Un Cura Se Confiesa
Un Cura Se Confiesa
Un Cura Se Confiesa
UN CURA SE CONFIESA
EDICIONES SIGUEME
SALAMANCA
2007
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín
Ediciones Sígueme S.A.U., 2003
C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España
Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563
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www.sigueme.es
ISBN: 978-84-301-1503-7
Depósito legal: S. 1113-2007
Impreso en España / Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2007
Este libro ha sido escrito para vosotros, sacerdotes conocidos y desconocidos de España y
del mundo entero.
Sin embargo, quiero que esta dedicatoria sea para vosotros porque sois los únicos que
podéis comprender que estas páginas no son fruto de la imaginación.
UN BICHO RARO
Acababa yo de abandonar uno de esos trenecillos vascos que cruzan por unos campos que
dan la impresión de estar siempre recién pintados. Había llovido y se metía por todas partes
aquel olor hondísimo a tierra húmeda. Yo me sentía contento, sin saber precisamente por
qué. Acaso por acompañar al paisaje en su alegría.
Como entre tren y tren había una hora —debía coger a las ocho el exprés hacia Madrid— me
fui a dar una vuelta por el pueblo. Me pareció pequeño. Era, prácticamente, una sola calle
bastante larga que iba desde la estación a la iglesia. Comencé a andar por ella. Pasaban
muchos mozos en bicicleta hablándose a gritos.
La iglesia estaba casi desierta; sólo dos muchachas arrodilladas juntas en uno de los primeros
bancos y una vieja en un reclinatorio. Yo me senté en el fondo de la iglesia. Se estaba bien
allí. En la fresca penumbra descansaban ojos, los oídos y el alma. Me fue fácil orar. Nunca
he sido un hombre de grandes complicaciones en mi vida y para mí orar es sencillamente
hablar con El que está en el Sagrario. Así charlamos un rato y luego —sin darme cuenta—
se me fue la cabeza y me puse a pensar que iba a casa. Sonreí. Sí, había motivos para estar
contento. Dos años lejos de la familia y ahora volvía para tres meses. Tres meses de permiso,
que dicen los soldados. Recordé los cuatro días pasados en Loyola con mi hermana. El hábito
le sentaba muy bien, aunque le hacía mayor. Tenía los ojos más alegres que nunca. Sí, estaba
en su sitio. Recordé que habíamos estado más de la mitad del tiempo contándonos chistes;
chistes que ella apuntaba en un cuadernito para contárselos a las demás novicias en el recreo.
«Tengo tan mala memoria —me decía— que dentro de media hora no recordaría ninguno».
No, no estaba ñoña. Hablaba tan natural como antes, y más si cabe, porque hasta las cosas
más serias y tremendas las decía con un tono de ingenua delicioso. Hablábamos de todo: de
lo que les daban de comer, de que tenían el huerto atestado de manzanas, de sus horas de
oración, de sus misas. Y todo me lo decía sin el mínimo énfasis. Y os aseguro que resultaba
mejor el nombre de Dios dicho con el mismo tono con que decía, por ejemplo, manzana.
Resultaba más natural y al alcance de la mano.
Estaba distraído pensando en estas cosas y no había advertido que una de las dos muchachas
que estaban arrodilladas delante había venido hasta mí:
—Padre, ¿podría confesarnos?
—¡Oh! —dije. —Yo no soy sacerdote todavía. Soy seminarista.
Ella se puso roja y se alejó pidiendo mil perdones.
Esta pequeña anécdota me divirtió muchísimo. Hubiera estado bueno haberme puesto serio
y haberlas confesado. Pero éstas son cosas con las que no se puede jugar ni andar con bromas.
Rechacé el pensamiento como una tentación, pero la verdad es que me ilusionó muchísimo
que me hubiesen tomado ya por cura. Pensé: «¿Tendré ya cara de hombre serio?». Y me llevé
la mano a la mejilla. «Claro, estoy sin afeitar hace dos días... Voy ahora mismo a una
barbería». Me levanté, sin más, y sin decir una palabra de despedida al Señor me dirigí a la
puerta. Al-coger agua en la pila me di cuenta de mi descortesía y desde allí, riéndome, le dije:
—Perdona, soy un tonto. Ya comprendes.
*
Cuando salí de la barbería —con cara ya más niña— fui hacia la estación porque iba siendo
la hora. Sentí hambre y me dije: «Tendré que comprarme algo para cenar. Hasta las dos no
llego». Entré en uno de esos comercios que tienen trazas de venderlo todo y pedí,
perfectamente a bulto:
—Cien gramos de embutido.
La señora debió conocérmelo en la cara y me dijo.
—¿Es para un bocadillo?
—Sí.
—Con cincuenta le basta.
—Bien, pues ponga cincuenta. Dije cien, gracias, por decir algo.
Me los cortó en rodajas.
—¿Pan quiere?
¡Ah!, ¿lo venden también aquí? Mejor. Póngalo, sí.
—¿Le hago el bocadillo?
—Sí, gracias.
—¿Quiere fruta?
—Sí, póngame algo.
—¿Dos plátanos?
—Bien.
—O no. Mejor un plátano y una pera. ¿Unas pastas?
—Bueno.
—¿Cuatro?
—Sí.
La dejé hacer, Se sentía ya un poco madre mía y yo no tenía la más mínima idea de lo que
iba a pedir. No he sabido jamás lo que como. La señora del comercio debió pensar que daba
gusto servir a personas tan contentadizas y me pagó ese dejarla hacer preparándome con
cariño el paquete. Casi como me lo hubiera hecho mi madre.
Con el paquete de la merienda por todo equipaje -el resto lo había facturado desde Irún—
subí al exprés iba bastante lleno. Pero encontré sitio.
Mi departamento era uno de esos que es fácil encontrar en el exprés de Irún. Junto a la
ventanilla iba una pareja de novios o recién casados italianos que se pasaron el viaje haciendo
crucigramas en colaboración. Frente a ellos un matrimonio valenciano que fue dos horas
comienzo rizo, otras dos hablando valenciano y otras dos engullendo queso. En colaboración
también.
Los otros seis hicimos corro único. Frente a mí dos muchachos ingleses y una chica española
que estaba en Inglaterra desde niña. A mi derecha un español con trazas de zapatero, que
volvía a España tras diecisiete años en Francia, y a mi izquierda un muchacho de unos
veinticinco años, bien vestido y que después supe estaba haciendo los estudios de ingeniería.
Y yo, que caía exactamente enfrente española-inglesa. Ella iba vestida vulgarmente y sin en
absoluto. Pálida, y con todo el pelo cayéndole hacia atrás en cola de caballo.
La conversación se mantenía a trancas y barrancas en (el único que lo dominaba bien era mi
vecino de derecha), pero ésta era la única manera de no dejar aislados a los dos chicos ingleses
que, bien o mal, algo de francés hablaban. Y siempre había la solución de acudir a la
muchacha que hablaba con ellos en inglés y con nosotros en español, un español casi perfecto,
pronunciado con mucha suavidad y oliendo un poquito a diccionario.
Pero, suavemente, la conversación fue pasando del francés al español y terminamos
arrinconando a los dos ingleses, que se encerraron en sus pensamientos. Hablan de lo que se
habla siempre que se viene del extranjero: los trenes españoles.
—Sin embargo, no puede negarse que estamos mejorando. Este tren en que vamos no está
precisamente mal.
—No, desde luego. Hay una mejoría indiscutible en muchas cosas. Siempre da gusto venir
y encontrarse cosas nuevas.
Mientras yo decía esto metí la mano en el bolsillo en busca del pañuelo y tropecé con una
cosa fría: una moneda.
La saqué y dije:
—Los duros, por ejemplo.
Y, cambiando rápidamente de idea, continúe:
—Por cierto, que ayer me pasó una cosa muy curiosa con ellos. Vengo ahora a Loyola donde
tengo una hermana religiosa, y el otro día me preguntó muy intrigada si había ya duros de
plata. Por lo visto habían discutido en el recreo, porque una de las novicias que acababa de
entrar decía que los había visto y las demás decían que después de la guerra no había vuelto
a haberlos.
—¿Tiene usted una hermana religiosa? —me preguntó la muchacha sentada frente a mí.
—Sí, novicia. Aquí, en Loyola.
—Yo también tengo dos tías en Inglaterra. Por cierto, que... —Se detuvo como arrepentida
de lo que había comenzado a decir. Pero siguió: —No quisiera molestarle a usted, pero
siempre que voy a verlas me dan pena.
—¿Pena?
—Sí, hablan desde otro mundo, como seres distintos de nosotros. Entraron casi niñas en el
convento y no tienen idea de la vida. No hablan nuestro lenguaje, no nos comprenden en
absoluto. El mundo corre y ellas están muertas
—Pero son felices.
—Son felices porque no conocen. Son como niños que tienen un vaso de agua y se creen que
tienen toda el agua del mundo porque no han visto más. Me dan pena, le digo. No saben nada
de la vida. Y no son felices, se creen que lo son. Siempre que voy a verlas salgo de allí muy
triste. Me parecen vidas perdidas inútiles, allí encerradas siempre.
—Eso depende de lo que usted entienda por «la vida»
—La vida es esto —y abría los brazos como no sabiendo explicarse—, la vida es todo esto
que hay delante ojos. ¿Por qué se meten monjas? Nunca he esto. Yo pienso que es por miedo
o por ingenuidad be todos modos, siempre resultan seres extraños, arrancados de todo.
El tema me hacía daño y ella lo comprendió, Por se detuvo y yo no hice la pregunta que tenía
en los labios. Entonces tampoco comprenderá por qué me hago yo cura. Hubo un silencio
embarazoso. En el departamento ahora todos nos escuchaban. Yo hubiera debido dar una res.
puesta, decir la palabra necesaria. Pero me sentí triste Hablé de la otra vida, de la verdadera
vida. Pero debí hacerlo como quien cita un libro, como si hablase de me moría.
Se había hecho de noche y yo busqué tras los cristales en el pasillo, aquel paisaje que pocas
horas antes me había llenado de alegría. Y no estaba.
Tampoco la alegría estaba en mi corazón, y sentía un gris desaliento, una secreta rabia, un
extraño deseo de llorar
El tren pasaba rápidamente dejando atrás las lucecitas temblorosas de los pueblos perdidos
en la noche y, conforme nos acercábamos a Castilla, se veían en el cielo más estrellas. Yo
apoyaba mi barbilla en el níquel de la barra que cruzaba la ventana y repetía con rabia —
masticándolas— las palabras que había dicho la muchacha.
Sí, yo era un extraño, un bicho raro llovido de otro mundo, yo no tenía nada que ver con
todos aquellos hombres que iban en el tren. Mi sotana era como una campana neumática que
iría disecando poco a poco mi corazón.
¿Por qué esto así? Sabían que no, que no éramos distintos, que nuestra carne es igual que la
suya, que teníamos idénticas pasiones, idénticas manías, que amábamos la vida: sí, la vida,
eso que veíamos, todo cuanto era hermoso. ¿Será verdad que nuestras vidas son inútiles,
vacías, que hemos renunciado a vivir por cobardía? ¡Por cobardía!
Sentí cómo en la boca se apretaban los dientes, cómo se clavaban mis manos en el níquel.
El tren seguía cruzando campos y campos, iluminándolos unos instantes con la luz de los
coches. Yo veía la sombra de mi cuerpo lanzada contra el suelo y persiguiéndonos, y decía:
«En efecto, sí debo ser un fantasma. Lo dicen todos, todos».
*
Conforme nos acercábamos a Valladolid se me fueron serenando las ideas. La espina, eso sí,
estaba dentro, pero yo ahora pensaba que tenía tres meses delante, Hacía dos años que no
veía a mi familia y esto para mí era mucho. Siempre había sido niño faldero y al entrar en
casa me aliviaba de todos los problemas.
En la estación me esperaba media familia. No hay por qué describir los abrazos y besos de
llegada que no creo que sean distintos los de un cura que los de otro cualquiera.
—¿Y la niña, Crucita?
—En casa.
—¿Cómo es?
—Ya lo verás,
Con los abrazos casi no había visto a Faustina, la criada que me había conocido de niño, vieja
ya en la casa,
Faustina. ¿cómo está?
Me miraba toda asustada.
—Bien, ¿y usted, señorito?
Yo me eché a reír:
—¡Uy! Me trata de usted
—Es que ahora es usted tan… distinto.
¿Por qué? ¿Por qué ahora repetía Faustina las palabras de la muchacha inglesa? ¿Es que todo
el mundo estaba ahora de acuerdo para apartarse de mí?
Me duró poco tiempo el desaliento y quizá fue sólo un arrugar de cejas. Luego todos dijeron
que yo estaba más gordo, que Roma me sentaba muy bien y que estaba muy guapo con sotana.
Era la primera vez que me veían con ella.
*
Cuando llegué a casa, sin atender a nadie fui corriendo al cuarto de mi hermana. En el cestón,
dormida, estaba la niña. No pude resistirme y la saqué para comérmela a besos y abrazos. La
niña se quejó suavemente, se restregó los ojos, luego estuvo mirándome un rato largo,
desconociéndome; me miró la sotana y la teja —sobre todo la teja— y rompió en el más
desconsolado de los llantos.
Me acosté triste y pensé que también a la niña le resultaba extraño.
*
A la mañana me levanté cansado, con las espaldas doloridas, pues el colchón estaba
demasiado blando y yo estaba acostumbrado a dormir en cama dura. Contemplé unos
instantes mi cuarto desde la cama. Fui recordando todos los objetos uno a uno y respiré
contento.
Desde la cocina llegó la voz de mi madre que jugaba con la niña: «¡Quita, que la pillo!». Y
salté de la cama. Calcé unas zapatillas, me eché sobre el pijama la sotana y corrí a la cocina.
Y no hubo manera de que la niña me quisiera. Le di galletas, caramelos, le dije que le iba a
comprar una pelota, que en la feria la montaría en los caballitos, que... Inútil. La niña me
miraba largamente y no abría los labios. Cuando yo la cogía decía sólo: ¡No!, y retiraba la
cabeza para que no pudiera besarla,
—Besa a tu tío Is, no seas boba.
—Que es tu tío Is, que ha venido en un tren muy lago, muy lago.
Pero todo fue inútil.
*
Después de oír misa me puse a ver la casa. Estaba muy cambiada. Yo la había dejado dos
años atrás sin niños y ahora aquella pequeñuja de año y medio lo invadía todo.
También mis padres estaban muy cambiados. Los encontré más niños, más ingenuos.
Luego recorrí todos los cuartos, uno a uno. Recordé el piano de mis tiempos de chiquillo. Di
los buenos días a dos bustos horribles que había en el comedor y acaricié los lomos de mis
libros alineados como siempre en sus estanterías.
Como no tenía mucho que hacer, decidí irme a dar una vuelta por la ciudad. Al abrir la puerta
de la calle salí a una plazoleta llena de sol, una placita redonda e íntima con todas las porteras
sentadas a las puertas. Apenas había dado cuatro pasos cuando cruzó la plaza uno de esos
autobuses renqueantes y temblones de nuestra ciudad. Iba lleno hasta los estribos. Lo vi coger
la curva, crujiéndole todas las maderas como si fuera a desarmarse, y desaparecer por la calle
María de Molina.
Tras el autobús entré yo en ella, Estaba recién regad y brillante. Casi tropecé al dar la vuelta
a la esquina con un grupo de chicas que venían hablando a gritos. Era cuatro, con tipo de
modistas, y una niña pequeña con abriguito azul.
Oí perfectamente:
¿Os fijasteis qué curita más joven?
Y luego la niña que gritaba:
¡Curaaaaaa!
Y las chicas riéndose:
—¡Calla, boba!
No supe si debía reírme. Más bien sentí un malestar que no sé definir. Creo que fue entonces
cuando por vez primera me di cuenta perfecta de que llevaba sotana. Se me cruzaba entre las
piernas sin dejarme andar. Sí, había que convencerse; yo estaba inscrito en la categoría; para
el mundo yo era un «cura» más o menos joven.
*
En la plaza de Zorrilla estaban levantando una los obreros subían y bajaban por los andamios,
Me mirando la casa, pero no contemplaba el edificio aquellos hombres diminutos que parecía
jugaban en el aire. ¿Qué pensarían ellos de mí ahora? ¿Me odiarían? ¡Oh, si al menos me
odiaran!
Tengo que confesaros esta manía mía. No sé si nació entonces, pero esta vez es la primera
que recuerdo haberme planteado en serio la pregunta: «¿Qué pensarán de mí?». Desde
entonces cuando voy en los trenes, por las calles, siempre que una persona me mira fijamente
me nace la pregunta: «¿Qué pensarían de mí, es decir, de nosotros los cutas? ¡Oh, si nos
odiasen! El odiar una cosa es amarla en el fondo, darle importancia. No creo que nadie odie
las hormigas. Más me dolería el desconocimiento, un telón de silencio entre unos y otros, sin
comprendernos cuan estamos tan cerca».
Desde aquel día la sensación de tristeza me invadió. Al estar en el Campo Grande y sentarme
en un banco yo comprendía que todo el jardín se ponía más serio, que yo era un bicho raro
entre los que poblaban el parque, entre las parejas de novios que hablaban en voz baja, entre
los grupos de chicas que reían a gritos y se tiraban agua, entre los niños, sobre todo.
Y, sin embargo, yo me sentía tan cercano a ellos... Y me daba rabia cuando alguna chacha
estúpida le decía a los niños: «Mira, si no eres bueno te llevará ese señor». Y no podía saber
que en el fondo yo iba al jardín a ver jugar a los niños, que si llevaba un libro era para que
«los mayores» no pensasen que perdía mi tiempo.
*
No, de los niños no puedo quejarme. ¿Cómo me voy a quejar si al salir del Campo me invadía
cada día una panda de quince a veinte que me besaban la mano y me la llenaban de mocos?
Yo no era sacerdote todavía, pero les dejaba hacer; ellos no distinguían de órdenes mayores
y menores, y todo el que llevaba sotana era cura. Uno a uno, muy serios, desfilaban ante mí
para escapar después a toda prisa a continuar el juego interrumpido. Yo casi sentía ganas de
llorar. mis manos tenían algo especial, algo tan grande que por besarlas merecía la pena
interrumpir los juegos y abandonar las risas un instante. Mis manos no eran todavía nada,
pero ellos, con una intuición prodigiosa, besaban lo que iba a venir.
Y no pude menos de reírme cuando la última niña le dijo a la penúltima:
—Ganamos muchas indulgencias, ¿sabes?
TODOS CRUZARON EL RIO
A la mañana siguiente llegó Luis, compañero de curso y mi mejor amigo. Un muchachote
alto, de pelo rubio —casi siempre despeinado— y con cara de alemán.
Fue a decir misa al santuario de la Gran Promesa y en todo el camino no pensé otra cosa que
por qué no podría decir misa yo como él en vez de contentarme con ayudarle. Porque yo
había terminado mis estudios y todos mis compañeros de curso habían cantado misa hacía
tres meses. Sólo yo me quedé sin ordenarme por demasiado joven.
Y durante la misa resultó imposible esquivar el pensamiento. Volvía a ver nuestra entrada en
la basílica vaticana —ojeroso de no dormir— con una maletita colgando del brazo. Me vi en
la sacristía ayudándoles a revestirse, extendiéndoles los ornamentos, poniéndoselos casi
porque ellos no veían de emoción, mientras los miraba lleno de envidia y a punto de llorar.
Entramos en la basílica, que aquel día se me hizo más enorme que nunca. «Cuando salgamos
todos serán sacer dotes menos yo». Y tenía que morderme los labios. Ellos marchaban firmes
hacia el altar, como sin darse cuenta. El cardenal se revistió. Sonaron sus nombres en la
basílica, sus diecinueve nombres. Fueron rebotando por las paredes hasta perderse en lo
ancho de la cúpula. Sentí una angustia al no escuchar mi nombre que se había escapado de la
lista; yo solo me quedaba atrás, en la otra orilla.
Se postraron en tierra y comenzó el canto de las letanías. Los nombres de los santos iban y
venían como en oleadas. Ellos, tumbados, como muertos, vestidos de blanco, como recién
nacidos, me decían a gritos la gran lección: estaban muriendo en este instante para nacer
distintos. Yo, que los conocía uno a uno, que sabía sus pequeñas manías, sus muletillas, todo,
los veía alejarse de mi lado, entrar nadando en el gran amor de Dios, cada instante más lejos
de la orilla.
No pude resistir el espectáculo. Salí del ábside y comencé a vagar por las inmensas naves.
Desde el fondo de la iglesia se oía el subir y bajar de la letanía igual que en una playa la
marea. Se sentía a los santos allí, venían a llamarlos, se posaban un instante sobre las cabezas
de mis compañeros y se retiraban para dar paso a otros y otros santos.
En la basílica no cesaba de entrar y salir gente. Husmeaban la iglesia, provistos todos de sus
guías, admiraban la Piedad de Miguel Ángel, los mosaicos de los altares, el baldaquino, la
cúpula. Se asomaban al ábside, preguntaban: «¿Qué es?». Y cuando les decía: «Una
ordenación», contestaba: y se santiguaban devotamente para seguir mirando los sepulcros de
los papas, las joyas del tesoro. yo sentía ganas de agarrarles por la solapa, de decirles gritos
que lo que allí pasaba era algo tremendo, que importaba un bledo todo el arte del globo frente
al espectáculo de diecinueve hombres que iban a convertirse en Cristo. Pero no, ellos querían
tener esa cultura barata con que presumir luego, algo que poder contar a los amigos, parecer
importantes media hora una tarde. Desde luego que viste más hablar de la Capilla Sixtina que
de una ordenación sacerdotal...
Terminaron las letanías y yo volví al altar. Ahora llegaba el momento estupendo de los
milagros. Quise verlo de cerca y pedí al encargado de la palmatoria que se cambiara conmigo.
Y así colocado a la misma derecha del cardenal, vi arrodillados delante del altar a todos mis
amigos.
Luego, los vi subir uno a uno con las manos temblorosas tendidas, los vi ponerlas sobre las
rodillas del cardenal, vi cómo éste las cruzaba con el óleo sagrado y sentí que las lágrimas
subían a mis ojos.
Julio, Ángel, Carlos, Manolo, Antonio, José María... todos, uno tras otro. Y yo iba pensando
que esas manos que habían jugado con las mías tantas veces al ping-pong, que aquellas manos
que escribían versos, que tocaban el piano, que dibujaban, eran desde ahora manos de Cristo.
Y contemplé las mías, mis pobres manos tristes, sudorosas, que se clavaban en la palmatoria
hasta hacerse daño; sentí cómo caía sobre ellas la cera derretida, las lágrimas.
Y ellos estaban frente a mí, ya tan lejanos.
La gente seguía entrando en la basílica, curioseaba un momento todo, se iba sin comprender.
Y ellos estaban ya en la otra orilla.
Y yo seguía llorando como un niño que ve desde la playa el barco que se va.
Y ellos estaban en la otra orilla.
Y me sentía más niño que nunca, más pequeño, tonto, más inútil.
Y ellos estaban en la otra orilla.
Y supe que eran ellos, mis amigos, mis poco más que yo.
Pero que estaban en la otra orilla.
Y miré en torno mío pensando que era un sueño, que había sido todo demasiado rápido para
ser verdadero, busqué una realidad a que agarrarme, algo que me dijera que aquello no pasaba
de ser una fábula emocionante.
Pero lo cierto es que ellos estaban ya muy lejos, mirándome llorar, desde la otra orilla.
*
Luis acabó su misa y salimos a la ciudad. La calle brillaba bajo el sol, casi hacía daño a los
ojos.
—Luis, parece mentira. —Sí, parece mentira.
Nos callamos. Fuimos un rato largo sin decirnos labra, como embargados por la gran verdad.
—Estoy alegre, no puedes comprender lo alegre que estoy —dijo él.
—Sí, comprendo.
*
—¿Sabes a quién he visto anteayer? A Gonzalo.
—¿A Gonzalo? —Sí, en Barcelona.
¡Gonzalo! Tampoco él había cruzado el río. Se tres meses antes.
Cuando escribo estas líneas me parece que le veo, con los ojos atestados de lágrimas y un
cigarro apretado con entre los dientes, mientras esperábamos la partida del tren. Me
impresionó muchísimo su ida porque era un buen amigo. Cuando la noche anterior,
mordiéndose los labios, dijo que se iba y nos pidió perdón por todo el daño nos hubiera hecho,
yo exploté: «¡Calla, bobo!». Nos mirándonos unos instantes sabiendo de sobra que no había
nada de qué pedir perdón y que acaso nosotros teníamos la culpa de lo que ahora pasaba.
Fuimos todos a ayudarle y a hacer las maletas. Había en su cuarto un silencio impresionante.
Se trataba simplemente de despedirse y no había manera de abreviar. Acaso él quería
quedarse solo y le estábamos molestando, pero parecía necesario estar allí. Recuerdo que
José María estaba sentado en un rincón y sin decir palabra, como un bulto negro.
Gonzalo fue tirando la ropa en las maletas colocándolo todo como iba saliendo. Recuerdo
que del cajón de la mesilla salió un cilicio, y él dijo apretando los dientes.
—¿Quién quiere «esto»? ¡Para lo que me va a servir!
—No, guárdalo. Gonzalo, no seas bobo —dijo Manolo—
Se lo cogió de la mano y lo puso en un rincón de la maleta. Gonzalo dejó hacer. «Bobo,
bobo», dijo después Manolo poniéndole la mano en la cabeza.
Paco y yo no habíamos rezado el rosario aquella tarde. Salimos a rezarlo a la terraza. Había
una luna enorme y las nubes pasaban a la carrera. Era difícil rezar; difícil y fácil. Yo creo que
recé, pero no con las frases del rosario, porque mientras decía maquinalmente las avemarías
yo iba por dentro rezando otras oraciones. ¿Por qué se iba Gonzalo? ¿Por qué se habían ido
quedando tantos en el camino? Comencé a recordar y saqué en un momento más de cuarenta
nombres. Algunos lo habían dejado de chiquillos sencillamente porque en el seminario hacía
frío o se comía peor que en sus casas. Otros lo habían dejado de muchachos en los años de
filosofía, enamorados de unos ojos azules o de una melena rubia. Los menos ya —y los más
dolorosos— en los años de teología quizá en lucha brutal con las pasiones, quizá por otras
causas más profundas. Y Gonzalo, ¿por qué se iba ahora? ¿Por qué cuando ya sólo faltaban
tres meses y ya tenía todos los papeles para las órdenes? Dios lo sabe. Lo cierto es que
tampoco él había cruzado el río.
*
Bruno sí lo cruzó. ¡Y hasta el fondo! Lo cruzó con tal ímpetu que se fue para siempre de entre
nosotros, Bruno ya lee estas líneas desde el cielo.
Yo recuerdo sus lágrimas el día de la ordenación. Su no saber llorar, su cara casi divertida en
medio del llanto porque quería llorar mucho a la vez y parecía que lloraba por los ojos, por
las narices y por la boca.
Acaso nadie soñó el sacerdocio tanto como él. Se hizo mucho más humano aquellos días,
menos cuadriculado y matemático, menos casuista y minucioso. Bruno temblará al decir misa
como si fuera a caerse de un momento a otro. Y sólo dijo treinta. Le trajeron a España
gravemente enfermo de un cáncer de estómago y quince días después nos llegó la noticia:
«Bruno ha muerto».
Bruno está celebrando sus misas en el cielo. Nos queda esta alegría. Pero el hueco está
abierto, vacía su habitación, su altar sin misa. La muerte está también en casa. El primero se
ha ido y alguien será el segundo. Ni decir misa salva de la muerte. Pero hay una alegría: saber
que al otro lado Bruno seguirá siendo sacerdote por los siglos de los siglos.
SER SACERDOTE ERA...
Aquel verano estuvo para mí lleno de descubrimientos. Pero, sin duda, el más grande de todos
fue el del sacerdocio. Podrá parecer extraño, pero fue así. ¿Cómo es posible que después de
doce años de estudio para ser sacerdote, descubriese ahora el sacerdocio? Pues sí; las cosas
grandes, cuando están lejos, no es fácil imaginarlas, en seguida nos huele a retórica todo
cuanto de ellas se nos dice. Yo había oído, había pensado, había dicho mil veces que el
sacerdote era mediador entre Dios y los hombres, que era otro Cristo, que nuestro oficio era
llevar el mundo a Dios, pero creo que nunca había sentido seriamente todo esto.
Ser sacerdote era ser mediador entre Dios y los hombres. ¡Casi nada! Mediador, es decir,
escogido por Dios para hablar con los hombres y escogido por los hombres para comunicarse
con Dios. Mediador entre Dios y el mundo, es decir, hombre de Dios y hombre del mundo,
con mucho de hombre y otro mucho de Dios.
Todas estas cosas me fueron entrando suavemente en la cabeza hasta obsesionarme. Puedo
deciros que me atormentaron y que cuando pensaba en lo enorme de la cosa y en lo pequeño
de mi realidad no podía menos de ponerme a temblar. ¡Hombre de Dios! ¿Es que éramos
nosotros hombres de Dios? ¿Es que teníamos ante El algún influjo para por los hombres? ¿Es
que habíamos hecho algún para conseguir un «enchufe» tan grande? ¿Es que sabíamos, al
menos, hablar con Dios? ¿Es que entendíamos a Dios lo suficiente para transmitir su grandeza
a los hombres? Y, sobre todo, ¿es que a los hombres les importaba Dios? ¿Es que tenían
interés por estar unidos a Él?
Cuando iba por las calles y veía a los hombres ir deprisa a sus asuntos con la cara escondida
detrás de sus periódicos cuando los veía riéndose con el cigarrillo entre los dedos, saliendo
de los cines o entrando en los bares y las heladerías, «¿es que piensan en Dios alguna vez?»,
me preguntaba. Cuando iba a las misas de doce y los veía con los ojos clavados en el techo,
contando las vigas o los rosetones, pensaba:
«Estos son los raquíticos minutos que dedican a Dios». Y siempre terminaba preguntándome:
«Si Dios les importa tan poco, ¿qué puedo significar yo en la vida de estos hombres?». Claro
es que no todos pensaban y vivían así, pero eran tantos los que rodaban por la vida sin saberlo
siquiera...
Me dolía todo esto; me dolía mucho más todavía el pensar que yo era mediador de los
hombres ante Dios. Yo era —yo iba a ser— como su representante, como su diputado, ¿por
qué, pues, me sentía tan lejos de todos ellos? ¿Por qué mi modo de ver la vida, mis
preocupaciones, los temas de mi charla, el modo de gastar mis horas, eran tan diferentes de
los suyos? ¿Por qué aquella barrera de ignorancia entre unos y otros? ¿Por qué, por ejemplo,
cuando me sentaron en aquel convite en una mesa de chicos y de chicas les deshice y me
deshice la comida, aunque estuve toda ella esforzándome para serles simpático? ¿Por qué
cuando yo estaba en un departamento del tren la gente al verme prefería seguir buscando
sitio, aunque hubiese en el mío siete plazas vacías? ¡Su diputado!
Sí; os confieso que he sufrido mucho, por todo esto; porque ésta es la verdad: que somos
casta. No hay que hacer demasiado dramática la cosa, pero es indiscutible que hay que
morderse muchas veces el corazón debajo de la sotana. Nos respetan, sí, es verdad; nos ceden
de vez en cuando el sitio en los tranvías, hay muchos todavía que nos aman, pero nos aman
como a cosas distintas, como puede quererse a un rey, por ejemplo, y no como a un amigo.
No falta quien nos odia, quien nos confunde con el coco —porque dicen que prohibimos
todo, que no les dejamos «vivir»— quien nos cree unos frescos que nos aprovechamos de la
fe de la gente para vivir más cómodos, quien piensa que buscamos un puesto alto en la
sociedad, quien dice... Pero mejor será que dejemos estas cosas...
Y bien; ¿por qué esto así? Me hice cien mil veces esta pregunta. Me di cien mil respuestas
que eran muy suficientes para convencerme. Pero el corazón no se cura con razones. La
verdad es que nunca he amado a los hombres tanto como en aquellos días. Sí, por ellos me
hacía sacerdote y sólo por ellos. Os aseguro que me hubiera sido más cómodo hacerme
abogado, médico o periodista, que acaso hubiera sido más feliz humanamente con una mujer
y unos hijos —de esto aún hemos de hablar— que mi vida hubiera sido quizá más divertida
porque me gusta el cine y me encantan los toros y no creo tener vocación de solitario. Bien,
pero el hombre —aunque no lo supiese— necesitaba mi ayuda —aunque no la pidiese— el
hombre precisaba de mi sotana negra que le gritase siempre que Dios está arriba; era preciso
que yo me privase de cien mil goces lícitos para que ellos recordasen que éstos no eran los
definitivos. Hagamos, pues, todo lo que sea por el hombre; pero... ¿no podría él al menos
comprender estas cosas?
Recuerdo que una mañana mientras oía misa así se lo grité a Dios. Pero pensé en seguida que
amor con recompensa —y ya es bastante el ser reconocido— no es demasiado amor porque
en el fondo es fácil. «Es verdad —contesté—, pero uno es en hombre y quisiera que al
menos…».
*
Ser sacerdote era ser otro Cristo. Ninguna frase machaconamente repetida en toda mi carrera:
Sacerdos alter Christus. El sacerdote es otro Cristo. Los sacerdotes son Cristo en la tierra.
Y lo peor —y lo mejor— es que esto era verdad. No era una frase hueca, no; era verdad. El
sacerdote usurpa la persona de Cristo, continúa tras él en la brecha. Cuando absuelve no dice:
«Cristo, por medio mío, te perdona los pecados», sino «yo te perdono». ¿Y quién puede
perdonar los pecados sino Dios? Y cuando consagra no dice: «Este es el cuerpo de Cristo»,
sino «éste es mi cuerpo».
Pero esto tan enorme y tan consolador era a la vez motivo de temblores, porque Cristo es
Cristo, y nosotros ¿qué somos? ¿Es que podían compararse nuestras manos con las manos de
Cristo? ¿Es que quien ha pecado puede llamarse Cristo? Y yo había pecado.
¡Oh, no! Los curas no matan, no roban, oyen misa cada día, ayunan cuando manda la Santa
Madre Iglesia, pero son unos pobres hijos de pecado, pueden pecar y pecan. No estoy
hablando ahora a los que se complacen en inventa calumnias, hablo sólo a los hombres de
buena voluntad Y ni trato siquiera del pecado mortal en el que puede un día caer el sacerdote
porque es de carne igual que los demás, hablo de la idiotez de las minucias, de la vulgaridad,
de las pequeñas canalladas, de las roñoserías, de las envidias bobas, de las murmuraciones
chiquitas, de las infidelidades tontas, de las indelicadezas con Dios y con los hombres, hablo
de todo eso. De todas esas cosas que le duelen a Dios más que toda la ristra de pecados del
mundo, porque al menos nosotros sabemos que pecamos. Sí, en el mundo se peca; hay seres
que se arrastran por el vicio, pero ¿qué formación han recibido, qué saben del pecado, qué de
Dios? Viven como animales, embrutecidos por el dinero, el vino o la cochambre, y a última
hora es de creer que no saben lo que hacen. Pero nosotros, sí, nosotros lo sabemos; nos han
formado minuciosamente, hemos visto al Amor, y aún andamos con idioteces que han de
dolerle a Dios en carne viva.
Todo esto era verdad, yo lo sabía aquel verano y sufría por ello. Hemos sufrido todos y yo os
juro que queremos cambiarlo, pero somos de carne y egoísmo y no es fácil ser Cristo en la
tierra. Haced si no la prueba.
Una cosa os digo: Aquel verano me tropecé con bastantes que me dijeron cosas de los
sacerdotes, pero ni uno de esos charlatanes de oficio se daba disciplina por nosotros y quizá
en el fondo preferían que nosotros fuéramos como somos para encontrar disculpas a su vida.
Ser sacerdote era amar. Sí, amar, no me he equivocado. Aunque Nietzsche escribiera que
«los sacerdotes son los mayores odiadores del mundo», aunque parezcamos —y quizá
seamos— hoscos, y aunque ponemos muchos amores al árbol de nuestra vida, la verdad es
que ser sacerdote es amar, porque amar es la esencia del cristianismo y un sacerdote debe ser
un cristiano intensificado.
También sufrí por esto, porque siendo, como iba a ser, ministro del amor, yo no sabía amar.
Quiero contaros algo que me hizo pensar mucho. Sucedió así:
Hacía un día espléndido. Serían más o menos las cinco de la tarde. Se estaba bien a esta hora
en el Parque del Este. Me gustaba sentarme con un libro en la mano en aquel parque fresco
y luminoso. Iba todas las tardes. Un libro bajo el brazo, allí me dirigía apenas terminaba de
comer y me estaba leyendo hasta las seis. Porque a las seis la cosa se ponía difícil: el jardín
se llenaba de chiquillos, crujían los columpios y la tarde se inundaba de gritos. ¡Ya valeeee…!
Yo entonces continuaba con mi libro en la mano y era casi un placer el comparar la vida de
sus páginas con aquella otra vida tan fresca y saltarina.
El día de que os hablo, mi libro iba a salir malparado: una novela gris, con muchos personajes
anormales, mucho odio, mucha envidia, mucha vulgaridad, poco sol y un tremendo vacío en
cada alma.
A medida que pasaba sus páginas, me sublevaba: No, no, no es así. No es verdad que la vida
sea así. Hace sol en el mundo. Tenemos almas claras, niños, fuentes. Dios existe entre los
hombres. El hombre sabe amar, yo estoy amando.
Y era verdad: la tarde estaba clara, soplaba un viento suave y era un placer estarse mirando
la caída del sol sobre las curvas de las mangas de riego. ¡Qué juego de colores! ¡Qué
estupendo arco iris artificial...!
Yo no le vi venir. Acaso llevaba mucho tiempo sentado en el banco vecino cuando advertí
su presencia. Le conocí en seguida. Era Juan. Sí, Juan el tartamudo. Y recordé la escena de
mi pueblo: cuando el dueño de la tienda de ultramarinos estalló porque Juan tardaba media
hora en darle un recado:
—¡Basta, largo de aquí! Yo no puedo tener de dependiente un hombre inútil.
No había vuelto a verle desde entonces. Sabía, sí, que había venido a la ciudad y que estaba
de sacristán en Santa Clara. Y ahora estaba allí cerca, casi a mi lado. «Mejor que no me vea
—pensé—. Resulta insoportable hablar con él».
Pero la manga de riego llegaba ya a su banco.
—Podría, por favor… —le dijo el jardinero—
Él se levantó. Le vi venir hacia mí, sentarse en banco (¿Le saludo? ¡Si no me conociera!)
—Bu-bu-bu-buenas ta-tardes.
—Muy buenas.
Un silencio. Luego rompió a hablar (¡Vaya, me ha conocido!). No tuve más remedio que
continuar el diálogo, escucharle. Yo le cortaba rápido apenas iniciaba la primera palabra, me
adelantaba a él adivinándole lo que iba a decir. Pero él continuaba inflexible su pregunta.
—¿Qué-qué-qué-qué sabe de-de-de-de…
—¿De Castrillo?
—Sí, de-de-de…
—De Castrillo.
—…de Ca-ca-ca-ca-ca-Castrillo.
Le hablé mucho del pueblo, le hablé sin descansar, temiendo en el vacío ver venir su
pregunta, aquel tartamudeo espantoso que me ponía nervioso. Señaló mi novela y me dijo si
estaba estudiando. Mentí, le dije que sí. Lo recalqué bien fuerte sólo para decirle que me
estaba estorbando, miré mucho el reloj. Le pregunté a qué hora abrían Santa Clara; me dijo
que a las cinco y yo le enseñé el reloj diciéndole:
—Ya es hora.
—Es-es-es-es lo mismo.
Se agarraba a mi diálogo, acaso hacía años que no encontraba a nadie de su tiempo de niño,
años tristes los suyos, siempre el que pagaba los platos rotos de toda la pandilla. Lo notaba
en sus ojos, que brillaban de gozo al pronunciar yo un nombre conocido. Le hablé de medio
pueblo. Le hablé con rabia, inventando, mintiendo… sólo porque no hablase.
Eran casi las seis cuando se fue. Se alejaba encorvado con aquel traje negro me parecía un
fantasma del mundo del ayer. Respiré y me dio pena, una pena terrible de ver su paso torpe,
su cansancio, verle luego volverse para decirme adiós como queriendo asirse aún a mi
hipócrita charla.
Seguía haciendo sol. Llegaban los primeros chiquillos y los hombres podían llamar bella a la
vida, Le seguí con los ojos hasta la puerta del jardín, necesitaba llamarle, hablar con él, decirle
lo canalla que yo había sido, acompañarle un rato, dejarle preguntarme —aunque doliese, sí,
aunque doliese— cómo iba la cosecha este año en el pueblo.
Y no tuve valor.
Aquella tarde, cuando hice la Visita al Santísimo, le pedí a Dios muy fervorosamente por las
primeras almas que pondría en mis manos, por el primer pecador que yo absolvería, por mi
primer cristiano, por el primer difunto a quien yo abriría las puertas del cielo, por el primer
mu. chacho a quien yo consolase. Y me sentí en una iglesia, en una iglesia clara y pueblerina
con un pueblo escuchándome mientras yo les hablaba de Dios y del amor. (Y me sentía al
hacerlo un poco héroe). Y de pronto la iglesia estuvo sola, y la sentí vacía hasta los huesos,
y vi cómo la puerta se abría lentamente y entraba Juan, y entraba triste y dolorido, y se
encontraba solo, y rezaba al Señor tartamudeando, ahora más que nunca, porque las lágrimas
le entraban en la boca y no podía hablar.
Creo que yo también lloré aquella tarde. Creo que hablé a gritos, que pedía a Dios que me
librase de papanatismos, de vivir tan en el cielo que pisaba los pies a mis vecinos. Le pedí
que me clavara en el alma que ser sacerdote era amar, amar sin consideraciones, y, cuando
más costase amar, más, y, cuanto más lo necesitasen, más; no fuera a sucederme que pasase
mis días pensando ser otro Cristo el día de mañana y hoy hiciese sufrir a mis vecinos.
Sí, creo que yo también lloré aquella tarde. Los días sucesivos volvía al Parque del Este sólo
para encontrarle. Pero Juan no volvió.
*
Ser sacerdote era tener fe. Siempre he creído que ésta debe ser nuestra virtud característica:
la fe, una fe enorme, desorbitada, dispuesta a arrodillarse ante todo lo que huela a Dios. El
sacerdote vive entre milagros, los palpa, los hace como si tal cosa y se necesita mucha fe para
ver lo infinito tras cosas tan pequeñas.
Este verano comencé a emocionarme ya en la misa, comencé a comprender que nos jugamos
demasiado en ella para quedarnos fríos.
Siempre al llegar la consagración, mientras el sacerdote elevaba la hostia, yo miraba mis
manos y pensaba: «Dentro de siete meses...». Y despacio, con disimulo, las llevaba hasta mis
labios y besaba las puntas de los dedos. Y pedí a Dios con toda el alma que nos hiciera creer,
que aniñase nuestro espíritu para que pudiéramos comprender estas cosas, los tremendos
designios que guardaba para nuestras manos, para nuestros labios.
Recuerdo que una mañana fui tarde a misa —había venido de viaje la noche antes—. Cuando
casi todos los fieles se habían ido, presencié un espectáculo que me emocionó dolorosamente.
Había en la ciudad —ya ha muerto— un sacerdote viejecito que había estado en el manicomio
y tenía prohibido decir misa. Yo siempre había sentido hacia él un cariño especial, mezclado
con una íntima pena. Aquella mañana estaba arrodillado en el presbiterio. Cuando en la
iglesia sólo quedábamos dos o tres personas, se levantó, cogió del altar el misal, juntó tres
reclinatorios y puso el libro abierto en el de la derecha.
Retrocedió dos pasos y, sin ornamentos. con la sotana, sólo y sin monaguillo, empezó «su
misa». Yo le veía inclinarse, persignarse, cumplir una por una y con toda exactitud las
ceremonias. Luego subió al altar —es decir, se acercó a los reclinatorios— besó el centro y
se fue al misal a rezar el «Introito» haciendo exactamente las inclinaciones al inexistente
crucifijo.
Yo no salía de mi asombro. Me quedé pensando que haría al llegar a la consagración.
Él seguía su misa. Al llegar al ofertorio extendió manos y ofreció una patena y una hostia
inexistentes. Luego se sirvió vino haciendo como que cogía la vinajera y la vaciaba en el
cáliz y volvió a tender al cielo las manos vacías.
Yo no podía respirar de emoción. Comprendí lo dramático de aquella misa hueca.
Pero él seguía avanzando. Cuando llegó a la consagración estábamos los dos solos en la
iglesia. Se inclinó. Y yo vi perfectamente que sus labios se movían y pronunciaban sobre el
aire las terribles palabras: Este es mi Cuerpo, y luego: Este es el cáliz de mi sangre. Y levantó
lentamente sus manos como sosteniendo algo.
Una mano me apretaba la garganta. Le veía creyendo, inclinándose reverente ante el aire,
queriendo, necesitando, consagrar a Cristo, sentir entre sus manos el milagro. En nada se le
notaba que «aquello» no fuese misa, todo lo hacía con su parsimonia, como cosa normal.
Y así llegó el momento de la comunión y se llevó las manos a la boca y movía las muelas
como masticando algo; y luego elevó el cáliz —el cáliz de sus manos vacías— y yo vi
estremecerse su garganta igual que si por ella pasase la sangre de Cristo.
No pude esperar más. Salí huyendo de la iglesia, como si algo terrible me hubiera sucedido.
No, no puedo explicaros la emoción que sentí, no sé si fue horror o alegría, o si dolor, o
lástima. Sólo sé que al salir de aquella iglesia apenas podía respirar y que le grité a Cristo:
«Señor, que tus milagros en mis manos no sucedan jamás en pantomima». Y hasta llegué a
pensar si Dios no habría inventado algún modo especial —alguna nueva transubstanciación
del aire— para venir hasta el alma de aquel curita que levantaba sus manos vacías, con los
labios temblándole de fe y de milagro.
*
Ser sacerdote era ser alegre. Acaso no compartan todos, esta idea conmigo, pero yo he de
decirles que o no entienden la alegría o no entienden qué es ser sacerdote.
No lo entendía Nietzsche cuando escribía que nuestro oficio era «ensombrecer el cielo,
extinguir el sol, hacer sospechosa la alegría, desvalorar la esperanza, paralizar las manos
activas».
No, no lo entiendo en absoluto. Ser sacerdote era tener fe en Dios Padre y esperanza en el
siglo venidero. No creo que estas dos cosas sean fuentes de tristeza.
De mí he de deciros que soy un hombre alegre, aunque quizá no demasiado. Ahora es otra
cosa, pero el verano de que os estoy hablando no fue precisamente mi vida un optimismo.
Acaso fue sencillamente el choque con la vida lo que me hizo replegar, acaso me amargó la
incomprensión, pero lo cierto es que mi cabeza estuvo muchas horas barajando nostalgias y
amarguras. Me dolía el mundo, me hacía daño el pecado, me daba asco el vacío y me sentía
solo y pobre e impotente. Sólo con las enormes inyecciones de Dios que he recibido en los
últimos meses he comenzado a ver las cosas en su punto exacto de vista. Pero de esto hemos
de hablar mucho, mucho.
*
Y así, entre todas estas cosas y otras muchas que contaros, se pasaron los meses de verano y
me llegó la hora de volver al Colegio.
Los días precedentes al viaje me los pasé muy serio pensando en lo que iba a ser para mí este
año. Cuando pasaba por las calles, cuando subía las escaleras de casa, cuando tocaba el piano,
pensaba: Cuando vuelva a pasar por aquí seré sacerdote; cuando suba dentro de unos meses
estas escaleras, las subiré como sacerdote; tocaré el piano y lo tocaré con manos de sacerdote.
La tarde antes de irme fui a la iglesia en que había de decir mi primera misa. Me senté en un
banco y estuve largo rato sin pronunciar palabra. Me veía subiendo, vestido de casulla, las
gradas del altar, elevando la hostia, veía a los fieles postrados de rodillas ante el misterio
enorme de mis manos, oía la campanilla que avisaba el milagro.
Me miraba las manos, las estrujaba, frotaba bien las puntas para limpiarlas, las ensayaba para
el gran momento.
En la estación mi madre me las besó también. Y cuando el tren partió de los andenes yo las
saqué enseñándoselas para que las vieran bien, para que aprendieran su forma exacta y siete
meses después pudieran compararlas con mis manos de Cristo.
ADIOS A LA VIDA
Cuando a las seis de la mañana sonó el timbre, me desperté asustado. Me estiré en la cama.
Tenía molidas las espaldas. Me incorporé y sentado en las almohadas contemplé una por una
las paredes de mi cuarto. Sí, estaban demasiado blancas, había que adornarlas.
Me sentía cansado, había tardado mucho en dormirme la noche antes. Pensé: Estoy alegre.
¿Por qué estaría triste ayer noche? El viaje, sin duda, el cansancio. Ahora no me entristecía
aquel cuarto, tan chico, aquellas paredes tan frías y la cama, que habría de hacer yo cada
mañana.
Abrí la ventana. No tenía un paisaje muy halagüeño, pero se veía un buen trozo de cielo. Me
bastaba.
Me lavé a chorro y volví a la ventana silbando. «Bien, todo el año aquí. Mañana contaré las
baldosas del suelo. Por lo demás, bien poco hay que contar». Sí, estaba definitivamente
contento, no sabía por qué. Al afeitarme le hice al espejo una mueca como a un viejo amigo:
«¡Hola muchacho!»
Al abrir el cajón de la mesilla me topé con el calendario. de junio. «Un poco retrasado, ¿eh?».
Y aquel número a tinta debajo de la fecha, 268, ¿qué significaba? ¡Ah, ya!
«Los días que faltan para San José. Es decir, que faltaban. Desde junio hemos dado un
empujón». Arranqué casi cien hojas. «Hoy, 5 de octubre», y luego escribí «171». Sí, hoy
estoy definitivamente alegre. Bajé a la capilla pensando: «Un buen número 171. Capicúa».
Y luego: «Con un 4 delante, el teléfono de José Mari. Buen número».
La Virgen de la Clemencia tenía un algo especial siempre había que saludarla sonriendo.
Como a mi madre Tenía un rostro dulcísimo, quería tener algo de bizantino, pero era italiana
cien por cien. Era fácil quererla. Y luego el nombre, el dulcísimo nombre: Santa María de la
Clemencia.
Haciendo la meditación pensé: «¡Eh chico! Dentro de un mes subdiácono. Esto es serio». Y
recordé las frases del ritual para la ordenación de los subdiáconos. «Mientras aún tenéis
tiempo, pensadlo. Si aceptáis, sabed que no os podréis volver atrás». Se trataba, pues, de
pensar, y muy seriamente. Y así, pensé en Marisa.
*
Marisa... La recordé bordando detrás de la ventana, con las dos trenzas negras cayéndole a
plomo sobre el pecho de niña. Me vino a la memoria el día exacto en que la conocí, cuando,
a los pocos días de llegar a mi pueblo, tras estudiar segundo de filosofía, estaba yo apoyado
de codos en el balcón y se abrió la ventana de la casa de enfrente y se asomó Marisa como
una aparición. Recuerdo exactamente el color de sus ojos: aquel negro azabache comparable
tan sólo al de su pelo.
La miré. «¡Qué bonita!», pensé. Ella se sonrió y se metió hacia dentro. Yo hubiera querido
sonreír, pero no supe. Me quedé como tonto.
Desde aquella tarde el cuarto del balcón fue mi sala de estar y alguna vez, desde mi silla, la
veía bordando, ella también sentada frente a la ventana. «Es el amor», me dije.
Y lo dije precisamente con esta frase tan cursi que sólo un crío como yo podía decir. Yo del
amor no sabía nada que no hubiera leído en las novelas; había sido el típico niño pegado a
las faldas de su madre, y jamás había podido pensar que una chica fuese distinta del chaval.
Y había sido precisamente aquel año cuando había descubierto en mi vida dos fenómenos
divertidamente aproximados: el nacimiento de la barba y el comenzar a pensar al pasar
delante de una chica si era bonita o fea. Pero la verdad es que jamás había mantenido una
mirada durante cinco segundos, ni había sentido latir el corazón con tanta fuerza como ahora,
cuando, sentado ante la mesa y con un libro en la mano, levantaba incesante la cabeza por si
ella aparecía.
Pocos días después la sentí cerca. Fue cuando los novillos. Desde la torre de la iglesia se veía
todo el campo de los alrededores del pueblo y era un lugar privilegiado para presenciar el
encierro. Debajo de la enorme campana «Nicolasa», nos juntábamos toda la patulea de
monaguillos y seminaristas junto con el párroco. Fue entonces cuando —¿por qué? — llegó
Marisa. Sentí como si toda la mañana se pusiese más clara. Y cuando el párroco nos dijo:
«Dejad sitio a estas niñas», yo me di cuenta de que me apretaba contra la pared y que mis
ojos le señalaban un sitio junto
Estábamos todos muy apretados y cuando los novillos aparecieron en el horizonte, dieciséis
manos los señalaron desde la torre. El campanero gritó: «Taparse los oídos», y tiró del badajo:
Parecía que toda la torre temblase, y nosotros mirábamos temerosos hacia el bronce y,
apretando con los dedos los oídos, reíamos a coro. Marisa estaba frente a mí y se reía sin
descanso (se reía con todo el cuerpo); yo no podía saber qué me pasaba. Ya me importaba un
pepino el encierro. «¡Qué bonita es, Señor, qué bonita!» Y pensé: «Dieciocho años, debe
tener dieciocho años».
Y las trenzas. Me obsesiona aquella trenza que caía sobre mi hombro derecho. Tocarla, ¡oh,
si pudiera acariciar esa trenza! Y acercaba mi mano temblorosa cuando de nuevo la campana
empezó a tocar y ella se volvió de repente riéndose y gritando.
Pasaron los novillos bajo la torre, y sólo en ese instante aparté la mirada de ella. Luego
bajamos. Yo deseaba hablarle.
—¿Quieres venir a mi balcón? Se ve mejor.
—No, no puedo; me voy con mis amigas. Ahora me miraba. Luego me dijo:
—El otro día te vi ayudar a misa. Estabas muy…
Me sentí enrojecer. Y le dije:
—Marisa.
Pero ella ya corría detrás de sus amigas.
No hizo falta que nos pusiéramos de acuerdo para comprender ambos que la mejor hora para
vernos era la de la siesta. Indefectiblemente todos los días, a la misma hora, ella con sus
bordados y yo con algún libro íbamos a sentarnos en la ventana ella y yo en el balcón. No
nos hablábamos casi nunca, sólo nos mirábamos y nos sonreíamos. Únicamente cuando se
acababa el verano y llegó la hora de volver al seminario, ella me dijo triste: «No me olvides».
Y yo muy seriamente: «No te olvido».
No deja de ser curioso el hecho de que hasta no estar en el seminario no me diera cuenta de
que todas estas niñerías no estaban muy de acuerdo con mis sueños sacerdotales. Sentía, sí,
un extraño temor, pero el amor a lo desconocido me hacía pasar por encima de ello.
Ya en el seminario comencé a reírme de mí mismo y si bien no olvidé a Marisa, comenzó a
ser para mí algo lejano y divertido, y creo que la hubiera olvidado totalmente de no haber
vuelto a verla.
Cuando el verano siguiente cogí el tren para el pueblo lo hice con verdadero miedo. Recuerdo
que al despedirme de la capilla le dije a la Virgen temblando de emoción: «Que vuelva,
Madre, que vuelva». Y al despedirme del seminario lo hice como si nunca hubiera de volver.
Al acercarme al pueblo hice la promesa de no ver a Marisa, pero una promesa tan radical
había de llevarme forzosamente a verla. Y la vi. Pero en el primer instante comprendí que
todo había cambiado. Ella se había cortado ya las trenzas y tenía todo el aspecto de muchacha
que se hace mujer; y en mi mirada ya no había aquella inocente sorpresa del año anterior,
ahora yo comprendía que aquello no iba bien, que no era ése el camino para ser sacerdote.
Y me alejé rabioso conmigo mismo, y en la iglesia, a la tarde, me mordía los labios de rabia
en el reclinatorio al hacer la Visita. Y esta rabia fue haciendo su labor. De vez en cuando sí,
volvía a verla, pero sabía que a la tarde volvería a enfadarme conmigo mismo y que aquel
enfado iba a alejarme del balcón ocho días, y luego diez y luego quince. El día que cogí el
tren para ir por vez primera a Roma, lo hice sin despedirme de ella y en la estación de Burgos
deposité una carta: «Marisa, tienes que perdonarme. Debía decidir y he decidido. No podía
seguir jugando así».
Nada más llegar a Roma entramos en ejercicios espirituales. Ocho días que dediqué
íntegramente a pensar en el problema de mi vocación. Expuse todo mi problema al director
de los ejercicios y al acabarlos escribí una carta cuya copia conservo. Dice así:
Marisa: Creo que necesito escribirte, que es necesario que hablemos una vez, aunque nos
duela. Hace diez días habrás recibido unas letras mías que te habrán hecho sufrir. Ahora
pienso que fueron demasiado bruscas. Perdóname. Lo siento, te lo aseguro, porque la verdad
es ésta: que te sigo queriendo todavía. No, no interpretes mal estas palabras; no es que haya
cambiado de idea. Lo ha terminado totalmente, no debes hacerte ilusiones. Pero quiero que
sepas que si esto termina no es porque yo haya perdido tu cariño, es porque me he dado
cuenta de que en mi alma hay un cariño mayor.
No sé si comprendes, Marisa; es difícil comprende lo sé de sobra, quizá ni yo mismo lo
comprendo del todo. Mira, he pensado mucho estos días en ello, he pensado y calibrado todo
con minuciosidad, sin arranques impulsivos, con una serenidad que casi me maravilla.
Debes comprenderlo. No se trataba de quererte o no quererte. Se trataba de darme
enteramente a ti o a Otro. No era la lucha de tu amor con mi comodidad o mi carrera. Era
la lucha entre tu amor y otro Amor. Ha vencido el más grande. Perdóname, niña mía, pero
así es.
Me hace sufrir el pensar que quizá te haya hecho daño, que he dejado nacer en ti unas
ilusiones que hoy tengo que arrancar sin consideración. Pero debes comprender esta
equivocación mía. Yo también soy un niño o lo he sido hasta ahora. He soñado contigo y te
aseguro que no me ha sido fácil arrancar este sueño. Me preguntarás qué puede haber capaz
de merecer tamaño sacrificio. Para contestarte tendría que hablarte del sacerdocio y de
Cristo con palabras que ni yo mismo entiendo todavía, pero que —sin la más pequeña de las
dudas— sé que comprenderé un día no lejano. Y tú también comprenderás, Marisa, lo has
de ver.
No quisiera que llorases al leer esta carta. Sábete que te quiero, que te sigo queriendo; de
una manera muy distinta, sí, pero también más pura. Quizá estás pensando Que estoy muy
tranquilo, que tengo hasta la serenidad de hacer retórica cuando te digo adiós. Sabe que te
equivocas si lo piensas. Una vez más la procesión va por dentro.
Y ahora voy a empezar mi mayor sacrificio. Mi director espiritual me ha dicho: «Procura
olvidarla. Pero sábete que no lo conseguirás nunca del todo. Por eso debes acostumbrarte
a no verla como una tentación sino como a una hermana. Cuando te venga su imagen al
pensamiento, piensa que eres sacerdote y que le vas a dar la comunión».
Quizá te parezca extraño el consejo, pero él es muy viejo y así me lo ha dicho. Por la pequeña
experiencia de estos días, yo puedo asegurarte que siento al hacerlo una inexplicable
sensación de ternura que no tiene en absoluto nada que ver con el pecado.
Debo decirte adiós. Esta va a ser la última carta que te escribo. Preferiría también que no
me contestaras. ¿Para qué continuar una cosa que no va a ninguna parte?
Procura olvidarme y no sufras inútilmente. Yo sé que encontrarás al hombre que te hará
feliz, porque tú lo mereces y yo se lo voy a pedir constantemente a Dios. Mira, hay que creer
en El, en El, que es quien me arranca de tus manos, pero que cuando lo hace es porque esto
es lo que más nos conviene a los dos, aunque nosotros no lo comprendamos y suframos por
ello. Verás cómo un día estaremos los dos orgullosos de esta decisión.
Pide por mí, Marisa, pide a Dios que consiga olvidarte, haz por mí este supremo sacrificio
de pedir que te olvide. Muéstrame así tu cariño. Yo voy a hacer lo mismo para que tú me
olvides.
No sé cómo decirte para acabar sin frases de tragedia. Digamos sencillamente: Adiós,
Marisa.
*
Esa fue, por así decirlo, «mi entrada en el amor». Ese ir retrasando el conocer la vida, ese
asustarme todo al llegar el momento de ser hombre, una pequeña historia sentimental y un
comenzar de pronto a pensar seriamente en las cosas.
La pasión vino enseguida, vino el sueño obsesivo la carne ya sin sueños, el estrujarse los ojos
con los puños, la tentación retórica, los deseos más o menos brutales y la hombría. El
asquearse de todo, la tristeza, el cerrarse del alma, el entender la vida con un sentido trágico,
el hacerse la iglesia la tortura mayor, el comulgar sin que supiese nada. El pensar que pesaba
la sotana, decirse muchas veces. «Esto se viene abajo».
No sé si esto les pasaba a mis compañeros. Quizá todos vivieron lo mismo antes o después,
porque en el fondo la vida es igual para todos, y quien ha vivido una vida hasta el fondo
puede decir que las ha vivido todas. Sí, hemos sentido casi todo lo que vosotros habéis
sentido, porque no son las calles lo que hacen la vida sino la propia alma. Y en nosotros todo
esto ha sido quizá más doloroso que en el resto del mundo porque ha ido siempre cruzado
con ese otro mundo de ideal, de espera de cosas tan enormes. La tentación es dura, sí, pero
duele mil veces más la conciencia de la propia idiotez, cuando uno sabe a dónde va su vida.
Lo doloroso no es amar la carne, ni siquiera sentir que uno la ama, lo tremendo es saber que
uno va a ser sacerdote, que quiere serlo con todas las células de su alma, y que la parte más
baja de nosotros, pero al cabo, nuestra, no deja por eso de amar y desear la carne.
Creo que ese momento de desesperación y rabia lo hemos sentido todos. Ese dolor de ver que
nuestra vida, que debía ser una pura línea de luz, sube y baja como un corcho en el mar.
Sentir que uno, por la mañana, promete a Dios salvar el mundo, y a mediodía se le escapan
los ojos al paso de una chica, sin que por eso deje de querer salvar el mundo. Ser santo es
muy difícil. Quizá ya es bastante quererlo. Pero la gran dificultad no está en ser santo sino en
llegar a serlo, en todo ese camino de vacío y de hueco, de estar siempre jugando al escondite
con Dios y con el diablo. ¡Oh, las tacañerías en la entrega, cómo duelen!
*
No os he hablado todavía de la soledad, ni de los hijos. Suele hablarse demasiado del placer,
de la carne, a la que los sacerdotes renuncian, como si el celibato fuese sólo la renuncia a los
placeres carnales. Es ésta una idea demasiado ingenua. Quizá lo verdaderamente doloroso de
la renuncia es mucho más humano, más hondo: es la soledad.
Siempre ha sido para mí estremecedor el ir a los cementerios y comprobar que las únicas
tumbas que no visita nadie, las que no tienen flores son... las nuestras. Nos damos a los
hombres, tan a todos los hombres que nadie se siente aludido al ver el abandono de nuestros
sepulcros. No, ya sabemos que con tener flores en la tumba no se gana nada, pero siempre se
sueña que alguien nos llorará tras nuestra muerte. Y ¿quién quiere a los sacerdotes viejos?
Cuando mueren su madre o sus hermanas y la casa comienza a llenarse polvo y las sotanas a
tener jirones, los sacerdotes deben de recordar mucho su ordenación de subdiácono. Sí,
también ellos soñaron en la casa caliente, en la comida puesta, unos hijos a quienes poder
besar, unas zapatillas calientes al levantarse.
Cuando yo sea viejo y a la tarde venga soplándome los dedos tras cuatro horas de
confesionario, ¿cómo estará mi casa? Yo sé que no podré abrir la puerta y gritar desde ella:
y sentir unos pasos de chiquilla —porque nuestra hija se llamaría como ella— y toda una
locura de besos en mi cara. Ni después vendrá ella con sus ojazos negros y verá desde lejos
que nuestra hija me quiere. Yo sé que no nos sentaremos juntos a la mesa y que no vendrá
Antonio —que estudia ya segundo de Medicina— y Marianín, que hace cuarto de
bachillerato. Yo estaré solo comiendo unas judías mal guisadas, mordisqueando el pan con
rabia y no podré decir a nadie mis tristezas, que se quedarán dentro para irme amargando.
Luego dirán, que tengo mal genio y hasta mis coadjutores pensarán que chocheo.
Pero, Marisa, ven. ¿Cómo no vienes? La casa está tan sola... ¿No podría venir a ponerme
unas flores en la ventana? Yo soy un pobre viejo, ¿cómo quieres que sepa cuándo hay que
regar los tiestos y cuándo hay que sacarlos al balcón? Mis libros tienen polvo. Sí, Felisa... Ya
sabes que Felisa nunca ha sido muy limpia. Está vieja, además. Somos dos pobres viejos
perdidos en un caserón más viejo que nosotros. ¿No podría venir alguno de nuestros hijos a
reírse? Hace falta que alguien se ría en esta casa. La risa es como un barniz sobre los muebles.
Y aquí no se ríe nadie hace ya años.
Voy a encontrarme muy solo esta tarde, Marisa. Como tantas otras tardes. Entonces éramos
unos chiquillos, Yo renuncié a ti con la más absoluta de las conciencias. No, no es que ahora
me pese. Sabía esto de sobra. Sí, sí, la soledad la conocía. Me quejo por quejarme, pero esto
lo sabía de sobra. Sí, ya lo sé, Marisa, que no comprendes el porqué de este sacrificio. Lo
comprenden muy pocos. Ni yo mismo lo comprendo del todo. DIOS, SI.
*
Todo esto lo recordaba ahora y no lo recordaba con un aire de tristeza, me parecían cosas que
no tuvieran nada que ver conmigo, que fueran la historia de otro. Marisa quedaba en esa zona
vaga de la fábula o del sueño que no podemos precisar cuándo hemos tenido. Porque, después
del dolor Y de la época romántica, la tranquilidad había ido viniendo poco a poco. Mi oración
había ido pareciéndose más a un diálogo de enamorados y el amor a Dios que unos años antes
se me hacía una cosa difícil y lejana ahora me cada vez más de carne y hasta diría que más
parecido a mi amor a Marisa, pero sin el temblor aquel del corazón.
Esta renuncia a la hora de hacerla, no era aquel desgarrarse de cuatro años antes, sino algo
muy sencillo, elemental: darse sin más contemplaciones.
*
Una tarde de aquéllas —faltarían diez o doce días las órdenes—, Alfredo me leyó su poema
«Víspera subdiaconado». Alfredo era el mayor de nuestro curso. Había sido médico y ahora
soñaba en el sacerdocio con la misma ilusión que los más chiquillos de nosotros. Yo sabía
qué hacía versos, pero nunca creí que fuera tan buen poeta. Por eso mientras iba leyéndome
su poema y yo sentía todo mi corazón saltaba ante aquellas estrofas, no pude contener mi
asombro. En el poema iba contando cómo aquella noche —precisamente la víspera de su
subdiaconado— había sentido estremecida su carne por todos los gritos de sus hijos que le
llamaban desde la nada.
Y musité sus nombres.
Uno se llama Alfredo, como yo.
Su cabello rizado
se desvanecía
por entre las estrellas.
¡Qué bullicio en sus manos
al yo llevarle aquel perrazo rojo
que vi ayer tarde en la juguetería de la esquina!
A otro le puse Federico;
como mi padre,
como mi abuelo.
Y una hijita de ojos vivarachos
se llama ya en la nada
como mi madre.
Sí, allí estaban nuestros hijos, allí, con carne ya y con nombre. Allí, soñando ya en sus juegos.
Nuestros hijos que nunca nacerían.
Palpé en la noche
sus cabezas llorosas
atormentadas
por el ansia brutal
de ser.
Terrible enfermedad la de la nada.
Removían frenéticos sus manos
de sombra, queriendo palpar
sus cuerpos doloridos y no los encontraban.
Sus gargantas —que nunca conocieron
el milagro de un sorbo de agua fresa—
me gritaban febriles
con rojos alaridos porque nunca serían ya nada más
que nada
Aquel poema removió todo el fondo de mi alma. Los hijos, sí se habla poco de ellos. Y ellos
son los que más duelen a la hora de dar el gran paso, Yo, que siempre he querido con locura
a los niños, ¿qué no daría por tener un hijo, sentir entre mis manos un trozo de mi carne? Y
recordé la tarde aquella del verano cuando me eché la siesta y a mi lado dormía la niña de
Crucita. Allí, aquel cuerpecito de poco más de un año, viendo alzar y bajarse su diminuto
pecho, con el pelito rubio, rizado y brillante, sobre la almohada blanca…
No dormí aquella tarde, comencé a acariciarla suavemente y sentí que el llanto se acercaba a
mis ojos. Hubiera dado la vida por saberla hija mía.
He sufrido mucho por esto, os lo confieso. Al ver a mis hermanos jugando con sus hijos, al
ver que son los niños el centro de sus vidas, al ver mi casa alegre y chorreando cariño por
todos los rincones, uno no puede menos de pensar ciertas cosas. Sí, a todo esto, había que
renunciar, y para siempre.
*
Os he dicho esto no para darme bombo y haceros pensar que uno es héroe y todo eso. Lo
digo simplemente porque hay quién nos cree cobardes e inconscientes. Y no; yo os aseguro
que los curas no somos los fracasados de la vida, no somos los pobres seres que nacieron con
los ojos cerrados. Yo al menos no lo soy, estoy bien cierto. Me hubiera sido fácil construir
un hogar y hasta vivir con relativa comodidad en él. Mis hermanos lo han hecho. ¿La carne?
Sí, me tira. ¿Los hijos? Si, me duelen; no soy un descastado. ¿El amor? He cerrado las puertas
al del mundo por un amor más grande. A los veintitrés años uno sabe más o menos en qué
mundo pisa.
*
Y uno, ¿por qué se hace cura? ¿Qué hay, qué puede haber que merezca y exija todas esas
renuncias? ¿Se hace uno cura para vivir más cónmodo? ¿Para ocupar un puesto elegante en
la sociedad? ¿Para tener asegurado el cielo? ¿Para no trabajar?
Yo no puedo deciros por qué se hacían curas todos mis compañeros. De mí puedo deciros
que me hice cura por vosotros, por tenderos la mano a los hombres, para ser quizá en medio
de vuestras vidas una espina que os haga recordar sin descanso que Dios existe arriba y que
hay una sangre que se derramó por nosotros.
Recuerdo aquel film de Delanoy —tan discutible como estupendo— que se titulaba «Dios
tiene necesidad de los hombres». Discutimos mucho si sería más exacto el título «Los
hombres tienen necesidad de Dios» fin convinimos en que la frase que encerraría toda la idea
del film sería ésta: «Dios tiene necesidad de hombres que le ayuden a salvar a los hombres
que tienen necesidad de Dios».
Sí, ésa es la cosa. Ese es el sacerdocio. Hace ya dos mil años que suena esa trompeta, esa
maravillosa necesidad de Dios. ¡Oh, nuestro Dios sin manos, nuestro Dios maniatado, que
precisa de nosotros como de muletas pan llegar al resto de la humanidad! iOh, el mundo de
las almas, seco, duro, como la tierra de Castilla, y nosotros, mis manos, como canales por los
que Dios viene, por los que Dios quiere venir; Dios, como un inmenso ciego que viene a
darnos luz, pero que necesita que le ayude una mano a atravesar la calle!
Sí, de eso se trata, de esa maravillosa cosa de prestarle a Dios los ojos y las manos, los pies
y las palabras para que pueda llegar hasta nosotros.
Cuando pensaba esto, ¡me parecía tan ridículo el hablar de renuncia! ¡Pero renuncia de qué!
¿De qué, Dios Santo? ¡Renunciar a la paternidad! Yo me reí. ¡Si ahora me siento padre en
todo el sentido de esta estupenda palabra! Y recordé el poema de Alfredo, y yo dije con él
que mi destino es
Coger a la gente
vulgar y cotidiana
que pasa por mi lado
contando sus monedas
para el leve billete del tranvía,
mascando chicle
y leyendo periódicos,
olvidados de Ti y de sí mismos,
siendo sólo vagas figuras
de tu esquema de hombres,
cogerles y decirles
que tienen aún que nacer de nuevo
para ser Hombres como Tú lo mandas.
¡Y que voy a ser yo quien les engendre
hombres completos!
Y así, después, cuando en sus dedos
se haya abierto del todo
la rosa de tu Gracia
y el corazón
les suene a esquila con rocío,
y el mundo les parezca nuevo,
sonará en mis oídos frescamente
la anhelada y alegre cantinela
con que me llamarán:
«Padre... Padre... Padre...».
Señor,
yo te voy a poblar el Cielo
con esos hijos de mis manos
bautistas y perdonadoras
y dadoras de Pan.
Así tu enorme Casa
estará llena de los hijos
de mis hijos, y nietos de mis nietos,
*
Ahora quiero deciros esto: que yo estaba contento a pesar de todo, yo estaba muy contento.
Suele siempre al subdiaconado un aire funerario. Es verdad la renuncia es dura, pero yo no
tenía la impresión de nada, de quedar mutilado, sino, muy al contrario, de llenarme como
nunca. No, no me sentía un héroe al a Dios mi castidad. Quizá un aprovechado que daba dos
y recibía diez.
Recuerdo que la noche antes de Cristo Rey, mientras lo lógico hubiera sido pensar en lo
decisivo del paso él día siguiente, yo subí a la terraza —había un cielo atestado de estrellas—
y me puse a silbar, como un chiquillo. Hablé con Dios de tú a tú, sentí ganas de cantar, de
saltar. Tenía una alegría interior indefinible, como si en vez de sangre corriera por mis venas
un agua juguetona. Íbamos a dar un paso decisivo, en el vacío; pero en un vacío conocido —
el vacío de Dios— y allí podía uno tirarse de cabeza sin pensarlo.
Cuando en la sacristía, por la tarde, nos dieron los ornamentos para el día siguiente, dije:
«Esto va en serio». Y sentí al decirlo un gozo inenarrable.
*
Con las blancas albas hasta los pies —vestidos angélicos que nos hablaban de pureza—
entramos procesionalmente en la iglesia barroca. Era una iglesia poco devota y muy
destartalada. Hermosa, sí, pero me daba la impresión de una sala de fiestas; un cielo a bóveda,
brillante de dorados y una gran nave espejeante de mármoles. Mas aquel día yo me sentía
extraordinariamente contento. Sabía la importancia de la hora, y al ver que me adentraba en
el presbiterio pensaba que la balaustrada de mármol que me separaba de las ochenta a cien
personas que había en la iglesia era como un gran río que estábamos cruzando y por el que
nos adentrábamos en los mares de Dios y nos alejábamos del mundo.
El Obispo era físicamente muy poca cosa: pequeño y delgaducho, miraba detrás de unos
lentes dorados y su mirada era profunda e indagadora, pero dejando siempre una sonrisa al
fondo, como de reserva. Hacía las ceremonias con normalidad, como quien las ha hecho
muchas veces, pero sin rutina, y el latín en su boca no tenía un tono de salmodia dormida
sino de algo vivo y con sentido.
Precedieron las órdenes menores y yo recordé las mías de hacía un año. Mi tonsura en la
iglesia de Propaganda Fide, cuando rodeado de negros y chinos pasé a formar parte del
ejército de Dios, y las cuatro menores, recibidas de dos en dos en la capilla del colegio, como
otros tantos escalones que me acercaron a la puerta que ahora iba a traspasar.
Cuando un monseñor gordo y calvo nos llamó con voz chillona: Acérquense los que han de
ordenarse de subdiáconos y después nos citó por el nombre a cada uno, yo recuerdo la alegría
con que contesté mi Adsum. Heme aquí. Aquello que parecía una fórmula manida y rutinaria,
era para mí un sueño acariciado hacía trece años. Era la llamada oficial que Cristo me hacía
por la boca del Obispo para ser ministro suyo; me invitaba definitivamente a un estado que
yo podía aún aceptar o rechazar.
Ahora sí que podía decir que yo tenía vocación al sacerdocio. Recordé en aquel instante mis
años infantiles cuando por vez primera quise ir al seminario sin saber aún por qué
concretamente, quizá sólo porque el seminario tenía unos patios muy grandes y en Navidades
unas comedias en las que uno se mondaba de risa. Recordé mis años de filosofía, en que los
sacerdotes se me presentaban como héroes de leyenda, y mis primeros años de teología, en
los que éramos los arrancados de la vida, los desterrados del presente. Y ahora, ya tranquilo,
sintiendo el sacerdocio como era, sin tremendas palabras, pero con toda la enormidad de su
grandeza.
Nos pusimos en fila delante del Obispo, que nos así:
«Hijos míos queridísimos que vais a ser elevados al subdiaconado, debéis considerar una y
otra vez y con gran atención la carga que espontáneamente tomáis en vuestros hombros.
Mirad que hasta hoy sois libres y que está a vuestro arbitrio todavía tomarla o volver al
estado seglar. y ved que si recibís esta Orden ya no podréis jamás volveros atrás, sino que
deberéis servir a Dios —cuyo servicio es un reinado— guardar perpetuamente castidad y
estar siempre adictos al servicio de la Iglesia. Pensadlo, pues, mientras aún tenéis tiempo, y
si permanecéis en vuestra idea, acercaos en el nombre de Dios».
El Obispo pronunció estas palabras con toda la seriedad que su texto exigía y con la misma
seriedad las escuchamos nosotros. Como catorce autómatas avanzamos un paso. Todo estaba
cumplido, el río cruzado, la libertad rota, el abismo de Dios salvado. Ahora todo el mundo
sonaba ya lejano; aquellos ruidos de coches que comenzaban de mañana a cruzar la ciudad y
cuyos motores hacían temblar los cristales de la iglesia, parecían venir de otro planeta. Todo
quedaba ya a la espalda. La puerta estaba abierta. Y a cien metros tan sólo —a cien días— el
sacerdocio.
Marisa, te aseguro que no me fuiste dolorosa en este instante. Perdóname. Te vi como una
niña, como entonces con las trenzas morenas cayendo por la espalda, te sonreí como puedo
sonreír a mi hermana; te vi después vestida de blanco en una iglesia llena de azucenas,
mientras yo ponía tu mano en la del hombre que va a hacerte feliz, y tú llorabas mirándome,
al comprender qué bien ha hecho Dios todas las cosas; y vi tu casa, vi a tus hijos corriendo
por la estancia —¿me dejarás que el día de Reyes les ponga algún juguete en mi ventana?—
y te veré enseñándoles el Ave María o llevándoles de la mano y vestidos de blanco a un
reclinatorio al que bajaré yo con el blanco pan en la mano.
Tú, ahora, no sabes que yo he dado este paso, pero sin duda en el pueblo ha nevado y tú
habrás salido a la ventana y verás mi balcón lleno de nieve, blanco como mi alba. Yo sé que
hoy no estás triste. Mi nombre se te ha olvidado un poco porque hay otro nombre que lo
cubre. Y sonríes.
*
Ahora estamos postrados los catorce y todos los que van a ordenarse de diáconos y sacerdotes
juntamente. El presbiterio está también como nevado, cubierto por los cuarenta cuerpos
revestidos de blanco. Allí estamos como muertos o como recién nacidos, sepultados con
Cristo y prestos a nacer hombres nuevos.
El coro ha comenzado a cantar la letanía y de pronto la iglesia se llena de misterio. Acuden
al conjuro todos los santos y hay un temblor de alas por todas las bóvedas de la iglesia. Los
sentimos como grandes oleadas que pasaran sobre nuestras cabezas.
Santa María —y viene Ella con su color de lirio (de su mano viene mi madre) —
San Miguel —ya está aquí la defensa de nuestra espalda; nos calza la armadura—
San Gabriel —ya el anuncio de nuestro sacerdocio: Benditas serán tus manos entre todas las
manos—
San Pedro —¡Oh, tú, firmeza de piedra solidísima!
San Pablo —con la espada vibrante de su palabra viva
San Esteban, San Lorenzo, San Vicente, San Gregorio, San Benito, San Francisco, Santa
Inés, Santa Cecilia, todos, todos los santos iban y venían sobre nuestras cabezas; el mismo
Dios estaba allí junto a nosotros, podía sentirse su peso en nuestra espalda, bastaría levantar
la cabeza para verle. Y ahora es la alegría que cruzaba nuestras venas como un gozoso
relámpago, porque al fin la puerta estaba abierta y ya no había más que tender la mano.
Arrodillados ahora todos los subdiáconos delante del altar, el Obispo nos iba explicando
cómo nuestro oficio estaba en las proximidades del altar: preparar el agua y el vino para el
sacrificio de la misa, recibir las ofrendas y ofrecer al celebrante el pan para la misa.
Los oficios de diácono y subdiácono tuvieron su ver. dadero sentido en los primeros siglos
de la Iglesia, en los que eran auténticos auxiliares del sacerdote en su ministerio y en su
apostolado. Hoy las dos órdenes tienen un mero significado de escalones hacia el sacerdocio,
de diversos grados de entrega y recepción de Cristo. Por eso todo tiene en estas ceremonias
un significado místico y simbólico, y son para los ordenandos dos clarinazos de atención ante
la realidad que se avecina. Dice así el ritual:
Si hasta ahora fuisteis tibios y perezosos en la asistencia al templo, debéis ser asiduos en
adelante; si hasta aquí soñolientos, despiertos en lo sucesivo; si hasta ahora destemplados,
en adelante sobrios; si hasta ahora inhonestos, desde hoy castos. Que el Dios que vive y
reina por los siglos de los siglos os lo conceda.
Entonces nos levantamos todos, y arrodillados de dos en dos, delante del Obispo, puestas las
manos sobre el cáliz y la patena, oímos que nos decía:
Fijaos bien en el ministerio que se os entrega. Por ello estad atentos, de modo que vuestra
conducta agrade a Dios.
Y después de rezar por nosotros dos oraciones pidiendo a Dios que nos hiciese esforzados y
vigilantes centinelas de la milicia celestial y que descendiesen sobre nosotros los dones del
Espíritu Santo, el señor Obispo nos impuso uno a uno los ornamentos del subdiaconado.
—Recibe el amito, que significa la mortificación en el hablar. —Y nos lo impuso sobre la
cabeza.
—Recibe el manípulo, símbolo de las buenas obras. —Y nos lo ató al brazo.
—El Señor te vista la túnica del regocijo y la vestidura de la alegría. —Y todo nuestro
cuerpo se sintió revestido de la armadura de Dios. Y después de poner nuestras manos en el
libro de la epístola volvimos a nuestros sitios con los ojos brillantes de alegría.
¿Por qué, Señor, por qué precisamente en este momento que puede parecer doloroso, es
cuando nos vistes la túnica del regocijo y la vestidura de la alegría? Suele decirse que el
sacerdocio y el diaconado son las horas de recibir y que el subdiaconado es la hora de dar, y
dar siempre es costoso. Mas yo puedo aseguraros que no hice tragedias de renuncia. Damos,
sí, y hasta, visto desde la tierra, puede parecer bastante, pero ¿no era ridículo ponerse gallito
cuando al dárselo a Dios Él ya nos enseñaba de cerca todo lo que nos iba a dar pocos días
después?
Estuve muy alegre, os lo digo. Ya no había elección posible, ni libertad, pero al salir de la
iglesia, mientras toda la ciudad corría precipitada por las calles, uno se sentía más libre y más
entero que nunca, como desembarazado de un aburrido peso.
RECIBE EL ESPIRITU SANTO
La verdad es que la ordenación de diácono me impresionó muy poco. Me importó mucho
más lo que tuvo de promesa que lo que tenía en sí de realidad. No es que yo no me diese
cuenta de lo estupendo que es recibir el Espíritu Santo, pero tenía tan cerca el sacerdocio que
todo me olía ya a la próxima ordenación. Así, cuando me postré en las letanías, pensé: «Ya
sólo falta otra vez». Y cuando el Obispo me imponía las manos sobre la cabeza, yo dije: «La
próxima vez que me las imponga. Comprendo que no debía de ser así, pero así fue.
Quizá fue que aquel día no estaba yo en forma, quizá fue que el ambiente de la gran basílica
—lo recibí en San Juan de Letrán— no se prestaba al recogimiento (sin embargo, me alegro
de haberme ordenado allí, porque San Juan de Letrán es la iglesia cabeza y madre de todas
las iglesias del mundo; hoy, al recordarlo, pienso que mi ordenación de diácono es el símbolo
de mi unión con la iglesia universal, de mi catolicismo).
Claro que tampoco hay que exagerar. No es verdad que no me emocionase al sentir al Espíritu
que invadía mi alma como un mar, sin dejar un rincón que no llenase; pero todo tuvo para mí
ese aire que tienen las vísperas de fiesta. Además, era el día de Navidad y yo no he conseguido
en mi vida estarme serio ese día.
Así no me extrañó que durante la comida nadie hablase de la ordenación de diáconos, sino
todos del año que pronto iba a empezar y que iba a ser el año más importante de nuestra vida.
Fue entonces cuando Antonio se subió al púlpito hay en el comedor y nos leyó un estupendo
pregón que dejó a todos pasmados, porque nadie creía que escribiera tan bien. (Yo creo que
fue cosa del Espíritu Santo quiso demostramos que Él sabía inspirar, aunque todos le
habíamos hechos bastante poco caso por la mañana). El pregón fue estupendo, porque entonó
la cosa, supo combinar la alegría con la espiritualidad, el jaleo con la Gracia. Creo que,
después de escucharle, todos nos sentíamos mejor. El pregón decía así:
Pregón de la Navidad
Os anunciamos un gozo magno:
ha nacido para nosotros el Hijo de Dios en ciento veinte pesebres.
Os anunciamos una paz honda:
La paz de veinte muchachos que muy pronto van a ser ministros del altar.
¡Os anunciamos una alegría muy grande!
Alegraos, pues, como los almendros cuando se sienten tronco de pureza.
Alegraos como las pajas cuando se sienten colchón de Dios.
Alegraos como los corazones cuando se sienten seno de madre.
Alegraos como las manos cuando se sienten montañas con sol.
¿Sabéis qué dice el Rey?
Que hoy nos nacerá un Niño
y mañana nos nacerá una Misa.
Son éstas las navidades que repiten el pesebre y anuncian una hostia.
iAlegraos! ¡iAlegraos! iAlegraos!
Y sucederá que:
Habrá turrones. Gloria a Dios en las alturas.
pero continuará el niéguese a sí mismo. Más gloria a Dios en las alturas.
Habrá concursos de juegos. Gloria a Dios en las alturas.
Pero habrá más llamadas a la gracia. Más gloria a Dios en las alturas.
Habrá cine. Gloria a Dios en las alturas.
Pero habrá también superinvitaciones al recogimiento. Más gloria a Dios en las alturas.
Habrá libros cerrados. Gloria a Dios en las alturas.
Pero habrá establos abiertos. Más gloria a Dios en las alturas.