1 El Ave Mágica Que Hechizaba Con Su Canto

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1 EL AVE MÁGICA QUE HECHIZABA CON SU CANTO

Un buen día, una extraña ave llegó a un poblado arropado por los cerros. A partir de entonces, no
volvió a haber seguridad. Lo que los aldeanos plantaban en los campos desaparecía por la noche.
El número de ovejas, cabras y gallinas menguaba de mañana en mañana. E incluso a plena luz del
día, mientras la gente trabajaba en el campo, la gigantesca ave forzaba la entrada de almacenes y
graneros y les robaba las provisiones guardadas para el invierno. Los aldeanos estaban desolados.
La desdicha se abatió sobre la comarca y por todas partes se oían lamentos y rechinar de dientes.
Nadie, ni el más arrojado héroe de la aldea, logró echar la mano al ave. Era demasiado veloz para
ellos. Apenas alcanzaban a entreverla: sólo oían batir sus grandes alas cuando se posaba en la
copa del viejo sándalo amarillo, bajo su tupido dosel de follaje.

El jefe de la aldea se mesaba los cabellos desesperado. Un día, después de que el ave diezmara sus
rebaños y sus reservas invernales, ordenó a los ancianos que afilaran hachas y machetes y
atacaran al ave como un solo hombre. –Talaremos el árbol, ésa es la solución –dijo. Con las hachas
y los machetes relucientes y cortantes como cuchillas, los ancianos se aproximaron al árbol. Los
primeros golpes cayeron con fuerza sobre el tronco y se hundieron profundamente en su carne. El
árbol se estremeció, y del denso y enmarañado follaje de la copa emergió la extraña y misteriosa
ave. Entonaba una canción dulce como la miel, que caló en el corazón de los hombres al hablarles
del pasado que nunca había de volver. Tan portentoso era aquel canto que de las manos de los
hombres se fueron desprendiendo uno a uno machetes y hachas. Se postraron los ancianos de
rodillas y alzaron los ojos, cargados de añoranza y nostalgia, hacia el ave que cantaba para ellos en
todo su deslumbrante y vistoso esplendor. A los ancianos se les debilitaron los brazos y se les
ablandaron los corazones. «Imposible», pensaron, «esta preciosa ave no puede haber causado
tantos estragos». Y cuando el encarnado sol se hundió por el oeste, regresaron caminando como
sonámbulos y comunicaron al jefe que no harían daño al ave por nada del mundo. El jefe se
disgustó mucho. –Entonces tendré que recurrir a los jóvenes de la tribu –dijo–. Que sean ellos
quienes destruyan el poder del pájaro. A la mañana siguiente, los jóvenes empuñaron sus
refulgentes hachas y machetes y se dirigieron hacia el árbol. También esta vez cayeron con fuerza
sobre el tronco los primeros golpes y se hundieron profundamente en su carne. Y, como en la
ocasión anterior, el dosel de ramas se abrió para dar paso a la extraña ave de plumaje multicolor.
Una melodía de incomparable belleza volvió a resonar entre los cerros. Los mozos escuchaban
hechizados la canción que les hablaba de amor, de valentía y de las heroicas hazañas que les
depararía el futuro. «Aquella ave no podía ser mala», pensaron. Imposible que fuera una infame. A
los jóvenes se les debilitaron los brazos, hachas y machetes se desprendieron de sus manos y,
como antes habían hecho sus mayores, se arrodillaron para escuchar arrobados el canto del ave.

Al caer la noche, volvieron aturdidos, dando traspiés, a presentarse ante el jefe. En sus oídos aún
resonaba la cautivadora canción del ave misteriosa. –Es imposible –dijo el cabecilla del grupo–.
Nadie es capaz de resistirse a la magia de este pájaro. El jefe montó en cólera. –Ya sólo me quedan
los niños –dijo–. Los niños distinguen la verdad de lo que oyen y ven con claridad. Me pondré al
frente de los niños para acabar con el ave. A la mañana siguiente, el jefe y los niños de la tribu se
encaminaron hacia el árbol donde reposaba la extraña ave. En cuanto los niños hicieron sentir al
árbol la dentellada de sus hachas, el dosel de follaje se separó y apareció el ave con la
deslumbrante hermosura de siempre. Pero los niños no miraron hacia arriba. Su mirada no se
apartó de las hachas y machetes que empuñaban. Y se pusieron a dar golpes y más golpes,
siguiendo el ritmo de su propio canto. El ave rompió a cantar. El jefe oyó la belleza sin par de la
canción y sintió que se le debilitaban las manos. Pero los oídos de los niños sólo escuchaban el
sonido seco y acompasado de sus hachas y machetes. Y por muy subyugante que fuera el canto
del ave, el ritmo de los golpes persistía. Finalmente, el tronco crujió y se partió en dos. El árbol se
desplomó y con él cayó la extraña y misteriosa ave. El jefe la encontró yaciendo en el suelo,
aplastada por el peso de las ramas. La gente acudió en tropel desde todas las direcciones. Los
endurecidos ancianos y los robustos jóvenes no podían creer lo que habían logrado los niños con
sus finos brazos. Esa noche, el jefe organizó un gran festejo para recompensar a los niños por lo
que habían hecho. –Vosotros sois los únicos que distinguís la verdad de lo que oís y que veis con
claridad –dijo–. Vosotros sois los ojos y los oídos de la tribu.

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