175 Delgadillo - Sicario Jardin Pulpo

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Garabato

Willivaldo Delgadillo

SAMSARA
2015

3
Primera edición, julio 2014.
Segunda edición, enero 2015.

© Samsara Editorial, 2014, 2015

© Willivaldo Delgadillo, 2014, 2015.

Portada:
© Pedro Pérez-del-Solar.

Diseño:
© Sergio. A. Santiago Madariaga
[email protected]

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total y


parcial sin autorización de la editorial.

Impreso en México / Printed in Mexico

ISBN 978-970-94-2914-5

4
ÍNDICE

Primera parte | 11

De Alba Roja | 31

Segunda parte | 95

Moteles del Corazón | 105

Tercera parte | 135

Sicario en El Jardín del Pulpo | 145

Cuarta parte | 217

5
Siempre hay algo de real en lo que pasa, es inevitable.
César Aira. El congreso de literatura

I prefer not to.


Herman Melville en Bartleby

7
Para Maqroll en sus dulces 16

9
Sicario en El Jardín del Pulpo

UNO

La mañana en que apareció el hombre sin cabeza suspen-


dido del puente muchos se preguntaron cómo era posible
que alguien hubiese podido colgar un cuerpo en una de las
avenidas más importantes de la ciudad sin que nadie —y
por nadie no se referían a los vecinos, sino a la policía, al
ejército que patrullaba las calles y a la caterva de políticos
cómplices que operaban desde la presidencia municipal—,
se hubiera dado cuenta. Algunos en la menudería hacían
cálculos ingenuos y se preguntaban cuánto tiempo le pue-
de tomar a un criminal asesinar, decapitar y suspender a
alguien de un puente. Otros callaban y seguían con un ojo
en el televisor y el otro en los movimientos de los bomberos
que se afanaban por desenganchar el cuerpo. Llevaban ya
más de una hora intentándolo. De pronto alguien rompió
el silencio y dictaminó:
—Yo creo que ya lo traían preparado.
—¿Cómo?— preguntaron a coro algunos.
—No sé cómo, pero ya venía sin cabeza. Y si lo decapita-
ron antes, también lo amarraron antes. Los que lo trajeron
ya nada más lo colgaron, pero ya sabían cómo lo iban a
hacer y de dónde lo iban a amarrar. Toda la faena no les
pudo llevar más de diez minutos—, el hombre habló con
autoridad y no faltó quien asintiera.
De alguna manera los clientes y los empleados de la me-
nudería sabían que lo que estaba diciendo el hombre tenía
algo de verdad. El ayudante del cocinero, que miraba por
una pequeña ventana desde la cocina, fue el único que se
mantuvo en su puesto; siguió partiendo trozos de pancita
para el menudo, concentrado en no lastimarse los dedos.

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Escuchó nervioso el relato de aquel sujeto. No dijo ni pre-
guntó nada, pero intuyó que tenía razón; mientras el otro
hablaba, él se imaginó la manera en que un experto carnice-
ro pudo haber cortado la cabeza en pocos minutos y cómo
una o dos personas entrenadas en el oficio del embalado lo
pudieron haber preparado para luego sujetarlo con arneses.
Imaginó a los ejecutores merodeando el puente unos días
antes, tomando fotos o un video para calcular con preci-
sión los amarres y el tiempo de realización de la maniobra.
Se habrían comportado eficientes, como trabajadores de
Obras Públicas. El asistente del cocinero se imaginó que
tal vez después de hacer esos trabajos de observación pre-
paratoria habían pasado a comerse un plato de menudo. Y
quizá en una de las mesas del establecimiento habían ter-
minado de proyectar la operación.
—¿Cómo ve pareja, con diez metros de cuerda alcanza,
qué no?
—Hasta con menos
—¿Usted cree?
—Yo sé lo que le digo.
Luego se habrían dirigido al mesero, a quien también se
refirieron con el mote de pareja, incorporándolo por un
momento a su equipo.
—Le encargamos la cuenta, pareja.
El ayudante del cocinero siguió cortando pancita e inten-
tó apartar sus pensamientos de la idea de que los ejecutores
del colgado habían estado días antes en el restaurante como
si nada, porque esa línea de reflexión lo estaba acercando a
otro pensamiento: tal vez alguien —uno de ellos— estaba
ahora en alguna de las mesas del establecimiento, obser-
vando; quizá el mismo hombre que tan fría y atinadamente
había descrito los procedimientos, era el supervisor de la
maniobra.

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Apenas dos semanas antes había amanecido otra víctima
con las manos atadas a la reja de una casa abandonada a
unas cuadras de ahí, en plena avenida, al cruzar la calle del
consultorio del doctor cura callos y uñas enterradas que
se anunciaba en la tele, a cien metros de la academia de
policía, a unos pasos de una preparatoria pública. Cuando
vieron pasar la ambulancia y las patrullas con las torretas
encendidas aquella mañana, uno de los meseros le dijo al
cajero: prenda la tele cuñado, a ver si lo están pasando en vivo.
—Ah, chingao, ni que fuera partido de futbol.
—Usted préndale, no sea sangrón.
El cajero encendió el televisor y, efectivamente, había una
transmisión en vivo. Los presentadores del matutino no ca-
bían en su asombro. Buscaban palabras para describir lo
que veían pero solamente lograban comunicar su propio
estado de estupefacción, algo que ya tenían muy estudiado,
pero que en esta ocasión parecía sincero.
—No podemos dar crédito señor, señora televidente—,
dijo el conductor, y luego, dirigiéndose a su compañera de
transmisiones afirmó: —Claudia, salvo tu mejor opinión,
me parece que nunca nos había tocado presenciar un espec-
táculo semejante.
—Coincido contigo Juan Manuel; lo que estamos viendo
en la pantalla de plano no tiene precedente—, respondió
la conductora.
Todos se acercaron al televisor para ver al hombre con la
cabeza de marrano. La enorme máscara de hule ostentaba
un trompa con una sonrisa siniestra. Tenía los brazos y las
piernas abiertas y sus muñecas estaban amarradas a los ba-
rrotes de una ventana. Una manta que colgaba de la azotea
sentenciaba las razones de su muerte. Pendía justo sobre su
cabeza. Los policías iban de un lado para otro. Desviaban
el tráfico. Discutían con los paramédicos. Intentaban aislar

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al cabeza de marrano en una especie de jaula transparente.
La transmisión en directo duró casi media hora. Durante
ese tiempo los comentaristas lamentaron el caos en que se
encontraba la ciudad e hicieron un recuento de los últimos
acontecimientos violentos. El compendio del horror era ya
infinito. No se podía negar que la ciudad estaba a merced
de fuerzas sanguinarias.
—Así es Juan Manuel. ¿En manos de quiénes estamos?
—No sé Claudia, no lo sé—dijo el otro conductor—Va-
mos a unos anuncios y regresamos.
Los asesinatos, y el suplicio que sugerían, eran infames.
A un hombre lo habían hincado y acomodado con las ma-
nos abiertas. En cada palma pusieron a extinguir un cirio.
El mensaje que escribieron en una cartulina comunicaba
que había sido ejecutado por andar quemando negocios y
anunciaba que otros como él estaban a punto de correr la
misma suerte. En las semanas sucesivas aparecieron otros
cuerpos como ése, ejecutados y ritualmente expuestos al
público. ¿Paramilitares, vengadores anónimos, el ejército?
Después de la barra de comerciales, los conductores hi-
cieron varias preguntas al reportero que todas las mañanas
recorría la ciudad a bordo de la Unidad Global, un vehícu-
lo equipado con una cámara a través de la cual se acercaba
al llamado lugar de los hechos para transmitirlos en vivo.
Siempre había alguna volcadura, una fuga en el sistema
pluvial, incluso se había llegado a abrir la tierra. Pero en los
últimos tiempos los televidentes de ese matutino se habían
acostumbrado a despertar invariablemente con la imagen
de hombres y mujeres asesinados, a veces en grupo, disper-
sos en los baldíos de la ciudad, y otras enredados en cobijas,
o con la cabeza envuelta en cinta canela.
—Adelante Ever, te escuchamos.
—No cabemos en nuestro asombro, Juan Manuel. Lo

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que estamos viendo en estos momentos es atroz. No hay
manera de describirlo. Las personas que se han acercado
hasta aquí para asomarse a este espectáculo que les estamos
llevando en exclusiva a todo nuestro teleauditorio han ex-
perimentado lo que es el miedo. Definitivamente es una
escena terrible y desoladora.
—¿Y la policía? Dinos Ever ¿Cómo ha respondido para
controlar la situación.
—Te quiero comentar Juan Manuel que los policías ya
han acordonado la zona, pero en un primer momento pri-
vó el desconcierto, incluso entre ellos. Se ven todavía bas-
tante nerviosos. El tráfico vehicular ha tenido que ser ce-
rrado por completo porque se temen represalias, incluso se
dice que hubo una llamada anónima a la Estación Babícora
con la instrucción clara de que no bajaran la manta hasta
que llegaran todos los medios de comunicación a tomar
fotografías.

El canal de televisión también estaba cerca y a veces el re-


portero de la Unidad Global iba a comerse un menudo con
pata. Era un hombre sencillo, amable y comelón. Siempre
insistía en pagar su consumo, aunque el gerente o algún
cliente intentara cubrir su cuenta. La mañana del colgado,
los televidentes de la menudería pudieron verlo en vivo y
por la tele al mismo tiempo. Iba de un lado a otro hablando
con los bomberos, con los policías y entre un corte comer-
cial y otro hacía un reporte en directo. El gerente instruyó a
uno de los meseros llevarle una jarra de limonada, cortesía
de la casa. El reportero agradeció el gesto levantando el vaso
desde lejos y el personal y la clientela respondieron con un
gesto similar a través de la vidriera del negocio que se había
convertido en un palco para espectadores privilegiados.
Cuando finalmente lograron bajar al colgado del puente,

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lo pusieron en una camilla y lo metieron en una unidad
del Servicio Médico Forense. Es una escena por demás dra-
mática Claudia. Lo primero que habían hecho desde que
encontraron el cuerpo fue cubrirlo con una sábana blanca
para ocultar la decapitación. Los únicos que vieron el cuer-
po sin cabeza fueron quienes llegaron temprano a esperar el
autobús en la esquina. Uno de ellos había llamado a la po-
licía, y fue hasta el momento en que se presentó la ambu-
lancia que los empleados de la menudería se dieron cuenta
de lo que pasaba. Miraron la escena desde lejos; todavía
estaba oscuro y no alcanzaron a ver el cuerpo tal como lo
habían dejado. El único indicio era la sábana que ondeaba
levemente en la parte superior de su cuerpo. Sin embargo,
una vez que el difunto fue puesto en la camilla, los pliegues
de la sábana, que ahora lo cubría por completo, dejaron
entrever la ausencia de la cabeza.
Se había tenido que recurrir a una escalera del Departa-
mento de Bomberos para bajarlo. La maniobra fue delicada.
Un efectivo tuvo que abrazarse al cuerpo mientras cortaba
la cuerda. ¿Habrá sentido el aliento de la muerte, aunque
el colgado no tuviera ya boca para exhalar? Los conduc-
tores de televisión informaron al teleauditorio que habían
encontrado una cabeza que quizá fuera la del infortunado
hombre del puente. El hallazgo tuvo lugar en la plaza del
periodista; estaba envuelta en una bolsa de plástico. Eso
habían dicho mientras los espectadores del matutino veían
cómo finalmente el bombero descendía lentamente abraza-
do al hombre.
Partieron la unidad del SEMEFO y las patrullas. Todo
volvió a la normalidad. El tintineo de las cucharas chapa-
leando en los platos volvió a escucharse en la menudería.
Durante el lapso en que paramédicos y bomberos estuvie-
ron afanados, los clientes tomaron café, pero nadie se había

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atrevido a probar bocado. Ahora lo hacían con voracidad,
como si se hubiera despertado en ellos un apetito ancestral.
El ayudante del cocinero dejó de aplicar la hoja de su cu-
chillo a los trozos de pancita y caminó hasta la ventana para
mirar a través del vidrio, tal como lo habían hecho los de-
más hasta un rato antes. Imaginó que el bombero que ha-
bía rescatado el cuerpo se hundía sin remedio en el fondo
del mar, cómplice involuntario del abrazo de un ahogado.

DOS

Una semana y media después del incidente del colgado,


asesinaron a unos moticiclistas afuera del restaurante de
mariscos ubicado a doscientos metros. Y luego cayó el vo-
ceador de la equina y secuestraron al dentista de a la vuel-
ta. En cuanto lo amenazaron, el dueño tomó una decisión
drástica. Cerró las puertas del negocio sin indemnizar a na-
die. Los empleados metieron pleito con un abogado que de
inmediato promovió el embargo precautorio de las instala-
ciones del negocio. Goyo permaneció con sus compañeros
unos días, pero después tuvo que conseguir empleo porque
realmente no tenía muchas expectativas. Con apenas dos
meses trabajados en Domingo Siete: menudos y pozoles, no
acumulaba antigüedad. Los primeros días fue objeto de la
solidaridad de sus compañeros y sus familias que llevaban
comida para los que se quedaban de guardia, pero rápido
empezaron las penurias y quedó claro que el proceso sería
largo. Un día decidió ya no regresar, así, sin más.
Consiguió chamba en los billares del Chino. El trabajo
en el centro de la ciudad estaba mucho más mermado que
antes. En otros tiempos con contactos habría podido so-
brevivir lavando carros, o llevando comida a las empleadas
de las cantinas. Ahora la cosa estaba ruda, así lo diagnóstico

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don Bernardo, el billetero que estaba enseguida del Bar 15,
y después se lo confirmó La Rubia de Categoría, el travesti
que bailaba por diez pesos en el Gallito. Y en efecto, pron-
to se dio cuenta de que la cosa estaba más que ruda. Para
empezar tuvo que cambiarse de casa; ya no le alcanzó para
pagar el cuarto con baño que rentaba en un hotelucho. La
cosa estaba ruda y peligrosa. Rentó una pocilga a unas cua-
dras de los billares, en una vecindad de tecatos y putas que
no dejaban dormir. Si no le gusta, ya sabe mi buen, este no es
un hotel para turistas, le dijo el encargado, un día que insi-
nuó una queja para justificarse por no haber pagado a tiem-
po el alquiler. Aquí se paga puntualmente, los lunes, y si no
puede, no me haga cambiarle el candado, le había advertido.
Los cuartos no tenían chapa, solamente una cadena y un
candado. Dormía en el piso, sobre un colchón manchado
de orines sin orear que venía incluido en el precio. En el bi-
llar del Chino limpiaba durante las mañanas y hacía man-
dados por propinas en las tardes. Algunos días sacaba para
el gasto, aunque no lo suficiente para compensar las cada
vez más frecuentes rachas en que no había movimiento.
Los fines de semana llegaba la concurrencia regular, pero
entre semana la clientela era escasa. Afuera, en las calles
cercanas, bullía la actividad, pero se respiraba un aire de
desolación. Y no había lana.
Una mañana, después de hacer la limpieza, salió a ca-
minar por las calles del centro. En el cambio de domicilio
había perdido un sobre de plástico con varios documentos.
Un cliente de los billares le dijo que había un cyber café en
la calle Velarde donde le podían ayudar a hacer trámites por
Internet para recuperarlos. Le interesaba reponer la cartilla
del servicio militar, así que caminó hacia el lugar donde le
habían indicado. Lo atendió una joven muy amable que
con paciencia lo guió paso a paso para hacer el trámite en la

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página web gubernamental. Saliendo de ahí, una jauría de
policías federales se abalanzó sobre él y sobre varias perso-
nas más que caminaban por la acera. Los tumbaron, y lue-
go a jalones los levantaron del piso y los pusieron contra la
pared con las piernas abiertas y las manos en la nuca. Goyo
trató de disimular el miedo, pero estaba muy nervioso.
Apenas unos días antes había escuchado en los billares
lo sucedido en un bar de la avenida Lincoln. El hombre
que relató los hechos dijo que los pusieron a todos boca-
bajo y que a partir de ese momento solamente vieron las
botas de los hombres uniformados que los tuvieron some-
tidos durante más de media hora. De pronto, en medio
del alboroto, se escucharon varias ráfagas y gritos de dolor
y desesperación, súplicas. Luego vinieron el silencio y las
amenazas. Alguien se movió; quietos, ordenaron los unifor-
mados; alguien sollozó; cállense o se mueren, remataron con
voz firme. Escucharon cómo los sicarios arrastraban unos
cuerpos. Oyeron los motores de camionetas que arranca-
ban y se detenían y el abrir y cerrar de portezuelas. Por
último, escucharon una orden terminante: quédense así
diez minutos o regresamos y los matamos a todos. El hombre
contó que en cuanto estuvo seguro de que los hombres se
habían marchado, se movió un poco y sintió que el cuerpo
lo abandonaba; se quedó tirado como si después de un lar-
go esfuerzo pudiera al fin descansar, igual que un náufrago
que después de nadar durante una larga distancia alcanza
la orilla y se queda dormido. Así estuvo, adormecido, hasta
que un hilo de humedad le tocó el costado. Al voltear se
dio cuenta de que el líquido que lo mojaba era un pequeño
arrollo de sangre que se desplazaba discreta y lentamente
por el angosto pasillo en declive donde estaba tirado boca-
bajo. Nadie se atrevió a levantarse. Él tampoco. De pronto
escucharon de nuevo los motores de camionetas y luego a

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unos hombres que entraban en tropel. Lo único que alcan-
zaba a ver eran botas avanzando entre sus cuerpos. Escuchó
voces igualmente autoritarias dando el mismo tipo de ins-
trucciones; nadie se levante, todos permanezcan pecho a tierra
hasta que terminemos de revisar el lugar para asegurarnos de
que no haya más peligro.
El hombre contó que cuando finalmente los soldados
permitieron que se pusieran de pie, las personas anduvie-
ron aturdidas, cual sobrevivientes de una catástrofe natural
o de un terrible accidente masivo. La gente buscaba a sus
acompañantes, de quienes habían quedado separados en
la confusión. Cuando se encontraban, se abrazaban y se
tocaban; buscaban asegurarse de que estaban vivos y com-
pletos, de que estaban ahí, de que eran los mismos y no una
versión falsificada. Eso contó aquel hombre en los billares
del Chino.
A Goyo y a los otros hombres solamente los retuvieron
unos diez minutos y luego, de buenas a primeras, les dieron
de patadas y les gritaron que se dispersaran. En lugar de
regresar a los billares, Goyo se fue a su cuarto de vecindad a
recostarse. Necesitaba reposar la tunda. Si estuviera mejor
alimentado, esos golpes no le hubieran pesado tanto, se re-
prochó. Estuvo fumando un rato mientras miraba las vigas
de madera manchadas de humedad. Le dolían las costillas.
Escuchó risas y luego un pleito. Recordó los quejidos de
la señora del cuatro contiguo. A veces eran tan fuertes que
no dejaban dormir. De pronto se dio cuenta de que tenía
varios días que no la escuchaba ya. Tal vez había muerto.
En la vecindad había varios ancianos. No tenían a nadie
o sus familiares los habían dejado ahí para que murieran
solos. Quién sabe. Se durmió un rato y en la tarde se re-
portó de nueva cuenta con el Chino. Por la noche se comió
un caldito de camarones en la Ugarte y luego se fue a dar

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una vuelta. Caminando por la Mariscal se encontró a Ri-
chie Navejas. Se metieron al Lagunero y se compraron una
cubeta de cerbatanas de las de quince pesos. Comentaron
lo del Potro y Jaimito; unos días antes los habían matado
mientras trabajaban construyendo una barda en El Granje-
ro. Ni pedo, concluyeron, la pagaron sin deberla ni temerla.
Richie animó a Goyo para que regresara al barrio; ahí no
iba a faltar quien le echara la mano.
—En la vecindad hay dos cuartitos solos. Cáile a Pepe
para que te los rente.
—¿Pero crees que la cosa ya no esté caliente?
—Caliente siempre ha estado, no nos hagamos pendejos,
pero ahí por lo menos encontrarás calor de hogar—dijo el
otro con una risita burlona.
Las palabras del Richie no fueron ningún consuelo para
Goyo, pero las cosas en los billares pintaban cada vez peor,
y el invierno empezaba a calar. Entonces pensó seriamente
en presentarse en el barrio y pedirle a Pepe que le rentara
un cuarto con baño afuera. Su antiguo vecino tenía razón,
como quiera en el barrio habría más gente que le echaría la
mano si se le atoraba el barco.
Para dondequiera que miraba la ciudad era un peligro;
Goyo andaba ciscado. A Richie le contó que se había en-
contrado al Potro y a Jaimito en la víspera de su muerte.
Le dijeron que iban a levantar una barda en El Granjero.
Lo invitaron: dos días de trabajo y le podía rozar un qui-
nientón. Pensó en pedirle permiso al Chino, pero como era
fin de semana hizo cuentas y concluyó que si sumaba las
propinas y unas cuatro lavadas de carro le iba a salir más o
menos lo mismo. Además, lo iban a agarrar de chalán y la
chinga pesada se la iba a llevar él. Ni para qué moverle. El
lunes que vio la noticia en el periódico no lo podía creer.
El Potro y Jaimito habían sido acribillados adentro de un

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domicilio junto con dos mujeres. Según el informativo, la
policía dijo que podría tratarse de una célula de secuestra-
dores ajusticiada por otra rival. Puro cuento.
Esa noche agarró una borrachera con Richie en El Lagu-
nero y se gastó lo del alquiler, así que el lunes el hombre
que regenteaba la vecindad le dio un ultimátum. Tienes
hasta las seis para pagar o ya sabes. Empacó sus pertenen-
cias en una mochila vetusta y se presentó a trabajar a los
billares, crudo. Cuando terminó la talacha, se bañó en la
regadera que el Chino le prestaba y bajó a la marisquería a
pedir un caldito fiado.
—¿Cuánto me debe ya Goyito?
—Esta semana nos ponemos a mano, míster.
—Ándele pues, a ver si es cierto.
Le pidió al Chino que lo dejara quedarse en la bodega
mientras encontraba otro lugar. Junto a los envases de la
cerveza improvisó un camastro con cartones y periódicos.
Unos días después se apersonó con Pepe y le pidió en renta
una vivienda. Los cuartos que le ofrecieron estaban en la
segunda planta. Tenía las ventanas rotas, cubiertas con un
plástico amarillento, pero desde ahí se dominaba toda la
cuadra. Había un catre viejo con colchón y una pequeña
parrilla a la que le faltaba el tanque del combustible. La
vecindad estaba realmente en ruinas; los techos goteaban,
las paredes estaban cuarteadas, incluso varias viviendas es-
taban ya deshabitadas. Pepe le recomendó que no olvidara
poner el candado al final del pasillo, ahí donde empieza
la escalera, porque a veces entraban malillas a robar o a
quedarse en las viviendas canceladas. Después de cerrar el
trato, Goyo bajó a la tienda de la esquina y pidió fiado al
Gorila.
—Cómo no Goyo, mira te voy a dar tu cartoncito, como
en los viejos tiempos. ¿Qué te apunto?

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—Gracias mi Gori, el lunes que entra nos ponemos ta-
blas.
El alquiler en la vecindad del barrio era más accesible
que en el centro y se pagaba cada mes. Cuando ya pudiera
cocinar en la parrilla, le empezaría a rendir el dinero, ape-
nas para comer y pagar la renta, pero por lo menos ya no
tendría que vivir de fiado. En poco tiempo se haría de unos
pantalones, unas camisas y unos tenis para el trabajo. Los
zapatos de la mesereada los guardaba bien boleados en la
mochila. No perdía la esperanza de trabajar nuevamente
de mesero.

TRES

En la ciudad seguía el diablo suelto: durante esos días ma-


taron a payasitos, cigarreros, cipoles, strippers y empresa-
rios. Goyo se presentó al cyber-café para dar seguimiento
a su trámite de reposición de la cartilla de servicio militar,
pero lo encontró quemado. No se pusieron guapos con la
cuota, le comentó un conocido que estacionaba carros en la
acera de enfrente. Pronto la mala racha tocó las puertas de
los billares. Una mañana después de limpiar los baños, tal y
como era su costumbre, Goyo había salido para almorzar y
dar una vuelta por el centro; era un día bonito, el cielo es-
taba despejado. Cuando regresó, un desconocido de facha
decente le dio un billete de veinte pesos y le pidió de favor
que le hablara a Carolina. Goyo subió por las escaleras y se
dirigió hasta el fondo de establecimiento donde se encon-
traba la cuñada del Chino sentada en un taburete viendo
un programa de espectáculos en un pequeño televisor que
tenía a un lado de la caja registradora.
—Caro, hay un señor ahí abajo que pregunta por usted.
—¿Y por qué no sube?

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—No sé, ¿quiere que le diga que suba?
—¿Cómo es?
—Alto, bien vestido.
—¿Con los ojos claros?
—Creo que sí.
—Bueno, cuídame un ratito el changarro, ahorita regre-
so—, dijo Carolina con una sonrisa.
No había pasado ni un minuto cuando se oyeron las des-
cargas y los gritos, y motores de carros que se detenían o
aceleraban. Goyo bajó la escalera corriendo y encontró a
Carolina tirada en la banqueta con un balazo en la fren-
te. Se hincó junto a ella y la llamó: Caro, Caro, ¿está bien?
Luego se incorporó, como si de pronto se diera cuenta del
sinsentido de sus palabras y se alejó lentamente. Sintió una
mano en el hombro. Era don Benja, el dueño de la maris-
quería, que lo reconfortaba. Tranquilo muchacho, le dijo,
tranquilo.
Llegó el ejército y luego la policía. Acordonaron el lugar.
Al rato se presentó el Chino. Unos hombres vestidos de
blanco como astronautas recogían los casquillos. Esos güe-
yes solamente sirven para contar las balas y a veces hasta las
cuentan mal, dijo una voz. Ya tendrán una bodega llena de
esas chingaderas ¿y qué con eso?, terció otra. Y los de verde no
sirven ni para levantar los muertos, nomás miran como traba-
jan los demás, murmuró otra voz.
Las descripciones del asesino por parte de los supuestos
testigos no coincidían. Unos dijeron que se trataba de un
hombre con un pasamontañas que había huido en un ca-
rro que lo esperaba estacionado en doble fila. Otros afir-
maron que era un tipo moreno con el rostro descubierto
que después de disparar a la víctima había cruzado la calle
apresurado y luego se había confundido entre la gente que
caminaba sobre la avenida 16. El parquero y el agente de

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tránsito que estaba apostado de manera permanente en la
esquina aseguraron que no habían visto nada porque en
ese momento estaban distraídos. A Goyo nadie lo interro-
gó, ni siquiera el Chino; solamente le preguntó: ¿cómo está
Goyito? Unas horas más tarde habló con él y le dijo. Mire,
voy a cerrar unos días, en realidad no sé cuantos, hasta que
pase todo esto, la cosa se va a poner muy caliente. Tenga estos
quinientos pesos y búsquele por otro lado. Ahí luego vemos.
Como despedida, también él le dio una afectuosa palmada
en la espalda.
Se desapareció del centro y se dedicó a administrar lo
más que pudo los quinientos pesos que le había dado el
Chino. No supo más del asunto que lo que publicaron los
periódicos. Se dijo que se trataba de un escarmiento para
el dueño de los billares por negarse a cubrir la cuota de
protección. También se rumoró lo de siempre, que se tra-
taba de un ajuste de cuentas entre cárteles rivales. Del ase-
sino no se supo nada. Durante algún tiempo Goyo anduvo
con la sensación de que la policía llegaría para apresarlo
por cómplice, o que los asesinos lo buscarían con la idea
de deshacerse del único testigo. Le pasó por la cabeza irse
de la ciudad, pero no tenía dinero suficiente para hacerlo.
Además, eso lo convertiría en sospechoso. Lo mejor sería
esperar a que se calmaran las aguas y buscar otro trabajo
porque el quinientón estaba a punto de caducar.
Decidió solicitar trabajo en los bares de la Vicente Gue-
rrero. Al primero que se presentó fue al Gi-Gi’s. Doña En-
riqueta Nájera lo recibió con gusto.
—Mira mijo, yo sé que tú sí sabes trabajar, pero lo único
que te puedo ofrecer ahorita es la parqueada porque el mu-
chacho que tenía ya no volvió y ahorita andamos batallan-
do porque necesitamos alguien de confianza, ya ves cómo
está la situación.

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—Pierda cuidado doña Enriqueta.
—Te puedo pagar ochenta pesos diarios y la cena; las
propinas y las lavadas de carro que te consigas son tuyas.
¿Cómo ves?
—No se hable más, ¿a qué hora quiere que venga?
—Quédate ya, sirve que me lavas la camioneta para que
pintes la cruz.
Acomedido y puntual, Goyo se presentó a trabajar to-
dos los días durante dos semanas. Doña Enriqueta era una
persona de muy buen trato y lo conocía desde que era cha-
maco y trabajaba en las Bodegas de la Fortuna. Después
la trató cuando fue asistente del repartidor de una compa-
ñía de cerveza, y más tarde, cuando era mesero en el San
Francisco y pasaba al Gi-Gi’s a tomarse unas cervezas antes
de irse a casa. Luego la había dejado de ver. A quien se en-
contraba a cada rato era a uno de sus hijos, el mayor, que
una temporada había andado descarriado con la pandilla
de Los Charoles, pero después se había hecho cristiano. De
hecho trabajaba en un comedor para indigentes. Un día se
encontraron en la Avenida Juárez y el otro de seguro lo vio
muy jodido porque le dijo que fuera a comer ahí cuando
quisiera, pero a Goyo le dio vergüenza y le empezó a sacar
la vuelta cuando lo veía a la distancia.
Al rato llegó Jimeno, el marido de doña Enriqueta. Se
dedicaba a la fayuca y también a hacer las compras del bar
que su esposa había heredado del teniente coronel Aurelio
Nájera, su señor padre. Don Jimeno seguía igual de cam-
pechano. También él lo saludó con gusto y le regaló una
bolsa de pistachos.
Aurelio Nájera había heredado los negocios a sus tres hi-
jos. Evaristo, el mayor, administraba El Bünker, también
conocido durante algunas temporadas con otros nombres,
como Dubai en su época de discoteque, y Bucaramanga’s,

160
durante el breve tiempo en que fue anfitrión de una banda
de ballenatos. La otra hermana, Casta, heredó los nego-
cios de otro tipo: la panificadora y la casa de huéspedes. Su
verdadero nombre era Herlinda, pero de niña la apodaban
La Castañuela, y con el tiempo el sobrenombre se redujo
a Casta.
Goyo no había heredado negocio ni oficio familiar; llegó
hasta segundo de secundaria y luego le entró de lleno al ma-
quilón. No duraba mucho en ese tipo de empleos porque se
aburría de estar metido ahí todo el día y casi siempre ter-
minaba de pleito con algún supervisor gandalla o con uno
de los ingenieros ojetes. Desde su punto de vista, no había
gente más detestable en la ciudad que los pinches ingenie-
ros de maquila. Le gustaba andar en el barrio y en las calles
del centro. Fue así como consiguió trabajo en las Bodegas
de la Fortuna y se convirtió en uno de los despachadores
de confianza. Fueron años de refuego. La Vicente y la Juá-
rez brillaban como nunca. Al final también se aburrió de
su trabajo como despachador. A partir de entonces Goyo
trabajó como mesero en varios restaurantes caros, pero las
borracheras lo hacían quedar mal. A diferencia de sus co-
legas que solían sobreponerse a las crudas, Goyo se perdía
dos o tres días. Lo despedían por inconstante, pero no im-
portaba porque eran años de auge y pronto se acomodaba
en otro lugar. Así siguió hasta que vinieron las vacas flacas.
Entonces tuvo que conformarse con empleos en taquerías
o como lavaplatos en fondas modestas. Terminó de manda-
dero en cantinas y cocinas económicas. A veces se ponía a
pensar y no podía recordar con precisión en qué momento
había perdido la capacidad de aplicar la reversa. Ya no tenía
muebles y su ropa era escasa. Aunque alguien le ofreciera
un empleo en uno de los restaurantes de la Zona Dora-
da, tendría que conseguir ropa adecuada para presentarse

161
a trabajar. ¿Dónde había quedado la elegante filipina que
había tenido durante su corta carrera como cantinero en
el Maxfim? De todos modos muchos de los lugares de esa
zona habían cerrado en los últimos dos años. De cuando en
cuando, ante la demanda de seguridad de los propietarios
de la zona, el gobierno respondía con retenes del ejército o
de los federales, para generar la percepción de que ése era
un territorio seguro. Low speed, high security, rezaban unos
pendones de vinilo colocados sobre el camellón, supuesta-
mente para atraer a los turistas, pero las medidas policiacas
más que invitar a los visitantes, los espantaban. Triste, la
cosa estaba ruda y triste.

CUATRO

Una canción de Daniel Santos en la sinfonola de El Bohe-


mio dio marco a su rencuentro con Fino Castañeda. Goyo
había entrado a la cantina para llevar un recado de doña
Enriqueta a la encargada de la barra. Tenían varios años de
no tratarse, pero el diálogo que sostuvieron fluyó de mane-
ra tan natural que parecía como si se vieran a menudo y en
ese momento reanudaran una conversación iniciada apenas
el día anterior.
—¿Y ora queridito? ¿No me digas que andas de músico
ambulante?
—Qué pues Fino; ¿ya va a empezar la carrilla tan pronto?
—Lo que pasa es que en cuanto llegaste empezó la mú-
sica y pensé que tú eras el director de la orquesta—aclaró
Fino con una sonrisa, haciendo un gesto como si tuviera un
arco de violín en las manos. Goyo se acercó y le extendió
la mano a Fino, pero éste se levantó de su banco y le dio
un abrazo.
—Qué gusto verte queridito, dime dónde has andado
todo este tiempo.
162
—¡Uy!, si le contara.
—Pues siéntate, te invito una cerveza para que me cuen-
tes.
—Ahorita no puedo. Vine de entrada por salida. Estoy
trabajando con doña Enriqueta en el Gi-Gi’s y nomás vine
a traer un recado. Mañana le caigo en el Click.
—Ahí te espero, ya sabes que siempre eres bienvenido.
No te pierdas—, dijo Fino y lo despidió con una palmadita
en la espalda.
Fino Castañeda se cambió a la Vicente Guerrero y Uru-
guay en los 80s cuando el sector aún tenía vida comercial,
pero las rentas eran ya muy accesibles porque el corazón de
la ciudad se estaba moviendo a la llamada Zona Dorada.
En el Click se conseguían cartuchos de película barata y el
revelado era una ganga. Fino vendía cargas de veinticuatro
o treinta y seis exposiciones a casi la mitad del precio de los
carretes de marca que había en el mercado. Además ofrecía
sus servicios como fotógrafo en bodas y quinceañeras. Vi-
vió un auge de varios años, pero la llegada de la fotografía
digital y la debacle urbana de ese sector de la ciudad mer-
maron el negocio. Ahora las ventanas del estudio lucían
enrejadas. Él seguía vendiendo los mismos productos, casi
como reliquias. En sus anaqueles tenía una Rolleiflex y una
Hasselblad clásica. Sus clientes eran aficionados a la foto-
grafía, periodistas nostálgicos y estudiantes de la escuela de
comunicaciones que seguían creyendo que el blanco y ne-
gro era más artístico. Esa clientela era suficiente para man-
tenerlo a flote, pero poco a poco fue incorporando otro
tipo de giros al negocio.
Sus clientes eran los principales promotores de los talen-
tos y servicios de Fino Castañeda; con él no solamente se
conseguían cargas de película barata y cámaras de colec-
ción, sino además música y memorabilia varia, como pos-

163
tales y fotos de la ciudad tomadas en otras épocas. Fino
tenía su archivo en la trastienda. Lo había iniciado treinta
años atrás con la compra del laboratorio de Rodrigo Muro.
Cuando éste murió, la familia le traspasó el negocio; le en-
tregaron ampliadoras, cámaras y el archivo completo que
Muro había mantenido desde los años cuarenta. Sobre esa
base, Fino que de jovencito había sido aprendiz del fotógra-
fo, y luego se había independizado, empezó a construir su
propio registro. Sólo que él le vio otras posibilidades. Em-
pezó a imprimir tarjetas postales de fotos que hasta enton-
ces habían permanecido arrumbadas, como la serie donde
figuraban celebridades que se habían venido a divorciar a
Juárez en los años cincuenta, o las fotos de luchadores y
vedettes. Durante muchos años esas imágenes tuvieron una
gran demanda, sobre todo las de luchadores. Algunos ven-
dedores las colocaban entre los aficionados en el Gimnasio
Municipal durante las funciones dominicales. Lo mismo
sucedía con las de baladistas y cantantes de ranchero cuan-
do se presentaban en algún centro nocturno o en la plaza
de toros. Fino hacía impresiones 8 x 10 sobre papel brillo
y las ofrecía en su aparador. Los vendedores ambulantes
compraban paquetes de veinticinco o cincuenta y las re-
vendían a la entrada de los espectáculos. Si el cantante o el
luchador era popular, los tirajes podían alcanzar hasta qui-
nientas piezas. Pero esos habían sido otros tiempos; ahora
hasta la plaza de toros había desaparecido y muchos de esos
personajes estaban en el olvido.
En los últimos años el negocio se había diversificado;
ahora tenía libros, documentos, música, carteles, recortes
de periódico. En un cuarto amplio que no era accesible a
cualquiera, Fino Castañeda había instalado gabinetes me-
tálicos y estantes. No era un trabajo improvisado. Con el
tiempo se había dado cuenta no solamente del valor co-

164
mercial sino histórico de su acervo y se había asesorado con
un bibliotecario para clasificarlo y mantenerlo. También
contaba con un modesto, pero bien utilizado equipo de
cómputo que incluía dos escanógrafos y un buen número
de discos duros. A Fino acudían estudiantes y coleccionis-
tas de música, pero también profesores universitarios y pe-
riodistas. Buscaban información que les sirviera de antece-
dente para sus investigaciones o reportajes. Los reporteros y
fotógrafos locales le acercaban buenos clientes, sobre todo
corresponsales americanos y europeos. Luego conseguía lo
que escribían y lo sumaba a su archivo. Algunos duraban
solamente unos días en la ciudad y sus principales fuentes
eran los propios periodistas locales o la gente como Fino
que les proporcionaba información. En los reportajes que
publicaban en sus países lo citaban como fuente y no como
a alguien a quien habían pagado por sus servicios.
—Mira queridito, aquí tengo una foto que te puede inte-
resar, si la quieres, llévatela, yo tengo el negativo, nomás no
se la vayas a mandar a tu amigo ése que escribió que en Juá-
rez todos somos unos sicarios en potencia— decía Fino a
los reporteros que le solicitaban alguna imagen y disimula-
ba su sonrisa sardónica detrás de un sorbo a su taza de café.
—¿Escribió eso?
—Pues, ¿qué te digo queridito? Aquí tengo el artículo
para que lo leas, mira.
—Ay, caray, sí es cierto.

Al día siguiente Goyo no se presentó en el establecimien-


to de Fino Castañeda porque su amigo el Uruguayo le ha-
bía propuesto que le ayudara en una chamba que les dejaría
una buena lana. Se trataba de cocinar para un Señor.
—¿Qué Señor?
—Vos sos un preguntón. Es un Señor que necesita que le

165
cocine para su fiesta de fin de año. Necesito un ayudante.
¿Te animás?
Doña Enriqueta le había dicho que el Gi-Gi’s estaría ce-
rrado el fin de año, así que Goyo se animó y la mañana si-
guiente fue con el Uruguayo a hacer la compra para la cena.
De ahí se fueron a la casa del Señor que vivía en uno de
esos fraccionamientos cerrados por el rumbo de Campos
Elíseos. A pesar de que eran apenas las cuatro de la tarde
el cielo estaba oscuro. El despostillado arco del triunfo de
utilería que había a la entrada lucía fantasmagórico. Eso
dijo el Uruguayo que era gente letrada.
—Ese arco de utilería siempre me recuerda que estamos
muy lejos de París.
—¿Conoces París?.
—No hace falta.
—¿Cómo?
—No hace falta haber estado en París para saber que se
está lejos.
—No pos eso sí—dijo Goyo con una sonrisa divertida.
Le causaban mucha gracia esos comentarios de gente en-
terada que solía hacer el Uruguayo. Era buena persona y
confiaba en él. Se habían conocido unos años antes en la
parrilla al aire libre que tenía por el rumbo del galgódromo.
En ese tiempo Goyo trabajaba en un bar cercano y de vez
en cuando llegaba a comerse un delicioso choripán. En los
últimos tiempos lo encontraba en los bares de la Vicente
Guerrero. Entraba al Gi-Gi´s y se tomaba una cerveza, pero
a veces se quedaba en la entrada platicando con Goyo.
—Mira Goyito, en la escuela nunca entendí cuando el
profesor explicaba el movimiento de los cuerpos celestes,
eso de la rotación y la traslación, pero me impresiona como
una noche aparece un astro enorme y lleno de cráteres por
el oriente, y la siguiente, una luna naranja y delgada, cual

166
rebanada de melón, se hunde en los barrios del Poniente.
—¿Y no extrañas tu país?
—Extraño a veces, pero el Uruguay está ya muy lejos de
mi vida. Salí de ahí muy chico, apenas con diecisiete años.
Me fui a trabajar a Brasil. Qué vida fue aquella. Luego viví
un tiempo en Buenos Aires. Ahí tuve una mujer que me
quiso, pero era demasiado enérgica, siempre me trató de
corregir, hasta que la dejé. Salí y no regresé nunca. Intenté
volver algunas veces, pero nunca fue posible; una vez que
uno sale y se acostumbra a estar siempre en otra parte, es
muy difícil estarse quieto en un solo lugar.
—¿Cuánto tiempo tienes aquí?
—Ya voy para catorce años.
—Ya es mucho tiempo para alguien que no puede estar
en un solo lugar.
—Sí, pero aquí ha sido diferente; aquí encontré quien
me cuidara. Nunca había tenido eso, no lo había sentido
en ningún otro lugar. Sentirme cuidado, no sé cómo expli-
carlo, pero así es. Y eso es lo que me tiene en esta bendita
ciudad.
—¿Pero cuidado cómo?
—Nunca había tenido quien se preocupara por mí y que
me aceptara. Ni amigos …ni perro que me ladrara, como
decimos acá.
—¿Y si tienes perro o es un decir?
—Sí, sí tengo.
—¿Cómo se llama?
—Yago.
—Tiene nombre de yogurt el güey.
—Es un hombre que viene de Shakespeare.
—¡Ah!
—Viene de un personaje de Otelo, pero luego te cuento
porque ahora me tengo que ir.

167
Se instalaron en la cocina a media tarde. Afuera caían co-
pos de nieve que se deshacían al contacto con el piso. Goyo
y el Uruguayo se quedaron viendo por la ventana, mientras
partían las verduras para el estofado. Era la primera vez que
trabajaban juntos, pero durante las conversaciones que ha-
bían sostenido, Miguel había hablado de temas culinarios.
No escatimaba detalle, y aunque tendía a lo filosófico, le
había transmitido algunas de sus técnicas. Siempre prepa-
rado para aprender cosas que le pudieran servir en el futuro
o para complacer a un patrón potencial, Goyo había puesto
atención a lo que el Uruguayo le había dicho acerca de
su oficio, cosas con las que él mismo estaba familiarizado
debido a sus múltiples trabajos, pero que en boca de un
profesional revestían un significado especial. Así, con míni-
mas instrucciones, Goyo supo qué hacer y en qué tareas no
debía entrometerse. Peló papas mientras veía por la ventana
los copos de nieve descendiendo sobre el pasto del jardín
del Señor.
Conforme llegaron, los huéspedes se fueron acomodando
en la sala de la casa, unos se sentaron en sillas y otros se
arrellanaron en sillones y sofás. Goyo y el Uruguayo escu-
charon los murmullos de la reunión desde la cocina. Los in-
vitados fueron atendidos por una cuadrilla de tres meseros
que desde temprano se habían instalado en la cantina, un
espacio con una larga barra, adornada con motivos tauri-
nos, según el relato de uno de ellos que resultó ser conocido
del Uruguayo. Los otros dos meseros mantuvieron distan-
cia, no tanto porque tuvieran antipatía hacia el Uruguayo
o hacia Goyo, sino porque parecía como si tuvieran prisa
por estar en otro lugar. Su actitud no correspondía a la de
esos meseros profesionales que dan la idea de que están ahí
para servir, como un accesorio útil, que no tienen que ir a

168
ningún otro lugar, ni otro propósito que el de estar pen-
dientes, visibles, y al mismo tiempo anónimos y dignos.
Estos dos se comportaban como si estuvieran retenidos a la
fuerza. El tercer mesero se tomaba las cosas con mucha más
calma y ostentaba una sonrisa perpetua. El oficio de mesero
requería de un cierto ritmo. Y ese ritmo tenía que ser inter-
no, independiente no sólo de la música de la reunión, sino
también de la prisa de los comensales o la lentitud de los
anfitriones. Hay anfitriones apresurados y otros demasiado
lentos. Un buen mesero siempre tiene que saberse adaptar,
pero sobre todo llevar un ritmo sostenido. No es una tarea
fácil, pero con el tiempo y a medida que domina los gajes
de su oficio, un mesero desarrolla su propio sistema para
encontrar el compás de las fiestas o reuniones en las que le
toca servir. Todo esto está acompañado por una serie de fra-
ses hechas que sin embargo deben ser utilizadas con tino,
de otra manera resultan contraproducentes. El trabajo de
un buen mesero obedece siempre a una pauta. Un traspiés,
una sola distracción, puede iniciar un viaje sin retorno y
convertir una agradable velada en una experiencia catastró-
fica, sobre todo para anfitriones aprensivos.
Durante la mayor parte del tiempo que estuvieron en la
casa Goyo no se asomó al salón en el que se llevó a cabo la
fiesta. El mismo Uruguayo permaneció en la cocina, excep-
tuando las dos o tres veces que salió a la parte trasera del
jardín para fumarse un cigarrillo. En cambio los meseros
estuvieron todo el tiempo en el salón, aunque a una dis-
tancia que solamente les permitía acercarse a llenar copas
y reponer botellas de cerveza. Nunca escuchaban conversa-
ciones completas porque en cuanto se acercaban, los invi-
tados dejaban de hablar para extender la mano con la copa
y para sonreírles amablemente. Hasta la cocina llegaban los
ecos de la reunión: las risas, la música.

169
Ya entrada la madrugada empezaron a limpiar la cocina,
un trabajo que les llevaría por lo menos una hora. Antes de
proseguir, el cocinero y su asistente tomaron un descanso y
se echaron un trago de tequila. Sentados en una banca del
jardín, con más de una hora de retraso, Goyo y el Urugua-
yo se felicitaron por el año nuevo.
—Feliz año nuevo Goyo.
—Feliz año nuevo, carnal.
El cocinero encendió un cigarrillo y ofreció otro a Goyo.
Se quedaron sentados durante un buen rato, el Uruguayo
perdido en sus recuerdos, quizá intentando adivinar la po-
sición de las estrellas en el cielo nublado de esa noche inver-
nal. Mientras tanto, Goyo observaba a los invitados a través
de una ventana sin cortinas. Veía los cuerpos que pasaban
o que se detenían momentáneamente antes de que llegara
alguien a sustituirlos. Jubilosos, bailaban o levantaban las
copas para brindar. De pronto, Goyo jugó a adivinar cómo
estarían vestidos los invitados. Solamente podía ver la cabe-
za y quizá una parte del torso. Se preguntaba, por ejemplo,
por el color de sus zapatos, o cómo sería el cuerpo de las
mujeres que reían o discutían agitadas, evidentemente bajo
el influjo de bebidas espiritosas y el gusto por el año nue-
vo. Hubo una que le llamó la atención porque pasó varias
veces por la ventana, siempre con una actitud adusta, con
una copa en la mano; escuchaba a sus interlocutores con el
ceño fruncido y luego decía algo en una voz que imaginaba
poderosa y blandía el índice para decir un par de palabras
que se antojaban enérgicas, y luego continuaba su cami-
no. Goyo siguió los movimientos de los invitados desde
su sitio, como si estuviera en una butaca y aquella ventana
iluminada fuera una pantalla de cine. Se preguntó cuál de
aquellos hombres sería el Señor de la casa. ¿El hombre cal-
vo con cara de buena gente que escuchó con serenidad a

170
la mujer del ceño fruncido? ¿O sería el tipo alegre que de
pronto aparecía a cuadro bailando y animando a los demás?
Desde su posición no alcanzaba a ver el mobiliario. Cuan-
do entraron a la casa lo hicieron por la puerta de atrás, jus-
tamente por esa sección del jardín donde ahora tomaban
un descanso. A juzgar por el tipo de casa se le antojaba que
los muebles fueran de madera, aunque, no viejos y rústicos
necesariamente. Pero ese tipo de muebles no correspon-
día a la personalidad del hombre calvo ni a la del bailador.
Quizá entonces el hombre de la casa no hubiera aparecido
en la ventana aún. Por otra parte, tal vez los muebles no
tuvieran nada que ver con él, sino con su esposa, la señora
de la casa, a la cual en ese momento imaginó espigada y con
una mirada dulce. Sin embargo, sabía perfectamente que la
señora no aparecería para que él la viera a través de la ven-
tana debido a que el Uruguayo le había dicho que el Señor
era viudo. Fue todo lo que divulgó sobre él, que era viudo
y que los había contratado para hacer la cena de año nuevo.
No es que a Goyo le hubiera dado mala espina el co-
mentario del Uruguayo acerca de la necesidad de ser dis-
cretos. Estaba claro que había que serlo y no estaba por
demás recalcarlo, sobre todo en esos tiempos tan extraños.
Sin embargo, le había llamado la atención la presencia de
los hombres armados que los recibieron al llegar. No ha-
bía servidumbre. Tampoco estaba el Señor para recibirlos y
darles instrucciones. Solamente estaban aquellos tipos que
abrieron la puerta y los trataron de manera impersonal.
Goyo les vio pinta de guaruras bien entrenados, uno de
ellos parecía militar retirado, pero no soldado raso, sino
de rango. Era un hombre amable, pero de pocas y precisas
palabras. Ninguno se había acomedido a ayudarles con las
bolsas del mandado, pero los dejaron entrar sin ningún re-
milgo y sin revisarlos. Era posible que el Uruguayo hubiera

171
estado antes en la casa del Señor, pero el hombre que evi-
dentemente era el jefe de los escoltas no mostró confianza
o familiaridad alguna con él. Los otros tampoco eran como
los guaruras prepotentes que había conocido y que más que
miedo le causaban enojo. El temor que estos otros le pro-
dujeron provenía de sus rostros sin expresión. Sin embargo,
una vez que hubieron entrado a la casa, no los volvieron a
ver. Adentro los recibió el asistente del Señor, un hombre
alto, ya mayor, que se limitó a dar una serie de instruccio-
nes sin mirarlos a los ojos, siempre abriendo y cerrando
cajones, como si buscara un objeto perdido. En el curso de
la noche entró y salió de la cocina varias veces, siempre de
prisa y siempre para decir o preguntar algo muy concre-
to, la mirada siempre en otra parte, no como si ocultara
algo, sino como si verdaderamente buscara algún objeto
extraviado. La cocina era un lugar amplio con un pequeño
comedor al fondo; estaba lleno de lugares donde perder la
mirada. En un primer momento Goyo pensó que la cocina
era demasiado grande para una casa como esa, pero des-
pués se dio cuenta de que desde ahí no era posible saber
el tamaño real de la casa del Señor. Desde que llegaron
solamente tuvieron una vista parcial de las cosas. La fa-
chada estaba oculta detrás de un portón metálico. Después
de entrar, fueron conducidos por el jardín lateral hasta la
cocina. A la derecha había una barda y eso les impedía ver
la puerta principal. En la cocina se sentía un poco menos
la sensación de aislamiento porque cuando el asistente del
señor abría y cerraba la puerta se alcanzaba a ver al fondo
un pasillo débilmente iluminado. No es que le importara, o
que sintiera claustrofobia porque además había demasiadas
cosas que hacer y ni siquiera tenía tiempo para pensar, pero
ahora que se encontraba en el jardín y se había preguntado
cómo era el Señor, le habían regresado en cascada todas esas

172
observaciones acumuladas durante el tiempo en que él y el
Uruguayo prepararon la cena.
Entrada la madrugada terminó la fiesta. Ya para entonces
la cocina estaba limpia. El asistente del Señor llegó y le
entregó un sobre al cocinero. Apagaron las luces y salieron
por donde habían entrado. El asistente los acompañó hasta
la acera. De los guaruras ni su rastro.
Subieron al carro del Uruguayo, esperaron a que calenta-
ra el motor, y luego partieron.

CINCO

Cuando llegó al Click, encontró una cartulina que avisaba


a los clientes de Fino Castañeda que el negocio reabriría
la mañana siguiente a la hora acostumbrada. Se fue al fu-
neral del ampáyer, le dijeron en la verdulería de enseguida.
También le informaron del lugar donde tenían tendido a
Pacheco. No se atrevió a preguntar las circunstancias del
fallecimiento. Se dirigió a la avenida 16. La funeraria estaba
a unas cuantas cuadras. Caminó recordando al ampáyer. A
Goyo nunca le había gustado jugar al beisbol, pero durante
una temporada asistió a los llanos para apoyar a los Tinta-
nes, el equipo del barrio. En la porra estaban las novias de
los jugadores, dos o tres empedernidos aficionados y una
sarta balagardos que como él tomaban cerveza mientras
veían el partido. En alguna ocasión les había ampayado Pa-
checo. Había sido un juego muy apretado, con pocos hits
y dos o tres carreras, un verdadero duelo de picheo, pero
para Goyo la actuación del ampáyer, con esos movimien-
tos robóticos que lo caracterizaban, había sido el atractivo
principal. Desde que era niño, Goyo lo había visto cuando
pasaba por la acera hacia la parada del autobús portando
su uniforme negro con un maletín donde llevaba su careta

173
y el resto de su equipo. Era un hombre alto y corpulento,
con aires de dignidad arbitral, pero con gestos bonachones.
Recordaba haberlo visto pasar por la acera oliendo a loción,
pero también regresar cansado y con el uniforme lleno de
polvo. Después se cambió unas cuadras más al norte y Goyo
ya no lo vio pasar por su casa los fines de semana, pero le
siguió la pista porque al poco tiempo Pacheco fundó una
asociación de ampáyeres y abrió un local cerca del merca-
do. Recordaba haberlo visto en ese lugar lleno de hombres
vestidos de negro que entraban y salían después de consul-
tar el rol de juegos en una pizarra. Fue por esa época que lo
vio en acción en uno de los diamantes llaneros de la Liga
Pedro, La Perica, Favela, ampayándole al equipo del barrio.
Le llamó la atención la manera en que cantaba las jugadas.
¡Tiéeene out!
¡Parejoooo!
¡Doos, dooos, tres; cuenta completa!
Mientras caminaba rumbo a la funeraria Goyo no dejó
de pensar en los detalles de la muerte del ampáyer; no ha-
bía preguntado más a los de la verdulería porque tuvo mie-
do de que le explicaran que la muerte había sido violenta.
Durante el último año había habido varios asesinatos en
campos deportivos y por lo menos dos veces los sicarios
habían llegado a aniquilar a jugadores de algún equipo. En
una de ellas fueron directamente hacia el centro del dia-
mante, como lo hacen los entrenadores que llegan a pedir
la pelota al lanzador, señal de que tendrá que ser relevado
debido a una mala actuación. En esos casos el manejador
suele caminar lentamente hacia el montículo, intercambia
un par de palabras con el lanzador y luego le pide la pelota.
Éste la entrega, se acomoda la gorra y se marcha rumbo a
la caseta. Según los testigos, los tipos que llegaron a bor-
do de un automóvil nada llamativo, entraron al campo sin

174
aspavientos, intercambiaron unas palabras con el lanzador
que empezó a discutir y en cierto momento tiró la pelota y
el guante al piso. Luego caminó escoltado por los dos tipos
rumbo al estacionamiento. Lo metieron en el asiento tra-
sero. En lugar del sonido de arranque del motor del auto-
móvil se escucharon dos detonaciones. Los jugadores y los
aficionados presentes en el partido se habían resguardado
tras el graderío de madera y desde ahí vieron como los dos
hombres regresaron con el cuerpo del jugador y lo lanzaron
sobre la loma de picheo. Luego se subieron al carro y se
fueron tan parsimoniosamente como habían llegado.
A Goyo se le ocurrió pensar que tal vez en esta ocasión
había tocado el turno a un ampáyer. Imaginó que un grupo
de hombres habría llegado para sorprender a Pacheco en
medio de sus gesticulaciones robóticas para dejarlo tendido
a un lado del home plate. ¿Por qué asesinar a un ampáyer?
¿Por qué asesinar a los peloteros de la región? Goyo trataba
de imaginarse en qué tipo de actividades ilícitas los podrían
involucrar y si estás merecían un ajusticiamiento tan extre-
mo. Ya lo había pensado en relación a otros asesinatos. El
de la cuñada del Chino mismo. ¿Qué debían? ¿A quién? No
encontraba respuestas, pero menos aún cuando pensaba en
las formas en que ejecutaban las sentencias. ¿Qué interés
tenían los asesinos en hacer cumplir su ley de la manera
en que lo hacían, utilizando como paredón las bardas de
las escuelas mientras los niños estaban en clases? ¿Por qué
matar a futbolistas y beisbolistas en pleno partido ante la
mirada horrorizada de familiares y amigos?
—Pues eso justamente, queridito, provocar miedo y caos.
—Pero, ¿para qué? ¿No se supone que la droga es un ne-
gocio?
—Es un negocio.
—¿Y entonces?, ¿por qué tantas olas?

175
—Mira queridito, lo que pasa es que no te has dado
cuenta de que el miedo también es un negocio.
—¿Cómo?
—¿Cómo que cómo queridito? Nomás escucha al pre-
sidente, al gobernador, al alcalde, fíjate bien lo que dicen
los gringos; todos venden miedo; hasta el pendejo ése que
anda en una bicicleta aquí en la cuadra, supuestamente vi-
gilando los negocios; y los que piden cuota y los que pi-
den votos, toda la bola de cabrones esos, queridito, venden
miedo. Capaz de que el miedo ya está dejando más dinero
que las drogas.
Goyo había empezado a trabajar con Fino en los primeros
días del año nuevo, después de que doña Enriqueta cerró el
Gi-Gi’s. Se rumoró que la habían amenazado, pero otros di-
jeron que había enfermado y que se había ido a quedar a El
Paso con su hermana Casta. Ese mismo día Goyo se enteró
de que el resto de los negocios familiares estaban cerrados y
no solamente eso, sino que El Bünker había sido quemado.
Vio la foto en El Vespertino y decidió no buscarle tres pies
al gato. No preguntó más y se fue a caminar a un centro
comercial para escapar del viento helado que recorría las
calles y para distraerse y pensar en su futuro inmediato.
Los pasillos estaban llenos de personas y de pronto se sintió
como en una ciudad miniatura. Un trenecito recorría los
pasillos con niños y sus papás a bordo. Anduvo un rato
asomándose a los escaparates y mezclándose con la gente.
Después de un rato se compró una torta en la plaza de
comidas y se puso a leer la sección de espectáculos de un
periódico que alguien había abandonado en una silla. Ahí
leyó su horóscopo:

Eres una persona confiada, pero debes concen-


trarte en tus intereses y evitar todo aquello que te
aleje de tus objetivos.
176
Se sintió plenamente reflejado en aquellas palabras que
parecían haber sido escritas por alguien que lo conocía y
que al haberlo perdido de vista había decidido comunicar-
se con él mediante el periódico. Le gustaba leer los ho-
róscopos siempre que caían en sus manos, aunque a veces
las sugerencias de su signo zodiacal le provocaban risa, no
tanto cuando hablaban de la armonía de los planetas o de
fuerzas cósmicas, sino cuando quien las escribía estimaba
que era una buena semana para que comprara o vendiera
propiedades.
Dio una vuelta más por el centro comercial y pensó en
entrar al cine, pero luego decidió que lo mejor sería ahorrar
pues una vez más se había quedado sin ingreso seguro. Al
día siguiente visitó a Fino y éste le ofreció trabajo como su
asistente.
—Necesito alguien dinámico como tú Goyito porque
tengo muchos pendientes—, le había dicho Fino.
En el transcurso de varias semanas de trabajo en el Click,
Fino le había ido explicando el funcionamiento del nego-
cio. Lo puso a acomodar cajas, le enseñó a hacer recortes
de periódico y a archivarlos en orden alfabético. También
lo mandó a hacer algunos pagos y a recoger paquetes al
correo.
Lo primero que se le vino a la cabeza al encontrar cerrado
el negocio fue la idea de que algo le hubiera pasado a su
nuevo patrón, pero al leer el recado se tranquilizó. Después
lo invadió el temor sigiloso que no se sacaba del cuerpo a
pesar de la caminata, de que el ampáyer hubiera sido ase-
sinado. Goyo no lograba salir del círculo de sobresaltos y
confusiones. A veces no entendía muy bien las cosas que
le decía Fino y otras, de plano no estaba de acuerdo. Por
ejemplo, no estaba tan seguro de que la presencia de los mi-

177
litares fuera tan perniciosa como lo aseguraban él y las per-
sonas que visitaban su negocio, casi todos gente enterada,
eso sí, pero no había cosa que no les achacaran. Sin embar-
go, Goyo, que los había visto en las calles bajo el sol de ve-
rano y en el frío del invierno, les tenía simpatía y creía que
las cosas podrían estar peores sin su presencia. Justamente
en ese momento tomó la avenida 16 y vio dos camiones
repletos de policías federales. En ellos leía la desconfianza,
el desdén o de plano el odio con que lo veían. Ante sus
ojos, los federales eran uniformados de otra calaña; en la
mirada tenían la fiereza de perros entrenados para atacar.
Pero a pesar de que empezaba a ver atisbos de lo mismo
en la mirada de los soldados, aún tenía la esperanza de que
si las autoridades civiles dejaran todo en sus manos, ellos
se encargarían de limpiar, no solamente la ciudad, sino el
país. Escuchaba con reservas lo que decían Fino y las perso-
nas que visitaban su negocio. Unos opinaban que la guerra
contra el narcotráfico era una farsa. Otros insistían en que
se trataba de un negocio y los más moderados señalaban
que la estrategia había fallado porque el presidente era un
pendejo. Un culo y un pendejo, en ese orden. No eran los
únicos.
En una ocasión participó en una marcha. En las consig-
nas y las pancartas de uno de los contingentes se decían
cosas muy puntuales sobre el presidente:

Asesino
Vasallo
Inepto

En uno de los sectores de la marcha el enojo se expresaba


de manera más lúdica; una persona disfrazada de militar
portaba una máscara con el rostro del mandatario y ca-

178
minaba entre los manifestantes señalándolos con el índice,
amenazante y condenatorio. Un grupo de gorilas que ha-
cían de sus secuaces formaban a los condenados en una fila
para que el jefe supremo les disparaba con un rifle de ma-
dera. Los manifestantes caían al suelo y otros lo enfrenta-
ban reclamando a los progenitores del siniestro personaje:

Señor Calderón ¿por qué no usó condón?


Señora Hinojosa, ¿por qué parió esa cosa?

Se había encontrado a los manifestantes en la acera del


cine Victoria. Al frente iban unas señoras que cargaban una
manta enorme con los rostros de sus hijas desaparecidas.
Muchos llevaban pancartas y coreaban consignas. Juárez,
Juárez no es cuartel, Fuera ejército de él. Algunos simple-
mente caminaban en silencio. Goyo se sumó a los manifes-
tantes casi por inercia, pues iba en la misma dirección que
ellos, pero en la esquina de avenida 16 y Juárez donde ellos
dieron vuelta hacia el puente internacional, Goyo decidió
seguir marchando porque sintió que él también tenía algo
reclamar: la destrucción de las calles de su barrio, el asesi-
nato del Potro y Jaimito, el de Caro; todo eso le causaba la
misma sensación de angustia y tristeza. Ver tanta sangre en
los periódicos, en la televisión, regada en las calles, en las
aceras, en los corredores de las vecindades, en los muros
de las escuelas, en los vestíbulos de los hospitales. Se dio
cuenta de que nunca había sabido los nombres completos
de Jaimito y el Potro. Tampoco el de Caro.
Goyo se sumó a la marcha, pero lo hizo en silencio; fue
de un contingente a otro, tal vez buscando el lugar que
le fuera más afín. Se sintió protegido y al mismo tiempo
vulnerable. Ir con el grupo de manifestantes lo había hecho
encontrar cobijo, pero también lo hizo tener una mayor

179
conciencia sobre el miedo que se respiraba en la ciudad.
Era como si sus temores y su desesperanza se multiplica-
ran. A medida que el contingente avanzaba y se acercaba
al puente Santa Fe donde había un retén militar, empezó
a sufrir desmoronamientos interiores. De repente se sintió
tan cansado que no pudo avanzar más y se sentó en la orilla
de la banqueta.
Si alguien había marchado en los últimos tiempos era él.
No solamente en las calles del centro de la ciudad, sino en
las de los fraccionamientos, a donde iba a echarse alguna
liebre. Iba en rutera, siempre con el alma en un hilo como
el resto de los pasajeros, pues no sólo había que temer a
los asaltos. Ya iban varios autobuses que secuestraban e in-
cendiaban. Uno de ellos había sido utilizado para abrir un
boquete en una carnicería. Lo estrellaron contra el muro
como represalia contra el dueño por negarse a pagar la cuo-
ta. Ahora los pasajeros subían a las unidades de transporte
colectivo con el temor de que estuvieran en la mira de sica-
rios comisionados para ejecutar castigos ejemplares. Ya no
marchó más. Se quedó sentado en la acera.

También pudo haber sido un asalto; el ampáyer Pache-


co podía haber sido la víctima de un atraco en el que a
los asaltantes se les hubiera pasado a mano. Pronto estaría
en la funeraria para enterarse. A media cuadra de distancia
pudo ver que un gran número de personas se congregaban
en la acera. Conforme se acercó, pudo notar el ambiente
de luto. Las coronas llegaban hasta la banqueta donde un
grupo de hombres, algunos de ellos con gorras beisboleras
y chamarras con los logotipos de sus escuadras, fumaban y
conversaban. Goyo se abrió paso entre la gente y entró al
velatorio donde había tres capillas. Muy pronto encontró a
gente conocida que lo saludó acongojada, unos como si él

180
fuera el deudo y otros como si ellos lo fueran. Nadie era lo
uno ni lo otro. Para Goyo los velorios y los sepelios eran si-
tuaciones en los que la gente se portaba de manera extraña.
Las personas estaban en una proximidad que usualmente
no tenían. Goyo nunca había sabido como comportarse en
esos momentos, pero con el paso de los años había descu-
bierto que incluso aquéllos que se suponía sabían hacerlo,
como los curas y las rezanderas, a veces también encontra-
ban dificultad para acomodarse a ese tipo de circunstan-
cias. Eran pocos los que sabían qué decir y cuándo ofrecer
palabras de consuelo. La mayoría de las veces esas palabras
sonaban huecas, incluso cuando iban acompañadas de una
condolencia sincera. En esos casos, un apretón de manos o
un abrazo expresaban con mayor elocuencia los sentimien-
tos de tristeza y de temor ante la propia muerte. Cuando
murió su madre, un sacerdote, de quien esperaba palabras
de consuelo, le dijo:
—Gregorio, no tengo palabras, la verdad no sé qué de-
cirte.
—No se preocupe padre, le dijo Goyo, lo entiendo.
Más tarde, durante la misa, en el momento en que el
párroco dijo algunas palabras que pretendieron resumir
la vida de su madre, a quien el padre conocía bien, Goyo
comprendió que el religioso había sido incapaz de decir
nada significativo fuera de la estructura de la misa. A partir
de entonces sufrió una doble orfandad, la de la ausencia de
la madre y la del silencio del sacerdote, en quien por alguna
razón que ahora no entendía, él y su madre habían depo-
sitado una confianza sin fundamento. En su casa habían
sido católicos de dientes para afuera, sobre todo después
de la muerte de su tía abuela; ella sí era una devota que
cada año dedicaba un rosario para la virgen de Guadalupe y
preparaba a los niños del barrio para la primera comunión.

181
Goyo y su madre participaban en las actividades organiza-
das por ella y así fue como conocieron al sacerdote. Cuan-
do Goyo hizo la primera comunión, el padre Albino ofició
en la ceremonia. Poco tiempo después la tía abuela murió
y el sacerdote dio un sermón en el que recapituló su vida
de católica ejemplar, pero a él, que entonces todavía era un
adolescente, lo que más le impresionó fueron las palabras
de consuelo que el padre Albino le dio a su madre. Ella
siempre las apreció y de vez en cuando le hacía prometerle
que cuando muriera la llevaría la iglesia para que el padre
Albino la despidiera. Sin embargo, en el momento en que
Goyo necesitó su apoyo, éste se había disculpado: lo siento
Gregorio, no sé que decirte, pero esperemos que el señor la re-
ciba en su santo seno.
En el vestíbulo de la funeraria encontró a Fino platicando
con un grupo de personas. No escuchó llanto. El ambiente
que privaba era de sosiego y resignación. Saludó a Fino con
una seña para no interrumpirlo y entró a la capilla ardiente.
Se sentó en una de las bancas. Las coronas y demás arre-
glos florales exhibían las condolencias de los equipos de la
liga. Sin duda el ampáyer tenía un lugar importante dentro
del beisbol local. Algunas personas montaban breves guar-
dias junto al féretro. La tapa del ataúd estaba abierta. Sin
embargo, Goyo no se movió de su asiento; en realidad no
conocía al difunto lo suficiente como para que le naciera
ir a montar guardia y ver su rostro por última vez, pero
reparó en que la caja estaba abierta. Eso era un indicio de
que el ampáyer no había tenido una muerte violenta. Lo
pudo corroborar un momento después cuando alguien dijo
en voz baja que el difunto nunca quiso hacer caso de que
debía cuidarse el colesterol y los triglicéridos. Era la voz de
una mujer que regañaba al marido mientras éste tenía la
mirada puesta en el féretro. Goyo se preguntó si la mirada

182
del hombre era de devoción religiosa, o si en ese momen-
to recapitulaba su vida mientas escuchaba el sermón de su
cónyuge. La mujer insistía de manera machacona que no
debía comer alimentos que tuvieran demasiada grasa. Goyo
no pudo evitar que las palabras de la mujer le abrieran el
apetito. También pensó en el Uruguayo y en la mujer ar-
gentina que intentó corregirlo. Le dieron ganas de conocer
alguien así, una mujer fuerte que lo orientara con energía
y que lo cuidara.
Después de un rato, salió al vestíbulo de la funeraria don-
de se congregaba la mayor parte de los asistentes al velorio
y se sirvió café en un vaso de unisel. Fino Castañeda ya no
estaba en el mismo lugar y Goyo lo anduvo buscando hasta
que lo encontró en la banqueta, fumando, recargado en un
poste del alumbrado público. Fino no era tan viejo, ape-
nas pasaba los sesenta años, pero desde joven había tenido
costumbres y manías de hombre mayor; fumaba cigarrillos
que él mismo forjaba utilizando hojas marca Top y tabaco
enlatado Prince Albert, que con el paso del tiempo le ha-
bían teñido de ocre las uñas de la mano.
—Pues se nos fue el ampaya, queridito.
Goyo asintió con un movimiento de la cabeza, pero no
dijo nada. Permaneció a una distancia desde la que podía
ver a Fino de cuerpo entero, con el torso y la cabeza en-
vueltos en humo, metido en su abrigo, con un sombrero de
ala corta cubriéndole la cabeza, y una bufanda color vino
alrededor del cuello. Pensó que un día Fino estaría también
tendido en esa o en otra funeraria. Le deseó una muerte
sin sobresaltos ni tragedia. Ya había pensado en su muerte
en otras ocasiones, mientras lo veía hacer recortes con de-
dicación; se preguntaba si Fino se interesaba por el destino
de sus archivos. Hasta donde Goyo sabía, no tenía hijos o
sobrinos a quien heredar su oficio. No se había atrevido

183
a preguntarle acerca del futuro de su archivo porque esto
implicaba tocar el tema de la muerte, y aunque lo conocía
de años, no sentía la confianza suficiente para entrar en ese
terreno. Lo que sí hizo fue preguntarle porqué no escribía
un libro basado en alguno de sus archivos. Fino respondió
sin rodeos.
—Porque no soy escritor, queridito. Mira, una cosa es
guardar documentos y fotografías y hasta escribir notas
acerca de las coleccioncitas, pero otra muy distinta es tener
la capacidad para escribir un libro. No te voy a negar que
se me llegó a ocurrir, pero desistí. Luego vi que varios an-
daban por ahí tratando de intentarlo y decidí no meterme
a manosear los temas de lo que podría ser un buen libro y
esperar a que alguien con talento llegara y lo escribiera. Lle-
gado el momento si yo podía ayudar, colaboraría con gus-
to. Pero sigo esperando a ese escritor, queridito. Los de aquí
resultaron ser pájaros nalgones y los de fuera por lo general
son pájaros de cuenta. Lo que hago ahora es meter voces en
esos artículos y libros. Y no creas que lo hago por el crédito,
de hecho muchos de los autores a los que he dado informa-
ción ni me han mencionado en sus dedicatorias y agrade-
cimientos. Les gusta sentirse los originales. Lo que es más,
hay varios que ni siquiera me han mandado sus trabajos. Yo
mismo los he tenido que pepenar por aquí y por allá. Pero
eso no importa porque en realidad mi negocio es venderles
información. Todo lo demás, convencerlos de tal o cual án-
gulo para que escriban, darles pistas novedosas, es cosa que
me llena de satisfacción, pero solamente cuando las cosas
salen bien, cosa rara, porque hay cada cabrón, queridito,
que guarde la hora. Por eso me he vuelto más selectivo úl-
timamente; ahora cuando llega uno de esos corresponsales
que supuestamente vienen a contar la verdad de lo que su-
cede aquí, hablo con ellos lo mínimo, y si les vendo algún

184
material les cobro caro. En una ocasión vino una periodista
que me dio pena porque no daba pie con bola. La proveí
de materiales y hasta la puse en contacto con una señora
que había perdido a su hija. La acompañé y la mujer es-
tuvo de acuerdo en contárselo todo. Le dijo llorando que
las autoridades le habían entregado los huesos de su hija
en una bolsa de esas del supermercado. Muy dramática la
historia, queridito; yo mismo empecé a hacer de tripas co-
razón. De pronto me fijé que la periodista bostezaba muy
oronda, mientras las señora le relataba la historia de su hija
desaparecida. Después leí las sandeces que escribió, mejor
ni te cuento. En ocasiones le he encontrado el modo a los
autores y he colocado en su pluma algunas voces, como un
juego, pero también porque merecían ser escuchadas. Pero
ya me cansé de hacerle al ventrílocuo, queridito. Es inútil.
Al final escriben lo que quieren y uno termina enredado en
sus tonterías. De todos modos ahora que me estás echando
la mano, en cuanto caiga alguno de esos clientes te lo enca-
mino, para que seas tú quien le dé un tour por la ciudad y
te hagas de una lana extra.

SEIS

Apenas una semana después de esa conversación, llegó a


la ciudad un canadiense que dijo ser enviado especial del
Toronto Star Telegraph. No estaba interesado en las desapa-
riciones de mujeres, o en las masacres, ni en los homicidios
en general sino en los tiroteos en los parques. Había llevado
consigo unas impresiones de notas aparecidas en sitios de
Internet.
—¿Y qué necesita saber mi buen señor?
—Pues quiero saber por qué pasan esas cosas.
—¡Ah!

185
—Algo terrible está pasando en este lugar y la verdad
debe conocerse.
—¿Y cómo le piensa hacer para investigar la verdad de lo
que está pasando?
—Creo que es cuestión de que alguien haga las preguntas
que nadie está haciendo.
—¿Y a quién le va a preguntar?
—A las autoridades.
—Pues si averigua algo no deje de pasar a contarme.
—Pensé que usted podría ayudarme.
—¿A hacer las preguntas?
—No, las preguntas las hago yo.
—¿Entonces?
Los dos hombres estaban en un round de tanteo; Goyo
era testigo de la conversación mientras realizaba una tarea
que Fino le había asignado esa mañana; estaba haciendo re-
cortes sobre el caso del motín de los obreros en una maqui-
ladora taiwanesa. Sin llegar a ser huraño, Fino se mostra-
ba reservado con el corresponsal; su comportamiento era
distinto al que tenía con personas del barrio o sus amigos
que lo visitaban, con quienes solía ser cálido y cariñoso. El
corresponsal buscaba la manera de establecer algún tipo de
relación con el archivista sobre la base de que era él quien
tendría el control de lo que se investigaba. Los periodistas,
según le había explicado Fino a Goyo unos días antes, mos-
traban distintas facetas, de acuerdo al caso y a sus intereses.
Algunos querían salir lo más pronto posible del compromi-
so en el que los había metido su periódico al enviarlos a una
ciudad de reputación funesta. Ellos eran los menos latosos.
Se pasaban una o dos tardes consultando los archivos que
Fino les proporcionaba y luego iban y hacían varias entre-
vistas de cajón. Pagaban generosamente y hasta llegaban a
enviar recortes de lo que habían publicado. Otros inten-

186
taban involucrarlo en su trabajo como si se tratara de una
empresa común o de un compromiso que ambos tuvieran
con alguna entidad superior, tal vez la Verdad o la His-
toria. En algún momento había congeniado con este tipo
de reporteros, pero ahora solía ser cauteloso porque éstos
le quitaban demasiada energía y por lo general lo defrau-
daban. Debido a esos últimos había terminado por tomar
distancia de casi todos los corresponsales. Los peores eran
los que ponían los pies en la ciudad por segunda o tercera
vez y pretendían conocer lo que nadie más podía saber, o
peor tantito, lo que según ellos, los habitantes de la ciu-
dad se empeñaban en ocultar. Además de arrogantes, solían
ser groseros. En dos o tres ocasiones personajes como esos
lo habían ofendido con sus aires de superioridad. Pero no
eran solamente los periodistas extranjeros quienes se com-
portaban de esa manera. También los mexicanos que em-
pezaron a descolgarse desde la ciudad de México. La gente
les daba información de manera abierta, pero al redactarla,
la metían en una envoltura misteriosa para dar a entender
que su investigación había sido un acto heroico, solitario y
clandestino. Tanto unos corresponsales como otros termi-
naban encontrando una contraparte local que los justifica-
ba, autentificaba y complementaba.
Fino trataba de ubicar al canadiense en alguna de sus ca-
tegorías. Aunque había incomodidad en él, definitivamen-
te no se trataba de alguien que viera su encargo como un
trabajo forzado. Tampoco parecía llenar el perfil de los que
buscaban involucrarlo en una misión compartida, pero no
estaba totalmente seguro. Le había dicho que necesitaba
su ayuda, pero dejó claro que él estaba a cargo. Su com-
promiso parecía ser con la Verdad y con la Historia, con
el registro de algo que creía que estaba pasando desaperci-
bido, pero no había hablado abiertamente de una misión
compartida.
187
Goyo seguía observándolos mientras conversaban y él
también trataba de entender qué era lo que realmente cir-
culaba debajo de los intercambios entre Fino y el visitante.
—Tal vez lo que yo necesite sea alguien que me lleve a
ciertos lugares que me interesa conocer.
—¿Por ejemplo?
—Un parque.
—¿Qué parque?
—No estoy seguro todavía, uno en el que pudiera haber-
se desatado una balacera.
—¿Cualquier parque entonces?
—Supongo que sí.
—¿Y qué más?
—También quisiera visitar El Jardín del Pulpo.
En el momento en que el corresponsal del Toronto Star
Telegraph mencionó El Jardín del Pulpo, Fino Castañeda
empezó a abandonar su escepticismo.
—Lo cerraron hace muchos años.
El reportero lo sabía, pero guardó silencio.
—¿Y usted qué sabe de ese lugar?
El periodista supo que había logrado que Fino lo tomara
en serio, pero fue cauteloso. Empezaba a ganar la confian-
za del archivista y no quiso echar a perder las cosas. De
la carpeta color manila en la que llevaba varios impresos
de Internet, extrajo un documento con un aura de mayor
autenticidad: un recorte amarillento con un reportaje pu-
blicado en la sección de bares y cocina de un periódico
no identificado. El texto estaba fechado en 1983. No era
más que una reseña escrita por un corresponsal que había
viajado por la frontera México/Estados Unidos, coleccio-
nando rostros e historias sobre las regiones visitadas; había
estado un par de días en Juárez y se había tomado varios
side-cars en El Jardín del Pulpo. Describía la atmósfera del

188
bar y resaltaba la bonhomía del personal; los meseros y los
cantineros era gente sonriente y despreocupada. También
contaba un poco acerca de la historia del sitio; según la re-
seña, El Jardín del Pulpo había sido inaugurado en 1970. Su
primer propietario, un aficionado a la biología marina, lo
había decorado justamente como si se tratara de un jardín
submarino. Los muros estaban pintados en tonos de azul,
desde un aguamarina claro hasta un cobalto con toques
de anaranjado solar; en esa superficie se desplegaban varias
plantas dibujadas con trazos que el cronista, ignorante del
tema, exaltó diciendo que eran dignas de los mejores mu-
ralistas mexicanos.
—Los interiores los pintó don Pablo Montalvo— soltó
Fino cuando leyó ese pasaje del reportaje. Y cuando leyó
sobre los side-cars comentó que esa bebida había inspirado
al cantinero juarense que inventó los cocteles Margarita,
pero no ahí ni en el Kentucky como aseguran algunos. No
contó la anécdota completa, como otras veces. Se concretó
a referir el dato. Luego, sin voltear a ver al periodista y
mirando de reojo a Goyo, comentó que tenía un archivo
sobre los paisajes que don Pablo Montalvo había pintado
en los muros de varios bares del centro, y otro, en el que se
registraban varias versiones sobre la invención del famoso
coctel.
—Digo, en caso de que esté interesado—, dijo Fino,
mientras seguía leyendo el recorte del forastero.
Goyo dejó lo que estaba haciendo y discretamente se
puso a buscar las carpetas que había mencionado el archi-
vista. Cuando las encontró, las puso sobre el mostrador.
El periodista examinó las que contenían fotografías de los
murales. Incluía una entrevista que El Diario de la Frontera
le había hecho en los años noventa a don Pablo Montalvo.
Luego echó un ojo desinteresado a los recortes periodísti-
cos que daban cuenta de la historia nocturna de Juárez.
189
—Mire—, retomó la conversación el archivista—si usted
quiere, puede contratar a mi asistente para que lo lleve a
dar un vuelta por la ciudad. Él conoce el centro como la
palma de su mano y tal vez también pueda mostrarle los
parques que a usted le interesa conocer.

La mañana siguiente Goyo y el periodista canadiense visi-


taron varios parques antes de sentarse en una banca cercana
al quiosco donde los hermanos Rómulo y Numa Escobar
están abrazados. Temprano habían desayunado tacos de
barbacoa en la colonia Melchor Ocampo. En cada lugar, el
reportero había tomado notas y algunas fotografías con una
cámara digital muy discreta. A Goyo no le parecieron fotos
para periódico, sino imágenes de detalles aparentemente
insignificantes o tal vez técnicos. El hombre le preguntaba
cosas de una manera inusual, no como si estuviera entrevis-
tando al testigo de algún hecho que debiera esclarecer, sino,
más bien, para hacerse preguntas en voz alta.
—¿Cómo se vería la trayectoria de una bala de revolver
bajo esta luz?
Más tarde le había preguntado cosas personales, como
por ejemplo, si alguna vez había padecido de enfermedades
venéreas. Su tono resultaba un híbrido entre autoritario y
compasivo, como de trabajador social penitenciario. Goyo
se sintió incómodo por las preguntas, pero al mismo tiem-
po sintió que tenía la obligación de contestar. Después de
todo el hombre le pagaría cien dólares diarios durante cin-
co días, lo que para Goyo representaba la posibilidad de
rentar algo mejor por el rumbo de la Bolivia, a dos cuadras
de la Vicente Guerrero donde estaba el local de Fino y los
bares donde ya se había apalabrado para hacer la limpieza.
Fino le había advertido que tuviera cuidado con el perio-
dista. Mira, tú no te involucres mucho queridito. Déjalo que

190
él haga su trabajo, que él pregunte y tu limitante a ser su
guía. Llévalo y tráelo, pero no te metas en broncas. Lo mismo
si te pide hacer cosas que él no haría, queridito. A veces esta
gente quiere que les hagas su trabajo. Algunos son gente seria y
profesional, pero de repente llega cada loco con cada ocurren-
cia. Además, acuérdate que puede ser un agente de la DEA
encubierto. Mira tengo aquí este recorte en el que dice que los
agentes de la DEA andan por la ciudad confundidos entre la
gente. Fino sonrió con sorna cuando dijo eso último. Se
refería a una nota sensacionalista recientemente aparecida
en un diario. En ella se decía que agentes antidrogas del go-
bierno norteamericano andaban en las calles confundidos
con la gente, bajo el disfraz de plomeros, albañiles y otros
oficios parecidos.
Lo que no le advirtió fue cómo reaccionar en caso de que
el reportero le hiciera preguntas personales. Primero había
empezado de manera casual, preguntando cosas aparente-
mente triviales: ¿eres de aquí?, ¿en qué parte de la ciudad
creciste? Pero luego el interrogatorio se volvió cada vez más
sistemático y personal, ¿hasta qué año llegaste en la escue-
la?, ¿en tu barrio se movía la droga?, ¿tú moviste droga?,
¿qué drogas has probado?, hasta que terminó con la pre-
gunta sobre las enfermedades venéreas
Goyo se dedicó a contestar todas la preguntas con evasi-
vas. Tal vez si el tipo se hubiera acercado a su vida personal
de otra manera le habría contado algunas cosas íntimas,
pero había sido brusco. Eso y las advertencias de Fino lo
habían puesto sobre aviso. Lo mejor sería la discreción. So-
carrón, optó por contarle historias de la comida tradicional
de Juárez. Cada lugar de la ciudad que recorrieron traía a
la memoria de Goyo un recuerdo culinario. Mire, cuando
yo era niño en esa esquina se ponía un señor que vendía
naranjas con chile. Eran las mejores de la ciudad. Cuando

191
pasaron por la parroquia de Nuestra Señora del Sagrado
Corazón de Jesús en la avenida Insurgentes, le informó que
las mejores gorditas de maíz las vendían unas señoras que se
ponían ahí por las noches. Y los mejores Nachos son los de
doña Truje en una tienda de abarrotes de La Chaveña. Si se
le antojan, nos podemos dar una vuelta hasta allá.
—¿Y aquí se conoce la comida mexicana?—, dijo el pe-
riodista e hizo referencia a sus viajes por Puebla y Oaxaca.
—Bueno, pues aquí nuestro platillo fuerte son los burri-
tos; yo en lo personal le recomiendo los de chile relleno—,
respondió Goyo sin ver al periodista, sintiendo que empe-
zaba a agarrar colmillo en eso de mantenerse a una distan-
cia prudente ante los interrogatorios. Puso la mirada en la
panadería que estaba del otro de la acera y hacia donde los
hermanos Rómulo y Numa miran desde su eterno abrazo,
como diciendo, ¿cómo ves hermano, si nos echamos una con-
cha de chocolate?
El periodista no estaba seguro si Goyo era un deficiente
mental o si le tomaba el pelo. De todas maneras hizo al-
gunas anotaciones en la libreta que llevaba consigo. Luego
pensó que no estaría mal probar las conchas de chocolate.
Cruzaron la calle y entraron a Pastigel; un guardia privado
abrió la puerta y los observó mientras se paseaban por el
interior del negocio con una charola y una pinzas metá-
licas. Escogieron una pieza de pan para cada uno y Goyo
además se llevó un bisquet caminero. Pagaron y salieron
nuevamente al parque. El periodista anduvo ensimismado,
yendo de un lado a otro, como si tratara de reconstruir
algo. Tomó fotos similares a las que había hecho en otros
sitios. No eran panorámicas, sino particulares, como de in-
vestigador privado.
Goyo lo observó a la distancia mientras masticaba su pan
recién horneado. Si el hombre aquel era un investigador, lo

192
que buscaba no estaba relacionado a las preguntas que le
había hecho, pues eso hubiera resultado demasiado obvio;
además, ¿a quién le podía importar si él había consumido
drogas?, ¿o si en algún momento había traficado con ellas,
y mucho menos si había padecido enfermedades venéreas?
En cambio, cuando tomaba fotografías su actitud sí corres-
pondía a la de un profesional que se aplicara en el registro
de evidencia de manera minuciosa. ¿No sería en verdad un
agente de la DEA que estaba tratando de hacer un levan-
tamiento detallado que complementara levantamientos fo-
tográficos aéreos? Pero no había querido que lo llevara a
un parque en particular, sino a uno en el que fuese posible
que se desatara una balacera. Aparentemente no intentaba
reconstruir los hechos de un tiroteo del que tuviese conoci-
miento previo con el propósito de esclarecerlo, sino regis-
trar los indicios de un tiroteo posible o probable. Durante
las horas que habían pasado juntos hasta entonces, Goyo
se había fijado que el periodista no tomaba fotografías de
personas, sino únicamente de objetos y sitios. A las perso-
nas las veía de soslayo, como si constantemente estuviera
tratando de sorprender en ellas, incluso en el propio Goyo,
algún gesto oculto. También había notado que después de
cada interacción con la gente se dedicaba a hacer anotacio-
nes en su libreta. Nunca escribía en presencia de otros; so-
lamente les hacía preguntas y los observaba de reojo. Sobre
este tipo de métodos de trabajo también le había prevenido
Fino. Mira queridito, muchos de estos señores solamente vie-
nen a hacerse tontos. Quieren visitar lugares parecidos a otros
en los que sucedieron cosas, pero nunca van a los lugares de los
hechos, ni hablan con las personas directamente involucradas,
sino con sus equivalentes. A partir de ahí sacan sus conclusio-
nes y cuentan historias sobre la ciudad. Al fin de cuentas lo que
más les interesa, tanto a ellos como a sus editores, es contar que

193
estuvieron aquí, que tomaron el riesgo de andar en las calles
de Juárez, que hablaron con alguna gente y que se hicieron
acompañar por personas que conocen la ciudad.
Caminaron entre las ruinas de lo que hasta poco tiempo
antes había sido la Zona Roja de la ciudad. Era un terri-
torio que Goyo conocía bien, aunque ahora no era fácil
reconstruir la ubicación exacta de algunos lugares debido
a que cuadras enteras habían sido demolidas en los últi-
mos dos años. Por otra parte, El Jardín del Pulpo había ce-
rrado sus puertas veinte años antes y solamente quedaban
sus despojos. Primero enfilaron por la avenida Juárez, lugar
que el periodista ya conocía, pues cruzaba a pie desde su
hotel en el centro de El Paso. Fino le había preguntado si
conocía la canción de Dylan.
—¿Cuál?
—La que habla sobre la avenida Mariscal.
—No sabía que Dylan hubiera estado aquí.
—Él sí entendió a qué vienen los gringos a Juárez.
—¿A qué?
—A verse a sí mismos.
El canadiense no se dio por aludido cuando Fino utilizó
el término gringo, probablemente debido a que él era fran-
co-canadiense e ignoraba que para Fino el término exten-
día su cobijo a los habitantes de Estados Unidos, Canadá y
varios países de Europa.
—Toda esa bola trae puesto el mismo cassette, queridi-
to—, había comentado Fino después de que con su anuen-
cia el canadiense cerrara el trato con Goyo. Cuando el re-
portero se retiró, Fino pasó parte de la tarde aleccionando
a su pupilo. Éste había puesto mucha atención a las pala-
bras de su mentor, tanta que ahora que caminaban por los
vestigios de la zona roja recordó aquello de la canción de
Bob Dylan y pensó que eso le podría haber ayudado a dar

194
sentido a las preguntas personales con que el canadiense lo
había estado acosando. Le hubiera sido de utilidad conocer
la letra de la dichosa canción, pero ya ni modo. Lo impor-
tante era que Fino le había dado algunos consejos prácticos
para trazar el recorrido del centro que Goyo siguió al pie de
la letra. Primero fueron a la joroba del puente internacional
y desde ahí hizo una descripción panorámica del antiguo
corazón de la ciudad. Le fue indicando puntos emblemáti-
cos como la catedral, el mercado y el edificio de la presiden-
cia municipal. Trazó las conexiones entre la avenida Juárez
con la que el periodista estaba familiarizado y la Mariscal
que era la vía principal de la legendaria zona roja. Las de-
moliciones habían borrado parte del entramado urbano,
pero en algunas calles la destrucción había sido paulatina,
produciendo un montón de huecos en las manzanas como
si hubieran sido roídas por un ratón. El ratón inmobiliario,
había dicho Fino durante una de las tertulias en su local.
—Mire, vamos a bajar por ahí hasta encontrar El Jardín
del Pulpo—, le indicó Goyo, señalando los enormes aguje-
ros en el entramado urbano. Le advirtió sobre los riesgos
de tomar fotos en la zona, nomás por no dejar; no esta-
ba muy preocupado al respecto porque había visto que el
canadiense era discreto al momento de maniobrar con su
pequeña cámara digital. De todas maneras era difícil que
pasaran desapercibidos. Formaban una pareja muy dispa-
reja. El reportero era un tipo muy alto y delgado, de ros-
tro inexpresivo, que arrastraba las piernas lentamente, pero
con largas zancadas, mientras que Goyo tenía una estatura
media, y aunque también era delgado, caminaba con pasos
ágiles y jacarandosos. A pesar de sus añejas penurias, Goyo
no perdía el sentido del humor ni el optimismo. Tal vez en
el fondo creía que contaba con la protección de su signo
zodiacal y que éste lo había salvado de irse al precipicio.

195
Sus caminados alegres reflejaban su inagotable buena estre-
lla, imperceptible para otros, incluido el canadiense que, a
juzgar por sus preguntas, lo veía como si su pobreza fuese
el rasgo intrínseco a él, y no una condición transitoria que
pudiera revertirse.
Se detuvieron en la esquina de Begonias y Mariscal y
desde ahí Goyo le hizo una descripción desapasionada (no
te apasiones mucho queridito que estos gringos lo único que
quieren es tener una escenografía para contar los cuentos que
ya traen en la cabeza, a veces hasta le cambian el nombre a
las calles y a las cosas ) de los lugares que habían estado en el
gran bloque baldío que se extendía frente a ellos.
—Mire ahí en esa cuadra estaban unas casas de citas. Una
se llamaba el Noche y Día. Era también cabaret. Enseguida
estaba el Virginia´s. Allá estaba el Fred´s. Ése nada más era
bar y vendían unos lonches muy sabrosos. Un poco más
adelante estaba un lugar muy raro en el que unas ancianas
pintarrajeadas se asomaban por unos barrotes metálicos.
Yo nunca entré; eran cómo de la edad de mi tía abuela.
Francamente, no sé de qué vivían. Dudo que alguien hu-
biera querido acostarse con ellas. A lo mejor alguna gente
les aventaba monedas. (Cuídate de hacer esos chistes malos
que a veces se te salen, Goyito, estos hombres lo absorben todo y
luego lo presentan como las grandes verdades del alma juaren-
se). Goyo se mordió la lengua y empezó a encontrar sentido
en las excesivas advertencias de Fino. Era posible que el
canadiense escribiera que El Jardín del Pulpo estaba en una
zona en la que los nativos tenían como costumbre arrojar
monedas a las putas viejas. De todas maneras el canadiense
se mantuvo imperturbable. No tomó fotos ni hizo anota-
ciones en su libreta.
—¿Por qué aquella calle se llama Otumba?—, preguntó
el reportero—¿tiene algo que ver con tumba?

196
—No le sabría decir—, contestó Goyo un tanto ape-
nado, pero decidido a no darle demasiada importancia al
asunto, tal como se lo había sugerido Fino: (que no te dé
pena decir que no sabes cuando no sepas algo. Acuérdate que
te contrató como guía, no como enciclopedia. Nomás le dices
no sé y se acabó).
Tenía por lo menos dos meses que no andaba por esas
calles; la demolición ya había empezado desde el año ante-
rior, pero ahora avanzaba a pasos acelerados. El lugar estaba
lleno de grúas, camiones y trabajadores ocupados en tender
una plancha de concreto que abarcaría por los menos tres o
cuatro cuadras. Goyo aprovechó el recorrido para hacer su
propio ajuste de cuentas con la memoria; decidió caminar
rumbo a la acequia para buscar El Lago Blanco, uno de los
primeros burdeles a los que entró cuando era adolescente;
ahí había conocido a Márgara y a Marcia, dos putas me-
morables que eran pura risa. Después de El Lago Blanco,
Márgara estuvo en el Virginia’s y la última vez que la vio,
ya muy cansada por cierto, trabajaba en El Horizonte’s, allá
por la avenida Triunfo de la República. No había perdido
el buen ánimo. A Marcia no la volvió a ver, pero supo que
se había hecho cristiana y se había ido a vivir a Denton,
Texas. Mientras El Lago Blanco estuvo abierto, pasaba de
vez en cuando por ahí para tomarse un par de cervezas. El
decorado era prácticamente el mismo y Goyo se ponía a
rememorar tiempos pasados con uno de los cantineros.
Anduvo con el reportero entre el cascajo. Le mostró un
mural de una grulla volando sobre un charco de agua azula-
da donde nadaba un pato blanco mal trazado. Era lo único
reconocible; el local de dos plantas había quedado reducido
a un muro solitario. No muy lejos de ahí estaba El Pigalito
donde en aquellos tiempos de su adolescencia una mujer
ventrílocuo ejecutaba un acto con un muñeco procaz que

197
le decía cosas en doble sentido y terminaba por meterle
la mano al escote. Se pasaron de largo y fueron hasta el
hotel Gardenia, un edificio de dos plantas reminiscente de
la arquitectura de Nueva Orleans donde se hospedaba un
grupo de travestis. Los rumbos estaban tristones. Hasta ese
momento el periodista no había utilizado la cámara foto-
gráfica en el sector, pero algo en la textura de la fachada
del hotel le había llamado la atención, así que se puso a
tomar fotos de algunos detalles; ahora más que como perito
criminalístico, se comportaba como un agente de avalúos
inmobiliarios. Para no hacer mosca, Goyo lo esperó a la
sombra de un árbol del otro lado de la acera; era una de
esos días raros de finales de invierno en que hace frío y hace
calor y de pronto se sueltan las tolvaneras. Sin embargo, en
ese momento el sol brillaba y un viento fresco y agradable
circulaba por la acera.

—¿A dónde tan peinado, pareja?— escuchó Goyo que


alguien decía en tono jocoso, aunque sin mucho jolgorio,
más como una frase hecha. Era uno de los meseros del Do-
mingo Siete, la menudería donde había trabajado de asis-
tente de cocinero. Apenas si lo reconoció cubierto de polvo
como venía y con las botas enlodadas.
—¿Qué pasó mi Rulo? Andas irreconocible. Mira nada
más, hasta pareces sepulturero—, dijo Goyo y el otro res-
pondió con una sonrisa afligida.
Le contó sin más que venía de enterrar a unos hombres
en El Valle. Goyo lo miró a los ojos un momento como
queriendo adivinar el verdadero sentido de sus palabras.
Examinó ese rostro cansado, con la barba crecida y des-
cuidada, el cabello grasoso debajo de una gorra de beisbol
descolorida. El hombre le hizo un breve recuento de su
vida desde que se habían dejado de ver. Él también se había

198
alejado de la menudería después del cierre; no había podi-
do mantenerse sin trabajar. Ahora todo estaba en manos
del abogado y él se había convertido en un jornalero que
todos los días salía a buscar chambas. Una que de vez en
cuando le dejaba buen dinero eran los sepelios. A veces los
trabajadores de los cementerios, sobre todo los del Valle,
eran amenazados. Era una tarea peligrosa, lo sabía, pero
a veces con un solo entierro, quinientón de por medio, sa-
caba la semana. Goyo se puso en las botas del enterrador;
un par de meses antes de seguro le hubiera pedido que lo
recomendara para ese trabajo. Se quedó pensativo y ya no
dijo nada. No era la primera vez que le pasaba. Era como
si de repente se extraviara. En menos de un minuto fanta-
seó que era él y no su conocido quien se contrataba como
sepulturero mercenario para cavar la fosa donde unos hom-
bres colocarían el ataúd de Caro, la cuñada del Chino. La
muerte de aquella mujer era un lastre cada vez más presente
y abrumador.
El reportero terminó de tomar fotos y cruzó la calle para
encontrarse con Goyo que en ese momento salió de su rap-
to y se despidió abruptamente de su antiguo compañero
de trabajo.
—Pues yo ando dizque de guía de turistas; luego nos ve-
mos, pareja— dijo Goyo antes de irse con el canadiense.
Pero mientras se alejaba siguió pensando en las palabras
del enterrador, un hombre a quien realmente no conocía,
pero al que de pronto se sintió hermanado. Él mismo había
hecho trabajos similares; en una ocasión se había metido
a una bolsa de lona en un taller de uniformes deportivos.
Fue durante los meses en que se publicó en los periódicos
que el servicio forense no se daba abasto y que los cadáveres
se apilaban en los patios en espera de una autopsia de ley.
Llegó el momento en que hasta las bolsas para meter a los

199
muertos escasearon. Ante la situación, las autoridades con-
trataron a un taller de uniformes deportivos para cubrir la
demanda. Los costureros habían confeccionado una bolsa
de prueba y antes de producir el resto querían probarlas con
un cuerpo real y verificar la viabilidad de las medidas utili-
zadas. El problema era que nadie en el taller quería meterse
en ese saco. Entonces la costurera en jefe cruzó la calle y se
dirigió hasta el estanquillo en el que Goyo se acababa de
comer una torta de colita de pavo con aguacate. Le ofreció
cincuenta pesos por medirse la bolsa. Aceptó de inmedia-
to, aunque la mujer no le explicó claramente de lo que se
trataba. Al principio solamente le dijo que debía probarse
algo que acababa de coser. Ya frente al equipo de costura en
pleno, tomó la pieza de lona con mucho cuidado, y hasta
con solemnidad, con si se tratara del lábaro patrio, y se la
entregó en la mano. Goyo la distendió y su primer impulso
fue meterse parado en la bolsa, como lo hacen los niños
cuando participan en carreras de costales. Pero la mirada
de los otros trabajadores del taller, que se habían colocado
en semicírculo frente a él, le dieron la clave; debía abrir la
bolsa y tirarse al piso para enfundarse de manera horizon-
tal. No dijo nada, disciplinado como era y haciendo honor
a los cincuenta pesos pagados por anticipado, simplemente
procedió a cumplir con su trabajo. Se metió en la bolsa de
lona y él mismo la cerró, como se hace con los sleeping bags;
la mujer que lo había contratado se encargó de cerrarla por
completo. Un momentito nada más, le dijo, con un tono de
enfermera que se dispone a extraer sangre o a vacunar con-
tra el sarampión. Mientras estuvo enclaustrado, los trabaja-
dores lo palparon por fuera, tomaron medidas adicionales,
le dijeron que estirara bien las piernas. Goyo pensó que le
preguntarían si estaba cómodo, pero luego se dio cuenta
de que esa pregunta era inapropiada. En cierto momento

200
sintió que se ahogaba. Pataleó instintivamente y escuchó la
risita burlona de alguien y luego la reprimenda casi inau-
dible de la costurera en jefe. Antes de que pataleara más,
la patrona abrió el zipper y Goyo asomó la cabeza. Entre
todos lo levantaron y le dieron palmaditas en la espalda:
at a boy.

Esa tarde caminaron por la calle Mariscal hasta el cru-


ce con el callejón Independencia. Fino le había explicado
dónde había estado El Jardín del Pulpo, así que entró por
esa pequeña calle que conectaba en diagonal con la Ugarte.
Eran terrenos conocidos para Goyo. A la vuelta estaban
los billares del Chino, la marisquería de don Benja y todo
una zona de hoteles y bares que alguna gente consideraba
de mala muerte. Sin embargo, desde hacía mucho tiempo
ese sector era uno de los pequeños mundos donde se sentía
acogido. A media cuadra se detuvo y mostró al reportero
varias edificaciones ruinosas. El bar que buscaban había ce-
rrado a finales de los años 80. Después funcionó en el mis-
mo edificio una cervecería. Le había advertido que del lu-
gar sólo quedaban escombros y que no esperara encontrar
vestigios de los murales con paisajes submarinos, puesto
que no habían sobrevivido al cambio de nombre del lugar.
El inmueble no había sido arrasado por las grúas, como
muchos otros del rumbo; más bien se fue desmoronando
debido al lento abandono. Después de que el techo se vino
abajo, sólo quedó una pedacería informe regada en el piso.
Aún así, el canadiense se surtió de imágenes.

SIETE

La conversación con el sepulturero free lance le había segui-


do rondando en la cabeza, mientras el periodista se afanaba

201
en tomar minúsculos detalles de los edificios destruidos.
Goyo no comprendía que el reportero hubiera venido des-
de Canadá a tomar fotos de las piedras de un bar inexis-
tente y de un parque donde se pudiera haber suscitado
una balacera. Tampoco entendía que hubiera gente llevada
desde Juárez a lugares como San Agustín para trabajar en
sepelios amenazados. Rulo le había explicado que los lle-
vaban en una camioneta desde el Monumento a Juárez y
ahí mismo los dejaban al terminar la jornada. Recordó su
semblante triste y angustiado. Evidentemente tenía miedo
de que en él se fuera a cumplir la amenaza contra quienes se
atrevieran a dar sepultura a esos muertos. Por un momento
a Goyo le pesó también esa gente abandonada hasta en la
muerte. Pensó en los lamentos nocturnos de los viejos de la
vecindad donde había vivido tiempo atrás. Los escuchaba
circular por los corredores sin consuelo. Muertos y moribun-
dos sin consuelo, se dijo.
Más tarde, cuando estuvo a solas en su habitación de pa-
redes húmedas y descarapeladas, Goyo dio un paso más ha-
cia pensamientos malsanos. ¿Y qué si su amigo no le había
contado toda la verdad? Su versión sonaba lógica porque ya
había habido casos en los que se habían presentado hom-
bres armados para abrir fuego contra los cortejos fúnebres.
Por lo menos dos casas funerarias habían sido incendia-
das; no estaba claro si había sido por negarse a pagar cuota
o por haber prestado sus servicios a un cliente indeseable
para los agresores. Sin embargo, también era cierto que se
habían encontrado fosas clandestinas en ranchos, en casas,
en baldíos. ¿Quienes cavaban las fosas eran los mismos que
movían los cuerpos y tiraban las planchas de cemento? Re-
cordó la mañana aquella en que apareció el hombre colga-
do en el puente y uno de los clientes había comentado que
el cuerpo ya lo traían preparado. De pronto pensó que los

202
señores ésos, a quienes ni siquiera en su pensamiento se
atrevía a nombrar, tal vez contarían con cuadrillas de tra-
bajadores para realizar esas labores. Era posible que alguien
fuese contratado para cavar una fosa o para tirar una plan-
cha de cemento en los lugares donde depositaban cuerpos
de hombres y mujeres asesinados. ¿Qué si el antiguo mese-
ro realmente venía de hacer uno de esos trabajitos y por eso
estaba tan apesadumbrado? Una vez más se presentó en sus
pensamientos el recuerdo de Caro. ¿No había participado
él mismo, aunque de manera indirecta, en su asesinato?
Pensar en eso le causaba un dolor que se le hundía en el
pecho. Goyo reflexionaba sentado en una silla junto a la
ventana desde donde veía la calle vacía. En sus manos se
calentaba una cerveza a la que solamente había alcanzado a
dar un sorbo antes de ensimismarse. No queridito, no car-
gues con culpas que no son tuyas , escuchó ya lejos la voz de
Fino.
Después de ir a El Jardín del Pulpo, entraron a El Paraíso.
Fino le había dado esa instrucción. Llévalo ahí queridito y
dile que tiene un ambiente parecido al que tuvo la otra can-
tina. Se tomaron un par de cervezas y el periodista tomó
varias fotografías, detallitos: un cenicero, un banco de la
barra: gesto que Goyo seguía sin comprender. De repente
el hombre volvió al insólito interrogatorio que había ini-
ciado en la mañana. Le preguntó si nunca había visto un
asesinato.
—¿A qué se refiere?—preguntó Goyo recordando de
pronto que estaban a unos pasos del lugar en el que había
caído Caro con un balazo en la frente.
—Quisiera conocer a un sicario—respondió el otro con
la naturalidad de alguien que dice que quiere pasar a salu-
dar a uno de los hijos predilectos de la comarca.
—Vámonos—casi ordenó Goyo—lo encamino al puen-
te.
203
Ya no tocaron el tema y apenas se despidió del canadien-
se, Goyo había ido a recluirse en sus dos cuartos de vecin-
dad. Ya había tenido suficientes emociones fuertes para un
día. Ya pasadas algunas horas, y después de un regaderazo,
se calmó. Recordó la ocurrencia del reportero, pero ya no le
dio coraje ni temor. Por el contrario, le pareció tan gracioso
que por primera vez en mucho tiempo rió a carcajadas. Se
imaginó la cara de Fino cuando le contara. Te digo queri-
dito, que esta gente nomás viene a embarrar más las cosas con
sus puntadas.
¿Y si le conseguía una entrevista con un sicario?
Después de todas las conversaciones que había escuchado
en cantinas, las cosas que había visto, ¿no podría él mismo
hacer las confesiones de un sicario, decirle al canadiense
que había estado al servicio del Charol, el jefe de la pandilla
de su barrio, y que era el único sobreviviente del extermi-
nio debido a que se había retirado a tiempo?¿Le creería?
Goyo sintió la necesidad de salir de su cuarto; se fue a
caminar a la azotea de la vecindad. Desde ahí la vista do-
minaba el centro de la ciudad. Cuando era adolescente, él
y los del barrio habían instalado ahí un gimnasio con pesas
de cemento, varios costales y una perilla de box. Tiró dos
jabs al aire para rememorar aquellos tiempos. Desde ahí se
veían también los techos de las casas y las otras vecinda-
des del barrio. Las azoteas eran como una segunda ciudad,
guardaban otros secretos, otra memoria.
Sabía por ciertas conversaciones que un sicario profesio-
nal es certero. Y por las fotos de los periódicos estaba al tan-
to de las distintas maneras de matar, el calibre de las armas.
El modus operandi de los matones era reseñado cotidiana-
mente en la televisión y en los periódicos. También los jua-
rólogos que abundaban en cada esquina especulaban sobre
el significado de que se hubiera utilizado tal o cual calibre

204
en un asesinato. Pero sobre todo, había leído las —falsas o
verdaderas— declaraciones públicas de los asesinos deteni-
dos; algunos confesaban ser autores de una miscelánea de
ilícitos tan amplia que dejaban fuera cualquier posibilidad
de especialización. La fuente de los detalles más íntimos era
la imaginación de individuos como aquel que en la menu-
dería explicó cómo habían preparado al colgado del puen-
te. Siempre había alguien que se atrevía a describir lo que
no estaba a la vista de todos, mientras que los más frívolos
hablaban del tema como si se tratara de los resultados de la
jornada futbolera: estamos a dos de igualar la marca del mes
pasado. El periodismo se había convertido en una profesión
aritmética. Algunas autoridades lo abordaban como si se
tratara de un fenómeno climatológico, o de movimientos
en la bolsa: se trata de un reacomodo natural entre los cárteles.
A Goyo lo que siempre le había interesado eran los hábi-
tos gastronómicos de los sicarios debido a lo que había es-
cuchado en el barrio acerca del Ruffles. No es que el matón
contara nada, pero los vecinos decían que a veces llegaba y
se tomaba dos órdenes de tacos y una caguama bien helada,
así derechito, como si fuera agua natural. De seguro acom-
paña todo con pastillas o con unos gramos de coca, explicaban
algunos. Unos días más tarde buscaban en las páginas de
los periódicos un muerto que les ayudara a verificar sus
sospechas. Todos sabían o creían saber que había sido el
Ruffles si la víctima tenía un balazo en la cabeza con una
pistola de .9 milímetros. Pero no todos estaban convenci-
dos de la relación entre su apetito y sus supuestos crímenes.
Hasta la fecha había quienes se mostraban incrédulos; para
ellos, se trataba de un tragón a quien de repente le ganaba
lo ansiedad; no cuestionaban que fuera un tipo violento
que seguramente había llegado al extremo de matar. Lo que
no les cuadraba era el rito consistente en tomarse una ca-

205
guama y comerse dos órdenes de tacos de barbacoa antes
de matar al alguien. Goyo creía que para ejecutar a alguien
se necesitaba tener sangre fría. Además, probablemente un
matón se veía obligado a hacer otras cosas que no nece-
sariamente llevaban a sus víctimas a la muerte. Los asesi-
natos eran como productos maquilados. Preguntarse qué
hacían los asesinos antes o después de cumplir una misión
y cuántas podrían cumplir en un solo día era tan ocioso
como preguntarse qué comían y hacían los trabajadores de
una planta ensambladora antes y después de una jornada
de trabajo. Por eso le había parecido razonable pensar que
los hombres que habían colgado al decapitado del puente
habían pasado por la menudería después de haber estudia-
do la manera en que realizarían la maniobra la madrugada
del día siguiente. Lo que le costaba imaginar era que fuesen
tan metódicos como unos ingenieros, aunque había que
reconocer que lo habían hecho tan bien que a los bomberos
les había costado bastante trabajo desamarrar el cuerpo.
Al canadiense le contaría que antes de cumplir algún
encargo era él quien se comía dos órdenes de tacos de bar-
bacoa y una caguama con una raya de cocaína; quizá eso
respondería más a la idea que él tenía de los sicarios, a juz-
gar por las preguntas que le había hecho. O mejor, le diría
que un sicario es un profesional tan frío y eficaz que por la
mañana desayunaba con su familia e incluso llevaba a sus
hijos a la escuela antes de salir a cumplir con sus objetivos
criminales. Eso daba más miedo, sobre todo a la gente de
afuera, pero al mismo tiempo tranquilizaba porque impli-
caba que los objetivos estaban bien delimitados a personas
que tenían que rendir cuentas ante el patrón del sicario.
Fino le había dicho que en el fondo esos corresponsales
pensaban que todos los juarenses eran sicarios en potencia.
—Mire, un sicario está en todos lados, en un parque,

206
en la Presidencia Municipal, en una reunión de empresa-
rios—dijo Goyo entre dientes, como si ya estuviera frente
al periodista.
Este podría ser el negocio de su vida; le pediría tres o
cuatro mil dólares a cambio de contarle su historia. El po-
dría utilizarla de la manera que quisiera siempre y cuando
mantuviera su anonimato. Y él tendría suficiente dinero
para irse de la ciudad, tal vez a Sonora donde vivía su primo
Carlos, o a Playa del Carmen, a donde habían emigrado
varios meseros que le aseguraban que había mucho trabajo
para gente con experiencia. Tres o cuatro mil dólares serían
suficientes para viajar y establecerse.
—Un profesional espera a que le llamen sus patrones y
obedece. Si le dicen que mate, mata, pero sí le dicen que
solamente secuestre y guarde un tiempo a su presa, a eso se
limita— pensó Goyo todavía hilando el relato que le haría
al reportero.
Para dotar de mayor verosimilitud a su historia, Goyo le
diría al reportero que había crecido en el barrio de los Cha-
roles, pero que posteriormente se había metido a trabajar
en la policía. Para tal efecto, se apropiaría de una parte de la
biografía del Piri, uno de sus vecinos. Relataría cómo había
aprendido a disparar armas de fuego y a torturar, y cómo
más tarde había sido cooptado por una banda de narcotra-
ficantes, o mejor aún diría la verdad, para que andar con
tantos rodeos, que la policía también se dedicaba a distri-
buir la droga y a ejecutar sentencias de muerte.
Mientras se contaba a sí mismo su vida como sicario,
Goyo había caminado de un techo a otro hasta recorrer
casi toda la cuadra. Recordó cuando era niño y caminaba
por las azoteas del barrio. En esa época jugaba a que era un
extraterrestre capaz de detectar con la planta de sus pies lo
que sucedía debajo, en el interior de las habitaciones de las

207
casas. En ese tiempo su apodo era Vietman. Se escondía
detrás de los cilindros de gas butano y desde ahí disparaba
su metralleta de baterías que lanzaba débiles ráfagas de luz
roja. En esos juegos de guerra llevaba también un casco
camuflado con hojas de plástico que junto con la metralle-
ta de juguete había recibido como regalo navideño. Quizá
podría incorporar esos detalles de su propia biografía. Le
servirían como antecedentes de la carrera delictiva del sica-
rio. A los reporteros les gusta que todo encaje, le había dicho
Fino. Para ellos todo es lógico. No hay misterios. Si no es una
cosa es otra, queridito. No entienden de cabos sueltos.
—Un imitador hace un tiradero de balas, pero a un pro-
fesional no le interesa hacer sufrir a la gente; un sicario dis-
para directamente a la cabeza o a algún órgano vital—con-
tinuó Goyo, ahora recordando lo que en una ocasión había
dicho uno de los participantes en las tertulias en el local
del Fino, mientras revisaba las fotografías forenses que por
alguna razón habían caído en manos del archivista. En esas
reuniones se decían muchas cosas que podrían ayudarle a
dar color a su retrato del sicario.
—Un sicario no tiene remordimientos porque sabe que
quien lo mate a él no se va compadecer tampoco—se le
había ocurrido opinar en aquella ocasión.
—¿Y usted cómo sabe tanto Goyito?—le preguntó el
doctor del consultorio de la esquina, uno de los habituales
en el local de Fino. La pregunta llevaba jiribilla. Goyo es-
taba acostumbrado a que gente como el doctor desconfiara
de él. Era un punto más a su favor porque generalmente
se pensaba que para los jodidos meterse en el narco era un
paso lógico, natural. Sin embargo, en aquella ocasión Fino
había entrado al quite.
—La observación que hace Goyo es interesante, queridi-
tos. Estos matones creen que las víctimas son sus potencia-

208
les asesinos. Y nosotros hemos adoptado esa creencia tam-
bién porque nos conviene pensar que se andan matando
entre ellos. Pero ya está claro que no es así. Lo que Goyo
sugiere es que un sicario, además del entrenamiento en el
manejo de armas, también es adoctrinado en la idea de que
sus objetivos merecen morir porque son el enemigo—dijo
Fino y luego se extendió hablando del papel del ejército en
la guerra sucia: las desapariciones, las ejecuciones extraju-
diciales selectivas.
Otro contertulio comentó que en Internet había unos
tutoriales en los que sicarios de animación mostraban las
técnicas para el golpeteo letal.
—Muestran cómo asestar un golpe mortal con un cuchi-
llo, con un marro o con un balazo—dijo. Y luego agregó:
¿lo que no me explico es porque algunos hacen tanto tira-
dero de balas.
El archivista vio de reojo a Goyo y éste pensó que Fino re-
pitiría aquel discurso sobre el miedo que había hecho unos
días antes (todo mundo vende miedo, queridito). Pero Fino
no dijo nada; solamente se quedó pensando. Pero eso es
justamente lo que vendería al periodista: miedo. El cana-
diense se encargaría de venderlo más delante.

OCHO

Despuntaba el alba cuando notó el movimiento de los mi-


litares; pasaron en varios carros artillados y empezaron a
dibujar un perímetro. Goyo vio que había soldados apos-
tados en por lo menos tres posiciones. Patrullaban la zona.
Incapaz de descifrar con precisión las maniobras y ante la
inminencia de la luz del día, decidió bajarse de la azotea
y refugiarse en su covacha. Las cosas no estaban para an-
dar espiando al ejército desde las azoteas. No fuera que los

209
cabrones le fueran a leer el pensamiento con el aparatito,
esa caja con antenas pendejas parecida a la que imaginaba
tener él cuando de niño jugaba a ser marciano, y descu-
brieran que era un matón en potencia. Después de un rato,
Goyo se quedó dormido con una sonrisa, pensando en la
ocurrencia que se había alcanzado al imaginar que podría
hacerse pasar por un sicario. Lo que era la necesidad, chin-
gao.
La balacera lo despertó abruptamente; escuchó motores
en marcha, llantas patinando en el pavimento. Luego un
momento de silencio, y después, los gritos de espanto de
la gente del barrio. Goyo escuchó todo desde la cama, mi-
rando con los ojos pelones el sol reflejado en el polvo de
la ventana. La intuición de lo que había sucedido le llegó
de golpe, tal vez al reconocer alguno de los ruidos poste-
riores a los disparos. No quiso avanzar hacia conclusiones
precipitadas. Se vistió de inmediato, pero al salir al pasillo
desaceleró el paso; prácticamente contó los escalones que
lo condujeron a la banqueta. Al pisar la acera confirmó sus
sospechas. Varios vecinos estaban parados en la mítica es-
quina del barrio, desde donde habían visto accidentes via-
les, o se habían reunido a comentar los acontecimientos
que los habían cimbrado, como el asesinato del Cocoliso
a manos del policía del barrio en la época en que él era un
niño. Nadie se había atrevido a acercarse a la vivienda don-
de estaban los muertos. En la calle, silencio. Los soldados
no tardaron en llegar. Como de costumbre, se concreta-
ron a acordonar la zona. Goyo creyó ser el único que sabía
porqué. Las ambulancias llegaron al fin. Era una mañana
fresca, luminosa, el sol golpeaba suavemente los muros
encalados de las viviendas del barrio, pero Goyo se sintió
desconsolado.
Uno de los soldados se acercó a la gente que trataba de

210
averiguar los detalles de lo que había sucedido y les ad-
virtió: “los mirones son de palo”. El soldado fue tajante.
Mientras no llegaron las ambulancias, los militares no en-
traron a la casa donde operaba el centro de rehabilitación.
Se concretaron a acordonar el área. Los primeros en llegar
fueron, en efecto, los paramédicos; estuvieron en el inte-
rior casi una hora. Luego empezaron a sacar los cuerpos,
pero Goyo y sus vecinos no vieron nada de eso porque los
policías los retiraron más de una cuadra y las patrullas que
habían invadido la calle con torretas encendidas obstruían
la mirada de los curiosos. Goyo subió a su vivienda. Había
quedado de verse con el periodista en el Click a las diez de
la mañana y todavía tenía bastante tiempo. Se le ocurrió
ir a la azotea para asomarse desde ahí. Se colocó detrás de
un cilindro de gas butano, como hacía cuando era niño y
jugaba a la guerra. Desde ahí vio cómo los paramédicos
sacaban los cuerpos envueltos en sábanas blancas salpicadas
de manchas rojas.
—Lo más cabrón es que algunos estaban vivos todavía—
dijo una voz a sus espaldas. Sobresaltado, volteó y se encon-
tró con la figura irreconocible del Piri. No lo había visto en
tantos años que tardó un momento en reconocerlo.
—Parece como si hubieras visto un fantasma, Goyito—,
dijo el Piri.
—¿Qué pasó mi Piri? Discúlpame, es que hace mucho
que no te veía—, respondió Goyo y luego ambos chocaron
la palma de su mano derecha como lo hacen los deportistas
cuando han anotado un punto. Ahora ambos estaban mi-
rando las maniobras de los paramédicos.
—¿Y tú cómo sabes que algunos estaban vivos todavía?
—Porque entré cuando acababa de pasar todo y luego
me brinqué la barda de atrás y vine a esconderme aquí—
explicó.

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¿Tienes una trola?—, preguntó el Piri poniéndose un
Faro entre los labios.
Goyo percibió que aunque hablaba de manera pausada su
antiguo vecino estaba temblando. No fumaba, pero siem-
pre traía cerillos en el bolsillo del pantalón. Costumbres
de mesero. Se los dio al Piri, y éste encendió su cigarrillo.
Le contó que los encargados del centro de rehabilitación
lo dejaban dormir ahí a cambio de que les ayudara con
los mandados. Una de sus responsabilidades era levantarse
muy temprano e ir a la panadería de doña Aurora, apenas
a dos cuadras de distancia. Estaba ahí cuando escuchó el
estruendo de la balacera, pero no imaginó que la casa de
los malillas, como era conocida en el barrio, hubiera sido
objeto de un ataque. Después de un tiempo que consideró
prudente, el Piri emprendió el camino de regreso llevando
las bolsas de pan y la bendición de doña Aurora. Pero en
cuanto traspuso el umbral de la puerta sintió el golpe bru-
tal de lo sucedido. Había una luz encendida que iluminaba
el pasillo que conducía a las habitaciones. En medio del
silencio escuchó el goteo de la sangre que se desprendía de
algunas literas. Avanzó por inercia tratando de no asomarse
a los cuartos para no ver nada, pero en el fondo del patio
encontró a varios hombres amontonados cerca de la barda;
habían intentado escapar, pero fueron alcanzados por las
ráfagas. El Piri describió la violencia de las heridas, los ojos
incrédulos de los muertos, la pena que le había provocado
ver sus cuerpos inertes y humillados.
—Yo nomás me abrazaba a las bolsas del pan—, dijo un
poco más alterado que al principio.
—¿Y por qué dices que algunos de ellos estaban vivos
todavía?—, insistió Goyo.
—Porque los escuché quejarse. Antes de brincarme la
barda, traté de salir por la puerta de enfrente, pero no me

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atreví porque a medio pasillo empecé a escuchar los llori-
queos y los quejidos que salían de por los menos dos de
los cuartos. Y entonces sí me acalambré y mejor salí por la
parte de atrás.
—¿Y el pan?—preguntó Goyo nomás por preguntar,
para hacerlo pensar en otra cosa.
—Ahí está, mira—señaló Goyo dos bolsas acomodadas
junto al cilindro de gas butano.

Goyo guisó unos huevos y calentó agua para Nescafé.


Sentados en una mesa destartalada acompañaron los bo-
cados con el pan que al Piri había comprado en la víspera.
Pan de muerto, se le había ocurrido decir a Goyo, pero se
guardó el comentario.
Más tarde Goyo logró que lo dejaran salir del perímetro
acordonado. Se dirigió a cumplir con su cita con el perio-
dista canadiense. Encontró a Fino examinando una de sus
carpetas con mirada de relojero. Lo saludó sin apartar la
mirada de su labor, levantando la mano derecha y dicien-
do: buenos días queridito. Goyo respondió el saludo y para
no interrumpir se dirigió a una mesa de trabajo sobre la
cual estaban los matutinos de ese día. Se puso a hojear la
sección deportiva.
—¿Ya supo lo de la casa de los malillas?—, preguntó Goyo.
—Precisamente por eso estoy revisando estos recortes.
Este es el cuarto centro de rehabilitación donde ha habido
una masacre.
—Pensé que era el segundo.
—El segundo en la ciudad, pero el cuarto en el país.
—¿Dónde estaban los otros dos?
—Uno en Tijuana y el otro en Torreón.
Goyo ya no dijo nada y fingió más interés del que real-
mente tenía en una nota acerca de un match pugilístico

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que figuraba en la cartelera deportiva. No se atrevió a co-
mentarle a Fino lo que había visto al amanecer. Ese desplie-
gue de los militares alrededor de la casa de rehabilitación
confirmaba la hipótesis de Fino de que el ejército también
estaba detrás de muchos de los asesinatos en la ciudad y ter-
minaba con sus propias esperanzas de que las cosas mejora-
ran pronto. Era un asunto gordo; le tenía confianza como
para contarle, pero no lo quería comprometer. Temía que
se fuera de la lengua en uno de sus arranques impredecibles
y que eso lo metiera en problemas. Si los verdes se daban
cuenta de que Fino andaba abriendo la boca con conoci-
miento de causa, podrían venir por él.
—Desaparición forzada—dijo de pronto Fino, como si
le estuviera leyendo el pensamiento. —Tenemos que abrir
una carpeta que se llame desaparición forzada; no sé cómo
no lo habíamos hecho antes. Ése es un término adecuado
para hablar de las desapariciones perpetradas por los poli-
cías y los militares.
—¿Y ora?
— Se llevaron al ministro de los toxicómanos. No apa-
reció entre los muertos. Seguramente se lo llevaron los mi-
litares.
—¿Y usted cómo sabe?
—Todo el barrio vio cómo el ejército acordonó el área
para que llegaran los que ejecutaron la acción, y luego lle-
garon antes que los paramédicos. Al ministro de seguro se
lo llevaron los matones, pero lo entregaron a los militares.
De ahí vienen las órdenes, queridito, digo, no nos hagamos
pendejos. No hay más ciego que el que no quiere ver.
Ya eran las once de la mañana y el periodista canadiense
no aparecía, pero Fino le dijo que no se preocupara. El re-
portero le había deslizado por debajo de la puerta un sobre
con sus honorarios, incluidos los de ese día y una nota don-

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de explicaba que había tenido que irse de la ciudad antes
de lo previsto.
—Así son estos queridito, así como aparecen, desapare-
cen y a veces ni siquiera dan las gracias—, dijo Fino sin
quitar la mirada de la carpeta.
—No hay bronca— dijo Goyo con modestia y se acercó
hacia donde estaba Fino trabajando. Éste se dio cuenta de
que su asistente algo le quería decir, pero que no se anima-
ba.
—¿Te ciscaron los balazos, queridito? La balacera se escu-
chó hasta mi casa. Ahora en la mañana que venía para acá
me encontré al sastre de la esquina. Ya ves que es muy me-
lodramático. Me dijo que había sentido como si las balas
zumbaran por todas las calles buscando un blanco donde
incrustarse. Me imagino que tú también sentiste el rigor
del tiroteo.
Goyo se quedó cavilando. No era la primera vez que ha-
bía escuchado una balacera, pero en otras ocasiones había
percibido las ráfagas como el sonido del motor de un aire
acondicionado que desfallece. En esta ocasión las deto-
naciones habían sido tan fuertes que habían cimbrado el
vecindario. No dijo nada, no tanto porque temiera a que
Fino se mofara de él por ser tan melodramático como el
sastre de la esquina, sino porque no le alcanzaron las pala-
bras. De pronto se dio cuenta que no tenía palabras para
describir todo lo que había visto y sentido en esos últimos
años. Al mismo tiempo, lo reconfortó saber que de alguna
manera Fino lo intuía, lo sabía también.

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