Resumen Libro 1 El Contrato Social

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EL CONTRATO SOCIAL, LIBRO PRIMERO.

RESUMEN

Libro primero
Pretendo investigar si dentro del orden civil, y considerando a los hombres
tal y como son y a las leyes tal y como pueden ser, existe alguna fórmula de
administración tan legítima como segura. Trataré para ello, en este estudio,
de mantener en armonía constante lo que el derecho permite con lo que el
interés prescribe a fin de que la justicia y la libertad no resulten
divorciadas.

Entro en materia sin probar la importancia de mi tema. Si se me preguntara si


soy príncipe o legislador para escribir de política, respondería que no, y
que precisamente por no serlo, lo hago; si lo fuera, no perdería mi tiempo en
aconsejar lo que habría que hacer; lo haría o me callaría.

Ciudadano de un estado libre y miembro del poder soberano, por débil que sea
la influencia que mi voz pueda ejercer en los negocios públicos, el derecho
que tengo a votar me impone el deber de instruirme. ¡Me consideraré feliz
tantas veces cuanto el hecho de meditar sobre las distintas formas de
gobierno me procure encontrar siempre en mis investigaciones nuevas razones
para amar más al de mi país!

Capítulo 1. Objeto de este libro


El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado.
Incluso el que se considera amo no deja de ser menos esclavo por ello de los
demás. ¿Cómo se ha operado este cambio? ¿Qué es lo que puede imprimirle
cierto sello legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella derivan,


diría: "En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien;
tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, actúa mejor todavía, pues
recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fuera escamoteada.
Prueba que fue creado para su disfrute. De lo contrario, no fue jamás digno
de disfrutarla". Pero el orden social supone un derecho sagrado que sirve de
base a todos los otros. Sin embargo, ese derecho no es un derecho natural: se
funda en convenciones. Tratase, pues, de saber cuáles son dichas
convenciones. Pero antes de llegar a este punto debo dejar bien sentado lo
que acabo de anticipar.

Capítulo 2. De las primeras


sociedades
La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la familia. No
obstante, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo
que ellos necesitan de su cuidado para conservarse. Tan pronto como esta
necesidad acaba, este lazo natural queda disuelto. Los hijos, exentos de la
obediencia que debían al padre, y éste exento de los cuidados que debía a los
hijos, entran todos a gozar igualmente de cierta independencia. Si continúan
juntos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente, y la familia
misma no pervive más que por convención.

Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su


primera ley es velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son
los que se debe a él mismo. Llegado a la edad de la razón, siendo el juez
exclusivo de los medios adecuados para conservarse, se convierte, por tanto
en su propio dueño.

La familia es, por tanto, si se quiere, el primer modelo de las sociedades


políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo, la de los hijos, y
todos, habiendo nacido iguales y libres, no alienan su libertad más que por
cierta utilidad. Toda la diferencia radica en que, en la familia, el amor del
padre hacia sus hijos le recompensa de los cuidados que les dispensa, en
tanto que en el Estado es un placer de mandar lo que reemplaza a ese amor que
el jefe no siente por sus pueblos.

Grocio niega que el poder humano se haya establecido en beneficio de sus


gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su constante manera de razonar
es la de establecer siempre el hecho como fuente del derecho. Podría
emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos.

Resulta, pues, dudoso, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un


centenar de hombres o si ese centenar de individuos pertenece al género
humano. Y, según se desprende de su libro, parece inclinarse por la primera
opinión. Tal era también criterio de Hobbes. Queda así la especie humana
dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos.

Como un pastor es de superior naturaleza a la de su rebaño, los pastores de


hombres, es decir, los jefes, son igualmente de naturaleza superior a sus
pueblos. Así razonaba, de acuerdo con Filón, el emperador Calígula,
concluyendo, por analogía, que los reyes eran dioses, o que los hombres eran
bestias.

El argumento de calígula, corresponde al de Hobbes y Grocio. Aristóteles,


antes que ellos, había dicho también que los hombres no son naturalmente
iguales, pues unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.

Aristóteles tenía razón, aunque tomaba el efecto por la causa. Todo hombre
nacido esclavo nace para la esclavitud; nada más cierto. Los esclavos pierden
todo en su cárcel, inclusive el deseo de su libertad: aman la servidumbre
como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento. Si existen, pues,
esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La
fuerza hizo los primeros; su vileza les perpetuó.

Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes
monarcas que se repartieron el universo, como fueron los hijos de Saturno, ha
quienes se ha supuesto reconocer en ellos. Espero que se me reconozca la
modestia, pues descendiendo de uno de esos tres príncipes, probablemente de
la rama principal, ¿Quién puede oponerse a que, verificando títulos, me
convirtiera al instante en el legítimo rey del género humano? Sea como fuere,
hay que convenir en que Adán fue soberano del mundo, como Robinsón de su
isla, mientras lo habitó solo, existiendo en este imperio la ventaja de que
el monarca, seguro de su trono, no tenía porque temer rebeliones, guerras ni
conspiradores.

Capítulo 3. Del derecho del más


fuerte
El más fuerte no lo es siempre demasiado para ser constantemente amo y señor,
si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el
derecho del más fuerte, tomado irónicamente en apariencia y realmente
establecido en principio. ¿Podrá explicársenos alguna vez esta frase?... La
fuerza es una potencia física; yo no veo que la moralidad pueda resultar de
sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo
lo más, puede ser de prudencia. ¿En que sentido, pues, puede ser un deber?

Aceptemos por un momento ese pretendido derecho. Yo aseguro que de él resulta


un galimatías inexplicable. Pues si la fuerza constituye un derecho, como el
efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera modificará el
derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, puede hacerse
legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, de lo que se
trata, por consiguiente, es de procurar serlo. ¿Qué es, pues, un derecho que
desaparece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es
necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación cesa.
Resulta, por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza y
no significa aquí nada en absoluto.

Obedeced a los poderes. Si esto quiere decir: cede a la fuerza, el precepto


es bueno, aunque resulte superfluo. Respondo de que no será jamás violado.
Todo poder emana de Dios, debo reconocerlo; pero toda enfermedad proviene de
Dios también. ¿Estará por ello prohibido recurrir al médico? Si un bandido me
sorprende en una selva, ¿estaré, no sólo por la fuerza, sino aun pudiendo
evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? Porque, en fin, la
pistola que él tiene es un poder.

Convengamos, pues, que la fuerza no hace al derecho, y que no estamos


obligados a obedecer más que a los poderes legítimos. Así, mi primera
cuestión queda todavía en pie.

Capítulo 4. De la esclavitud
Puesto que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto
que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como
base de toda autoridad legítima entre los hombres.

"Si un individuo - dice Grocio - puede alienar su libertad y hacerse esclavo


de un amo, ¿Por qué un pueblo entero no ha de poder alienar la suya y
convertirse en esclavo de un rey?" Hay en esta frase algunas palabras
equívocas que necesitarían explicación, pero detengámonos sólo en la
de alienar. Alienar es ceder o vender. Ahora bien, un hombre que se hace
esclavo de otro no se entrega; se vende, eso sí, para atender a su
subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué es por lo que se vende? Un rey, lejos
de proporcionar la subsistencia a sus súbditos, extrae de ellos la suya, y,
según Rabelaís, un rey no vive con poca cosa. ¿Los seres ceden, pues, sus
personas a condición de que se les quite también su bienestar? No sé qué es
lo que les queda por conservar.

Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea;


¿pero qué ganan con ello, si las guerras que su ambición ocasiona, si su
insaciable avidez y las vejaciones de su ministerio les arruinan más que sus
disensiones? ¿Qué ganan, si esa misma tranquilidad representa una de sus
miserias? Se vive tranquilo también en los calabozos, pero ¿es eso estar o
vivir bien? Los griegos encerrados en el antro de Cíclope vivían tranquilos,
esperando simplemente el turno para ser devorados.

Decir que un hombre se da a otro gratuitamente es afirmar algo absurdo e


inconcebible: tal acto sería ilegítimo y nulo, por la razón única de que el
que lo realiza no está en su sano juicio. Decir otro tanto de un país es
suponer que un pueblo de locos y la locura no crean derecho.

Aun admitiendo que el hombre pudiera alienarse a sí mismo, no puede alienar a


sus hijos, nacidos para ser hombres y libres. Su libertad les pertenece, sin
que nadie tenga derecho a disponer de ella.

Antes que estén en la razón puede el padre, en nombre de ellos, estipular


condiciones para asegurar su conservación y bienestar, pero no darlos
irrevocable e incondicionalmente, pues semejante acto sería contrario a los
fines de la naturaleza y traspasaría el límite de los derechos de la
paternidad. Sería, pues, necesario, para que un gobierno arbitrario resultara
legítimo, que a cada generación el pueblo fuese dueño de admitir o rechazar
su sistema, y en tal caso este gobierno dejaría de ser arbitrario.

Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos


de la Humanidad e incluso a sus deberes. No hay compensación alguna posible
para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la
naturaleza del hombre: despojarse de su libertad equivale a despojarse del
ser moral. En fin, es una convención fútil, y contradictoria estipular de una
parte una autoridad absoluta y de la otra una obediencia sin límites. ¿No es
claro que a nada se siente uno obligado frente a aquel al que hay derecho a
exigirle todo? Y esta sola condición, sin equivalente, sin reciprocidad, ¿no
lleva consigo la nulidad del acto? ¿Qué derecho podrá tener mi esclavo frente
a mí, si todo lo que posee me pertenece, y siendo, por tanto, su derecho el
mío, tal derecho frente a mí se convertiría en palabra sin ningún sentido?

Grocio y otros como él ven el la guerra otro origen del presunto derecho a la
esclavitud. Teniendo el vencedor, según ellos, el derecho a matar al vencido,
puede éste comprar su vida al precio de su libertad; convención tanto más
legítima cuando más redunda en provecho de los dos.

Pero es un hecho que ese presunto derecho a matar a los vencidos no resulta
en modo alguno del estado de guerra. Por esta razón los hombres vivos en su
relativa independencia no tenían entre ellos relaciones suficientemente
constantes para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, y no
eran, por tanto, naturalmente enemigos.

La relación de las cosas, y no la de los hombres, es la que constituye la


guerra, y ese estado no puede nacer de simples relaciones personales, sino
solamente de relaciones reales. La guerra privada de hombre a hombre no puede
existir ni en el estado natural, en el que no hay propiedad constante, ni en
el estado social, donde todo se encuentra bajo la autoridad de las leyes.

Los combates particulares, los duelos, las riñas, son actos que no
constituyen estado, y en cuanto a las guerras privadas, autorizadas por las
ordenanzas de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no
son más que abusos del gobierno feudal, sistema absurdo si tal puede
llamarse, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena
política.

La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de
Estado a Estado, en la cual los individuos son enemigos accidentalmente, no
como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la
patria, sino como sus defensores. Por último un estado no puede tener por
enemigo sino a otros Estados, y no a hombres, pues no pueden fijarse
auténticas relaciones entre cosas de distinta naturaleza.

Este principio resulta conforme con las máximas establecidas de todos los
tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las
declaraciones de guerra son advertencias dirigidas a los ciudadanos más que a
las potencias. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que mata o
detiene a los súbditos de un país sin declarar la guerra al príncipe, no es
un enemigo, sino un bandolero. Aun en plena guerra, un príncipe justo puede
apoderarse, en país enemigo de todo lo que pertenezca al Estado, pero
respetará a la persona, los derechos sobre los cuales se fundan los suyos.
Teniendo la guerra como fin la destrucción del Estado enemigo, hay derecho a
matar a los defensores en tanto estén con las armas en las manos, pero en
cuanto las entregan y se rinden dejan de ser enemigos o instrumentos del
enemigo, y recuperan su condición de simples hombres y el derecho a la vida.
A veces se puede destruir un Estado sin matar a uno solo de sus miembros: la
guerra no da ningún derecho que no sea necesario a sus fines. Estos
principios no son los de Grocio, ni están basados en la autoridad de los
poetas; proceden de la naturaleza misma de las cosas y están fundados en la
razón.

Por lo que se refiere al derecho de conquista, no tiene él otro fundamento


que la ley del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de
asesinar a los pueblos vencidos, no puede darle tampoco el de someterlos a la
esclavitud. No hay derecho a matar al enemigo más que cuando no se le puede
convertir en esclavo; luego este derecho no proviene del derecho a matarlo:
únicamente un cambio en el cual se le otorga la vida, sobre la cual no se
tiene derecho, al precio de su libertad; estableciendo, pues, el derecho de
vida y muerte sobre el derecho de esclavitud, y éste, a su vez, sobre aquél,
¿es o no evidente que se cae en un círculo vicioso?

Mas, aun admitiendo ese horrible derecho a matar, afirmo que un esclavo hecho
en la guerra o un pueblo conquistado no está obligado a nada con el vencedor,
a excepción de obedecerle mientras a ello se sienta forzado. Tomando el
equivalente de su vida, el vencedor no le ha concedido ninguna gracia: en ves
de suprimirlo sin ningún provecho, lo ha matado útilmente. Lejos, pues, de
haber obtenido sobre él libertad alguna, el estado de guerra subsiste entre
ellos al igual que antes, y sus mismas relaciones son el efecto, pues el uso
del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Habrán celebrado un
convenio, pero éste, lejos de suprimir un estado, supone su continuidad.

Así, cualquiera que sea el punto de vista desde el que se le considere,


el derecho de esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por absurdo y
porque realmente no significa nada. Las palabras esclavo y derecho son
contradictorias y se excluyen recíprocamente. Ya sea de hombre a hombre o de
hombre a pueblo, el siguiente razonamiento será siempre igual de insensato:
"Celebro contigo un contrato en el cual todos los deberes están a tu cargo y
todos los beneficios a mi favor, el cual observaré mientras a mí me plazca, y
tú durante el tiempo que yo lo desee".

Capítulo 5. Necesidad de
retroceder a una convención
primitiva
Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado lograrían progresar
más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre
someter una multitud y regir una sociedad. Que muchos o pocos hombres,
cualquiera sea su número, estén sojuzgados a uno solo, yo sólo veo en una
sociedad un señor y unos esclavos, jamás un pueblo y su jefe; representarán
en todo caso una agrupación, pero nunca una asociación, porque no hay ni bien
público ni una entidad política. Ese hombre, aunque haya sojuzgado a medio
mundo, no es realmente más que un particular; su interés, separado del de los
demás, será siempre un interés privad. Si llega a perecer su imperio tras él,
se dispersará y permanecerá sin unión ni coherencia, como un roble se
destruye y cae convertido en montón de cenizas, una vez que el fuego lo ha
consumido.

Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey. Según Grocio, ese pueblo existe
antes y como consecuencia de poder darse a un rey. Ese don representa, pues,
un acto civil, desde el momento que supone una liberación pública. Antes de
examinar el hecho por el cual un pueblo elige a un rey sería conveniente
estudiar el acto por el cual un pueblo se siente pueblo, ya que siendo este
acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la
sociedad.

En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿dónde estaría la


obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse a
la decisión de los más? Y, ¿con qué derecho, mil que quieren un amo disponen
de diez que no lo quieren? La ley de las mayorías en los sufragios es ella
misma fruto de una convención anterior que supone, por lo menos una vez,
unanimidad.

Capítulo 6. Del pacto social


Supongo a los hombres recién llegados al punto en que los obstáculos que
impiden su conservación en el estado natural superan a las fuerzas que cada
individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Entonces ese estado
primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no variara de
manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y
dirigir solamente las que existen, no tienen otro medio para conservarse que
el formar, por agregación, una suma de fuerzas capaz de superar la
resistencia, ponerlas en juego con un solo fin y hacerles obrar de mutuo
acuerdo.

Esa suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero,
constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales
instrumentos para su conservación, ¿cómo podría él comprometerlos sin
justificarse ni descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta
dificultad, volviendo a mi tema, puede enunciarse en los términos siguientes:

"Cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con la fuerza
común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno,
uniéndose a todos los demás, no obedezca más que a sí mismo y permanezca, por
tanto, tan libre como antes" He aquí el problema fundamental cuya solución
proporciona el contrato social.

Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la


naturaleza del acto, que la menor modificación en ellas las haría inútiles y
sin efecto; de manera que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas,
resultan en todas en todas partes las mismas, así como tácitamente
reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual
recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural al perder la
condicional por la cual había renunciado a la primera.

Estas cláusulas, suficientemente estudiadas, se reducen a una sola, a saber:


la alienación total de cada asociado con sus innegables derechos a toda la
comunidad. Pues, primeramente, dándose por completo cada uno de los
asociados, la condición es igual para todos; siendo igual, ninguno tiene
interés en hacerla gravosa para los demás.
Además, efectuándose la alienación sin reservas, la unión resulta tan
perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que exigir,
pues si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún
superior común que pudiera dirigir entre ellos y el público, juez,
pretendería en seguida serlo en todo; en consecuencia, el estado natural
subsistiría y la asociación convertiríase fatalmente en tiránica e inútil.

En fin, dándose cada individuo a todos, no se da a nadie, y como no hay un


asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana
la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que
se tiene. Si se descarta, pues, del pacto social lo que no constituye su
esencia, encontraremos que el mismo se reduce a los términos siguientes:
"Cada cual pone en común su persona y su poder bajo la suprema dirección de
la voluntad general, y cada miembro es considerado como parte indivisible del
todo"

Al instante, este acto de asociación transforma la persona particular de cada


contratante en un ente normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como
votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo
común, su vida y su voluntad. La persona pública que así se constituye, por
la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy
el de república o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es
activo, potencia en relación a sus semejantes. En cuanto a los asociados,
éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el de
ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y el de súbditos por
estar sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a
menudo, tomándose el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son
empleados con absoluta precisión.

Capítulo 7. Del soberano


Se ve por esta fórmula que el acto de asociación implica un compromiso
recíproco del público con los particulares y que cada individuo, contratando,
por decirlo así, consigo mismo, se halla comprometido bajo una doble
relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como
miembro del Estado para con el soberano. Pero no puede aplicarse en este caso
el principio de derecho civil según el cual los compromisos contraídos
consigo mismo no crean ninguna obligación, porque hay una gran diferencia
entre obligarse consigo mismo y obligarse con un todo al cual se pertenece.

Preciso resulta advertir también que la deliberación pública, que puede


obligar a todos los súbditos para con el soberano, a causa de las dos
diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no
puede, por la razón contraria, olvidar al soberano para consigo, siendo, por
consiguiente, contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano
se imponga una ley que no pueda quebrantar. No pudiendo considerarse sino
bajo una sola relación, es como el caso de un particular que contrata consigo
mismo; por lo cual se ve que no hay ni puede haber especie alguna de ley
fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato
social. Esto no significa que este cuerpo no pueda perfectamente
comprometerse con otros, en cuanto no deroguen el contrato; pues, con
relación al extranjero, conviértese en un ser simple, en un individuo.

Pero derivando el cuerpo político o el soberano su existencia únicamente de


la legitimidad del contrato, no puede obligarse jamás, ni aun con los otros,
a nada que derogue ese acto primitivo, tal como alienar una parte de sí mismo
o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería
aniquilarse, y lo que no es nada, nada produce.
Desde que esta multiplicidad se constituye en un cuerpo, no se puede actuar
sobre éste sin que sus miembros se resientan. Así, el deber y el interés
obligan igualmente a las dos partes contratarse a ayudarse mutuamente, y los
mismos hombres, individualmente, deben tratar de reunir, bajo esta doble
relación, todas las ventajas que de éstas se deduzcan.

Además, estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni


puede tener interés contrario al de ellos; por consiguiente, la soberanía no
tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, ya que es imposible
que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. Más adelante veremos
que no puede dañar a ninguno en particular. El soberano, por la sola razón de
serlo es siempre lo que debe ser.

Pero no resulta así por lo que se refiere a los súbditos respecto del
soberano, al cual, a pesar del interés común, nada podría responderle de sus
compromisos si no encontrase medios de asegurarse su fidelidad.

En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad contraria o
desigual a la voluntad general que le distingue como ciudadano. Su propio
interés puede aconsejarle de manera completamente distinta de la que le
indica el interés común; su existencia absoluta y naturalmente independiente
puede colocarle en franca oposición con lo que debe a la causa común como
contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los otros que
oneroso el pago para él, y considerando la persona moral que constituye el
Estado como ente de razón - ya que él no es un hombre -, gozaría de los
derechos del ciudadano sin querer cumplir o llenar los deberes de súbdito, la
injusticia cuyo progreso supondría la ruina del cuerpo político.

A fin de que este pacto social no resulte una fórmula vana, encierra
tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de
que cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello
por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser
libre, pues tal es la condición que, otorgando cada ciudadano a la patria, le
garantiza contra toda dependencia personal, condición que supone el artificio
y el juego del mecanismo político y que es la única que legítima las
obligaciones civiles, las cuales, sin ella, serían absurdas y tiránicas, y
quedarían sujetas a los mayores abusos.

Capítulo 8. Del estado civil


La transición del estado natural al estado civil produce en el hombre un
cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y
dando a sus acciones la moralidad de que carecían en principio. Es entonces
cuando, sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al
apetito, el hombre, que antes no había considerado ni tenido en cuenta más
que su persona, se ve obligado a obrar basado en distintos principios,
consultando a la razón antes de prestar oído a sus inclinaciones. Aunque se
prive en este estado de muchas ventajas naturales, gana, en cambio, otras tan
grandes, sus facultades se ejercen y desarrollan, sus ideas se extienden, sus
sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva a tal punto que, si los
abusos de esta nueva condición no le desagradasen a menudo hasta colocarle en
una situación inferior a aquella en que antes se encontraba, debería bendecir
sin cesar el dichoso instante en que la dejó para siempre y en que, de animal
estúpido y limitado, se convirtió en un ser inteligente, en hombre.

Reduciendo nuestro planteamiento a términos fáciles y el derecho ilimitado a


todo cuanto desee y pueda alcanzar, ganando, en cambio, la libertad civil y
la propiedad de lo que posee. Para no equivocarse acerca de estas
compensaciones, es preciso distinguir la libertad natural, que tiene por
límites las fuerzas individuales de la libertad civil, circunscrita por la
voluntad general, y la posesión que no es otra cosa que el efecto de la
fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede
fundarse sino en un título positivo.

Se podría añadir a lo que precede la adquisición de la libertad moral, que si


por sí sola hace al hombre verdadero dueño de sí, ya que el impulso del
apetito constituye la esclavitud, en tanto que la obediencia a la ley es la
libertad. Pero he dicho demasiado en este artículo, ya que averiguar el
sentido filosófico de la palabra libertad no es en este caso mi propósito.

Capítulo 9. Del dominio real


Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento que se forma, tal
cual se encuentra en dicho instante, con todas sus fuerzas, de las cuales
forman parte sus bienes. Solamente por este acto la posesión cambia de
naturaleza al cambiar de manos, convirtiéndose en propiedad en las del
soberano; pero como las fuerzas de la sociedad son incomparablemente mayores
que las de un individuo, la posesión pública es también de hecho más fuerte e
irrevocable, sin ser legítima, al menos para los extranjeros, pues el Estado,
tratándose de sus miembros, es dueño de sus bienes por el contrato social, el
cual sirve de base a todos los derechos, sin serlo, sin embargo, con relación
a las otras potencias sino por el derecho de primer ocupante que deriva de
los particulares.

El derecho de primer ocupante, aunque es más real que el de la fuerza, no es


verdadero derecho sino después que se establece el derecho de propiedad.
Cualquier hombre tiene naturalmente derecho a todo cuanto le es necesario;
pero el acto positivo que le convierte en propietario de un bien cualquiera
le excluye del derecho a los demás. Adquirida su parte, debe limitarse a ella
sin ningún derecho a la comunidad. He ahí la razón por la cual el derecho de
primer ocupante, tan débil en el estado natural, es respetable en el estado
civil. Se respeta menos en ese derecho lo que es de otros que lo que es de
uno.

En general, para autorizar el derecho de primer ocupante sobre un terreno


cualquiera, son necesarias las condiciones siguientes: primera, que el
terreno no esté ocupado por otro; segunda, que no se ocupe más que la parte
necesaria para subsistir; tercer, que se tome posesión de él, no en función
de una vanaceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de
propiedad que, en ausencia de títulos jurídicos, debe ser respetado por los
demás.

En efecto, conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer


ocupante, ¿no es dar a tal derecho toda la dimensión necesaria y suficiente?
¿Bastará posar la planta sobre un terreno común para considerarse acto
seguido dueño de él? ¿Basta tener la fuerza necesaria para arrojar a los
otros hombres, arrebatándoles para siempre el derecho a volver a él? ¿Cómo
podrá un hombre o un pueblo apoderarse de un inmenso territorio, privando del
mismo al género humano, sino por una usurpación punible, desde el momento que
arrebata al resto de los hombres su morada y los alimentos que la naturaleza
les ofrece?

Cuando Nuñez de Balboa tomaba desde la playa posesión del océano Pacífico y
de toda América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era su gesto
razón suficiente para desposeer a todos sus habitantes, excluyendo de paso
también a todos los príncipes del mundo? En tales condiciones, las ceremonias
se multiplicaban inútilmente: el rey católico no tenía más que, de un solo
golpe tomar posesión de todo el universo, sin prejuicio de borrar de su
imperio lo que antes había sido apropiado por otros príncipes.

Se concibe, naturalmente, cómo las tierras de los particulares, reunidas y


contiguas, constituyen el territorio público, y cómo el derecho de soberanía,
extendiéndose de los súbditos a los terrenos que ocupan, viene a ser a la vez
real y personal, lo cual coloca a los poseedores en una mayor dependencia,
convirtiéndose sus mismas fuerzas en garantía de fidelidad; ventaja que no
parece haber sido bien comprendida por los antiguos monarcas que, no
llamándose sino reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, se
consideran más jefes de hombres que dueños del país. Los actuales se
denominan más fácilmente reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.
Cuando poseen el terreno se consideran más seguros de poseer a sus
habitantes.

Lo que hay de más extraño en esta alienación es que, lejos de despojar la


comunidad a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace ella otra
cosa que asegurar su legítima posesión, cambiando la usurpación en absoluto
derecho y el goce en propiedad. Entonces los poseedores, considerados como
depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados por todos los
miembros del Estado y sostenidos por toda la fuerza común contra el
extranjero, mediante una cesión ventajosa para el público y más aún para
ellos mismos, adquieren, por así decirlo, todo lo que dieron. Paradoja que se
explica fácilmente por la distinción entre los derechos que el soberano y el
propietario tiene sobre el mismo fondo, como se verá más adelante.

Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada
y que, apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten
de él en común o lo repartan entre sí, ya por partes iguales, ya de acuerdo
con las proporciones establecidas por el soberano. Como quiera que se realice
esta adquisición, el derecho de la comunidad sobre todos, sin lo cual no
habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la
soberanía.

Terminaré este capítulo y este libro con una advertencia que debe servir de
base a todo el sistema social, y es: que en vez de destruir la igualdad
natural, el pacto fundamental sustituye por el contrario una igualdad moral y
legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre
los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o en talento,
vienen a ser todos iguales por convención y derecho.

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