Neoliberalismo y Justicia Social

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Francisco Miguel Martínez Rodríguez

Educación, neoliberalismo y justicia


social
Una revisión crítica del desarrollo humano desde la Carta de la Tierra y la Economía
Social

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Contenido

Prólogo
Introducción
1. ¿Por qué se sigue negando la «crisis sistemática del modelo capitalista neoliberal»?
Perspectiva histórica e intereses ocultos
1.1. Las políticas neoliberales y el origen de la crisis económica internacional
1.2. Los efectos de un «capitalismo tóxico»
1.3. La crisis financiera y económica española
1.4. La educación desde la perspectiva neoliberal
2. Del capitalismo neoliberal a una economía centrada en el mantenimiento y desarrollo
de la vida
2.1. Acerca de la noción de «desarrollo»: antecedentes históricos e implicaciones
educativas
2.2. El «Índice del Desarrollo Humano». Avances y nuevos retos para la educación
2.3. Alternativas de desarrollo a la crisis sistémica del capitalismo neoliberal
2.4. Por una economía que valora la vida. Educación, movilización y solidaridad
3. Repensar la economía social y solidaria (ESS). Pautas para una economía más
equitativa y sostenible
3.1. Antecedentes de la ESS: la lucha contra el capitalismo neoliberal
3.2. Origen y desarrollo de la economía social en España
3.3. La economía social y solidaria (ESS). Principales características y rasgos
distintivos
3.4. Por una nueva cultura del trabajo asociativo: el caso concreto de las
cooperativas
4. Otro pensamiento es posible: el papel de la educación y la Carta de la Tierra en la
mejora de las empresas de economía social y solidaria
4.1. El mito de la igualdad de oportunidades según François Dubet: implicaciones
educativas de cara a la justicia social y económica
4.2. Igualdad de posiciones frente a igualdad de oportunidades
4.3. Justicia social y educación
4.4. Repensar la educación para un nuevo desarrollo socioeconómico
4.5. Trabajo colaborativo y fomento de la empatía como claves educativas para una
toma de conciencia global dentro de los valores de la Ecopedagogía y la Carta de la
Tierra

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Reflexiones finales
Referencias bibliográficas
Créditos

4
A los que aún creen en la utopía
y trabajan cada día por la justicia social.

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Prólogo

Agradezco mucho al autor de esta monografía, Francisco Miguel Martínez


Rodríguez, la gentileza que ha tenido al ofrecerme escribir este prólogo. Me ha dado
generosamente la oportunidad de leerla con antelación y también de subrayar aquí
algunas ideas que desarrolla a lo largo del texto, y que me parecen esenciales para
entender el mundo de nuestra época, así como para tratar de cambiar todas aquellas cosas
que hoy día están provocando tanta frustración y dolor en millones de seres humanos.
La primera cuestión que me gustaría mencionar es que esta reflexión sobre educación
y justicia social en la época del capitalismo neoliberal, el capitalismo sin freno y
posiblemente más inhumano de toda su historia, se hace como a mi juicio debe hacerse si
se quiere analizar bien este tipo de asuntos: yendo más allá del encasillamiento
disciplinar y recabando la ayuda analítica de diversos enfoques y disciplinas.
Por muchas que puedan ser las dificultades a la hora de ponerlo en marcha, no hay
más remedio que recurrir al pensamiento complejo para entender lo que por naturaleza es
complejo. No valen las simplificaciones en que necesariamente termina una
especialización acérrima, ni fragmentar el saber ciñéndonos a la exclusiva perspectiva
que da una sola disciplina. Y mucho menos cuando lo que está sobre la mesa es el
conocimiento de lo que está pasando con asuntos como la educación, la satisfacción
humana o la justicia, que tienen una multitud de dimensiones, todas ellas integradas e
interrelacionadas.
Creo que un acierto de esta obra, que espero aprecien también otros lectores, es el
discurso multidimensional que constantemente se va entrelazando para comprender
mejor el mundo que nos rodea, los cambios sociales que se han producido y las pautas
que podrían servirnos de guía para poder corregir las tendencias que se han impuesto en
los últimos decenios.
Me parece que es gracias a esa forma de reflexionar y de plantear los asuntos que se
puede detectar algo que igualmente me resulta esencial: comprender que los problemas
que vivimos, y en particular la crisis en la que estamos inmersos, ya casi como en una
especie de estatus permanente, no son manifestaciones puntuales ni perturbaciones
coyunturales o particularizadas. A lo largo del texto creo que queda claro, y comparto
plenamente esa idea, que estamos viviendo una inestabilidad de gran envergadura, pero
que es, sobre todo, sistémica y civilizatoria. Se ha calificado así tantas veces, e incluso
desde tantos y tan dispares puntos de vista, que pareciera que se trata nada más que de un
lugar común, pero no es así.
Es cada vez más inadecuado confundir el capitalismo de nuestros días y, por tanto,

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los problemas que plantea y las crisis que produce, con un simple modo de articular la
vida económica o las relaciones productivas. Si bien siempre lo ha sido, hoy día es más
manifiesto que nunca que el capitalismo contemporáneo, el neoliberal, trasciende la
economía, y que los procesos productivos que proporcionan la ganancia y su reparto
están inextricablemente ligados a la ideología, al poder, al mundo de las instituciones o a
los comportamientos personales; es decir, al conjunto de todas las manifestaciones de la
vida social, incluyendo las que tienen que ver con nuestra experiencia más íntima,
familiar o personal. El capitalismo de nuestra época ya no es sólo el espacio del trabajo,
el de la mera obtención de la plusvalía, sino que ha entrado en nuestras vidas, en nuestro
cerebro, en nuestro corazón y en nuestras emociones.
Ese es el resultado de la mutación neoliberal que hemos sufrido en los últimos años.
Lejos de quienes quieren interpretar el reconocimiento del neoliberalismo como una
especie de escape para evitar enfrentarse al capitalismo con todas sus letras, yo creo que
reconocerlo tal cual es la manera de enfrentarlo directamente, con mucha mayor nitidez
y realismo, y con todas sus consecuencias a la vista.
El neoliberalismo no es sólo la política económica que privatiza y destruye lo
público, que concede cada vez más espacios al mercado, orientada constantemente a
redistribuir a favor de los de arriba y a generar condiciones productivas que concentren
también allí las rentas primarias, que desmantela las estructuras fiscales, que desrregula
para dar plena libertad al capital... Es eso, por supuesto, pero también mucho más porque
en realidad el neoliberalismo es el capitalismo hecho y, creo que se me entenderá lo que
quiero decir, humanidad, esto es, civilización, una forma de ser y de relacionarse de los
seres humanos que permite legitimar y que garantiza una sumisión antes quizá
inalcanzada.
El éxito indudable del capitalismo de nuestros días es el de haber podido extender su
dominio de forma nunca antes conseguida y el de haber logrado una retribución
extraordinaria del capital, como demuestran los datos que conocemos de concentración
de la riqueza y de desigualdad (en 2010, sin ir más lejos, el 93 por 100 del incremento
del ingreso en Estados Unidos fue a parar al 1 por 100 más rico de la población;
Enmanuel Sanz, Striking it Richer: The Evolution of Top Incomes in the United States —
Updated with 2009 and 2010 estimates—. Paper. Politic Economy Research Institute,
2011). Si eso se ha podido lograr ha sido no sólo porque se han desmantelado los
contrapoderes que se habían ido consolidando en decenios anteriores, sino, además, por
la generación de un auténtico ser sumiso.
Esto último es el resultado de civilizar (¿o deberíamos decir «incivilizar»?) a los seres
humanos, de convertirlos en átomos, ensimismados en su propia mismidad, ajenos a los
demás y completamente inconscientes de que sus problemas y situaciones son los de
otros millones de personas, aislados, y esclavos también, de la deuda, del trabajo
precario, de la cultura banalizada, de millones de imágenes que, circulando a toda
velocidad por delante de sus ojos, sólo producen confusión y una sensación falsa de

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percepción de la realidad.
Naturalmente, como leemos en este libro, para ello ha sido decisiva la conversión de
la educación y en general de los medios de comunicación en aparatos de aislamiento, de
desinformación y de generación de percepciones erróneas o desnaturalizadas de la
realidad y de la condición humana. No sólo se han convertido, como a veces se
simplifica, en sistemas de mediación al servicio del aparato productivo, buscando un
objetivo puramente mercantil para lograr el tipo de inserción deseada de los individuos
en las relaciones económicas. Es algo más, como acabo de señalar: la educación, en
concreto, está yendo más allá, porque, además de crear empleados competentes para
cada modelo productivo, trata de conformar el tipo humano sumiso y legitimador del
orden establecido que es preciso generalizar para que el edificio del capitalismo
neoliberal, más insatisfactorio que nunca y completamente distinto al capitalismo «del
más» (más consumo, más bienestar...) de los años gloriosos, se consolide sin conflictos
ni rechazos.
Me parece que es muy importante tener presente esta dimensión civilizatoria del
neoliberalismo, considerar que la gran transformación de los años setenta y ochenta del
siglo pasado supuso, además de una revolución tecnológica y productiva y de una
modificación completa de la regulación macroeconómica y social, un cambio radical de
valores y de modos de vida sin el cual no se hubiera producido el triunfo del capital. Sin
tenerlo en cuenta no es posible pensar exitosamente en respuestas a la situación en la que
estamos viviendo, porque, siendo así, no es necesario generar solamente alternativas o
proyectos políticos, sino también tratar de re-conformar a los seres humanos, re-fundar
su humanidad, para que recuperen su capacidad de relacionarse, de entrar en contacto
con los demás y de sentirse seres sociales, sociedad y no sólo individuos, o átomos en el
universo de la mercancía. El humanismo deshumanizador, si se me permite la expresión,
ha sido la clave del éxito del capitalismo neoliberal como mecanismo de concentración
de riqueza. Por tanto, únicamente re-humanizándonos, forjando «otro carácter» —por
usar la expresión que se utiliza en el libro—, se podrá superar el estadio en el que nos
encontramos.
Creo que eso lleva a considerar que asuntos como la educación o la justicia necesitan
plantearse en el contexto de estrategias profundas de reencuentro de los seres humanos
con nosotros mismos. Bien es cierto que, por supuesto, hay que operar sobre las palancas
del poder que determinan las condiciones de apropiación, de convicción y sometimiento
que están detrás de lo que Chomsky ya ha calificado como guerra y no sólo como lucha
de clases. Pero también, y al mismo tiempo, sobre las que están más cerca de la
epidermis de las personas. Comparto plenamente la idea expresada por el autor cuando
concluye este libro afirmando que, desde la perspectiva ecosistémica que, como he
apuntado más arriba, asume en todo su discurso, re-pensar y re-hacer la educación
implica «apostar por un modelo de justicia social que crea en la redistribución de la
riqueza para acabar con las injusticias socioeconómicas presentes». Pero, como también

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se apunta a lo largo del texto, tengo la convicción de que, en el estadio del capitalismo
neoliberal, eso no es alcanzable operando sólo en esos niveles, llamémosle
convencionales, de acción política y social. Me parece que, además, es imprescindible
romper la «brecha emocional» (utilizo la expresión de Hargreaves que se cita en el libro
y que me ha parecido extraordinariamente sugerente, aunque en un sentido quizá más
amplio) que sufrimos como expresión del muy diferente grado de autonomía de la
voluntad y de capacidad de discernimiento, de cognición y de decisión que nos ha
quedado a los seres humanos.
El neoliberalismo se ha convertido en una forma de dominio integral que somete a las
personas en un grado extraordinario, si se tiene en cuenta que las capacidades
potenciales de información y evaluación que hoy día tenemos a nuestro alcance son casi
ilimitadas. Por eso la liberación debe ser igualmente profunda y radical y requiere
disponer de recursos no sólo de empoderamiento político, sino también, y no sé si
debería decir que sobre todo, de realización personal, de liberación humana muy
profunda. Por eso la educación, tanto en su dimensión institucionalizada como en la que
tiene que ver con nuestra capacidad más informal de percibir lo que pasa en nuestro
medio ambiente más próximo, de evaluarlo y operar sobre él, es tan decisiva. Por eso es
tan urgente reflexionar sobre su papel y sobre las formas de defenderla y fomentarla, y
por eso creo que las claves que proporciona la reflexión de Francisco Miguel Martínez
Rodríguez en este libro son tan oportunas y valiosas.

Universidad de Sevilla, enero de 2013.


JUAN TORRES LÓPEZ

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Introducción

El debate sobre la gravedad de la situación económica actual que afecta


fundamentalmente a Estados Unidos y la Unión Europea, con especial incidencia en
países como Irlanda, Grecia, Portugal, Italia o España, está en el centro de las
preocupaciones políticas de los Estados nacionales y de organismos internacionales
como la Reserva Federal Estadounidense, El Fondo Monetario Internacional (FMI), el
Banco Mundial (BM) o el Banco Central Europeo (BCE). El objetivo de las políticas
defendidas por estas instituciones es evitar, al menos aparentemente, un nuevo colapso
de la economía mundial. Alrededor de este objetivo, los dirigentes políticos nacionales,
«persuadidos» por las agencias de calificación de riesgos o agencias de rating como
Standard & Poor’s y Moody’s (Estados Unidos) o Fitch Ratings (Reino Unido), y bajo la
presión permanente de los mercados de capitales, están desarrollando severos planes de
ajuste para garantizar su solvencia y reducir el endeudamiento. En el caso concreto de
Europa, el denominado control del déficit fiscal por parte de los socios europeos se ha
convertido casi en una obsesión o «dogma de fe». Estas políticas, presididas
fundamentalmente por Alemania, y apoyadas por otros países como Finlandia y
Holanda, persiguen la austeridad en el gasto público de aquellos socios con mayores
dificultades económicas y financieras como pueden ser Grecia, Portugal o España. Las
medidas impuestas van en la línea de una mayor flexibilización del mercado laboral,
fuerte contención del gasto público y una paulatina privatización de los servicios
públicos esenciales, como sanidad o educación.
El discurso oficial encargado de hacer llegar la información a los ciudadanos presenta
estas medidas como las únicas posibles y necesarias para salir de la crisis económica.
Los gabinetes de crisis de los diferentes gobiernos afectados se afanan por acelerar su
puesta en práctica apelando a la responsabilidad ciudadana, a la necesidad de un esfuerzo
colectivo y al propio «sentido común» como elementos de una estrategia global para
salir del abismo económico en el que nos encontramos. Se les pide a los ciudadanos que
miren hacia adelante, que estén dispuestos a asumir grandes sacrificios por el «bien
colectivo» y que asuman su parte de culpa por haber vivido estos últimos años «por
encima de sus posibilidades» (Navarro, Torres y Garzón, 2011). Nada se dice sin
embargo de las causas reales que nos han conducido hasta esta situación, sino de lo que
se debe hacer desde un discurso neoliberal para hacer frente al fracaso estrepitoso de las
mismas políticas económicas neoliberales que están en la base de la actual depresión.
Tampoco parecen importar demasiado a los representantes políticos, que trabajan
incansablemente por llevar a cabo estas medidas de ajuste, las terribles consecuencias

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personales y sociales que están teniendo dichas medidas para sus conciudadanos: pérdida
de derechos sociales y laborales jamás vista hasta la fecha, desempleo generalizado,
disminución del poder adquisitivo de las clases medias y trabajadoras, aumento
considerable del número de personas en situación de pobreza, desestructuración familiar
y pérdida progresiva de la cohesión social, entre otras. Paradójicamente, se quiere hacer
frente a la enfermedad que nos ha llevado hasta aquí con unas recetas similares a las que
la han provocado.
No se observa en la hoja de ruta de las citadas políticas un análisis riguroso y objetivo
de las variables que durante los últimos treinta años han favorecido el caldo de cultivo de
la debacle económica y social que estamos padeciendo. La falta de información o, mejor
dicho, la manipulación intencionada de las causas reales de la crisis no es un hecho
accidental. Más bien se trata de todo un proceso perfectamente planificado y orquestado
por las mismas entidades financieras (bancos, aseguradoras, corporaciones
multinacionales, etc.), así como por los grandes monopolios y oligopolios empresariales,
que han especulado, arriesgado y perdido millones de dólares y de euros en esta especie
de ingeniería financiera en la que se ha transformado la globalización económica. Estos
inversores y especuladores no quieren asumir sus propias pérdidas, y están utilizando a
los gobiernos afectados para que les devuelvan, en forma de un endeudamiento
permanente y sometido a un estricto plan de ajuste dirigido a las clases trabajadoras, el
dinero que han perdido y el que han dejado de ganar tras el crac económico. Por todo
ello, no es de extrañar que estos capitalistas ortodoxos no quieran ni oír hablar de
posibles alternativas o modelos de desarrollo socioeconómico que difieran de las
políticas neoliberales que ellos mismos han defendido a capa y espada. Cualquier
propuesta a esto que se ha dado en llamar «pensamiento único» (García Quero, 2010) es
rápidamente tachada de utópica, idealista y poco real.
Sin embargo, nuestra intención con este trabajo es analizar, reflexionar y mostrar que
«otro desarrollo» no sólo es posible, sino también necesario. Autores de la talla de
Mayor Zaragoza (2009), Sampedro (2010), Stiglitz (2009), Vicençs Navarro y Juan
Torres (2011), entre otros muchos, sostienen que otro modelo de desarrollo es posible y
además deseable. Por ello, apoyándonos en las investigaciones empíricas y en las
reflexiones teóricas que llevan a cabo estos y otros autores, y tras un análisis detallado de
la realidad socioeconómica presente, nos planteamos las siguientes cuestiones a las que
deseamos dar respuesta en el presente trabajo: ¿cuáles son los antecedentes históricos
que están detrás de la crisis económica y financiera mundial?, ¿qué factores económicos
y políticos nos han conducido a esta situación?, ¿por qué los defensores de las políticas
neoliberales no quieren oír hablar de alternativas al actual modelo de crecimiento?,
¿podemos afirmar que estamos ante la «crisis sistémica y estructural» del modelo
neoliberal capitalista?, ¿son posibles otras formas de desarrollo socioeconómico más allá
de la ideología neoliberal?, ¿qué opciones de cambio podemos encontrar en la
denominada «economía social y solidaria» y en «la economía del bien común»?, ¿en qué

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medida puede contribuir la «Carta de la Tierra» al desarrollo de una nueva economía
más solidaria y equitativa? y ¿qué papel puede y debe desempeñar la educación en todo
este proceso?
Al objeto de ofrecer una explicación razonable acerca de estos interrogantes, hemos
estructurado el libro en torno a cuatro capítulos que guardan una relación lógica entre sí,
teniendo como finalidad compartida la de ofrecer una visión diferente del desarrollo
humano que trascienda las reglas de juego del capitalismo neoliberal. En el primer
capítulo indagamos acerca de las causas que han dado lugar a la mayor crisis financiera y
económica internacional conocida. Desvelamos los intereses ocultos de un modelo
económico desregulado, que ha estado al servicio de las grandes corporaciones
multinacionales e influenciado por grupos de presión ideológicos, cercanos a las
corrientes neoconservadoras liberales, que persiguen la mayor concentración de capital y
poder vista hasta el momento. Analizamos el paso de un capitalismo productivo basado
en la sobreproducción, sobreexplotación y consumo abundante, a un capitalismo
financiero de carácter especulativo iniciado con las políticas de gobiernos
ultraconservadores como el de Margaret Thatcher en Inglaterra y el de Ronald Reagan en
Estados Unidos. Este cambio de enfoque del sistema capitalista tiene unas nefastas
consecuencias sobre el conjunto de la población y el medio natural que hemos
denominado con el nombre de «capitalismo tóxico». La desigual distribución de la
riqueza, el aumento progresivo de personas en situación de pobreza en el interior de
países considerados desarrollados, la pérdida de poder adquisitivo por parte de las clases
trabajadoras o el desmantelamiento progresivo de servicios públicos esenciales como la
educación y la sanidad son sólo algunos ejemplos de las consecuencias de este sistema
económico. En el caso concreto de España, el colapso financiero internacional, y sus
posteriores efectos en el sector financiero nacional, han provocado el denominado
«pinchazo de la burbuja inmobiliaria», que hasta la fecha era el principal motor de la
economía española. Por último, comprobamos cómo la filosofía neoliberal ha ido
impregnando también a los sistemas educativos públicos. La educación al servicio del
mercado, para generar el tipo de ciudadano que necesita una sociedad consumista como
la que tenemos, ha configurado en los sistemas educativos, por lo general y salvando
excepciones, un pensamiento colectivo que valora y defiende como bien supremo el
individualismo, la competitividad, la eficiencia, la calidad, la excelencia, la rivalidad y el
sacrificio personal por encima de valores colectivos como la solidaridad, la ayuda mutua,
la responsabilidad compartida o el compromiso para el bien común.
Esto nos lleva al segundo de los capítulos que componen esta obra, en el que
defendemos la necesidad de pasar de un capitalismo neoliberal a una economía para el
mantenimiento y desarrollo de la vida. Para ello es preciso llevar a cabo una revisión en
profundidad de la noción de «desarrollo humano», indagando acerca del origen y
evolución de dicho término hasta llegar a la percepción actual del mismo. En este
camino observaremos cómo la noción de desarrollo está estrechamente relacionada con

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el proceso de Revolución Industrial, en el que desarrollo es sinónimo de crecimiento
económico. El avance tecnológico permitió un progresivo proceso de industrialización,
que estaba orientado hacia un incremento considerable de la producción. Este hecho
provocó una concentración del poder y la riqueza material en una acaudalada burguesía y
en unas élites económicas, políticas y sociales que ven cómo aumentaban
progresivamente sus dividendos empresariales, al tiempo que incrementaban su poder
sobre unos trabajadores que experimentaban en su día a día las duras condiciones
laborales a las que eran sometidos en el nuevo escenario de la industrialización. No
obstante, tras la Segunda Guerra Mundial, y hasta la década de los setenta del pasado
siglo XX, se produce un avance significativo en la noción de desarrollo. Las nuevas
teorías del desarrollo se nutren de la obra de Keynes e introducen cambios importantes
no contemplados hasta la fecha: se aboga por un mayor intervencionismo por parte del
Estado en los asuntos económicos, rechazando por tanto que los agentes económicos
fuesen racionales y que los mercados se equilibrasen por sí mismos, al tiempo que se
mejoraban los desequilibrios del mercado, corrigiendo los fallos del libre
funcionamiento de los mismos. Sin embargo, estas teorías no llegan a aterrizar
plenamente en el terreno de la práctica real, pues los desequilibrios sociales, las
desigualdades y la concentración de capital en unas élites minoritarias siguen en
aumento. Todo ello nos obliga a tener que establecer una nueva y urgente relación entre
«educación y desarrollo», que dé lugar a una renovada «teoría del desarrollo de carácter
interdisciplinar». Es preciso conjugar crecimiento económico con desarrollo social y
político, por lo que la educación no debe tener exclusivamente una función instrumental
orientada a la expansión económica, como hasta ahora sucede, sino que es preciso
comprobar también sus efectos sobre la autoestima, la autorrealización, la libertad real
de las personas, el interés colectivo, la solidaridad o, como expresa la Carta de la Tierra
de una forma muy general, apostando por el «respeto y el cuidado de la comunidad de la
vida» como un todo.
Iniciativas de desarrollo socioeconómico, como la «economía del bien común» de
Felber, abren vías de reflexión muy interesantes, ofreciendo alternativas serias para la
organización social, política, económica, educativa y medio ambiental que superan
claramente los estrechos límites de un modelo agónico como es el capitalismo
neoliberal. Estas ideas enlazan con el tercer capítulo del libro, en el que profundizamos
en el origen y trayectoria de la economía social y solidaria, como una estrategia
socioeconómica con siglos de historia que ha estado en pugna permanente contra un
capitalismo excluyente, y que surge como respuesta a la pobreza, marginalidad y
exclusión de un sector importante del proletariado por parte del modelo de producción
capitalista. Desde esta perspectiva, veremos que existen puntos en común entre ambas
alternativas de desarrollo, pues tanto la economía del bien común como la economía
social apuestan por una sociedad más equitativa, solidaria y justa más allá de los
interesados patrones de crecimiento marcados por la filosofía del «pensamiento único».

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En ambos casos se desea un sistema diferente de producción y desarrollo humano que
supere al capitalista, con la finalidad básica de erradicar las condiciones socio-históricas
que han controlado tradicionalmente la dominación social. Los sujetos explotados por el
capital fueron expropiados de los medios de producción y sometidos a duras jornadas
laborales, motivo por el cual la economía del bien común defiende la necesidad de
«replantear» algunos de los principios que rigen la propiedad privada y la participación
democrática como forma de encontrar un nuevo equilibro social. Es por ello que en este
nuevo capítulo buceamos en el origen y evolución actual de la economía social y
solidaria para ver sus características y rasgos distintivos, así como los nexos que guarda
con la economía del bien común. Desde un punto de vista histórico, tenemos que las
primeras experiencias cooperativas, asociativas y mutualistas desarrolladas en diferentes
países europeos como España, Inglaterra, Italia o Francia se contextualizan desde finales
del XVIII y principios del XIX. Este origen histórico de la economía social en Europa va
adquiriendo cada vez más relevancia, pero no es hasta las décadas de los años setenta y
ochenta del siglo XX cuando se concretan políticas de apoyo directo a estos ámbitos de la
economía social en Europa. En síntesis, analizaremos esta convulsa trayectoria histórica
de la economía social y solidaria que está ligada al modelo de producción industrial
capitalista, y su necesaria revisión en el momento presente con la intención de aportar
ideas renovadas que vayan dejando en un segundo plano al capitalismo financiero
especulativo.
Motivos para el descontento y la movilización social no faltan en este contexto de
crecientes desigualdades socioeconómicas e importantes procesos de marginalización
social provocados por la incansable concentración de grandes riquezas materiales en
unas élites minoritarias. Este hecho nos conduce al cuarto y último capítulo, con el que
cerramos este trabajo, en el cual reflejamos cómo la escuela, y en general los sistemas
educativos, han contribuido a perpetuar esta situación, manteniendo un statu quo en la
sociedad prácticamente inalterable a lo largo del tiempo. Tras ver cómo la escuela no
está cumpliendo plenamente la función que teóricamente le fue asignada con el proyecto
de creación del Estado democrático moderno, que consistía en favorecer una igualdad de
oportunidades real a todo ciudadano, independientemente de su estatus o posición social,
sostenemos la necesidad de re-hacer y re-pensar la educación bajo un enfoque totalmente
diferente al de una educación al servicio del capital. Una educación centrada en la
competencia individual, la rivalidad permanente y el esfuerzo individual por encima del
trabajo colectivo y el bien común sólo puede favorecer el egoísmo y el interés personal.
Estos supuestos «valores» propios del modelo capitalista neoliberal se encuentran en el
centro de la «crisis civilizatoria» a la que aludía Márquez (2010); una crisis sistémica
que llega, según este autor, inclusive al ámbito político e institucional y no sólo a lo
económico y social. Una de las razones fundamentales por las que aún seguimos en esta
situación es, según Dubet (2011), porque el movimiento obrero, la clase trabajadora,
nunca ha cuestionado la supuesta igualdad procurada por la escuela bajo la bandera de la

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laicidad, gratuidad y obligatoriedad de finales del XIX. Es necesario revisarla y ponerla
en duda, pues, aunque es cierto que «todos» han tenido acceso a la misma (refiriéndonos
a la escuela), no es menos cierto que ricos y pobres, élites sociales y clases populares no
han recibido la misma «educación» ni se han educado juntos. Defendemos una
educación para la toma de conciencia y la transformación social que sea capaz de
trascender los trasnochados principios de la igualdad de oportunidades, que nos
aproxime a un verdadero estado de justicia social sobre la base de una mayor igualdad de
posiciones, capaz de mitigar los fallos estructurales que se mantienen en una sociedad
desequilibrada e inequitativa como la presente. En este sentido, si deseamos mejorar la
situación socioeconómica actual y acercarnos a lo que Hinkelammert y Mora (2009)
identificaron como la «ética del bien común», tenemos que re-pensar la educación bajo
esta floreciente perspectiva. Fomentar una pedagogía empática, que rescate las
dimensiones emocional, afectiva, ecológica y social, además de la clásica dimensión
intelectual, nos permitirá construir una necesaria conciencia global que vea en la
solidaridad, la colaboración, la ayuda mutua o la responsabilidad social compartida la
nueva razón de ser del discurso educativo. En definitiva, será pensar la educación en
consonancia con los valores y principios expresados en la Carta de la Tierra como forma
de contribuir a una nueva economía social y solidaria para el siglo XXI.

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1

¿Por qué se sigue negando la «crisis sistemática del


modelo capitalista neoliberal»? Perspectiva histórica e
intereses ocultos

La pobreza no es una condición natural de los seres humanos, es una imposición artificial.
MUHAMMAD YUNUS
Economista y Premio Nobel de la Paz.

En el capítulo que nos ocupa analizamos las principales variables que han estado
detrás de la crisis financiera y económica internacional. Reflexionamos acerca de los
intereses que han movido a unas élites minoritarias a buscar una mayor concentración
del capital, en una especie de ingeniería financiera que ha puesto al descubierto la
debilidad de un modelo de crecimiento que está generando un aumento paulatino de la
pobreza y de la marginalidad. Observamos cómo las políticas neoliberales de finales de
los ochenta y principios de los noventa del pasado siglo XX, lideradas por Estados
Unidos y Gran Bretaña, y en seguida copiadas por un gran número de países en todo el
mundo, constituyen el germen de un nuevo capitalismo especulativo que debilita aún
más el escaso poder que poseen actualmente los gobiernos nacionales para controlar un
mercado financiero globalizado, totalmente desregulado y fuera de control, que ha tenido
como colofón la depresión económica que estamos padeciendo. La avaricia de
accionistas, financieros y grandes grupos empresariales, junto con la connivencia de
importantes líderes políticos e instituciones internacionales como el Fondo Monetario
Internacional o el Banco Mundial, han dejado a los ciudadanos en un estado de total
indefensión ante los vaivenes del mercado. Además, serán estos mismos ciudadanos
quienes tendrán que acarrear con las deudas generadas por estos inversores sin
escrúpulos que están llevando a la bancarrota a países enteros, véase por ejemplo el caso
de Grecia, y endeudando de por vida a las futuras generaciones. Analizaremos también el
caso concreto de España, y cómo a la crisis financiera internacional se le une una
situación particular de estallido de la «burbuja inmobiliaria», que hasta el año 2008 fue
su principal motor económico, y que ha desencadenado un desempleo generalizado que
supera con creces la media de todos los países de la Unión Europea. Por último, veremos

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la estrecha relación que existe entre las dimensiones económicas y educativas en nuestra
sociedad, y cómo la perspectiva neoliberal se ha ido introduciendo en los sistemas
educativos, configurando el prototipo de «homo economicus» del que habla Jurjo Torres
(2007), con valores como la competitividad, individualismo, eficiencia y consumo, que
rigen los comportamientos de una parte importante de la población occidental. Esta dura
crítica y análisis de la ideología neoliberal en su vertiente educativa, política y
económica nos permite comprender la crisis sistémica que está detrás del esquema de
«pensamiento único», abriéndose, al mismo tiempo, vías de reflexión para un nuevo
modelo de desarrollo humano y de sistema educativo que abordaremos en próximos
capítulos.

1.1. Las políticas neoliberales y el origen de la crisis económica


internacional

La globalización económica no es un hecho novedoso de los últimos treinta o


cuarenta años, sino que es un proceso histórico con más de cinco siglos de existencia que
se inicia con el descubrimiento de América y el comienzo de la Edad Moderna en
Europa (Ferrer, 2008). Los viajes al nuevo mundo y a las indias en busca de riquezas
para los imperios colonialistas europeos constituyen el punto de partida original de todo
un intercambio de productos, materias primas y acumulación de riquezas que más tarde
denominaremos «capitalismo». Si bien es cierto que no es hasta finales del siglo XVIII y
principios del XIX, con el proceso de Revolución Industrial, favorecido por una gran
concentración de capital y por un avance tecnológico, cuando comienza a consolidarse el
modelo de producción y distribución de bienes y servicios conocido como capitalismo
(Albarracín, 2010). Éste ha ido cambiando desde entonces y adaptándose a las
necesidades tecnológicas de cada época, pero se ha mantenido constante en el fondo, en
cuanto que se ha centrado históricamente en la sobreproducción, sobreacumulación y
distribución de productos como fuente de generación de riqueza. El destacado desarrollo
tecnológico experimentado durante el siglo XX ha contribuido enormemente a la
consolidación del capitalismo como modelo económico en prácticamente todo el mundo.
Hasta el último tercio del siglo XX la economía mundial giraba en torno a un modelo
de producción industrial capitalista. Época que coincide con el final de los treinta años
gloriosos, conocidos como «edad de oro del capitalismo» o «años dorados», que se
extienden desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta la crisis del petróleo
en 1973 (García Quero, 2010). Esta etapa se caracteriza por el pleno empleo de los
trabajadores, que aumentan sus rentas y mejoran sus condiciones sociales tras largas
luchas plasmadas en logros sociales y laborales de los partidos de izquierdas, los
movimientos sindicales y sociales, y el auge del ecologismo y de los logros feministas.
Siguiendo a Navarro, Torres y Garzón (2011), es en este contexto donde podemos

17
encontrar los antecedentes históricos de la crisis actual, al producirse el paso de un
modelo de crecimiento centrado en una economía productiva a uno basado en la
economía financiera. Es el auge de las nuevas políticas «neoliberales» de gobiernos
ultraconservadores de finales de los años ochenta del pasado siglo XX en Estados Unidos
y en el Reino Unido. La liberalización de los mercados de capitales y de los mercados
financieros, que ahora pueden operar sin apenas restricciones por parte de los Estados, da
vía libre a la especulación financiera como nuevo orden económico mundial,
favoreciéndose una mayor concentración del capital global en unos «pocos
privilegiados».
Estas políticas neoliberales, de finales de los ochenta y principios de los noventa, dan
un giro radical al modelo económico que ahora se orienta hacia las operaciones
financieras especulativas. Quedan en un segundo plano las políticas económicas que
apuestan por la creación de empleo, mediante el desarrollo de negocios productivos y la
producción general de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades
humanas. Los gobiernos favorecieron este cambio al dictar reformas legales para que los
movimientos de capitales fluyeran libremente en función de intereses financieros de los
especuladores y de los inversores privados. Se crean paraísos fiscales y se eliminan las
trabas a la especulación financiera, sin reparar en que, a mayor rentabilidad, mayores
riesgos para la economía en su conjunto (Toussaint, 2010). Rápidamente entraron en este
juego las grandes entidades bancarias y aseguradoras internacionales, como Citigroup,
Lehman Brothers, Bank of America, JP Morgan Chase o American Internacional Group-
AIG, que movidas por la avaricia y por una codicia ilimitada llevaron a cabo todo tipo de
artimañas financieras para amasar grandes cantidades de dinero en el menor tiempo
posible. En este contexto, los bancos cambian el foco de atención de su actividad,
pasando fundamentalmente de financiar las actividades productivas de las empresas, a
centrarse en los fondos de inversión y las comisiones bancarias.
Por tanto, la primera gran crisis económica y financiera internacional del siglo XXI,
tiene su origen en estas prácticas especulativas de las entidades financieras y en el
«estallido» de las hipotecas «basura» procedentes de los Estados Unidos. Este hecho ha
puesto en entredicho la fragilidad de un modelo económico totalmente liberalizado y
descontrolado que campa soberanamente sin que los gobiernos quieran o puedan
plantarle cara, al menos aparentemente. Esta nueva situación pone en evidencia ante el
mundo entero la debilidad del modelo de crecimiento capitalista bajo estos principios de
máxima desregulación. Inspirado, como hemos indicado más arriba, en las políticas de
gobiernos conservadores de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo
XX, como el de Margaret Thatcher en Inglaterra (1979-1990) y el de Ronald Reagan en
Estados Unidos (1981-1989), los partidarios del citado modelo apostaron por una nueva
economía de corte neoclásico apoyándose en autores clásicos de la economía como
Adam Smith, que se centraban en la desregulación de la economía y en la creencia de
autorregulación de los mercados por sí mismos (García Quero, 2010). Como opinan sus

18
defensores más ortodoxos, cualquier tipo de intervencionismo estatal o injerencia de los
gobiernos nacionales por querer controlar los movimientos financieros y estas
inversiones especulativas restaría eficiencia y competitividad a esta creciente ingeniería
financiera de alto riesgo.
El premio Nobel de Economía Joseph Eugene Stiglitz (2009) ha criticado y
argumentado abiertamente la fuerte tendencia globalizadora y capitalista que ha
experimentado la economía mundial, así como sus nefastas consecuencias sociales a
escala planetaria, mucho antes de que estallara oficialmente la crisis financiera de la que
venimos hablando. Estos recientes acontecimientos, que marcan las nuevas reglas de
juego sobre la base de estas políticas neoliberales, han motivado que el colapso
financiero global, que hunde al mismo tiempo sus raíces en la burbuja inmobiliaria del
año 2006 en los EE.UU., haya contaminado al resto de las economías del mundo, así
como al sistema financiero internacional. Entra en crisis la primera potencia mundial y
afecta a otras economías, incluidas las que se encuentran en países en vías de desarrollo.
Por eso, este economista norteamericano se refiere a ella como «una crisis global Made
in USA», en la que Estados Unidos exportó sus «hipotecas tóxicas» (basura) y su espíritu
de desreglamentación, o desregulación de la economía por parte del Estado, al resto del
mundo. La burbuja inmobiliaria consistió en un aumento injustificado, de carácter
especulativo, de los precios de los bienes inmuebles muy superior al del resto de bienes y
servicios, provocando una fractura generacional sin precedentes, al tratarse de un
derecho básico como es la vivienda. En este contexto, el economista Juan Torres López
(2010) destaca el auge de las «hipotecas basura», o también llamadas «hipotecas
subprime». A finales de los años noventa, los bancos, para compensar la pérdida de
beneficios, apostaron por aumentar de forma considerable el número de créditos
concedidos, en lugar de subir los tipos de interés. Los bancos estadounidenses
incrementaron el número de préstamos hipotecarios valiéndose de todo tipo de
procedimientos, ocultando los tipos de interés reales o utilizando ofertas falsas,
concediéndolos a familias con pocos recursos económicos y a personas que a medio
plazo no podrían pagar los créditos hipotecarios, al encontrarse en una situación laboral
precaria. Estas hipotecas basura fueron aumentando progresivamente, y con ellas el
número de personas insolventes, obteniéndose como resultado final el estallido de la
citada burbuja inmobiliaria.
Además de todo esto, se observa que la nueva ideología neoliberal está provocando
un efecto aún más perverso sobre la distribución global de la riqueza, al aumentar las
rentas del capital (fruto de la desregulación financiera) y reducir considerablemente las
rentas del trabajo. Según el Human Development Report del «United Nations
Development Programme (UNDP)» del año 2010 (Índice de Desarrollo Humano —IDH
— del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), durante los últimos treinta
años, y a diferencia de lo que ocurrió en los «años dorados» del capitalismo, han
disminuido los ingresos provenientes del trabajo, que constituyen el principal y a veces

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único sustento de la inmensa mayoría de la población mundial, que sólo dispone de su
fuerza de trabajo como fuente de ingresos. Por el contrario, los ingresos provenientes del
capital se han concentrado aún más entre los más ricos. Asimismo, diferentes
investigaciones que sustentan este informe sostienen que se ha experimentado un fuerte
desempleo en 65 de los 110 países analizados (casi un 60 por 100), entre los que se
encuentran Estados Unidos, países de la Unión Europea o la Federación de Rusia. Estos
descensos en la participación del trabajo coinciden, según el informe, «con la menor
sindicalización y la mayor apertura comercial y financiera en buena parte de los países
desarrollados desde 1970» (UNDP, 2010, p. 82).
Como podemos observar, este cambio de paradigma de una economía productiva a
una economía financiera especulativa ha hecho que en los últimos treinta años haya
disminuido la capacidad adquisitiva de la población, sobre todo de las clases populares.
Navarro, Torres y Garzón (2011) mantienen que disminuye la rentabilidad de la llamada
«economía real o productiva» de bienes y servicios, y aumenta la del sector financiero,
dando lugar a esta polarización de las rentas, con el consiguiente detrimento de las
producidas por el trabajo. Aquí gravita el eje central de las políticas neoliberales de las
últimas tres décadas aproximadamente. Para estos autores, el objetivo de los grupos
conservadores y élites sociales que controlan el capital era el de frenar, a través de estas
políticas y prácticas neoliberales, el avance de la clase trabajadora y los movimientos
sociales del último tercio del siglo XX. La clave radica en fomentar el individualismo y la
fragmentación social mediante la gestación de un nuevo orden cultural y político para
desmovilizar a una clase trabajadora cada vez más empobrecida y endeudada como en el
contexto actual. La desigual distribución de las rentas está, desde sus orígenes, en la base
de la especulación financiera del capitalismo que conocemos hoy día. Las políticas
neoliberales han permitido recuperar las rentas del capital a través de la reducción de los
salarios y de la precarización del trabajo.
Queda demostrada la enorme interconexión que existe entre las economías del
planeta, que como consecuencia de la crisis mundial están mostrando su lado más
amargo sobre la población civil, quien a su vez está padeciendo los excesos de los
especuladores. Eric Toussaint (2010) nos habla de una crisis económica y financiera
mundial con múltiples facetas o dimensiones: alimentaria, económica, financiera,
institucional, de gobernabilidad y de civilización, que no sólo está afectando a los países
más industrializados, sino que cada vez está incidiendo más sobre los países en
desarrollo. Se ha producido una fuerte regresión de las condiciones de vida de millones
de personas, al producirse un aumento exponencial del precio de los alimentos básicos
en muchos países pobres, lo que demuestra lo relacionadas que están entre sí las
diferentes economías, incluidas las de los países emergentes. Estamos viviendo, como
exponen Vilches y Gil (2009), una situación de emergencia planetaria, la crisis mundial
más grave de la historia tras el crac de la Bolsa de 1929. Acontecimiento que ha marcado
de forma negativa la consecución de los «Objetivos de Desarrollo del Milenio», ya que

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no se podrá reducir a la mitad, como de forma optimista se pensaba para el año 2015, el
porcentaje de personas que sufren hambre en el mundo. Según la Organización de las
Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, siglas de Food and
Agriculture Organization), en el año 2009 los seres humanos que padecen hambre
sobrepasan los 1.000 millones (Toussaint, 2010). Esto significa que, aproximadamente,
uno de cada siete ciudadanos del planeta se hallan en situación de pobreza extrema, sin
que este hecho parezca preocuparle demasiado a los brokers financieros que nos han
llevado a la debacle.
En un mundo dominado por las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), de ordenadores portátiles cada vez más versátiles y potentes, de
acceso a Internet, de los iPods y la telefonía móvil, donde se ha llegado a clonar
animales y a experimentar con células madre, entre otros muchos avances por el estilo,
tenemos que más de 1.000 millones de personas pasan hambre y más de 1.200 millones
no tienen acceso a agua potable. Este enorme contraste pone de manifiesto la gran
asimetría, según Sen y Kliksberg (2007), existente entre las potencialidades del planeta y
la realidad cotidiana de millones de seres humanos. Para estos autores, dicha asimetría
depende en gran medida de nuestra forma de organización social, es decir, de nuestro
modo actual de entender el crecimiento económico y, en consecuencia, el desarrollo
humano. Las políticas neoliberales de los últimos treinta años aproximadamente han
incentivado descaradamente estas prácticas abusivas de los inversores privados y
accionistas, sin que los ciudadanos hayan podido hacer nada hasta la fecha para
impedirlo. La democracia y el estado de derecho parecen estar secuestrados por el
capital, y los gobiernos han cedido a las presiones de estas entidades financieras, a veces
por estar en perfecta connivencia con ellas, y en otros casos porque las reglas de juego
de la globalización económica limitan en gran medida su escaso margen de maniobra. En
un caso u otro, los ciudadanos se ven inmersos en un sistema económico que deja de
creer en la producción de bienes como eje principal del desarrollo para satisfacer las
necesidades esenciales de cualquier ser humano, a creer en un modelo diseñado por unos
pocos «arquitectos» del ámbito de las finanzas para seguir aumentando rápidamente sus
ya hinchados bolsillos.
En este orden de cosas, Stiglitz (2003) criticó, unos años antes de estallar
oficialmente la crisis económica y financiera de la que venimos hablando, tres de las
medidas principales que están detrás del modelo de crecimiento capitalista de los últimos
cuarenta años. En primer lugar, destaca las políticas de «desregulación y liberalización»
con las que se han producido prácticas económicas excesivas al eliminar los mecanismos
reguladores de los Estados. Basta con decir que «el 10 por 100 más rico tiene el 85 por
100 del capital mundial, (mientras que) la mitad de toda la población del planeta sólo el
1 por 100» (Sen y Kliksberg, 2007, p. 8), para comprender la desigual distribución de la
riqueza a escala global y los graves desajustes sociales que ello provoca. Sin embargo,
los partidarios de la no intervención estatal en los asuntos económicos siguen

21
defendiendo, a pesar de los datos en contra y de las enormes secuelas negativas
demostradas sobre la población y la naturaleza, los «magníficos beneficios» que le
reporta a la sociedad esta forma de organización social y económica basada en el libre
mercado capitalista. Se mantienen inalterables en sus convicciones, aun sabiendo que
están protegiendo un modelo económico y unas políticas neoliberales que sólo
benefician a ellos, y que están ocasionando serios desequilibrios sociales que, de no ser
correctamente tratados y analizados en profundidad, seguirán ahondando en violencias
estructurales que pongan en grave peligro la estabilidad social y la dignidad humana más
allá de los límites de injusticia social, económica y cultural actuales.
Por otro lado, Stiglitz (2003) critica los «incentivos a la especulación», por tratarse de
políticas fiscales que favorecen y priman operaciones especulativas de alto riesgo. Este
hecho invita al «todo vale» entre los accionistas, inversores y brokers de la bolsa que
deseen ganar dinero fácil y rápido sin importarles su procedencia o posibles daños
colaterales sobre la población o el medio ambiente. Estos incentivos a la especulación
han llegado a tales niveles que, como indican Casilda y Ferreiro (2009), tras el desplome
de los mayores grupos financieros, como Citigroup o Lehman Brothers, se concedieron
millones de dólares en concepto de primas y bonos a los mismos directivos que dejaron a
sus respectivas compañías en bancarrota. Por cierto, se trata de las mismas entidades que
antes de la crisis exigían abiertamente a los gobiernos que no intervinieran en sus
asuntos económicos y los dejasen actuar libremente para no restar eficiencia o
condicionar negativamente el crecimiento. Curiosamente, después de la debacle
financiera a la que nos ha conducido su avaricia, solicitan, ahora sí, la intervención
directa de los Estados para poder ser rescatadas con el dinero público de los
contribuyentes.
En tercer lugar, el profesor Joseph Stiglitz (2003) resalta la «contabilidad obsoleta y
la información engañosa» en un intento estéril por parte de algunas empresas a la hora de
maquillar sus resultados, falseando la información sobre sus balances y la situación real
de sus activos. El resultado de todo esto ha sido una creciente expansión en las finanzas
que ha ido favoreciendo y fortaleciendo durante los últimos años una globalización
financiera sin control y desvinculada de cualquier mecanismo de regulación. Con ello se
han ido homogeneizando estas políticas económicas inspiradas por los países más
«desarrollados», que han puesto en marcha medidas respaldadas por organismos
internacionales como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional
(FMI), dirigidas a favorecer la lógica de los intereses de las élites financieras (García
Quero, 2010).
Las medidas impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en
los últimos años han contribuido, en gran medida, a provocar un crecimiento asimétrico
especulativo y artificioso que ha desembocado en esta grave crisis global. Entre las
medidas llevadas a cabo por estos organismos supranacionales podemos mencionar las
siguientes: abogar por una mayor privatización de los servicios públicos esenciales,

22
como la educación o la sanidad, favorecer aún más la desregulación empresarial, reducir
considerablemente el gasto social por parte de los Estados, y más recientemente, como
consecuencia del rescate financiero y económico a algunos países europeos como
Grecia, Irlanda y Portugal, se apuesta por una reducción de los salarios de los
trabajadores de las administraciones públicas y por aumentar la edad de jubilación. Estas
medidas, tremendamente impopulares y con un importante calado social, están
mermando la capacidad adquisitiva de las clases trabajadoras, que son las que más están
sufriendo los efectos negativos de esta catástrofe financiera, ya que es en la economía
real donde se están materializando los excesos de esta «juerga» financiera: aumento
exponencial del desempleo y despidos generalizados, desahucios a familias que no
pueden seguir pagando los créditos hipotecarios que tan alegremente estaban
concediendo estas mismas entidades bancarias, o fuerte caída del consumo de los
hogares, que está asfixiando a pequeñas y medianas empresas.
Por todo esto, Toussaint (2010) declara abiertamente que se ha engañado a la opinión
pública, quien a su vez está cargando con los costes y la deuda de una crisis generada por
estos arquitectos de la nueva ingeniería financiera. La estrategia seguida por partidos
situados tanto en la derecha como en el centro e izquierda tradicional política ha
apostado por la defensa a ultranza, ya sea por acción u omisión, de los desmanes
financieros realizados por estos accionistas, y han acudido a su rescate con el dinero
público de los contribuyentes alegando que es la única salida posible y real ante la crisis,
según su opinión. Esto se ha traducido en una pérdida en materia de derechos y logros
sociales nunca vista hasta la fecha, reflejada en aspectos tales como la congelación de las
pensiones de los jubilados, el drástico descenso del gasto público en educación, sanidad,
infraestructuras públicas o investigación y desarrollo, el desempleo generalizado, la
pérdida del poder adquisitivo y de liquidez que afecta a familias y pequeñas y medianas
empresas, o la rebaja del salario a los trabajadores de las administraciones públicas
(funcionarios y personal laboral), entre otras acciones por el estilo, que han puesto en
entredicho la falacia del «desarrollo humano» bajo principios neocapitalistas o
neoliberales.

1.2. Los efectos de un «capitalismo tóxico»

Llegados a este punto podemos pensar que el vigente modelo económico no es capaz
de garantizar un crecimiento permanente, constante y duradero en el tiempo, como
erróneamente han defendido sus partidarios más ortodoxos. Sólo hay que observar las
devastadoras consecuencias de la crisis más reciente de finales de 2006, primero
financiera en Estados Unidos, con las «hipotecas basura» causando un efecto dominó
que ha ido contaminando al resto de los sistemas financieros mundiales, sobre todo a
Europa. Como consecuencia, posteriormente se ha originado una crisis de la economía

23
real que ha afectado a millones de trabajadores y familias, viendo muchos de ellos cómo
perdían sus trabajos y hasta sus propias viviendas. Paralelamente, se han ido generando
grandes desequilibrios entre unas regiones del planeta y otras, y entre unos grupos
sociales y otros dentro de un mismo territorio. Por ello, crecer económicamente no puede
por sí solo ser positivo en sí mismo, a menos que venga acompañado de un desarrollo
humano sostenible, capaz de revertir la pobreza y la desigualdad. Debemos llegar, como
defiende Orduna Díez (2004, p. 143), a una nueva definición del concepto de economía
«desde la que podamos concebir un orden válido para dar solución a los problemas
económicos fundamentales de nuestro tiempo que el sistema capitalista vigente ha
demostrado ser incapaz de solucionar. El hambre, la pobreza, el desempleo, el
subdesarrollo, la falta de equidad en la distribución de la renta y de la riqueza, las crisis
cíclicas, el crecimiento asimétrico, la especulación exagerada, la falta de eficiencia en el
uso de las tecnologías para fines humanitarios, etc., son problemas económicos
fundamentales cuya solución no admite demoras».
Lo ideal sería acabar con la presente vinculación existente entre «pobreza y
desigualdad», por un lado, y «desarrollo económico», por el otro. De hecho, no podemos
hablar de desarrollo, y menos aún económico, si no se reduce progresivamente la
pobreza, ya que el desarrollo implica la plena realización de todos los derechos del ser
humano. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la
Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo
25.1 se afirma que «toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le
asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el
vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios»; es decir,
expresado de forma más sencilla, este artículo viene a decirnos que toda persona «tiene
derecho a no ser pobre». Medio siglo más tarde aproximadamente, la propia Asamblea
General de las Naciones Unidas, conocedora de los acuciantes problemas sociales,
económicos y medioambientales que aún siguen caracterizando a la sociedad mundial de
principios del siglo XXI, y consciente al mismo tiempo del enorme camino que queda aún
por recorrer para acercarnos a los principios promulgados en la Declaración Universal de
los Derechos Humanos, promueve la «Declaración del Milenio». Todo esto,
evidentemente, sin ser conscientes de lo que unos años más tarde se vendría encima con
el estallido de la crisis financiera internacional fruto de la desregulación y liberalización
del propio sistema financiero.
Este nuevo documento, denominado Declaración del Milenio, fue refrendado y
aprobado el 8 de septiembre del año 2000 por la Asamblea General de las Naciones
Unidas. En él se establecen los «Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM)», a través
de los cuales se insta nuevamente tanto a los países más desarrollados como a los que se
encuentran en vías de desarrollo a intensificar los esfuerzos mundiales con la finalidad
de alcanzar una serie de derechos y valores, como son los de libertad, igualdad, justicia,
solidaridad, tolerancia, respeto a la naturaleza, etc. Se buscaba promover un «nuevo

24
consenso» acerca del sentido que deberían tomar los esfuerzos orientados al desarrollo
económico internacional. Es decir, rediseñar una «nueva estrategia de desarrollo» para la
sociedad del siglo XXI. En el título tercero de la mencionada Declaración («III. El
desarrollo y la erradicación de la pobreza») aparecen reflejados dos artículos que
expresan en el plano teórico esta declaración de intenciones encaminada a combatir la
pobreza. Concretamente, en el artículo 11 se establece que «no escatimaremos esfuerzos
para liberar a nuestros semejantes, hombres, mujeres y niños, de las condiciones
abyectas y deshumanizadoras de la pobreza extrema, a la que en la actualidad están
sometidos más de 1.000 millones de seres humanos. Estamos empeñados en hacer
realidad para todos ellos el derecho al desarrollo y a poner a toda la especie humana al
abrigo de la necesidad», mientras que en el artículo 12 se expresa literalmente que
«resolvemos, en consecuencia, crear en los planos nacional y mundial un entorno
propicio al desarrollo y a la eliminación de la pobreza». Pero todos estos principios e
ideales nuevamente toparon con la avaricia de unos pocos que desean por encima de
todo cubrirse de riquezas. Da igual que millones de seres humanos mueran de hambre y
que se menoscabe diariamente la dignidad humana de la inmensa mayoría de la
población global; lo importante, parece ser, es mantener los privilegios de estas élites.
Los políticos están cometiendo un grave error al dar la espalda a sus ciudadanos al
favorecer, directa e indirectamente, las condiciones de partida que dificultan una
redistribución equitativa de la riqueza.
En términos generales, la historia socioeconómica de los últimos dos siglos es sobre
todo es un fiel reflejo de las inequidades presentes que han visto su máxima expresión en
estos últimos años. No ha existido ni existe una relación directa entre eficiencia
económica y libertad de las decisiones individuales, y mucho menos que estas acciones y
decisiones individuales hayan generado el bienestar general de la sociedad, como
veremos en próximos capítulos. A este respecto, la economista Loretta Napoleoni (2008)
defiende que la distancia entre ricos y pobres está aumentando de manera exponencial en
todos los rincones del planeta, incluyendo los países más desarrollados como Estados
Unidos y Europa, máxime tras la debacle económica y financiera reciente. En esta
dirección, la autora nos ofrece en su libro Economía canalla numerosos datos sobre las
implicaciones sociales del capitalismo global. Napoleoni sostiene que a la vez que la
democracia se expandía, lo hacía también la esclavitud, de tal forma que al final de la
década de los noventa del pasado siglo XX unos veintisiete millones de personas habían
sido esclavizadas en varios países, incluidos algunos de Europa occidental. La esclavitud
se ha extendido desde la explotación de mano de obra a nivel industrial en las fábricas de
producción de falsificaciones en algunos países del continente africano y de Asia, hasta
la trata de blancas y esclavas sexuales, las plantaciones de cacao en África occidental, las
huertas de California o el auge de la industria pesquera ilegal, etc.; todos ellos son claros
ejemplos de las huellas que está dejando la denominada «economía canalla».
Otro ejemplo palpable de los aparentemente imparables desequilibrios sociales que

25
está provocando el sistema económico capitalista lo encontramos en los procesos de
emigración e inmigración que se están produciendo a nivel mundial. Para Hatton y
Williamson (2004), la desigualdad y la pobreza influyen en la migración mundial. Según
estos autores, a medida que un país crece económicamente se reduce el número de
emigrantes y aumenta el de inmigrantes. A mediados del siglo XX los europeos suponían
más de la mitad de todos los inmigrantes del mundo, siendo la inmensa mayoría de
Europa Occidental. Pero medio siglo más tarde, el creciente desarrollo económico de
Europa Occidental disminuyó bruscamente la tasa de inmigrantes hasta un simple 5,7
por 100. El nivel de progreso económico de un país condiciona el fenómeno migratorio,
hasta tal punto que los más pobres del planeta ni siquiera tienen derecho a emigrar. Esto
nos aporta un dato más acerca de las desigualdades derivadas de un desarrollo
económico injusto, al confirmarse «que los países más pobres generan normalmente
menos emigrantes que aquéllos que están más arriba en el escalafón de la renta per
capita; así, las tasas de emigración de los países realmente pobres son muy bajas,
mientras que son mucho más altas en el caso de los países moderadamente pobres»
(Hatton y Williamson, 2004, p. 11).
Por todo ello, es urgente comprender que la ética debe estar en la base de cualquier
acción o acto humano, y la economía no puede ser una excepción. Si deseamos ir
generando las bases para una cultura del desarrollo que tenga como fuente de inspiración
la dignidad humana, la equidad, la justicia social y económica, así como la sostenibilidad
medioambiental, la ética debe estar presente para poder articular dicha propuesta. Desde
esta perspectiva, la «persona ha de ser considerada siempre como un fin y nunca como
un medio», algo que, por lo general, no ha sido asumido como «principio» por la
economía. Más que constituir un fin en sí misma, la persona ha sido utilizada dentro de
la economía, y de hecho se sigue haciendo hoy día, no ya como medio, sino como un
«objeto» al servicio de unos pocos. Recordemos, por ejemplo, lo que a este respecto
indicaba la citada Napoleoni (2008): en pleno siglo XXI muchas de las empresas
multinacionales que venden sus productos en los países desarrollados utilizan «como
esclavos» a millones de niños que viven en países en «vías de desarrollo» para fabricar
esos productos.
La economía no sólo se ha ido alejando de problemas generales como la pobreza, la
miseria o el hambre, sino que además los ha ido generando y agudizando con el tiempo.
Así pues, no debemos seguir concibiendo el «desarrollo» sólo en términos económicos,
o, como señala Joseph Stiglitz (2006), «el desarrollo no es sólo crecimiento del PIB».
Para Stiglitz (2006, pp. 305-306), si queremos ir superando los graves desequilibrios
sociales y económicos que aquejan a una parte importante de la población es preciso que
entendamos el desarrollo desde otra perspectiva muy diferente: «como transformación de
la sociedad». Este economista pone de manifiesto que «en el desarrollo se debe tener un
conjunto más amplio de objetivos, que se enfoquen no sólo en el crecimiento del PIB
sino hacia los estándares de vida, es decir, crecimiento sostenido y desarrollo de la

26
democracia». Relaciona crecimiento sostenido (y sostenible) con desarrollo y con
democracia, de lo que se extrae que en la base del crecimiento económico debe estar la
ética. De hecho, autores como Mayor Zaragoza (2009, 2011), Sampedro (2010), Sen
(2010), Stiglitz (2006, 2009) o Yunus (2008) defienden que no sólo es posible otro
modelo de desarrollo socioeconómico, sino que además es deseable. Debemos entender
esto último como una llamada de atención o, si se prefiere, un «apunte» para la reflexión,
pues nos preguntamos: ¿es justo primar lo material y económico sobre lo social y
humano?, ¿es democrática la existencia de grandes desequilibrios socioeconómicos en
sociedades llamadas a sí mismas democráticas?, ¿es ético minusvalorar y despreciar la
vida humana por la mera acumulación de «riquezas» y objetos materiales?, ¿es viable,
desde el punto de vista social y medioambiental, mantener un modelo de crecimiento
basado en el eficientismo, la competitividad y el individualismo? Y por último, ¿qué
tiene que decir la educación a todo esto?, ¿educar no implica transformar la realidad para
mejorarla?
Desde esta visión, sostenemos que no sólo se trata de un imperativo ético, como ha
quedado sobradamente demostrado, sino que además se trata de una cuestión de grave
crisis ecológica y de límites planetarios. El profesor Elizalde (2009, p. 57) afirma que es
preciso apelar a la sostenibilidad y a la idea de límites para desterrar la falsa creencia
capitalista de la utopía de la abundancia infinita, ya que es aquí donde radica la
verdadera falacia de un sistema descontrolado, abrigado por una minoría perteneciente a
las élites sociales y económicas. Estos últimos, argumenta este autor, «visualizan una
economía expansiva, mayor urbanización y homogeneidad cultural siguiendo el modelo
occidental como algo bueno e inevitable», sin percatarse aparentemente de las enormes
secuelas que esta percepción del desarrollo legará a las generaciones venideras si no
hacemos algo por remediarlo. Por estos motivos, no parece ya tan arriesgada ni tan
utópica la idea de orientarnos hacia otras formas de desarrollo que tengan en cuenta los
planteamientos de la sostenibilidad y la ética en economía, aspectos recogidos y
defendidos en la Carta de la Tierra y que analizaremos en los próximos capítulos.
Asimismo, para que dichos cambios surtan efecto tiene que darse un compromiso
político de carácter internacional, global y sistémico, como defienden Mayor Zaragoza
(2009) o Toussaint (2010), que sea capaz de suscitar el cambio cultural necesario, en
palabras de Elizalde (2009), para la articulación de la economía solidaria y el desarrollo
sostenible, como respuesta válida a la crisis actual. Hablamos de un pacto político global
que dé respuestas reales y prácticas a las problemáticas sociales, económicas y
medioambientales actuales.
Es preciso un cambio de rumbo para huir del «pensamiento único» defendido por los
partidarios ortodoxos de la corriente neoliberal, que han puesto en serio peligro lo que
Vilches y Gil (2009) han denominado la «diversidad cultural». Esta dimensión
sociológica, en una línea parecida y paralela a la desaparición de especies animales y
vegetales desde el punto de vista biológico, supone una gran pérdida en cuanto a la

27
diversidad de respuestas y soluciones a los problemas que aquejan a la humanidad.
Desde esta visión liberal de la economía, no se puede hablar de diversidad cultural como
elemento enriquecedor para el desarrollo humano. Se nos ha impuesto un modelo
económico que se presenta como el único posible y racional, y no somos conscientes de
la importancia que tiene frenar, para aprender vías de desarrollo diferentes a la ideología
neoliberal, el deterioro de la diversidad cultural. Por ello, estos autores destacan las
causas que están detrás de la actual degradación ecosistémica, así como de las
problemáticas sociales y ecológicas derivadas de ésta. Entre ellas, señalan: la apuesta por
un crecimiento continuo, unido a un consumo desmedido de las sociedades desarrolladas
y, dentro de éstas, en mayor medida de los grupos poderosos y élites sociales. Este
consumo sigue aumentando de forma exponencial sin tener en cuenta las capacidades
reales de la Tierra y de sus recursos finitos. En segundo lugar, mencionan el crecimiento
demográfico como otro problema derivado de este modelo de crecimiento económico y
causante de graves problemáticas medioambientales. En palabras de Vilches y Gil (2009,
p. 112) «el hiperconsumo insolidario y la explosión demográfica impiden satisfacer las
necesidades de la mayoría de la población mundial, lo que se traduce en desequilibrios
insostenibles».
Esta situación, caracterizada por vergonzantes desequilibrios humanos unidos al
proceso de degradación ambiental, conduce a las personas hacia una feroz batalla por la
explotación de los diferentes ecosistemas terrestres al objeto de satisfacer, por un lado,
las necesidades reales de todo ser humano, tales como alimento, vivienda, salud,
educación, etc., y por otro lado se trata de dar respuesta, en el caso de los países ricos, a
las necesidades que podemos denominar «inventadas», como pueden ser el ocio y el
consumo por mero placer, porque lo «dicta» la moda o porque lo «impone» el hecho de
pertenecer a una clase social acomodada. De cualquier forma, todo esto está provocando
un agotamiento insostenible y descontrolado del planeta Tierra. Por ello, no podemos
seguir hablando de sostenibilidad y querer mantener al mismo tiempo el vigente
esquema de crecimiento económico y consumo desenfrenado. Nos estamos
autoengañando, autoconvenciendo erróneamente de que es posible conservar este ritmo
de consumo y expansión económica ad aeternum. De seguir por este camino, llegaremos
a un punto sin retorno del que será difícil volver a tiempo si no cambiamos el rumbo de
un sistema que es incapaz de respetar, en sentido amplio, lo que la Carta de la Tierra
denomina la «comunidad de la vida».
Por todo lo dicho con anterioridad, Vicençs Navarro y colaboradores (2011) hablan
de un «capitalismo tóxico», pues, por un lado, el dinero ya no es un instrumento
utilizado para la producción de bienes y servicios con los que satisfacer las necesidades
humanas, sino que es un fin en sí mismo al servicio del poder, y por otro lado los bancos
financian para generar deuda y debilitamiento de la clase trabajadora, más que para la
creación de empleo y riqueza. Debilitación y empobrecimiento de las clases populares,
que contrasta con la gran concentración de riqueza por parte de las entidades financieras

28
y grandes corporaciones empresariales. Paralelamente, encontramos un mayor control y
concentración de los medios de comunicación e información al servicio de estos
capitales financieros. Su objetivo es el control social por medio de la manipulación y
desinformación respecto a las causas reales de la crisis económica. Todos estas
dinámicas condicionan negativamente la acción social, al favorecer el individualismo
como mecanismo de subsistencia en esta especie de guerra por la supervivencia en la que
se está transformando la sociedad actual y al presentar las medidas impopulares de corte
neoliberal como las únicas posibles y como la mejor manera de enfrentar la crisis.

1.3. La crisis financiera y económica española

En este contexto, parece razonable pensar que las propuestas de los liberales al
modelo económico, y a la crisis en particular, son de corte ideológico y carecen de
evidencias científicas y empíricas, por mucho que se empeñen en camuflar sus
verdaderos intereses y las debilidades sistémicas de su modelo. Es un error creer que las
medidas neoliberales van a conseguir mejorar el crecimiento económico y la estabilidad
social. Autores como Stiglitz (2009), Albarracín (2010), Sampedro (2010), Krugman,
Wells y Olney (2011) afirman que el hecho de bajar los salarios a los empleados
públicos, como ha sucedido en España y en otros países de nuestro entorno como Grecia
y Portugal, reducir el gasto en inversión social o privatizar los servicios públicos no sólo
no va a aumentar el empleo, sino que además provocará un deterioro considerable de la
calidad de vida y el trabajo, poniendo inclusive en peligro la denominada «paz social».
Lo que sí se consigue con estas medidas es multiplicar los beneficios de los
especuladores, banqueros y grandes monopolios empresariales. De ahí que sea de vital
importancia, como estamos haciendo hasta el momento, analizar las causas profundas
que están detrás de la crisis global a la que nos estamos refiriendo, para poder establecer
propuestas de mejora más allá del discurso neoliberal presente. Para poder «sanar» hay
que conocer los antecedentes de los problemas que han inducido a la «enfermedad»
sistémica del modelo neoliberal y de la crisis actual.
Para Navarro, Torres y Garzón (2011), una primera causa de esta «enfermedad»
sistémica tiene que ver con «la gran recesión» promovida por la caída del sistema
financiero internacional quebrado por las «hipotecas basura» estadounidenses de finales
de 2006. Se ven infectados los bancos y los inversores que compraron estos productos
tóxicos, produciéndose un efecto en forma de «bola de nieve», donde los bancos dejan
de prestar créditos a pequeñas y medianas empresas (pymes) y familias, con el
consiguiente cese del consumo y el estancamiento de la actividad económica, la
producción y el aumento del paro. Los gobiernos inyectan millones de euros y de dólares
a los bancos para evitar el colapso económico mundial, medida que ha producido un
endeudamiento peligroso y un déficit de los Estados (García Quero, 2010). Las entidades

29
financieras ahora rescatadas con fondos públicos de los contribuyentes marcan, a los
propios Estados, paradójicamente, políticas a seguir si quieren que fluya levemente el
dinero a las pymes y ciudadanos.
Las medidas van en la línea de contención del gasto social y bajada de salarios,
mayores privatizaciones y mayor flexibilidad económica y laboral. El objetivo final de
estas entidades financieras y accionistas privados es que los ciudadanos y los
trabajadores paguen la deuda que ellos mismos han provocado con su avaricia
especulativa, recuperando en forma de impuestos, y de un endeudamiento del Estado, el
dinero prestado (Krugman, 2009). Así, nos encontramos ante una carencia de crédito que
está asfixiando a pymes y familias al limitar su capacidad de compra, desencadenando
un desempleo masivo y un aumento exponencial de la deuda pública de los Estados. En
definitiva, una merma en la capacidad adquisitiva de las clases populares, unida a una
disminución permanente de las rentas del trabajo, son el resultado de estas políticas
neoliberales ya iniciadas en la década de los ochenta del pasado siglo. Navarro, Torres y
Garzón (2011, p. 25) resumen este proceso del siguiente modo: «al principio había
habido una crisis hipotecaria en Estados Unidos, pero enseguida se hizo financiera y
global y a continuación una crisis de la actividad económica real, no sólo de la banca o
los grandes inversores financieros. Y ésa es la causa de la recesión económica que
sufrieron casi todas las economías del mundo».
En el caso concreto de España, podemos observar, en primer lugar, cómo la crisis está
directamente relacionada con el crac financiero internacional, aunque también es cierto
que la economía española tenía unas condiciones particulares que han agravado aún más
la situación en nuestro país. De entre los diferentes actores y agentes que han motivado
esta situación se pueden destacar: la burbuja inmobiliaria, una carencia de ahorro de las
familias y las pequeñas y medianas empresas, y un endeudamiento previo, todo ello
unido a una herencia histórica del paso de la dictadura militar a la transición
democrática, a la que llegan unas clases trabajadoras muy debilitadas y empobrecidas si
las comparamos con el resto de los países desarrollados de la época. La derecha
conservadora se ve fortalecida con la transición democrática, limitando el papel de la
izquierda, hasta la fecha «clandestina», y del sindicalismo. En esta situación, los grandes
grupos financieros y empresariales españoles siguen conservando una parte importante
de los privilegios que habían adquirido durante el franquismo. Navarro, Torres y Garzón
ponen cifras a estos acontecimientos históricos que no sólo han marcado la «feliz»
transición hacia la democracia en España, sino que han propiciado el caldo de cultivo de
la grave situación a la que nos enfrentamos en la actualidad. En opinión de estos autores:
«todavía a finales de 2006 sólo una veintena de grandes familias eran propietarias del
20,14 por 100 del capital de las empresas del Ibex-35 y una pequeña élite de 1.400
personas, que representan el 0,0035 por 100 de la población española, controlaba
recursos que equivalen al 80,5 por 100 del PIB» (Navarro, Torres y Garzón, 2011, p.
39).

30
Teniendo en cuenta estos escalofriantes datos, ¿quién se aventuraría a decir que nos
hallamos en una sociedad democrática?, ¿quién se atrevería a hablar de igualdad de
oportunidades, de justicia social o de equidad con este escenario de fondo? Por mucho
que queramos maquillar o distorsionar la realidad los datos están ahí, y siempre
reflejarán esa especie de «segunda realidad» o vida paralela de la que no se quiere, no se
debe o no se puede hablar con libertad, pues evidencian lo tremendamente injusta que es
nuestra sociedad. En este marco o contexto socioeconómico y político, Navarro y
colaboradores (2011) mantienen que esta concentración del poder económico y social en
España es el factor principal que está detrás de la crisis inmobiliaria y del dramático
endeudamiento que padecemos en el presente. A este hecho, tenemos que añadir la
resistencia de las élites económicas y sociales españolas a pagar más impuestos, la
insuficiente inversión de recursos públicos a la protección social y un sistema de
bienestar colectivo debilitado y amenazado. Heredamos de la dictadura, como hemos
visto, una gran desigualdad entre personas y territorios. Si bien es cierto que podemos
hablar en términos generales de cierta democratización y modernización en España
desde 1978 hasta nuestros días, aspectos que no podemos negar, lo que también es cierto
es que seguimos sujetos a una fuerte concentración de poder y capital por parte de
empresarios, banqueros y determinadas familias, provenientes de la «vieja escuela
franquista», que han posibilitado la consolidación de estructuras de poder
tremendamente asimétricas. Para reforzar estas ideas, los autores nos indican que
«España es el único país de la OCDE en donde no se produjo crecimiento real de los
salarios entre 1995 y 2005» (Navarro, Torres y Garzón, 2011, p. 43). Todo ello, por otra
parte, viene a fortalecer la tesis de partida de la precaria situación en la que se encuentran
las clases trabajadoras, sobre las que, además, se ha puesto el peso de la difícil
recuperación económica. Dicho con otras palabras, para que los que más tienen sigan
acumulando riquezas y privilegios, y para los que menos tienen sigan trabajando y
asumiendo su precaria situación.
La pérdida del poder adquisitivo de los salarios reales en España, que no han crecido
en los últimos quince años, nos convierte en uno de los países con mayor desigualdad de
Europa. A su vez, este debilitamiento de los salarios agrava al propio mercado interno,
pues a menor salario menos gasto, perjudicando sobre todo a las pymes, que en España
generan casi el 80 por 100 del empleo. En definitiva, tenemos que a menor salario
también menos empleos desarrollados, y un mayor endeudamiento de las pymes.
Endeudamiento que no se debe, como matizan Navarro, Torres y Garzón (2011, p. 49),
«a que los españoles hayamos vivido “por encima de nuestras posibilidades”, sino a que
los salarios han estado por debajo de nuestras necesidades». Es un acto de demagogia
hacer creer que la mayoría de los españoles han vivido estos últimos años por encima de
sus posibilidades, y sin embargo ocultar o no decir nada acerca del flagrante delito moral
y social que está cometiendo esa élite minoritaria que controla más del 80 por 100 de la
riqueza nacional y que no permite que haya una distribución equitativa de la misma.

31
Estos factores, unidos a la codicia especulativa a la que se unieron los grandes bancos
españoles e importantes promotores inmobiliarios por ganar dinero fácil y de forma
rápida, han motivado que en España se incremente de manera exponencial en los últimos
años el endeudamiento privado. Éste se ha centrado, principalmente, en el sector
inmobiliario, que ha llegado al 75 por 100 del mismo, un 12 por 100 sólo al consumo y
exclusivamente un 6 por 100 a la actividad productiva (Naredo, 2009). Por el contrario,
se ha visto negativamente el endeudamiento público, sabiendo que éste va encaminado a
favorecer el capital social y mantener estructuras de bienestar colectivas. Las
consecuencias de esta mala praxis política las vemos expresadas en el aumento de las
desigualdades sociales. traducidas en incremento del desempleo, familias que pierden su
hogar o déficit en la inversión social, así como en innovación e investigación y deterioro
medioambiental.
Por su parte, las reformas que imponen los «mercados», los bancos y los grandes
inversores que han comprado la deuda de los Estados van dirigidas, fundamentalmente,
al mercado de trabajo, exigiendo mayor flexibilización, a fomentar el deterioro de las
condiciones laborales de los trabajadores, a la contención salarial y del sistema de
pensiones y a la progresiva privatización de los servicios públicos esenciales, como
sanidad y educación. Pero, como nuevamente indican Navarro, Torres y Garzón (2001,
p. 59), «ninguna de estas reformas tiene relación con el origen de la crisis, forma parte
de las mentiras con las que se ha dado respuesta, pero lo que ha producido, en lugar de
mejorar la situación económica, es su empeoramiento, lo que dificulta aún más la
creación de empleo y provoca un nuevo problema a la economía española, que puede
terminar siendo intervenida, como la griega, la irlandesa o la portuguesa, para
“rescatarla”, aunque eso en realidad significa rescatar a los bancos para que puedan
pagar a sus acreedores alemanes o franceses». Estas contundentes afirmaciones por parte
de estos autores evidencian el verdadero calado de la crisis española y de algunos de
nuestros vecinos europeos. Nuestros representantes políticos, en lugar de generar las
condiciones favorables para que los países como España puedan crear sus propios
ingresos, y que no sigan endeudándose con préstamos de terceros, pretenden enfrentar la
deuda pública empobreciendo aún más a sus clases medias y trabajadoras exigiendo un
esfuerzo colectivo para salir de la difícil situación a la que nos ha conducido la avaricia
especulativa de una élite minoritaria.
De no rescatar la política de estas corrientes neoliberales permaneceremos
gobernados por los intereses de los mercados de capitales. España sufrirá una mayor
concentración del poder político, económico y cultural en los grupos minoritarios que,
como en otros países de nuestro entorno, también están detrás de estos interesados
movimientos por contener a la opinión pública, presentando engañosas medidas para
frenar la crisis, sin alterar los privilegios y el «bolsillo» de quienes realmente se han
lucrado y se están beneficiando de ella. Es urgente, pues, recuperar la política para que
pueda estar al servicio de la mayoría de los ciudadanos, de reducir los enormes

32
desequilibrios actuales y de orientarse hacia formas de desarrollo más sostenibles y
respetuosas con los escasos y limitados recursos naturales. Como apuntan Hinkelammert
y Mora (2009, p. 48), ante esta situación que se nos presenta es fundamental poder
rescatar la política «como arte de hacer posible lo imposible, tiene que proponerse un
mundo, una sociedad, en la cual cada ser humano pueda asegurar su posibilidad de vida
dentro de un marco que incluya la reproducción de la naturaleza, sin la cual la propia
reproducción de la vida humana no es posible». Actualmente, lo que proponen estos
autores es inconcebible desde la ideología neoliberal; por eso hablan de rescatar,
recuperar y, si me apuran, de reinventar la política y la forma de organización social por
otras alternativas de desarrollo que puedan contener los excesos provocados por el modo
de producción capitalista bajo este paraguas ultraliberal. Además de rescatar la política
de esta tiranía, también tenemos que re-pensar la educación si realmente queremos
acercarnos a otras formas de desarrollo que introduzcan la solidaridad y la perspectiva
social en la economía, más allá de la interesada visión individualista y materialista
presente. Pues, como veremos a continuación, la educación ha estado tradicionalmente al
servicio de los intereses de estas élites minoritarias, que se han valido de los sistemas
educativos para reproducir los principios, valores y estereotipos de un modelo utilitarista
centrado en la economía capitalista neoliberal.

1.4. La educación desde la perspectiva neoliberal

El Nobel de economía Paul Krugman (2009) observa que los beneficios derivados de
un crecimiento rápido y vertiginoso de la productividad, de los avances tecnológicos y
de los beneficios económicos, sobre todo a partir de la década de los noventa del pasado
siglo, tanto en los Estados Unidos como en Europa, han ido a parar a una reducida y
cada vez más pudiente minoría. Hecho que no debe sorprendernos demasiado si
revisamos con detenimiento los principios que rigen este patrón de desarrollo. En
opinión de Krugman, el problema radica en un modelo de crecimiento nacido en el seno
de los Estados Unidos, e imitado en otros muchos rincones del mundo, que ha apostado
por la desigualdad como nota dominante para la mayor parte de la población, que no se
beneficia de los grandes incrementos económicos, los cuales son absorbidos por esta
minoría. Este fenómeno, que se ha extendido rápidamente por todos los rincones del
mercado económico globalizado, se ha ido impregnando también en los sistemas
educativos públicos. No todos los ciudadanos se benefician de las ventajas que podría
reportar la educación, reproduciéndose las desigualdades sociales de generación en
generación sin alterar las jerarquías socioeconómicas, que, como veremos a
continuación, sí se favorecen con los efectos programados de una educación
mercantilizada. El profesor Manuel de Puelles (2009, p. 9) lo expresa con estas acertadas
palabras: «hay suficientes indicios de que la aplicación de los métodos neoliberales en

33
los sistemas educativos están desencadenando una mayor desigualdad en el acceso a un
bien cultural, inapreciable en la sociedad del conocimiento, como es la educación». Bajo
la bandera de la «igualdad de oportunidades» los conservadores defensores del
pensamiento único pretenden hacernos creer que todos pueden llegar a lo más alto en el
escalafón social, utilizando como medio el derecho universal de todos a la educación.
Desgraciadamente, lo están logrando en un porcentaje elevado de la población.
Nada más lejos de la realidad, pues contrasta con el aumento de las inequidades en las
clases populares y los grupos marginales, que encuentran inclusive en nuestros días un
obstáculo serio en los sistemas públicos de educación, que no son capaces de dar una
respuesta acertada a las problemáticas estructurales que presentan estos colectivos. Jurjo
Torres (2007) reflexiona detenidamente sobre este fenómeno en su obra Educación en
tiempos de neoliberalismo, en la que analiza cómo las ideologías conservadoras utilizan
los modelos neoliberales también para configurar un sistema educativo que condicione
los modos de pensar de la gente para legitimar las estructuras dominantes de poder. El
pensamiento único como estrategia política articula un modelo de escuela para plasmar
en la sociedad el «único» prototipo posible, según sus partidarios más ortodoxos, de
ciudadano dentro de este esquema conservador, que concibe al sujeto como ser
individualista, competitivo, materialista y consumista. La finalidad de la perspectiva
neoliberal es que la educación pueda desarrollar un «sentido común», un esquema de
pensamiento en los ciudadanos para justificar y naturalizar las jerarquías
socioeconómicas presentes como justas e inevitables, pues son para ellos producto del
mérito personal. Asimismo, estos neoconservadores insisten en la imposibilidad de
encontrar alternativas al modelo de desarrollo actual, anulando el valor de la utopía y de
la crítica como elementos susceptibles de provocar una transformación real de la
sociedad. Lo que no consiguen ocultar tan bien los partidarios de esta filosofía del
pensamiento único es que sólo alcanza a ayudar social y económicamente a un grupo
muy minoritario de la población, mientras que una parte muy importante de los
ciudadanos están percibiendo cómo empeoran progresivamente sus condiciones de vida.
El neoliberalismo ha dejado a un lado valores tradicionales que inspiraron la
recuperación de parte del mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial, basados en
la participación y cooperación como eje vertebrador de la vida en comunidad, para
aprehender la fragmentación, la lucha, la competitividad y el egoísmo como ideales
supremos de la sociedad en la que vivimos. Esta ideología ha ido reformando y guiando
los fundamentos metodológicos y didácticos de los sistemas educativos, sobre todo tras
la caída del muro de Berlín en 1989 y el casi absoluto silencio posterior de los
fundamentos socialistas como forma de organización social. El pensamiento único ha
calado profundamente en los planes educativos, configurando los esquemas mentales de
un sector importante del profesorado que, en gran parte, han asumido sin rechistar las
sucesivas leyes y reformas educativas, que han puesto un marcado acento en la calidad,
la excelencia educativa y la segregación o separación por niveles de conocimiento como

34
la mejor manera de acercarnos a sociedades más competitivas y eficientes en el plano
económico internacional. Podríamos decir, sin un gran margen de error, que se han ido
implantando en los sistemas educativos las mismas reglas de juego que rigen los
escenarios de la producción y el comercio. Estas ideologías conservadoras buscan el
control casi exclusivo de las esferas políticas y económicas, y no se preocupan porque el
sistema educativo desarrolle en los sujetos competencias y habilidades como la crítica, el
análisis o la reflexión (Martínez-Rodríguez, 2011). Por el contrario, su discurso va
dirigido a desviar la atención en aspectos tradicionales que, desde su sesgado punto de
vista, están en el fondo de las problemáticas que acarrea la escuela, como son la falta de
disciplina en los centros y en las aulas, el bajo nivel formativo o la escasa motivación de
algunos sectores sociales por la educación, entre otros motivos por el estilo, que
pretenden alejar la atención de su verdadero propósito, que es el de configurar
identidades que no pongan en entredicho los clasistas esquemas de sociedad que son el
germen de las injusticias que padecemos.
Por tanto, el conservadurismo ideológico penetra en las entrañas del modelo
educativo para asegurar los patrones de comportamiento que permiten la reproducción
de los roles de una sociedad clasista y jerarquizada, impidiendo que la educación
favorezca la movilidad social de los ciudadanos. Sin embargo, no podemos ser ingenuos
y creer que la educación, por sí sola, es la única herramienta que puede llevarnos a la
transformación de las sociedades. Estaríamos cometiendo un grave error si pensamos de
esta manera, sobre todo en países donde hay una evidente desigualdad de partida,
refrendada directamente por los poderes tanto públicos como privados. La elaboración
decidida de políticas públicas que vayan en la línea de la reducción de los desequilibrios
entre los diferentes grupos que componen la población es una estrategia, si nos ponemos
a comparar, tanto o más importante, si se quiere, que la propia educación orientada al
desarrollo de la justicia social. Si no se llevan a cabo acciones concretas desde las
instancias públicas y políticas, como ha reiterado en más de una ocasión Federico Mayor
Zaragoza (2011), es muy difícil, por no decir casi imposible, revertir las enormes
inequidades que forman parte de nuestro actual modo de vida. Pero este discurso, que a
simple vista parece sencillo desde la argumentación teórica, es tremendamente
complicado materializarlo en el terreno de la práctica real. Máxime cuando podemos
observar que, en nuestro entorno más próximo, las principales líneas de actuación
política tanto en el contexto nacional como europeo o internacional vuelven la mirada
hacia las ideologías conservadoras más utilitaristas, que conciben la educación como el
paso previo y necesario para la formación del «homo economicus».
En este sentido, como argumenta Torres (2007), la mercantilización progresiva del
sistema educativo está llegando inclusive a las etapas más básicas de la escolarización
obligatoria, y no sólo se queda en la formación postobligatoria y universitaria, como
estamos comprobando ahora con el novedoso Espacio Europeo de Educación Superior
(EEES). Se está aplicando la racionalidad económica a la educación obligatoria, que

35
está, a su vez, comenzando a regirse con planteamientos que se orientan hacia la
capacitación profesional e incorporación de los sujetos en las reglas que guían el
mercado laboral, y está dejando en un segundo plano aspectos de corte más social y
ético. Estamos naturalizando de tal forma este modelo utilitarista, que cuando se
producen ciertas incompatibilidades entre la escuela y el mundo empresarial se echa la
culpa al profesorado y a los educadores de las instituciones educativas públicas por no
dar una respuesta válida a las exigencias del mercado. Se habla de falta de capacitación
profesional por parte del profesorado, que no puede o no quiere estar a la altura de los
requisitos de una sociedad del conocimiento altamente competitiva y que busca la
máxima rentabilidad económica. Por ello, los ideólogos neoliberales se ceban aún más
con un sistema educativo que no es capaz, en su opinión, de cubrir satisfactoriamente las
necesidades de una economía de mercado globalizada. Este discurso esconde una trampa
muy peligrosa que pone en tela de juicio la credibilidad de los servicios públicos, como
es el caso de la educación. Al generar tal incertidumbre y desconcierto alrededor de la
escuela pública, los neoconservadores aprovechan para «justificar» la escasa capacidad
de respuesta de la escuela a las demandas de un mercado exigente, abriendo así el
camino para la progresiva privatización de los servicios públicos por su falta de
eficiencia.
Esta lucha de poder, encaminada a privatizar un bien público como es la educación,
no sólo va a debilitar, aún más si cabe, a las clases más deprimidas, sino que posibilita
que se corra el riesgo, por otro lado cada vez más presente, de que los servicios públicos
esenciales como la salud o la educación acaben asumiendo las reglas del mercado. Los
ciudadanos se vuelven consumidores de formación (Whitty, 2001), dentro de un sistema
que apuesta por el beneficio individual, basado en una supuesta libertad personal, que
deja en un segundo plano los intereses de la comunidad. Desde esta perspectiva, la
educación es un producto más que ofrece el mercado, donde los usuarios se vuelven
consumidores que eligen y adquieren bienes educativos en base a sus propios recursos
económicos (Carnoy, 2001). Una vuelta de tuerca más a la debilitada utopía del Estado
de bienestar. La educación se transforma en un arma estratégica al servicio del capital y
de las élites ideológicamente afines a la corriente neoliberal. Una herramienta tan
poderosa que, si bien, como decíamos anteriormente, no puede por sí sola revertir la
situación de depresión actual, puesta al servicio de estos grupos minoritarios puede
poner aún más en serio riesgo la estabilidad social y la justicia social. Al servicio del
capital, la educación así dirigida es capaz de articular estructuras mentales que
conviertan a los ciudadanos en meros tecnócratas, con una visión progresivamente más
utilitarista y mecanicista del entorno social que les rodea. Los éxitos o fracasos
educativos y, por extensión, profesionales son asumidos como propios y exclusivamente
como producto de la responsabilidad personal e individual de cada uno. Como
analizaremos más detenidamente en próximos capítulos, el modelo de la igualdad de
oportunidades es la bandera de los neoliberales, a través de la cual todos somos

36
supuestamente libres para llegar a lo más alto tan sólo contando con nuestros méritos
escolares y nuestro esfuerzo personal. Como defiende Dubet (2011), lo que no se expone
intencionadamente es que esta supuesta libertad individual está totalmente condicionada
por las desiguales posiciones de partida de los educandos.
Actualmente, no es muy difícil comprobar y comprender que los jóvenes españoles
que viven en las grandes zonas chabolistas que siguen rodeando a las principales
ciudades españolas, como «Las 3.000 Viviendas» o «El Vacie» en Sevilla, «Las
Barranquillas», «Vallecas» o «El Cañaveral» en Madrid, el «Barrio Can Rectoret» en
Barcelona o «Culleredo» en La Coruña, tengan en su mayoría serias dificultades para
«triunfar» en el sistema educativo bajo estos criterios economicistas. La incertidumbre y
el miedo generado alrededor de estos jóvenes, por parte de algunos medios de
comunicación y entes públicos gobernados por ideologías neoliberales, persiguen la
criminalización de estos colectivos, y su escasa o nula participación en la vida
económica y social normalizada es atribuida a sus inmorales comportamientos y hábitos
de vida a los que, casualmente, «ellos han optado libremente». La educación se convierte
en este caso en un arma de doble filo al servicio de los grupos conservadores, ya que por
un lado permite moldear la mente de la ciudadanía en los valores de la competitividad, la
eficiencia, el éxito personal y el trabajo por el interés individual, adoptando los patrones
propios del consumo y la producción económica e incorporándolos al sistema educativo,
y por otro lado deja claro que aquellos que no han triunfado socialmente son los que no
han querido beneficiarse de la educación porque no han asumido los valores del
esfuerzo, el trabajo y el sacrificio personal. Justifican que han tenido las mismas
oportunidades que todos de aprovecharse de las excelentes virtudes de un sistema
educativo que busca la calidad, y que, por tanto, es sólo culpa suya el hecho de no querer
disfrutar de una escuela con tales valores. Se inicia así un proceso de criminalización y
deslegitimación de los hábitos de vida y patrones culturales de estos sectores marginales
con los que «ellos mismos» buscan su propia exclusión, quedando de esta forma la
educación a la orden del capital y de las élites, que defienden sus arcaicos e injustos
principios como los únicos valores posibles para la estabilidad social. En esta línea, los
grupos hegemónicos se aprovechan de una situación estructural que favorece sus
intereses económicos y de clase, extendiendo sus valores como la mejor forma de
organización social, y valiéndose de instituciones, hasta la fecha públicas, para
reproducir sus roles de vida y comportamientos. Esta manera de pensar y articular la
escuela dificulta que se visualicen alternativas al modelo vigente, al tiempo que se
tachan de utópicas, irrealistas e inclusive contraproducentes para el buen desarrollo de la
sociedad otros modos de contemplar la vida humana en la Tierra.
Vista la manipulación intencionada que los grupos de poder económicos y sociales
han hecho del sistema educativo, convirtiendo a éste en un eslabón más de los variados
recursos para conseguir el control social, la pregunta que podríamos hacernos en estos
momentos es: ¿desde cuándo la escuela ha estado al servicio de los sectores más

37
poderosos de la sociedad?, o más bien, ¿se trata de un fenómeno reciente el hecho de que
las élites hayan utilizado la educación para la reproducción del statu quo a través, por
ejemplo, de la mercantilización del sistema educativo para dar respuesta a sus demandas
económicas? Sin negar las enormes ventajas que la escolarización obligatoria ha tenido
para la expansión de la democracia, la ciencia, la cultura y, en general, para el desarrollo
de la sociedad, sobre todo a partir del siglo XX, no es por ello menos cierto que los
sistemas educativos han sido tradicionalmente diseñados, organizados y guiados por los
sectores más poderosos desde el punto de vista económico, político, social y religioso.
Los profesores Julia Valera y Fernando Álvarez-Uría (1991) reflexionan en profundidad
en su obra La arqueología de la escuela acerca del origen de la institución escolar y de
su vinculación con las oligarquías religiosas, políticas y económicas de la época. Los
autores indagan sobre la naturaleza de la educación, concebida como la acción de influir
sobre los sujetos para conseguir un fin determinado. Tradicionalmente las sociedades
han generado mecanismos para transmitir los valores y las pautas de conducta necesarios
para que las nuevas generaciones se incorporen a la vida social. De manera consciente, y
a veces inconsciente, se ha incidido sobre los sujetos para que asimilen y se adapten a las
normas que rigen la vida en sociedad.
La génesis de la institución escolar nos permite comprender el carácter político de la
educación como capacidad de influir para conseguir un fin, en el caso que nos ocupa el
de conformar el modelo de «ciudadano» que se espera en una sociedad de mercado
capitalista. Para Valera y Álvarez-Uría, podemos contextualizar el nacimiento de la
institución escolar en el «momento de formación de los nacionalismos europeos, y en un
clima de guerras de religión» donde, según los autores, en el seno de estas sociedades
perfectamente estratificadas y jerarquizadas nació el germen de la escuela moderna que
conocemos hoy día. A pesar de los enormes cambios que han experimentado los modos
occidentales de educación desde el siglo XVI hasta nuestros días, la «esencia de la
escuela», su naturaleza interna, ha estado presente, e incluso condicionando, dichas
transformaciones educativas. Asimismo, esta estructura interna o naturaleza de la escuela
ha estado estrechamente ligada a la idea del control social. De ahí que en ocasiones se
identifique educación con socialización, al asociar el nacimiento de la escuela como un
instrumento para el control social. Desde esta concepción, la escuela es un poderoso
agente de socialización que hunde sus raíces en un momento histórico determinado,
donde lo prioritario no era transmitir información o conocimientos, sino que su finalidad
radicaba más bien en la configuración de la identidad de las nuevas generaciones. Así
pues, la escuela, como tal institución, no ha existido siempre. Se trata de una
construcción social que ha respondido a unos intereses particulares. Los poderosos,
como mantienen Valera y Álvarez-Uría (1991, p. 13), «buscan en épocas remotas y en
civilizaciones prestigiosas —especialmente en la Grecia y la Roma clásicas— el origen
de las nuevas instituciones (entre ellas la escuela) que constituyen los pilares de su
posición socialmente hegemónica. De esta forma intentan ocultar las funciones que las

38
instituciones escolares cumplen en la nueva configuración social, al mismo tiempo que
enmascaran su propio carácter advenedizo en la escena socio-política».
Las palabras de Valera y de Álvarez-Uría nos indican que la «escuela» no es una
institución aséptica, ya que el origen de la misma responde, por un lado, a un interés por
mantener una posición hegemónica por parte de las clases privilegiadas y poderosas, y
además surge con una clara función de configuración social, lo que nos lleva, en tercer
lugar, a destacar su marcado carácter socio-político. En definitiva, se pretende ocultar
todas estas funciones partidarias y dotar, por tanto, de una condición «natural» a una
construcción social como es la escuela. De esta manera, difícilmente se podrá poner en
cuestión lo que la institución escolar dice, hace y promueve si es concebida como «algo
natural», que nadie «puede» ni «debe» poner en cuestión. Nos encontramos ante lo que
Berger y Luckman (2006) denominan «la construcción social de la realidad».
Consideramos que nuestra forma de pensar, de ver las cosas, de posicionarnos ante la
vida, en definitiva, nuestra cultura, es la «única y verdadera». De ahí que, de forma
intencionada, el origen de la escuela, y por ende la propia naturaleza de la educación,
hayan estado condicionadas por este proceso de construcción social de la realidad, por el
que se ha llegado a «naturalizar» la propia organización escolar. Esto justifica el
marcado carácter socio-político que posee la educación, y el hecho de que se haya
confundido y asociado tradicionalmente a la noción de socialización. Por todo esto, es
importante llegar a conocer la razón de la existencia de esta institución e indagar sobre
su origen, para comprender los intereses sociales que motivaron su génesis, como
estrategia con la que dar luz a la naturaleza de la educación que rige nuestros actuales
centros escolares.
En este punto nos surgen los siguientes interrogantes: ¿qué intereses dieron origen al
nacimiento de la escuela de masas?, ¿qué características históricas, desde el punto de
vista económico, social, político y religioso, propiciaron su aparición?, y como
consecuencia, ¿cuál es, pues, la naturaleza del fenómeno educativo si tenemos en cuenta
los citados antecedentes históricos? La escuela, como espacio para la socialización de las
clases populares, no es una institución que haya existido siempre, sino que se trata de
una institución relativamente reciente, que cuenta aproximadamente con un siglo de
existencia. Para Valera y Álvarez-Uría (1991, p. 14), «la escuela pública, gratuita y
obligatoria ha sido instituida por Romanones a principios del siglo XX, convirtiendo a los
maestros en funcionarios del Estado». No obstante, es de suponer que esta institución
educativa como tal no emergió de forma espontánea, sino que es fruto de todo un
proceso de cambios que se vienen produciendo desde el siglo XVI. Por medio del estudio
de su génesis queremos conocer sus antecedentes históricos, la piedra angular sobre la
que se sustenta su estructura interna; en definitiva, descubrir para qué y por qué surge y a
qué intereses obedece su nacimiento, pues conocer el pasado puede ayudarnos a
comprender nuestro presente y, en este caso, la naturaleza propia del hecho educativo
que se esconde tras la ideología neoliberal.

39
Valera y Álvarez-Uría identifican una serie de condiciones y de transformaciones
sociales que, con el transcurso del tiempo, permitieron la aparición de la llamada escuela
nacional a principios del siglo XX, entre las que cabe destacar: la configuración
progresiva del concepto de infancia, la creación de un espacio cerrado e institucional
dedicado a la «educación» de los niños, la formación de un cuerpo de especialistas para
la «educación» de los jóvenes, la eliminación de otras formas de socialización como, por
ejemplo, la familia, y la institucionalización de la escuela obligatoria orientada
fundamentalmente al control social de las clases populares. Por su parte, la aparición
progresiva de la infancia está relacionada directamente con la creación de espacios
cerrados (colegios, hospicios, albergues, casas de doctrina, casas de la misericordia,
seminarios, etc., y, más recientemente, la escuela), destinados a la «educación» de los
jóvenes, entendida ésta como socialización, instrucción y adoctrinamiento. La educación
se convierte en uno de los instrumentos clave orientado a la naturalización de una
sociedad clasista dividida en estamentos sociales, puesto que se llevan a cabo programas
educativos diversificados en función de las diferentes «calidades de las infancias»:
infancias de élite (realeza y nobleza, y posteriormente la burguesía) e infancia ruda
(clases populares).
Los escolásticos se orientarán con gran interés y pondrán un empeño especial en las
infancias de élite, por cuanto su influencia sobre ellas es de vital importancia para seguir
extendiendo la fe y conservar sus privilegios. Así, la constitución de las infancias
angélica y de calidad forma parte de todo un programa político de dominación, donde se
instruye y «educa» a estos jóvenes para que continúen manteniendo su situación
privilegiada, es decir, se les prepara para mandar. Por el contrario, los niños de las clases
pobres son «educados» desde una perspectiva paternalista, y recluidos en instituciones
caritativas al estilo de hospicios y casas de acogida, entre otras muchas, donde son
fundamentalmente adoctrinados en la fe cristiana, con la que se les enseña a obedecer y a
respetar «las virtuosas costumbres». Otro elemento interesante a tener en cuenta es la
diferencia entre colegio y escuela. El colegio es el espacio que, ya desde el siglo XVI, ha
estado reservado exclusivamente a las clases pudientes para su «educación» elitista y
clasificadora. Algo que, por otro lado, nos recuerda a los actuales colegios privados,
reservados a una minoría que puede permitirse pagar una suma importante de dinero y
que, por otro lado, se encuentra en sintonía con los ideales, costumbres y estilos de vida
que identifican a estos grupos acomodados. Sin embargo, la escuela, como lugar de paso
obligatorio para las clases populares, es una institución muy reciente con poco más de un
siglo de antigüedad, ya que anteriormente los niños pobres eran adoctrinados en
instituciones de caridad como casas de acogida o albergues. Por su parte, la emergente
burguesía, que va desplazando a la nobleza y alcanzando paralelamente mayores cotas de
poder, junto con la consolidación de los Estados y la incipiente nueva sociedad en vías
de industrialización, pone las bases de las conocidas «escuelas normales». En ellas se
instruye y alecciona a los hijos de las clases trabajadoras en la obediencia, la limpieza, la

40
puntualidad y regularidad, el respeto a la autoridad y el amor al trabajo. Todo esto deja al
descubierto, en expresión de Varela y Álvarez-Uría (1991, p. 52), «las funciones que la
escuela cumple en tanto que arma de gestión política de las clases populares». Por ello,
estos autores concluyen diciendo que la instauración por parte del Estado de la
escolaridad obligatoria no es un elemento para la «simple reproducción, sino (que se
trata más bien) de una auténtica invención de la burguesía para civilizar a los hijos de los
trabajadores. Tal violencia, que no es exclusivamente simbólica, se asienta en un
pretendido derecho: el derecho de todos a la educación» (Valera y Álvarez-Uría, 1991, p.
54).
Como hemos podido observar a lo largo de todo este recorrido socio-histórico, el
sistema educativo ha estado tradicionalmente al servicio de los intereses de las élites
dominantes, una minoría que ha ido dando forma a toda una «maquinaria escolar» para
configurar el «homo economicus» del que veníamos hablando. La educación no ha sido
aséptica o neutral, ni lo sigue siendo, y aunque no podemos despreciar los evidentes
beneficios que ha reportado en cierta medida la escuela de masas, tampoco podemos
perder de vista los oscuros intereses que siguen moviendo los hilos de nuestros sistemas
educativos. En el presente, apreciamos un fuerte giro de la educación pública hacia los
ideales conservadores que están en la base de la crisis sistémica que estamos padeciendo.
La escuela pública tradicional ha permitido, de alguna forma, mantener los estereotipos y
roles sociales tradicionales, beneficiando con ello a los sectores más poderosos de la
población. Pero ahora se pretende dar un paso más allá, en un intento de privatizar todo
aquello que puede dar beneficios económicos. La escuela está en este punto de mira, y se
están moviendo rápidamente las fichas de tal forma que se están evitando ciertas
sutilezas de épocas pasadas con el único objetivo de poder reforzar la idea de una
sociedad estratificada, en la que se blinden los privilegios de unos pocos y se asuma este
hecho como algo justo y necesario para salir de la situación de crisis actual. Hasta ahora
hemos presentado una visión crítica y dura de la educación, y de su conexión con la
perspectiva neoliberal, así como los factores principales que están detrás de la depresión
económica y financiera que ha golpeado dramáticamente a la mayor parte de las
democracias occidentales. Sin embargo, esta exposición detallada de la situación
económica, política y educativa presente es el requisito previo y necesario para poder
justificar modelos alternativos de desarrollo al sistema neoliberal. Veremos en los
próximos capítulos que esto no sólo es posible, sino que además es necesario en los
tiempos que corren, por lo que la educación y la política, como constructos sociales que
son, pueden conducirnos hacia otras formas de desarrollo humano que contemplen los
intereses colectivos y del planeta Tierra en su conjunto.

41
2

Del capitalismo neoliberal a una economía centrada en el


mantenimiento y desarrollo de la vida

Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas
están encantados con lo que hay.
JOSÉ SARAMAGO
Escritor y Premio Nobel de Literatura.

El concepto de «desarrollo» es relativamente reciente si tenemos en cuenta la historia


de la humanidad. Se trata de un concepto dinámico y en constante transformación que,
como veremos, está estrechamente ligado al origen del capitalismo. Ha ido cambiando a
lo largo del tiempo, en un esfuerzo permanente por adaptarse a las características de cada
época, y en un intento constante por dar respuesta a las necesidades vitales de los
ciudadanos. A pesar de que se han invertido numerosos esfuerzos por parte de
instituciones públicas nacionales e internacionales, y de organizaciones no
gubernamentales, agentes sociales e individuos particulares siempre en lucha contra la
pobreza, la miseria o la enfermedad, y a favor de la escolarización, en definitiva, por
promover la dignidad humana y la justicia social, lo cierto es que si consideramos los
datos aportados en el capítulo anterior comprobamos cómo el capital, la avaricia y el
egoísmo personal de una minoría han favorecido un crecimiento económico
incontrolado, sin reparar en los enormes daños que este modelo estaba provocando al
desarrollo humano. En este segundo capítulo revisaremos la evolución que ha
experimentado este concepto, así como las dificultades, limitaciones y retos que aún le
quedan pendientes para acercarse a los ideales de equidad, justicia y solidaridad. Lo
interesante de este recorrido será poder analizar detalladamente cuál es su origen, las
tendencias que ha ido experimentando en sus diferentes etapas y la manipulación que ha
sufrido por parte de los ideólogos conservadores, que le han otorgado un carácter casi
asistencialista, quitándole su verdadera esencia de cambio y transformación social. En el
fondo, esta trayectoria nos permitirá alumbrar nuevas vías de canalización del desarrollo
que vayan más allá del neoliberalismo, y que tengan como fundamento una renovada
economía social inspirada por los principios y valores de la Carta de la Tierra.

42
2.1. Acerca de la noción de «desarrollo»: antecedentes históricos e
1
implicaciones educativas

Desde una perspectiva histórica, la noción de «desarrollo» de un país o región está


necesariamente unida al proceso de Revolución Industrial (Brunet y Böcker, 2007). Este
proceso configuró como modelo de crecimiento económico al sector industrial,
concebido como fuente de progreso y, por consiguiente, como motor de desarrollo
económico. Una creciente tecnificación de los puestos de trabajo, junto a una nueva
instrucción y formación de los trabajadores y a un importante avance tecnológico nunca
visto hasta la fecha, provocan que el desarrollo y el crecimiento económico se conviertan
a partir de mediados del siglo XIX en términos inseparables, hasta el punto de vincular el
desarrollo con una mayor industrialización, que daría lugar a un incremento de la
producción o, lo que es lo mismo, al crecimiento económico. Esto da lugar a que, desde
la Primera Revolución Industrial, se vincule revolución tecnológica con desarrollo
económico. Así por ejemplo, con el avance de la tecnología se pasa, en la segunda mitad
del siglo XIX, de una sociedad básicamente agraria y rural a una industrial «avanzada».
Por ello, bajo esta concepción determinista de la tecnología aparece con fuerza la
empresa industrial privada.
Este contexto de incipientes Estados-nación y de la lógica del capitalismo industrial,
escenario de los grandes imperialismos europeos, tiene como notas características el
ansia de poder y de riqueza por parte de estos Estados denominados a sí mismos
«civilizados», donde el desarrollo tecnológico e industrial implica desarrollo económico.
A este respecto, Herbert Marcuse (1984) señaló que la fórmula del capitalismo industrial
produjo, además de la clásica división del trabajo, unas relaciones de intercambio entre
los imperios y las colonias desiguales, así como el sometimiento de la clase obrera-
trabajadora a los intereses de los patronos industriales, experimentándose unos niveles de
crecimiento diferenciados entre unos países y otros, aumentando con ello las
desigualdades y la brecha económica entre los más industrializados (Estados nacionales
capitalistas) y los más «subdesarrollados» según esta visión tecnicista. Ello produjo a su
vez una concentración del poder y la riqueza material en los denominados imperios, y,
dentro de éstos, en una acaudalada burguesía y en unas élites económicas, políticas y
sociales que comprueban cómo aumentan progresivamente sus dividendos
empresariales, al tiempo que ven incrementado su poder sobre unos trabajadores que van
viviendo en sus propias carnes las duras condiciones laborales a las que son sometidos
en el nuevo escenario de la industrialización.
El liberalismo económico se convierte en el centro de atención de las teorías
económicas clásicas emanadas tras el proceso de industrialización, en las que el valor del
individualismo extremo ocupa un lugar central. Comienza así un paulatino proceso de
manipulación y adoctrinamiento de las clases populares, para que asimilen como buenos
los valores del trabajo, la disciplina, el esfuerzo y la resignación. Estos aspectos, que se

43
convierten en todo un símbolo en el mundo empresarial de la época, son asumidos como
válidos por los sistemas educativos, que los utilizan para configurar las mentes de los
futuros trabajadores industriales. Desde esta visión utilitarista encontramos que el
desarrollo, como sostiene George (2008), es medido en términos de «progreso de la
civilización». Las sociedades eran clasificadas según unos estadios de desarrollo, lo que
permitía justificar y legitimar el expolio por parte de las naciones denominadas
desarrolladas a los vencidos y colonizados. Este grado de desarrollo se medía en función
del nivel de industrialización, lo que les confería el calificativo de «sociedades
civilizadas». En este sentido, desde el siglo XVIII hasta prácticamente la Segunda Guerra
Mundial desarrollo es sinónimo de civilización (Brunet y Böcker, 2007). Se aplica la
concepción evolucionista del desarrollo surgida en las ciencias naturales a finales del
XVIII, inspirada en los estudios de evolucionistas como Darwin, al terreno social. Por
ello, se habla de «evolucionismo social» para explicar el «grado de desarrollo» de unas
sociedades en relación con otras.
No se tenían en cuenta a la hora de señalar el nivel de desarrollo de un país aspectos
tales como el grado de solidaridad entre los diferentes grupos sociales, el apoyo mutuo
orientado al bien común, la responsabilidad social, la tolerancia y el respeto mutuo, la
paz social, el trabajo en equipo, el compromiso social, etc., sino que el desarrollo era
concebido simplemente como sinónimo de mayor tecnificación e industrialización. No
importaban las condiciones de vida de los trabajadores industriales ni la explotación a la
que se veían sometidos, tan sólo se pensaba en aumentar la productividad. Por este
motivo, es razonable pensar que autores como Comte, Spencer, Durkheim o Smith
(Samuelson y Nordhaus, 2006), entre otros muchos, consideraran que el nuevo motor de
desarrollo económico en la denominada «primera globalización» (1870-1913) estaba
motivado por el sector productivo industrial, llegando a argumentar que el capitalismo
competitivo que sustentaba dicho modelo de desarrollo era el mejor de todos los
sistemas económicos posibles hasta la fecha. Esto dejaba claramente a un lado los
aspectos humanos y sociales del desarrollo, al primarse los más técnicos y materiales
(Max Neef, 1998). No sólo esta visión del desarrollo de finales del XIX y principios de
XX ha contribuido a aumentar las desigualdades sociales como es de sobra conocido, sino
que además se ha puesto en evidencia la falta de autorregulación por parte del sistema
económico y la supuesta redistribución de la riqueza de la que hacían gala.
Podemos observar aquí la ambivalencia de la palabra «desarrollo» de la que hablaba
Roger Ciurana (2001), ya presente en estas primeras etapas del capitalismo industrial, ya
que por un lado se habla de «desarrollo material», entendido como desarrollo
tecnológico, científico y económico y que históricamente ha ido provocando un gran
costo en degradación ecosistémica, y por otro lado el autor nos habla también del
«desarrollo mental» como la parte subdesarrollada del desarrollo, pues ambos
desarrollos, el material y el mental, no han ido tradicionalmente unidos. En este sentido,
los economistas clásicos fueron extendiendo el «pensamiento único», al que Roger

44
denomina «el mito tecnoeconómico», es decir, la falsa creencia de que a mayor
industrialización las sociedades alcanzan mayores niveles de bienestar, reduciéndose con
ello las desigualdades sociales. Sin embargo, una mirada crítica y retrospectiva a nuestro
pasado más cercano nos indica todo lo contrario: que no han parado de aumentar los
desequilibrios sociales a medida que aumentaba el desarrollo material. Esta falacia del
crecimiento ilimitado ha llegado hasta nuestros días, y está detrás de los graves
desequilibrios sociales y medioambientales que hemos visto en el anterior capítulo.
Hemos dejado actuar libremente a los mercados de capitales, haciendo creer a la
población que era la mejor manera posible de garantizar el bienestar de las personas.
Algunos gobiernos afines han promulgado leyes que han liberalizado los movimientos
empresariales y económicos a escala mundial, dejando en una posición de inferioridad a
los ciudadanos ante el enorme poder del capital.
No obstante, el modelo capitalista siempre ha tenido sus detractores. No lo ha tenido
fácil, a pesar de las cifras y datos de enorme concentración de capital que existen en la
actualidad. Las revueltas de trabajadores y sindicalistas, los grupos ecologistas o las
luchas feministas, entre otros muchos movimientos ciudadanos y civiles, han plantado
cara desde su propio nacimiento al capitalismo y a sus devastadoras consecuencias. Cada
cual en su contexto histórico, han luchado por el desarrollo de los derechos humanos
desde diferentes perspectivas, sacando a la luz sus puntos débiles. Así por ejemplo, la
«crisis del 29» restó credibilidad a estas corrientes económicas clásicas (Navarro, 2008),
pues se puso en evidencia, entre otros aspectos, el supuesto equilibrio de los sistemas
económicos. Este hecho, unido a la grave situación económica y humanitaria que
caracterizó a la práctica totalidad de la sociedad occidental tras la Segunda Guerra
Mundial, provocó un marcado interés por el proteccionismo y el intervencionismo del
Estado en los asuntos económicos. Se lleva a cabo un ambicioso proceso de
reestructuración económica liderado por Estados Unidos con el conocido «Plan
Marshall», firmado en 1947, con el que se pretende la reestructuración económica de
Europa bajo nuevas políticas económicas inspiradas en los principios keynesianos.
Azqueta y Sotelsek (2007) sostienen que es en este contexto de postguerra donde las
grandes «teorías del desarrollo económico» tienen su origen.
Para Brunet y Böcker (2007), fue el economista británico John Maynard Keynes
quien sentó las bases de las teorías del desarrollo económico tras la Segunda Guerra
Mundial. Estas teorías promovieron la innovación industrial y la ideología
industrializadora, rechazando la idea anterior de un mercado autorregulado. Nos estamos
refiriendo a las cuatro grandes teorías que intentan explicar el proceso de desarrollo a
partir de mediados del siglo XX: «economía del desarrollo», «los modelos de
acumulación acelerada: el modelo soviético de industrialización», «la escuela
estructuralista de la CEPAL» y «las teorías de la dependencia». Dichas teorías se nutren
de la obra de Keynes e introducen cambios importantes no contemplados hasta entonces:
se aboga por un mayor intervencionismo por parte del Estado en los asuntos económicos,

45
se rechaza por tanto que los agentes económicos fuesen racionales y que los mercados se
equilibrasen por sí mismos, al tiempo que se mejoraban los desequilibrios del mercado,
corrigiendo los fallos del libre funcionamiento de los mismos. Desde el fin de la segunda
Gran Guerra hasta la década de los setenta del pasado siglo se producen avances
destacados en la noción del desarrollo. Mejoran en algunos aspectos las condiciones de
los trabajadores en cuanto a salarios y seguridad laboral respecto a épocas pasadas, y se
entra en un período de creación de empleo que repercute positivamente en la vida de las
clases populares. Podemos decir, por tanto, que la nota destacada de las teorías del
desarrollo económico de postguerra, que se extendieron desde los años cincuenta hasta la
década de los setenta del pasado siglo, es el mayor intervencionismo por parte del Estado
para, de alguna manera, corregir los desequilibrios sociales y económicos que había
provocado el mercado, ya que entre otras funciones se encargaría de gestionarlo.
La noción de «desarrollo» va a dar un giro importante a partir de 1950, orientando las
políticas nacionales y dando lugar a la «economía del desarrollo». Asimismo, aparece el
término «subdesarrollo» para referirse a las regiones económicamente más atrasadas. La
noción de desarrollo pierde su tradicional concepción y deja de significar «progreso de la
civilización» y se vincula al incremento de la riqueza. El subdesarrollo ya no se utiliza
para referirse a aquellas regiones o países «primitivos o poco civilizados», sino que se
entiende como ausencia de desarrollo y riqueza (Brunet y Böcker, 2007). Sin embargo,
como defienden Azqueta y Sotelsek (2007), estas cuatro grandes teorías no alcanzan su
ambicioso objetivo: el desarrollo. Como casi siempre, los programas orientados al
desarrollo quedan en su mayor parte relegados al ámbito de la especulación teórica, sin
llegar a producir un cambio significativo en la mejora de la calidad de vida de la
ciudadanía. No se pueden negar los logros conseguidos, pero tampoco las enormes fallas
que seguían presentando estos modelos de desarrollo, tan vinculados a las grandes
instituciones gestadas para liderarlo, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco
Mundial. Por ello, a mediados de los años setenta del siglo XX los modelos teóricos que
respaldaban dichas teorías son rechazados. El motivo principal del rechazo tuvo que ver
con las condiciones de vida de la población, ya que éstas no mejoraban en la medida que
se intuía o se presuponía que iban a transformar la realidad de millones de trabajadores y
ciudadanos. Además, entraron en escena otros problemas no contemplados hasta
entonces, como eran el paro y el desempleo, la pobreza, la marginación o la exclusión
social. Es por ello que, a partir de 1970, podemos decir que se inicia la «segunda década
del desarrollo», según la Asamblea General de las Naciones Unidas (Samuelson y
Nordhaus, 2006; Azqueta y Sotelsek, 2007; Brunet y Böcker, 2007). A partir de aquí el
concepto de «desarrollo» ya no es visto simplemente como sinónimo de crecimiento
económico, aunque éste sigue ocupando un lugar central, sino que ahora se tienen en
cuenta otro tipo de aspectos de tipo social, educativo, etc. Podríamos decir que el centro
de atención de las nuevas políticas del desarrollo se orienta hacia la satisfacción de las
necesidades básicas y al crecimiento con equidad, al menos aparentemente.

46
El término desarrollo comienza a redefinirse bajo otros parámetros no exclusivamente
economicistas. Ahora, además de abogar por el crecimiento continuado del Producto
Interior Bruto (PIB) de todos los seres humanos y por aumentar la riqueza de los
llamados países «subdesarrollados», se defiende la importancia de otros factores claves
para el desarrollo, como son extender la educación obligatoria y la alfabetización a toda
la población mundial, mejorar la sanidad y las condiciones de vida, erradicar la pobreza
extrema, etc. (Varela y Varela, 2002). Aparece así la necesidad de concebir el desarrollo
bajo otro prisma diferente. Desde esta perspectiva, Michael Todaro (1982) establece en
el último tercio del siglo XX que la noción de desarrollo fue redefinida en términos de
reducción y eliminación de la pobreza, la desigualdad y el desempleo, eso sí, todo dentro
de un contexto que seguía abogando además por el crecimiento económico. Se presenta
una visión interdisciplinar del crecimiento como consecuencia de esta revisión del
desarrollo en la que se van a tener en cuenta, además de los aspectos económicos,
también los educativos, sociales, políticos, etc., al menos a nivel teórico. Ahora se habla
de «desarrollo social» como un nuevo modelo de crecimiento redistributivo, una nueva
visión que se aleja de las clásicas tendencias economicistas anteriores y se centra en
problemáticas que no habían tenido antes en cuenta los economistas para explicar el
crecimiento económico de un país. Nos estamos refiriendo a problemáticas como la
pobreza, la educación, la desigualdad, la vivienda, el desempleo, la sanidad, el
medioambiente, etc.; en definitiva, de lo que se trata es de contribuir a la mejora de las
condiciones materiales de vida de todo ser humano, satisfaciendo sus necesidades
básicas al tiempo que se respetan su dignidad, libertad e identidad personal y social.
Este nuevo enfoque sobre el desarrollo empieza a calar hondo en las sociedades
occidentales, exigiéndose un cambio cualitativo, y no sólo cuantitativo, en la lucha por el
desarrollo. En esta línea, Puelles y Torreblanca (1995, p. 169) llegaron a afirmar que «es
un error identificar el crecimiento económico con el desarrollo y es necesario no sólo
conciliar el crecimiento con el desarrollo social, sino también que el crecimiento
económico se traduzca en desarrollo social». La educación juega aquí un importante
papel, hasta el punto de convertirse, como defiende Cejudo Córdoba (2006, p. 369), «en
un elemento central para medir el desarrollo humano, sobre todo desde que se vinculara
la importancia de la educación al desarrollo económico por medio de la teoría del capital
humano». Con la aparición de la teoría del capital humano la educación ocupa un lugar
central a la hora de explicar el crecimiento económico. Autores como Schultz (1963) y
Becker (1983) pusieron de manifiesto que el crecimiento económico experimentado por
países como Estados Unidos o Japón hacia la primera mitad del siglo XX no era debido
sólo a los clásicos factores de producción definidos hasta la fecha (tierra, trabajo y
capital), sino que entraban en juego otros elementos que incidían en el crecimiento
económico. A este cuarto factor lo denominaron «capital humano», entendido, en
términos generales, como la capacidad productiva de un individuo, la cual se ve
favorecida por una serie de aspectos entre los que destaca la educación.

47
Sin embargo, un análisis más detenido nos indica que este nuevo enfoque del capital
humano concibe a los sujetos-trabajadores como meros factores productivos, es decir,
como un elemento más del mecanismo de la producción. Así pues, la educación, sobre
todo en estos primeros momentos, es vista como un valor meramente instrumental.
Aspecto éste muy «peligroso», ya que considera a la persona como una «pieza» más del
engranaje productivo. Autores como Santarrone y Vittor (2004) critican abiertamente el
«uso» que tradicionalmente se ha hecho de la educación por parte de los partidarios de la
teoría del capital humano. Estos investigadores critican las ideas calvinistas sobre la
ética individualista que subyace de esta visión de la educación exclusivamente como
elemento de producción, centrada en el esfuerzo individual constante y en la ambición
por el progreso material y el dinero. Este punto, que ha sido tratado con detenimiento en
el apartado dedicado a la «educación desde la perspectiva neoliberal», nos advierte del
peligro de una educación mercantilizada, al servicio del capital, de la producción y del
consumo. Invertir en capital humano es un recurso que aprovechan intencionadamente
los neoconservadores para el control ideológico y la manipulación social, al tiempo que
les permite tener un ejército de trabajadores cualificados, pero mal remunerados, que den
una respuesta coherente a las necesidades del mercado, convirtiéndolos en buenos
consumidores no sólo de sus productos sino también del creciente mercado educativo.
En este orden de cosas, consideramos que es urgente establecer una nueva relación
entre «educación y desarrollo» que dé lugar a una nueva «teoría del desarrollo de
carácter interdisciplinar». Es preciso conjugar crecimiento económico con desarrollo
social y político (Green, 2008; Sen, 2001, 2010), por lo que la educación no debe tener
exclusivamente una función instrumental orientada al crecimiento económico, como
hasta ahora sucede, sino que se busquen también sus efectos sobre la autoestima, la
autorrealización, la libertad real de las personas, el interés colectivo, la solidaridad o,
como expresa la Carta de la Tierra de una forma muy general, apostando por el «respeto
y el cuidado de la comunidad de la vida» como un todo. Aunque estos aspectos serán
tratados con más detenimiento en los próximos capítulos, aquí nos limitaremos a esbozar
los grandes puntos en común que puede tener una educación crítica, reflexiva y
actualizada, para acercarnos a una renovada visión del desarrollo más en consonancia
con las necesidades reales del planeta Tierra en su conjunto. Desde este planteamiento
general, el Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz (2006, p. 81), poco antes de que
estallara la crisis económica y financiera en los Estados Unidos y que afectó al mundo
entero, señaló que «el desarrollo consiste en transformar la vida de las personas y no sólo
la economía. Por eso, hay que considerar las políticas de educación o empleo a través de
la doble óptica de cómo promueven el crecimiento y cómo afectan de manera directa a
los individuos. Los economistas se refieren a la educación como capital humano: invertir
en la población reporta beneficios, del mismo modo que hacerlo en maquinaria». Este
economista señala que la educación tiene otros efectos, además de favorecer el
crecimiento, como son los de «abrir la mente» de los sujetos, dando a entender que es

48
posible el cambio, ya que existen otros modos de organizar la producción más
equitativos.
Por su parte, el profesor Cabrera (2000) apuntaba que el crecimiento económico
puede generar riqueza material, pero que el desarrollo no se puede quedar ahí, ya que la
riqueza y sus efectos no siempre alcanzan a toda la población; por ello, el desarrollo
debe significar de manera consciente una distribución más equitativa de la riqueza. Todo
ser humano tiene derecho a unas condiciones de vida dignas, y la educación, como
elemento que trasciende la mera formación, instrucción y socialización de la persona,
debe contribuir a ello, modificando, transformando y mejorando la realidad
socioeconómica actual. Debemos evitar «las discriminaciones invisibles» de las que
habla Max Neef (2001) en su obra, orientando la educación a favor de la dignidad
humana. Esto supone encontrar vías de desarrollo alternativas al actual modelo
económico, asentado en principios neoliberales que obstaculizan el crecimiento personal
y social de millones de seres humanos en todo el mundo, así como educar para mejorar
la calidad de vida de todas las personas sin discriminaciones, evitando con ello los
elevados niveles de exclusión social y marginalidad existentes actualmente. En palabras
de Santarrone y Vittor (2004, p. 16), no podemos seguir siendo meros «consumidores de
educación», sumidos y sumisos a un «paradigma de formación que resalta los procesos
de observación acrítica, imitación y reproducción-repetición». A lo que Roger (2001, p.
13) añade que «se educa para moldear, para acoplar. No se educa para pensar ni para
capacitar la aptitud crítica». Es necesario dar una salto cualitativo para acercarnos, como
comenta este último autor, «a una verdadera sociedad del conocimiento y a una
verdadera democracia cognitiva. Necesitamos conocer y tener acceso al conocimiento.
Una forma de como ciudadanos tener capacidad de poder decidir y hacer algo» (2001, p.
16). Se abre así una vía muy interesante para apostar por una economía más social y
solidaria, en la que los valores que rigen la Carta de la Tierra se conviertan en su hoja de
ruta.

2.2. El «Índice del Desarrollo Humano». Avances y nuevos retos


para la educación

El «desarrollo humano» es un concepto en constante evolución. Anteriormente


adelantábamos que no se refiere a un conjunto de reglas y herramientas analíticas fijas
con las que poder identificar unos estándares de vida estáticos, marcados por organismos
supranacionales como pueden ser el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco
Mundial (BC) o la propia Organización de Naciones Unidas (ONU). Estamos insertos en
un mundo que se encuentra en permanente transformación; de ahí que este término
también deba estar en un continuo dinamismo, con objeto de dar una respuesta coherente
a las necesidades del momento. Dicho esto, podemos decir que uno de los indicadores

49
internacionales que podríamos considerar más fiable, objetivo y riguroso, dentro de la
enorme complejidad que encierra medir este fenómeno del desarrollo humano, es el
Índice de Desarrollo Humano (IDH). Se trata de una medida resumen que contempla los
logros medios alcanzados por un país y referidos a la mejora del desarrollo humano a
través de tres dimensiones básicas, a saber: la «salud» de la población enfocada a la
esperanza de vida al nacer, la «educación» vista como acceso al conocimiento y los
«ingresos» económicos que garanticen una vida digna. La salud tiene que ver con las
condiciones higiénicas y de prevención de enfermedades, así como con las condiciones
laborales, entre otros elementos, que permitan a los ciudadanos obtener una vida larga y
saludable. La educación es medida en base a dos indicadores generales, que son, por un
lado, los «años promedio de instrucción», que indican los años de escolarización por los
que han pasado las personas adultas mayores de 25 años, y por otro lado los «años de
instrucción esperados», que tienen que ver con los años de escolarización previstos para
niños y niñas en edad escolar.
El Índice de Desarrollo Humano se creó expresamente para resaltar que las personas
y sus capacidades tendrían que ser más importantes que el mero crecimiento económico
como nuevo criterio para evaluar el desarrollo de una región o territorio. Es decir, que
por encima del Producto Interior Bruto (PIB) medio de un país, se debería prestar mayor
atención al nivel de vida digno y sostenible, al acceso público a una educación crítica y
transformadora y a las condiciones que posibilitan una vida larga y saludable, como los
criterios más destacados para medir el desarrollo humano. Este índice fue utilizado por
vez primera en el primer «Informe sobre Desarrollo Humano» (Human Development
Report —HDR, del United Nations Development Programme, UNDP, según sus siglas
en inglés) presentado en 1990, en un intento por parte del equipo del Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de colocar a las personas en el centro de
atención para evaluar su desarrollo. El objetivo, al menos en el plano teórico, era el de
provocar un cambio cualitativo a la hora de trabajar y contemplar el desarrollo humano,
en un intento razonable por huir de las clásicas visiones economicistas que han
acompañado históricamente a este concepto. El crecimiento económico ha sido la piedra
angular sobre la que ha gravitado la noción de desarrollo, que además, al medirse
tradicionalmente en función de los ingresos promedio de los ciudadanos, ha generado un
aumento de la marginación y de la exclusión social a aquellos que no han podido acceder
o mantenerse dentro del marco de un mercado de trabajo estable. Del mismo modo, esta
manera de entender el desarrollo ha degenerado en un gran costo ecosistémico. Es por
ello que la finalidad principal que deseaba resaltar este primer Informe sobre Desarrollo
Humano es que la persona es, en sí misma, algo mucho más importante que la simple
acumulación de capital y riquezas materiales por parte de las naciones. Se pone el acento
en el bienestar de las personas, más allá de la cuestión del ingreso económico. Esta era al
menos su vocación originaria; de ahí que este primer informe se centrara en una
ambiciosa premisa que iba a condicionar todo su trabajo posterior y que resumieron con

50
la siguiente frase: «la verdadera riqueza de una nación está en su gente» (UNDP, 1990).
No podemos cuestionar que, en algo más de dos décadas, desde el inicio de los
citados Informes sobre Desarrollo Humano, se han producido avances significativos en
numerosos aspectos relacionados con el desarrollo humano. Centrándonos
fundamentalmente en los países con gobiernos democráticos, observamos que un
destacado sector de la población ha tenido acceso en estos últimos años a nuevas
tecnologías, avances científicos en el área de la salud y la medicina, innovaciones en
telecomunicaciones y en medios de transporte y, en general, una amplia variedad de
bienes y servicios que les han permitido disfrutar de una vida más cómoda, confortable y
saludable que la de épocas pasadas. La mayoría de las personas, aunque no en todos los
países por igual y además con grandes diferencias en el interior de cada uno, han
prolongado sus años de vida en cuanto tiempo y calidad. Asimismo, es más fácil alargar
los años de educación, sin querer entrar ahora a cuestionar qué tipo de instrucción o
formación se está recibiendo, ya que este aspecto lo abordaremos en próximos apartados.
En definitiva, los defensores de este informe aseguran que ha tenido un profundo
impacto en las políticas nacionales e internacionales de manera generalizada en todo el
mundo. Inclusive en países que se podrían catalogar con una situación económica
adversa, como por ejemplo algunos de Europa occidental o de Centroamérica, se observa
que en general la salud y la educación, como dos de los indicadores claves para el
desarrollo humano, han mejorado considerablemente en estos últimos años. Igualmente,
gracias a estos detallados informes se han podido compartir conocimientos, datos y
experiencias entre unos países y otros, así como la aplicación de prácticas innovadoras y
ciertas políticas públicas con las que se han intentado minimizar los riesgos de un mundo
desequilibrado y aún gobernado por las dinámicas del mercado capitalista. El Nobel de
Economía Amartya Sen (2010), que fue uno de los principales ideólogos del Informe
sobre Desarrollo Humano, defendía que desde esta concepción del desarrollo humano el
propio desarrollo sería concebido como el aumento de la riqueza de la vida humana por
encima de la riqueza de la economía.
Desde su creación en 1965, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD) fue diseñado como un organismo internacional dependiente de las Naciones
Unidas que ha trabajado desde su nacimiento a favor del desarrollo de las diversas
regiones y sociedades del planeta. Pretende promover un cambio significativo en los
diferentes pueblos a través de experiencias, prácticas, intercambio de conocimientos y
políticas nacionales concretas que buscan una vida mejor entre los habitantes de la
Tierra. Está presente en 177 países de todo el mundo y trabaja con los gobiernos
nacionales para que, con su ayuda, encuentren sus propias soluciones a los problemas
derivados del desarrollo. A pesar de sus enormes esfuerzos, que no podemos ni debemos
cuestionar aquí, aún quedan más de veinte países y territorios que, por variados motivos
e intereses, no forman parte de estos programas de desarrollo de las Naciones Unidas.
Este hecho, unido a la capacidad de veto que posee el Consejo de Seguridad de Naciones

51
Unidas, que es el órgano de la ONU encargado de mantener la «paz y seguridad» entre
las naciones, hace que afloren ciertas tensiones entre algunos países más destacados,
que, en muchos casos, desembocan en graves conflictos bélicos, como en el caso de Irak
o el de Afganistán. A diferencia del PNUD, que sólo puede hacer recomendaciones a los
gobiernos, el Consejo de Seguridad sí puede tomar decisiones y obligar a los Estados
miembros a cumplirlas. Los cinco miembros permanentes con este derecho a veto son:
Estados Unidos, la República Francesa, el Reino Unido, la República Popular China y la
Federación Rusa. Con esto queremos señalar que el problema del desarrollo desde esta
perspectiva parece ser algo secundario para los países más poderosos del mundo, entre
los que se encuentran los cinco anteriores, dando a veces la sensación de que los
esfuerzos internacionales en esta materia quedan ensombrecidos por los intereses
geoestratégicos, macropolíticos y económicos de los más poderosos.
Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que con una pequeña proporción del total de
los recursos aportados por las primeras potencias europeas y por Estados Unidos para
salvar y rescatar el sistema financiero internacional, se acabaría con el hambre en el
mundo (Sampedro, 2010). Estos datos nos dejan un sabor agridulce, ya que, por un lado,
se está trabajando duramente para erradicar los factores que condicionan negativamente
el desarrollo humano, pero, por otro lado, la ideología neoliberal que caracteriza a gran
parte de los países más influyentes de la ONU provoca que la lucha por el desarrollo
parezca un «simple juego de niños» dentro de los grandes intereses de fondo que
manejan los hilos de la política internacional. Nuestra intención no es la de menospreciar
el enorme esfuerzo de cientos de miles de personas en todo el mundo que están llevando
a cabo numerosos proyectos y acciones concretas a favor del desarrollo, por medio de
los Programas de las Naciones Unidas para el Desarrollo, sino que nuestro propósito es
el de hacer una llamada de atención acerca del largo camino que aún nos queda por
recorrer en este compromiso global de todos por dignificar la vida humana y por vivir
bajo los criterios de sostenibilidad medioambiental. La situación de crisis sistémica
actual hace aún más complicado y difícil de alcanzar el objetivo marcado por Mahbub ul
Haq (2008), creador del Informe sobre Desarrollo Humano, quien asumía que la
finalidad principal del desarrollo tiene que ver con aumentar las opciones de las personas
dirigidas a tener una vida larga, saludable y creativa. También somos conscientes de que
los mismos Estados desempeñan un papel clave a la hora de contribuir, positiva o
negativamente, según sus políticas y finalidades, al desarrollo humano.
Valorando nuevamente el gran papel desempeñado en estos últimos veinte años por
los centenares de personas a través de los diversos programas que han inspirado los
informes del PNUD, creemos que es necesario dar un paso más, al menos en dos
aspectos centrales. Por un lado, incentivar la participación y movilización de la
ciudadanía. Tenemos que darnos cuenta del gran potencial que encierran en sí las
personas para exigir a los gobiernos locales, nacionales y mundiales un cambio de rumbo
en sus políticas. Estamos viendo de primera mano que la crisis está afectando con mayor

52
intensidad a los colectivos sociales con menos recursos, y cada vez más también a las
clases medias en los países considerados más desarrollados, provocándose al mismo
tiempo una concentración del poder y la riqueza en unas élites minoritarias, nunca vista
hasta el momento. Por ello, es importante que los ciudadanos «despierten» y sean
conscientes a su vez de que el cambio puede ser posible si lo reivindica una mayoría
preparada para ello. Por otro lado, para que estos avances se produzcan, la educación
debe desempeñar un papel transcendental en este proceso, con una pedagogía entendida
como «práctica de la libertad» para la «concientización» y la «liberalización» de los
oprimidos, como en su día defendió el pedagogo Paulo Freire (2009), y una educación
para una «toma de conciencia global», como sostienen Fernández y Carmona (2009),
para que dejemos de naturalizar los esquemas de pensamiento que están detrás de los
discursos oficiales que impone la vigente filosofía neoliberal. Si como ciudadanos
queremos exigir a nuestros políticos un giro hacia otras formas de desarrollo, más
sostenibles y equitativas, es necesario re-pensar la educación que tenemos actualmente y
que queremos para un presente inmediato, huyendo de las visiones más positivistas y
conservadoras, que ven la educación como una estrategia intencionada para conseguir la
instrucción y socialización de las clases populares en los valores y reglas de juego que
rigen la actual sociedad de mercado capitalista.
Si desde la Unión Europea o la Organización de Naciones Unidas, por citar estos dos
ejemplos, no se proporcionan respuestas coherentes para salir de la crisis y orientar un
nuevo desarrollo, los ciudadanos tienen la obligación de provocar un cambio, por lo que
tendrán que pasar a la acción, movilizarse de forma pacífica, pero a un tiempo
organizada y fundamentada, para encontrar los medios y las formas que nos aproximen
paulatinamente hacia una economía más social y solidaria. Esto requiere, igualmente,
unos valores diferentes a los de competitividad, individualismo y eficiencia, por lo que
en este punto los principios que orientan la Carta de la Tierra pueden ayudarnos en este
ambicioso pero justo y necesario propósito, como tendremos ocasión de comprobar más
adelante. Así pues, la educación se presenta como una pieza clave en la urgente tarea de
generar un desarrollo económico capaz de favorecer a su vez un desarrollo social
equitativo (Gobernado, 2009). Ésta debe contribuir al fomento del «capital humano»
desde un punto de vista global, y no exclusivamente desde un punto de vista formativo-
instructivo. Los sujetos tienen que desarrollar sus competencias técnicas, adquirir
conocimientos técnico-profesionales y ponerlos en práctica en el mundo empresarial y
productivo para generar valor añadido; pero del mismo modo, también deben desarrollar
las competencias sociales y personales que les capaciten para la vida en sociedad en
sentido amplio, pues de lo contrario la educación seguiría al servicio exclusivo de los
intereses económicos de «unos pocos», manteniéndose el statu quo actual, caracterizado
por la inequidad y los desequilibrios socioeconómicos.
Pero conseguir esto no es tarea fácil, máxime en un contexto cultural y social
caracterizado por un «culto» exacerbado al «dinero», a lo material y al consumo

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desenfrenado, donde se prima el placer individual y hedonista por encima del bien
común y la responsabilidad social. Por todo ello, la sociedad en su conjunto, y los
educadores en particular, nos enfrentamos a un gran reto: el de promover un desarrollo
social y económico equitativo, respetuoso con el medio ambiente y con las generaciones
futuras. Tenemos que reorientar nuestros patrones de crecimiento, así como nuestros
modelos de producción en esta dirección, presentándose la educación como elemento
estratégico con el que configurar los cambios culturales necesarios para tal fin. El
aspecto cultural cobra especial importancia en este sentido, pues, a diferencia de lo que
tradicionalmente se ha venido considerando, como hemos tenido ocasión de comprobar,
el desarrollo económico no se explica exclusivamente teniendo en cuenta las clásicas
interpretaciones económicas, biológicas y ambientales, sino que, como afirma Galindo
(2006), los factores sociales y culturales son fundamentales a la hora de explicar y
justificar el desarrollo de un grupo, sociedad o país. Así pues, se establece una estrecha
relación, muy significativa y bidireccional, entre cultura por un lado y desarrollo por el
otro.
La cultura, entendida en términos generales como el conjunto integrado de
costumbres, valores, creencias, símbolos, actitudes, etc., que rigen el comportamiento de
los sujetos y grupos de una comunidad o región, tiene un peso decisivo en el desarrollo
socioeconómico. De hecho, cobra cada día más fuerza la idea de que el desarrollo
endógeno de un país, grupo o comunidad no se justifica por elementos externos al
mismo, sino que son los factores internos o aspectos culturales los que justifican su
grado de desarrollo. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que los elementos que
definen e integran la cultura de una sociedad constituyen el eje central de su desarrollo.
En esta línea, Galindo (2006) sostiene que se debe invertir más en cultura, ya que los
países que así lo hacen (véase por ejemplo el caso de algunos países nórdicos como
Noruega, Suecia o Finlandia) se desarrollan de manera más rápida a nivel económico,
social, educativo, etc., y, por tanto, con mayor equidad que aquellos que no potencian los
factores culturales.
En una línea muy parecida, Marhuenda (2000) destaca la necesidad de promover un
auténtico cambio global y cultural para acercarnos al desarrollo y la solidaridad. La
educación nos debe ayudar a concienciar sobre las desigualdades entre el Norte y el Sur,
al tiempo que se fomenta una verdadera acción transformadora. Por ello, se precisa de
una educación global, que no se quede en la mera adjetivación y caracterización de las
problemáticas sobre el desarrollo, sino una educación para la transformación tanto
personal como social; una educación para la acción, para el cambio real, que
necesariamente pase por la concienciación y la mejora intencional de la realidad. Por
todo lo dicho, la educación juega un papel fundamental en la consecución del desarrollo,
de modo que no se puede limitar a la mera reproducción y asimilación acrítica de los
«valores» que simbolizan y defienden un modelo de crecimiento insostenible, injusto
desde el punto de vista social, inequitativo y tremendamente individualista. Es más, se

54
debe enfocar la educación desde una perspectiva más humanista y humanizadora con la
que ir configurando nuevos valores y pautas culturales con los que encontrar un
equilibrio entre crecimiento económico sostenible y desarrollo social. Tenemos que
educar para mejorar la sociedad, para ofrecer oportunidades reales de desarrollo a todo
ser humano e ir reduciendo las enormes diferencias socioeconómicas existentes entre
unos sujetos y otros. Pero para ello se debe producir un importante cambio cultural sobre
el que edificar un nuevo modelo de desarrollo socioeconómico más justo y equilibrado.

2.3. Alternativas de desarrollo a la crisis sistémica del capitalismo


neoliberal

El aumento de las desigualdades sociales a escala mundial, como se desprende del


propio Índice de Desarrollo Humano (UNDP, 2010) citado con anterioridad, es una
consecuencia directa de la gran concentración de capital, poder y riqueza en una élite
minoritaria durante los últimos treinta o cuarenta años. Este hecho nos plantea la
necesidad de presentar alternativas de desarrollo que trasciendan la postura neoliberal, al
objeto de reducir la explotación laboral, la degradación medioambiental y la excesiva
centralización de la riqueza global. Por decirlo con otras palabras, es urgente mejorar las
condiciones de vida y de trabajo de la inmensa mayoría de la población a escala mundial.
Pero para poder llevar a cabo esta difícil y titánica tarea tenemos que cuestionar,
desarticular y cambiar de forma decidida, en primer lugar, los factores reales que están
detrás de esta «gran crisis sistémica del capitalismo neoliberal», pues éste es el paso
previo y necesario para presentar opciones de desarrollo socioeconómico que vayan más
allá de las cifras y de las ganancias materiales (Sampedro, 2010). Un nuevo crecimiento
económico más equitativo, redistributivo y solidario, que tenga como epicentro la
comunidad de la vida.
En este orden de cosas, lo primero que tenemos que dejar claro es que la situación
económica de la que venimos hablando no obedece a una crisis coyuntural, sino a causas
más profundas que tienen que ver con un problema ideológico y estructural del modelo
capitalista, que ha sido históricamente respaldado por instituciones y políticas de Estados
imperialistas. Algunos autores van incluso más lejos al advertir que las propuestas de los
neoliberales al modelo económico, y a la crisis en particular, son de corte ideológico y
carecen de evidencias científicas y empíricas (Navarro, Torres y Garzón, 2011).
Paralelamente, otros análisis más superficiales y heterodoxos, que podríamos decir se
encuentran en la base de los discursos oficiales de la Unión Europea (presidida por
Alemania y Francia) y de Estados Unidos, han tachado la actual degradación económica
mundial como fruto casi exclusivo de una crisis financiera, derivada de un fallo
«corregible» en la regulación del mismo. Sin embargo, una reflexión más profunda y
multidimensional pone de manifiesto que nos encontramos ante una crisis de carácter

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sistémico, estructural y civilizatorio.
Humberto Márquez (2010) realiza un análisis detallado y en profundidad orientado a
la búsqueda de lo que él denomina alternativas de desarrollo «posneoliberal o
poscapitalista». Este autor señala que se trata de una crisis sistémica y multiforme en la
que se conjugan varios factores, estrechamente relacionados entre sí. En primer lugar
habla de una «crisis de la globalización financiera», en la que Estados Unidos y otros
muchos países europeos que han imitado fielmente este modelo han sufrido las secuelas
de la liberalización, desregulación y especulación financiera, la cual ha dado como
resultado créditos insolventes, caída brusca de la industria de la construcción
inmobiliaria (particularmente en Estados Unidos y España), incremento de la morosidad,
endeudamiento de millones de familias por encima de sus posibilidades reales de
solvencia, casos de corrupción asociados y caída del crédito. Curiosamente, la receta que
han dado mayoritariamente los países afectados para esta enfermedad sistémica ha sido
de corte neoliberal, como hemos reiterado en alguna ocasión, saliendo al rescate
económico con dinero público de los ciudadanos para salvar de la debacle a las mismas
entidades financieras que han provocado la crisis, desoyendo así las recomendaciones de
economistas de la talla de Yunus (2008), Krugman (2009), Stiglitz (2009, 2010) o Sen
(2010), quienes abogan por una mayor intervención del Estado para regular la avaricia
del capitalismo financiero.
En esta línea, el resto de críticas que realiza Márquez (2010) al capitalismo neoliberal
tienen que ver, por un lado, con la «crisis de sobreacumulación, sobreproducción y
subconsumo», es decir, producir más de la capacidad real de consumo de la población,
siendo en este caso el ejemplo más claro el que proviene del propio sector de la
construcción inmobiliaria. Asimismo, esta sobreproducción está muy relacionada con
ciertas políticas iniciadas en los años cincuenta en los Estados Unidos y que dieron lugar
a la llamada «obsolescencia programada». En el ámbito de la producción empresarial, y
la posterior distribución de bienes para el consumo, se observa la necesidad por parte del
sector industrial y empresarial de la época de seguir produciendo más objetos para ser
vendidos y continuar aumentando los millonarios beneficios empresariales. Pero se
advierte que el grupo de población con capacidad para consumir ya posee suficientes
bienes materiales, como automóviles y electrodomésticos, por lo que se preguntan:
¿cómo podemos hacer para seguir produciendo y vendiendo más si los ciudadanos ya
tienen sus necesidades cubiertas por haber adquirido previamente dichos bienes? La
respuesta que ofrecieron fue la de comenzar a crear los nuevos objetos que producían
con un período limitado de vida útil, esto es, con «fecha de caducidad». De este modo,
tras un período de tiempo, perfectamente calculado de antemano por el propio fabricante
o la empresa de servicios durante la fase de diseño y fabricación de dicho producto, éste
quedará inservible, obsoleto o inútil. Esta forma de concebir la elaboración de productos
por parte del mundo empresarial y de los fabricantes dota de un enorme potencial a la
obsolescencia programada, dado que el producto adquirido por el consumidor terminará

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fallando en un plazo corto y limitado de tiempo, lo que le obligará a reemplazarlo por
uno nuevo. Con ello se estimula la demanda constante de nuevos objetos y productos,
activando el consumo y dejando a un lado el tan temido subconsumo. Lo que no se
contempló por parte del mundo industrial y empresarial de la época, al menos
aparentemente, es el gran coste ecosistémico, en forma de aumento exponencial de la
contaminación y la degradación medioambiental, que este enfoque de la obsolescencia
programada tendría a corto plazo.
Por otro lado, Márquez (2010) destaca la «crisis del modelo neoliberal», en cuanto
que ha fracasado como estrategia que promulgaba un crecimiento permanente, un mayor
bienestar y prosperidad. Además, se trata de un proyecto diseñado por y para las élites
sociales. Lo identifica como «un proyecto de clase» que ha sabido concentrar
históricamente el capital, el poder y la riqueza en manos de estas élites minoritarias.
Continúa con «la crisis de la economía mundial», pues desde la década de los sesenta del
pasado siglo XX los períodos de crisis económicas se han producido con mayor rapidez,
lo que demuestra que el capitalismo financiero de los últimos 35 años aproximadamente
se diferencia sustantivamente de los ciclos de recesión del capitalismo industrial
tradicional. Todo ello lleva a este autor a afirmar que nos encontramos ante la «crisis
estructural del capitalismo». Se adjetiva como estructural por el hecho de verse afectado
el modelo de acumulación mundial. Paralelamente, Márquez identifica la «crisis
sistémica del capitalismo». Hay una caída de la tasa de ganancia que viene unida a un
fuerte desempleo estructural, la caída de la producción y la inversión. Las desigualdades
sociales se han incrementado considerablemente, experimentando una fuerte regresión
en la calidad de vida de grandes masas de población, que han visto cómo el propio
sistema capitalista en el que estaban insertos les ha dado la espalda. Por ello, concluye
que nos encontramos ante «una crisis civilizatoria», en el ámbito político, institucional y
del propio sistema. En definitiva, una crisis de la humanidad desde el punto de vista
laboral, ambiental, alimentario y energético. Ante esta crisis del modelo político
(centrado en el neoliberalismo) y sistémico del capitalismo nos debemos preguntar: ¿la
respuesta para salir de la crisis actual debe primar los intereses del capital, como ha
hecho hasta ahora?, ¿o por el contrario se tendrían que acentuar los intereses de toda la
humanidad y del planeta Tierra en su conjunto? La propuesta de Márquez (2010, p. 66)
«es la construcción de una nueva civilización, una nueva organización social
posneoliberal o poscapitalista».
Por su parte, el sociólogo francés Alain Touraine (1999, p. 9) se preguntaba, hace
ahora algo más de una década, si «¿dispone todavía nuestra sociedad de la capacidad de
cambiar y de reinventarse a sí misma a través de las ideas, de sus conflictos y sus
esperanzas?» De alguna manera, este sociólogo parece ser que intuía lo que unos años
más tarde sería la peor crisis financiera y económica mundial del capitalismo neoliberal
en toda la historia de la humanidad, por lo que en su momento ya aventuró algunas
claves sociales, políticas y educativas para luchar contra la ideología liberal, al tiempo

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que se incidía en la necesidad de buscar alternativas de desarrollo más equitativas y
respetuosas con el medio natural. Pero este camino no ha estado, ni está actualmente,
exento de dificultades no sólo ideológicas, sino también desde un punto de vista
pragmático. La filosofía neoliberal nos aconseja a los ciudadanos que nos dejemos llevar
por los cauces «razonables y coherentes», que, según su opinión, son la luz que ilumina
el recto camino a seguir por eso que se ha dado en llamar el «pensamiento único». Hay
que acatar las reglas del mercado y guiarse por los principios de máxima eficiencia
empresarial. Visto así, la recompensa vendrá en forma de estabilidad social y aumento
de la calidad de vida de toda la sociedad, pues estamos dejando que el propio mercado
establezca libremente unas reglas que le permitirán autorregularse.
Touraine critica abiertamente en su obra ¿Cómo salir del liberalismo? estas mentiras
descaradas, a las que se han sumado no sólo los conservadores y los partidos de la
derecha política más dogmática, sino también una izquierda «aburguesada» que se ha
limitado a denunciar tímidamente los abusos cometidos por los liberales y el mercado
sobre las clases populares trabajadoras. Esta izquierda no ha sabido reaccionar a tiempo
y con contundencia para frenar la avaricia de especuladores que han actuado sin apenas
restricciones o controles estatales serios, provocando directamente la situación actual de
desigualdad, de ajustes, recortes y pérdida de poder adquisitivo y de derechos por parte
de los trabajadores. Han procedido, negligentemente hablando, en nombre de una
ciudadanía que ellos mismos defendían abiertamente que era incapaz de actuar para
revertir su situación de sumisión al capital, por falta de una conciencia real de la
situación que padecen. Según esta percepción de la izquierda tradicional, la población no
tenía la conciencia crítica suficiente, entre otras cuestiones por carecer de formación e
información, para analizar la terrible situación en la que se encontraban. Ante este
panorama, este sociólogo francés ya aventuraba que para revertir la inequidad presente
se tenía que unir, a la indignación creciente de la ciudadanía, el poder y la motivación de
los intelectuales capaces de analizar objetiva y detalladamente la realidad, al tiempo que
buscan alternativas de desarrollo. Todo ello unido a una nueva responsabilidad política y
cultural de una militancia de izquierdas renovada, que vaya en paralelo a los nuevos
movimientos sociales colectivos, como el de los recientes «indignados», para reforzar su
capacidad de actuación, de crítica constructiva y de cambio real de modelo.
Nos hallamos en un momento crucial para poder provocar el cambio deseado, por lo
que el papel que deben desempeñar los agentes sociales, entre ellos los educadores, tiene
que ir en la línea de articular una respuesta coherente ante la enorme concentración de
riqueza y poder por parte de una minoría. Se trata de dar respuesta a una nueva forma de
lucha de una ciudadanía cada vez más atormentada y manipulada que quiere tomar las
riendas de su propia acción colectiva, cansada de ver cómo los poderes que controlan la
globalización económica han minado la capacidad de los Estados nacionales. Al mismo
tiempo, la población es cada vez más consciente de cómo las políticas tradicionales se
han gestado en el interior de estos macropoderes económicos y financieros

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internacionales. Ante este nuevo escenario que se abre ante nosotros, debemos contribuir
a dinamizar y articular el gran potencial que para el cambio de paradigma
socioeconómico presentan los nuevos movimientos sociales que son fruto de la
indignación colectiva. Touraine (1999, p. 103) nos advertía de la importancia de poner el
acento en la «innovación, la educación y la solidaridad» como tres grandes vías para la
canalización de ese enorme potencial que posee la ciudadanía. La innovación implica
pensar opciones de vida que se desvíen de las prácticas habituales de explotación de los
recursos laborales y naturales; prácticas que sólo benefician a una pequeña porción de la
población total del planeta, y que ponen en serio peligro los bienes naturales, sociales y
culturales de la inmensa mayoría. Salirse del pensamiento único conlleva necesariamente
tener que re-pensar la educación que recibimos en la actualidad. Innovar, crear,
socializar nuevas prácticas económicas y formas diferentes de desarrollo, todo ello
requiere un nuevo enfoque educativo, más centrado, por ejemplo, en la solidaridad, en el
desarrollo comunitario como progreso asociativo para el bien común, o en estilos de
vida, ocio y consumo responsables con cualquier forma de vida.
Incluir a los excluidos sociales supone dar un giro de ciento ochenta grados al vigente
sistema de desarrollo. Hemos ido naturalizando una forma de pensar que se ve al mismo
tiempo reflejada en nuestra manera de actuar cotidiana, en el día a día, en la que creemos
que aquellos que no han podido «triunfar» a nivel profesional, económico o social es
debido fundamentalmente, según esta visión «interesada» de la igualdad de
oportunidades, a una falta de esfuerzo personal. Se les considera personas que no están
motivadas, que no han querido o sabido competir con sus semejantes por un puesto
estable dentro de la estructura social. No se han esforzado lo suficiente, motivo por el
cual se encuentran en la situación de marginalidad o dependencia social que les
caracteriza. Esto en el mejor de los casos, pues también encontramos otros argumentos,
por llamarlos de alguna manera, en los que se atribuye su situación de inferioridad en la
jerarquía social a una pura cuestión de «suerte». El azar o la providencia, según sea
analizado el caso teniendo en cuenta las creencias personales de cada sujeto, es la
responsable de que millones de personas en todo el mundo se hallen en una situación de
extrema pobreza, estando marginados y excluidos por las grandes firmas, marcas y
productos que diariamente se anuncian por televisión y otros medios de comunicación en
países más o menos desarrollados, pues por lo general no son utilizados como modelos o
estilos de vida a seguir. No ofrecen una «buena imagen», e incluso son rechazados y
temidos por el resto de ciudadanos, que en determinadas ocasiones los consideran un
estorbo y hasta, en algunos casos, como una amenaza para la estabilidad social. La
pobreza marca desde su nacimiento el devenir de estos ciudadanos, que podríamos
adjetivar de «segunda», en un contexto caracterizado por la competencia, el
individualismo, la felicidad y el bienestar personal por encima de cualquier otra cosa.
Pero debe quedar bien claro que todo esto no es más que una estrategia perfectamente
estructurada y organizada, avalada por siglos de historia, con la que se ha justificado un

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sistema de desigualdades inherente a la ideología liberal. El Premio Nobel de la Paz
Muhammad Yunus (2011, p. 14) ha llegado a afirmar recientemente que la pobreza no
ha sido creada por los pobres. Textualmente llega a decir lo siguiente: «Estoy cada vez
más convencido de que la pobreza no es creada por los pobres. La crea el sistema que
hemos construido, las instituciones que hemos diseñado y las concepciones que hemos
formulado». Dentro del conjunto de instituciones que hoy día están al servicio de una
«supuesta» democracia, Yunus nos pone el ejemplo de las instituciones financieras, y
cómo por medio de éstas se están incentivando la avaricia especulativa de grandes
fortunas, mientras sigue engrosándose la interminable lista de los pobres y excluidos.
Este «banquero de los pobres», como se le ha llamado, analiza detenidamente el
problema de la pobreza y las consecuencias socioculturales que vienen asociadas a la
misma. Nos recuerda que la pobreza como tal es un constructo social, algo que ha sido
creado por el hombre a lo largo de la historia y que se ha querido legitimar a través de
las instituciones públicas que han ido apareciendo y consolidándose, sobre todo en el
contexto de nuestra historia moderna más reciente. Hablamos pues de una construcción
social, y no de un hecho natural, que va ya asociado de forma innata a determinados
países, sociedades, grupos culturales, étnicos o personas. Sin embargo, la pobreza está
ligada más bien a procesos de corrupción política y económica, acumulación de poder en
unas élites sociales minoritarias que lo utilizan para su interés personal y comercial, o a
procesos de expropiación ilegal de tierras y recursos, todo ello orquestado por unas
instituciones que en demasiadas ocasiones defienden los intereses de una minoría
acaudalada.
Para desmitificar esta visión interesada que se hace de la pobreza, Muhammad Yunus
ofrece algunos ejemplos que ha ido acumulando a lo largo de su dilatada experiencia
dentro de su trabajo con los más necesitados. Destaca numerosos fallos del sistema
actual que debemos ir corrigiendo, como los referidos a los ámbitos financiero y
educativo. Señala algunos casos de hijos e hijas de personas extremadamente pobres que
han acudido al Grameen Bank, o el «banco del pueblo» en la lengua bengalí, creado por
Yunus para ofrecer créditos dignos y asequibles a pobres que no contaban para el
sistema financiero tradicional. Estos hijos e hijas que han nacido entre la pobreza tienen
ahora la posibilidad de estudiar una carrera universitaria, como medicina o ingeniería,
gracias a los préstamos para la formación que les ofrece el Grameen Bank. Sin embargo,
sus madres, como principales beneficiarias de los préstamos para crear algún tipo de
actividad económica con la que ganarse la vida, siguen siendo en su mayoría analfabetas,
porque no se les ha dado la oportunidad en su día, y no por carecer de habilidades o
destrezas personales o intelectuales para haber obtenido también una educación
universitaria. De ahí que se afirme que la pobreza no ha sido creada por los pobres, sino,
como venimos comentando, por un sistema injusto que los ha excluido siempre. Yunus
sostiene que la falacia que sustenta la debilidad del sistema financiero internacional, en
la que sólo se prestaba dinero a un sector determinado de la población, con la avaricia y

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la usura como único valor de fondo, quedó patente tras el crac del sector financiero en el
año 2008. Mientras tanto, los microcréditos sin aval de estos bancos no convencionales
inspirados en la filosofía del Grameen Bank se mantuvieron estables y al margen del
desplome bancario mundial.
Visto de esta perspectiva innovadora y con una importante carga de justicia social,
Yunus nos dice que debemos perder el miedo a prestar a los pobres para que desarrollen
medios para su supervivencia, para que recuperen su dignidad como seres humanos,
ofreciendo alternativas de desarrollo basadas en la redistribución de la riqueza y
orientadas hacia la sustentabilidad del planeta como forma de garantizar las mismas
condiciones para la vida digna de las generaciones venideras. La crisis actual se presenta
como una oportunidad idónea para el cambio. Tenemos la obligación, por tanto, de
rediseñar otras estrategias viables que nos ayuden a reconstruir un futuro diferente.
Yunus (2011, p. 15) insta a aprovechar esta ocasión que tenemos actualmente, afirmando
que «no deberíamos perder esta oportunidad de convertir nuestras instituciones
financieras en instituciones inclusivas». Facilitar el crédito debería ser incluido como un
derecho humano, por lo que tendría que ser un deber de los gobiernos nacionales
establecer las condiciones legales para que ello ocurra. Sabemos que la pobreza es una
imposición artificial, por mucho que algunos se empeñen en querer ocultar esta realidad.
Es una imposición externa que se ejerce deliberadamente sobre la persona; de ahí que
pueda ser eliminada, si ese es nuestro objetivo como sociedad. Hay que ser capaces de
descubrir y aprovechar la creatividad y el potencial de todo el mundo sin excepciones.

2.4. Por una economía que valora la vida. Educación, movilización


y solidaridad

Es necesario plantear alternativas a la crisis sistémica del capitalismo, para evitar, por
un lado, que los excesos de la especulación sigan recayendo sobre la clase trabajadora,
con la excusa del esfuerzo colectivo para salir de la crisis que han provocado estos
mismos especuladores, y, por otro lado, para reducir la grave degradación ecosistémica,
fruto de la sobreproducción, sobreacumulación y sobreexplotación de los recursos y de
las personas. Es precisa una concienciación y consiguiente movilización de las clases
trabajadoras y populares para configurar un nuevo esquema político de organización en
sociedad, respaldado por los diferentes movimientos sociales y los gobiernos afines a un
nuevo proyecto de transformación. En este sentido, podemos hablar de dos aspectos
claves que nos pueden ayudar a enfrentar este nuevo desafío que se nos presenta desde el
punto de vista laboral, personal, social y medioambiental. En primer lugar nos referimos
al «conocimiento», al hecho de estar informado y conocer las causas profundas que nos
han conducido a la grave situación de la que venimos hablando, como paso previo a la
acción. Por otro lado, a la «movilización colectiva» de los ciudadanos para exigir un

61
cambio de rumbo en la acción política, social y económica frente a la crisis sistémica del
neoliberalismo, presentándose la educación, como veremos más adelante, como
elemento vertebrador del conocimiento necesario para motivar y concienciar hacia la
acción colectiva organizada desde la propia sociedad civil.
Hinkelammert y Mora (2009) apuestan por una nueva racionalidad económica más
centrada en las necesidades de las personas y menos en las del consumidor. La economía
de la vida apuesta por la satisfacción de las necesidades no sólo biológicas sino también
antropológicas (afectivas, materiales, espirituales, etc.), antes que por la satisfacción de
las preferencias. Para ello es preciso definir una «teoría de la acción racional», como
señalan estos autores, que contemple la escasez de recursos naturales y la cuestión de la
sostenibilidad, aspectos situados en un segundo plano bajo la perspectiva neoliberal
(Sampedro, 2010), huyendo de la racionalidad instrumental de corte utilitarista,
hedonista de relaciones mercantiles, que nos ha conducido a la presente crisis sistémica
desde el punto de vista del deterioro civilizatorio y medioambiental. Hay que superar la
irracionalidad de esta praxis instrumental medio-fin que se esconde detrás del discurso
neoliberal (Albarracín, 2010), y orientarnos hacia una «racionalidad reproductiva», más
integral y respetuosa del conjunto de la vida humana y natural. Este planteamiento
conlleva la necesidad de ayuda mutua entre los seres humanos, participando cada uno en
el desarrollo del otro y dependiendo en cierta medida del otro. Se trata de reconocer al
otro como ser natural y necesitado, reconocer sus derechos y necesidades, elementos
fundamentales de cualquier racionalidad económica.
Si partimos del hecho de que el capitalismo como sistema económico, y tal y como lo
conocemos hoy día, está agonizando, por mucho que sigan empeñados los grupos de
poder afines, no existe más solución que cambiar de racionalidad económica. El profesor
Christian Felber (2012) ha elaborado recientemente, aunque lleva trabajando en ello
muchos años, un novedoso e interesante modelo económico conocido como «la
economía del bien común». Este activista incansable desarrolla ampliamente varios
aspectos centrales que están en la base de su innovadora teoría, como son la banca
democrática, la necesidad de limitar el derecho a la propiedad privada y el desarrollo de
la democracia directa y participativa. La educación y la formación son los nexos que
permiten articular este cambio de mentalidad para una nueva economía centrada en el
bien común. La idea que subyace a este modelo económico está a caballo entre el poder
casi absoluto del mercado sobre la ciudadanía y el Estado que promueve el capitalismo
y, de otro lado, una economía perfectamente planificada propia del comunismo
tradicional. El «bien común» como fundamento que vincula lo económico y lo social, al
igual que lo hace la economía social y solidaria, se basa en valores como la cooperación,
la solidaridad, la confianza o la necesidad de compartir, todos ellos valores que
posibilitan unas relaciones más humanas, al cambiar la lucha y el egoísmo propio del
capitalismo por la cooperación y el altruismo en el que se fundamenta esta novedosa
perspectiva. Encontramos que el beneficio financiero se queda en un segundo plano, al

62
ser superado por valores éticos que van más allá de la simple acumulación de riquezas
materiales, poniéndose el acento sobre la responsabilidad social, la dignidad humana, la
participación democrática o la sostenibilidad ecológica como nuevas dinámicas de la
organización empresarial.
Felber señala tres núcleos centrales en la economía del bien común. En primer lugar,
busca superar la clásica dicotomía entre «economía» y «sociedad», impregnando en la
economía los valores básicos que están detrás de unas relaciones humanas sanas, como
empatía, solidaridad, honestidad, confianza o cooperación. Esta primera aproximación
pone al descubierto una serie de valores éticos que tienen que ser ampliamente
trabajados por los diferentes sistemas educativos nacionales, pues entre otras cuestiones
constituyen parte del fundamento epistemológico de la Carta de la Tierra, al tiempo que
han sido valores éticos compartidos tradicionalmente también por la economía social. Un
segundo aspecto tiene que ver con los elementos que vertebran las constituciones
democráticas. Es evidente que el sistema económico actual atenta directamente contra el
espíritu y las finalidades que rigen nuestras constituciones vigentes, como por ejemplo
que todo el mundo tiene derecho a un trabajo digno, a una vivienda, a la educación y
sanidad públicas, cuando en realidad vemos que esto no es así. En línea con estos dos
principios rectores, tenemos que, desde el bien común, el éxito económico va a ser visto
como un catalizador de la utilidad social, en lugar de medir los valores de cambio. Las
utilidades tienen que ver con aquello que el ser humano necesita para subsistir, para
alimentarse, sentirse satisfecho y ser feliz. Supera por tanto los trasnochados valores de
cambio de las economías presentes, centrados exclusivamente en el incremento bruto del
PIB nacional y sus beneficios financieros. Debemos introducir la economía dentro del
sistema de valores sociales para evitar, como indica Felber, que la ciencia económica
siga desprovista de alma. Ha de producirse un cambio significativo en las relaciones de
poder actuales. En suma, replantearnos dos cuestiones fundamentales de la economía de
libre mercado: la propiedad y la democracia.
Antes de abordar los conceptos de propiedad privada y de participación democrática,
es preciso clarificar en qué consiste la idea principal de la economía del bien común que
nos presenta Christian Felber. Este autor parte de una reflexión inicial que va más allá de
la simple discusión económica y que aterriza en el terreno del sentido común: los valores
que rigen la economía tienen que ser los mismos que articulan la vida en sociedad,
rechazando los principios que hasta ahora han guiado la economía, como son el
beneficio y la competencia, para sustituirlos por valores como la confianza, la
solidaridad, la cooperación y la voluntad de compartir. Las empresas, al igual que la
práctica económica en su conjunto, al formar parte de la dinámica general de la sociedad
deben orientarse al bienestar general. Hay que redefinir el éxito económico, evitando
conducirnos por los valores de cambio, que están enfocados al Producto Interior Bruto
general y al beneficio individual de las empresas, y orientarnos hacia los valores de
utilidades sociales. La cuestión radica en que el aumento por sí solo del PIB no es un

63
indicador fiable de que todo el mundo disfruta de unas condiciones mínimas de calidad y
dignidad de vida. Como hemos reiterado en alguna ocasión, medir los ingresos brutos en
términos monetarios o de dinero de un país o región no indica cómo está redistribuida
esa riqueza entre la población, ya que por lo general no encontramos un reparto
equitativo de la misma. Los cerca de cinco millones de parados que en el primer
semestre del año 2012 tiene España, muchos de ellos catalogados de larga duración y
que han dejado de percibir cualquier tipo de prestación por desempleo, son un claro
ejemplo de que el PIB bruto nacional no es el mejor indicador para medir la calidad de
vida de una población. Por ello, debemos trabajar para cambiar el foco del éxito
empresarial, aún centrado en el beneficio por el mero beneficio. Ahora el beneficio sólo
puede ser usado como un medio, y no ya como un fin supremo, para un objetivo
colectivo claramente definido, que no es otro que aumentar el bien común.
Para aquellos que puedan tener ideas divergentes a la economía del bien común,
fundamentalmente porque sus intereses personales son contrarios al reparto equitativo de
la riqueza, de la propiedad común y del bienestar colectivo, transmitirles que esta nueva
práctica económica no significa que las empresas deban tener pérdidas por guiarse por el
camino del bien común. De hecho, sería un error pensar de esta manera, pero del mismo
modo también es un terrible error, con graves consecuencias sociales y
medioambientales, seguir pensando que el objetivo último de toda empresa deba
continuar siendo el beneficio por el beneficio. Éste sólo tiene que ser contemplado como
un medio para otros fines superiores, que tienen que ver con aumentar o redundar en el
bien común. En este sentido, parece pertinente pensar que la matriz del bien común se
articule en torno a cinco puntos fundamentales: la dignidad humana, la solidaridad, la
sostenibilidad ecológica, la justicia social y la participación democrática y transparencia
en la política, todos ellos valores recogidos en la filosofía humanista que representa la
Carta de la Tierra, y de los que nos ocuparemos en el último capítulo de esta obra.
Asimismo, estos cinco pilares se interrelacionan con los diversos grupos de afectados
que forman la dinámica económica y social. Estos implicados están formados por:
proveedores, inversores o financiadores, empleados, clientes, asociaciones locales,
generaciones futuras y el medio ambiente. De la unión de los cinco valores descritos y de
los grupos de afectados salen una serie de indicadores que miden el bien común. Estos
indicadores valoran diversos aspectos: cómo de útiles son los productos y servicios que
ofrecen las empresas a los ciudadanos, cómo son las condiciones laborales de todos los
trabajadores, cómo producir de forma sostenible, cómo se trata a los clientes, cómo de
solidaria se comporta la empresa con otras empresas, cómo se reparten los ingresos, si se
trata y remunera igual a las mujeres, y cómo de democráticamente se toman las
decisiones.
Siguiendo con la línea discursiva de Felber relacionada con la economía del bien
común, respaldamos la idea de que hay que unificar estos criterios e indicadores, de
forma colectiva y por medio de instrumentos de participación democrática. La toma de

64
conciencia sin más, si no somos capaces de aterrizar en el terreno de la práctica real y
poder articular a partir de ahí pautas para la acción, quedaría como otra teoría más sin
repercusión en la vida real. Así pues, estos indicadores tienen que ser respaldados
legalmente, en las diferentes constituciones, y obligar a las empresas a su cumplimiento.
Hacer esto visible implica que cada empresa, pública o privada, sea sometida a un
balance del bien común que podría estar compuesto por cinco niveles. Una empresa
podría alcanzar como máximo 1.000 puntos, lo que indicaría que los productos o
servicios de una empresa, cuanto más se aproximen a ese valor final de 1.000 puntos,
más en consonancia estarían con los diferentes valores del bien común. Este balance
debe figurar como un código de barras en los productos, para que los consumidores
valoren si lo compran o no en base a su cumplimiento del bien común. Paralelamente,
incentivar a las empresas para que cumplan con el bien común, por ejemplo a través de
desgravaciones fiscales, al contrario que en la economía de mercado capitalista, donde se
recompensa a aquellos que desechan la ética de la práctica empresarial. Esto es, los que
vulneran los derechos fundamentales de los trabajadores, contaminan y destruyen la
naturaleza, emplean mano de obra esclava e infantil, o esconden sus enormes beneficios
en paraísos fiscales, entre otras prácticas similares, como señala Napoleoni (2008), son
bien tratados por leyes injustas que, a nivel mundial, protegen e incentivan sus sucios
negocios lucrativos, respaldados políticamente por quienes se llaman a sí mismos
«demócratas». En la economía del bien común se recompensaría a los que elaboren sus
productos y ofrezcan sus servicios de manera ética y justa, y se castigaría legal, judicial
y económicamente a los que se basen en métodos no éticos e injustos como los descritos.
Todo esto no sería posible sin el desarrollo de una democracia directa y participativa.
Hoy más que nunca existe un fuerte descontento generalizado entre los ciudadanos hacia
la clase política. Los datos más recientes del Centro Superior de Investigaciones
Sociológicas (CIS) ponen de manifiesto que la clase política y los partidos políticos son
una de las principales preocupaciones de los españoles, junto con el paro, los problemas
de índole económica o la corrupción y el fraude (CIS, 2012). Este organismo autónomo
de carácter administrativo, adscrito al Ministerio de la Presidencia del Gobierno de
España, que tiene por finalidad el estudio científico de la sociedad española, revela el
creciente desprestigio que está sufriendo la clase política en España, sobre todo como
consecuencia directa de la crisis financiera y económica por la que atraviesa el país
desde el año 2008. La consecuencia directa de este fenómeno que se extiende
rápidamente por las diferentes capas de la sociedad española nos indica que los
ciudadanos no se sienten representados por sus políticos y, mucho menos, por las leyes
injustas que promulgan y que afectan negativamente a la mayoría de la población. Nos
estamos refiriendo directamente a la privatización de servicios públicos esenciales, la
desregulación de los mercados financieros, la impunidad de los paraísos fiscales y la
tremenda desigualdad salarial aún tolerada en nuestros días, donde vemos a altos
directivos de entidades financieras, aun habiéndolas llevado prácticamente a la quiebra,

65
como Lehman Brothers en Estados Unidos o Bankia en España, recibir primas
millonarias por estafar a los pequeños ahorradores y accionistas. Todos ellos son algunos
de los muchos ejemplos que hacen visible el hecho de vivir en una falsa democracia.
Hay que poner freno a esta impunidad y desenfreno de una élite política en perfecta
connivencia con una minoritaria élite económica. El profesor Felber desvela algunos de
los puntos flacos de nuestra actual democracia que tienen que ser corregidos. Para
empezar, existe un abismo entre demasiadas propuestas electorales y la práctica real de
los partidos llegados al poder; por ello, votar una vez cada cuatro o cinco años no sirve
para nada. Paralelamente, se observa cada vez más ese estrecho vínculo del que
hablábamos entre élites económicas y élites políticas. Felber lo expresa del siguiente
modo: «Las élites económicas son el problema en sí mismo. Las élites materiales están
en contradicción con una sociedad democrática en la que todas las personas deberían
tener los mismos derechos, las mismas oportunidades y las mismas posibilidades de
participación» (2012, p. 163). Al mismo tiempo, estas élites ejercen un poder gigantesco
sobre los medios de comunicación e información más relevantes: o bien son dueños
directos de los mismos, o bien influyen sobre ellos. Igualmente, determinados científicos
de primer nivel refuerzan la opinión de los poderosos. La liberalización progresiva de las
universidades públicas, camuflada en Europa bajo el conocido Plan Bolonia, permite que
éstas reciban cada vez más dinero de empresas privadas para que defiendan sus intereses,
al igual que sucede con los partidos políticos, que, como en el caso más evidente de los
Estados Unidos, son cada vez más financiados por empresas y personas particulares muy
poderosas. Ante este estado de cosas, es necesario desvincular la política de la economía
si deseamos revitalizar la democracia para que se reduzcan las enormes desigualdades
presentes. En palabras de Felber (2012, p. 165): «para conseguir una democracia viva se
tiene que empezar por desligar la política de la economía, así como limitar las
desigualdades». Llegar a una participación real del mayor número de ciudadanos para
poder debatir y decidir sobre los intereses generales conllevaría un mayor control
democrático por parte de los ciudadanos. Necesitamos una conciencia soberana para
desarrollar una democracia directa y participativa, con más derechos de control por parte
del pueblo soberano sobre sus representantes, cuyo único cometido debería ser ejecutar
la voluntad popular.
Desarrollar esta forma de organización democrática más directa y participativa
requiere de una importante transformación, que no sería posible sin una educación crítica
que incite a la acción transformadora. Tradicionalmente nos han educado en la
obediencia y el rendimiento, instando constantemente a niños y jóvenes a que repriman y
rechacen sus propios sentimientos, pensamientos o necesidades. Evidentemente, quien
tiene una vida interior pobre, porque lo han socializado y educado en la competencia, la
rivalidad y la necesidad imperiosa de triunfar a toda costa, no es capaz de sentirse y
encontrarse a sí mismo y, mucho menos, de ejercer una democracia directa y
participativa. Desde este punto, es más difícil poder sentir a los demás o de sentir respeto

66
por el entorno natural, social o cultural que le rodea. Si no nos conocemos a nosotros
mismos difícilmente podremos sentir empatía por los demás, así como pensar en el
interés colectivo, como implica una verdadera democracia. Algunos triunfadores en las
reglas del juego capitalista se han vuelto insensibles, por lo que no les importa causar
daños sociales o ecológicos. Por estos motivos, Felber afirma que para que este nuevo
movimiento basado en la economía del bien común siga creciendo es necesaria la
aparición de nuevos valores por medio de la educación y la formación. Estos valores han
de favorecer la toma de conciencia del ser humano para que adquiera nuevas
competencias sociales (Martínez-Rodríguez, 2011), orientadas hacia prácticas
comunitarias que refuercen la dignidad humana y el respeto del medio natural.
Para alcanzar tales objetivos, Christian Felber defiende la implantación en los
sistemas educativos de seis contenidos básicos que, desde su punto de vista, son más
relevantes que las vigentes materias obligatorias. El primero de estos seis contenidos
básicos es la «educación emocional», para que nuestros escolares aprendan a reconocer
los sentimientos sin temor a avergonzarse de ellos. Es importante para poder resolver
determinados conflictos que surgen en las relaciones tanto sociales, familiares o
laborales, hablar sobre los sentimientos y las necesidades. Un segundo elemento tiene
que ver con la «educación ética», con la que se pretende desarrollar una inteligencia
crítica a través del contraste de los valores y sus diferentes enfoques. La «educación
comunicacional» es el tercero de los componentes, con el fin de que los niños aprendan
sobre todo a escuchar a los demás de forma objetiva, teniendo en cuenta lo que dicen los
otros abiertamente y sin violencia. En cuarto lugar señala la «educación para la
democracia», para que las futuras generaciones no se distancien de la vida pública y la
participación activa como sujetos de pleno derecho. Muchos jóvenes, como hemos
señalado, se sienten frustrados y se apartan de la política, pues perciben que ésta no
cuenta con ellos. No se sienten representados y mucho menos valorados por unos
políticos que juegan con su futuro sin contar en absoluto con sus necesidades o intereses.
En quinta posición está la «educación para descubrir la naturaleza», para restablecer la
ruptura del ser humano con su espacio natural, peligrosamente deteriorado por la
competencia feroz, y por la necesidad impuesta de acumular bienes materiales, riquezas
e ingresos. Volver a conectar con la esencia de las cosas, con su belleza, nos puede
ayudar a mejorar la relación con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza.
Por último, el «conocimiento del cuerpo», dedicando más tiempo para nosotros, para
aprender a cuidarnos mejor desde el punto de vista de la alimentación, la salud, el
ejercicio físico, los cariños y afectos hacia nosotros mismos y hacia los demás. Tenemos
que aprender a cuidarnos mejor, a conocernos mejor, para poder cuidar a los otros y a
nuestro planeta. Si esta sensación y este cuidado es más débil, es más fácil buscar
refugio en motivaciones extrínsecas como el dinero, las drogas, el alcohol o la comida.
Resumiendo, educar para el bien común tiene mucho que ver con garantizar el bienestar
de todas las personas, así como el cuidado del medio natural en el que nos

67
desenvolvemos los seres humanos.

1 Los datos expuestos en este apartado provienen, en parte, de un trabajo previo publicado en la revista Contextos
Educativos: Revista de Educación, de la Universidad de La Rioja, disponible en:
http://www.unirioja.es/servicios/sp/ej/contextos/contextos.shtml. Las referencias exactas del artículo son las
siguientes: Martínez-Rodríguez, F. M. y Amador, L. (2010). Educación y desarrollo socio-económico. Contextos
Educativos. Revista de Educación, 13, 82-98. Agradecemos la colaboración de la citada revista, al permitir la
difusión de parte del mencionado trabajo en esta obra.

68
3

Repensar la economía social y solidaria (ESS). Pautas


para una economía más equitativa y sostenible

La economía no puede independizarse de la sociedad, pues la consecuencia será la


destrucción de la idea misma de sociedad y de bien común. El ideal a ser buscado es una
economía de lo suficiente para toda la comunidad de vida.
LEONARDO BOFF
Escritor, filósofo y ecologista brasileño.

Lo primero que debemos hacer a la hora de hablar de ESS es preguntarnos si


realmente nos encontramos ante un modo o sistema de entender la economía totalmente
diferente al modelo capitalista tradicional; es decir, ¿se trata de una forma diferente de
organizar la producción y distribución de bienes y servicios necesarios para el desarrollo
humano? Ante estos interrogantes tenemos que afirmar que no hemos encontrado una
respuesta directa ni unánime al respecto entre los diferentes autores analizados, ya que
sigue habiendo en este punto un fuerte debate teórico interno acerca de lo que realmente
es o no un modo alternativo al capital. En lo que sí coinciden todos (Coraggio, 2007;
Gaiger, 2007; Quijano, 2007; Razeto, 2007; Singer, 2007; Tiriba, 2007, entre otros) es
en el hecho de que la ESS surge como respuesta a la pobreza, marginalidad y exclusión
de un sector importante del proletariado por parte del modelo de producción capitalista.
Ello nos indica que el propio origen de la ESS está ligado al nacimiento del capitalismo,
hace ahora aproximadamente dos siglos, y a sus consecuencias asociadas a la desigual
distribución de la riqueza y las rentas que están en la base de dicha forma de
organización socioeconómica.
Para Singer (2007) y Gaiger (2007) hay importantes diferencias entre el modo de
producción capitalista y la ESS. Para estos autores, esta última aparece ante la necesidad
de un cambio de modelo de producción, como un modo de huir de la explotación. Los
sujetos explotados por el capital, expropiados de los medios de producción y sometidos a
duras jornadas laborales, buscan «un sistema alternativo de producción» al capitalista.
Esta crítica se inicia ya en Europa a fines del siglo XVIII, aunque alcanza mayor
relevancia con la obra de Karl Marx titulada El Capital: crítica de la Economía Política,
de 1867 (Quijano, 2007). Se inicia una lucha en el terreno intelectual y en el campo de la

69
práctica de los propios trabajadores por encontrar un «modo» o «sistema de producción»
alternativo al capital, con la finalidad de erradicar las condiciones sociohistóricas que
controlan la explotación y la dominación social. En este contexto de resistencias y
fricciones entre dominantes y dominados, capitalistas y trabajadores, se insertan las
clásicas luchas de clases. Motivo por el cual partimos del hecho de que el capitalismo se
inscribe en una relación social caracterizada por la desigualdad entre los que poseen y
controlan los medios de producción y aquellos que sólo disponen de su propia capacidad
de trabajo como moneda de cambio en dicha relación.
Estas relaciones centradas en la desigualdad han desembocado en una crisis
estructural del trabajo asalariado y el consiguiente aumento de la pobreza. Según Tiriba
(2007, p. 200), «históricamente, el desarrollo de las fuerzas productivas ha acentuado
una cultura de trabajo en la que, cada vez más, el trabajador y la propia naturaleza se
encuentran sometidos al imperio del capital». Pero, ¿cómo hemos llegado a esta
situación?, ¿por qué una parte importante de la clase trabajadora ha estado en lucha
permanente contra el capital?, ¿qué ha motivado la búsqueda constante de otras formas
alternativas al modelo de producción capitalista? Para dar respuesta a estas y otras
preguntas similares debemos clarificar, en primer lugar, uno de los argumentos centrales
de este trabajo, y es que «no existe una única forma o modo de organizar la producción y
su posterior distribución de bienes y servicios», reflexión que ya hemos iniciado al
exponer brevemente el modelo de la «economía del bien común». Teniendo esto
presente, llegamos a una primera conclusión, en la que observamos que la realidad
economía actual es, como dirían Albarracín (2010), Coraggio (2009) o Sampedro (2010),
el producto de una construcción social interesada. De ahí que el pensamiento neoliberal,
o pensamiento único, como se le ha dado en llamar también, no sea la única forma
posible de organizar la economía, como muchos pretenden hacer creer. La economía,
como construcción social que es, puede dar lugar a propuestas alternativas para el
desarrollo socioeconómico que difieran de este pensamiento neoliberal. Analizaremos
más detenidamente qué ha aportado al respecto la economía social y solidaria, así como
qué podría aportar en un futuro cercano.

3.1. Antecedentes de la ESS: la lucha contra el capitalismo


neoliberal

Una de las formas más antiguas de organizar la producción y su posterior distribución


de bienes y servicios es la «producción simple de mercancías» (PSM) (Quijano, 2007).
En ella, cada agente o sujeto posee individualmente sus propios medios de producción y
distribución, del mismo modo que es dueño de sus propios productos que intercambia en
los mercados. Por lo general, el agente suele ser una familia que trabaja colectivamente
en el pequeño comercio, la agricultura o la artesanía. Los miembros del grupo familiar

70
trabajan juntos y se reparten los beneficios de su actividad colectiva. Esta forma de
organizar la producción es característica hasta bien entrado el siglo XVI. Sin embargo, el
paso a la Edad Moderna, el descubrimiento de América y la incipiente globalización
económica, los progresivos avances tecnológicos y sociales asociados a la época, junto
con la necesidad progresiva de acumulación de riquezas por parte de los imperios
colonialistas europeos, forman el caldo de cultivo ideal para el posterior auge del
«capitalismo». Paul Singer (2007), de forma simple pero acertada, afirma que el
capitalismo surge de la PSM fruto de un proceso de expropiación de los medios de
producción, en este caso las tierras de los campesinos, respaldado, como diría Marx, por
los poderes del Estado y las élites sociales.
El resultado de dicha violencia orquestada por los poderes de los incipientes Estados-
nación, amparados por los intereses de unas élites aburguesadas y bajo planteamientos
liberales en lo económico, materializan todo un proceso de escisión y de ruptura entre el
trabajo tradicional y la posesión de los medios de producción (Gaiger, 2007). Se entra en
una progresiva proletarización de una parte importante de los productores simples de
mercancías, que, tanto desde el campo como desde las ciudades, observan impotentes la
imparable separación que provoca el denominado capitalismo entre la posesión de los
medios de producción y la utilización y distribución de los mismos. La Revolución
Industrial consolida y respalda estos intereses económicos de las minorías en el poder,
por lo que con el paso del tiempo se va naturalizando este nuevo modelo de producción
llamado capitalismo con el que se privatizan tanto los medios de producción y
distribución como el trabajo de los antiguos gremios familiares (Ferrer, 2008). Estos
medios se vuelven «capital», que se va concentrando cada vez más en una minoría,
quedando la mayoría de los sujetos tan sólo con su capacidad individual de trabajo. La
concentración de capital posibilita la inversión de parte de los beneficios excedentes en
maquinaria y «nueva tecnología», dando lugar a las diferentes revoluciones industriales
históricas (vapor, electricidad, petróleo), que van remplazando a parte de la mano de
obra proletarizada por tecnología y maquinaria (Toussaint, 2010).
Esto provoca por un lado un excedente de mano de obra, de trabajadores que son
sustituidos en masa por los avances científicos-tecnológicos y, por consiguiente, un
abaratamiento y mayor precarización de la mano de obra, al existir ese «ejército de
reserva» de trabajadores que, supuestamente, no puede absorber el mercado de trabajo.
Jeremy Rifkin (2010a) aludía a este hecho en su obra «el fin del trabajo», en la que pone
de manifiesto cómo los adelantos tecnológicos iban a desplazar a gran parte de los
trabajadores, dando lugar a un desempleo estructural en los países más industrializados
en pleno siglo XXI. Y por otro lado, la concentración de capital e inversión tecnológica
relegan a la PSM como un modo de producción marginal, casi inexistente, supeditado y
condicionado por el modo de producción capitalista, como ha señalado Rifkin, siendo
una de las características más destacadas de este sistema capitalista el desempleo de un
sector importante del proletariado como elemento estructural. A las empresas capitalistas

71
les interesa que exista esta gran oferta de trabajadores, ya que fomenta la competencia
entre los mismos y permite flexibilizar las condiciones laborales y reducir costos en la
contratación, al ser superior la demanda de puestos de trabajo por parte del proletariado
que la oferta real de puestos por parte de las empresas.
Es en este contexto de progresivo empobrecimiento y deterioro de las condiciones
laborales de parte del proletariado donde encontramos el detonante que está detrás del
origen histórico de la ESS. Singer (2007, p. 61) expresa textualmente que «la economía
solidaria surge como un modo de producción y distribución alternativo al capitalismo,
creado y recreado periódicamente por los que se encuentran (o temen quedarse)
marginados por el mercado de trabajo». Para este autor, la «economía solidaria» unifica
aspectos propios del capitalismo, como es el principio de la socialización (pues existe
una cooperación entre los que ponen el capital, los que producen/elaboran los productos,
los que los transportan, venden, etc.), con los de la PSM, como es la conexión y fuerte
vínculo entre posesión y utilización de los medios de producción y distribución. Sin
embargo, no se trata de un híbrido (refiriéndose a la economía solidaria) entre la PSM y
capitalismo, como erróneamente creen algunos escépticos, sino más bien un elemento
nuevo que supera a ambos modelos de producción. Por todo ello, Gaiger (2007, p. 80)
identifica la economía solidaria como «una alternativa para los excluidos, los
trabajadores, un nuevo desarrollo, comprometido con los intereses populares, etc.; una
alternativa a la profundización de las inequidades, a las políticas de rasgo neoliberal, en
fin, al propio capitalismo».
La expropiación de los medios de producción a los campesinos ha permitido la
concentración progresiva de tierras, así como de capital, en manos de pequeños señores
pertenecientes a las élites políticas, sociales y económicas minoritarias. Esta ruptura
histórica con la PSM, llevada a cabo de forma violenta e indiscriminada, pone en
evidencia cómo se ha ido gestando todo un modelo económico injusto como es el
capitalismo. La socialización de la propiedad privada, que ha sido fomentada
tradicionalmente por la filosofía liberal, esconde todo un proceso de saqueo y
apropiación indebida de las tierras de los trabajadores que ha llegado hasta nuestros días
como algo natural. Esta violencia estructural ha permitido justificar la dictadura de la
propiedad privada, la cual ha favorecido a su vez una gran acumulación de poder y
riqueza material en una minoritaria oligarquía terrateniente, que en perfecta sintonía con
el poder político ha legitimado unos privilegios actuales que les hacen estar en una
posición de superioridad respecto a las clases populares y trabajadoras. La clave está en
la posesión de la propiedad privada, aspecto que debería ser replanteado en pleno siglo
XXI si queremos dar los pasos necesarios para el desarrollo de una sociedad más justa y
equitativa. A este respecto, Felber (2012, p. 111) llega a afirmar que «la posición
absoluta del derecho a la propiedad se ha convertido hoy en día en la mayor amenaza
para la democracia, lo que nos conduce a la necesidad de limitar el derecho a la
propiedad. Algunas empresas multinacionales o personas extremadamente ricas tienen el

72
control casi exclusivo de los medios de propiedad y los recursos, obteniendo mayor
poder real incluso que muchos gobiernos.
Esta excesiva libertad de ser propietario está poniendo en serio peligro la libertad de
la mayoría de la población, que, como mucho, dispone exclusivamente de su fuerza de
trabajo como medio para ganarse la vida. Al limitar la libertad de casi todos los
ciudadanos estamos permitiendo que se perpetúen constantemente desigualdades
extremas, con los peligros que esto puede tener para la vida en sociedad. Una población
sin libertad real y con inequidades internas es más propensa al miedo, la desconfianza, la
criminalidad y la corrupción. Habría que limitar, por chocante que pueda parecer, el
derecho a una propiedad ilimitada, pues la igualdad es un valor que está por encima de la
libertad absoluta. Lo justo sería que todo el mundo tuviera derecho a poseer una
propiedad limitada que garantice unas condiciones mínimas de dignidad humana y de
calidad de vida, como recogen silenciosamente muchos de nuestros tratados
constitucionales. Al igual que se expropió injustamente a los campesinos organizados
bajo la producción simple de mercancías hace ahora unos quinientos años, tendríamos
que plantearnos igualmente en la actualidad la urgente necesidad de promover un reparto
más justo y equitativo de la propiedad colectiva y de la riqueza. ¿O acaso es más justo
que una minoría controle más del 80 por 100 de todos los recursos del planeta? ¿No sería
más razonable pensar en un reparto más equitativo de la riqueza material, natural y
cultural entre toda la humanidad? Si la historia ha permitido consagrar importantes
desigualdades, el derecho supremo a la propiedad privada ha sido uno de ellos.
No es difícil comprobar que no todos los seres humanos partimos de las mismas
condiciones económicas, sociales o culturales. El simple hecho de nacer en un continente
diferente, en un país del norte o en otro del sur, en uno que esté en vías de desarrollo, en
guerra o en un país desarrollado, el nacer en una familia de las llamadas acomodadas o
bien en un barrio marginal de los países más ricos marca de por vida a los sujetos, a
pesar de que tan sólo se trate de una cuestión de azar, achacada por algunos a la
providencia o la divinidad. Por tanto, seguir empeñados en justificar el derecho a la
propiedad por encima de todo y de todos, a pesar de ser conscientes de estas
desigualdades de partida, como analizaremos más adelante bajo la perspectiva de
François Dubet (2011), es querer seguir naturalizando un modelo tremendamente injusto
de vida en sociedad. La herencia y el patrimonio continúan representando un factor de
poder que entra en directa contradicción con lo que dice la teoría de lo que debe ser una
sociedad democrática. Es, por ejemplo, totalmente incompatible con lo que llamamos
democracia el que determinadas multinacionales tengan más poder económico,
capacidad de decisión política e influencia que muchos gobiernos. Por ello, tendríamos
que empezar a replantearnos como algo factible el democratizar las grandes empresas,
para limitar su poder y así su impacto negativo sobre los ciudadanos y el medio ambiente
en general.
Poder materializar todos estos cambios fundamentales, para dar un giro de ciento

73
ochenta grados a nuestro actual modo de organizar la vida económica y social, implica
no sólo un cambio de conciencia a escala global, mayor compromiso político y
participación ciudadana en la toma de decisiones democráticas, nuevos esquemas
educativos o más información y conocimiento de las causas reales de la crisis sistémica
del capitalismo y del sistema financiero vigente, sino también estrategias más
democráticas que favorezcan la financiación y la liquidez necesaria de las clases
trabajadoras. Hablamos de democratizar el sistema financiero, extendiendo la
denominada «banca democrática» como uno de los ejes transversales de la «economía
del bien común» de Christian Felber (2012). La banca democrática se presenta como un
modelo financiero totalmente diferente al actual. Ha sido desarrollado por el movimiento
Attac y la sociedad civil en Austria a partir del año 2010. La globalización financiera ha
alejado a los bancos de lo que debiera ser su objetivo central: el de convertir los ahorros
de los ciudadanos en créditos accesibles para empresas y familias. Los objetivos de esta
banca democrática se fijan, por un lado, en facilitar el crédito a las diferentes regiones,
propiciando así el desarrollo local y, de otro lado, en financiar los proyectos social y
ecológicamente sostenibles.
Los objetivos y servicios prestados por la banca democrática se podrían introducir en
la constitución de cada país, sin que el gobierno y el parlamento de turno pudieran
acceder directamente a esta banca democrática, que sólo podría ser modificada
atendiendo a los intereses de la soberanía popular. Las diferencias salariales entre los
empleados de la banca, que ha de obedecer a unos ingresos dignos, al formar parte del
bien democrático de la comunidad, no debería superar la proporción de 1 a 3. Ello
significa que el empleado mejor pagado por el sistema financiero bajo el prisma de la
banca democrática recibiría como máximo el tripe que el compañero con el salario más
bajo, siempre teniendo en cuenta unos ingresos mínimos dignos. Del mismo modo que
las escuelas, universidades u hospitales, entre otros servicios públicos esenciales, la
banca democrática tiene que estar al servicio de la ciudadanía como forma de garantizar
una mayor justicia social. Por tanto, es importante poder incentivar los créditos dirigidos
a proyectos que invierten en bienestar social y ecológico, hasta el punto de que no
paguen nada de intereses por esos proyectos e inclusive puedan concederse a un interés
negativo. En este segundo caso, los proyectos devolverían al banco una cantidad inferior
a la del préstamo concedido. Además, los proyectos que incluso siendo rentables desde
el punto de vista comercial, como por ejemplo una central nuclear, provoquen sin
embargo un impacto negativo desde el punto de vista social o medio ambiental, no
recibirían crédito alguno para poder financiarse.
Se apuesta únicamente por las inversiones éticas, aquellas que abogan claramente por
un desarrollo social y ecológico sostenible. Si la banca democrática financia
directamente al propio Estado, por ejemplo, un crédito sin interés de hasta el 50 por 100
del PIB, éste se ahorraría los abusivos intereses que paga actualmente a sus acreedores
en concepto de deuda pública. Como señala Felber, sólo con el cambio de modelo de

74
gestión del Estado a su propio banco se sanearían las cuentas y presupuestos de los
Estados. Sintetizando, la economía del bien común en su conjunto no es un proyecto
acabado o cerrado; todo lo contrario, desea enriquecerse de los elementos más
significativos de otras alternativas que han aparecido tradicionalmente como respuesta a
un capitalismo excluyente y competitivo. Tal es el caso de la economía solidaria, con la
que comparte lazos comunes, como la cooperación y el trabajo colaborativo para el bien
común. La economía del bien común puede ser un marco de referencia muy útil para
revitalizar una nueva economía social y solidaria más próspera y renovada. De lo que no
cabe ninguna duda es que las empresas solidarias lo tienen muy difícil en un entorno
capitalista tan agresivo como el presente. De ahí que sea urgente hoy más que nunca
poder crear las bases de un nuevo sistema económico en el que poder encajar economía
y sociedad, compromiso y solidaridad para el bien común. Esto nos conduce nuevamente
a tener que reflexionar acerca de los valores que han guiado históricamente los asuntos
económicos y aquellos otros valores que han configurado la vida en sociedad.
A lo largo de nuestra historia más recientes los valores que han primado en la
economía han sido completamente diferentes a los que han regido las relaciones
humanas y la vida en comunidad. Esta evidente contradicción nos divide como sociedad,
generando tensiones entre los sujetos, que buscan los beneficios individuales por medio
de la competencia más feroz. La economía capitalista incentiva y se guía por la avaricia,
la envidia, el egoísmo y la falta de responsabilidad. Mientras tanto, describimos que unas
buenas relaciones armónicas con nuestros familiares, amigos y vecinos deben estar
cimentadas en el respeto, la confianza, la empatía, la cooperación o la ayuda mutua. Esto
nos lleva irremediablemente a una complicada situación, peligrosa incluso para el
devenir de toda la humanidad. Los valores éticos, como los descritos más arriba, son el
fundamente vital de la convivencia. En este orden de cosas, el propio Christian Felber
(2012), tras analizar numerosos estudios en el ámbito de la psicología social, la teoría de
los juegos o la neurobiología, llega a la conclusión de que la cooperación es un método
más eficaz que la clásica competencia. El hecho radica en que la cooperación motiva
más que la competencia, y además lo hace para sumar esfuerzos colectivos en lugar de
dividir, promoviendo unas relaciones más sanas y satisfactorias entre los sujetos, donde
prima el reconocimiento y la valoración de unos objetivos comunes. Es decir,
cooperación y motivación intrínseca como método más eficaz desde el punto de vista de
la investigación interdisciplinar. El que no se haga así y se siga apostando por la
competencia y la rivalidad no obedece a intereses científicos, sino al deseo de proteger y
preservar arcaicas estructuras de poder. Nos encontramos, por tanto, ante un
posicionamiento más bien ideológico que científico o técnico.
Desde esta perspectiva, la lucha contra el capitalismo neoliberal pone al descubierto
que se trata principalmente de un modelo de corte ideológico, respaldado históricamente
por importantes poderes económicos, sociales y políticos. Al mismo tiempo, estamos
comprobando que «sí hay alternativas» a esta imposición ideológica, científicamente

75
más consistentes y socialmente más humanas. Resaltar el valor de la cooperación, y
ponerlo en el centro de mira de esta nueva filosofía económica centrada en la
solidaridad, es un paso importante al respecto. Esta importancia de la ayuda mutua, para
satisfacer las necesidades básicas esenciales del ser humano tradicionalmente no
atendidas por el Estados capitalistas neoliberales, así como el hecho de tejer lazos de
solidaridad y colaboración conjunta para el bien común como aspectos de una nueva
racionalidad económica, son el fundamento y el eje central que ha movido
tradicionalmente a las empresas de economía social y solidaria (Coraggio, 2007, 2009;
Gaiger, 2007; Quijano, 2007; Razeto, 2007; Singer, 2007; Tiriba, 2007). Así pues, la
esencia de una teoría crítica basada en una racionalidad ética estriba en desarrollar un
fundamento epistemológico sólido para que la nueva práctica económica posibilite, a
largo plazo, el mantenimiento de toda la comunidad de la vida, aspectos sobre los que se
insiste y se reflexiona desde la ESS. Esto implica dejar a un lado una irracionalidad
económica, que provoca graves fracturas ecológicas y humanas al aumentar las
desigualdades sociales, la pobreza y la degradación ambiental (Krugman, 2009; Mayor
Zaragoza, 2009). Para Hinkelammert y Mora (2009, p. 42), hay que desarrollar también
una «ética del bien común», que en definitiva representa «los valores del respeto al ser
humano, a la naturaleza y a la vida en todas sus dimensiones». La economía del bien
común se nutre de esta concepción ética, que como veremos está muy presente en la
Carta de la Tierra, del mismo modo que también lo hace la economía social y solidaria.
Tenemos que poner límites a la arbitrariedad del mercado y velar por rescatar la
propia estabilidad social, amenazada bajo la tiranía de la globalización económica
internacional como ley absoluta del mercado total. Aquí radica la nueva racionalidad
centrada en la «solidaridad», pues las condiciones de la vida del otro pasan a ser las
condiciones de la vida de uno mismo. Como apuntan Hinkelammert y Mora (2009, p.
44), «mientras que para el pensamiento neoclásico y neoliberal, la asociación y la
solidaridad entre seres humanos es vista como una distorsión (ya que el equilibrio
general competitivo exige agentes económicos atomísticos), para una economía de la
vida son el medio para disolver éstas —fuerzas compulsivas de los hechos—». Desde
esta perspectiva, es urgente reivindicar al ser humano como sujeto, y no como objeto,
con necesidades que cubrir y derechos que respetar, y no en el sentido de una utopía
inalcanzable de «un mundo ideal», que puede convertirse a su vez en cárcel y obstáculo
para el desarrollo humano y natural. Orientar los esfuerzos hacia algo deseable para
todos, sin excepciones o clasismos, y posible de realizar. Esta es la meta, y a un tiempo
el fundamento, de una ESS que tiene en la solidaridad y el bien común el horizonte de
una nueva economía para una nueva sociedad.

3.2. Origen y desarrollo de la economía social en España

76
Un aspecto importante a tener en cuenta a la hora de hablar de la economía social es
que puede contribuir a la generación de empleo en un momento de gran precariedad
laboral y desempleo generalizado, al tiempo que se trabaja por una sociedad más justa y
equitativa. El paro ha sido una de las notas negativas dominantes de la España de los
últimos treinta años. A pesar de que se han experimentado momentos de crecimiento
económico significativos en el citado período, el paro no ha bajado del 8 por 100, según
datos del cuarto trimestre del año 2006 ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística
(INE). La reciente crisis económica y financiera ha empeorado considerablemente la
situación del mercado laboral español, con una destrucción sin precedentes de puestos de
trabajo jamás vivida hasta el momento, sobre todo por el pinchazo de la burbuja
inmobiliaria y sus terribles consecuencias también sobre el sector financiero. Según
datos del INE, la tasa de paro para el primer semestre del año 2012 ha alcanzado la
dramática cifra de aproximadamente el 25 por 100 de la población activa, más del doble
de la media de la Unión Europea. Hasta la fecha, la política laboral, que entre otras
cuestiones importantes es la encargada de regular legalmente el mercado de trabajo en
España, trabajando por la creación de nuevos empleos, no ha prestado la suficiente
atención a la economía social. La referencia más clara desde el punto de vista legal, que
ha apostado directamente por la promoción, difusión y defensa de la economía social, la
tenemos en la reciente «Ley 5/2011, de 29 de marzo, de economía social», promulgada
por el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero en sus últimos meses de
mandato. Esta tradicional falta de interés pone al descubierto los intereses de unos
dirigentes políticos que han estado históricamente en perfecta armonía con los intereses
de las élites económicas capitalistas. Evidentemente, podemos comprobar que no se han
tenido en cuenta las potencialidades que ofrece la economía social no sólo para la
creación de nuevos empleos, sino para aumentar paralelamente la calidad y la dignidad
de los mismos.
Haciendo un poco de historia, tenemos que las primeras experiencias cooperativas,
asociativas y mutualistas desarrolladas en diferentes países europeos como España,
Inglaterra, Italia o Francia se contextualizan desde finales del XVIII y principios del XIX.
Este origen histórico de la economía social en Europa va adquiriendo cada vez más
relevancia, pero no es hasta las décadas de los años setenta y ochenta del siglo XX
cuando se concretan políticas de apoyo directo a estos ámbitos de la economía social en
Europa. Sin embargo, en el escenario europeo tenemos que esperar hasta el 2003, año en
el que se aprueba el Estatuto de la Sociedad Cooperativa Europea (Reglamento CE
1435/2003 del Consejo, de 22 de julio de 2003). Entre otros puntos de interés, en dicho
Reglamento se subraya que las cooperativas apuestan por la primacía de las personas
sobre el capital, rasgo que diferencia sustantivamente a estas empresas de otros actores
económicos, como pueden ser las empresas capitalistas tradicionales. Entre los
principios distintivos de estos agentes de la economía social, como las cooperativas, se
matiza el carácter eminentemente social de las mismas sobre el capital, su organización y

77
funcionamiento democrático, recogido en la conocida regla de «una persona, un voto»,
autonomía respecto a los poderes públicos, la defensa de la solidaridad y la
responsabilidad o la aplicación de los excedentes a favor del desarrollo sostenible. En
esta línea, tanto el Parlamento Europeo como el Comité Económico y Social Europeo
han elaborado en los últimos años distintos dictámenes, como Economía social y
mercado único en el año 2000, de los que podemos extraer cierto reconocimiento de la
Unión Europea hacia el desarrollo de la economía social como una actividad económica
con características propias y diferenciadoras de las empresas capitalistas al uso.
En el caso de España, la misma Constitución Española apoya directa e indirectamente
en alguno de sus artículos el fomento de la economía social. Concretamente, en el
artículo 129.2 se expresa textualmente que «los poderes públicos promoverán
eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante
una legislación adecuada, las sociedades cooperativas; también establecerán los medios
que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción».
Destaca la mención especial al desarrollo de las cooperativas como agentes económicos
que pueden garantizar una mayor justicia social y económica. Asimismo, se habla de
garantizar el acceso de todos los trabajadores para poder ser propietarios de sus medios
de producción. La Carta Magna alude directamente con este artículo a la necesidad de la
redistribución, más equitativa, de la propiedad privada. En aras de garantizar la
convivencia democrática dentro de un orden económico y social justo, como se
desprende de su Preámbulo, se insta a los poderes públicos a que trabajen para favorecer
un reparto más equilibrado de la tierra y los demás medios de producción entre los
trabajadores. Este hecho, hoy día casi simbólico, recogido por nuestro marco jurídico de
mayor alto rango como es la Constitución Española, contrasta con una realidad no tan
benévola, en la que una inmensa mayoría de españoles sólo disponen de su fuerza de
trabajo como único medio de vida en un contexto caracterizado por un dramático
desempleo estructural que ronda, como dijimos, el 25 por 100 de la población activa. La
propiedad de los medios de producción se ha ido concentrando cada vez más a escala
planetaria en una minoría, como ha apuntado Christian Felber (2012), y España no es
una excepción al respecto. Socializar los medios de producción tiene que dejar de ser un
eslogan «bonito», como defiende nuestra Carta Magna, para transformarse en una
evidencia palpable. Evidentemente, para ello tienen que cambiar también otros muchos
aspectos de nuestro actual sistema de organización económico, político y social, como
hemos señalado antes, empezando por la misma concepción y participación democrática,
la creación de una banca ética y democrática al servicio de la soberanía popular y la
renovación de un sistema educativo centrado en la competencia y el individualismo, por
uno que fomente críticamente la colaboración y el trabajo conjunto para el bien común.
Volviendo a nuestro marco jurídico español, no es hasta 1990 cuando se establece el
primer respaldo legal directo por parte de las instituciones públicas españolas a la
economía social. Se lleva a cabo a través del artículo 98 de la Ley 31/1990, de 27 de

78
diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1991, por el que se crea el
Instituto Nacional de Fomento de la Economía Social (INFES). Se desarrolla mediante el
Real Decreto 1836/1991, de 28 de diciembre, por el que se determina la estructura
orgánica básica y funciones del INFES, como organismo autónomo del entonces
Ministerio para las Administraciones Públicas. Con la entrada en vigor de este Instituto
se suprimió la anterior Dirección General de Cooperativas y Sociedades Laborales. El
INFES tendrá como misión principal el fomento de la economía social por medio de la
coordinación de los diferentes departamentos ministeriales, la formación de acuerdos y
de convenios con las Comunidades Autónomas, así como facilitar formas de
financiación de las empresas y asociaciones de la economía social. El INFES desaparece
en el año 1997, asumiendo sus funciones la entonces Dirección General de Fomento de
la Economía Social y del Fondo Social Europeo. En 1999 se crea el Consejo para el
Fomento de la Economía Social por medio de la Ley 27/1999, de 16 de julio, de
Cooperativas. El Real Decreto 219/2001, de 2 de marzo, desarrolla la forma de
organización y funcionamiento de este Consejo, que será el órgano destinado al
asesoramiento y consulta de las actividades relacionadas con la economía social. Pero
hay que esperar hasta el año 2011, como apuntábamos al inicio, para ver la primera Ley
específica cuyo objeto será el de establecer un marco jurídico común para el conjunto de
entidades que integran la economía social.
La Ley 5/2011, de 29 de marzo, de Economía Social, publicada en el Boletín Oficial
del Estado (BOE, número 76) el miércoles 30 de marzo de 2011, llega en un momento
difícil para España, pues como hemos reiterado se encuentra inmersa en una profunda
crisis económica y financiera, y desde el plano político con la vista puesta en unas
elecciones generales al Gobierno de España previstas inicialmente para el primer
semestre del año 2012, pero que terminan adelantándose a finales de 2011 por el
agravamiento de la tensión política y mediática provocada por la referida crisis
económica. Al margen de esta coyuntura política que estaba por venir, los ideólogos de
esta Ley de Economía Social, que sigue vigente en el momento de escribirse este trabajo,
querían configurar un marco jurídico con la intención de favorecer el reconocimiento y
mejorar la visibilidad de la economía social en el Estado Español. En el artículo 2 se
conceptualiza a la economía social como el conjunto de las actividades económicas y
empresariales que, en el ámbito privado, persiguen el interés colectivo de sus
integrantes, así como el interés general económico o social. Dentro de los principios
orientadores que vienen representados en el artículo 4, apartado «c», se habla de la
importancia de incentivar la promoción de la solidaridad interna y con la sociedad con el
fin de mejorar el desarrollo local y la cohesión social, favorecer la igualdad de
oportunidades entre hombres y mujeres, apostar por la inserción social de las personas en
riesgo de exclusión social, generar empleo estable y de calidad bajo el prisma de la
sostenibilidad, así como trabajar por la conciliación de la vida personal, familiar y
laboral. En términos generales, las entidades que forman parte de la economía social,

79
según esta Ley, son: las cooperativas, las mutualidades, las fundaciones y las
asociaciones que llevan a cabo actividad económica, las sociedades laborales, las
empresas de inserción, los centros especiales de empleo, las cofradías de pescadores, las
sociedades agrarias de transformación y lo que se denominan entidades singulares,
creadas por normas específicas que se rijan por los principios orientadores recogidos en
el artículo 4.
En esta línea, siguiendo a Monzón y Pérez (2010), podemos ver a grandes rasgos las
características generales de todas estas entidades de la economía social. Estos
investigadores analizan los diferentes agentes que configuran el ámbito empresarial de la
economía social en el entorno de la Unión Europea, que coinciden básicamente con los
que hay en España y que han sido recogidos en la referida Ley 5/2011 de Economía
Social. Estos agentes son: las cooperativas, las mutualidades, los denominados grupos
empresariales de la economía social, otras empresas de la economía social e instituciones
sin fines de lucro al servicio de entidades de la economía social. Las cooperativas
pueden ser muy variadas y estar sometidas a diferentes ordenamientos jurídicos y legales
según el país. Del mismo modo que sucede con su denominación legal, tenemos que las
cooperativas se inscriben en prácticamente todas las ramas de la actividad empresarial.
Son reconocidas como el agente empresarial central de la economía social, no sólo por
su trayectoria histórica ligada al desarrollo de las necesidades básicas en el ámbito local
y comunitario, sino también por cumplir con todas las características propias de las
empresas de la economía social. Nos referimos a organizaciones privadas de autoayuda,
representadas por ciudadanos que con capacidad de autonomía se organizan formalmente
para dar respuesta a las necesidades de sus miembros y de la comunidad en las que se
insertan. Poseen un funcionamiento democrático, trabajando para el mercado ordinario,
del que se financian básicamente. Los beneficios que éstas generan no se distribuyen
entre sus socios en función del capital social aportado por cada uno de ellos.
Por su parte, las mutualidades disponen de estatutos jurídicos muy variados. Podemos
distinguir dos grandes grupos de mutualidades: las de salud y previsión social, y las
mutuas de seguros. Constituyen el segundo gran grupo de las empresas pertenecientes al
sector de la economía social. Al igual que las cooperativas, también cumplen con todas
las características distintivas de este tipo de empresas. Como rasgos más destacados,
podemos señalar su fuerte compromiso por la solidaridad, que no buscan fines
exclusivamente lucrativos y que poseen autonomía y gestión democrática. Existen otras
empresas con formas jurídicas distintas a las cooperativas y las mutuas que constituyen
otras empresas de la economía social. Las empresas de inserción y otras de finalidad
social, que suelen ser calificadas con la denominación de «empresas sociales», se
orientan a la producción permanente de bienes y servicios que redundan en el beneficio
de la comunidad. Aquí el capital social sí está repartido de forma igualitaria entre los
miembros que la componen, quienes se reparten de manera equitativa los beneficios. Se
caracterizan por gestionar de forma autónoma diferentes itinerarios de formación para la

80
inserción sociolaboral de colectivos excluidos o en riesgo de exclusión social a través del
trabajo remunerado. Para González y Marhuenda (2008), las empresas de inserción
buscan la rentabilidad social por encima de la rentabilidad económica; aunque esta
última es importante, el foco de atención se centra en las personas, que son las que le dan
sentido al quehacer diario, al igual que en el resto de empresas de economía social. Los
puntos que guían el trabajo de las empresas de inserción son, según González y
Marhuenda, los siguientes: la igualdad, el empleo, el medioambiente, la cooperación, el
carácter no lucrativo y el compromiso con el entorno. Por último, podemos encontrar
algunas instituciones sin fines de lucro que se hallan al servicio de las empresas de
economía social. Estas instituciones son igualmente productoras de mercado y se
financian por medio de cuotas o suscripciones. También podemos observar que existe un
subsector no de mercado de la economía social, que está compuesto principalmente por
asociaciones y fundaciones. El hecho de considerarse como productores no de mercado
quiere decir que aquello que producen estas asociaciones o fundaciones lo distribuyen de
forma gratuita o a precios por debajo de mercado, poco significativos desde el punto de
vista económico.
Por otro lado, a la hora de analizar el origen y evolución de la economía social en
España debemos detenernos brevemente a describir el papel que han desempeñado
históricamente distintas iniciativas destacables, como es el caso de la Confederación
Empresarial Española de Economía Social (CEPES). Esta institución, constituida en
1992, tuvo un peso decisivo para la aprobación de la Ley 5/2011 de Economía Social, así
como para la elaboración del texto legislativo definitivo de la misma. Esta confederación
empresarial está considerada como la institución de carácter intersectorial más
representativa de la economía social en España. Integra a veintinueve organizaciones de
ámbito nacional y autonómico, que representan los intereses de cooperativas como la
Confederación de Cooperativas de Viviendas de España o la Confederación Española de
Cooperativas de Trabajo Asociado, sociedades laborales como la Confederación
Empresarial de Sociedades Laborales de España, mutualidades como la Confederación
Española de Mutualidades, empresas de inserción como la Federación de Asociaciones
Empresariales de Empresas de Inserción, cofradías de pescadores como la Federación
Nacional de Cofradías de Pescadores, y asociaciones del sector de la discapacidad como
AFEM, que es la Asociación para el Empleo de Personas con Discapacidad Intelectual, o
el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad.
CEPES integra a todas estas organizaciones confederadas, y tiene marcado como uno
de sus objetivos fundamentales el de fomentar la economía social, en España y a nivel
internacional, colaborando directamente en la RED Euromediterránea de la Economía
Social y con FUNDIBES, que es la Fundación Iberoamericana de Economía Social, así
como defender los movimientos y sectores que la integran. Entre los datos que maneja
esta Confederación Empresarial Española de Economía Social, cabe subrayar que las
diferentes empresas que conforman el sector de la economía social en España

81
representan el 10 por 100 del Producto Interior Bruto total del país, con una facturación
de más de 86.000 millones de euros. Aglutinan a más de 44.600 empresas, que generan
más de 2.350.000 puestos de trabajo y con más de 12.000.000 de personas asociadas.
Entre sus muchas finalidades, pretenden influir en la constitución de nuevas políticas
públicas que redunden en la mejora y reconocimiento de la economía social a nivel
nacional e internacional, e incidir en el desarrollo económico del país mediante el
fomento de empresas que son socialmente responsables. En España, dentro de este tipo
de empresas se prima a las personas y al bien social sobre el capital. Ya hemos señalado
que su organización es democrática y participativa y que favorece la promoción de la
solidaridad interna buscando el desarrollo local, así como la generación de empleo
estable y de calidad, entre otras cuestiones por el estilo detalladas más arriba.

3.3. La economía social y solidaria (ESS). Principales


características y rasgos distintivos

Teniendo presente todo lo visto hasta el momento, somos ya perfectamente


conscientes de que hablar de economía social y solidaria implica necesariamente tener
que vincular la solidaridad con la economía, introduciendo la solidaridad en el debate
teórico y práctico de la ciencia económica. La economía ha estado tradicionalmente
preocupada por el interés individual y la acumulación de riqueza material, por la
competencia y el consumo abundante, sin que la solidaridad llegase siquiera a formar
parte de la reflexión teórica del modelo económico capitalista, salvo en el caso de las
empresas vinculadas a la economía social. En este sentido, la economía solidaria se
diferencia sustancialmente de la racionalidad capitalista por cuanto esta última no es
solidaria ni inclusiva, mientras que en la primera el trabajo asociado incluye a todos los
trabajadores y a la vez productores, salvando la mera eficiencia económica con aspectos
de corte ético, de dignidad, de equidad y mayor calidad de vida de los trabajadores. La
cooperación implica aspectos no sólo económicos, sino también de tipo cognitivo y
humano. Hablamos de un aumento de la motivación por parte de los asociados por el
proyecto común, mayor interés y predisposición hacia el trabajo desarrollado. Podemos
decir que se produce una reconciliación entre el trabajador y los esfuerzos productivos
que desempeña. Gaiger (2007, pp. 91-92) lo describe del siguiente modo: «en algunos
casos, favorecen la existencia de relaciones sociales antagónicas al capitalismo y, en
muchos casos, preservan o revitalizan relaciones sociales no capitalistas, fundamentales
para la vida de los pobres y para los individuos que viven bajo su trabajo, mitigando así
su dependencia de la economía dominante y desechando la exclusividad de las relaciones
asalariadas, de subordinación y expropiación que en general les habían sido reservadas».
Como defiende Singer (2007, p. 62), «la economía solidaria es una creación en
proceso continuo de trabajadores en lucha contra el capitalismo». Parte de la crítica

82
obrera y socialista al capitalismo y al «endiosamiento» del capital por encima de todo y
de todos. Los que controlan los medios de producción controlan por completo a los
trabajadores, decidiendo quién entra en la empresa y quién no, y por cuánto tiempo
estará bajo sus servicios. Este poder casi absoluto del capitalista puede generar tensiones
a los trabajadores dentro de la empresa, ya que éstos deberán obedecer sin apenas
restricciones al dueño o gerente, viéndose además desprovistos del fruto de su trabajo
colectivo, que corresponde al dueño. Esta tensión también se ve reflejada fuera de la
empresa, en la vida cotidiana, donde se observa cada vez más la creciente desigualdad
entre los que reciben tan sólo un salario por vender su fuerza de trabajo y los grupos
minoritarios capitalistas que concentran cada vez más su riqueza y poder en «menos
manos». Llegamos así a una polarización de la sociedad producto de la dinámica
excluyente característica del capitalismo, con la que se empobrece a parte de la clase
trabajadora, que entra en una espiral de desempleo estructural y empleos precarizados.
De ahí nuevamente la urgencia de vincular solidaridad con economía. El profesor
Razeto (2007) sostiene incluso la necesidad de gestar un nuevo modo de producir con
solidaridad, de distribuir con solidaridad, de consumir con solidaridad y de acumular
solidariamente. En definitiva, una nueva «racionalidad económica» como la que se
desprende de la perspectiva de la «economía del bien común». Este autor plantea algunas
razones para reconocer la solidaridad en la economía. En primer lugar, «por una
exigencia de objetividad científica». Teniendo en cuenta que cualquier actividad,
estructura económica o proceso es siempre fruto de la acción del ser humano desde un
punto de vista individual y social, para incorporar la solidaridad a la economía tenemos
que comenzar por ser, valga la redundancia, más solidarios. Por tanto, la pregunta que
deberíamos formularnos ahora sería: ¿cómo podemos llegar a ser más solidarios y actuar
solidariamente en el terreno económico? La respuesta a este interrogante no es sencilla y
puede tener múltiples interpretaciones, pero lo que sí es cierto y no podemos negar es
que se han producido diferentes esfuerzos a lo largo de la historia orientados a reducir
los efectos perversos de la enorme concentración de capital en «unos pocos» y sus
nefastas consecuencias sociales y medioambientales. En esta línea, podemos decir que
estos esfuerzos conducen, en cierta forma, a la economía de la solidaridad. Razeto
(2007) identifica varios de esos caminos que han guiado a la economía de la solidaridad:
el camino de los pobres y de la economía popular, el camino de la solidaridad con los
pobres y los servicios de promoción social, el camino del trabajo, el camino de la
participación social, el camino de la acción transformadora y de la lucha por los cambios
sociales, el camino del desarrollo alternativo, el camino de la ecología, el camino de los
movimientos feministas y de lucha por los derechos de las mujeres, el camino de los
pueblos antiguos (indígenas) y el camino del espíritu.
No obstante, los elementos centrales que han conducido tradicionalmente a la
economía de la solidaridad han sido la «pobreza» y la «marginalidad» (Quijano, 2007;
Singer, 2007; Tiriba, 2007). Por lo general, los Estados no han sido capaces de plantear

83
soluciones concretas y eficaces para erradicar las problemáticas reales derivadas de la
pobreza. Las zonas marginales de las grandes ciudades (conocidas como chabolistas,
polígonos, villas miseria, favelas, suburbios, barracas, etc.), incluidas las de los países
más industrializados y considerados desarrollados, son un fiel reflejo de este fenómeno.
El mercado tampoco ha promovido una distribución equitativa de los ingresos y de los
recursos. Esta concentración de la riqueza, y la consiguiente extensión de la
marginalidad de grandes sectores sociales, ha llevado a estos últimos a buscar estrategias
alternativas al mercado económico normalizado para garantizar su subsistencia y cubrir
algunas de sus necesidades básicas, activándose todo un movimiento popular que ha
dado origen a la economía social y solidaria. Se trata de una nueva forma de hacer
economía de los excluidos del sistema, que buscan y se mueven entre los «huecos» que
éste ha dejado, y, donde la solidaridad es más evidente, en el sentido de querer compartir
lo poco que se posee, de agruparse y ayudarse mutuamente como forma de protección
ante la adversidad.
Estas asociaciones se basan en una lógica comercial y en una racionalidad económica
sustancialmente diferente a la ideología neoliberal, pues, más que buscar el
individualismo y la competitividad, observan los grandes beneficios que reportan la
cooperación y asociación entre personas. La unión repercute positivamente en el
abaratamiento de productos, reducción de los costos de producción, distribución y venta,
eliminación de intermediarios al coordinar ellos mismos la comercialización,
intercambio de experiencias o acceso a créditos cooperativos, entre otros aspectos. La
unión y la cooperación por el bien común constituyen uno de los ejes centrales de la
economía de solidaridad. A nivel microeconómico, José Luis Coraggio (2007, p. 18)
destaca la importancia de la cooperación y ayuda mutua dentro de la economía solidaria,
hasta el punto de afirmar que ésta se caracteriza como una forma de organización de
trabajadores que se unen para «producir juntos para el mercado, no orientados por la
ganancia sino por la generación de autoempleo e ingresos monetarios. Comprar juntos
para mejorar su poder de negociación en el mercado. Socializar riesgos. Producir juntos
condiciones o medios de vida (alimentos, vivienda, entretenimientos, celebraciones, etc.)
para su propia reproducción o el uso colectivo de su comunidad (infraestructura
productiva, hábitat, servicios públicos)». Estas características posicionan a la ESS, según
diferentes autores (Coraggio, 2007; Gaiger, 2007; Quijano, 2007; Razeto, 2007; Tiriba,
2007; Singer, 2007), paralelamente a la producción simple de mercancías (PSM), aunque
con un nivel de complejidad mayor, al constituir una práctica socioeconómica que va
más allá, como ya hemos comentado, de los procesos capitalistas tradicionales. Pero el
debate sigue abierto, pues no hay unanimidad, ni menos aún acuerdo, sobre si realmente
se trata de un «modo de producción» diferente del capitalista, que conviven pero bajo la
hegemonía de este último.
Centrándonos ahora en las características comunes que poseen las empresas de
economía social españolas, Monzón y Pérez (2010) subrayan algunos de sus elementos

84
identificativos, como por ejemplo que se trata de empresas privadas que no dependen del
sector público, ya sean éstas lucrativas o no lucrativas. Al incluir las no lucrativas nos
estamos refiriendo a entidades que forman parte del denominado Tercer Sector y que
producen beneficios no de mercado orientados al bienestar de las familias. Suelen tener
personalidad jurídica propia, por lo que cuentan con suficiente autonomía para elegir a
sus diferentes órganos de gobierno y establecer un control de sus actividades, y con
capacidad para cesar de sus funciones a estos mismos órganos de gobierno. Cuando hay
un excedente de beneficios éstos se reparten, si se estima oportuno, atendiendo a la
actividad que los socios usuarios realizan con su entidad y no tanto en función de la
proporción de capital que hayan aportado los socios. Sabemos que las empresas de
economía social son organizaciones totalmente democráticas, como también lo son las
empresas bajo la concepción de la economía del bien común, con las que guardan
estrecha relación, deduciendo en ambos casos que la actividad económica va encaminada
a satisfacer las necesidades de las personas y las de sus comunidades. Por este motivo, se
argumenta que estas empresas no trabajan para el capital, sino para cubrir las
necesidades de las personas que las integran. Son entidades de personas en las que se
aplica el principio de «una persona, un voto». No importa el capital aportado por los
socios, pues independientemente de esto se gestionan de forma democrática, siendo los
mismos socios los que democráticamente deciden cómo organizar la empresa social al
margen del capital o la cotización aportada por los mismos. Como ya apuntamos con
anterioridad, estas empresas están fundamentalmente constituidas por cooperativas y
mutualidades dirigidas a satisfacer las necesidades de personas y familias. También
existen otras empresas de la economía social, distintas de las cooperativas, que tienen
por objeto la inserción social de determinados colectivos a través del trabajo. Buscan la
utilidad social de la empresa, favoreciendo la participación activa de los sujetos que las
integran en la toma de decisiones sin centrarse en la propiedad del capital.
Históricamente, las empresas de economía social han estado vinculadas a las
asociaciones populares y al cooperativismo como elementos dinamizadores orientados a
la lucha contra la exclusión social, articulándose permanentemente contra un capitalismo
excluyente que dejaba fuera del mercado de trabajo remunerado a un importante grupo
de ciudadanos. La economía social, por sus características distintivas descritas, se ha ido
configurando como un importante catalizador para la cohesión social, favoreciendo la
actividad laboral remunerada de los excluidos, que han visto en la cooperación y la
solidaridad una manera de combatir la marginalidad. Va más allá de la satisfacción de
las necesidades básicas que cualquier ser humano necesita para subsistir, como pueden
ser la alimentación, el trabajo o la vivienda, preocupándose también por aspectos que
están en la base del desarrollo humano, como la dignidad, la autoestima, la participación
social o el acceso al consumo y a los servicios públicos elementales. El desarrollo local
ha salido reforzado por el auge de la economía social, al generar destacables sinergias
entre los ciudadanos y sus territorios, promoviéndose la dinamización global de los

85
mismos. Sólo hay que echar un vistazo a muchos de los pueblos y pequeños municipios
de la geografía española que, gracias al cooperativismo, han podido fijar su población al
territorio; cooperativas agrarias, de servicios, de crédito, de trabajo asociado o de
integración social han revitalizado el desarrollo local hasta el punto de que su deterioro
puede poner en serio peligro la estabilidad socioeconómica de las regiones en las que se
inscriben. La imagen de pueblos abandonados y éxodo de cientos de personas no estaría
tan lejos de la realidad si no fuera por el importante papel vertebrador que ejercen en la
actualidad un destacado número de empresas cooperativas pertenecientes al ámbito de la
economía social en España. Abandono de territorios rurales en busca de un futuro
incierto en los grandes núcleos urbanos en los que se están convirtiendo nuestras
principales ciudades. Grandes urbes en las que la nota dominante es precisamente el
desempleo estructural de grandes sectores de población, junto con empleos precarizados
y mal remunerados para la inmensa mayoría de los ciudadanos, estén éstos poco o muy
cualificados. Por ejemplo, en América Latina en los últimos años, apenas unas décadas,
se ha producido una enorme concentración de la población en las grandes ciudades, hasta
el extremo de concentrar a más del 80 por 100 de la población total en muchos casos,
con evidentes efectos sobre la pobreza, marginación y exclusión social. De aquí la
importancia de seguir trabajando a favor de una renovada economía social y solidaria.
Ante la situación de crisis actual en España, donde la nota dominante es el citado
aumento del desempleo, el endeudamiento público y privado, la parada drástica de la
actividad económica, los problemas de liquidez para familias y pequeñas y medianas
empresas, la disminución del consumo y el incremento generalizado de las necesidades
sociales, se plantean desde la economía social algunas medidas destinadas a aportar algo
de luz al problema estructural del desempleo en España, cercano al 25 por 100, para
frenar, en cierta medida, las consecuencias negativas de tipo personal, familiar y social
ligadas al mismo. Entre las cuestiones que se plantean para reflexionar está la que aboga
por el urgente cambio de modelo productivo. Nuevas formas de entender la empresa y,
por extensión, la manera de producir, organizar las relaciones laborales, el consumo o el
respeto del entorno natural, en la línea de la búsqueda permanente del bien común.
Corregir los graves fallos provocados por el modelo económico de mercado capitalista,
junto a un fuerte proceso de ingeniería financiera de corte neoliberal, conlleva
importantes transformaciones en el ámbito de lo público, como indicamos al hablar de la
economía del bien común. Cambios en materia de reactivación y participación
democrática, redistribución de la riqueza, control de la propiedad privada, preocupación
por el contexto natural y nuevas relaciones laborales son sólo algunos de los puntos a
tener en cuenta. Más que «encajar» a la economía social en los huecos de mercado que
deja el vigente sistema capitalista, consistiría en redefinir las nuevas reglas de juego
desde la perspectiva económica, política, social y educativa que marcan los principios de
la teoría económica del bien común. Por su idiosincrasia y características propias, una
renovada economía social se inscribiría perfectamente en este modelo del bien común, al

86
compartir aspectos tales como la solidaridad, cooperación, ayuda mutua e interés por la
satisfacción de las necesidades vitales colectivas de la ciudadanía. Como se puede
apreciar, no deseamos quedarnos en modificaciones parciales o superficiales para lavar
la imagen del modelo capitalista neoliberal, sino que es preciso realizar cambios
sistémicos que insisten en la importancia de sustituir los valores tradicionales de
competencia e individualismo asociados a este último modelo, por los de solidaridad y
cooperación, entre otros muchos, que se encuentran en el seno de la economía social y
de ese escenario por hacer que representa la economía del bien común.

3.4. Por una nueva cultura del trabajo asociativo: el caso concreto
de las cooperativas

Independientemente de este debate, que está hoy día más abierto que nunca, acerca de
la crisis sistémica del capitalismo neoliberal y el necesario cambio de modelo de
desarrollo humano, lo que sí es evidente es el incremento considerable en los últimos
años de emprendimientos en el ámbito económico y empresarial centrados en el trabajo
cooperativo, la autogestión y la libre asociación, con especial incidencia en América
Latina, aunque también lo podemos observar en otras partes del mundo como Estados
Unidos y Europa (Gaiger, 2007). Por lo general, estas iniciativas son llevadas a cabo por
los grupos sociales de bajos ingresos, caracterizados por un porcentaje de desempleo
estructural y un empobrecimiento de su situación socioeconómica. En esta línea, el
profesor Quijano (2007) enumera algunas de las propuestas alternativas históricas de
luchas contra la explotación y dominación del capital surgidas en Europa desde
mediados del XIX, entre las que podemos mencionar: la «Sociedad de Productores» de la
escuela saintsimoniana, las «cooperativas» de Owen, el «falansterio» de Fourier, la
«estatización de todos los recursos de producción» de Marx y Engels (Manifiesto
comunista), «la comunidad de tipo de la obschina» de los Narodnikis o populistas rusos,
«la revolución de la comuna de París en 1871», «la comuna» del movimiento anarquista,
los «kibutz» (comunas) de corrientes socialistas del sionismo en Palestina en la II Guerra
Mundial y la «autogestión de la producción» de Tito y la Liga Comunista yugoeslava
como alternativa al estatismo económico de la Unión Soviética.
La propuesta más sólida que se ha mantenido en el tiempo ha sido la de «estatización
de la economía» por parte del campo socialista europeo, que llega hasta la caída del
Muro de Berlín en 1989. Tan sólo el «cooperativismo» ha llegado hasta nuestros días, al
haber sido respaldado por la socialdemocracia europea y por algunas corrientes
democrático-nacionalistas, en lucha contra el imperialismo capitalista, tanto en Asia
como en América Latina (Quijano, 2007, p. 147). Actualmente, las nuevas alternativas al
modelo de producción y gestión capitalista, como veremos más adelante, no sólo luchan
contra éste, sino que también se desligan de la vieja idea de estatización de la economía

87
planteada por las corrientes socialistas. A este respecto, Quijano (2007, p. 149) afirma
que «la idea de “alternatividad” encuentra su actual sentido concreto en relación con dos
referentes mayores: 1) el capitalismo, por supuesto, y en especial por la virulencia de sus
tendencias desatadas junto con la globalización; y 2) la frustrada experiencia del
estatismo y del despotismo burocrático en los países del “campo socialista” y en Rusia
en particular». Todo esto nos lleva a plantearnos la siguiente cuestión: ¿acaso no vale la
pena asociarse y buscar colectivamente los medios para la supervivencia y la
autogestión, para aquellos que se han visto o han sido excluidos del mercado de trabajo
formal?, ¿acaso no es urgente pensar una nueva cultura del trabajo que salve de la
explotación, exclusión y marginación a la que se ha visto sometida una parte importante
de los trabajadores por la tiranía histórica del capital? La respuesta debe ir de la mano de
una nueva cultura del trabajo asociativo, más democrático y equitativo, donde el
trabajador vuelva a recuperar el control de su propio trabajo, del que ha sido enajenado
tradicionalmente a causa de la explotación y dominación capitalista.
Una nueva cultura del trabajo implica establecer un tipo de relaciones de producción
que en lugar de basarse exclusivamente en el «valor de cambio», como así lo ha hecho y
lo sigue haciendo el modelo de producción capitalista, lo haga centrándose
principalmente en el «valor de uso» y el «valor de utilidad» que inspira a la economía
del bien común. En este cambio de enfoque, se valora más la producción de bienes y
servicios que han sido elaborados y gestionados de forma colaborativa para satisfacer las
necesidades esenciales de cualquier ser humano, mejorando la calidad de vida y
contribuyendo a un desarrollo sostenible respetuoso del medioambiente, que la
producción, la especulación financiera y la gestión económica de corte capitalista
centrada en la ganancia material como valor de cambio en una economía de libre
mercado. Los trabajadores así asociados utilizan su trabajo para dar respuestas a sus
necesidades como seres humanos, y no con el deseo de ganancia y acumulación de
riqueza material propio del «valor de cambio» del modelo capitalista. De este modo, el
sujeto trabajador se transforma en agente creador y productor de su propio trabajo,
disolviéndose poco a poco la jerarquía piramidal de los que «más saben», característica
del capitalismo, y la propiedad individual de los medios de producción, que pasarían a
ser bienes colectivos. Pero, como matiza Tiriba (2007, pp. 200-201): «el cambio de la
cultura de trabajo no se produce solamente a partir del espacio de la producción, sino
también en los diferentes espacios/redes que constituyen al sujeto. En última instancia,
una cultura del trabajo de nuevo tipo presupone también a una sociedad de nuevo tipo».
Se trata de un cambio de toda la sociedad, a nivel de Estado, que deje atrás la lógica del
mercado capitalista que ha sometido, subyugado y alienado a las clases trabajadoras, por
un esquema más equitativo y humano defendido por la «economía del bien común» de
Felber (2012).
Razeto (2007), de alguna forma, aventuraba algunas de las líneas maestras que se
hallan en la base de la reiterada economía del bien común de Christian Felber, ya que

88
habla de la urgencia de «otro desarrollo» diferente a la economía capitalista, que sea
capaz de superar la actual explotación y subordinación del trabajo, el consumismo, la
segregación vertical de las clases sociales, el acentuado individualismo o la desigual
distribución de la riqueza. Apunta la necesidad de un desarrollo sostenible que supere los
desequilibrios ecológicos y la degradación social. En expresión del autor, para que esto
se produzca debemos concienciarnos de que «otro desarrollo significa otra economía»
(Razeto, 2007, p. 331). Una economía más solidaria que la actual, centrada en la justicia
y en la integración social, ecológicamente sostenible y que favorezca el desarrollo de los
colectivos más marginados desde el punto de vista económico, presentándose la
economía de solidaridad como una vía alternativa para ese «otro desarrollo» más
orientado a la consecución de los derechos fundamentales de todos los seres humanos, y
no sólo a los de una élite minoritaria. Tenemos que poder conjugar nuevas prácticas
económicas con la construcción de un poder y legislación políticas del Estado
alternativas; una praxis real de los nuevos trabajadores, con más investigación teórica y
un cambio de conciencia política. La economía solidaria no puede quedarse sólo en la
mera comercialización e intercambio de mercancías, sino que debe erigirse como espacio
público en el que se rescate lo político, lo social, cultural y educativo de la tiranía
hegemónica capitalista.
Actualmente, el referente básico de la ESS que en cierta medida refleja mejor los
aspectos básicos de esta nueva cultura asociativa de la que venimos hablando es la
«cooperativa de producción». Singer (2007, p. 62) señala como principales rasgos
organizacionales los siguientes: las cooperativas poseen conjuntamente los medios de
producción; existe una gestión y administración de la empresa de forma democrática,
bien a través de órganos representativos (directiva, presidente, secretario, tesorero,
delegados, etc.), o bien por medio de una participación directa cuando el tamaño de la
cooperativa lo permite en función de su número de socios; asimismo se debate, dialoga y
negocia entre todos los cooperativistas la finalidad de las aportaciones individuales, e
igualmente se decide colectivamente qué hacer con el excedente anual también
denominado «sobras»; no se remunera la cuota básica del capital que aportan los
cooperantes; los intereses que tienen que aportar los cooperativistas por diferentes
conceptos (mantenimiento de infraestructuras, nóminas, etc.) son los más bajos del
mercado, etc. Por todas estas características y aspectos mencionados, algunos autores
(Coraggio, 2007; Gaiger, 2007; Razeto, 2007; Tiriba, 2007; Singer, 2007) sostienen que
la cooperativa (dentro de la ESS) es una organización productiva que rivaliza y puede ser
considerada alternativa al capital. Para el profesor Quijano (2007, p. 157), las diferencias
residen en «que sus agentes se identifican, explícitamente, como un sistema de
autogestión de los trabajadores, de su fuerza de trabajo, de los instrumentos de
producción, de los recursos u objetos de producción y de los productos. Es decir, se
ubican ideológica y políticamente, de modo explícito, en contraposición al capitalismo».
En definitiva, una forma de conquistar la autonomía, rescatar la ciudadanía y el trabajo

89
colectivo de la tiranía del capital.
A pesar de que tradicionalmente la creación de cooperativas, como modelo de ESS,
está muy relacionada con la precarización del trabajo y el creciente desempleo, que
excluye a un sector importante de personas del mercado formal de trabajo, no podemos
seguir viendo las nuevas cooperativas como un tratamiento sintomático para paliar, sin
llegar a curar, el desempleo y la exclusión social y económica. Debemos verlas como lo
que son, auténticas revoluciones locales, comunitarias, donde se establecen unos
vínculos más íntimos y especiales entre los cooperativistas y sus familias, organismos e
instituciones públicas, vecinos, investigadores, políticos, etc. Cambios a nivel individual
y social centrados en organizaciones democráticas, participativas e igualitarias, frente al
modelo capitalista de corte autoritario y jerarquizado. A este respecto, Gaiger (2007, p.
105) afirma que «la consolidación de la economía solidaria depende de una nueva
institucionalización de la economía. Ello no provendrá, naturalmente, de las reglas del
juego económico, sino del mantenimiento de una política de democratización de la
economía». Esta llamada a la democratización de la economía es lo que defiende Felber
(2012) desde la perspectiva del bien común, donde se deben articular numerosos factores
de tipo político, social, económico, cultural y educativo. Es preciso insistir en la toma de
conciencia colectiva, la movilización ciudadana, la consolidación de una banca
democrática, el rescate de la política por medio de una democracia directa y
participativa, la igualdad de posiciones que supone una limitación de la propiedad
privada, así como la necesaria transformación del sistema educativo que implica esta
revolucionaria idea de la economía del bien común.
Las cooperativas constituyen con diferencia el núcleo central de las empresas de
economía social dentro del sector de mercado. Los datos recopilados por Monzón y
Pérez (2010) a finales de 2008 permiten comprobar las grandes cifras macroeconómicas
que ofrecen las cooperativas en cuanto a generación de empleo y volumen de actividad,
con más de 370.000 puestos de trabajo directos. Visibles en prácticamente todas las
ramas de actividad de la economía española, desde cooperativas de trabajo asociado,
agrarias, de consumidores, de enseñanza, de transportes, de mar, de vivienda, sociales,
sanitarias o de crédito, están integradas por más de siete millones y medio de ciudadanos
que conforman un total de unas 25.000 empresas cooperativas repartidas por toda
España. Éstas han experimentado en nuestro país un importante desarrollo durante los
últimos treinta a cuarenta años. No sólo han aumentado en número, sino también en
creación de puestos de trabajo y en redistribución de la riqueza. Aunque las cooperativas
se articulan principalmente en torno a pequeñas empresas, que aun compitiendo
directamente en el mercado poseen fórmulas diferentes de relacionarse entre sus socios
respecto al resto de las empresas capitalistas, también podemos encontrar medianas
empresas cooperativas y un grupo significativo de grandes corporaciones cooperativas
como Eroski o Mondragón. Apoyándonos en Faura (2005), se pueden identificar cuatro
rasgos básicos que integran a una sociedad cooperativa, algunos de los cuales ya han

90
sido citados en este trabajo, como, por ejemplo, el de «una persona, un voto». Este
principio cooperativo nos indica que el capital no es vinculante dentro de los órganos de
decisión colectiva de la cooperativa, como son la Asamblea y el Consejo Rector. El
segundo elemento lo constituye la obligación de reservar un porcentaje de los «fondos
colectivos». Al menos, existe la obligación de reservar el 20 por 100 de los excedentes y
el 50 por 100 de los llamados resultados extracooperativos y extraordinarios. El 5 por
100 de los excedentes van dirigidos a un fondo para la educación y la promoción de los
socios. En tercer lugar, encontramos que los excedentes son repartidos en función de la
actividad cooperativizada llevada a cabo por cada socio, sin tener en consideración el
capital aportado. En cuarto lugar, no existe derecho a voto por el hecho de que los socios
o terceros aporten capital financiero adicional a la empresa cooperativa.
Al margen de todos estos rasgos característicos sobre la organización y
funcionamiento de las cooperativas, no podemos concluir este apartado sin hacer
mención al destacado papel desempeñado por la ACI o Alianza Cooperativa
Internacional. Este organismo no gubernamental, que reúne, representa y sirve a
organizaciones cooperativas en todo el mundo, fue fundado en Londres en 1895.
Actualmente con sede en Ginebra, Suiza, aglutina después de más de un siglo de
existencia a 267 miembros, en 96 países, de organizaciones cooperativas nacionales e
internacionales de todos los sectores de actividad, tales como las agrícolas, bancarias,
industriales, de pesca, salud, vivienda, seguros, turismo y consumo. En total, representan
aproximadamente 1.000 millones de personas en todo el mundo, prácticamente una
séptima parte de la población total del planeta. La ACI mantiene que las cooperativas
están formadas por asociaciones de personas que conforman una empresa para satisfacer
sus necesidades e intereses colectivos y los de la comunidad en la que se integran. Entre
sus prioridades está la de promover la toma de conciencia sobre las cooperativas.
Contribuye a que las personas, las autoridades gubernamentales y los organismos
regionales e internacionales comprendan el modelo de empresa cooperativo. Igualmente
se asegura de que exista el contexto adecuado de políticas que permite a las cooperativas
crecer y prosperar. También proporciona a sus miembros información importante, las
mejores prácticas y contactos, así como asistencia técnica a las cooperativas a través de
su programa de desarrollo. En definitiva, la Alianza Cooperativa Internacional, además
de todas estas funciones importantes para la visualización del cooperativismo, trabaja
para que las cooperativas de todo el mundo se guíen por los valores de equidad,
honestidad, ayuda mutua, democracia, solidaridad, transparencia, igualdad y
responsabilidad social con el entorno natural.
Como vemos, son muchos los esfuerzos que tradicionalmente se vienen desarrollando
en todos los rincones del planeta para luchar contra un modelo económico capitalista
agresivo y excluyente. Desde el mismo origen del capitalismo, los trabajadores se han
ido organizando en una especie de «estrategia colectiva» por la mera subsistencia. Entre
las diferentes y variadas formas de lucha, el cooperativismo es sin duda una de las más

91
reconocidas y consolidadas en el ámbito de la llamada economía social. Ha perdurado
hasta nuestros días con un respetado éxito, adaptándose a los tiempos con extraordinaria
eficacia, hasta el punto de ser uno de los sistemas de organización sociolaboral más
extendido y valorado en todo el mundo. No obstante, y a pesar de estos resultados tan
destacados, es importante dar un salto cualitativo para la consolidación de un modelo
económico mundial en el que se articulen de manera generalizada algunos de estos
valores propios del cooperativismo, como la ayuda mutua, la colaboración, la solidaridad
o la redistribución de la riqueza. Estos aspectos tienen que dejar de formar parte de un
sistema económico subsidiario y secundario, como es el de la presente economía social,
desterrando al modelo económico capitalista, para convertirse en el punto de referencia
de una nueva economía inspirada por los principios del bien común. En este sentido,
debemos destinar más recursos públicos y realizar políticas concretas que valoren y
prioricen las empresas sociales y solidarias, si queremos destacar los intereses colectivos
por encima de los individuales. El Estado no puede quedar al margen de la economía,
sino que tiene que controlar y evitar los excesos que ésta provoca. Es una falacia seguir
pensando que los mercados son capaces de regularse a sí mismos, y mucho menos que
contribuyan a una redistribución de las riquezas. Las sucesivas crisis económicas y
sociales han puesto en evidencia las debilidades e inequidades de un modelo económico
capitalista neoliberal. Para reforzar aún más el cooperativismo y la asociación
comunitaria, favorecer la justicia social y económica, en síntesis, desarrollar una
economía social y solidaria más democrática y equitativa, la educación no debe seguir
quedando al margen de la dinámica económica, sino que tiene que contribuir a que la
Carta de la Tierra se convierta en la hoja de ruta de las generaciones futuras desde un
punto de vista social, económico y medioambiental.

92
4

Otro pensamiento es posible: el papel de la educación y la


Carta de la Tierra en la mejora de las empresas de
economía social y solidaria

La primera tarea de la educación es agitar la vida, pero dejarla libre para que se
desarrolle.
MARÍA MONTESSORI
Educadora, científica, médica y humanista italiana.

Parece razonable pensar que otro modelo de desarrollo socioeconómico, más allá de
la ideología neoliberal, no sólo es deseable sino también posible (Mayor Zaragoza, 2009;
Navarro, Torres y Garzón, 2011; Sampedro, 2010; Sen, 2010; Stiglitz, 2010; Yunus,
2008). La economía social y solidaria ha luchado tradicionalmente por convertirse en
una alternativa de desarrollo a un sistema capitalista claramente excluyente, que ha
estado siempre del lado de los «más fuertes». Las desigualdades sociales, unidas a
rápidos procesos de marginalización y exclusión social de sectores importantes de la
población, han sido la nota dominante de un capitalismo liberal que ha permitido a su
vez la concentración de grandes riquezas materiales y poder en unas élites sociales
minoritarias. La escuela, y en general los sistemas educativos, han contribuido a
perpetuar esta situación, a mantener un statu quo en la sociedad prácticamente
inalterable a lo largo del tiempo. Sólo hay que preguntarse, por ejemplo, ¿quiénes siguen
ocupando hoy día los puestos de responsabilidad en las grandes corporaciones
empresariales?, ¿quiénes son los directivos y grandes accionistas de las entidades
bancarias y financieras de alcance internacional?, ¿de qué contexto social y económico
provienen, por lo general, los políticos de alto nivel que dirigen nuestras instituciones
nacionales e internacionales? Así pues, mientras que los hijos de las clases trabajadoras
son educados en escuelas públicas, donde se les enseña a su vez los «valores» de la
competitividad y el individualismo, el esfuerzo personal y la competencia feroz sobre la
base de una supuesta «meritocracia», los hijos de las élites acomodadas son educados en
colegios privados de alto nivel, convirtiéndose este hecho en una garantía para su éxito
social y económico, al favorecer la reproducción social.
La escuela no está cumpliendo plenamente la función que teóricamente le fue

93
asignada con el proyecto de creación del Estado democrático moderno, que era favorecer
una igualdad de oportunidades real a todo ciudadano, independientemente de su estatus o
posición social. Como hemos indicado con anterioridad, una educación centrada en la
competencia individual, la rivalidad permanente y el esfuerzo individual por encima del
trabajo colectivo y el bien común sólo puede favorecer el egoísmo y el interés personal.
Estos supuestos «valores» propios del modelo capitalista neoliberal se encuentran en el
centro de la «crisis civilizatoria» a la que aludía Márquez (2010). Una crisis sistémica
que llega, según este autor, inclusive al ámbito político e institucional, y no sólo a lo
económico y social. Una de las razones fundamentales por las que aún seguimos en esta
situación es, según Dubet (2011), porque el movimiento obrero, la clase trabajadora,
nunca ha cuestionado la supuesta igualdad procurada por la escuela bajo la bandera de la
laicidad, gratuidad y obligatoriedad de finales del XIX. Es necesario revisarla y ponerla
en duda, pues, aunque es cierto que «todos» han tenido acceso a la misma (refiriéndonos
a la escuela), no es menos cierto que ricos y pobres, élites sociales y clases populares no
han recibido la misma «educación», ni se han educado juntos. En este sentido, si
deseamos mejorar la situación socioeconómica actual y acercarnos a lo que
Hinkelammert y Mora (2009) identificaron como la «ética del bien común», tenemos
que re-pensar la educación; en nuestro caso, será pensar la educación en consonancia con
los valores y principios expresados en la Carta de la Tierra, como forma de contribuir a
una nueva economía social y solidaria para el siglo XXI.

4.1. El mito de la igualdad de oportunidades según François Dubet:


implicaciones educativas de cara a la justicia social y económica

En este apartado nos apoyaremos fundamentalmente en el trabajo desarrollado por el


profesor François Dubet (2011) titulado «Repensar la justicia social: contra el mito de la
igualdad de oportunidades», para desterrar la falsa creencia tradicional de que la
educación escolar como sistema meritocrático basado en la excelencia individual y la
máxima competencia profesional es el mejor método para favorecer la justicia y la
equidad social. Si queremos experimentar como sociedad otras formas de desarrollo
socioeconómico más sustentable, más respetuoso con el planeta Tierra, que tenga en
cuenta el «respeto y cuidado de la comunidad de la vida» en su conjunto, como expresa
la Carta de la Tierra, que luche por erradicar las injusticias e inequidades presentes en el
actual modelo de crecimiento de tendencia neoliberal, debemos re-pensar la educación,
así como el modelo de justicia social que pretendemos potenciar. Para ello, en primer
lugar analizaremos las dos grandes visiones y concepciones históricas en las que se ha
centrado la justicia social: «la igualdad de posiciones o lugares» y «la igualdad de
oportunidades». Ambas percepciones buscan, a su manera, mantener la paz social en las
sociedades llamadas democráticas, así como atenuar la tensión que existe en el seno de

94
éstas, fruto de la idea de consolidar la igualdad de todos los individuos y suprimir los
desequilibrios sociales que allí existen. Una vez hecho esto, sostenemos que es deseable
apostar en mayor medida, y teniendo en cuenta algunas recomendaciones y propuestas
de mejora, por el modelo de la igualdad de posiciones frente al de oportunidades. Ello no
quiere decir, como veremos más adelante, que se deba anular o eliminar la igualdad de
oportunidades, lo cual no es desde luego nuestra intención, sino que hay que potenciar en
mayor medida una igualdad de posiciones real, como apuesta política y educativa, para
reducir los graves desequilibrios sociales presentes.
La «igualdad de oportunidades», como modelo en el que basar la justicia social, viene
ligada al proyecto de Estado democrático moderno. Desde el punto de vista del sistema
educativo formal y del mercado de trabajo, abogar por la igualdad de oportunidades
implica dar la opción y posibilitar libremente a los sujetos para que aspiren, en función
de sus propios méritos y esfuerzo personal, a cualquier posición social. Los logros
académicos, profesionales y laborales están, supuestamente, al alcance de cualquier
ciudadano, por lo que todos son libres de llegar a lo más alto en el escalafón social y
económico si compiten por ser los mejores. La excelencia académica se convierte en la
plataforma para triunfar en esta carrera de fondo tremendamente selectiva y jerarquizada
en la que se ha transformado el mercado de trabajo (Carnoy, 2001). Sin embargo, desde
esta perspectiva competitiva en la que ha degenerado la igualdad de oportunidades no se
cuestionan las desigualdades sociales de partida de los individuos. Se inspira en la
ideología burguesa que emana de la Ilustración, defendiendo la igualdad política y de
expresión frente al feudalismo y al absolutismo del Antiguo Régimen. Para Dubet
(2011), la igualdad de oportunidades se sustenta en un modelo matemático irreal en el
que se presupone que todo ciudadano, independientemente de sus orígenes o nivel
cultural y económico, puede ocupar cualquier posición dentro de la estructura social.
No obstante, es una ficción creer en una movilidad perfecta y pensar que tan sólo el
mérito de los individuos, por sí solo, puede producir unas desigualdades justas, en el
sentido de que podrían ser aceptadas como sociedad. En expresión del propio Dubet
(2011, p. 55): «nadie cree por completo en una ficción de estas características, como
tampoco nadie desea una estricta igualdad de las posiciones». Así pues, en la igualdad de
oportunidades no se tienen en cuenta los factores económicos, culturales o sociales de
partida que rodean a los sujetos. Por el contrario, la responsabilidad de la integración en
la sociedad depende del individuo y no de su posición o situación inicial; de ahí la visión
o concepción de éste como ser activo, dejando de tener un papel decisivo en dicha
integración las instituciones. Las posiciones ya no representan un estatus asegurado para
el individuo, que por el contrario entra en un «juego» de lucha y competición. La escuela
pública de masas se aferró plenamente a este modelo de la igualdad de las
oportunidades, justificando el éxito o fracaso en el escalafón social atendiendo a la
meritocracia, al triunfo personal y al esfuerzo individual, aspectos estrechamente
relacionados con la idea neoliberal de privatización y mercantilización de la educación

95
para favorecer la excelencia escolar (Puelles, 2009). Pero, ¿cómo controlar y eliminar los
efectos perversos de las desigualdades sociales de partida en el rendimiento académico
escolar? Este planteamiento de que «gane el mejor», el más competitivo y de mayores
logros académicos, está detrás del esquema de funcionamiento del mercado de trabajo
actual. En él las empresas seleccionan a los «mejores», a los que previamente han
obtenido éxito escolar, quedando los peores puestos de trabajo y peor remunerados para
aquellos que no han triunfado en el sistema educativo.
De esta forma, se convierte en una carrera por la excelencia individual que deja a un
lado a los menos aptos, menos motivados y menos preparados, por no haber sido
responsables y activos en esta especie de lucha social. Como podemos comprobar, este
modelo va en contra de la filosofía de trabajo propia de las empresas de economía social
y solidaria, como por ejemplo las cooperativas, donde la clave del éxito radica en la
cooperación, la redistribución y socialización de las ganancias, el valor del trabajo
conjunto por encima del capital, en trabajar aliados en lugar de divididos por la
competencia individual de alcanzar mejores puestos en la empresa y en la estructura
social (Melián y Campos, 2010). Por todo ello, tenemos que caer en la cuenta de que el
esquema escolar de la igualdad de oportunidades ha fracasado, por mucho que algunos
sigan empeñados en defenderlo a capa y espada, por activa y por pasiva. Si queremos
una auténtica revolución cultural, un cambio en nuestras formas y estilos de vida que nos
acerquen a sociedades cada vez más democráticas y equitativas dentro del contexto
actual de la globalización, debemos defender otra visión de la educación más cercana a
los principios de solidaridad, cooperación, creatividad, innovación, trabajo en equipo,
reflexión, crítica y análisis de la realidad, participación o movilización activa por el
interés colectivo (Gimeno, 2001). Hay que potenciar estos aspectos desde un sistema
educativo renovado para huir de un modelo fracasado que no sólo no es capaz de dar
solución a las diferentes problemáticas sociales, sino que además se basa en la ficción
práctica de poder transformar a las élites sociales, de favorecer un fuerte dinamismo
social, y, lo que es aún más irreal, en el hecho de poder mejorar la economía y consolidar
la cohesión social.
La crítica a la igualdad de oportunidades, igual que a la de posiciones, como veremos,
no puede dirigirse a los principios que la fundan. Nadie puede oponerse al hecho de que
los ciudadanos puedan decidir libremente optar a todas las condiciones y oportunidades
posibles en la sociedad, sino que la crítica se centra en los límites que posee y en los
efectos que provoca. En palabras de Dubet (2011, p. 76): «la igualdad de oportunidades
es una astucia ideológica de las élites para enmascarar las condiciones de su
reproducción». Favorece a los más poderosos, a los mejor posicionados social, cultural y
económicamente. No pone freno a los ingresos excesivamente elevados de una minoría,
aunque vengan asociados a una mala praxis profesional, como algunos de los grandes
directivos que están detrás de la última crisis financiera mundial, pues como defienden
los más ortodoxos iría en contra de la libertad misma. Tal es el caso de las inmorales

96
indemnizaciones millonarias que a lo largo del 2008 recibieron los brokers financieros
de los mayores bancos y aseguradoras mundiales por llevarlos a la quiebra. Casilda y
Ferreiro (2009) indican que unos pocos directivos de estas entidades internacionales,
como Charles Prince (Citigroup), Daniel Mudd (Fannie Mae), Richard Fuld (Lehman
Brothers) o Robert Willumstad (American Internacional Group-AIG), recibieron
alrededor de 218 millones de dólares en concepto de primas y bonos tras dejar a sus
respectivas compañías en bancarrota y tener que ser posteriormente rescatadas por los
respectivos Estados con dinero público de los contribuyentes.
En esta línea, nos encontramos con uno de los fundamentos ideológicos del
capitalismo que está provocando una menor redistribución de las riquezas, un
incremento de las desigualdades y de la pobreza y, en definitiva, un retroceso del Estado
de Bienestar (Sen, 2010). Para Dubet (2011), las desigualdades sociales son más
profundas en los países que optaron por este modelo antes que por el de la igualdad de
las posiciones. Como ejemplo pone a Estados Unidos, donde los ricos son cada vez más
ricos y los pobres cada vez más pobres y numerosos. Desde la perspectiva de la igualdad
de oportunidades se apela a la responsabilidad personal o individual como orden moral
en la sociedad. Hay que trabajar duro y dominar los instintos, llegar puntual al trabajo,
ser obediente y sumiso ante el patrón que siempre tiene la razón; en definitiva, hay que
ser virtuoso y complaciente. De lo contrario, si se fracasa será porque no se ha actuado
con responsabilidad, sino negligentemente, en el sentido de que no nos hemos esforzado
o nos han dominado nuestros instintos más primarios, como por ejemplo la pereza. Esta
concepción, estrechamente ligada a la ética calvinista, con connotaciones ideológico-
políticas y religiosas, no tiene en cuenta la posición de partida de los sujetos desde un
punto de vista económico, social y cultural. Se entra en una carrera de fondo, en una
competencia individual para ser virtuoso y recompensado, dejando a un lado la
solidaridad, el trabajo en equipo, el compañerismo y la dignidad de los trabajadores.
Ahora cada cual es responsable de sus actos y, por tanto, de sus éxitos personales o sus
fracasos. Las instituciones públicas no deben mediar en esta carrera competitiva, no
pueden intervenir ni a favor ni en contra, ya que estarían condicionando la autonomía y
la libertad personal de cada ciudadano. Esta especie de trampa ideológica, estrechamente
vinculada al capitalismo neoliberal, hace que las fronteras sociales se vuelvan fronteras
culturales, y además morales.
Respecto a la «competencia escolar» y la «meritocracia», el profesor Dubet (2011,
pp. 83-84) afirma que «la aplastante mayoría de la élite escolar siempre ha provenido de
la élite social, mientras que los vencidos de la competencia escolar han salido de las
categorías más desfavorecidas». En este sentido, la igualdad de oportunidades encierra
una gran trampa que va más allá de estas desigualdades sociales. El verdadero problema
radica en la naturalización de la falsa creencia de que las jerarquías sociales son justas,
puesto que se deben sólo al mérito personal. El centro de atención está tanto en las
desigualdades sociales de partida, como en la obtención de títulos y diplomas, en la

97
excelencia académica a la que todo el mundo puede optar con «plena libertad». Aquí
radica el mito de la igualdad de oportunidades, que a su vez se convierte en el eje de la
reproducción de las desigualdades. Favorece el «mercado escolar», la escuela como
mercado, poniendo en peligro la función cultural de los sistemas educativos. Según
Dubet (2011, p. 92), la igualdad de oportunidades «se apoya sobre uno de los principios
de justicia más frágiles y más discutibles: el mérito», a lo que añade: «¿en nombre de
qué el mérito revelado por la escuela sería mejor que el mérito que resulta distinguido
por otras pruebas?, ¿cómo separar, en el mérito, lo que se debe a las oportunidades, al
trabajo, a las virtudes de los individuos y a las circunstancias?». Por todo ello, el autor
sostiene finalmente que «a la sombra de la igualdad de oportunidades, siempre hay un
fondo de darwinismo social» (Dubet, 2011, p. 93).

4.2. Igualdad de posiciones frente a igualdad de oportunidades

El modelo de la «igualdad de posiciones» podría contribuir a reducir algunos de los


efectos negativos que se encuentran insertos en la propia naturaleza práctica de la
«igualdad de oportunidades» y que, como hemos tenido ocasión de comprobar,
dificultan un adecuado desarrollo de los principios universales que están detrás de la
justicia social. Para orientarnos hacia otras formas de desarrollo socioeconómico, más
allá de la trasnochada e inequitativa filosofía capitalista neoliberal, se tienen que dar las
condiciones políticas, económicas, educativas, culturales y sociales que realmente
apuesten por otros modos diferentes de entender el crecimiento económico y el
desarrollo humano, como se desprende de la economía del bien común de Christian
Felber (2012). En este caso, abogar por una renovada y fortalecida economía social y
solidaria nos lleva a poner en duda la igualdad de oportunidades como estrategia social y
educativa eficiente para acercarnos a mayores cotas de justicia social. Hay que apostar
por otros modelos teóricos y prácticos que den cuenta real de una mayor redistribución
de la riqueza a escala global, donde la educación sea una herramienta para la
transformación social al servicio de todos, y no sólo de un grupo minoritario, como en el
fondo lo es bajo el abrigo de la igualdad de oportunidades. Pero antes de avanzar en este
tema, comenzaremos revisando los puntos débiles y las críticas que recibe la igualdad de
posiciones, pues también las tiene.
La primera crítica al modelo de la igualdad de posiciones proviene de los propios
defensores de la ideología liberal. Éstos consideran que se trata de una responsabilidad
individual de cada ciudadano el hecho de tener que buscarse la vida y hacerse un hueco
en la sociedad, el mercado, etc. Cada sujeto es «libre» de ocupar diferentes posiciones
sociales en función del principio de la meritocracia. Lo que no indican los liberales es
que no todos los ciudadanos poseen las mismas posiciones de partida en esta especie de
darwinismo social en que se ha convertido la competencia por la vida desde esta

98
perspectiva. Por otro lado, la segunda crítica es expresada por Dubet (2011, p. 36) del
siguiente modo: «cuando el crecimiento ya no asegura la protección de las posiciones
(refiriéndose el autor a los países que apuestan por el modelo de la igualdad de
posiciones, como algunos ubicados en el norte de Europa) y el mantenimiento de una
jerarquía social (en la que se asienta también cómodamente una aburguesada clase
media), el “velo de la ignorancia” se desgarra y la representación de la estructura social
se transforma». Esto quiere decir que en épocas de crisis económica las desigualdades
parece que se hacen más visibles y evidentes, ante el temor de una clase media
privilegiada que ha disfrutado durante años de ciertos beneficios sociales y económicos
incentivados por un Estado benefactor.
Estas clases medias, que en la mayor parte de los países democráticos suponen un
grupo importante y numeroso de la población total, ven que se acercan paulatinamente a
las clases pobres más marginales, que se hallan excluidas, en su mayor parte, de los
sistemas de protección social y de los mecanismos normalizados que conducen al
mercado de trabajo, y sin embargo se alejan más de una pequeña minoría cada vez más
enriquecida, inclusive en contextos de crisis o recesión económica como el que
padecemos en nuestros días. Según Dubet (2011), se produce en estas circunstancias un
aumento de lo que identifica como «desigualdades nuevas», siendo a su vez
consecuencia de una acumulación de las que denomina «minúsculas». Así pues, se
quiebra el modelo de la igualdad de posiciones cuando aumenta el desempleo y se
reduce drásticamente el gasto en inversión social. En este sentido, colectivos
tradicionalmente desfavorecidos, como jóvenes, mujeres o inmigrantes, ven en el
modelo de las posiciones un obstáculo que dificulta aún más si cabe su «estabilidad
social», decantándose por el sistema de justicia social que defiende la igualdad de
oportunidades. En este caso, según la percepción personal de estos sujetos, al menos
pueden competir en «igualdad» con las clases medias acomodadas por los escasos
puestos de trabajo resultantes de la situación de crisis económica que da lugar a este tipo
de rivalidades. En definitiva, la crítica al modelo de las posiciones reposa sobre un
conjunto de desigualdades estructurales ligadas al empleo, incluso el considerado
estable. Estas desigualdades se hacen más visibles cuando el desempleo es la nota
dominante. Se le tacha de modelo conservador, pues perpetúa las desigualdades al frenar
la movilidad social.
En términos generales, éstas son las críticas que recibe el modelo de la igualdad de
posiciones. No obstante, posee bastantes más aspectos positivos que negativos, que lo
hacen más interesante desde un punto de vista práctico para reducir los enormes
desajustes socioeconómicos que hay en las sociedades actuales. No hay duda de que los
aspectos negativos tienen que ser inexcusablemente suprimidos para mejorar y fortalecer
el modelo, pero de lo que no hay duda tampoco es que contribuiría, y de hecho se
observa que lo está haciendo en algunos países, como ahora mismo veremos, a reducir
en mayor medida las desigualdades de los sujetos que el de las oportunidades. Para

99
reforzar esta idea, observamos que con políticas de redistribución de la riqueza se
reducen las desigualdades. El propio Dubet (2011, p. 18) constata que «a mayores tasas
fiscales, disminuyen las grandes inequidades sociales». Por ejemplo, Estados Unidos y
Corea, con pocas tasas fiscales (pocos impuestos), poseen mayores tasas de desigualdad
y pobreza que países con mayores impuestos como Dinamarca, Noruega, Suecia o
Luxemburgo, existiendo una fuerte correlación, según el autor, entre «el poder del
Estado benefactor y la igualdad social». Este hecho provoca que se incrementen las
inequidades en países que invierten menos en gastos sociales (como educación,
investigación, desarrollo e innovación —I+D+i—, sanidad, infraestructuras públicas,
etc.), reduciendo así su contribución a la seguridad social y a la protección por
desempleo.
Desde esta perspectiva, el modelo de la igualdad de posiciones apuesta más por la
redistribución de la riqueza y por asegurar las condiciones sociales que garanticen una
calidad de vida digna y aceptable, que por un modelo más igualitarista en el que se deba
compartir todo. Por ello, «se ve asociado a una forma de construcción y de
representación de los actores sociales elaborada en torno al trabajo y a la utilidad
funcional de cada uno» (Dubet, 2011, p. 31). Se trata, pues, de un modelo promovido
fundamentalmente, aunque no de forma exclusiva, por el movimiento obrero y los
partidos llamados de izquierda, en el que «la igualdad de posiciones y la redistribución
remiten a una concepción general de la sociedad construida en términos de trabajo, de
utilidad colectiva y sus funciones» (Dubet, 2011, pp. 24-25), aspectos que nos recuerdan
y nos acercan a los fundamentos propios de las empresas de economía solidaria,
fuertemente unidas también a esos vínculos de colaboración, unión entre los trabajadores
y apuesta por el valor trabajo como valor de uso para cubrir las necesidades elementales
de cualquier ser humano, y no por el valor de cambio y ganancia material propio del
capitalismo neoliberal (Singer, 2007; Tiriba, 2007). Esta visión de la justicia no sólo
obedece a la idea de que todos somos iguales, al menos ante el papel, sino también a que
son los propios trabajadores los que con su esfuerzo y trabajo diario contribuyen a la
producción de la riqueza (en forma de bienes y servicios) y del bienestar colectivo de
todos los ciudadanos; de ahí que el resto de la sociedad les deba este reconocimiento en
forma de justicia social.
Hay que retomar este aspecto central dentro de un nuevo contrato social, no por
tratarse de una «obligación ética» de los más ricos respecto de los más pobres (Sen,
2010). Esta cuestión va más allá de esta simple reducción filosófica por la búsqueda
permanente de la dignidad humana, ya que el elemento central radica en el
fortalecimiento de la «unidad de la vida social y de las obligaciones de la solidaridad
orgánica» (Dubet, 2011, p. 25). Es decir, hablamos de una responsabilidad social
compartida en el sentido de que si un individuo aporta a la sociedad con su trabajo,
esfuerzo y dedicación, la sociedad le debe aportar y corresponder a él también. Por todo
esto podemos decir que la igualdad de posiciones es un modelo de justicia social que

100
está del lado de los más «débiles». Por el contrario, en el modelo de la igualdad de
oportunidades no se cuestionan directamente las desigualdades sociales, pues son
consideradas «justas», al surgir de una competencia igualitaria. Sin embargo, somos
conscientes de que estas desigualdades no son buenas para la sociedad ni para la
democracia, puesto que perjudican la salud psicosocial de los individuos: generan
frustraciones, tensiones sociales, marginación, rechazo de los más ricos y acomodados
hacia los más pobres y desgraciados…; en síntesis, provocan diversos tipos de violencias
y discriminaciones que revierten en un malestar general de la sociedad. Cuando todo esto
sucede, la solución a los problemas sociales parece ser que viene de la mano del modelo
de las posiciones. El profesor Dubet (2011, p. 95) lo indica del siguiente modo: «desde el
momento en que el funcionamiento ‘natural’ de la economía parece amenazar las bases
de la sociedad, es urgente acordar la prioridad a la igualdad de posiciones».
La igualdad de posiciones pretende así reducir las diferencias, a veces abismales,
entre los ingresos de los que mayores salarios y bonificaciones económicas reciben por
sus actividades económicas, respecto de los que menores ingresos obtienen. Asimismo,
también se pretende corregir con ello las enormes diferencias existentes actualmente en
las condiciones de vida entre unos y otros. Sin embargo, estas medidas implican
voluntad y coraje político para poder materializarlas en la práctica real. Mayor Zaragoza
(2009) defiende que se tiene que dar un compromiso político serio a nivel global para
reducir los enormes desequilibrios sociales y medioambientales presentes, ya que el
mismo hecho de que existan las desigualdades sociales es negativo también para el
medio ambiente. Los más ricos llevan a cabo un consumo insostenible y, al mismo
tiempo, los pobres tienden a imitar el consumismo de los primeros. La consecuencia de
esto es que se incrementa la distancia social y no se modera el consumo, al no existir un
sentimiento de solidaridad entre las diferentes posiciones sociales, presentándose la
igualdad de las posiciones sociales como un bien en sí mismo. Esto requiere, como
indicábamos antes, tener que rescatar la política pública de la tiranía de los mercados, y
apostar por políticas que contribuyan a la redistribución operando desigualdades
moderadas y aceptables; por ejemplo, gravar con más impuestos a los que más tienen, es
decir, a las élites socioeconómicas y grandes grupos empresariales. De lo contrario,
continuará el desencanto generalizado de la población por la política, una apatía política
que se refuerza al comprobar que no mejoran las condiciones de los más desfavorecidos
y se fortalecen los privilegios de las élites. A este respecto, Dubet (2011, p. 97) declara
que «una gran parte de la población ya no vota ni confía en las instituciones ni en la
élites que parecen incapaces de reducir las desigualdades».
En este orden de cosas, parece ser que las sociedades más igualitarias son también
más equitativas, puesto que la igualdad de oportunidades es mayor (Krugman, 2009).
Las sociedades más igualitarias son las que más favorecen la movilidad social, siendo
éste un claro indicador de la vinculación entre redistribución de la riqueza y fomento de
una igualdad de oportunidades más justa. En palabras de François Dubet (2011, p. 99),

101
«el mejor argumento a favor de la igualdad de posiciones es que, cuanto más se reducen
las desigualdades entre las posiciones, más se eleva la igualdad de oportunidades: en
efecto, la movilidad social se vuelve mucho más fácil». Una mayor igualdad no es
incompatible con una actividad económica saneada (Sampedro, 2010). Véase, por
ejemplo, el caso de los países del norte de Europa, como Noruega, Países Bajos,
Dinamarca, Finlandia o Suecia, así como también Australia y Nueva Zelanda (UNPD,
2011), que son países con una gran actividad y dinamismo económico y a un tiempo
igualitarios. Podemos decir, por tanto, que no son tan incompatibles la igualdad de
posiciones con una sociedad que apueste por las oportunidades. La clave radica en poner
en práctica acciones de políticas sociales que garanticen los trayectos antes que las
herencias sociales.
Podemos ver que la igualdad de posiciones no es sinónimo de igualitarismo. No se
pretenden suprimir las libertades personales ni la autonomía de los sujetos, como quieren
hacer creer los más radicales defensores de las corrientes neoliberales. Desde la igualdad
de posiciones también se apuesta por el desarrollo de la autonomía, la creatividad, la
innovación, el dinamismo y la energía de los sujetos como aspectos idiosincrásicos
propios de la libertad personal que todo ciudadano y sociedad democrática deben
proteger. Junto a esto, no podemos olvidar tampoco que para mantener un buen nivel de
justicia social es determinante el respaldo de los Estados en forma de un apoyo político,
decidido e institucional, para la erradicación de los graves desequilibrios sociales,
económicos, educativos y culturales que condicionan negativamente el ejercicio de una
plena libertad (Young, 2011). Para que la igualdad de oportunidades más «radical» no
convierta la autonomía individual en una guerra feroz por la competencia en un contexto
de posiciones de partida claramente desiguales, hay que reducir la distancia entre el
estatus de los obreros y el estatus de los privilegiados. Para Dubet (2011, p. 109),
«cuanto más iguales entre sí son las posiciones sociales, mayores son las oportunidades
de ascender socialmente». Pero como hemos señalado, hay que tener cuidado de no caer
en el conservadurismo social y cultural, y al mismo tiempo potenciar también la
autonomía individual. Lo más importante es reducir la desigualdad de los ingresos como
eje prioritario, aspecto que es ampliamente defendido en el ámbito de la economía social
y solidaria (Coraggio, 2007; Gaiger, 2007; Quijano, 2007; Singer, 2007; Tiriba, 2007) y
también bajo la idea del modelo de la «economía del bien común» (Felber, 2012). En
esta línea, Dubet (2011, p. 109) concluye que «es perfectamente concebible bajar el
techo de los ingresos más altos, no sólo para redistribuir los ingresos, sino por razones
sociales y morales», a lo que añade (2011, p. 116) que «la mayor igualdad posible es
buena en sí porque refuerza la autonomía de los individuos».

4.3. Justicia social y educación

102
Llegados a este punto, podemos decir que el modelo de la igualdad de posiciones
tiene como línea básica de actuación una mayor redistribución de la riqueza como
estrategia para favorecer la justicia social. Este hecho ha sido tradicionalmente defendido
por otros muchos autores, entre los que cabe destacar la enorme contribución de uno de
los mayores expertos mundiales del siglo XX en el ámbito de la filosofía política, el
profesor John Rawls (1971), quien a principios de la década de los setenta del pasado
siglo elaboró su conocida obra titulada A theory of justice (Teoría de la Justicia). Para
este filósofo norteamericano, el modelo de justicia social tiene que ver con una visión de
la «justicia como equidad» dentro de la sociedad (Rawls, 1971). Al igual que defienden
Dubet (2011) y Felber (2012), para Rawls también es importante llevar a cabo un reparto
equitativo de todos los bienes básicos que hay en las sociedades. Esta distribución más
igualitaria de todos los bienes necesarios para la vida digna de los ciudadanos, implicaría
el reconocimiento de los derechos y deberes de todos los sujetos de forma equitativa, lo
que conllevaría un acceso igualitario a las instancias políticas, y organismos económicos,
y un reparto equilibrado de la riqueza, expresión de las libertades básicas y
fundamentales. En conclusión, la teoría de la justicia social de Rawls tiene como
epicentro la justicia distributiva para establecer la organización básica de una sociedad
plenamente democrática. Esta forma de contemplar la justicia social y la estructuración
social contribuiría a eliminar progresivamente las violencias estructurales que
actualmente se encuentran en la base de la configuración socioeconómica mundial, y que
son a un tiempo el germen de los desequilibrios que padecemos hoy día: pobreza,
exclusión, marginación, etc.
Por su parte, Murillo, Román y Hernández (2011) reconocen tres elementos centrales
de la justicia social: distribución, reconocimiento y participación. El primero de ellos
tiene que ver con el reparto de bienes de consumo y útiles para la sociedad, así como de
recursos tanto culturales como materiales fundamentales para la vida en comunidad. El
reconocimiento está vinculado con el respeto hacia todo ser humano en el terreno social
y cultural, sobre la base de unas relaciones personales justas y armoniosas dentro de la
misma. Por último, el tercer factor alude a la necesidad de favorecer libremente la
participación activa de todas las personas en la vida colectiva. Para que estos aspectos se
puedan desarrollar en la sociedad, los autores mantienen que se debe abogar por «una
mayor justicia en educación y por una educación que contribuya a lograr una sociedad
más justa [...], para detener la reproducción y consagración de las enormes desigualdades
que, al interior de cada país, marginan y excluyen de beneficios y oportunidades de todo
tipo a los segmentos más pobres y vulnerables de la población» (2011, p. 8). Así pues,
una educación que promueva la justicia social debería dejar de servir plenamente a los
intereses del mercado, superando los clásicos criterios economicistas de productividad y
competencia feroz, para centrarse en una educación orientada a la formación de una
ciudadanía crítica y responsable (Apple, 2005). La educación ha de favorecer la
inclusión social de todo ciudadano como un derecho básico de la persona y centrarse en

103
el desarrollo de sujetos reflexivos, tolerantes, solidarios, participativos, dinámicos,
sensibles por el respeto y cuidado de toda forma de vida.
Un ciudadano educado es consciente de la responsabilidad que tiene el hecho de
formar parte activa de una sociedad que toma como bandera la justicia social (Young,
2011). Por ello, hay que garantizar el aprendizaje de todos los ciudadanos y su desarrollo
integral, pues tan importante como enseñar lengua, idioma extranjero o matemáticas lo
es también el desarrollo socio-afectivo de las emociones, de la ética, el conocimiento de
sí mismo, la solidaridad, la toma de conciencia de los sentimientos, el cuidado y el
respeto por los demás, la negociación, saber percibir con precisión el punto de vista de
los otros, la cooperación, la comunicación expresiva, etc. Nos referimos a la formación
de competencias emocionales y comportamientos para el fomento de una ciudadanía
crítica, responsable, activa y comprometida con una convivencia armónica entre los
diferentes grupos sociales y culturales (Bisquerra y Pérez, 2007). De lo contrario, si
excluimos a un perfil concreto de alumnado del sistema educativo alegando
desmotivación, mal rendimiento académico o falta de interés, entre otros aspectos por el
estilo, sin tener en cuenta determinados factores estructurales de tipo social, cultural o
económico estaremos potenciando una educación al servicio de la reproducción social.
Debemos reconocer que no todos los estudiantes son iguales, ni que aprenden al mismo
ritmo, pero ahí está el gran reto de una educación inclusiva e integradora que aboga por
la justicia social, una educación que sea capaz a su vez de guiar a los propios estudiantes
hacia los ideales de justicia social y convertirlos en agentes activos del cambio social.
Murillo, Román y Hernández (2011) proponen una serie de medidas importantes para
que la educación pueda contribuir a una mayor justicia social, entre las que podemos
destacar: garantizar el acceso universal para todos y la igualdad de calidad en la
educación; atender adecuadamente en los centros educativos, sin discriminaciones, a la
gran diversidad social y cultural de alumnado; garantizar una educación inclusiva para
todos, sin diferencias dentro del proceso de enseñanza-aprendizaje; supervisar que los
estudiantes sean valorados y respetados en la escuela; potenciar la participación de
estudiantes, familias y comunidad en la dinámica escolar; reducir las injusticias y
procesos discriminatorios en el interior de las escuelas, que inciden en el abandono
prematuro, desmotivación o rechazo de determinados colectivos sociales, grupos
culturales o económicos; evaluar también la dimensión socio-afectiva, los valores éticos
o el desarrollo de la ciudadanía y no sólo de los resultados académicos; incentivar el
compromiso del profesorado y de los directores escolares por el desarrollo integral de
todos los estudiantes, sin excepciones, como un modo de contribuir a la mejora y
transformación social, así como el apoyo de la administración y el resto de agentes
sociales. Todos ellos son factores claves para promover la justicia social en el ámbito
educativo. Estos autores consideran que «la educación se debe a la formación y
fortalecimiento de personas conscientes de sus derechos y responsabilidades, capaces de
reflexionar, interactuar, convivir y construir con otros y optar por valores y principios

104
que promuevan el desarrollo de una convivencia democrática y justa en sus familias,
como en la comunidad, el país y el mundo» (2011, p. 17).
Sin embargo, a pesar de que se reconoce el derecho a la educación para todos los
ciudadanos, al menos en el plano formal y teórico, con objeto de garantizar el desarrollo
de sociedades cada vez más democráticas, justas y equitativas, lo cierto es que aún
podemos observar serios desajustes entre los objetivos que se marcan los sistemas
educativos y las políticas públicas con la realidad de determinados grupos sociales y
colectivos, motivados por los problemas estructurales y culturales que a día de hoy
siguen condicionando el «éxito» educativo de los más desfavorecidos. Somos cada vez
más conscientes del enorme valor que posee actualmente la educación, sin perder de
vista el peso decisivo que siguen teniendo las circunstancias socioeconómicas y
culturales de partida de los sujetos de cara a su éxito o fracaso social y profesional. Lo
cierto es que actualmente la capacidad de manejar e interpretar las informaciones que
circulan a nuestro alrededor, la posibilidad de adquirir conocimientos y saber emplearlos
para obtener beneficios personales y para la mejora de la comunidad en la que vivimos,
así como la inversión en capital humano y en la cualificación socio-profesionales, son
aspectos que incrementan las oportunidades sociales de los sujetos que, de algún modo,
son «aceptados» por el sistema educativo. La exclusión del mismo se convierte por tanto
en un riesgo a su vez para la exclusión laboral, e inclusive social en los casos más
extremos. Escudero y Martínez (2011) perciben la exclusión como producto de una
construcción social, política y escolar, por lo que podría ser revertida o erradicada al
formar parte de este constructo social.
Todas las reformas educativas actuales se presentan en algunos de sus puntos
centrales como inclusivas. Ninguno de los partidos políticos mayoritarios que ocupan el
primer puesto dentro de la línea política declaran, al menos de forma explícita y directa,
defender políticas educativas que justifiquen la estratificación social como algo positivo
para el buen funcionamiento de la sociedad. Como mucho, son partidarios de reformas
educativas que fomenten la excelencia escolar en aras de una supuesta «competencia»
igualitaria de la que todos pueden participar «libremente». Nos referimos, sobre todo, a
los que suscriben políticas educativas centradas en planteamientos de corte neoliberal,
materialistas y orientados a la mercantilización de la economía, que ellos resumen con la
expresión de contribuir a la «calidad y excelencia» educativas. Por ello, para algunos
autores (Apple, 2005; Carnoy, 2001; Whitty, 2001) esta percepción de la «educación
inclusiva» cercana a la filosofía liberal es pura propaganda política, llegando incluso a
denunciar su vinculación al pensamiento económico neoliberal y su uso malintencionado
como estrategia ideológica concebida para estructurar, clasificar y jerarquizar la fuerza
de trabajo a nivel internacional. Y aunque a estas alturas ya sabemos que estas prácticas
sí que redundan, en el fondo, en una reproducción del statu quo social, no admiten
directamente que están a favor del mantenimiento de las desigualdades sociales actuales,
pues entre otras cosas no es políticamente correcto. Ello nos conduce nuevamente a

105
afirmar que, pese a estas diferencias ideológicas de partida, son pocos los que
actualmente no defienden la inclusión educativa, al menos formalmente. La realidad
práctica ya es otra cosa bien distinta.
Afortunadamente, no todos conciben la inclusión educativa de la misma forma. Pero
a pesar de esto, y de los continuos esfuerzos que desde las diferentes instancias
educativas comprometidas con la justicia social se están desarrollando, observamos que
no se están consiguiendo todos los objetivos marcados, al no combatirse plenamente las
estructuras culturales y económicas, así como las dinámicas sociales, que se encuentran
en la raíz de la exclusión. En el momento presente existen en el mundo millones de niños
y niñas sin escolarizar, y en los países desarrollados son también millones los que no
logran concluir con garantías la educación obligatoria, saliendo del sistema educativo
con serios déficit formativos. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) del
Gobierno de España, somos el segundo país de la Unión Europea de los 27 (UE-27),
junto con Portugal, con un mayor índice de fracaso escolar. Este estudio, que ofrece
datos relativos al período de 2009, refleja que un 31,2 por 100 de los jóvenes españoles
entre 18 y 24 años de edad no han completado la Educación Secundaria Obligatoria
(ESO), y no siguen ningún tipo de educación o formación. La media de la UE-27 de
«abandono educativo temprano», como han dado en llamar de forma sutil al fracaso
escolar, es del 14,4 por 100, por lo que España duplica ampliamente la media de la
Unión. Tan sólo Malta supera, en este caso, a España, con un porcentaje de fracaso
escolar del 36,8 por 100. En cuarto lugar de la lista se sitúa Italia, con un 19,2 por 100,
siguiéndole Rumanía, 16,6 por 100; Reino Unido, 15,7 por 100, y Bulgaria, con 14,7 por
100. Los países que menor proporción de fracaso escolar presentan son Eslovaquia, 4,9
por 100; Eslovenia, 5,3 por 100; Polonia, 5,3 por 100, y República Checa, 5,4 por 100
(INE, 2011).
Paralelamente, datos provenientes del Proyecto INES (Indicators of Education
Systems —Indicadores de Sistemas Nacionales de Educación—) de la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), también reflejan los malos
resultados del sistema educativo español en su etapa obligatoria. El proyecto INES inició
su andadura a finales de los años ochenta del pasado siglo para comparar la eficiencia y
la evolución de los sistemas educativos de los países más industrializados del mundo
pertenecientes a la OCDE. En el informe presentado en versión española de este
proyecto para el año 2011, bajo el título de «Panorama de la Educación», se indica que el
porcentaje de españoles de 25 a 34 años con estudios secundarios es del 64 por 100, por
lo que tenemos que un 36 por 100 de jóvenes en ese intervalo de edad no poseen la ESO,
mientras que la media de fracaso escolar de la OCDE para ese tramo de edad es del 19
por 100 y la de la Unión Europea del 17 por 100. En este informe se señalan también
algunos de los beneficios sociales y económicos que se pueden derivar de la educación;
por ejemplo, se apunta que la tasa de desempleo, tanto en los países de la OCDE como
en los de la Unión Europea, disminuye según aumenta el nivel educativo tanto en

106
hombres como en mujeres; asimismo, los salarios también aumentan a medida que se
incrementa el nivel de formación de las personas, al tiempo que las mayores inversiones
en educación generan importantes recompensas económicas en todos los países de la
OCDE, tanto para los individuos como para la sociedad en su conjunto.
En términos generales, el informe destaca que «los beneficios públicos que recibe la
sociedad son superiores a los costes públicos de la Educación Superior en todos los
países» (OCDE, 2011, p. 26). En el caso particular de España, la suma de los costes
totales públicos y privados en la educación superior para una mujer suponen un 25 por
100 de la suma de costes más beneficios. Es decir, que los beneficios privados, tanto
para la mujer como para la sociedad, son el triple que los costes o inversión en
educación, al ascender al 75 por 100 total. Para los hombres esta proporción es similar,
concretamente del 27 por 100 para los costes y del 73 por 100 para los beneficios.
Además de los incentivos económicos, la inversión en educación también reporta para
los sujetos y la ciudadanía en su conjunto grandes beneficios sociales, por lo que en el
citado informe se destacan las relaciones positivas entre la educación, la salud, el
compromiso social y cívico y la satisfacción con la vida. Por último, se resaltan
igualmente los riesgos de exclusión social que padecen los alumnos que no se «integran»
correctamente en el sistema educativo. Hablamos de los jóvenes que sufren fracaso
escolar, por diferentes motivos, y respecto a los cuales el sistema escolar no es capaz
actualmente de corregir adecuadamente los aspectos estructurales que lo siguen
debilitando. En el informe se dice textualmente que «los estudiantes con baja capacidad
de comprensión lectora o con un ambiente negativo en la escuela no sólo obtienen un
rendimiento más bajo, sino que tienen un riesgo mayor de estar desempleados o de
padecer exclusión social en el futuro» (OCDE, 2011, p. 44). Los estudiantes más
vulnerables o en riesgo de exclusión, según el informe, son los que tienen un bajo nivel
de educación familiar, los que pertenecen al colectivo de inmigrantes de primera o
segunda generación, los que poseen un mal rendimiento en comprensión lectora, los que
no valoran personalmente sus resultados escolares y aquellos que tienen una relación
negativa con sus profesores.
Superar estas deficiencias socioeducativas, culturales y económicas que incentivan
los mecanismos de la exclusión no es tarea fácil, pues, como podemos comprobar, los
ideales expuestos en la concepción de la educación inclusiva no consiguen aterrizar con
plenas garantías en el terreno de la práctica real. A pesar de estas diferencias entre teoría
y práctica, no podemos cesar en el empeño de contribuir desde el ámbito educativo a
estrechar los desequilibrios que persisten en nuestras sociedades. En el fondo, y a pesar
de las interpretaciones malintencionadas y perversas que a veces se hacen de algunas
concepciones sociales, lo cierto es que la educación inclusiva está intrínsecamente
relacionada con la crítica al neoliberalismo educativo y referida a una educación, una
escuela y un currículo públicos y democráticos orientados a la justicia y a la equidad
social. En el plano ideológico y de la ética como concepción filosófica, la educación

107
inclusiva pertenece, en opinión de Escudero y Martínez (2011, p. 88), «al universo de la
ética, la justicia social, la democracia profunda y la equidad, que es lo contrario a la
lógica de los méritos, la rentabilidad y la eficiencia». Nuevamente comprobamos que la
educación debe huir de los condicionamientos mecanicistas y materialistas que la
convierten en una herramienta al servicio del mercado, y de los intereses económicos y
sociales de unas élites privilegiadas. Como indicaba anteriormente Dubet (2011), la
educación puede estar al servicio de la justicia social, pero si antes ponemos las
condiciones necesarias para favorecer una redistribución más justa y equitativa de los
bienes materiales, sociales y culturales.
El problema que se nos presenta ahora es: ¿cómo llevar estos principios y valores al
terreno de la realidad práctica del sistema educativo y la sociedad en su conjunto? Es
preciso huir de la eficiencia competitiva y la excelencia académica claramente
discriminatoria, más propia de modelos tecnocráticos que apuestan por la meritocracia
escolar, para llegar a una percepción del aprendizaje que contemple los aspectos
cognitivos, emocionales y sociales. Una visión más integral y humanista de la formación
pedagógica del sujeto que no sólo apueste por su integración en una sociedad
democrática, sino que va mucho más allá, en el sentido de que busca el crecimiento
personal por encima de condicionamientos económicos o culturales, el desarrollo
interior, la reflexión y la crítica constructiva; en definitiva, herramientas educativas que
le permitan luchar contra cualquier tipo de opresión, injusticia o alienación. Estos
aspectos intrínsecos a la educación inclusiva son los que deben inspirar, en palabras de
Escudero y Martínez (2011, p. 88), «políticas, culturas y prácticas con un enfoque no
inspirado en opciones caritativas y particulares sino en imperativos morales y de justicia
social». En este sentido, parte de las dificultades para promover realmente la inclusión
educativa proviene de convicciones políticas y económicas. No obstante, como hemos
reiterado en alguna ocasión, si concebimos la inclusión como un derecho, y en este punto
parece no haber discusión al menos aparentemente, y no como algo propio de la caridad,
la generosidad o el altruismo desinteresado de algunos ciudadanos e instituciones, la
inclusión educativa debería ser considerada como asunto de Estado y, como tal, habría
que destinar los recursos humanos y económicos necesarios para su materialización.
El problema se mantiene latente cuando desde la ideología política se juega a
esconder las diferencias «debajo de la alfombra» y se utiliza sutilmente el sistema
educativo para perpetuar en el tiempo y el espacio las diferencias sociales de partida.
Una política educativa de Estado en este sentido implicaría el compromiso, sin
excepciones y sin currículos ocultos, de todas las fuerzas políticas que participan de la
vida democrática, pues ya va siendo hora de plantarle cara a la exclusión educativa, y
por extensión a la exclusión social, sin ambigüedades y con determinación. Asimismo, y
de forma simultánea, se tendrían que abordar ciertos problemas estructurales que siguen
latentes en la sociedad actual y que a su vez son el germen de gran parte de los
desequilibrios socioeconómicos que padecemos, y que inevitablemente alteran de forma

108
negativa la dinámica escolar, condicionándola, al ser ésta un catalizador de las
inequidades sociales. Nuevamente los profesores Escudero y Martínez (2011, p. 90) lo
expresan del siguiente modo: «dentro y fuera de los sistemas escolares hay poderes
económicos, sociales y culturales que producen desigualdades injustas, marginación y
exclusión, que no pueden quedar sin ser abordadas, se hieran o no ciertas sensibilidades
más angelicales». Si no somos capaces de reducir la pobreza, la miseria o la
marginación, es difícil hablar de inclusión educativa, máxime si la opción que se toma
consiste en separar, clasificar y dividir al alumnado en función de su rendimiento
académico, procedencia, contexto social o económico, etnia, cultura, religión o cualquier
otro motivo, por separado o tomados en conjunto.
Segregar a los estudiantes en centros públicos, concertados y privados en función de
las características anteriores, no sólo debilita a la escuela pública como garante de este
derecho, sino que acentúa aún más las diferencias en el seno de la sociedad. La ideología
de mercado llevada a las escuelas está dando lugar a que la educación no sea vista como
un derecho social, y además está impidiendo, como señala Puelles Benítez (2009, p. 9),
que se pueda «alcanzar una mínima justicia social en la distribución del conocimiento,
de los bienes culturales, entre las diversas clases de la sociedad, por no hablar del grave
problema que está presentando ya la exclusión social y el papel negativo que puede jugar
aquí la falta de una buena educación». Así pues, el incesante interés de algunos por
defender y proteger a toda costa el derecho a la libertad de elección de centros
educativos esconde tras de sí la mercantilización de la educación, como han reiterado
autores como Apple (2005), Carnoy (2001), Forman (2007), Montero (2006), San (2006)
o Whitty (2001), entre otros. Unas políticas encubiertas de corte neoliberal que, en
nombre de la eficiencia y la excelencia académica, ocultan las diferencias económicas y
culturales de partida de los sujetos que se encuentran en el fondo de esta discriminación
educativa y social. A este respecto, también es muy importante el papel del profesorado
y los equipos docentes, cómo ven estos profesionales la situación y qué estrategias ponen
en juego para hacerle frente, así como la función general de los centros educativos, el
tipo de currículos y su forma de llevarlos a la práctica, entre otros muchos aspectos
similares.
Desde este punto de vista, a los escépticos de la inclusión educativa y que apuestan
por la segregación como alternativa para no ser contaminados por la «pereza», la falta de
civismo y la desmotivación que según ellos caracteriza a parte del alumnado proveniente
de las clases bajas de la población, es preciso transmitirles que potenciar la justicia social
por medio de la inclusión educativa no implica necesariamente tener que bajar el nivel
escolar o el rendimiento académico. Bolívar (2002) y Gimeno (2005), además de otros
muchos autores, sostienen que se pueden marcar grandes retos en la educación pública si
somos capaces de implantar una pedagogía flexible, que utilice variedad de métodos y
materiales, que sea estimulante, que se enriquezca de la diversidad y la tome como un
desafío en lugar de como un problema. Todo ello sin olvidar el cultivo del pensamiento,

109
de la reflexión, de la crítica constructiva, de la necesaria conexión de los contenidos
curriculares con la vida y la realidad circundante de los sujetos, con un clima escolar de
cooperación, solidaridad y trabajo en equipo; en síntesis, abrir el centro escolar a la
comunidad aprendiendo de la pluralidad y la diversidad, para que dé respuesta a los
desafíos de la sociedad del conocimiento y de la información, y para que aporte
soluciones de mejora a los problemas presentes de los ciudadanos más allá del
pensamiento neoliberal. A todo esto tenemos que añadir también que la inclusión
educativa y, por extensión, la batalla contra la exclusión, superan ampliamente el
contexto escolar y al profesorado. Pensar que desde la escuela por sí sola se puede luchar
contra la exclusión y favorecer la justicia social, sería caer en una especie de utopismo
pedagógico que a día de hoy parece estar superado. Desde hace un tiempo «se apela
insistentemente en la dirección de crear y sostener alianzas escolares, familiares,
comunitarias y sociales», como sabiamente defienden Escudero y Martínez (2011, p.
94). Se trata de un proyecto común de la sociedad en su conjunto, donde todos sin
excepciones deben arrimar el hombro. Por tanto, implica la participación activa de todos
los agentes sociales, y por ello la batalla a favor de la justicia social requiere un
compromiso real de los poderes públicos y de todas las instancias sociales, culturales y
económicas (Young, 2011). Sin embargo, hay que ser conscientes de que aún estamos
lejos de este ideal.

4.4. Repensar la educación para un nuevo desarrollo


socioeconómico

Trabajar por este proyecto común de sociedad, centrado en la idea del «bien común»
de Christian Felber (2012), tiene que estar necesariamente ligado a un proceso de
reconstrucción educativo orientado al crecimiento personal y a la urgente mejora del
contexto social, político, económico y ecológico. Es urgente re-pensar la educación, pues
educar conlleva principalmente desarrollar lo humano por encima de cualquier discurso
demagógico centrado en la primacía de lo económico. Por desgracia, la educación, en un
sentido amplio y generalizado, se ha olvidado de su carácter integral. Hemos visto cómo
las transformaciones que se han ido produciendo en los diferentes sistemas educativos
han ido perdiendo esa visión humanizadora a favor de los grandes intereses económicos
y empresariales cada vez más presentes en el ámbito escolar. Reformas que, en aras de
una supuesta mejora de la calidad, la excelencia y la competitividad, han comenzado a
impregnar la lógica del cambio escolar en línea con los «valores» centrales de la
ideología neoliberal. Pasamos por un momento de enorme incertidumbre, que está
siendo aprovechado por determinados grupos de poder económicos y sociales, quienes
están reformando la educación obedeciendo exclusivamente a intereses de clase que van
en contra de un desarrollo comunitario equitativo. Aquí radica, pues, la importancia de

110
re-pensar la educación para ese deseado desarrollo socioeconómico más cercano a una
verdadera justicia social. Para que esto tenga lugar, los profesores Fernández y Carmona
(2009, p. 48) defienden que «el sistema educativo necesita también replantear sus fines,
sus contenidos, sus formas de transferir y desarrollar la cultura, sus procedimientos de
gestión y organización».
Es preciso recuperar un discurso pedagógico con el que se desvele que la educación
es algo más que instrucción y formación técnica dirigida fundamentalmente hacia la
inserción laboral entendiéndola como proceso de emancipación y desarrollo humano y
de antropogénesis, que es el estudio del origen y evolución del ser humano. En esta
dirección, Fernández y Carmona (2009) distinguen tres grandes etapas o dimensiones de
la educación como proceso de antropogénesis.
La primera de ellas es la educación como socialización. Aprendemos a formar parte
de un grupo humano e incorporando la herencia cultural de las generaciones pasadas nos
construimos como seres humanos. Es un hecho forzoso por el que los sujetos tenemos
que aprender a ser humanos, ya que no nacemos hombres, sino que nos hacemos
socialmente a través de la adquisición de la cultura. Asimilamos e interiorizamos los
valores, creencias, actitudes, normas y estilos de vida que forman parte de lo adquirido y
lo aprendido. La escuela permite crear esa subjetividad inherente a la construcción
cultural. La socialización como la asimilación del legado culturalmente aceptado
construye las bases de la personalidad que el ser humano necesita para vivir en sociedad.
Desde el punto de vista de la lectura psicológico-educativa, el proceso de antropogénesis
nos indica que el desarrollo humano es entendido como la progresiva disminución del
egocentrismo. Cuando los sujetos se abren al mundo y aprenden a diferenciarse
físicamente de éste, su ego deja de ser el centro del mundo. Se vuelven ahora
etnocéntricos, de modo que el grupo social y cultural al que pertenecen es ahora el
centro. Este es un paso significativo, pero no suficiente, pues podemos asumir falsos
guiones sociales que estén distorsionados, como el de la mercantilización educativa por
parte de la corriente neoliberal.
Para que el ser humano aprenda a evitar este tipo de distorsiones de las que venimos
hablando, como es el hecho de una educación puesta al servicio de los grandes intereses
económicos, es necesario que los sujetos sean capaces de pasar a un segundo nivel de
construcción del yo a través de la educación. Nos estamos refiriendo al paso de una
educación vista como socialización, a una educación entendida como liberación crítica
(Freire, 2009). Esta etapa de transición propia de la cultura occidental aparece, en
opinión de Fernández y Carmona (2009), alrededor de los 20 años y forma parte de una
nueva estructura en la conciencia del yo. En esta etapa, llamada de operaciones formales,
los individuos son capaces de juzgar los roles, reglas o guiones sociales de la etapa
anterior. Aparece la capacidad crítica, que nos permite estar a favor o en contra de
determinados convencionalismos o normas sociales. Las cuestionamos o las asumimos,
alcanzando cierto grado de libertad a la hora de manejar nuestra propia vida que permite

111
distanciarnos de las visiones socio-céntricas y etno-céntricas, constituyendo un
aprendizaje de un descentramiento del grupo hacia un nivel más universal, en este caso
la humanidad. El ser humano sufre una transformación que es ya irreversible, llegando a
contemplar el mundo desde una perspectiva mundicéntrica o global. Se superan el yo y
el narcisismo o egocentrismo del grupo o de la sociedad. Pero este nivel de aprendizaje
humano tiene un error, que es el de creer que todas las culturas son respetables y dignas.
Creer o pensar que todas las posiciones ideológicas, políticas, económicas o
conductuales son igualmente respetables es un fallo de la ideología mundicéntrica.
Las culturas que abogan por la supremacía de un grupo humano sobre otro, como en
su día el nazismo en Europa, o las que piensan que hay diferencias de género que se
deben mantener en las estructuras sociales donde hombres y mujeres no son lo mismo ni
cuentan lo mismo a nivel político, social o económico, como sucede en algunos países
árabes, no pueden ser respetadas ni aceptadas socialmente en un mundo global. No se
trata de imponer, quitar o restar nada, sino de respetar la dignidad de cualquier
ciudadano, defendiendo sus derechos humanos fundamentales, sea hombre o mujer, niño
o anciano, alto o bajo, de color de piel claro u oscuro. Desde esta perspectiva, la segunda
gran etapa en el proceso de antropogénesis es la educación como liberación crítica. El
sujeto no está determinado por la cultura de forma irremediable, sino que puede
oponerse a ella. El ser humano puede reconstruirse a sí mismo, al no venir todo
exclusivamente determinado por la cultura y los agentes socializadores tradicionales
como la familia o la escuela. Debe trascender los patrones culturales socialmente
establecidos, creándose y recreándose permanentemente por medio de procesos de
resistencia crítica. Hay un proceso de distanciamiento cultural crítico respecto a la propia
cultura de procedencia. La educación como liberación crítica entra en un segundo nivel
de conflicto en el proceso de desarrollo humano al desvelar las deficiencias de la propia
cultura, y al permitir construir nuevas e innovadoras respuestas para el cambio.
Trascender los condicionantes culturales que limitan el crecimiento humano por las
distorsiones de nuestra cultura, al tiempo que se valoran los aspectos positivos que
pueden aportar otras creaciones culturales distintas de la nuestra, entendidos como
valores culturales universalizables desde un punto de vista transcultural.
El tercer nivel supone la transición de la educación como liberación crítica al nivel de
toma de conciencia planetaria, en el cual el individuo se siente parte integrante de un
mundo global e interconectado. El sujeto llega a otro nivel diferente de conciencia.
Fernández y Carmona (2009, p. 66) lo expresan así: «este carácter transconsensual y
transocial supone la desintegración progresiva de las estructuras perceptuales y
cognitivas automáticas, lo que permite una experiencia sensorial superior, un
crecimiento de la intensidad y de la riqueza perceptiva». El ser humano en este nivel
transpersonal aprende a ver y a sentir de nuevo, trascendiendo la categorización típica de
las estructuras cognitivas automáticas de la etapa anterior. Se dejan atrás los esquemas
culturales preestablecidos, y el individuo aprende a observar sin establecer juicios de

112
valor o manipular aquello que observa. Éste se libera de su carga egoísta y de su legado
cultural, que en opinión de estos autores «viene a ser una especie de conciencia
supersensorial abierta a lo transpersonal, por la que tenemos acceso, especialmente en el
mundo natural, a emociones como el sobrecogimiento ante la belleza, el misterio, la
armonía... presente en la naturaleza, emociones propias ya del siguiente nivel de avance
de la conciencia» (2009, p. 67). Se entra en un proceso educativo de alto nivel, en una
concepción de la educación como liberación crítica, que va más allá de la mera
socialización. Se deja al animal cultural, para convertirse en un ser civilizado que se
reconstruye por medio de valores culturales universalizables y compartibles, que le
llevan además a encontrarse consigo mismo. Estos autores lo identifican con el máximo
nivel educativo que permite la madurez personal y la autorrealización. La educación en
este caso permite eliminar los condicionantes externos y las impurezas que le impiden a
uno llegar a ser el que realmente es. Consiste en dejar crecer controlando los factores
externos que condicionan el desarrollo personal, más que en modelar o dirigir. Educar
significa aquí defenderse de la socialización para entrar en un fenómeno de comprensión
de la voluntad general. Esta enseñanza, que se centra en la libertad, implica una acción
crítica con todo lo que nos rodea, incluidos a nosotros mismos. La libertad como eje
fundamental de la educación está relacionada con dos aspectos básicos: por un lado, la
«individualidad», cualidad por la que cada uno es único y distinto, y que educación
debería tener en cuenta, y por otro lado la «actividad», en el sentido de que cada uno es
protagonista de su proceso educativo, en contraposición a la pasividad característica de
los sistemas educativos convencionales dirigidos a la memorización invariable de
realidades culturales categorizadas.
Lo dicho hasta el momento nos lleva a pensar que no podemos limitar la educación a
la mera socialización e instrucción a la que tan acostumbrados estamos. La educación
supera aquí la simple formación para la inserción laboral, como buscan el mercado y los
intereses empresariales vigentes, sino que supone crecimiento como proceso de
emancipación y humanización. Este debate aún sigue presente en nuestros días, dándose
por hecho que la «buena educación» es aquella que da una respuesta eficaz a las
exigencias de una economía fundamentada en la competitividad. Así, toda educación que
no persigue esa linealidad unidireccional entre formación y mercado es, cuando menos,
objeto de serias críticas por un elevado número de poderes políticos, estatales y
económicos. Estamos obligados a superar esta tensión constante como consecuencia de
la apropiación de la educación por parte de los poderes macroeconómicos, y pensar con
claridad y detenimiento qué sociedad deseamos construir. Acercarnos a mayores cotas de
justicia social lleva implícito pensar la educación bajo parámetros no exclusivamente
economicistas, de nefastas consecuencias como hemos visto en capítulos anteriores,
sobre la estabilidad social y ecológica de nuestras sociedades. Visto así, hay que abrir la
escuela a la comunidad en el sentido defendido por Hargreaves (2003), para reflexionar
desde el interior de la propia colectividad y de forma colaborativa sobre el sentido de la

113
educación necesaria para configurar el ciudadano del siglo veintiuno, atendiendo a
criterios relacionados con la justicia social, la inclusión educativa, la redistribución de la
riqueza, una mayor igualdad real de posiciones, respeto a la dignidad y a los derechos
humanos fundamentales y un mayor cuidado medioambiental, entre otras cuestiones por
el estilo. Desde esta lógica, no tiene sentido que la educación se quede sólo en lo
cognitivo, sino que tiene que dar cabida a las demás inteligencias, como la emocional,
social, ecológica, afectiva, etcétera, y a líneas del desarrollo humano, con una visión
integral de la educación para una humanización cada vez más desligada del
egocentrismo presente, y tendente a unos valores universalizables. Educar es entrar en un
proceso de toma de conciencia que deje atrás nuestro narcisismo, para alcanzar un
sentido universal de lo humano en mayor equilibrio y respecto con el conjunto del
planeta Tierra. Un camino hacia el descubrimiento interno, personal, social y ecológico
que conduce a la educación por senderos que van más allá de los procesos mentales en
busca de la libertad y armonía con el entorno socio-natural, como acto dinámico del
sujeto en busca de la autorrealización, superando la concepción educativa de la
memorización y el llenado de conocimientos.
Las escuelas basadas en una educación tradicionalista son vistas como espacios
destinados exclusivamente a la instrucción. Algo que no es del todo cierto, pues, en la
línea de lo que venimos comentando, son también lugares de contestación y crítica a los
poderes establecidos que interesadamente prefieren un mundo desequilibrado en
términos sociales y medio ambientales. Debemos recuperar el sentido crítico y
constructivo ligado a las corrientes de pensamiento cercanas a la «pedagogía crítica», y
rehacer un discurso argumentado en educación atendiendo a las necesidades presentes de
nuestro tiempo. Como opina el pedagogo crítico Henry Giroux (2004, p. 18) desde su
Teoría y resistencia en educación, es más que evidente «la necesidad de los educadores,
maestros, gente de la comunidad y de otros de desarrollar en lo posible cooperativas
políticas, culturales y educacionales que permitan tanto el espacio como el apoyo
necesarios para que sobrevivan a la lucha con poder y de manera digna». Una lucha por
recuperar la dignidad perdida durante todos estos años en los que la misma institución
educativa reproducía los estereotipos y desequilibrios socioeconómicos de una sociedad
dividida. Por ello, hay que rescatar los centros educativos de la tiranía del capital, sin
olvidar que también han sido y pueden ser sitios culturales y políticos, refiriéndose a las
escuelas, de contestación a los poderes dedicados al control social por medio de escuelas
instructivas y socializadoras. Es conveniente señalar la crítica elaborada históricamente
desde la pedagogía crítica al paradigma educativo tradicional como aparato ideológico
del Estado, encargado de generar las condiciones ideológicas necesarias para el
mantenimiento y reproducción de las estructuras de producción capitalistas, que generan
una fuerza de trabajo pasiva y obediente al capital, como actualmente se está queriendo
imponer en gran parte de Europa, con especial incidencia en países con serias
dificultades económicas y financieras como Grecia, Irlanda, Portugal, Italia o España,

114
donde se están llevando a cabo duras reformas laborales y estructurales en esta dirección.
Esta teoría crítica de la educación busca no sólo revelar los mecanismos utilizados
por las escuelas guiadas bajo los principios de dominación y desigualdad, sino, a partir
de este conocimiento, romper con los mecanismos de dominación existentes. Por tanto,
no se queda en el dramatismo de la escuela como elemento de reproducción social contra
el que no se puede hacer nada. Todo lo contrario, la historia puede ser cambiada, ya que
existe suficiente potencial en la educación política como para llegar a una
transformación radical. Una teoría crítica de la educación como la defendida por la ya
clásica «Escuela de Frankfurt», debe ser actualizada y mejorada para atender a las
necesidades de nuestro tiempo, como forma de crítica autoconsciente dirigida a
desarrollar un discurso pedagógico para la transformación y emancipación social. Desde
la Escuela de Frankfurt se trabajó ampliamente el mundo de las apariencias objetivas y
sus consecuencias en el ámbito de las relaciones sociales que ocultaban la dominación,
destacando el pensamiento crítico como elemento constitutivo en la lucha por la
emancipación y el cambio social, en oposición a un pensamiento que busca la mera
transmisión de conocimientos fragmentados desconectados de la realidad cotidiana. El
pensamiento positivista ha sido utilizado tradicionalmente para desvincular el saber
instrumental, que se ofrecía como único saber en el interior de los sistemas educativos,
del mundo real que rodea a la misma institución educativa. Las escuelas se han alejado
de la comunidad en la que están insertas, y se han dedicado a la divulgación de
conocimientos fragmentados, atomizados y orientados casi exclusivamente al desarrollo
de la dimensión cognitiva del alumnado. Por lo general, en el sistema educativo no se ha
incentivado el cultivo de otro tipo de inteligencias o dimensiones del ser humano, tan
necesarias para la configuración de una verdadera conciencia colectiva que permita
resolver los graves problemas derivados de la competitividad, el egoísmo o el
individualismo característico de nuestro tiempo. Más allá de la formación intelectual-
memorística, repetitiva y acrítica, transmitida de forma unidireccional de profesor a
alumno, comprobamos la ausencia por parte del proyecto educativo reglado e
institucionalizado del cultivo de otro tipo de dimensiones, tan importantes para el
desarrollo humano desde una perspectiva más holística, como pueden ser las
inteligencias emocional, afectiva, interna, social o ecológica. Esta ausencia no es casual,
sino que más bien forma parte de todo un proyecto de control y dominación perfilado
por los ideólogos del pensamiento único de corte neoliberal capitalista, que se han ido
apoyando en las diferentes instancias e instituciones públicas, en este caso la escuela,
para generar el prototipo de ciudadano obediente y sumiso que requiere su modelo
consumista de interpretar la realidad, creándose y perpetuándose así un modelo cultural
reproduccionista de las desigualdades socioeconómicas presentes en la sociedad.
El análisis de la cultura es otro de los elementos tradicionales utilizado por la Escuela
de Frankfurt como forma de crítica a la racionalidad positivista dominante en el sistema
educativo desde una perspectiva histórica. Según Giroux (2006), estos teóricos críticos

115
rechazaron ya la concepción de la cultura como ente que existía de forma autónoma
desligado de los actores políticos y económicos de la sociedad, superando la clásica
visión sociológica de la cultura y la teoría marxista ortodoxa. La cultura, desde la
renovada visión de la Escuela de Frankfurt, guarda una estrecha relación con el contexto
socio-histórico, que es el que le da sentido y significado. La cultura no es algo estanco y
ajeno a la dinámica general de la sociedad, sino que la ideología va condicionando los
diferentes conflictos sociales. La cultura es algo vivo y dinámico, que tenemos que
aprender a interpretar, crear y recrear constantemente para, desde esa nueva conciencia
global colectiva expresada por Fernández y Carmona (2009), dar respuesta a las
demandas de un mundo interconectado y dependiente como el presente. Desde este
punto de vista, la cultura permite tanto la producción como la transformación constante
de la experiencia histórica. Gramsci (2001) y Adorno (1970), entre otros, afirman que la
cultura se ha convertido en una nueva forma de dominación ideológica. Las escuelas,
familias, medios de comunicación e iglesias dan cobertura a la imposición de la
hegemonía ideológica de las élites dominantes, que sustituyen esta colonización
ideológica a través de la cultura por el tradicional uso de la fuerza física por medio de la
policía o el ejército. Se critica así la racionalidad positivista defendida por la escuela
como nueva lógica cultural al servicio del capital y sus instituciones, entre las que se
encuentra el mismo sistema educativo. La educación está al servicio de la industria
cultural, que pretende ser totalmente controlada por los poderes económicos y políticos,
en nuestro caso bajo el prisma neoliberal, para ejercer la dominación socio-política y
económica de la sociedad.
Para dar respuesta a toda esta situación, la Escuela de Frankfurt permitió generar todo
un cuerpo de conocimiento teórico, que debe ser revisado y actualizado, vinculado a una
teoría de la pedagogía crítica o radical. Ha desarrollado todo un modelo de pensamiento,
aprovechado por los teóricos de la educación, críticos con los principios educativos
relacionados con las corrientes tecnocráticas y funcionalistas derivadas de la
racionalidad positivista. Hunde sus raíces en un pensamiento crítico que concede suma
importancia a la creación de una conciencia histórica que ponga en cuestión la
domesticación cultural del positivismo que ha caracterizado al sistema educativo. Un
pensamiento dialéctico que superaría a un conocimiento predecible, objetivo, verificable
y transferible, y que pondría el acento en las dimensiones históricas y relacionales que
pongan en cuestión las verdades objetivas que favorecen la dominación social por parte
de la lógica positivista. Como hemos puesto de manifiesto, el positivismo deja a un lado
al propio ser humano, así como al estudio sociocrítico de la historia, al limitarse al
análisis «racional» de los hechos observables y medibles. Por el contrario, el
pensamiento dialéctico, que es el que se tendría que potenciar en el sistema educativo,
permite una reconstrucción teórica y la crítica necesaria para que los humanos puedan
dar significado al mundo en el que viven, en contraposición al supremo rigor
metodológico del conocimiento positivista, que presenta los hechos observables como

116
verdades incuestionables. ¿Quién es capaz de asegurar, una y otra vez, que otro modelo
de crecimiento no es posible más allá de la ideología neoliberal?, ¿por qué se nos quiere
hacer creer que el llamado «pensamiento único» es el único posible para liderar un
desarrollo socioeconómico «sostenible en el tiempo»?, ¿quién desea seguir manteniendo
un proyecto educativo cognitivista lineal, fragmentado y alejado de la realidad cotidiana
de millones de niños y niñas?, ¿por qué se sigue apostando por un modelo económico
fracasado, con serios problemas estructurales, que ha ido generando un gran coste
humano y ecosistémico? La respuesta la encontramos en los seguidores del pensamiento
único, del modelo neoliberal que hunde sus raíces en un decadente esquema positivista a
la hora de interpretar la realidad desde su dogmático e interesado punto de vista.
Para poder ir rompiendo con este esquema de pensamiento interesado y acercarnos
por tanto hacia otro modelo de escuela, de economía y de sociedad, tenemos que ir
poniendo las bases de un renovado conocimiento social. Este conocimiento permitirá a
los oprimidos, en opinión de Freire (2009), desarrollar un discurso libre de injerencias
externas propias de la dominación de su misma herencia cultural. Un conocimiento para
que los oprimidos elaboren sin distorsiones sus propias historias culturales, al tiempo
que los motive para la acción directa y permanente y puedan así generar nuevas
estrategias para la construcción de una sociedad con unas relaciones sociales más
equitativas y justas. Como el futuro no está escrito, se requiere un conocimiento de sí
mismos y de su contexto histórico-social para luchar contra las viejas cadenas que han
forjado la dominación de un sistema educativo anclado en el racionalismo positivista.
Desde esta visión, la educación ofrece un conocimiento crítico que utiliza a la historia y
a la creación cultural para favorecer un nuevo porvenir para los oprimidos. Una teoría de
la educación radical que hace hincapié en la lucha y en la intervención humana como
forma de liderar su futuro. Destaca la ruptura entre la sociedad actual y la que podría ser.
Un pensamiento dialéctico promovido por una renovada escuela puede ayudar a
comprender la relación tradicional entre cultura escolar y poder como forma de
dominación y sometimiento, rescatar el conocimiento de los momentos de la historia
suprimidos por el discurso dominante y comprender cómo ha funcionado esta sociedad y
por qué las clases trabajadoras, las mujeres, los pobres, los excluidos, los esclavos o los
marginados por su color de piel o procedencia han sido eliminados del discurso oficial
de la historia contada y transmitida en nuestras escuelas. Recuperar su dignidad, su
sentido de clase y sus particulares creaciones culturales son la base de un nuevo discurso
dialéctico que permita escribir y elaborar un nuevo porvenir a las clases dominadas.
Los estudiantes tienen que conocer todas estas tradiciones y condiciones que han ido
adoctrinando a sus generaciones anteriores. Comprender la ideología y las reglas de una
lógica de la racionalidad positivista es un gran paso para reescribir una nueva historia
que esta vez sea autodirigida por ellos mismos. En los últimos años se han ido
imponiendo discursos cada vez más encaminados a la mercantilización de la educación.
Se está instaurando la retórica del costo-eficiencia por medio de un discurso soterrado en

117
políticas neoliberales que quieren poner a la escuela y a las universidades públicas al
servicio de los intereses del mercado. La lógica instrumental se ha abierto paso,
ganándole el terreno a la pedagogía crítica con base en la comprensión ética. Los
tecnócratas educativos buscan la medición, el aprendizaje de competencias
instrumentales y habilidades básicas para la inserción acrítica en un mercado
precarizado. El proceso de Bolonia en Europa es una apuesta por la racionalización
empresarial en la universidad pública, que en el caso de España está siendo reforzado por
la llamada «Estrategia Universidad 2015». Quieren acabar con la crítica constructiva, el
conocimiento como proceso de crecimiento personal y la lucha por la justicia social,
estableciendo un aprendizaje memorístico que dé respuesta a los intereses del libre
mercado. Giroux (2004, p. 72), que critica esta idea mecanicista e interesada de la
educación al servicio de los deseos económicos y de poder de las élites dominantes,
manifiesta que «las escuelas no pueden ser analizadas como instituciones separadas del
contexto socioeconómico en el que están situadas. Las escuelas son sitios políticos
involucrados en la construcción y control de discurso, significado y subjetividades. Los
valores del sentido común y las creencias que guían y estructuran las prácticas en el
salón de clase no son universales a priori, sino que son construcciones sociales basadas
en supuestos normativos y políticos específicos».
El interrogante que se nos plantea ahora es: ¿cómo actuar desde dentro del propio
sistema educativo para dar cabida a ese deseado desarrollo socioeconómico más
equitativo y respetuoso del medio natural?, ¿qué pueden hacer los docentes y demás
agentes sociales para que los centros educativos se conviertan en un espacio adecuado en
el que poder trabajar para el cambio deseado? La respuesta a estas cuestiones, y a otras
similares que podríamos plantearnos, no sólo nos lleva a reforzar las ideas expuestas más
arriba relacionadas con la toma de conciencia interna y colectiva, global, social y
ecológica, y a potenciar el pensamiento crítico y el discurso dialéctico por encima de las
enseñanzas memorísticas tradicionales, sino que además todo esto tiene que contribuir a
generar una idea y un sentimiento sólido de comunidad, creando un entorno en el que se
favorezca la solidaridad como estrategia necesaria para una justa organización social, de
modo similar al sentido de colaboración y ayuda mutua que ha acompañado
tradicionalmente a la economía social y solidaria, y que se encuentra al mismo tiempo
también en el centro del discurso empleado por Felber (2012) sobre la «economía del
bien común». Es por ello que el cambio educativo tiene que venir motivado más bien
desde el interior de las mismas escuelas, mediante la mejora de las relaciones internas.
Tenemos que caer definitivamente en la cuenta de que el cambio no tiene que ver con
una reestructuración de las escuelas impuesta desde fuera por los que creen cómo debe
funcionar el sistema educativo, sino que el cambio debe estar asociado a una
«reculturación». Para Hargreaves, Earl y Ryan (2008), reculturar las escuelas tiene que
ver con convertirlas en lugares que pueden ayudar y estimular a los docentes a adoptar
los cambios internos que sean necesarios para dar una respuesta coherente a las

118
diferentes necesidades y problemáticas que surgen diariamente en el interior de los
centros educativos.
Por su parte, es importante poder crear esas innovadoras y renovadas culturas de la
enseñanza no sólo para provocar el cambio del propio sistema educativo, sino además
para que ese re-hacer la educación nos permita explorar otras vías diferentes de
desarrollo socioeconómico, rescatando lo positivo de la economía social y solidaria, y
vinculándolo con nuevas interpretaciones del crecimiento humano en la línea que plantea
la teoría de la economía del bien común. Así pues, generar esas culturas de la enseñanza
para el deseado cambio educativo requiere comenzar a trabajar de una manera más
cooperativa de los docentes entre sí, junto con los equipos de dirección y gestión de los
centros escolares. Hargreaves (2003, p. 23) presenta este hecho como «la necesidad de
que los docentes colaboren entre sí con confianza, honestidad, franqueza, audacia y
compromiso con el perfeccionamiento constante». Pero esta camaradería entre los
colegas de oficio debe trascender las paredes que separan el centro educativo del resto de
la sociedad; las relaciones de colaboración, ayuda mutua e intercambio de conocimientos
tienen que extenderse a la comunidad educativa más amplia que rodea al centro escolar.
Hablamos de extender la colaboración con el resto de agentes sociales y familiares, que
precisamente han de formar parte integrante de la dinámica educativa. Hargreaves, al
hablar aquí de ampliar la profundidad de estos cambios importantes para la educación
escolar, insiste en una de las ideas centrales que hemos abordado reiteradamente a lo
largo de este trabajo y que tiene que ver con el hecho de que la educación
institucionalizada supere por fin la mera enseñanza memorística a la que, por desgracia,
estamos tan acostumbrados. No podemos seguir asimilando la mejora educativa a la
mejora de los métodos de transmisión-adquisición de conocimientos. Para ir más allá de
la dimensión intelectual del alumno, el cambio educativo precisa llegar al corazón de
todos los sectores educativos implicados: alumnado, docentes, padres, madres y
comunidad en la que se integran. Hay que poder motivar y acercarse a los sujetos que
aprenden, y atender sus necesidades e inquietudes; de ahí que se tenga que abrir la
educación a otras dimensiones como la afectiva, emocional o ecológica, además de la tan
manida dimensión intelectual.
Son varias las razones por las cuales las escuelas tendrían que establecer conexiones
basadas en la colaboración, dentro de la misma institución escolar y fuera de ella. Una
buena estrategia para favorecer un cambio positivo a través de la participación activa de
los docentes es por medio de lo que Sagor (2003) denomina «investigación cooperativa
para la acción». La cooperación para el cambio es uno de los elementos fundamentales
que se encuentran en la base de la economía social y de la economía del bien común, y,
al igual que en estos dos casos, en el contexto educativo es muy importante, para que el
cambio deseado se produzca, el incentivar la asociación entre diferentes profesionales de
la docencia y quienes como las familias pueden prestarle apoyo fuera del ámbito escolar.
Hargreaves (2003) insiste en que hoy más que nunca las escuelas no pueden dejar fuera

119
los problemas del mundo exterior. Las problemáticas que abundan en los contextos
sociales más amplios ubicados fuera de la vida escolar, como la pobreza, la marginación,
el desempleo estructural de importantes sectores, la precarización laboral con bajada
progresiva de salarios y la pérdida de derechos adquiridos tradicionalmente por los
trabajadores o las dinámicas ligadas a la inmigración y la multiculturalidad, entre otros
elementos por el estilo, están influyendo de manera decisiva en el rendimiento,
desarrollo y dinámica escolar. Es imposible poder separar estas distorsiones sociales,
económicas o culturales de la vida educativa. No podemos eludir o despreciar
literalmente todo aquello que ocurre fuera de la misma realidad escolar.
Asimismo, tenemos que asumir que las escuelas están cediendo el monopolio
exclusivo que tenían reservado sobre el aprendizaje. Los jóvenes aprenden fuera de la
escuela debido a la apertura al conocimiento que ofrecen Internet, la televisión, los
videojuegos o la cultura musical. Los docentes tienen que adaptarse a esta nueva
exigencia educativa que supone la fuerte intromisión de las nuevas tecnologías en el
espacio educativo y social. Otro aspecto a considerar es la urgencia de dar una respuesta
a lo que Hargreaves identifica como crisis de comunidad. Se está perdiendo el sentido de
comunidad, provocando que estemos cada vez más divididos como sociedad. Las clases
medias altas y élites sociales buscan refugio en grandes zonas residenciales situadas por
lo general en el extrarradio de las grandes ciudades. Protegidos en imponentes
urbanizaciones con sistemas de seguridad, se aíslan progresivamente entre sí, perdiendo
prácticamente el contacto con el resto de la comunidad. Más individualistas y aislados,
perciben a las clases trabajadoras y más pobres como un peligro para su seguridad
personal, hecho que se ve reforzado intencionadamente por una visión distorsionada
ofrecida por los medios de comunicación como la televisión, que se centran en la política
del miedo y la desconfianza como «forma» de entretenimiento. Las instituciones
educativas tienen el deber de trabajar para rescatar el sentido de comunidad, el desarrollo
de relaciones más armoniosas, y un sentimiento de finalidad común y en creer en algo
más grande que uno mismo. Del mismo modo, los docentes también necesitan para ello
más ayuda, acercando la comunidad a la escuela para repartir tareas que faciliten a los
docentes su labor educativa, ayudándoles a preparar materiales o supervisar a alumnos
que lo necesiten. En definitiva, las escuelas no pueden mantenerse como espacios
aislados dentro de las comunidades en las que se integran. Si deseamos ir construyendo
un modelo de desarrollo socioeconómico más equitativo y sostenible, tenemos que
aprender a comportarnos como una única comunidad global con un objetivo común,
como establece la Carta de la Tierra. De ahí la necesidad de recuperar el sentido de
comunidad, solidaridad y ayuda mutua presente en las prácticas históricas de la
economía social y en las actuales dinámicas de desarrollo, como la planteada por la
economía del bien común.

120
4.5. Trabajo colaborativo y fomento de la empatía como claves
educativas para una toma de conciencia global dentro de los
valores de la Ecopedagogía y la Carta de la Tierra

Todo esto conllevaría una nueva toma de conciencia, unas renovadas prácticas y roles
sociales que verían el mundo desde una perspectiva diferente a la interesada
acumulación de riquezas materiales en la que estamos socializados. Tendríamos que
cambiar nuestros hábitos y la visión actual de desarrollo socioeconómico, por pautas y
dinámicas más solidarias, colaborativas y respetuosas con el ecosistema natural que nos
rodea. Desde el punto de vista educativo, los docentes deberían asumir un renovado
«profesionalismo» (Hargreaves, 2003). Trabajar colectivamente con padres, madres y
demás agentes de la comunidad por el bien del alumnado, y por el futuro de esta misma
comunidad. Alcanzar en este sentido cambios positivos va a requerir de los educadores
una mayor madurez emocional y un carácter general más asertivo por su parte, para
poder acercarnos a ese tercer nivel de desarrollo planteado por Fernández y Carmona
(2009), que supone la transición de la educación como liberación crítica al nivel de toma
de conciencia planetaria, en el cual el individuo se siente parte integrante de un mundo
global e interconectado. Esto requiere de los docentes profundizar más en las
dimensiones emocionales. El profesional competente no es sólo aquel que posee los
conocimientos actualizados pertinentes, o el que domina bien las técnicas metodológicas
para la adquisición de nuevas destrezas por parte de su alumnado. Un buen docente
también requiere de un adecuado trabajo emocional, como defiende Michael Fullan
(2003). En este caso se incluye la pasión, la creatividad y el placer por la vocación
docente, estableciendo lazos emocionales entre educadores y estudiantes en los que se
incentiven el entusiasmo, la curiosidad, la emoción y la diversión por el conocimiento y
el aprendizaje. La planificación docente tiene que estar cargada de dinamismo, emoción
y entusiasmo. Intercambiar opiniones y puntos de vista con los compañeros es una buena
forma no sólo de ponerse al día y estar actualizado, sino de transmitirse entusiasmo entre
los mismos colegas. Ver la labor docente como una tarea de equipo ayuda a superar las
posibles deficiencias o lagunas personales, y a compartir la emoción por una tarea
docente conjunta.
Como venimos comentando, dentro del cambio educativo los aspectos emocionales
son de suma importancia para la mejora, como por ejemplo el hecho de incentivar la
confianza, fomentar la colaboración entre compañeros y demás integrantes de la
comunidad interesados por la mejora educativa, así como un buen respaldo ético y un
significado compartido por la labor educativa. Los docentes tradicionalmente reacios a
los cambios impuestos desde el exterior del propio contexto educativo, manifiestan que
se tengan en cuenta, a la hora de reivindicar el cambio educativo, sus intereses
personales y profesionales. La importancia de la dimensión emocional para este cambio
subraya, como aspecto positivo, la colaboración, la confianza, el trabajo en equipo o la

121
satisfacción por la mejora común, todos ellos valores compartidos por la economía social
y solidaria y la economía del bien común. Tan necesario como trabajar la dimensión
intelectual, es favorecer que tanto estudiantes como profesores puedan expresar sus
emociones con libertad aprendiendo a manejarlas y moderarlas correctamente,
permitiendo conjugar esta dimensión emocional con la intelectual. La emoción como
elemento integral de la razón, así como la emoción y el sentimiento, van juntos de la
mano. Para desempeñar un buen trabajo dentro de la enseñanza se precisa una buena
labor emocional. Hargreaves (2003, p. 43) considera que la labor emocional es un
aspecto relevante de la enseñanza, y que sin ella «las aulas serían (y en ocasiones son)
lugares yermos y tediosos», a lo que añade que «los cambios pedagógicos fracasan
cuando no ganan las pasiones del aula» (2003, p. 45). En definitiva, profundizar en el
cambio educativo está estrechamente relacionado con generar un lugar apropiado y unas
condiciones de trabajo adecuadas para los docentes, para favorecer unas relaciones
emocionales positivas y apasionadas con el proceso de enseñanza-aprendizaje. El
profesor Hargreaves (2003, p. 50) concluye esta idea afirmando que «la franqueza, la
informalidad, la solicitud, la atención, las relaciones de trabajo laterales, la colaboración
recíproca, el diálogo abierto y vibrante y la voluntad de enfrentar juntos la incertidumbre
son los ingredientes básicos de una cooperación eficaz entre la escuela y la comunidad, y
no sólo la cobertura emocional que la adorna».
Fullan (2003), al igual que Andy Hargreaves, defiende que el aspecto emocional, o
dimensión emocional, es importante para lograr un cambio necesario en educación. No
podemos caer en el fatalismo de que es imposible una buena reforma educativa que
favorezca un cambio educativo significativo, que redunde no sólo en una mejora escolar,
sino también en una transformación social, como en el fondo plantea la Carta de la
Tierra. Superar los recurrentes errores por los que han pasado insistentemente las
reformas educativas concebidas exclusivamente desde la racionalidad más instrumental,
por lo general en consonancia con los dictados ideológicos neoliberales, requiere dar
cabida a aspectos tradicionalmente no contemplados cuando se hablaba de cambio en
educación. Valores como la motivación intrínseca de los docentes, transmitir emoción y
esperanza por la labor desarrollada y tener en cuenta aspectos de corte ético, emocional y
afectivo, de transformación y crecimiento personal, de justicia social y cuidado medio
ambiental, son cuestiones todas ellas que se encuentran más allá de la racionalidad
crítica, como argumentan Fernández y Carmona (2009), Hargreaves (2003) o Fullan
(2003). El desarrollo emocional se convierte en una herramienta fundamental para el
éxito personal y colectivo, ya sea éste en el plano emocional, afectivo y de relaciones
interpersonales, laboral, ecológico, comunitario, etc. Las personas emocionalmente
aptas, como nos señala Goleman (2009), poseen más autocontrol que aquellas que no
son capaces de manejar bien sus sentimientos, ponen mayor empeño en sus relaciones
personales y son capaces de motivarse a sí mismas en momentos de dificultad personal.
La importancia de conocer y manejar bien los sentimientos a nivel individual capacita a

122
los sujetos hacia la empatía. Aquellos que mejor se conocen internamente son más
propensos a tratar respetuosamente los sentimientos de los demás, mejorándose
significativamente las relaciones personales y sociales en cualquier esfera de la vida.
Hay una estrecha relación entre emoción y esperanza, que puede actuar positivamente si
sabemos canalizarlo a favor del cambio educativo. Si partimos del hecho, como
mantiene Fullan (2003), de que la reforma educativa es una causa perdida, por
paradójico que resulte, estamos a su vez en el camino adecuado para alcanzar una mejora
en el propio sistema educativo. Hay que escuchar a los desanimados docentes y agentes
sociales que han caído en el fatalismo, para que expresen libremente su opinión sobre la
realidad educativa, y a partir de aquí encontrar un modo de conciliación entre las
emociones positivas de los que siempre son optimistas, pero que tradicionalmente
trabajan aislados, con las emociones negativas de los más pesimistas. En esta ocasión,
Fullan (2003, p. 305) deja claro que «el indicador o conductor del cambio que combina
esperanza y empatía, incluso frente a causas aparentemente perdidas (como podría ser la
educativa), tiene una oportunidad mucho más grande de avanzar».
La persona emocionalmente inteligente es capaz de articular los aspectos o la
dimensión negativa de la emoción, como pueden ser la frustración, ansiedad,
desesperanza, tristeza, enojo, enfado, rabia, insatisfacción, etc., y abordar el problema
con esperanza para encontrar entre todos soluciones de mejora. Una persona esperanzada
está más capacitada emocionalmente para trabajar positivamente con las incomodidades
interpersonales de sus compañeros docentes, a lo que Fullan (2003, p. 309) añade:
«además de adoptar la autogestión local y replantear el desarrollo del personal, los
sistemas de evaluación y cosas similares, la mejor forma de habérselas con el cambio
escolar puede ser “mejorar las relaciones”». Se debe superar el aislamiento prolongado
que han experimentado algunos docentes. Cuanto más separados están del resto de
colegas, más difícil será que asuman además los posibles cambios impuestos desde
arriba. Sin embargo, si se fomenta la interacción, el intercambio de opiniones y puntos
de vista acerca de las problemáticas educativas que afectan a todos, si se promueven las
diferentes percepciones y la acción, las cosas pueden verse de otra manera. Una
interacción eficaz exige a los sujetos no sólo que conozcan y manejen correctamente sus
propios sentimientos, sino que gracias a ella estarán en mejor disposición para interpretar
y tratar adecuadamente los sentimientos de los demás. La emoción y la esperanza
constituyen un punto básico de partida para poder desarrollar el cambio educativo
constructivo. Las culturas de trabajo cooperativo y las comunidades de aprendizaje
permiten canalizar los esfuerzos de estudiantes y profesorado hacia objetivos educativos
compartidos basados en la confianza y la motivación personal. Ser capaz de valorar los
sentimientos ajenos, de empatizar con los demás y ponerse en su lugar, facilita el
desarrollo de comunidades internas de aprendizaje dinámicas, en las que se favorece a su
vez las relaciones funcionales con agentes externos como la familia y la comunidad
local. Se trata de un trabajo cooperativo, con un importante apoyo emocional en el que,

123
por lo general, todos se ven implicados y de alguna manera comprometidos a rendir
cuentas ante los demás. Es necesario destacar algunos aspectos de este trabajo: la
relevancia de la motivación individual y las relaciones sociales para generar culturas de
trabajo cooperativo caracterizadas por una mayor conexión constructiva entre alumnos y
docentes, más tiempo para que los docentes puedan trabajar de forma colaborativa
sumando inquietudes y limando asperezas, y una colaboración más cercana y directa con
las familias y las comunidades con los que poder rendir cuentas acerca de los resultados
de aprendizaje y el desempeño profesional.
Esto requiere manejar la empatía para aprender a ser tolerante con otros puntos de
vista, al tiempo que se incentiva la inteligencia emocional, que desde la perspectiva de
los jóvenes estudiantes puede ayudar a fomentar su carácter empático como un referente
apropiado del desarrollo psicológico y social de éstos. Jeremy Rifkin (2010b), en una
elocuente obra sobre el desarrollo de la «empatía», bucea en lo más profundo de la
naturaleza humana para poner en cuestión viejos prejuicios sobre el supuesto carácter
innato materialista de la raza humana. Este autor afirma, basándose en numerosos
ejemplos y experiencias científicas, que el ser humano puede pasar de ser considerado
como un animal materialista por naturaleza (positivista), a una nueva imagen de la
naturaleza humana que él denomina como Homo Empathicus. La visión utilitarista del
ser humano que ha imperado tradicionalmente en nuestro pensamiento histórico y
económico y que está detrás de la ideología neoliberal, considera que las personas somos
materialistas por naturaleza; de ahí que busquemos permanentemente el placer e
intentemos mitigar el dolor. Al igual que lo hizo Adam Smith en su día, estos utilitaristas
positivistas sostienen que todos venimos al mundo con la finalidad última y único
objetivo de satisfacer nuestro propio interés económico, y, siguiendo a Darwin, que la
única finalidad del ser humano es sobrevivir y perpetuarse. Sin embargo, Rifkin
cuestiona el carácter utilitarista y materialista de la raza humana, aunque llega a admitir
ciertas excepciones, pero al mismo tiempo plantea que nos encontramos ante una
compleja paradoja a la que tendremos que hacer frente, buscando posibles vías de
canalización. Afirma que a mayor nivel de desarrollo y complejidad de la civilización,
mayor es a su vez el grado de empatía de la sociedad, entendido éste, en términos
generales, como la capacidad de no juzgar a los demás y de ser tolerante con otros
puntos de vista. Pero este elevado nivel de complejidad y empatía por el desarrollo de la
civilización hace que consumamos grandes cantidades de recursos naturales y de energía
para mantener el ritmo de crecimiento, consumo y producción que necesita nuestra
actual civilización compleja, por lo que el mundo se enfrenta a una seria amenaza de
extinción a causa de este incremento de la conciencia empática. Por todo ello, este autor
se hace la siguiente pregunta: ¿podemos seguir sustentando nuestra especie? La
respuesta a este interrogante pasa por encontrar una «relación sostenible con el planeta a
tiempo de retroceder ante el abismo» (Rifkin, 2010b, p. 35), a lo que añade que debemos
«restablecer un equilibrio sostenible con la biosfera, descubrir al Homo Empathicus»

124
(Rifkin, 2010b, p. 50).
Para dar respuesta a esta compleja situación y trazar líneas de desarrollo sostenibles
con nuestro entorno natural y social, se necesita como refleja el preámbulo de la Carta de
la Tierra, en el que se habla de los «retos venideros», asumir «cambios fundamentales en
nuestros valores, instituciones y formas de vida. Debemos darnos cuenta de que una vez
satisfechas las necesidades básicas el desarrollo humano se refiere primordialmente a ser
más, no a tener más. Poseemos el conocimiento y la tecnología necesarios para proveer a
todos y para reducir nuestros impactos sobre el medio ambiente. El surgimiento de una
sociedad civil global está creando nuevas oportunidades para construir un mundo
democrático y humanitario. Nuestros retos ambientales, económicos, políticos, sociales y
espirituales están interrelacionados y juntos podemos proponer y concretar soluciones
comprensivas». Desde la Carta de la Tierra se apela además a la «responsabilidad
universal» y a la «solidaridad humana», pues somos una sola familia humana en un solo
mundo. Todo esto es necesario para poder afrontar los retos de un futuro inmediato que
en principio puede parecer incierto, pero que tenemos la obligación y el compromiso de
abordar con firmeza, sin perder de vista la responsabilidad social colectiva (Young,
2011). Queda patente la trascendencia de un cambio cultural, de valores, de actitudes y
de formas de vivir y de actuar. Nuevos hábitos donde el fomento de la empatía parece un
requisito imprescindible en la carrera de esa necesaria conciencia global capaz de
conjugar el «Homo Empathicus» con la sostenibilidad del planeta Tierra. Jeremy Rifkin
(2010b) señala el desarrollo de la «pedagogía empática» como estrategia educativa
orientada a tan loable objetivo, es decir, el de hacer palpable una de las finalidades
centrales de la Carta de la Tierra relativa a la creación de «una sociedad global sostenible
fundada en el respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia
económica y una cultura de paz». Esta «pedagogía empática» supera claramente los
tradicionales enfoques y programas educativos, centrados principalmente en la
formación intelectual y profesional de los jóvenes, aspecto que venimos criticando.
Desde la perspectiva de la «inteligencia emocional» se considera el fomento del carácter
empático en los niños como un referente apropiado del desarrollo psicológico y social de
éstos, orientando la educación hacia una nueva cultura en la que los jóvenes compartan
información en lugar de acumularla, para que la educación deje de ser vista como una
competición y se convierta en una experiencia de aprendizaje colaborativo.
Este autor describe lo que se conoce como service learning o aprendizaje mediante
actividades de voluntariado, que se está extendiendo con enorme éxito en algunas
escuelas norteamericanas. Los jóvenes colaboran con diferentes instituciones, tanto
públicas como privadas, desarrollando acciones solidarias que mejoran sustancialmente
la vida en sociedad y, por ende, la calidad de vida de las comunidades en las que viven.
Este hecho está provocando que el eslogan tradicional en el que se asocia «conocimiento
y poder» como parte del beneficio personal individual, quede en entredicho al menos en
algunos sistemas escolares y se enfrente a una incipiente visión del conocimiento que es

125
fruto de la responsabilidad común y que vela por el bienestar colectivo de la humanidad
y del planeta como un todo. En expresión de Rifkin (2010b, p. 24), «los pocos lugares en
los que se ha implantado la nueva enseñanza empática indican una clara mejora en la
conciencia, la capacidad de comunicación y el pensamiento crítico de los jóvenes,
porque hace que sean más introspectivos, estén más atentos a las emociones, y tengan
más capacidad cognitiva para comprender a los demás y responder con inteligencia y
compasión». Trabajar desde el punto de vista educativo para el fortalecimiento de esta
conciencia empática es fundamental a la hora de orientar el desarrollo humano hacia
otros estándares de vida, situados más allá de los estrechos márgenes impuestos por los
interesados partidarios del «pensamiento único» de corte neoliberal. De la Herrán (2011)
reflexiona sobre la profunda reforma que debe guiar el cambio en educación para
acercarnos a ese nuevo estado de conciencia global que vele por los intereses colectivos,
sin perder de vista la propia individualidad personal, de una humanidad más sensible,
solidaria y preocupada por preservar la enorme riqueza natural que encierra nuestro
planeta. Dicho autor habla del poder que posee en sí la educación de cara al desarrollo de
la madurez personal y la configuración de una ciudadanía universal, con el necesario
fundamento ético para una renovada comunidad mundial emergente como busca la Carta
de la Tierra. En expresión de De la Herrán (2011, p. 247), «la educación no es parcial, ni
egocéntrica o rentabilista, ni lo ha sido nunca, porque lo que pretende es la madurez de la
persona y la ciudadanía universal, no su enanismo interior».
La educación, en mayúsculas, está en pugna con el vigente egocentrismo cultural e
individual que caracteriza a nuestro mundo, y busca un aumento progresivo de la
conciencia como parte enriquecedora de la urgente evolución del ser humano. Otra
cuestión bien diferente es que, como venimos comentando, determinados grupos de
poder económicos e ideológicos pretendan generalizar una visión interesada de la
educación, como de hecho están haciendo los que desean poner la educación al servicio
de los grandes feudos económicos. En un contexto global e interconectado como el que
tenemos en la actualidad, resulta muy contradictorio segmentar y parcializar la
educación atendiendo a los beneficios particulares de comunidades o países, y en
concreto a grupos de presión latentes dentro de estos países y comunidades. De no
superar este egocentrismo social y cultural que impregna nuestra percepción interesada
de concebir la educación a día de hoy, no estaremos en el camino de plantear soluciones
eficaces y consensuadas a los problemas que aquejan a la humanidad. No existe un
proyecto educativo común con el que poder hacer frente a las problemáticas económicas,
sociales, políticas y ecológicas que tienen repercusiones internacionales. Andamos
inmersos en una crisis sistémica de carácter planetario y, sin embargo, seguimos
concibiendo la educación desde una perspectiva local egocéntrica. La educación, como
nos indica De la Herrán (2011, p. 247), «o es para la universalidad, o no es plenamente
educación». El conocimiento fragmentario es típico de las perspectivas parciales con las
que afrontan la «realidad» cotidiana numerosos grupos humanos que conforman el

126
planeta Tierra, cada uno de ellos condicionado por su cultura y por los poderes políticos,
religiosos, económicos o sociales, entre otros, que forman parte integrante de dicha
cultura. Esta limitación del conocimiento, perfectamente fragmentada e interesada, es la
que nos dificulta pensar y comprender globalmente. Ello no quiere decir que lo universal
se oponga o anule lo particular; de ser así, estaríamos ante otra parcialidad más. Sin
perder de vista lo propio y singular de cada pueblo o grupo humano, lo positivo e
idiosincrásico, lo que se pretende al defender esta visión universal de la educación es la
necesidad de un acercamiento y entendimiento global colectivo entre todos los
habitantes de la Tierra. Esto, que puede resultar utópico, idealista o poco probable, según
algunos escépticos, se presenta como una necesidad imperiosa si todos deseamos lo que
Felber (2012) identifica como «el bien común».
Corren tiempos difíciles, propicios para generar el caldo de cultivo del que se están
nutriendo todo tipo de fundamentalismos, llámense éstos económicos, religiosos o
ideológicos. Estos radicalismos son conscientes del poder que encierra la educación, y
los sistemas educativos institucionalizados en general, tanto para la posible
manipulación del ser humano como también para su toma de conciencia social y su
liberación. La educación encierra en sí misma, podríamos decirlo así, esa doble «virtud»
que puede acercar a los humanos bien a una situación de sumisión y dependencia o, por
el contrario, como decía Paulo Freire (2009) en Educación como práctica de la libertad,
puede conducirnos hacia la liberación y la toma de conciencia global. En el preámbulo
de la Carta de la Tierra se hace un llamamiento expreso a la humanidad orientado a que
se superen las diferencias que nos desunen y nos debilitan como especie. En un mundo
interdependiente, tenemos que caer en la cuenta de que para superar las dificultades que
nos afligen debemos remar todos en la misma dirección, pues somos una sola comunidad
con un destino común. La idea de una educación para la universalidad y la conciencia
está implícita claramente en el preámbulo de la citada Carta. Hay que dejar atrás la
fragmentación típica de una pseudoeducación gobernada por los privilegiados poderes
económicos-financieros e ideológicos, que no paran de dividir generando enormes
fracturas en las sociedades contemporáneas. Para confluir hacia una sociedad mundial
sostenible hay que pensar en una educación para la universalidad y la transformación
social, consiguiendo una sociedad global que respete la naturaleza y los derechos
humanos universales, al tiempo que trabaje por una mayor justicia económica y una
cultura de paz. Textualmente, el párrafo de la Carta de la Tierra al que aludimos dice así:
«Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe
elegir su futuro. A medida que el mundo se vuelve cada vez más interdependiente y
frágil, el futuro depara, a la vez, grandes riesgos y grandes promesas. Para seguir
adelante, debemos reconocer que, en medio de la magnífica diversidad de culturas y
formas de vida, somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre con un
destino común. Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el
respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y

127
una cultura de paz. En torno a este fin, es imperativo que nosotros, los pueblos de la
Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran comunidad de
la vida y hacia las generaciones futuras».
En este sentido, por fin observamos que tras más de cincuenta años de la histórica
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 aparece este nuevo y potente
documento promovido por la sociedad civil y cientos de organizaciones de todo el
mundo bajo el nombre de Carta de la Tierra. A diferencia de la conocida Declaración
Universal de Derechos Humanos, que fue «impuesta» al conjunto de la sociedad desde
los centros de poder y decisión de las altas instituciones de los Estados, tenemos que esta
reciente declaración de principios que supone la Carta de la Tierra es propuesta desde la
base por toda la sociedad civil. Los diferentes movimientos civiles y organizaciones de
diversas partes del mundo comienzan a trabajar a favor de una mayor justicia social, una
sociedad más democrática, pacífica y equitativa, preservando la riqueza que presentan la
biodiversidad cultural y ecológica. Estamos ante toda una declaración de principios
éticos fundamentales para una incipiente sociedad del siglo veintiuno, sobre la base de
cuatro grandes ejes vertebradores que ya han sido citados: el «respeto y cuidado de la
comunidad de la vida», la «integridad ecológica», la «justicia social y económica», y la
«democracia, no violencia y paz». Estos cuatro pilares aportan una enorme riqueza en
aspectos trascendentales para el crecimiento humano y el cuidado ecológico que no
habían sido lo suficientemente tratados y valorados por las diferentes economías
mundiales, aportando novedosas dimensiones relacionadas con el medio ambiente y el
desarrollo a las que no se les concedió la importancia que tienen en los planes de
desarrollo nacionales e internacionales. Como nos indica Leonardo Boff (2011), el
objetivo central de la Carta de la Tierra está puesto en toda la «comunidad de la vida»,
por lo que trasciende la mera sostenibilidad. El deterioro permanente del ecosistema
natural, junto al grito latente de millones de pobres, instan al descubrimiento de un
sentimiento de interdependencia global, en el que se refuerce un lazo de responsabilidad
compartida para el bienestar de toda la humanidad y del entorno natural en su conjunto.
Para desarrollar desde el punto de vista educativo los principios y valores de la Carta
de la Tierra, se proponen una serie de iniciativas en todo el mundo, entre las que destaca
un movimiento que tiene su primer antecedente histórico en el Foro Global Mundial de
1992. Este movimiento, conocido como «Ecopedagogía» o «Pedagogía de la Tierra»
(Fernández y Conde, 2010), se marca como finalidad educativa introducir los principios
éticos de dicha carta en los currículos educativos como forma de aproximarse al ideal del
«respeto y cuidado de la comunidad de la vida» en las futuras generaciones. Antunes y
Gadotti (2006) recopilan los aspectos centrales de este movimiento en el trabajo que
lleva por título La Carta de la Ecopedagogía. Estos autores plantean la urgencia de
establecer una renovada concepción de la educación si deseamos dar respuesta a las
enormes transformaciones globales que precisa un sistema planetario en plena crisis
sistémica. Desde esta concepción, la ecopedagogía defendida por Gadotti y

128
colaboradores no pretende quedarse sólo en la simple modificación del currículo escolar
como una reforma educativa más. La ecopedagogía posee un sentido más profundo, cuya
finalidad implícita tiene que ver con provocar un cambio significativo y estable en las
actuales estructuras económicas, sociales y culturales. Tiene que ver con toda una
transformación social y política, inspirada en una mayor ampliación y profundización de
la realidad educativa presente, con idea de reconstruir unas relaciones humanas capaces
de ejercer el respeto y el cuidado necesario sobre toda la comunidad de la vida. Como
han apuntado con anterioridad a diferentes niveles Hargreaves (2003), Fullan (2003) y
Rifkin (2010b), la educación tiene que dirigirse también hacia el desarrollo de los
sentimientos, las emociones y la empatía de los sujetos. La Ecopedagogía nos dice que
tenemos que educar para pensar en forma global y así edificar una ciudadanía planetaria;
de ahí que el fomento de las emociones sea de gran relevancia. Igualmente, la
ecopedagogía nos invita a pasar a ese tercer nivel educativo de toma de conciencia al que
se referían Fernández y Carmona (2009) en su ensayo «re-hacer la educación».
Configurar una conciencia planetaria para el entendimiento mutuo, el cuidado y la paz es
parte del sentir educativo que emana de esta visión pedagógica ligada a la Carta de la
Tierra.
Por su parte, Moacir Gadotti (2003) recoge en su obra Pedagogía de la Tierra los
diez puntos centrales en los que se sustenta la «Carta de la Ecopedagogía: en defensa de
una pedagogía de la Tierra». De manera sintética, estos diez aspectos, con los que
concluimos este trabajo, vienen a decir que: «Nuestra Madre Tierra es un organismo
vivo y en evolución». La mala praxis económica, social y ecológica tendrá serias
consecuencias sobre las futuras generaciones, que, de alguna manera, ya están
padeciendo los excesos de un mundo cada vez más contaminado y sobreexplotado. De
ahí que cada vez sea más importante educar para una toma de conciencia y ciudadanía
planetarias. Un segundo punto nos dice que «el cambio de paradigma economicista es
condición necesaria para establecer un desarrollo con justicia y equidad». Esta idea, que
se ha venido repitiendo y argumentando insistentemente a lo largo de esta obra, resalta la
imperiosa necesidad de cambiar de paradigma a la hora de organizar la vida económica,
social y política. Existen alternativas al modelo productivo y financiero de corte
capitalista neoliberal, como la economía social o la economía del bien común, donde se
pone el acento en un sistema de desarrollo socioeconómico más justo, inclusivo,
equitativo y respetuoso del medio natural. En línea con este tema, la Carta de la
Ecopedagogía defiende en tercer lugar que «la sustentabilidad económica y la
preservación del medio ambiente dependen también de una conciencia ecológica, y ésta
depende de la educación». Un currículo significativo para el estudiante, desde un punto
de vista sociocultural y económico, también tiene que estar ligado con el cuidado de la
salud del planeta. Seguidamente se habla de formar una ciudadanía planetaria e
interdependiente, por lo que «la Ecopedagogía, fundada en la conciencia de que
pertenecemos a una única comunidad de vida, desarrolla la solidaridad y la ciudadanía

129
planetarias». Vivir estas problemáticas en el interior de los grupos humanos que
experimentan en primer plano el deterioro ecosistémico, favorece la conciencia
ecológica y facilita el cambio de mentalidad.
Asimismo, el sexto punto de la Carta de la Ecopedagogía afirma que «la
ecopedagogía no se dirige sólo a los educadores, sino a todos los ciudadanos del
planeta». Formar ciudadanos con conciencia planetaria, y sensible a lo local, no es tarea
exclusiva de la escuela, rescatándose de esta manera la importancia de generar una
verdadera comunidad educativa donde la sociedad como un todo se comprometa y sea
responsable colectivamente de la configuración del ser humano que anhelamos. Este
cambio en las relaciones humanas, sociales, económicas, políticas y ambientales tiene
que venir de la mano de toda la comunidad, como principio estructural de la idea del
bien común. Este hecho nos conduce al siguiente aspecto, en el que se cita que «las
exigencias de la sociedad planetaria deben ser trabajadas pedagógicamente a partir de la
vida cotidiana, de la subjetividad, es decir, a partir de las necesidades e intereses de las
personas». La educación tiene que poner al descubierto las necesidades humanas y
ecológicas a las que nos enfrentamos actualmente; no puede seguir permaneciendo al
margen del sufrimiento ajeno, de la avaricia, de la violencia en todos sus niveles,
incluida la más sutil, como es el caso de la violencia estructural, de la explotación
desbocada del entorno natural, del trabajo y explotación infantil, de la trata de personas y
de un largo etcétera. Educar para la ciudadanía planetaria requiere auto-organizarse,
informarse, desvelar esos espacios ocultos que en ocasiones deja la socialización y la
adquisición acrítica de la cultura. Educar supone, por el contrario, criticar, buscar las
causas de los problemas de un orden económico y social injusto, para tomar decisiones
que asuman como una máxima a alcanzar el cuidado y el respeto de la comunidad de la
vida. Como anuncia el citado texto en octavo lugar, «la ecopedagogía tiene por finalidad
reeducar la mirada de las personas, es decir, desarrollar la actitud de observar y evitar la
presencia de agresiones al medio ambiente y a los seres vivos, así como el desperdicio,
la contaminación sonora, visual, la contaminación del agua y del aire, etc., para
intervenir en el mundo en el sentido de reeducar al habitante del planeta y revertir la
cultura de lo descartable». Educar para la ciudadanía conlleva la creación de una cultura
de la vida donde los seres humanos convivan estableciendo lazos de solidaridad entre
ellos y en armonía con su contexto natural. Por último, y a modo de síntesis final donde
todos los puntos anteriores encuentran significado, en décima posición se plantea que «la
ecopedagogía propone una nueva forma de gobernabilidad ante la ingobernabilidad del
gigantismo de los sistemas de enseñanza, proponiendo una descentralización y una
racionalidad basadas en la acción comunicativa, en la gestión democrática, en la
autonomía, en la participación, en la ética y en la diversidad cultural».

130
Reflexiones finales

El filosofo francés Alain Touraine (1999, p. 9), en su obra ¿Cómo salir del
liberalismo?, se preguntaba ya a finales de la década de los noventa del pasado siglo xx
si «¿dispone todavía nuestra sociedad de la capacidad de cambiar y de reinventarse a sí
misma a través de las ideas, de sus conflictos y sus esperanzas?» Las posibles respuestas
a este interrogante están a día de hoy muy presentes en el sentir cotidiano de millones de
ciudadanos de todo el mundo. Desde las revoluciones y protestas masivas en el mundo
árabe de 2010 a 2012, denominadas por diversos medios internacionales como la
Primavera Árabe o la Revolución Democrática Árabe, pasando por los diferentes
movimientos globales de los llamados «indignados» que se han ido generalizando en
numerosos países como España, Estados Unidos, Grecia, Portugal, Francia y un largo
etcétera, todos ellos ponen de manifiesto el enorme descontento social que aflora en
nuestras sociedades contemporáneas. Con matices diferentes y rasgos distintivos claros
entre sí por las idiosincrasias culturales, religiosas o políticas de base en cada uno de
estos contextos, lo cierto es que podemos encontrar motivaciones compartidas en cada
una de estas protestas mundiales. En el fondo se aprecia el «despertar» de una sociedad
civil atormentada por la falta de un horizonte claro para el bienestar de toda la
ciudadanía. La situación actual de deterioro democrático, de pérdida de derechos sociales
y laborales a un ritmo acelerado, de coacción de las libertades más elementales, de
menoscabo de las condiciones laborales junto a un aumento importante del número de
desempleados, unido todo ello a una gran incertidumbre, están provocando, entre otras
reacciones, un malestar generalizado entre la población que tiene su cara más visible en
las múltiples manifestaciones y protestas que están inundando las calles de muchas
ciudades de todo el mundo. Los ciudadanos están comenzando a mostrar su más sincero
rechazo a un modelo de organización económica, social y política que le ha dado la
espalda a la inmensa mayoría de la población.
La filosofía neoliberal es la que se halla detrás de este control injusto de los recursos
del planeta, que están en manos de una élite minoritaria, quien a su vez ejerce un poder
casi absoluto sobre la economía, la política y las instituciones internacionales. A lo largo
de este trabajo hemos analizado las consecuencias de este modelo sobre el conjunto de la
ciudadanía en diferentes ámbitos, como la educación, los aspectos sociales y culturales,
los económicos o los medioambientales. Hemos visto cómo esta ideología neoliberal ha
naturalizado un conjunto de reglas, normas, hábitos y pautas sociales en las que se
aconseja a los sujetos que se dejen llevar por los cauces razonables y coherentes que,
según la opinión de estos liberales, son la luz que ilumina el recto camino a seguir por

131
eso que se ha dado en llamar el «pensamiento único». Se insta a los ciudadanos a acatar
las reglas del mercado y a guiarse por los principios de la máxima eficiencia, que tendrán
su recompensa por medio de la estabilidad social y la calidad de vida de toda la
sociedad, si dejan que el propio mercado establezca libremente unas reglas que le
permitirán autorregularse. Se ha podido observar que todo esto no ha sido más que un
cúmulo incesante de promesas incumplidas, de un modelo de desarrollo socioeconómico
agotado y con serios daños estructurales que ha causado un gran coste social y
ecosistémico. A pesar de todo, ha tenido y aún sigue teniendo un gran seguimiento; de
hecho, vemos que se han sumado a este discurso conservador, elitista y excluyente no
sólo los partidos de la derecha más tradicional, sino también una parte de la izquierda
política, que se ha limitado a denunciar tímidamente los abusos cometidos por los
liberales y el mercado sobre las clases populares trabajadoras. Esta izquierda
«aburguesada» no ha sabido reaccionar a tiempo y con contundencia para frenar la
avaricia de especuladores, los cuales han actuado sin apenas restricciones o controles
estatales serios, contribuyendo directamente, por acción u omisión, a la situación actual
de extrema desigualdad, ajustes, recortes y pérdida de poder adquisitivo por parte de los
trabajadores.
Una de entre las numerosas causas que están detrás de este importante proceso de
deshumanización en el que estamos inmersos la encontramos en el hecho de que el
crecimiento económico bajo el prisma capitalista neoliberal se ha olvidado por completo
de la «ética», favoreciendo así el distanciamiento entre «economía» y «sociedad». La
palabra ética, del griego êthos, está etimológicamente relacionada con la forja o
formación del carácter de las personas, instituciones o sociedades. Nos han transmitido
que, históricamente, los pueblos han pretendido, por lo general, forjarse un buen carácter
que los aproxime al bien común. La realidad cotidiana nos dice, por el contrario, que aún
estamos lejos de este ideal. Son cuantiosos los datos que se han puesto de manifiesto a lo
largo de estas páginas para darnos cuenta de que un cambio de modelo de desarrollo,
más allá de la filosofía neoliberal, no sólo es deseable, sino que además es posible y
necesario. La economía social y solidaria ha estado en «pugna» permanente desde su
nacimiento con un capitalismo excluyente que dejaba fuera de la estructura y redes
sociales a aquellos que «no podían» o «no sabían», según los capitalistas, mantenerse en
las reglas de juego marcadas sobre la base de la competencia, la rivalidad y el
individualismo. Sin embargo, la economía social ha sobrevivido hasta nuestros días,
sobre todo en algunos campos como el cooperativismo, que a pesar de haber recibido
fuertes críticas sigue captando cada vez más seguidores que buscan una forma alternativa
al capitalismo tradicional para organizar la economía. Principios como la solidaridad, la
ayuda mutua, el trabajo colectivo para un fin u objetivo compartido, la distribución de la
riqueza de forma más equitativa o el acceso a créditos cooperativos, entre otros muchos
aspectos por el estilo, han convertido a la economía social en algo parecido a «un bien
refugio» con el que poder hacer frente a un sistema de desarrollo económico claramente

132
injusto e inequitativo como es el capitalismo neoliberal.
Asimismo, somos conscientes de que a la economía social y solidaria le queda un
largo camino por recorrer. Además, no se trata de la única vía posible como alternativa al
mencionado capitalismo, sino que por suerte están surgiendo nuevos modelos, como el
de la «economía del bien común» planteado por Christian Felber, que pueden
favorecerse mutuamente a la hora de plantear respuestas sólidas a la crisis sistémica
actual. Difícilmente pueden ponerse en duda valores universalizables como los de
«dignidad humana», «solidaridad», «sostenibilidad ecológica», «justicia social» o
«participación democrática y transparencia», todos ellos valores que forman la matriz de
la economía del bien común defendida por Felber, que a su vez configuran el núcleo
central de los principios que rigen la Carta de la Tierra. Estos aspectos nos aproximan a
la idea del bien común como un objetivo loable a alcanzar desde la propia sociedad civil.
Del mismo modo, los pueblos han buscado permanentemente, en el proceso de forja de
su carácter, la ética, la libertad, la justicia y la felicidad, entre otros ideales utópicos en
constante recreación. El papel de las instituciones políticas, algo que por desgracia se
echa de menos en el momento presente, debería ser el de propiciar la felicidad de los
grupos humanos y fomentar la justicia socioeconómica de las organizaciones. Por ello es
prioritario, hoy más que nunca, favorecer la movilización cívica y social como ejercicio
de una democracia participativa. Tenemos que cambiar nuestros hábitos, nuestra
conciencia, nuestra manera de interactuar con el mundo; en definitiva, promover una
auténtica revolución cultural a través de una educación liberalizadora que trascienda los
estrechos márgenes de la memorización, asimilación y acomodación reduccionista a la
que nos tiene acostumbrados el modelo de educación tradicional. Para asegurar el
principio de «justicia social y económica» presente en la Carta de la Tierra, así como que
«las actividades e instituciones económicas, a todo nivel, promuevan el desarrollo
humano de forma equitativa y sostenible», la educación debe contribuir a ese cambio
cultural. La suma de pequeños gestos individuales puede suponer un gran tsunami fruto
de una respuesta global colectiva. El cambio sólo es posible si modificamos nuestras
acciones personales, si creemos en las potencialidades que como seres humanos tenemos
para dar un giro de ciento ochenta grados al presente modelo económico. Por ello,
trabajar desde el ámbito educativo en la necesidad de incidir sobre el cambio de un
modelo cultural inspirado en la ideología neoliberal, por un desarrollo cultural
totalmente diferente promovido por los valores de la Carta de la Tierra, debe convertirse
en una prioridad para educadores y demás agentes sociales comprometidos, como indica
la citada Carta, con la «justicia económica» y con «crear una sociedad global
sostenible».
Hargreaves (2003, p. 50) nos recuerda que «si nuestra lucha es por las necesidades de
todos los niños y no sólo por los de una élite, los mercados y el gerencialismo nos serán
de escasa ayuda en nuestra búsqueda. Sólo servirán para ahondar la brecha emocional
entre las comunidades marginales y las escuelas que alegan prestarles servicio». Para que

133
la escuela no siga reproduciendo estas desigualdades estructurales, el nuevo foco de
atención tiene que estar puesto en el desarrollo de la pedagogía empática propuesta por
Rifkin, y en el fomento de las dimensiones emocional, afectiva, social y ecológica.
Pensar que estamos en un contexto global totalmente interconectado nos exige que
pasemos al tercer nivel educativo de toma de conciencia planetaria. Repensar y rehacer
la educación desde esta perspectiva ecosistémica supone apostar por un modelo de
justicia social que crea en la redistribución de la riqueza para acabar con las injusticias
socioeconómicas presentes. Éstas son sólo algunas de las propuestas que se pueden tener
en cuenta a la hora de reconducir nuestro actual esquema de desarrollo humano. No se
trata de propuestas cerradas o acabadas; no ha sido ni mucho menos nuestra intención en
este trabajo. Tan sólo hemos querido ofrecer una visión diferente que supere el vigente
sistema capitalista neoliberal. Somos conscientes de que queda mucho camino por
recorrer y de que este trabajo representa un «granito de arena» más en la lucha por un
modelo de organización económico, político, social, educativo y ecológico más justo.

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141
Edición en formato digital: marzo de 2013

© Francisco Miguel Martínez Rodríguez


© De esta edición: Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2013
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
[email protected]

ISBN ebook: 978-84-368-2898-6

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Conversión a formato digital: REGA

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142
Índice
Prólogo 6
Introducción 10
1. ¿Por qué se sigue negando la «crisis sistemática del modelo
16
capitalista neoliberal»? Perspectiva histórica e intereses ocultos
1.1. Las políticas neoliberales y el origen de la crisis económica internacional 17
1.2. Los efectos de un «capitalismo tóxico» 23
1.3. La crisis financiera y económica española 29
1.4. La educación desde la perspectiva neoliberal 33
2. Del capitalismo neoliberal a una economía centrada en el
42
mantenimiento y desarrollo de la vida
2.1. Acerca de la noción de «desarrollo»: antecedentes históricos e
43
implicaciones educativas
2.2. El «Índice del Desarrollo Humano». Avances y nuevos retos para la
49
educación
2.3. Alternativas de desarrollo a la crisis sistémica del capitalismo neoliberal 55
2.4. Por una economía que valora la vida. Educación, movilización y solidaridad 61
3. Repensar la economía social y solidaria (ESS). Pautas para una
69
economía más equitativa y sostenible
3.1. Antecedentes de la ESS: la lucha contra el capitalismo neoliberal 70
3.2. Origen y desarrollo de la economía social en España 76
3.3. La economía social y solidaria (ESS). Principales características y rasgos
82
distintivos
3.4. Por una nueva cultura del trabajo asociativo: el caso concreto de las
87
cooperativas
4. Otro pensamiento es posible: el papel de la educación y la Carta
de la Tierra en la mejora de las empresas de economía social y 93
solidaria
4.1. El mito de la igualdad de oportunidades según François Dubet:
94
implicaciones educativas de cara a la justicia social y económica
4.2. Igualdad de posiciones frente a igualdad de oportunidades 98
4.3. Justicia social y educación 102
4.4. Repensar la educación para un nuevo desarrollo socioeconómico 110
4.5. Trabajo colaborativo y fomento de la empatía como claves educativas para

143
una toma de conciencia global dentro de los valores de la Ecopedagogía y la 121
Carta de la Tierra
Reflexiones finales 131
Referencias bibliográficas 135
Créditos 142

144

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