Egipto en La Historia Según Asimov
Egipto en La Historia Según Asimov
Egipto en La Historia Según Asimov
La historia
Por lo general, nuestra idea del pasado de la humanidad deriva de tres tipos de fuentes. En primer lugar, tenemos los datos
obtenidos de los objetos abandonados por el hombre sin intención de que sirvan para conocer la historia. Ejemplo de ello son los
utensilios y los recipientes de barro de los hombres primitivos, restos que arrojan una tenue luz sobre por lo menos un millón de
años de historia del hombre.
Pero tales restos no nos cuentan una historia articulada. Es, más bien, como si quisiéramos leer un libro con la luz de un
repentino flash. Aunque siempre es mejor esto que nada, obviamente.
En segundo lugar, contamos con las narraciones transmitidas oralmente de generación en generación. Estas narraciones
nos cuentan sin duda una historia articulada, pero ésta suele quedar distorsionada al ser contada una y otra vez. Resultado de todo
ello son los mitos y leyendas que no cabe aceptar como verdades literales, aunque a veces contengan datos importantes.
Así, las leyendas griegas sobre la guerra de Troya se conservaron de generación en generación gracias a la tradición oral.
Los griegos de las épocas posteriores las aceptaron como hechos históricos y los historiadores modernos las rechazaron por con-
siderarlas meras fábulas. La verdad parece situarse en un término medio. Los hallazgos arqueológicos del pasado siglo han de-
mostrado que muchas de las referencias de la obra de Homero son a hechos reales (aunque podemos seguir considerando lo que
cuenta Homero sobre la participación de los dioses en los acontecimientos como pura fábula).
Finalmente, estarían los documentos escritos que, como es natural, a veces incluyen hechos legendarios. Cuando los do-
cumentos escritos se refieren a acontecimientos que son contemporáneos del estudioso, o que pertenecen a su inmediato pasado,
disponemos de la más satisfactoria de las fuentes históricas, sin ser, con todo, necesariamente ideal, ya que los escritores pueden
mentir, tener prejuicios o equivocarse de buena fe. Asimismo, sus escritos, aun los más fieles a los hechos, pueden sufrir distorsio-
nes accidentales en posteriores copias, o ser alterados deliberada y maliciosamente por propagandistas. A veces, al comparar a un
historiador con otro, o al contrastar sus relatos con los resultados de los hallazgos arqueológicos, los errores y distorsiones pueden
salir a la luz.
Sea como sea, no disponemos de nada más detallado que los documentos escritos y, en líneas generales, cuando habla-
mos de la historia del hombre, nos referimos principalmente a los anales que han llegado hasta nosotros bajo forma de escritos.
Los acontecimientos anteriores a la utilización de la escritura en tal o cual región se califican de «prehistóricos», sin que ello quiera
decir que sean necesariamente «precivilizados».
Así, Egipto conoció dos mil años de civilización entre el 5000 y el 3000 a. C., pero este período de tiempo forma parte de la
«prehistoria» egipcia, dado que la escritura no había hecho aún aparición.
Los detalles referentes a la prehistoria de un país son siempre confusos y borrosos, y los historiadores se resignan ante
esta realidad. Todavía más frustrante, sin embargo, es contar con documentos escritos, pero en una lengua que no sabemos des-
cifrar. El libro de historia está ahí, al menos en parte, pero está sellado.
Este era el caso, al menos hasta el 1800 d. C., del «Egipto histórico» -es decir, del Egipto posterior al 3000 a. C.- y, en rea-
lidad, el de casi todas las demás civilizaciones antiguas.
Hacia esta época, los únicos idiomas antiguos perfectamente conocidos eran el latín, el griego y el hebreo, y, como se sabe,
existían historias antiguas importantes escritas en cada una de estas lenguas, historias que han llegado completas o en parte hasta
nuestros días. De ahí que la historia antigua de los romanos, de los griegos y de los judíos se conozca bastante bien. Asimismo,
las leyendas referentes al pasado prehistórico de cada una de estas civilizaciones ha llegado hasta nosotros.
En cambio, la historia antigua de los pueblos de Egipto y de la región del Tigris-Eufrates era ignorada por los hombres del
1800 a. C., excepto a través de las leyendas transmitidas hasta ellos en las tres lenguas que conocían.
En su época, los griegos no se hallaban en mucho mejor situación que nosotros en 1800 d. C. en lo que respecta al cono-
cimiento sobre los egipcios. Tampoco ellos sabrían leer los jeroglíficos, por lo que ignoraban lo concerniente a la historia egipcia
durante siglos.
Sin embargo, en tiempos de los griegos la civilización egipcia estaba todavía viva y floreciente. Había sacerdotes que eran
capaces de leer fácilmente los antiguos escritos y que probablemente tenían acceso a toda clase de anales referentes a los mile-
nios pasados.
Los curiosos griegos que comenzaron a llegar a Egipto en gran número a partir del 600 a. C. y que se quedaban boquiabiertos ante
los logros de una antigua civilización, se interesaban por todo lo que veían, sin duda.
Pero los sacerdotes egipcios eran muy suspicaces hacia los extranjeros y no se dignaban fácilmente a colmar la curiosidad
de éstos.
El historiador griego Herodoto viajó por Egipto, acosando a preguntas a los sacerdotes. Muchas de sus preguntas obtuvie-
ron respuesta, e incluso la información en la historia que escribiría más tarde. Con todo, buena parte de la información no parece
muy verosímil, y no es fácil descartar la idea de que los sacerdotes tomaran el pelo sardónicamente al «paleto» griego, tan ansioso
de información y tan dispuesto a aceptar todo lo que se le decía.
Finalmente, hacia el 280 a. C., cuando ya los griegos dominaban Egipto, un sacerdote de este país acabó cediendo y escri-
bió en griego una historia de Egipto destinada a los nuevos amos, utilizando sin duda alguna fuentes sacerdotales. Se llamaba Ma-
netón.
Durante un tiempo el Egipto posterior al 3000 a. C. fue realmente el «Egipto histórico», aun cuando aceptemos que Manetón
escribió una historia necesariamente incompleta, y que pueda haberla escrito desde un punto de vista parcial, como egipcio que
era, y sacerdotal.
Por desgracia, sin embargo, la historia de Manetón y las fuentes que utilizó no han sobrevivido. El «Egipto histórico» se
hundió en las tinieblas de la ignorancia humana tras la caída del Imperio Romano, y así permaneció durante catorce siglos. No
quiere esto decir que la ignorancia sobre Egipto fuera completa. Algunos fragmentos de los escritos de Manetón fueron citados por
otros escritores cuyas obras sí sobrevivieron. En concreto, sobrevivieron largas listas de gobernantes egipcios tomadas de la histo-
ria de Manetón citadas en las obras de un historiador cristiano de los primeros tiempos, Eusebio de Cesárea, que vivió unos seis
siglos después de éste. Pero esto es todo, y no es demasiado. Las listas de reyes no hicieron sino excitar el apetito histórico y con-
vertir a las sombras anteriores en una oscuridad aún más negra.
Naturalmente, había todavía numerosas inscripciones jeroglíficas por todos lados, pero nadie podía leerlas, con lo que todo
permanecía decepcionantemente misterioso.
Hacia 1799, un ejército francés a las órdenes de Napoleón Bonaparte se hallaba combatiendo, en Egipto. Un soldado
francés llamado Bouchard o Boussard se encontró, cuando estaba trabajando en un fuerte en reparación, una piedra negra. El
fuerte estaba próximo a la ciudad de Rashid, en una de las desembocaduras occidentales del Nilo. Para los europeos Rashid era
Rosetta, y hoy llamamos a la piedra hallada por el soldado «piedra de Rosetta».
En la piedra de Rosetta había una inscripción en griego que databa del 197 a. C. En sí no era una inscripción importante,
pero lo que confería un valor fascinante a la piedra era que , contenía también inscripciones en dos tipos de jeroglíficos. Si, como
parecía probable, se trataba de la misma inscripción en tres diferentes formas de escritura, entonces de lo que se trataba era de
una inscripción egipcia traducida a una lengua conocida.
La piedra de Rosetta interesó a hombres tales como el médico inglés Thomas Young y el arqueólogo francés Jean-Francois
Champollion. En particular Champollion utilizó como ayuda adicional la lengua copta, que en su tiempo sobrevivía todavía en unos
cuantos lugares de Egipto. Hoy la lengua de los egipcios es el árabe, debido a la conquista árabe de Egipto hace trece siglos.
Champollion sostenía, sin embargo, que el copto derivaba de la lengua del antiguo Egipto que se remontaba a la época anterior a
la llegada de los árabes. Antes de morir en 1832, Champollion elaboró un diccionario y una gramática de la lengua del antiguo
Egipto.
Evidentemente, Champollion no estaba equivocado, pues en los años 20 del siglo XIX había sido capaz de penetrar el se-
creto de los jeroglíficos y, poco a poco, todas las inscripciones antiguas pudieron ser leídas.
Sin embargo, las inscripciones no eran verdadera historia, como era natural (¡imaginemos por un momento que tratáramos
de conocer la historia de Estados Unidos a través de las inscripciones existentes en nuestros edificios públicos y en nuestras lápi-
das!). A menudo incluso aquellas que versaban sobre acontecimientos históricos habían sido compuestas única y exclusivamente
para alabar a algún gobernante. Se trataba de propaganda oficial que no necesariamente se ajustaba a la realidad.
Pese a todo, poco a poco, a partir de todo lo que los historiadores fueron recopilando de las inscripciones y de otras fuentes,
incluidas las listas de reyes de Manetón, la historia egipcia comenzó a ser conocida, y con una amplitud tal que nadie, antes del
hallazgo de la piedra de Rosetta, hubiera podido imaginar.