No - Por - Mucho - Pregonar Ansaldi, Waldo.
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WALDO ANSALDI**
En América Latina, la ruptura de la situación (o del nexo) colonial implicó para los diferentes
actores políticos y sociales la resolución de varias cuestiones, entre las cuales la primera y más urgente
fue la del poder, esto es, dar cabal respuesta a los preguntas ¿quién manda?, ¿sobre quién manda?,
¿cómo manda?, ¿para qué manda? Acceder al poder y ejercerlo requiere la definición de los principios
de legitimidad de la ruptura (la revolución de independencia) y de soberanía y su titularidad (Dios, el
rey, los pueblos, la nación), el de representación, el de organización política. Si bien la concepción de
la primacía de la voluntad general tuvo entusiastas partidarios, sus efectivas aceptación y aplicación
chocaron con fuertes obstáculos que llevaron a los procesos revolucionarios hacia efectos no
necesariamente queridos por las dirigencias y sentaron firmes bases para el ejercicio oligárquico de la
dominación social y política, tal como se advertirá, más tarde, al concretarse los proyectos nacionales
de formación estatal.
El proceso de construcción de nuevos Estados -una de las primeras tareas planteadas, aunque
de resolución tardía, salvo los casos excepcionales de Brasil, monarquía constitucional, y Chile,
república centralista- se desarrolló invocando como principio legitimador el corpus liberal, tanto en el
Investigaciones Gino Germani (Área Sociología Histórica), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
Profesor titular de Historia Social Latinoamericana en la misma Facultad.
Waldo Ansaldi, No por mucho pregonar se democratiza más temprano...
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plano de la economía cuanto -sobre todo y a los efectos que aquí interesan- en el del ordenamiento
político. Empero, en no pocos casos esa propuesta se enfrentó con conservadoras claramente
fundadas -como se apreciará a lo largo del siglo XIX y dentro de las cuales descollará la Carta Negra
ecuatoriana, de 1869- en la teoría política vaticana de subordinación del Estado a la Iglesia.
Incidentalmente, esa Constitución exigió la condici ón de católico, apostólico romano para detentar la
de ciudadano, sumándose, en la historia de la intolerancia en la región, a los antecedentes de las
efímeras Constituciones mexicana de 1814, que penaba con pérdida de ciudadanía el “crimen de
herejía, apostasía y lesa-nación”, y chilena de 1823, que también negaba el derecho de sufragio a
quienes no fuesen católicos.
Por razones de tiempo y espacio asignados a esta conferencia, aquí haré sólo unas pocas
referencias a la exclusión de las mujeres del disfrute de los derechos de ciudadanía, es decir, a la
exclusión por razones de género.
Ciudadanía y género
Pese a ser un sustantivo femenino, la ciudadanía es un concepto inscripto en la más larga
tradición machista, ab initio y de modo sistemático excluyente de las mujeres del campo de las
decisiones políticas. En opinión de la socióloga británica Rosemary Crompton (1994: 185), “[l]a
ciudadanía es un concepto cargado de género: una categoría que pese a su supuesta neutralidad respecto
al género incorpora atributos y características esen cialmente masculinas tales como la participación
en la asistencia social, la participación adulta en la vida económica (el empleo), etc. El concepto de
ciudadanía hizo abstracción de las diferencias entre los hombres y las mujeres y, como consecuencia
Las mujeres -al igual que los niños- fueron excluidas de los derechos de ciudadanía con la
imputación, ya que no argumento, de “incapacidad”, “inmadurez”, “constitución natural”,
“predominio de las emociones” y correlativa “falta de control”, “dependencia” (del hombre, sea el
padre, el marido e incluso el hermano). Pero a diferencia de los niños, a los cuales la legislación
reconoce la temporalidad acotada de la capitus diminutio, las mujeres, al igual que los dementes, fueron
durante largo tiempo condenadas a padecerla de por vida, reducidas a condición de súbditas. Es muy
significativo que los grandes teóricos del contractualismo moderno -Thomas Hobbes, John Locke y
Jean-Jacques Rousseau- sean simultáneamente a) creadores de los principios de legitimación de la
dominación política fundada en la libertad e igualdad de cada individuo respecto de los demás (que
en Hobbes y Locke son derechos naturales y en Rousseau, principios axiomáticos) y b) guionistas de
los justificativos de la exclusión explícita de las mujeres del ejercicio y disfrute de tales derechos, para
lo cual apelan a la ontología: es la “naturaleza femenina” (de constitución inferior) la que define el
carácter subordinado de las mujeres en todas las relaciones sociales que las incluyan. La fractura entre
el reclamo de universalidad de los nuevos principios y la adopción de una singularidad masculina es,
en cierto sentido, más terrible y patética en Rousseau, en tanto teórico de la democracia radical. Para
el ginebrino, la exclusión de las mujeres de la política obedece, en efecto, a los tres rasgos
constitutivos de la “naturaleza femenina”: la irracionalidad, el desorden sexual y la heteronomía.
El hombre revolucionario se permite indicarle a la mujer qué hacer, con quién casarse e
incluso a quién seducir, si es necesario, apelando a “sus atractivos”, todo “por la patria que desea ser
libre” (como escribe líneas después). Es decir, mero instrumento.
1 Se
sigue aquí la conceptualización de Theda Skocpol. En contraste, las revoluciones sociales son aquellas que
combinan dos coincidencias: la “del cambio estructural de la sociedad con un le vantamiento de clases, y la [...] de la
transformación política con la social.” Véase su libro Los Estados y las revoluciones sociales, México DF, Fondo de Cultura
Económica, 1984, p. 21.
2 Va de suyo que no es posible admitir la existencia, en la América Latina de comienzos del siglo XIX, de clases
sociales en sentido estricto, cualquiera sea la perspectiva teórica desde la que se trabaje. De allí la referencia genérica a
grupos sociales, cuyo desarrollo posterior permitirá ir definiendo sociedades más o menos clasistas, en un entramado en el
Publicación electrónica – En http://www.catedras.fsoc.uba.ar/udishal 5
Waldo Ansaldi, No por mucho pregonar se democratiza más temprano...
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Construir un Estado nacional implicaba la ruptura del pacto o la situación colonial mediante
la declaración de la independencia jurídica y política, paso necesario para constituir nuevas entidades
soberanas, reconocidas como iguales por aquellas preexistentes en el concierto internacional. Es
decir, establecer un nuevo orden político, fundado en también nuevas legitimidad y formas de hacer
y de pensar la política y en la apelación a valores y una ética igualmente diferentes, disruptivas de la
tradición ideológica colonial.
Las discusiones sobre tal nuevo orden político y su legitimidad no se limitaron al ámbito de
los eruditos y sus contenidos y efectos se hicieron sentir rápida y a veces brutalmente sobre
colectivos sociales mucho más amplios, definiendo or ientaciones políticas de las clases subalternas en
direcciones contrarias a las postuladas por las dirigencias, como se aprecia, por ejemplo, en los casos
en que éstas no lograron convencer a aquéllas de la conveniencia y de las ventajas de seguir la causa
de república antes que la del rey, cuyas imagen bondadosa y supuesta capacidad legitimadora de las
demandas de justicia estaban fuertemente arraigadas en el imaginario social y pesaban fuertemente en
el subconsciente popular. La definición del problema incidió igualmente en la ampliación o, más a
menudo, la reducción de la base social revolucionaria, situación ésta que enfatizó del papel de la
violencia y colocó a la guerra (y sobre todo a su triunfo) como legitimadora de los nuevos Estados y
grupos sociales dominantes.
Así, edificar el “nuevo sistema” -como le llamaba en Buenos Aires, por ejemplo, la Gaceta
Extraordinaria del 23 de junio de 1810- fue preocupación principal de los insurgentes americanos.
Según se ha dicho antes, uno de los primeros problemas que trataron de resolver fue el del poder, su
legitimidad, representación y ejercicio. El neogranadino Antonio Nariño -traductor de la Déclaration
des Droits de l’Homme et du Citoyen, de 1789- lo planteó, en setiembre de 1810, de manera harto clara:
En el estado repentino de revolución, se dice que el pueblo reasume la
soberanía; pero en el hecho ¿cómo es que la ejerce? Se responde también
que por sus representantes. ¿Y quién nombra estos representantes? El
pueblo mismo ¿Y quién convoca este pueblo?, ¿cuándo?, ¿en dónde?, ¿bajo
qué fórmulas?3
La respuesta fue mucho más pragmática que principista, por más que Nariño, que lo advirtió
lúcidamente y lo expuso sin eufemismo, protestara contra tal circunstancia: en razón de una
“verdadera ley de la necesidad, [...] cierto número de hombres de luces y de crédito” se apropió de
“una parte de la soberanía para dar los primeros pasos, y después restituirla al pueblo”. Por doquier,
la ambigüedad será una nota distintiva de la resolución del “enigma” del ejercicio del poder, como
bien lo ilustra la “máscara de Fernando VII”. Mas no sólo ella: cuando la Junta de Buenos Aires
decidió el envío de una fuerza militar al Alto Perú, no vaciló en mantener la división en castas
establecida por el antiguo régimen, a pesar de su empeño en construir el “nuevo sistema”, concederle
un objetivo liberador a la expedición y poner como jefe político de ésta al “jacobino” Juan José
Castelli.
El principio legitimador de los nuevos sistemas abiertos por las revoluciones fue el de la
voluntad general. Los “primeros principios de la razón” para las bases del nuevo orden fueron, así,
los definidos por Jean-Jacques Rousseau. El abogado bonaerense Mariano Moreno -traductor y
editor de la versión en español de Du contrat social, secretario de la Junta de Buenos Aires y, para sus
enemigos, el Robespierre platense- lo expuso sin ambages en una serie de artículos que, bajo el título
“Sobre la misión del Congreso”, escribió y publicó en la Gaceta de Buenos Ayres entre noviembre y
diciembre de 1810, exposición que es un dechado de profesión de fe en los principios del ginebrino.
Para Moreno, el Congreso a cuya formación ha convocado la Junta deberá elegir un gobierno y
promulgar una constitución que asegure la felicidad de los pueblos, tareas que deben hacerse sobre
“los primeros principios de razón, que son la base de todo derecho”. Pacto social, soberanía popular
expresada en la voluntad general del pueblo, amor la patria (entendido como ética): he ahí los
3 Antonio Nariño, “Consideraciones sobre los inconvenientes de alterar la invocación hecha por la ciudad de
Santa Fe”, en José Luis Romero y Luis Alberto Romero (1977: I, 155).
No es difícil admitir que la argumentación de Mariano Moreno era implícita, mas no por ello
menos claramente, independentista. Moreno -y qui enes compartían su posición- no eran hombres
ingenuos que pudieran creer que romper el principio de legitimidad del rey, reemplazar las Leyes de
Indias por una constitución fundada en principios radicalmente distintos y elegir un gobierno sobre
4 No es baladí recordar que la concepción de la soberanía como absoluta, perpetua, indivisible, inalienable e
imprescriptible se remonta a Jean Bodin. Dentro de la tradición absolutista de la soberanía, Rousseau puso énfasis en el
concepto voluntad general, basamento de la soberanía del pueblo.
estas nuevas bases no fuese otra cosa que una revolución de independencia, por más fidelidad a
Fernando VII que se declamase.
En el caso rioplatense, al menos, el fin del Congreso era, para el Secretario de la Junta,
“reunir los votos de los pueblos para elegir un gobierno que subrogase el del virrey y demás
autoridades que habían caducado”. Ahora bien, éstas ¿no eran tanto las que estaban por debajo como
las que estaban por encima del virrey?
Según Moreno, el “Congreso ha sido convocado para erigir una autoridad suprema que supla
la falta del señor don Fernando VII y para arreglar una constitución que saque a los pueblos de la
infelicidad en que gimen”. En el contexto, los pu eblos -que no tienen “mayor enemigo de su libertad
que las preocupaciones adquiridas en la esclavitud- no son infelices por la invasión napoleónica a la
península, sino por la dominación española a lo largo de tres siglos:
Las Américas no se ven unidas a los monarcas españoles por el pacto
social, que únicamente puede sostener la legitimidad y decoro de una
dominación. [...] La América en ningún caso considerarse sujeta a aquella
obligación [la del pacto entre los pueblos de España y el rey]; ella no ha
concurrido a la celebración del pacto social de que derivan los monarcas
españoles los únicos títulos de la legitimidad de su imperio; la fuerza y la
violencia son la única base de la conquista, que agregó estas regiones al
trono español; conquista que en trescientos años no ha podido borrar de la
memoria de los hombres las atrocidades y horrores con que fue ejecutada, y
que no habiéndose ratificado jamás por el consentimiento libre y unánime de
estos pueblos, no ha añadido en su abono título alguno al primitivo de la
fuerza y violencia que la produjeron. 5
5 Las
citas de Mariano Moreno pertenecen a su serie de artículos, “Sobre la misión del Congreso”, tomadas de
Moreno (1961: 238-264).
También para el colombiano Camilo Torres, “[t]odo poder, toda autoridad ha vuelto a su
primitivo origen, que es el pueblo, y éste es quien debe convocar”. En fin, la concepción
rousseauniana de la soberanía o versiones matizadas de la misma se encuentran por doquier, desde su
temprana presencia en la radical revolución antiesclavista haitiana, esa prolongación antillana de la
revolución francesa que terminará (al declarar la independencia) jurando odio eterno a Francia y
anatema a su nombre mismo. Así, para dar unos pocos ejemplos ilustrativos, la Constitución federal
venezolana de 1811 dispuso (art. 144) que la soberanía residía “esencial y originalmente, en la masa
general” de los habitantes del país, mientras la mexicana de 1814, conocida como de Apatzingan y
basada en la francesa de 1793, estableció (art. 3) que la soberanía era, “por su naturaleza,
imprescriptible, inenajenable e indivisible” y resi día “originariamente en el pueblo” (art. 5), de la
misma forma que lo había hecho el proyecto de Constitución para la Provincia de la Banda Oriental
(1813), en su artículo 5º (“Residiendo todo poder originalmente en el pueblo, y siendo derivado de él
6 Fernando de Peñalver, Memoria presentada al Supremo Congreso de Venezuela, 26 de junio de 1811. En José Luis
los diferentes magistrados e individuos del Gobierno [...]”). Quizás haya sido, precisamente, el
oriental José Artigas quien, en la denominada “Oración de Abril”, al inaugurar el Congreso de Tres
Cruces, en 1813, la haya expuesto del modo más lacónico como preciso: “Mi autoridad emana de
vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana”.
Empero, la de Rousseau no fue la única doctrina invocada para construir el nuevo orden
político. También la de Montesquieu sirvió de basamento a propuestas muy elaboradas,
encontrándose algo más que ecos de su libro fundamental, De l’Espirit des Lois, en muchos textos
latinoamericanos, tanto de autores liberales como católicos. Entre éstos, José Amor de la Patria
expuso en su Catecismo político cristiano la división de los gobiernos en tres “especies” -monárquico,
republicano, despótico-, en total coincidencia con el filósofo viñatero francés. Por cierto, la división
tripartita de los Poderes (Ejecutiva, Legislativo y Judicial) fue aceptada, al menos en teoría, muy
frecuentemente, incluso en Brasil monárquico, donde se le anexó un cuarto, el Moderador, a cargo
del emperador.
La lógica de la guerra, más que la lógica de la política, fue la que condujo a las declaraciones
de independencias. No sólo la guerra en territorio americano, sino también -a veces, incluso, más
decisivamente- la desplegada en Europa y, en particular, la franco-española, dentro de la cual se
incluyen las alianzas de España y Portugal con el Reino Unido, ménage-à-trois de destacada incidencia
en América, de modo especial en la lusitana. En ese sentido, las insurgencias latinoamericanas
formaron parte de la crisis internacional que estaba reordenando políticamente el mundo en una fase
económica de expansión del capitalismo.
Según es bien sabido, la guerra entre España y Francia se desarrolló a lo largo de seis años,
entre el nudo de 1808, el motín de Aranjuez, las abdicaciones reales en Bayonne y la prisión de
Fernando VII, y 1814, la liberación de “el Deseado” y su retorno al trono. Las primeras abrieron la
resistencia popular, la sucesión de Juntas y el reformismo liberal que culminó en la sanción de la
Constitución de 1812. La libertad del rey se tradujo en una restauración absolutista ferozmente
represiva que, en el caso de las colonias americanas, fue demostrativa de la total incredulidad de
Fernando VII respecto de la ficción de la “máscara” a la que habían apelado quienes decían gobernar
en su nombre. Una coyuntura política tan cambiante y confusa como la metropolitana -pero también
las americanas- no podía menos que sumir en la ambigüedad a aquellos que, por diversas y no
siempre coincidentes razones, vacilaban en el camino a seguir. Los sinuosos alineamientos y
realineamientos de grupos y de personas, ante las fluctuaciones de la coyuntura, ejemplifican bien las
acciones de unos dirigentes, a menudo perplejos, oscilantes entre la adhesión a principios
proclamados mas no siempre seguidos y la práctica del más craso oportunismo, incluso, sobre todo
después de 1814-1815, en el baluarte rioplatense.
En América, la guerra fue algo más complejo que un enfrentamiento entre criollos y
españoles. Sin estar ausente este componente, las guerras de independencia pusieron frente a frente a
los propios americanos, en una trama inconsútil en la cual la guerra contra los ejércitos del rey se
entrevera con guerras civiles, una compleja trama de enfrentamientos, una dialéctica perversa, de
contradicciones sin síntesis, donde se mezclan componentes económicos, sociales, políticos,
culturales e ideológicos que no son reducibles a trasparentes y clásicas lucha de clases, pero tampoco
a una mera controversia, larga y sangrienta, gene rada por las ambiciones personales de unos pocos
“grandes hombres” convertidos en únicos actores del drama.
La marcha de la guerra y la constitución del orden político fue una ecuación constantemente
presente en los cálculos de los dirigentes, tanto para profundizar el proceso cuanto para frenarlo, no
siendo, así, ajenas a las precoces expresiones de pragmatismo político-ideológico que ellos generaron
y legaron a las culturas políticas posteriores. Al iniciar su serie de artículos “Sobre la misión del
Congreso”, Moreno escribía: “Los progresos de nuestra expedición auxiliadora apresuran el feliz
momento de la reunión que deben reglar el estado político de estas provincias”. Más tarde, en abril
de 1813, José Artigas se dirigía a sus bases reunidas en Tres Cruces recordando que fue “[e]l
resultado de la campaña pasada [la militar de 1811, quien] me puso al frente de vosotros por el voto
La guerra generó varios efectos sobre el proceso de ruptura del nexo colonial. Por un lado, la
convocatoria a las armas hizo participar (no necesariamente decidir) a las masas, abrupta y
forzadamente, en la política. Es cierto que no produjo ciudadanos armados, sino meros combatientes
carentes de derechos ciudadanos (a menudo, no sólo políticos sino también civiles), pero el complejo
entramado de las relaciones paterno-clientelares características de los sistemas de haciendas y de
estancias las catapultó a un plano relevante que, en al gunos casos individuales sirvió de escalera para
el ascenso social o político. Por otro lado, la militarización de la política se tradujo en una fortísima
dificultad para sujetar los poderes militares a un único centro de decisión política o, si se quiere, para
decirlo en los clásicos términos weberianos, para asegurar el monopolio estatal de la violencia o las
fuerzas coercitivas consideradas legítimas. Pero la guerra tuvo un significado más: trastocó
estructuras mentales, imaginarios sociales, representaciones y comportamientos colectivos y, sobre
todo, terminó siendo el verdadero principio legitimador de los vencedores de las guerras civiles y el
núcleo duro de la formación de los Estados y, a través y desde éstos, de las naciones, tal como lo
ilustran muy bien la glorificación y la invención de héroes nacionales militares.
A los efectos que interesan aquí, la guerra es importante porque ella -en sus meandros- operó
7 François-Xavier Guerra, “Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas”, en Guerra (1995: 40).
como resultado inequívoco de la acción de los americanos al “abrir la caja de Pandora” de la ruptura
colonial. Se ha discutido, se discute y se continuará discutiendo acerca del carácter, condiciones,
génesis y desarrollo del proceso independentista. Se seguirá formulando la pregunta contrafactual
acerca de qué hubiese ocurrido con las colonias iberoamericanas de no haber acontecido la invasión
napoleónica a la península. Viejas y nuevas preguntas y respuestas renovarán y revisarán la querella
interpretativa sobre nuestra fundación como entida des políticas independientes. Quizás la cuestión
pueda plantearse en otros términos, admitiendo que no hay una respuesta simple o directa a
preguntas tales como las enunciadas por José Andrés-Gallego: ¿Suárez o Rousseau?, ¿Suárez y
Rousseau?, ¿Ni Suárez ni Rousseau? Quizás sea cierto, como plantea el mismo autor, que, en efecto,
en 1810, especialmente en el Río de la Plata, se apelaba al ginebrino y a su celebérrimo Contrato social,
sólo que releyendo despacio los textos se descubre que los que en ellos se desarrollaba a partir de la
expresión pacto social “no era precisamente la doctrina rousseauniana del pactum societatis, sino la
contractualista del pactum subientionis” y que, finalmente, aquí y allá, lo distintivo fue la pluralidad y la
confusión.8 Quizás, como manifestación del realismo mágico del continente, ello sea congruente con
una de las tantas paradojas de su historia: por caso, la de unos revolucionarios que hicieron, a
menudo sin buscarlo (y tal vez ni siquiera desearlo), una revolución colonial en nombre de un rey
absolutista preso de los herederos de otra revolución.
Los criollos que actuaron en los niveles dirigentes del proceso de ruptura de la situación
colonial, al abrir la caja de Pandora, desataron un proceso imprevisto y, a la postre, ingobernable. A
menudo -tal como es bien visible en la Banda Occidental del Río de la Plata- se esforzaron casi hasta
el exceso por dotar no sólo de legitimidad a sus acciones sino de una formalidad jurídica no siempre
compatible con la impronta de una revolución. Por doquier, la furia desatada terminó arrastrando a
los diferentes actores a una menor preocupación por las doctrinas y a una mayor por los mecanismos
efectivamente prácticos para detentar el poder o bien para arrebatárselo a quienes lo tenía y no daban
muestras de abandonarlo o, al menos, compartirl o. Los pensadores o ideólogos fueron suplantados
por los militares. El pragmatismo, mucho más que el realismo, terminó sustituyendo a los principios.
La lógica de la guerra -la resolución de los conflictos por aniquilamiento del enemigo- desplazó
largamente a la lógica de la política -la resolución de los conflictos mediante la creación y
8 Véase, José Andrés-Gallego, “La pluralidad de referencias políticas”, en François-Xavier Guerra (1995: 127-
142).
En 1792, el jesuita (expulso) peruano Juan Pablo Viscardo y Guzmán dirigía su Carta a los
españoles americanos a los “Hermanos y compatriotas”. En 1806, Francisco Miranda abría su Proclama de
Coro “a los pueblos habitantes del continente américo-colombiano” con la expresión “Valerosos
compatriotas y amigos” (si bien la expresión ciudadano aparece varias veces en el texto). En 1809,
otra proclama, la de Manuel Rodríguez de Quiroga, ministro de la Junta de Quito, definía como
destinatarios explícitos a los “Pueblos de la América”, al tiempo que su presidente, Juan Pío
Montúfar, marqués de Selva Alegre, optaba por “Señores” al pronunciar su Arenga en el Cabildo
9 John Lynch, “La formación de los Estados nuevos”, en Manuel Lucena Salmoral (1992: 149).
Abierto del 10 de agosto del mismo año. Un mes antes , la Junta Tuitiva de los Intereses del Rey y del
Pueblo, constituida en La Plata (Charcas) y presidida por Pedro Domingo Murillo, prefería apelar “A
los valerosos habitantes de La Paz”.
Proclama de Coro, por ejemplo, ciudadano era igual a habitante, mientras en el proyecto de
Constitución rioplatense elaborado a fines de 1812 por la Comisión Oficial (presidida por Gervasio
Posadas), era quien ejercía los derechos cívicos (cap. VI, artículo 1).
Igualdad fue otro vocablo novedoso y hubo un tiempo -el de la fase discursiva radical de los
procesos independentistas, entre 1810 y 1815 (1793-1804, en el caso haitiano)- en el que fue
generosamente invocado, abandonándoselo o reduciendo su apelación a medida que era percibido
como peligroso. Para Bernardo Monteagudo, por ejemplo,
Sólo el santo dogma de la igualdad puede indemnizar a los hombres de la
diferencia muchas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la
fortuna, o una convención antisocial. La tierra está poblada de habitantes
más o menos fuertes, más o menos felices, más o menos corrompidos; y de
estas accidentales modificaciones nace una desigualdad de recursos que los
espíritus dominantes han querido conf undir con una desigualdad quimérica
de derechos que sólo existen en la legislación de los tiranos. Todos los
hombres son iguales en presencia de la ley: el cetro y el arado, la púrpura y el
humilde ropaje del mendigo, no añaden ni quitan una línea a la tabla sagrada
de los derechos del hombre. [...] Loas aduladores de los déspotas declaman
como unos energúmenos contra este si stema, y se esfuerzan en probar con
tímidos sofismas que la igualdad destruye el equilibrio de los pueblos,
derriba la autoridad, seduce la obediencia, invierte el rango de los ciudadanos
y prepara la desolación de la justicia. Confundiendo por ignorancia los
principios, equivocan por malicia las consecuencias y atribuyen a un derecho
tan sagrado los males que arrastran su abuso y usurpación. No es la igualdad
la que ha devastado las regiones, aniquilado los pueblos y puesto en la mano
de los hombres el puñal sangriento que ha devorado su raza.10
Obviamente, la demanda de igualdad caló mucho más hondo allí donde su ausencia estaba
ligada inescindiblemente con la falta de libertad (y probablemente por su mayor relación con la
metrópoli francesa), en la brutal sociedad esclavista de Saint-Domingue, impactó en Venezuela (Coro
10 Bernardo
Monteagudo, “Continúan las observaciones didácticas”, Gaceta de Buenos Aires, 21 de febrero de 1812
(Monteagudo, 1916: 131-132).
y Cariaco, en 1795 y 1798) y no fue significativa en Brasil. A la postre, muchos leyeron la igualdad en
términos de terror: así, el haitiano, a menudo asociado con el jacobino y / o con el racismo inverso
(contra los blancos, a los cuales, además se prohibió durante más de un siglo el ejercicio del derecho
de sufragio), generó, entre buena parte de los grupos propietarios, el “miedo a la revolución” y
posiciones, a veces furibundas, contra la demanda de igualdad, tal como se aprecia en el fraile
mexicano Servando Teresa de Mier:
De la igualdad, que absolutamente no puede haber entre los hombres,
sino para ser protegidos por justas leyes sin excepción, los débiles y necios
contra los fuertes y entendidos, dedujeron los franceses que se debían
degollar para igualarse en los sepulcros, donde únicamente todos somos
iguales.11
Un liberalismo democrático
11 Fray Servando Teresa de Mier, Historia de la Revolución de la Nueva España, 1813. En José Luis Romero y Luis
12 Véase, al respecto, Marie-Danielle Demélas-Bohy, “La guerra religiosa como modelo”, en François-Xavier
Guerra (1995: 143-164). Un tratamiento más detallado, en el libro de la misma autora con Yves Saint-Geours, Jerusalem y
Babilonia. Religión y política en Sudamérica, el caso de Ecuador, Quito, Editora Nacional, 1988 Para el caso de Nueva Granada,
Hermes Tovar Pinzón tiene unas breves pero incisivas acotaciones (1986: 375-379).
Con excepción de Brasil (hasta 1889), y brevemente Haití y México, la forma de organización
fue la república representativa -federal, en algunos casos, centralista, en otros-, fundada en una
ciudadanía política (y, muy a menudo, también civil) concebida con fuertes restricciones. La
13 José Amor de la Patria, Catecismo político cristiano, texto de circulación manuscrita en Santiago de Chile, escrito
hacia 1810-1881. En Romero y Romero (1977: I, 214-215). Según Aniceto Almeyda, el autor sería Bernardo Vera y
Pintado, un santafesino (de Argentina) enrolado en la causa independentista chilena, para la cual compuso el primer
Himno. En cambio, Ricardo Donoso sostuvo que el seudónimo escondía la identidad de Jaime Zudáñez, un abogado de
Charcas que participó de acciones junto a Carrera y O’Higgins.
No obstante, el liberalismo de la fase de ruptura del nexo colonial supo elaborar algunas
preceptivas que, al menos en teoría -ya que no siempre en la práctica, con frecuencia efímera-,
implicaron una concepción democrática excepcional para la época. Así, por ejemplo, José Gervasio
14 Véase, al respecto, Waldo Ansaldi, “Frívola y casquivana, mano de hierro en guante de seda. Una propuesta
para conceptualizar el término oligarquía en América Latina”, en Cuadernos del Claeh, 2ª Serie, Año 17, nº 61, Montevideo,
julio de 1992, pp. 43-48. Allí, oligarquía es entendida como una forma política de la dominación de clase, y no como una
clase social.
de Artigas, jefe del ala más consecuentemente revolucionaria, popular, democrática, liberal,
republicana y federal de la revolución rioplatense, impulsó la ciudadanía civil hasta límites mucho
más amplios que los admitidos en otros países, especialmente en materia de tolerancia religiosa,
según se aprecia en la tercera de las Instrucciones a los representantes orientales ante la Asamblea
Constituyente reunida en Buenos Aires: promover “la libertad civil y religiosa en toda su extensión”,
y en el artículo 2º del proyecto constitucional para la Provincia Oriental. Éste, además, establecía
(artículo 3º) la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza, uno de cuyos objetivos era lograr que los
niños aprendiesen “los derechos del hombre” y el pacto social estipulado por el pueblo con cada
ciudadano y por cada Ciudadano con todo el Pueblo”.15 Asimismo, el artículo 45 del proyecto de
Constitución Federal de las Provincias Unidas sumaba a la libertad religiosa la prohibición al
Congreso de poner “límites a la libertad de prensa” y al derecho de los pueblos para “juntarse
pacíficamente y representar al Gobierno por la reforma de abusos”, y el 46 prohibía “violarse el
derecho del Pueblo para guardar y tener armas”.
Más aún, Artigas concebía su poder como resultado de una cesión realizada por el pueblo
soberano, expresión del contrato social que, a su juicio, todavía no había sido adecuadamente
resuelto por la revolución:
Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia
soberana. [...] La Asamblea general tantas veces anunciada empezó ya sus
sesiones en Buenos Aires. Su reconocimiento nos ha sido ordenado.
Resolver sobre este particular ha dado motivos a esta congregación, porque
yo ofendería altamente vuestro carácter y el mío, vulneraría enormemente
vuestros sagrados derechos si pasase a decidir por mí una materia reservada
sólo a vosotros. [...] Ciudadanos: los pueblos deben ser libres. Ese carácter
debe ser único objeto, y formar el motivo de su celo. Por desgracia, va a
contar tres años nuestra revolución y aún falta una salvaguardia general al
derecho popular. Estamos aún bajo la fe de los hombres, y no aparecen las
seguridades del contrato. [...] Toda clase de precaución debe prodigarse
cuando se trata de fijar nuestro destino. Es muy veleidosa la probidad de los
hombres, sólo el freno de la Constitución puede afirmarla. Mientras ella no
exista es preciso adoptar las medidas que equivalgan a la garantía preciosa
que ella ofrece.16
La política hacia los indígenas fue otra característica notable en algunas de las experiencias
16 José Artigas, “Discurso inaugural del Congreso de Tres Cruces”, 5 de abril de 1813. Se le conoce también
rupturistas. Así, por caso, la caducidad de la servidumbre indígena fue proclamada, en nombre de la
Junta de Buenos Aires, por Juan José Castelli en el Alto Perú, mientras los tributos que gravaban
pesadamente a la población autóctona fueron abolidos por doquier. Implícitamente estaba
contemplada en las constituciones artiguistas y en otros proyectos y prescripciones constitucionales
de la región, pero sin duda alguna las manifestaciones más radicales guardan relación con la
democratización del régimen de propiedad de la tierra, la piedra de toque de toda sociedad
estructuralmente agraria: ella se la encuentra en Saint-Domingue, en México, con Morelos e Hidalgo,
y en la Banda Oriental artiguista. Pese a la frustración con que concluyeron estas políticas -tal vez
mejor caracterizables como democrático-radicales-, es indudable su carácter revolucionario social. El
Bando de Miguel Hidalgo, dado en Guadalajara el 5 de diciembre de 1810, reintegraba la posesión de
la tierra “a las comunidades de los naturales”, prohibiendo su arrendamiento en el futuro (también
abolía perentoria y drásticamente la esclavitud: en un plazo de diez días y bajo pena de muerte a los
esclavistas que no acataren la medida), mientras el Reglamento Provisorio de tierras firmado por
Artigas en 1815 privilegiaba la distribución de los terrenos disponibles (incluyendo los confiscados a
los enemigos de la revolución) entre “los más infelices”, es decir, “los negros libres, los zambos de
esta clase, los indios y los criollos pobres” (artículo 6º), como también “las viudas pobres si tuvieren
hijos” (artículo 7º).
En materia política, la elección de los diputados orientales del Congreso reunido en Tres
Cruces constituyó una excepcional manifestación de participación directa de los vecinos. Pero
también en tal materia el liberalismo democrático rioplatense bregó -ya consolidada la independencia-
por la extensión del derecho de sufragio a los jornaler os rurales, aun analfabetos, tal como ferviente
aunque infructuosamente lo reclamó el diputado Ma nuel Dorrego en la sesión del 25 de setiembre de
1826 del Congreso Constituyente reunido en Buenos Aires.
La originalidad de la copia
Los latinoamericanos recibieron corrientes de id eas originadas en Europa y Estados Unidos,
sea, en el primero de los casos, por pertenencia colonial a España, Portugal o Francia, sea por
difusión más o menos permitida, más o menos ilegal, de las generadas fuera de las respectivas
metrópolis. Dicho brevemente, hubo cuatro grandes vertientes teóricas disponibles: la española (o
hispanocriolla, según prefieren denominarla otros), con su tradición igualitaria, el peso de la
Estos cuatro modelos -que son también los considerados por José Luis Romero- pueden
resumirse, a su vez, en una confrontación entre tr adición e innovación, bien entendido que, como
sugiere Antonio Annino, el término “tradicionalismo” tal vez deba ser pensado “de manera distinta”
a lo que ha sido usual y verse “como un conjunto de argumentos y expresiones lejanas a los de la
modernidad política”, mas no idénticos a los neoescolásticos del siglo XVI. Así, la doctrina de la
retroversión de la soberanía -una solución a la situación de vacatio regis de 1808- no fue privativa de la
neoescolástica, puesto que se la encuentra también -con lenguaje parecido, principios similares e
importantes innovaciones- en “buena parte del jusn aturalismo holandés del siglo XVII, en particular
en Samuel Puffendorf, autor de “notable difusión entre la alta cultura americana” del siglo siguiente,
que llegó a ser “enseñado en la Universidad de Caracas, a pesar de estar incluido en el Índice”. Para
Puffendorf, “cuando falta la familia real, la soberanía vuelve a cada pueblo, el cual puede ejercitar por
sí mismo o por medio de sus delegados todos los actos de soberanía que considere necesarios para su
conservación”.17
Según se indicó antes, para José Andrés-Gallego la pluralidad y la confusión de doctrinas fue
lo distintivo del proceso. Antonio Annino, a su ve z, entiende que, en la discusión sobre dónde y en
quién reside físicamente la soberanía en ausencia del rey, “el lenguaje era semejante [al de la
neoescolástica] pero el objeto, no”. El desarrollo de su argumentación conduce al historiador italiano
a sostener el carácter jánico o bifronte del liberalismo latinoamericano decimonónico: por un lado,
“modificó la ideología de una parte de las elites en sentido moderno”, orientándolas hacia un nuevo
orden político; por el otro, en cambio, abrió “nuevos espacios de libertad a un conjunto muy
diversificado de agentes colectivos”, pero también a la inestabilidad política, bien entendido que ésta
17 Antonio Annino, “Soberanías en lucha”, en Annino, Castro Leiva y Guerra (1994: 237-238).
-el punto más relevante, para Annino- “se originó siempre en el interior del cuadro constitucional”.18
Cabe añadir que es esa dialéctica -una dialéctica perversa, como se ha dicho más arriba- quien fue
haciendo cada vez más conservador y caudillista el orden político exigido y construido por los
sectores triunfadores dentro de las clases propietarias. Para éstas, el disciplinamiento de la sociedad,
en primer lugar el de la fuerza de trabajo, pasó a ser el principal objetivo.
No son nada escasos los ejemplos que pueden ilustrar cómo las doctrinas invocadas para
construir un nuevo orden político -mucho más que uno societal, donde las controversias fueron
considerablemente menores- no tuvieron, en América Latina, rango de mera copia y a menudo se
metamorfosearon originalmente. A título ilustrativo, aquí se traerá a colación sólo uno, el del modelo
norteamericano, conocido reservadamente en América Latina y hecho público en 1810-1812, cuando
hicieron referencia a él o lo invocaron Mariano Moreno en Buenos Aires, Camilo Henríquez en
Chile, el Triunvirato en Asunción, los constituyentes de 1811 en Venezuela, José Artigas en la Banda
Oriental...
su tratamiento por la Asamblea: cuatro para las Provincias Unidas del Río de la Plata y uno para la
Provincia Oriental del Uruguay. Éste y uno de los primeros (el Proyecto Federal) fueron presentados
por el artiguismo, siendo su fuente el constitu cionalismo norteamericano, mientras que los tres
porteños -el de la Comisión Oficial, el de la Sociedad Patriótica y el llamado Tercer Proyecto, que
procuraba armonizar estos dos- tenían fuentes múltiples, en una “contradictoria pero inteligente
captación de fórmulas y principios dispares”, según la apreciación de Alberto Demicheli, ya
anunciada en la intencionalidad manifiesta de la Com isión Oficial de apartarse de teorías metafísicas y
procurar “una aplicación acertada de los saludables principios de las naciones libres” (Francia y
Estados Unidos).
Con la obvia salvedad de Brasil, la tónica dominante dentro del pensamiento político fue el
republicanismo, excepto situaciones coyunturales de efímeras propuestas -desde una monarquía al
estilo inglés (ya con Francisco Miranda) hasta otra (aprobada por el Congreso de Tucumán) que cedía
a un Inca-rey, que debía casarse con una princesa de la casa de Braganza, el gobierno de las
Provincias Unidas del Río de la Plata- y / o experiencias como las de Agustín de Iturbide en México
(1822-1823) y las intermitentes haitianas de Jean-Jacques Dessalines (1804-1806), Henri Christophe
(1811-1820) y Faustin Soulouque (1849-1858). Simétricamente, en el bastión monárquico los
proyectos republicanos tampoco estuvieron ausentes, aun cuando su efectiva incidencia haya sido
escasa. De los varios movimientos de protesta surgidos en la última fase del Brasil colonial -
Inconfidéncia o Conjuraçâo Mineira (1789), Conjura Carioca (1794), Inconfidéncia da Bahia o Conjuraçâo dos
Alfaiates (1798), Conjura dos Suassunas, Pernambuco 1801), y República de Pernambuco (1817) -sólo el
primero y sobre todo el último fueron, además de importantes, inequívocas propuestas republicanas
y liberales, un dato nada trivial en un país donde, como señalara Vicente Barreto, el liberalismo no se
confundió con la liberación sino con la ordenación del poder y, para decirlo como Emília Viotti da
Costa, fue mucho más anticolonial (terminar con el dominio portugués) que antimonárquico, un
arma ideológica de los grandes propietarios contra la metrópoli, pero incapaz de superar la
contradicción entre sus principios y la persistencia de la esclavitud y el patronazgo.
En algunos casos -de los cuales muy buen ejemplo es fray Servando Teresa de Mier-, el orden
político resultante debía ajustarse, conforme las posiciones de Edmund Burke, que el mexicano había
aprendido en Londres, a los “usos, prescripciones y leyes” de los pueblos, evitando tanto el modelo
gaditano de 1812, cuanto el de la Constitución norteame ricana y, muy en particular, el radical de los
franceses, de “genio ligero y cómico”, que concluyeron siendo “esclavos de un déspota”, según
discurría, en 1813, en Historia de la Revolución de Nueva España (firmada con el seudónimo de Juan
Guerra). En el fondo, a Teresa de Mier le interesaba mantener tradiciones hispánicas (religión, leyes,
costumbres) yuxtapuestas con el modelo monárquico inglés, como un modo efectivo de impedir el
enervamiento del sentimiento religioso católico. Por lo demás, la cuestión de las convicciones
religiosas fue un campo donde las limitacione s del pensamiento liberal latinoamericano se
manifestaron más fuerte. Con contadísimas excepci ones, esa fue materia donde menos espacio se
concedió a la disidencia y, por ende, permanecieron las tradiciones coloniales, pese a la a veces
invocada tolerancia de hecho constatable en algunas áreas. En México, argumenta David Brading, la
apelación a Nuestra Señora de Guadalupe fue parte constitutiva de un patriotismo criollo articulado
entre un republicanismo católico y un nacionalismo insurgente.
Empero, y sin encontrar contradicción en el argumento, poco antes les señalaba a esos
mismos legisladores que su proyecto de constitución establecía la división de los ciudadanos en
activos y pasivos, como modo de
excitar la prosperidad nacional por las dos más grandes palancas de la
industria: el trabajo y el saber. Estimulando estos dos poderosos resortes de
la sociedad, se alcanza los más difícil entre los hombres, hacerlos honrados y
felices. Poniendo restricciones justas y prudentes en las Asambleas Primarias
y electorales, ponemos el primer dique a la licencia popular, evitando la
concurrencia tumultuaria y ciega que en todo tiempo han imprimido el
desacierto en las elecciones y ha ligado, por consiguiente, el desacierto a los
magistrados, y a la marcha del gobierno; pues este acto primordial es el acto
generativo de la libertad o de la esclavitud de un pueblo.20
20 Cito de la versión incluida en Germán Carrera Damas (1993b: II, 71-103). Las dos citas extensas, en páginas
21 José Luis Romero, “Prólogo” a José Luis Romero y Luis Alberto Romero (1977: I, p. IX).
Para sociedades cuyas clases dominantes invocaron la democracia política como forma de
dominación, la cuestión de la ciudadanía, especial mente la política, fue un punto central. Empero,
como ya tiempo escribiera Wanderley Guilherme dos Santos -a propósito de Brasil pero extensible a
buena parte (si no a toda) América Latina-, el resultado fue la conjugación de un liberalismo
doctrinario con un autoritarismo instrumental. El derecho de sufragio -más explícitamente dicho: el
derecho a elegir y ser elegido- fue objeto de fuertes restricciones por doquier: por razones de clase,
de género y de etnia (amén de la de salud mental). Y donde no lo fue, como en el temprano y casi
excepcional caso de la provincia de Buenos Aires, que estableció el sufragio universal masculino en
1821, las prácticas políticas y electorales convirtieron, de facto, el derecho en un mero enunciado.
Amputaciones similares ocurrieron en el campo de la ciudadanía civil. En una y en otra, entonces, la
universalidad de los principios devino en singularidad de los derechos efectivos; mujeres,
trabajadores, campesinos, indígenas, afroamericanos, buena parte de los mestizos -en fin, la
amplísima mayoría de cada sociedad- siguieron siendo excluidos del acceso a la modernidad.
Por añadidura, la vía más transitada para la construcción de la ciudadanía fue la estatalista,
antes que la societal, para utilizar la distinción formulada por Giovanna Zincone (1989). Así, al
despertar, quienes comenzaron soñando con Rousseau, acabaron despertando con Hobbes.
Cómo citar
Si usted cita este texto, por favor siga la siguiente indicación para una correcta referencia
bibliográfica:
Ansaldi, Waldo: “No por mucho pregonar se democratiza más temprano. La aplicación
singular de los principios universales”, en <http://www.catedras.fsoc.uba.ar/udishal>.
[Originalmente presentado en el III Encontro da Associaçâo Nacional de Pesquisadores de
História Latino-Americana e Caribenha (ANPHLAC), Universidade de Sâo Paulo, Brasil, 22-
24 de julio de 1998]. Fecha de visita o de descarga del artículo (día-mes-año).
Muchas gracias por su observancia.
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