El Silencio Del Texto
El Silencio Del Texto
El Silencio Del Texto
Joan-Carles Mélich
La lección de Auschwitz, Herder, Barcelona 2004, págs. 87-97
No se puede hablar de la formación humanista sin tener presente Auschwitz, precisamente porque ha
sido el humanismo, lo humano, lo que en Auschwitz ha tocado fondo. Como George Steiner ha
puesto repetidamente de manifiesto, los que torturaban en los campos de exterminio eran gente con
una sólida educación. Los asesinos nazis leían a Rike, a Hölderin, a Goethe…, escuchaban a
Wagner, a Beethoven, a Shubert… Por tanto, es necesario revisar al concepto de “formación
humanista” a la luz de la experiencia de Auschwitz.
Lo diré clara y brevemente: entiendo por humanidad a la “preocupación por el otro”, a la “respuesta al
otro”, a la “compasión por el otro”, la compatía (Octavio Paz). En otras palabras, no es el cuidado de
uno mismo, ni la persistencia en el propio ser lo que caracteriza a la humanidad de los seres
humanos, sino la manera que tiene cada uno de ocuparse del otro, especialmente de su dolor, de su
sufrimiento. Es el otro, y la manera en que nos relacionamos con él o con ella lo que nos hace ser
mejores o peores, lo que nos hace ser seres humanos o monstruos.
Por eso mismo soy contrario a los humanismos fundamentados en la “pura libertad” (Sartre) o en el
“diálogo trascendental” (Apel o Habermas). Evidentemente, esto no significa, como puede suponerse,
que esté en contra de la libertad o del diálogo. Lo que quiero decir es que, para mí, el centro
alrededor del cual gira la cuestión de la ética y de la educación, y por tanto del humanismo, es la
responsabilidad, entendiendo por responsabilidad la acción de responder por el otro. La humanidad
del hombre, la misma subjetividad humana, es responsabilidad por los otros, responsabilidad por los
que han sido excluidos de la condición humana, por los que sólo puede expresarse desde su silencio,
desde su sufrimiento.
¿Y cómo entender las humanidades? Las humanidades son lenguajes objetivables en productos y
objetos culturales, son textos. Desde mi punto de vista, un texto es una objetivación cultural: un
cuadro, una sinfonía, un libro… Pero los textos, como cualquier cosa que existe en el universo
humano, hay que leerlos, es decir, hay que interpretarlos. La interpretación resulta ineludible porque
el ser humano vive en un mundo interpretado (Rainer M. Rilke). Esto significa que, en la medida en
que hay que interpretarlos, los textos no poseen nunca un significado ni pre-dado ni definitivo. Toda
interpretación es hic et nunc, una tradición en la que hay ineludiblemente persistencia y cambio,
rememoración y anticipación, es decir, tiempo: pasado, presente y futuro. No puede haber texto sin
interpretación, sin tiempo, pues el momento en que un producto cultural es identificado como tal
producto, es decir, como texto, ya lo estamos interpretando. Forzosa- mente accedemos a la realidad,
a la realidad de los textos, mediante interpretaciones, y la interpretación está en todo momento
abierta, es decir, siempre se puede interpretar de otra manera.
Los verdaderos maestros son los que consiguieron transmitirnos algo de la epopeya humana, pero no
en el sentido mecánico y memorístico de aprender algunas fechas y nombres, sino en el de vivir en
una aventura abierta, vital. Los maestros no dan el texto interpretado, sino el texto a interpretar.
Desde este punto de vista, una formación humanista no trata sólo del contenido, ni de los textos que
se enseñan, que se transmiten, sino de una manera de leer, de entrar en relación con los textos. Por
eso mismo, una formación humanista no puede consistir sólo en una ampliación de las horas y del
currículo de humanidades. Lo que hace en buena medida que una formación sea humanista (o no) es
la relación interpretativa que maestro y estudiante establecen con los textos que leen.
Una actitud fundamental que habría que transmitir en una formación humanista es la del compromiso
y, al mismo tiempo, la de la pasión. El maestro debe enseñar que la relación con el texto, como
cualquier otra relación humana sometida a la interpretación y a la traducción, hay que vivirla
apasionadamente. Una formación humanista no puede ser fría, calculadora, analítica, metódica. A
menudo se entienden los comentarios de texto como una disección, como una manera de extraer la
totalidad del sentido del texto. Me parece que una buena formación humanista debería potenciar justo
todo lo contrario. A una formación humanista no le interesa tanto el significado cuanto el sentido. No
se trata de asumir por repetición lo que el texto dice, sino de abrir el nuevo sentido del texto, de
abrirnos al texto. Lo verdaderamente importante no es lo que el texto “dice realmente” (significado),
sino lo que el texto recuerda y rememora, lo que al lector le interesa es lo que el texto le evoca y le
provoca, es decir, lo que el texto quiere decir y no puede decir, su sentido.
Es el silencio el que nos dice que no hay respuesta final a los múltiples interrogantes del texto. Este
no da básicamente respuestas, sino todo lo contrario, abre nuevos interrogantes. Después de entrar
en relación con un texto el lector resulta aún más azorado. La formación de las humanidades debería
ser capaz de producir un incesante cuestionamiento. Un auténtico maestro sabe transmitir una
manera de leer siempre inacabada y convierte la lectura en una especie de diálogo del lector consigo
mismo y en un escuchar el testimonio de los otros. Todo esto es la base para una crítica del presente,
de la realidad ya dada, y al mismo tiempo abre las puertas para el sueño diurno, para la utopía y la
esperanza.
En una formación humanista es fundamental romper el academicismo, porque éste olvida el carácter
vivo del texto y quiere ofrecer unos productos acabados, inmutables, como si la lectura no ofreciera
nada nuevo, nada diferente. Por eso hay que dejar bien claro que una formación humanista supone
una acción interpretativa, y en toda interpretación siempre hay subjetividad y provisionalidad. La
interpretación jamás puede estar concluida. Ciertamente, podría parecer que en un principio el texto
pareciera acabado, que no le faltase nada. Pero a pesar de este su- puesto acabamiento, lo cierto es
que siempre está abierto a las imprevisibles interpretaciones de los infinitos lectores. Y éste, insisto,
es un aspecto fundamental de toda formación humanista que todo maestro debería fomentar: el
inacabamiento y la imprevisibilidad de las interpretaciones. La interpretación, la recreación del sentido
del texto es la que hace posible la interpretación, el cuestionamiento, la imprevisibilidad. Como nos
recuerda Primo Levi, el totalitarismo no tolera la pregunta ¿por qué? Porque preguntar ¿por qué?
supone pensar la posibilidad de que las cosas puedan ser de otra manera. Y eso, en el reino
totalitario, en el feudo de la necesidad absoluta, no es posible.
Si siempre es posible pensar de otra manera tampoco puede haber un acuerdo irreversible en la
interpretación de los textos. «El discípulo –escribe M.A. Ouaknin– no es el que sabe cuánto el
Maestro ha dicho, sino el que sabe inscribirse en el borrador del maestro para prolongarlo, para ir
más allá»10. El maestro es aquel que enseña que la palabra nunca puede cerrase, clausurarse, pues
si la palabra se clausura muere, porque la constante interpretación es la vida. Emmanuel Levinas ha
desarrollado esta cuestión en un libro: L’audelà du verset. La recepción de la tradición no puede ser
nunca una recepción puramente pasiva. Eso sería el fin de la educación y del humanismo. Educar es,
al mismo tiempo, recibir e innovar, escuchar y discrepar. La petrificación del saber es la negación de
la interpretación, es la lógica del universo totalitario.
Educar no es adoctrinar. Educar reclama un dar y un darse al otro. Ésta es otra de las lecciones de
«Auschwitz»: el humanismo reside en el «estallido hacia el otro». Si en la recepción del texto no hay
«estallido» del testimonio, el humanismo desaparece. Dicho de otro modo, si el maestro dijera la
última palabra, si el discípulo no fuera capaz de crear a partir o en contra de la palabra del maestro,
no habría verdadera transmisión ni magisterio. La «lección» no sería «lectura», sino sólo repetición de
lo mismo, adoctrinamiento y sumisión. La verdadera enseñanza es la palabra creadora de palabra.
A diferencia del adoctrinamiento, toda transmisión educativa se caracteriza por la capacidad creativa
de aquel que la recibe. Si el discípulo sólo fuera un receptor, si el discípulo no se enfrentara a lo que
le ha sido transmitido, si no hubiera disidencia, la educación no sería posible. La discusión, en
consecuencia, no puede acabar nunca del todo. Esto supone que en toda formación hay riesgo,
aventura y acontecimiento implanificable, y este acontecimiento es el sentido de la educación. Educar
no es «hacer» sino «padecer» una experiencia, es el sentido de «iniciar un viaje» (exterior), un viaje
no planificado, que forma, transforma e, incluso, deforma. Un aprendizaje sin ningún tipo de riesgos,
sin apenas aventura, un aprendizaje en el que todo, absolutamente todo, está planificado y
organizado, en el que el resultado final es exactamente el que se había previsto desde un principio,
no hay experiencia posible, y estará más cerca del adoctrinamiento que de la verdadera educación.
Y, es necesario recordarlo, el adoctrinamiento es la manera de «educar» según la lógica de
«Auschwitz».
Me sitúo aquí en una concepción pedagógica completamente opuesta a la platónica. Si leemos los
diálogos de Platón veremos que no hay descubrimiento de nada nuevo. Todo lo que pasa ya
sabíamos que pasaría. Se sabía todo, pero se había olvidado. Uno tiene la sensación de que los
diferentes interlocutores de Sócrates no dejan de ser una especie de comparsas para el lucimiento
del maestro. Por tanto, no hay ni verdadero diálogo, ni auténtica memoria. Hasta podríamos decir,
osadamente, que no hay, en sentido estricto, educación.
En una formación humanista como la que propongo, las cosas son de otra manera. Aprender, ahora,
no es recordar lo que se había olvidado, y la enseñanza no es una mayéutica. Emmanuel Levinas lo
ha explicado esmeradamente en Totalidad e Infinito. Para Levinas, sólo hay verdadero aprendizaje
desde la extranjería, desde la exterioridad. Y aprender quiere decir aprender lo que es nuevo, lo otro,
la alteridad. En el aprendizaje platónico nos movemos en el círculo de la totalidad, y el otro no deja de
ser una especie de «efecto de estilo». En los diálogos, Sócrates utiliza a su interlocutor para
autoafirmarse, para realizarse a sí mismo. Pero el diálogo de una formación humanista como la que
sugiero es de otro tipo. Aquí se busca el enfrentamiento, la discusión, la sorpresa. La enseñanza es el
incesante movimiento entre lo que está dicho y lo que falta por decir, entre el texto y la interpretación,
entre lo visible y lo invisible, entre el versículo y su «más allá». Por eso me atrevo a sostener que la
educación es un acto erótico.
Una formación humanista es la que sabe transmitir aquel lenguaje que hace de la vida humana una
existencia problemática. Si estamos de acuerdo en considerar que en toda formación humanista se
da uno u otro tipo de relación con un texto (libro, cuadro, sinfonía…), este tipo de relación formal al
lector lo deforma o lo transforma. Pero lo que resulta de gran importancia es que esta formación,
deformación o transformación no puede ser nunca definitiva. La vida humana, en su totalidad, es
decir, desde el nacimiento hasta la muerte, es un proceso interpretativo y, por lo tanto, provisional.
En la lectura, el discípulo – y todos siempre somos discípulos, siempre somos aprendices, el ser
humano es un eterno aprendiz– transforma su vida, la reescribe. El discípulo retorna incesante-
mente sobre la escritura de su existencia y sobre las formas y maneras de relacionarse con los otros.
Pero este tipo de lectura sólo es posible si se es capaz de aprender a leer los silencios de la escritura.
Esto quiere decir que hay que ser capaz de transmitir que nunca puede haber del todo una
apropiación de sentido, que siempre se puede leer de otra manera el mismo texto, que jamás se
puede comprender plenamente el significado del texto, que el texto siempre significa más, que el
texto se esconde, se oculta a la mirada, al análisis. En definitiva: para aprender a leer es necesario
aprender a guardar silencio.
En una formación humanista no puede transmitirse únicamente scientia sino también y esencialmente
sapientia. Por esta razón, en una formación humanista el docente es más un «maestro» que un
«profesor». LLuisDuch lo ha expresado con mucho esmero: «El “profesor”, por medio de la docencia,
hace que su discípulo adquiera “técnicamente ” unos “saberes”(scientia); el “maestro”(lo mismo
podría decirse del “narrador” en el sentido de Walter Benjamín), a través de su vivencia personal,
contribuye a la “transformación” del ser de sus discípulos. En efecto, el maestro, por mediación de su
“palabra - testimonio”, hace posible que sus discípulos consigan su verdadero ser (sapientia) más allá
de las máscaras y artificios impuestos por la dinámica del “parecer”».
Una idea parecida la encontramos también en Ernesto Sábato. Dice Sábato que hay que forzar al
discípulo a formularse interrogantes. Hay que enseñarle a saber lo que no sabe, y que en general no
sabemos, para prepararlo no sólo para la ciencia y la investigación (scientia), sino también para la
sabiduría (sapientia). La constante interpretación nos recuerda que sin la renovación – sin el tiempo–
la educación se convierte en adoctrinamiento. Por eso es fenomenológicamente imposible imaginarse
la educación sin el otro, sin el tiempo, porque educar es conservar, pero también ineludiblemente
cambiar, y es cambiar, pero también ineludiblemente conservar. En la medida en que el tiempo es
esencial a la educación, podemos afirmar rotundamente que la transmisión de la cultura debe ser, en
una formación humanista, un acto de transgresión, de herejía, de disidencia. De todo esto procura
defenderse el adoctrinamiento totalitario. En el totalitarismo el tiempo desaparece; en todo caso sólo
queda el espacio, el simple espacio, el espacio total, el espacio vital (Lebensraum), que es la muerte
de la vida, de la vida humana.
Vivimos en un universo profundamente dogmático, y creo que una buena dosis de responsabilidad
hacia este dogmatismo corresponde al sistema tecnológico. Subrayo el término sistema para indicar
que no hago referencia a la técnica, sino a la tecnología entendida como ideología, como forma de
vida, como concepción del mundo. Y éste sería otro aspecto a considerar en una formación
humanista: la denuncia del imperialismo de la racionalidad instrumental, de la lógica de la
tecnoeconomía. El sistema tecnológico y tecnoeconómico es un sistema reaccionario, porque está
ciego al drama de la civilización moderna, al drama de la barbarie totalitaria en todas sus formas y
variantes, una barbarie de la que “Auschwitz” es su símbolo más perverso.
Resulta, por otro lado, profundamente tentador disimular una educación reaccionaria (e incluso
totalitaria) en una educación humanista. Muy a menudo los sistemas políticos han utilizado esta
estrategia, y desgraciadamente el sistema tecnológico actual se ha convertido en un gran aliado para
el adoctrinamiento de políticas totalitarias.
Demasiadas veces, al hablar de la reforma de la educación, se intenta abordar la cuestión sólo desde
un punto de vista técnico. Desde mi punto de vista, una reforma de la educación humanista debe
comenzar en la filosofía. La reforma de la educación no se resuelve exclusivamente con más horas
lectivas, con nuevos programas, con más programaciones, con diferentes libros de texto (manuales).
Una reforma de la educación (una reforma de las humanidades) sólo puede llevarse a cabo teniendo
presente la historia, el tiempo y el espacio, y las personas que la realizan.