Maximo Gorki. Viaje A Nueva York

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REVISTA LETRAS LIBRES

Gorki en Nueva York


El novelista ruso fue acogido en Estados Unidos
por celebridades que se disputaban su
presencia, hasta que un escándalo, manipulado
por los medios, hizo fracasar su intento de
recaudar
31 fondos para la revolución.
Canek Sánchez Guevara
09 agosto 2014

Recepción bajo la lluvia

A las seis de la tarde del martes 10 de abril de 1906, el


vapor Káiser Guillermo el Grande arriba al puerto de Hoboken,
Nueva Jersey, proveniente de Cherburgo. A bordo se encuentra
Alekséi Maksímovich Péshkov, más conocido como Máximo
Gorki, de 38 años, quien llega al continente americano tras los
acontecimientos que un año antes desembocaron en la creación
del primer parlamento ruso, una revolución que el propio Gorki
describe como “de clase media” y que en efecto involucra a
la intelligentsia antizarista. En esos días de revolución, Gorki es
más que un espectador pasivo; la Ojrana lo sabe y el exilio es su
castigo.
Días antes, al recibir confirmación cablegráfica de que el conocido
escritor y revolucionario se dirige a Nueva York, la prensa
especula con la posibilidad de que se le prohíba la entrada al país
“por pertenencia a una asociación que autoriza y enseña el uso
de la fuerza con el fin de derrocar a la autoridad constituida”. A
principios del siglo XX americano las leyes contra los anarquistas,
cuyos militantes han sido particularmente activos en las décadas
anteriores, son duras y expeditas. Los socialistas, en cambio, no
tienen problema alguno; de hecho, está “de moda” serlo en los
Estados Unidos de principios de siglo, mucho antes del
macarthismo y la Guerra Fría. Al ser entrevistado en la aduana,
según consigna el New-York Tribune, Gorki niega ser anarquista y
asegura, en cambio, ser socialista.1

Miles de personas reciben a Gorki y a sus acompañantes –


“madame Gorki” y su “secretario personal”, Nikolái Burenin– en el
muelle de la compañía naviera Norddeutscher Lloyd. Las calles
están llenas de admiradores que aplauden al revolucionario,
quien no solo es popular como escritor, “sino también como figura
romántica”.2 Son tantos sus seguidores que las autoridades
portuarias solicitan refuerzos policiales para controlar a la
multitud. Gorki se ha hecho famoso en Estados Unidos gracias a
sus colaboraciones en el New York American, propiedad de
William Randolph Hearst, y en particular por el trepidante relato
del Domingo Sangriento, titulado “La masacre como yo la vi”.
Periodistas, fotógrafos, políticos, literatos, artistas y toda suerte de
hombres y mujeres llenan la zona portuaria, y los emigrados rusos
de las ciudades de Nueva York y Nueva Jersey están de fiesta
con la visita de un hombre como ellos, sencillo, autodidacta, que
ha llevado la voz de los pobres de Rusia a todos los confines del
mundo. Es tal la congregación, que el New York Times no duda
en afirmar que la bienvenida rivaliza “con la ofrecida a Kossuth, el
libertador de Hungría, y a Garibaldi, el padre de la Italia unificada,
cuando vinieron a este país”.

En tierra lo aguarda Zinovi Péshkov, un joven ruso de origen judío


a quien Gorki había adoptado una década atrás, dándole su
apellido para que el muchacho, a la sazón adolescente, pudiera
evadir las estrictas leyes zaristas que limitan la libertad de
movimiento y de trabajo a los judíos. Tras atravesar el continente
europeo, el chico llega a Canadá en 1904, y poco después a
Estados Unidos: joven de gran inteligencia, ha sido discípulo y
asistente personal del escritor en Rusia y se ha hecho cargo de
sus asuntos durante sus estancias en prisión. Él y Gorki serán
grandes amigos el resto de la vida, incluso cuando sus caminos
se separen sin remedio tras la revolución de 1917.

Pero esta noche lluviosa, en Nueva Jersey, están juntos, y el


comité de recepción está integrado por toda suerte de liberales,
radicales y socialistas. Al frente se encuentra el representante del
Partido Social-Revolucionario ruso, Nikolái Chaikovski –recién
llegado de Londres–, acompañado por un grupo de militantes
cercanos. Se encuentran también los delegados del Partido
Socialista de América Alexander Jonas y Algernon H. Lee, y los
del Partido Socialista del Trabajo (slp) encabezados por Julius
Hammer.3 Y están, desde luego, el multimillonario empresario
editorial Gaylord Wilshire, en representación del Buró Socialista
Internacional (de la Segunda Internacional); Leroy Scott, escritor,
miembro de la Sociedad Socialista Intercolegial –“fundada por
fabianos, para fabianos”–; el escritor y líder de la izquierda radical
judía Abraham Cahan, a la sazón editor de The Forward, e Iván
Norodny, líder del Partido Militar Revolucionario. Dos días antes,
Norodny había dado a entender a la prensa que “Gorki viene a
Nueva York como representante oficial del Partido
Socialdemócrata ruso. Con Chaikovski, representante del Social-
Revolucionario [y el propio Norodny, del Militar Revolucionario],
los tres principales partidos revolucionarios representados en este
país actuarán al unísono con el fin de influir en la simpatía
americana a favor del movimiento revolucionario ruso”.

“Tengo la esperanza y la certeza de que Rusia será pronto una


república”, declara Gorki a la prensa. “Los recientes
acontecimientos en Rusia fueron fruto de los revolucionarios de
clase media [pero] las elecciones no tienen relación alguna con la
situación revolucionaria. No creo en la Duma ni en el actual
sistema electoral. Las elecciones no tienen nada que ver con la
liberación del pueblo. Los socialdemócratas no participan en las
elecciones en tanto partido, aunque muchos de ellos han sido
elegidos a título individual [...] Que la Duma traerá calma y
prosperidad a Rusia es algo que no creo.”4 Y cuando le preguntan
qué será del zar en caso de que la revolución triunfe, Máximo
Gorki se limita a encoger los hombros.

Tarde en la noche, tras estrechar muchas manos y recibir


numerosas tarjetas de presentación, Gorki, en compañía de “su
esposa”, del joven Péshkov y de su “secretario personal”, se
dirige al Hotel Belleclaire, donde la peculiar familia ocupa un
apartamento de tres habitaciones, en el noveno piso, con vistas al
Parque Central por el este y al Hudson por el norte.
Nueva York lo recibe a lo grande.

Twain y el A Club

La noche del 11 de abril de 1906, Máximo Gorki es invitado a una


cena privada en el A Club,5 donde ultiman los detalles para un
gran banquete público de recaudación. “A lo largo de la cena –
cuenta una crónica del New-York Tribune– el señor Clemens y
Gorki entablaron una animada conversación, con el joven
Péshkov actuando como intérprete.” El “señor Clemens” al que se
refiere la nota es Samuel Langhorne Clemens, alias Mark Twain.
Él y Gorki se admiran mutuamente y no dejan pasar un instante
sin demostrarlo: “Es un día feliz este en que se me ha permitido
conocer a Mark Twain”, dice el ruso. “Él es famoso en el mundo
entero, y en Rusia es el más conocido de los autores americanos
[...] Ningún hombre de cultura siente que su educación es
completa hasta que ha leído a Mark Twain.”

“La idea es ayudar a los rusos a obtener la libertad por la que


nuestros padres lucharon y que hemos disfrutado por más de cien
años –la libertad de expresión, de prensa, de asamblea, de voto y
de religión o conciencia– y a la que debemos la paz y la
prosperidad que gozamos hoy”, afirma el escritor Robert Hunter.
Twain no se queda atrás: “Si podemos hacer algo para ayudar a
crear una república rusa, hagámoslo.” Hacia el final de la cena el
comité queda formalmente constituido. El objetivo: conseguir
fondos para la revolución. Gorki no titubea: “Vine a América para
entablar contacto con el pueblo americano y pedirle su ayuda
para mis sufridos compatriotas que luchan por la libertad. El
despotismo debe ser derrotado y para ello lo que necesitamos es
¡dinero, dinero, dinero!”

Tras la cena, Gorki y el joven Péshkov se dirigen a casa del


empresario, editor y político socialista Gaylord Wilshire, donde
una recepción en honor al escritor inglés de ciencia ficción y
socialista fabiano H. G. Wells tiene lugar. Wells recuerda el
encuentro en The future in America: “Es una gran y calma figura,
hay un curioso poder de convencimiento en su rostro, una honda
simplicidad en su voz y en sus gestos. Cuando lo conocí, estaba
vestido con ropas campesinas, con una camisa azul con correa,
pantalones de algún material negro brillante, y botas, y aparte de
unas pocas frases comunes, su único idioma era el ruso [...];
presenta además ese desamparo práctico que es propio de
genios como él.” Wells, feliz, lo llama “la gran figura de la libertad”.

Gorki está en la cumbre americana.

Dinero, dinero, dinero

Mucho se especula sobre la verdadera razón de la visita de Gorki.


La versión de que la tuberculosis lo consume se expande, pues
los rigores de la prisiones rusas, en concreto de la Fortaleza de
Pedro y Pablo, son bien conocidos. El propio Gorki no deja lugar
a dudas: “Soy un enemigo del gobierno ruso, he sido un
revolucionario desde los diecinueve años y no tengo por qué
disculparme por mi actitud. Vine a este país a conseguir dinero
para ayudar al movimiento revolucionario ruso.” Y si ha venido a
este país, continúa, “es porque es el más democrático del mundo
y creo que Rusia está destinada a posicionarse junto a América
en tanto tierra de ideas democráticas”.
Pero Estados Unidos se encuentra ahora en un impasse; pasadas
las guerras del XIX que configuraron la nación, y cuando todavía
falta una década para su incursión en la primera contienda
mundial, el pueblo estadounidense parece poco favorable a las
aventuras extraterritoriales. Además, las recientes intervenciones
en Cuba, Puerto Rico y Filipinas tampoco ayudan a aclarar las
cosas: “Fuimos ahí a conquistar, no a redimir”, había dicho Twain
unos años antes. El pacifismo es la nueva consigna americana, y
los ciudadanos no ven con buenos ojos la idea de financiar una
guerra en Rusia.

Los estadounidenses, orgullosos de la seguridad y la tranquilidad


que la democracia provee, se niegan a aceptar que en otras
sociedades el único recurso para transformar el estado de las
cosas sea la lucha armada, idea que les desagrada por encima
de cualquier otra. Aun así, puesto que su propia revolución fue
contra “el rey”, y eso se halla profundamente instalado en la
conciencia social, la figura del zar los repele, y la repulsa hacia la
autocracia es genuina en la opinión pública. Las aventuras y
desventuras de la revolución rusa no les resultan ajenas, y la
abominación del Domingo Sangriento está fresca en la memoria
colectiva. Gorki, con sus relatos, novelas y reportajes, ha hecho
un gran trabajo al mostrar el sufrimiento “del pueblo”. Todos
quieren apoyar al sufrido pueblo ruso pero nadie quiere
embarrarse con una sangría que saben va a estallar en cuanto
suene el primer disparo.

Pero Gorki no ceja en el intento de conseguir dinero, labor a la


que se ha entregado en más de una ocasión. La fascinación que
ha despertado en la alta sociedad neoyorquina, culta, ilustrada y
liberal, es sin duda favorable para la causa, piensa, y aun se cree
capaz de conquistar al “progresista” pueblo estadounidense y
conseguir el apoyo económico que toda revolución requiere. La
innegable fuerza que las organizaciones socialistas tienen en este
preciso momento en Estados Unidos hacen de Nueva York el
mejor sitio para obtener fondos. De ahí que su humor sea sólido y
confiado.

Sabe que podrá convencerlos.

La debacle moral

La mañana del sábado 14 de abril de 1906, el periódico


sensacionalista The World, propiedad de Joseph Pulitzer,
amanece con un titular imperdonable: “Gorki trae a una actriz
como si fuera madame Gorki”, noticia que cae como una bomba
en las buenas y decentes conciencias americanas. En realidad,
como detalla Holtzman, no es un verdadero secreto que María
Fiodorovna Andreieva y Máximo Gorki no están legalmente
casados; Gorki y Yekaterina Pávlovna Péshkova llevan años
separados, incluso en los mejores términos, aunque el divorcio les
ha sido negado en virtud de las ideas políticas de ambos, lo que
se ha convertido en un modo de presión más de las autoridades
zaristas. Gorki y María Andreieva, por su lado, se conocen en
1900, y desde 1903 viven juntos como una pareja de facto ante la
imposibilidad de anular el matrimonio previo.

No solo no es un secreto, sino que la propia policía zarista se ha


encargado de enviar a los distintos periódicos neoyorquinos, con
la intención de minar la credibilidad de Gorki, los datos de dicha
relación, donde se incluye una foto de la “verdadera” esposa del
escritor en compañía de sus hijos; información que los reporteros
estadounidenses, en una suerte de pacto no escrito –según
cuenta Filia Holtzman–, deciden ocultar, a sabiendas de que, en
efecto, la labor prorrevolucionaria del novelista se vería dañada.

La reacción no se hace esperar. En cuanto los primeros


ejemplares de The Worldllegan a las calles, todos comienzan a
hablar de “la mujer”, de “su acompañante”, de “la actriz”, con todo
lo que el término puede significar en un medio pequeñoburgués y
provinciano, como pronto muestra ser el neoyorquino. Cuenta The
Sun: “Tras conocer el reporte noticioso de que la mujer que se
registró en el hotel como ‘madame’ Gorki es en realidad
‘mademoiselle’ Andreieva, una actriz, y no la esposa de Gorki,
Milton Roblee, propietario del hotel, le pidió a Gorki que
abandonara las instalaciones.” El pobre millonario socialista
Gaylord Wilshire, que ha reservado el apartamento que los Gorki
ocupan, recibe las reprimendas del hotelero, quien las narra
airado al Evening Star: “Le dije al señor Wilshire que este es un
hotel familiar perfectamente respetable, y que no puedo permitir la
presencia del señor Gorki y su acompañante. Deben dejar la casa
de una vez.”

De manera inevitable, la relación entre Gorki y Wilshire se enfría.


El millonario socialista supone haber sido un pésimo anfitrión, y
algo de vergüenza ajena debe sentir por la actitud de sus
conciudadanos. No es difícil imaginarlo al momento de presumir la
ciudad de Nueva York, capital cosmopolita de América, y luego,
ante el descalabro, sufrir la desilusión de su amigo y la propia.
Además, fue él, Wilshire, quien anunció a todos que María
Andreieva era la esposa del autor. Por estos motivos, invita a
Gorki y compañía a quedarse en su apartamento, pero el ruso
declina con la excusa de que no quiere avergonzar más a su
amigo. Lo avergüenza, sin embargo, al pagar de su propio bolsillo
los 179 dólares que se adeudan al hotel, pese a que la
reservación –y la invitación misma– había sido expedida por el
caballero Gaylord Wilshire. A modo de explicación, el joven
Péshkov, quizá con cierta sequedad, se limita a acotar que “no es
costumbre en Rusia permitir que otros paguen las cuentas de
uno”.

La noticia del falso matrimonio se propaga rápidamente por


Nueva York y, según reporta el Evening Star, los seguidores de
Gorki en la ciudad se dividen ahora en dos bandos
irreconciliables; por un lado, “los socialistas más extremos, que
toman la situación con cierta calma”, y, por el otro, los “socialistas
conservadores”, quienes “están desconcertados por el
descubrimiento de que ‘madame Gorki’ no es madame Gorki en lo
absoluto”. El agudo reportero del Evening World ve el dilema con
claridad: “Políticamente, estas personas podrán ser muy
avanzadas, pero en lo que concierne a las relaciones maritales
son aptos para calificar como anticuados –y como americanos.”

Tal es también la percepción –y quizás la actitud– de Mark Twain:


“No sé qué efecto tenga esta noticia en el seno del comité al que
accedí a unirme. En Rusia, tengo entendido, las condiciones
políticas y sociales están más o menos entrelazadas, pero aquí,
en este país, la actitud con que se sostienen las relaciones
domésticas es por entero diferente. No pretendo, de cualquier
manera, tomar parte activa en el comité.” Los “A Clubbers”, por su
lado, insisten en un silencio que poco los honra: “Leroy Scott,
quien ha sido por demás activo en su apoyo a Gorki, dijo sentirse
muy mal para hablar. Robert Hunter fue igualmente evasivo.
William Dean Howells rogó ser excusado de cualquier
comentario”, reporta el New York Times. En la mañana el famoso
líder sindicalista minero John Mitchell le hace llegar a Gorki una
nota donde “expresa su pesar por no poder acudir a la cita
acordada para esta tarde”.

Gorki empieza a quedarse solo, y se indigna, no por lo que digan


de él sino por lo que insinúan de su amada. La prensa lo presenta
como un vicioso polígamo que ha “dejado a su esposa e hijos en
Rusia” mientras viene a Nueva York con su amante “la actriz”; y a
ella, como a una cualquiera que se ha entrometido en el sagrado
matrimonio del gran escritor para arruinarlo por entero. No todos,
sin embargo, comparten esta visión que los medios de
información desperdigan sin honor. Para sorpresa de propios y
extraños, es la esposa de otro famoso millonario socialista, el
señor James Graham Phelps Stokes, quien sale en defensa, no
solo de la pareja, sino de los asuntos privados en sí. Rose Harriet
Pastor Stokes –escritora, activista, feminista, miembro del Partido
Socialista y, más tarde, ya divorciada, una de las fundadoras del
Partido Comunista de América–, al ser cuestionada por
el Evening World, responde: “Máximo Gorki es uno de los grandes
hombres del mundo. No podemos comprender qué circunstancias
y motivos en su vida lo guiaron hasta la presente situación, y
debemos aceptarlo como el gran hombre que es. ¿Cambiará mi
actitud hacia él por saber que la mujer que lo acompaña no es su
esposa? ¡Ciertamente no!”
El periodista insiste: “Pero, ¿lo recibiría usted esta noche con la
misma cordialidad con que lo hizo al conocerlo?”

–¡Sin duda! [...] Máximo Gorki ha hecho demasiado bien público


en este mundo como para ser considerado sin necesidad de
juzgar su vida privada.

–¿Y usted piensa, señora Stokes, que este descubrimiento


afectará sus relaciones en este país? Como usted sabe, ha sido
recibido por algunas de las mejores personas.

–No sé a qué se refiere usted con “las mejores personas”.


Supongo que habrá algunas “personas respetables”, entre
comillas, que están demasiado asustadas por lo que sus vecinos
puedan decir, y están respetablemente escandalizadas y
respetablemente desaprueban a la pareja. Pero cuando los
individuos representan los más altos tipos de vida, como Máximo
Gorki y la dama que usted dice que no es su esposa, tienen
fuerza suficiente y superioridad suficiente para trazar sus propias
vidas. Yo no tengo derecho, ni lo tiene nadie más, para cuestionar
o juzgar sus acciones [...] ¿Qué sabemos nosotros de los ideales
y propósitos que mantienen a estas dos personas unidas? ¿Qué
sabemos de las causas privadas que condujeron a la separación
de Máximo Gorki y su esposa, y a la presente relación con esta
encantadora mujer? Lamento sinceramente que los periódicos
hayan hecho público un asunto tan personal y privado, y me
rehúso a expresar una opinión en torno a un asunto que no me
concierne en lo absoluto.

H. G. Wells, por su lado, describe sin ambages el linchamiento a


que someten a la pareja, sobre todo a ella, a quien se refieren
como “la mujer Andreieva”: “Los Gorki fueron perseguidos con
insultos de hotel en hotel. Hotel tras hotel los dejaron fuera. Al
final, después de la media noche, acabaron en las calles de
Nueva York con todas las puertas cerradas a sus espaldas [...] Y
este cambio –continúa– ocurrió en el transcurso de veinticuatro
horas. Un día Gorki estaba en el cenit; al siguiente, barrido del
mundo.” Lo peor, insiste, es que en medio de ese linchamiento
imbécil y moralista, la tragedia rusa cae en el olvido: “Las
masacres, el caos de crueldad y torpeza, la tiranía, las mujeres
ultrajadas, los niños torturados y asesinados, todo eso se olvidó.”
Y todo en nombre de la “pureza moral”, recuerda Wells.

Lo más triste, empero, es que este linchamiento no tiene relación


con moral alguna, sino con la más simple y ramplona avaricia, y el
asunto debe ser entendido en medio de la larga y no siempre
limpia competencia entre los periódicos The World, propiedad del
honorable Joseph Pulitzer, y el New York American, cuyo
propietario es el aún más honorable William Randolph Hearst.

Según Filia Holtzman, “fue solo cuando los editores del World se
enteraron de que Gorki había firmado un contrato exclusivo con
el New York American [...] que decidieron lanzar esta información
al público americano”. La bajeza de este proceder tiene
consecuencias incalculables, no solo para Gorki y “su
acompañante”, pues la persecución no queda limitada a la
“prensa amarilla” ni a la buena y decente burguesía neoyorquina
–en la Asociación Republicana de Mujeres del Estado se
preguntan: “¿No deberíamos nosotras, como mujeres, hacer algo
contra este hombre?”–, sino que se extiende, con la fuerza que
solo la mojigatería posee, a los círculos políticos, académicos y
literarios del país, e incluso a una “izquierda radical” incapaz de
superar sus propios prejuicios pequeñoburgueses. Además, tal
bajeza anima a las más retrógradas fuerzas de la Rusia imperial,
al zar mismo, quien hace llegar la noticia justo con la esperanza
de destrozar la credibilidad revolucionaria de Gorki.

La estrategia, desde luego, surte el efecto deseado.

La otra verdad

Han transcurrido cuatro días desde su desembarco en el puerto


de Hoboken, Nueva Jersey, donde lo recibe una multitud
delirante. Cuatro días en los que pasa de héroe a paria sin
apenas transición, traicionado por esta “tierra de la libertad” de la
que sin duda espera algo más. “Entreví algo de la verdadera
magnitud de la decepción de este hombre, la inmensa
expectación de su arribo, el imposible sueño de su misión”,
cuenta un melancólico H. G. Wells a punto de retornar a Londres,
durante su última tarde en suelo americano, en que acompaña a
Gorki y los suyos en casa de los únicos wealthy socialists que aún
se atreven a recibirlos.

Se trata del matrimonio compuesto por John y Prestonia Martin,


fabianos ambos, en cuya casa, en el número 37 de Howard
Avenue, en Grymes Hill, Staten Island, los Gorki permanecen
cinco semanas, al cabo de las cuales se trasladan a la cabaña de
la pareja en Adirondack. En los seis meses que pasan en las
montañas –hasta su partida hacia Nápoles el 13 de octubre de
1906, a bordo del Prinzess Irene–, Gorki emprende la escritura de
su novela La madre, que publica en Londres al siguiente año.
Esta familia singular, a la que el New York Timesdescribe como
“menos escrupulosa que sus vecinos”, es la única que no
abandona a la pareja, y en años posteriores volverá a recibir al ya
no tan joven Péshkov en dos ocasiones más.

Lo que nadie sabe en Nueva York, quizá ni siquiera los Martin, es


que la acompañante, “María Fiodorovna Andreieva, la eminente
actriz del Teatro Artístico de Moscú, se mantuvo incluso más
cerca de la revolución [que Gorki]. Miembro del Partido
Bolchevique, fue editora del efímero periódico
petersburgués Nueva Vida (Novaia Žizn’), primer diario
bolchevique en circular legalmente en Rusia”, aunque por poco
tiempo. Tras el sexto número, el editor es el propio Lenin, a cuyo
círculo de confianza pertenece Andreieva.

Tampoco saben que es Lenin quien organiza y patrocina el viaje


de Gorki a Nueva York, y da instrucciones al tesorero de los
bolcheviques, Leonid Krasin, para que libere los fondos
necesarios para el viaje. Es también Lenin quien incluye en la
comitiva al “secretario personal” de Gorki, Nikolái Burenin,
veterano militante bolchevique, hombre de altísima cultura,
pianista, asaltabancos, traficante de armas y, en general,
relacionado con toda actividad destinada a recaudar fondos para
la acción revolucionaria, con el fin de ayudar a Gorki y compañía
“a manejar los detalles técnicos” de la operación. Y Péshkov, el
hijo adoptivo, quien se unirá después a la Legión Extranjera y
más tarde al Ejército Blanco en Rusia.

A la distancia, Gorki parece el menos interesante del grupo.

Epílogo
Al año siguiente de la debacle neoyorquina, el filósofo francés
Georges Palante publica su ensayo “Anarquismo e
individualismo”, donde apunta que “entre la coacción del Estado y
la del sentimiento y la costumbre no hay sino una diferencia de
grado. En el fondo son lo mismo: el mantenimiento de un cierto
conformismo moral útil al grupo y con los mismos procedimientos:
vejación y eliminación de los independientes y los refractarios [...]
Proudhon tiene razón al decir que el Estado no es sino el espejo
de la sociedad. Es tiránico porque la sociedad es tiránica [...] El
espíritu gregario o espíritu de sociedad no es menos opresivo
para el individuo que el espíritu estatista o el espíritu sacerdotal
[...] ¿En qué sentido soy libre si la sociedad me boicotea? [Así] se
legitiman todos los atentados de una opinión pública infectada de
beatería moral. [Así] se edifica la leyenda de la libertad individual
en los países anglosajones”, y a continuación, en una nota al pie
de página, nos recuerda que es justo esto lo que le acaba de
ocurrir a Gorki en Nueva York. ~

1 New-York Tribune, 11 de abril de 1906, p. 1.

2Filia Holtzman, “A mission that failed: Gorki in America”, The


Slavic and East European Journal, vol. 6, núm. 3 (otoño de 1962),
p. 227.
3Padre del magnate industrial y petrolero Armand Hammer, a
quien bautizó así en honor al famoso símbolo del Socialist Labor
Party, “arm and hammer”.

New-York Tribune, 11 de abril de 1906, p. 8.


4

5El activismo de los llamados “A Clubbers” es notorio en los


primeros años del siglo XX, cuando desempeñaron un papel de
relativa importancia en el movimiento a favor del trabajo femenino,
en diversas organizaciones socialistas y en uno de los primeros
“centros culturales” del que más tarde será un importante circuito
artístico: Greenwich Village. Mark Twain, entonces de 71 años,
simpatizó con este grupo.

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