Dare - Philip Jose Farmer
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Dare - Philip Jose Farmer
finales del siglo XVI, los Visitantes del Espacio han capturado a un cierto
número de habitantes de la Tierra y los han trasplantado a un lejano planeta
del sistema Tau Ceti, al que han dado el nombre de Dare. Allí los raptados
han erigido una civilización condicionada por la casi total falta de hierro en el
planeta, pero los humanos no son los únicos habitantes del planeta: con ellos
conviven también dragones, mandrágoras hombres-lobo y principalmente los
horstels, seres de apariencia humana, detentadores de una civilización muy
particular. Pero aunque convivan con los hombres y les ayuden en muchas
de sus tareas, los horstels son considerados como animales, y las relaciones
carnales entre humanos y horstels están penadas con la muerte por una
sociedad puritana que vela por el más estricto apartheid. Hasta que Jack
Cage, hijo de un importante granjero de Dare, se enamora de R’li, la hija de
un jefe horstel.
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Philip José Farmer
Dare
ePub r1.0
algarri 25.06.14
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Título original: Dare
Philip José Farmer, 1965
Traducción: José María Aroca
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Nota del editor digital
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PROLOGO
¿Adónde fueron?
Ciento ocho hombres, mujeres y niños no desaparecen de la Tierra sin dejar
rastro.
La colonia «perdida» de Roanoke, Virginia, lo hizo. Virginia Dare, el primer bebé
blanco nacido en América del Norte, se encontraba entre los que nunca volvieron a
ser vistos. Ella y sus camaradas ingleses y algunos indios croatas se marcharon… a
alguna parte. Entre 1587 y 1591… viajaron.
Charles Fort, cronista de lo que es mejor olvidar y explicador de lo inexplicable,
sabía lo que antecede. Pero no sabía otras varias cosas. Es una lástima, porque le
hubiera encantado. ¡La de teorías, ironías, sarcasmos y paradojas que hubieran
brotado de su pluma!
Fue una lástima que la desaparición de la nave genovesa Buonavita no fuera
puesta en conocimiento de Fort por algún corresponsal sudamericano. El 8 de mayo
de 1588 fue vista por última vez a sesenta leguas de la Isla Gran Canaria por la
carabela española Tobosa.
Navegando bajo pabellón portugués, la nave transportaba cuarenta monjes
irlandeses y tres italianos. Se dirigían al Brasil, donde esperaban convertir a los
paganos. Ni cristianos ni paganos volvieron a verles.
Aquí.
En sí misma, la desaparición no es tan notable. Desde hace muchísimo tiempo los
barcos han tenido la costumbre de escaparse de la superficie de las cosas evidentes.
La Buonavita es mencionada en varias historias eclesiásticas y en una reciente
historia brasileña debido a que el abad de los monjes era un tal Marco Sozzini, más
comúnmente llamado Marcus Socinus. Era sobrino del hereje Faustus Socinus, y un
correo había sido enviado al Brasil con órdenes para que Marcus regresara a Roma,
donde tendría que enfrentarse con algunos problemas.
Aquel correo no hubiese podido entregar su mensaje incluso si hubiera sabido
dónde estaba Socinus.
Otro acontecimiento en la misma época habría hecho cantar a Fort de alegría, de
haber llegado a su conocimiento.
Un libro publicado en 1886 y agotado desde hace mucho tiempo contiene una
traducción de pasajes de la Historia de los Turcos de Ibn Khulail. Por una rara
coincidencia, el traductor era un ministro metodista, el Reverendo Cari Fort.
Dedicando el mismo interés a lo heterodoxo que su nieto literario, registra la
descripción del historiador árabe de una gran caravana desvaneciéndose de la noche a
la mañana.
En 1588, noventa beldades circasianas, destinadas a los harenes de los magnates
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musulmanes, y cuarenta guardianes de diversas nacionalidades, desaparecieron de la
vista del hombre. Sus caballos fueron encontrados trabados para la noche. Sus tiendas
estaban aún montadas. El guiso se había enfriado esperando ser comido.
El único indicio de anormalidad era una ensangrentada cimitarra caída en el
suelo. Pegados a la sangre había una docena de pelos largos, recios y rojizos que al
decir de los expertos no pertenecían a ningún animal conocido.
Algunos pensaron que podrían ser de un oso, ya que en el lugar de acampada se
encontraron las huellas de las pisadas de un enorme animal osuno.
¿A dónde, preguntaba Ibn Khulail, fueron todas aquellas personas? ¿Se las había
llevado un djinn a algún castillo protegido por el fuego? ¿Eran suyos aquellos pelos
pegados a la hoja?
La historia no tuvo para él más respuesta que la que dio a los curiosos acerca de
Roanoke y la Buonavita.
Otro tema para Fort. La difunta Aiguillelte Press, de París, imprimió los ensayos
de un sabio chino del siglo XVIII, Ho Ki. Observa casualmente en sus Pensamientos
Congelados que la aldea de Hung Choo decidió una noche dar un largo paseo y nunca
regresó.
Eso es todo lo que dice, excepto que la cosa ocurrió en el año 1592.
De 1592 a 2092 van quinientos años, no demasiado tiempo en la vida de la Tierra.
Pero de la Tierra a Dare hay un largo camino, incluso volando con mucha rapidez.
Dare es el segundo planeta de una estrella clasificada como Tau Ceti por los
modernos.
Allí se habla inglés, latín y horstel.
Un viejo mapa, dibujado por Ananías Dare, padre de Virginia, muestra el
continente sobre el cual fueron desembarcados los raptados terráqueos. Lo llamaron
Avalan. Los contornos, trazados apresuradamente a medida que el planeta aumentaba
de tamaño en la portilla de observación, revelan una forma toscamente tetralobular
extendiéndose en el centro de un globo de agua.
Una cruz señala la ubicación del primer poblado humano, originalmente llamado
New Roanoke. Más tarde se convirtió en Farfrom (Lejos de), debido a que la pequeña
Virginia Dare observó que estaba «lejos de donde yo nací, papá».
En la cartografía original de Dare figuran también inscripciones indicando dónde
se encuentran criaturas ajenas a la Tierra pero nombradas de acuerdo con su parecido
a seres terrestres, reales o míticos.
«Aquí hay unicornios… Aquí hay hombres-lobo devoradores de hombres».
Muchos lugares, desde luego, están marcados, simplemente, «Colas de caballo».
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Jack Cage bajaba andando por la antigua carretera. Su sombrero de alta copa y ala
ancha le protegía del cálido sol de finales de primavera. Bajo su sombra, sus ojos
castaños escudriñaban los bosques a ambos lados del camino. Su mano izquierda
sostenía un arco de madera de totum. Su carcaj estaba lleno. Una vaina de cuero
sostenía una cimitarra a su izquierda; de la derecha de su ancho cinto colgaba una
bolsa. Contenía una bomba de cristal redonda llena de pólvora negra. Una mecha
muy corta surgía de su recio mástil.
Al lado de la bolsa había una vaina con un cuchillo de madera de cobre roja.
Si el «dragón» embestía bajando por la carretera o salía súbitamente del bosque,
Jack estaba preparado. Primero, enviaría una flecha a uno de sus enormes ojos. En
otra parte sería inútil. Las puntas de pedernal no atraviesan cinco centímetros de duro
pellejo.
Había oído decir que sus vientres eran blandos, pero no podía confiar en eso. El
rumor podía matar a un gato, decía el proverbio. Él no era un gato —fuera lo que
fuese un gato—, pero podía morir como uno de ellos.
Como si leyera su pensamiento, Samson, el perro gigante amarillo de la raza
conocida como «león» gruñó sordamente. Se detuvo tres metros delante de su amo.
Erguido y con las patas rígidas en ángulo recto hacia Jack, se encaró con los árboles
situados a la izquierda de la carretera.
Jack sacó una flecha de su carcaj y encajó la muesca en la cuerda del arco.
Repasó su plan. Disparar al ojo. Lo alcanzara o no, dejaría caer el arco. Sacar la
bomba. Tocar la mecha con un fósforo. Arrojarla al pecho del monstruo con la
esperanza de haber calculado bien la distancia de manera que la bomba estallara
contra el pecho y lanzara las astillas de cristal a la garganta.
Luego, sin pararse a observar el efecto de la pólvora, daría media vuelta y echaría
a correr, desenvainando al mismo tiempo su cimitarra. Habiendo alcanzando un árbol,
en el lado opuesto de la carretera, se detendría para defenderse. Podría maniobrar
dando vueltas alrededor del ancho tronco, esgrimiendo la espada y hurtándose al
acoso del enorme y presumiblemente torpe animal.
Entretanto, Samson hostigaría a la bestia por sus flancos.
Se colocó detrás de Samson. Había una ligera brecha en la espesura. En el
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momento en que miraba a través de ella, algo brillante relampagueó.
Inconscientemente, Jack suspiró de alivio. No sabía quién estaba detrás del objeto
brillante, pero tenía la plena seguridad de que no era un dragón. Tenía que ser un
hombre o un horstel.
Dado que la flecha sería inútil en la maraña de arbustos y lianas, la devolvió a su
carcaj. El arco lo colgó de un gancho de hueso en una correa a su espalda. Sacó la
cimitarra de su vaina.
—Tranquilo, Samson —dijo en voz baja—. Adelante.
El perro amarillo avanzó por un sendero apenas perceptible. El hocico de Samson
subió y bajó sobre el camino como un corcho sobre una ola. Olfateó la tierra. Alguien
había dejado huellas, ya que en vez de avanzar en línea recta el «león» lo hizo en
zigzag a través del verde laberinto.
Después de unos treinta metros de lento y cauteloso avance, llegaron a un
pequeño claro.
Samson se paró. El gruñido enterrado en su maciza garganta habló a través de
pelos erizados y músculos rígidos.
Jack miró más allá del perro amarillo. También él quedó helado. Pero fue de
horror.
Su primo, Ed Wang, estaba agachado junto al cuerpo de un sátiro. Este yacía de
costado, de espaldas a Jack. Brotaba sangre de la base de su espina dorsal. El
enmarañado pelo que cubría sus lomos estaba empapado de rojo.
Ed empuñaba un cuchillo de madera de cobre con el cual estaba cortando la piel
en torno a la rabadilla. Clavó el cuchillo en el suelo y luego arrancó el círculo de
tejido y la larga «cola de caballo» que crecía allí. Irguiéndose, sostuvo el sangriento
trofeo en alto contra la luz del sol, examinándolo.
La expresión del rostro de su primo hizo estremecer a Jack.
—¿Desollando? —preguntó. Su voz sonó ronca y gargajeante.
Ed giró en redondo, dejando caer la cola y agarrando el cuchillo. Tenía la boca
muy abierta y los negros ojos desencajados.
Cuando vio que el intruso era Jack, dejó de agacharse en la postura de los
luchadores con cuchillo. Recobró algo de su color, pero no relajó el puño que
esgrimía la hoja.
—¡Sacro Dionisio! —gruñó—. Por un momento pensé que eras un horstel.
Jack empujó a Samson con la rodilla. El perro avanzó por el claro. Aunque
conocía a Ed, su actitud amenazaba con un rápido salto a la garganta de Ed si éste
realizaba un movimiento imprudente.
Jack inclinó la cimitarra, pero no la envainó.
—¿Qué habría pasado si hubiera sido un horstel? —preguntó.
—Que hubiera tenido que matarte a ti también.
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Ed observó atentamente a su primo, espiando su reacción. Jack mantuvo su rostro
ilegible. Ed se encogió de hombros y se giró lentamente, sin perder de vista a
Samson. Se agachó y secó la hoja de su cuchillo en el espeso pelo amarillo del sátiro.
—Ésta es mi primera muerte —dijo con voz tensa—, pero no será la última.
—¿Oh? —dijo Jack, y consiguió que aquella única sílaba expresara una mezcla
de disgusto, temor, y las primeras intimaciones de lo que esta escena implicaba.
—¡Sí, oh! —remedó burlonamente Ed. Su voz subió de tono—. ¡He dicho que no
será la última!
Sus ojos llamearon e irguió su cuerpo.
Jack supo que Ed estaba próximo a la histeria. Había visto a su primo en acción
en peleas de taberna. Sus golpes salvajes habían causado tanto daño a sus amigos
como a sus enemigos.
—Tranquilízate, Ed —dijo—. ¿Parezco yo un horstel? —Avanzó unos pasos para
mirar el rostro del cadáver—. ¿Quién es?
—Wuv.
—¿Wuv?
—Sí, Wuv. Uno de los Wiyr que viven en la granja de tu padre. Le seguí hasta
asegurarme de que estaba solo. Entonces le traje a este claro con el pretexto de
enseñarle un nido de mandrágora. No había ninguno, desde luego, pero mientras él
andaba delante de mí le apuñalé por la espalda.
»Fue fácil. Ni siquiera gritó. ¡Y tanto que he oído hablar de lo imposible que
resultaba pillar a un horstel desprevenido! ¡Fue fácil, te lo digo yo! ¡Fácil!
—¡Por amor de Dios, Ed! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué te había hecho?
Ed blasfemó. Avanzó hacia Jack, con la hoja de su cuchillo centelleando en rojo
mientras apuñalaba el aire.
Samson rugió en lo profundo de su pecho y se agachó. Su amo, pillado por
sorpresa, alzó la cimitarra, dispuesto a cercenar el brazo de su atacante.
Pero Ed se había detenido. Como si no viera el efecto de sus actos, empezó a
hablar. Jack bajó su espada, ya que era evidente que su primo no se había propuesto
atacarle, sino que había apuñalado el aire para dar más énfasis a lo que estaba
diciendo.
—¿Qué otro motivo necesito que el hecho de que es un horstel, y yo un humano?
Escucha, Jack. Tú conoces a Polly O’Brien, ¿no es cierto?
Jack parpadeó ante lo que parecía un súbito cambio de tema, pero asintió.
Recordaba muy bien a la muchacha. Vivía en la ciudad de Slashlark. Ella y su madre,
la viuda de un farmacéutico, se habían mudado recientemente de la capital, San
Dionisio, a la ciudad fronteriza. Allí la madre había abierto una tienda y vendía
medicamentos, vino, pomadas y, según se decía, filtros de amor.
La primera vez que vio a Polly, Jack había quedado impresionado. Era una
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muchacha esbelta, con un rostro maravillosamente ovalado y unos ojos grandes y
grises, ingenuos y lascivos al mismo tiempo, si se admite como posible tal
descripción.
Jack, aunque llevaba tanto tiempo con Bess Merrimoth que estaba dispuesto a
pedirles a los padres de ella si podían unirse, hubiera cortejado a Polly también.
Incluso a riesgo de indisponer contra él a sus parientes y a Bess. No lo había hecho,
solamente porque Ed Wang había anunciado en la Taberna Cuerno Rojo que estaba
galanteando a Polly O’Brien. Como amigo suyo, Jack no podía interferirse. Con harto
sentimiento, decidió dejar a la muchacha en paz.
—Desde luego que la conozco —contestó—. Tú estabas muy enamorado de ella.
Ed dijo en voz alta:
—¡Jack, Polly ha sido llevada al «santuario!». ¡Ha ido al «cadmus!».
—¡Un momento! ¿Qué es lo que ha pasado? He estado en las montañas cinco
días.
—¡Santa Virginia, Jack! Se ha desencadenado el infierno. La madre de Polly fue
denunciada por vender medicinas horstel, y fue encarcelada. Polly no fue acusada,
quiero decir al principio, pero cuando el sheriff se presentó en busca de su madre, ella
escapó. Nadie pudo encontrarla, y luego la vieja Winnie Archard —ya la conoces,
Jack, no tiene más trabajo que el de vigilar la carretera en Slashlark— vio a Polly
reunirse con un sátiro en las afueras de la ciudad. Se marchó con él, y desde entonces
no ha vuelto a ser vista, por lo que es fácil imaginar que ha ido al «cadmus».
Ed hizo una pausa para respirar y frunció el entrecejo.
—¿Y qué? —dijo Jack con una calma que no sentía.
—Que al día siguiente el sheriff recibió la orden de detener a Polly. ¡Qué risa!
¿Has oído de alguien que haya sido detenido después de haberse marchado bajo tierra
con los horstels?
—No.
—Desde luego que no. No sé lo que pasa después de que bajan al «cadmus». Si
los horstels se los comen, como dicen algunos, o si son enviados de contrabando a
Socinia, como dicen otros. Pero sé una cosa. ¡Y es que Polly O’Brien no va a escapar
de mí!
—Estás enamorado de Polly, ¿no es cierto, Ed?
—¡No!
Ed alzó la mirada hacia su alto pariente; luego enrojeció e inclinó los ojos.
—De acuerdo. Sí, lo estaba. Pero ya no. La odio, Jack. La odio por bruja. La odio
por acostarse con un sátiro.
»No pongas esa cara de duda, Jack. Sé lo que me digo. Ella compraba medicinas
a los horstels, y se reunía en secreto con este Wuv para obtenerlas. Hacía el amor con
él. ¿Puedes imaginar eso, Jack? Una bestia salvaje, desnuda, cubierta de pelo. Ella se
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reunía con él, y yo… yo… ¡No me costaría nada vomitar cuando pienso en ella!
—¿Quién denunció a la señora O’Brien?
—No lo sé. Alguien envió cartas al obispo y al sheriff. Y ya sabes que la
identidad se mantiene siempre en secreto.
Jack se frotó pensativamente un lado de su nariz y boca y dijo:
—¿No estaba perdiendo clientela la farmacia de Nate Reilly porque no podía
competir con la madre de Polly?
Ed sonrió débilmente.
—Eres listo. Sí, es cierto. Y todo el mundo sospecha más o menos quién ha sido
el denunciante. Principalmente porque la esposa de Nate es la mayor bocazas de
Slashlark, que ya es decir.
»Pero ¿qué importa eso? Si la señora O’Brien traficaba con esas medicinas
diabólicas, merecía ser detenida, al margen de las motivaciones de Reilly.
—¿Qué le ha ocurrido a la señora O’Brien?
—Fue condenada a trabajos forzados a perpetuidad en las minas de oro de los
Montes Ananías.
Jack enarcó sus pobladas cejas.
—Un juicio muy rápido, ¿no es cierto?
—¡No! Ella confesó seis horas después de su detención, y fue sentenciada dos
días más tarde.
—Seis horas en el potro harían confesar a cualquiera. ¿Qué pasaría si el Celador
local del Contrato se enterara de eso?
—Parece como si estuvieras defendiendo a la señora O’Brien. Ya sabes que
cuando alguien es tan claramente culpable como ella, un poco de tortura sólo ayuda a
acelerar la justicia. Y los horstels no van a descubrir las máquinas que hay en el
sótano de la prisión. Y si lo hicieran, ¿qué? ¿Hemos roto nuestro contrato con ellos?
Bueno, ¿y qué?
—De modo que crees que Polly se oculta en el «cadmus» de la granja de mi
padre…
—Estoy convencido. Y me proponía acorralar a Wuv y obligarle a que me hablara
de ella, pero cuando estuve a solas con él me enfurecí tanto que no pude contenerme.
Y…
Señaló el cadáver.
Siguiendo el movimiento, Jack apuntó súbitamente con su cimitarra y gritó:
—¿Qué es eso?
Wang se inclinó y levantó la cabeza del cadáver agarrándola por los largos
cabellos. La mandíbula tiró de la carne hacia abajo de modo que se distendieron los
cortes de cuchillo en cada mejilla.
—¿Ves esas letras? ¿HK? Vas a ver un montón de ellas a partir de ahora. Algún
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día las verás en las mejillas de todos los horstels de Dionisio. Sí, y si logramos la
colaboración de las otras naciones, de todo Avalon. ¡Todos los horstels marcados, y
todos los horstels muertos!
Jack Cage dijo lentamente:
—He oído hablar en las tabernas de una sociedad secreta dedicada a matar
horstels. Pero no he creído en ello. En primer lugar, no podría ser muy secreta si
todos los borrachos estuvieran enterados de su existencia. En segundo lugar, me
limité a pensar que era el tipo de charla a que se entregan siempre los hombres
cuando hablan de El Problema. Siempre hablar. Nunca acción.
—¡Por todo lo que es humano y sagrado, ahora vas a ver acción!
Ed cogió la bolsa que colgaba de una cuerda de su hombro.
—Vamos. Ayúdame a enterrar esta carroña.
Sacó de la bolsa una pala de mango corto con la cuchara fabricada con el nuevo
cristal duro. Esto horrorizó a Jack casi tanto como le había horrorizado ver el cadáver.
Demostraba que todo había sido planeado a sangre fría.
Wang empezó cortando manojos de hierbas de tallo corto y apartándolos a un
lado. Mientras estaba haciendo esto hablaba, y no dejó de hacerlo mientras cavaba la
tumba poco profunda.
—Tú no eres miembro aún de la sociedad, pero estás metido en esto tanto como
yo. Me alegro de que fueras tú y no otro humano el que me ha encontrado. Algunos
de esos pelotilleros, gallinas y amigos de los horstels habrían salido corriendo en
busca del sheriff en vez de estrechar mi mano.
Desde luego, si lo hicieran no durarían mucho. Los horstels no son los únicos que
pueden tener las mejillas marcadas. La carne humana, la carne traidora, se corta con
la misma facilidad. ¿Comprendes?
Aturdido, Jack agitó la cabeza. Tenía que declararse o a favor de Ed, que se
identificaba a sí mismo con la raza humana, o en contra de él. Y no podía hacer esto
último. Se sentía enfermo por lo que había ocurrido; ojalá que Samson no hubiera
captado el olor de la muerte, y que él mismo no hubiera visto el centelleo de la hoja
del cuchillo a través de la espesura. Le hubiera gustado dar media vuelta y echar a
correr y tratar de olvidar todo esto; negarlo si fuera posible, decirse a sí mismo que
nunca había ocurrido, o que, si había ocurrido, él no tenía nada que ver en el asunto.
Pero le resultaba imposible hacer eso. Y ahora…
—Acércate, agarra su pierna —dijo Ed—. Yo agarraré la otra y le arrastraremos
hasta la tumba.
Jack envainó su cimitarra. Juntos, Ed y él tiraron del cuerpo a través del claro,
con los brazos arrastrando detrás como remos ociosos al lado de una embarcación a la
deriva. La sangre dejaba una estela roja sobre la aplastada hierba.
—Tendremos que arrancar esa hierba y enterrarla también en la tumba —dijo Ed.
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Estaba jadeando.
Cage asintió. Se había estado preguntando por qué motivo Ed, un hombre de corta
estatura pero muy fuerte, había deseado que le ayudara a transportar el cuerpo hasta
el agujero, a menos de diez metros de distancia. Ahora lo comprendía: al ayudar a
enterrar a la víctima, se hacía cómplice del delito.
Lo peor de todo era que no podía negarse a participar. No es que se viera obligado
porque tenía miedo, se apresuró a asegurarse a sí mismo. No temía a Ed, ni a la más
vasta aunque más difuminada figura que se erguía detrás de él, la sociedad HK. El
hecho determinante era que los horstels no eran humanos. No tenían alma, aunque su
aspecto, distribución de pelo aparte, fuera parecido al de los hombres.
No era asesinato matar a uno, no asesinato en un sentido verdadero; legalmente,
lo era. Pero ningún humano lo consideraba un asesinato real. Matar a un perro no era
asesinato. ¿Por qué tenía que serlo liquidar a uno de los Wiyr?
Había cierto número de razones para que los tribunales lo considerasen así. La
más poderosa era que se veían obligados a hacerlo. El gobierno dionisiano tenía un
contrato que establecía un procedimiento judicial para tales relaciones hombre -
horstel. Pero ningún humano experimentaría un sentimiento de culpabilidad, de haber
ofendido a su Dios, a causa de la muerte.
—¿Por qué, entonces, esta inquietud en su interior?
Maquinalmente, dijo:
—¿Crees que la tumba es bastante profunda? Los perros salvajes o los hombres
lobo podrían desenterrarle fácilmente.
—Veo que estás utilizando tu cerebro, Jack. Por un instante creí… Bueno, no
importa. Desde luego, los perros pueden llegar hasta él. Pero no lo harán. Mira.
Rebuscó en su bolsa y sacó un pequeño frasco de un líquido claro.
—Nodor. Cubre cualquier olor durante veinticuatro horas. Para entonces los
sextones habrán terminado con él. Sólo quedarán los huesos.
Esparció el contenido del frasco sobre el cadáver. El líquido se extendió en una
fina película sobre el cuerpo hasta que desapareció.
Ed echó a andar alrededor del claro, dejando caer un par de gotas donde veía
sangre o hierba aplastada. Cuando le pareció que había desodorizado bien el lugar,
recogió la larga trenza rubia del suelo, echó unas gotas sobre ella y la guardó en su
bolsa.
Dijo, en tono casual:
—¿Quieres cubrir el cadáver?
Jack apretó los dientes y permaneció inmóvil durante largo rato. La negativa
tembló en su lengua. Deseaba aullar: «¡Asesino! ¡Asesino!», y echar a correr. Pero la
razón le mantuvo silencioso. O seguía ahora con Ed, esperando una oportunidad más
tarde, o —y su mente no rechazó el cuadro como el siguiente paso plausible, aunque
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su estómago sí— podía matar a Ed y arrojar su cadáver al agujero.
Por monstruoso que pareciera, sería la única manera de evitar las complicaciones
que seguramente se producirían. Tendría que unirse a la HK, o tendría que morir.
Suspirando, empezó a echar tierra sobre el cadáver.
—¡Eh, Jack, mira eso!
Jack miró hacia donde apuntaba el dedo índice de Ed, y vio a un sextón agachado
debajo de una hoja caída. No era mayor que el nudillo de su pulgar, y su largo y
delgado hocico temblaba incesantemente. Luego desapareció con increíble rapidez.
—¿Qué apuestas a que esta noche él y sus millares de hermanos dejarán limpios
de carne los huesos del sátiro?
—Sí —replicó Jack en tono agrio—. Y cuando esos carroñeros hayan terminado,
la tierra de encima de los huesos se hundirá y dejará una depresión. Si es observada y
los Wiyr desentierran los huesos, sabrán que su compañero murió asesinado. Hubiera
sido más inteligente por tu parte dejar el cadáver sobre el suelo. De ese modo no
habrían podido saber, por los simples huesos, qué le había ocurrido. Su muerte se
hubiera considerado accidental, o al menos por causas desconocidas. Así, sabrán que
es asesinato.
—Tendrías que haber planeado esto, Jack —dijo Ed—. Eres listo. Serás una
buena adquisición para la sociedad. Jack gruñó y luego dijo:
—Pensándolo bien, esa espina dorsal semiseccionada lo revelaría. Tal vez sea
mejor que esté enterrado.
—¿Ves lo que quiero decir? Tú hubieses tenido el suficiente sentido común para
no tocar su espinazo cuando le apuñalabas. Estoy seguro de que vas a ser un gran
matador, Jack.
Jack no supo si reír o llorar.
Ed contempló a su alto primo mientras alisaba la tumba para ponerla a nivel con
el suelo contiguo. Habló apresuradamente, como si tratara de sacar algo fuera antes
de cambiar de idea y guardarlo dentro.
—Jack, ¿sabes una cosa? Me eres simpático, pero los sentimientos personales no
cuentan. Cuando te vi llegar, pensé que podría verme obligado a matarte también a ti,
para cerrarte la boca. Pero eres un buen elemento. Completamente humano.
—Soy humano —respondió Jack. Continuó trabajando. Mientras Ed cortaba las
puntas de los tallos de hierba manchados de sangre, Jack reemplazaba
cuidadosamente los trozos de césped sobre la tierra desnuda. Hecho esto, se irguió
para examinar su trabajo.
No estaba satisfecho. Si los Wiyr se acercaban allí, con su conocimiento del
bosque, detectarían lo artificial de la hierba reemplazada. La única posibilidad de
escapar con bien sería que los cazadores no pasaran por el claro o que, si pasaban por
allí, lo hicieran sin prestar atención. Conociendo la minuciosidad de los aborígenes,
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Jack no estaba tranquilo. Dijo:
—Ed, ¿es este tu primer asesinato? ¿O de otros miembros de la HK?
—¡No es asesinato! ¡Es guerra! ¡No lo olvides! Sí, es el primero para mí. Pero no
para otros. Hemos matado secretamente a otros dos horstels aquí, en el Condado de
Slashlark. Uno de ellos era una sirena.
—¿Ha desaparecido misteriosamente algún miembro de la HK?
Ed volvió la cabeza con inusitada rapidez, como si acabara de recibir un golpe.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Los horstels son listos. ¿Crees por un solo instante que no habrán imaginado lo
que está pasando? ¿Y que no tomarán parte en el juego? Ed Wang trago saliva.
—¡Ellos no harían eso! Tienen un contrato con nuestro gobierno. Si nos atrapan,
han empeñado su palabra de que nos entregarán a los tribunales humanos.
—¿Cuántos funcionarios del gobierno son miembros de la HK?
—¿Sabes una cosa, Jack? Hay algo que se llama pasarse de listo.
—No es por ahí. Lo que trato de decir es que los Wiyr son realistas. Saben que,
legalmente, un humano asesino de un horstel está sometido a la pena de muerte. Y
también saben que, en realidad, resulta casi imposible condenar a un hombre en
nuestros tribunales por una acusación semejante.
»Es cierto que un horstel está atado por la palabra empeñada. Pero existe una
cláusula que dice que si la otra parte actúa obviamente de mala fe, el contrato quedará
cancelado automáticamente.
—Sí, pero hay que comunicarlo a la otra parte.
—Es cierto. Pero la tensión va en aumento. Un día de éstos se producirá un
estallido. Los horstels lo saben. Y tal vez van a organizar su propia HK: los
Matadores de Humanos.
—¡Estás loco! Ellos no harían nada semejante. Además, no falta ningún hombre
de la HK.
Jack decidió que no sacaba nada en limpio. Dijo:
—Hay un arroyo cerca de aquí. Será mejor que vayamos a lavarnos. Y luego nos
echaremos un poco de Nodor. Ya sabes lo agudo que tienen el olfato los horstels.
—Como los animales. Son bestias del campo, Jack.
Después de haberse lavado y de haber borrado las huellas de pasos que habían
dejado en la fangosa orilla, decidieron separarse.
—Te haré saber cuándo celebramos nuestra próxima reunión —prometió Ed—.
Oye, ¿qué te parece si llevas tu espada a ella? Aparte de la de Lord How, es la única
arma de hierro en el condado. Sería un maravilloso símbolo de nuestra organización,
una especie de punto de reunión.
—Es de mi padre. La tomé sin permiso suyo cuando fui a la caza del dragón. No
sé lo que dirá cuando regrese. Pero apuesto a que la encerrará en un lugar inaccesible
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para mí.
Ed se encogió de hombros, sonrió de una manera enigmática y se despidió.
Jack le contempló mientras se alejaba. Luego, sacudiendo la cabeza como un
hombre que trata de despertarse a sí mismo, echó a andar.
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Walt Cage salió del establo y atravesó el patio. Sus botas se clavaban en el húmedo
suelo y chirriaban cuando tiraba de ellas. Los gansos en su camino huían, profiriendo
unos gritos que crispaban los nervios. Lejos de sus peligrosos pies, se paraban a mirar
con sus grandes ojos azules de párpados dobles. Se balanceaban sobre dos largas y
delgadas patas y agitaban sus rudimentarias alas —membranas extendidas sobre
largos huesos de los dedos— y erguían sus sucias cabezas. Las nursers emitieron una
serie de ahogados ladridos que llamaban a sus crías a alimentarse de las dos
hinchadas ubres que colgaban entre sus patas. Las gallinas ponedoras de huevos
mordieron envidiosamente a las nursers con diminutos y afilados dientes y luego
huyeron mientras los grandes gallos las empujaban hacia sus nidos. De cuando en
cuando, los machos arremetían uno contra otro picoteando, pero lo hacían por pura
fórmula: siglos de domesticación habían aguado su agresividad.
Todos compartían un intenso hedor que era una mezcla del de una lata de basura
abierta al cálido sol y el de un perro mojado. Lastimaba y ofendía al olfato más
tolerante. Serenos, ellos moraban en medio del hedor y no les importaba en absoluto.
Walt Cage refunfuñó «¡Aggh!», y escupió contra ellos. Luego se sintió levemente
avergonzado de sí mismo. Después de todo, los animales no podían evitar su hedor. Y
su carne y sus huevos eran deliciosos y producían bastantes beneficios.
Se encaminaba al porche delantero de su casa cuando recordó el barro en sus
botas. Kate le mataría si volvía a ensuciar el vestíbulo. Se desvió hacia su oficina.
Bill Kamel, su capataz, probablemente le estaría esperando allí, de todos modos.
Bill estaba sentado en la silla de su jefe, fumando una pipa y reposando sus
fangosas botas sobre el escritorio de Walt. Cuando el propietario cruzó la puerta, Bill
se levantó con tanta precipitación que la silla cayó hacia atrás y al suelo.
—Adelante —ladró Walt—. No me importa.
Cuando Kamel se movió indeciso para recoger la silla y sentarse, Walt se le
anticipó apartándole a un lado y sentándose. Gruñó:
—¡Vaya un día! No he logrado que se hiciera nada. Me fastidia esquilar
unicornios, de todos modos. ¡Y esos horstels! Siempre parando para probar aquella
nueva remesa de vino.
Bill tosió semiconscientemente y sopló el humo a un lado.
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—No te preocupes por si huelo tu aliento —gruñó Walt—. Yo mismo me tomé un
par de vasos.
Bill enrojeció. Walt se inclinó hacia adelante y tomó un lápiz.
—De acuerdo. Vamos a por ello.
Bill cerró los ojos y empezó el informe.
—Todos los arados están provistos ahora de hojas de madera-de-cobre nuevas.
Nuestro agente en Slashlark dice que puede conseguir una de esas hojas de cristal
duro para fines experimentales. Barata. Llegaría aquí dentro de una semana, puesto
que vienen por barco. Se supone que conservan su filo dos veces más tiempo que la
madera. Le dije que tú habías dicho que reemplazaríamos todas nuestras hojas con
ellas si el cristal daba el resultado prometido…, ¿de acuerdo? Y él dijo que
conseguiría un descuento del diez por ciento si nosotros recomendábamos las hojas a
nuestros vecinos.
»El Pastor de los Unicornios dice que los treinta potros con los que empezó a
trabajar han quedado reducidos a cinco. Podrían servir para el arado, y podrían no
servir. Ya sabes lo nerviosos y poco dignos de confianza que son esos animales.
—¡Desde luego que lo sé! —dijo Walt Cage impacientemente—. ¿Crees que he
trabajado en el campo veinte años para nada? ¡Dionisio, cómo odio arar en
primavera, y cómo odio a los unicornios! ¡Oh, si tuviéramos un animal que pudiera
tirar de un arado sin tratar de escapar cada vez que una alondra pasa volando y
proyecta su sombra en el suelo!
—El Contador de las Abejas informa que hay mucho ruido en las colmenas.
Calcula que tenemos unas quince mil abejas. Tendrían que empezar a salir la semana
próxima. La cosecha de miel de invierno será más pequeña este año debido a que hay
más crías que alimentar.
—Eso significa menos dinero. ¿No hay nada que marche bien? —preguntó Walt.
—Bueno, la primavera próxima tendremos más miel, debido a que este invierno
hemos tenido más crías.
—Utiliza el cerebro, Bill. Esas crías producirán más crías y se comerán toda la
miel de invierno. ¡No me digas lo grande que va a ser la cosecha!
—Eso no es lo que dice el Contador. Dice que cada tres años las reinas devoran el
exceso de crías para que la cosecha de miel sea mayor. El año próximo es el tercero.
—¡Bien! —le interrumpió Walt—. Me alegro de que haya algo que marcha bien.
Pero el año próximo aumentarán los impuestos, y me veré apurado para pagar un
impuesto sobre una cosecha mayor. El pasado año, siendo menor, ya me resultó
gravoso.
Bill le miró con aire inexpresivo y continuó:
—El Receptor de las Alondras dice que la recogida de huevos será casi la misma
que el año pasado, unos diez mil. Es decir, a menos que los hombres lobo y los
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enmascarados aumenten, en cuyo caso seremos afortunados si recogemos la mitad.
—Lo sé —gruñó Cage—. Lo sé, y confiaba en las ganancias de los huevos para
pagar las nuevas hojas de los arados. Y comprar un carruaje nuevo.
—No sabemos si la recogida no será superior a la del año pasado —dijo Bill.
—Escucha, esos sátiros duermen con la Vieja Madre Naturaleza, la conocen como
un hombre conoce a su esposa. Mejor —añadió Walt, mientras acudían a su mente
ciertas dudas acerca de su esposa—. Si el Receptor cree que los hombres lobo
aumentarán, lo harán. Y eso significa que tendré que contratar a algunos guardias de
Slashlark y tal vez pagar para una gran cacería.
Kamel enarcó las cejas, y resopló furiosamente mientras refrenaba su impulso de
mostrarle a su jefe cómo se estaba contradiciendo a sí mismo acerca de la fiabilidad
de los horstels.
Los ojos de Cage se contrajeron mientras tiraba de los pelos de su espesa barba
negra como si fueran pensamientos maduros listos para arrancar.
—Lord How se ha comprometido a mantener bajo el número de hombres lobo.
Tal vez él podría sufragar los gastos. Si pudiera hacerle llegar una sugerencia y dejar
que la rumiara hasta que creyera que era idea suya, podría organizar una cacería. Si
yo no tuviera que pagar la comida para los cazadores y los perros…
Se relamió los labios, sonrió, y frotó sus manos.
—Bueno, ya veremos. Continúa.
—El Cuidador del Huerto dice que la cosecha de totum debería ser mayor que
nunca. El año pasado recogimos sesenta mil bolas. Este año el Cuidador calcula
setenta mil. En el supuesto de que no aumenten las alondras cuchillo.
—¿Qué más? Cada vez que me dices algo, soy un hombre rico en una respiración
y un hombre pobre en la siguiente. Bueno, no te quedes ahí sentado fumando. Dime,
¿qué dice el Receptor de las Alondras?
Bill se encogió de hombros.
—Dice que tendría que haber un aumento de al menos un tercio.
—¡Más gastos!
—No necesariamente. El Rey Ciego me sugirió anoche que él puede conseguir
ayuda de un grupo nómada de su pueblo y que no costaría nada excepto su comida y
su vino. Y él pagaría el importe a medias contigo.
Bill hizo una pausa y se preguntó si debía darle a Walt las malas noticias que se
había estado reservando. No tuvo la posibilidad de hacerlo, ya que el jefe dijo:
—¿Has comprobado las cuentas del Cuidador del Huerto?
—No, no creí que fuera necesario. Los Wiyr no mienten.
Con el rostro enrojecido, Walt rugió:
—¡Desde luego que no! No mentirán mientras sepan que comprobamos siempre
sus cuentas.
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Las mejillas de Kamel reflejaron el calor de las de Cage, y abrió la boca para
replicar. Luego se alzó de hombros y cerró los labios.
Walt habló en un tono más suave:
—Bill, eres demasiado crédulo. Confiar en los horstels puede causarte problemas.
Bill concentró su mirada en un punto situado más allá de la cabeza
incipientemente calva de Cage y expelió una bocanada de humo con aire
meditabundo.
—Por el amor de Dios, Bill, deja de alzarte de hombros cada vez que digo algo.
¿Intentas volverme loco?
—No. No tengo que intentarlo.
—De acuerdo. Yo me lo he buscado. Quizá me salgo de mis casillas de vez en
cuando. Pero no soy el único. El mismo aire parece temblar como una cuerda floja.
Dejemos eso. ¿Cómo está lo de establecer una guardia nocturna para ese dragón?
—Los horstels dicen que el dragón tomará unos cuantos unicornios y no volverá
hasta el año próximo. Mientras no le ataquen no causará daño a nadie. Hay que
dejarlo en paz.
Cage golpeó fuertemente el escritorio con el puño cerrado.
—¡Oh! De modo que he de quedarme sentado sobre mi gordo trasero para
contemplar cómo ese monstruo se larga con mi ganado… Pondrás a Job y a Al a
construir una trampa.
Bill dijo:
—¿Qué me dices de Jack? Tal vez lo ha matado.
—¡Jack es un insensato! —rugió Walt—. Le dije que esperase hasta que se
organizara una partida de caza. Después del esquileo de los unicornios y de la arada
de primavera, desde luego. Ahora no puedo prescindir de un hombre ni de un horstel.
»Pero ese estúpido de hijo mío, ese idiota romántico y sin seso, tuvo que salir
detrás de algo que podría aplastarle con un movimiento de su cola. Bueno, ese
grandullón inútil es lo bastante alocado como para atacar a esa fiera sin la ayuda de
nadie. ¡Y lograr que le arranquen la cabeza! ¡Llenará de pena a su madre y convertirá
a su padre en un anciano!
Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas y mojaron su barba. Atragantándose,
medio ciego, se levantó y salió de la oficina. Kamel se quedó contemplando
pensativamente su pipa y preguntándose cuándo podría darle al hombre las malas
noticias.
En el lavabo, Walt Cage vertió un cántaro de agua recién sacada del pozo en un
cuenco y se refrescó el rostro. Las lágrimas dejaron de fluir; sus hombros cesaron de
temblar. Quitándose su chaqueta sin mangas, se lavó los brazos y el torso
concienzudamente. El espejo reflejó los ojos abotargados e inyectados en sangre,
pero podría atribuirlo a los pelillos que flotaban en aire en el cobertizo de esquileo.
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Bill era un buen muchacho y no diría una sola palabra acerca de su depresión. Nadie
más tenía por qué saberlo. Ni siquiera sus familiares, que podrían sentir menos
respeto hacia él. Ya resultaban bastante difíciles de manejar tal como estaban las
cosas. Un hombre no lloraba nunca; las lágrimas eran para las mujeres…
Se peinó su barba y dio gracias a Dios por no haber sucumbido al capricho de la
moda afeitándose las patillas. No le gustaba parecer una mujer o un sátiro imberbe.
Era una moda que revelaba la insidiosa influencia horstel.
Mientras se estaba poniendo una chaqueta limpia, sin mangas y atada floja en la
parte delantera para que asomaran su peludo pecho y su estómago moreno, negro y
gris, oyó la llamada para la cena. Se quitó las botas sucias y se puso unas zapatillas
limpias. Luego entró en el comedor y echó una mirada a su alrededor.
Sus hijos estaban de pie detrás de sus sillas, esperando a que él ayudara a sentarse
a su madre al pie de la mesa antes de tomar asiento. Sus ojos verdes se posaron
rápidamente en sus hijos Walt, Alee, Hal, Boris y Jim, y sus hijas Ginny, Betty, Mary
y Magdalene. Dos sillas estaban vacías.
Kate, anticipándose a su pregunta, dijo:
—He enviado a Tony a la carretera por si llegaba Jack.
Walt gruñó y ayudó a sentar a Kate. Observó que el sarpullido que la afectaba
desde hacía unos días había empeorado. Si seguía arrugando y enrojeciendo su piel
habitualmente satinada, la llevaría a Slashlark para que el doctor Chander le echara
una mirada. En cuanto terminar el esquileo, desde luego.
Cuando se hubo sentado a la cabecera de la mesa, Lunk Croatan, el criado de la
casa, salió precipitadamente de la cocina. Casi dejó caer sobre el regazo de su amo la
bandeja de humeante «carnero» unicornio.
Walt olfateó el aire y dijo:
—Has estado otra vez probando el vino totum, ¿eh, Lunk? ¿De juerga por ahí con
los sátiros?
—¿Por qué no? —replicó Lunk con voz ronca—. Se están preparando para una
gran fiesta. El Rey Ciego acaba de enterarse de que su hijo y su hija regresan esta
noche de las montañas. Ya sabe lo que eso significa. Mucha música, cantos, unicornio
a la parrilla y perro asado, vino, cerveza, narraciones y baile.
»Y —concluyó maliciosamente— nada de esquileo. Durante tres días, al menos.
Walt dejó de trocear el carnero.
—¡Ellos no pueden hacer eso! Tienen un contrato para ayudar a esquilar. Tres
días de retraso significarían para nosotros perder la mitad de nuestra lana. Al final de
esta semana los animales empezarán a mudar el pelo. ¿Qué pasará entonces?
Tambaleándose, Lunk dijo:
—No hay que preocuparse. Ellos llamarán a los habitantes del bosque para que
ayuden. Y todo estará terminado en el plazo previsto. ¿Por qué ponerse histérico,
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pues? Todos lo pasaremos bomba y luego trabajaremos duro para ponernos a tono…
—¡Cállate! —gruñó Cage.
—Hablo cuando quiero hablar —dijo Lunk con una dignidad algo disminuida por
el movimiento hacia atrás y hacia adelante de su cuerpo—. Le recuerdo que ya no soy
un criado atado por un contrato. He trabajado hasta liquidar mi deuda, y ahora puedo
marcharme en el momento en que lo desee. ¿Qué opina de eso?
Y salió lentamente de la habitación.
Walt se levantó con tanta rapidez que su silla cayó hacia atrás, sobre el suelo.
—¿Hacia dónde camina el mundo? Ya no hay ningún respeto para aquéllos que lo
merecen. Criados… la generación más joven…
Luchó en busca de palabras.
—Ninguna barba… todos los jóvenes con el rostro afeitado y dejando crecer sus
cabellos… las mujeres con corpiños escotados enseñando los pechos como si fueran
sirenas. Incluso algunas de las esposas de funcionarios en Slashlark están imitando la
costumbre… A Dios gracias, ninguna de mis hijas tendría el atrevimiento y la falta de
decoro que se precisan para llevar esos vestidos.
Miró a las muchachas alrededor de la mesa. Ellas a su vez se miraron mutuamente
con los párpados entornados. ¡Ya no podrían llevar aquellos vestidos nuevos para el
Baile Militar! No, a menos que añadieran mucho más encaje al escote en forma de
«V». ¡Y menos mal que la modista no los había traído aún a la granja!
Su padre agitó su cuchillo y tiró jugo sobre la chaqueta nueva de Boris. Gritó:
—¡Eso es influencia horstel, desde luego! Por Dios, si la raza humana tuviera
hierro para fabricar armas de fuego, eliminaríamos a esa raza de salvajes impíos,
desnudos, inmorales, indecentes, gandules, borrachos y arrogantes. Ved la influencia
que han ejercido sobre Jack. Siempre se mostró demasiado amistoso con ellos. No
sólo aprendió el horstel infantil, sino que conoce la mayor parte del lenguaje de los
adultos. Ha sido seducido por sus diabólicas sugerencias para dejar de trabajar en la
granja… ¡mi granja!… la granja de su abuelo, que en paz descanse.
»¿Por qué creéis que está arriesgando su vida en la caza de ese dragón? Para
cobrar la recompensa por la cabeza y marcharse a estudiar a Farfrom con Roodman,
un hombre que ha sido investigado por herejía y tratos con el demonio…
»Por qué, por qué, incluso si trae la cabeza del dragón, aunque probablemente su
cuerpo está hecho pedazos y esparcido en alguna perdida espesura…
Kate gritó: «¡Walt!», y Ginny y Magdalene profirieron unos chillidos.
—¿Por qué no podría utilizar la recompensa —si la consigue— como una dote
para la mano de Elizabeth Merrimoth? ¿Uniendo su granja y su fortuna con las de
ella? Ella es la muchacha más bonita del condado, y su padre es, después de Lord
How, el hombre más rico. Que se case con ella y engendren hijos para la mayor gloria
del Estado, la Iglesia y Dios… además de la satisfacción que proporcionaría a mi
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corazón.
Lunk Croatan volvió a salir de la cocina. Llevaba un enorme cuenco de pudding
de huevos.
Cuando Walt gritó su última afirmación, Lunk cerró los ojos, se estremeció y dijo
en voz alta:
—¡Señor, protégenos de tan satánico orgullo!
Avanzó unos pasos. El dedo pulgar de su pie derecho, descalzo, se enganchó en el
borde de una alfombra de cola de oso y cayó hacia adelante. El cuenco aterrizó sobre
la cabeza incipientemente calva de Walt; el pudding espeso y caliente cayó en
cascada sobre su rostro, empapó su barba y descendió hasta su chaqueta limpia.
Aullando de dolor, sorpresa y rabia, Walt se puso en pie de un salto. En aquel
momento resonó un grito al otro lado de la ventana del comedor. Un segundo más
tarde, el pequeño Tony entró corriendo en la habitación.
—¡Viene Jack! —gritó—. ¡Está llegando! ¡Y somos ricos! ¡Somos ricos!
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Jack Cage oyó el canto de la sirena.
Estaba lejos, y estaba cerca. Era la sombra de una voz pidiendo que fuera
encontrada la substancia de la dueña.
Jack dejó la carretera y se adentró en la espesura. La masa amarilla de Samson le
precedió. Las notas de una lira vibraron a través de los pasillos de verdor. Tras
muchas vueltas y revueltas a través de estrechas avenidas bordeadas de troncos de
árbol, se paró a explorar. El bosque se interrumpía en el verdor de un pequeño claro
que era una taza de luz solar derretida. En su centro había un gran peñasco de granito,
dos veces más alto que un hombre. La parte superior había sido labrada en forma de
asiento.
La sirena estaba sentada en el asiento, y cantaba. Mientras su extraña y
encantadora canción se alzaba al aire, la sirena peinaba sus largos y dorados cabellos
con la concha seca de una cilia de lago. Debajo de ella, en cuclillas en la base del
peñasco y pulsando las cuerdas de la lira, había un sátiro, un horstel macho.
Ella estaba mirando a través de una abertura en el claro: un bulevar bordeado de
árboles que descendía por la ladera de la montaña y proporcionaba una vista de parte
de la región al norte de Slashlark. Jack pudo ver la granja de su padre. Estaba tan
lejos que parecía tan pequeña como la palma de su mano, pero podía distinguir la
blanca lana y los blancos cuernos de los unicornios brillando al sol cuando inclinaban
sus cabezas hacia la hierba o corrían a través de los prados.
Por un instante, le distrajo de los horstels una oleada de añoranza. La casa
principal resplandecía en rojo mientras el sol se reflejaba en los cristales alojados en
los troncos de los árboles-cobre. Era un edificio de dos pisos, de construcción robusta
y tejado plano de modo que los hombres pudieran andar por encima en épocas de
asedio. Había un pozo en el centro del patio, y en cada una de las cuatro esquinas del
tejado había una catapulta, un lanzabombas.
Cerca estaba el establo. Y más allá la extensión cuadriculada de campos y
huertos. En un prado en el extremo norte de la granja se erguían doce brillantes
colmillos blancos de marfil, dientes de la tierra, el cadmio.
La carretera que discurría junto a la granja podía ser seguida en la mayoría de sus
rodeos hasta que alcanzaba la sede del condado, Slashlark. La ciudad quedaba oculta
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por unas altas colinas muy pobladas de árboles.
Jack retornó a su entorno inmediato cuando la sirena se levantó para dedicar sus
últimos saludos a la región a la cual regresaban su compañero macho y ella después
de tres años de «ritos» en las montañas remotas.
Una abertura entre los árboles la silueteó contra el azul del cielo. Jack retuvo el
aliento con súbita admiración. Era un ejemplar espléndido: una belleza depurada en
mil años de crianza. Como todos los Wiyr, no llevaba nada a excepción de un peine
en el pelo. En aquel momento, estaba pasando sus dientes a través de la espesa mata
rojiza y dorada. El seno izquierdo, siguiendo los movimientos del brazo, ascendió y
descendió como el hocico de algún animal euclidiano alimentándose del aire. Y los
ojos de Jack se alimentaron de su belleza.
Un soplo de aire levantó un bucle y reveló una oreja de forma humana. Ella se
volvió ligeramente y puso de manifiesto una distribución de pelo muy poco humana.
Una espesa crin brotaba de la base de su nuca y caía en cascada desde la punta de su
columna vertebral: la cola de caballo.
Sus anchos hombros estaban tan desprovistos de pelo como los de una mujer, lo
mismo que el resto de su espalda excepto la columna vertebral. Jack no podía verla
por delante, pero sabía que sus lomos eran peludos. El vello púbico de un horstel era
lo bastante largo y espeso como para satisfacer el deseo de cubrir los genitales;
colgaba como un taparrabo sobre los muslos.
Los machos eran tan peludos entre el ombligo y los muslos como el mítico sátiro
del cual derivaban su nombre. Las hembras, en cambio, tenían las caderas desnudas a
excepción del triángulo púbico, que era realmente un diamante, ya que la base de otra
forma de tres esquinas crecía de él, ascendía por el vientre y se enroscaba en el
ombligo, que parecía un ojo en equilibrio sobre el ápice de una resplandeciente
pirámide de oro.
Aquél era el símbolo Wiyr para una hembra: omicrón alanceado por un delta.
Perdido en su admiración, Jack esperó hasta que la lira emitió su nota final y la
voz de contralto de la sirena se apagó en la isla de verdor.
Por un instante hubo silencio. Ella permaneció inmóvil como una estatua de
bronce coronada de oro; el sátiro agachado sobre su instrumento, con los ojos
cerrados y meditando.
Jack surgió de detrás de un árbol y entrechocó sus manos. La explosión fue como
una no deseada, incluso profana, intrusión en el silencio semirreligioso que había
seguido a la música. Probablemente los dos Wiyr se habían sumido en uno de sus
voluntarios estados semimísticos.
Ninguno de los dos pareció sobresaltarse, ni siquiera sorprenderse. Jack,
maliciosamente, había esperado lo contrario. Pero su serenidad al volver los ojos
hacia él y la gracia de sus cuerpos al seguir a los ojos le inspiraron enojo y una leve
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vergüenza. ¿Acaso no aparecían nunca incómodos ni turbados?
—Buenas tardes, Wiyr —dijo.
El sátiro se puso en pie. Sus dedos discurrieron sobre las cuerdas de la lira en
simulación de una voz inglesa. «Buenas tardes», dijeron las cuerdas.
La hembra hundió el peine en sus cabellos, se irguió sobre la roca como un
buceador y saltó al suelo. Sus rodillas dobladas aminoraron el choque; el impacto
hizo rebotar sus senos grandes y conoides de un modo que desconcertó a Jack. Antes
de que cesara el temblor la sirena se había acercado a él. Sus iris azul-púrpura
contrastaban agradablemente con el siniestro amarillo-gatuno de los de su hermano.
—¿Cómo estás, Jack Cage? —dijo ella en inglés—. ¿No me conoces?
Jack parpadeó al reconocerla.
—¡R’li! ¡La pequeña R’li! Pero, tú… ¡sagrado Dionisio!… ¡Cómo has cambiado!
¡Crecido!
Ella se pasó una mano por los cabellos.
—Naturalmente. Tenía catorce años cuando me marché a las montañas para los
ritos, hace tres años. Diecisiete significan que soy una adulta. ¿Acaso hay algo
sorprendente en eso?
—Sí… no… es decir… parecías una escoba… y ahora… —Maquinalmente, su
mano describió una curva.
—No necesitas ruborizarte. Sé que tengo un cuerpo hermoso. Sin embargo, me
gustan los cumplidos, y puedes dirigirme tantos como quieras. Con tal de que sean
sinceros.
Jack notó que su rostro se llenaba de calor.
—No… no me has entendido. Yo… —se atragantó, indefenso ante la terrible
ingenuidad de la horstel.
La sirena debió compadecerle, ya que trató de despersonalizar la conversación.
—¿Tienes algún cigarrillo? —preguntó R’li—. Nosotros terminamos los nuestros
hace unos días.
—Tengo tres. Los justos.
Sacó un estuche del bolsillo de su chaqueta. Estaba fabricado con cobre caro y era
un regalo de Bess Merrimoth. Del estuche sacó tres cilindros de papel oscuro y basto
conteniendo tabaco. Inconscientemente, ofreció el primero a R’li porque era una
hembra. Su mano olvidó representar el acostumbrado papel rudo del humano en su
trato con el horstel.
Sin embargo, llevó un cilindro a sus propios labios antes de ofrecer uno al
hermano. El sátiro debió observar el desliz, ya que sonrió de un modo peculiar.
Cuando R’li se inclinó para encender su cilindro en el fósforo que Jack rascó para
ella, alzó la mirada. Sus ojos azul-púrpura eran tan encantadores —Jack no pudo
evitar el pensarlo— como los de Bess Merrimoth. Nunca había sido capaz de
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comprender lo que quería decir su padre al afirmar que mirarse en sus ojos era
mirarse en los de una bestia.
Ella aspiró una profunda bocanada de humo, tosió y expelió nubes por sus fosas
nasales.
—Un veneno —dijo—. Pero me gusta. Uno de los regalos que los humanos
trajisteis de la Tierra fue el tabaco. Me pregunto qué hubiéramos hecho nosotros sin
él…
¿Estaba siendo sarcástica? En caso afirmativo lo era de un modo tan sutil que
Jack no podía estar seguro.
—Ese parece ser el único vicio que os hemos pegado —replicó—. Es el único
regalo que habéis aceptado. Y se trata de algo que no es esencial.
Ella sonrió.
—Oh, no es el único regalo. Nosotros comemos perros, ya lo sabes. —Miró a
Samson.
Éste, como si intuyera lo que ella estaba diciendo, se acercó más a su amo. Jack
no pudo evitar el mostrar su desagrado.
—No tienes por qué preocuparte, gran león —le dijo ella a Samson—. Nunca
cocinamos a los de tu raza. Sólo a perritos gordos y estúpidos.
Se volvió hacia Jack.
—En cuanto a lo que estábamos diciendo, no debes tener la impresión de que los
terráqueos llegasteis a nosotros con las manos vacías. Hemos aprendido mucho más
de lo que crees.
Sonrió de nuevo. Jack se sintió estúpido… como si las lecciones administradas
por los seres humanos hubiesen sido negativas. Mrrn, el hermano de R’li, habló con
ella en rápido lenguaje de adulto. Ella respondió con las pocas sílabas necesarias
(traducida al inglés, sospechó Jack, la conversación habría requerido mucho más
tiempo), y luego dijo en lenguaje humano:
—Mrrn quiere quedarse aquí y trabajar en una nueva canción que ha estado
componiendo. La interpretará mañana en nuestra fiesta de bienvenida. Yo te
acompañaré hasta lo de mi tío. Es decir, si no te importa. Jack se alzó de hombros.
—¿Por qué habría de importarme?
—Puedo pensar en media docena de motivos. El primero y principal, algún
humano podría vernos y acusarte de confraternizar con una sirena.
—Andar por un camino público con uno de vosotros no constituye
confraternización, jurídicamente.
Caminaron en silencio por el pasillo entre el follaje hasta la carretera. Samson
marchaba un poco adelante. Detrás de ellos, brotaron las notas de la lira en una
falange de furor. Lo que en el canto de su hermana había sido dulce y alegre y teñido
de cierta espiritualidad, en la interpretación de Mrrn era dionisíaco, frenético.
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A Jack le hubiera gustado quedarse para escucharlo. Aunque nunca lo había
confesado, desde luego, pensaba que la música horstel era maravillosa. Ninguna
excusa razonable para demorarse acudió a su mente, de modo que siguió andando a lo
largo del pasillo del bosque. Cuando llegaron a la carretera y doblaron la esquina, las
notas se debilitaron, amortiguadas por los altos árboles y el espeso follaje.
La carretera se curvaba alrededor de la montaña en suave declive; una calzada de
quince metros de anchura y al menos mil años de antigüedad. Estaba compuesta de
alguna materia gris de mucho espesor que debió ser vertida en forma líquida y luego
endurecida, ya que no se mostraba en bloques sino formando una franja continua.
Parecida a la piedra, daba una impresión de elasticidad, como si se hundiera bajo el
peso de uno. Aunque el sol era cálido, la calzada estaba fresca bajo los desnudos pies.
Por lo visto, dejaba pasar el calor y lo almacenaba debajo, ya que durante el invierno
el proceso se invertía. Entonces la superficie irradiaba calor, el suficiente para evitar
que los pies sin cubrir se helaran incluso en el tiempo más frío. La nieve y el hielo se
derretían y caían por la suave ladera.
Era una de las millares que cubrían como una telaraña el continente de Avalon,
una red cuya facilidad de transporte había permitido al género humano extenderse
con tanta rapidez a través del país.
Jack permaneció en silencio tanto tiempo que R’li, probablemente buscando un
garfio en el cual colgar conversación, le pidió que le dejara ver su cimitarra.
Sorprendido, Jack la desenvainó y se la entregó. Sosteniéndola por la empuñadura
con una mano, ella rozó ligeramente el agudo filo con los dedos de la otra.
—Hierro —dijo—. Ésa es una terrible palabra para una cosa terrible. Me
pregunto qué clase de mundo tendríamos si quedara mucho hierro. No tan bueno,
creo. Jack la miró manejar el metal. Una de las leyendas que había oído en su
infancia acerca de los horstels acababa de revelarse falsa. Ellos podían tocar el hierro.
Sus dedos no se marchitaban, sus brazos no quedaban paralizados, y no gritaban en
agonía.
R’li señaló la inscripción en la empuñadura.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé, en realidad. Dicen que es érbico, uno de los lenguajes de la Tierra.
Tomó el arma de manos de R’li y volvió la empuñadura para mostrarle dos
inscripciones en el otro lado.
—Uno A. H.D. Uno del año de Homo Dare. El año que llegamos. Labrada por el
propio Ananías Dare, según se dice. Esta espada fue entregada por Kamel el Turco a
Jack Cage Primero, uno de sus yernos, debido a que el Turco no tenía ningún hijo que
pudiera manejarla.
—¿Es cierto que tu cimitarra es tan afilada que cortaría un cabello flotante por la
mitad? —dijo ella.
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—No lo sé. Nunca lo he probado. Ella arrancó uno de sus largos cabellos y lo
dejó caer hacia abajo. «¡Swish!».
Dos hilos rojizo-dorados cayeron al suelo.
—¿Sabes una cosa? Podrías haberle dado a ese dragón algo en qué pensar,
después de todo.
Jack se quedó boquiabierto, mientras ella aplastaba el ascua de su colilla con su
calloso talón.
—¿Cómo… cómo has sabido que he estado siguiendo a ese dragón?
—El dragón me lo dijo.
—¿El dragón… «te lo dijo?».
—Sí. No has dado con ella —ya sabes que es un dragón hembra— por muy poco.
Estuvo un tiempo con nosotros pero se marchó cinco minutos antes de que asomaras
tú. Estaba cansada de huir. Está embarazada, hambrienta y exhausta. Le aconsejé que
subiera a las partes rocosas de las montañas, donde tú no podrías encontrar ninguna
huella.
—¡Bueno, sencillamente asombroso! —exclamó Jack, impresionado—. ¿Y cómo
diablos sabías que ella sabía que yo sabía… quiero decir, que ella sabía que yo
llegaba y ella se iba… quiero decir, cómo sabías tú adónde iba ella? Supongo que
hablaste con ella en el lenguaje de los dragones… —concluyó sarcásticamente.
—Exactamente.
—¿Qué?
Jack la miró a los ojos en busca de un indicio de que se estaba burlando de él.
Con un Wiyr, nunca se sabe…
Ella le devolvió la mirada con dos fríos enigmas azul-púrpura. Se produjo un
rápido intercambio, silencioso pero inteligible. R’li extendió su mano como si se
dispusiera a apoyarla sobre el brazo de Jack, pero interrumpió el gesto a medio
camino como si de pronto hubiese recordado que a los seres humanos no les gustaba
ser tocados por los Wiyr. Samson gruñó en señal de advertencia y se agachó frente a
ella, el pelo amarillo erizado.
Siguieron andando. Ella charlaba alegremente como si tal cosa. Para mayor
fastidio de Jack, utilizaba el horstel infantil. Un adulto sólo utilizaba aquel lenguaje
con otro adulto cuando quería expresarle rabia, o desprecio, o amor. R’li no podía
estar enamorada de él.
Ella habló de su felicidad al regresar a casa y ver de nuevo a padres y amigos, y
recorrer los amados campos y bosques del Condado de Slashlark. Sonreía a menudo;
sus ojos brillaban con intenso sentimiento; sus manos se agitaban como si estuviera
ahuyentando a las palabras pronunciadas a fin de dejar sitio para más; su boca roja se
moldeaba en fascinantes caños mientras vertía los líquidos de su charla.
Algo extraño e inesperado le ocurrió a Jack mientras contemplaba la boca de R’li.
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Su rabia se convirtió en deseo. Deseó apretarla contra él, agarrar aquella catarata
rojizo-dorada que caía por su espalda y enterrar aquella boca debajo de la suya. Fue
un pensamiento rápido y traicionero, y surgió a través de su corriente sanguínea,
rugió en su cerebro y casi le venció.
Giró su cabeza para no ver el rostro de R’li. Su pecho se hinchó hasta el punto de
que pareció que iba a estallar medio de dolor, medio de emoción. Lo que se había
acumulado detrás de su esternón deseaba salir, y deseaba salir en seguida.
Pero él no lo permitiría.
De haber experimentado aquello con una de las muchachas a las que había
cortejado en Slashlark —y había habido varias—, habría actuado con el pensamiento.
R’li, sin embargo, era al mismo tiempo una atracción y un obstáculo. Era una sirena,
una hembra a la que los hombres se negaban a llamar mujer. Inhumana, letal, se le
asignaban todos los atributos de los legendarios semianimales del Mediterráneo y del
Rin de la antigüedad, y nadie podía acercarse a ella sin poner en peligro su vida y su
alma. El Estado y la Iglesia, en su inmensa sabiduría, prohibían al hombre tocar a una
sirena.
Pero Estado e Iglesia eran lejanas y brumosas abstracciones.
R’li estaba cerca y era carne morena y dorada y ojos azul-púrpura y boca
escarlata y cabellos resplandecientes y curvas magnéticas. Ella era mirada y risa y
balanceo y resplandor y sombra y ven y aléjate y yo-te-conozco y tú-no-me-conoces.
Ella interrumpió su silencio de labios apretados.
—¿En qué estás pensando?
—En nada.
—¡Maravilloso! ¿Cómo te las arreglas para concentrarte tan profundamente en
nada?
Su tono jocoso ayudó a Jack a recobrar su equilibrio. El pecho dejó de dolerle y
pudo mirar a R’li a la cara. Ella no parecía ya la criatura más deseable del mundo; era
simplemente una… una hembra que había materializado —materializar era la palabra
adecuada— lo que un hombre soñaba cuando soñaba en un cuerpo.
Pero él había estado a punto… No. Nunca. Ni siquiera pensaría en ello. No debió
pensar en ello. ¿Cómo pudo hacerlo? Unos cuantos segundos antes de que aquel
negro y doloroso fuego se encendiera, había estado lo bastante furioso como para
golpearla. Luego, el fuego y la rabia se habían metamorfoseado en deseo.
¿Qué había ocurrido? ¿Un hechizo de R’li, quizá? Jack se echó a reír, pero no le
dijo el porqué cuando ella le preguntó qué era lo que le divertía tanto. Cuando trataba
de atribuir sus sentimientos a magia de la sirena no era sincero consigo mismo. No
creía en la brujería, de todos modos, aunque nunca lo había mencionado, desde luego.
No. Ella no le había hecho víctima de ningún hechizo. A menos que fuera la brujería
que cualquier hembra atractiva podía practicar sin invocar al diablo.
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Nombra la cosa y déjala morir. Se llamaba lujuria, y no era nada más.
Rápidamente, hizo la señal de la cruz y juró silenciosamente que en la próxima
confesión le hablaría al Padre Tappan de su tentación. Y se dijo a sí mismo que
mentía y que nunca le diría una palabra de ello a nadie. Estaba demasiado
avergonzado.
En cuanto llegara a casa y arreglara las cosas con su padre, iría a la ciudad a
visitar a Bess Merrimoth. Podría olvidarse de R’li cuando estuviera con una
agradable muchacha humana, es decir, si después de semejantes pensamientos su
contacto no la ensuciaba… ¡No! Eso era una tontería, no debía pensar así. Aborrecía
a aquéllos que cargaban voluntariamente con una culpabilidad y no permitían ser
perdonados por Dios ni por nadie. Era una forma de autocompasión, la cual era a su
vez un medio de llamar la atención.
Dándose cuenta de que tenía que salir de la cada vez más apretada espiral de
introspección, hizo un esfuerzo por hablar de nuevo con R’li. Sabía que ella había
estado eludiendo el tema del dragón. De modo que le preguntó por él.
—Como te he dicho —respondió R’li—, en realidad nos debes la vida a nosotros.
El dragón hembra me dijo que la estabas siguiendo con la intención de matarla. En
varias ocasiones podría haberte rodeado y sorprendido por la espalda. Pero no lo hizo.
Su contrato con nosotros dice que sólo en caso de defensa, y como último recurso,
podrá…
—¿Contrato? —cloqueó Jack.
—Sí. Tal vez hayas observado una pauta en los llamados pillajes en las granjas
alrededor de Slashlark. Un unicornio de la finca de Lord How una semana. Uno de la
granja de Chuckswilly la semana siguiente. La próxima, uno de la de O’Reilly. Siete
días más tarde, un animal del rebaño del monasterio Filipense. Luego, uno de la
granja de tu padre. Después de lo cual el círculo vuelve a empezar con Lord How, y
así sucesivamente, terminando con el semental tomado hace cinco noches de los
corrales de tu padre. Aparte de la pauta de rotación, las condiciones son: No pueden
tomarse unicornios de tiro ni de leche. Ni yeguas preñadas. Sólo los destinados al
mercado de carne. Evitar en lo posible a perros y humanos. No más de cuatro
unicornios al año de cada granja. Un solo dragón para una zona. El mismo contrato el
año próximo, pero sujeto a modificaciones si las circunstancias lo requieren.
—¡Un momento! ¿Quién os ha dicho a los horstels —la palabra sonó como si la
escupiera— que podíais disponer de nuestra propiedad como si fuera vuestra?
R’li inclinó la mirada. Sólo entonces se dio cuenta Jack de que su mano estaba
sobre el brazo de ella. La piel era tan suave que parecía semilíquida, más suave
incluso (no pudo evitar el traicionero pensamiento) que la de Bess. Los ojos de R’li
se posaron en la mano que se apartaba, y luego se alzaron hacia el enrojecido rostro
de Jack mientras decía fríamente:
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—Olvidas que, según el contrato que tu abuelo estableció con mi gente cuando
convinieron en compartir la tierra de labor, os obligasteis a entregarnos cuatro
unicornios al año. Esto no ha sido cumplido, dicho sea de paso, en los últimos diez
años debido a que los horstels teníamos carne suficiente en nuestros rebaños. No
hemos reclamado nuestros derechos porque «no somos codiciosos». —Hizo una
pausa y luego añadió—: Ni le hemos dicho nada al recaudador de impuestos sobre el
hecho indiscutible de que tu padre ha estado reclamando exención por esos cuatro
unicornios a pesar de habérselos guardado para él.
Jack pensó que había un fallo en la explicación de R’li de las incursiones del
dragón. Si se había establecido un contrato, ¿por qué no se limitaban a tomar los
cuatro unicornios y se los entregaban al monstruo? ¿Por qué permitir que el animal
realizara sus peligrosos asaltos nocturnos? La historia no tenía sentido.
Cierto, los horstels casi nunca mentían. Pero lo hacían alguna vez. Y sus adultos
utilizaban lenguaje infantil cuando contaban ficción; «ella» lo había utilizado con él.
Aquello no significaba necesariamente que estuviera mintiendo, ya que ella le
había enseñado aquel lenguaje cuando jugaban juntos siendo niños en la granja, y era
lógico que siguiera utilizándolo.
Egstaw, el Vigilante del Puente, estaba de pie en la carretera, cerca de la alta torre
redonda de piedra de cuarzo que era su hogar. Estaba pintando en una gran tela
sostenida por un caballete.
Su esposa, Wigtwa, estaba agachada a unos treinta metros de distancia en la orilla
del arroyo. Estaba despellejando a un escamoso de dos patas y de medio metro de
longitud, aproximadamente, que acababa de pescar. Cerca de allí, tres chiquillos
jugaban en el agua. Ana, de cinco años, no podía ser distinguida de un niño humano
de su edad salvo por un escrutinio muy minucioso, que habría revelado la presencia
de una pelusilla a lo largo de su espina dorsal.
Krain, un muchacho de diez años, tenía un espinazo que brillaba con tonos
dorados cuando se hallaba en un ángulo determinado con el sol.
Lida, que acababa de cumplir los trece, ilustraba la fase contigua a la última de la
pilosidad horstel. Una crin rojo anaranjada, de unos tres centímetros de longitud,
dividía su espalda y colgaba unos treinta centímetros más allá de su coxis. Su pubis
mostraba las primeras insinuaciones del diamante y el disco. Con la leve hinchazón
de los senos, sugerían la próxima gloria de la sirena.
R’li chilló de placer al ver a sus tíos y primos y echó a correr hacia ellos. Egstaw
soltó su paleta y sus pinceles y salió a su encuentro; Wigtwa dejó caer el escamoso y
el cuchillo y corrió hacia el puente. Detrás de ella, los niños, gritando de alegría,
chapotearon a través del arroyo.
Todos abrazaron y besaron a R’li muchas veces, riendo y llorando y acariciándola
a ella y unos a otros. R’li empezó a hablar y a agitar sus manos frenéticamente,
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tratando de comprimir en unos cuantos minutos sus experiencias de los tres últimos
años.
Jack permaneció en segundo término hasta que el tío de R’li se acercó a él y le
preguntó, en inglés, si tomaría un poco de pan tierno y una jarra de vino o de cerveza.
Más tarde tendrían escamoso a la parrilla.
Jack respondió que no podía quedarse a esperar la comida Sin embargo, aceptaría
un trago de vino y un poco de pan.
Egstaw dijo:
—No te faltará compañía humana. Tenemos otro huésped.
Agitó una mano a un hombre que acababa de salir de la torre del puente. Jack
quedó sorprendido. En este condado fronterizo los forasteros eran mirados siempre
con curiosidad o suspicacia o ambas cosas; especialmente uno lo bastante amigo de
los nativos como para entrar en su morada.
Egstaw dijo:
—Jack Cage, te presento a Manto Chuckswilly.
Mientras se estrechaban la mano, Jack dijo:
—¿Algún parentesco con Al Chuckswilly? Tiene una granja cerca de la nuestra.
—Todos los seres humanos son hermanos —dijo el forastero gravemente—. Sin
embargo, él y yo probablemente podríamos remontar nuestra ascendencia hasta el
circasiano original cuyo nombre era, creo, Djugashvili. Del mismo modo que puedo
remontar mi nombre de pila hasta Manteo, uno de los indios croatas que llegó con los
roanoquianos. ¿Qué me dices de ti?
Jack dijo mentalmente: «¡Maldición!», y decidió dejar de hablar con el individuo
lo antes posible. Evidentemente era uno de aquéllos que llevaban en la cabeza todo el
árbol familiar y que ponían mucho orgullo y mucho tiempo en saltar de rama en rama
e inspeccionar cada ramita, cada hoja, y las venas y tracerías en las propias hojas.
Jack opinaba que era un conocimiento inútil. Todos los humanos podían pretender
que descendían de todos y cada uno de los raptados originales.
Chuckswilly era muy moreno, de unos treinta años, iba completamente rasurado,
y tenía una mandíbula larga, labios apretados y una nariz grande y de puente alto. Sus
ropas eran caras: un sombrero de fieltro blanco, de ala ancha y copa alta; una
chaqueta de piel de hombre lobo de color azul oscuro; un ancho cinturón tachonado
con clavos de cobre del cual colgaban un cuchillo de madera-de-cobre y un estoque.
Su corta falda era de lino, blanca y a rayas escarlatas. Las faldas se llevaban desde
hacía mucho tiempo en la capital, pero no se habían hecho populares aún en los
distritos rurales. Unas botas de piel de becerro completaban su atavío.
Jack le pidió que le dejara ver el estoque. Chuckswilly lo sacó de su vaina, lo tiró
al aire y dejó que Jack lo cogiera. Ágilmente, Jack lo atrapó por la empuñadura. No le
gustó el gesto del forastero tratando de pillarle desprevenido y hacerle parecer torpe.
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Aires de gran ciudad, pensó, y se encogió de hombros.
Su actitud no escapó a los perspicaces ojos negros, ya que los labios de
Chuckswilly se fruncieron para dejar al descubierto unos dientes tan inhumanamente
blancos como los de una sirena.
Jack asumió la postura que le habían enseñado en la Academia Slashlark para
Espadachines, saludó al forastero y luego embistió a un enemigo imaginario. Efectuó
unas cuantas fintas, hasta tomarle el pulso al estoque. Luego lo devolvió.
—Maravillosamente flexible —comentó—. Fabricado con ese nuevo vidrio, ¿no
es cierto? Me gustaría tener uno, desde luego. Nunca he visto ninguno por aquí. Pero
he oído decir que la guarnición de Slashlark va a ser equipada con todas las
invenciones más recientes. ¡Cascos, corazas, perneras y escudos de cristal! ¡Lanzas y
flechas, también! Y he oído decir que fabrican un cristal que aguanta las cargas de
pólvora. ¡Eso significa armas de fuego! Aunque tengo entendido que los cañones sólo
pueden ser utilizados una docena de veces antes de quedar inutilizados.
Se interrumpió de golpe ante un gesto apenas perceptible del forastero señalando
con la cabeza al Vigilante que se acercaba.
—Simples rumores —dijo Chuckswilly—. Pero cuanto menos sepan de ellos los
horstels, mejor.
—¡Oh, comprendo! —murmuró Jack. Se sentía como si hubiera traicionado un
secreto de Estado—. ¿Qué dijiste que estabas haciendo?
—Como le estaba diciendo a Egstaw —dijo el hombre moreno tranquilamente—,
soy uno de esos locos que buscan el Santo Grial, lo Inalcanzable, lo que Nunca-se-
encontrará. En otras palabras, soy un buscador de hierro. La Reina me paga por la
búsqueda de ese fabuloso mineral. Hasta ahora, como podría esperarse, no he visto ni
una viruta de hierro por aquí. Ni en ningún lugar.
Ladeó la cabeza y le sonrió a Jack de tal modo que aparecieron unas grandes
patas de gallo alrededor de sus ojos.
—A propósito, si pensabas denunciarme por haber entrado en una vivienda
horstel, ahórrate el trabajo. Como minerólogo del Gobierno estoy facultado
legalmente para hacerlo, siempre que el Wiyr afectado me invite, desde luego.
—¡No pensaba en nada semejante! —dijo Jack, enrojeciendo.
—Bueno, deberías pensarlo. Es tu obligación.
Cage estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse de allí. ¡Qué individuo más
desagradable! Pero el deseo de salvar la cara y de impresionar al forastero le contuvo.
Como réplica, desenvainó su cimitarra y la sostuvo en alto de modo que el sol se
reflejara en ella.
—¿Qué opinas de eso?
Chuckswilly pareció envidioso y un poco asombrado.
—¡Hierro! ¡Déjamela tocar, sujétala! Jack la arrojó al aire. El hombre moreno la
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agarró diestramente por la empuñadura, chasqueando a Jack, que esperaba que
Chuckswilly la cogiera por el filo y se cortara la mano. ¡Un truco estúpido e infantil!
Era demasiado mayor para copiar los gestos de la ciudad.
Chuckswilly azotó el aire a su alrededor.
—¡Esto cercenaría las cabezas! ¡Zas! ¡Zas! ¡Qué no podrían hacer los hombres de
la Reina si tuvieran armas como ésta!
—Sí, qué no podrían hacer —dijo Egstaw secamente. Contempló cómo le era
devuelta la cimitarra a su dueño—. Sinceramente, dudo mucho de algún buen
resultado si encuentras una mina de hierro. Sin embargo, tal como yo lo entiendo, el
contrato general establecido con el gobierno dionisio dice que cualesquiera humanos
calificados pueden buscar minerales en cualquier parte, previo consentimiento del
Wiyr local. En lo que a mí respecta, podéis ir a las Montañas Thrruk y buscar.
»Pero los hombres lobo abundan por allí, y el contrato permite a los dragones
atacar a cualquier humano que encuentren por aquellos lugares. Además, si a
cualquier Wiyr que encuentres le da por matarte, puede hacerlo sin temor a
represalias de los de su raza. Las Thrruk, en cierto sentido, son sagradas para
nosotros.
»En otras palabras, nadie os impedirá ir a las montañas. Pero nadie os ayudará.
¿Comprendes?
—Sí. En cuanto a compañeros, ¿cuántos pueden ir?
—No más de cinco. Alguno más rompería automáticamente el acuerdo. Puedo
decirte que en varias ocasiones en el pasado grandes bandas subieron ilegalmente a
las Thrruk. No ha vuelto a tenerse noticia de ninguno de ellos.
—Lo sé. ¿Y dices que no puedes decirme si los Wiyr habéis encontrado algún
rastro de hierro allí?
—No puedo. Ni quiero.
Egstaw sonrió como si supiera que estaba siendo exasperantemente misterioso.
—Gracias, Oh Vigilante del Puente.
—Eres bienvenido, Oh Husmeador de Dificultades.
Chuckswilly frunció el ceño. Acercándose más a Cage, murmuró:
—Esos horstels… Pero ya llegará el día.
Jack le ignoró para mirar a R’li, que había salido de la torre. Llevaba una bola de
jabón verde hecho de grasa de totum y un puñado de hierba recién cortada. No pudo
apartar sus ojos de las oscilantes caderas y del movimiento de la cola de caballo
avanzando y retrocediendo como un péndulo sensual en contrapunto a las caderas.
Deseaba verla bañándose en el arroyo, pero se dio cuenta de que el forastero le
miraba con los ojos fruncidos.
—Teme a la sirena sin alma como a una abominación. No te acuestes con ella, ya
que es la bestia del campo, y ya sabes lo que está ordenado hacerle al hombre
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sorprendido con ella.
Jack replicó a las palabras de Chuckswilly, formuladas con suavidad:
—Un gato puede mirar a una reina.
—La curiosidad mató al gato.
—Una nariz afilada revela un cerebro afilado. El ocuparse de los propios asuntos
produce dinero —replicó Jack, y se preguntó cuán estúpido podía ser. El comerciar en
proverbios no le hacía a uno más rico, tampoco.
Se alejó para examinar la pintura de Egstaw.
El Vigilante le siguió y se la explicó en horstel infantil.
—Ése es un Arra mostrándole este planeta al primer terráqueo. Está diciéndole
que aquí se encuentra su oportunidad de liberarse de las enfermedades, la pobreza, la
opresión, la ignorancia y las guerras que han roído la faz de su Tierra natal. El truco
es que tendrá que colaborar con los seres que ya viven aquí. Si él puede aprender de
los horstels, y ellos de él, habrá demostrado que es capaz de desarrollarse en
direcciones más amplias.
»Es un experimento más o menos controlado, ¿comprendes? Observa el puño
izquierdo, algo amenazante. Eso simboliza lo que le puede ocurrir al hombre, aquí y
en la Tierra, si no se ha reformado en la época del retorno del Arra. El hombre tiene
unos cuatrocientos años para encontrar una sociedad que tendrá colaboración en su
base, sin odios, agresiones ni prejuicios.
»El hombre no tendrá en Dare ningún arma superior para asesinar a los nativos,
como está haciendo en la Tierra. Aquí casi todo el hierro y otros elementos pesados
desaparecieron un milenio antes de la llegada del hombre.
»La sociedad asolada había sido una que utilizaba el acero, el fuego y los
explosivos en una escala inconcebible. Los Wiyr viajaron en máquinas voladoras,
hablaron a través de millares de kilómetros e hicieron muchas cosas que los darianos
consideráis brujería. Pero este mundo fue destrozado; quedaron muy pocos habitantes
aunque, por fortuna, los más inteligentes. La mayoría de las plantas, insectos, reptiles
y animales fueron eliminados por armas cuya naturaleza es actualmente desconocida.
»Pero los Wiyr crearon —no reconstruyeron— un nuevo tipo de sociedad y un
nuevo tipo de ser sensible. Los supervivientes llegaron a la conclusión de que habían
estado a punto de exterminarse a sí mismos porque no sabían lo que eran ni cómo
funcionaban. De modo que decidieron descubrirlo primero y luego, si era necesario,
construir una sociedad tecnológica. Primero, para sobrevivir y progresar, se
conocerían a sí mismos, nood stawn, como decimos nosotros. Más tarde llegaría el
desvelar la Naturaleza.
»Tuvieron éxito. De la desolación formaron un mundo libre de la enfermedad, la
pobreza, el odio y la guerra… un mundo que discurría tan agradablemente como
cabía esperar de unos individuos conscientes. Es decir, hasta que llegaron los
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terráqueos.
Jack ignoró la observación. Cuando la verdad y la cortesía luchaban en la lengua
de un horstel, casi siempre ganaba la verdad.
Observó atentamente el cuadro. Había visto muy pocos, ya que los pigmentos
para pintar escaseaban en este planeta pobre en hierro. Sin embargo, reconoció al
Arra. El ser había sido descrito bastante en la escuela, y Jack había visto copias al
carbón del retrato al carbón original de un Arra realizado de memoria por el Cage
original poco después de que los terráqueos llegaran a este mundo. El Arra parecía
algo así como un cruce entre un hombre y un cola de oso (un «ursucentauro» lo había
llamado el Padre Joe).
Egstaw dijo:
—Observarás que, a pesar de la bondad en su gran rostro, parece amenazador,
quizá siniestro. He tratado de retratar el Arra como un símbolo del Universo.
»Esta criatura inmensa y no-humana representa a la vez lo físico, que funciona
mejor en el hombre si no es vicioso ni arrogante, y también lo que hay más allá del
rostro material de las cosas. Muchos de nosotros sentimos definitivamente que
existen tales potencias… yo diría sobrenaturales, aunque nosotros utilizamos ese
término en un sentido distinto al que le aplican los darianos… algunas de las cuales
son poderosas pero benignas, y propensas a utilizar medios aterradores pero
aparentemente hostiles a los hombres a fin de darles una lección. Si el hombre no la
aprende, tanto peor para él.
»No me interpretes mal. Los Arra no son seres sobrenaturales. Son tan de carne y
hueso como tú y como yo. Ni creo que actúen a las órdenes directas de las supuestas
Potencias misteriosas. Los Arra representan la realidad que conocemos y la realidad
que hay detrás de ella. ¿Comprendes?
Jack comprendía, pero no le gustaba la idea obvia de que el hombre era un niño
que no había aprendido aún la lección de la vida y que los Wiyr tenían que ser sus
maestros.
Chuckswilly resopló y se alejó. Egstaw sonrió. Cage dio las gracias al Vigilante
por su explicación y por el pan y el vino. Dijo que tenía que ponerse de nuevo en
camino, aunque le hubiera gustado quedarse para el asado. No estaba mostrándose
cortés al manifestar pocos deseos de marcharse. Cada paso hacia el hogar acercaba el
momento de la explicación con su padre por haber abandonado el esquileo para irse
de caza con la valiosa cimitarra.
Decidiendo que no podía demorar por más tiempo el viaje de regreso sin admitir
cobardía, silbó a Samson. Chuckswilly se había marchado y Jack quería alcanzarlo.
El forastero sería mejor compañía que ninguna. Además, deseaba preguntarle si iba a
llevarse a alguien con él en la expedición a las Thrruk en busca de hierro. Sentía
mucha curiosidad por lo que podría encontrarse allí.
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R’li le llamó a voces. Jack se giró y la vio corriendo hacia él y secándose la
mojada piel con el puñado de hierba.
—Te acompañaré un trecho.
Un sonoro relincho sobresaltó a Jack. Por detrás de la alta pared de piedra, al
extremo más lejano del puente, avanzaban dos unicornios tirando de un carruaje de
tres ruedas. El conductor era Chuckswilly. Cuando vio a los dos caminantes, refrenó a
los animales. Como de costumbre, se mostraron reacios a obedecer a pesar de los
tirones de riendas y de los silbidos del conductor. Finalmente, el látigo, golpeando sus
flancos, les obligó a quedarse quietos. Pero sus ojos grandes y achinados brillaban
como si se dispusieran a imponer su voluntad al menor síntoma de debilidad en su
conductor. Chuckswilly juró y gritó:
—¡San Dionisio me valga! ¡Tener que tratar con esos manojos de nervios y de
estupidez! Teníamos que haber traído el legendario caballo cuando vinimos aquí.
¡Dicen que era un animal espléndido!
—Si es que existió algo semejante —replicó Jack—. ¿Puedo subir contigo?
—¿Y yo? —añadió R’li.
—¡Arriba! ¡Arriba! Es decir, si queréis una oportunidad de romperos el cuello.
Estos bichos son capaces de cualquier cosa.
—Lo sé —dijo Jack—. Gobernarlos en un carruaje es todo un problema. Pero
tendrías que intentar arar con ellos.
—Lo he hecho. Tendrías que probar a uncir un dragón a tu arado. Son mucho más
fuertes y cooperativos.
—¿Qué?
—Era una broma, Cage. —Chuckswilly señaló a Samson con el pulgar—. Será
mejor que lo mantengas detrás de nosotros. De otro modo, mis bestias se asustarán.
Jack le miró especulativamente. No parecía la clase de individuo capaz de
bromear acerca de los dragones. O acerca de cualquier otra cosa.
El hombre moreno aulló «¡Giddap!», y azotó las lanudas espaldas. La caprichosa
recua insistió ahora en trotar. Su conductor se alzó de hombros y transigió con el
capricho. Las pezuñas bífidas resonaban contra la materia de color gris oscuro de la
carretera.
El buscador de hierro empezó a formular preguntas acerca de las actividades de
Jack. Éste respondió secamente que había terminado sus estudios en la escuela del
monasterio el último invierno y que desde entonces había estado ayudando a su
padre.
—¿Qué pasa con el Ejército?
—Mi padre pagó para librarme. No quería que perdiera el tiempo allí. Sería
distinto si hubiera posibilidad de una guerra.
R’li dijo:
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—¿Sigues pensando en ir a la capital para cursar estudios superiores?
Jack quedó asombrado. Hacía tres años que no veía a R’li; no recordaba haberle
dicho nada de aquello antes de que ella se marchara. Pero tal vez lo había hecho, y los
horstels tenían la memoria muy larga.
O acaso había oído hablar de ello mientras estaba en las montañas… Los medios
de comunicación horstel llegaban muy lejos.
—No, ahora no. Quiero ir a la escuela, pero no en San Dionisio. Estoy muy
interesado en la investigación mental. El Hermano Joe, mi profesor de ciencias, me
estimuló en ese sentido. Sin embargo, me dijo que el mejor lugar para mí no eran las
escuelas de religiosos de la capital, sino Farfrom.
—¿Por qué un país extranjero? —intervino Chuckswilly en voz alta—. ¿Qué pasa
con tu propio país? ¿Con tus propios maestros?
—Quiero lo mejor —replicó Jack en tono áspero. Ahora estaba seguro de que el
hombre moreno no le era simpático—. Después de todo, fue un religioso quien me
habló de Roodman. Está considerado como la persona que más sabe sobre la mente
del hombre.
—¿Roodman? He oído hablar de él. ¿No fue juzgado por herejía?
R’li dijo:
—Lo fue, pero le declararon inocente. Jack enarcó las cejas. De nuevo los medios
de comunicación horstel…
—He oído decir que le dejaron en libertad porque sus acusadores desaparecieron
en circunstancias misteriosas. Se habló de magia negra, de demonios raptando a los
que deseaban quemar a aquel brujo.
R’li preguntó:
—¿Ha visto alguien a un demonio?
—La invisibilidad está en la esencia de los demonios —dijo Chuckswilly—.
¿Qué opinas, Cage?
Intranquilo, Jack se preguntó si el individuo podía ser un agente provocador.
Dijo cautelosamente:
—Yo no he visto ninguno. Pero diré que no tengo miedo a quedarme solo por la
noche en el camino. Los hombres lobo y los colas de oso locos son las únicas cosas
que me preocupan.
»Y los hombres locos también —añadió, pensando en Ed Wang—. Pero no los
demonios.
Chuckswilly resopló como un unicornio.
—Te diré una cosa, amigo paleto. No dejes que nadie te oiga hablar así. En esta
región fronteriza podrías no llamar la atención. Pero una afirmación como ésa sería
una bomba en las partes más antiguas de Dyonisa. Hay millones de orejas para
escuchar y millones de lenguas para transmitir tus palabras a los torturadores de gris.
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—¡Para el carruaje! —gritó Jack. Y aulló a las bestias—: «¡Whoa!».
Se detuvieron. Jack se apeó de un salto y dio la vuelta alrededor del vehículo para
situarse al lado del conductor.
—Apéate, Chuckswilly. No permito que nadie me llame paleto. Si vas por ahí
hablando más de la cuenta, tienes que respaldar tus palabras con tu brazo.
Chuckswilly se echó a reír, mostrando sus blancos dientes contra la piel morena.
—No he querido ofenderte, muchacho. Mi lenguaje, lo admito, es más bien libre.
Pero hablaba en serio al decir que puedes encontrarte en dificultades. Sin embargo,
permíteme que te recuerde que estoy al servicio de la Reina. No tengo que aceptar
ningún reto: ni a espada, ni hacha, ni puños, ni nada por el estilo. Ahora, sube y
sigamos nuestro camino.
—No pienso subir. Da la casualidad de que no me gustas, Chuckswilly.
Dio media vuelta y echó a andar por la carretera. El látigo de Chuckswilly
restalló. Las pezuñas repiquetearon, y las ruedas de madera chirriaron.
—Sin rencor, joven compañero —dijo el conductor mientras se alejaba.
Jack no respondió. Avanzó dos pasos más. Y se detuvo. La sirena no estaba en el
carruaje.
Giró sobre sí mismo y dijo:
—No tenías que apearte sólo porque lo hice yo.
—Lo sé. Yo hago lo que quiero.
—Oh.
¿Por qué quería estar con él? ¿Qué pensamientos se ocultaban debajo de aquella
encantadora cabellera rojizo-dorada? Estaba convencido de que R’li no se pegaba a él
porque le gustaran sus grandes ojos castaños.
Un revoloteo en la sombra de un tronco de árbol atrajo su atención. Sin decirle
una sola palabra a R’li se acercó a la diminuta criatura que agitaba sus alas a medio
formar en un inútil tentativa de remontar el vuelo. Samson saltó hacia ella, pero se
paró en seco y la olfateó. Su amo no se molestó en decirle que la dejara en paz; sabía
que el perro estaba demasiado bien adiestrado para morder sin su permiso.
—Una cría de barbazul —le gritó a R’li.
Levantó el diminuto mamífero volador con su franja de pelo negro-azulado
alrededor del simiesco rostro.
—Se ha caído del nido. Espera un momento. Lo devolveré a él.
Se quitó el cinturón con sus armas y trepó por el tronco. Como era un spearnut,
carecía de ramas en los primeros nueve metros. Jack se abrazó a la lisa corteza,
rodeándola fuertemente con las piernas y los brazos mientras que con una mano
sostenía al animalito lejos del tronco. Así se veía obligado a apretar con su muñeca,
utilizándola en lugar de la mano ocupada. Era una postura difícil y fatigosa, pero Jack
había trepado toda su vida.
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Sin pararse a descansar, subió hasta alcanzar la primera rama. Entonces se
enganchó a ella con un brazo, proyectó su cuerpo hacia arriba con una sacudida,
enganchó una pierna a otra rama, y poco después había depositado a la cría con dos
de sus hermanos, que ladraron alegres bienvenidas. Los padres no se veían por
ninguna parte.
Cuando llegó abajo, vio que la sirena le miraba con ojos brillantes.
—Tienes un corazón tierno debajo de esa boca furiosa, Jack Cage —dijo.
Jack se alzó de hombros. ¿Qué diría ella si supiera que había ayudado a enterrar a
su primo, Wuv?
Reemprendieron la marcha. R’li dijo:
—Si deseas ir a Farfrom, ¿por qué no vas?
—En mi calidad de primogénito, heredaré la mayor parte de la granja. Mi padre
confía en mí. Le destrozaría el corazón si renunciara a mi futuro aquí y me marchara
a estudiar con un hombre al que él considera un mago negro, un hereje.
»Además —añadió, con poca convicción—, no tengo el dinero que necesito para
vivir mientras esté estudiando.
—¿Te peleas a menudo con tu padre? Jack decidió no ofenderse por aquella
pregunta. No se esperaba que los horstels se comportaran como humanos.
—A menudo.
—¿Por qué motivo?
—Por ése. Mi padre es un granjero rico. Podría enviarme a estudiar cuatro años.
Pero no quiere. A veces pienso en abandonarlo todo y marcharme a la Academia de
Roodman. Pero mi madre se pone enferma cuando hablo de marcharme. Mis
hermanas lloran. A mi madre le gustaría que fuera sacerdote, aunque nunca deja de
pensar que es probable que la Iglesia me enviara lejos y con pocas posibilidades de
regreso.
»Es cierto que, como sacerdote, podría estudiar ciencia psíquica solicitando el
ingreso en el Instituto Tomista. Pero no hay ninguna garantía de ser admitido. E
incluso si lo fuera, estaría bajo control estricto en la investigación. No sería un agente
libre, como con Roodman.
»Otra cosa. Si me hiciera sacerdote, tendría que casarme inmediatamente. No
quiero una esposa e hijos. Ahora no. Tal vez más tarde.
»Desde luego, si entrara en la Orden Filipense, sería un monje. Pero tampoco
deseo eso.
Hizo una pausa para recobrar el aliento. Estaba asombrado de haberse vaciado,
hablando, como un cántaro. Y a una sirena, además.
Pero, se consoló a sí mismo, a menudo hablaba de sus problemas a Samson. R’li
pertenecía a la misma categoría que el perro. Y los resultados eran también los
mismos. Ella no informaría a sus padres de lo que Jack decía.
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—Quizá si encontraras algo que te liberase financieramente podrías decidir.
—Si consiguiera la cabeza del dragón, tendría suficiente. La recompensa de Lord
How, más la gratificación de la Reina, bastarían.
—¿Por qué te enfadaste tanto cuando te enteraste de que habíamos establecido un
contrato con el dragón? ¿Fue por eso?
Jack asintió.
—Uno de los motivos. Yo…
—Si no fuera por esos acuerdos, los territorios humanos serían arrasados —le
interrumpió R’li—. No tienes idea de lo terribles e invulnerables que son. Podrían
destruir una granja en una noche, matar a todos los animales y derruir las casas.
»Además, si no fuera por el contrato, ahora estarías muerto. El dragón hembra
dijo que podría haberte sorprendido media docena de veces.
Jack se sintió herido en su amor propio. Ladró una palabra de cuatro letras que no
había cambiado a través de muchos siglos y muchos años-luz.
—¡Sé cuidar de mí mismo! ¡No necesito que una sirena me diga cómo!
Echó a andar en silencio, acalorado, cansado e irritado.
—¿Qué te parecería un préstamo? —dijo R’li—. Lo suficiente para que pudieras
asistir a la escuela…
Era un día de sorpresas.
—¿Préstamo? ¿Por qué? ¿Con qué? Los horstels no utilizáis dinero.
—Permíteme que te lo explique a mi manera. En primer lugar, nosotros
conocemos a Roodman. Creemos que su psicología es correcta, y nos gustaría verla
propagada. Si un número suficiente de humanos se liberasen de sus aberraciones
psíquicas, podrían apaciguar la terrible tensión existente entre ellos y nosotros y
evitar la guerra que de otro modo será inevitable.
»En segundo lugar, es posible que lo ignores, pero los Wiyr se han fijado en ti
desde hace mucho tiempo. Saben que tú —consciente o inconscientemente—
simpatizas con nosotros. Y desean desarrollar eso.
»No, no protestes. Lo “sabemos”.
»En tercer lugar, estamos tratando de conseguir representación en vuestro
Parlamento, representantes humanos que se sienten en las Cámaras por nosotros. Si
hacemos esto, creemos que algún día, cuando madures, serías un buen delegado para
los Wiyr del Condado de Slashlark.
»En cuarto lugar, tú necesitas dinero para estudiar. Nosotros te daremos el que
precises. Lo único que hace falta es que establezcas el acostumbrado contrato verbal.
Mi padre, el Rey Ciego, puede actuar como registrador, si quieres. Si no quieres que
sea mi padre, cualquier otro servirá para el caso. Y, si insistes, un abogado humano
puede extender los documentos… a tu comodidad. Nosotros, desde luego, no
necesitamos esas formalidades.
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Jack dijo:
—¡Un momento! No has visto aún a tu familia. ¿Cómo sabes lo que están
planeando para mí? ¿Y quién te ha dado la autoridad necesaria para ofrecerme un
préstamo?
—Eso es fácil de explicar. Pero tú no me creerás si te lo dijera. En cuanto a la
autoridad, cualquier adulto la tiene. Yo soy una adulta.
—¡Entonces, deja de utilizar el lenguaje infantil! No soy un niño. Y… ¿cómo
puedo saber esas cosas si no las pregunto?
—Es cierto. Ahora, ¿cuál es tu decisión?
—Bueno… eso requiere tiempo. Tu ofrecimiento me ha pillado de sorpresa. Tiene
muchos aspectos que hay que considerar cuidadosamente.
—Un horstel se decidiría inmediatamente.
Jack exhibió sus dientes y gritó:
—¡Yo no soy un horstel! Y éste es el meollo de la cuestión. ¡No soy un horstel, y
la respuesta es no! Si aceptara dinero vuestro, ¿sabes cómo me llamaría la gente de
estos alrededores? «¡Comeperros!». Todo el mundo me despreciaría, y mi padre me
echaría de su casa. No hay nada que hacer. ¡No!
—¿Ni siquiera un préstamo para asistir a la Academia de Roodman? ¿Sin ninguna
atadura?
—¡No!
—Muy bien. Voy a regresar con mi tío. Adiós hasta que volvamos a vernos, Jack
Cage.
—Adiós —gruñó Jack, y echó a andar por la carretera. No había dado media
docena de pasos cuando oyó que R’li le llamaba.
Se giró, sorprendido por el tono apremiante de la sirena.
R’li tenía una mano levantada reclamando silencio. Su cabeza estaba ladeada.
—Escucha. ¿Oyes eso?
Jack tensó los oídos. Le pareció percibir un vago estruendo al oeste. No eran
truenos, estaba seguro de eso. Y el sonido se apagaba de vez en cuando.
Samson era una estatua amarilla, encarada hacia el oeste. Su garganta hacía eco al
fragor que llegaba del bosque.
—¿Qué crees que es? —preguntó Jack.
—No estoy segura.
—¿El dragón? —Desenvainó la cimitarra.
—No. Si lo fuera, yo no investigaría. Pero si es lo que yo creo…
—¿Sí?
—Entonces…
R’li avanzó a través de las sombras proyectadas por los altos árboles y las
enmarañadas enredaderas que crecían en las alturas. Jack la siguió, empuñando el
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curvado acero. Zigzaguearon quizás un kilómetro como deambula un oso, quizás un
cuarto de kilómetro como vuela la alondra. En varias ocasiones Jack tuvo que cortar
una barricada de lianas o de espinos. Era la espesura más impenetrable que había
visto nunca. Aunque próxima a la granja, parecía no haber sido explorada jamás.
Finalmente, R’li se detuvo. Un brazo de luz solar había penetrado a través de un
agujero en el techo de verdor y extendía sus dedos sobre sus cabellos rojo-amarillos.
Nimbada por aquel halo, permaneció allí, escuchando, y Jack, detrás de ella, se
olvidó de su larga búsqueda lo suficiente para admirarla. Si fuera un pintor, como el
tío de ella…
Súbitamente el ruido cobró vida muy cerca de allí. R’li se sobresaltó, y ella y la
luz parecieron romperse en pedazos. Cuando Jack quiso darse cuenta ella se había
deslizado hacia las sombras.
Al localizarla, susurró:
—Nunca había oído nada igual. Suena como un gigante tratando de sollozar y
gorjear al mismo tiempo.
Ella dijo en voz baja:
—Creo que tendrás que ir a Farfrom, Jack.
—¿Quieres decir que es el dragón?
R’li no respondió, pero saltó sobre un tronco caído. Jack alargó su mano libre y la
agarró del brazo.
—¿Cómo sabes que es el mismo dragón? Tal vez sea uno que no ha establecido
contrato.
—Yo no he dicho que fuera el dragón.
R’li estaba de pie cerca de él, con su brazo y su cadera desnudos rozando los
suyos.
Jack frunció los ojos para aprehender formas en la semioscuridad.
—Tal vez es un cola de oso loco. Ésta es la temporada. Y ya sabes lo que significa
una mordedura.
—¡Oh! —murmuró ella, y se acercó más a Jack. Inconscientemente, Jack dio
rienda suelta a su instinto protector. Más tarde se disculpó a sí mismo diciéndose que
R’li le había recordado a una de sus hermanas más jóvenes y le rodeó la cintura con
el brazo.
Los ojos de R’li estaban semicerrados, de modo que Jack no pudo ver la luz que
brillaba en ellos. Pensando en aquel momento particular en días posteriores, y pensó
mucho, recordó la leve sonrisa en los labios de ella. ¿Se estaba divirtiendo, pues? Y si
pudiera haber leído en sus ojos, ¿habría visto que su expresión encajaba con la de los
labios? ¿Que R’li no estaba asustada en absoluto, sino burlándose de él?
¿O habría existido una tercera emoción?
Al margen de lo que pensó más tarde, en aquel momento no tuvo ninguna duda.
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Olvidó el misterioso peligro próximo a ellos. Su brazo apretó la cintura de R’li,
atrayéndola hacia él. Estaba sin aliento. Humana o no, no había ninguna mujer tan
bella ni tan deseable como ella.
El estruendo peculiar le devolvió al mundo real. Dejando caer el brazo, se
adelantó para que ella no pudiera ver su rostro.
—Quédate detrás —dijo con voz estrangulada—. No sé lo que es, pero suena
como muy grande.
—Y también suena como muy enferma —añadió R’li, con voz emocionada como
la de Jack.
Jack avanzó a través de la vegetación.
En alguna parte, oculto en la maraña de verdor pero cerca, un behemoth vomitó.
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Tony entró corriendo.
Su madre, hermanas y hermanos estaban medio levantados de sus sillas y miraban
a su padre con asombro, rabia, temor o apenas disimulada diversión. El dueño de la
casa era el único que seguía sentado; parecía que le hubieran golpeado con un mazo,
paralizándole. Su cabeza semicalva estaba cubierta de pudding de huevo amarillo,
espeso y humeante; una viscosa catarata descendía por su rostro y se hundía en su
barba.
Lunk Croatan era una momia de cera. El cuenco permanecía boca abajo en sus
manos. Su moreno rostro estaba abierto de par en par: mandíbula colgante, fosas
nasales ensanchadas, ojos redondos.
No se sabe lo que podría haber sucedido a continuación, ya que Walt Cage no era
un hombre que se tomara tales cosas en broma, aunque se hubiera tratado de algo
accidental. Lo cual estaba por demostrar, dada la extraña actitud de Lunk, rematada
por una risita y la expulsión de una nube de vino.
Debajo de la capa amarilla, la piel de Walt estaba enrojeciendo. El volcán se
disponía a hacer erupción, evidentemente.
Entonces Tony gritó:
—¡Somos ricos! ¡Ricos!
Sólo aquella palabra podía haber apaciguado la tormenta a punto de estallar. Walt
Cage se giró hacia Tony y dijo:
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—¡Ricos! —berreó su hijo menor. Corrió hacia Walt y tomó su mano—. Vamos.
¡Jack está fuera! ¡Huele mal a rico! —Estalló en una carcajada—. Es la verdad.
¡Huele mal, y es rico!
Su madre no pudo resistir más. Echó a correr y tropezó con su marido en el
momento en que éste se levantaba. A pesar de que pesaba cuarenta kilos más que ella,
el choque le pilló a contrapié y volvió a derribarle sobre la silla.
En cualquier otro momento Kate se hubiese puesto muy nerviosa. Ahora se limitó
a decir «¡Oh!», y dejó a su marido sin hablar y enrojecido en su asiento.
Detrás de ella avanzó su rebaño, empujándose unos a otros. Lunk se apartó a un
lado para dejarles paso, cogió una gran servilleta del aparador y empezó a frotar el
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rostro y la barba de su amo. No se disculpó; se limitó a reír ahogadamente.
Walt juró, arrancó la servilleta de manos del criado y salió al porche delantero.
Era una curiosa escena para una bienvenida. Todo el mundo estaba de pie
alrededor de Jack, pero nadie, ni siquiera su madre, se acercaba a él. Algunos,
especialmente sus hermanas, empezaban a palidecer. Y todos prestaban más atención
a lo que Jack había depositado sobre la mesa del porche que a él mismo.
En el momento en que Walt salió al exterior, se detuvo. Respiró profundamente,
tosió y se atragantó. Ahora sabía lo que significaban las palabras de Tony.
Si el padre estaba asombrado, el hijo no lo estaba menos.
—¡Gran Dionisio! —dijo Jack—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Ese imbécil de Lunk —dijo Walt, como si eso lo explicara todo—. No importa.
—Señaló la masa depositada sobre la mesa. Era redonda y grande como la cabeza de
un hombre, gelatinosa y gris, y daba la impresión de un temblor continuo, como si
estuviera viva y se estremeciera de terror porque no tenía piel.
—Eso es una perla de resina, ¿no es cierto?
—Sí, papá. Cuando venía de regreso, oí vomitar a un árbol doliente en el bosque.
—¿Un árbol doliente? ¿Cerca de casa? ¿Cómo es posible que no lo viéramos?
Teniéndolo delante de las narices, por así decirlo… ¿Y los horstels?
—Supongo que estaban enterados, pero no querían decir una sola palabra.
—No parece propio de ellos. Ese árbol doliente representaba mucho dinero, y
querían que fuera a parar a sus manos.
—No exactamente.
A Jack le fastidiaba contarle a su padre lo de R’li y los motivos de agradecimiento
que tenía hacia ella. Más tarde se lo explicaría. De todos modos, ella se había negado
a compartir el dinero que él conseguiría por la rara base de perfume. El contrato la
autorizaba a reclamar la mitad de la suma, pero había insistido en que toda era de
Jack. Y no explicó el porqué. Al menos en aquel momento.
Jack se había mostrado reacio a aquella solución. No podía evitar el pensar en el
asesinado primo de R’li. Su sangre apenas se había cuajado cuando ella conducía a
Jack a la valiosa presa del bosque. No la habían encontrado por casualidad, estaba
seguro de ello. Mientras se dirigía a su casa había analizado los pasos que
precedieron a su descubrimiento. Sabía por qué R’li había decidido que fuera suyo
todo el dinero producido por la venta. De un modo u otro, los Wiyr conseguirían que
fuera a Farfrom. Y cuando regresara, tenían previsto que figurase en el Parlamento
como portavoz suyo.
Eso es lo que ellos pensaban.
—Verás —le explicó a su padre—, los Wiyr sabían lo que se hacían. Un árbol
doliente tarda treinta o más años en desarrollar una perla de resina madura. Si se
hubiese sabido que había uno cerca de aquí, ¿cuánto tiempo crees que hubiera
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tardado en presentarse algún comerciante o salteador de caminos para derribar el
árbol y arrancar el cálculo, aunque estuviera a medio hacer? Así no se hubiera
obtenido todo el valor, ni se hubieran formado nuevas perlas de resina. No. Ellos
sabían lo que se hacían.
—Es posible —dijo Walt—. Pero, hijo mío, ha sido una suerte fabulosa que
pasaras por allí en el momento en que estaba vomitando. ¡Fabulosa!
Suspirando, Jack asintió.
Walt miró la cimitarra que colgaba del costado de su hijo. Abrió la boca como si
se dispusiera a reprocharle que se la hubiera llevado. Luego volvió a cerrarla.
Jack pudo leer el pensamiento en su cerebro. Si su hijo no hubiese tomado la hoja
sin permiso para ir en busca del dragón, no hubiera encontrado la perla de resina.
Incluso ahora, la masa gris podría estar en el suelo al pie del árbol, sin descubrir y
pudriéndose, un valor de tres mil libras pudriéndose, descomponiéndose…
Súbitamente, como si despertara, Walt se sobresaltó, miró a Jack y sonrió.
—¡Hijo mío! Hueles mal. Pero no importa. Es un hedor agradable; ninguno mejor
recibido.
Se frotó las manos; un trozo de pudding se desprendió de su nariz.
—Lunk, Bill y tú llevaréis esa mesa al cobertizo acorazado. Cerradlo bien y
traedme la llave. Mañana iremos a la ciudad a vender la perla de resina.
»¡Ah, Jack, si no olieras tan mal te abrazaría y besaría! Me haces feliz. ¡Piensa,
hijo mío! Tienes más que suficiente para comprar la granja de Al Chuckswilly. Ahora
puedes pedirle a Bess Merrimoth que se case contigo. Cuando los dos entréis en plena
posesión de vuestras herencias, tendréis cinco granjas —su padre tiene tres—, todas
grandes y prósperas. Más la curtiduría, el almacén y la taberna Merrimoth. Más la
muchacha más bonita de la región. ¡Ah, esos labios rojos y esos ojos negros! Te
envidiaría, Jack, si no estuviera casado ya con tu madre.
Miró apresuradamente hacia su esposa y dijo:
—Me refiero, Kate, a que Bess es la virgen más bella. Tú, desde luego, eres la
matrona más guapa de estos alrededores. Cualquiera puede verlo.
Kate sonrió y dijo:
—Hacía mucho tiempo que no decías nada parecido, Walt.
Walt Cage fingió no haberla oído. Hundió sus grandes dedos en su barba y tiró
fuertemente de las raíces mientras decía:
—Mira, muchacho. Tal vez, en lugar de la granja, podrías sobornar a algunos de
los funcionarios de la corte y comprar el título de caballero. Luego podrías abrirte
paso hacia el título de señoría. Un hombre ambicioso puede hacer grandes cosas aquí.
Éste es un territorio fronterizo; tú eres un Cage. No encontrarás ningún obstáculo.
El furor de Jack fue en aumento, pero su rostro no lo dejó traslucir. ¿Por qué no le
trataba su padre como a un hombre y le preguntaba qué quería hacer? Era su dinero,
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¿no? O lo sería dentro de dos años, cuando alcanzara la mayoría de edad.
Lunk y Bill regresaron. El criado de la casa entregó a Walt la gran llave de vidrio
y cobre del cobertizo acorazado. Walt se la dio a su esposa. Súbitamente aulló:
—¡Vamos, Kate! ¡Hijas mías! ¡Todas las mujeres a la casa! Y que no se os ocurra
mirar por las ventanas. Jack va a quedar tan desnudo como un sátiro.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Jack, alarmado.
Kate y las chicas mayores rieron ahogadamente. Magdalene dijo:
—Van a quitarte ese mal olor de encima, Jack.
Lunk salió de la casa con varios trapos y grandes barras de jabón.
—Acercaos a él, muchachos —ordenó Walt—. No le dejéis escapar.
—¡Hey! ¿Qué crees…?
—Arrancadle las ropas. De todos modos tienen que ser enterradas… Agarradle
del brazo… Fuera los pantalones. ¡Jack, unicornio loco, me has coceado! ¡Toma tu
medicina como un hombre!
Riendo, atragantándose, luchando, agarraron el cuerpo desnudo y serpenteante y
lo llevaron al abrevadero delante del establo.
Jack luchó, y gritó, y aulló; pero lo sumergieron en el agua, con la cabeza por
delante.
Tres mañanas más tarde, el ladrido de los perros y el gorgotear de los gallos
despertaron a Jack. Se incorporó y gimió. Su cabeza era un globo de dolor. Su boca
sabía a zurrapa de un barril de vino. La última noche había sido larga en alegría y
corta en sueño. La bodega había sido saqueada; dos barriles del zumo de totum
fermentado más viejo habían sido espitados.
Walt Cage se había mostrado extrañamente reacio a llevar la perla de resina a la
ciudad. Era como si el ver la gelatina temblequeante fuera un espectáculo que le
sumiera en éxtasis. Originalmente, planeó dirigirse a Slashlark al amanecer del día
siguiente. Pero, cuando se levantó, pasó treinta minutos en el cobertizo acorazado,
contemplándola. Más tarde, anunció que su buena suerte tenía que celebrarse.
Asombró a todo el mundo diciendo que al día siguiente celebrarían una fiesta, con
esquileo o sin esquileo.
Lunk partió con las invitaciones; Bill Kamel se alzó de hombros y trabajó lo que
pudo con su reducido equipo de esquileo; las mujeres empezaron a cocinar y a fregar
y a hablar de lo que llevarían. El propio Walt, aunque colaboró en el esquileo, no
significó la ayuda que podía haber sido. A cada momento se dirigía al cobertizo
acorazado, lo abría y contemplaba una vez más su tesoro.
Al día siguiente por la tarde acudieron los invitados. El vino y la cerveza fluyeron
sin cesar de las espitas; dos unicornios giraban sobre espetones. Todos insistían en
ver la fabulosa «perla».
Walt estaba en las nubes: unas nubes formadas en parte de orgullo y alegría y en
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parte de vapores de vino. Gritaba que los frecuentes viajes al cobertizo acorazado
estaban encogiendo sus fosas nasales y encrespando su lengua, y que absorbía tanto
hedor que una inspección más le convertiría en algo tan caro como el propio fruto del
árbol doliente y tan buscado después.
Tomaba al visitante de la mano, le conducía al cobertizo acorazado, y le retenía
allí mientras el desdichado espectador le gritaba a Walt que le soltara, que vomitaría
carne y vino y aumentaría el mal olor si no salía en seguida de allí.
Walt Cage se echaba a reír y soltaba el brazo del otro. O cerraba la puerta de
golpe y aullaba que iba a dejar al huésped encerrado allí toda la noche para que
vigilara el tesoro. El huésped aporreaba la puerta y le suplicaba a Walt, por el amor de
Dios, que dejara de bromear y le soltara. El mismo aire bastaba para gangrenar los
pulmones de un hombre. Cuando se abría la puerta, el huésped vomitaba, agarrándose
la garganta y poniéndose pálido y verde alternativamente. Todos reían y le arrojaban
jarras y le decían que se tapara la nariz hasta que se librara del perfume.
Llegaron el señor Merrimoth, su hermana viuda y su hija. Bess, alta y morena, de
ojos negros y pómulos altos, labios rojos y busto redondeado, había sido autorizada
para venir a pesar de lo tardío de la hora.
Jack se alegró de verla. Por entonces ya estaba empapado en vino. Normalmente
no bebía tanto. Pero esta noche era distinto. Sólo nublando sus sentidos podía superar
el complejo del mal olor, pegado todavía a él, después del fregado.
Quizá fue por esto por lo que insistió en mostrarle a Bess su descubrimiento.
Cerca de éste, Bess no le olería a él. Los dos avanzaron solos por el camino
sombreado por los árboles. Por una vez, la tía de Bess no les acompañó.
El padre de Bess enarcó las cejas cuando les vio alejarse, y miró a su hermana.
Después de todo, Jack no había hecho ninguna petición formal para cortejar a Bess.
Cuando dio un paso hacia la pareja, la tía extendió un brazo y le detuvo, sacudiendo
la cabeza para indicar que había momentos en los que una muchacha tenía derecho a
estar a solas con su enamorado. El señor Merrimoth se dejó convencer por la superior
sabiduría de la hembra. Sin embargo, mientras aceptaba otro vaso del criado de la
casa, se preguntó qué sensibilidad le permitía a su hermana saber que aquella noche
Jack daría probablemente el primer paso hacia el yugo… no… quería decir hacia el
santo matrimonio.
Los dos vieron la bola temblequeante. Por entonces, Jack estaba ya enfermo de
verla. Bess profirió los convencionales grititos de horror y protesta y preguntó
cuántas libras valía la cosa. Jack contestó rápidamente, y con la misma rapidez sacó a
Bess de allí para regresar con ella al sendero.
En aquel momento él «¡broomm! ¡broomm! ¡broomm!», de tambores y el
resoplido de cuernos llegaron de los prados del norte transportados por el viento. De
pronto, el horizonte ardió en fogatas.
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—R’li ha llegado a casa.
—¿Qué dices? —inquirió Bess.
—¿Te gustaría contemplar una bienvenida horstel?
—¡Oh, me encantaría! —respondió Bess, apretando su mano—. No he visto
ninguna. ¿Les importaría a ellos?
—No nos dejaremos ver.
Mientras caminaban a través de los campos bajo la brillante luz de la enorme
luna, Jack notó que su corazón latía con fuerza. ¿Bess? ¿El vino? ¿Las dos cosas?
Los tambores enmudecieron; las liras despertaron y viajaron a través de la luz de
la luna en imágenes espectrales de dulces notas; una zampona redobló. Y la voz de
R’li se alzó, una torre dorada, construida sobre sí misma, cada vez más alta, rápida e
increíblemente cambiante, ascendiendo, siempre diferente, pero siempre R’li, suave y
ardiente, dulce y peligrosa, esencia de sirena y de mujer, movediza, líquida.
Un gran instrumento de cuerda se deslizó suavemente en el fondo, resonó y luego
guardó silencio mientras la última nota planeaba en el aire, agitando sus alas contra la
corriente del tiempo y la resistencia de la carne. Sin caer, sin caer. Hasta que los
oyentes sintieran erizarse los pelos de su nuca, ponérseles la piel de gallina, y sus
nervios parecieran desnudos al aire.
Se desvaneció.
Bess agarró su brazo y murmuró:
—¡Dios mío, eso ha sido maravilloso! No importa lo que se dice de ellos, hay que
admitir que saben cantar.
Jack se limitó a tomar la mano de Bess para seguir avanzando. No confiaba en sí
mismo para hablar.
Más tarde, tenía el vago recuerdo de haber atisbado a través de unos arbustos la
celebración alrededor de las fogatas. Contemplaron una danza ritual, en la cual tomó
parte R’li, y luego una danza improvisada. Durante esta última, la sirena desapareció
en un agujero en la base del cadmus más próximo. Salió poco después y Jack,
mirándola a ella, vio algo que le sobresaltó.
Un rostro estaba atisbando desde las parpadeantes sombras dentro de la entrada.
Aunque lejanos e imprecisos por las alternativas de luz y oscuridad, el contorno en
forma de corazón, los grandes ojos y el prominente labio inferior eran sin duda
alguna los de Polly O’Brien.
En cuanto estuvo seguro de ello, Jack tomó a Bess de la mano y la sacó de allí,
diciéndole que sus padres empezarían a extrañarse de su tardanza en regresar. Un
poco a regañadientes, excitada por la música y los cuerpos desnudos bailando
alrededor de las fogatas, Bess echó a andar lentamente, apoyándose en Jack. Hablaba
sin cesar, pasando de un tema a otro, sin que Jack se enterara de lo que estaba
diciendo porque su cerebro estaba ocupado pensando en R’li y en el descubrimiento
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de la refugiada. De pronto se dio cuenta de que Bess se había parado y tenía el rostro
alzado hacia él, con los ojos cerrados y los labios fruncidos para un beso.
Bruscamente trató de olvidar sus problemas besándola apasionadamente.
Abandonaría todos los pensamientos acerca de aquellas otras dos mujeres; en realidad
no tenía por qué ocuparse de ellas; lo que él necesitaba era una mujer que estuviera
de acuerdo con el mundo que conocía: matrimonio, hogar, niños y todo lo demás.
Aquélla era la solución.
Cuando llegaron a la granja, Bess había prometido casarse con él. Decidieron no
hablar con nadie de sus intenciones. Cuando terminara la arada de primavera y todo
el mundo estuviera disponible para una gran fiesta, anunciarían su compromiso. Sería
un secreto, aunque, desde luego, Jack pediría permiso al padre de Bess para
cortejarla. Aunque estaba considerado como un preludio del noviazgo, el cortejo
significaba en realidad un apalabramiento, ya que pocas parejas se atrevían a desafiar
a la opinión pública rompiéndolo más tarde. Legalmente todavía una virgen, la
muchacha era considerada realmente non intacta a partir del cortejo. Sus
posibilidades de conseguir a otro muchacho como marido quedaban muy reducidas;
lo mejor que podía hacer era trasladarse a otro lugar donde no se supiera que había
sido cortejada. Y esto era tan poco práctico que casi nunca se hacía.
De modo que su secreto lo era sólo de nombre. Jack pensaba que era absurdo,
pero como la mayoría de los varones se dejaba llevar por la mujer.
Observó que tan pronto como llegaron Bess murmuró algo al oído de su tía.
Ambas se volvieron a mirarle cuando pensaron que él estaba distraído.
La fiesta duró hasta cerca del alba. Por eso Jack sólo había dormido dos horas y
despertó con la cabeza hinchada, mal sabor de boca, y un humor todavía peor.
Se levantó, se vistió y se dirigió a la cocina. Lunk estaba tumbado, dormido,
sobre un montón de pieles de hombre lobo detrás de la estufa. Cuando Jack hurgó en
sus costillas con el pie, ni siquiera gruñó. Decidiendo que le resultaría más fácil
prepararse algo que despertar al criado, Jack encendió el fuego. Puso encima de él
una cacerola con agua del pozo y midió tres cucharadas de hojas secas de totum.
Mientras daba de comer a los perros, las hojas perderían su esencia estimulante en un
líquido caliente y oscuro.
Al regresar de su tarea, descubrió que alguien se había bebido toda la infusión.
Golpeó a Lunk en las costillas con el pie. Lunk dijo: «¡Ughh!», y dio media vuelta, la
estufa. Jack le golpeó de nuevo. Lunk se incorporó.
—¿Te has bebido mi infusión?
—He soñado que lo hacía —respondió el criado con lengua estropajosa.
—¿Lo has soñado? Bien, ahora sueña que te levantas y me preparas un poco más.
Esto es lo que he conseguido por tratar de ayudarte.
Como tenía órdenes de su padre de despertarle temprano, Jack llamó a la puerta
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del dormitorio de sus padres hasta que su madre se levantó. Ella, a su vez, sacudió a
su marido hasta que saltó de la cama.
Después de que los tres hombres tomaron un desayuno ligero a base de filetes,
hígado, huevos, pan y mantequilla y miel, queso, «cebollas» de primavera, cerveza y
tisana, Lunk se marchó a enjaezar un carruaje y los dos Cage echaron a andar a través
de la granja.
Walt dijo:
—Hiere mi orgullo tener que aceptar algo de un Wiyr. Pero no creo que pueda
convencer a R’li para que reconsidere su decisión. Ya conoces su proverbial
obstinación.
Silbó unos instantes, frotando su dedo corazón contra el lado de su nariz.
Inesperadamente, se detuvo en medio de un obstáculo y agarró a su hijo por el
hombro.
—Dime, Jack. ¿Por qué renuncia a su parte esa sirena?
—No lo sé.
Los dedos se hundieron en la carne.
—¿Estás seguro? ¿No es nada… personal?
—¿Qué tratas de insinuar?
—¿No estás… —Walt parecía estar rebuscando en su mente una palabra que no
resultara demasiado ofensiva y lo resolvió con un…— liado con ella?
—¡Papá! ¿Con una sirena? ¿Cómo podría…? Además, no la veía desde hace tres
años. Y estuvimos solos muy poco tiempo.
Los dedos se aflojaron.
—Te creo.
Walt se pasó una mano por los enrojecidos ojos.
—Yo… no tendría que haberte formulado esa pregunta. No te reprocharía que me
hubieses golpeado. Era algo terrible de decir. Pero debes comprenderlo, hijo mío, este
tipo de cosa abunda más de lo que crees. Y yo sé lo seductoras que pueden ser las
sirenas. Hace veinte años, antes de casarme… bueno, hijo mío… tuve una tentación.
Jack no se atrevió a preguntarle si había sucumbido a ella.
Unos minutos más tarde se detuvieron a contemplar a un grupo de jóvenes sátiros
cuyo pelo de la espina dorsal y de los lomos empezaba a crecer espeso. Estaban
inclinados sobre sus manos y rodillas y desmenuzando la tierra del campo entre sus
dedos. De cuando en cuando apoyaban sus oídos contra el suelo, como si estuvieran
escuchando. Intermitentemente, sus dedos repiqueteaban duramente contra la corteza.
Su supervisor era un alto adulto cuya cola era tan larga que la llevaba trenzada y
recogida en una especie de moño que rozaba sus pantorrillas mientras andaba.
—Buenos días —dijo amablemente en inglés.
Sus ojos eran límpidos, no tenía el rostro abotargado, no mostraba ninguna huella
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de la larga fiesta nocturna de bienvenida. «Más raro que una resaca de horstel», decía
el proverbio.
Walt dijo:
—Oh Escuchador del Suelo, ¿cómo van las cosas?
Los dos hablaron grave y juiciosamente como dos viejos granjeros que se
respetan el uno al otro. Hablaron de la textura de la tierra, de su contenido en
humedad, y del día en que empezarían a arar. Hablaron de abonos, de rotaciones, de
animales de rapiña, y de rachas de sequía y de humedad. El Escuchador dijo que
había «oído decir» que habían muchas lombrices debajo de la costra, y habló de un
tipo de gusano más grande y más eficaz que había sido criado en algún lejano cadmus
croatanio.
Convino con Walt en que deberían tener una buena cosecha de «maíz». El
hombre, sin embargo, era pesimista acerca de las incursiones de alondras, colas de
oso, zorros pelados y sextones. El Escuchador rio; ellos pagarían su diezmo a los
sirvientes de la Madre Naturaleza, y en paz. A no ser que el impuesto fuera
demasiado elevado, en cuyo caso los Cazadores reducirían la población local de
bichos.
Terminó diciendo que sus hijos, los Comprobadores de Trueno, estaban en las
montañas tratando de localizar el pulso meteorológico. Cuando regresaran, él hablaría
de sus hallazgos con Walt.
Cuando se hubo marchado, el más viejo de los Cage dijo:
—Si todos fueran como él, no tendríamos ningún problema.
Jack gruñó. Estaba pensando en lo que habían planeado para él.
La granja era muy extensa. Había muchas cosas que Walt Cage consideraba
necesario revisar. De modo que habían transcurrido más de dos horas cuando los
conos blanco-marfil de las moradas Wiyr brillaron delante de sus ojos.
Incluso después de diecinueve años, Jack estaba fascinado. Su padre le había
prohibido, cuando era un niño, acercarse a ellas. Para Jack, aquello equivalía a
merodear en torno a ellas. El resultado había sido que sabía acerca de ellas tanto
como pudiera saber cualquiera que nunca hubiera entrado en una. Sentía mucha
curiosidad acerca de lo que ocurría debajo del suelo. En cierta ocasión había estado a
punto de preguntarle a uno de sus amiguitos horstels si podía visitarlas. El temor a las
consecuencias le había detenido. No sólo se expondría a severas sanciones humanas,
sino que las historias que había oído sobre lo que les sucedía a los que entraban allí
habían mellado su decisión. Ahora ya no creía en aquellos cuentos de viejas. Sin
embargo, no podía pasar por alto la prohibición de las autoridades humanas.
El Prado Cadmo (cada granja tenía un Prado Cadmo) era un extenso campo
alfombrado con hierba alfombra verde y roja, una planta lo bastante dura como para
crecer a pesar del pisoteo continuo de pies descalzos. Esparcidas de un modo
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irregular, unas docenas de estructuras de nueve metros de altura y forma de colmillo,
de algún material óseo, surgían del prado.
Viviendas cadmo, las llamaban, por Cadmo, el mítico fundador de Tebas, el héroe
que había aserrado los dientes del dragón y segado una cosecha de guerreros. Los
primeros terráqueos las habían bautizado correctamente, ya que cuando los terrestres
aumentaron suficientemente en número para sentirse fuertes, atacaron la comunidad
nativa más próxima. Y de las viviendas cadmo había surgido un número incontable
de guerreros, que rechazaron a los invasores, les dominaron y les desarmaron.
Entonces los aborígenes, si hubiesen hecho a los terráqueos lo que los terráqueos
pensaban hacerles a ellos, podrían haber resuelto el problema hombres-cadmos de
una vez para siempre. Ya que los extranjeros, desde una lejana estrella, habían
planeado asesinar a los nativos, y apoderarse de sus hogares subterráneos, y
esclavizar a los supervivientes.
Afortunadamente para los terráqueos, les dieron otra oportunidad. Se estableció
un contrato. Transcurrieron cien años de paz.
Luego los hijos de Dare, tratando de vivir de acuerdo con su nombre, rompieron
su palabra y declararon la guerra a los nativos dentro de su territorio. Sólo para
descubrir que los Wiyr no tenían fronteras nacionales y que todos los adultos de
Avalon estaban dispuestos a marchar sobre los extranjeros y aplastarlos en un día con
la fuerza del número.
Atrapada entre la presión externa de los cadmos y los problemas internos, la
nación de Farfrom estalló.
Una revolución derrocó a la dinastía reinante de los Dare. Farfrom se convirtió en
una democracia gobernada por un comité de ciudadanos. Se estableció un nuevo
contrato, así como la política de asilo para los delincuentes comunes y políticos
refugiados en una cadmo. Se abolió la pena de muerte. Las brujas ya no serían
quemadas.
La minoría de católicos y socinianos, descontentos por éstas y otras medidas, se
aprovecharon de la turbulencia para marcharse a zonas apartadas del continente de
Avalon.
Aislados de los otros hombres detrás de una alta cadena de montañas, los
socinianos abandonaron religión, ropas, casas e incluso lenguaje. Se hicieron
completamente nativos.
Treinta años después de que el martirizado Dyonis Harvie IV hubiera fundado el
estado que lleva su nombre, Dyonisa fue dividida por la guerra civil. Un cisma
político-religioso-social se tradujo en dos bandos contendientes: la Iglesia-en-
Suspenso y la Iglesia-en-Conveniencia.
Los Convenientes ganaron. Una vez más, los insatisfechos hicieron lo mejor que
podía hacerse en una región fronteriza. Conducidos por un arzobispo, Gus Croatan, se
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trasladaron a la gran península, que más tarde se convirtió en una nueva nación.
Convenientes y Suspensos coronaron a un nuevo jefe religioso, el caput, en cada
una de sus capitales respectivas, y pretendieron que era el jefe de la única iglesia
verdadera.
Los horstels sonrieron y señalaron a Farfrom, la cual también tenía un hombre
que negaba que alguien que no fuera él mismo era el vicario de Dios sobre el planeta
Dare.
La historia discurría a través de la mente de Jack mientras se acercaba al prado.
Fue interrumpida cuando se detuvieron delante de la cadmo más próxima. O’Reg, el
Rey Ciego, estaba de pie en la entrada fumando un cigarrillo en una larga boquilla de
hueso.
—Saludos, Oh Propietario de la Casa. Buena suerte, Oh Descubridor de la perla.
El Rey Ciego era pelirrojo, alto y delgado. No estaba ciego, y en aquella sociedad
anárquica un rey era algo desconocido. Pero ocupaba una posición que le daba un
título cuyo significado se perdía en la remota antigüedad. El más viejo de los Cage
preguntó si podía hablar con R’li.
—Allí está —dijo O’Reg, señalando hacia el arroyo.
Jack se giró y su pulso se alteró, ya que la sirena saliendo del baño era una visión
de belleza. Ella cantaba en voz baja mientras se acercaba, luego se detuvo y besó a su
padre. O’Reg rodeó con un brazo la esbelta cintura de su hija, y ella apoyó la cabeza
contra su hombro mientras hablaba con Walt.
De cuando en cuando sus ojos se desviaban hacia Jack y sonreía. Cuando su
padre hubo renunciado a conseguir que ella aceptara su parte, o al menos dijera por
qué no la quería, Jack había decidido ya mantener una pequeña charla con ella.
Cuando Walt empezó a hablar del esquileo con el Rey Ciego, Jack le hizo una
seña a R’li para que le siguiera. Fuera del alcance del oído de su padre, Jack dijo:
—R’li, tú sabías que no había ningún oso haciendo aquel ruido. ¿Por qué me
agarraste como si estuvieras asustada? No tenías miedo, y sabías que se trataba de un
árbol doliente. ¿No es cierto?
—Es cierto.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—¿No lo sabes, Jack? —replicó ella, y se alejó.
El Cage más viejo demoró un día más el llevar la perla a la ciudad. Los frecuentes
viajes que realizaba al cobertizo acorazado se habían convertido en un motivo de risa
para los miembros de la familia y los ayudantes contratados. Actuaba como si la gris
gelatina temblequeante formara parte de su propia carne. Venderla sería como
cortarse un trozo de sí mismo por dinero.
Jack, Tony y Magdalene, los más extrovertidos de sus hijos, se permitieron tales
bromas aquel último día que Walt tuvo que darse cuenta de que encontraban
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peculiares sus actos.
La mañana del cuarto día después de que la perla llegó a la casa, los dos Cage
varones más viejos, Lunk y Bill Kamel salieron de la granja en carruaje. Llevaban
cascos de madera de cobre y correajes de cuero, y pesadas manoplas. Walt conducía;
Jack y Bill portaban arcos repetidores; Lunk estaba sentado sobre la caja que contenía
la perla, con una jabalina en la mano.
A pesar de sus temores, recorrieron los siete kilómetros hasta la sede del condado
sin ningún incidente anormal. No surgieron salteadores del bosque exigiendo el
tesoro. El cielo estaba brillante y sin nubes. Las alondras cuchillo volaban en grandes
bandadas. Su canto de cuatro notas llenaba el aire. Volaban con un revoloteo de alas
verde-amarillas. De cuando en cuando, una de ellas desplegaba las enormes garras
rojas que les habían dado su nombre. En un momento determinado, una hembra se
acercó tanto que Jack pudo ver una diminuta bola de pelusilla pegada al vientre de la
madre. La cría giró su rostro y miró a los hombres con ojos moteados de negro.
En otro momento, un cola de oso apareció en el camino. Los unicornios, siempre
nerviosos, casi se desbocaron. Walt y su hijo tiraron de las riendas y lograron
retenerlos hasta que el monstruo, ignorándoles, desapareció entre los árboles.
Pasaron por delante de siete granjas. La zona norte de la capital no estaba muy
poblada, y era dudoso que lo estuviera en el futuro. Hasta entonces, los cadmos
habían denegado el permiso para más colonos, pretendiendo que alterarían el
equilibrio ecológico.
La granja Mowrey era la última que tenían que cruzar antes de llegar al puente
sobre el Arroyo Escamoso. El Vigilante se asomó a la ventanilla de su torre y agitó la
mano. Lunk y Bill le devolvieron el saludo. Jack observó que su padre fruncía el ceño
y mantenía las riendas fuertemente apretadas, de modo que decidió que si agitaba la
mano se crearía problemas.
Después de cruzar el puente y siguiendo la carretera en el lugar donde el Arroyo
Escamoso se vaciaba en el río Gran Pez, no vieron más Wiyr. A menos de que un
negocio reclamase su presencia, los Wiyr permanecían alejados de las grandes
ciudades.
La cumbre de una empinada colina les permitió una primera ojeada a Slashlark.
Su espalda daba a una gran colina, su rostro al ancho río. Poco imponente, consistía
en una larga calle principal y una docena de calles laterales. Edificios comerciales y
del gobierno, tabernas y el salón de baile se encontraban en la calle principal. Las
casas residenciales estaban en las vías secundarias.
Fuerte Slashlark se erguía en el extremo meridional de la ciudad. Sus
resplandecientes paredes de troncos rojos albergaban a un centenar de soldados.
Había muchas embarcaciones en los muelles. Los marineros cargaban pieles,
cuero, transparentes huevos de alondra, troncos, las primicias de la cosecha de lana, y
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caja sobre caja de bolas de totum invernales. Los que no trabajaban estaban sentados
en las tabernas, discutiendo con soldados libres de servicio y mirando a las mujeres.
La policía militar se aseguraba de que lo único que hacían era mirar. Aburridos,
los policías acechaban la ocasión de aporrear el duro cráneo de un barquero.
Los Cage avanzaron a través de la atestada calle. Walt dio una sacudida a las
riendas y gritó a un carro lleno de barriles de cerveza que estaba en ángulo recto con
el tráfico. Su conductor sudaba y blasfemaba en sus esfuerzos por dominar a sus
bestias; los cuatro unicornios estaban coceando, mordiendo, corneando y chillando
por algún motivo desconocido. Bruscamente, una pezuña se disparó y el hombre cayó
hacia atrás, atontado.
Cuando el desdichado hombre (sólo una de las muchas víctimas anuales de las
antojadizas bestias) fue arrastrado hasta la acera y el carro apartado a un lado, los
Cage siguieron su camino. Luego, un golfillo cruzó corriendo por delante de ellos, y
de nuevo sus dos animales trataron de escapar de la atestada calle.
Jack y Bill se apearon de un salto, agarraron a los sementales por los arreos y se
colgaron de ellos hasta que las bestias decidieron pararse. Después de lo cual, dejaron
a los resoplantes y temblorosos animales atados a la barra delante de la Casa de la
Reina, un edificio del gobierno.
Allí, el agente de una compañía de perfumes pesó la perla de resina, la dejó bajo
llave y redactó un recibo. Se disculpó por no poder pagar las cuatro mil libras que
valía. El recaudador de impuestos tendría que presenciar la transacción y cobrar el
«bocado de la Reina» sobre la suma. La Reina tenía unos dientes muy grandes. Sólo
dejó dos mil libras en el plato.
Aunque la cantidad era todavía importante, a Jack le dolió perder tanto. Y su
padre puso los ojos en blanco y juró por el alto cielo que los impuestos le estaban
arruinando, que lo mejor que podría hacer sería vender su granja, trasladarse a una
gran ciudad y reclamar el subsidio de paro.
Fue entonces cuando Jack intuyó el verdadero motivo por el que Walt había
tratado de convencer a R’li para que exigiera su parte. Siendo una cadmo, ella no
tendría que pagar ningún impuesto sobre su mitad; el impuesto de Jack, calculado
sobre una escala móvil, se habría reducido en dos tercios.
Más tarde, Jack estaba convencido de ello, su padre le hubiera sugerido a R’li que
él podría tomar el dinero que ella obtuvo de la venta. De esa manera, podría haber
estafado a la Reina casi las tres cuartas partes de sus derechos. Era un plan astuto,
pero la obstinación de los horstels lo había frustrado. No era de extrañar que hubiera
desplegado más de su vehemencia normal contra ellos.
Al salir de la Casa de la Reina encontraron a Manto Chuckswilly. El hombre
moreno les saludó cordialmente y les invitó a beber un trago en el Cuerno Rojo. Dijo
que en la taberna estaban reunidos unos cuantos ciudadanos locales.
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—A propósito, Jack, tu primo, Ed Wang, estará allí. Tiene muchas ganas de verte.
El corazón de Jack aceleró sus latidos. ¿Sería una reunión de la HK? ¿Iban a
invitarle a —o más bien a decirle— que se uniera a ellos?
Miró a su padre. Walt rehuyó sus ojos.
Jack dijo:
—Iré allí dentro de un rato. Antes tengo que visitar a la señorita Merrimoth.
—De acuerdo, hijo mío. Pero cuando llegues allí, dale la vuelta a un vaso de
media hora. En cuanto se haya agotado, regresa aquí.
Walt miró a Chuckswilly, el cual asintió su conformidad.
Pensativo, Jack se alejó. Le preguntó a Lunk cuanto tiempo llevaba el prospector
en la ciudad. El criado, que parecía saberlo todo sobre los movimientos de la gente,
respondió que Chuckswilly había llegado a Slashlark hacía un par de semanas.
Durante aquel tiempo, se presentó a sí mismo a todo el mundo que merecía una
presentación. Había dedicado mucho tiempo a las relaciones sociales y muy poco a
preparar una expedición a las Thrruk.
Que Jack supiera, Chuckswilly no había conocido a su padre. Durante la época
anterior a su escapatoria en busca del dragón, estaba seguro de que su padre no había
ido a la ciudad. Pero podía haberlo hecho mientras su hijo estaba en las colinas. Jack
no lo sabía; se olvidó de preguntárselo a Lunk. En cualquier caso, parecía obvio que
Walt y Manto Chuckswilly se conocían.
Los Merrimoth vivían en una gran casa de dos pisos en lo alto de una colina en
las afueras de Slashlark. Contigua a la de Lord How, era la mejor del condado. Algún
día, si se casaba con Bess, Jack sería su dueño, así como el dueño de las granjas de
Merrimoth, de su curtiduría, su almacén y el oro en el banco. Su esposa sería la más
guapa en muchos kilómetros a la redonda. Y él sería ya envidia de todos los jóvenes.
Sin embargo, una hora más tarde salió de la casa, insatisfecho y contrariado.
Nada había cambiado. Bess se mostró tan guapa y tan cariñosa como siempre. Se
había sentado en el regazo de Jack y le había besado hasta que, tras un intervalo
prudencial, se había presentado su tía. Luego, susurrando, ella había elaborado planes
para la boda.
Y Jack no sintió la excitación que cabía esperar. Ni había tenido valor para hablar
de su proyecto de ir a Farfrom. Había abierto la boca varias veces, pero se había
tragado las palabras al darse cuenta de que si proponía aplazar la boda cuatro años,
apagaría la luz de felicidad que ardía en los ojos de Bess.
Y no es que hubieran fijado una fecha concreta para la boda. Pero en Slashlark se
daba por sentado que uno se casaba lo antes posible y empezaba a tener hijos. Pedirle
ahora a Bess que se quedara sola en casa mientras él pasaba cuarenta y ocho meses en
una ciudad a tres mil kilómetros de distancia, sería imposible.
Un poco antes de marcharse se le ocurrió la idea de que podía llevarse a Bess con
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él, de que quizás a ella podría incluso gustarle el ir a lugares lejanos. Sintió un
momentáneo optimismo, que se apagó al recordar los fuertes lazos existentes entre
padre e hija. Lo más probable sería que el señor Merrimoth armase tanto jaleo que
Bess prefiriese quedarse en casa que desafiar a su padre.
Lo cual significaría, pensó Jack, que Bess amaba a su padre más que a él.
¿Por qué no preguntárselo a Bess y averiguarlo?
Lo haría. Aunque no ahora.
Más tarde, cuando tuviera tiempo para pensar en ello, y cuando la tía de Bess no
pudiera oírles.
¿O era todo un pretexto para demorar la solución?
Sincero consigo mismo aunque le doliera, tuvo que admitir que carecía de
redaños para poner sus cartas boca arriba.
De modo que echó a andar con más rapidez hacia el Cuerno Rojo. Necesitaba un
trago.
Jim Tappan, el propietario de la taberna, asintió cuando entró Jack.
—La habitación de atrás —dijo.
Jack llamó a la puerta. Ed Wang la abrió. En vez de dejar entrar a Jack en seguida,
sostuvo la puerta a medio abrir y pegó su cabeza a la abertura. Era evidente que no
quería que los que estaban detrás de él vieran que estaba diciendo algo. Sin embargo,
a juzgar por el barullo que reinaba allí, no tenía por qué temer que le oyeran.
Habló en voz baja:
—Escucha, Jack. No me comprometas en lo que respecta a Wuv. Saben que está
muerto. Yo se lo he dicho. Pero mi historia no es exactamente la que tú recuerdas.
Fríamente, Jack dijo:
—Sería un estúpido comprometiéndome a mí mismo de esa manera. Veré cómo
marchan las cosas antes de hablar. Ahora, déjame pasar, primo.
Ed se envaró. Jack empujó la puerta. Por un instante pareció como si Ed fuera a
apoyar el hombro contra la puerta para impedir que Jack entrara. Luego un
pensamiento, visible como la extraña expresión que se reflejó en su ancho rostro, le
hizo cambiar de idea. Se echó hacia atrás. Jack, sin vacilar, pasó junto a él.
Dentro había unos treinta hombres sentados sobre bancos duros y desnudos
contra las paredes. Veinte estaban en torno a una enorme mesa ovalada en el centro
de la habitación. Uno de ellos era Walt, que levantó una mano para señalar una silla
vacía junto a la suya.
La mayoría de los presentes interrumpieron sus conversaciones para mirarle. Sus
ojos, detrás de jarras levantadas o pipas encendidas, eran ilegibles. Jack sintió un
escalofrío. Supuso que podían haber estado discutiendo su validez como candidato.
La lista de los reunidos equivalía a un registro de la alta sociedad del Condado de
Slashlark: Merrimoth, Cage, Al Chuckswilly, John Mowrey, el sheriff Glane, Cowsky
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el maderero, el doctor Jay Chatterjee, el padre de Ed, Lex, el comerciante en pieles
Knockonwood.
Lord How no estaba presente, y a Jack no le sorprendió su ausencia. Se
comentaba a menudo que el anciano estaba demasiado encariñado con los cadmos de
su estado, y se insinuaba que en sus años mozos había experimentado un depravado
interés por las sirenas.
Sin embargo, el joven George How estaba aquí. Levantó una copa de piedra hacia
Jack en silencioso saludo y bebió. La cerveza se derramó sobre sus gruesos labios y
descendió por sus dos barbillas.
Jack le devolvió la sonrisa. A pesar de todo, George How era un buen compañero.
Sólo tenía un grave defecto. Cuando se trataba de beber, y sucedía a menudo, era el
mejor de los camaradas. Al principio. Y luego, en algún momento durante la velada,
se encaramaba súbitamente a la mesa, con la mirada fija, los labios baboseantes, y
empezaba a gritar lo mucho que odiaba a su padre. Cuando el tema se agotaba, o
cuando sus amigos dejaban de escucharle, se enfurecía contra ellos, acusándoles de
muchos defectos reales e imaginados. Luego se precipitaba contra ellos, agitando los
puños.
Los que le conocían estaban preparados y saltaban sobre él, le sujetaban, y le
echaban agua hasta que se tranquilizaba. Varias veces, sin embargo, se habían visto
obligados a golpearle en la cabeza o en el estómago. Exhibía dos líneas paralelas
oscuras en su alta frente, cicatrices producidas por amigos que proyectaron sus jarras
apaciguadoras con excesiva fuerza.
No importaba. Al día siguiente no recordaba lo que había hecho. Saludaba a los
que había atacado como si nada hubiese ocurrido.
Mientras Jack se sentaba, vio que Manto Chuckswilly era el único hombre que
estaba de pie. Y sentados junto a él había dos soldados del fuerte: el sargento Amen y
el capitán Gomes.
El buscador de hierro dijo:
—Jack Cage, ésta es una reunión informal, por así decirlo. No se encenderán
velas, nadie llevará careta y no se pronunciarán juramentos.
Sus labios se curvaron irónicamente.
—De modo que puedes actuar como desees, y no como un joven iniciado que
debería mostrarse respetuoso y atemorizado ante sus mayores.
Varios de los hombres más viejos le dirigieron una mirada inexpresiva.
—Ed Wang nos ha contado que fue atacado por Wuv y que se vio obligado a
matarle. También nos ha contado que tú le encontraste poco después. ¿Quieres
describirnos, con tus propias palabras, lo que sucedió? ¿Por favor?
Jack habló lenta y claramente. Cuando terminó, miró a Ed. El rostro de su primo
tenía la misma expresión que cuando Jack le había sorprendido encima del cadáver.
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—De modo que el sátiro tenía tres heridas en la espalda —dijo Chuckswilly—.
Señor Wang, no mencionó usted eso.
Ed se puso en pie de un salto y dijo:
—Le apuñalé cuando dio media vuelta para huir. Como todos los horstels, era un
cobarde. Sabía que me impondría a él, y sabía que iba a matarle.
—Hmmm, Jack, ¿qué estatura tenía Wuv?
—Más de un metro ochenta. Pesaba unos cien kilos.
Chuckswilly recorrió con la mirada la corta figura de Ed.
—Odio a los Wiyr —dijo—, pero no me permito a mí mismo cerrar los ojos a las
realidades. Nunca he visto un sátiro cobarde. Ni he oído hablar nunca de un caso
auténtico de uno de ellos atacando a un hombre. Sin ser provocado, claro está.
—Señor, ¿me llama usted embustero? Esas palabras reclaman un duelo, señor.
—Señor —replicó el hombre moreno—, siéntese. Cuando yo desee que se ponga
de pie, se lo pediré.
»Entretanto, caballeros, permítanme que les recuerde algo. La HK no es una
sociedad recreativa. Estamos en esto por sangre. Les hemos escogido a ustedes, la
crema de este condado, como el núcleo del capítulo local.
»Observen que he dicho “escogido”, no invitado. No necesito decir qué le
ocurrirá al que se niegue a unirse a nosotros. No correremos ningún riesgo. Y, a pesar
de nuestra aparente informalidad, somos una organización militar. Yo soy su general;
ustedes obedecerán mis órdenes sin discutirlas. En caso contrario, sufrirán el debido
castigo.
»Ahora… —Se interrumpió, frunció el ceño y le gritó a Ed—: ¡Siéntese, señor!
El cuello de Ed temblaba tanto que su cabeza se estremecía.
—¿Y si no lo hago? —farfulló.
Chuckswilly le hizo una seña al sargento Amen. El soldado, un hombre enorme,
sacó su mano de debajo de la mesa. Empuñaba un garrote de empuñadura nudosa. El
nudo golpeó en la boca a Ed. Cayó de espaldas, derribando la silla, y quedó tendido
en el suelo. Brotaba sangre de sus magullados labios; al cabo de unos instantes, se
incorporó, y escupió tres dientes. Sus ojos entrecerrados se llenaron de lágrimas
mientras apretaba un pañuelo contra su boca.
—Ahora siéntese, señor Wang. Y recuerde por favor que en el futuro no habrá
más muertes a menos de que yo dé la orden. Y no se preocupe ni se intranquilice por
la falta de acción inmediata. Llegará el día en que nadará en sangre.
Su rostro moreno y narigudo giró hacia los otros, y dijo:
—Si alguno de ustedes no está de acuerdo conmigo, puede denunciarme a las
autoridades. El sheriff Glane y el capitán Gomes están a su disposición. Ni siquiera
tendrán que salir de la habitación para denunciarme.
Algunos de los presentes se echaron a reír. Merrimoth se puso en pie y apuntó al
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buscador de hierro con una jarra.
—Señor Chuckswilly, es usted un hombre de los que me gustan. Práctico,
decidido y realista. Sabe cuándo hay que golpear y cuándo no. Brindo por usted y por
la HK.
Chuckswilly tomó una jarra y dijo:
—Por nosotros, señor.
Bebió. Los otros se levantaron y bebieron también. Sin embargo, no parecían
excesivamente entusiasmados.
—Ahora, Ed, ¿le importaría unirse al brindis? —dijo el hombre moreno—. No
tienen por qué existir resentimientos entre nosotros. Cuando estaba organizando en
Old City, tuve que matar a un hombre porque insistía en resolver una querella
personal con un sátiro. El tonto no podía comprender que hay que pensar en el futuro.
Ed apartó el pañuelo de su boca. Alzó lentamente una jarra y saludó con ella a su
jefe. Con una voz tan magullada como su boca, dijo:
—Por la condenación de todos los horstels, señor.
Chuckswilly dijo:
—Buen muchacho, Wang. Un día de éstos me dará usted las gracias por haber
puesto un poco de sentido común en su cerebro. Y ahora, por favor, tal vez le gustaría
contarnos lo que me contó a mí antes de la reunión.
Ed empezó con voz temblorosa, que se hizo más firme a medida que avanzaba en
su relato.
—Se trata de lo siguiente. Josh, el hijo del señor Mowrey, sabe lo que siento —
sentía— por Polly O’Brien. Ayer vino a decirme que la noche que ella huyó, él
regresaba a su casa desde la granja Cespito. Había estado cortejando a Sally Cespito y
era muy tarde, alrededor de las cuatro de la mañana. La luna brillaba aún en el cielo;
él caminaba deprisa porque estaba nervioso a causa de los hombres lobo. Como
ustedes saben, han sido vistos recientemente.
»Estaba a punto de llegar a la granja de su padre cuando oyó un carruaje que
cruzaba el puente del Arroyo Escamoso. Sintió curiosidad por ver quién estaba
levantado y viajando a aquella hora, de modo que se ocultó detrás de unos arbustos.
Y se alegró de haberlo hecho, ya que el conductor era un hombre enmascarado y a su
lado se sentaba una mujer encapuchada. En el asiento trasero había dos sátiros. No
supo, desde luego, quiénes eran los humanos. Pero uno de los horstels era Wuv. Está
seguro de eso.
»Josh dijo también que a pesar de no haber podido ver bien el rostro de la
muchacha debajo de aquella capucha, juraría que era O’Brien. Creo que es obvio que
ella buscó asilo en las viviendas cadmo de la granja Cage. Y creo que…
—Puede usted sentarse —le interrumpió Chuckswilly—. Señor Cage, por el
modo con que ha estado chupando su pipa, deduzco que tiene usted algo que decir.
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Walt se puso en pie y dijo con voz ronca:
—Yo no sabía absolutamente nada de que ella estuviera en mi granja. Créanme…
—Nadie sospecha de usted —dijo Chuckswilly—. Ella podía haber estado en la
finca de cualquiera. En realidad, conociendo a los cadmos, me sorprende que no la
ocultaran en la granja Wang. Pero la de usted, Walt, es el lugar más lógico, ya que es
el más próximo a las montañas.
Ed se levantó de nuevo.
—¡Si eso es cierto, Polly será llevada a las Thrruk alguna noche oscura! ¿No
creen que antes de que ocurra eso deberíamos registrar las viviendas cadmo y sacar a
Polly de allí y quemarla por bruja? Eso les demostraría a los horstels que no pueden
salirse con la suya siempre que quieran, y les demostraría a los humanos que hay
esperanza para ellos, que existe un grupo dispuesto a todo para imponer la justicia.
»Podríamos ir enmascarados y armados con bombas y aceite hirviendo. Pillarlos
dormidos, degollarlos, incendiar las viviendas cadmo. Y destruir sus bienes también,
sus cosechas, y árboles, y vino, y carne…
—¡Siéntese! —tronó Chuckswilly.
El padre de Jack se levantó y empezó a dar golpes sobre la mesa.
—¡Señor Chuckswilly! ¡Protesto! Si siguiéramos el plan de Wang, significaría
mucho más que la matanza de mis horstels. ¡Significaría mi ruina! Mi granja sería
destruida: ¿cómo podrían distinguir los atacantes mi propiedad de la de los cadmos?
Y no es sólo eso, sino…
—Siéntese, señor Cage. Por favor.
Walt vaciló, pero terminó por sentarse. Tenía el rostro enrojecido, respiraba
agitadamente, y se mesaba la barba.
—Tiene usted razón —dijo Chuckswilly—. La ruina de los propietarios podría ser
uno de los resultados del Día-HK, y no el más importante.
»No, por favor, silencio —dijo, acallando los súbitos rumores—. Permítanme que
me explique.
Se giró hacia la pared situada detrás de él y tiró hacia abajo de un gran mapa de
Avalon. Utilizó su daga como puntero.
—Cada una de esas cruces indica un grupo de viviendas cadmo. Los círculos
señalan los centros de población humana. Donde hay grandes pueblos o ciudades, hay
pocas viviendas cadmo. Los humanos son actualmente doce veces más numerosos
que los horstels.
»Pero en las zonas rurales, los horstels son más numerosos que los humanos. Eso
significa que el Día-HK, si se dejan las cosas tal como están, ellos dominarán zonas
tales como Slashlark.
»No estamos dispuestos a permitir que las cosas discurran de esa manera. Cuando
llegue El Día, simultáneamente con ataques nocturnos de nuestra Sociedad a cada
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vivienda cadmo, muchedumbres ciudadanas, inflamadas por discursos, bebida gratis
y promesas de botín, pasarán de las zonas urbanas a las rurales.
»Una vez entablada la lucha, el Gobierno se verá obligado a apoyar a los
ciudadanos. En particular teniendo en cuenta que muchos funcionarios son miembros
de la HK. Y la Reina, estoy seguro, espera una acción semejante para romper los
contratos con los cadmos y ordenar al Ejército que ataque.
»La HK es internacional. Nos aliaremos con los herejes para que los humanos
puedan actuar unidos. Una vez eliminados los horstels, nos ocuparemos del problema
de la herejía.
»Ahora, señor Wang, usted deseaba una acción inmediata. La tendrá. Hemos
planeado una expedición, pero no sobre las viviendas cadmo, sino contra un convoy
del Ejército que llegará por la carretera de Black Cliff hasta el fuerte. El convoy
transportará fusiles de chispa, proyectiles, bombas, y un cañón de vidrio, el cual será
muy útil para abrir las duras cáscaras de las viviendas cadmo.
»También habrá un carro lleno de lanzadores de llamas. Disparan un producto
químico que, si se vierte en las entradas, quemará o estrangulará toda la vida
subterránea.
Jack pensó. Si el Gobierno no se preparaba en secreto para la guerra y se oponía a
la HK, ¿por qué transportaba armas que parecían diseñadas específicamente para un
asedio a las viviendas cadmo?
La respuesta era obvia.
—… reunirse a las diez de la noche en el almacén de Merrimoth y decidir sobre
los detalles de la expedición. Los expedicionarios tendrán que hacer algo que no les
gustará. Tendrán que disfrazarse de sátiros, para que la Reina tenga la oportunidad de
echarles la culpa a los horstels.
La risita de Chuckswilly fue debidamente coreada.
—Ahora, señor Cage, el extremo que le preocupaba a usted. Tenía miedo de que
la HK se desmandara y destruyera o robara todo lo que estuviera a la vista. No iba
desencaminado del todo. Eso es lo que harían las muchedumbres ciudadanas, desde
luego. Ustedes, caballeros, viven lejos de las áreas cosmopolitas. ¡No saben lo
necesitados, lo hambrientos, lo desesperados que están los pobres! Con el
resentimiento alimentado en sus sórdidas viviendas, rodeados de hijos hambrientos,
odian la riqueza humana tanto como a los cadmos. Más, en realidad, porque
reprochan a la aristocracia y a los ricos la situación en que se encuentran, y apenas
tienen tratos con los horstels.
»De modo que el día que salgan de las ciudades no se limitarán a matar y robar a
los Wiyr. Con el sabor de la sangre en la boca, aprovecharán la oportunidad brindada
por el inevitable caos y se volverán contra aquéllos que poseen lo que ellos no han
tenido nunca.
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»Calma, calma… —Chuckswilly alzó una mano para acallar las protestas—. La
HK fue creada por más de un motivo. Nuestro objetivo primordial, desde luego, era
organizar y desencadenar el ataque. Pero casi tan fuerte era el deseo de contener a la
multitud, de conservar la ley y el orden. En resumen, protegernos contra un
antagonista casi tan peligroso como los cadmos: el rebaño humano.
»En consecuencia, sólo la mitad del Ejército será utilizado en los ataques a las
viviendas cadmo. La otra mitad quedará en reserva para actuar como fuerza de
policía y devolver a las multitudes a las ciudades una vez hayan realizado su tarea.
De modo, caballeros, que no deben sorprenderse por nada de lo que ocurra el Día-HK
. Se perderán vidas, quizá algunas de las de ustedes. Arderán casas y establos, se
destruirán cosechas. Los hambrientos sacrificarán reses y las devorarán. Fortificad
vuestras casas, encerrad vuestro ganado.
»Pero no os mostréis desalentados. Después de todo, vale la pena librarse de una
vez y para siempre de todas las bestias sin alma del campo. La victoria no vale nada
si se consigue fácilmente.
»Ahora, ¿alguna pregunta?
El padre de Jack volvió a levantarse. Se apoyó sobre unos brazos rígidos; sus
puños se apretaron contra la mesa. El sudor discurría por sus mejillas hasta su barba,
y su voz era tensa.
—Ninguno de nosotros preveía esta consecuencia. Especialmente un punto. Si no
lo he entendido mal, todos los horstels morirán. Eso no es lo que yo pensaba que iba a
pasar. Yo creía que se mataría a unos cuantos, para demostrarles quién es el amo aquí.
Y los supervivientes seguirían trabajando en los campos, pero como esclavos
nuestros, sin ninguna de esas tonterías acerca de compartir con ellos los frutos del
trabajo…
—¡Ni hablar! —Chuckswilly agitó la daga para subrayar su argumentación—.
Todos los cadmos deben morir. No podemos sustituir un problema con otro. Si
hiciéramos lo que usted sugiere, no tendríamos ningún lugar al que enviar a la gente
de la ciudad. ¿Cómo podríamos instalarlos en el campo si los horstels siguieran
viviendo en las viviendas cadmo? No. Una vez desaparecidos los Wiyr, los que no
posean tierras serán trasladados, lenta y ordenadamente, a las zonas menos habitadas.
Allí se convertirán en agricultores y granjeros.
—Pero… pero… —se atragantó Walt—. Ellos no saben absolutamente nada de
faenas agrícolas. Arruinarán el suelo, los huertos, los rebaños. Son ignorantes,
perezosos, sucios, torpes. Nunca nos prestarán la colaboración que obtenemos de los
horstels. Y no podremos confiar en ellos cuando se trate de repartir beneficios al final
de temporada. No son gente de palabra. El resultado será que nos veremos rebajados
a su nivel. ¡Seremos tan pobres como ellos!
—Posiblemente cierto —dijo Chuckswilly—. En un sentido lo es. Ustedes,
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caballeros, no tendrán que renunciar a ninguna parte de sus tierras ni compartirlas con
nadie. Su propiedad seguirá siendo suya. Los inmigrantes se convertirán en
asalariados, dependientes de ustedes. Serán, hasta cierto punto, horstels sin rabo. Pero
no tan independientes.
»Tendrán ustedes problemas, desde luego, para hacer entrar en vereda a esa gente,
enseñándoles a amar el campo como hicieron sus predecesores. Cometerán errores.
Sus tierras, durante una temporada, sufrirán por ello. Pero, finalmente, las cosas se
arreglarán y volverá a alcanzarse la anterior producción.
—¿Qué me dice de la gente que quedará en las ciudades? —preguntó el señor
Knockonwood—. Ahora tenemos ya bastantes dificultades para alimentarla. ¿No se
morirá de hambre en el intervalo?
—No más que antes. ¿Por qué? Porque sólo habrá que alimentar a la mitad de la
población anterior.
—¿Qué? ¿Por qué?
—¿Por qué? Piensen, caballeros. Lo que han visto hasta ahora es un futuro color
de rosa: los cadmos eliminados y toda la riqueza para ustedes. Pero ¿no se les ha
ocurrido que el horstel tiene conciencia de lo que se prepara? ¿Que luchará con más
encarnizamiento incluso que el humano, porque sabe que se trata de una guerra de
exterminio? ¿Que también ellos pueden haber fijado su Día-HK? ¿Quizá antes del
nuestro, a fin de dominar a la población rural y marchar después sobre las ciudades?
¿Que HK puede significar también, además de Horstel Killer, Human Killer?
Jack miró a Chuckswilly con creciente respeto. A pesar de lo brutalmente cínico
que era, era también honrado, inteligente y realista. Aquello era más de lo que podía
decirse para el resto de los hombres presentes.
Chuckswilly dijo:
—Se lo diré a ustedes en seguida, a fin de que los débiles de corazón puedan
fortalecerse a sí mismos: esperamos perder la mitad de nuestras fuerzas.
—¿La mitad?
—Sí… un precio terrible. Pero aunque me desagrada decirlo, es algo conveniente.
Creará más espacio. Pasarán un par de generaciones antes de que Avalon empiece a
superpoblarse de nuevo. Acabará también con la amenaza de revolución por parte de
los habitantes de las ciudades, los cuales, como ustedes saben, han intranquilizado a
la Reina desde hace algún tiempo.
»Será una época sangrienta, amarga. Caballeros, prepárense para lo peor.
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Tony le llevó el almuerzo a su hermano mayor. Encontró a Jack de pie en medio del
campo, agarrado a los brazos del arado y maldiciendo a las bestias.
—Cada vez que ven una sombra tratan de escapar.
He estado aquí desde el amanecer, y lo único que he hecho ha sido tranquilizar a
esos brutos.
—Sí, Jack, lo sé —dijo Tony—. ¿Por qué no almuerzas ahora? Tal vez después te
sentirás mejor.
—No se trata de mí. Son esos animales. ¡Daría cualquier cosa por el legendario
caballo! Dicen que era el mejor amigo del hombre. Uno podía tumbarse a la sombra,
y el caballo seguía tirando del arado y terminando la tarea.
—¿Por qué no uncir hombres al arado? Papá dice que los primeros hombres que
llegaron aquí hacían eso.
—Tony, cuando se planta por primera vez el maíz es muy delicado. Tiene que ser
enterrado profundamente, ya que de no ser así las raíces no prenderían.
»Papá dice que nuestro “maíz” no es como el que tenían en la Tierra. Dice que
esto es una planta que los horstels cultivaban para comer. Pero cuando ellos hacían
eso, no podían evitar que fuera delicada.
Jack desunció a los animales y los llevó al arroyo. Dijo:
—Tengo entendido que los unicornios que ahora utilizamos son una especie
enana. En otro tiempo había un hermano mayor que los horstels utilizaban para arar.
Era listo y manejable, como un caballo.
—¿Qué pasó con él?
—Quedó eliminado, como la mayoría de los grandes animales, en un solo día.
Eso es lo que dicen. Fue el día en que todo el hierro de la superficie de Dare estalló
de golpe, «¡boom!», y mató a todos los seres vivientes.
—¿Crees eso? —preguntó Tony.
—Bueno, mineros y prospectores han desenterrado los huesos de muchos
animales que ahora no existen. Y pueden verse las ruinas de grandes ciudades, como
la que está cerca de Black Cliff, como prueba de que una catástrofe las asoló. De
modo que es posible que sea verdad.
—Bueno, eso ocurrió hace mil años también, según dice el Padre Joe. Jack, ¿crees
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de veras que los horstels podían volar entonces?
—No lo sé. De todos modos, cuando todo aquel hierro saltó por los aires, podría
haber dejado con vida algunos animales buenos para el arado.
—¿Por qué no utilizas un dragón? —dijo Tony.
—Desde luego —dijo Jack. Rio entre dientes y empezó a almorzar.
Tony dijo:
—He leído que San Dionisio convirtió a un dragón. Lo utilizaba para labrar una
gran extensión de tierra.
—Oh, ¿te refieres a la historia de la época en que llegó aquí con sus discípulos
tras huir de Farfrom? Los horstels convinieron en que él y sus descendientes podrían
ocupar todo el terreno que pudieran rodear en un día con un arado. Y él les engañó
unciendo al arado el dragón cristiano y circunscribiendo nuestra nación actual.
—Sí, eso es. Maravilloso, ¿no? Me gustaría haber visto la expresión de los rostros
de aquellos horstels.
—Tony, no debes creer todo lo que oigas. Pero me gustaría tener uno de esos
monstruos. Apuesto a que podrían trazar unos surcos tan profundos como uno
quisiera.
—Jack, ¿has visto nunca un dragón?
—No.
—Entonces, si nunca has visto uno y sólo hay que creer lo que se ve, ¿cómo sabes
que existen esos animales?
Su hermano se echó a reír y le golpeó cariñosamente en las costillas.
—Si no existen, ¿quién ha estado robando nuestros unicornios?
Jack miró más allá de su hermano.
—Además, una sirena me dijo que había estado hablando con el que atacó
nuestros rebaños. De hecho, aquí llega ella. Pregúntale si no es verdad.
Tony hizo una mueca y dijo:
—Creo que voy a regresar a casa, Jack.
Su hermano asintió con aire ausente, concentrada su atención en la figura que se
acercaba, portando una especie de ánfora.
Tony frunció los ojos y los labios y se alejó a través de los árboles.
—Hola, Jack —dijo R’li en inglés.
—Hola —respondió Jack en lenguaje infantil.
R’li sonrió como si encontrara significativo que él utilizara aquel lenguaje. Jack
miró el ánfora que ella sostenía por una de sus asas.
—¿Vas a buscar miel?
—Es evidente.
Jack miró a su alrededor. No había nadie a la vista.
—Iré contigo. El arado puede esperar. Temo que si me pongo a trabajar ahora
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mismo sucumbiré a la tentación de matar a esos animales.
R’li tarareó la última canción que había llegado al condado: «Unce tu dragón a un
arado».
—Ojalá pudiera —dijo Jack.
Se quitó el sombrero, la chaqueta, las botas y los calcetines, y empezó a echarse
encima agua del arroyo. La sirena clavó el afilado extremo del ánfora en el blando
barro, luego penetró en el arroyo y se agachó.
—Si no te avergonzaras de tu cuerpo podrías hacer lo mismo que yo —dijo, en
tono burlón.
Jack miró a su alrededor y dijo:
—Me parece ridículo. Es decir, cuando estoy contigo.
—Me sorprende oírte admitir eso.
—Bueno, compréndelo. Los hombres necesitan ropas, pero lo natural es que los
horstels vayan desnudos.
—Oh, sí, nosotros somos animales… y no tenemos alma. Jack, ¿te acuerdas de
cuando éramos niños y tú solías venir a nadar con nosotros? Entonces no llevabas
pantalones.
—¡Era un chiquillo!
—Desde luego, pero no eras tan inocente como pretendías. Nosotros solíamos
reírnos de ti, no porque estuvieras desnudo, sino porque te considerabas terriblemente
malo y porque te sentías tan obviamente feliz sabiéndote —o creyéndote— pecador.
»Tus padres te lo habían prohibido. Y si te hubiesen sorprendido, la paliza que
habrías recibido hubiera sido algo inolvidable.
—Lo sé. Pero cuando ellos me decían que no podía hacerlo, tenía que hacerlo.
Además, era divertido.
—Entonces tú no estabas realmente convencido de que debías avergonzarte de tu
cuerpo. Ahora crees que lo estás. Has permitido que otros te convencieran.
»Sin embargo, comprendo por qué vuestras mujeres se ponen vestidos. Los
utilizan más para tapar sus defectos que para realzar su belleza.
—No seas maliciosa.
—No lo soy. Creo que es la verdad.
Jack se incorporó, se puso el sombrero y recogió sus ropas.
—Antes que nada, R’li, dime una cosa, ¿quieres? ¿Por qué renunciaste a la parte
que te correspondía de la venta de la perla?
R’li echó a andar hacia él a través del arroyo. Cada gota de agua en sus senos
resplandecía como un universo de cristal con un diminuto sol en el centro. De las
empapadas trenzas de la cola de caballo caían regueros sobre la arena. R’li recogió
los largos cabellos en su brazo izquierdo y los levantó a la luz. Vetas brillantes de
amarillo y rojo se reflejaron al sol.
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Los ojos púrpura-azulados de R’li se clavaron en los ojos castaños de Jack. La
mano derecha de la sirena hizo el gesto familiar hacia él. Se interrumpió. Jack inclinó
la mirada hacia ella. Su mano se extendió y tomó la de R’li.
Ella no retrocedió. Siguió la suave pero firme insistencia de la mano de Jack y se
dejó abrazar.
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Una semana más tarde, el convoy del Ejército fue asaltado. Eran las nueve de la
noche cuando los HK se disfrazaron de sátiros. Su disfraz no hubiera engañado a
nadie a una buena luz, ni a nadie que se fijara bien a una luz débil. A ellos no les
preocupaba. Sólo se disfrazaban para proporcionarles a los hombres de la Reina la
ocasión de acusar a los cadmos locales.
Cuando se acercaban a la taberna Puro Cristal, vieron que estaba muy iluminada.
Dentro, los soldados apuraban sus jarras o jugaban a los dados. Los carros estaban
alineados detrás del establo. Un sargento supervisaba el relevo de los animales de
tiro. Ni siquiera levantó la mirada cuando el primero de los expedicionarios asomó
por detrás del establo.
Dominar a los soldados de guardia resultó fácil. Los falsos sátiros surgieron de la
oscuridad, rodearon a los sorprendidos militares y los redujeron al silencio,
encontrando muy poca resistencia, un hecho asombroso. Aunque, pensó Jack
mientras ataba a uno de los individuos, ¿era realmente tan asombroso?
Ningún grito de aviso surgió de la posada, a pesar del inevitable ruido producido
por bestias y carros al ponerse en marcha. Una vez en la carretera, los asaltantes
abandonaron toda precaución y azuzaron a los animales. Sólo entonces se abrieron las
puertas de la taberna y los soldados, todavía con jarras o dinero en la mano,
empezaron a gritar y a maldecir.
Jack pensó que eran muy malos actores. Sus reniegos eran débiles, y podría haber
jurado que oía algunos mezclados con risas.
Durante la larga incursión, se había sentido audaz y bravucón. Estaba
decepcionado porque no había tenido que desenvainar su estoque de cristal duro.
Últimamente había estado deseando golpear a alguien o a algo. Un fardo pesado y
gris cabalgaba sobre sus hombros, y aunque se sacudía y pateaba no podía librarse de
él.
Incluso durante sus infrecuentes encuentros con R’li no podía librarse de aquella
ardiente rabia. Demasiadas de sus palabras eran como las de la primera vez que R’li y
él se habían besado.
Jack las recordaba muy bien. Él había susurrado que la amaba, que la amaba, que
no le importaba quién lo supiera…
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»Atrajo a R’li hacia él y juró que decía lo que sentía.
»En este momento, sí. Pero sabes que es algo imposible. La Iglesia, el Estado, la
Gente se impondrán.
»No se lo permitiré.
»Hay una manera. Ven conmigo.
»¿A dónde?
»A las Thrruk.
»No puedo hacer eso.
»¿Por qué no?
»¿Abandonar a mis padres? ¿Romper sus corazones? ¿Traicionar a la muchacha
con la que estoy prometido? ¿Ser excomulgado?
»Si de veras me amas, lo harás.
»Ah, R’li, eso es muy fácil de decir. Tú no eres un hombre.
»Si vinieras a las montañas conmigo tendrías algo más que a mí. Te convertirías
en lo que nunca serás en Dyonisa.
»¿En qué?
»En un hombre “completo”.
»No te comprendo.
»Te convertirías en un ser más equilibrado, más integrado psíquicamente. La
parte inconsciente de tu personalidad trabajaría mano a mano con la consciente. No
serías caótico, infantil, desentonado.
»Sigo sin saber lo que quieres decir.
»Ven conmigo. Al valle donde pasé tres años avanzando a través de los ritos de
aprobación. Allí estarás entre gente completa. Eres un hombre andrajoso, Jack. Eso es
lo que en nuestro idioma significa la palabra “panor” aplicada al género humano. El
andrajoso. La colección de remiendos.
»De modo que soy un espantapájaros. Gracias.
»Ponte furioso, si te sirve de ayuda. Pero no te estoy insultando. Quiero decir que
no conoces tus facultades. Están ocultas para ti. Estás jugando al escondite contigo
mismo. Negándote a ver el verdadero “tú”.
»Si tú eres tan… completa, ¿por qué me amas? Yo soy… andrajoso.
»Jack, potencialmente eres tan fuerte y tan completo como cualquier horstel. En
las Thrruk podrías convertirte en lo que deberías ser. Cualquier humano podría,
destruyendo esa barrera de odio y de temor y aprendiendo lo que a nosotros nos ha
costado tantos siglos y tantos esfuerzos aprender.
»¿Y renunciar a todo lo que he conseguido hasta ahora?
»Renunciar a todo lo que sea necesario. Conservar lo bueno, lo mejor. Pero no
decidas lo que es mejor hasta que hayas venido conmigo.
»Lo pensaré.
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»¡Piénsalo ahora!
»Me estás tentando.
»Echa a andar. Deja a los animales atados al árbol, el arado en su surco. Nada de
adioses. Echa a andar. Conmigo.
»Yo… no puedo. De esta manera…
»Por favor, nada de pretextos.
Desde entonces, Jack no podía librarse de la impresión de que había vuelto la
espalda a un sendero de mucha gloria. Durante un tiempo trató de convencerse a sí
mismo de que había pronunciado un «¡Vade retro, Satanás!». Al cabo de unos días
fue lo bastante sincero consigo mismo como para decirse que carecía de valor. Si
estuviera realmente enamorado, como ella había dicho, renunciaría a todo para
marcharse con ella.
Pero eso se aplicaba al matrimonio, y él no podría contraer nunca santo
matrimonio con R’li.
Él la amaba. ¿Tenía que pronunciar palabras sobre ellos un hombre con sotana?
Jack debía creerlo así, ya que no se había marchado con ella. Y ella había dicho que
la prueba de su amor residía en si se marchaba o no con ella.
No lo había hecho.
En consecuencia, no la amaba.
Pero él la amaba.
Golpeó el asiento del carro con su puño. ¡Él la amaba!
—¿Por qué diablos estás haciendo eso? —dijo el joven How, sentado junto a él.
—¡Por nada!
—¿Te enfadas por nada? —rio How—. Vamos, toma un sorbo de esto.
—No, gracias. No me apetece beber.
—Tú te lo pierdes. Bueno, a tu salud. ¡Ahhh! A propósito, ¿te has fijado en que
Josh Mowrey no estaba con nosotros?
—No.
—Bueno, Chuckswilly sí, y se puso furioso. Nadie sabía dónde estaba. O al
menos pretendían no saberlo. Pero yo lo sabía.
Jack gruñó.
—¿No estás interesado?
—Vagamente.
—¡Hombre, tú estás enfermo! Te lo diré, de todos modos. Ed Wang envió a Josh a
vigilar las viviendas cadmo de vuestra granja.
Jack se sobresaltó:
—¿Por qué?
—Ed cree que Polly no se ha marchado aún de allí.
How rio entre dientes y alzó de nuevo el frasco. Luego azotó a los unicornios, y
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cuando el carro hubo ganado velocidad gritó por encima del ruido:
—Ed es muy testarudo. Volverá a chocar con Chuckswilly.
—Chuckswilly le matará.
—Es posible. Si Ed no le hunde una daga entre las costillas. Ahora se hace el
humilde, pero se acuerda de aquellos dientes perdidos.
—¿Contra quién estamos luchando? ¿Contra los horstels? ¿O entre nosotros?
—Hay que resolver las diferencias de opinión antes de elaborar un plan de acción.
—Dime, How, ¿de qué parte estás tú?
—No me preocupa. Sólo espero que llegue el día en que empiece la gran lucha.
Bebió otro largo trago y miró a Jack.
Jack se preguntó si How se proponía atacarle. No era la primera vez que veía
aquella expresión concentrada.
—¿Quieres saber una cosa, Jack? El día HK verá cómo cambian de manos
muchas propiedades. Los horstels y los humanos sedientos de botín van a…
liquidar… a algunas personas. Cuando llegue ese día… Levantó el frasco otra vez y
dijo:
—Yo puedo convertirme pronto en Lord How. Desde luego, abrumado por la
pena, erigiré un monumento a mi anciano padre, caído en el sangriento torbellino de
El Día.
Jack dijo:
—No me extraña que tu padre piense que ha procreado un cachorro gordo,
estúpido e inútil.
—Cuidado con lo que dices, Cage. Cuando sea el Barón How, no olvidaré a mis
enemigos.
Tiró el frasco vacío. Las riendas estaban flojas en sus manos, y los unicornios,
captando la falta de control, aflojaron el paso.
—Te crees muy inteligente, Cage, y voy a demostrarte que no lo eres. Hace poco
tiempo, mentí cuando dije que no me importaba quien fuera el jefe de la HK. ¡Heeeh!
Siempre miento. Sólo para despistar a la gente. De todos modos, sé algo que tú
ignoras. Acerca de ese loco de Wang y esa buena pieza de O’Brien. Y de ese plebeyo
de Chuckswilly, también.
—¿De qué se trata?
How agitó un dedo maliciosamente.
—No tan aprisa. Calma.
How introdujo una mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó otro frasco de licor.
Jack le agarró por el cuello de la chaqueta y le obligó a acercarse más.
—¡Dímelo ahora mismo o te arrepentirás!
How agarró el frasco por el gollete y lo levantó para golpear a Jack. Pero éste se
le adelantó golpeándole el cuello con el filo de la mano. How cayó de espaldas en el
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interior del carro, donde fue recogido por los que viajaban allí.
Jack se hizo cargo de las riendas y se giró.
—¿Está muerto? —preguntó.
—Todavía respira.
Algunos de los hombres rieron ahogadamente. Jack se sintió mejor. Cuando su
mano se había disparado, le había parecido que descargaba mucho de su reprimido
furor. Lo único que le molestaba era lo que How había estado sugiriendo.
Durante los seis kilómetros que separaban Black Cliff de Slashlark, las bestias no
cesaron de ser hostigadas. Jack se preguntó cómo podrían resistir aquella marcha.
Cuando llegaran a la capital del condado estarían derrengadas. Y después de aquello
tendrían que dar un rodeo de un kilómetro para que los carros no fueron vistos en la
ciudad. Un total de siete kilómetros, antes de tirar de los carros otros siete hasta la
granja de Cage. Allí los carros serían llevados al establo, y las armas enterradas
debajo de un montón de heno del año anterior. Pero ¿resistirían los unicornios?
A media milla de Slashlark, Chuckswilly ordenó una parada. Fue entonces cuando
Jack, como todos los demás expedicionarios, descubrió que no estaba en el secreto de
todos los planes.
Unos hombres portando antorchas salieron del bosque, desuncieron a los
resoplantes animales cubiertos de espuma y engancharon otros de refresco.
Chuckswilly ordenó a los expedicionarios que se despojaron de sus disfraces de sátiro
y se vistieran con sus ropas.
Mientras se estaban cambiando, How se arrastró fuera del carro. Se frotó el cuello
y parpadeó a la luz de las antorchas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Te caíste y te golpeaste en la cabeza —dijo alguien.
—¿No estaba hablando contigo, Jack, cuando ocurrió eso?
—Sí.
—¿Qué estaba diciendo?
—Las tonterías de costumbre.
—¡Ja! ¡Ja!
How dejó de fruncir el ceño y miró con aire intranquilo a Ed, que estaba de pie
muy cerca. How sonrió y palmeó el hombro de Ed.
—¡Mira, Ed! ¡Todo marcha bien!
—Cierra el pico —gruñó Ed. Dio media vuelta y se alejó en la oscuridad.
Jack le contempló pensativamente. Su primo tenía aquella expresión salvaje en el
rostro. ¿Qué iba a hacer?
El convoy volvió a ponerse en marcha. Avanzó por el trozo de carretera que se
curvaba al oeste de Slashlark. Bruscamente, la cadena de montañas que bloqueaba su
vista de la ciudad desapareció y fue sustituida por una llanura. Penetraron en la
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carretera principal, la que seguía el Gran Pez hasta el Arroyo Escamoso. Allí, a
doscientos metros al sur del puente, los carros se detuvieron.
Chuckswilly dijo:
—Aquí es donde la mayoría de nosotros se marcharán a sus casas. Los
conductores seguirán hasta la granja de Cage y dormirán allí esta noche. Yo también
me quedaré allí. Sin embargo, necesitamos algunos hombres más para ayudarnos a
descargar.
Arreglados los detalles, los hombres que habían terminado su tarea se alejaron en
medio de la oscuridad. Los que vivían cerca, a pie; los que vivían lejos, en carruajes
que habían estado esperando allí toda la noche.
El hombre moreno conducía el carro de cabeza, How el segundo; Wang el tercero.
Jack no sabía quiénes eran los otros conductores.
El puente retumbó. Los hombres miraron por si despertaba el Vigilante y asomaba
su cabeza por una ventana de la torre. Respiraron mejor cuando dejaron atrás la alta
estructura de piedra sin haber llamado aparentemente la atención. En aquel momento,
una linterna brilló en la orilla del arroyo. El Vigilante avanzaba hacia ellos, con una
larga pértiga en el hombro y una cesta colgada de su costado. Por desgracia para los
expedicionarios, el horstel regresaba en aquel preciso instante de una excursión
nocturna de pesca.
Jack se giró para mirar detrás de él. Wang había parado su carro, reteniendo al
convoy, y se estaba apeando Empuñaba una jabalina con punta de cristal.
Jack arrancó las riendas de manos de How, paró a los animales y gritó:
—¡Hey, Chuckswilly!
Chuckswilly también se había detenido. Cuando vio lo que estaba ocurriendo,
aulló:
—¡Imbécil! ¡Vuelve a tu asiento y ponte en marcha!
Wang lanzó un grito estridente. No dedicado a su jefe. Al sátiro. Lanzó la jabalina
sin interrumpir su carrera.
Awn dejó caer la linterna y la pértiga y se arrojó al suelo. La jabalina pasó por
encima de su cabeza y fue a perderse en la oscuridad. Inmediatamente, Awn se
levantó de un salto y lanzó su linterna. Como Wang estaba corriendo hacia adelante,
empuñando el cuchillo, y no pudo esquivar a tiempo, la linterna se estrelló contra su
cabeza. Wang se derrumbó. El cristal de la linterna se rompió; el petróleo se extendió
en una charca llameante; lamió la cabeza de la forma inconsciente. El Vigilante
desapareció entre los árboles.
—¡El muy estúpido! —dijo Chuckswilly—. Tendría que dejarle arder.
No obstante, agarró los pies de Ed y le apartó del fuego.
Ed se incorporó, llevándose la mano a la boca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
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—¡Imbécil! ¿Por qué le atacaste?
Ed se puso trabajosamente en pie.
—No quería ningún testigo horstel.
—Y ahora tendrás uno y de peso. Wang, yo no había dado ninguna orden.
¿Tendré que hacerte saltar todos los dientes?
Ed replicó en tono lúgubre:
—Creo que Awn se ha encargado de eso.
Apartó la mano de su cara y mostró una boca ensangrentada. Escupió dos dientes
y movió un tercero, a punto de caer.
—Lástima que no te haya matado. Considérate bajo arresto. Regresa a tu carro.
Turk, tú conducirás. Knockonwood, vigila a Wang. Si hace cualquier movimiento
sospechoso, acaba con él.
—Sí, señor.
Una puerta se cerró de golpe. Los hombres miraron hacia la torre. Se oyeron
sonidos como de una palanca disparada a través de una ranura. Unas voces flotaron
hasta ellos. Una antorcha iluminó fugazmente la ventana del segundo piso.
Ed dijo:
—¡Mientras perdíamos el tiempo aquí, Awn se ha escabullido y se ha metido en
casa! ¡Ahora no podremos atraparle!
Las ventanas de los pisos tercero, cuarto y quinto se iluminaron y volvieron a
oscurecerse a medida que el Vigilante subía la escalera de caracol. El sexto
permaneció iluminado. De pronto, recortándose contra la luna, surgió del tejado una
larga varilla.
Jack no pudo precisar el color, pero supuso que estaba hecha de caro cobre.
Ocasionalmente, había visto aquellas pértigas extendidas desde los hogares de los
Vigilantes o de los conos de las viviendas cadmo. Ignoraba lo que eran, pero suponía
que eran utilizadas en la magia negra de los horstels.
El ver surgir una ahora, como el cuerno de un demonio, le intranquilizó. Wang
estaba próximo al pánico. Tenía los ojos desorbitados y los giraba de un lado a otro.
Chuckswilly dijo:
—Ya se ha hecho bastante daño. Vamos a marcharnos.
Se giró de espaldas para emprender la marcha.
Ed se agachó y cogió una piedra de gran tamaño. Antes de que Jack pudiera hacer
algo más que lanzar un grito de protesta, Ed había saltado hacia la espalda del jefe.
Chuckswilly debía tener la sensibilidad de un horstel, ya que empezó a girarse
incluso antes de que Jack aullara. Su mano descendió hasta la empuñadura de su
estoque. La piedra le alcanzó en la sien, y cayó boca abajo.
Al instante, Ed desenvainó la hoja del jefe y sostuvo su punta cerca del pecho de
Jack. Jack se inmovilizó.
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—Esto ha ocurrido un poco antes de lo que yo pensaba —rezongó Ed—. No
importa. George, átale las manos. Tappan, carga con Chuckswilly y ponlo en tu carro.
Átale también.
Jack dijo:
—¿Qué va a pasar?
Los ensangrentados labios de Ed se abrieron en una desdentada sonrisa.
—Sólo se trata de un pequeño plan mío, primo. A los jóvenes no nos convencen
los manejos superprecavidos de Chuckswilly. Queremos acción. Ahora mismo. Y no
voy a permitir que nadie se interponga entre Polly y yo.
»De modo que he reunido veinticinco hombres, “verdaderos” hombres, para
atacar esta noche a tus cadmos. Chuckswilly creyó que se marchaban todos a casa,
pero no lo hicieron. No tardarán en regresar.
En efecto, unos minutos más tarde se presentaron los amigos de Ed, el cual les
contó lo que había sucedido. Luego trepó al primer carro y la caravana reemprendió
la marcha a un paso vivo.
Jack fue subido al carro. Sus piernas y sus manos estaban atadas, pero no le
amordazaron. Gritó:
—Chuckswilly no perdonará nunca esto. Te matará.
—No lo hará. ¿Por qué? Porque en el ataque a los comeperros nuestro bravo
caudillo irá en vanguardia y morirá. Se convertirá en un mártir de la causa.
Ed estalló en una risotada. En medio de su risa, un brillante globo rojo, azul y
blanco, estalló en el lejano cielo.
—¡Ése es el cohete de Mowrey! —aulló Ed—. ¡Polly debe de estar abandonando
la vivienda cadmo!
Los látigos extrajeron sangre. La marcha se convirtió en un frenesí de gritos
exigiendo más velocidad, de violentas sacudidas cuando los carros, al tomar una
curva, se salían prácticamente de la calzada, de viento silbando contra el sudoroso
rostro de Jack, y de un inútil estirar y retorcer las cuerdas que rodeaban sus muñecas.
La carrera, que debió ser eternamente larga, transcurrió aprisa. Cuando hubo
rozado sus muñecas con las cuerdas hasta hacerlas sangrar, cuando hubo maldecido
hasta que la boca seca y la garganta irritada le impusieron silencio, el convoy había
penetrado en el corral de Cage.
Ed se apeó de un salto y fue a aporrear la cerrada puerta del establo. Zeb, uno de
los criados bajo contrato, asomó la cabeza por la abierta puerta del henil. Sus ojos se
agrandaron, y desapareció. Unos segundos más tarde la gran barra fue levantada y la
puerta del establo se abrió. Los carros entraron, unos detrás de otro. Ed le dijo a Zeb
que cerrara la puerta.
Jack, luchando por arrodillarse, vio a su padre que se levantaba de un montón de
pieles en un rincón oscuro. Tenía los ojos abotargados y las marcas rojas en un lado
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de su rostro demostraban que había dormido sin cambiar de postura.
Jack se preguntó por su madre y sus hermanas. Se suponía que lo ignoraban todo
acerca de lo que tenía que pasar. ¿Cómo podían dormir con todo aquel jaleo
producido por los unicornios, los rechinantes ejes de los carros, los golpes en la
puerta, los gritos? ¿Y su madre? Ella sabía que Walt se iba a quedar toda la noche en
el establo. ¿Qué pretexto podía inventarse Walt para engañarla?
En algunos aspectos, pensó Jack, éste era el complot menos profesional y menos
secreto que cabía imaginar. Claro que si su primo tenía éxito la cosa carecería de
importancia.
Resonó una llamada en la puerta. Zeb abrió la portezuela practicada en la puerta
grande. Entró Josh Mowrey. Estaba pálido bajo su piel morena, y se apresuró a
preguntar:
—¿Habéis visto mi cohete?
—Sí —dijo Ed—. ¿Qué significaba?
—He visto a Kliz, ya sabes, el Receptor de Alondras, bajando por la carretera
desde las montañas. Había estado fuera durante dos semanas, ya sabes.
Josh hizo una pausa para la confirmación que tan desesperadamente parecía
necesitar. Ed asintió.
—Ha entrado en una vivienda cadmo, la segunda a la izquierda de cara al arroyo,
ya sabes. Luego, hace cosa de una hora, ha salido con R’li y Polly O’Brien… Han
encendido una fogata y se han sentado junto a ella, hablando y asando costillas.
Llevaban un par de grandes sacos, de los que se utilizan para los viajes largos. Yo
vigilo. No pasa nada. Pero yo pienso. Si Polly se deja ver así, sólo puede significar
una cosa. ¿Sabes?
Súbitamente empezó a estornudar y toser. Cuando hubo dominado el acceso, dijo:
—Maldita sea, Ed, ¿no podríamos hablar fuera? Sabes que no puedo estar cerca
de un unicornio sin que me den esos ataques de asma.
—¿Para que todo el mundo se entere en Slashlark de lo que está pasando?
Quédate aquí. Y ahórrate los detalles. No estás escribiendo un libro.
La expresión de Josh reveló su disgusto.
—Bueno, si me ataca el asma, no seré bueno para luchar. En cualquier caso, para
mí significa que ella se dispone a marchar hacia las Thrruk. Pero ¿qué está
esperando? No puedo decirlo; estoy demasiado lejos para oírles. Y no me atrevo a
arrastrarme hasta más cerca. Ya sabes cómo son esos horstels, Ed. Pueden olerle a
uno a un kilómetro de distancia y oír como se le cierra un párpado. ¿No es cierto?
Ed gruñó:
—¡Al grano, Josh, al grano!
—¡Malditos animales! No te enfades, hombre. Bueno, decidí acercarme más, de
todos modos, porque soy un buen cazador al acecho, ya sabes. Entonces vi algo que
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llegaba a través de los árboles. Cuando estuvo lo bastante cerca como para precisar
sus contornos, se me erizaron los cabellos. No en sentido figurado, Ed. «Se me
erizaron». ¡Y me sentí feliz de encontrarme donde estaba! Tendrías que haberlo visto.
La voz de Wang se estaba haciendo estridente.
—¿Visto qué?
—Grande como una casa. Dientes tres veces más largos que los de un oso. Una
cola que podía derribar un árbol. A pesar de que no lo creía…
—¿Quieres morir? —¡Era un dragón!
Josh miró a su alrededor para absorber el asombro y el miedo que había creado.
Wang pareció intuir que si no hacía algo en seguida, perdería su mando. Gritó:
—¡De acuerdo! Dragón o no, vamos a atacar. ¡Descargad este material! ¡Si no
estáis seguros de cómo funcionan las armas, leed las instrucciones! ¡Y daos prisa!
¡No falta mucho para el amanecer!
Inmediatamente, Jack se dio cuenta de dos cosas. Chuckswilly había recobrado el
conocimiento, y le estaban ayudando a bajar del carro de Tappan. Y su padre estaba
avanzando hacia él, ignorando los saludos de todos, mirando a su hijo con una
expresión helada. Sostenía la cimitarra en su mano izquierda. Sus ojos estaban
enrojecidos e hinchados de lágrimas, y su barba estaba empapada.
—Hijo mío —Walt habló en un tono tan bajo, tan fuera de carácter, que Jack se
asustó—. Tony nos dijo a tu madre y a mí una cosa que no pudo callarse por más
tiempo.
—¿Y fue…?
—Te vio besar a ésa… a esa sirena, R’li. Y acariciarla.
—¿Y bien?
Walt no levantó la voz.
—¿Lo admites?
Jack se negó a inclinar los ojos delante de los de su padre.
—¿Por qué no? No estoy avergonzado de ello.
Walt rugió. Levantó la cimitarra. Ed le agarró el brazo y se lo retorció con tanta
fuerza que la hoja cayó al suelo. Walt boqueó de dolor y se sujetó la muñeca, pero no
se inclinó a recoger el arma. Ed, en cambio, se agachó rápidamente y se apoderó de
ella.
Mientras Walt estaba allí de pie, respirando trabajosamente, sus ojos parecieron
observar por primera vez el hecho de que su hijo y su jefe estaban atados.
—¡Chuckswilly! ¿Qué es lo que pasa? El hombre moreno, fantasmal con la
sangre seca pegada a un lado de su rostro, lo explicó.
Walt no pudo moverse. Los acontecimientos se estaban produciendo con
demasiada rapidez para él. Atacado por dos lados, no pudo decidir en qué sentido
golpear. En consecuencia, se quedó quieto.
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—Esta noche atacaremos a sus cadmos —le dijo Ed—. ¿Va usted a ayudarnos? —
inquirió, haciendo oscilar significativamente la cimitarra.
—Es una revuelta, ¿verdad? —susurró Walt—. ¿Qué ha hecho Jack? ¿Ponerse de
parte de Chuckswilly?
—Oh, Jack no es problema —dijo Ed alegremente. La magia del hierro en su
mano le había estimulado—. Jack ha perdido por un instante la cabeza. Pero ya se ha
dado cuenta de su error. ¿No es cierto, primo?
»El testimonio de que estaba haciendo el amor con una sirena bastaría para
condenarle a muerte en el acto. Pero, después de todo, sólo buscaba un poco de
diversión. ¿No es cierto, Jack? Y las sirenas son atractivas. Ya sé que a Bess
Merrimoth no le gustaría oír eso. Pero no va a enterarse, ¿verdad, Jack? ¿Por qué?
Porque vas a matar en primer lugar a… ¿Adivinas a quién?
Jack dijo lentamente:
—A R’li.
Ed asintió.
—Ésa es la única manera de redimirte a ti mismo. Borrarás tu pecado y harás las
paces conmigo, así como con la Iglesia. Permíteme que te recuerde que, a partir de
ahora, en este condado será muy importante estar en paz conmigo.
Las cuerdas de los dos hombres fueron cortadas. Y a pesar de que Chuckswilly
era ahora su prisionero, no fue tratado con rudeza.
Uno de los hombres que descargaban el carro dijo:
—Ed, ¿qué vamos a hacer? Todas esas armas, y nadie sabe cómo hay que
manejarlas…
—Desde luego —dijo Chuckswilly en tono burlón—. Tenéis tan poco seso que no
os habéis parado a pensar que necesitaréis mucho entrenamiento para familiarizaros
con ellas. ¿Por qué creéis que insistí tanto en cancelar la expedición? ¿De qué sirve
un fusil si no se sabe cómo hay que cargarlo? ¿Quién sabe manejar ese cañón de
cristal? ¿Y los lanzallamas? ¡Ignorantes destripaterrones, habéis fracasado antes de
empezar!
—¡Que te crees tú eso! —galleó Ed—. Hombres, si habéis leído las instrucciones,
cargad vuestras armas.
Nombró a un grupo como cañoneros y a otro para empujar la máquina sobre sus
ruedas. Al cabo de una hora, había aleccionado a sus hombres.
—No disparéis hasta que estéis tan cerca que no podáis fallar. Quedarán
paralizados sólo con el ruido.
—Y lo mismo les ocurrirá a tus hombres, la primera vez que aprieten el gatillo —
murmuró Chuckswilly.
Poco después, todo el grupo marchaba carretera abajo. Chuckswilly y Jack iban
en cabeza. Ambos estaban armados con estoques, pero cada uno de ellos tenía a un
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hombre apuntándole con una pistola unos cuantos metros detrás.
A Ed le había proporcionado valor y exaltación el contacto con el fabuloso acero.
No dejó de canturrear y de engatusar a sus hombres hasta que llegaron a un pequeño
sendero que se desviaba de la carretera para adentrarse en el bosque. Conducía a
Prado Cadmo. El plan era seguir el sendero, arrastrando el cañón detrás de ellos,
hasta desembocar en campo abierto.
En el bosque, las ruedas del cañón se hundieron en el blando barro. El esfuerzo de
toda la compañía no logró hacerlo avanzar.
Ed blasfemó y dijo:
—Abandonémoslo. No lo necesitaremos, de todos modos.
Desalentados por la pérdida, nerviosos por lo que les esperaba y por su
desconocimiento de las armas de fuego, los miembros de la HK reanudaron la
marcha. Cuando un arma entrechocaba ruidosamente con algo o un hombre aplastaba
unas ramitas, los demás siseaban reclamando silencio.
Por fin, sólo unos cuantos arbustos les separaron del ancho campo abierto.
Delante de una de las entradas del cadmo resplandecían los restos de una fogata, pero
no había ningún horstel a la vista.
—Los lanzallamas al frente —ordenó Ed. Su voz era tensa, y se giró
rabiosamente para reprender a Josh por su inoportuna tos asmática.
—Hay doce viviendas cadmo. Cuando yo dé la señal, disparad a los agujeros de
las ocho exteriores. Dos hombres montarán guardia en cada una de las otras dos
entradas. Liquidarán a cualquiera que intente salir al exterior. El resto se dividirá en
las dos mitades previstas. Mis hombres me seguirán al agujero de la vivienda cadmo
situada a mano derecha. Los otros seguirán a Josh a la de la izquierda. Chuckswilly
irá delante de mí; Jack delante de Josh. Walt, ¿con quién quiere ir usted?
Los ojos del viejo Cage se desorbitaron. Agitó la cabeza y dijo con voz ronca:
—No lo sé. Con quien tú quieras que vaya.
—Con su hijo, entonces. Tal vez pueda usted evitar que se cambie de chaqueta y
se ponga del lado de los horstels.
El Walt conocido por Jack habría golpeado a Ed por aquel insulto. Éste agitó la
cabeza y dijo:
—Muchachos, no es necesario quemar todo lo que hay almacenado bajo tierra.
Hay lo suficiente para que todo el mundo se lleve a casa y quede bastante para mí.
Después de todo, es mi propiedad. No hay que destruirla absurdamente. No sería
humano hacerlo.
Jack gritó:
—¡Papá, por el amor de Dios! ¿Incluso en un momento como éste? ¿Y la
sangre…?
El puño de Ed le redujo al silencio. Retrocedió unos pasos, con una humedad
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salada en la boca.
Walt parpadeó como si no pudiera comprender a su hijo.
—Ahora que has hecho… lo que has hecho, ¿en qué otra cosa tengo que pensar?
Inmediatamente después iniciaron su cauteloso avance a través del prado.
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La luna brillaba con plenitud. No hacía viento. El único sonido era el roce de zapatos
a través de la hierba, y una tos ahogada, la tos asmática de Josh Mowrey, que
provocaba maldiciones no menos ahogadas.
Los círculos en las bases de las viviendas cadmo estaban negros y aparentemente
vacíos. Jack no pudo evitar el visualizar ojos acechantes desde las sombras y manos
aferrando arcos y lanzas. En aquel preciso instante, una flecha podía estar apuntando
a su pecho sin coraza…
Ed le susurró a Mowrey:
—¿Dónde crees que está Polly? ¿Es posible que se haya marchado antes de
nuestra llegada?
Josh puso los ojos en blanco y respondió:
—No lo sé. No es ella la que me preocupa. Lo que me gustaría saber es dónde
está el dragón.
Ed resopló y dijo:
—El único dragón que viste salió de una botella.
—¡No es cierto! Cuando bebo, no tengo asma. Y ahora puedes oírme toser, ¿no?
Pero ¿dónde diablos puede estar?
Como si le hubieran oído y le contestaran, se oyó un bufido directamente detrás
de ellos. Ninguno de los hombres había oído nunca nada semejante, un rugido gutural
que hacía que el de un oso pareciera atiplado.
Giraron sobre sí mismos; gritaron.
El ser que salía del bosque parecía dos veces más alto que un hombre alto; corría
sobre dos recias patas erguido el cuerpo en forma de columna. Las patas eran corvas
como las extremidades posteriores de un perro a excepción de los pies, de los cuales
sobresalían cinco dedos enormes para soportar su peso. Dos brazos se extendían en
ángulo recto. Comparados con las extremidades inferiores, parecían diminutos. En
realidad, eran tan gruesos como el cuerpo de un hombre. Cada una de sus manos de
tres dedos empuñaba una porra, un tronco de árbol joven.
Los dientes brillaban malignamente a la luz de la luna.
Su rostro era una mezcla de animal y de hombre: una recia cresta de cartílago
sobre la calva coronilla, una alta frente, gruesos surcos supraorbitales, orejas en
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forma de lira, un hocico canino, una pesada mandíbula hominoidea, una barbilla
saliente y una perilla rojiza. Una docena de pelos gruesos como un lápiz brotaban de
las comisuras de sus fruncidos labios.
Mientras cargaba con un sonido que resonaba en el bosque circundante como el
trueno de las nubes, otro bufido llegó de la orilla del arroyo. Los hombres se giraron
para ver a un segundo dragón.
Ed, gritando como un unicornio enloquecido, logró hacerse oír por algunos de sus
hombres:
—¡Los lanzallamas! ¡Disparad contra ellos con vuestros proyectores! ¡El fuego
los asustará!
Pero los hombres no estaban familiarizados con sus aparatos. El miedo no
ayudaba a sus temblorosos dedos. Y la mitad de los doce que portaban el equipo lo
descargaron de sus espaldas y echaron a correr.
Uno logró disparar su lanzallamas. Un largo chorro rojo se proyectó hacia
adelante a través de la oscuridad y fue a caer, no sobre el monstruo, sino sobre un
grupo de hombres. Frenéticamente, el lanzador desvió el aparato de ellos y lo enfocó
hacia el dragón. Demasiado tarde para media docena. Gritando, golpeando sus ropas,
retorciéndose en el suelo, ardieron. Uno de ellos echó a correr hacia el arroyo. A
medio camino cayó y no volvió a levantarse.
Las llamas obligaron al animal a detenerse, a girar sobre sí mismo, a correr
alrededor de los hombres con la esperanza de situarse detrás de ellos, donde el
proyector no pudiera alcanzarle sin freír a otros hombres.
Ed aulló:
—¡Disparad vuestras armas contra sus vientres! ¡Son blandos!
Levantó su pistola de dos cañones y apretó los dos gatillos.
La explosión inmovilizó a los dos monstruos. Giraron sus cabezas a uno y otro
lado. Sin embargo, ninguno de los dos pareció haber sido alcanzado. Ni una gota de
sangre brotó de sus blancos abdómenes.
Algunos de los hombres se envalentonaron. También ellos alzaron sus pistolas y
escopetas y apretaron los gatillos. Cuatro o cinco fallaron. Una docena ladraron.
Un hombre cayó, alcanzando en la espalda por un camarada que había disparado
sin apuntar.
Los hombres volvieron a cargar. El miedo ponía frenesí y torpeza en sus
movimientos; derramaban la pólvora y dejaban caer los proyectiles.
Silenciosamente, los dragones cargaron. Estaban demasiado cerca para ser
detenidos, y los lanzallamas no podían alcanzarles sin rociar a los hombres. Además,
uno de los animales arrojó una porra sobre las cabezas de la multitud. Golpeó al que
manejaba la llama en el pecho y le derribó, inconsciente o muerto, al suelo.
El abandonado proyector se vació por sí mismo a través del prado.
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Un coloso se dirigió hacia Jack, con su gruesa cola agitándose de un lado a otro.
Jack se dejó caer al suelo a tiempo para oír el «whish» de carne blindada fallando por
muy poco el aplastarle el cráneo. Oyó también el golpe que quebrantó los huesos del
hombre que estaba detrás de él.
Durante unos segundos permaneció tumbado en el suelo, temblando
incontrolablemente. Cuando se hubo dominado lo suficiente para levantar la cabeza,
vio que el hombre que había sido golpeado era su padre. Estaba caído de espaldas y
su boca burbujeaba sangre. Su brazo derecho estaba doblado por debajo del codo en
un ángulo grotesco.
Jack no tuvo ocasión de ver nada más, ya que un cuerpo enorme se precipitó
contra él. Una vez más pegó su pecho al prado mientras el suelo y él retemblaban. Un
pie de cinco dedos tan largos como su brazo aplastó la tierra junto a su cabeza. Se
alzó, aparentemente hasta el cielo, y Jack no volvió a verlo.
Pero no se incorporó, ya que detrás del primer dragón llegaba el otro, aferrando a
George How entre sus dientes. George gritaba y se retorcía. Las quijadas se cerraron
un poco más. El rollizo joven, como una salchicha distendida rompiéndose por ambos
extremos debido a la presión en el centro, derramó sangre por la cabeza y los pies.
Profirió un penetrante alarido:
—¡Padre!
Y quedó siniestramente inmóvil.
El primer dragón giró la cabeza y habló. Sonó como si dijera, en lenguaje horstel
infantil:
—Te diviertes, ¿eh, hermanita?
El segundo no respondió. Mordió a través del cuerpo de George y las porciones
seccionadas cayeron al suelo, cerca de Jack. La nariz de George estaba a sólo unos
centímetros de la de Jack. Los ojos del muerto estaban abiertos y parecían decirle a
Jack: «Ahora te toca a ti».
Jack se levantó de un salto y echó a correr. No se dirigía a ningún sitio en
particular, o no hubiera huido hacia la vivienda cadmo más cercana.
Al llegar a la entrada se lanzó de cabeza. No sabía si el suelo estaba a una
profundidad de veinte centímetros o de veinte metros. En realidad, el suelo de tierra
desnuda se hallaba al mismo nivel que el prado exterior. Entonces y sólo entonces se
atrevió a detenerse en su huida, para mirar atrás.
Otros habían tenido la misma idea. Corrían hacia su refugio. Ed iba en cabeza,
moviendo desesperadamente sus cortas piernas y su brazo extendido, con la cimitarra
formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con su cuerpo.
Antes de que Ed y los hombres que corrían detrás de él llegaran a la vivienda
cadmo, otro hombre se levantó de entre los aparentemente muertos y trató de unirse a
los primeros. A medio camino a través del prado pudo oírse la tos asmática de Josh
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Mowrey. Los dragones, en aquel momento, habían dejado de rugir, y ninguno de los
heridos estaba gimiendo. Por espacio de unos treinta segundos, quizá, se produjo uno
de aquellos caprichosos silencios que salpican incluso las batallas más ruidosas. Un
silencio interrumpido únicamente por la respiración desesperada y chirriante de Josh.
Uno de los dragones cargó. Sus pasos retumbaron; se convirtió en una figura
bestial perfilada contra la luna, proyectando su sombra sobre el pigmeo que corría.
Un enorme brazo se alzó. La porra en su mano era una cuerda siniestra bisectando el
brillante círculo en el cielo. Colgó allí por espacio de un segundo y luego cayó. Se
oyó un fuerte crujido.
La tos asmática quedó truncada. Josh fue arrojado hacia adelante por su propio
impulso más el proporcionado por el golpe. Se deslizó cinco o seis metros sobre la
ensangrentada y resbaladiza hierba, se deslizó sobre su pecho, ya que no tenía cabeza.
Luego la visión de Jack quedó cortada al ser obligado por la multitud a retroceder
en la vivienda cadmo.
Jack pasó un momento de apuro, pero se dio cuenta de que tenía una ventaja
sobre los recién llegados. Ellos estaban silueteados contra la luna y no podían verle a
él. Resultó fácil golpear la muñeca de Ed con su puño y hacer caer la cimitarra que
empuñaba.
Ed aulló y trató de agarrar a su atacante con su mano ilesa. Su primo agarró la
hoja y emergió de la oscuridad.
—¡Atrás! —gritó Jack—. ¡Atrás o te parto en dos! Una chispa saltó en medio de
las sombras. Un rugido y un relámpago. Algo silbó tan cerca de su oreja que rozó el
lóbulo. Se agachó a tiempo para escapar a otra andanada sobre su postrado cuerpo y
se amontonaron encima y alrededor de él.
Nadie sabía dónde estaba el enemigo. Se golpeaban unos a otros, gritaban,
palpaban en busca de Jack, y se veían recompensados con unos cuantos golpes.
Un momento después la luz dispersó el caos. Una antorcha penetró en el agujero
de la vivienda cadmo y les mostró lo que les rodeaba. Pero ninguno de ellos pensó en
Cage. La mano que empuñada la tea flamígera era enorme y tenía tres dedos.
Las paredes del lugar en el que se encontraban estaban formadas por una
sustancia dura y parecida a la madera. No había más salida que el agujero a través del
cual habían entrado. De existir algún pasadizo había sido tapado tan hábilmente que
no podía verse ninguna línea de demarcación. Si los invasores querían ir más adelante
tendrían que abrirse camino a base de bombas. Y mientras permanecieran en el cono
no podían hacerlo. Y mientras el dragón esperase fuera, los hombres no podían
moverse de allí.
Impasse.
Cuatro hombres portaban armas de fuego. El otro se había quedado sin pólvora.
No fue valentía sino desesperación lo que impulsó a Jack a cargar contra el
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animal que sostenía la luz.
Salió al descubierto, se encaró con el monstruo, vio que el canino izquierdo en su
boca abierta estaba ennegrecido por la caries —recordó eso más tarde— y blandió la
cimitarra. Su agudo filo cercenó el pulgar que apretaba un lado de la antorcha; dedo y
antorcha cayeron juntos al suelo.
Jack se agachó a recogerla. Mientras lo hacía, un chorro de sangre de la herida
salpicó su cuello. Un rugido le ensordeció, y las ondas de sonido rebotaron de una
pared a otra de la angosta cámara. Jack se incorporó, se giró, y arrojó la tea todavía
encendida a los hombres.
Ocurrieron varias cosas al mismo tiempo. Observó que el pulgar del dragón aún
estaba curvado alrededor de la antorcha, con su larga uña incrustada en la madera.
Detrás de él, el rugido se transformó en un patético gemido seguido de un lamento en
lenguaje infantil:
—¡Mi pulgar, hombres! ¡Devolvedme mi pulgar!
Jack no prestó ninguna atención al dragón. Miró hacia la pared situada detrás de
los hombres, ya que se estaba abriendo. Un iris alto como un hombre estaba partiendo
la sustancia parda y lustrosa.
Jack renunció a su plan de tratar de eludir al dragón y huir hacia los bosques. En
vez de eso, decidió pasar a través del grupo y penetrar en el agujero recién abierto.
Confió en que el tiempo ganado cuando los expedicionarios habían tirado sus armas
para proteger sus ojos del fuego de la antorcha sería suficiente para un buen
lanzamiento de cabeza.
Lo fue.
Sus enfurecidos perseguidores gritaron. Una pistola disparó. Jack dio la vuelta a
una esquina y se encontró en un angosto pasillo. Detrás de él, los sonidos se
interrumpieron como si acabara de cerrarse una puerta.
Un momento más tarde se dio cuenta de que aquello era exactamente lo que había
ocurrido. Ya que toda la sala, como una mano ciclópea, se cerró a su alrededor,
haciendo presión contra su cuerpo, y apretando con tanta fuerza que pensó que sus
costillas se fracturarían y su sangre se vertería por su boca y sus oídos. Pero no fue
aquella terrible presión lo que le hizo perder el conocimiento. Fue una lengua de
sustancia de pared fluyendo hacia todas las aberturas; se incrustó en su boca y llenó
su garganta y cortó su respiración. Trueno y oscuridad y pánico se apoderaron de él.
Y no supo nada más.
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A través de un velo, luz y sonido.
La voz de R’li.
—¿Está muerto?
—¿Jack Cage? —dijo una voz masculina que Jack no pudo identificar.
—No. Su padre.
—Vivirá. Si lo desea.
—Oh Hablador al Alma, ¿siempre has de murmurar lo que aprendiste en los
Ritos?
—Es cierto, ¿no?
—Pero obvio y aburrido —replicó la sirena—. Walt Cage deseará morir cuando
descubra que ha sido arrastrado a una vivienda cadmo. Nos odia tanto…
Jack abrió los ojos. Estaba tendido sobre un montón de alguna sustancia blanda
en una amplia habitación circular. Las paredes y el suelo estaban formados de la
carne-vegetal parda y lustrosa. Una media luz brotaba de los grises racimos
globulares que adornaban el techo y las paredes. Se incorporó y tocó los globos.
Apartó los dedos, pero no porque los globos estuvieran calientes, ya que estaban
fríos. El racimo se había retorcido ligeramente.
Miró a su alrededor. R’li y Polly O’Brien estaban contemplando al hombre que
estaba al otro lado de la habitación. Su padre se hallaba tendido en una cama de la
misma sustancia musgosa que él tenía debajo.
Yath, el hombre medicina del Wiyr local, estaba inclinado sobre Walt y ajustando
vendajes. De cuando en cuando susurraba al oído del hombre. Jack no pudo suponer
por qué, ya que su padre se hallaba inconsciente bajo los efectos de un intenso shock.
Jack dijo:
—Yath, ¿qué le pasa a mi padre? R’li se apresuró a decir:
—No le interrumpas, Jack, por favor. En este preciso momento no tiene que
hablar con nadie. Pero yo te lo diré. Tu padre tiene tres fracturas en el brazo derecho,
dos costillas rotas, dos fracturas compuestas en la pierna izquierda, y posible
hemorragia interna. Naturalmente, está en shock. Hacemos todo lo que podemos.
Jack palpó en sus bolsillos. R’li le ofreció un cigarrillo y lo encendió mientras él
chupaba ansiosamente.
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—Gracias. Ahora, dime, ¿qué diablos ha ocurrido? Lo último que recuerdo es que
las paredes se estaban cerrando sobre mí.
R’li sonrió y tomó su mano.
—Si hubiésemos tenido tiempo de hablar de algo que no fuera nosotros mismos,
sabrías lo que es una vivienda cadmo. Yo te hubiera dicho que es un ser viviente.
Al igual que el árbol totum, es medio vegetal, medio animal. Originalmente, era
una enorme entidad parcialmente subterránea que vivía en simbiosis con osos o
mandrágoras. O, de hecho, con cualquier cosa que le proporcionara carne o
vegetación. A cambio de alimento, ofrecía refugio y protección contra los enemigos.
No obstante, si se dejaba de pagar el alquiler, el moroso se convertía en enemigo e iba
a parar al estómago vacío.
»Cuando digo que “ofrecía” refugio, no aludo a ningún sentido inteligente. No
tiene cerebro; no como el que nosotros conocemos, en cualquier caso. Pero cuando
nosotros estábamos construyendo nuestra nueva civilización, criamos esas cadmos
para un tamaño mayor, para más “inteligencia”, para todas las cualidades que
deseábamos. El resultado es la criatura en la que ahora te encuentras. La que nos
proporciona aire puro, una temperatura constante y agradable, luz y seguridad. En
realidad, nuestra morada subterránea es una colonia de doce de esos animales, cada
uno de los cuales proyecta al exterior el cuerno casi indestructible que tú ves desde el
prado.
—¿Es tan simple como eso? Entonces, ¿por qué el misterio todos esos siglos?
—La información ha estado siempre al alcance de cualquiera. Pero vuestros jefes
os la ocultaron. Ellos sabían la verdad, pero preferían permitir que la gente
considerase a las viviendas cadmo como cámaras de horrores y de magia diabólica.
Jack ignoró aquello.
—Pero ¿cómo la controláis? ¿Cómo sabía que nosotros éramos enemigos?
—Antes de poder establecer un «acuerdo» con una cadmo, tienes que ofrecerle
cierta cantidad de comida en determinados orificios. Después de eso te reconoce por
tu olor, peso y forma. Las paredes de una habitación se cierran sobre ti y toman las
huellas de tu forma.
»Nosotros les enseñamos a reaccionar de tal y tal manera ante nosotros, y desde
entonces somos sus dueños —o socios—, mientras llegue la comida. Pero está
condicionada para capturar a la gente sin identificar y a retenerla hasta que nosotros
le ordenamos que la suelte. O que la mate.
R’li acercó su mano a uno de los racimos luminosos.
—Mira.
A medida que la mano se aproximaba, los globos se hacían más brillantes.
Cuando la mano retrocedió, la luz se amortiguó. Acariciado tres veces, el racimo
aumentó su brillo y lo conservó incluso después de que R’li apartó los dedos.
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—Conservarán esa intensidad hasta que sean acariciados dos veces. Es cuestión
de establecer comunicación y de adiestramiento.
Jack no sabía qué deseaba descubrir a continuación. El ataque, Ed, Polly, los
dragones, su padre, su actual situación…
Gimió.
R’li pareció alarmada. Jack se alegró de ello porque, en un sentido, aquello
contestaba a la pregunta que le había asaltado súbitamente.
—¿Qué pensaste de mí cuando me encontraste entre los asaltantes?
Inclinándose sobre él, R’li le besó en los labios.
—Yo sabía todo lo que iba a pasar. Tenemos nuestras fuentes de información.
—Debí enfrentarme a ellos desde el primer momento. Debí enviarles al diablo.
—Sí, y terminar como el pobre Wuv —dijo R’li.
—¿Cuándo te enteraste de eso?
—Hace algún tiempo. A través de ciertos… ejem… canales.
—Entonces, ¿sabes lo de la HK?
—Absolutamente todo.
Yath, incorporándose, hizo un gesto.
R’li dijo:
—Le estamos molestando en su trabajo con tu padre.
Les llevó a otra celda. Cuando Polly hubo pasado, R’li acarició el iris tres veces,
y éste se cerró.
A Jack le hubiera gustado quedarse donde estaban, ya que un cadmo estaba
hablando en una gran caja de metal con saetas y esferas en la parte delantera. Una vez
se interrumpió, y una voz masculina brotó de la caja. R’li les hizo salir y les condujo
a otra habitación en la que O’Reg, su padre, estaba sentado delante de una mesa.
El Rey Ciego no se molestó en saludar.
—Siéntate, Jack, por favor. Deseo explicarte unas cuantas cosas acerca de tu
futuro inmediato. En especial teniendo en cuenta que tu destino afecta al de mi hija.
Jack quiso preguntarle qué era lo que sabía acerca de R’li y de él, pero era obvio
que O’Reg no deseaba ser interrumpido.
—En primer lugar, tu padre quedará muy trastornado por el hecho de que le
llevaran a una vivienda cadmo sin su permiso. Pero había que escoger entre traerlo o
dejarle morir mientras se esperaba la llegada de un médico humano.
»Tendrá que esperar hasta que se encuentre mucho mejor antes de poder tomar
una decisión. Pero es vital que Polly y tú decidáis inmediatamente lo que queréis
hacer. Nos han informado de que las noticias del ataque han llegado a Slashlark y que
la totalidad de la guarnición se ha puesto en marcha para rodear la granja.
»Hace diez minutos, su vanguardia, montada en carruajes, cruzó el puente del
Arroyo Escamoso. Les seguían soldados a pie. Eso significa que los primeros
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llegarán aquí dentro de una hora y media, aproximadamente.
»Su objetivo aparente es el de proteger al Wiyr contra unos ciudadanos
sublevados. En realidad, pueden estar buscando un pretexto para invadir nuestras
viviendas cadmo. Saben que hemos capturado a miembros de la HK. Pueden
imaginarse que les hemos sonsacado sus secretos y que lo mejor será desencadenar el
ataque contra los horstels antes de lo previsto.
»Sin embargo, confiemos en que no se atrevan a hacerlo sin recibir la orden de la
capital. Ahora es de día; los heliógrafos del Gobierno han estado muy ocupados.
Desde aquí a San Dionisio hay mil quinientos kilómetros, pasará algún tiempo antes
de que Slashlark reciba un mensaje.
»Pero los soldados no tardarán en llegar. Están tan excitados como los ciudadanos
por el asunto; no puede preverse lo que ocurrirá si se olvida la disciplina. De modo
que es mejor que decidas ahora lo que quieres hacer, por si los soldados violan el
asilo.
»Tienes dos caminos. Uno, arriesgarte a ser juzgado. Otro, huir a las Thrruk.
—No hay mucho que elegir —dijo Jack—. Lo primero equivale a una muerte
segura en las minas.
A pesar de su concentración en el Rey Ciego, Jack observó que Polly O’Brien se
había ido aproximando a él. Los enormes ojos de la muchacha estaban semicubiertos
por los párpados; una mano se mantenía detrás de su larga falda como si ocultara algo
en ella. Lo primero que se le ocurrió a Jack fue que Polly empuñaba un cuchillo.
Resultó fácil para él pensarlo. Demasiadas personas habían intentado acabar con él en
las últimas horas. Lo que pensó a continuación fue que Polly O’Brien no tenía ningún
motivo para apuñalarle y que se estaba poniendo demasiado nervioso.
Un cadmo entró en la cámara y le habló a O’Reg en lenguaje adulto. O’Reg dijo
en inglés:
—Regresaré en seguida.
Cuando se hubo marchado, Jack dijo:
—¿Tiene mi padre muchas posibilidades de salir de esto?
—No puedo garantizar nada —respondió R’li en lenguaje infantil—. Pero Yath es
muy capaz. Tiene su oreja en el seno de la Gran Madre. Es uno de los mejores de la
clase curativa.
En otro momento, Jack hubiera experimentado sorpresa y curiosidad ante aquella
afirmación. No había sospechado que los Wiyr tuvieran clases de ningún tipo.
Profesiones y comercios, sí, pero la palabra que ella había utilizado no podía ser
traducida al inglés para que significara ninguna de aquellas dos cosas. Tenía una
partícula enclítica: el «pang», que significaba que el sustantivo que modificaba poseía
cualidades que estaban limitadas concretamente por determinadas restricciones. Así,
en ciertos contextos, podía indicar que la persona restringida designada por el
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sustantivo había nacido en la situación y no podía ir más allá de aquellos límites.
Si alguien le hubiese interrogado antes de aquella conversación particular, Jack
habría contestado que sólo tenía una vaga idea de cómo estaba organizada la sociedad
cadmo. Apremiado, hubiera dicho que siempre había creído que los Wiyr vivían muy
próximos a la anarquía.
Pero, en aquel momento, sólo podía pensar en su padre.
R’li continuó:
—Yath ha remendado ya los huesos rotos. Aparte del shock, del cual ya ha sido
tratado, y de una posible hemorragia interna, Walt debería encontrarse en condiciones
de levantarse ahora mismo.
Polly O’Brien profirió una exclamación de asombro Y dijo:
—¡Magia negra!
—No —replicó R’li—. Conocimiento de la Naturaleza. Yath ha situado los
huesos en su sitio y luego ha inyectado un pegamento muy potente y de secado muy
rápido que une los huesos más fuertemente de lo que estaban unidos antes de la
fractura. También ha administrado varias drogas, cuyo efecto combinado combate el
shock. Y ha colocado a tu padre en un «kipum». Traducido aproximadamente, un
«kipum» es un trance en el cual el paciente es receptivo a las sugerencias psíquicas
que capacitan al cuerpo para sanar con más rapidez y eficacia.
»No, no hay magia negra ni brujería en nuestros métodos. Si Yath explicara sus
métodos, las técnicas de su profesión, los ingredientes y fórmulas de sus medicinas,
veríais claramente que no hay involucrada ninguna magia. Pero él no os dirá más de
lo que me ha dicho a mí: nada. Sus poderes son los secretos de su profesión. Éste es
uno de los privilegios de su clase. Nunca podrá ser un rey, pero tiene derechos que
deben ser respetados.
O’Reg regresó a la habitación. Dijo:
—Chuckswilly ha escapado de Mar-Kuk y Hay-Nun, los dragones. Ha
establecido contacto con los soldados montados y ahora se dirige hacia aquí con
ellos. Dentro de unos minutos sabremos lo que quiere.
Hizo una pausa, y luego continuó:
—Esperaba que exigiera que te entregásemos a ti, Jack. En realidad quiere a todos
los humanos que ahora se encuentran en esta vivienda cadmo. Eso significa Polly, tu
padre, Ed Wang y sus compañeros.
R’li, con una expresión de ansiedad en el rostro, miró a Jack.
—¿No comprendes lo que significa eso? Todos vosotros, no importa qué motivos
os hayan traído aquí, seréis condenados. ¡Ya conoces vuestra ley! Si uno va a una
vivienda cadmo, se hace reo de contaminación. Y es juzgado y sentenciado. La única
duda será si morirá en la hoguera o trabajando en las minas…
—Lo sé —dijo Jack, alzándose de hombros—. Hasta cierto punto, es curioso lo
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de Ed. Su odio a los horstels y a los humanos amigos de ellos le ha llevado hasta
aquí. Y ahora, le guste o no, tendrá que compartir su suerte.
O’Reg dijo:
—Ed Wang no lo encuentra divertido. Le dije lo que le espera, y casi se desmayó
de rabia y de frustración. Y también, creo, de un miedo más que regular. Le dejé
aullando obscenidades y amenazas. —Hizo una mueca de disgusto—. ¡Un ser vil!
—¿Qué vas a hacer? —le dijo R’li a Jack.
—Si me quedo aquí, ¿qué pasará? Y no es que quiera quedarme. No podría
permanecer bajo tierra para siempre.
—Ni a nosotros nos gustaría estar encerrados dentro de nuestros hogares —dijo
O’Reg—. Ya sabes lo mucho que amamos los cielos abiertos, los árboles, nuestros
campos. Aunque estamos acostumbrados a descender a las viviendas cadmo para
protegernos y para asuntos necesarios, nos volveríamos locos si estuviésemos
obligados a permanecer durante largos períodos en esas celdas.
»Sin embargo, esa posibilidad no debe preocuparnos de momento. Os diré lo que
está ocurriendo más allá de esas paredes. Tal como suponíais, el gobierno de Dyonisa
se ha estado preparando para atacar a los horstels dentro de sus fronteras. Además,
Dyonisa está aliada con Croatania y Farfrom. Los tres gobiernos planean exterminar a
los Wiyr, matar a todos y cada uno de nosotros, hombre, mujer, niño.
»Lo sabemos desde hace algún tiempo. Pero hasta ahora no hemos sabido qué
hacer. Estábamos dispuestos a ceder lo que fuera preciso para conservar la paz, pero
no renunciaremos a nuestra independencia ni a nuestro sistema de vida. Sin embargo,
los gobiernos humanos no desean mediación y reajuste. Quieren resolver el problema
por completo, para siempre, y en seguida.
Jack dijo:
—Si sabéis que tenéis que luchar, ¿por qué no golpeáis los primeros? Sed
realistas.
—Hemos hecho preparativos —dijo R’li—. Utilizaremos todas las fuerzas de
Baibai, nuestra Madre.
Se refería a una deidad o a una fuerza, Jack no estaba seguro. Sospechaba que
Baibai era una diosa de la tierra, una falsa deidad, un demonio aborrecible para todos
los cristianos. Se decía que los horstels le sacrificaban sus niños, pero Jack no lo
creía. Nadie que conociera a los horstels y la repugnancia que les inspiraba el
derramamiento de sangre, los ritos protectores con los cuales se rodeaban incluso en
el sacrificio de animales para comer, podría creerlo. Claro que existían otras
maldades además del sacrificio de niños.
O’Reg sonrió torvamente y dijo:
—La Sociedad HK no era una organización oficial, pero estoy seguro de que el
gobierno conocía su existencia e incluso situó agentes en ella para estimular sus
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planes. Sin embargo, tengo noticias para ti. La capital de Dyonisa está ardiendo.
—¿Está qué? —dijo Jack.
—Ardiendo. Estalló un incendio en los suburbios. Favorecido por un fuerte
viento, se extendió a través de los distritos edificados a base de madera. Además,
amenaza a las casas de los comerciantes y la nobleza. Los refugiados de los suburbios
de Dyonisa se extienden hacia el interior de la ciudad lo mismo que hacia el campo.
Sospecho que el gobierno tendrá otras cosas en qué pensar que no sean guerrear
contra los Wiyr. De momento, al menos.
—¿Quién empezó el fuego? —preguntó Polly O’Brien.
O’Reg se alzó de hombros y dijo:
—¿Qué importa eso? Los suburbios han sido un polvorín desde hace mucho
tiempo. Esto tenía que ocurrir. Pero podéis estar seguros de que, sea cual sea la causa,
los horstels cargarán con la culpa.
Jack se preguntó cómo sabía O’Reg con tanta rapidez lo que ocurría en la capital,
tan lejana. Luego recordó las cajas parlantes. ¡Pero 1200 kilómetros de distancia!
—Unos minutos más —dijo O’Reg— y tendréis que quedaros aquí. La salida
quedará bloqueada por los soldados.
Entró un horstel macho y habló a O’Reg en lenguaje adulto. El Rey Ciego
contestó; el mensajero se fue. O’Reg cambió al inglés.
—Ed Wang y sus compañeros se han marchado. Corren hacia los bosques, hacia
las Thrruk, supongo.
R’li apoyó una mano sobre el hombro de Jack y dijo:
—¡No puedes entregarte a ellos! Si lo haces, te ejecutarás a ti mismo. ¡Morirás!
—Pero ¿y mi padre? —dijo Jack.
Ella respondió:
—Probablemente se pondrá bien, y pronto. Pero tiene que pasar al menos un día
en cama.
—¡No le abandonaré! —dijo Jack. Apretó firmemente las mandíbulas y miró a los
otros con aire decidido.
O’Reg dijo:
—¿Qué dices tú, Polly O’Brien?
El rostro en forma de corazón con los ojos enormes de la muchacha había perdido
su belleza. Estaba muy pálida; la piel alrededor de los ojos tenía un color azul oscuro;
los ojos tenían una expresión inquieta. Miró a Jack, luego a los horstels.
—Decide lo que quieres hacer —dijo Jack—. Yo voy a ver a mi padre.
Salió de la celda y descendió por el largo pasillo, apenas lo bastante ancho como
para permitir el paso de dos personas. Las paredes eran de color gris-verdoso, lisas,
sin granulación, y lustrosas. De trecho en trecho, racimos de globos colgaban de
tallos de aspecto carnoso pegados al techo. La mayoría de ellos estaban iluminados.
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Pero la luz era crepuscular y no se oía más sonido que el de sus pies sobre el suelo
ligeramente elástico y algo frío. A cada lado, cada seis o siete metros, había una
hendidura, la marca de un iris cerrado.
En un momento determinado, a su derecha, pasó por delante de un iris medio
abierto, y miró al interior. La celda era muy grande y mucho más brillante que todas
las que había visto. Las paredes tenían un tono anaranjado mate veteado de verde
claro. En el centro, cubierta de pieles de unicornio, cola de oso y otras desconocidas
había una mesa redonda, muy amplia, muy baja, de una madera de color castaño claro
y muy lustrosa. Alrededor de ella había más pieles amontonadas, al parecer para
aquéllos que deseaban sentarse o tumbarse en ellas.
Contra la pared situada en frente de él había un iris abierto del todo, y a través del
mismo Jack percibió la figura de una hembra, de unos cinco años de edad, con los
ojos levantados hacia una sirena. Presumiblemente, la sirena era la madre de la niña.
Luego la sirena apartó la mirada de la niña y vio a Jack Cage. Su reacción no fue la
que él habría esperado. Sorpresa, turbación, una leve consternación, sí. Pero no el
horror en su rostro. Incluso a aquella distancia Jack pudo verla palidecer, y la boca
súbitamente abierta revelaba el asombro.
No esperó a ver más sino que echó a andar. Pero no pudo dejar de pensar que lo
que ella había revelado en un momento de shock podía ser lo que ella y la mayoría de
los de su especie sentían realmente hacia los seres humanos. Habitualmente se
mostraban amables, o al menos corteses, en sus tratos con los hombres. Bajo aquel
exterior amable o cortés, ¿ocultaban sentimientos hacia el hombre similares a los del
hombre hacia ellos?
Un momento después entró en la celda donde yacía su padre. Yath seguía
agachado junto a Walt Cage y susurrando a su oído. Pero ahora, aunque Walt estaba
inconsciente o sumido en un profundo sueño, su piel tenía un color sonrosado.
Además, había una leve sonrisa en sus labios.
Yath dejó de susurrar y se incorporó.
—Dormirá un poco más, luego podrá comer y dar un pequeño paseo.
—¿Cuándo estará en condiciones de salir de aquí?
—Dentro de unas diez horas.
—¿Estará muy fuerte?
Yath se encogió de hombros y dijo:
—Depende de él. Tu padre es muy fuerte. Creo que será capaz de recorrer varios
kilómetros… andando despacio. Si piensas llevártelo a las Thrruk muy pronto, no lo
hagas. Pasarán varios días antes de que pueda soportar los rigores de la huida a través
de aquella región.
—Me gustaría poder hablar con él —dijo Jack.
—Tendrás que esperar un poco —dijo Yath—. Para entonces, los prados encima
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de nosotros y los bosques que nos rodean estarán infestados de soldados. No,
muchacho, no puedes pedirle a tu padre que te diga lo que tienes que hacer. Has de
decidirlo por ti mismo, y pronto.
Una voz llegó a través del iris desde el pasillo exterior.
—¡Jack!
Reconociendo a Polly, Jack salió de la habitación. Ella le entregó un objeto
vagamente cilíndrico, envuelto en un trapo blanco y sangrando por un extremo.
—Es el pulgar del dragón —dijo Polly—. R’li iba a tirarlo, pero yo lo recogí. Ella
se rio de mí, aun a sabiendas que lo guardaba para ti.
—¿Por qué?
—¡Tonto! ¿No sabes que Mar-Kuk casi arrancó el cuerno de esta cadmo tratando
de recuperar su pulgar? Fracasó, pero juró que te mataría si volvía a verte, y
recobraría su valioso pulgar. Ignoro cómo, pero conoce tu nombre. Probablemente se
lo dijeron los horstels en alguna ocasión, mientras robaba en nuestras granjas. De
todos modos, ha dicho que la próxima vez que te vea acabará contigo. Y lo hará, a
menos…
—¿A menos… qué?
—A menos de que tengas esto, una parte de su cuerpo. Lo sé. Mi madre se
dedicaba a la química, ¿te acuerdas? Y trataba con huesos de dragón, los que
encontraban los mineros o cazadores. Tenían un alto precio debido a que se suponía
que constituían un excelente remedio para el corazón triturados y mezclados con
vino. Y también un afrodisíaco.
»Mi madre me contó algunas cosas acerca de los dragones. Son muy
supersticiosos. Creen que si una persona retiene una parte de su cuerpo, un diente,
una garra, cualquier cosa, esa persona puede controlarlos. Desde luego, Mar-Kuk
supone que tú ignoras eso, pero quiere matarte antes de que lo descubras. Además, un
dragón cree que si muere faltándole una parte de su cuerpo, quedará condenado a
vagar por su infierno como un fantasma contrahecho.
Jack contempló el pulgar y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Por qué lo necesitaría a menos de que pensara abandonar la vivienda cadmo
ahora mismo? —dijo—. ¿Crees que iba a hacer eso?
—Desde luego. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos lo antes posible y
correr como almas que lleva el diablo. Los soldados empezarán a buscarnos, puedes
apostar tu alma a que lo harán. Matarán a todo el mundo. ¡Estamos atrapados!
—No pienso marcharme —dijo Jack—. No puedo abandonar a mi padre.
—¡Ni dejar a esa sirena detrás! ¿Puedes estar realmente enamorado de ella? ¿O es
cierto lo que dicen de las sirenas? ¿Las cosas que le hacen a un hombre para
hechizarle?
Jack se ruborizó y dijo:
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—Ella irá conmigo si se lo pido. E incluso sin pedírselo. No, no quiero abandonar
a mi padre.
—Entonces, vas a realizar un gesto inútil. Sacrificarás a tu padre y te sacrificarás
tú… ¡Yo me marcho!
Un sátiro alto y pelirrojo se estaba acercando a ellos. Portaba una pequeña bolsa
de cuero.
—Será mejor que nos marchemos ahora —le dijo a Polly—. Los soldados están a
punto de llegar.
Polly le dijo a Jack:
—No es demasiado tarde para que cambies de idea. Siyfiy nos guiará a través de
las montañas.
Jack agitó la cabeza.
—¡Eres un tonto! —exclamó Polly.
Jack contempló cómo la pareja se alejaba rápidamente hasta que la curva
ascendente de la sala se los tragó. Luego volvió a entrar en la habitación en la que
yacía su padre. Unos minutos después llegaron R’li y el Rey Ciego.
—Los soldados acaban de rodear las viviendas cadmo —dijo O’Reg—. El capitán
Gomes y Chuckswilly han exigido que entreguemos a todos los seres humanos. Yo
voy a salir ahora a hablar con ellos.
Abrazó y besó a R’li y se marchó. Jack dijo:
—Os comportáis como si pensarais que no volveréis a veros nunca más.
—Siempre nos besamos, aunque sólo tengamos que estar separados un momento.
¿Quién sabe? En cualquier instante podemos separarnos para siempre en este mundo.
Pero, en este caso, existe un gran peligro.
—Tal vez mi padre y yo deberíamos entregarnos —dijo Jack—. No hay ningún
motivo que obligue a todo vuestro grupo a exponerse…
R’li le interrumpió en tono impaciente:
—No sigas hablando así, por favor. No podemos elegir. Esos «farrta» (una
palabra horstel equivalente al recién llegados terráqueo) tienen tantas ganas de
atacarnos a nosotros como a vosotros.
Jack paseó de un lado para otro. R’li se sentó en un montón de pieles y empezó a
tararear y a peinar sus cabellos con su «pekita». Su absoluto dominio de sí misma y
su aspecto relajado irritaron a Jack. En tono brusco, dijo:
—¿Sois realmente «humanos?». ¿Cómo puedes estar tan tranquila?
R’li sonrió y dijo:
—Porque es útil y necesario. ¿Qué beneficio obtendría mostrándome preocupada
y nerviosa? Si pudiera hacer algo positivo, lo estaría haciendo. Pero no puedo. De
modo que relego mis preocupaciones a un pequeño rincón de mi mente. Sé que están
allí, pero están veladas.
FIN