Infancia Politica y Pensamiento Kohan
Infancia Politica y Pensamiento Kohan
Infancia Politica y Pensamiento Kohan
Kohan
se r i e EDUCACIÓN
Kohan, Walter O.
– 1a ed. – Buenos Aires : Del Estante Editorial, 2007. 120 p. ; 23x16 cm. (Educación)
ISBN 978-987-1335-04-6
Publicado en italiano como Infazia e filosofia, colección «Filosofia com i bambini» (coord. por
Livio Rosetti), Perugia, Morlacchi, 2006.
Obra de tapa:
© del estante editorial
sello de la fundación centro de estudios multidisciplinarios (cem) Av. Córdoba 991 2º A
ISBN 978-987-1335-04-6
Está prohibida y penada por la ley la reproducción total o parcial de esta obra,
en cualquier forma y por cualquier medio, sin la autorización expresa de la
editorial.
1
INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan
Presentación1
Este libro está localizado alrededor de una infancia concebida no sólo como
los sujetos infantiles, sino también como muchas otras palabras
nacientes, en la educación, en la filosofía y en la política. Se organiza a partir
de una serie sucesiva de intervenciones críticas o confrontaciones
problematizadorasde tres mitologías de la infancia:
1. Una versión diferente de este libro fue publicada en 2006 en italiano como
Infazia e filosofia, colección «Filosofia com i bambini» (coord. por Livio
Rosetti), Perugia, Morlacchi.
2
INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan
Jacques Rancière), pero también con intervenciones literarias (de autores tan
diversos como el subcomandante Marcos o Manoel de Barros) y la infancia
más literal de los primeros años de vida en los testimonios de algunos
infantes que experimentan la dimensión filosófica de su pensar.
3
INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO Walter O. Kohan
4
Entre todos esos ropajes, la forma principal se construye, como en el caso
de la infancia, desde la ausencia, la negación, la impotencia o la
imposibilidad: el extranjero no habla nuestra lengua, no puede comunicarse,
es incapaz de entender nuestras costumbres, no conoce nuestra historia.
También lo que define a la infancia –desde su etimología latina, infans– es la
falta: la palabra está compuesta del prefijo privativo in- y el verbo fari, ‘hablar’,
de modo que, literalmente, infantia significa ‘ausencia de habla’.
Rápidamente, el término pasó a ser usado para designar a los que no están
habilitados aún para testimoniar en los tribunales y, de un modo más general,
a los que todavía no pueden participar de la res pública (Castello y Mársico,
2005:45). De modo que la infancia designa en su etimología la falta infaltable,
la del lenguaje, y en sus usos primeros, otra falta no menos infaltable, la de la
vida política.
Cada lengua es una ventana que da a otro mundo, otro paisaje, otra
estructura de valores humanos [...] tuve una suerte inmensa e incorporé más
tarde una lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi
enseñanza, todavía tengo el privilegio de dar clases, conferencias, en cuatro
lenguas. Cada vez lo siento como vacaciones del alma. No sé expresarme de
otro modo: es una maravillosa libertad (la cursiva es nuestra).
Esta descripción, diáfana y clara, pone en juego algunas asociaciones
interesantes. La lengua es una ventana; las ventanas son miradores; son
aquellas partes de la casa que marcan el pasaje entre el adentro y el afuera;
a través de las ventanas se puede ver el mundo desde adentro sin salir de la
casa y se puede también ver el interior sin entrar a ella; las ventanas pueden
estar más o menos sucias, con o sin rejas, claras u oscuras y cada una de
estas tonalidades da espacio a un tipo especial de relación entre el adentro y
el afuera, entre el interior y el exterior.
Esta paradoja dice también respecto del saber. El anfitrión proclama saber
la verdad sobre el extranjero y suele acompañar este saber con una pre-
tendida ignorancia del extranjero sobre sí; en efecto, el dueño de casa
pretende constituirse en la propia voz del otro: «yo te conozco, yo te sé, yo te
nombro, yo te revelo, yo te doy tu propia conciencia». Es el riesgo más
tentador de la hospitalidad; en el caso de la infancia, es el riesgo de la
paternidad, el de cierta forma dominante de la pedagogía: el riesgo de un
saber que no permite que el otro sepa otro saber, en última instancia, que no
permite que el otro sepa sino aquello que «tiene» que saber. En definitiva, es
también el riesgo de la filosofía y de una imagen dogmática del pensamiento
que desconsidera cualquier forma de pensar que no se encuadra en la propia
imagen del pensamiento. Vale la pena notar que este riesgo es recíproco,
esto es, el extranjero también puede ir al encuentro del otro como portador de
una verdad que el otro, el dueño de casa, carecería de sí mismo. Es decir, la
prepotencia, la arrogancia y el deseo de dominación no tienen patria, ni edad,
definida. Pueden estar en cualquier lugar.
De modo que no hay una única manera de habitar la extranjeridad, así
como no hay una única manera de recibir al extranjero. La extranjeridad
tampoco es un punto fijo, sino una condición que abre una diversidad de
formas de relación con la tierra, con el saber y, sobre todo, con el otro. En
todo caso, esas diversas formas de extranjeridad habitan un lugar paradó-jico
frente al cual no sabemos muy bien qué decir, qué hacer, qué pensar,
precisamente, por el hecho de que allí no se habla «nuestra» lengua. Una vez
más, la infancia también ocupa ese lugar paradójico de la extranjeridad y nos
invita a preguntarnos: ¿Cómo recibir a esos infantes-extranjeros? ¿Qué
preguntas hacerles? ¿En qué lengua hablarles? ¿Qué nombre darles? ¿Qué
invitación proponerles? ¿Con qué fuerzas abrazarlos?
La figura en la que estoy pensando ilustra muy bien una cierta fuerza del
extranjero, del extraño, del otro. En esto reside su atracción principal: saca al
extranjero, al extraño, al otro, del lugar en el que comúnmente es colocado, el
lugar de la exterioridad, de la privación, de la ausencia, de la impotencia, de
la negación, para resituarlo en un lugar contrario: presencia, afirmación,
interioridad, potencia... La figura en la que estoy pensando permite pensar
estas formas de alteridad desde una lógica de lo que es y no de lo que no es.
El personaje en cuestión es más bien un dúo, una dupla, un álter ego, dos
compañeros de pensamiento. Uno de ellos es un pedagogo francés del siglo
XIX, Joseph Jacotot, posrevolucionario, nacido en Francia, en el centro, en
1770, profesor de literatura francesa; se alista en el ejército, enseña retó-rica,
ocupa cargos públicos y es electo diputado en 1815. El otro es un filó-sofo
contemporáneo, Jacques Rancière, también francés o, para decirlo mejor,
argelino, por lo tanto, nacido en una colonia, en el exterior, en 1940.
Este viaje del profesor extranjero se parece a otros viajes; por ejemplo, al
viaje de la filosofía en el pensamiento: genera incomodidad, saca del lugar;
inquieta e impide que se siga pensando lo que se pensaba. Es un viaje de
desacuerdos, una experiencia de interrogación y apertura de un nuevo
espacio para la experiencia del pensar. La filosofía también parece extranjera
en el pensamiento, incluso cuando se viste con el pre-tencioso traje de
profesor.
Para decirlo con otras palabras, El maestro ignorante hace jugar el valor y
sentido de una práctica educativa entre la igualdad y la emancipación. La
relación es circular: se parte de una para llegar a la otra, la que, a su vez,
verifica la primera. El problema es que ambas nunca se encuentran de hecho
en una forma social: «La enseñanza universal no es y no puede ser un
método social; no puede extenderse en y por las instituciones de la sociedad»
(ídem:135); la alternativa es excluyente: «Es necesario elegir entre hacer una
sociedad desigual con hombres iguales o una sociedad igual con hombres
desiguales» (ídem:171). La emancipación no va más allá de una relación de
individuo a individuo: no hay ni puede haber en El maestro ignorante proyecto
educativo emancipador.
d. Educación y pedagogía
Tal vez desde el propio marco teórico de Rancière podría diferenciarse entre
instrucción o pedagogía y educación, análoga a la distinción entre policía y
política. La pedagogía sería el gobierno de los que «saben», la organización,
estructuración y legitimación de los saberes y de los métodos para
transmitirlos, el reino de la razón explicadora. Al contrario, la educación sería
el gobierno de los que «no saben», de los incompetentes, los inhábiles para
aprender.
En definitiva, aquel mito inicial de las dos filosofías se sostiene sobre una
oposición que desplaza y no permite pensar uno de los problemas principales
de la filosofía, de su enseñanza y, tal vez, de la enseñanza en general, esto
es, el del tipo de pensamiento y la relación con el pensamiento que se afirma
cada que vez que se enseña y se aprende filosofía o cualquier otra cosa. No
creo que sea tan importante el tipo de texto que se usa o la lengua en la que
un texto se expresa, ni siquiera quién es la filósofa o el filósofo en cuestión,
mucho menos la procedencia del inter-locutor; tampoco lo es un supuesto
conjunto o sistema de saberes a transmitir. En otras palabras, el problema
principal de la enseñanza de la filosofía excede los márgenes de la materia,
de la metodología y de la didáctica para situarse en los límites entre la
filosofía y la educación: ¿qué pensamiento se afirma, se presupone, en
nombre de la filosofía? ¿Qué relaciones consigo mismo y con los otros
permite o impide desplegar esa imagen del pensamiento? ¿Qué relaciones en
los otros ese pensamiento posibilita? La filosofía afirmada por el profesor,
¿totaliza, a partir de su propia imagen, el ámbito de lo pensable en la relación
pedagógica?
Sin embargo, como casi siempre, lo que parecía ser una cuestión tan fácil se
complica. Primero, Menón propone varias virtudes, una para el hombre, otra
para la mujer, otra para los niños, otra para los ancianos (71e-72a). La
pregunta, entonces, se desplaza: ¿la virtud es algo único o múltiple?; y, si
fuera este último caso, ¿qué es lo que todas ellas tienen en común para
poder ser llamadas por el mismo nombre? Después de que Sócrates ofrece
algunos de sus clásicos ejemplos (figura, color, 73e y ss.), Menón intenta
definir la virtud (77b), pero fracasa. Sócrates interpreta que su definición
–«ser virtuoso es poder usufructuar del bien que se desea»– es, por lo
menos, insuficiente, ya que sólo tiene sentido si está acompañada de la
justicia. En efecto, Menón acepta que no sería virtuoso quien desea su
contrario, la injusticia. De esta manera, se llega a una contradicción: la justicia
es, al mismo tiempo, idéntica y no idéntica a la virtud; es idéntica en tanto
todo acto justo es virtuoso, pero no es idéntica en tanto existen otras virtudes
además de la justicia (79b-c).
Sócrates sugiere que la principal diferencia entre los dos es que Menón
creía saber lo que es la virtud antes de dialogar y, en cambio, después ya no
parece estar más en posesión del saber. Sócrates dice que la diferencia entre
ellos estaba al inicio del diálogo, no al final; en otras palabras, que el diálogo
ha suprimido las diferencias. Con todo, la aporía todavía no paraliza del todo
a Menón, quien saca fuerzas para lanzar un nuevo desafío y una nueva
aporía a Sócrates: es imposible investigar desde el no saber (¿cómo se
podría buscar lo que no se sabe?, ¿cómo se sabría que aquello que se
encuentra es lo que se buscaba si precisamente no se lo sabe?), pero
también desde el saber, porque para qué se investigaría lo que ya se sabe.
Así, el desafío lleva a una nueva aporía: cuando se tiene el saber no se
investiga porque ya se sabe; pero cuando no se sabe, parece también
imposible moverse hacia el saber por la ceguera propia del no saber (80e-
81a).
Todo sería muy bonito si Sócrates hubiese hecho lo que dice que hizo.
Pero el problema es que, de hecho, Sócrates sí enseña varias cosas al
esclavo. Lo primero que enseña es ese saber matemático que, en el
transcurrir del diálogo, se desprende nítidamente de las preguntas de
Sócrates y no de las respuestas del esclavo. No es verdad que Sócrates no
transmite ningún saber. No lo hace a la manera tradicional de quien responde
las preguntas de otro o directamente ofrece una lección. Pero sus preguntas,
que sólo pueden ser respondidas en una dirección y que, cuando no lo son,
son reformuladas infinitas veces hasta que salga la respuesta esperada, son
más afirmaciones que interrogaciones, contienen todo lo que el otro puede –y
debe– saber. Esto significa que Sócrates sabe, anticipadamente, el
conocimiento que el otro, de cualquier forma, tendrá que saber. De este
modo, más que un camino de rememoración de algo que ya sabía, el camino
del esclavo es el camino del saber de Sócrates, es un camino de reflejarse en
su saber. Todo lo que el esclavo puede hacer es acompañar a Sócrates
mansamente, seguir el camino de quien sabe, sobre todo, lo primero que él
no sabe: cómo recorrer el camino del saber.
Más aún, el esclavo del Menón no aprende a buscar por sí mismo, sino
que, además de toda la matemática «rememorada», también aprende que,
sin el maestro, en este caso sin Sócrates, nada podría buscar. Si antes era
esclavo de su ignorancia, ahora lo es de una relación dependiente y
heterónoma con el saber.
Más de un lector ya debe estar pensando que este Sócrates del Menón no es
el verdadero Sócrates histórico, que tal vez sea simplemente y, por detrás de
su nombre, el propio Platón, a quien pertenecerían las teorías de la
reminiscencia y de la inmortalidad del alma que el personaje Sócrates de ese
diálogo defiende tan claramente. Ese lector argumentaría que el Menón no es
un diálogo de juventud, sino de madurez o, como máximo, un diálogo que
está en el límite entre esos dos períodos que marcarían el pasaje entre un
personaje Sócrates más histórico y otro más portavoz del pensamiento de
Platón.
Eutifrón, al igual que Menón, cree estar ante una tarea sencilla y, tal vez
por eso, falla inevitablemente en todos sus intentos de responder
satisfactoriamente las preguntas de Sócrates. En su primer intento, sugiere
que lo sagrado es justamente lo que él está haciendo en ese momento, o sea,
instaurar un proceso contra quien es injusto, sin importar quién es el que
comete la injusticia y el tipo de injusticia que comete o contra quién lo hace; al
contrario, no instaurar tal proceso en esas circunstancias sería un acto
profano (5d-e). Sócrates contesta que, de hecho, Eutifrón no respondió su
pregunta enteramente. Sólo dio un ejemplo o caso de algo sagrado y de algo
profano, pero no consideró muchas otras cosas que también lo son (6d).
Sócrates especifica aún más su pedido: quiere saber la propia idea (eîdos,
idéia, 6d-e), el paradigma, por el cual las cosas sagradas son sagradas y las
profanas son profanas.
El problema parece ser que aquí también Sócrates quiere oír una única
cosa y, si no oye lo que quiere oír, al resto no presta atención. De modo que
Sócrates no oye a Eutifrón porque Eutifrón no responde la pregunta de
Sócrates como Sócrates quiere que la responda. Sócrates quiere el «qué» y
Eutifrón da el «quién». Sócrates pregunta por lo sagrado y Eutifrón responde
mostrando alguien que hace lo sagrado y lo instituye como tal. ¿Por qué no?
¿Acaso cada «qué» no esconde un «quién»? ¿Acaso la pretensión socrática
de una naturaleza, idea o ser de lo sagrado no esconde una afección como la
que ofrece Eutifrón? ¿Por qué una caracte-rística abstracta y universalizada
es mejor respuesta para entender el «qué» de una cosa que el sujeto de su
producción? Las preguntas podrían continuar; el punto es que Sócrates bien
podría disponerse a discutir algo que está un poco «antes» de su exigencia,
como su presupuesto: ¿qué es lo que hace que x sea x y no otra cosa? ¿Es
un paradigma, una idea o algo del orden del aquí y el ahora, de los afectos y
los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la metafísica y la
ontología?
Hay aquí una sintonía con la imagen del pez torpedo en el Menón y una
implícita aceptación de los desplazamientos de Sócrates recién aludidos, en
función de sus interlocutores y del contexto de cada conversación. Pero hay
algo tal vez más interesante. Tanto en esta imagen de Dédalo como en la del
pez torpedo, Sócrates no deja las cosas quietas y lo hace de una manera tal
que sus interlocutores pierden su apoyo, ya no consiguen más hacer pie.
Pero él mismo también se siente sin pie. La experiencia filosófica tiene el
sentido de desplazar las bases del pensamiento, la relación que tenemos con
lo que pensamos. Las conversaciones de Sócrates tienen el efecto de un
hechicero o un artista-inventor que hace que los otros dejen de sentirse
cómodos y seguros en su lugar. Y puede hacerlo, o lo hace con la intensidad
con que lo hace en el Menón, porque el propio Sócrates está dispuesto y de
hecho sale de su lugar cuando se pone a pensar con otro. Lo que en esa
imagen doble nos sugiere Sócrates es que enseñar (filosofía) estaría
relacionado con hacer que los otros salgan del lugar en el que están fijados
en el pensamiento, bajo la condición de que quien enseña también salga de
su lugar. Este autorretrato de Sócrates de dos caras, en el Menón y el
Eutifrón, nos parece una imagen interesante para una experiencia
pedagógica. El punto es que en los propios ejercicios que Sócrates realiza allí
con el esclavo y el sacerdote no parece él mismo afirmar para sí ese
movimiento.
En este detalle, en esa cosa menor que falta para que la discusión llegue
a buen término, los interlocutores se pierden nuevamente y, esta vez,
definitivamente. Parecen demasiado cansados uno del otro y el avance de la
conversación ya no trae más aportes para resolver el problema en cuestión.
Eutifrón insiste en que aprender sobre estas cosas da mucho trabajo (14a-b)
y Sócrates lo acusa de no querer enseñarle (14b) y de volver a los mismos
argumentos. Agrega que Eutifrón es incluso más artista que Dédalo, en tanto
consigue que sus argumentos anden continuamente en círculos (15b-c). El
tono enojoso de Sócrates parece indicar el fracaso de una experiencia:
después de tantas y tantas vueltas, Eutifrón va a parar al mismo lugar del
inicio. Como afirma Heráclito (DK 22 B 103), en el círculo el comienzo y el fin
son lo mismo.
Así, el Eutifrón acaba siendo un ejemplo de esas conversaciones en las
que el interlocutor no consigue dar una respuesta a Sócrates que le resulte
satisfactoria sobre el asunto indagado. En este caso, Sócrates no está satis-
fecho con las respuestas otorgadas al «qué» de lo sagrado y lo profano. El
desenlace del diálogo es aporético. Con todo, el final del Eutifrón es también
ejemplar en otro sentido, tal vez más interesante para los pro-blemas que nos
ocupan. Después de la enésima y última insistencia de Sócrates para que le
enseñe qué es lo sagrado y lo profano, Eutifrón sale corriendo; a las
apuradas, se escapa de Sócrates. De este modo, repite algo que varios
interlocutores muestran en otros diálogos: Sócrates no consigue hacer lo que
dice en el Menón que hace con los que dialogan con él: sacarlos de su lugar,
sino sólo de manera física. Tampoco consigue lo que dice en la Apología que
hace con sus interlocutores: instruirlos a seguir una vida filosófica. Todo
parece indicar que Eutifrón acaba el diálogo pensando sobre lo sagrado lo
mismo que pensaba al inicio y, con todos sus intentos dedálicos, Sócrates no
consigue sacarlo de su lugar, a no ser para escaparse del propio Sócrates.
Los movimientos circulares lo conducen al mismo inicio.
En los dos casos, Sócrates busca que sus interlocutores aprendan algo
que él ya sabe de antemano: en el Menón, el resultado parece satisfactorio: el
esclavo de hecho aprende la matemática del ejercicio y también aprende que
para aprender debe hacer lo que hacen quienes saben (aprender), los que no
son esclavos. En el Eutifrón, la fuga de Eutifrón sugiere un resultado menos
satisfactorio. En definitiva, un anciano aristócrata no es tan permeable como
un esclavo. Sócrates lo acosa sin cesar para que reconozca que no sabe lo
que pensaba saber, que más vale no saber lo que él sabe y que es mejor
buscar lo que la filosofía quiere buscar. No parece haberlo conseguido. Con
las últimas fuerzas que le quedan después de semejante acoso, Eutifrón
consigue escapar.
La cuestión tiene que ver, tal vez, con la sentencia inscripta en el oráculo de
Delfos: «Conócete a ti mismo», que Sócrates ha recuperado y dado el
estatuto de un desideratum pedagogicum para el ejercicio de la filosofía. Toda
una marca en las historias de las ideas pedagógicas. ¿Qué significa
«conocerse a uno mismo»? ¿Qué relación política abre entre quien enseña y
quien aprende cuando es puesto como meta de la relación pedagógica?
¿Qué relaciones con uno mismo y con los otros favorece?
Para pensar estas preguntas vamos a leer una historia escrita por el
subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en
marzo de 2001, cuando los zapatistas hicieron una marcha desde Chiapas
hasta el Distrito Federal para buscar apoyo para el reconocimiento de
derechos indígenas. Ésta es la historia4:
La historia de la búsqueda
Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dioses, los que
nacieron el mundo, las nacieron a casi todas las cosas y no todas hicieron
porque eran sabedores que un buen tanto tocaba a los hombres y mujeres el
nacerlas. Por eso es que los dioses que nacieron el mundo, los más primeros,
se fueron cuando aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron
sin terminar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero terminar
es labor de todos. Cuentan también los más antiguos de nuestros más viejos
que los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, tenían una
morraleta donde iban guardando los pendientes que iban dejando en su
trabajo. No para hacerlos luego, sino para tener memoria de lo que habría de
venir cuando los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía
incompleto.
Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros. Como la
tarde se iban, como apagándose, como cobijándose de sombras, como no
estando aunque ahí se estuvieran. Entonces el conejo, enojado con los
dioses porque no lo habían hecho grande a pesar de haber cumplido con los
encargos que le hicieron (changos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de
los dioses sin que éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro.
El conejo quería romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los dioses se
dieron cuenta y lo fueron a perseguir para castigarlo por su delito que había
hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es que los conejos de por sí comen
como si tuvieran delito y rápido se corren si ven a alguien. El caso es que,
aunque no alcanzó a romper toda la morraleta de los dioses más primeros, el
conejo sí alcanzó a hacerle un agujero. Entonces, cuando los dioses que
nacieron el mundo se fueron, por el agujero de la morraleta se fueron
cayendo todos los pendientes que había. Y los dioses más primeros ni cuenta
que se daban y entonces se vino uno que le llaman viento y dale a soplar y a
soplar y los pendientes se fueron para uno y otro lado y como era de noche
ya pues nadie se dio cuenta dónde fueran a parar esos pendientes que eran
las cosas que había que nacer para que el mundo fuera completo.
Cuando los dioses se dieron cuenta del desbarajuste hicieron mucha bulla y
se pusieron muy tristes y dicen que algunos hasta lloraron, por eso dicen que
cuando va a llover primero el cielo hace mucho ruido y ya luego viene el
agua. Los hombres y mujeres de maíz, los verdaderos, oyeron la chilladera
porque de por sí cuando los dioses lloran lejos se oye. Se fueron entonces los
hombres y mujeres de maíz a ver por qué se lloraban los dioses más
primeros, los que nacieron el mundo, y ya luego, entre sollozos, los dioses
contaron lo que había pasado. Y entonces los hombres y mujeres de maíz
dijeron «Ya no lloren ya, nosotros vamos a buscar los pendientes que
perdieron porque de por sí sabemos que hay cosas pendientes y que el
mundo no estará cabal hasta que todo esté hecho y acomodado». Y siguieron
diciendo los hombres y mujeres de maíz: «entonces les preguntamos a
ustedes, los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, si es que se
acuerdan un poco de los pendientes que perdieron para que así nosotros
sepamos si lo que vamos encontrando es un pen-diente o es algo nuevo que
ya se está naciendo».
Por esto es que nuestros más antiguos dicen que, cuando nacemos,
nacemos perdidos y que entonces conforme vamos creciendo nos vamos
buscando, y que vivir es buscar, buscarnos a nosotros mismos. Y ya más
calmados, siguieron diciendo los dioses que nacieron el mundo, los más
primeros: «todos los pendientes de nacer en el mundo tienen que ver con
éste que les decimos, con que cada quien se encuentre. Así que sabrán si lo
que encuentran es un pendiente de nacer en el mundo si les ayuda a
encontrarse a sí mismos».
«Primero andarás todos los caminos de todos los pueblos de la tierra, antes
de encontrarte a ti mismo» («Niru zazalu’ guiráxixe neza guidxilayú ti ganda
guidxelu’ lii»).
Tomé nota de lo que me dijo el Viejo Antonio aquella tarde en que marzo y el
día se apagaban. Desde entonces he andado muchos caminos pero no todos,
y aún me busco el rostro que sea semilla, tallo, hoja, flor y fruto de la palabra.
Con todos y en todos me busco para ser completo.
En la noche de arriba una luz ríe, como si en la sombra de abajo se
encontrara.
Juchitán, Oaxaca
Vamos a extraer dos principios de esta historia que nos ayudarán a pensar en
Sócrates y en un nuevo inicio para el enseñar y el aprender.
Marcos dice que los dioses hicieron el mundo incompleto. No lo hicieron así
por perezosos, sino por principio, por convicción, porque consideraron que
«unos tienen que comenzar, pero terminar es labor de todos». Eran dioses
poco omnipotentes, imperfectos, dueños de pocas certezas, en casi nada
semejantes a los que se usan para dictar la moral y las buenas costumbres;
al contrario, lloraban, reían y sentían dolor. Estos dioses nota-ron que la
creación de un mundo exige la participación de todos los que irán a habitarlo,
que la creación primera –por tanto, espejo de toda creación– dice algo
respecto de un movimiento inicial que instaura lo nuevo y abre las puertas
para que los otros participen de esa creación. También notaron que no hay
creación individual, sin la intervención de los otros. De esta forma, tal vez
estén situando un principio interesante para pensar el enseñar y el aprender.
Voy a detenerme en una figura poética del texto de Marcos que refuerza
este principio. Como sabemos, en la lengua castellana el verbo «nacer» no es
un verbo transitivo; no pide ni admite un objeto, por lo que las gramáticas lo
clasifican como verbo intransitivo. «Salir del vientre materno», dice el
diccionario. Se nace; alguien nace, pero nadie es nacido por otra persona.
Decimos, por ejemplo, que una mujer «tuvo un hijo», no que ella «nace un
hijo». Decimos que nació Mario, Giulietta o Valeska, pero nunca decimos que
ellos son nacidos o que alguien los nace. Decimos que el nacimiento es una
acción que alguien trae consigo y que lo lleva a darse la vida, a ponerse en el
mundo. Alguien nace y punto final. La idea es interesante porque revela la
importancia que cada cual asume en su propia entrada en el mundo. Sin
embargo, nuestra historia sugiere una idea diferente, tal vez complementaria.
Marcos dice, con esa figura literaria, que los dioses «nacieron el mundo».
Podría haber dicho simplemente que «el mundo nació» o podría haber usado
otros verbos para expresar la idea de que el mundo fue creado. Podría haber
dicho, por ejemplo, que los dioses «crearon el mundo» o «produjeron el
mundo» o, aun, que ellos «fabricaron el mundo». Pero prefiere decir que ellos
«nacieron el mundo». Como diría Manoel de Barros (2003:ix), fuerza la
gramática, opera un desplazamiento en el modo normal de decir, busca
belleza en las palabras, produce toda una solemnidad de amor. Y las palabras
crujen, gritan, crean en el texto de Marcos.
Estos dioses que precisan de las criaturas para crear permiten pensar el
enseñar y el aprender como actos menos individuales y menos completos.
Como acciones que exigen cierta solidaridad en el principio de la creación,
cierto inacabamiento en lo creado y cierta cooperación en la tarea creadora.
Como si enseñar y aprender exigiesen por lo menos dos fuerzas igualmente
actuantes. Como si fuesen realizaciones que no es posible hacer por el otro,
pero tampoco sin que el otro ponga algo de sí. Como si enseñar y aprender
fuesen trabajos de solidaridad y de incompletitud. Cosas que nunca acaban,
que siempre están naciendo, encontrando nuevos inicios.
Más de un lector debe haber sentido un cierto olor a Sócrates en esta historia
de creaciones pendientes de Marcos. Debe haber recordado la sentencia
inscripta en el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo» y la manera en la
que Sócrates la rememora, por ejemplo, en el Alcibíades I de Platón6. Vamos
a considerarla.
En cuanto al motivo que me impulsó, fue bien simple. Espero que, a los ojos
de algunos, pueda bastar por sí mismo. Se trata de la curiosidad, esa única
especie de curiosidad, por lo demás, que vale la pena practicar con cierta
obstinación: no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que
permite alejarse de uno mismo. ¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si
sólo hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto
modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce?
En el caso de un profesor, es la lucha por ser otro profesor del que se es.
Buscarse como profesor sería evitar legitimar lo que se sabe y el lugar que se
ocupa. El camino que trazan las creaciones pendientes de esta búsqueda
sería dado por el perderse en lo que no se piensa, en lo que no se sabe, jugar
otro juego de verdad del que se participa en la normalidad de las instituciones
pedagógicas. Una búsqueda de lo pendiente en el pensamiento sería un
ejercicio de pensamiento que busca abrir ese pensamiento a lo que todavía
no ha pensado.
De modo que tal vez sea inspiradora la principal creación pendiente de los
dioses de Marcos para una infancia del enseñar y del aprender. Tal vez valga
la pena pensar cada docente y cada estudiante a partir de una búsqueda
infantil, permanente de sí mismo y pensar también en el papel que el
pensamiento puede desempeñar en esa búsqueda.
Bianca, que tiene 10 años de edad, estaba con sus amigos en una sesión
que ellos llaman de filosofía. Habían leído el capítulo uno de El principito de
Antoine de Saint-Exupéry y comenzaron una discusión a propósito de dónde
se encuentra la explicación más acabada de lo que un dibujo quiere decir: si
en el autor del dibujo, en su lector o en el propio dibujo. En esa sala, la
mayoría de los infantes tiene entre 9 y 10 años, pero hay unos cuantos con
algo más de edad. Eran casi cuarenta y unos quince participaban oralmente
de la discusión. Entre otras posturas de los compañeros de Bianca, Wesley
afirmó que hay diferencias entre matemática y arte, que en la primera es el
signo el que dice cómo tiene que ser interpretado, mientras que en el arte es
el observador quien da el sen-tido al signo; decía también que ese sentido no
siempre coincide con el dado por el artista. En ese contexto, una vez que
había escuchado diver-sas perspectivas sobre la cuestión, Bianca afirmó que
«cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que es
entendida»1.
¿Qué les parece? Pensamos que la frase tiene una fuerza filosófica
tremenda. Noten: «cada cosa», o sea, no hay nada que no tenga una
interpretación y, a su vez, toda interpretación tiene un «motivo», un porqué
que precisa ser entendido; no hay nada arbitrario, nada que no exija un
esfuerzo para entender por qué es entendido de la manera en que es
entendido, algo así como que hay omnipresencia de motivos (de «porqués»)
para entender la manera en que entendemos todas las cosas. Alguien podría
agregar que algunos motivos están más explícitos, otros menos; que algunos
son más evidentes, otros menos; algunos más cuestionables, otros menos;
alguien podría ver en esa tarea de hacer explícito lo implícito –evidente lo
oculto o cuestionable lo incuestionable– la propia tarea de la filosofía, o de la
educación o, mejor, de una educación filosófica.
Con todo, vayamos un poco más despacio. En todo caso, sigamos leyendo la
frase con un poco más de atención: Bianca sugiere que hay algo así como un
horizonte de sentido y de búsqueda para todas las cosas, un porvenir que
abriga y contiene el modo en que entendemos lo que entendemos y, tal vez,
más interesante aún, que el modo en que entendemos las cosas es sólo una
manera, una forma, lo que permite pensar que debe haber otras... hay
motivos diferentes y entendimientos diferentes, hay diversidad de
interpretaciones y pluralidad de razones para ellas.
Es notoria la fuerza de esta afirmación y nos imaginamos que más de un
lector puede haber pensado cosas tales como «allí está el principio de toda la
estética de occidente»; otro podría preferir que «esto tiene que ver con el
principio de razón suficiente de Leibniz»; algún otro replicaría que: «ese leit
motiv de la filosofía del arte está emparentado a la visión que ofrece
Aristóteles en su Poética»; alguien más preocupado por la filosofía
contemporánea podría arriesgar que en esa sentencia infantil se encuen-tra
condensado el perspectivismo de Nietzsche o sugerido un principio para la
genealogía de Foucault; otro interesado en los orígenes de la filo-sofía podría
sugerir que «algo semejante ya puede leerse en las entrelíneas del fragmento
2 de Heráclito»... y así sucesivamente. En su conjunto, estos testimonios
destacarían el intenso valor filosófico de esta sentencia y harían notar cómo
muchos filósofos han necesitado mucho tiempo y mucha tinta para decir algo
semejante a lo que Bianca expresa de forma tan diáfana, condensada y
simple. Es el motivo de los que afirman que «los niños son grandes filósofos».
La frase de Bianca llama a pensar en los motivos que tenemos para llevar
el pensar filosófico a la escuela, a una edad más temprana de lo que nuestras
tradiciones pedagógicas y culturales sugieren. Para usar las palabras de
Bianca: ¿cuáles son nuestros motivos para entender el filosofar con infantes
de la forma en que lo hacemos? Bianca nos hace recordar que hay maneras,
diversas, de entender la filosofía, la infancia, la educación y la reunión de
todas ellas y, por lo tanto, motivos múltiples para esa pretensión. Tal vez sea
importante preservar, alimentar y cuidar esa diversidad, particularmente en un
momento del mundo en el que parece que hay fuerzas demasiado
significativas empujando para suavizar las alteridades que más importan. De
modo que es posible que el lector no comparta estos motivos. No hay
problema alguno. Al contrario, si hacemos explícitos los motivos diferentes, tal
vez nos podamos poner a pensar juntos. En definitiva, ése es el principal
motivo de este escrito: que pensemos juntos.
Para empezar, tal vez resulte más fácil indicar algunos motivos ajenos.
Digamos, entonces, por qué y para qué no nos interesa filosofar con infantes.
Las causas, motivos, razones, sentidos se relacionan y entrecruzan.
Discúlpennos si incurrimos en algunas simplificaciones, pero queremos ir a
las «cuestiones mismas» y no desviar la atención, con la expectativa de
propiciar un encuentro de pensamiento. Contamos con la complicidad y
complacencia del lector.
Los motivos que dominan el mundo de la filosofía para infantes suponen una
forma específica de relación entre educación, política y filosofía 2. Estamos
inmersos en una tradición muy fuerte que ha situado la filoso-fía al servicio de
la formación política de los infantes: o bien la filosofía es pensada para formar
ciudadanos, para consolidar la democracia o para plasmar los valores que
consideramos «superiores» (respeto, tolerancia, solidaridad o cualquier otra
palabra de ese orden, no interesa demasiado qué nombre le damos; piense
en las que hoy tienen más aceptación, las políticamente más correctas y
adecuadas al contexto). No interesa tanto el contenido que se dé a este
modelo, el lugar de la infancia, la filosofía, la educación y la relación entre
ellas permanece igual: pensamos la filosofía inscripta en la educación de la
infancia y al servicio de una transforma-ción política concebida de antemano.
En otras palabras, proyectamos nuestra polis ideal y pensamos que una
educación filosófica de la infan-cia nos acercará a esa polis. Tendremos, por
caso, infantes más respetuo-sos, tolerantes, solidarios... Queremos formar
infantes a «nuestra» manera, la que consideramos mejor. Para eso se lleva la
filosofía a la escuela y se dispone todo un dispositivo pedagógico a su
servicio: para que nos ayude a conseguir lo que la escuela por sí misma no
parece poder conseguir.
Todos estos lemas pueden ser genuinos e importantes. Pero tal vez no
sean suficientes o, en todo caso, ellos tienen algunos peligros, o debilidades.
En principio, desde una perspectiva «infantil», el lugar que se otorga a la
infancia parece ser bastante poco interesante: «nosotros», los crecidos, los
que «ya sabemos», los sujetos de la experiencia, ponemos nuestras mejores
intenciones para diseñar el mundo que queremos para los que, pensamos, no
saben, o aún no han vivido lo suficiente. Es cierto que nuestras intenciones
son las «mejores» y que ponemos a disposición un bien «noble» como la
filosofía. Pero no es menos cierto que, en este esquema, la infancia ocupa el
lugar de un otro bastante disminuido, empequeñecido, casi alienado, de
aquello que, en última instancia, nos sirve de instrumento y nos permitirá
plasmar nuestros sueños e ideales. Es un otro que acomodamos en el lugar
de quien –educación y filosofía mediante– nos permitirá ser lo que hasta
ahora no hemos podido ser: lo que hemos pensado que debemos ser. Claro
que hay muchos matices y versiones de esta posibilidad: algunas más
coherentemente «democráticas», otras más dogmáticas, aquellas en las que
el discurso se distancia demasiado de la práctica. Pero en todos estos
motivos el lugar de la infancia parece muy semejante y, nos atrevemos a
afirmar, política y filosófica-mente incómodo.
El modelo imperante es tan fuerte que nos parece casi imposible pensar la
educación desde otra lógica que la de la formación de la infancia. «Y si no
educamos la infancia para un tipo semejante de formación, ¿para qué lo
haríamos?», debe estar pensando más de uno de los lectores de este texto.
Se piensan los modelos de «formación para la democracia» como
«progresistas» en relación con formas más conservadoras o tradicionales.
Quizá lo sean. Pero tal vez existan otras opciones. Quizá no sea tan
imposible pensar las relaciones entre filosofía, educación e infancia desde
otra lógica que la de la formación. Quizá encontremos otros motivos. Las
cosas siempre pueden ser de otra manera. Siempre. También en nuestros
días. De modo que tal vez podamos ser un poco más osados y disponer otro
lugar para la infancia. Quizá nos atrevamos a pensar con la infancia en lugar
de para ella; ¿por qué no podríamos situarnos a partir de ella, junto con ella y
no por encima de ella? Quién sabe dejemos de pensar por la infancia (en
lugar de ella) para dejarnos pensar por la infancia (que ella nos piense).
Vamos a intentar explicarnos con algo más de claridad.
Tal vez otro ejemplo nos ayude a pensar. El ejemplo es de un infante. Algunas
aclaraciones: a) se trata de un ejemplo de un infante literal, porque a eso
queremos dar atención en este momento, pero bien podría ser de cualquier
otra edad, como veremos en la próxima sección; no es necesario pensar que
la infancia se restringe a los infantes literales, a los que tienen determinada
edad; b) es un ejemplo de mi propia casa, de una hija, de la infancia más
literal. Se trata de Milena, la menor de mis hijas. Tal vez necesite entonces
aclarar que no importa demasiado que se trate de Milena y que podría ser
cualquier otro infante, que me valgo de una que tengo a mano para ofrecer
otro marco que el escolar del ejemplo anterior.
¿Cómo nos relacionamos con el otro? ¿De qué manera nos paramos frente al
extranjero-infantil? Ocupamos la tierra del saber y del poder, del saber del
poder y del poder del saber. Preguntamos preguntas que no interrogan, que
no nos interrogan. Preguntamos lo que sabemos y lo que no sabemos no lo
preguntamos. Preguntamos, sin preguntar, porque sabemos o creemos saber,
para escuchar la única respuesta que confirma nuestro saber, que nos deja
bien parados en esa tierra aparentemente firme de lo que creemos saber.
Preguntamos para escuchar una única respuesta que nos conforma, que ya
sabíamos antes de lanzar la pregunta. Preguntamos al otro, extranjero,
infantil, lo que nunca nos preguntaríamos: lo que ya sabemos, ya pensamos y
no pensamos que vale la pena volver a pensar. Preguntamos al otro para
escucharnos a nosotros mismos y, si no, no escuchamos nada.
¿Qué nos dice este ejemplo sobre la tan mentada «filosofía para niños»?
Claro, habría una manera primera y rápida de leer lo que estamos diciendo:
que el caso de Milena es un caso de práctica filosófica y una muestra de lo
que podría ser la experiencia de filosofía para niños. Puede ser que lo sea.
Pero, en verdad, el ejemplo nos permite pensar en los principios y sentidos de
hacer filosofía con niños, algo así como los motivos a los que aludía Bianca y
que tratamos en la primera parte de este texto; en algo que está más acá o
más allá de la práctica y de las preguntas, que tiene que ver con los «cómo»;
con los «por qué» y «para qué» de la práctica filosófica con niños. En ese
terreno, hacer filosofía con niños puede ayudarnos a vernos de frente con
esos infantes extranjeros, espejos que nos abren las puertas de un ejercicio
de extranjeridad, que nos permiten habitar otras tierras filosóficas que las que
estamos acostumbrados a habitar, a ser otros maestros que los que estamos
habituados a ser y, sobre todo, nos ayudan a poner a disposición otros
lugares para la infancia extranjera que tenemos enfrente para educar. En
otras palabras, ese espejo infantil puede volverse un ejercicio vivo de una
extranjeridad afirmativa, puede ayudarnos a ir a las escuelas no sólo para dar
una educación a la infancia, sino también para dar una infancia a la
educación, un nuevo inicio, una nueva tierra, un nuevo pensamiento.
Para finalizar este capítulo, vamos a remitirnos a otro testimonio, esta vez de
una de las maestras que forman parte de aquel proyecto ya mencionado al
inicio de este capítulo, Filosofía en la Escuela, en Brasilia. Se trata del relato
de una maestra casi sin formación académica en filosofía, ya que en Brasil,
como en casi todo el mundo, la filosofía ocupa un lugar marginal y muy poco
significativo en la formación docente. Y cuando está presente, acostumbra
situarse muy distante de las preocupaciones e intereses de los maestros. En
este caso, una de las maestras que acompaña esa búsqueda de los infantes,
Délia, una maestra infantil de la infancia, decía, en uno de nuestros
encuentros de trabajo, sobre su relación con la filosofía y sobre el significado
que ésta ha pasado a tener en su vida cotidiana, que la filosofía le permite:
«Pensar y repensar nuestra práctica... éste es el comienzo de nuestro camino
filosófico, un camino que jamás termina».
Pensemos juntos en lo que Délia nos dice. Una vez más, no queremos
subrayar el alto contenido filosófico que tendría este relato o cómo ella
pensaría tan bien como nosotros pensamos (que debería pensar). Más bien,
nos interesa pensar con ella y a partir de ella. Por un lado, Délia enfatiza la
proximidad entre la filosofía –el pensar– y la práctica que ella piensa:
pensamos, sobre todo, nuestra práctica y la pensamos una y otra vez; la
pensamos y la volvemos a pensar; repetimos el gesto de pensar la práctica y
en ese gesto nos pensamos y volvemos a pensarnos a nosotros mismos. Se
trata de un gesto del pensamiento que se repite para no repetirse, que
despliega una repetición compleja, repetición de lo diferente y no de lo
mismo. En otras palabras, pensamos para poder pensarnos siempre de otra
manera, para renovar el modo y los motivos que nos tenemos reservados
para entendernos, a nosotros mismos y al mundo, del modo en que nos
entendemos y lo entendemos, según diría Bianca. Tal camino, filosó-fico, es
un camino –sugiere Délia– que un enseñante comienza, pero no termina. Una
vida filosofante es una vida de búsqueda, o de encuentros.
Tal vez lo sea, tal vez no. No estamos seguros. A favor de esta segunda
alternativa testimonian, por ejemplo, la experiencia de las escuelas zapatistas
y, más cerca nuestro, una enorme cantidad de maestros y maestras que, al
menos en las tierras donde vivo y trabajo, se las ingenian para afirmar, en las
condiciones más severas, que otro mundo educacional es posible. No hay
cómo anticipar respuestas. También en esto tal vez sea interesante mantener
abierta la pregunta y el enigma. Cada quien hace su experiencia. Como dijo
Bianca, «cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que
es entendida». Cada idea también. Cada persona también. De esta tarea
individual y conjunta que es el pensamiento, nuevos motivos pueden
encontrar vida. Les daremos la bienvenida. Todo surgió de escuchar a Bianca.
A los zapatistas. A Milena. A Délia. A la infancia. Al otro. A los que pensamos
que nada tienen para decirnos. ¿Y si escucháramos con más atención a los
que pensamos que nada tienen para decirnos?
U
Una infancia para la educación y para el pensamiento
En esta parte del libro, veremos en qué medida G. Deleuze infantil nos
ayuda a pensar un mundo nuevo en la educación, en la filosofía y, en
definitiva, en el propio pensamiento. La infancia aparecerá entonces des-
plazada de su lugar habitual: infancia de la educación y no ya educación de la
infancia, infancia de la filosofía y no ya filosofía de la infancia, infancia del
propio pensamiento y no ya pensamiento de la infancia. Dice Deleuze
(1997:«Z como zig-zag»): «Estaban el precursor sombrío y el rayo. Fue así
que nació el mundo. Siempre hay un precursor sombrío que nadie ve y el
rayo que ilumina. El mundo es eso. El pensamiento y la filosofía deberían ser
eso. Y la Gran Zeta es eso...».
Bien podría agregar: «la infancia es eso», un rayo. Voy a pensar este
capítulo a partir de esa provocación, tal vez porque la educación es un mundo
en el que sobran sombras y no abundan luces, en el que se añora una
infancia que irrumpa con la fuerza y la potencia de un rayo frente a los rayos
que se proyectan sobre ella y la dejan en el mundo de las sombras.
¿Qué forma la infancia en ese nuevo lugar? Explicitar algunos detalles del
concepto devenir-infante puede ayudarnos a ver otros posibles en estas
palabras.
De modo que tal vez sea interesante precisar qué estamos otorgán-dole a
la infancia cuando le damos un presente en el tiempo, si un límite, una
frontera, un instante, una duración, una intensidad, una posibili-dad, una
fuerza o alguna otra cosa. Si le damos carta de ciudadanía en un tiempo ya
consagrado, instituido, cuantificado, o si le abrimos una posi-bilidad en un
espacio de tiempo para que juegue su juego, un juego que, tal vez, no sea
nuestro juego. Más aún, quizá no sea posible o interesante pretender
delimitar anticipadamente las reglas de ese juego.
Estos espacios son coextensivos en el campo social. Los dos son reales,
sociales. Todos estamos atravesados por líneas de uno y otro tipo. Es muy
difícil andar por unas sin al mismo tiempo estar andando por las otras. De
modo que toda política es, a la vez, macro y micro y lo que diferen-cia una de
otra no es tanto una cuestión de tamaño o de alcance, sino de masa, de
vibración y de flujo. Mientras que la primera concentra, centra-liza y totaliza,
la segunda desborda, escapa a la captura.
Deleuze afirma que los niños obtienen sus fuerzas del devenir mole-cular
que hacen pasar entre las edades y que saber envejecer no es man-tenerse
joven, sino extraer los flujos que constituyen la juventud de cada edad
(ídem:338). Devenir-infante es, así, una fuerza que extrae, de la edad que se
tiene, del cuerpo que se es, los flujos y las partículas que dan lugar a una
«involución creadora», a unas «nupcias anti-naturaleza» (ídem:335), a una
fuerza que no se espera, que irrumpe, sin ser invitada o anticipada.
conformidad con un modelo. Es la infancia que, Piaget dixit, sigue las etapas
de un desarrollo cognitivo y moral. Es la infancia de la que se ocupan los
espacios molares: las políticas públicas, las Declaraciones, Convenciones y
Estatutos, las legislaciones educativas, los juguetes pedagógicos, las
escuelas.
cia de cualquier edad, de «una» edad aiónica en la que se afirma una fuerza,
una relación con la experiencia, con la historia, con el tiempo, con lo que
afirma la unidad o la multiplicidad, con lo que disminuye o aumenta las
potencias que habitan nuestros espacios.
«Devenir infante a través del acto de escribir», hacer un trabajo con uno
mismo a través de una escritura que afirma el valor de la experiencia, de la
novedad, de la diferencia, de lo no determinado, de lo sorprendente. Ir en
dirección a todo lo que hay de estas cosas en el mundo y hacerles lugar en la
escritura; escribir la sorpresa, la transformación, la imposibilidad de aceptar el
mundo tal como es; hacerlo en una relación infantil, retorciendo la gramática,
desplazando la sintaxis, inventando palabras; propiciar relaciones «infantiles»
con los otros y con el mundo.
De modo que el título del libro es una contradicción que genera una
primera dificultad al pensamiento. Sin embargo, tal vez sea precisamente a
partir de estas contradicciones que podemos pensar, si es que pensar tiene
que ver con crear y no sólo con reproducir lo ya pensado. Justa-mente
cuando nos situamos en ese espacio en el que lo ya pensado parece
imposible, en el que no podemos seguir en el pensar a la manera en que
venimos pensando, tal vez en ese caso estemos creando condiciones para
pensar otra cosa, algo distinto. Si así fuera, el pensar sería algo que hacemos
siempre entre lo posible y lo imposible, en un límite, entre el saber y el no
saber, entre lo lógico y lo ilógico, entre lo pensable y lo no pensable. Si
estuviéramos situados en la certidumbre firme de lo absolutamente lógico,
estaríamos en la seguridad y la tranquilidad de lo necesario, pero muy
probablemente no tendríamos estímulo para pensar, del mismo modo que si
estuviéramos situados en la absoluta incertidumbre de lo que no responde a
ninguna lógica. Pensamos en el medio de esos dos planos, entre lo lógico y lo
ilógico. No estamos situados completamente en la lógica, porque entonces no
habría casi nada para pensar, y no estamos completamente fuera, porque
entonces no sabríamos por dónde comenzar a pensar. Es en la tensión de la
contradicción entre los dos extremos que algo nos fuerza a pensar, nos hace
percibir el sentido y el valor del pensar.
Quizá podamos ahora entender un poco mejor uno de los «porqués» del
título Memorias inventadas: porque si la invención es condición de la verdad,
entonces no podríamos tener memorias sólo descubiertas y reme-moradas,
porque no podrían ser memorias verdaderas... y, entonces, ¿quién se
atrevería a aceptar que la memoria se quede del lado de la no verdad? No
hay, entonces, cómo escapar de la invención si pretendemos mantenernos
del lado de la verdad. La invención se vuelve no sólo posibilidad, sino también
condición epistemológica, estética y política de la verdad. El poeta reafirma
de esa manera el derecho singular a inventar, con el premio inveterado de las
más potentes verdades para las más potentes invenciones.
Creo [acho] que el jardín donde la gente jugó es mayor que la ciudad. Sólo
descubrimos eso después, de grandes. Descubrimos que el tamaño de las
cosas tiene que ser medido por la intimidad que tene-mos con las cosas.
Tiene que ser como sucede con el amor. De esta manera, las piedras de
nuestro jardín son siempre mayores que las otras piedras del mundo.
Precisamente por el motivo de la intimidad. Pero lo que yo quería decir sobre
nuestro jardín es otra cosa. Aquello que la negra Pombada, remanente de
esclavos de Recife, nos contaba. Pombada les hablaba a los chicos de
Corumbá sobre achadouros. Que eran pozos que los holandeses, en su esca-
pada apurada de Brasil, hacían en sus jardines para esconder sus monedas
de oro, dentro de grandes baúles de cuero [couro]. Los baúles quedaban
llenos de monedas dentro de aquellos pozos. Pero yo tendía a pensar en
achadouros de infancia. Si hacemos un pozo al pie de la higuera del jardín,
allí habrá un chico ensayando subir a la higuera. Si hacemos un pozo al pie
de un gallinero, allí habrá un chico tratando de agarrar de la cola a una
lagartija. Soy hoy un cazador de achadouros de infancia. Voy medio
enloquecido con la pala a cuestas para cavar en el jardín vestigios de los
infantes que fuimos. Hoy encontré un baúl lleno de puñetas (Barros,
2003:XIV).
Entre las muchas cosas interesantes que tiene esta memoria inventada, me
voy a detener en dos. La primera está en las primeras líneas, donde Manoel
de Barros afirma que, de grandes «descubrimos que el tamaño de las cosas
tiene que ser medido por la intimidad que tenemos con las cosas».
Descubrimos (¿o inventamos?) que la intimidad es la medida del tamaño de
las cosas. Así, en la falta de intimidad, el mar puede ser muy pequeño,
chiquitito, imperceptible. Pero también puede ser aquella inmensidad infinita
en la intimidad del pescador, del buscador de infancias marítimas, del inventor
de memorias marinas.
Manoel de Barros también afirma que hay infantes por todas partes. Hay
infantes en cada árbol, en cada animal, en cada vestigio, en cada recuerdo.
Se trataría sólo de inventarlos, esto es, de encontrarlos, localizar-los, abrirles
las condiciones para que aparezcan, se muestren, se dejen ver. Hay infantes
e infancias escondidas en todo lugar y, sobre todo, en nuestra memoria
inventiva.
Hay varias infancias a notar en esta memoria inventada: una cierta fuerza
para desplazar los lugares naturales, lógicos, de las palabras; un modo de
apostar a la belleza del lenguaje; un dado instrumento de la risa; un acto de
creación; un ejercicio de desplazamiento, un no quedarse quieto en el mismo
lugar; una ampliación de sentido. Todas estas notas están asociadas a
anécdotas infantiles; son episodios de una infancia; invenciones de una
memoria. Podría leerse allí una cierta caracterización de una etapa de la vida.
Pero no. Hay más que eso. Leamos esta otra memoria, «El recolector de
desperdicios»:Uso la palabra para componer mis silencios. No me gustan las
palabras fatigadas de informar. Doy más respeto a las que viven con la panza
en el piso, tipo agua piedra sapo. Entiendo bien la pronunciación de las
aguas. Doy respeto a las cosas desimportantes, a los seres desimportantes.
Aprecio insectos más que aviones; aprecio la velocidad de las tortugas más
que la de los misiles. Tengo en mí ese atraso de nacimiento. Yo fui preparado
para gustar de pajaritos. Tengo abundancia de ser feliz por eso. Soy un
recolector de desperdicios: amo los restos, como las buenas moscas.
Quisiera que mi voz tuviera un formato de canto. Porque yo no soy de la
informática: yo soy de la invencionática.
Sólo uso las palabras para componer mis silencios (ídem, s palabras, de
seducirlas y dejarse seducir por ellas, una manera de pronunciarlas. Hay toda
una infancia de las palabras en las palabras que el poeta, infante, encuentra.
El encuentro tiene la forma de una recuperación, un rescate, una reparación.
La infancia, desimportante, desplazada, desconsiderada, se aproxima a sus
semejantes. Ése es también el trabajo de la invención en las palabras: un
nuevo mundo que diga la importancia de lo desimportante, el lugar de los no
lugares, el valor delos desperdicios.
De esta manera, el infante es un recolector de desperdicios. En primer lugar –
y también en último–, el desperdicio de lo no dicho, de lo silenciado, del
silencio. Pero también el desperdicio de lo dicho muy rápidamente, muy
fugazmente, de lo que pasa tan rápido que no puede apreciarse, de aquello
que no permite ningún tipo de intimidad. Un resto, amado y amador. Eso es la
infancia. Un canto de voces silenciadas, de silencios, al silencio. Un canto. Un
silencio. Una infancia.
Llegamos al final. Tal vez las imágenes de infancia afirmadas por Manoel
de Barros sean inspiradoras para pensar y afirmar una educación menor, de y
en lo insignificante. Quizá valga la pena pensar si acaso no podríamos
ensayar, en nuestra obstinada pretensión de educar la infancia, ser educados
por una memoria inventiva, por una infancia insignificante, por un desperdicio
silencioso. Por un nuevo modo de relación con las palabras, por una nueva
olvidada intimidad con el mundo.
Al final, de eso trata este libro, que busca, como nada, encontrar trazos de
otras infancias. Y las ha hallado, en este epílogo, en un poeta infantil que
parece atento a los signos infantiles. Tal vez así debamos llamar a este
intento: como una búsqueda de atender de otra manera a la infancia. El lector
juzgará el sentido y el valor, para la educación y la filosofía, de este
movimiento.
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E-mail: [email protected]
Esta edición de 1 .000 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de
febrero de 2007 en TGS INDUSTRIA GRÁFICA, Echeverría 5036, Ciudad de
Buenos Aires, Argentina-