Dufoyer, Pierre - Libro de La Joven de Los 17 A Los 20 Años

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Libro de la joven
de 17 a 20 años

El matrimonio

PIERRE DUFOYER
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ÍNDICE
Prólogo
Prólogo a la segunda edición
Primera parte: El matrimonio
Capítulo I - Más hermoso que un sueño
Capítulo II - El matrimonio
Capítulo III - El perfeccionamiento mutuo
Capítulo IV - La maternidad
Capítulo V - La educación de los hijos
Capítulo VI - En tierra cristiana
Capítulo VII - Más allá del matrimonio

Segunda parte: Hacia el matrimonio


Capítulo I - Futura esposa
Capítulo II - Futura madre
Capítulo III - En la espera del Príncipe Azul
Capítulo IV - Ambientes de encuentro
Capítulo V - ¡Escollos!
Capítulo VI - A las que los jóvenes eligen
Capítulo VII - Aquel que vosotras elegiréis
Capítulo VIII - El noviazgo

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Prólogo
Este libro fue escrito para las jóvenes que aspiran al matrimonio, para que profundicen la
comprensión de su naturaleza y de sus efectos, de sus dificultades y de sus alegrías, de sus
grandezas y de sus deberes. Explica el modo de prepararse a ello, cómo elegir el propio
compañero, y la conducta a seguir durante el noviazgo.
Obras excelentes han sido publicadas sobre estos temas. Pero los tratan sobre todo desde un punto
de vista fisiológico y moral, y pocas bajo el aspecto psicológico. Esto precisamente será
desarrollado preferentemente en el presente volumen.
El texto se debe a la colaboración de un moralista, de padres y madres de familia, de jóvenes y de
señoritas. Nos es grato darles las gracias a todos, y especialmente a los jóvenes y a las señoritas,
de las sugerencias y críticas.
El autor, deseoso de mejorar su obra, acepta con gratitud las observaciones de los lectores y de
las lectoras.
Puedan estas páginas favorecer la fundación de numerosos hogares cristianos, unidos, afectuosos,
felices.

Prólogo a la segunda edición francesa


Esta segunda edición ha sido muy retocada, y contiene añadiduras que nos han sido sugeridas por
las observaciones de los lectores y de las lectoras.
El público ha dado a la primera edición una acogida muy favorable de lo cual le agradecemos.
Muchas señoritas nos han escrito que la lectura de este libro había sido para ellas ocasión de útiles
reflexiones y punto de partida de esfuerzos decididos para adquirir un mayor dominio de su
sensibilidad. Nuestros esfuerzos serán recompensados si pueden contribuir a la formación de
esposas excelentes y de mejores educadoras, para el bien de la Iglesia, de la patria y de las familias.
Este es nuestro deseo.
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Primera parte
El matrimonio

Capítulo I
MÁS HERMOSO QUE UN SUEÑO

Cuando sueñan en su futuro matrimonio, aunque se esfuerzan por acercarse a la realidad,


la mayor parte de las jóvenes son víctimas de las convenciones, la literatura y la fantasía.
Ellas hacen bellos sueños, brillantes anticipaciones que, desgraciadamente, no tienen sino
lejanas relaciones con los hechos.
Se les pueden justamente acusar de romanticismo, se les puede reprochar por crearse
numerosas ilusiones a propósito del matrimonio, del cónyuge y de los hijos. ¿Es quizás
toda culpa de ellas? Mientras que la joven ya tiene espontáneamente la tendencia a
considerar el matrimonio en un modo demasiado sentimental, una cantidad de novelas
escritas especialmente para ellas son de tal modo que desarrollan esta mentalidad, que es
ya demasiado natural. Estos libros crean falanges de príncipes azules, de maridos y esposas
tan ideales, que en realidad no hay quizás uno de cada diez mil. El matrimonio es descrito
allí como si se desarrollara en una atmósfera de delicadezas y de delicias, de amor siempre
ardiente... El resultado de esta sistemática deformación es indefectible: numerosas jóvenes,
por el espíritu falseado por dichas lecturas, prueban en el contacto con el matrimonio real
una singular decepción, no se adaptan completamente y conservan a la larga en el corazón
desengaño y sufrimiento. La realidad, demasiado diferente del sueño de antes, deja la
nostalgia de un Edén imaginario, por cuyo encanto se habían dejado engatusar.
Si es indiscutible que las jóvenes se forman del matrimonio un concepto demasiado
sentimental y demasiado endulzado, es igualmente cierto que, desde otro punto de vista,
ellas no ven toda su grandeza y no conciben toda su amplitud: están lejos de descubrir y de
apreciar en todos los detalles las riquezas verdaderas que se esconden allí y que Dios allí
ha colocado.
Si se examina más a fondo el modo en que: las jóvenes imaginan su matrimonio de
mañana, se declarará que ellas esperan esencialmente, por no decir exclusivamente, un
universo de dulzura: de amar y de ser amadas, de mostrar ternura y de acariciar. Creen que
todo será dulce para ellas, marido e hijos; están dispuestas a acariciarlos, a circundarlos de
ternura y afecto; se agachan en anticipo bajo su amor viril y fuerte, se sienten
deliciosamente rodeadas de su cándida gratitud.
Estas esperanzas no carecen de nobleza y ni siquiera de generosidad. A diferencia de los
sueños del joven, donde el énfasis es puesto gustosamente sobre las ventajas personales
descontadas, los de la joven se orientan más espontáneamente hacia el bien que ella desea
difundir y hacer resplandecer en torno a sí mismo. Aunque reconociéndole esta
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superioridad, será lícito señalar que su concepción del amor contiene una parte de egoísmo
y se basa, en el fondo, casi completamente sobre la espera de alegría y de dulzura.
Lo mismo se diga de los sueños maternos de las jóvenes: ellas sueñan, sobre todo, y casi
exclusivamente, en la felicidad que probarán siendo "mamá". Imaginan ya desde ahora la
fisonomía de sus hijos: los piensan bonitos, limpios, educados, inteligentes; sus cándidas
reflexiones y sus observaciones ingenuas y simples llamarán la atención simpática y
maravillada de los vecinos, provocarán la admiración, un poco de celos quizá; ¡la mamá
estará profundamente orgullosa de ellos!... ¡Que felicidad vestirlos, acariciarlos, verlos
crecer, recibir las caricias y los besos!... ¡Es natural que estos niños serán criados
maravillosamente! No se parecerán a tantos otros que se encuentran y que juzgan
maleducados. Qué joven no ha pensado: "¡No criaré yo así mis hijos!". Y en los sueños...,
¡éstos últimos son maravillosamente dóciles a los consejos maternos!
¿Semejante marco desnaturaliza quizá la mentalidad de la joven? ¿No es acaso este su
modo normal de entrever el matrimonio y la maternidad? ¿No se les considera
especialmente bajo la visual de la dulzura y la alegría personal? Sin duda estos
pensamientos son legítimos, pero están lejos de agotar todas las riquezas de la realidad y
no consideran el matrimonio con la amplitud conveniente. De hecho, es una institución
mucho más importante e infinitamente más hermosa. Según el designio de Dios el
matrimonio incluye una dulzura y felicidad personal, pero no es sólo eso: consiste
esencialmente también en la misión social y religiosa de mantener y ampliar la ciudad
terrena y el Reino de Dios mediante la procreación y la educación cristiana de los hijos. Se
dirá que es la misma cosa y que estos dos puntos de vista, prácticamente, se confunden.
Esto no es del todo exacto. En la medida, en que las jóvenes estén animadas en sus sueños
por la mentalidad descrita más arriba, su visión, hay que admitirlo, es casi exclusivamente
personal y relativamente egoísta. Para igualar la amplitud de las impresiones divinas, ésta
debería ser también, o más bien, ante todo, religiosa y social. En su aspiración al
matrimonio, las jóvenes deberían desear contribuir, multiplicando la vida humana, la
duración y al progreso de la ciudad terrestre, a la dilatación de la Iglesia y del Reino de
Dios: sólo añadiendo estos motivos más desinteresados a su voluntad de alegría, de efusión,
de felicidad sabrán ver el matrimonio en toda su amplitud y comprender toda la belleza.
Este modo de considerar el matrimonio es muy importante para su éxito tanto conyugal
como social. Para quien ha visto solamente dulzura, dulzura de ser esposa, dulzura de ser
mamá, es de temer que las decepciones de la vida conyugal y las fatigas de la maternidad
no desengañen profundamente estos sueños sentimentales y no frenen el ardor de similares
doncellas un poco loquillas y demasiado románticas.
Si se aborda el matrimonio no para busca un placer, sino para cumplir una misión, se
tendrá una probabilidad mucho mayor de superar valientemente las inevitables
dificultades. Son precisamente las mujeres que se consagran con mayor corazón y
conciencia a su deber de esposa y de madre las que descubren, sobre todo, la alegría y la
dulzura tan deseadas.
Amplíen, pues, las jóvenes sus horizontes, aspiren a algo, si no más dulce, al menos más
grande, más sólido, más imponente, más bello. La vida conyugal debe ser un esfuerzo
consciente, tenaz, generoso para tener contento a su marido, hacerlo valiente y fuerte en
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sus deberes sociales, a pesar de las decepciones y los desengaños inevitables. La


maternidad debe considerarse como un compromiso social y religioso importante. Se
querrá convertirse en madre no sólo porque es una cosa dulce, sino porque criar bien a los
hijos es cumplir la voluntad de Dios, salvar la ciudad terrena de la vejez y de la ruina,
asegurar a la ciudad celestial su reclutamiento de elegidos. Si las jóvenes de hoy no
aceptaran ser mamás, el final de siglo, conocería sólo viejos y tumbas, la Iglesia no
reclutaría más ni bautizados, ni sacerdotes ni misioneros, el Cielo vería agotado la fuente
de los elegidos.
El matrimonio implica altos intereses sociales y religiosos. ¡Nada más natural que las
jóvenes continúen considerando con esperanza su futuro conyugal y soñando en la dulzura
del matrimonio! Pero aprendan también a elevar sus pareceres y a aplicarlos a la magnífica
amplitud de los planes de Dios.

Capítulo II
EL MATRIMONIO

Considerándolo bien como Cristo lo ha constituido en la plenitud de su perfección, se


podría definir el matrimonio "la comunión total y armoniosa de dos seres humanos de
distinto sexo".
Esta definición, de origen cristiana, es también la más humana que pueda dar la filosofía.
Ante los pueblos no cristianos, tanto de la antigüedad pagana como de la época
contemporánea, se declarará que el matrimonio es la comunión más completa existente en
su sociedad. Y sin embargo no es total, ni en profundidad, ni en duración. Todos los
pueblos no cristianos, sin excepción, también en nuestros días, admiten la poligamia como
elemento intrínseco del matrimonio.
En todos los países de Asia y África, el hombre tiene el derecho de tener varias esposas.
Sin duda, este derecho queda frecuentemente teórico como consecuencia de la falta de
medios; sin embargo, obtiene aún muy a menudo sus efectos prácticos. Es evidente que,
en un matrimonio de este género, la comunión de vida entre el esposo y las esposas no
podrá ser total. El marido ordinariamente tiene el corazón dividido. Sin duda él elegirá
entre sus esposas una favorita, en beneficio de la que se realizará ese don del corazón que
es uno de los elementos esenciales del matrimonio; pero también este don será bastante
frecuentemente precario. En cualquier caso, para sus otras esposas, el matrimonio no creará
esa unión total que podría ser y que, en el Cristianismo, debe ser.
En todos los países no cristianos (y los ambientes neo-paganos de Occidente vuelven,
hasta cierto punto, a esta concepción), el derecho dominante tolera el repudio y el divorcio.
De nuevo, leyes y costumbres oponen, prácticamente, ciertos obstáculos a su aplicación:
por ejemplo, la obligación de restituir la dote recibida en pago de la novia. Dado que tanto
en China y en el Congo como en nuestros países, nadie está contento de pagar, esta
necesidad opone dificultades reales a la ruptura del matrimonio... En el Congo, el tío
materno, verdadero propietario de la joven y árbitro de su matrimonio, recibe el precio de
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la dote. En caso de divorcio, él deberá devolvérsela; cosa que no soportará pues, si no en


el caso en que recabe beneficio. Si un pretendiente le ofrece seis monedas para casarse con
su sobrina repudiada y si, para sacarla de los vínculos de un matrimonio anterior, él debe
desembolsar sólo cuatro al marido, la venta será concluida. De lo contrario se opondrá.
Esto explica por qué estos casos de repudio permanezcan relativamente raros.
En realidad, todos los pueblos han escuchado cómo la fragilidad del vínculo conyugal
sea perjudicial para la sociedad, y han dificultado el divorcio y el repudio. Estos sin
embargo siguen siendo posibles y la mujer está expuesta, hasta cierto punto, al abandono
forzado de sus hijos y a verse cedida a otro hombre, según el beneplácito del marido y para
el mayor beneficio financiero de parentesco. Un tal matrimonio no realiza pues la donación
total de dos seres humanos, el uno al otro, ya que los términos mismos del contrato plantean
a este don restricciones y reservas.
Históricamente, el cristianismo impuso el primero en todo el Occidente la concepción
del matrimonio monogámico e indisoluble. Los dos cónyuges deben entregarse
definitivamente el uno al otro: ellos serán dos, serán sólo dos, y esto para siempre. Así la
unión total de los esposos se hizo posible, la estructura misma del matrimonio la facilita y
el obstáculo interior más inmediato a la totalidad del don recíproco, la pluralidad de las
esposas, es eliminado por derecho.
Difundiendo en la humanidad esta doctrina y convirtiéndolo para sus fieles en un deber
de vivirla, el Cristianismo ha sido un factor de civilización y de humanismo y ha
contribuido a la aplicación del más perfecto matrimonio y, por lo tanto, del mejor amor y
de la más gran felicidad en las familias.
¿Queremos estudiar más de cerca los elementos constitutivos del matrimonio cristiano?
Esto implica la vida en común de los dos esposos y requiere su unión en todos los niveles
del ser: el nivel espiritual, intelectual, sentimental y físico.
El matrimonio requiere primero la unión de las almas. Con estas palabras se entiende
todo lo que tiene relación con la vida religiosa y sobrenatural. El verdadero matrimonio
realiza esta coincidencia espiritual: marido y mujer se ayudan a considerar su vida como
la misión que Dios les ha confiado y a aceptar valientemente los compromisos. Carlo
D'Austria en una carta a su novia, la princesa Zita, resumía en una expresión magnífica el
compromiso que ellos querían realizar en dos mediante su unión: "Nosotros debemos
santificarnos en uno". ¡Afortunadas las familias en que los esposos comparten las mismas
convicciones profundas y se ayudan a ponerlas en práctica!
El matrimonio exige además la coincidencia de pensamientos y de voluntad. Los
verdaderos esposos tienen sus dos vidas ligadas; tienden hacia los mismos fines y se
apoyan en un esfuerzo mutuo. Cada uno goza de los éxitos del otro y lo secunda, para
obtenerlos. Si descubre un método que cree más eficaz, no lo conserva celosamente para
sí como se haría frente a un rival, sino que no considera nada más urgente que formar parte
del cónyuge.
Esta sensación de visión y de esfuerzos es habitualmente llevada a cabo en el nivel
financiero y práctico; y lo es también, bastante a menudo, sobre el nivel educativo, al
menos en lo que respecta a los fines esenciales por alcanzar y los medios principales para
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lograrlo. No obstante, puede concebirse también en el nivel puramente intelectual. Esta


coincidencia, muy provechosa y ventajosa, supone en la esposa una verdadera cultura.
Demasiado a menudo, lamentablemente, se descuida la formación intelectual de las
jóvenes; y ¡cuántas de ellas no le dan una importancia secundaria! Una cultura femenina
amplia, sin embargo, favorece en muchos casos un éxito más delicado del matrimonio y
permite a los esposos encontrar a la tarde, en las horas de intimidad, recursos para
intercambios de impresiones que elevan a la esposa por encima de sus cuidados familiares
y educativos y al esposo más allá de las preocupaciones económicas y profesionales. Estas
horas son momentos muy útiles de distensión y de fusión, además de enriquecimiento
mutuo.
Esta comunión de pensamientos, este acuerdo tácito de la voluntad, tan deseables en el
matrimonio, no son habitualmente, sobre todo cuando se trata de detalles de la vida
corriente, una floración espontánea sino un resultado buscado, estudiado y querido. El
hombre tiene un sólo modo de considerar la vida y los seres, y este modo es muy diferente
al de la mujer. Ambos ven el mismo objeto, pero con una luz y bajo una visión diferente.
Así muy a menudo, sea a propósito de asuntillos de economía doméstica, como respecto a
detalles de educación, en muchos problemas de la vida cotidiana habrá, de partida,
divergencia de opiniones. Este es un hecho absolutamente normal. Lo que entonces es
necesario, es que cada uno sea lo suficientemente paciente para escuchar al otro, bastante
humilde para aceptar en sus palabras cualquier elemento de verdad y de auténtica razón.
Esta comprensión recíproca permitirá, normalmente, en el debate llegar no sólo al acuerdo
de voluntad, sino a una ampliación real de los puntos de vista y a un aumento de estimación
y de afecto mutuo. Estos intercambios de ideas requieren por supuesto, por una parte y por
otra, mucha lealtad, rectitud, franqueza, paciencia y humildad, tanto en el modo de expresar
su parecer como en el modo de aceptar el del cónyuge. El ideal del matrimonio debería ser
esta confluencia de dos pensamientos que tienden a los mismos fines; y si, al principio,
estaban en contraste oposiciones y diversidad de opiniones, los esposos se esfuercen por
llegar, en fin, por virtud y esfuerzo, a un entendimiento armonioso.
El matrimonio, según los designios de la Providencia, requiere también la unión de los
corazones. Al principio el amor recíproco es muy ardiente. Debería, durante los años,
profundizarse. La vida en común, encontrando las mismas dificultades, el tender hacia los
mismos fines deberían favorecer la unión y la fusión cada vez más plena de dos seres y de
dos corazones. Lamentablemente, este resultado no es frecuente. Todas las familias
comienzan en el amor mutuo; normalmente, los novios se aman muy ardientemente. Pero
demasiado a menudo, después de algunos años, estas bellas esperanzas se encuentran
decepcionadas. La razón es que el amor, para subir y progresar, requiere de los esposos
toda una política conyugal cabal y hábil; y de la mujer en particular numerosos esfuerzos,
silencios, concesiones, sacrificios. No pretendemos en este punto exponer detalladamente
los elementos de una táctica. Baste, por ahora, subrayar que la esposa debe mostrarse
siempre, en todas las circunstancias, seductora, paciente, sonriente y devota: a este precio,
y a este precio sólo, defenderá y fortalecerá el amor en su familia.
El matrimonio requiere finalmente una vida física común. Se vive bajo el mismo techo,
se comparten la mesa y el lecho. Los jóvenes esposos -en cualquier caso, es deseable-
abandonan el hogar paterno; este abandono es definitivo sin intención de regresar; ellos
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construyen un hogar para ellos, distinto de los demás, para vivir en él ya juntos, símbolo
material de lo que debe ser su vida sentimental y espiritual, una vida de intimidad a dos.
Entre las realidades de la vida física común a los esposos, hay una intimidad especial,
típicamente constitutiva del matrimonio: la unión de los cuerpos que más de una vez,
presenta poco atractivo a las jóvenes. Es preciso que en este campo tengan confianza en
Dios. Cuando se considera el modo en que el Creador ha establecido la maternidad, se
comprueba que sus ritos físicos, embarazo, parto, lactancia y todas los pequeños cuidados
tan modestos y tan exigentes que la madre debe prestar a sus hijos, son, en conclusión, un
gran beneficio para el amor materno. Si la maternidad hubiera sido organizada
diversamente, si los hijos hubieran sido dados a las mamás por así decir "ya hermosos y
hechos", sin duda los amarían menos. Lo que es verdad para la maternidad se verifica para
la vida conyugal. La experiencia lo demuestra; el elemento de unión física, vivido según
los designios divinos, intensifica el afecto mutuo de los cónyuges. Esta unión, cuando es
realizada como Dios la quiere, dictada por el amor, realizada en el amor, testimonio de un
amor mutuo ardiente, consolida profundamente el apego mutuo de los cónyuges, hace
olvidar los pequeños golpes que surgen invariablemente en la vida conyugal, compone los
conflictos, endulza los enfrentamientos, alimenta fuertemente el afecto mutuo.
Las jóvenes no comprenderán en seguida la razón de ello, pero el hecho permanece. Si
se esforzase por descubrir a priori cómo los ritos físicos, muy poco poéticos, de la
maternidad, contribuyen realmente a intensificar el amor de la madre para sus hijos, se
lograría quizás a duras penas. Y sin embargo este hecho, que los sufrimientos físicos
excitan y desarrollan el amor materno, se produce en todo el mundo, en miles de casos,
todos los días. Lo mismo sucede en la unión conyugal vivida como Dios la quiere.
Impregnada de amor mutuo, realizada por amor, ella se transforma para los cónyuges en
una fuente de intenso afecto y estrecha cada vez más los lazos que los unen.
Según los designios de la Providencia, el matrimonio constituye pues una coincidencia
total que une a los esposos en todos los niveles de su ser, nivel espiritual, intelectual,
voluntario, sentimental, físico, y les hace una sola cosa para toda la vida. Realiza la
comunión más completa. que pueda existir entre dos seres humanos y les consagra el uno
al otro hasta la muerte.
El catolicismo presenta e impone a la humanidad una concepción del matrimonio que es
la de un amor duradero y siempre en aumento. No admite ni amor temporal, ni amor
dividido. Según la doctrina católica una sola fórmula tiene valor: "Yo amo a ti, sólo tú,
para siempre". Y es imposible imaginar un matrimonio más perfecto o un amor más
elevado.
Las uniones en que la coincidencia de las almas, los corazones y del Espíritu, es total,
son relativamente raras. Muchas familias, hay que confesarlo, no realizan sino una
intimidad incompleta. Incluso en su coincidencia física hay poca armonía, tanto que el
desacuerdo se debió a un exceso de sensualidad masculina o a la frigidez femenina.
Demasiado a menudo las familias alcanzan un perfecto entendimiento sólo en el nivel
económico, en la búsqueda en común de la riqueza; pero el acuerdo de los pensamientos
no rebasa este nivel material. Y esto es doloroso. En demasiadas familias, además, la
comunión de amor se ha vuelto difuminada, mediocre: se ha constituido la soledad en la
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cohabitación; se encuentran sólo dos vidas superpuestas, en lugar de una vida unida y
fundida.
Formar una familia delicadamente concorde es una obra difícil y magnífica. Para
actuarla es necesario primero haber elegido bien el propio compañero; además, hay que
poner en ello mucha inteligencia y virtud.

Capítulo III
EL PERFECCIONAMIENTO MUTUO

El matrimonio no es una invención humana, es una institución divina. Dios lo estableció


cuando creó al hombre y a la mujer, dotándolos de una constitución física y de un
psiquismo diferentes. Instituyéndolo así, Dios le ha concedido dos fines bien definidos,
establecidos en la fisiología y en la psicología de los sexos antes de cada elección humana:
mutuo perfeccionamiento de los esposos, el reclutamiento de la ciudad terrena y de la
Ciudad celestial. El estudio de este doble fin providencial del matrimonio comprende tres
capítulos: el perfeccionamiento mutuo, la maternidad, la educación.
Normalmente no se habla de "perfeccionamiento", sino, de "sostén, ayuda" mutua de los
cónyuges. Sin embargo, la expresión "perfeccionamiento es preferible, ya que reclama a
un aspecto más constructivo. Ciertamente, no se debe entender esta palabra en el sentido
un poco simplista de comodidad, bienestar físico, y tampoco de dulzura sentimental, sino
como el enriquecimiento activo de una personalidad en todos los niveles de su ser.
Las diferencias físicas y psíquicas que distinguen al hombre de la mujer ofrecen a su
unión amplias posibilidades de completamiento recíproco. Observando la psicología de la
mujer se revelan fácilmente las siguientes líneas: intelectualmente intuitiva, ella adivina y
conoce fácilmente a los otros, pero esta misma facultad hace que ella desconfíe de la
exactitud de los propios juicios sintiéndolos a menudo sugeridos por impresiones pasajeras,
no les concede ni plena confianza ni plena certeza. Le es también muy difícil, lo sabe bien,
alcanzar la síntesis, dominar el conjunto. Y así, incluso en los detalles de la vida práctica,
al menos fuera de la competencia de ama de casa, ama ser dirigida y aconsejada. Esta
seguridad, esta estabilidad de juicio, estas impresiones de conjunto, no podría ciertamente
procurárselas otra mujer.
El hombre en cambio, menos sensible y menos impresionable, posee un juicio más firme
y más estable. Demasiado a menudo, es cierto, no aprovecha los matices, y muchos detalles
también importantes se le escapan, pero está mejor preparado para abrazar el conjunto y
las síntesis. Así desde el punto de vista intelectual el hombre y la mujer pueden encontrar,
uno en la otra, un complemento realmente beneficioso y tal que ni uno ni otro encontrarían,
en igual medida, en una persona del mismo sexo.
La mujer se siente físicamente débil y un poco tímida frente a la vida y a sus dificultades.
La exuberancia de su imaginación y sensibilidad las hace popular fácilmente el presente
e1futuro de mil peligros. Esta viveza de reacciones se encuentra especialmente en la mamá;
pensando en la debilidad de sus hijos, ella siente su impotencia para protegerlos bien, por
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sí sola, contra los múltiples peligros de la existencia. Y así busca el apoyo de una ternura
fuerte y protectora. Precisamente el hombre, más fuerte y menos sensible, que es más
reposado y menos aprisa se pierde, mejor adaptado en definitiva para afrontar los peligros
externos, prueba alegría en sostener y en guiar, y siente orgullo en proteger a la mujer que
ama. También en este campo, el hombre y la mujer están hechos el uno para la otra.
La mujer aspira a ser rodeada de ternura; pero la desea fuerte, decidida, enérgica, viril.
Para ella es dulce y consolador poder apoyarse cariñosamente sobre un brazo sólido, estar
al abrigo de una protección segura. Este sostén, este apoyo, esta ternura fuerte, ninguna
otra mujer se la podría dar; sólo el hombre es capaz de ello, y él también hasta cierto punto,
dado que incluso los mejores lo logran sólo en forma imperfecta. Esta necesidad en la
mujer de ternura es tan vasta, tan intensa, tan profunda que un hombre, fuera incluso el
más delicado, no es capaz de satisfacerla completamente. No se llena la inmensidad del
mar con las aguas de un estanque. Sin embargo, a pesar de ello, el hombre mejor que una
mujer es capaz de asegurarle este elemento de fuerza, de firmeza, de energía, de virilidad
que ella busca también a través de la ternura.
La riqueza del corazón femenino es sobreabundante; cada mujer experimenta una
satisfacción profunda y una alegría intensa en derramar su afecto y su dedicación a otros,
también gratuitamente. ¡Un marido todo para ella para acariciar, hijos para ella para amar
tiernamente, son una fiesta para su corazón! Ahora, precisamente, el hombre está muy
contento de verse rodeado de cuidados y de delicadeza, aprecia una ternura confiada y
abandonada. Una vez más el hombre y la mujer podrán complementarse
considerablemente.
La tarde, después de jornadas dedicadas a una actividad árida y fría lejos del hogar,
volviendo de sus contactos profesionales en un mundo de negocios del clima áspero y
austero, el hombre siente la necesidad de encontrar en casa paz y serenidad, busca allí calor
para el corazón, distensión para el espíritu, fervor para su alma. ¡Nada más dulce para el
corazón del hombre que la amabilidad y la ternura, la confianza y la gracia, la sonrisa y el
coraje de su compañera! Cercano a ella él retoma fuerza y valentía para atender sus duros
compromisos sociales. Volverse así el alma, la luz, la alegría, la inspiradora de la energía
y la constancia del hombre amado, he aquí a lo que una esposa verdaderamente delicada
está llamada decididamente. También aquí el hombre y la mujer se encuentran hechos el
uno para la otra, para sostenerse y mantenerse en las respectivas tareas providenciales.
Finalmente, en el plano moral el hombre y la mujer pueden aportarse una ayuda mutua
preciosa, en primer lugar, haciéndose más fácil el uno al otro la práctica de la virtud y del
deber. El hombre feliz en su casa se siente generalmente valiente y fuerte en el
cumplimiento de sus deberes; con frecuencia, lejos de sucumbir en ellos, él no se dará
cuenta ni siquiera de las tentaciones seductoras que vienen del exterior. Mediante la
aportación de las virtudes necesarias para conservar en la familia el calor y la unión, la
esposa contribuye a mantener el valor moral de su esposo. En el nivel espiritual y religioso
propiamente dicho, el esposo, mediante la racionalidad y la estabilidad de sus
convicciones, puede poner remedio a la inconstancia de la piedad femenina fundada
excesivamente sobre el sentimiento y demasiado fácilmente sujeta a variaciones. La
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esposa, por su parte, hará que el marido partícipe de la espontaneidad y el ardor más vivo
de su piedad y, además de su sentido más agudo del misterio.
Este perfeccionamiento de los cónyuges, uno mediante el otro, que es uno de los fines
providenciales del matrimonio, es, por tanto, hecho posible por la diferencia de la
psicología masculina y femenina. No obstante, conviene subrayar que éstas son sólo
"posibilidades". Para traducirlas en la "realidad", los dos cónyuges deberán poner mucha
inteligencia para comprenderse, aceptación para adaptarse y humildad para aceptarse. En
la medida en que estas virtudes faltarán a uno de los esposos, estas diferencias psicológicas,
encaminadas a perfeccionarlos en forma tan característica, se transformarán en ocasión de
choques y de conflictos.
En su modo de entender el matrimonio, la joven no se atendrá más a la concepción
excesivamente simplista y meramente sentimental de dulzura para gustar, sino que verá un
deber de estado, una misión providencial por aceptar y por realizar. Es necesario que lleve
al matrimonio mucha virtud y riqueza de ánimo. Mientras más poseerá de ellas, mayores
serán sus posibilidades de amarlo bien. Si, al contrario, tiene el espíritu ligero, el humor
variable y la conducta caprichosa, pondrá obstáculo al perfeccionamiento de su cónyuge y
pondrá en peligro la armonía del hogar. Se requiere una buena dosis de virtud para sonreír
a todos los deberes conyugales y maternos, cualesquiera que sean, para aceptar gustosa la
aspereza, mantenerse valiente en la multiplicidad de los deberes cotidianos, de humor
siempre igual, simple y limpia, gentil y comprensiva, tierna y devota, hábil en dotar a su
hogar de un clima de alegría, de serenidad y de gozo.
Similares perspectivas para el futuro sonríen a las jóvenes. Para traducirlas en realidad,
ellas se esforzarán por adquirir y poseer estas múltiples virtudes. La familia que fundará
podrá entonces realizar realmente su fin providencial de perfeccionamiento mutuo de los
esposos. [Los fines del matrimonio son, en orden de evaluación, la procreación y educación
de la prole y el mutuo perfeccionamiento de los esposos. El Autor insiste particularmente
en este último, aunque secundario con respecto al primero, normalmente lo precede en la
realización práctica y crea en el plano psicológico condiciones indispensables. (Cfr. can.
1013, apart. 1 y decreto del S. Oficio, 1 de abril de 1944)].

Capítulo IV
LA MATERNIDAD

Dios ha dotado al hombre y a la mujer de facultades fisiológicas complementarias no


sólo en vista de su perfeccionamiento recíproco, sino también para perpetuar la especie
humana y aumentar el número de los elegidos. Dado que el móvil y el fin de la creación es
la participación de las criaturas a la felicidad divina, Dios quiere la multiplicación de las
inteligencias que lo conozcan, corazones que Lo amen, voluntades que Lo sirvan, almas
que puedan gozar de Él.
Habría podido aplicar este plan creando Él mismo directamente todos los seres
espirituales, angélicos o humanos. Por lo que se refiere al género humano, Dios no ha
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querido realizar por sí solo esta obra, sino que llama a hombres y a mujeres a colaborar en
ello, quiere que sean los padres quienes traigan al mundo y eduquen a sus hijos, para
hacerlos partícipes tanto de las responsabilidades como de la grandeza y de los méritos de
esta misión procreadora. El hecho de que Dios haya dotado a los cuerpos humanos de la
fecundidad y el corazón del hombre y de la mujer de los instintos maravillosos que se
llaman amor paterno y amor materno, demuestra suficientemente el fin procreador del
matrimonio.
Biológicamente la maternidad es magnífica y los científicos que estudian el desarrollo
del niño en el seno materno, expresan todos ellos su admiración por este proceso
extraordinario. El desarrollo del embrión humano es realmente un prodigio, una aventura
casi increíble, un modelo de técnica. De una diminuta célula de dos centésimos de
milímetro, orgánicamente indiferenciada, aparentemente banal, resulta un cuerpo
maravillosamente complejo con sus millones de células diferenciadas, óseas, nerviosas,
musculares, germinales, con los miles de ramificaciones del sistema nervioso, los múltiples
canalillos de las arterias y venas, con sus órganos de la vista, del oído, de la depuración,
que superan, y en mucho, en acabado, en perfección, en riqueza de detalles, todo lo que el
arte humana puede realizar. La ciencia y la habilidad de los científicos de hoy son
totalmente incapaces de reproducir la más pequeña de estas maravillas que el cuerpo
materno realiza cotidianamente. ¿Quién, pues, tendría un ojo y le daría la vista? Y es un
hecho: el cuerpo femenino está construido para servir de astillero a estas prodigiosas
elaboraciones.
La maternidad no es sólo un buen resultado biológico, sino que realiza además una obra
mucho más extraordinaria: suscita un viviente, un viviente eterno, que nada, ni siquiera la
muerte, ni siquiera el fin del mundo harán morir. La chispa de vida que por la colaboración
de los padres se vislumbra hoy, no se apagará nunca más y, si durante milenios la tierra
enfriada y desierta continuará en el universo en ruina su giro insensible, ella seguirá
brillando siempre, porque esta pequeña chispa de vida que hoy los padres han hecho brotar
posee eternidad.
Dios ha querido la paternidad y la maternidad para perpetuar el género humano,
aumentar la Iglesia, multiplicar sus elegidos. Basta reflexionar un instante para comprender
el irreparable desastre social y religioso que constituiría, para la ciudad terrena y para la
Iglesia el rechazo absoluto o casi absoluto de la maternidad por parte de las familias
cristianas. Cada una de las dos puede vivir y progresar sólo por mérito del generoso aporte
en niños, en hombres y en cristianos, que da a ellas la valentía de los esposos.
La maternidad amplía además sus efectos a otro campo y contribuye, desde un punto de
vista más personal esta vez, al perfeccionamiento de los cónyuges, del "padre" y de la
"madre". La paternidad, de hecho, profundiza el corazón y la conciencia de un hombre, lo
enriquece de desinterés y olvido de sí. Convertido en padre, el hombre, antes tan egoísta y
preocupado sólo de sí mismo, se dona ya sin cálculo para el bien de sus hijos. Y ¿qué decir
de la madre? Cada uno conoce la maravillosa abnegación que la maternidad suscita en el
corazón de la mujer, creando en ella un desinterés total, una dedicación continua, un
incomparable olvido de sí.
13

Paternidad y maternidad obligan vigorosamente, pero suavemente, al hombre y a la


mujer a olvidarse de sí mismos y a donarse. Si es cierto que el valor humano y cristiano de
los hombres se mide no por su egoísmo sino por la capacidad de abnegación y de donación,
se ve cómo, por medio de un mecanismo tanto maravilloso como dulce, estas ambas
virtudes contribuyen a enriquecer el corazón de los esposos.
La joven no dejará de considerar su futuro matrimonio bajo la visual de la maternidad y
tomará la firme decisión de buscar los fines de fecundidad queridos por Dios. Ella pensará
a la maternidad no sólo como a una profunda satisfacción personal, sino también como en
la ejecución de una insustituible misión social religiosa, y querrá poner en el mundo
muchos hijos, el mayor número de hijos que le será posible educar convenientemente.

Capítulo V
LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

Además del mutuo perfeccionamiento de los esposos, el fin querido por Dios
instituyendo el matrimonio es, como se ha visto, garantizar la continuidad y el progreso de
la ciudad terrena, el desarrollo de la Iglesia y la multiplicación de los elegidos. Para
alcanzar este fin, continuidad y crecimiento del género humano, aumento del número de
cristianos y, por tanto, de los elegidos, no basta con traer al mundo niños. La ciudad terrena
no vive de niños; pero necesita, para continuar y progresar, de adultos sanos físicamente,
dotados intelectualmente, de conocimientos suficientes para ejercer bien su oficio y su
profesión, dotados moralmente de virtudes sólidas y serias. Indispensables para el progreso
de la Iglesia aquí abajo, no son sólo bautizados, sino cristianos y, en lo posible, cristianos
de valor, dispuestos a trabajar generosamente consagrando, si necesario, todas sus fuerzas
para la extensión del reino de Dios a su alrededor y también en los países paganos.
Los individuos tarados o enfermos, iletrados o incapaces, y sobre todo inmorales y sin
conciencia, normalmente ocasionarán molestia o daño en la sociedad humana. Y del mismo
modo, la Iglesia y la difusión del reino de Dios están íntimamente ligados, si no a la
santidad y al valor intelectual de los hijos de los hombres, al menos a su valor moral. Así
el progreso, tanto de la ciudad terrena que la de más allá, no estará asegurado sino por la
formación de hombres y de cristianos.
La procreación física es sólo el primer paso de un largo camino por recorrer. Ni a la
ciudad terrena, ni a la Iglesia bastan los niños, pero necesitamos hombres y mujeres de
buena salud tanto física como intelectual y moral, tarea que corresponde a la puericultura
y a la educación. Es inútil insistir sobre su extrema importancia social y religiosa: es capital.
Ahora, la madre es el principal artífice de ello. Se ha dicho, no sin razón, que el hombre
queda definitivamente formado a los cinco años. Sin duda no se quiere decir con esto que
su educación esté terminada, que no sea ya capaz de perfeccionarse en consecuencia, ni de
desviar; pero se pone de relieve el hecho de que ya desde esta edad las orientaciones
esenciales están tomadas; el adulto, en definitiva, no hará más que desarrollar los gérmenes
14

de las cualidades o los defectos que la primera educación habrá depositado en el niño de
cinco años, sobre un dado terreno de herencia.
Si, desde sus primeros tiernos años, se ha acostumbrado a vivir en una atmósfera de
orden y decoro mediante la regular distribución de su tiempo, comidas, juegos, paseos,
descanso, el niño apenas soportará, mañana, el desorden en su vida. Si al contrario se lo ha
viciado, si se han contentado a sus caprichos y se ha condescendido a los mínimos deseos,
se habrá favorecido la explosión y el desarrollo de un egoísmo feroz, cerrado para siempre
al amor y a la dedicación, y que en el matrimonio como en los negocios referirá todo a sí
mismo. El niño, pues, desde sus primeros años, debe ser obligado a la disciplina de sí, a la
renuncia de los propios gustos, a hacer partícipes amistosamente a los demás de sus
golosinas y de sus juegos. Es el único método para desarrollar en él las verdaderas
capacidades de amor y dedicación para el mañana (Se ve cómo, para obtener este
resultado, es preferible el medio ambiente de una familia numerosa a la del hijo único).
Es absolutamente correcto afirmar que el niño, ya desde la edad de cinco años ha tomado
las orientaciones iniciales de su carácter. Ya en esta edad domina en él el déspota
caprichoso, al que más tarde todos deberán ceder, o al contrario se forma un carácter
dispuesto a sacrificar los propios deseos y sus gustos al deber y al placer de los demás.
Todo esto demuestra la importancia capital que, en la obra de educación, tienen los
primeros años de la vida del niño y por consiguiente la parte importante que en esta obra
le toca a la influencia materna, en cuyas manos y al cuidado de la cual el niño es confiado
completamente durante la primera edad. De ahí la importancia excepcional, tanto social
como religiosa, de la tarea educativa de la madre.
Si se comparan por este doble punto de vista las tareas de la mujer, parecen, tanto en
consistencia humana como en valor cristiano, sensiblemente más importantes de las
ocupaciones masculinas. La actividad del hombre, al menos en la mayor parte de las
profesiones, está toda dirigida a la producción de los bienes materiales. Sus funciones son
esencialmente económicas: él extrae, produce, transforma las materias primas, transporta
los alimentos o lo hace comercio en vista de la comodidad y del beneficio de la vida
humana, todas actividades casi exclusivamente dedicadas a modificar la materia.
Las ocupaciones de la mujer, por el contrario, afectan más directamente al hombre y
tienen por fin primero y sobre todo educar su alma. Sin duda las esposas y las mamás en
la casa están cargadas, y a menudo sobrecargadas, de una multitud de compromisos
puramente materiales: el gobierno de la casa y el cuidado de los niños las ocupan
intensamente. Pero no es menos cierto que el contacto inmediato con el alma de su niño
es, por así decir, reservado a ellas durante los primeros años. Son ellas las que poco a poco
lo guían a la práctica del decoro, del pudor, de la lealtad, de la caridad; hacen callar un
pequeño delator, reprochan un mentirosillo, corrigen un quisquilloso, apelan a mayor
humildad a un pequeño vanidoso, obligan al dominio de sí a un indomable, enseñan a aquel
pequeño ser tumultuoso y exuberante a tener más orden y a bien disponer sus cosas; lo
educan a la amabilidad, abren su alma a la piedad, le enseñan a orar al Niño Jesús y a la
Virgen María, le hablan del Cielo y lo ponen así en contacto con las más bellas realidades
y los más altos destinos de la vida humana; en una palabra plasman su alma.
15

La influencia de esta primera educación materna, sobre todo desde el punto de vista
religioso, es tan evidente que muchos hombres, después de las tormentas de una vida
agitada, después quizás de dudas e incluso de incredulidad, vuelven más tarde a la fe y a
las costumbres de su infancia: suprema victoria de aquella que había enseñado a ellos, aún
pequeños, a unir las manos.
La joven se preparará seriamente a esta tarea, a menudo muy ingrata, pero fundamental
entre todos, de educadora de los cuerpos y de las almas. El compromiso es grave: sea
orgullosa de ella y se esfuerce por tener la capacidad de desempeñarla bien.

Capítulo VI
EN TIERRA CRISTIANA

En este capítulo se pretende demostrar cuál fue la influencia del catolicismo sobre la
evolución histórica de la institución matrimonial y la concepción misma del amor, para
hacer comprender mejor el fermento íntimo de grandeza y dignidad encerrado en la unión
conyugal de la institución del matrimonio-sacramento.
En la antigüedad como en nuestros días, salvo raras excepciones, el catolicismo es el
único a inculcar y a imponer a sus fieles el matrimonio monogámico. Haciendo esto, ha
sido intensamente civilizador y ha entregado a la humanidad un inmenso servicio; bajo su
impulso ha surgido y ha podido ser vivido un amor en el que vibran intensamente las notas
más altas y más específicamente humanas.
La sociedad pagana, aún en nuestros días, impone a la mujer una suerte profundamente
injusta e indigna de su personalidad humana. Su destino no es ser la esclava o la sierva del
hombre, sino su compañera; ella es idéntica a él por naturaleza, de raza humana como él,
persona inteligente y libre como él, y llamada al mismo destino eterno. Ciertamente la
mujer es diferente que el hombre, pero no le es inferior; ellos son complementarios. Menos
dotada que él bajo ciertos puntos de vista, mejor dotada en otros, es en el conjunto su igual.
En el fondo, ella es la verdadera civilizadora de la humanidad. El hombre tiene la fuerza
física, el espíritu inventivo y constructivo, es capaz de cruzar los océanos, de atravesar los
continentes, de descubrir las riquezas de la tierra; pero en lo que respecta a aquellos seres
frágiles que son los niños, es menos adecuado para educarlos en la finura de alma, siendo
él demasiado carente de matices y de delicadeza de sentimiento. Esta tarea es, en general,
sabiamente confiada a las mujeres, no sólo porque su fisiología es adaptada a ello y ellas
tienen mayor comodidad, sino también porque están indiscutiblemente mejor predispuestas
a esta obra, toda ella de flexible adaptabilidad. Cuando se trata de afinar un alma, de hacerla
delicada y sensible, es necesario recurrir normalmente a las mujeres.
Una verdadera civilización debe prestar a la mujer el lugar que le corresponde, tratarla
como persona humana igual al hombre e incluirla en su verdadera posición de esposa-
colaboradora. Las civilizaciones antiguas han reconocido a duras penas este lugar y las
civilizaciones no-cristianas actuales lo desconocen aún. Algunas, no obstante, evolucionan
16

hacia esta concepción bajo el influjo del ejemplo cristiano. Mustafá Kemal, comentando el
artículo de la nueva constitución turca que abuele la poligamia en favor de la monogamia,
proclamaba: "La nueva ley es la ley de la civilización".
Imponiendo al matrimonio la indisolubilidad Cristo confirió al amor humano un enorme
aumento de valor. El amor exige un don total e indefectible. Un amor efímero no es sino
una caricatura. Cuando se ama, se apega profundamente al ser amado, entregándose a él
sin reservas para siempre. Precisamente así el espíritu humano concibe naturalmente el
amor en su pureza y en su plenitud. Suprimiendo toda posibilidad de divorcio, Cristo quiere
hacer vivir a la humanidad este amor noble y elevado, profundo, total. Él obliga a los
hombres a reconocer en el amor el primado de las notas más duraderas y más bellas de la
amistad sobre las tendencias carnales. Habiendo sido el primero en mostrar a los hombres
y en imponerles un amor tan alto y tan digno, el catolicismo ha sido un promotor de
progreso para la humanidad; la ha enriquecido, en los siglos pasados y por los siglos
futuros, de la noción del amor, como don total de sí, y lo ha hecho vivir a los mejores.
Si se pasa del plano natural al sobrenatural, se declarará que el catolicismo ennoblece
maravillosamente el matrimonio y confía al amor de los esposos una gran misión.
Cristo ha hecho del matrimonio un "sacramento". Entre los múltiples ritos religiosos,
este es uno de los pocos privilegiados, dotados de una especial eficacia y un sentido
particular. Cristo no lo ha modificado en su constitución originaria: es el matrimonio
humano en su realidad natural, la voluntad de mutua pertenencia de los esposos, los actos
físicos, la ternura de corazón y el amor recíproco que es tomado en su conjunto y
sobreelevado a la dignidad sacramental.
Cuando los dos cónyuges se entregan libremente el uno al otro en el momento del
intercambio de consensos durante la ceremonia del matrimonio, ellos se transmiten
mutuamente, por el hecho mismo, "ex opere operato", un aumento de gracia santificante,
es decir, un crecimiento de mérito sobre la tierra y de felicidad para el cielo. Incluso por la
innata virtud del sacramento, ellos merecen un aumento de la gracia sacramental cada vez
que, estando en estado de gracia, cumplen en el respeto de las leyes divinas el don de sí
mismos, tanto en sus relaciones conyugales, como en las diferentes actividades de su vida
común. Además, por voluntad de Cristo, los esposos tienen también una especie de crédito
abierto, un derecho inalienable, durante toda su vida conyugal, para recibir las gracias
actuales necesarias o útiles para el cumplimiento de sus deberes de estado y para el
cumplimiento de su doble tarea providencial, su perfeccionamiento mutuo y la buena
educación de sus hijos.
Una "misión" especial es confiada también a ellos: la de simbolizar la unión estrecha y
amorosa que une a Cristo a su Iglesia mediante el buen éxito íntimo y profundo de su hogar
mediante la generosa fecundidad. La unión conyugal, por voluntad formal de Cristo, está
llamada así a representar un gran misterio, y es a causa de este nuevo deber místico que el
matrimonio es estrictamente indisoluble.
Cristo ama a la Iglesia y se une a ella indefectiblemente, cualesquiera que sean sus
defectos y sus debilidades, tanto en los sufrimientos y persecuciones como en los triunfos.
Del mismo modo, esposo y esposa se deben una fidelidad inquebrantable tanto en la buena
como en la mala suerte.
17

Estas pocas líneas dan una idea de la cualidad bastante superior del amor que el
catolicismo se esfuerza por ofrecer a la humanidad y de hacer entrar en las costumbres.
Este esfuerzo educativo, la alta concepción del amor, de la mujer y del matrimonio, que ha
creado y propagado, han hecho un factor particularmente activo de humanismo y de
civilización. La teología del matrimonio, con la misión alta que ella confía a los esposos
de simbolizar y representar al vivo en su hogar la unión de Cristo y de su Iglesia, muestra
lo grande que es el respeto del matrimonio y del amor en la verdadera tierra de la
cristiandad.

Capítulo VII
MÁS ALLÁ DEL MATRIMONIO

El matrimonio es una altísima misión, mucho más alta de lo que lo piensan generalmente
las jóvenes o las novias. No es, sin embargo, la más alta vocación que existe; otro estado
de vida lo supera tanto en el plano religioso como en el humano: el celibato por dedicación.
Hay varios tipos de celibato: pero es fácil reunirlos según los motivos que los empujan
o los obligan. Se distinguirá el celibato voluntario y el celibato forzado: este último en el
mundo femenino es debido a veces a razones de salud, pero más a menudo al hecho de no
haber encontrado el compañero deseado o deseable.
El celibato voluntario puede derivarse de dos fuentes diferentes y opuestas: el egoísmo,
bajo cualquier máscara se disimule, amor de la propia comodidad, deseo de libertad e
independencia, etc.... o, al contrario, la dedicación, el deseo de ser más libre para mejor
entregarse a Dios o al prójimo. La soltera forzada, según la aptitud de ánimo que adoptará,
puede unirse al celibato de egoísmo, si vive en soledad, en el rencor, en el pesimismo, o en
la misantropía, o al celibato de dedicación si, haciendo de la necesidad virtud, acepta el
plan de la Providencia sobre ella y se esfuerza por obtener el mejor partido posible al
servicio de Dios y de los hombres.
Es evidente que sólo el celibato de dedicación supera en valor social y religioso el
matrimonio que este libro describe. El celibato egoísta no sólo le es inferior, sino que no
tiene por sí mismo ningún valor ni religioso ni social.
Este puede además ser también el caso del matrimonio, puesto que algunas parejas viven
en un egoísmo a dos que no vale más ciertamente. Se confrontan aquí entre ellos sólo el
celibato de dedicación y el matrimonio que aceptan, ambos, sus misiones providenciales
respectivas.
Es importante subrayar ante todo la posibilidad para el ser humano de vivir en
continencia absoluta. Se resiste a creer que hoy todavía existan personas las cuales
sostienen que el instinto de la carne sea tan irresistible como el de la nutrición o la
respiración y debe ser necesariamente saciado. Algunas constataciones elementales bastan
para hacer entender que ninguna igualdad válida puede ser establecida entre estos instintos.
¡Dejad, si podéis, de respirar durante cinco minutos y notad su resultado! ¡Absteneos de
18

beber o comer por treinta días o un máximo de sesenta y haceos constatar su resultado!
¡Consultad por el contrario las estadísticas de mortalidad de los conventos masculinos o
femeninos: la longevidad media de estas vidas os maravillará! Desde otro punto de vista,
el valor intelectual de las personas castas depende naturalmente de sus dotes congénitos,
pero no se puede declararlo inferior al de las personas casadas, a menos de contradecir los
hechos. Decenas de miles de sacerdotes, religiosos, religiosas viven en la continencia: es
deber de la más elemental honestidad científica reconocer que no por ello tienen una salud
peor y que sus facultades intelectuales no han disminuido. Se abandone pues de una buena
vez el falso dogma de la fatalidad del instinto. La verdad científica obliga, al contrario, a
proclamar la posibilidad y quizás también la facilidad de la castidad perpetua, a condición
de facilitarle un marco de vida y de ocupaciones adecuadas.
La fe nos enseña que, tomado en sí, el valor religioso del celibato por dedicación supera
el del matrimonio. Esta es una verdad incomprendida en nuestros días también por un buen
número de jóvenes y chicas católicas; y por eso no será inútil mostrar su exactitud.
¿Cuál es el alcance exacto de esta afirmación? Decir que el celibato de dedicación vale
"en sí" más que el matrimonio no es pretender que el celibato sea en la práctica indicado
para cada persona, ni que cada persona, habiendo elegido este estado también por razones
de dedicación, sea más perfecta o más santa de cualquier persona casada. No; se confrontan
dos "estados" como tales, sin determinar una aplicación concreta. Una comparación hará
comprender fácilmente la cosa.
Se admite fácilmente que la profesión del médico tenga un valor humano y social más
elevado que la del comerciante. La primera se dirige directamente al "hombre"; la segunda
mira inmediatamente a la "mercancía". Profesar la medicina implica un compromiso de
dedicación, gratuidad de las atenciones de dar a los pobres, riesgos personales de contagio;
el comercio no exige directamente ninguno de estas obligaciones, pero requiere sólo para
sí mismo la justicia y la honestidad en los intercambios. La profesión del médico es más
noble y vale más en sí que la del comerciante.
Pero ¿si se puede de ello concluir que esta profesión es la mejor para todos? Millones
de hombres son incapaces de convertirse en médicos tanto por falta de aptitudes, como por
falta de atractivo o de salud. Además, cualquiera que haya sido la nobleza de los motivos
que le han sugerido la elección de su profesión, cualquier médico no tiene necesariamente
mayor valor humano o social que un comerciante. Un médico, que hubiera perdido el
espíritu de su profesión y no la considerara ya más que desde un punto de vista puramente
financiero, valdría menos de un comerciante que dirigiese sus negocios con un espíritu
social, para poner las mejores condiciones posibles, a disposición de sus conciudadanos,
productos necesarios, útiles o agradables.
La enseñanza de la Iglesia sobre la superioridad del celibato tiene pues un sentido muy
preciso: esta afirmación tiene de mira sólo al estado como tal, y no todas ni cada una de las
personas que viven allí. Después de haber bien precisado el alcance de esta afirmación,
queda por demostrar la verdad.
El celibato religioso tiene en sí mayor valor que el matrimonio, en primer lugar, porque
ofrece mayor facilidad de donarse exclusivamente y más directamente a Dios. Es un hecho
que, si no es imposible espiritualizar el instinto sexual y aceptar las alegrías estrictamente
19

en el espíritu querido por el Creador, esto resulta extremadamente difícil. La experiencia


demuestra que este instinto presenta un peligro real de arrastrar el alma al materialismo y
la sensualidad y alejarla de las preocupaciones espirituales. Además, por la fuerza misma
de las cosas, las inquietudes económicas, la preocupación del pan cotidiano toman en el
alma del esposo y de la esposa un lugar preponderante: ellos tienen poco tiempo para
dedicar a la reflexión religiosa y a la oración; acercarse diariamente a la Santa Misa. La
asistencia a la Misa semanal, la lectura espiritual se vuelven a menudo prácticamente
imposibles para ellos; todos estos hechos contribuyen fatalmente a hacer cada vez más
difícil la práctica intensa de la vida religiosa, a menos que haya un cuidadoso esfuerzo de
vigilancia. El celibato, quitando radicalmente estos obstáculos, ofrece indudablemente las
posibilidades especiales de consagrarse más a Dios y a las obras de Dios.
El celibato religioso propiamente dicho, es por otra parte, en su mismo principio, una
donación más total y más inmediata a Dios. Los hechos lo demuestran: el joven o la joven
que renuncian al matrimonio y al amor conyugal para elegir voluntariamente el celibato de
dedicación, no lo hacen ordinariamente por despecho, ni por falta de sensibilidad o de
ternura, sino para no tener el corazón dividido y para poder dedicarse más al culto de Dios
y al apostolado. Si se considera, en cambio, el pensamiento que impulsa ordinariamente a
los jóvenes y a las jóvenes a casarse, se ven obligados a reconocer que su móvil habitual,
al menos en orden general, está bastante lejos de la preocupación de procurar la mayor
gloria de Dios o la salvación de sus almas. Esto no quiere decir que sus razones son malas
o despreciables, aunque esto pueda ocurrir a veces; pero ciertamente el valor religioso de
sus motivos es menor que el de las razones que empujan a otros jóvenes a la elección del
celibato religioso.
Es evidente que más elevado es el objeto de una profesión, y más grande es su dignidad.
Ahora el celibato por dedicación está totalmente dirigido a la búsqueda de intereses
sobrenaturales y religiosos, teniendo de mira inmediatamente en el hombre el cuidado y el
desarrollo de sus valores eternos. El objeto inmediato del matrimonio, lejos de ser
condenable, está todavía menos directamente orientado hacia una perfección espiritual. Es
para el celibato un nuevo motivo de superioridad. Finalmente, no más desde el punto de
vista religioso, sino desde el punto de vista social, esta vez, el celibato adquiere un mayor
valor por el hecho de que ofrece más amplias posibilidades de dedicación a los demás. El
motivo de los votos de pobreza, castidad y obediencia, no es, como se cree generalmente,
una voluntad de mortificación, de penitencia o austeridad, sino al contrario, un deseo de liberación.
Se quiere la emancipación de los compromisos y de las preocupaciones, compañía
inevitable de la vida matrimonial, no por egoísmo, ni por flaqueza, o por temor de los pesos
y las fatigas inherentes al estado de esposa y madre, sino para poder dedicarse más
totalmente al servicio de Dios y al servicio del prójimo. La experiencia, por otra parte, lo
demuestra; los célibes que no tienen carga de familia, están menos sujetos a las
contingencias económicas, y por eso tienen más tiempo, mayor comodidad, una más
completa libertad y una mayor posibilidad de consagrarse a toda obra que requiere
sacrificio, no importa ni tiempo ni lugar. La libertad de movimiento de las personas casadas
es, en cambio, bien menor, precisamente a causa de sus deberes familiares. Precisamente
a propósito de las dificultades que experimentan los padres y madres de familia de
encontrar el tiempo para consagrarse a las obras de propaganda familiar, de educación de
20

las masas, y de apostolado social, ¿no se ha podido decir quizás, con argucia y con verdad,
que la familia será salvada por los célibes? Un examen también superficial de la historia
de las obras fundadas en favor de las familias probaría definitivamente que muchas entre
ellas han tenido su nacimiento, el crecimiento y el éxito de la dedicación de los célibes.
¿La Iglesia no tiene quizá la razón de enseñar que el celibato de dedicación es, en sí
mismo, no considerando sino el estado en sí, superior al matrimonio? Es justo añadir que,
en lo que toca a cada uno de nosotros en particular no importa tanto evaluar estos estados
en modo absoluto, cuanto preguntarnos, según nuestras actitudes y deseos y según las
circunstancias y las indicaciones providenciales que podemos recoger, cuál es nuestra
vocación, a qué estado de vida Dios nos asigna y cuál es el tipo de actividades que Él espera
de nosotros.

Segunda parte
Hacia el matrimonio

Capítulo I
FUTURA ESPOSA

Después de haber analizado en la primera parte la naturaleza del matrimonio y de haber


recabado de sus elementos los fines providenciales a los cuales debe responder,
perfeccionamiento mutuo de los esposos y progreso de la ciudad terrena y del Reino de
Dios mediante la procreación y la buena educación de los hijos, se trata, en esta segunda
parte, todo lo que respecta a la preparación al matrimonio. Este orden ha parecido más
lógico, porque ciertas exigencias parecen más plausibles cuando se ha tomado cuenta de
los compromisos a los cuales se debe hacer frente.
Se estudiará primero la triple tarea que espera a la joven: esposa, madre, educadora. Se
preguntará allí, por consiguiente, a propósito del novio esperado, de cómo elegirlo
juiciosamente y de cuál actitud observar con respecto a él.
Casarse, para una mujer, significa aceptar la misión de perfeccionar al marido en todos
los niveles de su ser. Por la sólo posesión de cualidades específicamente femeninas, ella es
más capaz que cualquier hombre de aportar a él un enriquecimiento complementario
absolutamente típico. Además, es indispensable, para la aplicación de este hermoso
programa, que ella no lleve como dote un número demasiado grande de defectos sino que,
al contrario, su bagaje de bodas esté adornado de verdaderas virtudes.
21

Primero, para ser una buena esposa, se requiere la salud. Demasiadas jóvenes se
muestran en este sentido verdaderamente descuidadas. ¡Cuántas de entre ellas con
pretextos del resto fútiles, como la estética o la impresionabilidad, no se nutren
suficientemente! Su régimen alimenticio es demasiado a menudo extraño, caprichoso,
regulado por los gustos y por las emociones. Sería necesario sujetarlo más al objetivo a
alcanzar: el mantenimiento del vigor físico.
La salud de la mujer no es una cualidad insignificante desde el punto de vista del buen
resultado de la familia. Si la esposa es a menudo sufriente o simplemente enfermiza, hay
mucho que temer que este estado influya sobre su humor y sobre su carácter; estará
fácilmente aburrida, desalentada, cansada, llorona: atmósfera poco propicia a la
conservación del buen entendimiento. Además, deberá probablemente contentarse de
maternidades raras o muy ampliamente espaciadas; lo que obligará a los esposos a adoptar
en su vida conyugal íntima un ritmo que no dejará de suscitar dificultades a la buena
armonía de la familia. Ciertamente, el marido debe poder imponer una disciplina a sus
sentidos; él, sin embargo, sólo difícilmente podrá soportar una vida de acentuado
ascetismo. El clima normal del matrimonio no es la continencia sino el uso moderado y
sabio de la unión, que permite un gran enriquecimiento del amor recíproco y ayuda a evitar
no pocas tentaciones. Una buena salud de la mujer podrá facilitar el logro de estos
deseables resultados.
La ingenua espontaneidad de la ternura de la esposa y la integridad de sus capacidades
de afecto favorecerán mucho la buena armonía conyugal. Lo que el hombre aspira, lo que
él desea encontrar en su casa, la noche de sus jornadas, es un corazón caliente, tierno,
cariñoso, ante el cual encuentre paz y consuelo, en el que él venga a sacar la fuerza y
valentía. Importa enormemente que la joven no llegue al matrimonio ya aburrida de la vida,
después de haber chupado, en el flirteo, toda la frescura y su riqueza de sentimientos.
Siguiendo los amorcillos, ella se volverá casi incapaz de un amor total y duradero,
disminuirá sus posibilidades de fundar una familia feliz y delicada y aumentará su fondo
de egoísmo, porque, a través de todas estas aventuras, buscará mucho más una alegría
personal sentimental y la dulzura de sentirse amada que la de hacer feliz. Ella se hace así
más o menos incapaz de amar profundamente. La joven que desea fundar una familia
realmente unida y amorosa, evitará envilecer la primicia y el calor de su ternura, en
aventuras sentimentales sin raíz o sin esperanza.
El éxito de la familia exige además a la esposa todo un conjunto de conocimientos
técnicos muy precisos. Es también de desear que, en la medida de lo posible, ella tenga una
buena cultura intelectual.
Es evidente que la joven debe estar al corriente del modo de tener una casa. Cocina,
costura, equilibrio del presupuesto no deberían tener para ella ningún secreto. La
ignorancia de estas cosas, la incapacidad de hacer una buena cocina y de tener de manera
conveniente su vivienda, no son en absoluto, como piensan algunas descerebradas, un
motivo de vanidad; es una verdadera ignorancia condenable. En nuestros tiempos, sobre
todo, es importante que la mujer sea experta en el modo de gobernar la casa, los hechos
demuestran que esta competencia es tal de aliviar significativamente el presupuesto
familiar. La capacidad de una esposa puede proporcionar a los suyos un grado de
22

comodidad igual a la que obtendría una mujer más afortunada, pero menos competente,
con las rentas de un tercio o de un cuarto más elevadas.
En nuestros días, en donde las riquezas son esencialmente inestables y las rentas de
muchas familias jóvenes muy limitadas, las capacidades domésticas de la esposa revisten
una importancia financiera excepcional. ¡Qué alivio para las finanzas familiares constituye
saber coser y cocinar, utilizar con sabor las sobras, cortar y confeccionar trajes para niños,
o una parte de los propios! Y ¡también qué beneficio para la paz del hogar! La experiencia
lo demuestra: en la base de los malentendidos de los esposos o al origen de los conflictos
entre la joven familia y los padres o suegros, a menudo están las cuestiones de dinero. Las
jóvenes pongan su punto de honor en el adquirir en este ámbito todas las competencias, no
sólo necesarias sino útiles y agradables.
Se ha dicho que los buenos maridos son celosos. Quizás no siempre es cierto, pero es
cierto que la cualidad de la mesa es un elemento que les une eficazmente a la casa. La
ciencia culinaria tiene repercusiones favorables en el presupuesto, pero también presenta
beneficios amorosos no despreciables.
Independientemente de esta cultura técnica, absolutamente necesaria e indispensable a
la futura esposa, sería también necesaria una seria cultura general, según su posición social.
Los maridos aprecian una esposa buena ama de casa, pero no aman una esposa
exclusivamente ligada a las labores de casa. Sería deseable que, para contribuir más
eficazmente al perfeccionamiento de su marido, ella poseyera algunos conocimientos un
poco profundos en aquellos campos en que, en la mayor parte de los casos, la cultura
masculina es deficitaria. ¡Qué descanso del espíritu, qué enriquecimiento intelectual, qué
beneficio de intimidad no resultarían de conversaciones entre esposos, las cuales
sobrepasasen el campo de las preocupaciones económicas masculinas y los cuidados
domésticos femeninos! Es bueno que más allá de estos horizontes limitados, los cónyuges
puedan encontrarse en intercambios de impresiones más elevados en el que cada uno,
exponiendo su modo de ver, permitiría al otro enriquecer su visión de los seres, de la vida
y del mundo. Comunicando así juntos en satisfacciones superiores, ellos estrecharían más
los lazos de amistad y afecto que les unen.
Para ser una buena esposa se exige a la joven ejercitar la voluntad. Mañana en familia,
para hacer de su casa una estancia de paz, de alegría y de consuelo, para estar siempre
sonriente, le será necesaria una considerable dosis de energía y de ánimo. La mujer debe
mantenerse bella, atractiva y, sobre todo, moralmente seductora; debe ser la sonrisa,
la alegría y el sol de su hogar. Todo esto parece fácil a las jóvenes en sus sueños, pero
requiere, en la práctica, una virtud bastante concreta. Mil contrariedades surgen las cuales
podrían fácilmente quitar el ánimo y la sonrisa del corazón y de los labios de la esposa.
Indisposiciones del embarazo, malas noches pasadas junto a la cabecera de un enfermo,
decepciones más o menos agudas debido al descubrimiento de los defectos del marido,
sobrecarga de trabajo debido a la estrechez de recursos o a la presencia de numerosos hijos,
fatigas cotidianas causadas por su estruendo y sus juegos.
Es necesario pues que, ya desde ahora, la joven atienda activamente a la formación de
su carácter y de su voluntad, que se habitué a elevarse por encima de esta inestabilidad,
totalmente femenina, de sentimientos, de esos altos y bajos a los que se deja tan fácilmente
23

llevar; ella debe esforzarse, ya desde ahora, en mostrarse fuerte e igual de humor en las
dificultades de cada día.
Así se formará una concepción realista y fuerte del matrimonio. Esto, lejos de consistir
en un seguimiento continuo de dulzuras sentimentales, de alegrías y de facilidades, exige
muchas concesiones, la renuncia a distracciones deseadas, la aceptación de fatigas temidas.
No siempre es algo agradable acompañar al marido donde desea ir, el permanecer con él
en casa mientras se preferiría salir... Nada tan perjudicial para la joven que el
acostumbrarse a una concepción gozosa del matrimonio o, peor aún, a una vida fácil,
únicamente dedicada a fiestas y placeres. El saber renunciar, y sacrificarse oportunamente
es una preparación mucho mejor a la gran tarea del matrimonio.
En fin, es deseable, desde el punto de vista religioso, que la joven se ejercite en la
práctica de la vida interior. En la mayor parte de las jóvenes esposas la piedad sufre el
contragolpe del nuevo género de vida de ellas, lo que da a ellas una impresión muy neta de
decadencia espiritual. El fervor de la mujer está muy estrechamente ligado al cumplimiento
de un determinado número de prácticas religiosas. Ahora, ocurre frecuentemente que, sea
por falta de tiempo, sea por necesidades domésticas, sea por la influencia de un marido
menos fervoroso, los ejercicios de piedad de la joven esposa sean menos frecuentes, y esto
con daño. Ella no puede ya, como antes, asistir todos los días a la Santa Misa, acercarse
frecuentemente a la santa comunión, seguir conferencias o retiros.
Si no ha sido bien formada en la práctica de la vida interior, seguirá de ella fácilmente
un cierto deterioro religioso. Para remediarlo, la joven debería apegarse especialmente no
tanto a la práctica de ejercicios religiosos propiamente dichos, en cuanto a la adquisición
de un profundo espíritu de fe.
Se ejercite en ver la voluntad de Dios en todos y en cada uno de los compromisos de su
jornada; considere por ejemplo su trabajo doméstico de cada día como impuesto a ella por
Dios; se convenza de que, realizando regularmente y simplemente el deber de su estado,
sigue el beneplácito de Dios y realiza la propia santificación. Impregnando de este modo
la vida cotidiana del pensamiento de Dios en el cumplimiento de los pequeños deberes de
su estado y tratando de realizarlos lo más posible con amor, se habrá preparado
ventajosamente a la espiritualidad de la mujer casada, mucho más centrada en el puro
espíritu de fe, y evitará a sí misma una buena parte de las dificultades espirituales previstas.
Si la mujer se acostumbra seriamente a esta fuerte espiritualidad y si su marido posee un
cierto valor religioso, superará fácilmente este mal paso inevitable en el comienzo de la
vida conyugal y podrá, además, tomándolo de la propia riqueza, ayudar al marido a
intensificar la vida espiritual.
Las jóvenes sueñan mucho en su futuro matrimonio y piensan con alegría en las tareas
que les esperan. ¡Si estos sueños son para ellas una fuente de alegría, tanto mejor! Pero que
no se resuelvan simplemente en fantasías, y conduzcan, en cambio, a una resolución
concreta y práctica, la de prepararse ya desde ahora y muy activamente, mediante el
estricto cumplimiento de todos sus deberes en casa y un esfuerzo perseverante de
enriquecimiento cultural y religioso, a realizar magníficamente mañana la misión de
esposa.
24

Capítulo II
FUTURA MADRE

El segundo fin providencial del matrimonio es la maternidad con su consecuencia


normal, la educación de los hijos.
La maternidad es la fuente sagrada de la que derivan la permanencia y el progreso de la
ciudad terrena y de la Iglesia. Es deseable que sea generosa y juntamente sabia: generosa,
de modo que traiga al mundo el mayor número de hijos razonablemente posible, cuidando
juntos el éxito de su educación de hombres y cristianos; sabia, de modo que la
multiplicación de los nacimientos y su excesiva cercanía no dañen la salud de la madre y
no sobrepasen las posibilidades educativas de la familia.
Convendría que cada joven afrontara el matrimonio con el deseo intenso de fundar una
familia en la que darán a luz a numerosos hijos según el ardiente deseo de la ciudad terrena
y la Iglesia, aunque salvando las exigencias de una buena educación tanto moral como
religiosa. Sin embargo, en el ámbito de la educación, es preciso cuidarse con atención de
desproporcionadas ambiciones y sobre todo del deseo de limitar excesivamente el número
de sus hijos con el pretexto, a menudo falaz, de permitir al hijo único de elevarse
notablemente por encima de la condición de sus padres.
Desear a sus hijos, desearlos numerosos lo más posible, esta debería ser la mentalidad
normal y natural de la joven que aspira al matrimonio. Es evidente que la maternidad
requiere muchas cualidades físicas, morales y religiosas. Para ser mamá, mamá de
numerosos hijos y para convertirse en una buena educadora, es ante todo importante tener
la salud. Las jóvenes no se dan cuenta suficientemente de que, en cierto modo, su
comportamiento físico actual favorece o perjudica el vigor de sus hijos futuros. Una salud
femenina disminuida o dañada por imprudencias o por negligencias, hará más tarde, en el
matrimonio, más difícil y costosa la maternidad. Mientras que normalmente ésta no es ni
una enfermedad ni una afección, sino la floración del organismo, puede representar un
acontecimiento indeseable o también temible para una mujer de salud mediocre.
Cuanto mayor sea la resistencia de una mujer, tanto mejor será la salud de sus hijos, más
fáciles los embarazos, menos penosas las innumerables fatigas causadas por los cuidados
de su educación. La resistencia de los hijos ahorra a la madre muchas vigilias e inquietudes:
¡nada es tan doloroso para ella como el ver a un hijo frágil y delicado, siempre peleando
con las enfermedades! ¡Y si más tarde ella debiera atribuir a sus imprudencias de la
juventud la pérdida de uno de ellos, ¡qué remordimientos la atormentarían!
El problema de la salud es de considerarse seriamente. No es necesario consumar por
esnobismo, mediante el abuso de tardes frecuentes y cansadas, y tampoco, entregándose a
obras de dedicación que sobrepasen su resistencia física. Sin duda este último motivo es el
más respetable, pero no es una razón suficiente para arruinarse la salud.
Una excelente forma de prepararse para la maternidad es dejar espacio en su vida a la
educación física. La disciplina que requiere un método seguido es a veces difícil, pero
25

procura un beneficio de energía moral apreciable y una ventaja real para la salud. Por eso,
una gimnasia muy adecuada al sexo femenino, que desarrolla la resistencia de ciertos
músculos abdominales, permitirá evitar más de un incordio durante los partos. Nuestras
lectoras dedicarán a la educación física la parte que le corresponde.
Si la joven desea poder establecer en su familia un ritmo de nacimientos sabio y
juntamente generoso, ritmo que no se obtiene lícitamente si no mediante la adaptación de
las relaciones conyugales a los períodos de fecundidad y de infecundidad femenina, es útil
que haya ya desde ahora, una vida fisiológica regular. Esta regularidad, además de ser
índice habitual de un buen estado de salud en general, también será tal de permitir más
tarde, en caso de necesidad, una solución, honesta y favorable al buen entendimiento, de
este problema tan delicado de la fecundidad. En todos los casos de irregularidades un poco
serios, la joven hará bien en consultar a un médico.
Del resto acostumbrarse ya desde ahora a una cierta fortaleza de ánimo durante estas
horas difíciles, le permitirá seguir siendo agradable con su marido y con sus hijos, y
mostrarse de humor igual, cosa de no descuidarse para la feliz armonía de la familia y para
una buena educación. ¡Cuántas mamás en estos momentos pierden todo el control de sus
nervios y castigan a los hijos fuera de propósito o sin medida suficiente!
"Si llorar puede ser bueno para quien llora, es bastante malo para el amor, que toma la
puerta y se marcha. ¡Es evidente que aquí no se habla de enfermedades, durante las cuales
tiene curso libre el sacrificio de los que nos aman! La enfermedad es una cosa que merece
ser tomada en consideración. Aquí sólo se habla de malestares pasajeros, inherentes a la
condición de la mujer. Si nuestras hijas quieren que el amor prospere en su familia, deben
hacerle la vida fácil: se preocupen de ello, se preocupen de ello mucho. El amor es así;
siempre ha sido así. Las pruebas, las enfermedades, los dolores aumentan sus fuerzas; las
burlas cotidianas, las molestias reiteradas, las pequeñas decepciones, los pequeñas nadarías
que chocan contra él, las irritaciones, lo hacen morir. Él que sostiene los montes, se
desanima y se irrita en soportar naderías".
Para ser una buena madre y una buena educadora, la joven se iniciará seriamente en la
puericultura y la pedagogía. Dado que el conocimiento teórico y práctico de la puericultura
contribuye a la buena salud del niño, por eso mismo facilitará también la formación de su
carácter. Un niño sano es generalmente de buen humor y fácil de educar; sus noches son
tranquilas y permiten a los padres dormir en paz. La enfermedad, al contrario, y sobre todo
las enfermedades repetidas, obligan, casi fatalmente, a viciar al pequeño enfermo, situación
esta siempre perjudicial, a veces desastrosa, por poco que se prolongue. Sin duda no es
posible evitar a los hijos cualquier enfermedad. Es cierto, sin embargo, que los cuidados
inteligentes pueden eliminar muchas dificultades en este campo.
La educación es una obra compleja. Cada niño tiene un carácter propio y requiere ser
tratado en forma adecuada; uno se muestra tímido, el otro inquieto; uno jovial, el otro
demasiado sensible. No existe un método pedagógico uniforme, aplicable en todas partes
y siempre. No obstante, cualesquiera sean las imperfecciones, esta ciencia ofrece una serie
de conocimientos útiles y consejos ventajosos. La joven, en lugar de llenarse la mente de
lecturas insignificantes, sentimentales, o románticas, hará bien en interesarse, en forma
ordenada y bien llevada, en la pedagogía.
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Desde este punto de vista, no se puede sino lamentar profundamente del género de
formación destinado a las chicas que siguen los estudios clásicos o universitarios. El
principio de estos estudios en sí es inatacable; es de esperar, ya se ha dicho y se repite, que
las niñas adquieran una verdadera cultura intelectual. Pero sería necesario que esta fuese
debidamente diferenciada de la masculina, teniendo en cuenta la mentalidad y la misión
femenina. ¡Cuando se han admitido las chicas a los estudios medios y universitarios,
lamentablemente no se ha encontrado nada mejor que imponerles, pura y simplemente, el
programa exigido a los jóvenes!
El objetivo de las escuelas medias y de la universidad para las mujeres debería ser de
dar a las estudiantes una formación intelectual completa. Al lado de la cultura
especializada, necesaria para su eventual profesión, sería necesario que adquiriesen
conocimientos bastante profundos en aquellos campos que normalmente serán
competencia de ellas, la puericultura y la pedagogía. Actualmente se equivoca por mucho.
Sin duda la educación que reciben les permitirá formarse personalmente y más fácilmente
en estas disciplinas. Pero muchas, por la fuerza de inercia, se contentarán con un empirismo
innato, en estas materias por lo demás tan importantes para su futuro familiar. Se debería
tener en cuenta este hecho, esto es, que la joven, en la mayor parte de los casos, es una
futura madre. La preocupación de esta futura suerte debería influir sobre su educación. Por
otra parte, los cursos teóricos no bastan; una intensa aplicación práctica ofrecería, entre
otros beneficios, permitir instruirse en estas materias.
Si como esposa, la mujer debe ser fuerte y poseer una sólida y auténtica virtud, esto no
es menos necesario como mamá. La maternidad, lo hemos visto, tiene una inmensa
importancia social. Es también bastante fatigosa. Malestares y penas del embarazo y del
parto, vigilias e inquietudes de los primeros años de educación requieren, para ser
soportados con valentía, una verdadera energía.
Es indudable que la educadora debe poseer un dominio suficiente de sus nervios; la
calma, la paciencia, el dominio de sus reflejos espontáneos tienen una gran importancia en
la educación, por ejemplo, cuando se tratará de mandar juiciosamente u observar el tacto
y la medida en los reproches y en los castigos.
La madre, al igual que la esposa, debe obrar de forma que mantenga en su casa una
atmósfera de optimismo. Esto es tan necesario para la formación moral del niño, como es
indispensable el sol para su desarrollo físico. La creación de un clima gozoso requiere aún
más esta fuerza y vigor morales, ya necesarios por tantos otros motivos. Las jóvenes no
dejarán pasar ninguna ocasión para adquirir estas virtudes. Ya desde ahora, tanto en la
familia como en sus actividades, éstas se esforzarán en dar prueba de valentía y optimismo,
aunque las circunstancias económicas y el actual clima internacional no es tal que
favorezca estas virtudes. Muchas personas se dejan deprimir y desalentar, pero la chica
reaccionará contra ese pesimismo, tanto nocivo a su familia de mañana cuanto
desagradable para su entorno actual. Considerará los acontecimientos en espíritu de fe,
aceptará su vida actual como un compromiso impuesto por Dios y obtendrá de esta visión
sobrenatural confianza y valentía.
27

Capítulo III
EN ESPERA DEL PRÍNCIPE AZUL

Muchos años separan, normalmente, la finalización de los estudios de la chica de su


noviazgo. Este tiempo precioso, que podría tanto ser útilmente utilizado en la formación
personal, es desgraciadamente demasiado a menudo desperdiciado.
Ciertamente es cosa legítima esperar y desear el matrimonio; es la vocación habitual de
la mujer. Se comprende también que los pensamientos y los sueños de las jóvenes estén
dirigidos a esta visión de esperanza. Es importante que vivan estos años de espera, sin
excesiva inquietud y sin angustia. Se halla más de una mujer la cual, antes aún de sus veinte
años, está, por así decir, obsesionada por el pensamiento de casarse lo más pronto posible,
y prueba una verdadera fobia de permanecer soltera.
Es comprensible que ellas teman ese futuro, que no corresponda a sus deseos, ni a sus
inclinaciones. Sin embargo, deberían evitar ponerse en esta especie de psicosis frente al
celibato o en la pesadilla, continua y opresora, del joven por encontrar, del novio por
encontrar y de la familia por formar.
Estas preocupaciones agitadas no tendrán otro efecto que el de crear en ellas un
sufrimiento en muchos casos puramente inútil. La vida reserva suficientes ocasiones
espontáneas de sufrimiento sin que se vaya a buscar otras más, sin ningún motivo. El
noventa por ciento de las chicas encuentran un marido, y esto significa que muchas de
aquellas que pasan sus días a inquietarse y atormentarse, se habrán atormentado
innecesariamente, porque más tarde también para ellas se actuará el sueño tan deseado. En
la espera, durante semanas y meses y a veces durante años, habrán torturado su vida con
esos temores.
Dios sabe si, al mismo tiempo, éstas no se habrán acedado el carácter, porque a menudo
las continuas preocupaciones, y las vanas expectativas provocan de hecho desprecio en la
joven. Su humor se modifica; se vuelve habitualmente triste y preocupado. Si encuentra a
jóvenes, demuestra una alegría que ellos sienten superficial, ficticia, amanerada; el
resultado más claro y evidente de esta actitud es hacerla menos deseable. Una conducta
más cristiana favorecería sin duda mejor la actualización de sus deseos. Si se adaptara a
abandonarse a la Providencia, a confiar su futuro a Dios, y a encontrar en sus convicciones
religiosas calma y serenidad, su rostro, además, parecería iluminado y sonriente, el carácter
más optimista en beneficio de sus propósitos.
La chica pues haga en forma de rechazar de su alma todo sentimiento de inquietud y de
angustia, de vivir en calma y en paz en espera del Príncipe Azul. Si, a pesar de todo, él no
se presenta, la vida de una mujer puede conocer un altísimo rendimiento y disfrutar de una
alegría muy íntima, a condición de comprometerse en una intensa dedicación. Cuando se
comparan con otras mujeres de su edad, solteras encogidas en sí mismas, ciertas personas
de cincuenta o sesenta años que se dedican a obras juveniles, se queda a menudo
maravillados de la frescura de ánimo, de optimismo, de la comprensión de la que ellas dan
prueba. Las palabras de alabanza y de entusiasmo de las jóvenes de la que ellas se ocupan,
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demuestran que la vida de estas mujeres que, por lo demás, no se han casado, ha sido tan
fecunda, tanto desde el punto de vista espiritual como social.
Más que pasar el tiempo en no hacer nada, o en hacer cosas de nada, serviría más a las
jóvenes y sería bastante beneficioso para ellas seguir formándose. Lo que ellas han
aprendido durante sus estudios medios constituye, en conjunto, un muy pequeño equipaje.
También en nuestros días, excepto en los estudios clásicos, las jóvenes no adquieren sino
conocimientos superficiales. La suma de sus ignorancias es considerable y si ahora su
esfuerzo cultural se limita a leer alguna novela de moda o una literatura sentimental de
valor mediocre, su espíritu permanecerá casi incultivado.
Sería necesario que las chicas se decidieran de una buena vez a proseguir ellas mismas
su formación intelectual, y tratasen de adquirir nociones claras e ideas generales sobre las
cuestiones que normalmente afectan a los hombres, sus futuros maridos. Un hombre culto
se interesa de política, de sociología, de moral, y discute con mucho gusto. Sería útil a las
jóvenes poseer sobre estos temas algunos principios seguros y bien fijos. Sin duda no deben
intentar más tarde hacer de maestras sobre estos puntos para su marido, ni emitir en
sociedad oráculos definitivos; sería un verdadero daño el de una mujer culta que faltase de
discreción. Pero es bueno tener, sobre estos problemas, un juicio sano y los conocimientos
seguros que permitan seguir con interés e inteligencia las discusiones posibles y de
implicarse, modestamente y oportunamente.
Para llegar a esta cultura, no basta con asistir a los cursos de formación general o a
conferencias. Demasiadas chicas se contentan con escucharlas, aprobarlas, aplaudirlas. La
cultura requiere un esfuerzo más personal, un verdadero estudio, una lectura, con la pluma
en mano, con la ayuda de esquemas, de lo que Payot llamaba "libros de Reyes". Ella exige
también constancia. No se saca nada corriendo de una conferencia a otra. Una mujer
verdaderamente culta no se forma si no mediante un esfuerzo metódico y constante en el
mismo sentido.
Si es conveniente a la mujer tener algunas nociones de los problemas más
específicamente masculinos, es muy deseable que tenga el conocimiento profundo y
especializado de los temas esencialmente femeninos, en los que normalmente el hombre
es poco competente. Espiritualidad, arte, literatura, puericultura, pedagogía, constituyen
para la joven, que acaba de salir de la escuela, temas de estudios especialmente útiles y
formativos.
Además de una vida de trabajo voluntario o necesario, aunque deje un tiempo legítimo
a sanos recreo y normales encuentros masculinos, la única actitud elegible para una joven
es consagrar el tiempo libre a alguna obra de dedicación para el bien ajeno. Nada más
formativo para ella que introducir en la vida una dedicación muy generosa. Ella adquirirá
así un conocimiento, no sólo teórico, sino técnico y práctico, de su futura tarea de esposa
y madre.
Sería hermoso ver a las jóvenes interesarse activamente en las guarderías, los
consultorios para niños, las colonias de verano, de la enseñanza del catecismo, de las
bibliotecas parroquiales o de los movimientos altamente formativos, como la Acción
Católica. Excepto en los casos en que verdaderas necesidades familiares se opusieran, es
imprescindible para la mayor parte de las jóvenes burguesas utilizar los años libres, entre
29

el final de sus estudios y el matrimonio, en aportar una valiosa ayuda a las múltiples obras
que no pueden vivir si no por medio de ellas. Además del beneficio espiritual inherente a
toda obra de dedicación, obtendrán de este uso de su tiempo una competencia en
puericultura y educación, muy valiosa para su familia de mañana.
En resumen, la espera del Príncipe Azul no debe pasar en el ocio, en la ligereza, en la
pereza intelectual, en el egoísmo moral, sino que debe ser endulzada, adornada y
transformada en útil mediante el cuidado de completar la propia cultura intelectual y
técnica, y mediante la práctica de la dedicación.

Capítulo IV
AMBIENTES DE ENCUENTRO

Para casarse hay que conocerse, para conocerse hay que frecuentarse y para frecuentarse
es necesario primeramente haberse encontrado. ¿Aquella que aspira al matrimonio donde
tendrá la oportunidad de descubrir su futuro compañero de camino? Frecuentes son los
lamentos de las jóvenes serias con respecto al poco interés y beneficio que presentan la
mayor parte de los círculos de encuentro entre chicos y jóvenes, y no se equivocan.
Los buenos ambientes de encuentro deberían aplicar dos condiciones: en primer lugar,
ser suficientemente seleccionados para que haya la posibilidad de no encontrar sino
jóvenes de igual valor; luego permitir a los jóvenes y a las chicas de verse, de hablar y de
actuar con naturalidad. Con la ayuda de este doble criterio será fácil apreciar el valor
práctico de los medios de encuentro que se ofrecen habitualmente a la juventud.
Las fiestas de pago, abiertas a todos, aplican muy mal la propia condición. Basta con
tener un poco de dinero para ser admitidos. Los jóvenes que allí se encuentran podrían
clasificarse más bien en la categoría del "primero que pasa".
Además, su atmósfera festiva está entre las más artificiales. Llegados de los cuatro
puntos cardinales, los invitados ignoran todo los unos de los otros. Vestidos y embellecidos
tanto física como moralmente, muy raramente consiguen encontrar un sujeto de
conversación que no sea de la más extrema banalidad. No es posible, por así decir, entrar
en contacto y escapar a las de nulidades y a las tonterías. Puede ocurrir que también allí se
descubra algo mejor; pero en conjunto estas fiestas mundanas son poco interesantes para
la juventud en busca de un partido realmente conveniente.
Los bailes de familia donde tienen acceso sólo a los invitados elegidos por quien da la
hospitalidad, tienen mayor valor. De hecho, no son invitados si no los que se desea ver allí.
Pero también estas fiestas crean a menudo un clima artificial que es contrario al preciso
conocimiento recíproco.
Además, las fiestas mundanas y especialmente los bailes o las tardes de danzantes son
la ocasión frecuente de graves abusos; algunos invitados y también algunas invitadas hacen
demasiado abundantemente honor a los refrescos. La atmósfera de estas reuniones es
generalmente asfixiante, es cierto, y la danza produce sed; pero el respeto de sí mismo, el
cuidado de su buena reputación, el pudor de los propios sentimientos íntimos y ocultos que
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se revelan tan fácilmente en estos momentos de efusión artificial, deberían incitar a una
mayor moderación en el uso del buffet y sobre todo de las bebidas.
El prolongarse más que tardío e incluso matinal de estas atracciones, incluso cuando no
es una parte de entretenimiento nuevo que a espaldas de los propios padres se añade a la
primitiva invitación, constituye un nuevo inconveniente de esta especie de fiestas. Una
chica nunca debería aceptar ir a prolongar en otro lugar, bar, casino, sala de baile, paseo al
claro de luna, la recepción prevista que sus padres le han autorizado a asistir.
Las fiestas generalmente alcanzan, después de algunas horas, una especie de momento
privilegiado, una especie de euforia que marca el culmen. Pasado este punto, el cansancio
coge a los invitados, el medio ambiente se hace pesado, cesa la animación. El éxito mismo
de la recepción diría de limitarlo en plazos relativamente cortos; en lugar de una sensación
de saciedad, los invitados, saliendo, reportarían el pesar de que ya se haya terminado.
El cuidado de una buena higiene, las necesidades de un descanso suficiente y regular, el
temor del escándalo social constituido por estos encuentros en las horas primerizas, el daño
real al alma por una vida de excesiva disipación, deberían hacer tomar a las jóvenes serias
la firme resolución de asistir a las fiestas sólo durante un tiempo suficientemente corto para
conservar su encanto, el equilibrio nervioso, el dominio de sí mismas en palabras y actos.
El solo hecho de la progresiva excitación debida a la fiesta hace perjudicial el asegurar
su continuación durante demasiado tiempo. Para la exaltación sucede, a causa de la fatiga,
un cierto lánguido sopor favorable al surgimiento de sentimientos malentendidos: poses
más lánguidas, ternuras más empalagosas, palabras menos reservadas, confidencias algo
inadecuadas, familiaridades que parecen menos desagradables en la intimidad creciente.
Algunas chicas, debilitadas por el éxito o excitadas por el espumante, pierden en este
momento el control de sí mismas y comprometen con su actitud y con sus discursos, con
respecto a los jóvenes serios que las ven, sus esperanzas de un buen matrimonio.
Si se abandona la muchedumbre para aislarse en un pequeño grupo simpático lejos de
toda vigilancia y de todo control, a veces en lugares que aun siendo elegantes no son por
lo tanto menos tristemente célebres, estos daños son decuplicados. Es casi fatal que desde
este momento hasta la hora del regreso se formen parejas inseparables. La chica, a pesar
de su ingenuidad real o deseada, debe saber que se convierte entonces inconscientemente
en una verdadera oportunidad de tentación grave para el caballero. Si ésta no sucumbe,
llevará todavía quizás ante Dios una parte pesada de responsabilidad por las culpas que su
descuido habrá contribuido a causar.
Los deportes practicados en común, las excursiones aptas en alegre compañía, favorecen
el conocimiento mutuo. Evidentemente nosotros hablamos aquí de los deportes practicados
en primer lugar por el deporte o para el entretenimiento, y no los deportes de desfile que
sólo sirven para disimular ocasiones de poner en evidencia un vestuario o para coquetear.
La actitud tomada junto al jugador en el fracaso o el éxito, sus reacciones a las oposiciones
de carácter de sus compañeros o de sus adversarios ofrecen una buena oportunidad de
aprender a conocerse mejor.
Bajo este punto de vista los encuentros debidos a los estudios comunes pueden ser útiles.
La vida estudiantil en que jóvenes y niñas viven los unos junto a las otras, permite
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demasiado fácil apreciar el valor moral, intelectual y también el carácter de un colega de


estudio. Sin duda, la vida universitaria frecuentemente es para un determinado número de
jóvenes y chicas la oportunidad de amorcillos y placeres exentos de cualquier valor moral;
pero a las jóvenes serias y juntamente estudiosas, la vida cotidiana amistosa y común de
los estudios puede proporcionar la oportunidad de conocer y apreciar a un colega.
Las reuniones familiares en que se acercan amigas de las hermanas y amigos de los
hermanos son la mejor oportunidad para aprender mutuamente a conocerse (Quizás se
habrá maravillado de descubrir en esta circunstancia un argumento más a favor de la
familia numerosa; pero ¿de dónde proceden los lamentos sobre las dificultades de reunirse
con el partido soñado si no, en la mayor parte de los casos, del hijo único?). Esto es
especialmente cierto cuando estas reuniones son simples e íntimas y no sirven de pretexto
a gastos gravosos. El modo con que un joven reacciona a las bromas, su complacencia, su
igualdad de carácter, su comportamiento, no dejarán a la larga de aparecer; una palabra
dicha por caso y a menudo sin pensarlo, un gesto espontáneo, resultarán en una
observadora atenta un defecto de carácter cuidadosamente encubierto o, al contrario, una
virtud oculta.
Excelentes ambientes de esparcimiento, por desgracia, muy raros, son los entornos de
dedicación en común. Esto se comprende fácilmente. En primer lugar, porque la dedicación
selecciona y porque, ordinariamente, sólo aquellos que tienen ideales y generosidad se
prestan; luego porque en estos ambientes, estos al menos van con intenciones puras, actúan
sin afectación y sin artificio. Existe, pues, normalmente la oportunidad de reunirse entre
jóvenes de mayor valor y una real facilidad de juzgar sanamente de la capacidad y de la
entrega efectiva de cada uno.
La chica esté atenta con todo cuidado a dejarse influir por prejuicios y de sufrir
demasiado fácilmente el medio ambiente mundano, se esfuerce de escoger juiciosamente
los ambientes de esparcimiento. Ella desconfiará de las fiestas de pago y de los bailes de
sociedad y apreciará más los encuentros en que existe mayor posibilidad de actuar con
naturalidad y, por tanto, de apreciar con exactitud y verdad.

Capítulo V
¡ESCOLLOS!

Frecuentando a los jóvenes, las chicas deben cuidarse de algunos escollos.


El primero es su incomprensión de la psicología masculina. Esta incomprensión las
expone, a menudo involuntariamente, a convertirse para los compañeros en ocasiones de
tentaciones sensuales y a sufrir ellas mismas el contragolpe. Las chicas son, desde este
punto de vista, inmensamente ingenuas: no comprenden totalmente la mentalidad del joven
y se imaginan que él tenga como ellas, una concepción puramente sentimental del amor.
Ellas ignoran que en él las notas sensuales son fáciles a vibrar y a excitarse.
Esta ignorancia e ingenuidad se manifiestan en su vestuario, en sus actitudes y en las
palabras. Tratan de hacerse notar por los jóvenes. Ningún artificio del aseo ni de la
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coquetería les parece excesivo. Ellas siguen dócilmente las modas, aunque carecen de
discreción. Creen con esto llamar sólo una atención simpática y suscitar el amor que ellas
sueñan, es decir, un amor afectivo, de notas exclusivamente sentimentales.
Las reacciones del joven frente a estas actitudes no corresponden a lo que ellas pensaban,
sino que son de otra naturaleza, es decir sensuales. Creían despertar el amor y en la mayor
parte de los casos excitan sólo un deseo físico. La sensualidad del joven es muy inflamable,
aproximadamente cuanto la sentimentalidad de la joven. La constitución masculina es
similar a una casa de madera cubierta de paja: una chispa basta para prenderle fuego;
mientras que la constitución femenina es, desde este punto de vista, como una casa
construida con ladrillos y con piedras, menos fácilmente combustibles. Sin embargo, si no
se quiere que su casa sea devorada por el incendio, es prudente no acercar el fuego a la
casa de madera del vecino.
Esta comparación es de tomarse de aquí a la letra. El daño es demasiado real y requiere
inexorablemente de las chicas reserva en el vestuario, en el porte y en las palabras. No se
condena la elegancia, se critica el hecho de poner en evidencia las líneas del cuerpo
femenino, no se critican la sencillez y la elegancia, se reprueba la negligencia y el porte
desprotegido; no se excluye el buen acuerdo y el leal compañerismo entre jóvenes y
muchachas, se desaprueban intimidad, besos y testimonios de ternura antes del noviazgo.
La joven sepa que cada vez que pone en evidencia su cuerpo, es su cuerpo que será
observado y deseado en desprecio de su personalidad. Con este hecho, conduce
directamente al joven a tentaciones sensuales, tentaciones de pensamientos, imaginaciones
y deseos, se convierte en ocasión de pecados y se pone ella misma en peligro
indirectamente. No se entiende absolutamente impedir a la chica de vestir elegantemente,
de frecuentar el mundo masculino, ni de mostrarse bella y sonriente, sino se le pide
insistentemente ser reservada y discreta: esto hará apreciar más su alma y la hará más
estimable y más deseable como esposa.
Las chicas que quieren ser buenas esposas huirán del coqueteo. Coquetear no significa
atinar a los jóvenes, conversar con ellos, o discutir entre un joven y una chica de cuestiones
serias, ni divertirse juntos honradamente. A este respecto, el mundo es malo, las "amigas"
a menudo son celosas, y frecuentemente llaman "flirteo" lo que es en sí sólo un normal
encuentro.
Coquetear significa ceder a la atracción sensible y sentimental recíproca, aislarse,
agarrarse el uno al otro con un afecto superficial y sin profundidad, darse de ello
testimonios mientras no se tiene ni la intención ni ninguna esperanza fundada de casarse
un día. El flirteo es pues un juego sentimental en el cual sin amor se prodigan las
expresiones de amor. Los que así hacen amorcillos sólo se preocupan del propio
entretenimiento, sensible y sentimental, del encanto de encontrarse en dos entre un joven
y una chica. Se busca el "propio" placer, no se trata en absoluto de "dar placer", o si sucede
que se tienda a este fin, esto es sólo ocasionalmente y en la medida en que esta actitud será
beneficiosa. Es demasiado claro que esos sentimientos no son para nada el amor.
El amor es un sentimiento mucho más profundo: no es búsqueda personal y egoísta del
disfrute, es un don; es ante todo y sobre todo un don. Sin duda no descuida su felicidad
personal, sino que quiere, al mismo tiempo, sinceramente, la felicidad de la persona amada;
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y ¡así le permanece fiel y apegado no sólo en la alegría y en el placer, sino también en las
dificultades de las pruebas y de los dolores! Al contrario, entre lo que hacen amorcillos, el
fracaso pone instantáneamente en fuga al "amigo" y lo aleja de una compañera triste y
desolada. Esta conducta, por sí sola, basta para poner en evidencia la superficialidad del
flirteo, en el cual no se trata nunca de un amor verdadero.
Para juzgar rectamente y fijar la actitud a adoptar a este respecto, basta con hacer el
balance social del flirteo y ver lo que aporta a los que lo practican. Sin duda no se puede
negar que les procura, en dadas ocasiones, ciertas satisfacciones de orden sensible y
sentimental, algunos éxitos de vanidad; pero este es un beneficio humano bien miserable
en comparación con los inconvenientes.
Puede ocurrir, pero el caso es raro, que el flirteo conduzca al matrimonio. Normalmente
su conclusión es otra: en un espacio de tiempo relativamente corto, los "amigos" se giran
de espaldas, y cada uno de ellos vuelve a sus placeres o a otros amigos. El flirteo, pues, no
lleva casi nunca a una conclusión seria, ni mucho menos a fundar una familia que tenga
probabilidad de ser feliz.
Al contrario, llega siempre a evaluar el valor sentimental y a disminuir individualmente
la capacidad de amar de los que hacen amorcillos. Se habitúan demasiado a realizar los
gestos de amor sin amor. Fatalmente la chica termina por concebir sospechas, por otra
parte, legítimas, sobre el valor de estas declaraciones y de estos testimonios. Dado que
existe en sí la falsedad y la hipocresía parcial de las pruebas de afecto que recibe, o, en
cualquier caso, su carácter netamente superficial, se forma una mentalidad escéptica con
respecto al amor, pierde ese encanto y la frescura de corazón tan preciosa, que a los ojos
del joven constituyen una de las principales atracciones; hace surgir en sí un escepticismo
fácilmente pesimista, que apresuradamente les impedirá a creer también en el amor. El
flirteo disminuye su confianza y su capacidad de amar.
Pero más a menudo concluye para la joven en el sufrimiento. Mucho más sentimental
del hombre, la chica se apega más rápido y más ardientemente. A menudo se deja coger
por su propio juego y, movida por la otra parte del deseo del apremiante matrimonio,
comienza a amar a su compañero. Éste, en cambio, siendo menos sentimental, no se apega
sino poco o nada; en este juego busca exclusivamente su placer. En la mayor parte de los
casos, en el momento fatal de la rotura, el joven saldrá fríamente, abandonando a su
compañera a una verdadera tortura de corazón. A menudo, al contrario, el flirteo contamina
la pureza de la joven. Los testimonios de afecto que se entregan no se mantienen en una
atmósfera límpida y recta. Habitualmente el joven, más fácilmente conducido al disfrute,
las dirige rápidamente hacia manifestaciones de naturaleza sensual. La joven, que primero
no deseaba adentrarse en este camino, cede por docilidad, para no desairar y también por
atracción de curiosidad. Sucede incluso que esta aventura conduzca también más lejos; no
es tan raro el caso de que las chicas, cediendo a las insistencias del joven, superando su
repugnancia y su falta de atracción, lleguen hasta la donación de sí mismas. Es inútil
subrayar lo que esa actitud es profundamente perjudicial para ellas y obstáculos para su
futuro. Sin duda estas consecuencias extremas del flirteo permanecen relativamente raras;
pero el sólo hecho de que ellos se producen y hieren gravemente toda una vida basta para
probar el daño y el mal de esta conducta. La joven que, en vista del matrimonio, quiere
34

conservar la frescura, la riqueza y la delicadeza de su afecto, debe guardarse


cuidadosamente de todo flirteo.
Las compañías masculinas presentan otro escollo perjudicial: el de dejarse robar el
corazón de quien no lo merece o no puede legítimamente conquistarlo. La joven debe
abstenerse a cualquier coste de aceptar testimonios de afecto y, con mayor razón, de
corresponderlos, de parte de jóvenes o de hombres que ella no quiere o no podría
legítimamente desposar: jóvenes libertinos, maridos divorciados, hombres casados. El
corazón de la chica es demasiado tierno y demasiado vibrante: es su gran y providencial
riqueza; es también su punto más débil. En el mundo surgirán tentadores que le ofrecerán
una ternura aparente para arrastrarla poco a poco por sendas de un amor dañino o ilegítimo,
alejado del camino del deber o de sus intereses.
La táctica de estos ladrones del corazón es siempre la misma. Para llegar a la conquista,
se apegan a los puntos débiles de la mujer: vanidad, sentimentalidad, piedad, deseo de
ternura. Ellos comienzan con algún cumplido: una mujer es siempre halagada de verse
apreciada; usan luego cortesías y delicadezas: la sentimentalidad de la joven es conmovida,
su gratitud ha despertado. Helos aquí en vena de confidencias: "Su esposa no los
comprende; no son felices en familia, añoran tanto de no haberla encontrado antes"; esta
vez la piedad femenina es sacudida al mismo tiempo que la sentimentalidad y la vanidad.
Aprovechan entonces la oportunidad de hacer algunos pequeños servicios, de hacer
obsequios: la joven no se atreve a negar, por miedo a ofender, lo que por otra parte no
parece mal aceptar. Hela aquí atrapada por un sentimiento muy respetable, la gratitud.
Hela aquí ligada y dócil. Ya no se atreverá más y no quiere causar dolor a aquel que se
ha mostrado con ella tan amable, tan delicado, y... hasta ahora tan reservado. Esta historia
se repite en miles de casos sin la mínima variante. Al comienzo un primer beso, por demás
discreto, una caricia sobre el cabello o las mejillas; los besos siguientes son menos
prudentes, más pasionales; la joven, primero sorprendida, no se atreve a negarse, acepta,
luego simpatiza.
El amor desarrolla su ley psicológica: pasa del sentimiento a lo sensible, de lo sensible
a lo sensual, de lo sensual a lo sexual. En la unión legítima del matrimonio, de esta manera
crece y se convierte en total, el espíritu, corazón, carne. En la unión ilegítima, es así que se
envilece y conduce a la ruina. La chica imprudente no cede al primer golpe; por lo demás,
ella no desea los elementos físicos del amor: siempre ha soñado permanecer en el nivel
sentimental y sensible. Pero, para no contrariar, porque se insiste, se dona también sin
ganas, luego consiente esta donación, a menos que valientemente y tristemente no haya
roto a tiempo. La conducta de un día se transforma apresuradamente en costumbre, luego
en esclavitud.
Porque no ha dominado su corazón al principio, lo que sería relativamente fácil, porque
no ha roto enérgicamente en el transcurso del camino, lo que ya es más doloroso, la joven
es ahora víctima de un amor intrínsecamente destinado al sufrimiento y a la ruina. Nunca
este amor podrá resolverse como ella lo desea. La vida en común es imposible puesto que
uno de los dos está casado; ¡no podrán verse que a escondidas en citas muy raras al
principio y a precio de cuántas mentiras en familia! A la maternidad no es necesario ni
siquiera pensar, porque la arrastraría al deshonor! Todos los deseos del verdadero amor,
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vida en común, maternidad, son impracticables. Es el tipo mismo del amor condenado a
permanecer insatisfecho. ¡Y mientras la desafortunada está tan ligada a un amor sin vías
de salida, hecho de vanas aspiraciones y remordimientos, el joven con que habría podido
fundar un hogar honrado y feliz quizás le pasa al lado desapercibido, mientras su corazón
está ocupado!
Entretanto sufre los daños más serios y se expone a los peores inconvenientes. ¡Pierde
su virginidad y corre, cada momento, el riesgo de una temible maternidad! El padre de su
niño, en la mayor parte de los casos, se alejaría lo más rápido de ella y de él; se encontraría
sola a atender las necesidades propias y del niño, debería abandonarlo en manos extrañas
por ocho o diez horas al día para trabajar fuera de su casa. El niño creciendo no tendría el
padre que completa a la madre en la obra educadora y, sufriría las funestas consecuencias.
Dos vidas serían irremediablemente abatidas: la de la madre y la del niño.
Para no llegar a esos extremos, hay que evitar adentrarse en los caminos que allí
conducen: flirteo, apegos, testimonios de afecto, besos… premisas psicológicas del don de
sí. La joven se atenga, firme y decidida, a estos principios: ningún afecto para el hombre
con que ella no puede casarse. Sea él casado o no, tenga incluso una edad superior a la
suya, poco importa; si ella quiere vivir en el mundo con seguridad y no incurrir en peligros
engañosos e insidiosos, este principio constituye su norma absoluta de conducta y no se
admita nunca ninguna excepción.
Estos son los escollos de los que la joven debe cuidarse. Defenderá así su futuro temporal
y también su valor moral y conservará para la familia futura las riquezas de su corazón.

Capítulo VI
A LAS QUE LAS JÓVENES ELIGEN

La situación de las chicas de frente al matrimonio es evidentemente más desfavorable


que la de los jóvenes. Estos se casan cuando quieren; la joven esposa sólo si es escogida.
Sin duda esta afirmación sin matices es excesiva, porque se escuchan a menudo a los
jóvenes lamentarse de las dificultades de encontrar la chica que quisieran elegir como
esposa. La razón es que el joven serio y reflexivo, que quiere comprometerse en
matrimonio, desea encontrar una mujer capaz de saber ser una buena esposa, una buena
mamá y una buena educadora de sus hijos. ¡Una persona así es difícil encontrarla mucho
más de lo que se suele decir!
La joven no elige directamente, es cierto, pero afortunadamente no está desprovista de
cierta capacidad diplomática, de una finura y de un tacto que le permitirán, a menudo, si
no de escoger ella misma, al menos hacerse elegir (La palabra "diplomacia" no está aquí
empleada en el sentido peyorativo: de artimañas, de utilización de vías tortuosas y
artificiales. En este capítulo se quiere entenderla sólo en sentido recto: de utilización de
medios perfectamente normales, correctos, de buena liga, para atraer sobre sí una
atención merecida y para llegar así a fundar la familia feliz y honrada que se desea). Es,
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todavía, leal reconocer que la posición de la joven frente al matrimonio sigue siendo, en
conjunto, menos favorable que la del hombre.
Pero esa no es una razón suficiente para abandonarse a un pesimismo excesivo, ni mucho
menos para dejarse estrujar el corazón de angustia. Las inquietas y las angustiadas
disminuyen sus posibilidades de ser opciones.
Es contrario a las costumbres comunes que la chica haga ella misma los acercamientos
y, por así decirlo, vaya a ofrecerse a los jóvenes. Esto sería, por otra parte, un carecer de
psicología. Las mercancías así arrojadas en el mercado aparecen desprovistas de gran
valor. El hombre se cree un conquistador; su placer y su alegría es la de buscar y descubrir
por sí mismo; él experimenta una legítima satisfacción. Algunos jóvenes se aprovecharían
sin ninguna duda de las ofertas que les fueran hechas de ese modo; pero casi siempre lo
harían para abusar de ellas. Las jóvenes no aparecerían a ellos como posibles esposas, sino
como ocasión de placer. Aquellas que, demasiado deseosas de éxito, hacen ofertas
demasiado atrevidas a los jóvenes, pueden estar casi seguras de un revés.
El joven busca, sobre todo, en la chica que tomará como esposa, las cualidades que lo
complementan y no las que él ya posee. Desea encontrar una mujer que pueda ayudarle a
perfeccionarse y aportarle la dulzura y delicadeza que le recuerdan a su madre, y de lo cual
siente una intensa necesidad. Él aspira además a proteger, dando así a su fuerza masculina
un uso feliz y beneficioso. Todo esto demuestra la falta de sabiduría de las chicas que
creen, por medio de actitudes masculinizantes, en un porte, en gestos y en palabras
atrevidas, para conquistar a los jóvenes. Quizás piensan llamar la atención poniendo en
evidencia un espíritu amplio y moderno, pero siguen un falso camino si esperan de este
modo enganchar a un marido.
Los jóvenes aman las chicas por su belleza (pero esta es rara), porque son bonitas (y esto
es un poco más frecuente), o al menos porque tienen encanto. No es necesario ser hermosas
para llegar a ser casada: los matrimonios dan prueba de ello. Ciertamente demasiados
jóvenes se dejan seducir por las cualidades puramente físicas. Pero los que quieren casarse,
si son serios, no deciden en base a la exterioridad y más que a la belleza o al encanto, que
también aprecian, cuando lo encuentran, buscan los valores profundos.
No os aflijáis pues si no sois bellas; basta para casarse no ser repugnantes. Las
verdaderas cualidades morales e intelectuales cuentan más y compensarán muy
ampliamente muchas cosas.
Por lo que está en vosotras tened cuidado de vuestro vestido. Los jóvenes aman las
chicas vestidas con gusto y con elegancia, aunque no aprecien mucho la exageración, la
singularidad, las extravagancias o el exceso de sofisticación. Es necesario, según el sabio
consejo de S. Francisco de Sales, que las chicas "sean un poco bonitas". "Es conveniente,
escribía a Madame de Chantal, que se permitan algunas adornos para hacerse valer". Las
mujeres representan en el mundo la belleza y el encanto; su modo de presentarse, tanto en
casa como fuera, debería ser siempre fresco y atrayente. También es necesario que en esta
preocupación estética ellas usen una discreción oportuna; algunas chicas exageran en el
uso del lápiz labial o de los polvos. La palabra de la Bruyère permanece eternamente
verdadera: "Si las mujeres fueran naturalmente lo que ellas se hacen artificialmente, serían
las más desoladas del mundo". Es un daño que no sientan las reflexiones llenas de sentido
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común de los ambientes masculinos populares en estos cosméticos antiestéticos por las que
son desfiguradas más de una chica y varias mujeres de edad ya respetable... El cuidado que
la mujer toma de sí misma es legítimo. Vestirse mal no es una virtud. Al contrario, es bueno
presentarse discretamente elegante, desde el momento que no se hace por vanidad sino por
deber de estado. "Es conveniente a la chica, dice todavía S. Francisco de Sales, buscar
agradar a muchos, aunque esto sea sólo para ganar a uno con vistas al santo matrimonio".
Para hacerse elegir, no hay que parecer ni pedante ni sabelotodo. Hacer muestra de una
amplia erudición no es precisamente el medio para atraer sobre sí la atención deseada. El
hombre quiere dominar, él tiene miedo de una mujer demasiado inteligente que lo
sobrepasaría y por ello huye a las intelectuales y aquellas que, dándose de aires, hacen
alarde de su ciencia. Al contrario, los jóvenes serios buscan a las chicas cuyo valor, aunque
real, permanece inteligentemente discreto. Estos jóvenes reflexivos se dan cuenta del
beneficio que ellos mismos y sus hijos podrán obtener de una esposa y de una madre
verdaderamente culta.
Las chicas que los jóvenes eligen no son las que dan la impresión, por lo demás falsa,
de bastarse a sí mismas. ¿Por qué cubrirse con esta máscara mientras que, en el fondo,
como cualquier mujer, se aspira a encontrarse una protección? Pero por vanidad, por
timidez, o por orgullo, se quiere dar una impresión de independencia o alarde. Esto
significa correr gran riesgo de no encontrar nunca un marido, puesto que el hombre prefiere
proteger; él experimenta una alegría particular en dar su apoyo a un ser más débil que él.
Es mejor política el dejar transparentar esta necesidad de protección que es natural; habrá
así mayor probabilidad de encontrar atención ante aquellos que quieren casarse.
Las que los jóvenes eligen no son las escépticas, aquellas chicas que han visto mucho,
leído mucho u obtienen de la lectura de novelas modernas una experiencia precoz y
pesimista sobre la vida. Ellos quieren en su futura esposa frescura, alegría, optimismo. Y
tienen razón: es más agradable vivir en un entorno alegre y gozoso que en una atmósfera
de desilusión. Las mujeres, cuya juventud ha sido dura y probada, deben recuperar ese
optimismo, que no les es espontáneo, en un sólido espíritu de fe, el cual les permita
reclamar el pasado y considerar su futuro con sumisión a la voluntad de Dios. Esta actitud
les pondrá en el corazón valentía y fortaleza y en los labios la sonrisa, cualidades
maravillosamente valiosas para su vida.
Los jóvenes normalmente prefieren que se interese de sus actividades. Más que
entretenerlos sobre muchas banalidades o sobre vuestra personilla, informaos de lo que
hacen. Si aman sus ocupaciones, hablarán con mucho gusto y así aprenderéis a conocerlos,
tendrán ocasión de intercambiar ideas, ganaréis su simpatía, y recibiréis la probabilidad de
que, apreciando sus ideas, ellos os encuentren inteligentes e interesantes.
Los jóvenes no eligen las chicas autoritarias, de tono decidido, de paso rígido y puntual,
sino que buscan el encanto y la dulzura y preferirán como esposas aquéllas cuyo porte y
cuya discreción manifiesten esas cualidades. Ellos no aman a las chicas caprichosas o
fantásticas cuyo humor variable cambia en cada momento; hoy alegres, exuberantes, un
poco locas; mañana deprimidas, sombrías y pesimistas. Un humor constante, es más de su
gusto.
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La sencillez, el encanto, la sonrisa, la delicadeza, la dulzura, la fragilidad, la frescura, el


candor, unidos a una sólida virtud discretamente respaldada por un excelente porte general
y por propósitos alegremente sensatos, por una elegancia real y de buen gusto, son todavía
para una chica el mejor medio de hacerse elegir y ser aquella que los jóvenes tomarán
gustosamente como esposa y como madre de sus hijos.

Capítulo VII
AQUEL QUE VOSOTRAS ELEGIRÉIS

Las jóvenes, en general, no pueden elegir directamente al novio, pero siguen siendo
dueñas de su destino porque conservan la facultad de aceptar o rechazar a los que se
presentan.
El mayor error que una joven pueda cometer sería aceptar, por temor de quedarse soltera
o por deseo de casarse a toda costa, al primer pretendiente llegado: mucho mejor el
celibato, que un matrimonio infeliz. Demasiadas chicas imaginan el matrimonio, todo
matrimonio, como el paraíso encontrado: no contemplan ningún sentido a la vida femenina
y se imaginan que fuera de él ésta no valga la pena de ser vivida. Este error ha conducido
a muchas a celebrar matrimonios de valor nulo, del cual tuvieron muy apresuradamente
que arrepentirse. ¿No es acaso profundamente doloroso escuchar a mujeres jóvenes
casadas desde hace seis o doce meses declarar que son irremediablemente desafortunadas
y que, si debieran comenzar de nuevo, no recomenzarían en absoluto?
Para evitar dejarse seducir a la primera ocasión, por la primera persona hábilmente
obsequiosa, las jóvenes deberán fijar "precedentemente", antes de cada encuentro
mundano, antes de cada encuentro sentimental, las condiciones insustituibles a realizar por
parte de aquel que aceptarán como posible esposo.
El principio que debe guiar esta elección es el siguiente: Lo que importa, ante todo y por
encima de todo, es el valor personal del pretendiente; no vienen sino en segundo orden
todas las otras consideraciones más o menos exteriores, como la belleza física, la riqueza,
la posición social, etc.... Estos dones, aunque no despreciables, no constituyen lo esencial,
que está por el contrario en el valor cristiano y humano, tanto moral como intelectual, del
candidato, en una palabra, en su personalidad. Nunca este punto esencial puede ser
sacrificado y cuando éste falta hay que renunciar al pretendiente que se presenta, cualquiera
que pueda ser, por lo demás, su elegancia, la riqueza y la posición social; en cambio,
cuando este punto esencial está asegurado, existe la posibilidad de estudiar con interés la
unión proyectada, aunque las cualidades accesorias sean mediocres.
Antes de aceptar un pretendiente a su mano, antes incluso de frecuentar el mundo, la
joven fije firmemente ciertas condiciones indispensables para aquel del cual aceptará ser
cortejada y que aprobará a aceptar.
Y, sobre todo, que él sea un cristiano, un cristiano convencido si es posible, en cualquier
caso un cristiano practicante. Su fervor religioso responda a las necesidades legítimas de
la joven misma y de la buena educación de los hijos que vendrán. Sin duda es falso
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imaginar que todo incrédulo esté desprovisto de valor e interés. Se pueden encontrar entre
ellos almas verdaderamente leales, cuya incredulidad es causada por el ambiente familiar
y por la educación recibida. Esto no quita que un matrimonio con un esposo incrédulo haga
surgir en la familia, de manera casi fatal, conflictos de conciencia y provoque sufrimiento
que otra elección habría evitado. En la medida en que se tienen convicciones realmente
serias y profundas, se sufrirá de no verlas compartidas por el propio marido. Es también
evidente que la incredulidad del padre pondrá más tarde a los hijos convertidos en grandes
el angustioso problema de la fe; ellos se preguntarán por qué su madre es devota, mientras
el padre no es practicante, y dónde se encuentra la verdadera sabiduría. Puede ocurrir
también que el marido no comparta las convicciones morales de su esposa, sobre todo a
propósito de la fecundidad de la familia; una divergencia de opiniones sobre el modo de
atenerse a una natalidad sabia y juntamente generosa podría poner graves y delicados
problemas de conciencia para la esposa creyente. Aceptar el matrimonio con un incrédulo,
significa casi inevitablemente suscitar en la propia familia inquietudes y sufrimientos y,
muy probablemente, ocasiones de pecado. En una obra tan delicada y tan difícil de
conseguir que la armonía conyugal, es deseable alejar lo más posible todas las causas
fácilmente previsibles de choques y sufrimientos. Es pues mejor imponerse, como
condición insustituible para aceptar una eventual candidatura, la fe católica y el espíritu
cristiano del futuro marido.
Puede ser conveniente recordar que la Iglesia se muestra decididamente desfavorable a
los matrimonios entre creyentes y no bautizados; antes de autorizarlas requiere siempre del
cónyuge no creyente el doble compromiso de permitir a la propia esposa la práctica de la
religión católica y de hacer bautizar y criar en esta religión todos los hijos.
La joven debe mostrarse exigente sobre el verdadero valor moral de su pretendiente y
no sentirse satisfecha en este punto si su conducta no demuestra seriedad. Se debe
dolorosamente deplorar la aberración de algunas chicas que aceptan a jóvenes tarados, del
pasado gravemente agusanado, dedicados al juego, borrachos o libertinos. ¿Se dejan quizás
halagar por la esperanza de que su encanto y la vida familiar pondrán fin a estos
desórdenes? ¡Por desgracia, esta es una dolorosa ilusión, los hechos lo demuestran con
demasiada frecuencia! Sin duda, se podrá mencionar uno u otro joven que, al término de
una juventud aventurera, ha sentado juicio y, por consiguiente, se ha convertido en un buen
marido; y se encuentran por otra parte algunos casos de jóvenes antes virtuosos, que fueron
luego maridos poco fieles. Estas son excepciones. El matrimonio trae por sí mismo bastante
riesgos sin que se añadan otros a la ligera. La prudencia, al contrario, manda prevenir todos
los inconvenientes en el propio juego. Es prudencia elemental para la joven el mostrarse
inflexible en cuanto al pasado correcto y virtuoso de su futuro esposo.
Entre las cualidades morales indispensables, hay una que merece una atención muy
particular, y es el espíritu de laboriosidad. Es infinitamente mejor casarse con un joven de
condición quizás modesta, pero dotado de talento, y sobre todo decidido a trabajar, que con
un rico, recubierto de oro, pero de carácter suave y sin energía. Tanto desde el punto de
vista de las condiciones financieras de la familia, como para la educación de los hijos, el
primero ofrece más garantías de éxito.
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Los círculos burgueses tienden a dar una enorme importancia a la posición social del
novio. Esta actitud no está exenta de legítimo fundamento; se presta, sin embargo, a
frecuentes abusos. La posición social tiene valor solamente como un indicio y garantía
probable de una cierta cultura intelectual y de una educación más elevada; aunque no
constituyendo por sí misma esta garantía, sólo ofrece una mayor probabilidad de ella.
También jóvenes, provenientes de otro ambiente, pueden muy bien tener de hecho una
cultura elevada y una educación refinada. En este punto, como en muchos otros, no se
perderá nunca de vista la norma general de una buena elección: detenerse en el valor de la
persona y no en las condiciones exteriores, sin duda respetables, pero de mínima
importancia,
¡Cuál ardiente lamento experimentan algunas mujeres profundamente infelices con el
marido que sus padres han de alguna manera impuesto, bajo pretexto de conservar la
posición social y de no decaer, mientras que el corazón las impulsaba hacia otro cuya
personalidad habría garantizado su felicidad, a pesar de su posición inferior!
Sin embargo, si el valor de la persona elegida cuenta sobre cualquier cosa, no hay que
perder de vista que no se casan solamente con el marido, sino que, por ello mismo, se entra
en una nueva familia. Una excesiva diferencia social podría provocar sufrimientos,
presentando los vergonzosos acercamientos en las relaciones de familia y en las relaciones.
Por ello se tomarán en cuenta en primer lugar, pero no exclusivamente, las cualidades
personales del candidato, aunque procurando no dejarse halagar ni cegar sobre ellas por un
amor prematuro.
Muchas jóvenes no toman en cuenta la edad de su pretendiente. Es un error. Es deseable
que se elija éste un poco más anciano de la chica. La madurez moral del joven, del mismo
modo que su desarrollo físico, es más tardía que el de la chica. Si se toma demasiado joven,
y es simplemente más joven que la chica, se corre el grave riesgo de no encontrar en él esa
seguridad, la firmeza, el dominio de sí mismo, que se espera y en las cuales se desea apoyar.
Salvo que, por razones fundadas, no os caséis, pues, con un marido demasiado joven, ni
un hombre más joven que vosotros.
Por otra parte, si es deseable casarse con un marido más anciano que ella, no es necesario
todavía que esta diferencia de edad sea excesiva. Una diferencia superior a diez años parece
normalmente un descuido porque puede llevar varios años de viudez. ¿Esta afirmación hará
quizá sonreír? Esto no quita que la media de la vida masculina sea más corta de dos o tres
años de la vida femenina, y que no se equivocaría en las previsiones prediciendo, en
general, a las mujeres más jóvenes de diez años de su marido, un período de viudez de doce
a trece años.
Se refleja también sobre la suerte de los hijos. El marido, también bastante anciano, de
una joven mujer puede aún tener los hijos en una edad en que, pensándolo bien, no se
interesará mucho en su educación o, en cualquier caso, ésta lo cansará demasiado. Existe
además el riesgo terrible de verlos privados de la presencia paterna en el mismo momento
en que, llegados a la adolescencia y a la juventud, ellos tendrían más necesidad:
precisamente a los quince a veinticinco años la influencia del padre es más indispensable.
Las jóvenes no quieren considerar perspectivas tan poco agradables, pero el hecho de no
querer reflexionar sobre ellas y el rechazo de preverlas no modifica en absoluto la realidad.
41

Finalmente, es necesario, evidentemente, que el futuro marido goce de una buena salud,
y este punto no es menos importante que los anteriores. Sin duda ciertas circunstancias
justifican un matrimonio de dedicación; una enfermera, por ejemplo, podrá a veces casarse
con un enfermo, un herido o mutilado. Pero estos casos son del todo excepcionales. Un
marido, un padre de familia, necesita de una salud física y mental vigorosa. Será necesario
no fiarse de las solas apariencias de salud del pretendiente, sino que es necesario estudiar
seriamente su familia y sus parientes, darse cuenta del estado de salud de sus ascendientes,
hermanos y hermanas, los tíos y tías, etc.... y descubrir los casos posibles de tuberculosis,
de neurastenia o de enfermedad mental.
Estas taras, cuando se observan, deberán empujar seriamente a la prudencia y a la
reflexión. Si el joven mismo es de salud mediocre, y sobre todo si él fuese tuberculoso, la
chica debe superar sus sentimientos e incluso su amor naciente y renunciar a la unión
proyectada.
El matrimonio con un enfermo lleva consigo infaliblemente numerosas dificultades:
escasez financiera, el jefe de familia cuesta caro y gana poco; choques conyugales, el
esposo requiere cuidados y su carácter se resiente; deficiencias casi ciertas en la salud de
los hijos, que requieren normalmente una larga serie de preocupaciones, de fatigas y de
inquietudes; menores probabilidades de buena educación debidas tanto a la obsesión
causada por su estado de salud como a riesgos serios de una muerte prematura del padre.
Sería, por tanto, prudente que precedentemente, antes de cada encuentro, la joven
pusiera a sí misma sus condiciones. Ellas parecerán sin duda exigentes; pero no se repetirá
nunca bastante: el matrimonio es una cosa seria y grave y hay que poner todas las
probabilidades posibles de éxito. Mil veces mejor permanecer soltera que ser una esposa
infeliz. Quizás se encontrarán estas exigencias muy sensatas, y no se pedirá nada mejor
que someterse: pero ¿dónde encontrar jóvenes que las realizan? ¿Hay todavía chicas
serias? Preguntan los jóvenes. No hay jóvenes serios, piensan las chicas. Estos juicios son
incorrectos. Existen varias familias verdaderamente cristianas, familias a menudo
numerosas, cuyos hijos responden a las exigencias más difíciles; entre los dirigentes de
Acción Católica, entre quienes se dedican a obras de caridad se encuentran numerosos
elementos de valor. Es por esta parte que hay que mirar y buscar.

Capítulo VIII
EL NOVIAZGO

¿Cuál es el propósito del noviazgo y, en consecuencia, la actitud que se adapta a los


novios?
Es normal que una novia desee encontrarse con su novio y demuestre un placer siempre
nuevo en verlo frecuentemente; pero estos encuentros deben servir para empezar a
conocerse mejor mutuamente, cada vez más sinceramente e íntimamente, de manera que
descubra la posibilidad o la imposibilidad de una unión exitosa, garantía de una vida a dos
de virtud y de felicidad. Es un tiempo de reflexión antes del compromiso más irrevocable
42

que un ser humano pueda tomar durante su existencia; se trata de asegurarse


definitivamente que no se ha engañado en su propia elección. Podría suceder en efecto,
haber sido arrastrada por una impresión demasiado viva, por una atracción espontánea, por
la seducción de cualidades, sobre todo, exteriores o también, incluso, por la disimulación
o por el engaño. Hay que adquirir la certeza de que a estas atracciones exteriores
corresponden cualidades de espíritu y de carácter que permitan esperar una verdadera
felicidad para la familia proyectada.
Las citas de los novios no deben, por tanto, pasar en un continuo intercambio de ternuras.
Estos testimonios leales del afecto que ellos se dan son permitidos y naturales entre ellos,
pero los novios no deberían dejarse absorber hasta el punto de olvidar lo esencial, es decir,
la comparación de sus tendencias y de su carácter.
La novia debe primero asegurarse de que la concepción que el novio se hace de la vida
sea idéntica a la suya en su contenido profundo. ¿Cuál es, por ejemplo, su espíritu
religioso? ¿Su vida cristiana se contenta con la asistencia a la misa dominical y la
frecuencia ocasional de los Sacramentos? ¿O su vida concreta está guiada por fuertes
convicciones que reaccionan en sus acciones, le ayudan a hacer esfuerzos para corregir el
carácter, a vencerse para realizar mejor el deber cotidiano de su estado? Si su religión es
superficial, hay que temer que la educación cristiana de los hijos se resienta. La vida
interior de la esposa corre el riesgo además de no encontrar en la conducta del esposo el
apoyo que ella necesitaría, y encontrar, en cambio, un verdadero obstáculo para su
desarrollo.
En fin, es necesaria una cierta sintonía de visión en los proyectos del futuro y a propósito
de la evolución de la familia. Si los gustos fuesen radicalmente diferentes, el buen acuerdo
encontraría obstáculos quizás insuperables o requeriría tales sacrificios que la felicidad de
uno de los esposos o incluso de ambos se vería seriamente comprometida. También es
necesario que los caracteres se armonicen suficientemente. Dos personas verdaderamente
serias, profundamente cristianas, teniendo concepciones y ambiciones relativamente
idénticas, pueden, sin embargo, a continuación de profundas divergencias, ser incapaces
de entenderse de forma duradera y encontrarse por eso en la imposibilidad de fundar una
familia pacífica y armoniosa.
En definitiva, dado que el matrimonio es la decisión más seria de la vida, el tiempo del
noviazgo debe ser utilizado útilmente para conocerse lo mejor posible. ¿Cómo llegar a este
conocimiento recíproco?
En primer lugar, viéndose: es necesario que los novios puedan intercambiar en
conversaciones a tú por tú sus concepciones y sus proyectos. Estas conversaciones sin
sujeción son necesarias y los padres deben dejar a los jóvenes la oportunidad de
intercambiar, muy sinceramente, sus modos de ver. La frecuencia de estos coloquios
dependerá de la cercanía o la lejanía del matrimonio proyectado. Como regla general, se
desaconsejan los largos noviazgos de un año y más; ciertas circunstancias, como los
estudios que deben terminar o acontecimientos imprevistos, podrán oponerse a los
proyectos primitivos e imponer retrasos. En este caso los novios tratarán de no encontrarse
demasiado frecuentemente. Es imposible verse varias veces a la semana, durante meses y
meses, y permitirse testimonios de afecto, por otra parte, legítimas entre novios, sin entrar
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en dificultades morales inextricables. El amor, de hecho, sufre su ley psicológica y,


fatalmente, si el joven y la joven se ven frecuentemente y se muestran un ardiente cariño,
ellos tendrán mucha dificultad en negarse el don total, por poco que esta situación se
prolongue. Ante la perspectiva de un noviazgo largo, los interesados deben tener en
absoluto bastante prudencia para espaciar suficientemente sus visitas de modo de alcanzar
este doble fin: no aventurarse en un camino perjudicial para su integridad moral, y no dejar
de alimentar suficientemente su mutuo afecto. En el caso opuesto de un noviazgo breve,
aunque no se debe acortarlo hasta el punto de impedir absolutamente darse cuenta de la
bondad de la inoportunidad de la propia elección, las conversaciones entre los novios
podrán ser más frecuentes.
Durante estos encuentros, se tratará de mostrarse con toda naturalidad. Demasiado a
menudo los novios tienen la tendencia a adornar su retrato moral, a hacer alarde de
cualidades, de talentos, o de virtudes que ellos no poseen, o al menos no en el grado en que
lo quieren hacer creer. ¿A qué objetivo arrojar polvo en los ojos e intentar ese engaño? Está
cerca el tiempo en que estas apariencias serán eliminadas y el barniz superficial se
desgastará y se encontrará ante la realidad desnuda. Es infinitamente mejor hacerse conocer
tal y como se es, con su verdadero carácter, con los defectos como con las virtudes, y con
un equilibrio más o menos estable. Así es realmente deseable que estos encuentros se
realicen en familia y no en ambientes superficiales, como los bailes, las tardes, las
reuniones de baile, los teatros, los cines y otras distracciones; no hay nada que valga tanto
cuanto la calma y la paz de las reuniones familiares, las reacciones de los hermanos, las
hermanas y los parientes, el frecuentar el novio en sus ocupaciones y en su ambiente normal
para poder conocerlo bien.
Los novios no se dejarán absorber únicamente por la conjugación del verbo amar. No se
contentarán de conversaciones puramente sentimentales y superficiales, sino afrontarán,
con toda sinceridad, los diferentes problemas que el matrimonio plantea y compartirán sin
reticencias sus ideas y sus proyectos.
Es necesario a toda costa que, durante el noviazgo, los futuros esposos pongan en claro
sus concepciones respectivas a propósito de la vida conyugal y familiar, sobre todo a
propósito del número y la frecuencia de nacimientos y de lo que respecta a la educación de
los hijos. Sobre estos puntos su intercambio de ideas debe ser preciso y muy leal. Se trata
de saber si se contentan de considerar el matrimonio como un simple juego de placer en la
alegría de vivir en dos abandonándose al amor, o si consideran el perfeccionamiento del
cónyuge como un deber de estado, que se preparan a cumplir y para actuarlo intentarán los
esfuerzos necesarios. ¿Se está de acuerdo, también, en tener hijos, muchos hijos? ¿Se
comparten las mismas opiniones respecto a su educación, sobre todo para la elección de
las escuelas y colegios? Todas cuestiones muy graves, ya que se trata en ellas del futuro
temporal y eterno de seres humanos. Así un desacuerdo en estos puntos esenciales sería de
tal naturaleza que provocaría conflictos profundos entre los esposos. Es mejor verlos y
debatirlos durante el noviazgo, así se evita lo irreparable, mientras se está aún a tiempo y
no comprometerse a un matrimonio en el cual el futuro, además, parecería cargado de
dificultades irreparables. ¿Acaso no es preferible darse cuenta a tiempo de divergencias tan
graves que constatarlas cuando sea demasiado tarde? Si se manifiesten disensiones tan
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considerables sería mejor romper el noviazgo a tiempo útil, más que encaminarse a una
unión desafortunada.
Los novios tendrán premura de tratar lealmente estas cuestiones. Si, por un motivo u
otro, el novio se negara, la novia podría, a pesar de ello, llegar en parte a alcanzar su fin.
Evidentemente evitará hacerle sufrir un interrogatorio de juez instructor, pero las mil
ocasiones de la vida común, la visión de una mamá acompañada de muchos niños, un
discurso escuchado, el pasar delante a lugares de diversión, la actitud observada en la
intimidad con ella, le permitirán más de una vez golpear al vivo las reacciones espontáneas
frente a los graves problemas por aclarar: fecundidad de la familia, educación de los hijos,
vida religiosa, ambiciones para el futuro, espíritu de fe, dedicación, trabajo, caridad.
Es, por tanto, absolutamente normal y natural, que los novios puedan verse en las
conversaciones a tú por tú, lo cual no requiere ni refugios, ni lugares desiertos, ni soledad
absoluta. Cuando puedan hablar libremente e intercambiar lealmente sus ideas, la esencial
estará a salvo.
¿Cuál debe ser la actitud de los novios a tú por tú? Evidentemente pueden darse
testimonios de afecto. Todos los signos normales de este afecto, supuesto que permanezcan
en el nivel sentimental o sensible, son perfectamente permitidos entre novios. Porque se
aman ardientemente y honestamente, es más que natural, normal y bien que ellos se lo
manifiesten sensiblemente. Como cortésmente escribe S. Francisco de Sales: "El beso es
la manifestación viva de la unión de los corazones; en todos los tiempos, como por instinto
natural, ha sido utilizado para representar el amor perfecto, es decir, la unión de los
corazones, y no sin razón; porque, cuando se besa, se aplicará una boca a la otra para
testimoniar que se querrían derramar las almas una en la otra mutuamente para unirlas en
una unión perfecta, y porque en todos los tiempos y entre los más grandes santos del
mundo, el beso fue el signo del amor y la dilección. Pero ¿a qué tipo de unión tiende? El
beso representa la unión espiritual que se realiza mediante la mutua comunicación de las
almas; ciertamente es el hombre que ama, pero él ama mediante la voluntad". El beso pues
lleva en sí un corazón, y se esfuerza en traducir en él todo el afecto y la ternura. Besos
dictados por este amor, ardiente y juntamente respetuoso, espiritual y tierno, son
naturalmente los más legítimos entre novios.
Hay distintos modos de besarse. Se puede expresar en un beso un profundo respeto por
aquél al que se da este signo. Se puede en otras circunstancias poner en él todo el ardor de
su afecto, la ternura del corazón, la lealtad del amor. Un beso también puede expresar una
voluntad pasional de posesión o de donación. Se distinguirían así en tres tipos: el beso
respetuoso, el beso afectuoso o amoroso y el beso pasional o apasionado. Desde que éste
sigue siendo la expresión de un amor real y profundo sin que se añada ningún deseo
consciente o voluntario de sensualidad, el beso permanece perfectamente noble y legítimo
entre novios. En cambio, cuando expresa una búsqueda de placer personal y sensación
agradable, cuando éste manifiesta el deseo de posesión o de donación, se convierte en
reprensible. Éste es normalmente el caso del beso pasional, prolongado y ardiente, boca a
boca; este gesto expresa ordinariamente una voluntad de posesión y de donación mutua, y
es, en cualquier caso, la vía y la ocasión (Algunos habrían deseado que nosotros
condenáramos sin reserva el beso en la boca y lo reprobáramos absolutamente. "En la
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mayoría absoluta de los casos, se escribe, es muy grande el peligro de dejarse llevar
demasiado lejos". En conciencia, no creemos poder adoptar una actitud tan radical. En
primer lugar, porque es nuestro deber no falsear las conciencias y no presentar, como
pecado en sí mismo, una manera de hacer que, según S, Francisco de Sales, no es culpable
en sí. Además, porque en nuestro Libro nosotros tratamos de "educar", demasiadas obras
se contentan de acumular las "prohibiciones", sin preocuparse de enseñar cómo actuar
bien. Hay un arte cristiana de amar y de besar, cuyas prescripciones de la otra parte se
reagrupan con las del verdadero humanismo. ¿Cómo se puede querer que nuestros jóvenes
la pongan en práctica, si no se les enseña claramente y en forma positiva y constructiva?
En ausencia de estos consejos, cada uno se entregaría a los impulsos instintivos del
temperamento y de la sensibilidad, y se sabe que en el hombre estos llevan
espontáneamente a los excesos sensuales. Es esta enseñanza positiva que nosotros nos
esforzamos por dar y quisiéramos que nuestros jóvenes aprendieran a besarse con ardor
y juntamente con castidad.
Pero nuestros correspondientes tienen razón de querer que se ponga bien en guardia a
la juventud contra el beso en la boca. Si no se está atento se convierte con demasiada
facilidad em pasional y toma otras formas que lo son aún más. Del resto si sólo quiere
manifestar un afecto mutuo, ¿por qué no recurrir a los besos en la frente o en sus mejillas
que pueden ser también ardientes y amorosos aunque más espontáneamente castos?).
Ahora si todos los signos de afecto sentimentales y sensibles son permitidos entre
novios, por el contrario, todo lo que constituye premisa psicológica normal y con mayor
razón todo impulso ardiente hacia la donación total recíproca es reprensible y culpable. No
se tomen por otra parte estas prohibiciones como prohibiciones arbitrarias de Dios; ellas al
contrario no son otra cosa si no la expresión de una necesidad sana y apremiante del bien
social. ¡Si la donación total era lícita fuera del matrimonio, si una simple promesa o la sola
intención de casarse bastaran a legitimarla, ¡qué graves daños se seguirían para la joven y
para el fruto posible de su unión! Se ha referido esto más arriba (segunda parte, cap. VI).
Los novios utilizarán pues plena rectitud y perfecta lealtad para mantenerse en el justo
medio entre las simples necesidades de un afecto mutuo que es justo manifestarse y la
prudencia necesaria para evitar los impulsos intempestiva del instinto. Evitarán llegar
imprudentemente al borde de lo que está permitido, y, al contrario, controlarán y mirarán
sus manifestaciones afectuosas, se mostrarán tanto más prudentes en cuanto más su
noviazgo parecerá tener que prolongarse (¡Cuántos jóvenes que hace poco se han conocido
llegan ya en quince días a los besos ardientes y pasionales! ¡Si posteriormente se hacen
novios, y su noviazgo viene a durar varios meses, o incluso años, uno se pregunta a qué
manifestaciones de afecto podrán recurrir para testimoniarse honestamente el calor
creciente de su amor!). Buscarán acentuar preferentemente las expresiones emocionales y
espirituales de su amor, atenciones, delicadezas, amabilidad...
Desde este momento comienza la tarea de la mujer de educar en el amor y de
espiritualizar el matrimonio. Lejos de provocar a su novio tentaciones pasionales con besos
demasiado ardientes, demasiado prolongados o frecuentes, la novia se dará solícita
atención a frenarlo a tiempo por esa vía perjudicial que su temperamento masculino lo
arrastra tan fácilmente. Tomando la costumbre de hacer prevalecer en sus signos de afecto
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los elementos espirituales y sentimentales más que los físicos, se prepararán ambos a vivir
un amor completamente humano. Este amor comprende sin duda, para ser completo, un
elemento físico, pero, si respeta la jerarquía natural de sus componentes, debe prevalecer
la amistad de los corazones y el afecto de las almas sobre los elementos sensibles.
Ayudando así al novio a regular su amor, a poner en el beso todo su corazón y toda su
alma, la novia lo preparará para realizar mejor su deber de esposo: Él que -incluso como
tal- desde las manifestaciones más íntimas y totales del amor, debe amar siempre en primer
lugar con su alma y con su corazón.
Sin embargo, si con motivo de manifestaciones de afecto normales, de besos tiernos pero
leales, la novia sintiera reacciones de orden sensual involuntario, ella no se alarme;
reiterará su voluntad y su intención de no vivir que para un amor todo puro, únicamente
sentimental y espiritual, hasta el día del matrimonio y pedirá la ayuda sobrenatural de Dios.
Si, al contrario, estas reacciones eran debidas a manifestaciones de amor demasiado
íntimas o demasiado pasionales, recibirá una lección útil para el futuro y evitará a
continuación las manifestaciones exageradas de afecto. Lo hará tanto más voluntariamente
en cuanto que el hombre es mucho más inflamable que la mujer en este campo, y aunque
a ella le parece no correr el peligro de deslizarse hacia la sensualidad, debe acordarse de la
extrema fragilidad masculina y evitar convertirse para el novio en una tentadora y en una
ocasión de caída.
Esta conducta es delicada y requiere mucha rectitud y lealtad. Sin embargo, el principio
es muy claro: están permitidos todos los testimonios de afecto honestos, leales, ardientes,
nobles; quedan excluidas las manifestaciones sensuales y todo lo que arrastra o se acerca
a ellas.
Los novios tienen la tendencia a creerse aislados en un mundo todo suyo, mientras que
casándose se entra en una familia. Así la joven tomará premura en comprender y en
apreciar a sus suegros. No olvidará que primero de ellos, de su generosidad y dedicación,
su novio es deudor de las cualidades que la han fascinada. Dado que una vez casada, ella
deberá frecuentarlos, amarlos y vivir con ellos en buena armonía, se esfuerce ya al
comienzo en conquistar su corazón con su deferencia, con el respeto y la amabilidad.
La novia no debe olvidar que, tanto en la familia de su novio, como en la propia, hay a
menudo hermanos y hermanas más jóvenes. Tenga pues cuidado de que las
manifestaciones de afecto, además legítimas, que cambia con el novio, no se conviertan
para ellos en ocasión de escándalo. A veces se requiere poco para turbar a un alma inocente,
especialmente en la edad de la adolescencia. Hacia los quince o dieciséis años el espíritu
de los chicos o chicas está alborotada y la conducta de la hermana mayor podría ejercer
sobre sus almas repercusiones perjudiciales.
Finalmente, desde la conclusión de su noviazgo, la joven se esforzará aún más
activamente en ejercitar las virtudes propias de la esposa cristiana; se mostrará más dulce
en la familia paterna, y más sonriente, más tierna y afectuosa, procurará frenar más su
variable sensibilidad y sentimentalidad y reprimir sus reacciones instintivas.
Esta concepción del noviazgo es sana y sabia: reconoce a la razón y a la prudencia la
parte legítima que les toca antes del compromiso más grave que dos seres humanos puedan
asumir uno frente al otro; concede al mismo tiempo al corazón y a las necesidades de
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expresión de un afecto mutuo la satisfacción de sus legítimas demandas. Es inútil decir que
el tiempo del noviazgo debe estar de forma particular bajo la mirada de Dios y que el novio
y la novia se unirán frecuentemente, de cerca o lejos, en una oración común; oración para
el presente y oración para el futuro, para que su familia esté unida, fundada sobre el amor,
cristiana, fecunda de gozos y de virtudes.

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