Plan de Mejoramiento 9° Español
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PANDILLAS
El involucramiento de jóvenes en hechos de violencia y delincuencia no es un fenómeno
exclusivamente colombiano ni de reciente aparición, como bien lo demuestran las
informaciones e investigaciones realizadas en América Latina y Europa en los últimos años
y en nuestro propio país en lo que hace a los protagonistas de la violencia en la década de
los 50. Sin embargo, constituye un problema en ascenso que contribuye en forma
significativa a elevar los índices de violencia, criminalidad y delincuencia en la ciudad.
Como origen de las actividades delictivas de los jóvenes, constantemente se señalan las
precarias condiciones económicas y sociales, el desempleo, la desintegración familiar, el
maltrato, la ausencia de autoridad paterna, conflictos intrafa-miliares, la incidencia negativa
de valores como el consumismo, y la ausencia de espacios para la sana ocupación del
tiempo libre, entre otros. Una de las expresiones más preocupantes de la violencia juvenil
es la conformación de las llamadas "pandillas juveniles", con presencia en casi todas las
localidades marginales y con mayores índices de pobreza de la ciudad, dedicadas a
actividades delincuenciales. Aunque se dan casos excepcionales de presencia en barrios
considerados ricos, con una inspiración ideológica discriminatoria e intolerante, como los
"cabezas rapadas" del norte de Bogotá que se dedican a agredir y amedrentar gamines,
prostitutas y homosexuales, en otras zonas.
Ignacio Prieto, La ciudad en \a niebla, Bogotá, Taller Cinco Centro de Diseño, 1999.
4 Las pandillas de los barrios pobres se diferencian de las de los barrios ricos en:
A. que los jóvenes pobres son más violentos.
B. que los jóvenes ricos lo hacen por"hobbie".
C. las condiciones de pobreza y abandono en que viven sus miembros.
D. la falta de espacios y actividades para la recreación.
5. El espíritu que alienta la conformación de las pandillas de los barrios ricos es:
A. búsqueda de reconocimiento.
B. la necesidad económica y afectiva.
C. construir un escape a una vida sin sentido.
D. el repudio por otros grupos sociales minoritarios.
6. Los símbolos, las imágenes y el lenguaje particular de una pandilla generan en los
jóvenes:
A. un nivel de confianza que no poseen y un conjunto de nuevos valores
B. motivación para realizar sus acciones.
C. identidad y sentido de pertenencia,
D. una opción de liderazgo.
conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado
tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en
el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si
cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la
muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma
permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía
apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el
extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con
el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando
los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los
hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con
mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no
faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando el ahogado. Le
quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos
y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían,
notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas
estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron
también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de
otros ahogados de mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados
fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de
hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte,
el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban
viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante
sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las
camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas
por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos
pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para
que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo,
contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido
nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían
que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre
magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el
techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas
maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría
tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus
nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales
ÉCOLE LA CANDELARIA
INSTITUTIÓN ÈDUCATIVE INTÉGRÉE
ALCALDIA MAYOR DE
BOGOTA, D.C.
“Éducation dans et pour la diversité” SGIC- Versión 2
Abril de 2017
de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer
en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos
en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que
por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión,
suspiró:
- Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener
otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de
que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse
Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y
peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los
botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban.
Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las
uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando
tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron
cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto
le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con
sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla
más resistente y le suplicaba muerta de miedo “siéntese aquí, Esteban, hágame favor”, y él
recostado contra las paredes, sonriendo, “no se preocupe, señora, así estoy bien”, con los
talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas la visitas,
“no se preocupe, señora, así estoy bien”, sólo para no pasar la vergüenza de desbaratar la
silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían “no te vayas, Esteban, espérate
siquiera que hierva el café”, eran los mismos que después susurraban “ya se fue el bobo
grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso”. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver
un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que
no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus
hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las
más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los
suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el
ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el
hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así
que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los
pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
- ¡Bendito sea Dios –suspiraron-: es nuestro!
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Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.
Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de
una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin
viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron
con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin
tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de
nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había
sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a
las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos
de mar en los arcones, unas estorbando por aquí porque querían ponerle al ahogado los
escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de
orientación, y al cabo de tanto “quítate de ahí, mujer, ponte donde no estorbes, mira que
casi me haces caer sobre el difunto”, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias
y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero,
si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los
tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo,
tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los
hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al
garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por
tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres
se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir
Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su
guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía
ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones
de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le
quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía
la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba
a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, “en serio, me hubiera
amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no
quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de
miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que
no tiene nada que ver conmigo”. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los
hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo
que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y
otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un
ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos
regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores
cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente
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que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y
le dieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y
primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes
entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo,
y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas.
Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de
los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de
sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la
hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo
quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del
cuerpo hasta el abismo. No tuvieron la necesidad de mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían
que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas,
los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar
por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el
futuro “ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso”, porque ellos
iban a pintar la fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban y se iban a
romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los
acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes
barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que
bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de
medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en
catorce idiomas, “miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir
bajo las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde mirar los girasoles,
sí, allá, es el pueblo de Esteban”.