Metaforas Que Curan

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José Manuel Pinto Metáforas que curan: Construcciones en psicoterapia psicoanalítica

METÁFORAS QUE CURAN:


Construcciones en psicoterapia psicoanalítica

José Manuel Pinto (*)


Octubre de 2010

Este artículo estudia el problema de cómo “poner límites”, un tema que despierta debates ideológicos
entre partidarios de estrategias “duras” o “blandas”. Para ello, se analizan cuatro casos, sobre la base
de cuatro experiencias “tipo” de resolución de conflictos, que se utilizan como metáforas: guerra,
maternaje, negociación y democracia. Los resultados muestran la necesidad de emplear un sistema de
metáforas interconectado. El uso de una sola metáfora es insuficiente, ya que resalta un campo de
experiencias, al tiempo que oculta otros aspectos muy relevantes. La conclusión final es paradójica.
“Poner límites” es realmente limitado. Necesitamos ir más allá: crear límites interactivos en un marco
que venimos definiendo como democrático. Pero por otra parte, el psicoterapeuta necesita reaprender
a “poner límites” en un sentido conservador (“oposición constructiva” que resta y suma sobre la
subjetividad del paciente) y a la vez en un sentido innovador: el terapeuta debe proponer acciones
explícitas al paciente (construcciones) para poner límites a situaciones de maltrato.
Palabras clave: límites, guerra, maternaje, negociación, democracia, metáforas, construcciones.
This article studies the problem of how to “set limits”, a topic which provokes strong ideological debates
among supporters of “hard” or “soft” strategies. In order to do this, four cases are analyzed, based on
four “types” of experiences of solving conflicts that are used as metaphors: war, motherhood,
negotiation and democracy. The results show the necessity of using a system of interconnecting
metaphors. The use of just one metaphor is insufficient as it highlights one area of experience but, at
the same time, hides other relevant aspects. One may conclude that “setting limits” is truly limiting. We
need to go further: To create interactive limits in a democratic framework. But on the other hand, the
psychotherapist needs to relearn how to “set limits” in a conservative sense (“constructive opposition”
which subtracts and adds to the subjectivity of the patient) and at the same time in an innovative sense:
the therapist must propose explicit actions to the patient (constructions) in order to set limits to
situations of mistreatment.
Key words: limits, war, motherhood, negotiation, democracy, metaphors, constructions.

Reconozco que “poner límites” tiene una connotación muy negativa para mí. Y, si la
expresión surge de una persona autoritaria o prepotente, el efecto se potencia y me
revuelve por dentro. Me rebelo ante el significado emocional de “poner límites”
equivalente a “taparle la boca a uno”. Ya en la adolescencia temprana mi madre me
llamaba “abogado de pleitos pobres”, expresión que refleja una tendencia natural que
me ha impulsado a luchar a favor de personas maltratadas.
También reconozco que, al evaluar algunos de estos tratamientos ya terminados,
tiendo a rebajarme la nota debido a un error personal sistemático: la dificultad de
“poner límites” en el sentido de “oposición constructiva” al mundo subjetivo del
paciente.
La expresión “poner límites” tiene dos significados contundentes y contradictorios:
1. Abuso, resta. Las necesidades del otro se imponen en perjuicio propio.
2. Oposición constructiva, suma. La visión opuesta y alternativa del otro
enriquece la visión propia.
Ahora bien, tolerar la paradoja de convivir con límites que unas veces restan y otras,
suman, o que restan y suman a la vez, puede resultar una tarea psicológica muy
complicada si no se dispone de un contexto adecuado (Pizer S.; 1998). Por ejemplo,
una parte importante de la actual dificultad de mi generación para poner límites tiene
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raíces sociales: la vida bajo la dictadura franquista y el autoritarismo familiar y social


nos ha constreñido a ver los límites como sinónimo de represión intolerable.
Por eso, la mentalidad progresista es “maternal”, sensible al maltrato contra los más
débiles (trabajadores, niños, alumnos, etc.) y pone, efectivamente, límites al contexto
social para crear un entorno facilitador: proveer al individuo de un nuevo habitat que
facilite su crecimiento. Por el contrario, la mentalidad conservadora utiliza la metáfora
de la guerra para proteger a las autoridades (propietarios, padres, profesores, etc.) y
pone límites a la invasión de los “bárbaros”: se trata de no permitir que se pasen de la
raya, ganar la batalla, no ceder terreno, ni abandonar las posiciones, etc.
Hoy en día, aparecen nuevos fenómenos sociales que nos conducen a la reflexión y
reabren el debate entre partidarios de estrategias duras o blandas. Tenemos un
ejemplo en los llamados “hijos tiranos” que maltratan físicamente a sus propios
padres, sin haber sido previamente maltratados (Garrido V., 2005). Estos casos
producen una gran repulsión social y funcionan como anomalía de la concepción del
hombre como “buen salvaje”. Los terapeutas que provenimos de una tradición
progresista nos vemos obligados a reconocer aspectos positivos de la tradición
conservadora para entrenarnos en la guerra contra el maltrato y asumir el papel de
coordinación de un ejército, en cuyas filas se sitúan, en esta ocasión, padres,
trabajadores sociales y tutores de institutos o de centros especiales que acogen a
menores con medidas judiciales.
Sin embargo, quedarse anclado en posiciones conservadoras también resulta
ineficaz. Inmersos en una lógica exclusiva de guerra, tendemos a caer en lo que
Benjamin (1998, 2004) ha llamado “dualidad complementaria”: el enredo en la
dialéctica entre el dominante y el dominado que aumenta así la espiral de violencia.
Esta dinámica pasa desapercibida en la explicación de Garrido sobre el fenómeno de
los “hijos tiranos”, al absolver a los padres (víctimas) y focalizarse en el
comportamiento de los hijos (verdugos) y prescinde, de esta forma, de la mitad del
problema aunque, por otra parte, critique acertadamente el surgimiento de nuevos
códigos violentos y la falta de solidez de la ética social.
La mitad oculta del problema reside en el modelo incoherente y disociado de poner
límites que habitualmente muestran las familias de los “hijos tiranos”. Se parte de una
relación de pareja muy deteriorada, donde uno de los padres suele funcionar con un
exceso de tolerancia o de pasividad, o con una ideología progresista radical, mientras
que el otro progenitor se polariza hacia el extremo opuesto, reaccionando con furia
guerrera a situaciones de impotencia, o imponiendo una ideología conservadora
llevada a extremos. Al final, la lucha ideológica, relacional y crispada entre los padres
crea el modelo de funcionamiento del hijo, que oscila entre la demanda de total
tolerancia y el recurso a la guerra sucia de intimidación hacia su entorno social más
cercano.
Hay que recordar que, con otras formas civilizadas, la guerra ideológica aparece en
todos los ámbitos sociales. Tanto en la reeducación como en la psicoterapia, los
casos de maltratados y maltratadores suelen resolverse con métodos “duros” (Klein
M., Kernberg O., 1984, 2003) o “blandos” (Winnicott, Kohut), que centran el problema
en el ambiente o en el individuo. Así, las ideologías, tanto las conservadoras como las
progresistas, elevan los conceptos a la categoría de ideales cerrados y
autosuficientes, que iluminan una parte de la realidad al tiempo que oscurecen otros
aspectos igualmente importantes de la misma.

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Reaprender a poner límites significa aflojar las limitaciones del pensamiento


ideológico. Y para ir más allá de estas limitaciones, para pensar mejor, se requiere,
paradójicamente, aceptar las limitaciones de nuestra capacidad de pensar, que es
siempre ideológica: pensamos inevitablemente a través de modelos idealizados.
Nietzche (1990) nos descubrió que bajo todo concepto hay una metáfora y que la
realidad “pura y dura” está compuesta por metáforas fosilizadas de las cuales ya
hemos olvidado su origen. Y el lingüista cognitivo Lakoff (1980) ha demostrado cómo
pensamos, sentimos y actuamos a través de metáforas: nos enfrentamos a
experiencias nuevas, ambiguas y estresantes, con la ayuda de otras experiencias
antiguas mucho mejor conocidas, a las que tomamos por modelos analógicos. En
consecuencia, si cambiamos las metáforas a través de las que pensamos, cambiarán
nuestros sentimientos, pensamientos y acciones. Esto es evidente cuando, partiendo
de la consideración de un drogadicto como “delincuente”, empezamos a tratarle como
a un “enfermo” (González J.M., 1998). Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones
no somos conscientes de las metáforas implícitas que determinan nuestro
pensamiento. Por eso Lakoff habla de “inconsciente cognitivo”.
Lizcano (2006) ha realizado una tarea de desenmascaramiento de metáforas
implícitas en el lugar en donde menos se esperaría encontrarlas, en las matemáticas,
la base del conocimiento científico. Y al igual que Lakoff (2004), nos muestra cómo al
alterar estas metáforas, nuestra mente se abre a un nuevo mundo. Así, por ejemplo,
Lizcano demuestra que la dificultad y el retraso de las matemáticas occidentales para
concebir el número negativo se debe a que, en el contexto de una cultura agrícola, la
operación de la resta se ha pensado a través de la metáfora de la extracción.
Pretender sustraer 3 manzanas de una cesta en la que sólo hay 2 manzanas nos
resulta absurdo y antinatural (-1), problema que no aparecía en las matemáticas
chinas, al concebir la operación de la resta bajo otra metáfora, la guerra entre dos
ejércitos, simbolizados por palillos rojos y negros.
“Enfrentados, se van aniquilando mutuamente, cada combatiente rojo se aniquila con uno negro. El
número de los supervivientes arroja el desenlace de la batalla, el resultado de la operación. Si es el
ejército rojo el más numeroso, el resultado será una cierta cantidad de números rojos (o positivos); si
era el negro el que contaba con más combatientes, el resultado será -con la misma naturalidad- el
número de soldados negros supervivientes (números negativos). Lo que bajo la metáfora de la
sustracción era una aporía insalvable, bajo la de la guerra no presenta la menor dificultad”. (Lizcano E.,
2006; Metáforas que nos piensan. Pág.118)

OBJETIVIDAD DE LOS LÍMITES: LA GUERRA

Hace bastantes años, mi mujer y yo vivíamos en un edificio cuyas plazas de


garaje eran muy estrechas, así como el espacio común de maniobra. A esto se
añadía la mala suerte de habernos tocado un vecino de aparcamiento que imponía
sus propias leyes. Dejaba casi siempre su coche pisando o traspasando la línea
lateral común. Además, el morro de su vehículo sobrepasaba cuarenta
centímetros la línea de fondo, debido al gran tamaño del coche, y a la colocación de
una rueda gruesa junto a la pared que servía de tope para evitar roces. Así, para que
él estuviera a sus anchas, nosotros teníamos que sudar y estresarnos para poder
aparcar.
Durante dos o tres años fuimos víctimas sin conciencia, sin asertividad, ni
capacidad de mentalización. Sufríamos al vecino calladamente y, excepcionalmente,
nos quejábamos e intentábamos apelar a su empatía, presuponiendo que se trataba

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de una persona razonable. Sus reacciones eran siempre las mismas: negaba la
realidad (“aparco como todo el mundo”), durante una pequeña temporada dejaba de
invadir el límite lateral, y enseguida, volvía a las andadas. Era como tener un dolor
crónico que sólo desaparecía intermitentemente.
Un buen día nos saltamos nuestras propias reglas de educación, y dejamos el
coche mal aparcado, como nos cayó de primeras. Casualmente, mientras salíamos
del garaje, llegó el vecino. Para aparcar su cochazo necesitó hacer muchas
maniobras, al tiempo que otro coche detrás de él le urgía a ceder el paso: parecía
muy agobiado. Al verlo así, a mi mujer y a mí nos dio un ataque de risa histérica. Nos
resultaba deliciosa esta situación invertida: ahora era él quien tenía que sudar para
aparcar.
Esta escena nos abrió los ojos de repente: nos dimos cuenta de la gran cantidad
de rabia que habíamos acumulado. La reacción vengativa nos sirvió para recuperar
una posición activa después de mucho tiempo de pasividad. Y para entender que lo
patológico no es la venganza en sí, sino la ceguera vengativa que pasa por encima
de la ley.
A la mañana siguiente, mi mujer telefoneó para contarme un nuevo encontronazo
con el vecino. Le había esperado a la salida del portal y le recriminó con gesto agrio:
“Yo también sé reírme de ti”. Se asustó y aceleró el paso, pero él siguió
persiguiéndola mientras repetía la misma frase como una letanía: “Yo también sé
reírme de ti”. Por la noche, movido por el suceso, fui a ver al vecino al regresar a
casa. Y sin contenerme apenas, le amenacé, como un perro furioso: “No voy a
consentir que vuelva a asustar a mi mujer”.
Ya estábamos en guerra declarada: ataques y contraataques mediante los cuales
asumíamos los roles de víctima y de vengador. Antes, sufríamos sumisamente a un
vecino que nos chuleaba, mientras que, ahora, éramos las víctimas concienciadas de
un abuso. Antes, teníamos las manos limpias, ahora, habíamos perdido la contención.
Era evidente que, para no eternizarnos en este círculo vicioso y poder vencer al
maltratador, necesitábamos una nueva estrategia: seguir la guerra, pero por medios
legales. Nos animó el hecho de saber, a través de un conocido que había padecido
exactamente el mismo problema, que la actuación del vecino era ilegal. Así,
decidimos llamar por teléfono al presidente de la comunidad para que ejerciera de
mediador.
Dos o tres días después encontré al enemigo en la calle y le pregunté si había
hablado con el presidente. No respondió a la pregunta. En cambio, con gesto amargo
y crispado, me amenazó con “hablar mal de mí a todos los vecinos”.
Esta fanfarronada irracional me hizo reflexionar. Era una amenaza irrealizable,
porque yo tenía buena relación con los vecinos más próximos y, por otra parte,
¡éramos más de cien familias! Por primera vez pude olfatear su miedo proyectado.
Debía de haberse sentido humillado por la llamada del presidente. Debía de tener
pánico a ser objeto de la crítica masiva del vecindario. Tuve una intuición. Bajé al
garaje. Y ¡victoria! ¡Por fin, había quitado la rueda ancha! ¡Tenía su coche aparcado
de forma impecable! ¡Habíamos ganado la guerra y podíamos descansar tranquilos!
En efecto, habíamos ganado la batalla decisiva, pero la guerra no terminó ahí.
Ahora teníamos un enemigo declarado. Al pasear por el parque del barrio, girábamos
la cabeza periódicamente, no fuera a oírnos nuestro fantasma. Y en este ambiente
persecutorio, el azar vino a traer una nueva complicación. El segundo coche del
vecino, aparcado en la calle, apareció con el espejo retrovisor roto. Inmediatamente

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supuse que pensaría que se lo habría roto yo. Y efectivamente, dos días después,
también apareció nuestro segundo coche con una rotura, la del cristal de una
ventanilla. Entonces, no lo dudamos: pusimos una denuncia en la comisaría, y envié
al vecino una copia por correo. Ahora, por fin, gracias a esta segunda fuente de
protección, se restableció definitivamente la paz y nuestro antiguo enemigo adquirió la
sana costumbre de aparcar correctísimamente.
La resolución de este conflicto ilustra la necesidad de entrar en guerra contra el
maltrato. Este pequeño tirano ya estaba instalado en una posición paranoide y
agresiva, de manera que la empatía y las buenas formas eran codificadas como
debilidad, como licencia para seguir imponiendo “su ley”.
El lector podrá recordar muchas guerras de fronteras dentro de la familia, el
grupo de amigos o las instituciones de pertenencia. En todas ellas necesitamos
manejarnos con una concepción de los límites como algo físico, material y objetivo: la
línea exacta y precisa de separación entre tu espacio y el mío.

SUBJETIVIDAD DE LOS LÍMITES: EL MATERNAJE

La relación con Lucía era el polo opuesto a la barbarie y chulería del vecino.
Lucía era una mujer de algo más de treinta que practicaba un trato extremadamente
cortés. Resultaba una delicia dialogar con ella: tan educada en las formas, muy culta,
excelente narradora, y capaz de escuchar a los otros.
Después de un año de psicoterapia pudo recuperarse del estado depresivo que
arrastraba en los últimos años. Aunque lo sustituyó por un entusiasmo que me
parecía peligroso por varios motivos. En primer lugar, se había apartado
completamente de su brillante trayectoria académica. Tras licenciarse en Historia,
consiguió trabajo en universidades extranjeras durante cinco o seis años. Pero a la
vuelta sólo encontró puertas cerradas en la universidad española. Una frustración que
se trasformaba en resignación, no en una redefinición de sus metas profesionales.
En segundo lugar, se volcó intensamente en el trabajo que desarrollaba como
voluntaria de una asociación benéfica dedicada al cuidado de enfermos terminales, al
punto de pensar en trabajar a tiempo completo en ella como auxiliar. El hecho de que
Lucía se comportara como una excelente cuidadora y fuera reconocida por ello,
resultaba previsible. Pero estaba más allá de mi capacidad empática el comprender
su alegría en el trabajo con moribundos. Parecía estar repitiendo una nueva versión
de su historia familiar. Su hermana pequeña tuvo un accidente a los dos años y quedó
tetrapléjica. Y a partir de entonces, la madre abandonó su trabajo para dedicarse en
exclusividad, día y noche, al cuidado de la niña, hasta que pasados unos años, cayó
en una larga depresión. A Lucía le tocó recibir los golpes culpabilizantes por no
atender abnegadamente a la madre encamada, paradójicamente, después de haber
sido descuidada por ella, mientras le duró la fiebre del “cuidado infinito” a la hija
minusválida.
En tercer lugar, Lucía se enamoró del director de la asociación, un hombre
mucho mayor que ella y casado. Y esta nueva intimidad y reconocimiento mutuo la
tenía embelesada. Por último, propuso reducir el ritmo de sesiones a la mitad y venir
cada dos semanas. Propuesta que yo rechazaba.
Todo esto me alarmó y pensé que había que combatirlo: poner un techo al viaje
en globo de Lucía por la estratosfera del “cuidado infinito”. Durante varias sesiones,
fuimos confrontando nuestras posiciones. Y finalmente, decidí utilizar todas mis

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armas. Le interpreté esta situación como un atajo para conseguir el reconocimiento


que necesitaba como mujer y como profesional. Trataba de convencerla de que, en
vez de construir un nuevo ideal profesional que guiara sus esfuerzos, se estaba
identificando con una madre idealizada, repitiendo así la historia familiar.
Lucía defendió un punto de vista radicalmente distinto. No creía identificarse
tanto con su madre como yo decía: ni era sobreprotectora, ni vivía la adversidad
como algo “que no tendría que haber pasado”. Y en medio de su decepción, sin
perder su buena educación, me lanzó una frase contundente y sencilla que recibí
como una pedrada: Este no es el diálogo que yo necesito.
A la sesión siguiente hubo un cese de hostilidades. Me pidió perdón por haber
sido brusca. Y yo le pedí perdón por haber ofrecido una interpretación demasiado
parcial. Así, la terapia se prorrogó durante dos meses más, en los que pudimos
aclarar algunos malentendidos. Pero la alianza de trabajo había quedado muy dañada
y Lucía se retiró del tratamiento.
¿Por qué no funcionó aquí la metáfora de la guerra para poner límites a la
evidente identificación patológica con la madre? Porque, como ocurre con todas las
metáforas, sólo pueden cubrir una parte de la realidad, al tiempo que ocultan o
desatienden otros aspectos esenciales:
- La lucha contra el abandono profesional. En realidad, era una visión
alarmista, como si Lucía fuera una hija joven que hubiera tomado un
camino irreversible y dañino, cuando se trataba de un experimento juvenil,
intenso, pero transitorio.
- La resistencia contra el trabajo de la asociación. Es verdad que suponía
una identificación con la madre y una repetición de la historia. Pero también era una
superación del estilo materno: poder cuidar sin deprimirse, sin añorar demasiado otra
realidad más favorable.
- Mantenerse firme en el encuadre. Poder reducir a la mitad el número de
sesiones constituye una propuesta aceptable que aprendí gracias a Lucía.
Desde hace unos años la pongo en práctica, con aquellos pacientes que
pasan fases en las que necesitan mayor autonomía.
El uso de la metáfora de la guerra era útil para poner barreras, fronteras a la
ética del cuidado infinito. Sin embargo, Lucía tenía razón en quejarse porque “no era
este el diálogo que necesitaba”. Se requería poder acoger la subjetividad del paciente
y superar las propias limitaciones del terapeuta. Una nueva metáfora que
resaltara la necesidad de ampliar y flexibilizar los límites del terapeuta para crear un
ambiente que permitiera el crecimiento del paciente, de acuerdo a su nivel de
desarrollo. Para este fin, la metáfora del maternaje, desarrollada principalmente por
Winnicott, parece muy adecuada:
- Un útero para concebir un bebé. Los límites del terapeuta se dilatan
como el cuerpo de la madre para que pueda crecer el otro.
- Maternaje. El terapeuta, como la madre, se presta a proveer al paciente
de funciones que no tiene desarrolladas.

INTERACTIVIDAD DE LOS LÍMITES: LA NEGOCIACIÓN

En medio del impasse con Lucía disfruté de unas vacaciones de Semana Santa
en el campo. Durante uno de los paseos, me vino a la cabeza la comparación de este
caso con la época hippy de mi juventud. Por entonces, abandoné la universidad y

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vivía de trabajos esporádicos: descargar camiones, la venta ambulante, y vendimiar y


recoger fruta en verano. En realidad me sentía muy confuso, pero defendía la
ideología de la libertad frente al modo de vida burgués. En completa oposición, mi
padre me recriminaba que estuviera echando por la borda una brillante trayectoria
académica, lo que produjo un gran distanciamiento con la familia.
Por entonces, disfrutaba de charlar con vagabundos y con la gente que me
encontraba por la calle: una fórmula mixta de conocer a otros y encontrarme a mí
mismo. Pensar en esto y en Lucía me ayudó a darme cuenta de que el proyecto de
ser psicoterapeuta surgió gracias a esa época caótica. La psicoterapia no ha dejado
de ser para mí una forma ordenada de disfrutar del antiguo placer de conocer a otros
y a uno mismo.
Una vez que pude asumir mi propio caos, ya pude conectarme emocionalmente
con la rara sensación que me provocaba el trabajo que Lucía ejercía. A la vuelta de
vacaciones, reconocí a Lucía mi error. Había repetido la historia, representando con
ella el mismo papel que mi padre hiciera conmigo: alarmarme demasiado por los
desórdenes de la juventud, creyendo que estas aventuras fueran irreversibles y
completamente negativas. Ahora ya podía hacer maternaje con Lucía, dilatar algunas
de las propias limitaciones para poder contener y legitimar experiencias con aspectos
similares.
Si pude rectificar parte de mis errores, ¿por qué se interrumpió la terapia? En
primer lugar, porque Lucía no pudo recuperar la pérdida de confianza en mí, no creía
ya que su terapeuta fuera capaz de entender y legitimar su mundo emocional. En
segundo lugar, porque yo no quería renunciar completamente a la guerra contra el
“atajo” para obtener de ella un concepto valioso de sí misma. De hecho, esta guerra
también resultó útil, aunque más a largo plazo. Un año después de haber terminado
la psicoterapia, Lucía telefoneó para tener una sesión suelta, y me informó de que
había abandonado –decepcionada- la asociación y que había encontrado un nuevo
trabajo más acorde con su preparación. En definitiva, la psicoterapia se acabó porque
no pudimos negociar: crear un marco adecuado para resolver nuestras diferencias.
¿Estamos ante una nueva metáfora, o bien la negociación sólo sería una mezcla
de guerra y maternaje? En parte, se trata de esto último: negociar es una
combinación de cesión ante las posiciones del otro y defensa de las propias. Aunque
no podemos olvidar que la alternancia entre guerra y maternaje podría producir una
actitud del palo y la zanahoria y vivirse como una relación inconsistente, a expensas
del humor variable del educador/terapeuta.
En realidad, negociar es algo más. Requiere una desdramatización de la
confrontación de las posiciones divergentes, y una aceptación de nuevas reglas del
juego: la interacción. El resultado de la interacción es incierto (1+1= menos que 2) si
se cae en una relación de sometimiento. Por tanto, hace falta arriesgarse y confiar en
que el resultado de la interacción pueda ser positivo (1+1= más que 2).
Además, las metáforas de la guerra y el maternaje resuelven mal las situaciones
de impasse debido a que funcionan con un modelo sujeto-objeto, de manera que la
subjetividad de una de las partes en conflicto queda en suspenso. Cuando yo atacaba
los atajos de Lucía no legitimaba su vivencia de superación del estilo materno. Y
cuando yo reconocía mi error al repetir un modelo paterno, sólo contaba para Lucía
su propia subjetividad. Es decir, sólo había un sujeto en un momento dado.
En un giro radical, Stolorow y Atwood (1992) muestran cómo el análisis del
impasse puede ser la “via regia” hacia la intersubjetividad, ya que aparece en primer

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plano la vivencia de una misma situación de dos formas absolutamente contrarias,


debido a la diferente organización de los mundos de experiencia subjetiva del
paciente y el terapeuta. La teoría de la intersubjetividad y el psicoanálisis relacional
han creado un cambio de paradigma que supera la polaridad sujeto/objeto para tomar
como objeto de estudio a dos o más sujetos en continua interacción recíproca. Ya no
se analiza al paciente, sino al sistema paciente-terapeuta. Los otros ya no son sólo
objetos sino sujetos que nos influyen a lo largo de toda la vida y que co-determinan
nuestra identidad, nuestros deseos y nuestro comportamiento (Mitchell S., 1988,
1993; Benjamín J., 1988, 2004).
Todos los campos de estudio progresan a partir de cambios de paradigmas que
constituyen nuevas Gestalts más enriquecedoras (Khun T., 1962; Pinto JM., 2006). Al
aplicar este nuevo modelo al problema de la creación de límites, aparece
inevitablemente la necesidad de negociación. Una vez que se otorga al otro el estatus
de sujeto sólo cabe negociar, puesto que admitimos estar en una situación de
dependencia e interacción recíproca.
Es interesante observar que, incluso si no puede alcanzarse una situación de
negociación plena, siempre se producen interacciones parciales. En el caso de Lucía
hubo una fuerte y positiva interacción. Su golpe contundente “este no es el diálogo
que necesito” me incitó a pensar en mis errores. Y mi combate por el objetivo de
redefinir un proyecto profesional dio frutos un año después del fin de la terapia.
También en el caso del vecino salvaje hubo una interacción positiva. Por ejemplo,
podría haber seguido peleando más y más. De hecho, se me ocurrió la posibilidad de
denunciar este maltrato en la junta de vecinos. Pero al sopesarlo lo terminé
descartando, al tener en cuenta su amenaza de malmeterme en contra del
vecindario. Entendí que se trataba de un gran miedo proyectado y que no era
necesario guerrear más: ya se había conseguido la paz y ya no se pasaba de la raya.

LEY DE LOS LÍMITES: LA DEMOCRACIA

En el ideal de negociación se acepta la dependencia recíproca y se alcanzan


consensos que recogen las necesidades de ambas partes. Esto requiere dos
capacidades paradójicas. Por una parte, se necesita la valentía de poner en juego
las propias necesidades resistiendo toda clase de miedos a la reacción vengativa
del otro. Y por otra parte, es preciso aprender a ceder en el sentido que da Ghent
(1990) al término “surrender”: abandonarse en los brazos del otro. Este autor explica
brillantemente la diferencia entre ceder y someterse. Mientras que someterse es una
perversión, ceder implica una ampliación de nuestra conciencia y una apertura a la
alteridad, gracias a la experiencia de vivir una situación desde la subjetividad del otro.
Estos ideales –como todos- nacen de la insatisfacción con lo real, sirven para
resistir y reaccionar ante la realidad (Sartori G., 2003). La realidad que debemos
combatir es el abuso, las situaciones de dominio y sometimiento (Benjamín J., 1988,
2004). Y para evitar el abuso se requiere un marco de protección: un mediador, la ley,
etc. En el caso del vecino que se pasaba de la raya ya existía esta protección
disponible para ser usada (el presidente de la comunidad o la policía misma). Sin
embargo, en otras ocasiones, no hay una ley que permita negociar sin abuso: hace
falta primero negociar la ley.
Este era el caso de Isidro, todo un prototipo de paciente límite, intenso y
polarizado emocionalmente. Hablaba por los codos y, a pesar de salpicar su charla de

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un exceso de verdades nada diplomáticas, resultaba simpático y muy cariñoso.


Simultáneamente, era un hombre de armas tomar. Todas sus relaciones terminaban
en “grandes pollos”: unas veces por sobrepasarse con comentarios hirientes y, otras,
como reacción a injusticias, en donde no era correspondido en la medida en la que él
se había entregado. Ahora bien, pobre del que intentara humillarle, pues respondía
con “la ley del Oeste”. En una ocasión, se negó a pagar indefinidamente una gran
deuda a un proveedor que le había maltratado, llevando una pistola durante años
para defenderse en caso necesario. Verse maltratado -real o imaginariamente- le
daba derecho a maltratar. Estaba identificado con una madre brutal que le daba
palizas cada vez que traía malas notas a casa. Estos fracasos debían resultarle
insoportables a la madre: tenía obsesión por adquirir prestigio social, como
compensación de una historia de madre soltera muy vergonzante.
El encuadre de la terapia era de una frecuencia semanal, algo que nunca
cumplía por mil motivos diferentes. Luego, la realidad estadística era que sólo
conseguía venir una media de dos veces al mes. Pero cuando al fin llegaba,
conseguía aprovechar las sesiones y vincularse a su manera. Por mi parte, intentaba
ceder a sus necesidades realistas y patológicas. Las realistas eran los viajes de
trabajo que tenía con frecuencia. Y las patológicas, su miedo a vincularse y a
depender de mí. Aunque era un vendedor eficaz que trataba con muchos clientes,
estaba muy sólo y no sabía construir nuevas relaciones, a pesar de desearlo
intensamente.
Me iba encontrando en una zona ambigua entre ceder y ser maltratado. Se hacía
evidente en qué consistía ser objeto del trato con Isidro: tener encuentros intensos,
para luego quedar borrado del mapa ante su entusiasmo absorbente por nuevos
proyectos de trabajo. Con el paso del tiempo, sus necesidades se fueron imponiendo
de manera más evidente a las mías y al tiempo de dedicación a la terapia. Me estaba
convirtiendo en su satélite. En la práctica, ya no se comprometía a venir un día de la
semana a una hora concreta, aunque hubiera flexibilidad para cambiar la cita.
Maniobraba para deshacer esta atadura y conseguía anular citas y dejar en el aire el
próximo encuentro. Así eludía la responsabilidad de pagar las sesiones sin previo
aviso, algo que no toleraba y vivenciaba como un maltrato. Llegado a este punto y
dado que mis interpretaciones no daban resultado alguno, dije ¡Basta ya!
Le expliqué que necesitábamos una “constitución democrática”, una ley por la
que nos rigiéramos, que protegiera simultáneamente sus necesidades y las mías, y
que si no llegábamos a un acuerdo, tendríamos que terminar la psicoterapia. Para
este fin, le propuse un periodo de negociaciones que se alargó durante cuatro o cinco
sesiones y que resultó muy estresante para los dos. Pero finalmente, pudimos llegar a
un acuerdo de mínimos para continuar la terapia: una frecuencia semanal con
tolerancia a un fallo de una sesión al mes, y una hora fija de referencia para las
sesiones.
Conseguimos así un consenso procedimental sobre las reglas del juego, que
recogía los intereses de ambas partes: las dificultades realistas y patológicas de
Isidro para vincularse (un mínimo de tres sesiones mensuales, pudiendo fallar una al
mes) y mis propias necesidades de organización del tiempo de trabajo (fijación de un
día y una hora). Esto que parece una victoria pírrica, resulta un logro importantísimo
con pacientes que funcionan fuera de la ley. Además, se trata de una ley democrática
que protege al demos (la parte inferior, literalmente). En la microsociedad paciente-
terapeuta, el demos puede alternarse. Unas veces lo representa el terapeuta que

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necesita protección frente al maltrato, y otras, el paciente, que necesita ser protegido
de leyes externas y frías que prescinden de sus propias necesidades.
Hace falta aclarar que uso la metáfora de la democracia en un sentido moderno.
Es verdad que nunca en la historia ha habido una democracia tan directa y
participativa como la que tuvieron sus inventores, los griegos (Forrest W.G., 1978).
Sin embargo, la democracia clásica terminó fracasando porque los griegos no
“alcanzaron una concepción del derecho como límite” (Sartori G., 1987), de manera
que hacían y deshacían las leyes según intereses cambiantes.
“Cuando se declara que libertad y legalidad son indisolubles, se entiende que sólo hay un modo para
construir un orden político no opresor: el de despersonalizar y vincular lo más posible el poder político.
Lo que tenemos en mente es, en suma, el constitucionalismo y el Estado de derecho que somete al
productor de leyes a las leyes que hace. Es en este contexto en el que se sostiene que la libertad en
la ley, y no la autonomía, constituye la cárcel de las sociedades libres” (Sartori G., 1987, pág. 246)

ACTIVIDAD DE LAS METÁFORAS

Hasta ahora he utilizado cuatro metáforas (guerra, maternaje, negociación y


democracia). ¿Por qué usar metáforas para comprender y resolver conflictos de
límites? ¿Se trata de una simple forma de ilustración de los problemas tratados?
En la concepción clásica, las metáforas son meros recursos lingüísticos, que
consisten en encajar términos ajenos al contexto del que estamos tratando con el
objetivo de resaltar un rasgo común. Así en la expresión “Juan es un águila para los
negocios” se asocia una imagen ajena (águila) al contexto del mundo de los negocios,
para subrayar una cualidad común: la agudeza (capacidad de visión a distancia del
águila y anticipación y previsión de Juan).
A partir del libro “Metáforas de la vida cotidiana”, dos lingüistas, Lakoff y Johnson
(1980), han revolucionado la comprensión que teníamos sobre las metáforas. Estos
autores definen la función principal de la metáfora como un medio de conceptualizar
“lo que no es físico en términos de lo físico, lo menos claramente delineado en
términos de lo más claramente delineado” (pág. 99). Y demuestran cómo nuestro
sistema conceptual está basado principalmente en metáforas mediante las que
vivimos: estructuran nuestro lenguaje, nuestro pensamiento y nuestras acciones.
Efectivamente, las metáforas estructuran nuestro lenguaje, el marco conceptual
que manejamos. A partir de un concepto concreto como “modelar” (formar de cera,
barro u otra materia blanda una figura o adorno) se crea un significado nuevo figurado
y abstracto (“modelar”, configurar o conformar algo no material). Esta estructura
metafórica del lenguaje implica una estructura metafórica del pensamiento. Si, por
ejemplo, un escultor nos comenta que “todavía tiene que modelar su viaje de
vacaciones” está utilizando un campo de experiencia personal, la escultura, para
organizar una experiencia nueva, el viaje. Hará varios bocetos para elegir cuál es el
destino más atractivo para poder elegir el mejor tema, pasar un tiempo modelando, y
terminar puliendo el proyecto. Es decir, ha trasladado la estructura de la actividad más
conocida a un nuevo contexto. Por tanto, no se trata sólo de que la metáfora haya
organizado su pensamiento sino de que la metáfora ha producido una clase de
actividad.
Millán y Narotzky (1986) definen la raíz de los mecanismos metafóricos como
isomorfismo: el reconocimiento de un conjunto de relaciones comunes en el seno de
entidades diferentes, como las que se dan entre un mapa y el territorio que
representa o entre una escultura y el modelo que imita. Estas operaciones configuran
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un mapa de la actividad del pensamiento y de la acción que no existirían de no ser


por estas metáforas. En nuestro ejemplo, la planificación del viaje se compondría de
los mismos elementos que la realización de una escultura: bosquejar, elegir el tema,
modelar y pulir. De esta forma, la experiencia cotidiana de esculpir se ha convertido
en el modelo para realizar (y no sólo expresar lingüísticamente) otra actividad
completamente diferente.
Por estas mismas razones, la negociación con Isidro modelaba mi actividad de
una forma que no hubiera existido de no ser por esta metáfora. En primer lugar, creé
un marco para la negociación. Propuse un periodo de negociación de cuatro o cinco
sesiones, para que ambos tuviéramos tiempo para reflexionar sobre las ofertas y
contraofertas. Abandoné la asociación libre de la psicoterapia para sustituirla por
turnos de palabra alternantes de diez minutos para cada uno, que sirvieran para que
los argumentos de ambas partes pudieran escucharse sin interrupciones. Y al final,
llegamos a un acuerdo de tres sesiones al mes como resultado de las mutuas
presiones y cesiones. Es decir, un regateo: Isidro venía dos veces al mes, yo quería
que viniera cuatro veces, y logramos quedar en un punto intermedio, tres.
La metáfora de la democracia producía una ley constitucional que sometería en
el futuro a los “productores de la ley a las leyes que producen”. No sólo tenía que
someterse Isidro a cumplir el mínimo estipulado de sesiones, sino que el terapeuta
también estaba obligado a interrumpir la psicoterapia si en el plazo de dos meses no
se habían recuperado el número mínimo de sesiones, y aceptar por tanto, un fracaso
y la pérdida económica de tener un paciente menos.
La metáfora de la guerra desencadenó la decisión de no tolerar que se pasara
más de la raya. Y la metáfora del maternaje produjo el perdón de una deuda de una
sesión a la que faltó sin avisar. Al final, durante este periodo de negociación utilicé
cuatro metáforas. ¿Por qué hacen falta tantas metáforas para resolver un conflicto de
límites? ¿Se trata de problemas que tienen soluciones relativas a la ideología
utilizada pero sin bases objetivas? Precisamente, porque se busca una mayor
objetividad y una mayor adecuación a la prueba de realidad es necesario el uso de
varias metáforas.
Pensar un problema bajo una única metáfora implica iluminar y estructurar una
parte de la realidad a costa de oscurecer otras zonas de esa misma realidad. Resulta
muy corriente que los padres de adolescentes borderline graves terminen adoptando
una actitud de guerra que llega a impregnar toda la relación, de manera que el vínculo
entre padres e hijos queda muy dañado. Llegado a este punto se encuentran en la
paradoja de querer influir en alguien sobre quien se ha perdido la capacidad de
influencia. Recuperar entonces la metáfora del maternaje nos cura del exceso de
conflictos bélicos. Una nueva metáfora cura las limitaciones de otra.
Estos mismos padres de adolescentes conflictivos suelen decir que no sirve de
nada negociar porque el adolescente se crece y atribuye el logro alcanzado a las
presiones que ha ejercido. Ahora bien, se puede y se debe negociar con
adolescentes. En primer lugar, negociar es un juego de mutuas presiones y
promesas. Por tanto, es lógico que cada participante se sienta orgulloso de su
firmeza. Y en segundo lugar, el agotamiento de la negociación continua –una especie
de política italiana donde todo es objeto de regateo- se cura con más democracia: la
obtención de leyes “marco” que obligan a ambas partes y que no hay que volver a
discutir una y otra vez.

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LIMITACIÓN DE LAS METÁFORAS

Daniel era un adolescente de trece años que fue traído a consulta por maltrato a
los padres. Había sido denunciado a la policía por amenazas con cuchillos e
internado, acto seguido, en un reformatorio durante un par de meses. Tenía un lema
que cumplía a rajatabla: “Si me fastidian, yo les fastidio”. Así, ante una negativa de los
padres a uno de sus deseos, reaccionaba con un estallido de insultos graves sin
control alguno, y si la furia era muy intensa, destrozaba los objetos que le cayeran a
mano.
Al final del primer curso de psicoterapia, mostró el deseo de ir con sus amigos a
comprarse la ropa de estilo “rapero” que le gustaba. Esperaba que le dejaran ir
porque había planeado pedir tickets de compra para evitar que desconfiaran. A mí me
pareció una buena idea y le animé a que lo negociara. Pero no resultó tan fácil como
parecía, y necesitamos una sesión conjunta -con Daniel y el padre- para acercar las
dos posiciones antagónicas que habían surgido:
- Padre: No vas a ir al pueblo de al lado solo, tienes que coger un autobús y sólo tienes trece años. No
puedes salir del pueblo, ese es el límite. Tu madre y yo tenemos claro que necesitas que te pongamos
límites, y así lo piensan todos los profesionales que te han visto. Para ir al otro pueblo tienes que venir
conmigo.
- Daniel: No, no. He ido en autobús muchas veces con mis amigos, no pasa nada y tú no te has
enterado. No voy contigo. No. No te enteras de nada. ¿Pero tú sabes qué gente hay en esas calles?
¡Te iban a machacar! ¡Payaso! ¡Hay bakalas que son unos “armarios”! ¡Te iban a dar!... A veces, me
dan ganas de matarte.
Afortunadamente, el padre no caía en estas provocaciones. Entre él y yo
parábamos los insultos y volvíamos a la negociación. Les propuse una idea
intermedia: que el padre llevara a Daniel y algún amigo suyo en el coche, que los
chicos realizaran la compra a solas, y que el padre les recogiera más tarde en un
punto de encuentro. Esto le parecía bien al padre pero le resultaba inaceptable al hijo.
Daniel volvía a la carga: explicó con detalle sus posiciones, y se atrevió a describir
algo de su ambiente pandillero. Pero ya al final de la sesión, viendo que no conseguía
su objetivo, tuvo un ataque de ansiedad. Se le caían las lágrimas, se le puso la cara
roja como el tomate, y empezó a respirar con dificultad haciendo mucho ruido. A mí
también se me ponían los ojos acuosos y le dije que me daba mucha pena que lo
estuviera pasando tan mal pero que estaban aproximando sus posiciones y podían
encontrar un acuerdo.
En la siguiente sesión, felicité a Daniel por haberse explicado tan bien. Gracias a
ello había podido entender por qué no podía aceptar mi propuesta. Ir con su padre a
comprar era exponerse a las burlas de sus colegas “raperos”, era ser un “niñito” que
necesita ser acompañado por sus “papis”: algo incompatible con su imagen de “duro”.
Daniel confirmó esta interpretación.
Y en la siguiente entrevista con los padres, les volví a animar a continuar
negociando. Les expliqué un nuevo sentido que encontraba en todo esto. No era una
simple compra de ropa: se trataba subjetivamente de militar como rapero, de un
verdadero rito de iniciación adolescente, que le producía mucha excitación y, al
mismo tiempo, le despertaba nuevos miedos. Ahora, con su nuevo uniforme, quedaría
identificado como blanco de ataque de las bandas rivales de bakalas. Este miedo
estaba negado, aunque reaparecía en la proyección hacia el padre: si iba a esas
tiendas, le darían una paliza los “armarios” enemigos. Desde luego, un temor

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exagerado e irracional. Además, “pidió permiso”, cuando hubiera podido engañar


como hacía habitualmente.
Dos semanas después, los padres encontraron por sí mismos una fórmula de
acuerdo que sí pudo aceptar Daniel. Le dejarían ir a comprar un sábado por la
mañana, acompañado por el que consideraban el menos “malote” de su pandilla.
Vemos cómo el conflicto de límites pudo resolverse precisamente por aceptar la
interactividad. Si los padres se hubieran anclado en la lógica de la guerra y de la
objetividad de los límites (no salir del término municipal) no habrían podido contener
los miedos de Daniel, ni legitimarle en su rito de iniciación. Además, le habrían
devuelto una imagen de “niñito” a la que Daniel hubiera respondido con hacerse más
el “duro” y ampliar aún más su clandestinidad. Compraría la misma ropa en el mismo
sitio, según fuera teniendo dinero, sin reconocer que salía del pueblo.
En resumen, el conflicto de Daniel era ser simultáneamente un “duro” y un “niño”
que tiene miedo y llora. Si los padres sólo usan la metáfora de la guerra sólo acogen
una parte de la realidad, que es un niño. Y por tanto, Daniel se polarizaría
exclusivamente hacia la otra parte de su realidad de “duro”.
Las metáforas nos permiten entender lo nuevo en términos de otras experiencias
más concretas y conocidas. De esta forma destacan unos aspectos de la realidad al
tiempo que dejan de lado otros aspectos que pueden ser muy relevantes. Por eso,
aceptar las limitaciones de las metáforas con las que vivimos puede resultar muy
difícil, pues implica enfrentarse al miedo a que se desmorone nuestra sólida visión del
mundo.
Por ejemplo, en la polémica sobre la negociación con ETA, el PSOE utilizaba la
metáfora de la negociación, y el PP y las víctimas del terrorismo, la guerra y la
democracia. Probablemente, la mayoría de la población hubiera aceptado –como en
otros procesos similares- el uso de la metáfora del maternaje: cierto grado de perdón
a cambio del abandono de las armas. Sin embargo, la negociación fracasó: ni ETA, ni
el gobierno, ni un sector de la sociedad estaban todavía preparados.
Pensemos en la resistencia de las víctimas a asumir esta negociación (“no en mi
nombre”). En primer lugar la sociedad vasca y española ha tardado mucho tiempo en
darles pleno reconocimiento, e identificarlos como “víctimas”. Y en segundo lugar, qué
difícil tiene que ser ahora abandonar parcialmente esta visión, sin temer que se
aniquile la parte de la realidad de ETA como organización criminal.

CREACIÓN DE LÍMITES INTERACTIVOS DENTRO DE UN MARCO


DEMOCRÁTICO
Si una sola metáfora no puede cubrir todo el campo de estudio, salvo que se
reduzca el nivel de complejidad, la consecuencia obvia es la necesidad de establecer
un sistema de metáforas interconectadas. El conjunto de metáforas podrá abarcar
gran parte de la amplitud del campo, y la interconexión producirá un mínimo
aceptable de coherencia interna. En el estudio de los conflictos de límites, se ha
utilizado un sistema de cuatro metáforas (guerra, maternaje, negociación y
democracia), de manera que las limitaciones de cada una de ellas puedan curarse
mediante el uso de las otras metáforas alternativas. Así, para salir del círculo vicioso
de la guerra contra el vecino que se pasaba de la raya, se necesitó introducir la ley
democrática. Por el contrario, el caso de Lucía nos mostró la limitación de la ley-
encuadre de la psicoterapia y cómo se curaba con la incorporación de una mentalidad
“maternal”. En el caso de Isidro se necesitó llegar a una “constitución democrática”

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para poder salir del laberinto del “todo es negociable”. Y, finalmente, el caso de Daniel
muestra cómo salir de la lógica de la guerra y de la rigidez de la ley de los padres a
través del maternaje y la negociación.
¿Se trata de un modelo de metáforas jerarquizadas, de manera que las más
complejas engloban a otras e implican un nivel superior de funcionamiento psíquico?
En parte, sí. La democracia –una creación social de los griegos para combatir el
abuso de poder– destaca como la metáfora más amplia, compleja y útil, al englobar
en sí misma la necesidad de negociación entre partidarios rivales, el maternaje con
los derechos de las minorías, y la legitimación de la guerra contra el maltrato.
Aunque, habría que añadir que las leyes democráticas también son limitadas. Casos
como los de Lucía y Daniel muestran la necesidad de superar las limitaciones de la
ley actual mediante un combinado de maternaje y negociación: se requieren nuevas
leyes para acomodarse mejor a la realidad de un sujeto en crecimiento. Además,
estas cuatro metáforas no son las únicas posibles para resolver problemas de límites.
Bodnar S. (2005) ha demostrado la utilidad del contacto con la vida en la naturaleza,
una vivencia primitiva de interconexión, que puede ser usada como metáfora para
tratar los problemas de límites de jóvenes “urbanitas” de vida excesiva (bebida, sexo,
trabajo, etc.)
Para ser justos, un sistema de metáforas crea desorden y orden
simultáneamente, a la manera del funcionamiento de los sistemas dinámicos
complejos (Seligman, 2005). Hay que tener en cuenta que la operación metafórica es
asimétrica (Lizcano E., 1999). Si denominamos “punto de partida” al campo
semántico del que se extrae el significado (guerra), y “punto de llegada” al que recibe
el transporte de significado (límites), podemos llegar a la metáfora “una batalla de
límites”. Pero al operar en sentido contrario, desde los límites como punto de partida
hasta la guerra, producimos nuevas metáforas (“un tope de la guerra”) cuyo
significado resulta ser completamente diferente.
Además, el hecho de que se puedan crear tantas metáforas como
correspondencias matemáticas posibles, entre cada una de las palabras del conjunto
de un campo semántico de partida con cada una de las palabras del campo
semántico de llegada, hace incontrolable la descripción ordenada de la dinámica
puesta en acción cuando se usa un sistema de metáforas.
Aunque el efecto indeseado del pensamiento complejo es la aparición de cierto nivel
de caos, incertidumbre y desorden, ya no podemos regresar a la tiranía del
pensamiento reduccionista que concibe los problemas de límites bajo una sola
metáfora dominante, ya sea la “guerra”, para las personas de mentalidad
conservadora, o el “maternaje”, para los progresistas.
Así, el concepto clásico conservador de “poner límites” se basa en el prototipo de
la acción de una persona madura que prohíbe o limita una acción peligrosa a otra
persona inconsciente o inmadura. Un ejemplo de esto sería la madre que prohíbe al
niño meter los dedos en un enchufe. Ahora bien, generalizar este prototipo equivaldría
a pensar todos los conflictos de límites como situaciones de clara obediencia a una
autoridad indiscutible, lo que no responde a la realidad, pues la mayoría de los
conflictos de límites necesitan pensarse como un proceso interactivo, en el que los
sujetos enfrentados defienden una parte y desconocen las motivaciones del
oponente. Esto implica un prototipo diferente al del sujeto que “pone límites” al otro,
pues los dos son sujetos de la acción, y se influencian mutuamente. El resultado no
es una “puesta de límites”, sino una “creación” de un límite nuevo y emergente. Y

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para que esta creación de límites interactivos pueda ejercerse, se necesita un marco
democrático de reglas del juego que impida la tiranía o el abuso de una de las partes.

IMPLICACIONES TEÓRICAS: CONSTRUCCIONES EN PSICOTERAPIA


Probablemente, esta forma de teorizar mediante metáforas pueda producir cierta
reticencia. ¿Por qué utilizar términos “ajenos” al campo de estudio, en vez de los
conceptos técnicos o psicopatológicos habituales? ¿No estamos retrocediendo así a
un funcionamiento propio del proceso primario?
Como se sabe, Freud (1900) distinguió el proceso primario del proceso
secundario. El proceso primario es propio del funcionamiento del inconsciente, los
sueños y la psicosis, se basa en los mecanismos de condensación y desplazamiento
(la función metafórica), y puede producir generalizaciones sin fundamento (el
pensamiento paranoico, por ejemplo). Por el contrario, el proceso secundario crea
sistemas conceptuales de categorías precisas y claramente diferenciadas: el
lenguaje, la ciencia, etc.
María Moliner (1966) explicaba cómo definir un concepto de forma precisa:
requiere relacionarlo con otros dos, el término “genérico” o familia de pertenencia y el
término “distintivo” que lo singulariza. Así, “cuchara” se define por su pertenencia a lo
que los lingüistas denominan “campo semántico” de los instrumentos para llevar
comida a la boca (término genérico), y se diferencia por la superficie cóncava que lo
caracteriza en uno de sus extremos (término distintivo).
Sin embargo, para Lakoff y otros lingüistas, un concepto se define principalmente
por el parecido familiar a un prototipo gracias a propiedades interaccionales, más que
por sus propiedades inherentes. Por ejemplo, si pasamos un día en el monte,
podremos construir una cuchara a partir de una simple hoja de una planta. Esto es el
resultado de encontrar un parecido con el prototipo (el sistema antebrazo-mano,
origen metafórico de la cuchara) y de propiedades interaccionales (ahuecar la hoja
para crear una superficie cóncava).
El sistema de definición de conceptos de María Moliner (proceso secundario) es
un procedimiento deductivo, que puede aplicarse con toda propiedad cuando ya
disponemos de un concepto primario (cuchara), y queremos definir los miembros de
su campo semántico: cucharilla, cucharón, tenedor, cuchillo, etc. Entonces, podemos
definir con precisión un concepto (cucharilla) porque disponemos de un nítido término
genérico (cuchara) y de una característica distintiva (pequeña). Por el contrario, el
sistema más general de Lakoff (proceso primario) resulta imprescindible para poder
definir las categorías primarias, las más básicas, aquellas que “fundan” las familias
conceptuales (cuchara, narcisismo, transferencia, etc.).
No tenemos que escoger entre el proceso primario (metáfora, prototipo, propiedades
interaccionales) y el proceso secundario (concepto, término genérico y término
distintivo) ya que ambos son limitados y también complementarios. El proceso
primario acentúa los parecidos y el proceso secundario acentúa las diferencias. Por
eso, el proceso primario resulta patológico al exagerar los parecidos a partir de
pequeñas coincidencias (como sucede en el pensamiento paranoide). Y el proceso
secundario también acaba por ser patológico cuando sigue y sigue estableciendo
diferencias para alcanzar un orden perfecto (como ocurre en el pensamiento
obsesivo). Mitchell (2000) coincide con Loewald en reconocer que ha resultado un
“error fatídico” del psicoanálisis confundir la racionalidad del neurótico obsesivo con la
realidad objetiva.

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De ahí, que necesitemos dejarnos guiar por la utopía de la ciencia (esto es, la
búsqueda de precisión conceptual) pero aceptando simultáneamente el desencanto
(Magris C., 1999) de que todos nuestros conceptos primarios son inevitablemente
imprecisos, ya que se generan por medios metafóricos.
Este objetivo implica la negociación de una paradoja. Pizer (1998) plantea la
diferencia entre negociar conflictos y paradojas. En el primer caso, se pueden buscar
soluciones intermedias a partir de intereses contradictorios. Sin embargo, las
paradojas no admiten estas mezclas y requieren la aceptación simultánea de
polaridades. Muchas relaciones personales comienzan por una época de idealización
y encantamiento, para pasar, tiempo después, al desencanto, cuando se perciben
graves defectos que nos dañan. Entonces, resulta muy difícil asumir que lo negativo
que ahora percibimos es absolutamente cierto, y que lo positivo también es
igualmente cierto. Así mismo, necesitamos tolerar la paradoja de no poder elegir entre
la precisión conceptual y la creación de conceptos a través de nuevas metáforas. No
podemos prescindir de ninguna de estas dos necesidades antagónicas, si queremos
desarrollar un sistema conceptual riguroso y abierto.
Cuando no se puede tolerar esta paradoja, se producen movimientos disociativos
que acogen un solo polo: o la búsqueda de la creatividad y de la innovación a través
de nuevas teorías-metáforas, o bien la defensa de la coherencia y la tradición. Dos
procesos divergentes, que se han convertido en enfermedades endémicas de la
historia del psicoanálisis cuando han actuado separadamente.
Una forma de encontrar un antídoto que nos cure es la búsqueda de una nueva
metáfora, acudir a otro campo más concreto y conocido donde aparezca un problema
similar, y extraer algunas ideas relevantes que puedan iluminarnos sobre qué criterios
se necesitan para desarrollar un sistema conceptual abierto y coherente en
psicoanálisis. Personalmente, me ha resultado útil investigar el funcionamiento de la
Real Academia de la Lengua Española. Esta institución se enfrenta a un problema
similar. Por una parte, admite que la lengua es creada por los hablantes que generan
nuevos términos y abandonan el uso de otras palabras tradicionales y, por otra parte,
no se resigna a dejarse llevar por movimientos espontáneos e impredecibles: lucha
en favor de la precisión del español, y en contra de la flacidez mental que produce el
uso de las palabras sin un perfil seguro.
El académico Lázaro Carreter (1997) ha explicado brillantemente dos criterios
generales para preservar la viveza y coherencia del español. En primer lugar, propone
evitar el purismo, el rechazo intransigente y sistemático que cierra el paso a las
palabras importadas de otras lenguas extranjeras. El purismo produce pobreza
mental, ya que impide designar y pensar nuevas realidades. Este es el problema de la
ortodoxia en psicoanálisis: una defensa a ultranza de la coherencia conceptual
genera autismo ante todo lo innovador (Mitchell S., 1988).
Lázaro Carreter aboga también, en segundo lugar, por frenar el abuso de
neologismos. Los vocablos nuevos necesitan ser filtrados. No cabe duda de que, en
ocasiones, los neologismos resultan ingeniosos y necesarios, pues actualizan el
lenguaje para adaptarlo a nuevas realidades, mientras que, en otros casos, suponen
cambios arbitrarios que se introducen por motivaciones como la moda, la búsqueda
narcisista de singularidad o la forma de resaltar la pertenencia a un subgrupo social.
Un buen filtro para separar el grano de la paja es comparar el neologismo con
sinónimos ya existentes, y estudiar si verdaderamente se aporta un nuevo significado.
Por ejemplo, supongamos que se intenta introducir el concepto del “tercer lado”

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creado por el teórico de la negociación, William Ury (1999). Este término proviene del
contexto real de las negociaciones formales y contiene el significado de no situarnos
simbólicamente “enfrente” en la mesa de negociaciones, sino en un tercer lado desde
el que poder percibir simultáneamente los propios intereses y los de la parte contraria.
Ahora bien, a pesar del gran interés de las teorías de Ury, ya disponemos de un
sinónimo para hacer referencia a la misma idea en la tradición psicoanalítica:
“terceridad” (Benjamin J., 2004). Por tanto, resultaría más prudente dejar el
neologismo como un sinónimo ocasional y priorizar el término tradicional. El uso
intensivo del “tercer lado”, junto al abandono del concepto de terceridad, podría
establecer una singularidad diferencial pero a costa de alienarnos de nuestra propia
tradición.
Por mi parte, espero no caer en el abuso de neologismos y superar el filtro de la
Academia de Psicoanálisis, al proponer un concepto nuevo: la construcción en
psicoterapia, como término que legitime la “actividad directiva” del terapeuta. Se trata
de una reactualización del concepto psicoanalítico clásico para acoger un nuevo
significado procedente de la psicología cognitivo-conductual y de técnicas habituales
de la psicoterapia de grupo. Freud (1937) definió el término como una reconstrucción
arqueológica de un fragmento olvidado de la vida del paciente. Propongo añadir una
nueva acepción al significado ya existente: la construcción como propuesta explícita
de acción para proyectar un fragmento del futuro del paciente.
Cabe preguntarse si la introducción de este término viene a responder a una
verdadera necesidad o si resulta arbitraria. Pienso que el problema de la
conceptualización de la acción explícita del terapeuta está sin resolver desde los
tiempos de la técnica activa de Ferenzci. Es verdad que el psicoanalista de hoy en día
es mucho más activo que el de generaciones anteriores. Pero también resulta obvia
la existencia de una fuerte disociación entre lo que hacemos realmente en nuestras
consultas y comentamos a nuestros más íntimos, y lo que no nos atrevemos a escribir
por temor a ser descalificados como herejes. Entonces, ¿por qué no legitimar estas
acciones, en vez de verlas como “parámetros”, quizás necesarios, pero marginados
de la técnica psicoanalítica? Entiendo que hay una necesidad de crear nuevos
conceptos acerca de la actividad explícita del terapeuta. A excepción de los conceptos
positivos (contención, sostenimiento) derivados de metáforas del desarrollo en la
infancia, todos los demás, tienen acepciones negativas (acting-out, enactment),
aunque después se admita un componente adaptativo o funcional (Stern D., 2007).
Por otra parte, la revolución que ha supuesto el “uso de la subjetividad del terapeuta”,
y que ha hecho de nosotros terapeutas más libres, no ha creado una teoría general
para resolver esta cuestión.
Hace ya 25 años, el lingüista Lázaro Carreter se planteaba un problema parecido.
Reflexionaba en un artículo sobre la conveniencia o no de admitir el término inglés
“romance” en el Diccionario de la Lengua Española. Antes de ofrecer un dictamen,
hizo un recorrido por el campo semántico de los “amores” en español. El término más
parecido era el de amorío, en su acepción de “acción y efecto de enamorarse”. Pero
dado que ese mismo término también significaba “relaciones amorosas poco serias”,
descartó amorío como sinónimo de romance. De la misma forma, terminó por
desechar una decena de posibles sinónimos porque todos contenían un significado
negativo en tanto “amancebamiento” (trato ilícito y habitual entre hombre y mujer). El
académico concluyó que el neologismo “romance” debía entrar en el diccionario ya

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que aportaba un significado nuevo y necesario para poder describir y pensar la


realidad de la sociedad española.
Podría pensarse que se trata meramente de un problema de insuficiencia del
lenguaje, pues la realidad social va por delante de la realidad “oficial”, tanto en
España como entre los psicoanalistas. Con o sin las palabras romance y
construcción, los españoles han vivido sus romances y los psicoanalistas han
propuesto sus construcciones. Sin embargo, la negación o indefinición lingüística de
partes de la realidad conduce a la patología: confusión emocional, bloqueo del
pensamiento e inhibiciones.
Propongo definir el término “construcción” como el desplazamiento de significado que
parte de la experiencia del terapeuta y se dirige a transformar la experiencia del
paciente, a través de intervenciones explícitas y directivas que buscan el consenso
con los intereses del paciente. Mi punto de partida consiste en que una construcción
es diferente de un consejo. El consejo pertenece al ámbito de la psicología
unipersonal: una persona recomienda a otra qué haría en su lugar ante un problema
concreto, mientras que la construcción funciona dentro de una psicología bipersonal y
de una epistemología constructivista. Se elabora como propuesta negociada y
adaptada a las motivaciones y defensas del paciente en el aquí y ahora. Y
naturalmente, el paciente necesita poder sentirse libre de aceptarla o rechazarla. Este
era el caso de la propuesta a Daniel para ser acompañado por su padre a comprar
ropa “rapera” al pueblo de al lado, construcción que rechazó.
Si utilizamos ahora el sistema de María Moliner, podemos definir el término
construcción a través de su pertenencia a la clase más general (función metafórica) y
por contraste con términos distintivos (transferencia e interpretación). La construcción
es una operación metafórica, ya que enfrenta una nueva, ambigua y mal delimitada
experiencia del paciente, a partir de un campo de experiencia del terapeuta más
concreto y elaborado. La construcción es una metáfora entre dos, elaborada en un
contexto intersubjetivo, y dirigida hacia el futuro del paciente. Por el contrario, la
interpretación recorre el camino inverso. Desenmascara la experiencia presente del
paciente, al poner de manifiesto el funcionamiento metafórico latente en relación a su
historia pasada.
Para aclarar mejor estas diferencias, hay que tener en cuenta que al implantar la
función metafórica en el contexto clínico de la relación paciente-terapeuta, surge una
cualidad emergente: el carácter deconstructivo o constructivo del trabajo del
terapeuta. El paciente toma un camino “asimilativo”, cuando vivencia una nueva
experiencia partiendo de otras anteriores más conocidas (función metafórica).
Paralelamente, el terapeuta realiza un trabajo deconstructivo, al interpretar el
significado actual en función de la historia del paciente: presente = función (pasado).
Por el contrario, el paciente toma un camino “acomodativo”, cuando vivencia una
nueva experiencia desde la influencia del terapeuta. Y el terapeuta realiza un trabajo
“constructivo”, al dejar usar su propia subjetividad o tomar una actitud proactiva como
medio de que el paciente pueda enfrentar mejor nuevas experiencias: futuro = función
(presente).
Los psicoanalistas somos grandes expertos del análisis deconstructivo: encontrar
significado “yendo hacia atrás”, desde el contenido manifiesto hacia el contenido
latente. De esta forma, combatimos el veneno de la hiper-metaforización del paciente,
que lo esclaviza a funcionar apegado a sus modelos primitivos. Naturalmente, mi
propuesta no pasa por perder esta rica tradición. Únicamente, trato de desarrollar el

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sentido constructivo de la función metafórica: crear significado “yendo hacia delante” y


que tiene que ver con la capacidad para usar explícita y voluntariamente metáforas
sociales bien delimitadas y encarnadas en el terapeuta (guerra, maternaje,
negociación y democracia, etc.) para influir terapéuticamente sobre el paciente.
Así, este nuevo término viene a ampliar el concepto clave de mutualidad (Aron L.,
1996) del psicoanálisis relacional, al describir la bidireccionalidad del proceso de
transporte del significado. Stolorow (1992) concibe la situación terapéutica como un
campo intersubjetivo de influencias mutuas entre paciente y terapeuta, pero su trabajo
se centra en el análisis deconstructivo del impacto de la influencia del terapeuta sobre
la conducta y subjetividad del paciente. Hoffman (1983) ha incorporado la dimensión
de la realidad de la personalidad del terapeuta para conceptualizar la transferencia
del paciente. Sin embargo, esta renovación conceptual sigue funcionando en una
dirección deconstructiva.
Por otra parte, para que podamos absorber un término nuevo, se necesita que sea
digerible por nuestro cuerpo conceptual. En el proceso interpretativo encontramos
resistencias en el paciente cuyo análisis hemos aprendido a valorar. El análisis de
estas resistencias permite elaborar interpretaciones más verdaderas y eficaces. Así
también, en el proceso constructivo encontramos resistencias en el paciente cuyo
análisis resulta ser muy valioso, pues permiten entender con mayor profundidad la
subjetividad puesta en juego, y contribuyen a que podamos elaborar construcciones
más verdaderas y eficaces.
Un ejemplo de este proceso se ha descrito en las negociaciones con Daniel. La
expresión de las resistencias para aceptar la primera construcción resultó muy útil
para interpretar con mayor profundidad el significado de lo que se jugaba el chico: el
intento fascinante de enfrentarse a un “rito de iniciación” adolescente y el miedo a las
consecuencias de esta toma de partido ante las bandas rivales. Esta nueva
interpretación y su comunicación a los padres produjo una nueva construcción que ya
pudo ser aceptada (permitirle ir al otro pueblo acompañado del “amigo-delegado” de
los padres).
Por tanto, en el proceso constructivo aparecen resistencias que producen
interpretaciones más profundas, las cuales a su vez corrigen las construcciones y
aumentan las posibilidades de alcanzar el consenso buscado. Las interpretaciones y
las construcciones pueden entenderse como subsistemas interconectados
(pensamiento y acción) que se retroalimentan entre sí y pueden crear sinergia
(Seligman S., 2005).
La construcción no viene a desplazar la importancia del concepto tradicional de
interpretación. En realidad, lo fortalece y delimita. Lo fortalece al incluir la
interpretación como un subtipo de una clase más amplia, la función metafórica, en su
vertiente deconstructiva: el desenmascaramiento del proceso de asimilación de la
experiencia nueva del paciente en función del pasado. Si aceptamos, con Lakoff, que
pensamos, sentimos y actuamos principalmente a través de metáforas
(transferencias), no parece que pertenezcamos a una tradición que haya estado muy
desorientada.
A la vez delimitamos el concepto de interpretación al contraponerse éste a la
construcción como término distintivo dentro de un mismo marco referencial. El
primero recorre un camino deconstructivo, mientras que el segundo toma un camino
constructivo: la acomodación intersubjetiva que permite al paciente usar metáforas
del terapeuta para resolver situaciones de bloqueo.

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Por otra parte, la construcción tiene fuertes lazos y grandes diferencias con el “acting
out”. Laplanche y Pontalis (1993) definen el acting out como una acción impulsiva
aislada auto o heteroagresiva que expresa afectos disociados o reprimidos en un
lenguaje de proceso primario. Muchas construcciones tienen un ingrediente
importante de acting out. Sin embargo, una construcción mezcla el funcionamiento
primario con el secundario, integrando la agresividad del acting out con otras partes
del self y de la realidad contextual, para terminar produciendo un resultado afectivo
positivo y adaptado.
Pueden describirse muchos tipos diferentes de construcción según el grado de
complejidad, la función que realiza y el contexto al que se aplica. Las más simples
son las construcciones contenedoras. Surgen de forma rápida en la mente del
terapeuta como ocurrencias acerca del uso de recursos sociales con fines de
contención. El carácter de sentido común facilita la coincidencia con los intereses del
paciente. Por ejemplo, a un adolescente de trece años le propuse acudir a clases de
kárate o de algún tipo de lucha deportiva. Él se mostró de acuerdo y adivinó mis
intenciones al instante: “tú lo que quieres es que deje de liarla en el colegio y no me
expulsen, vamos, que me pegue solamente con los del gimnasio”. Así, usamos una
realidad social para proteger al paciente de vivir bajo la “ley del Oeste”. Se legitima el
proceso primario –el disfrute tan arraigado de la agresividad cuerpo a cuerpo- y se
combina con un nuevo prototipo adaptado (el deportista) como metáfora curativa con
la que aprender límites.
Las construcciones simbólicas persiguen alcanzar una experiencia singular y
correctiva para resolver un bloqueo relacional de larga duración. Un ejemplo es el
caso de Humberto, un pintor que padecía un bloqueo artístico debido a su actitud
disociada respecto a su principal maestro en la juventud. Por una parte, le adoraba y
se identificaba intensamente con su carácter y estilo entusiastas. Pero por otra,
defendía fieramente las diferencias radicales que existían entre ellos. Había tomado
un camino opuesto al del maestro, pintor abstracto e intensamente subjetivo:
componía paisajes urbanos libres de la palabrería de su antecesor, pero sin alma.
Transcurridos cuatro o cinco años de psicoterapia, elaboré una construcción para
tender un puente entre la rebeldía y la tradición. Le propuse escoger un tema que le
atrajera especialmente, pintarlo en busca de una calidad superior a la habitual, y
seguir adelante a pesar de los obstáculos. Aquí, el acting out era asumir una consigna
rebelde, puesto que criticaba agriamente a su “padre profesional” el hecho de que
siempre resolviera sus obras rápidamente, sin suficiente elaboración. Humberto
aceptó encantado el juego, comenzó a pintar el retrato de un amigo y se atrevió a ser
“subjetivo”. Para ello, necesitó aplicar nuevas técnicas abstractas al estilo de su
maestro, al tiempo que se mantuvo firme en su trayectoria de pintor figurativo. Y lo
logró. No solo consiguió una obra de calidad, sino que inauguró una nueva época
creativa, volvió a interesarse por la abstracción y se embarcó en obras más
personales. Un día, con la voz ronca impostada y su guasa habitual, dijo: “Tiene
cojones la cosa, a los cincuenta años me convierto en el hijo de mi maestro”.
Las construcciones contextuales inciden sobre entornos patológicos de pequeño o
mediano tamaño que, a menudo, maltratan al sujeto. Así, tras un largo tiempo de
crecimiento profesional dentro de un grupo de investigación sobre psicoterapia
psicoanalítica, mi situación personal comenzó a deteriorarse cuando, en los últimos
años, defendí teorías innovadoras que fueron rechazadas por el grupo bajo el clásico
reproche de querer cargarse el psicoanálisis. Paralelamente, el coordinador se peleó

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contra el resto de la institución común a la que todos nosotros pertenecíamos. Y


dentro del pequeño grupo de investigación, pedía la adhesión incondicional o te
colocaba en el bando de sus enemigos. Pasados unos meses de guerra institucional,
me enteré de sopetón que el coordinador había diseñado una nueva institución que
abanderaría la corriente innovadora que anteriormente rechazaba y que yo había
defendido como pionero. La mayoría de mis antiguos compañeros participaron de las
negociaciones secretas, se hicieron socios y comenzaron a llamarle “el líder”. Por mi
parte, acepté parte del papel marginal y periférico que me asignaron. Y naturalmente,
me sentí maltratado, ya que no se me concedió la mínima oportunidad de negociar
mis intereses.
¿Es un acting out esta denuncia? Por supuesto que sí. El hecho de publicarlo
satisface un deseo de venganza personal. Mientras lo escribo no puedo parar de
reírme al imaginar la situación de embarazo que tendrá “el líder” si lee este texto o le
llegan noticias indirectas. Además, también disfruto de sentirme astuto y aplicar una
estrategia de guerrilla.
Ahora bien, no solo hago la guerra al maltrato, también soy maternal con el
maltratador. Hemos sido buenos compañeros durante años y nos tenemos también
aprecio. Por tanto, le protejo al hablar del pecado y no del pecador. Solo puede ser
reconocido por aquellos que previamente ya conocían la historia, para el resto de los
lectores se trata de un caso anónimo. Y también puedo ser empático con el cacique:
¿quién no ha deseado ser el amo, el señor feudal de un territorio?
La denuncia de este maltrato, a pesar del ingrediente agresivo, tiene un valor positivo
hacia el futuro: protege al maltratado y contribuye a evitar abusos futuros al romper la
impunidad del maltratador. Además, la lucha contra el caciquismo combate una
enfermedad de la que somos portadores genéticos como descendientes de Freud. El
caciquismo crea una ideología “nacionalista” que exalta las diferencias con fines de
ocupación del poder, lo que produce un efecto de fragmentación del sistema
conceptual. El narcisismo de la diferencia, la lógica del orgullo del “nosotros”, refuerza
el uso exclusivo de los términos propios, al tiempo que desincentiva el uso de las
palabras de “ellos”.
Finalmente, las construcciones colectivas se aplican sobre la patología de
instituciones o grupos amplios, y solo pueden realizarse a través de un movimiento
social. Animo al lector a embarcarse en un proyecto de defensa de la unidad del
lenguaje psicoanalítico, por ejemplo, con un recurso ya explicado como el uso de la
metáfora de la Academia de la Lengua para curarnos del purismo y del exceso de
neologismos.
Combatir la fragmentación destructiva de nuestro lenguaje nada tiene que ver con
frenar la creatividad ni la aparición de nuevos paradigmas. Antes al contrario, para
que nuestro sistema conceptual pueda funcionar como un Parlamento democrático,
que de cabida a diferentes paradigmas-partidos y aliente el debate, la comunicación y
el desarrollo de líneas de investigación divergentes, se necesita proteger el código
común que permite entendernos mutuamente, y curarlo de tres tipos de patología: la
infertilidad para engendrar nuevos términos, el aislamiento con respecto a otras
metáforas ya existentes en otros campos de estudio y la inapetencia sexual para
construir romances entre parejas conceptuales que obviamente se atraen y pueden
convivir juntas.

BIBLIOGRAFÍA

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(*) José Manuel Pinto Campos


Ardemans 12; 1º C.
28028 Madrid
[email protected]
www.jmpinto-psicoterapia.com

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(**) Miembro de IARPP-España y del Instituto de Psicoanálisis Relacional


Director del curso “La creatividad en Psicoterapia”

(***) Metaphors that cure: constructions in psychoanalytic psychotherapy

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