Emilio Salgari - La Jirafa Blanca
Emilio Salgari - La Jirafa Blanca
Emilio Salgari - La Jirafa Blanca
Emilio Salgari
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 2269
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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Capítulo I. El jefe de los Griquas
Una hermosa mañana del mes de Mayo de 1858, uno de esos grandes
furgones que utilizan los colonos del Cabo de Buena Esperanza y los
boers del Orange y del Transvaal, verdaderas casas ambulantes, que
sirven de albergue durante la noche, se detenía en las orillas de un
riachuelo tributario del Orange.
Iba tirado por un par de bueyes guiados por dos robustos negros armados
de largas trallas y seguidos por dos hombres blancos, montados en
magníficos caballos de pura raza.
Uno de los europeos era un anciano que frisaría en los sesenta años, de
cabellos blanquísimos, la barba muy larga, la piel algo bronceada, y
defendidos los ojos con gafas negras para resguardarse de los reflejos del
sol africano.
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Zoológico de Berlín os pagará una gruesa suma?
—Me tenéis que decir aún dónde ha sido vista y por quién.
—¡Precioso decís!
—Puesto que vale veinte mil marcos, bien se le puede llamar así.
Los dos negros, que habían desuncido los bueyes, dejándoles en plena
libertad, izaron un pequeño toldo de lona blanca, sostenida por cuatro
estacas entrelazadas, y descargaron del carro una caja que debía servir
de mesa al joven cazador y al doctor sajón.
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refrescar en agua.
—Mi excelente amigo —dijo el doctor, entre dos bocados—, creo no haber
probado jamás tan delicioso almuerzo en Dresde. Nuestros mejores
restaurantes nada valen en comparación de un piscolabis hecho en la
frontera de la colonia del Cabo.
—No me lo digáis a mí, que desde hace siete años, como, ceno y duermo
en estas tierras.
—Exageran, doctor.
—No, mi bravo amigo. Lo dicen los boers, que son famosos cazadores, y
por lo tanto, debe ser verdad.
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—Os lo voy a contar —dijo el joven cazador.
—Seis meses hace que me hallaba cazando elefantes en las orillas del
Koimkibo, un río que atraviesa casi todo el país de los Granguas
Namaguas, cuando algunos cazadores negros vinieron a decirme que
habían visto una jirafa toda blanca, que guiaba una numerosa manada de
compañeras. La cosa rae pareció tan extraordinaria, que no di fe a aquella
afirmación. Creí que los negros me habían venido con aquel infundio para
sacarme algún dinero. Viendo que no daba crédito a sus palabras, se
ofrecieron a enseñármela, a cambio de cuarenta cartuchos de pólvora y
una botella de aguardiente. Pronto pude comprobar, que la estupenda
nueva era verdad, pues tres días después, en los bosques de Uguk, pude
verla por mis ojos.
—Os he dicho que espero al jefe de los Griquas. Algunos de sus hombres
la han visto hace dos semanas.
—¿Dónde?
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Disponíanse ya a levantarse al objeto de poner en orden las cajas que
ocupaban gran parte del inmenso carro, cuando los dos negros que
vigilaban los bueyes comenzaron a gritar:
—En la orilla opuesta del río, en medio de las mimosas que cubrían las
márgenes, veíanse cuatro negros armados de arcos y azagayas; eran
todos altísimos, robustos y llevaban sobre las caderas un tonelete de tela
basta y en la cabeza un capote de plumas de avestruz.
—Hombre del jefe de los Griquas —respondió uno de los cuatro negros.
—Todos estos jefes se dan tono de valer más que el Gran Sultán, cuando
no pasan de ser unos miserables pordioseros, siempre a vueltas con el
hambre. Pronto habéis de ver a ese gran jefe.
Oíanse, en la otra orilla del río, unos mugidos que parecían emitidos por
una manada de búfalos y se iban acercando apresuradamente,
acompañados de unos golpes sordos que no tenían nada de agradable.
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Poco después, dejáronse ver de nuevo en la orilla opuesta los cuatro
negros, seguidos inmediatamente de otros cuatro que soplaban
desesperadamente en unos cuernos monstruosos, y otros dos que
percutían unos tambores excavados en un tronco de árbol.
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—¡Mentecato! —murmuró el cazador—. Tus mil aldeas se reducen a
cincuenta chozas de paja. Doctor, saludemos a esos mendigos.
Llegados bajo la tienda se sentaron sobre algunas cajas que los criados
habían traído, y William destapó una botella de ron, llenando tres grandes
copas.
—El gran cazador no falta nunca a las promesas que hace —respondió
William.
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—Más tarde la bañarás con las botellas de ratafia que quiero regalarte.
—Lo tendrás.
—Tampoco tiene…
—¿Para qué?
—¿Muy precioso?
—La he visto la semana pasada, es decir, la han visto mis hombres, en las
llanuras de Garugara.
—¿Estaba sola?
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—Lo juro por mis fetiches.
—No he mentido.
—Bien sabes que no deja que se le acerque nadie. Todos la han seguido,
sin resultado. Y después ¿quieres que te lo diga? Todos le tienen miedo.
—¿Por qué?
—Harás bien.
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Le fueron regaladas al negro las seis botellas, añadiendo a ellas un
pañuelo encarnado, que debía servirle para una nueva bandera; un poco
de hilo y agujas, y después, sin más cumplidos, fue despedido.
El jefe, por su parte, una vez obtenidos los regalos, no pensaba más que
en volverse a su aldea para vaciar las botellas en compañía del primer
ministro y de sus mujeres.
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Capítulo II. La muerte del ladrón
El país de los Granguas Namaguas, junto con el Damara, forma un
territorio vastísimo, limitado al Sur por el río Orange, que sirve de frontera
a la Colonia del Cabo de Buena Esperanza, al Oeste por el Océano
Atlántico, al Este por la Bechualandia, sujeta hoy a Inglaterra, y toca, por el
Norte, con las posesiones portuguesas del Benguela.
La caravana, dejando las orillas del río, se había puesto en camino hacia
el Norte para llegar cuanto antes a la llanura indicada por el jefe negro.
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—Muchos leones —respondía el cazador—. En otro tiempo abundaban
extraordinariamente y hacían estragos en los ganados de los negros, pero
hoy se ven ya pocos.
—No me sorprendería.
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encendióse fuego para preparar la cena. No se izó la tienda por tener los
dos alemanes la costumbre de dormir en el carro, a fin de no exponerse a
los asaltos de las fieras.
Iban ya a encender las pipas, cuando uno de los dos negros, el llamado
Kambusi, se acercó a sus amos con el rostro descompuesto.
—Sí, señor.
—Pero ¿es posible que se haya acercado tanto sin dejarse oír? Por lo
común, cuando ven la presa lanzan sordos rugidos.
—No siempre.
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—¿Y le dejaremos devorar en paz nuestro pobre buey? ¿Se lo habrá
llevado muy lejos?
—Parece imposible tenga tanta fuerza que pueda llevarse una bestia tan
pesada.
—¿Qué hacemos?
—Me habéis dicho que os gustaría tener alguna piel de león para regalar
al museo de Dresde.
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—Veremos mañana quién tendrá razón —replicó el joven cazador—.
Doctor, durmamos y dejémosle rugir.
Los negros, lo mismo que el cazador, poco impresionados por los rugidos
de la fiera, discurrían tranquilamente cerca de las hogueras, llevando en la
mano la gruesa carabina de caza, que sabían manejar con mucha
habilidad.
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—A ésa la cogeremos a su debido tiempo.
William pensó de pronto que el león debía haber seguido aquel camino, tal
vez trazado por la fiera misma al arrastrar al buey.
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—Aquí es donde lo ha atacado —dijo William.
—Pues, adelante.
—No debemos estar lejos del cubil del león —dijo el cazador—. ¿Qué te
parece, Kambusi?
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—Las huellas se encaminan hacia la espesura del bosque, señor.
—¡Atención!
William miró hacia los árboles y no vio nada. Sin embargo, su ejercitado
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oído no le podía haber engañado.
—¡Kambusi! —murmuró.
—Prepara el fusil.
—Estoy pronto.
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—Le seguiré —dijo.
—Arrojándole algo.
—Hay huesos.
—Pruebalo, Kambusi.
El león, viendo caer aquel hueso, lanzó un rugido terrible; después se oyó
un crepitar de hojas removidas.
—Entonces se ha retirado.
—Así parece.
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—¿Tienes valor?
—No lo dudéis.
—Sí, señor.
—Te obedeceré.
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—¡Muerto está! —exclamó William con voz alegre—. No me esperaba tal
fortuna.
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Capítulo III. El desfiladero
Cuando estuvieron fuera del bosque encontraron al doctor Skomberg y al
otro negro, que habían oído los dos tiros, y suponiendo que William y
Kambusi se hallaban en peligro, habían dejado el campamento para acudir
en su auxilio.
—No necesito muchas para matar las fieras. Sabed que yo no yerro nunca
el golpe.
—Insuperable no, doctor. Tiro bien, o mejor dicho, he aprendido a tirar sin
que mis nervios se sobresalten; eso es todo.
—¿Y si no la encontrásemos?
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—No os pido otra cosa, mi excelente amigo. Entre tanto, gracias por el
regalo que me hacéis. No creía veros volver con la piel del feroz animal.
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—¿No mataréis alguno, mi joven amigo?
—Sí, doctor. El lugar es propicio, pues no hay bosques que puedan servir
de refugio a los grandes animales.
—¿Eso me preguntáis?
—Si se oyen mugidos deben ser búfalos —dijo William con voz inquieta.
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entonces son verdaderamente terribles.
—¿Qué haremos?
Dióse orden a los negros para hacer cuanto se había dicho, nos bueyes,
que habían advertido el grave peligro que les amenazaba, apenas fueron
desuncidos, pasaron por entre el carro y las rocas y huyeron hacia la
entrada del desfiladero, o sea por la parte opuesta, desandando el camino
recorrido.
—¿Son muchos?
—Nos van a dar qué hacer —dijo William cargando su carabina—. Doctor,
no tiréis a la cabeza, pues las balas se aplastarían como si fueran de papel
mascado.
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—Y a corta distancia.
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Capítulo IV. El asalto de los búfalos
Los búfalos del África austral son animales verdaderamente terribles, más
peligrosos aún que los leones, y dificilísimos de domar.
Se parecen mucho a los bueyes comunes, pero son, mayores, con las
formas más macizas y tienen la cabeza más corta y más ancha.
Entonces expulsan a los búfalos más viejos, y éstos, solitarios, resultan los
más peligrosos, poniéndose, con su aislamiento, de un humor ferocísimo.
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una manada de esos animales moverse en línea recta a través de las más
impetuosas corrientes.
En tal ocasión, traba conocimiento el cazador con los cuernos del búfalo,
pudiendo darse por bien afortunado si después de haber sido lanzado al
aire, puede escapar con dos o tres costillas rotas.
¿Qué más? Se han visto búfalos heridos tratar de atacar al cazador que se
encontraba sobre los lomos de un elefante, tratando de levantar al colosal
paquidermo con sus cuernos.
Tales eran los formidables adversarios a que debían hacer frente nuestros
alemanes y los dos negros, fortificados en el carro.
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Los búfalos, viendo el enorme obstáculo que obstruía su paso, se
detuvieron con la cabeza gacha y los cuernos adelante, mirándolo
sospechosamente.
El enorme animal, tocado en medio del pecho, se levante sobre las patas
traseras, y después se puso a saltar a diestro y siniestro mugiendo
terriblemente.
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El doctor le disparó un tiro, hiriéndole en la frente. La bala, como había
previsto William, se cuajó sin causar ninguna herida.
El búfalo, más rabioso que nunca, se lanzó contra el carro, metiendo sus
cuernos en la caja anterior.
—No tan pronto, doctor. Tenemos aún que matar la jirafa blanca —dijo
William, riendo—. Pero, vamos, entre tanto, nos habremos ganado un
asado abundantísimo.
Bajaron del carro y se acercaron al búfalo. Era uno de los más gordos de
su especie, con los cuernos muy aguzados y una giba asaz pronunciada.
—No, doctor. Con los cuernos tal vez logran estos búfalos desgajar
árboles muy gruesos. Un día, un negro, amigo mío, hábil y entendido
cazador, descubrid un viejo búfalo solitario que descansaba entre las altas
hierbas. El animoso cazador le afrontó resueltamente, disparándole una
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flecha con su fusil. El arma atravesé al animal de parte a parte; el búfalo se
puso furioso con aquella herida, muy dolorosa, pero que no le había
matado de golpe, y se lanzó contra su adversario. El negro, como no es
menester decir, escapé más que a prisa arrojando el fusil para poder
correr mejor, y el búfalo, ágil, le seguía de cerca. El cazador sentía ya el
resuello cálido de la enorme bestia, cuando pudo llegar cerca de un árbol.
En dos saltos se cogió a las ramas y se puso en salvo. ¿Qué hizo el búfalo
en su furor? Si bien todo cubierto de sangre y con la flecha todavía en el
cuerpo, arremetió furiosamente el árbol con los cuernos, desgarró la
corteza, rompió el tronco y atacó la médula del árbol, que, aunque asaz
grueso, no pudo resistir semejante ataque. Pronto descuajado, cayó, y el
desgraciado cazador rodó por tierra, presa del vengativo animal. Entonces
el búfalo se lanzó sobre él con encarnizamiento sin par, y no le dejó hasta
estar seguro de haberle triturado los huesos. El animal no sobrevivió sin
embargo, a su victoria. Al día siguiente, notando la desaparición del negro,
fui en su busca, en compañía de otros cazadores, y encontré los dos
cadáveres, y a corta distancia el árbol desgajado y el fusil del muerto. Ya
comprenderéis que me fue fácil formarme idea de la espantosa escena
que había acaecido en el bosque.
—¿Iremos a visitarlo?
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—¿Habrán ido muy lejos?
—¿No oís?
—¿Qué?
—Gritos lejanos.
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—Serán negros.
—Que no todos los negros son gente de bien en este país y abundan los
bandidos.
—Temo que esos negros hayan encontrado los bueyes y se los hayan
llevado.
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—¿Irán muy lejos esos negros?
—Me parece que deben ser de una aldea que hay pasado el bosque.
—Quería proponéroslo.
—¿Opondrán resistencia?
Mientras los dos amigos cambiaban sus impresiones, los caballos habían
atravesado la llanura y habían llegado cerca del bosque, precisamente en
el lugar donde habían sido vistos los negros.
—Lo supongo.
—¿Están emboscados?
—Hablad, William.
—Volved al carro y traed a los dos negros. Armados los cuatro de fusiles,
alcanzaremos, mayor éxito que no yendo dos.
—¿Y vos?
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—Sigo el sendero. Ya os reuniréis conmigo después.
—¿Solo?
—No tengo miedo; además, me limitaré por ahora a espiar, sin dar batalla.
—Volved pronto.
—Estamos de acuerdo.
El bosque era espesísimo, pero con todo, aun podía William adelantar sin
estorbos por entre aquellos árboles y malezas; descubiertas las huellas,
las siguió durante trescientos o cuatrocientos metros, pero se detuvo luego
temiendo caer en alguna celada.
William se disponía a cargar de nuevo el arma cuando oyó una voz que
exclamaba:
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—Lo habéis dejado seco, señor.
Era Kambusi, el fiel negro que le había acompañado en la caza del león.
—¿Y el doctor?
—Sí, Kambusi.
—Sospecho…
—¿De quién?
—¿Quiénes son?
—¿Son muchos?
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—Entonces, sígueme.
—¡Perdón!
—¿Dónde se encuentra?
—¿Quién manda?
—¡Un bandido!
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El negro calló.
El suelo había cedido y la caída fue tan repentina que se precipitaron uno
tras otro, quedando privados de sentido.
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Capítulo V. En el fondo de una trampa
Su desvanecimiento no debía durar mucho tiempo, pues apenas salid la
luna cuando comenzaron a darse cuenta de aquella inesperada caída, que
a poco más, tan fatal hubiera sido.
—Estoy mejor, señor —dijo el negro, que ya había abierto los ojos—; pero
estoy completamente atontado. ¿Dónde hemos caído?
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—Lo sospecho, Kambusi.
—Ahora lo veremos.
—Hay aquí alguien que nos hace compañía —dijo volviéndose hacia
Kambusi.
—¿Algún negro?
—Un leopardo.
—Aun no.
—¿Tienes el fusil?
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—¿Se nos echará encima?
—Me parece que está más espantado que nosotros —dijo William.
El joven cazador se agachó y vio que el animal que había apuñalado era
efectivamente un ñu, bestia que tiene a la vez del asno y del buey, o sea el
cuerpo del primero y la cabeza del segundo, armada de cuernos muy
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encorvados.
—¿Qué?
Su mala estrella les había hecho precipitarse en una gran fosa abierta en
medio del bosque para coger a los grandes animales, rinocerontes y
elefantes.
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Estos animales, aunque sean de menor talla que los leones y los tigres, no
son menos feroces, y no vacilan en atacar a los cazadores, pero en aquel
momento el preso se mantenía tranquilo y no manifestaba intenciones
agresivas.
—¿Cómo lo haremos?
—Busquemos, señor.
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advertir siquiera la presencia de los compañeros de infortunio.
Así cuando los incendios devoran las inmensas praderas del Far West o
los bosques del Canadá, los bisontes, jaguares, caballos salvajes, pumas
y tantos otros, escapan, huyen en confusión ante el peligro, sin pensar en
ofenderse.
—Sí.
—¿Qué?
—He encontrado que tengo hambre. Hace diez horas que no hemos
probado bocado.
—Todavía no.
—¿Y el fuego?
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Capítulo VI. Un vecino peligroso
El joven cazador, que se hallaba tan tranquilo como si estuviese en su
casa, sacó, el cuchillo y comenzó a cortar la pobre bestia para procurarse
un trozo de carne de su gusto.
En seguida, con loca temeridad, dio dos pasos adelante. El leopardo rugió,
pero fue retrocediendo hasta la otra parte del foso, agachándose sobre sí
mismo.
Era una fatiga inútil. Los proyectos más audaces, los medios más heroicos
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se estrellaban siempre contra aquellas cuatro paredes inclinadas,
representando los cuatro lados de la pirámide truncada.
Había pensado después en subir sobre los hombros del negro y tratar de
agarrarse a la parte superior del hoyo, pero pronto cayó en la cuenta de
que, aun subiendo el uno sobre el otro, no podían llegar a la cima.
—Explícate mejor.
—Hemos sido dos estúpidos, Kambusi; y sin embargo, no era tan difícil
encontrar un medio de salvación.
—No te comprendo.
—Sí.
—¿Quién nos impide, pues, abrir una galería en este plano inclinado, y
llegar al suelo, arriba?
—Estoy pronto.
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William cogió el cuchillo y trazó un círculo.
—Aquí —dijo.
—No se ha movido.
—Probablemente.
Entre tanto, William no perdía de vista al leopardo, el cual, por otra parte,
como si hubiese comprendido que aquellos dos hombres trabajaban por la
liberación de todos, se estaba quieto, contentándose con mirarles.
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Habían llegado ya a una altura considerable y no debía estar lejos el
momento de tocar Ja superficie del suelo. Ya habían comenzado a
encontrar capas de hojas en parte descompuestas.
—Dentro de poco estaremos libres —dijo Kambusi; que había bajado para
descansar algo.
—No puedo soportar ya por más tiempo esta cárcel —dijo William.
—¿Encontraremos al doctor?
—Me temo que lo hayan capturado. Dos hombres solos no pueden hacer
frente a todos aquellos bandidos.
—Entonces habrán cometido una grave imprudencia. Tal vez hayan vuelto
al carro.
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nuestras carabinas?
—Carguémoslas en seguida.
—Si hubiese sido agradecida —dijo William—, a estas horas habría estado
libre.
—¿Dónde?
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—Entonces, busquemos sus huellas.
—Es lo que quería proponerte. Ante todo, volvamos al lindero del bosque.
—Andando, pues.
—Deben haber pasado por allí —dijo el negro, indicando un sendero que
serpenteaba por el boscaje.
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detenido durante la pasada noche para descansar.
—Sigamos por ahora las huellas y veremos dónde han ido a parar
nuestros compañeros.
—Sí.
—Vamos a verlo.
Con gran sorpresa encontraron los caballos atados a un árbol; pero ¡no
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estaban los jinetes!
—Aquí están. En el suelo húmedo veo impresa la suela de los zapatos del
doctor.
—Y la planta del pie del negro —añadió William, que se había inclinado
hacia el suelo.
Al llegar algo más allá, vieron tendidos en el suelo los cadáveres de dos
negros, entre algunas lanzas y arcos, esparcidos en desorden.
—Busquemos.
Examinando los troncos de los árboles, William vio un agujero que parecía
producido por una bala de fusil.
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La cogió y la miró.
—Todos mis proyectiles llevan una W impresa en la cápsula. Mira: ¿la ves?
—Sí, la veo.
—Por los negros que han robado los bueyes. Esos bribones deben
haberse escondido en algunos de estos matorrales creyendo que no les
habíamos de dejar tranquilos.
—No los habrán visto. Nuestros compañeros debieron llegar a pie hasta
aquí, tal vez para estudiar los contornos.
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¿Debemos estar muy lejos de la aldea de los ladrones?
—Vamos.
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Capítulo VII. En busca del doctor
Pocos minutos después, William y Kambusi montaban a caballo,
poniéndose en camino.
Trotaban desde hacía una hora, alejándose a menudo de las orillas del río
para evitar los grupos de árboles que oponían insuperables barreras,
cuando el caballo de William se encabritó bruscamente, y lanzo un sonoro
relincho.
—Estoy pronto.
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—¿Será algún rinoceronte, tal vez?
—Evitémosla.
Kambusi le imitó.
—¿Estará solo?
—Lo veremos.
—¿Y si…?
—Decía que…
Aquel primer rugido, salido de las fauces ardientes de la fiera, fue como
una señal. Nuevos y no menos tremendos rugidos partieron de todos lados
del matorral, y tronaron como ardientes ráfagas, pero sin abandonar la
nota grave.
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—Tenemos encima una familia entera de leones —murmuró William—.
Casi me arrepiento de no haber vuelto atrás.
—Sí, Kambusi.
Una magnífica leona, con un rápido salto, se había lanzado fuera de los
árboles y caído en medio del sendero que recorrían los dos cazadores.
Viendo aquellos dos hombres con las armas apuntadas, se había detenido
indecisa. La fiera, confiada en el propio vigor, y más maravillada, por otra
parte, que inquieta, conservaba aquella bella actitud que todos han podido
admirar en los parques zoológicos.
Miraba con interés al hombre blanco, tan diferente de los negros, que
estaba acostumbrada a encontrar y aun a devorar, sorprendida tal vez de
ver a un hombre de aquel color.
—Sí, señor.
—Lo estoy.
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capricho, sea curiosidad, se levantó bruscamente, volviendo la cabeza al
lado opuesto al ocupado por los dos calzadores.
Los dos leones, que pretendían ambos los favores de la leona, se habían
detenido uno enfrente del otro, con las miradas llameantes, las crines
erizadas, desgarrando con las uñas las hierbas y las raíces de los árboles.
No habían notado siquiera la presencia de los cazadores, escondidos tan
sólo a cincuenta pasos, detrás del tronco de un baobab.
Mientras William levantaba la carabina, las dos fieras luchaban con ardor
creciente.
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La leona, por el contrario, echada a pocos pasos de los dos rivales,
contemplaba aquel drama feroz, estirándose indolentemente, esperando
que sucumbieran uno u otro.
William miraba, acechando el momento oportuno para dejar sin vida a uno
de los dos rivales.
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—¡Tira! —gritó Kambusi.
William hizo fuego. La leona, herida en el costado derecho, cayó con dos
costillas fracturadas. Pero no había muerto, y la herida podía no ser mortal.
—¿Habremos acabado?
—¿Cuál?
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Montaron, y picando espuelas siguieron adelante, pero a los quinientos
pasos pudieron notar que les era imposible continuar a caballo, a causa de
los árboles, ahora extremadamente bajos y espesos, que hacían difícil el
paso de los nobles brutos.
Casi todos los bosques africanos son difíciles de cruzar, a causa del
extraordinario vigor de la vegetación.
La travesía de aquel boscaje fue penosísima. Con todo, a la puerta del sol,
los dos cazadores llegaron a orillas de un ancho río; en la margen opuesta
se veían algunas cabañas, defendidas por una cerca robustísima y muy
alta.
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—Sí tienen, pero con frecuencia los cargan con piedras, por no tener
bastante plomo.
—Parece.
—Que les haremos correr largo rato, y cuando hayamos alejado mucho al
grueso de los guerreros, volveremos a la aldea a galope y la asaltaremos.
Cuarenta negros, o sea la nata y flor de los bandidos, guiados por su jefe,
distinguible por la diadema de plumas que le cubría la cabeza, se habían
reunido delante de la orilla, mientras algunas mujeres armaban dos
grandes piraguas.
—¿Quién eres tú, hombre blanco, que te atreves a hablar de tal manera?
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—¿Y qué deseas?
—¡Pruebalo, bergante!
—¡Toma!
—Sí, señor.
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—Seguidme. Haremos correr a los bandidos toda la noche, y mañana al
rayar el alba, llegaremos a la aldea, vadeando el río más abajo.
—Adelante.
Al cabo de veinte minutos, los gritos de los negros habían cesado a causa
de la lejanía, pero los dos cazadores tenían la seguridad de que se
continuaba persiguiéndoles.
—Nos seguirán hasta que nos hayan cogido —dijo Kambusi—. Conozco a
los negros y sé cuán vengativos son.
—¿Dónde me conduces?
—Siendo así que nuestros caballos nadan mejor que nosotros —añadió
William.
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recias descargas de mosquetería. Si vienen aquí tendremos cuando
menos la prueba de que las cabañas están indefensas.
—¿Qué te lo impide?
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—Entonces, ¿cómo vamos a hacer para atravesar el río?
—¿Cuál?
—Me gusta la idea. Las llamas atraerán la atención de los negros que nos
siguen.
El negro saltó por la trinchera, se arrastró entre las hierbas, que eran
altísimas, echó lumbre con el pedernal, encendiendo un pedazo de yesca
y lo puso en medio de los vegetales, que estaban muy secos. De pronto se
levantó la llama y prendió en las hierbas.
—Sí; no se mueven.
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En aquel momento, más allá de la línea flameante, se oyó una serie de
detonaciones.
—Tente bien resguardado, señor. Sus mosquetes valen poco, pero podía
aún llegar a su destino cualquier trozo de hierro o alguna piedra.
—Preparémonos a la defensa.
—Esperemos a que esté más claro. Quiero ver si se nos echan encima los
cocodrilos. Ya comienza a alborear. Será cuestión de mediadora.
—¡Fuego, señor!
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flechas, cayó aplomado, pero se levantó de nuevo, huyendo a todo correr.
Por los agudos gritos que lanzaba podía comprenderse que estaba herido.
Entre tanto, el negro se había acercado al rió con el otro caballo. Miró la
corriente, que bajaba rapidísima, y le pareció que no había nada
sospechoso.
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Capítulo VIII. La persecución
Mientras Kambusi buscaba un vado y se preparaba a ahuyentar a los
cocodrilos, William, erguido sobre su caballo, carabina en mano, vigilaba
los movimientos de los negros.
Miré hacia el río y vio a Kambusi que cogido a las crines de su caballo
luchaba vigorosamente contra la corriente, tratando de ganar la orilla
opuesta.
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hendiendo la corriente con su poderoso pecho.
—Sí.
—¿Los ves?
Apenas había terminado cuando apareció a pocos pasos del caballo una
cabeza horrible, armada de dos inmensas quijadas erizadas de agudos
dientes.
Otro cocodrilo apareció algo más lejos. De un coletazo dio un salto hacia
adelante para coger el caballo del cazador.
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También el segundo monstruo se zambulló, huyendo hacia la orilla
opuesta.
Cuando los ladrones vieron a los cazadores llegar a la orilla opuesta del
río, les acometió una rabia terrible. Disparáronles numerosos tiros y
flechas con imprecaciones y gritos tremendos, pero William y su
compañero no se dignaron ni siquiera volver la cabeza.
—No te comprendo.
El bosque no era muy espeso. Formado por árboles altísimos que crecían
a cierta distancia uno de otro, permitía a los caballos galopar libremente.
Tres cuartos de hora después, los dos cazadores llegaban al lindero del
bosque.
William bajó del caballo y desenvolvió la piel del león que había arrollado
detrás de la silla.
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—¿Qué haces, señor?
—Me preparo a ahuyentar a los habitantes de la aldea sin hacer uso de las
armas.
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—¡Amigo! —respondió desde dentro el zoólogo—. ¿Sois vos?
—¿Podéis abrir?
—Imposible.
—¿Y Flok?
—Está conmigo.
—Ayúdame, Kambusi.
—¿Estáis libre? —exclamó el doctor, que no podía dar crédito a sus ojos.
Cortó las cuerdas que sujetaban a los dos prisioneros y los sacó fuera.
—Vamos a buscarlas.
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estaban encerrados los bueyes robados por los negros, y los sacaron
fuera.
—¿Podremos conducirlos con nosotros mientras los negros nos dan caza?
—preguntó Kambusi.
—Sí, William. Habiendo oído rumores por aquella parte, dejamos detrás
los caballos para explorar el terreno. No habíamos dado quinientos pasos,
cuando nos cayeron encima los negros. Matamos a dos, pero los otros no
tuvieron que fatigarse mucho para cogernos, siendo más de treinta.
77
—No podemos decir que nos hayan martirizado, pero estaban furiosos y
nos amenazaban con hacernos devorar por los leones. Gracias a vuestro
auxilio, William, hemos conseguido escapar de sus manos; de no haber
acudido, tan generosamente, estábamos perdidos.
El doctor y William subieron sobre el más robusto y los dos negros sobre el
otro, y partieron a paso rápido seguidos por los bueyes, que habían
emprendido un pequeño trote, por estar acostumbrados a correr cuando
no están uncidos.
Era el bosque de Lusag, ya señalado por Flok, uno de los mayores del
África austral y también uno de los más peligrosos, por estar habitado por
infinito número de animales más o menos feroces.
A derecha e izquierda, por delante y por detrás del grupo de los fugitivos,
levantábanse los arbustos a veinte y treinta pies de altura, y el suelo era
pardo, formado por la acumulación secular de los despojos del bosque,
constituyendo un terreno cálido de una potencia de vegetación increíble.
78
Era un laberinto inextricable donde todas las plantas se disputan un rincón
de terreno, de donde lanzan; sus tallos con una riposa que sólo puede
producir una estufa como aquella.
Esta gran selva, al revés de otras que están siempre tan silenciosas, está
llena siempre de murmullos.
79
y yo reconoceremos el río a ver si podemos vadearlo sin peligro. Me urge
volver al carro y emprender la caza de la jirafa blanca. Aquí, entre estos
árboles y en medio de esta obscuridad, no me encuentro bien.
Hacia las diez, los dos alemanes se durmieron, mientras los negros
velaban por turno, cerca de las hogueras encendidas alrededor del kraal.
No dejaban de rondar las fieras por los contornos del cercado, tratando de
entrar.
Primero fueron las hienas, después los chacales y por fin, un león,
ahuyentado con dos tiros de carabina.
80
Al rayar el alba, William y Kambusi estaban de pie para llegarse al río.
—Es menester que nos vayamos pronto o perderemos los bueyes —dijo el
cazador al zoólogo—. Hay demasiadas fieras en este bosque y tampoco
nosotros estamos seguros. Poneos de centinela y no os inquietéis si
tardamos en volver.
Los dos cazadores observaron que las orillas del río se hallaban desiertas.
—No te fíes, señor —replicó Kambusi—. Yo creo por el contrario, que nos
buscan activamente.
—Pues no se ve nada.
—Crucémoslo de noche.
81
—Es un consejo que acepto.
—¿Quieres volverte?
—¿Dónde están?
—Pero ¿dónde?
—Al río.
—Nos encontrarán.
82
Los dos cazadores, deslizándose entre los matorrales, llegaron a la orilla.
83
—Es preciso ganar el islote.
—¿Podrás andar?
—Me ayudarás.
—¿Qué, señor?
84
—No demuestran mucho valor esos —dijo William—, y después, ni
siquiera tienen un mosquete.
—¿Nos estrechan?
—Kambusi, vámonos.
85
—Detente, señor —dijo el negro—. Si damos un paso más adelante,
estamos perdidos.
86
Capítulo IX. Sitiados en la isla
La situación de los dos fugitivos se hacía terrible. ¿Qué podían hacer
hallándose entre dos fuegos?
Un negro, que les seguía la pista, llegó bien pronto hasta ellos y al verlos
se detuvo un momento con la lanza levantada.
87
—Probémoslo, señor.
—Yo te ayudaré.
—Déjame a mí.
Se ató sobre la cabeza las dos carabinas y las municiones, y después bajó
poco a poco en el agua, sosteniendo a Kambusi.
Apenas habían recorrido diez metros cuando William le vio irse a fondo. El
herido, sin embargo, volvió a subir en seguida, exhalando un suspiro de
angustia.
—Si nos ponen sitio, no sé qué vamos a comer —dijo—. Veo, sin
embargo, plátanos en la orilla y con un poco de astucia podremos cogerlos.
88
Apartó las plantas que le impedían ver a los enemigos y miró.
—El negocio se pone feo —dijo para sí—. ¿Si el doctor y Flok les cogiesen
por la espalda? Sí; tal vez sabrán o se figurarán que estamos en peligro.
—¡Auxilio, Kambusi!
—¡Ladrón! —gritó.
Otros cinco o seis negros corrían entre el césped teniendo en alto las
lanzas.
89
—No hay ya necesidad —dijo William, volviendo a cargar la carabina—.
Esos bergantes empiezan ya a tener miedo. Vuelve a echarte, y si te
necesito te despertaré. ¿Cómo te encuentras?
—Sí.
Los negros hacían siempre buen servicio de guardia en las dos orillas,
lanzando de vez en cuando gritos agudísimos, como para indicar a los
cazadores que tenían cortada la retirada.
—Harto lo sé.
90
¿No hay nada en este islote?
Se desnudó para hallarse más libre, se puso el cuchillo entre los dientes y
después bajó sin hacer ruido, al agua. Permaneció mucho tiempo sin
aparecer. ¿Había sido presa de algún cocodrilo o yacía en el fondo
paralizado por alguna repentina debilidad? No; las aguas rebulleron
finalmente a algunos metros de la orilla y salió la cabeza.
Aspiró una larga bocanada de aire, sopló, expeliendo el agua que había
tragado, y volvió a sumergirse. Veinte segundos después reapareció y con
una última brazada llegó a la orilla, cubierta de plátanos de hojas inmensas.
91
—Nuestros enemigos duermen —respondió William.
—Es lo que pensaba, Kambusi. ¿Te sientes con ánimo para cruzar el río?
—Sí.
—Y aún por algunos kilómetros. Nos ayudaremos con los troncos de los
árboles.
—Sí, señor.
La corriente rápida les llevó pronto lejos. Los troncos flotaban muy bien y
los dos fugitivos no tenían que fatigarse para mantenerse a flote.
92
—¡No faltaría más!
—El doctor habrá advertido tal vez la presencia de los negros, y se habrá
desviado. Kambusi, un último esfuerzo.
—Haré lo posible.
—¡Doctor! ¡Flok!
93
—¿Traéis todos los bueyes?
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—No, señor.
—Haz avanzar los bueyes por esta parte. Debemos bajar algunos
kilómetros aj Sur para evitar el encuentro con los negros.
—¿Vigilan el río?
El zoólogo, que también era médico, sabiendo que Kambusi estaba herido
de una flecha, se fue a ver al pobre negro, que, completamente
derrengado, se había echado en el suelo, sobre la hierba.
—No es nada —dijo—. Kambusi está débil por la sangre que ha perdido,
pero nada más.
94
Al anochecer llegaba a orillas del río, a una distancia de quince kilómetros
del lugar ocupado por los negros.
Flok, que conocía el país, y que, como todos los negros, sabía orientarse
sin necesidad de brújula, guió la caravana de suerte que a las dos de la
madrugada llegaba al desfiladero, sin haber tenido ningún desagradable
encuentro.
El inmenso carro estaba todavía allí, pero el búfalo muerto había, sido
devorado por las hienas y los chacales.
Una hora después, dormían todos, sin preocuparse de los aullidos agudos
y desapacibles de los chacales.
95
Capítulo X. En marcha
Hasta el mediodía siguiente, no emprendió, por fin, la marcha el carro,
para llegar a las llanuras frecuentadas por la jirafa blanca.
—No se acercarán más. Sabe Dios por dónde nos andarán buscando.
—No, doctor. Este país depende de otro jefe y estos negros tienen la
costumbre de respetar los territorios ajenos. No penséis ya más en los
ladrones que os hicieron prisionero, y además, están ya muy lejos.
—No tardarán en dejarse ver. De día duermen sumergidos casi del todo en
el agua, pero por la noche abandonan los ríos y van a saquear los
bosques y aun también las plantaciones.
96
—Será muy difícil matarlos.
—Sí; es muy difícil, y además, la piel es tan dura, que las balas, a menudo,
se aplastan contra ella, y no consiguen perforarla.
—Para ir a los bosques, donde van a buscar las raíces que les sirven de
alimento, se abren un sendero que es fácil reconocer y lo recorren casi
siempre.
—¿Sabréis encontrarlo?
Había salido la luna y sus rayos iluminaban las cimas del bosque secular,
que se delineaban en las dos riberas, bordeando la corriente con un
cinturón de bejucos, flores y árboles gigantescos.
Eran hipopótamos.
97
cuadrúpedos, midiendo de doce a dieciséis pies de longitud y casi otros
tantos de espesor.
Son rechonchos, con las piernas cortas, la cabeza enorme; cuando abren
la boca dejan ver dientes formidables, de los cuales se sirven para triturar
las hierbas duras y coriáceas de que se nutren.
Durante el día, los hipopótamos duermen con gusto bajo el sol, echados
sobre islotes o bancos de arena; por la noche, al contrario, van a tierra en
busca de pasto.
98
verduras, en el que se veían ambas ramas destrozadas.
—Escondámonos y esperemos.
—¿Los veremos?
—Estoy seguro.
—Sí, William.
Por la otra parte del río se oía relinchar a los animales, que se zambullían
con gran estruendo, y a juzgar por el rumor, debían de ser muchos.
Habían andado cincuenta pasos cuando William se lanzó detrás del tronco
de un árbol, diciendo al doctor:
—No lo veo.
—¡Ah! ¡Sí!
99
Una masa monstruosa avanzaba a lo largo del sendero, adelantando
lentamente y deteniéndose a menudo para escuchar.
Le había entrado una bala en los sesos y la otra había penetrado bajo las
fauces.
¡Las hienas, los leones y los chacales habían devorado aquel corpachón
en una sola noche!
100
Capítulo XI. El domador de hienas
Pasado el río por un lugar donde era vadeable, la caravana emprendió de
nuevo su marcha hacia el Norte, para llegar a los lugares frecuentados por
la jirafa blanca.
El país que recorrían era por demás selvático, interrumpido por grandes
bosques que se oponían al avance del carro y por ríos impetuosos en los
cuales los bueyes corrían el peligro de ahogarse.
—No, en verdad.
Era una cabaña de forma circular, como lo son todas las que se
encuentran en el África meridional, con las paredes de fango y paja y el
101
techo cónico.
Dentro no había más que una sola estancia, en la que se conservaba aún
una mesa maciza sobre la cual se veían grandes jarros de barro, y algunos
escabeles hechos con ramas de árbol.
—Es la cadena que sirvió piara tener prisionero al pobre Wan Richet.
—¿Me diréis finalmente quiénes eran ese feroz Kraki y ese pobre Wan
Richet? —dijo el doctor.
—Lo que voy a referiros ocurrió hace cinco o seis años. Por aquel tiempo
vino a establecerse aquí un hombre muy excéntrico, llamado Kraki. Quién
fuese y de dónde viniera, es cosa que nadie supo nunca, pero se dio a
conocer pronto por su extremada salvajez y su originalidad, puesto que en
vez de buscar la compañía de los hombres, prefería vivir con los animales
y sobre todo con las hienas.
—¿Qué decís?
102
para defenderse de los asaltos de los negros y de los animales feroces.
Cruzó el Orange y se internó por estas tierras, deteniéndose a unas cuatro
millas de esta cabaña, en un vallecillo que le pareció fértilísimo. Wan
Richet descubrió también un arroyuelo de agua límpida, cuya vecindad
había de ser muy favorable a la agricultura, y así, decidió no ir más lejos y
construyó una cómoda cabaña.
»Aquella hiena era asaz curiosa y astuta, pues dejaba que a menudo se le
acercase el holandés, y luego en el momento en que éste iba a herirla,
apretaba el paso, yéndose más lejos.
»La hiena, con gran asombro suyo, hizo otro tanto, manteniéndose a
respetable distancia y sin quitar los ojos de su perseguidor.
103
lo cogió con los dientes y echó a correr rápidamente.
»Con gran estupor vio a la hiena dirigirse hacia esta cabaña y entrar,
llevando siempre en la boca el sombrero.
»El viejo, que tenía una estatura imponente y era fuerte como un búfalo,
había cogido el sombrero y lo examinaba con cuidado como para ver lo
que le hacía tan precioso para su propietario.
104
de nuevo en posesión de su sombrero.
105
dedica a los preparativos para la comida.
»Cogió los seis platos que contenían la carne cruda y los puso sobre la
mesa; después llamó a las seis hienas y las invitó a comer.
»A1 principio, la comida fue silenciosa, pero luego, habiendo una joven
hiena, más aturdida que las otras, volcado el vaso que contenía el agua, el
viejo Kraki, la amonestó de esta manera:
»—Al conducirte aquí, hija mía, pensé serte útil y darte una educación. Tú
no eras más que una alimaña feroz cuando te hice prisionera, pero
poseías grandes cualidades que me doy por dichoso de haber puesto en
luz. Te tengo en más estima que no a ese representante de la raza
humana que ves en aquel rincón y que más adelante verás reducido al
estado de bruto. Este es el fin que quiero conseguir, para, demostrar a la
civilización que todos los seres creados por Dios son de una misma
naturaleza.
»—Ea, toma.
»—¡Viejo, mírame bien! ¿Me tomas por un bruto para tratarme en tal
guisa? No; yo soy un ser civilizado, o mejor dicho, tú eres un bruto.
Quítame esa cadena o bien…
106
destino.
»Hecho esto, encendió una lámpara, se sentó sobre una silla y se puso a
contemplar al holandés con tanta insistencia, que éste, para evitar aquellas
miradas terribles, se cubrió el rostro con las manos.
»A1 día siguiente y los que se fueron sucediendo, Wan Richet asistió a las
mismas escenas.
»La ponía en algún profundo foso, que cerraba con una gruesa piedra y la
dejaba aullar hasta que quería.
»Lo que redoblaba sus sufrimientos eran los sueños que le atormentaban
por la noche mientras dormía, cuando le parecía ver sus campos cubiertos
de ricas mieses y sus verdeantes pastos.
»El collar le ponía furioso cuando al despertar veía a las hienas devorar su
comida alrededor de la mesa y el feroz Kraki clavaba insistentemente en él
su mirada cruel y dura.
»Un día, obscuro y nebuloso, Wan Richet vid volver al viejo con una hiena
de gran alzada, atigrada, que oponía una resistencia feroz, tratando de
107
desembarazarse de la cadena y del bozal.
»Wan Richet huyó hasta llegar a su posesión, donde cayó en el suelo más
muerto que vivo.
»Pero ningún negro se atrevería a entrar, tanto era el miedo que inspiraba
el terrible solitario».
108
Capítulo XII. Caza de elefantes
En vez de un día, los dos alemanes y sus negros se detuvieron media
semana en la cabaña del domador de hienas para reparar el carro, cuyas
ruedas habían sufrido mucho, y para renovar sus provisiones, terminado
ya el tasajo.
Son trashumantes y por eso emprenden largos viajes para buscar pastos
más abundantes.
Por otra parte, son tan poco astutos, que se dejan matar fácilmente, sin
tratar de substraerse a las balas de los cazadores, por lo cual los colonos
del Cabo hacen inmensas matanzas de ellos.
Tres días después, llegaban al lindero de una vastísima selva que debían
atravesar para llegar a los parajes frecuentados por la jirafa blanca.
William había desmontado para estirar las piernas, cuando vid sobre el
suelo húmedo unas anchas huellas que reconoció en seguida.
109
—No, doctor; estas huellas no pueden ser más frescas. ¿Os gustaría catar
una pezuña de elefante asada al horno o un pedazo de trompa? Os
aseguro que son bocados de buey.
—¿Qué estanque?
Advirtieron a Flok que vigilase los bueyes, pues podía, haber leones y
leopardos en los contornos; proveyéronse de pólvora y balas y se pusieron
en camino siguiendo por el ancho sendero abierto por los elefantes.
110
sus compañeros señal de detenerse.
—¿Serán muchos?
—Estaremos alerta.
111
cuales tienen sólo tres dedos en vez de cuatro.
Se les hace una caza desapiadada para apoderarse de los colmillos, que,
con frecuencia, pesan cuatrocientas libras y se pagan siempre a buen
precio, y la carne, pero sólo los pies y la trompa, ya que el resto del cuerpo
es coriáceo. Abundan en el centro del África, a lo largo del Nilo, en el
Senegal y en la colonia del Cabo, pero cada vez son más escasos a causa
de la incesante caza que les dan los capadores de marfil.
112
—¡Quiá! Escaparán. ¿Estáis prontos?
—¡Huyamos!
Los tres habían echado a correr por en medio del bosque, pero el elefante,
que no debía hallarse herido de gravedad, les había visto, y se había
lanzado en pos de sus huellas con el ímpetu de una bomba. Ningún árbol
resistía a aquella masa enorme. Sólo un baobab hubiera podido detenerle.
113
William había llegado entre tanto, delante de un enorme baobab, en el cual
se habían detenido ya sus compañeros.
—¡Trepad! —gritó.
William estaba por dejarse caer al suelo para recoger las armas, cuando
vio que el elefante, de hacerlo, le habría aplastado.
Después volvió atrás y advirtiendo que los cazadores se hallaban entre las
ramas del inmenso árbol, se apoyó contra el tronco para derribarlo.
Fatiga inútil. Aquel árbol tenía un tronco tan grueso que no hubieran sido
114
capaces de abrazarlo veinte hombres formados en círculo.
—No lo intentéis, señor —exclamó Kambusi, al ver que William miraba con
ojos ardientes las armas—. El elefante no nos pierde de vista.
Trató de dar algunos pasos y después cayó sobre sus rodillas vomitando
sangre por la trompa, hasta que cayó sobre un lado y espiró.
115
Era un individuo de edad ya algo avanzada, con los cabellos y la barba
aborrascados, de estatura imponente, anchos hombros y brazos gruesos y
nervudos.
—¿Sois vos, amigo? —gritó con voz alegre el cazador—. No suponía que
os hubiese de encontrar ahí sitiado por un elefante. ¿Cómo un cazador
como vos se ha dejado imponer por esa bestiaza?
Así diciendo, se dejó deslizar hasta el suelo y fue a estrechar la mano del
gigante, a quien luego presentó, al doctor, diciendo:
—Os los dejamos de buena gana, amigo; a nosotros sólo nos servirían de
estorbo; ¿verdad, doctor?
—No cazábamos a ese coloso por los colmillos, sino para catar un pedazo
de su trompa.
116
—Si no es molestaros, lo comeremos juntos y después veréis mi factoría.
Ya sabéis dónde está, William.
El holandés hizo excavar un hoyo muy profundó que debía servir de horno,
lo hizo calentar bien con; leña seca y después, cuando quedó consumido
el fuego, depositó sobre las cenizas calientes el pie y el pedazo de trompa.
Hizo luego rellenar el hoyo con tierra y encender encima otro fuego que
fue mantenido por espacio de dos horas enteras.
Transcurridas las dos horas, el holandés hizo exhumar los dos pedazos de
elefante, que fueron previamente envueltos en dos hojas de plátano
lavadas.
Un delicioso olor, que hizo alargar la nariz del doctor, esparcióse en torno.
117
—¡A la mesa! —exclamó en aquel momento el holandés.
118
Capítulo XIII. Sobre la pista de la jirafa blanca
Terminada la comida, asaz deliciosa, sobre todo para el doctor, que no
había probado nunca semejante manjar, reanudóse la conversación entre
William y el holandés.
—Sí —dijo el holandés—. Vuestra famosa jirafa blanca ha sido vista, hace
tres semanas, en la selva de Bloom. ¿Conocéis aquel bosque?
—¿Quién la vio?
—Completa, William.
119
—Entonces, concuerdan todas las noticias de los negros.
—Sí, doctor.
120
Van Husk dispensó a sus amigos una acogida verdaderamente holandesa.
Hizo que sus negros mataran el carnero más gordo, que fue puesto por
entero en, el asador después de haberle despellejado y quitado; las
entrañas, y lo hizo servir después sobre un inmenso trinchero.
121
huir a todo correr numerosos antílopes de varias especies, y aun algún
gordo ñu.
Era uno de aquellos antílopes que los colonos holandeses llaman urebi.
Los machos tienen los cuernos negros, muy aguzados; las hembras están
desprovistas de ellos.
Aquel pobre animal, tan oportunamente muerto, hizo los gastos de la cena
y aun del almuerzo del día siguiente.
122
bosque está lleno de fieras, que no respetarían ciertamente a nuestros
bueyes.
—Las jirafas son demasiado ligeras de piernas para dejarse alcanzar por
los leones o leopardos. Desafían en correr a los mismos rinocerontes.
—Algunos negros.
Los negros, ayudados también por sus amos, cortaron muchos árboles
tiernos y gran cantidad de espinos y construyeron un recinto tan vasto que
podía contener todos los animales, suficientemente alto para impedir que
las fieras penetrasen de un salto.
Hecho esto, recogieron mucha leña seca para mantener siempre, durante
la noche, encendidas las hogueras en el campamento.
123
—¿La de los rinocerontes?
—Sí.
—Pues como os iba diciendo, este inmenso bosque está frecuentado por
un extraordinario número de rinocerontes. Ya conocéis estos animalazos y
sabéis cuán peligrosos son. El año pasado me encontraba en estos
contornos persiguiendo una manada de antílopes, cuando encontré una
docena de negros armados de lanzas y montados en caballos de buena
raza. Mandaba la partida un guapo mozo, de casi dos metros de altura,
robusto como un Hércules. Habiéndoles preguntado dónde iban, me
respondieron que a cazar, rinocerontes. Esta respuesta me sorprendió no
poco, pues no había visto nunca a los negros afrontar esos animales
solamente con lanzas. Curioso por asistir a tan extraña cacería, me uní a
ellos, pero decidido, sin embargo, a no hacer uso de mi carabina sino en
caso de peligro. Los negros, muy contentos con hacerse admirar por un
hombre blanco, no opusieron ninguna dificultad a mi demanda, y les seguí
a cierta distancia.
»Los negros se habían alejado, pero les veía galopar a través de los
árboles, dando la vuelta a mi colina.
»Sus gritos iban haciéndose cada vez más débiles, cuando de improviso
les oí acercarse, mezclados con mugidos estridentes e interrumpidos, los
cuales indicaban que los rinocerontes hacían frente a los cazadores o bien
huían por delante de ellos.
124
podía ser la verdadera.
»—He ahí una cosa extraña —dije a Kambusi—. Siempre había creído que
los rinocerontes se arrojaban ciegamente sobre sus enemigos en vez de
huirles.
»El joven jefe, que sólo se encontraba a treinta pasos, llegaba al galope,
seguido de tres o cuatro negros, cuyas cabalgaduras eran mejores que las
de los otros. La situación era de las más comprometidas.
»El joven jefe, con la lanza apoyada en una rodela de madera, fija en la
espalda mediante una correa, no vaciló un instante a la vista del cambio
operado en la táctica de los peligrosos animales.
125
»—¡Está perdido! —exclamé, en el momento en que iban a chocar.
»La lanza del joven jefe y la del jinete que le seguía habían penetrado
cada una en el ojo izquierdo de los rinocerontes, habían atravesado los
sesos y salido por la otra parte, cerca del cuello. Las horribles bestias no
habían lanzado más que un grito. La muerte había sido, por decirlo así,
instantánea.
»Fue menester romper la cabeza de los animales para sacar las lanzas,
cuyas puntas se habían roto contra el cráneo de las bestias.
—Ni lo más mínimo. Parecía que hubiese hecho la cosa más sencilla de
este mundo.
126
Capítulo XIV. En el bosque
Al comenzar la tarde del día siguiente, mientras los negros se ocupaban
en reforzar el campamento construyendo otro kraal para el carro, William y
el doctor se encaminaron hacia el bosque.
—Estos volátiles son más exquisitos que los antílopes —dijo William—, y
merecen un disparo. Pero tendremos que cargar con perdigones.
Aquella parte del bosque que se disponían a visitar, no era tan espesa
como había creído primeramente el doctor.
127
Los dos alemanes se internaron por el macizo andando de prisa y sin
cuidarse de la dirección que seguían.
William y el doctor, cada vez más decididos a matar por lo menos un par,
continuaron avanzando a la ventura, sin advertir las millas que hacían.
Debían hallarse ya muy lejos del campamento cuando descubrieron por fin
siete u ocho de aquellas aves escondidas en medio de un matorral. Dos
cayeron en seguida bajo sus disparos; las otras huyeron, graznando.
Los dos alemanes estaban cargando las carabinas para perseguir a las
fugitivas, cuando William hizo seña al doctor de que se detuviera.
—Sí.
Al tiempo que decía esto, abriéronse las ramas bajas del espesillo y
apareció un enorme leopardo de pelambre moteada que evidentemente
había echado una siesta bajo aquellas frescas frondas.
128
La fiera, a su vez, no memos sorprendida ante la presencia de los dos
cazadores, permanecía inmóvil, indecisa, no sabiendo que hacer.
—Hagamos fuego.
129
—Se ha detenido donde le encontramos.
—¿Volver atrás?
—Ya le he puesto una bala a mi carabina y por lo tanto no hay que temer.
Los dos cazadores volvieron atrás paso a paso y no tardaron en dar con la
pista de la fiera, que pudieron seguir fácilmente, pues las hierbas estaban
cubiertas de grandes manchas de sangre.
—Si no la hemos matado, cuando menos está mal herida. Se conoce que
los perdigones eran de primera calidad —dijo William.
—Explicaos.
—Precisamente, señor.
130
Estaba en la agonía y se comprendía que ésta debía ser terrible, por la
manera como las garras de la fiera destrozaban el suelo y las cortejas de
los árboles.
Toda la parte superior del cráneo había sido perforada; las cuencas de los
ojos aparecían completamente vacías, la nariz casi no existía y la piel del
hocico se había desprendido en parte.
Dado aquel maravilloso golpe, uno de los más extraordinarios que pudiera
conseguir un cazador, aunque, sin embargo, no dejaba de tener
precedentes, los dos alemanes pensaron en volver atrás, puesto que se
habían alejado demasiado del campamento.
131
—¿No os habéis traído la brújula?
—Muchas millas, de seguro. Las avutardas nos han hecho correr mucho.
Descansemos un momento, y emprenderemos luego la marcha.
Se sacó del morral dos galletas y un poco de jamón que compartió con el
doctor y pronto el joven y el viejo se pusieron a comer con un apetito de
lobos. Echaron luego un trago de aguardiente, mezclado con café, y se
dispusieron a volver atrás.
Lo peor era que el suelo aparecía cada vez más áspero, todo cubierto de
plantas, por lo cual los dos cazadores, cargados con las avutardas, que
eran muy pesadas, avanzaban con gran dificultad.
132
—¿Nos dejarán tranquilos las fieras?
La fiera miró por algunos instantes a los dos hombres, como para elegir la
víctima que mejor le convenía y se preparaba a saltar.
133
Descargaron precipitadamente sus armas y en seguida se lanzaron a
través de los matorrales para alejarse.
—¿Quién será?
—¿Habrá muerto?
134
Oían al león rugir y romper los huesos del desgraciado.
Como todos los grandes felinos, el león no come, de ordinario, más que
los animales que mata y rara vez los devora todos, sea que su glotonería
no sobrepuja los límites de la necesidad natural, sea que gusta levantarse
con toda dignidad de la mesa.
135
La comida duró solamente seis o siete minutos, después de lo cual, las
hienas y chacales se fueron por donde habían venido.
—Decid, William.
—¿Sí trepáramos a algún árbol? Veo aquí cerca un baobab que nos
convendría.
—Trepemos.
136
Estaban para echarse, cuando oyeron ladridos y aullidos. Eran otros
chacales que se disputaban los huesos ya descamados del pobre negro.
La luna, penetrando entre las ramas del baobab, permitió a los dos
alemanes ver la jauría aulladora.
Al pasar bajo el baobab, mostró actitud de lanzarse sobre las ramas, tal
vez con intención de ver si había alguien escondido entre las ramas;
afortunadamente cambió de idea y continuó su camino, aun cuando ya
William se había preparado a recibirlo a tiros.
137
—Nos han descubierto —dijo William, preparando la carabina y
preguntándose si debería esperar el ataque o romper el fuego contra ellos.
138
Capítulo XV. La caza del hipopótamo
Bajados del baobab, William y el doctor se dirigieron al sitio donde se
veían aún algunos fragmentos de huesos pertenecientes al desventurado
negro.
—Es probable.
—¿Almorzaremos antes?
—Partamos.
139
El suelo, en vez de estar enjuto, era blando como una esponja, y sobre el
mismo serpenteaban, semejantes a fantásticos y monstruosos reptiles, las
raíces de los árboles gigantes, cuyo espeso follaje formaba una capa
impenetrable de verdura.
Jamás un rayo de sol debió haber penetrado en aquel suelo, virgen tal vez
de todo humano contacto, y bajo las inmensas frondas reinaba aquella
insoportable temperatura de las estufas, que es una prerrogativa de las
selvas africanas.
—¿Cuál?
—No conocéis a Kambusi. Este negro es capaz de seguir una huella casi
imperceptiblemente por docenas de millas.
140
—Prefiero continuar avanzando. Veremos dónde vamos a parar. Entre
tanto, almorcemos.
141
—Nos convendrá mucho —dijo William—, y tendremos por largo tiempo.
El ataque fue tan rápido, que los cazadores no tuvieron tiempo de volver a
cargar las armas.
142
espacio de quince o veinte pasos, y después, no viendo ya enemigos
delante, se detuvo.
—Está muerto —dijo William—. Ha recibido dos balas en los hocicos y una
en medio de la espalda.
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—Volviendo y revolviendo, un día u otro encontrar remos el carro.
—Pensad que una vez permanecí así, extraviado en un bosque, doce días.
—Es verdad, pero preferiría hallarme cerca del carro. Aquí llevamos una
vida insegura.
—Sigámoslo.
144
Llegados a la orilla opuesta, siguieron la corriente, haciendo huir a algunas
aves que anidaban entre las cañas.
Por una parte, la abundancia, tal vez exagerada; por otra, la escasez.
Este es el motivo por que muchas tribus de negros, aun salvajes, que
cultivan poco la tierra y no crían ganados, se ven tan frecuentemente
diezmadas por el hambre.
Los dos cazadores anduvieron tres largas horas, teniendo que vadear a
menudo pantanos en los que se hundían hasta mitad de la pierna, cuando
William se detuvo detrás del tronco de un árbol grandísimo,\ haciendo
seña al doctor de que no se moviese.
—Son origos.
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Es peligrosa su caza, porque cuando se ve perseguido se revuelve contra
el adversario, como un perro, y lo ataca a cornadas.
—Sucumbirá en la lucha.
La fiera se detuvo indecisa, levantó una pata, bufó, dio un salto oblicuo y
clavó las garras en el flanco del antílope, que retrocedió vivamente, sin
proferir un lamento, y respondiendo con dos poderosas cornadas.
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El origo le hizo frente con intrepidez y, aunque herido, comenzó a dar
cornadas a diestro y siniestro.
Tan bien se sostuvo, que a los tres o cuatro minutos, el león, bien que
joven aún y poco aguerrido, no podía resollar, sacando fuera la lengua y
perdía mucha sangre por sus numerosas heridas.
No pudo, sin embargo, gozar mucho tiempo del triunfo, ya que tenía el
pecho abierto y las tripas le salían del vientre.
Arrastróse, con el estertor de la agonía, al pie del árbol detrás del cual se
hallaban escondidos los cazadores.
Esperar a que hubiese muerto, hubiera sido para ellos algo peligroso, por
lo cual bajando las carabinas, enviaron al moribundo dos balas que
abreviaron su agonía.
Del león no se ocuparon ni uno ni otro, aun cuando les doliese a ambos
abandonar aquella magnífica piel.
Una hora después, los dos alemanes, echados sobre la hierba, daban
muestras, al devorar a dos carrillos, que la carne de origo era un manjar
privilegiado y digno por todos conceptos de los aficionados a las buenas
tajadas.
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una fuente.
—No.
—¿Y un disparo?
—¿Cómo lo sabéis?
—¿Y nosotros?
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Levantaron las carabinas e hicieron fuego.
—¿Será Kambusi?
Volvieron a cargar las armas y al cabo de cinco minutos hicieron fuego otra
vez.
Una tercera detonación respondió y esta vez tan fuerte, que casi la oyó el
doctor.
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El negro, apenas divisó a su amo, se lanzó a su encuentro, gritando:
—No, señor. Pasó ayer noche a trescientos pasos del carro y pudimos
verla distintamente.
—Hicimos fuego, sin tocarla. La manada galopaba con tanta rapidez, que
desapareció antes de que hubiésemos podido ensillar los caballos.
—Al bosque.
—Pero, tú, señor ¿no la has visto? —preguntó Kambusi que parecía
sorprendido.
—No.
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—En efecto; siguiendo vuestras huellas, he visto que habíais descrito mil
diversos giros, ora emprendiendo la marcha a levante, ora a poniente.
—Ha sido una suerte que nos hayas encontrado —dijo el doctor—. No
sabíamos ya cómo volver al carro.
—Sí.
—Lo sé aproximadamente.
Los dos alemanes vaciaron el frasco del negro que estaba lleno de agua
mezclada con ron y se pusieron en camino.
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Capítulo XVI. Las jirafas
Kambusi, después de haberse orientado, se puso a la cabeza, cortando
las ramas espinosas que impedían el paso y podían herir a sus amos.
Estaban para llegar a un riachuelo que cortaba por la mitad del inmenso
bosque, cuando el negro se detuvo bruscamente, diciendo:
William se inclinó.
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—preguntó William.
—Sí, señor.
—Habla, Kambusi.
—Son recientísimas.
—Sigamos, pues, estas huellas —dijo William—. Tal vez ese singular
animal frecuenta estos lugares.
—Sí.
—Nos guiarás.
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—No tendremos que hacer más que seguirlas, señor.
Parecía que en aquel lugar debieran darse cita todos los animales de la
selva.
—Las esperaremos.
—Lo veo.
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—Y los animales no tardarán en llegar a bandadas.
Era un baobab todavía joven, pero el tronco era tan grueso, que diez
hombres no hubieran podido abrazarlo, y sus ramas reunidas formaban un
pequeño bosque.
155
El estruendo se acercaba. Oíanse crepitar las gruesas ramas y caer
árboles tiernos bajo el choque formidable de gigantescos animales.
Poco después se vid aparecer en el extremo del lago una masa inmensa,
después otra segunda y luego otras varias.
Aquella diversión duró por espacio de media hora larga; después, los
colosos ganaron la orilla y se alejaron por donde habían venido, sin haber
notado la presencia de los cazadores.
—¡Qué buena caza se podría hacer aquí! —dijo William, que se había
contenido, con gran pesar.
—Vendrán, no lo dudéis.
156
deteniéndose a orillas del estanque.
Estas, asustadas, rechinaron los dientes, pero un segundo ramo, que cayó
precisamente sobre el hocico de la primera, las decidió a huir.
Después de aquellos animales y por corto tiempo, ninguna otra fiera fue a
rondar por las orillas del estanque.
De pronto cesaron.
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—Los leones han advertido que se acerca algún animal —dijo William.
Como es sabido, las jirafas son los más extraños cuadrúpedos que se
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conozcan. Más altas por delante que por detrás, miden cuatro metros y
aun más en la parte anterior y solamente tres en la posterior.
La pobre bestia, herida por la infalible bala del cazador, cavó de rodillas,
pero en seguida volvió a levantarse y desapareció en el bosque, seguida
de las otras jirafas.
Las dos bestias asaltadas por los leones, habían: caído al suelo y se
defendían desesperadamente.
William, viendo huir la jirafa blanca, hizo acción de arrojarse del árbol para
perseguirla, pero Kambusi le detuvo, diciéndole:
—No lo creo.
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—Huía cojeando. Debes haberle destrozado un remo.
Las fieras, llenas de espanto con aquellos gritos, acabaron con las jirafas
con unos cuantos zarpazos y luego se dirigieron hacia el árbol rugiendo
espantosamente.
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Capítulo XVII. La jirafa blanca
Los leones habían visto ya a los tres cazadores y lejos de espantarse, e
irritados también por no poder gozar tranquilamente de la presa abatida,
se acercaron al baobab, lanzando saltos gigantescos.
Ora se escondían entre los matorrales, ora detrás, del tronco de los
árboles, pero continuando siempre; en su propósito de acercarse al
baobab, como si intentaran lanzarse sobre la rama ocupada por los
calzadores. Kambusi había hecho ya fuego sin tocarles.
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En aquel momento Kambusi hizo fuego sobre la otra fiera que se lanzaba
hacia el baobab.
—¡A las jirafas! —gritó William, sin cuidarse de ver si los dos leones
estaban realmente muertos.
—¿Cómo lo sabes?
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Los tres hombres se lanzaron en la floresta, siguiendo las huellas, por otra
parte sumamente visibles, dejadas por las jirafas.
—Ya te he dicho, señor, que debe tener una pierna rota —añadió el negro.
Las jirafas se habían internado por la parte más espesa del bosque, pero
habían abierto con sus grandes cuerpos un sendero facilísimo de seguir.
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rápidamente las carabinas.
—¡Demasiadas, William!
Distaban nada más que unos veinte pasos, cuando, vieron lanzarse fuera
una manada de cabras.
—Si hay cabras aquí no pueden hallarse lejos las jirafas —dijo William.
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arena se veían las huellas de las jirafas.
—¿Qué quieres?
—Estoy cierto.
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aproximarse a la orilla opuesta sin haber sido descubiertos.
—No estamos más que a cincuenta pasos de las jirafas —dijo Kambusi.
—Sí, señor.
Los tres cazadores se echaron como un solo hombre fuera del matorral,
lanzando agudos gritos.
Las jirafas, ya alarmadas con el ligero rumor producido por los pasos ele
los cazadores, oyendo aquellos gritos y viendo a los tres hombres lanzarse
adelante, se pusieron rápidamente en pie y huyeron a todo correr.
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—Y habéis ganado el premio que os había prometido —respondió el
sabio—. Mi querido amigo, os quedo agradecidísimo por haberme
procurado este espléndido animal, el único en su especie.
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Conclusión
Pocas horas después, los tres cazadores regresaban al carro, llevando
consigo la piel de la jirafa blanca.
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El doctor aprovechó la oportunidad para hacer la travesía del Atlántico.
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Emilio Salgari
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hispana su obra fue particularmente popular, por lo menos hasta las
décadas de 1970 y 1980.
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