales que apenas alcanzará una generación, provocando una
quiebra irreversible de la columna vertebral que, al menos en
el sentido tradicional, toda cultura necesita.

—29—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

1.3. LA RAZÓN NÓMICA: HIPERREGULADOS

En uno de mis cotidianos y acelerados desplazamientos desde


el lugar de trabajo —todavía en el perímetro urbano— al su-
puesto lugar de descanso en su extraperiferia, unos cinco ki-
lómetros de autopista y otros tantos de carreteras locales a lo
sumo, puse en marcha una estrategia de lentitud (Maffesoli,
1997) con el fin de extraer una percepción «sensible» sobre un
espacio recorrido rutinariamente, un mundo vital aparente-
mente vacío de sensaciones pero pletórico de instrucción sim-
bólica culturizante8 que justamente aprovecha el automatismo
como canal de inoculación.
Tras una primera observación meramente cuantitativa
del trayecto obtuve como resultado el cómputo de más de
trescientas indicaciones llamativas, desde señales de tráfico de
obligación y prohibición, carteles de dirección y localización,
publicidad de productos, hoteles, restaurantes, hipermercados
y otros comercios, paneles digitales de temperatura y hora e
incluso operarios montando decorados de alguna fiesta local.
Trescientas indicaciones en diez kilómetros, treinta señales
por kilómetro, una cada treinta metros aproximadamente, y
hablo de carreteras y no de avenidas o calles. En ellas, la den-
sidad sígnica sería inmensamente superior.
Instrucciones, prescripciones, proscripciones, normas,
medidas: vivimos en un espacio nómico,9 hiperregulado, hi-
perclasificado. El exceso de señales al que hemos llegado ya
no es suficiente. Las señales habrán de repetirse, como recor-
datorio, cada vez en menos espacio y menor lapso de tiempo.
Entre señal y señal siempre quedará, para reguladores y regu-
lados, un inmenso intersticio, un in-between (Bhabha, 1994)
------------------

8
Parte de este epígrafe y del siguiente ha sido extraída y modificada del
capítulo «Una teoría de los conceptos» (García Gutiérrez, 2011, capítulo 2.º).
9 Nomos: para la filosofía griega, significaba regla, norma moral y
política (especialmente la ley de la polis).

—30—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

capaz de absorber más señalización, una adicción a la norma


que nos inyecta la propia sobre-regulación. La sobre-
regulación no solo implica pérdida de libertad y autonomía,
de singularidad y creatividad, implica sobre todo el abandono
de la intuición, de la memoria y de la capacidad heurística, la
entrega del impulso vital al contra-impulso nómico.
Para hacer digerible la ingesta constante de reglas e ins-
trucciones, la hiperregulación segrega una especie de síntesis
icónica que a modo de eslóganes publicitarios se reproducen y
aparecen por doquier, imponiéndonos normas y, a cambio,
prometiendo normalidad.
El trabajo no es solo el espacio social más prestigiado en
nuestra contemporánea escala de valores, también es uno de
los más regulados, y no solo desde el punto de vista técnico.
El trabajo es un universo que jerarquiza transversalmente,
normalizado por instrucciones jurídicas, sociales, protocola-
rias e incluso psíquicas. Un universo aparentemente autóno-
mo que permea el resto de la vida, como bien ha mostrado
Dietmar Kamper (1998). La lógica del trabajo, esto es, sus
criterios, tiempos y ritmos de organización, la imposición de
exigencias de cumplimiento, de expectativas, de competitivi-
dad, de beneficio, regularán también lo que teóricamente no
debiera tener nada que ver con el trabajo pero, en realidad,
surge como su máxima expresión: el descanso.
No se trabaja para descansar, sino que se descansa para
trabajar. A pesar de ser dictados desde el trabajo, «vergon-
zantes» vocablos como veraneo, ociosidad o vacaciones irán
siendo sustituidos por eufemismos como días de descanso, y
esos días de descanso, para muchos, consistirán en abrir agen-
das paralelas de eventos, hacer colas y visitas exhaustivas, que
agotan al sujeto pero generan más trabajo a la sociedad, o pre-
pararse técnica o psíquicamente para el trabajo en el tiempo
que nos deje libre la lectura de las instrucciones del nuevo
electrodoméstico. Creo que muchos occidentales nos podre-

—31—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mos identificar con esta grotesca caricatura, y solo he incluido


una pequeña lista de tópicos de nuestra vida cotidiana.
El vector nómico procede de la noche de los tiempos, es
consustancial a la irrupción del límite y del verbo, pero, aun-
que sus orígenes son confusos, no lo son en absoluto sus gra-
duales objetivos: clasificar, regular, someter. Tal vez ciertos
órdenes naturales, que no responden a ninguna jerarquía o re-
gulación previos, aunque se expresen como orden y regula-
ción, indujeran a las neuronas-espejo de los humanos a ver,
atribuir y establecer orden en el mundo, hasta el punto de que
el mundo no sería inteligible sin ordenación. El tiempo y el
espacio fueron fragmentados y ordenados del mismo modo
que la vida física y psíquica de los humanos hasta el punto de
que muchos sucumbirían ante la falta de orden, de norma, de
heteronomía.
El hogar es un espacio ordenado, auto y hetero-
ordenado por el trabajo o los compromisos, del mismo modo
que es auto y hetero-regulada la intimidad de la pareja o las
relaciones familiares. Mas en toda ordenación surge siempre
jerarquía, o tal vez la ordenación surja como efecto de una ne-
cesidad lógica —lógica de logos— de jerarquía.
Jerarquía, noción sobre la que volveremos ampliamente
(véase el apartado 2.6.), es, simplemente, una relación desigual
entre instancias a partir de un criterio. Las personas, los ob-
jetos o el mundo no están naturalmente jerarquizados aunque
en el poder físico pueda residir una clave genealógica de la je-
rarquización psíquica. Los animales se someten a la ley del
más fuerte, una ley que no existe más que como impulso no
intencional con el fin de sobrevivir. Tal vez por ser un animal
débil, pero con una psique poderosa, el humano desarrolló
metacognitivamente su más eficaz arma de dominación: clasi-
ficar y, por tanto, jerarquizar.
Jerarquizar, entonces, es someter. Subordinar un con-
junto de instancias a otras que se autoproclaman superiores.

—32—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

No parece sensato pensar que los sujetos o las instancias soli-


citen o deseen, motu proprio o sin manipulación previa, la su-
bordinación incluso buscando protección o beneficio simbió-
tico, por lo que resulta razonable inferir que la necesidad de
supraordenación procede del poder o de quienes aspiran a
ocuparlo en las diversas escalas del tejido social (Foucault,
1979), de un poder que acontece en toda relación humana pú-
blica y privada, de la jerarquía estatal o nacional a la familiar,
en el lugar de trabajo y también en los espacios de ocio e inti-
midad.
A pesar de que conozcamos infinidad de jerarquías que,
en apariencia, no responden a ninguna lógica, argucia mil ve-
ces practicada por una sutil estrategia de poder que procura
presentar el estado de cosas que le favorece como natural,
equitativo con cada cual y eterno, lo cierto es que tras una je-
rarquía siempre existe una motivación. Un criterio, cuyos orí-
genes, los herederos de los dominadores o de los subordina-
dos ni siquiera conocen o recuerdan, contribuyendo, así, a
perpetuar y difuminar sígnicamente su existencia como crite-
rio «natural» de ordenación.
La consolidación del espacio nómico, esto es, el arraigo
de la percepción de un orden natural e imprescindible entre
los sujetos y entre los sujetos y las cosas, como condición de
una estabilidad necesaria para sobrevivir y desarrollar pro-
yectos de vida, lleva aparejada una perversa cláusula de nor-
malidad normativista que produce la sensación generalizada
de que toda regulación es buena y necesaria. De hecho, y es
probable que a veces con grandes dosis de ingenuidad, todos
los organismos e instituciones, desde la presidencia de un país
hasta la portería de un edificio de apartamentos, hacen de la
regulación su principal campo de actuaciones, reduciendo el
espacio y el tiempo a una sobrenormalidad que reduce a cari-
catura los vaticinios de Max Weber, ya en 1900, respecto al
futuro burocrático de las sociedades modernas: los barrotes de

—33—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

su «jaula de hierro» aún tienen mucho margen para aproxi-


marse mediante regulaciones adicionales.10
Habermas solía decir que si a un asesino le procurára-
mos todas las atenuantes posibles sobre la comisión del hecho,
quedaría finalmente absuelto. La hiperregulación en la que vi-
vimos es tan extraordinaria que propicia justamente el efecto
contrario: cualquier ciudadano inocente podría ser acusado
hoy de infinidad de infracciones o delitos, ya que, con seguri-
dad y sin saberlo, estará incumpliendo o conculcando, en al-
gún momento, una normativa... El inalterable nomos se blinda
con un impasible disclaimer: el desconocimiento no exime de
la obligación. El problema de la regulación, con todo, no es
que seamos o podamos ser culpables de algo, sino la concien-
cia y sensación de culpabilidad permanente que contraen las
personas. Una deuda que, como la del pecado original, nunca
quedaría saldada (Baudrillard, 2000). Cualquier sujeto auto-
ritario sabría muy bien de lo que estamos hablando.
Ante tal escenario y para tal mentalidad —la mente nó-
mica—, cualquier orden que venga a reordenar los microespa-
cios, resquicios, enmiendas y apostillas de lo ya ordenado se-
ría bienvenido. Entre dos señales en el espacio o en el tiempo,
siempre quedará lugar o intervalo suficiente para señalizar
mediante órdenes, consejos, recordatorios.

------------------

10
George Bensoussan, estudioso de los universos concentraciona-
rios y de la búsqueda de una explicación a la anti-Ilustración que represen-
tan los genocidios y holocaustos en Europa, va aún más lejos: para él, la en-
señanza del genocidio de los judíos no conduce a pensar ese desastre ni
como un «accidente» de la historia, ni como un paréntesis sin raíces. Si esta
enseñanza cuestiona la práctica y el discurso del antisemitismo, cuestiona
más todavía el establecimiento de una burocracia de Estado sin la cual el
crimen en masa no se habría podido cometer. La ideología sola no produce
el crimen de Estado, la tecnología y la burocracia contribuyen a él de igual
manera (Bensoussan, 2011).

—34—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

Tras el establecimiento de señales y barrotes opera un


criterio que más que a una causa, muchas veces perdida en el
tiempo, siempre responderá a una intencionalidad. Qué fines
persigue un orden dado será, por tanto, la pregunta clave que
habría que hacerle a todo orden, a toda jerarquía, a todo crite-
rio de clasificación. Y, plausiblemente, la compleja respuesta
sobre las intenciones nos llevaría indicialmente11 hasta sus
promotores.
El criterio que se instala como lógica naturalizada de
ordenación suele ser simple, en la mayoría de los casos, un
criterio único y hegemónico, incluso un criterio de ordena-
ción que no guarda relación con las instancias ordenadas. Los
clasificadores y sus clasificados se desencuentran lógicamente
aunque se encuentren en el lenguaje. Un lenguaje que, para
Nietszche (1997), siempre fue inventado y controlado por los
poderosos.
Por ejemplo, el poder, la creencia religiosa o el lucro
alimentan jerarquías entre instancias sociales y culturales aje-
nas a esos criterios. A partir de una ordenación jerárquica de
tipo piramidal o arbóreo se establecen relaciones y criterios
jerarquizantes hacia y en instancias de naturaleza distinta al
criterio o no necesitan relación jerárquica o impositiva alguna,
como ocurre en las relaciones de pareja a partir de la presumi-
ble fuerza bruta del hombre —una fuerza que elabora su sen-
tido en la pugna ancestral por la dominación, pero que no ha
lugar en un supuesto régimen contemporáneo e igualitario de
afectos o trabajo— o en las relaciones de sumisión entre países
y naciones, supuestamente de igual soberanía, o en las adhe-
siones jerarquizantes que el criterio patriótico reclama llevan-
do a la muerte a muchos soldados que solo defendieron, sin
saberlo, privilegios, dinastías y herencias privadas. La jerar-
------------------

11 Sobre el modelo indicial de indagación, véase Ginzburg (1994,


cap. 4).

—35—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

quía utiliza prebendas, desvíos, deslizamientos metonímicos,


inventa dicotomías y manipula transitividades y transversali-
dades para conseguir su objetivo.
En las ordenaciones teóricamente más asépticas como
las que nos proporciona la semántica, o en todos los campos
científicos en general, es obligada la explicitación del criterio,
sea el célebre archisemema /asiento/ para organizar el campo
léxico de los taburetes, butacas y sillas o, el de los mamíferos,
para clasificar a los portadores de glándulas mamarias. El pro-
blema, en esos casos, no estriba en el deseo o la necesidad de
clasificar los objetos, sino en erigir una clasificación dada co-
mo clasificación universal o dominante, avalada por la adop-
ción de criterios universales o dominantes subyacentes a la ló-
gica de la clasificación; en los ejemplos dados, la objetividad
del conocimiento científico o la necesidad de fragmentar los
objetos para permitir su acceso, máximas de la ciencia, cierta-
mente, pero máximas de una ciencia positivista que, aunque
persigue la verdad absoluta a través de su epistemología, no
deja de responder a unas intenciones y a una época, así como a
complejos de inferioridad y superioridad, a autoexigencias y
reclamaciones históricas o nacionales, a ensoñaciones y deli-
rios de un imaginario manipulado.
El triunfo planetario de la razón nómica no consistió
solamente en instalar una determinada visión del mundo en
otras culturas, sustituyendo sus órdenes y jerarquías internos
por modos de organización ajenos, sino en hacerlas adictas de
por vida al consumo de jerarquía, de clasificación, de normas,
sistemas aparentemente desprovistos de criterios, porque la
lógica lanzada tiene apariencia objetiva, neutral, universal, so-
lidaria. Con ella, la infraestructura básica para la homologa-
ción sin fronteras estaría tendida.

—36—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

1.4. GEOSÍMBOLOS Y CRONOSÍMBOLOS

El espacio que transitamos y también el tiempo pasado, pre-


sente y futuro, están clasificados y solo son comprensibles
desde una perspectiva de la que emana una clasificación con-
mensurable. En el espacio, encontramos millares de repetidas
señales de cuantificación, enérgicos tópoi (Perelman, 1989;
Santos, 1989 y 2005) de distancia, peso, capacidad, posición:
metros, kilómetros, kilogramos, litros, junto a denominacio-
nes onomásticas que identifican y etiquetan lugares, situacio-
nes y ubicaciones: Gran Vía, Plaza Mayor, Champs Elisées,
Trafalgar Square, Plaza Roja, cúpulas, torres, miradores y mi-
naretes, monolitos, estatuas ecuestres, castillos, palacios, ven-
tas, molinos, lugares de batallas y tratados que han identifica-
do históricamente espacios y tránsitos convertidos en
geosímbolos que nos ayudan a situarnos físicamente, y re-
ductoramente en el imaginario cultural, como Giralda, Kou-
tubia, Tour Eiffel, Empire State, Cristo do Corcovado, Machu
Picchu, la muralla china, Dunkerke, Peloponeso, Trafalgar, a
los que se añaden ahora, Disneyland, MacDonald’s, Burger
King o las banderolas, torretas y paneles elevados de Carre-
four, Repsol o Ikea.
Las señales numéricas, ordenan y cuantifican genérica-
mente el espacio y designan posición, volumen, peso, direc-
ción. Las denominaciones propias y geosímbolos son señales
onomásticas, señales orientadas a la cualificación y monu-
mentalización del espacio que transitamos. Entre una señal
numérica y otra, y también entre las onomásticas, hay espa-
cios vacíos, intersticios cada vez más ocupados por la neoco-
lonización sígnica cultural, nacional y comercial. Muchas se-
ñales comerciales y mercantiles devienen geosímbolos;
recordemos el famoso asunto del toro de la empresa Osborne,
declarado bien de interés cultural en España, candidato a for-
mar parte del imaginario cultural hispano del mismo modo

—37—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

que muchos monumentos culturales o históricos, debida-


mente parquetematizados especialmente para el mercado tu-
rístico, pasan sutilmente a formar parte del imaginario comer-
cial. Hasta el punto de que ya no hay imaginario, espacio o
tiempo cultural disociable de lo comercial. La intensidad del
desigual intercambio simbólico entre valores culturales y co-
merciales hará ya imposible un reconocimiento de los estados
originarios si no es mediante la intervención de técnicas foren-
ses sobre lo simbólico. Y tal hibridación se intensificará en la
transcultura.
Junto a estas señales que demarcan el espacio surgen
otras no menos poderosas y clasificantes en el tiempo: los
cronosímbolos. Los minutos, las horas, los años, los siglos y
milenios, los horarios, periodos y agendas nos preceden por
doquier. Los trienios, quinquenios y sexenios abruman a mu-
chos funcionarios y trabajadores que, con ellos, alteran sus
organizaciones vitales. Son señales numéricas que demarcan el
tiempo y presiden las aperturas y clausuras, la organización
del trabajo y del ocio, los recuerdos y las expectativas. Junto a
ellas, y en su refuerzo, brotan reiterados e imperturbables los
monumentos de la temporalidad que elaboran y ordenan la
memoria y la identidad: las conmemoraciones, los aniversa-
rios, las festividades, todas ellas con denominaciones de hé-
roes, fechas y gestas nacionales, prohombres (más que pro-
mujeres) locales, vírgenes, santos y acontecimientos de orden
religioso que balizan y fragmentan imperativamente nuestra
percepción del mundo. A ellos se han añadido, empleando la
misma retórica, las «celebraciones» de comercios e hipermer-
cados con el pretexto de aniversarios, cambios estacionales o
rebajas de precios.
La vivencia de la temporalidad numérica y onomástica,
del mismo modo que las situaciones, travesías y aconteci-
mientos demarcados espacialmente, estará progresivamente
infiltrada por cadencias laborales, políticas y culturales que,

—38—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

junto a estrategias comerciales dirigidas a la mercantilización


del tiempo, lo reinventan, absorben, colonizan y controlan.
Veamos un resumen teórico de nuestra visión del espacio y del
tiempo.

Espacio Tiempo
Señales Indicadores cuantitativos Indicadores cuantitativos
numéricas de posición, dirección y de momento, de periodo,
distancia de pasado, presente y
futuro
Señales Monumentos, Conmemoraciones,
onomás- localizadores y otros festividades, aniversarios
ticas geosímbolos y otros cronosímbolos

Como decíamos, espacio y tiempo son los escenarios


privilegiados de la colonización clasificatoria, una coloniza-
ción que detectará y someterá todos los resquicios e intersti-
cios, aumentando la densidad regulativa y disminuyendo los
espacios de emancipación.

1.5. LA DIGITALIDAD COMO META-NO-LUGAR

Los no-lugares, según Marc Augé (1993, 1996), son espacios


desconectados de la cultura local, de sus ritmos, temporalida-
des o territorios. En su naturaleza aparentemente inocua nos
reconocemos y sentimos acogidos, especialmente cuando sa-
limos de nuestro lugar cultural, junto a una difusa sensación
de desafecto: aeropuertos, restaurantes, gasolineras, franqui-
cias, hipermercados son no-lugares-nodos que nos ayudan a
situarnos y geo-referenciarnos en tránsitos o permanencias
efímeras, y a los que se accede a través de peri-no-lugares co-
mo autopistas, rotondas o circunvalaciones. Una segunda
oleada de crecientes peri-no-lugares que desborda espacial-
mente las primigenias edificaciones de no-lugares-nodos pero

—39—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

comparten su misma lógica y semiótica en una colaboración


mutua. Los peri-no-lugares de segunda generación serían,
esencialmente, vías de enlace que facilitan la conexión dinámi-
ca entre los no-lugares-nodos. Los conectores de una red neo-
simbólica en expansión imparable hacia las raíces mismas de
las culturas. De hecho, los nuevos no-lugares, como parques
temáticos o urbanizaciones anodinas, suplantan radicalmente
los modos de vida autóctonos mediante una totalidad urba-
nística interior que contiene nodos y enlaces en la periferia
que recentralizan nuestras ciudades.
El escenario nómico espacio-temporal de esas primera y
segunda deslocalización cultural y los sistemas de comunica-
ción de geoculturas agónicas prepara e instruye para la adap-
tación a una tercera embestida: la digitalidad. Los augurios de
la célebre teoría de Augé, hechos antes de la implantación ma-
siva de Internet y de las redes sociales, se encontrarían plena-
mente satisfechos. Los no-lugares se instalan cada vez con
más saña en los restos de las geoculturas, fagocitando, con su
simbología comercial, la simbología cultural, como veremos
en algunos ejemplos. La red digital vendrá a reforzar su nueva
lógica.
En el espacio, como hemos visto a través de los geosím-
bolos, encontramos tradicionalmente millares de geosímbolos,
balizas orientativas de una época ya en disolución y transvalo-
ración simbólica constante. Ahora se suman y superponen a
ellos los no-lugares: espacios desconectados de toda cultura,
tiempo o territorio como las coloridas llamadas publicitarias
de los restaurantes globales de fast food, simbolizados por
MacDonald’s, o las banderolas y gigantesca cartelería de los
centros comerciales e hipermercados que nos ayudan a situar-
nos también en el no-lugar abierto de autopistas, rotondas y
circunvalaciones, parques temáticos y urbanizaciones imper-
sonales. Incluso entrañables callejas, caseríos, plazas y centros
históricos se vacían de habitantes y simbología, quedando

—40—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

como decorado de un no-lugar, para turistas y franquicias,


que alguna vez fue habitado por una cultura viva. Lo mismo
ocurre en el tiempo con los cronosímbolos: el tiempo ha sido
balizado por conmemoraciones, festividades, aniversarios ya
vaciados culturalmente y desplazados o resignificados por la
cronosimbología de las rebajas, las ofertas estacionales de viaje
o los días en que se comercializa el afecto.
Ya no hay imaginario, memoria, espacio o tiempo cultu-
ral disociable de lo comercial. El marketing y la publicidad,
cuyos geo y cronosímbolos ayudan a situar a millones de per-
sonas desplazadas a lo largo y ancho del planeta, arrasando la
simbología local, contribuyen decisivamente a la implantación
de la nueva nómica en el espacio de comunicación virtual. Los
no-lugares se apoyan y refuerzan ya sobre una base extraña y
emergente: un meta-no-lugar (el no-lugar de los no-lugares),
en el que se intercambian, desarraigan y confunden roles y
símbolos culturales y comerciales incesantemente, decisiva-
mente. El meta-no-lugar por excelencia es la digitalidad. Un
nuevo espacio, flujo y tiempo regido por la sacrosanta com-
petitividad que abandona a las culturas a su suerte e indefen-
sión. En la digitalidad, los universos simbólicos ya no tendrán
oportunidad de evolución o revolución desde dentro, pues los
códigos culturales serán drásticamente permutados por nue-
vos códigos de interacción.
Los sistemas y tecnologías de la comunicación son inse-
parables de las culturas. Secularmente son las culturas las que los
crean, de acuerdo a necesidades específicas, y utilizan para sus
propios fines. Pero la implantación de la digitalidad no da mar-
gen de negociación o resistencia cultural alguna, sino que, muy
por el contrario, promueve la sustitución inmediata del imagina-
rio local por el placer —y la adicción— de una comunicación
ilimitada, a cambio de una mayor vulnerabilidad de las subjeti-
vidades. El «arraigo» sin raíces de la transcultura tendría mucho
que ver con esa nueva adicción a la comunicación global.

—41—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

En esta hipótesis, y me gustaría dejar claro que no la


mueve nostalgia alguna, no podríamos hablar ya de culturas
colectivas en los viejos formatos, sino de culturas diluidas y
transversas o, mejor, de subjetividades transculturales, su-
jetos simbólicamente inestables e incluso ausentes e indife-
rentes a la cultura. Occidente no sería ya el centro de la
cultura dominante que sigue difundiendo valores porque
hace tiempo que dejó de ser centro y cultura. La occidenta-
lidad se promueve ya desde cualquier lugar ocupado digi-
talmente y culturalmente desposeído. La occidentalización,
que comenzó siendo una westernización, es un proceso —ahora
planetario— en el que la transcultura comenzó por arrasar a
las culturas más afines y criollas.
Para Steiner (1991), y en ello encontramos convergen-
cia con la célebre crítica a la Ilustración de Horkheimer y
Adorno (2006) remontándose a las causas de su fracaso —pro-
yecto inacabado y reversible, para ellos—, occidente se au-
toproclamó portador de unos valores civilizatorios esencia-
les que le llevaron a la peor de las barbaries mediante el ho-
locausto nazi y genocidios posteriores en Vietnam, la ex-
Yugoslavia o Irak.
En la masiva intervención occidental aparentemente demo-
crática y neutral en las culturas del mundo, que paradójicamente
se inaugura, en palabras de Marcuse, con el dulce y sutil totalita-
rismo instalado en la sociedad de masas norteamericana, reside la
disolución del sentido de la propia cultura occidental, el finiquito
de uno de los ideales de la modernidad. Una civilización en la que
ya es imposible reconocer los valores primigenios y que sigue
siendo incapaz de abandonar sus lógicas expansivas y sus proce-
dimientos de neocolonización. Si la cultura, como estima Steiner,
es al fin y al cabo un estilo de vida, a la vista del fracaso de facto
de la propia cultura occidental nos preguntamos, con el pensador
de la Universidad de Ginebra, si realmente merecerá la pena se-
guir invocándola como estandarte de valores universales.

—42—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

Steiner nos proporciona una hermosa aunque tal vez in-


genua y tardía respuesta: rescatar la frescura de las idílicas
culturas indígenas pletóricas de espontaneidad y alegría e in-
corporar algunos de sus valores en la agónica cultura occi-
dental. La ingenuidad estribaría en que detrás de cada cultura
de la alegría siempre suele haber todo un mundo de silencia-
miento y opresión que los occidentales no sabemos ver, ni
muchas de las víctimas expresar, salvo cuando logran superar
sus identidades de origen.
Pero, también, repárese en la siguiente reacción ejem-
plar de un grupo de chavales maya tojolabal, según cuenta el
antropólogo alemán Carlos Lenkensdorf (2002), afincado en
México: como parte de un proyecto zapatista de instrucción
y concienciación indígena, en Chiapas, un grupo de mucha-
chos de la etnia maya tojolabal recibía «clases» de un ins-
tructor metropolitano. Cierto día, los estudiantes le pidieron
hacer «un examen», pues habían oído algo sobre este tipo de
pruebas en la UNAM y otras universidades mexicanas. El
«profesor», perplejo, declinaría inicialmente la idea argu-
mentando que era parte de un sistema educativo ajeno a
ellos, pero, ante la insistencia de los chavales, repartió papel,
lápiz, separó a los estudiantes, y les dictó algunas preguntas.
En un instante, los tojolabales —en cuya cultura no existe el
yo, pues está nosotrificada— se juntaron y discutieron los
problemas.12 Al rato, presentaron las soluciones. El atribula-
do «examinador» les dijo que eso no era exactamente un
examen, aunque las respuestas fueran correctas, y que era
imposible calificarlos individualmente. Entonces, ellos le in-
terpelaron: si sabías ya las repuestas, ¿para qué nos haces las
preguntas?, ¿qué sentido tiene separarnos, si varias cabezas
piensan mejor que una? Y, por último, ¿para qué queremos
que nos califiques individualmente si entre todos hemos re-
------------------

12 Véase la naturaleza de la notrificación en Mignolo y Schiwy (2007).

—43—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

suelto el problema y ese conocimiento lo tenemos que tras-


ladar inmediatamente a la comunidad? Tal vez algo yerre en
la filosofía educativa de nuestro sistema...
Volviendo a Steiner, de sus propuestas me quedaría sin
duda con una lúcida y eficaz medida nacida de la creatividad
que produce toda negatividad: la «desidealización» generali-
zada que vive occidente, la conciencia de crisis en suma, po-
dría ser un buen punto de partida para rehabilitar algunos
valores de la mejor tradición de la modernidad europea e, hi-
bridados, apuntar a la construcción de lo que él llama, en tér-
minos más optimistas que los míos, poscultura.
A pesar de que las tecnologías digitales aún están en su
prehistoria, podemos hacer, en cuatro síntesis, el diagnóstico
de los últimos veinte años:

1. El multiculturalismo que gobernó el planeta durante


decenas de miles de años, la edad de oro de las cultu-
ras, está llegando a término y en esta época vivimos
su gran punto de inflexión. Conforme los homínidos
desarrollaban la caja de herramientas especializadas
en la comunicación, gracias a la cual dominaron el
mundo frente a otros depredadores, se aceleraba la
pulverización y diseminación de su cultura (pues,
como dice Jon Elster, el ser humano es el único ani-
mal capaz de mejorar hacia la extinción).
2. Las causas prioritarias del cataclismo multicultural
son propiciadas por las tecnologías digitales de la
comunicación y del registro junto a la neocoloniza-
ción deslocalizada de la hegemonía productiva y co-
mercial que ellas mismas fortalecen.
3. La convivencia y el diálogo interculturales han sido
superados por modos caóticos de comunicación trans-
cultural, entendiendo por transculturalidad un espacio
de interacción no organizado, ni representativo, ni

—44—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

igualitario, esto es, un espacio de interlocución que no


impondría exigencia cultural alguna más que las im-
puestas por los protocolos de la propia tecnología, a
pesar de estar urdida desde una lógica y unos valores y
categorías occidentales que permanecen tácitos en su
estructura comunicativa de apariencia inocua y vacía.
4. La emergencia de procesos masivos de comunicación
global, por primera vez en la historia, desprendidos
gradualmente de cualquier matriz cultural en un espa-
cio único de ebullición e intercambio en el que circula
a la deriva una indomable oferta simbólica, infinita-
mente resemantizada y desligada de sus matrices cultu-
rales originarias ya difusas o extinguidas. La estructura
comunicativa digital, no obstante, transformará paula-
tinamente el pluralismo de contenidos simbólicos en
valores cada vez más convergentes cuya singularidad
residirá en la diversidad de formas y maquillajes.

Decíamos, al inicio, que occidente es un lugar epistémi-


co fragmentado y transversal, un sentido territorializado más
que un territorio. Pero, gracias a la teoría de los no-lugares,
podemos concebirlo ya, en su trance digital, justamente como
el meta-no-lugar epistémico cuyas trayectoria y esperanza
más visibles se obstinarían en la definitiva homologación uni-
versal. Ser anti-sistema13 hoy consistiría, simplemente, en de-
salentar esa esperanza.
------------------

13
Sistema/antisistema constituye una extendida dicotomía reducto-
ra que no comparto. Tampoco comparto la visión negativa que los medios
difunden de las protestas contrahegemónicas, centrándolas en episodios de
violencia callejera contra mobiliario público e ignorando las reivindicacio-
nes pacifistas. No sería exagerado afirmar que el conglomerado financiero y
la especulación transnacionales son los auténticos agentes antisistema de lo
público, imponiendo recortes de derechos sociales y democráticos y some-
tiendo a la hambruna y a la muerte a millones de desheredados del planeta.

—45—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

1.6. NÓMADAS TRANSCULTURALES

En la Europa humanista se elaboran las primeras estrategias


de colonización mundial masiva y, con ello y por ello, tras-
ciende su modernidad. Pero la propia romanización, más de
quince siglos antes, ya se había cobrado cientos de culturas
autóctonas, solo en suelo europeo. En efecto, parece que el
Continente y su heredera, la cultura occidental que simplifica
y sublima su esencia demoledora, merced a las migraciones y
estabilización del foco de dominación cultural y tecnológica
en Norteamérica, no podrá librarse del honor de comenzar, y
culminar, la demolición definitiva de la diversidad cultural.
Mas también tengo la certeza, para desactivar cualquier mea
culpa, de que todo se debió a circunstancias dadas (¿caóticos
aleteos de mariposa?) en el momento y lugar propicios. Quie-
ro decir que, tarde o temprano, los recónditos caminos del lo-
gos hubieran llevado a cualquiera otra cultura minoritaria a
hacerse mayoritaria y enarbolar la bandera de la colonización
masiva. Todo sería cuestión de tiempo u oportunidad.
La situación con la que se enfrentan las culturas super-
vivientes a principios del siglo XXI sería tout court: extin-
guirse por vía rápida al ignorar el tren del destino, pues serán
arrasadas por él, o aprender sus señales y adaptarse a una es-
tructura sin aparentes exigencias, pero que provocará la ex-
tinción cultural irremediable al quedar inoculado el sujeto
por la lógica imperceptible del medio/modo en el que se co-
munica. La decisión que debiera tomarse, para impedir tan
trágico desenlace, no dispone de órganos representativos que
hablen desde las culturas en un foro en el que sean oídas y
atendidas, pues ni siquiera se suele plantear como asunto de
reflexión. Hay millares de foros, debates y planes de con-
cienciación y rescate, pero hasta esos foros de resistencia
cultural utilizan los formatos, lenguajes y tecnología de la

—46—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

creciente cultura unificante que rechazan, no resistiéndola,


por ello, sino consolidándola.
Las culturas no fueron capaces de preparar a sus indivi-
duos ante la invasión sutil de las tecnologías del confort, unas
tecnologías especializadas en propagar ansiedad, fascinación y
adicción, y, tras comer la manzana consumista, todos querrán
abandonar paulatinamente las incomodidades y, aunque muy
pocos lo conseguirán, el apagamiento de la diversidad simbó-
lica será aun así inexorable. La nueva situación abolirá perte-
nencias obligadas y costumbres crueles, injusticias, dependen-
cias y sufrimientos innecesarios, pero todo ello junto al
exterminio de la mayor riqueza tecnológica y simbólica que
haya dado el planeta, y sin la oportunidad histórica de dejar
autonarrarse y evolucionar por sí mismo a todo ese acervo.
El nuevo orden, un orden gradual absolutamente indife-
rente a los daños directos y colaterales, lo impone el avance
cada vez menos lento y mucho más firme, al encontrar des-
manteladas las resistencias pasadas, al obtener la colaboración
desinteresada e inconsciente de cientos de vagabundos cultu-
rales producto de la crisis identitaria global, de las tecnologías
digitales de la comunicación. Y es en ellas donde, especial-
mente, tendrá lugar la fusión cultural de los próximos dece-
nios bajo la supremacía de una occidentalizad planetaria, pues
en el espacio transcultural hay jerarquía, aunque no se perciba
a simple vista. La lógica transcultural es transversal y en esa
transversalidad sería, justamente, donde reside oculta su efi-
ciente e impregnadora jerarquía.
Bajo el sutil imperio de la transcultura, el individuo re-
cibe poderosas sensaciones y expectativas culturales, pero no
datos cimentados en cultura alguna, del mismo modo que el
consumidor percibe la libertad y un inmenso poder en la
misma sensación de consumo. El lenguaje del mercado sim-
bólico se presta con docilidad a la migración y transvaloración
fácil del lenguaje mercantil. La macrocomunidad vertical se

—47—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

extingue formalmente al tiempo que las microcomunidades


horizontales y transversales proliferan. Se trata de comunida-
des de sentido, en términos de Berger y Luckmann (1997), a
las que se adscriben los individuos por afinidades de distinta
raigambre confiriendo a los participantes configuraciones
nuevas, inestables y cambiantes en la vivencia de la identidad
y de la cultura. De la pertenencia a una comunidad única y
total de sentido que representa la geocultura, pasamos a la
pertenencia múltiple y flexible a comunidades sectoriales, par-
ciales y simbólicamente cada vez más precarias como conse-
cuencia de la transcultura digital. A partir de ellas, ya no po-
dríamos hablar de «sujetos», los sujetos están inmovilizados
por una cultura, sino más bien de ágiles nómadas transcultu-
rales listos para reaprender y mutar sobre nuevas ofertas sim-
bólicas cotidianas, prestos a sobrevivir sobre una posición en
tránsito. Sin embargo, de la transcultura emanan categorías y
valores altamente unificantes. En ese sentido, el nómada se-
ría/estaría también sujeto.
Berger y Luckmann explicarían la crisis de las identi-
dades a partir de la explosión de valores y sentido ofertados
por los pluralismos modernos: democráticos, culturales, reli-
giosos, grupales, diseminación emprendida por las institu-
ciones intermedias, según acuñación de Émile Durkheim, y
un millón de subjetividades hechas públicas en todo tipo de
escaparates y quioscos mediáticos. Cuando Berger y Luck-
mann hicieron su estudio, al igual que el citado trabajo de
Steiner, la comunicación digital estaba en sus albores. Ahora
mismo nos encontramos en la prehistoria de todas las poten-
cialidades que desplegará la tecnología digital y sus deriva-
ciones posdigitales en un futuro muy próximo, pues la inno-
vación y la implantación tecnológica, impulsadas por los
gobiernos y los mercados al unísono, no tienen parangón
conocido en la historia. La digitalidad podría ser superada
por otra plataforma en el futuro, pero el avance hacia la uni-

—48—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

ficación lógica del planeta y la homologación simbólica no


serían ya abandonados.
Me quedan pocas dudas en relación al escenario trans-
cultural y a la marcha inexorable de esta maquinaria y su sis-
tema lógico, aunque muchas incertidumbres respecto a cómo
será el resto del mundo de hecho que le espera a los humanos,
especialmente en términos de singulares experiencias y nuevas
modalidades de sufrimiento y marginación.
En el sistema de comunicación transcultural, los sujetos
adquirirán sus pertenencias simbólicas, se identificarán con va-
lores y tendencias y acompañarán la decadencia y desaparición
rápida o repentina de esas mismas pertenencias, valores y ten-
dencias que hic et nunc son considerados inmutables, y cual-
quier cambio produciría vértigo, horror vacui. El ejemplo más
gráfico lo tenemos en la moda textil. La indumentaria del pre-
sente ridiculiza a la pasada, para poder instalar hábilmente otros
estilemas y dar salida a la producción y los stocks, pero digo
otros y no nuevos estilemas, pues ignoro si es la falta de imagi-
nación, o las limitaciones de la industria, lo que autoriza el ci-
nismo de reinventar y rehabilitar sin pudor lo repudiado años
antes.
Los formatos y lenguajes de la obsolescencia industrial,
naturalmente, exceden el sector textil, y proliferan en la auto-
moción, en la alimentación y su envasado, en los transportes e
hipermercados, en todo el mercado en general y, claro está, en el
mercado de las tecnologías de las comunicaciones. El cambio de
móvil o portátil es, además de un imperativo tecnológico para
poder operar con software, archivos o transmisiones que per-
manecen en calculada espera para salir dosificadamente a la
venta, un imperativo estético de primera magnitud entre mu-
chos adolescentes, universitarios y ejecutivos acomodados, un
«complemento» más de la indumentaria y la distinción social.
El nómada transcultural se caracteriza por una permea-
bilidad y canjeabilidad estéticas sin precedentes respecto a

—49—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

valores, categorías, formas, formatos y marcas que determinan


buena parte de su deambular. Atrapados por las exigencias de
una única lógica incuestionable por imperceptible, estos viaje-
ros axiológicos ya integrados o en vías de integración se de-
senvuelven con naturalidad sorprendente en una pluralidad
inmensa de valores y pertenencias que, hibridados, generan
una infinidad de combinaciones, distorsiones y gramáticas de
las viejas culturas, si bien estamos en una época de transición,
y por tanto de coyuntural riqueza, entre las tres configuracio-
nes culturales que hemos conjeturado. Esto quiere decir que,
en la medida que la transcultura se vaya volviendo hegemóni-
ca, las posibilidades de combinación irán disminuyendo drás-
ticamente al tiempo que tenderá al infinito el número de inte-
racciones, pero interacciones infinitas en las que se canjea un
número reducido de categorías y valores ya apenas converti-
dos en sucedáneos simbólicos. El intercambio es lo más au-
téntico de un proceso en el que lo intercambiado cuenta poco.
La asunción inconsciente de los valores de la tecnología
digital permite la rápida aspiración, por sus turbo-reactores,
de cualquier incauta cultura que se asome a sus pozos porque
aparentemente no impone nada temática, ideológica, cultural,
políticamente. Ese sería el cebo: en apariencia, ningún cebo en
absoluto. Mas las moléculas de la transcultura actúan en los
sigilosos niveles de la microbiología cultural propiciando una
superficie de libertades, movimientos, transacciones y traduc-
ciones sobre un mismo cimiento lógico. La sensación de fuga
no vigilada en superficie proporcionará mayor estabilidad y
longevidad a la lógica subyacente.
Y es así como seis mil millones de humanos se adentran,
gradualmente cada día, en la perversión de un modelo que
fomenta la plena libertad de mirada, controlada desde unos
ojos únicos. El intercambio de valores y posiciones no habrá
tenido precedente en la historia humana, pero tampoco lo ha-
brá tenido la existencia de tan estrecho conducto lógico de

—50—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

alimentación. Pasaremos de la milenaria inconmensurabilidad


de muchas culturas a la sencilla y seductora posibilidad de in-
tercambio transcultural debido a la levedad de un omnímodo
soporte tecnológico y a sus unilaterales condiciones y reglas
de juego.
El diálogo, la traducción, el consenso y la buena prensa
que siempre han recibido pondrán término, no sin alevosía, a la
diferencia, a la discrepancia, al disenso. La diversidad transcultu-
ral residirá en la oferta de distintos platos, preparados con los
mismos ingredientes, y consumidos por sujetos radicados en
ecosistemas distintos con los que se relacionarán mediante res-
puestas transculturales. Poco a poco, las infraestructuras, vi-
viendas y expectativas, flora y fauna de esos ecosistemas tam-
bién asumirán el alto coste, como en el caso de la liberalización
económica, de esta otra imprevisible liberalización cultural.
La visión sórdida del destino de las culturas que he pre-
sentado obedece no solo a la crítica del dogmatismo de una
propuesta que sigue liderando occidente sobre los escombros
de su propia cultura, sino de la desidealización que me gusta-
ría extender, respetando todos los apegos basados en el afecto,
a los valores dogmáticos que residen en todas las culturas tra-
dicionales. Hay un hecho evidente: los humanos necesitamos
algún tipo de soporte cultural para vivir, y hay culturas de
mayor o menor rango opresivo, pero las culturas e ideologías
verticales y dogmáticas no han sabido, desde luego, devolver
dignidad, felicidad, participación y libertad plenas a quienes
les han sido leales. Tal vez por eso se desploman con tanta fa-
cilidad ante el avance de la transcultura.

1.7. LA COMUNICACIÓN COMO TRANSCULTURA

«Cultura» procede de la familia sémica (y en francés moderno


significa eso exactamente) de «cultivo». Pero, no solo por eti-

—51—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mología, la cultura está indisolublemente ligada a la agricultu-


ra, esto es, al gigantesco salto epistemológico y teleológico
que hizo posible a la humanidad nómada establecerse, aban-
donando la caza y la recolección para convertirse en produc-
tores, fabricantes, comerciantes. La gran revolución y flore-
cimiento culturales sucedieron entonces y, fundamentalmente,
a causa de las nuevas posibilidades de protección y produc-
ción asociadas a los asentamientos. La agricultura proporcio-
nó mejor alimentación y la alimentación benefició el desarro-
llo neuronal. Para que una cultura pudiera tener lugar era
necesario un territorio estable, que podía ser lugar puntual o un
itinerario reiterado de trashumancia, y cuya orografía, clima-
tología o zoología se convertían en símbolos culturales, muchas
veces antropomorfizados y dando fortaleza y sentido a la cul-
tura. Y también llenando de cultura el sentido de la vida.
A lo largo de milenios, nuestros ancestros vivieron en
geoculturas que mayoritariamente, y en apenas un siglo, se
transformaron en infoculturas analógicas que desembocaron
en la digitalidad. Pero la cultura digital está exenta de tierra,
bueyes, labranza, aperos, cultivos, pesca, mar, aunque maneje
hábiles metáforas de navegación. No hay más que conceptos
abiertos en una lógica cerrada. Naturalmente, todavía persis-
ten grandes diferencias entre las comunidades humanas, pero
estas diferencias no proceden ya de culturas sólidas y autosig-
nificantes desde las que puedan ser señaladas. En algún mo-
mento de antaño, bastaba la mera pertenencia a una cultura
como una totalidad desde la que se vociferaban indiscutibles y
gruesos trazos diferenciales: sarracenos, judíos, cristianos,
aztecas, incas... La columna vertebral de las culturas se nutría
de sistemas de instrucción implacables que lograban devolver
leal sumisión a un poder disfrazado de comunidad protectora.
El sujeto cultural estaba atado a su cultura, era un sujeto hip-
notizado o reprimido, amenazado de por vida y domesticado
en la repetición de letanías que nunca entendió. Gracias a ese

—52—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

eficaz sistema, la edad dorada de las culturas resistió miles de


años sobre el planeta.
Lo que hubiera sido una hermosa salida a las mutilantes
imposiciones culturales, esto es, una revolución autonarrativa
desde cada singularidad cultural hacia su propia diversidad
interior, se convirtió sin embargo en la imposición a sangre y
fuego de los nuevos valores y pertenencias de la colonización
masiva que, en Europa, inauguró Roma. Pero colonización
siempre hubo. Sería iluso pensar que una cultura brota ex-
nihil y sobrevive armónicamente entre pérfidas hermanas. Pa-
ra comenzar, las culturas son desconfiados sistemas de coloni-
zación endógena; los sujetos que protegen son colonizados y
cargan con hipotecas simbólicas que han de transmitir a sus
herederos.
Bajo la hipótesis de la transcultura, la gravitación verti-
cal que imponía el territorio físico sería sustituida por la gra-
vedad horizontal que proporciona el inestable espacio sin ma-
sa de la comunicación. Y la inestabilidad, la instantaneidad y
la aceleración harán que los sujetos muden de piel cultural va-
rias veces en sus vidas. La identidad inmutable se transforma-
rá en identificaciones efímeras, precarias y azarosas. Pero esa
precariedad ya no supondrá problema ni inseguridad para el
«sujeto/nómada», pues irá legitimada por la necesaria preca-
riedad que el propio mercado, que domina la comunicación,
necesita para renovar sus ofertas y dar salida a sus productos.
La precariedad, la inestabilidad, la deserción o la deslealtad
identitarias ya no serán graves delitos o transgresiones simbó-
licas del nómada transcultural. Serán, contrariamente, parte de
su nuevo lenguaje, su modus vivendi.
Sin dolor, e incluso con cierta complacencia, serán can-
jeadas las adscripciones culturales, ya que el subsistema cam-
biante de la moda y la pulsión neofílica hace que tanto los
asuntos simbólicos, como los labios, los coches o los senos,
cambien o se operen con cierta frecuencia. Todos esos cam-

—53—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

bios ya no se darán con las reticencias del viejo lugar común


de la cultura, sino con el beneplácito del meta-no-lugar co-
mún de la digitalidad.
Fundándose en valores manipulados, como el mayorita-
rismo o la democracia, occidente legitima el interés de una so-
ciedad cada día más impasible y ajena a las voces de culturas y
posiciones minoritarias. Curiosa sensibilidad de una civiliza-
ción que solo distingue mayorías e ignora a las minorías: co-
mo oí comentar a Martín Barbero, es como si nos dedicára-
mos a proteger las fotocopias y a descuidar los dibujos más
originales.14 Pierre Lévy afirmaba, por su parte, que el avance
de la tecnología digital, en 1999, no justificaba ya buena parte
de la insuficiente democracia representativa. Multitud de deci-
siones políticas nacionales o locales podrían ser consultadas
directamente a los administrados a través de la red. Es inexpli-
cable que la gestión democrática no aproveche las indudables
ventajas de la tecnología digital en tanto se digitalizan todos
los rincones de la existencia.15
Una cultura no es entendible, como cualquier otra ins-
tancia viva, sino como interacción y cambio. En lo más nu-
clear de la constitución cultural —la comunicación o transmi-
sión de valores— residirá la sustancia de su disolución. Pero la
cultura, como cualquiera otra energía universal, no desapare-
ce: se transforma. La transcultura es su nueva manifestación.
Lo que importa es cómo afectará al imaginario y a la libertad
de las personas. Algunos voluntaristas, como James Clifford
(1999), apuntan que podemos aprender a devolver diversidad
con las mismas tecnologías unificantes. Pero no parece que los
sistemas educativos hayan hecho de la crítica tecnológica uno
------------------

14
Conferencia en la Facultad de Comunicación de la Universidad
de Sevilla, en febrero de 2010.
15 Aunque la manipulación política de los ciudadanos en las deci-
siones directas, en una democracia participativa de la sociedad de masas, se-
ría otro esencial y complejo debate.

—54—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

de sus objetivos estratégicos. Y, sin crítica tecnológica, tal vez


fuera mejor no disponer de tecnología.
Naturalmente, la penetración de la tecnología digital
necesitó una infraestructura material y simbólica previa que el
colonialismo occidental instaló a lo ancho del planeta: homo-
logación de energías basadas en el petróleo y la electricidad,
telefonía y telegrafía, medios de comunicación analógicos co-
mo el cine, la radio y la televisión, un puñado de lenguas fran-
cas, como el inglés, el francés y el español, y una red creciente
de transporte y circulación global de mercancías. En cien
años, la infraestructura básica para la neocolonización digital
estaba tendida en prácticamente todo el planeta.
Miles de migrantes atraviesan simbólicamente, cada día,
las aguas del Río Grande digital. Imperceptiblemente, cada
milisegundo se producen millones de pensamientos desarrai-
gados de matrices culturales verticales que son recibidos por
alguien, también en proceso de descontextualización. A cada
instante brotan deserciones simbólicas en sujetos inapetentes,
tal vez todavía atenazados por sus comunidades de origen e
incapaces de confesar la deserción y salir del armario cultural.
El transfuguismo simbólico es incesante e imparable. La rebe-
lión contra la propia cultura es un hecho, pero un hecho que
se produce de forma flemática y discreta. Es una rebelión de
indolencia y abandono, de huida indiferente.
Por primera vez, ricos y pobres, poderosos y asalaria-
dos, administradores y administrados, transcultura global y
culturas locales en disolución, coinciden con autocomplacen-
cia en que, en la plataforma digital, está el único futuro posi-
ble y quien se quede fuera de ella será un analfabeto o un
marginal. Discrepo radicalmente de ese juicio tan rápidamente
extendido, aunque entiendo y comparto muchos de los bene-
ficios evidentes de la tecnología digital. Por ello, me gustaría
finalizar con tres reflexiones críticas que, a pesar de todo, ha-
go que apuesten por una visión constructiva:

—55—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

1. En mi opinión, la ausencia de tecnología digital no


implica necesariamente déficit cultural o cognitivo.
Puede que, dependiendo de culturas y contextos,
ocurra justamente lo contrario. No comparto el fa-
moso eslogan, popularizado por Ignacio Ramonet y
que ha hecho suyo la política educativa y cultural,
«analfabetismo o alfabetización digital». El analfabe-
tismo se mide en función de una exigencia cultural
situada y no hay indicador neutral ni universal que
pueda homologarlo. La «alfabetización digital» solo
será beneficiosa si se presenta críticamente y en un
contexto de otros instrumentos de interacción que le
hagan competencia. Analfabeto, en sentido estricto,
significa iletrado; pero, en sentido figurado y exten-
so, en algún momento y lugar, todos somos analfa-
betos: quien no supiera conducir, quien no supiera
nadar, quien no entendiera una obra maestra, quien
estuviera perdido fuera de su cultura o, para un ya-
nomami o un maya, el ignorante que no sabe leer las
evidentes señales de peligro en la selva.
2. La digitalidad es un espacio de comunicación suma-
mente útil para ciertas prácticas y sectores. En algu-
nas sociedades puede facilitar la vida, pero no es una
necesidad vital. En otras sociedades, la digitalidad
implicará la extinción social y cultural de formas de
vida milenarias. Hay muchos otros medios predigi-
tales igualmente útiles que deben sobrevivir y evolu-
cionar sobre ellos mismos hacia tecnologías distintas
y no dejarse absorber por lo digital, como está ocu-
rriendo gracias a la indolencia. Es necesario reinven-
tar los espacios predigitales, repensar los digitales y
diseñar nuevos espacios paradigitales y posdigitales.
La digitalidad, como se lee en la oración anterior, es
el nuevo sustantivo bisagra (y de una volátil sustanti-

—56—
DIGITALIDAD, COMUNICACIÓN Y TRANSCULTURA

vidad) desde el que se visualizará, recalibrará, resig-


nificará y reorganizará el futuro y la historia de la
cultura.
3. La tecnología digital traslada unificación no solo favo-
reciendo el tristemente célebre «pensamiento único» o
la agenda temática del mundo, sino, sobre todo, ex-
terminando la posibilidad de pluralismo de lógicas, de
lenguajes, de modos y medios alternativos. En conse-
cuencia, sería necesario cuestionar el binarismo que
subyace en la lógica digital y sustituirlo por un plura-
lismo lógico procedente de cosmovisiones diversas,
esto es, no se trata simplemente de introducir conte-
nidos plurales en el espacio digital —eso ya se está ha-
ciendo en abundancia—, sino de instalar la diversidad
y el pluralismo lógico en el corazón mismo de la di-
gitalidad, de sus softwares y protocolos. Esta sería la
única posibilidad digna que tendrían las culturas de
rehabilitarse desde sus restos y fragmentos para poder
evolucionar sobre sí mismas y escapar del agujero ne-
gro que desvela la comunicación ilimitada, abriéndose
también una oportunidad para deshacerse de lastres y
prejuicios ancestrales de la vieja cultura. Pues la nueva
comunicación se ha impuesto ya como transcultura
planetaria.

Tal y como se nos presenta, la digitalidad es una pro-


ducción típica de la razón occidental moderna: fruto de la
mente dicotómica, porque se promociona mediante la oposi-
ción «integración vs. marginación», eliminando toda elección
fuera del par; y fruto de la mente metonímica, porque se au-
toproclama como espacio total, omnímodo, universal. Razo-
nes de más para solo aceptarla críticamente. Sin embargo, la
digitalidad no habría de tener más enmienda a la totalidad que
la de pretender imponerse, ella misma, como totalidad.

—57—
2. El pensamiento
desclasificado

H emos dedicado el capítulo anterior a pensar la trans-


cultura. Tal ejercicio se deriva de indicios, intuicio-
nes y conjeturas operados hermenéuticamente en
este ensayo y, muy a mi pesar, no exentos de involuntarios
guiños epistemológicos ni de urdimbre clasificatoria conven-
cional. Pero la epistemología, de acuerdo con Rorty (1983),
no sería más que un mero episodio de la cultura occidental,1
por lo que pensar la transcultura desde ella no deja de ser una
labor reductora y hasta, tal vez, contradictoria o inconsistente.
No obstante, el ejercicio ha servido para evidenciar la ausencia
y necesidad imperiosa de nuevas y flexibles concepciones y
gramáticas, no solo para comenzar a entender la transcultura
misma, sino, primordialmente, para contribuir a pensar des-
clasificadamente en la transcultura como coadyuvante de la
emancipación de subjetividades y comunidades.
------------------

1
De hecho, la epistemología es una manifestación de la modernidad
que potenció y aceleró la homologación de la propia diversidad cultural que
habitaba occidente, geográficamente hablando, a través de la producción
masiva de ciencia, normas y tecnologías, antes de aplicarse al exterminio cal-
culado o indiferente de otras cosmovisiones.

—59—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

En ese sentido, la presente sección se ocupará de hurgar


en la desclasificación como una idea práctica que se aposta en
las abandonadas fronteras y periferias de nuestra matriz cogni-
tivo-cultural, fundamentalmente en lugares paraconsistentes y
ontológicamente impuros. La hipótesis de partida sostendría
que la desclasificación, con sus recursos indirectos y débiles, no
solo permite una potente visión alternativa de la voraz trans-
cultura, sino que facilita herramientas a los individuos y comu-
nidades para sobrevivir, resistir, apropiarse y redignificarse en
ella. Asociadas a tal conjetura se mostrarán algunas herramien-
tas desclasificadoras en epígrafes posteriores.
La desclasificación es una idea, y también una pulsión,
que no propone el regreso a una especie de clasificación es-
pontánea o hasta «pre-cultural» de los humanos, sino partir
de una racionalidad —necesariamente corrupta y emocional-
mente hibridada— cuya invocación y práctica han provocado
la tragedia histórica de la discriminación, de la dominación, de
la indiferencia, de genocidios y suicidios tanto simbólicos co-
mo físicos. Reconociendo, entonces, la naturaleza contamina-
da y los bajos instintos de la racionalidad, la desclasificación
intentará quebrar sus propios topes autoperceptivos y reapro-
vechar materiales que habitualmente se etiquetan como dese-
cho cognitivo. Tal ruptura no pretende emular las desmorali-
zantes prácticas revolucionarias sino, antes bien, habría de
quedar aferrada —y esta sería su principal esperanza— a la
inagotable utopía pre-revolucionaria. La desclasificación solo
se deja celebrar en vísperas y huye al alba.
Pensamos a partir de lo que creemos y creemos a partir
de lo que pensamos. Mas no hay aquí círculo, sino sutil espi-
ral, porque la creencia es siempre previa a la inferencia e im-
perceptiblemente la interfiere. En todas las culturas, la creen-
cia supedita al pensamiento desde la niñez y el adulto
«racional» no hará sino «creer» en su racionalidad, una racio-
nalidad firmemente arraigada en la creencia.

—60—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Si en la lógica de las culturas sabíamos cómo se creía y


cómo se pensaba (desde estrictas estructuras jerárquicas, des-
de universos simbólicos incompatibles, desde tradiciones in-
cuestionables, desde temores inconfesables...), ¿cómo creere-
mos y pensaremos desde la volátil y pertinaz transcultura, una
vez eliminado todo lastre cultural?, ¿podremos seguir em-
pleando los mismos conceptos teóricos de la cultura en la
transcultura?, ¿tendrán sentido, más allá del folclore y de la
manipulación retórica, algunas prácticas culturales todavía vi-
gentes?, ¿qué alcance y pretensiones de validez tendrán los
viejos argumentos, los debates, los conceptos o las propias
teorías en un mundo transcultural imposible de observarse a sí
mismo sino como autofágico deslizamiento, contagiosa meto-
nimia, cambiante estado, conflictiva y falaz armonía? Trata-
remos de conjeturar algunos itinerarios y estrategias que
aborden tales inquietudes desde las devaluadas monedas cog-
nitivas de la contradicción, la retórica, el pluralismo lógico, la
enunciación contrafáctica o desde la asunción de una consti-
tución metonímica y dicotómica de las bases de nuestro pen-
samiento.
Este texto, como cualquier texto, probablemente estará
repleto de contradicciones. Unas más evidentes, que el mismo
autor podría tratar de explicar o atajar, otras deliberadas y, al-
gunas, tácitas y enrocadas que, tal vez, se desvelen con el
tiempo o para siempre permanezcan indescifradas. La mirada
que no detecta contradicciones es una mirada ruda, indife-
rente o prematura, del mismo modo que la mirada perdida
que se atreve a asegurar que vio donde nunca se detuvo. El
problema es que no vemos que no vemos, como bien advier-
ten Maturana y Varela (1999).
En una ocasión, el informe de un referee anónimo, que
trabajaba para una reputada revista científica española, se
oponía a la publicación de un artículo sobre desclasificación
esgrimiendo la contradicción estructural de que en él se re-

—61—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

chazaba la clasificación a la vez que se proponían instrumen-


tos «des»-clasificatorios. Y tenía toda la razón aquel esforzado
referee en mostrar su perplejidad: el potencial de la desclasifi-
cación no consiste en denunciar las contradicciones para neu-
tralizarlas o anularlas sino, muy por el contrario, se esmera en
destacarlas, incluso se aplica a elaborarlas y aprovecharlas cal-
culadamente, para ponerlas a trabajar productivamente2 en
una dirección dispersa que irrita al pensamiento conformista y
lineal.
En todo enunciado late un predicado, al menos uno,
que lo niega, refuta, contradice. Esta brecha lógica que con-
culca la lógica convencional, y que ya Kurt Gödel —para de-
sazón del cientificismo— advirtiera en el propio lenguaje
formal y simbólico de las matemáticas, aparentemente libre de
las inconsistencias y veleidades mundanas del lenguaje natu-
ral, forma parte de la comunicación cotidiana, de una «textua-
lización» del mundo en la que la violación sistemática del
principio de no contradicción se resuelve con sorprendente
naturalidad pragmática. Por esa razón, no solo debo admitir la
contradicción como constituyente de todo discurso, sino que
mi propio discurso, máxime si versa sobre la contradicción y
la desclasificación, habría de ser explícita y necesariamente
contradictorio.
Ricemos el rizo: elaborar un discurso necesariamente
contradictorio sobre la contradicción sería, no obstante, un
desliz consistente, un desliz contrario a la contradicción, tal
vez el más prominente y repetido incesantemente, que debiera
permitirme en aras de conseguir un discurso inteligible. Des-
graciadamente, tengo la completa seguridad de que no será el
único desliz de bulto en este ensayo.
------------------

Ese es el trabajo que emprendería en Desclasificados (2007), teori-


2
zando sobre las inquietantes y extraordinarias potencialidades del oxímoron
como un recurso de obtención de conocimiento, ya en los abiertos hori-
zontes posepistemológicos.

—62—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Los discursos de la sospecha,3 que propugnaban des-


confianza y rebelión respecto a lo establecido, acabaron por
entronizar regímenes ideológicos, ideología en un sentido
amplio y más allá de lo meramente político, o de facto que, de
un modo u otro, reproducían las estructuras y recursos del
discurso destituido. Esto no solo ocurrió en las revoluciones
socialistas con el estalinismo, el hoxhaísmo albanés o el
maoísmo chino, sino también en propuestas sistémicas y teó-
ricas, de heterogénea naturaleza, ambición y aplicación, como
las de Freud, Foucault o las del mismo Derrida. El caso más
sutil y llamativo sería este último, pues en tanto la decons-
trucción niega todo punto de llegada, todo acabamiento, ade-
más de poner en entredicho el causalismo —«ya no hay ori-
gen», dirá Derrida, embistiendo contra la presunción
milenaria de origen absoluto, fundamento mítico de lo civili-
zatorio y parámetro regulador de nuestro pensamiento rutina-
rio—, el proceso deconstructivo —como despeñamiento y co-
rriente incesantes— sería su contrapunto, una fisura
inclausurable, un final inacabable pero un fin, al cabo, en sí
mismo. El infinito como fin. Como si la inercia física cerebral
solo nos permitiera segregar metafísica circular.
El problema reside, a pesar de tomar todas las cautelas
------------------

3
Aun también, haciendo tributaria mi reflexión de «una dimen-
sión» de la concepción hegeliana de cambio, habremos de entender la obra
de Hegel como una filosofía sistémica derivada del «espíritu de su época».
Cualquier lectura diacrónica, por tanto, habría de ser críticamente indul-
gente con el propio Hegel, y con Kant, Marx o Platón. Véase el análisis po-
co benevolente en el tiempo, aun cargado de razón contemporánea, de En-
rique Dussel (1994: pp. 14-17) de las visiones hegeliana y kantiana respecto
a las culturas africanas, consideradas inferiores y subdesarrolladas. De ser
nuestros coetáneos, Kant y Hegel, con seguridad, habrían ido en la crítica
mucho más allá de Dussel. En esa retroactividad imposible, pero imagina-
ble, concibo la necesaria indulgencia y conciliación con las ideas pretéritas,
de un modo más próximo a M. Louise Pratt o Serge Gruzinski, aun recono-
ciendo las imprescindibles denuncias de Dussel o Galeano.

—63—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

en sospechar de su propia sombra, como hace la deconstruc-


ción,4 en que la mayoría de estos discursos elaborados para
desvelar dogmatismos y precariedades de regímenes «situa-
dos» no suele percatarse de algunas «vigas» en el propio ojo:
la denuncia siempre es, de algún modo, prisionera de lo de-
nunciado, y ella misma oculta probablemente dogmatismo y
precariedad, aunque solo sea por el hecho de proponerse a sí
misma como explicación o solución. Nunca serían suficientes
las más avezadas medidas de metavigilancia. La situación de-
nunciada siempre permanece en el espíritu de la situación de-
nunciante y la posición denunciante nunca estará exenta de
situación, de coordenadas, de episteme, por más que se obsti-
ne en la autodesvinculación o, cínicamente, en la indiferencia.
Las hermenéuticas de la sospecha y de la ocultación que
popularizaran Marx, Freud y Nieztsche, anunciando el po-
sestructuralismo y aquello que se ha dado en etiquetar como
filosofía de la diferencia, son sorprendidas por el tejido suba-
tómico que también infiltra el mundo vital y cotidiano. Girar
sobre la propia cola no será una precaución suficiente si, a pe-
sar de instaurarse la reflexividad y la desconfianza extrema
sobre el sí-mismo, el pensamiento que cuestiona lo hace en
una línea o espiral que, a la postre, nos lleven a la consuma-
ción definitiva de todo proceso .
Esto ocurre, en parte, porque la sospecha de estos pre-
cursores recientes todavía se fundaba, en distinto grado, en
cierto régimen de consistencia, régimen que, a pesar del pro-
ceso de desmantelamiento feroz al que lo someten el propio
Nietzsche, Deleuze o Derrida, entre otros muchos, no logra
librarse de todas las cadenas que imponen la consistencia y la
coherencia, como tampoco se libra este texto a pesar de deli-
------------------

4
Pocos pensamientos han llegado tan lejos en la sospecha como la
deconstrucción o, en un ámbito más puramente de epistemología sociológi-
ca, los experimentos de reflexividad radical llevados a cabo por Gouldner o
Mills.

—64—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

beradamente jugar con y en la contradicción. Particularmente


se manifiesta la dependencia de la sospecha respecto a las ideas
claras y distintas, al cartesianismo en suma, en la teoría mar-
xista y en el psicoanálisis. Marx, de hecho, anuncia su culmi-
nación de la historia, y la victoria del proletariado, invocando
las contradicciones del capitalismo. Naturalmente, sus vatici-
nios fueron voluntaristas a la vista de las orgías posmarxistas
convocadas por el «derrotado» capitalismo en su propia salsa
paradójica. El capitalismo sería capaz de acabar con el planeta
antes que dar la razón al bueno de Marx.
El freudianismo, cuyos límites fueron puestos en evi-
dencia en el esquizoanálisis de Deleuze y Guattari (1994),
construye un influyente mundo de patologías y desvíos men-
tales al que supuestamente la psicoterapia devolvería su uni-
dad, identidad, consistencia y coherencia, definidas por el
criterio social dominante.5 Nietzsche, sin embargo, desconec-
taría gradualmente del mundo consistente a causa de compli-
caciones neuronales de la sífilis, no sin habérsela jugado antes
a la consistencia mediante el desigual pulso que con ella man-
tienen algunas de sus obras para regocijo de nuestro pensa-
miento desclasificado. Schopenhauer, a su vez, no regiría su
vida disoluta por ninguno de sus predicamentos ascéticos,
coincidiendo por otra parte con la mayoría de nosotros.
Un asunto de moderada inquietud en este texto es hasta
qué punto la desclasificación escaparía a ese empeño generali-
zado de erigirse como respuesta total, deudora que es del «in-
superable» legado deconstructivo,6 o al vértigo de proclamarse
como solución incuestionable, por proponer plataformas de
lo «más abajo», al heredar in extremis, de la sagacidad de la
deconstrucción, la posibilidad de suicidarse usando una bala
------------------

5
A pesar de que una exigencia social, el superego, estaría detrás de
muchos conflictos psíquicos.
6 Con la deconstrucción, la negatividad trascendería sus propios lí-
mites.

—65—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

oculta en la recámara. Una bala de la que nadie conocería su


presencia excepto un cínico sujeto (o teoría) que, aun de ese
modo trágico, siempre se pondría a salvo.
El «más abajo», el fondo de dolor y marginación, ven-
dría usualmente legitimado por una corrección política que lo
blinda. Corrección política que la desclasificación habría de
repudiar contundente y sistemáticamente.
Por esas razones, además de la militancia de una descla-
sificación implicada en un activismo compasivo, esta idea hu-
bo de echar mano a la sutil «positividad» de las teorías para-
consistentes, al tiempo que las emulsionaba con la negatividad
«en barrena» de la deconstrucción. La operación, dentro de la
más ortodoxa epistemología —arbitrar un mecanismo de
compensación contraargumental— no fue puesta en marcha,
justamente, para dar satisfacción a un requisito de calidad
epistemológica de manual, sino como doble mecanismo de
impugnación y, por tanto, de autoimpugnación radical: situar
la contradicción, en el más amplio y abierto sentido del con-
cepto, como elemento medular de la reflexión, de la discusión,
de un lenguaje por ello ya paraepistemológico, indenunciable
desde las clásicas posiciones acomodaticias cartesianas, positi-
vistas o funcionalistas, no solo por una sensación prepotente
de superación de lo viejo o de lo pasado, o por la autoatribu-
ción arrogante de anunciar lo nuevo y venidero, sino por la
persistente, modesta pero potente duda que impregna las sus-
tancias impuras, reversibles, acomplejadas, débiles, que debe-
rían constituir el pensamiento desclasificado. Un pensamiento
que, solo a la vista de sus avergonzadas musas, ya no podría
ser relativista sino obligadamente comprometido.
¿Sería en ese caso, el pensamiento desclasificado, el final
de algún camino? No en el sentido de las ideologías, teorías y
autores que determinan la historia y el mundo, sino más bien
en un sendero matizado del inacabamiento a que aboca la de-
construcción. ¿Sería un pensamiento escéptico o, tal vez,

—66—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

ecléctico?, ¿una lamentable y equidistante tercera vía? Algo


definitivamente más pequeño, modesto, subjetivo, porque no
trata de dar respuesta a nada, y sí de crear una conciencia
subjetiva de desmantelamiento, simultánea a la conciencia de
reconstrucción de las barreras que establece la coherencia
cuando son un obstáculo para la comprensión, para la crea-
ción, para la imaginación, para el afecto. Intenta rescatar, entre
otras cosas, la repudiada contradicción de las prácticas coti-
dianas de la experiencia para reinsertarla en las estructuras
teóricas del conocimiento, y luego devolverla rehabilitada a
las propias prácticas cotidianas de esa experiencia.
Mas, sobre todo, el pensamiento desclasificado no tiene
pretensiones totalistas ni sistémicas, no busca respuestas uni-
versales ni dispensa cómodos automatismos, aunque legíti-
mamente sueñe con una transformación subjetiva y social7 y,
------------------

7
El pensador venezolano Rigoberto Lanz dice respecto a la trans-
formación de la Universidad: «cuando planteamos la necesidad de asumir
las transformaciones en clave de cambios radicales no quiere ello decir que
debemos partir de cero, que todo lo dado está perdido, que hay que hacer
“borrón y cuenta nueva”. Desde luego, hay en todas las áreas de la vida so-
cial un acumulado histórico que debe potenciarse. Ese espesor cultural lo
damos por sabido. Allí no está el problema. La cuestión es colocarse en el
dilema esencial de la conservación de lo dado o su transformación verdadera
[...]. En ese contexto, sí podemos valorar el rol de este o aquel cambio, la
significación de las pequeñas mutaciones que se van encadenando “disipati-
vamente” (Prigogine). La clave en estos procesos de gestión del cambio es
encontrar los horizontes de sentido que conectan-subterráneamente-las di-
ferentes experiencias que se van suscitando en todos lados: sin comando
central, sin ninguna estrategia maestra urdida por el partido tal o cual, sin
ninguna “planificación”. El desafío mayor consiste justamente en lograr los
dispositivos de intersección de esas experiencias dispersas y desiguales, pues
en la medida en que cada iniciativa de cambio se agota en los límites de su
territorio acotado, en esa medida, el status quo se reproduce impunemente,
los esfuerzos se traducen en desgaste y la frustración se instala. No hay nin-
guna fórmula previa que asegure el destino exitoso de los pequeños cambios
encadenados en “la gran transformación”. Se trata por ello de apostar per-

—67—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

del mismo modo que la lógica paraconsistente no pretende


sustituir a la lógica convencional, o la crítica radical a la rela-
ción jerárquica no intenta la abolición de la verticalidad para
proclamar una camuflada y dulce dictadura de la horizontali-
dad,8 la desclasificación procura resquicios, entretelas, porosi-
dades, indicios, que constituyen buena parte de la naturaleza
del pensamiento cotidiano y que, no obstante, habitualmente
escapa o desvía la atención del pensamiento sistemático domi-
nante. Las hegemonías son relatos hinchados que, en algún
momento, formaron parte de substratos diversos (al menos,
potencialmente diversos). La historia de las invasiones religio-
sas, militares, culturales o, ahora, económicas y financieras es
un buen ejemplo: alguna vez las culturas que dominan fueron
dominadas, las religiones y ejércitos que se imponen fueron
insignificantes, las economías que gobiernan fueron goberna-
das. Lo fueron y, si perduraran, lo volverían a ser bajo otras fi-
sonomías que tratan de dificultar el reconocimiento de la
misma lógica.
En consecuencia, de poco sirve decapitar un modo de
pensamiento para instaurar otro en el lugar de privilegio. El
pensamiento desclasificado no confina, ni usurpa, ni compite;
va por otro camino, es parapensamiento, un asistente incierto
de la subjetividad presa de la consistencia. Un pensamiento
aniquilado que no persigue contrarréplica o alternancia en el
poder de pensar sino el reconocimiento simultáneamente pa-
raconsistente de todos los modos de pensar bajo el mismo cri-
sol, una posición que se hace fuerte en la suma de debilidades.
Debilidades que no han de buscar el poder para cambiar el
------------------

manentemente a una recursividad de esos procesos en los que cada quien


parece actuar por su cuenta, sin concertación previa y con pocos mecanis-
mos de articulación a la mano» (Rigoberto Lanz, 2011. La Universidad:
cambiarlo todo. Blog A tres manos, http://www.orus-int.org/.
8 Como ya lo advirtiera Marcuse en los sesenta, el consumismo sería
uno de esos «edulcorados totalitarismos» horizontales de difícil reversión.

—68—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

mundo, pero sí para relatar el mundo en actitud escuchante o,


incluso, adoptar una pasividad activa de los sujetos permane-
ciendo deliberada, irritante, dolorosamente marginados,
quietos, diminutos, ultrajados, invisibles, una posición de
fuerza descomunal desde la potencia imparable de la debili-
dad.
La desclasificación no viene a sustituir a la clasificación
(aunque sí aspira a abrirle una incómoda fisura), pues se decla-
ra ella misma reclasificación al tiempo que admite todos los
modos de clasificar en su complejo rizoma, debilitándolos y
devaluándolos. Del mismo modo que una de sus más podero-
sos aliadas, la lógica de la contradicción, no afirma que todo es
contradictorio o que debemos enunciar el mundo contradic-
toriamente, erradicando todo vestigio de lógica convencional
en el espacio cognitivo, la desclasificación integra las «hincha-
zones» de la clasificación sometiéndolas a terapias de iguala-
ción categorial, bajo la condición y perspectiva de cambio
constante, de precariedad constante, de autocareo constante.
La desclasificación mostraría una alta indulgencia hacia
la clasificación —si tal atribución no insinuara una sutil pre-
potencia de la posición que la manifiesta—, que la clasifica-
ción dogmática nunca muestra hacia la contradicción en nu-
merosas ocasiones. La clasificación ordena el mundo para
interesado reposo y dejación de los humanos. Una actitud
desclasificada impone evaluar y decidir sobre cada situación,
no concediendo tregua al automatismo, a la extrapolación, a la
generalización y tampoco a la miope concreción. Pero hasta
en el sepelio de un ser querido, los inhumanos protocolos,
disposiciones y formularios —que nada tienen que ver, ni ha-
cer, con el corazón roto— atormentan, afligen, pero generan,
en su indiferencia, desconexión, inesperado desvío y, al fin,
humanidad, consuelo.
Si la lógica paraconsistente se ocupa de dar respuesta a
aquellos enunciados cotidianos frente a los cuales la lógica con-

—69—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

vencional se bloquea, en parte se reserva un rol similar la des-


clasificación cuando reclama que el pluralismo clasificatorio
forme parte de la organización del mundo. En ciertos casos, la
clasificación existente no solo incluirá el consenso, sino, espe-
cialmente, la discrepancia por lo que recibiría un visto bueno
provisional de la desclasificación. En otros, la clasificación im-
perante solo atenderá a un dogmatismo o a una visión domi-
nante, en cuyo caso la desclasificación surgirá como sistema de
denuncia y desmantelamiento de lo establecido, pero de modo
tal que lo destituido no desaparezca, sino que siga formando
parte de las visiones que formaron parte de la construcción del
mundo, en el más extremo de los casos, al menos como expre-
sión de la memoria del mundo, por más dogmático, cruel y re-
presor que ese mundo hubiera podido ser.9
El mundo no solo se constituye del discurso de la bon-
dad o de los llamamientos a la convivencia: la historia de la
maldad, de la codicia y del engaño lo han comandado con más
éxito que sus contrarios y, por tanto, germina la naturaleza
básica de todos los conceptos y categorías, del lenguaje y de la
comunicación. La desclasificación daría un torpe paso si no
reconociera el mal en la savia que recorre los materiales y los
instrumentos con los que trabaja. Ni siquiera debe ser su meta
aniquilarlos, pues no tiene posibilidad objetiva de cambiar la
condición humana, sino simplemente mitigarla, reorientarla y
reciclarla —como un vagabundo usaría elegantes cartones pa-
ra abrigarse— en pro de unos fines que no alcanzarían más
allá de una subjetividad, de un momento, de una situación. Y
fijar su esperanza en la posibilidad de un sigiloso contagio
«disipativo».
------------------

9
Hasta del horror y de la barbarie pasadas se saca partido si se usan
para revisar los errores y el sentido de lo humano. Reyes Mate (2008), por
ejemplo, ha centrado su obra en repensar la filosofía después del Holo-
causto. Todorov (2000), por su parte, reclamará la dimensión ejemplarizante
de la memoria.

—70—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Mas nótese que, en el párrafo anterior, otorgamos a


ciertas clasificaciones existentes tan solo un visto bueno pro-
visional: aun superando todos los indicadores desclasificato-
rios, esto es, presentando una clasificación dada un compor-
tamiento desclasificador y no dogmático, háyase construido la
misma desde presupuestos convencionales o ya desde un espí-
ritu abiertamente desclasificador, la desclasificación nunca
realizará proclamaciones vitalicias. Toda instancia desclasifi-
cada ha de ser revisada permanentemente, dependiendo el
grado, la periodicidad y los agentes de la revisión, de la natu-
raleza y alcance del sistema a revisar. Un sistema desclasifica-
do dura hasta su primera impugnación y, si no la hubiera, ha-
bría de ser él mismo el que se autoimpugnara.
Si tenemos en cuenta que un principio constituyente de
la desclasificación es el cambio, y no la estaticidad, para per-
mitirse acompañar las transformaciones del mundo que repre-
senta, lo indicado respecto a la autoimpugnación se entenderá
cabalmente. Si la clasificación tiene voluntad de conservación
y permanencia, la desclasificación la tiene de inestabilidad y
fuga, aun reconociendo que para producir cambios se ha de
pasar por estados, mas por «estados de cambio» (cfr. 2.1).
Para la desclasificación, el irreductible heraclitiano sigue
vigente: el cambio es la «esencia» de las cosas. Todo cambia al-
rededor del sujeto que da cuenta del cambio, pero también
todo cambia en el interior del sujeto. Observador y observado
cambian de por sí y para el otro, transitan sin advertirlo y sin
rumbo alguno, ambos son tránsitos por sí mismos transitados,
perpetuas y arbitrarias transitividades que solo la racionalidad
logra confinar para describir, prescribir, regular, subyugar el
pensamiento.
El resultado de un tránsito confinado es una satisfacción
de conocimiento que solo desvela la falaz tragedia del desco-
nocimiento. La racionalidad propone un mundo estático que
parodia un estado imposible. Como si un La menor, aislado

—71—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

en su pentagrama, pudiera decirnos algo acerca de aquel Pre-


ludio y Fuga del que casi ineludiblemente forma parte, como
cualquier letra en una oración.
La desclasificación ha de tener, también, conciencia de
situación: ella misma es situación y la situación misma, mas
una situación de cambio. En el autodespeñamiento constante
que propone, la situación enunciativa no es un problema o la
cima sofocante desde la que arrojarse al vacío deconstructivo,
sino precisamente lo contrario, el arnés que nos sujeta y re-
tendría como recordatorio del camino practicado, pero no
como signo o huella que asegure un regreso, porque ya no
habría regreso posible.
Históricamente, el pensamiento solo perteneció a unos
pocos sujetos privilegiados. El poder y las estructuras domi-
nantes procedían a la extirpación de cualquier brote, fabrican-
do generaciones de millones de castrati cognitivos a lo largo
de la alevosa y lenta mutilación practicada en una infancia fe-
liz.
Las fuentes opresoras de la diversidad de pensamiento
nunca dicen lo que piensan, ni siquiera para que sus congéne-
res piensen lo mismo. No se trata, y no desean, adhesión a
pensamientos que no revelan. Lo que buscan es que los suje-
tos piensen el mundo de un modo homogéneo entre ellos pe-
ro de un modo distinto a las fuentes de la mediación. Lo pen-
sado dependerá de las necesidades y veleidades de los dueños
del pensamiento, que lo presentarán en un lenguaje y un ritmo
adaptados que faciliten la absorción masiva, como si se tratara
de una lección en la escuela primaria o de un catecismo de ini-
ciación para esforzados animistas.
La castración del pensamiento, sin embargo, no consis-
tiría tanto en homogeneizar las temáticas como en unificar las
lógicas. La invisibilidad del sistema lógico facilita enorme-
mente que los castrados cognitivos adopten cualquier consig-
na o posición aun siendo contraria a la anterior o vaya contra

—72—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

sus propios intereses. Casi nadie sabe por qué dispara, ni qué
defiende desde una sórdida trinchera, pero sí que debe salir al
toque de un silbato para evitar el patriótico tiro en la nuca del
oficial siempre vigilante.
El pensamiento al que me refiero, que ha dominado el
mundo desde mucho antes de Cristo, de Marco Antonio y
Alejandro, que ya imponían olvidados o desconocidos tiranos
de la memoria colectiva, a pesar de causar universos de sufri-
miento de hecho, por más remoto que nos parezca ahora, co-
mo Enshakushanna en el siglo XXV a. C. en la remota Meso-
potamia, Enmerkar de Uruk, el asirio Asurbanipal, Pithana el
hitita, señores poderosos que ya necesitaban, junto a las armas
de hierro y cobre, sutil armamento retórico para el someti-
miento simbólico, mediante eficientes imágenes que burlaban
la consistencia. La dominación se defiende esencialmente de
los dominados con el lenguaje, instrumento más económico,
leve y eficaz que la maquinaria de guerra. En la medida en que
los dominadores aprendieron esta lección, se centraron en su
gradual control y manipulación, urdiendo singulares cons-
trucciones que subyacen en su relación con los dominados:
consistencias verosímiles, coherencias versátiles, totalismo
concreto, estabilidad cambiante, permanencia renovada. En
los países democráticos occidentales, sería el marketing co-
mercial y político, los asesores de imagen, proxémica y discur-
sos quienes sustituirán a filósofos, validos y consejeros en una
labor trazada metacognitivamente y cada vez más eficiente.
El logos humano, una maquinaria de naturaleza contra-
dictoria, sería capaz de la mayor dominación y simultánea-
mente del mayor sometimiento, de la mayor entrega y del
mayor egoísmo. Esa naturaleza, no dual sino biúnica, nos se-
ría incesantemente recordada, aunque pretendamos ignorarla
o asfixiarla siempre resurge, a partir del cuerpo: en el dolor, en
el hambre, en el sexo, en el olor, en la codicia, en la muerte. La
dualidad práctica de nuestra naturaleza, la lucha de la razón

—73—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

contra lo irracional, ha sido, en mayor o menor medida, in-


ventada y alimentada por las culturas y tradiciones que nos
hablan dicotómicamente de espíritu, de alma, de mente, de
significado, de pulsión, de deseo, de instinto, de carne, de en-
vase, de significante, del bien y del mal, como si cada cosa es-
tuviera adscrita a un encéfalo diferente. Muchos indemostra-
bles, y por eso tal vez no sea necesario que nos obstinemos en
demostrar que no solo han ocupado, sino determinado, mile-
nios de debates y conjeturas al servicio del pensamiento do-
minante. El resultado, aunque solo sea a causa de la antigüe-
dad y persistencia del debate, ha sido verdaderamente eficaz,
aunque justamente solo para el modo hegemónico de pensar.
El logos hipnotizado de masas miserables aprendió a ser sumi-
so a la represión, a la amenaza, al paternalismo feudal, a la
pernada, a morir por causas que no comprende. Las revolu-
ciones rescataron la dignidad usurpada al pensamiento de los
dominados tan solo en sus amaneceres. El pensamiento revo-
lucionario de las revoluciones constituidas apenas dura el
instante eufórico de su constitución, solo la expectativa fugaz
que cursa el cambio de poder.
El pensamiento dominante dispuso de una primitiva
caja de herramientas que se fue sofisticando con el tiempo
hasta el punto, y merced a la creciente presión de los domina-
dos, de hacerles creer que en la democracia ya serían dueños
de su propio destino, de su genuino pensamiento. Nada más
lejos de la realidad: la tosquedad del dominio en el pasado no
necesitaba de buenas palabras, ni de argumentos y estratage-
mas de alto coste de producción. El señor feudal no precisaba
de mil asesores de imagen, ni necesitaba poseer una legión de
voceros y mediadores que tamizaban y controlaban la inten-
sidad y dirección de sus órdenes. Los objetivos del pensa-
miento dominante en el siglo XXI son exactamente los mismos
que en el siglo X, solo han cambiado sus herramientas y opti-
mizado su eficiencia, a pesar de que el descontento y malestar

—74—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

de las opulentas ciudadanías actuales no distan tanto, en silen-


cio y resignación, de la autocomplacencia y temor de aquellos
harapientos parias medievales. El vacío de sus estómagos se
compensa con la indiferencia de nuestra mente.
La opresión del pensamiento sigue canalizándose me-
diante automatismos, dicotomías, metonimias, jerarquías. A la
razón metonímica dedicamos, siguiendo la estela de Santos
(2005), buena parte de un trabajo de 2011.10 En este capítulo,
abordaremos con profusión las limitaciones de las dicotomías,
de la consistencia y de la jerarquización en la visión del mun-
do, y trataremos de compensarla rehabilitando distintos gra-
dos de pensamiento desclasificado.
La desclasificación y sus objetivos son intransferibles. Si
alguien mimetiza categorías supuestamente desclasificadas, ya
estaría siendo heteroclasificado en contra de lo que debiera
hacer para desclasificarse. ¿Para qué tendría que desclasificar-
se, entonces, quien ya vive en un mundo placentero?, ¿por
qué habría de renunciar un príncipe a su trono?, ¿un capita-
lista a su amasijo?, ¿un afortunado heredero a su legado?, ¿el
sujeto dominante de una pareja a su estatus dominador? Cada
uno de nosotros habría de explorar su egoísmo, incluso el
egoísmo que subyace camuflado en los posibles altruismos (la
autosatisfacción, por ejemplo), y llegar al fondo, un fondo que
a veces no es más que una gigantesca superficie de arraigadas
banalidades, para hallar la respuesta y, tal vez, otro élan vital.
Walter Benjamin (1940), en un hermoso pasaje sobre la
construcción de la historia y la memoria, advertía amarga-
mente que «tampoco los muertos estarán seguros ante el ene-
migo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de ven-
cer». Las víctimas, los discriminados, los desheredados se
------------------

Véase Epistemología de la Documentación (2011), fundamental-


10
mente los capítulos I y III, en los que se desarrollan argumentos contra-
metonímicos.

—75—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

acogerían a lo que Reyes Mate (2008) denomina, con induda-


bles ecos benjaminianos, la «razón de los vencidos», una nue-
va posición desde la que debe reclamarse la rehabilitación y
resignificación de la memoria, de la historia y la justicia, desde
luego, aunque colocando cautelas suficientes para evitar el de-
seo y el riesgo de una «toma del poder», en el pesimista senti-
do de Holloway, reproduciéndose, como tantas veces hemos
visto en la historia, las tropelías del destituido poder de los
vencedores-vencidos a manos del poder de los nuevos venci-
dos-vencedores.11
No obstante, la teoría del différend —«diferendo»—
cuestiona el concepto de justicia cuando se trata de describir
equilibradamente las relaciones y posiciones de verdugos y
víctimas (Lyotard lo hace a propósito de Auschwitz, lugar al
que hasta la historia oficial le niega su nombre vernáculo: Os-
wieçim12). La imparcialidad en el debate de ciertos conflictos
(como el de las actuales hegemonía y opulencia occidentales
frente a las mayores hambrunas, masacres y miserias de dos
tercios de la población mundial) es injusta para las víctimas y
los oprimidos.
En el controvertido trabajo de Lyotard (1999), «diferen-
cia» equivale a desacuerdo o disputa. El pensador francés apli-
ca este concepto a las paradojas lógicas y otros casos extremos
de justicia en los que las víctimas son desconsideradas. No
puede usarse una misma balanza para ellas. La desclasificación
podría ser una desequilibrante y asimétrica plomada, necesaria
cuando se trata de restituir la dignidad. Esta necesidad de des-
clasificación surge en la conciencia de los sujetos simbólica-
mente atropellados o sensibles al atropello del pensamiento
------------------

Ilustra perfectamente, esta metamorfosis, el filme Ágora, de Ale-


11
jandro Amenábar.
12 Auschwitz es el nombre alemán más divulgado para un lugar po-
laco, en las inmediaciones de Cracovia, en el que ocurrió parte de la mayor
tragedia judeo-polaca. Pero el Oswieçim polaco, turísticamente, no compite.

—76—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

dogmático instalado en las más imperceptibles estructuras de


la normalidad cotidiana. De repente, los automatismos de fa-
miliar apariencia y proximidad propagados a través de la edu-
cación, el conocimiento, la memoria, la experiencia, la identi-
dad, la cultura y sus tecnologías, la clasificación, comienzan a
ser percibidos hostiles y ajenos. Desclasificación y emancipa-
ción serían dos procesos concurrentes y simbióticos que
comparten horizontes.
Hemos oído un millar de veces el grito apagado de la
desclasificación en las voces y silencios de los explotados y
desheredados. En cada rebelión y revolución, en cada recla-
mación de libertades ha resonado su eco, aunque poco más
tarde fuera pervertido por un poder que siempre abduce a
quienes pretenden domarlo. El poder siempre domestica al
domador.
La desclasificación es un proyecto teórico que trata de
compilar y sistematizar todas esas voces silenciadas, llamán-
dolas, en primer lugar, y más que a la insurrección contra un
sistema, o tal vez como único modo de insurgencia posible, a
la autoinsurrección permanente. Ha de partir, por tanto, de
una conciencia reflexiva, de un pensarse pensando que libere
el conocimiento y la conversación.13 Sin el autocuestiona-
miento constante no sería legítimo, ni viable, ni probable-
mente útil, cuestionar el mundo. Tal vez por ello, John Ho-
lloway (2002) asegure, y con razón, que la toma del poder
nunca ha servido para cambiar el mundo, aunque sí para cam-
biar a quienes lo toman.
En segundo lugar, los procesos reflexivos (plegarse so-
bre sí mismo) habrían de fundarse en la inicial hermenéutica
de la sospecha que llevó a Freud, a Nietzsche, a Weber y tam-
bién a Benjamin a señalar el malestar del sujeto contemporá-
------------------

13
Incluso en el sentido de Rorty. Para el filósofo neopragmatista, la
conversación será más crucial que el conocimiento mismo.

—77—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

neo ante el sistema dominante de una cultura en la que la ra-


cionalidad habría sacrificado toda frescura y espontaneidad.
En tercero, reflexividad y malestar situarían al sujeto
ante la posibilidad de rechazar el curso de la historia y su des-
tino preclasificado, instalándose en una negatividad que no
pretende ocupar el poder al reconocer, en el hermoso pro-
yecto reclasificador de los revolucionarios, una drástica trans-
valoración e inmediata acomodación a la clasificación desti-
tuida, modificando apenas el maquillaje. ¿Se podrá hacer algo
todavía para cambiar el mundo sin tomar el poder como re-
claman hasta los más conformistas desde su resignación? La
desclasificación señala algunos pasos para el cambio, en senti-
dos como el de la swadeshi, y no ya en el entorno próximo,
sino en la subjetividad misma, en la mismidad (la quidditas de
Scoto, la ipse de Ricoeur). Y no sugiere solo un mero cambio
de lógica en los sujetos,14 sino el cambio como lógica subjeti-
va. La desclasificación sería, entonces, una estrategia del sujeto
dirigida a cambiar el mundo cambiando incansablemente su
mundo.
Y una última condición derivada de la primera: el espí-
ritu autoinsurrecto se acompaña de una autoevaluación per-
manente de categorías. Es habitual que los revolucionarios
pretendan cambiar el mundo que heredaron e impedir que
cambie el mundo que transmiten a sus herederos. Las leyes y
constituciones siempre están pensadas para derogar normas
anteriores, pero no para ser derogadas. Como dice Elster
------------------

14
La reivindicación de una insurrección permanente de la subjetivi-
dad ha de tener, no obstante, un beneficio colectivo como, de hecho, la pro-
pia actancialidad del sujeto no proviene de la nada o de su genética sola-
mente, sino de complejas redes sociales de sentido. Ya Hegel parecía no
considerar la condición de agente como capacidad natural de sujetos aisla-
dos sino producto de una mediación social, según analiza Michael Quante
(2010) en su denso estudio sobre la estructura de la intención y de la res-
ponsabilidad en la obra del filósofo alemán.

—78—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

(1989), queremos atar a los que nos suceden pero no ser ata-
dos por quienes nos preceden. La desclasificación propone la
auto-revisión como cláusula de obsolescencia. He aquí algu-
nas inercias inmediatas, de la propia subjetividad, sobre las
que habría de actuar la propia voluntad desclasificatoria:

— La estabilidad cognitiva nos permite conocer un tipo


de mundo. En gran medida, esta estabilidad la pro-
porciona un conjunto de nichos lógico-semánticos
que sería preciso exhumar. Por ello, un espacio pri-
vilegiado para la autosublevación sería el territorio
del lenguaje. Los sustantivos, por ejemplo, nos ofre-
cen una visión estática del mundo. En verdad, no se
trata ni siquiera del mundo humano como algo de
hecho, sino de una estabilidad basada e inventada
sobre un escenario conceptual. En los nuevos len-
guajes que han de acompañar el mundo, como cam-
bio de hecho, la volatilidad de verbos y adjetivos ha-
bría de prevalecer sobre la inmutabilidad que los
sustantivos proporcionan y los modos y tiempos
verbales también contribuirían a la autodesdogmati-
zación. Modestas partículas de las que mucho se ha
abusado, como los prefijos, párasitos que reoxigenan
a los propios sustantivos, reconfigurarían favorable e
inestablemente las nuevas fronteras conceptuales.
Por su parte, los enunciados contrafácticos coopera-
rían y reequilibrarían la declaratividad dogmática de
los enunciados fácticos. La contradicciones saldrían
de armarios y celdas e intercambiarían mundo con
las escleróticas consistencias. Las dicotomías habrían
de habérselas en un ambiente contra-dicotómico. La
producción de inestabilidad conceptual reflejaría más
adecuadamente la evanescencia inexorable de lo refe-
rido.

—79—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

— Los universales y la generalización (ese oscurantismo


del que habla Bachelard) son representaciones falaces
o interesadas del mundo. La desclasificación solo
cree en una subjetividad abierta al intercambio en
una especie de paranominalismo interactivo. Lo ge-
neral-universal sería el producto de la intersubjetividad
negociada, el plasma de la comunicación que argu-
mentara Luhmann, de las percepciones y enuncia-
ciones concretas entre sujetos delebles, una conse-
cuencia de la cosubjetividad, en suma, y no el a priori
que impone la clasificación concreta del mundo en
una abstracción insostenible. De existir universales,
no serían más que el resultado inmanente de acuer-
dos elaborados en redes cosubjetivas, redes sin clau-
sura posible, pues han de seguir abiertas al intercam-
bio en una nueva lógica del cambio.
— Urge la rehabilitación del espanto ante refranes, afo-
rismos y construcciones automáticas mediante un
proceso de desautomatización enunciativa. Duda y
perplejidad también ante la autoridad blindada de la
pirámide retórica de la credibilidad: el catedrático, el
maestro, el padre, el ministro, la mayoría, la minoría,
el pueblo, por el mero hecho de ser blindada o pira-
midal. Urge la reinvención de una nueva conciencia
hecha a mano.
— La mayor parte de las decisiones y elecciones racio-
nales —las llamadas decisiones deliberativas (Marcus,
2009)—, en realidad son producto de elecciones re-
flejas, elecciones basadas en el estado de ánimo, las
apetencias o desganas y las inclinaciones subjetivas.
En el seno del mismo debate pueden producirse si-
tuaciones de empatía, euforia o disforia que tengan
como consecuencia deslizamientos posicionales o
tomas de decisión de apariencia racional pero esen-

—80—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

cialmente dirigidas desde la emotividad. No se trata,


por tanto, de dialogar con la cabeza fría, como suele
decirse, sino de garantizar, en ese sentido, la inter-
vención aséptica en relación a los principios dialógi-
cos, y naturalmente una defensa implicada de cada
posición particular, a lo largo de todo el proceso. Las
emociones comandan la racionalidad. La razón no
hace sino transformar deseos en argumentos, justifi-
car impulsos. La desclasificación niega la hipocresía
de otorgar a una racionalidad moral confinada los
derechos de meras y legítimas inclinaciones. Los
humanos mantenemos todas las pulsiones mamíferas
y la razón nos hace conscientes y, por tanto, respon-
sables de ellas. Ya no nos es posible rechazar el lega-
do de la evolución: lamentablemente, en exclusiva
solo nos queda la razón y el deber de aprender a
gestionarla, incluso contra ella misma, en una reha-
bilitación de la emotividad racional que nos singula-
riza como especie.
— La entrega de la conceptualización al azar de las inte-
racciones no solo sería una irresponsabilidad para el
desclasificador, sino sobre todo un ejercicio inútil.15
La clasificación opera desde y hacia un mundo está-
tico, ordenado y determinista, calculando sus jerar-
quías, controlando sus flancos, regulando intensida-
des, continuidades, intermitencias, espacios y
tiempos. La desclasificación opera también desde y
hacia un mundo dinámico, indeterminable, azaroso,
------------------

15
O un ejercicio incesantemente reinventado por determinadas
tendencias del arte y artistas como Marcel Duchamp, por ejemplo. A pesar
de reconocer la inestimable contribución del mundo de la creación, a la des-
clasificación, esta última se siente atañida y movida por el sufrimiento y la
discriminación humana, por una razón estésica, en suma, en tanto la crea-
ción artística suele ser impulsada por una razón estética (Sodré, 2002).

—81—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

pero lo hace desde la conciencia plena de su limita-


ción dicotómica. La cabalidad de tal mundo solo
puede enunciarse, paradójicamente, desde la contra-
dicción, establecerse desde la agudeza difusa del
abismo de este oxímoron: espontaneidad calculada.

2.1. EN ESTADO DE CAMBIO

Como hemos visto, el malestar es una espoleta que gatilla la


desclasificación, pero la producción de pensamiento desclasi-
ficado también necesita una plena voluntad y conciencia de
cambio, de inestabilidad, de infidelidad y desconfianza en las
relaciones con nuestro mundo simbólico. Todos los sujetos
perciben el cambio en sí mismos y en la naturaleza que les ro-
dea, pero muchos menos conciben el cambio como «lógica
natural» o hasta, si se me permite el antropismo extremo, co-
mo un posible «sentido» que pudiera explicar el mundo. Y tan
solo unos pocos reconocerán, o querrán reconocer, la natura-
leza cambiante del espíritu inmutable, una posición que ven-
cería la íntima resistencia de lo eterno. Esta conciencia sensi-
ble respecto al substrato efímero de cualquier totalidad, como
vemos, no es una cuestión menor si consideramos que podría
ser base fundamental de una irreductible voluntad transfor-
mativa. Y esta voluntad se hace más urgente ante la masiva se-
ducción y la sutil tenaza de la transcultura.
Si para pensar necesitamos un lugar fijo desde el que
observar objetos fijos, estaremos clasificando de acuerdo al
orden convencional de la clasificación, esclerotizando el
mundo desde una posición esclerotizada. La desclasificación
propondría, sin embargo, una visión tan dinámica como in-
cómoda, ya que los objetos habrían de ser tan permanente-
mente cuestionados en su quietud como los sujetos que los
observan.

—82—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Debemos entender la lógica del cambio, al menos ini-


cialmente, desde dos universos, unas veces contrapuestos,
otras colaborativos: en primer lugar, concebiremos un cambio
de naturaleza espontánea y arbitraria, pero un cambio que, de
alguna manera, podría ser considerado determinista,16 no por
dirigir inexorablemente al mundo hacia su destino sino por
encontrar el destino inexorable del mundo en el cambio mis-
mo.17
Detrás de este modo de cambio no habría sentido, sig-
nificado, intención, sino tan solo trayectoria ¿circular?, ¿elíp-
tica?, ¿espiral?, ¿errática? Solo trayectoria y movimiento, co-
mo los del más ignoto cometa, como los de la más
desapercibida partícula cuántica. Mas no nos referimos sola-
mente al universo físico o a una realidad que no podemos de-
cir, y que bordearemos más tarde (cfr. 2.2.), a menos que, co-
mo parte de ellos, incluyamos nuestro mundo, el mundo de la
existencia. El movimiento espontáneo fluye e influye tanto en
la materia como en el sentido. De hecho, su composición se
nutre únicamente de la pasta de lo real, pero probablemente
merced al más universal de los desacatos, la irrupción de la
inteligencia, solo el sentido puede constatarlo.
En segundo lugar, habremos de entender el cambio des-
de el universo de la voluntad, un universo transformativo y de
sentido implicado que nada tiene que ver con la fría voluntad
schopenhaueriana. El cambio, por tanto, estará regido por una
doble trayectoria articulada sobre movimientos y transforma-
ciones. Movimientos generadores de nuevos movimientos que
interaccionan, reemplazan y desplazan el sentido de unas
transformaciones que, en escasa medida, pero con la única
autoridad que conocemos, la autoridad que nos otorga el sen-
------------------

16
En el sentido de la caología determinista.
En el arranque de su Fenomenología, Hegel (2000) partirá de una
17
potente metáfora botánica para cimentar su filosofía del cambio.

—83—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

tido, produce desvíos y derivas en los movimientos. De he-


cho, el sentido, que sobre todo es producto de repeticiones,
rozamientos, resurgimientos y desgastes del movimiento sin-
sentido, surge como una inoportuna mutación cuya mirada
insolente habría de tomarse en serio el movimiento.
Mas el sentido, brotado de una espontaneidad sin causa
explicable o comprensible, pronto reorientó su trayectoria ha-
cia la instrumentalización de fines y, para ello, elaboró la he-
rramienta de la clasificación, un instrumento organizativo y
valorativo que no puso al servicio de la emancipación y de la
felicidad en el universo del sentido, dando sentido y esperanza
a ese universo, sino justamente al servicio de la opresión y del
sufrimiento, perdiéndose de nuevo el sentido en la propia ló-
gica clasificatoria.
La clasificación surgiría como movimiento calculado
dentro de la matriz cognitiva inicial, ya dotada desde el prin-
cipio de un impulso de poder, que orienta las percepciones y
pretensiones de todo sentido posible en el único sentido de las
percepciones y pretensiones de la voluntad de poder. De he-
cho, a pesar de la atomización del poder tras la teoría fou-
caultiana, el poder mantiene su totalidad en la transversalidad
de sus manifestaciones. Y uno de sus resortes y manifestacio-
nes es la clasificación, una clasificación poderosa y milenaria
amparada por la tradición, la sabiduría, el conocimiento, la
memoria, la identidad, la estabilidad, la religión, la normali-
dad, la coherencia, la ciencia y nuestro modo de vida, como
suele decirse, todo ello cooperando en pos de una misma e
inmutable organización que no cesa de divulgar sus estructu-
ras. Una clasificación concebida como origen y destino del
mundo, siempre sumisa e impulsora del orden establecido
hasta en los espacios en los que no es necesario, y ni siquiera
posible, orden alguno.
Esquematicemos, crucemos, contaminemos ahora todas
esas trayectorias, impulsos y voluntades: los movimientos se

—84—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

basarían fundamentalmente en dinámicas espontáneas, resul-


tantes de la interacción de mundos, en tanto las transforma-
ciones deben entenderse como dinámicas inducidas resultan-
tes de intervenciones de la voluntad desclasificadora. Para la
desclasificación, tales intervenciones incorporan valores de
orden ético y político, derivados de unos fines que son si-
multáneamente causas en la confección de sus instrumentos
de actuación. En consecuencia, los movimientos sencillamente
son, y las transformaciones deben ser.
El espacio de encuentro entre movimientos y transfor-
maciones no será el lugar de armonía que la clasificación nos
invita a pensar, sino un lugar de transgresión, de lucha y con-
flicto. Pero tránsito y conflicto no son espacios en los que los
fines trazados, como la dignidad o el pluralismo, sean objeti-
vos utópicos o permanentemente pospuestos, justamente co-
mo el horizonte, el paraíso o la tierra secularmente prometi-
dos por los metarrelatos monoteístas, marxistas o de la misma
modernidad, que denunciara Lyotard (1989). Los fines y las
causas de la desclasificación constituyen la naturaleza de sus
instrumentos y tránsitos y, por tanto, son percibidos y vividos
en tanto se aplican. La única exigencia sería trasladar la pos-
tergación y subrogación de la toma de decisiones que impone
la clasificación, a la responsabilidad de tomarlas desde la sub-
jetividad escuchante y la presentidad sensible y abierta que
sugiere la desclasificación.
Seguramente, el resultado será cuestión, como tantos
otros asuntos en este mundo mercantilizado, de la compensa-
ción que resulte de las combinatorias. Mas también una cues-
tión inevitable de creencias, más allá de las indicaciones de la
racionalidad y, sobre todo, de la buena voluntad (para Kant, lo
único intrínsecamente bueno): «no es posible pensar nada
dentro del mundo, ni después de todo fuera del mismo, que
pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una
buena voluntad [...]. Esta no es tal por lo que produzca o lo-

—85—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

gre, ni por su idoneidad para conseguir un fin propuesto,


siendo su querer lo único que la hace buena de suyo» (Kant,
2002: pp. 63 y ss.). La buena voluntad sería lo único bueno
con independencia de los efectos negativos o de los fracasos
que pudiera traer consigo. Una opción racional que siembra la
razón emocional de la desclasificación.
Más allá de las útiles digresiones de la filosofía ilustrada
sobre la bondad y la voluntad, acudamos también a razones
lógicas y políticas, sobre movimientos y transformaciones,
que podrían impulsar el despeñamiento epistemológico hacia
la desclasificación:

1) Razones sobre movimientos:


a. La clasificación es un esquema estático que elabo-
ra mundos estáticos.
b. Los mundos de hecho no son estáticos sino ins-
tancias dinámicas interactivas y en constante mo-
vimiento.
c. El mundo estático solo existe como construcción
de la clasificación, mas su existencia es totalizadora.
d. La clasificación estática no refleja el movimiento
de los mundos de hecho.
e. En consecuencia, el mundo de hecho solo podría
ser abordado desde una alternativa clasificatoria
que refleje y propulse su movimiento interactivo,
no a partir de otra clasificación situada en el mis-
mo lugar de enunciación, sino de una clasifica-
ción-otra: la desclasificación.
2) Razones sobre transformaciones:
a. La clasificación es un esquema unificante que ela-
bora mundos unificados.
b. Los mundos de hecho son instancias plurales e
intencionales y en constante transformación y ne-
cesidad de transformación.

—86—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

c. El mundo neutral y unificado solo existe como


construcción de la clasificación, pero su existencia
es totalizadora.
d. La clasificación neutral y unificante no refleja la
pluralidad e intencionalidad de los mundos de he-
cho.
e. En consecuencia, el mundo de hecho solo podría
ser abordado desde una alternativa que refleje su
transformación plural e intencional, no a partir de
otra clasificación situada en el mismo lugar de
enunciación, sino de una clasificación-otra: la des-
clasificación.

Como vemos, el movimiento es un cambio que pertene-


ce a la estructura misma de lo real, en la concepción de reali-
dad desarrollada en 2.2., en tanto la transformación pertenece
al mundo conceptual. En las culturas, la imposición y percep-
ción del ritmo de los cambios siempre fueron lentas, ya que la
intencionalidad del statu quo era la perpetuación.
En la transcultura, sin embargo, los cambios se suceden
vertiginosamente en la superficie de las interacciones a pesar
de encubrir una estructura categorial más pesada y unificante
que la que ofrecen las culturas en conjunto. La apariencia exa-
cerbada de apertura, volatilidad e intercambio de las catego-
rías transculturales precisamente oculta una inflexibilidad ex-
trema de sus imposiciones. La diversidad de millares de
culturas monolíticas deviene monolitismo de una sola trans-
cultura. Los sujetos más avezados percibían e inferían la lógi-
ca del cambio en la lenta y casual interacción de sus culturas y
de ahí derivaría la necesidad de revolución y transformación.
En la transcultura, por el contrario, el cambio y la interacción
pertenecen a su lógica íntima y constituyente, por lo que dis-
minuyen los contrastes y la necesidad y posibilidades de con-
ciencia transformativa en los sujetos. En el cambiante y mestizo

—87—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mundo transcultural que comenzamos a vivir, el inmovilismo


lógico será una de sus más sólidas propiedades.

2.2. LA REALIDAD INEFABLE

El lenguaje del universo no son las matemáticas, como gusta-


ba decir a Galileo18 caminando por el filo de una navaja. El
universo no tiene lenguaje ni hay una escritura universal que
lo represente. Las matemáticas constituyen una forma huma-
na de expresión simbólica deductiva del mismo modo que la
poesía o el arte serían expresiones estéticas de inspiración he-
terogénea. Para un león, animal al que, aunque nos hablara en
inglés —según Wittgenstein—, no conseguiríamos entenderle
nada, buena parte del universo, como para el Grenouille no-
velado por Suskind en su bestseller, se reduce a sensaciones
olfativas. Para un tiburón, las percepciones de su desarrollado
olfato se combinarían con una hiperestesia estimulada por las
ondas vibratorias que emiten sus presas. Estas, si pudiera des-
cribirlas simbólicamente el escualo a partir de sus modos de
reconocimiento, no serían más que suculentos espectros tac-
to-olfativos.
Para Lyotard, la presencia del diferendo hace imposible
un juicio justo, lo que implica la duda inherente a todo juicio.
El juicio habría de discriminar positivamente a las víctimas, te-
niendo así que ser injusto para procurar justicia. El diferendo
impide la existencia de un metapunto de vista de dioses, de-
miurgos, o de alguna suerte de instancia externa a los implica-
dos en un litigio, que nos garantizara equidistancia y equilibro,
esas propiedades que metafórica y metonímicamente se arroga
la balanza sostenida por una justicia cuyos ojos son inquietante
------------------

18
«El libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático»,
escribía, en Il Saggiatore, en 1623.

—88—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

e inexplicablemente cegados en sus representaciones de már-


mol. Como si la vista fuera más engañosa que otros sentidos.
Mas construimos, decidimos, juzgamos observables,
esto es, construcciones conceptuales, representaciones de
pretensión universal y totalista que solo describen acciones o
instancias situadas, desoladora y solitariamente situadas.
¿Dónde residirá la generalidad que invoca toda concreción?
La razón metonímica, aquella que deliberadamente —por ser
supuestamente racional— confunde la parte con el todo y el
género con la especie, nos hace creer que los observables y sus
sistemas de descripción son totalidades que representan la
realidad, cuando no son tomadas por la realidad misma, aun-
que, en verdad, la simulen, suplanten, inventen.
Los observables y los sistemas conceptuales que los ha-
cen posibles surgen del logos, de una conciencia lógica espe-
cializada en la fabricación de conceptos (cfr. 3.7.) y metacon-
ceptos (categorías) organizados por la racionalización
(clasificación). Tal programación, motorizada inicialmente
desde una «lógica irracional», como la que promueve el ins-
tinto de supervivencia o reproducción, hace creer a los porta-
dores de logos que el mundo que representa, organiza y clasi-
fica es la realidad en su estado y disposición natural.
Incluso uno de los mayores observables construidos
por el logos, el mito, tanto si nos constriñe desde el pasado o
desde el futuro, adopta el rol de la fuente normativa y regula-
dora que los humanos necesitan para afianzar posiciones, no
siempre para procurarse estabilidad sino para impulsar la ex-
pansión y provocar estampidas desestabilizadoras.
La conjetura, desarrollada ampliamente en otro lugar
(García Gutiérrez, 2011: cap. 2.º), sobre la naturaleza de la
realidad, un indecible indiferente a la conciencia,19 toma aún
------------------

19
Mi hipótesis sobre lo real se esboza en los intersticios del princi-
pio de indecibilidad de Wittgenstein conjugados con la voluntad incons-

—89—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

más cuerpo en esta concepción del mundo como observable.


En efecto, en la medida que los humanos creaban conceptos se
alejaban de la realidad, y con la proliferación de los metacon-
ceptos, conceptos que regulan conceptos, la ruptura definitiva
con lo real estaba sentenciada. El mundo conceptual no «vive»
fuera de la realidad, sino que crea una realidad paralela, una
para-realidad, que es ese mundo conceptual mismo. Es como
si nos valiéramos de millares de coloridos post-it —los con-
ceptos— para organizar la vida, y la vida decolorada se limita-
ra a la obsesión de ordenar y localizar los propios post-it, se
redujera a la lógica dramática de un juego con representacio-
nes vacías. Solo la Retórica reconocerá y tratará de ordenar,
con buen juicio, las reglas de tan insensato pasatiempo.
De acuerdo a esa hipótesis, la realidad es inefable, pero
no nos es ajena, esto es, se manifiesta, nos determina e, inclu-
so, podemos expresarla: la realidad no es decible, no es el sen-
tido ni tiene sentido, pero podemos sentirla y, en consecuen-
cia, expresarla siempre que no sea mediada por los conceptos:
en el dolor físico o en un sufrimiento psíquico paracultural —a
pesar de que hasta el sentido del dolor está altamente mediado
por la cultura20—, en los albores de los instintos no racionales
que despliega la envidia, la ira, la sexualidad, el hambre, la su-
pervivencia. La realidad narrada no es real, es mundo huma-
no. Cuando muera nuestro cerebro conceptual, dejaremos el
mundo para regresar a lo real.
------------------

ciente de Schopenhauer, como objeción al sumiso objetivismo representa-


cionista y a la complacencia subjetivista del constructivismo.
20 El dolor que transmitimos es una expresión que depende de
contextos, causas o fines, es decir, de discurso y cultura. El dolor adoptará
distintos significados para sádicos y masoquistas, para mártires y héroes. A
pesar de todo, no deja de ser un oscuro resquicio desde el que escudriñar
irracionalmente la realidad. Comprender las estructuras de la representación
del dolor sería necesario para entender nuestra distancia de lo real aun sin
poder hacer nada por su regreso.

—90—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

El logos es una imparable maquinaria que genera con-


ceptos y reglas interconceptuales, pero que, a diferencia del
instinto irracional de los mamíferos superiores, no programa
con suficiencia como para proveer mecanismos automáticos
de supervivencia o humanidad: todo debe ser aprendido y
transmitido por los sujetos de cada generación. En tanto la
«gorilidad» de los gorilas o la «chimpaceidad» de los chim-
pancés se hereda genéticamente, cada humano habría de pasar
nuevamente por la prehistoria si no fuera porque el logos pro-
porciona cápsulas de humanización concentrada en los proce-
sos culturales y educativos, unos procesos que evitan la per-
manente partida de cero. Sin esas cápsulas de sentido y
conocimiento actualizado, la especie habría desaparecido hace
milenios. Pero, con ellas, muchos sujetos nunca encontrarán
su mismidad, pues se aplicarán a reproducir el envejecimiento
acelerado de una experiencia vicaria.
A cambio de la conciencia de expansión y del aparente
dominio sobre lo que nos rodea, el logos obtuvo el indeseable
efecto colateral del extrañamiento creciente de la realidad.
Una realidad que lo determina radicalmente pero que se esca-
bulle tan solo al nombrarla. Una descomunal inmensidad, o
pequeñez descomunal, hostil a su conceptualización. Como
nuestra sombra, en la medida en que intentamos atraparla, la
realidad huye. Sobre ese desaliento construye su gran parodia
el dogmatismo.
En ese paisaje surge la epistemología moderna impo-
niendo reglas estrictas a la producción de conocimiento y al
uso de los conceptos. La epistemología militariza la concep-
ción del mundo. Los conceptos serían confinados en un
cuartel, uniformados y sometidos a una férrea e incuestiona-
ble jerarquía. Pero esos soldados no sabrían nada de sus supe-
riores, ni del mundo fuera del acuartelamiento, ni del sentido
real del ejército más que del recibido mediante órdenes: el
sentido de la propia estructura. Los oficiales, por su parte,

—91—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

solo percibirían cascos de acero, galones y uniformes, nada


saben del mundo de sus propios soldados y no los reconoce-
rían si fueran de paisano. ¿Qué pensaríamos si, desde tal ce-
guera, alguien osara hacer informes del mundo exterior y de la
realidad?, ¿qué podría esperar, no ya la realidad indecible, sino
nuestro propio mundo de tamaña reducción? Estamos ha-
blando, exactamente, de las pretensiones de la epistemología.
Las instancias de ese mundo se entrelazan, son continuas,
y es el lenguaje lo que las convierte en discretas habiendo de re-
componerlas mediante gramáticas, combinatorias y contextos
pragmáticos para hacerlas comprensibles. Si decimos mil millo-
nes, cien millones o, tan siquiera, mil personas, nuestra mente
simula una imagen conceptual de la que habrá de zafarse inme-
diatamente para no quedar desbordada por ese laconismo ili-
mitado. Operamos con imágenes difusas, incluso para algo tan
supuestamente concreto como una cifra de dos dígitos.
No podemos tener ni siquiera una cartesiana idea, preci-
sa, clara y distinta, del mundo que representan meras magni-
tudes como cien personas, cien kilómetros, una pequeña al-
dea. No somos capaces de aprehender simultáneamente la
totalidad de nuestra propia casa, del lugar donde trabajamos,
de nuestra propia especialidad. Nos movemos precaria, frívo-
la21 y discontinuamente por esos espacios con pretensiones de
totalidad, pero cuando asimos una leve parte se nos escapan
todas las demás y la totalidad misma, que nunca sería igual a la
suma de las partes y ni siquiera a la totalidad que fue o será en
un instante. ¿En qué indefensión estaremos, entonces, ante las
abstracciones que constituyen la mayor parte de nuestro ima-
ginario conceptual?
Con la misma naturalidad que el mundo y la continui-
dad se nos escapan entre los dedos, apenas los invocamos, nos
------------------

21
Y nada habría que reprochar a la frivolidad salvo que se disfrace
de rigor y solemnidad.

—92—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

aplicamos a utilizar conceptos que los confinan. Ni tan siquie-


ra con estas objeciones puedo adherirme al viejo y confortable
dilema nominalista. Para el nominalismo no existen los uni-
versales, la mujer, la humanidad, la esclavitud..., sino entidades
concretas: las mujeres, las personas, los esclavos, pero ¿qué
son estas entidades ya contables sino instancias todavía incon-
cebibles? El problema de los universales no sería la utópica
abstracción a la que nos lleva un concepto general, sino la im-
posibilidad de cualquier concepto concreto. ¿Qué coinciden-
cia habría entre dos interlocutores casuales con diferente ex-
periencia sobre el concepto «Cádiz»?, ¿o sobre uno de sus
distritos, calles o caserones, o la simple familia que vive en un
modesto apartamento? ¿Es posible asir en una sola palabra, o
frase, o libro o biblioteca la complejidad de todos los atrave-
samientos históricos, magnitudes o asociaciones complejas
que constituye Cádiz o cualquiera de sus componentes atómi-
cos en el espacio o en el tiempo?, ¿qué mundo diverso y
aprehensible representa el concepto de gaditanos, o andaluces
o españoles, más allá de una cifra y unas cuantas pertenencias
o recuerdos desigualmente compartidos?, ¿no eran andaluces
los habitantes de Andalucía hace 200, 1000, 2000 años, aun no
guardando semejanza cultural con los andaluces de ahora?,
¿no serán andaluces sus habitantes dentro de 2000 años?,
¿cómo recoge una concepción cerrada la diversidad diacrónica
y sincrónica de un lugar, su sociedad y las generaciones que lo
habitaron?, ¿recogerá, un concepto, trayectorias y cambios?,
¿no son las trayectorias y cambios partes de la concepción del
mundo?, ¿qué significado preciso tienen los conceptos de so-
ciedad o generación, por ejemplo, en una trayectoria y cam-
bio?, ¿es suficiente un fotograma, un concepto bidimensional,
para expresar una fuga, una causa, una finalidad, un sentido,
una duda, una contradicción, una apertura? Si no es suficiente,
¿cómo es posible que salvemos tal laguna sémica y clasifique-
mos conceptos? La clasificación resuelve mediante trazo grue-

—93—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

so lo que, para el pensamiento desclasificador, representa todo


un colapso epistemológico.
El problema no reside en la imposibilidad de los univer-
sales, como denunciaban los nominalistas, sino en la imposi-
bilidad de los conceptos mismos como estructuras cerradas.
La limitación —aunque tenemos muchas limitaciones— no es
mental, sino epistemológica. El cerebro humano ha demostra-
do históricamente transgredir la concepción cerrada del mun-
do en las revoluciones, en la heurística, en el arte y hasta en la
resolución pragmática de lo cotidiano.
Es por ello por lo que, en muchas situaciones, no obte-
nemos un mejor resultado de una comunicación mediada por
las palabras que de una comunicación mediada por actitudes y
gestos: empujar, asustar, urgir, implorar, teatralizar, llorar, hu-
ir. La capacidad de emplear conceptos cerrados para producir
pensamiento y comunicación eficaces es, por tanto, una ca-
sualidad, un autoengaño, una falacia, un roce tangencial, o
realmente la calidad epistemológica y comunicativa tiene un
exiguo nivel de exigencia, al contrario de lo que parece. Cre-
emos hacernos entender y creemos entendernos, pero el mun-
do transmitido, incluso sin salir del propio cerebro, no tendría
más posibilidad de acierto en la diana de lo real que un tiro a
ciegas en mitad de la noche.
Los conceptos, si pudieran ser desprendidos del sujeto
que los emplea, se interconexionan y constan de una multipli-
cidad de haces y ventosas desapercibidos en la comunicación.
Pero tales agarres y líneas de fuga constituyen la concepción
de manera más sólida que su urgencia de clausura. Y es el
propio lenguaje, y su lógica subyacente, la navaja que corta el
entrelazamiento nocional, la gramática de la legislación epis-
témica que establece demarcaciones, jerarquías y fronteras,
que introduce la discontinuidad absoluta como regla.
Para un pensamiento abierto, necesitaríamos conceptos
no clausurados trasladados por gramáticas lubricantes. Ope-

—94—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

raciones orientadas a la apertura de las mentalidades en lugar


de utilizar indefinidamente modelos de repetición que regulan
nuestra consonante cognición. Mediante una conceptualiza-
ción abierta, y que admite y convive con paralógicas y contra-
dicciones en su seno, sería imposible, por ejemplo (más que
como opción ínfima de algún suicida), que los humanos ur-
diéramos conceptos racionales para elaborar un plan de au-
toextinción que, «lógicamente», nadie desea.
El mundo que percibimos está hecho de unos materiales
a los que hemos dado nombre. Esos materiales no tienen je-
rarquía. Solo los nombres o los conceptos se suceden y jerar-
quizan en un mundo conceptual desconectado de lo referido y
disociado de lo real. Los materiales de los que está hecho el
mundo, y que nombramos, no están hechos de sí mismos sino
de otros materiales a los que ya no podremos dar nombre en
algún momento y escala de la composición, pero determinan
la naturaleza de los primeros más crucialmente, incluso, que
los materiales accesibles o nombrados.
Los materiales innombrables participan y son participa-
dos de los materiales nombrados. Pero pertenecen a otras
magnitudes y, sobre todo, a otras dimensiones. Un simio nun-
ca podrá explicarse como fue el virus que lo extinguió. Un vi-
rus nunca tendría acceso al mundo del simio aunque determi-
na su muerte. Mas un virus también es inerme a los materiales
que le dan vida o le privan de ella. Y esos materiales, pronto
perderemos la noción de su biocondición, serán pasto de ins-
tancias ignotas que los acosan, condicionan y suspenden.
No solo hablo del mundo biofísico. Especialmente
quiero referirme con estas inquietudes y analogías al mundo
psíquico, tal vez un sutil mundo biofísico al cabo, pero un
mundo que, como el que percibimos envolviéndonos o a par-
tir de nuestro propio dolor, no es solamente lo que parece:
pertenencias, marcas, símbolos, señales, indicios, relaciones,
apegos o desapegos. Ese mundo incluye también todos los

—95—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mundos que lo incluyen, esto es, estaría configurado tímida-


mente por universos supra, trans y subsimbólicos que ince-
santemente lo constituyen y destituyen, y por los mundos
previos de los que procede, y por los devenires que su derro-
tero insinúa. Tal es el material complejo del que surge y al que
regresa el sentido.

2.3. LA RAZÓN COMO CREENCIA

La razón procede de una evolución neural del paleocéfalo


irracional humano. Será, paradójicamente, la propiedad hu-
mana que nos vuelva más inhumanos. Para la desclasificación,
la dicotomía racional/irracional no existe, por lo que procede
convertirla en oxímoron o en una instancia biúnica (cfr. 2.7.).22
Pero la comunicación de lo racional con su matriz irracional
no se ha interrumpido. Existe un canal en la racionalidad que
permite esporádicas entradas y salidas en y de lo irracional y
en y de la imaginación, o tal vez sea más apropiado decir, si
seguimos el juego a tan extendida dicotomía, que sería la irra-
cionalidad la que expide los permisos. Si fuéramos exclusiva-
mente racionales no podríamos llorar o reír como consecuen-
cia de leer una novela o sentir miedo en el cine. Lo racional no
admite la ficción. Los niños son capaces de atribuir humani-
dad a los objetos y animales, del mismo modo que los huma-
nos primitivos atribuían divinidad al sol, al becerro de oro o a
------------------

22
Para Muniz Sodré (2006), ni siquiera es pertinente la distinción
entre las construcciones epistemológicas que estudiarían los diversos com-
ponentes, intereses, soportes o productos de la razón, las ciencias humanas
y naturales, y reclama «um pensamento menos dicôtomico, menos projetivo e
mais afinado com o que na razao há, concretamente, de sensível. Aí, uma di-
cotomia rígida que isole num dos polos as “ciencias humanas” será, no míni-
mo, publicamente embaraçosa, uma vez que no outro polo, só poderao estar
logicamente as “inumanas”» (p. 15).

—96—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

criaturas invisibles y mágicas. Con varios milenios de racio-


nalidad sobre la mesa, tales atribuciones persisten e incluso
distintos sistemas de creencias se han esmerado, con optimis-
mo, en razonar las creencias que proponen. Muchas tradicio-
nes, como la potente argumentación islámica o «prohombres»
cristianos como San Agustín o San Anselmo, lo hicieron, y
también lo hace la ciencia moderna.
(Lo que propongo, ahora, es una licencia de creencia
pura y dura: aceptar argumentos lógicos que inducen a pensar
que la realidad es incompatible con la conceptualización.) La
aceptación de un argumento lógico, que nunca llega al fondo
de lo real, se compone de la misma materia del acto de fe: la
aceptación de la infalibilidad del argumento. Pero lo que per-
cibimos es un mundo conceptual construido a partir de indi-
cios y materiales de una dimensión decible de lo real, es decir,
de la decibilidad que brota de lo indecible. Por no ser propia-
mente real ese mundo, nuestro mundo conceptual, ¿no po-
dríamos pensar entonces que no se trata más que de una fic-
ción compartida o que el mundo no sería sino el resultado
totalizador del más megalómano de nuestros «juegos de len-
guaje»?
Lo indecible no puede ser dicho, en buena lógica con-
vencional, porque se vulneraría el principio de contradicción.
Mas para el ethos de la lógica paraconsistente es casi una obliga-
ción conculcarlo o refutarlo. Por tanto, lo decible será el predi-
cado que niega el enunciado de la indecibilidad. Predicado tan
imperceptible e ínfimo como nuestro planeta desde la perspec-
tiva global de nuestra propia galaxia, un ínfimo punto en un in-
finito universo de universos infinitos. La incertidumbre que
genera la infinitud nos autoriza a pensar que al menos en un
mundo posible, aunque solo sea uno y tal vez forme parte de
nuestro mundo de hecho, un predicado niega el enunciado que
lo contiene e, incluso, un enunciado es igual a su propia nega-
ción, como tendremos oportunidad de mostrar. El ejemplo más

—97—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

utilizado por la sofística heraclitiana sería el del ser que deja de


ser para ser, impulsado por un cambio irremediable.
La razón contamina de racionalidad todo lo que toca,
especialmente se ensaña con el cerebro de los niños a través de
concienzudos programas educativos que pretenden arrancar-
los del mundo de las pulsiones y de las imaginaciones del
mismo modo que mutila los universos indígenas cargados de
rituales y simbologías «poco razonables», pero no consigue
sino reprimir las irrefrenables fuerzas irracionales o anestesiar
provisionalmente las grandes preguntas sobre el sentido.
No fluye el oxígeno de lo real imprevisible en el cerebro
ordenado por razones y regulaciones. Del mismo modo que
algunas religiones optaron por la Revelación, la razón optó
por el discurso logicista de la ciencia para resolver dilemas.
Mas como dice Latour (1997) desde su constructivismo radi-
cal, los científicos no solo construyen las explicaciones de los
hechos que observan, sino que, por el hecho de (poder) ser
observados, los hechos mismos son construcciones científicas.
La garante del rigor discursivo de las ciencias sería la episte-
mología, una disciplina que impone al pensamiento científico
exigencias que no se aplica a sí misma. El resultado es una evi-
dente disfunción entre el grado de credibilidad que la razón
ofrece y las dudas saldadas. A estas alturas, y cada vez más,
podría decirse que las religiones y otros discursos de la per-
suasión, como la magia, la quiromancia, la publicidad, la pro-
paganda o el consumo, poseen sistemas de seducción mucho
más eficaces que la ciencia misma.
El sesgo más relevante de la investigación en ciencias
sociales y humanas (las sociohumanidades), por ejemplo, y me
atrevería a extenderlo a otras muchas disciplinas científicas
básicas y experimentales, no reside en reconocer y asumir la
interferencia en sus argumentos lógicos de creencias y emo-
ciones, sino, por el contrario, en convencernos de que esos ar-
gumentos lógicos estarían o podrían estar exentos de ellas.

—98—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Ya solamente el mundo sensible o inteligible, que nos es


dado conocer, es un sistema complejo y no toda esa compleji-
dad es alcanzable desde la razón. Los razonamientos lógicos,
del mismo modo que los grandes metarrelatos religiosos o lai-
cos, ofrecen multitud de lagunas en la explicación del mundo.
Precisamente es el afán ecuménico lo que genera brechas y,
tras cada brecha, se amotina una multitud de mentes calladas.
Mas también la grieta surge en las mentes calladas expuestas a
los implacables hipermercados de sentido de nuestra época.
Una insuficiencia, un solo desliz cometido por una ins-
tancia infalible, hace cuestionar la credibilidad de la instancia.
Las creencias mágico-religiosas fundaron sus relatos en me-
táforas y grandilocuencias, pero la razón objetó ese método
estableciendo la inferencia lógica. El problema persiste, no
obstante, al abrirse abismos inescrutables entre una simple
afirmación o negación. El abismo infranqueado de la otra po-
sibilidad no elegida como respuesta. Mucho más: los infinitos
abismos que surgen ante la posibilidad de no ser afirmación ni
negación, o el pánico suscitado por la posibilidad de ser ambas
cosas simultáneamente.
En los momentos álgidos de la racionalidad, de la razón
doctrinaria, esta creyó poseer la visión total, panóptica. Preci-
samente, la posibilidad de acceder a un metapunto de vista ex-
clusivo fue el objetivo que impidió a la razón ser otra cosa
distinta de lo que ha llegado a ser: un punto de vista dogmáti-
co más, escasamente diferenciable de otras posiciones dogmá-
ticas, al menos a la luz de sus aberraciones y desde su cuestio-
nable eficacia: más de dos tercios de la humanidad abrazan
creencias mágico-religiosas teóricamente incompatibles con la
racionalidad, incluyendo, a su manera, a muchos y grandes
científicos y filósofos supuestamente racionales: Descartes,
Galileo, Einstein, Paul Ricoeur, Charles Taylor, curiosamente
hasta el pragmatista William James. El tercio de humanidad
restante habla de racionalidad, pero se abandona sin pudor al

—99—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

socialmente vituperado arrabal irracional. Como toda religión


se subordina a la divinidad, la razón se subordina al poder de
la razón misma compartiendo una gran trayectoria con las
creencias que marginaran, o incluso abominaran, los primiti-
vos teóricos de la racionalidad.
La razón se ha deslindado históricamente de las creen-
cias. Al igual que las creencias, sin embargo, se ha obstinado
en legitimarse como posibilidad de explicación total del mun-
do. Las creencias religiosas, cuyo axioma último de credibili-
dad se funda en la fe, y no en la demostración (más allá de los
intentos vanos de compatibilizarlas, por parte de San Ansel-
mo, cuando no de aislarlas o neutralizarlas de la mano intere-
sada y temerosamente condescendiente de Descartes o más in-
sobornable de Kant), no dudan en invocar la razón para
justificar buena parte de sus orígenes, itinerarios y destinos.
La razón es utilizada por el fiduciarismo como argumento en
pos del dogmatismo, de la infalibilidad, del autoblindaje.
Donde la fe es más vulnerable, la racionalidad fiduciaria se ha-
ce cómplice.
La razón, por su parte, no utiliza argumentos para blin-
darse, sino el hecho mismo de la argumentación racional co-
mo bastión de infalibilidad. Al cegarse en la argumentación
como itinerario único, la razón se hace tan vulnerable a la cre-
dibilidad como cualquier otra creencia.
No pretendo hacer una dicotomía entre creencia y ra-
zón, como sin duda complacería a la razón moderna, pues
mantendré como hipótesis el régimen de subordinación de la
segunda respecto a la primera. No obstante, en pro de la de-
fensa de la misma hipótesis, simularemos provisionalmente
esa independencia del género respecto a la especie. El inter-
cambio de instrumentos entre creencias y razón ha sido se-
cularmente intenso e incesante. Y efectivo, se diría, habida
cuenta de que coinciden en los fines: la clarividencia, la in-
cuestionabilidad, la convicción, aun obtenidas por diferentes

—100—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

vías. Hay, de hecho, tanta distancia entre la razón y una cre-


encia mágico-religiosa específica como entre diversas creen-
cias de baja intensidad epistemológica. Las distancias son di-
versas, asimétricas, lo mismo que el canje instrumental, y por
ello no puede eludir, la razón, la pertenencia al conjunto ge-
nérico de las creencias. Tal vez no haya religión ni magia en
ella, pero sí el afán totalista de entender y representar la rea-
lidad mediante silogismos y argumentos. Incluso desde la
posición más falibilista, la razón no sería más que un sofisti-
cado modo de creencia. Una creencia que nos resuelve, ex-
plica y justifica, a muchos, las relaciones con el mundo con-
vulso que nos rodea. He de decir, no obstante, que en tal
argumento he depositado casi la totalidad de mi fe: mas en
una razón que se declare débil, incompleta, contradictoria,
híbrida.
La razón, entre otros cometidos, se especializó en clasi-
ficar (aunque todas las creencias clasifican a raíz de la influen-
cia inexorable de la razón inoculada a través del lenguaje). Pe-
ro, de hecho, la clasificación y sus formulaciones teóricas, son
una operación y un producto clásico de la racionalidad: segre-
gar, dividir, atomizar, oponer. Por ello, la primera rebelión de
la razón en procura de purificación ontológica y con vocación
de institución universal fue segregarse y oponerse a la creen-
cia, autoproclamando su independencia y erigiéndose como
salvaguarda exclusiva del camino hacia lo verdadero. Más tar-
de, una racionalidad científica obsesionada en su esencialismo
excomulgaría también a su propia retórica constituyente
(Santos, 1989).
Si la razón no buscara la explicación absoluta, sino tan
solo formular preguntas y dudas; si disfrutara de la perpleji-
dad causada por la complejidad de los itinerarios que transita,
en lugar de perseguir inalcanzables objetivos y logros, tal vez
estaríamos ante una variedad inusitada de creencia. Pregun-
tando, caminamos, suele repetir la letanía zapatista. En tanto

—101—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mantenga el mismo rumbo dogmático que las creencias, la ra-


zón no conseguirá ofrecer nada nuevo al librepensamiento
por más que haga valiosas e ingentes aportaciones al conoci-
miento y, sobre todo, al mercado.
Una razón que comparte tanto territorio con las creen-
cias tendrá una consecuencia inevitable: todo el conocimiento
que elabora la razón como creencia pertenecerá al ámbito de
las creencias. De ahí que numerosas teorías urdidas desde la
razón moderna no superen el rango de creencia, incluso entre
los científicos que pertenecen a distintos paradigmas marca-
dos por una racionalidad formalmente incuestionable. El as-
trónomo Trinh Xuan Thuan, tras una intensa reflexión sobre
el universo, acabará desoladoramente preguntándose si hay
determinismo o azar como causa última.23 A Einstein le haría
escorar sutilmente hacia la primera opción, un racionalizado e
indisoluble judaísmo, pero ¿no se tratará de la trampa urdida
por una prescindible dicotomía?
¿Está usted convencido de que vivimos en un universo
determinista o azaroso? Personalmente me resisto a inclinar-
me por los polos de cualquier dicotomía, particularmente de
esta que parece ser una demostración más de binarismo ul-
tramundano, pero especialmente no me convence ninguna de
las dos opciones, simplemente porque son conclusiones hu-
manas respecto a una realidad indecible. Y las respuestas hu-
manas suelen concluir girando sobre las reglas de su propia
consistencia y no, más que ficcionalmente, sobre supuestas
causas que pertenecen a un régimen parahumano. En conse-
cuencia, solo puedo elegir creer por fe o simpatía, un buen to-
bogán para el «metajuego de lenguaje de la razón», así como,
------------------

23
Conferencia «O Big Bang e depois: o lugar do homen no univer-
so», en el Seminario UNESCO Caminhos do pensamento, dedicado al de-
bate sobre las fronteras entre ciencias y humanidades, que fue coorganizado
por, y tuvo lugar en, la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro en junio de
2006.

—102—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

de tener que especulativamente elegir, elegiría la opción de


menor nitidez y claridad: el caos.24
No restrinjo el orden racional a las llamadas filosofías
racionalistas, colectivo que «cree» suficiente el razonamiento
exento de experiencia para alcanzar la verdad. La crítica a la
razón habría de superar la reducción de la clásica disputa filo-
sófica por cuanto el empirismo pretende lograr el mismo ob-
jetivo que el racionalismo, la demostración, pero utilizando
argumentos de la experiencia. Racionalistas y empiristas com-
partirían la misma fe en el razonamiento, un camino a la ver-
dad, y solo se enfrentarían en el modo y fuentes de produc-
ción de sus inferencias logicistas.
Clasificaciones como la anterior, por tanto, proceden de
la racionalidad, pero no serían más que otro argumento en la
escala de la creencia: creer que la microorganización puede
explicar la totalidad. Incluso el hecho de manejar conceptos
como todos y partes no deja de ser un acto de fe: creer en un
orden determinado tras el mundo perceptible a primera vista,
creer en que, en instancias teóricas fragmentarias, es subsumi-
ble el mundo, y es universalmente aceptable esa subsunción.
Creer, una vez más, es también crear y viceversa.

------------------

24
En otras múltiples disyuntivas elegiría, utilitaristamente, la op-
ción que procurara más felicidad a mayor número de personas; en otras,
elegiría incluso la epojé, la suspensión del juicio de epicúreos y pirronistas y,
al modo paraconsistente, me decidiría por ambas simultáneamente. Nuestra
época se caracteriza por solicitarnos opinión, toma de posición, juicio ante
innumerables irrelevancias. Un amigo me contaba que volvía a casa tan ex-
hausto, que suspendía el juicio exponiéndose a la televisión basura y no a
los serios programas de telenoticias (excluyendo de la teleinmundicia, gene-
rosamente por su parte, a buena parte de los programas informativos). Cra-
so error: los reality-shows solicitan la adhesión o rechazo constante y ago-
tador del espectador ante los supuestos trapos sucios de los personajes. Al
entrar en ese hipermercado ya estamos eligiendo una opción, personaje o
ultraje de sus estantes repletos de infamia.

—103—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

No asumir la existencia real o teórica (y nuevamente se


insinúa una dicotomía a la que dejaremos crecer para luego
cerrar el paso) de todos y partes, géneros y especies implica
no aceptar la clasificación como operación esencial del enten-
dimiento y, en consecuencia, apareja una negación de orden,
de organización, de lenguaje. Si aceptamos que todos y partes
no son más que recursos teóricos y locales, incluso recursos
meramente retóricos de concebir el mundo, tal vez estemos
negando varios milenios de pensamiento sistemático, mas de
un pensamiento basado en imperceptibles y desmemoriados
actos de fe. La fe siempre solicita amparo al olvido.
Aceptar la discontinuidad imposible que impone el lo-
gos no implica que no exista algún régimen de discontinuidad,
inconcebible para nuestro cerebro, como constituyente de lo
real mismo. Pero tampoco implica afirmar que la continuidad
es la única explicación que da sentido a lo real. El problema de
la clasificación es que irrumpe toscamente en el sentido,
transformándolo en objetos contables, practicables y reubica-
bles sin reparar en el daño y cambios infligidos al sentido
mismo si este no hubiera logrado escabullirse de la tenaza cla-
sificatoria.
Todos y partes no dejan de ser simultáneamente partes
y todos, causas y efectos no dejan de ser efectos y causas, de
acuerdo a los principios hologramático y recursivo de Morin
(1996), que fluyen en todas las dimensiones y direcciones
destruyendo y reconstruyendo sentido. Por ello, el escollo
principal de los aparatos de la clasificación sería superado si
lograra zafarse de toda pretensión de subordinar el sentido y
comenzara a acompañarlo en su inefable avatar. Complicada
tarea. Pero, entonces, ya no sería clasificación convencional
sino, como prefiero llamarla, desclasificación.
En general, jugamos con la racionalidad para justificar u
ocultar los llamados «bajos instintos» de nuestro paleocéfalo
(la persistente pulsión de los saurios en la concepción de cere-

—104—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

bro tri-único de McLean): la dominación, la expansión, la se-


xualidad, la codicia y, especialmente, el miedo. Pensar desde el
miedo —especialmente desde un miedo estratégico— es, para
la mayoría, no solo garantía de supervivencia social, sino tam-
bién un sutil modo de superación de lo temido, de expansión
y obtención de poder, una paradójica huida hacia adelante del
paradójico instinto dominador del pusilánime.
Si la epistemología, disciplina que se ocupa de las es-
tructuras del conocimiento científico, es un discurso humano
no sensible a estos asuntos de profunda humanidad, del regre-
so del cuerpo sufriente y deseante a las operaciones concep-
tuales, a la elaboración de las ideas mismas, sus producciones
nos distanciarán cada vez más de la fugacidad de lo real, de al-
go que nos constituye pero que no puede ser clasificado,
nombrado y ni siquiera observado del modo en que lo hace-
mos.
Ulises, quizá en el más expresivo y hermoso pasaje lite-
rario de nuestra racionalidad imperfecta, que con tan sutil ele-
gancia analiza uno de los mayores exponentes de tal teoría
(Elster, 1989), nos dará una pista: la razón humana necesita al-
gún tipo de recurso para reencontrarse con el impulso irracio-
nal, esto es, con la matriz de sí misma. Atarse al palo de un
objeto en movimiento, como hizo el marino griego, no es
mala solución, especialmente si deliberadamente quiso oír los
cantos de seducción y sufrir las ásperas ligaduras para impedir
el desenfreno. Una productiva decisión previa a favor de la
supervivencia colectiva que, en otras situaciones y para com-
pensar, no estaría mal que también favoreciera al desprestigia-
do impulso. Ese impulso que la racionalidad moral tan rara-
mente admite y que tanto goce procura a sus maltratados
súbditos.
Al ignorar sistemáticamente fronteras y barreras, pues
la contradicción atraviesa transversalmente todas las instan-
cias, y con especial ahínco anida en los espacios interconcep-

—105—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

tuales, cuestionando el propio concepto de concepto, la des-


clasificación, naturalmente, no haría distingos entre conoci-
miento científico o vulgar, entre otras cosas, porque no reco-
noce jurisdicción alguna ni dicotomía alguna, aun no
librándose de ellas. La ciencia no sería, para la desclasifica-
ción, un lugar privilegiado de enunciación, aunque sí un lugar
que se autoprivilegia. Un lugar que no necesita ser desmonta-
do porque en su propia dialéctica se autodesmonta hacia un
supuesto, y utópico, conocimiento absoluto. La ciencia no
produce conocimiento, solo produce conocimiento científico.
Aunque determinados avances de la ciencia han ayuda-
do a mitigar el ancestral sufrimiento humano, muchas veces
ignorando la promoción colateral de sufrimiento humano de
nuevo cuño, la ciencia —como cualquier otro proceso dialéc-
tico, no solo en diacronía sino también en sincronía— ha te-
nido sus luces y sombras paraconsistentes. El problema del
discurso de la ciencia, a ojos de la desclasificación, es triple:

1) Su pretensión de autoerigirse como discurso privile-


giado en relación a la producción de conocimiento
relevante sin plantearse la pregunta ineludible: ¿un
conocimiento para qué y para quién? En muchas
ocasiones, gnoseologías «primitivas» o «periféricas»,
generalmente advertidas como ignorantes a pesar de
su condición mayoritaria, han sabido proveer auxilio
y felicidad a millones de personas y generaciones
humildes, discriminadas durante milenios.
2) Su osadía de autoproclamar la obtención de la verdad
ignorando la más leve objeción falibilista. Si, en el
pasado, la verdad provenía de la palabra revelada, en
el presente y en el futuro los científicos serán los pa-
trocinadores de la Revelación, antes reservada a dio-
ses y profetas. Ahora es la ciencia la que nos prome-
te, y pospone, el acceso al paraíso.

—106—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

3) La negación de toda fe o creencia, a la vez que los


científicos tienen fe y «creen» en su propio discurso
y en la argumentación científica. A esta alturas, la
complejidad de los universos parece suficientemente
evidente como para no confiar en la fortaleza de nin-
gún discurso. La fe en un único discurso no hace si-
no relegarnos al conocimiento que proporciona una
sola matriz cognitiva —es como la vulnerable eco-
nomía del monocultivo—, reduciendo los márgenes
de maniobra de la propia heurística, y opacando
multitud de opciones y «radicales-libres» de la ima-
ginación.

La ciencia occidental no libera ni reinventa la cognición,


porque ella misma es prisionera de sus procesos de inferencia,
de sus propios protocolos, atavismos, liturgias y sociología, de
sus nomenclaturas y clasificaciones. La desclasificación, en-
tonces, no habrá de ocultar su predilección por la hermenéuti-
ca antes que por la epistemología o por una gnoseología mes-
tiza que, como la del arte, no abandone ni desprecie cualquier
itinerario de la creación.

2.4. EL MUNDO EN DICOTOMÍAS

Es difícil imaginar un texto libre de abigarradas, persistentes y


endémicas dicotomías. Uno de los problemas centrales del
pensamiento desclasificado estribaría, a mi juicio, en cómo
superar, prevenir, detectar, evitar el poder de las dicotomías
que inundan la enunciación y la percepción. Y la solución se-
ría complicadamente sencilla: construyendo, para empezar,
una conciencia dicotómica.
Aturdido ante el denso muro de dicotomías que cons-
truye el más simple pensamiento, no solo afirmaré la dimen-

—107—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

sión dicotómica de todo discurso, sino que habré de recono-


cer que mi propio discurso sobre las dicotomías podría difí-
cilmente librarse de ellas. En ese sentido, no hay más salida
que tomar conciencia, y adoptar prudencia, en su enunciación.
Mas hay que hacer dos importantes salvedades respecto al
objetivo desclasificador de detectar contradicciones y dicoto-
mías. La primera consiste en que la contradicción es procura-
da por la desclasificación como renovada arma de conoci-
miento, en tanto que la dicotomía es rechazable como viejo
instrumento de ignorancia. Y, la segunda, que este discurso,
muy a mi pesar repleto de dicotomías, quedaría legitimado
aunque solo sirviera para evidenciar las dicotomías de cual-
quier discurso inmolándose al explicitar las suyas propias.
Volviendo al irresistible ejemplo de la intersexualidad de
Alex (cfr. cap. 1), la cultura del entorno le obligaba a elegir
entre dos extremos: masculino o femenino. En verdad, la/el
protagonista del filme es presentada/o, hasta físicamente, más
como adolescente femenina que masculino, por lo que el es-
pectador se siente llevado persuasivamente —tanto por el
guion como por la cultura dominante y la corrección políti-
ca— hacia la feminidad. Esta predisposición no tiene por qué
considerarse, aunque lo fuera, una ingenuidad, sesgo de co-
rrección política hacia el sexo más discriminado o error de
guion, pues sería legítimo que el guionista —o el personaje—
adjudicara o sintiera una tendencia dominante hacia la mascu-
linidad o hacia la feminidad. El problema estriba en que el
sistema le impele a elegir y el/la adolescente elige simultánea-
mente las dos sexualidades, rompiendo así el determinismo
dicotómico que le exige la cultura.
Sin embargo, no sería esa la única salida posible. Una
oposición entre dos extremos queda superada por la negación
de ambos, una nausea visceral al juego que propone, tanto
como por su conjugación simultánea. Y también son posibles
multitud de asimétricas y descompensadas combinatorias de

—108—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

ambos polos, no solo por inclinación cromosómica, sino por


conversión espontánea derivada de momentos, situaciones o
compañías.
La lógica dicotómica propicia, retroalimentándose con
ello, toda una heurística de oposiciones. Dada una posición
cualquiera, el primer pensamiento creativo que partirá de ella
será su contrario. Ya Hegel proponía ese juego dialéctico co-
mo motor de las síntesis sucesivas que implicarían el acceso al
Espíritu Absoluto a través de la Aufhebung.25 Mas el opuesto
es tan distante y cercano al mismo tiempo que, como el más
hermoso fruto, centrará toda nuestra atención, desviándola
del resto del árbol y del entorno. El contrario es una fulgu-
rante luz que oscurecerá otros itinerarios cognitivos.
En parte, ese problema se muestra con claridad en la
interminable literatura actual que versa sobre la diferencia. El
otro, como una modalidad de la diferencia rehabilitada, centra
todas las miradas correctas y sensibles prestas a enterrar a su
viejo y pendular rival: uno mismo. Abandonar una posición
para adoptar su contraria, algo que no deja de ser, en cualquier
caso, desleal abandono, a pesar de que el concepto de lealtad
simbólica no existiría en el vocabulario desclasificador. Y, sin
embargo, ningún ideal sin paraíso a cambio, como el que pro-
pone tan poco generosamente la desclasificación, podría estar
más cargado de afección y compasión hacia el mundo.

------------------

Aufhebung («suspensión») posee, en alemán, tres significados si-


25
multáneos y contradictorios: negar, elevar y conservar. Conservar y supri-
mir condensan, exactamente, la esencia del cambio, lo que le ocurre a la flor
que se convierte en fruto y este en semilla que será un nuevo árbol sin dejar
de ser enigmáticamente todo lo anterior, porque responde a la lógica del
cambio, según explica el propio Hegel. Tal metodología, aplicada a la cons-
trucción de la conciencia y apoyada por la flecha irreversible de la Historia,
no habría sino de llevar a la razón ilustrada hacia la perfección, al saber ab-
soluto (Hegel, 2000).

—109—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

Las dicotomías pueden ser abiertamente explícitas:


norte/sur, blancos/negros, patronos/obreros, hombre/mujer,
mas también encontramos multitud de dicotomías implícitas,
que llamaremos dicotomías epistémicas, pares que se elevan a
partir de profundas matrices cognitivas y culturales que ope-
ran superyóicamente a nivel del inconsciente de un sujeto re-
primido y forzado por inalcanzables aspiraciones. En estos
casos, la oposición es tácita y su epicentro remoto, pero con-
diciona férreamente la percepción, ya que se establecen como
premisas argumentales generales (tópoi) y no como meros ar-
gumentos de una enunciación concreta. Por ejemplo, la con-
cepción moral del mundo a partir de una religión o ideología
determinará la posición enunciativa sin necesidad de extraer la
«primitiva» dicotómica que funciona como un inexorable da-
do-por-supuesto.
Y, en tercera instancia, surgen dicotomías semitácitas,
no menos peligrosas que las anteriores, ya que se encuentran
en la mera afirmación o negación explícita de un concepto sin
necesidad de mencionar su opuesto, el cual quedaría implícito
en todo momento. Por ejemplo, cuando argumentamos explí-
citamente sobre la consistencia o la coherencia, negamos im-
plícitamente la inconsistencia o la incoherencia. De ahí que,
sobre tales ejemplos, la desclasificación prefiera hablar de pa-
raconsistencia que elogiar la inconsistencia, o de paracoheren-
cia para evitar negar la coherencia. Pues también desde la ne-
gación y el victimismo epistémicos se erigen bastiones de la
opresión cognitiva.
En lo que sigue, y con el afán de mostrar un mero catá-
logo indicativo y ejemplificador, marcaré las dicotomías que
involuntaria o automáticamente broten en el texto, no ya con
la célebre abreviatura (sic.) de aviso y descargo, sino con otra
(dic.), de conciencia dicotómica. Aunque evitaré realizar tal
marcación en los casos que se repiten con tanto ahínco como
involuntariedad, procederé a señalarlas en aquellos enuncia-

—110—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

dos en los que vociferen con más fuerza. Y no con la inten-


ción autocrítica o masoquista de arruinar el argumento mar-
cado, sino para llamar la atención sobre el arraigo incons-
ciente de tal patrón cognitivo incluso en contra de la fuerza de
toda una maquinaria mental contraria y reflexiva.
No parece conveniente, para evitar introducir apresu-
radas y extemporáneas explicaciones al inicio del libro, apli-
car retroactivamente sobre lo ya leído tan singular y pro-
ductiva confesión, y tampoco lo haremos sobre lo que queda
por leer con el fin de no saturar el texto con la abreviatura
indicada. Restringiré el ejercicio de desvelamiento de dico-
tomías a este epígrafe, teóricamente más metacognitivo, al
centrarse y advertir sobre la penuria cognitiva que trasladan
las dicotomías.
Y un último compromiso en este coyuntural juego de
cartas a la vista: las dicotomías detectadas en una primera es-
critura no serán objeto de transformación ni eliminación en
las lecturas de revisión textual. Simplemente, en adelante serán
marcadas con (dic.), como si de un receloso censor se tratara.
El mundo, probablemente desde el lento inicio de la
conciencia (dic.), nos ha sido legado en conceptos que lo so-
meten a cuatro fases reductoras:

1.º) Binarismo: la subjetividad manifiesta, vive y perci-


be el mundo en pares conceptuales (dic.): el bien y
el mal, lo bello y lo feo, leal y desleal, fieles e infie-
les (dic.). La comprensión, la automatización y la
sumisión simbólicas se favorecen enormemente al
reducirse las alternativas a una polarización binaria.
2.º) Oposición: esos pares no necesariamente armóni-
cos o amistosos se ofrecen como expresión de un
conflicto, legitimándolo (dic.): el bien contra el mal,
lo bello contra lo feo, lo leal contra lo desleal, los
fieles contra los infieles (dic.).

—111—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

3.º) Subordinación: el orden del par no sería neutral


(dic.), sino determinado por el criterio del pensa-
miento dominante (dic.): el bien sobre el mal, lo
bello sobre lo feo, lo leal sobre lo desleal, los fieles
sobre los infieles (dic.).
4.º) Generalización negativa: en ciertas dicotomías, el
elemento subordinado (dic.) se presenta simple-
mente como negación (dic.) de la instancia subor-
dinante (dic.) con la que se abre (dic.) el par, a través
de prefijos (dic.) como in-, des-, no-, a-, etc. (dic.),
representando habitualmente la instancia negada
(dic.) un mundo mayor o más diverso (dic.) que el
que representa la instancia negadora (dic.): cristia-
nos/infieles (musulmanes, animistas, ateos...), reli-
gión/no religión, normal/anormal, clasifica-
do/desclasificado (dic.).

Claro está que el orden nunca sería arbitrario (dic.), así


como tampoco el estado de conflictividad (dic.), ni la mera pa-
ridad (dic.). El hecho de pensar a partir de dicotomías no solo
induce a tomar partido por unos extremos iniciales (dic.) que
habitualmente permanecen abstractos o genéricos (dic.), como
si de eficientes anáforas se tratara (dic.), sino que esos extre-
mos son asociados a posiciones que están dictando la dicoto-
mía desde un lugar externo (dic.) a ella: nacionales sobre rojos,
en la guerra civil española; colonos sobre aborígenes, en la
ocupación australiana; patriotas sobre desertores, en las trin-
cheras francesas; fieles sobre infieles, en los enfrentamientos
religiosos (dic.).
El automatismo (dic.) promueve una adhesión (dic.) al
primer elemento del par, que debe prevalecer sobre el ele-
mento único y subordinado que le sucede (dic.). Esa estructu-
ra simple (dic.) es inoculada en los niños por la educación-
cultura de modo que no solo reaccionarán como soldados al

—112—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

toque de silbato, sino que ellos mismos continuarán constru-


yendo el mundo en dicotomías (dic.).
Boaventura Santos (2005) anima, por ejemplo, a estudiar
el elemento final (dic.), y habitualmente más discriminado en
las dicotomías (dic.), disociándolo (dic.) del cepo de la oposi-
ción (dic.): el universo de la mujer sin el hombre, de los obre-
ros sin patronos, del sur sin el norte, de los negros sin los
blancos (dic.). Este ejercicio emancipador no solo habría de
ser conceptual, sino eminentemente político y práctico (dic.).
Mas también una extirpación radical de lo opuesto (dic.) nos
llevaría a otros modos reductores (dic.) de la enunciación y
percepción del mundo. Aun siendo útil la propuesta, «pensar
sin» puede no mejorar «pensar contra» (dic.).
La sutil negación (dic.) que toda dicotomía invoca sobre
el segundo extremo (dic.), potenciando desde tan discreta po-
sición (dic.) toda la cultura que la ampara, ha de revertirse en
fuerza parcialmente negadora para la instancia negada (dic.),
desreferenciando (dic.) el mundo binario que traslada me-
diante cruces prohibidos (dic.) con conceptos inverosímiles
para el orden dicotómico (dic.), para la paridad (dic.), para la
positividad (dic.), para la centralidad (dic.). El fin (dic.) no ha
de ser el placentero (dic.) sabor de la ruptura (dic.), de tamaño
grillete cognitivo, sino la perspectiva de una interacción ili-
mitada (dic.). Deshacer, dislocar, desclasificar para rehacer,
reubicar, resignificar (dic.). Pero la negación del par (dic.) su-
cede habitualmente mediante la reproducción y esperanzas de
segundas o terceras oportunidades. En definitiva, del regreso a
un par (dic.).
No se tratará de encontrar aquí la «media naranja» de
los conceptos, sino de afilar la navaja que impida la indisolu-
bilidad (dic.) de las parejas conceptuales en favor de su pro-
miscuidad y dispersión (dic.). En las propias estructuras so-
ciales, la gravedad dicotómica de la lógica conceptual
determinará, retroalimentándose, la lógica y la moral de los

—113—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

apegos, lazos y dependencias (dic.), forzadas mucho más de lo


que puede parecer a simple vista.
Pero aún queda un efecto (dic.) más de esta visión bino-
cular: la dicotomización se impone como lógica y obstaculiza
(dic.) cualquier otra cosmovisión que no parta de la lógica di-
cotómica (dic.). La heterológica (dic.) no se concibe como un
conjunto de visiones complejas (dic.) del que sería preciso
aprender, sino que se subsumen (dic.) en un gran cajón de
sastre opciones inicialmente distantes (dic.), diferentes (dic.) e
incluso incompatibles (dic.) a efectos de compartir el mismo
cajón. Todo lo más, la heterológica se reduce a una lógica, in-
cluso a una lógica de la contradicción (dic.), que pasa a ocupar
el puesto que la dicotomía tiene reservado a lo subordinado
(dic.) o a una tricotomía igualmente reductora (dic.) cuando
las opciones reciben un mayor aprecio por parte del pensa-
miento hegemónico (dic.). Por su parte, las policotomías pue-
den reducirse (dic.) a dicotomías básicas (dic.) mediante una
sencilla (dic.) operación.
La conocida y brillante propuesta de conciliación (dic.)
de Edgar Morin respecto a las oposiciones sería entonces in-
suficiente (dic.). Sin menoscabo de las lúcidas aportaciones de
su obra, Morin ensaya un método de inteligibilidad que no
logra desprenderse satisfactoriamente (dic.) de las categorías
del pensamiento que denuncia (dic.). Para Morin, los contra-
rios no serían, en realidad, opuestos (dic.), sino complementa-
rios (dic.): el desorden forma parte del orden y viceversa, la
luz de la oscuridad, como si fueran la cara y cruz de una mo-
neda ya metafóricamente desgastada (dic.). Aun considerando
el avance (dic.) que se insinúa en la contemplación de los
opuestos como complementarios (dic.), esa nueva (dic.) con-
ceptualización no va más allá de la salvación de una pareja que
ya no funciona o que nunca debió existir.
Si la argumentación crítica (dic.) tiene pretensiones de
consistencia (dic.) no puede escapar (dic.) a las dicotomías,

—114—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

pues la delación de dicotomías siempre se ejecuta mediante di-


cotomías de otro orden. La argumentación desclasificada
(dic.), sin embargo, no necesitaría pares en oposición (dic.),
como hace la consistencia estructuralista (dic.), ni la visión co-
operativa (dic.) que propone la complejidad. La desclasifica-
ción opta por salvar (dic.) las dicotomías mediante contradic-
ciones repudiadas (dic.), pero cognitivamente muy
productivas (dic.). Como veremos en 2.5. y 2.7., el norte es
también sur y viceversa, occidente es oriente, todo comprador
es vendedor. P y no P constituyen simultáneamente (dic.) una
instancia. Las dicotomías exploran unas rutas de conoci-
miento asfaltado y lineal (dic.), la contradicción explora lími-
tes rizomáticos y desconocidos (dic.), aun sin librarse plena-
mente del pensamiento dicotómico.
No ha de tratarse de encontrar otras formas de aparea-
miento y armonía (dic.) dicotómicos, reivindicando una su-
puesta buena fe (dic.) de los conceptos como si estos, además,
pudieran suplantar a los objetos referidos (dic.) o modificar
las relaciones entre ellos, sino de espolearlos, de extraer ira de
su naturaleza narcotizada (dic.), de transformar su indolencia
(dic.) en conflicto (dic.), en contestación (dic.), de ensayar ili-
mitadamente (dic.) con el sentido confinado (dic.) por oposi-
ciones y también por complementaciones (dic.) en detrimento
de nomadismos e inextricables devaneos (dic.).
En la conjetura que venimos sosteniendo, la realidad es
indecible (dic.). Cuando la decimos desaparece (dic.). Solo de-
cimos conceptos y el mundo que ellos traen de la mano. Por
tanto, es un ejercicio inútil (dic.) potenciar el conocimiento
profundizando (dic.) en la concepción dicotómica de la reali-
dad, pues las dicotomías, como toda concepción, no forman
parte de la realidad sino de la propia conceptualización (dic.),
del mundo creado por el logos (dic.), del mismo modo que,
como decíamos, en el universo no hay nada (dic.) que se insi-
núe matemática o geométricamente: el logos simboliza o per-

—115—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

cibe triángulos y círculos donde para otros mamíferos habría


otra cosa, o ninguna representación simbólica en absoluto, pa-
ra la propia instancia en sí que se describe, una instancia siem-
pre sujeta (dic.) a otras descripciones, configuraciones, omi-
siones (dic.). Al ser atrapado en la primeridad, el supuesto
objeto deja de formar parte de la realidad (dic.), cualquiera
que fuera su indecible estatuto en ella (dic.), con o como ella,
porque entra en nuestro mundo (dic.). Una realidad en la que
no opera como concepto y tampoco como objeto (dic.), más
que si acordamos que nuestro mundo es parte (dic.), o fruto
(dic.), o instancia de la indecibilidad (dic.), un imposible (dic.)
solo posible (dic.) en clave paraconsistente (dic.), pues sería el
argumento (lo decible) (dic.) que niega (dic.) la premisa argu-
mental (lo indecible) (dic.). Realidad sin temporalidad, ni es-
pacio, ni esencia que, indefectiblemente, no podrían ser sin
ella (dic.).
Naturalmente, no intento llevar la argumentación hacia
el relativismo (dic.) o el nihilismo (dic.), por más que la delibe-
rada dejación (dic.) y la paraconsistencia (dic.) de mis palabras
den esa impresión. Más bien, diría empleando una manida ex-
presión, la desclasificación estaría lastrada por un obligado
(dic.) y hasta cínico (dic.) «optimismo antropológico» (dic.),
una clave de supervivencia de la que parte la conciencia au-
toinsurrecta (dic.). Los conceptos no dicen nada (dic.) acerca
de la realidad, pero solo ellos lo dicen todo (dic.) sobre el
mundo (dic.): el mundo es una conjugación compleja (dic.) de
los conceptos mismos y, preconizando Internet, la milenaria
«realidad virtual» (dic.) que los humanos (dic.) elaboramos,
vivimos, intercambiamos.
Nuestro mundo ni siquiera es el mundo que domina-
mos (dic.), es tan solo el mundo que creemos (dic.) dominar.
Suficiente problema tenemos en comunicar los mundos sub-
jetivos (dic.) de los diferentes portadores de logos. Pero repá-
rese en cómo, para un ateo convencido (dic.), el mundo de

—116—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

creencias cristianas o islámicas (dic.) es un mundo de ficciones


(dic.) —y viceversa—, o para el imaginario de los ejecutivos de
Wall Street, el sufrimiento (dic.) de los bajos fondos de Nueva
York (dic.) es solo un relato que, tal vez, aturde emocional-
mente (dic.) un instante. Como solía decir David Hume refi-
riéndose a la incompatibilidad de mundos (dic.), el egoísta
(dic.) es insensible (dic.) a la generosidad (dic.) del mismo mo-
do que el ciego (dic.) de nacimiento sería insensible (dic.) al
color rojo. Nunca logrará comprenderlo por más que se lo
expliquemos.
En consecuencia, intentar explicar lo real (dic.), o tan si-
quiera el mundo (dic.), invocando la colaboración de los con-
trarios (dic.), como propone el pensamiento complejo, tal vez
pueda facilitarnos (dic.) la convivencia y el consenso (dic.),
que no es poco, pero también contribuye a la creencia (dic.) de
que, por fin, podremos ser más dueños de nuestras percepcio-
nes racionales (dic.) cuando, en verdad, lo único que hacemos
es contribuir a la elaboración de otro tipo de reducción y au-
toengaño (dic.).
La desclasificación no apuesta por la cooperación de
contrarios (dic.), ni acepta que esta concepción pueda ayudar a
decir algo más (dic.) sobre la realidad (dic.). Si son concepcio-
nes racionales (dic.), cada vez diremos menos (dic.) acerca de
ella (dic.). La desclasificación propone, en consecuencia:

1. Detectar y desmantelar (dic.) los contrarios (dic.) y


las dicotomías como modo de construcción del co-
nocimiento (dic.) o, en todo caso, utilizarlos como
un modo no privilegiado (dic.), y a veces poco
oportuno (dic.) y autocomplaciente (dic.), de obten-
ción de conocimiento (dic.). Las dicotomías deberían
ser cabalgadas como reses salvajes (dic.) en una espe-
cie de «contra-rodeo» (dic.) cuyo objetivo no sería la
domesticación (la clasificación) (dic.) del animal, sino

—117—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

la liberación (dic.) del jinete (dic.) mediante invero-


símiles (dic.) nuevos (dic.) juegos de lenguaje. Las di-
cotomías son las más importantes portadoras de gri-
lletes cognitivos (dic.), precisamente debido a su
infiltración y obcecación generalizada (dic.) por un
mundo en los modos de concebir la pluralidad de
mundos (dic.), por lo que, en nuestro contra-rodeo
(dic.), habríamos de irritarlas (dic.), quebrarlas (dic.),
desbocarlas (dic.) hasta la extenuación de la lógica
mutilante (dic.) que trasladan (dic.). Deconstruirlas
(dic.), si es preciso, mediante otras dicotomías, a
condición de avanzar de la lógica dicotómica (dic.)
hacia la lógica plural (dic.).
2. Pensar los supuestos contrarios (dic.), en todo caso y
ya que la lógica dominante (dic.) impulsa casi inexora-
blemente (dic.) esas construcciones, como contrarios
simultáneos (dic.), esto es, no concibiendo la dicotomía
como estrategia desde la que organizar una coopera-
ción (dic.), sino como simple manifestación (dic.) de
una lógica reductora (dic.). Así, si para la complejidad
el desorden forma parte del orden (dic.) o el mal no es
concebible sin el bien (dic.), para la desclasificación no
solamente es inútil (dic.) ese avanzado aprovecha-
miento «en positivo» (dic.) de las dicotomías, ese co-
nocimiento errático y confinado al que dan lugar (dic.),
sino que es necesario relegar la dicotomización y sus
binomios, desbinarizar (dic.) la conceptualización y
buscar otras álgebras y gramáticas en la producción de
conocimiento. No nos libraremos, no obstante, de la
dicotomía, pues puede que sus primitivas (dic.) con-
tengan una cierta proyección genética.

En relación a la construcción (dic.) de pares conceptua-


les, en ese tipo de ejemplos, la desclasificación propondría

—118—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

concebir las dicotomías bajo fórmulas paraconsistentes: bien


desmantelándolas (dic.) mediante la construcción de oxímo-
ron y oxímoron hiperbático (García Gutiérrez, 2007): cen-
tro/periferia (centro periférico y periferia central), bien con-
jugando simultáneamente (dic.) los dos sentidos opuestos
(dic.) del par: el orden como desorden, el bien como mal, el sí
como no, esto es, pensar el mundo más allá de su familiar con-
sistencia (dic.) para producir inesperado pensamiento. Reha-
bilitar la inconsistencia (dic.) para, tal vez de ese modo, no
conseguir en ningún caso entender o decir la realidad (dic.),
pero sí acompañarla más sosegadamente (dic.), destronando
(dic.) la arrogancia (dic.) de las jerarquías (dic.) conceptuales
mediante construcciones débiles (dic.), apagadas (dic.), huidi-
zas (dic.), autonegadoras (dic.). Profundizaremos sobre esta
modalidad, particularmente en el epígrafe 2.7. de esta sección.
Seríamos, entonces, simultáneamente racionales (dic.) e
irracionales (dic.) (sin oponer o concebir complementaria-
mente tales instancias), juzgadores y juzgados (dic.), médicos
y enfermos (dic.), educadores y educandos (dic.) (por más que
la especialización profesional positivista se empeñe en lo con-
trario, la riada del sentido todo lo inunda). Seremos, entonces,
observadores observados (dic.) y no solo observados observa-
dores (dic.), dominadores dominados (dic.) y no solo domina-
dos dominadores (dic.). Esta circunstancia no afecta exclusi-
vamente a roles humanos, sino también a cualidades físicas
(dic.): guapos y feos (dic.), altos y bajos (dic.), generosos y
egoístas (dic.). La superficie es profunda (dic.), y la profundi-
dad superficial (dic.): los abisales están exactamente donde han
de estar, ¿a qué profundidad inversa (dic.) estará un barco para
ellos? Nunca (dic.) lo sabremos, porque los abisales, como los
demás animales, viven en esa realidad (dic.) que, como todo lo
real (dic.), es inconmensurable (dic.) respecto a los conceptos
(dic.). El norte siempre es sur (dic.), y occidente, oriente (dic.).
En el planeta (dic.), o en el espacio exterior (dic.), subir o bajar

—119—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

(dic.) es tan solo una cuestión de enunciadores (dic.) y enun-


ciatarios (dic.), lo que no ahorrará esfuerzo al movimiento
(dic.), otra narración más. Las bifurcaciones y sesgos (dic.) son
producto de perspectivas y situaciones. Una instancia no tiene
más valor absoluto (dic.) que el que le concede su instante.
Los conceptos son cortes o desvíos (dic.) de sentido,
como una presa contiene o reorienta el río (dic.). La elección
de un desvío viene solicitada por la situación. Pero será otra
situación (o la misma en otro momento) la que controlará
(dic.) o anulará (dic.) el sentido anterior (dic.). Toda teoría
(dic.) o práctica (dic.) de los conceptos (dic.), una práctica le-
xicográfica (dic.) por ejemplo, no son posibles (dic.) sino
como teoría (dic.) y práctica (dic.) de conceptos situados
(dic.). Ni siquiera ésta, en la que osamos teorizar (dic.) desde
el anatemizado «reducto» de la dialetheia (dic.). Incluso la
brecha (dic.) entre teoría (dic.) y práctica (dic.) no tiene mu-
cho sentido a partir de la escuela de Fráncfort. Las situacio-
nes requieren tantas condiciones y matices (dic.), tanta sub-
jetividad (dic.), que incluso un sujeto, autocontenido (dic.) o
abierto al mundo (dic.), solo conseguirá simulacros aproxi-
mados (dic.).
La pirámide (dic.) de los conceptos es reflejo (dic.) de un
minoritario (dic.), estético (dic.) y, sobre todo, estático (dic.)
poder establecido (dic.). Por ello, un mástil de la desclasifica-
ción, al que poder atarnos para oír la llamada del mundo
(dic.), habría de ser elaborado con los materiales de la radica-
lidad (dic.), la indiferencia (dic.), la maldad (dic.), la picaresca
(dic.), la insolidaridad (dic.) o el dolor (dic.) que brota de los
bajos fondos (dic.), de los rostros y miradas de una humani-
dad fea (dic.), oscura (dic.), miserable (dic.), maloliente (dic.),
harapienta (dic.), famélica (dic.), explotada (dic.), jodida (dic.),
mentirosa (dic.). Al fin y al cabo, la vileza (dic.) y la injusticia
(dic.) constituyen el paisaje más prodigado en nuestro mundo
(dic.), para quien lo quiere ver (dic.).

—120—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Habrá que desclasificar, entonces, no ya buscando re-


dención (dic.), sino regreso (dic.).

2.5. CONTRADICCIONES COTIDIANAS

Pediré disculpas al lector por la incomodidad del epígrafe an-


terior. Las dicotomías solo nos han permitido, a la postre, ac-
ceder a un restrictivo lugar cognitivo que su clasificada y pre-
visible cartografía traza. Prometo que, al tratar la
contradicción, no ocurrirá lo mismo, puesto que es la aliada
más generosa de la desclasificación, el mayor respiradero de
libertad para el pensamiento confinado.
El pensamiento desclasificado debe recurrir obligada-
mente a la paraconsistencia: por ejemplo, es necesario negar y
desmantelar las dicotomías, pero, para negarlas, debemos
construir dicotomías. Ya, de partida, la dicotomía que estable-
ce si es positivo o negativo usar dicotomías, además de la di-
cotomía que implícitamente traslada todo concepto: su con-
cepto contrario. Al hablar de paraconsistencia, es inevitable
oponerla, por alusiones, a consistencia, aunque en verdad sería
inconsistencia su opuesto absoluto y directo, en prescindible
«lenguaje» clasificado.
El mundo nos es dado en formas cognoscibles que
eclipsan las formas incognoscibles. Percibimos, en el mundo
que se nos manifiesta, múltiples contradicciones, bien relativas
al mundo en sí o a la relación aparente que con él contraemos.
La relación sería aparente porque ese mundo no nos es ajeno,
sino permanentemente autoconstruido. En ese proceso de
construcción interfiere un sujeto olvidadizo, tosco e incohe-
rente que se atribuye y reclama memoria, precisión y cohe-
rencia, a pesar de encontrarse determinado y sin preaviso, en
todo momento, por un proceso desorbitado de imaginación y
deseo. El sujeto olvidadizo, impreciso e incoherente contradi-

—121—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

ce con frecuencia el mundo que le envuelve, si bien este no iría


más allá de su propia posición en un lugar y en un momento
dados. Sin embargo, no sería necesaria y enteramente contra-
dictoria la constitución del mundo en sí, sino en todo caso las
explicaciones que otorgamos a esa constitución.
Partimos, por tanto, de la presunción de que la contra-
dicción no forma parte inexorable de la realidad, sino de la
conceptualización y, de ser así, no estaríamos habilitados para
averiguarlo, afirmación que impone operar desde modestas
cotas de incertidumbre. Lo que sí parece evidente es que la
contradicción forma parte del discurso, esto es, de relaciones
estratégicas intersubjetivas e intrasubjetivas mediadas por
conceptos.
Aunque la contradicción no sea parte fehaciente de un
supuesto mundo objetivo, realidad le llamarán algunos, pero
incuestionablemente constituyente de la subjetividad, los su-
jetos estamos prestos a detectarla, aislarla, negarla, acusarla, a
desvincularnos de lo que nos tocó en suerte, como si los blan-
cos o los negros abominaran de la piel y rasgos del otro y ya,
entonces, de cualquier piel y rasgo (por tanto, en pura pato-
lógica, hasta de los propios).
Los sujetos vivimos y generamos contradicciones con
normalidad. Cuando instancias racionales o dominantes im-
ponen otras normalidades, puede producirse represión y ren-
cor. Para la institución de la racionalidad, una entidad humana
especializada en la exclusión, la contradicción, piedra angular
del discurso cotidiano, constituye error. No obstante, pienso
que detrás de la contradicción pueden agazaparse otras moda-
lidades de consistencia, de recurso cognitivo.
En función de la norma —y de la horma— racional, de-
latamos las contradicciones del otro pero, en función una inex-
plicable incompatibilidad íntima, las practicamos. Cierto es que
esta práctica, tan extendida como persistente, se produce bajo el
dominio de una pulsión inconsciente, casi siempre más podero-

—122—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

sa que la fuerza de la represión racional. La contradicción es


producto de milenarias alquimias encefálicas, de conflictos en-
tre lo público y lo íntimo, autoimagen y apariencia, sumisiones
y libertades conquistadas en revoluciones ajenas.
La policía racional se arma con dos instrumentos letales
para la contradicción: la consistencia y la coherencia. La con-
sistencia sería el indicador más fiable de la ausencia de traspiés
en el discurso. Y, ciertamente, es posible mantener tal princi-
pio cognitivo y expresivo si se cumplen dos condiciones si-
multáneas:

— En primer lugar, que la afirmación de consistencia


solo sea posible en un espacio determinado y restric-
tivo, es decir, que lo consistente tenga un valor te-
rritorial. La consistencia sería, ella misma, un valor
territorial y nunca un metajuicio universal.
— En segundo lugar, que la afirmación de consistencia
solo sea posible en un tiempo determinado y restric-
tivo, es decir, que lo consistente tenga un valor tem-
poral. La consistencia sería, ella misma, un valor
temporal y nunca un metajuicio transtemporal.

Espacio y tiempo, como marco restrictivo de la consis-


tencia, nos sugieren que sus condiciones de posibilidad resi-
den, más allá de la dimensionalidad fría de espacio y tiempo,
en la interpretación subjetiva de situaciones y momentos. La
subjetividad sería nuestra quinta dimensión, una dimensión
singular caracterizada por atravesar y empapar de sujeto a las
cuatro conocidas en el espacio-tiempo. Situación y momento
representan, respectivamente, la versión subjetivada de espa-
cio y tiempo pero, en realidad, son instancias condenadas, por
la paraconsistencia, a entenderse como solapamiento, como
reciprocidad, como contradicción. Las situaciones siempre
surgen de momentos y estos, siempre de situaciones.

—123—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

Situaciones y momentos son resultados de azares y vo-


luntades. Azares y voluntades son, también, instancias imbrica-
das para la paraconsistencia. Decidimos sobre lo que nos decide.
Lo que yo diga o sea será producto de tantas decisiones como
indecisiones tomadas o no tomadas sobre circunstancias pro-
ducto de lo decidible y de lo indecidible. La consistencia viaja-
ría, como la especie humana sobre un planeta giratorio, como
un naufrago en una balsa sometida a corrientes cambiantes, aje-
na a la deriva que le proporciona su soporte. Un soporte, tam-
bién a la deriva, constituido por subsoportes en sus propias de-
rivas. El agotamiento y claudicación de la consistencia que lucha
contra derivas inexorables, devastadoras, pronto sería un hecho,
mas ¿ante quién habría de claudicar? La contradicción nunca
exigiría rendición a forma alguna de conocimiento. Se amolda a
los flujos y derivas del mundo y de las subjetividades. No se
opone a ellos, como la consistencia, sino que trata de acompa-
ñarlos. La energía ahorrada en ese acompañamiento es lo que
permitiría, a la paraconsistencia, la oportunidad de narrar el
mundo sin cansancio ni avergonzamiento.
La liberación de miles de millones de paraconsistencias
supondría la liberación de la subjetividad autonarrativa, esto
es, de una nueva forma de describir el mundo mediante auto-
descripciones.26 Mas la autodescripción no podría ya negar la
contradicción, pues estaría negando su condición de posibili-
dad. La contradicción no es solo la puerta giratoria por la que
se nos escapa el mundo, sino por la que entramos en él.
En consecuencia, lejos de ser negada, la contradicción
habría de ser rehabilitada como parte integrante de la invoca-
da objetividad, del discurso, del mundo de la cotidianeidad
misma para recuperar su pulso y sintonía. La que habría de
ser erradicada sería la imposición de normalidad y consisten-
------------------

26 La capacidad humana de reescribir el mundo indefinidamente, a


que alude Rorty (redescripciones), estará mutilada si no se incorpora la
asunción de contradicciones en tales reescrituras.

—124—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

cia a un sujeto cognitivamente impreciso y errante. A esa lla-


mada sí respondería el sujeto con conciencia paraconsistente,
el sujeto pródigo desterrado de la epistemología. Esta recla-
mación ya la hacía Kierkegaard cuando afirmaba que «la pa-
radoja es la pasión del pensamiento y el pensador sin paradoja
es como el amante sin pasión: un mediocre modelo».27
¿Cómo podría darse el reencuentro de ciencia y contra-
dicción? La ciencia que no asume la contradicción de sus pro-
pios relatos no es más que una tosca pretensión de describir
irreversible y objetivamente un mundo que se escapa. Un vano
intento de escalar por una fría, quebradiza y resbaladiza pared
de hielo. La contradicción es parte del discurso y la ciencia es un
discurso en el que, por puro desacato, la paraconsistencia anida-
ría con más ahínco. Cuanto mayor es la denuncia de contradic-
ciones, con más premura e indecencia estas aparecen.
Por ello, solo vemos una salida conciliadora: que la con-
tradicción regrese del exilio al que fuera sometida por la racio-
nalidad sistemática. Por lo tanto, y no se trata de sustitución si-
no de complementación, la contradicción podría ser un ejercicio
cognitivo de indagación de la consistencia; de hecho, la falsación
popperiana lo sugiere a su modo, y también un recurso cogniti-
vo de autoindagación y de indagación del mundo.
¿La contradicción como recurso epistemológico? Parece
arriesgado afirmar un predicado en la misma proposición que lo
niega. La epistemología no admite contradicciones, pues se ciñe,
justamente, al principio lógico de no contradicción. Desde la
consistencia, por tanto, no es posible la conciliación. La conci-
liación solo sería posible, entonces, desde la paraconsistencia.
En una proposición paraconsistente, es posible afirmar
un enunciado negando uno de sus predicados o incluso la to-
------------------

27
Quien rutinariamente va a trabajar por la mañana y a su casa por
la tarde pensará que esto es una exageración, pero se pregunta el filósofo
danés: «¿Cómo podría ocurrírsele que cae continuamente cuando camina
derecho tras su nariz?» (Kierkegaard, 1997: 51).

—125—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

talidad enunciativa, por ejemplo: «todos los padres desean que


sus hijos crezcan, pero no desean que se hagan mayores»,
«queremos vivir, pero no queremos envejecer», «la propia vi-
da encierra sus paradojas, pues vivimos en tanto nos autoinci-
neramos». Walter Benjamin, con lúcida amargura, sentenciará:
«nunca se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez
de la barbarie».28
Si en todo enunciado hay un predicado que lo niega, al
menos uno, el mundo sería el predicado que negaría la reali-
dad. La racionalidad sería el predicado que contradice un uni-
verso cercano regido por la irracionalidad, y un universo más
cercano aún regido por la inconsciencia. De hecho, la con-
ciencia sería una negación del universo y, a la vez, lo que lo
hace inteligible y, por tanto, plausible.
El pensamiento paraconsistente es lo más próximo al
lugar en que se constituyen los discursos, las actitudes, las re-
presiones, los deseos, las fugas que nunca se materializan. Esta
visión entraña un pensar comprensivo y compasivo, sufriente,
humano, frente a la inhumanidad de una racionalidad huma-
nista que puso a su servicio a toda la naturaleza y esclavizó a
las llamadas «razas».
El pensamiento paraconsistente acepta la duplicidad, la
negación constructiva, la incertidumbre, la emoción, el afecto
o el miedo al mundo y a sí mismo, como motor de una mirada
no nueva sino rehabilitada. La epistemología solo habría de
aportar su experiencia contra la contradicción a favor de ope-
rar calculadamente en la contradicción. Tal vez, tras esa aper-
tura residan nuevas posibilidades para el diálogo y para la
erradicación de muchos casos de incomprensión y violencia.
La lógica es una metaestructura totalista que nos es dada
por una instancia que no es suprahumana, sino, probable-
mente, adscrita a la visión más convincente y práctica. Sin
------------------

28 En párrafo 6 de sus Tesis de filosofía de la historia.

—126—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

embargo, en multitud de situaciones son más convincentes y


prácticas las corazonadas, los impulsos y hasta la aceptación
de nuestra propia paradoja. Silogismos y argumentos se invo-
can desde una situación en la confianza de que sabrán resolver
un dilema. Mas esta invocación se realiza desde una creencia,
la creencia en la propia lógica como instrumento eficiente de
la razón. Razón y lógica, como vimos anteriormente, vienen
determinadas por la creencia, y no al contrario.
Las coincidencias que podemos encontrar en las cultu-
ras para hablar de una razón o de una lógica universales co-
rresponderían más bien a una posibilidad de instinto universal
antrópico, esto es, de mecanismos de supervivencia, de sexua-
lidad, de hidratación o de cualquier otro impulso animal que
compartimos los humanos más allá de los encuentros racio-
nales. La necesidad de racionalidad sería también un impulso
estratégico surgido del instinto.
Desde una creencia firmemente pluralista advertimos
mestizajes y cruces indeseados por el esencialismo logicista
que, sin embargo, no logra impedir como elemento formante
de su inevitable mesticidad. Estas serían algunas paralógicas
azarosas que expresan una vulnerabilidad que no puede pasar
desapercibida a la estrategia desclasificante:

— A partir de una sola lógica podrían sucederse predi-


cados, conclusiones y actuaciones ilógicas, alógicas o
paralógicas, diversas y divergentes (la Inquisición, el
suplicio ilustrado o Auschwitz, por ejemplo).
— A partir de diferentes lógicas, derivadas de distintas
creencias, podrían sucederse predicados, conclusio-
nes y actuaciones coincidentes o convergentes.
— A partir de la irracionalidad podrían sucederse con-
clusiones y actuaciones lógicas y racionales (el im-
pulso impensado de salvar a alguien de un ahoga-
miento, por ejemplo).

—127—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

— A partir de la mezcla asimétrica y espontánea de ra-


cionalidad e irracionalidad podrían sucederse con-
clusiones y actuaciones de diverso grado de raciona-
lidad e irracionalidad sin correspondencia directa
con matriz lógica alguna.
— A partir de paralógicas, inconsistencias y contradic-
ciones podrían sucederse conclusiones y actuaciones
racionalmente correctas, eficaces e imprevisibles.

2.6. EL SENTIDO DE LA JERARQUÍA

La jerarquía no es una mera disposición o un orden de grada-


ción o subordinación neutral respecto a una instancia dada,
considerada también neutral o «naturalmente» superior. La je-
rarquía es algo más que eso, es todo un sistema lógico de con-
cepción y expresión del mundo en clave de supremacía.
Es plausible que lo jerárquico encuentre algún funda-
mento genealógico, disperso en un mar de histéresis,29 en la
fuerza de la gravedad y en los deslizamientos que, simbólica-
mente, induce: lo grandioso e inalcanzable, la altura, la verti-
calidad y, en otro orden, la fuerza irresistible, la atracción ine-
xorable. Los humanos levantaron tótems, monolitos,
minaretes y torres, no solamente para vigilar sino también pa-
ra atemorizar y diseminar auto-subestima. Las piedras falo-
formes supondrían un paso más en la evolución cultural favo-
recedora de la jerarquía, en general, y de la jerarquía
masculina, en particular.
Las culturas se erigen verticalmente desde el territorio,
y mayoritariamente se aplican a levantar monumentos verti-
------------------

29
Principio de la teoría de catástrofes que puede aplicarse a la cau-
salidad remota y a los comportamientos intermitentes, evidenciando la pre-
sencia de «eslabones» perdidos.

—128—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

cales, desde catedrales a edificios conmemorativos que, sigilo-


samente, se filtran y condicionan la cotidianeidad. La inten-
ción de la lógica jerárquica es restaurar un orden, el orden su-
bordinado, a toque de silbato. En las jerarquías, cada instancia
tiene su lugar, y a cada lugar le corresponde una instancia,
como bien gusta de recordar el positivismo clasificatorio.
Se trata de introducir, en el logos, un automatismo que
blinde lo incuestionable por la simple razón de que es un
agente de orden superior: los ancianos, el padre, el rey, los
dioses, el sacerdote, los sabios... o una construcción simbólica
como la cultura, la patria, la identidad, la iglesia, la comuni-
dad, la sociedad, el pueblo, nosotros. Hasta los conceptos de
apariencia más horizontal son pervertidos por la lógica de la
jerarquía. En las democracias representativas, por ejemplo, la
horizontalidad electoral sería una forma sutil de imponer je-
rarquía. En la democracia participativa, sin embargo, no ha-
bría delegación en representantes legitimados jerárquicamen-
te, pero los discursos manipuladores podrían convertir la
horizontalidad democrática en decisión subordinada.30
La jerarquía, por consiguiente, pertenece a una cultura
epistémica que construye el mundo y nada tiene que ver con
una realidad ajena a la jerarquización. A pesar de los terribles
daños que se derivan de ella usurpación, discriminación, temor,
dominación, humillación, sumisión , su naturaleza es tan preca-
ria como un castillo de arena. De hecho, no solo se observan
inconsistencias cuando analizamos comparativamente dos ins-
tancias en ámbitos semejantes (sociedad, ciencia, cultura, grupo,
pareja), poniéndose de manifiesto la arbitrariedad y vulnerabi-
lidad del estatuto de sus componentes, sino que, en sí misma, la
jerarquía es inconsistente a pesar de sus nocivos efectos.
------------------

30
Jesús Mosterín suele advertir una sutil incompatibilidad entre li-
bertad y democracia: la primera consiste en hacer individualmente lo que
queremos; la segunda consiste en plegarse a lo que impone la mayoría...

—129—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

Sin embargo, tal lógica inunda el intelecto y el lenguaje de


modo que el mundo, y hasta la ansiada realidad indecible, son
pasto de una descripción jerárquica que no ofrece más escenario
alternativo que ella misma. De hecho, si no escapamos de la je-
rarquía, el conocimiento no es factible de otro modo. Y, como
decíamos, la desclasificación no deja de clasificar, esto es, no
permite huir de alguna suerte de clasificación, por lo que a la
desclasificación solo le restaría apostar por la debilidad, la rever-
sibilidad, la revisión y la apertura de los conceptos que organiza,
aunque sí evita y mitiga los efectos perversos de la lógica de la je-
rarquización. Una jerarquía que, puesta en el lugar que le corres-
ponde, podría prestar servicio a los intereses desclasificatorios.
La jerarquía sería un metapunto de vista parcial, sesgado,
de la organización de los conceptos que organizan el mundo,
aunque no es un elemento que brota del mundo y no hay mucho
que decir sobre su existencia en la indecible realidad.31 Su abru-
madora presencia en el universo conceptual se manifiesta en el
establecimiento de una regla de pertenencia de las nociones res-
pecto a instancias superiores, reflejadas y reflejando el orden
dominante. Esta regla se consuma al entrar en escena el verbo ser
y el monopolio que promueve: el orden absoluto de la eseidad.
La desclasificación rompe con la lógica jerárquica de
todo/parte y de especie/género, al considerarlas como una va-
riedad de dicotomía asimétrica. Y lo mismo ocurre con el so-
metimiento de los adjetivos y propiedades a sustantivos y
otros supuestos cimientos cognitivos. En la cognición descla-
sificada, todas las esencias serían canjeables y todos los con-
ceptos precarios y negociables.
Un automóvil rojo no solo sería «esencialmente» auto-
móvil, sino también, en todo caso, «esencialmente» rojo. El
------------------

31
Para los que conciben esa realidad, más allá de los conceptos, co-
mo el mundo de las divinidades, el paraíso, la realidad última, la jerarquía
cobra pleno sentido. Pero, por alguna razón poderosa, se asocia la divinidad
al verbo: no hay dioses exentos de concepto y relato.

—130—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

sustantivo habría de perder sus privilegios milenarios sobre la


cualidad: el automóvil rojo es un buen representante del gené-
rico vehículo, pero también de la rojedad y de muchas pro-
piedades y extensiones implícitas en la noción automóvil rojo:
de las partes, componentes y funciones de todo automóvil y
también de la genealogía que le ha llevado a ser lo que es. Tal
vez solo nos fijemos en un automóvil porque es rojo, o por-
que se mueve. Los micromundos que componen las instancias
son tan relevantes en un concepto como los macromundos
que implica, del mismo modo que las estelas que deja y los
devenires que sugiere. Habitualmente, el sustantivo ha ocupa-
do una centralidad que opaca el pensamiento adjetivo, perifé-
rico. De ahí que sea una prioridad de la desclasificación reha-
bilitar todo ese aparataje «secundario» del lenguaje y
amnistiar a los presos del logicismo.
El motor o la rueda no estarían subordinados al todo
automóvil, ni este a la presencia de tales partes, aunque sin
ellas no hay movimiento autónomo, no hay automóvil. Mas se
trata de colaboración, no de jerarquía. La jerarquía solo es de
orden epistémico, y el orden epistémico pertenece al poder.
Además, ninguna supuesta parte es exclusiva de un todo, ni
existe un todo que no sea parte, ni de algún modo desborda-
ble por arriba, por abajo, transversal o temporalmente desde
todas esas imaginarias escalas. Tampoco podemos cerrar el in-
ventario de escalas, ni de ópticas, ni limitar una escalera in-
ventada que necesariamente se perdería en confines subatómi-
cos y siderales. Y esto no solo ocurre con lo que podríamos
reducir a la conceptualización de objetos y a los objetos en sí
mismos —si estuvieran dotados de una inmunidad imposible
a otras configuraciones—, sino exactamente igual en lo que
concierne a las representaciones de ideas consideradas abs-
tractas. La distinción entre lo abstracto y lo concreto es una
falsa distinción, porque el mundo que elaboramos epistemo-
lógicamente contiene la misma materia conceptual.

—131—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

2.7. IMPUREZAS ESENCIALES

Una tendencia irrefrenable y común a la mayoría de las cultu-


ras es la búsqueda del esencialismo. El esencialismo cultural
reside en la incesante depuración de intercambios y mestizajes
con el fin de mantener una supuesta matriz genealógicamente
diferencial. Sobre diferencia y esencia se han escrito muchas
páginas decisivas para estas reflexiones, desde la mirada neo-
pragmatista de Rorty o el inspirador practicalismo de William
James, a la concepción sensible de la diferencia en Muniz So-
dré. Miradas, escuchas, tacticidades rizomáticas en involunta-
rio diálogo con otras aproximaciones remotas que convergen
en el lugar y momento de estas páginas, de su escritura y lec-
tura. La esencia de este texto es, inequívocamente, su impara-
ble impureza.
Si las culturas en general, y la epistemología como cul-
tura científica occidental en particular, fuerzan el esencialis-
mo, la desclasificación, en este frente inicial en el que lucha
con las mismas armas que su adversaria, habrá de forzar su
superación.
Mas en esas prácticas culturales, en las que el lenguaje y
la lengua protagonizan una dimensión básica, la esencia, la
eseidad, esto es, la purificación ontológica a partir del verbo
ser, se convierte en referencia y recurso prioritario para la per-
cepción y la transmisión del mundo simbólico. El concepto
«ser» existe en todas las lenguas y culturas conocidas, aun con
manifestaciones diversas y hasta tácitas, lo que permite a los
pensantes hablar de las cualidades y pertenencias de un obje-
to, de sí mismos o de la comunidad, del mismo modo que ne-
garlas.
Las relaciones conceptuales partitivas o clasemáticas,
distorsionadas por la metonimia, operan como recurso auto-
mático que clarifica una proposición al tiempo que opaca to-
das las demás. Las jerarquías de los todos y partes y de las es-

—132—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

pecies y géneros organizan el mundo. Esa misma lógica de la


jerarquización, sea previa o posterior a las microestructuras de
poder, organiza las relaciones entre sujetos y objetos, entre
objetos y objetos y entre sujetos y sujetos a pesar de darse ini-
cialmente en el mundo conceptual, esto es, un mundo ficcio-
nal de símbolos y ensoñaciones que podemos llevar al extre-
mo que queramos y que, desde luego, sirve para conquistar y
someter el mundo interior y exterior. Es plausible que al tipo
de poder que terminó dominando el mundo le viniera bien esa
concepción jerarquizante del logos, o tal vez la evolución de
un logos perezoso solo pudo acceder a la salida fácil de la je-
rarquización, pero lo cierto es que en las estructura atómicas
del pensamiento hegemónico, ya practicado por los sujetos
más periféricos, miserables y oprimidos, la relación concep-
tual jerárquica también es el algoritmo más extendido.
Cuando aludimos, con automatismo o inocencia, a las
partes, clases, propiedades o funciones de una casa o de un co-
che, de una institución, de una ciudad, de un ordenador, de los
ciudadanos, estamos clasificando el mundo esencialistamente.
El verbo ser, explícita o tácitamente, conexiona la parte con su
todo, la clase con su especie: la rueda (es) del coche, la pantalla
(es) del ordenador, la cocina (es) de la casa, la casa es una vi-
vienda, las sardinas son peces, el ordenador es tecnología, Juan
es abogado... Este tipo de operaciones esencialistas consiste en
organizar (se) el mundo a partir de una lógica unicista y re-
ductora, pues afirma negando u ocultando mundos posibles y
de hecho. A esa operativa lógica la conocemos como clasifica-
ción.
La desclasificación no sería netamente contraria a la cla-
sificación porque nunca dejamos de clasificar, pero en la prác-
tica consiste en el empleo de una lógica diferente, no esencia-
lista y, sobre todo, metacognitiva. La desclasificación
introduce deliberadamente ese pluralismo lógico, los mundos
posibles, la apertura gnoseológica, la ambigüedad o el des-

—133—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

mantelamiento ontológico en los conceptos y proposiciones


con el objetivo de pensar desde la duda y la debilidad los
mundos de hecho y de quebrar los duros y falsos límites de
los conceptos cerrados y los productos cognitivos que propi-
cian.
Sencillas fórmulas como «todo es también siempre otra
cosa» deshacen el unicismo lógico e introducen el falibilismo,
el perspectivismo, el pluralismo en el pensamiento y en la ar-
gumentación. Debilitando aún más la locución fáctica, nos
quedaría un mitigado enunciado contrafáctico: «todo podría
ser siempre otra cosa».
Lo que decide una superordenación o subordinación es
también la situación, una posición envolvente y absorbente
que ciega otras alternativas e impide la alternativa de la insu-
bordinación o de la no subordinación conceptual. Pero la si-
tuación no solo sería el feliz soporte que hace cierto tipo de
pensamiento y comunicación coherente y posible, sino la es-
tación repetidora de una lógica cognitiva que nos impediría
quebrar sus límites.
Fuera de situación, las relaciones se someten a una infi-
nidad de mundos posibles y arbitrarios como criterio de or-
denación. Si tomamos, por ejemplo, la funcionalidad primaria
de las instancias aludidas en otro par de situaciones (de real
posible worlds), el cuchillo podría ser un arma homicida, un
recuerdo o una pieza antigua; el perro sería un molesto ladra-
dor o su leal compañero; la encina, una buena sombra o un
árbol desconocido; el ordenador también deshecho, la sardina
también saludable, el ciudadano abogado también padre, de-
portista, delincuente. Ninguna de esas «esencias» por sí sola lo
«definiría», porque nada es definitivamente ni completamente
definible, demarcable. Cualquier función, propiedad o cuali-
dad redefine incesante y simultáneamente las esencias, incluso
subvirtiéndolas, porque ellas mismas no son atributos, son
también esencias (o todas las esencias son atribuciones).

—134—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

Una instancia es (y debe ser) a la vez otra. No solo su


contraria, como nos haría pensar una insolente dicotomía do-
blegada a su propia paradoja, sino «otras» en su espacio inve-
rosímil de proyección y apertura. Infinidad de concepciones
acechan a las instancias configurando y reconfigurando las
proposiciones en un eje sintagmático que devora la verticali-
dad paradigmática. Ninguna propiedad es esencial para una
instancia ni ha de ser privilegiada sobre las demás. Concreta-
mente, William James advertirá: «no existe ninguna propiedad
absolutamente esencial a ninguna cosa... La esencia de una co-
sa es aquella de sus propiedades que es tan importante para mi
interés que, en comparación con ella, puedo ignorar todas las
demás».32
Por tanto, una instancia no solo es, es también. Llama-
remos a este primer aserto «estrategia de extensión ontológica
o identitaria». Al extender los límites, esta estrategia los borra,
despurifica, hibrida, contamina imaginarias esencias, abre y
devalúa las jerarquías. Su objetivo es la impugnación del prin-
cipio sagrado de identidad: A=A y la sumisión conceptual a lo
supraconceptual. He aquí varios argumentos desclasificados:
«A» nunca es igual a sí misma ya que la lógica del cambio lo
impide. La representación de «A» sería igual a sí misma fuera
del tiempo, pero fuera del tiempo no hay concepción de «A»,
ni concepción alguna. «A» sería una representación de algo
exterior a «A», que no es «A». Por otro lado, «a» no pertenece
a «A», no ya en cualquier contexto, sino ni en tan solo uno
específico. La jerarquía es una ordenación convencional entre
------------------

La traducción es mía. El texto original reza: «there is no property


32
absolutely essential to any one thing [...]. The essence of a thing is that one of
its properties which is so important for my interests that in comparison with
it I may neglect the rest» (James, 1927, II: pp. 333 y 335, citado por Dousa,
2009: p. 4). Se trata del mismo James que invocará una rebelión contra los
propios principios éticos cuando estos se vuelven un obstáculo (véase Gar-
cía Gutiérrez, 2007).

—135—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

los conceptos y, por tanto, responde a un orden epistemológi-


co dado que no es «natural» y ni siquiera culturalmente com-
partido.
Veamos, mediante la matización «es también» como
irrumpe sorprendentemente la desclasificación en las jerar-
quías conceptuales, anulando el privilegio de cualquier visión
clasificatoria: el cuchillo es también un cubierto, el perro es
también un mamífero, la encina es también un árbol. Esas
instancias «son también», es decir, el concepto supraordena-
dor instaurado por la costumbre, el discurso o la cultura que-
da deshonorado, degradado, por una infinidad de mundos
prestos a tomar su lugar.
Afirmar que cualquier instancia siempre es también,
implica destituir la tradición o imposición bajo cuya óptica ha
sido visto y considerado el concepto y también sus supraor-
denadores y subordinados, y trasladar el pluralismo desclasi-
ficador al núcleo mismo de la refundación conceptual que el
pensamiento mismo está necesitando.
Decía antes que afirmar simultáneamente varias propo-
siciones no es contradictorio, sino que se trata de una declara-
ción de incertidumbre. No hay crítica hacia lo contradictorio
en lo expuesto. También podemos afirmar varias proposicio-
nes contrarias en la misma proposición y, sin embargo, segui-
remos diciendo algo. Siempre diremos algo y, si calculamos la
contradicción, seguramente estaremos diciendo algo tremen-
damente genuino, diferente, poderoso.
En ese sentido, si una instancia no solo es, sino que
siempre es también, entonces posiblemente también no sea en
otros mundos posibles y, en al menos uno de ellos, necesaria-
mente no sería. Las posibilidades de no ser fluyen entre las
posibilidades de ser y, digo bien en plural, posibilidades de no
ser. Sabemos que existen numerosas manifestaciones de ser,
introducidas por «es también», tal vez tantas posibilidades
como situaciones enunciativas, y, sin embargo, no por desco-

—136—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

nocer el dominio del no ser, podemos reconocerle al no ser


tan solo una posibilidad absoluta: simplemente no ser. Plausi-
blemente, el no ser se despacha con tantas opciones como el
ser. El no ser es producto de la insuficiencia o reduccionismo
perceptivo de la conciencia de ser y, por tanto, seguramente
tan voluble, elástico, reversible como el ser y con muchas
otras propiedades que no pueden ser dichas. Su opacidad no
debe impedir, no obstante, que no podamos hacer conjeturas
y concederle retóricamente, al menos, las mismas posibilida-
des, opciones y situaciones de no ser que concedemos al he-
cho de ser. Y esto sin perjucio de que el mundo negado (por el
no ser) podría ser mucho más complejo que el mundo afirma-
do (por el ser).
Abreviemos, maximizando, avanzando, descondicio-
nando, y dejando ímplicito el liberador contrafáctico, del ar-
gumento «si una instancia no solo es, sino que es también,
entonces posiblemente también podría no ser», en la siguiente
fórmula: una instancia que es también, también no es. Llama-
remos a este segundo aserto «estrategia de contradicción nece-
saria». El objetivo de esta estrategia es objetar y forzar la con-
culcación, hasta la última resistencia epistémica contraria, del
principio logicista de no contradicción.
Una instancia también no es como una de las posibili-
dades de ser también, esto es, en otro mundo posible una ins-
tancia que es, también no es. Se trata de abarcar con «es tam-
bién» todo el abanico de posibilidades y situaciones,
incluyendo la de no ser, independientemente, como decíamos,
de que no podamos constreñir el no ser a una opción apelan-
do a la magnanimidad de la negación.33 No ser es el pobre eti-
quetado que adjudicamos a lo que no podemos descifrar o de-
------------------

33
Por ejemplo, en el par religión/no religión, curiosamente, sale
perdiendo el polo negativo, justamente el que contiene sentidos más am-
plios y adscripcions más diversas.

—137—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

cir. Mas, cuando en el mundo del ser negamos, esa negación


no implica nada o vacío, sino que retiene y comprime una in-
finidad de situaciones de lo negado.
Si una instancia es y no es simultáneamente, dando
cumplimiento al previo argumento «una instancia siempre es
también», entonces estamos conculcando el sagrado principio
de no contradicción. La viga maestra que sostiene la totalidad
de nuestro edificio lógico, del sistema de clasificación de los
conceptos y, por tanto, del modo en que organizamos el
mundo, de cómo se nos manifiesta y dicta ontológica y epis-
temológicamente lo verdadero, la cultura, la memoria, la
identidad, el lenguaje o el conocimiento.
Si derribamos el principio de no contradicción, nuestro
mundo óntico-epistémico se extinguirá, perplejo, ante la in-
diferencia del mundo pragmático y empírico. Es decir, el onti-
cidio asistiría consciente a su propia ejecución llevada a cabo
por un pragmatismo que protestaría por la distancia de lo
humano respecto a lo real.
La contradicción, uno de los escasos conductos que deja
expresar la presencia realidad en nuestro mundo, es denosta-
da, perseguida, refutada. No obstante, en alguna remota si-
napsis del cerebro queda justificada como pulsión incontrola-
ble que busca salida abriéndose camino entre las rejas de la
cultura y la represión del superego. Una contradicción ligada
al instinto, como manifestación de una realidad apagada y
contenida por milenios de afirmación, luces y rotundidad. De
ese modo, la verdad también no es verdad, esto es, la verdad
también es mentira, el verdugo también es víctima y la vícti-
ma, verdugo; el depredador, depredado; el altruismo es egoísta
(cuando hay intención de gloria) y el egoísmo, altruista (con-
sigo mismo). Todo concepto, por el mero hecho de serlo, se
somete a un régimen contradictorio que solo se salda situa-
damente. Mas la situación es una praxis que no dice nada res-
pecto a la conceptualidad, aunque sea su deficitaria condición

—138—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

de posibilidad en nuestra lógica convencional. No habría in-


tercambio observable entre ambos mundos, salvo si nos ubi-
camos en uno de ellos, aboliendo, al así hacerlo, el otro.
Ser o no ser no es el dilema, la cuestión es ser y no ser.
Una instancia es o no es, principio del tercero excluido, intro-
duce la escisión metonímica en las bases del pensamiento.
Proponer —y forzar— que una instancia pudiera ser y no ser
simultáneamente, en multitud de ocasiones, la sutura. Si una
instancia es y no es simultáneamente, todo lo que todavía no
es comienza ya a ser a la vez que deja ya de ser. Entonces, to-
do lo que es podría ser de otros modos y, por tanto, es de he-
cho, o es sin más, por el simple hecho de que podría ser: una
instancia que ya es, también ya no es, pues una instancia que
es comienza a disolverse apenas accede a un imposible umbral
de eseidad estática: es simultáneamente dejando de ser. Aun-
que a nuestra percepción le asista la estabilidad, lo cierto es
que se trata de un dinamismo o de una temporalidad congela-
dos por la cognición. La estabilidad es un recurso cognitivo
urdido para producir estabilidad en el conocer. A la herra-
mienta desclasificatoria que reclama la parte de desaparición
que hay en toda aparición, y fuerza y concibe simultánea-
mente los contrarios, la llamaremos estrategia de disolución
dicotómica.
La estrategia disolutiva, ya insinuada en el apartado 2.4.,
implica pensar superpuestamente las instancias consideradas
opuestas por la cognición dominante. Pero la superposición
no promueve bloqueo o relativismo alguno, sino justamente
lo contrario: es el pensamiento convencional lo que bloquea
en su perplejidad ante la contradicción. La desclasificación
fuerza los límites cognitivos con recursos de gradual paracon-
sistencia: norte/sur, centro/periferia: los oxímora artificiales
«sur nórdico» (Australia) o «norte sureño» (muchas repúbli-
cas exsoviéticas, por ejemplo) podrían dar un paso más hacia
la superposición, el eclipse total de norte o sur, como norte-

—139—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

sur, un norte que es simultáneamente sur, y viceversa. Los


oxímora centro periférico (el Bronx) o periferia central (Ban-
galore) podrían caminar hacia un centro que es simultánea-
mente periferia y viceversa. Y esto es posible pues la espirali-
dad flexible de los conceptos siempre estaría dispuesta a entrar
en un régimen circular: todo centro es simultáneamente peri-
feria, todo norte es simultáneamente sur y contiene sur, todo
sur es simultáneamente norte y contiene norte. Una concep-
tualización desclasificada lo permite. Lo que no se pliega a
pensar superpuestamente es nuestra mente metonímica y
hormada por el binarismo y la jerarquía. Sin embargo, no se
repara en que al expresar el concepto «norte» omitimos todo
lo que obligadamente contiene como sur, por lo que su com-
pletud y consistencia quedan en entredicho.
Muchas argumentaciones y ejemplos anteriores asocian
ser y no ser a la geotemporalidad, una expresión del cambio, la
causa última en nuestro mundo dimensional, ligada al espacio y
la distancia. «Todo cambia», máxima también determinista, ha
de mantener al menos la posibilidad de no ser, y debería incluso
autorizar la posibilidad de «no cambiar», esto es, una autocon-
tradicción del enunciado mismo, para poder adquirir estatuto
desclasificatorio. En desclasificación, hasta «el cambio inexora-
ble» habría de permitir al enunciado y al hecho de «no cam-
biar» la igualdad de oportunidades, al menos en la imaginación
de un solo sujeto en un instante. Diremos, por tanto, que a pe-
sar de ser el cambio una condición de nuestro mundo y, tal vez,
hasta la «razón inconsciente» del mismo, dentro del cambio
como estructura incansable e infinita habría al menos un predi-
cado que lo niega. De hecho, el «no-cambio» es una contingen-
cia del cambio en nuestro mundo, pues si no hubiera estatici-
dad, siquiera como provisional sensación humana, tampoco
podríamos pensar ni observar movimiento.
Porque una condición de posibilidad de nuestra cogni-
ción es el no-cambio, aun de modo aparente y ficcional, este

—140—
EL PENSAMIENTO DESCLASIFICADO

no-cambio ya sería el enunciado que conculca el principio


universal de cambio. Ahora bien, el hecho de que el no-
cambio sea un predicado que contradice (y mantiene) subrep-
ticiamente al cambio, como tendencia dominante y determi-
nista en nuestro mundo, no implica que la realidad —en
nuestra concepción de lo real inalcanzable al mundo concep-
tual— esté sometida inexorablemente al cambio. Quiero decir
que el cambio podría ser también, y a su vez, el predicado
contradictorio que irritaría sin remedio la posibilidad de un
no-cambio inexorable de la realidad indecible. Pero en esa
realidad, porque es indecible, no podemos entrar, sino tan
solo juguetear con las contradicciones en sus bordes —unos
bordes que nos atraviesan y empapan—, como hacemos con la
expresión matemática del ocho tumbado, que representa una
cifra infinita.
La invocación de lo imposible, paralizante dead-end
ahora catalogable simplemente como contradicción, no obs-
tante tiene la utilidad de desmontar toda falsa estabilidad. Por
ello, la indiferencia más que su negación, no el no ser, nega-
ción que colabora o afirma una discusión, sino un agnosticis-
mo ontológico productivo, sería también una estrategia sagaz
de la desclasificación. Si no es posible o útil trabajar con el ser,
y si de hecho no debemos hacerlo con el automatismo lógico
convencional, ¿de qué materia visible y oscura se componen el
pensamiento o el conocimiento? Si no existe la estabilidad, la
consistencia ni la canjeabilidad absoluta en concepto alguno,
¿cómo es posible el entendimiento o la mutua comprensión?,
¿a qué ensoñación nos induce la necesidad de comprender y
transmitir? (¿ y quién será capaz y autorizado, más allá de los
elegidos por las sagradas escrituras, para contar ya alguna
historia creíble?).

—141—
3. Apuntes de desclasificación

C
on la transcultura pasamos de una concepción de la je-
rarquía, la consistencia y la verticalidad, que rige el
pensamiento moderno y las culturas convencionales, a
un escenario en el que se hace posible la visión difusa, para-
dójica, débil y caótica que promueve el pensamiento desclasi-
ficatorio.
Las prácticas perceptivas o enunciativas del negro sobre
blanco no serían más que el resultado de una ofuscación de la
subjetividad por abrirse mundo en la opacidad de una realidad
impenetrable. Las ideas nítidas y discretas son producidas por
complejos procesos cerebrales de orientación y reorientación
—el cerebro humano es un órgano confinado por la evolución
en un oscuro sarcófago— que solo sirven, y nada menos sir-
ven, para procurar sensación de sabiduría y dominio respecto
a una insatisfacción que solo se salda situada o contradicto-
riamente.
La resolución de enigmas, y la alegría que conlleva, solo
se enturbia por los incesantes cierres de lo real a nuestro paso,
de hecho caminamos con los conceptos hacia su lado opuesto,
aunque, al quebrar la maleza con energía y machetazos,

—143—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

¿quién necesitaría ir hacia atrás o hacia dentro? La euforia del


descubrimiento, de la apariencia de claridad, sería responsable
no solo del descuido de nuestra retaguardia, sino también de
la pérdida de otras pistas practicables que se resisten a la acele-
ración, a la seguridad, a la violencia.
Por tanto, el placer de orientarse1 —de ese modo lineal,
consistente, contundente— se reduciría a la destreza en el ma-
nejo de la brújula, una operación que no necesita selva ni nie-
bla alguna, antes que a un movimiento relevante que exceda la
extrema subjetividad y situación en la que nos encontramos.
Las ideas claras y distintas producidas por el pensa-
miento sistemático serían, justamente, ideas equívocas y presa
de la ceguera de un pensamiento que mira y no ve. En una de
sus novelas, Juan José Millás hablaba de un periodista que te-
nía alucinaciones con hombrecillos que nadie lograba ver. Sin
embargo, y este es el interés de su planteamiento de fondo,
existirían «alucinaciones inversas», esto es, una inmensa canti-
dad de gente no logra ver a esos hombrecillos del mismo mo-
do que está inhabilitada para percibir otras muchas cosas que
pasan por delante o son constituyentes de la propia personali-
dad. Es una manera literaria de enfocar la misma incapacidad.
La desclasificación no propone una nueva vía para ob-
tener pensamientos claros y distintos, como hacía el cartesia-
nismo, o «volver a las cosas mismas» como pretendía la re-
fundación fenomenológica. Simplemente trata de desvelar los
elementos que forman parte de la interacción de nuestro pen-
samiento cotidiano con nuestro mundo cotidiano, una acción
«desde abajo» que aproxime la fabulación epistémica a nues-
tras poderosas limitaciones. Llegar más lejos no sería efecto de
la extrapolación inferencial, como el lanzamiento de una jaba-
lina a la maleza distante sobrevolando e ignorando toda una
------------------

1
Norval Baitello Jr. advierte que todavía hablamos de «orientar-
nos» a pesar de «occidentarnos»...

—144—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

selva de contradicciones, sino un avance —que también es re-


troceso— por contigüidad, por porosidad, por contagio sigi-
loso, inexorable, tal y como se reproduce y extingue nuestro
organismo, se concatenan transversal y aleatoriamente las
sustancias, se abre paso la vida.
El pensamiento clasificado impide el libre intercambio y
la promiscuidad interconceptual fuera de las liturgias episte-
mológicas, en la más estricta ortodoxia: las ciencias y los cientí-
ficos no se mezclarán entre ellos, como desobedeciendo la
exogámica prohibición del incesto de «primitivas» sociedades
clánicas cuyo eco fue sofocado por el pensamiento moderno,
ni se perderán en la creatividad del arte o la poesía, ni estos arti-
cularán gramáticas, más que como ensayos periféricos o ex-
traordinarios, con la epistemología. El arte pudo seguir sus cá-
nones, al igual que la ciencia o la filosofía sigue los suyos, pero
las comunidades que los producen mantienen su desconfianza e
indolencia secular acerca del conocimiento que produce el otro
y, el propio, lo conservan tras los muros hormigonados de Fa-
cultades, Institutos, Conservatorios, Profesiones, Revistas
científicas, Editoriales, Congresos científicos, Programas mar-
co. Orientando la educación primaria, secundaria y superior
hacia objetivos como el consumo, la superproducción masiva,
el cortoplacismo, el éxito fulminante y el individualismo o ha-
cia la indiferencia y desprecio del decrecimiento, de la contem-
plación, de la participación crítica, de la sensibilidad, de la aus-
teridad, del buen oficio, de la individuación solidaria, las
políticas de transmisión del conocimiento, las políticas educati-
vas, cometen el mayor error del poshumanismo. Un error ra-
cionalmente planificado y que sirve a los intereses capitalistas
que subyacen al librecambismo transcultural. El desperdicio
cognitivo y social que generan las políticas científicas y educa-
tivas no tiene precedentes y nos empobrece a todos.
No hace mucho tiempo, un ínclito colega de academia,
al parecer poco amante de la autoprovocación, me espetaba:

—145—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

«no sé cómo puedes perder el tiempo en lo que escribes si va


en dirección contraria del conocimiento dominante». No
imaginaba, mi interlocutor, la envidia que despertó en mí no
saber ni querer pertenecer ya a ese ejército.
Realizaré, a continuación, algunas exploraciones preli-
minares con más intención de apuntar la necesidad de descla-
sificar, que aplicarme a su desclasificación, sobre algunos con-
ceptos cerrados y clasificados que han marcado la vida de
varios miles de millones de congéneres a lo largo de los siglos,
y también el estado del planeta, conceptos que, no obstante,
pertenecen a un recalcitrante patrimonio epistémico cuyas
fronteras, naturalezas y disyunciones no habrían de ser reco-
nocidas por la desclasificación aunque nos aventuremos ahora
en ellas: la verdad, la identidad, la memoria, la racionalidad, el
lenguaje y la comunicación. Las posiciones y culturas que han
representado tales conceptos, hasta hace bien poco, imponían
visiones dogmáticas, si bien específicamente dogmáticas, en
un conjunto plural y diverso de dogmatismos. Sin embargo,
como señalábamos en el primer capítulo y revisaremos en el
último epígrafe de esta sección, toda esa diversidad de visiones
dogmáticas se está sincretizando y unificando en las revueltas
aguas del mainstream transcultural. Lo importante para el
futuro inmediato sería aprender a articular resistencias y mes-
tizajes desclasificados, desde la dignidad de los sujetos y co-
munidades, empleando el mismo lenguaje —un lenguaje ver-
tiginoso y difícilmente acompañable— de la transcultura.

3.1. DESCLASIFICAR LA VERDAD

¿A quién le importaría la verdad si vivimos en la normalidad


de su simulacro? Para la desclasificación, la verdad es un con-
cepto innecesario. Si atendemos a las varias concepciones
científicas de la verdad, lo verdadero, por universalmente in-

—146—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

demostrable, deviene prescindible o paródico. El velo de Ma-


ya —nuestro sistema conceptual— impide, como ocurre con
la inefable realidad, operar en términos absolutos con tal ins-
tancia.
La verdad fue anexionada por el poder invocando as-
tros, tótems, divinidades, maldiciones y catástrofes para im-
ponerla. Los depositarios de la verdad fueron los señores, los
hechiceros, los chamanes, los clérigos, unos cancerberos que
se ocuparon de destruir todo aquello que pudiera poner en
riesgo el dogmatismo y su continuidad. La verdad, por tanto,
es una falacia, desde su inicio mítico. Por buscar algún res-
ponsable del veritaticidio, aunque sería mejor concebir la ver-
dad como non nata, la irrupción del Verbo es lo que haría im-
posible su existencia.
Si entendemos como verdad la correspondencia y ade-
cuación entre los enunciados y los hechos que refieren, lo que
dirimiría tal relación serían otros enunciados favorables o
contrarios, algo, por tanto, sujeto a interpretación, a sesgo.
Bajo esa óptica, la verdad correspondería al enunciado más
verosímil. La verosimilitud, por más que pese a la desclasifica-
ción, sería la instancia que vendría a sustituir al concepto cla-
sificado de verdad. En nuestro mundo, ninguna verdad fan-
tasmática contaría, porque solo su doble carnal, la
verosimilitud, cuenta.
Si tomamos la verdad, en otra perspectiva, como la
aceptación de algo como verdadero, introducimos interferen-
cias más severas: una cantidad indeterminada de personas que
den por cierto un enunciado, alcanzar un acuerdo que legiti-
me una posición, una incursión de la retórica para, mediante
argumentaciones, demostrar un enunciado que no se de-
muestra por sí mismo ni a todo el mundo. Estaríamos, ahora,
bajo una concepción de la verdad como acuerdo, óptica más
asumible por el pensamiento desclasificado. Para que un
enunciado o un hecho, acontecimiento que no está libre de

—147—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

enunciación y, por tanto, de hermenéutica, sean verdaderos,


necesitaríamos unanimidad universal y eterna, esto es, una
comprobación imposible. Nadie puede asegurar la validez de
un enunciado para todo y para siempre. Y siempre hay un
sujeto o una cultura, o una objeción en un solo sujeto o cultu-
ra, que invalidaría las pretensiones de unanimidad de un
enunciado. En este caso, la verdad más vehemente no supera-
ría el estado de conjetura.
Hasta en el caso extremo de un vil asesinato, no podrá
ser alcanzada la unanimidad legítima, aunque se obtenga fi-
nalmente de facto, pues diferentes miembros del jurado obje-
tarían o estarían en desacuerdo, o alguno de ellos, consintien-
do en el mismo fallo, albergaría dudas ocultas por atenuantes
que el más reprobable de los actos lograría arrancar al espíritu
compasivo. Habermas llegó a decir que si nos diéramos todo
el tiempo necesario para buscar atenuantes a un asesinato,
probablemente el asesino quedaría —injustamente— absuelto.
Pero, por rematar el caso extremo de un hecho execrable, co-
mo argumento para prescindir de la verdad en la desclasifica-
ción, desde esta perspectiva, añadiré que la unanimidad nunca
se alcanzaría, porque siempre quedaría un objetor: sea el abo-
gado defensor si creyera y expusiera sinceramente argumentos
sobre la dura infancia del reo, los familiares que culparán a la
víctima basándose en intimidades y afectos de la memoria, o
invocarán la ofuscación o la locura transitoria, sea el propio
asesino que hurgará en su conciencia buscando autojustifica-
ción. Aunque fuera condenado a muerte, sería tácitamente ab-
suelto por la utopía de la unanimidad.
Mas no es necesario moverse en episodios como el ex-
puesto para determinar el valor de la verdad. Puesto que para
que algo sea verdad es necesario un metapunto de vista del que
no disponemos los humanos, la verdad en el sentido ordinario
no estaría más que en estado de construcción, como dicen los
pragmáticos, o apenas podemos hablar de fragmentos de ver-

—148—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

dad, de verdades a medias. La verdad solo podría ser concreta,


situada, cultural, subjetiva, incluso dialetheia, esto es, no ver-
dad o verdad contradictoria (García Gutiérrez, 2007).
En ciencias uno de los dominios humanos más obse-
sionados con la verdad , por ejemplo, Popper impulsó la falsa-
ción. A la concepción secular de tomar como verdad científica
lo verificado por pruebas y argumentos que la favorecen, la
potente y modesta microepistemología popperiana le imprime
un giro copernicano: para que algo pudiera ser verdad no ha-
bría que cejar en la búsqueda de refutaciones que intentaran
falsarla.
En la vida cotidiana, nadie puede saber ni estar seguro
de decir la verdad. El engaño y el autoengaño están instalados
en las estructuras mentales y en nuestra concepción del mun-
do. Todas las generaciones, también un concepto falaz, han
pensado el mundo desde el engaño ingenuo o deliberado y
han construido más mundo desde esos fundamentos engaño-
sos. La mentira es promovida por la supervivencia, por el ins-
tinto, por la introversión, por la timidez, por la envidia, por la
codicia, por el deseo, por los intereses inconfensables. Pero es
el miedo el principal motor de la mentira.2 Incluso el miedo a
decir la verdad.
La mayoría de las personas mienten a partir del autoen-
gaño, mienten sin saberlo. La declaración de sinceridad puede
ser, como dice Elster, hasta un perverso modo de ganar cré-
dito ante los demás. La verdad absoluta pertenece a la clasifi-
cación, y la verdad relativa, fragmentaria, en construcción, no
es verdad plena; entonces ¿para qué sirve su invocación sino
como simple ejercicio retórico o erístico?
------------------

2
De acuerdo a los descubrimientos neurocientíficos, el órgano res-
ponsable de la producción de miedo sería la amígdala cerebral. Hay sujetos
que tienen parcial o totalmente inhibido el temor a causa de una obstruc-
ción, malformación o patología de la amígdala. ¿Podríamos imaginarnos un
mundo sin miedo?

—149—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

La desclasificación se conforma con acompañar el ver-


dadero fragor del mundo y no se interesa por la verdad o fal-
sedad de un enunciado, sino por la buena voluntad o mala fe
depositados en el mismo, independientemente de su grado de
verdad o engaño. En la era de la transcultura, la verdad se re-
duciría al intercambio, la verdad como proceso, como tránsi-
to, como precariedad, como impostura. En esos mismos tiem-
pos, en los que la desclasificación cobra sentido emancipatorio
y discurre por unos nuevos intersticios, prácticamente invisi-
ble para las culturas incómodas con ella, la verdad habría de
satisfacer las tres estrategias contraesencialistas desarrolladas
en 2.7. La verdad no solo es, es también, y por ese hecho,
puesto que la verdad es también, al menos en un mundo posi-
ble, también no es verdad. Así quedan satisfechas las dos pri-
meras estrategias. La verdad, como cualquier instancia, habría
de someterse a su régimen paradójico: todo lo que es verdad
podría simultáneamente ser no verdad, hecho que no invalida
la verdad a favor de la no verdad, como realzaría el tercero ex-
cluso, sino que considera ambos extremos a la vez, satisfa-
ciendo la estrategia tercera.
La posición igualitarista de la desclasificación, en ese
sentido, no implica ignorancia ni indiferencia ante la calidad
epistemológica de los argumentos. Simplemente afirma que la
verdad ha de tener las mismas posibilidades que la no verdad
—la mentira o la falsedad no serían netos contrarios a la ver-
dad, sino simplemente otras vías estratégicas para obtener la
adhesión o la consecución de un objetivo— en la enunciación.
Tres discursos privilegiados han impuesto, histórica-
mente, la concepción de verdad a pesar de estar urdida la rela-
ción social en el temor y, por tanto, en el engaño. Tales discur-
sos son el científico, el ideológico y el jurídico. El
pensamiento civil o religioso se ha ocupado de la verdad con
intención de desvelar su naturaleza o, en caso de intentar im-
ponerla a través de la moral, por ejemplo, con escasa acepta-

—150—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

ción. Los estribillos que esculpen la verdad no siempre se


apoyan en argumentos lógicos, como ensayan la ciencia o el
derecho, sino en argumentos retóricos, cuando no directa-
mente en la ocultación o en la antítesis de lo que supuesta-
mente, y en no pocas ocasiones, se enaltece: la verdad no suele
ser sino producto del engaño.
Da Costa (1997: pp. 117-150) desmonta, con su teoría
de la quasi-verdad, una concepción absoluta de verdad, para
una de sus mayores valedoras —la ciencia—, advirtiendo,
paradójicamente, que «lo que ha sido verdadero será verdade-
ro para toda la eternidad». Añadiremos: aunque ahora no sea
reconocido como verdadero. Se refiere, el fundador de la lógi-
ca paraconsistente, al carácter relativo de la verdad, en una
primera sintonía con el falibilismo dinámico de Peirce, para
quien la verdad estaría siempre en construcción. Da Costa ha-
ce un corte sincrónico en el proceso de lo verdadero, no ya
para defender su infalibilidad imposible, sino para aprobar su
valor situado. Así, la verdad de Ptolomeo sobre un universo
sublunar, o la insuficiente, para el conocimiento poseinstei-
niano, tesis heliocéntrica de Copérnico, no dejan de ser ver-
dades eternas, por el hecho de haber sido verdades situadas,
del mismo modo que la relatividad de Einstein nunca dejará
de ser verdad aunque plantee ya serias objeciones y revisiones,
especialmente desde el cuantismo. ¿Habremos conocido ma-
yor indulgencia y sensibilidad práctica hacia la naturaleza de
la verdad? Generalmente, los mayores defensores de una ver-
dad suelen ser sus mayores detractores cuando la perciben
errada. Y, sin embargo, no sabrán ver, porque tampoco lo su-
pieron detectar, el error en lo que ahora les parece verdadero.
La actitud negacionista hacia la verdad absoluta es el mayor
servicio que se le puede prestar a la causa utópica de la verdad.
La verdad es consustancial a la clasificación. Desde la
urdimbre de cada instancia clasificada, como el barro cocido
que constituye el ladrillo, hasta el armazón que traba todas

—151—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

esas piezas para crear un relato, una clasificación del mundo,


hay un elemento gaseoso que se filtra por las porosidades de
instancias, pegamentos y armazones simbólicos que entende-
mos como verdad. No se trata, entonces, de que algo visto a
posteriori sea verdad, sino de que, ya a priori, está hecho de
verdad, posee naturaleza verdadera. Tal irreductibilidad de la
verdad automatiza una adhesión inmediata a lo presupuesto
como verdadero, presupuesto porque es con-forme a la ver-
dad, en tanto que produce rechazo en tanto tiene otra apa-
riencia o de-forma lo verdadero.
La mera apariencia de lo clasificado, ya sean objetos o
palabras debidamente ordenadas en una oración, produce
apego o desapego ya en mecanismos no «plenamente» racio-
nales. La verdad para el autista, por ejemplo, consistirá en la
preservación del mundo en el que vive. En la medida en que
este cambie, su respuesta se manifestará en un inconsolable
dolor psíquico. A los mamíferos superiores, domesticados pa-
ra ejecutar determinadas tareas, se les clasifican objetos y ope-
raciones asociándolos a recompensas o castigos. Ellos también
aprenderán y automatizarán un significado del orden del que
no lograrán evadirse mientras vivan.
La mentes más «plenamente» racionales no responden
de manera diferente a como lo hace la irracionalidad —de la
que ellas mismas no están desprovistas— una vez han sido es-
culpidas por una clasificación elaborada en función de una
verdad relativa con pretensiones absolutas. Solo así se explica
que, en el nombre de la verdad, haya prosperado tanta violen-
cia y barbarie.
Desclasificar la verdad, más allá de la paraconsistencia
de Newton da Costa, de la falsación de Popper, de la Aufhe-
bung de Hegel o del pragmatismo de Peirce, supone el trabajo
permanente de desentrañar las estructuras engañosas de los
enunciados. Para la desclasificación, los enunciados no son
verdaderos o falsos, sino verosímiles, en los que fe y lógica

—152—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

juegan un papel determinante, o frutos del acuerdo, en los que


predomina la conjunción de intereses. Un enunciado es vero-
símil de acuerdo a la experiencia del enunciatario, a la correc-
ción lógica de su estructura, a la adecuación o cotejo con un
hecho, que también es reducido a enunciado simbólico para
ser percibido, o a la credibilidad o autoridad del enunciador.
Mas también un enunciado puede ser fruto del consenso, es
decir, independientemente de su verdad o falsedad —en fun-
ción de otros parámetros—, un enunciado es verdad si se
acuerda que así sea porque interesa que así sea. Lo importante
ya no sería la convicción veritativa de sujetos o enunciados,
sino su régimen de autocuestionamiento y autodesvelamiento.
En consecuencia, y volviendo al lenguaje dicotómico de
la teoría moral: bueno/malo, verdad/mentira, la desclasifica-
ción opta por la inmersión en el lodazal de las relaciones hu-
manas, en el que la mentira, el autoengaño, la complicidad de
mala fe nutren la voracidad del logos para, a partir de ese
mundo, nuestro mundo, elaborar una visión más terrenal y
compasiva. Quisiera, por inercia del automatismo, añadir que
esa visión es más verdadera, más real, pero esto es incompati-
ble con la desclasificación para la que la verdad o la falsedad, y
desde luego la realidad, son irrelevantes, dada la precariedad
que la historia, la ciencia o una simple mirada alrededor han
adjudicado a todas ellas.
Si la declaración de verdad o falsedad, con toda la ar-
gumentación científica o forense, ha podido transmutarse o
diluirse en el tiempo o mediante otras refutaciones y argucias
sin sus metodologías, convendremos que la posición más
fiable será la que no prejuzga verdad o falsedad sino la que
entiende el mundo como fruto de acuerdos, creencias o re-
latos verosímiles autocuestionables. Partiendo de la desdog-
matización y de la desmitificación de los conceptos morales,
porque ya antes habría desmantelado el valor de todo con-
cepto moral o inmoral, la desclasificación contribuye a la es-

—153—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

critura del mundo de un modo más próximo a como no suele


ser confesado.
Desde el enfoque veritativo, palabra y pensamiento po-
drían no coincidir cuando el enunciador mantiene una delibe-
rada o inconsciente discrepancia entre lo que dice o hace y lo
que piensa. Digamos que no hay correspondencia entre el
fondo, «lo que piensa en el fondo» se diría, y la forma distor-
sionada o díscola de manifestar su pensamiento. Pero aquí,
nuevamente, juega una mala pasada la presencia obstinada de
las dicotomías, al menos clave y lastre del logos occidental, al
empeñarse en separar y oponer algo que de suyo presupone
continuidad, a la par que nos insinúa la posibilidad de ate-
nuantes por disfunción psíquica si lo que se dijo o hizo, en el
fondo, no se quiso decir o hacer. Tal dualidad, muchas veces
real y justificada, solo existe de forma generalizada cuando
nos abandonamos a la gravitación de la dicotomía reductora y
la admitimos como instancia bipolar cuya existencia solo es
aceptable desde la perspectiva de una teorización del engaño
o, eventualmente, del autoengaño. La verdad, en ese contexto,
ya no sería la adecuación de un enunciado respecto a la reali-
dad del objeto referido, sino algo estrictamente subjetivo por
apenas implicar un consentimiento íntimo de lo que se expre-
sa respecto a lo que se piensa. La mentira, como la culpa, es
algo que muchas veces solo se confesará para obtener reden-
ción.
La amenaza de muerte, siempre presente en el cerebro,
incluso en el paleocéfalo de saurios y protorreptiles y muy
probablemente como automatismo innato en cerebros inferio-
res, un automatismo que no les dirá nada acerca de la muerte
pero mucho acerca de la amenaza, es la base, la funcionalidad,
sobre la que se asienta la primera chispa de pensamiento evo-
lucionado, de inferencia racional que no parte ex-nihil o de
soplo alguno, pues durante varios cientos de millones de años
ya se presentaba de forma incipiente bajo otras estructuras

—154—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

que no podrían considerarse ni siquiera meramente irraciona-


les. Como en la creciente racionalidad de los homínidos, tam-
bién en la irracionalidad hay escalas. Se trataría de una irra-
cionalidad cuya inalterable programación es a cada instante
alterada, siquiera por un devenir distinto que en absoluto im-
plica predeterminación o destino natural. Del mismo modo
que los supuestos orígenes se inscriben en toda ontogenia,
también su futuro debe estar inscrito como posibilidad. Una
concepción determinista, mas caológicamente determinista.
El marco inicial en el que se produce el primer atisbo de
pensamiento, y no de mera acción preprogramada, es el de la
amenaza y peligro y, todavía durante largos periodos geológi-
cos, en un ámbito del estricto instinto «lógico» que a cual-
quier criatura impone el medio y los recursos. Por amenaza,
no obstante, no debemos entender simplemente el inmediato
riesgo razonablemente racional o razonablemente instintivo,
todavía, respecto a una probable pérdida del impulso vital, ese
cuya protección todos los seres vivos tienen grabada a fuego y
lacre en los pliegues más reservados de sí mismos, sino en un
sentido mucho más extenso y para el que ninguno de ellos ne-
cesita argumentación ni tampoco pensamiento: desde respirar,
comer o beber para proteger la ontogenia, hasta copular para
salvar la filogenia, en un enrevesado y hasta perverso juego, en
el que dominarán el engaño y el autoengaño por imperativo
natural o cultural. Y con especial predicamento en las civiliza-
ciones más racionales, eruditas y moralistas. Con razón dirá,
también al respecto, Paul Valéry: el autoengaño puede alojarse
en la más pura sinceridad.
Todo ello daría explicación suficiente, en el marco de
una manoseada atenuante cultural que suele imponer com-
portamientos y actuaciones lamentables a sus súbditos, desde
una posición preconsciente y, por tanto, también prelingüísti-
ca. Atenuante esgrimida siempre, cualesquiera que sean la
oportunidad y los daños de la acción atenuada, en el desamor

—155—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

o la desafección. Estímulos y respuestas contundentes, deri-


vados de los automatismos que elabora el miedo a lo letal, in-
troducen al humano civilizado en las mismas sendas insensi-
bles de los seres paleocefálicos y, por tanto, en el trazado de
sus objetivos y en los modos de satisfacerlos.
El afecto, estrictamente ligado al neocórtex, quedaría
fuera del campo de operaciones de cualquier mamífero y, en el
caso de los humanos, hábilmente incorporado mediante el
«instinto lógico» animal en tanto no suponga un obstáculo
para los desafueros corporales. Y las herramientas más a mano
para la racionalidad y la satisfacción de necesidades son, en su
modo más benigno, el autoengaño, lo que implica al sujeto
como víctima de sí mismo, si tal fuera el caso, y en el engaño
deliberado, en su manifestación más descarnada y maligna,
que puede llegar hasta el sadismo físico y simbólico en grupos
y parejas de apariencia entrañable, normal, familiar.
Naturalmente, como en la irracionalidad, también en la
racionalidad del engaño existen grados, controles y represio-
nes en todo momento interceptados por la pulsión, la identi-
dad, la cultura. Por el miedo racional a perder más que a ganar
tras la ejecución u omisión del acto o por bondades instintivas
que, como el miedo, surgen de magnitudes remotas que están
aquí mismo, que a muchos humanos y probablemente a algu-
nos animales bloquean o persuaden respecto a la posibilidad
de hacer daño. No deja de ser paradójico, como señala Elster,
que debamos decirnos «no tengo miedo» para superar el mie-
do que tenemos.
No obstante, no debe perderse de vista la trayectoria
milenaria del engaño como inicial estrategia de despiste, burla,
persuasión y seducción del contrario, animal u homínido, ma-
cho o hembra, depredador o víctima, inscrita en la trayectoria
filogénica de todo cerebro, y como posterior particularidad de
unas nacientes culturas siempre entreveradas de naturaleza,
determinadas por la alternancia de conflictos y cooperaciones

—156—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

entre razones e instintos, represiones y deseos. En ese entorno


y ya con amplio dominio de la capacidad irracional de enga-
ñar y, en consecuencia, con posterioridad a una primigenia
conciencia de dominación, surgen las estructuras de poder y,
de manera intrínseca y capilar, las estrategias de comunica-
ción.
Es en el lenguaje usado como medio de comunicación
donde aparece con rotundidad la dicotomía pensamiento y
lenguaje, pues es en la comunicación donde encuentra su má-
ximo sentido y aplicación práctica el engaño. Al comunicar se
produce un desdoble, una deslocalización casi objetivable en
la que el sujeto se ve o escucha frente a otros. En ese punto,
aparentemente el propio lenguaje se disocia del pensamiento
subjetivo para formar parte del espejismo de una comunidad
en el lenguaje. Pero ese espejismo se elabora, como todo espe-
jismo, a partir de algunos elementos de lo real adecuadamente
camuflados con la necesidad de descargos de la responsabili-
dad subjetiva. Repárese, sin embargo, que no empleo lenguaje
en el sentido de habla o escritura todavía, sino en acepción
mucho más genérica, como simple pensamiento expresado, si
bien intencional por el mero hecho de ser expresado, por
cualquier vía: el llanto, por ejemplo, que solicita atención de
padres o pareja. Una concepción de lenguaje como premarco
regulador de las estructuras de la intencionalidad y de un de-
seo de expresión incontenible.
Si aceptamos, con numerosos filósofos, que en el logos
no hay diferencia entre lo que se expresa y lo que se piensa,
pensamiento y lenguaje serían uno, es decir, un pensamiento
concebido como lenguaje interior que rompe con la relación
estructural entre pensamiento y palabra, relación que se con-
vierte en dicotomía al interferir el dilema de la veracidad en su
campo de operaciones.
Y una última cautela: el que busca la verdad o la auten-
ticidad absolutas solo estará seguro de acercarse a ellas en la

—157—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

absoluta falsedad. De la falsedad, como del insulto, puede ha-


ber certeza respecto a su sinceridad. De la verdad, como del
halago, siempre habremos de dudar, pero tiene más posibili-
dades de sinceridad la vituperación y el desprecio. El esencia-
lismo siempre dudará de la mancha genealógica. La mayor y
única pureza sería la del mestizo. Al menos estaremos seguros
de que necesariamente es cierto su mestizaje. Así las cosas, en
lo falso tiene más condiciones de posibilidad lo verdadero.

3.2. DESCLASIFICAR LA IDENTIDAD

No somos quienes creemos ser ni estamos donde creemos


simbólicamente estar. Somos quienes nos dicen que somos,
heteronarraciones de una instancia colectiva que elabora sin
cesar hasta los más íntimos relatos de nuestra vida. La identi-
dad colectiva es un prospecto de pertenencias y marcas auto-
máticas que contiene explicaciones para cualquier pregunta o
duda existencial. La desclasificación propondrá la rehabilita-
ción de una mismidad libre y mestiza, no ya mediante un
cambio pendular de identidad, sino mediante la identificación
sensible, subjetiva, contradictoria, insumisa, difusa, compasi-
va, pasible y solidaria, una trayectoria metacognitiva que nos
permite un visado de ilimitadas entradas y salidas, apropiar-
nos o abandonar pertenencias en cualquier identidad. En La
identidad excesiva (2009) abordé profusamente las caracterís-
ticas y fases de ese proceso de singularización respecto a las
identidades tradicionales, por lo que restaría repensarlo en el
creciente dominio de la transcultura.
La desclasificación tiene mucho que ver con, y mucho le
debe, a la angustia existencial, aunque los humanos ni siquiera
logran ser ellos mismos en el momento culminante de su ago-
nía y muerte, como tampoco supieron serlo a lo largo de la
vida. Agonizamos y morimos, si el dolor o el letargo nos

—158—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

permitieran pensar, mucho más lejos de la realidad que en el


momento en que nacimos, instante en el que éramos incapaces
de expresar conceptos pero estábamos habilitados de un ex-
tremado sentido de la vida, de la realidad que comenzamos a
abandonar paulatinamente al salir del vientre materno.
Si hubiera conciencia en el instante mismo de la muerte,
la identidad colectiva y sus categorías seguirían tomando las
riendas de nuestra desaparición. De hecho, hasta Dante se
atrevió a describir desde su identidad, desde la conciencia y
palabras de los vivos, un mundo incompatible con la identi-
dad, la conciencia y las palabras. Menos prisionera del dog-
matismo fue la sentencia de Epicuro acerca de la muerte,
cuando tranquilizaba a sus discípulos diciéndoles que no se
preocuparan por ella porque, cuando la pensamos, no está y,
cuando está, ya no estamos para pensarla. A pesar de ello, na-
da como esa evidente e indecible «inexistencia» ha determina-
do tanto la dramática historia de la identidad.
Cervantes, en una de las escenas más innecesariamente
crueles de la literatura hispánica, pero culturalmente correcta,
devuelve la lucidez a Don Quijote para morir consciente de su
agonía. El desdichado hidalgo solo supo encomendarse al Dios
cristiano y morir arrepentido. Así retrataría el propio Nietzsche
(1997) tan duro, célebre y ejemplarizante pasaje. Los ecos leja-
nos de siniestras extremaunciones o glamourosos últimos suspi-
ros cinematográficos interfieren en lo que, tal vez, sea el último
destello de mismidad pura,3 su apagamiento. La única posibili-
dad racional de asistir al rayo verde de una realidad que solo en
ese instante se nos desvela pero ya es tarde para revelarla.
Entre el nacimiento y la muerte, esto es, en lo que lla-
mamos vida —un tránsito conceptual—, hay identidad, con-
cepto, y, por tanto, la realidad se suspende. Los modos en que
------------------

3
Ricoeur (1996) advierte la presencia de identidad, alteridad e ipsei-
dad en una concepción triádica del sujeto.

—159—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

sentimos, soñamos, reímos, lloramos, serán mediados por cá-


nones identitarios. Hasta las onomatopeyas de acciones «na-
turales», como la risa o el estornudo, adquieren las fonéticas y
timbres de los idiomas en que se representan. Del mismo mo-
do, las representaciones de lo que ha de ser la vida constituyen
lo que será nuestra vida. La ordenación que subyace a todo lo
perceptible es lo que regirá nuestra percepción.
La identidad no ordena el mundo en su totalidad, tarea
utópica dada la variedad y cantidad de componentes y situa-
ciones del mundo, pero sí lo ordena como totalidad. Esto
quiere decir que, en un alarde de economía simbólica, la iden-
tidad emite normas específicas para organizar lo cotidiano y
categorías genéricas para controlar lo desconocido. De este
modo, atizando el fuego del miedo, de la inseguridad, de la
contradicción o de la diferencia, la identidad logra la adhesión
incondicional de todo súbdito, habida cuenta de que las reac-
ciones ante lo desconocido serán reacciones conocidas, orde-
nadas, preclasificadas.
De ahí que un nuevo riesgo, que emerge de una trans-
cultura poco preocupada por las identidades verticales, no sea
ya el conocimiento —los datos y hasta la información en sí—,
sino especialmente el modo de conocer, difundiendo digital-
mente sus estructuras determinantes y aparentemente vacías
de pertenencias y marcas. Así las cosas, la maquinaria neoi-
dentitaria transcultural no precisaría de vigías y guardia noc-
turna. Duerme tranquila en la seguridad de que su continui-
dad y centralidad la garantizan los propios re-clasificados.
Cualquiera que sea la quiebra o periferia simbólicas en que se
hallen los sujetos, en sus estructuras no encontrarían respues-
tas precisas, como antaño, pero sí una comunicación versátil,
horizontal e ilimitada. La homogeneización identitaria que
surge de la transcultura habrá de ser objeto de estrategias des-
clasificadoras tan ágiles y efímeras como los valores que cir-
culan en el meta-no-lugar digital.

—160—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

Ante la identidad convencional, la desclasificación se


alimenta más de relatos de desterrados, desobedientes y exi-
liados epistémicos, aunque en algunos de ellos aún destellen,
por rencor, categorías y conceptos de cuya territorialidad fue-
ron desposeídos, que de los heraldos encrespados que siempre
anunciaron la llegada de la normalidad ausente por las aveni-
das de una identidad abanderada y victoriosa. Opta por
aprender de la turbia verdad de los desheredados, de la pro-
miscuidad sucia y sin tapujos, de la mentira normalizada, de la
insolencia e insensibilidad cotidianas, de la violencia gratuita,
de la profunda superficialidad de todo ese mundo identitario
subalterno, afligido sin conciencia de aflicción, de la descar-
nada inclinación, de la explícita exposición de impulsos e inte-
reses irrefrenables, antes que sucumbir al doble lenguaje de la
promiscuidad elegante, de la hipocresía y solemnidades de la
confabulación o de la sensibilidad estética, de la solemnidad
del diletantismo profesional, de las evidencias irrevocables, del
falso respeto, de la falsa verdad de una verdad normalizada, de
la superficial profundidad de ese otro mundo de insatisfecha
apariencia.
Para la desclasificación, el sujeto y las comunidades de-
ben superar la reducción que impone la identidad armónica de
las viejas culturas (que comienzan a diluirse) al obligarnos a
elegir entre ser o no ser, estar fuera o dentro, pertenecer o no
pertenecer, mediante estrategias que nos permitan ser y no ser,
no querer llegar a salir, apoyar a uno, a su aparente adversario
e incluso a lo que ya se ha dado por perdido, reconocernos
clasificados y simultáneamente desclasificadores. No se tratará
ya de consolidar a un sujeto que inexorablemente avanza ha-
cia su destino simbólico, sino de un nómada perdido entre se-
ñales contradictorias y que realiza paradas, retrocesos y deva-
neos que no desea ni espera su identidad. Y si tal sujeto no
tomara conciencia de la necesidad de desclasificarse, su vieja
identidad será readaptada y suplantada por la transcultura.

—161—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

3.3. DESCLASIFICAR LA MEMORIA

En 1979, disfrutaba de una beca de investigación en el Insti-


tuto de Investigación de Prensa, en la sovietizada Polonia, re-
cién terminados mis estudios universitarios en Madrid. Nunca
antes había visto polacos, ni «soviéticos», y poco había oído
hablar de ellos al estar prohibida toda alusión al comunismo
—que no fuera peyorativa y denigrante— en la España fran-
quista donde fui clasificado e instruido. En una ocasión, ha-
ciendo cola en el autoservicio de Piast —la residencia univer-
sitaria que me fue asignada en Cracovia— oí hablar español y,
emocionado, me acerqué a los únicos dos sujetos que lograba
entender. Con ingenuidad clasificada les dije, empleando una
expresión paternalista al uso tardofranquista: ¿sois hispanoa-
mericanos? Y uno de ellos me espetó: «hispanoamericanos
éramos cuando la colonia, hasta que echamos a tus abuelos
españoles que usurparon el Uruguay». En un arrebato de
trasnochado orgullo patrio respondí: «serían tus abuelos los
usurpadores, porque los míos nunca salieron de la provincia
de Cádiz». Le debo a mi clasificado uruguayo el despertar de
la hipnosis de la identidad y de la cultura nacional a la par que
de una absurda apropiación del pasado y de una memoria que
nos adjudican y nada tiene de memoria.
El pasado no nos pertenece. Ni siquiera es nuestro el
presente. El pasado es una sucesión de presentidades defini-
das, en términos de Walter Benjamin, como Jetztzeit («tiem-
po-ahora»). Ni siquiera es suficiente para concebirlo en el
continuum de la temporalidad agustiniana (pasado-presente),
y poco, entonces, tiene que ver con la memoria. El pasado vi-
vido subjetivamente, como presentidad, sí es memoria, pero
solo es narrable por el sujeto, solo tiene validez subjetiva. Se
trata de un sujeto que ya ha atravesado el futuro de aquel pa-
sado cuando fue presente, es decir, se instala en el será cuando
elabora el fue en tanto habla desde su posición de Jetztzeit.

—162—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

Las resemantizaciones del pasado son los relatos que, aun


exagerados o contradictorios, formarán ya parte inseparable
de la memoria, una memoria contaminada, paradójica, inevi-
tablemente desleal con los hechos subjetivamente vividos que
la promueven. Pero será una memoria atravesada por la iden-
tidad y la cultura vertical que inmoviliza al sujeto, ¿de qué
modo se recordará a partir de la incesante movilidad trans-
cultural y de la mediación digital?4
Por su parte, Paul Ricoeur ha arremetido contra la pu-
reza de la rememoración con el argumento de estar siempre
interferida por la imaginación subjetiva o colectiva. La memo-
ria del sujeto es un autorrelato cambiante de su preteridad no
solo sometido al tiempo futuro desde el que forzosamente se
enuncia y reescribe, sino a la incorporación de deseos y frus-
traciones, de sutiles ajustes de cuentas consigo mismo, un sor-
do machetazo que la imaginación siempre asesta a lo vivido.
Mas se habla de otra memoria que confunde la rememoración
con la heteronarración. Una memoria que pertenece al re-
cuerdo o a la indagación de otros. No hay memoria, en esa
memoria, sino un relato elaborado por causas, procedimientos
e intenciones extrasubjetivos. Se trata del discurso histórico.
Una narración de especial relevancia para la desclasificación.
La historia es un universal inexistente generalizado a
partir de la sumatoria de historias sobre microacontecimientos
y hechos pasados que, debidamente seleccionados, interpreta-
dos, contrastados y asociados, terminan habitualmente trans-
formándose en hechos tan cuestionables como la propia na-
rración que los extrajo de la continuidad temporal. Cuanto
más focalice la narración histórica en hechos relevantes y
centrales y desprecie las transversalidades y contradicciones
------------------

4
Los procesos de rememoración que se despliegan a partir de auto-
rrelatos, en una tradición oral compartida, desde unas pocas fotografías en
blanco y negro de la niñez, o desde dos gigas de fotografías digitales que
saturan la experiencia, son de hecho muy diferentes.

—163—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

que constituyen el mundo, complejidad incrementada por


atravesamientos y paradojas temporales, más se desconecta de
otras narraciones paralelas aproximándose a la desproporción
grotesca del mito. El mito no es real, casi todo el mundo lo
sabe, y arraiga en un remoto pasado, pese a lo cual sigue sien-
do uno de los principales motores de producción de clasifica-
ción, de memoria, de identidad, de historia, de conocimiento.
La memoria colectiva ha sido históricamente orientada
por el poder o por quienes pretenden ocuparlo, de ahí que el
espacio físico que diariamente atravesamos esté musealizado,
las calles reciban nombre de gestas, mártires, héroes, los hos-
pitales de vírgenes y santos, los hoteles de emperadores y re-
yes, las urbanizaciones de prometedores señoríos. Y también
está musealizado el tiempo que nos atraviesa: conmemoracio-
nes, aniversarios, fiestas, balizan y enfatizan los hitos de la
agenda subjetiva. Espacios y tiempos, tomados por la imagi-
nación del poder, advierten al transeúnte de las coordenadas
clasificatorias que lo observan y ha de observar. La desclasifi-
cación, sin embargo, puede brotar ya en la indolencia, en la
dejación e indiferencia del sujeto ante esos avisos. En las so-
ciedades que admiten el pluralismo, esta pereza se pone más
de manifiesto que en las sociedades totalitarias en las que
siempre alguien mirará hacia dónde se dirige la mirada del
otro. Mas la pereza simbólica reconducida es un excelente
campo abonado para la desclasificación.
Hay una razón, a propósito de la nueva memoria que
propicia la digitalidad, que me llena de inquietud. En mi ni-
ñez, alguien me dijo que todo lo que hablamos, incluso las vo-
ces de nuestros ancestros, las palabras de Nerón y Julio César,
los gritos y llantos de los crematorios nazis o las risas de los
colegiales, quedaban grabados en algún ignoto lugar del uni-
verso, tal vez en el punto del espacio por donde transcurría el
itinerario del planeta en ese momento, en una especie de gi-
gantesca e invisible bobina con millones de conversaciones

—164—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

que algún aparato futuro podría llegar a recuperar dirigiendo


su sensor acústico hacia la exacta coordenada del espacio-
tiempo. Tal vez una nave espacial, viajando hacia el Big Bang,
atraviese constelaciones de flotantes y eternas voces previas,
sin percatarse de ello.
Ese relato, de tan gran repercusión infantil, en nuestros
—a pesar de todo— prehistóricos días, cobra especial vigen-
cia: ahora, nuestras palabras y risas, llantos y lamentos quedan
registrados por millares de dispositivos digitales, públicos y
privados de forma exponencial. Sea por medio de la oralidad
telefónica, la escritura de mails, en chats y blogs, o la imagen
de cámaras o programas de videocomunicación, todo se ins-
cribe en una misma y gigantesca exomemoria cada vez más
interconectada. Verba volant, scripta manent, decían los anti-
guos en un proverbio ya deslegitimado por la digitalidad. La
palabra ya no tiene derecho a volar, a desaparecer y queda
confinada como la escritura. Los registros digitales nos harán,
para siempre, rehenes de nuestra propia voz. El enemigo de la
memoria no sería ya el olvido, sino la hipermemoria. Una sa-
turación de memoria que comprometería, para Huyssen
(2000), la relevancia de la memoria misma.
En mi ensoñación infantil, una máquina haría posible re-
producir la voz de Nerón. En mi perplejidad adulta, una má-
quina es capaz de grabar y reproducir infinidad de voces. Me
pregunto ¿con qué destino?, ¿podría reconvertir o anular esto
el oficio de historiador? Lo que la máquina lograría reproducir
serían frases, sonidos, imágenes, gestos que solo encuentran
sentido situado, que solo tendrían pleno significado en la co-
subjetividad del Jetztzeit vivido entonces. Pero accederíamos
ilimitadamente a extensos testimonios en diferido. En la imagi-
naria bobina se compilarían las voces más claras, rotundas, rele-
vantes, unívocas del poder con las discretas voces de la insigni-
ficancia, de la indecencia o de la miseria, mezclándose sesgos,
falsedades, errores con la honestidad y el honor. La macedonia

—165—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

fónica no solo sería sideral, sino escasamente útil y altamente


engañosa. Como si los alimentos en buen estado fueran conser-
vados junto a sus propios desperdicios orgánicos en el mismo
maloliente y putrefacto vertedero.
Pues bien, en pocos años, el tiempo de vida que le reste
a una persona adulta no sería suficiente para releer el desco-
munal diario que la digitalidad multimedia habría registrado
en su nombre, la mayoría de las veces sin autorización. Millo-
nes de conversaciones, de fotos, vídeos, mails, formularios,
cuya revisión supondría, exactamente, un repliegue, la entrega
del tiempo de experiencia que nos quede por vivir a la lectura
de la representación de la experiencia ya vivida. La ejecución
sumaria del porvenir a manos de imborrables inscripciones
fantasmáticas.
El problema ya no solo estribaría en la vulnerabilidad
de la intimidad, en el hecho de que alguien disponga de todo
lo que decimos, sepa hacia donde miramos y hacia donde no,
sino en el inaudito cambio antrópico que supone que aquellas
voces, cuyo regreso me fascinaba e inquietaba, ya no se en-
cuentran en lugares remotos del universo, sino en nuestra
propia tecnología, y que la posibilidad de aquella gráfica resu-
rrección de nuestros ancestros se cumpliría inexorablemente
en nosotros. Una memoria que ya no podrá experimentar el
placer y descanso que proporciona el olvido, obligada al eter-
no recuerdo que le impone la exomemoria.
Acceder a un pasado íntegro solo implica una grave hi-
poteca del futuro. Y el capitalismo de la nostalgia no hace sino
incrementar nuestra ya impagable deuda.

3.4. DESCLASIFICAR LA RACIONALIDAD

La demarcación teórica de viejos conceptos de la cultura occi-


dental identidad, verdad, racionalidad, lenguaje, comunica-

—166—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

ción, cultura, conocimiento me obliga a la partición de estos


epígrafes a pesar de que, como habrá observado el lector, en
cada uno de ellos se desmonta la división pretendida. En cada
uno de ellos los «conceptos», inicialmente separados, se bus-
can y mezclan incansablemente: más arriba, el lenguaje se
confunde con el pensamiento y, más abajo, lo hará con la co-
municación. Dedicaré unos párrafos aparte a una racionalidad
«inseparable» más que por imposiciones de una tradición (y
de una pereza) de la inteligibilidad.
Los glóbulos rojos «defienden» al cuerpo de determi-
nadas patologías. Aunque ejecutan actos racionales, su com-
portamiento, sin embargo, no es racional. Ni siquiera son ra-
cionales aquellos glóbulos que colorean los espacios
encefálicos donde reside lo racional. La razón es lo que urde
explicaciones sobre su comportamiento. Es la explicación ra-
cional lo único que hace racional a un hecho. La razón es el
único motor de un mundo sensato. Y también, a la vista de la
barbarie cotidiana y como quedó especialmente en evidencia
en los campos de exterminio nazis, de un mundo insensato.
La realidad ha sido, inicialmente, la condición de posi-
bilidad de la razón, y estaría detrás de su alumbramiento, pero
esta ha creado su propio apartheid. La razón pertenece a ese
mundo cada vez más exento de realidad, aunque la ciencia
«imagine» tomarla como objeto de observación. La ciencia no
observa objetos reales sino transformaciones racionales de
objetos en observaciones. Solo nos está dado observar obser-
vables racionalizados. Otra gran parte de la realidad que nos
toca no es observable sino tan solo sentida. La sensación sí
puede expresarse mediante lenguaje. Pero racionalizaremos
una construcción discursiva y no la sensación en sí. El dolor o
la alegría tienen su propio e intraducible lenguaje.
La razón será el más eficaz instrumento de cohesión y
consistencia de nuestro mundo y la causa del celebrado y dis-
cutible éxito de la especie. Tal vez, esta vez y por una vez, el

—167—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

tiempo ponga, infelizmente para la especie, las cosas en su si-


tio. La racionalidad es la más eficaz tabla de conversión de lo
real en nuestra cultura. Una trama, un filtro reticulado que
tamiza y domestica las corrientes de la diversidad mediante
equivalencias inteligibles. Pero no es el único modo que per-
mite la existencia y ni siquiera la prosperidad de otros mun-
dos no racionales. Como toda creencia, la razón elabora un
discurso invocando axiomas y causas últimas. Relatos y narra-
ciones menos «razonables» también han sido exitosos en la
elaboración de mundo y en controlarlo durante milenios.
Racionalidad desclasificada sería un oxímoron. La razón
es el alma mater de toda clasificación, una clasificación en
virtud de la cual, no obstante, se erige el sistema de traducción
que daría lugar a la más poderosa cultura del planeta, la cultu-
ra occidental. Una cultura víctima de sí misma pero con una
capacidad inigualable de conquista y colonización. La razón
o, mejor, la racionalización —como patología— (Morin,
1996), será el motor del proceso exponencial de occidentaliza-
ción planetaria. Y la razón digital, como subespecie de la ra-
zón instrumental, liderará, con el silencioso asentimiento de
acríticas mayorías, la mayor reconversión axiológica y simbó-
lica emprendida por nuestra especie.
Sin embargo, desde otro punto de vista, la razón no sig-
nifica mucho pues, en efecto, no sería más que una estructura
lógica vacía con pretensiones de universalidad. Si bien ha
permitido poner en contacto culturas y mentes, siempre do-
blegadas a su régimen unificante de traducción, la razón tam-
bién pertenece al esotérico mundo de las creencias: creer en la
razón como única luz en el camino.
A partir de esta creencia, razonada, se desencadenan
procesos lógicos que establecen lo verdadero y lo falso. Insa-
tisfecha con regir las cosas de su universo propio, la razón
efectúa expediciones constantes para clasificar y potenciar los
universos no razonables de los «pecados capitales», que dis-

—168—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

puso la sabiduría moral antigua, y de otras prácticas que se le


van de las manos a la razón o a cuya perversa servidumbre se
pone: el odio, la envidia, la lujuria, la codicia, la ira, la sober-
bia, los sueños, la irracionalidad, la locura. No obstante, más
razón, aunque una razón autocrítica y sensible hacia el arte, la
pulsión, las creencias y las prácticas, sería la única salida a la
enfermedad de la racionalización. La desclasificación se ajus-
taría sin esfuerzo a ese nuevo y necesario modelo de raciona-
lidad.

3.5. DESCLASIFICAR EL LENGUAJE/COMUNICACIÓN

No pocos estudiosos son indiferentes a la dicotomía pensa-


miento/lenguaje. Nuestro pensamiento acontece en el len-
guaje y, para Wittgenstein, los límites de nuestro mundo serán
los que marque nuestro lenguaje. Tal es el grado de mezcolan-
za que destila el logos. Pensamos palabras, imágenes y pensa-
mos en palabras e imágenes difusas, híbridas, en palabras sin
letras y en imágenes sin iconos, aunque no seamos capaces de
representarnos y transmitir lo que pensamos más que me-
diante verboiconicidades (Abril, 2007).
Naturalmente, cuando identificamos pensamiento y
lenguaje no se insinúa una comunión entre lo que pensamos y
decimos o, incluso, entre lo que pensamos y nos decimos ín-
timamente, circunstancias que suelen estar dominadas por el
engaño y el autoengaño, como hemos visto. La nuestra sería,
entonces, una estimación teórica de un acto, el de expresar,
siempre mediado por fines.
Pero observemos el inicial impulso de pensar en un ce-
rebro primitivo, más ligado a la supervivencia propia que a la
relación secundaria de comunicarse por interés o placer con
otros humanos y, en ese sentido, más cercano a una política
estratégica del legítimo engaño, de emisión de un conjunto

—169—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

coherente de señales engañosas, amenazantes y disuasorias


hacia el entorno, una necesidad imperiosa de utilizar la comu-
nicación como medio que empañaría toda posibilidad de co-
municarse como fin (la única comunicación sincera, como la
buena voluntad kantiana, porque no tendría otro fin que sí
misma).
El lenguaje es la simultánea y recíproca condición de
posibilidad de la comunicación, y ésta surge hace millares de
años como sistema virtual en el que se manifiestan, por super-
vivencia, intereses, miedos o afectos, los asuntos humanos.
Internet no sería sino una prolongación tecnológica que per-
mite la conectividad global inmediata desarraigando las cate-
gorías culturales de sus nichos territoriales. Pero la comunica-
ción siempre fue el órgano que otorgara tanta cohesión y
sentido identitario a las culturas, como abriera sus líneas de
fuga y disolución. La digitalidad sería un espacio de comuni-
cación instantáneo, interactivo y totalista, un horno de fundi-
ción y conversión de los metales pesados culturales en livianos
líquidos transculturales.
Si todo el pensamiento es lenguaje y «se dice» o «se au-
tocomunica» en el lenguaje, lenguaje y comunicación serían
espacios sensibles desde los que promover la desclasificación.
En el lenguaje no solo se expresa la clasificación, como si fue-
ra un estático «repositorio», sino que el lenguaje mismo es un
instrumento activo de clasificación. Sus disposiciones semán-
ticas y sus reglas sintácticas inyectan y devuelven orden en la
cultura en la que brotan. La memoria, el conocimiento, la
identidad, incluso la racionalidad y hasta la verdad son urdi-
dos y desmantelados en el lenguaje y la comunicación. Esta
circunstancia hace que lenguaje y comunicación, escindidos
de las demás instancias en el laboratorio virtual de este epí-
grafe, y solo para ser inmediatamente zurcidos y unitaria-
mente observados, sean lugares estratégicos de la clasificación
y, por lo tanto, de la desclasificación. Por ser víctimas de la ce-

—170—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

rrazón positivista y funcionalista, abriremos los conceptos de


lenguaje y comunicación a un nuevo espacio simbiótico —del
mismo modo que acabamos de hacer con lenguaje y pensa-
miento— y, en adelante, les daremos el mismo valor, indis-
tinto y objetivo (tanto monta, monta tanto), salvo oportuno
matiz, desde el punto de vista desclasificador.
Si el lenguaje es la correa de transmisión de esas otras
instancias, una transinstancia, a pesar de que no visualizo nin-
guna verticalidad o disyunción en y entre las demás, ni pre-
tendo practicar una subordinación (en todo caso sería una in-
subordinación) de todas ellas al lenguaje —como hace su
célebre filosofía—, es posible que el «juego de la desclasifica-
ción» obtuviera más frutos si es centrado estratégicamente en
el lenguaje y la comunicación, dado que es en estos donde se
explicitan, concentran, heredan e intercambian los vicios de la
clasificación: las jerarquías, las dicotomías, los automatismos,
las definiciones, las consistencias, y también se desvelan las
falsas verdades, las contradicciones, los resentimientos, la
erística.
Desclasificar el lenguaje, si se quiere y para satisfacer
todavía la voraz mente dicotómica, supondría provisional-
mente una útil metonimia de la desclasificación del pensa-
miento, genuino objetivo de la desclasificación. Estudiar las
brechas, intersticios, involuntarias espontaneidades, desvíos y
despistes de lenguaje y comunicación, esto es, sus puertas tra-
seras, sus estercoleros ocultos, el revoltijo de su trastienda,
constituye un lugar privilegiado para asentar la indagación
desclasificatoria, máxime, al decir del más grande filólogo de
la sospecha, que el lenguaje fue inventado por los poderosos y
reproducido y consagrado, día a día, por los débiles.
Desde una perspectiva concreta, podríamos considerar
que el lenguaje/comunicación es el órgano de transmisión de
la cultura. Sin embargo, si desde ópticas más generales, trans-
versales o complejas, somos capaces de concebir la cultura

—171—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

como modo de relacionarnos y expresar (nos) el mundo, en-


tonces, cultura, lenguaje y comunicación también pertenece-
rían a instancias triúnicas o poliúnicas que no merecen ser
mutiladas por las taxonomías científicas.
Tomemos ahora esa visión concreta del lengua-
je/comunicación pues, de hecho, es una dimensión transmiso-
ra de la cultura o la cultura misma, en su imprescindible di-
mensión transmisora, lo que entendemos como lenguaje/co-
municación desde esa especificidad. Pues bien, el lenguaje/comu-
nicación sería la rendija de mayor ventilación de lo simbólico.
Siendo lo que más ventila, también es lo que más asfixia. Len-
guaje y comunicación, así vistos, constituirían la puerta gira-
toria del sentido. Una entrada que le sirve de salida. Un acceso
por el que la cultura, la sociedad, la educación, y cualesquiera
órganos de instrucción que queramos añadir, se cuelan en un
pensamiento apenas capaz de devolver, sino sumisamente, la
misma clasificación.
Pero el lenguaje, incluso en el sentido restrictivo en el
que lo queremos ver ahora, no equivale a la lengua y mucho
menos al habla, por recordar la célebre tricotomía saussurea-
na.5 Al bebé neonato se le instruye mediante un lenguaje pro-
xémico, apoyado, entre otras cosas, por la oralidad, adqui-
riendo y expresando los primeros pensamientos mediante
deícticos o anáforas (por ejemplo, Buhler, 1979). Mas, bien
antes, ya hay intensa y determinante instrucción cultural a
través del rudimentario lenguaje de la costumbre. En el vien-
tre de su madre, el feto y antes su molécula no habrán cesado
de recibir cultura a través de la alimentación y hábitos de la
anfitriona, de sus descuidos, vicios, afectos y tendencias, de
sus ansiedades y expectativas. Incluso a nivel subatómico y
pre o paralingüístico, la exposición inevitable a las fuentes de
------------------

5
Saussure en particular, y el estructuralismo en general, no cesan de
reforzar el pensamiento dicotómico desde su propia lógica metalingüística.

—172—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

energía que nos rodean, ondas electromagnéticas o ecografías


intervendrán en el diseño neural, y ya cultural, de nuestro en-
trañable y poroso pre-sujeto a través de supercuerdas caóticas
y atravesamientos de neutrinos. Y digo cultural, en efecto,
pues donde no hay tecnologías digitales o electricidad, por
ejemplo, estas influencias probablemente serían bien distintas.
En nuestra vertiginosa era existe escaso intercambio so-
segado. Solo consiguen fijar la atención neones, consignas y
eslóganes grandilocuentes. La comunicación se basa en una
aceptación o rechazo a priori a partir de estructuras cognitivas
automáticas y premisas argumentales —tópoi— presentidos o
intuidos en el otro, lo que convierte el auténtico diálogo en
milagro o parodia. Estos tiempos de urgencia, como dice Ma-
ffesoli (1997), habrá que afrontarlos con estrategias de lentitud.
El binomio lenguaje/comunicación se nos ofrece como
una plataforma de alta sensibilidad por la que fluye el sentido
proporcionado y evaluado por la cultura. Aunque metoními-
camente considerada su representatividad por las escisiones
practicadas y el uso de viejos conceptos teóricos, el lengua-
je/comunicación constituye un espacio excepcional para ins-
taurar clasificaciones automáticas y, por lo tanto, para elabo-
rar desclasificaciones manuales.
Las culturas verticales propiciaron la perpetuación de
una clasificación transmitida por el lenguaje/comunicación
desde tiempos inmemoriales. Al inicio de este trabajo, aun
apuntando las sombras y reducciones que nos aporta la digi-
talidad, apostaba voluntaristamente por concebirla también
como un espacio de oportunidades. Estoy convencido de que
en la era de la transcultura, inaugurada por lo digital, el pen-
samiento desclasificado encontrará un mejor campo de cultivo
para la emancipación humana que el que nos fue deparado por
las viejas culturas a lo largo de la historia.
Desde que lo real se ocultó ante la carrera conceptual, al
humano le restó el verbo tan solo, pero nada menos que el

—173—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

verbo, para la producción retórica de su mundo, un mundo en


el que la moneda de cambio siempre fue y será la verosimili-
tud, una aleación de acuerdos y pragmatismo que nos con-
suela suplantando, analgésicamente, la utopía de la verdad y
de la comunicación.

3.6. PENSAR EN LA TRANSCULTURA (UN YANOMAMI


EN MAIN STREET)

A lo largo de este ensayo hemos pensado la transcultura a


partir de indicios, observaciones, inquietudes y temores, pre-
sunciones que nos permiten, en gran medida, las categorías de
la vieja cultura, pero ¿cómo pensaremos una vez emplazados
y absorbidos por la transcultura?
En su demoledora obra ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y
Guattari se preguntaban acerca del sentido de la filosofía:
crear conceptos, aseguraban. Desde los inicios de la moderni-
dad, la inventiva nocional parecía quedar bajo la responsabili-
dad y custodia de la ciencia o del arte. Sin embargo, tanto la
disyunción entre una filosofía en fase de extinción, respecto a
la ciencia y las artes, como la autoasignación de roles y fun-
ciones por parte de cada una de ellas, a partir de un logicismo
estricto, no solo se fueron perpetuando y fractalizando en to-
das las escalas de los saberes en los siglos siguientes, sino que
el fruto de esa ceguera histórica arraiga con el tecnocapitalis-
mo del siglo XXI y la producción y circulación indiscriminada
de transcultura, a través de sus redes, de manera singular.
En los epígrafes anteriores de este mismo capítulo, he-
mos introducido el élan desclasificatorio en consolidados
conceptos teóricos que forman parte constituyente e indiso-
luble de la cosmovisión académica, política, cultural, contem-
poránea en suma, aunque, naturalmente, no siempre fue así.
Verdad, Identidad, Memoria, Razón, Comunicación, son con-

—174—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

ceptos mucho más recientes de lo que parecen a primera vista


o solo los conocemos en acepciones muy actualizadas y deli-
mitadas, estancas, parciales y procedentes de visiones o teorías
modernas, y lo que sesgadamente intentan expresar son, tam-
bién, significados habituales en las prácticas cotidianas de la
vieja «cultura» dominante, una cultura ya en proceso irrever-
sible de disolución. Con el mismo estatuto, naturalidad, pro-
visionalidad y automatismo han transitado también por estas
páginas. En ellas, hemos inevitablemente visualizado lo trans-
cultural desde lo cultural, nos hemos inmiscuido mediante
desgastadas, rudas y aviesas categorías culturales en intuidas,
difusas y huidizas nociones transculturales, pero ¿qué es la
intuición sino un sigiloso reptar de la experiencia?
Imaginemos, por un momento, a un yanomami en la
Gran Vía o en la Main Street de cualquier ciudad occidental o,
mucho más allá, en la amplia avenida virtual flanqueada por
los coloridos muros de una red social. Los yanomami consti-
tuyen una etnia dispersa en un amplio territorio de bosque
tropical eminentemente amazónico. Cuando muere un espo-
so, por ejemplo, se practica un ritual que pretende la asimila-
ción del desaparecido por parte de la comunidad, algo que
puede interpretarse en occidente como una forma de olvido
voluntario. El cuerpo del fallecido se quema y convierte en
cenizas. Estas se mezclan con líquidos que son ingeridos por
todos los miembros de la comunidad. Su esposa pasa a formar
parte de la familia del hermano.6 Sus pertenencias son también
quemadas y todos los sujetos que llevaban su mismo nombre
lo cambiarán por otro. A partir de ese momento, nunca más se
le recordará y ya no habrá más duelo ni llanto por aquel
hombre.7
------------------

6
Tal institución es conocida, por los antropólogos, como sororato.
7
Conversación con el mastozoólogo de Ciudad Guayana Hernán
Castellano, que tuvo lugar en Caño Tauca, Orinoco (diciembre de 2006).

—175—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

Los yanomami, como los yekuana, warao o piaroa, et-


nias suramericanas con algunas cosas en común, pero que es-
pecialmente comparten un dramático régimen de traducción
unificante y la misma situación de acoso minero, petrolero o
agroganadero, ejecutan lógicas y usos culturales diferentes a
partir de las mismas estructuras cerebrales. El cambio de
nombre coincidiendo con cambios de estado o la quema de
pertenencias y traslados asociados a la muerte de familiares
son, por ejemplo, prácticas «de la memoria» muy corrientes
entre las cuencas del Amazonas y del Orinoco.8
Pues bien, imaginemos a este yanomami, un sujeto inte-
ligente y práctico sin la intención ni formación etnográfica de
los discípulos de Malinowski, en medio de nuestro urbanismo
físico o virtual, intentado estabilizarse (comprenderse) entre
cientos de explícitas y tácitas regulaciones y símbolos, de sus
inimaginables combinatorias y, especialmente, ajeno a una po-
derosa e invisible lógica subyacente que todo lo impregna.
Durante mucho tiempo, el yanomami seguirá completamente
desplazado, sobreviviendo y morando en sus categorías en un
entorno indescifrable. Tiempo más tarde, no obstante, doble-
gará e hibridará, siempre en estado diaspórico y desplazado,
buena parte de su universo categorial a ese nuevo lugar occi-
dental también en desplazamiento constante hacia el no-lugar
augeriano (cfr. 1.5.), ya infiltrado por una transcultura (el
------------------

8
Sus propios idiomas se hacen cargo de estas cuestiones: por ejem-
plo, en lengua yekuana y eñepá, no hay diferencia en las denominaciones
que se dan a la madre o a la hermana de la madre, ni se distinguen hermanos
de hermanastros. Es curioso cómo la poligamia siempre la observamos des-
de el punto de vista androcéntrico, eurocéntrico y en relación a la poligamia
islámica, y no desde la óptica de la mujer que comparte marido con su her-
mana o desde la convivencia de los hijos de unas y otras, existentes en mu-
chas culturas. Esos modos de relación determinan, también, los modos de
pensamiento, conocimiento y memoria. Agradezco la aportación al antro-
pólogo gallego Luis Alcalá.

—176—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

meta-no-lugar digital) que no se restringe al espacio tecnoló-


gico occidental en el que surge y ni siquiera a occidente.
Nuestros ciudadanos comunes navegan o esquivan, con
extraña familiaridad, los sigilosos rápidos de la transcultura.
Sus hijos, «los nativos digitales», ya nacieron en sus meandros
y remolinos. Sus abuelos morirán sintiéndose forasteros de la
misma ciudad en que nacieron, aunque muchos creerán morir
en el mismo no-lugar en el que creyeron vivir los últimos
años. En ellos, la memoria, y no su cultura de origen, como
ocurre con el yanomami, sería un frente de resistencia cada
vez más apagado por el desplazamiento acelerado y desorde-
nado de sus estables categorías culturales a manos de precarias
categorías transculturales. Pero sin mediar desconceptualiza-
ción, nunca entenderían los nuevos conceptos que acosan su
arrinconada y desapercibida existencia. Unos conceptos cuya
común seña de identidad reside en no tener identidad fija. La
clave de un auténtico conocimiento sería, entonces, descon-
ceptualizar, un recurso desclasificatorio. Por el contrario, la
clave del desconocimiento serían los conceptos cerrados que
nos ofrece la clasificación.
Con la digitalidad, crece exponencialmente la interac-
ción transcultural, impregnando sus categorías los ancestrales
territorios físicos regidos por la cultura. Pero, y no hay que
temer a palabras antiguas cuyo significado intimidatorio fue
elaborado por dogmatismos y autoritarismos, la transcultura
es el mejor terreno abonado para el disenso, la desobediencia
y la sedición identitarias, el mejor substrato para elaborar sin-
gularidades desclasificadas que habrían de ser amparadas, sin
duda, por la auténtica democracia, por la única democracia
posible, una voluntad emancipante que emana de la subjetivi-
dad profunda y que no cesa de revisarse a sí misma y de re-
clamar revisión.
La tecnología digital ha propiciado interesadamente, sin
cautelas ni instrucción, el intercambio acelerado, caótico e in-

—177—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

tersticial de categorías y símbolos culturales arrancados de sus


viejas hormas. Casi podríamos reducir a una cuestión de rit-
mo, de tempo desabrido e incontrolado, por tanto, el carácter
más sobresaliente de lo transcultural en relación a la lentitud
de una matriz predecesora que todavía se muestra hegemónica
en los territorios económicamente menos poderosos, aunque
en creciente recesión y declive. Las nuevas categorías y, sobre
todo, su lógica precaria, se cuelan por hendiduras, poros y
pliegues de gruesas pieles culturales de un modo inverosímil
para las concepciones y prácticas de la cultura existentes hace
menos de un siglo, cuando los sujetos pertenecían inapelable e
insobornablemente a una única comunidad simbólica (o, al
menos, eso creían o aparentaban...).
La cosmovisión peculiar que propone la transcultura se
adapta bien fuera de los ambientes tecnológicos. Se trata de
una tecnología que propicia un nuevo modo de interacción
que la trasciende, contagiando e impregnando sus entornos.
Este nuevo modo interactivo penetra todos los resquicios
hasta ahora secularmente ocupados por las viejas y recalci-
trantes jerarquías de las culturas, conviviendo con ellas por
corto espacio de tiempo y produciendo la sustitución acelera-
da de sus categorías y valores.
La inoculación transcultural es incruenta e indolora pa-
ra los sujetos gracias a la sensación hipnótica o analgésica de la
comunicación reiterada, pero no por ello inaugura un espacio
exento de conflicto. Bien al contrario, la ruptura, por deseca-
ción o asfixia, con lo cultural impondrá sin remedio la volati-
lidad permanente y cotidiana de los nuevos bienes simbólicos.
Los nuevos aires de la transcultura contribuyen a la desclasifi-
cación de los sujetos y de las comunidades, pero no los con-
vierte, por ello, en sujetos emancipados ni desclasificantes, si-
no simplemente en sujetos desclasificados, un tipo de
clasificado más, disperso y nómada entre los vigilados escapa-
rates virtuales de la civilización naciente. La transcultura no

—178—
APUNTES DE DESCLASIFICACIÓN

tiene fin emancipante ni ofrece canales de emancipación, pero


deja entrever resquicios tal vez casualmente al descubierto por
la mera dinámica del cambio simbólico. No obstante, si en las
culturas hablaban por nosotros versículos y consignas de in-
sostenibles metarrelatos, en la transcultura lo harán persuasi-
vas estructuras vacías. He ahí el espacio, y el desafío, que ha
de llenar la desclasificación.
Lo transcultural está ya ahí, pero incluso desde la con-
ciencia que, desde este libro, hemos querido arrojar sobre ello,
mi objetivo ha sido mediado, saboteado conceptual e ince-
santemente por la gravedad cultural. No podemos pensar fue-
ra del territorio que nos marca la historia, el lenguaje, la cultu-
ra, pero algunos recursos desclasificatorios, como la
contradicción, nos permiten cuestionar y preguntar desde el
precario y paradójico estatuto de una frontera, de cualquier
frontera, aprovechando la brecha casi imperceptible que la
transcultura abre en las culturas. La desclasificación sería,
desde luego, el primer concepto a desclasificar a causa de su
autoinsolencia y, también, por ser tan fruto de indelebles ata-
vismos como quien aquí lo esgrime. Mas, una vez liberada, ya
no habría lugar de refugio, ni más fuga interrumpida.
Tal vez, regresando nuevamente a Deleuze, el último
cometido de una filosofía que, a mi juicio, se diluye junto a la
misma cultura clasificadora con la que vio la luz, sea crear
conceptos, aunque conceptos ya necesariamente transcultu-
rales que nos hagan capaces de entender, relatar, resistir, criti-
car la nueva matriz cognitiva que se nos impone. Y hacerlo
mediante nociones abiertas, flexibles, híbridas, adecuadas a la
ambigüedad y contradicción del mundo que inspira el pensa-
miento desclasificado, y que no solo brotan del Hong Kong
teorizado por Ackbar Abbas, del «translengüeo» zapatista,9 de
------------------

9
Véase el proyecto de doble traducción zapatista en Mignolo,
Walter and Schiwy, Freya (2007).

—179—
PENSAR EN LA TRANSCULTURA

los poemas de John Donne, del cine de Wong Kar-wai o, sin-


gularmente, de los inquietantes dibujos de Maurits Escher,10
sino, sobre todo, de la asombrosa normalidad de la vida coti-
diana.

------------------

Especialmente, Día y noche (1939), Manos dibujando (1948) o


10
Belvedere (1958).

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