Silvia Espanol (2004) - Como Hacer Cosas Sin Palabras
Silvia Espanol (2004) - Como Hacer Cosas Sin Palabras
Silvia Espanol (2004) - Como Hacer Cosas Sin Palabras
Silvia Español.
Cita:
Silvia Español (2004). Cómo hacer cosas sin palabras. Madrid: Antonio
Machado.
Acta Académica es un proyecto académico sin fines de lucro enmarcado en la iniciativa de acceso
abierto. Acta Académica fue creado para facilitar a investigadores de todo el mundo el compartir su
producción académica. Para crear un perfil gratuitamente o acceder a otros trabajos visite:
https://www.aacademica.org.
INTRODUCCIÓN
1
significados mediante el uso del lenguaje. Es decir, los gestos son una bisagra entre
los dos polos del desarrollo semiótico; y es justamente esta condición la que los torna
tan interesantes para la investigación psicológica. Estudiarlos desde una perspectiva
semiótica evolutiva permite ubicarlos en el continuo que parte del polo de emisión no
intencionada de signos y desemboca en la producción de signos verbales,
intencionados, simbólicos y convencionales. Ubicarlos en este continuo torna posible
observar en detalle cómo ocurre el tránsito desde interacciones en las que no hay
evidencia de una intención en el niño de producir un significado en el otro, pero que
tienen un efecto en el adulto, a procesos comunicativos donde la intención se torna
evidente. Abre las puertas al análisis de las relaciones entre los diversos modos
gestuales de comunicación: entre los gestos deícticos, anclados a su contexto de
producción, y los gestos simbólicos que presentan diferentes grados de libertad de su
contexto inmediato. Permite indagar la génesis de la capacidad de autodirigirse signos
y encontrar, como se verá a lo largo del libro, que el uso de signos dirigidos a sí
mismo, tradicionalmente asociado con el lenguaje, emerge primero en el nivel
gestual. Por último, torna posible entroncar este desarrollo con los indicios más
tempranos de la capacidad ficcional infantil, cuando ésta se realiza mediante acciones
y gestos.
La convicción de que la producción de significado tiene lugar en los procesos de
interacción y la hipótesis de que existe un continuo semiótico en los sucesivos modos
de interacción que se establecen entre el niño y las personas que le rodean son dos de
las ideas centrales que guiaron nuestro trabajo. Contábamos, además, con un modelo
de semiosis evolutiva que brinda un marco general para el análisis de la producción
gestual infantil. El modelo enhebra ciertos hitos del desarrollo evolutivo directamente
vinculados con el modo gestual: la expresión de las emociones, los gestos enlazados a
objetos presentes en el entorno físico mediante los cuales los niños realizan sus
primeras peticiones y declaraciones a un nivel preverbal, los gestos simbólicos a
través de los cuales comienzan a referirse a objetos ausentes y el inicio del juego de
ficción, que se realiza, parcialmente, a través de gestos. El modelo enhebra estos
modos disímiles de producción de significado, o semiosis, mediante la hipótesis de
que a todos ellos subyace un mismo mecanismo de producción: la suspensión
semiótica. Nuestra investigación toma como marco teó rico y como herramienta de
análisis el modelo de semiosis por suspensión de Ángel Rivière. Es nuestra intención
presentarlo desde las primeras páginas pero antes de adentrarnos en su descripción
hemos de considerar algunas cuestiones generales acerca de los hechos semióticos.
Semiosis e interacción
1
Aun así, el signo bicéfalo ha sido una herramienta de análisis privilegiada en psicología genética.
Baste recordar que Jean Piaget (1946) se sirvió de la fórmula binaria saussureana para estudiar
justamente la génesis de la fo rmación simbó lica, describiendo el p roceso de desarrollo a t ravés del cual
las dos caras del signo -significante y significado- se van distanciando paulatinamente.
3
sígnicos se extienden más allá de lo que intuitivamente se considera producción de
significado; éstos sobrevuelan el mundo de las palabras, del significado lingüístico e,
incluso, del significado humano. Cualquier hecho puede ser un hecho sígnico si es
signo para un interpretante. El ruido de pasos sobre el suelo crujiente de un bosque
será signo si existe algún interpretante para el cual el ruido esté en lugar de alguna
otra cosa: de un animal que se acerca, de un cazador al acecho; un fenómeno natural,
como el humo, será signo de fuego si existe algún interpretante para el cual el humo
remita al fuego. Las narraciones son fenómenos sígnicos, así como lo son los gestos.
Pero no sólo estos hechos, en los cuales podemos suponer la presencia de alguna
clase de conciencia en el organismo que interpreta el signo, componen el universo
semiótico. También lo son los complejos intercambios sociales que caracterizan el
mundo animal. En la perspectiva peirceana casi se aúna significación y vida. Allí
donde hay vida, hay circulación de información, hay, por tanto, un fenómeno sígnico.
Y en el mundo animal los fenómenos de intercambio de información son constantes.
Sirva como muestra la delicada descripción que hace Carles Riba de las interacciones
entre las luciérnagas: “Las luciérnagas macho levantan el vuelo al atardecer. Desde el
suelo las hembras contemplan la estela de luz impresa en el aire, dejando un rastro que, en
muchos casos es una marca de la especie. Cuando una hembra se enciende, respondiendo a
un macho iluminado, éste vuela hacia ella después de un intervalo que es igualmente
característico de cada especie. Mientras se va acercando resplandece de forma intermitente
y prosigue la aproximación si cada destello va seguido por la correspondiente respuesta de
la hembra en el intervalo correcto. Después de repetirse una y diez veces estos contacto
visuales, el macho aterriza cerca de la hembra, y sigue aproximándose sobre sus patas sin
dejar de lanzar señales luminosas. Finalmente copula con la hembra. Una cosa puede
sorprender al observador un poco perspicaz: a veces las hembras no responden a algunos de
los destellos de su galanteador; en cuyo caso éste se detiene o deja de avanzar en su
dirección; pero tan pronto como reaparecen las señales, el macho continúa su avance. La
fase más intensa de esta actividad puede durar media hora o cuarenta y cinco minutos.
Después decrece gradualmente a lo largo de un período semejante.” (Riba, 1990, p. 26)
Los fenómenos de intercambios de información, como el descrito, no implican una
transmisión intencionada de información (o al menos no hay modo de afirmar que el
organismo tenga alguna intención de afectar la conducta de otro organismo ni de que
este último interprete su comportamiento como si la tuviera). Sin embargo, aparecen
ciertas relaciones en el comportamiento de los organismos que permiten suponer que
ha habido circulación de información. Esta circulación de información, repetimos, no
implica intención de emisión ni atribución de intenciones por parte del receptor. Nos
encontramos ante lo que se denomina fenómenos sociales pero no comunicativos. En
ellos, como hemos dicho, ocurren conductas significativas, o conductas de
transmisión de información, en ausencia de intención, tanto si nos situamos desde el
punto de vista del receptor como del emisor. Insistimos en su caracterización porque
el hecho de que un signo implique, o no, la intención de significar divide aguas de un
modo tan literal que es criterio para diferenciar fenómenos de transmisión de
información de fenómenos comunicativos propiamente dichos o, lo que es lo mismo,
4
para distinguir entre una semiótica de la significación y una semiótica de la
comunicación.
No es nuestra intención discutir aquí cuáles son los límites del proceso semiótico,
si es que éste se aúna con la noción de vida, sino indicar que una semiótica general
(tal y como es concebida por Peirce, 1931; Prodi, 1977; Hierro- Pescador, 1980; Riba,
1990) permite, además del análisis de los fenómenos sígnicos culturales, un análisis
de aquello que está mas allá del discurso e inc luso de la cultura -como las
interacciones que se producen en el mundo animal-, y de aquello que se encuentra
justo en el umbral de la cultura -como es el caso de los primeros gestos
comunicativos y simbólicos-. Estos últimos son el centro de nuestro interés.
Siguiendo los pasos trazados por otros psicólogos evolutivos, analizaremos el
desarrollo de la interacción de la díada niño-adulto en términos semióticos. Y dado
que los procesos semióticos, desde la teoría peirceana, pueden abarcar tanto procesos
de transmisión de información como procesos que evidencian una intención de
comunicación, podremos pensar en un continuo entre ambos tipos de procesos y
vislumbrar, asimismo, el modo en que se transita desde los modos primitivos de
interacción hacia la comunicación intencionada y la comunicación gestual simbólica.
Hemos dicho que la semiótica peirceana se muestra como el marco adecuado para
el estudio de la interacción y que ésta, además de poder contener los fenómenos
semióticos en los cuales se evidencia una intención comunicativa, puede extenderse
hasta abarcar tanto los intercambios de información que existen en el mundo animal -
en los cuales no se aprecia una intención comunicativa ni desde el punto de vista del
emisor ni del receptor del signo- como las interacciones entre el adulto y el niño aun
cuando éstas carezcan de una intención comunicativa, al menos por parte del niño.
Sin embargo, en la semiosis humana, las interacciones de la d íada constituyen el
escenario en el cual se despliegan dos habilidades o cualidades: intención e
intersubjetividad. No decimos que ellas no existan en el mundo animal; de hecho no
hay duda que las acciones intencionadas se manifiestan en él (basta tan sólo remitirse
a las acciones del predador para acorralar a su presa), a la vez que no sería fácil negar
experiencias de intersubjetividad a los primates no humanos y a otros mamíferos. Lo
que deseamos es destacar que, en los procesos humanos, intención e intersubjetividad
constituyen el anverso y reverso de los procesos semióticos y que ambas sufren un
complejo proceso evolutivo que modela la ontogénesis de la producción sígnica.
Como dijimos al inicio, a los primeros signos de los bebés, a sus primeros llantos, por
ejemplo, no subyace una intención comunicativa; pero sus signos no nacen en el
vacío sino en un mundo de seres interpretantes; los adultos otorgan sentido e
intención a los signos que reciben del bebé y crean, así, el escenario propicio para que
se desarrolle en él la capacidad de generar intencionadamente signos, de producir
5
intencionadamente un significado en el otro; y el bebé, cuando comienza a producir
signos con la intención de producir un significado en el otro, tiene alguna noción del
otro hacia el que dirige su signo, noción que se ha ido constituyendo, creemos
nosotros, a través de las reiteradas experiencias de intersubjetividad originadas en las
primeras interacciones.
Interacción e intención
8
En esta breve descripción se manifiesta un hecho simple pero que no conviene que
pase inadvertido: en las primeras acciones comunicativas del niño se intercala un caso
especial de esquemas de acción dirigidos a las personas: la búsqueda de contacto
ocular; se intercala también un fenómeno que ya implica una primitiva triangulación
entre el niño el objeto y el adulto: el fenómeno de atención conjunta. El juego de
miradas que transita del contacto ocular a la atención conjunta nos lleva directamente
a la otra cara de la semiosis humana: la intersubjetividad.
Interacción e intersubjetividad
Podemos decir, de modo general, que los primeros indicios que tenemos de que
existe en el niño una intención de comunicarse ocurren hacia el final del primer año
de vida, cuando produce sus primeros gestos comunicativos. Pero antes de producir
estos gestos el niño ha estado inmerso en el universo semiótico, como receptor y
como emisor de signos. Decíamos líneas arriba que el adulto al interpretar, anticipar y
completar las acciones intencionadas del niño crea el espacio para que és te desarrolle
sus primeras acciones intencionadamente comunicativas. Pero los adultos no sólo
interpretan las acciones intencionadas de los niños sino también aquellas que no lo
son. Las acciones de los bebés son sometidas desde el principio a un filtro subjetivo
de interpretación humana, de forma tal que algunas de sus conductas no intencionadas
son consideradas como relevantes y coherentes en términos humanos: se juzgan como
movimientos que derivan de intenciones, o comunicaciones potenciales dirigidas a un
otro socialmente implicado. Algunos investigadores (Lock, 1978; Newson, 1978)
destacaron el importante papel evolutivo que pueden tener las atribuciones, e incluso
sobreatribuciones, adultas de intención comunicativa en el desarrollo de pautas
intencionadas de comunicación. Sugieren que los bebés llegan a comunicarse de
forma intencionada precisamente porque sus conductas han sido consideradas como
intencionadas y humanamente significativas desde el inicio, cuando aún no eran
producto de intenciones.
Pero no todo el proceso de interacción de la díada corre por cuenta del adulto. El
bebé pone su parte para que la interacción se realice y desarrolle. Numerosas
investigaciones, centradas en las interacciones tempranas de la díada madre-niño, han
mostrado que los bebés vienen al mundo dotados de sistemas expresivos que tienen
significación para los adultos y dotados de ciertas competencias básicas para las
interacciones con las personas. El cachorro humano cuenta con una dotación innata y
bien diferenciada de recursos de expresión emocional que proyectan estados internos
tales como la alegría, la tristeza, la ira, el miedo, la sorpresa, el desagrado y el interés
(Izard, 1971, 1979; Ekman y Friesen, 1971; Ekman, 1972; Ekman y Oster, 1979;
Iglesia et al., 1989; Serrano et al. 1992). En varios trabajos se registran expresiones
de emociones básicas en los primeros meses de vida. Izard (1989) observó en bebés
de uno a nueve meses respuestas faciales de tristeza, ira, desagrado y miedo. Serrano
9
y colaboradores (1992) encontraron que bebés de cuatro a seis meses reconocen las
expresiones faciales de enojo, miedo y sorpresa. Por otro lado, en Hobson (1993) y en
Rivière y Sotillo (1999) se encuentra una detallada exposición de las capacidades
precoces de relación interpersonal que los bebés muestran desde sus primeros días de
vida. En ambos trabajos se indica que, en las últimas tres décadas, se han descubierto
fenómenos que indican que los neonatos tienen cierta preferencia por los parámetros
estimulares que caracterizan a las personas. Se ha demostrado que visualmente
prefieren estímulos con parámetros que definen a las caras humanas, como son los
estímulos redondeados, móviles, de complejidad media, estructurados, medianamente
brillantes y con elementos abultados (Frantz, 1961, 1965; Johnson y Morton, 1991;
Vecera y Johnson, 1995; citados en Rivière y Sotillo, 1999). Prefieren también
estímulos de la longitud y frecuencia de onda que caracterizan la voz humana y
específicamente prefieren la voz materna a otras, más aún cuando ésta se modifica de
forma que se hace corresponder a las características del input que han percibido en los
últimos tres meses de vida intrauterina (Hutt et al., 1968; Hepper, Scott y
Shahidullah, 1993; Fiefer y Moon, 1989; citados en Rivière y Sotillo, 1999). Estas
observaciones han conducido a postular la hipótesis de que los niños vienen al mundo
dotados con un “programa de sintonía” con las personas. También se ha observado
que, pese a su limitada capacidad de coordinación motora, los neonatos prod ucen
respuestas que guardan una cierta armonía con relación a los estímulos
interpersonales que reciben. Desde pocas semanas después del nacimiento, expresan
con claridad patrones diferenciados de activación, atención y respuesta ante las
personas y las cosas. Se han definido, por ejemplo, pautas de “pre-alcance”,
consistentes en movimientos de apertura y cierre de las manos que tienden a ser
suscitadas por objetos interesantes. En cambio, frente a las personas interesantes para
el niño se observan movimientos faciales que incluyen acciones de abrir y cerrar la
boca. Estas respuestas diferenciadas han recibido el nombre de “protogestos” y son
ellos, sobre todo, los que tienden a ser interpretados como dotados de intención
comunicativa y como pautas relevantes en cursos de interacción humana (Trevarthen,
1982). Otras investigaciones señalan que son sensibles a moldes prosódicos muy
globales del lenguaje y que responden a ellos con una pauta motora compleja y
sincrónica, semejante a una “danza interactiva” (Condon y Sander, 1974, citado en
Rivière y Sotillo 1999). El conjunto de estas investigaciones llevaron a que se
postulara, también, la hipótesis de que los niños vienen al mundo dotados de un
“programa de armonización” con las personas.
Las interacciones entre el niño y el adulto, encaminadas por los rieles de los
programas de sintonía y armonización, muestran las sutiles conexiones entre seres
semióticamente engarzados. Brazelton, Koslowsky y Main (1974) filmaron a bebés
de cuatro semanas en dos situaciones: cuando se relacionaban con un objeto y cuando
interactuaban con sus madres en situaciones cara a cara. Era tanta la diferencia de
atención, vocalización y sonrisas en ambas situaciones que escribieron: “ (...) teníamos
la sensación de que nos bastaba con mirar a cualquier segmento del cuerpo del niño para
10
detectar si estaba mirando al objeto o interactuando con su madre“ (Brazelton et al., 1974,
p.53; citado en Hobson, 1993). Lynne Murray y Colwin Trevarthen (1985) mostraron la
precisión del enlace semiótico entre el bebé y el adulto: un mínimo desajuste no
natural lo desequilibra y daña. Idearon un mecanismo de monitores mediante los
cuales madres y bebés de dos y tres meses, que se encontraban en salas separadas,
establecían una relación natural y fluida; utilizando un sistema de retroacción de la
cinta produjeron una perturbación en la interacción al demorar 30 segundos la
transmisión de las respuestas de la madre al bebé a través del televisor. De este modo,
lo que hubiera sido una relación coordinada de ida y vuelta se transformaba en una
relación desincronizada. Observaron que en los bebés se producían manifestaciones
de un notable malestar: volvían la cabeza y la retiraban de la imagen de la madre a la
que sólo le dirigían breves vistazos.
Hablamos de programas innatos que dotan al bebé de competencias para el
establecimiento de interacciones interpersonales. En palabras de Rivière y Sotillo:
“Las competencias iniciales de sintonía y armonización son extraordinariamente valiosas en
una especie, como la nuestra, en que se acentúa el fenómeno de neotenia, propio de los
primates; es decir, en que existe una enorme diferencia entre el estado inicial del desarrollo
y los estados finales, de forma que las crías pasan por un largo período de indefensión
extrema y dependen mucho, para su supervivencia, de los cuidados y la protección de
miembros adultos de la especie bien vinculados a ellos (Bruner, 1972). Así, no es extraño que
a lo largo de la evolución filogenética del hombre fueran seleccionadas, generación tras
generación, las crías más capaces de suscitar pautas firmes de vínculo, apoyo, protección y
cuidado por parte de las figuras de crianza. (Rivière y Sotillo, 1999, p. 47, citado por el
original en castellano)
Los fenómenos de sintonía y armonización y la reciprocidad expresiva entre adulto
y niño, en tanto implican co- variaciones de acciones sin que exista intención alguna
de significar por parte del niño, podrían entenderse en términos de una semiosis no
intencionada o de fenómenos de transmisión de información. Podrían homologarse a
los mecanismos que guían las conductas sociales del mundo animal. En tal sentido,
algunos investigadores dicen que entre el bebé y el adulto no hay comunicación, en
sentido estricto, hasta el último trimestre del primer año de vida del niño. Sin
embargo -señalan Rivière y Sotillo (1999)- hay algo tremendamente específico en esa
experiencia empática de conexión entre el adulto y su cría: a través de ella el bebé va
construyendo una cierta noción del otro.
Colwin Trevarthen (1982) investigó la íntima reciprocidad expresiva que existe
entre los bebés y los adultos y destacó que las expresiones de los bebés son como
especulares o complementarias a la de los adultos con los que interactúan. El estudio
de estos estados de reciprocidad expresiva lo llevaron a hablar de una empatía
primaria o intersubjetividad primaria en la que se manifiesta en el bebé una
predisposición para conectar mentalmente con los demás. En los estados de
intersubjetividad primaria se comparten y coordinan intersubjetivamente estados
emocionales internos, se vive la emoción a través de la expresión del otro. La
11
intersubjetividad primaria no implica la existencia de una subjetividad en primera
persona del singular, no implica una discriminación yo-tú; ella puede entenderse, más
bien, como un primitivo e indiferenciado “nosotros”. En palabras de Rivière (1992a),
el término intersubjetividad primaria, acuñado por Trevarthen, refiere a una
motivación esencial, en el desarrollo, que permite percibir de algún modo
inicialmente indiferenciado, la significación humana de ciertas expresiones.
Trevarthen (1982) reconoce dos motivos básicos que regulan el desarrollo del
comportamiento infantil: (1) el conseguir mayor dominio sobre los objetos del
entorno y (2) el conseguir una comunión de motivos con los que le rodean, un motivo
para compartir con los otros. El motivo básico de compartir con otros brota con
fuerza alrededor de los dos meses. En las interacciones frente a frente con la madre,
los niños de seis-ocho semanas sacan a relucir una variada gama de expresiones. La
madre regula las expresiones del niño acompañando los gestos del bebé con
vocalizaciones o mímicas. Pero además -subraya Trevarthen- el niño también
reconoce la significación humana de las expresiones de su madre y está intensamente
motivado para sintonizar con sus disposiciones comunicativas y para responder a su
iniciativa adoptando un estado de ánimo paralelo. Cursando las ocho-nueve semanas,
el niño da muestras de tener una viva predisposición para verse inmerso en el vaivén
expresivo que la madre teje en torno a él. Existe en él un intenso motivo de
permanecer en contacto con las personas y por verse involucrado en intercambios
expresivos. Las interacciones cara a cara entre el niño y la madre que se despliegan en
medio de un contacto ocular intenso, sonrisas y vocalizaciones son claros indicadores
de este modo primario de intersubjetividad. Trevarthen percibe un cierto ritmo de
aproximación-alejamiento en los motivos innatos para la acción afectuosa y
cooperativa con los demás. Así, después de este período teñido de intersubjetividad
primaria se despliega otro -a partir de las diez-doce semanas- en que en lugar de
seguir en aumento estos aspectos positivos de la interacción con la madre éstas se
atenúan y el niño muestra, en cambio, un enorme interés por los objetos que la madre
le presenta. Durante los meses siguientes se siguen presentando fluctuaciones de
aproximación-alejamiento. Hacia los seis meses los bebés muestran una actitud muy
diferente con relación a las personas de las que tenían a los dos o tres meses. Varios
investigadores (Trevarthen y Hubley, 1978; Adamson y Bakeman, 1982; Schaffer,
1984, 1989) han observado que el bebé de seis meses tiende a preocuparse más por
los objetos que le rodean; y que los adultos, si quieren mantener con ellos períodos
largos de interacción, deben proporcionarles una estimulación organizada que incluya
la atención conjunta a algún objeto o a un “tema compartido”. Como señalan Rivière
y Sotillo (1999), mientras que puede decirse que al bebé de tres meses le fascina
esencialmente el otro, al de seis le fascina la acción del otro. En la mirada del bebé de
seis meses se observa una actitud mucho más analítica con relación a la acción
humana; ahora no sólo establece contacto ocular con los otros sino que observa
atentamente lo que los otros hacen con las cosas. Muestra además un interés creciente
hacia las cosas que se va a expresar nítidamente hacia los siete meses cuando sea
12
capaz de permanecer sentado de forma autónoma y comience a explorar de forma
activa los objetos y a aplicarles esquemas de reconocimiento sensoriomotor como
golpear, lanzar, sacudir. El interés por los objetos y por las acciones que los otros
realizan con ellos es una condición indispensable para que, alrededor de los nueve
meses, el niño transite desde el modo de intersubjetividad primaria hacia lo que
Trevarthen denomina intersubjetividad secundaria. Tal vez el recurso más simple para
dar cuerpo a esta expresión sea describir un modo fascinante de interacción que puede
observarse entre el adulto y el niño cuando éste se encuentra en el final de su primer
año de vida o inicios del segundo. Cuando un adulto y un niño se encuentran juntos
manipulando diferentes objetos, a veces, ocurre que el niño coge un objeto mientras
lo mira, extiende levemente su brazo y lo coloca certeramente en la dirección de la
mirada del adulto; entonces suavemente lo mueve hacia un costado y el otro, a la vez
que su mirada oscila entre buscar los ojos del adulto y mirar a l objeto. El adulto,
mientras tanto, no intenta coger el objeto sino que, al mismo tiempo que el niño, mira
al objeto y luego dirige su mirada hacia los ojos del niño; así el juego de miradas
oscila una y otra vez desde el contacto ocular a la atención conjunta. Ambos están
compartiendo su atención, su interés y su experiencia sobre el objeto. El niño no pide
que su compañero realice ninguna acción motora, la acción del niño se satisface
simplemente en el hecho de que el adulto comparta con él su experiencia mediante la
contemplación del objeto; y el adulto así lo entiende. El gesto del niño evidencia su
capacidad de tener relaciones con los otros acerca de las cosas. En esta situación,
adulto-objeto- niño forman el triángulo de interacción que caracteriza la
intersubjetividad secundaria. Podría decirse que las interacciones intersubjetivas
diádicas y primarias entre el niño y el adulto se extienden y tematizan,
incorporándose en ellas los objetos y las acciones sobre los objetos. Cuando un niño
muestra de este modo un objeto a un adulto, podemos suponer que existe en él una
noción del “otro” hacia el que dirige su signo. Una noción del otro que se ha ido
construyendo sobre la base de las experiencias de intersubjetividad que lo preceden;
sobre ese “algo tremendamente específico que ocurre en la experiencia empática de
conexión entre el adulto y su cría”.
Esta especificidad de la interacción humana hace que la distinción, que señalamos
al inicio, entre una semiosis de la significación -en la que la intención de significar no
existe o no se considera pertinente o posible especular acerca de ella- y una semiótica
de la comunicación -en la que la intención define al acto semiótico- sea un
instrumento poco sensible. Entre ambas existe un hueco que una semiótica humana
evolutiva no puede ignorar. Entre el mero intercambio de información y la
comunicación intencionada, en su más estricto sentido, existen modos diversos de
estar con el otro. No se trata sólo de que los primeros gestos producidos por los niños
se modelen en un contexto de intersubjetividad, sean interpretados en ese contexto y
que, cuando comiencen a ser intencionadamente dirigidos, lo hagan a interpretantes
que son conocidos y definidos mediante experiencias de intersubjetividad. Se trata de
que, como veremos en el próximo capítulo, en las interacciones que preceden a la
13
comunicación gestual existen modos de estar con el otro que permiten compartir
signos aunque éstos no sean intencionadamente dirigidos; y de que, en el proceso de
formación de los gestos parecen presentarse formaciones intermedias, no
intencionadamente comunicativas aún, en las cuales los estados de intersubjetividad
cumplen un papel crucial. Pero hay algo más, la variedad de modos de estar con los
otros que no son estrictamente comunicativos no se limita a formas previas a la
aparición de la comunicación intencionada; incluso cuando ésta se ha establecido,
otros modos subsisten. Nos estamos refiriendo a las cualidades de producciones
sígnicas que comienzan a manifestarse en momentos poste riores del desarrollo,
alrededor del último trimestre del segundo año de vida, y que presentan sólo un vago
carácter comunicativo. Son gestos en los que el niño evoca situaciones no dadas y,
siguiendo a Piaget, podríamos pensar que lo hace sólo por placer. Sin embargo, el
niño suele integrar al adulto en la situación, hace que come con una cuchara vacía, le
da de comer a la muñeca, le da de comer al adulto que lo acompaña, o le alcanza la
cuchara para que él le dé de comer al muñeco. El gesto evoca la situación de comida
real y los miembros de la interacción comparten este referente u objeto, a la vez que
comparten el gesto imitativo que sirve de signo. El signo no parece producirse con la
intención de comunicar algo al otro, simplemente parece estar generado en un espacio
compartido, por lo cual el compartir no debe ser formulado como meta. El niño
construye, además, símbolos en soledad. Pero en una soledad en la que él mismo es
emisor e interpretante de sus propios signos; en un espacio psíquico en que la
interacción ha sido internalizada. Cuando un niño pretende que una cuchara es un
avión, el gesto realizado con la cuchara es un signo dirigido a sí mismo que el niño
puede interpretar como un avión. Es ésta una soledad dialógica en el que el sí mismo
se ha convertido en interpretante de las propias acciones y en la que el proceso
semiótico tiene lugar en un espacio dialógica e intersubjetivamente intrapsíquico.
Sólo una semiótica que contemple la cualidad intersubjetiva de la relación entre
emisor y receptor puede acercarse a la comprensión de los gestos dirigidos a sí
mismos, de los gestos generados en espacios compartidos que no parecen estar
intencionadamente dirigidos a otros, de aquellas producciones sígnicas que presentan
variedades de intencionalidad por estar tejidas en una red de intersubjetividades.
2
Co mo señala Tomás Fernández en las Consideraciones Preliminares al texto de Darwin (1998), la
separación de la Psicología de los problemas biológico -evolutivos fue imponiendo la creencia de que
todas las funciones psíquicas del organismo son aprendidas, con lo que la defensa de Darwin de la
existencia de expresiones emocionales universales fue dejada de lado durante años, hasta que la llegada
de la Etología rescató su trabajo. Fueron fundamentalmente P. Ekman (1978) y C. Izard (1977, 1979)
quienes retomaron la vieja idea darwin iana y realizaron investigaciones transculturales y evolutivas que
los llevaron a considerar la existencia de por lo menos siete expresiones emocionales básicas. Éstas son
las expresiones de alegría, ira o enojo, miedo, sorpresa, desagrado, tristeza, interés.
17
decir, requieren un intérprete, no necesariamente consciente de su interpretación, que
actúa en consecuencia con el valor anticipatorio de esos signos. La presencia de un
intérprete, que generará a su vez un nuevo signo, abre las puertas a estados de
reciprocidad expresiva. Páginas atrás señalamos los numerosos trabajos que registran
expresiones emocionales básicas en los primeros meses de vida del bebé e indicamos
que el análisis del estudio de los estados de reciprocidad expresiva entre la madre y el
niño llevó a Trevarthen a hablar de una intersubjetividad primaria en la que es posible
vivir la emoción a través de la expresión del otro. Como todo fenómeno psicológico,
los estados de reciprocidad afectiva son complejos y difícilmente explicables
apelando a una causa única.
Algunos investigadores han relacionado estos contactos emocionales con una
capacidad que jugará un papel esencial en los siguientes hitos de la teoría de semiosis
por suspensión, nos estamos refiriendo a la capacidad de imitación. Rivière (1990,
1992a, 1997, 1999) se inscribe dentro del amplio grupo de investigadores (Malatesta
e Izard, 1984; Meltzoff y Moore, 1998; Kugiumutzakis, 1998; Trevarthen, 1998;
Marator, 1998) que atribuyen un papel central a la imitación en la constitución y el
desarrollo de las capacidades de intersubjetividad primaria. En 1992a, Rivière acentúa
que la imitación no es sólo un mecanismo de aprendizaje y desarrollo de la conducta
sino también una forma de expresión intersubjetiva. Malatesta e Izard (1984),
Meltzoff y Moore (1998) y Kugiumutzakis (1998) han visto en la capacidad de
imitación de los bebés el fundamento de la competencia de compartir emociones ya
que -sostienen- la imitación permite que se establezca una conexión entre los estados
internos de experiencia emocional del bebé y la expresión de las emociones. Las
acciones imitativas parecen constituir la posibilidad de la reciprocidad expresiva que
tanto llamó la atención de Trevarthen. Podría suponerse que las expresiones
emocionales -acciones surgidas mediante el mecanismo de suspensión en la
filogénesis- al participar en contextos de interacción se enlazan con la capacidad
imitativa permitiendo así el vaivén expresivo que caracteriza a la díada adulto- niño.
“La conjugación de los recursos expresivos con la capacidad de imitación permite las
primeras expresiones rudimentarias de intersubjetividad a las que nos hemos referido. En
tanto que imita las expresiones emocionales de otras personas, el bebé re-experimenta las
experiencias emocionales que reflejan. Y por esta vía, podemos decir, que, en cierto modo,
accede a experiencias internas. Tiene sin “saberlo”, una experiencia intersubjetiva
primaria”. (Rivière, 1990, p. 126)
Metonimias animales
3
Respetamos el uso de los términos significante y significado de tradición Saussureana que utiliza el
autor. En la perspectiva semiótica adoptada en este trabajo el significante equivaldría al signo. El
significado, en cambio, no tiene una correspondencia directa ya que en la semiótica triádica adoptada
éste se despliega como objeto e interpretante.
4
Para un análisis de la variedad de signos peirceanos, ver Rosa (2000). En Rodríguez y Moro (1999),
Rosa (2000) y Español (2001a) pueden encontrarse comentarios acerca de las formas que de acuerdo
con Peirce pueden e xperimentarse los fenómenos sígnicos (primariedad, secundariedad y terciariedad).
22
fotografías. Un índice es un hecho inmediatamente perceptible que atrae la atención
del sujeto. Los índices son definidos como tipos de signos causalmente conexos con
su objeto. Es habitual ejemplificar esta clase de signos señalando que el humo es
índice del fuego; síntomas y huellas también son ejemplos prototípicos de índices.
Los índices gestuales, como el gesto de señalar, no presentan un relación que se
pueda considerar idéntica a la descrita (no presentan una conexión necesaria y física
con el objeto a que se refieren, el objeto no es causa del gesto) pero sí requieren de la
presencia del objeto con el cual establece una relación directa a través de una línea
virtual que lo une con el objeto. Un símbolo es un signo que se refiere al objeto que él
denota por medio de una ley, por lo común una asociación de ideas generales que
hace que el símbolo sea interpretado como referente a este objeto. El símbolo es un
signo convencional, o ley, normalmente establecida por los hombres. Indica, por
definición, regularidad, no denota un objeto sino una clase de objetos. Los símbolos
son signos que se relacionan arbitrariamente con su objeto. El ejemplo paradigmático
de símbolo es el signo lingüístico en el que la relación entre el signo y su objeto ha
surgido por convención y la relación entre ellos es arbitraria; suele afirmarse que nada
hay que motive la relación del signo, sonoro o gráfico, con el objeto por el que está.
Así como el carácter de arbitrariedad se asocia con los símbolos, los índices e iconos
suelen ser vistos como signos motivados; es decir, signos en los que la relación que se
establece con su objeto no es arbitraria: los iconos son signos que mantienen una
relación de semejanza con su objeto; los índices están físicamente vinculados con sus
objetos, o mantienen con ellos una relación de contigüidad. Más adelante
retornaremos sobre la naturaleza motivada o convencional de las tres clases de signos.
En el pensamiento psicológico de tradición piagetiana, en cambio, el carácter
simbólico de un signo no está determinado por la modalidad arbitraria de relación que
se establece entre el signo y su objeto sino por su modo de producción y función; por
su capacidad de representar lo ausente, capacidad que implica la distinción
significante-significado. Existe, incluso en el pensamiento piagetiano una diferencia
esencial entre la actividad simbólica constituida por significantes arbitrarios y
convencionales que constituyen el lenguaje y lo que Piaget considera símbolo en
sentido estricto, es decir, aquellos productos más individuales y motivados. El
símbolo lúdico, que se basa en el simple parecido entre el objeto presente (el
significante) y el objeto ausente (el significado) es, sin embargo, para Piaget, símbolo
en un sentido más estricto que el que lo es el signo lingüístico; su constitución a partir
de una selección motivada e idiosincrásica de significantes hace que así lo sea.
Rivière retoma la idea piagetiana de función simbólica como la capacidad de evocar
significados ausentes mediante el empleo de significantes claramente diferenciados
de sus significados y orienta su trabajo hacia el análisis del proceso de selección de
significantes motivados e idiosincrásicos.
24
significado "encender" o "llama en el mechero", el niño sopla un encendedor que está
apagado; y es a través de esta acción, desadaptada en términos de su eficacia
funcional primera, que se genera la producción de significado.
Así como en el modelo los primeros gestos deícticos se explican en el contexto de
la interacción con los otros que rodean al niño, en la producción de signos simbólicos
se reconoce la asimilación de esquemas de acción y de interacción. En el ejemplo
reseñado, el niño realiza una serie de acciones, toca- muestra un objeto- mira y sopla-
mira-, en las cuales se combinan un núcleo simbólico, la acción de soplar, y acciones
orientadas a llamar la atención del adulto. La acción simbólica del niño se encuentra
inmersa en un contexto de interacciones comunicativas; el símbolo es un signo que se
dirige a otro. En este aspecto, Rivière se aúna a la crítica al solipsismo epistemológico
(realizada por Wallon, 1942/1974 y otros) de la concepción piagetiana del símbolo
que lleva a desatender su función comunicativa, y se acerca a posiciones más afines
con la concepción de Vygotski (1931/2000), según la cual todas las funciones
psíquicas superiores se originan como relaciones entre seres humanos.
5
Para una rev isión comp leta del tema ver Nuñez, 1993; Riviére y Núñez, 1996; Riv ière, 1997.
26
como creencia, deseo, percepción, recuerdo, pensamiento tales organismos son
capaces de predecir, explicar y manipular la conducta propia y ajena. Por otro lado,
Alan Leslie (1987, 1988) no acuerda con la idea de que el niño realiza una actividad
de naturaleza teórica pero sí que el desarrollo de las habilidades mentalistas se explica
en términos de operación con metarrepresentaciones (aunque la propia noción de
metarrepresentación adquiere en su postura una descripción diferente). Desde este
modo de comprender la actividad mentalista, los precursores del Sistema de Teoría de
la Mente habrá que buscarlos en actividades, que sin llegar a ser creencias, impliquen
alguna clase de metarrepresentación. De hecho se explora la hipótesis de que el
desarrollo del Sistema de Teoría de la Mente, en niños normales, consiste en una
secuencia que va desde la comunicación intencionada preverbal, a partir del último
trimestre de primer año de vida, al juego de ficción en el segundo año; y desde la
comprensión de deseos en el tercer año de vida a la comprensión de creencias falsas
en el cuarto. Las diferentes habilidades que constituyen esta secuencia tendrían un
elemento en común: la operación con metarrepresentaciones o con precursores de
ellas.
El otro enfoque, basado en la idea de simulación, considera abusivo el término
“teoría de la mente” ya que sostienen que no es una teoría lo que subyace a las
capacidades mentalistas sino procesos de acceso interno a la propia mente y
proyección simulada de cómo se experimenta, concibe o representa el mundo más
allá de las fronteras de las pieles ajenas. Las vivencias de separación radical de las
experiencias humanas de lo mental (que nos permite comprender que los
pensamientos del otro no tienen por qué ser idénticos al propio) y la vivencia de
identidad esencial (el otro es como yo, su experiencia interna es esencialmente
idéntica a la mía) sólo pueden derivarse de experiencias intersubjetivas previas a
cualquier sistema de nociones y conceptos (Rivière, 1997). Paul Harris (1989,1992,
1993), quien se ha ocupado de las competencias de simulación e imaginación, es uno
de los representantes de este enfoque. La idea básica de este modo de comprender las
habilidades mentalistas es que el acceso a la primera persona del singular, sede última
y marco de referencia previo a cualquier elaboración teórica de lo mental, es
primariamente experiencial y no teórico. Es decir, desde este enfoque se niega
enfáticamente que el auto acceso a la propia experiencia mental pueda tener un
carácter teórico, inferencial y mediato; él es, por el contrario, empírico, experiencial e
inmediato, al igual que el acceso a la noción de la mente de los otros. La mente de los
otros no sería en principio una “noción” sino algo mucho menos “desapegado” y
fríamente cognitivo: algo quizá más semejante a un modo de sentir(se) a través de la
relación, una vivencia prenocional y afectiva de fusión intersubjetiva (Rivière, 1997).
También es posible incluir en esta corriente a Peter Hobson (1992, 1993, etc.)
quien critica tajantemente el argumento de atribución de mente por analogía 6 . Dicho
6
Como señalan Jaan Valsiner y René Van Der Veer (1996), en la obra de George Herbert Mead puede
encontrarse una temprana crít ica al argu mento por analogía.
27
argumento afirma que se pueden conceptualizar los propios estados mentales “antes
de” y “como condición para” atribuir estados mentales similares a los otros, y que
observando la propia vida mental subjetiva, una vez que se identifican los estados
mentales propios, es posible atribuírselos a otros. Aceptar el argumento por analogía
implica suponer que los niños se dan cuenta reflexivamente de sus propios estados
mentales antes de ser conscientes de las actitudes psicológicas de las otras personas.
Quienes no aceptan el argumento por analogía no discuten que una vez adquirida la
noción de persona como ser dotado de una vida mental subjetiva y una vez captada la
idea de que los otros son como yo se haga posible adoptar roles e infer ir cosas
basándose en la analogía con el propio caso; pero sí afirman que los fundamentos en
que se basa la capacidad de atribuir vida mental, en sentido general, no reside en la
introspección, la inferencia y el razonamiento por analogía sino en la experiencia de
relaciones moldeadas afectivamente y coordinadas intersubjetivamente con otras
personas. Los niños llegan a adquirir conocimiento de los estados psicológicos de las
personas porque tienen experiencias subjetivas que se comparten, se oponen y se
articulan con las experiencias, y no sólo con las conductas, de otros (Hobson, 1993).
Desde esta perspectiva, los precursores de las habilidades mentalistas maduras se
encuentran en las actividades que suponen grados de reconocimiento del otro basado
en experiencias intersubjetivas y de contacto emocional.
Probablemente, sugiere Ángel Rivière (1997), una explicación psicológica
coherente y completa de la mirada mental propia del hombre terminará por incluir
ambos componentes y por dar cuenta de sus complejas conexiones; pero en la fase
actual, la oposición entre los dos enfoques está siendo fructífera. Su obra no es sorda
a ninguno de los modos, sin intentar reducirlos los articula de un modo particular.
Cuando explica los niveles uno y dos de suspensión se e ncuentra claramente
vinculado con la segunda corriente; sin embargo, al ocuparse del juego de ficción
apela a la idea de metarrepresentación idiosincrásica de los estudios en Teoría de la
Mente. Señala que fue Alan Leslie el primero que tuvo la brillante intuición de ver un
paralelismo entre las capacidades implicadas en el juego de ficción y aquellas que se
manifiestan en las habilidades mentalistas del tipo de las incluidas en el Sistema de
Teoría de la Mente. Alan Leslie (1987, 1988) describe el juego de ficción como una
manifestación temprana del sistema de Teoría de la Mente y sugiere que el pilar con
el cual se construye este sistema –la noción de creencia- comparte con el juego de
ficción una particular propiedad lógica: la “intensionalidad”. En el último capítulo de
este libro nos ocuparemos de detallar la propiedad lógica y el isomorfismo propuesto,
ahora sólo señalamos que Leslie explica el isomorfismo entre el juego de ficción y los
enunciados con verbos de creencia en función de que ambos operan con un mismo
tipo de representaciones mentales: con metarrepresentaciones o representaciones
entrecomilladas.
Si comentamos tan sintética y apretadamente las distintas ideas y teorías acerca del
desarrollo de las habilidades mentalistas es porque Ángel Rivière elige, para
desarrollar el tercer nivel de suspensión, el diálogo con la teoría de Leslie. Acordando
28
con la descripción del isomorfismo entre el juego de ficción y los enunciados con
verbos de creencia; o lo que es lo mismo, con un cierto paralelismo entre las
capacidades implicadas en el juego de ficción y aquellas que se manifiestan en las
habilidades mentalistas del tipo de las incluidas en la Teoría de la Mente; difiere en la
explicación de su ontogénesis. A la explicación de Leslie, básicamente modularista e
innatista, opone su hipótesis de la ficción como el resultado del desarrollo progresivo
de la suspensión semiótica íntimamente vinculada al desarrollo de la acción, la
interacción y de la intersubjetividad. En otras palabras, aceptando la descr ipción de la
ficción en términos metarrepresentacionales, vincula esta última con el desarrollo de
la acción y la intersubjetividad y modifica así la propia noción de
metarrepresentación.
El cuarto nivel
Hemos intentado condensar en pocas páginas las ideas centrales y los supuestos
teóricos del modelo de semiosis por suspensión corriendo el riesgo de generar un
poco de confusión por abarcar demasiados temas rápidamente. Pero el propósito de
esta introducción es nombrar nuestro territorio de trabajo, una isla con límites difusos
que comprende los hechos que circunscribimos y las teorías y conceptos con que nos
acercamos a ellos; en los capítulos siguientes retomaremos en detalle lo que aquí
hemos señalado. Con el objetivo de resaltar lo simple y evitar lo confuso,
presentamos un conjunto de enunciados que tal vez permitan organizar lo expuesto.
No es necesario que exista una intención comunicativa para que un fenómeno sea
semiótico. Los fenómenos semióticos abarcan tanto procesos de transmisión de
información como procesos comunicativos, por lo que, aunque no exista o no sea
evidente una intención de significar, ni desde el punto de vista del emisor, ni del
receptor, ni de ambos, igualmente se pueden reconocer en los intercambios entre
organismos un proceso semiótico: basta para ello que exista un signo, un objeto y un
interpretante. Las interacciones tempranas de la díada adulto-niño, sus intercambios
de expresiones emocionales pueden, entonces, considerarse fenómenos semióticos.
Es indispensable un interpretante para que un fenómeno sea semiótico. Los
procesos semióticos no ocurren entre un signo y su objeto si no se encuentran
mediados por un interpretante. La semiosis no es un producto solitario de un signo y
su objeto sino que es un proceso mediado por un interpretante. Y esta condición de
mediación permite situar el proceso semiótico en el terreno de las interacciones. El
proceso semiótico puede producirse en el escenario de las interacciones entre
30
organismos; y, en tal caso, el interpretante estará anclado en un intérprete y será
aquello que el signo produce en la mente del intérprete. Y aun cuando signo e
interpretante coincidan en un mismo sujeto podemos seguir pensando el proceso
semiótico en términos de interacciones pero con la peculiaridad de tratarse de
interacciones interiorizadas.
No es necesario que el intérprete tenga conciencia de sí mismo como intérprete.
Los organismos pueden interpretar signos en sus interacciones con otros organismos
sin tener conciencia de lo que están haciendo. Los organismos que responden a
estímulos sociales no necesitan tener conciencia de estar interpretando un estímulo
para poder establecer intercambios sígnicos. Pero si un organismo tiene conciencia de
sí mismo como intérprete, seguramente, a la vez, tendrá conciencia de sí mismo como
posible emisor de acciones intencionadamente comunicativas. Esto no es más que el
reverso del próximo enunciado.
En todo organismo en el que se pueda evidenciar una intención sígnica tiene que
haber alguna noción del “otro”, hacia el que dirige el signo, como intérprete. Como
dijimos, los organismos pueden producir signos sin tener una intención comunicativa
y sin tener conciencia del otro como intérprete; pero cuando se produce un signo con
la intención de producir un significado en el otro, entonces, ese organismo ha de tener
alguna noción de que el otro es capaz de interpretarlo; es decir, se tendrá alguna
noción del otro como intérprete. Los niños no dirigen sus signos a objetos de su
entorno sino a aquellos que le responden interpretándolo, y si lo hacen con la
intención de que sea significativo para el otro es que poseen alguna idea del otro en
tanto alguien capaz de construir significados a partir de su signo. La noción del otro
podrá ser vaga y poco discriminada, basada sobre experiencias intersubjetivas que
permiten al niño reconocer al otro como un sujeto con quien es posible compartir
experiencias; o podrá ser, en momentos posteriores del desarrollo, un reconocimiento
teórico y racional acerca de que los otros son seres dotados de mente. En el último
caso podremos suponer que el organismo tendrá aquello que desde hace varias
décadas se denomina Sistema de Teoría de la Mente. El estudio de los precursores del
Sistema de Teoría de la Mente, de carácter representacional, se entronca con los
estudios no representacionales, marcados por la idea de intersubjetividad, al intentar
dilucidar las cualidades de la noción del otro presente en momentos tempranos del
desarrollo.
Algunas acciones sígnicas intencionadas son suspendidas. El mecanismo de
suspensión tiene un antecedente filogenético en las expresiones emocionales y en las
metonimias animales y es ontogenéticamente previo al modo de producción
lingüístico. Algunos signos producidos con la intención de comunicar algo a alguien,
como los gestos deícticos o los símbolos enactivos creados por el niño, son
susceptibles de ser explicados mediante un mismo mecanismo de creación de
semiosis: la suspensión. El juego de ficción de la infancia, cuando se realiza en el
nivel gestual, puede también ser considerado un producto de la suspensión como
mecanismo de creación semiótica.
31
Existe una asimetría en los fenómenos comunicativos a favor del receptor. Al ser
susceptibles de interpretación no sólo aquellos signos que son intencionadamente
comunicativos sino también los signos no intencionados, el receptor puede
interpretar, cosa que ocurre frecuentemente, más de lo que el emisor desea o tiene la
intención de informar. Gran parte de la dinámica sorprendente y novedosa de la
comunicación descansa sobre esta ausencia de control, por parte del emisor, de los
signos que puede estar emitiendo; y sobre esta ausencia, recursivamente, se montan
los juegos de fingida inocencia e ignorancia que hacen a las relaciones
interpersonales. A su vez, gracias a esta condición de transmitir más de lo que
intentamos, el otro nos devuelve más acerca de nosotros mismos. Por suerte, la
comunicación, siempre veloz cambio de roles, permite que el juego sea de ida y
vuelta.
A continuación haremos unos breves comentarios acerca de los signos
suspendidos. Si pensamos el universo semiótico mediante círculos concéntricos, el
lugar de los signos suspendidos es claro: es uno de sus círculos más internos. En la
periferia se encontrarían los fenómenos naturales, luego los fenó menos biológicos; le
seguirían las acciones (o conductas); en un círculo más interno las acciones
intencionadas, seguidas de las acciones intencionadamente sígnicas, hasta por último
llegar a las acciones intencionadamente sígnicas suspendidas. Hemos hablado de
estos círculos semióticos; quisiéramos indicar ahora la relación que, desde esta
perspectiva, surge entre gesto y lenguaje. Ambos forman parte del círculo de las
acciones intencionadamente sígnicas; pero entendemos los gestos como acciones
suspendidas y el lenguaje, o al menos el lenguaje literal o el lenguaje no metafórico,
no es un sistema cuya producción de significado descanse en un proceso de
suspensión. Seguramente ambos sistemas se encuentran relacionados y, desde luego,
tal relación es un tema de investigación relevante. Pero aquí nos ocuparemos
únicamente de los gestos, dejando de lado las interesantes y aún oscuras conexiones
que éstos mantienen con el sistema lingüístico.
Hemos de hacer, sin embargo, dos aclaraciones que matizan la afirmación
precedente acerca de que el lenguaje no es un sistema cuya producción de significado
descanse en un proceso de suspensión. En primer lugar, cuando hablamos de lenguaje
metafórico nos referimos a lo que se comprende por metáfora viva, es decir, no la
metáfora conocida que tiene un uso convencional, a la que Ricoeur denomina
metáfora muerta, sino a aquellos usos del lenguaje que son un modo novedoso y
original de alusión que contienen en sí una cierta tensión metafórica entre vehículo y
tenor, o entre el término usado y el aludido. En las metáforas muertas el mecanismo
de suspensión no encuentra lugar, ellas tienen adherido un significado convencional
(que en algún momento previo fue metafórico y novedoso) cuya comprensión no
requiere que se deje en suspenso representación alguna. En segundo lugar, cuando
decimos que el lenguaje no es un sistema cuya producción de significado descanse en
un proceso de suspensión, nos referimos al lenguaje en tanto sistema adquirido por el
niño y no a la historia de la emergencia lenguaje como sistema. Como señaló
32
Vygotski, en Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores
(1931/2000), el lenguaje no es, como tantas veces se dice, el producto de vocablos
convencionalmente inventados, ni consecuencia de un pacto entre los hombres. Cada
palabra tiene su imagen y, aunque en muchos casos esté oculta, se puede reproducir la
etimología de cada una de ellas. Las palabras no se inventan, no son el resultado de
condiciones externas o decisiones arbitrarias sino que proceden o se derivan de otras
palabras; y, a veces, las nuevas palabras surgen por haberse transferido el viejo
significado a nuevos objetos. Cualquier palabra tiene su historia, en su base se halla la
representación inicial o imagen y sucesivos eslabones de enlace causaron su
formación. En tal sentido, cada frase, todo el lenguaje, tiene un sentido figurado. Sin
embargo, desde el punto de vista del que hace uso de su lengua, ese sentido figurado
está habitualmente perdido. “Nuestro lenguaje es un número infinito de integraciones
suturadas en las cuales desaparecen los eslabones intermedios por ser innecesarios para el
significado de la palabra moderna” (Vygotski, 1931/2000, p. 179) Asimismo, desde una
perspectiva ontogenética, el lenguaje es un sistema arbitrario, no suspendido, que la
cultura le ofrece al niño. Su adquisición no requiere de la reconstrucción de la historia
de la palabra sino de la aceptación del enlace, para el niño de carácter convencional y
arbitrario, entre el signo y su objeto.
Hechas estas aclaraciones podemos destacar la diferencia entre el lenguaje, desde
una perspectiva ontogenética, y otro grupo de fenómenos que no son intencionados
pero sí sígnicos y que presentan el rasgo de ser, como los gestos, suspendidos: nos
referimos a las emociones. Éstas parecen ser la imagen especular del lenguaje en
cuanto a las cualidades de intención y suspensión. Las interacciones lingüísticas son
intencionadas, las expresiones emocionales no lo son; éstas son signos suspendidos,
los signos lingüísticos no lo son. Los gestos se enlazan con las emociones, a través de
la suspensión como mecanismo semiótico; y con los signos lingüísticos, a través de su
carácter intencionado. Una vez más señalamos su carácter de bisagra entre los dos
polos del desarrollo semiótico y su carácter híbrido entre naturaleza y cultura.
Nuestro interés se centra en los primeros gestos comunicativos y simbólicos que
producen los niños en sus primeros dos años de vida. No en todos los gestos que ellos
producen se encuentra implicado el mecanismo de suspensión pero nuestro trabajo se
limita a aquellos gestos que son susceptibles de ser descritos mediante tal mecanismo.
Nuestra investigación
De los diversos modos en que es posible acercarse al estudio de los gestos que se
generan por suspensión, hemos elegido el análisis de su producción, poniendo el
acento en los aspectos que hacen a su proceso de constitución. Realizamos un estudio
longitudinal de dos casos únicos observando la conducta de dos niños -Habib y
Silvita- en interacción con el investigador en sesiones semanales de tres cuartos de
hora de duración. Como los gestos se adquieren en situaciones de interacción
33
comunicativa que se encuentran marcadas por experiencias intersubjetivas,
consideramos apropiado analizar la interacción de la díada investigador-niño (un caso
particular de la díada adulto-niño). Esta elección permite un análisis de la emergencia
de los signos intencionadamente significativos tanto émico -punto de vista interno al
sistema-, como ético -punto de vista externo al sistema-. Permite un análisis émico en
tanto el investigador es parte de la díada. Permite un análisis ético en tanto el
investigador se coloca en la perspectiva del observador. La combinación de los
puntos de vista émico y ético se muestra adecuada para el análisis semiótico (Riba,
1990). La perspectiva del modelo de semiosis por suspensión, junto con la naturaleza
misma de los gestos, nos ha señalado la necesidad de reconocer el contexto de
intersubjetividad en que ellos se generan; la elección de la díada de interacción
responde a nuestra intención de abordar los aspectos intersubjetivos que hacen a los
procesos semióticos. Si bien es cierto que también podrían haber sido abordados
utilizando la díada más típica, madre-niño, para algunas cuestiones deberíamos haber
confiado en informes retrospectivos de la madre, en la capacidad de preguntar por
parte del investigador y en la capacidad, por parte de la madre, de hacer explícitas
situaciones que suelen ser implícitas. Al elegir la díada investigador-niño, éste puede
registrar sus propias experiencias intersubjetivas, a la vez que puede elicitar
conductas comunicativas y crear situaciones casi experimentales (siguiendo el estilo
de Piaget en sus primeros estudios sobre la infancia). Si quien interactuara con el niño
no fuese el investigador, habría que estar dando instrucciones a la madre, en el
momento y de un modo continuo, y se correría el riesgo de interferir, no muy
bondadosamente, en la interacción entre ambos. La elección hecha tiene, claro está,
desventajas. La principal es que muchos de los gestos que se bosquejan en el niño se
habrán iniciado en situaciones en que el investigador no estuvo, formarán parte de la
historia de vida del bebé con sus padres y su medio y, por lo tanto, el investigador no
sabrá interpretarlos. Esta desventaja se intentó compensar con entrevistas a los padres
en los momentos que se consideraron necesarias. Dado que lo que buscábamos era
observar situaciones de interacciones comunicativas naturales, las sesiones de
observación se realizaron en el domicilio de los niños. Por tal motivo, en algunas
ocasiones, padres, hermanos o cuidadoras se encontraron presentes. Esto permitió que
las entrevistas planificadas se transformaran, a veces, en una comunicación fluida en
el momento mismo de la interacción. Desde el inicio de las sesiones observacionales
se llevó una bolsa con objetos y juguetes que se mantuvo constante durante todos los
meses pero a la que se incorporaron sucesivamente distintos materiales. Durante el
último trimestre del primer año de vida las relaciones bebé-persona y bebé-objeto se
coordinan en la relación triádica bebé-objeto-persona, sentando las bases para la
emergencia de los gestos deícticos. Por otro lado, al final del estadio sexto piagetiano
los gestos simbólicos y los primeros juegos de ficción ya han tenido lugar. El período
de observación se extendió, por tanto, de los nueve a los veinticuatro meses del niño.
El registro de las observaciones se hizo en cintas de vídeo de modo tal que su
obtención no dificultó la interacción.
34