Fueron Felices y Comieron Perdices

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Fueron felices y comieron perdices…

Luz Marina Vélez Jiménez


[email protected]
Junio 1 2015

“Para el pequeño que intenta comprender el


mundo, es más que razonable
esperar respuestas de aquellos objetos
que excitan su curiosidad”
Bettelheim

A manera de juego, y a través de historias protagonizadas por animales y objetos


que hablan, las fábulas (figuras literarias que se remontan al siglo VI a.C.)
simplifican las tramas complejas de la vida, transmiten sentidos evidentes y
ocultos, están escritas para niños y dirigidas, simultáneamente, a todos los niveles
de la personalidad humana, sirven para estructurar y canalizar la vida; al estar
coronadas por una moraleja ―principio, máxima, consejo― tienen una intención
didáctica de carácter moral universal.

Las fábulas hacen parte de los relatos a partir de los cuales un niño aprende a
leer; este confía en lo que aquellas le cuentan. Sin importar si comprende o no los
significados de las moralejas, el niño integra a su imaginario las virtudes y los
vicios desde las figuras de la recompensa y del castigo.

La zorra y las uvas verdes, la gallina de los huevos de oro, el cazador y la perdiz,
las moscas y la miel, el pescador y el pez, la zorra y el cuervo hambriento, la
cigarra y la hormiga, la lechera, y el lobo, la cabra y la grulla, son algunas fábulas
cuyas enseñanzas relacionadas con el comer ponen en la fantasía del niño
imágenes del hambre, la gula, la avaricia, la ironía, la pereza, la voracidad, la
ingratitud, la desconfianza y la vanidad, entre otras pasiones viscerales que hay
que educar desde la boca para ponerse en el camino imperioso del final feliz:
aquel del “vivieron felices y comieron perdices”, un ideal que regula la vida real.

Si la felicidad tiene historia, esta, según las fábulas nombradas, tiene que ver con
el entusiasmo de la voluntad, la educación sentimental del estómago y la potencia
imaginativa ante la penuria de la despensa. En esta misma línea, bien vale citar a
Juan Luis Suárez cuando dice que la hartura del estómago nos hace benévolos y
el apremio del hambre nos hace descender como especie.
En su invitación al ejercicio correcto de la vida, las fábulas hacen una tarea similar
a la de la cocina, cuya raíz coquere define la maduración de un fruto. El niño
―"fruto inmaduro”― habita un mundo indiferenciado al cual, poco a poco, va
saboreando y distinguiendo desde los preceptos culturales de la existencia;
madura, se templa en las buenas maneras religiosas, sexuales, dietéticas y
sociales; busca escapar a los altibajos o a la repetición de la sota, el caballo, el rey
de la alimentación diaria y, finalmente, sorprendido, descubre que su naturaleza es
educable, que no está en el mismo nivel de la comadreja que, a pesar de la
retórica del gallo para que no se lo comiera, se lo devoró.

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