Infancia Politica y Pensamiento Kohan

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INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O.

Kohan

se r i e EDUCACIÓN

Infancia, política y pensamiento


Walter O. Kohan

Infancia, política y pensamiento

nsayos de filosofía y educación

Kohan, Walter O.

Infancia, política y pensamiento : ensayos de filosofía y educación

– 1a ed. – Buenos Aires : Del Estante Editorial, 2007. 120 p. ; 23x16 cm. (Educación)

ISBN 978-987-1335-04-6

1. Teoría de la Educación. I. Título. CDD 370.1

Publicado en italiano como Infazia e filosofia, colección «Filosofia com i bambini» (coord. por
Livio Rosetti), Perugia, Morlacchi, 2006.

Primera edición, 2007

Obra de tapa:
© del estante editorial
sello de la fundación centro de estudios multidisciplinarios (cem) Av. Córdoba 991 2º A

(1054) Ciudad de Buenos Aires, Argentina Tel.: 4322-3446 Fax: 4322-8932


[email protected] www.cemfundacion.org.ar/delestante

ISBN 978-987-1335-04-6

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Está prohibida y penada por la ley la reproducción total o parcial de esta obra,
en cualquier forma y por cualquier medio, sin la autorización expresa de la
editorial.

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INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan

Presentación1
Este libro está localizado alrededor de una infancia concebida no sólo como
los sujetos infantiles, sino también como muchas otras palabras
nacientes, en la educación, en la filosofía y en la política. Se organiza a partir
de una serie sucesiva de intervenciones críticas o confrontaciones
problematizadorasde tres mitologías de la infancia:

• El mito pedagógico de la formación política de los que llegan al mundo. Este


mito surge, desde tiempos antiguos, a partir del dispositivo socrático-platónico
de la pregunta que sabe de antemano el valor de las respuestas, que dispone
una estrategia educativa para la transformación de la polis, y se actualiza en
nuestros tiempos en los modos de los programas para la formación
ciudadana o la educación para la democracia.

• El mito antropológico de la infancia como la primera etapa de la vida humana


en una visión de la vida humana organizada bajo la lógica de un tiempo
cronológico, sucesivo, consecutivo y en progresión hacia lo mejor, que
también tiene raíces antiguas y despliega todo su esplendor en las
contemporáneas psicologías del aprendizaje.

1. Una versión diferente de este libro fue publicada en 2006 en italiano como
Infazia e filosofia, colección «Filosofia com i bambini» (coord. por Livio
Rosetti), Perugia, Morlacchi.

 El mito filosófico de las ausencias, negatividades o imperfecciones que se


esconden, desde la etimología, en una serie de términos como la propia
«infancia», el «extranjero», la «ignorancia» y, de una forma más general,
el «extraño», el «otro», el que no habita «nuestro mundo».

En cierto sentido puede leerse este libro como un intento de confrontar


críticamente estos tres mitos: el mito pedagógico, desde una nueva mirada de
la política y de las relaciones entre educación y política que, sin abandonar la
dimensión política de la educación, renueve y revitalice los modos de pensar
esa relación; el mito antropológico, desde categorías como aión y devenir,
que instauran dimensiones intensivas y no crono-lógicas en el tiempo y en la
historia y, por lo tanto, en los modos de pen-sar la subjetividad. Finalmente, el
mito filosófico, desde un pensamiento que resitúa categorías como infancia,
extranjeridad e ignorancia en una tierra de potencia, afirmación y de vida.

Este trayecto se realiza a partir de un diálogo con diversos interlocutores y


en diferentes niveles: sobre todo con algunos filósofos de la historia y del
presente (como Heráclito, Sócrates, Platón, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y

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INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan

Jacques Rancière), pero también con intervenciones literarias (de autores tan
diversos como el subcomandante Marcos o Manoel de Barros) y la infancia
más literal de los primeros años de vida en los testimonios de algunos
infantes que experimentan la dimensión filosófica de su pensar.

No se trata de un texto sistemático y doctrinal, sino de una serie de


ensayos, que no disimulan sus tensiones, sus irregularidades, sus
extravagancias. Sobre todo, de ejercicios de pensamiento, que buscan abrir
nuevos espacios en los modos dominantes de pensar la infancia. Si algún
lector acepta el desafío y encuentra motivos para pensar su relación con la
infancia, aunque sus principales tesis sean desconsideradas, este libro habrá
encontrado sentido.

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INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan

Política, educación y filosofía: la fuerza de la extranjeridad

La infancia que afirmamos tiene diferentes nombres y habita diferentes espacios.


Limpiemos primero las aguas. Hay una infancia dominante.

Podríamos llamarla una tierra patria de la infancia, su centro, su casa, que


está ocupada por la lógica de las etapas de la vida: la infancia sería la
primera etapa, los primeros años, la fase inicial, de la vida humana. La vida
es entonces entendida como una sucesión consecutiva que encuentra las
primeras etapas en la infancia. Se discute desde cuándo comienza, hasta
dónde llega, por qué es seguida, cuáles son sus distinciones internas. Todos
estos detalles no son ahora importantes.

De la misma manera, hay también un concepto dominante de extranjero,


que dice respecto de una nacionalidad y de una relación con la lengua y la
tierra, y algunos otros sentidos que se desprenden de aquel: extranjera puede
ser una figura que no viste nuestra ropa, que no piensa nuestro pensamiento
o, de manera menos estricta, que vive otra vida. Así, el extranjero, de manera
general, es alguien que está instalado fuera de «nuestro» universo de
normalidad. Claro que existen los más diversos usos y sentidos sociales del
extranjero: los turistas cuidados por una seguridad pública que, al mismo
tiempo, persigue a los inmigrantes sin pape-les. Están los extranjeros
condenados a trabajar como esclavos en lugares informales y marginales y
los extranjeros que el huésped utiliza como señal de cosmopolitismo. Los que
viajan a América Latina para hacer turismo sexual infantil y los que defienden
en la misma América Latina, en Irak o donde sea causas que no tienen patria.
De modo que hay muchas figuras escondidas bajo un mismo nombre:
exiliados, inmigrantes, ilegales, sin papeles, turistas, embajadores,
representantes, emisarios, peregrinos, curiosos y otras yerbas.

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Entre todos esos ropajes, la forma principal se construye, como en el caso
de la infancia, desde la ausencia, la negación, la impotencia o la
imposibilidad: el extranjero no habla nuestra lengua, no puede comunicarse,
es incapaz de entender nuestras costumbres, no conoce nuestra historia.
También lo que define a la infancia –desde su etimología latina, infans– es la
falta: la palabra está compuesta del prefijo privativo in- y el verbo fari, ‘hablar’,
de modo que, literalmente, infantia significa ‘ausencia de habla’.
Rápidamente, el término pasó a ser usado para designar a los que no están
habilitados aún para testimoniar en los tribunales y, de un modo más general,
a los que todavía no pueden participar de la res pública (Castello y Mársico,
2005:45). De modo que la infancia designa en su etimología la falta infaltable,
la del lenguaje, y en sus usos primeros, otra falta no menos infaltable, la de la
vida política.

Desde la crudeza de la etimología se ha extendido esa nota de privación.


Así como los infantes no tienen la misma capacidad que los adultos para
vérselas con el lenguaje, se considera que los infantes no pueden saber,
pensar y vivir como los adultos saben, piensan y viven. Lo mismo es aplicable
al extranjero: hay en los dos casos un movimiento análogo que inscribe al
otro –el extranjero, el infante– en una lógica de ausencia y negación y que
deriva de esa lógica una incapacidad o una impotencia.

No soy el primero en hacer este paralelo entre el extranjero y el infante.


Como lo recuerda muy bien Derrida (2000), el privilegio le cabe, cuándo no, a
un infante de la filosofía: Sócrates, quien lo hace justamente frente al tribunal
que lo juzga y condena a muerte, al menos si hemos de creer el relato de su
defensa que nos ha contado Platón. En todo caso, ese detalle no interesa
demasiado ahora, si no fue Sócrates fue Platón o, para decirlo mejor, alguien
entre los dos.

Así, en el comienzo de la Apología de Sócrates (Platón, 1980:17 d y ss.),


Sócrates dice a sus jueces que, ya viejo y por primera vez ante un tribunal, su
lengua y su manera de relacionarse con la palabra es extranjera(xénos) de
los modos habituales en ese espacio y que, por lo tanto, por ser extranjero,
usará el acento y el modo de cuando fue criado (etethrámenen, de trépho,
‘alimentar, nutrir, criar’), esto es, el lenguaje de su infancia. Sócrates, el
infante de la filosofía, se declara extranjero del orden jurídico de la polis y, en
cuanto tal, solicita el derecho de hablar infantilmente. Sostiene que la
extranjeridad le da derecho a la infancia.
De esta manera, Sócrates se sitúa en un exterior del orden jurídico y
político de la polis que no le permitirá escapar con vida. Conocemos el final
de la historia: el infante-extranjero es condenado a muerte. La infantil lengua
extranjera de Sócrates no es escuchada, no tiene lugar en la polis.

En otro sentido, es interesante recordar que, en la misma Apología,


Sócrates se identifica a sí mismo con la filosofía como estrategia de defensa,
de modo que la lengua infantil y extranjera de Sócrates es, en esos inicios,
también la lengua de la filosofía. De modo que, en la infancia más literal de la
filosofía, hay una sugerente asociación entre filosofía, infancia y extranjeridad.
Pero después vino Platón y puso las cosas en su lugar, y la filosofía en la
adulta y sabia madurez de los guardianes que gobernarían la polis.

En este capítulo vamos a cuestionar, de la mano de algunas referencias a


textos de filósofos contemporáneos, esta lógica de tal manera que podamos
ver en la extranjeridad una fuerza afirmativa. Vamos a hacerlo con un grado
secuencial de detenimiento y en distintos registros. Primero haremos una
referencia rápida a la extranjeridad literal de la lengua en un país extranjero a
través de un pasaje de G. Steiner; a continuación ligaremos la extranjeridad a
la hospitalidad, en los términos de J. Derrida. Finalmente, nos ocuparemos
más extensamente en una figura que ha hecho de su extranjeridad una
oportunidad de transformación y un nuevo inicio para el enseñar y el
aprender. Allí nos detendremos en El maestro ignorante de J. Rancière para
analizar en qué medida la figura de J. Jacotot permite cambiar el signo que
suele otorgarse no sólo a la extranjeridad, sino también a la ignorancia y a la
relación entre alguien que aprende y alguien que enseña. La extranjeridad de
las lenguas en los primeros años.

En una entrevista autobiográfica con la periodista francesa Antonie Spire, G.


Steiner afirma, refiriéndose a su propia infancia, el privilegio que fue poder
hablar tres lenguas en los primeros años de vida. En la casa se hablaba
alemán, el exilio era en París y allí Steiner iba a una escuela de lengua
inglesa. Convergen en un mismo lugar el alemán, el francés, el inglés y,
después, aun el italiano. Afirma Steiner (1999:17):

Cada lengua es una ventana que da a otro mundo, otro paisaje, otra
estructura de valores humanos [...] tuve una suerte inmensa e incorporé más
tarde una lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi
enseñanza, todavía tengo el privilegio de dar clases, conferencias, en cuatro
lenguas. Cada vez lo siento como vacaciones del alma. No sé expresarme de
otro modo: es una maravillosa libertad (la cursiva es nuestra).
Esta descripción, diáfana y clara, pone en juego algunas asociaciones
interesantes. La lengua es una ventana; las ventanas son miradores; son
aquellas partes de la casa que marcan el pasaje entre el adentro y el afuera;
a través de las ventanas se puede ver el mundo desde adentro sin salir de la
casa y se puede también ver el interior sin entrar a ella; las ventanas pueden
estar más o menos sucias, con o sin rejas, claras u oscuras y cada una de
estas tonalidades da espacio a un tipo especial de relación entre el adentro y
el afuera, entre el interior y el exterior.

El texto de Steiner es también interesante porque permite ver cómo el


hecho de que alguien crezca en un contexto de muchas lenguas,
multilingüístico, en particular en el momento en que consolida una relación
con el lenguaje, no necesita ser percibido como una dificultad o la fuente de
eventuales problemas para su desarrollo, sino que puede también ser
comprendido como una potencia de oportunidades y libertad; las potencias de
percibir lo que no se percibe en la «tierra patria» de la lengua materna, de
pensar lo que allí no se piensa, de valorar lo que en la propia lengua no se
valora, de respirar otros aires, en fin, de poder ser de otra manera que en
casa.

Steiner nos ayuda también a pensar un modo de relacionarnos con


nuestra extranjeridad, con el extranjero que cada uno es en relación con
todas las otras lenguas que no habla, que no comprende, esto es, con
relación a todos los otros mundos que, por ignorarlos, no habita. De esta
manera, nos ayuda a pensar que mantenernos en la propia lengua es
también clausurarnos a otras lenguas y, con ellas, a otros mundos, a otras
potencias de vida. En esa imagen, la extranjeridad sería en cada uno de
nosotros una ven-tana, unas vacaciones, una oportunidad para dejar de hacer
lo que normalmente hacemos y liberar las fuerzas contenidas por las
exigencias de la rutina y la normalidad1.

ii. Extranjeridad y hospitalidad

En un texto precioso escrito en respuesta a Anne Dufourmantelle que se


intitula De la hospitalidad, J. Derrida (2000:21) afirma que la hospitalidad
surge precisamente cuando nos cuestionamos la forma de relación que
establecemos con el extranjero: «¿Debemos exigir al extranjero comprender-
nos, hablar nuestra lengua, en todos los sentidos de este término, en todas
sus extensiones posibles, antes y a fin de poder acogerlo entre nosotros?».

La exigencia se torna dramática en las distintas acepciones del término y esta


dramaticidad se manifiesta en una serie de interrogantes: ¿acaso es
necesario, o mejor, posible, exigir al extranjero que salga de su mundo y entre
en el nuestro como condición de su acogida? En ese caso, ¿no estaríamos
incluyendo en la invitación al extranjero el decreto de su propia muerte en
cuanto tal? Traer el extranjero a nuestra tierra, ¿no sig nificaría matar su
extranjeridad? Derrida presenta la antinomia de modo igualmente elegante y
crudo: «Si [el extranjero] ya hablase nuestra len-gua, con todo lo que esto
implica, si ya compartiésemos todo lo que se comparte en una lengua, ¿sería
el extranjero todavía un extranjero y podríamos hablar respecto a él de asilo y
hospitalidad?» (ídem:23).

1. Mientras presentaba esta idea en un congreso de Educación, en


Florianópolis, Santa Catarina, en agosto de 2005, una maestra catarinense de
educación infantil, Leila, expresó con palabras muy bonitas el sentido que
esta imagen puede tener en la formación de un docente: «A partir de la
metáfora del extranjero podemos pensar que el camino para noso-tras,
maestras, puede ser el de volvernos “extranjeros” de nosotras mismas para
poder acoger el lenguaje de los niños y, quien sabe, salir de casa y mirar para
dentro de la ven-tana». Así, Leila destacaba, de manera clara y fuerte, cómo
la ida al extranjero, o al menos la disposición para ese viaje, para hablar otra
lengua, para ser de otro modo, es también una condición para la acogida del
otro en la relación pedagógica. En lo que sigue vamos a ver si conseguimos
salir de casa y mirar de afuera para adentro la tierra de la extranjeridad.

En otras palabras, ¿cuáles son las condiciones para que el extranjero


pueda ser acogido por nosotros sin dejar de ser extranjero? ¿Cómo no
sucumbir a la tentación del asesinato de la extranjeridad del extranjero –y con
él del propio extranjero– aun, o sobre todo, en nombre de la simpatía, la
generosidad, la tolerancia y las más bellas palabras que encontremos para
aliviarnos del dolor de semejante homicidio? Así, la hospitalidad del extranjero
nos lleva a pensar en la paradoja de la relación con el otro, en las redes
imposibles de desconflictuar entre identidad y alteridad. Podemos hacer el
ejercicio de leer «infante» allí donde Derrida dice «extranjero». Podemos
entonces leer: «Si el infante ya hablase nuestra lengua, con todo lo que esto
implica, si ya compartiésemos con el infante todo lo que se comparte en una
lengua, ¿sería el infante todavía un infante y podríamos hablar respecto a él
de asilo y hospitalidad?».

¿Cómo recibimos al extranjero? Derrida nos lo recuerda: con nobles


preguntas (ídem:33). Veamos: «¿Cómo te llamas?», «¿Cuál es tu nombre?»,
«¿Cómo debo llamarte, yo que te llamo, yo que deseo llamarte por tu
nombre?», «¿De dónde vienes?». Nótese que la pregunta que le hacemos a
un extranjero es la misma pregunta que le hacemos a un infante que no
conocemos. Extranjero e infante desconocidos; extranjero infante; infante
extranjero. Así vamos, a la búsqueda de identificar y localizar al otro, de
nombrarlo. Nos preguntamos, con Derrida: ¿la hospitalidad exige saber el
nombre y la identidad del otro o, al contrario, la hospitalidad se da al otro sin
nombre, sin identidad, sin palabra? ¿Es una o son dos formas dis-tintas de la
hospitalidad? ¿O acaso son múltiples? ¿O tal vez ninguna?

El argumento de Derrida, que no detallaremos, sino que sólo traemos a


manera de inspiración, muestra cómo la hospitalidad puede estar sometida a
algunas situaciones que refuerzan su condición paradójica: efectivamente,
alguien puede volverse xenófobo, fóbico del xénos, extranjero, para defender
su derecho a la hospitalidad; es, en definitiva, la paradoja mortal del
capitalismo: es necesario garantizar primero el derecho a la propiedad para
después disponer los derechos de los otros. De modo que hay, en la palabra
y en la vida cruda, material, hospitalidades y hospitalidades, extranjeros y
extranjeros, infantes e infantes, condiciones y condiciones.

Entonces, ésa es la condición paradójica de la hospitalidad al extranjero:


puede excluir y discriminar en nombre de la acogida y del reconocimiento.
Más aún, la hospitalidad, parece sugerir Derrida, está sometida a una
antinomia indisoluble: o se vuelve un axioma incuestionado, exigencia radical
sin condiciones bajo el riesgo de la esterilidad, o se transforma en
condicionamiento oblicuo que pone en cuestión su propia razón de ser.

Derrida tensiona la paradoja hacia el lado del extranjero. En efecto,


sugiere que es el extranjero quien tiene el poder de liberar el poder del dueño
de casa: es el extranjero que invita –o no– al anfitrión a invitarlo. De esta
manera, el anfitrión se vuelve anfitrión del anfitrión, invitado del invitado
(ídem:123 y 125).

Esta paradoja dice también respecto del saber. El anfitrión proclama saber
la verdad sobre el extranjero y suele acompañar este saber con una pre-
tendida ignorancia del extranjero sobre sí; en efecto, el dueño de casa
pretende constituirse en la propia voz del otro: «yo te conozco, yo te sé, yo te
nombro, yo te revelo, yo te doy tu propia conciencia». Es el riesgo más
tentador de la hospitalidad; en el caso de la infancia, es el riesgo de la
paternidad, el de cierta forma dominante de la pedagogía: el riesgo de un
saber que no permite que el otro sepa otro saber, en última instancia, que no
permite que el otro sepa sino aquello que «tiene» que saber. En definitiva, es
también el riesgo de la filosofía y de una imagen dogmática del pensamiento
que desconsidera cualquier forma de pensar que no se encuadra en la propia
imagen del pensamiento. Vale la pena notar que este riesgo es recíproco,
esto es, el extranjero también puede ir al encuentro del otro como portador de
una verdad que el otro, el dueño de casa, carecería de sí mismo. Es decir, la
prepotencia, la arrogancia y el deseo de dominación no tienen patria, ni edad,
definida. Pueden estar en cualquier lugar.
De modo que no hay una única manera de habitar la extranjeridad, así
como no hay una única manera de recibir al extranjero. La extranjeridad
tampoco es un punto fijo, sino una condición que abre una diversidad de
formas de relación con la tierra, con el saber y, sobre todo, con el otro. En
todo caso, esas diversas formas de extranjeridad habitan un lugar paradó-jico
frente al cual no sabemos muy bien qué decir, qué hacer, qué pensar,
precisamente, por el hecho de que allí no se habla «nuestra» lengua. Una vez
más, la infancia también ocupa ese lugar paradójico de la extranjeridad y nos
invita a preguntarnos: ¿Cómo recibir a esos infantes-extranjeros? ¿Qué
preguntas hacerles? ¿En qué lengua hablarles? ¿Qué nombre darles? ¿Qué
invitación proponerles? ¿Con qué fuerzas abrazarlos?

A continuación vamos a ver el caso de otro extranjero que da un nuevo


espacio a la extranjeridad y a la infancia en tierras educativas.

iii. Un extranjero ignorante: entre educación y pedagogía; entre policía y


política

La figura en la que estoy pensando ilustra muy bien una cierta fuerza del
extranjero, del extraño, del otro. En esto reside su atracción principal: saca al
extranjero, al extraño, al otro, del lugar en el que comúnmente es colocado, el
lugar de la exterioridad, de la privación, de la ausencia, de la impotencia, de
la negación, para resituarlo en un lugar contrario: presencia, afirmación,
interioridad, potencia... La figura en la que estoy pensando permite pensar
estas formas de alteridad desde una lógica de lo que es y no de lo que no es.

El personaje en cuestión es más bien un dúo, una dupla, un álter ego, dos
compañeros de pensamiento. Uno de ellos es un pedagogo francés del siglo
XIX, Joseph Jacotot, posrevolucionario, nacido en Francia, en el centro, en
1770, profesor de literatura francesa; se alista en el ejército, enseña retó-rica,
ocupa cargos públicos y es electo diputado en 1815. El otro es un filó-sofo
contemporáneo, Jacques Rancière, también francés o, para decirlo mejor,
argelino, por lo tanto, nacido en una colonia, en el exterior, en 1940.

Rancière cuenta la historia de Jacotot, y sabemos lo que pueden los


buenos escritores cuando se trata de escribir la historia de otro. En verdad,
acaba por aparecer un nuevo otro, un tercer personaje que no se con-funde
con el primero o con el segundo. Un otro en cuestión. Ni Jacotot ni Rancière.
Un extranjero Jacotot, un extraño Rancière, un otro Jacotot-Rancière. Un
infante profesor. La historia se parece a la de Sócrates y Platón. Claro que
hay diferencias. Siempre las hay. Pero cuando un filó-sofo escribe a otro
filósofo, lo que nace es otra filosofía. Así, es tan difícil diferenciar a Jacotot de
Rancière como a Sócrates de Platón.
a. Ignorancia y extranjeridad

La historia la cuenta Rancière (2003) en un libro llamado El maestro


ignorante. La historia es bien conocida y sólo destaco algunos detalles: la
extranjeridad nace, como casi siempre, de un viaje. Éste es el primer apren-
dizaje: la extranjeridad no viene dada, se conquista, mezcla de voluntad y
casualidad. Cuando los alumnos y el profesor hablan lenguas distintas,
cuando el profesor es extranjero, la institución pedagógica dice que no pue-de
enseñar y que no se puede aprender; el profesor de una institución
pedagógica no puede ser un extranjero, al menos para sus alumnos.
«Profesor y alumnos deben hablar la misma lengua» es el dictado de la
institución. En la extranjeridad no hay enseñanza ni institución posibles.

Como sabemos, Jacotot desmonta los pilares de la institución, y ésa es su


suerte. La estrategia del extranjero es llevar a sus alumnos a su propia
extranjeridad. Lo puede hacer por el poder del que se reviste en la institución
pedagógica, al menos antes de desvestirla, y ésa es su paradoja. No se trata,
entonces, de cualquier extranjero, sino de un profesor extranjero. Para
disminuir las distancias entre él y sus alumnos, en tanto profe-sor, el
extranjero puede imponer el aprendizaje de su lengua. El profesor extranjero
es más profesor que extranjero: no aprende la lengua de sus alumnos, los
lleva hasta la suya. De a poco, con el desplazamiento lingüístico de sus
alumnos, la distancia se va reduciendo. El extranjero va dejando de ser
extranjero o, en todo caso, hace que otros, sus alumnos, entren dentro de su
extranjeridad. Sabio profesor.

El resultado de esa experiencia de aprendizaje sorprende al profesor


extranjero, revoluciona su espíritu hasta poner en cuestión los cimientos de la
razón explicadora de la institución. Una simple experiencia desplaza no sólo
al profesor, sino a su vieja tierra pedagógica. Un extranjero había enseñado y
los alumnos habían aprendido sin hacer lo que normalmente hacen un
profesor y sus alumnos, habitando otra tierra que aquella que habitan
cotidianamente uno y otros. Y no se habían llevado nada mal. Al contrario.

El profesor, entonces, se deja habitar la extranjeridad, se extraña a sí


mismo, multiplica los viajes al extranjero con la perspectiva de encontrar una
nueva tierra firme para el enseñar y el aprender. No hay nada que hacerle: la
extrañeza siempre incomoda y Jacotot no es la excepción: quiere dejar su
extrañeza; busca confirmar que en verdad extraña era la tierra normal de las
explicaciones, la instrucción y el viejo método. Extraño era que fuera posible
enseñar y aprender en aquella tierra embrutecedora de desiguales. Extraño
era que de verdad alguien enseñara y otros aprendieran en medio de la
sinrazón desigualitaria.
Jacotot descubre que el viaje al extranjero no puede ser transitado con la
seguridad del método. No hay caminos prefigurados, no es posible anticipar
la trayectoria extranjera de un aprendizaje. No se conocen esas tierras y en
su imprevisibilidad radica, también, su fuerza. Hay apenas una opinión al
inicio: todos somos iguales en inteligencia, y una fuerza de la alteridad que se
abre desde tierras desconocidas y sin jerarquías, igualmente dispuestas para
quien se atreva a iniciar la experiencia de Jacotot, que es la de cualquier ser
humano en la extranjeridad.

De esta manera, en los pasos de Jacotot, la extranjeridad del aprender


tiene la marca de la vida y la potencia. Con todo, el camino, como siempre,
ofrece signos dispares. Al comienzo todo parece confirmar la posibilidad de
una nueva tierra tranquila. La extrañeza del extranjero se potencia. Ya no es
extraña la relación sólo con los alumnos, sino también con el conocimiento, la
inteligencia, la voluntad y la igualdad. Los conocimientos no están antes de la
relación pedagógica, sino después; la igualdad no está después, como
objetivo, sino antes, como opinión verificada cada vez. El profesor trabaja
sobre la voluntad del alumno, no sobre su inteligencia.

De esta manera, la ignorancia, otra extraña extranjera para la vieja


pedagogía, entra en escena de manera rutilante: ignorancia de los saberes,
ignorancia del método rígido, pero, sobre todo, ignorancia de la desigual-dad
sobre la que se asienta la razón explicadora y la lógica social que la
presupone y la refleja en la institución pedagógica. El problema de la vieja
pedagogía es sobre todo el de la vieja política, la de superiores e inferiores, la
pasión por la desigualdad. La potencia de la extrañeza marca también el
aumento de la potencia de la experiencia: los alumnos aprenden cada vez
más, llenan sus clases, no quieren dejar de aprender con ese extraño. La
pedagogía parece abrirse a una extranjera, extraña, otra, afirmativa, política
de la igualdad.

Sin embargo, el desenlace de El maestro ignorante no es el de una novela


latinoamericana o de un filme hollywoodiano. Al contrario, la institución no
soporta tamaña extrañeza, semejante otredad (ídem:99 y ss.). De a poco, el
extraño ya no encuentra más lugar en ninguna institución educa-tiva y sus
propias tentativas institucionalizantes fracasan. Las conclusiones de Jacotot-
Rancière son devastadoras: la extranjeridad, la extrañeza y la otredad son
incompatibles con toda y cualquier institución (ídem:132).

Así, la historia del profesor extranjero está llena de paradojas. Paradoja de


un principio-opinión que no es una verdad demostrable, sino un principio a ser
verificado. Paradoja de una alteridad que afirma como principio la igualdad.
Paradoja de una política que no encuentra lugar en la polis. Paradojas de un
antiprogresismo desinstitucionalizante. El viaje del extranjero es un viaje de
intervalos, polémicas, rupturas, interrupciones, disonancias.

Este viaje del profesor extranjero se parece a otros viajes; por ejemplo, al
viaje de la filosofía en el pensamiento: genera incomodidad, saca del lugar;
inquieta e impide que se siga pensando lo que se pensaba. Es un viaje de
desacuerdos, una experiencia de interrogación y apertura de un nuevo
espacio para la experiencia del pensar. La filosofía también parece extranjera
en el pensamiento, incluso cuando se viste con el pre-tencioso traje de
profesor.

Más allá de las consecuencias que Rancière propone para la historia de


Jacotot, nos interesa notar que todo comenzó con un viaje; que la
extranjeridad fue una fuerza que ayudó a pensar a Jacotot, que propició
encuentros, en el extranjero. Si la experiencia de Jacotot tiene algún valor
ilustrativo de la experiencia del pensar, tal vez quiera decir que en el propio
pensamiento también tenga sentido viajar y que encontramos pensamiento
allí donde y cuando interrumpimos lo que normalmente pensamos y nos
desplazamos a otra tierra. Tal vez valga la pena pensar, con este profesor
extranjero, si acaso pensamos en la naturalidad de nuestra tierra, en el
espacio de todos los días o si debemos, al contrario, perdernos en otras
lenguas, habitar otros territorios, inventarlos, para poder pensar en serio.
De esta manera, Jacotot inspira a pensar una educación que contra-ría el
apotegma del oráculo délfico «conócete a ti mismo». Por lo menos para un
profesor, habría que pensar que más vale desconocerse a sí mismo,
desconfiar de los propios saberes sobre sí y sobre los otros; sería más bien
un «conócete tus otros», invéntate otro cada vez, ve allí donde la propia
lengua no hace eco (algo que incluso Jacotot no hizo), donde se habla otra
lengua, la lengua del otro.

Éste es el valor principal del viaje de Jacotot-Rancière: no tanto sus


discutibles y controversiales postulados, sino los desacuerdos que provoca y
suscita el trabajo de pensamiento que desencadena como expresión solitaria,
inaudita, disonante, extravagante y, a pesar de todo, o justamente por eso
mismo, suficientemente fuerte para interrogar lo que no puede ser interrogado
en la normalidad de la institución pedagógica. El valor del viaje de Jacotot es
mostrar las tensiones indisimulables entre la pedagogía y la extranjeridad y, al
mismo tiempo, ofrecer algo así como una infancia para el pensamiento y para
la educación: un nuevo inicio, un nacimiento de algo por venir, inesperado,
impensado, imprevisto.

Es cierto que algunos lectores de El maestro ignorante podrían objetar


que, según los dos últimos capítulos, el viaje se debería abortar antes de
nacer. No estamos tan seguros de esa lectura. Y aunque así «habría que
leer» El maestro ignorante, reivindicaríamos nuestro derecho a leerlo de otro
modo. Eso hemos aprendido de Jacotot. No hay por qué instalarse en la
verdad. Un viaje no es todos los viajes y una manera de viajar no es todas las
maneras de viajar.

b. Educación, filosofía y política en el extranjero

Las cuestiones más controvertidas que suscita El maestro ignorante son,


justamente, políticas. En una entrevista realizada para la presentación de las
ediciones en castellano y portugués del libro, Rancière deja claros algunos
puntos en común con el pensador más influyente de la moderna educación
brasilera, Paulo Freire2. Rancière sitúa a Freire del mismo lado de Jacotot,
enfrentados al lema positivista pedagógico de «orden y pro-greso», ambos
interrumpiendo la supuesta armonía entre el orden del saber y el orden social.
Pero también manifiesta las diferencias: nada más lejano de Jacotot que un
método para la «concientización» social. A diferencia del pedagogo
latinoamericano más influyente de nuestro tiempo, Jacotot se dirige a
individuos y afirma que la igualdad es una decisión puramente individual,
imposible de ser institucionalizada.

2. Organizamos con J. Larrosa un dossier que incluía esa entrevista y fue


publicado, con algunas modificaciones, en las revistas Cuaderno de
Pedagogía (Rosario, Argentina); Educación y peda-gogía (Medellín,
Colombia); Diálogos (Valencia) y Educação & Sociedade (Campinas, Brasil).

En este punto, Rancière deja espacio para una aproximación: aunque la


emancipación intelectual no se dé en el campo social, no hay emanci-pación
social que no presuponga una emancipación individual. En este sentido, algo
acerca el anarquismo de Jacotot al optimismo de Paulo Freire «en el proceso
de emancipación intelectual como vector de movi-mientos de emancipación
política que se separan de una lógica social, de una lógica de institución»
(Cuaderno de Pedagogía, 2003:54).

Con todo, creemos que las distancias entre Jacotot-Rancière y Paulo


Freire son fundamentales y dicen respecto de los principios y modos de
entender la política. Según Rancière, la política, derivada del axioma de la
igualdad, es excepcional en la historia. Para Freire, al contrario, la educación
es justamente el acto político de emancipación por excelencia. Si para
Rancière las figuras del profesor y del emancipador no se confunden y
obedecen a lógicas disociadas («Ser un emancipador es siempre posible, si
no se confunde la función del emancipador intelectual con la función del
profesor [...] No hay una buena institución, hay siempre una separación de
razones [...] un emancipador no es un profesor, un emancipador no es un
ciudadano. Se puede ser a la vez profesor, ciudadano y emancipador, pero no
es posible serlo dentro de una lógica única», ídem:55), para Freire, al
contrario, no pueden separarse: un profesor que no emancipa no merece ese
nombre; ser profesor sólo tiene sentido (político) si se va a hacer de la
relación pedagógica un motivo para la emancipación, entendida como acto de
amor, diálogo y concientización de los oprimidos.

En sectores importantes de la pedagogía latinoamericana, El maestro


ignorante fue recibido con entusiasmo relativo. Se objeta que el libro puede
cumplir una función crítica adecuada en un país europeo, como Francia, con
un Estado moderno consolidado, con un sistema escolar público que, con sus
problemas, tiene índices escolares de universalidad, analfabetismo, deserción
y repetición propios de un país desarrollado, incomparablemente superiores a
los de nuestros países. Al contrario, en contextos donde todavía no se ha
conseguido incluir a toda la población en la institución escolar, con un sistema
público ya endeble y aún más debilitado por las últimas reformas educativas,
con escuelas que hacen agua por todos lados, se argumenta que una crítica
desinstitucionalizante como la de El maestro ignorante sólo podría tener
efectos conservadores y regresivos: debilita lo público, justamente lo que es
necesario fortalecer ante la presente pretensión de hegemonía del mercado y
la privatización creciente del sistema educativo.
En parte, esta incomodidad que provoca El maestro ignorante deja ver
una de sus principales virtudes: un modo revitalizador de entender y afirmar el
pensar en terreno educativo: ejercicio del pensamiento que des-acomoda,
desestabiliza, inquieta. Vale la pena recordar aquella distinción de M. Foucault
(1994a:41) entre dos tipos de libros o, mejor, dos tipos de relación que
establecemos con la escritura: una relación de verdad o una relación de
experiencia. En el primer caso, el libro funciona como una ver-dad que se
escribe para pasar lo que se sabe o que se lee para saber lo no sabido, para
transmitir lo que ya se piensa o para enterarse de lo pensado por otro; en el
segundo caso, el libro funciona como un dispositivo que per-mite poner en
cuestión las verdades en las que el autor o el lector están instalados. Si la
primera relación legitima un saber, la segunda lo problematiza. Si la verdad
deja al escritor y sus pensamientos como estaban, la experiencia de escritura
y de lectura transforma unos y otros.

Un libro como El maestro ignorante invita a una relación de experiencia, a


un modo desestabilizador y cuestionador de situarse en el pensar. Si, en
cambio, se lee El maestro ignorante como un libro verdad, no se le sacará
gran provecho y, además, se lo pondrá en el lugar de su muerte, al que
parece combatir de principio al fin. Al contrario, como experiencia de lectura,
Jacotot y Rancière pueden ayudarnos a ya no poder pensar más del mismo
modo las cuestiones que tratan. A lectores profesores la experiencia de un
profesor puede ayudarnos a no ser más profesores de la misma manera, a ya
no ser los mismos profesores.

En otras palabras, para poder sacarle provecho a Jacotot hay que


sentarse con él de igual a igual –la expresión nunca fue más pertinente
desacomodarse, dejarse provocar, inquietarse. De modo que hay allí un valor
innegablemente filosófico y político de un pensamiento que no deja las cosas
del mismo modo que las encontró: al contrario, encierra al lector en un círculo
del que deberá salir, por sí mismo, otro de como entró. O extraño. O
extranjero. En cambio, si se extrae un método o una verdad pedagógica de
este libro, se lo aniquila.

Allí comienza lo interesante y los problemas, porque es notorio que una


experiencia de lectura que desacomoda e inquieta exige poblar otros lugares,
otras relaciones. La pregunta asoma con toda su crudeza: ¿qué tierra al fin?
En este sentido, El maestro ignorante calla. No prescribe ni auto-riza. Queda
un vacío, una ausencia, no hay métodos, no hay caminos. Hasta allí, ningún
problema. Al contrario. ¡La pedagogía está tan llena de respuestas fáciles,
simplificadoras, superficiales, que un poco de silencio ayuda a respirar!
Puede verse allí el gesto propio de la filosofía, con una elegancia singular.
Nada más interesante para una situación de enseñar y aprender que el vacío
que abre espacio para pensar los cómo, los dónde, los cuándo, los para qué.
Pero el punto es que en El maestro ignorante no sólo hay ausencia de
prescripción, sino que la última palabra parece ser de imposibilidad, una
negativa normalizada: «Nunca ningún partido ni ningún Gobierno, ningún
ejército, ninguna escuela ni ninguna institución, emancipará a persona
alguna» (Rancière, 2003:132).

Para decirlo con otras palabras, El maestro ignorante hace jugar el valor y
sentido de una práctica educativa entre la igualdad y la emancipación. La
relación es circular: se parte de una para llegar a la otra, la que, a su vez,
verifica la primera. El problema es que ambas nunca se encuentran de hecho
en una forma social: «La enseñanza universal no es y no puede ser un
método social; no puede extenderse en y por las instituciones de la sociedad»
(ídem:135); la alternativa es excluyente: «Es necesario elegir entre hacer una
sociedad desigual con hombres iguales o una sociedad igual con hombres
desiguales» (ídem:171). La emancipación no va más allá de una relación de
individuo a individuo: no hay ni puede haber en El maestro ignorante proyecto
educativo emancipador.

Así, el gesto filosófico da lugar a una política del desencuentro y de la


quimera (sólo hay política en sueños: «Soñar una sociedad de emancipados
que sería una sociedad de artistas», ídem:95); de la distancia, escisión,
imposibilidad («El hombre puede ser razonable, el ciudadano no puede
serlo», ídem:112); no hay margen para nada («El hombre ciudadano conoce
la razón de la sinrazón ciudadana. Pero, al mismo tiempo, la conoce como
insuperable», ídem:117).

Esta ausencia de posibilidad política, al menos en los estados de


normalidad social, en las instituciones, en las escuelas, debe llevar, dicen
Rancière-Jacotot, al conformismo: «Bastaría con aprender a ser hombres
iguales en una sociedad desigual. Esto es lo que quiere decir emanciparse»
(ídem:171); «sin duda, los emancipados son respetuosos con el orden social.
Saben que es, en todo caso, menos malo que el desorden» (ídem:136). Es
cierto que los emancipados no se entregan al orden social («Pero es todo lo
que le conceden, y ninguna institución puede satisfacerse con ese mínimo»,
ibídem), pero tampoco lo amenazan («Él sabe lo que puede esperar del orden
social y no provocará grandes trastornos», ídem:141).

c. Posibilidades e imposibilidades de la política

Son estas implicaciones con un cierto aire de pesimismo o fatalismo de El


maestro ignorante lo que nos interesa discutir. En definitiva, se trata de
opiniones a las que opondremos otras opiniones. Opiniones de resistencia
contra opiniones de resistencia.
Entiéndase bien. No nos interesa afirmar un optimismo fácil. De paso, vale
pensar sobre los modos del optimismo. Está el de los que creen que todo es
maravilloso, posible y aun el de aquellos que piensan que las cosas
progresarán hacia lo mejor, más o menos rápidamente. No compartimos esas
formas de optimismo, pero sí el que afirma que las cosas siem-pre pueden
ser de otra manera, un optimismo de inspiración foucaultiana («mi optimismo
consiste, antes bien, en decir: tantas cosas pueden ser cambiadas, frágiles
como son, ligadas más a contingencias que a necesidades, más a la
arbitrariedad que a la evidencia, más contingencias históricas complejas pero
pasajeras que a constantes antropológicas inevitables», Foucault,
1994b:182). La historia no está cerrada; no está dicha, nunca, la última
palabra. Se trata, en definitiva, de un motivo también jacotista: «“No puedo”
no es el nombre de ningún hecho» (Rancière, 2003:76); «Se trata de
comprobar el poder de la razón, de observar lo que se puede hacer siempre
con ella, lo que ella puede hacer para mantenerse activa en el centro mismo
de la extrema sinrazón» (ídem:124). Ser optimista no necesariamente
significa ser un progresista ingenuo.

Vivimos en medio de la más extrema sinrazón. Tal vez más nítidamente en


América Latina. Reina la más absoluta desigualdad. No hay política, no hay
democracia en serio, sólo hay capital y mercado, o sea, barbarie y exclusión.
No hay mucho espacio para un optimismo progresista: nada hace pensar que
algo radicalmente diferente pueda salir del modo dominante de practicar la
política, de los partidos, de las elecciones, de las instituciones consagradas.
Tampoco de las instituciones pedagógicas, tal el estado y la desolación de la
escuela pública. Pero tampoco nada autoriza a pensar que no se pueda
inventar una nueva política, otra política, aun con la igual-dad como principio
y no como meta, en medio de tanta sinrazón.

Al menos en El maestro ignorante y en otros textos paralelos, Rancière


parece sugerir que no se puede. Una síntesis de sus razones pueden pre-
sentarse la siguiente manera: a) sólo hay una política, democrática; b) la
democracia es el gobierno de los incompetentes (para gobernar), la rup-tura
de la lógica de la desigualdad; c) no hay ley, causalidad, regularidad,
mediación, entre la emancipación de un individuo y la política; de lo anterior,
Rancière parece desprender que d) no hay política emancipadora, no puede
haber política (democracia, igualdad) o, al menos, es una excepción, se da
excepcionalmente (ídem:201-2)3.

El problema pasa en parte justamente por el significado y sentido de la


política. Rancière la caracteriza así: antagónica a lo policial (el gobierno),
acción paradójica, de sujetos suplementarios, derivada de una racionalidad
específica, de ruptura frente al arché, ejercicio «normal» del poder y sus
disposiciones, trazado de una diferencia evanescente en la distribución de las
partes sociales, manifestación del disenso (presencia de dos mundos en
uno). La política dominante, entonces, aquella que utiliza la más-cara de la
democracia, representa a la policía, la más fuerte negación de una política
que tenga la igualdad como principio (Rancière, 2004).

3. En textos más recientes, Rancière (2004) parece más abierto y afirmativo:


«La cuestión entonces no es simplemente la de enfrentarse a un “problema
político”. Es la de reinventar la política».

De esta manera, el otro se vuelve más otro: antiprogresista, anar-quista, no


hay progreso posible en las instituciones sociales. De hecho, no hay política
en la normalidad de lo instituido; la acción política está fuera de la policía; su
tarea es tornar visibles los sujetos invisibles; la política, según Rancière,
muestra que un sujeto negado, invisible, existe. En eso considera que
consiste un proceso de subjetivación, en la construcción de un caso de
igualdad, en una acción que, partiendo de la igualdad, abre un lugar donde un
sin nombre pasa a tener nombre.

Así llegamos al nudo de nuestra cuestión:

La lógica de la subjetivación política es así una heterología, una lógica del


otro, según tres determinaciones de alteridad. Primero, ella nunca es la
afirmación simple de una identidad, sino que siempre es a la vez, una
negación de una identidad impuesta por otro, determinada por la lógica
policial. La policía quiere en efecto nombres «exactos», que marcan la
asignación de las personas a su posición y su trabajo. La política, por su
parte, es una cuestión de nombres «impropios», de misnomers que expresan
una falla y manifiestan un daño. Segundo, la política es una demostración, y
ésta supone siempre un otro al que se dirige, aunque este otro rechace la
consecuencia. Es la constitución de un lugar común, aunque no sea el lugar
de un diálogo o una búsqueda de consenso según el método habermasiano.
No hay ningún consenso, ninguna comunicación sin daño, ningún arreglo del
daño. Pero hay un lugar común polémico para el tratamiento del mal y la
demostración de la igualdad. Tercero, la lógica de la subjetivación consiste
siempre en una identificación imposible (Rancière, 2004).

La subjetivación política es triplemente alteridad: a) niega la identidad


desigualitaria de la lógica policial; b) constituye un «lugar común» donde se
puede afirmar un nuevo sujeto; c) afirma una identificación imposible:
zapatista, trabajadores rurales sin tierra, franceses hijos de no franceses. De
esta manera, en la política, la igualdad se manifiesta como alteridad: no como
conflicto de identidades o lucha por una identidad originaria, sino como lugar
donde se asienta una nueva subjetividad que en sí misma es también
intervalo, privación, polémica. La política es incómoda e incómoda (ídem).

¿Estamos ante alguna excepción política? ¿Existe hoy política? ¿Hay


subjetivación política? No lo sabemos. Tal vez en Francia, por ejemplo, haya
gérmenes de una nueva política en los jóvenes de los suburbios que queman
sus escuelas, clubes y otras instituciones que los marginaron o que toman
como en el 68 las Universidades, en América Latina, con los zapatistas y la
otra campaña. Es cierto, se trata de formas excepcionales, pero no lo son de
derecho.

En todo caso, que haya o no política no es cuestión de derecho, sino de


experiencia, y el desafío es pensar y afirmar las condiciones para que pueda
haber política. Se trata de instaurar una otra política, en primer lugar, en el
pensamiento, una política de la experiencia y no de la verdad, una política de
interrogación permanente sobre la posibilidad y las for-mas de la propia
política, que la desinstale del lugar de la imposibilidad. Una política abierta, de
inconformidad e insatisfacción y que, partiendo de la igualdad y sin saber el
punto de llegada de sí misma, se impaciente con la sinrazón dominante y la
trastorne.

d. Educación y pedagogía

Tal vez el tono pesimista que parece predominar en El maestro ignorante


tenga que ver con que se trata allí de política en situación educativa. Jacotot y
Rancière (2003:153) saben bien de las tentaciones de la pedagogía: «Toda
pedagogía es espontáneamente progresista» y también de sus riesgos: «El
Progreso es la ficción pedagógica erigida en ficción de toda la sociedad»
(ibídem). Tal vez la educación representa para Rancière con más claridad que
otros ámbitos la ausencia de política, la lógica de la des-igualdad en su
hábitat más natural y naturalizado.

No le faltan razones a Rancière. Sin embargo, el espíritu infantil de


Jacotot reaparece con toda su fuerza: los ignorantes se rebelan. Siempre. Los
extranjeros no hablan la misma lengua. El círculo se quiebra una vez más. En
definitiva, puede comenzarse por cualquier lugar. Y lo que sucede una vez
puede suceder mil veces. Potencia de la emancipación. Hay que seguir la
propia inteligencia. Hay que buscar. Siempre.

Tal vez desde el propio marco teórico de Rancière podría diferenciarse entre
instrucción o pedagogía y educación, análoga a la distinción entre policía y
política. La pedagogía sería el gobierno de los que «saben», la organización,
estructuración y legitimación de los saberes y de los métodos para
transmitirlos, el reino de la razón explicadora. Al contrario, la educación sería
el gobierno de los que «no saben», de los incompetentes, los inhábiles para
aprender.

La instrucción o pedagogía niega la igualdad inicial y la emancipación final


que la educación presupone y hace posible. Mientras que la primera afirma
por todas partes las jerarquías y vive de ellas, la segunda sólo es posible
cuando no hay jerarquías. Si la pedagogía es el reino de la disciplina de los
cuerpos, de los saberes y del pensamiento, la educación es su indisciplina, en
particular la indisciplina del pensamiento para no pensar lo que hay que
pensar y, al contrario, pensar lo que el orden y la jerarquía no permitirían
pensar.

Hay educación excepcionalmente, cuando se interrumpe la lógica de la


pedagogía, cuando la verdad deja lugar a la experiencia. Nada en el
pensamiento puede negar de derecho la posibilidad de la educación. Al
contrario, nos preguntamos insistentemente por las condiciones que tornen la
educación posible.

Comparto la experiencia de la lectura de El maestro ignorante en cursos


de filosofía de la educación con docentes y aspirantes a docentes de las más
diversas clases sociales y en contextos diversos. Como sugiere Jacotot, he
salido a divulgar la nueva entre los míos. Disfruto de su potencia disruptora,
desinstituyente. Invito a inventar formas para verificar la igualdad. Sonrío al
ver la alegría de los que no aceptan más la lógica de inferiores y superiores.
En definitiva, como me ha enseñado Jacotot, la enseñanza universal es el
método de los pobres (ídem:137).

Con todo, inspirado en la inscripción de Père-Lachaise, abro el final de la


historia. Interrumpo el fin del círculo jacotista: emanciparse no tiene nada que
ver con conformarse; la ignorancia lo es también de cualquier presunta
imposibilidad. Hago preguntas de algunas respuestas: ¿Que relación vale
afirmar entre política, verdad y experiencia? ¿Qué lugar ocupa la filosofía,
entre la pedagogía y la educación? ¿Cuáles son las condiciones para que
haya educación, o sea, política y emancipación, en contextos de enseñar y
aprender? ¿Cómo propiciar, desde una lógica igualitaria, prácticas que
rompan la lógica de la desigualdad imperante en las instituciones
pedagógicas? Y, por último, ¿para qué enseñamos (lo que enseñamos) y
aprendemos (lo que aprendemos) atravesados, como estamos, por la
pedagogía y la policía? Como el lector puede apreciar, todavía hay mucho
que pensar aun o, sobre todo, en medio de tanta sinrazón.
La infancia de la educación y la filosofía.

Entre educadores héroes y tumbas de filósofos

En este capítulo vamos a problematizar la infancia más literal de la


educación y la filosofía, esto es, sus inicios y, en particular, un gesto
fundacional que ha marcado el desarrollo posterior. Lo que nos importa
cuestionar es un esquema poderoso en la construcción de identidades y
existencias que está presupuesto y circula de forma particularmente tran-quila
por el interior de las instituciones pedagógicas, algo del orden de lo que N.
Loraux (1990) describe como el «imperialismo de lo mismo».

i. Sócrates y el imperialismo de lo mismo

Helenista particularmente interesada por la Grecia clásica, Loraux muestra


cómo en ese contexto griego, que es también el del nacimiento de la Filosofía
que hoy se transmite en la Academia, el mito de la autoctonía sirvió para
consolidar un ideal identitario, verdadero, único, perenne, que no pudo
constituirse a sí mismo sino bajo la condición de excluir todo aquello que
consideraba otro, de afuera, en movimiento. Por esa misma razón, en Atenas
se veía a todo extranjero como un potencial enemigo que debía ser
convertido rápidamente en huésped. Para unos y otros, una única palabra:
xénos. Nosotros y todos los otros; nosotros y el resto del mundo.

Un esquema semejante al propuesto por Loraux para entender el mundo


griego parece haber imperado fuertemente en el interior de la educación y la
filosofía que allí nacen, constituyendo su identidad a partir de una imagen
hegemónica de sí mismas y del profesor y del filósofo, asimilando o
expulsando lo que fuera distinto de esa imagen, en uno y otro caso
confrontando la alteridad contenida en otras imágenes. Se trata de una
imagen que perdura y, dado el origen griego de la educación y la filosofía
dominantemente practicadas entre nosotros, no sorprende demasiado esta
constatación. En todo caso, es notable cómo la educación no ha podido
educarse a sí misma frente a esta autoimposición y cómo la filosofía,
autoconcebida como la instancia crítica por excelencia del pensamiento, ha
convivido de forma acrítica con esta imagen de sí misma que conlleva desde
sus inicios.

Este imperialismo de lo mismo que atraviesa la historia de las ideas


pedagógicas adquiere formas específicas en cada saber y se hace sentir
particularmente entre quienes enseñan filosofía, por la dualidad que allí abre:
en efecto, en las instituciones filosóficas circularían dos tipos de filosofías,
producto de dos formas opuestas de pensamiento que se corresponden cada
una con formas concomitantes de escritura y transmisión. Así, los que hablan
desde el centro, el núcleo y el poder de las instituciones filosóficas
contraponen una filosofía seria, rigurosa, erudita, la que ellos mismos
practican, y, en el exterior, desplazada, una filosofía ligera, banal, informal.

Una y otra tienen sus estilos propios de escritura. La primera, la Filosofía


con mayúsculas, sería transmitida a través de libros, preferente-mente
aquellos de lenguaje técnico y abstracto, en tanto se supone que cuanto más
compleja es la lógica de un pensamiento, más difícil y hermética se vuelve la
lógica de su transmisión. Al contrario, la filosofía menor sería aquella que se
presenta bajo la forma de cartas, entrevistas, memorias, narraciones y, más
recientemente, hasta en videos, filmes u otras formas de expresión más
«débiles». Las dos filosofías tendrían, también, sus lenguas específicas de
escritura: griego, alemán, para la primera; portugués, castellano y otras
lenguas menos nobles para la segunda (qué decir entonces de lenguas como
el náhuatl, el aymará o el quechua). Algunas lenguas, como el francés, el
inglés o el italiano, están en una zona intermedia y, dependiendo de la
tradición filosófica de referencia, se incluyen en uno u otro bando.

Si la Filosofía primera, seria, adulta, para iniciados, tiene nombres propios


indiscutibles (como Aristóteles, Descartes o Kant), la filosofía frívola, infantil,
para iniciantes, está hecha por filósofos de segunda clase o, más
directamente, por seres anónimos o poco (re)conocidos, los Antifonte, Jacotot
o Ingenieros. La Filosofía mayor tiene además sus instituciones en las que se
origina y circula a voluntad, localizadas en Oxford, Heidelberg o Princeton.
Nada que salga de esos lugares se escribe con las letras minúsculas que
marcan lo no institucionalizado, o la institucionalización frágil del otro margen.

Podríamos precisar y extender las consideraciones sobre este mito de las


dos filosofías e incluso ampliarlo a dos matemáticas, a dos literaturas, a dos
físicas, pero por el momento nos interesa considerar el modo en el que se
traslada a la docencia en filosofía. Como no podría ser de otra manera, hay
Profesores/as (generalmente profesores) y profesores/as (las más de las
veces, profesoras). Los primeros saben muy bien la filosofía que transmiten.
Leen los filósofos de primera mano y en su lengua original, dominan su
vocabulario técnico y pasan las teorías producidas por esos filósofos a sus
alumnos. Las segundas son amateurs, no tienen formación rigurosa en
filosofía y no entienden la Filosofía seria. En verdad, se dice que dan clase de
filosofía sólo metafóricamente, pues en verdad «hacen de cuenta», dialogan,
conversan, son más periodistas que transmisores de contenido filosófico.
Lógicamente, lo que estas últimas enseñan no es filosofía en sentido estricto
y jamás podrá serlo, ya que ni siquiera poseen un conocimiento acabado del
asunto a transmitir.
Este cuadro, ciertamente, es exagerado e impreciso. Pero no por eso deja
de hacer eco de una realidad por demás escindida, dicotómica, partida que,
como hemos sugerido, se repite también en otros campos. El sentido principal
de este capítulo es problematizar este mito. Nuestra pretensión no es
desconocer el valor de algunas prácticas, como la lectura de textos en su
lengua original, ni tampoco hacer una apología de los que hoy son difamados;
mucho menos, proponer otra descripción superadora, separar el mundo de la
enseñanza de la filosofía entre profesores héroes y malvados, con otros
nombres y características, entre una buena y una mala filosofía, para
después argumentar que una debe ser enseñada y la otra proscripta de las
aulas. No vamos a reivindicar una filosofía para satanizar otra. Nada de eso.
Sólo queremos mostrar que las cosas tal vez sean un poco más complejas de
lo que parecen en estos esquemas y que los que piensan el problema de la
enseñanza de la filosofía a partir de esta forma mitológica pueden estar
perdiendo elementos preciosos para pensar la práctica. A la vez,
destacaremos algunas implicaciones «peligrosas» de este modo de análisis.

En primer lugar, este esquema ha permitido que dentro mismo de la


filosofía se ejerciera el poder del pensamiento filosófico para incorporar al
propio pensar o para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo que no se
identificara con ese pensar. Un poder de pensar ejercido para silenciar la
otredad de los otros pensares ha sido, de modo persistente, la filosofía
llamada occidental. De un lado, «nosotros», los filósofos, serios, eruditos,
sofisticados. Del otro lado, «ellos», los que, o se tornan como nosotros, o
nunca serán filósofos. Ellos hacen lo que nosotros afirmamos que es la
filosofía o están fuera de la Filosofía. Curiosa manera de ejercer el pensar,
naturalizada hasta el extremo de volverse evidente, obvia, normal.

En este panorama, la figura de Sócrates desempeña un papel singular,


fundador, paradójico. Fundador, padre, iniciador, para los filósofos, profesores
de filosofía y los educadores en general, permanece como un héroe
indiscutible1. Sócrates es, así, una referencia altisonante para una educación
filosófica. De unos y de otros. De los serios y de los no tan serios. Casi todos
lo reivindican. Sin embargo, vamos a ver de qué manera Sócrates inicia, en la
filosofía y la pedagogía, el «imperialismo de lo mismo» descrito por Loraux.

1. Aquí no hacemos distinción entre la/el profesor/a de filosofía y la/el filósofa/o.


Aunque, debido a su extrema complejidad, el tema no puede ser
adecuadamente tratado en este lugar, nos importa enfrentar esa distinción
presupuesta de manera incuestionable en la educación y la filosofía de
nuestro tiempo. Un ejemplo claro de este presupuesto se verifica en las
carreras de filosofía de nuestras universidades, con su distinción ya habitual
entre los licenciados en filosofía (investigadores, filósofos, productores de
filosofía) y los profesores de filosofía (pedagogos, transmisores, en fin,
aquellos que, se piensa, no son capaces de producir filosofía, pero sí serían
capaces de transmitir la filosofía producida por otros). Aunque no puedo
justificarla aquí, defiendo la idea de que toda/o filósofa/o que hace su trabajo
enseña y de que toda/o profesor/a de filosofía que también hace su trabajo
filosofa. Algo semejante podría decirse de distinciones análogas que se hacen
en otros campos del saber.

El Sócrates que llegó hasta nosotros contiene elementos tan complejos, en


tensión, y contradictorios hasta un extremo tal que fue objeto de lecturas
opuestas, antagónicas, como pocos filósofos en la historia. Unos celebran su
lógica, su coherencia, su apuesta irrenunciable a la razón y lo hacen un
ilustrado adelantado. Otros elogian, al contrario, su no saber, dimensión
mística, su dialogar informal, que sacude a los otros de su estado de
seudosaber y los lleva a la búsqueda filosófica. En ese recorrido, Sócrates, el
fundador de lo que se llama «mayéutica», un método que no enseña
contenidos, sino que extrae los contenidos ya presentes en los alumnos, sería
el primer profesor de filosofía que daría lugar a la palabra de los otros.

A continuación vamos a problematizar este mito de Sócrates que refleja


también aquel mito inicialmente descrito de la filosofía; lo haremos no tanto
por medio de Sócrates en sí mismo, sino que nos valdremos de su figura
como una imagen para reflexionar, en un estudio que no tiene pretensión de
afirmar verdad historiográfica alguna, acerca de algo que nos importa a la
hora de pensar la filosofía y la pedagogía de nuestro tiempo. Queremos saber
si Sócrates, o lo que la imagen que aquí trazaremos ilustra, resulta un modelo
tan interesante para reflejarse en los días presentes cuando se trata de
enseñar filosofía o, nos atreveríamos a decir, mejor, cuando se trata de
afirmar una educación filosófica.

En definitiva, aquel mito inicial de las dos filosofías se sostiene sobre una
oposición que desplaza y no permite pensar uno de los problemas principales
de la filosofía, de su enseñanza y, tal vez, de la enseñanza en general, esto
es, el del tipo de pensamiento y la relación con el pensamiento que se afirma
cada que vez que se enseña y se aprende filosofía o cualquier otra cosa. No
creo que sea tan importante el tipo de texto que se usa o la lengua en la que
un texto se expresa, ni siquiera quién es la filósofa o el filósofo en cuestión,
mucho menos la procedencia del inter-locutor; tampoco lo es un supuesto
conjunto o sistema de saberes a transmitir. En otras palabras, el problema
principal de la enseñanza de la filosofía excede los márgenes de la materia,
de la metodología y de la didáctica para situarse en los límites entre la
filosofía y la educación: ¿qué pensamiento se afirma, se presupone, en
nombre de la filosofía? ¿Qué relaciones consigo mismo y con los otros
permite o impide desplegar esa imagen del pensamiento? ¿Qué relaciones en
los otros ese pensamiento posibilita? La filosofía afirmada por el profesor,
¿totaliza, a partir de su propia imagen, el ámbito de lo pensable en la relación
pedagógica?

En este sentido, lo que nos preocupa de Sócrates es la imagen del


pensamiento que nace, afirma y lega para la filosofía, los filósofos y
profesores de filosofía, el poder de un pensamiento que ejerce para sí y para
los otros. Contra el mito construido en torno de su figura como la de un
aparente ignorante, contra esa sentencia repetida hasta el hartazgo («Sólo sé
que nada sé»), intentaremos mostrar que Sócrates se sitúa a sí mismo como
alguien que sí sabe y que desplaza a todos los otros a la posición de los que
nada saben o, por lo menos, no saben lo que es más importante saber y da
sentido a todos los otros saberes. En suma, intentaremos mostrar que
Sócrates está un poco lejos de afirmar una ignorancia afirmativa como la
descripta en el capítulo anterior.

A continuación, vamos a intentar justificar estas afirmaciones. Primero nos


referiremos al Menón, luego haremos una referencia al Eutifrón, uno de los
diálogos llamados «socráticos», «aporéticos» o «de juventud» de Platón para,
finalmente, sacar algunas conclusiones tentativas que nos permitan pensar
más a fondo las cuestiones hasta aquí planteadas2.

ii. El imperio de la mayéutica: el Menón

Sócrates concibe la tarea de enseñar (filosofía) como eminentemente ilu-


minadora, ilustrada. Para Sócrates, enseñar (filosofía), filosofar con los no
filósofos, es importante para arrancarlos de la relación que tienen con el
saber, para que ellos se den cuenta de que no saben lo que creen saber, para
que dejen de saber lo que saben. En el fondo, Sócrates se considera el
privilegiado dueño del saber humano por excelencia, la filosofía, el saber más
digno de un ser humano. En definitiva, ha sido el dios del oráculo, Apolo, la
fuente del saber que su amigo Querefonte le transmite: «Nadie es más sabio
que Sócrates en la polis». Tan legítimo y divino considera Sócrates ese saber
que, en su discurso de defensa ante los jueces en el tribunal, narrado en la
Apología de Platón, interpreta la acusación en su contra como una acusación
contra la filosofía y la propia divinidad; para Sócrates, él y la filosofía son la
misma cosa, lo ha dicho el dios. Los ejercicios de los diálogos socráticos
transmitidos por Platón dejan esa imagen.

2. Esta imagen de Sócrates está inspirada en las páginas que J. Rancière le


dedica en El maestro ignorante. Con todo, asumimos algunos
desdoblamientos que en mucho exce-den al análisis de Rancière,
concentrado en la relación de Sócrates con la igualdad y limitado al Menón.

Al comienzo del diálogo platónico que lleva su nombre, Menón lanza a


Sócrates una de las preguntas por excelencia de la pedagogía: ¿la areté
(virtud) puede ser enseñada?3 Tal es su costumbre, Sócrates devuelve la
pregunta a Menón: para saber cómo es algo, antes debería saber qué es ese
algo. Cómo Sócrates afirma que él no sabe qué es la virtud, pide a Menón
que responda aquello que a primera vista le parece, al propio Menón, una
pregunta «fácil» (71e).

Sin embargo, como casi siempre, lo que parecía ser una cuestión tan fácil se
complica. Primero, Menón propone varias virtudes, una para el hombre, otra
para la mujer, otra para los niños, otra para los ancianos (71e-72a). La
pregunta, entonces, se desplaza: ¿la virtud es algo único o múltiple?; y, si
fuera este último caso, ¿qué es lo que todas ellas tienen en común para
poder ser llamadas por el mismo nombre? Después de que Sócrates ofrece
algunos de sus clásicos ejemplos (figura, color, 73e y ss.), Menón intenta
definir la virtud (77b), pero fracasa. Sócrates interpreta que su definición
–«ser virtuoso es poder usufructuar del bien que se desea»– es, por lo
menos, insuficiente, ya que sólo tiene sentido si está acompañada de la
justicia. En efecto, Menón acepta que no sería virtuoso quien desea su
contrario, la injusticia. De esta manera, se llega a una contradicción: la justicia
es, al mismo tiempo, idéntica y no idéntica a la virtud; es idéntica en tanto
todo acto justo es virtuoso, pero no es idéntica en tanto existen otras virtudes
además de la justicia (79b-c).

3. En este trabajo no podemos referirnos a la denominada «cuestión socrática»,


o sea, la reconstrucción de una filosofía de la cual no tenemos sino registros
indirectos (Aristófa-nes, Platón, Jenofonte, Aristóteles) Privilegiamos el
testimonio de Platón sin con ello tener pretensiones historicistas. El Sócrates
al que nos referimos aquí es un Sócrates platónico, o un Platón socrático, un
personaje conceptual que se sitúa entre ambos, y no daremos importancia al
diferente peso que cada uno tiene en esa composición.

Menón se ve llevado a una situación de completa aporía (80a). El hechizo


está consumado. Sócrates, el hechicero, acumula una nueva víc-tima. Al
inicio del diálogo, Menón se mostraba confiado, seguro de sí: había hecho
tantos discursos sobre la virtud, tantas veces, ante auditorios tan
numerosos... pero nunca se había enfrentado con Sócrates para hablar de la
virtud y, frente a Sócrates, el mismo que había producido mil discursos sobre
la virtud se vuelve completamente incapaz de pronunciar una palabra sobre
su asunto favorito. A Menón le sucede ante Sócrates lo que, antes de
conocerlo, ya había oído decir que le sucedería: «Que no haces sino caer tú
mismo en aporía y hacer que los otros caigan en aporía» (79e-80a). Menón
se siente embrujado, dopado, encantado enteramente por Sócrates,
sumergido en la más completa aporía.

Menón entonces compara a Sócrates con uno de aquellos peces torpedo


que confunden a todos los que se le aproximan, pues él está
«verdaderamente entorpecido, en el alma y en la boca» y no sabe más qué
responder (80a-b). Sócrates acepta la comparación con tal de ser, él mismo,
el primero en estar confundido, pues «no es desde el buen camino que
conduce a los otros a la aporía», sino por estar él mismo en completa aporía
que allí conduce a los otros (80c). Sócrates deja claro que no hay ningún
problema en el estado de aporía para quien busca conocer algo y lo hace
dialogando con otro. El problema sería quedarse en una posición de
exterioridad, problematizando a los otros sin problematizarse a sí mismo. En
todo caso, menos mal, sugiere Menón, que Sócrates nunca vivió fuera de
Atenas, porque si hiciese tales cosas en otra polis, como extranjero, habría
sido juzgado como hechicero.

Sócrates sugiere que la principal diferencia entre los dos es que Menón
creía saber lo que es la virtud antes de dialogar y, en cambio, después ya no
parece estar más en posesión del saber. Sócrates dice que la diferencia entre
ellos estaba al inicio del diálogo, no al final; en otras palabras, que el diálogo
ha suprimido las diferencias. Con todo, la aporía todavía no paraliza del todo
a Menón, quien saca fuerzas para lanzar un nuevo desafío y una nueva
aporía a Sócrates: es imposible investigar desde el no saber (¿cómo se
podría buscar lo que no se sabe?, ¿cómo se sabría que aquello que se
encuentra es lo que se buscaba si precisamente no se lo sabe?), pero
también desde el saber, porque para qué se investigaría lo que ya se sabe.
Así, el desafío lleva a una nueva aporía: cuando se tiene el saber no se
investiga porque ya se sabe; pero cuando no se sabe, parece también
imposible moverse hacia el saber por la ceguera propia del no saber (80e-
81a).

Sócrates se incomoda con esta aporía. Afirma que es un argumento


erístico, propio de hombres débiles, pasivos y le opone otro argumento,
propio de personas de acción e investigativas (¡como él mismo!). Su
argumento es doctrinario y, para respaldarlo, apela a sacerdotes y
sacerdotisas y a todos los que, entre los poetas, Píndaro entre ellos, son
divinos (81a-b). La doctrina se resume en dos proposiciones fuertes: el alma
es inmortal y aprender es rememorar. A veces, el alma se termina, llega a un
fin (y a eso los hombres llaman morir) y, otras veces, ella vuelve a existir,
pues el alma jamás es aniquilada. Por ser así, no existe nada que el alma ya
no haya aprendido. El investigar y el aprender son, entonces, enteramente,
rememoración (anámnesis, 81d). Sócrates completa el argumento: siendo la
naturaleza absolutamente congénere, por la rememoración de una única cosa
un alma podrá, por sí misma, descubrir todas las otras cosas.

Enseguida, Sócrates ejemplifica esa teoría con un esclavo (que es griego


y habla griego) de Menón. Pide a Menón que perciba con atención si el
esclavo rememora o si aprende algo que no sabía. Sócrates traza en el suelo
una figura y va haciendo, continuamente, preguntas al esclavo (el ejercicio
transcurre, con alguna breve interrupción, entre 82b y 85b). La conversación
tiene, del principio al fin, el mismo tono: el esclavo se limita a responder
afirmativa o negativamente las preguntas que Sócrates le va haciendo. En un
primer momento, Sócrates lleva al esclavo a responder erróneamente qué
cuadrado es el doble del cuadrado inicial dibujado en el piso (82e). Muestra
de esta manera a Menón que el esclavo piensa que sabe lo que
verdaderamente no sabe. Después, introduce nuevas preguntas, hasta llevar
al esclavo a afirmar que no sabe lo que anteriormente creía saber (83e), esto
es, a reconocerse en una aporía. Con todo, ése es, según Sócrates, un
camino de superación: estar en aporía es mejor que creer en un seudosaber,
ya que, a partir de la aporía, nace el deseo de investigar y aprender.
Enseguida, Sócrates hará que el esclavo responda correcta-mente aquellas
mismas preguntas que antes no había podido responder.

Sócrates insiste varias veces en que, en este proceso, él no ha enseñado ni


explicado nada, sino que pregunta todo el tiempo (82e, 84c-d y 85d). Según
él, el esclavo responde exclusivamente por sí mismo, con su propia opinión.
Así, si el esclavo no sabía nada sobre el asunto en cuestión al iniciarse la
conversación y sabe al final sin que nadie le haya transmitido ningún saber,
entonces la única posibilidad es que el esclavo haya reme-morado algo que
ya sabía, algo que, aunque no lo recordase, ya tenía dentro de sí. Como se
trata de un esclavo, alguien sin instrucción, el breve ejercicio puede ser
extendido a toda su vida: si nunca nadie le enseñó nada, entonces
necesariamente ya sabía, antes de nacer, todo lo que ahora rememora (85e-
86a).

Todo sería muy bonito si Sócrates hubiese hecho lo que dice que hizo.
Pero el problema es que, de hecho, Sócrates sí enseña varias cosas al
esclavo. Lo primero que enseña es ese saber matemático que, en el
transcurrir del diálogo, se desprende nítidamente de las preguntas de
Sócrates y no de las respuestas del esclavo. No es verdad que Sócrates no
transmite ningún saber. No lo hace a la manera tradicional de quien responde
las preguntas de otro o directamente ofrece una lección. Pero sus preguntas,
que sólo pueden ser respondidas en una dirección y que, cuando no lo son,
son reformuladas infinitas veces hasta que salga la respuesta esperada, son
más afirmaciones que interrogaciones, contienen todo lo que el otro puede –y
debe– saber. Esto significa que Sócrates sabe, anticipadamente, el
conocimiento que el otro, de cualquier forma, tendrá que saber. De este
modo, más que un camino de rememoración de algo que ya sabía, el camino
del esclavo es el camino del saber de Sócrates, es un camino de reflejarse en
su saber. Todo lo que el esclavo puede hacer es acompañar a Sócrates
mansamente, seguir el camino de quien sabe, sobre todo, lo primero que él
no sabe: cómo recorrer el camino del saber.

Más aún, el esclavo del Menón no aprende a buscar por sí mismo, sino
que, además de toda la matemática «rememorada», también aprende que,
sin el maestro, en este caso sin Sócrates, nada podría buscar. Si antes era
esclavo de su ignorancia, ahora lo es de una relación dependiente y
heterónoma con el saber.

He ahí el aprendizaje principal que el esclavo aprende y que Sócrates


enseña, mucho más importante que todo el saber matemático contenido en el
ejercicio: el esclavo aprende que quien sabe de verdad es el maestro (o, más
concretamente, el ciudadano y no el esclavo) y que lo mejor que se puede
hacer, cuando se quiere aprender y se es esclavo, para evitar perderse, es
seguir el camino trazado por el maestro; dejarse llevar, mansa-mente, allí
donde el maestro quiere llevarlo. En definitiva, según el saber de Sócrates, la
naturaleza es congénere, de un mismo tipo, y saber una única cosa permite
saber todas las otras.

De modo que, después de hablar con Sócrates, el esclavo es mucho más


esclavo de lo que era al inicio: por un lado, sólo puede aprender lo que
Sócrates ya rememoró y sólo puede hacerlo à la Sócrates; por otro, su
posición con relación al saber tiene nuevos intermediarios y nuevas
mediaciones. En el trayecto de su conversación con Sócrates, el esclavo
aprende la pieza maestra de cierto ideario pedagógico tan viejo como
Sócrates según el cual para aprender es necesario seguir a alguien que ya
sabe aquello que se quiere aprender.

iii. Un diálogo aporético: el Eutifrón

Más de un lector ya debe estar pensando que este Sócrates del Menón no es
el verdadero Sócrates histórico, que tal vez sea simplemente y, por detrás de
su nombre, el propio Platón, a quien pertenecerían las teorías de la
reminiscencia y de la inmortalidad del alma que el personaje Sócrates de ese
diálogo defiende tan claramente. Ese lector argumentaría que el Menón no es
un diálogo de juventud, sino de madurez o, como máximo, un diálogo que
está en el límite entre esos dos períodos que marcarían el pasaje entre un
personaje Sócrates más histórico y otro más portavoz del pensamiento de
Platón.

El argumento es sensato, pero presenta problemas más serios que los


que pretende resolver. Tomado a fondo, significaría que, entonces,
deberíamos rever toda atribución al Sócrates histórico de lo que el personaje
Sócrates afirma en los diálogos de madurez y vejez. Por ejemplo, lo que el
Sócrates del Teeteto, un diálogo bastante posterior aun al Menón, se atribuye
a sí mismo con relación a la mayéutica. O lo que el Sócrates del Fedro dice
de sí mismo en relación con la escritura. Y la lista continuaría, al punto de
dejar a Sócrates casi vacío.

Más importante aún, creemos que, dados los problemas hermenéuticos


insalvables ligados a la transmisión del pensamiento de Sócrates, cualquier
disociación entre Sócrates y Platón tiene algo de ficción. De modo que no
apostamos a desvelar una supuesta verdad histórica, sino a problema-tizar un
mito que, en el interior de la educación y la filosofía, se ha aso-ciado, casi sin
lagunas, a Sócrates. Por eso, estamos usando el nombre de Sócrates no
para referirnos a la figura histórica que nació en el año 469 a.C. y murió en el
399 a.C., sino a un personaje conceptual inventado en gran medida por su
discípulo Platón y que ha operado como un poderoso dispositivo productor e
inhibidor de pensamiento en lo que llamamos historia de las ideas filosóficas
sobre la educación y aun en la práctica pedagógica de una infinidad de
educadores. Al final, no se trata tanto de Sócrates o de Platón, sino de un
tercero, una creación entre ambos, un Socratón o Plácrates, que puede
ayudarnos a pensar los problemas que aquí interesa pensar: ¿qué significan
enseñar y aprender (filosofía o cualquier otra cosa)?, ¿qué relación con el
pensamiento se establece y se posibilita entre alguien que dice que enseña
(filosofía o cualquier otra cosa) y alguien que afirma que aprende (filosofía o
cualquier otra cosa)?

Otro lector también estará pensando que la situación es diferente en los


llamados diálogos socráticos o aporéticos, en los cuales, a diferencia del
Menón, no habría saber positivo sobre las cuestiones que allí se indagan.
Estos textos acabarían en un mutuo reconocimiento, por parte de Sócrates y
de sus interlocutores, de su no saber frente a la cuestión tratada. Allí,
Sócrates más claramente no enseñaría un saber, porque ni siquiera se
afirmaría ese saber en el transcurso del diálogo.

Vamos a ver entonces uno de esos diálogos, el Eutifrón. Rememoremos


su inicio. Sócrates, yendo a buscar la acusación escrita contra sí mismo, se
encuentra, en la puerta de los Tribunales, con Eutifrón, que se dirigía a iniciar
un proceso contra su propio padre porque este había asesinado a un vecino.
El motivo que inicia la conversación no es menor: alguien que se dice
especialista en cuestiones sagradas puede –al acusar a su propio padre ante
los tribunales– estar de hecho efectuando una acción contraria, profana (3e-
5a). Sócrates, entonces, aprovecha la oportunidad para decirle a Eutifrón que,
como a un discípulo, le explique qué es lo sagrado y lo profano, de los cuales
Eutifrón se declara conocedor (5c-d).

Eutifrón, al igual que Menón, cree estar ante una tarea sencilla y, tal vez
por eso, falla inevitablemente en todos sus intentos de responder
satisfactoriamente las preguntas de Sócrates. En su primer intento, sugiere
que lo sagrado es justamente lo que él está haciendo en ese momento, o sea,
instaurar un proceso contra quien es injusto, sin importar quién es el que
comete la injusticia y el tipo de injusticia que comete o contra quién lo hace; al
contrario, no instaurar tal proceso en esas circunstancias sería un acto
profano (5d-e). Sócrates contesta que, de hecho, Eutifrón no respondió su
pregunta enteramente. Sólo dio un ejemplo o caso de algo sagrado y de algo
profano, pero no consideró muchas otras cosas que también lo son (6d).
Sócrates especifica aún más su pedido: quiere saber la propia idea (eîdos,
idéia, 6d-e), el paradigma, por el cual las cosas sagradas son sagradas y las
profanas son profanas.

En su segundo intento, Eutifrón tampoco satisface a Sócrates. Afirma que


«lo amado por los dioses es sagrado y lo que no es amado por los dioses es
profano» (6e-7a). La réplica de Sócrates (7a-8b) puede resumirse de la
siguiente manera: los desacuerdos se dan, entre dioses y seres humanos,
precisamente por los sentimientos que ellos tienen sobre cosas tales como lo
justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo sagrado y lo profano. Esto significa
que algunos dioses aman algunas cosas y otros dioses odian esas mismas
cosas. De este argumento se desprende que las mismas cosas son ama-das
y odiadas por los dioses y, de ese modo, la definición propuesta por Eutifrón
lleva a una contradicción, ya que algunas cosas serían amadas y odiadas por
los dioses y, por lo tanto, sagradas y profanas al mismo tiempo.

El argumento es falaz y espantaría al propio Sócrates de otros diálogos,


por ejemplo, el que mantiene con Polo y Trasímaco en el libro I de la
República. Sócrates parte aquí de una premisa que él mismo no considera
aceptable en ese otro diálogo, la de que existen diferencias sustantivas entre
los dioses con relación a lo que aman y odian (véase a este respecto el
propio Eutifrón, 9c-d, o la República, libro II). La respuesta de Eutifrón puede
no ser la que Sócrates espera en tanto no ofrece el paradigma o idea «por el
cual todas las cosas sagradas son sagradas (y las profanas, profanas)», pero
no sólo no es contradictoria, sino que de hecho responde aceptablemente la
pregunta de Sócrates ofreciendo ejemplos y criterios de demarcación entre lo
sagrado y lo profano. Si algunos dioses aman las mismas cosas que otros
dioses odian, esto apenas señala que para tales dioses no son sagradas y
profanas las mismas cosas, lo que es bastante sintónico con la religiosidad
griega imperante en Atenas. Esta concepción de la divinidad puede ser un
problema para la concepción de la divinidad de Sócrates, pero entonces su
descalificación de la respuesta de Eutifrón debería tener otro carácter que el
ofrecido en el diálogo.

De todos modos, la conversación continúa y Sócrates se muestra cada


vez más implacable. Reafirma que es precisamente en determinar si una
cosa es justa o injusta que hombres y dioses no acuerdan (8c-e). Eutifrón da
señales de cansancio y, ante la ironía socrática de que cierta-mente explicará
a los jueces lo que a él, Sócrates, le da más trabajo aprender, responde con
más ironía: «Si me oyen, les explicaré» (9b). Eutifrón toca un punto clave: en
muchos pasajes de los diálogos, Sócrates parece no oír a sus interlocutores.

El problema parece ser que aquí también Sócrates quiere oír una única
cosa y, si no oye lo que quiere oír, al resto no presta atención. De modo que
Sócrates no oye a Eutifrón porque Eutifrón no responde la pregunta de
Sócrates como Sócrates quiere que la responda. Sócrates quiere el «qué» y
Eutifrón da el «quién». Sócrates pregunta por lo sagrado y Eutifrón responde
mostrando alguien que hace lo sagrado y lo instituye como tal. ¿Por qué no?
¿Acaso cada «qué» no esconde un «quién»? ¿Acaso la pretensión socrática
de una naturaleza, idea o ser de lo sagrado no esconde una afección como la
que ofrece Eutifrón? ¿Por qué una caracte-rística abstracta y universalizada
es mejor respuesta para entender el «qué» de una cosa que el sujeto de su
producción? Las preguntas podrían continuar; el punto es que Sócrates bien
podría disponerse a discutir algo que está un poco «antes» de su exigencia,
como su presupuesto: ¿qué es lo que hace que x sea x y no otra cosa? ¿Es
un paradigma, una idea o algo del orden del aquí y el ahora, de los afectos y
los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la metafísica y la
ontología?

Ciertamente, Sócrates no considera estas preguntas. Parece haberlas


respondido de antemano y desde ese punto de partida impugna las respues-
tas que no van a su encuentro. Importa notar la violencia de este modo de
proceder socrático que es también el modo de proceder con el que la filosofía
obtiene su certificado de nacimiento: la despersonalización del pensamiento,
una abstracción que lo arranca de sus condiciones de producción, una
universalización que lo desconecta de su mundo concreto de sentido, una
intransigencia que lo aísla de otras formas de pensamiento. De esta manera,
la negación del «quién» en el pensamiento no es sino una máscara para la
imposición de quienes están, escondidos, presentes en esa ausencia.

Así, el Eutifrón muestra a la filosofía como una actividad del pensamiento


que se instala en un lugar y no sale de ese lugar con la pretensión de que
sean los otros los que salgan de su lugar y vayan a su encuentro; una
actividad del pensamiento que descalifica las respuestas de los otros que no
coinciden con sus propias respuestas; una experiencia que es insensible a los
diversos intentos de pensar las mismas preguntas de otro modo, desde otros
presupuestos, con otra lógica; más aún, que nace no aceptando no sólo otras
respuestas para sus preguntas, sino tampoco otras preguntas –y un modo
específico de entenderlas– que las que ella consagra para el pensamiento.

El «diálogo» continúa. Sócrates insiste. No es el «ser amado por los


dioses» lo que determina el ser de lo sagrado, sino, al contrario, algo es
amado por los dioses por ser sagrado (9c-10e). En ese caso, Eutifrón estaría
confundiendo una afección del «ser sagrado» («ser amado por los dioses») y
del «ser profano» («ser odiado por los dioses») con lo que es «ser sagrado» y
«ser profano». Eutifrón ya no sabe cómo decir a Sócrates lo que piensa. Todo
le da vueltas a su alrededor. Nada está quieto (11a-b).

Entonces, Sócrates se dice descendiente de Dédalo (11c). Dédalo es un


ateniense de familia real, el prototipo de artista universal, arquitecto, escultor
e inventor de recursos mecánicos (Grimal, 1989:129). Desterrado después de
matar a su sobrino Talo por celos, fue arquitecto del rey Minos en Creta y
construyó el Laberinto donde el rey encerró al Mino-tauro. Hizo que Ariadna
salvase a Teseo, el héroe que había venido a combatir al monstruo,
sugiriéndole que le diese el ovillo de lana que le permitiría volver sobre sus
pasos a medida que avanzara. Por eso, Dédalo fue encarcelado por Minos.
Entonces, se escapó con unas alas que él mismo fabricó y se refugió en
Sicilia (ídem:130). Sócrates se refiere a Dédalo también en el final del Menón
(97e) como un creador de estatuas que precisan ser encadenadas porque, si
no, no permanecen en el lugar.

En el contexto del Menón, compara esas estatuas de Dédalo con las


opiniones verdaderas que sólo tienen valor si se quedan quietas y entonces
se vuelven conocimientos (epistêmai) estables (98a).

Eutifrón dice a Sócrates que se parece a Dédalo (11d). Sócrates acepta la


comparación y se considera todavía más terrible que aquel en su arte, en la
medida en que, mientras que Dédalo sólo hacía que sus obras no
permaneciesen en su lugar, Sócrates hace lo mismo, pero no sólo con sus
obras, sino también con las de los otros. Más aún, Sócrates afirma que es
sabio, especialista (sophós, 11e), en este arte involuntariamente, porque
desearía que sus razones o argumentos (lógous, 11e) permaneciesen
quietos, sin moverse.

Hay aquí una sintonía con la imagen del pez torpedo en el Menón y una
implícita aceptación de los desplazamientos de Sócrates recién aludidos, en
función de sus interlocutores y del contexto de cada conversación. Pero hay
algo tal vez más interesante. Tanto en esta imagen de Dédalo como en la del
pez torpedo, Sócrates no deja las cosas quietas y lo hace de una manera tal
que sus interlocutores pierden su apoyo, ya no consiguen más hacer pie.
Pero él mismo también se siente sin pie. La experiencia filosófica tiene el
sentido de desplazar las bases del pensamiento, la relación que tenemos con
lo que pensamos. Las conversaciones de Sócrates tienen el efecto de un
hechicero o un artista-inventor que hace que los otros dejen de sentirse
cómodos y seguros en su lugar. Y puede hacerlo, o lo hace con la intensidad
con que lo hace en el Menón, porque el propio Sócrates está dispuesto y de
hecho sale de su lugar cuando se pone a pensar con otro. Lo que en esa
imagen doble nos sugiere Sócrates es que enseñar (filosofía) estaría
relacionado con hacer que los otros salgan del lugar en el que están fijados
en el pensamiento, bajo la condición de que quien enseña también salga de
su lugar. Este autorretrato de Sócrates de dos caras, en el Menón y el
Eutifrón, nos parece una imagen interesante para una experiencia
pedagógica. El punto es que en los propios ejercicios que Sócrates realiza allí
con el esclavo y el sacerdote no parece él mismo afirmar para sí ese
movimiento.

Volvamos al Eutifrón, ya que, aun con la furia de Eutifrón, el intercambio


continúa. Sócrates consigue, con muchas dificultades, que Eutifrón esté de
acuerdo en que lo sagrado es una parte de lo justo y que se trata de
especificar precisamente qué parte es ésa (12a-12e). La conversación gana
nuevo impulso y Eutifrón parece avanzar en la dirección en que Sócrates
quiere llevarlo cuando afirma que lo sagrado es la parte de lo justo que dice
respecto al trato que se le da a los dioses, mientras la otra parte de lo justo
tiene que ver con el trato que se le da a los hombres (12e). Falta un poquito
más para llegar a la meta, dice Sócrates, que pide aclaraciones sobre el tipo
de trato del que habla Eutifrón (13a).

En este detalle, en esa cosa menor que falta para que la discusión llegue
a buen término, los interlocutores se pierden nuevamente y, esta vez,
definitivamente. Parecen demasiado cansados uno del otro y el avance de la
conversación ya no trae más aportes para resolver el problema en cuestión.
Eutifrón insiste en que aprender sobre estas cosas da mucho trabajo (14a-b)
y Sócrates lo acusa de no querer enseñarle (14b) y de volver a los mismos
argumentos. Agrega que Eutifrón es incluso más artista que Dédalo, en tanto
consigue que sus argumentos anden continuamente en círculos (15b-c). El
tono enojoso de Sócrates parece indicar el fracaso de una experiencia:
después de tantas y tantas vueltas, Eutifrón va a parar al mismo lugar del
inicio. Como afirma Heráclito (DK 22 B 103), en el círculo el comienzo y el fin
son lo mismo.
Así, el Eutifrón acaba siendo un ejemplo de esas conversaciones en las
que el interlocutor no consigue dar una respuesta a Sócrates que le resulte
satisfactoria sobre el asunto indagado. En este caso, Sócrates no está satis-
fecho con las respuestas otorgadas al «qué» de lo sagrado y lo profano. El
desenlace del diálogo es aporético. Con todo, el final del Eutifrón es también
ejemplar en otro sentido, tal vez más interesante para los pro-blemas que nos
ocupan. Después de la enésima y última insistencia de Sócrates para que le
enseñe qué es lo sagrado y lo profano, Eutifrón sale corriendo; a las
apuradas, se escapa de Sócrates. De este modo, repite algo que varios
interlocutores muestran en otros diálogos: Sócrates no consigue hacer lo que
dice en el Menón que hace con los que dialogan con él: sacarlos de su lugar,
sino sólo de manera física. Tampoco consigue lo que dice en la Apología que
hace con sus interlocutores: instruirlos a seguir una vida filosófica. Todo
parece indicar que Eutifrón acaba el diálogo pensando sobre lo sagrado lo
mismo que pensaba al inicio y, con todos sus intentos dedálicos, Sócrates no
consigue sacarlo de su lugar, a no ser para escaparse del propio Sócrates.
Los movimientos circulares lo conducen al mismo inicio.

Con todo, lo más llamativo es que el propio Sócrates se queda quieto en


el mismo lugar. Su última intervención (15e-16a) es clara: lamenta que, ante
la fuga de Eutifrón, quede imposibilitado de aprender lo que es lo sagrado y
su contrario, lo que le permitiría: a) saber defenderse de la acusación de
Meleto; b) no hacer nuevas invenciones por desconocimiento y c) vivir otra
vida, mejor. De modo que Sócrates sabe lo mismo que sabía al inicio: qué no
es lo sagrado, por dónde debe pasar una respuesta adecuada a tal pregunta
y también cómo refutar a quien no define una areté de la forma en que él
pretende que sea definida.

En todo caso, el ejemplo del Eutifrón es ilustrativo: Sócrates ha usado el


poder de Dédalo para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo que no
se identificara con la imagen del pensamiento presupuesta para y por la
filosofía; para silenciar y expulsar de lo pensable la otredad de los otros
pensares. Al final del diálogo, Sócrates se queda solo. Eutifrón ha escapado,
ha salido corriendo ante tamaña pretensión. De un lado, ha quedado el
filósofo. Del otro lado, fuera, quien no ha aceptado pensar como piensa el
filósofo.

iv. La figura de un profesor

Sócrates es una figura contradictoria, llena de matices y contrastes, aun


dentro de los diálogos de Platón. Lejos estamos de pretender dar una imagen
que abarque todas esas facetas. Sólo hemos hecho un ejercicio de lectura de
algunos pasajes de dos diálogos de una faceta de una figura que tiene
muchas otras. ¿Qué es lo que leemos?

En los dos casos, Sócrates busca que sus interlocutores aprendan algo
que él ya sabe de antemano: en el Menón, el resultado parece satisfactorio: el
esclavo de hecho aprende la matemática del ejercicio y también aprende que
para aprender debe hacer lo que hacen quienes saben (aprender), los que no
son esclavos. En el Eutifrón, la fuga de Eutifrón sugiere un resultado menos
satisfactorio. En definitiva, un anciano aristócrata no es tan permeable como
un esclavo. Sócrates lo acosa sin cesar para que reconozca que no sabe lo
que pensaba saber, que más vale no saber lo que él sabe y que es mejor
buscar lo que la filosofía quiere buscar. No parece haberlo conseguido. Con
las últimas fuerzas que le quedan después de semejante acoso, Eutifrón
consigue escapar.

Así, con todo su fracaso, el Eutifrón deja, al final, solitaria, pero en el


centro de la escena, a la filosofía: los interlocutores no saben o no consiguen
convencer al otro de que saben qué es lo sagrado. Eutifrón no soporta ese
lugar y sale corriendo; Sócrates se muestra más afín, parece «su» lugar. De
modo que también el Eutifrón acaba confirmando lo que Sócrates ya sabe
desde que su amigo Querefonte visitó al oráculo: que él, Sócrates, es el más
sabio de todos los atenienses, porque aunque no sepa gran cosa, al menos
reconoce el poco valor de su saber, mientras que los otros, como Eutifrón,
viven la ilusión de un saber que nada vale.

Con todo, satisfactoria o insatisfactoria en su resultado, la interlocución


con el profesor Sócrates deja una huella semejante –y preocupante– en los
dos diálogos: ni el esclavo del Menón ni Eutifrón aprenden a bus-car por sí
mismos lo que quieren buscar. Sólo aprenden a reconocer lo que Sócrates
quiere que reconozcan o que es mejor escaparse si no hay otra salida. Por
cierto, estos episodios no son aislados: la rabia no es sólo de Eutifrón, sino
también de Trasímaco, Calicles y tantos otros. Tal vez estos personajes
perciban que Sócrates no pregunta como pregunta alguien que no sabe, sino,
justamente, al contrario, como un sabio, por-que sabe un saber nada menos
que oracular, para que el otro sepa lo que no recordaba (Menón) o para que
sepa que no sabe lo que cree saber (Eutifrón). En definitiva, Sócrates también
pregunta para que todos sepan que, como dijo el oráculo, no hay nadie en
Atenas más sabio que él. Cuando del otro lado no está un viejo sacerdote o
un joven esclavo, sino un político actuante, las consecuencias de este juego
socrático acaban con su propia muerte.

Este Sócrates, que no es todos los Sócrates, pero tampoco es menos


Sócrates que ese campeón de una enseñanza dialógica y constructivista que
se lee por todos lados, instaura una pretensión hegemónica de ejercer el
pensamiento por parte del filósofo-profesor. O los otros piensan como piensa
el filósofo-profesor o no piensan, o piensan errado; o los otros saben como
sabe el filósofo-profesor o no saben, o saben errado.

Sócrates encarna, bajo su aparente no saber, la consumación de una


voluntad de saber autosuficiente y totalizadora, impermeable a las preguntas
y saberes de los otros, a los otros saberes. Sócrates ilustra la fundación de
ese ideal identitario de lo mismo que se constituye sobre la asimilación (el
esclavo) o la negación (Eutifrón) del otro, del otro saber, del otro pensar, del
otro ser, del otro valer, del otro poder. Con Sócrates, el filósofo-profesor se
erige a sí mismo en legislador, instaura la norma de lo que se puede saber, de
lo que es legítimo conocer y pensar, la medida del encuentro consigo mismo
en el pensamiento; es la figura del juez que sanciona epistemológica, política
y filosóficamente los desvíos, las debilidades, las faltas de lo que saben y
piensan los otros.

Ésta es una infancia de la filosofía y de la pedagogía legada por Sócrates.


Tal vez valga la pena repensar esa imagen en un tiempo y un espacio en que
parece imperioso que algunos «otros» puedan encontrar espacio para
expresar otra palabra, otro saber, otro pensar que los que dominan las polis
de nuestro tiempo. Tal vez sea necesario inventar otras infancias, encontrar
nuevos inicios, afirmar nuevos comienzos para una educación filosófica. Una
historia zapatista puede ayudarnos a pensar en esos comienzos.

v. Una historia, ¿socrática?

La cuestión tiene que ver, tal vez, con la sentencia inscripta en el oráculo de
Delfos: «Conócete a ti mismo», que Sócrates ha recuperado y dado el
estatuto de un desideratum pedagogicum para el ejercicio de la filosofía. Toda
una marca en las historias de las ideas pedagógicas. ¿Qué significa
«conocerse a uno mismo»? ¿Qué relación política abre entre quien enseña y
quien aprende cuando es puesto como meta de la relación pedagógica?
¿Qué relaciones con uno mismo y con los otros favorece?

Para pensar estas preguntas vamos a leer una historia escrita por el
subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en
marzo de 2001, cuando los zapatistas hicieron una marcha desde Chiapas
hasta el Distrito Federal para buscar apoyo para el reconocimiento de
derechos indígenas. Ésta es la historia4:

4. Este texto está publicado en EZLN (2001:404).


La tarde se va parpadeando el sofoco de la noche. Las sombras se
descuelgan de la gran Ceiba, el árbol madre y la sostenedora del mundo, y
van a tomar cualquier lugar para acostar sus misterios. Con la tarde, también
se va apagando marzo y no éste que hoy nos sorprende andando con los
muchos. Hablo de otra tarde, en otro tiempo y en otra tierra, la nuestra. El
Viejo Antonio volvió de rozar la milpa y se sentó a la puerta de su champa.
Dentro la Doña Juanita preparaba las tortillas y las palabras. Y como si tal, las
fue pasando al Viejo Antonio, adentrando unas y sacando otras, el Viejo
Antonio masculló, mientras fumaba su cigarro de doblador...

La historia de la búsqueda

Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dioses, los que
nacieron el mundo, las nacieron a casi todas las cosas y no todas hicieron
porque eran sabedores que un buen tanto tocaba a los hombres y mujeres el
nacerlas. Por eso es que los dioses que nacieron el mundo, los más primeros,
se fueron cuando aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron
sin terminar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero terminar
es labor de todos. Cuentan también los más antiguos de nuestros más viejos
que los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, tenían una
morraleta donde iban guardando los pendientes que iban dejando en su
trabajo. No para hacerlos luego, sino para tener memoria de lo que habría de
venir cuando los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía
incompleto.

Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros. Como la
tarde se iban, como apagándose, como cobijándose de sombras, como no
estando aunque ahí se estuvieran. Entonces el conejo, enojado con los
dioses porque no lo habían hecho grande a pesar de haber cumplido con los
encargos que le hicieron (changos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de
los dioses sin que éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro.
El conejo quería romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los dioses se
dieron cuenta y lo fueron a perseguir para castigarlo por su delito que había
hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es que los conejos de por sí comen
como si tuvieran delito y rápido se corren si ven a alguien. El caso es que,
aunque no alcanzó a romper toda la morraleta de los dioses más primeros, el
conejo sí alcanzó a hacerle un agujero. Entonces, cuando los dioses que
nacieron el mundo se fueron, por el agujero de la morraleta se fueron
cayendo todos los pendientes que había. Y los dioses más primeros ni cuenta
que se daban y entonces se vino uno que le llaman viento y dale a soplar y a
soplar y los pendientes se fueron para uno y otro lado y como era de noche
ya pues nadie se dio cuenta dónde fueran a parar esos pendientes que eran
las cosas que había que nacer para que el mundo fuera completo.
Cuando los dioses se dieron cuenta del desbarajuste hicieron mucha bulla y
se pusieron muy tristes y dicen que algunos hasta lloraron, por eso dicen que
cuando va a llover primero el cielo hace mucho ruido y ya luego viene el
agua. Los hombres y mujeres de maíz, los verdaderos, oyeron la chilladera
porque de por sí cuando los dioses lloran lejos se oye. Se fueron entonces los
hombres y mujeres de maíz a ver por qué se lloraban los dioses más
primeros, los que nacieron el mundo, y ya luego, entre sollozos, los dioses
contaron lo que había pasado. Y entonces los hombres y mujeres de maíz
dijeron «Ya no lloren ya, nosotros vamos a buscar los pendientes que
perdieron porque de por sí sabemos que hay cosas pendientes y que el
mundo no estará cabal hasta que todo esté hecho y acomodado». Y siguieron
diciendo los hombres y mujeres de maíz: «entonces les preguntamos a
ustedes, los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, si es que se
acuerdan un poco de los pendientes que perdieron para que así nosotros
sepamos si lo que vamos encontrando es un pen-diente o es algo nuevo que
ya se está naciendo».

Los dioses más primeros no contestaron luego porque la chilladera que se


traían no les dejaba ni hablar. Y ya después, mientras tallaban sus ojos para
limpiar sus lágrimas, dijeron: «Un pendiente es que cada quien se
encuentre».

Por esto es que nuestros más antiguos dicen que, cuando nacemos,
nacemos perdidos y que entonces conforme vamos creciendo nos vamos
buscando, y que vivir es buscar, buscarnos a nosotros mismos. Y ya más
calmados, siguieron diciendo los dioses que nacieron el mundo, los más
primeros: «todos los pendientes de nacer en el mundo tienen que ver con
éste que les decimos, con que cada quien se encuentre. Así que sabrán si lo
que encuentran es un pendiente de nacer en el mundo si les ayuda a
encontrarse a sí mismos».

«Está bueno», dijeron los hombres y mujeres verdaderos, y se pusieron luego


a buscar por todos lados los pendientes que había que nacer en el mundo y
que les ayudarían a encontrarse.

El Viejo Antonio termina las tortillas, el cigarro y las palabras. Se queda un


rato mirando a un rincón de la noche. Después de unos minutos dijo: «Desde
entonces nos la pasamos buscando, buscándonos. Buscamos cuando
trabajamos, cuando descansamos, cuando comemos y cuando dormimos,
cuando amamos y cuando soñamos. Cuando vivimos buscamos
buscándonos y buscándonos buscamos cuando ya morimos. Para
encontrarnos buscamos, para encontrarnos vivimos y morimos»:
—¿Y cómo se le hace para encontrarse a uno mismo? —pregunté. El Viejo
Antonio me quedó mirando y me dijo mientras liaba otro cigarrillo de doblador:

Un antiguo sabio zapoteco me dijo cómo. Te lo voy a decir pero en castilla,


porque sólo quienes se han encontrado pueden hablar bien la lengua
zapoteca que es flor de la palabra, y mi palabra apenas es semilla y otras hay
que son tallo y hojas y frutos y se encuentra quien es completo. Dijo el padre
zapoteco:

«Primero andarás todos los caminos de todos los pueblos de la tierra, antes
de encontrarte a ti mismo» («Niru zazalu’ guiráxixe neza guidxilayú ti ganda
guidxelu’ lii»).

Tomé nota de lo que me dijo el Viejo Antonio aquella tarde en que marzo y el
día se apagaban. Desde entonces he andado muchos caminos pero no todos,
y aún me busco el rostro que sea semilla, tallo, hoja, flor y fruto de la palabra.
Con todos y en todos me busco para ser completo.
En la noche de arriba una luz ríe, como si en la sombra de abajo se
encontrara.

Se va marzo. Pero llega la esperanza.

Subcomandante Insurgente Marcos

Juchitán, Oaxaca

México, 31 de marzo del 2001

Vamos a extraer dos principios de esta historia que nos ayudarán a pensar en
Sócrates y en un nuevo inicio para el enseñar y el aprender.

a. Un principio para enseñar: terminar es labor de todos

Marcos dice que los dioses hicieron el mundo incompleto. No lo hicieron así
por perezosos, sino por principio, por convicción, porque consideraron que
«unos tienen que comenzar, pero terminar es labor de todos». Eran dioses
poco omnipotentes, imperfectos, dueños de pocas certezas, en casi nada
semejantes a los que se usan para dictar la moral y las buenas costumbres;
al contrario, lloraban, reían y sentían dolor. Estos dioses nota-ron que la
creación de un mundo exige la participación de todos los que irán a habitarlo,
que la creación primera –por tanto, espejo de toda creación– dice algo
respecto de un movimiento inicial que instaura lo nuevo y abre las puertas
para que los otros participen de esa creación. También notaron que no hay
creación individual, sin la intervención de los otros. De esta forma, tal vez
estén situando un principio interesante para pensar el enseñar y el aprender.

Lo que estos dioses están sugiriendo es que no hay creación posible si no


hay participación de todos en la creación. La educación es tal vez una de las
dimensiones de la vida humana donde ese mandato creador se actualiza más
radicalmente: parece imposible educar si no se hace de este acto, sobre todo,
una acción creadora. Y las posibilidades de creación están seria-mente
comprometidas entre nosotros, con las escuelas cada vez más limitadas a
una función de asistencia y de contención social, ¿cómo pensar en creación
cuando muchos infantes van a la escuela sobre todo a tener su única
alimentación diaria o para escapar de un contexto violento y amenazador?
¿Cómo enfrentar la ausencia de sentido si la educación renuncia a su
dimensión creadora? Tal vez, para pensar estas preguntas puede ser
interesante pensar el valor de algunos principios, la fertilidad de algunos
inicios, para otra educación.

Voy a detenerme en una figura poética del texto de Marcos que refuerza
este principio. Como sabemos, en la lengua castellana el verbo «nacer» no es
un verbo transitivo; no pide ni admite un objeto, por lo que las gramáticas lo
clasifican como verbo intransitivo. «Salir del vientre materno», dice el
diccionario. Se nace; alguien nace, pero nadie es nacido por otra persona.
Decimos, por ejemplo, que una mujer «tuvo un hijo», no que ella «nace un
hijo». Decimos que nació Mario, Giulietta o Valeska, pero nunca decimos que
ellos son nacidos o que alguien los nace. Decimos que el nacimiento es una
acción que alguien trae consigo y que lo lleva a darse la vida, a ponerse en el
mundo. Alguien nace y punto final. La idea es interesante porque revela la
importancia que cada cual asume en su propia entrada en el mundo. Sin
embargo, nuestra historia sugiere una idea diferente, tal vez complementaria.
Marcos dice, con esa figura literaria, que los dioses «nacieron el mundo».
Podría haber dicho simplemente que «el mundo nació» o podría haber usado
otros verbos para expresar la idea de que el mundo fue creado. Podría haber
dicho, por ejemplo, que los dioses «crearon el mundo» o «produjeron el
mundo» o, aun, que ellos «fabricaron el mundo». Pero prefiere decir que ellos
«nacieron el mundo». Como diría Manoel de Barros (2003:ix), fuerza la
gramática, opera un desplazamiento en el modo normal de decir, busca
belleza en las palabras, produce toda una solemnidad de amor. Y las palabras
crujen, gritan, crean en el texto de Marcos.

De modo que el mundo es nacido por los dioses. Para la liturgia


«occidental y cristiana», acostumbrada a la figura de un dios creador, podría
haber poca novedad. Pero la hay. Es cierto, sin los dioses el mundo no habría
nacido. Sin embargo, no se trata de una creación de la totalidad. No es un
nacimiento acabado, definitivo. Los dioses no nacieron un mundo completo,
sino un mundo que llevaría consigo la necesidad de nuevos y continuos
nacimientos. El nacimiento es, tal vez, una de las formas más sublimes de
creación. Es una creación entre creaciones. En la figura literaria de Marcos,
encontramos inspiración para pensar de otra forma otro acto poderosamente
creador como es el acto de educar.

Educar quiere decir, básicamente, enseñar y aprender. Y enseñar y


aprender han sido comprendidos, tradicionalmente, según la lógica de la
transmisión. Estamos acostumbrados a pensar que enseñar sería brindarle
algo a quien no lo posee, en tanto que aprender sería traer para sí el signo, la
señal, que está en quien enseña.

Estos dioses que precisan de las criaturas para crear permiten pensar el
enseñar y el aprender como actos menos individuales y menos completos.
Como acciones que exigen cierta solidaridad en el principio de la creación,
cierto inacabamiento en lo creado y cierta cooperación en la tarea creadora.
Como si enseñar y aprender exigiesen por lo menos dos fuerzas igualmente
actuantes. Como si fuesen realizaciones que no es posible hacer por el otro,
pero tampoco sin que el otro ponga algo de sí. Como si enseñar y aprender
fuesen trabajos de solidaridad y de incompletitud. Cosas que nunca acaban,
que siempre están naciendo, encontrando nuevos inicios.

Cuando nos salimos de la lógica de la transmisión solemos ir hasta su


negación. Si no pensamos que enseñar tiene que ver con transmitir un
conocimiento ya listo para nuestros alumnos, creemos que no hay nada que
transmitir y entonces serían los alumnos los que construirían los
conocimientos por sí mismos. O bien les damos todo o no les damos nada.
Les damos las preguntas y las soluciones o los dejamos que pregunten sus
preguntas y respondan sus respuestas. Pensamos por ellos o los dejamos
que piensen lo que quieran pensar. Les pasamos nuestros valores o dejamos
que valoren lo que se les ocurra valorar.

La imagen de dioses que nacen un mundo que necesita seguir naciendo


inspira otra educación frente a estas alternativas. Inspira una acción
educadora que nace saberes que no dejan de nacer en cada uno de los que
participan de esa acción. Inspira una educación que no da, o para decirlo
mejor, que no nace, todo o nada. Nace, tal vez, una de las bases de la
potencia de toda creación: lo que puede cualquier ser humano cuando se
considera capaz de continuar naciendo sus nacimientos; aquello que puede
alguien que recibe de quien enseña la atención, el cuidado y la hospitalidad
que necesita para nunca dejar de aprender junto a él. Quien enseña ofrece
aquello sin lo cual nadie sería capaz de nacer conocimientos que merezcan
ese nombre y con lo cual podrá participar de continuos nacimientos: una
pregunta, un gesto, una opinión, una lectura, la actitud de quien, por sobre
todas las cosas, está siempre aprendiendo junto a otros. Una educación para
la fecundidad y el nacimiento constantes, conjuntos, siempre presentes. Una
educación que dé siempre la oportunidad de decir a todos «yo también soy un
educador»5.

b. Un principio para aprender: el pendiente es buscarse

El caso es que los dioses dejaron el mundo con creaciones pendientes. Lo


hicieron así a propósito, ya lo sabemos. Pusieron las cosas pendientes en
una mochila para poder reconocer si cada nueva creación correspondía a
alguna de aquellas creaciones pendientes. Pero las creaciones pendientes se
desparramaron por el mundo todo. Hombres y mujeres irían a buscar esos
pendientes, pero ¿cómo saber si lo que encontrarían es un pendiente o algo
nuevo que está naciendo en el mundo? Los dioses explican cómo: «Un
pendiente es que cada quien se encuentre» y todos los otros pendientes
tienen que ver con éste. De modo que sabrán si lo que encuentran es algo
pendiente si les ayuda a encontrarse a sí mismos. Vamos a explorar esta
frase.

De todo lo que ha quedado pendiente, lo principal, con lo que se


relacionan todos los demás, es que cada quien se encuentre a sí mismo.
¿Cómo entender el sentido de este pendiente? ¿Qué significa encontrarse?
¿Dónde concretar este encuentro? ¿Cómo propiciarlo? ¿Quién es ese «se»
que busca encontrar-se? ¿Quiere decir este pendiente que existe, para cada
quien, una identidad ya definida y que vivir es simplemente reconocer esa
marca previamente determinada? Evidentemente, este pen-diente lleva a
complejos temas ligados a cuestiones filosóficas tales como «¿quién
somos?» o «¿qué hace que seamos aquello que somos?».

Preguntas difíciles de responder para seres humanos. En todo caso, algo


parece claro: si algo pendiente para todo ser humano es encontrarse,
entonces quien esté dispuesto a aceptar el desafío tendrá que buscarse. El
encuentro –real o no, posible o quimérico– marca el sentido de la bús queda.
Buscamos para encontrar, aunque no necesariamente encontremos lo que
buscamos. Nos buscamos para encontrarnos, aunque no necesariamente nos
encontremos. Buscamos para producir encuentros, aunque sepamos que
algunos encuentros nunca serán nacidos. Por eso, Marcos dice que vivir es
buscar, «buscarnos a nosotros mismos».

5. La frase está inspirada, claro, en el «yo también soy pintor» de J. Jacotot.


Véase Rancière (2003).
La cuestión es que, de hecho, difícilmente nos encontraremos. Por no
decir que es casi imposible que lo hagamos. Porque para eso, dice el anti-guo
sabio zapoteca, hay que andar todos los caminos de todos los pueblos de la
tierra. Tarea imposible para cualquier ser humano: andar TODOS los caminos
de TODOS los pueblos. Otra vez el fantasma y la ilusión de la totalidad, de la
extranjeridad más absoluta, total.

¿Que están queriendo decir estos dioses? ¿Están considerando la


humanidad una quimera? En parte. Es verdad que la condición humana no
puede alcanzar la totalidad. Así, ella se reviste de una cierta imposibilidad, la
de buscar algo que su propia condición no le permite encontrar. Con todo,
igualmente hay que buscarse, siempre, obstinadamente, para que todo otro
encuentro merezca la pena. ¿Cuál es el sentido de esta paradoja? Tal vez
que el sentido de la vida humana no está en la posesión del encuentro, sino
en la fortaleza de la búsqueda. El encuentro con todos los otros pueblos
tendría el valor de la utopía, de dar sentido al andar.

En esta utopía del encontrarse, en esta tarea de buscarse, reaparece, con


toda su fuerza, el valor del otro, de la otra, de los otros. Si para encontrarse
hay que andar todos los caminos de todos los otros, esta búsqueda de sí
mismo no se puede hacer sin el otro, sin la otra, sin los otros. En otras
palabras, los otros no pueden faltar en nuestra búsqueda. Si fuésemos más
osados todavía, diríamos que encontrarnos es buscarnos a nosotros en los
otros o buscar a los otros en nosotros. Como si los otros fueran, al mismo
tiempo, compañeros en la búsqueda y el propio sentido de lo que se busca.
Como si el sabio zapoteca quisiera decir que en nosotros mismos están los
otros y que nosotros también estamos en los otros. O, por lo menos, que en
nosotros mismos podemos buscar a los otros y que los otros pueden
buscarse a sí mismos en nosotros.
c. Una búsqueda entre Sócrates y Foucault

Más de un lector debe haber sentido un cierto olor a Sócrates en esta historia
de creaciones pendientes de Marcos. Debe haber recordado la sentencia
inscripta en el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo» y la manera en la
que Sócrates la rememora, por ejemplo, en el Alcibíades I de Platón6. Vamos
a considerarla.

En este diálogo, Sócrates cuestiona en qué medida alguien como


Alcibíades está preparado para ejercer la política, en función de la formación
que ha recibido. Compara su crianza y educación con la de los persas y
espartanos y muestra a Alcibíades la necesidad de que quien pretende
ocuparse de los otros, de la política, comience por «ocuparse de sí mismo»
(128a-129a). Para eso tendrá que «conocerse a sí mismo». ¿Cómo alguien
se conoce a sí mismo? ¿Qué debe conocer? Según Sócrates, sólo se conoce
a sí mismo quien conoce su propia alma, ya que el ser humano está
compuesto de cuerpo y alma y es ésta la que gobierna a aquel. Quien conoce
su cuerpo sólo conoce «lo gobernado» (130b), «las cosas de sí mismo», pero
no «a sí mismo» (131a). Así, quien pretende gobernar a los otros, el político,
antes debe mostrarse capaz de gobernarse a sí mismo, lo que supone
conocer, ocuparse y cuidar de la propia alma. En palabras del diálogo
platónico:

SÓCRATES. Ejercítate primero, feliz amigo, y aprende lo que es preciso


aprender para intervenir en las cosas de la ciudad; pero no antes, para que
vayas poseyendo antídotos, y nada terrible experimentes.

ALCIBÍADES. Me parece que lo dices bien, Sócrates. Pero trata de


explicarme de cuál manera deberíamos ocuparnos de nosotros mismos.
SÓCRATES. Pues bien, tan lejos hacia adelante hemos penetrado –pues se
ha convenido suficientemente lo que somos–, pero temíamos que extraviados
de esto, lo olvidásemos, ocupados de alguna otra cosa, pero no de nosotros.
ALCIBÍADES. Así es.

SÓCRATES. Y después de esto, entonces, que debe cuidarse del alma y a


esto debe mirarse.
ALCIBÍADES. Evidente.

SÓCRATES. Y el cuidado del cuerpo y de riquezas debe dejarse a otros.


ALCIBÍADES. Sí, ¿y bien?
SÓCRATES. ¿De qué manera entonces conoceríamos esto más
claramente?, puesto que habiendo conocido esto, como es probable también
nosotros nos conoceremos a nosotros mismos. ¿Es que por los dioses, no
comprenderemos la bien expresada inscripción délfica que justo ahora
recordábamos? (Platón, 1979: 132b-c).

6. El Alcibíades I fue considerado en la Antigüedad –por filósofos como Albino,


Jámblico, Proclo y Olimpiodoro– una excelente introducción a la filosofía.
Pocos dudan actual-mente, como otrora, de su autenticidad.

Sócrates interpreta el sentido de la inscripción délfica como quien


interpretaría el sentido de las cosas pendientes de la historia de Marcos. El
diálogo sigue y Sócrates dice que tal vez el único ejemplo de algo que se
conoce a sí mismo sea el de la mirada, cuando una pupila se refleja en otra
pupila y se ve a sí misma. Un ojo sólo se ve a sí mismo en otro ojo, allí donde
surge su virtud, en la propia visión. Del mismo modo, un alma debe
conocerse a sí misma allí donde radica su virtud: la sabiduría, el conocer, el
pensar, de otra alma que refleje lo que hay en ella de mejor (132d-133c). En
este breve ejercicio filosófico, Sócrates, el filósofo, dice a Alcibíades, el joven
aspirante a político, la verdad de la política: para transmitir la virtud antes de
todo hay que ser virtuoso. El político se rinde a la verdad del filósofo, a la
verdad sobre él que el filósofo le revela, y el diálogo acaba con la promesa
del primero de ocuparse de la justicia y de buscar para eso ser compañero
del filósofo (135d-e). La moraleja socrática es que un político que quiera
conocerse como tal –y podríamos, tal vez, extender la exigencia a todas las
otras artes– debe antes pasar por la filosofía.

Más recientemente, Michel Foucault definía también la pregunta «¿quién


somos?» como principal para la filosofía. Su interés se dirige hacia la
formación en la Antigüedad de lo que denomina «hermenéutica de sí» o, en
otras palabras suyas, «juegos de verdad» a través de los cuales se fue
constituyendo una cierta experiencia de sí. Leamos cómo Foucault (1986:11)
explica este desplazamiento:

En cuanto al motivo que me impulsó, fue bien simple. Espero que, a los ojos
de algunos, pueda bastar por sí mismo. Se trata de la curiosidad, esa única
especie de curiosidad, por lo demás, que vale la pena practicar con cierta
obstinación: no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que
permite alejarse de uno mismo. ¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si
sólo hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto
modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce?

Foucault invierte la posición del filósofo socrático frente a la historia de la


búsqueda: en este caso, la curiosidad filosófica no busca aumentar el
conocimiento de sí, sino, al contrario, alejarse de lo que se conoce sobre uno
mismo. Como si el buscarse llevase a un dejar de conocerse, a un dejar de
saber lo que ya se sabe sobre sí. Así, estas breves referencias a Sócrates y
Foucault permiten visualizar dos posibilidades opuestas de entender aquel
«buscarse a sí mismo» del que habla Marcos. La primera opción, socrática,
anhela aprender lo que se considera que hay de virtuoso en lo más
importante, valioso o singular de sí mismo: el alma. Aunque Foucault no
usaría estas palabras, podríamos decir que su opción es opuesta: buscarse
significa alejarse de sí, perderse, desencontrarse. Sigamos leyendo a
Foucault:

Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar


distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable
para seguir contemplando o reflexionando. Quizá se me diga que estos
juegos con uno mismo deben quedar entre bastidores, y que, en el mejor de
los casos, forman parte de esos trabajos de preparación que se desvanecen
por sí solos cuando han logrado sus efectos. Pero ¿qué es la filosofía hoy –
quiero decir la actividad filosófica– si no el trabajo crítico del pensamiento
sobre sí mismo? ¿Y si no consiste, en vez de legitimar lo que ya se sabe, en
emprender el saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto?
Siempre hay algo de irrisorio en el discurso filosófico cuando, desde el
exterior, quiere ordenar a los demás, decirles donde está su verdad y cómo
encontrarla, o cuando se sitúa con fuerza para instruirles proceso con
positividad ingenua; pero es su derecho explorar lo que en su propio
pensamiento puede ser cambiado mediante el ejercicio de un saber que le es
extraño.

Foucault parece estar ironizando la máscara de Sócrates. Porque este último


encarna, sobre su aparente no saber, la consumación de la voluntad de saber
sobre sí y sobre los otros. Sócrates es el filósofo erigido en legislador, el que
instaura la ley de lo que debe ser la experiencia de sí, de la forma del
encuentro consigo mismo, la figura del juez que sanciona política y
filosóficamente los desvíos, las debilidades, las faltas de los otros. Al
contrario, la actividad filosófica defendida por Foucault se parece más a la de
un explorador de sus propias normalidades u obviedades para mostrarlas
como tales; un barrendero de lo que no quiere moverse de su lugar en sí
mismo, un Dédalo de los saberes y poderes que nos habitan más allá o más
acá de nuestra pretensión de saber y poder.

Un último párrafo de Foucault:

El «ensayo» –que hay que entender como prueba modificadora de sí mismo


en el juego de la verdad y no como apropiación simplificadora del otro con
fines de comunicación– es el cuerpo vivo de la filosofía, si por lo menos ésta
es todavía hoy lo que fue, es decir, una «ascesis», un ejercicio de sí, en el
pensamiento.
Llegamos así al núcleo de la cuestión que nos ocupa: el ejercicio del
pensamiento. En verdad, se trata de un pensamiento en movimiento, de su
cuerpo vivo, de una relación viva y filosófica en quien lo ejerce. Nos
encontramos, entonces, con la filosofía. Parece que no hay vida, que no hay
filosofía, diría Foucault, si no hay una forma de «ensayo», esto es, un
ejercicio de pensamiento que permita transformar lo que somos, que nos
posibilite extranjerizarnos del juego de verdad en el que estamos
cómodamente instalados, que nos permita deshacernos no ya de esta o
aquella verdad, sino de una cierta relación con la verdad, ese trabajo del
pensamiento que busca pensarse a sí mismo para tornarse siempre otro del
que es.

La búsqueda que cada quien entabla consigo mismo para transformarse


es también la posibilidad de que el mundo sea diferente de lo que es.

En el caso de un profesor, es la lucha por ser otro profesor del que se es.
Buscarse como profesor sería evitar legitimar lo que se sabe y el lugar que se
ocupa. El camino que trazan las creaciones pendientes de esta búsqueda
sería dado por el perderse en lo que no se piensa, en lo que no se sabe, jugar
otro juego de verdad del que se participa en la normalidad de las instituciones
pedagógicas. Una búsqueda de lo pendiente en el pensamiento sería un
ejercicio de pensamiento que busca abrir ese pensamiento a lo que todavía
no ha pensado.

De modo que tal vez sea inspiradora la principal creación pendiente de los
dioses de Marcos para una infancia del enseñar y del aprender. Tal vez valga
la pena pensar cada docente y cada estudiante a partir de una búsqueda
infantil, permanente de sí mismo y pensar también en el papel que el
pensamiento puede desempeñar en esa búsqueda.

Tal vez sea hora de repensar la infancia socrática del enseñar y el


aprender, tan instalada en nuestras instituciones y nuestras conciencias
pedagógicas, la que enseña que buscarse tiene que ver con encontrar,
conocer y cuidar lo más importante que cada quien tiene en sí mismo. Tal vez
sea tiempo de buscar otra infancia, un nuevo inicio que se afirme en un dejar
de ser lo que se es para poder ser de otra manera, en un desplazarse del
saber lo que se sabe para poder saber otras cosas; en un moverse del poder
que se ocupa para que otras fuerzas y otras potencias puedan ser afirmadas
entre quien aprende y quien enseña filosofía, o cualquier otra cosa.
Motivos para pensar la infancia más literal

Vamos a remitirnos a unas palabras que dijo hace un tiempito una


infanta que participa del proyecto Filosofía en la Escuela en una escuela
pública del Distrito Federal de Brasil. Destacamos que se trata de una infanta
de una escuela pública porque, al menos en Brasil, la creciente
privatización de la enseñanza junto con la desconsideración y el
abandono de la educación pública son marcas importantes de las más
recientes reformas educativas. Consideramos significativo que no perdamos
este aspecto de vista. Este proyecto, Filosofía en la Escuela, anda a
contramano de esas corrientes: busca resistir las políticas públicas vigentes y
el orden de cosas que ellas consolidan y extienden. Hacer Filosofía en la
Escuela supone y exige afirmar que otro mundo es posible. Con este lema no
se quiere duplicar el mundo o proponer una utopía que lo trasciende. Al
contrario, el solo hecho de pensar contra la corriente ya es una afirmación de
otro mundo. Del pensamiento nace otro mundo: no un mundo ideal, sino
un mundo en el que por pensar de otro modo ya no somos los mismos.

Bianca, que tiene 10 años de edad, estaba con sus amigos en una sesión
que ellos llaman de filosofía. Habían leído el capítulo uno de El principito de
Antoine de Saint-Exupéry y comenzaron una discusión a propósito de dónde
se encuentra la explicación más acabada de lo que un dibujo quiere decir: si
en el autor del dibujo, en su lector o en el propio dibujo. En esa sala, la
mayoría de los infantes tiene entre 9 y 10 años, pero hay unos cuantos con
algo más de edad. Eran casi cuarenta y unos quince participaban oralmente
de la discusión. Entre otras posturas de los compañeros de Bianca, Wesley
afirmó que hay diferencias entre matemática y arte, que en la primera es el
signo el que dice cómo tiene que ser interpretado, mientras que en el arte es
el observador quien da el sen-tido al signo; decía también que ese sentido no
siempre coincide con el dado por el artista. En ese contexto, una vez que
había escuchado diver-sas perspectivas sobre la cuestión, Bianca afirmó que
«cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que es
entendida»1.

i. Dos lugares para la infancia

¿Qué les parece? Pensamos que la frase tiene una fuerza filosófica
tremenda. Noten: «cada cosa», o sea, no hay nada que no tenga una
interpretación y, a su vez, toda interpretación tiene un «motivo», un porqué
que precisa ser entendido; no hay nada arbitrario, nada que no exija un
esfuerzo para entender por qué es entendido de la manera en que es
entendido, algo así como que hay omnipresencia de motivos (de «porqués»)
para entender la manera en que entendemos todas las cosas. Alguien podría
agregar que algunos motivos están más explícitos, otros menos; que algunos
son más evidentes, otros menos; algunos más cuestionables, otros menos;
alguien podría ver en esa tarea de hacer explícito lo implícito –evidente lo
oculto o cuestionable lo incuestionable– la propia tarea de la filosofía, o de la
educación o, mejor, de una educación filosófica.

Con todo, vayamos un poco más despacio. En todo caso, sigamos leyendo la
frase con un poco más de atención: Bianca sugiere que hay algo así como un
horizonte de sentido y de búsqueda para todas las cosas, un porvenir que
abriga y contiene el modo en que entendemos lo que entendemos y, tal vez,
más interesante aún, que el modo en que entendemos las cosas es sólo una
manera, una forma, lo que permite pensar que debe haber otras... hay
motivos diferentes y entendimientos diferentes, hay diversidad de
interpretaciones y pluralidad de razones para ellas.
Es notoria la fuerza de esta afirmación y nos imaginamos que más de un
lector puede haber pensado cosas tales como «allí está el principio de toda la
estética de occidente»; otro podría preferir que «esto tiene que ver con el
principio de razón suficiente de Leibniz»; algún otro replicaría que: «ese leit
motiv de la filosofía del arte está emparentado a la visión que ofrece
Aristóteles en su Poética»; alguien más preocupado por la filosofía
contemporánea podría arriesgar que en esa sentencia infantil se encuen-tra
condensado el perspectivismo de Nietzsche o sugerido un principio para la
genealogía de Foucault; otro interesado en los orígenes de la filo-sofía podría
sugerir que «algo semejante ya puede leerse en las entrelíneas del fragmento
2 de Heráclito»... y así sucesivamente. En su conjunto, estos testimonios
destacarían el intenso valor filosófico de esta sentencia y harían notar cómo
muchos filósofos han necesitado mucho tiempo y mucha tinta para decir algo
semejante a lo que Bianca expresa de forma tan diáfana, condensada y
simple. Es el motivo de los que afirman que «los niños son grandes filósofos».

1. Las referencias utilizadas del Proyecto Filosofía en la Escuela se encuentran,


en portugués, en la página www.unb.br/fe/tef/filoesco [consulta: diciembre de
2006].

Todas estas interpretaciones son discutibles (¡todas tienen además sus


motivos, diría Bianca!) y podríamos agregar otras tantas análogas, pero no es
eso lo que nos interesa enfatizar en este escrito. No interesa cuál de estas
interpretaciones es más adecuada a los dichos de Bianca. Lo que importa es
lo que todas ellas tienen en común: una forma de relación con la infancia. Se
lee el dicho infantil, se lo compara con dichos adultos, filosóficos y se traza
una relación para mostrar una similitud que tiene la forma de un elogio. Poco
importa también que el resultado del juicio sea afirmativo o elogioso; podría
ser negativo y la forma de relación sería la misma. En todo caso, no es
ninguna de estas cosas lo que haremos aquí. No compararemos los dichos
de Bianca para basar un juicio sobre ellos, sino que trataremos de pensar con
ellos, a partir de ellos.

La frase de Bianca llama a pensar en los motivos que tenemos para llevar
el pensar filosófico a la escuela, a una edad más temprana de lo que nuestras
tradiciones pedagógicas y culturales sugieren. Para usar las palabras de
Bianca: ¿cuáles son nuestros motivos para entender el filosofar con infantes
de la forma en que lo hacemos? Bianca nos hace recordar que hay maneras,
diversas, de entender la filosofía, la infancia, la educación y la reunión de
todas ellas y, por lo tanto, motivos múltiples para esa pretensión. Tal vez sea
importante preservar, alimentar y cuidar esa diversidad, particularmente en un
momento del mundo en el que parece que hay fuerzas demasiado
significativas empujando para suavizar las alteridades que más importan. De
modo que es posible que el lector no comparta estos motivos. No hay
problema alguno. Al contrario, si hacemos explícitos los motivos diferentes, tal
vez nos podamos poner a pensar juntos. En definitiva, ése es el principal
motivo de este escrito: que pensemos juntos.

Para empezar, tal vez resulte más fácil indicar algunos motivos ajenos.
Digamos, entonces, por qué y para qué no nos interesa filosofar con infantes.
Las causas, motivos, razones, sentidos se relacionan y entrecruzan.
Discúlpennos si incurrimos en algunas simplificaciones, pero queremos ir a
las «cuestiones mismas» y no desviar la atención, con la expectativa de
propiciar un encuentro de pensamiento. Contamos con la complicidad y
complacencia del lector.

Los motivos que dominan el mundo de la filosofía para infantes suponen una
forma específica de relación entre educación, política y filosofía 2. Estamos
inmersos en una tradición muy fuerte que ha situado la filoso-fía al servicio de
la formación política de los infantes: o bien la filosofía es pensada para formar
ciudadanos, para consolidar la democracia o para plasmar los valores que
consideramos «superiores» (respeto, tolerancia, solidaridad o cualquier otra
palabra de ese orden, no interesa demasiado qué nombre le damos; piense
en las que hoy tienen más aceptación, las políticamente más correctas y
adecuadas al contexto). No interesa tanto el contenido que se dé a este
modelo, el lugar de la infancia, la filosofía, la educación y la relación entre
ellas permanece igual: pensamos la filosofía inscripta en la educación de la
infancia y al servicio de una transforma-ción política concebida de antemano.
En otras palabras, proyectamos nuestra polis ideal y pensamos que una
educación filosófica de la infan-cia nos acercará a esa polis. Tendremos, por
caso, infantes más respetuo-sos, tolerantes, solidarios... Queremos formar
infantes a «nuestra» manera, la que consideramos mejor. Para eso se lleva la
filosofía a la escuela y se dispone todo un dispositivo pedagógico a su
servicio: para que nos ayude a conseguir lo que la escuela por sí misma no
parece poder conseguir.

2. Por ejemplo, en los trabajos pioneros de Mathew Lipman se encuentra este


modo tra-dicional de pensar las relaciones entre filosofía, educación e
infancia. Véase, entre otros, Philosophy Goes to School, Philadelphia, Temple
University Press, 1988; y Thinking in Education, 2ª ed., Cambridge,
Cambridge University Press, 2004. También pueden verse con provecho una
compilación de textos críticos y su respues-ta en un dossier de la revista
alemana EthikundSocialwissenschaften, Stuttgart, v. 12, nº 4, 2003.

Todos estos lemas pueden ser genuinos e importantes. Pero tal vez no
sean suficientes o, en todo caso, ellos tienen algunos peligros, o debilidades.
En principio, desde una perspectiva «infantil», el lugar que se otorga a la
infancia parece ser bastante poco interesante: «nosotros», los crecidos, los
que «ya sabemos», los sujetos de la experiencia, ponemos nuestras mejores
intenciones para diseñar el mundo que queremos para los que, pensamos, no
saben, o aún no han vivido lo suficiente. Es cierto que nuestras intenciones
son las «mejores» y que ponemos a disposición un bien «noble» como la
filosofía. Pero no es menos cierto que, en este esquema, la infancia ocupa el
lugar de un otro bastante disminuido, empequeñecido, casi alienado, de
aquello que, en última instancia, nos sirve de instrumento y nos permitirá
plasmar nuestros sueños e ideales. Es un otro que acomodamos en el lugar
de quien –educación y filosofía mediante– nos permitirá ser lo que hasta
ahora no hemos podido ser: lo que hemos pensado que debemos ser. Claro
que hay muchos matices y versiones de esta posibilidad: algunas más
coherentemente «democráticas», otras más dogmáticas, aquellas en las que
el discurso se distancia demasiado de la práctica. Pero en todos estos
motivos el lugar de la infancia parece muy semejante y, nos atrevemos a
afirmar, política y filosófica-mente incómodo.

El modelo imperante es tan fuerte que nos parece casi imposible pensar la
educación desde otra lógica que la de la formación de la infancia. «Y si no
educamos la infancia para un tipo semejante de formación, ¿para qué lo
haríamos?», debe estar pensando más de uno de los lectores de este texto.
Se piensan los modelos de «formación para la democracia» como
«progresistas» en relación con formas más conservadoras o tradicionales.
Quizá lo sean. Pero tal vez existan otras opciones. Quizá no sea tan
imposible pensar las relaciones entre filosofía, educación e infancia desde
otra lógica que la de la formación. Quizá encontremos otros motivos. Las
cosas siempre pueden ser de otra manera. Siempre. También en nuestros
días. De modo que tal vez podamos ser un poco más osados y disponer otro
lugar para la infancia. Quizá nos atrevamos a pensar con la infancia en lugar
de para ella; ¿por qué no podríamos situarnos a partir de ella, junto con ella y
no por encima de ella? Quién sabe dejemos de pensar por la infancia (en
lugar de ella) para dejarnos pensar por la infancia (que ella nos piense).
Vamos a intentar explicarnos con algo más de claridad.

La cuestión, en el fondo, tiene que ver con lo que pensamos que es la


política y la dimensión política afirmada en una apuesta educativa.
Ciertamente, educamos desde principios políticos y con finalidades políticas.
Afirmamos en nuestra práctica un modo de relación con cuestiones como
igualdad, justicia, libertad, solidaridad o cooperación. Propiciamos un espacio
donde, por ejemplo, es importante cuidar al otro, escucharlo; donde se
estimula la atención por lo que parece normal o natural, la participación de
todos y la resistencia frente a las imposiciones; apreciamos la alteridad,
estimulamos la creación y no nos molesta la falta de certidumbres. No somos
neutros ni apolíticos. Nada de eso.

Al contrario, hay toda una política en juego en nuestra práctica de filosofar


con infantes, lo notamos y lo enfatizamos. Pero la forma política de nuestros
sentidos y finalidades está abierta: no sabemos cómo debe ser el mundo.
Tampoco lo queremos saber, porque no nos interesa trabajar para una
normativa predefinida que dé sentido al presente de la acción pedagógica y
en cuya definición el otro, objeto de esa normativa, ha estado ausente.
Educamos para otro mundo, porque otro mundo es posible, porque otro
mundo ya existe desde el momento en que pensamos de manera diferente
este mundo, pero no sabemos la forma precisa de ese mundo ni pensamos
que somos nosotros los que debemos definirla. Por lo menos, no sólo
nosotros. Ponemos a disposición el filosofar para ayudar a pensar y a
pensarnos en ese mundo, para ayudarnos a poner en cuestión nuestra
relación con ese mundo y para que otros también puedan hacerlo. Pero la
forma política de un nuevo mundo permanece abierta. Nuestros principales
motivos para hacer filosofía con infantes están en el poner a disposición
nuestras instituciones, sensibilidades y pensamientos para que esos infantes
puedan pensar del modo más libre, potente y abierto posible la forma que
quieren darle a su estar en el mundo.

ii. Infancia y política: zapatismo infantil

Tal vez una analogía con un movimiento contemporáneo, el zapatismo, ayude


a tornar más explícitas estas ideas. Los zapatistas luchan, en el Estado de
Chiapas en México, desde hace más de 23 años (13 de ellos en forma
pública) para cambiar el mundo. Hasta la emergencia del zapatismo, los
grupos revolucionarios en América Latina se sustentaban en el principio de la
eliminación del otro –el enemigo, el burgués, el capitalista– y la toma del
poder para instaurar desde allí la revolución. Desde el comienzo, los
zapatistas dicen que no quieren tomar el poder. No es que nieguen la
explotación, la discriminación y el menosprecio –difícilmente alguien sufra
más y más de cerca que los indígenas chiapanecos las formas loca-les y
globales del neocapitalismo de estos días–, pero consideran que es necesario
practicar una nueva política, coherente con los principios de justicia, libertad y
democracia. Los zapatistas no creen que esta política sea compatible con
eliminar al otro ni con mantener un mismo ejercicio del poder con otros
ejecutores. No buscan exterminar al otro, porque si lo hicieran estarían
practicando la misma política que han sufrido por más de quinientos años y el
mundo sería el mismo mundo, sólo que con la gente ubicada en otras
posiciones. Al contrario, luchan por «un mundo en que quepan todos los
mundos». Así, no aspiran a la toma del poder, porque quieren cambiar el
modo en que se ejerce el poder y no sólo los nombres de quienes ejercen el
poder. Se trata de pensar y hacer, en palabras de los zapatistas, una nueva
política que la practicada hasta nosotros.

Hace un par de años, el subcomandante Marcos, uno de los líderes


zapatistas, intercambió un par de cartas con Pierluigi Sullo, del semanario
italiano Carta. En septiembre de 2004, Pierluigi publicó una carta dirigida a
Marcos en la que plantea el problema, en palabras de Marcos, de «la
velocidad del sueño»; Pierluigi se pregunta «¿qué hacer en Italia?», y Marcos
entiende esta pregunta como una forma de renovar la clásica pregunta de la
política: «¿qué hacer en el mundo?». Marcos da una respuesta conformada
por siete principios, pero anticipa a todos esos principios una marca que los
atraviesa: «no lo sabemos»3.

Los zapatistas no saben cómo debe ser el mundo, porque saberlo


implicaría negar las otras voces que es necesario escuchar para que ese
mundo sea de verdad un mundo plural y no un mundo como el que vivimos,
en el que se impone, de forma monocorde y omnipresente, una única voz.
Los zapatistas saben que es preciso escuchar a los otros, construir un otro
mundo sobre otras bases y recorriendo otros caminos, pero no tienen un
modelo predefinido al que tenga que aproximarse el mundo en que vivimos.
Esto no significa que sean neutros o apolíticos; al contrario, sus principios
están contenidos en un complejo pensamiento que se materializa en un modo
de entender la libertad, la justicia y la democracia y que encuentra su
cristalización en esas experiencias de democracia que se han denominado
«comunidades autónomas». Significa, al contrario, que esos valores están
dispuestos para que surja un mundo nuevo, un mundo que ellos no pueden
anticipar, una alternativa en permanente búsqueda: éste es el legado, como
vimos en el capítulo anterior, de los ancestrales dioses creadores del mundo:
que la búsqueda más importante de todos los seres humanos es la búsqueda
de sí mismos, que a esa búsqueda se remiten todas las otras búsquedas, que
vivir es buscar y que sólo es posible encontrarse a sí mismo en los otros, los
que hablan otras lenguas.
Consideramos que esta imagen de los zapatistas y una nueva política puede
ser también la metáfora de una nueva política para la educación. En el modo
tradicional de pensar la educación filosófica de la infancia, llevamos la
filosofía a la escuela para formar infantes que sean adultos más
democráticos, tolerantes, responsables... En la forma en que estamos pro-
poniendo que pensemos juntos, también educamos en un contexto
«democrático» (con varias comillas), para que ellos puedan pensar con
libertad, fortaleza y alegría el tipo de mundo en el que quieren vivir, para que
puedan buscarse a sí mismos de otro modo, en los otros, con los otros.

3. La carta que Pierluigi Sullo escribe a Marcos se publicó en la revista italiana


Carta, año VI, nº 31, 26 de agosto-l de septiembre de 2004. Marcos responde
en una carta titulada «La Velocidad del sueño. Segunda parte: Zapatos, tenis,
chanclas, huaraches, zapatillas», distribuida electrónicamente por el Centro
de Información Zapatista ([email protected]). Los siete principios que Marcos
allí presenta son: 1) una crítica feroz de la clase política mexicana; 2) una
crítica específica de los partidos de izquierda, autoproclamados
«progresistas»; 3) la resistencia, el antidogmatismo, la autocrítica y la
autodeterminación como principios no negociables de la acción política; 4) la
fidelidad a sí mismos; 5) la escucha atenta y no obediente; 6) el lema «arriba
los de abajo» y la mirada dirigida siempre a los de abajo, los históricamente
negados, ignorados; 7) la búsqueda de una alternativa propia.

Cuestionamos la polis instituida y ponemos a disposición otra polis


filosofante que tiene marcas que se abren a un porvenir indeseable
(¿imposible?) de anticipar. No sabemos lo que va resultar del encuentro entre
filosofía e infancia en terreno educativo. Y tampoco lo queremos saber.
Vislumbrarlo requiere tiempo, paciencia y escucha para percibir algunas
voces de la infancia. El lema de una «nueva educación» es ya muy viejo. Lo
sabemos. Pero creemos que de verdad es necesaria otra educación: otra
relación entre educación, filosofía e infancia y otra política en la educación de
la infancia. En suma, una infancia de la política, una política infantil. Una
política infantil sólo es posible a partir de otra infancia, y de otra relación con
la infancia.

iii. Otro ejemplo infantil, fuera de la escuela

Tal vez otro ejemplo nos ayude a pensar. El ejemplo es de un infante. Algunas
aclaraciones: a) se trata de un ejemplo de un infante literal, porque a eso
queremos dar atención en este momento, pero bien podría ser de cualquier
otra edad, como veremos en la próxima sección; no es necesario pensar que
la infancia se restringe a los infantes literales, a los que tienen determinada
edad; b) es un ejemplo de mi propia casa, de una hija, de la infancia más
literal. Se trata de Milena, la menor de mis hijas. Tal vez necesite entonces
aclarar que no importa demasiado que se trate de Milena y que podría ser
cualquier otro infante, que me valgo de una que tengo a mano para ofrecer
otro marco que el escolar del ejemplo anterior.

La anécdota tuvo lugar en un viaje de vacaciones, en Buenos Aires, en el


departamento de mi madre en Caballito, en el invierno del 2005, cuando
Milena tenía dos años, casi tres. Nuestra condición se había invertido, yo
argentino con el castellano como lengua materna y ella brasileña, con el
portugués como lengua primera, habitantes los dos de Río de Janeiro, yo soy
normalmente el extranjero. Pero en este caso la extranjera era ella. Claro que
uno también se va volviendo extranjero en su propia tierra, pero eso es tema
para otro texto; en esta ocasión, al menos en relación con la lengua, ella era
claramente extranjera, e infante del modo más literal, porque estaba
empezando a hacerse amiga de las palabras, a decirlas con cierta regularidad
y seguridad. En la época de ese viaje, Milena tenía ya una relación bastante
intensa con la lengua portuguesa y empezaba a pronunciar algunas palabras
en castellano.

Un día en esas vacaciones, mientras hablábamos de cualquier otra cosa,


Milena me dijo: «“Tia”, em português, se diz “tía”, em espanhol». No sé bien
cómo marcar en la grafía la diferencia fonética entre las dos t iniciales, pero el
lector debe ya haber adivinado que lo que Milena me dijo es que había
aprendido a traducir una palabra de una lengua a otra. En otros términos,
había encontrado que, en lo que para ella era la otra lengua –el castellano–,
había un equivalente de una palabra con la que podía hablar en su lengua, el
portugués; y las palabras coincidían, querían decir lo mismo, aunque se
pronunciaran de modo diferente en las dos lenguas. En efecto, esta diferencia
sólo puede ser apreciada en la oralidad y no en la escritura, a no ser por la
tilde sobre la i de «tía», presente en el castellano y ausente en el portugués.

Sonreí, con mucha alegría. Milena me mostraba no sólo que estaba


andando con mucha intensidad el camino de aprender su lengua, sino que
era también capaz de hablar más de una lengua. Debo haber soltado dos o
tres expresiones de admiración, que en este momento no recuerdo. Y, sin
darnos descanso, me acometió mi vocación pedagógica más feroz y me jugó
lo que al principio pensé que sería una mala jugada. En efecto,
inmediatamente me vino la idea de que estaba ante una magnífica posibilidad
de «potenciar» su aprendizaje. En definitiva, tantos años de docencia no
habían pasado en vano; de modo que no quise dejar pasar la oportunidad de
que Milena ejercitara su pensamiento analógico y, voraz por sus nuevos
aprendizajes, le pregunté: «Milena, si “tia” (en portugués) se dice “tía” en
castellano, entonces, ¿cómo se dice, en castellano, “tio” (en portugués)?».

Ya me preparaba para una alegría pedagógica sin par. Me relamía, frotaba


imaginariamente mis manos de profesor, como esos cazadores que intuyen
que su presa está al caer. Sólo esperaba la confirmación. Milena se me
aparecía muy lúcida, magnífica, como acostumbramos a percibir a nuestros
hijos, y pensé que resolvería fácilmente la pregunta. Sólo era cuestión de
«facilitarle» el aprendizaje. En definitiva, de eso habla el discurso pedagógico
progresista, de que un infante construya con nuestra ayuda aprendizajes
significativos que den lugar a otros aprendizajes significativos, que «aprenda
a aprender», como se repite en estos días.

El punto es que la confirmación no venía. No dejaba de mirar a Milena.


Debo haber repetido alguna que otra vez la pregunta, seguramente ya un
poco más ansioso e impaciente. Milena demoraba «más de la cuenta» (de
mis cuentas, claro) en responder. Al fin, después de un rato, Milena me miró
sonriente y me dijo, sin dejar de sonreír, diáfana y tranquilamente:

¡¡¡«“tio” em português se diz “amigo” em espanhol»!!! Felizmente, conseguí


respirar, contener mi lengua frente a la lengua extranjera y no decir nada; por
puro nerviosismo, simplemente sonreí. Debo haber pensado, rara y
afortunadamente, que era mejor masticar un poco lo que había dicho Milena
antes de decir cualquier cosa. Más tranquilo, pude pensar en la lección que
me había dado la extranjera de dos años.

Milena no respondió lo que yo quería que respondiese. Está viva. No


respondió lo que yo esperaba como respuesta –una de las cosas que mejor
aprendemos en las escuelas–, sino que pensó de manera más directa, limpia
y no pretenciosa. Milena hace demasiado poco que entró en las instituciones
escolares. Y en esas instituciones la vida está como silenciada. Claro que
también hay mucha vida en ellas, pero parecería que los dispositivos
pedagógicos trabajan más cómodos con el silencio de esa vida. Sepan
comprender el carácter simple y monocorde de esta imagen de la institución
escolar, en la que hay tantas tonalidades, pero tal vez nos ayude a pensar
aquello que la pedagogía dominante no parece muy interesada en pensar. En
definitiva, la respuesta de Milena me sorprendió porque contestó mi lógica
instructora y mis pretensiones anticipadoras, las mismas que habitan la
pedagogía más habitual. Me hizo pensar. Me dio alegría, no satisfacción. Me
ayudó a ver lo que no veía.

Antes de compartir lo que aprendí con Milena, otra aclaración. Como en el


caso de Bianca, no vamos a caer en la tentación de interpretar a Milena. La
interpretación que en el caso de Bianca tratamos desde la filosofía podría
darse desde muchos otros saberes. Un experto diría: «Claro, ella ha hecho
esa analogía porque en Brasil “tía” quiere decir tal cosa y no como acá que
quiere decir tal otra»; otro experto en otro saber pensaría que la interpretación
a seguir es más sesuda: «Ella tiene una relación más afectiva con los tíos que
con las tías»; o, entonces, un tercero rebatiría: «Ella quiso decir que las
tías...». Las interpretaciones de por qué Milena tradujo «tio» por «amigo» y no
por «tío» se multiplicarían al infinito. Por doquier aparecerían adivinadores de
sus «intenciones». Sería, por cierto, un camino tentador y daría bastante
tranquilidad: en definitiva, de esa manera hemos aprendido a poner a
disposición nuestros saberes, poderes y demás artimañas para vérnoslas con
esos «locos bajitos», para decirlo con Serrat. Con todo, tal vez justamente por
tanto tiempo de hartazgo de lo mismo o por pensar que un infante y nosotros
merecemos la oportunidad de algo diferente, una vez más no andaremos ese
camino: sería desperdi-ciar algo demasiado interesante que la palabra infantil
nos podría ayudar a pensar. No parece sensato perder esa oportunidad.

Entonces, en vez de explicar lo que una infanta extranjera ha querido


decir, trataremos de pensar con ella, abrirnos a lo que puede enseñarnos; en
vez de poner a la infante como objeto de nuestros saberes, la pondremos
como sujeto de saberes, en pie de igualdad, de igual a igual; partiremos de
esa sentencia infantil para poner en cuestión un modo de relación con la
extranjeridad y con la infancia y, por qué no, con una cierta extranjeridad
infantil que a veces nos habita a nosotros mismos. Esto es lo que aprendí a
pensar a partir de lo que dijo Milena. Vamos a dividir lo que aprendí en seis
muy breves secciones.

a. Un inicio para pensar: la amistad

Hay necesidad de que haya amistad para que exista pensamiento. La


conocida etimología de «filosofía» (y de todas las palabras compuestas que
empiezan por la forma griega philo) tal vez nos ayude. La amistad es algo así
como una condición del pensar, de un pensar que valga la pena. Una especie
de inicio, un viejo inicio, pero también un nuevo inicio: no pensamos sino a
partir de una cierta afinidad en el propio pensamiento. No nos referimos
necesariamente a relaciones personales ni tampoco a una prioridad temporal,
sino a relaciones de condiciones de posibilidad en el propio pensamiento.
Justamente, en una relación de familia, Milena me hizo pensar que el propio
pensar no es asunto de la institución familiar. Se piensa, entre otras
condiciones, bajo la condición de la amistad; viene a mi cuerpo la definición
de Aristóteles en la Ética a Nicómaco: «phìlos àllos autós» (amigo, otro
mismo; otro uno mismo; amigo, otro, mismo); hay, en este principio, un mundo
de alteridad que se abre en el pensamiento. Claro que las preguntas se
despliegan y no cesan: ¿cuál amistad? ¿Amistad para qué? ¿Entre quién y
quién? O mejor, ¿entre qué y qué? Bien, ya estamos en terreno de la
amistad, y del pensamiento. De alguna manera, estas preguntas sugieren la
fuerza de ese inicio interruptor, disruptivo, creador de un nuevo mundo en el
pensamiento.

b. Un llamado de atención al preguntar

¿Cómo nos relacionamos con el otro? ¿De qué manera nos paramos frente al
extranjero-infantil? Ocupamos la tierra del saber y del poder, del saber del
poder y del poder del saber. Preguntamos preguntas que no interrogan, que
no nos interrogan. Preguntamos lo que sabemos y lo que no sabemos no lo
preguntamos. Preguntamos, sin preguntar, porque sabemos o creemos saber,
para escuchar la única respuesta que confirma nuestro saber, que nos deja
bien parados en esa tierra aparentemente firme de lo que creemos saber.
Preguntamos para escuchar una única respuesta que nos conforma, que ya
sabíamos antes de lanzar la pregunta. Preguntamos al otro, extranjero,
infantil, lo que nunca nos preguntaríamos: lo que ya sabemos, ya pensamos y
no pensamos que vale la pena volver a pensar. Preguntamos al otro para
escucharnos a nosotros mismos y, si no, no escuchamos nada.

Preguntamos al extranjero-infantil a la manera de una evaluación escolar:


para verificar si el otro sabe y piensa como nosotros, para consolidar que
aprendió nuestros saberes y, en última instancia, para mostrarle todo lo que
podemos si no sabe lo que hay que saber. Preguntamos como en una prueba
de la escuela, sin preguntar de veras. Del mismo modo que miramos sin
mirar, pensamos sin pensar y vivimos sin vivir.

c. Una nueva lengua

Aprender es traducir. Traducir es inventar. Inventar es inventarse. Inventarse


es escuchar lo que no escuchamos, pensar lo que no pensamos, vivir lo que
no vivimos. La infancia habla una lengua que no escuchamos. La infancia
pronuncia una palabra que no entendemos. La infancia piensa un
pensamiento que no pensamos. Dar espacio a esa lengua, aprender esa
palabra, atender ese pensamiento puede ser una oportunidad no sólo de dar
un lugar digno, primordial y apasionado a esa palabra infantil, sino también de
volvernos extranjeros para nosotros mismos, la oportunidad de dejar de situar
siempre a los otros en la otra tierra, en el extranjero, para poder alguna vez
salirnos un poco de «nuestro» cómodo lugar y, quién sabe, transformar lo que
somos. Ésa parece ser la fuerza de la infancia: la de una nueva lengua, de un
nuevo, otro, lugar para ser y para pensar.

d. La positividad de la infancia y del extranjero


Milena estaba en una situación de infante extranjera. Esa situación, más que
un límite, fue una posibilidad. Estar en el extranjero le permitió aprender
nuevas palabras, nuevos pensamientos. Así mostró que extranjeridad puede
ser no sólo o no tanto un límite, sino una fuerza, una potencia, algo que
moviliza y provoca cambios, en uno mismo y en el otro. Una experiencia
permanente de aprendizaje, eso también puede ser la extranjeridad.

Del mismo modo, Milena, infante, se vuelve contra la etimología:


pronuncia su palabra, resueltamente, sin pedir permiso, sin solicitar
autorización para pensar. Piensa y dice lo que piensa. Y esa palabra y ese
pensamiento infantiles son una fuerza que nos da que pensar. Una potencia,
una fuerza, una capacidad que piensa y da que pensar, esto también es la
infancia.

e. Filosofía para niños

¿Qué nos dice este ejemplo sobre la tan mentada «filosofía para niños»?
Claro, habría una manera primera y rápida de leer lo que estamos diciendo:
que el caso de Milena es un caso de práctica filosófica y una muestra de lo
que podría ser la experiencia de filosofía para niños. Puede ser que lo sea.
Pero, en verdad, el ejemplo nos permite pensar en los principios y sentidos de
hacer filosofía con niños, algo así como los motivos a los que aludía Bianca y
que tratamos en la primera parte de este texto; en algo que está más acá o
más allá de la práctica y de las preguntas, que tiene que ver con los «cómo»;
con los «por qué» y «para qué» de la práctica filosófica con niños. En ese
terreno, hacer filosofía con niños puede ayudarnos a vernos de frente con
esos infantes extranjeros, espejos que nos abren las puertas de un ejercicio
de extranjeridad, que nos permiten habitar otras tierras filosóficas que las que
estamos acostumbrados a habitar, a ser otros maestros que los que estamos
habituados a ser y, sobre todo, nos ayudan a poner a disposición otros
lugares para la infancia extranjera que tenemos enfrente para educar. En
otras palabras, ese espejo infantil puede volverse un ejercicio vivo de una
extranjeridad afirmativa, puede ayudarnos a ir a las escuelas no sólo para dar
una educación a la infancia, sino también para dar una infancia a la
educación, un nuevo inicio, una nueva tierra, un nuevo pensamiento.

f. La palabra de una infancia menos literal

Para finalizar este capítulo, vamos a remitirnos a otro testimonio, esta vez de
una de las maestras que forman parte de aquel proyecto ya mencionado al
inicio de este capítulo, Filosofía en la Escuela, en Brasilia. Se trata del relato
de una maestra casi sin formación académica en filosofía, ya que en Brasil,
como en casi todo el mundo, la filosofía ocupa un lugar marginal y muy poco
significativo en la formación docente. Y cuando está presente, acostumbra
situarse muy distante de las preocupaciones e intereses de los maestros. En
este caso, una de las maestras que acompaña esa búsqueda de los infantes,
Délia, una maestra infantil de la infancia, decía, en uno de nuestros
encuentros de trabajo, sobre su relación con la filosofía y sobre el significado
que ésta ha pasado a tener en su vida cotidiana, que la filosofía le permite:
«Pensar y repensar nuestra práctica... éste es el comienzo de nuestro camino
filosófico, un camino que jamás termina».

Pensemos juntos en lo que Délia nos dice. Una vez más, no queremos
subrayar el alto contenido filosófico que tendría este relato o cómo ella
pensaría tan bien como nosotros pensamos (que debería pensar). Más bien,
nos interesa pensar con ella y a partir de ella. Por un lado, Délia enfatiza la
proximidad entre la filosofía –el pensar– y la práctica que ella piensa:
pensamos, sobre todo, nuestra práctica y la pensamos una y otra vez; la
pensamos y la volvemos a pensar; repetimos el gesto de pensar la práctica y
en ese gesto nos pensamos y volvemos a pensarnos a nosotros mismos. Se
trata de un gesto del pensamiento que se repite para no repetirse, que
despliega una repetición compleja, repetición de lo diferente y no de lo
mismo. En otras palabras, pensamos para poder pensarnos siempre de otra
manera, para renovar el modo y los motivos que nos tenemos reservados
para entendernos, a nosotros mismos y al mundo, del modo en que nos
entendemos y lo entendemos, según diría Bianca. Tal camino, filosó-fico, es
un camino –sugiere Délia– que un enseñante comienza, pero no termina. Una
vida filosofante es una vida de búsqueda, o de encuentros.

Es interesante el lugar en el que Délia sitúa a la filosofía en este recorrido,


y también lo es la imagen que usa para referirse a ella: la filosofía tiene la
forma de un camino, camino que comienza, pero no termina, un camino sin
final. La filosofía no se encuentra en el inicio de los orígenes o el fundamento
ni en lo alto de la totalización y universalidad de la comprensión, como tanto
gusta presentarse a sí misma; tampoco se localiza en el lugar de la llegada,
de la meta, de la finalidad, porque no hay tales puntos de arriba. Ni
fundamento ni finalidad: la filosofía está en una manera de iniciar el camino
que se continúa en todo su recorrido; en la forma, en el modo de conducirnos,
en la posibilidad de llevarnos de un lugar a otro; un rito de pasaje. Al final, eso
es un camino, lo que nos permite salir del lugar donde estamos y alcanzar
otro lugar. Eso permite el filosofar con infantes en la tierra del pensamiento:
salir de donde estamos y llegar a otras tierras; dejar de ocupar algunos
territorios para pasar a ocupar otros; interrumpir nuestra localización en el
pensamiento y divisar otras localidades; algo que también hacen los puentes:
comunicar dos puntos distantes.

El camino de la filosofía es un camino inacabado e inacabable en el


pensamiento. Practicada con infantes, ofrece la posibilidad de percibirse en
medio de una búsqueda, ayuda a mantener el ritmo, a no olvidar los inicios, a
valorar la ausencia de certezas, a notar la incompletitud de muchos caminos
todavía por andar, a explorar otros caminos siempre presentes. Todos los
intentos por completar la filosofía fracasan: no hay cómo completar el enigma
del pensamiento, el misterio de lo que somos y de lo que podríamos ser. Al
filosofar podemos acompañar ese enigma, mantenerlo, alimentarlo, pero no
mitigarlo. No es necesario, y tal vez tampoco es conveniente, tenerle miedo a
ese enigma. Sería como tener miedo al pensamiento, a nosotros mismos.
Poner a disposición para los infantes el camino de la filosofía supone que
estemos dispuestos a convivir con ese enigma y esa ausencia de certezas;
supone también algo más, permitir que los infantes hagan su propio camino al
andar, como sugiere el infante poeta Machado.

Como siempre, queda un sinnúmero de preguntas por pensar. Entre todas


ellas no queremos dejar de mencionar una: ¿es posible que un filosofar con
estas características se dé en el espacio escolar? Acaso la escuela,
institución del poder disciplinar moderno, según nos enseñara Foucault, ¿no
es el espacio por excelencia del control del pensamiento, de la rigidez de
contenidos curriculares, de las jerarquías políticas indisimulables, de la falta
de libertad y transformación? ¿No habría una incompatibilidad insuperable
entre la escuela como institución administrada por el orden dominante y el
intento de un filosofar infantil revoltoso de ese mismo orden? ¿No es la
escuela la negación de un pensar filosófico abierto, libre, revolucionario?

Tal vez lo sea, tal vez no. No estamos seguros. A favor de esta segunda
alternativa testimonian, por ejemplo, la experiencia de las escuelas zapatistas
y, más cerca nuestro, una enorme cantidad de maestros y maestras que, al
menos en las tierras donde vivo y trabajo, se las ingenian para afirmar, en las
condiciones más severas, que otro mundo educacional es posible. No hay
cómo anticipar respuestas. También en esto tal vez sea interesante mantener
abierta la pregunta y el enigma. Cada quien hace su experiencia. Como dijo
Bianca, «cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que
es entendida». Cada idea también. Cada persona también. De esta tarea
individual y conjunta que es el pensamiento, nuevos motivos pueden
encontrar vida. Les daremos la bienvenida. Todo surgió de escuchar a Bianca.
A los zapatistas. A Milena. A Délia. A la infancia. Al otro. A los que pensamos
que nada tienen para decirnos. ¿Y si escucháramos con más atención a los
que pensamos que nada tienen para decirnos?
U
Una infancia para la educación y para el pensamiento

Gilles Deleuze es un pensador que presta a la infancia una cierta atención.


Por un lado, toda su polémica con el psicoanálisis está revestida de un
esfuerzo por desplazar la infancia de una interpretación en el marco del
Edipo, del inconsciente como teatro, del deseo como falta. Con todo, como él
mismo aclara, el interés de Deleuze por la infancia no radica tanto en la
infancia cronológica, en la infancia de una biografía, sino en algo así como un
devenir infantil, transformador y vital. Más significativo aún, la fuerza mayor
de la infancia en Deleuze no aparece en tanto un objeto de estudio, sino
como una dimensión afirmada en la propia escritura deleuziana; estilo infantil
de escritura, devenir infantil de la escritura y del escritor, del propio
pensamiento, con una potencia infantil que interrumpe la normalidad de lo
pensado y hace visibles las condiciones para la creación de un mundo nuevo,
¿o habría que decir «de nuevo, un mundo»? En todo caso, la infancia está
bien dentro del propio devenir deleuziano, que es interrupción y creación de
un mundo nuevo, infancia de un mundo más que infancia de esta vida
particular.

En esta parte del libro, veremos en qué medida G. Deleuze infantil nos
ayuda a pensar un mundo nuevo en la educación, en la filosofía y, en
definitiva, en el propio pensamiento. La infancia aparecerá entonces des-
plazada de su lugar habitual: infancia de la educación y no ya educación de la
infancia, infancia de la filosofía y no ya filosofía de la infancia, infancia del
propio pensamiento y no ya pensamiento de la infancia. Dice Deleuze
(1997:«Z como zig-zag»): «Estaban el precursor sombrío y el rayo. Fue así
que nació el mundo. Siempre hay un precursor sombrío que nadie ve y el
rayo que ilumina. El mundo es eso. El pensamiento y la filosofía deberían ser
eso. Y la Gran Zeta es eso...».

Bien podría agregar: «la infancia es eso», un rayo. Voy a pensar este
capítulo a partir de esa provocación, tal vez porque la educación es un mundo
en el que sobran sombras y no abundan luces, en el que se añora una
infancia que irrumpa con la fuerza y la potencia de un rayo frente a los rayos
que se proyectan sobre ella y la dejan en el mundo de las sombras.

i. Entre Deleuze y la educación

Que la conjunción entre Deleuze y la educación vaya a dar en algo fértil es


algo difícil de justificar y que sólo algunos se atreven a defender. Al contrario,
debo admitir que, al menos en algún sentido, la educación parece la cosa
más antideleuziana del mundo y que Deleuze resulta, al menos en una
primera mirada, un antieducador por excelencia. En cuanto a lo primero,
basta apreciar cómo insiste la educación más visible y dominante, en sus
instituciones, su teoría y su práctica, en formar, cap-turar, moralizar; cómo
parece ser la educación un terreno demasiado atento a modelos,
trascendencias y formas arbóreas y, en cambio, muy poco propicio para
acontecimientos, líneas de fuga y vuelos de bruja. En cuanto a lo segundo, el
mismo Deleuze rechazó repetidamente los discí-pulos, las escuelas, los
deleuzianismos. De modo que no está muy claro que la conjunción sea
deseable o siquiera posible. Y tal vez en algún sen-tido no lo sea. No lo
sabemos. Pero, en todo caso, pretendemos pensar sin puntos fijos y, quién
sabe, esta aparente imposibilidad nos permita pensar lo que, al menos en
educación, todavía no pensamos.

Entre quienes admiten la posibilidad de cruzar a Deleuze y la educación,


se abren algunas opciones. La primera, directa y interesante, ha sido
desarrollada, entre otros, por François Zourabichvili. En efecto, en el II

Coloquio Franco-Brasileño de Filosofía de la Educación, realizado en la


Universidad del Estado de Río de Janeiro en noviembre del 2004, François
reunía, en un texto intitulado «Deleuze y la cuestión de la lite-ralidad»
(Zourabichvili, 2005), lo que llamó la teoría de la enseñanza en la obra de G.
Deleuze en torno de tres elementos:

1. Se enseña sobre lo que se investiga y no sobre lo que se sabe.

2. No sabemos cómo alguien aprende algo; hay algo de misterioso, de


indescifrable en los caminos que alguien transita para aprender lo que
aprende.

3. La actividad de pensar –y el enseñar y el aprender serían formas de pensar–


no tiene que ver sólo con la búsqueda de soluciones, sino con el trazado y la
disposición de los problemas que esas soluciones buscan responder.

François considera que estos tres motivos pedagógicos, manifiestos en la


obra y la práctica de Deleuze, giran en torno de un mismo problema, el de la
experiencia.

Podríamos extender e intensificar este camino explicando más


extensamente estos recorridos o trayendo otros invitados a la mesa que nos
ayuden, como egiptólogos, a descifrar los enigmas de una filosofía deleuziana
de la educación. Es ésta una tarea relevante e interesante: pensar qué
pensamiento afirma Deleuze sobre la educación, qué puede enseñarnos
sobre el modo de plantear y responder algunos problemas educativos. En
este sentido, podríamos afirmar que las sustantivas páginas que Deleuze
dedica a cuestiones educativas en sus libros y otras formas de intervención lo
sitúan en una posición rara y excepcional entre los filósofos contemporáneos,
como un filósofo que considera de estatura filosófica el campo educativo, y lo
aproximan mucho más a una tradición que podríamos llamar «clásica» y que
incluye a algunos de sus «enemigos», como Platón y Kant, pero también a
algunos «amigos», como Hume y Nietzsche. Con todo el interés que presenta
esta alternativa, no es lo que haremos en este texto.

Tampoco seguiremos otras dos variantes de aproximar a Deleuze y la


educación. Se trata de variantes también ensayadas y recorridas en los
últimos años. La primera sería analizar la productividad o las implica-ciones
pedagógicas de algunos conceptos deleuzianos o de algunos aspectos de su
pensamiento; por ejemplo, conceptos como rizoma, cuerpo sin órganos,
acontecimiento, etc. y pensar qué teoría educativa puede construirse a partir
de ellos; por ejemplo, qué podríamos pensar desde estos conceptos en
relación con el currículo, la formación de docentes o la cotidianidad escolar.
La segunda, menos interesante, sería proponer algo así como un verdadero
Deleuze para educadores o «lo que verdaderamente ha dicho Deleuze y los
educadores no pueden dejar de saber». Aunque parezca risible, nada falta en
estos tiempos donde la competitividad y eficacia del capital todo lo invaden.

Por mi parte, prefiero otra opción, de alguna manera ya anticipada por


René Schérer (2005) en ese mismo dossier ya indicado, en un texto intitu-
lado «Aprender con Deleuze». Allí Schérer muestra con singular delicadeza el
lugar importante que el aprender, como acto de adaptación y creación, como
agenciamiento complejo, desempeña en el conjunto de la obra de Deleuze.
Schérer sostiene que, según Deleuze, el aprender va mucho más allá del
saber, «abarcando la vida toda, entera, en su curso apasionado y
imprevisible». Hasta aquí, nada nuevo, pero lo interesante está en el modo en
que Schérer se refiere a las relaciones entre Deleuze y la educación.
Sostiene que, antes de dedicarse a lo que Deleuze pensaba sobre la
educación, se refiere a aquello que «Deleuze nos enseñó, aquello que nos
continua enseñando sobre él, sobre el mundo y sobre nosotros». Schérer
muestra cómo hay, por ejemplo en el Abecedario, un Deleuze educador a la
manera de otros grandes pensadores, como Montaigne o Nietzsche.

Inspirado en estas palabras, intentaré hacer algo bastante arriesgado y


que no promete ninguna tierra firme. Se trata de un movimiento que, de
alguna manera, supone algunos de los anteriores y al mismo tiempo los
expande: no ya reconstruir una filosofía deleuziana de la educación, sino
repetir –deleuzianamente, sin imitar, sin modelo, de manera libre y compleja–
el gesto deleuziano del pensamiento a partir de, en medio de y atravesados
por teorías y prácticas educativas; en palabras más simples, intentar, aun con
los límites y las reservas notorias del caso, hacer lo que Deleuze dice que es
interesante hacer para la filosofía; hacer filosofía, a secas, en el medio de la
educación, a propósito de la infancia. Este movimiento se despliega en, por lo
menos, dos momentos: interrumpir una lógica del pensamiento dominada por
ideas como representación, modelo, trascendencia, repetición de lo mismo,
cuerpos orgánicos y resituar esas ideas en su reverso: en la inmanencia, en
un nomadismo, en los cuerpos sin órganos.

Para decirlo un poco simplificadoramente y haciendo un apretado


resumen de esa conocida primera parte de ¿Qué es la filosofía?, esto
supondría un triple movimiento: construir planos, trazar problemas sobre esos
planos y crear conceptos que respondan a esos problemas. Éste sería el leit
motiv de una filosofía, de la educación o de cualquier otra cosa; no se trata de
una cuestión gremial o disciplinar; se trata, al contrario, de una posibilidad del
pensamiento. De esa posibilidad queremos tratar en esta parte del texto. Se
trata de una potencia del pensamiento, una potencia que no tiene que ver con
su justicia, su verdad o su bondad, sino con una fuerza que permita pensar lo
que todavía no fue pensado, crear lo que merece ser creado, en educación o
en cualquier otro campo. La infancia será nuestro motivo, aquello que
buscaremos desplazar, reterritorializar, situar en otra tierra, en otro lugar, en
otro espacio del pensamiento.

Hay en esta concepción de la filosofía una potencia tremendamente


pedagógica, una pedagogía del concepto que interesa como un gesto
inspirador y provocador del pensamiento; la filosofía al servicio de lo nuevo en
el pensamiento, de un nuevo pensamiento. Gesto inspirador que afirma la
virtualidad y la potencia de lo múltiple, una potencia que interrumpe,
afirmativamente, lo ya pensado, un mundo por venir, el porvenir de un mundo.

Estamos ante un trabajo político en el pensamiento: la tarea de afirmar


una política de pensamiento no dogmática, no fascista, no totalitaria; una
política de lo múltiple, de la singularidad y del acontecimiento; un devenir de
la política o una política del devenir. Una política del enseñar y del aprender
como problemas que no nos esperan ya delimitados, sino que es necesario
delimitar en todo su desplegarse. Una política del pensamiento que, antes
que nada, niega los planos sobre los cuales la educación se ha pensado a sí
misma y elabora nuevos planos, desatiende los problemas planteados como
urgentes y necesarios por el discurso pedagógico y traza nuevos problemas:
actuales pero intempestivos, reales y al mismo tiempo invisibles; una política
que, por fin, desconfía de los conceptos ya creados y afirma las condiciones
para otra creación.
De modo que la cuestión está entre Deleuze y la educación. Que está «entre»
significa que no corresponde estrictamente a uno ni a otra, sino que, de
alguna forma, dice respecto de los dos y, al mismo tiempo, da lugar a un
tercero. De un lado, un acontecimiento de pensamiento filosófico, hoy loca-
lizable en libros, páginas de internet, CD-ROMs, cintas de video, DVDs,
conferencias en MP3, escritas en muros parisinos: el acontecimiento Deleuze,
una fuerza vital en la filosofía contemporánea. Del otro lado, un dispositivo de
prácticas discursivas y no discursivas, libros, escuelas, aulas, reglamentos,
leyes, congresos, profesores, profesoras, maestros, maestras, alumnos,
alumnas, preceptores, directoras, celadores, patios, pasillos, recreos,
pizarrones, tizas, computadoras, programas, materias, disciplinas, ministerios,
secreta-rías, explicaciones, informes, investigaciones, filmaciones,
evaluaciones, pruebas, exámenes, penitencias, bibliotecas, escapadas,
fiestas, formaciones, títulos, diplomas... la lista es interminable. Me interesa,
en todo caso, pre-guntarme qué pasa entre los flujos de uno y otro campo,
qué puede pasar cuando se hace filosofía à la Deleuze en tierra educacional.
Haré una marca, un recorte, trazaré una línea. ¿Qué movimientos producirá
este cruza-miento? ¿Qué efectos pueden ser vislumbrados? ¿Qué puede
pasar entre estos dos dominios aparentemente tan diferentes, casi opuestos?

La tarea y el campo que se abren son infinitos, y el espacio es limitado, de


modo que voy a restringirme a un ejercicio simple mostrando qué forma
podría tener este trabajo a partir de un plano, un problema y un concepto
considerados clásicos e «indiscutibles» en pedagogía, una de esas
cuestiones que parece imposible de no aceptar cuando se hace usualmente
historia de las ideas pedagógicas. Desplegaremos el ejercicio en dos
momentos: primero, desplazaremos el lugar que ocupa «natural-mente» la
infancia en la historia de las ideas pedagógicas; en un segundo término,
describiremos algunas categorías que se abren a partir de un nuevo lugar
para la infancia.

ii. Educación y política


Es un lugar común entre educadores repetir el mote de que la educación es
una práctica política. Desde los llamados conservadores hasta los
autoproclamados progresistas se reivindica la naturaleza política del acto
pedagógico. La cuestión viene desde muy lejos. No es necesario pensar en la
historia como chrónos, sino a partir de estratos. Y en un plano compartido de
esos estratos se sitúan personajes tan distantes y disímiles como Platón,
Rousseau, Kant o incluso nuestro contemporáneo Paulo Freire. El plano fue
trazado por Platón en la República. Y sí. Cuándo no. Otra vez tenemos que
vérnosla con Platón. No está mal. El caso es que Platón inventó algo que
hasta hoy se mantiene incólume y es esa idea expresada de manera tan
nítida y clara de que la educación es la génesis, la causa (Platón reunía
génesis y aitía, algo que después Deleuze iría a separar) de la justicia y de la
injusticia en la polis (Platón, 1992:II 376d y IV 423e-424a). El lector recordará
que, en la República, después de ese análisis que no lleva a ningún lugar en
el libro primero, Sócrates y los hermanos de Platón, Adimanto y Glaucón, se
disponen a examinar la justicia en un marco mayor, en la polis, ya que es tan
difícil de atrapar en el individuo. Y la inferencia de Sócrates es determinante:
es imposible ocuparse de la justicia sin ocuparse de la educación, porque es
la educación lo que explica la justicia: una buena educación es causa de una
polis justa, una mala educación es causa de una polis injusta (ídem:II 376c-d).

Éste es el momento fundacional de un dispositivo que tendrá los más


diversos usos y abusos: el sentido principal de la educación está en la polis;
hay que ocuparse de la educación porque ella nos permitirá transformar la
actual polis, decadente y desordenada, en un orden armonioso, justo y bello.
Nótese el poder de una afirmación: sin educación no hay justicia, ni hay
tampoco política. Y su reverso, no menos poderoso: sin política no hay
tampoco educación. Ésta es una de las lecciones de Platón que la historia de
las ideas pedagógicas supo conservar, la indisociabilidad entre política y
educación.

En ese marco, el problema principal que interesa a Platón es el de cómo


habrá que formar a los guardianes de la polis, los encargados de lle-var al
mundo sensible los modelos trascendentales e ideales que él mismo trazó
para llevar la polis de lo que es a lo que debe ser, de lo sensible a lo
inteligible, de lo real a lo ideal, de la confusión a la utopía. Y en ese plano y
ese problema quedó atrapada buena parte de los discursos pedagógicos
clásicos y contemporáneos: el problema de la formación de los que llegan al
mundo, el problema de cómo formar la infancia para que sea partícipe y
colaboradora de un nuevo orden para un viejo mundo viejo.
Para responder a ese problema, Platón afirma un concepto de infancia en
el libro II de la República que vale la pena recordar. Son al menos cinco
marcas: la infancia es a) algo importante, ya que el comienzo de toda obra es
lo principal (arché), el principio de su ser presente y futuro en función de su
carácter de nuevo (neós) y de tierno (hapaloi). Como es tierno, el impacto es
más fuerte, la marca dura más. La infancia es importante, fundamental,
porque las marcas hechas en la infancia son más difíciles de modificar, más
durables y perdurables en el tiempo; b) lo posible, lo que puede ser y, por lo
tanto, lo que todavía no es; casi todo lo que el legislador, el filósofo o el
político se proponga, en virtud de su carácter maleable y flexible; es decir,
que la infancia es la enorme potencialidad de lo que se hará de ella en el
futuro, pero también el enorme vacío de lo que casi no es nada en el
presente; c) lo inferior, en virtud de su deficiente inscripción en el mundo del
lógos, el nómos y la gnosis, esto es, la razón, la ley y el conocimiento, de los
cuales la infancia está excluida, junto a otras formas igualmente consideradas
inferiores como la mujer, los animales, las bestias, los locos y los borrachos.
De su inferioridad se deriva: d) su exclusión del centro de la polis, de los
espacios de saber y poder, de la palabra que cuenta y vale; es entonces una
exterioridad a la infancia, el legislador, el filósofo, el que dictará su norma, la
palabra que escuchará, los modos y la forma de su educación, la forma de su
educación; e) el material de un sueño político, de la utopía, el medio a través
del cual el mundo será lo que todavía no es y queremos que sea; la
educación de la infancia es entonces la estrategia principal para transformar
la polis.

Digámoslo de una sola vez, rápida y sintéticamente: el plano es aquel en


el que la educación se considera inseparable de la política, una al ser-vicio de
la otra; el problema es cómo educar para la Justicia y el Bien, postulados en
un plano trascendente; el concepto es una infancia tierna, sin razón y casi sin
forma que permitirá ser moldada para pivotar las transformaciones que la
polis exige.

Es cierto que esta imagen puede dar la impresión de ser exagerada y


anacrónica. Pero se trata de ir a las cosas mismas y lo que interesa es la
productividad aún presente de un modelo que exige cambiar el plano de la
educación y su relación con la política y la infancia. Porque podrá
responderse de muchas otras manera la pregunta «¿qué es la infancia?»;
podrá incluso, desde una concepción romántica, oponerse una visión
aparentemente mucho más afirmativa, hasta idealizada, de la infancia; pero el
punto es que si no se cambia el problema y el plano sobre el que se sitúa, tal
vez no estemos en un espacio de pensamiento demasiado diferente. Al
contrario, quizá un nuevo plano permita pensar otros problemas que no se
inscriban bajo la lógica de la formación y otros conceptos que saquen a la
infancia del lugar de lo importante, pero también lo inferior, lo posible, lo
exterior y, en definitiva, el material de la política.
Para decirlo de otra manera, el desafío que Deleuze nos sugiere en
relación con la infancia es enfrentar esa imagen dogmática del pensamiento
que describió con tanta elegancia en Diferencia y repetición (1988) y que
encontró una tierra tan fértil en este campo estratégico que Platón determinó
para la educación, para poder pensarla en otro plano. De un modo más
amplio, el desafío significa afirmar una nueva imagen del pensamiento que
derrumbe esa imagen dogmática que atraviesa, de modo sustantivo, las
distintas formas de la educación contemporánea, sus instituciones, su teoría y
su práctica, la macropolítica educativa del Estado, los dispositivos de control,
binarios, concéntricos, molares de las escuelas.

En otras palabras, inspiradas en F. Zourabichvili (2000), el desafío es


invertir el modo en que pensamos la relación entre lo real y lo posible. En el
pensamiento educativo clásico, inspirado en este esquema platónico, lo
posible es la utopía y la educación debe generar las condiciones para tornar
real lo posible, para aproximar lo que es a lo que debe ser. Lo ideal puede ser
el mundo trascendente de las Ideas platónicas o cualquier otra cosa, pero el
esquema se mantiene. En este modelo, la educación es política porque
permite realizar un posible; lo posible se «piensa primero», está antes y es lo
que da sentido a la acción política.

Una nueva educación significa también una nueva política. Lo primero, lo


único, es lo real. La política no torna real lo posible, sino que abre lo real a
nuevos posibles: inscribe lo posible en lo real y no al contrario. En este caso,
lo posible es el resultado de la política, su producto. Si Platón, desde una
macropolítica, pensaba a la infancia como pura posibilidad y, a partir de su
utopía pedagógica, buscaba concretar esa posibilidad de transformar la polis
según sus modelos y formas transcendentes de justicia, belleza y bien, al
contrario, una política (¿una educación?) revolucionaria no es la que actualiza
un proyecto posible, sino la que provoca lo posible, una política del
acontecimiento, de la experiencia, que crea nuevos posibles, nuevas
posibilidades de vida, espacios para una vida nueva, para una nueva
existencia. Una micropolítica no parte de la infancia como posibilidad y define
una educación que transforme la infancia, actualizando algunas de esas
posibilidades, sino que genera nuevas potencias infantiles, devenires
infantiles, infantilizaciones. Así, la micropolítica es la producción de una
posibilidad real, con la cual la política instaura nuevas potencias en lo que es.
De este modo, lo posible es creado, producido por el devenir, la experiencia,
la política revolucionaria (Zourabichvili, 2000).

Del mismo modo, lo primero es la vida. La política no lleva la vida adonde


no hay nada, sino que multiplica la potencia de la vida. Si Platón pensó la
infancia como posibilidad para, a través de su educación, tornar real un
proyecto posible, nos interesa pensar la infancia para multiplicar las infancias
posibles en las infancias reales, para abrir la infancia real –la única infancia,
en definitiva– a la experiencia, al devenir, al acontecimiento, a lo que todavía
no ha sido. Para decirlo en otros términos, si la infancia platónica es el
espacio del biopoder, del poder sobre la vida, la infancia como devenir es el
espacio de la biopotencia, de la potencia de la vida.

iii. Infancia y devenir

¿Qué forma la infancia en ese nuevo lugar? Explicitar algunos detalles del
concepto devenir-infante puede ayudarnos a ver otros posibles en estas
palabras.

El devenir instaura otra temporalidad, que no es la de la historia. Otra vez,


los griegos pueden ayudarnos a pensar. En griego clásico hay más de una
palabra para significar ‘tiempo’ o indicar temporalidad. La más habitual y
conocida entre nosotros, pero no la única, es «chrónos». «Chrónos» designa
una temporalidad linear, continua, sucesiva. Platón la definió como una
imagen móvil de la eternidad (aión) que se mueve según el número (Timeo,
37d), y Aristóteles (2001:IV, 220a) como «el número del movimiento según el
antes y el después». Esto quiere decir que percibimos el movimiento, lo
numeramos y a esa numeración ordenada damos el nombre de «chrónos»,
«tiempo». Según esta concepción, el presente es un límite entre lo que ya fue
(el pasado) y lo que será (el futuro). Así, se entiende el ser del presente como
una frontera, una demarcación, entre lo que ya no es más y lo que todavía no
es.

Otra de las palabras de significación temporal en el griego clásico es


«kairós», que significa ‘medida’, ‘proporción’ y, en relación con el tiempo,
‘momento crítico’, ‘temporada’, ‘oportunidad’ (Liddell y Scott, 1966:859). Una
tercera palabra con sentido temporal es «aión». Desde sus usos más
antiguos, «aión» designa la intensidad del tiempo de la vida, una duración, un
destino, algo así como una temporalidad no numera-ble, por lo tanto, ni
consecutiva ni sucesiva (ídem:45).

Hay un fragmento extraordinario y enigmático de Heráclito (DK 22 B 52)


que conecta esta palabra de sentido temporal con el poder y la infancia. Son
sólo unas pocas palabras: «Aión paîs esti paízon pesseúon paidós he
basileíe». Una posible traducción sería: «El tiempo es un infante que juega un
juego de oposiciones; su reino [es el] de un infante». Son signos puestos en
doble relación: tiempo-infancia; infancia-poder. Lo que el fragmento tal vez
quiere indicar es que el tiempo puede ser también algo diferente que el
número del movimiento: en otras palabras, la nume-ración del movimiento no
agota la temporalidad y esa dimensión no numerable del tiempo hace lo que
hace un infante (paízon, que hemos traducido por «jugar»), por eso, el tiempo
es también un reino infantil. Porque si una lógica temporal es del orden de la
numeración, hay otra que infancea («juega», en la traducción) con los
números, que no los deja andar tan fácilmente el camino numerable de la
progresión1. El fragmento sugiere, a la vez, que lo propio de un infante no es
sólo una etapa o un momento de la vida, sino, tal vez, una relación diferente
con el tiempo,

1. Hemos dejado a un lado la palabra «pesseúon», que hemos traducido por


«juego de oposiciones», porque no es relevante para el ejercicio que estamos
haciendo.
marcada, justamente, por una intensidad ni sucesiva ni consecutiva,
características de la numeración. Una fuerza infantil, eso también podría ser
el tiempo aiónico, según sugiere Heráclito.

De modo que tal vez sea interesante precisar qué estamos otorgán-dole a
la infancia cuando le damos un presente en el tiempo, si un límite, una
frontera, un instante, una duración, una intensidad, una posibili-dad, una
fuerza o alguna otra cosa. Si le damos carta de ciudadanía en un tiempo ya
consagrado, instituido, cuantificado, o si le abrimos una posi-bilidad en un
espacio de tiempo para que juegue su juego, un juego que, tal vez, no sea
nuestro juego. Más aún, quizá no sea posible o interesante pretender
delimitar anticipadamente las reglas de ese juego.

El concepto de acontecimiento en Deleuze está íntimamente ligado a la


cuestión temporal. Para decirlo en pocas palabras, el acontecimiento no se
lleva muy bien con el tiempo como chrónos. De un lado, tenemos la histo-ria,
lo continuo, la sucesión cronológica de condiciones y efectos de la expe-
riencia, chrónos; de otro lado, la propia experiencia, el devenir, el aconteci-
miento, que suceden en un tiempo no histórico. El acontecimiento es lo que
interrumpe la historia, la revoluciona, le da un nuevo inicio, inicia una nueva
historia. Por eso, en tanto la historia siempre lo es de las mayorías, el deve-
nir, el acontecimiento, es siempre minoritario (Deleuze, 1995:265-272).

Según Deleuze, lo que define una mayoría no es una cuestión de número,


sino de dinamismo, de intensidad. Las mayorías son modelos a los cuales
hay que ajustarse. Al contrario, las minorías no tienen modelo, no son
numerables, están siempre en proceso. Son un infinitivo, no un sustantivo.
Por eso, la infancia o un infante no es un acontecimiento y sí lo es, en
cambio, el devenir-infante, el infanciar2. El dinamismo del acon-tecimiento, lo
que libera el devenir, es un cierto nomadismo (ser nómada es alcanzar
velocidad, o sea, movimiento absoluto; Deleuze y Guattari, 1980:471) que
escapa del control, de la pretensión unificadora, totaliza-dora; es, en
definitiva, una fuerza de resistencia, de «exorcizar la ver-güenza» (Deleuze,
1995:268).

2. Estamos aquí inventando un infinitivo para evitar la carga despectiva ya


asociada a «infantilizar». Un trabajo elegante y profundo con los nombres de
la infancia se encuen-tra en un texto de Sandra Corazza (2003). Véase, sobre
todo, su concepto de «devenir-infantil» y su distinción entre lo infantil y los
niños.
WALTER O. KOHAN 95

Entre la geografía y la historia, Deleuze privilegia la primera. Su ontolo-gía


está compuesta de planos, segmentos, líneas, mapas, territorios, movi-
mientos. Los seres humanos –de cualquier edad, como todas las formas de la
vida– atravesamos simultáneamente espacios cruzados, entrelazados,
opuestos. De un lado, están los espacios de la macropolítica, el Estado y sus
aparatos, los segmentos molares, binarios por sí mismos, concéntricos,
resonantes, expresados por el Árbol, principio de dicotomía y eje de con-
centricidad. Al mismo tiempo, también habitamos los espacios de la micro-
política, los segmentos moleculares, el rizoma, donde los binarismos vie-nen
de multiplicidades y los círculos no son concéntricos (Deleuze y Guattari,
1980).

Estos espacios son coextensivos en el campo social. Los dos son reales,
sociales. Todos estamos atravesados por líneas de uno y otro tipo. Es muy
difícil andar por unas sin al mismo tiempo estar andando por las otras. De
modo que toda política es, a la vez, macro y micro y lo que diferen-cia una de
otra no es tanto una cuestión de tamaño o de alcance, sino de masa, de
vibración y de flujo. Mientras que la primera concentra, centra-liza y totaliza,
la segunda desborda, escapa a la captura.

Por esa razón, devenir no es imitar, asimilarse, hacer como un modelo,


volverse o tornarse otra cosa en un tiempo sucesivo. Devenir-infante no es
volverse un niño, infantilizarse, ni siquiera retroceder a la propia infan-cia
cronológica. Devenir es encontrarse con una cierta intensidad. Devenir-
infante es la infancia como intensidad, un situarse intensivamente en el
mundo, un salir siempre de «su» lugar y situarse en otros lugares, desco-
nocidos, inusitados, inesperados; es algo sin pasado, presente o futuro; algo
sin temporalidad cronológica, mas con geografía, intensidad y dirección
propias (Deleuze y Parnet, 1980:5-7); es una infancia que no es la mía ni la
tuya, ni la de nadie, que no es un recuerdo, una etapa o un momento, sino un
bloque, un fragmento anónimo infinito. Un devenir es algo «siempre
contemporáneo», creación cosmológica: un mundo que explota y explosión
de mundo (Deleuze y Guattari, 1980:339 y ss.).

Devenir-infante es un adulto, un niño, cualquier ser humano, que se


encuentra con aquello que, en principio, no «debería» encontrarse. El artículo
indefinido «un» no marca ausencia de determinación, sino la sin-gularidad de
un encuentro, de cualquier «un» con cualquier otro «un»,
96 INFANCIA, POLÍTICA Y
PENSAMIENTO

encuentro singular, no particular ni universal. Los devenires son siempre


minoritarios y andan en paralelo: devenir-intenso, devenir-animal, devenir-
imperceptible (ídem:Meseta 10). Lo que los distintos devenires tienen en
común es su oposición al modelo y a la forma Hombre dominante: mar-can
líneas de fuga a transitar, intensidades inexploradas: son una invitación
abierta a lo que puede ser en el mundo.

Deleuze afirma que los niños obtienen sus fuerzas del devenir mole-cular
que hacen pasar entre las edades y que saber envejecer no es man-tenerse
joven, sino extraer los flujos que constituyen la juventud de cada edad
(ídem:338). Devenir-infante es, así, una fuerza que extrae, de la edad que se
tiene, del cuerpo que se es, los flujos y las partículas que dan lugar a una
«involución creadora», a unas «nupcias anti-naturaleza» (ídem:335), a una
fuerza que no se espera, que irrumpe, sin ser invitada o anticipada.

Tal vez podamos pensar de nuevo un otro lugar minoritario, mole-cular,


para la infancia, en la espacialidad molar y concéntrica de la escuela; tal vez
queramos promover otras potencias de vida infantil, otros movimientos y
líneas en ese territorio tan maltratado, descuidado y desconsiderado que es la
escuela. Ese intento supone cuestiones onto-lógicas y políticas.

Las cuestiones ontológicas tienen que ver con la no percepción de las


fuerzas que hacen que seamos lo que somos y la ilusión –¿habrá que
llamarla iluminista, antropocéntrica o moderna?– de que el Hombre es el
centro del mundo y, por lo tanto, el artesano privilegiado y autocons-ciente del
hombre. El mito de Frankenstein, el hombre que fabrica el hombre, ilustra la
ilusión del Hombre seudoartífice de su propio destino y el mito de la
educación como fabricación (Meirieu, 1996:15 y ss.). Las cuestiones políticas
derivan, en parte, de las ontológicas y, al mismo tiempo, las alimentan: bajo
los efectos de la forma Hombre, en el mundo educa-tivo opera toda una
mutilación de las fuerzas que podrían estar al servi-cio de la creación de otros
mundos.

De modo que hay al menos dos infancias. Una es la infancia mayo-ritaria,


la de la continuidad cronológica, la de las etapas del crecimiento, la que
escala el camino ascendente de la razón. Es la infancia de la que se puede
edificar una historia y que se ha educado, desde Platón, en
WALTER O. KOHAN 97

conformidad con un modelo. Es la infancia que, Piaget dixit, sigue las etapas
de un desarrollo cognitivo y moral. Es la infancia de la que se ocupan los
espacios molares: las políticas públicas, las Declaraciones, Convenciones y
Estatutos, las legislaciones educativas, los juguetes pedagógicos, las
escuelas.

Hay otra infancia, minoritaria. Un devenir-infante, un infinitivo, infanciar; un


indefinido, que se da en un infante, cualquiera, ni universal ni particular. Ésta
es la infancia como experiencia, como acontecimiento, como ruptura de la
historia, como revolución, como resistencia y como cre-ación. Es la infancia
que interrumpe la historia, que se encuentra en un segmento minoritario, en
una línea de fuga, en un detalle; un infanciar que resiste los movimientos
concéntricos, arbóreos, totalizantes: nada de «infantes superdotados»,
«chicos muertos de hambre», «villeros», «vagos», «incapaces». La infancia
es una intensidad, un situarse intensivo en el mundo. Un verbo que permite
que cualquier infante se salga de «su» lugar y se sitúe en otros lugares,
desconocidos, inusitados, inesperados.

Un infante es habitante de los dos espacios, las dos temporalidades, las


dos infancias. No son excluyentes. Son líneas que se tocan, se cruzan, se
enredan, se confunden. No somos jueces. No queremos condenar unas y
mitificar las otras. No estamos proponiendo cómo deben ser los infan-tes ni lo
que deben hacer. Tampoco se trata de proponer «una nueva forma de
educar». Nada más lejos de este escrito que la pretensión de que a partir de
ahora se transforme la educación según preceptos que aquí estaríamos
enunciando.

Nada de eso. La distinción que proponemos no es normativa, sino


ontológica y política. Lo que está en juego no es lo que debe ser (el tiempo,
un infante, la infancia, la educación, la política), sino lo que es y lo que puede
ser (como potencia, posibilidad real), las fuerzas que podemos extraer de lo
que es. Una infancia afirma –en lo que es y en lo que puede ser– la fuerza de
lo mismo, del centro, del todo; la otra, una diferencia, un afuera, una
singularidad. Una lleva a consolidar, unificar y conservar; la otra, a interrumpir,
diversificar y revolucionar.

De modo que, en verdad, no se trata sólo de infantes, si por infantes


entendemos algo del orden de la cronología. Se trata de infanciar: un devenir-
infante sin edad cronológica, una duración intensiva, una poten-
98 INFANCIA, POLÍTICA Y
PENSAMIENTO

cia de cualquier edad, de «una» edad aiónica en la que se afirma una fuerza,
una relación con la experiencia, con la historia, con el tiempo, con lo que
afirma la unidad o la multiplicidad, con lo que disminuye o aumenta las
potencias que habitan nuestros espacios.

Volvamos al inicio de este capítulo: al precursor sombrío que nadie ve y al


rayo que ilumina el pensamiento. Es cierto que el panorama de la educación,
en particular la educación pública en los países de América Latina donde
vivimos, parece desolador. Algo así como una tierra arrasada, lugares donde
la vida es desnudada despiadadamente, desconsiderada y maltratada como
pocas. En este contexto, la sombra y el rayo pueden ser una apuesta y un
desafío urgentes, imperiosos. La apuesta y el desafío de promover potencias
de vida infantil allí donde todo parece indicar su negación. La apuesta y el
desafío de un nuevo pensamiento, una nueva educación, una nueva filosofía,
una nueva política. La infancia, no ya como etapa de la vida, como chrónos,
como infantes de ésta o aquella edad, sino como potencia, como inicio, como
interrupción, como creación, como acontecimiento, como intensidad, como
aión, en definitiva, como experiencia puede ser un vector de esta apuesta y
este desafío.

Pues allí donde hay un agotado pensamiento sobre la infancia, el rayo


inscribe una infancia del pensamiento; allí donde yace muerta una educación
de la infancia, el rayo instaura una nueva infancia para la educación; allí
donde sólo respiran las filosofías clásicas de la infancia, el rayo anuncia una
infancia de la filosofía y, por último, allí donde mueren las políticas públicas
para la infancia, el rayo le da vida a una nueva infancia de la política.

A fin de cuentas, tal vez de eso se trate: de dejar un poco tranquila a la


infancia de tanta educación, filosofía y política y comenzar a molestar a la
educación, la filosofía y la política con, al menos, un poco de infancia.

Por cierto, sólo estamos sugiriendo líneas que necesitan ser


profundizadas y no desconocemos algunas de sus debilidades. La idea de
«nuevo» no es precisamente muy nueva en educación, al contrario, es
sumamente trillada: ¿qué entendemos por «nuevo»? ¿En qué se diferencia lo
«nuevo» de lo «viejo»? Lo nuevo, ¿vale simplemente por ser nuevo, sin
cualquier otra consideración? Y lo viejo, ¿no vale simplemente por ser viejo?
En fin, las preguntas son muchas y no desconocemos su complejidad. Pero
no quisiéramos que estas preguntas interrumpan el movimiento que estamos
proponiendo. Ciertamente, el problema es mucho más grave y profundo.
Incluso, la infancia puede ser vista como una metáfora del otro y lo que
hemos sugerido en estas páginas sobre la infancia bien valdría para pensar
los espacios y tiempos afirmados en relación con otras formas subjetivas de
nuestro tiempo. Con todo, por algún lado tenemos que comenzar y, como la
educación de la infancia es justamente un lugar de inicios, comienzos y
principios, tal vez no esté tan mal hacerlo por allí.

Podemos encontrar el inicio de este inicio en una pregunta. Se trata de


pensar, como hace Sylvio Gadelha (2000:120), lo que puede una educación.
Es una pregunta spinoziana y deleuziana, «¿qué puede un...?», pregunta
ontológica y política, que interroga por una potencia productiva, por una
fuerza que genere diferencia, por una nueva alegría, por una capacidad de
afirmar una vida no fascista y no totalitaria en estos tiempos de insoportables
fascismo y totalitarismo globalizados. La pregunta nos interroga para poner a
disposición todas nuestras fuerzas contra el fascismo y el totalitarismo de
afuera, del sistema, del capital, del saqueo al petróleo, del hambre, de la
impunidad, de la guerra al otro porque es otro; y también contra el fascismo y
totalitarismo de dentro, de nuestra cabeza, del sometimiento de nosotros
mismos, el que contribuye igual-mente para que seamos aquello que somos.

La pregunta interroga muchas formas de la experiencia: ¿qué puede un


cuerpo? ¿Qué puede un pensamiento? ¿Qué puede un infante? No lo
sabemos. Incluso con toda nuestra arrogancia y petulancia cientificistas,
nunca lo sabremos. En ese no saber, tal vez encontremos un punto de partida
para otros poderes, para otras fuerzas y potencias de la infancia. Hemos
sabido tanto sobre la infancia, hemos discriminado tanto sus etapas y
posibilidades, hemos proyectado tanto su futuro que, para fortalecer y
dinamizar las fuerzas infantiles que habitan en nuestros cuerpos, tal vez sea
propicio dejar de saber, justamente... lo que un infante puede o no puede.

«No sabemos» y en ese gesto puede entrar la potencia de la sorpresa, de


lo inesperado, de lo no anticipado, de lo que no podemos saber, pero
tampoco queremos saber, porque si lo supiéramos, como lo sabemos, porque
lo sabemos, habremos excluido lo que nuestro saber dejó del lado de afuera
justamente para saberlo. No sabemos lo que puede un infante, de cualquier
edad. Tampoco sabemos lo que puede una infancia de la educación. Quizá
ese gesto abierto, atento, a la espera, pueda dar lugar a una nueva infancia,
de los infantes y también de la educación.
Epílogo: infancia, entre literatura y filosofía

Buscamos trazos de ciertas imágenes de infancia. Nos interesa dejar


atrás la infancia como etapa de la vida para encontrar otras fuerza
vitales. Las encontramos en todos lados, en los artistas, en el cine, en el
teatro, en los educadores, en los niños, claro; no sólo, pero también en los
niños. También en la literatura, con mayor soltura y levedad que en la
propia filosofía, seguramente porque sus compromisos con la verdad son
menos rígidos y estrechos. Veamos.

Conocemos la imagen de la infancia que han construido los discursos


filosóficos sobre la educación. La infancia es siempre asociada a la primera
edad y a la vida como un desarrollo, que sigue etapas, fases. Esta travesía
suele estar acompañada del signo del progreso. La infancia sería el primer
escalón, una posibilidad de ser algo más en el futuro. Lo que interesa es
sobre todo lo que la infancia va a ser, en qué se convertirá, qué tipo de adulto
o de ciudadano seremos capaces de formar.

Alguna literatura ofrece la oportunidad de afirmar otra infancia, de


recolectar los desechos de la educación formadora, lo que el discurso
pedagógico dominante parece no ver ni valorar, una imagen de la infancia
como símbolo de la afirmación, figura de la invención, espacio móvil de
desplazamiento, gesto sereno de otra palabra, canto enérgico de un atraso,
abundancia plena de un desplazado.

La infancia no es, entonces, una etapa de la vida. Por lo menos, no sólo.


No es un momento, una fase, un período. La infancia es una cierta intensidad
en la forma de estar en el mundo, alguna relación de intimidad con las cosas
y con el mundo, un determinado tono de rebeldía con las voces que suenan
más fuerte, otro modo de dar atención a los desechos, a las sobras, a un
resto; en definitiva, la infancia es una oportunidad de pensar otro
pensamiento, de escribir otra escritura, de hablar otra palabra, de vivir otra
vida, de habitar otro mundo. Muchos escritores son testimonio de esa
infancia.

Es el caso, por ejemplo, de Manoel de Barros, un poeta de Mato Grosso


recientemente traducido al castellano1. Barros fuerza el lenguaje hasta
hacerle decir lo indecible. Restaura la infancia no sólo en la escritura sobre la
infancia, sino en una escritura infantil; no sólo al ver y escribir otra infancia,
sino también al verse y encontrarse otramente en la infancia; no sólo escribe
otra infancia, sino que deviene infante en la escritura: un devenir que afirma la
experiencia, la memoria inventiva, la indeterminación, en el propio acto de
escribir.
Entre otros, G. Deleuze ha destacado cómo escribir es un asunto que
tiene que ver fundamentalmente con la vida y al mismo tiempo se torna
interesante cuando evita la forma de un asunto personal. Hay allí una ten-
sión, en tanto es necesario un compromiso vital que haga tartamudear al
lenguaje, hacerle decir lo indecible, inventarle una infancia que a la vez no
haga de esta escritura una cuestión de vida privada. Dice Deleuze: «La tarea
del escritor no es revisar los archivos familiares, no es interesarse por su
propia infancia. Nadie se interesa por eso. Nadie digno de alguna cosa se
interesa por su infancia. La tarea es otra: devenir infante a través del acto de
escribir, ir en dirección a la infancia del mundo y restaurar esa infancia. Ésas
son las tareas de la literatura» (Deleuze, 1997:«E como infancia [enfance]»).

«Devenir infante a través del acto de escribir», hacer un trabajo con uno
mismo a través de una escritura que afirma el valor de la experiencia, de la
novedad, de la diferencia, de lo no determinado, de lo sorprendente. Ir en
dirección a todo lo que hay de estas cosas en el mundo y hacerles lugar en la
escritura; escribir la sorpresa, la transformación, la imposibilidad de aceptar el
mundo tal como es; hacerlo en una relación infantil, retorciendo la gramática,
desplazando la sintaxis, inventando palabras; propiciar relaciones «infantiles»
con los otros y con el mundo.

Ésta es la fuerza de la escritura de Manoel de Barros, hablar de una


infancia que en verdad no es la suya, sino una infancia indefinida, la de
cualquiera que inventa un lenguaje y, con él, un mundo.

1. Véase Barros (2004).

La infancia que inventa Manoel de Barros es una manera de inventarse en


las palabras, una forma de encontrar otra fuerza en las palabras y de que las
palabras se encuentren entre sí de manera diferente, una manera de propiciar
encuentros en las palabras; una «infancionática», como diría S. Corazza, un
ejercicio de permitirse entrar en relaciones infantiles con los otros y con el
mundo, una singular recuperación de lo insignificante, un infanciarse más acá
o más allá de la lógica importante del momento y del lugar, encontrar lo que
las palabras y el mundo tienen de nuevo, inventar un mundo, encontrar otro
mundo.

Quiero referirme, en especial, a un libro de Manoel de Barros intitulado


Memorias inventadas. La infancia (2003)2. Como el título lo indica, es un libro
compuesto de relatos de la memoria; más concretamente, son dieciséis
crónicas cortas de una memoria que el poeta inventa. Antes de presentar
algunas de esas memorias, vamos a detenernos en esa primera curiosa
conexión que Manoel de Barros establece en el título entre la memoria, la
invención y la infancia.

Memorias inventadas tiene la forma de un oxímoron, esto es, se trata de la


reunión de dos términos en contradicción recíproca, uno parece negar al otro.
Expresiones semejantes serían, por ejemplo, «helados calientes», «mar
pequeño» o «infante viejo». En todos estos casos, los dos términos parecen
estar en contradicción: si algo es un helado, entonces no podría ser al mismo
tiempo y en el mismo sentido caliente, porque dentro del concepto ‘helado’
hay notas incompatibles con las del concepto ‘caliente’; en el caso del mar, no
podría ser pequeño porque dentro del concepto ‘mar’ está contenido
justamente el concepto contrario al de ‘pequeño’, un mar, cualquier mar, es
grande, inmenso, exuberante; y lo mismo sucede con el concepto ‘infante’,
que parece contener notas que se oponen a las del concepto ‘vejez’. Ningún
infante podría ser viejo si es que realmente es un infante. Del mismo modo,
nada viejo podría ser infantil.
De la misma manera, la memoria sería algo del orden del descubrimiento,
de la recuperación, de la recordación, en suma, algo del mundo de la
desinvención. Al contrario, la invención parece indicar su opuesto, algo nuevo,
que se inicia, que comienza, que se proyecta hacia el futuro. La invención
sería algo del orden de la des-memoria y la memoria algo del orden de la des-
invención. La memoria y la invención llevarían a direcciones contrarias,
encontradas, desentendidas.

2. Ya hay publicado un segundo volumen: Memórias inventadas: a segunda


infância (San Pablo, Planeta, 2006) y un tercero en elaboración.

De modo que el título del libro es una contradicción que genera una
primera dificultad al pensamiento. Sin embargo, tal vez sea precisamente a
partir de estas contradicciones que podemos pensar, si es que pensar tiene
que ver con crear y no sólo con reproducir lo ya pensado. Justa-mente
cuando nos situamos en ese espacio en el que lo ya pensado parece
imposible, en el que no podemos seguir en el pensar a la manera en que
venimos pensando, tal vez en ese caso estemos creando condiciones para
pensar otra cosa, algo distinto. Si así fuera, el pensar sería algo que hacemos
siempre entre lo posible y lo imposible, en un límite, entre el saber y el no
saber, entre lo lógico y lo ilógico, entre lo pensable y lo no pensable. Si
estuviéramos situados en la certidumbre firme de lo absolutamente lógico,
estaríamos en la seguridad y la tranquilidad de lo necesario, pero muy
probablemente no tendríamos estímulo para pensar, del mismo modo que si
estuviéramos situados en la absoluta incertidumbre de lo que no responde a
ninguna lógica. Pensamos en el medio de esos dos planos, entre lo lógico y lo
ilógico. No estamos situados completamente en la lógica, porque entonces no
habría casi nada para pensar, y no estamos completamente fuera, porque
entonces no sabríamos por dónde comenzar a pensar. Es en la tensión de la
contradicción entre los dos extremos que algo nos fuerza a pensar, nos hace
percibir el sentido y el valor del pensar.

Es allí donde se sitúa el poeta, el lugar de la creación en el pensamiento.


Y es allí donde deviene infantil: en la contradicción de las memorias
inventadas que permite (re)pensar la memoria y la invención: ¿qué podría ser
la memoria si no fuera (sólo) algo del orden de la recuperación, de la
cronología continua del pasado, presente y futuro? ¿Qué otra cosa puede
hacer la memoria que recuperar el pasado? Justamente, tal vez la memoria
pueda ser también, al contrario, algo del orden de la ruptura con el pasado y
con la temporalidad continua del modo lineal de la cronología; tal vez la
memoria pueda ser algo del orden de la ruptura con el pasado, del rechazo
de otro tiempo y de la instauración de un nuevo tiempo.

La invención de la memoria puede nacer del rechazo de lo sucedido en


otro tiempo para la modificación del presente o puede ser de la modificación
del propio tiempo para instaurar otra relación con la temporalidad. En los dos
casos, la memoria se vuelve irreverente, abre espacio a la discontinuidad, a la
interrupción, al no progreso, a la no evolución. Si así fuera, la memoria sería
compañera y amiga de la invención, afirmadora de nuevos inicios, inventora
de nuevos tiempos.

De modo que el oxímoron del título puede no estar desprovisto de sentido.


Pero no hemos leído aún todo el título, faltan los dos puntos y una palabra, la
palabra «infancia». ¿Qué valor tienen estos dos puntos? ¿Identidad?
¿Equivalencia? ¿Sinonimia? ¿Coincidencia? ¿Afinidad? ¿Consonancia?
¿Explicitación? En todo caso, algunas preguntas infantiles vienen al
encuentro: la infancia, ¿es inventada por la memoria o inventa la memoria?
¿Son memorias de una infancia o infancia de unas memorias? ¿Es la
invención de una infancia o la infancia de una invención? No preciso aclarar
que estas preguntas no están escritas para ser respondidas, sino para ser
pensadas. Y por último, ¿qué infancia es ésa que inventa unas memorias o
que es inventada por las memorias?

Como si no bastase, después del título, el epígrafe, que ayuda a dar


sentido al valor de una invención y a dar valor a un gesto de pensamiento.
Dice el epígrafe: «Todo lo que no invento es falso». Lindo, ¿verdad? Muy
lindo, palabra infantil. El epígrafe es el primer invento de la memoria, el primer
nuevo inicio. Una infancia de una nueva memoria. Es que estamos
acostumbrados a pensar la verdad del lado de la ciencia, de la demostración,
de la prueba, de la argumentación, de la aquiescen-cia, de la conformidad, de
la correspondencia entre, casi siempre, el discurso y la realidad. Aquí, al
contrario, la invención es productora de verdad. Esto significa que no hay
nada verdadero que no sea inventado o que sólo puede existir la verdad
cuando hay invención. Esto no significa que toda invención sea verdadera,
sino que significa, diferentemente, que sin invención no hay verdad. Parece
simple, fácil, evidente. Tal vez lo sea, pero cierta filosofía ha demorado
muchos siglos y mucha tinta para poder decirlo y aun puede ser importante
decirlo de esa manera y no de otra; con esa elegancia.

Quizá podamos ahora entender un poco mejor uno de los «porqués» del
título Memorias inventadas: porque si la invención es condición de la verdad,
entonces no podríamos tener memorias sólo descubiertas y reme-moradas,
porque no podrían ser memorias verdaderas... y, entonces, ¿quién se
atrevería a aceptar que la memoria se quede del lado de la no verdad? No
hay, entonces, cómo escapar de la invención si pretendemos mantenernos
del lado de la verdad. La invención se vuelve no sólo posibilidad, sino también
condición epistemológica, estética y política de la verdad. El poeta reafirma
de esa manera el derecho singular a inventar, con el premio inveterado de las
más potentes verdades para las más potentes invenciones.

El libro está compuesto de dieciséis relatos, que son dieciséis memorias


inventadas. Son relatos de infancia, infantiles. Dieciséis infancias. Voy a leer
tres de esas memorias inventadas como ejercicio infantil de invención y de
pensar la verdad del poeta, y también como invitación a leer a este inventor
infantil de memorias. Primero, se trata de la memoria XIV, una de las últimas,
que lleva por título algo que podríamos traducir como «Encuentradoros», para
tratar de mantener el juego que el portugués «achadouros» presenta entre
dos palabras combinadas: la acción del verbo «achar», ‘encontrar’, y los oros
encontrados en «ouros». Vale la pena anotar que «achar» significa también
‘pensar’, en el sentido de ‘creer’, ‘considerar’ o ‘ser de la opinión de’. De
modo que los achadouros son también consideraciones, creencias, de oro. La
memoria dice así:

Creo [acho] que el jardín donde la gente jugó es mayor que la ciudad. Sólo
descubrimos eso después, de grandes. Descubrimos que el tamaño de las
cosas tiene que ser medido por la intimidad que tene-mos con las cosas.
Tiene que ser como sucede con el amor. De esta manera, las piedras de
nuestro jardín son siempre mayores que las otras piedras del mundo.
Precisamente por el motivo de la intimidad. Pero lo que yo quería decir sobre
nuestro jardín es otra cosa. Aquello que la negra Pombada, remanente de
esclavos de Recife, nos contaba. Pombada les hablaba a los chicos de
Corumbá sobre achadouros. Que eran pozos que los holandeses, en su esca-
pada apurada de Brasil, hacían en sus jardines para esconder sus monedas
de oro, dentro de grandes baúles de cuero [couro]. Los baúles quedaban
llenos de monedas dentro de aquellos pozos. Pero yo tendía a pensar en
achadouros de infancia. Si hacemos un pozo al pie de la higuera del jardín,
allí habrá un chico ensayando subir a la higuera. Si hacemos un pozo al pie
de un gallinero, allí habrá un chico tratando de agarrar de la cola a una
lagartija. Soy hoy un cazador de achadouros de infancia. Voy medio
enloquecido con la pala a cuestas para cavar en el jardín vestigios de los
infantes que fuimos. Hoy encontré un baúl lleno de puñetas (Barros,
2003:XIV).

Entre las muchas cosas interesantes que tiene esta memoria inventada, me
voy a detener en dos. La primera está en las primeras líneas, donde Manoel
de Barros afirma que, de grandes «descubrimos que el tamaño de las cosas
tiene que ser medido por la intimidad que tenemos con las cosas».
Descubrimos (¿o inventamos?) que la intimidad es la medida del tamaño de
las cosas. Así, en la falta de intimidad, el mar puede ser muy pequeño,
chiquitito, imperceptible. Pero también puede ser aquella inmensidad infinita
en la intimidad del pescador, del buscador de infancias marítimas, del inventor
de memorias marinas.

La intimidad, como diría J. L. Pardo (1997), es lo innegociable, aquello


sobre lo que no se puede transar, el punto inapelable sobre el cual se
sostiene nuestro estar en el mundo. Tenemos intimidad con aquello por lo que
nos inclinamos, lo que nos arrastra a la muerte y nos sostiene en la vida, lo
que le da sentido a la vida y a la muerte. El tamaño de nuestra intimidad con
las cosas lo da el tamaño de la inclinación que tenemos por ellas: ¿en qué
nos jugamos por entero? ¿En qué se nos va la vida? ¿Por qué «nos la
jugamos»? Manoel de Barros sugiere que en la infancia «nos la jugamos» por
el mundo de una manera y con una intensidad que se va diluyendo, que se va
perdiendo con la afirmación de una relación adulta con el mundo.

La segunda idea interesante está en el título de esta memoria y en cómo


ese título repercute en el medio del texto: achadouros son los luga-res donde
se encuentra oro o alguna cosa de mucho valor, de modo que estas
memorias deben estar repletas de esos lugares de encuentro. Y, más
precisamente, lo que al poeta le interesa especialmente encontrar son lugares
donde se encuentre la infancia o, para decirlo más precisa-mente, lugares
donde él mismo se encuentre con su infancia. ¿O hay que decir «con la
infancia»? En todo caso, esta memoria ayuda a pensar que la memoria no
sólo inventa, sino que también encuentra. Y ayuda también a pensar en las
relaciones entre inventar y encontrar. Nos permite preguntarnos, por ejemplo,
si el encuentro es una forma de la invención y, entonces, (sólo) se encontraría
lo que se inventa o también si la invención es una forma del encuentro y,
entonces, (sólo) se inventaría lo que se encuentra. Tal vez estemos cerca no
sólo del significado de la creación, sino del propio pensamiento: algo del
orden del cruce, de la reunión, de la coincidencia en la localización, en el
espacio. Más de un lector tal vez esté pensando en la historia zapatista de la
búsqueda y el encuentro.

Manoel de Barros también afirma que hay infantes por todas partes. Hay
infantes en cada árbol, en cada animal, en cada vestigio, en cada recuerdo.
Se trataría sólo de inventarlos, esto es, de encontrarlos, localizar-los, abrirles
las condiciones para que aparezcan, se muestren, se dejen ver. Hay infantes
e infancias escondidas en todo lugar y, sobre todo, en nuestra memoria
inventiva.

Vamos a otra memoria inventada, a otra infancia, «Melenudito»:

Cuando la abuela me recibió en las vacaciones, me presentó a los amigos:


éste es mi nieto. Él fue a estudiar a Río y volvió de ateo. Ella dijo que yo volví
de ateo. Aquella preposición desubicada me disfrazaba de ateo. Como quien
diría en el Carnaval: ese niño está disfrazado de payaso. Mi abuela entendía
de regímenes ver-bales. Ella hablaba de serio. Pero todo el mundo se rió.
Porque aquella preposición desubicada podía hacer de una información un
chiste. Y lo hizo. Y más: yo creo que buscar la belleza en las palabras es una
solemnidad de amor. Y puede ser un instrumento de reír. Otra vez, en el
medio de un partido, un chico gritó: despasalo a ése, melenudito. Yo no
despasé a nadie. Pero aquel verbo nuevo trajo un perfume de poesía a
nuestro potrero. Aprendí en esas vacaciones a jugar de palabras más que a
trabajar con ellas. Comencé a no gustar de palabra encajonada. La que no
puede cambiar de lugar. Aprendí a gustar más de las palabras por lo que
entonan que por lo que ellas informan. En otro momento posterior, escuché a
un vaquero cantar con nostalgia: «Ay, morena, no me escribas, que yo no sé
a leer». Aquel «a» antepuesto al verbo leer, a mi modo de ver, ampliaba la
soledad del vaquero (Barros, 2003:VIII).

Hay varias infancias a notar en esta memoria inventada: una cierta fuerza
para desplazar los lugares naturales, lógicos, de las palabras; un modo de
apostar a la belleza del lenguaje; un dado instrumento de la risa; un acto de
creación; un ejercicio de desplazamiento, un no quedarse quieto en el mismo
lugar; una ampliación de sentido. Todas estas notas están asociadas a
anécdotas infantiles; son episodios de una infancia; invenciones de una
memoria. Podría leerse allí una cierta caracterización de una etapa de la vida.
Pero no. Hay más que eso. Leamos esta otra memoria, «El recolector de
desperdicios»:Uso la palabra para componer mis silencios. No me gustan las
palabras fatigadas de informar. Doy más respeto a las que viven con la panza
en el piso, tipo agua piedra sapo. Entiendo bien la pronunciación de las
aguas. Doy respeto a las cosas desimportantes, a los seres desimportantes.
Aprecio insectos más que aviones; aprecio la velocidad de las tortugas más
que la de los misiles. Tengo en mí ese atraso de nacimiento. Yo fui preparado
para gustar de pajaritos. Tengo abundancia de ser feliz por eso. Soy un
recolector de desperdicios: amo los restos, como las buenas moscas.
Quisiera que mi voz tuviera un formato de canto. Porque yo no soy de la
informática: yo soy de la invencionática.

Sólo uso las palabras para componer mis silencios (ídem, s palabras, de
seducirlas y dejarse seducir por ellas, una manera de pronunciarlas. Hay toda
una infancia de las palabras en las palabras que el poeta, infante, encuentra.
El encuentro tiene la forma de una recuperación, un rescate, una reparación.
La infancia, desimportante, desplazada, desconsiderada, se aproxima a sus
semejantes. Ése es también el trabajo de la invención en las palabras: un
nuevo mundo que diga la importancia de lo desimportante, el lugar de los no
lugares, el valor delos desperdicios.
De esta manera, el infante es un recolector de desperdicios. En primer lugar –
y también en último–, el desperdicio de lo no dicho, de lo silenciado, del
silencio. Pero también el desperdicio de lo dicho muy rápidamente, muy
fugazmente, de lo que pasa tan rápido que no puede apreciarse, de aquello
que no permite ningún tipo de intimidad. Un resto, amado y amador. Eso es la
infancia. Un canto de voces silenciadas, de silencios, al silencio. Un canto. Un
silencio. Una infancia.
Llegamos al final. Tal vez las imágenes de infancia afirmadas por Manoel
de Barros sean inspiradoras para pensar y afirmar una educación menor, de y
en lo insignificante. Quizá valga la pena pensar si acaso no podríamos
ensayar, en nuestra obstinada pretensión de educar la infancia, ser educados
por una memoria inventiva, por una infancia insignificante, por un desperdicio
silencioso. Por un nuevo modo de relación con las palabras, por una nueva
olvidada intimidad con el mundo.

Al final, de eso trata este libro, que busca, como nada, encontrar trazos de
otras infancias. Y las ha hallado, en este epílogo, en un poeta infantil que
parece atento a los signos infantiles. Tal vez así debamos llamar a este
intento: como una búsqueda de atender de otra manera a la infancia. El lector
juzgará el sentido y el valor, para la educación y la filosofía, de este
movimiento.

Bibliografía

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Acerca del autor

Walter Omar Kohan nació en Buenos Aires, Argentina. Estudió filosofía


en la Universidad de Buenos Aires e hizo su doctorado también en
Filosofía en la Universidad Iberoamericana de México, DF. Realiza
actualmente estudios de posdoctorado en la Universidad de París 8, sobre
las relaciones entre educación, filosofía y política, en torno de la figura
de Sócrates. Tiene como áreas principales de interés la enseñanza de la
filosofía, las relaciones entre filosofía e infancia, la filosofía antigua y la
filosofía de la educación.

Ha trabajado en diversas universidades en América Latina y como


profesor visitante en la Universidad de París 8 (2005-6). Actualmente es
profesor titular de Filosofía de la Educación de la Universidad del Estado de
Río de Janeiro (UERJ), donde trabaja en la carrera de grado en Pedagogía y
en la maestría y doctorado en Educación (PROPED).

Ha recibido diversas becas y participado, como miembro y coordinador, de


diversos proyectos de investigación. Actualmente es investigador del Consejo
Nacional de Investigaciones (CNPq) y del programa Pro-Ciencia de la
Fundación de Apoyo a la investigación de Río de Janeiro (FAPERJ).

Entre 1999 y 2001 fue Presidente del Consejo Internacional para la


Investigación Filosófica con Niños (ICPIC). Actualmente es coordinador del
Núcleo de Estudos Filosóficos da Infância na Universidade do Estado do Rio
de Janeiro (www.filoeduc.org).

Coordinó diversas acciones de extensión universitaria, entre ellas, el proyecto


“Filosofía en la Escuela” de la Universidad de Brasilia y la Secretaría de
Estado de Educación para la formación docente en escuelas públicas del
Distrito Federal de Brasil y el proyecto “Espacios Afirmados” para la inserción
y rendimiento académico de estudiantes negros y provenientes de escuelas
públicas en la Universidad del Estado de Río de Janeiro.

Es coeditor de la revista Childhood & Philosophy (www.filoeduc.org/


childphilo). Coordinó diversas acciones de extensión universitaria, entre ellas,
el proyecto “Filosofía en la Escuela” de la Universidad de Brasilia y la Secre-
taría de Estado de Educación para la formación docente en escuelas públi-
cas del Distrito Federal de Brasil y el proyecto “Espacios Afirmados” para la
inserción y rendimiento académico de estudiantes negros y provenientes de
escuelas públicas en la Universidad del Estado de Río de Janeiro.

Es coeditor de la revista Childhood & Philosophy (www.filoeduc.org/


childphilo). Ha publicado más de 40 trabajos en revistas académicas y actas
de eventos en Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Colombia, Venezuela,
México, Estados Unidos, España, Francia, Italia, Hungría e Inglaterra. Es
autor, coautor u organizador de más de 30 libros o capítulos. Entre ellos,
Filosofía en la Escuela.

Caminos para pensar su sentido (Buenos Aires,


EUDEBA, 1996, con Alejandro A. Cerletti); Filosofia para crianças (Río de
Janeiro, DP&A, 2000); Filosofía con niños (Buenos Aires, Novedades
Educativas, 2000; reed. 2005, con Vera Waksman), Filosofia na Escola
Pública (Petrópolis, RJ, Vozes, 2000, con Alvaro Teixeira y Bernardina Leal),
Infância. Entre Educação e Filosofia (Belo Horizonte, Autêntica, 2003; en
castellano: Barcelona, Laertes, 2004). Actualmente coordina las colecciones
“Filosofia na Escola” (Vozes, Brasil) y “Educação: Experiência e sentido”
(Autêntica, Brasil).
Como conferencista o presentador de trabajos intervino en más de 100
eventos académicos.

E-mail: [email protected]
Esta edición de 1 .000 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de
febrero de 2007 en TGS INDUSTRIA GRÁFICA, Echeverría 5036, Ciudad de
Buenos Aires, Argentina-

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