Domadores de Historias PDF
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HISTORIAS
Conversaciones con grandes
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GONZÁLEZ RODRÍGUEZ
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RIL editores
bibliodiversidad
Domadores de historias
Marcela aguilar
(editora)
Domadores de historias
Conversaciones con grandes cronistas
de América Latina
Alarcón
Caparrós
Fresán
Fuguet
Gamboa
González Rodríguez
Guerriero
Licitra
Meneses
Mouat
Salcedo Ramos
Titinger
Villanueva Chang
Villoro
H 860.9 Aguilar, Marcela
A Domadores de historias. Conversaciones con gran-
des cronistas de América Latina / Marcela Aguilar
(ed.). –– Santiago : RIL editores, 2010.
1 Autoreslatinoamericanos-Entrevistas 2 . Lite-
raratura Latinoamericana-siglo 20
Domadores de historias
Conversaciones con grandes cronistas de América Latina
«ÀiÃÊiÊ
iÊUÊPrinted in Chile
ISBN: 978-956-284-782-7
Derechos reservados.
Índice
Una granada para River Plate por Juan Pablo Meneses .....................45
Juan Pablo Meneses: diez años en el camino, por Patricio Jara .........................63
Cita a ciegas con la muerte, por Alberto Salcedo Ramos .............. 193
Alberto Salcedo Ramos: acento caribeño, por Rodrigo Cea .......................... 201
Prólogo
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Marcela Aguilar
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Marcela Aguilar
Directora Escuela de Periodismo
Universidad Finis Terrae
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fue algo que... Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la ex-
humación más larga de mi vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó
más de veinte meses en la Argentina, y en cada uno de sus viajes
los estudiantes lo acompañaron a hacer exhumaciones, internán-
dose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía –en el
país– antecedentes ni prestigio.
–Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especiali-
zados, médicos forenses? –dirá Mercedes Doretti desde Nueva
York–. La academia nos miraba de reojo porque decían que no
era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de em-
pleos absurdos, estudiantes de una carrera que no los preparaba
para un destino que de todos modos no podían sospechar, pasa-
ban los fines de semana en cementerios de suburbio, cavando en
la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada de
los familiares.
–La relación con los familiares de los desaparecidos la tu-
vimos desde el principio –dirá Luis Fondebrider–. Teníamos la
edad que tenían sus hijos en el momento de desaparecer y nos
tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que nosotros
tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea una relación
especial con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siem-
pre juntos, empezaron a llamarlos «el cardumen». No hablaban
con nadie acerca de lo que hacían y, para hablar de lo que ha-
cían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes.
–Todos soñábamos con huesos, esqueletos –dirá Luis Fonde-
brider–. Nada demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas
cosas entre nosotros.
–Todos teníamos pesadillas –dirá Mercedes Doretti–. Un día
me desperté a los gritos, soñando con una bala que salía de una
pistola, y me desperté cuando la bala estaba por impactarme en
la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba muriendo y
pensaba «¿Cómo no me di cuenta de que esto venía, cómo no me
di cuenta de que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di
cuenta de que no tenía que meterme acá?».
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beza cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados con cinta
adhesiva. Todas las pistas indicaban que había terminado en la
fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al equipo como
perito en la causa judicial que inició en 1988 buscando los restos
de su hija. Durante todos estos años, Patricia supo que María
Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de todos esos huesos.
–Yo decía «Sé que está, pero dónde, cuál será». Y el año pa-
sado, diecinueve años después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
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Leila Guerriero:
sufrir y amar (y sufrir otra vez)
la escritura
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River. Debemos esperar una orden superior que tarda, pero final-
mente llega. Entonces los policías nos empujan con golpes de pa-
los para que entremos al estadio. Y aparecemos en la mitad de la
gradería, somos un punto insignificante ante los 70.000 hinchas
que no nos dan mayor importancia. La policía sigue acarreándo-
nos a golpes, mientras espontáneamente Los de Abajo empiezan
a gritar, a todo pulmón, con la rabia adentro, ¡argentinos, mari-
cones, les quitaron Las Malvinas por huevones!
Cuando la «U» sale a la cancha los 11 jugadores corren ha-
cia donde nosotros y levantan las manos. Respondemos el gesto
con gritos que, paradójicamente, son todos similares a los de la
hinchada riverplatense. En el pasto ya están los 22 jugadores,
22 futbolistas sudamericanos con sueldos millonarios, casi todos
salidos de los mismos barrios pobres de los barristas.
Lo del partido es un vacío gigantesco. La mayoría de los
70.000 espectadores mira el encuentro sin moverse de los asien-
tos y, por momentos, uno tiene la idea de poder escuchar cómo
los jugadores se insultan dentro de la cancha.
–¡Estos huevones no gritan nada! –comenta el Citroneta,
descolocado, engañado. Como si todos los años que estuvo escu-
chando la furia de las barras bravas de acá hubiera sido uno más
de los famosos chamullos argentinos.
Pero hemos venido a pelear con gritos y los cabecillas de Los
de Abajo no se amilanan y piden, con ganas, vamos, gritemos,
dejemos callado al estadio. Un Monumental de River que sigue
el partido enmudecido, sin darnos un segundo de importancia y
que, eso es lo peor de todo, solo sacan el habla cuando el partido
finaliza con el triunfo de ellos.
Perdemos por un gol a cero. Un penal brutal contra Valencia,
que no se cobra, y un gol vergonzosamente farreado por Silvani,
un delantero argentino que juega para la «U», nos dejan fuera
de la Copa Libertadores, se llevan la ilusión y nos ponen a ver
cómo el inmenso mar de hinchas argentinos vuelve a celebrar
otro triunfo sobre un equipo chileno.
Apenas termina el partido se anuncia por los parlantes que
la gente debe quedarse en sus asientos porque primero saldrá la
hinchada visitante. No pasan cuatro minutos, ni siquiera cuatro
minutos para tragar la derrota, cuando un comando de policías
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Salió de Chile hace una década para dedicarse a algo que parecía
imposible: viajar por el mundo y escribir sobre esos viajes. Pero lo ha
conseguido. Más aun, en el camino inventó un concepto: el periodis-
mo portátil, según el cual a un reportero hoy le basta un computador
conectado a internet para sobrevivir en el rincón más apartado del pla-
neta. Aunque hay un detalle: el reportero no solo ha de saber contar
historias, también debe tener la necesidad de contarlas.
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que resultara era apostarle todo a algo que podía quedar en nada.
Y así lo hice. Pero siempre sentí que la gracia del periodismo por-
tátil estaba en poder sobrevivir de él, más que en viajar.
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casi nunca salen del entorno local que motiva su viaje. Los pe-
riodistas deportivos, los que acompañan a la selección de fútbol,
se pasan días enteros en canchas de entrenamientos o en el lobby
del hotel. Una de las excepciones podrían ser los corresponsales,
que se van a pasar largas temporadas al extranjero y tienen más
tiempo para escribir historias menos urgentes. Pero, claro, la fi-
gura del corresponsal tiende a desaparecer. Es muy difícil que
hoy ocurran casos como el de Ryszard Kapuscinski, emblema
del periodismo narrativo mundial, que pasó décadas como co-
rresponsal en África de una agencia polaca de noticias. Kapus-
cinski recorría África despachando los datos duros y guardando
material para futuras crónicas. Ébano es una muestra perfecta de
cómo pueden mezclarse el periodismo y los viajes.
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mero que uno aprende es bien sencillo: hay que adaptarse a las
mañas de cada uno de ellos.
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una crónica uno puede fantasear o puede inventar, eso sí: siem-
pre aclarando que eso que se está diciendo es fantasía o mentira.
En mi crónica «Las piernas de Kenia», yo relato un sueño que
tuve. ¿Eso es verdad o mentira?
En mi libro La vida de una vaca compré al personaje princi-
pal del libro, una vaca llamada «La Negra». Ese libro está escrito
de una forma que llamo «Periodismo Cash», donde toda la rea-
lidad se compra. ¿Eso es verdad o mentira? Me gusta la crónica
donde uno puede forzar las formas, las estructuras y hasta la rea-
lidad, pero dejando claro que todo lo que está contando sucedió
como está escrito.
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–Llevas diez años como un tipo que se manda solo, diez años
en el camino.
–La idea original de mi viaje era de cuatro meses. Quería
escribir un par de historias en España, que ya las había reportea-
do, y luego viajar un poco más gastándome la plata del premio
y buscando otras historias. Los cuatro meses se alargaron a diez
años sin darme mucha cuenta. Tengo claro que aunque vuelva a
vivir a Chile y a trabajar en una redacción, algunas cosas ya son
irreversibles. Por ejemplo, nunca pensé que en toda esta aventura
terminaría perdiendo algo que me parecía tan propio: mi acento.
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Life
Madonna sigue siendo Madonna y nosotros seguimos enve-
jeciendo. El último relato de su vida es Madonna: An Intimate
Biography, de J. Randy Taraborrelli, un especialista destructor de
imágenes quien antes se había metido con Dianna Ross, Frank
Sinatra, Michael Jackson y las mujeres del Clan Kennedy. Este
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Live
La crónica de la puesta en práctica de todo el «Sistema Ma-
donna» amerita una nueva visita a la escena del crimen. Yo ya
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Pop
Pensar, si tienen ganas, en la historia del pop como un lugar
donde los años cincuenta fueron la Prehistoria. Los sesenta el
Egipto faraónico y el estallido humanista de Grecia. Los setenta
como la Roma decadente y la Edad Media. Los ochenta como
el Renacimiento, y los noventa que todavía se estiran sobre los
primeros 2000 como, ah, los noventa como los setenta en serio:
luces y flashes y coreografías de mercadotecnia. El encandilan-
te horror en el corazón de las tinieblas. Ahora, que pareciera
que flotáramos en el punto más ingrato de nuestras historias
musicales, no se puede no considerar a Madonna como una
perfecta hija de los Borgia-Medicis & Co., una Venus de Bot-
ticelli flotando como una virgen por encima del ruido blanco y
pasajero de todas las modas y de todos los huesos amarillos de
las muchas, muchísimas, que quisieron ser como ella y ya no
son ni serán.
La primera aparición de «Santa Madonna» tuvo lugar du-
rante los tempranos ochenta –rodeada por la mejor música pop
en muchos, muchos años– como un producto en principio bas-
tardo y al que se suponía efímero como canción de discoteca
estival. Cindy Lauper era mucho mejor y más freak y arty, y
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Star
Marilyn Monroe –como Elvis Presley o Kurt Cobain– era
una estrella, pero una estrella nova, autodestructiva, de alta in-
tensidad y breve permanencia. La luz que emite es la luz de una
estrella todavía brillante pero definitivamente muerta. La luz fría
de películas y pósters y grabaciones. Madonna ha buscado al
principio de su carrera cierta complicidad con el look Monroe,
pero –al mismo tiempo– no ha dejado de aclarar que «Marilyn
fue una víctima y yo no», por eso no hay comparación posible.
A Madonna le interesa la Marilyn personaje y no la Marilyn per-
sona. Lo mismo vale para Evita, otro de sus arquetipos/disfraces
en los que entra por un rato para después salir más Madonna
que nunca. Pensar en Madonna como una especie de talento-
so parásito dispuesto a absorber todo lo que valga la pena ser
absorbido. Un vampiro siempre sediento de lo cool y de lo hip.
Un David Bowie con tetas que se prueba vidas como otros se
prueban ropa.
Si algo ha sido Madonna es victimaria antes de víctima, no
es presa y sí animal de caza. Sus momentos de perseguida o don-
cella en llamas han sido orquestados cuidadosamente por ella
y, después de todo, ¿hay algo mejor que despertar las iras del
Vaticano y conseguir todo ese centimetraje gratis de publicidad
en la primera plana de los diarios? Madonna parece nutrirse del
sudor y la saliva de sus perseguidores. La verdadera irreconcilia-
ble diferencia entre Madonna y Marilyn es, sin embargo, otra:
Madonna –a diferencia de la otra rubia teñida– cree mucho en
sí misma, porque lo suyo es un milagro. Y las víctimas somos,
siempre, nosotros: las personas que jamás podrán creer tanto en
sí mismas porque siempre nos dijeron que eso era peligroso, que
no estaba bien, que te vas a caer si subes tanto. Madonna toda-
vía no entiende qué es eso de la ley de gravedad.
Off
A pesar de sus múltiples cambios y reencarnaciones, Madon-
na resulta verosímil y buena parte del respeto o la admiración
que despierta viene de su habilidad para permanecer. Madonna
es verosímil en su imposibilidad: compró el único número de una
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On
Madonna habla y es la reina del one-liner. Fellatio de micró-
fono. El poderío escandalizante de Madonna –un tanto ingenuo
para el resto del mundo, pero ideal para un gran país puritano
como Estados Unidos, donde el sexo, todavía, se practica con la
luz apagada y donde, por ser casi imposible, no existe idea más
transgresora que el éxito sostenido a lo largo de los años– se
reparte en tres frentes rotativos: lo que canta, lo que dice, lo que
hace. Con el correr de los años –y cierta actitud cada vez más
Madre Atómica y menos Puta Láser– Madonna ha ido optando
por hablar antes que hacer. Es más fácil que hacer y deja menos
evidencia que, por ejemplo, su libro Sex, su libro porno deluxe,
y –junto con el álbum «Erotica»– único incomprensible error en
una campaña inmaculada: no darse cuenta de que –más allá del
morbo inicial– nada repelía o aterrorizaba más a fieles y detrac-
tores en los tiempos del sida que el sexo libre y duro vendido
como actitud fashion. «Mi vagina es el templo del aprendizaje»,
se leía por ahí. «No fue más que una forma de rebelarme contra
mi padre y sacar afuera tanta rabia», recuerda hoy.
A las palabras se las lleva el viento y siempre se las puede ne-
gar o –mejor todavía– anular con otras palabras. Algunas cosas
que dijo y que merecen recordarse: 1) «Soy fuerte, ambiciosa y
sé exactamente lo que quiero. Si eso me convierte en una puta,
bueno, de acuerdo». 2) «Hay gente que me odia por el simple
motivo de que yo tengo una opinión sobre las cosas. No se es-
pera de una artista famosa que tenga una manera de ver la vida.
Solo estás ahí para entretener a la gente, ¿no? La palabra «pop»
es un diminutivo de popular, y para ser popular no puedes tener
un punto de vista o hablar más de la cuenta. Para ser popular no
puedes ir contra la corriente. Actualmente, Janis Joplin no sería
una artista popular. Y Chrissie Hynde no vende tantos discos
como Mariah Carey. Y eso es porque Mariah Carey no tiene
un jodido punto de vista sobre las cosas». 3) «La sexualidad de
mis videos, de mi música, es una sexualidad política. La utilizo
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Clip
La música de Madonna es música eminentemente visual. No
es lo mismo verla que escucharla y, cuando la escuchamos a se-
cas, no podemos evitar el recuerdo de los húmedos videoclips
que son parte indivisible de esas melodías. Madonna surge casi
simultáneamente con mtv y es la primera pop-star que descubre
el poderío del clip como caballo de Troya engañoso: la música
va adentro del video, el video es muy bueno o muy escandaloso
(en principio, se habla más de los videos de Madonna que de la
música de Madonna) y uno se compra el compact como recor-
datorio útil hasta volver a enganchar el clip por azar de zapping
y paciencia. Un descubrimiento: Madonna es más homeopática
que alopática. Conviene ser ingerida en dosis pequeñas porque
lo que tragamos es una parte minúscula de nuestra enfermedad.
Así, Madonna es una gran actriz de clips y una pésima actriz de
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Mad
Nos hemos preguntado quién es esa chica, nos preguntamos
quién es esa mujer y todo parece indicar que nos preguntaremos
quién es esa abuela. Luego de que la diva de divas le negara una
entrevista, el escritor inglés Martin Amis escribió: «Desde el va-
mos, Madonna ha incluido a la pornografía en su singular arse-
nal de armamento cultural, porque ella entiende a la perfección
su aspecto industrial y moderno. Los elementos de la cultura pop
que ella se las ha arreglado para fundir pueden parecer azarosos
e indiscriminados. Pero de hecho podrían haber sido ensambla-
dos por la computadora de una megacorporación: pornografía,
religión, multietnicismo, transexualidad, kitsch, camp, poder
mundial y mundano, autoparodia y reinvención constante». La
cuestión es si nos preguntamos o nos repreguntaremos quién es
esa artista más allá de todas las posibles respuestas –en pro o en
contra– que ofrece la tan desopilante como reveladora Encyclo-
pedia Maddonica de Matthew Ruttenmund.
En resumen, hay nada más que dos opciones en el multiple
choice de nuestra incertidumbre sobre Madonna. ¿Mentiroso
monstruo de merchandising o sensible sacerdotisa postindustrial
del tercer milenio? Yo la vi en vivo (me aburrí) y la entrevisté en
directo (me sorprendió su solemnidad de principiante y su falta
de humor cuando le pregunté si se dejaría crecer el bigote para
hacer de Frida Kahlo, otra de sus hembras-fetiche por degradar
en la gran pantalla), y, supongo, a esta altura del asunto, que ten-
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Rodrigo Fresán:
el evangelista
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No saber
El Fresán que prologa a John Cheever, el que lee sin pau-
sas, el que dirige la colección de novela criminal Roja & Negra
de Random House, no tiene los estudios primarios terminados
según los archivos educacionales argentinos. El exilio de sus pa-
dres lo obligó a cambiar varias veces de colegio. En alguna de
esas veces se saltó un curso. Con el paso del tiempo pudo acre-
ditar que sabía leer y escribir y la escritura se transformó en una
forma de vida.
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Fresán el periodista
En las revistas de tarjetas de crédito de Brascó, Fresán escri-
bía sobre viajes, libros, música y gastronomía. Fue entonces que
Tomás Eloy Martínez, buen amigo de su padre, lo llamó para
que fuera su segundo de a bordo. Al autor de Lugar común la
muerte lo habían convocado para dirigir el suplemento de litera-
tura de Página/12, periódico en el que Rodrigo Fresán ya escribía
esporádicas reseñas de libros.
Hubo un tiempo, justo cuando publicaba Historia argentina,
que Fresán partía por las mañanas a la revista gastronómica de
Brascó y, por las tardes, a Página/12. Habrá que suponer que,
por las noches, se dedicaba a la ficción. Luego fue imposible: su
primer libro fue un éxito y su nombre comenzaba a figurar como
parte de aquel nuevo boom de la literatura en español de los 90,
junto a Fuguet, Loriga y Paz Soldán.
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–¿Como cuál?
–Una modilla de esas que aparecen de golpe.
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El empampado Riquelme
(fragmento)
Huesos al sol
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sol del día y el frío de la noche, sin más compañía que la dureza
de las piedras, el idioma del silencio y el espíritu de la pampa.
Quiso salir de donde estaba, quiso cambiar su suerte, pero su
suerte ya estaba echada. El reloj de Riquelme se detuvo a las diez
y media. No sabemos si a esa hora había sol o había estrellas. No
sabemos nada, salvo que Riquelme murió en ese lugar y cuarenta
y tres años después alguien lo encontró tendido al sol, con todos
sus huesos blancos y calcinados a la vista, sin poder decir una
palabra pero escribiendo un alfabeto completo sobre el tiempo,
la vida y la muerte.
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Francisco Mouat:
lo bello y lo incierto
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Sus luchas
Su taller tiene dos pisos y sus paredes y suelo son de concre-
to. Un concierto barroco se escucha desde la parte alta. Además
de los muchos libros y papeles –que no termina de leer y releer
como le gustaría– hay una cocinita con su propio mesón. Me
prepara un descafeinado sin azúcar y se sienta en una de las
sillas desplegadas en un amplio círculo, lejos de mí. Como para
olfatear la situación.
Más adelante, se va acercando para hacerme más fácil la ta-
rea de grabar.
–Vacilé entre estudiar periodismo o literatura, era 1980, era
un país oscuro, había una universidad tétrica. Yo pensaba en-
tonces que el periodismo era una carrera humanista. Ahora es
diferente: habría que situarla en una línea técnica, tecnológica o
derechamente comercial, porque ha ido perdiendo humanidad.
Sospecho que quería estudiar periodismo porque me gustaba es-
cribir, leer, me interesaba el mundo que me rodeaba, era curioso,
probablemente más de lo que soy ahora. No tenía muy claro en-
tonces por qué quería ser periodista y siempre he vivido con esa
duda, pero no me interesa dilucidarla. Fue así, y punto.
–Entre las revistas Hoy y Apsi, sus primeros diez años de pe-
riodista los pasó trabajando en medios de oposición a Pinochet.
¿Lo buscó así?
–La práctica la hice en la revista Hoy el verano de 1983.
Era densa la revista entonces, no había un buen clima entre los
periodistas y las jefaturas. Yo tenía apenas 21 años, y entre otras
tareas, por ejemplo, me tocó participar junto a Marcela Otero en
un reportaje especial a un año del asesinato de Tucapel Jiménez,
el líder de los dirigentes sindicales opositores a Pinochet. Yo era
un cabro chico, y entre otras gracias que no medí anduve sin
saberlo metido en un cuartel de la cni haciéndoles entrevistas a
dirigentes sindicales pinochetistas sobre el crimen de Tucapel. Un
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Francisco Mouat
La no ficción y el ego
Han pasado 21 años desde que publicó su primer libro de
crónicas, Cosas del fútbol. Luego vinieron muchos más, El Te-
niente Bello y otras pérdidas, El empampado Riquelme, por el
que ha sido premiado, Chilenos de raza, Crónicas ociosas, Tres
viajes, La vida deshilachada. Nunca ha escrito un libro de fic-
ción.
–¿Por qué?
–Nunca sentí la necesidad de hacerlo. Jamás. En todo momento
lo pensé y lo vi como un libro de no ficción. Los principales elemen-
tos de la historia estaban a la vista. No trabajar con ellos habría
sido un despropósito, creo, una manera rebuscada de contar una
historia bella, a ratos desoladora, compleja y siempre muy real. Esa
respuesta de entonces fija una manera de mirar mi trabajo desde
siempre. Hasta hace un par de años, cuando empecé a explorar la
posibilidad de abrir un poco un libro que estoy macerando, y des-
pojarlo de su condición de no ficción pura. Es un tema que no he
resuelto para nada, y del que sigo haciéndome muchas preguntas.
Mouat habla extensamente sobre ese libro que está en barbe-
cho, un libro sobre crímenes que ocurrieron en Chile. Crímenes pa-
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sionales, políticos, de locura o por robo; crímenes que tal vez nunca
se aclaren. Se nota que por primera vez la tentación de abrir una
posibilidad para la invención está ahí, a la vuelta de la esquina.
Sería todo un cambio en su vida. Jamás se ha atrevido ni siquiera a
pensar en escribir una novela. Le gusta mucho más la realidad de
carne y hueso, la de los seres humanos que figuran al margen del
poder, en el límite de la ficción por lo increíbles o valiosas que son
sus historias.
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Mujer de table-dance
por Sergio González Rodríguez
Comprender es amar,
y todo lo comprendido es bueno.
Oscar Wilde
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Sergio González Rodríguez
La vida en tanga
Mara conversa en una mesa del restaurante Sep’s de la colo-
nia Condesa. Viste, como siempre, una camiseta y jeans de Guess,
su marca preferida, y tenis Reebok blancos de piel; parece una
preparatoriana. Su talento asombra en los asuntos prácticos, y
ante ella, todo ideal universitario se desploma –solo estudió has-
ta primero de secundaria, lee poco, descree de los periódicos–.
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Domadores de historias
Chicas materiales
El Cadillac, de la empresa de Alejandro Iglesias, es uno de
los más de treinta centros nocturnos de la ciudad de México que
ofrecen strip-tease (desnudamiento parcial o total en una pista al
son de una música idónea), table-dance (desnudamiento o semi-
desnudamiento en una barra) o lap-dance (desnudamiento o se-
midesnudamiento en el regazo de un cliente vestido). En general,
a la tercera de estas ofertas se confunde con la segunda, de ahí
que a este tipo de bares se les conozca como los de table-dance.
De todo los centros nocturnos de la capital, los de table-dance se
convirtieron en el mayor atractivo desde 1992. Jamás se había
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Sergio González Rodríguez
El giro negro
Para cualquiera que se adentre en la noche del table-dance,
las ofertas son numerosas tanto como similares. Desde que a
finales de 1992 comenzaron a cobrar auge capitalino los centros
nocturnos con table-dance –se atribuye la primicia a El Closet,
de la Colonia Condesa, al Extassis de la San Rafael, al Tabares de
la Juárez y al Foxy’s de la Roma, cuyo nombre vino de los sexy-
videos estadounidenses con tal sello–, se vio el magnetismo que
para los hombres tenía tal espectáculo. Así surgieron –o ingresa-
ron a la moda– El Cadillac, El Diamante, El Keops, El Luxor, El
Isis, El Caballo de Hierro, El Manhattan, El Florencia, El Cristal,
El Cherry’s, El Evento, El Calígula, El Shock, El Napolitano, Las
Uvas, El Madison, El Pandemónium, El Baccarat, El Latinos, El
Mirage, El Fantasies, El Okey, El Lobby, El Almoloya, Las Cone-
jitas, El Frappé… Casi todas estas empresas se encuentran en el
centro de la ciudad, donde se registran 326 restaurantes-bares,
140 cantinas, 32 cervecerías, 32 cabarets, según escribió Alonso
Urrutia en La Jornada, en «Protesta de vedettes», del 2 de marzo
de 1993.
En cada uno de estos centros nocturnos el cliente recibe un
servicio dispar en tres aspectos básicos: 1) tragos caros (una cer-
veza, 40 pesos; una copa de licor, 30 pesos si es nacional o 50
pesos si es importada; una botella de ron nacional, 250 pesos;
una botella de escocés, 700 pesos; 2) compañía de muchachas
que van de bonitas a regulares, y de regulares a feas, de acuerdo
con la categoría del establecimiento; 3) atención de capitales,
boleteros, meseras, cigarreras, garroteros y guardias que van de
corteses a feos, y de feos a malencarados, de acuerdo también
con la categoría del bar. En un lugar grande, como El Closet, hay
medio centenar de trabajadores, además de las bailarinas –un
promedio de cuarenta los días de mayor afluencia: jueves y vier-
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Relaciones peligrosas
En el Vip’s de la ex Glorieta de Chilpancingo, a la una de
la madrugada de un domingo, conversan Mara y su «paisana»
Patricia, una morena linda que realiza uno de los números de
table-dance más hipnóticos de El Closet.
–Me dijo Ana que Adrián tiene sida –comenta Mara.
–Ay, no me digas –responde Patricia, acongojada.
–Qué te preocupas –replica Mara, que no deja de voltear a
ver las mesas de alrededor–, Adrián es un pervertido.
–¿Un pervertido? ¿Cómo pervertido? Más bien, Adrián es
muy promiscuo. Y siento feo oír que tiene sida. A lo mejor es un
chisme de Ana…
–Quién sabe, pero no me extrañaría nada que tuviera sida
–recalca Mara.
–¿Y no supiste qué fue de Ángel? ¿Te acuerdas de Ángel?
–No… Uy, ese chavo cómo manejaba kilos de coca…
«Nosotras contamos las historias para que alguien las es-
criba», dicen ambas, de buena gana. Patricia cuenta: «Una vez,
en un bar de Juárez, me tocó sentarme en la mesa del Jefe de
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Ricas y apretaditas
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Una vez que se dan cuento de esto, dichas personas pueden ha-
blar sin reparos. Solo ellos saben hasta dónde se franquearán
conmigo. Nunca los presiono. Sé cómo y qué debo informarme
de ellos puesto que cuando llego tengo una parte al menos del
cuadro completo. El ir y venir discreto marca el diálogo. La insis-
tencia suscita desconfianza. A los informantes los considero, así
sea por el lapso que dura nuestra plática, mis amigos. Si se trata
de un criminal nunca paso por arriba de un hecho: son personas
también. Puede haber un muro o un foso infranqueable entre
nosotros, pero el respeto debe prevalecer.
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Leyendo Londres
por Alberto Fuguet
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Alberto Fuguet
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Domadores de historias
3: acerca de Foleys
En Charring Cross queda la vitrina de Murder One, la célebre
librería dedicada a la novela negra, lo que me dio algo de pena.
Koening Books tiene mucho libro caro de diseño, fotografía y grá-
fica y adentro todos los que hojean los libros parecen tener padres
ricos. Al lado está Blackwell’s, una gran, gran librería que está lu-
chando porque una cuadra más arriba hay una guerra ideológica
no menor: Borde’s (con un Starbuck’s dentro) frente a Foyles. El
imperio americano escupiendo frente a la resistencia inglesa.
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Alberto Fuguet
No ingresé a Border’s.
Foyles me conquistó antes de entrar.
Foyles, desde ahora, mi librería favorita. El café (Ray’s Jazz
and the Cafe) está en un subterráneo y el edifico de ladrillo tiene
algo de una antigua tienda de departamentos. Foyles no es una
cadena aunque ahora tienen una pequeña sucursal en la ribera
sureña cool del Thamesis, al otro lado del Millenium Bridge. Fo-
yles tiene inmensas vitrinas que celebran a Shakespeare y el «ser
inglés» y, una vez adentro, se nota que los que atienden no solo
leen sino que además son creativos. Dos hermanos fundaron la
librería hace más de cien años pero aquí no se siente el peso de la
historia sino la libertad que otorga la creatividad. Es una librería
inmensa (durante décadas fue la más grande del mundo en cuan-
to a metraje de estanterías). Ya no es lo que era antes, me dicen,
cuando era un laberinto oscuro donde la manera de catalogar
era kafkiana. Hoy es simplemente tan excéntrica como perfecta
como luminosa y ordenada. Foyles no solo es brillante al orde-
nar alfabéticamente, con grande letras para indicar cuándo lle-
gaste a la N o la P, sino que inventa mesas definitivamente nota-
bles: desde novelas sobre Londres (Amis, Dickens, Zadie Smith)
a novelas ligadas a perros (Haddon, Auster) a libros buenos con
portadas feas (¡no juzgues un libro por su color!).
Cuando en el futuro piense en Londres, pensaré en Foyles y
creo que sonreiré. Miro todos los libros que compré ahí y anoto,
con mi lápiz de grafito Foleys, que fueron comprados en Lon-
dres, en Foyles.
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Alberto Fuguet
The Travel Bookshop hay novelas que tienen que ver con esos
países. Libros de autores de esos países o, más que nada, novelas
y libros de extranjeros acerca de esos países. Impresiona la canti-
dad de ingleses que han escrito acerca de México. Compro Jour-
ney Without Maps de Graham Greene con una introducción de
Paul Theroux y Paradise With Serpents, un libro de un tal Robert
Carver que subtitula «Viajes en el Mundo Perdido de Paraguay».
En cinco horas más debo subirme al metro y ahora partir al
aeropuerto de Heathrow. Camino a la estación encuentro una
librería sin nombre aparente. Books and Comic Exchange. In-
greso. Revistas de cine viejas, biografías, Cormac McCarthy a
una libra. El local huele a pescado frito, abrigos mojados y pa-
pel seco. Suena Joy Division. Leer también es hojear, comprar,
mirar, pienso. El acto de comprar es un acto de satisfacción del
deseo. Comprar, más allá del dinero, es complicado: es un rito,
te atonta, a veces te enrabia y te drena de toda la energía. Estoy
cansado, mareado, no quiero más libros. Ahora quiero ciudad.
Miro la hora. Me quedan dos horas, he perdido el tiempo.
¿O se me ha ido? ¿Dónde se ha ido?
¿Qué he conocido de Londres? Casi nada. Y casi todo.
El avión despega.
Abro uno de mis libros nuevos. Dice Londres 09.
Sonrío.
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Alberto Fuguet:
en fuga
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–¿Realmente no sabes?
–Es que para mí periodismo es todo, o sea o no divido entre
entrevistas, crítica… Yo sufro igual si tengo que escribir una crí-
tica de cine, un libro, una entrevista o si me piden recomendar
una fuente de soda. Le dedico la misma energía e histeria al pe-
riodismo que a la literatura, con la diferencia que en la literatura
no hay realmente una fecha de entrega. Esa es la gran diferencia.
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Alberto Fuguet
–Como David Foster Wallace, que era más naive como perio-
dista que como escritor.
–Y yo creo que va a triunfar a la larga como periodista, no
como escritor. Quizás me equivoque, pero pienso que el aporte
de Foster Wallace al periodismo–crónica es clave.
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Domadores de historias
Los orígenes
Fuguet se crió en Estados Unidos y volvió a Chile a mediados
de los ochenta, cuando ya estaba grande y ni siquiera hablaba un
buen español. Algo de esto se ve en su escritura: Fuguet inventa
palabras, a la manera gringa, da vuelta frases, y también mira
la realidad con asombro, como si nunca terminara de acostum-
brarse a las cosas, como si siguiera siendo, un poco, un recién
llegado.
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–Qué jugado.
–No sé, yo creo que era mi formación gringa. Además hubo
un punto de quiebre, creo yo. Una vez en la escuela de periodis-
mo me obligaron a quemar una chaqueta militar que andaba
trayendo, una chaqueta que había sido de mi tío, el de Missing,
(la penúltima novela de Fuguet) que era del ejército gringo, yo
creo que ahí me vino como una liberación, un ya, basta.
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Los límites
–Alberto, volvamos a las diferencias entre ficción y no fic-
ción. Missing, por ejemplo.
–Dije que ese libro tenía 95 por ciento de verdad y 5 por
ciento de ficción, tal vez no debí haber dicho nada.
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Alberto Fuguet
conversación podía ser en off, que no habría off the record, pero
cuando transcribí me encontré con una frase que no era muy
buena y como tres líneas más abajo había otra mejor, entonces lo
llamé y le dije: ¿quieres decir esto o esto otro, que yo creo que es
mejor? Y lo convencí de que era mejor su segunda frase.
Droga barata
–¿Siempre estuviste haciendo periodismo y literatura en pa-
ralelo?
–Claro, y todo me demandaba la misma energía, el mismo su-
frimiento, y el periodismo tal vez más por esto de los plazos. Ahora
me cuesta más y me entretiene menos el periodismo, tal vez porque
tengo menos energía. Ahora estoy feliz feliz con mi sabático en Qué
Pasa, y me gustaría que se extendiera toda la vida. Y me encantaría
llegar a un nivel en que yo pudiera llamar a un diario o una revista y
decir: yo quiero escribir sobre esto. Escribir sobre lo que me interesa.
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–¿Tiene trabajo?
–Él hizo el treining en el hotel Santa Ana y ahora llenó una
solicitud y está esperando que lo llamen. Y acá… lo pasa aquí,
normal, sale pal parque, da una voltecita, tiene un motor que lo
lleva conchabando por el malecón…
–¿Cuándo vuelve? ¿Qué hora es allá?
–¡Karinaaa! ¡Averíguame qué hora éh!
Cuenta María Bernalda que en el barrio de México todos
hablan de Abraham como «un lobo de mar protegido por el gran
poder de Dios». Es, para muchos, un elegido. Un elegido que
baila reggaeton en el malecón de San Pedro, que no tiene novia
y que vive en un monoblock con ella –la abuela–, con su padre,
con dos tíos y con solo unos pocos de sus veinte hermanos. La
economía de la casa, dice María Bernalda, se sostiene con el tra-
bajo doméstico de las mujeres y las changas en la construcción y
en la Zona Franca de los varones.
–Igualmente yo quería que él se quedara allá en Argentina
porque aquí no hay vida, ¡allá sí! Yo quería que se portara bien
y que consiguiera un trabajo y que no hiciera lo mal hecho, que
no robara ni que lo atraparan ni nada. Pero espere… espere que
ahí viene. ¡Vente p’aquí que llaman de la Argentina! ¡Cuéntales
de tu vida!
Lo siguiente que se escucha es un silencio, el roce de la mano
sobre el tubo, esa voz sonriente y abismal.
–¿Hosefina? –pregunta.
Digo su nombre.
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Josefina Licitra:
la historia como excusa
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Quiero un zoom
Por estos días, Josefina Licitra se encuentra afinando los de-
talles del que será su próximo libro, titulado tentativamente Los
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1) Los patrulleros
Los cinco agentes saben que, antes del amanecer de este sá-
bado, habrá un nuevo asesinato en Bogotá. Cuando reciban el
aviso por teléfono, saldrán en su patrulla a practicar el levanta-
miento del cadáver y recoger las evidencias. Pero ahora, mientras
les llega el momento de actuar, duermen a pierna suelta sobre las
colchonetas del área de alojamiento.
Los funcionarios pertenecen al Centro de Servicios Judiciales
de la Fiscalía, encargado de conocer los diferentes casos de homi-
cidio que se presentan en la ciudad. Aparte de buscar pistas que
ayuden a esclarecer los asesinatos –pisadas, restos biológicos, ar-
mas, testigos– trasladan hacia el Instituto de Medicina Legal los
cuerpos de las víctimas, para que sean sometidos a las necropsias
de rigor y entregados formalmente a los dolientes. Cada grupo
de trabajo tiene cinco miembros: un planimetrista, que dibuja
en un papel la escena del crimen y establece las distancias entre
todos sus elementos; un fotógrafo, que capta imágenes del ca-
dáver y del entorno; un dactiloscopista, que rastrea las huellas
digitales; un investigador, que recopila testimonios en el lugar de
los hechos, y un coordinador, que dirige el proceso.
Son las dos de la madrugada. Hace media hora, cuando to-
davía estaban despiertos, los integrantes del Grupo Dos de Ho-
micidios lucían serenos. Tal actitud se debe –explicaban– a que
después de haber visto tantos casos espeluznantes de violencia
urbana, han ido perdiendo la capacidad de asombro. Uno de
ellos se acordó de una mujer que, por petición de su amante,
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2) La muerte
La Señora Muerte se soltó el moño y se encuentra de ron-
da. Oteando el panorama desde lo alto de un puente peatonal
o agazapada en un lote baldío, cumple sin afanes su rutina. Ya
ha elegido a su próximo mártir y ahora, simplemente, espera el
momento de asestarle el golpe. Es capaz de sorprenderlo en el
callejón más oscuro o en la avenida más iluminada. Frente a los
designios de esta caprichosa dama no hay poder que valga. Los
viernes por la noche su aliento se siente en toda la ciudad: en las
autopistas colmadas de conductores suicidas, en las discotecas
plagadas de borrachos iracundos, en las esquinas donde se entre-
veran el magnate y el desharrapado, en las inmediaciones de los
negocios prósperos, en los barrios marginales donde impera el
«sálvese quien pueda». Acaso es ella, la Señora Muerte, lo único
verdaderamente democrático que existe en Colombia.
Gran parte de la memoria nacional ha sido escrita por su
mano huesuda. Una mano que, por cierto, no se ha limitado a
eliminar a los ciudadanos de manera natural, sino que además los
ha exterminado con los instrumentos más inhumanos: tanques de
gas, motosierras, machetes, destornilladores. A sus pies han caído
ministros, recicladores, sacerdotes, ateos, periodistas, saltimban-
quis, políticos, jueces, soldados, guerrilleros, paramilitares, raspa-
chines de coca, cultivadores de papa, panaderos, hacendados, tru-
hanes y filántropos. No solo los policías judiciales de la Fiscalía
se han acostumbrado a la Señora Muerte: los demás habitantes
también han perdido frente a ella la capacidad de sorprenderse,
después de tropezársela por veredas y metrópolis, y después de
haberla visto miles de veces en los noticieros de televisión, revuel-
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3) La víctima
Está tendido bocabajo, en posición fetal, a un costado de la
ciclorruta del barrio Patio Bonito, exactamente en la calle 34 sur
con carrera 95. Dos agentes de la Policía Nacional, alertados por
una llamada telefónica, lo encontraron a las dos y cuarenta de
la madrugada. De inmediato acordonaron el lugar para impedir
que fuera alterada la escena del crimen. A las cuatro y diez de la
mañana pusieron el caso en manos del Grupo Dos de Homici-
dios de la Fiscalía, cuyos integrantes se aplican ahora a la tarea
de levantar el cadáver y recopilar las evidencias.
Los cinco agentes ya lograron establecer la identidad de la
víctima: Pablo Emilio Arenas Lancheros. Su cédula de ciudada-
nía –la número 79.455.248– informa que nació en el pueblo de
Facatativá, el trece de marzo de 1968. Yace sobre un pozo de
sangre, a doscientos noventa y dos centímetros de distancia de
un poste de energía. Un poco más allá está la billetera –esculca-
da– al lado de un reguero de papeles teñidos de escarlata. Hay,
entre otras cosas, un comprobante de vacunación contra la fiebre
amarilla, una agenda telefónica de bolsillo, tres estampitas del
Divino Niño, un carnet de la empresa promotora de salud y una
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4) Epílogo
Pablo Emilio Arenas Lancheros fue sepultado dos días des-
pués en el Cementerio El Apogeo, sobre la Autopista Sur de Bo-
gotá. En el entierro estuvieron presentes varios empleados de la
litografía donde él se desempeñaba como mensajero y donde
siempre fue considerado como un trabajador ejemplar. Contaron
que al salir de la empresa, ubicada en el centro de la ciudad, se
fueron a tomar cerveza en un bar cercano. Lo vieron por última
vez a las doce de la noche. Su tía Inés Arenas, que fue la que lo
crió, no ha dejado de llorarlo. Lo que más le duele –dice– es que
Pablo Emilio murió el día antes de comprar un balón de fútbol
que le había prometido a su hijo Johan David.
Su sangre permaneció varios días en la ciclorruta de Patio
Bonito, a la vista de peatones y bicitaxistas que la esquivaban
con pavor. Al parecer fue limpiada por los aguaceros que se des-
gajaron en Bogotá a finales de agosto.
Los agentes del Grupo Dos de Homicidios de la Fiscalía re-
gresaron a sus labores después de un descanso de cuarenta y
ocho horas. Esa noche tuvieron que atender dos casos.
En algún lugar de la ciudad hay una persona que come he-
lado o baila merengue, sin saber que es la próxima víctima. La
Señora Muerte lo reconoce, se suelta el cabello, y mientras llega
su momento, deja que siga la música.
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Algunas veces ese escritor malo que nos habita es tan impetuoso
que uno solo no da abasto para dominarlo. Toca acudir, enton-
ces, a algún editor o a algún buen lector para que nos ayude a
controlarlo. Todas las mañanas, cuando me siento frente al com-
putador, dedico la primera hora de trabajo a enmendar y pulir
lo que hice el día anterior. Siempre tengo presente esta lección
formidable de Augusto Monterroso: «Uno es dos: el escritor que
escribe (que puede ser malo) y el escritor que corrige (que debe
ser bueno)».
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Santiago Gamboa:
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El movimiento
El bichito de los viajes se le metió en el cuerpo a los 8 años, la
primera vez que salió de Colombia para aterrizar en Roma, donde
sus padres habían obtenido una beca. «El mundo entero me in-
teresa. He ido a Asia, África, América Latina, Europa», sentencia
Santiago resumiendo su bitácora, que suma ya más de 60 países
visitados y reporteados.
En 2001 publicó Octubre en Pekín, libro de crónicas sobre
la capital china y en 2008, Hotel Pekín, fue su primera novela
de viajes. En ella habla de las complejas relaciones entre China y
Occidente a través de dos viajeros que se reúnen a hablar y a be-
ber en un bar por las noches. De Graham Greene, dice Santiago,
aprendió el placer de escribir sobre personajes que están fuera de
contexto, que están viajando.
Greene no es su único referente literario en este género.
«Theroux y Naipaul son claves. Theroux es el genio del oído:
sus personajes dialogan maravillosamente y todo lo que dicen es
interesante. Parece que vas en el tren con ellos y ves el país en sus
palabras. Naipaul es más seco, pero su genialidad está en sus opi-
niones sobre las cosas. Es un método más difícil, pues hay que ser,
digamos, genial. Es casi imposible, pero es el método Naipaul».
A Gamboa le gusta todo de los viajes, incluso las esperas en
los aeropuertos, los cambios de hora y hasta las insípidas comidas
de los aviones. Pero más allá de lo anecdótico, asegura que los
viajes lo han convertido en una mejor persona, porque no solo
son una forma de conocimiento, sino también una experiencia que
permite borrar prejuicios. «Los viajes te abren los ojos, te hacen
ver la diversidad, te hacen surgir preguntas y dejar de lado tus cer-
tezas. Mientras más viajas, menos certezas tienes», explica.
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Su (no) método
Gamboa no tiene un método, tampoco rutinas ni estructuras
fijas, excepto al momento de reportear, en que suele seguir el mis-
mo derrotero: «Hablar con la gente en pirámide invertida. Desde
el o los protagonistas, hasta los testigos más lejanos. También con
especialistas que puedan esclarecer detalles: científicos, psicólogos,
filósofos. Depende de lo que la investigación requiera».
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ahora sobre la Guerra del Pacífico, «el pasado que nos mantiene
distanciados», dice marcando con las palmas de las manos una
cierta distancia. Luego recuerda un motivo de disputa entre am-
bos países, y cuando parece decidido a discutir sobre el pisco –el
tema obvio dentro una planta pisquera entre un chileno y un pe-
ruano–, señala la orilla del cerro más próximo, a pocos metros de
la caseta de seguridad en donde está sentado. Se le ve confundido.
–Es el cerro Peralillo –dice–, ¿en Perú también tienen cerro
Peralillo, no?
–No.
–Ah, ¿entonces qué lugar tienen en Perú que es igual aquí?
–¿Pisco?
–¿Pisco? Pensé que era el cerro Peralillo, es una pena.
Para el ciudadano de la calle, el chileno promedio, es imposi-
ble pensar que el pisco no le pertenece. Lo han bebido desde que
tuvieron edad para hacerlo. Vieron a sus padres y a sus abuelos
tomar pisco. Saben que en el mapa de su país hay un lugar al nor-
te llamado Pisco Elqui, lo ubican fácilmente. Cuando apareció en
los periódicos y en la TV el racimo publicitario de Gustavo Ro-
dríguez, no solo hubo indignación por verse borrados del mapa,
sino sorpresa y desconcierto: ¿así que en Perú también toman
pisco? Primera noticia. La idea en Chile aún parece tan desca-
bellada y confusa que no es extraño encontrar personas que se
sorprendan por primera vez, sobre todo lejos de Santiago, donde
las noticias –incluso las malas– no llegan muy seguido. «Pensé
que era el cerro Peralillo». No es una ironía chilena, sino tal vez
un juego del inconsciente por asimilar un mensaje que no parece
cierto: el pisco es tan peruano en el Perú como chileno en Chile.
¿Qué extranjero se atreve a dictar lo que no nos pertenece? La
pregunta es un ataque frontal y la hacen ambos bandos. En la
educación sentimental de los dos vecinos, uno siempre pertenece
al lado bueno, y el otro –el de arriba o el de abajo– es el villano.
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en su lista de las cien cosas más hot del momento, en un ránking que
comparte con raperos y estrellas de cine.
–Demasiado aguado –es el veredicto final del aguafiestas Jo-
hnny Schuler.
Mañana se va a Anuga, Alemania, a la feria más importante
de gastronomía en el mundo. Ha sido invitado por un stand es-
pañol para presentar en sociedad al pisco peruano.
–Aunque, claro, decir pisco peruano es una redundancia –se
corrige Schuler–. En Chile no hay pisco.
Aunque Pisco Elqui, ya se sabe, es un pueblo de agricultores al
norte de Chile. Si no tienes historia, te la inventas. Así de simple.
El pasado es un tiempo subjetivo. Mientras el Perú siga peleándo-
se con su propio pasado, Chile ganará litros de dinero: doscientos
cincuenta millones de dólares al año. Por si las cifras no fuesen pro-
blema suficiente, en The London International Wine & Spirit 2005
–la feria de vinos más importante del mundo– apareció un nuevo
competidor: pisco Tapaus, Mendoza, Argentina. ¿Cuándo se jodió
el Perú?
–El Perú estuvo jodido siempre, desde la Conquista –cree el his-
toriador Villalobos, sentado en su base académica de la Universidad
de Chile. Enseguida admite–: Está bien, digamos que el pisco es
peruano, ¿y?
Hubo un silencio. Es tan peruano que la novelista chilena Isabel
Allende –nacida en Lima– escribió en Mi país inventado: «El nom-
bre de este licor se lo usurpamos sin contemplaciones a la ciudad
de Pisco, en Perú», y en esa afirmación la Allende no inventó nada.
Peruano o chileno, qué importa. Lo del origen no excede a una
preocupación secundaria. Es como si Inglaterra quisiese patentar el
fútbol moderno por su origen: el resto del mundo reconocería que
en Brasil se juega mejor. Sucede lo mismo con el pisco: no hay ciu-
dadano de Chile que viaje a Lima, tome pisco sour, y siga creyendo
que el pisco más memorable se bebe en el valle de Elqui. «Yo era un
burdo borracho de pueblo hasta que probé el pisco sour peruano.
Desde entonces soy un gourmé exquisito que ni siquiera soporta la
variante chilena», cantó Joaquín Sabina. Pero hay otro español que
vive en el Perú y ahora fantasea con que su perro, Pisco, «sea la eti-
queta de un buen pisco». Eso quiere. Al final, la uva llegó al Nuevo
Mundo gracias a España. Y el pisco, quién sabe, quizá haya sido un
invento español. Perdonen la tristeza.
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Daniel Titinger:
su patria personal
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Y nunca fue.
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Julio Villanueva:
envidiando a Mr. Chang
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Julio Villanueva Chang
allí. Desde ese momento supe que sería una escena para inaugurar
mi crónica. 3. El uso de paradojas en mis historias. La realidad te
las regala de instante en instante: el restaurante más famoso del
mundo se esconde en un rincón inhóspito y escondido de la Tie-
rra, y al chef más revolucionario del siglo no le gusta el vino. Un
cineasta como Werner Herzog ve por primera vez un automóvil a
los doce años y hace su primera llamada telefónica a los diecisiete:
encerrado entre unas montañas de Baviera, creció como si fuese
un niño campesino del cine mudo. Uno de sus documentales más
famosos trata de un ecologista que tras trece años de proteger a
los osos grizzly muere descuartizado por uno de ellos. La historia
del alcalde ciego es la de un hombre cuya vida ha consistido en
pelear para que lo traten como un hombre normal y que el día que
lo eligen alcalde de Cali se acaba la normalidad.
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El interior
(fragmento)
por Martín Caparrós
Algo en la luz
que las nubes convierten en docenas de rayos.
Abajo el verde es uniforme:
soja.
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Martín Caparrós:
el cronista escéptico
Desconfía del aura sexy de los que se dicen cronistas, de los elogios
y de las críticas que no logra recordar, «por malas». No cree en «la
gente» ni en la objetividad. Poco le importan los lectores en general, y
menos los propios. Este autor argentino asegura no escribir por afán de
redención sino por puro hedonismo: «Me da mucho placer». Partida-
rio feroz de buscar nuevas formas narrativas, Caparrós caza historias
extraordinarias de personas comunes y doma textos mucho antes de
escribirlos. Casi sin corregir. Ni equivocarse.
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Martín Caparrós
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Martín Caparrós
–Dame un ejemplo.
–El trabajo que hago para la onu consiste en llegar a pueblos
muy chiquitos, de lugares remotos, con distintos tipos de gente y
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–En Una Luna, cuando Natalia te cuenta cómo fue víctima del
tráfico de mujeres en Europa Oriental, dices que «hay cosas que no
se pueden escuchar impunemente». En situaciones así ¿desde dónde
te paras para contar? ¿Qué tan objetivo se puede ser?
–No creo que exista la objetividad. No es posible porque cual-
quier relato, por más neutro que quiera parecer, implica un sujeto
que decide qué es lo que le parece que vale la pena incluir en ese
relato. No por un tema de voluntad sino porque no hay otra mane-
ra de hacerlo. La realidad tal cual es irrepresentable, porque tiene
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–Explícame por qué dices que Una Luna «no es una crónica
sino que es un diario de hiperviaje».
–No lo pensé como un libro. Fui tomando notas y se me ocu-
rrió, en la mitad de ese viaje, que podía hacer un librito con ellas.
Que diga que no es una crónica tiene que ver con que para mí la
crónica es necesariamente en primera persona, pero no debería ser
sobre la primera persona. Y como este librito tiene bastantes cosas
sobre mí, reflexiones o relatitos que tienen que ver con mi vida,
necesariamente no era una crónica sino un diario. Y en cuanto a la
idea de hiperviaje, es porque en esta situación uno va saltando de
un punto a otro, de África a Europa Oriental, de París a Zambia,
como si estuviera clickeando vínculos en internet. Por eso la idea
de hiperviaje en el sentido de hiperlink.
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hago. Sería presuntuoso pensar que lo que hago puede tener al-
gún efecto significativo. Lo hago porque me da mucho placer,
porque cuando estoy sentado frente a alguien que piensa que
vale la pena contarme su historia me parece un gran privilegio y
cuando después tengo que buscar y encontrar la forma de con-
tarla la paso muy bien. Insisto, no quiero disfrazar ese interés de
supuesta misión o lo que sea.
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–¿Corriges mucho?
–No todo lo que querría. Suelo desesperarme un poco cuan-
do llega ese momento porque corrijo muy poco.
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–Escribes sin pensar en tus lectores, pero tus libros son muy
leídos y admirados. ¿Cómo se entiende eso?
–No lo sé, tampoco me hago cargo de que sean muy leídos.
Siempre me sorprendo cuando alguien me dice: «Leí tal libro
tuyo y me gustó». No sé qué hacer con ese tipo de reacción, y
de verdad no lo pienso, quizás no lo sé procesar, pero tampoco
quiero.
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la revelación
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Juan Villoro
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fue tan grande, que Nikita Krushov lamentó que abstrusas ra-
zones de seguridad le impidieran ir ahí durante su visita oficial
a Estados Unidos. El custodio de la aurora socialista deseaba
atestiguar la arcadia de plástico y los cocodrilos motorizados de
sus rivales.
La heterotopia del ratón limpio se pone en escena en un
presente eterno, que incorpora el pasado y el futuro como es-
pectáculos en miniatura y reordena la geografía con caprichosa
voluntad. No es casual que Disneylandia haya sido la primera
ciudad que surgió respaldada por un programa de televisión. Los
parques temáticos de Disney se articulan al modo de un montaje
visual que prefigura el zapping: un parpadeo permite pasar del
Lejano Oeste a la Mansión Encantada, un baluarte pirata, un
afluente del Amazonas o los cohetes del porvenir.
Walt Disney murió en 1966 y un rumor rodeó su deceso:
el creador de Mickey había pedido que lo congelaran. Aunque
los voceros de la empresa desmintieron esta pretensión de eter-
nizarse en frío, la idea resultaba lógica para alguien que vivió
para reunir épocas dispares en una actualidad donde nada su-
cede por primera vez porque todo es una reiteración. Lo que
ves ahora pasó en forma idéntica hace unos minutos. En Disney
World, los hechos siguen una secuencia que no concluye (solo se
rebobina). Con el mismo impulso con que los trenes del parque
regresan al punto de partida, los continuadores de la empresa
Disney prolongaron el sueño del patriarca como otra variante
de la congelación: Disney World y Disneyland París conservan
el código original de diversión sin posibilidad de sorpresa. Cada
tanto tiempo, un estreno cinematográfico agrega un rincón a la
ciudadela, pero su funcionamiento es tan similar al del conjunto
que nunca trae un cambio de estilo.
La villa del ratón se conserva en estado de pulcritud extrema.
Su irrealidad o, como prefiere Eco, su hiperrealidad, depende de
que todo esté nuevo. No hay opciones para el deterioro o el uso
inmoderado, entre otras cosas porque nadie vive ahí. El control
del espacio es absoluto, lo cual no impide que algún transeúnte
se robe algo. Mi familia y yo salimos de prisa del show del Rey
León y olvidamos la cámara en el asiento. Volvimos dos minutos
después y ya no estaba ahí. Me aconsejaron ir al día siguiente a
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el techo. ¿Por qué estaba ahí? Esto ocurrió algunos años antes
del 11–S, pero aun así no costaba trabajo asociar un despertador
con una bomba terrorista. Fue uno de los momentos del viaje en
que actué con mayor infantilismo. Evacué a la familia del cuarto,
tomé la maleta (juzgando que si no había explotado para llegar
ahí tampoco lo haría para ir al estacionamiento), saqué el reloj
con dos dedos de la mano izquierda (juzgando que la explosión
solo me amputaría esos apéndices que en ese momento me pare-
cieron prescindibles) y lo deposité en un bote de basura (juzgando
que por el hecho de quedar ahí pasaría de ser amenazante a ser
reciclable). Cuando me volví para dirigirme al cuarto, vi a mi hijo
y a mi mujer parapetados tras un coche a dos metros de distancia.
Sus ojos brillaban como si yo regresara de Vietnam. Una mano
benévola o el distraído azar colocaron ese absurdo despertador
en la maleta para crear ese juego alternativo, el único en verdad
divertido de Disney World. Bueno, el único no. También la salida
tuvo lo suyo. Más información más adelante.
Volvamos ahora a la urbe obsesionada por el desplazamien-
to. Disney World sigue el principio de las excursiones infantiles,
donde nada es tan divertido como el viaje en autobús. «Aunque
la meta sea el paraíso, lo que más les gusta es el camión», co-
menta la mayor experta en niños que conozco. Disney World
industrializa esta idea. Moverse no es un camino a la diversión,
es la diversión. En este sentido supera a Disneylandia, pues su
territorio es muy superior (el doble de Manhattan, el mismo de
San Francisco). Sus tres grandes hoteles están enlazados por un
monorriel: el vértigo mecánico comienza en el lobby. Lejos, muy
lejos, quedan los automóviles. El visitante mexicano suele llegar
en avión. Si acaso lo hace en coche, el estacionamiento, última
instancia de la sociedad motriz anterior a Disney World, le pare-
cerá un predio del tamaño de Chihuahua.
En un sitio donde lo más interesante es moverse, la tensión
deriva de la espera. Los sociólogos del deterioro calculan que
en un día promedio, una visita de ocho horas puede estar com-
puesta por cinco horas de colas. Por eso, la mayor innovación
arquitectónica de los parques con el sello Disney son los ten-
dajones anexos a cada uno de los juegos, diseñados para ocul-
tar las colas. Al estar bajo techo, tienes la sensación de que te
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¿Por qué las familias van y regresan a ese enclave que cumple
con ser distinto pero no siempre hace sentir bien? En Variatons
on a Theme Park, Michael Sorkin argumenta que el éxito de Dis-
ney World depende, en buena medida, de su deliberada inauten-
ticidad. No puede decepcionar porque no promete ser otra cosa
que una imitación artificial, sin un modelo preciso que le sirva
de referencia. «Lo que se falsifica», comenta Eco, «es nuestro
deseo de consumir». En este sentido, nuestra conducta es más
falaz que las honestas simulaciones del parque, condicionadas
por la idea de que la tecnología aporta más dosis de realidad que
la naturaleza.
El ingobernable reino de lo auténtico puede ser decepcionan-
te. Entras a la jungla en pos de monos araña y después de seis
horas no has visto ninguno y ya fuiste presa de los mosquitos;
vas a cazar un crepúsculo a un peñasco arriesgado y las nubes te
tapan la vista; llegas a la playa de las bellezas en tanga y encuen-
tras una convención de esperpentos desinhibidos. En un planeta
inestable, Disney World ofrece las virtudes de lo previsible y la
superioridad de la imitación: «Se parece al mundo, pero en me-
jor», escribe Sorkin.
Disney World es el primer enclave urbano con copyright; su
paisaje está patentado. Aunque vive de la imitación de escenarios
y personajes célebres (el lejano Oeste, el castillo de Ludwig, Pi-
nocho, La guerra de las galaxias), otorga una nueva significación
a la copia. Ahí, el Hotel Polynesian cumple el doble propósito de
evocar los palafitos en los que se inspira y ser un edificio de Lego.
Estamos en una segunda realidad: las lianas de plástico evidente
demuestran que jugamos a atravesar la selva. Los parques temá-
ticos de Disney son sitios detrás de la aventura, no porque ahí se
conozcan los trucos de la tramoya, sino porque ingresamos a un
entorno precodificado por los cuentos de hadas, el kindergarten,
la televisión, los estrenos de los últimos sesenta veranos: Goofy
nos da un abrazo de fieltro mientras Indiana Jones se acerca a
proximidad ideal para oler su épico sudor. La singularidad que
encuentran los viajeros es la de constatar, ya dentro del Reino
de la Fantasía, que el lugar sigue siendo imaginario. De ahí la
importancia de los vistosos tornillos de plástico en el palacio de
Cenicienta, el ronroneo mecánico en las piraguas primitivas, la
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Juan Villoro:
domador de ornitorrincos
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Una granada para River Plate, de Juan Pablo Meneses, fue publicada en
el suplemento Zona de Contacto de El Mercurio, de Chile. Una versión más
trabajada está en su libro de crónicas de viaje Equipaje de Mano, editado
por Planeta en 2003 y por Seix Barral en 2005.
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Este libro se terminó de imprimir
en los talleres digitales de
RIL® editores
Teléfono: 225-4269 / [email protected]
Santiago de Chile, diciembre de 2010
Se utilizó tecnología de última generación que reduce el
impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el
papel necesario para su producción, y se aplicaron altos
estándares para la gestión y reciclaje de desechos en toda
la cadena de producción.
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HISTORIAS
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