Metaforas Que Curan
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Este artículo estudia el problema de cómo “poner límites”, un tema que despierta debates ideológicos
entre partidarios de estrategias “duras” o “blandas”. Para ello, se analizan cuatro casos, sobre la base
de cuatro experiencias “tipo” de resolución de conflictos, que se utilizan como metáforas: guerra,
maternaje, negociación y democracia. Los resultados muestran la necesidad de emplear un sistema de
metáforas interconectado. El uso de una sola metáfora es insuficiente, ya que resalta un campo de
experiencias, al tiempo que oculta otros aspectos muy relevantes. La conclusión final es paradójica.
“Poner límites” es realmente limitado. Necesitamos ir más allá: crear límites interactivos en un marco
que venimos definiendo como democrático. Pero por otra parte, el psicoterapeuta necesita reaprender
a “poner límites” en un sentido conservador (“oposición constructiva” que resta y suma sobre la
subjetividad del paciente) y a la vez en un sentido innovador: el terapeuta debe proponer acciones
explícitas al paciente (construcciones) para poner límites a situaciones de maltrato.
Palabras clave: límites, guerra, maternaje, negociación, democracia, metáforas, construcciones.
This article studies the problem of how to “set limits”, a topic which provokes strong ideological debates
among supporters of “hard” or “soft” strategies. In order to do this, four cases are analyzed, based on
four “types” of experiences of solving conflicts that are used as metaphors: war, motherhood,
negotiation and democracy. The results show the necessity of using a system of interconnecting
metaphors. The use of just one metaphor is insufficient as it highlights one area of experience but, at
the same time, hides other relevant aspects. One may conclude that “setting limits” is truly limiting. We
need to go further: To create interactive limits in a democratic framework. But on the other hand, the
psychotherapist needs to relearn how to “set limits” in a conservative sense (“constructive opposition”
which subtracts and adds to the subjectivity of the patient) and at the same time in an innovative sense:
the therapist must propose explicit actions to the patient (constructions) in order to set limits to
situations of mistreatment.
Key words: limits, war, motherhood, negotiation, democracy, metaphors, constructions.
Reconozco que “poner límites” tiene una connotación muy negativa para mí. Y, si la
expresión surge de una persona autoritaria o prepotente, el efecto se potencia y me
revuelve por dentro. Me rebelo ante el significado emocional de “poner límites”
equivalente a “taparle la boca a uno”. Ya en la adolescencia temprana mi madre me
llamaba “abogado de pleitos pobres”, expresión que refleja una tendencia natural que
me ha impulsado a luchar a favor de personas maltratadas.
También reconozco que, al evaluar algunos de estos tratamientos ya terminados,
tiendo a rebajarme la nota debido a un error personal sistemático: la dificultad de
“poner límites” en el sentido de “oposición constructiva” al mundo subjetivo del
paciente.
La expresión “poner límites” tiene dos significados contundentes y contradictorios:
1. Abuso, resta. Las necesidades del otro se imponen en perjuicio propio.
2. Oposición constructiva, suma. La visión opuesta y alternativa del otro
enriquece la visión propia.
Ahora bien, tolerar la paradoja de convivir con límites que unas veces restan y otras,
suman, o que restan y suman a la vez, puede resultar una tarea psicológica muy
complicada si no se dispone de un contexto adecuado (Pizer S.; 1998). Por ejemplo,
una parte importante de la actual dificultad de mi generación para poner límites tiene
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de una persona razonable. Sus reacciones eran siempre las mismas: negaba la
realidad (“aparco como todo el mundo”), durante una pequeña temporada dejaba de
invadir el límite lateral, y enseguida, volvía a las andadas. Era como tener un dolor
crónico que sólo desaparecía intermitentemente.
Un buen día nos saltamos nuestras propias reglas de educación, y dejamos el
coche mal aparcado, como nos cayó de primeras. Casualmente, mientras salíamos
del garaje, llegó el vecino. Para aparcar su cochazo necesitó hacer muchas
maniobras, al tiempo que otro coche detrás de él le urgía a ceder el paso: parecía
muy agobiado. Al verlo así, a mi mujer y a mí nos dio un ataque de risa histérica. Nos
resultaba deliciosa esta situación invertida: ahora era él quien tenía que sudar para
aparcar.
Esta escena nos abrió los ojos de repente: nos dimos cuenta de la gran cantidad
de rabia que habíamos acumulado. La reacción vengativa nos sirvió para recuperar
una posición activa después de mucho tiempo de pasividad. Y para entender que lo
patológico no es la venganza en sí, sino la ceguera vengativa que pasa por encima
de la ley.
A la mañana siguiente, mi mujer telefoneó para contarme un nuevo encontronazo
con el vecino. Le había esperado a la salida del portal y le recriminó con gesto agrio:
“Yo también sé reírme de ti”. Se asustó y aceleró el paso, pero él siguió
persiguiéndola mientras repetía la misma frase como una letanía: “Yo también sé
reírme de ti”. Por la noche, movido por el suceso, fui a ver al vecino al regresar a
casa. Y sin contenerme apenas, le amenacé, como un perro furioso: “No voy a
consentir que vuelva a asustar a mi mujer”.
Ya estábamos en guerra declarada: ataques y contraataques mediante los cuales
asumíamos los roles de víctima y de vengador. Antes, sufríamos sumisamente a un
vecino que nos chuleaba, mientras que, ahora, éramos las víctimas concienciadas de
un abuso. Antes, teníamos las manos limpias, ahora, habíamos perdido la contención.
Era evidente que, para no eternizarnos en este círculo vicioso y poder vencer al
maltratador, necesitábamos una nueva estrategia: seguir la guerra, pero por medios
legales. Nos animó el hecho de saber, a través de un conocido que había padecido
exactamente el mismo problema, que la actuación del vecino era ilegal. Así,
decidimos llamar por teléfono al presidente de la comunidad para que ejerciera de
mediador.
Dos o tres días después encontré al enemigo en la calle y le pregunté si había
hablado con el presidente. No respondió a la pregunta. En cambio, con gesto amargo
y crispado, me amenazó con “hablar mal de mí a todos los vecinos”.
Esta fanfarronada irracional me hizo reflexionar. Era una amenaza irrealizable,
porque yo tenía buena relación con los vecinos más próximos y, por otra parte,
¡éramos más de cien familias! Por primera vez pude olfatear su miedo proyectado.
Debía de haberse sentido humillado por la llamada del presidente. Debía de tener
pánico a ser objeto de la crítica masiva del vecindario. Tuve una intuición. Bajé al
garaje. Y ¡victoria! ¡Por fin, había quitado la rueda ancha! ¡Tenía su coche aparcado
de forma impecable! ¡Habíamos ganado la guerra y podíamos descansar tranquilos!
En efecto, habíamos ganado la batalla decisiva, pero la guerra no terminó ahí.
Ahora teníamos un enemigo declarado. Al pasear por el parque del barrio, girábamos
la cabeza periódicamente, no fuera a oírnos nuestro fantasma. Y en este ambiente
persecutorio, el azar vino a traer una nueva complicación. El segundo coche del
vecino, aparcado en la calle, apareció con el espejo retrovisor roto. Inmediatamente
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supuse que pensaría que se lo habría roto yo. Y efectivamente, dos días después,
también apareció nuestro segundo coche con una rotura, la del cristal de una
ventanilla. Entonces, no lo dudamos: pusimos una denuncia en la comisaría, y envié
al vecino una copia por correo. Ahora, por fin, gracias a esta segunda fuente de
protección, se restableció definitivamente la paz y nuestro antiguo enemigo adquirió la
sana costumbre de aparcar correctísimamente.
La resolución de este conflicto ilustra la necesidad de entrar en guerra contra el
maltrato. Este pequeño tirano ya estaba instalado en una posición paranoide y
agresiva, de manera que la empatía y las buenas formas eran codificadas como
debilidad, como licencia para seguir imponiendo “su ley”.
El lector podrá recordar muchas guerras de fronteras dentro de la familia, el
grupo de amigos o las instituciones de pertenencia. En todas ellas necesitamos
manejarnos con una concepción de los límites como algo físico, material y objetivo: la
línea exacta y precisa de separación entre tu espacio y el mío.
La relación con Lucía era el polo opuesto a la barbarie y chulería del vecino.
Lucía era una mujer de algo más de treinta que practicaba un trato extremadamente
cortés. Resultaba una delicia dialogar con ella: tan educada en las formas, muy culta,
excelente narradora, y capaz de escuchar a los otros.
Después de un año de psicoterapia pudo recuperarse del estado depresivo que
arrastraba en los últimos años. Aunque lo sustituyó por un entusiasmo que me
parecía peligroso por varios motivos. En primer lugar, se había apartado
completamente de su brillante trayectoria académica. Tras licenciarse en Historia,
consiguió trabajo en universidades extranjeras durante cinco o seis años. Pero a la
vuelta sólo encontró puertas cerradas en la universidad española. Una frustración que
se trasformaba en resignación, no en una redefinición de sus metas profesionales.
En segundo lugar, se volcó intensamente en el trabajo que desarrollaba como
voluntaria de una asociación benéfica dedicada al cuidado de enfermos terminales, al
punto de pensar en trabajar a tiempo completo en ella como auxiliar. El hecho de que
Lucía se comportara como una excelente cuidadora y fuera reconocida por ello,
resultaba previsible. Pero estaba más allá de mi capacidad empática el comprender
su alegría en el trabajo con moribundos. Parecía estar repitiendo una nueva versión
de su historia familiar. Su hermana pequeña tuvo un accidente a los dos años y quedó
tetrapléjica. Y a partir de entonces, la madre abandonó su trabajo para dedicarse en
exclusividad, día y noche, al cuidado de la niña, hasta que pasados unos años, cayó
en una larga depresión. A Lucía le tocó recibir los golpes culpabilizantes por no
atender abnegadamente a la madre encamada, paradójicamente, después de haber
sido descuidada por ella, mientras le duró la fiebre del “cuidado infinito” a la hija
minusválida.
En tercer lugar, Lucía se enamoró del director de la asociación, un hombre
mucho mayor que ella y casado. Y esta nueva intimidad y reconocimiento mutuo la
tenía embelesada. Por último, propuso reducir el ritmo de sesiones a la mitad y venir
cada dos semanas. Propuesta que yo rechazaba.
Todo esto me alarmó y pensé que había que combatirlo: poner un techo al viaje
en globo de Lucía por la estratosfera del “cuidado infinito”. Durante varias sesiones,
fuimos confrontando nuestras posiciones. Y finalmente, decidí utilizar todas mis
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En medio del impasse con Lucía disfruté de unas vacaciones de Semana Santa
en el campo. Durante uno de los paseos, me vino a la cabeza la comparación de este
caso con la época hippy de mi juventud. Por entonces, abandoné la universidad y
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necesita protección frente al maltrato, y otras, el paciente, que necesita ser protegido
de leyes externas y frías que prescinden de sus propias necesidades.
Hace falta aclarar que uso la metáfora de la democracia en un sentido moderno.
Es verdad que nunca en la historia ha habido una democracia tan directa y
participativa como la que tuvieron sus inventores, los griegos (Forrest W.G., 1978).
Sin embargo, la democracia clásica terminó fracasando porque los griegos no
“alcanzaron una concepción del derecho como límite” (Sartori G., 1987), de manera
que hacían y deshacían las leyes según intereses cambiantes.
“Cuando se declara que libertad y legalidad son indisolubles, se entiende que sólo hay un modo para
construir un orden político no opresor: el de despersonalizar y vincular lo más posible el poder político.
Lo que tenemos en mente es, en suma, el constitucionalismo y el Estado de derecho que somete al
productor de leyes a las leyes que hace. Es en este contexto en el que se sostiene que la libertad en
la ley, y no la autonomía, constituye la cárcel de las sociedades libres” (Sartori G., 1987, pág. 246)
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Daniel era un adolescente de trece años que fue traído a consulta por maltrato a
los padres. Había sido denunciado a la policía por amenazas con cuchillos e
internado, acto seguido, en un reformatorio durante un par de meses. Tenía un lema
que cumplía a rajatabla: “Si me fastidian, yo les fastidio”. Así, ante una negativa de los
padres a uno de sus deseos, reaccionaba con un estallido de insultos graves sin
control alguno, y si la furia era muy intensa, destrozaba los objetos que le cayeran a
mano.
Al final del primer curso de psicoterapia, mostró el deseo de ir con sus amigos a
comprarse la ropa de estilo “rapero” que le gustaba. Esperaba que le dejaran ir
porque había planeado pedir tickets de compra para evitar que desconfiaran. A mí me
pareció una buena idea y le animé a que lo negociara. Pero no resultó tan fácil como
parecía, y necesitamos una sesión conjunta -con Daniel y el padre- para acercar las
dos posiciones antagónicas que habían surgido:
- Padre: No vas a ir al pueblo de al lado solo, tienes que coger un autobús y sólo tienes trece años. No
puedes salir del pueblo, ese es el límite. Tu madre y yo tenemos claro que necesitas que te pongamos
límites, y así lo piensan todos los profesionales que te han visto. Para ir al otro pueblo tienes que venir
conmigo.
- Daniel: No, no. He ido en autobús muchas veces con mis amigos, no pasa nada y tú no te has
enterado. No voy contigo. No. No te enteras de nada. ¿Pero tú sabes qué gente hay en esas calles?
¡Te iban a machacar! ¡Payaso! ¡Hay bakalas que son unos “armarios”! ¡Te iban a dar!... A veces, me
dan ganas de matarte.
Afortunadamente, el padre no caía en estas provocaciones. Entre él y yo
parábamos los insultos y volvíamos a la negociación. Les propuse una idea
intermedia: que el padre llevara a Daniel y algún amigo suyo en el coche, que los
chicos realizaran la compra a solas, y que el padre les recogiera más tarde en un
punto de encuentro. Esto le parecía bien al padre pero le resultaba inaceptable al hijo.
Daniel volvía a la carga: explicó con detalle sus posiciones, y se atrevió a describir
algo de su ambiente pandillero. Pero ya al final de la sesión, viendo que no conseguía
su objetivo, tuvo un ataque de ansiedad. Se le caían las lágrimas, se le puso la cara
roja como el tomate, y empezó a respirar con dificultad haciendo mucho ruido. A mí
también se me ponían los ojos acuosos y le dije que me daba mucha pena que lo
estuviera pasando tan mal pero que estaban aproximando sus posiciones y podían
encontrar un acuerdo.
En la siguiente sesión, felicité a Daniel por haberse explicado tan bien. Gracias a
ello había podido entender por qué no podía aceptar mi propuesta. Ir con su padre a
comprar era exponerse a las burlas de sus colegas “raperos”, era ser un “niñito” que
necesita ser acompañado por sus “papis”: algo incompatible con su imagen de “duro”.
Daniel confirmó esta interpretación.
Y en la siguiente entrevista con los padres, les volví a animar a continuar
negociando. Les expliqué un nuevo sentido que encontraba en todo esto. No era una
simple compra de ropa: se trataba subjetivamente de militar como rapero, de un
verdadero rito de iniciación adolescente, que le producía mucha excitación y, al
mismo tiempo, le despertaba nuevos miedos. Ahora, con su nuevo uniforme, quedaría
identificado como blanco de ataque de las bandas rivales de bakalas. Este miedo
estaba negado, aunque reaparecía en la proyección hacia el padre: si iba a esas
tiendas, le darían una paliza los “armarios” enemigos. Desde luego, un temor
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para poder salir del laberinto del “todo es negociable”. Y, finalmente, el caso de Daniel
muestra cómo salir de la lógica de la guerra y de la rigidez de la ley de los padres a
través del maternaje y la negociación.
¿Se trata de un modelo de metáforas jerarquizadas, de manera que las más
complejas engloban a otras e implican un nivel superior de funcionamiento psíquico?
En parte, sí. La democracia –una creación social de los griegos para combatir el
abuso de poder– destaca como la metáfora más amplia, compleja y útil, al englobar
en sí misma la necesidad de negociación entre partidarios rivales, el maternaje con
los derechos de las minorías, y la legitimación de la guerra contra el maltrato.
Aunque, habría que añadir que las leyes democráticas también son limitadas. Casos
como los de Lucía y Daniel muestran la necesidad de superar las limitaciones de la
ley actual mediante un combinado de maternaje y negociación: se requieren nuevas
leyes para acomodarse mejor a la realidad de un sujeto en crecimiento. Además,
estas cuatro metáforas no son las únicas posibles para resolver problemas de límites.
Bodnar S. (2005) ha demostrado la utilidad del contacto con la vida en la naturaleza,
una vivencia primitiva de interconexión, que puede ser usada como metáfora para
tratar los problemas de límites de jóvenes “urbanitas” de vida excesiva (bebida, sexo,
trabajo, etc.)
Para ser justos, un sistema de metáforas crea desorden y orden
simultáneamente, a la manera del funcionamiento de los sistemas dinámicos
complejos (Seligman, 2005). Hay que tener en cuenta que la operación metafórica es
asimétrica (Lizcano E., 1999). Si denominamos “punto de partida” al campo
semántico del que se extrae el significado (guerra), y “punto de llegada” al que recibe
el transporte de significado (límites), podemos llegar a la metáfora “una batalla de
límites”. Pero al operar en sentido contrario, desde los límites como punto de partida
hasta la guerra, producimos nuevas metáforas (“un tope de la guerra”) cuyo
significado resulta ser completamente diferente.
Además, el hecho de que se puedan crear tantas metáforas como
correspondencias matemáticas posibles, entre cada una de las palabras del conjunto
de un campo semántico de partida con cada una de las palabras del campo
semántico de llegada, hace incontrolable la descripción ordenada de la dinámica
puesta en acción cuando se usa un sistema de metáforas.
Aunque el efecto indeseado del pensamiento complejo es la aparición de cierto nivel
de caos, incertidumbre y desorden, ya no podemos regresar a la tiranía del
pensamiento reduccionista que concibe los problemas de límites bajo una sola
metáfora dominante, ya sea la “guerra”, para las personas de mentalidad
conservadora, o el “maternaje”, para los progresistas.
Así, el concepto clásico conservador de “poner límites” se basa en el prototipo de
la acción de una persona madura que prohíbe o limita una acción peligrosa a otra
persona inconsciente o inmadura. Un ejemplo de esto sería la madre que prohíbe al
niño meter los dedos en un enchufe. Ahora bien, generalizar este prototipo equivaldría
a pensar todos los conflictos de límites como situaciones de clara obediencia a una
autoridad indiscutible, lo que no responde a la realidad, pues la mayoría de los
conflictos de límites necesitan pensarse como un proceso interactivo, en el que los
sujetos enfrentados defienden una parte y desconocen las motivaciones del
oponente. Esto implica un prototipo diferente al del sujeto que “pone límites” al otro,
pues los dos son sujetos de la acción, y se influencian mutuamente. El resultado no
es una “puesta de límites”, sino una “creación” de un límite nuevo y emergente. Y
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para que esta creación de límites interactivos pueda ejercerse, se necesita un marco
democrático de reglas del juego que impida la tiranía o el abuso de una de las partes.
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De ahí, que necesitemos dejarnos guiar por la utopía de la ciencia (esto es, la
búsqueda de precisión conceptual) pero aceptando simultáneamente el desencanto
(Magris C., 1999) de que todos nuestros conceptos primarios son inevitablemente
imprecisos, ya que se generan por medios metafóricos.
Este objetivo implica la negociación de una paradoja. Pizer (1998) plantea la
diferencia entre negociar conflictos y paradojas. En el primer caso, se pueden buscar
soluciones intermedias a partir de intereses contradictorios. Sin embargo, las
paradojas no admiten estas mezclas y requieren la aceptación simultánea de
polaridades. Muchas relaciones personales comienzan por una época de idealización
y encantamiento, para pasar, tiempo después, al desencanto, cuando se perciben
graves defectos que nos dañan. Entonces, resulta muy difícil asumir que lo negativo
que ahora percibimos es absolutamente cierto, y que lo positivo también es
igualmente cierto. Así mismo, necesitamos tolerar la paradoja de no poder elegir entre
la precisión conceptual y la creación de conceptos a través de nuevas metáforas. No
podemos prescindir de ninguna de estas dos necesidades antagónicas, si queremos
desarrollar un sistema conceptual riguroso y abierto.
Cuando no se puede tolerar esta paradoja, se producen movimientos disociativos
que acogen un solo polo: o la búsqueda de la creatividad y de la innovación a través
de nuevas teorías-metáforas, o bien la defensa de la coherencia y la tradición. Dos
procesos divergentes, que se han convertido en enfermedades endémicas de la
historia del psicoanálisis cuando han actuado separadamente.
Una forma de encontrar un antídoto que nos cure es la búsqueda de una nueva
metáfora, acudir a otro campo más concreto y conocido donde aparezca un problema
similar, y extraer algunas ideas relevantes que puedan iluminarnos sobre qué criterios
se necesitan para desarrollar un sistema conceptual abierto y coherente en
psicoanálisis. Personalmente, me ha resultado útil investigar el funcionamiento de la
Real Academia de la Lengua Española. Esta institución se enfrenta a un problema
similar. Por una parte, admite que la lengua es creada por los hablantes que generan
nuevos términos y abandonan el uso de otras palabras tradicionales y, por otra parte,
no se resigna a dejarse llevar por movimientos espontáneos e impredecibles: lucha
en favor de la precisión del español, y en contra de la flacidez mental que produce el
uso de las palabras sin un perfil seguro.
El académico Lázaro Carreter (1997) ha explicado brillantemente dos criterios
generales para preservar la viveza y coherencia del español. En primer lugar, propone
evitar el purismo, el rechazo intransigente y sistemático que cierra el paso a las
palabras importadas de otras lenguas extranjeras. El purismo produce pobreza
mental, ya que impide designar y pensar nuevas realidades. Este es el problema de la
ortodoxia en psicoanálisis: una defensa a ultranza de la coherencia conceptual
genera autismo ante todo lo innovador (Mitchell S., 1988).
Lázaro Carreter aboga también, en segundo lugar, por frenar el abuso de
neologismos. Los vocablos nuevos necesitan ser filtrados. No cabe duda de que, en
ocasiones, los neologismos resultan ingeniosos y necesarios, pues actualizan el
lenguaje para adaptarlo a nuevas realidades, mientras que, en otros casos, suponen
cambios arbitrarios que se introducen por motivaciones como la moda, la búsqueda
narcisista de singularidad o la forma de resaltar la pertenencia a un subgrupo social.
Un buen filtro para separar el grano de la paja es comparar el neologismo con
sinónimos ya existentes, y estudiar si verdaderamente se aporta un nuevo significado.
Por ejemplo, supongamos que se intenta introducir el concepto del “tercer lado”
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creado por el teórico de la negociación, William Ury (1999). Este término proviene del
contexto real de las negociaciones formales y contiene el significado de no situarnos
simbólicamente “enfrente” en la mesa de negociaciones, sino en un tercer lado desde
el que poder percibir simultáneamente los propios intereses y los de la parte contraria.
Ahora bien, a pesar del gran interés de las teorías de Ury, ya disponemos de un
sinónimo para hacer referencia a la misma idea en la tradición psicoanalítica:
“terceridad” (Benjamin J., 2004). Por tanto, resultaría más prudente dejar el
neologismo como un sinónimo ocasional y priorizar el término tradicional. El uso
intensivo del “tercer lado”, junto al abandono del concepto de terceridad, podría
establecer una singularidad diferencial pero a costa de alienarnos de nuestra propia
tradición.
Por mi parte, espero no caer en el abuso de neologismos y superar el filtro de la
Academia de Psicoanálisis, al proponer un concepto nuevo: la construcción en
psicoterapia, como término que legitime la “actividad directiva” del terapeuta. Se trata
de una reactualización del concepto psicoanalítico clásico para acoger un nuevo
significado procedente de la psicología cognitivo-conductual y de técnicas habituales
de la psicoterapia de grupo. Freud (1937) definió el término como una reconstrucción
arqueológica de un fragmento olvidado de la vida del paciente. Propongo añadir una
nueva acepción al significado ya existente: la construcción como propuesta explícita
de acción para proyectar un fragmento del futuro del paciente.
Cabe preguntarse si la introducción de este término viene a responder a una
verdadera necesidad o si resulta arbitraria. Pienso que el problema de la
conceptualización de la acción explícita del terapeuta está sin resolver desde los
tiempos de la técnica activa de Ferenzci. Es verdad que el psicoanalista de hoy en día
es mucho más activo que el de generaciones anteriores. Pero también resulta obvia
la existencia de una fuerte disociación entre lo que hacemos realmente en nuestras
consultas y comentamos a nuestros más íntimos, y lo que no nos atrevemos a escribir
por temor a ser descalificados como herejes. Entonces, ¿por qué no legitimar estas
acciones, en vez de verlas como “parámetros”, quizás necesarios, pero marginados
de la técnica psicoanalítica? Entiendo que hay una necesidad de crear nuevos
conceptos acerca de la actividad explícita del terapeuta. A excepción de los conceptos
positivos (contención, sostenimiento) derivados de metáforas del desarrollo en la
infancia, todos los demás, tienen acepciones negativas (acting-out, enactment),
aunque después se admita un componente adaptativo o funcional (Stern D., 2007).
Por otra parte, la revolución que ha supuesto el “uso de la subjetividad del terapeuta”,
y que ha hecho de nosotros terapeutas más libres, no ha creado una teoría general
para resolver esta cuestión.
Hace ya 25 años, el lingüista Lázaro Carreter se planteaba un problema parecido.
Reflexionaba en un artículo sobre la conveniencia o no de admitir el término inglés
“romance” en el Diccionario de la Lengua Española. Antes de ofrecer un dictamen,
hizo un recorrido por el campo semántico de los “amores” en español. El término más
parecido era el de amorío, en su acepción de “acción y efecto de enamorarse”. Pero
dado que ese mismo término también significaba “relaciones amorosas poco serias”,
descartó amorío como sinónimo de romance. De la misma forma, terminó por
desechar una decena de posibles sinónimos porque todos contenían un significado
negativo en tanto “amancebamiento” (trato ilícito y habitual entre hombre y mujer). El
académico concluyó que el neologismo “romance” debía entrar en el diccionario ya
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Por otra parte, la construcción tiene fuertes lazos y grandes diferencias con el “acting
out”. Laplanche y Pontalis (1993) definen el acting out como una acción impulsiva
aislada auto o heteroagresiva que expresa afectos disociados o reprimidos en un
lenguaje de proceso primario. Muchas construcciones tienen un ingrediente
importante de acting out. Sin embargo, una construcción mezcla el funcionamiento
primario con el secundario, integrando la agresividad del acting out con otras partes
del self y de la realidad contextual, para terminar produciendo un resultado afectivo
positivo y adaptado.
Pueden describirse muchos tipos diferentes de construcción según el grado de
complejidad, la función que realiza y el contexto al que se aplica. Las más simples
son las construcciones contenedoras. Surgen de forma rápida en la mente del
terapeuta como ocurrencias acerca del uso de recursos sociales con fines de
contención. El carácter de sentido común facilita la coincidencia con los intereses del
paciente. Por ejemplo, a un adolescente de trece años le propuse acudir a clases de
kárate o de algún tipo de lucha deportiva. Él se mostró de acuerdo y adivinó mis
intenciones al instante: “tú lo que quieres es que deje de liarla en el colegio y no me
expulsen, vamos, que me pegue solamente con los del gimnasio”. Así, usamos una
realidad social para proteger al paciente de vivir bajo la “ley del Oeste”. Se legitima el
proceso primario –el disfrute tan arraigado de la agresividad cuerpo a cuerpo- y se
combina con un nuevo prototipo adaptado (el deportista) como metáfora curativa con
la que aprender límites.
Las construcciones simbólicas persiguen alcanzar una experiencia singular y
correctiva para resolver un bloqueo relacional de larga duración. Un ejemplo es el
caso de Humberto, un pintor que padecía un bloqueo artístico debido a su actitud
disociada respecto a su principal maestro en la juventud. Por una parte, le adoraba y
se identificaba intensamente con su carácter y estilo entusiastas. Pero por otra,
defendía fieramente las diferencias radicales que existían entre ellos. Había tomado
un camino opuesto al del maestro, pintor abstracto e intensamente subjetivo:
componía paisajes urbanos libres de la palabrería de su antecesor, pero sin alma.
Transcurridos cuatro o cinco años de psicoterapia, elaboré una construcción para
tender un puente entre la rebeldía y la tradición. Le propuse escoger un tema que le
atrajera especialmente, pintarlo en busca de una calidad superior a la habitual, y
seguir adelante a pesar de los obstáculos. Aquí, el acting out era asumir una consigna
rebelde, puesto que criticaba agriamente a su “padre profesional” el hecho de que
siempre resolviera sus obras rápidamente, sin suficiente elaboración. Humberto
aceptó encantado el juego, comenzó a pintar el retrato de un amigo y se atrevió a ser
“subjetivo”. Para ello, necesitó aplicar nuevas técnicas abstractas al estilo de su
maestro, al tiempo que se mantuvo firme en su trayectoria de pintor figurativo. Y lo
logró. No solo consiguió una obra de calidad, sino que inauguró una nueva época
creativa, volvió a interesarse por la abstracción y se embarcó en obras más
personales. Un día, con la voz ronca impostada y su guasa habitual, dijo: “Tiene
cojones la cosa, a los cincuenta años me convierto en el hijo de mi maestro”.
Las construcciones contextuales inciden sobre entornos patológicos de pequeño o
mediano tamaño que, a menudo, maltratan al sujeto. Así, tras un largo tiempo de
crecimiento profesional dentro de un grupo de investigación sobre psicoterapia
psicoanalítica, mi situación personal comenzó a deteriorarse cuando, en los últimos
años, defendí teorías innovadoras que fueron rechazadas por el grupo bajo el clásico
reproche de querer cargarse el psicoanálisis. Paralelamente, el coordinador se peleó
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José Manuel Pinto Metáforas que curan: Construcciones en psicoterapia psicoanalítica
BIBLIOGRAFÍA
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