Recitativo

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EL RECITATIVO LITÚRGICO EN EL OFICIO DIVINO

LUIS PRENSA VILLEGAS


Conservatorio Superior de
Música de Zaragoza

"La melodía que los chantres hacen escuchar está destinada a mover la
conciencia del pueblo reunido hacia el pensamiento (memoria) y al amor de las
cosas celestiales, no sólo por el carácter sagrado de las palabras, sino por el poder
expresivo de los tonos (suavitas tonorum).
Por eso, es importante que el chantre, según la tradición de los santos
Padres, destaque y se distinga por su voz y su arte (voce et arte), de manera que
toque el corazón de sus oyentes por el camino del placer sensible (oblectamenta
dulcedinis).
... Se recitarán, pues, los salmos en la iglesia, ni demasiado deprisa, ni
demasiado fuerte, ni con voces desordenadas y sin disciplina, sino de una mane-
ra igual (plane) y distinta, con una gran disponibilidad de corazón (compun-
tione cordis), de tal manera que el espíritu de aquellos que los escuchen queden
encantados de su pronunciación" (Recomendaciones del Concilio de Aix,
816).
Esta recomendación del Concilio de Aix (816) nos sitúa en el punto
de partida de lo que debe ser el canto, y, más si cabe, el recitativo: la
palabra. Para nosotros, hoy y aquí, los recitativos en el Oficio Divino.
¿Dónde se canta el recitativo? ¿Qué se canta? ¿Cómo se canta?
¿Quiénes lo cantan? Serán estos los interrogantes que nos van a acom-
pañar en nuestra conferencia. En su respuesta hallaremos la solución a
nuestra búsqueda.

I. ¿DÓNDE? EN LAS HORAS DEL OFICIO DIVINO


En una conferencia anterior, hemos visto los recitativos en la Misa.
A nosotros nos corresponde detenernos en los del Oficio Divino. Pero

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antes de ir más allá, conviene definir qué es el Oficio Divino, en la His-


toria de la Liturgia. A partir de ahí, podremos entrar en los distintos
recitativos que se utilizan en él.
Ya en el siglo III –según San Hipólito–, en la Tradición Apostólica
había reuniones de oración de los fieles, además de la Eucaristía. Por la
mañana –dice– diáconos y sacerdotes se reunían con el obispo y se diri-
gían al pueblo. También por la tarde tenía lugar a veces un ágape, en
especial cuando un cristiano rico invitaba a los pobres de la comuni-
dad. Entonces un clérigo asumía la presidencia. La comida iba prece-
dida de la bendición de la luz y de una oración, en la que recitaba algu-
nos salmos. Éstas serán, en el futuro, los oficios de Maitines y Vísperas.
Este hecho es atestiguado también en Oriente por Eusebio de
Cesarea (†339), y en Occidente por San Hilario de Poitiers (†367). En
España se puede ver en el Concilio de Toledo (633 y 675), y así en todas
partes.
Parece ser que el pueblo acudía sobre todo al oficio de maitines:
evidentemente, la oscuridad impedía empezar las tareas diarias. En un
diálogo con el abad Theonas, Casiano habla de los numerosos laicos
que, cada día, muy pronto (ante lucem vel diluculo), se dirigen a la igle-
sia. Y el emperador Justiniano dirige al clero de su imperio el aviso
siguiente: “Mientras que numerosos laicos se dirigen en masa a la iglesia y
manifiestan un gran celo por el canto de los salmos, sería inconveniente que los
clérigos, que están al frente, no cumplieran con su deber” (en especial para
maitines y vísperas).

Cesareo, obispo de Arles (†540), anima a los fieles a ir a la iglesia


antes de la aurora, para cantar himnos, salmos y lecturas, y les prome-
te que ello no les quitará su tiempo de trabajo.
Nicetas de Remesiane (cerca de la desembocadura del Danubio;
hacia 414) invita también a los fieles (excepto a los ancianos y enfer-
mos) a acudir a las vigilias.
Hay datos curiosos que confirman este hecho, nada extraño en los
primeros siglos. Por ejemplo, en Tours, junto a la tumba de San Mar-
tín, la campana tocaba para maitines, y lo mismo en Mérida, en Espa-
ña, donde en el siglo VII siguen todavía la misma costumbre.

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En fin, paulatinamente se introduce –ahora para los monjes– las


restantes horas: prima, tercia, sexta y nona, y completas.
A lo largo de los siglos se va conformando, pues, este conjunto de
momentos de la jornada, que finalmente en la Regla de San Benito (siglo
VI) se denominará Opus Dei –obra de Dios–, más vulgarmente conocido
como Oficio Divino y, en la actualidad, Oficio de las Horas. Tan impor-
tante será en la organización del día que se dedicará 8 horas al Oficio
Divino, 8 horas al trabajo y 8 horas al descanso, comida, y al resto de
actividades.

II. ¿QUÉ? LOS ELEMENTOS RECITADOS


Situados, pues, en el mundo en que nos vamos a mover, entramos
a contemplar cada uno de los elementos de que se componía y se com-
ponen todas las horas de Oficio Divino.
- Salmos.
- Lecturas.
- Antífonas.
- Responsorios.
- Preces y oraciones.
- Versículo.
- Saludos.
Cada uno de estos elementos tiene un tratamiento especial, en
función del tiempo litúrgico (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua....),
fiesta celebrada, día de la semana, la hora. Y cada momento va a tener
su propio repertorio musical, más sencillo, más adornado, más breve o
más prolijo.
Pues bien, de todo ello lo que a nosotros nos interesa son los reci-
tativos. Si en cualquier texto cantado, lo primero es la palabra (tomada
siempre, o casi siempre) de la Biblia, en el recitativo, por la ausencia de
grandes ornamentaciones, es la palabra la que articula todo el desa-
rrollo musical.
Pese a la extrema sobriedad de algunos recitativos o a su carácter
deliberadamente rebuscado de algunos de ellos, el resultado final no
va a ser siempre el mismo en el ánimo del oyente. Esto podría decirse
de cualquier tipo de música, pero aquí más si cabe, porque no existe ni

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artificio compositivo ni la búsqueda de efectos que se alejen de la pala-


bra cantada. Por tanto, ese resultado final, de que hablamos, depende-
rá de ciertas circunstancias, que darán una mayor o menor belleza, al
canto de un recitado:
1. La inteligencia del texto por parte del solista, que desgrana su
canto, subrayando, de manera natural, las palabras y los acen-
tos más importantes; que articula bien el fraseo; que liga y
separa las distintas palabras para darles su pleno sentido.
2. El timbre (cualidad fonética): no es lo mismo la voz de un
niño, que la de una mujer, que la de un hombre. Ese efecto es
independiente de uno mismo. Está condicionado por la pro-
pia naturaleza humana. Pero para el receptor del canto, será
distinto.
3. La altura (melodía): ¿cómo va a sonar igual una lectura o un
saludo, por poner un ejemplo, cantados en un tono brillante,
que lo mismo en un tono apagado? El tono agudo o grave con-
dicionará el resultado final.
4. La duración de los sonidos (cantidad): en este tipo de canto
de solista, el intérprete puede modificar el decurso de sus
sonidos largos o breves, puede recrearse alargando o abre-
viando una palabra importante o secundaria.

III. ¿CÓMO? Y SE HIZO LA PALABRA CANTADA


En efecto, la palabra, incluso la más sencilla, ofrece una especie de
modulación: est etiam in dicendo quidam cantus obscurior (Cicerón, Orator,
xviii), un germen de música. Accentum seminarium musices (Marciano
Capella, libro III). Este germen está llamado a desarrollarse y a produ-
cir el canto propiamente dicho. El desarrollo musical dado a la palabra
es más o menos marcado, más o menos rico; se aleja más o menos de
las evoluciones humildes y restringidas de la simple acentuación. De
ahí que haya distintas clases de cantos en el uso litúrgico, según Jan
Pothier, en la obra citada en la bibliografía, a quien seguimos en este
apartado.
Empezando por los más sencillos, observamos primero a aquellos
que denominamos recitativos y que son tanto una lectura como un
canto.

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Aunque el ritmo propio a las melodías gregorianas sea el del dis-


curso o de la lectura –de este modo todas pueden denominarse recita-
tivos– damos, sin embargo, más particularmente este calificativo a aque-
llas melodías gregorianas que, con una sola nota o un grupo simple por
sílaba, dan en mayor medida a las sílabas, a las palabras y a las frases el
valor que les es propio, y al conjunto el carácter de lectura.
Vamos a distinguir tres maneras de leer, y, en correspondencia,
tres maneras de cantar.
1) La primera manera de lectura consiste en proferir las sílabas
sucesivas sobre el mismo tono, sin inflexión de voz de ningún tipo, y
manteniendo el recto tono incluso al final de las frases y de los miembros
de frase, que entonces sólo se distinguen por suspensiones o descansos
más o menos marcados. Esta forma tiene un carácter marcadamente
impersonal. Y si el lector es de los que no saben observar la acentua-
ción, sobre todo en latín, la lectura se hace, si no absolutamente inin-
teligible, al menos muy insípida.

EJEMPLO
Factum est verbum Domini ad me, dicens: sta in porta domus Domini: det
práedica ibi verbum istud, et dic: audíte verbum, Domini omnis Juda...
Sin problema podría trasladarse al castellano este mismo estilo de
lectura.
A imitación de la lectura hecha de principio a fin en el mismo
tono, también hay el canto recto tono, desprovisto asimismo de cualquier
inflexión, y por ende de cualquier forma musical, pero quizá no de
cualquier valor estético. Este canto, del que los antiguos nunca sospe-
charon sus posibilidades, sólo se distingue de la lectura que le sirve de
tipo en esa fuerza algo más sostenida en la voz que caracteriza al canto
y lo diferencia de la voz que habla.
Los antiguos, incluso al hablar, modulaban mucho más sus voces
de lo que nosotros lo hacemos en las lenguas modernas. En la liturgia
desconocían lo que era recitar los salmos o las antífonas en el mismo
tono, lo que nosotros llamamos salmodiar. La liturgia ambrosiana y la
liturgia monástica nos ofrecen, ciertamente, salmos como el primero
de Maitines, o incluso oficios enteros, como Completas en la Regla de

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San Benito, que se dicen in directum. Pero esta expresión no indica en


modo alguno una recitación hecha en el mismo tono.

Tonus in directum

Sin embargo, se puede hacer menos monótona esta especie de


canto y acercarlo a una verdadera modulación, si se observa la acen-
tuación, con mayor cuidado todavía que en la lectura. El acento, al dar
más fuerza a ciertas sílabas, y a otras menos, hace que parezcan más
altas o más bajas, aunque en realidad permanecen en el mismo tono; y
la impresión que se deriva es análoga a la que produce el canto pro-
piamente dicho (vid. Guido de Arezzo, Micrologus, c. xv).

Además el acento, al servir como punto de referencia, tiene la ven-


taja de facilitar el conjunto de las voces y dar movimiento y vida a un
recitado, que, sin esto, se haría pesado y agotador, mal ordenado y casi
siempre confuso.

2) La segunda forma de lectura se parece a la que acabamos de


describir en que la mayor parte de la frase es sostenida, como en el pri-
mer tipo de lectura, sobre un tono cuyo acento más o menos variado
de las palabras es el único que viene a romper la uniformidad. Pero se
distingue de él en que el final de las frases y de los miembros de frase
está marcado por ciertas inflexiones de voz que, sin responder al senti-
do de las palabras con todos los matices de la modulación o de acentos
–que, por ejemplo, se hacen en una conversación animada– permiten,
no obstante, al oyente seguir fácilmente el pensamiento y entrar en los
sentimientos expresados.

La manera de cantar análoga a este tipo de lectura consiste en


mantener en una cuerda la mayor parte del canto, acentuando sólo las
palabras y señalando las principales divisiones del texto con fórmulas
de modulación que son como la puntuación musical.

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Tenemos un ejemplo de este canto en los versículos de los salmos,


donde la mediante y la terminación vienen a puntuar el texto a través
de fórmulas melódicas, que corresponden a las inflexiones de voz del
final de las frases o de los miembros de frase, en la lectura o incluso en
la conversación normal. En efecto, cuando se habla –y si la frase tiene
bastante extensión para poder dividirla en distintas partes– la voz, sin
variar mucho el tono, modula a manera de mediante en las sílabas que
terminan cada división, y llega por medio de una inflexión de carácter
más conclusivo al descanso final.

Tonus capituli

Al comparar así las mediantes y las terminaciones del discurso y las


del canto, sólo queremos señalar una mera analogía. Analogía que nos
llama la atención, pues desde el punto de vista tonal, hay una diferen-
cia notable: en el discurso, la voz da sonidos que deben ser justos para
ser asumidos por el oído, pero no responde a una escala propiamente
musical; en el canto, la voz, cuando sube o baja, recorre grados preci-
sos, tomados de una gama de la música.

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El tipo de lectura a la vez más rico y más natural es el que imita a


la palabra en toda la espontaneidad de sus impulsos y la multiplicidad
de sus inflexiones. Dom Mocquereau la definía diciendo “es una suce-
sión armoniosa de palabras y sílabas, que los prosadores latinos y griegos adop-
taban al final de una frase o semifrase, con el objetivo de producir en el oído
cadencias rítmicas y de efecto agradable”.
3) Hay también en el canto litúrgico una manera de modular que
se aleja del recto tono, no ya solamente en determinados acentos y en las
principales divisiones del texto, sino también, por así decir, a cada paso.
Sucede a veces que la melodía, en lugar de pegarse al texto, lo supera,
independizándose a su aire, se desarrolla en vocalizaciones llenas de
gracia y de entusiasmo. Hemos de observar también aquí que incluso
entonces el ritmo no cambia.

El gregoriano permanece siempre sereno en sus variaciones,


moderado en sus saltos, sin jamás buscar los efectos o las sorpresas. Por
eso decimos que la música gregoriana es, por las formas de sus modu-
laciones así como por la naturaleza de su ritmo, un verdadero recitativo.
Este nombre conviene más a las partes del Oficio Divino, que por la
sencillez de sus inflexiones se asemejan más a la lectura, como son las
oraciones, las lecturas, evangelios, saludos. Estos recitativos, tal como
los encontramos en las distintas liturgias –gregoriana, milanesa, mozá-
rabe...– tienen un tipo melódico común, con un tema más o menos
alterado, modificado, desarrollado, pero siempre fácil de reconocer.

Naturalmente, la cuerda de recitado suele ser la del medio de la


escala, el medium de la voz, la mese de los antiguos, y que responde al LA
de la gamma ordinaria, si no exactamente por el tono, al menos por el
lugar que ocupa en la serie de los sonidos. Esta cuerda, sin embargo,
no es un punto fijo en el que la voz deba mantenerse continuamente:
sirve únicamente como centro de gravitación alrededor del cual le
gusta moverse la modulación.

Las distintas evoluciones de la voz en el recitativo se hacen de tres


maneras:

a. Por la acentuación que tiende a subir ciertas sílabas por encima


de la cuerda de recitado.

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b. Por las divisiones que, al contrario, se marcan lo más a menudo


dejando caer la voz al final de las frases.
c. Por la necesidad de dar fluidez y gracia, y más variedad, al con-
junto.

Ave Maria

Vemos cómo la modulación puede moverse del LA al SOL, o del


SOL al LA. Sustituye así al recto tono, con la gran ventaja de la recitación,
y lo único que hace es resaltar mejor la acentuación y las cadencias.
Sucedería lo mismo cuando se acentuara más o cuando hubiera varia-
ciones más numerosas o más extensas, como vemos en los recitativos
siguientes, que tienen un parentesco entre sí muy evidente.
Dominus vobiscum

Tenemos que hacer varias observaciones sobre estos recitativos.


1) El recto tono, puro y simple, si lo tomamos como está escrito no
es raro en los libros actuales: saludos, oraciones, lecturas breves o pro-
lijas... Los antiguos señalaban incluso lo que no debía cantarse sobre

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una modulación bien caracterizada, sino sencillamente recitarse: lo


que no excluía algunas variaciones.

2) En el segundo ejemplo, la recitación es todavía muy sencilla y


sólo se distingue de la primera por un movimiento que lleva, alternati-
vamente, la voz de la subdominante a la dominante.

3) El tercer ejemplo, tomado del comienzo del prefacio, presenta


un movimiento melódico más acentuado, que prepara otro más sensi-
ble todavía, como sucede en otros casos.

No son muchas las variaciones de las lecturas o de las oraciones en


la liturgia romana. Pero sí encontramos variaciones en las tradiciones
propias de los países, o entre benedictinos, cistercienses, cartujos,
dominicos, etc... Hay pequeñas variantes de unos a otros, pero se pare-
cen tanto que hay que pensar en un mismo origen para todos ellos.

Tipos de recitativo en el Oficio

1. Saludos

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Desde el primero al tercero hay una progresión en el recitado: de


lo más sencillo a lo menos sencillo. Sin embargo, siempre gira alrede-
dor de una sola nota: la cuerda recitativa (la, si, sol, si...).

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2. Oraciones

Deinde dicitur ab Hebdomadario:

Puesto que en este caso hay más texto, se sigue articulando alre-
dedor del mismo eje que antes (la cuerda de recitado), pero ahora
introduce algunos elementos nuevos:

- La flexa para descansar brevemente.


- El punctum para puntuar el texto y hacerlo inteligible.
- La terminación para descansar finalmente.

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3. La bendición

Breves inflexiones que sitúan el texto en su sentido primero.

4. Los versículos

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Vemos aquí también el mismo fenómeno que se da en todo el


repertorio: la ornamentación de una simple cuerda de recitado. El can-
tor quiere marcar las diferencias entre unos oficios y otros. Las horas
más importantes, Laudes y Vísperas, disponen de versículos más ador-
nados. Las horas denominadas menores tienen unos versículos más
sencillos.
Pero la diferencia se marca no sólo entre los distintos oficios del
día litúrgico. También entre las distintas celebraciones, entre unas fies-
tas y otras, se produce el mismo fenómeno.

5. Pater noster

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El canto de Pater noster en las horas más importantes tendrá un


tratamiento distinto al de las horas menores, donde no hay canto y se
reza en voz baja.

Lecturas

Hemos dejado para el final las lecturas, porque en este tipo de


recitado es donde encontramos una mayor variedad musical. En efec-
to, una lectura prolija permite una adaptación distinta de la voz al
texto. Por ejemplo, el carácter de una lectura para el Oficio de Maiti-
nes de Navidad, poco tiene que ver con la lectura de una lamentación
de Jeremías el Viernes Santo. En el primer caso, la música resalta un
texto que anuncia la alegría de un nacimiento. En el segundo, la voz
describe el sufrimiento hasta la muerte del varón de dolores. No ten-
dría ningún sentido que ambas lecturas –y otros muchos casos igual–
utilizaran un mismo esquema musical. Basta con escucharlas para sen-
tir la diferente dimensión que transmiten:

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IV. ¿QUIÉNES? LOS CHANTRES


Y llegamos así al último interrogante de nuestro recorrido. ¿Quié-
nes interpretaban, quiénes leían, quiénes recitaban de esta manera?
Ya San Gregorio Magno –en un discurso pronunciado en San
Pedro, el 5 de julio del 595– decía: “Ordeno que el canto de los salmos y la
proclamación de las derruís lecturas sean ejecutadas por los subdiáconos, a
menos que se necesite acudir a otros clérigos” (Ph. Bernard, pp. 410-411).
Y un hombre de letras, amante de la música y sabio de su tiempo,
Leidrado de Lyon (siglo VII I), escribía: “Dispongo de escuelas para los
chantres, en las que han sido formados chantres capaces de formar a su vez a
otros. Dispongo también de escuelas para formar a lectores que no se limiten a
prepararse las lecturas de los oficios, sino que, meditando los libros sagrados,
reciban también los frutos de la inteligencia espiritual. Determinado número de
ellos son ya capaces de acceder al sentido espiritual de los evangelios. Otros aña-
den incluso los escritos de los apóstoles, y la mayor parte han adquirido la com-
prensión espiritual de los libros de los profetas. Lo mismo sucede con los libros de
Salomón, el salterio y Job. En esta misma iglesia de Lyon he trabajado todo lo
posible para hacer copiar los libros” (Ph. Bernard, pp. 737-738).
Otro relevante personaje del siglo IX, Helisacar de Saint-Riquier,
cuando ofrece al papa un antifonario convenientemente corregido por
los suyos, le dice: “Por eso he considerado este trabajo oportuno, tal como he
dicho a mis chantres y a los vuestros; y es preciso que se ponga en práctica con
el mayor de los cuidados por unos y otros, cantando con cuidado los versos, con-
venientemente situados y ordenados según las reglas del arte del canto... Para
ello es preciso que este trabajo se entienda correctamente. En la, práctica, propor-
ciona a los chantres un gran modelo y, por así decir, una especie de guía. De esta
manera, respetando estos principios, en modo alguno y en nada podrá uno des-
viarse de la tradición de este arte” (Ph. Bernard, pp. 744).
¿Y qué decir del celo que se ponía en la formación de los canto-
res? El testimonio se refiere también al mencionado San Gregorio
Magno. Nos lo cuenta, de manera legendaria, su biógrafo, Juan Diáco-
no (siglo IX), en su Vita: “A la manera del sapientísimo Salomón, en la casa
del Señor, y en razón de la compunción que provoca la dulzura de la música,
recopiló con el mayor cuidado el antifonario, muy útil para los chantres. Tam-
bién fundó el colegio de chantres (Schola cantorum), que todavía hoy practica el

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canto en la Santa Iglesia romana sobre las bases por él establecidas... en el


Patriarcado de Letrán se conserva todavía hoy, con la veneración debida, ade-
más de su antifonario auténtico, el estrado sobre el que dirigía las clases de canto
y el martillito con el que amenazaba a los niños...” (Ph. Bernard, pp. 408-
409).
Pero no sólo había un celo, acaso excesivo, en la formación de lec-
tores y cantores, sino que también se velaba para que en la práctica
todo se desarrollase según los principios. En el siglo XI, por ejemplo, el
consuetudinario de Cluny habla de un monje que, durante el oficio
nocturno de maitines, deambulaba por el coro portando un farol para
cuidar de que todo el mundo estuviera despierto: evidentemente, cons-
tituía un problema mantenerse despierto durante las prolongadas lec-
turas de los nocturnos. Si llegaba a un monje que se hubiera quedado
dormido durante las lecturas, no le dirigía la palabra, sino que movía
suavemente el farol de un lado para otro delante de la cara y muy cerca
de ella hasta que se despertaba.
Y es que, en el siglo XI, el esquema litúrgico, relativamente simple,
de la Regla benedictina había sido aumentado con la adición de otros
oficios –el de difuntos y el de todos los santos– y de salmos adicionales.
Ahora la comunidad asistía diariamente a 2 misas, la “Misa de la maña-
na”, celebrada inmediatamente después de tercia, y la Misa mayor, que
seguía al oficio de sexta, en torno al mediodía.
El mismo Ulrico cuenta que, en la sala capitular, a los jóvenes que
habían cometido algún error al leer o cantar la salmodia, o que sim-
plemente se habían dormido durante los oficios, se les quitaban la
capucha y el hábito, y su maestro les zurraba con varas de sauce. Era
severo: en la sociedad medieval era convicción general que para edu-
car adecuadamente a los jóvenes era indispensable zurrarles continua-
mente.

Hasta en el ámbito del trabajo manual encontramos la costumbre


de cantar salmos semi-recitados. El mismo Ulrico dice así: “...algunos
días, después de celebrar un capítulo más corto de lo normal, dice el abad: ‘Pro-
cedamos al trabajo manual’. Entonces salen todos, los muchachos delante, al
huerto. Se cantan salmos y, después de estar desyerbando durante un corto tiem-
po, vuelve a formarse la procesión (cantando salmos) y regresa al claustro”.

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CONCLUSIÓN
Sabemos ahora, quizá mejor que antes, qué es un recitativo, que se
canta dentro del Oficio Divino; sabemos también cuántos tipos de reci-
tativo hay y cómo se cantan; y finalmente, sabemos también quienes los
cantan. La creación musical en la Edad Media era, diríamos, inagota-
ble. Para cada momento, para cada día, para cada año, para cada acon-
tecimiento, para cada ocasión: allí había siempre una respuesta musi-
cal, porque la música iba siempre acompañada de la palabra, vehículo
excepcional de los sentimientos. Eso es, al final, lo que debemos rete-
ner de cuanto hasta aquí, en estas V Jornadas, hemos ido escuchando:
los recitativos han servido y sirven todavía para expresar, desde la belle-
za, un mensaje. Un mensaje que, paradójicamente, va más allá de la
palabra y la trasciende. De esta manera, palabra y música se confunden,
en el recitativo, hasta formar una amalgama sonora, llena de virtuali-
dad y poder expresivo. Eso es, sobre todo, el recitativo.
Y yo me pregunto, para terminar, ¿hay acaso algo más expresivo
que el lamento por la pérdida de un ser querido? Me explico: no
hemos hablado, a lo largo de estos días, del planctus, canto elegiaco que
llora la muerte de alguien querido. Éste es un tema distinto, aunque la
composición musical de estas elegías se pueden englobar en el mundo
de los recitativos, por su sencillez y sobriedad melódicas.
Por eso me van a permitir que acabemos esta conferencia escu-
chando un planctus por la muerte de Hugo, hijo natural de Carlomag-
no, abad de St. Bertin (14 de junio de 844). Fue compuesto por un anó-
nimo monje de su monasterio, para honrar la memoria de su abad.
Esta música, ni litúrgica ni trovadoresca, nos abrirá las puertas a otros
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