Historia Industria Urbana y Rural
Historia Industria Urbana y Rural
Historia Industria Urbana y Rural
y las dificultades del tráfico con la Península, junto a las ya conocidas excepciones,
dejaron la puerta abierta para una producción local de gran importancia.
Los valles de la costa sur desde Lima hasta Moquegua se cubrieron de vid
ya en el siglo XVI; pero fue en el siglo siguiente, cuando experimentaron un
auge y expansión que continuaron hasta casi la Independencia. En realidad, la
prosperidad de Cañete, Lunahuaná, Pisco, Cóndor, Humay, Ica, Palpa, Ingenio,
Nazca, Majes, Siguas, Vítor y Moquegua dependía de la venta de vinos, vinagre
y aguardientes en los centros urbanos desde Lima hasta el Cuzco, La Paz, Potosí,
Chile y, por el norte, Conchucos, Huánuco, Lambayeque y Quito, así como en
la sierra central (Tarma, Pasco y Huancavelica). Hasta el siglo XVIII, los vinos
peruanos abastecieron los mercados de Tierra Firme y América Central.
En un principio, los valles arequipeños dominaron la producción y el mercado
colonial peruano; pero, para la segunda mitad del siglo XVII, los viñedos de
Ica y Pisco ya habían conquistado buena parte del mercado. La ampliación de la
oferta produjo una rebaja considerable en los precios que se redujeron de ocho
pesos la botija hacia 1600 a solo un peso en 1700. Las ganancias en el siglo XVIII
se debieron, principalmente, al aumento de la producción que cubría las necesidades
de un consumo en expansión, alimentado por la reactivación minera en
diversos lugares del virreinato, tales como las minas de Condesuyos y Caylloma
en Arequipa y Huantajaya en Tarapacá. En la segunda mitad del siglo XVII, la
producción de los valles arequipeños alcanzó las 200.000 botijas; en tanto que, en
1775, solo el valle de Vítor producía casi la mitad de esa cifra; el valle de Majes,
163.000 botijas; los valles de Moquegua sumaban 261.000. Vítor y, sobre todo,
Moquegua tenían viñedos grandes, de más de mil botijas al año, en tanto que
Majes estaba ocupado por numerosos pequeños productores de vino.
La producción de vinos y aguardientes de uva alcanzó en ese momento su
punto más alto, pues, a partir de entonces, la producción se mantuvo en esos niveles
e inclusive empezó un descenso paulatino por la saturación de los mercados,
la implantación en 1777 del impuesto de “mojonazgo” con una elevada tasa
de 12,5% sobre el precio de venta, medida que coincidió con una mayor presión
de la Corona para favorecer la producción de vino español. En el siglo XVIII,
el vino fue desplazado de manera creciente y sistemática por el aguardiente de
uva, elaborado sobre la base de los desechos del vino. Incluso los españoles en
las ciudades y centros mineros de la sierra bebían más aguardiente que vino.22
2. Ingenios y trapiches
Tanto algunos valles de la costa como los valles bajos de la sierra fueron escenario
de una amplia producción de azúcar de caña y de productos derivados
(mieles, alfeñiques, raspaduras y guarapo) en trapiches e ingenios. Una hacienda
cañera serrana fue Vilcahuaura, propiedad de los jesuitas.
En los valles de Lima, la producción de azúcar y derivados fue un fenómeno
fundamentalmente del siglo XVIII y siguientes. Por motivos económico-comerciales
y probablemente también naturales (cambios en el suelo de los valles
costeños), la costa central abandonó casi por completo el cultivo del trigo y pasó
a cultivar caña de azúcar y alfalfa.23 Para cubrir la demanda creada por el tráfico
mercantil con Panamá y Chile, de donde provenía el trigo y la harina que consumía
la capital virreinal, la costa central vio surgir grandes propiedades cañeras
que también se encargaban de la transformación de la caña en azúcar y sus
derivados. El negocio exigía grandes inversiones y no resulta casual que fueran
pocos los propietarios privados que pudieron establecerse. Predominaron, más
bien, las unidades productivas pertenecientes a las órdenes religiosas (jesuitas y,
después de 1767, la Junta de Temporalidades que las derivó a manos privadas).
Los trapiches, entonces, pertenecieron a los hacendados más ricos, capaces de
afrontar los gastos de las instalaciones (“oficinas”, molinos de caña, hornos),
aperos, bestias para mover la maquinaria, el pago de alcabala, insumos (agua y
leña, siempre cara en la costa) y, principalmente, la adquisición de esclavos en
cantidades muy significativas.
En el siglo XVIII, los valles de Lima albergaron catorce trapiches (siete de
órdenes religiosas), principalmente, en Surco (seis) y Carabayllo (cinco). Eran
propiedades grandes y muy rentables. La hacienda La Molina, por ejemplo, tenía
ingresos similares o mayores que el resto de las chacras de su zona, gracias
a su trapiche y calera. Los jesuitas tenían cuatro trapiches en Lima: Bocanegra,
San Juan, Villa y San Tadeo; mientras que los dominicos poseían la hacienda
cañera de Santa Cruz.24
3. Industria textil
En el Perú colonial primó la producción de textiles de lana de oveja y, en menor
escala, de alpaca en la sierra y, de manera menos constante, la producción de
telas de algodón en ciudades bajo un régimen artesanal y doméstico, pues los
intentos de fundar fábricas textiles de algodón, lino y cáñamo fracasaron. La
seda y, luego, el algodón fueron prácticamente erradicados de la costa central,
mientras que el algodón de la costa norte sirvió principalmente para abastecer
la producción textil de Cuenca. Los sederos de las ciudades costeñas trabajaban
con seda proveniente del tráfico con España y las islas Filipinas hasta inicios del
siglo XVI, cuando se suprimió esta producción que, al parecer, cobraba gran
importancia.
La industria textil consistía en numerosas operaciones técnicas que se realizaban
en las grandes unidades con una compleja división del trabajo o en pequeñas
unidades especializadas. La tecnología aplicada se estableció en el siglo
XVI y se perfeccionó y adaptó a las condiciones locales, conforme el sistema
económico colonial se consolidaba. Entre las principales operaciones, se encontraba
el manejo del batán, la carda (limpieza del pelo de los paños con un
cardón), la tintura y fijación de colores de telas y muchas otras operaciones
necesarias para la preparación de las telas y los productos semiacabados (maquipuskas
o hilados, ropa en jerga o tejido en bruto). Toda esta producción tenía
lugar tanto en obrajes y chorrillos rurales, como en talleres urbanos de la sierra
y de la costa.
La producción textil era compleja tanto en sus operaciones como en los
vínculos que establecía con la economía local y regional. Para empezar, las
unidades de producción se relacionaban entre sí en distintas fases del proceso
productivo, pero también con muy diversas entidades productivas y comerciales,
en una geografía tan amplia que creaba redes estables que podían unir
económicamente a zonas muy apartadas. Pese a la vinculación de los obrajes y
chorrillos con las haciendas donde funcionaban y que les proporcionaban parte
de la materia prima y la alimentación de la población trabajadora permanente
y eventual, las unidades productivas textiles serranas adquirieron y vendieron
materias primas, insumos y productos semielaborados a otras unidades que podían
ubicarse a grandes distancias. Un buen ejemplo es la leña para los hornos
que, sobre todo con el tiempo, iba desapareciendo de las cercanías y que, a la
postre, fue un factor importante en el incremento de costos de producción y en
las dificultades que atravesaron los grandes obrajes en la última parte del período
colonial. Las haciendas pecuarias no se daban abasto en la producción de
lana que necesitaban sus obrajes. Los grandes obrajes del Cuzco (Pichuichuro,
Quispicanchis, Lucre, Huancaro, Taray, etc.) debieron abastecerse de esta materia
prima desde provincias cercanas y lejanas, tales como Lampa. Por su parte,
los obrajes de Vilcashuamán (Huamanga) movilizaron materia prima e insumos
desde Huancavelica, Jauja y el Altiplano (Collao).25
La industria textil andina se desenvolvió en los llamados obrajes, obrajillos
y casas particulares, ubicados en su mayoría en el campo, aunque también los
hubo en algunas ciudades serranas. Para Fernando Silva Santisteban, Magnus
Mörner y Mirian Salas, los obrajes se diferenciaron de los chorrillos por contar
con un batán, instrumento hidráulico de gruesos mazos movidos por un eje,
que servía para el enfurtido de los paños (desengrase). Además, estas empresas
grandes contaban con más de diez telares. Por su lado, los chorrillos eran más
pequeños y producían telas de calidad inferior. Es decir, la distinción se centraba
en el tipo de propiedad, el equipamiento, la calidad de los tejidos y de los
insumos y el tipo de mercado. Las dimensiones de algunos obrajes eran realmente
impresionantes. El caso de Pichuichuro (Surite, Abancay) es un ejemplo
tal vez excepcional, pues en 1767 fue avaluado en 148.745 pesos y, en 1794,
empleaba a unas 500 personas. Un ejemplo de obrajillo, en cambio, muestra la
limitada capacidad productiva de estas unidades: el obrajillo de Anta, también
en Abancay, tenía tres telares, una docena de operarios y, en la década de 1790,
producía entre 10 y 50 veces menos que Pichuichuro.26
En un estudio más reciente, Neus Escandell-Tur proporciona una tipología
más compleja que rechaza la dicotomía entre obraje y chorrillo por la presencia
o ausencia de un batán y por la cantidad de los telares en uso. Para la investigadora
española, las unidades textiles eran de cuatro tipos: obraje-hacienda,
chorrillo-hacienda, chorrillo-vivienda y unidades domésticas conformadas
principalmente por indios tributarios. La diferencia entre las unidades productivas
textiles se halló, en esencia, en las funciones que cumplían: concentración
de fases del proceso productivo o especialización en ciertos procesos productivos,
el tipo de propiedad y el capital invertido, las telas que producían y el tipo
de mano de obra empleada (libre o servil, empleada o familiar).27
Los obrajes-hacienda concentraban todas las fases de la producción textil,
gracias a su variedad y cantidad de instrumentos (un promedio de 25 telares);
asimismo, albergaban a toda la mano de obra permanente y, posiblemente, también
a los trabajadores temporales. Los chorrillos eran muy variados, pero se
distinguían de los obrajes, principalmente, por las funciones limitadas que cumplían.
Los chorrillos-hacienda podían tener un batán, pero sobre todo de mano
y no hidráulico; eran, en general, más pequeños, con menos telares (un promedio
de ocho) y menos utensilios que los obrajes, aunque algunos chorrilloshacienda
estuvieron mejor equipados que los obrajes de grandes dimensiones
y realizaban todas o varias fases del proceso productivo con una nítida división
del trabajo (por ejemplo, el chorrillo de Huaroc tenía 35 telares en 1794). Los
chorrillos-vivienda eran centros de producción doméstica, fundamentalmente,
en ciudades y pueblos, dirigidos en su mayor parte por mujeres, con una
producción limitada y especializada. Por ejemplo, había unidades domésticas
dedicadas únicamente al acabado y teñido de telas (tintorerías). Finalmente,
los hiladores y tejedores indígenas trabajaban en casa y producían ropa en jerga
que enviaban a los obrajes para su acabado.28
Los obrajes serranos (lana) surgieron desde el siglo XVI en diversas partes
del virreinato. En particular, se extendieron, desde mediados del siglo XVII,
tanto geográficamente como en sus niveles productivos, tras la interrupción del
comercio de textiles importados desde México en la década de 1630. La expansión
más sostenida se produjo, sobre todo, a partir de la década de 1680, cuando
la Corona española permitió el funcionamiento de obrajes a través de un pago
especial (composiciones de obrajes). El mayor centro obrajero del siglo XVII fue
Quito, con una producción anual de más de un millón de pesos en “ropa de
la tierra”, de donde destacó el obraje jesuita de San Ildefonso. Otros centros
obrajeros iniciales importantes se ubicaron en Huamanga, el Cuzco, Huaylas y
Huánuco.29
Hacia fines del siglo XVII e inicios del XVIII, tuvo lugar un reordenamiento
territorial de la producción textil en los Andes. Si antes los obrajes quiteños
abastecían a los grandes mercados surandinos e incluso al limeño, su producción
fue desplazada por nuevos y viejos centros productores que, a lo largo de
los Andes, iniciaban un largo período de crecimiento. Se multiplicaron los obrajes
en Lambayeque y Chancay, en la costa peruana; y, sobre todo, los obrajes
serranos en Chachapoyas, Cajamarca, Huamachuco, Huamalíes, Conchucos,
Huaylas, Cajatambo, Huánuco, Tarma, Jauja, Vilcashuamán, Huamanga,
Abancay, Parinacochas, Cuzco, Quispicanchis, Chumbivilcas, Arequipa, Lampa
y Sicasica. Este proceso estuvo acompañado por la casi desaparición de los obrajes
de las comunidades indígenas, deteriorados por efectos de su arrendamiento,
la falta de mano de obra y las dificultades de producción, en tiempos en que
los mercados regionales se diversificaban, sin llegar a tener las dimensiones que
tuviera Potosí en su apogeo entre el siglo XVI y el XVII.30
Huamanga y el Cuzco tuvieron un proceso de incremento productivo, por
el cual reemplazaron a la producción que antes llegaba desde Quito. Magnus
Mörner encontró documentado el funcionamiento de unos 20 obrajes y 29
obrajillos en el área del Cuzco durante el siglo XVIII.31 El estudio más detallado
de la producción de textiles en el Cuzco, elaborado por Neus Escandell-Tur, precisa
que hubo 22 obrajes a lo largo del período colonial, sin que necesariamente
coincidieran todos en un momento dado. En cuanto a los chorrillos, entre 1690
y 1824, la misma autora detecta evidencias documentales sobre 194 de ellos. 32
Hacia fines del período colonial, se presentó un nuevo proceso de reordenamiento;
pero, esta vez de sentido inverso, cuando la geografía productiva
de textiles sufrió cambios significativos en el marco de la liberalización del comercio
importador de textiles, que condujo a la contracción productiva de los
obrajes peruanos. Así, a partir de 1790, estos fueron casi totalmente desplazados
del gran mercado altoperuano por la aparición de nuevos centros obrajeros,
precisamente, en el Alto Perú (La Paz, Cochabamba y Córdoba).33 Otro factor
importantísimo fue la supresión, a partir de la década de 1780, de los repartos
de los corregidores, es decir, del comercio compulsivo, oficializado desde
1754, que los funcionarios reales llevaban a cabo con los indios y mestizos y
que incluía tanto el reparto de ropa como los materiales para producirla. Influyó
también la destrucción de obrajes durante las rebeliones en el sur andino y, en
particular, las dos rebeliones que afectaron las principales zonas productoras
y consumidoras de textiles: la de 1780 (Túpac Amaru) y la de 1814-1815 (hermanos
Angulo y Mateo Pumacahua). Por ejemplo, solo tres obrajes cuzqueños
figuran en la lista del pago de alcabalas de 1793 y cuatro en la de 1803; mientras
que las cifras correspondientes a chorrillos dan 66 y 45, respectivamente.34
Además, los tejidos importados de algodón desde centros europeos que
ya habían ingresado a una etapa fabril capitalista ejercieron una presión muy
fuerte sobre la producción local, pese a que la ropa producida estaba destinada
mayormente a la población de recursos económicos altos y medios. Diversos
centros en los Andes se adaptaron a la producción textil algodonera, con un
régimen extendido de producción domiciliaria organizado por comerciantes:
Cuenca, Piura, Lambayeque, Trujillo, Cochabamba35 y La Paz. La producción
de textiles de algodón se destinaba a Lima, Chile, el Alto Perú y Río de la Plata,
hasta que demostró ser muy sensible a los textiles importados.
El desplazamiento geográfico estuvo acompañado por un cambio en la importancia
de las unidades productivas. En efecto, los obrajes de grandes dimensiones,
difíciles y costosos de manejar, cedieron su lugar preponderante a los
chorrillos, unidades más pequeñas y con menores costos de producción.
Además, hacia la segunda mitad del siglo XVIII y de manera creciente, se
produjo una suerte de división de tareas entre los obrajes restantes y los chorrillos.
Los chorrillos adquirieron una importancia especial en el último tercio
del siglo XVIII, cuando los obrajes sufrieron una profunda transformación y
pasaron a depender cada vez más de unidades textiles menores para realizar determinadas
fases del proceso de producción. Cada vez más, numerosos obrajes
se dedicaron a realizar las fases finales del proceso de producción textil, mientras
que los chorrillos y unidades menores asumieron tareas específicas, relacionadas
con la preparación de los materiales (sobre todo la elaboración de los
hilados y la preparación de la urdiembre)36 y con el uso extensivo de mano de
obra; por ende, correspondió a las unidades menores cumplir con las tareas costosas
y difíciles de realizar, debido a los problemas para conseguir trabajadores.
En la práctica, la producción en estas fases iniciales descansó en la población
indígena que no fue extraída de sus lugares de residencia para ser llevada de
manera compulsiva a los grandes talleres, sino que fue organizada por los grandes
obrajes y comerciantes para realizar tareas específicas en chorrillos y, sobre
todo, en pequeñas unidades domésticas de particulares o de miembros de comunidades
indígenas, a través del sistema de reparto de trabajo a domicilio a
destajo (verlagsystem o putting out system).
No parece haber existido una “simbiosis” entre las unidades grandes y pequeñas.
37 Más bien, se percibe una mayor interdependencia entre las grandes