Apocalipsis Suave
Apocalipsis Suave
Apocalipsis Suave
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Will McIntosh
Apocalipsis suave
ePub r1.0
Titivillus 21.03.2019
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Título original: Soft Apocalypse
Will McIntosh, 2011
Traducción: Lluís Delgado
Ilustración de cubierta: Alejandro Terán
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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La primera va dedicada a mis padres,
William y Blanche McIntosh.
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En primer lugar, y sobre todo, deseo darle las gracias a mi esposa, Alison
Scott, por sus ánimos y su cariño, y por haber leído esta novela y haberme
dado su opinión, aunque no se parezca en nada a las novelas de Jane Austen
que suele leer.
Estoy profundamente agradecido a Laura Valeri, Sara King, Joy
Marchand, Tom Doyle y David W. Goldman, amigos y colegas escritores; sus
indicaciones me han sido del todo indispensables. También quiero darles las
gracias a Walter John Williams, a Kelly Link y a mis compañeros del Taos
Toolbox del 2007.
Un agradecimiento especial a mi padre, el general de brigada William
F. McIntosh, por sus consejos y la información que me proporcionó respecto
a cómo podría reaccionar el Ejército ante un apocalipsis suave.
Gracias a Andy Cox y a la gente de Interzone, que publicaron el cuento
en el que se basa esta novela, y también al Clarion Science Fiction Writer’s
Workshop y a mis profesores Jim Kelly, Maureen McHugh, Scott Edelman,
Nalo Hopkinson, Richard Paul Russo, Howard Waldrop y Kelly Link. Gracias
a mis amigos Colin Crothers, Doris Bazzini y Angela Ogburn por inspirarme.
Por último, muchas gracias a mi agente, Seth Fishman, por creer en este
libro.
Aunque he creado una versión de pesadilla de la ciudad de Savannah,
espero que en ella se filtre un destello de la belleza y el encanto que tiene de
verdad. Si no ha estado en Savannah, venga a visitarla y a perderse en sus
plazas.
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UNO
Nos cruzamos con una tribu de mexicanos que se abrían camino por la
cuneta de la autopista, hundidos en la maleza hasta las rodillas. O tal vez eran
ecuatorianos o puertorriqueños. No lo sé. Eran unos veinte y estaban hechos
polvo. Dos hombres cargaban con una mujer inconsciente. Un niño parecía
enfermo de gripe.
Un hombrecillo moreno sin incisivos y con ojos de huérfano ejerció de
portavoz.
—Por favor, ¿dinero o comida? —nos pidió en español.
—Lo siento —le respondí en su idioma, mostrándole las palmas vacías—,
no tengo nada.
El hombre asintió, cabizbajo.
Colin y yo seguimos caminando en silencio. Nos sentíamos como una
mierda. De habernos sobrado algo, se lo habríamos dado.
Si no te estás muriendo de hambre, pero puede que dentro de un mes sí,
¿está mal no darle comida a gente que está muriéndose de hambre ahora
mismo? ¿Dónde está el límite? ¿Hasta qué punto tienes que ser pobre para no
convertirte en un cabrón egoísta si dejas que otros se mueran de hambre?
—Parece mentira —dijo Colin mientras cruzábamos el abrasador
aparcamiento vacío en dirección a la bolera.
—¿El qué?
—Que seamos pobres. Que seamos vagabundos.
—Ya.
—Es que tenemos títulos universitarios —añadió.
—Ya —repetí.
Las malas hierbas habían engullido el antiguo campo de minigolf
instalado junto a la bolera. El césped artificial presentaba algunos parches
completamente podridos. Al molino solo le quedaba un aspa. Lo
contemplamos un momento (ambos habíamos sido fanáticos del minigolf) y
seguimos caminando hacia la entrada.
—¿Sabes qué pagaría por ver? —preguntó Colin.
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—Sí —contesté, pero no me hizo ni caso y continuó hablando.
—Pagaría por ver un torneo para jugadores de golf malísimos con un
premio de un millón de dólares. Lo mejor del golf es ver a esos tíos
derrumbándose por la presión, arrancando trozos de césped y lanzándolos más
lejos que la bola.
—Valdría la pena verlo —reconocí mientras rodeaba el cadáver en
descomposición de un animalito desconocido—. Por cierto, no somos
vagabundos: somos nómadas. No confundas los términos.
—Ah, sí, se me olvidaba.
Colin había sido un maestro del sarcasmo desde primaria. Llegó a la
puerta el primero, tiró de ella y me invitó a entrar con un gesto.
De pequeño había jugado en un montón de ligas de bolos, y me
sorprendió que el estruendo que armaban al caer no me despertase la
nostalgia. Tal vez se debía a que la bolera estaba en penumbra. La única luz
del interior era la que se filtraba por las puertas y las ventanas.
Había un tipo de barba espesa en la calle más cercana a la puerta,
inclinado, listo para realizar un lanzamiento. Falló el segundo tiro y recorrió
la calle adentrándose en las sombras para volver a colocar los bolos a mano.
La cosa prometía; si ni siquiera tenían en marcha las máquinas
automáticas de colocar bolos, necesitaban electricidad con urgencia.
Repartidos por el local, había media docena de ventiladores de distintas
formas y tamaños que zumbaban como aviones de aeromodelismo. Parecían
los únicos aparatos conectados al generador.
Colin se detuvo de pronto.
—¿Llevas la batería? Espero que la hayas traído, porque a mí se me ha
olvidado por completo.
Me saqué la batería del bolsillo y se la puse delante de las narices.
—Uf, menos mal —dijo Colin—. No me apetecía deshacer todo el camino
para ir a buscarla. Venga, hacemos el trabajo y nos vamos.
El teléfono móvil tintineó, anunciando la llegada de un mensaje. Me
sobresalté y me lo saqué del bolsillo, tratando de disimular mi impaciencia.
Tuve que inclinarlo hacia las ventanas para leerlo.
«Te echo de menos», decía el mensaje.
«Yo también. Te quiero», tecleé por respuesta.
Sophia y yo nos comunicábamos mediante tópicos espantosos.
Curiosamente, las mismas palabras que me provocaban vergüenza ajena si las
pronunciaban los demás, me sonaban frescas y poderosas cuando las
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usábamos nosotros. «Te quiero muchísimo.» «He estado pensando en ti todo
el día.» «Moriría por ti.» Pura poesía.
—Te ha dado fuerte —observó Colin. Sudaba como un cerdo, y tenía la
pechera de la camisa empapada con una mancha oscura.
—Ya. Ya sé que no tiene sentido, pero no consigo desengancharme de
ella.
—Eso es porque todavía no has sufrido bastante. Cuando lo pases mal de
verdad, te desengancharás.
El teléfono volvió a tintinear. Colin se sonrió.
«Yo también te quiero», rezaba el mensaje.
Guardé el teléfono. No fue fácil. Me imaginaba a Sophia en el trabajo,
sentada frente al escritorio, mirando el teléfono, esperando a que borboteara.
El mío tintineaba; el de ella borboteaba. En realidad, los dos eran suyos. Al
menos, era ella quien pagaba las facturas.
Lo nuestro no era un rollo en el sentido habitual de la palabra. Sophia era
demasiado íntegra para algo así. Me gustaría pensar que yo también lo era,
pero, como nunca se presentó la ocasión, no estoy seguro. Puede que parte del
secreto para mantenerse íntegro radique en rodearse de personas que también
lo sean, de modo que tú nunca te veas tentado.
—¿Habéis acabado? —preguntó Colin—. ¿Podemos terminar con esto?
Seguí a Colin al mostrador. Una mujer de pelo canoso rociaba con
desinfectante la hilera de zapatos azules y rojos dispuesta sobre él.
—Perdone, ¿le interesaría cambiarnos un poco de agua o comida por
electricidad?
Colin levantó la batería. La mujer siguió a lo suyo.
—¿Hola? —insistió Colin subiendo la voz, pero ella no levantó la vista.
Dos jugadores dejaron una tarjeta de puntuación en el mostrador. La
mujer se les acercó y les cobró.
—Perdone —insistimos a coro cuando nos pasó por delante para retomar
su batalla contra los zapatos apestosos. Nos miramos el uno al otro.
—¡Eh! —exclamé.
Nada. Eché un vistazo alrededor para comprobar si alguien más
presenciaba la escena. Cuatro personas, que evidentemente disfrutaban de una
cita doble, apartaron la vista cuando las miré. Una de las mujeres comentó
algo a los demás y todos se rieron.
—¡Lee entre líneas! —gritó alguien desde una de las calles más alejadas.
El corazón me latía con fuerza.
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—Oiga, ocho personas dependen de nosotros. Están deshidratadas y
medio muertas de hambre. No pedimos que nos regale nada, solo le
ofrecemos un trato justo.
La mujer roció unos cuantos zapatos más con desinfectante.
—Venga, Jasper, vámonos —dijo Colin.
El teléfono tintineó. Nos dimos media vuelta para marcharnos. Me detuve
y me giré.
—Que te den por culo, vieja egoísta de mierda —la insulté. Sonrió con
desprecio y sacudió la cabeza, pero no me miró.
La caminata hasta la puerta por aquella moqueta con pegotes de chicle se
me hizo eterna. De repente, me sentía tan humillado que apenas podía
caminar; era como si tuviera una pierna más larga que la otra y las manos
demasiado grandes.
—¡Pordioseros de mierda! —gritó alguien mientras se cerraban las
puertas.
Fuera, se nos acercó un tío en bicicleta de montaña y se detuvo
derrapando con un pie en el suelo cubierto de colillas. Se descolgó la bolsa de
bolos que llevaba al hombro sin prestarnos atención.
El teléfono tintineó.
—Adelante —me invitó Colin—. No me molesta.
El mensaje de texto decía: «K haces?».
Llamé a Sophia y le conté qué había pasado. Se echó a llorar y me dijo
que me quería mucho, muchísimo, que no les hiciera caso y que yo era una
persona brillante y maravillosa que atravesaba un mal momento. Me sentí un
poco mejor. A Sophia se le daba bien lograr que la gente se sintiera mejor.
Cuando la conocí, ella estaba en Savannah, junto al río, entregando regalos de
Navidad a hijos de ilegales. Yo coordinaba una iniciativa para administrar
vacunas contra la tuberculosis a los niños, pero a mí me pagaban.
Cada vez que me pasaba algo malo, lo primero que me venía a la cabeza
era llamar a Sophia. No sé por qué. Entre el trabajo y su marido, no le
quedaba demasiado tiempo libre para consolarme.
¿Con qué ojos miras al futuro si piensas estar con alguien a quien no
quieres? Era superior a mí: me frustraba enormemente que no tuviera
intención de dejarlo (porque era buen tío y se derrumbaría si ella lo
abandonaba), aunque en realidad me quisiera a mí, y no a él; aunque nos
atrajera hasta la última fibra de nuestro ser.
Había seguido esa línea de pensamiento mil veces, pero no dejaba de
repetirla un día tras otro, taladrándome el cerebro. Mierda.
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Llegamos a lo alto de una pendiente y vimos al resto de la tribu
descansando a la sombra en la hierba de la mediana de la autopista. Jim,
bendito fuera, había puesto en marcha nuestros seis pequeños molinos de
viento. El tío tenía cerca de sesenta años, nos doblaba en edad a casi todos los
demás, pero jamás dejaba de trabajar. Los molinos estaban lo más cerca
posible del tráfico para aprovechar el viento de los vehículos. Cada vez que
pasaba uno, giraban con bastante fuerza. La tribu también había extendido un
par de cubiertas solares pequeñas en los lugares más soleados de la hierba y
había montado las tiendas.
Jeannie recibió a Colin con un abrazo.
—¿Qué tal ha ido? —le preguntó.
Cortez me invitó a acompañarlos a Ange y a él a comprar comida al
Minute Mart, pero yo pasé: solo teníamos dos bicicletas e irían más rápido sin
mí. En realidad, lo que ocurría era que, aunque yo quería a Ange a rabiar,
Cortez no me caía excesivamente bien. Para mi gusto, tenía un carácter
demasiado agresivo, de vendedor a puerta fría, y unos labios gruesos y
carnosos que le darían pinta de mafioso a cualquiera. No entendía qué le veía
Ange; aunque, quién sabe, tal vez solo le tenía envidia porque Ange estaba
buenísima y estaba con él.
Me senté en el suelo, me recosté en un árbol y le mandé un mensaje a
Sophia. Los coches pasaban a toda velocidad y las aspas de los molinos
giraban.
«Estoy pensando en ti», escribí.
«Te quiero muchísimo. Estoy loca por verte. Voy a casa a dormir», me
respondió.
¿Por qué siempre me asaltaba el impulso de ir a buscar una impresora para
tener sus mensajes en papel? Era como si necesitara una prueba tangible, algo
que pudiera enseñar a los demás para demostrarles que aquella mujer tan
hermosa me quería. ¿Tan inseguro soy? Una parte de mí sí lo es, sin duda.
Sobre todo ahora que soy un sintecho.
Llegó otro mensaje:
«Puedo ir a verte?».
Me faltaban dedos para teclear la respuesta:
«Sí! Autopista 301 N, O de Metter, en la mediana».
«Nos vemos en 40 min :) Me muero de ganas!!!!!».
Me levanté de un salto, sonriendo como un imbécil.
Un camión redujo la velocidad; desde la ventanilla del acompañante salió
volando un vaso de plástico de un restaurante de comida rápida y me acertó
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en el cuello. Lo que quedaba de refresco me salpicó la cara y el pecho.
—¡Maricón! —me chilló una mujer por la ventanilla, y el camión volvió a
acelerar. Debía de tener unos sesenta años.
—¡Guarra! ¡Gorda asquerosa! —le grité, aunque no estaba gorda y, de
todos modos, ya no podía oírme.
Jim me tendió una toalla de mano mugrienta.
—No dejes que te afecte —me aconsejó en su tranquilo tono zen.
Busqué la parte más limpia de la toalla y me sequé el pecho.
—¿Qué coño está pasando? —exclamé—. No somos ilegales. ¿Ahora van
a por todo el que no tenga casa?
Por toda respuesta, Jim se encogió de hombros y volvió con sus molinos;
bueno, nuestros molinos. Todo era propiedad común; lo compartíamos todo.
El capitalismo era un lujo que no podíamos permitirnos. Es asombrosa la
velocidad a la que se desmoronan incluso las creencias más arraigadas en
época de vacas flacas.
Media hora más tarde, distinguí a lo lejos el Honda plateado de Sophia.
Esperar a que el coche recorriera la distancia que nos separaba se me hizo casi
insoportable. Me acerqué al bordillo y la observé. Su rostro se fue definiendo,
con aquellos hermosos labios marrones desplegados en una amplia sonrisa.
Me metí en el coche antes de que llegara a detenerlo del todo y disfruté del
aire fresco del interior mientras me despedía de la tribu con un gesto.
Sophia se inclinó y me dio un beso húmedo junto a la oreja, tratando de
no apartar los ojos de la carretera.
—Hola.
—Hola —la saludé. Le cogí la mano que le quedaba libre y contemplé
con agrado el contraste de nuestros dedos entrelazados, oscuros y blancos—.
¿Qué tal el trabajo?
—Un coñazo —respondió.
Siempre decía lo mismo, pero también era consciente de lo afortunada que
era de trabajar. La mayoría de los contables todavía podía encontrar trabajo,
incluso con una tasa de paro del cuarenta y pico por ciento (y eso sin contar
los millones de refugiados que cada día llegaban a las costas y saltaban las
vallas). Los licenciados en Sociología, por nuestra parte, estábamos
prácticamente condenados al desempleo. Debería haber hecho caso a mis
padres, aunque, a decir verdad, cuando me devanaba los sesos tratando de
escoger una carrera, ellos me dijeron que me dedicara a mi verdadera
vocación. Había ochenta millones de artistas, crupieres de blackjack,
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directores de documentales, floristas y colegas sociólogos que se arrepentían
profundamente de haberse dedicado a su verdadera vocación.
Sophia entró en el aparcamiento del Wal-Mart, detuvo el coche en el
rincón más alejado y dejó el motor en marcha para que no se apagara el aire
acondicionado.
—Te he traído algunas cosas —anunció.
Me encantaba su precioso acento caribeño. Se volvió, agarró una bolsa de
plástico del asiento de atrás y me la dejó caer en el regazo como si nada. Se
esforzaba para que pareciese que esas cosas no tenían importancia y nuestra
relación se desarrollase en términos de igualdad. Abrí la bolsa y le eché un
vistazo al contenido: jabón, repelente contra los insectos, vitaminas, aspirinas,
barritas de proteínas y un billete de veinte dólares. Siempre que nos veíamos
me traía provisiones para la tribu. Joder, era una santa.
Un paquete reluciente me llamó la atención. Lo saqué de la bolsa y sonreí.
—¿Cromos de béisbol?
Antes los compraba cada primavera como un imbécil, como un rito de
tránsito a la temporada de béisbol que había conservado desde la infancia.
Cuando nos conocimos, en la época en la que yo todavía trabajaba y el mundo
era como siempre había sido, compré un paquete en una cafetería, lo abrí en
la mesa y le fui presentando a los jugadores a medida que iba pasando los
cromos con el pulgar. Me contó que, cuando vivía en Dominica, era
aficionada al críquet, y me di cuenta de que necesitaba con urgencia que la
iniciasen en el mejor juego de bate y pelota del universo.
—Raciones de supervivencia —respondió, divertida.
Rompí el cierre con el dedo, me acerqué la abertura a la nariz y olí el
contenido. Cerré los ojos y suspiré. El olor de los cromos de béisbol recién
impresos me despertaba gratos recuerdos. Los saqué. Comparados con mis
manos mugrientas, me parecieron lustrosos y elegantes.
—Chris Carroll —mencioné examinando el primer cromo. Le di la vuelta
—. ¿Qué tal le fue la temporada pasada? No pude ver muchos partidos.
De pronto, me eché a llorar. Sophia me abrazó y lloró conmigo.
—Ojalá… —comenzó a decir, pero no terminó la frase. Yo ya sabía qué
deseaba. Permanecimos en aquella postura, abrazados, con el rostro húmedo
apoyado en el cuello del otro—. Solo puedo quedarme hasta las dos, luego
tengo que… irme a casa —anunció tras un breve silencio. Esa debía de ser la
hora a la que llegaba Jean Paul, y la mera mención indirecta de su marido
bastó para que el acostumbrado cóctel de celos, dolor y desesperación me
desgarrase el estómago.
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Sophia no mentía a su marido sobre nosotros. Aunque no decía nada, él se
sentía profundamente dolido y enfadado, pero lo toleraba porque no quería
que Sophia lo abandonase. En otras palabras, Sophia llevaba la voz cantante
en la relación, tanto si a ella le gustaba como si no.
En mi opinión, hay cuatro tipos de relaciones. Están aquellas en las que te
enamoras de alguien hasta la médula y los sentimientos de la otra persona son
tibios. En ese caso, ella tiene el poder y tú te esfuerzas en lograr que te quiera.
Intentas ser ingenioso y fascinante, y buscas su aprobación constante por lo
que dices y cómo eres, lo que te arrastra a ser cada vez más patético. Esa era
la situación en la que se encontraba Jean Paul.
Luego están aquellas en las que la otra persona está enamorada de ti y tú
solo puedes corresponderle con un aprecio tierno y poco definido. En ese
caso, cargas con una gran culpa porque te sientes como una mentira con
patas: te pasas la vida intentando sentir lo que no sientes y terminas devorado
por un vacío existencial y convencido de que no solo no eres capaz de amar a
esa persona, sino de que sencillamente eres incapaz de amar. Esa era la
situación en la que se encontraba Sophia respecto a Jean Paul, y el motivo por
el que en su corazón quedaba suficiente espacio para mí.
En tercer lugar, hay otras en las que no estás enamorado de la otra persona
ni la otra persona lo está de ti. Se produce un agradable equilibrio porque,
como ambos sabéis por dónde van los tiros, no es necesario forzar las cosas,
nadie se siente desgraciado y nadie se siente culpable. Sin embargo, es un
poco triste: cuando miras a alguien a los ojos y ves reflejada en ellos la misma
indiferencia que tú sientes, cuesta no preguntarse por qué has elegido tener
una relación que es equivalente a una dosis intravenosa constante de Valium.
Este tipo de relaciones siempre habían sido mi especialidad, por razones que
no acabo de comprender.
Por último, existe un cuarto tipo. Estás perdidamente enamorado de
alguien que está perdidamente enamorado de ti. Es el equilibrio perfecto, la
energía armónica. Es el tipo de relaciones que todos deseamos: el instante te
absorbe y no quieres que te deje ir. No quieres estar en ningún otro lugar. El
murmullo existencial enmudece. Antes de conocer a Sophia nunca había
tenido una relación así, y comenzaba a sospechar que eran criaturas míticas y
que antes encontraría al yeti que a una mujer que me quisiera tanto como yo a
ella.
—Tenemos que irnos —dijo Sophia. Volvió a alargar el brazo hacia el
asiento de atrás y me entregó otra bolsa de plástico—. Guárdalo bien para
cuando lo necesites. —Dentro había una camisa blanca de vestir, envuelta en
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plástico y clavada con agujas a un cartón, y una corbata de color verde lima
—. Para cuando vayas a una entrevista.
Todavía llevaba la ropa pegajosa por el refresco que me habían tirado una
hora antes y lo absurdo de la idea estuvo a punto de hacerme reír, pero no
quería parecer desagradecido.
—Tened cuidado con los de inmigración —me advirtió Sophia mientras
se incorporaba a la autopista—. Están deportando a vagabundos
estadounidenses a países del tercer mundo junto a los ilegales.
—Estás de broma.
—Intentan justificarlo como una represalia contra los países pobres por
animar a su población a venir. Están logrando mucho apoyo entre la derecha.
—Cuestión de números.
—Y evitad Rincon. Están linchando a gente, sobre todo a forasteros.
—Joder. Ahí teníamos un socio comercial.
Nuestra lista de contactos de confianza no paraba de reducirse. O el lugar
se volvía demasiado peligroso, o dejaban el negocio.
—Mal asunto.
Sophia redujo la velocidad cerca de mi tribu. Un coche de policía se había
detenido junto al campamento, con dos ruedas encaramadas a la mediana y la
luz roja lanzando destellos. Convencí a Sophia para que se marchase, la besé
en la mejilla, le di las gracias por lo que había traído y me reuní con la tribu,
que se había congregado frente a un policía pelirrojo ya entrado en años.
—No hacemos nada que no esté permitido —le explicaba Cortez—; la
energía de los coches se desperdicia. No molestamos a nadie. ¡Solo
intentamos ganarnos la vida con honradez! ¿Desde cuándo eso está
prohibido?
—El vagabundeo está prohibido en Metter —puntualizó el policía—.
Aquí no pueden quedarse.
—¿Y adónde vamos? —replicó Cortez—. No tenemos casa.
—Eso no es mi problema. Tienen que salir de la ciudad. —Señaló al oeste
por la autopista—. El límite urbano está a diez kilómetros en esa dirección.
Allí pueden plantar sus tiendas. —Antes de que nadie pudiera continuar
protestando, dio media vuelta y regresó al coche patrulla—. Metter está
cerrada, señores —concluyó con la puerta entreabierta—. Los pordioseros
propagan enfermedades.
Recogimos el campamento y nos pusimos en marcha. A Jim y a Carrie les
tocaba montar en bicicleta; el resto íbamos a pie. Afortunadamente, el cielo se
había nublado y había refrescado un poco.
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—Tenemos que pensar algo —opinó Cortez alzando la mano que le
quedaba libre—. Esto de vagar sin rumbo no es buena idea. Necesitamos un
modelo de negocio mejor.
Sentí ganas de gritarle: «¿Y qué vamos a hacer? ¿Cuál es nuestro puñetero
modelo de negocio?», pero no abrí la boca. Cortez no paraba de hablar de
planes y de perspectivas, pero siempre acabábamos cargando con nuestra
música a otra parte, en busca de lugares en los que arañar algo de electricidad
y otros donde intercambiarla por lo que necesitábamos para vivir.
Alcancé a Colin y Jeannie y continuamos avanzando penosamente por la
maleza. Iban a ser diez kilómetros muy largos.
Un Saturn hecho polvo redujo la velocidad y bajaron la ventanilla.
—¡Eh, guapa, enséñame las tetas! —gritó un negro flacucho con los
dientes mellados.
Ange le mostró el dedo corazón sin girarse.
—¡Oye! —exclamó Jeannie mientras el coche se alejaba—. ¿Cómo sabes
que te las quería ver a ti? ¡A lo mejor me hablaba a mí!
Ange se volvió al momento, se levantó la blusa y meneó las tetas en
dirección a Jeannie. Nunca se las había visto; las tenía más bien pequeñas,
pero eran estupendas, como la propia Ange. Cuando se bajó la blusa y volvió
a girarse, me entristecí un poco.
—También podría habértelo dicho a ti —dije a Jeannie—. Tienes unas
tetas fantásticas.
Jeannie se rio.
—Cállate —me ordenó Colin.
—No, lo digo en serio —insistí—, son bonitas. Unos cocos italianos
grandes y firmes.
Jeannie se rio todavía más.
—En serio, deja de hablar de las fantásticas tetas de mi mujer —me
advirtió Colin, levantando la voz para hacerse oír por encima de la risa.
Y era verdad, eran realmente geniales, pero Jeannie no era de las que se
levantan la blusa y las menean. Una lástima, de veras. Besó a Colin en la
mejilla sin dejar de reír, se adelantó para alcanzar a Ange y le dio un
golpecito en el hombro.
—¿Sabes qué les pasa al tío del coche y a los que son como él? —dije a
Colin.
—¿Qué?
—Que no se masturban lo suficiente. Sacrifican hasta el último gramo de
dignidad por la remota posibilidad de que alguna mujer responda a sus
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gilipolleces y se los cepille para apaciguar durante un tiempo la vocecilla que
grita dentro de sus mentes cavernarias, y todo porque no son capaces de
pelársela y cerrarle la puta boca a esa voz.
—Vaya, qué profundo —observó Colin—. Gracias, me encanta hablar de
las costumbres masturbatorias de otros hombres.
Comenzó a chispear y el grupo reaccionó. Algunos agarramos las lonas y
las extendimos sobre la maleza, doblando la tela para que el agua formase
canales y se vertiera por un único lugar. Otros utilizaron las garrafas de leche
para recogerla.
—Somos una máquina bien engrasada. ¿Te habías dado cuenta? —
comentó Cortez con la cabeza levantada para sentir la lluvia en la cara.
Comenzó a llover con más fuerza. La tribu se puso a gritar de alegría.
Apenas diez minutos más tarde, los destellos rojos del coche patrulla del
cabrón del policía se reflejaron en los charcos de la carretera.
—¿Qué les he dicho? —gritó nada más sacar la cabeza del coche—. Que
recojan toda esta mierda y se vayan. ¡No se lo pienso repetir!
—Por favor, señor, necesitamos el agua desesperadamente —suplicó
Jeannie—. No nos quedaremos mucho más y nos iremos en cuanto hayamos
acabado.
Los demás continuamos trabajando.
El policía desabrochó la pistolera y sacó el revólver. Lo sostuvo junto a él,
ligeramente inclinado hacia nosotros.
—No voy a decirlo dos veces.
Enrollamos las lonas. Ange se disponía a replicar al policía, que nos
vigilaba como un padre que se asegura de que los niños ordenan el cuarto,
pero cuatro o cinco le lanzamos miradas de advertencia. Se calló y echamos a
andar. El policía cabrón subió al coche y se marchó.
Tratamos de darnos prisa en salir de la ciudad antes de que dejase de
llover, pero cuesta apretar el paso cuando llevas una mochila cargada con casi
veinte kilos de porquería y estás deshidratado.
—¡Escuchadme! —gritó Cortez señalando una vía de tren que se
adentraba en el bosque a nuestra derecha—. ¿Por qué no seguimos esas vías?
Podríamos acampar dos o tres kilómetros después. Ni siquiera los polis se
enterarán de que estamos ahí.
A nadie le pareció mal; bajamos por un terraplén rocoso y empezamos a
seguir las vías. Las bicicletas traqueteaban sobre la grava, pero al resto nos
resultaba más fácil andar por ahí que abrirnos paso por la maleza mojada.
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El ruido de la autopista se fue apagando hasta que solo se oyó el golpeteo
de la lluvia. Los pinos de hoja larga formaban un bosque espeso y cubrían de
agujas doradas las vías elevadas.
El teléfono tintineó. «Me ha encantado verte. Todo bien?» Ambos éramos
propensos a la depresión postencuentro.
«Estoy bien. Nos ha echado un poli. Otra vez en marcha».
«Id hacia el oeste. Hacia mí :)»
—¿Qué es eso? —preguntó Carrie señalando un punto de las vías.
Alguien se nos acercaba agitando una sábana o algo parecido. Las vías
comenzaron a vibrar a medida que la silueta iba volviéndose más definida.
—Hostias, no me lo puedo creer —dijo Ange.
Había un tío haciendo windsurf por la vía. Iba zigzagueando,
aprovechando los vientos revueltos de la tormenta, despegando de los raíles
primero un extremo del artefacto y luego el otro, como si surcara las olas. El
repiqueteo de unas ruedas bien engrasadas fue cobrando volumen a medida
que se acercaba.
Nos apartamos a los lados para dejarlo pasar. Nos saludó con un gesto y
señaló hacia el lugar del que venía.
—¡A un kilómetro y medio! —gritó, y aceleró, empujado por una potente
corriente de aire.
—¿Qué hay a un kilómetro y medio? —pregunté.
Antes de continuar, nos detuvimos para recoger toda el agua que pudimos.
Siguió lloviendo otros veinte minutos y después proseguimos la marcha con
unos centímetros de agua en las garrafas.
Un kilómetro y medio más adelante encontramos a otra tribu acampada en
un sendero despejado para que pasara el tendido eléctrico. Alineados junto a
los raíles había otros cuatro artefactos más ideados para hacer windsurf sobre
las vías. La mayoría de los miembros de la tribu estaba descansando a la
sombra, pero había un par de pie frente a una mesa plegable que habían
colocado al lado de uno de los enormes postes plateados de electricidad.
Dos mujeres se levantaron de inmediato para darnos la bienvenida,
sonriendo y saludándonos con la mano. Una debía de tener unos cuarenta y
cinco años, aunque tal vez fuese más joven de lo que parecía. La piel pálida
sienta genial cuando eres joven, pero no envejece bien, sobre todo si vives en
una tienda de campaña y te pasas el día a la intemperie sin protector solar.
La otra debía de rondar los veinticinco. Era una chica alta y muy delgada
con aire de niña desamparada, y tenía el pelo rojizo. Estaba demacrada como
un demonio y no tenía pechos ni por asomo; pese a todo, era rematadamente
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atractiva. Tenía un aspecto vagamente inglés. La contemplé mientras
caminaba hacia nosotros. Desprendía una elegancia que me dieron ganas de
sentarme a mirarla todo el día.
—¿Habéis venido a comprar hierba? —nos preguntó la mayor señalando
la mesa plegable.
—No, solo pasábamos por aquí —explicó Jeannie.
—¿Adónde vais? —preguntó la más joven.
—Creo que todavía no lo sabemos —confesé—. Nos acaban de dar la
patada de Metter. —Le tendí la mano—. Me llamo Jasper.
—Yo soy Phoebe, encantada —contestó.
La otra mujer también se presentó, pero olvidé su nombre de inmediato. A
veces soy así de imbécil.
Un hombre de barba pelirroja puntiaguda y gafas de montura metálica se
unió a nosotros.
—¿Habéis oído rumores sobre el nuevo virus de diseño que se está
propagando?
—No. ¿Es muy malo?
El tipo sacó la lengua y se lamió la comisura de los labios.
—No lo sabemos. Otra tribu nos habló de él, pero solo lo conocían de
oídas. Dicen que provoca espasmos musculares.
—Genial —repliqué—. ¿Os habéis enterado de lo que está pasando en el
oeste?
Lo último que habíamos oído era que un ejército rebelde mexicano había
invadido el sur de Texas.
—Nos dijeron que habían mandado tropas estadounidenses, pero no
sabemos qué pasó —intervino Phoebe.
Seguimos charlando un rato y, al final, casi todos los miembros de ambas
tribus terminaron reunidos en corrillos para intercambiar noticias e
información. La verdad es que era asombrosa la facilidad y la velocidad con
que las tribus se hacían amigas. Nos invitaron a acampar con ellos y a
quedarnos una temporada.
—Me parece que es tu tipo —comentó Colin mientras descargábamos las
tiendas de las bicicletas—. Parece un elfo. No me extrañaría que tuviese las
orejas puntiagudas.
—Tengo que reconocer que me ha hecho tilín. El corazón se me ha
acelerado. —Me pasó por la cabeza una imagen de Sophia, con su amplia
sonrisa.
—¿Por qué no hablas con ella? Pídele que salga contigo.
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—A lo mejor.
¿Cómo invitas a salir a una mujer si no tienes coche, casa ni dinero para ir
al cine, suponiendo que pudieras llegar a la sala? No entendía las reglas del
juego; tal vez no había y todavía las estaban redactando.
Cortez propuso que les preguntásemos si tenían algo para almacenar
electricidad y cualquier cosa para comerciar que no fueran drogas, y me ofrecí
para dejarme caer por su campamento. Según Ange, un poco de hierba nos
iría bien para el ánimo (ocho años antes, a los quince, había pasado un año en
rehabilitación porque era adicta a la cocaína), pero rechazamos su propuesta.
La idea fue un fiasco: no disponían de nada para almacenar energía, pero
aproveché la oportunidad para acercarme a Phoebe y charlar un rato. Al final,
me armé de valor y se lo dije.
—Oye —comencé, como si se me acabara de ocurrir—, ¿quieres venirte a
la ciudad dentro de un rato? Podríamos comprarnos una chocolatina y dar una
vuelta por el centro.
Siempre me sentía estúpido cuando le pedía salir a una mujer, como si
intentase engañarla. No estaba bien de la cabeza, eso era innegable.
—Vale —respondió. Así de fácil.
—Genial —dije, tratando de parecer complacido, pero no sorprendido—.
¿Vengo a buscarte más tarde?
Habría sido más claro algo como «¿Te recojo a las siete?», pero ninguno
de los dos tenía reloj y, en realidad, tampoco tenía nada con lo que ir a
recogerla.
Me lavé los dientes sin agua, con un poco de pasta de dientes de la tribu, y
maté el tiempo charlando con ellos. No podía evitar sentirme culpable por
Sophia. Tampoco entendía cómo se aplicaban las reglas en este caso. ¿Podía
salir con otras mujeres, teniendo en cuenta que ella estaba casada y no nos
acostábamos juntos? Supongo que lo realmente importante era si tenía ganas.
De momento, sí, tenía ganas. Quería hacer algo normal, para variar.
Regresé al otro campamento a buscar a Phoebe. Se había puesto
pintalabios y lápiz de ojos, y un montón de perfume. Me sentí enormemente
agradecido de que se hubiese esforzado tanto por estar guapa en nuestra cita.
—¿Estás lista? —le pregunté.
Asintió y echamos a andar. Subimos por la cuesta hasta las vías y nos
dirigimos a Metter.
Nos preguntamos los clásicos «¿De dónde eres?» y «¿A qué te
dedicabas?» (se había sacado un máster en Literatura Inglesa, otra pobrecita
que se había dedicado a su vocación), y después charlamos sobre música y
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películas. Mostraba una confianza desenfadada que, en lugar de darme a
entender que estaba fuera de mi alcance, resultaba contagiosa y me transmitía
seguridad a mí también. Phoebe me gustaba, y me alegraba sentirme atraído
por alguien que no fuese Sophia.
La idea me hizo pensar en Sophia y deseé estar riéndome con ella.
Mientras caminábamos, mis pensamientos no dejaban de apartarse de Phoebe
y yo me esforzaba en traerlos de vuelta.
Nos compramos en un Minute Mart un burrito para compartir, de esos que
hay que calentar en el microondas, y unas chocolatinas de postre. Metió la
mano en el bolso para sacar dinero y me ofrecí a invitarla, pero me dijo que
estaba encantada de pagar a medias.
Nos sentamos en el bordillo del aparcamiento, entre colillas esparcidas
por el suelo y junto a la manguera de aire para hinchar los neumáticos, tan
lejos como pudimos del hedor de los surtidores de gasolina.
Un chihuahua en los huesos salió de detrás de un contenedor verde y
empezó a ladrarme. La fuerza de los ladridos lo proyectaba hacia atrás. Estaba
medio muerto de hambre y parecía enfurecido porque nadie le daba de comer.
Partí mi barrita Butterfinger y le lancé un pedazo. En cuanto lo engulló, se
puso a ladrarme de nuevo. Se abalanzó sobre mí y me mordisqueó los pies.
Phoebe se moría de risa, sobre todo porque a ella no le hacía ni caso, sino que
iba a por mí.
Cuando terminamos de comer, volví a entrar en el local para ir al baño. Al
salir, se me ocurrió que estaría bien comprarle algo, un detallito. Debía ser
algo muy barato, pero tampoco quería regalarle un juguete o un chicle. Tenía
que pensarlo bien.
Me llamó la atención un expositor de postales. Lo hice girar y descarté
todas las vistas aéreas de Metter y las de cerdos hablando entre sí. Había una
de bailarinas de hula, sin duda una imagen de archivo de Hawái. El pie de
foto rezaba: «Todo es mejor en Metter». Era perfecta.
—Te he comprado un regalo —anuncié mientras echábamos a andar.
Cogió la postal, la examinó y se rio.
—¡Un retrato de la famosa compañía de baile hula de Metter! Gracias.
El cielo era azul oscuro. Pasamos frente a un cine desvencijado de nueve
salas (aunque, en realidad, debía de tener dos o tres, porque era imposible que
estuvieran proyectando películas en tantas pantallas) y pensé que ojalá
pudiéramos permitirnos ir a ver una. La última vez que había ido al cine había
sido con Sophia, haría seis meses. La besé en la oscuridad y ella me devolvió
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el beso, pero de pronto susurró: «No debería», me agarró la mano con fuerza
y vimos la película.
El rostro sonriente de Sophia recuperó su posición habitual de
salvapantallas de mi mente y comencé a sentirme culpable, como si estuviese
engañando a Phoebe porque en mi corazón no quedaba espacio para ella y ella
no lo sabía. Si yo le gustaba, seguramente se estaba esforzando por causarme
una buena impresión con la esperanza de que todo aquello llevara a algún
puerto. Pero no era posible. Al menos, no de momento.
El teléfono tintineó como si me leyese el pensamiento. No me había
acordado de sacarme el maldito trasto del bolsillo al salir; durante el último
año, lo había llevado tan pegado al cuerpo como las orejas.
—¿Te están llamando? —preguntó Phoebe.
—Es un mensaje —aclaré—. Ya lo leeré más tarde.
—Vaya, ¿y cómo se las apaña tu tribu para pagarse un teléfono?
—Es para urgencias y cosas así —musité.
Phoebe alargó el brazo y me tomó de la mano; nuestros dedos se
entrelazaron con naturalidad. Llegamos a las vías y nos adentramos en la
oscuridad y el sonido de los insectos nocturnos.
Mentir es como tener un trozo de comida entre los dientes. Intenté
olvidarlo y disfrutar de la cita, pero para mí se había convertido en una gran
farsa.
—¿Te acuerdas del mensaje de texto? No he sido del todo sincero contigo.
—Me lo imaginaba. La gente no suele pegar un salto cuando le suena el
teléfono.
—La verdad es que… —¿Qué? ¿Que salgo con otra persona? ¿Que tengo
un rollo?—… tengo una relación con otra persona.
Le hablé de Sophia. Se lo tomó muy bien, fue muy comprensiva.
Hablamos de ello como si fuéramos amigos y, después de hacer unos cuantos
comentarios profundos y darme algunos consejos, me explicó que todavía se
estaba recuperando de una ruptura dolorosa. Estuvo saliendo con un tío y la
dejó unos meses atrás. Sus padres la habían repudiado y la habían echado de
casa porque era negro, así que se fueron juntos de la ciudad y se unieron a una
tribu formada por algunos amigos de él, del instituto. Al cabo de un tiempo, el
tipo se marchó y a ella solo le quedó la tribu.
—Lo más irónico es que ni siquiera fumo hierba —me explicó—. Apenas
bebo. No es que me importe lo que hagan los demás, pero siempre he sido
bastante puritana, y he acabado en una tribu que sobrevive vendiendo droga.
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—Vaya, y yo que te había tomado por una chica salvaje de las que se
colocan y van a su bola.
—Pues más bien soy de las que leen un libro mientras se toman el té. —
Me gustó su manera de pronunciar la palabra té. Tenía un deje británico.
Seguimos andando en un silencio cómodo. Poco después, oímos música
procedente del campamento doble. Sonaba a heavy metal.
Phoebe aflojó el paso y me tiró de la mano para que me parara.
—Deberíamos despedirnos aquí, antes de tener público.
La abracé y nos besamos. Fue un beso suave y agradable, adecuado para
una cita. Sabía besar. Le olía el aliento, pero seguro que a mí también, y
posiblemente más que a ella. Nos estábamos acostumbrando a oler mal y
tener mal aliento.
—Me lo he pasado bien —dijo—. Gracias por invitarme a salir.
—¿Hay alguna manera de ponerme en contacto contigo? A lo mejor
podríamos volver a vernos.
—Un momento. —Se acuclilló en la vía y hurgó en el bolso. Sacó un
bolígrafo y un trozo de papel y anotó un número junto al nombre «Crystal»—.
Es el teléfono de una amiga. Puede que tarde unos días, pero un día u otro
siempre paso a verla. Te mandaré un mensaje de respuesta a través de ella.
Regresamos al campamento cogidos de la mano. Al llegar al punto
intermedio entre ambas tribus, nos soltamos y cada uno volvió con su gente.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Colin en cuanto me senté en la hierba
silvestre aplastada.
—Es muy, pero que muy maja —respondí, y miré a Phoebe, que estaba
con algunos compañeros de tribu, probablemente hablando de la cita como yo
—. Sophia me ha enviado un mensaje en plena cita. Se me ha olvidado apagar
el teléfono.
—Mala cosa —opinó Colin.
La música venía del otro campamento y había gente bailando. La mujer de
cuarenta y tantos cuyo nombre había olvidado agarró a Phoebe por el codo y
la hizo bailar. Bailaba con poca gracia, tímidamente, quizá porque era
consciente de que yo la estaba mirando.
—Debería interesarme por ella, pero no quiero perder a Soph.
—Ya, pero es que no tienes a Soph —replicó Colin—. Todas las noches
se mete en la cama con su marido. Tú te metes en la tienda con tu leal mano
derecha.
—Soy zurdo —contesté, pero el chiste fue un acto reflejo. Me dolía
imaginar a Sophia metiéndose en la cama con su marido. Los veía besándose,
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él con la mano sobre su seno desnudo. No podía detener la película que se
proyectaba en mi cabeza, aunque la imagen me sentaba como si me apagaran
cigarrillos en los ojos—. Tengo que dejar de verla, ¿verdad? —pregunté. Ya
estaba dicho. Nunca había pronunciado esas palabras; ni siquiera me había
consentido pensarlas. Sin embargo, la situación me estaba matando, era una
tortura.
—Sí —contestó Colin—. Si no piensa dejar a su marido, ¿qué te queda?
Llamadas y mensajes. Nunca será suficiente.
Asentí y los ojos se me inundaron de lágrimas.
—No estoy diciendo que Sophia sea mala persona —continuó—.
Evidentemente, es muy buena persona y lo hace lo mejor que puede, pero
tienes que pensar qué es lo mejor para ti. —Se levantó—. Me parece que
pronto necesitarás a alguien que te abrace, te acune y te diga que todo irá
bien, y seguro que no quieres que sea yo —concluyó.
Se acercó a Ange, se agachó y le dijo algo. Ange me miró, se puso en pie
enseguida y vino hacia mí. Me eché a llorar como una magdalena antes de
que llegase con los brazos abiertos, lista para abrazarme.
—Ya lleváis casi dos años —me recordó mientras me abrazaba—. No
querrás volver la vista atrás un día y darte cuenta de que han pasado diez y
sigues esperando a que suene el teléfono. Eres un tío estupendo. Te mereces
una persona para ti solo, no a alguien a quien tengas que compartir.
La persona a la que quería para mí solo era Sophia.
—¿Cuánto tardaste en superar lo de Tyler? —le pregunté. Le hablaba a su
cuello, húmedo con mis lágrimas.
—No lo superé. Cada vez me fue doliendo menos, pero incluso hoy, de
vez en cuando, se me remueven las viejas emociones y me siento como si
acabásemos de romper.
Creo que todo el mundo tiene una Sophia por la que llorar. La primera vez
que Ange me habló de Tyler, de quien se enamoró a los dieciséis, me dijo:
«No me malinterpretes, quiero a Cortez, pero Tyler me caló muy hondo».
Cuando te enamoras, cuando estás colado por alguien de verdad, te juegas
mucho.
Eché a andar por las vías y llamé a Sophia. Me dijo que no podía hablar,
lo que significaba que estaba con su marido.
—¿Y no puedes salir a dar un paseo? Es que necesito de veras hablar
contigo.
Permaneció largo rato en silencio. Estaba seguro de que había notado por
el tono y por mi nariz taponada que algo iba mal de verdad.
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—Ya sé qué vas a decirme. No quiero oírlo.
—Lo siento —dije—. Lo siento en el alma.
Oí como cerraba la puerta de casa.
—No, por favor —me suplicó. Estaba llorando, lo que me hizo llorar
todavía más—. Eres lo único que me hace feliz en la vida.
Pasamos horas hablando. Le insistí en que, si no iba a romper con él (no
podía ni pronunciar su nombre, siempre lo llamaba «él»), ¿qué sentido tenía
lo nuestro? Respondió que no sabía qué sentido tenía, pero que no necesitaba
que lo tuviera, que solo quería oír mi voz todos los días. Le contesté que así
solo conseguíamos martirizarnos.
Al final, me dijo que, aunque lo entendía, no quería que la dejase. Nos
dijimos «te quiero» unas cincuenta veces. El teléfono se quedó sin batería.
Siempre pierdes un poco la cabeza tras una ruptura; sabes que estás un
poco loco y que tus ideas andan alteradas y no puedes fiarte de lo que piensas,
pero no te queda otra que esperar a que se te pase. He aprendido que es mejor
no tomar decisiones trascendentales mientras estás así porque, en general,
siempre te acabas equivocando.
Seguí a la tribu como un autómata. Me sentía abatido y me torturaba
imaginar cómo estaría sufriendo Sophia, sobre todo porque, para remediarlo,
bastaba con llamarla y decirle que estaba arrepentido y que quería que todo
siguiera igual.
Nos dirigimos a Vidalia. Aprovechábamos los ríos que encontrábamos por
el camino con los colectores de energía hidráulica y las cunetas con los
molinos, y extendíamos las cubiertas solares cada vez que nos deteníamos y
brillaba el sol.
—Nietzsche dijo: «Lo que no te mata te hace más fuerte» —citó Jim
mientras avanzábamos a trancas y barrancas por una cuneta repleta de basura.
—Sí, claro. ¿Y qué me dices de la radiación? —bromeé.
Sonó un tema de Bob Marley en la radio portátil que llevaba Cortez. Me
acerqué a él y, embargado por una profunda tristeza, pulsé el botón de
apagado. Bob Marley era de los preferidos de Sophia. Cortez me miró raro,
pero calló. Todos me daban un poco de cancha.
A mí ya me gustaba Bob Marley mucho antes de conocer a Soph.
Solíamos poner sus canciones durante las partidas de póquer del instituto. El
recuerdo me hizo pensar en mis padres, que aguantaban pacientemente
nuestras ruidosas timbas nocturnas en el sótano de su casa y murieron en las
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revueltas del agua de Arizona. Volví a encender la radio. Sophia no podía
apropiarse de Bob Marley.
A lo lejos sonaron disparos y una sirena de policía, o tal vez de
ambulancia; en todo caso, era incapaz de distinguirlas. Busqué a Colin a mi
alrededor. Nos estábamos acercando al Winn-Dixie y decidí que no había
tiempo para ponerse a pensar en las tonalidades de las sirenas.
El Winn-Dixie estaba casi vacío. Entramos Cortez, Jim y yo (era menos
probable que se negasen a atendernos si solo entrábamos unos cuantos). La
única mujer que atendía las cajas nos miró con nerviosismo al vernos abrir las
puertas automáticas, pero no dijo nada. Nos pusimos a hacer la compra.
—Oye, ¿y si nos llevamos uno? —preguntó Cortez mostrándonos un
paquete de Oreos.
—Deberíamos ceñirnos a la lista —respondió Jim cerrando los ojos al
hablar, un gesto suyo muy característico—. No podemos permitirnos comprar
calorías vacías.
Cortez resopló y volvió a colocarlas en la estantería.
—Si no podemos darnos un capricho, más nos vale estar muertos.
Nos llamó la atención un chillido en la zona de las cajas registradoras.
Corrimos al principio del pasillo para ver qué ocurría.
La cajera estaba llenando un carro y parecía muerta de miedo.
—¡Quédese ahí! —gritó señalando a una mujer que había cerca de la
puerta—. ¡No entre! ¡Quédese ahí!
La mujer daba muestras de sufrir un dolor insoportable: lanzaba gemidos
y jadeos entrecortados y se tambaleaba con los brazos completamente lacios,
como si estuviera a punto de caer.
—Pero ¿qué hostias le pasa? —susurró Cortez.
—Tenga. —Con un empujón, la cajera le lanzó el carrito, que recorrió una
parte del camino traqueteando y luego se desvió hacia un expositor con
preparados de pastelería y tiró algunos paquetes al suelo—. ¡Cójalo y váyase!
La mujer dio un paso débil y espasmódico hacia el carrito, y luego otro.
Caminaba de forma espantosa. Apretaba los dientes de dolor y tenía las
mejillas húmedas. Se aferró al carrito y lo usó para equilibrarse mientras
avanzaba a trompicones hacia la salida.
Cortez se apresuró a abrirle la puerta.
—¿Está loco? —chilló la cajera—. ¡No se le acerque!
Cortez frenó en seco y las deportivas le chirriaron sobre el suelo de
linóleo.
—¿Qué le pasa?
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—Váyanse antes de que llame a la policía.
—Vale, vale, ya nos vamos —intervine—, pero tenemos que llevarnos
todo esto. —No habíamos cogido ni la mitad de lo que necesitábamos—.
Déjenos pagar antes de irnos.
—Veinte pavos. Dejen el dinero en el mostrador y váyanse —insistió sin
siquiera mirar qué había en el carrito que llevaba Jim.
Cortez se sacó un billete de veinte del bolsillo de los tejanos y lo dejó en
el mostrador. La cajera había apartado la vista; tenía lágrimas en los ojos y se
mordía el labio inferior.
El resto de la tribu descansaba a la sombra de una tienda de todo a un
dólar.
—Tenemos que irnos —les dijo Cortez, corriendo para adelantarnos a Jim
y a mí—. Aquí hay un virus. Ha entrado una mujer que parecía una zombi…
—¡Pordioseros asquerosos! Vosotros tenéis la culpa.
Un hombre flaco con el pelo largo y camiseta de la bandera confederada
apareció tras la esquina del edificio de enfrente. Tenía la misma expresión
agónica y los mismos andares vacilantes de la mujer de la tienda de
comestibles. Y llevaba una pistola. Se me aflojó el estómago al ver que la
levantaba con una mano trémula y maliciosa. Alguien chilló.
—Voy a mataros a todos. Hasta el último puto…
Le flaquearon las fuerzas. La pistola se le escapó de la mano y repiqueteó
en el suelo. Soltó un grito de frustración y nos miró como si fuéramos el
demonio. Se inclinó a recogerla y se desplomó. Se quedó tumbado,
maldiciendo. La nariz y la mejilla le sangraban por el golpe.
Echamos a correr. Carrie, que se había criado en Vidalia, nos llevó tras la
tienda de todo a un dólar y nos condujo por una pequeña arboleda hasta que
llegamos a un vecindario. A pocas calles había unas vías por las que
podríamos perdernos de vista enseguida.
—¿De qué va esto? —preguntó Jeannie.
—Son como zombis —contestó Cortez—. Se mueven como los zombis de
las películas de George Romero, os lo juro.
—Parece una enfermedad neurológica —concretó Jim—. Pero ¿una
enfermedad neurológica altamente contagiosa? Jamás había visto nada igual.
Oímos chillidos. Salían de la ventana de una casita amarilla. Eran gritos
de agonía, alaridos animalescos a pleno pulmón.
—Por aquí —nos indicó Carrie, y avanzó entre dos casas.
Trotamos, cargados con las mochilas, entre malas hierbas que se nos
enredaban en los tobillos. Colin y Jeannie, en bicicleta, cerraban la
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retaguardia.
Cruzamos la siguiente calle, bajamos por un sendero y llegamos a un
pequeño parque en el que había un grupo compacto de unas doce personas.
Iban protegidos con mascarillas y guantes, y llenaban un agujero recién
excavado con cadáveres envueltos en sábanas. Atajamos por el medio del
parque, corriendo tan deprisa como podíamos.
—¡Pordioseros! —gritó alguien del parque.
Sonaron disparos. Oí como las balas rebotaban con un sonido estridente,
el típico que se oye en las películas. Las vías del tren estaban justo al cruzar la
siguiente calle. Huimos siguiéndolas y nos adentramos en el bosque. Miramos
atrás y no vimos perseguidores. No dejamos de correr hasta que perdimos la
carretera de vista.
Montamos el campamento bajo las vías elevadas y nos sentamos
formando un corrillo en la oscuridad. Permanecimos en silencio, inmersos en
nuestros propios pensamientos. Una sirena aullaba a lo lejos.
—Tenemos que quedarnos fuera de las ciudades siempre que podamos —
propuso Jeannie—. A la tribu con la que acampamos se le daba mucho mejor
que a nosotros la vida campestre. Necesitamos mejorar nuestras técnicas de
supervivencia.
—No es nuestro estilo —intervino Cortez—. Nosotros trabajamos en las
ciudades. No podemos venderles electricidad a las ardillas.
—Me parece que eso no nos va a durar mucho más; nos estamos
quedando sin contactos. Creo que Jeannie tiene razón —apuntó Colin.
—Ahora mismo hay dos mundos, y ese no es el nuestro —opiné. Sentí
una punzada en el estómago. Ya no era nuestro. Ni por asomo.
—Lo de comprar toda la comida en el 7-Eleven tiene que acabarse —
añadió Jeannie—. Hay que empezar a dedicar el dinero que ganemos a armas
y equipo de pesca en vez de gastarlo en minutos para el teléfono móvil.
—El teléfono no lo pago yo —aclaré.
—Ya lo sé —replicó—. Solo digo que tenemos que volvernos más duros.
Más duros. Yo no soportaba a la gente dura. Sin embargo, tenía razón: o
cambiábamos o estábamos condenados.
Había sido un día largo y de mierda. En cuanto oscureció, nos metimos en
las tiendas.
Aunque estaba rodeado de mi tribu, me sentía terriblemente solo. Dormir
en una tienda de campaña en mitad de un bosque era muy distinto a dormir en
una tienda en la ciudad. El bosque era un ser desconocido; un recordatorio
cruel y silencioso de que nadie iba a preocuparse de nosotros, de que
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vivíamos en un mundo implacable al que le daba absolutamente igual si nos
moríamos esa misma noche. Los grillos del exterior emitían un sonido
metálico. Me moría de ganas de llamar a Sophia.
Arrojé la manta a un lado y me arrastré fuera de la tienda. Como estaba
demasiado oscuro para ir a dar una vuelta, me quedé de pie en medio del
campamento mirando las estrellas a través de las copas negras de los árboles.
—No me gustaría estar en tu piel y volver a salir con mujeres.
Me sobresalté un poco. Cortez estaba sentado en un tronco caído a tres
metros de mí, en el perímetro del campamento.
—Es complicado —contesté.
Francamente, no me apetecía charlar de mi vida sentimental con Cortez.
Aun así, me acerqué a él para que la conversación no despertase a los demás.
—No solo eso —continuó Cortez—. Sufro la maldición del hombre
blanco. —Levantó una mano y separó el índice y el pulgar unos diez
centímetros. No entendí de qué hablaba—. Siempre que me acostaba con una
mujer por primera vez, era un manojo de nervios porque me preguntaba si, al
vérmela, se estaría riendo por dentro.
Entonces lo entendí. Me costó encontrar una respuesta apropiada.
—Vaya. Comprendo que te pusieras nervioso.
¿Cortez estaba diciendo lo que realmente parecía? ¿Era posible que me
estuviese contando algo tan personal? Si yo tuviera la polla pequeña, no se lo
diría a nadie, ni siquiera a Colin.
De pronto, Cortez me cayó bien. Probablemente se jugaría la vida por mí
si fuera necesario. Formaba parte de mi tribu. Debería darle la misma
confianza que él me daba a mí.
—Pues sí. Cada cual lleva su cruz —concluyó. Se levantó y se sacudió el
trasero de los pantalones—. Intenta dormir un poco, si puedes.
—Cortez —dije, y le tendí la mano. Me la estrechó con fuerza—. Me
alegra haber charlado contigo, hombre.
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Una mujer pasó a toda prisa junto al campamento, por las vías. Parecía
demasiado asustada para estar haciendo ejercicio y demasiado limpia para ser
pordiosera. Además, iba con lo puesto.
—¡Oye! —le grité a su trasero, cada vez más lejano—. ¿Estás bien?
Miró atrás y se detuvo en seco. Se quedó quieta, jadeando y con los
brazos en jarra; daba la impresión de no saber qué contestarme, o tal vez no
estaba muy convencida de que yo fuese de fiar.
—Somos inofensivos —dije, mostrándole el álbum de fotos como si fuera
prueba de ello.
Descansó un instante más y bajó la pendiente para acercarse al
campamento. Era menuda y tenía un aire impaciente y ligeramente agresivo.
Se detuvo a unos seis metros de mí.
—¿Qué haces por aquí sola? —pregunté.
—¿Venís de Vidalia? —respondió ella, y asentí—. Soy de Vidalia. Me
estoy alejando todo lo posible.
Algunos miembros de la tribu asomaron la cabeza de las tiendas para ver
con quién hablaba.
Era doctora. Al parecer, otro médico de la ciudad ya había intentado hacer
las maletas y marcharse cuando las cosas se habían puesto feas, y en ese
momento dormía en los calabozos cuando no estaba tratando a pacientes. Ella
había escapado antes del alba, con lo puesto, para que no sospecharan que se
marchaba. Se llamaba Eileen.
Nos contó que el virus actuaba como la polio, pero se contagiaba como la
gripe. Las víctimas iban perdiendo la sensibilidad paulatinamente,
comenzando por las extremidades. Si la parálisis les alcanzaba el torso, se
asfixiaban.
—Es espantoso, no os lo podéis ni imaginar —siguió explicando—.
Media ciudad está enferma. Los niños pequeños y las personas mayores
acaban muriendo casi siempre. Las personas más fuertes sobreviven, pero se
quedan paralíticas. La gente abandona la ciudad o se atrinchera para evitar el
contagio. Como no hay suficientes personas para llevarles agua y comida, los
infectados tienen que salir a buscar agua y comida, hasta que no pueden más y
mueren por deshidratación.
Llené de agua medio vaso de poliestireno y lo dejé en el suelo, a medio
camino entre los dos. Eileen me dio las gracias y lo recogió. Lo sujetaba con
ambas manos para que no le temblase al beber.
—No puedo hacer nada —dijo, justificándose—. ¡No puedo ayudarlos!
No es un virus normal; se propaga demasiado rápido. Tiene que ser de diseño.
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—¿Y quién diseñaría algo así? —preguntó Colin.
Eileen se encogió de hombros.
—Podría ser cosa de insurgentes que intentan derrocar al Gobierno. O del
propio Gobierno —aventuró Jim.
—¿Puedo compraros algo? Tengo dinero —dijo Eileen.
Le vendimos algunas cosas y prosiguió su camino.
Hacia mediodía oímos disparos; no los tiros ocasionales a los que
estábamos acostumbrados, sino ráfagas de armas automáticas. Fuego de
militares. Nos miramos los unos a los otros, desconcertados.
—Diablos —dijo Colin—. Están limpiando Vidalia.
No me costó imaginar la escena: soldados con trajes amarillos y máscaras
antigás yendo puerta por puerta y asesinando a todo el mundo. Era justo lo
que podía esperarse del Gobierno del momento.
Llegamos a Statesboro al caer la tarde. Cortez y Charlie se ofrecieron
voluntarios para intentar comprar provisiones en el Wal-Mart mientras el
resto íbamos al centro a venderle electricidad a alguno de nuestros socios
comerciales de confianza.
Para llegar al centro había que serpentear entre varios barrios que
antiguamente se consideraban de clase media. Era difícil etiquetar a las clases
sociales en ese momento. Estaban los que se morían de hambre, los que casi
se morían de hambre (como nosotros), los pobres como las ratas, los pobres a
secas y (como siempre) los asquerosamente ricos.
Nos topamos con un grupo de críos que jugaban a agentes de inmigración
e ilegales. Los que hacían de ilegales balbuceaban en un español inventado
mientras los otros los esposaban con anillas de plástico de los paquetes de seis
latas y se los llevaban.
Un tipo con la camiseta empapada de sudor salió del garaje de su casa y
nos miró fijamente con los brazos cruzados.
—¿Qué hacéis aquí? —nos gritó.
—Venimos a cortar el césped —respondió Ange. Era un chiste viejo, pero
algunos miembros de la tribu se rieron de todas formas.
—Largaos, pordioseros de mierda, aquí no queremos nada de lo que
vendáis —replicó el hombre. Llevaba unas estúpidas gafas negras, de esas de
hípster que causaban furor quince años atrás.
Ange le hizo una peineta.
—¿Cuándo empezaron los chistes de cortar el césped? —pregunté a
Colin.
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—Déjame pensar. —Reflexionó un momento—. Yo diría que en el verano
del 2019. En realidad, los más pobres habían dejado de cortar el césped un par
de años antes, pero ese año le dio por ahí a todo el mundo. Creo que al
principio los chistes iban de regar el césped. —Colin se detuvo—. Mierda.
Otros dos hombres salieron del garaje, armados con fusiles. Uno arrojó
una lata de cerveza vacía a la maleza y se acercó desafiante por el camino de
entrada.
—¿Te crees muy graciosa? —le espetó a Ange en las narices, cerrándole
el paso. Ese no llevaba gafas; era musculoso y, además, un chulo. Hasta el
último átomo de su ser gritaba: «Veterano de guerra cabreado». Ange no
respondió—. ¿No dices nada? —insistió el hombre—. ¿Te crees muy
graciosa? —Le cruzó la cara de una bofetada.
Casi al instante, Ange le escupió en la cara. Desde diez metros de
distancia, vi como sus ojos se encendían de rabia mientras se secaba la piel,
justo debajo del ojo, con el dorso de la mano.
—Ya nos vamos, ya nos vamos —intervine, acercándome a ellos—. Lo
sentimos.
El hombre me dirigió la mirada y se me aceleró el corazón.
—Seguid vuestro camino y marchaos. Sería muy inteligente.
Agarró a Ange de la muñeca y le dio un tirón. Ange chilló, se resistió y
clavó las uñas en los dedos que le aferraban la muñeca.
Todos nos apresuramos a ayudarla. El tercer hombre dio unos pasos
rápidos al frente, levantó el fusil y apuntó al pecho de Colin. Nos detuvimos
en seco.
El de las gafas le agarró a Ange el brazo libre. Sin que dejara de gritar, la
arrastraron por el camino hasta la casa y la obligaron a subir por la escalera de
hormigón de la entrada. El tercer hombre, un tío bajo y calvo, reculó hacia la
puerta, apuntándonos alternativamente con el fusil.
—Largaos, si sabéis lo que os conviene —dijo desde el último escalón.
Bajó el fusil y entró tras los demás.
Oímos chillar a Ange.
—¡Ayúdennos, por favor! —gritó Jeannie a un grupo de curiosos que se
había congregado al otro lado de la calle. Nadie movió ni un dedo.
—Mierda. ¿Qué hacemos? —preguntó Colin.
—No lo sé —reconocí—. Pero tenemos que detenerlos. No queda otra.
Colin asintió. Resoplaba como si le faltase el aliento.
—¿Cómo?
—¡Soltadme! —chilló de nuevo Ange.
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—¡Que alguien llame a la policía! —gritó Jeannie.
—Ya he llamado. Hace cinco minutos —dijo una adolescente.
Miré a todos lados. Nada. Dentro de la casa se oyó una carcajada ronca.
Di unos pasos rápidos por el camino.
—Yo que tú no lo intentaría —me advirtió alguien desde el otro lado de la
calle.
—¡Mirad! —gritó Jim. Se nos acercaba un coche patrulla y le hicimos
gestos como locos para que se detuviera. Parecía moverse a paso de tortuga.
Bajaron la ventanilla y salió una bocanada de aire fresco.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con parsimonia un policía con gafas de
sol, mirándonos de arriba abajo.
Respondimos todos al unísono, señalando la casa. Los gritos de Ange
sonaban ahogados, como si estuvieran tapándole la boca con la mano.
—¿Cuántos hombres son? —preguntó el policía.
—Tres —contesté.
—¿Van armados?
Asentí.
—Como mínimo tienen dos fusiles. Tenemos que darnos prisa.
El policía sacudió la cabeza.
—¿Contra tres hombres armados? ¿Tengo cara de Wyatt Earp o algo así?
—Por favor. Por favor, señor —suplicó Jeannie—. Nosotros le
ayudaremos.
—No deberían haberles tocado los cojones —sentenció, negando con la
cabeza, y subió la ventanilla.
—¡Pues pida refuerzos! —le grité.
El coche patrulla arrancó y Jeannie se puso a aporrear el maletero,
implorándole que se detuviera.
Miré a Colin. Tenía la cara mugrienta empapada de sudor.
—Tenemos que entrar —dije.
—Lo sé —convino Colin.
—¿Qué podemos usar para pelear? —preguntó Jim. Estaba justo a mi
espalda.
—Esto —respondió Jeannie, levantando un revoltijo de cuchillos y
utensilios de cocina.
Agarré un cuchillo de carnicero con el mango negro. Me temblaba la
mano.
No había bastantes cuchillos para todos. Jim se armó con una pala oxidada
que encontró en el camino y Edie se hizo con un tenedor de barbacoa de dos
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pinchos que le tendió Jeannie.
—Alguien debería entrar por la puerta del garaje —observó Colin—.
Tenemos que atacarlos todos a la vez. —Me miró y añadió—: Hay que entrar.
No vamos a abandonarla.
Parecía muy asustado. Asentí, aunque no me veía del todo capaz. Ojalá
estuviera ahí Cortez. Él era el hombre de acción; nosotros, los payasos
sarcásticos.
Nos acercamos rápido a la casa. La puerta mosquitera chirrió al abrirse y
me estremecí. Entonces los vi. Formaban un corro alrededor de Ange, que
estaba tendida en la mesa del comedor. Su camiseta y su sujetador estaban en
el suelo, hechos jirones. Un hombre le inmovilizaba los brazos y otro le tiraba
de los tejanos para quitárselos mientras ella chillaba y se revolvía. Sonreían y
bromeaban; se lo estaban tomando con calma. Una parte de mi cerebro
insistía en que estaba viendo una película, pero el cuchillo que sostenía con el
puño sudoroso tenía un tacto muy real.
El de las gafas nos miró y nos gritó una advertencia. Agarró el fusil que
había dejado apoyado en la mesa y me quedé petrificado en el umbral.
—Entra —me ordenó Colin.
Entré.
Jim llegó como una exhalación por la puerta lateral con la pala levantada.
El tío lo apuntó con el fusil justo antes de que él lo golpeara. El arma se
disparó, pero erró el tiro.
Alcancé al calvo cuando cogía el otro fusil y le asesté una puñalada cerca
de la clavícula. Noté como el cuchillo penetraba en la carne.
Se puso a gritar. No podía creerme que acabara de apuñalar a alguien.
Levantó la mano que le quedaba libre para protegerse del cuchillo y volví a
atacarlo, esa vez con más fuerza, hundiéndoselo entre los dedos. Le abrí un
tajo que le llegó a la mitad de la mano.
«Están muy afilados», pensé.
Chilló algo, pero no lo entendí porque solo emitía un balbuceo confuso.
Edie le había clavado el tenedor de barbacoa en la espalda. Al girarse, el tío
me dio en la cara con la mano partida y cubierta de sangre. Apoyó una rodilla
en el suelo y después se desplomó y se agitó como una cucaracha a la que
acabaran de rociar con insecticida.
Me di la vuelta rápidamente y vi a Jim arreándole un tremendo palazo en
la nuca al veterano de guerra, que se revolvía tumbado en el suelo. Jeannie
trataba de sujetarlo subida a su espalda, donde se le veían media docena de
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heridas ensangrentadas. Jim y Jeannie chillaban histéricos. Jim volvió a
descargar la pala y el veterano se quedó inmóvil.
Colin, Carrie y Ange miraban al tercer hombre. La empuñadura de
plástico de un cuchillo de carne le asomaba por la garganta, justo en el punto
donde se practican las traqueotomías. Colin tenía la cara salpicada por un
reguero de sangre. Había sangre por todas partes: el televisor, que reproducía
el DVD de una comedia estúpida, estaba bañado de sangre; los ladrillos de la
chimenea estaban rociados de sangre; la foto enmarcada de una familia bien
estaba empapada de sangre, en el suelo.
Huimos corriendo, ante la mirada perpleja de los vecinos que se habían
arremolinado en la acera de enfrente.
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Releí los mensajes unas cuantas veces, como siempre que Sophia me
escribía. Buscaba en ellos matices que me hubieran podido pasar por alto y
absorbía hasta la última gota de su significado. Al terminar, guardé el
teléfono.
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—No. No lo quiero.
—No puedo volver a contestar.
—Pues no contestes.
Le di un beso largo y profundo y, por primera vez desde el día del cine,
me lo permitió. Finalmente, salí del coche y me adentré en el bosque, en
busca de mi tribu.
«Pues no contestes», me había dicho. Sin embargo, sabía que contestaría.
Si me llamaba, contestaría.
Bajo las vías se extendía un pantano con cipreses. Las raíces de los
árboles parecían de cera derretida y el musgo español decoraba las ramas.
Lancé el teléfono, que dibujó un arco muy alto. Tras rebotar en un árbol, se
zambulló en el agua marrón.
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DOS
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—Me alegro —contesté, y le devolví el cambio. Amos la vigiló mientras
salía, pendiente de cualquier indicio de que fuera a robar algo y echar a
correr.
Otra mujer puso una caja de tampones sobre el mostrador, abrió un bolso
lleno a reventar y revolvió en él.
—Doce con setenta y seis —dije.
Todavía se me hacía raro oírme pronunciando las frases típicas de
dependiente y verme cobrar y sacar el cambio de la caja registradora. Pensaba
que había dejado atrás esa clase de trabajos el día que me licencié en Emory.
La mujer suspiró, irritada, sacó algunas cosas del bolso y las fue dejando
en el mostrador. Un monedero. Un llavero. Un arma de defensa térmica.
Prosiguió la búsqueda.
—¿No estará en el monedero? —le sugerí.
—Sería lo lógico, pero no —respondió con una sonrisa. El tirante del
sujetador le colgaba bajo la manga de la blusa—. ¿Te importaría meterlo en
una bolsa? —me pidió sin levantar la mirada del bolso.
Tardé un instante en darme cuenta de por qué me pedía algo que,
evidentemente, iba a hacer de todos modos. Una compra de tampones a las
siete de la mañana en un supermercado pequeño. Una emergencia. No le
entusiasmaba que toda la tienda se enterara de sus imprevistas necesidades
femeninas.
—Oh. —Saqué una bolsa de plástico de debajo del mostrador y guardé
dentro los tampones—. Lo siento.
—Gracias.
—De nada.
—¡Por fin!
Pagó con un billete de veinte dólares.
—Supongo que hay algunos productos que es mejor meter en la bolsa
cuanto antes —comenté mientras sacaba monedas de la caja registradora con
dos dedos.
—Sí. Los tampones, las pruebas de embarazo…
—El porno —añadí.
—Esa es buena —dijo señalándome. Poseía un atractivo duro, al estilo de
Europa del Este. Tenía el pelo rubio oscuro y los dientes torcidos, pero
blancos. También era un poco mayor que yo: rondaría los treinta y tres.
Intenté pensar en algo más que decir, pero de pronto mi cabeza era un
enorme campo baldío. Me pareció que estábamos tonteando. No tenía ni idea
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de cómo funcionaba eso de tontear, pero se me ocurrió que tal vez era lo que
estábamos haciendo y no me estaba saliendo bien.
—¿Vives por aquí? —me preguntó.
—A unas cuatro manzanas, en East Jones —respondí, contando
mentalmente los billetes que le iba poniendo en la mano—. ¿Y tú?
—Vivo en el Southside.
—Vaya, estás lejos de casa.
El Southside quedaba a unos seis kilómetros de allí. Normalmente
recelaba de las relaciones a distancia, pero era muy fácil perderse en sus ojos
azules; me daba la impresión de que podría pasarme horas mirándolos sin
pestañear.
—Estaba en clase. Voy al SCAD.
La Escuela Superior de Arte y Diseño de Savannah. Gran prestigio,
matrícula por las nubes, nada de becas. Una niña rica. Teniendo en cuenta mi
posición, seguramente estaba confundiendo un gesto de amabilidad con
insinuaciones. Por el amor de Dios, si llevaba una chapa con mi nombre.
—¿Qué estás estudiando? —le pregunté.
—Diseño Gráfico. He cambiado de profesión; trabajé durante diez años en
recursos humanos.
—Suena muy interesante.
Se produjo otro silencio incómodo y ella cambió de postura, esperando
que dijese algo. Los únicos otros clientes que había en la tienda estaban
entretenidos al fondo del local, enfrascados en la búsqueda del sabor preciso
de Gatorade. Amos miraba la calle fijamente, al acecho de potenciales
saqueadores.
—¿Vienes alguna noche por aquí, a algún concierto o algo así? —
pregunté. ¿Por qué no? ¿Qué podía perder?
—No. Esta zona es demasiado conflictiva por la noche. Suelo salir por el
Southside.
—Ya… —contesté. Si se había dado cuenta de que mi pregunta iba
orientada a tantear el terreno, no había mordido el anzuelo.
—Tendrías que venir alguna noche al Southside —me propuso,
encogiendo el hombro que había perdido el tirante del sujetador.
—¿Y adónde debería ir si fuese al Southside?
Se encogió de hombros y sonrió.
—El Snowstorm está bien.
—¿Irás por el Snowstorm este sábado por la noche?
—A lo mejor —concluyó mientras se colgaba el bolso al hombro.
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Se despidió con un gesto, me guiñó un ojo y se dirigió a la puerta. Me
dejó impresionado: casi nadie es capaz de guiñar un ojo sin que parezca falso
y forzado, pero ella lo había conseguido.
Mi jefe de diecinueve años apareció en la acera, frente al local, y se cruzó
en la puerta con la chica, a la que había olvidado preguntarle el nombre.
—Hola, hola —me saludó Ruplu sonriendo, y se metió detrás del
mostrador conmigo—. ¿Todo bien? —Asentí—. Bien. Es el día de la paga.
¿Cuántas horas has trabajado esta semana?
Abrió la caja registradora. Nunca tenía que recordarle a Ruplu que era el
día de la paga.
—Cuarenta y cuatro.
Contó doscientos cuarenta y dos dólares y los puso encima del mostrador.
Era asombroso que confiase en mí de ese modo. Era temerario. Mucha gente
se consideraba temeraria (los que conducían rápido o los luchadores de
kickboxing, por ejemplo), pero ¿confiar en que un desconocido te dijera las
horas que había trabajado? Eso sí era temerario, y lo admiraba por ello.
Me despedí de Ruplu con un «namasté» y me dirigí a la salida. Mientras
me guardaba los billetes en el bolsillo, traté de contener las lágrimas. El día
de la paga solía llorar. La primera vez que Ruplu contó billetes para pagarme,
lloriqueé como un bebé. Un trabajo. Mis padres se habrían sentido orgullosos,
aunque el trabajo implicase fregar suelos y apilar latas de sardinas.
Cuando murieron mis padres, supe que iba a echarlos muchísimo de
menos, pero no me había imaginado hasta qué punto. Siempre que me pasaba
algo interesante, lo primero que pensaba era que tenía que llamarlos para
contárselo. Vivían en Arizona y habían sido testigos omnipresentes del
desarrollo de mi vida. Hacía tres años, el día que mi hermana me llamó para
decirme que los habían asesinado durante una revuelta del agua, me sentí
como si se hubiera cerrado mi tercer ojo. En adelante, nadie iba a vigilarme
en todo momento.
La calle olía a mojado y ligeramente a heces. Había llovido, y la gente que
acampaba en las aceras estaba empapada y abatida. Las calles de Savannah
eran un imán para personas procedentes de vete a saber qué pueblos, que
acudían allí aferrándose a mantas mugrientas y mochilas llenas con cuanto
hubieran podido llevar consigo. Era un alivio haber dejado de ser uno de
ellos, poder bañarme de vez en cuando (aunque fuera con agua fría) y
cambiarme de ropa de vez en cuando (aunque fuera con prendas de segunda
mano de la tienda del Ejército de Salvación). Era agradable estar en situación
de que una mujer con trabajo estuviera dispuesta a salir conmigo.
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Crucé la plaza Chippewa, el centro del universo por lo que respectaba a
mi vida, y atravesé la sombra que proyectaba la estatua del general
Oglethorpe. Un crío caminaba por la cornisa de cemento del pedestal jugando
a darle patadas a la basura diseminada. Los niños me ponían nervioso: nunca
sabía qué decirles y no entendía su idioma.
En Savannah hay veinticuatro plazas, la mayoría a la sombra del follaje de
los encinos, que lagrimean musgo español, pero la plaza Chippewa siempre
había sido un lugar especial para mí. Me detuve y me senté un momento en el
banco en el que mis padres se habían prometido treinta años atrás, un ritual
que instauré el día que supe que habían muerto. Entre las ramas de los encinos
monumentales que tejían un dosel sobre la plaza apenas se filtraba un puñado
de rayos de sol dispersos.
Una paloma se me acercó, bamboleándose, esperanzada, como si pensase
que quizá tenía una bolsa de migas de pan. ¿Cuándo debía de haber sido la
última vez que alguien había dado de comer a una paloma? ¿Cómo era
posible que todavía recordasen que antes era habitual? Al cabo de un rato se
marchó, picoteando piedrecitas y palos de helado.
Mientras me levantaba, me demoré un momento para notar la madera
basta del banco en los dedos. Hora de volver a casa. Atravesé la plaza y bajé
por la calle Bull.
Todos los edificios de nuestra manzana se encontraban en mal estado,
pero el que albergaba nuestro piso se llevaba la palma. El yeso de color verde
pastel del número cinco de East Jones tenía algunas grietas, que dejaban al
descubierto los muros de ladrillo originales. La baranda de hierro no estaba
tan decorada como las de la mayoría del vecindario y se había torcido un
poco. Una plaquita histórica informaba de que el edificio se había construido
en 1850. En una ventana de la planta baja, un cartel amarillento anunciaba la
existencia de una patrulla ciudadana y mostraba la silueta de un ladrón
encapuchado, lo que aportaba un toque especial al conjunto.
La puerta mosquitera chirrió al abrirse y encontré a Colin en la sala de
estar.
—El virus se está propagando —comentó señalando el televisor.
Como si no bastase con la polio-X, también teníamos que preocuparnos
por un nuevo virus que devoraba la carne de los enfermos. A juzgar por las
imágenes de las víctimas que salían en las noticias, no era precisamente
agradable, y el único tratamiento eficaz consistía en amputar las zonas
afectadas antes de que se extendiese, lo cual tampoco se presentaba muy
halagüeño.
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—Si pillan a los que sueltan estas cosas, deberían sodomizarlos con
caballos clydesdale y darlo por la tele —dijo Colin sin un asomo de sonrisa.
—¿Han informado de algo nuevo? —preguntó Jeannie, saliendo del
dormitorio que compartían.
Se detuvo y se quedó mirando la pantalla del viejo televisor de dos
dimensiones, de lo primero que nos habíamos comprado después de que nos
llegara para pagar el alquiler. Colin lo silenció.
—Solo que, como no se contagia por el aire, las mascarillas no sirven. Y
que nos lavemos mucho las manos —explicó Colin.
—¿Han dicho algo más sobre Gran Bretaña y Rusia? —pregunté a Colin.
—No. Solo hablan del virus.
El otoño anterior, los vientos alisios habían perdido fuerza y las
temperaturas se habían desplomado en el Reino Unido. Los británicos no se
habían tomado bien la decisión de Rusia de suspender la venta de gas natural
fuera de sus fronteras: la Marina británica patrullaba la frontera rusa y se
habían producido algunas escaramuzas. Inglaterra no tenía ninguna
posibilidad de ganarle una guerra a Rusia si otros países no se sumaban a su
causa, aunque me imagino que era desesperante tener a decenas de miles de
ciudadanos muriéndose de frío.
Desde la compra del televisor, nos habíamos enganchado de lo lindo a las
noticias. Como siempre ocurría algo malo, era difícil no estarlo.
—Cada día pasa algo más —comentó Jeannie—. Estoy harta.
—Esto tiene que mejorar pronto —apunté.
—Ya llevamos años así —musitó Jeannie. Se acercó al rinconcito donde
teníamos la cocina, abrió el baúl que usábamos de despensa y echó un vistazo
al interior—. ¿Os importa si me como un par de tortitas de arroz con manteca
de cacahuete?
—Para nada —le respondí.
Puede que ya no hubiera necesidad de pedir permiso antes de comer algo,
pero era una costumbre de la tribu de la que no nos habíamos podido
desprender del todo.
Colin apagó el televisor.
—Jasper, ¿te parece bien si ponemos el aire acondicionado diez minutos
antes de acostarnos? Jeannie y yo comentábamos que valdría la pena un poco
de fresco para poder dormir.
—Me parece bien —dije, encogiéndome de hombros.
Íbamos tirando.
Podíamos permitirnos comprar un poco más de energía.
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El trayecto en bicicleta al Southside era largo, pero tenía tiempo de sobra.
Subí por la calle Bull, atajando por el medio de las plazas, mientras
miraba las casas que habían sido bonitas en mi infancia. Entonces la zona se
conocía como el barrio histórico y era la más cara de Savannah. En ese
momento, simplemente, la llamaban el centro.
Intentaba no pensar demasiado en la vida que tenía antes de que las cosas
empezaran a ir mal, pero a veces no lo conseguía. Si todo lo que te rodea lleva
la carga del pasado, es difícil sofocar los recuerdos. ¿Cómo podía ir por la
calle Bolton y pasar frente a la casa en la que me crie sin ver a mi padre
lavando la camioneta en el camino de entrada? Habíamos ido a cenar al
Clary’s la noche que les anuncié a mis padres que abandonaba la carrera de
Administración de Empresas por Sociología. En la esquina de Whitaker y
York había una tienda de cromos de béisbol en la que compraba con John
Kelly, mi mejor amigo de sexto de primaria, paquetes de cromos de hacía
veinte años. Los abríamos en la escalera del porche de su casa, con las manos
temblorosas, con la esperanza de que nos saliera una estampa con la primera
aparición de algún deportista de éxito. Darse el lujo de fundirse quince pavos
en un paquete de cromos de béisbol parecía casi inconcebible en mi situación,
pero en aquellos tiempos el dinero nunca escaseaba: contábamos con una
inagotable fuente de ingresos procedentes del monedero de mamá o de algún
trabajillo al salir de clase. Si echabas la vista atrás, parecía que entonces a
todo el mundo le sobrara el dinero; incluso los críos más pobres podían
permitirse un Big Mac en el McDonald’s.
A la entrada de uno de los callejones que delimitaban las hileras de
edificios, frené y apoyé el pie en el suelo. El petardeo de un tubo de escape
anunciaba que se acercaba un Volvo decrépito. La anciana que iba sentada en
el asiento del copiloto me miró con nerviosismo a través de las gafas de
montura metálica. Mecía la cabeza con un ritmo irregular.
En el callejón había varios albergues de vagabundos. Así había empezado
la gente a llamar a los grandes contenedores verdes de basura con la leyenda
«CIUDAD DE SAVANNAH» estampada. La mayoría estaban volcados y tenían
unos pies asomando del interior, entre pilas de basura y montículos de mierda
atestada de moscas.
Como no me atrevía a atajar por el parque Forsyth, seguí por la acera de
Whitaker. El tic, tic, tic de una unidad central de aire acondicionado me llamó
la atención. Me maravillaba el sonido, el gasto inconsciente de electricidad
para enfriar a la vez todas las habitaciones de un piso. Había una variación
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sutil del sonido ambiental conforme te ibas acercando a la zona alta de la
ciudad; el estruendo de los disparos cedía terreno gradualmente al zumbido de
la maquinaria a cada manzana que dejabas atrás.
Desde la ventana abierta de un primer piso, oí a un hombre gritando de
dolor. Pedaleé más deprisa, recordando la noticia del virus devorador de
carne, y le deseé mentalmente lo mejor al pobre desgraciado.
Hacía mucho que no iba por el Southside. Había cambiado muy poco. Si
acaso, me pareció más bonito que la última vez que había estado allí. Entre
las altas verjas de acero que rodeaban las casas de los barrios por los que iba
pasando, aprecié que en algunos terrenos habían segado. No me arriesgué a
acercarme demasiado a las verjas por si algún vigilante privado veía con
malos ojos mi ropa raída (me había puesto la mejor que tenía para la visita al
Southside) y me daba una paliza por estar donde no debía.
Un coche tocó el claxon detrás de mí. Me aparté a un lado de la carretera
y me adelantó a toda velocidad. Me mantuve pegado a la derecha; allí arriba
había más coches en la carretera, e incluso se veían algunos camiones y
todoterrenos.
Cuando hay que decidirse entre emplear el petróleo en la fabricación de
combustible para coches de lujo o usarlo para elaborar fertilizantes y
alimentar a la gente que pasa hambre, la elección resulta obvia: se destina al
combustible. En una época en la que la energía escaseaba, su consumo
ostentoso era señal de estatus social. Dejar encendida la luz del porche
anunciaba al mundo que podías permitírtelo.
A veces me asqueaban esas personas que vivían con tantas comodidades
mientras el resto a duras penas sobrevivíamos. Quién sabe, puede que las
detestase porque siempre había pensado que me convertiría en una. No
teníamos nada y ellos tenían mucho más de lo que necesitaban, pero solo era
gente comportándose como se comporta la gente, es decir, tratando de
conservar lo que tiene.
La entrada al Snowstorm me costó ocho pavos. Si no hubiera recorrido
casi ocho kilómetros en bicicleta para llegar, no los habría pagado, y aun así
me sentí culpable. No tenía ningún derecho a despilfarrar tanto dinero
mientras Jeannie nos pedía permiso para comer un poco de manteca de
cacahuete. Franqueé unas grandes puertas dobles y subí la rampa que
conducía al local.
No daba crédito a mis ojos: había llegado a los Alpes. Las pistas de esquí
se elevaban hasta perderse de vista, había montículos de nieve por todas
partes y unos muñecos de nieve sostenían bebidas con las manos heladas.
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Había gente bailando sobre un lago congelado. Todo debía de ser holográfico,
pero parecía tan perfecto y tan sólido que me dejó sin aliento. Puse todo mi
empeño en no quedarme boquiabierto como un paleto y me paseé por el local
como si ya lo hubiera visto antes, aunque no fuera así. No me había dado
cuenta de lo mucho que el mundo seguía progresando; la gente seguía
creando inventos en esos tiempos tan nefastos, solo que yo no era testigo de
los avances, igual que antes tampoco lo eran los habitantes de los países del
tercer mundo.
El lugar estaba atestado de niños ricos a la última moda, con cortes de
pelo tan variados como los sabores de helado de un Baskin Robbins: rastas y
crestas, cortes al estilo de Betty Page, trenzas y todo tipo de estilismos de
peluquería.
En un rincón del recinto, encaramado a un acantilado de hielo a unos diez
metros de altura, había un bar alpino. No debía de ser un holograma, porque
los tipos que estaban sentados en la barra no eran demasiado atractivos. Pensé
que sería donde me sentiría más cómodo. Me fijé en un hombre rubio con
corte de pelo a lo paje que se subió en una plataforma de acero y se elevó
hasta la barra. Seguí su ejemplo.
Me senté en un taburete junto a un sesentón de ojos rojos y entrecerrados
y pelo escaso y canoso. Entre las botellas de detrás de la barra había un
televisor que sintonizaba la cadena MSNBC. Emitían imágenes de los
refugiados que llegaban a California desde Arizona y Nuevo México.
—Acabo de llegar de ahí —comentó el hombre, sin dirigirse a nadie en
concreto.
—¿De California? —pregunté.
—De Arizona —aclaró.
—Tengo entendido que las cosas no van muy bien por Arizona.
—Arizona está muy mal —confirmó.
—Todo está muy mal, hombre —intervino un tipo orejudo con traje y
corbata, dándose la vuelta.
El viejo le lanzó una mirada severa y temblorosa. El parpadeo de la
pantalla del televisor le teñía el rostro ligeramente de azul.
—Usted ni se imagina qué significa estar mal, caballero. ¿Quiere saber
qué es estar mal? Allí no hay agua. Ni una gota. Hace meses que se marchó
todo el que tenía coche. Iban pasando por encima de los cadáveres tirados
en…
—¡Vale! ¡De acuerdo! ¿Quiere hacer el favor de cerrar la puta boca? —El
hombre se volvió a girar—. ¡Por el amor de Dios!
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—Arizona está muy mal —repitió el anciano, sacudiendo la cabeza. Nos
quedamos un rato sentados en silencio, mirando el televisor sin volumen y
escuchando la música.
La mayoría de los estadounidenses no descubrió qué era el sufrimiento
hasta la depresión del 2013. En el colegio nos explicaron la denominada Gran
Depresión como si tener a mucha gente en paro razonablemente bien
alimentada hubiese sido un terrible holocausto. Éramos unos lloricas. Ahora
ya no: hemos aprendido a comer amargura, como dicen los chinos.
—He oído que en China están todavía peor —comenté.
—Por mí los chinos pueden pudrirse en el infierno —replicó el hombre—.
Mi sobrino murió en China. Que se pudran. —Bebió un trago y sacudió la
cabeza—. Las cosas no deberían haber ido así. Yo tenía un plan de pensiones.
Tenía una casa, mis partidas de cartas y dinero para putas.
Eché un vistazo a la gente en busca de mi chica del SCAD. No la vi, pero
me llamó la atención una mujer negra en la pista de baile del lago helado.
Tenía las manos encima de la cabeza y giraba las caderas en círculos
estrechos.
Sophia.
Bailaba con otras dos mujeres y las tres giraban las caderas
frenéticamente, un baile que en las islas llamaban soca. Estaba estupenda.
Volví a la planta baja, con un nudo en la garganta, y me abrí paso entre la
multitud. Al acercarme a ella, la música cambió de pronto y pasó del estilo
contemporáneo al chumba caribe, como si acabase de atravesar una
membrana invisible que contenía el sonido. Otra novedad. Me detuve a unos
cuatro metros de la pista de baile y la contemplé.
Al reconocerme, dejó de bailar y dibujó un «Dios mío» mudo con los
labios. No sabía cómo reaccionar. Finalmente se me acercó.
—Hola.
—Hola —la saludé—. Vaya, ¿qué probabilidades había de que nos
encontrásemos?
—No lo sé, no se me dan bien las matemáticas —bromeó, jadeando por el
esfuerzo del baile. Las fosas nasales le vibraban como a un potro—. Estoy
nerviosa. Me tiemblan las piernas.
—A mí también.
—¿Cómo estás?
—Mucho mejor. Gracias por conseguirme el trabajo. Nos ha cambiado la
vida. Jeannie encontró otro trabajito en un centro de reciclaje, desmontando
piezas. Colin también trabaja en el puerto de vez en cuando.
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—¡Me alegro mucho!
Sophia sonreía, pero le notaba dolor en la mirada. Me había imaginado la
situación mil veces, pero no se me ocurría nada sustancial que decir.
—Me sabe mal que las cosas salieran así —lamenté—. La vida es así. —
Se encogió de hombros—. ¡Qué remedio!
—Supongo que tienes razón.
Un hombre negro alto y esbelto vestido con camisa blanca de seda se nos
acercó con dos bebidas servidas en copas de champán.
—¿Quieres otra? —preguntó a Sophia.
—Gracias —respondió ella, aceptándola—. Eh… Jasper, te presento a
Jean Paul.
Su marido me sacaba más de diez centímetros y era más atractivo que yo.
Asentí y él me dirigió una sonrisa despectiva.
—Mi mipwi —dijo Jean Paul.
—¿Qué significa eso? —pregunté, mirando a Sophia.
—Significa… —Reflexionó un instante—… que eres su competidor.
¿Cómo diablos iba a responderle? Jean Paul me miró con desdén.
—¿Así que has seguido a mi mujer hasta aquí?
No abría la boca lo suficiente al hablar, lo que me parecía una actitud
propia de un hipócrita. Alguien que apenas te permite verle los dientes no
puede ser de fiar.
—He quedado con una chica —respondí.
Recorrí con los ojos el local, rezando por encontrar cualquier rastro de la
mujer del SCAD y escapar de aquella pesadilla con un mínimo de dignidad.
Sophia conseguía mantener la sonrisa, pero parecía incómoda de narices.
Miré con atención a una chica acomodada en un reservado junto con otras
tres. Llevaba el cabello recogido, pero pensé que se le parecía. Solo la había
visto una vez y no mucho más de un minuto. Se giró ligeramente y la vi
mejor: sí, era ella.
—Ahí está —anuncié.
Le dije a Sophia que me alegraba de haberla visto, me despedí de su
marido con una cabezada tensa y me dirigí a la mesa. Sentía sus ojos en el
cogote. La música volvió a cambiar y se transformó en una antigua canción
de Carbon Leaf. A mi padre le encantaba Carbon Leaf.
—Hola —la saludé, apoyándome en la mesa. Me miraron las cuatro
mujeres.
—Oh… Hola —contestó. Llevaba un vestido campesino largo de color
blanco con volantes en las mangas. Tenía buen aspecto.
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—He venido a ver qué tal está tu garito.
—Qué bien. ¿Cómo estás? —preguntó sin mostrar la menor intención de
levantarse.
—Bien, bien. ¿Y tú?
—Bien. ¿Cómo has venido?
Me encogí de hombros.
—En bici.
—Estupendo. Bueno, me alegro de haberte visto de nuevo. —Y se volvió
otra vez hacia sus amigas.
Me quedé un rato de pie junto a la mesa y luego di media vuelta. El
marido de Sophia me estaba observando. Susurró algo al oído de Sophia; ella
me miró, le respondió algo frunciendo el ceño y se volvió de nuevo para
regresar con sus amigas, acomodadas en una barra empotrada en un banco de
nieve.
Miré una vez más la mesa en la que estaba sentada mi «cita» con la vana
esperanza de haber malinterpretado sus largas y que de pronto se mostrase tan
interesada en mí como lo había parecido en la tienda. La chica seguía con la
vista fija en las amigas sentadas al otro lado de la mesa. ¿Por qué me había
dado conversación en la tienda? ¿A qué vino que me guiñara el ojo si ni
siquiera me iba a dedicar una charla de cinco asquerosos minutos? ¿Le daba
vergüenza reconocer delante de sus amigas que me conocía?
Regresé a la mesa y, por fin, me miró. Me estrujé los sesos en busca de
una frase aguda y mordaz, pero me había quedado en blanco.
—No sé por qué me invitaste a venir —solté al fin.
—Yo no te invité. Ni siquiera te conozco —contestó, y frunció los labios
como si yo fuera un insecto patético. Resoplé con sarcasmo.
—Ya.
La chica que estaba sentada frente a ella se levantó y le hizo un gesto a
alguien detrás de mí.
—¡Mickey! —Un tío con camiseta negra se plantó a mi lado al momento
—. Nos está molestando —se quejó la mujer, señalándome.
—Eso es mentira —repliqué.
Sin mediar palabra, el hombre me agarró por el cuello y el codo y me
apartó de la mesa. Intenté liberarme y le grité que me soltara mientras me
arrastraba por todo el local, derecho al rincón con el letrero rojo que indicaba
la salida. Todo el bar estaba mirándome. Vi a Jean Paul, que se reía. Sophia
estaba a su lado, cabizbaja. El portero me empujó por la puerta y fui a parar al
aire cálido y pegajoso de la calle. En la acera, dos chicas se rieron al verme
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trastabillar antes de recuperar el equilibrio. El gorila dio un portazo a mi
espalda.
Desaté la cadena de la bici del aparcabicicletas y me incorporé a la calle.
Todavía ruborizado, observé el asfalto que iba dejando atrás la rueda
delantera. Viré para esquivar los trozos de porcelana de un inodoro y pasé por
encima de un vaso de papel de un restaurante de comida rápida.
Sujetaba el manillar con unas manos que notaba extrañas, desconocidas.
Me sentía ligeramente entumecido y deseé que hubiese alguna forma de
librarse de esa sensación.
Jean Paul todavía debía de estar riéndose. Sophia ni siquiera había
intentado intervenir. Mi único consuelo era que probablemente no volvería a
verlos jamás.
Me llamaron la atención unas luces brillantes y unas voces procedentes de
una calle lateral. Giré a la derecha y me acerqué despacio a una pequeña
multitud congregada frente a la fachada recién pintada de un negocio con
grandes aparadores. Era la inauguración de una galería de arte. Madre de
Dios, aún se inauguraban galerías de arte en la zona alta de la ciudad.
Qué diablos. No me apetecía volver a casa; no quería que Colin me
preguntase «¿Qué tal ha ido?»; no tenía ganas de contarle la humillación que
sentía, hasta el punto de que todavía me costaba mirar a la cara a los
desconocidos con los que me iba cruzando. Necesitaba distraerme un rato.
Subí la bicicleta a la acera, la encadené a una señal y crucé la puerta abierta.
La galería era una sala cavernosa y con escasa iluminación que en su día
debió de ser una lechería, un concesionario de automóviles o algo por el
estilo. En las paredes altas de cemento habían colocado una hilera de figuras
de papel maché macilentas, fantasmales y carentes de rostro. Todas las
siluetas miraban al interior de la galería y adoptaban unas posturas que
aparentaban movimiento, como si se dirigieran a un destino lejano que no
podían alcanzar por falta de fuerzas. Era una escena inquietante y realista, a
pesar del aspecto sobrenatural de las esculturas anónimas. Me recordaron a mi
tribu, y empecé a preguntarme cómo se me había ocurrido ir a aquella parte
de la ciudad creyendo que a una mujer del SCAD podía interesarle salir
conmigo.
Se había armado alboroto a la entrada de la galería. Al volverme, vi un
cura en la puerta que sujetaba un fusil de asalto con una mano y un cigarrillo
sin encender con la otra. Parecía de ascendencia indonesia o árabe, y llevaba
el pelo teñido de blanco y recogido en un moño como el de los luchadores de
sumo.
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—Fuera. Todo el mundo fuera —nos ordenó, dibujando un arco con el
fusil en dirección al fondo de la sala.
Los que estaban más cerca de él se escabulleron de inmediato. Yo me
retiré a la penumbra del fondo de la galería. En un rincón había mesas y sillas
plegables apiladas y me planteé ocultarme tras ellas, pero no era muy buen
escondite. Una mujer gritó.
—¡Salid por la puerta de atrás! —exclamó el cura.
La puerta trasera se abrió de inmediato y la gente salió a trompicones. Los
seguí y me encontré en un callejón oscuro.
Allí nos esperaban dos hombres con máscaras antigás redondas que les
cubrían la boca y la nariz.
—Contra la pared —nos indicó uno mientras nos la señalaba con una
pistola de gas. Llevaba un uniforme anticuado de oficial del Ejército, con
charreteras y distinciones bordadas en el pecho. El otro vestía de cartero. Me
puse mirando a la pared de ladrillo.
—¿Qué pasa? —dijo una mujer entre sollozos.
—Silencio. Media vuelta. De cara a la pared —ordenó el cartero.
No era un cartero de verdad. Había oído hablar de una banda, un
movimiento político violento llamado los Saltimbanquis, que se disfrazaban y
le hacían daño a la gente, y aquellos tíos encajaban con la descripción.
Oí al que iba de cura salir por la puerta de atrás. No alcancé a distinguir
qué le decía a la mujer que tenía más cerca. Ella le respondió murmurando.
Solo llevaba tres dólares encima. Me preguntaba si se iban a enfadar
porque no tuviera más dinero, si es que querían robarnos. No llevaba reloj,
anillos ni nada de valor.
Me sobresaltó el estallido de un disparo. Otros gritaron, asustados. Me
arriesgué a mirar y vi a la mujer desplomándose contra el suelo, con un chorro
de sangre que le brotaba de la sien. Giré la cabeza en la otra dirección, apoyé
la mejilla en el duro ladrillo y reprimí un gemido.
—Dios mío. ¿Qué es esto? —preguntó un hombre. No podía verlo porque
me daba miedo darme la vuelta. El cura le habló en tono bajo y enfático.
—¿Qué? —contestó el hombre, de cara a la pared—. No entiendo qué me
dice. No entiendo qué quiere. —El cura le dijo algo más—. Por favor, no sé
qué quiere.
Oí el estruendo de una pistola de gas y, después, el sonido de alguien
cayendo al suelo, seguido de un vómito ahogado. La gente chillaba. Una
persona más intentaba responder a la pregunta de otro de los hombres
armados.
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No entendía qué estaba pasando: parecía que estaban interrogando a la
gente, pero no les daban oportunidad de responder.
El cura me pasó por detrás y se dirigió a la persona que tenía al lado, un
tipo negro de cuarenta y tantos. Agucé el oído para escuchar qué le
preguntaba. Si me enteraba de las preguntas, tal vez se me ocurriría la
respuesta adecuada, la réplica que lo convenciera de que no me matara.
No obstante, en parte era consciente de que no había respuestas correctas.
Simplemente se trataba de su manera de hacerlo más espantoso.
Me arriesgué a mirar a mi alrededor, por si era posible intentar huir
corriendo. El callejón era largo y estaba desolado. Les sobraba tiempo para
dispararme antes de que pudiera ponerme a cubierto.
—¿Cuántas tumbas hay en el cementerio de Saint Bonaventure? —
preguntó el cura.
—No lo… Por favor, no me mate —suplicó el negro.
El cura se alejó y regresó cargado con un cubo. Se detuvo junto a mí.
—¿Cuántas tumbas hay? —me preguntó. Me había acercado la boca al
oído y me hacía cosquillas en el cuello con la respiración.
Pensé en contestarle que se había equivocado, que se lo había preguntado
al hombre que estaba a mi lado. Me volcó el cubo en la cabeza. Apestaba.
Eran meados o aguas negras.
Dio un paso atrás y me miró de arriba abajo.
—¿Dónde vives? —preguntó.
—En la calle East Jones —respondí de inmediato. Me aliviaba saber la
respuesta. Quería cooperar. Quería desesperadamente ganarme su aprobación.
Levantó la pistola de gas y la sostuvo junto a mi nariz.
—¿Cuántos escalones hay de aquí al almacén Oglethorpe?
—No lo sé.
—¿Estás listo para morir?
—No quiero morir.
El tiro de la pistola de gas se acercaba. Casi había terminado con los
prolegómenos; después me apoyaría la máscara negra del cañón en la cara y
apretaría el gatillo. Traté de pensar alguna estratagema para ganar tiempo,
para que me hiciera más preguntas o para que se centrase en otro, aunque solo
fuera un momento. No quería morir. A pesar del pánico, me sorprendí
intentando convencerme de que todo aquello era real. Sentiría un instante de
dolor terrible mientras agonizaba y después me habría llegado la hora.
—Cómete esto.
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Me puso una tapa de plástico delante de la cara. Contenía algo baboso,
fibroso y blancuzco con unos ojos cubiertos por unos párpados gruesos y unos
bracitos doblados contra el pecho. Era un feto, tal vez de rata o de gato. Lo
cogí de la tapa con la lengua y me lo comí. Era repugnante; gomoso y
viscoso. Mordí lo que podría ser la cabeza y noté que un fluido se me
derramaba en la boca. Tragué exageradamente para que viera que lo había
obedecido.
—¿Cuántos gatos rondan por esta ciudad?
—No estoy seguro —contesté, gimoteando. Me propinó una fuerte
colleja.
—Echa a correr —me ordenó—. Hoy no matamos ratones harapientos.
Empecé a correr antes incluso de terminar de entender sus palabras, con la
cabeza hundida entre los hombros, esperando el momento en que los balazos
me perforasen la espalda. Salí esprintando del callejón y giré por la calle;
notaba el viento en las orejas y un sabor asqueroso en la boca. Mientras
corría, emitía un sonido, un sonido que no lograba identificar y que hasta ese
momento no habría creído que estuviese dentro de mi rango vocal.
A unas manzanas de distancia, vi a dos agentes de policía a caballo.
Gesticulé y les grité para llamar su atención.
—¡Están matando gente detrás de una galería de arte! —les advertí,
señalando hacia atrás, a la calle Abercorn.
—¿Dónde? —preguntó una policía.
—A tres manzanas en esa dirección, creo —expliqué, indicándoselo con
gestos—. Giren a la derecha y…
—Eso queda fuera de nuestra jurisdicción.
—¡Pero es que tres hombres armados están alineando a personas en un
callejón y les están disparando! ¡Ahora mismo!
—Lárgate —ordenó la policía.
Chasqueó la lengua y espoleó al caballo en las costillas. Con un tono
despreocupado, retomó el hilo de la conversación que había dejado a medias
con su compañero.
Miré hacia atrás y oí disparos lejanos. ¿Qué podía hacer para ayudar a
esas personas que solo habían ido a admirar arte? Nada. No podía hacer nada.
Podía salvarme.
Como me daba miedo regresar a por la bicicleta, seguí corriendo y,
cuando no pude más, continué caminando. Cerca de casa, me paré en una
mesa que habían colocado en el callejón de Drayton y compré una botella de
cerveza casera con los tres dólares. El tipo no me preguntó por qué temblaba
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de los pies a la cabeza ni por qué apestaba a orines. El alcohol me alivió el
sabor rancio que todavía notaba en la boca.
Colin y Jeannie no estaban en casa. No quería estar solo; ni siquiera
conseguí reunir el coraje para entrar a cambiarme porque el piso estaba
oscuro y me moría de miedo. Me dirigí a casa de Ange.
Me llamó la atención un repiqueteo de agua tras una reja de hierro
forjado. Me detuve, eché un vistazo a través de la reja y contemplé un jardín
impecable. Los arbustos estaban esculpidos formando arcos perfectos, y
presidía el jardín un estanque ovalado con superficie de espejo. En el estanque
se erigía la estatua de una mujer que bebía inclinada junto a una fuente,
compartiendo el chorro con unos pájaros en pleno vuelo. La escena era tan
tranquila y tan hermosa que habría dado lo que fuese por pasar una hora allí
dentro.
Proseguí el camino, dándole tragos a la botella cada pocos pasos.
Al llegar a casa de Ange, llamé a la puerta con la base del puño.
Me abrió Silla, el tío de la silla de ruedas, y llamó a Ange. En cuanto me
vio, Ange gritó mi nombre y se me acercó a toda prisa, tambaleándose. Ella
también había bebido.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?
Me tocó los brazos y los costados en busca de heridas. No sabía cómo
explicarle qué había pasado. En realidad, sí lo sabía, pero no se me ocurría
cómo plantearlo para que no sonase humillante. Me sentía como si me
hubiesen violado.
Ange me llevó al baño. Pasamos por delante de sus compañeros de piso,
que intentaron no mirarme mucho, aunque fue peor que si se hubiesen
quedado mirándome. Metió un brazo tras la cortina de la ducha y abrió el
grifo. Entré en la ducha sin desnudarme y me salpiqué la cara. El agua que se
arremolinaba a mis pies en el desagüe era marrón, como la de las cloacas.
—¿Quieres contarme qué ha pasado? Si no quieres, no pasa nada —dijo
Ange desde fuera, arrastrando un poco las palabras.
—Paré en la inauguración de una galería de arte en la zona alta.
Me pasé los dedos por el pelo mugriento. Me desabroché la camisa con
dedos temblorosos, como de plástico, me la quité y la dejé caer.
—Continúa, cariño —me animó Ange—. Ya sé que lo has pasado mal. Te
sentirás mejor cuando lo cuentes.
Se lo expliqué. Al llegar a la parte en la que me habían obligado a
comerme el feto, me vinieron arcadas y estuve a punto de vomitar. Separé los
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labios para permitir que entrara la bendita agua, dejé que me salpicara las
encías y los dientes, me enjuagué la boca y la escupí.
La cortina de la ducha se retiró y Ange entró conmigo. Estaba desnuda.
Me apoyó la cara en el cuello.
—Esto no significa nada, ¿vale? Solo es una pequeña distracción. Un
poco de diversión entre adultos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contesté.
Salimos de la bañera a trompicones. El agua goteaba sobre la vieja
formica y movíamos las piernas acompasadamente, como si bailásemos una
canción lenta. Nos echamos en el colchón de Ange completamente
empapados.
Tal vez parezca muy superficial y propio de un hombre dejar a un lado
una experiencia horrible porque una mujer se quite la ropa, olvidar las arcadas
agónicas que habían resonado en el callejón para concentrarse en unos
pezones erectos. Me da igual. Funcionó. Ange logró que esas primeras horas
infernales pasaran a ser tolerables.
También creo que funcionó como la aspirina que se administra justo
después de un infarto para minimizar los daños a largo plazo. Los daños eran
inevitables, porque nadie puede ver lo que yo vi y salir indemne, pero Ange
me puso una aspirina debajo de la lengua cuando más la necesitaba.
Yo era consciente de que aquello iba a pasarnos factura. Algunas mujeres
saben que no son capaces de tener un amigo con derecho a roce sin implicarse
emocionalmente; otras creen que sí son capaces, pero no es verdad. Y no hay
más: todas las mujeres encajan en una de estas dos categorías. En cualquier
caso, no me disgustaba la posibilidad de que fuéramos algo más que amigos
con derecho a roce, así que tal vez la cosa saliera bien, al menos durante una
temporada. En ese preciso momento, me daba absolutamente igual.
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—Adiós, cariño. Te quiero, pero no te quiero.
—Yo también te quiero, pero no te quiero.
Me planteé darle un beso de despedida, pero me pareció mala idea y salí
de la habitación.
En la sala de estar, dos compañeros de piso de Ange, Silla y un tipo indio
llamado Rami, estaban inclinados sobre la mesa de centro, cubierta de
esquemas y notas. Silla me impedía ver la mesa y me lanzó una mirada que
dejaba claro que era mejor que pasara de largo. Era como si siempre
estuvieran trabajando, pero no parecían estudiantes. No tenía ni idea de qué
planeaban. Tenía que acordarme de preguntarle a Ange a qué se dedicaban
esos tíos.
Eché a andar por mitad de la calle. Era más fácil que ir esquivando a los
vagabundos que dormían en las aceras abrazados a sus posesiones.
Al llegar a York, pasé ante una niña demacrada sentada en un bordillo de
piedra con el mentón entre las rodillas. A unos tres metros había una mujer
vendiendo nueces, que sacaba de un frigorífico sin puertas colocado
bocarriba. Otra mujer apareció por la esquina de la calle Whitaker y le hizo un
gesto a la niña. La mujer acababa de tragarse algo. Se pasó la lengua por los
dientes, sonrió a su niña y le tendió la mano.
Crucé la plaza Chippewa, giré por la esquina de Liberty y frené en seco.
La fachada del Timesaver era un mar de cristales rotos. Eché a correr,
entré a toda prisa y encontré a Ruplu sentado en el mostrador, contemplando
su tienda saqueada.
—Amos está muerto, ya se lo han llevado —me explicó, señalando las
manchas de sangre que había en el suelo junto a la ventana. Se giró y me miró
con los ojos enrojecidos. Seguramente llevaba media noche allí—. ¿Podrías
hacer un turno doble y ayudarme a ordenar las cosas?
—Me quedaré todo el tiempo que me necesites.
Trabajar era justo lo que necesitaba; algo que me absorbiera toda la
atención. Fui al armario de los productos de limpieza y saqué una escoba.
—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Crees que lo han hecho porque soy
indio?
—Sí y no —respondí—. La gente de por aquí detesta a los extranjeros, así
que tu tienda es un blanco apetecible. También odian a los ricos…
—Pero yo no soy rico —me interrumpió Ruplu—. Mi familia vive en una
casa de seis habitaciones, y somos nueve. Esta tienda no da tanto dinero.
Barrí algunos fragmentos de cristal que habían quedado encajados bajo
los expositores de bebidas que, mucho tiempo atrás, habían estado
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refrigerados.
—Ya lo sé, pero ellos no lo entienden, ni quieren entenderlo. Querían lo
que había dentro de tu tienda, así que esa excusa ya les iba bien.
Me detuve al llegar al charco de sangre. Con la escoba o la fregona no iba
a conseguir más que extender la sangre. Eché un vistazo a la tienda y vi una
bolsa reventada de arena para gatos en un estante bajo. La agarré y vertí la
arena sobre la sangre. Pobre Amos. Probablemente, ni siquiera le había dado
tiempo a sacar la pistola. Me di cuenta de que, en realidad, él solo servía para
aparentar. Si alguien quería saquear el Timesaver, no tenía más que disparar
unas ráfagas de fuego con un fusil de asalto.
—Pago ochocientos dólares al mes al grupo local de Defensa Civil para
que proteja la tienda —dijo Ruplu mientras apilaba unas cajas de refresco que
los ladrones no habían tenido tiempo de pillar—. ¿Tú crees que se han
ofrecido a reparar algo cuando les he dicho que habían tiroteado mi tienda,
que se suponía que estaba bajo su protección? Pues no. Solo me han
recordado que tengo que pagar los próximos ochocientos dentro de cuatro
días.
—Creo que, en esta ciudad, Defensa Civil empieza a ser más un problema
que una solución —opiné.
—Me parece que tienes razón. Y no son mi único problema. —Ruplu se
sentó encima de la pila de cajas de refresco—. Cada semana me reparten
menos mercancía. Ya no mandan café. A partir de noviembre, Pepsi deja de
distribuir tan lejos de su central. En cuestión de meses nos quedaremos sin
aspirinas. —Se encogió de hombros, desesperado—. ¿Qué voy a hacer?
—Le he dado algunas vueltas. Tal vez deberías cerrar tratos con la gente
de la ciudad para vender sus productos: cacahuetes, conservas, mantas hechas
a mano y cosas así.
Ruplu asintió, reflexivo.
—El problema será localizar a todas esas personas y cerrar tantos
acuerdos diferentes. La parte de la venta ya me ocupa todo el tiempo que
tengo.
—Si quieres, puedo encargarme yo…
Ruplu sacudió la cabeza.
—No puedo permitirme pagarte tantas horas extras —confesó.
—Pues págame lo que quieras, o no me pagues —repliqué—. Este trabajo
me solucionó la vida y te estoy agradecido. Haré lo que esté en mis manos
para que tu tienda salga adelante.
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Tuve la impresión de que Ruplu estaba a punto de echarse a llorar. Me dio
una palmadita en el hombro y contuvo las lágrimas.
—Eres un buen amigo —dijo—. De acuerdo. Si gano más dinero gracias a
los negocios que me encuentres, te pagaré una parte, ¿vale?
—Me parece bien —contesté, y nos dimos la mano.
Ruplu me dio otra palmadita en el hombro y volví al trabajo.
Mientras barría, me sentía un poco más contento conmigo mismo. No
quería enorgullecerme demasiado porque esa mañana había muerto un
hombre en el local, pero no podía evitar albergar un pequeño atisbo de
esperanza. Se me había abierto una puerta; tenía la oportunidad de ir más allá
de contar el cambio y ponerlo en la mano de los clientes. Estaba seguro de
que, si conseguía ayudar a Ruplu, me pagaría una parte justa de los
beneficios. Podía convertirme en una especie de socio minoritario.
La cabeza me daba vueltas por todo lo ocurrido en las últimas veinticuatro
horas. Me sentía fatal y genial, agotado y entusiasmado. Tenía grabada en la
retina la imagen de Ange en la ducha, superpuesta a la del cura dándome de
comer de la tapa de una bebida. En ese momento, el charco de la sangre de
Amos se arremolinaba con esa oportunidad. Supongo que necesitaba disfrutar
de todas las cosas buenas que fuera capaz de encontrar, y al diablo con la idea
de que es egoísta ser feliz en tiempos de sufrimiento. Siempre había
sufrimiento.
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TRES
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Vivía con su padre y se dedicaba esporádicamente a la seguridad. Solían
encargarle trabajos temporales de guardaespaldas, acompañando a ricachones
de medio pelo que intentaban impresionar a las chicas con las que salían. De
hecho, estaba trabajando como agente de seguridad del concierto sorpresa
que, efectivamente, iba a celebrarse.
El alboroto del público se intensificó en la parte oeste de la plaza.
—¡Tengo que pirarme! —exclamó Cortez—. Quédate por aquí y nos
tomamos una cerveza después.
Me quedé.
Un montón de críos se puso a corear el nombre de Deirdre. El cántico se
extendió y fue cobrando volumen. El gentío se abrió en el otro extremo del
parque, y allí estaba ella, rodeada de hombres vestidos de negro. Todo el
mundo la aclamaba.
Deirdre era menuda, casi infantil. Llevaba seis o siete aros rosas a modo
de collares que le acentuaban el cuello de avestruz y un maillot negro muy
ceñido que le resaltaba los pechos enormes. Tenía los ojos un poco saltones y
dibujaba una O sensual con los labios carnosos. Era la típica mujer que
resultaba tremendamente atractiva sin ser especialmente guapa.
El escenario era un puñado de tablones colocados sobre cajas de leche.
Los pipas de la cantante los iban acarreando, junto con un generador,
amplificadores y focos portátiles. Mientras montaban el escenario, Deirdre
andaba de un lado a otro mirando al suelo.
No hubo presentación ni nada parecido. Los amplificadores chirriaron al
ponerse en marcha, se oyeron gritos dispersos de ánimo y, al subir al pequeño
escenario, Deirdre cobró vida.
Joder, vaya si cobró vida.
No es que fuera una gran cantante. Tenía una voz decente, claro, pero lo
que enganchaba era su energía. Su voz era muy potente; proyectaba una
fuerza tan brutal que parecía que los ojos saltones fueran a salirle disparados
en cualquier momento. Se movía por el escenario como si volase, saltando,
girando, bailando y casi desafiando a la gravedad con su cuerpo minúsculo e
incombustible.
Sus canciones eran rabiosas y violentas. Muchas explosiones, mucho
follar, mucha muerte, desesperación e infidelidades. Era la portavoz perfecta
de la época.
Cada pocas canciones, los pipas pasaban entre la gente con cubos de
plástico, recogiendo dinero. Cortez permanecía junto al escenario con los
otros hombres vestidos de negro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y
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parecía un tío duro. Me costaba asociar ese Cortez al que había formado parte
de mi banda de vagabundos, mi tribu, cinco años atrás. Había ganado sus
buenos ocho kilos de músculo, aunque probablemente se debía en parte a que
comía con más frecuencia que antes y no caminaba kilómetros a diario.
Al acabar la última canción, Deirdre hizo una reverencia remilgada y
abandonó el escenario con un aplauso ensordecedor. Un guardaespaldas se
quitó la camiseta, se la pasó y ella se la puso sobre el maillot. Le llegaba por
las rodillas. Ambos se marcharon mientras los pipas recogían el escenario y el
material.
Cortez se acercó a Deirdre y le dijo algo. Ella asintió y Cortez se dirigió
hasta mí, sonriente.
—Vente, que nos vamos de fiesta.
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encontrado a Cortez; no creía que le importase que volviésemos a ser amigos.
A Ange no parecía importarle si yo quedaba con otras chicas, y mucho menos
quiénes eran mis amigos. Me fascinaba la facilidad con la que gestionaba
nuestra amistad con derecho a roce: nunca me pedía más de lo que cabía
esperar de un buen amigo, ni tampoco me ofrecía más que eso.
Cortez y yo hablamos de la tribu, de cuando éramos todavía más pobres
que entonces, de lo humillante que había sido vagabundear y, por último, del
día en que la tribu se había visto obligada a matar. Habían pasado casi siete
años, pero todavía me asaltaba una nube negra ante la mención de ese día.
Entonces Deirdre hizo acto de presencia.
Se había cambiado de ropa: llevaba una única tira de cuero negro que la
envolvía desde la parte alta de los muslos hasta justo por debajo de las axilas.
Desenrollada, debía de medir quince metros. Fantaseé un momento con cómo
sería desenrollarla, pero finalmente me rendí a la realidad: estaba totalmente
fuera de mi alcance. Yo pertenezco a las categorías más bajas; soy de tercera
fila, o quizá de segunda, siendo benevolentes. Deirdre era de primera
categoría.
La rodeaba un corrillo de quinceañeros que le balbuceaban que era
vascular, brillante y puro veneno. Atravesó el grupo como si fuera un puñado
de pordioseros pidiéndole limosna y se dirigió a la barra. Se colocó justo al
lado de nosotros. El corazón me dio un pequeño vuelco, como cuando uno
está cerca de un famoso, y me sentí algo estúpido, teniendo en cuenta que se
trataba de una tía que actuaba encima de unos tablones en el parque y cobraba
la voluntad.
Un hombre mayor, más bien bajito, con unos zapatos lustrosos que
anunciaban al mundo que se trataba de un rico que había salido de sus
dominios para visitar a la chusma, le entregó a Deirdre un vaso de plástico
con la cerveza casera que allí se servía antes de que esta hubiera pedido nada.
—Es buena tía —valoró Cortez, señalando a Deirdre—. Paga puntual. —
Levantó el vaso—. Además, te deja salir de fiesta cuando trabajas para ella,
siempre y cuando no te aproveches. Va un poco pasada de rosca, pero es
buena tía.
Deirdre le estaba preguntando al señor Zapatos Lustrosos si tenía un poco
de coca. El tipo contestó que no, pero añadió que, si ella tenía algún contacto,
él llevaba dinero.
Cortez me comentó algo.
—Bien, bien —respondí, tratando de escuchar la conversación de Deirdre.
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El tío le estaba diciendo que lo ponía a cien y que quería follársela, y
después le dio su tarjeta de visita. Ella la sujetó como si sostuviera una rata
muerta.
—Canta bien —le dije a Cortez.
Cuando tu capacidad cognitiva está centrada en otra tarea, las palabras
que te salen de la boca tienden a bordear lo inútil. El tío le estaba contando lo
amigo que era del alcalde Addams.
Deirdre se pasó la lengua por dentro de la mejilla, como si intentase
sacarse algo que se le hubiera quedado entre las muelas, y le sugirió que fuera
a buscar al alcalde y se lo follase a él.
—¡Deirdre! —la llamó Cortez al ver que se alejaba del aturdido amigo del
alcalde—. Mira, este es Jasper, un buen amigo mío. Este tío evitó que tres
veteranos de guerra armados con fusiles violasen a mi exnovia. Los mató a
puñaladas con un cuchillo de cocina.
—Vaya, qué interesante —comentó mientras me examinaba de arriba
abajo lánguidamente, con los brazos en jarra—. No tienes pinta de asesino.
¿Se está quedando este conmigo?
—Ojalá —repliqué—. No me siento muy orgulloso de lo que hice.
Además, no iba solo: éramos cinco. Y los veteranos de los fusiles llevaban los
pantalones por los tobillos y tenían las armas apoyadas en una vitrina, fuera
de su alcance.
—¿En serio? Qué valiente fuiste.
—Gracias. Podría trabajar de guardaespaldas en tus conciertos, no vaya a
ser que alguien se quede inconsciente y amenace con despertarse y salirse de
madre.
Deirdre se rio a carcajadas. Me miró fijamente largo rato con los ojos
chispeantes. Me esforcé para no apartar la vista; me pareció una especie de
prueba.
—Creo que me vas a gustar.
Me entró un tembleque en las piernas. Sonreía como un imbécil y me
había quedado mudo.
Empezó a sonar música con los bajos muy intensos.
—¡Deirdre! —la llamaron.
—No te vayas —me ordenó girando ligeramente la cabeza—. Me gustaría
que me contaras mejor eso de la gente a la que apuñalaste.
Una vez de espaldas, podía contemplarla sin reparos.
Cortez y yo bebimos y charlamos, y seguimos bebiendo. Nos ardían los
ojos por el humo azul de los cigarrillos de liar.
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—Tendría que haberte buscado antes —dije—. Es curioso lo fácil que es
perder el contacto con los buenos amigos.
Probablemente exageraba al decir que éramos «buenos amigos», pero la
bebida me ponía afectuoso y nostálgico.
—No te preocupes —me tranquilizó Cortez—. Yo también podría haberte
buscado a ti. Hemos estado liados con otras cosas.
—¡Eh! ¡Amigo de Cortez! —me gritó Deirdre desde el otro extremo del
local—. ¡Vente conmigo!
Me hizo un gesto y Cortez me empujó. En cuanto llegué adonde estaba,
me pasó el brazo por debajo del mío. Me sentí como si midiera tres metros.
—¿A qué te dedicas? —me preguntó.
—Dirijo un supermercado. —Era una verdad a medias.
—¿Seguiste apuñalando a los violadores hasta matarlos a todos o paraste
cuando ya no se podían defender?
—Se defendieron hasta la muerte. Supongo que en algún momento
pasaron de luchar para ganar a luchar para no morir.
—Eso me gusta. —Deirdre entrecerró los ojos—. ¿Tienes un boli?
—No.
Una mujer nos interrumpió. Era alta, y llevaba una falda azul muy corta y
el pelo largo y teñido de fucsia.
—¿Sabes los anillos que te decía?
—Qué —contestó Deirdre, separando el brazo del mío.
—Chetty ha encontrado un contacto.
—¿En serio?
De repente, me encontré presenciando una conversación en la que no
participaba, una situación que me resultaba de lo más familiar. Era evidente
que había terminado mi momento en el candelero, pero había bebido lo
suficiente para dar un último coletazo. Toqué a Deirdre en el hombro y se dio
la vuelta.
—¿Tienes teléfono?
Asintió distraída, se sacó una tarjeta de visita de algún bolsillo oculto y
me la entregó. Era una tarjeta muy bonita, con una ventana electrónica en la
que se sucedían fotografías de sus actuaciones. Me despedí de ella con un
gesto que no vio y la dejé hablando de anillos mientras me alejaba sujetando
la tarjeta con firmeza.
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—No —soltó Ange con un gruñido—. Llámala y punto.
Ange tenía una pierna doblada encima del brazo de la silla plegable y se
las ingeniaba para seguir la conversación al tiempo que leía un libro de texto
de microbiología.
—Llámala —coincidió Jeannie.
Llevaba una hora escribiendo y borrando mensajes de texto en el porche
de casa. Deseé haber enviado cualquiera de esos mensajes antes de que
llegaran Ange y Jeannie.
—Es que es rara y siniestra —puse como excusa—. Me da un poco de
miedo.
—Pues ya tienes un motivo para llamarla. —Ange cerró el libro y estiró el
cuello para mirarme—. Si un hombre no tiene el valor de acercárseme y
pedirme salir sin andarse por las ramas, ya sé que la cosa no va a salir bien.
Tiene que tener sangre en las venas.
—Así que tengo que pasar por el aro —concluí mientras archivaba
mentalmente lo que acababa de decir Ange. ¿Sería el motivo por el que nunca
había permitido que lo nuestro fuera a más? ¿Creía que me faltaba confianza
en mí mismo?
—Es un listón que tienes que superar —puntualizó Ange.
—Jasper, por lo que dices, es una mujer muy segura de sí misma —
intervino Jeannie.
—Sí. Es increíble —contesté.
Era la mujer más segura, radiante, dinámica, fascinante y con más pelotas
que había conocido en la vida. Solo de imaginarme con ella me entraba
vértigo.
—Entonces tienes que llamarla —insistió Jeannie—. A los hombres les
encantan las tetas, ¿verdad? Pues a las mujeres les gusta la seguridad tanto
como a los hombres las tetas. Sobre todo a las mujeres seguras.
—Vaya —musité. Era evidente que tenía un punto autista respecto a los
matices del amor y salir con mujeres.
En la calle, dos chicos de doce o trece años, uno de los cuales llevaba una
jeringuilla llena de un fluido rojo (sangre o, más probablemente, colorante
alimentario) se acercaron a otro crío, más pequeño y protegido con una
máscara, que jugaba en un camión abandonado. El chico de la jeringuilla se
inclinó y metió la cabeza por la ventanilla rota del lado del conductor.
—Oye, ¿me puedes prestar un dólar?
—¡Eh! —les grité—. Largaos. Dejadlo en paz.
El chico sacó la cabeza de la ventanilla. Los tres me miraron.
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—¿Y a ti qué? —espetó el de la aguja.
Alargué la mano hacia el bate de béisbol que tenía apoyado en la puerta.
Los dos críos se marcharon.
—Gracias, señor —dijo el niño del camión una vez que los otros ya no
podían oírlo.
—De nada —respondí, y bajé la mirada hacia el teléfono.
—¿Vosotras creéis que las mujeres como Deirdre salen con tíos? —
pregunté—. Me cuesta imaginarme acompañándola a la puerta de su casa y
dándole un beso de buenas noches.
—Solo hay una manera de saberlo, cariño —contestó Ange.
Volvía a estar inmersa en la lectura. ¿Cómo era posible que aquello no le
importase? Había vuelto a casa deseando hablarle de Deirdre con la esperanza
de que, como mínimo, se pusiera un poco celosa.
—Mierda —maldije.
Bajé las escaleras destartaladas del porche y me dirigí al callejón estrecho
que había al lado de casa para tener un poco de intimidad. Caminé un rato de
un lado a otro, memorizando un par de frases para romper el hielo.
Marqué el número. El corazón me daba brincos; seguro que tartamudeaba.
El teléfono dio un tono, luego otro. Oí un clic y se me destapó la nariz por
el subidón de adrenalina, antes de darme cuenta de que era su buzón de voz.
—Soy Deirdre.
Sonó un pitido. Tardé un segundo en percatarme de que ese era el mensaje
completo.
—Hola, Deirdre —comencé—. Soy Jasper, nos conocimos anoche en el
bar. Quería saber si te apetecería salir algún día…
—¡No! —gritó Ange desde el porche—. No digas «algún día». Dile el día
que quieres salir.
No creía que me oyera desde allí.
—Llámame si recibes el mensaje. ¿Igual podríamos quedar el viernes?
—¡No digas «igual»! —exclamó Ange.
—Adiós —me despedí, y colgué—. ¡Gracias! —grité a Ange—. Ahora
pensará que soy un idiota redomado, y encima se oirá a una mujer de fondo
corrigiéndome mientras grabo el mensaje. ¡Seguro que ha quedado de lujo!
Ange soltó una carcajada.
—Cariño, tampoco lo he podido estropear mucho más de lo que ibas a
estropearlo tú solito.
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Deirdre no me devolvió la llamada. Esperé tres días y, cada vez que
sonaba el teléfono, el corazón me daba un vuelco. Decidí mandarle un
mensaje. A tomar por saco con los consejos de Ange y Jeannie. No había
nada malo en enviar mensajes.
«¿Tu falta de respuesta significa “que te den” o todavía puedo
convencerte para que salgas conmigo?».
Era consciente de que la falta de respuesta era una respuesta en sí misma,
pero había fantaseado tanto con Deirdre que no podía dejarlo correr, no podía
rendirme sin intentarlo. Recorrí el porche una y otra vez. Dos horas más tarde
tenía una reunión con una mujer interesada en vender sus frutas en conserva
en la tienda de Ruplu. Probablemente iba a pasarme las dos horas desgastando
la madera del porche; no era capaz de concentrarme en nada más. Me senté en
el banco mohoso para pesas y miré al callejón. Las malas hierbas superaban el
metro de altura y se enredaban en una parrilla oxidada; al lado, se pudría un
cobertizo con una pequeña pila de tablones de madera apoyados en un lateral.
Debió de ser un proyecto que algún amante del bricolaje había dejado
olvidado mucho tiempo atrás.
El teléfono tintineó. Al leer la respuesta, me sudaban las manos.
«Ok. El viernes a las 6. No me aburras».
Me levanté de un salto y solté unos puñetazos al aire. Había quedado con
Deirdre. Conmigo, iba a salir conmigo. No con el señor Conozco al Alcalde y
sus zapatos lustrosos, sino conmigo. Y había respondido al mensaje de texto,
no al mensaje de voz. Ange y Jeannie no sabían tanto sobre quedar con
mujeres como se creían.
Me senté en el porche y me puse manos a la obra de inmediato: ensayé
mentalmente las ocurrencias que podía soltarle e imaginé las respuestas que
me daría, mientras el sol se hundía tras el DeSoto Hilton y su rótulo
resplandeciente, la única parte del edificio que sobresalía por encima de las
casas.
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—No quiero ir a un restaurante —repuso Deirdre. Me quedé sin palabras.
—¿Qué te gustaría hacer? —pregunté al fin.
Deirdre lo pensó un momento.
—Vamos a comprar unas manzanas y un paquete de Lucky Charms y
luego vamos a ver cómo podemos subir a la terraza del Hilton y vemos la
ciudad desde allí.
Estaba tremendamente confundido, pero tenía la esperanza de que no se
me notara en la cara. ¿Manzanas y Lucky Charms?
—Eres una mujer con gustos muy precisos.
—Sí.
Estaba empezando a superarme. Necesitaba relajarme y seguirle el ritmo.
—Reconozco que tu plan suena mucho más divertido que el mío.
Deirdre sonrió y me miró por primera vez.
—Bien.
Fuimos al Wal-Mart del este de la ciudad, sorteando tribus acampadas de
vagabundos y esquivando a personas que dormían con ropa mugrienta.
—Lo que está pasando entre Rusia y China da miedo, ¿eh?
—¿Qué pasa? —Deirdre me miró con cara de póquer.
—¿No te has enterado? —pregunté—. Rusia les ha tirado una bomba
atómica al mogollón de tropas chinas que estaban en su frontera.
—¿Una bomba atómica? Qué exageración.
—¡Oye, guapa, mata al pringado ese y ven a flipar con un hombre de
verdad! —gritó un tipo con cicatrices de banda callejera en el cuello.
El tipo estaba sentado en un porche, en un balancín colgado bajo una
firme escalera de incendios de acero. Deirdre le mostró el dedo corazón sin
siquiera mirarlo y me estremecí. Por suerte, el tío no se movió y seguimos
andando.
El Wal-Mart estaba abarrotado, seguramente por el intercambio de
proyectiles nucleares entre China y Rusia. Cada vez que se producía un
desastre, sin importar lo lejos que sucediera, la gente acudía en rebaño al
Wal-Mart. Y no se limitaban a comprar agua y linternas: también se llevaban
Barbies, hilo dental, calcetines sin talón y alfombrillas de ducha.
Me pareció una observación bastante divertida, así que la ensayé
mentalmente unas cuantas veces antes de compartirla con Deirdre.
—La gente es imbécil de cojones. Sobre todo los del sur —sentenció
mientras daba un tirón para sacar una bolsa de plástico del dispensador y
hundía sus encantadores deditos entre las manzanas.
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Un hispano bajito miró a Deirdre de arriba abajo al cruzarse con nosotros.
Un montón de tíos la habían mirado embobados por la calle, y a mí se me
subían los humos de forma infantiloide por acompañarla.
Oí alboroto en la zona del brócoli y el pimentón y me acerqué a
investigar. Una empleada del Wal-Mart estaba tachando precios y escribiendo
otros a mano con un rotulador negro. Eran precios más caros; casi el doble
que los anteriores. Un guardia de seguridad la acompañaba con una pistola
enfundada en el cinturón rojo del Wal-Mart.
El alboroto fue en aumento.
—¿Qué coño pasa? —pregunté. En condiciones normales, habría dicho:
«¿Qué narices pasa?», pero quería estar a la altura de Deirdre.
En la sección del pan, un grupo de clientes enfurecidos rodeaba a un
empleado que también iba escoltado por un guardia de seguridad. Era un
hombre maduro, por lo que debía de ser uno de los encargados. Me acerqué
para escuchar.
—Oigan, lo siento mucho —se disculpó—. La nueva crisis vírica ha
provocado problemas de transporte y no podemos predecir cuándo volverán a
normalizarse la distribución y el reparto. Los precios serán más altos hasta
entonces. No son cosa nuestra.
Corrí de nuevo junto a Deirdre, que estaba escogiendo las manzanas.
Arranqué el rectángulo de plástico con el precio y se lo di.
—Voy a por los Lucky Charms. No dejes que la zorra del rotulador te
quite esto.
Todavía no había llegado nadie al pasillo de los cereales. Corrí arriba y
abajo en busca de los Lucky Charms, consciente de que los Cocoa Puffs o los
Gummy Grabbers no eran alternativas aceptables. Los encontré en el estante
inferior, agarré dos cajas y el rectángulo con el precio y me reuní con Deirdre
en la caja.
—Veinticuatro con sesenta —dijo la cajera. Tendría que haber costado
unos quince dólares.
—No —espeté, y le enseñé las etiquetas de los precios—. Mire, estos
todavía no han subido.
—No han cambiado las etiquetas, pero ya los han introducido en el
sistema —me explicó.
—¡A la mierda! —exclamé—. ¡No pueden subir el precio en la caja si
todavía no lo han cambiado en la etiqueta!
—Oiga, yo solo trabajo aquí —replicó, subiendo también el tono—. ¿Cree
que a mí me gusta? ¿Cómo voy a darle de comer a mi niño?
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Nos miramos fijamente un instante. Mascaba chicle. Seguramente era el
último que probaría en una temporada, porque el precio del paquete ya iba por
los tres dólares y tenía que pensar en su niño.
—¡A la mierda! —repetí.
Deirdre sacó una manzana de la bolsa, se dio media vuelta y la arrojó a la
sección de frutas y verduras.
—¡A la mierda! —gritó.
Tenía buen brazo. La manzana sobrevoló la cabeza del encargado, se
estrelló en un estante de pan y saltaron algunas hogazas. Agarró dos
manzanas más. Un guardia de seguridad echó a correr hacia nosotros,
peleándose con el cierre de la pistolera. Deirdre le lanzó una manzana, pero la
esquivó.
—¡A la mierda! —gritó un chico vestido con bata de cirujano que estaba a
dos cajas de nosotros.
El pelo blanco le llegaba por los hombros; evidentemente, no era cirujano,
sino un saltimbanqui. Le tiró una lata de sopa al guardia de seguridad,
acertándole encima de un ojo. Este se dobló de dolor y se llevó las manos a la
cara. El saltimbanqui estiró el brazo para coger otra lata.
Deirdre lanzó una ráfaga de manzanas al fondo del local. Reía, encantada.
En la sección de frutas y verduras, el hispano le lanzó una pera al guardia
de seguridad, que seguía agachado. La sangre se le escurría entre los dedos y
goteaba en el suelo de linóleo. El hispano agarró otra pera de una enorme
pirámide y la tiró hacia las cajas registradoras. Luego cogió una más y le dio
un mordisco.
El saltimbanqui ametralló a la cajera con productos que llevaba en el
carro. La chica estaba agachada tras el mostrador y gritaba protegiéndose la
cara con las manos.
Volaban cosas por todas partes.
Sonó un disparo; luego chillidos, gritos de ira y más disparos. El
saltimbanqui se puso a cubierto tras el expositor de la caja, sacó una pistola
con silenciador y apretó el gatillo.
Un guardia de seguridad salió corriendo desde el fondo del local con el
arma apuntando al aire. Un tío gordo le arrojó un televisor, con caja y todo.
Erró el lanzamiento, la caja se estrelló contra un expositor de ropa y esparció
un montón de camisetas horribles de cuello de pico por el pasillo. El
saltimbanqui le pegó un tiro al guardia en el pecho.
—¡Vámonos! —grité a Deirdre.
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—¿Estás de coña? —Se reía como si estuviera viendo una película de los
Tres Chiflados.
El encargado había caído; cuatro o cinco personas se le habían echado
encima y lo molían a puñetazos. La chica que cambiaba los precios también
estaba por los suelos. Al principio me pareció que tenía la cabeza salpicada de
trocitos rosados de cerebro, pero luego me di cuenta de que eran restos de
sandía.
Pensé que la muchedumbre iba a asesinar a todos los empleados.
—Espera aquí —le pedí a Deirdre.
Se encogió de hombros.
—Como quieras —respondió, y lamió la crema de una Oreo que había
sacado del expositor de la caja.
Me abrí paso por el pasillo delantero de las cajas.
—Oye —le dije a la cajera agazapada en el suelo tras la caja registradora
—, ¡quítate el uniforme!
Simulé que me sacaba una prenda por la cabeza. Asintió, se quitó el
uniforme azul de los empleados y lo arrojó hacia los lavabos. Pasé
apresuradamente por el resto de las cajas y les di el mismo consejo a los
demás cajeros.
Para cuando volví junto a Deirdre, había terminado el tiroteo. Los clientes
se dedicaban a saquear y destrozar, y no quedaba ninguna figura con
autoridad para impedírselo. Un tío con barriga cervecera vestido con uniforme
de cazador que corría a la sección de deportes resbaló en un charco de sangre
y se cayó de culo.
La gran máquina del gancho que había a la entrada se estrelló contra el
suelo y esparció peluches y relojes baratos. Las preadolescentes que la habían
volcado se lanzaron a recoger sus premios. Ancianos, madres con niños y
gente de todo tipo llenaban los carros.
—Vamos —dijo Deirdre tirando de mí para coger productos gratis. Fui
corriendo a buscar un carro.
Nos llevamos el botín a casa de Deirdre, un ático en uno de los edificios
históricos de Gaston, con techos altos y una gran araña antigua. Empujada por
la adrenalina de haber iniciado una revuelta, no tardó ni un segundo en
introducirme en su mundo del sexo.
Le gustaba rápido, violento y frenético, como su música, como su vida.
Era obsceno, pero me encantaba porque a ella le encantaba, y yo estaba con
una estrella de rock a la que deseaban cientos de tíos, y aquello molaba
mucho.
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Sí, ella había iniciado la revuelta, y sí, había muerto gente. Sin embargo
(reflexioné mientras la acariciaba), solo había arrojado manzanas, un acto
objetivamente juguetón. Los demás lo habían vuelto violento.
Al terminar, me quedé acostado jadeando. Le rodeaba con un brazo los
hombros ligeramente pecosos.
—Vete a casa —musitó Deirdre con la cara hundida en la almohada—.
No soporto dormir con alguien más en la cama.
Ni siquiera se le había secado el sudor del cuello pálido.
Recogí la ropa arrugada y me la puse (a excepción de los calcetines,
porque solo encontré uno y no me atreví a rebuscar entre las sábanas). Eché
una última y larga mirada a Deirdre, que tenía una pierna estirada y la otra
doblada; la espalda se le elevaba y le descendía al ritmo de la respiración,
regular y sosegada. Y me fui a casa.
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contoneándose con unos tacones de aguja y contempló la excavación con los
brazos en jarra.
De pronto me sentí sudoroso y repugnante. No soy lo bastante macho para
que el trabajo manual me dé un aspecto viril. Me sienta mucho mejor ir
limpito y arreglado.
—¡Tú debes de ser Deirdre! —gritó Colin desde las alturas.
Deirdre miró arriba y se protegió los ojos con la mano.
—Y tú debes de ser alguien que no conozco. —Colin se rio—. ¿Qué estáis
haciendo ahí arriba?
—Estamos trabajando en un huerto —contestó Colin—. Como unos
niñatos energúmenos se cargaron el Wal-Mart, ahora tenemos que plantarnos
la comida donde no nos la puedan robar.
O, dicho de otro modo, ya no podíamos extender la cubierta solar ahí
arriba para reducir las facturas de electricidad.
Deirdre se llevó un dedo a los labios y sonrió con intención. Luego se
dirigió a mí.
—¿Quieres salir a jugar o prefieres quedarte en tu cajita de arena?
—Dame cinco minutos. —Apoyé la pala en la barandilla del porche.
—Pasadlo bien, niños, pero no volváis muy tarde —bromeó Colin tras de
mí mientras yo entraba al trote en la casa.
Me quité la ropa y me metí en la ducha. El agua helada me hizo dar un
respingo. En mis adentros, estaba que me salía. ¡Deirdre había venido a
buscarme! ¡No era un tío aburrido!
Me sequé y me vestí en dos segundos, consciente de que a Deirdre no le
debía de gustar esperar.
—Tengo un concierto a medianoche —me advirtió cuando echamos a
andar—. Tenemos…
Ambos nos quedamos boquiabiertos ante lo que acababa de doblar la
esquina.
Era un coche desvencijado, poco más que un asiento sobre un eje, tirado
por una jauría de perros que ladraban y lloriqueaban. En la parte delantera
llevaba un cartel pegado con cinta adhesiva en el que podía leerse: «TAXI».
—No me lo puedo creer —dijo Deirdre.
En realidad, tenía sentido. Había muchos perros. Joder, estaban por todas
partes, eran como ratas gigantes. Observamos el taxi hasta perderlo de vista.
—¿Has venido a pie sola hasta aquí? —Deirdre me miró como si fuese un
imbécil—. Solo lo digo porque las calles son muy peligrosas —añadí.
—¿Ah, sí? ¿Y?
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Me encogí de hombros. Tenía razón. La gente parecía más dispuesta a
arriesgarse que cuando yo era pequeño. Tal vez se debiera a que no
esperábamos vivir tantos años como nuestros padres.
¿Era eso? ¿Pensábamos, simplemente: «Por qué no arriesgarme, si voy a
morir pronto de todos modos»? Pues sí, así nos lo tomábamos. Cuando era
pequeño, estaba seguro de que llegaría a los noventa años, puede que a los
cien. Desde entonces, la estimación había ido tendiendo a la baja. En esos
momentos pensaba que, si la situación no mejoraba, tendría suerte si llegaba a
los cincuenta.
—¿Qué te apetece? —pregunté. Deirdre se encogió de hombros.
—Sorpréndeme.
¿Sorprender a Deirdre? La hostia. A lo mejor podíamos caminar por una
cuerda floja tendida entre el Hilton y el campanario de la iglesia de San Juan
Bautista. O dinamitar el puente de Savannah y ver cómo se derrumbaba sobre
el río. Eso le gustaría. Estaba tentado de proponerle que fuéramos a un
restaurante.
La miré: tenía una expresión ansiosa e hiperactiva. Cada vez me daba más
cuenta de que era una mujer con múltiples estados de ánimo que cambiaban
de forma rápida e inesperada.
Sorprender a Deirdre. La tomé de la mano y la llevé por East Jones y la
plaza Troup mientras trataba de dar con una idea.
Habían envuelto una farola fundida de la plaza con cable eléctrico, como
una guirnalda navideña, pero sin colores. Casi me había olvidado de la
Navidad. Aún faltaba, aunque no estaba seguro de la fecha en la que
estábamos: algún día de la semana del quince. A juego con la decoración
navideña, habían pintado la gran estatua de mármol de John Wesley que se
erguía sobre su tumba, en el centro de la plaza, con espráis rojo y verde, salvo
la cabeza, para la que habían utilizado el negro. Bueno, en realidad siempre
había creído que era su tumba, pero nunca me había molestado en leer la
placa de latón del pedestal.
Tumbas. Eso podría gustarle a Deirdre.
—Vamos. —La cogí de la mano y la llevé por Abercorn.
—Vaya —susurró Deirdre con admiración mientras cruzábamos Liberty y
nos acercábamos a la reja cerrada del cementerio del Colonial Park.
Rechazó mi intento de auparla y trepó la verja sola. Me agarré a los
barrotes bastos y oxidados y escalé tras ella. Las lápidas blancas
resplandecían lánguidas en la oscuridad, dispuestas como una hilera de
dientes gigantescos, torcidos y astillados, al abrigo de las ramas de los
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árboles. Los árboles de Júpiter, brillantes y desprovistos de corteza, se
encaramaban retorcidos hacia el cielo.
Deirdre saltó una farola caída y se dirigió al muro de cemento del otro
extremo del cementerio. La seguí y le envolví la cintura con las manos
cuando la alcancé. Estaba observando las filas de lápidas olvidadas apoyadas
contra la pared.
—¿Y esas lápidas de ahí? —preguntó.
—Durante la Guerra Civil, algunos soldados pasaron por aquí, las
arrancaron del suelo y las esparcieron por todas partes. Como la gente de la
ciudad no sabía dónde iba cada una, no pudieron volver a colocarlas.
—No entiendo por qué se preocupa tanto la gente por los cadáveres. ¿Qué
más da dónde estés, si estás muerto?
Le subí las manos por los costados y le agarré los pechos.
—¿Quieres follarme en un cementerio? —me soltó, sonriente, volviendo
la cabeza.
Echó un vistazo alrededor mientras le deslizaba las manos por debajo de
la blusa.
—Por aquí —me indicó.
Me cogió de la mano y me hizo saltar una verja baja que cercaba dos
hileras de tumbas de cemento que parecían ataúdes a la espera de que los
enterrasen. Había ocho en aquella pequeña parcela familiar. Una era mucho
más pequeña que las demás, del tamaño adecuado para un niño de cuatro o
cinco años. Fue la que escogió Deirdre.
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rondaba el sesenta por ciento. Dejé que el sol me diera en la cara y decidí no
preocuparme más y alegrarme de no estar en el pellejo de esa gente. En
general, todo me iba bien y debía sentirme agradecido. Mi relación con
Deirdre se hallaba en un punto en que dábamos por sentado que nos veríamos
todos los días, y comenzaba a distinguir destellos de una mujer más suave
bajo aquella fachada tan intensa e inquieta.
Me detuve junto a un enorme contenedor del servicio de recogida de
basuras abandonado en la esquina, a la sombra de un encino. Dos tíos miraban
hacia el piso de Deirdre desde la acera de enfrente. Uno era viejo y corto de
estatura, con los restos de lo que debió de ser una prodigiosa barriga
cervecera, de cuando las patatas fritas eran baratas. El otro era más joven e
igual de bajo y tenía un parecido inquietante con un gnomo.
El gnomo vio que me acercaba y me hizo un gesto.
—Dale una alegría a la vista —me sugirió en voz baja.
Deirdre estaba plantando algo en la terraza, completamente desnuda. Sus
pezones rozaban la tierra oscura mientras rellenaba un agujero y apretaba la
tierra con golpecitos enérgicos. Su cara delataba una inmensa satisfacción.
—Sí, ya la he visto desnuda —contesté.
—¿Ha salido otras veces así a la terraza? —me preguntó el gnomo,
confuso.
—No, es mi novia.
—¡Joooder! —exclamó con una sonrisa—. Eres un suertudo.
—Ya te digo.
Sujeté con más fuerza la bolsa de plástico con mis álbumes de fotos y me
dirigí al bloque buscando en el bolsillo la llave de Deirdre.
—Cariño, ya estoy en casa —la saludé.
Deirdre levantó la cabeza y me miró a través de la puerta corredera de
cristal. Se incorporó, se sacudió el polvo de las rodillas y el culo, y abrió la
puerta.
—No. Tu casa está en la calle Jones.
Me abrazó y me dio un beso con lengua.
—No has pillado el tono con que lo he dicho. Pretendía ser irónico.
Bueno, no exactamente irónico. Tampoco sarcástico. Pero la intención era
darle un tono de algo.
—¿Qué coño dices? —preguntó sonriendo.
—No tengo ni idea. —Fui hacia la terraza. Los dos tipos seguían al otro
lado de la calle. El gnomo me hizo un saludo y yo se lo devolví—. ¿Qué estás
plantando?
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—Pimientos. De los que pican… Bueno, de todo tipo. Me encantan los
pimientos.
—Ajá. ¿No plantas tomates? ¿Ni espinacas?
—No. Solo pimientos. No me gustan las demás verduras. —Frunció el
labio como si comer verdura fuera comparable a chupar el moho de la cortina
de la ducha—. ¿A quién has saludado?
—A los dos tíos que te miraban desde la otra acera. Eran majos. No se
estaban pajeando ni nada por el estilo. Miraban con mucho respeto.
—¿En serio? —preguntó Deirdre. Se dirigió a la puerta de cristal para
echar un vistazo y se rio—. ¿Me estaban mirando? No me he dado ni cuenta.
El gnomo volvió a saludar, inseguro, y Deirdre también lo saludó. Nos
apartamos del cristal.
—¿Vas a venir al concierto de esta noche? —preguntó Deirdre.
—No me lo perdería por nada —respondí.
—Guay.
Encendió el televisor en 3D, se dejó caer en el sofá y apoyó una pierna en
la mesita y la otra, en el asiento.
—Mañana no tienes concierto, ¿verdad? Todo el mundo quiere ir a la
playa.
—Vale. ¿Quién es todo el mundo?
—Colin, Jeannie, Ange y Cortez —enumeré—. ¿Te apuntas?
—Claro —respondió, aunque no sonaba entusiasmada. A Deirdre no
parecía gustarle salir con mis amigos y, aunque conocía a mucha gente, me
daba la impresión de que no tenía sus propias amistades.
Le tendí la bolsa de plástico.
—¿Recuerdas que te dije que te enseñaría las fotos de cuando era
pequeño? ¿Quieres verlas?
Deirdre sacó un álbum y lo hojeó. Tenía muchas ganas de enseñárselos.
Para mí era la mejor forma de explicarle a alguien en qué sitios habías estado
y mostrarle quién eras.
—¿Tienes algún álbum? —pregunté.
—No.
Esperé a que continuara, pero era bastante evidente que esa era su única
respuesta.
—¿Y eso?
Suspiró con impaciencia.
—Porque no quiero recordar mi puta infancia de mierda. —Cerró el
álbum—. ¿Te importa si las miro más tarde? —Agarró el mando a distancia y
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fue pasando canales.
—Vale. Como quieras.
Deirdre no me había contado nada de su infancia; me quedó claro por qué.
Escondí los álbumes debajo del sofá y añadí una línea más a la lista mental de
cosas por las que debía estar agradecido.
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—¿Quién? ¿Quién ha entrado? —preguntó la operadora de emergencias.
—Mi niño se muere.
—Espere, espere, espere —le pidió la operadora.
—Tengo una buena colección de grabaciones así —explicó Deirdre. Le
palpitaba una vena del cuello que transcurría encima de un tendón tenso—.
No es nada fácil conseguirlas.
—Dios mío, mis niños se mueren.
Debería haberle dicho que lo apagara. Debería haberme levantado de la
cama de un salto y haber golpeado los botones del reproductor hasta que
enmudecieran las voces, pero no quería que Deirdre pensase que yo era…
¿Qué? Débil. Soso.
Deirdre se desabotonó la blusa. Me incliné y le besé la piel suave del
escote exuberante.
—Está muerto. Oh, no. Oh, no. Mis niños han muerto —dijo la mujer.
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consiguió que le rebajara el precio hasta los veinte dólares. No estaba mal. No
era tan barato como los cero dólares que nos habría costado ir en bici, pero no
estaba mal.
Le mandé un mensaje a Ange para avisarlos de que nos encontraríamos
allí y subí al Mustang descapotable vaciado por dentro mientras el conductor
enganchaba el grupo de perros.
Los animales eran muy graciosos. No formaban como los tiros de trineo,
alineados y con disciplina, sino que más bien recordaban a los policías de
Keystone: tropezaban entre sí, se mordían las orejas y tiraban en el ángulo
equivocado. No parecía importarles demasiado el trabajo, probablemente
porque les daban de comer y les decían que eran buenos perros.
De vez en cuando nos adelantaba algún vehículo por la calzada de un solo
carril en dirección a la isla Tybee. Los refugiados habían acampado a lo largo
de la carretera, junto a las marismas doradas, que se extendían varios
kilómetros.
—Ha sido muy buena idea —comenté—. Es una forma estupenda de
contemplar las marismas.
—Te lo he dicho.
Un coche tocó el claxon detrás de nosotros y nos adelantó a toda
velocidad. Deirdre les dedicó una peineta a los ocupantes con una sonrisa
dulce en la cara.
Cuando llegamos, el grupo estaba holgazaneando junto a la tienda de
artículos de playa Chu. Ange fue a saludar de inmediato a Deirdre, como si
fueran amigas de toda la vida. Cortez me dio unas palmadas en el hombro y
me llamó colega. Ange había estado a punto de no venir cuando le dije que
había invitado a Cortez, pero, como era un amigo, no me pareció bien dejarlo
al margen.
La playa estaba abarrotada de vagabundos y no quedaba espacio libre para
extender la toalla. Marchamos en fila india, pisando un minúsculo trocito de
arena blanca tras otro hasta llegar al mar. Ange había traído una botella de
cerveza casera que fue rulando mientras corríamos por la orilla, riendo y
salpicándonos.
Deirdre y yo nos alejamos nadando unos centenares de metros e hicimos
el tonto un rato. El ruido de las olas sonaba distante y las gaviotas pasaban
graznando.
—Casi espero oír el silbato de un socorrista y que nos haga señales porque
nos hemos alejado demasiado.
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Deirdre se rio por toda respuesta. Se quitó la camiseta y se me echó
encima. Una ola alta nos levantó y nos dejó caer de nuevo.
—Esto es cojonudo —dijo, y miró hacia la playa—. Vamos a pillar un
poco más de la priva de Ange antes de que se acabe.
Ange estaba sentada en la playa, charlando con Jeannie. No me prestaba
ninguna atención, pero no podía evitar sentirme un poco culpable por estar
haciéndome arrumacos con Deirdre en su cara. Joder, que llevábamos como
tres años acostándonos juntos de vez en cuando. Se me hacía raro.
Nadamos entre las olas de vuelta a la playa. Deirdre volvió a ponerse la
camiseta en el último momento, pero tampoco sirvió de mucho, porque estaba
empapada. Ni siquiera intentó despegársela un poco del cuerpo para que fuese
menos reveladora.
Le cogí la botella a Cortez, tomé un buen trago y fui a caminar por la
playa con Colin.
—Te gusta de verdad, ¿no? —me preguntó.
—No lo sé —respondí—. Cuesta mantenerla, pero no me aburro nunca.
—Pensé en su colección de llamadas a emergencias y sentí la punzada
desagradable que me había estado rondando desde aquella noche—. ¿Por
qué?
—Por curiosidad.
—No parece que lo preguntes solo por curiosidad.
—Puede ser, pero era por curiosidad.
Nos detuvimos y contemplamos los cargueros diminutos que salpicaban el
horizonte.
—Reconozco que me atrae, en gran parte, por lo atrevida y siniestra que
es, y por lo buena que está.
—No lo decía por nada —insistió Colin.
La arena me engullía los pies. Dejé que se me hundieran hasta que la
espuma del mar los cubrió por completo y luego los saqué.
—Es agradable estar con alguien, aunque no sea tu media naranja. A
veces es una putada estar solo —expliqué.
—Las dos cosas tienen sus pros y sus contras.
Observé una gaviota que planeaba sobre nosotros, casi inmóvil, como si
corriese sin moverse del sitio.
—¿Y cuáles son los contras de encontrar a tu media naranja? —pregunté.
—Que te preocupas. Yo siempre estoy preocupado por Jeannie. Creo que
tengo una media de dos pesadillas a la semana en las que Jeannie muere.
—No se me había ocurrido —reconocí.
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—Hoy en día, la gente se puede morir de muchas maneras. Si se muriera,
yo nunca lo superaría. —Sacudió la cabeza enfáticamente—. Nunca. Me
podríais enterrar con ella.
—Ya. —Miramos unos pajarillos blancos que entraban y salían de la
espuma, picoteando la arena para sacar lo que fuera que estuviesen comiendo
—. Hemos tenido mucha suerte, ¿sabes? No nos ha pasado nada espantoso.
—¿Jasper? —oí que decía una mujer.
Me giré. Se mantenía algo alejada y parecía insegura. La conocía, pero no
sabía de qué. Era alta, guapa y delgada, y tenía el pelo rizado y de color
caoba.
—Hola —la saludé. ¿Quién era?
—No sé si te acuerdas de mí —dijo mientras se acercaba con una sonrisa
—. Soy Phoebe. Hace cuatro o cinco años, nuestras tribus se encontraron a las
afueras de Metter y salimos juntos una noche.
—Claro que me acuerdo.
Colin se alejó caminando por el agua mientras Phoebe y yo hablábamos.
Había ido allí con una amiga a buscar trabajo en los restaurantes de la playa;
antes trabajaba en el Wal-Mart, hasta que lo cerraron. La noticia me hizo
sentir culpable al recordar el papel que había desempeñado en su
desaparición. Phoebe tenía un aspecto magnífico. La vez anterior estaba
medio muerta de hambre y probablemente tenía piojos, y aun así me había
parecido muy guapa. En ese momento, casi tenía un aire elegante.
—Te llamé al cabo de unos meses, pero el número que me diste no
funcionaba.
—Crystal murió. Era mi amiga, la del teléfono. —Dio una patada a la
arena húmeda con la punta del pie.
—Lo siento.
Deirdre se acercaba a nosotros con la cabeza gacha. Me invadió el pánico,
como si me hubiera pillado haciendo algo malo.
—¿Qué es de tu vida? —preguntó Phoebe.
—Conseguí un trabajo en un supermercado. —Le hice un gesto a Deirdre,
como si acabase de verla—. Esta es mi amiga Deirdre.
Mientras las presentaba, continuaba sintiéndome como si hubiera
cometido un crimen. Phoebe le preguntó a Deirdre qué hacía, que era la forma
educada de preguntar a qué se dedicaba, si trabajaba, dada la cantidad de
gente que estaba en paro.
—Soy una estrella de rock —contestó Deirdre.
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Jeannie nos estaba haciendo señas. Lo usé como excusa para despedirme
rápidamente de Phoebe. Mientras nos alejábamos, la miré a hurtadillas.
Phoebe tenía la vista fija en el mar.
—¿Quién era esa? —preguntó Deirdre mientras volvíamos con el grupo.
—Nos conocimos cuando éramos nómadas —respondí. Llegamos junto a
Jeannie y Colin.
—Tenemos hambre. Estábamos pensando en ir a ese puesto de
hamburguesas —propuso Jeannie.
En realidad, Ange y Cortez ya estaban en camino, sorteando el laberinto
de personas. El resto los seguimos.
—¿Os dais cuenta de que será la primera vez que comamos en un
restaurante desde antes de los tiempos de la tribu? —les pregunté al
alcanzarlos.
—¿Te has fijado bien en el sitio cuando hemos pasado por delante? —dijo
Jeannie con una carcajada—. No hay asientos. Tienes que comerte las patatas
fritas recalentadas de pie, alrededor de la mesa.
—Da igual, técnicamente es un restaurante. Vamos subiendo peldaños.
Ange me rodeó el cuello con el brazo y levantó la botella.
—Por los peldaños que hemos subido.
Dio un trago y me pasó la botella. Estaba como una cuba. Mejor para ella.
Cortez llegó entonces.
—Estaos atentos —nos advirtió en voz baja—. Creo que hay unos tíos que
nos vienen siguiendo desde la playa.
Miré más allá de Cortez. Había dos tipos desaliñados cerca de los lavabos.
No me pareció que nos observaran.
En la dirección contraria se había levantado alboroto: los perros del taxi
gruñían y ladraban con furia. En medio del follón se oyó un aullido
aterrorizado. Nos acercamos a toda prisa.
Tres perros del taxi estaban atacando a otro mucho más pequeño, poco
mayor que un cachorro. El taxista intentaba dominarlos, pero, cuando tiraba
del arnés de uno, los otros dos ocupaban su lugar. Ange se metió corriendo en
medio del barullo y gritó a los perros que parasen. Agarró a un gran pitbull
por las orejas; el animal se dio la vuelta y le lanzó un mordisco. Ange apartó
la mano. Sujeté una de las correas sueltas y saqué a un chucho negro y peludo
de la pelea. Cortez y Jeannie se nos unieron y, poco después, logramos
separarlos a todos del cachorro.
Ange tomó al cachorro en brazos con ternura y lo acunó.
—Pobre pequeñín. ¿Estás bien?
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El perro gimoteaba, lastimoso, pero no parecía muy maltrecho. Solo tenía
algunas marcas de mordiscos en las orejas.
—No he podido pararlos —se excusó el taxista—. Les estaba echando
comida y el pequeño ha intentado comer también.
—Está muerto de hambre —observó Ange, y miró más atentamente al
cachorrito negro—. ¿Quieres patatas fritas? ¿Eh?
El cachorro agachó las orejas y le lamió la mano.
Anochecía. Le preguntamos al taxista si le importaría quedarse por ahí un
rato más y nos contestó que nos esperaría si le pagábamos otros cinco dólares.
Nos pareció un trato justo.
Cruzamos a la calle siguiente, donde estaba el puesto de hamburguesas.
No dejaba de pensar en el encuentro casual con Phoebe. Si no estuviera
saliendo con Deirdre, le habría pedido el número de teléfono. Aquella noche
lo habíamos pasado muy bien. Empezaba a arrepentirme de estar con Deirdre
y me sentí como un auténtico farsante al recordar lo mucho que había soñado
con estar con ella apenas seis semanas atrás. Me veía como un niño
caprichoso. Tenía una suerte del copón por estar con Deirdre; muchos tíos
habrían vendido el alma por ella. Pese a todo, no me abandonaba la mala
sensación.
—Cuidado. No os separéis. —Cortez se había colocado justo detrás de
nosotros.
Eché un vistazo alrededor; no tenía muy claro a qué se refería. Entonces
vi a los dos tíos del lavabo. Venían en nuestra dirección, riendo y haciendo el
tonto. Uno había tenido un encontronazo con el virus devorador de carne y le
faltaba casi media cara. Cuando llegamos a su altura, se acercaron caminando.
—Oye, tío, ¿tienes fuego? —preguntó el de la cara hecha polvo. Llevaba
un pañuelo rojo con la bandera confederada atado a la cabeza y no debía de
llegar al metro setenta de estatura.
—Lo siento, colega, pero no fumamos —respondió Cortez.
—¿Y si me das un pavo para que me compre un mechero?
Cortez hurgó en el bolsillo y sacó un dólar. Se lo entregó.
—¿Y si me das veinte a mí para que me pueda comprar un par de
paquetes? —añadió su compañero, riéndose.
—Lo siento, no tenemos nada más. No somos ricos —contestó Cortez.
—Tenéis más de un pavo —espetó el cabecilla. Se llevó la mano al
bolsillo de atrás y sacó una navaja—. Vaciaos los bolsillos.
—Mierda —masculló Deirdre.
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Le eché una mirada para indicarle que se callase, pero no dejó de maldecir
mientras el resto nos sacábamos lo que teníamos en los bolsillos. Jeannie
alargó el brazo para entregar su dinero, pero Cortez la detuvo con la mano.
—Guárdatelo.
El tío miró a Cortez con agresividad.
—¿Es que quieres que te mate? ¿Es eso?
—Atrás —nos ordenó Cortez.
Colin y yo cruzamos una mirada de sorpresa. ¿En qué diablos nos estaba
metiendo Cortez?
—Vamos a darles el dinero y ya está —propuse.
—Tranquilo, todo va a salir de perlas —me aseguró Cortez—. Échate un
poco atrás y ya está, pero dame tu camisa antes.
No tenía ninguna intención de discutir. Me quité la camisa y se la puse en
la mano. Cortez no perdió de vista ni un instante a los hombres, que parecían
tener más ganas de bronca que de quitarnos el dinero. Retrocedimos y se
enrolló mi camisa en la mano izquierda.
Luego adoptó una impresionante posición de kárate, con las manos al
frente y las piernas ligeramente flexionadas, y se dirigió con soltura al
cabecilla, que sonreía con malicia. La navaja que empuñaba parecía haber
cobrado vida y se movía como una serpiente.
Detrás de mí, en el gallinero, Deirdre gritaba a Cortez que les partiera la
cara a los dos. Le pedí que se callara, pero pasó de mí.
Cortez se abalanzó al ataque, protegiéndose con el brazo envuelto. El tío
le asestó un navajazo, pero falló. Cortez lo tumbó inmediatamente de una
patada en la rodilla y dio una vuelta asombrosa de trescientos sesenta grados
para golpear al otro en el pecho. Volvió a girar en el sentido contrario y le
atizó en la garganta con el canto de la mano.
El tío al que había golpeado en la rodilla ya se había levantado. Cortez se
dejó caer, giró y le barrió las piernas de una patada. En cuanto cayó al suelo,
Cortez le pisó la mano con fuerza. El hombre chilló y la navaja rebotó en la
acera.
—Vámonos —ordenó Cortez con los brazos abiertos, mostrándonos el
camino. Echamos a correr.
—Cortez, tío, no sabía que eras tan bueno —dije al llegar junto al taxista.
Cortez reprimió una sonrisa y sacudió la cabeza.
—Me he estado entrenando. No tengo nada mejor que hacer.
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—Cuidado —advirtió Colin. Guiaba a Jeannie para que esquivase los
ladrillos y el cristal.
Era inquietante contemplar cómo agonizaba nuestra ciudad. Una vez, mi
madre había comprado un cuadro en la galería de arte que había antiguamente
en el edificio frente al que estábamos pasando, el mismo que llenaba la acera
de ladrillos y cristales rotos. ¿Se moría la ciudad? ¿O solo descansaba antes
de resurgir y sacudirse el polvo? Seguro que volvería algún día, y esperaba
que fuese pronto. Echaba de menos la pintura fresca; solo los árboles
conservaban el color. Intenté empaparme de él fijando la mirada en las hojas.
Los colores vivos eran como una vitamina que me escaseaba en el cuerpo.
—Joder —protestó Colin, volviendo la cabeza bruscamente para no ver a
un vagabundo que estaba sentado en el borde de una escalera. Al principio no
entendí qué hacía, pero luego me di cuenta de que se estaba masturbando con
un periódico enrollado.
—Precioso —comentó Jeannie.
Un riff de guitarra dio comienzo a lo lejos.
—Daos prisa, están empezando —advertí, acelerando el paso.
Una cortina de humo se encaramaba por el muro de azalea descontrolada
que rodeaba la plaza Chippewa y flotaba hacia el musgo español.
Llegamos a la plaza justo en el momento en que la voz de Deirdre perforó
la noche.
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si no vienes tú a la cama.
O vete rodando y desaparece,
que tengo tíos a punta pala
y el mar está lleno de peces.
El público se lo tragó. Todos, menos los críos que iban en silla de ruedas.
Supongo que ese era el encanto de Deirdre: decía las cosas tal y como las
veía. Expresaba sus ideas sin filtro.
Empezó el tema siguiente. No lo reconocí y, como en aquel momento era
el mayor fan de Deirdre, supe que tenía que ser nuevo. Comenzaba con una
grabación: una llamada a emergencias. Era la de la mujer que gritaba al
teléfono, la que Deirdre me había puesto en su casa. Entonces se puso a cantar
una especie de balada: una historia sobre un grupo de pordioseros que
caminaban por un barrio residencial.
«No será capaz», pensé.
Pues sí.
—Dios mío —dijo Jeannie al oír que Deirdre la describía sujetando los
cuchillos mientras los demás escogíamos uno.
No mencionó nuestros nombres, pero lo contó todo con pelos y señales,
exactamente tal como yo se lo había explicado. Usó un collage de grabaciones
de llamadas a emergencias como acompañamiento, un coro de almas
histéricas que pedían socorro a gritos.
Jeannie sollozaba con la cara apoyada en el pecho de Colin.
—Lo siento, no sabía nada de esto —me disculpé.
—¿Cómo que no sabías nada? —Jeannie me fulminó con la mirada—.
¿De dónde ha sacado todos esos detalles?
—Bueno… —empecé a articular, y tragué saliva—. Se lo conté, pero no
para que lo usara en una canción.
—¿Y qué pensabas que iba a hacer cuando se lo contaras? A ella no le
importamos, solo le importa su carrera.
—¿Quieres que nos vayamos? —le preguntó Colin a Jeannie al oído, y
ella asintió.
—Lo siento mucho —repetí mientras Colin se llevaba a Jeannie de allí.
Mientras Deirdre se contoneaba en el escenario, el corazón me latía con
fuerza de pura rabia. Me había utilizado. El caso es que ni siquiera me
sorprendía. ¿Por qué iba a sorprenderme? Así era Deirdre; ni siquiera
disimulaba que era una egocéntrica. La cuestión era qué hacía yo con ella. No
se relacionaba con la gente de forma normal: no mostraba interés por los
demás, no aportaba nada de sí misma… Pasaba de todo eso.
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El nudo que llevaba en el estómago desde hacía semanas se deshizo. Me
di cuenta de que no seguiríamos juntos y me sentí aliviado.
—¿Has escuchado la canción nueva? —me preguntó Deirdre tras el
concierto.
—Sí. —Eché a andar. Quería alejarme de la multitud que la adoraba—.
Nos ha sentado fatal. No me gusta que te aproveches de nuestro sufrimiento.
—Pensaba que te gustaría —replicó, boquiabierta.
—Pues no —respondí, y me detuve para mirarla—. No me ha gustado, y
puede que haya perdido a mis mejores amigos por tu culpa.
Deirdre me lanzó una mirada asesina.
—Cierto, son tus amigos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Crees que no veo la cara que ponen cuando me hablan?
—¿Qué cara ponen? —pregunté.
Se plantó los puños en las caderas y me habló pegada a la cara.
—Cara de estar riéndose de un chiste que yo no pillo porque, en realidad,
es a mi costa. Cara de «Mira esa puta tarada, se cree que es amiga nuestra».
La miré a los ojos saltones y enfurecidos y me maravillé al descubrir lo
poquísimo que teníamos en común. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
No es que no me hubiese dado cuenta; simplemente, no había querido
verlo. Me gustaba tanto la idea que tenía de Deirdre que había bloqueado a la
Deirdre de verdad. Su música no era lo único que reflejaba nuestra época: ella
misma la encarnaba a la perfección. Violenta y siniestra. Imprevisible.
Imbuida de una fuerza primaria. Yo, en cambio, no era un reflejo de la época.
Era una enorme bestia acuática que trataba de bailar watusi con las aletas. Me
pareció el mejor momento para poner fin a nuestra historia. Deirdre estaba
muy cabreada conmigo de todos modos y, llegados a ese punto, hasta podría
agradecérmelo.
—Creo que deberíamos dejar de vernos —sentencié.
—¿Qué? —Deirdre abrió los ojos, sorprendida—. Solo es una puta
discusión.
—Es más que eso —repliqué. Me daba vergüenza mantener esa
conversación en público, y callé un momento para dejar pasar a dos chicas
con el pelo teñido de blanco—. Es que somos muy distintos. Nos van cosas
distintas. Lo vemos todo de forma distinta.
—Distintos, ¿eh?
Asentí.
Cruzó los brazos y se quedó mirando fijamente la acera.
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—Perfecto. Quita tu careto flacucho de mi vista antes de que te meta una
puñalada.
—Muy bien —le respondí, y me di la vuelta para marcharme.
—Para una vez que intento hacerlo bien —dijo a mis espaldas—. Elijo al
tío estable en vez de al psicópata y mira qué pasa.
Me pareció que estaba llorando, pero no me di la vuelta para comprobarlo.
Seguí mi camino.
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—Por eso quiero que vayas tú. Si voy a su casa y le pido las fotos, me
meterá una puñalada.
—A mí también me la metería.
Tenía razón, pero yo seguía preocupado por mis fotos; a saber qué haría
Deirdre con ellas. Además, eran las únicas que conservaba de mi infancia, de
unos tiempos en los que la vida era normal y todo el mundo tenía un techo y
una Xbox.
Nos quedamos sentados en silencio, mirando la calle y atentos al chirrido
del balancín del porche, los grillos y algún que otro disparo.
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CUATRO
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comenzando por los dedos de los pies y repasándola lentamente hasta llegar a
los ojos, de color verde oscuro.
—Caramba, cómo me gustaría hacer el amor contigo —soltó sin un ápice
de seducción y en un tono apagado, como quien habla del tiempo.
Ange le clavó su mejor mirada de víbora.
—Vale, gracias, ya te avisaré.
—Este es nuevo —observó Silla, señalando al policía con la barbilla—.
Tiene que ser de diseño. Ha actuado demasiado deprisa para ser un virus
natural.
Ange asintió. Silla llevaba pantalones cortos; intenté no fijarme en el
elaborado armazón de acero negro que daba forma a sus piernas biónicas,
inútiles desde hacía tiempo. Hacía un calor tan sofocante que incluso Silla
había dejado a un lado la vanidad. Suspiró y giró la silla de ruedas ciento
ochenta grados. El flacucho lo siguió a la mesita de centro. Caminaba con
soltura, meneaba los brazos como creyéndose el ombligo del mundo y lucía
una sonrisa de cabroncete.
—¿Quién es ese? —le pregunté a Ange. Se encogió de hombros.
—¿No vas a presentarnos a tu amigo? —le dijo a Silla.
—Se llama Sebastian —respondió Silla sin darse la vuelta. Aparcó frente
al sofá y me miró—. No puedo decirte más si vas acompañada.
Ange chasqueó la lengua con impaciencia.
—Silla, Jasper no conoce a ningún agente del Gobierno local ni a ningún
saltimbanqui. No me vengas con tanto secretismo, coño.
—Mira, esto no es ningún jueguecito. Lo que tenemos entre manos es la
hostia de clandestino. No te ofendas, Jasper, pero tienes que irte. —Me indicó
que circulase con un gesto de policía que dirige el tráfico.
Me encogí de hombros y me dirigí a la puerta, pero Ange me tiró de la
camiseta.
—No, tú te quedas. Yo también pago el alquiler aquí. —Se volvió hacia
Silla con los brazos en jarra—. Oye, pondría mi vida en manos de Jasper.
Igualmente voy a contarle todo lo que me digas, así que suéltanos de una puta
vez ese gran secreto, ¿vale?
Silla repiqueteó en el brazo de la silla de ruedas con una uña sucia que
necesitaba urgentemente un buen corte.
—Espero que estés dispuesta a poner tu vida en sus manos, y también la
nuestra, porque es lo que estás haciendo. —Asintió severamente—. De
acuerdo. Sebastian es un repartidor de la Alianza Científica de Atlanta. —
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Arqueó las cejas en gesto significativo tras unas gafitas delicadas que
resultaban ridículas en su cabezota de mastín.
Había leído algo acerca de la Alianza Científica: formaban un grupo
clandestino de personas inteligentes que se habían declarado rebeldes.
Actuaban con agresividad, siguiendo sus propios métodos, para intentar paliar
algunos de los muchos problemas del mundo. El Gobierno federal los
detestaba casi tanto como a los Saltimbanquis. De repente, comencé a dudar
si quería quedarme y escuchar lo que ese tío iba a contar.
—Joder. ¿Estás de coña? —dijo Ange—. No pareces ecoterrorista.
—Es que no me siento ecoterrorista —aclaró Sebastian, encogiéndose de
hombros.
Ange se dejó caer en el sofá y apoyó las piernas en la mesa de centro, sin
recordar que tenía una pata rota. La mesa se volcó y quedó sobre tres patas.
—Mierda —masculló.
Uzi entró al trote en la sala, saltó al sofá, dio un par de vueltas sobre sí
mismo y se desplomó como una roca, con el culo pegado a Ange. Me senté al
lado de Uzi. El sofá estaba cubierto de pelos perrunos.
—Escuchad —intervine—, si la liais y os pillan, no iréis a la cárcel; los
policías os sacarán a rastras a la calle y os pegarán un tiro sin más.
—Eso está claro —dijo Silla—. Hay mucho en juego.
—Os puede salir muy caro —insistí—. No veo dónde está el beneficio.
¿Qué esperáis conseguir?
—El beneficio sería salvar dos mil millones de vidas, puede que tres mil
millones. ¿Merece la pena jugarse la vida por eso? Si todo sigue igual,
morirán unos cuatro mil millones de personas. ¿No vale la pena arriesgarse si
podemos reducir esa cifra a la mitad?
—No estamos seguros de que vayan a morir miles de millones de
personas —puntualizó Ange.
—Sí lo estamos —la corrigió Silla—. Claro que morirán.
—Sí —coincidió Sebastian, asintiendo.
—Todo se basa en modelos estocásticos —objetó Ange—. Lo que dices
es una especulación increíble.
Silla la fulminó con la mirada.
—¿Cuántas veces tienen que demostrar los científicos que tienen razón
para que la gente les haga un poco de caso? Además, tú que estás a punto de
doctorarte deberías ser la primera en tener algo de fe en ellos.
Arrancó el mando a distancia del brazo del sofá y pulsó con furia el botón
de encendido. La CNN apareció en el televisor. El presidente celebraba una
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rueda de prensa. Siempre parecía estar celebrando ruedas de prensa; no veía
cómo le daba tiempo a gobernar el país, o lo que quedaba de él.
Justo en ese momento, el televisor emitió un tintineo y un mensaje de
texto se desplazó de derecha a izquierda por la parte inferior de la imagen:
«Ange, quiero verte. Puedo quedar para cenar el lunes, el martes o el
jueves. Podemos vernos una de esas noches? Charles».
—¡Por Dios! —profirió Ange—. «Quiero verte», como si fuera su puta
esclava, en vez de su alumna.
—No dejan de avisarnos —prosiguió Silla, sin hacer caso del mensaje—,
pero nosotros seguimos haciendo lo de siempre, y las cosas, venga a
empeorar. El presidente dice: «La economía debe seguir funcionando», pero,
mientras tanto, el agua del mar nos llega a los putos tobillos y nuestras tropas
están desperdigadas en seis frentes distintos en una guerra interminable…
—Vale, vale. Ya sé cómo está el tema, no necesito una conferencia —
replicó Ange.
La puerta mosquitera chirrió y se cerró de un portazo.
—Joder, ¿qué ha pasado ahí fuera?
Rami entró a toda prisa, cargado con un montón de periódicos. Cada día
vaciaba un dispensador de periódicos distinto como protesta por las políticas
editoriales. No acababa de entender el comportamiento de esa gente. Mis
amigos y yo tratábamos de sobrevivir al desastre siguiendo el lema «Agacha
la cabeza e intenta que no te la corten». Las personas como Silla terminaban
gaseadas. Me sorprendía que siguiese vivo y me acojonaba pensar que Ange
compartía casa con él y con esa panda de rebeldes aficionados.
Mientras Silla presentaba a Rami y Sebastian, me levanté y me quedé en
el umbral para dejar lo más claro posible que yo no participaba en la reunión.
Tenía la esperanza de que Ange me imitase, pero no se movió del sofá.
—Ya sabes que estoy metido en esto —dijo Rami a Sebastian al saber
quién era—. ¿Qué hay en la bolsa?
—Tengo dos entregas para vosotros.
Sebastian abrió la cremallera de la mochila. Uzi se le acercó al trote,
metió el hocico en la mochila y la olisqueó, probablemente con la esperanza
de que estuviese llena de beicon.
—Uzi, mueve el culo y ven aquí —lo llamó Ange, pero Uzi solo movió la
cola.
Sebastian sacó una cosa de la mochila con gesto teatral y la sostuvo entre
el índice y el pulgar. Se reía con nerviosismo. Definitivamente, ese tío no
estaba del todo fino.
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—Plantones de bambú —anunció. Era un cono canela coronado por
cuatro o cinco protuberancias alargadas que se elevaban verticalmente—. Está
diseñado para reproducirse como un loco. Puede atravesar el asfalto, e incluso
el cemento, si no es demasiado grueso. Además, es rápido. No os imagináis
hasta qué punto.
—La naturaleza recuperando su territorio a la fuerza. Me gusta —apuntó
Rami—. Las autoridades sospecharán de los Saltimbanquis. Tiene el puntito
extravagante propio de ellos.
—Pero sin la sorpresa depravada en el fondo de la caja —añadió Silla.
—Queremos cubrir zonas urbanas enteras con él en un ataque coordinado.
La idea es detener el comercio en seco. Lo plantaremos de noche donde cause
el máximo daño: en carreteras transitadas, centros comerciales, atracciones
turísticas…
—¿Qué? Espera un momento —intervine, dando un par de pasos para
volver a entrar en la sala de estar—. ¿Cómo vais a salvar vidas así? Parece
que lo único que queréis es agravar el caos.
—Tenemos que hacer que todo vaya más despacio —explicó Sebastian—.
Si no, de aquí a seis o doce meses, los Estados Unidos iniciarán un
intercambio de armas nucleares con al menos otro país, y probablemente
alguno más; se decretará la ley marcial, y las cosas se pondrán feas de verdad.
Por eso vamos a bloquear las carreteras, para que los vehículos no puedan
operar; mantendremos ocupados a los militares y frenaremos la violencia en
las calles.
—¿Y no interrumpiréis también el transporte de comida? —pregunté—.
La gente podría morirse de hambre.
—Puede que el transporte se complique, pero la gente no debería morirse
de hambre así como así. Solo unos cuantos.
—Ese comentario es frío de cojones —señaló Ange.
—Depende de cómo lo enfoques —replicó Silla—. ¿Vale la pena perder
unos miles de vidas ahora para salvar unos miles de millones más adelante?
Esa lógica no acababa de gustarme, pero no abrí la boca. Era evidente que
no les interesaba demasiado escuchar opiniones discordantes.
—¿Cuál es la otra entrega? —preguntó Rami.
Sebastian esbozó una amplia sonrisa y extendió los brazos.
—¡La estáis viendo!
—¿Tú eres la otra entrega? —preguntó Silla con el ceño fruncido.
Sebastian asintió.
—¿Y qué sabes hacer? —preguntó Rami.
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—La cuestión no es qué sé hacer, sino qué llevo. En la sangre. —Hurgó
en la mochila y sacó una bolsa de plástico conectada a un tubo delgado. Se
presionó el extremo del tubo contra la flexura del codo para mostrarnos que
servía para extraer sangre—. Es un virus que se llama doctor Alegre, y está
garantizado que quita las ganas de pelear a cualquier infectado.
Por la tarde, el calor era tan abrasador que habría costado la paga de una
semana enfriar la casa, así que se trasladaron a la terraza cubierta de la azotea.
Llegó más gente: en su mayoría, jóvenes rebeldes con cortes de pelo curiosos.
Uno había traído un radiocasete y puso Necrobang a todo volumen. Esperaba
que me dieran una patada en el culo en cualquier momento, pero no sucedió
así.
Sebastian se extraía sangre. A su alrededor, otros, acuclillados,
incrustaban alfileres cortos en las yemas de cuero de varios pares de guantes
virtuales. Conté once miembros de la brigada de infección, incluidos Silla y
Rami. Solo conocía a uno, Cortez, pero Ange parecía conocer a la mayoría.
No me sorprendió ver allí a Cortez. Últimamente parecía algo perdido y
deseoso de encontrar un rumbo. Se pasaba el día juntándose con personajes de
aspecto siniestro.
Ange observaba la operación. Parecía indecisa entre Silla y yo, atrapada
en tierra de nadie. Me situé detrás de ella.
—Todo esto me huele a operación de los Saltimbanquis —apunté.
El plan consistía en propagar el virus más bien al azar, tratando de
centrarse en los varones y en cualquiera que tuviese pinta de apoyar a los
comercios o al Gobierno. Descartaron pinchar a los que les afectaría más el
virus, como los miembros de bandas, los líderes políticos o los policías; lo
consideraron demasiado peligroso.
—Ya lo sé, pero ellos son los buenos —convino Ange, distraída—. Creo
que debería darles mi confianza.
—Pues yo no me fío mucho de ese tío —dije señalando a Sebastian, que
daba botes en el asiento al compás de la música mientras sangraba por el tubo.
—Yo tampoco sé qué coño pensar de ese zumbado. —Cruzó los brazos y
sopló para apartarse un mechón de pelo húmedo—. Creo que me ofreceré de
guardia; así vigilaré que ningún policía se entere de lo que pasa.
Estuve tentado de comentarle que, en un golpe a un banco, el conductor
en fuga no era menos inmoral que los atracadores, pero sabía por experiencia
que discutir con ella no servía de nada.
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Rami sacó un litro de alcohol de grano casero, que por aquel entonces
podía comprarse en cualquier esquina, y lo puso en circulación. Silla meneaba
la cabeza al ritmo de la música y observaba a las personas con extremidades
móviles con un poquito de envidia.
—¡Carpe diem! —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la
música—. ¡Y no olvidéis que estamos de farra en el puto Titanic!
Dio un trago largo de un vaso sucio de plástico.
Yo no estaba tan convencido de que la situación fuese a empeorar. Daba
la sensación de que ya habíamos tocado fondo o, como mínimo, estábamos
cerca de tocarlo. Era difícil mirar a otro lado después de que un policía
vomitase sangre en la acera de enfrente de tu casa, pero la mayoría de los
presentadores de televisión opinaba que la situación mejoraría pronto, que la
bolsa se recuperaría, que el movimiento saltimbanqui sería aplastado, que las
guerras abiertas que librábamos por todo el mundo iban a terminar y que
solucionaríamos el deshielo de los polos. Nada había mejorado durante los
cinco últimos años, pero tampoco había empeorado mucho. Solo teníamos
que esperar. Propagar el virus de la felicidad y plantar bambú voraz no me
parecían, ni por asomo, las mejores soluciones.
—¿Vosotros dos ya estáis listos? —Cortez le pasó un brazo a Ange por la
espalda. Mi radar de los celos emitió un pitido, pero Ange ya me había
repetido cien veces que no tenía ningún interés en volver a empezar con
Cortez.
—Creo que paso —contesté.
Cortez se encogió de hombros, como indicando que le parecía bien. Ange
se despidió con un gesto y me lanzó un beso.
Me dirigí a la calle Gaston, en la parte alta de la ciudad. Iba a ver a una
mujer que quería negociar para vender miel en la tienda de Ruplu. Solíamos
trabajar a comisión, en parte para minimizar gastos, en parte porque, si le
entraban a robar en la tienda, Ruplu no tendría que asumir todas las pérdidas.
Pasé frente a dos tipos que llevaban brazaletes con las siglas DC: Defensa
Civil. Parecían salir de debajo de las piedras y dondequiera que hubiera un
pedacito de hormigón despejado estaba ocupado o bien por un cartel que te
animaba a presentarte voluntario, o bien por una pintada estarcida con su
insignia: un águila en pleno vuelo con una rata entre las garras. La rata
representaba a los Saltimbanquis y a los criminales de cualquier calaña, pero
cada vez daba más la impresión de que la cuota nada desdeñable que Ruplu
pagaba a DC solo lo protegía de la propia DC, y no de la supuesta mala gente.
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La mujer de la miel me saludó tomándome la mano entre las suyas. Era
mayor; tendría ochenta años por lo menos. Me dio la sensación de que el
vestido sin mangas que llevaba estaba confeccionado con cortinas viejas. Me
llevó al último piso de su casa, una buhardilla esquinada de tres lados y un
tejado a dos aguas muy pronunciado, con una chimenea antigua de ladrillo
rojo muy acogedora.
Yo no sabía nada sobre abejas ni me interesaba especialmente aprender
sobre ellas, pero la mujer me agasajó con una disertación entusiasta y más que
elaborada sobre apicultura y colmenas. Al terminar, bajamos a la sala de estar
para concretar los detalles. Me dijo que durante la temporada podía
proporcionarnos unos treinta botes a la semana. Puse el tarro de muestra que
me había entregado frente al ventanal sin cortinas, a contraluz: en el mejunje
dorado se apreciaban pequeños fragmentos del panal, polvo e incluso lo que
parecía el ala de una abeja. A mí se me hacía la boca agua solo con verlo,
pero había descubierto que la gente estaba dispuesta a pagar mucho más por
artículos que pareciesen producidos en serie.
En un revistero, junto a la butaca reclinable de la mujer, había un libro
viejo para colorear de Mickey Mouse. Lo cogí, le eché un buen vistazo a la
imagen de Mickey de la portada y lo sostuve en alto señalándolo.
—Le diré qué tiene que hacer: lleve este libro a Mark Parcells, de la
imprenta Whitaker, y pídale que le imprima etiquetas con esta imagen y el
texto «Miel Mickey Mouse». Así la miel se venderá mucho mejor.
—¡Oh! —repuso la mujer, muy poco entusiasmada—. Pero ¿eso no va
contra los derechos de autor?
Me reí y sacudí la cabeza.
—Disney no la molestará. Se lo prometo.
¡Ah, qué tiempos aquellos, cuando Disney podía dedicarse a demandar a
la gente por vender productos sin licencia!
Si el Declive (como lo llamaban a menudo los medios) tenía un aspecto
positivo, había sido sin duda la castración de las grandes corporaciones
estadounidenses. En los viejos tiempos tenían una presencia abrumadora; en
cambio, en aquella época decadente necesitaban invertir toda la energía y los
recursos en fabricar sus productos y llevarlos a las estanterías de los
comercios.
Regresé a casa con la satisfacción de haber conseguido un nuevo producto
para la tienda. Si no fuera porque silbaba fatal, quizá habría vuelto silbando.
El calor de la tarde había dejado la calle Bull casi desierta. Una mujer
mayor sin incisivos me vigilaba desconfiada y con la boca fruncida desde la
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ventana abierta de un primero. Me recordó a mi tía abuela, que se había
pasado los diez últimos años de su vida pensando que toda la familia
planeábamos asesinarla.
Dos manzanas más allá, una mujer dobló la esquina y echó a andar en mi
dirección. Era Deirdre.
Me metí a toda prisa en un portal junto a un escaparate abandonado. No
tenía ni idea de por qué me estaba escondiendo. Deirdre todavía tenía todas
mis fotos de infancia (si no las había quemado). Debería haberme enfrentado
a ella: si le agarraba un bracito y se lo retorcía tras la espalda, a lo mejor me
confesaba dónde estaban; sin embargo, puse todo mi empeño en ocultarme en
la rendija que separaba la puerta y el escaparate sellado con tablones.
¿Qué habría hecho con las fotos? A veces me pasaba horas despierto
dándole vueltas. Cuando al fin logré reunir valor para coger la llave y colarme
en su casa mientras había salido, no estaba esperándome ningún montoncito
de fotografías troceadas. Tampoco vi esquinas de fotos chamuscadas entre las
cenizas de la chimenea (ni un pedacito revelador de una zapatilla deportiva, ni
las ramas de un árbol de Navidad adornado hasta los topes…). Sencillamente,
habían desaparecido. ¿Las habría tirado al contenedor? ¿Aún las tendría? Las
añoraba con toda mi alma: ya no había manera de demostrar que había tenido
un pasado, que había sido niño. Nunca habría pensado que me dolería tanto
perderlas. Evidentemente, Deirdre sí.
Pasó contoneándose junto a mí sin percatarse de mi escondite. Me
convencí de que no era que le tuviese miedo, sino que, sencillamente, no
quería tratar con ella. Esperé un par de minutos y seguí mi camino sin dejar
de pensar en ella.
Al llegar a casa, encontré a Colin y Jeannie apoltronados frente al
televisor, viendo las noticias. Podríamos haber tirado el mando a distancia:
siempre teníamos puesta la MSNBC. En una época tan siniestra, siempre pasaba
algo nuevo, siempre había gente muriéndose. Egipto exterminaba
sistemáticamente a la población del resto del norte de África. ¿El motivo? La
población del resto del norte de África comía. Una población menor
significaba una menor competencia por la comida y la energía, y los egipcios
tenían las armas más grandes. En los Estados Unidos la cosa iba mal, pero
algunas partes del mundo estaban transformándose en gigantescos campos de
concentración y de exterminio. Era tan hipnótico como deprimente.
Respiré hondo y aparté los ojos del televisor. Me habría gustado
acostarme, pero, como Colin y Jeannie veían la tele sentados en mi cama, me
metí en su habitación y trabajé un rato en la contabilidad de la tienda.
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—Cortez tiene un talento natural, lo digo en serio —afirmó Ange—. Se
paró a mirar una mesa de pistolas hechas polvo y, de repente, se dio media
vuelta, chocó con un tío que llevaba un traje caro y lo agarró por los hombros
como si estuviera recuperando el equilibrio. El tío ni siquiera pegó un
respingo por el pinchazo. También iba dando palmaditas a la gente en la
espalda, e incluso le salió bien la triquiñuela con un par de policías y
soldados.
Uzi jadeaba, movía el rabo y tiraba de la correa intentando arrastrar a
Ange a los encinos de la plaza Jackson.
—¡Uzi, no! —exclamó Ange, riñéndolo como si pudiera obligarlo a
cambiar de opinión. Vivía para mear en aquellos troncos enormes.
—¿Quieres que lo lleve un rato? —le propuse, aunque sabía que se
negaría. Sacudió la cabeza—. Oye, ¿te refieres a soldados estadounidenses
normales de Fort Stewart o de mercenarios privados? —pregunté.
—De los normales. No es un suicida.
En el parque había más gente que de costumbre. Como mínimo, más
adultos. Los niños siempre andaban por ahí, entreteniéndose con un juego
incomprensible: saltaban sobre grandes puntos de colores que dibujaban en
las plazas y las aceras, a veces con el ceño fruncido, muy concentrados, y
otras muriéndose de risa; se mojaban con pistolas de agua de potencia
industrial y tiraban dados del tamaño de pelotas de béisbol. Sin embargo, en
ese momento los acompañaban grupos de adultos sentados en corro que
cocinaban en cazuelas colocadas sobre fogatas y se reían como locos. Habían
contraído el doctor Alegre.
El doctor Alegre había aparecido por primera vez en las noticias locales
de la tarde tres días después de la fiesta infecciosa de Silla y Sebastian. Lo
describían como un virus nuevo y extraño que provocaba «mareos, apatía y
desorientación». Sebastian había asegurado que al Gobierno no iba a gustarle
nada el virus nuevo. A las autoridades les incomodaba que a la gente se le
alterara la conciencia. Preferían que vomitara sangre.
Un helicóptero ultraligero pasó zumbando; la sombra se deslizó por la
calle. Seguramente fuera un gilipollas ricachón que iba a tomarse un martini
al Rooftop Elysium.
—Daría lo que fuera por tener un lanzacohetes —comentó Ange mirando
al cielo.
—A lo mejor puedes comprarte uno cuando te saques el doctorado —le
contesté, bromeando—. Por lo menos podrás vivir en una comunidad con
—Echa el freno, Granujilla, que nos dejas atrás —gritó Cortez al ver
desaparecer el culo flacucho y sin nalgas del Granujilla tras los ladrillos rojos
de la esquina.
Siempre me sentía desubicado con los amigos callejeros de Cortez. No
eran mala gente, pero no nos parecíamos en nada.
Aunque el bigote de pocos días que el Dados se relamía incesantemente
ya lucía algunas canas, él seguía comportándose como un veinteañero;
siempre iba con los brazos arqueados y caminaba de puntillas, como un
gángster. El Granujilla llevaba el pelo largo y grasiento, siempre cubierto por
una gorra de béisbol descolorida. Cortez se las apañaba para combinar con
facilidad mi mundo y el de esa gente curtida en la calle, pero yo era incapaz.
—Vaya, creo que tenemos a un par de colgados por aquí —observó el
Granujilla, señalando a una pareja que había en el asiento de atrás de un
Toyota viejo aparcado al otro lado de Broughton. A mí no me pareció ver
nada fuera de lo común. Solo estaban sentados y la mujer tenía un brazo en el
hombro de su acompañante.
El Granujilla se les acercó a toda velocidad, riendo con malicia, y echó un
vistazo por la ventanilla formando visera con las manos para tapar el reflejo
del sol.
—¡Coño! —gritó.
Se alejó de un salto del coche, como si se hubiera quemado, y se subió la
máscara que llevaba colgada al cuello.
—¿Qué pasa? —preguntó Cortez.
Él también se puso la máscara y se acuclilló para mirar por la ventanilla.
Seguí su ejemplo.
El tío estaba muerto y con la lengua fuera; se le había hinchado y
triplicaba su tamaño normal. Tenía las fosas nasales y los ganglios abultados,
como si llevara globos de agua bajo la piel. Debía de ser un virus de diseño.
La mujer también lo había contraído y parecía un perro sabueso.
Respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Acompañaba a su hombre,
Cortez levantó la vista del texto y me sorprendió descubrir que tenía los
ojos llenos de lágrimas.
—Es como si siempre hubiese llevado dentro estas palabras y estuvieran
esperando el momento de salir. Eso es lo que soy: un guerrero sabio.
—Ya. —Asentí como si estuviera reflexionando sobre lo que acababa de
decirme. Me alegraba verlo tan animado apenas un día después de que el
bambú le devorase la casa.
Cuando todo acabó, tres cañas jóvenes, con manchas rosas y las hojas
brillantes y recién nacidas todavía pegadas, le brotaban del cuerpo,
temblorosas.
Los hermanos se levantaron; uno se sacudió el polvo de las rodillas de los
tejanos.
El padre me soltó y volvió a ponerme la pistola en la nuca. Me agarró por
el cuello de la camiseta y me zarandeó.
—¿Eres el siguiente? ¿Eh? ¿Quieres ser el siguiente?
La cabeza me oscilaba adelante y atrás; el suelo daba vueltas y se había
convertido en un torbellino borroso.
—No, por favor —supliqué—. Lo siento. Lamento mucho vuestra
pérdida.
Me sujetó largo rato.
—Márchate. —Me empujó. El hermano pequeño empezó a protestar, pero
el padre lo cortó en seco—. Cuéntales a tus amigos qué ha pasado. Diles que
esto es lo que le espera a quien intente robarnos. Márchate —insistió,
señalando el bosque de bambú—. Vete, antes de que me arrepienta.
A primera hora del día siguiente llegó una música de Athens. Era una
melodía clásica, con muchos instrumentos de cuerda. Sonaba como si
Dos. Exposición de arte. Otoño del 2024 (dieciocho meses más tarde)
Tres. Estrella de rock. Invierno del 2027 (tres años más tarde)
Cuatro. Yihad dadá. Verano del 2029 (dieciocho meses más tarde)
Cinco. Apocalipsis suave. Otoño del 2030 (un año más tarde)
Seis. Héroe callejero. Otoño del 2032 (dos años más tarde)
Siete. Sonata hecha trizas. Primavera del 2033 (seis meses más tarde)
Ocho. Ladrón de cerdos. Verano del 2033 (dos meses más tarde)
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