Historia Industria Urbana y Rural

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Industria urbana y rural

en el Perú colonial tardío


Las industrias del Perú colonial tuvieron limitaciones y ventajas en su desarrollo.
De un lado, la relativa ausencia de materias primas en los alrededores
de las ciudades (sobre todo, en las ciudades de la costa) redujo sus posibilidades
de convertirse en grandes centros industriales; y, de otro lado, su rol en las redes
comerciales del virreinato y la presencia en ellas de personajes de influencia
económica y política hicieron que las ciudades concentrasen una producción
industrial que, si bien nunca fue fomentada por la Corona, pudo abastecer tanto
al propio mercado urbano como al virreinal e incluso exportar hacia otras partes
de la América española. Es decir, el mercado para las artesanías y manufacturas
nunca se restringió a la población local, sino que abarcó las ciudades y el campo
de un inmenso territorio. Existieron ciudades grandes, incluso comparadas con
las ciudades europeas de entonces: Potosí albergó a más de 120.000 habitantes,
Lima a 50.000 y otras ciudades como el Cuzco, Trujillo, Arequipa, Huamanga,
La Paz, etc., se acercaban a los 30.000 habitantes.
La línea de evolución de la producción industrial colonial alcanzó su momento
de mayor desarrollo en los siglos XVII y XVIII, para sumirse posteriormente
en un estancamiento tras la aplicación de las reformas borbónicas que
condujo a la virtual desaparición de las grandes empresas centralizadas y a
restricciones en el trabajo domiciliario o en la manufactura descentralizada. 1
Se debe tomar en cuenta que la industria local siguió un rumbo inverso al de la
minería de plata. El auge de la producción manufacturera urbana y rural tuvo
lugar en tiempos de recesión en la minería (desde mediados del siglo XVII hasta
la segunda mitad del siglo XVIII) y esto no es casual. El dinero que circulaba
en la economía peruana gracias a la bonanza minera propiciaba el consumo de
productos manufacturados de origen foráneo, en tanto que, sin esos recursos,
la economía local empleaba productos locales en mayor escala para cubrir las
necesidades del amplio mercado virreinal. También es necesario destacar que,
en tiempos difíciles para la manufactura colonial, tanto el productor artesano
urbano como el chorrillo rural demostraron estar mejor preparados que el gran
productor para afrontar la recesión descentralizada del mercado.2
I. Industria y colonialismo
Es conocido que España diseñó para el Perú una economía basada principalmente
en la extracción de riquezas minerales, por medio de la adaptación de
instituciones laborales, políticas y sociales prehispánicas que servían a su propósito
de acumulación mercantilista colonial; sin embargo, no era posible que
una economía fuera meramente extractiva y, pronto, los centros mineros y otras
ciudades del país se convirtieron en mercados importantes que dieron vida a
una economía muy compleja que satisfizo las necesidades mineras, pero que
también adquirió una dinámica propia. La agricultura, la ganadería, el comercio
local y trasatlántico, así como las actividades transformadoras, eran parte de
un esquema económico que se instaló con la consolidación del dominio colonial,
la crisis del sistema de encomiendas y la ampliación del mercado interno
hacia la segunda mitad del siglo XVI. No obstante, un régimen de monopolios
mercantilistas, como el que regía el colonialismo español, estableció restricciones
y prohibiciones para el ejercicio de ciertas actividades en el Perú. Las
restricciones más notorias estuvieron relacionadas con el comercio con otros
países y entre las colonias, aunque entre las limitaciones más importantes hubo
otras referidas a la producción de artículos que podían ser importados desde la
Península y que, por ello, podían afectar directamente los intereses y los derechos
coloniales de la metrópoli.
La imposibilidad de satisfacer las demandas de un creciente mercado colonial
fue un fuerte impedimento para llevar las restricciones y prohibiciones a la
práctica. Era prácticamente imposible que la industria metropolitana cubriese
las necesidades de mercados tan amplios, vastos y lejanos como los americanos.
Las necesidades de las colonias conformaban una lista muy larga de artículos
manufacturados que, difícilmente, podían ser importados desde un país como
España que, en ese momento, carecía de una industria moderna. Fue solo con la
reimportación de artículos de fabricación europea no española desde la segunda
mitad del siglo XVIII que el tráfico mercantil trasatlántico cubrió buena parte
de la demanda de las colonias de productos de amplio consumo.
Empezando por las prendas de vestir —base fundamental de la industria
moderna de varios países europeos—, los habitantes de la colonia requerían
de una amplísima variedad de textiles de lana, algodón, lino y seda, así como
calzado y sombreros, a pesar de que buena parte de la población confeccionaba
su propia vestimenta en casa. En metalurgia (otra actividad base de la
industrialización europea), la lista de productos necesarios no era menor, desde
clavazón hasta instrumentos de trabajo y utensilios domésticos, pasando por la
cerrajería y herrería. La vida cotidiana demandaba candelas de sebo y velas de
cera, jabón de sebo, vidrio, vasijas de barro, bridas y sillas de montar, recipientes
y otros objetos de badana y cuero, tabaco, mobiliario doméstico y materiales de
construcción, de madera, arcilla, barro, piedra, arena y cal, además de artículos
alimenticios elaborados, tales como harina, manteca, carnes, conservas, azúcar
y mieles, vino y aguardiente, aceite y un largo etcétera. La mayor parte de los
materiales de construcción y bienes alimenticios debió ser confeccionada necesariamente
en el país, pero otros artículos bien pudieron ser importados.
Además de la imposibilidad real de abastecimiento desde la metrópoli y
de que ciertos artículos se confeccionaban ineludiblemente en la colonia, otros
factores incidieron en la anulación de las medidas restrictivas y prohibiciones
a la producción colonial. Como en tantos otros asuntos, las normas que prohibían
determinadas actividades fueron eludidas por medio de excepciones que la
Corona, los virreyes, los cabildos o los corregidores otorgaban a particulares a
través de favores o el pago de dinero (“composiciones”), así como la actualmente
denominada “informalidad empresarial”.
De otro lado, la economía peruana debía contar con un mercado amplio
para garantizar la venta de los productos provenientes del tráfico trasatlántico
y, de esta manera, asegurar el cobro de los impuestos al comercio en España y
en América. Esta necesidad propició la diversificación de la economía colonial
peruana. Además, en el Perú colonial, existieron grupos económicos y políticos
influyentes que estuvieron interesados en el desarrollo de actividades productivas
en el campo y en la ciudad. En efecto, los propietarios de predios urbanos
y de haciendas rurales, los comerciantes de materias primas y bienes acabados
y los funcionarios civiles, militares y eclesiásticos fueron los grandes aliados de
los productores urbanos y rurales.3
A pesar de todo ello, la política española tuvo éxito al restringir y hasta anular
determinadas actividades productivas en el Perú colonial. Los ejemplos más
claros son, a la vez, los más sensibles de hacer posible la aparición de una industria
moderna en el país: textiles (de algodón y seda) y metalurgia del hierro. La
producción a gran escala de textiles finos destinados a la población pudiente fue
restringida de manera sistemática cuando se cerraron los obrajes urbanos en los
siglos XVI y XVII y, posteriormente, al fracasar los intentos de establecer fábricas
en las ciudades, tal como se verá más adelante. España se reservó para sí el abastecimiento
de hierro en sus colonias y, como en el caso de los textiles finos, la producción
quedó restringida a ámbitos artesanales y domésticos en las ciudades. 4
Estos factores internos y externos son centrales para entender la aparición
y el desenvolvimiento de actividades productivas artesanales y manufactureras
en un contexto colonial como el peruano. Luego de un largo período de
predominio criollo en la economía y política colonial (al menos desde la primera
mitad del siglo XVII hasta avanzado el siglo XVIII), el reformismo de los
Borbones en el siglo XVIII intentó modificar a su favor la relación que mantenía
con sus colonias a través de un comercio trasatlántico más activo y amplio, en
el cual se eliminara la corrupción y el contrabando. Guiada por un “mercantilismo
liberal”, España estaba decidida a incentivar su producción industrial,
para lo que necesitaba promover la producción en América de materias primas
utilizables en la industria peninsular y reservar el mercado colonial para la producción
metropolitana.5 El éxito de esta política requería restringir la capacidad
productiva de las colonias en aquello que pudiese ser abastecido desde la metrópoli.
En 1762, Campomanes propuso impedir a los americanos producir artículos
competitivos con los manufacturados en España, con el fin de mantener
“la dependencia mercantil, que es útil para la metrópoli”. De su parte, Jovellanos
enfatizaba que las colonias serían útiles en la medida en que representasen un
mercado seguro para el excedente de la producción industrial metropolitana.6
Un informe del Consejo de Indias del 5 de julio de 1786 sostenía que
[...] conviene fomentar en los dominios de América la agricultura y producciones
que allí ofrece pródigamente la naturaleza y sirven de primeras materias para las
manufacturas y compuestos de las fábricas de España, con lo cual a un tiempo se
atiende y favorece igualmente al comercio de ambos continentes.
En su conformidad, España debía reservar para sí las actividades industriales
y abastecer con sus productos a las colonias. En 1790, el virrey Gil de
Taboada explicaba con meridiana claridad la consecuencia de la política española
en América: “La metrópoli debe persuadirse de que la dependencia de
estos remotos países debe medirse por la necesidad que de ella tengan, y ésta
por los consumos, que los que no usan nada de Europa les es muy indiferente
que exista, y su adhesión a ella, si la tuvieren, será voluntaria”.7
Como en siglos anteriores, el impulso de la reactivación económica debía
partir de la minería, para luego seguir la promoción de la producción de materias
primas exportables a España. En el norte peruano se benefició el tabaco
de Jaén, Saña y Guayaquil, el cacao de Guayaquil y el azúcar y algodón de los
valles costeños; sin embargo, estos productos no se exportaron a la Península,
sino que, más bien, fueron destinados a cubrir la demanda local.8 Con miras a
obtener nuevas y mayores rentas, la política reformista de los Borbones implantó
monopolios en algunas actividades. En este ensayo se prestará atención al
monopolio o estanco del tabaco, establecido en 1752, y a los varios intentos para
estancar otros productos (en particular, los cueros).
II. La producción industrial en la ciudad y el campo
La producción industrial artesanal y manufacturera surgió tanto en las ciudades,
villas y pueblos, como en las haciendas y plantaciones; tanto en la costa
como en la sierra. Varios fueron los factores que incidieron de manera favorable
o negativa en este fenómeno. Uno de ellos fue el estatuto colonial del país; otro,
el acceso a las materias primas e insumos de la industria; y un tercer factor fue
el carácter rentista de los sectores sociales pudientes.
La producción local dependió de la política mercantil metropolitana que,
a veces, dejaba fragmentos de mercado disponibles para la producción local,
mientras que otras veces saturaban partes importantes del mercado colonial,
con lo cual restringía y hasta anulaba las posibilidades de crecimiento de la industria
local. La minería colonial produjo casi exclusivamente metales preciosos
y, debido a esta especialización, trabajaba solamente con metales importados o
de segundo uso (fierro viejo o chafalonía). En cuanto a los textiles, lo más significativo
fue la separación entre la producción rural (obra tosca de obrajes y
chorrillos, destinada a la población de escasos recursos) y la urbana (obra fina
concurrente con la importada); sin embargo, el obraje o fábrica de grandes dimensiones
de textiles y otras industrias no fue totalmente ajeno a la ciudad, por
lo que no es del todo acertada la diferenciación de la producción en México y
en el Perú como urbana una y rural la otra.9
La producción urbana dependió del internamiento de materias primas y
productos semielaborados desde el exterior y el campo. En contraste, la industria
rural estuvo muy estrechamente ligada a la producción agropecuaria local e,
inclusive, buena parte se desarrolló en el interior de haciendas y estancias ganaderas.
Desde un comienzo, la producción rural fue el sustento de la producción
transformadora urbana en la molienda, panificación, mantequería, camales y
curtiembres, pero no en los textiles, pues el algodón fue erradicado de los valles
de la costa central. De esta manera, se restringió la posibilidad de surgimiento
de una actividad industrial textil en ciudades grandes como Lima.
En las ciudades de la costa, más bien, se usaban materias primas y productos
semiacabados que llegaban a través del comercio ultramarino: la llamada
genéricamente “ropa de Castilla”, seda, raso, ruán, bretañas, sayales, lona,
lienzos, mercería, etc., así como también artículos semielaborados como jarcia,
sogas, pita floja, cordones, hilo de zapatero, hilo de cardar, hilo de acarreto,
pabilo, catres para calesas, camas y rayos para carruajes, añil centroamericano
o polvos azules. El tabaco procedía de Saña, Guayaquil y Jaén de Bracamoros.
Así también, para la elaboración de dulces y conservas, llegaban en abundancia
a las ciudades costeñas las especias, azúcar, miel de abejas y de caña, cacao,
frutas frescas y secas. La madera que consumía la costa peruana provenía de
Chile, Chiloé y Guayaquil. La metrópoli fue siempre la principal abastecedora
de hierro, en tanto que el cobre y el estaño llegaban desde diferentes puntos del
Perú y América.
Un factor que incidió de manera negativa, tanto en el medio geográfico
como en el desenvolvimiento de la industria peruana colonial, fue la paulatina
desaparición de materias combustibles en las zonas productoras. La costa
central y norteña se deforestó de manera significativa poco después del asentamiento
de los españoles y, como resultado, los hornos de las ciudades y trapiches
debieron abastecerse de la leña que necesitaban para funcionar cada vez desde
más lejos, pues la caña quemada no se daba abasto. En particular, los bosques de
algarrobo fueron a dar a los hornos de la industria del vidrio y jabón; y, ya en el
siglo XVIII, arreciaron los problemas para obtener leña. En la sierra, el ichu era
disputado a los animales para abastecer a las minas y a los obrajes.
Una característica peculiar de la producción manufacturera del Perú colonial
fue su base múltiple y compleja. Al lado de la producción textil, la industria
peruana colonial se fundó sobre la base de la producción masiva de alimentos
(harina, carnes, manteca, azúcar, vinos y aguardientes, aceite y numerosos
derivados).10 De otro lado, junto a los grandes talleres concentradores de la producción,
convivieron talleres pequeños y medianos que eran tanto competencia
como complemento mutuo.11
También es importante señalar que, al igual que los centros mineros, las
industrias rurales y urbanas conformaron polos dinamizadores de la producción
y de movilización de personas y mercaderías. Las haciendas ganaderas
con obrajes, las haciendas con trapiches y alambiques, las ciudades y villas con
industrias transformadoras diversas requerían de mano de obra permanente
y estacional, de una gran cantidad de productos para su aprovisionamiento y
materias primas e insumos, todo lo cual ocasionaba un efecto de arrastre o multiplicador,
favorable para la economía local y regional.
El empresario colonial fue más rentista que un agente económico dotado
de un espíritu industrial moderno, lo que influyó en el desenvolvimiento de la
industria peruana colonial tanto en el campo como en la ciudad. Los grupos
sociales influyentes económica y políticamente no se plantearon desarrollar la
producción en las ciudades, aunque la diversidad de sus intereses condujo a
un cierto grado de desarrollo. En efecto, en esta actividad estuvieron interesadas
personas de muy diversos sectores sociales: hacendados y estancieros productores
de materias primas (trigo, tabaco, cacao, lana, cueros, sebo, ganado),
funcionarios y comerciantes importadores de materias primas y exportadores
de productos acabados hacia las provincias. Todos ellos pretendían colocar recursos
económicos inactivos para obtener o incrementar sus rentas.
III. A rtesanías y manufacturas
Tanto en la ciudad como en el campo, la producción artesanal convivía con la
manufacturera, compitiendo y complementándose mutuamente. Antes que los
resultados de la Revolución industrial empezaran a hacerse notar desde la segunda
mitad del siglo XVIII, no había una gran diferencia en la base productiva
de Europa y América, dado que ambas se fundaban en la producción artesanal
y manufacturera. Fue a partir de esta época —cuando la producción de determinados
lugares de Europa ingresó de manera firme al proceso de industrialización
moderna— que se inició la diferenciación.12
El artesano era, en lo fundamental, un pequeño productor independiente
que participaba de manera directa en la elaboración de sus obras, con la asistencia
de unos pocos ayudantes a quienes remuneraba tanto en servicios y especies
como en dinero. Este pequeño productor posiblemente mantuvo niveles de
producción muy bajos con una tecnología rudimentaria, lo que no significaba
un problema, pues trabajaba para un mercado mayormente conocido (a pedido
de clientes). La participación del maestro brindaba a su obra un sello o “marca”
personal y era la garantía de calidad que exigía el cliente. Por lo regular, el taller
artesanal tenía poca o ninguna división interna de funciones y tareas. El mercado
de un artesano era restringido y muy vulnerable, debido a la competencia
que podía sobrevenir de parte de la producción manufacturera local o importada.
13 El artesano colonial peruano estuvo lejos de las tendencias igualitarias y

niveladoras del artesanado medieval, ya que la pequeña producción mercantil


generó marcadas diferencias patrimoniales entre los maestros, sobre todo, en
los oficios de amplio consumo (alimentación y textiles).14
La otra forma de producción fue la manufacturera, igualmente, llegada al
Perú con la colonización en el siglo XVI. A diferencia de la producción artesanal,
la producción manufacturera fue muy amplia, estuvo dirigida a un mercado
desconocido (incluyendo exportaciones a mercados lejanos) y utilizó trabajo libre
y asalariado, así como división interna del trabajo y tecnologías complejas.
El hecho de haber sido creada tanto por comerciantes como por productores
señaló dos vías distintas y fundamentales de su aparición y desarrollo; tal diferenciación
es clave para comprender la producción rural y urbana del Perú
colonial.
En el primer caso, el comerciante intervenía en la producción supeditándola
a sus necesidades de obtener una ganancia mercantil, manteniendo las relaciones
de producción antiguas, aunque con ligeras modificaciones. Esta vía
compuso el trabajo llamado domiciliario, en el cual el comerciante organizaba
la producción de numerosos pequeños productores urbanos y rurales, a quienes
repartía la materia prima, otorgaba préstamos a modo de anticipos y “compraba”
las obras ya terminadas que se producían no en un recinto especial, sino
en los domicilios de los productores directos, dueños de las herramientas de
trabajo. Este sistema afectó primordialmente la circulación y usó el trabajo de
artesanos y campesinos sin modificarlo de manera significativa. 15
Distinto fue el segundo caso —la manufactura centralizada— en donde un
productor ampliaba su taller a fin de concentrar el trabajo, la materia prima y
el instrumental. De esta manera, incrementaba la producción gracias a incentivos
económicos (salarios y trabajo a destajo), al uso de mayor cantidad de
materia prima y a una mayor división de las tareas entre operarios especialistas.
Aunque, en menor medida, los grandes comerciantes también estuvieron
vinculados a las manufacturas centralizadas, cuando las condiciones resultaban
favorables para la seguridad de sus inversiones.16 Esta vía era más estable y generó
unidades productivas de mayor impacto en el aparato productivo del país,
como fue el caso de los obrajes y obrajillos rurales y urbanos.
No obstante, en ambos casos, la manufactura no era garantía de encontrarse
en tránsito hacia una producción fabril de corte capitalista y el caso de la
producción colonial peruana así lo ratifica. La manufactura se desenvolvía en
función de la economía colonial y empezó a predominar desde, al menos, mediados
del siglo XVII, para alcanzar su punto más alto en la segunda mitad del
XVIII y luego decaer en las postrimerías del período colonial.17
Los maestros artesanos españoles establecieron gremios, principalmente,
para restringir el acceso de los sectores étnicos al ejercicio de actividades industriales,
es decir, no “trasplantaron” estas instituciones desde la Península de
manera inmediata, sino una vez que encontraron en los productores indígenas,
mestizos, negros, castas libres, esclavos y españoles que consideraban advenedizos
una concurrencia que hacía peligrar sus posiciones; en particular, cuando
el mercado les resultaba desfavorable y cuando la presión de las autoridades
por cobrar la alcabala y otras exacciones los obligaba a cerrar sus oficios. Los
gremios coloniales peruanos, sin embargo, distaron mucho de las entidades vigentes
en las ciudades medievales, aunque mantuvieron la formalidad de las
categorías de aprendiz, oficial y maestro, así como las denominaciones de los
cargos directivos de los gremios europeos (alcaldes, veedores y examinadores).
Los gremios peruanos pertenecieron, más bien, al tipo de gremios mercantilistas,
pero teñidos de un carácter colonial. Se trataba, pues, de instituciones
que buscaban defender los privilegios de los mayores productores de un ramo
de industria, a la vez que servían al régimen colonial como unidades fiscales y
entidades garantes de las normas coloniales en lo económico y social. 18
A diferencia de los primeros siglos coloniales, cuando hubo una apreciable
diversidad de oficios especializados, en el siglo XVIII, los oficios urbanos se
volvieron genéricos. Así, los productores de calzado eran zapateros, sin considerar
ya las especialidades (chapineros, borceguineros y servilleros) y lo mismo
sucedía con los demás oficios de sastrería, pasamanería, sombrerería, zurraduría,
talabartería, herrería, platería, cerería y así sucesivamente. En los talleres
manufactureros, en cambio, sí hubo especialización entre los trabajadores.
La producción artesanal mantuvo en el siglo XVIII las características conocidas
para los siglos anteriores. La diferencia se manifestó en una mayor
cantidad de talleres y una mayor vinculación con un mercado más amplio y
desconocido. Las ciudades habían crecido en extensión y población, con lo cual
surgió un mercado que permitía tanto la actividad de pequeños como de grandes
talleres; sin embargo, la rigidez de la propiedad urbana marcó una característica
especial que incidió en los rasgos que adquirió la producción artesanal y
manufacturera. Las ciudades crecieron sin modificar su estructura urbana en la
zona central y sin ganar mucho terreno a las áreas agrícolas que las rodeaban.
Esta rigidez en la propiedad determinó, asimismo, el uso de espacios en casonas,
como habitaciones multifamiliares alquiladas a los nuevos habitantes. Las
familias propietarias de casonas y con carencias económicas reservaban para sí
los altos de las casas, los bajos para pequeños talleres con puerta a la calle, mientras
que los interiores eran destinados únicamente a habitaciones. Un proceso
que se inició ya a fines del siglo XVII fue la eliminación de los huertos interiores
para utilizar el espacio en viviendas de alquiler que, en un primer momento,
se construían a manera de corralones (espacio habitado alrededor de un patio
central común) y, luego, de callejones (callecitas delimitadas para ganar el mayor
espacio posible). El caso de Lima estuvo vinculado a la reconstrucción de
la ciudad luego de los grandes terremotos que la asolaron, en particular, los de
1687 y 1746.
El crecimiento de las ciudades estuvo ligado a una inmigración individual
de personas en edad laboral, atraídas por las posibilidades de trabajo en las urbes.
De esta manera, lo típico en las ciudades grandes era la residencia de buena
parte de la población de edad laboral en habitaciones alquiladas al interior de
casonas, corralones y callejones, de manera individual o en parejas sin niños.
Ciudades más grandes, más pobladas y con el tipo de vivienda y familia descrito,
favorecieron el desarrollo del trabajo domiciliario y esta fue una de las características
más importantes de la manufactura urbana peruana colonial, aunque
los grandes talleres urbanos siguieron existiendo y hasta se incrementaron en
este tiempo.
IV. La industria rural
La industria rural del Perú colonial es conocida, sobre todo, por los obrajes
textiles de la sierra; sin embargo, esta actividad fue mucho más amplia y difundida
que los grandes centros de producción de paños toscos, destinados a un
mercado de bajos recursos económicos, pero muy amplio en su demografía y
180 | Francisco Quiroz
geografía. Se debe incluir en este rubro una serie de actividades transformadoras
que se desarrollaron en el campo peruano y que dinamizaron la economía
local y regional: los ingenios y trapiches de azúcar anexos a las plantaciones
de caña, la elaboración de vino y aguardiente en los viñedos, la fabricación de
vidrio también relacionada con los viñedos, las casas-tina de jabón vinculadas
a las estancias ganaderas costeñas y las curtidurías de la misma manera relacionadas
con estancias ganaderas.19
Como puede apreciarse, la industria rural estuvo muy íntimamente ligada a
la producción agropecuaria. Incluso la mayor parte de las unidades de producción
formaba parte integrante de las haciendas agrícolas y las estancias ganaderas.
En este sentido, puede afirmarse que la producción rural peruana colonial
se distanció de los antecedentes ibéricos y que, en buena parte, fue una creación
local que adaptó elementos comunes a toda producción local a las condiciones
tradicionales de los Andes.20 Aquí se combina la producción de materia prima
con la reserva de mano de obra en las unidades agrícolas y pecuarias de la costa
y la sierra.
Si bien muchas industrias rurales (y urbanas) venían ya funcionando desde
el siglo XVI, fue en el siglo XVII cuando se consolidaron como parte del fundamento
económico de los propietarios criollos y se extendieron hasta, por lo menos,
mediados del siglo XVIII, cuando el reformismo borbónico buscó revertir
la situación a favor de la metrópoli y en desmedro de los intereses de los grupos
de poder local. Como resultado de este cambio, los productores de bienes en la
colonia se vieron constreñidos de manera creciente por los intereses políticos
y económicos metropolitanos y enfrentados a mayores controles, mayor presión
tributaria y competencia con productos europeos y de otras regiones de
América, que frenaron los ritmos de su funcionamiento y condujeron a la casi
completa eliminación de las grandes unidades y a la adaptación de las pequeñas
y medianas empresas, como la forma de sobrellevar la crisis de fines del período
colonial.
Un factor incidente en este cambio fue la incursión de inversionistas advenedizos
en la producción transformadora rural y urbana. Tal situación fue posible
cuando las medidas reformistas y las restricciones económicas permitieron
que personajes con algunos recursos, pero desplazados de sus negocios habituales,
vieran en la actividad productiva un campo para la preservación de sus
“capitales”, mayormente, comerciales. Los comerciantes y burócratas buscaron
garantizar una renta en la producción industrial y no potenciar esta actividad.
Un proceso similar se produjo en la ciudad y, tanto en un ambiente como en el
otro, la industria manufacturera estuvo limitada en su crecimiento; y, más bien,
hacia las postrimerías del período colonial, tendió a desaparecer en un proceso
de desindustrialización que contrastó marcadamente con la perspectiva que tuviera
durante el siglo XVII y buena parte del XVIII.
1. Vinos y aguardientes de uva
La producción de vino fue una de las actividades de importancia colonial y, ya
desde los inicios, la Corona española buscó impedir que en Hispanoamérica se
produjese vino, a fin de reservar el mercado colonial para la producción metropolitana.
21 El alto consumo de vino entre la población española en las ciudades

y las dificultades del tráfico con la Península, junto a las ya conocidas excepciones,
dejaron la puerta abierta para una producción local de gran importancia.
Los valles de la costa sur desde Lima hasta Moquegua se cubrieron de vid
ya en el siglo XVI; pero fue en el siglo siguiente, cuando experimentaron un
auge y expansión que continuaron hasta casi la Independencia. En realidad, la
prosperidad de Cañete, Lunahuaná, Pisco, Cóndor, Humay, Ica, Palpa, Ingenio,
Nazca, Majes, Siguas, Vítor y Moquegua dependía de la venta de vinos, vinagre
y aguardientes en los centros urbanos desde Lima hasta el Cuzco, La Paz, Potosí,
Chile y, por el norte, Conchucos, Huánuco, Lambayeque y Quito, así como en
la sierra central (Tarma, Pasco y Huancavelica). Hasta el siglo XVIII, los vinos
peruanos abastecieron los mercados de Tierra Firme y América Central.
En un principio, los valles arequipeños dominaron la producción y el mercado
colonial peruano; pero, para la segunda mitad del siglo XVII, los viñedos de
Ica y Pisco ya habían conquistado buena parte del mercado. La ampliación de la
oferta produjo una rebaja considerable en los precios que se redujeron de ocho
pesos la botija hacia 1600 a solo un peso en 1700. Las ganancias en el siglo XVIII
se debieron, principalmente, al aumento de la producción que cubría las necesidades
de un consumo en expansión, alimentado por la reactivación minera en
diversos lugares del virreinato, tales como las minas de Condesuyos y Caylloma
en Arequipa y Huantajaya en Tarapacá. En la segunda mitad del siglo XVII, la
producción de los valles arequipeños alcanzó las 200.000 botijas; en tanto que, en
1775, solo el valle de Vítor producía casi la mitad de esa cifra; el valle de Majes,
163.000 botijas; los valles de Moquegua sumaban 261.000. Vítor y, sobre todo,
Moquegua tenían viñedos grandes, de más de mil botijas al año, en tanto que
Majes estaba ocupado por numerosos pequeños productores de vino.
La producción de vinos y aguardientes de uva alcanzó en ese momento su
punto más alto, pues, a partir de entonces, la producción se mantuvo en esos niveles
e inclusive empezó un descenso paulatino por la saturación de los mercados,
la implantación en 1777 del impuesto de “mojonazgo” con una elevada tasa
de 12,5% sobre el precio de venta, medida que coincidió con una mayor presión
de la Corona para favorecer la producción de vino español. En el siglo XVIII,
el vino fue desplazado de manera creciente y sistemática por el aguardiente de
uva, elaborado sobre la base de los desechos del vino. Incluso los españoles en
las ciudades y centros mineros de la sierra bebían más aguardiente que vino.22
2. Ingenios y trapiches
Tanto algunos valles de la costa como los valles bajos de la sierra fueron escenario
de una amplia producción de azúcar de caña y de productos derivados
(mieles, alfeñiques, raspaduras y guarapo) en trapiches e ingenios. Una hacienda
cañera serrana fue Vilcahuaura, propiedad de los jesuitas.
En los valles de Lima, la producción de azúcar y derivados fue un fenómeno
fundamentalmente del siglo XVIII y siguientes. Por motivos económico-comerciales
y probablemente también naturales (cambios en el suelo de los valles
costeños), la costa central abandonó casi por completo el cultivo del trigo y pasó
a cultivar caña de azúcar y alfalfa.23 Para cubrir la demanda creada por el tráfico
mercantil con Panamá y Chile, de donde provenía el trigo y la harina que consumía
la capital virreinal, la costa central vio surgir grandes propiedades cañeras
que también se encargaban de la transformación de la caña en azúcar y sus
derivados. El negocio exigía grandes inversiones y no resulta casual que fueran
pocos los propietarios privados que pudieron establecerse. Predominaron, más
bien, las unidades productivas pertenecientes a las órdenes religiosas (jesuitas y,
después de 1767, la Junta de Temporalidades que las derivó a manos privadas).
Los trapiches, entonces, pertenecieron a los hacendados más ricos, capaces de
afrontar los gastos de las instalaciones (“oficinas”, molinos de caña, hornos),
aperos, bestias para mover la maquinaria, el pago de alcabala, insumos (agua y
leña, siempre cara en la costa) y, principalmente, la adquisición de esclavos en
cantidades muy significativas.
En el siglo XVIII, los valles de Lima albergaron catorce trapiches (siete de
órdenes religiosas), principalmente, en Surco (seis) y Carabayllo (cinco). Eran
propiedades grandes y muy rentables. La hacienda La Molina, por ejemplo, tenía
ingresos similares o mayores que el resto de las chacras de su zona, gracias
a su trapiche y calera. Los jesuitas tenían cuatro trapiches en Lima: Bocanegra,
San Juan, Villa y San Tadeo; mientras que los dominicos poseían la hacienda
cañera de Santa Cruz.24
3. Industria textil
En el Perú colonial primó la producción de textiles de lana de oveja y, en menor
escala, de alpaca en la sierra y, de manera menos constante, la producción de
telas de algodón en ciudades bajo un régimen artesanal y doméstico, pues los
intentos de fundar fábricas textiles de algodón, lino y cáñamo fracasaron. La
seda y, luego, el algodón fueron prácticamente erradicados de la costa central,
mientras que el algodón de la costa norte sirvió principalmente para abastecer
la producción textil de Cuenca. Los sederos de las ciudades costeñas trabajaban
con seda proveniente del tráfico con España y las islas Filipinas hasta inicios del
siglo XVI, cuando se suprimió esta producción que, al parecer, cobraba gran
importancia.
La industria textil consistía en numerosas operaciones técnicas que se realizaban
en las grandes unidades con una compleja división del trabajo o en pequeñas
unidades especializadas. La tecnología aplicada se estableció en el siglo
XVI y se perfeccionó y adaptó a las condiciones locales, conforme el sistema
económico colonial se consolidaba. Entre las principales operaciones, se encontraba
el manejo del batán, la carda (limpieza del pelo de los paños con un
cardón), la tintura y fijación de colores de telas y muchas otras operaciones
necesarias para la preparación de las telas y los productos semiacabados (maquipuskas
o hilados, ropa en jerga o tejido en bruto). Toda esta producción tenía
lugar tanto en obrajes y chorrillos rurales, como en talleres urbanos de la sierra
y de la costa.
La producción textil era compleja tanto en sus operaciones como en los
vínculos que establecía con la economía local y regional. Para empezar, las
unidades de producción se relacionaban entre sí en distintas fases del proceso
productivo, pero también con muy diversas entidades productivas y comerciales,
en una geografía tan amplia que creaba redes estables que podían unir
económicamente a zonas muy apartadas. Pese a la vinculación de los obrajes y
chorrillos con las haciendas donde funcionaban y que les proporcionaban parte
de la materia prima y la alimentación de la población trabajadora permanente
y eventual, las unidades productivas textiles serranas adquirieron y vendieron
materias primas, insumos y productos semielaborados a otras unidades que podían
ubicarse a grandes distancias. Un buen ejemplo es la leña para los hornos
que, sobre todo con el tiempo, iba desapareciendo de las cercanías y que, a la
postre, fue un factor importante en el incremento de costos de producción y en
las dificultades que atravesaron los grandes obrajes en la última parte del período
colonial. Las haciendas pecuarias no se daban abasto en la producción de
lana que necesitaban sus obrajes. Los grandes obrajes del Cuzco (Pichuichuro,
Quispicanchis, Lucre, Huancaro, Taray, etc.) debieron abastecerse de esta materia
prima desde provincias cercanas y lejanas, tales como Lampa. Por su parte,
los obrajes de Vilcashuamán (Huamanga) movilizaron materia prima e insumos
desde Huancavelica, Jauja y el Altiplano (Collao).25
La industria textil andina se desenvolvió en los llamados obrajes, obrajillos
y casas particulares, ubicados en su mayoría en el campo, aunque también los
hubo en algunas ciudades serranas. Para Fernando Silva Santisteban, Magnus
Mörner y Mirian Salas, los obrajes se diferenciaron de los chorrillos por contar
con un batán, instrumento hidráulico de gruesos mazos movidos por un eje,
que servía para el enfurtido de los paños (desengrase). Además, estas empresas
grandes contaban con más de diez telares. Por su lado, los chorrillos eran más
pequeños y producían telas de calidad inferior. Es decir, la distinción se centraba
en el tipo de propiedad, el equipamiento, la calidad de los tejidos y de los
insumos y el tipo de mercado. Las dimensiones de algunos obrajes eran realmente
impresionantes. El caso de Pichuichuro (Surite, Abancay) es un ejemplo
tal vez excepcional, pues en 1767 fue avaluado en 148.745 pesos y, en 1794,
empleaba a unas 500 personas. Un ejemplo de obrajillo, en cambio, muestra la
limitada capacidad productiva de estas unidades: el obrajillo de Anta, también
en Abancay, tenía tres telares, una docena de operarios y, en la década de 1790,
producía entre 10 y 50 veces menos que Pichuichuro.26
En un estudio más reciente, Neus Escandell-Tur proporciona una tipología
más compleja que rechaza la dicotomía entre obraje y chorrillo por la presencia
o ausencia de un batán y por la cantidad de los telares en uso. Para la investigadora
española, las unidades textiles eran de cuatro tipos: obraje-hacienda,
chorrillo-hacienda, chorrillo-vivienda y unidades domésticas conformadas
principalmente por indios tributarios. La diferencia entre las unidades productivas
textiles se halló, en esencia, en las funciones que cumplían: concentración
de fases del proceso productivo o especialización en ciertos procesos productivos,
el tipo de propiedad y el capital invertido, las telas que producían y el tipo
de mano de obra empleada (libre o servil, empleada o familiar).27
Los obrajes-hacienda concentraban todas las fases de la producción textil,
gracias a su variedad y cantidad de instrumentos (un promedio de 25 telares);
asimismo, albergaban a toda la mano de obra permanente y, posiblemente, también
a los trabajadores temporales. Los chorrillos eran muy variados, pero se
distinguían de los obrajes, principalmente, por las funciones limitadas que cumplían.
Los chorrillos-hacienda podían tener un batán, pero sobre todo de mano
y no hidráulico; eran, en general, más pequeños, con menos telares (un promedio
de ocho) y menos utensilios que los obrajes, aunque algunos chorrilloshacienda
estuvieron mejor equipados que los obrajes de grandes dimensiones
y realizaban todas o varias fases del proceso productivo con una nítida división
del trabajo (por ejemplo, el chorrillo de Huaroc tenía 35 telares en 1794). Los
chorrillos-vivienda eran centros de producción doméstica, fundamentalmente,
en ciudades y pueblos, dirigidos en su mayor parte por mujeres, con una
producción limitada y especializada. Por ejemplo, había unidades domésticas
dedicadas únicamente al acabado y teñido de telas (tintorerías). Finalmente,
los hiladores y tejedores indígenas trabajaban en casa y producían ropa en jerga
que enviaban a los obrajes para su acabado.28
Los obrajes serranos (lana) surgieron desde el siglo XVI en diversas partes
del virreinato. En particular, se extendieron, desde mediados del siglo XVII,
tanto geográficamente como en sus niveles productivos, tras la interrupción del
comercio de textiles importados desde México en la década de 1630. La expansión
más sostenida se produjo, sobre todo, a partir de la década de 1680, cuando
la Corona española permitió el funcionamiento de obrajes a través de un pago
especial (composiciones de obrajes). El mayor centro obrajero del siglo XVII fue
Quito, con una producción anual de más de un millón de pesos en “ropa de
la tierra”, de donde destacó el obraje jesuita de San Ildefonso. Otros centros
obrajeros iniciales importantes se ubicaron en Huamanga, el Cuzco, Huaylas y
Huánuco.29
Hacia fines del siglo XVII e inicios del XVIII, tuvo lugar un reordenamiento
territorial de la producción textil en los Andes. Si antes los obrajes quiteños
abastecían a los grandes mercados surandinos e incluso al limeño, su producción
fue desplazada por nuevos y viejos centros productores que, a lo largo de
los Andes, iniciaban un largo período de crecimiento. Se multiplicaron los obrajes
en Lambayeque y Chancay, en la costa peruana; y, sobre todo, los obrajes
serranos en Chachapoyas, Cajamarca, Huamachuco, Huamalíes, Conchucos,
Huaylas, Cajatambo, Huánuco, Tarma, Jauja, Vilcashuamán, Huamanga,
Abancay, Parinacochas, Cuzco, Quispicanchis, Chumbivilcas, Arequipa, Lampa
y Sicasica. Este proceso estuvo acompañado por la casi desaparición de los obrajes
de las comunidades indígenas, deteriorados por efectos de su arrendamiento,
la falta de mano de obra y las dificultades de producción, en tiempos en que
los mercados regionales se diversificaban, sin llegar a tener las dimensiones que
tuviera Potosí en su apogeo entre el siglo XVI y el XVII.30
Huamanga y el Cuzco tuvieron un proceso de incremento productivo, por
el cual reemplazaron a la producción que antes llegaba desde Quito. Magnus
Mörner encontró documentado el funcionamiento de unos 20 obrajes y 29
obrajillos en el área del Cuzco durante el siglo XVIII.31 El estudio más detallado
de la producción de textiles en el Cuzco, elaborado por Neus Escandell-Tur, precisa
que hubo 22 obrajes a lo largo del período colonial, sin que necesariamente
coincidieran todos en un momento dado. En cuanto a los chorrillos, entre 1690
y 1824, la misma autora detecta evidencias documentales sobre 194 de ellos. 32
Hacia fines del período colonial, se presentó un nuevo proceso de reordenamiento;
pero, esta vez de sentido inverso, cuando la geografía productiva
de textiles sufrió cambios significativos en el marco de la liberalización del comercio
importador de textiles, que condujo a la contracción productiva de los
obrajes peruanos. Así, a partir de 1790, estos fueron casi totalmente desplazados
del gran mercado altoperuano por la aparición de nuevos centros obrajeros,
precisamente, en el Alto Perú (La Paz, Cochabamba y Córdoba).33 Otro factor
importantísimo fue la supresión, a partir de la década de 1780, de los repartos
de los corregidores, es decir, del comercio compulsivo, oficializado desde
1754, que los funcionarios reales llevaban a cabo con los indios y mestizos y
que incluía tanto el reparto de ropa como los materiales para producirla. Influyó
también la destrucción de obrajes durante las rebeliones en el sur andino y, en
particular, las dos rebeliones que afectaron las principales zonas productoras
y consumidoras de textiles: la de 1780 (Túpac Amaru) y la de 1814-1815 (hermanos
Angulo y Mateo Pumacahua). Por ejemplo, solo tres obrajes cuzqueños
figuran en la lista del pago de alcabalas de 1793 y cuatro en la de 1803; mientras
que las cifras correspondientes a chorrillos dan 66 y 45, respectivamente.34
Además, los tejidos importados de algodón desde centros europeos que
ya habían ingresado a una etapa fabril capitalista ejercieron una presión muy
fuerte sobre la producción local, pese a que la ropa producida estaba destinada
mayormente a la población de recursos económicos altos y medios. Diversos
centros en los Andes se adaptaron a la producción textil algodonera, con un
régimen extendido de producción domiciliaria organizado por comerciantes:
Cuenca, Piura, Lambayeque, Trujillo, Cochabamba35 y La Paz. La producción
de textiles de algodón se destinaba a Lima, Chile, el Alto Perú y Río de la Plata,
hasta que demostró ser muy sensible a los textiles importados.
El desplazamiento geográfico estuvo acompañado por un cambio en la importancia
de las unidades productivas. En efecto, los obrajes de grandes dimensiones,
difíciles y costosos de manejar, cedieron su lugar preponderante a los
chorrillos, unidades más pequeñas y con menores costos de producción.
Además, hacia la segunda mitad del siglo XVIII y de manera creciente, se
produjo una suerte de división de tareas entre los obrajes restantes y los chorrillos.
Los chorrillos adquirieron una importancia especial en el último tercio
del siglo XVIII, cuando los obrajes sufrieron una profunda transformación y
pasaron a depender cada vez más de unidades textiles menores para realizar determinadas
fases del proceso de producción. Cada vez más, numerosos obrajes
se dedicaron a realizar las fases finales del proceso de producción textil, mientras
que los chorrillos y unidades menores asumieron tareas específicas, relacionadas
con la preparación de los materiales (sobre todo la elaboración de los
hilados y la preparación de la urdiembre)36 y con el uso extensivo de mano de
obra; por ende, correspondió a las unidades menores cumplir con las tareas costosas
y difíciles de realizar, debido a los problemas para conseguir trabajadores.
En la práctica, la producción en estas fases iniciales descansó en la población
indígena que no fue extraída de sus lugares de residencia para ser llevada de
manera compulsiva a los grandes talleres, sino que fue organizada por los grandes
obrajes y comerciantes para realizar tareas específicas en chorrillos y, sobre
todo, en pequeñas unidades domésticas de particulares o de miembros de comunidades
indígenas, a través del sistema de reparto de trabajo a domicilio a
destajo (verlagsystem o putting out system).
No parece haber existido una “simbiosis” entre las unidades grandes y pequeñas.
37 Más bien, se percibe una mayor interdependencia entre las grandes

y pequeñas unidades productivas —y de ellas entre sí—, las cuales se complementaban


y competían al dividirse las tareas productivas e interactuar en la
producción y el mercado. Algunos chorrillos y unidades domésticas se especializaron
en determinadas tareas, para luego terminar el proceso productivo
en obrajes grandes. Los chorrillos de Canas y Canchis, por ejemplo, hilaban
y forjaban las telas que luego serían tejidas en obrajes y chorrillos de Paruro,
Quispicanchis, Abancay y el Cercado del Cuzco. Así también, en los chorrillos
de Canas y Canchis se labraban telas en jerga que después se enviaban a teñir en
otras provincias del Cuzco y Arequipa (Condesuyos).38
No es fácil establecer con precisión los montos de producción y de venta de
los obrajes andinos. La producción cuzqueña llegó a alcanzar los tres millones
de varas anuales, pero decayó hacia fines del período a menos de 700.000 varas.
El mayor de los obrajes cuzqueños, Pichuichuro (en Surite, Abancay), llegó a
producir casi medio millón de varas hacia 1777, aunque en décadas siguientes
su producción bajó de manera drástica hasta llegar a solo cien mil en 1780 y a
71.000 en 1790.39
Las cifras halladas por Miriam Salas para Huamanga muestran que los
obrajes de esa región eran más modestos. Cacamarca y Pomacocha, dos de los
mayores obrajes huamanguinos en el siglo XVIII, tenían una producción anual
promedio en tiempos de auge (entre 1660 y 1760) de tan solo 60.000 y 40.000
varas de telas, respectivamente; sin embargo, las dimensiones de los obrajes
huamanguinos no se reflejaban en la cantidad de telares que manejaban a lo
largo del siglo XVIII. Chincheros, Cacamarca y Pomacocha mantenían menos
de 20 telares cada uno hacia fines del siglo XVII, mientras que Chincheros contaba
con 34 en 1746, 28 en 1766 y 8 en 1800; Cacamarca tenía 34 en 1732, 43
en 1739, 51 en 1751 y 37 en 1767 y 1785; y Pomacocha tenía 19 en 1717, 16 en
1793 y 14 en 1804.
Otra era la situación de los grandes talleres textiles del Cuzco, donde funcionaban,
hacia la segunda mitad del siglo XVIII, 17 obrajes de manera simultánea;
612 telares, entre 1725 y 1749; y 629 telares, entre 1750 y 1774. A fines del
siglo XVIII, disminuyeron a aproximadamente 380 telares en 1775-1799 y a 120
en 1800-1824, con lo cual el promedio de telares por obraje decreció de 28 a 16
entre fines del siglo XVIII e inicios del XIX. Por ese mismo tiempo, los obrajes
producían el 52% de las telas (ropa de la tierra), mientras que los chorrillos el
27% y otras unidades menores el 20%.
Los indicadores productivos proporcionados por Neus Escandell-Tur son
claros al señalar un declive pronunciado en el Cuzco del último período colonial,
cuando los obrajes decrecieron en más de la mitad de sus promedios anuales
de producción de varas de ropa de la tierra y a menos de la cuarta parte en sus
montos totales. Mientras tanto, la producción de los chorrillos-hacienda, si bien
bajó en sus promedios anuales por unidad, se triplicó en sus montos totales entre
mediados del siglo XVIII e inicios del XIX. La misma situación se presentó en los
chorrillos-vivienda, pues su producción promedio anual cayó a la mitad, pero
se duplicó entre mediados y fines del siglo XVIII, para regresar a inicios del XIX
al nivel de mediados del siglo XVIII. Así, luego de que la producción conjunta
de chorrillos-hacienda y chorrillos-vivienda constituyera tan solo la sexta parte
de la producción de los obrajes entre 1700 y 1774, pasó a ser más de la mitad
entre 1775 y 1799, y el doble entre 1800 y 1824, cuando toda la producción textil
cuzqueña experimentaba serias dificultades al pasar de más de dos millones de
varas desde 1725 a 1799 a un millón y cuarto entre 1800 y 1824.41
Neus Escandell-Tur sostiene que no hubo una crisis en la producción textil
cuzqueña antes de, aproximadamente, 1790. Más bien, desde la década de 1770,
la producción antes a cargo de los obrajes pasó a ser confeccionada por los
chorrillos y por unidades domésticas, en una reconfiguración compensatoria
que dio cuenta de casi toda la producción que ya no llevaban a cabo los obrajes.
Esto es válido en la comparación de la producción total entre 1750-1774 y
1775-1799, cuando disminuyó en un 6% y se equipararon los montos de producción
de obrajes y chorrillos. En cambio, al confrontar las cifras entre 1775-
1799 y 1800-1824, tiempo en que, si bien el volumen de telas producidas por
los chorrillos era el doble del de los obrajes, la disminución en montos globales
correspondió a casi el 47%. A continuación, se reproducen los cuadros correspondientes
al texto de Escandell-Tur.
Pese a la decadencia de las minas de Potosí, la producción obrajera de
Huamanga y del Cuzco siguió dependiendo del mercado potosino y de otros
centros poblados del Alto Perú.
4. Vidrio
La producción de vidrio estuvo ligada, principalmente, al transporte de líquidos
(vinos y aguardiente). De la misma manera que en otros casos, la producción
importada de vidrio no pudo cubrir la demanda de la colonia, con lo cual fue
posible su desarrollo a la par que la producción local de licores.42
42. Cushner 1980: 128-129.
Industria urbana y rural en el Perú colonial tardío | 193
A pesar de la necesidad de recipientes de vidrio, su producción tuvo serias
dificultades: altos costos de producción, especialización de la mano de obra y
un mercado específico. El valle de Ica fue uno de los centros principales de producción
vidriera, dado que allí se producía la barrilla o hierba del vidrio (sosa)
y que contaba con otros ingredientes del vidrio, así como bosques de algarrobo
para la leña necesaria para los hornos. Entre otros obrajes de gran trascendencia,
destacó el obraje de la hacienda Macacona en el siglo XVIII, perteneciente
al hacendado y vidriero Francisco Bernaola. Desde 1704 y durante medio siglo,
Bernaola mantuvo el obraje, pese a todos los avatares por los que tuvo que pasar,
pues la hacienda fue confiscada por la Inquisición en 1718 y fue motivo de
controversias en torno a su propiedad. Ese año, Macacona estaba apreciada en
22.653 pesos. Ya sin Bernaola, Macacona contaba con 26 esclavos para 1767,
cuando los jesuitas fueron expulsados del país.
Posteriormente, en 1775, la hacienda y obraje vidriero pasaron a manos
del comerciante Cristóbal Schier y Vandique, quien, al no ver cumplidas sus
expectativas, los traspasó en 1778 al hacendado Juan José de Salas, que en la
práctica abandonó la producción de vidrios porque era muy costosa: no solo
eran escasos los especialistas, sino también la leña que debía ser traída desde
cada vez más lejos.43 Un factor adicional fue la producción de vasijas (ollas, botijas
y tinajas) de barro a lo largo y ancho del país. En particular, la zona de Ica
tenía una larguísima tradición de fabricación de vasijas en las ollerías.
5. O tras industrias rurales
La economía rural tuvo, además, numerosas actividades transformadoras.
Muchas haciendas contaban con implementos para la elaboración de productos
derivados de su producción principal. Así, los olivares de Magdalena y Surco, en
Lima, producían aceite y lo vendían por valor de más de 71.000 pesos anuales,
según un cálculo efectuado en la segunda mitad del siglo XVIII.44 Algunas haciendas
trigales contaban también con molinos de granos (por ejemplo, las haciendas
limeñas de La Pampa, Santa Clara o San Pedro Nolasco), mientras que
otras haciendas con producción pecuaria elaboraban productos lácteos para su
venta en las ciudades cercanas. Importante fue también la elaboración de manteca
al interior de haciendas ganaderas. De otro lado, las haciendas de la costa
producían cal y ladrillos para la construcción y, algunas, ingredientes para la elaboración
de azúcar. Las unidades rurales producían también adobes de barro.
Otras industrias coloniales fueron los astilleros, las maestranzas y los molinos
de pólvora. La falta de madera en la costa peruana hizo que la fabricación
y reparación de embarcaciones se desarrollase con madera importada desde
Guayaquil o Chiloé, jarcia y brea (copé) también traídos desde fuera hasta los
puertos del Perú actual. Por consiguiente, estas actividades fueron muy limitadas
en su capacidad de expansión. Más aún, hacia mediados del siglo XVIII,
se empezó a utilizar la ruta del Cabo de Hornos para el tráfico mercantil con
España, con embarcaciones llegadas directamente de Europa, lo que limitó de
manera creciente el funcionamiento de la Armada del Mar del Sur, que usaba
barcos fabricados en esta parte del océano, principalmente en los astilleros de
Panamá y Guayaquil.
Las necesidades de defensa del virreinato hicieron preciso contar con pólvora
y abastecer los presidios en lugares estratégicos (isla Juan Fernández, Chile,
el Callao y Panamá). Tal encargo recayó en las tres fábricas de pólvora ubicadas
en Lima, que empleaban el salitre de las costas del sur como materia prima.
Otra industria pequeña —pero que, sumada, debió alcanzar grandes proporciones—
fue la cestería. Se manufacturaban cestas para la carga a mano o
sobre bestias (“capachería”), así como petacas con el carrizo que se extraía de
los montes y tierras húmedas. Parte importante de las cestas era confeccionada
por mujeres esclavas cimarronas.
V. Industria urbana
En el siglo XVIII, también tuvieron lugar cambios importantes en la composición
de los productores industriales urbanos. El más importante fue la declinación del
gran productor y la consolidación del pequeño productor independiente (artesano)
y el dependiente (domiciliario). La crisis del gran taller hacia las postrimerías
del régimen colonial afectó a los talleres artesanales, ya que perdieron el apoyo
que les significaba la larga convivencia mantenida durante el período anterior.
A diferencia de los talleres rurales, los urbanos no fueron muy estables en
el tiempo; sin embargo, los productores artesanales fueron más constantes que
los manufactureros, gracias a que su producción estuvo dirigida a los sectores
medios y bajos y a que la flexibilidad de sus talleres les proporcionó mayor capacidad
para resistir los vaivenes del mercado. Los plazos de entrega de productos
favorecían al artesano, quien, además, tenía la posibilidad de evadir pagos,
debido a que no comprometía su economía con deudas mayores y a que sus
acreedores no eran personas de influencia. La “naturalización” temporal de su
economía le permitía, además, hacer frente a las dificultades coyunturales del
mercado. Es decir, aunque suene paradójico, lo eficaz de su persistencia obedecía
a la debilidad que lo caracterizaba. No debe extrañar, entonces, la longevidad
del sistema artesanal de producción en el Perú colonial e independiente.
Otra era la situación de los grandes productores. Su economía colapsó con
frecuencia a causa de las deudas contraídas con acreedores y habilitadores con
mecanismos eficaces para hacer efectivas las cobranzas (comerciantes, terratenientes
y abogados del cabildo y la Audiencia). Aunque tales circunstancias no
necesariamente implicaban el cierre del establecimiento, sí suponían continuos
cambios de dueños.
A lo largo del siglo XVIII, la producción industrial urbana tuvo un desenvolvimiento
complejo. El mercado diferenciado del pequeño productor le permitió
subsistir en sus niveles más bajos debido a que abastecía a una población
de menores recursos. En cambio, los grandes maestros artesanos, cuya producción
estaba dirigida a sectores más acomodados, no siempre pudieron competir
con los productos importados. La anulación (o limitación) de los repartos privó
también a los manufactureros urbanos de las ventas mayoristas a los comerciantes
para su distribución en las provincias.
Hacia fines del siglo XVIII, Hipólito Unanue constataba que la producción
peruana se reducía a unos “pocos obrajes de bayetas, que llaman de la tierra,
cuyo uso se limita casi solo a los indios y negros. Hay algunas de colchas, de
vidrios, de sombreros, etc., pero no ocupan mucho lugar en el plan de la riqueza
del Perú”. Por su lado, el contador José Ignacio de Lequanda se refería a
la ausencia en Lima “de fábricas y de toda manufactura, siendo así que en los
tiempos inmediatos a la conquista tuvo exclusivamente la de sombreros y otros
artículos”.45
1. La producción artesanal
El artesanado urbano de los siglos XVIII e inicios del XIX tuvo una actitud diferenciada
hacia el mercado. En las ciudades más populosas era ya bastante
común tratar con clientes no conocidos de manera personal; sin embargo, el
trabajo a pedido se mantuvo vigente, pese a que el mercado de las grandes ciudades
se había extendido conforme habían crecido las urbes.
La especialización al interior de los talleres artesanales debió ser mayor
que en los siglos anteriores, aunque nunca significara una gran diversificación
en las funciones de la mano de obra. Así, el maestro del taller siguió siendo el
responsable de la calidad de la obra.
2. La producción manufacturera
Tanto la gran producción concentrada en talleres como la diseminada en numerosos
domicilios particulares caracterizaron a la producción manufacturera
urbana de fines del período colonial. Los intentos de establecimiento de fábricas
complementaron la experiencia industrial limeña de esos años.
Desde mediados del siglo XVII, productores y, principalmente, personas
ajenas a la producción, pero con recursos económicos disponibles, colocaron
su dinero en la organización de la producción por medio de la adquisición y
distribución de materias primas entre numerosos productores directos individuales
que trabajaban en cuartos-habitación en casas y callejones (putting-out
system). Inclusive, los artesanos con talleres también participaron en estas redes
productivas organizadas por comerciantes. De esta manera, se intensificaron las
modalidades ya desarrolladas en siglos anteriores, tales como el pago adelantado
por cantidades importantes de productos acabados o semielaborados, la
venta a consignación y, sobre todo, el trabajo domiciliario que, paulatinamente,
se fueron convirtiendo en características de la manufactura descentralizada, organizada
por comerciantes o productores en las grandes ciudades.
Si bien existió el taller de grandes dimensiones, no se convirtió en la forma
más difundida de producción urbana.46 El caso más conocido es la producción
urbana de Lima colonial, donde es posible identificar a varios grandes productores
que utilizaban el trabajo de artesanos con o sin talleres para ampliar la
producción. Las cúpulas gremiales buscaron, mayormente sin éxito, impedir el
ejercicio de oficios por parte de tales organizadores de la producción en gran
escala que eran tenidos por advenedizos.47
Un gran organizador del trabajo a domicilio de numerosos productores
directos fue el obligado. El gobierno o los municipios coloniales remataban el
cargo de obligado, en condiciones de exclusividad para el abastecimiento de
determinados productos de consumo masivo en busca de precios y calidades
adecuadas para los consumidores, aunque también guiándose por intereses
económicos menos altruistas. Entre los artículos comercializados a través de
este singular sistema figuraron distintos tipos de carne, cuero, manteca, así
como velas de sebo y de cera. El obligado adquiría derechos monopsónicos que
perjudicaban a los productores o proveedores de materias primas que, de un
momento a otro, quedaban marginados de estas redes.
Un caso en el cual los productores organizaron su producción a través del
reparto de tareas y materias primas es el de cuatro curtidores limeños en la primera
parte del siglo XVIII, quienes repartían pellejos de cabra adquiridos en los
camales de la ciudad a un grupo de 15 negros, entre libres y esclavos, para la confección
de colchones. La denuncia provino de Antonio de los Santos, asentista
del carguío de azogue de Huancavelica, quien pretendía asumir el negocio con
sus propios esclavos. En febrero de 1731, el Gobierno dio la razón al influyente
asentista.48 Algo similar y en el mismo año sucedió con la producción de manteca,
cuando el Gobierno impidió que 108 negros y negras de Lima y el Callao
produjesen manteca como agentes de los hacendados de Chancay: don Jerónimo
de Boza y Solís, marqués de Casa Boza, del orden de Santiago, con haciendas en
Aucayama; y don José Félix Vázquez de Velasco, caballero de Calatrava.49
3. Las fábricas
El siglo XVIII fue testigo de numerosos intentos por fundar fábricas privilegiadas,
protegidas por favores políticos. Empero, la Corona española tenía otros
planes para sus colonias con las prohibiciones y, en todo caso, la creación de
empresas comerciales monopolistas para el comercio de América y estancos
estatales de diversos productos.
Interesa a este estudio el estanco del tabaco, por haber servido de organizador
de la producción domiciliaria de cigarros y limpiones. Entre 1780 y 1791, se
establecieron dos fábricas de cigarros (Trujillo y Lima) que fueron, sin duda, las
mayores en tiempos coloniales. El estanco se estableció en 1752, como monopolio
para la venta del tabaco en polvo con miras a incentivar la producción de
tabaco en el Perú;50 sin embargo, contrariamente a los planes metropolitanos, la
producción peruana no alcanzó cifras y precios adecuados como para competir
en el mercado atlántico con la producción de Cuba y los Estados Unidos.51
Hasta la creación del monopolio, tanto la población plebeya de escasos recursos
como la noble sin recursos económicos para sobrevivir, adquiría tabaco
en las tiendas de comerciantes para elaborar en sus propios domicilios cigarros,
limpiones y rapé en pequeña escala, los cuales vendía al menudeo a través del
comercio callejero o en las pulperías de las ciudades del centro y sur del país. 52
No obstante, a partir del monopolio, los productores individuales debieron adquirir
el tabaco en los estanquillos oficiales, que se establecieron para este efecto
en las ciudades y pueblos, o en la “tercena” o punto de venta al por mayor en el
local del estanco en Lima.53
Unanue afirmaba en 1792 que:
Todos saben que el Perú es uno de los países del mundo en que hay menos recursos
para que subsista la gente pobre. Viniendo hecho de la Europa del zapato a la gorra,
queda muy corto espacio a los Peruleros en el exerci[ci]o de las artes mecánicas. El
tabaco alimentaba entonces a un número crecido de familias no solo en Lima, sino
en todo el reyno. El indigente padre de familias ocurría a la tercena, y a costa de un
corto precio conseguía un buen mazo. Lo reducía a cigarros ayudado de sus hijos,
y en su venta y corta ganancia encontraba el medio seguro de subsistir.54
En 1780, ocurrió un cambio significativo que incidió en la producción. Se
crearon dos fábricas centralizadas —una en Trujillo y otra en Lima— para la producción
de cigarros en condiciones de exclusividad. Esta centralización afectó a
las familias nobles sin recursos, pues su condición social no les permitía emplearse
en la fábrica. La fábrica de Trujillo se creó con 25 operarios, mientras que la de
Lima contaba con 20; pero, para 1784, la de Lima ya tenía 150 operarios y la de
Trujillo, 449. Importante es señalar que los operarios eran tanto hombres como
mujeres y puede presumirse que quienes entraron a trabajar en la fábrica eran
plebeyos que, anteriormente, labraban los cigarros en sus propias habitaciones.
Al principio no hubo complicaciones, hasta que, el 8 de noviembre de 1780,
a poco de instalarse la fábrica monopolista de Lima, sus trabajadores se negaron
a ingresar al local e, incluso, impidieron el paso de aquellos que sí deseaban entrar.
El director del estanco, José de la Riva Agüero, había eliminado la función
de los “muchachos amarradores” de cigarros, con lo cual obligaba a que cada
operario se hiciese cargo también de esta tarea, de forma que se restringía sus
ingresos por tratarse de un pago por cantidad de cigarros elaborados (a destajo).
Atar los cigarros era una tarea fatigosa, lenta y, probablemente, mal remunerada.
La protesta fracasó y la fábrica continuó con el sistema impuesto.
La Corona estaba disconforme con los bajos ingresos y los altos egresos del
estanco que, además, propiciaba el trabajo “clandestino” y la mala calidad de los
cigarros producidos en las fábricas. Por ello, la Corona determinó el cierre de
las fábricas en 1791, el retorno al sistema de fabricación libre y el establecimiento
del precio de los mazos, según su peso y no por atados.55 La producción de
cigarros volvió a ser una industria familiar, casera y pequeña, controlada por los
comerciantes de tabaco.
Fueron establecidas otras fábricas por empresarios particulares, quienes,
en su afán por evadir las restricciones coloniales, a veces, recurrían a eufemismos
del bien público para sustentar sus proyectos industriales. Así, en julio de
1760, llegó a Lima la aceptación de la Corona (real cédula del 24 de noviembre
de 1759) para fundar en la capital peruana, a iniciativa del comerciante Diego
Ladrón de Guevara, un hospicio para hombres y mujeres pobres “donde se recojan
con inválidos y trabaxen a proporción de sus fuerzas, los que pudieren en
un obrage que se podrá hacer para texer ropa de la tierra y los liensos que llaman
tocuyos”. Si bien el Consejo de Indias puso la condición de que el hospicio
fuese construido bajo la supervisión del gobierno colonial, desde 1765 hasta su
muerte ocurrida diez años luego, Ladrón de Guevara controló el hospicio desde
su cargo de mayordomo.56
Otro ejemplo es la mayor fábrica creada en la Lima colonial por intereses
privados. En este caso, se trató de comerciantes y terratenientes pertenecientes
a los círculos sociales más elevados de la capital virreinal, en cierta medida, desplazados
por comerciantes peninsulares y, en general, afectados por los cambios
borbónicos. En efecto, en febrero de 1799, un grupo de nobles comerciantes y
terratenientes limeños presentó al virrey Ambrosio O’Higgins una propuesta
para establecer una fábrica textil de enormes dimensiones en Lima. Para que el
proyecto no apareciera como una fábrica que contraviniese la idea borbónica
de monopolio productor, pretendieron dar un carácter de beneficencia a su negocio
a través de unas escuelas de hilar algodón, lino y cáñamo para —decían—
aliviar a las mujeres que cosían en sus casas y cuya posición social les impedía
salir a trabajar a una fábrica. También se acordaron de los “vagos” plebeyos, a
quienes se les debía dar una ocupación en bien de la república.
La fábrica se planteaba con una doble función: de un lado, debía ser un
establecimiento centralizado, ubicado en el hospicio o casa de pobres del pueblo
de indios del Cercado (Barrios Altos), para que utilizara principalmente la
mano de obra de los pobres residentes allí; y, de otro lado, iría acompañado de
un sistema extendido de trabajo domiciliario. Se trataba de una empresa que
hoy se llamaría de “accionariado difundido” (suscripción pública de acciones)
para adquirir materias primas (lana, algodón, lino y cáñamo) a ser repartidas a
domicilio a las mujeres de la ciudad, con telares, a su vez, entregados a cambio
de la entrega de hilo para la confección de diferentes prendas de vestir. Sus principales
promotores fueron, principalmente, grandes comerciantes y, en general,
personajes de lo más granado de las altas esferas sociales, políticas y económicas
de la Lima del ocaso del período colonial.
Las autoridades virreinales aprobaron el proyecto de la Sociedad de
Beneficencia Pública que también llamaban “escuelas de hilar y tejer algodón,
hilo y cáñamo”; pero, en 1803, llegó de la metrópoli la orden de cerrar la fábrica
por oponerse a la política industrial española en sus colonias americanas.57 La
fábrica se cerró de inmediato, aunque dos de los principales propulsores —José
Matías de Elizalde y Matías de Larreta— volvieron a juntar fuerzas aprovechando
los sucesos peninsulares posteriores a 1808 y la libertad de industria decretada
por las Cortes de Cádiz. El resultado fue una fábrica textil en Monserrate
manejada con 60 esclavos en lugar de hombres y mujeres pobres, pero libres, ya
que en esta oportunidad no contaban con la fuerza compulsiva del Estado. Al
parecer, el proyecto duró hasta el restablecimiento del absolutismo en 1815. 58
Otros intentos por establecer fábricas textiles ocurrieron en 1801 por el francés
Pedro Aspe y en 1815, por Juan del Valle (en el antiguo molino de pólvora). El
gobierno colonial impidió también estas iniciativas.
Al margen de las limitaciones coloniales, estos ejemplos ponen de manifiesto
de una manera clara la incapacidad del capital comercial para generar una
industria permanente. En lugar de manifestar cualidades de un productor moderno,
los comerciantes limeños no pudieron desligarse de los lazos políticos ni
de las formas arcaicas de uso de la mano de obra y organización de la producción,
como se verá a continuación al hablar de los empresarios y los operarios
en las industrias coloniales tardías.
VI. Propietarios y trabajadores
Para formar una idea más cabal de las industrias peruanas coloniales, es conveniente
conocer a los propietarios y a los trabajadores. Esto resulta instructivo,
pues los orígenes sociales y económicos, el grado de influencia política de los
propietarios y las características del trabajador industrial permiten una mejor
valoración del lugar y la suerte histórica que estas actividades tuvieron en el
Perú virreinal.
1. Propietarios
Tan variados como las mismas actividades que ejercían o promovían fueron los
propietarios de los negocios industriales del Perú colonial: iban desde pequeños
productores dueños de un taller urbano de dimensiones minúsculas hasta
grandes señores que dedicaban recursos “libres” a una actividad productiva sin
participar de manera directa en ella, pasando por todos los tipos de personajes
intermedios entre ambos extremos.
Gracias a los trabajos sobre los obrajes, se conoce que estas actividades correspondían
a prominentes personajes de gran influencia política, económica y
social de sus regiones. Los curacas del valle del Mantaro, por ejemplo, controlaban
de manera directa los obrajes en esa importante zona abastecedora de Lima
y del centro minero de Cerro de Pasco.59 De la misma forma, los encomenderos
de Huánuco, fundadores de obrajes en esa zona también abastecedora de Cerro
de Pasco, fueron sustituidos en estas funciones por grupos emergentes, compuestos
por comerciantes y nuevos terratenientes.60
El caso de Huamanga es similar a los mencionados. Los primeros obrajeros
fueron grandes encomenderos de Vilcashuamán (en particular, Antonio
de Oré, en Canaria y Chincheros), quienes aprovecharon la concentración de
mano de obra y de materia prima para establecer una industria textil de ciertas
dimensiones; sin embargo, el modelo llegó a su límite en la segunda mitad
del siglo XVII, cuando la expansión productiva exigía mayores inversiones de
capital y mayor afluencia de trabajadores. De esta tarea, se encargaron nuevos
personajes, verdaderos emprendedores que mantuvieron altos niveles productivos
hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando burócratas y advenedizos se
apoderaron de los obrajes huamanguinos (Cacamarca y Chincheros).61
Neus Escandell-Tur ha recogido información prosopográfica de las familias
dueñas de 16 de los obrajes más importantes del Cuzco en el siglo XVIII y,
en particular, de tres personajes o grupos familiares principales (los marqueses
de San Lorenzo de Valleumbroso, Juan Antonio Ugarte y Sebastián José de
Ocampo). La solidez de las familias propietarias permite entender la estabilidad
de los obrajes cuzqueños y que la propiedad de estos estuviera en manos de las
mismas familias. Así pues, los obrajes estuvieron en actividad unos 140 años y,
en promedio, estuvieron unos 85 años en manos de una misma familia. Hubo
obrajes que sobrepasaron los 200 años de actividad (Lucre y Huaro) y chorrillos
de casi un siglo de actividad (Santa Rosa de Unca). La autora muestra que, ya
en la segunda mitad del siglo XVIII, los obrajes fueron cambiando de dueños en
favor de inmigrantes recientes desde la metrópoli, que hacia 1780 desplazaron a
las antiguas familias cuzqueñas.62
De manera similar, las grandes propiedades azucareras pertenecían a personajes
y familias de ascendiente social y político, que constituían una suerte de
“aristocracia del azúcar” en la costa norte hasta las primeras décadas del siglo
XVIII, cuando la producción azucarera de la costa central empezó a dividir el
mercado de este importante producto.63 En la costa central, la economía fue más
diversificada y, en todo caso, fueron los comerciantes, más que los productores
de azúcar, quienes dominaron la situación económica y social de la región.
La ciudad también tuvo una gran diversidad de empresarios industriales.
Un cambio con respecto al siglo y medio previos fue que, desde fines del siglo
XVII y para el resto del período colonial, destacó entre el empresario industrial
urbano un productor de grandes dimensiones en medio de un esquema dominado
numéricamente por los medianos y, sobre todo, pequeños propietarios. En
Lima, que es el caso conocido, entre el 20 y el 30% de los negocios industriales
correspondía a ventas entre mil y diez mil pesos anuales, menos del 10% correspondía
a ventas de hasta cincuenta mil pesos y un magro 1% a ventas de cifras
más altas. Empero, los grandes negocios eran camales, mantequerías y velerías,
así como molinos de trigo que no figuraban en los datos utilizados para este
cálculo. Precisamente, el cobro de la alcabala muestra la presencia como dueños
de talleres industriales a personajes (hombres y mujeres) de rangos sociales
elevados (sacerdotes, abogados, nobles). Sin involucrarse de manera directa,
personajes de otras ocupaciones y rangos sociales intervenían en la producción,
ya sea por medio del préstamo de dinero a productores directos o a través
de compañías (contratos de financiamiento, generalmente, con miras a dividir
las ganancias). Hacia fines del período colonial, uno de los más importantes
“aviadores” (término procedente del verbo usado entonces, aviar) de zurradores
y zapateros era el regidor del cabildo limeño Joaquín Manuel Cobo, quien
fuera defensor de la libertad de industria y, como se ve, no le faltaban razones
personales.64
También es interesante constatar la presencia de una suerte de empresariado
privilegiado, es decir, empresarios que obtenían la exclusividad en la producción
de ciertos artículos gracias a sus influencias políticas. Por un lado, estaban
los que se presentaban como inventores o introductores de un producto y perseguían
el monopolio por un tiempo más o menos largo, mientras que otros
buscaban abastecer el mercado de manera monopólica por medio del sistema
de obligados de artículos de consumo masivo. En una sociedad colonial y patrimonialista,
con un mercado limitado, fraccionado y desprotegido, el empresario
buscaba seguridad para su “inversión” a través de la política. En realidad,
se trató de un empresariado señorial en la manufactura, cuyo verdadero capital
era, muchas veces, de tipo político.
Varios son los ejemplos de monopolios con apoyo político. En 1780,
Jerónimo Pineda solicitó la exclusividad para fabricar las lentejuelas de hierro
que hasta entonces se importaban de Francia. En esta ocasión, pudieron más
los intereses comerciales coloniales para denegar la solicitud. 65 Pero, sin duda,
el caso más sonado fue el monopolio que estableció Francisco Liza y Bueno, en
1785, para la producción y expendio de cueros. El proyecto fracasó por la cerrada
oposición de los hacendados de Lima, Piura y Lambayeque, los comerciantes
limeños que traficaban con cuero chileno y los dueños de camales y de grandes
zapaterías, curtiembres y zurradurías. Liza planeaba establecer una fábrica descentralizada
(trabajo a domicilio) con la participación de los numerosos zurradores
y curtidores.66
Es necesario tener en cuenta este elemento en el análisis de la producción
industrial peruana colonial. En las postrimerías del período colonial y como
resultado de la liberalización del mercado para productos que sí competían con
la producción local, la sombrerería, zapatería, curtiembre, ferretería, bordados
y otros oficios similares carecieron de atractivos especiales de parte de los empresarios
improvisados de entonces. Más bien, por ser más seguro, se prefirió
“invertir” principalmente en la producción de artículos de amplio consumo
(velas, harina y pan);67 es decir, hacia fines del período colonial, se redujo drásticamente
el horizonte de actividades donde la manufactura se venía desarrollando
desde el siglo XVI.
La industria peruana colonial no careció de iniciativas innovadoras ni de
intentos significativos para implementar el uso de maquinaria moderna que se
desarrollaba en Europa y los Estados Unidos. Además de los pretendientes a
la protección política para sus actividades industriales, hacia fines del período
colonial hubo empresarios que buscaron utilizar innovaciones técnicas en sus
negocios industriales para afrontar los retos de un mercado más difícil que en
tiempos anteriores. Un caso fue el de José Antonio Ugarte, quien en 1796 intentó
establecer en Arequipa un molino —decía— de su invención, para despepitar
algodón.68 Desde 1790, funcionaban varias máquinas en la ciudad de Lima: una
máquina para fabricar velas (1790), otra para abrillantar diamantes (1796) y
varias “máquinas de chocolate”.69
Grandes productores organizaron la actividad industrial de sus colegas en
talleres de proporciones o a través del reparto a domicilio. Un ejemplo de concentración
de recursos materiales y de mano de obra en un gran taller es la
sombrerería del francés Pedro Dubois (y, luego, de su hijo Juan), en la calle del
Pozuelo de Santo Domingo, en la Lima del último tercio del siglo XVIII. Gracias
a contratos con el gobierno colonial, la sombrerería era capaz de fabricar centenares
de sombreros en plazos relativamente cortos, gracias a su extensa mano
de obra de entre 24 y 28 operarios y al reparto de tareas a productores independientes
que trabajaban en sus propias habitaciones.70
La comercialización tanto de la producción domiciliaria como de los talleres
grandes se realizaba en tiendas de maestros artesanos y, principalmente, a
través de la inmensa y compleja red de pulperos, cajoneros y vendedores callejeros
de las ciudades del Perú colonial.71
Las Cortes de Cádiz decretaron la libertad para ejercer las actividades
agropecuarias, comerciales e industriales. Conocido es, sin embargo, que la
Constitución gaditana de 1812 no tuvo una larga vigencia y, en todo caso, los
empresarios coloniales confiaban más en la protección del Estado que en la
libertad.
2. Mano de obra
Las unidades industriales rurales y urbanas contaban con una mano de obra
mixta, compuesta de esclavos y libres, trabajadores de todas las castas y condiciones
sociales, especializados y no especializados. Pese a la competencia por
trabajadores entre los empresarios industriales y entre estos y los mineros y
hacendados, las condiciones de trabajo fueron muy difíciles. Antes que generar
incentivos para el reclutamiento y retención de los trabajadores, los empresarios
coloniales extendieron a la industria los sistemas laborales de dependencia
personal vigentes en otras ramas económicas.
A pesar de la relativa abundancia de población que tuvo el Perú colonial, la
escasez de mano de obra fue siempre un problema mayor. La sierra era la zona
más poblada del país, pero la mayoría de sus habitantes estaba ligada a comunidades
indígenas y, por consiguiente, el acceso a esa fuente potencial de mano
de obra estuvo sujeto a mecanismos políticos, antes que a cuestiones netamente
económicas. El sistema colonial tuvo que adaptar mecanismos prehispánicos y
crear otros para organizar la afluencia de trabajadores a las minas, haciendas e
industrias urbanas y rurales; sin embargo, para el siglo XVIII, el sistema de la
mita ya había dejado de funcionar en la escala que tuvo en el siglo XVI y parte
del XVII, cuando constituía la base productiva en los centros mineros, haciendas
y obrajes. La distribución de indios mitayos se fue circunscribiendo a las
actividades mineras y agropecuarias, con lo cual se dejaba sin esta fuente de
trabajo a los propietarios industriales rurales (obrajes). Por su parte, los productores
urbanos nunca gozaron de este sistema colonial de reclutamiento y uso
compulsivo de la fuerza laboral indígena.
Además, la Corona española buscó evitar la utilización de trabajadores indígenas
en los obrajes, ingenios azucareros, obrajes y viñedos, como una forma de
cuidar a la población nativa, de garantizar la afluencia de indios mitayos y mingados
a los centros mineros y como una vía de controlar la industria colonial.
Una de las disposiciones reales que recordaba tales prohibiciones fue promulgada
en 1681.72 Sin un abastecimiento adecuado y seguro de trabajadores indígenas,
los propietarios de la costa tuvieron que recurrir a los esclavos negros hasta
que pudieron obtener trabajadores libres indígenas y de castas desde mediados
del siglo XVIII, gracias a la recuperación demográfica que tuvo lugar entonces.73
Las principales opciones de los empresarios coloniales se redujeron, básicamente,
a la adquisición de esclavos, la yanaconización de los trabajadores
indígenas y la obtención de trabajo libre mingado.
El incentivo más obvio para organizar la producción industrial con esclavos
fue la necesidad de contar con un conjunto de trabajadores permanentes y especialistas
leales, para poder garantizar el proceso productivo que se completaría
con trabajadores bajo otras modalidades laborales; sin embargo, el precio de los
esclavos y los costos de su manutención y seguridad hicieron que el empresario
72. Bowser 1977: 161-162.
redujese la cantidad de esclavos al mínimo indispensable. El precio de un esclavo
en Lima en el siglo XVIII bordeaba los 500 ó 550 pesos y, probablemente, su
precio pudo ser más alto en provincias alejadas de los centros distribuidores. La
industria requería de esclavos especializados y estos no abundaban en el mercado
y, cuando se hallaban, sus precios eran aún más elevados. La alternativa
era “criar” y enseñar a esclavos jóvenes, pero esto siempre resultaba costoso.
Además del costo de compra, los propietarios debían realizar gastos importantes
para mantener a su fuerza de trabajo (alimentación, ropa, salud), aun cuando
estos “servicios” fueron muchas veces más nominales que reales. Dado el
rigor del trabajo en trapiches y otras manufacturas rurales y urbanas y debido a
las condiciones precarias de alimentación, vivienda y salud, los esclavos tenían
una corta expectativa de vida, situación que obligaba a los empresarios a “renovar”
la mano de obra esclava, aproximadamente, cada 30 años.
Aun así, la población esclava fue abundante en las unidades productivas
de los valles costeños. El censo efectuado en tiempos del virrey Gil de Taboada
(1790) consignó la cantidad de 8.960 esclavos en la ciudad de Lima, cifra que
muestra que la mayor concentración de esclavos se encontraba en la costa central
del Perú. En aproximadamente 200 chacras y haciendas de Lima en la segunda
mitad del siglo XVIII, en 134, había un total de 3.146 esclavos. En la
contabilidad no se consideraron las unidades productivas pertenecientes a las
órdenes religiosas, algunas de las cuales tenían grandes concentraciones de
mano de obra esclava. Hacia los inicios del período independiente, la población
esclava de los valles de Lima había descendido a 2.947.
Los esclavos podían pertenecer al dueño de la hacienda, al arrendatario
o a otras personas que los cedían en alquiler. La presencia de esclavos en haciendas
no estaba en función de la amplitud de estas unidades, sino del tipo de
producción. Ahí donde se requería de un trabajo especializado y constante, el
dueño tendía a adquirir esclavos. De esta manera, los trapiches y caleras eran
las unidades productivas que, por lo regular, contaban con las mayores cantidades
de esclavos y, a la vez, eran las más productivas. Así, buenos ejemplos en
Lima fueron el trapiche y calera La Molina que sumaban 15.000 pesos en ventas
anuales de azúcar y derivados, con 200 esclavos y 2,8 esclavos por fanegada útil;
Maranga y Maranguilla que vendían también azúcar y derivados por 14.800
pesos, con 151 esclavos y 1,07 esclavos por fanegada útil; El Naranjal que vendía
azúcar y derivados por 12.000 pesos, con 120 esclavos y 1,2 esclavos por fanegada
útil; la calera Matute (Cocharcas) que vendía cal, ladrillos y lajas por 9.000
pesos, con 60 esclavos y 1,2 esclavos por fanegada útil; o el trapiche Collique y
la calera San Isidro que vendían guarapo, raspaduras, cal y ladrillos por 4.564
pesos, con 125 esclavos y 1,1 esclavos por fanegada útil.
Entre las 26 chacras de mayores ventas o el 10% de todas las haciendas limeñas,
concentraban 1.104 negros que constituían alrededor del 30% del total
de esclavos y el 24% de las fanegadas útiles de los valles (de las haciendas que
declaraban).
Los trapiches, caleras y otras industrias rurales y urbanas, costeñas y serranas,
contaban, principalmente, con esclavos especialistas en las diferentes tareas
del proceso productivo. Para las demás operaciones, se estilaba utilizar mano de
obra bajo otras modalidades laborales: una de ellas fue el alquiler de esclavos
en tiempos de necesidad, para lo cual se pagaba a los propietarios jornales que
iban de dos a cinco reales diarios, en tanto que el esclavo debía ser alimentado
por el arrendador.74
El obraje vidriero de Macacona, por ejemplo, contaba en 1767 con seis oficiales
(de 26 esclavos en general); con tres oficiales y cuatro aprendices (de un
total de 49 esclavos), en 1771; y con siete oficiales vidrieros, en 1778. Un operario
encargado del horno podía ganar seis reales diarios y los botijeros, un real por
botija. Cada oficial vidriero podía costar más de mil pesos y, tomado en alquiler,
podía percibir hasta cuatro pesos diarios y dos reales por tareas adicionales, un
salario muy elevado para la época. Este caso reitera el hecho de que los esclavos
especialistas constituían la columna vertebral de las unidades de producción
industrial, a pesar de lo costoso que resultaba su trabajo. El obraje necesitaba
también otros especialistas libres, tales como herreros y fundidores.75
La yanaconización fue un proceso que se consolidó con las medidas tomadas
por el virrey Francisco de Toledo en el siglo XVI. La población indígena ajena a
las comunidades fue adscrita a haciendas a través de la distribución de parcelas
de terreno a cambio de prestaciones de trabajo que incluían al campesino
yanaconizado y a su familia. En las haciendas que contaban con manufacturas,
los yanaconas eran utilizados también en estas tareas.76
Luego de un largo proceso de disminución y estancamiento, la población
indígena del Perú colonial sufrió un nuevo golpe con la terrible peste que se
produjo en la década de 1720. A mediados de ese siglo, se presentaron los primeros
síntomas de recuperación demográfica y tanto las actividades agropecuarias
como las mineras y manufacturas pudieron contar con mayores recursos
laborales. Teniendo en cuenta que las actividades especializadas permanentes
de las unidades productivas eran realizadas por pequeños o medianos contingentes
de esclavos con que contaban las manufacturas (inclusive los había en
obrajes serranos) y que los indios yanaconizados eran responsables de otras
tareas permanentes, las unidades industriales reclutaban trabajadores formalmente
libres para realizar las operaciones habituales de producción.77
Por lo regular, los jornaleros (mingados) eran indios, mestizos; y, en la costa,
mulatos y zambos libres, que debían percibir un jornal nominal de entre dos
y cinco reales. Por consiguiente, recibían montos, a veces, por debajo y, otras,
por encima del salario legal del arancel, que había sido establecido por el virrey
Duque de la Palata en la década de 1680. Este salario real consistía en cuatro
reales más alimentación, que debía tasarse en un real; sin embargo, en la zona
rural y, en particular, en los obrajes serranos, los indios debían recibir un jornal
de dos reales más alimentación, lo que distaba mucho del jornal legal. 78 Los
empleados de las unidades eran, generalmente, blancos y mestizos (administradores,
mayordomos, médicos, curas y artesanos de diversos oficios).
Libres eran también los trabajadores de los obrajes serranos llamados maquipuras,
quienes realizaban tareas específicas, así como también los llamados
alquilas, quienes trabajaban de manera permanente. Las tareas podían ser muy
diversas, ya que una bayeta podía tener de 50 a 110 varas. Así también, el pago
fluctuaba de un real en 1700 a dos reales entre 1740 y 1767.79
Los trabajadores libres constituían la mayor parte de la fuerza laboral de los
obrajes; aunque, entre ellos, se contaban también a quienes llegaban enviados
por los curacas y corregidores para conseguir dinero y satisfacer las obligaciones
de sus comunidades. Más aún, en algunos obrajes permanecían personajes enviados
por los curacas para vigilar a su gente que “taereaba” allí ganando dinero
para el pago del tributo de sus comunidades.80 Este era el caso de los trabajadores
“alquilas” en los obrajes de Huamanga, quienes eran reclutados y enviados
por sus corregidores para el pago del tributo. Sobra decir que quienes cobraban
eran los corregidores y que los trabajadores directos recibían un “pago” en ropa,
semillas y alimento, incluyendo chicha y otros licores. En 1732, la tasa del tributo
que debían pagar los operarios indígenas en la zona era de seis pesos.81
En realidad, el trabajo libre estuvo permeado por las condiciones serviles y
esclavistas imperantes en el país. Muchas veces, el salario fue más nominal que
real y se efectuaba en servicios y bienes (en particular, en coca, chicha y aguardiente)
tanto o más que en dinero. Un abuso común de la época fue pagar menos
a los trabajadores mayores, niños y mujeres. El empresario industrial extendía a
las actividades transformadoras —rurales y urbanas— la práctica existente en las
unidades agropecuarias de retener a la mano de obra por medios extraeconómicos
(coerción) y, principalmente, con el recurso del “enganche” por deudas.82
No se trataba solamente de la inexistencia de un mercado laboral desarrollado
en tiempos coloniales. Los problemas de reclutamiento de trabajadores estaban
más bien relacionados con la oferta de trabajo que con la demanda de trabajadores.
La documentación histórica es clara al referir que existían contingentes
importantes de personas en edad laboral que se encontraban “libres” de las
ataduras de las comunidades indígenas o de alguna unidad económica (hacienda,
mina). Esta situación no significaba que bastaba con saber que en algún
obraje del campo serrano o taller de la ciudad se necesitaban trabajadores para
que estas personas acudiesen prestas a cubrir los puestos disponibles. Mientras
tuviesen alternativas para la obtención de medios de subsistencia, era difícil que
los pobladores libres eligiesen trabajar de manera voluntaria en obrajes u otros
talleres, donde el régimen de trabajo era arduo y reinaban los abusos.
Tanto en el Perú como en otros lugares de América hispana, el problema era,
en realidad, que los obrajes y otros talleres (molinos, panaderías, mantequerías,
etc.) ofrecían condiciones de vida y de trabajo muy duras. Los obrajes terminaron
siendo lugares odiados por lo pesado del trabajo, la severidad de la vigilancia,
la magra retribución y la opresión imperante.83 Antes que atraer a potenciales
trabajadores, muchos talleres coloniales los ahuyentaban y, no por casualidad,
los obrajes en el campo y las panaderías en las ciudades actuaron como centros
de reclusión para delincuentes y vagos. Tampoco fueron casuales las manifestaciones
de protesta de los trabajadores en los obrajes y en las panaderías. 84
Por lo general, debieron ser pocos los trabajadores que ingresaron a trabajar
en obrajes en condiciones verdaderamente libres. La presencia de salarios o
jornales no implicaba que se tratara de trabajadores libres, salvo que se considere
que las normas laborales tenían plena vigencia o que reflejaban llanamente
la realidad. Las personas libres debían estar realmente necesitadas para ingresar
sin compulsión alguna a un obraje. En efecto, la mano de obra estuvo vinculada
a los obrajes a través de deudas, que servían tanto para reclutar trabajadores
como para retenerlos de manera compulsiva.85 El anticipo de salarios permitió
a los obrajes retener a sus trabajadores y extender a familiares la obligación
contraída, en caso de no haberse cumplido el pago en trabajo por fallecimiento
o huida del trabajador.
Un motivo común para iniciar una relación de endeudamiento fue la
obligación que los indígenas tenían de pagar el tributo y los bienes repartidos
por los corregidores. Los curacas y gobernadores de indios se encargaban, en
coordinación con los corregidores, de reclutar indígenas para los obrajes y otras
empresas. Práctica común fue diferir por semanas y meses el pago en dinero
por tareas realizadas o por el tiempo trabajado para inmovilizar al trabajador y
mantenerlo en la unidad productiva. Los propietarios de grandes obrajes y los
de muchos obrajillos tenían la influencia social y política necesaria para obligar
a los deudores a enrolarse y permanecer en sus empresas.
Para mantener a los trabajadores, los dueños de los obrajes procedían a
continuar el endeudamiento a través de préstamos, adelantos, multas por fallas
en el cumplimiento de tareas y ventas compulsivas a precios alzados en la tienda
del obraje, en montos que impidiesen al trabajador cancelar lo adeudado y
liberarse de las obligaciones para con el obraje.86 Los dueños abusaban en los
plazos de cumplimiento de las obligaciones y de las tareas diarias, obligando
a realizar tareas que no podían cumplirse en una jornada. De otro lado, a los
dueños de obrajes no les convenía perder la mano de obra ya adiestrada en las
operaciones técnicas de la producción textil, pues el proceso de aprendizaje de
nuevos contingentes de trabajadores demandaba tiempo y esfuerzo.
Un obrajero podía tener dificultades para reunir el dinero para los adelantos
y préstamos a los numerosos trabajadores; sin embargo, no se requería de
mucho para endeudar a un indígena comunero o libre, al punto de que este no
pudiese pagar el monto de la deuda: eran suficientes unos cuantos pesos, ya que
se trataba de una economía rural, donde era necesario entablar una relación
similar con otro empresario obrajero, minero o hacendado, para poder obtener
dinero con el cual cancelar la deuda.
Los trabajadores permanentes de los obrajes vivían en galpones ubicados al
interior de los centros productivos. Se puede sospechar que un trabajador con
antecedentes de huidas o que cumplía penas de carcelería podía vivir y trabajar
encadenado, lo cual elevaba los costos de manutención y conducía a una menor
rentabilidad de su trabajo. En realidad, los presos fueron una porción pequeña
de la fuerza laboral de los obrajes y, recién en 1811, las Cortes de Cádiz eliminaron
formalmente la condena al trabajo en obrajes y panaderías.87
El caso de los obrajes de Huamanga ilustra detalladamente la situación de
los trabajadores. En un inicio, se usaron indios encomendados y mitayos; pero,
ya en el siglo XVII, fue necesario recurrir también a la yanaconización de los
trabajadores, debido al despoblamiento y a la desactivación o, al menos, disminución
de la importancia de los regímenes laborales anteriores. La mita mantuvo
cierta vigencia durante el auge productivo de 1660-1760 en Huamanga: de
147 trabajadores que tenía Cacamarca en 1694, 47 eran tributarios; sin embargo,
en 1729, la proporción de mitayos bajó a solo 68 de un total de 410 operarios,
aunque 69 tributarios que debieron asistir al obraje se hallaban ausentes. Ese
mismo año de 1729, Pomacocha contaba con 44 indios tributarios, pero otros
84 nunca llegaron a trabajar. En general, solo el 7% de la población tributaria de
Vilcashuamán trabajaba en obrajes; el resto lo hacía principalmente en minas y
comunicaciones (chasquis).88
Los yanaconas constituyeron la fuerza laboral más importante de los obrajes
huamanguinos desde la segunda mitad del siglo XVII hasta el final del período
colonial. La epidemia de sarampión que afectó a los Andes durante las
décadas de 1720 y 1730 y que duró hasta 1756 restó posibilidades de reclutar
trabajadores mitayos y libres. Ante tal coyuntura, la respuesta de los dueños de
obrajes fue obligar a indios comuneros a quedarse en los talleres. Pese a la epidemia,
Cacamarca tenía 295 trabajadores en 1730 y 360 en 1732, aunque luego
fueron disminuyendo de manera paulatina hasta llegar a 300, en 1751; a 122, en
1767; y a 154, bajo la administración de Temporalidades, en 1785. Los obrajes
de Chincheros y Pomacocha presentaron cantidades de trabajadores similares.
De esta manera, aun cuando diversas categorías de trabajadores podían figurar
formalmente como libres, la práctica muestra que su situación distaba
mucho de esta situación. Tal como sucedía en otras zonas obrajeras del país,
en Huamanga, se recurría al enganche de trabajadores “libres” al reclutarlos y
endeudarlos para mantenerlos en los talleres. El régimen laboral más difundido
—al margen de la denominación utilizada— era el trabajo a destajo. Las tareas
a realizar eran, por lo regular, superiores a las posibilidades de los operarios,
además de estar sujetas a la aceptación por parte del obraje y a abusos en el pago
(adelantos en bienes a precios alzados, aplazamiento del pago y recortes).89
En cuanto a los salarios en los obrajes de Huamanga, se encuentran tendencias
similares a las de otras zonas obrajeras. El virrey Duque de la Palata
ordenó en 1687 el pago de 47 pesos con dos reales al año a los percheros y
tejedores, y 40 pesos con cuatro reales al resto de trabajadores de obrajes. Estos
montos podrían considerarse significativos si son comparados con los 12 pesos
más alimentación que debían recibir los trabajadores agrícolas. Si en el siglo
XVI el promedio salarial era de cinco a siete pesos por trabajador, el siglo XVIII
experimentó una “mejora salarial” significativa, según los cálculos efectuados
por Miriam Salas. En 1731, el obraje de Cacamarca en 1731 pagó 18.276 pesos
con 4 reales en salarios a sus 295 trabajadores, lo que significa un promedio de
62 pesos por cabeza, monto que se multiplicaba por familias porque, en realidad,
trabajaban tanto el padre como la madre y los hijos. Si bien los montos
disminuyeron entre 1731 y 1756 —en tiempos de epidemia—, el promedio por
trabajador fue de 39 pesos y 5 reales para los 325 operarios del obraje, mientras
que entre 1760 y 1800 el promedio bajó a 23 pesos con 3 reales. Estas cifras
muestran salarios comparativamente atractivos.
En la práctica —señala Miriam Salas— el pago se realizaba por tareas (a
destajo) y no por día laborado. La autora calcula que los tejedores tardaban 24
días en producir tres piezas de 64 ó 65 varas y, por esta labor, percibían 7 pesos
con un real. Sin contar las fiestas, en un año de once meses, un tejedor podía
reunir 78 pesos con tres reales, aunque alcanzar esta cifra era difícil porque
no trabajaba todo el año y había mucha competencia entre los tejedores. Otro
elemento a tener en cuenta es que el “salario” no se pagaba en dinero y en efectivo,
sino principalmente en especies y a precios alzados artificialmente; de esta
forma, se cumplía con el salario estipulado por medio de la disminución de los
costos reales.
La información de Cacamarca sirve para ilustrar este mecanismo: entre
1731 y 1756, el obraje pagó a sus trabajadores indígenas un 47,9% de su salario
en ropa, 44,9% en comida y un 7% en tributo. Entre 1775 y 1780, el pago del
salario se repartió en un 41% en bretañas y un 46% en alimentos (trigo y maíz,
principalmente). De esta manera, de un salario nominal promedio de 40 pesos
con dos reales para los varones y de 41 pesos con dos reales para las mujeres
entre 1775 y 1780, los trabajadores percibieron, respectivamente, 39 pesos con
tres reales y 36 pesos con cinco reales en especies. Así, el reparto de bienes era
mayor que el propio salario.90
La cantidad y diversidad de trabajadores en la industria colonial variaba de
actividad en actividad y de acuerdo con el tipo de empresa. Ya se indicó que los
talleres artesanales eran realmente pequeños y que podían contar con tan solo
uno o dos productores, incluyendo al maestro o dueño del negocio. Las manufacturas
eran mucho más amplias en su producción y mano de obra.
En el cuadro 3 se detalla el personal de algunos obrajes cuzqueños en el
siglo XVIII. Si bien puede tratarse de excepciones, de todas formas brinda una
idea de las enormes dimensiones que pudieron alcanzar esas unidades productivas
textiles.
Por otro lado, en las grandes ciudades, la situación fue menos negativa que
en los obrajes serranos. Una mejor oferta de trabajo y la cercanía de autoridades
llamadas a velar por el cumplimiento de las normas aliviaban las condiciones de
trabajo incluso en los talleres grandes, salvo los conocidos casos de panaderías,
molinos, mantequerías y velerías, donde los ritmos de trabajo eran insufribles
y lindaban con lugares de castigo, como en efecto sucedía con los esclavos que
eran colocados en esos talleres por sus amos como escarmiento por faltas graves
90. Salas 1998, I: 467, 469, 472, 473, 478, 488, 492. Los cálculos de la capacidad nutritiva de los
alimentos repartidos realizados por Salas concluyen que la alimentación de los trabajadores
era muy insuficiente; sin embargo —agrega—, este medio de pago impidió que el trabajador
y su familia quedasen en extrema pobreza, sobre todo, a partir de 1760, cuando el pago en
alimentos se tornó más frecuente que antes (I: 511).
Industria urbana y rural en el Perú colonial tardío | 215
o leves. Más bien, las ciudades grandes parecían fábricas inmensas en donde se
desarrollaba una producción de muy pequeña escala individual en talleres artesanales
y en habitaciones al interior de casas y callejones que, en conjunto, debía
alcanzar montos importantes. A diferencia de las especialidades textiles que se
desarrollaban en comunidades indígenas serranas, en las ciudades esta producción
a domicilio era muy variada y, por consiguiente, no llegaba a individualizar
determinados productos. Esta producción descentralizada era organizada por
comerciantes y grandes productores e involucraba a numerosos productores
libres e individuales, hombres y mujeres de todas las edades, que trabajaban
con sus propias herramientas. Inclusive, las mujeres de sectores sociales medios
y altos laboraban en sus propias casas en tareas de costura y bordado que, en
general, denominaban “trabajos de aguja”.91
Mano de obra en algunos obrajes cuzque ños
Obrajes Año Operarios Operarias Yanaconas Presos
Huaro 1699 267 63
Huaro 1705 186 64
Huancaro 1745 136 60
Huancaro 1749 109 55
Lucre 1740 127 13
Lucre 1749 129 78
Lucre 1784 145 61 92
Pichuichuro 1742 172 33
Pichuichuro 1766 193 77
Pichuichuro 1772 170 73 40
Pichuichuro 1774 166 73 43
Pichuichuro 1791 188 55 65
Pichuichuro 1803 86 48 9 14
La debilidad del trabajador urbano o rural con respecto a sus empleadores
se manifestaba en la necesidad de promulgar cédulas reales —del 16 de septiembre
de 1784 y del 19 de mayo de 1785— que dispusieran que los artesanos,
menestrales, jornaleros, criados y acreedores alimentarios de comida, posada y
otros semejantes pudiesen cobrar sus respectivos créditos ejecutivamente y sin
admitirse inhibición ni declinación de fuero. En enero de 1786, fueron leídas
estas cédulas en el cabildo limeño.92
Conclusión
La producción industrial del Perú colonial alcanzó niveles productivos muy significativos
hacia la segunda mitad del siglo XVIII, tanto en el campo como en la
ciudad, en la costa y en la sierra, como resultado de la expansión económica iniciada
en el siglo XVI, aunque esta tuvo momentos discontinuos experimentados
a causa de declives en la producción minera. La producción decayó de manera
drástica en las unidades productivas de mayores dimensiones (obrajes textiles
rurales y urbanos, talleres manufactureros diversos), así como la producción
textil domiciliaria en las ciudades, debido a varias causas. Entre los factores
más influyentes se cuentan las transformaciones en los mercados y en la geografía
de los centros productores, los problemas de reclutamiento de mano de
obra, de obtención de insumos y de materias primas, la competencia de textiles
europeos, las deficiencias en la reconversión tecnológica y lo improvisado del
empresariado industrial, el cual era de orígenes tan diversos como el comercio
y la producción, pero también la burocracia y la tenencia de tierras.
Esta producción se caracterizó por la convivencia de grandes, medianas
y pequeñas unidades productivas, la variedad de producción, las restricciones
productivas coloniales (en algunos casos evadidas), el uso de regímenes arcaicos
de trabajo (servidumbre, esclavitud y trabajo libre con restricciones), la fuerte
influencia del factor político en la fundación, el sostenimiento de empresas industriales
y la escasa mentalidad empresarial moderna del industrial. Como
resultado, la industria manufacturera peruana colonial no llevó a una etapa de
transición hacia un tipo de producción fabril moderna. Antes bien, estos resultados
dieron paso al predominio de pequeñas unidades productivas, tanto en
las ciudades como en el campo, en períodos posteriores de la historia del Perú.

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