La Coqueta Fria

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La coqueta.

La habilidad para retardar la

satisfacción es el arte consumado de la

seducción: mientras espera, la víctima

está subyugada. Las coquetas son las

grandes maestras de este juego, pues

orquestan el vaivén entre esperanza y

frustración. Azuzan con una promesa de

premio —la esperanza de placer físico,

felicidad, fama por asociación, poder —

que resulta elusiva, pero que sólo

provoca que sus objetivos las persigan

más. Las coquetas semejan ser

totalmente autosuficientes: no te

necesitan, parecen decir, y su narcisismo

resulta endemoniadamente atractivo.

Quieres conquistarlas, pero ellas tienen

las cartas. La estrategia de la coqueta es

no ofrecer nunca satisfacción total. Imita

la vehemencia e indiferencia alternadas

de la coqueta y mantendrás al seducido

tras de ti.

La coqueta vehemente y fria.

En el otoño de 1795, París cayó en un extraño vértigo. El reino del terror que siguió a la
Revolución francesa había terminado; el ruido de la guillotina se había extinguido. La ciudad

exhaló un colectivo suspiro de alivio, y dio paso a celebraciones desenfrenadas e interminables

festejos. Al joven Napoleón Bonaparte, entonces de veintiséis años, no le interesaban tales

jolgorios. Se había hecho famoso como general brillante y audaz al ayudar a sofocar la rebelión en

las provincias, pero su ambición era ilimitada, y ardía en deseos de nuevas conquistas. Así, cuando

en octubre de ese año la infausta viuda Josefina de Beauhar-nais, de treinta y tres años, visitó sus

oficinas, él no pudo menos que confundirse. Josefina era demasiado exótica, y todo en ella

lánguido y sensual. (Capitalizaba su raro aspecto: era de la Martinica.) Por otra parte, tenía fama de

mujer fácil, y el tímido Napoleón creía en el matrimonio. Aun así, cuando Josefina lo invitó a una de

sus veladas semanales, él aceptó, para su propia sorpresa. En la velada, Napoleón se sintió

completamente fuera de su elemento.

Todos los grandes escritores e ingenios de la ciudad estaban ahí, así como los pocos nobles

sobrevivientes; la misma Josefina era vizcondesa, y había escapado apenas a la guillotina. Las

mujeres estaban deslumbrantes, y algunas de ellas eran más hermosas que la anfitriona; pero los

hombres se congregaron alrededor de Josefina, atraídos por su distinguida presencia y majestuosa

actitud. Ella los abandonó varias veces para acudir al lado de Napoleón; nada habría podido halagar

más el inseguro ego de éste. El empezó a visitarla. En ocasiones ella lo ignoraba, y él se marchaba

encolerizado. Pero al día siguiente llegaba una apasionada carta de Josefina, y él corría a verla.

Pronto pasaba casi todo el tiempo con ella. Las ocasionales demostraciones de tristeza de Josefina,

sus arranques de ira o de lágrimas, no hacían más que ahondar el apego de él.

En marzo de 1796, Napoleón y Josefina se casaron. Dos días después de su boda, él partió a

dirigir una campaña en el norte de Italia, contra los austríacos. "Eres el objeto constante de mis

pensamientos", le escribió a su esposa desde el extranjero. "Mi imaginación se fatiga conjeturando

qué haces." Sus generales lo veten distraído: abandonaba pronto las reuniones, pasaba horas

escribiendo cartas o contemplaba la miniatura de Josefina que llevaba al cuello. Había llegado a tal
estado a causa de la insoportable distancia entre ellos, y de la leve frialdad que ahora detectaba e

Josefina: rara vez escribía, y en sus cartas faltaba pasión; no lo había acompañado a Italia,

tampoco. Napoleón debía terminar rápido esa guerra, para volver a su lado Tras combatir al

enemigo con celo inusual, empezó a cometer errores. "¡Vivir por Josefina!", le escribió. Trabajo

para estar cerca de ti; me muero por estar a tu lado." Sus cartas se hicieron más apasionadas y

eróticas; una amiga de Josefina que las leyó, escribió: "La letra [era] casi indescifrable, la ortografía

incierta, el estilo grotesco y confuso. [...] jQué posición para una mujer! Ser la fuerza impulsora de

la marcha triunfal de un ejército". Pasaron meses en que Napoleón rogaba a Josefina que fuera a

Italia y ella daba excusas interminables. Al fin accedió, y marchó de París a Brescia, donde

Napoleón tenía su cuartel.

Pero, de camino, un encuentro cercano con el enemigo la obligó a desviarse a Milán. Fuera

de Brescia en batalla, al volver Napoleón y descubrir que ella se ausentaba aún, culpó a su

enemigo, el general Würmser, y juró vengarse. En los meses subsecuentes pareció perseguir dos

objetivos con igual denuedo: Würmser y Josefina. Su esposa nunca estaba donde se suponía:

"Llego a Milán, corro a tu casa, dejando de lado todo para estrecharte en mis brazos, ¡y no estás

ahí!". Napoleón se ponía furibundo y celoso; pero cuando al fin daba con Josefina, el menor de sus

favores le derretía el corazón. Hacía largos paseos con ella en un carruaje encubierto, mientras sus

generales rabiaban; se suspendían reuniones, órdenes y se improvisaban estrategias. "Nunca", le

escribió él después, "una mujer había estado en tan completo dominio del corazón de un hombre."

No obstante, el tiempo que pasaban juntos era muy breve. Durante una campaña que duró casi un

año, Napoleón pasó apenas quince noches con su nueva esposa.

A oídos de Napoleón llegaron más tarde rumores de que Josefina había tenido un amante

mientras él estaba en Italia. Sus sentimientos hacia ella se enfriaron, y él mismo tuvo una

inagotable serie de amantes. Pero a Josefina jamás le preocupó esta amenaza a su poder sobre su

esposo; unas cuantas lágrimas, algunas escenas, un poco de frialdad de su parte, y él seguía siendo
su esclavo. En 1804, él la hizo coronar emperatriz; y si ella le hubiese dado un hijo, habría seguido

siendo emperatriz hasta el final. Cuando Napoleón estaba en su lecho de muerte, la última palabra

que pronunció fue "Josefina".

Durante la Revolución francesa, Josefina estuvo a punto de perder la cabeza en la guillotina.

Esta experiencia la dejó sin ilusiones, y con dos fines en mente: vivir una vida de placer y buscar al

hombre que mejor pudiera brindársela. Pronto puso los ojos en Napoleón. Era joven y tenía un

brillante futuro. Bajo su serena apariencia, intuyó Josefina, él era por completo emocional y

agresivo, pero esto no la intimidó; sólo revelaba la inseguridad y debilidad de él. Sería fácil de

esclavizar. Josefina se adaptó primero a sus humores, lo cautivó con su gracia femenina, lo

entusiasmó con sus miradas y modales. Él deseó poseerla. Y una vez que ella suscitó este deseo, su

poder radicó en posponer su satisfacción, alejándose de él, frustrándolo. De hecho, la tortura de la

persecución concedía a Napoleón un placer masoquista. Ansiaba someter el espíritu independiente

de Josefina, como si ella fuera un enemigo en batalla.

' La gente es inherentemente perversa. Una conquista fácil tiene menos valor que una difícil;

en realidad, sólo nos excita lo que se nos niega, lo que no podemos poseer por completo. Tu mayor

poder en la seducción es tu capacidad para distanciarte, para hacer que los demás te sigan,

retrasando su satisfacción. La mayoría de las personas calculan mal y se rinden muy pronto, por

temor a que la otra pierda interés, o a que el hecho de darle lo que quiere conceda al dador cierto

poder.

La verdad es lo contrario: una vez que satisfaces a alguien, pierdes la iniciativa, y te expones

a que él pierda el interés al menor capricho. Recuerda: la vanidad es decisiva en el amor. Haz temer

a tus objetivos que te apartarás, que dejarán de interesarte, y despertarás su inseguridad innata; el

miedo de que, al conocerlos, dejen de excitarte. Estas inseguridades son devastadoras. Luego, una

vez que se sientan inseguros de ti y ellos mismos, reenciende su esperanza haciéndolos sentir

deseados de nuevo. Vehemencia y frialdad, vehemencia y frialdad: esta forma de la coquetería es


perversamente placentera, pues aumenta el interés y mantiene la iniciativa de tu lado. Jamás te

desconciertes por el enojo de tu objetivo: es signo seguro de esclavitud. Aquella que retenga largo

tiempo su poder, deberá servirse del mal de su amante. —Ovidio.

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