FPMR
FPMR
FPMR
I. Oficialito
II. La orden
III. Nueva identidad
IV. Historias de aeropuertos
V. El ingreso clandestino
VI. Un árbol en la plaza
VII. Primeras tareas
VIII. El apagón que dio luz al Frente
IX. La voz esperanza
X. La Escuela Nacional
XI. Carlitos en la memoria
XII. Ñanculef
XIII. El corazón también combatía
XIV. En el sur mapuche
XV. El súper ratón
XVI. La última orden de Benjamín
XVII. Eduardo
XVIII. Los pasos vigilados
XIX. Este es el culiao que se murió…
XX. El perro león
XXI. Los perjúmenes del pasado
XXII. Somos tranquilos, pero nunca tanto
A Avelina Cisternas por el apoyo permanente a la realización del libro.
A Soraya Marín, Francisco Núñez, Carlos Jiles, Juan Luis Vásquez, Claudio Pérez,
Carlos Lagos, por sus aportes y comentarios que enriquecieron mi trabajo.
A la Editorial Ceibo.
Todo le hacía recordar los tiempos en que él tenía la misma edad de los que
ahora se preparaban para desfilar por la Alameda y, en medio de ese vibrante
tumulto de gente, no podía dejar de comparar las marchas de la Unidad Popular,
en las que él participaba siendo un adolescente, con aquella a la que se había
sumado ahora. Iba pensando que las manifestaciones cambian del mismo modo
en que cambian los tiempos. En los años del gobierno de Salvador Allende, por
ejemplo, las marchas eran verdaderas fiestas populares marcadas por un gran
compromiso social e ideológico. Después, las manifestaciones contra la dictadura,
en los años ochenta, tenían un carácter altamente combativo y eran
drásticamente reprimidas.
Casi cuatro décadas atrás, según recordaba, no eran tan diversas las
agrupaciones políticas que marchaban. Es más, pensaba, ahora casi no se veían
desfilando las banderas de los partidos de esos años. Recordó, por ejemplo, al
Partido Socialista, antes muy combativo y numeroso y que ahora se había
convertido en una especie de asociación de administradores de oficinas del Estado
o de empresas, según el gobierno de turno. Aun así, pudo reconocer a algunos de
sus antiguos militantes, medio de incógnito o disimulados, como si temieran ser
repudiados por los manifestantes.
Por un instante Manuel se quedó sin aliento, casi no podía creer que
encontrara de nuevo a aquella mujer que había marcado una etapa tan hermosa
de su vida. Era la Carmen, sin lugar a dudas. Imposible equivocarse. ¿Era ella? Sí,
era ella. Qué maravillosa mujer. Manuel se quedó durante unos minutos
observándola. Se había convertido en una mujer mayor y conservaba la hidalguía
que la caracterizara en los años ochenta. La vio gritando y coreando consignas
contra la construcción de las represas con la misma fuerza y carácter de antaño,
cuando lo hacía contra la dictadura. Sintió una gran emoción, como si en ese
instante su pasado clandestino y combativo se hiciera otra vez presente. Recordó
una acción, la primera en la que participó como combatiente al regresar a Chile.
En ese entonces, la Carmen le había dicho con gran autoridad: “sea bien
hombrecito, compañero y ponga las cargas con mucha calma en los pilares de la
torre, tal como yo le indico. Tranquilo, que lo estoy protegiendo, oficialito. De aquí
salimos todos, o no sale nadie”. Así era la Carmen, su primera jefa de grupo
operativo en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Como una tromba, ante la sorpresa de sus camaradas, partió en dirección del
que osaba observarla fijamente y, antes de abrazarlo, se quedó mirándolo a los
ojos, emocionada.
–¿Eres tú? –Y como por arte de magia volvieron a brotar las palabras de antes,
las de los tiempos de los contactos secretos. –¿Se ha portado a la altura,
hermano? ¿Nada que reportar, compañero?
–Por supuesto que estoy limpio, jefa, –respondió Manuel, militarmente. –Nada
que reportar.
Qué gran abrazo se dieron. Tanto, que los que andaban junto a ella en la
marcha los miraron con sospecha. Fue un abrazo tremendo, trastabillaron por la
fuerza del encuentro y hasta lagrimones hubo de lado y lado.
La emoción les hacía decir frases entrecortadas. Manuel notaba los ojos de
Carmen húmedos y brillantes. Él tampoco podía controlar su emoción.
–Estoy más viejo, lloro por cualquier cosa, –se disculpó Manuel.
Alguien del grupo de Carmen fue acercándose a la escena, mirando con mucho
recelo.
–Tranquilo, mi amor, –le dijo ella al hombre que se aproximaba. –No te pases
películas. Este es un combatiente, un hermano que conocí en otra época. Un
sobreviviente, como yo, el oficialito de las historias que te he contado tantas
veces.
De repente, como si hubiera recordado algo muy importante, tomó las manos
de Manuel entre las suyas y le gritó. “¡No te imaginas con quién ando!”. Levantó
su mano derecha, haciendo una señal hacia la multitud. “¡Con tu yunta del alma,
el Arturito!”, y señaló hacia algún lugar detrás de ella. “Quedó vivo también,
oficialito, como tú y como yo. Aunque ahora se las da de ecologista el güeva, pero
está muy entero”.
Manuel vio a Arturo. Cojeaba de una pierna a medida que se iba acercando. Se
abalanzó hacia él y los tres se fundieron en un solo abrazo. Los demás no sabían
qué decir, los miraban en silencio.
Carmen, muy seria, tomó a ambos por los hombros. “Siete combatientes tenía
nuestro grupo. Si tuviera que dar un parte de guerra, como los de antes, debería
decir: Compañero Aurelio, el Grupo de Combate Tatiana Fariña se encuentra,
después de veinte años, con la siguiente formación... Todos más viejos que la
cresta, con tres presentes; una hermana asesinada, la Ximena; uno en el exilio,
Alberto; y uno arrepentido, el Lucho, que al parecer olvidó su historia y los
compromisos contraídos… Nos merecemos unas buenas chelas por este
reencuentro”, concluyó, abrazándolos, sin poder ocultar lo emocionada que
estaba.
Desde comienzos del año 1983 esperaba esa noticia, cuando empezaron a
partir a Chile, en forma clandestina, los primeros compañeros preparados como
oficiales en las academias militares de Cuba, todos con servicio activo en las
unidades militares regulares de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, FAR y más
tarde con experiencia de guerra en las luchas de Liberación Nacional en países de
Centro América.
Apenas dos años después del golpe de Estado al gobierno de Salvador Allende,
a mediados del año 1975, Manuel, junto a medio centenar de jóvenes militantes
de la izquierda, comenzó a formarse en las escuelas militares cubanas, para
convertirse en oficial profesional. Cumpliendo órdenes de las directivas
partidarias, principalmente de los partidos Comunista y Socialista de Chile, todos
abandonaron sus estudios y trabajos y se alistaron en las FAR. La preparación se
prolongaría por un largo periodo. Los primeros graduados se formaron en las
especialidades militares de Infantería y Artillería y los que siguieron lo hicieron en
las más variadas disciplinas. El Ejército de Cuba, que integraban, contaba con una
alta preparación militar y participaba de manera importante en múltiples misiones
internacionalistas en varios continentes, donde sus mandos y soldados
participaban directamente o como asesores militares. Luego del período de
estudio y preparación, los jóvenes chilenos se transformaron en oficiales de tropas
de combate y se incorporaron a las unidades de ese Ejército.
A partir del año 1979, por disposición de los mandos militares y políticos
cubanos y con la autorización de sus partidos, estos jóvenes se unieron a la
guerrilla nicaragüense del Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN, y fueron
parte del triunfo de esa revolución centroamericana. Otros oficiales chilenos
formados en Cuba siguieron el camino hasta El Salvador, incorporándose a las filas
de la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN.
En esa vorágine, tanto para Manuel como para sus compañeros, el peligro no
era un obstáculo. Tampoco se medían las decisiones con el parámetro del riesgo
que hubiera que aceptar. Ninguno de ellos calculaba costos personales, pues el
deseo de aportar a que terminaran los crímenes de la dictadura con la experiencia
acumulada en el exterior, era lo que finalmente inclinaba la balanza para acatar la
orden. En sus mentes no existía otra decisión correcta. Manuel estaba convencido
que el no aceptar, el rebelarse, era incorrecto y motivo de descalificación moral y
revolucionaria. La posibilidad de participar activamente –en el papel que fuera–
en las luchas diarias que llevaban a cabo miles de personas en Chile en la
resistencia contra la dictadura, era la motivación principal de los internacionalistas
que, como él, por las circunstancias particulares de la historia, los tenía con
residencia momentánea en esas tierras centroamericanas y del Caribe.
Para Manuel, la fórmula con que se regía su vida era sencilla: la disposición a
entregarlo todo, inclusive la vida, lo más preciado que tiene un ser humano, era
directamente proporcional al grado de criminalidad de la dictadura chilena. Como
lo expresaba en sus conversaciones durante los encuentros o discusiones con sus
compañeros, “los militares chilenos, en especial sus indignos generales, han
decidido arrasar con la vida de sus propios conciudadanos, asesinando a mansalva
a inocentes, matando menores de edad, violando y torturando mujeres y
haciendo desaparecer sus cuerpos para mantener por siempre el dolor de sus
familiares. Es contra esa indignidad, contra ese proceder que nos hemos
preparado”, decía, remarcando sus palabras, “para enfrentar la cobardía de esa
generación de altos oficiales de las Fuerzas Armadas chilenas que cometen todos
esos crímenes para recuperar los privilegios que la derecha había ido perdiendo
con la aplicación del Programa del gobierno democrático de Salvador Allende”.
Por eso se había convertido en militar. En otro tipo de militar.
Ellos, los que se habían formado como oficiales en Cuba, entendían que la
formación de los militares de las Fuerzas Armadas y de Carabineros de Chile es y
ha sido clasista y que les induce, como resultado de ello, a defender siempre los
intereses de la derecha económica y política, la minoría espuria que se siente
dueña del país. Los oficiales y soldados chilenos, con honrosas excepciones,
terminaban siempre reprimiendo brutalmente a los que debían proteger, a los
ciudadanos chilenos. Los oficiales de esas otras FFAA eran el brazo armado de la
derecha y para ello contaban con la garantía constitucional del monopolio en el
uso de las armas.
Desde que Manuel había recibido y aceptado la orden de regresar al país, aquel
1984 y se había puesto a disposición de los dirigentes que conducían la lucha
clandestina, han pasado muchos años. Durante años y hasta el día de hoy, ha
seguido pensando que resulta importante que los jóvenes, las nuevas
generaciones de chilenos, conozcan y valoren cómo se las ingeniaron cientos de
chilenos, no solo para salir de Chile escapando de la represión –sin duda tarea
muy difícil–, sino también conocer cómo fue que muchos otros lograron ingresar
como combatientes, traspasando las fronteras en forma clandestina en los años
ochenta, para luchar contra la dictadura, burlando la seguridad y la represión de
los militares golpistas.
Quizás la mayor traición de esos dirigentes, sobre todo los del Partido
Socialista, había sido transformar a combatientes en delatores de sus propios
compañeros en la llamada “Oficina”, desde donde compraron sus conciencias,
enlodando para siempre sus historias personales.
En fin, lo que permitió años antes a Manuel esperar pacientemente el llamado
para regresar al país, fue su disciplina militante. Otros de sus compañeros, como
Moisés Marilao Pichún –oficial mapuche que luego cayera en la ciudad de Temuco
el ’84–, Raúl Pellegrín, Roberto Nordenflych y tantos internacionalistas que
sobrevivieron al triunfo de la Revolución en Nicaragua, ya estaban para entonces
en el interior de Chile; habían ingresado clandestinamente al país, al igual que
antes lo hicieran los combatientes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria,
MIR. El espíritu de entrega y de lucha era sin dudas un denominador común entre
los contingentes del MIR, del futuro Frente Patriótico Manuel Rodríguez y de un
número importante de socialistas y comunistas.
Con el paso de los años, estas ideas –que a muchos en su época sonaron
alarmistas–, no hicieron sino reafirmarse en mayo de 2012, cuando Manuel y Chile
entero escucharon decir al ex Presidente Patricio Aylwin, golpista
democratacristiano devenido en líder de la Transición, que nunca había siquiera
pensado en juzgar al dictador Pinochet. Lo pensó antes Manuel y lo confirmaba
aquella declaración: Aylwin pasaría a la historia como un sujeto cobarde y
mentiroso.
III. Nueva identidad
Manuel estuvo acuartelado en una casa de seguridad de la capital cubana por
más de un mes cuando ya estaba tomada la decisión de volver al país. Era parte de
la preparación. Debía aprender todo lo relacionado con la nueva identidad que
adoptaría para su viaje clandestino de retorno a Chile. Lo haría bajo otra
nacionalidad y se decidió que la más conveniente era la argentina. Iba a suplantar
a un ciudadano argentino para ingresar a su patria.
Aníbal Alberto Valencia Volper. Esa era su nueva identidad, la que usaría para
desplazarse por Europa y para entrar a Chile. Una vez en el país, la cambiaría por
una nueva identidad y papeles de identificación chilenos, que también llevaría
lista y aprendida desde antes de su partida.
Suena fácil este aprendizaje, pero cuando es la vida de otro, cambia totalmente
la cosa. Un dato importante era que aquella identidad era real, lo que le daba un
poco más de seguridad, pues Valencia existía realmente en Argentina, a diferencia
de otras identificaciones que se utilizaban en esas lides y que eran totalmente
inventadas.
A propósito del fútbol fue que tuvo una agria y absurda discusión con su
instructor en la casa de seguridad. Le habían ordenado que fuera fanático de Boca
Juniors. Pero sucedió que Manuel tenía un tío que permanentemente viajaba a
Argentina y era fanático del club deportivo River Plate, archi rival de Boca. Gracias
a ese familiar, en el dormitorio que Manuel compartía con sus hermanos desde
pequeño, tenía pegado varios afiches del club River. Este hermano de su papá
memorizaba las mejores jugadas de ese equipo y se las relataba con lujo de
detalles, ante la emoción de Manuel y sus hermanos.
–Y qué sé yo, –le decía Manuel cansado, usando el mismo acento porteño.
–Bueno, mi socio, –le decía el profesor, volviendo a ser el cubano que era, –si
no quieres seguir trabajando, nos vemos mañana.
Manuel siempre había sido un poco tímido para hablar en público y este
instructor le exigía que practicara los modismos de los habitantes de Buenos Aires.
Lo hacía caminar hablando en voz alta por la casa, gesticulando como si fuera un
porteño de tomo y lomo. Pero cantar, eso fue lo que más le costó, cantar con
naturalidad y como un verdadero argentino el himno nacional de ese país. Lo
obligaba a cantar en voz alta el himno nacional argentino para que se lo
aprendiera bien. Al final le tomó cariño a esa canción, tantas veces entonada,
porque con el tiempo descubrió que todos los himnos americanos dicen
prácticamente lo mismo.
Además de la canción nacional de Chile, conocía el himno de Nicaragua, el de El
Salvador y el de Cuba, todos de memoria. Los había aprendido en innumerables
actividades políticas y en formaciones militares y guerrilleras, cuando se saludaba
la bandera correspondiente. Estos himnos solo tenían letras diferentes, pero el
espíritu era el mismo. “Oíd, mortales, el grito sagrado. Libertad, libertad, libertad.
Oíd el ruido de rotas cadenas. Ved en trono a la noble igualdad”. Eran las estrofas
que aprendió encerrado en esa casa de La Habana por necesidad, obligado, para
concordar y hacer honor al pasaporte que lo llevaría a Chile.
La primera parte del viaje rumbo a Chile se haría por Europa, del campo
socialista al capitalista. La primera prueba de fuego sería pasar de uno a otro lado.
Aunque Manuel ya había estado antes en ese continente, nunca había conocido
los países fuera del campo socialista. Le preocupaba su poco manejo del inglés o
de cualquier otra lengua que pudiera servirle, pero se las arreglaría como lo
habían hecho sus compañeros que le precedieron.
La RDA era el primer país llamado socialista de Europa que visitaba Manuel.
Mientras esperaba su conexión a Bulgaria en el aeropuerto, se quedó observando
a una trabajadora alemana que hacía el aseo en los baños y que intentaba mover
su pesado carro de utensilios de higiene que se había atascado. Manuel fue en su
ayuda y la mujer se quedó viéndolo muy extrañada. Manuel esbozó una sonrisa.
Imaginaba –tenía la certeza– que la compañera aseadora era feliz, una obrera de
un país que había llegado al socialismo, aunque no le devolviera la sonrisa.
Llegó por fin al aeropuerto de Sofía. El problema del idioma fue peor que en
Alemania. De lo que le dijeron los funcionarios aduaneros búlgaros nunca
entendió nada. Aquella vez llegó a auxiliarlo un compañero chileno radicado en
ese país, que sabía del viaje y hablaba el difícil idioma. Los funcionarios búlgaros,
se enteró Manuel, estuvieron a punto de detenerlo por sospechoso e
indocumentado, a pesar que su papelito cubano de identificación portaba un
nuevo timbre, el sello de ingreso a la RDA, aliada política en esos entonces de
Bulgaria.
Al salir del aeropuerto lo recibió una funcionaria del gobierno búlgaro. Era ella
quien le había extendido la invitación al encuentro con los veteranos de guerra y,
de ahí en adelante, todo mejoró para Manuel. Repentinamente comenzó a ser
tratado con respeto, reconocido como un combatiente internacionalista y un
oficial de las Fuerzas Armadas de Cuba. Todo eso era precisamente lo que decía el
dichoso papelito que portaba, pero en castellano.
Para él, que había salido de Chile hacía más de diez años, esos letreros no
significaban absolutamente nada y aunque había aprendido algunas palabras en
inglés, eran solo las más necesarias y, sinceramente, le alcanzaban para muy poco.
Siempre se había sentido orgulloso porque algo entendía de mapudungún, la
lengua del pueblo Mapuche, pero obviamente tampoco le servía de nada ese
conocimiento en Alemania. El pueblo donde había pasado una parte importante
de su vida estaba ubicado al sur de Chile, en la zona de Arauco, que estaba muy,
pero muy distante de donde se encontraba en esos momentos como falso turista.
Pero no era que estuviera tranquilo. Ser clandestino y viajar con una identidad
suplantada por Europa era una experiencia nueva para él. Durante la guerra
revolucionaria centroamericana, a pesar que usaba un nombre falso, se sentía
mucho más seguro pues andaba armado y rodeado por todos sus compañeros. En
la guerrilla, del enemigo lo separaba un borde delantero bien delimitado por
trincheras, todas muy claras y de cada lado se dislocaban las fuerzas en contienda.
Por lo general estaba claro donde andaba el contrario. En cambio, en el
aeropuerto en que se encontraba no sabía por dónde podía aparecérsele. En esas
situaciones, le había dicho el instructor que lo preparó, el enemigo a veces son
nuestros propios miedos y errores, así que nunca hay que confiarse. Le quedaba
claro que en la continuación del viaje debía estar muy atento y no cometer ningún
tipo de fallas, se le podía ir la vida en ello. Si sus otros hermanos habían logrado
cruzar Europa sin problemas, él también lo lograría, se animaba. Entrar
clandestino a Chile era su principal meta del momento.
Las instrucciones que tenía eran que, una vez pasada la inmigración alemana,
debía salir del aeropuerto, dar vueltas por Fráncfort, dormir uno o dos días en
algún hotel y luego volver a la terminal aérea y comprar el pasaje para continuar
vuelo a su querido país.
Llevaba tres días de viaje desde que había salido de La Habana. El embarque en
el avión a su salida del aeropuerto de Cuba le recordó el de su traslado a
Nicaragua para incorporarse a la guerrilla. Entonces tuvo que esperar en una
oficina privada hasta que el avión estuviera listo, con todos los pasajeros normales
arriba y solo en ese momento los llamaron a abordar el avión con destino a
Panamá. El inicio de este viaje definitivo fue parecido al primero. En un momento
su instructor le hizo una seña y Manuel entendió que había llegado su turno de
subir al avión, el vuelo estaba listo para partir.
Ingresó al avión por la puerta trasera con su maestro que le estrechó la mano y
le dio unos golpecitos en la espalda. “Manuel, ándate a tu asiento, haz como si
vinieras de los baños, ahora sigues solo, compañero… y… ¡Hasta la victoria
siempre, chileno!”. Así de sencilla había sido su despedida de Cuba.
Para llegar a Europa, Manuel viajó en dirección a Canadá, el inmenso país del
norte de América. Después de varias horas de viaje, aterrizaron en el aeropuerto
de Gander ubicado en Terranova, la costa atlántica, una isla gigante medio
congelada. ¡Qué manera de hacer frío! Sobre todo para quien venía de Cuba.
Hacían diez grados bajo cero, según informó un policía canadiense de casi dos
metros de altura que se les acercó en plena pista a todos los pasajeros en tránsito.
Desde Canadá el viaje hizo otra escala, esa vez en Alemania Oriental, la RDA.
Llevaba todos los documentos necesarios, pasaporte, cédula de identidad, varias
fotos de familiares que nunca existieron. Todo era falso. Afortunadamente no
tuvo problemas y solo rogaba no encontrarse con los mismos risueños oficiales de
inmigración que lo habían retenido en su viaje anterior a Bulgaria. Embarcó luego
a Checoslovaquia, donde tuvo el último contacto con alguien de confianza. En ese
lugar, el dirigente comunista Ernesto Araneda le regaló un abrigo largo,
vestimenta que Manuel había dejado de ver desde que había salido de Chile, y la
compañera “María”, como a muchos, lo alimentó en su propia casa y completó su
vestimenta de viaje. Su trayecto siguió hasta Polonia, desde donde se trasladó a
Fráncfort, la ciudad donde se encontraba en ese momento. Había dado el paso
más delicado de la primera etapa de su periplo, salir del campo socialista y entrar
al mundo capitalista europeo, en plena “guerra fría”.
Se acercó con curiosidad a la puerta del local, atravesó las tiras de colores y
entró. Inmediatamente sintió las miradas sobre él. El lugar no era una carnicería.
Lo primero que vio a la entrada fue un póster mostrando una pareja
contorsionándose en una complicada posición sexual; otra foto enseñaba a una
mujer vestida de cuero, con un gran látigo en la mano derecha, muy dispuesta a
chicotear a cualquiera. Las vitrinas estaban repletas de productos relacionados
con el sexo. “Este es el mundo libre, como le llaman”, dedujo Manuel. De
inmediato quiso salir del lugar, pero como no quería llamar la atención, decidió
quedarse, “solo para hacer tiempo”, se dijo, dándose explicaciones a sí mismo. Le
perturbaba la idea del informe que tendría que entregar a sus jefes cuando se
encontrara con ellos. “Será complicado cuando les relate esta nueva experiencia”,
sonrió. En sus bolsillos tenía algo de dinero para gastar durante el viaje, pero
dudaba si debía guardar las boletas para justificar sus gastos, especialmente el
que se aprontaba hacer “para no llamar la atención”.
Años después, Manuel relató a sus compañeros, ya que quería ser sincero con
ellos, que “no les puedo mentir a ustedes, hermanos… Igual gasté algo de plata en
esa tienda. Primero pensé que sería un solo marco alemán, porque encontré unas
máquinas parecidas a un televisor, donde uno debía colocar una moneda para ver
una película triple, pero no porque la viera tres veces, sino triple X. Pero la película
no tenía ninguna gracia; le escena consistía en ver cómo se desvestía una hermosa
señorita, pero lamentablemente no pude verla completa, porque de repente la
película se detuvo y la máquina me pedía un nuevo marco. Me prometí que nunca
más caería en el jueguito… pero igual puse otra moneda, para no perderme el
desenlace”.
De nuevo por los pasillos del aeropuerto iba recitando en voz baja las
instrucciones para sus siguientes pasos. Se dispuso a salir del terminal para dar
unas cuantas vueltas por la ciudad, alojar en alguna parte y conseguir folletos de
turismo que justificaran su “viaje de placer”. Esos folletos le servirían para
demostrar, en caso de ser necesario en Chile, que andaba de paseo por Europa.
Después de eso, podría volver de nuevo al terminal aéreo para comprar el
siguiente boleto hacia América del Sur. Esas eran sus instrucciones, además de
cuidar que por ningún motivo su itinerario de vuelo hacia Chile hiciera escala en
Argentina, debido al pasaporte que portaba.
Poco más tarde, con el nuevo boleto en las manos, le restaba solo esperar el
vuelo y que la suerte y todos los santos que quisieran lo acompañaran en su viaje.
Llegaba finalmente la hora, la que ya habían vivido muchos de sus hermanos
internacionalistas. Abordó el avión de Iberia. Sentía que al fin tendría la
oportunidad de aportar en lo que se había preparado, consciente de que había
acumulado mucha experiencia en el arte y la ciencia militar y que ese
conocimiento sería importante para las filas de las fuerzas populares que
combatían contra la dictadura de Pinochet.
El largo viaje llegó a su fin. El avión aterrizó en Sao Paulo luego de una corta
escala en Río de Janeiro y rápidamente Manuel se acercaba a Chile. Se despidió
con un beso de Martiña y le dio el nombre del hotel que había seleccionado para
quedarse. “Quién sabe… en una de esas puedo seguir ensayando mi leyenda”,
pensó Manuel.
Más de algún compañero le dijo más tarde, medio en broma, medio en serio,
“puta que fuiste huevón compadre, te hubieras quedado en Brasil”.
Nunca pierdas la atención en los demás y fíjate si alguien está preocupado de ti,
le decía su instructor. Retén muy bien la imagen de su cara. “¿Acaso soy una
máquina de fotos?”, respondía Manuel. Eso, eso, tienes que ser un experto en
memoria fotográfica. En ese momento, Manuel recordaba las palabras de su
profesor.
A Manuel no le salió la voz, optó por hacer un gesto semi amistoso y se cambió
de asiento para que ella tomara las fotos que quisiera.
A esas alturas ya no tenía vuelta atrás, sus cartas estaban sobre la mesa, como
decían los jugadores en las películas. Pidió un vaso de whisky en las rocas,
siguiendo los consejos que siempre le daba Eduardo, que en verdad se llamaba
Roberto Nordenflych. “Cuando estés en peligro, tómate un whisky y se te quitará
la pendejera”, decía con cara de sabio. Sentía la necesidad de encomendarse a
cualquier santo. Pidió su whisky y se lo tomó con harto hielo. Eduardo le estaba
esperando en Chile desde hacía hace meses. Levantó el vaso y se dijo, “voy a tu
encuentro, broder”.
Salió fuera del terminal aéreo. No cabía en sí de felicidad. Una vez más había
tenido éxito y ya nada impediría que se encontrara con sus compañeros. En la
calle, fue abordado por un montón de personajes que le ofrecían de todo. Yo lo
llevo, cambia dólares, ¿tiene hotel?, ¿quiere un paraguas? y tantas otras cosas.
Manuel seguía imaginando que todos lo observaban, que todos eran agentes, que
lo seguirían, que ya lo habían detectado y que querrían saber con quién venía a
juntarse. En esos momentos se le pasaban miles de rollos por la cabeza. Pero el
pasaporte argentino ya estaba timbrado y eso era lo único importante.
El nuevo vehículo lo llevó a otro hotel, esta vez a la altura de Pedro de Valdivia
con Eliodoro Yáñez, donde se registró con la identidad argentina. El recepcionista
fue hasta cariñoso y en tono divertido le dijo que era el primer porteño que
hablaba tan poco. “Todos son muy cancheros, pero usted se nota un hombre
tranquilo… ¡Si hasta parece chileno!”.
Calculaba que en tres días tendría su primer intento de contacto con los
compañeros del interior. Se sonrió ante el término, ahora él ya era un
combatiente del interior. Sería su primer vínculo clandestino de verdad.
Regresó un par de horas más tarde al hotel y decidió darse una buena ducha.
Manuel abrió la llave y al contacto con el chorro de agua casi se muere congelado,
se le encogió todo con el agua fría; el incidente le hizo recordar que ya no estaba
en el Caribe.
Despertó muy temprano a la mañana siguiente, listo para iniciar el corte de
nexo con la identidad argentina que había usado en su viaje de ingreso. Se
despediría de Alberto Valencia para siempre, como correspondía. Para eso, debía
cambiar de hotel y registrarse con otro nombre. Era la forma correcta y más
segura de romper su vinculación con la llegada desde el aeropuerto. Había llegado
el momento de ser chileno nuevamente, aunque la nueva documentación era más
falsa todavía que la argentina, pero estaba consciente de ese riesgo. Tenía un
carnet chileno listo para ser usado hasta que consiguiera una identidad más
consistente, una vez que hiciera contacto con la organización.
Pero sentía enormes ganas de volver a andar de chileno, aunque fuera con un
papel falso.
Por la mañana se retiró del hotel. No quería sorpresas y a veces, echar tanto
papel a un wáter es complicado porque se tapa, no se puede llamar a la recepción
y hubiera tenido que destaparlo sin ayuda. Nuevamente, se dispuso a cambiar de
hotel y pasear con su nueva de identidad por Santiago.
Salió con sus cosas del cuarto y, una vez en la recepción, le comentó al
muchacho que atendía que se retiraba, que debía juntarse con su mujer en Viña
del Mar. Pero señor, le dijo el recepcionista, tiene que volver en el verano, ahí es
más bonito Viña. Alberto Volper yacía en los alcantarillados de la ciudad, flotando
en la oscuridad quién sabía hacia dónde.
En la calle, esperó que pasara un taxi por el lugar. Una regla de oro era no
tomar taxis que estuvieran estacionados; había que desconfiar de ellos y solo
hacer parar los que fueran pasando. Hizo detener un vehículo y se subió con su
equipaje, cada vez era más reducido. Pidió que lo llevaran hasta La Florida, a
Departamental con Vicuña, a un restaurante muy popular en aquellos años y que
ya ha dejado de existir. Sentía la urgencia de repetirse el plato típico con que
había soñado tanto tiempo.
Como era el único cliente en el local a esa hora, el mozo se puso hablar, le
contó hasta de dónde traían las prietas. Le hicieron un pebre especial y, para que
fuera completa la comida le ofrecieron un vino de la casa. Comió con mucha calma
su almuerzo añorado. No se dio cuenta que el mozo lo observaba, divertido, hasta
que se le acercó y le dijo, medio en broma, “amigo, a usted parece que lo tenían
amarrado”.
Salió del restorán y partió a buscar una nueva pensión. Se subió a un colectivo,
esta vez con rumbo al centro de Santiago. Disfrutaba las calles. Después de su
atracón de papas con prietas se sentía más chileno que la cresta. Se registró en
una pensión de la zona de Estación Central, como un chileno más, como Vicente
Ortega y le dijo a la dueña de la pensión que venía del sur, buscando trabajo, que
sabía de enfermería y del trabajo de campo.
Una vez en el dormitorio de la pensión, miró la pequeña pieza: una cama, una
mesa, baño compartido y teléfono, “lo puede usar” le dijo la señora, “pero debe
dejarme un depósito primero”. Se acordó de su hotel de cinco estrellas en San
Pablo, “putas que he bajado de nivel”, pensó sonriendo, pero así era la cosa, había
que cuidar la plata y no sabía cuánto tiempo le costaría contactarse con sus
compañeros. Le gustó que la habitación tuviera un espejo grande.
Tenía dos días para preparar la señal de rigor y dejarla en la Plaza Chacabuco,
por calle Independencia. Con eso indicaría a sus compañeros que ya estaba en el
país, lo que activaría el contacto posterior. No sabía con quién se encontraría,
pero dejar esa señal era lo que tenía que hacer de acuerdo al plan previsto antes
de salir de La Habana.
En el Parque Forestal encontró una piedra plana y bonita, ideal para dejar el
mensaje. En una ferretería compró un tarro chico de pintura roja y un pincel.
Estaba lista su señal.
Por fin llegó el viernes. Arribó a la Plaza Chacabuco treinta minutos antes de la
hora prevista, con tan mala suerte que encontró a unos estudiantes haciendo la
cimarra en la banca incrustada en el árbol. ¡Estaban sentados en el que,
precisamente, era “su” lugar! Se sentó al lado de ellos, deseando que los chiquillos
se aburrieran de su compañía y se fueran a otro sitio; a él no le quedaba
alternativa, de lo contrario tendría que esperar hasta el viernes siguiente. Por fin,
logró su objetivo y los muchachos se largaron. Sacó su piedra con mucho cuidado,
preocupándose que nadie lo viera y la colocó en el lugar donde la banca se pegaba
al árbol. Se aseguró que quedara bien firme. Manuel miró hacia los cielos y se
encomendó a todos los santos, aunque nunca había sido creyente, pero
necesitaba cualquier apoyo celestial o terrenal para que resultara el contacto.
Llegada la hora, se retiró del lugar. Desde lejos, volteó a ver de nuevo el árbol y se
espantó al ver que los escolares regresaban a instalarse de nuevo en “su” lugar y
se fue, rogando que no sacaran la bendita piedra.
La calle estaba tranquila y la vigilancia policial no era evidente. En esa zona era
más bien sutil, muy distinta a cómo era en los barrios populares. La chilena es una
policía clasista, sabía Manuel y los habitantes de este sector residencial eran muy
sensibles a la presencia de personas desconocidas, especialmente si iban
pobremente vestidas. De inmediato podían sospechar que los “intrusos” fueran
ladrones y, ante la duda, solían alertar a Carabineros. En cuanto a la policía, a los
bien vestidos por supuesto que no los molestaban, pero a los más pobres los
detenían exigiéndoles que mostraran su carnet de identidad. No portar dicho
carnet era ilegal, motivo inmediato de sospecha y se los llevaban detenidos hasta
comprobarles el domicilio. Por eso era fundamental ir siempre con carnet de
identidad, aunque fuera chamullento, pensaba Manuel, sonriendo
maliciosamente.
La ruta prevista terminaba al llegar a la calle José Miguel Infante, donde Manuel
debía entrar en un bar llamado algo así como El Rey del Churrasco. Una de las
características del lugar era que vendían cerveza en vasos gigantescos. En esos
tiempos aquello era una novedad, porque los jóvenes no tomaban tanta cerveza
como ahora y todo eso se acompañaba con unos sanguches también enormes.
Manuel se sentó y puso con naturalidad sobre su mesa una nueva señal, una
revista con fotos de paisajes, muy a la vista. Además, tenía que pedir un chacarero
y colocarlo al centro de la mesa. Esperó bastante rato, consumiendo su cerveza en
el vaso grandote y se fue comiendo poco a poco el chacarero, que además le
pareció delicioso. Manuel sonreía pensando que, si no se apuraba, el contacto
llegaría cuando se hubiera comido todo el sanguchote y lo encontraría medio
mareado por la cerveza.
Según lo previsto, una persona se acercó y dijo “qué lindas las fotos, ¿me
permite verlas?”. Cuando eso sucedió, Manuel respondió con tranquilidad, como
había ensayado tantas veces, “usted debe ser coyhaiquino”. Después de esa frase,
el desconocido pidió permiso para sentarse y al momento que lo hacía le pasó una
moneda de chocolate envuelta en papel dorado. De inmediato supo que ahí
venían las indicaciones para sus posteriores pasos.
Charlaron un rato acerca de las fotos. El hombre le mostró una carpeta que
contenía muchas fotografías. Una de ellas era un paisaje de Centroamérica, del
gran Lago de Nicaragua.
–Yo nunca pude ir a combatir allá, –le dijo–, pero usted sí. Le damos la
bienvenida a Chile. –Y agregó después, en voz muy baja –Quieren verlo mañana,
como se indica en el chocolate. Si se pierde, vuelva aquí en una semana justa, a la
misma hora y nos comemos otro chacarero.
El contacto pidió un sándwich igual para él, “no se preocupe, yo pago, vaya al
baño y después se retira. Brinde con Santa Elena mañana a las cuatro de la tarde,
recuérdelo”.
A Manuel le dio lástima tener que abandonar la mitad de chacarero que aún le
quedaba en el plato, pero lo importante era que había logrado el contacto.
Se alejó del lugar mirando hacia todos lados. De vez en cuando, como indicaban
los manuales, se detenía, miraba una vitrina, se abrochaba los cordones de los
zapatos y aprovechaba de observar si alguien lo venía siguiendo. Manuel realizó
concienzudamente ese chequeo por más de dos horas y luego volvió a su
residencial.
Estaba emocionado, por fin tendría la oportunidad de juntarse con sus amigos y
compañeros. Ahora varios de ellos eran jefes político-militares en la lucha contra
el tirano. Apenas entró a su habitación, desenvolvió el chocolate. Bajo el papel
dorado había un papelito con el nombre de la Avenida Matta y una flechita que
indicaba hacia el sur. Pensó que al mensaje le faltaban datos y se puso nervioso.
“Tranquilo, tranquilo”, se dijo y se acordó de la sugerencia que el contacto le
había hecho: “brinde mañana a las cuatro de la tarde con Santa Elena”. Eso, esa
era la hora y la calle y debía partir desde Avenida Matta hacia el Sur. Además, en
el papelito estaba escrita la frase “bis una hora después”.
La espera hasta el día siguiente le pareció una eternidad, pero la hora del
reencuentro había llegado. Salió rumbo al punto de contacto y, a medida que se
acercaba al lugar definido para el encuentro, no dejaba de preguntarse por qué no
le habían indicado que llevara una señal de normalidad. Tampoco sabía lo que
debía decir cuando se produjera el abordaje.
–¿Acaso te pensabas quedar para siempre afuera, compadre? –Le dijo Eduardo
subiendo al auto– Aquí es donde está la runga.
Manuel no sabía qué decir, se fueron riendo todo el camino y se sentía feliz de
volver a encontrarlos, ahora en una situación totalmente distinta, en la lucha
clandestina. Benjamín y Eduardo eran combatientes internacionalistas y
jefes rodriguistas y, tiempo después, entregaron sus vidas en la lucha contra la
dictadura. Sus tumbas son hoy sitio de peregrinaje para muchos jóvenes que
comienzan su camino revolucionario y Manuel, cada cierto tiempo, los visita con
una flor. Benjamín está en Santiago y Eduardo en Viña del Mar.
En una casa de la comuna de Ñuñoa, donde lo llevaron, tuvo una larga reunión
donde le explicaron con lujo de detalles la situación que se vivía en Chile en esos
años y la de la organización en particular. Había en desarrollo una gran
movilización social para terminar con la dictadura y que se contrarrestaba con una
brutal represión por parte de la dictadura, para mantenerse en el poder. Le
contaron cómo estaban los demás compañeros, sin entrar en detalles para no
descompartimentar el trabajo que hacían en Chile. Luego, Manuel entregó los
mensajes que traía consigo desde el exterior y detalló lo último que conocía de la
situación de Nicaragua, Cuba y de sus contactos con los compañeros
salvadoreños. Entregó mensajes de familiares y compañeras, la mayoría de estos
venían embutidos. Hacia el final de la reunión, Manuel seguía sin saber para qué
lo habían mandado a llamar, cuál sería su misión específica.
Manuel resintió que sus compañeros le informaran que, una vez terminado el
trabajo descrito, partiría de nuevo hacia el exterior. Les reclamó por eso y
finalmente, medio en serio, medio en broma, le dijeron que terminara el trabajo
primero y que después hablarían. Al final, le prometieron que lo juntarían, de
acuerdo a cómo se dieran las cosas, con otros hermanos que Manuel no veía
desde hacía tiempo y a quienes quería mucho. “Para que no te sientas tan solo”, le
dijo Benjamín riéndose durante el abrazo de despedida.
Y así, comenzó a cumplir su primera tarea, la de recopilar datos de todo tipo
para la fundamentación teórica del proceso que se vivía, aprovechando sus
conocimientos y experiencia militar. Con una radio portátil de onda corta, la
misma que usaba fuera de Chile, se dedicó a escuchar las noticias de Chile.
Manuel empezó a estudiar de todo, leyendo revistas y periódicos. Esperaba ser
capaz de cumplir las expectativas que sus jefes y compañeros se habían hecho de
su participación en esta tarea al llamarlo al interior. Ya llegaría el momento en que
estuviera en condiciones de entregar propuestas que permitieran a los dirigentes
tomar decisiones políticas fundamentadas y acertadas. De esa forma, sabía, se
podían aminorar los errores de apreciación.
Para la etapa que vivían por entonces las fuerzas que se enfrentaban a la
dictadura, sobre todo en el plano político militar, requerían de acciones de
inteligencia, mucho análisis, instrucción y formación, así como recopilación de
experiencia, crecimiento y, por sobre todo, moralización y combate. Manuel
estaba feliz, ya era parte de esa lucha largamente esperada.
VIII. El apagón que dio luz al Frente
A Manuel le gustaba escuchar las historias del apagón del 14 de diciembre de
1983, ocasión en que había surgido a la luz pública el Frente Patriótico Manuel
Rodríguez. Siempre se preguntaba cómo era que los combatientes habían logrado
realizar aquella acción de impacto nacional; imaginaba lo complejo que debió
haber sido coordinar las acciones de los grupos operativos clandestinos que
actuaron, el apoyo logístico entre ciudades y puntos tan distantes como Santiago,
Valparaíso y Concepción, sin comunicaciones instantáneas y en medio de un
control del que tanto se vanagloriaba la dictadura de Pinochet. Para aquella fecha,
Manuel estaba en una escuela de instrucción militar del Ejército Popular
Sandinista en una zona del norte de Nicaragua llamada Apanás, en el
departamento de Jinotega, participando en un entrenamiento de guerra irregular
de varias semanas de duración.
Pero años después, ese momento soñado había llegado. Estaba ahora en el
1985, se encontraba clandestino y por fin en Chile. No lo habían destinado
inicialmente al Frente, ni tampoco al Trabajo Militar partidario, sino que lo habían
mandado a idear y crear un Grupo de Apoyo Central partidario. En todo caso, a
Manuel, ese puesto privilegiado le permitiría tener una visión más general de las
luchas que se desplegaban en todo el territorio nacional y, además, tendría la
oportunidad de reunirse con muchos combatientes. Pensó que, tarde o temprano,
se encontraría con alguno que hubiera participado en esa operación de 1983 y
que, tal vez, estaría dispuesto a contar lo vivido en esa experiencia.
“En este lugar conocí a un compañero que era oficial, como tú”, continuó
Alberto, “pero eso lo supe después que desapareció, cuando lo siguieron los
malos, y hubo que esconderlo y sacarlo del país. Era muy simpático ese
compañero, no sé si decir valiente o medio loco. Días antes del apagón, ya
teníamos todo estudiado, sobre todo la parte de la misión que nos correspondía a
nosotros y, cuando solo faltaba el material para botar las torres, me mandaron a
recoger el explosivo. Y llegó este compañero del que te hablaba, venía caminando
por plena Alameda con una caja de cartón al hombro, de esas para las frutas,
amarrada con una pitilla. Me habían indicado que me encontraría con un hermano
de treinta y tantos años, con barba, una chaqueta café y una caja de frutas en el
hombro izquierdo como señal de normalidad, simulando ser un vendedor de
feria”.
Alberto siguió con el relato. Daba a entender que él era el jefe que coordinaba
dos grupos en esa acción y el hombre de la caja aseguraba la logística y lo apoyaba
en todo, pero no podía ir directamente a las torres porque debía encontrarse con
el jefe, comprobar los resultados de la acción y luego dar la señal de normalidad.
Es decir, confirmar que todos los torreros y torreras estaban es sus casas y sin
problema. Pero esa comprobación tenía que ser realizada personalmente, como
siempre ordenaba Benjamín.
Alberto lo miró como lo hacía su padre cuando lo hostigaba pidiendo algo. Para
su alegría, Alberto siguió con la historia. “Apareció el compadre con su cajita y nos
metimos a la iglesia, ‘hay que persignarse’, me dijo y lo hizo, y yo tuve que
hacerlo. Luego, me dio un informe político delante de todos los santos, en voz
baja, explicándome que si yo era cristiano no me fuera a ofender por el lugar del
encuentro. En la cajita de plátanos ecuatorianos venían los materiales para la
fiesta del apagón. Al mirar la caja me entró un temblor de repente, no imaginaba
que el compañero transportaría el explosivo de esa manera y reconozco que
después me vino el susto.
“El jefe, el de la caja de plátanos”, le dijo Alberto, “venía de una guerra, igual
que Benjamín; sabía mucho de los métodos de conspiración. Podría haber
mandado a alguien con el explosivo, o dejar las cosas en algún lugar para que las
recogiera, pero prefería hacerlo él mismo. Yo estaba impresionado con la forma
de ser del compañero, del que nunca supe ni su nombre”.
Alberto le detalló a Manuel el largo trabajo que había que hacer antes de llegar
a la torre. “Para que un joven como tú trepe el enfierrado y ponga las cargas”,
dijo, “hay muchas, pero muchas horas de pega previas y muchos combatientes y
ayudistas de distintas edades colaborando, hombres y mujeres. Nunca olvides que
la gloria es de todos, no solo del torrero”.
Alberto, que ya había estado detenido para el golpe de Estado, cayó preso el
año 1987. Murió de una larga enfermedad a finales de los ochenta, lo soltaron de
la cárcel solo para morir. Trabajaba con él en el Sur cuando lo detuvieron. No
entregó a nadie, ni nada. Manuel se enteró por la prensa de su libertad
condicionada, era muy peligroso visitarlo, pero igual lo pensó. Desistió de
intentarlo porque pensaba que de seguro el viejo lo estamparía a garabatos por
irresponsable.
Manuel salió a caminar por las calles de Santiago en busca de su propio buzón
telefónico “cortado”, como se decía en esa época de clandestinidad y lucha. Era
muy necesario para tener una infraestructura personal segura.
IX. La voz esperanza
“Ya es hora que se construya su propio buzón, compañero”, le habían
ordenado. “En la clandestinidad, las comunicaciones son de responsabilidad
exclusiva del propio luchador y, recuerde, el buzón que haga siempre debe
ser cortado de todo, sobre todo de usted”.
Sanidad, comprar y pan, eran tres palabras claves para el trabajo clandestino de
Manuel. En el plan de comunicaciones esas palabras significaban cosas
importantes. Sanidad, era el enemigo. Que fuera acomprar significaba que tenía
un mensaje del mando superior. Pan era el mensaje propiamente tal. Una vez al
día, Manuel debía llamar al buzón, desde distintos teléfonos públicos cada vez,
para enterarse si acaso debía comprar o no pan ese día.
Esta comunicación telefónica era la más rápida. En su plan, Manuel tenía todos
los escenarios planificados: el de emergencia, el de peligro y también el de
normalidad. Fue aprendiendo poco a poco. “Siempre se aprende, sobre todo
cuando hay una tendencia a la comodidad, incluso en la incertidumbre de la vida
clandestina, ya que si funciona bien el sistema de comunicación, la tendencia
natural es a quedarse tranquilo”, pensaba Manuel. Pero aquella comodidad
encerraba muchos peligros para el combatiente y, obviamente, para la
organización. Y a esto se sumaba que siempre había más de algún compañero al
que le gustaba anotar todo y luego no eliminaba correctamente o no protegía esa
información debidamente, camuflada o embutida. El peligro que esos datos
llegaran al enemigo era siempre latente.
Por eso su jefe le decía siempre que el combatiente debía tener su propio
sistema de comunicación, construido por él mismo. A Manuel le pidieron que
organizara varias clases sobre lo último que había aprendido en el exterior,
relacionado con métodos conspirativos. La intención permanente era mejorar los
métodos de trabajo clandestino. Pero, a veces, las cosas resultaban de un modo
distinto al esperado.
–Linda debe haber sido la guerra en Nicaragua, compañero, –le dijo ante el
asombro de Manuel, pues su anfitrión no debiera haber conocido esos detalles
acerca de él.
–Nos va a contar cómo le sacaron la cresta a Somoza. ¿Qué mejor clase que esa
para los compañeros? Y, si alcanza, en medio de la charla les enseña algo de
métodos conspirativos, para que cumpla con su pega. Compañero, le pusimos
harto color con la invitación.
Los presentes parecían felices y agradecidos que la dirección del Partido les
mandara a un compañero para dar esa novedosa exposición. Nadie supo que en
realidad había ido a dar una charla acerca de los métodos conspirativos y que no
había sido enviado por la dirección partidaria. Esa fue la primera charla de Manuel
en Chile, acerca de la lucha del pueblo nicaragüense y de la participación de los
combatientes internacionalistas chilenos en esa revolución.
Manuel conoció compañeros muy valiosos en esa reunión, puro pueblo, que
tiempo después contactó para que trabajaran con él en las tareas del Frente
Patriótico. Al despedirse, le pidieron que transmitiera sus saludos a la Dirección
del Partido. Manuel trataba de insinuar que eso sería difícil y los compañeros
sonreían, pensando que se las estaba dando de conspirativo. En medio de la
fiesta, Manuel pidió permiso para ir al baño. Ya se había puesto de acuerdo con el
encargado y salió de la casa sin despedirse.
Debía construir un nuevo buzón pues había quedado incomunicado de sus jefes
superiores. Tenía la idea de cómo hacerlo pero, como le señalara Alberto, la
creatividad era la que manda siempre.
Al otro día, Manuel salió de su cuarto y dejó las señales y marcas que le
permitían saber si alguna persona entraba a su pieza mientras estaba ausente. Era
la misma habitación que alquilaba desde hacía meses y siempre guardaba boletos
de micro, de los que ya no hay en Santiago y los soltaba al azar desde el aire, cerca
de la puerta de salida y luego hacía un plano marcando claramente dónde caían
los trozos de papel. En el dibujo anotaba las distancias entre los objetos cercanos
a los boletos, midiendo todo en centímetros. De preferencia usaba boletos, pero
también bolitas de cristal. Cuando regresaba a su cuarto, revisaba las medidas y, si
había variaciones, era para él razón evidente de que algo había pasado. Estas
medidas de seguridad se las exigía a sus subordinados, pero siempre les decía que
se fijaran si había gatos o perros en las casas pues, en una ocasión, Manuel estuvo
a punto de dejar una buena casa al descubrir variaciones en sus mediciones. El
infiltrado había sido nada menos que un gato juguetón que desparramaba las
bolitas que él colocaba “estratégicamente”.
–Tú no has trabajado mucho, parece, por las manitos suavecitas que tienes. Yo
tengo las manos más toscas que la tuyas. –Dijo sonriendo la chiquilla –¿De verdad
vendes frazadas… o eres un extremista que anda por las calles haciendo tiempo?
¿Puedo tocarte de nuevo las manos?
Aquel fue durante varios meses el buzón principal de Manuel, atendido por la
compañera Esperanza, el nombre de ella. La llamaba todos los fines de mes y de
quincena. Manuel había establecido un sistema de comunicación basado en
pedidos de frazadas de distintos colores, impermeables, mantas de castilla, cubre
camas, pedidos de provincia, reclamos de los clientes… era un buen trabajo de
buzón. Sin embargo, poco a poco, Esperanza se fue percatando que Manuel era
más que un simple vendedor de frazadas. Un día que fue a pagarle el alquiler del
servicio de teléfono, la chiquilla le dijo, “Vicente, parece que fue cierta mi primera
impresión, cuando te conocí. Tú andas en algo… ahora en Chile todos andamos en
algo. Pero no te preocupes, yo te apoyaré con mi teléfono; mi mamá también está
de acuerdo. Cuídate mucho, manitos suaves”.
Corría el verano del año 86. La compañera “señora de la casa”, al sentir el ruido
del vehículo, salió a recibir alegremente a la “familia amiga” que los visitaba. Muy
contenta, saludó a los niños que bajaban alborotadamente del vehículo, todos con
trajes de baño y corrieron directo a tirarse a la piscina, una de las más lindas del
barrio. Manuel, desde el pequeño supermercado al frente de la casa, observaba la
escena al tiempo que vigilaba el entorno del lugar. Cuando cerraron el portón,
cruzó la calle e ingresó también a la vivienda con las compras.
El chofer le hizo un gesto con la mano señalando que había arribado con la
primera carga en el vehículo. Manuel ordenó la descarga. Debía descender el
primer grupo de alumnos que venía en la parte trasera de la camioneta, cubiertos
con una lona. Uno a uno, fueron entrando los seis primeros compañeros por la
puerta de servicio, todos con anteojos de sol y la vista hacia el suelo. Se percibía la
tensión en ellos, pero cumplían estrictamente las indicaciones que habían recibido
antes del viaje. Los lentes de sol que llevaban eran especiales, no por la marca,
sino porque tenían una cinta oscura de envolver pegada en la parte interior de los
cristales. Con esa medida de seguridad, no podían ver por dónde caminaban ni
observar el exterior de la casa. Nadie podía saber dónde estaba. Caminaban a
tientas y en fila india, marcha que podía resultar graciosa para un observador
neutral, pero no para ellos. Parecía un desfile de no videntes. Una vez dentro de la
casa, fueron recibidos por “la mucama”, una compañera jovencita, de cara muy
seria e impecablemente vestida, con ese uniforme de empleada que tanto les
gusta a las señoras ricachonas chilenas del barrio alto. Pero esta mucama tenía
una característica muy especial, llevaba una pistola calibre 9 milímetros en su
cintura y poseía el conocimiento para usarla, si era necesario.
Los alumnos fueron conducidos por ella a una de las piezas principales,
previamente preparada, con todas las ventanas tapadas, ubicaba en el área de los
dormitorios de la gran casa. Una vez ahí les permitió sentarse. La mucama se
identificó como jefa de seguridad y les ordenó esperar en el lugar y los autorizó a
quitarse los anteojos. Poco a poco, los recién llegados fueron acomodando la
visión y observaban el cuarto. En ese preciso momento entró Manuel y fue
saludando afectuosamente a cada uno; los abrazaba cariñosamente para
tranquilizarlos y darles confianza. Notaba el nerviosismo en el apretón de manos.
Ninguno tenía la menor idea de dónde estaba. Se veían muy agotados y era lógico,
ya que después de haber sido contactados y recogidos, viajaron mucho rato sobre
el piso de la parte trasera del furgón, por varias calles santiaguinas y con toda la
tensión que aquello significaba.
Manuel había formado el equipo de la escuela antes del fin de año, luego de
recibir la orden para organizarla. Había tenido que asegurar todo, e incluso sería
profesor de una de las clases, además de garantizar la infraestructura y la
realización de aquel encuentro absolutamente clandestino.
Una vez elegida y conseguida la casa, los trabajos para prepararla fueron
arduos. Se creó una cobertura idónea que impidiera cualquier asomo de sospecha
en el vecindario. La selección del equipo responsable de la escuela fue el trabajo
más delicado. Cada miembro participante corría un gran riesgo personal, como
todos los militantes y ayudistas de esa época y debían asumirlo conscientemente.
Luego de recibir el informe de seguridad del chofer a cargo del furgón, Manuel
le dio la autorización para que saliera nuevamente a realizar “las compras” que
faltaban, lo que significaba que debía recoger a los alumnos con que habrían de
completar la cantidad prevista para el inicio del primer curso de la escuela. Los
jefes pensaban hacer pasar por la instrucción a más de un centenar de
compañeros dirigentes. En tres o cuatro viajes se completarían los quince alumnos
para cada curso, que se prolongaría por cuatro días; dos de clases propiamente
tal, uno para entrar y otro para salir de la casa escuela.
El papel de la dueña de casa siempre era uno de los más peligrosos y de mayor
exposición. Si la actividad clandestina era descubierta, sus rastros serían los de
mayor facilidad para detectar, sus huellas y rostros serían recordados por los
dueños de la propiedad, los vecinos y los comerciantes del lugar. Ella, que también
era madre de combatientes en la vida real, sería un eslabón importante del equipo
organizador de la escuela, una de las personas que conocería gran parte de la
misión encomendada a Manuel. Debía trasmitir normalidad, algo que puede
parecer tan sencillo –pero que está lejos de serlo– en una escuela clandestina.
Debía dar la cara pública junto a su “familia” y desarrollar una vida absolutamente
normal en la casa. Entraría y saldría permanentemente de la casa; incluso debía
hablar con sus vecinos cuando se diera la situación, pero sin olvidar que en su
hogar se desarrollaba una importante escuela revolucionaria clandestina. Había
recibido la preparación previa necesaria, entregada por Manuel y sus compañeros
y, según las instrucciones que recibió, en tiempo record formó una familia ad
hoc, que incluía a todos los integrantes y hasta al correspondiente perro casero.
Una vez completados los alumnos de algún grupo, actividad que se prolongaba
por un día completo, los recién llegados dormían en la noche, pero también
debían hacer su guardia interna, dirigidos por la compañera mucama. Todo se
hacía en silencio. Ellos quedaban completamente desconectados del mundo
exterior, solo conocían su pieza de dormir, el baño y la sala de clases. Para Manuel
resultaba sorprendente el despliegue de infraestructura y cuadros que ponía la
organización para el desarrollo de una escuela destinada a trasmitir una idea
revolucionaria. La Sublevación Nacional significaba, entre otras cosas, un intento
serio por terminar con una de las más sanguinarias dictaduras del continente.
Más de cien alumnos pasaron por la escuela ese verano del ‘86, muchos eran
dirigentes públicos. Todos se comportaron valientemente en las clases, a pesar de
la evidente tensión a la que estaban sometidos. Los principales dirigentes del
partido felicitaron a Manuel y a su equipo.
En el primer semestre del año ‘86, la lucha popular retomó fuerzas. Para los
dirigentes del Partido, aquel era el año decisivo para poner fin a la dictadura. La
orden de formar un equipo central, o una especie de Estado Mayor, fue
actualizada y comunicada a Manuel. La tarea de ese equipo consistía, de modo
principal, en realizar seguimientos de la situación político-militar nacional y,
producto del resultado de esos análisis, sugerir ideas concretas de acción para que
fueran consideradas por los encargados de tomar decisiones. Una de las
actividades centrales consistía en lograr una coordinación efectiva con las fuerzas
aliadas de otras organizaciones de la izquierda chilena, fundamentalmente en el
plano estratégico. Se buscaba conocer otras miradas políticas respecto de la
situación que se vivía y que podían ser complementarias y decisivas para el país en
esos momentos. A Manuel le fue asignada la tarea de realizar esos encuentros con
aliados políticos.
Pocos años más tarde, sin embargo, todas esas fuerzas políticas optaron por la
claudicación y la negociación con la dictadura, abandonado paulatina y
desvergonzadamente las posturas de lucha que públicamente habían
comprometido, entregándose de lleno a la alternativa que hiciera a un lado a
Pinochet, pero teniendo especial cuidado en que su modelo político y económico
quedaran plenamente vigentes.
En su fuero interno, Manuel estaba reticente, por la mala experiencia que había
tenido un par de años atrás cumpliendo una tarea similar, cuando ya muchos
oficiales chilenos habían terminado su misión internacionalista, estando aun en
Nicaragua. En ese momento, Manuel había sido designado para participar en una
reunión con aliados chilenos que visitaban a los dirigentes sandinistas. Admiraba
mucho al MIR y la cita era, precisamente, con dirigentes del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria y no con cualquier dirigente de ese partido, sino con uno
de los principales, después de la muerte de Miguel Enríquez, su histórico dirigente
caído en combate.
Una vez hechos los contactos y cuando Manuel tenía en su poder las señas para
el contacto clandestino, se realizó una reunión preparatoria. Evaluaron los riesgos
que significaba contactarse con otra organización, puesto que desconocían la
situación de seguridad del PS. Tampoco conocían sus hábitos de
compartimentación y, por lo mismo, todos estaban de acuerdo en que había que
preparar muy bien el encuentro.
Relató que Carlos Godoy había sido un joven ejemplar, de una extraordinaria
humanidad, que se había graduado de teniente, recibiendo medalla de oro por sus
altas calificaciones y por su brillante desempeño como cadete en la escuela
militar. Por ello, dijo, fue hasta condecorado por dirigentes socialistas de la época.
Luego contó, con el dolor a flor de labios y ante el silencio respetuoso de todos,
cómo el día 22 de febrero del año ‘85 fue asesinado en Chile por la dictadura,
cuando apenas cumplía veintitrés años. Carlos Godoy había ingresado al país y
cumplía tareas como instructor político-militar en las filas del Partido Socialista
Allendista, su organización. La escuela había sido descubierta por la policía y
Carlos fue capturado y brutalmente torturado hasta la muerte. El compañero
recalcó, también, que Carlos Godoy se había negado a delatar a sus compañeros y
que, con su actitud, quedó para siempre en la memoria de los socialistas y de los
revolucionarios chilenos como ejemplo de entereza. Al finalizar la reunión, se
tomó el acuerdo que Manuel aprovechara el próximo encuentro para trasmitir un
saludo a los combatientes socialistas, con los que era seguro se iba a encontrar,
por la valiente actitud de su militante socialista Carlitos Godoy.
La primera vez que Manuel descubrió una mentira política, fue al interior de su
propio Partido y en pleno inicio de la tarea militar, cuando formaba parte de los
primeros contingentes de militares de su organización. Un connotado dirigente
partidario, muy bueno para hablar, les dijo que Luis Corvalán sabía que el grupo al
que pertenecía Manuel había dejado sus estudios y el trabajo para incorporarse al
Partido y con ello a las Fuerzas Armadas de Cuba. En ese momento, todos los
jóvenes que ahí se encontraban se emocionaron con sus palabras que les llegaban
directamente desde las mazmorras de la dictadura. Según las palabras textuales
del dirigente, “Corvalán sabe de la entrega y el sacrificio de ustedes, jóvenes”.
Después del primer encuentro con la dirigencia socialista, los jefes de Manuel lo
enviaron a varias reuniones más. Luego de abandonar el PC, el año ‘87, Manuel
siguió conociendo combatientes de otros partidos y siempre recordaba a los
extraordinarios luchadores del MIR que alcanzó a conocer en esas épocas de
lucha. Ellos nunca dejaron de combatir en Chile, a pesar de todos los reveses y
golpes sufridos por su organización. Manuel guardó también especial cariño a los
socialistas allendistas de ese entonces, el partido de Carlitos Godoy, por su
consecuente lealtad y fraternidad.
Quizás la frase más rara que había escuchado Manuel en los múltiples
encuentros en los que participó con políticos de diferentes partidos y de su propia
organización, fue la del “realismo político”, como si fuera una categoría en sí
misma. En realidad, coligió Manuel con el tiempo, aquella era una forma de
justificar el deseo o la intención de sacarse el pillo con los compromisos de lucha
adquiridos con sus propios militantes. A Manuel le daba una especie de vergüenza
ajena, en tiempos de dictadura, cuando escuchaba esa frase que intentaba
justificar el abandono de la lucha. “Ahí está de nuevo el ‘realismo político’”,
pensaba, “estos gallos que nos hablaban y hablaban de revoluciones, que incluso
nos habían pedido que dejáramos todo lo que hacíamos, para que nos
dedicáramos exclusivamente a la lucha revolucionaria, ahora nos vienen con lo del
‘realismo político’”. Le parecía que solo jugaban a la revolución y que nunca
creyeron de verdad en lo que decían. “Hay que tener cuidado con estos tipos tan
raros”, escuchaba decir entre sus compañeros. “Entonces”, opinaba Manuel,
“¡Chaito no más con ellos!”.
XII. Ñanculef
Al llegar a Santiago, Manuel fue directamente a la Villa Olímpica para informar
del resultado de sus trabajos en el sur con Ñanculef, un cuadro militar mapuche.
Aún era temprano, así que decidió desayunar en un conocido almacén de la Villa.
Mientras tomaba un café, escuchó por la radio el redoble de tambores de
Cooperativa, anunciando algo importante. Había aprendido que cada vez que se
oía ese redoble a la gente se les ponían los pelos de punta. Esta vez, las noticias
eran nefastas: Ñanculef, descrito con lujo de detalles que despejaban cualquier
duda, había sido capturado.
Los jefes de Manuel lo habían citado para informar los resultados del viaje, pero
seguramente al enterarse, como él, de la situación en el sur y hasta que no se
aclarara todo, incluida su situación, cortarían el contacto. Eso dictaban las normas
de seguridad en la clandestinidad.
Poco antes de la separación del Frente con el PC, Manuel fue subordinado de
Ñanculef y formó parte de su estructura. “Me están pasando un Huinca”, dijo
entonces, riéndose cuando le comunicaron la noticia. Nunca habían trabajado
juntos, pero se conocían muy bien. Estaban juntos desde el comienzo de la tarea
militar del Partido Comunista chileno en Cuba, luego habían combatido en la
guerrilla nicaragüense y formaron parte del apoyo en instrucción a los guerrilleros
comunistas salvadoreños en Nicaragua. Manuel se había quedado sin vínculos
orgánicos por cambios en la política partidaria que se venían dando después de los
casos Carrizal Bajo, el desembarco de armas descubierto por la dictadura, y del
atentado fallido a Pinochet. La alternativa que habían barajado sus compañeros
era que regresara al exterior, pues el partido estaba desmantelando las
estructuras vinculadas a su estrategia de Rebelión Popular y había comenzado
precisamente con los proyectos en los que estaba involucrado Manuel. Esa suerte
de Estado Mayor ya no era necesaria, para el PC no tenía futuro ni razón de ser.
Pero había decidido quedarse en la clandestinidad y mantenerse junto a Ñanculef
y el Frente.
Después de septiembre del ‘86, la situación que se vivía en Chile obligó a
grandes cambios, la adopción de definiciones claves y, en otros casos, muchas
vacilaciones con respecto al tipo de salida a la dictadura. Esta discusión y
confusión cruzaba a todos los sectores y partidos políticos, en diferentes grados e
intereses, lo que hacía temblar la firmeza ideológica de un gran número de
dirigentes de la izquierda, sin excepciones, incluyendo a los dirigentes comunistas.
Entonces, cualquier error político de los combatientes y jefes militares,
especialmente en el terreno político militar, era usado como justificación para no
seguir profundizando el enfrentamiento y la lucha por una salida revolucionaria a
la dictadura.
Muchas horas esperó Manuel, protegido del frío por la manta mapuche,
escuchando cada ruido y sintiendo el movimiento provocado por los vehículos que
pasaban por encima de su cabeza. Sus pies estaban embarrados y entonces
entendía por qué le indicaron que fuera con bototos y no con zapatos. Le
advirtieron que, en el sur, los vínculos en las ciudades eran muy peligrosos, y que
todos los contactos se hacían en el campo. Un perro flaco le hizo compañía en el
momento justo en que sacó su colación. Compartió con él la gran marraqueta con
jamón y queso que había preparado, además de unos buenos huevos duros.
Mirando a Manuel, “el blanquito del grupo” como le decían, Ñanculef dijo,
“quiero que conozcan ahora una historia de nuestro pueblo, la que como siempre
en los escritos de los chilenos y españoles se cuenta al revés; me refiero al
llamado Desastre de Curalaba. Ellos muestran este hecho como una desgracia,
pero fue un fiero combate entre españoles y mapuche en que los españoles
perdieron, por eso lo cuentan como un desastre y no como un triunfo del pueblo
mapuche”.
Ñanculef, como se enteró Manuel esa mañana en la Villa Olímpica, había sido
detenido en una terminal de Temuco; el trabajo orgánico en el sur había sido
detectado por los agentes de seguridad de la dictadura. Pusieron varias pistolas
contra su cabeza cuando se sentó en el bus que lo iba a trasladar a Santiago.
Ñanculef fue salvajemente torturado y luego debió soportar varios años en
diferentes cárceles de la zona.
Fueron esas fuerzas, organizadas mediante ese trabajo, las que tiempo después
reimpulsaron el trabajo político para la irrupción de la Guerra Patriótica Nacional,
la GPN del Frente Patriótico. Pero ya no estaban a cargo los jefes naturales de esta
fuerza mapuche: Ñanculef estaba encarcelado y Moisés Marilao Pichún, otro
hermano oficial mapuche, había caído detenido en el ‘84 y muerto luego de
intentar escapar de la comisaría de la misma ciudad en que estaba apresado.
Manuel salió del territorio por seguridad, fue guardado por un tiempo en
Santiago. Se decía en los informes de seguridad de la organización que también
querían detener al sujeto que acompañaba siempre al jefe mapuche capturado,
incluso se comentaba que por Curarrehue lo habían detectado con una parka muy
llamativa. De igual manera, tiempo después, Manuel regresó al sur, pero en otros
sectores y siempre recordando las enseñanzas aprendidas de su hermano
Ñanculef, su verdadero profesor de historia mapuche en Chile.
XIII. El corazón también combatía
Se vinculó con Carmen cuando le dieron la tarea de dar una instrucción sobre la
confección de planes de exploración de objetivos. Así la conoció a ella y a los
compañeros de su grupo operativo. En su condición de jefa, pidió hablar
previamente con Manuel para conocer los detalles de la clase que tenía
preparada. Luego de escuchar una explicación detallada acerca de los contenidos,
que incluía algunas generalidades sobre información, métodos de exploración,
análisis de los datos obtenidos, e informe final, ella le dijo, “mire compañero,
usted parece milico, pero le quiero aclarar que nosotros tenemos poco tiempo;
que me parece muy interesante su explicación, pero no andamos buscando
conocer solo cosas de teoría; queremos aprender, pero en la práctica, ¿me
entiende? Quiero que su clase de exploración sea de selección de torres de alta
tensión para volar, ¿de acuerdo? Así de concreto es lo que estoy pidiendo,
compañero. Que nos diga lo que sabe de cómo aproximarse a una torre y luego
cómo retirarse de ella sin que nos pillen, porque los milicos las están vigilando,
sobre todo cuando se acerca una fecha de protesta. ¿Puede hacer algo así? Es
decir, que tenga una parte teórica y otra práctica. Así nos ha dado siempre las
clases el compañero Eduardo”.
–Entonces, ya llegará la hora para que ustedes aprendan otras cositas militares,
–replicó Manuel.
–Lo que quiero es participar, o por lo menos que me cuenten cómo lo hacen
para botar una torre.
–Ya poh, cuando usted cuente cómo hizo para entrar a Chile, yo misma le diré
cómo se hace para apagarle la luz a Pinochet; pasando y pasando es la cosa,
compañerito.
A medida que iban llegando los alumnos a la escuelita, Manuel los invitaba a
colaborar en el trabajo de armar la maqueta. Poco a poco, ellos y la propia
Carmen se entusiasmaron y aprovecharon de corregir detalles del mapa real.
“Oficialito, eso no va por ahí, hazme caso a mí y no a ese mapa”. Manuel se reía,
había logrado captar el interés de todos, objetivo fundamental para una clase de
instrucción militar. En el lugar donde se realizó la clase, una bodega en una
parcela de La Pintana, Manuel preparó con antelación varios elementos para la
instrucción. Llegó unos días antes y vio que en ese espacio podía hacer una
maqueta de buen tamaño. Con aserrín, tierra y barro, se dedicó a construirla;
luego usó palos para hacer torres a escala; pidió alambres para simular el tendido
eléctrico. Siguiendo el mapa, trazaron los caminos, las elevaciones. En cierto
momento Arturo dijo que en tal lugar había una botillería, “que había que ponerla
por si acaso”. Entonces Carmen saltó. “Compañero, ¿está hablando en serio o se
está riendo del trabajo que está haciendo Manuel? Es nuestro oficial”. “Oficialito,
diría yo”, retrucó con chispa Arturo, bromeado como siempre y así quedó
instaurado su sobrenombre.
“Viste, Carmen, yo te dije que Manuel es bueno para enseñar”. Y Carmen que
nunca dejaba de decir algo, contestó, “sí… está bien, jefe, la instrucción es una
parte, pero la lucha es la parte principal”.
Era emocionante escuchar las arengas de la jefa antes de salir a cumplir una
tarea o una misión concreta y cómo trataba a los subordinados, sobre todo
cuando eran varones. “Los hombres deben ser de verdad y los que hablan mucho
siempre son de mentira, son puro cartón”. Otra frase que repetía era que “los
malos trabajadores no sirven para pelear contra la dictadura”. Manuel trataba de
entender si acaso lo decía para provocar, o era para hacer notar que ella era mujer
y que mandaba. Cuando llegaban nuevos combatientes, o le tocaba a ella
subordinarse a jefes hombres, los miraba con desconfianza al comienzo y luego se
ponía a la par de ellos. “Un jefe”, decía, “debe mojarse el potito”. Remataba sus
discursos recalcando que las mujeres eran mejores, más firmes y responsables
que los hombres. Era muy respetada y su grupo le creía en todo a Carmen, porque
ella iba siempre adelante.
–Cállate, –increpó Carmen a Arturo, sin perder el humor, –lo que pasa es que
era disciplinado el compañero… Ya, siga contando no más camarada y no le haga
caso a este tipo, nosotros seremos como tumba, no le contaremos a nadie estas
historias. Pero cuenta alguna de amor también, no te hagas el de las chacras–, lo
retó, echándole una mirada picarona.
–Ya llegó la romántica –dijo Arturito, –te voy acusar al que te dije.
–Oye, Oficialito, ¿cómo pudiste entrar a Chile de esa forma? No te puedo creer.
Con papeles falsos, Dios mío, no sé si yo podría haber hecho eso, porque de que
entraste, entraste por Pudahuel, ¿verdad compañero? Ustedes estaban locos, o
querían mucho a Chile y a la revolución. El huevón de la aduana solo te miró el
pasaporte: ¿Argentino? y tu dijiste: ¡Y bueeeeeno! ¡El hueva te timbró el
pasaporte y, más encima, te deseó una feliz estadía! ¡Podría haberse hecho
famoso el tipo contigo!
–¡Putas que son malos ustedes, pobre compañero! ¿Y qué pasó con él?
–Quizás cueste entenderlo–, dijo Manuel, –pero putas que tenía ganas de
volver a andar de chileno y en mi patria. Y poner en práctica los conocimientos y la
experiencia que había adquirido afuera. Yo estaba seguro que podía ser un aporte
a la lucha.
Pero a lo que en ese momento se exponía Manuel no era fácil; cada idea o
recuerdo hacía saltar las emociones, las lágrimas. Choca ron varias veces sus vasos
con cervezas, esperando retomar la conversación, pues en ese instante se abría
esa especie de abismo que lo separaba de sus amigos que se habían formado en
Chile, que habían sido combatientes en múltiples acciones políticas y armadas
contra la dictadura, mucho antes que los dirigentes del Partido pensaran siquiera
en autorizar el ingreso de los internacionalistas al país.
–Es cierto–, dijo la jefa, –pero ahora pienso que eso era una tontera muy
infantil de nuestra parte, nos necesitábamos todos. Hay que reconocer que este
oficial resultó ser bien humilde y salió bien en las pruebas que pasamos juntos.
–¡Ey, ey… por siaca yo también estuve ahí!– reclamó de inmediato Arturo. –
Este oficialito se las dio de caballero y puso en la vigilancia a las chiquillas,
mientras que nosotros tuvimos que mamarnos la construcción completa del
tremendo refugio subterráneo. Pero la verdad, yo, escondido en ese refugio,
después de la acción que hicimos, creía que Rambo era una alpargata vieja al lado
mío–, dijo Arturito muy alegre.
De nuevo se les vino a la mente esa primera voladura de torre donde dejaron
participar a Manuel, cuando Carmen se enojó porque lo mandaron a subir a la
torre y colocar las cargas. Estaba recién incorporado al grupo operativo. Arturo
recordaba que le decía, “déjalo, total él dice que es oficial”.
–Pero la Ximena reclamaba que no tenía por qué saberlo todo, siendo oficial,
¿se acuerdan? Decía que las guerras son diferentes; la lucha militar que
realizamos contra la dictadura es muy distinta a la que él vivió en Nicaragua.
Carmen tomó a Manuel de la mano para romper la angustia que los tres sentían
en ese momento al recordar a Ximena, asesinada brutalmente por la dictadura en
el ’87. “Manuel, la Ximena me explicó una vez que eras oficial porque habías
estudiado la ciencia militar en Cuba por varios años y que después te habías
pasado otros tantos más en Nicaragua peleando, primero contra la dictadura de
Anastasio Somoza y luego contra los contrarrevolucionarios que apoyaba el
gobierno norteamericano de la época. En cambio, decía la Ximena, los milicos
chilenos estudian y estudian, para en algún momento estar listos para reprimir a
su propio pueblo, sin experiencias de guerra; no como tú, que como decía la
Ximenita defendiéndote, después te fuiste a la guerrilla salvadoreña”.
–No, Carmen, eso es mentira–, dijo Manuel, –trabajé con los revolucionarios
salvadoreños en Nicaragua, pero yo no estuve nunca en esa guerrilla, fueron otros
compañeros. A mí no me gusta mentir.
–Pero compadre, quién sabe eso–, dijo el Arturo riéndose. –Con lo que tú
sabes, yo me armaría un tremendo currículo.
El relato se detuvo, los tres se miraban, la gente de las otras mesas los estaban
encontrando medio extraños; primero gritaban eufóricos, luego reían y
terminaban callados, hasta llorando. Carmen observaba a Manuel, que no le
aguantaba la mirada.
–¡Ah, ya, listo no más, sóplame este ojo!– dijo el aludido cerrándole un ojo a
Carmen. –Las mujeres del Frente también tenían su corazoncito, yo conozco una
que era más cuadrada que la cresta con las relaciones entre compañeros y ahora
resulta que me enteré que tuvo su guagüita con un subordinado.
–La cagaste, Carmencha–, por primera vez Arturo la retó con razón y se paró
para seguirlo, pero la compañera lo detuvo.
“Mierda, por qué tengo que emocionarme delante de mis compañeros”, se dijo
Manuel, encerrado en el baño. “Ellos seguramente conocen a los familiares de
Ximena”.
–Te pusiste fome– dijo Ximena, –ya, sigue más rápido–, y le pegó en el pecho,
sonriendo.
–Ya la cagaste, eres como todos, después vas agregar lindos cachetes. No
pasaste la prueba. Chao no más–, le dijo Ximena, y se acabó el tema. Desde
aquella oportunidad, él empezó a escribirle poemas en secreto.
En un embutido y con mucha dedicación, guardaba Manuel los papelitos que le
escribía y que ella nunca pudo leer. Después que lo mandaran para el sur y se
desconectara del grupo operativo para siempre, recibió un mensaje de Ximena
proponiendo un encuentro y hasta ahora lamentaba haber sido tan disciplinado y
no haber acudido a la cita.
Luego de ese episodio de ruptura, difícil y complejo, había que seguir adelante
y dar vuelta a la página. No servía de nada caer en lamentaciones o
recriminaciones. La convicción de fondo de la separación era que ellos, sus
compañeros, sostenían que se podía seguir luchando contra la dictadura y eso
animaba a Manuel. Jefes y combatientes del Frente, entre ellos muchos
internacionalistas, no aceptaban que el famoso “realismo político” significara
tener que desarmar hasta los espíritus y aceptar mansamente la negociación que
se estaba fraguando a espaldas de los chilenos y que culminaría con la no menos
famosa “transición democrática”.
Tenía tres meses para constituir una estructura básica inicial que estuviera en
condiciones de recibir a nuevos compañeros afuerinos y los medios necesarios
para formar un nuevo grupo operativo en la zona. Esta unidad debería tener
condiciones diferentes a las de los grupos urbanos con que contaba el Frente. La
idea era que este grupo fuera de característica rural o suburbano en su accionar,
bien adaptado a la zona y muy preparado en ese tipo de modalidad de lucha
revolucionaria.
Algo de tiempo después, cuando Manuel analizaba las cosas con la perspectiva
del tiempo transcurrido, entendía que la tarea que había asumido en ese
momento, la de “territorializarse en el sur mapuche”, había tenido como objetivo
la irrupción de la nueva estrategia del Frente, la Guerra Patriótica Nacional, GPN.
Su expresión concreta fue la toma de cuatro pueblos rurales, además de las
acciones ocurridas en Santiago el 21 de octubre de 1988. Estas, mostraron como
balance final la intransigencia indomable del FPMR y la de su jefe, Raúl Pellegrín,
calificada más tarde como un error político por algunos de sus propios camaradas,
por no mencionar a los oportunistas y a los enemigos que se regocijaron con su
fracaso. Esa ofensiva inicial tuvo como resultado la muerte de Rodrigo –Raúl
Pellegrín– y la de Tamara –Cecilia Magni–, importantes jefes de la organización,
que fueron apresados y asesinados después del ataque a Los Queñes, un pueblo
de la alta cordillera de la Sexta Región de Chile.
Todos estos cambios los hacía porque quería tener un viaje tranquilo y sin
contratiempos. Iba armado de una buena libreta de anotaciones y dos o tres libros
entrañables. Manuel ni siquiera pensaba en la posibilidad de caer preso, no podía
hacerlo, tenía mucho trabajo futuro por hacer. Ese pensamiento lo ayudaba para
darse fuerzas, porque sabía que no dependía solo de él caer o no y por ello era
riguroso al tomar precauciones. Su ventaja era que no dependía de ningún vínculo
local. Un bolso con alguna ropa era su equipaje y en su cintura llevaba una
molesta arma para la protección personal, que le dejó marcas e irritaciones en la
piel por un buen tiempo.
Se dedicó a estudiar todos los datos relacionados con las represión en la zona,
las actividades de la izquierda y la verdadera historia del pueblo mapuche, sus
batallas heroicas, las que nunca aprendió en su escuela primaria ni secundaria, no
por ser mal alumno, sino porque solo se enseña la versión de los conquistadores
españoles y chilenos, que era y es la ideología dominante que predomina en los
programas educativos. A Manuel le interesaba también la experiencia combativa
de los últimos años del MIR, sobre todo la vivida por los combatientes de esa
organización en Neltume.
La compañera que debía ser su pareja en la vida campesina y que solo duro un
día en el territorio, hasta el día de hoy piensa que Manuel estabaloco del mate al
pensar que ella viviría con su hijo en ese campo. Ella sabía –en términos
generales– de qué se trataba la tarea de Manuel, pero decidió huir de inmediato
luego de pronunciar unas palabras que serían inolvidables para Manuel: “¡Ni
cagando me quedo aquí!” Ella, la ayudista, la de una familia con recursos, la
educada.
Tampoco se pudo duchar por la noche, porque no había agua caliente. Sumado
a todo eso, reclamó que Manuel expelía un aroma que no tenía cuando le habló
de acompañarlo al sur, olor a chancho. La pobre efímera, durante su única noche
clandestina, fue blanco de múltiples picadas de una y muchas pulgas que había
siempre en la ropa de cama. Para más desgracia, por la mañana ella se sentó a la
mesa de la cocina en que Manuel, para mejorar la situación, se había ofrecido
para servir un rico desayuno. En medio de la mesa había una gran bandeja
cubierta que ella destapó por curiosidad y pegó un tremendo grito cuando vio que
se trataba de la cabeza cocida de un cerdo, de la que la dueña de casa y Manuel
cortaban lasquitas de carne para hacer los sanguches todas las mañanas. Ella lo
encontró asqueroso y no quiso tomar desayuno. La cosa iba de mal en peor. Luego
pidió ir al baño y le indicaron donde quedaba la letrina, que encontró
antihigiénica. “¡¿Cómo pueden hacer caca arriba de otras cacas?!”.
Pero para rematar la breve aventura, cuando fuera de sí fue a buscar a su hijo
para huir, lo encontró en un corral jugando con varios chanchos, embarrado hasta
la cabeza.
–Yo aquí no me quedo ni cagando compañero, búsquese otra para esta tarea.
Yo soy una persona de ciudad, no soy del campo. Cuando vaya a Santiago y no
tenga donde quedarse, puede ir a mi casa sin problema, usted sabe que es segura,
pero se baña primero.
Medio afligido, Manuel volvió a su casa y al llegar, todos los vecinos estaban
esperándolo en la puerta, muertos de la risa. Lo consolaban diciendo, en medio de
las carcajadas, “no te preocupes, Manuel, ya aparecerá la mujer de tu vida, la que
tú te mereces. ¿Cómo podís haber traído a esa pituca al campo?”.
La compañera pituca, que era en realidad una gran ayudista, hizo un informe
muy sincero, con lujo de detalles de su viaje y estadía en la zona, incluido el
asunto de la caca sobre la caca. El jefe, que la conocía bastante y valoraba su
aporte a la organización, se moría de la risa del informe. Finalmente, ya hablando
en serio, sentenció que ambos, ella y Manuel, eran los responsables del error
cometido y con eso se dio por superado el problema. En definitiva, el evento sirvió
para que en la zona los vecinos le agarraran lástima y cariño a la vez. Se reforzó la
leyenda de que Manuel era un hombre solitario golpeado por la vida y los amores
y que había que apoyarlo porque era trabajador y buena gente.
Poco a poco, con el pasar de los meses, Manuel fue creando condiciones en su
territorio. Como resultado de ese trabajo se establecieron rutas de acceso a
diferentes puntos de reunión, entradas y salidas a sectores que consideraban
estratégicos. Luego se fueron construyendo refugios; Manuel fue trasladando
diferentes tipos de comidas a varios puntos y algunas armas que quedaban
perfectamente embutidas y resguardadas de los efectos de la abundante lluvia del
sur.
Con el tiempo ya caminaba con confianza por la cordillera y podía decirse que
ya se manejaba en el terreno. Fue aprendiendo lo que caracterizaba a cada pueblo
y lo que vendían en cada lugar y lo que le servía de justificación de sus continuos
viajes. Logró conocer las llegadas a la cordillera de Nahuelbuta desde los distintos
pueblos cercanos, las vías normales y descubriendo las alternativas.
Manuel tenía varios lugares con propuestas en carpeta para responder a esa
pregunta que sabía tarde o temprano llegaría. De vuelta en la zona, con el
conocimiento de lo que se manejaba en Santiago, Manuel se reunió con sus
compañeros. Algunos eran de Temuco y otros de Concepción, todos radicados en
ese amplio territorio. Ya habían conformado una dirección territorial y avanzaban
en la formación de una unidad operativa que no estaba autorizada a operar
todavía por el mando del Frente. Lo importante era que, en ese momento, tenían
recursos y medios para hacerlo. Comenzaron a recopilar información más
detallada de la región y de los pueblos en particular. De allí surgió la posibilidad,
como alternativa para actuar, del poblado de Pichipellahuén, en la Novena Región.
Se aproximaba la fecha del plebiscito del 5 de octubre del ‘88 y la orden era
estar preparados para el fraude de Pinochet, que era lo que había previsto el
Frente. Se decidió que Manuel estaría a cargo de la preparación de la acción.
Había que crear las condiciones logísticas para que su gente pudiera entrar al
pueblo, controlar el escenario y retirar a sus fuerzas, para volver luego a la
normalidad. No debía sufrir ningún tipo de bajas. La misión consistía en copar,
neutralizar, hacer propaganda armada de la política de su organización y retirarse.
La fecha del accionar se comunicaría en el momento oportuno.
Toda esta preparación se hacía en medio de las actividades normales que cada
uno de los miembros del Frente en la zona debía cumplir o aparentar. Hasta que la
realización de la acción fuera inminente, no se podían dejar las pegas de cada
militante en la vida normal.
Manuel, en cambio, lo único que sabía del carbón de espino es que era el más
caro de todos. Recordaba su infancia en la población cuando lo mandaban a
comprarlo. Muchas veces su madre lo retaba, “otra vez te metieron cuchufleta.
Este es carbón blanco, no de espino”. Para defenderse y hacerse el simpático,
Manuel contestaba a su mamá que para él todos los carbones eran negros, pero
igual tenía que partir a cambiarlo, en pleno invierno.
Pero los chanchos no pisaban la tierra. La chanchería había sido construida con
un piso de madera y con espacios ideales para la crianza, según indicaba un
Manual de Crianza Porcina ruso que habían encontrado por ahí.
El trabajo era más bien limpio. Se tomaba esmero con la higiene, pero con el
tiempo, los restos de comida y fecas que caían a la tierra por entre las tablas del
piso fueron atrayendo a muchos roedores y la situación se fue haciendo poco a
poco insostenible. Comenzó para Manuel una etapa de encarnizada lucha contra
los ratones. No bastaba guerrear contra el dictador Pinochet, ahora se agregaban
como enemigos también los ratones.
Esa lucha comenzó, como debe comenzar toda lucha, estudiando al enemigo.
Junto a sus demás socios, leía diccionarios voluminosos acerca de roedores para
identificar concretamente a la familia de ratones que se había instalado en la
zona. Llegó un momento en que Manuel era capaz de dar cátedra acerca de los
mejores gatos para el combate y luego, ante el estrepitoso fracaso, llegó a calificar
a los gatos como ‘reformistas’, porque preferían coexistir con los ratones en paz y
no luchar contra ellos. Fue una época de mucho de estudio y meditación. Se
especializó en todo tipo de venenos para ratas, lo que existiera en el mercado. Lo
aplicaba por todas partes, siguiendo al pie de la letra los múltiples manuales que
conseguía, pero nada cambió. Intercambiaba experiencias con campesinos de la
zona, hasta que llegó a la conclusión, medio en serio y medio en broma, que los
ratones sabían que querían exterminarlos. “Son ellos o nosotros”, decía Manuel a
sus compañeros. Cuando aparecía un ratón muerto en el lugar donde colocaban
algún veneno, los demás trabajadores le decían que aquel era un ratón enfermo y
viejo al que habían mandado los mismos roedores para que se sacrificara,
probando la comida que dejaban y que los ratones, al ver al fallecido, se pasaban
la señal y no comían el alimento envenenado.
“Yo le soluciono su problema, don Gancho”, que era como le decía a Manuel.
“Soy conocido en esas cosas, iñor. Usted lo que necesita es unsúper ratón”. Entre
risas por lo ingenioso del comentario, finalmente Manuel le contestó, “A ver, don
Juancho, dígame ¿Cuál es su técnica para desaparecer ratones?”.
–Ahí está su problema don, señor, –le respondió de inmediato–, los ratones no
se desaparecen, se van pa’ otro lado no más. Tiene que despedirlos, no matarlos,
a usted no le sirvió mucho lo estudiao que parece.
Más por curiosidad que por otra cosa, Manuel le dijo que le contara la receta.
–Quiero un acuerdo primero, que para hacer el trabajo, usted, don Gancho, no
me pregunte ninguna cosa mientras yo hago la pega.
Al otro día, amaneció más temprano que de costumbre para Manuel, ya que oía
golpes sobre la tierra al pie de la montañita que protegía por el sur la casa donde
habitaba. Era don Juancho haciendo un hoyo en la tierra. Lo vio cavar y cavar con
calma y mucha decisión. Después del medio día, al volver de la chanchería, vio que
el don no paraba de trabajar, mientras iba desapareciendo en el hueco profundo
que cavaba. Fue a preguntarle qué estaba haciendo. Muy enojado, el viejo
campesino soltó la pala y tiró el sombrero.
Ante su airada reacción, Manuel solo atinó a replicar que había dejado dos
botellas del buen tinto en su cuartucho, como le había indicado.
Al tercer día, cortó unas tablas, largueros y construyó con ellos una gran tapa
que cubrió totalmente el hoyo.
–Perdóneme, don Jutre, –dijo–, usted sabe que necesito la pega. Lo invito a un
traguito y nunca más le voy a faltar el respeto patroncito.
Al otro día, el don no se apareció por la casa hasta el atardecer, cuando Manuel
lo vio llegar con algo en cada mano. Se impresionó al descubrir que llevaba dos
inmensos guarenes, unos ratones gigantescos. Luego abrió la tapa, los lanzó
adentro y volvió a cerrarla con mucho cuidado.
Durante la semana, siguió llegando con una variedad de ratones. Al décimo día,
según la cuenta que llevaba Manuel, ya tenía como unos quince guarenes en el
hueco y el campesino le dijo, “don Gancho, cálmese que ya le estoy fabricando su
súper ratón. Vamos por unos tintitos para celebrar la primera pata de la pega. Ya
no necesitamos traer más guarenes a la fábrica”.
Pasaron varios días en que se escuchaban fuertes chillidos desde el hoyo, pero
don Juancho prohibió que se destapara el hueco bajo amenaza de que, si lo hacía,
no volvería a saber de él. El que destapara el hoyo sin su permiso recibiría un
castigo del diablo en persona, toda la vida la pasaría soñando con ratones que lo
perseguirían hasta comérselo, explicaba muy serio, haciendo la cruz con sus
manos. Un día que Juancho destapó la fábrica, Manuel aprovechó un descuido y
miró hacia adentro. Alcanzó a contar solo seis ratones en el interior.
–No sea gil y metío don Jutre, –dijo el hombre, apartándolo bruscamente lugar.
Manuel perdió la cuenta de los días que habían pasado. Todos los trabajadores
y habitantes de la casa estaban pendientes de la fábrica de súper ratones. Juancho
se creía más importante que todos en esos días y no les soltaba prienda, como se
dice en el sur.
–Ya, don Jutre, está listo el súper ratón. ¿Dónde quiere que desaparezcan los
ratones?
Juancho levantó el animal por encima de su cabeza y dijo, “mírelo bien, este es
el súper ratón”. Manuel se acercó al hoyo y descubrió que en su interior no se veía
ningún ratón, solo huesitos. “Por la flauta”, pensó Manuel, cayendo en cuenta,
“¡Este monstruo se comió a todos los demás!”.
Por la noche, don Juancho soltó al súper ratón debajo de la chanchería y por un
buen tiempo desaparecieron todos los ratones que había en ella. Manuel estaba
contento y le dijo a don Juancho que se había ganado varias botellitas por la pega
realizada. Nunca más tendremos ratones.
Sí. Tenme charqui para cuando te vaya a visitar, –contestó su jefe riendo–.
Cómpralo en el Salto del Laja. Es súper bueno.
Una semana más tarde, Manuel estaba reunido con la Dirección Nacional del
FPMR, y se pidió su opinión ante el nuevo escenario. Dijo, sin titubear, que a su
juicio la operación debía realizarse de todos modos. Según su análisis, la situación
de represión y el poder de la dictadura no habían cambiado.
–Todos los jefes de destacamento piensan como tú, –le dijeron–, pero esto no
es solo una cosa de voluntad.
Ya no tenían contacto con el resto del Frente a nivel nacional. Las cartas
estaban tiradas. Según el plan largamente estudiado, para la toma de
Pichipellahuén serían quince combatientes en la fuerza central y seis en la fuerza
de apoyo combativo cercano. Estos últimos tendrían la misión de cortar el acceso
al pueblo y actuarían de modo independiente de la fuerza central, lo que impedía
el apoyo externo al retén de Carabineros y aseguraría la salida de la columna la
zona. Otros seis brindarían el apoyo distractor cerca de Temuco.
–Sí, jefe. Desde que nos decidimos a actuar, ellos nos han estado apoyando y su
fuerza va con cada uno de nosotros, incluso con ustedes, que no son mapuche, –
explicó.
Los afuerinos se miraron entre sí, sin saber qué responder, pero de pronto se
vieron rodeados por una gran cantidad de personas de todas las edades. Manuel
formó al grupo. Estaban armados y se cuadraron frente a todos. La luna estaba
muy clara, se veían los rostros. Una Machi, con vestido tradicional, agitaba una
rama de canelo mientras cantaba y sacudía las hojas encima de las cabezas de los
combatientes. Luego, un hombre mayor, una autoridad, fue el único en tomar la
palabra en esa ceremonia inesperada. “No fallen. Mantengan la calma, eso les
hará pensar bien. Todos estamos con ustedes, la naturaleza los cuidará”.
Luego comenzó la caminata de aproximación. El paso del guía era rápido pero
llevable. Cada combatiente vestía uniforme verde olivo, portaba su fusil, el
alimento personal y un par de buenas botas de goma. Llegaron al amanecer del 20
de octubre a las inmediaciones del objetivo, organizaron el campamento,
prepararon los explosivos y esperaron. Habían estudiado largamente la rutina del
pueblo. Conocían su vida cotidiana, el retén, el vehículo policial. Todo estaba
tranquilo. Atacarían de noche el 21 de octubre.
Se apagaron todas las luces en las casas del pueblo, que tenía una ancha calle
principal. El cuartel estaba destruido. La columna irrumpió en el retén para
constatar que los policías habían escapado por la puerta. Los hermanos mapuche
empezaron a gritar consignas en su lengua. Estaban enardecidos. “¡Viva Leftraru!,
¡Leftraru, somos tus hijos!”. Los afuerinos gritaban todo tipo de consignas. La
madre de Pinochet fue la más mentada.
A esa hora, los que ahora formaban la columna eran solo afuerinos, no
mapuche, lo que significaba que no tenían ninguna cobertura que justificara su
presencia en esos lugares y que, de ser detectados, los obligaría a entrar en
combate, asunto que querían evitar a toda costa. Las fuerzas enemigas eran
numerosas, estaban compuestas por militares, carabineros y contaban con el
apoyo de civiles armados, montados a caballo: los dueños de los fundos.
La primera conclusión a la que llegaron fue que la sorpresa estaba del lado de
los combatientes. Ese es un principio de la guerrilla y lo habían logrado: nadie en
el pueblo se había dado cuenta de la aproximación de la columna de guerrilleros al
retén. Manuel no olvidaba la cara de espanto del policía que se percató de su
presencia cuando lanzaron la carga al techo del cuartel. Era como si hubiese visto
a Leftraro o a Quepolicán en persona atacando el cuartel en medio de la lluvia.
Manuel organizó la vigilancia con una guardia diurna. Dormir y vigilar es lo que
harían por el día. Antes de dormir comieron unos “superocho”, el alimento
preferido de Manuel, e intentaron de nuevo hacer funcionar la pequeña radio
portátil. Necesitaban escuchar las noticias y estaban enojados con el compañero
encargado de proteger las pilas de la humedad porque no había cumplido su
tarea.
–Pero, ¿no cachaste la tremenda lluvia, cómo no se iban a mojar las pilas p’us
compañeros? –decía el irresponsable, dando explicaciones, que, por supuesto,
nadie del grupo aceptaba.
Por suerte para él, después que le habían dicho de todo, la radio funcionó y
pudieron escuchar que se habían producido ataques en varios lugares ese 21 de
octubre, incluso en Santiago. Todos estaban impresionados en medio del monte.
Se anunciaba la acción que ellos habían realizado y se informaba que efectivos
militares y de carabineros perseguían a los responsables.
–¿Adónde la vieron? Si estamos más solos que la cresta en esta montaña –dijo
un combatiente.
Pero de lo que más se hablaba en la radio era del ataque a Los Queñes. Se
destacaba lo distante de una acción de las otras, como tratando de evidenciar la
gran capacidad de planificación que tenían los atacantes. Desde donde estaba el
grupo, atento a lo que trasmitía la radio, hasta Los Queñes, había casi quinientos
kilómetros. También se anunciaba a un gran contingente de fuerzas militares que
los perseguía.
¿Quiénes serían los compañeros que estaban en las acciones de los otros
pueblos?, se preguntaban. ¿Estarán todos bien? ¿Tendrán heridos? ¿Cómo eran
las características de esos territorios? ¿Serían difíciles de caminar?
Era impresionante para ellos que en tantos lugares se estuviera golpeando a los
criminales que se creían dueños absolutos de Chile. Estos militares golpistas
pensaban que dar un Golpe de Estado en Chile es llegar y llevar, como anuncia una
conocida propaganda comercial. Los chilenos, meditaba Manuel años después,
somos calladitos, tranquilos, incluso nos imaginan mansos y dóciles, pero no es
así, somos personas racionales. Pero cuando nos convencemos de que algo anda
mal, salimos con todo a la lucha. El mejor ejemplo de ello eran las protestas contra
la dictadura: en varias casas de personas de lo más pacíficas, se iban guardado
neumáticos y todo lo necesario para impedir la represión y, luego, les entregaban
los materiales a los chiquillos que estaban dispuestos a usarlos en las barricadas.
A Manuel y sus compañeros, oír por la radio que también se habían producido
ataques en otros pueblos, les levantó el ánimo.
Al grupo le quedaba una caminata de dos noches y, una vez seguros, Manuel
viajaría a Santiago para dar el reporte de lo realizado.
Ya tenía los vínculos previstos con Benjamín y otros jefes. ¿Qué estarían
haciendo ellos en esos momentos?, pensaba Manuel. Seguramente estarían
analizando los efectos de las acciones realizadas.
Días después se enteró –en reuniones y por la prensa– que Benjamín había
comandado la acción del pueblo de Los Queñes. Había obrado de acuerdo con sus
principios. El ejemplo personal siempre estaba presente en él, recordó. Luego de
la toma del pueblo y ya en la retirada, Benjamín había sido capturado y asesinado
por Carabineros junto a otra gran dirigenta del Frente, la compañera Tamara.
Grande fue el dolor de Manuel, pues no le pudo dar el parte de guerra que
habían preparado entre todos los combatientes de la zona sur. Su muerte fue un
golpe demoledor para el Frente.
Manuel regresó al sur con las malas nuevas para sus compañeros y, como
correspondía, regresó a la zona para retirar los materiales “embuzonados” que
habían dejado después de la acción de Pichipellahuén. Los sacó de ese territorio.
Recordaba que, cuando llegó al lugar, le impresionó la tremenda cara de espanto
que tenía el dueño del predio. La señora, en cambio, le dijo que no podía creer
que lo volviera a encontrar después de todo lo que había pasado.
–Haga lo que tenga que hacer y váyase rápido mijito. ¡¿Cómo se le ocurrió
volver?! ¿Acaso está loco?, los andan buscando por todos lados.
La mujer le dio una taza de té muy caliente y un pan amasado con merkén, ese
picante mapuche tan sabroso, para que Manuel calentara el cuerpo.
–Quédese tranquila, compañera, gracias por el tecito, –le dijo– No podíamos
dejarles este paquete de cosas a ustedes. Algún día nos volveremos a ver, cuando
cambien las cosas y… muchas gracias por todo compañera –agregó, al despedirse.
Ella, muy emocionada, lo acompañó hasta un bajo pantanoso que limitaba con
su predio, con el marido exigiendo a Manuel que se fuera rápido. La mujer lo hizo
callar y abrazó a Manuel diciéndole, “yo le doy mi bendición; que Dios también me
lo bendiga y me lo proteja, para que se pierda rápido del lugar y no lo pillen.
Cuídese mucho, que andan a caballo buscándolos en toda la zona”.
Mientras esperaba el arribo del vehículo, Manuel pensaba que Benjamín y los
otros jefes que habían decidido el accionar del 21 de octubre habían actuado en
esos momentos con la misma dignidad que tuvo el Secretario General del MIR,
Miguel Enríquez, que en condiciones que quizás no se puedan comparar por ser
momentos históricos distintos, planteó que los militantes de su organización no se
asilaban, siendo el primero en cumplir esa política que elevaba la moral del pueblo
y de su propio partido y que encontró la muerte en combate también en un mes
de octubre, en los primeros años de la dictadura. Ambos líderes, Miguel y
Benjamín, emularon la valentía, arrojo y dignidad de Salvador Allende, nuestro
Presidente histórico, en septiembre de 1973. Él no quiso rendirse a los generales
antipatriotas de las Fuerzas Armadas chilenas. En verdad se debería decir Fuerzas
Armadas de la derecha chilena, por la forma criminal con que actuaron contra su
propio pueblo.
Corrían los años finales de la década de los ochenta. Había asumido nuevas
responsabilidades en la organización y aún no se cumplía un año desde la muerte
del primer jefe del Frente, Benjamín. Era la época en que la dictadura caminaba
inexorablemente a su fin y en medio de ese escenario, los rodriguistas seguían
luchando contra ella, aunque se debatían en diversas contradicciones internas
que, con el tiempo, también les significarían su final. Pero entonces aquello no era
algo que sospechara Manuel.
Miró hacia todos lados. Tenía la absurda sensación de que todos los
transeúntes miraban la noticia y que luego volteaban a verlo a él. No podía
despegar la vista de la primera plana y su titular; la angustia le recorría el cuerpo
en oleadas, la misma sensación que había sentido un año antes, cuando leía la
noticia aquella que anunciaba el descubrimiento de un cadáver en el río
Tinguiririca. Y ahí estaba, otra vez ese chispazo nervioso que le recorría la
columna; se sentía inmerso en medio de una tormenta que lo ahogaba; era la
desgracia, la presencia súbita de la muerte que nuevamente lo venía a visitar,
trasmitiéndole esa sensación de espantosa inseguridad incontrolable.
Miraba con desesperación a cada transeúnte que se detenía ante el kiosco, los
desafiaba a los ojos y se decía en silencio: “¡Sí, huevones, ése de la noticia era mi
hermano, mi compañero, mi amigo… y me lo mataron estos asesinos!”. Pero la
gente circulaba con absurda normalidad, pues la noticia era para ellos solo una
nota periodística. Los ojos de Manuel estaban húmedos. Se habían visto apenas
unos días atrás, cuando Eduardo revisó detalladamente el plan operativo que
Manuel le había presentado para el cumplimiento de la tarea que le había
ordenado hacer. “No quiero fallas”, le había dicho con seriedad. Y ahora estaba
muerto.
–Igual es poco lo que podríamos hacer dentro del bus, si nos quieren agarrar, –
dijo Manuel. Pero Eduardo era su jefe en ese momento y él, el único subordinado
a la vista.
Habían sido designados para una misión que debían desarrollar en el exterior,
después de la irrupción de la GPN y la muerte de Benjamín. Argentina era solo un
primer paso en su recorrido. Desde su ingreso al país, hacía ya más de tres años,
para Manuel este era su primer viaje a un lugar más lejano que el otro lado de la
cordillera. Pero no era la primera vez que viajaban juntos. Con Eduardo, de vuelta
a Cuba desde Nicaragua, varias veces coincidieron en viajes y ahora iban juntos de
nuevo, pero desde Chile. Estaban planificadas varias reuniones importantes en
Cuba y Nicaragua. En esos lugares debían dar a conocer la nueva situación del
Frente, luego de la muerte de Rodrigo y Tamara. Tanto Manuel como Eduardo
habían participado en la irrupción de la nueva estrategia de la organización, la
Guerra Patriótica Nacional, pero en lugares muy distantes entre sí.
La documentación que llevaban era buena, o por lo menos eso era lo que
pensaba Manuel. Contaba también con un carnet argentino para usarlo en la
compra de los pasajes aéreos. Durante el traslado en el bus a Mendoza y como
medida de seguridad, la orden era que solo hablarían entre ellos cuando entraran
al territorio argentino, antes no. Durante el viaje se comunicarían únicamente con
las señales acordadas previamente. Estaban conscientes que el lugar más delicado
para ellos era, sin dudas, la aduana del Paso Internacional Los Libertadores.
Una vez en la aduana, al igual que a los demás pasajeros, los hicieron bajar en
el paso fronterizo y mostrar el carnet de identidad que llevaban. No tuvieron
problemas de ningún tipo, ambos tenían experiencia en esas lides y no
despertaron ninguna sospecha.
Una vez en la capital, se alojaron en una residencial y Eduardo hizo los vínculos
con los compañeros rodriguistas que trabajaban en Argentina, para informarles de
la situación del Frente. Manuel escuchaba los informes orales de Eduardo en las
reuniones y, por la forma en que explicaba la situación política chilena y las tareas
de la organización, quedaba claro que Eduardo ya no era el joven militar que se
ponía nervioso y tartamudeaba cuando le daban la palabra en los encuentros
colectivos de la Tarea Militar. La misión internacionalista en Nicaragua, la
experiencia clandestina y la lucha concreta lo habían hecho desarrollarse como
dirigente revolucionario, digno jefe de las Fuerzas Especiales del Frente Patriótico.
Decía a los compañeros que no creía en la salida cobarde y timorata de los que
abandonaban los sueños, maniobrando con las aspiraciones democráticas de la
mayoría del pueblo chileno.
Con respecto al jefe del Frente muerto en Los Queñes, Eduardo dijo que “tarde
o temprano, la decisión del Frente de seguir luchando y la del propio Benjamín de
encabezar las acciones, se transformarían en una bandera de dignidad”. Agregó
algo que Manuel no olvidaría nunca: “Raúl Pellegrín es y será una bandera de
dignidad de los revolucionarios chilenos consecuentes”.
Durante ese viaje sonó la alarma para Manuel: no pudo seguir hacia Cuba y
Nicaragua con Eduardo, pues en la oficina de migración argentina de Buenos Aires
intentaron detenerlo al detectar que su carnet era adulterado. Debió escapar en
medio del escándalo que se produjo cuando una funcionaria le gritó que su
identificación era falsa y llamó a la policía para detenerlo. No lo alcanzaron,
Manuel salió corriendo y se perdió entre el tumulto.
Y ahora, tanto tiempo después, con el dolor vivo en el pecho por su pérdida,
sentado en el banco de la plaza del Parque Forestal después de enterarse de la
muerte de su amigo, le volvía la voz de Eduardo a la mente. Le dijo, mirando los
grandes árboles del parque, “tú también, hermano… también te corresponden a ti
esas frases que dijiste acerca de Benjamín. Nunca permitiré que tu memoria
consecuente y tu ejemplo se borren de nosotros, aunque pasen los años”.
XVIII. Los pasos vigilados
Eran tantas las preocupaciones y responsabilidades que pesaban en los
hombros de Manuel, que la frustración por no haber podido continuar el viaje a
Cuba y a Nicaragua se le olvidó rápidamente. Inmerso en su propia vorágine
revolucionaria, venía caminando una tarde de regreso a casa cuando, al doblar la
esquina del negocio donde compraba el pan, se percató de algo inusual. Se puso
inmediatamente en alerta al descubrir una situación extraña: su jefe estaba
parado poco más allá, como esperándolo. Era absolutamente anormal e intuyó de
inmediato que algo malo tenía que haber pasado.
Todo indicaba que era efectivamente a él al que seguían, qué cagada, pensaba
Manuel. Su mente no dejaba de dar vueltas. Pero, ¿dónde lo habrían detectado?
Hizo esfuerzos, repasando cada detalle de todo lo que había hecho el día anterior.
Revisó mentalmente sus encuentros con los contactos y tantas otras actividades
que había realizado, trataba de buscar indicios de probables cruces con la
seguridad de la dictadura en todo su recorrido.
Manuel, al igual que otros combatientes, estaba al tanto o sabía que varios
compañeros de la organización habían sido detenidos o asesinados por las fuerzas
de la dictadura y, cuando se estudiaban los hechos puntuales que habían llevado a
esos golpes para entender y tomar las medidas de seguridad efectivas, se
descubría que por lo general todo comenzaba con indicios de seguimientos no
tomados en cuenta por los militantes de las estructuras de combate. Muchas
veces no se prestaba atención a esas primeras señales del enemigo; varias veces
hasta los mismos afectados irresponsablemente negaban el hecho de que fueran
ellos los que estaban siendo objeto de persecución, para que no fueran relevados
de sus grupos operativos. Era claro que no querían ser retirados de sus
responsabilidades, o “de circulación”, como se decía en esa época. Y eso era
precisamente lo que el jefe quería hacer ahora con él.
Cada vez que empezaba a dar vueltas por la casa, cualquiera de ellas le pasaba
un libro y le decía con mucha firmeza, “en vez de dar tantas vueltas, póngase a
leer y estudie compañero, será mejor”. Sabían que estaba armado y que su
situación se consideraba grave, por lo mismo tenían prohibido dejarlo salir de la
casa hasta que no aparecieran los jefes. Y él las dejó tranquilas para que
cumplieran las órdenes.
–Debes entregar todos tus contactos, –le dijo el jefe, cuando lo visitó en la casa.
Pero Manuel se resistía, pensando que quizás el afectado podía ser otro
compañero y no él. No tuvo más remedio que cumplir la orden, pero pidió
escuchar las grabaciones en que constaban los seguimientos. Le entregaron el
informe de seguridad que la organización había hecho. Con esos datos pudo
corroborar que los itinerarios y hasta la vestimenta que había usado correspondía
con las conversaciones de los agentes.
Esas frases dichas por el jefe eran expresadas con sinceridad. Quería que
Manuel se convenciera que había sido detectado por el enemigo, que era el
blanco a capturar en esos momentos. Eran amigos, pero empezaban a surgir
diferencias en el Frente. Y esas diferencias políticas, que algunos llamaban
“problemas internos”, ya empezaban a generar desconfianza entre los propios
compañeros de diferentes responsabilidades. El desgaste del Frente era enorme y
su aislamiento de las cúpulas de la izquierda tradicional muy evidente. Los
rodriguistas buscaban respuestas a la situación política imperante y a las salidas a
la dictadura.
Poco a poco, fueron haciéndose patentes dos grandes visiones. La primera, que
el Frente se vinculara a las organizaciones sociales que luchaban en los territorios,
mimetizándose con ellas. La segunda, seguir formando grupos operativos
especializados, al margen de las bases populares, para garantizar su seguridad. La
actitud del jefe parecía estar con la primera, o por lo menos eso dejaba ver por
algunas decisiones que adoptaba. Desde la muerte de Benjamín, ocurrida en
octubre de 1988, afloraron con más fuerza ambas visiones y, al ser personalizadas,
Manuel sentía que se iba perdiendo la objetividad.
El baño estaba fuera del dormitorio, así que cada vez que Manuel quería ir al
baño golpeaba la puerta. La mayoría de las veces le abrían rápido, pero otras,
lamentablemente, no. Lo malo era cuando tenía hartas ganas y se demoraban en
abrirle, sufría mucho. Una vez, por la demora, estuvo a punto de hacer sus
necesidades por la ventana que daba al patio de la casa, pero le dio vergüenza.
Como lo vieron urgido le ofrecieron un “pelela”, pero les dijo que no era
necesario, aunque después, en más de una ocasión se arrepentiría de no haberla
aceptado.
Con el tiempo se dio cuenta que en la casa vivían otras personas, escuchaba
todos los corre y corre y los movimientos que los demás hacían cuando él
golpeaba la puerta para ir al baño. A Manuel no le gustaba molestar a la familia, le
daba un poco de vergüenza que relacionaran sus golpes a la puerta con las ganas
de orinar o hacer otra cosa, por eso esperaba y trataba de aguantar, hasta que ya
no podía esperar más. Todos los que vivían en esa casa evitaban verlo, y Manuel
hacia lo mismo con ellos.
Durante el tiempo que estuvo encerrado en esa pieza, solo podía dar vueltas
alrededor de la cama, era el viaje más largo que podía hacer, se sentía inactivo. Se
le ocurrió contar todo lo que veía, gracias a que entre los libros que le habían
pasado había uno que se llamaba “El hombre que calculaba”. Primero empezó a
contar los clavos del techo, aprovechando que el cielo de su dormitorio era de
madera. Calculó que había una razón de veinte clavos por cada tabla. Un día se
dedicó a contarlos todos, cuarenta y dos tablas tenía el cielo, eso significaba que
había 840 clavos en el techo. Después siguió con las ventanas, eran cuatro, con
ocho cortinas. Dieciséis vidrios tenían las ventanas. Manuel pensó que se volvería
loco en esa pieza, sin salir, sin recibir mensajes ni llamadas.
En la parte baja del clóset había muchos zapatos. Una de las muchachas de su
seguridad se rió mucho cuando Manuel pidió que le trajeran un trapo, escobilla y
pasta de zapatos para lustrar todos los zapatos que estuvieran a su alcance.
En otra ocasión, a Manuel le dio por la limpieza. Limpió todos los rincones de la
pieza, ordenó la cama, cambió su orientación y hasta las ventanas quedaron
impecables. En medio de toda esa desesperación, su mayor alegría fue cuando le
trajeron una pequeña radio portátil. Le hacía recordar la que tenía en Nicaragua
para escuchar noticias de Chile. Entonces, se dedicó a escuchar música y noticias y
cuando llegaban visitas a la casa se preocupaba de bajar el volumen.
Mientras viajaba en el jeep con rumbo al sur, Manuel llevaba en su mente una
sola preocupación. Pensaba que la persona que sería su reemplazante no era muy
respetado, no tenía el prestigio que se requería para asumir la responsabilidad y
menos para el momento que se estaba viviendo en el Frente y en el país. Conocía
el pensamiento de su reemplazante, solo pensaba en armar grupos operativos sin
raigambre territorial, lo que contribuiría aún más a que la organización decayera.
El lugar, de gran verdor, era una arboleda. Escuchaba el piar de pájaros, pero
también el rugido de vehículos que pasaban a lo lejos y frente a él veía un gran
murallón de tierra y piedras. Eso era lo que observaba desde el asiento del auto
donde se encontraba recostado en el momento que lo despertaron. Se tocó la
cara y no encontró sus lentes, no ver bien acentuaba aún más su desorientación.
Con mucho esfuerzo, salió del auto que estaba empantanado en un lodazal, se
estiró, adolorido y miró hacia arriba del murallón. Vio personas en el borde
superior. Sin los lentes las veía media borrosas, todas estaban mirando el
accidente, hacia abajo, donde estaba él parado.
Había despertado en el asiento delantero del auto Simca 1000 que había
abordado en Los Álamos cuando el jeep en que viajaba quedó en pana. No tuvo
más remedio que ponerse a hacer dedo, como se dice en Chile, y el único auto
que paró fue ese Simca 1000. Al subir al vehículo sintió el olor a trago del chofer,
pero no le importó. Y se quedó totalmente dormido, despertó cuando le tocaban
la cara, pensando que estaba muerto.
Solo días antes le habían comunicado a Manuel que podría encontrarse con su
compañera. El aviso llegó a través del enlace que sabía dónde estaba guardado
por los problemas de seguridad que había tenido en Santiago. El encuentro sería
en Los Ángeles, la mañana del domingo siguiente. Manuel emprendió viaje a esa
ciudad la medianoche de sábado en el jeep que le prestaron.
Con sus ojos miopes más adaptados, notó que el vidrio delantero del auto no
existía, le dijeron que lo había roto él mismo con la cabeza momentos después
que el chofer se quedara dormido y siguiera de largo en la curva más peligrosa de
la carretera de Nacimiento a Los Ángeles. Cayeron a ese barranco donde ahora se
encontraban. Era el lecho de un riachuelo que, en esa época del año, más bien
parecía un pantano. Que fuera así de pantanoso “los salvó”, decían los curiosos
que bajaban a ver el accidente y al supuesto finado.
El chofer se alegró al verlo vivo y dijo que lo disculpara por el accidente, que
solo había tomado un poco, pero igual se había quedado dormido. “Por lo menos
ahora debo responder solo por el vehículo… quédese tranquilo, ya vienen en
camino una ambulancia y los Carabineros”.
–Tiene partida la cabeza amigo, –le dijo alguien–, mejor quédese sentado hasta
que llegue la ambulancia.
No hizo caso. Sacó la bolsa con propaganda del maletín que llevaba y poco a
poco se fue alejando del auto. Debía deshacerse de las revistas y esconder la
pistola, ya que sentía que podía perder el conocimiento en cualquier momento de
nuevo. Caminó un buen trecho hasta llegar a unos matorrales que se notaban más
tupidos. Se cercioró que no había nadie mirando. Según recuerda, sacó las revistas
y las enterró, lo mismo que la pistola, envuelta en la bolsa de plástico. Tapó bien
todo y se dispuso a pararse, trastabilló un poco y en ese momento sintió una
mano que le ayuda a ponerse de pie. Era el amigo que le había tocado la cara y
que había dicho que él era el culiao muerto; estaba junto a su acompañante. Entre
los dos le ayudaron a enderezarse.
–Más mejor que se venga con nosotros amigazo, para que no tenga problema,
ya están por llegar los pacos, avisaron que vienen. Y no se preocupe por el chofer
que manejaba el auto… está medio curado, se olvidará que usted existió.
Los dos habían sido testigos de todo el entierro que Manuel hizo, lo tomaron
del brazo y salieron con él, caminando juntos del lugar del accidente.
Durante el desplazamiento fueron conversando, dijeron que eran del lugar, que
llegaron al accidente porque se corrió la voz de que un auto se había caído al
barranco, que eso pasaba bien seguido y que la mayoría de las veces eran
choferes curados, igual que ahora, y que la pista de la carretera al amanecer era
muy refalosa. Después de un rato de camino llegaron a un ranchito donde los
recibió una señora que estaba en la puerta. Era al parecer la madre de los
muchachos.
–¡Por Dios, hijo, qué herida tiene, está sangrando, entre a la casa para curarlo!
Manuel medio que se emocionó por lo cariñoso del gesto de la señora, pero
rápidamente se recuperó, como siempre hacía cuando se emocionaba, pero la
mamá se había dado cuenta.
–Se le puede infectar, niño, usted es igual de porfiado que mis chiquillos.
–Están limpios, por siaca, m’ijito, –decía ella. Los metió a una palangana con
agua caliente y le pidió que se agachara. –Preparen un tecito –ordenó a uno de
sus hijos –y tú–, dirigiéndose al otro, – ayúdame a sujetarlo.
–¡Cuídate, Manolito!
En un primer momento, ella no lo reconoció. Manuel tenía una larga barba, iba
sin los anteojos, mal vestido, sucio y más encima con un turbante en la cabeza. Era
para no reconocerlo.
Manuel vio a su hijo con ella. Fue emocionante verlo aparecer con el sonar de
un tambor de juguete. En medio de ese emocionante ajetreo, se le cayó el
turbante; la impresión de su compañera fue grande. “¡Tienes la cabeza partida!
Debemos ir a un médico con urgencia, pero primero aféitate y bota esa ropa que
andas usando”.
Después del aseo, Manuel parecía otra persona. Fueron hasta la clínica de un
médico particular. La secretaria dijo que, como era domingo, debía pagar diez mil
pesos por adelantado. No tenían ese dinero. Partieron entonces a la Posta Pública
de la ciudad.
La respuesta fue que no podían hacer nada, porque la Posta Pública no era una
peluquería. Por suerte, frente a la posta había un salón de belleza y ahí le
afeitaron la otra mitad de la cabeza. La indicación del practicante fue tajante:
debía hacer reposo absoluto y volver el lunes a ver al médico de turno. Lo de
Manuel era un TEC abierto. Pero él tenía pensado otros planes y no pensaba
quedarse en Los Ángeles hasta el día siguiente.
Manuel estuvo perdido del Frente por todo ese tiempo. Obviamente, no pudo
ir a ninguno de los contactos previstos, ni a los regulares ni a los de emergencia. Le
contaron después que había sido dado por preso, por muerto o desaparecido,
hasta que pudo encontrar la forma de avisar que estaba bien.
En esos seis meses pasaron muchas cosas en el Frente de las que Manuel no
fue testigo directo. Más tarde, cuando participó como invitado a posteriores
conversaciones, varios compañeros bromeaban diciendo que le había hecho bien
el accidente, que ahora tenía mejores opiniones que antes, que seguramente se le
habían reorganizado mejor las neuronas. Pero cuando le plantearon su nueva
tarea, que significaba salir del país, él no aceptó y, con dolor, decidió seguir su
propio camino. Al término de la reunión, su jefe le pasó 30 mil pesos. Manuel,
riéndose, le dijo, “¿es mi finiquito, compadre?”.
–Pase adelante, peñi, lo estábamos esperando. ¿Es cierto que viene desde Coi
Coi? ¿De allá, de la costa?
–Usted parece que le cayó bien al León, –dijo–, es una buena señal.
Años antes, Manuel había recorrido esa misma ruta buscando a su hermano
Ñanculef que organizaba la resistencia a la dictadura en esos territorios. Había
caído preso y, mucho después, cuando ya estaba en libertad, le mandó a decir con
un mensajero que estaba loco si quería recorrer de nuevo esa ruta, pero que igual
lo iba ayudar.
Hasta que una tarde, finalmente, entendió, o más bien dicho descubrió, por
qué había llegado hasta ese lugar.
Tras la sorpresa por la mirada de León, poco a poco todo pareció volver a la
normalidad. Pero no fue así. De pronto se percató que desde la ruca venían
caminando tranquilamente dos pequeños gatos plomos, peludos, lindos los
gatitos. El perro también los vio, pero los gatos, jugueteando, siguieron su
recorrido hacia un lugar de muchas flores que se encontraba justo al lado de un
castaño. Como presintiendo algo, Manuel volteó la vista de nuevo hacia la ruca y
vio que venía otro gato del mismo color. León ya lo estaba mirando a él de nuevo;
pensó que era uno de los mismos gatos de antes, pero no, porque detrás venían
cinco gatos más y luego otros. Eran más adultos, todos caminando
desordenadamente, como gatos que eran, en la misma dirección por donde
habían desaparecieron los dos primeros mininos. Contó cerca de veinte gatitos,
todos plomos y muy peludos, pero de distintos tamaños. Todos del tipo
doméstico, con sus típicos ronroneos de tranquilad, seguridad y felicidad.
Cada vez que miraba a León, él lo estaba mirando, como diciéndole, “¿qué te
parece el desfile de gatos?”, como si estuviera riéndose de Manuel por su cara de
sorpresa. Cuando habían pasado todos los felinos, Manuel se puso de pie y León
se quedó viéndolo, como reclamando “¿y ahora, para dónde vas?”. Entonces se
dio cuenta que los demás perros también estaban mirando lo que sucedía. Pensó
que se estaba volviendo loco, pues entendió que debía sentarse de nuevo y,
cuando lo hizo, ellos se volvieron a echar tranquilamente.
Las aves pasaron cerca, bulliciosas ellas; los gallos levantando sus cuellos
avanzaron orgullosos en dirección al jardín, hacia el mismo lugar por donde habían
desaparecido los gatos.
Para qué decir que Manuel ya sentía que los perros y él eran una misma cosa,
espectadores con derecho a comentar todos los detalles: paso, marcialidad, voces
de mando y tantas cosas inherentes a un desfile. Manuel hacía gestos de
asentimiento o de disgusto a León y a los otros perros sobre cómo se iba
desarrollando el espectáculo. Incluso hacía comentarios en voz alta.
Un sonido aéreo desvió su atención de los gansos. Era el típico ruido metálico y
estridente de los queltehues, las aves más comunes del sur chileno, las que
anuncian las lluvias y cuidan sus huevos en las planicies de los campos. Manuel no
lo podía creer y se juraba que contaría esto a sus compañeros, aunque de seguro
nadie le creería.
Del cielo aterrizó un queltehue sobre la planicie, de color blanco y negro, como
todos los de su especie, imponente, con su pico largo, casi rosado, que terminaba
en una punta negra. Cuando cerró sus alas, se detuvo, como si saludara a los
presentes. Poco a poco fueron aterrizando sus camaradas, que constituían la parte
aérea del desfile. Una gran cantidad de estas aves aterrizó y luego todos salieron
caminando en dirección a los jardines. Manuel le comentó a León que era
espectacular el aterrizaje de esos pájaros y el perro León le sonrió en respuesta a
su comentario, como diciéndole, “imagínate si te hubieras ido, te habrías perdido
esta maravilla, que solo pasa en esta zona”. Ante cada aterrizaje, Manuel les hacía
un gesto de victoria y se reían todos juntos.
No podía estar más exaltado al ver cómo se iban retirando los queltehues en
medio de los aplausos de la tribuna; él esperaba que nadie de la casa lo estuviera
viendo en ese estado de locura en que se encontraba. Estaba fallado del mate, no
había otra explicación y no sabía cuánto había durado ese trance.
–No seas hostigoso, Arturo. Manuel está soltando todo, pero me doy cuenta
que no dice nada de amores –dijo Carmen.
–Hace tiempo que quiero hablar con usted, ni se imagina cómo lo he buscado
todo este tiempo, hasta que por fin apareció. ¿Nos podemos sentar en algún lugar
cercano? No le quitaré mucho tiempo, necesito conversar y preguntarle algo, yo
siempre he tenido una duda sobre usted.
–Bueno, mi pregunta concreta es: ¿Por qué no hizo nada esa noche? ¿No era
atractiva para usted? Esto lo he conversado con amigas, algunas estaban en este
acto y siempre les he hablado de esa acostada y ellas no me creen que me acosté
con un adulto, con usted y que no pasó nada… Cuente la firme, compañero jefe,
¿no le gusté?
Uno de los momentos difíciles fue cuando se reencontró con las compañeras
sandinistas que había conocido en el momento del triunfo de esa revolución.
Entonces eran todas muy jóvenes, más jóvenes que los internacionalistas; todas
llenas de sueños. Varias se hicieron parejas de chilenos y ahora, de vuelta en
Nicaragua, algunos de ellos estaban muertos… los muertos más queridos por
Manuel. Se encontró con algunos de sus hijos, que ya tenían más de veinte años
de edad y lo reconocían a él como su tío.
Quizás la pregunta más dura y difícil que recibió Manuel y que no sabía cómo
responder, era “¿por qué tú quedaste vivo y mi papá no?”.
Recordó a la mujer que una vez le dijo en Nicaragua, “me quedaré cerca de ti
porque tienes buenas vibraciones”.
Había sido educado para reconocer solo lo que fuera objetivo, a no creer en
cosas que no se ven, pero se confundió con lo que ella le dijo y terminó queriendo
a esa mujer. Ella iba y venía en ese día de fiesta en que la conoció, se reía de lo
estructurado que era Manuel, diciéndole que no intentara nada, no había nada
que hacer, ya estaban conectados por las vibraciones que el cuerpo envía.
Al entrar a la que sería su casa por unos días, se presentó a los amables dueños
de casa. Sintió en el silencio de ellos que le decían, “para qué te presentas, si ya te
conocemos”. Imaginó a su princesa, la recordó como cuando apenas tenía tres
meses de edad.
Pero había algo en el hecho de querer ser padre cuando se estaba tan cerca de
acudir a su cita con el peligro de la muerte. Era precisamente el momento en que
a Manuel le correspondía partir de Nicaragua terminando su misión y seguir por
convicción y lealtad a sus compañeros internacionalistas a Chile. Fue ese el
momento en que irrumpió la necesidad de dar vida, con esa fuerza que tiene la
vida, que todo lo traspasa y nada la detiene.
Se dejaron de ver cuando ella tenía varios meses de embarazo, Manuel partió a
prepararse para su guerra en un país muy lejano, en el sur de América.
El contacto a veces era por cartas, mensajes por mano y una que otra llamada
telefónica, cuando podía salir de la casa donde se encontraba concentrado en
Cuba, preparándose para regresar a Chile. La vida irrumpía entre ellos, muy a
pesar del peligro que se iba cerniendo. La muerte en Chile del internacionalista
mapuche Moisés Marilao Pichún, el año 1984, que meses antes se había
marchado de Nicaragua, fue un golpe de realidad para todos los internacionalistas
que estaban en el país y, sobre todo, para los que estaban en preparación para
incorporarse a la clandestinidad en su país.
Manuel viajó para ver a su hija recién nacida a Nicaragua y luego partió, como
todos sus compañeros.
XXII. Somos tranquilos, pero nunca tanto
“La verdad, chiquillos, no es que esté contando algo nuevo, o que se me haya
soltado la lengua de repente”, dijo Manuel. “Muchas cosas de estas hace rato que
se saben, pero no se cuentan por variadas razones.
“La primera de ellas es que a los partidos políticos chilenos que estuvieron en
contra de la dictadura, incluyendo a los de la izquierda tradicional, no les conviene
meterse en esos temas, en especial en lo relacionado con la lucha de los
combatientes, porque estarían obligados a dar muchas explicaciones y por eso se
hacen los de las chacras. Los jóvenes de aquella época, que tomamos las banderas
de lucha que ellos impulsaban, se deben hacer cargo de lo vivido y enfrentar solos
el odio revanchista del enemigo.
“Y por último”, dijo, “porque ante cualquier noticia que surja relacionada con
hechos vinculados con la lucha contra la dictadura y en que esté mencionado el
Frente, inmediatamente citan a declarar a sus ex militantes”.
Las preguntitas del juez. Manuel pensó en las papas con prietas, lo primero que
hizo al volver.
–Mire, señor juez… Yo era un oficial, con mi respectivo grado militar, que
combatió en Nicaragua y que, inicialmente, obedecía órdenes del Partido
Comunista y luego del Frente.
–Yo tomé las armas porque derrocaron al Presidente Salvador Allende por las
armas y era lo que correspondía hacer. La dictadura fue un gobierno ilegal que
ordenó asesinar, violar…