Resumen Libro 1 El Contrato Social
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RESUMEN
Libro primero
Pretendo investigar si dentro del orden civil, y considerando a los hombres
tal y como son y a las leyes tal y como pueden ser, existe alguna fórmula de
administración tan legítima como segura. Trataré para ello, en este estudio,
de mantener en armonía constante lo que el derecho permite con lo que el
interés prescribe a fin de que la justicia y la libertad no resulten
divorciadas.
Ciudadano de un estado libre y miembro del poder soberano, por débil que sea
la influencia que mi voz pueda ejercer en los negocios públicos, el derecho
que tengo a votar me impone el deber de instruirme. ¡Me consideraré feliz
tantas veces cuanto el hecho de meditar sobre las distintas formas de
gobierno me procure encontrar siempre en mis investigaciones nuevas razones
para amar más al de mi país!
Aristóteles tenía razón, aunque tomaba el efecto por la causa. Todo hombre
nacido esclavo nace para la esclavitud; nada más cierto. Los esclavos pierden
todo en su cárcel, inclusive el deseo de su libertad: aman la servidumbre
como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento. Si existen, pues,
esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La
fuerza hizo los primeros; su vileza les perpetuó.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes
monarcas que se repartieron el universo, como fueron los hijos de Saturno, ha
quienes se ha supuesto reconocer en ellos. Espero que se me reconozca la
modestia, pues descendiendo de uno de esos tres príncipes, probablemente de
la rama principal, ¿Quién puede oponerse a que, verificando títulos, me
convirtiera al instante en el legítimo rey del género humano? Sea como fuere,
hay que convenir en que Adán fue soberano del mundo, como Robinsón de su
isla, mientras lo habitó solo, existiendo en este imperio la ventaja de que
el monarca, seguro de su trono, no tenía porque temer rebeliones, guerras ni
conspiradores.
Capítulo 4. De la esclavitud
Puesto que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto
que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como
base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Grocio y otros como él ven el la guerra otro origen del presunto derecho a la
esclavitud. Teniendo el vencedor, según ellos, el derecho a matar al vencido,
puede éste comprar su vida al precio de su libertad; convención tanto más
legítima cuando más redunda en provecho de los dos.
Pero es un hecho que ese presunto derecho a matar a los vencidos no resulta
en modo alguno del estado de guerra. Por esta razón los hombres vivos en su
relativa independencia no tenían entre ellos relaciones suficientemente
constantes para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, y no
eran, por tanto, naturalmente enemigos.
Los combates particulares, los duelos, las riñas, son actos que no
constituyen estado, y en cuanto a las guerras privadas, autorizadas por las
ordenanzas de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no
son más que abusos del gobierno feudal, sistema absurdo si tal puede
llamarse, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena
política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de
Estado a Estado, en la cual los individuos son enemigos accidentalmente, no
como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la
patria, sino como sus defensores. Por último un estado no puede tener por
enemigo sino a otros Estados, y no a hombres, pues no pueden fijarse
auténticas relaciones entre cosas de distinta naturaleza.
Este principio resulta conforme con las máximas establecidas de todos los
tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las
declaraciones de guerra son advertencias dirigidas a los ciudadanos más que a
las potencias. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que mata o
detiene a los súbditos de un país sin declarar la guerra al príncipe, no es
un enemigo, sino un bandolero. Aun en plena guerra, un príncipe justo puede
apoderarse, en país enemigo de todo lo que pertenezca al Estado, pero
respetará a la persona, los derechos sobre los cuales se fundan los suyos.
Teniendo la guerra como fin la destrucción del Estado enemigo, hay derecho a
matar a los defensores en tanto estén con las armas en las manos, pero en
cuanto las entregan y se rinden dejan de ser enemigos o instrumentos del
enemigo, y recuperan su condición de simples hombres y el derecho a la vida.
A veces se puede destruir un Estado sin matar a uno solo de sus miembros: la
guerra no da ningún derecho que no sea necesario a sus fines. Estos
principios no son los de Grocio, ni están basados en la autoridad de los
poetas; proceden de la naturaleza misma de las cosas y están fundados en la
razón.
Mas, aun admitiendo ese horrible derecho a matar, afirmo que un esclavo hecho
en la guerra o un pueblo conquistado no está obligado a nada con el vencedor,
a excepción de obedecerle mientras a ello se sienta forzado. Tomando el
equivalente de su vida, el vencedor no le ha concedido ninguna gracia: en ves
de suprimirlo sin ningún provecho, lo ha matado útilmente. Lejos, pues, de
haber obtenido sobre él libertad alguna, el estado de guerra subsiste entre
ellos al igual que antes, y sus mismas relaciones son el efecto, pues el uso
del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Habrán celebrado un
convenio, pero éste, lejos de suprimir un estado, supone su continuidad.
Capítulo 5. Necesidad de
retroceder a una convención
primitiva
Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado lograrían progresar
más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre
someter una multitud y regir una sociedad. Que muchos o pocos hombres,
cualquiera sea su número, estén sojuzgados a uno solo, yo sólo veo en una
sociedad un señor y unos esclavos, jamás un pueblo y su jefe; representarán
en todo caso una agrupación, pero nunca una asociación, porque no hay ni bien
público ni una entidad política. Ese hombre, aunque haya sojuzgado a medio
mundo, no es realmente más que un particular; su interés, separado del de los
demás, será siempre un interés privad. Si llega a perecer su imperio tras él,
se dispersará y permanecerá sin unión ni coherencia, como un roble se
destruye y cae convertido en montón de cenizas, una vez que el fuego lo ha
consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey. Según Grocio, ese pueblo existe
antes y como consecuencia de poder darse a un rey. Ese don representa, pues,
un acto civil, desde el momento que supone una liberación pública. Antes de
examinar el hecho por el cual un pueblo elige a un rey sería conveniente
estudiar el acto por el cual un pueblo se siente pueblo, ya que siendo este
acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la
sociedad.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y
dirigir solamente las que existen, no tienen otro medio para conservarse que
el formar, por agregación, una suma de fuerzas capaz de superar la
resistencia, ponerlas en juego con un solo fin y hacerles obrar de mutuo
acuerdo.
Esa suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero,
constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales
instrumentos para su conservación, ¿cómo podría él comprometerlos sin
justificarse ni descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta
dificultad, volviendo a mi tema, puede enunciarse en los términos siguientes:
"Cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con la fuerza
común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno,
uniéndose a todos los demás, no obedezca más que a sí mismo y permanezca, por
tanto, tan libre como antes" He aquí el problema fundamental cuya solución
proporciona el contrato social.
Pero no resulta así por lo que se refiere a los súbditos respecto del
soberano, al cual, a pesar del interés común, nada podría responderle de sus
compromisos si no encontrase medios de asegurarse su fidelidad.
En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad contraria o
desigual a la voluntad general que le distingue como ciudadano. Su propio
interés puede aconsejarle de manera completamente distinta de la que le
indica el interés común; su existencia absoluta y naturalmente independiente
puede colocarle en franca oposición con lo que debe a la causa común como
contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los otros que
oneroso el pago para él, y considerando la persona moral que constituye el
Estado como ente de razón - ya que él no es un hombre -, gozaría de los
derechos del ciudadano sin querer cumplir o llenar los deberes de súbdito, la
injusticia cuyo progreso supondría la ruina del cuerpo político.
A fin de que este pacto social no resulte una fórmula vana, encierra
tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de
que cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello
por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser
libre, pues tal es la condición que, otorgando cada ciudadano a la patria, le
garantiza contra toda dependencia personal, condición que supone el artificio
y el juego del mecanismo político y que es la única que legítima las
obligaciones civiles, las cuales, sin ella, serían absurdas y tiránicas, y
quedarían sujetas a los mayores abusos.
Cuando Nuñez de Balboa tomaba desde la playa posesión del océano Pacífico y
de toda América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era su gesto
razón suficiente para desposeer a todos sus habitantes, excluyendo de paso
también a todos los príncipes del mundo? En tales condiciones, las ceremonias
se multiplicaban inútilmente: el rey católico no tenía más que, de un solo
golpe tomar posesión de todo el universo, sin prejuicio de borrar de su
imperio lo que antes había sido apropiado por otros príncipes.
Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada
y que, apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten
de él en común o lo repartan entre sí, ya por partes iguales, ya de acuerdo
con las proporciones establecidas por el soberano. Como quiera que se realice
esta adquisición, el derecho de la comunidad sobre todos, sin lo cual no
habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la
soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una advertencia que debe servir de
base a todo el sistema social, y es: que en vez de destruir la igualdad
natural, el pacto fundamental sustituye por el contrario una igualdad moral y
legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre
los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o en talento,
vienen a ser todos iguales por convención y derecho.