Pentecostes B
Pentecostes B
Pentecostes B
El amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que habita en
nosotros. Aleluya.
Se dice Gloria.
ORACIÓN COLECTA
Dios eterno y todopoderoso, que quisiste que la celebración del sacramento de la Pascua perdurara a
lo largo de estos cincuenta días, haz que todos los pueblos de la tierra, en otro tiempo dispersos,
superada la multiplicidad de lenguas, se congreguen y, movidos por el don venido del cielo,
confiesen unánimes la gloria de tu nombre. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina
contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se llamó Babel, porque ahí confundió el Señor las lenguas de todos los hombres.
Del libro del Génesis: 11, 1-9
En aquel tiempo, toda la tierra tenía una sola lengua y unas mismas palabras. Al emigrar los hombres
desde el oriente, encontraron una llanura en la región de Sinaar y allí se establecieron.
Entonces se dijeron unos a otros: “Vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos”. Utilizaron, pues, ladrillos
en vez de piedras, y asfalto en vez de mezcla. Luego dijeron: “Construyamos una ciudad y una torre
que llegue hasta el cielo, para hacernos famosos antes de dispersarnos por la tierra”.
El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo y se dijo: “Son un solo
pueblo y hablan una sola lengua. Si ya empezaron esta obra, en adelante ningún proyecto les
parecerá imposible. Vayamos, pues, y confundamos su lengua, para que no se entiendan unos con
otros”.
Entonces el Señor los dispersó por toda la tierra y dejaron de construir su ciudad; por eso, la ciudad
se llamó Babel, porque ahí confundió el Señor la lengua de todos los hombres y desde ahí los
dispersó por la superficie de la tierra.
Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 103, 1-2a. 24.35c. 27-28. 29bc-30
R/. Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra. Aleluya.
Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. Te vistes de belleza y
majestad, la luz te envuelve como un manto. R/.
¡Qué numerosas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría! La tierra está llena de tus
creaturas. Bendice al Señor, alma mía. R/.
Todos los vivientes aguardan que les des de comer a su tiempo; les das el alimento y lo recogen,
abres tu mano y se sacian de bienes. R/.
Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo. Pero envías tu espíritu, que da vida, y
renuevas el aspecto de la tierra. R/.
SEGUNDA LECTURA
El Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras.
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Domingo de Pentecostés (B)
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Domingo de Pentecostés (B)
Que nos aprovechen, Señor, los dones que hemos recibido, para que estemos siempre llenos del
fervor del Espíritu Santo que derramaste de manera tan inefable en tus Apóstoles. Por Jesucristo,
nuestro Señor.
Puede utilizarse la fórmula de bendición solemne
Para despedir al pueblo, el diácono o, en su ausencia, el mismo sacerdote canta o dice:
Anuncien a todos la alegría del Señor resucitado. Vayan en paz, aleluya, aleluya.
O bien:
Pueden ir en paz, aleluya, aleluya.
R/. Demos gracias a Dios, aleluya, aleluya.
MISA DEL DÍA
ANTÍFONA DE ENTRADA
Sab 1, 7
El Espíritu del Señor llena toda la tierra; él da consistencia al universo y sabe todo lo que el hombre
dice. Aleluya.
Se dice Gloria.
ORACIÓN COLECTA
Dios nuestro, que por el misterio de la festividad que hoy celebramos santificas a tu Iglesia,
extendida por todas las naciones, concede al mundo entero los dones del Espíritu Santo y continúa
obrando en el corazón de tus fieles las maravillas que te dignaste realizar en los comienzos de la
predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 2, 1-11
El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un
gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa
donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron
sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el
Espíritu los inducía a expresarse.
En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido,
acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.
Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos todos estos que están hablando?
¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y
elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en
Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de
Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar
de las maravillas de Dios en su propia lengua”.
Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
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Domingo de Pentecostés (B)
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 103, lab.24ac. 29bc-30. 31.34
R/. Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.
Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. ¡Qué numerosas son tus
obras, Señor! La tierra llena está de tus creaturas. R/.
Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo; pero envías tu espíritu, que da vida, y
renuevas el aspecto de la tierra. R/.
Que Dios sea glorificado para siempre y se goce en sus creaturas. Ojalá que le agraden mis palabras
y yo me alegraré en el Señor. R/.
SEGUNDA LECTURA
Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 12, 3-7. 12-13
Hermanos: Nadie puede llamar a Jesús “Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el
mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque así como el cuerpo es uno y tiene
muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo.
Porque todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un
mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu.
Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
SECUENCIA
1 Ven, Dios Espíritu Santo, y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.
2 Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.
3 Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.
4 Eres pausa en el trabajo, brisa, en un clima de fuego, consuelo, en medio del llanto.
5 Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.
6 Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.
7 Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.
8 Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.
9 Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.
10 Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.
ACLAMACIÓN
R/. Aleluya, aleluya.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. R/.
EVANGELIO
Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo: Reciban el Espíritu Santo.
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Domingo de Pentecostés (B)
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque tú, para llevar a su plenitud el misterio pascual, has enviado hoy al Espíritu Santo sobre
aquellos a quienes adoptaste como hijos al injertarlos en Cristo, tu Unigénito.
Este mismo Espíritu fue quien, al nacer la Iglesia, dio a conocer a todos los pueblos el misterio del
Dios verdadero y unió la diversidad de las lenguas en la confesión de una misma fe.
Por eso, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, los ángeles y los
arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN
Hch 2, 4. 11
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban las maravillas de Dios. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dios nuestro, tú que concedes a tu Iglesia dones celestiales consérvale la gracia que le has dado, para
que permanezca siempre vivo en ella el don del Espíritu Santo que le infundiste; y que este alimento
espiritual nos sirva para alcanzar la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Puede utilizarse la fórmula de bendición solemne, pp. 596-597
Para despedir al pueblo, el diácono o, en su ausencia, el mismo sacerdote canta o dice:
Anuncien a todos la alegría del Señor resucitado. Vayan en paz, aleluya, aleluya.
O bien:
Pueden ir en paz, aleluya, aleluya.
R/. Demos gracias a Dios, aleluya, aleluya.
UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO.- La espiritualidad cristiana es el impulso y la
motivación que dinamiza nuestra existencia. Con la presencia de Jesús resucitado vamos
humanizando el ambiente donde vivimos. El Espíritu espiritualiza lo humano y humaniza lo
espiritual. Cada persona, con su particular biografía personal se deja atraer por el impulso eficaz y
discreto del Espíritu de Dios que habita en el corazón del creyente. Cuando se vive la experiencia
cristiana desde esa óptica, se reajustan una serie de opciones y actitudes. Ya no se ve la vida desde el
cumplimiento de deberes, ni bajo la ley del mínimo esfuerzo. El Espíritu vivifica profundamente
nuestro corazón y nos lanza a superar los pequeños logros de la mentalidad legalista, para vivir la
plenitud del amor cristiano, _________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Se llenaron del Espíritu Santo (Hch 2,1-11)
1ª lectura
Pentecostés significa, en el libro de los Hechos, el comienzo de la andadura de la Iglesia:
animada por el Espíritu Santo, constituye el nuevo Pueblo de Dios que comienza a proclamar el
Evangelio a todas las naciones y a convocar a todos los llamados por Dios. La efusión del Espíritu
Santo tiene también para los Apóstoles un valor revelador; más tarde, San Pedro verá en el descenso
del Espíritu Santo sobre Cornelio y su familia (10,44-48; 11,15-17) una señal clara de la llamada a
los gentiles sin pasar por la circuncisión.
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Domingo de Pentecostés (B)
El relato de la venida del Espíritu Santo está lleno de simbolismos. Pentecostés era una de las
tres grandes fiestas judías: se celebraba cincuenta días después de la Pascua y muchos israelitas
peregrinaban ese día a la Ciudad Santa. Su origen era festejar el final de la cosecha de cereales y dar
gracias a Dios por ella, junto con el ofrecimiento de las primicias. Después se añadió el motivo de
conmemorar la promulgación de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí. El ruido, como de
viento, y el fuego (vv. 2-3) evocan precisamente la manifestación de Dios en el monte Sinaí (cfr Ex
19,16.18; Sal 29) cuando Dios, al darles la Ley, constituyó a Israel como pueblo suyo. Ahora, con los
mismos rasgos se manifiesta a su nuevo pueblo, la Iglesia: el viento significa la novedad trascendente
de su acción en la historia de los hombres (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 691); el «fuego
simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo» (ibidem, n. 696).
La enumeración de la procedencia de los que escuchaban a los discípulos (vv. 5.9-11), y que
todos entiendan la lengua hablada por los Apóstoles (vv. 4.6.8.11), evocan, por contraste, la
confusión de lenguas en Babel (cfr Gn 11,1-9): «Sin duda, el Espíritu Santo actuaba ya en el mundo
antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés vino sobre los discípulos
para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se
inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación; fue, por fin, prefigurada la
unión de los pueblos en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la Nueva Alianza que habla en todas
las lenguas, comprende y abraza en el amor a todas las lenguas, superando así la dispersión de
Babel» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 4). Más allá del significado que tuvo en su día, el don del
Espíritu Santo nos interpela también porque, en cada momento y en cada lugar, tenemos que saber
dar testimonio de Cristo: Cada generación de cristianos (...) necesita comprender y compartir las
ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo
deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del
Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo
del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio (S. Josemaría Escrivá,
Es Cristo que pasa, n. 132).
Los frutos del Espíritu (Ga 5,16-25)
2ª lectura
La libertad quiere decir que el hombre es capaz de caminar hacia Dios, su verdadero y último
fin. Se es libre cuando se es conducido por el Espíritu de Dios. Éste da fuerza al espíritu humano
para superar las inclinaciones de la carne, denunciadas por la Ley (vv. 19-21), y para producir los
frutos que están por encima de ella (vv. 22-23). De ahí que, cuando no se vive conforme al Espíritu,
la persona se deja llevar por las apetencias de la carne. «Se dice que alguien vive según la carne
cuando vive para sí mismo. En este caso, por “carne” se entiende todo el hombre. Ya que todo lo que
proviene del desordenado amor a uno mismo se llama obra de la carne» (S. Agustín, De civitate Dei
14,2). Por eso, se incluyen entre las obras de la carne no sólo los pecados de impureza (v. 19) y las
faltas de templanza (v. 21), sino también los pecados que van contra la religión y la caridad (v. 20).
En cambio, cuando una persona deja actuar al Espíritu Santo su vida se transforma en una vida
«según el Espíritu» (v. 25), en una vida sobrenatural que ya no es simplemente humana, sino divina.
El alma se convierte entonces en un árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. En la tradición
cristiana, estas acciones que revelan la presencia del Paráclito y causan en el hombre un deleite
espiritual, como primicias de la vida eterna, son llamadas frutos del Espíritu Santo (cfr Summa
theologiae 1-2,70,1). «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu Santo causa
y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida, y están llenos de toda dulzura y gozo, pues
son propios del Espíritu Santo, que “en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo y que llena de
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Domingo de Pentecostés (B)
infinita dulzura a todas las criaturas” (S. Agustín, De Trinitate 5,9)» (León XIII, Divinum illud
munus, n. 12). Tradicionalmente, la catequesis cristiana, al hilo de los vv. 22 y 23 según la Vulgata
(que añade la paciencia, la fidelidad y la modestia), habla de doce frutos.
El Espíritu de la verdad (Jn 15, 26-27; 16, 12-15)
Evangelio
Jesús habla del Paráclito tres veces en el Sermón de la Cena. En la primera (14,15ss.), afirma
que será otro Consolador enviado por el Padre para que esté siempre con ellos; en la segunda
(15,26), dice que el Padre enviará en su nombre el Espíritu de la verdad que les enseñará todo; en la
tercera (16,1-15), anuncia que el fruto de su ascensión al Cielo será el envío del Espíritu Santo y la
acción que el Espíritu Santo realizará ante el mundo y ante los discípulos. A los discípulos, el
Espíritu Santo les llevará a la plena comprensión de la verdad revelada por Cristo.
En Jn 16,8-11, la palabra «mundo» designa a los que no han creído en Cristo y le han
rechazado (cfr 14,30). A éstos el Espíritu Santo les acusará «de pecado, de justicia y de juicio» (v. 8):
«de pecado» por su incredulidad; «de justicia» porque mostrará que Jesús era el Justo que jamás
cometió pecado alguno (cfr 8,46; Hb 4,15), y por eso es glorificado junto al Padre; «de juicio» al
hacer patente que el demonio, príncipe de este mundo, ha sido vencido mediante la muerte de Cristo,
por la cual el hombre es rescatado del poder del Maligno y capacitado, por la gracia, para vencer sus
asechanzas. «Crean los hombres en Cristo —comenta San Beda— para que no sean acusados del
pecado de su infidelidad, por el que se priva de todos los bienes. Entren en el número de los fieles
para que no sean acusados por la justicia de éstos, al no imitar a los que han sido justificados. Eviten
el juicio futuro para no ser juzgados con el príncipe del mundo al que imitan después de haber sido
juzgado» (In Ioannis Evangelium expositio, ad loc.).
En Jn 16,14-15 descubren algunos aspectos del misterio de la Santísima Trinidad. Enseñan la
igualdad de las tres divinas personas al decir que todo lo que tiene el Padre es del Hijo, que todo lo
que tiene el Hijo es del Padre, y que el Espíritu Santo posee también aquello que es común al Padre y
al Hijo, es decir, la esencia divina.
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SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
“Recibid del Espíritu Santo”
1. La primera cuestión que de esta lección asalta al pensamiento es: ¿cómo después de la
resurrección fue el verdadero cuerpo de Jesús el que, estando cerradas las puertas, pudo entrar a
donde estaban los apóstoles?
Mas debemos reconocer que la obra de Dios deja de ser admirable si la razón la comprende, y
que la fe carece de mérito cuando la razón adelanta la prueba. En cambio, esas mismas obras de Dios
que de ningún modo pueden comprenderse por sí mismas, deben cotejarse con alguna otra obra suya,
para que otras obras más admirables nos faciliten la fe en las que son sencillamente admirables.
Pues bien, aquel mismo cuerpo que, al nacer, salió del seno cerrado de la Virgen, entró donde
estaban los discípulos hallándose cerradas las puertas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que después de
la resurrección, ya eternamente triunfante, entrara estando cerradas las puertas el que, viniendo para
morir, salió a luz sin abrir el seno de la Virgen? Pero, como dudaba la fe de los que miraban aquel
cuerpo que podía verse, les mostró en seguida las manos y el costado; ofreció para que palparan el
cuerpo que había introducido estando cerradas las puertas.
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En lo cual pone de manifiesto dos cosas admirables y para la razón humana harto contrarias
entre sí, y fue mostrar, después de su resurrección, su cuerpo incorruptible y a la vez tangible, puesto
que necesariamente se corrompe lo que es palpable, y lo incorruptible no puede palparse.
No obstante, por modo admirable e incomprensible, nuestro Redentor, después de resucitar,
mostró su cuerpo incorruptible y a la vez palpable, para, con mostrarle incorruptible, invitar a los
premios y, con presentarle palpable, afianzar la fe; además se mostró incorruptible y palpable, sin
duda, para probar que, después de la resurrección, su cuerpo era de la misma naturaleza, pero tenía
distinta gloria.
2. Y les dijo: La paz sea con vosotros. Como mi Padre me envió, así os envío yo también a
vosotros. Esto es, como mi Padre, Dios, me envió a mí, Dios también, yo, hombre, os envío a
vosotros, hombres.
El Padre envió al Hijo, quien, por determinación suya, debía encarnarse para la redención del
género humano, y el cual, cierto es, quiso que padeciera en el mundo; pero, sin embargo, amó al
Hijo, que enviaba para padecer. Asimismo, el Señor, a los apóstoles, que eligió, los envió, no a gozar
en el mundo, sino a padecer, como Él había sido enviado. Luego, así como el Padre ama al Hijo y, no
obstante, le envía a padecer, así también el Señor ama a los discípulos, a quienes, sin embargo, envía
a padecer en el mundo. Rectamente, pues, se dice: Como el Padre me envió a mí, así os envío yo
también a vosotros; esto es: cuando yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo
con el mismo amor con que el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos.
Aunque también puede entenderse que es enviado según la naturaleza divina. Y entonces se
dice que el Hijo es enviado por el Padre, porque es engendrado por el Padre; pues también el Hijo,
cuando les dice (Is 15, 26): Cuando viniere el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, manifiesta que
Él les enviará el Espíritu Santo, el cual, aunque es igual al Padre y al Hijo, pero no ha sido encar-
nado. Ahora, si ser enviado debiera entenderse tan sólo de ser encarnado, cierto que no se diría en
modo alguno que el Espíritu Santo sería enviado, puesto que jamás encarnó, sino que su misión es la
misma procesión, por la que a la vez procede del Padre y del Hijo. De manera que, como se dice que
el Espíritu Santo es enviado porque procede, así se dice, y no impropiamente, que el Hijo es enviado
porque es engendrado.
3. Dichas estas palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Debemos
inquirir qué significa el que nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando vivía en la
tierra y otra sola vez cuando ya reinaba en el cielo; pues en ningún otro lugar se dice claramente que
fuera dado el Espíritu Santo, sino ahora, que es recibido mediante el aliento, y después, cuando se
declara que vino del cielo en forma de varias lenguas.
¿Por qué, pues, se da primero en la tierra a los discípulos y luego es enviado desde el cielo,
sino porque es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo? Se da en la
tierra el Espíritu Santo para que se ame al prójimo, y se da desde el cielo el Espíritu para que se ame
a Dios.
Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu es uno y se da dos veces: la
primera, por el Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el cielo, porque en el amor del
prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios; que por eso San Juan dice (1 Jn 4,20): El que
no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? Cierto que antes ya
estaba el Espíritu Santo en las almas de los discípulos para la fe; pero no se les dio manifiestamente
sino después de la resurrección. Por eso está escrito (Jn 7, 39): Aún no se había comunicado el
Espíritu Santo, porque Jesús no estaba todavía en su gloria. Por eso también se dice por Moisés (Dt
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Domingo de Pentecostés (B)
32, 13): Chuparon la miel de las peñas y el aceite de las más duras rocas. Ahora bien, aunque se
repase todo el Antiguo Testamento, no se lee que, conforme a la Historia, sucediera tal cosa; jamás
aquel pueblo chupó la miel de la piedra ni gustó nunca tal aceite; pero como, según San Pablo (1 Co
10, 4), la piedra era Cristo, chuparon miel de la piedra los que vieron las obras y milagros de nuestro
Redentor, y gustaron el aceite de la piedra durísima, porque merecieron ser ungidos con la efusión
del Espíritu Santo después de la resurrección. De manera que, cuando el Señor, mortal aún, mostró a
los discípulos la dulzura de sus milagros, fue como darles miel de la piedra; y derramó el aceite de la
piedra cuando, hecho ya impasible después de su resurrección, con su hálito hizo fluir el don de la
santa unción. De este óleo se dice por el profeta (Is 10, 27): Se pudrirá el yugo por el aceite. En
efecto, nos hallábamos sometidos al yugo del poder del demonio, pero fuimos ungidos con el óleo
del Espíritu Santo, y como nos ungió con la gracia de la liberación, se pudrió el yugo del poder del
demonio, según lo asegura San Pablo, que dice (2 Co 3, 17): Donde está el Espíritu del Señor, allí
hay libertad.
Mas es de saber que los primeros que recibieron el Espíritu Santo, para que ellos vivieran
santamente y con su predicación aprovecharan a algunos, después de la resurrección del Señor, le
recibieron de nuevo ostensiblemente, precisamente para que pudieran aprovechar, no a pocos, sino a
muchos. Por eso en esta donación del Espíritu se dice: Quedan perdonados los pecados de aquellos a
quienes vosotros se los perdonareis, y retenidos los de aquellos a quienes se los retuviereis.
Pláceme fijar la atención en el más alto grado de gloria a que fueron sublimados aquellos
discípulos, llamados a sufrir el peso de tantas humillaciones. Vedlos, no sólo quedan asegurados
ellos mismos, sino que además reciben la potestad de perdonar las deudas ajenas y les cabe en suerte
el principado del juicio supremo, para que, haciendo las veces de Dios, a unos retengan los pecados y
se los perdonen a otros.
Así, así correspondía que fueran exaltados por Dios los que habían aceptado humillarse tanto
por Dios. Ahí lo tenéis: los que temen el juicio riguroso de Dios quedan constituidos en jueces de las
almas, y los que temían ser ellos mismos condenados condenan o libran a otros.
4. El puesto de éstos lo ocupan ahora ciertamente en la Iglesia los obispos. Los que son
agraciados con el régimen, reciben la potestad de atar y de desatar.
Honor grande, sí; pero grande también el peso o responsabilidad de este honor. Fuerte cosa
es, en verdad, que quien no sabe tener en orden su vida sea hecho juez de la vida ajena; pues muchas
veces sucede que ocupe aquí el puesto de juzgar aquel cuya vida no concuerda en modo alguno con
el puesto, y, por lo mismo, con frecuencia ocurre que condene a los que no lo merecen, o que él
mismo, hallándose ligado, desligue a otros. Muchas veces, al atar o desatar a sus súbditos, sigue el
impulso de su voluntad y no lo que merecen las causas; de ahí resulta que queda privado de esta
misma potestad de atar y de desatar quien la ejerce según sus caprichos y no por mejorar las
costumbres de los súbditos. Con frecuencia ocurre que el pastor se deja llevar del odio o del favor
hacia cualquiera prójimo; pero no pueden juzgar debidamente de los súbditos los que en las causas
de éstos se dejan llevar de sus odios o simpatías. Por eso rectamente se dice por el profeta (Ez 13, 19)
que mataban a las almas que no están muertas y daban por vivas a las que no viven. En efecto,
quien condena al justo, mata al que no está muerto, y se empeña en dar por vivo al que no ha de vivir
quien se esfuerza en librar del suplicio al culpable.
5. Deben, pues, examinarse las causas y luego ejercer la potestad de atar y de desatar. Hay
que conocer qué culpa ha precedido o qué penitencia ha seguido a la culpa, a fin de que la sentencia
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Domingo de Pentecostés (B)
del pastor absuelva a los que Dios omnipotente visita por la gracia de la compunción; porque la
absolución del confesor es verdadera cuando se conforma con el fallo del Juez eterno.
Lo cual significa bien la resurrección del muerto de cuatro días, pues ella demuestra que el
Señor primeramente llamó y dio vida al muerto, diciendo (Jn 11, 43): Lázaro, sal afuera; y que
después, el que había salido afuera con vida, fue desatado por los discípulos, según está escrito (Jn
11, 44): Cuando hubo salido afuera el que estaba atado de pies y manos con fajas, dijo entonces a
sus discípulos: Desatadle y dejadle ir. Ahí lo tenéis: los discípulos desatan a aquel que ya vivía, al
cual, cuando estaba muerto, había resucitado el Maestro. Si los discípulos hubieran desatado a
Lázaro cuando estaba muerto, habría hecho manifiesto el hedor más bien que su poder.
De esta consideración debe deducirse que nosotros, por la autoridad pastoral debemos
absolver a los que conocemos que nuestro Autor vivifica por la gracia suscitante; vivificación que sin
duda se conoce ya antes de la enmienda en la misma confesión del pecado. Por eso, al mismo Lázaro
muerto no se le dice: Revive, sino: Sal afuera.
En efecto, mientras el pecador guarda en su conciencia la culpa, ésta se halla oculta en el
interior, escondida en sus entrañas; pero, cuando el pecador voluntariamente confiesa sus maldades,
el muerto sale afuera. Decir, pues, a Lázaro: Sal afuera, es como si a cualquier pecador claramente se
dijera: ¿Por qué guardas tus pecados dentro de tu conciencia? Sal ya afuera por la confesión, pues
por tu negación estás para ti oculto en tu interior. Luego decir: salga afuera el muerto, es decir:
confiese el pecador su culpa; pero decir: desaten los discípulos al que sale fuera, es como decir que
los pastores de la Iglesia deben quitar la pena que tuvo merecida quien no se avergonzó de
confesarse.
He dicho brevemente esto por lo que respecta al ministerio de absolver, para que los pastores
de la Iglesia procuren atar o desatar con gran cautela. Pero, no obstante, la grey debe temer el fallo
del pastor, ya falle justa o injustamente, no sea que el súbdito, aun cuando tal vez quede atado
injustamente, merezca ese mismo fallo por otra culpa.
El pastor, por consiguiente, tema atar o absolver indiscretamente; mas el que está bajo la
obediencia del pastor tema quedar atado, aunque sea indebidamente, y no reproche, temerario, el
juicio del pastor, no sea que, si quedó ligado injustamente, por ensoberbecerse de la desatinada
reprensión, incurra en una culpa que antes no tenía.
(Homilías sobre el Evangelio, Homilía VI, BAC Madrid 1958, pp. 660-665)
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FRANCISCO – Homilías y Catequesis
Homilía 2013
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo
resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de
Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega
adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles
que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa
donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo
que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego,
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Domingo de Pentecostés (B)
las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles.
Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo
exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se
llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos:
«Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos,
entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada
porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo,
que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De
las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras
relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si
tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos
nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios.
Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil
abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en
todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros
horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la
historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre
novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se
salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder
del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo,
salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo
nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que
Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la
verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy:
¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del
Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos
presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos
hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque
produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran
riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino
reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la
Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es
precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al
mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la
diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la
división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes
humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos
dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad, nunca provocan conflicto, porque
Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados
por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo;
la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo
movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy
peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad
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Catequesis del 8 de mayo de 2013
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es
por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado
y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia
revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo
que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu
Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el
Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y
al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de
Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por
el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial
inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares
desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que
madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de
la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo
profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva:
esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo
he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).
Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos
aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17).
Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada
por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre
espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios,
según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según
Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de
nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente?
Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace
fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el
Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva,
nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el
Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son
«amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga5, 22-23). El
Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de
la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas
palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues... habéis
recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos “Abba, Padre”. Ese mismo Espíritu da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de
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Domingo de Pentecostés (B)
Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con
Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de
Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en
la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos
y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El
Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a
comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia
la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a
Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros,
¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto.
Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús?
Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es
amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo
dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este
camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.
***
Catequesis del 15 de mayo de 2013
El Espíritu Santo os guiará hasta la verdad completa.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
Hoy quisiera reflexionar sobre la acción que realiza el Espíritu Santo al guiar a la Iglesia y a
cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a los discípulos: el Espíritu Santo «os guiará
hasta la verdad» (Jn 16, 13), siendo Él mismo «el Espíritu de la Verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16,
13).
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico respecto a la verdad. Benedicto XVI
habló muchas veces de relativismo, es decir, de la tendencia a considerar que no existe nada
definitivo y a pensar que la verdad deriva del consenso o de lo que nosotros queremos. Surge la
pregunta: ¿existe realmente «la» verdad? ¿Qué es «la» verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos
encontrarla? Aquí me viene a la mente la pregunta del Procurador romano Poncio Pilato cuando
Jesús le revela el sentido profundo de su misión: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pilato no logra
entender que «la» Verdad está ante él, no logra ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de
Dios. Sin embargo, Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, «se
hizo carne» (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra
como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es «la» Palabra de verdad, el Hijo unigénito de
Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu
Santo» (1 Co 12, 3). Es precisamente el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace
reconocer la Verdad. Jesús lo define el «Paráclito», es decir, «aquel que viene a ayudar», que está a
nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, durante la última Cena, Jesús
asegura a los discípulos que el Espíritu Santo enseñará todo, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14,
26).
¿Cuál es, entonces, la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia para
guiarnos a la verdad? Ante todo, recuerda e imprime en el corazón de los creyentes las palabras que
dijo Jesús, y, precisamente a través de tales palabras, la ley de Dios —como habían anunciado los
profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestro corazón y se convierte en nosotros en
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Domingo de Pentecostés (B)
principio de valoración en las opciones y de guía en las acciones cotidianas; se convierte en principio
de vida. Se realiza así la gran profecía de Ezequiel: «os purificaré de todas vuestras inmundicias e
idolatrías, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo... Os infundiré mi espíritu, y
haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (36, 25-27). En
efecto, es del interior de nosotros mismos de donde nacen nuestras acciones: es precisamente el
corazón lo que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a
Él.
El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13);
nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de
la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos
la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no
nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma
que el Espíritu de la Verdad actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a
través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio,
se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la profundiza con recto juicio y la aplica más
plenamente en la vida (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la
acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es
una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la
Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos
los días». Quisiera hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al Espíritu
Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de Jesús y rezar todos los días al
Espíritu Santo, para que nos abra el corazón hacia Jesús.
Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,
19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la fe, para que se conviertan en vida, se
realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María,
revivir su «sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó transformada
desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo habitan junto a nosotros: nosotros
vivimos en Dios y de Dios. Pero, nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas
cosas antepongo a Dios?
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz del Espíritu Santo,
para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año
de la fe preguntémonos si hemos dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las
verdades de la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo, acercándonos
con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo tiempo qué pasos estamos dando para
que la fe oriente toda nuestra existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos
momentos, en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de este modo,
se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña
y nos dona, atañe para siempre y totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más
frecuencia para que nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días.
Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así el Espíritu Santo nos
acercará a Jesucristo.
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BENEDICTO XVI – Homilías en las principales fiestas del año litúrgico
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Domingo de Pentecostés (B)
la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al
mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no
consumado:
«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera
fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas.
Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el
Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para
atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente
para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la
Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den “mucho fruto”
(Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su
sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio,
para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto
del próximo artículo):
«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos
fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos
separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros,
este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí
[...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la
santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo
cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e
indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in
Iohanem, 11, 11: PG 74, 561).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo
distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas,
vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el
mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y
Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la Segunda parte del Catecismo).
740 Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen
sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del
Catecismo).
741 “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene;
mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo,
artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte del
Catecismo).
830 La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la
integridad”. La Iglesia es católica en un doble sentido:
1076 El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf SC
6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la “dispensación del Misterio”: el tiempo
de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación
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Domingo de Pentecostés (B)
mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la
Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo
nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama
“la Economía sacramental”; esta consiste en la comunicación (o “dispensación”) de los frutos del
Misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia “sacramental” de la Iglesia.
Por ello es preciso explicar primero esta “dispensación sacramental” (capítulo primero). Así
aparecerán más claramente la naturaleza y los aspectos esenciales de la celebración litúrgica
(capítulo segundo).
1287 Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que
debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones
Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa
que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de
Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las
maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los
tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron
bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
2623 El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en
un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu”
(Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26),
será también quien la instruya en la vida de oración.
El testimonio apostólico en Pentecostés
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de
circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de
Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y
previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han
“entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de
antemano por Dios.
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el
proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el
Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al
conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc
15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de
Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El
mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la
ignorancia” (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría
ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el
grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que equivale a una
fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión
no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy
[...] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se
dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).
674 La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se
vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte
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Domingo de Pentecostés (B)
está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los
judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros
pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que
os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración
universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: “si
su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de
entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación
mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de
Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los
que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de
la fidelidad” (cf. Ez 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl3, 1-5, cuyo cumplimiento
proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés (cf. Hch 2, 17-21). Según estas promesas, en los
“últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una
Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera
creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
El misterio de Pentecostés continúa en la Iglesia
1152 Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de
los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e
integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más,
cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por
Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.
1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En
efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos [...] y que cada
uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el
bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13;
10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú
y tu casa”, declara san. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero
inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16,31-33).
1302 De la celebración se deduce que el efecto del sacramento de la Confirmación es la efusión
especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés.
1556 “Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo con
la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron a sus
colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta
nosotros en la consagración de los obispos” (LG 21).
La Iglesia, comunión en el Espíritu
767 “Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el
Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia” (LG 4). Es
entonces cuando “la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del
Evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (AG 4). Como ella es “convocatoria” de
salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por
Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
22
Domingo de Pentecostés (B)
775 “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios
y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los
hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión
con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está
comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo
tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por
venir.
798 El Espíritu Santo es “el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las
partes del cuerpo” (Pío XII, Mystici Corporis: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la
edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, “que tiene el poder
de construir el edificio” (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo
(cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por “la
gracia concedida a los apóstoles” que “entre estos dones destaca” (LG 7), por las virtudes que hacen
obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas “carismas”] mediante las cuales
los fieles quedan “preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a
renovar y construir más y más la Iglesia” (LG 12; cf. AA 3).
796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del cuerpo, implica también la distinción
de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del
esposo y de la esposa. El tema de Cristo Esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y
anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2,
19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo,
como una Esposa “desposada” con Cristo Señor para “no ser con él más que un solo Espíritu” (cf. 1
Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4;
5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció
mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):
«He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos [...] Sea la cabeza la que hable,
sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [ex persona capitis] o en el
de cuerpo [ex persona corporis]. Según lo que está escrito: “Y los dos se harán una sola carne.
Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.”(Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el
evangelio dice: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6). Como lo habéis visto
bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo
conyugal ...Como cabeza él se llama “esposo” y como cuerpo “esposa” (San Agustín, Enarratio in
Psalmum 74, 4: PL 36, 948-949).
813 La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la
unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (UR2). La
Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado [...] por su cruz reconcilió a
todos los hombres con Dios [...] restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo
cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los
creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos
en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece
a la esencia misma de la Iglesia ser una:
«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también
un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me
gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 6, 42).
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o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de
Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las
maravillas de Dios en nuestra propia lengua». Con esto, la Escritura ha querido evidenciar el
contraste entre Babel y Pentecostés. En Babel todos hablaban la misma lengua y, en un cierto
momento, nadie entiende ya más al otro, nace la confusión de las lenguas; en Pentecostés, cada uno
habla una lengua distinta y todos se entienden. ¿Cómo es esto?
Para descubrirlo basta observar de qué dialogan los constructores de Babel y de qué hablan
los apóstoles en Pentecostés. Los primeros dicen entre sí: «Vamos a edificarnos una ciudad y una
torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la faz de la
tierra» (Génesis 11,4). Estos hombres están alentados por la voluntad de poder, quieren «hacerse
famosos», buscan su gloria.
En Pentecostés, los apóstoles proclaman, por el contrario, «las maravillas de Dios». No
piensan en hacerse famosos, sino en hacerle a Dios; no buscan su afirmación personal, sino la de
Dios. Por esto, todos les comprenden. Dios ha vuelto a estar en el centro; a la voluntad de poder se
ha sustituido la voluntad de servicio; a la ley del egoísmo se ha sustituido la del amor.
En esto está contenido un mensaje de vital importancia para el mundo de hoy. Vivimos en la
era de las comunicaciones de masa.
Los así llamados «medios de comunicación» son los grandes protagonistas del momento.
Hasta ya se habla de comunicación global, esto es, sin más límites, en la que cada uno podrá
comunicarse con todos. El último descubrimiento del sector, Internet, está situando esta meta al
alcance de la mano de muchísimos. El teléfono móvil o teléfono celular permite hacer todo esto
estando de viaje, en vuelo, por todas partes, haciendo una comunicación prácticamente no
interrumpida.
Señalo que todo esto, en conjunto, rubrica un progreso grandioso, del que debemos estar
agradecidos a Dios y a la técnica, que lo ha hecho posible. Dicho esto, sin embargo, yo quisiera
manifestar el riesgo de toda esta orgía de comunicación, por cuanto que llega a ser fin de sí misma,
cerrada a toda comunicación de naturaleza distinta. En efecto, ¿de qué comunicación se trata? Una
comunicación, que yo llamaría de consumo, en el sentido de que tiende a consumirse y a agotarse en
sí misma. Una comunicación exclusivamente horizontal, superficial, demasiado manipulada y
mercenaria, esto es, usada para enriquecerse. Lo opuesto, en suma, a una información creativa, de
manantial, esto es, que incluye en el ciclo contenidos cualitativamente nuevos y ayuda a ahondar
profundamente en nosotros mismos y en los hechos. Los hombres, en este caso, se intercambian las
noticias suyas y, dado que como son volubles y pasajeras, asimismo, sus noticias son efímeros, esto
es, de un día. Una anula a la otra.
La comunicación llega a ser un intercambio de pobreza, de ansias, de inseguridades y de
gritos no escuchados de ayuda. Es una comunicación sin comunión. Un hablar entre sordos. Es
conocida la anécdota de dos sordos que se encuentran. Uno pregunta: «Compadre, ¿vas a cazar?» Y
el otro: «No, voy a cazar». Y él: «Ah, yo creía que ibas a cazar». Ninguno evidentemente ha
escuchado lo que ha dicho el otro.
La experiencia, que se sigue, es la de aislamiento, de una especie de asfixia. Cuanto más
crece la comunicación, más se experimenta la incomunicabilidad. Sobre este sentido de vacío se han
tenido expresiones literarias significativas. Una es el así llamado «teatro del absurdo» (Ionesco, S.
Beckett), en donde los personajes hablan y hablan, para no decir nada. La comunicación se reduce a
sonidos, a murmullos. El murmullo nos asegura que no estamos solos. Falta una comunicación
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vertical, creativa, que ponga verdaderamente en circulación algo nuevo, que valga la pena estar
comunicado, que abra las «puertas cerradas».
La mejor representación de este estado de cosas es precisamente el drama de Sartre, titulado
Puertas cerradas. No se podía crear un símbolo más impresionante. Tres personas, un hombre y dos
mujeres, son introducidas en una habitación de un albergue en breves intervalos. No hay ventanas; la
luz está al máximo de potencia y no hay posibilidad de apagarla; hace un calor sofocante y fuera de
allí no hay nada, excepto un canapé para cada uno. La puerta naturalmente está cerrada, hay
campanilla o timbre, pero no suena. ¿Quiénes son? Son tres personas, que acaban de morir, y el lugar
donde se encuentran es el infierno. El hombre es un desertor, que ha traicionado a su mujer y la ha
hecho sufrir durante toda la vida; las mujeres son una infanticida y la otra una lesbiana.
No hay espejos y cada uno de ellos no puede verse más que a través de los ojos y el alma del
otro, que remite sin misericordia alguna a la imagen más ignominiosa de sí; es más, que va
acrecentando pretendidamente el horror con la propia maldad. Cuando, después de un poco, sus
almas han llegado a estar desnudas y sin más secretos de una para con la otra y las culpas, de las que
cada uno se avergüenza, ya se han conocido y son explotadas sin piedad por los demás, uno de los
personajes dice a los otros dos: «Acuérdate: ¿el azufre, las llamas, la parrilla? Todo, tonterías. No
hay ninguna necesidad de parrillas: el infierno son los demás».
Aquella habitación del albergue podría ser un símbolo de la así llamada «aldea planetaria»,
esto es, de la tierra, permanecida ya pequeña y unificada por la información, si los hombres
verdaderamente terminaran por comunicarse entre sí sin amor alguno. Esta comunicación se
revelaría como un infierno, porque cada uno llegarla a ser para el otro un espejo, que le remite la
imagen de la pro,. pía miseria y el eco del propio vacío hacia atrás. Cada uno, al comunicarse con el
otro, no haría más que buscarse a sí mismo.
Volver a descubrir el sentido del Pentecostés cristiano puede salvar a nuestra sociedad
moderna del ahondarse siempre más en una Babel de las lenguas. En efecto, el Espíritu Santo
introduce en la comunicación humana el modo y la ley de la comunicación divina, que es la piedad y
el amor. ¿Por qué Dios se comunica con los hombres, se revela, se entretiene y habla con ellos, a lo
largo de toda la historia de la salvación? Sólo por amor; ya que el bien es por naturaleza
«comunicativo». En la medida en que es aceptado, el Espíritu Santo vuelve a sanar las aguas
contaminadas de la comunicación humana, las hace un auténtico instrumento de enriquecimiento, de
compartir y de solidaridad.
Babel y Pentecostés son dos canteras siempre francas y en acto de la historia. Según san
Agustín, en el principio se construyó Babilonia, la «ciudad de Satanás»; en el segundo momento se
edifica Jerusalén, «la ciudad de Dios». Toda nuestra iniciativa civil o religiosa, privada o pública,
está ante una elección: o ser Babel o ser Pentecostés. Se es Babel si pensamos sólo en hacemos
famosos a nosotros mismos, en afirmarnos a nosotros mismos; se es Pentecostés si afirmamos
igualmente al otro y sobre todo a Dios. Hay Babel allí donde hay egoísmo y manipulación del otro;
Pentecostés allí donde hay amor y respeto.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La victoria segura
La primera venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles no se narra en los evangelios sino en
otro libro del nuevo testamento, “Los Hechos de los Apóstoles”, escrito por uno de los evangelistas,
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san Lucas. Aquel día se cumplió, como Jesús había prometido, el descenso del Paráclito, la segunda
de la Santísima Trinidad, sobre los que estaban reunidos en aquel lugar. Yo rogaré al Padre –les
había dicho– y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la
verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce.
Como nos sucedería a cualquiera, si estuviéramos a punto de quedarnos sin quien más
queremos en la vida, los apóstoles estaban tristes al oírle a Jesús decir que se marchaba. El ambiente
de la última cena era especialmente íntimo; diríamos que Jesús se desahoga con los suyos, les
manifiesta abiertamente –aunque sin poder evitar el misterio para las inteligencias de ellos, todavía
demasiado humanas, poco sobrenaturales– lo que lleva en su corazón en esas últimas horas antes de
la pasión. A la vez, sale al paso de la inquietud de los apóstoles, de lo que en esos momentos les
preocupa. Se acerca la hora triunfo y, aunque no será como ellos se imaginan, va a cumplirse –y a la
perfección– la tarea redentora que le llevó a encarnarse.
Una vez consumada la misión del Hijo en favor del hombre, la presencia de Dios junto a
nosotros –siempre necesaria para que podamos ser santos– tendrá lugar con la Tercera Persona, el
Santificador: Os conviene que me vaya, les dijo, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a
vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré. El mismo Dios, en su Tercera Persona, es
prometido por Jesucristo antes de su Pasión y de su Ascensión. Y de tal modo sería su venida y su
presencia en el mundo que, por duro y misterioso que les pareciera a los apóstoles, era muy
conveniente para el hombre esa otra presencia divina en nosotros. Con admirable sencillez, les
expone Jesús el plan divino para la santificación de humanidad: Cuando venga el Paráclito que yo
os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará
testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis
conmigo. La presencia permanente de Dios Espíritu Santo en el cristiano se manifiesta en un
testimonio continuo en él de Jesucristo; de modo que, por la acción del Paráclito, los hijos de Dios
tenemos en la mente y en el corazón la vida y las enseñanzas de Jesús. Su doctrina es así una
referencia constante para la propia conducta y un ideal de vida para la sociedad: el cristiano,
consecuente con su condición, intenta de modo natural, a instancias del Espíritu, implantar con su
vida por doquier el ideal del Evangelio.
Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo
que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os
he dicho. Deseemos vivamente, por tanto, ese “singular” recuerdo –propiamente sobrenatural– de
los sentimientos y afanes de Cristo en nuestro corazón. Se vive así, como Él quiere –como se sentía
san Pablo–, una vida verdaderamente trascendente, porque ya no es únicamente terrena, pues, sin
abandonar este mundo, por la acción del Espíritu Santo, vivimos también la vida de Dios, somos
otros Cristos. Y de tal manera es esto necesario, que, si prescindiéramos de este nuevo modo de
existencia en Jesucristo seríamos, como personas, algo truncado, seres sin terminar, sin lograr la
plenitud que propiamente nos corresponde: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la
carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así,
aquel que me come vivirá por mí.
La Santa Misa, con la Comunión Eucarística, constituye la esencia y la raíz de la vida
cristiana. Y de tal modo, que es en unión con el sacrificio de Cristo en la Cruz, que se renueva de
modo incruento cotidianamente en nuestros altares, como tienen la debida relevancia sobrenatural
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Domingo de Pentecostés (B)
cada uno de nuestros pensamientos, palabras y acciones. A esto nos lleva el Espíritu Santo. Esa vida
que Jesús quiere para los suyos y que quiere presente en la sociedad, para que sea vivificada desde
dentro, es la que de Él brota para los hombres: de su Cruz y su Resurrección. Es la misma que
anticipadamente dío a sus discípulos como comida y bebida “la noche en que iba a ser entregado”. El
Paráclito, en efecto, impulsándonos suavemente a vivir como Cristo, nos ha enseñado y nos invita a
organizar nuestra existencia en torno a la Santa Misa. Así se vive la vida de Cristo y llega a ser una
realidad la ofrenda de nosotros a Dios Padre en favor de los hombres.
María, al pie de la Cruz, sigue encarnando el hágase en mí según tu palabra, que pronunció
al saberse destina para Madre de Jesús. El Espíritu Santo vendrá sobre ti, le había anunciado
Gabriel, y toda su existencia terrena fue un empeño por vivir según el deseo divino. ¡Ojalá que
nosotros, dóciles al Paráclito, queramos imitarla.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El Espíritu Santo en la historia de la salvación
Los Hechos de los Apóstoles relatan un episodio curioso: al llegar a Efeso, Pablo se encontró
con algunos discípulos y les preguntó: “Cuando ustedes abrazaron la fe, ¿recibieron el Espíritu
Santo?” Ellos le dijeron: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo” (Hech. 19, ls.).
Si hoy hiciéramos esa pregunta a muchos cristianos, tal vez recibiríamos una respuesta
similar: saben sí que hay un Espíritu Santo, pero es todo lo que saben de él; ignoran quién es en
realidad el Espíritu Santo y qué representa para sus vidas.
Hoy se nos brinda una ocasión única, en el curso del año litúrgico, para hacer este
descubrimiento esencial en relación con nuestra fe. Por eso, con la ayuda del mismo Espíritu Santo,
nos proponemos recorrer desde el principio toda la historia de la salvación en busca de su presencia
dulce y silenciosa.
Ha sido dicho, con palabras terribles pero ciertas, que la violencia es la partera de la historia
humana dado que no existe ningún cambio profundo que, de hecho, no haya sido signado por
guerras, revoluciones y sangre. No sucede lo mismo en la otra historia, la de la salvación, la cual
tiene como protagonista a Dios: su partera es el Espíritu Santo, es decir, la fuerza y la dulzura del
amor.
Todo nuevo inicio, todo salto de calidad en el desarrollo del plan divino de la salvación,
revela una intervención especial del Espíritu de Dios. Los Padres de la Iglesia –en particular los
griegos– habían percibido perfectamente estos puntos luminosos que atraviesan la Biblia, como una
especie de hilo rojo, hasta convertirse en luz de mediodía en el día de Pentecostés. ¿Piensas en la
creación?, exclama san Basilio; ella tuvo lugar en el Espíritu Santo que consolidaba y adornaba los
cielos. ¿Piensas en la venida de Cristo? El Espíritu la preparó y luego, en la plenitud de los tiempos,
la realizó al descender sobre María. ¿Piensas en la formación de la Iglesia? Es obra del Espíritu
Santo. ¿Piensas en la parusía? El Espíritu no estará ausente ni siquiera en ese momento, cuando los
muertos se levantarán de la tierra y se revelará desde el cielo nuestro Salvador (san Basilio, De
Spiritu Sancto, 16 y 19).
Tratemos de profundizar esta grandiosa visión haciéndola deslizar con lentitud frente a
nuestros ojos. Jesús, en el día posterior a Pascua, recorría de nuevo las Escrituras para explicar a los
discípulos todo lo que se refería a él (Lc. 24, 27); nosotros, en el día de Pentecostés, recorremos las
mismas Escrituras para descubrir allí todo lo referido al Espíritu Santo.
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Domingo de Pentecostés (B)
Al principio –narra la Biblia– Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era algo informe y
vacío, las tinieblas cubrían el abismo (Gn. 1. 1 sq.). Era el caos. Pero he aquí que “el espíritu de
Dios” –sea lo que sea lo que eso indique en este punto– apareció encima de todo y existió la luz, la
separación, el orden, la armonía. Las cosas asumieron su verdadero aspecto y su lugar: las aguas se
juntaron en el mar, las hierbas y las semillas florecieron sobre la tierra, los astros comenzaron a
brillar en el cielo y a Dios le agradó su creación (cfr. Gn. 1. 25).
Cuando este mundo estuvo preparado para recibir la vida (“seis días” más tarde en el lenguaje
figurado de la Biblia, millones o millares de millones de años después, de acuerdo con el cálculo de
la ciencia), Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen (Gn. 1, 26). Lo modeló con el barro de
la tierra, una manera de expresar lo siguiente: Dios preparó, con las leyes de la evolución que él
mismo había encerrado en la materia, un animal viviente distinto a todos los demás, el hombre.
Diferente, pero todavía animal, es decir, una criatura guiada por los instintos y no iluminada en su
interior por la luz de la razón. Sin embargo, aquí esa misteriosa realidad que había aleteado sobre las
aguas primordiales –el espíritu de Dios– y el hominido se transforma en hombre, la criatura animal
se transforma en ser espiritual dotado –aunque al principio sólo en forma embrionaria de razón y
libertad. Dios sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente (Gn.
2, 7). Un ser capaz de dialogar con su Creador, de convertirse en su amigo, pero también de rebelarse
en su contra.
La elección del hombre, por desgracia, re cayó en esta segunda posibilidad: pecó. Se produjo
entonces una fractura profunda, una especie de disonancia que creó la incomunicación entre Dios y
el hombre; una contaminación que, con el correr de los siglos, cambió el rostro de la humanidad y de
la tierra. De objeto de complacencia, pasaron a ser un motivo de disgusto para Dios (cfr. Gn. 6, 7:
Me arrepiento de haberlos hecho).
Sin embargo, Dios no se rindió ante el mal; en su misericordia, decidió en ese momento
(¡pero en él no hay un antes y un después!), volver a modelar su creación, como se vuelve a fundir
una estatua de bronce corroída y deformada por el tiempo, con el objeto de hacer una reproducción
en base a los lineamientos originales sacados a la luz. Para esta creación y esta humanidad nueva,
estableció un nuevo fundador de la estirpe, un “nuevo Adán”, es decir, el mismo Hijo suyo
Jesucristo. Lo extrajo de la carne de la Virgen María –como en un principio había extraído a Adán de
la tierra virgen– por obra del Espíritu Santo (Mt. 1, 18). El Espíritu Santo señala aquí también el
inicio de una fase nueva en la historia de la salvación (cfr. Lc. 1, 35).
Toda la vida de Jesús –no sólo su iniciación– se desarrolla bajo el signo del Espíritu Santo;
éste es quien guía todas sus elecciones y obra los prodigios que él realiza con los enfermos, con los
oprimidos por el demonio, con los pecadores. En el bautismo del Jordán, Dios ungió a Jesús de
Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder (Hech. 10, 38), para llevar la buena nueva a los
pobres. Jesús “es conducido” por el Espíritu Santo y, al mismo tiempo, revela al Espíritu Santo. En
su boca, el Espíritu comienza a adquirir rasgos precisos; no sólo es una fuerza de Dios sino también
una “persona” en Dios; de él dice precisamente que será enviado a los discípulos, que condenará al
mundo, que conducirá a los discípulos a la verdad integral, que dará testimonio de él, que hablará en
ellos (cfr. Jn. 14-16); y Pablo agrega que orará en ellos con gemidos inefables (cfr. Rom. 8, 26).
Una vez terminada su obra terrenal, Jesús es glorificado a la diestra del Padre. En la tierra ha
dejado su Iglesia; son once apóstoles y algunas decenas de discípulos; viven escondidos y temerosos,
sin saber ni qué deben hacer ni qué significa la orden de ir por todo el mundo para predicar el
Evangelio. Es todavía, por decirlo de alguna manera, un cuerpo inanimado e inerte como aquel del
primer hombre, cuando Dios no le había transmitido el soplo de la vida.
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Pero he aquí que, de improviso, en el día de Pentecostés, se renueva el prodigio que signó
todos los grandes inicios de la historia y del nacimiento del mundo, del hombre y de Cristo (la
analogía con la creación del primer hombre es visible en el relato de Juan: Al decirles esto, sopló
sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20, 22). Mientras estaban reunidos con María
en el Cenáculo, irrumpió sobre ellos el Espíritu Santo y el “pequeño rebaño” se convirtió en la
Iglesia, es decir, en el cuerpo de Cristo, animado por la misma realidad que, en la Encarnación, había
animado a su Jefe. ¡El Pentecostés es el nacimiento de la Iglesia, así como el Nacimiento había sido
el pentecostés de Jesús! La presencia de María en el Cenáculo sirve justamente para destacar este
vínculo entre el nacimiento de Jesús y el de la Iglesia; la que había sido la madre de Jesús, ahora se
convierte en “madre de la Iglesia”. Por fin estaba cumplida esa “cosa nueva” anunciada por Dios a
los hombres desde hacía tanto tiempo (cfr. Is. 43, 19). Por eso la liturgia contemporánea, en el Salmo
responsorial, aplica al evento del Pentecostés aquellas vibrantes palabras que habían servido para
cantar el prodigio de la creación: Mandas a tu espíritu, están creados y renuevas la faz de la tierra.
El signo más visible que indica que algo nuevo ha sucedido en la tierra es la reunificación del
lenguaje humano: los apóstoles, habiendo ya salido, hablan una misteriosa lengua nueva, mejor aún,
hablan con una potencia nueva su idioma habitual, de modo que cualquiera que los escuche –sea
parto, elamita, griego o romano– los entiende .como si hablasen su propia lengua y queda atónito. Es
el signo de la unidad del género humano vuelta a encontrar. El Pentecostés es antibabel; rebelándose
en contra de Dios, los hombres habían terminado por no entenderse ni siquiera entre ellos; la tierra se
había convertido en “el cantero que nos hace tan feroces” (Dante Alighieri). Ahora, la disonancia se
ha compuesto; la gente –dice san Ireneo– forma un coro maravilloso para celebrar en distintas
lenguas la alabanza de Dios, mientras el Espíritu conduce de nuevo hacia la unidad a las tribus
dispersas y ofrece al Padre las primicias de todos los pueblos (Adv. Haer. III, 17, 2).
En la Iglesia, los hombres deben volver a descubrir su calidad de hermanos, deben poder
comunicarse de nuevo entre ellos con una misma lengua, que es la lengua del amor enseñada por el
Espíritu Santo, o mejor aún, derramada en los corazones por el Espíritu Santo (Rom. 5, 5): “El
Espíritu del Señor llenó el universo; él, que todo lo une, conoce todos los lenguajes” (Antífona de
entrada).
El prodigio operado en el día de Pentecostés continúa hasta hoy. “Si alguien –escribía un
autor antiguo– te dice: Has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué entonces no hablas en todas las
lenguas?, debes responder: Claro que hablo en todas las lenguas; de hecho, estoy inserto en aquel
cuerpo de Cristo que es la Iglesia, que habla todas las lenguas” (Autor del siglo V en PL 65, 743s.).
También hoy, la Iglesia habla –y entiende– las lenguas de todos los pueblos; ella comprende y
valoriza la cultura y el patrimonio de todas las razas y de todos los pueblos, y cada pueblo entiende
su anuncio como propio, como destinado para él.
Sin embargo, nada es irreversible o definitivo mientras permanezcamos en esta vida;
irreversible es solamente la promesa de Dios, mientras que la libertad del hombre no hace otra cosa
que cojear. La antigua tentación de Babel está siempre a la espera; reaparece cada vez que hay una
demostración de orgullo (“Hagamos algo que llegue hasta el cielo”, es decir, que sustituya y vuelva
inútil a Dios); cada vez que el odio enturbia el lenguaje humano y confiere su frío mensaje de muerte
al lenguaje terrorífico de las bombas y de las armas. Frente a eso, nosotros somos los testigos
justamente aterrorizados en estos años de violencia; hemos hecho, a nuestras expensas, la
experiencia respecto a qué verdaderas son las palabras del Salmo responsorial de hoy: Si sacas tu
Espíritu, mueren y vuelven a su polvo.
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Domingo de Pentecostés (B)
Por eso, con mayor razón, nos estrecharemos hoy alrededor de la Iglesia para invocar
coralmente, sobre nosotros y sobre el mundo entero, al Espíritu Santo, que es Espíritu de
reconciliación, de unidad y de paz; Espíritu que, en el Bautismo ha signado el inicio de nuestra
historia personal de salvación y que ahora puede signar, si de veras lo queremos, el inicio de una
nueva vida en Cristo y en la Iglesia. Decimos con fervor: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones
de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor” (Aclamación al Evangelio).
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nacional de Italia, en Milán (22-V-
1982)
– El origen de la Iglesia
“Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”. Así grita la Iglesia en la liturgia de la
solemnidad de Pentecostés. Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra. Potente es el soplo
de Pentecostés. Eleva, con la fuerza del Espíritu Santo, la tierra y todo el mundo creado a Dios, por
medio del cual existe todo lo que existe. Por esto, cantamos con el Salmista: “¡Cuántas son tus obras,
Señor!/ la tierra está llena de tus criaturas” (Sal 103/104,24).
Miramos el orbe terrestre, abarcamos la inmensidad de la creación y continuamos
proclamando con el Salmista: “Les retiras el aliento y expiran, / y vuelven a ser polvo; / envías tu
aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra” (Sal 103/104,29-30). Profesamos la potencia del
Espíritu Santo en la Obra de la creación: el mundo visible tiene su origen en la invisible Sabiduría,
Omnipotencia y Amor. Y, por esto, deseamos hablar a las criaturas con las palabras que ellas oyeron
a su Creador en el Comienzo, cuando vio que eran “buenas”, “muy buenas”. Y, por esto cantamos:
“Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande eres!... / Gloria a Dios para siempre, / goce el
Señor con sus obras” (Sal 103/104,1.31).
En el templo grande e inmenso de la creación queremos festejar hoy el nacimiento de la
Iglesia. Precisamente por esto repetimos: “¡Señor, envía tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra!”. Y
repetimos estas palabras reuniéndonos en el Cenáculo de Pentecostés: efectivamente, allí el Espíritu
Santo descendió sobre los Apóstoles, reunidos con la Madre de Cristo, y allí nació la Iglesia para
servir a la renovación de la faz de la tierra.
– La Eucaristía
Al mismo tiempo, entre todas las criaturas, que han venido a ser obra de las manos humanas,
elegimos el Pan y el Vino. Los llevamos al altar. En efecto, la Iglesia, que nació el día de Pentecostés
de la potencia del Espíritu Santo, nace constantemente de la Eucaristía, donde el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo y la Sangre del Redentor. Y esto ocurre también gracias a la potencia del
Espíritu Santo.
Nos encontramos en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Pero simultáneamente la
liturgia de esta solemnidad nos lleva al Cenáculo “la tarde de la resurrección”. Precisamente allí, a
pesar de que las puertas estaban cerradas, vino Jesús a los discípulos reunidos y todavía
atemorizados.
Después de mostrarles las manos y el costado, como prueba que era el mismo que había sido
crucificado, les dijo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y
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diciendo esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn
20,21-23).
Así, pues, la tarde del día de la resurrección los Apóstoles, encerrados en el silencio del
Cenáculo, recibieron el mismo Espíritu Santo, que descendió sobre ellos cincuenta días después, a
fin de que, inspirados por su fuerza, se convirtiesen en testigos del nacimiento de la Iglesia: “Nadie
puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).
La tarde del día de la resurrección de los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo,
confesaron con todo el corazón: “Jesús es el Señor”, la potencia del Espíritu Santo puso en sus
manos la Eucaristía –El Cuerpo y la Sangre del Señor–; la Eucaristía que en el mismo Cenáculo,
durante la última Cena, Jesús les había entregado, antes de su pasión.
Entonces dijo, mientras les daba el pan: “Tomad y comed todos de él: esto es mi cuerpo,
entregado en sacrificio por vosotros”.
Y a continuación, dándole el cáliz del vino dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es
el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por
todos los hombres para el perdón de los pecados”. Y después de haber dicho esto, añadió: “Haced
esto en memoria mía”.
Cuando llegó el día de Viernes Santo, y luego el Sábado Santo, las palabras misteriosas de la
última Cena se cumplieron mediante la pasión de Cristo. He aquí que su Cuerpo había sido
entregado. He aquí que su Sangre había sido derramada. Y, cuando Cristo resucitó se colocó en
medio de los Apóstoles, la tarde de Pascua, sus corazones latieron, bajo el soplo del Espíritu Santo,
con nuevo ritmo de fe.
¡He aquí que ante ellos está el Resucitado! He aquí que Jesús es el Señor. He aquí que Jesús
el Señor les ha dado su Cuerpo como pan y su Sangre como vino “para la remisión de los pecados”.
Les ha dado la Eucaristía. He aquí que el Resucitado dice: “Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo”. He aquí que los envía con la fuerza del Espíritu Santo con la palabra de la
Eucaristía y con el signo de la Eucaristía, puesto que realmente ha dicho: “Haced esto en memoria
mía”.
“Jesucristo es Señor”. He aquí que envía a sus Apóstoles con la memoria eterna de su Cuerpo
y de su Sangre, con el sacramento de su muerte y de su resurrección: Él, Jesucristo, Señor y Pastor de
su grey para todos los tiempos.
– Continua asistencia del Paráclito
La Iglesia nace el día de Pentecostés. Nace bajo el soplo potente del Santísimo Espíritu, que
ordena a los Apóstoles salir del Cenáculo y emprender su misión. La tarde de la resurrección Cristo
les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. La mañana de Pentecostés el
Espíritu Santo hace que ellos emprendan esta misión. Y así ellos van a los hombres y se ponen en
camino por el mundo.
Antes de que ocurriese esto, el mundo –el mundo humano– había entrado en el Cenáculo.
Porque he aquí que: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas
extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch 2,4). Con este don de lenguas
entró a la vez en el Cenáculo en el mundo de los hombres, que hablan las diversas lenguas, y a los
cuales hay que hablar en varias lenguas para ser comprendidos en el anuncio de las “maravillas de
Dios” (Hch 2,11).
32
Domingo de Pentecostés (B)
El día de Pentecostés nació la Iglesia, bajo el soplo potente del Espíritu Santo. Nació, de cien
maneras, en todo el mundo habitado por los hombres, que hablan diversas lenguas. Nació para ir a
todo el mundo, enseñando a todas las naciones con las diversas lenguas.
Nació a fin de que, enseñando a los hombres y a las naciones, nazca siempre de nuevo
mediante la palabra del Evangelio; para que nazca siempre de nuevo en ellos en el Espíritu Santo,
por la potencia sacramental de la Eucaristía.
Todos los que acogen la palabra del Evangelio, todos los que se alimentan del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo en la Eucaristía, bajo el soplo del Espíritu Santo, profesan: “Jesús es el Señor” (1
Cor 12,3). Y así, bajo el soplo del Espíritu Santo, comenzando desde el Pentecostés de Jerusalén,
crece la Iglesia.
En ella hay diversidad “de carismas”, y diversidad “de ministerios”, y diversidad “de
operaciones”, pero “uno solo es el Espíritu”, pero “uno solo es el Señor”, pero “uno solo es Dios”,
“que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).
En cada hombre,
en cada comunidad humana,
en cada país, lengua y nación,
en cada generación,
la Iglesia es concebida de nuevo y de nuevo crece. Y crece como cuerpo, porque, como el
cuerpo une en uno muchos miembros, muchos órganos, muchas células, así la Iglesia une en uno con
Cristo muchos hombres.
La multiplicidad se manifiesta, por obra del Espíritu Santo, en la unidad, y la unidad contiene
en sí la multiplicidad: “Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un
solo Cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12,13). En la base de esta unidad
espiritual que nace y se manifiesta cada día siempre de nuevo, está el Sacramento del Cuerpo y de la
Sangre, el gran memorial de la Cruz y de la Resurrección, el Signo de la Nueva y Eterna Alianza,
que Cristo mismo ha puesto en las manos de los Apóstoles y ha colocado como fundamento de su
misión.
En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como Cuerpo mediante el
Sacramento del Cuerpo. En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como pueblo de la
Nueva Alianza mediante la Sangre de la nueva Alianza.
Es inagotable en el Espíritu Santo la potencia vivificante de este Sacramento. La Iglesia vive
de él, en el Espíritu Santo, con la vida misma de su Señor. “Jesús es Señor”.
Es el Cenáculo de Pentecostés, pero es a la vez, el Cenáculo mismo del encuentro pascual de
Cristo con los Apóstoles, es el Cenáculo mismo del Jueves Santo.
Un día llegó al Cenáculo de Pentecostés todo el mundo a través del don de lenguas: fue como
un gran desafío para la Iglesia, grito por la Eucaristía y petición de la Eucaristía.
La Iglesia se convierte, mediante la Eucaristía, en la medida de la vida y en la fuente de la
misión de todo el pueblo de Dios, que ha venido hoy al cenáculo hablando con la lengua de los
hombres contemporáneos.
La vida del hombre se graba, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente. En este
misterio el hombre supera los límites de la contemporaneidad, encaminándose hacia la esperanza de
33
Domingo de Pentecostés (B)
la vida eterna. He aquí que la Iglesia del Verbo Encarnado hace nacer, mediante la Eucaristía, a los
habitantes de la eterna Jerusalén.
¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque en la Eucaristía nos acoges a
nosotros, indignos, mediante la potencia del Espíritu Santo en la unidad de tu Cuerpo y de tu Sangre,
en la unidad de tu muerte y de tu resurrección.
Gratias agamus Domino Deo nostro! ¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque
permites a la Iglesia nacer siempre de nuevo en esta tierra, y porque le permites engendrar hijos e
hijas de esta tierra como hijos de la adopción divina y herederos de los destinos eternos.
Gratias agamus Domino Deo nostro! “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo
a vosotros” (Jn 20,21). ¡Y da a estas palabras el soplo potente de Pentecostés! Haz que estemos
dondequiera Tú nos envíes..., porque el Padre te envió a Ti.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Los días que transcurrieron entre la Resurrección del Señor y la Ascensión debieron constituir
para sus discípulos una experiencia inolvidable. Aunque las apariciones y desapariciones se sucedían
inesperadamente, esa compañía junto al Señor glorificado explicándoles tantas cosas debió quedar
fuertemente marcada en sus corazones. Sin embargo, el Señor les había adelantado esto: Os conviene
que Yo me vaya para que venga el Espíritu Santo. Algo muy importante debería ser esta llegada.
¿Habría para los discípulos algo más grande que Jesucristo al que habían visto realizar tantos
prodigios y que ahora contemplaban vencedor de la muerte?
¿Por qué ese os conviene que Yo me vaya? Se podría aventurar que los discípulos hasta
entonces estaban con Cristo, o mejor, que Cristo estaba con ellos. Pero al llegar el Espíritu Santo,
Cristo está en ellos. Desde ese momento, somos hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y
confidentes del Espíritu Santo. Él hizo que gente que estaba atemorizada se transformaran, tras el
acontecimiento de Pentecostés, en personas que dan abiertamente la cara por Jesucristo. Quienes no
se atrevían a hablar se convirtieron en cuestión de horas en gentes que no se podían callar. Nosotros
no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído, responden ante la prohibición expresa de
hablar de Jesucristo. El contraste es evidente: antes miedo, dudas, puertas cerradas; ahora: valor,
empuje, alegría, paz. Es una segunda creación, expresada en el gesto de Jesús exhalando el aliento
sobre ellos, recuerdo del gesto creador de Dios infundiendo vida a Adán (Gen 2, 7).
Éste fue el origen de la Iglesia, su secreto, su fuerza, su alma. Éste, también, el secreto de los
santos. Tal vez podamos preguntar o decir: ¿por qué yo no tengo o no siento ese empuje, ese ardor?
¿Hasta qué punto lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles no obedece a una época dorada de la
Iglesia? S: Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo. Recordemos el episodio de la
expulsión de los mercaderes del Templo. “No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado” ¿No
será que el templo de nuestra alma por todas esas preocupaciones y algarabía que la llenan parece un
mercado?
¡Vivir para adentro, para escuchar más a Dios, incluso en medio de nuestras ocupaciones!
“En mi meditación se enciende el fuego” (S. 38). Nos sentiremos invadidos por la fuerza de lo alto,
como los Apóstoles, si escuchamos al Espíritu Santo que fue derramado en nuestros corazones el día
del Bautismo. No olvidemos que el acontecimiento de Pentecostés se produjo en una atmósfera de
oración. Si falta vibración, si notamos que estamos como apagados, debemos examinar si mi casa –
templo de Dios– no ha sido ocupada por ladrones, por el bullicio de un mercado.
34
Domingo de Pentecostés (B)
¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor y
renovarás la faz de la tierra, cambiarás tantas cosas que no van, que no te agradan, Señor, y que
marcan con el sufrimiento a tantos hijos tuyos!
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu... y todos hemos bebido de un sólo Espíritu”
En el relato de san Lucas, Jesús es el nuevo Moisés que ha subido al monte; nos da su
Espíritu y con él la Ley Nueva, no grabada en piedra sino “en nuestros corazones”.
La sucesión, según san Juan, en los acontecimientos de resurrección, ascensión y venida del
Espíritu Santo, adquieren en el pensamiento joánico una nota especial: la íntima unión entre la
Pascua y la animación de la Iglesia por el Espíritu, enviado precisamente porque Cristo ha
resucitado. De ahí que el poder de Cristo: “A quienes perdonéis...” se haya visto siempre otorgado a
la Iglesia en relación con la donación del Espíritu.
La incomunicación humana hoy es una realidad. Descubrir la comunicación como la ruptura
de barreras del idioma, del lenguaje, de los signos, es comprobar que la verdad está llamada a abrirse
paso sin violencia. Si cada uno admitiera la verdad objetiva, trascendente y universal, estaríamos en
camino de encontrar la VERDAD, desaparecerían muchas fronteras.
— Los símbolos del Espíritu Santo:
“El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en
el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El
profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha» (Si 48,1), con su
oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu
Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de
Elías» (Lc 1,17), anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3,16),
Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya
estuviese encendido!» (Lc 12,49). Bajo la forma de lenguas «como de fuego», como el Espíritu
Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2,3-4). La
tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la
acción del Espíritu Santo. «No extingáis el Espíritu» (1 Te 5,19)” (696; cf. 689-701).
— La conversión, obra del Espíritu Santo:
“La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación
según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: «Convertíos porque el Reino de los Cielos está
cerca» (Mt 4,17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado,
acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. «La justificación entraña, por tanto, el perdón de los
pecados, la santificación y la renovación del hombre interior»” (1989).
— “Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a
ser partícipes de la naturaleza divina... Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están
divinizados” (San Atanasio, ep. Serap., 1,24) (1988).
Cristo viene “a traer fuego a la tierra”. Nos ha enviado su Espíritu para que arda el corazón de
la Iglesia y sus miembros seamos testigos de su luz y de su calor.
___________________________
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Domingo de Pentecostés (B)
1
Antífona de entrada. Misa de la vigilia, Rm 5, 5; Rm 8, 11.
2
Hch 2, 1 - 2.
3
Cfr. Ex 3, 2.
4
Cfr. M. D. PHILIPPE, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986, pp. 352 - 355.
5
Cfr. Jn 16, 13 - 14.
6
Jn 14, 26.
7
CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 4.
8
Jl 2, 2-8.
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Domingo de Pentecostés (B)
últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne...9. Quienes reciben la efusión
del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés10, o como los Profetas,
sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo11. La acción del Espíritu Santo debió
producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí,
llenos de amor y alegría
— El Paráclito santifica continuamente a la Iglesia y a cada alma. Correspondencia a
las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo
II. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de
la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a través de
innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos
interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus
bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y
atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo
cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»12. Su actuación en el alma es « suave y apacible (...);
viene a salvar, a curar, a iluminar13.
En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para
anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el
dulce deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los
últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros
hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre
mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán14. Así predica Pedro
la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los últimos días, los días en que ha sido
derramado de una manera nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de
Dios, y llevan a cabo su doctrina
Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia
Dei15, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un
pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable16.
Al comprender que la santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la
correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle
frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo,
encienda lo que es tibio, enderece lo torcido17. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay
manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y
tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar
Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a
acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro
— Correspondencia: docilidad, vida de oración, unión con la Cruz.
9
Hch 2, 17.
10
Cfr. Núm.11, 25.
11
Cfr. Jn 7, 39.
12
SAN FRANCISCO DE SALES, Introd. a la vida devota,2, 18.
13
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo, 1.
14
Hch 2, 17 - 18.
15
Hch 2, 11.
16
1P 2, 9.
17
Cfr. MISAL ROMANO, Secuencia de la Misa de Pentecostés.
37
Domingo de Pentecostés (B)
III. Para ser más fieles a la constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra
alma podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión
con la Cruz.
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a
adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar
conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera18.
El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una
moción del Espíritu Santo19, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está
presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un
consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces.
Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de
Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para
confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una
obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra
adecuada que mueve a una persona a ser mejor
Vida de oración, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del
amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida
cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos
conduce el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos
ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá
agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las
criaturas20.
Unión con la Cruz, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la
Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu
Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de
renunciar por entero a nosotros mismos21.
Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en el
himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y
envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de las gracias; ven,
lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en
el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. – Oh luz santísima!, llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles (...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo22.
Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo
secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del
día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre
de Jesús23.
18
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 135.
19
Cfr. 1Co 12, 3.
20
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o. c., 136.
21
Ibídem, 137.
22
MISAL ROMANO, Secuencia de la Misa de Pentecostés.
23
Cfr. Hch 1, 14
38
Domingo de Pentecostés (B)
____________________________
Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
MISA DE LA VIGILIA (Jn 7,37-39) «De su seno correrán ríos de agua viva»
Hoy contemplamos a Jesús en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando puesto en
pie gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: ‘De su
seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37-38). Se refería al Espíritu.
La venida del Espíritu es una teofanía en la que el viento y el fuego nos recuerdan la
trascendencia de Dios. Tras recibir al Espíritu, los discípulos hablan sin miedo. En la Eucaristía de la
vigilia vemos al Espíritu como un “río interior de agua viva”, como lo fue en el seno de Jesús; y a la
vez descubrimos que también, en la Iglesia, es el Espíritu quien infunde la vida verdadera.
Habitualmente nos referimos al papel del Espíritu en un nivel individual, en cambio hoy la palabra
de Dios remarca su acción en la comunidad cristiana: «El Espíritu que iban a recibir los que creyeran
en Él» (Jn 7,39). El Espíritu constituye la unidad firme y sólida que transforma la comunidad en un
solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Por otra parte, él mismo es el origen de la diversidad de dones y
carismas que nos diferencian a todos y a cada uno de nosotros.
La unidad es signo claro de la presencia del Espíritu en nuestras comunidades. Lo más
importante de la Iglesia es invisible, y es precisamente la presencia del Espíritu que la vivifica.
Cuando miramos la Iglesia únicamente con ojos humanos, sin hacerla objeto de fe, erramos, porque
dejamos de percibir en ella la fuerza del Espíritu. En la normal tensión entre unidad y diversidad,
entre iglesia universal y local, entre comunión sobrenatural y comunidad de hermanos necesitamos
saborear la presencia del Reino de Dios en su Iglesia peregrina. En la oración colecta de la
celebración eucarística de la vigilia pedimos a Dios que «los pueblos divididos (...) se congreguen
por medio de tu Espíritu y, reunidos, confiesen tu nombre en la diversidad de sus lenguas».
Ahora debemos pedir a Dios saber descubrir el Espíritu como alma de nuestra alma y alma de
la Iglesia.
***
Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de Terrassa (Barcelona, España)
(www.evangeli.net)
MISA DEL DÍA «Recibid el Espíritu Santo»
Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había
hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese
don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.
El Espíritu que Jesús comunica crea en el discípulo una nueva condición humana y produce
unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios
confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del
Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.
El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a
obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una
capacidad nuevas.
El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía
de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el
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Domingo de Pentecostés (B)
Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se
encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de
cada uno» (Hch 2,2-3).
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos
hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel,
ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.
El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de
mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la
madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal.
En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.
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