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colección letras
e n s ayo
Daniel Salinas Basave
Consejo Editorial: José Sergio Manzur Quiroga, Ana Lilia Herrera Anzaldo,
Joaquín Castillo Torres, Eduardo Gasca Pliego,
Luis Alejandro Echegaray Suárez
Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez,
Marco Aurelio Chávez Maya
Secretario Técnico: Ismael Ordóñez Mancilla
ISBN: 978-607-495-483-8
Impreso en México
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio
o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México,
a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
Índice
53 El primer lector
99 Un Aleph bombardero
EDMUNDO VALADÉS
El libro de la imaginación
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10 Daniel Salinas Basave
Alberto Manguel
Historia de la lectura
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salitre hecho con jarabe y aceite de oliva. Tal vez existen algunos
nombres que forman parte de la cultura de masas. Mi vecino no ha
leído a Octavio Paz, pero relaciona su nombre con un escritor muy
importante y algo le dicen apellidos como Shakespeare, Cervantes
o García Márquez, pero por supuesto nada le dice un César Aira o
un Mario Bellatin, como a mí nada me dice el enésimo premio Asia-
Pacífico ganado por la maquiladora Plantronics de Tijuana por la
alta calidad de los 15 millones de audio-componentes exportados
a Oriente.
Los aficionados a la literatura hablamos un lenguaje cada
vez más sectario y hermético, propio de especialistas, aunque, en
teoría,novelas, cuentos, ensayos y poemas son escritos para ser
disfrutados por todo el mundo. Vaya, un tratado de bacteriología
o una tesis doctoral en nanotecnología se escriben pensando en
un lector del mismo nivel académico de quien escribe, alguien que
habla el mismo idioma, pero dudo mucho que Julián Herbert haya
escrito Canción de tumba o Álvaro Enrigue haya hecho Muerte súbita
pensando sólo en llegar a una secta de cinco doctores en letras. Sus
libros están ahí, en Gandhi o en Amazon, disponibles y en oferta
para quien quiera comprarlos, aunque sus seguidores seremos
siempre la cofradía de lunáticos que buscamos viajar a otros mun-
dos por caminos de tinta y papel. Sí, tal vez tengan decenas de miles
de lectores, pero ninguno de los 10 vecinos de mi calle sabe lo que
es sumergirse en un libro suyo (y en ningún libro en realidad).
Puedo llevar bajo el brazo una obra de Guadalupe Nettel a la junta
de padres de familia en la escuela de mi hijo y dudo mucho que a
alguien le diga algo ese nombre, pese a ser la ganadora de un pre-
mio del tamaño del Herralde. Sin embargo, si al salir de esa misma
junta comento con alguien un episodio de Breaking bad o House of
cards sin duda saldrán más de cinco que se interesarán en el tema
y con seguridad se armará una interesante charla. Me he referido
a estos tres escritores porque me parece que representan algunas
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pero sucede que la red no sólo está cambiando las reglas: está cam-
biando todo el juego. Giovanni Sartori se equivocó al minimizar
al internet como mero ocio complementario o herramienta auxi-
liar sin posibilidades reales de competir o eclipsar. Claro, cuando
escribió Homo videns era 1997, un periodo casi jurásico de la red.
Internet cambió nuestra manera de vivir, de hacer negocios, de
relacionarnosy de interpretar el entorno. Umberto Eco tampoco lo
vio venir y tal vez por eso ahora parece sufrir tanto. Internet ya está
matando a la otrora todopoderosa televisión. Al transformarse por
virtud de los teléfonos inteligentes en una suerte de omnipresente
oráculo con don de la ubicuidad, internet también transformó
el ritmo de nuestra vida diaria y, con su vocación de borgeano
Aleph portátil, saturó nuestra cotidianidad con un inmisericorde
bombardeoinformativo y una catarata de distractores.
“La información, en lugar de transformar a la masa en energía,
produce todavía más masa”, afirma Sartori. “El bombardeovisual
destruye más saber del que construye empobreciendo el aparato
cognitivo. La imagen es enemiga de la abstracción. El hombre del
pospensamiento”, ratifica Sartori, “se torna incapaz de toda reflexión
abstracta y analítica”. Estamos sobreinformados y sin embargo
sabemos menos.
Durante años defendí a ultranza las tesis de Sartori y me aferré
a la absoluta supremacía de la palabra escrita como el mayor proceso
epistemológico. Pobres de los teleadictos, manipulados por el bom-
bardeo cotidiano de chatarra. Lo que no podemos pasar por alto es
que la nueva era trae consigo nuevas alternativas de evasión, entre-
tenimiento, exploración de otros mundos y —por qué no atreverse
a llamarlo así— manifestaciones artísticas.
¿Sería posible un mundo sin libros? La palabra escrita es
una perfecta intersubjetividad, el más complejo sistema de sím-
bolos inventado por la humanidad. Al analizar la historia de la lec-
tura y dimensionar la proeza neuronal que significa interconectar
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Ricardo Piglia
El último lector
David Toscana
El último lector
Quizá todos los seres humanos —en algún desliz de nuestras fanta-
sías o nuestros pavores— nos hemos imaginado como el último ser
viviente sobre el planeta. Dado que el concepto fin del mundo forma
parte de nuestra cultura, es obvio que en algún momento nos haya-
mos sentido predestinados a ser testigos del final de los tiempos.
Hay una enorme dosis de petulancia y egocentrismo en la
idea de integrar la generación apocalíptica. Aunque el Armagedón
yace incrustado como una ancestral pesadilla en nuestra psique,
lo cierto es que en el fondo —o acaso en la superficie— debe
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vayamos a dejar de escribir, pero me queda claro que la letra irá per-
diendo terreno hasta quedar como simple punto de apoyo elemental.
Sí, a lo mejor leemos y escribimos mucho más que antes,
pero el que la mala ortografía se vuelva políticamente correcta y el
mensaje escrito se reduzca a los parámetros y la mínima expresión
del Whatsapp es indicador de una tendencia imparable. No creo
que en veinte años haya una generación de jóvenes con una mejor
ortografíay redacción. Al contrario, más bien creo que en muy poco
tiempo los defensores de la gramática seremos seres cada vez más
atípicos y extravagantes, tan raros como un monotrema en el reino
animal, personajes chiflados, reliquias de otra época.
Cada día más extraña la apuesta por textos de largo aliento
y más extraños aún los lectores capaces de soportarlos. En este
mundo nuestro lo que mide más de 140 caracteres ya huele a Ulises
de Joyce. La brevedad a ultranza y la tiranía de la imagen impo-
nen su ley. Defensor como he sido de la teoría del homo videns de
Sartori, he querido creer en la supremacía y acaso en la eternidad
de la palabra escrita como la gran herramienta de comunicación
humana, pero la vida diaria me demuestra lo contrario. El espíritu
de la época está en otra parte.
La locomotora que jala el tren del presente nada tiene que ver
con el periodismo escrito y la literatura. Quienes aún navegamos en
barcos de papel y tinta somos herencia del siglo XIX, encarnación
de una época en donde leer 10 mil palabras tenía algún sentido.
Aunque haya mil campañas de promoción de la lectura, ferias
librescas y premios literarios, los lectores puros seremos cada vez
más extraños y sectarios, búfalos blancos perdidos en una pradera
desolada.
Leer a Daniel Sada en la calafia
Italo Calvino
Si una noche de invierno un viajero
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el caso es que han sido arrojados fuera del cuadro. Muy pronto,
también el vendedor de periódicos será una rareza en la imagen
de un semáforo cualquiera. La era-guillotina tiene prisa por cortar.
En un país que celebra ferias librescas como la de Guadalajara
o del Palacio de Minería, sería factible creer que la lectura en lugares
públicos formaría parte de la vida cotidiana. Ya he anotado en el pri-
mer capítulo de este ensayo las cifras de la FIL más reciente, mismas
que podrían hacernos creer que la costumbre de leer está incrustada
en nuestra vida cotidiana, pero quizá la fiesta y el hábito tienen poco
que ver. Acaso la fiesta es concurrida precisamente por ser atípica y
ocurrir una vez al año. Yo bebo café todos los días de mi vida y sin
embargo nunca he ido a una feria o exposición de cafetaleros. Uno
puede acudir a una feria del libro (e inclusive puede abrir la cartera
y surtirse de ejemplares) y no leer una sola página en todo el año.
Lo confieso: me seduce la idea de encontrar lectores en
lugaresimprobables. Lo que atesoro es el que alguien lea un libro
en donde nadie espera que lo haga.
Los lectores solitarios empezamos a transformarnos en seres
tan extraños que me es imposible no sentir una suerte de com-
plicidad sectaria cuando encuentro alguno. De la misma forma
que alguien puede sentirse hermanado si ve a alguien que lleva
una camiseta de su equipo de futbol o que en la defensa de su
carro lleva una calcomanía de apoyo al candidato o partido polí-
tico de su preferencia, yo no puedo evitar sentir un vínculo secreto
cuando encuentro un lector, como si perteneciéramos a una espe-
cie de cofradía o logia secreta (como anoté en el capítulo anterior),
aunque acaso mi idealización sea ridícula y esté contaminada con
una elevada dosis de pretensiosa falsedad. Por ejemplo, ¿tengo
algo en común con un lector de biblias? Me ha ocurrido dos veces,
ambas en parques a donde llevo a mi hijo a jugar. Yo estaba leyendo
mientras mi pequeño jugaba y de repente alguien se me acercó
a preguntarme si pertenecía a alguna congregación evangélica.
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Roman Gubern
Metamorfosis de la lectura
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donde señala que cualquier persona que lee un libro es el primer lector
de ese libro. Cada lector lee su propia obra literaria y, por lo tanto,
cada una se reconstruye de forma diferente en cada cabeza. La crea-
ción que el autor concluyó con su punto final puede desdoblarse
y multiplicarse de mil y un formas. La letra no es materia muerta
ni estuche limitante como creía Sócrates. La obra literaria revive
cuando es leída y puede hacerlo de maneras contrastantes.
Lo de la reinvención y la reconstrucción de un libro en cada
lector puede sonar a romántico cliché de promoción bibliófila, pero
lo cierto es que el contexto, las circunstancias y (sobre todas las
cosas) el lector definen y condicionan la lectura. De la misma forma
que para dimensionar en su totalidad una obra es preciso entender
la época y el entorno en que fue escrita, también es cierto que la obra
tiene lecturas muy diferentes dependiendo del lugar y el tiempo en
que es leída y de la formación y psicología del lector. Obvia decir que
no leemos a Shakespeare con los mismos ojos con que lo leía un
lector de la Inglaterra isabelina, de la misma forma que en 2015 no
leemos Sumisión, de Houellebecq, con la mirada que lo lee al mismo
tiempo un mulá del Estado Islámico. Por eso hay libros que tienen
una fecha de caducidad casi inmediata y viven una vida de maripo-
sas que sólo abren sus alas una primavera. En contraparte, tenemos
libros condenados a ser póstumos y que sólo son dimensionados
con el paso del tiempo. La mayoría de las obras literarias no resisten
la prueba del añejamiento pero eso depende únicamente del lector.
A Vila-Matas le han preguntado quién fue su primer lector.
Vayamos un poco más allá y hagamos unas preguntas más duras
y comprometedoras abiertas a cualquier escritor: ¿cómo imaginas
a tu último lector?, ¿quién será la última persona que te lea sobre
la Tierra cuando la fecha de caducidad haya caído sobre tus libros?,
¿puedes imaginar a esa persona? O bien, quizá quepan otras pre-
guntas grandilocuentes en las que acaso muchos escritores aspiran
a verse reflejados: ¿cómo serás leído o interpretado dentro de 200
Bajo la luz de una estrella muerta 57
El último lector muere todos los días. Sabemos que a cada instante
se extingue en el planeta una especie animal o vegetal y sabemos
también que con no poca frecuencia desaparecen lenguas y dialectos
que nunca podrán ser recuperados, de la misma forma que oficios;
asimismo, algunos pueblos rurales van quedando abandonados
por migraciones masivas.
Nadie habla de ello, pero creo que todos los días se extinguen
también varios libros y autores. ¿Puede ser definitiva la desapari-
ción de un ente ajeno a las leyes de la biología como es una obra
literaria?Después de todo, si se cuenta con una sola copia o un solo
archivo disponible, hasta la obra más intrascendente y efímera de
la historia puede resucitar de sus cenizas, aunque la realidad es que
miles y miles de libros perecen sin resurrección posible.
El día que yo muera, quedarán en el mundo miles de lectores
del Quijote y aunque no creo en predestinación alguna, intuyo,
o por lo menos quiero creer en la existencia de uno o mil hipo-
téticos seres humanos que aún no nacen, mismos que dentro de
muchos años, cuando yo sea ceniza y olvido, leerán por vez primera
un párrafo que dice: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre
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que por alguna razón extraña nos tocan una fibra, y lumbreras o
piedras angulares que nos resultan indiferentes. Mi cartografía
lectora está llena de libros o fragmentos mostrencos escritos por
autores de los que nunca he vuelto a leer nunca nada.
Ninguna ruta de bibliófilo es exactamente igual a otra. Cuando
de lectores puros hablamos es imposible calcar mapas. Sí, claro,
puede haber muchísimos casos de no lectores que comparten
exactamente los mismos cinco libros que leyeron por obligación
en determinada escuela y que a la postre serían las únicas páginas
leídas en su vida; sin embargo, cuando hablamos de personas que
ya le han dado el golpe a la lectura, sus rutas bibliófilas serán siem-
pre diferentes como copos de nieve. Vaya, ni siquiera con aquellos
que tenemos mayor afinidad en lo que a géneros o autores respecta
podemos compartir un catálogo idéntico. Inclusive las almas geme-
las lectoras difieren en algo.
No obstante, llega un momento en que ciertas cartografías
librescas llegan a un punto muerto y se transforman en calles
cerradas sin bifurcación alguna. A menudo, al deambular por vie-
jas bibliotecas bajacalifornianas, pienso en todos esos libros que
llevan años sin ser tocados. Paso el dedo por los lomos de los diver-
sos ejemplares y trato de adivinar cuánto tiempo ha pasado desde
la última vez en que un lector los abrió y leyó al menos un párrafo,
y cuánto tiempo pasará hasta la llegada del día en que el libro
cubierto de hongo o polilla sea desechado después de una limpia.
Tal vez sea ridículo, pero es difícil resistir el embate de la sau-
dade al ver cementerios de libros. Afuera de la magra biblioteca
“Adolfo López Mateos”, de Playas de Rosarito, en Baja California,
yacen amontonados en pequeños cerritos los viejos ejemplares
de best sellers en inglés donados por ancianos estadounidenses.
Arrumbados a la intemperie sobre la banqueta aguardan a que
alguien les ponga una mano encima pero a veces ni siquiera los
no pocos vagabundos que deambulan por la zona los toman para
Bajo la luz de una estrella muerta 69
Pierre Michon
Cuerpos del rey
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Neige Sinno
Lectores entre líneas
¿Qué rol jugarían hoy en día los lectores más célebres de la literatura
universal? Alonso Quijano, queda clarísimo, es un bibliófilo consu-
mado, pero su vida, a diferencia de la de su creador, no ofrece dema-
siadas emociones. Don Alonso es un estacionario hidalgo de pueblo
cuya mayor aventura, antes de ser armado caballero andante por el
ventero, es ir de cacería con su galgo, y no creo que las llanuras man-
chegas estuvieran repletas de fauna salvaje. Cervantes tuvo una vida
mucho más intensa que la de su personaje. Antes de los 30 años de
edad ya había servido a las órdenes de un cardenal en Nápoles, había
sido soldado en Lepanto —en donde un arcabuz turco lo hirió de
gravedad dejándole el brazo inútil— y había estado preso en Argel.
Hay escritores de vidas parcas que inventan personajes inverosími-
les, pero el aventurero Cervantes decidió crear a un señor de pueblo
cuyas únicas emociones fuertes yacían en los libros de caballería.
Cuando pasa ya de los 50 años de edad, don Quijote mira el mar
por vez primera en Cataluña, mientras que Cervantes tuvo tiempo
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Roberto Bolaño
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Por otra parte, señala York, las familias pasan más horas jun-
tas en el salón, y se reduce el número de niños con televisión en sus
habitaciones. Puede que cada miembro esté usando un dispositivo
distinto pues ahora hay una media de 8.4 dispositivos digitales por
hogar, según los datos recabados por la encuesta de Nickelodeon y
las cifras del regulador británico Ofcom.
Según la investigación de Nickelodeon, 34% de los niños de
menos de 11 años tiene una tableta, y ahora tienden a adquirir su
primer teléfono inteligente cuando llegan a secundaria. “En conse-
cuencia, esta ‘generación táctil’ navega permanentemente entre los
mundos digital y real”, explica York. “Esperan juegos de 360 gra-
dos, donde cada plataforma aporta algo a la experiencia”.
En cualquier caso, el videojuego opta por la omnipresencia y
la convivencia. En realidad, videojuego y red social son universos
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Leila Guerriero
Zona de obras
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para tratar de encontrar una lectura común que nos haya unido a
quienes llegamos a la mayoría de edad en los años noventa, pero
todos mencionamos cosas distintas, lo que nos confirma como una
irremediable generación sándwich. La liberación sesentera llegó
con achaques de adulto, pero internet estaba todavía en pañales. La
llamada generación Atari no tuvo en literatura un símbolo unifica-
dor equivalente a lo que en música fue el Nevermind de Nirvana. La
generación nacida en los noventa, en cambio, creció bajo el manto
de Harry Potter, y poco después le llegaron los vampiros juveniles.
Tan encarnada está esta moda, que al final de la película Inside out
(Intensamente) cuando la pequeña Riley Anderson está llegando a
la pubertad, las cinco emociones que la rodean pronostican como
un paso necesario e inevitable vivir un romance vampírico adoles-
cente, como si fuera algo de lo que ningún chico estadounidense
se salva en estos días.
Esta generación creció con un referente común del que todos
de una u otra forma fueron amamantados. Llegar a la sección juve-
nil o fantástica de la librería, significa topar con mil y un portadas
de hadas oscuras, príncipes elfos, alas negras, castillos, letras góti-
cas, dragones y muchísimo manga japonés.
Para los asiduos a esta sección, quienes crecieron con una
webcam enfrente, lo más fácil del mundo es grabarse y compar-
tir en la red sus espontáneos comentarios sobre sus lecturas. Lo
que los adultos no supimos ver es que este fenómeno se rige por
sus propias reglas, y estas aparentemente intrascendentes reseñas
alcanzarían cientos de miles de visitas. He dicho reseñas por lla-
marlas de alguna manera. No son ni se parecen ni pretenden ser
algo siquiera parecido a lo hecho por un Cristopher Domínguez
o un Rafael Lemus y no están en espera de que el suplemento
Babelia les publique alguna crítica libresca. Se interesan en otras
lecturas,tienen otros parámetros y juegan en otra liga, pero hay
algo que nos hermana: son lectores y aunque son esencialmente
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regalan sus novedades para que las comenten. Vaya, sospecho que
no pocas veces los booktubers no se toman la molestia de leer los
libros que les envían, pues hay quienes tienen la desfachatez de
limitarse a leer el comentario de contraportada frente a la webcam,
lo cual es en todo caso un desperdicio, pues podrían apostar por
un poco más de originalidad e irreverencia. Me da la impresión de
que a muchos de ellos les falta malicia.
Hay booktubers consagrados como los mexicanos Raiza Reve-
lles, Fátima Orozco, Mariana González, Daniel Méndez, Alberto
Villarreal, la argentina Macarena o los españoles Javier Ruescas
y Sebas Mouret. Hay muchísimos más en realidad y me ha sido
imposible observar a todos.
Los booktubers juegan en otra liga, sí, pero siempre bajo el deseo de
contagiar su pasión lectora y desterrar el estigma de que la juven-
tud lee poco. Los booktubers no son, en puridad, los nuevos críticos.
Es cierto. No aún. Pero están locos por leer y contarlo, aprenden
rápido y han atraído a la industria editorial, que los fríe ya a noveda-
des. ¿Tienen futuro, entonces? Decídanlo, ya saben cómo: exploren,
naveguen y, sobre todo, no se dejen enredar.
con cualquier lector, sin importar si sus lecturas son obras que nunca
leeríamos ni les daríamos siquiera el beneficio de la duda.
No se puede aspirar a formar lectores a imagen y semejanza.
Nuestros gustos literarios pueden fungir como una pastilla para el
insomnio o ser el colmo de lo pueril ante miles de lectores. Cada
camino de lectura es distinto. Muchos de los vampiros y los muer-
tos vivientes que pueblan los delirios de los jóvenes lectores son
hijos del verano que nunca llegó en Villa Diodati en 1816. Nada
nuevo hay bajo el cielo, pero al ver desde mi lejanía a estos booktu-
bers me queda claro que cada día nace un lector.
Cuando me siento tentado a arrojar los santos óleos a la lec-
tura y a envolverme en la bandera de los desahuciados, recuerdo
la tarde del 27 de junio de 2015, cuando Benito Taibo abarrotó de
quinceañeros el Centro Cultural Tijuana y pasó más de tres horas
firmando ejemplares de Persona normal y Desde mi muro frente a una
fila de cientos de adolescentes que jamás decrecía. No son mayoría
ni se puede decir que infesten las secundarias y las preparatorias,
pero los jóvenes lectores existen y aquella tarde con Benito caí en
la cuenta de que no son seres mitológicos ni leyenda urbana. No
somos los últimos lectores. La extinción podrá esperar unos años,
pues hay jóvenes nacidos en el nuevo milenio que han descubierto
el placer de alumbrarse con el resplandor de una estrella muerta.
Un Aleph bombardero
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Orhan Pamuk
El novelista ingenuo y el sentimental
Sergio Pitol
El arte de la fuga
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viejo conde Vlad, que década tras década sigue levantándose para
seducir nuevas generaciones. ¿Alguna vez salieron los vampirosdel
aparadorlibresco y cinematográfico para ir a descansar al cemen-
terio? ¿Alguna vez dejaron los zombies de levantarse de sus tum-
bas? Nunca amanece en la noche de los muertos vivientes. Tal vez
no siempre arrastran consigo los niveles de popularidad que esta
nueva moda juvenil les ha dado, pero lo cierto es que del escaparate
jamás se han bajado.
Aunque las leyendas populares de difuntos que despiertan
de sus tumbas para ir a chupar la sangre y el alma de los vivos son
tan antiguas como el hombre, la carta de presentación del vam-
piro en las letras se da con el surgimiento de la narrativa gótica en
pleno periodo del Romanticismo. De hecho, el gótico es una cara
mórbida del estilo romántico, un arroyo negro del que abrevaron
Goethe y Byron, aunque sin llegar a las tinieblas de Horace Wal-
pole, Matthew Lewis y Charles Robert Maturin. En Villa Diodati, a
orillas del lago Leman, Mary Shelley y John Polidori alumbraron
a los monstruos más populares del museo del horror en una larga y
fría noche del verano de 1816, cuando el sol dejó esperando a la
humanidad. Seis o siete décadas después, en plena agonía de la era
victoriana, surgían Bram Stoker y Sheridan Le Fanu para resucitar al
muerto viviente. Después llegarían Berlín y Hollywood, Nosferatu
y Bela Lugosi, Coppola, Ann Rice y un sinfín de oportunistas que
buscaron chupar sangre monetaria del cuello del viejo muerto
viviente. Al final de la primera década del siglo XXI llegó Stephanie
Meyer con sus lindos vampiritos colegiales, tan bien portados y
seductores, listos para robar la atención de los púberes inmersos
en Minecraft. ¿Cuál será el rostro de nuestro siguiente vampiro?
Sigamos recorriendo la librería. ¿Qué encontramos aparte
de vampiros? Encontramos detectives, asesinos y unas dosis de
hielo ensangrentado. Los detectives, al igual que el vampiro, no
son nuevosen el aparador. La idea de poner a los lectores a buscar
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con la parentela. Tal vez sea exagerado afirmar que son libros
surgidosaún contra la racional voluntad del narrador. Se escribe
porquerealmente no queda otra alternativa. Es quizá una de las
más descarnadas expresiones de la narrativa-exorcismo.
El brasileño Rubem Fonseca satiriza la desgarradora fiebre del
duelo autobiográfico en un cuento:
Enrique Serna
Genealogía de la soberbia intelectual
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Daniel Pennac
Como una novela
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Jorge Carrión
Librerías (en torno a Mendel el de los libros,
de Stefan Zweig)
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Nunca antes había sido tan consciente del abismo entre el pensa-
miento y la escritura.