Barth Karl Al Servicio de La Palabra

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k a r l b a r th

al servicio
de la palabra

ediciones sígueme
Karl Barth

servicio de la palabra

ediciones sígueme • salamanca 1985


NUEVA ALIANZA 78

Tradujo: Basili Girbau


Título original: Predigten
© Theologischer Verlag, Zürich 1979
© Ediciones Sígueme, S. A ., 1985
Apartado 332 - 37080 Salamanca (España)
ISBN: 84-301-0969-2
D epósito legal: S. 240-1985
Printed in Spain
Fotocomposición e impresión:
Industrias Gráficas Visedo - Hortaleza, 1 - Teléf. 247001 - 37001 Salamanca
CONTENIDO

Prólogo ....................................................................................... 9
Pero yo siempre estaré contigo (Sal 73, 23) ........................ 13
Hoy os ha nacido un Salvador (Le 2, 10-11) ...................... 20
Yo vivo y vosotros viviréis (Jn 14, 19) ................................. 28
Estáis salvados por pura generosidad (Ef 2, 5) ................... 35
Contempladlo (Sal 34/33/, 6) ................................................. 43
Mi esperanza eres tú (Sal 39/38/, 8) ...................................... 51
Entre vosotros. Vuestro Dios. Mi pueblo (Lv 26, 12) . . . 60
La buena noticia de Dios (Me 1, 14-15) .............................. 68
¡Todos! (Rom 11, 32) 77
Lo que Dios ha creado es bueno (1 Tim 4, 4-5) ................ 85
La gran dispensa (Flp 4, 5-6) ................................................. 93
Es él (Dt 8, 18) ......................................................................... 100
Enséñanos a llevar buena cuenta... (Sal 90/89/, 12) ........... 108
Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor
(Sal 111/110/, 10) ................................................................. 117
El que está de nuestra parte (Le 2, 1) ................................. 126
Muerte, pero vida (Rom 6, 23) .............................................. 134
Alabado sea el Señor (Sal 68/67, 20) .................................... 141
El Señor, que te quiere (Is 54, 10) ...................................... 150
¡Tú puedes! (Jer 31, 33) 159
¡Invócame! (Sal 50/49/, 15) ....................................................... 167
Mi tiempo está en tus manos (Sal 31/30/, 16) ...................... 175
El instante (Is 54, 7-8) ............................................................ 183
Conversión (1 Jn 4, 18) ............................................................ 189
Lo que permanece (Is 40, 8) ................................................. 197
Doble mensaje de advisnto (Le 1, 53) ................................. 206
Lo que basta (2 Cor 12, 9) ...................................................... 214
Ante el tribunal de Cristo (2 Cor 5, 10) .............................. 221
Arrimad todos el hombro (Gál 6, 2) ................................... 228
Pero ¡ánimo! (Jn 16, 33) ......................................................... 236
Se alegraron de ver al Señor (Jn 20, 19-20) ......................... 246

Para festividades de la Iglesia:


Donde se da el Espíritu del Señor, hay libertad (pentecostés) 254
El gran sí (adviento) ............................................................... 258
¿En dónde está Jesucristo? (navidad) ................................. 261
Una palabra para el nuevo año (año nuevo) ................... 263
Nacimiento de Dios (navidad) .............................................. 264
PROLOGO

En la primera sección de la edición de las obras completas


se han presentado hasta ahora, la totalidad de los sermones
predicados por el joven párroco de Safenwil, Karl Barth, en
el curso de los años 1913-1914. Les sigue ahora, a continua­
ción, una colección de sermones de los últimos años de la
actividad académica de Barth, y del tiempo de su jubilación.
El efecto sorprendente que podríamos descubrir en esta apari­
ción sucesiva, no es su motivación. A decir verdad, es, de
hecho, atractivo e instructivo, contraponer aquellos primeros
sermones con éstos, más recientes, y ver reflejada en la predi­
cación de un mismo orador, tan extraordinariamente evolu­
cionada en cuanto al contenido y la forma, la amplitud y
significación del camino que Barth, como teólogo, había re­
corrido en aquellos decenios: él no suponía todavía cuando
compuso aquellos primeros sermones, publicados después de
su muerte, que algunos años después, había de plantear con
un comentario de la carta a los romanos, una renovación fu n ­
damental de la teología; y cuando predicó los sermones que
se presentan aquí, estaba escribiendo la segunda parte de la
doctrina de la justificación contenida en su obra monumental
(KD IV, 2), que es el punto culminante en el desarrollo de
aquella teología renovada. Sin embargo, no se ha tenido en
cuenta el efecto de este contraste, para llegar a la decisión de
hacer este salto de su primera obra a su obra posterior. Los
motivos decisivos han sido únicamente prácticos. Ya que la
10 Prólogo

publicación de las obras completas de Barth sustituirá paula­


tinamente las ediciones separadas, a medida que se vayan
agotando, es natural publicar, con preferencia a las obras
completas, aquellos sermones que en las librerías son más
solicitados.
Desde el paso de su actividad parroquial en Safenwil a la
actividad académica (1921), Barth ya no recibió más encargos
de sermones, ni por razón de su ministerio, ni de una manera
regular. Sin embargo, se mantuvo fiel a su famosa declara­
ción, en la que afirma que la raíz de su teología es “el proble­
ma específico de los párrocos en el ámbito de la predica­
ción” , aceptando con gusto invitaciones a predicar, cuando
las obligaciones de su trabajo de aquel entonces se lo permi­
tían. Del año 1921 al año 1964, existen 130 sermones en nú­
meros redondos; una notable mayoría, escritos literalmente
(gran parte de ellos publicados una o varias veces), y una
pequeña parte, escrita esquemáticamente, tal como él acos­
tumbraba a llevar consigo al pulpito. De algunos otros se
conoce la fecha, el lugar y el texto, pero no se han conservado
ningunos apuntes. Se han previsto tres volúmenes de las obras
completas para estos sermones del tiempo en que Barth era
profesor. El primero contendrá aquellos de cuando Barth es­
taba en Alemania (1921-1935), el segundo, aquellos que van
desde el principio de su estancia en Basilea, hasta la única
pausa importante en su actividad como predicador: entre los
años 1947 y 1954 no predicó ninguna vez en Basilea, y sola­
mente tres veces fuera. Después de esta interrupción, empieza
un nuevo y último período de sermones. La producción de
este período se ha conservado exenta de lagunas y vamos a
presentarla reunida en este volumen.
Esta última época es un período singular, no solamente
por el hecho de estar separado del período precedente por un
largo alejamiento del púlpito, sino más aún por el nuevo lugar
en que predicaba sus sermones, apenas cambiado por otro
(salvo raras excepciones), y expresamente preferido a cual­
quier otro: la “cárcel” de Basilea. A l principio Barth había
recibido con reserva la invitación oral del párroco que ejercía1

1. K. Barth, Not und Verheissung der christlichen Verkündigung (1922), en


Das Wort Gottes und die Theologie, München 1924, 101. Cf. también Fünfzehn
Antworten an Herrn Professor von Harnack (1923), en Theologische Fragen und
Antworten, Zollikon 1957, 10: “Die Aufgabe der Theologie ist eins mit der Aufga-
be der Predigt”.
Prólogo 11

allí su ministerio, Martin Schwarz, y no la aceptó inmediata­


mente. Sin embargo, el mismo día, pidió a Schwarz el permi­
so para participar en uno de estos oficios que se celebraban
en la cárcel, y bajo la impresión allí recibida, aceptó inmedia­
tamente2. De lo que desde entonces le unió a este lugar parti­
cular de predicación, los mismos sermones dan el testimonio
más elocuente. De ahora en adelante, el párroco Schwarz no
tuvo ya necesidad de pedírselo; el mismo Barth preguntaba
de vez en cuando si todavía podría volver a predicar. Varias
veces participó en coloquios que tenían lugar al atardecer y,
durante las vacaciones del párroco, hizo visitas personales a
la cárcel. La serie de 28 sermones predicados en la cárcel en
el espacio de diez años y algo más, llegó a su fin en el domin­
go de pascua de 1964, porque Barth no tenía ya la salud
suficiente para seguir adelante.
En el presente volumen se reúnen las dos colecciones de
sermones “Liberación para los cautivos” (1959) e “Invóca­
m e” (1965). El total de sermones, 28, será completado por el
único sermón ocasional tenido en este espacio de tiempo, que
se halla incorporado según el orden cronológico, y otro ser­
món predicado en la cárcel y omitido por equivocación en la
impresión de “Invócame!”, titulado: “Conversión”.3
En una segunda parte, se han reunido, tal como está pre­
visto de una manera general para la sección primera de las
obras completas, artículos sobre festividades eclesiásticas, re­
dactados para diversas publicaciones. Aunque no se puedan
incluir de una manera estricta bajo el título de “Sermones”,
tienen, sin embargo, una influencia en el nombre del volu­
men, en cuanto por medio de ellos, el límite temporal puede
prolongarse del 1964 al 1967: el último de los artículos, escrito

2. Esta exposición sigue el escrito retrospectivo de M. Schwarz: Bericht des


evangelischen Strafanstaltpfarrers, 1968. Karl Barth in der Strafanstalt, impreso
privado sin año (1969). Impreso abreviado bajo el título: Karl Barth im Gefang-
nis: Stimme der Gemeinde 21 (1969) 3-5, y bajo el título: Karl Barth in der Stra­
fanstalt: Kirchenblatt für die reformierte Schweiz 125 (1969) 210-213. La sucesión
del tiempo en el recuerdo de Schwarz, ha quedado reducida; sólo pone el espacio
de una semana entre la asistencia de Barth al servicio religioso y su primer ser­
món. En realidad, Barth oyó el sermón de Schwarz el 25 de abril de 1954; se dis­
cutió la posibilidad de que él pudiera predicar el 9 de mayo, pero no resultó. El
1 de agosto de 1954 predicó Barth su primer sermón en la cárcel. Las fechas pro­
vienen de la agenda de Barth y de cartas de M. Schwarz a Barth conservadas en
el Karl Barth Archiv.
3. Sin embargo apareció en un disco en 1961, y fue publicado por separado
en 1962.
12 Prólogo

para el día de pascua, lo mismo que el último sermón, es tres


años más reciente que este último.4
1. Barth anotaba apuntes a mano para el sermón. En
esta primera forma se ha conservado solamente un sermón (5
agosto, 1956).
2. Escribía los apuntes a máquina en el borrador que lle­
vaba consigo cuando subía al púlpito (generalmente 3 ó 4
hojas de formato D IN A 5, a veces 2 ó 5).
3. Llenaba de correcciones el borrador escrito a máquina
(las más de las veces, añadidos), así como también, frecuente­
mente, lo subrayaba con lápiz azul y rojo. Los borradores se
han conservado en su totalidad, aparte de cuatro excepciones.
4. Con estos apuntes a mano, formulaba el sermón libre­
mente en todos los puntos.
5. Durante la predicación, su colaboradora, Charlotte
von Kirschbaum, que siempre le acompañaba en las celebra­
ciones, las copiaba taquigráficamente (parece ser que de estos
taquigramas no se ha conservado ninguno).
6. Habitualmente, transcribía el taquigrama en escritura
normal el mismo domingo.
7. Barth volvía a retocar esta redacción manuscrita con
correcciones hechas a mano. Dos sermones (14 de agosto de
1955 y 14 de julio de 1959) se han conservado en esta forma.
8. Charlotte von Kirschbaum ponía en limpio a máquina
los manuscritos corregidos.
9. El párroco Schwarz recogía estas copias en limpio y las
llevaba a la cárcel, en donde una interna las copiaba en matriz
(tipográfica) para ser reproducidas. Estas reproducciones se
impartían en la cárcel a todos aquellos que estaban interesados,
y Barth las enviaba a conocidos. Sirvieron también de base en
numerosas publicaciones y a los dos volúmenes antológicos.
Expreso mi agradecimiento al Rvdo. Señor Párroco Hel-
mut Goes y a mi esposa, por su preciosa ayuda en la lectura
de las pruebas de imprenta.

Basel, junio de 1979 H inrich Stoevesandt

4. De las 50 oraciones (redactadas en parte sin mucho cuidado) impresas


allí, todas ellas compuestas en conexión con los sermones, 36 están contenidas
en este volumen, unidas respectivamente al sermón que les corresponde. Las res­
tantes 10 oraciones del librito proceden de un tiempo más lejano; fueron tomadas
de la colección Fürchte dich nicht! (1949).
Pero yo siempre estaré contigo
Salmo 73, 23
1 de agosto de 1954, cárcel de Basilea

jSeñor, Dios nuestro! Te damos gracias, porque nos es dado


poder estar juntos en estos momentos —para invocarte— para pre­
sentarte todo aquello que nos conmueve — para escuchar juntos la
buena nueva de la salvación del mundo— para glorificarte.
Ahora, ¡ven tú mismo a nosotros! ¡Despiértanos! ¡Danos tu luz!
¡Sé tú nuestro maestro y nuestro consolador! Habla tú mismo con
cada uno de nosotros, de tal manera, que cada uno oiga precisamen­
te aquello que necesita y le ayuda.
Sé también clem ente, para todos aquellos, que en otros lugares,
se reúnen esta mañana como comunidad tuya. Mantenlos a ellos y a
nosotros en tu palabra. Protégelos a ellos y a nosotros, de hipocre­
sía, error, aburrimiento y distracción. Dales a ellos y a nosotros
conocimiento y esperanza, un testimonio claro y corazones alegres,
por Jesucristo nuestro Señor Amén.

Pero yo siempre estaré contigo,


tú me has tomado de la diestra

Queridos hermanos y hermanas:


Intentaré explicaros brevemente lo que acabamos de oír.
Veréis que cada palabra es importante.
“Pero”, así empieza. Pero: es decir, no obstante. Pero: es
un grito de batalla contra un poder que se nos echa encima,
un impedimento, una molestia, un peligro, amenazadores.
14 Karl Barth

Tal vez por causa de una pérdida difícil de reparar, por nues­
tras “relaciones” con los otros; tal vez, también y sobre todo,
porque nosotros mismos somos culpables, tal vez porque no
nos entendemos con los demás, por nuestro propio carácter,
por nosotros mismos, tal como somos cada uno.
Quizá hayáis oído alguna vez la canción, o hasta la hayáis
cantado:
Nuestra vida se asemeja al viaje
de un caminante en la noche,
cada uno tiene en su camino
algo que le aflig e.1

¡Cada uno! No solamente tú o yo, no solamente nosotros


aquí, sino también los que están afuera en la ciudad, cada
hombre, todos los hombres en el mundo entero. Y detrás de
la aflicción que cada uno tiene se levanta la gran aflicción
de un mundo que no está en orden, de un mundo complica­
do, oscuro y peligroso, se levanta la aflicción del hombre tal
como es: no es bueno sino orgulloso, necio, perezoso, men­
tiroso, que precisamente no es bueno, porque se encuentra
en la miseria.
¿No es cierto que sería una gran cosa, si frente a todo
esto, uno pudiera mantenerse así: ¡Pero!?
Pero yo estaré: es decir, no obstante, a pesar de todo
esto, ¡yo vivo, yo quiero nadar contra la corriente, no quiero
ceder, no quiero desesperar, no quiero hundirme, sino que
quiero resistir y, más aún, tener absoluta confianza y espe­
ranza, estar arriba y no abajo! Cierto, quien se sintiera libre
para esto, tanto en las grandes como en las pequeñas aflic­
ciones, en las propias y en las del mundo, podría muy bien
alegrarse de esto: Pero ¡yo estaré!
Pero yo siempre estaré, o sea, estaré dando garantía a
todas las circunstancias, no solamente de vez en cuando, no
solamente por la mañana, sino también por la tarde, cuando
oscurece y cuando viene la noche; no solamente “en todas

1. Estrofa 1.a del “Beresinalied” de L. Gieseke (1756-1832). El nombre de


la canción procede de la tradición según la cual el teniente de Glarne, Thomas
Legler, entonó esta canción antes de la batalla en el Beresina, el 18 de noviembre
de 1812.
Pero yo siempre estaré contigo 15

las horas felices” 2, sino también en las tristes; no solamente


cuando uno recibe noticias que le alegran, sino también cuan­
do vienen noticias desagradables; también en la decepción,
en el abatimiento. Como se dice en un cántico de iglesia:
Y aunque el mundo estuviera lleno de diablos
y acaso quisiera devorarnos
no por eso nos dejaríamos llevar por el miedo:
todo nos ha de ir b ie n ...3

Esto quiere decir: ¡siempre! ¡Quién pudiera decir esto, y


no solamente decir, sino también pensar, y, por tanto, ser
conforme a esto: Pero yo siempre estaré!
Queridos hermanos y hermanas, la Biblia, en la que se
encuentran estas palabras, es una invitación única a todos
nosotros, y cuando celebramos un servicio, como ahora
aquí, entonces esto significa que esta invitación se dirige
ahora a nosotros, a todos nosotros. Por eso podemos y de­
bemos repetir en nuestro corazón: ¡Pero yo siempre estaré!
Todos nosotros, no solamente los que llaman buenos, sino
también los que llaman malos, no solamente los que son
felices, sino también aquellos que se tienen por muy infeli­
ces, no solamente los piadosos, sino también aquellos que se
tienen por poco o acaso por nada piadosos: ¡Todos estamos
invitados! ¿Os hacéis cargo de que la sagrada Escritura es
un libro de libertad y de que el servicio divino es una celebra­
ción de libertad? ¡Mucho más importante que toda la hermo­
sa festividad del 1 de agosto, que todavía hoy se celebra en
recuerdo del 1291 !4. La fiesta de la libertad, hermanos y her­
manas, quiere decir esto: “Pero yo siempre estaré...”.
Pero ahora, todos nosotros debemos prestar mucha aten­
ción: apostaría cien contra uno que, si se nos permitiese,
acabaríamos la frase como sigue: Pero yo siempre estaré

2. J. W. Goethe, Bundeslied (1775), principio de la estrofa 1.a:


¡En todas las horas felices,
exaltados por el amor y el vino
debe cantarse esta canción
que nosotros hemos entrelazado!
3. De la estrofa 3.a del cántico 342 (EKG 201) “Ein feste Burg ist unser
Gott” (1529) de M. Luther.
4. Fiesta nacional suiza en memoria del juramento de Rütlisch, como fecha
legendaria de la Confederación suiza; celebrada por vez primera en 1891, fue ge­
neralizándose paulatinamente a partir de entonces.
16 Karl Barth

¡conmigo! Con mis ideas, con mi parecer, con mi opinión,


con mi punto de vista y con mi derecho. ¡Con lo que yo
deseo y exijo! “Pero yo siempre estaré” querría decir en este
caso: a despecho de todo, afirmarse siempre a sí mismo, a
fin de mantenerse uno siempre en sí mismo. Tengo un buen
amigo, que tiene una frase preferida de unos versos del poe­
ta suizo Leuthold, y que la cita de buen grado: “¡Soberbio
corazón mío, bástate a ti mismo!”5. Cuando me lo repite,
siempre me río un poco. No se puede prohibir a nadie pen­
sar y hablar así. Todos nosotros lo hacemos de vez en cuan­
do. Pero hemos de hacer la sensata constatación de que esto
no va. ¿Habéis visto alguna vez a un perro atrapar su propia
cola, o habéis oído lo que le pasó al barón de Münchhausen,
que salió del pantano tirando de su propio pelo?6. Esto na­
die se lo creyó. Nadie puede fiarse de sí mismo, y uno no
puede sostenerse a sí mismo. Pues el mundo oscuro, enma­
rañado y peligroso está precisamente en mí mismo, y el
hombre orgulloso, perezoso y mentiroso acecha precisamen­
te en mi “soberbio corazón”. ¿En qué sentido podría yo de­
cir: Pero yo siempre estaré conmigo? La Biblia llama pecado
a que el hombre quiera bastarse a sí mismo. No, en donde
pasa esto, no hay libertad.
En la Biblia, el libro de la libertad, lo leemos de otra
manera: Pero yo siempre estaré contigo. Amigos míos, ¿po­
déis imaginaros un hombre que se encuentra en las más pro­
fundas y negras tinieblas, y de golpe le es permitido divisar
la luz? ¿un hombre agotado por el hambre, y al que otro le
da súbitamente un trozo de pan? ¿un hombre agotado por la
sed, al que se le ofrece inesperadamente un trago? Esto es
lo que pasa, cuando uno deja tras sí el “conmigo” y tiene
ante sí: ¡Pero yo siempre estaré contigo!
Pero ¿de qué tú se trata? ¿es un hombre? Sí, de hecho,
nos viene al encuentro uno con rostro humano, forma hu­
mana, mano humana y lenguaje humano. Uno que también

5. El amigo mencionado es el neurólogo de Zürich Dr. Hans Huber (1889-


1963). El verso es el refrán del poema “Entsagung” (1857) de Heinrich Leuthold
(1827-1879), en H. Leuthold, Gesammelte Dichtungen in drei Banden, editado
por G. Bohnenblust, vol. 1, Frauenfeld 1914, p. 60s. (Existe otra redacción del
poema -de E. Geibel, con consentimiento del poeta- en la que el refrán suena:
“¡Corazón exigente, bástate a ti mismo!”. Así, en: H. Leuthold, Gedichte,
Frauenfeld, 51906, 11-13).
6. Cf. por ejemplo, Abenteur und Reisen des Freiherrn von Münchhausen.
Retocado de nuevo por E. Zoller, Stuttgart, sin año (1872), p. 57s.
Pero yo siempre estaré contigo 17

lleva su aflicción en el corazón, y no sólo la suya, sino la


aflicción del mundo entero. Uno que toma sobre sí nuestro
pecado y nuestra miseria, y los aparta de nosotros. El puede
hacerlo, porque no es sólo un hombre, sino que también es
Dios, el Creador y Señor todopoderoso, que te conoce a ti y
a m í mejor que nosotros mismos y que te ama a ti y a m í más
de lo que nosotros pudiéramos amarnos. El es nuestro próji­
mo, más cercano a nosotros mismos de lo que nosotros pu­
diéramos estar; a él nos es permitido decirle tú.
¿Sabes tú quién es éste? En el mismo cántico de iglesia
que antes he mencionado, oímos la respuesta:
Se llama Jesucristo,
Señor Sebaot,
y no hay otro D ios,
él ha de custodiar el cam po.7

Y ahora, hermanos y hermanas, estamos todos invitados


a hablar con él en vez de hablar con nosotros mismos. Ahora
j podemos tener la libertad de decirle: “Pero yo siempre esta­
ré contigo".
Seguro que ahora preguntaréis: ¿Cómo se puede hacer
esto? Y a esta pregunta podría contestaros inmediatamente:
es imposible. Pero hay algo que está por encima de lo que
“uno puede” . Y es lo que sigue: Tú me tomas de la diestra.
Así pues, yo me mantengo firme, porque tú me sostie­
nes. Yo estoy, porque tú estás para mí. Yo digo “pero”,
porque tú me dices “pero” , a mí, que no puedo hacer esto,
a mí, que no lo he merecido. Tú me dices “no obstante”, a
mí, que soy como soy, y que he hecho lo que he hecho, y
1 hago lo que hago; a mí, que puedo ser un hombre que duda,
un hombre de poca fe, y acaso hasta un ateo. Porque tú me
sostienes así, digo: pero yo siempre estaré contigo. Y digo
esto, porque mi aflicción, evidentemente es cosa tuya y no
mía, porque tú has acogido mi aflicción y la de todos los
hombres en tu corazón, la has incorporado a tu vida y la has
soportado en tu muerte en la cruz, porque tú, en tu muerte,
la has vencido, porque yo en cuerpo y alma, en la vida y en
la muerte “no soy mi propia posesión, sino la posesión de
mi leal salvador Jesucristo” .8

7. De la estrofa 2.a del cántico 342 (cf. nota 3).


8. Catecismo de Heildelberg (1563), pregunta 1.a: “¿Cuál es tu único cosue-

i
16 Karl Barth

Tú me sostienes, y por esto me atrevo a decir: ¡Pero yo


siempre estaré contigo!
Por último, ahora, nos hemos de fijar en una cosa. Dice:
Tú me tomas de la diestra. La mano derecha es la mano con
la que el hombre es fuerte y hábil (a no ser que sea zurdo),
con la que trabaja, con la que escribe, con la que, en caso de
necesidad, lucha; la mano derecha es la mano que “da” a
otro hombre cuando desea saludarlo. La mano derecha,
quiere decir: nosotros mismos, y precisamente nosotros mis­
mos, en aquello que vale, en aquello que nos tomamos en
serio, allá donde tenemos nuestro corazón. Y esto no quiere
decir que hayamos de dar a Dios nuestra mano derecha. No
es necesario -llegamos demasiado tarde-, él nos toma de la
mano derecha, es decir, nos toma en serio, en aquello que
para nosotros es enormemente serio. Esta es la situación.
Nunca olvidaré a uno de mis hijos, ya mayor, que ahora está
en Indonesia como misionero9, que cuando era todavía un
niño me preguntó una vez: “¿Sabes quién es el Señor Princi­
pal?”, “No, ¿quién es?”, “Dios”. Que él sea el Señor Prin­
cipal, nos muestra que nosotros somos para él lo principal,
que él toma nuestra mano derecha con su mano derecha, de
tal manera que ya no se nos pregunta a dónde queremos
dirigirnos nosotros con nuestra mano derecha. Ya no pode­
mos apoyarnos en él solamente de una manera pasajera, de
una manera secundaria. Nuestra mano derecha ya no es li­
bre: él la toma, y ella está ya entre las suyas.
Y ahora querría acabar, con la pregunta: ¿Quién eres
tú? ¿Quién soy yo? Respuesta: uno al que Dios toma su
mano derecha. Por esto le ha puesto Dios en el corazón y en
¡os labios esta confesión de fidelidad y este gran consuelo:
pero yo siempre estaré contigo. Gloria al Padre, al Hijo y al
Espíritu santo, como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
¡Señor, D ios nuestro! Tu incomprensible gloria es que podamos
invocarte así: Señor, Dios nuestro, Creador nuestro, Padre nuestro,

lo en la vida y en la muerte? - Que yo, en cuerpo y alma, en vida y en muerte,


no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel salvador Jesucristo”.
9. Christoph Barth (nacido en 1917), por encargo de la misión de Basilea
en Indonesia, fue primero profesor de teología y rector de un seminario eclesiás­
tico en Banjarmasin, desde 1954 profesor de antiguo testamento en la escuela
superior eclesiástica en Djakarta.
Pero yo siempre estaré contigo 19

Salvador nuestro - que tú nos conozcas y nos ames, y que quieras


ser conocido y amado por todos nosotros - que tú veas y rijas nues­
tros caminos - que todos nosotros vengamos de ti y podamos ir a ti.
Y ahora, lo presentamos todo ante ti: nuestras preocupaciones,
para que tú te preocupes por nosotros - nuestro miedo, para que tú
lo tranquilices - nuestras esperanzas y nuestros deseos, para que se
haga no nuestra buena voluntad, sino la tuya - nuestros pecados,
para que tú los perdones - nuestros pensamientos y anhelos, para que
tú los purifiques - toda nuestra vida, aquí en el tiempo, para que tú
la conduzcas hacia la resurrección de toda carne y hacia la vida eter­
na. Nos acordamos ante ti de todos los que están en esta casa - y
también de todos los hombres que están cautivos en este mundo.
Permanece junto a nuestros parientes - junto a todos los pobres, en­
fermos, oprimidos y atribulados. Ilumina los pensamientos y rige las
acciones de aquellos que en nuestro país y en todos los países son
responsables de la justicia, el orden y la paz. Que amanezca - por
Jesucristo, nuestro Señor, en cuyo nombre, te rezamos: Padre nues­
tro... Amén.
Hoy os ha nacido un Salvador
Lucas 2, 10-11
Navidad, de 1954, cárcel de Basilea

V
¡Amado Padre del cielo! Porque estamos juntos aquí, para •ale­
grarnos de que tu amado Hijo se haya hecho por nosotros hombre y
hermano nuestro, te pedimos de corazón:
Dinos tú mismo, lo grande que es la gracia, el bien y la ayuda
que en él has preparado para nosotros.
Abre nuestros oídos y nuestro entendimiento, para que com­
prendamos que en él está el perdón de todos nuestros pecados, la
semilla y la fuerza de una nueva vida, el consuelo y la exhortación a
vivir y a morir, la esperanza para el mundo entero. Crea tú mismo
en nosotros el buen espíritu de libertad, para ir, humildes y valien­
tes, al encuentro de tu Hijo, que viene a nosotros.
Hazlo hoy en toda la cristiandad y en todo el mundo: para que
sea dado a muchos ir más allá de las exterioridades y las frivolidades
de estas fiestas, y celebren con nosotros unas buenas Navidades.
Amén.

El ángel les dijo: Tranquilizaos, mirad que os traigo una buena


noticia, una gran alegría, que lo será para todo .el pueblo:
hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador
Queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de oír ahora la historia de Navidad: lo que se
nos dice del emperador Augusto y del gobernador Quirino,
de José y María y del nacimiento del niño en Belén, de los
pastores en el campo y de la venida del ángel del Señor, que
se les apareció, y de la legión del ejército celestial, que alababa
Hoy os ha nacido un Salvador 21

a Dios diciendo: Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra


a los hombres que él quiere tanto. Me gustaría mucho saber
qué tal os ha ido oyendo esta historia.
Tal vez uno u otro no haya prestado toda su atención
-como suele pasar- y la historia haya pasado ante él como
una nubecilla o un humo pasajeros. ¿Hay que leerla otra
vez? Bien podríamos leerla dos y hasta cien veces. Pero por
esta vez, dejémoslo así.
¿Habrá tal vez aquí alguien que crea que estoy explican­
do una hermosa fábula, que nada tiene que ver con la vida
real? ¿demasiado bonita para ser verdad? ¿Qué queréis que
le diga? ¿Me he de poner a discutir con él? En otro momen­
to lo haría con mucho gusto; ahora haremos algo mejor.
Tal vez alguno de vosotros, al oír la historia, se haya
visto obligado a pensar en aquellos lejanos días de su juven­
tud, cuando todavía iba a la escuela dominical, donde, tal
vez, oyó ya contar la historia, y en el árbol de Navidad, en
las manzanas y en los confites, en lo hermoso que era enton­
ces y como ahora ya ha pasado todo y no volverá. ¿Qué he
de decir a todo esto? ¿He de poner cara seria y contestar:
“sí, ahora no se trata del árbol de Navidad ni de tristes
recuerdos navideños, sino de la historia de la Navidad?”.
Tampoco quiero referirme a esto ahora.
Solamente querría deciros, queridos amigos lo que hace­
mos con esta historia, con la historia, que es la historia de
todos nosotros, y que realmente es mucho más importante,
mucho más verdadera y mucho más seria que todas las histo­
rias que se encuentran en los libros y que todas las novelas,
y que todo lo que va por los diarios y por la radio. Esto es
lo que hacemos: un poco de distracción, un poco de incredu­
lidad y un poco de sentimientos navideños. Nosotros, no
sólo vosotros, todos nosotros, y, con toda seguridad, yo mis­
mo incluido: ¡eso es lo que hacemos!
Hasta que viene el ángel del Señor, y nos da una respues­
ta. Con toda seguridad, el ángel del Señor ha recorrido esta
noche las calles, las casas y las plazas de Basilea. Se ha he­
cho presente a los que han celebrado la santa noche solos y
tristes, y también, tal vez, a los que la han celebrado dema­
siado alegre y estúpidamente, y a todos los que todavía duer­
men, o tal vez, están durmiendo hasta la saciedad; también
pasará hoy por las iglesias de Basilea, y a uno le gustaría
saber qué respuesta da a cada uno de estos hombres, y cómo
ellos le han prestado, o no, atención.
22 Karl Barth

Pero ahora no pensemos en los demás, sino en nosotros.


Con toda seguridad, el ángel del Señor está también aquí
entre nosotros, para hablarnos y para ser escuchado por nos­
otros. Y además, yo estoy también aquí para deciros que él
está aquí y habla, para escucharlo juntamente con vosotros,
y para recordar lo que él quiere decirnos.
Un ángel: un mensajero que trae una noticia. Podéis pen­
sar sencillamente en un cartero que os trae una noticia. El
ángel del Señor es el mensajero de Dios, con la noticia de la
historia de Navidad. Y ved: cuando él la trae, se disipa la
distracción, la incredulidad y también los hermosos senti­
mientos navideños, porque el ángel del Señor viene directa­
mente de Dios a nosotros. En estos días he visto un cuadro,
en el que un ángel se precipita del cielo a la tierra en verti­
cal, casi como un relámpago1. Esto es una figura, pero es
verdad: cuando el ángel del Señor trae la noticia, cae como
un rayo, y resulta verdad que la gloria del Señor los envolvió
de claridad (Le 2, 9), ya que la noche se convirtió en día:
Penetra la luz eterna,
dando al mundo una nueva claridad.
Brilla en medio de la noche
y nos hace hijos de la lu z.12

Y ahora vamos a intententar escuchar y comprender algo


de lo que el ángel del Señor dijo a los pastores, y nos dice
ahora a nosotros. “Hoy os ha nacido un salvador”. En estas
tres palabras: os - hoy - un salvador está contenido todo el
mensaje de Navidad. Queremos oírlas una tras otra.
Hoy os ha nacido un salvador, dice el ángel del Señor.
Es importantísimo oír decir esto.
Una vez más: La noticia del nacimiento del niño en Be­
lén es algo completamente distinto de la noticia -¿verdad
que la habéis oído?- de la llegada del Negus de Abisinia a
Suiza3. Hemos oído complacidos que a este hombre le ha

1. Se trata de un dibujo de Wolfgang Strich, realizado por encargo del obis­


po de Oldenburg, D. Gerhard Jacobi, quien lo envió como felicitación de Navi­
dad, en 1954, a los pastores de su iglesia y a conocidos personales.
2. Estrofa 4.a del cántico 114 (EKG 15) “Gelobet seist du, Jesu Christ”
(1524) de M. Luther.
3. El emperador de Abisinia Haile Selassie hizo una visita oficial a Suiza,
del 25 al 28 de noviembre de 1954 y, después de una visita a Austria, volvió a
pararse en Suiza, del 1 al 6 de diciembre.
Hoy os ha nacido un Salvador 23

gustado Suiza y que los que lo han recibido, también se han


alegrado. Pero, ¿no es verdad?, uno oye esto, y piensa: Y a
mí ¿qué me importa? Esto sólo les afecta a él o a ellos. Pero
el ángel del Señor señala hacia Belén y dice: hoy os ha naci­
do un salvador. Por vosotros Dios quiso no solamente ser
Dios, sino hacerse hombre, por vosotros se hizo pequeño,
para que vosotros fuerais magníficos, por vosotros se ha en­
tregado a sí mismo, para enderezaros y atraeros hacia él. El
no tenía necesidad de todo esto, todas estas cosas prodigio­
sas las hizo por vosotros, por nosotros. Así pues, la historia
de Navidad, es una historia que nos sucede a nosotros, pasa
con nosotros, y ocurre para nosotros.
Y por lo demás, esta noticia del nacimiento del niño en
Belén es algo distinto de lo que se nos pudiera comunicar
en un libro. El ángel del Señor no era un profesor, como yo.
Un profesor quizás hubiera dicho: Un salvador ha nacido a
los hombres. Oh sí, a los hombres, de una manera tan gene­
ral, que uno podría pensar: tal vez no sea yo uno de ellos,
se referirá a otros hombres. De la misma manera que en el
cine o en el teatro uno ve a otros hombres, que no somos
nosotros. Pero el ángel del Señor se dirige a los pastores, y
se dirige a nosotros. Su noticia es una alocución: ¡Hoy os ha
nacido un salvador! A vosotros, sin haber preguntado quié­
nes somos, tanto si entendemos la noticia como si no la en­
tendemos, tanto si somos hombres buenos y piadosos como
si no lo somos. Se refiere a vosotros. Vosotros sois aquellos
a quienes ha ocurrido todo esto. ¡Mirad!, la historia de Navi­
dad no sucede sin nosotros; estamos metidos dentro de la
historia.
Y finalmente: Con esta noticia del nacimiento del niño
en Belén, no pasa como cuando viene el correo y cada uno
pregunta ¿hay algo para mí?, y cuando tiene ya su carta y la
lee, no le gusta que otro le eche una mirada por encima del
hombro; quiere leerla solo, es cosa privada. El aconteci­
miento de Belén no es ningún asunto privado: Hoy os ha
nacido un salvador. El ángel del Señor se dirige ciertamente,
a ti y a mí, pero dice: os ha nacido. Su noticia nos afecta a
todos juntos, como hermanos que hubieran recibido todos
juntos un hermoso regalo de su padre, ^ q u í, ninguno es el
primero ni el último, ninguno es el preferido ni el perjudica­
do y, sobre todo, nadie que salga perdiendo. El que ha naci­
do allí, es el hermano mayor de todos nosotros juntos. Por
esto rezamos en su nombre: Padre nuestro. Por eso no de-
24 Karl Barth

cimos cuando rezamos: dame mi pan de cada día, sino el


pan nuestro de cada día, dánosle hoy; y perdona nuestras
deudas; y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del
mal (Mt 6, 9-13). Y por eso vamos a la Cena, como a la
mesa del Señor, y comemos de un pan y bebemos de un
cáliz: “Tomad y comed; Bebed todos de él”. Por esto, toda
la vida de los cristianos es una única y gran comunión, es
decir, una comunidad con el Salvador, y por lo tanto tam­
bién, una comunidad de los unos con los otros. Allí donde
no hay comunidad con el Salvador, no hay tampoco comuni­
dad de los unos con los otros, y allí donde no hay comunidad
de los unos con los otros, tampoco hay comunidad con el
Salvador. No existe lo uno sin lo otro. Todo esto se encuen­
tra incluido en el “os ha nacido” del ángel del Señor, y, a
partir de aquí, lo hemos de aprender.
Os ha nacido hoy, dice el ángel del Señor. Este acontecer
del nacimiento del Salvador, se le llamó hoy. Irrumpió en
medio de la noche un nuevo día. El mismo fue y es el sol de
este día y el sol de todos los días. El nuevo día no es sola­
mente el día de Navidad, sino que es el día de nuestra vida.
Hoy, no significa solamente: entonces, ni tampoco “escu­
chemos lo que pasó en tiempos lejanos...”4. No, el ángel del
Señor nos dice hoy, lo mismo que entonces a los pastores.
Nosotros vivimos en el nuevo día que Dios ha hecho. Nos es
permitido escuchar que ha habido un nuevo principio en
nuestra situación y en nuestras relaciones humanas, y que si
bien la tristeza, la culpa y el miedo de ayer están todavía
aquí, han sido encubiertos con clemencia, porque nos ha
nacido un salvador, y todo esto, ya no nos puede perjudicar.
Nos es dado escuchar que podemos cobrar nuevos ánimos,
que podemos reunirnos y atrevernos a iniciar un nuevo
arranque con absoluta confianza. Por nosotros mismos, esto
no lo entendemos, pero nos lo dice el ángel del Señor.
Ha hecho irrupción un nuevo Hoy, porque ha nacido el
Salvador.
Hoy. esto ahora quiere decir también: no sólo hasta ma­
ñana, sino también mañana. El que nació entonces, ya no
muere, vive y reina por toda la eternidad. Sin embargo, no

4. Principio del “Sempacher Lied” de H. J. Bosshard (1811-1877); también


título de una “representación de canciones populares suizas” (op. 17) de Fr. Nig-
gli, con texto de O. v. Greyerz.
Hoy os ha nacido un Salvador 25

queremos especular sobre el mañana. Ya se sabe qué clase


de gente son los que dicen “mañana, mañana, no hoy...” 5.
No tengo nada que decir contra la expresión típica de Basel-
biet “/Mer wei luege!6 (= ya veremos)”, pero esta expresión
es peligrosa. ¿Es que mañana estaremos todavía aquí? El
Salvador, seguro, ¿pero nosotros? ¿Es que, tal vez, podre­
mos oír decir también mañana la palabra, y seremos aún
libres para aceptarla? Esto no está en nuestra mano. Precisa­
mente ayer topé con una frase de Jeremias Gotthelf: “Una
vida no es una luz; una luz puedo yo encenderla de nuevo.
La vida es una llama de Dios, él la deja quemar una vez
sobre la tierra, y no más” 7. Queridos amigos, procuremos
no dejar pasar la hora de esta llama, ahora, hoy, aquí. Se
dice en otro lugar “Hoy, si oís su voz, no endurezcáis el
corazón” (Heb 4, 7).
Esto es lo que el ángel del Señor quiere decirnos con su
hoy.
Y ahora se nos dice: hoy os ha nacido un salvador. Este
es el núcleo de la historia de Navidad: ¡Hoy os ha nacido un
salvador! Sobre esto habría mucho que decir, pero solamen­
te entresacaré algunas cosas:
¿Qué nos dice este nombre: salvador? El salvador es
aquel que nos trae la salvación y, por lo tanto, aquel que
nos ayuda y nos es saludable. Es el que ayuda, el libertador,
el salvador, como ningún hombre, sino como solamente
Dios puede serlo para nosotros, y lo es: el libertador, el que
ayuda, el salvador de toda necesidad, en la que andaríamos
perdidos sin él. Pero ahora no estamos perdidos, porque él
está aquí como el salvador.
Y el salvador es aquel que nos trae la salvación a cambio
de nada, gratuitamente, sin que lo merezcamos y sin nuestra
intervención, y sin que después se nos presente la cuenta.
A nosotros solamente nos toca extender la mano y recibirla,
y estar agradecidos como quien ha sido obsequiado con un
regalo.

5. “Mañana, mañana, no hoy / dicen siempre los perezosos" (refrán).


6. = “ya veremos"; el “Baselbiet" es el Cantón Basel-Land. Cf. la estrofa
4.a del “Baselbieterlied” de W. Senn (1845-1895): “El sólo dice, ya veremos, no
se atreve a decir sí".
7. J. Gotthelf, Wie Anne Babi Jowager haushaltet und wie es ihm mit dem
Doktern geht (1843/44), segunda parte, capítulo 9 en Jeremias Gotthelfs Werke in
zwanzig Bandera, editado por W. Muschg, tomo 7, Basilea 1949, 172.
26 Karl Barth

El salvador es aquel que trae la salvación a todos, sin


reserva ni excepción, simplemente porque todos nosotros te­
nemos necesidad de él, y porque él es el Hijo de Dios, que
es Padre de todos nosotros. En cuanto se ha hecho hombre,
se ha hecho el hermano de todos nosotros. “Hoy os ha naci­
do un salvador”, dice el ángel del Señor.
Así pues, ésta es la historia de Navidad. Mirad, no pode­
mos oír todo esto sin que sintamos la necesidad de apartar
la vista de nosotros mismos y de nuestra vida y de todo aque­
llo que pudiera ocuparnos o importunarnos. Aquí está él,
nuestro gran Dios y salvador, y aquí estamos nosotros, y
ahora es válido aquello de: precisamente él, precisamente
por mí, por nosotros. No podemos escuchar su historia, sin
escuchar al mismo tiempo la nuestra, sin prestar atención al
gran cambio que se ha producido en nosotros de una vez
para siempre, a la gran alegría que esto nos causa, y a la
gran voz que esta historia introduce en nuestra vida, para
que nos levantemos y podamos emprender el camino que él
nos muestra.
¿Y ahora? ¿Podemos continuar ahora, como lo conside­
rábamos al empezar, en la distracción, en la incredulidad,
tal vez con un par de hermosos sentimientos navideños? ¿O
hemos de fijar ahora nuestra atención y ponernos de pie,
levantarnos y convertirnos? El ángel del Señor no fuerza a
nadie, y tampoco puedo hacerlo yo. Un oyente forzado por
la historia de Navidad y una participación forzada en esta
historia, que es nuestra propia historia, no sería nada. Se
trata de un escuchar libremente esta historia y un participar
libremente en esta historia.
Y ahora me gustaría que notarais esto: “en torno al án­
gel apareció una legión del ejército celestial, que alababa
a Dios diciendo: Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra
a los hombres que él quiere tanto” (Le 2, 13 s), es decir, a
los hombres que él quiere tanto sin que se lo hayan mereci­
do. Nosotros no pertenecemos a los ángeles, sino que esta­
mos sobre la tierra, aquí en Basilea, aquí en esta casa. Pero
al oír hablar de este cántico de alabanza, y darnos cuenta de
que Dios no envió sólo a este ángel, sino que salió también
al encuentro una legión del ejército celestial con su cántico
de alabanza ¿no nos dejaremos entusiasmar, como cuando
oímos una marcha y empezamos a marcar el paso a su ritmo,
o como cuando se deja oír una melodía conocida, que sin
darnos cuenta empezamos a tatarear o a silbar? Mirad, sería
Hoy os ha nacido un Salvador 27

algo así. A esto se le podría decir que es oír y participar


libremente en la historia de Navidad. Amén.

¡Señor D ios nuestro! Tú eres grande, excelso y santo, por encima


de nosotros y de todos los hombres. Y precisamente eres tan grande
porque no nos olvidas y no nos dejas solos y, sobre todo, porque no
nos reprochas aquello de que se nos acusa. Y ahora, tú nos has
dado en tu amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nada menos que
a ti mismo, y todo aquello que es tuyo. Te damos gracias, porque
nos está permitido ser huéspedes en la mesa de tu gracia a lo largo
de nuestra vida y en la eternidad.
Ahora, Señor, te presentamos todo aquello que nos produce fati­
ga: nuestras faltas, errores y transgresiones, nuestras aflicciones,
nuestras preocupaciones, también nuestra rebelión y amargura, todo
nuestro corazón, toda nuestra vida, que tú conoces mejor que nos­
otros mismos. Lo ponemos todo en las fieles manos que tú has ex­
tendido hacia nosotros en nuestro Salvador. Tómanos tal como so­
mos, enderézanos a nosotros, débiles, enriquécenos de tu plenitud a
nosotros, pobres.
Haz brillar tu amabilidad sobre ios nuestros, y sobre todos los
que están presos, o pasan necesidad, o están enfermos o a punto de
morir. Da, a los que han de juzgar, el espíritu de justicia, y algo
de tu sabiduría a los que rigen el mundo, para que intenten la paz
sobre la tierra. Da claridad y ánimo a aquellos que han de anunciar
tu palabra aquí y en las misiones.
Y ahora, resumiéndolo todo, te invocamos, tal como el Salvador
nos lo ha permitido, y nos lo ha mandado: Padre nuestro...
Yo vivo, y vosotros viviréis
Juan 14, 19
Domingo de pascua, 10 de abril de 1955, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! A quí estamos, ante ti y todos juntos, para


celebrar la pascua: el día en que tú has revelado que tu hijo amado,
nuestro Señor Jesucristo, es el Salvador vivo, que ha tomado sobre
sí mismo todos nuestros pecados y, con ellos, toda nuestra miseria
humana, y también la muerte, que ha expiado y sufrido en lugar
nuestro, surpimiéndola y superándola de una vez para siempre.
Sabemos cuál es nuestra situación, y tú lo sabes todavía mejor,
pero venimos a darte gracias por la libertad que tenemos de apartar
nuestra vista de nosotros mismos y poder dirigirla hacia ti, tú que
has hecho tanto por el mundo y por todos nosotros.
Ahora, hablaremos y escucharemos sinceramente - para que sea
tu verdadera palabra la que nos rija, nos mueva y nos llene en estos
momentos - para que a todos nos consuele, anime y amoneste - para
que también pueda agradarte nuestra pobre alabanza.
Que así sea entre nosotros y en todas partes, tanto en el campo
como en la ciudad, cerca o lejos: allí donde los hombres se reúnan
hoy para oír y comprender la promesa de la resurrección y de la
vida. ¡Mira benignamente a tu pueblo! Amén.

Yo vivo, y vosotros viviréis


Queridos hermanos y hermanas:
Yo vivo. Jesucristo ha dicho esto, y ahora vuelve a decír­
noslo a nosotros: Yo vivo.
Permitidme empezar la explicación de estas dos palabras,
tan cortas, con el recuerdo de otra, frase procedente de su
Yo vivo, y vosotros viviréis 29

boca: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí,


en medio de ellos, estoy yo” (Mt 18, 20). Nos hemos reunido
aquí en su nombre, no en el nuestro. No porque nos alegre
el que tengamos que ver algo con él, sino porque es a él a
quien le alegra el tener que ver algo con nosotros. No por­
que nosotros seamos para él, sino porque él es para nos­
otros. No porque nosotros hayamos merecido que él nos
pertenezca, sino porque él ha pagado todo el precio, para
que pudiéramos pertenecerle. Viniendo al mundo y claman­
do: “Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abruma­
dos, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28) y diciendo esto, no como
una simple palabra, ha hecho de esta llamada la gesta pode­
rosa de toda su vida y de su muerte. Y con esta llamada y
esta gesta, ha creado una comunidad sobre la tierra, en la
que él es el Señor, y el Maestro, siempre y en todo lugar. Y
así, él, hoy y aquí, nos ha reunido ahora para formar su
comunidad. Y puesto que esto es así, está él ahora aquí
entre nosotros, y precisamente a nosotros nos atestigua y
nos dice: Yo vivo. No está en el sepulcro, ha resucitado, tal
como lo hemos oído hace un momento en el evangelio. El
mismo nos lo dice: olvidadlo todo, y tened esto bien presen­
te: Yo vivo.
Es claro que cuando él dice esto, significa mucho más,
algo totalmente distinto y mejor que si yo dijera: Yo vivo, o
lo dijera alguno de vosotros. ¿Qué es nuestra vida compara­
da con la suya? Cierto, esto importa, sobre todo, a nuestra
vida. Yo vivo, y sigue inmediatamente: y vosotros viviréis.
Así pues, cuando nos dice: “Yo vivo”, es cuestión de la sal­
vación de nuestra vida, para que nuestra vida sea libre, san­
ta, justa, magnífica. Pero precisamente, para entenderlo, he­
mos de oír antes lo primero en lo que esto segundo está
incluido: Yo vivo una vida totalmente diversa, que no se
puede comparar con la vuestra, con la nuestra.
Yo vivo. Cuando Jesucristo dice esto, quiere decir: Yo
vivo mi vida divina como verdadero hombre. Hemos de en­
tender esto con una seriedad absoluta, totalmente al pie de
la letra: yo vivo la vida del Dios eterno y todopoderoso, que
ha creado el cielo y la tierra y que es el manantial y la pleni­
tud de la vida. ¿Qué quiere decir esto? ¿Algo así como: yo
vivo ésta mi vida divina rica y espléndida, para tenerla, rete­
nerla, y disfrutarla para mí, de la misma manera que un
hombre rico acostumbra a tener, retener y disfrutar de su
fortuna? ¿O tal vez algo así como si yo os la mostrara desde
30 Karl Barth

lejos como una cosa enormemente rara y preciosa, para que


vosotros pudieráis admirarla? ¿O tal vez como si yo os dis­
pensara una pequeña limosna de esta gran riqueza? No, her­
manos y hermanas, las cosas no suceden así en la vida de
Dios. No es así la vida de Dios, quien de eternidad en eter­
nidad no solamente es para sí mismo, sino que con toda la
riqueza de su vida, quiere ser nuestro Dios, y lo es.
Yo vivo. Cuando Jesucristo dice esto, quiere decir': Yo
vivo esta mi vida divina para vosotros. Y la vivo totalmente,
porque os amo, porque sin vosotros no quiero ser para nada
Hijo de Dios ni quiero tener esta mi vida divina, porque yo,
más bien, la arriesgo y la doy por vosotros sin reservas y sin
consideración; por vosotros la doy y la entrego. Porque yo
me pongo en vuestro lugar: en el lugar que os corresponde,
en cuanto yo mismo vengo a ser lo que vosotros sois (¡no
solamente algunos de vosotros, sino vosotros, todos los hom­
bres!): un condenado, un prisionero, un reo que ha de sufrir
la muerte. Pero yo hago esto para que por medio de esta mi
poderosa vida divina entregada por vosotros, se disipen la
tiniebla y la confusión, la aflicción, el miedo y la duda, el
pecado y la culpa de vuestra vida humana, pequeña, mala y
triste, y sea arrastrada por el poder de mi vida divina, que
pongo en vuestro lugar, para que por ella, vuestra muerte
sea entregada a la muerte y aniquilada de una vez para siem­
pre. Así pues, yo vivo mi vida divina, en esta entrega, en
este poder que os salva.
Yo vivo. Cuando Jesucristo dice esto, quiere decir: Yo
vivo mi vida humana como verdadero hijo de Dios - sí, la
vida de un hombre débil, solitario, tentado, que muere como
vosotros en la vergüenza, totalmente semejante a vosotros.
¿Cómo es esto? ¿Como si quisiera tener de nuevo una vida
mejor que los otros? ¿Como si yo me rebelara contra el he­
cho de ser un hombre así? ¿O como si yo intentara resignar­
me en silenciosa y encarnizada obstinación a ser precisamen­
te así? No, ¡no es esto! Porque de esta manera ya no querría
ser verdaderamente igual a vosotros, vuestro prójimo, vues­
tro hermano - no querría ser precisamente el prójimo, ni el
hermano del hombre totalmente necesitado. Si esto fuera
así, más bien abandonaría y traicionaría. No querría ser el
hombre que vive de la misericordia de Dios. No querría ser
verdadero hombre, y con toda seguridad, tampoco Hijo de
Dios.
Yo vivo, y vosotros viviréis 31

Yo vivo. Cuando Jesucristo dice esto, quiere decir: Yo


vivo mi vida humana, sin protestar y sin oponerme, como
vuestra propia vida, tal como es ahora en este momento. La
vivo como el que la acepta, como quien acepta vuestra locu­
ra y vuestra maldad y la del mundo entero, para encontrar,
precisamente ahora, cargados sobre mí, vuestro lamento y
vuestra miseria. La vivo, en cuanto soporto este peso por
obediencia a Dios, que me lo ha impuesto, y al mismo tiem­
po, lo elimino - puesto que yo, en mi Persona, transformo,
convierto, renuevo, sumerjo (bautizo) vuestra vida humaña,
con todo aquello que le es propio; en cuanto de vuestra
corrupción hago salvación, y justificación de vuestros peca­
dos, vida, de vuestra muerte. Para que en mí, todos vosotros
renazcáis como un hombre nuevo que da gloria a Dios en la
esperanza, en vez de buscar la suya propia. Para que vos­
otros, en mi Persona, os hagáis hombres en los que Dios se
complace. Así pues, en cuanto yo os favorezco de esta ma­
nera, vivo mi vida, mi vida humana, mi vida semejante a la
vuestra.
Yo vivo, como aquel que vive dando su vida divina
en vuestro servicio y elevando mi vida humana en servi­
cio de Dios. Jesucristo se apareció a los suyos en la maña­
na de pascua, como el que vive así. Y precisamente como
tal, está aquí y ahora en medio de nosotros, y nos dice:
Yo vivo.
Y ahora pasemos a lo segundo que está incluido en esto
primero: Y vosotros viviréis. En nuestras biblias esta frase se
encuentra traducida de la forma siguiente: “¡Y vosotros tam­
bién debéis vivir!”. Pero mirad, no se trata aquí solamen­
te de un “deber posible”, a cuya realización estuvierais sim­
plemente invitados o exhortados, a vivir eventualmente o a
no vivir. Vosotros viviréis es una promesa, es decir, el anun­
cio de nuestro futuro, que sigue a nuestro presente en el
“Yo vivo” , como 2 sigue a 1, como B sigue a A, como
el trueno sigue al relámpago. El que oye: “Yo vivo”, oye
también inmediatamente: “y vosotros viviréis”. Esto quiere
decir: sois tales, que vuestro futuro no está en vuestro peca­
do y en vuestra culpa, sino que está en la verdadera justicia
y santidad, porque vosotros procedéis de mi vida. Por lo
tanto, vuestro futuro no está en la tristeza, sino en la alegría;
no está en la cautividad, sino en la libertad; no está en la
muerte, sino en la vida. Vosotros sois tales que, a partir de
esta presencia en mi vida, tenéis este futuro, y solamente éste.
32 Karl Barth

Permitid que todavía os explique algo de lo que ahora


viene a ser importante para nosotros después de haber oído:
“Yo vivo”, y lo que sigue a continuación: “Y vosotros vi­
viréis”.
Ahora es importante para nosotros mantenernos firmes
en que él, Jesucristo, su vida, es nuestro presente. No
nuestro pasado, no la gran sombra que desde nuestro ayer
oscurece nuestro hoy, ni tampoco todo aquello, que tanto
a nosotros mismos como también a los otros hombres, po­
dríamos echar en cara con o sin razón; así pues, no el
mundo con sus acusaciones y nosotros con nuestras con­
traacusaciones, ni siquiera la merecida ira de Dios contra
nosotros, pasando por alto nuestra murmuración contra él,
nuestro oculto pensamiento: “tal vez Dios no exista”. Con
otras palabras: no nosotros mismos, tal como es nuestra si­
tuación hoy día, o tal como nos creemos que es. No, él,
Jesucristo, su vida, hoy, es nuestro presente: su vida divina
entregada por nosotros, y su vida humana, nuestra vida hu­
mana, en él ensalzada. Esto es válido, esto cuenta, esto es
verdad. De aquí parte el camino, el viaje que prosigue de
cara al futuro. Y el futuro de esta presencia actual es: vos­
otros viviréis.
Pero lo que importa ahora es que nos dejemos obsequiar,
equipar, alimentar y refrescar por él para el viaje. Hermanos
y hermanas: solos, no podemos ayudarnos a nosotros mis­
mos, por nosotros mismos no podemos producir la vida, nada
podemos tomar para nosotros. Lo que el hombre quiere
tomar y toma para sí, será siempre el pecado y la muerte.
Pero tampoco necesitamos tomar nada para nosotros. Pode­
mos y debemos dejar que todo lo que ya está preparado para
nosotros, nos sea dado. Todo está ya preparado para nos­
otros, todo lo que estaba en desorden ha sido ordenado.
Sólo es necesario que consideremos simplemente válido y
dejemos en su sitio el orden que ya está ahí, el orden que ya
ha sido establecido. Simplemente nos es necesario ver lo que
está ante nuestros ojos y oír lo que se nos dice claramente y
en voz alta. No necesitamos sino abrir y extender nuestras
propias manos, en vez de esconderlas siempre en los bolsi­
llos o cerrarlas en puño. No necesitamos sino abrir la boca
para comer y beber, en vez de hacer lo que hacíamos cuando
éramos niños, apretar los dientes. Simplemente nos es nece­
sario correr hacia delante, en vez de correr hacia atrás, como
los locos.
Yo vivo, y vosotros viviréis 33

Ahora, pues, lo que importa es que dejemos crecer la


pequeñísima raíz de confianza, seriedad y alegría que, tal
vez, precisamente en esta mañana de pascua, busca sitio en
nuestros corazones y en nuestras conciencias, en nuestros pen­
samientos, intenciones y opiniones. No es posible en absoluto,
que Jesucristo nos diga “Yo vivo”, y que en nosotros no se
levante de alguna manera la respuesta: Sí, tú vives, y por el
hecho de que tú vives, me es permitido vivir, quiero vivir, vi­
viré. Yo, por quien tú, siendo Dios verdadero, te has hecho
verdadero hombre —yo, por quien tú has muerto y resucita­
do— yo, por quien tú has llevado a cabo todo, realmente todo
lo que es necesario para el tiempo y para la eternidad.
Lo importante ahora, sobre todo, es que ninguno de nos­
otros se tenga por excluido, o por demasiado grande, o por
demasiado pequeño, o se tenga por un sin Dios. Sobre todo,
lo que importa ahora, es que cada uno de nosotros se tenga
más bien por alguien que está incluido en esto, por alguien
para quien en la vida de nuestro Señor, la misericordia es un
hecho, y en su resurrección de entre los muertos, en la
mañana de pascua, se le ha puesto de manifiesto. Lo que
importa ahora, es que nosotros, con toda humildad, pero
también con mucho ánimo, nos tengamos por quienes en él
hemos nacido de nuevo a una esperanza viva (cf. 1 Pe 1, 3):
Nosotros viviremos.
Y para acabar, podemos acercarnos a la santa cena. La
santa cena es simplemente el signo de lo que ahora acaba­
mos de decir: que él, Jesucristo, está en medio de nosotros,
el hombre en el que el mismo Dios ha ofrecido su vida por
nosotros y en el que nuestra vida ha sido elevada a Dios.
Y la santa cena es el signo de que nosotros podemos poner­
nos en marcha de cara al futuro, al partir de él, como de
nuestro principio, el futuro en el que viviremos; para esta
marcha, podemos dejarnos fortalecer, alimentar y refrescar
por él. Un pan y un cáliz, como él mismo es uno: el único
para todos nosotros. Queridos hermanos y hermanas: no
querría forzaros a ninguno de vosotros con lo que ahora voy
a añadir: ¿No queréis que vayamos todos juntos —todos los
que ahora estamos aquí— a la santa cena? La santa cena es
para todos. De la misma manera que el mismo Jesucristo
vivo y resucitado es para todos, así también nosotros en él
no estamos separados, sino que estamos juntos, somos her­
manos y hermanas: todos nosotros, pobres pecadores; todos
nosotros, ricos por su gracia. Amén.
34 Karl Barth

¡Señor, D ios nuestro, Padre nuestro en Jesucristo, tu Hijo, nues­


tro hermano! Te damos gracias porque todo es tal como hemos inten­
tado decirlo y escucharlo ahora de nuevo. Nos apena haber sido tan
ciegos y tan sordos a la luz de tu Palabra. Y nos apena todo lo erró­
neo que esto ha tenido como consecuencia en nuestras vidas. Y por­
que sabemos muy bien que sin ti nos encaminaríamos siempre hacia
el error, te suplicamos que nunca dejes de sacudirnos por tu Espíritu,
de despertarnos, de hacemos vigilantes, humildes y audaces.
Esto no lo pedimos cada uno de nosotros para sí mismo, sino que
cada uno lo pide para los otros, para todos los que están en esta
casa, para todos los presos del mundo, también para los que sufren
y están enfermos de cuerpo y alma, para los que no poseen nada y
los desterrados, también para todos aquellos que nos esconden su
tribulación y su necesidad, patentes para ti. Te lo pedimos también
para nuestros parientes, para todos los padres, maestros y niños,
para los hombres que ejercen un cargo en el estado, en la adminis­
tración, en el juzgado, y que tienen una responsabilidad, para los
predicadores y misioneros de tu evangelio.
Ayúdanos a soportar lo que se ha de soportar, pero también a
pensar, decir y hacer lo que es justo y, por encima de todo, a creer,
a amar y a esperar en el poder que para realizarlo nos quieres dar a
ellos y a nosotros. Padre nuestro...!
Estáis salvados por pura generosidad
Efesios 2, 5
14 de agosto de 1955, cárcel de Basilea

¡Señor, Dios nuestro! Nos has hecho hijos tuyos en tu Hijo, nues­
tro Señor, Jesucristo. Y ahora hemos oído tu llamada y hemos veni­
do a reunirnos aquí, para alabarte juntos, oír tu palabra, invocarte
y poner en tus manos lo que nos oprime y lo que necesitamos. Hazte
presente entre nosotros e instruyenos:
para que todo aquello que en nosotros hay de timidez y desánimo,
todo aquello que es frívolo y obstinado, así como también toda
nuestra falta de fe y nuestra superstición empequeñezcan;
para que tú puedas mostrarnos lo grande y lo bueno que eres;
para que nuestros corazones se abran también en todas direcciones;
para que nos podamos comprender los unos a los otros, y así poda­
mos ayudarnos un poco;
para que esta hora sea un hora de luz, en la que veamos el cielo
abierto, y un poco de claridad también en esta tierra oscura.
Lo viejo ya ha pasado y todo se ha renovado. Esto es verdad, y
también lo es para nosotros: cierto, tú eres nuestro salvador, en
Jesucristo. Pero esto sólo tú nos lo puedes decir y mostrar correcta­
mente. A sí pues, dínoslo y muéstranoslo, a nosotros y a todos los
que en esta mañana de domingo oran con nosotros. Ellos rezan por
nosotros, y nosotros también lo hacemos por ellos. ¡Escúchalos y
escúchanos! Amén.

Queridos hermanos y hermanas:


Voy a leer un texto de la carta del apóstol Pablo a los
efesios (2, 5): Estáis salvados por pura generosidad. Me pa­
rece que es lo bastante corto para que todos vosotros podáis
36 Karl Barth

retenerlo, se os quede en la memoria y, Dios lo quiera, po­


dáis también comprenderlo.
Mirad, esta mañana de domingo estamos aquí juntos
para escucharlo: “Estáis salvados por pura generosidad”.
Todo lo demás que hacemos aquí juntos, nuestros rezos y
nuestros cantos, solamente puede ser una respuesta a esta
palabra que nos dirige Dios. Para atestiguar esto a la huma­
nidad: “Estáis salvados por pura generosidad”, los profetas
y los apóstoles escribieron ese libro singular que llamamos
Biblia. Pues bien, esto se encuentra precisamente en este
libro, sólo en la Biblia, no en Kant ni en Schopenhauer, ni
en ninguna historia natural o universal, y menos aún en algu­
na novela, sino solamente en la Biblia. Para oír esto, se ne­
cesita lo que llamamos la iglesia: la comunidad de los cristia­
nos, es decir, de los hombres que juntos escuchan la Biblia
y, a partir de ella, les es permitido y quieren oír la palabra
de Dios. Y ésta es la palabra de Dios: “Estáis salvados por
pura generosidad”.
Alguien me dijo una vez: yo no necesito ir a la iglesia, ni
tampoco necesito leer la Biblia, ya sé lo que dirán en la
iglesia y lo que está escrito en la Biblia: “¡Obra bien, y no
temas a nadie!”. Respecto a esto, permitidme decir lo si­
guiente: si se tratara de predicar esto, con toda seguridad no
hubiera venido yo aquí, porque para mí sería perder el tiem­
po, y podría serlo también para vosotros. ¡“Obra bien, y no
temas a nadie!” , para decir esto no hacen falta profetas, ni
apóstoles, ni Biblia, ni Jesucristo, ni siquiera Dios. Esto se
lo puede decir cada uno a sí mismo. Y en ello no hay, de
verdad, nada nuevo, particular e interesante, nada, que ayu­
de o pudiera ayudar a cualquier hombre. No he encontrado
todavía a nadie que al decir esta corta sentencia se haya
puesto a reír; la gente que dice esto pone más bien una
cara poco risueña, en la que se ve bien que esta palabra no
les ayuda, no les consuela, y en absoluto les causa alegría
alguna.
Oigamos ahora lo que está escrito en la Biblia y lo que a
nosotros, como cristianos, se nos permite escuchar juntos:
“Estáis salvados por pura generosidad”. Mirad, esto no se lo
puede decir uno a sí mismo. Ningún hombre puede decir
esto a otro. Esto solamente puede decírnoslo Dios a todos
nosotros. Necesitamos a Jesucristo para saber que esto es
verdad, y a los profetas y a los apóstoles para que lo vayan
transmitiendo. Y para que nosotros nos lo podamos comu­
Estáis salvados por pura generosidad 37

nicar ahora los unos a los otros, es necesario que nos reuna­
mos aquí todos juntos como cristianos. Y ahora esto sí que
es algo realmente nuevo y, en verdad, algo que no deja de
ser nunca totalmente nuevo y particular: no sólo lo más inte­
resante que pueda darse y la ayuda más poderosa, sino lo
único que, en resumidas cuentas, puede ayudar al hombre.
“Estáis salvados por pura generosidad”. ¡Qué bien que
esto pueda decírsenos y que se nos permita a nosotros escu­
charlo! Pero, ¿quiénes son este “nosotros”? Permitid que lo
exprese abiertamente: todos somos grandes pecadores. En­
tendedme bien: esto lo digo exactamente igual tanto de mí
como de vosotros. Con gusto me reconoceré como el más
grande pecador entre todos vosotros, pero vosotros, realmen­
te, no podéis excluiros. Pecadores: hombres que por la sen­
tencia de Dios, y tal vez de la propia conciencia, han perdido
y han errado básicamente su camino, que no son solamente un
poco culpables, sino totalmente culpables, completamente
culpables y perdidos - no sólo en el tiempo, sino definitiva­
mente, eternamente perdidos. Nosotros somos estos pecado­
res. Y estamos encarcelados. Creedme: existe una cautividad
que es peor que la de esta casa, muros mucho más anchos y
puertas mucho más sólidas que estas tras las que estáis reclui­
dos. Todos nosotros —los que están afuera y vosotros aquí—
somos prisioneros de nuestra propia obstinación, de nuestras
diversas concupiscencias, de nuestros variados temores, de
nuestra desconfianza y, en lo más profundo: prisioneros de
nuestra falta de fe. Y también somos todos hombres que su­
fren. Y sobre todo, sufrimos por nosotros mismos, por nuestra
vida, a la que cada uno de nosotros la hacemos difícil tanto
para sí como para los demás. Sufrimos por su falta de sentido.
Sufrimos a la sombra de la muerte y del juicio eterno hacia el
que nos dirigimos. Y es todo un mundo de pecado, de cautivi­
dad y de sufrimiento, en medio del cual pasamos nuestra vida.
Y ahora, escuchadme: en medio de todo esto viene como
desde arriba la palabra: “Estáis salvados por pura generosi­
dad”. Salvados, esto no significa solamente un poquitín ani­
mados, consolados y aligerados, sino que quiere decir: como
un tizón sacado del incendio (cf. Am 4, 11). ¡Estáis salvados!
No significa solamente: tal vez seréis salvados, al menos en
parte; no, estáis salvados, totalmente y definitivamente.
¿Nosotros? ¡Sí, nosotros! No solamente otro hombre cual­
quiera más piadoso y mejor que nosotros, no, nosotros, cada
uno, cada uno de nosotros.
38 Karl Barth

Esto es así, porque Jesucristo nuestro hermano, por su


vida y su muerte se ha constituido nuestro Salvador, ha
llevado a cabo nuestra salvación. El es la palabra de Dios
dirigida a nosotros. Y esta palabra dice: “Estáis salvados por
pura generosidad”.
Cierto que todos sabéis la historia del caballero que, de
noche y con niebla, sin saberlo, cabalgó por encima del hela­
do lago de Constanza y cuando, en la otra orilla, le dijeron
lo que había hecho, cayó desplomado por el susto1. Mirad,
esta es la situación del hombre cuando se abre el cielo y la
tierra se ilumina, y nos es dado oír: “Estáis salvados por
pura generosidad”. Nos parecemos de verdad a aquel caba­
llero tan profundamente sacudido por el miedo. Porque la
verdad es que al oír esto, miramos sin querer atrás y nos
preguntamos: ¿dónde estaba yo exactamente? Sobre un pre­
cipicio, en un grandísimo peligro de muerte. ¿Qué había
hecho? Lo más absurdo que hubiera podido hacer. ¿Cómo
me encontraba yo en esta situación? Como uno con el que
no hay nada a hacer y que sólo ahora, de una manera incom­
prensible, ha sido salvado y ha escapado del peligro. Me
preguntaréis: ¿es que realmente nos encontramos en una
situación tan peligrosa? Sí, exactamente así: realmente en
peligro de muerte. Estamos salvados. Pero ahora, mirad
nuestra salvación y a Jesucristo en la cruz, clavado en lugar
nuestro, juzgado y castigado. ¿Sabéis por quién cuelga él
allí? Por nosotros: a causa de nuestros pecados, en nuestra
cautividad, cargado con nuestro sufrimiento. La situación en
que lo vemos era nuestra propia situación. De esta manera
podía y debía Dios tratarnos. De esta tiniebla nos ha salva­
do. El que ahora, después de esto, no se sintiera conmovido
hasta morir, cierto que todavía no habría oído la palabra de
Dios: “Estáis salvados por pura generosidad”.
Pero lo más importante ahora es la realidad que a nos­
otros nos es dado oír: “estáis salvados por pura generosi­
dad”. Así pues, estamos en la orilla, el lago de Constanza
queda a nuestra espalda, podemos respirar, aunque el espan­
to pueda y deba perdurar aún en todos nuestros miembros.
Pero es un espanto que sólo puede darse después del hecho.
En la fuerza de la buena nueva se abre realmente el cielo, y
realmente amanece sobre la tierra oscura. Es magnífico que

1. Cf. la balada Der Reiter und der Bodensee (1862) de G. Schwab.


Estáis salvados por pura generosidad 39

nosotros podamos decir: sobre aquel abismo, en aquel peli­


gro mortal me encontraba yo, y ahora ya no estoy allí. Yo
he hecho cosas terribles, pero estas cosas ya no puedo ni
quiero hacerlas, ni las volveré a hacer nunca más. Así estaba
yo metido en todo esto, pero no debo meterme ni me meteré
nunca más. Mis pecados, mi cautividad y todo mi sufrimien­
to son cosas de ayer, no de hoy, son mi pasado, no mi pre­
sente y mi futuro. ¡Estoy salvado! ¿Es realmente así? ¿es
verdad? Mira una vez más a Jesucristo muriendo en la cruz.
Mira y comprende que lo que él ha hecho y ha sufrido allí,
lo ha hecho por ti, por mí y por todos nosotros. Ha cargado
con nuestros pecados, nuestra cautividad y nuestro sufri­
miento, y no en vano. Ha alejado todas estas cosas de nos­
otros cargándoselas él. Ha actuado allí como nuestro capi­
tán, ha penetrado en las filas del enemigo y ya ha alcanzado
la victoria, nuestra victoria. Simplemente lo que hemos de
hacer es seguirle, para vencer con él. Hemos sido salvados
por él, en él, de tal manera que nuestros pecados ya no nos
pueden hacer nada, que nuestra cárcel se ha abierto, que
nuestros sufrimientos ya han pasado. Sí, ésta es una gran
palabra. La palabra de Dios es precisamente una gran pala­
bra. Y si alguien quisiera negar esto, tendría que negarlo a
él, a nuestro Señor Jesucristo. El nos da la libertad, y cuan­
do él, el Hijo de Dios, nos da la libertad, somos realmente
libres (cf. Jn 8, 36).
Pero precisamente porque somos salvados en Jesucristo
y no de otra manera, somos salvados por pura generosidad.
Esto significa que nosotros no nos hemos merecido ser salva­
dos; lo que nos hubiéramos merecido era algo totalmente
distinto. Nosotros no nos lo podemos procurar por nosotros
mismos. Estos días se ha podido leer en la prensa que dentro
de poco hasta se llegará a hacer una luna artificial. Pero el
que estemos salvados, no podemos procurárnoslo nosotros.
Y por el hecho de estar salvado, ninguno de nosotros puede
enorgullecerse; lo único que puede hacer es juntar las manos
con mucha humildad y estar agradecido como un niño. Y el
haber sido salvados, no será nunca una cosa que nosotros
poseamos, sino que la hemos de recibir siempre de nuevo, y
hacia la que siempre hemos de extender nuestras manos va­
cías. “Estáis salvados por pura generosidad”, es decir, aquí
se trata de apartar siempre de nuevo la vista de nosotros
para dirigirla allá donde esto es verdad: a Dios y al crucifica­
do. Esto se ha de creer siempre de nuevo y ha de ser captado
40 Karl Barth

en la fe. Creer significa mirar a Dios y a Jesucristo, y confiar


que ahí, ahí está la verdad para nosotros, para nuestra vida,
para la vida de todos los hombres.
Y sin embargo, ¿no es una lástima que tengamos en
nuestro corazón una profunda rebeldía? Sí, no nos gusta que
se nos diga: por pura generosidad, solamente por pura gene­
rosidad habéis sido salvados. No nos gusta que el buen Dios
no nos tenga que deber nada, que nosotros no podamos vivir
sino sólo y absolutamente por su bondad, que para nosotros
nos quede sólo la gran humildad, sólo el agradecimiento de
un niño que ha recibido un regalo. No nos gusta dejar
de mirarnos, nos gustaría mucho más retirarnos (como el
caracol en su propia casa) y quedarnos con nosotros mismos.
En una palabra: no nos gusta creer. Y precisamente es ahí,
por pura generosidad y desde la fe, tal como acabo de descri­
birla brevemente, como empezaría la vida, la verdadera
vida: la libertad, un corazón aliviado de inquietudes, la ale­
gría interior y profunda, también el amor a Dios y al prójimo
y una firme esperanza. Y precisamente ahí, por pura genero­
sidad, precisamente con la fe, podría ser todo tan simple en
nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué situación nos
encontramos ahora? No se ha de cambiar nada: el día lumi­
noso ha comenzado. El sol de Dios brilla en el interior de
todas nuestras oscuras vidas, aunque nosotros mantenga­
mos los ojos cerrados. Suena su voz desde el cielo, aunque
nosotros nos tapemos los oídos. El pan de la vida está ahí
(cf. Jn 6, 35), aunque nos obstinemos en cerrar los puños,
en vez de abrir las manos para tomar y comer el pan. La
puerta de nuestra cárcel está abierta, aunque nosotros, cosa
extraña, no salgamos. Por parte de Dios todo está en orden,
aunque por nuestra parte surjan desórdenes una y otra vez.
“Estáis salvados por pura generosidad” , esto es verdad aun­
que no lo creamos, aunque no permitamos que sea verdad
para nosotros y no percibamos, por desgracia, nada de ello.
Pero ¿por qué no hemos de percibir nada? ¿por qué no cree­
mos? ¿por qué no salimos por la puerta abierta? ¿por qué
no abrimos nuestras manos cerradas? ¿por qué nos tapamos
los oídos? ¿por qué mantenemos nuestros ojos cerrados?
Exactamente ¿por qué?
Respecto a esto voy a decir todavía una cosa: esto nos
pasa porque no hemos orado nunca correctamente para que
por nuestra parte, las cosas nos fueran de otro modo. Fijaos
Estáis salvados por pura generosidad 41

bien: no necesitamos rezar para que Dios sea Dios, no sólo


omnipotente, sino también misericordioso, un Dios amable,
para que piense bien a favor nuestro y nos haga bien, para
que Jesucristo muera por nosotros para hacernos libres, para
que seamos salvados en él por pura generosidad; por esto
no necesitamos rezar, porque esto es así sin que tengamos
que añadir nada nosotros, también sin nuestra oración. Pero
para creer esto, aceptarlo, admitirlo, para que empecemos a
vivir de acuerdo con esto, para que esto sea también verdad
para nosotros, y para que creamos esto no sólo con nuestra
cabeza y nuestros labios, sino también con nuestro corazón
y con toda nuestra vida, de tal manera que hasta los demás
lleguen a darse cuenta, y para que, finalmente y en último
lugar, todo nuestro ser se sumerja en la gran verdad divina:
“Estáis salvados por pura generodidad” , para todo esto,
digo, se requiere la oración. Nunca hombre alguno ha orado
en valde para obtener esto. Porque cuando uno ora por esto,
su oración está ya atendida, y precisamente aquí empieza
ya la fe. Pero aunque nadie haya orado en valde para ob­
tener la fe, no por eso puede ni debe nadie dejar de orar
para pedir como un niño: poder creer, que la verdad di­
vina -sí, esa terrible, o más bien, esa magnífica verdad- bri­
lle como una luz que si bien hoy es pequeña, se irá haciendo
cada vez mayor: “Estáis salvados por pura generosidad”.
Pedid para poder creer esto, y os será concedido. Buscad­
lo y lo encontraréis, llamad a esta puerta, y se os abrirá
(cf. Mt 7, 7).
Así, pues, mis queridos amigos, esto es lo que hoy os he
podido y se me ha permitido decir de la buena nueva como
palabra de Dios. Amén.
¡Señor, Dios nuestro! Tú nos ves y nos escuchas. Tú nos conoces,
a cada uno y a cada una, mejor que nosotros mismos. Tú nos quieres
a nosotros que, de verdad, no lo hemos merecido. Tú nos has ayuda­
do y nos ayudas todavía una y otra vez, siempre que estamos a
punto de echarlo todo a perder al querer salvarnos a nosotros mis­
mos. Tú eres el juez, pero también el salvador de todos los pobres
y extraviados. Por esto te damos gracias. Por esto te alabamos.
Y nos alegramos de poder ver en tu gran día aquello que, cuando tú
nos haces libres, podemos creer ya ahora.
¡Haznos libres para creer! Danos una fe recta, sincera y eficaz en
ti, en tu verdad. Dásela a muchos, dásela á todos los hombres.'Dáse­
la a los pueblos y a los gobiernos, a los ricos y a los pobres, a los
sanos y a los enfermos, a los presos y los que se consideran libres,
42 Karl Barth

a los ancianos y a los jóvenes, a los que están alegres y a los que
están tristes, a los melancólicos y a los frívolos. No hay nadie que no
tenga necesidad de creer, ni nadie a quien no se le haya prometido
poder creer. D íselo a los hombres y dínoslo también a nosotros que
tú eres su D ios y su Padre clem ente, y también el nuestro. Esto es
lo que te pedimos en nombre de nuestro Señor Jesucristo, y según
su enseñanza te invocamos ahora: Padre nuestro...
Contempladlo
Salmo 34 (33), 6
10 de mayo de 1956 (Ascensión), cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! ¡Padre nuestro, por medio de tu Hijo, que


se hizo nuestro hermano!
Tú nos invitas: ¡Repetidlo, hijos de los hombres! ¡Arriba los
corazones! ¡Buscad las cosas de arriba! D e esta manera nos has con­
vocado también esta mañana. A quí estamos: cada uno con su vida,
que no le pertenece a él sino a ti y está totalmente en tus manos;
cada uno con sus grandes y sus pequeños pecados, para los que no
hay perdón sino en ti; cada uno con su pena, pues tú eres el único
que puede transformarla en alegría; pero también cada uno con su
propia y secreta esperanza: tú querrías también manifestarte como
su Dios omnipotente, bueno y clemente.
Nosotros sabemos bien que sólo una cosa puede honrarte y ale­
grarte: una seria súplica para pedir tu Espíritu, una seria búsqueda
de tu verdad, un serio deseo de tu auxilio y tu guía. Pero sabemos
también que esto sólo puede ser el resultado de tu obra en nosotros.
¡Señor, despiértanos y así estaremos vigilantes!
Concédenos también que, en esta hora, todo se desarrolle co­
rrectamente: nuestra oración y nuestro canto, nuestra lectura y nues­
tra escucha, nuestra celebración y la cena del Señor. Concede todo
esto a los que hoy van a celebrar juntos el día de la Ascensión de
nuestro Señor Jesucristo, también a los enfermos en los hospitales,
a los perturbados mentales en la clínica psiquiátrica de Friedmatt1,
y también a tantos y tantos hombres que todavía no saben que tam­
bién ellos están de verdad presos, enfermos, perturbados mentales,

Clínica universitaria siquiátrica en Basilea.


44 Karl Barth

y que quizás nunca pudieron oír decir que tú eres su consuelo, su


confianza, su Salvador. Haz brillar tu luz sobre ellos y sobre nos­
otros: por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

¡Contempladlo y quedaréis radiantes,


vuestro rostro no se sonrojará!
Queridos hermanos y hermanas:
¡Contempladlo! Esto es lo que nos recuerda el día de la
Ascensión. Se nos invita y se nos exige, se nos permite y se
nos pide, a nosotros que como cristianos tenemos la libertad
para hacerlo, y con la obediencia que se espera de nosotros:
que contemplemos a Jesucristo, que ha vivido por nosotros,
ha muerto y ha resucitado, que, como Salvador, abogó por
todos nosotros, como el hermano mayor por sus hermanos
mucho más jóvenes y que, como tal, es también su modelo
y su maestro.
El está arriba, en el cielo, nosotros abajo, en la tierra.
Cuando oímos decir la palabra “cielo”, todos pensamos en
la inmensidad azul o también gris que se extiende sobre nos­
otros con su sol radiante, sus nubes y su lluvia, y todavía
más arriba: en el mundo sin límites de las estrellas. También
nosotros podemos ahora pensar en esto. Pero mirad, en
el lenguaje de la Biblia, este “cielo” propiamente es sólo el
signo de uno todavía mucho más alto. Existe un ámbito del
mundo, que está arriba, por encima de la tierra y de nos­
otros, los hombres, que no podemos penetrar con la mirada,
ni podemos comprenderlo, ni poner los pies en él, ni mucho
menos dominarlo, porque está muy por encima de nosotros.
El cielo, en el lenguaje de la Biblia es el lugar, la residencia,
el trono de Dios. Y por esto es el misterio que a nosotros,
hombres que estamos en la tierra, nos rodea por todas par­
tes. El, Jesucristo, está allí. El está en medio de este miste­
rio que se encuentra por encima de nosotros. De entre todos
los hombres, él ha ido allí completamente solo, para ser pre­
cisamente allí y desde allí -así pues, desde el trono de Dios-
nuestro Salvador y Señor y el de todos los hombres. Por lo
tanto: ¡Contempladlo!
“Alzar la mirada” solamente no bastaría. “Levantar la
cabeza” se acostumbra decir a un hombre triste. Vosotros
podéis muy bien haber oído ya este “levanta la cabeza”.
Pero al hacerlo podría sucederos una cosa. Que allá arriba,
por encima de nosotros, a la manera de cielo, nos apareciese
Contempladlo 45

reflejada como en un espejo la enorme y dura imagen de


toda nuestra miseria humana: la injusticia que nos pueden
haber hecho los hombres y la injusticia que nosotros hemos
hecho a los demás; y todo agrandado sin límites, y en cierta
manera eternizado, nuestra gran culpa y nuestra vida misera­
ble, tanto interior como exterior, que se ha dado por llamar
el “destino”, y finalmente la muerte. Todo esto podría ser el
misterio que está allá arriba, el cielo. Esto sería algo así
como un tenebroso muro de nubes, o tal vez como una de
aquellas bóvedas de calabozo en las que en siglos pasados se
acostumbraba a guardar a los presos, o acaso como la tapa
de un féretro, bajo la que nosotros estuviéramos enterrados
vivos. No, esto es mejor no contemplarlo ¿verdad? No, es
mejor no pensar que “por encima de nosotros” pueda haber
algo semejante. Pero ¿de qué nos ayudaría no pensar, si a
pesar de todo fuera así? Y podría ser todo mucho peor si el
mismo Dios fuera como este cielo: un ser santo que, por
nuestra culpa, está enfadado con nosotros, o un tirano som­
brío, que como tal es enemigo del hombre, o también qui­
zás, un Dios indiferente, que sin saber por qué, nos hubiese
puesto bajo este muro de nubes, esta bóveda de calabozo o
la tapa de este féretro. Muchos hombres -también nosotros
en ciertos momentos oscuros y durante años- piensan así
del cielo y también de Dios. No, sólo el “contemplar” como
tal, no da realmente nada.
Pero contemplar a Jesucristo, ¡esto sí que da! El está
allá arriba. El está en medio de aquel elevado misterio. El
está en el cielo. ¿Quién es Jesucristo? Es el hombre en el
que Dios no sólo ha expresado su amor, no sólo lo ha pin­
tado en la pared, sino que lo ha puesto por obra. Es el
héroe que ha tomado sobre sí, superándola por el poder di­
vino, nuestra miseria, nuestra injusticia y la de todos los
hombres, nuestra culpa y nuestra vida miserable, nuestro
destino y, por último, nuestra muerte, de tal manera que
todo esto ya no pesa más sobre nosotros, sino que ha que­
dado bajo nosotros, realmente a nuestros pies. El es el Hijo
de Dios, que se hizo un hombre como nosotros, nuestro
hermano, para que nosotros pudiéramos estar unidos a
Dios y participar de todo aquello que le pertenece: parti­
cipar de la poderosa bondad y del poder bondadoso de este
Padre, participar finalmente de la vida eterna para la que
él ha dispuesto a sus hijos y a la que él los ha destinado.
Este Jesucristo, este hombre, este héroe, este Hijo de Dios,
46 Karl Barth

está en el cielo. Y así, como él es Dios, en el rostro de este


Hijo suyo aparece el del Padre que está en el cielo.
¡Contemplad/o! Esto, ahora, querrá decir: dejadlo exis­
tir, aquel que -allá arriba, por encima de nosotros, en el
cielo- existe. Tened por cierto y admitid que él, precisamen­
te por vosotros, está y vive allá arriba y desde allá arriba.
Tened por seguro esto: que él aboga por vosotros con todo
su poder, pero precisamente porque no os pertenecéis a
vosotros mismos sino que le pertenecéis a él. Decid ahora
simplemente sí al derecho que él tiene y que quiere ejercer
sobre vosotros; sí, con todos nosotros ha obrado ya justa­
mente. ¿No será decir demasiado: con todos nosotros ha
obrado ya justamente? ¿También con el hombre profunda­
mente desgraciado, gravemente afligido, totalmente amarga­
do? ¡Sí! ¿También con el pecador más empedernido? ¡Sí!
¿También con los sin Dios, o que al menos se creen estar sin
Dios, como tal vez alguno de esta casa, que no ha querido
venir aquí esta mañana? Sí, sí: Jesucristo también ha obrado
ya justamente una y otra vez con todos nosotros y también
con ellos. Contemplar a Jesucristo significa: admitir su dere­
cho y darse con esto por satisfecho, y nunca más poner en
duda que él tiene razón. La Ascensión nos recuerda que
estamos invitados a contemplarlo en este sentido -voy a usar
ahora otra palabra, muy conocida-: creer en él.
¡Contempladlo, y quedaréis radiantes! ¡Qué anuncio!
¡Qué promesa! Hombres, hombres completamente normales
con rostros radiantes. No ángeles en el cielo, sino gente en
la tierra. No algún feliz habitante de una hermosa isla lejana,
no, gente aquí, en Basilea, aquí, en esta casa, no un tipo de
gente particular que se encuentra entre nosotros, no, nos­
otros, cada uno de nosotros. ¿Puede significar esto? Sí, esto
es lo que significa. Pero ¿esto es así? Sí, es así y no de otra
manera: ¡Contempladlo, y quedaréis radiantes!
Mirad, si un hombre, si uno de nosotros, hace lo que
ahora se le manda y le contempla, contempla a Jesucristo,
se produce en él un cambio, a cuyo lado la revolución más
grande es una pequeña cosa, y que por esto es imposible
que pueda permanecer escondido. Consiste sencillamente en
esto: el que lo contempla, el que cree en él, aquí en la tierra,
aquí en Basilea, aquí en esta casa, puede ser y se le puede
llamar un hijo de Dios (cf. 1 Jn 3, 1). Es una transformación
interior, pero es imposible que pueda realizarse y quedar
solamente en el interior, sino que más bien, cuandó ocurre,
Contempladlo 47

empuja con fuerza hacia afuera. Para él surge una gran luz,
clara y duradera. Y esta luz se refleja en su rostro, en sus
ojos, en su comportamiento, en sus palabras, en su conduc­
ta. Para un hombre así, aun en medio de su aflicción y de su
pena, hay una alegría que se eleva frente a todos sus suspiros
y sus quejas: no una alegría barata y superficial, sino una
alegría profunda, no transitoria sino permanente. Y precisa­
mente hace de él un hombre, en el que, aunque aún esté
triste y pueda seguir estándolo, se nota que en el fondo es
un hombre alegre. Digámoslo con toda tranquilidad. Se le
ha dado algo que le induce a reír, y este reír no lo puede
reprimir del todo aun en circunstancias que en absoluto se
prestan a la risa: no es una risa mala, sino buena; no es una
risa burlona, sino un reír amable y consolador; no es tampo­
co un sonreír diplomático, como el que recientemente se ha
hecho común en la política, sino un reír sincero que surge
de lo más profundo del corazón. Una luz, una alegría y un
reír así vienen al encuentro de los hombres que lo contem­
plan. De allí, de él, se hacen radiantes vuestros rostros. No
son ellos quienes lo hacen, pero no pueden impedir que su­
ceda. Cuando lo contempláis, quedáis radiantes.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Por qué no brilla pro­
piamente nuestro rostro? No es cierto que si esto sucediera,
nos iría todo bien, a pesar de todo viviríamos conformes, a
gusto y contentos. Precisamente porque nos iría bien, que­
daría radiante nuestro rostro. Pero aquí hay algo más impor­
tante a considerar. Si aquella luz, si la alegría, la sonrisa de
los hijos de Dios saliera y se hiciera visible, los demás, sobre
todo, lo percibirían en nosotros. ¿Y no pensáis que esto ten­
dría y debería tener en ellos un determinado efecto? Sería
para ellos un signo de que existe otra cosa, una cosa mejor
que lo que acostumbran a ver corrientemente. Les daría va­
lor, les infundiría confianza y esperanza. Les haría bien,
como nos ha hecho bien el sol en esta última semana después
del largo invierno. ¿Por qué les haría bien? Porque un rostro
así radiante, que es el reflejo del cielo venido a la tierra, de
Jesucristo, sería tambian un reflejo del mismo Dios Padre.
Reflejo que haría bien en los otros hombres así como tam­
bién a nosotros mismos - tanto ellos como nosotros espera­
mos ver algo de él.
Tendríamos que ser claros en lo que toca a algo tan simple
como esto, queridos amigos: No estamos en el mundo para
hacernos el bien a nosotros mismos, sino para hacer el bien
48 Karl Barth

a los demás. Pero, básicamente, con lo único con lo que


podremos hacer bien a los demás hombres es precisamente
esto: que les permitamos ver un reflejo luminoso del cielo,
del Señor Jesucristo, del mismo Dios ofreciéndoles un rostro
radiante. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué quedamos en
deuda con ellos, precisamente en aquello que es lo único
con lo que nos podemos ayudar mutuamente? ¿Por qué mos­
tramos rostros, que en el mejor de los casos son rostros pen­
sativos, serios, inquisitivos, sumamente preocupados, con
aires de reproche, y en casos menos afortunados son muecas
o máscaras muertas, auténticas máscaras nocturnas del car­
naval de Basilea? ¿Por qué no irradia nuestro rostro?
A esto diré sólo una cosa: podría ser muy bien de otra
manera. Podríamos ser absolutamente aquellas personas que
tienen un rostro radiante. Podríamos ser absolutamente
aquellas personas que de veras hacen el bien: ¡nosotros aquí
hoy! Allí donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad
(cf. 2 Cor 3, 17) para que cada uno pueda hacer el bien al
otro. “Quien crea en mí (se dice en otro lugar de la Escritu­
ra, el mismo Jesucristo lo dice allí), de su entraña manarán
ríos de agua viva” (Jn 7, 38). Y esto sucede cuando se le
contempla. Nadie lo ha contemplado sin que haya sucedido
esto. Y no hay nadie que se haya acostumbrado un poquitín
a hacer esto, y que a su alrededor no se haya hecho todo un
poquitín más claro. La tierra oscura en que vivimos siempre
se ha hecho clara una y otra vez, donde uno, varios o mu­
chos han hecho esto tan sencillo: lo han contemplado y han
creído en él.
Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se
sonrojará. Acabo de hablar de la tierra “oscura”. Si uno lee
el periódico, si uno mira a su alrededor y, sobre todo, si uno
dirige la mirada al interior de su propio corazón y de su
propia vida, se ve bien que se trata realmente de una tierra
oscura, de un mundo ante el que y en el que uno llega a
tener miedo (cf. Jn 16, 33). Miedo ¿por qué? Porque todos
nosotros estamos bajo la amenaza de que podríamos, sí, de
que deberíamos sonrojarnos, y esto no querría decir sola­
mente que nos hemos equivocado en esto o que hemos per­
dido esto otro, sino que toda nuestra vida, con todo lo que
pensamos, queremos y ejecutamos, en verdad, es decir, en
el juicio y en la sentencia de Dios, podría ser una vida fraca­
sada, sin honra, perdida. Esta es la gran amenaza. Y bajo
esta amenaza, el suelo se tambalea bajo nuestros pies, el
Contempladlo 49

aire se oscurece, y la tierra que Dios ha creado tan hermosa,


se convierte en una tierra oscura. Nosotros deberíamos pro­
piamente sonrojarnos.
Pero ahora oímos precisamente lo contrario: vuestro ros­
tro no se sonrojará. Me gustaría, queridos hermanos y her­
manas, invitaros ahora a levantarnos todos juntos y a decir
en coro junto conmigo: ¡nuestro rostro no se sonrojará!, y
cada uno debería decirlo por separado, y al final acabaría
yo diciéndolo: ¡mi rostro no se sonrojará! Se trata de que
nuestro rostro, de que mi rostro realmente no se sonroje,
contemplándolo a él. Cierto, no por haberlo merecido. Y no
porque nuestros rostros, cuando lo contemplamos a él, se
vuelvan radiantes. Pero esto debe ser y será para nosotros
una señal de que nuestro rostro no tiene por qué sonrojarse:
porque en ello se hará patente que se ha restablecido la
unión entre Dios y nosotros. Y la fuerza de esta unión es
esta: que lo que en el cielo es cierto y válido para él, lo que
Jesucristo ha hecho por nosotros, lo que por medio de él ha
sucedido: la salvación, la justificación y la conservación de
cada uno de los hombres, también aquí abajo y ahora es
cierto y es válido precisamente para nosotros que lo contem­
plamos. Y esto quiere decir que el Padre no permite que se
sonroje el rostro de sus hijos. Y así es imposible que a sus
hijos les pueda ocurrir que su rostro se sonroje. Nos es dado
saber esto, nos es dado permanecer en esto, nos es dado vi­
vir así: contemplándolo sin miedo con rostros radiantes.
Y que ahora cada uno diga en su corazón: “Bendice alma
mía al Señor, y no olvides sus beneficios. El perdona todas
tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida
de la fosa y te rodea con su misericordia y su cariño” (Sal
103 [102], 2-4). Mientras decimos esto iremos juntos a la
santa cena. Amén.
¡Señor, Dios nuestro! Te damos gracias, porque esto es así tal
como hemos intentado decirlo ahora con nuestras pobres palabras y
hemos intentado escucharlo con nuestros débiles oídos. Por esto, la
alabanza de tu nombre no puede tener fin, porque tu gracia y tu ver­
dad no tienen límites, y cada vez son más grandes y magníficas de lo
que nosotros podemos expresar y concebir. Haz tú mismo que tu Es­
píritu dé fruto en nuestros corazones y en nuestras vidas: en todo lo
que hoy y mañana pensemos, digamos y hagamos. Concédenos tú mis­
mo tratar con fidelidad lo que de ti hemos recibido, y de esta manera
utilicemos nuestro tiempo, mientras nos es dado tenerlo, para su cum­
plimiento, para tu gloria y para nuestra salvación.
50 Karl Barth

Ten piedad de nosotros también en lo sucesivo, de nosotros y de


todos los hombres: de nuestros parientes, de todos los que sufren,
de todos los que son combatidos, probados, de las autoridades de
esta ciudad y de nuestro país y de sus funcionarios, de los maestros
y de sus discípulos, de los jueces, de los acusados, de los condena­
dos, de los párrocos y de sus comunidades, de los misioneros y de
aquellos a los que les es dado anunciar tu verdad, de los evangélicos
de España y de América del Sur, oprimidos por incomprensión.
Donde tú no edificas por medio de tu palabra, tanto en la iglesia
como en el mundo, se edifica en vano. A sí pues, haz que corra libre
tu palabra y llegue a muchos, a todos los hombres, en la fuerza
luminosa, salvadora y vencedora que tiene, allá donde con el poder
de tu Espíritu será percibida y puesta en práctica. Padre nuesto...
Mi esperanza eres tú
Salmo 39 (38), 8
5 de agosto de 1956, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! A quí estamos reunidos, porque hoy es el


día que llamamos domingo (Sonntag = día del sol): en recuerdo del
sol de justicia que has hecho salir para todos los hombres en la resu­
rrección de tu querido Hijo Jesucristo, y en espera del último día,
en el que todos estos soles te temerán y se alegrarán de ti.
Ninguno de nosotros puede alegar nada que lo haga digno de
comparecer ante ti, ni uno siquiera. Nosotros sabemos, y tú lo sabes
todavía mejor, lo lejos que de ti nos hemos apartado en todo lo que
hasta esta hora presente hemos sido, hemos pensado, hemos habla­
do y hemos hecho.
Aquí estamos, completamente solos ante ti, porque tú mismo
has venido a este mundo oscuro de los hombres, y también ahora
quieres andar en medio de nosotros, completamente solos, porque
tú con el amistoso poder de tu Palabra y de tu Espíritu quieres
hablarnos como a tu comunidad y aceptar nuestra pobre alabanza.
Concédenos, pues, que lo que vamos a hacer aquí juntos, lo haga­
mos con la humildad y la alegría de personas que no pueden ser sino
agradecidas. Concédelo también a aquellos que en esta ciudad y en
otros lugares se reúnen hoy ante ti: por Jesucristo nuestro Señor,
en cuyo nombre te invocamos diciendo: Padre nuestro... Amén.

Y ahora, Señor, ¿qué aguardo? Mi esperanza eres tú


Queridos hermanos y hermanas:
Es una gran cosa que a todos nosotros se nos invite ahora
a poner estas palabras en nuestros labios y decirlas, a gritar
unánimemente: ¡mi esperanza eres tú!
52 Karl Barth

Esperar, es una alegría, una confianza en vistas a un bien


que ya existe para nosotros, pero que todavía no lo vemos,
mas con toda seguridad se hará visible un día y lo posee­
remos. Esperar significa: vivir en esta confianza y en esta
alegría.
Pero ahora se nos dice: mi esperanza eres tú, Dios. Espe­
rar en Dios es el único esperar totalmente sólido y seguro.
Sólido, porque Dios no es un bien, sino que es el bien, la
fuente y la plenitud de todo bien; y seguro, porque Dios es
fiel y no nos decepciona, y no estará haciéndonos esperar
siempre su manifestación. Es algo grande, es algo totalmente
incomprensible que nosotros podamos decir y repetir esto:
mi esperanza eres tú.
Ninguno de vosotros debería ahora pensar ni decir algo
así como: “Sí, esto puede estar así en la Biblia, y haber sido
dicho probablemente alguna vez por un hombre bueno y pia­
doso y, ¿por qué no?, también feliz. Pero precisamente es
por esto por lo que no es posible que valga para mí, por lo
que yo no puedo decirlo: yo no soy un hombre bueno, pia­
doso o feliz como éste”. No penséis esto, no digáis esto,
queridos amigos. Los hombres que se expresan en la Biblia
así como el hombre que en el salmo 39 ha dicho “Mi espe­
ranza eres tú” eran hombres, sin duda, de condición muy
particular, pero si eran así, lo eran solamente porque Dios
había ido a su encuentro de una manera muy particular y
había actuado en ellos. Así pues, no llevaban ventaja a los
otros hombres por aquello de particular que había en ellos y
que traían consigo. Sino que, precisamente, porque Dios los
atendió de una manera tan particular, también de una mane­
ra particular lo han debido ellos experimentar más que los
demás, lo mismo que todos nosotros. De este mismo salmo
os voy a leer lo que precede inmediatamente: “Me concedis­
te un palmo de vida, mis días son nada ante ti; el hombre no
dura más que un soplo, el hombre se pasea como un fantas­
ma, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién”
(Sal 39 [38], 6). Mirad, a partir de ahí, podría decirse tam­
bién: en esta situación los hombres de la Biblia han podido
y se han visto obligados a gritar: “Mi esperanza eres tú”, y
desde esta situación nos gritan a nosotros para que nosotros
podamos decir también con ellos mi esperanza eres tú.
Y en manera alguna, ninguno de vosotros, refiriéndose a
mí que predico el sermón dominical, debería pensar o decir:
“Sí, ha hablado bien, él no ha hecho nada que lo haya llevado
Mi esperanza eres tú 53

ante el juez, no tiene que cumplir ningún castigo, puede ir


con libertad por todas partes, y además de todo esto es tam­
bién profesor de teología y, probablemente, un cristiano
convencido y quizás medio santo, para él es fácil pensar y
decir: mi esperanza eres tú”. Pues no, eso no. ¿Sabéis qué
es un cristiano convencido? Un cristiano convencido es un
hombre que sabe, un poco mejor que los demás, que todos
nosotros sin excepción hemos hecho muchas cosas: tantas
que no sólo una vez, sino a lo largo de toda nuestra vida nos
hemos de presentar ante el juez, ante el más elevado y estric­
to juez, y de una manera u otra, hemos de hacer penitencia
por lo que somos y por lo que hemos pensado, dicho o he­
cho. Un cristiano convencido sabe que, de verdad, nadie
puede andar libremente por todas partes. Para ilustrar esto
voy a leer todavía una cita del salmo 39: “Escarmientas al
hombre castigando su culpa; como una polilla roes sus teso­
ros, el hombre no es más que un soplo” (v. 12). El hombre
no es más que un soplo; esto lo sabe un cristiano convenci­
do. Y sólo entonces y a partir de aquí le es permitido y tiene
la obligación de decir: “Mi esperanza eres tú”; y también le
es permitido y tiene la obligación de atestiguar a los demás,
que también ellos tienen la libertad de poner en Dios su
esperanza.
Por de pronto, vamos a reflexionar sobre la pregunta que
precede a esta palabra: ¿Qué aguardo? {¿Qué consuelo me
queda?).
Cuando un hombre “se consuela”, quiere decir que en
las pequeñas y grandes inquietudes, preocupaciones y temo­
res de su vida, busca, encuentra y aplica algún argumento y
algún medio para apaciguarse, para tranquilizarse, para ali­
viarse. Ocurre como a un enfermo que se le da una inyec­
ción, que si bien no cura la enfermedad, mitiga sin embargo
por un tiempo sus dolores, de manera que puede olvidarse
de su enfermedad. Hay inyecciones que hacen que el en­
fermo se sienta por de pronto tan sano como el más sano
de los hombres. Y así, existen remedios por cuyo uso el
hombre puede tener la impresión de que de veras le va enor­
memente bien.
Pero, “consolarse” no es lo mismo que esperar en Dios.
Más bien uno se consuela, mientras no se ha dado cuenta
que es en Dios en quien debería esperar. Consolarse es sub­
sistir, y una vida a base de consuelos es una vida falsificada
por sustituciones. Y esto se manifiesta en que el consuelo
54 Karl Barth

solamente ayuda de una manera superficial, provisional, pa­


sajera, lo mismo que la acción de una de aquellas inyeccio­
nes que de ningún modo aleja la enfermedad y sólo ataja el
dolor de una manera pasajera. Las inquietudes, los temores
y las preocupaciones de la vida junto con sus consecuencias,
quedan.
Así pues, detrás de todo consolarse viene la pregunta:
¿Qué consuelo me queda? (¿Qué aguardaré?). Esto significa:
todo aquello con lo que podría consolarme, ¿qué me ofrece?
Necesito otra cosa como consuelo. Necesito ayuda, necesito
salvación. Pero mientras no nos hayamos dado cuenta de que
nos es dado esperar en Dios, iremos siempre dando vueltas a
lo mismo: intentar consolarnos una y otra vez, para ir experi­
mentando una y otra vez que esto no es ayuda, y a la larga ni
siquiera llega nunca a consolar. Un par de ejemplos:
Es sabido que uno se puede consolar con un cigarrillo, o
con una revista ilustrada, o poniendo la televisión teniendo
una bebida delante. ¿Por qué no? A esto se le llama muy
bien “una distracción”. Ciertamente, existen también dis­
tracciones más nobles: música, trabajo, lectura de libros -
quizás una lectura que significa también trabajo. De manera
que ahora puede uno distraerse, pero ya sabéis lo que pasa:
pasado un tiempo se encuentra uno de nuevo a sí mismo y
con su antigua miseria: ¿Qué consuelo me queda?
Uno puede consolarse comparándose con los demás: este
y aquel otro no son mejores en esto, ni son tampoco mejores
que yo. Pero en último término, cada uno sólo puede vivir
con lo que él es para sí mismo, con su corazón y su sensibi­
lidad, con su pena y su destino, con su conciencia. En último
término ¿de qué me ayuda cualquier comparación? ¿Qué
consuelo me queda? Cierto que también uno puede intentar
—y todos lo hacemos— consolarse consigo mismo: si todos
están contra mí, yo estaré a mi favor, confiaré en mí mismo,
descansaré en mí mismo, y con esto me daré por contento.
Sabéis la historia del negro que tenía la costumbre de hablar­
se a sí mismo en voz alta y que a la pregunta de por qué
hacía esto constestaba: “Por dos motivos, primero porque
hablo con gusto a un hombre razonable y segundo, porque
me gusta que un hombre razonable me hable” . Y ¿sabéis
aquella otra historia del hombre que había dicho que él creía
en la única iglesia que otorgaba la felicidad, y que de hecho
en aquel momento sólo constaba de un miembro, que era
él mismo? Y conocéis la canción cuya última estrofa dice:
Mi esperanza eres tú 55

Que se me encierre en una oscura cárcel;


todo sería en vano
porque mis pensamientos
rompen los muros y las barreras:
los pensamientos son libres.1

Maravilloso, ¿verdad? ¿Pero, es realmente tan maravillo­


so, tan magnífico no poder prescindir de uno mismo y de
sus propios pensamientos libres y tener que confiar en ellos?
La premisa para que esto fuera así, tendría que ser el que
uno pudiera gustarse a sí mismo y satisfacerse realmente a sí
mismo. Durante un trecho de camino y un período de tiem­
po puede uno imaginarse y figurarse que esto es así. Pero
atención, en alguna parte con toda seguridad está al acecho
la peor de las dudas que puede sobrevenir a un hombre: la
duda de sí mismo. Así pues, es bueno decir una y otra vez:
¿Qué consuelo me queda?
Pero ¿no podría uno consolarse pensando en un hombre
apreciado, un hombre o una mujer, un compañero o un ami­
go, una persona de confianza, de la que cree poderse fiar, y de
la que espera: este o esta me va a ayudar, hará conmigo como
un buen samaritano? Está bien encontrar un hombre así; de
todos los consuelos es quizás el mejor, si a uno le es dado en­
contrarlo. Pero aun en el caso de que lo encuentre, sólo podrá
ser un consuelo. Porque un hombre, también el más estimado
y el mejor de los hombres, el buen samaritano, no puede li­
brarme de mi responsabilidad. Y él además tendrá también
sus límites. Puede fallar. Finalmente, puede haberme acepta­
do. Pero la cosa es así: en la vida de cada hombre existe un
punto “al que nadie puede acceder por sí mismo, está comple­
tamente solo consigo mismo”12. ¿Qué consuelo me queda?
¿Sabéis la verdad de por qué básicamente todos nuestros
intentos de consolarnos caen finalmente como castillos de
naipes, que uno construye de buena gana, pero en los que no
puede vivir? Y esto aunque tengamos medios de consolar­
nos, y aunque nuestros medios y nuestros motivos para con­
solarnos no sean simplemente vanos. ¿Es que no podemos ni
debemos decir de todos ellos que tienen algo? Y sin embargo
¿por qué no dan más de sí?

1. Tercera estrofa de las cuatro (por lo tanto, no la última) de la conocida


canción popular “Die Gedanken sind frei” aparecida en Suiza y en Alsacia hacia
el año 1800.
2. Fr. Schiller, Wallensteins Lager, V. 1055s.
3b Karl Barth

Permitid que os diga, queridos amigos, que el motivo de


esto no es algo malo, sino algo bueno, el mejor de entre
todos los motivos. El motivo es muy simple, que Dios es
Dios, y en verdad, es nuestro Dios, que no nos abandona,
aunque nosotros no dejemos de abandonarlo una y otra vez,
que está siempre presente y actuando en el centro de nues­
tras vidas. Que tanto si le escuchamos como si no, nos dice:
yo soy aquel con el que tú no sólo puedes consolarte, sino
también en quien puedes confiar. Yo soy tu ayuda, tu salva­
dor. El, Dios, no solamente nos prohíbe que nos consolemos
a nosotros mismos, sino que nos lo impide, nos lo estorba.
No hay descanso alguno hasta que no nos damos cuenta de
quién es y qué es él para nosotros, y de que podemos confiar
en él. Por esto, por este motivo, se nos escapan, se nos caen
irresistiblemente de las manos todos nuestros motivos de
consuelo.
Señor, ¿qué consuelo me queda?, es lo que se dice. Tú
no te has de limitar a suspirar: ¿Qué consuelo me queda?
Has de poner delante la palabra “Señor” , y así vienes a dar
con el buen camino. Porque esto es algo que me concier­
ne, ningún consuelo es suficiente, cualquier consuelo me
hace perecer en sus manos, y me veo obligado a preguntar
una y otra vez: ¿Qué consuelo me queda? sin recibir res­
puesta alguna a esta pregunta. Sencillamente, porque Tú,
Dios, estás ahí, en toda tu grandeza y bondad, y me permi­
tes confiar en ti.
Y ahora, seguiremos pensando y vamos a proseguir ha­
blando: no sobre Dios, sino a él, como a aquel que está
presente en todos nosotros. Así pues, diremos: toda mi vida
se refiere a ti, a ti, que como Señor del cielo y de la tierra y
como Señor de todos los hombres eres también mi Dios y
Señor. Es contigo con quien he de tratar: no porque yo quie­
ra o pueda tratar contigo —nosotros todos, ni queremos ni
podemos—, sino porque tú desde toda la eternidad, quieres
tratar conmigo y realmente tratas conmigo. Porque mi vida
—tanto si te conozco, como no, tanto si te honro como no,
tanto si te amo como no— no está en mis manos, sino en las
tuyas. Porque tú, sin mi intervención, eres mi rey y mi juez;
porque tú, sin que lo haya merecido ni haya podido merecer­
lo, eres mi justicia, mi paz, mi alegría y mi salvación. Porque
tu Hijo se ha hecho también mi hermano, y porque yo, como
hermano de éste tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, puedo
ser también tu hijo. Y ahora, toda la vida y la muerte de éste
Mi esperanza eres tú 57

tu Hijo y nuestro hermano ha sido y sigue siendo un único y


poderoso anhelo y una única gozosa confesión de la esperan­
za que depositamos en ti. Pues él no ha intentado conso­
larse, sino que en todo el desconsuelo de la vida humana
—nuestra vida—, desde todo este desconsuelo, se ha referi­
do a ti, ha confiado en ti, te ha obedecido. De esta manera
se ha mostrado él como Hijo tuyo. Pero también de esta ma­
nera ha actuado él como nuestro hermano. Porque, justa­
mente, esto no lo ha hecho para él, como persona privada,
sino que lo ha hecho en lugar nuestro y por todos nosotros.
El se ha dirigido a ti en nombre de toda la humanidad y, por
lo tanto, también en nuestro nombre, él ha pronunciado con
su existencia esta gran frase: Mi esperanza eres tú.
Creo que ahora ya podemos entender que para nosotros
no se trata de rompernos la cabeza pensando qué es lo que
podríamos hacer y emprender por nuestra parte para confiar
en Dios. Todo lo que hacemos y emprendemos de nuestra
parte, nunca sale bien. Y en modo alguno podrá uno de por
sí llevar a cabo la empresa de confiar en Dios. ¡Ahora, es
posible! Uno puede hacerlo, aceptando y admitiendo el gran
“mi esperanza eres tú” pronunciado por Jesucristo, como di­
cho también por nosotros, por ti y por mí, adhiriéndose en
cierta manera a esta palabra, poniendo bajo ella el propio
nombre con toda humildad, dándole su aprobación, como
quien modestamente está siempre dispuesto a repetirla.
Creedme: en esta aprobación, nuestra voz frágil se con­
vierte en una voz poderosa, penetra el cielo, llama a Dios
a nuestro lado, nos da fuerza y vida. Y creedme: Dios nos
da siempre a cada uno de nosotros la libertad para apro­
bar, para firmar las palabras que Jesucristo ha dicho y dice
por nosotros. Y creedme: si nosotros usamos de esta liber­
tad, entonces empieza en nosotros y para nosotros la vida
propiamente dicha en lugar de aquella vida de compensa­
ciones buscando el propio consuelo. Entonces recibimos
ojos con los que podemos ver la luz en medio de las tinie­
blas, pies con los que nos mantenemos firmemente en pie
a pesar de toda nuestra inseguridad, manos vigorosas siem­
pre que nos sentimos cansados y corazones alegres en me­
dio de la gran tristeza de nuestra existencia: corazones ale­
gres que se abren camino a través de la desesperación. El
mismo Dios escondido nos sostiene y nos lleva ya ahora,
aunque nosotros no lo veamos todavía: precisamente él,
que es nuestra esperanza.
58 Karl Barth

Y ahora, para acabar, tal vez preguntaréis: ¿Y el con­


suelo? ¿No necesitamos nosotros también consuelo? ¿es
que no se nos puede conceder? A esto se ha de responder:
no os preocupéis, solamente una cosa será imposible para
aquel que como hermano de Jesucristo confía en Dios: que­
rerse y poderse consolar a sí mismo. Y aun esto no será
necesario. Pues si confiamos en Dios, seremos consolados
—¡fiaros de eso!—, siempre, una y otra vez, recibiremos
como regalo algunas de las cosas grandes o pequeñas de que
hablábamos antes: podemos trabajar, podemos oír música,
podemos leer libros, podemos encontrar un hombre amable,
un buen samaritano que nos ayude, podemos también tener
muy bien y abrigar un poco de confianza en nosotros mis­
mos, y esto sin hablar de las pequeñas cosas que nunca nos
llegarán a faltar del todo. Puede haber muchas cosas - pero
absolutamente nada a que podamos agarrarnos, con que pu­
diéramos consolarnos y ayudarnos. Lo que nosotros no nos
podemos procurar, se nos dará como regalo: no como cosa
principal, sino como sin importancia pero hermoso, en cierta
manera como un don de añadidura, como estimulante, como
tonificante para esperar en Dios, como señal de su bondad,
como semejanza de su piedad. Podría decir también: como
rayos del único consuelo, que no sólo es un consuelo, sino el
mismo sol de justicia (cf. Mal 3, 20), de toda ayuda, de toda
salvación, de la vida eterna: de aquel consuelo que consiste
en que yo, en cuerpo y alma, en vida y en muerte, no me
pertenezca a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo3.
Amén.
¡Amado Padre del cielo! Ahora te pedimos, que nos des a todos
tu Espíritu santo, y nos lo des continuamente, para que nos despier­
te, nos ilumine, nos aliente y nos haga capaces de atrevernos a dar
el pequeño y ¿por qué no?, el gran paso: del consuelo con el que
podemos consolarnos nosotros mismos a la esperanza en ti. Haznos
volver la espalda a nosotros y dirígenos a ti. N o permitas que nos
escondamos de ti. No nos dejes hacer nada sin ti. Muéstranos lo
magnífico que tú eres y lo magnífico que es poder confiar en ti y
obedecerte.
Te pedimos lo mismo para todos los hombres: para que los pue­
blos y sus gobiernos se inclinen a tu palabra y de esta manera pue­
dan prestar un servicio a la justicia y a la paz en la tierra; para que

3. Catecismo de Heilderberg (1563), pregunta primera.


Mi esperanza eres tú 59

tu palabra se haga conocer por todos los medios a todos los pobres,
a todos los enfermos, a todos los presos, a todos los afligidos, a
todos los oprimidos, a todos los no creyentes, y que sea oída, com­
prendida y aceptada de todo corazón por ellos como una respuesta
a sus gemidos y clamores; que la cristiandad de todas las iglesias y
confesiones la reconozca con nuevo entusiasmo y aprenda a servirla
con nueva fidelidad, que su verdad, aquí y ahora, se haga ya clara y
permanezca en medio de todos los errores y confusiones de los hom­
bres, hasta que por último y al fin ilumine a todos y a todo.
Alabado seas tú, que en Jesucristo, tu Hijo, nos das la libertad
„ de estar siempre dispuestos a confesar: Mi esperanza eres tú. Amén.
Entre vosotros - Vuestro Dios -
Mi pueblo
Lv 26, 12
7 de octubre de 1956, capilla del Bruderholz, Basilea1

¡Señor Dios nuestro! Tú sabes quiénes somos nosotros: hombres


con buena y con mala conciencia, personas contentas y desconten­
tas, seguras e inseguras, cristianos convencidos y cristianos por cos­
tumbre, creyentes, medio creyentes y no creyentes.
Y tú sabes de dónde venimos: del círculo de nuestros parientes,
conocidos y amigos o de la gran soledad, de un bienestar tranquilo
o de toda clase de confusión y apuros, de relaciones familiares nor­
males, críticas o deshechas, del círculo más estrecho o de la periferia
de la comunidad cristiana.
Pero ahora estamos todos ante ti: en tantas diferencias hay algo
que nos iguala: que tanto ante ti como entre nosotros, no tenem os
razón, que todos nosotros hemos de morir un día, que todos nos­
otros sin tu gracia estaríamos perdidos; pero también nos iguala el
que tu gracia nos ha sido prometida y otorgada a todos nosotros, en
tu querido Hijo, Nuestro Señor Jesucristo.
Estamos aquí reunidos para alabarte, porque dejamos que nos
hables. Porque esto ocurre en esta hora, en que ya ha pasado el
domingo y tenemos ante nosotros el trabajo de la semana; por esto
te pedimos, invocándote en nombre y con las palabras de tu Hijo,
Nuestro Señor: Padre nuestro...

1. Lugar provisional para el servicio religioso en el Bruderholz, el barrio de


Basilea en donde vivía Barth desde el 1.10.1955.
Entre vosotros - Vuestro Dios - Mi pueblo 61

Caminaré entre vosotros y seré vuestro Dios


y vosotros seréis mi pueblo
Querida comunidad, queridos hermanos y hermanas:
Según el testimonio del antiguo testamento, Dios ha dicho
esto a su pueblo Israel: “Caminaré entre vosotros y seré vues­
tro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Y ahora se podrían
decir muchas cosas sobre lo que esto significa y ha significado
hasta el día de hoy para este pueblo, del que ha salido Nuestro
Señor Jesucristo. Podemos decir con seguridad: la historia de
Israel ha llegado precisamente a su término en Jesucristo, y
también que se ha realizado en él esta sentencia. Y al realizar­
se en él, se ha convertido en un toque de trompeta, que ha
resonado por todo el mundo. Así, pues, hemos de contar con
que también a nosotros, precisamente a nosotros, nos interesa.
Intentaré explicároslo brevemente.
Primero: “Caminaré entre vosotros". Caminar quiere decir,
ir andando de viaje en una dirección determinada, ir de un
lugar a otro. Algo así como el lechero, o el cartero, o el encar­
gado de controlar el contador de la electricidad, va en todas
direcciones de una casa a otra a través de nuestras calles. De
hecho, esta palabra se usa en la Biblia regularmente cuando se
trata de describir las acciones de hombres, de los que se puede
decir que su “caminar” ha sido agradable o desagradable a
Dios, na sido bueno o malo. Pero la expresión se aplicará tam­
bién ocasionalmente de una manera especial a Dios. Así lee­
mos ya al principio de la Biblia, que Dios caminaba por aquel
jardín a la hora de la brisa (Gén 3, 8). Y ahora se dice aquí:
“Caminaré entre vosotros”. De aquí aprendemos que Dios no es
inmóvil. No es un ser rígido. No es algo así como el prisionero
de su eternidad. No, Dios está en camino. Dios viene y va. Dios
es el héroe de una historia. Dios camina: él es el Dios vivo.
“Entre vosotros", se dice. Así pues, los lugares por los que
camina, por los que va de aquí a allá, en los que él es el Dios
vivo, son las calles por las que también caminamos nosotros,
nuestras calles, por las que circulan los autos y el tranvía, el 15
y el 16, y por las que nosotros mismos seguimos nuestros ca­
minos. Sus lugares son nuestras casas con sus comedores, sus
habitaciones, sus dormitorios y cocinas, nuestros jardines, nues­
tros talleres, nuestros lugares de recreo, y con toda seguridad
también, la Zwinglihaus , y ¿por qué no también esta capilla,2

2. Casa parroquial con un espacio para el servicio religioso, perteneciente a la


parroquia de Sta. Elisabeth, a la que entonces pertenecía el Bruderholz.
62 Karl Barth

aquí, en el Bruderholz? Dios no está ausente, no puede suce­


der que esté en otra parte, como nos pasa a nosotros. Él vive
en el cielo, pero también en la tierra, también en Basilea, tam­
bién en la Bruderholz, también entre nosotros y con nosotros.
Él es el Dios que siempre y en todas partes está cerca.
“Caminaré entre vosotros”, también esto es digno de con­
sideración. Dios camina como el centro, como la fuente y el
origen, y también como el término de la historia de la vida
de todos nosotros. En esta historia se va desarrollando,
cuando en su centro más íntimo se desarrolla en primer lugar
y básicamente su historia, la historia de Dios. Nosotros vivi­
mos en cuanto él vive. Nosotros somos la obra de sus manos.
El que él camine entre nosotros, y el que nosotros seamos
como los puntos de un círculo cuyo centro es él, es lo que
nos une a él y unifica nuestra vida que de tan diversas ma­
neras se ha dispersado, y nos une también los unos a los
otros. Así pues, Dios no está al margen; Dios no es tampoco
solamente el límite, como acostumbran a decir hoy algunos
eruditos3. Sí, el que nosotros seamos piadosos y creamos en
él, podría ser algo que está muy al margen de nuestra vida,
mientras que nuestro centro se encuentre totalmente en otra
parte. Y también el que en Basilea haya una iglesia reforma­
da, puede ser para los que charlan en la taberna o en cual­
quier otra parte, así como también para nuestra prensa, una
cosa que está muy alejada y al margen de sus intereses. Pero
ahora no hablamos de nuestra piedad, ni tampoco hablamos
esta vez de la iglesia, sino del mismo Dios. El no está al mar­
gen. El está más cerca de nosotros de lo que lo podamos
estar nosotros mismos. Y él también nos conoce mejor que
lo que nosotros podamos conocernos a nosotros mismos. El
actúa con nosotros mejor que lo que nosotros con la mejor
voluntad y el mejor entendimiento pudiéramos actuar. Así
pues, su caminar nos interesa a todos. Y de esta manera, en
medio de la diversidad de hombres y de situaciones humanas
aquí y allí, para éste y para aquél, de una manera o de otra,
él es el Dios único.
Porque él es este Dios vivo, próximo y, precisamente,
este Dios único, camina realmente en medio de todos nos­

3. Probablemente una aguda alusión a la obra del colega de Barth en Ba­


silea, F. Buri, aparecida precisamente entonces, Dogmatik ais Selbsverstandnis
des christlichen Glaubens I, Bcrn/Tübingen 1956, p. 134.
Entre vosotros - Vuestro Dios - Mi pueblo 63

otros tanto si lo sabemos y nos damos cuenta y lo queremos,


como si no: entre los ancianos y entre los jóvenes, entre
los enfermos y entre los que gozan de buena salud, entre los
activos y los reflexivos, entre los buenos y entre los malos.
Porque él es el Dios todopoderoso nunca se cansa ni se abate
(cf. Is 40, 28), ni tampoco se deja retener ni rechazar. Para
que nadie se crea poderlo retener o rechazar. Porque él es
el Dios santo, no permite que se le enseñe nada, no permite
que nadie se desentienda de él, como acostumbramos nos­
otros a desentendemos los unos de los otros; respecto a él
no podemos decir: ¡se ha acabado!, como lo decimos respec­
to a ciertos hombres o a ciertas opiniones, o también res­
pecto a nuestro destino. Y como es el Dios clemente, no se
disgusta ni se amarga, ni se deja engañar en su amor. Me
acuerdo de una estrofa del cántico “¿No cantaré a mi
Dios?”, que ha sido suprimida —realmente no sé por qué
motivos-— en nuestro nuevo libro de cánticos; dice así:
Como un padre no aparta nunca totalmente
el corazón, de su hijo,
aunque a veces peque
y abandone los justos límites,
de manera semejante
tiene en cuenta mi buen D ios mis transgresiones;
vengará mis faltas, no con la espada
sino con la vara.4

Y es exactamente así. Así se comporta Dios, como el


Dios clemente que camina entre nosotros: tanto si trabaja­
mos como si descansamos, tanto si estamos alegres como si
estamos tristes, tanto si estamos despiertos como si dormi­
mos, en este año de 1956 y con toda seguridad también en
el próximo, en el tiempo y, con mayor razón, en la eterni­
dad, en donde lo veremos a él, al que vive, al que está cerca,
al único, cara a cara.
Y ahora paso a lo que viene en segundo lugar: “Y seré
vuestro Dios”. Esto quiere decir: como el Dios vivo, cerca­
no, único, como el Dios todopoderoso, santo, clemente, que

4. Estrofa 8.a del cántico “Sollt ich meinem Gott nicht singen” (1653) de
I’. Gerhardt (EKG 232); la redacción del texto dada aquí es según el antiguo
<lesangbuch für die Evangelisch-Roformierte Kirche der deutschen Schweiz, 1891,
Nr. 3.
64 Karl Barth

yo soy, quiero ser aquel que os piensa a vosotros, que os


trae precisamente a vosotros en su pensamiento eterno, y
os ama precisamente a vosotros, pero que también precisa­
mente a vosotros os exige obediencia y os llama a su servi­
cio, que os puede y os quiere utilizar precisamente a vos­
otros - el que, entendámoslo bien, precisamente hoy, en este
momento, está hablando con vosotros.
Más aún, yo quiero ser aquel que, como creador del cielo
y de la tierra, como Señor de todos los hombres, como rey
y vencedor eterno, como aquel que tiene la primera palabra
y conserva la última, os pertenece precisamente a vosotros,
de tal manera que os es dado decirme: ¡Padre nuestro! ¡Dios
nuestro!, y cada uno para sí: ¡Padre mío! ¡Dios mío! Precisa­
mente por vosotros me he entregado a mí mismo en mi pro­
pio Hijo. Y de esta manera yo quiero ser Dios para vosotros;
por lo tanto, para vuestra existencia, para vuestros temores
y preocupaciones, para vuestras penas, para vuestros peca­
dos y para vuestro morir, pero también para vuestra resu­
rrección de entre los muertos, para vuestra vida temporal y
eterna.
Y aún más todavía: Yo quiero ser el que simplemente
está con vosotros, el que toma partido por vosotros, el que
es solidario de vosotros en todas las circunstancias y contra
todo lo que os atormenta, si es necesario, contra el mundo
entero, contra todos los hombres y, por encima de todo, sí,
también contra vosotros mismos. Porque ¿no es cierto que
el peor enemigo del hombre es él mismo, y que no tendre­
mos un partidario y un ayudante más necesario que el que
se comporta así, que precisamente, por estar a favor nues­
tro, actúa poderosamente contra nosotros? Dios es éste: este
único y auténtico ayudante y partidario. También se puede
expresar de esta manera: Dios quiere ser aquel que con una
seriedad divina, con perfección divina, nos dice sí. Y el sí de
Dios, es un sí santo y saludable, que encierra también dentro
de sí, un no: a saber, a todo aquello que hay en nosotros y
cerca de nosotros, a lo que por él y por nosotros ha de decir
absolutamente no. Con él nos pasa lo mismo que con el mé­
dico, que, como es sabido, puede y debe dar a uno medici­
nas y píldoras, que uno no traga por gusto. Nunca olvidaré
que cuando era un chiquillo, cada mañana, durante años,
tenía que beber un vasito de aceite de hígado de bacalao.
Era horrible, pero es evidente que me ha hecho bien. El
médico nos puede enviar también al hospital, lo que no es
Entre vosotros - Vuestro Dios - Mi pueblo 65

precisamente muy divertido. O la cosa puede derivar en una


pequeña o en una gran operación: muy desagradable, pero
también muy necesaria y saludable. Así ocurre con el sí de
Dios, y con el no contenido en él, que no nos gustará. En
resumidas cuentas: Dios es aquel que, al decirnos no, tam­
bién nos dice sí, un sí total, ilimitado, sin ningún signo de
interrogación, un sí lleno de voluntad y de fuerza para sal­
varnos, para sobrellevarnos, para ponernos de pie, para ha­
cernos libres y alegres. Así pues, esto es lo que quiere decir:
seré vuestro Dios. Resumiéndolo con toda sencillez: Yo
quiero ser vuestro bien - vuestro bien contra todo lo malo,
vuestra salvación contra toda calamidad, vuestra paz contra
toda lucha. Así es como yo quiero ser vuestro Dios cuando
camino entre vosotros.
Ahora paso a lo que viene en tercer y último lugar: “ Y
vosotros seréis mi pueblo’’' - que quiere decir: mientras yo
camino en medio de vosotros, mientras yo quiero ser vuestro
Dios, vosotros debéis ser esto, vosotros debéis ser mi pueblo.
Esto es quizás lo más incomprensible y elevado de todo,
precisamente porque ahora se dice tan directamente de nos­
otros: vosotros - ¡mi pueblo! Porque esto, ¿verdad?, no nos
lo podemos atribuir a nosotros en ningún caso, ni tampoco
nos lo podemos merecer ni procurar de ningún modo: ser,
ser el pueblo de Dios. Precisamente esto es lo que se nos
dice aquí, precisamente esto es lo que debemos y podemos
permitir que se nos diga aquí y lo que debemos y pode­
mos aceptar: ¡Vosotros seréis mi pueblo! Ahora vamos a
considerar esto palabra por palabra.
“Vosotros” —sí, realmente vosotros seréis mi pueblo—
es decir, vosotros, tal como sois, no como futuros santos o
ángeles, sino: vosotros con vuestra vida y vuestro obrar tran­
sitorios, tras los que, más pronto o más tarde, allá afuera en
el cementerio de “Hórnli”5, se pondrá el punto final. Vos­
otros, con vuestros pensamientos, ¡ay tan cortos, que revolo­
tean en todas direcciones como gallinas agitadas! Vosotros,
con vuestras palabras deficientes, con las que nunca podéis
decir lo que propiamente pensáis y lo que tendría que de­
cirse. Vosotros, con vuestras grandes y pequeñas mentiras,
vosotros con vuestras exigencias distinguidas o groseras, vos­
otros con vuestras languideces y a veces también golferías,

5. El cementerio del Hórnli es el cementerio de la ciudad de Basilea.


66 Karl Barth

vosotros con vuestras excitaciones y depresiones. Vosotros


mortales, vosotros, que sin mí estáis absolutamente perdi­
dos. Vosotros, vosotros seréis mi pueblo.
“Mi pueblo”. Quiere decir: Tenéis que ser personas, que
tenéis en mí vuestro señor y vuestro juez, pero también
vuestro padre y vuestro consolador - tenéis que ser personas
que me teman, que me amen, que me invoquen, que cada
mañana se conviertan a mí de nuevo, y que busquen mi ros­
tro (Sal 27 [26], 8). Aún más, personas que sean mis testigos,
que pueden y quieren conocer por aquellos que todavía no
saben nada de mí, vosotros la luz del mundo (Mt 5, 14).
Vosotros, personas que convivan conmigo y que estén bajo
mi protección y a mi servicio. De esta manera y siendo per­
sonas así, seréis vosotros mi pueblo.
“Mi pueblo” ; no queremos pasar esto por alto. Así pues,
no una montaña de arena formada simplemente de indivi­
duos: aquí uno en su casa y allá otro en su balcón, aquí uno
con su mujer y allá otro con sus niños, aquí uno con lo que
le parece necesario, allá otro con lo que le divierte. Eso no,
sino porque y en cuanto habéis sido llamados y habéis sido
conservados por mí todos juntos —es válido lo de “nosotros,
como miembros de una estirpe, respondemos también por
un solo hombre”6— debemos ser un pueblo de hermanos y
hermanas que se sostienen mutuamente, que se han de ayu­
dar mutuamente, tal vez un poco, tal vez mucho, y precisa­
mente de esta manera se darán mutuo testimonio (quizás
con palabras, quizás sin palabras) de que yo vivo, de que
camino en medio de vosotros, de que soy Dios de todos
vosotros: vosotros, ¡mi pueblol
El que hayamos de ser pueblo de Dios ¿no es realmente
lo más incomprensible y elevado de todo lo que hemos escu­
chado? Me alegro de no haber sido yo el que ha dado con
eso, pues, por lo tanto, tampoco tengo necesidad de probarlo
ni de dar cuenta de ello, simplemente os llamo la atención:
el mismo Dios lo ha dicho (de nosotros), y el mismo Dios lo
dice (¡de nosotros!) hasta el día de hoy. Siendo así, me es
permitido y tengo la obligación de deciros: Sí, vosotros se­
réis mi pueblo. Estamos dispuestos a escuchar esto y todo lo
que precede como palabra de Dios que se dirige a nosotros,

6. Versos finales de la estrofa 5.a del cántico 327 “Herz und Herz vereint zu-
sammen” (1735-1753) de N. L. Graf de Zinzendorf (EKG 217, estrofa 6.a).
Entre vosotros - Vuestro Dios - Mi pueblo 67

y a llevárnoslo a casa, y quizás a reflexionar un poco sobre


ello antes de irnos a dormir: caminaré entre vosotros y seré
vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo.
Y ahora acabo. He intentado interpretaros esta palabra,
como la palabra de Dios realizada en Jesucristo. Esta pala­
bra, leída y escuchada, entendida y cordialmente aceptada a
la luz de su verdad, tiene una fuerza infinita. Puesto que no
quiere decir solamente: caminaré entre vosotros, sino: cami­
no entre vosotros. Y no sólo: seré vuestro Dios, sino: soy
vuestro Dios. Y no sólo: vosotros seréis mi pueblo, sino:
vosotros sois mi pueblo. ¿Captáis la fuerza de esta palabra -
la fuerza de aquel en quien se cumple, en quien hoy se hace
presente? Sea lo que sea, porque es la palabra de Dios reali­
zada en Jesucristo, podéis estar totalmente seguros, sin pre­
ocupación ni duda alguna, de que todas estas cosas son así,
tal como yo he intentado decíroslo ahora. Amén.
¡Señor, Pastor nuestro! Te damos gracias por tu palabra eterna­
mente nueva, verdadera y poderosa. Nos da pena el que tan a menu­
do dejemos de escucharla o que, en nuestra estupidez o petulancia,
la entendamos al revés. Te pedimos que se mantenga en nosotros, y
nosotros en ella. Nosotros vivimos de tu palabra. Sin su luz, no
tendríamos suelo alguno bajo nuestros pies. Se nos ha enseñado que
tú hablas con nosotros una y otra vez. Nosotros confiamos que tú
quieres actuar y actuarás tal como lo has hecho hasta ahora.
En la total confianza en ti, podemos ahora irnos a descansar y
emprender mañana de nuevo nuestro trabajo cotidiano. En la total
confianza en ti, también pensamos en todos los hombres de este
barrio, de esta ciudad, de nuestro país y de todos los países. Tú
también eres su Dios. No tardes y no ceses de manifestarte también
a ellos como su D ios, sobre todo a los pobres, a los enfermos y
perturbados mentales, a los presos, a los aflijidos y a los extraviados,
y a todos los que en la ciudad, en la economía, en la escuela, en el
juzgado, han de ejercer una responsabilidad especial al servicio de
la comunidad, y a los párrocos de esta comunidad y de todas las
comunidades aquí y en otras partes.
¡Señor, ten piedad de nosotros! Tú lo has hecho con esplendidez.
¿Cómo podemos ponerlo en duda? Tú volverás a hacerlo de nuevo
espléndidamente. Amén.
La buena noticia de Dios
Me 1, 14-15
23 de diciembre de 1956, cárcel de Basilea

Señor, también nos permites este año salir al encuentro de la


festividad y de la alegría del día de Navidad, que pone ante nuestros
ojos lo más grande que pueda existir: tu amor, con el que de tal
manera has tomado al mundo, que nos has dado a tu único Hijo,
para que todos nosotros creamos en él y así no perezcamos sino que
podamos tener vida eterna.
Y ¿qué te podemos ofrecer y regalar? ¡Tanta oscuridad en nues­
tras relaciones humanas y en nuestro propio interior! ¡Tantos pensa­
mientos complicados, tanta frialdad y obstinación, tanta irreflexión
y tanto odio! ¡Tantas cosas de las que no te puedes alegrar, que nos
separan a los unos de los otros y que con toda seguridad no nos
ayudan! ¡Tantas que directamente se oponen al mensaje de Navidad!
¿Qué vas a hacer tú con tales regalos y con personas como nosotros?
Pero precisamente por Navidad, tú quieres todo esto de nosotros,
tomar todas estas baratijas para hacer de nosotros, tal como somos,
un regalo a Jesús, nuestro Salvador, y en él, un cielo nuevo y una
tierra nueva, nuevos corazones y un nuevo deseo, nueva claridad y
una nueva esperanza para nosotros y para todos los hombres.
¡Hazte presente entre nosotros en este último domingo antes de
la fiesta en el que, reunidos una vez más, queremos prepararnos
para recibirlo como un regalo tuyo! ¡Haz que aquí se hable, se escu­
che y se rece correctamente: en la admiración auténtica y agradecida
por lo que nos tienes preparado, por lo que ya has decidido para
nosotros, y por lo que por todos nosotros ya has hecho! Padre nues­
tro... Amén.
I
La buena noticia de Dios 69

Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena


noticia. Decía: Se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de
Dios. Enmendaos y creed la buena noticia
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús se fue a Galilea. La Galilea a la que se fue enton­
ces era una comarca en la que los judíos vivían mezclados
con los paganos, y habiendo tomado muchas de sus costum­
bres, no gozaban de muy buena reputación. Jesús se fue a
esta Galilea, a esta gente. Es la misma comarca en la que los
judíos, que ahora se llaman “israelíes”, se mantienen hoy
día en la más dura lucha con sus vecinos árabes. Allá se fue
Jesús, y se va también hoy. Así nos ocurre en el presente:
Y Jesús se va también a Suez y a Port Said, donde ha empe­
zado ahora el gran enfrentamiento entre las antiguas poten­
cias europeas y los pueblos de Africa y Asia que empiezan
a emerger1. Y también se va a Hungría, donde todo un
pueblo, con feroz resolución, desesperado pero sin desespe­
rar, lucha por su libertad12. Y también se va a Varsovia, a
Praga y a Moscú, donde con la unidad, firmeza y seguridad
de un sistema, que parecía subsistir invencible por largo
tiempo, ya no funciona ahora como el mejor. Sí, y Jesús se
va también a Suiza, a Basilea, donde en las últimas semanas
se ha reunido tanto dinero y de una manera digna de recono­
cimiento se ha hecho mucho bien por Hungría, pero donde
también la gente vive bien, para echar pestes de los comunis­
tas malos, desde una distancia que los pone a seguro, como
si con esto se pudiera ayudar a alguien. Pero ahora sucede
una cosa más importante aún: Jesús viene también a nos­
otros, a esta casa, a todos los que la ocupan, a todos sus

1. Conflicto militar en el canal de Suez en otoño de 1956: Después que el


presidente egipcio Gamal Abd el Nasser nacionalizó la sociedad del canal de
Suez el 26.7, tropas israelíes entraron en la península del Sinaí y en la franja
de Gaza (29.10). El 31.10 empezó una ofensiva aérea anglo-francesa contra Egip­
to, durante el curso de la cual fueron lanzados paracaidistas ingleses en Port
Said, y franceses en Port Foud. Una amenaza de la Unión Soviética de entrar en
el eonflicto, y la presión de los Estados Unidos y de las Naciones Unidas llevaron
al alto el fuego el 6.11, y forzaron a Israel, Gran Bretaña y Francia a desocupar
los terrenos ocupados. Egipto se declaró de acuerdo con la presencia de tropas
policiales de las Naciones Unidas, cuyas primeras unidades ocuparon Port Said
el 3.12.
2. El alzamiento húngaro en otoño de 1956 (del 23.10 al 11.11) fue sofocado
por la irrupción de tropas soviéticas (desde el 26.10).
70 Karl Barth

dirigentes e inspectores. Y el hecho de que venga y de que


venga también a todos nosotros, es el acontecimiento de Na­
vidad. Fijaos bien: él viene a todos, el va también allí a
donde no quieren saber nada de él, como un huésped silen­
cioso y dispuesto a escuchar, pero también como juez silen­
cioso, severo y, sobre todo, como el salvador escondido de
cada uno de los hombres, para toda miseria humana. Porque
él es el Señor, al que se le ha dado todo poder y autoridad
en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18). Este es el aconteci­
miento de la Navidad, el que él venga a todos nosotros.
¿Quién era, quién es este Jesús? No me voy a entretener
mucho investigándolo. En lo que os he leído de la Biblia, se
nos dice simple y claramente: era y es el que pregona de
parte de Dios la buena noticia. Un pregonero es alguien que
no se limita a decir una cosa, sino que la dice en voz alta, a
voces, como todavía hoy en algunas aldeas el alguacil (Wei-
bel) con una campana va voceando ciertos avisos. Un tal
pregonero así era y es Jesús. Pero lo que el vocea es el Evan­
gelio: buena nueva, alegre mensaje, noticia iluminadora y
refrescante; así pues, una palabra que uno no puede escu­
char meneando la cabeza y al escucharla, quedarse triste.
Y lo que él proclama es “la buena noticia de parte de
Dios”. Esto es una bella expresión, digna de toda considera­
ción. Jesús trae, según esta expresión, una buena noticia,
que ningún hombre le ha encargado, y tampoco lo hace por
propia iniciativa. Es el mensaje que Dios le ha encargado.
“Buena noticia de parte de Dios” quiere decir también que
en esta noticia no se trata de una instrucción sobre cómo las
cosas van o deberían ir en el mundo. No ofrece un panorama
mundial ni aporta un panorama mundial. Es una buena noti­
cia de lo que Dios es, quiere y hace, y precisamente es,
quiere y hace para nosotros. Que Jesús venga con esta buena
noticia de parte de Dios y que venga a todos nosotros -su
venida como tal mensajero-, éste es el acontecimiento de la
Navidad. Porque él ha venido y viene ya habéis cantado
como niños: “¡Oh tú, tiempo de Navidad alegre, feliz, que
nos traes gracia!” 3. Por esto se encienden cirios en estos
días. Por esto los hombres se hacen grandes y pequeños re­
galos. Por esto, en Navidad, puede y debe cada uno, aun el
más afligido, levantar un poco la cabeza.

3. Cántico 128 de J. D. Falk (1768-1826).


La buena noticia de Dios 71

Pero debemos estar algo más al corriente de esta buena


noticia de parte de Dios, y podemos hacerlo. Es cierto que
se podrían ir diciendo cosas sin nunca acabar. Pero de una
manera muy hermosa está todo resumido en lo que hemos
escuchado y, por hoy, nos vamos a detener en esto.
Primero: Se ha cumplido el plazo y ya llega el reino de
Dios. Esta es una de las afirmaciones. Debe ser escuchada
como los titulares que se leen en el periódico. Es una comu­
nicación: ha sucedido, ha pasado algo, un hecho que todavía
no conocíamos, y que debemos ponernos en conocimiento
de él inmediatamente.
Y acto seguido: Enmendaos y creed la buena noticia.
Esto debe ser escuchado como una orden de movilización.
Es una llamada: nos puede, nos debe pasar algo ahora -algo
que responde a aquella noticia-, podemos y debemos hacer
algo inmediatamente.
Intentaré explicar brevemente estas dos cosas.
En primer lugar: Se ha cumplido el plazo y ya llega el
reino de Dios. Estas dos frases van juntas, y forman la comu­
nicación que nosotros debemos escuchar: Se ha cumplido el
plazo porque ya llega el reinado de Dios. Y para que ya
llegue el reinado de Dios, se ha cumplido el plazo.
Se ha cumplido el plazo. Esto quiere decir: suena la hora
-no y cuarto, ni y media, ni menos cuarto-, no, la hora en
punto. Todos sus muchos segundos y minutos han tenido su
tiempo, y todos iban fluyendo hacia este momento. Ahora
él está aquí, ahora suena el reloj. Ha pasado una hora vieja
y ha empezado una nueva. Es que ya llega el reinado de
Dios. Será y es Navidad. Sí, todos tuvieron su tiempo: los
ingleses con su imperio mundial, los franceses con su gran
nación, Hitler con su imperio de mil años, el americano,
que quería comprar todo el mundo, el ruso con su comunis­
mo mundial, el húngaro con su arrogante valor heroico y
también el suizo con su gran autosatisfacción y su propia
justicia. Todos tuvieron su tiempo. Suena la hora, la vieja ya
ha pasado, ha empezado una nueva. Ha pasado. Ya llega el
reinado de Dios. Navidad está aquí. Permítaseme decirlo de
otra manera. En mi vida y en tu vida todo tuvo también su
tiempo. Hemos tenido días buenos y malos, hemos tenido
sueños bonitos y caóticos, hemos abrigado esperanzas y su­
frido desengaños; hubo instantes gloriosos y también muy,
muy oscuros. Todo fue siguiendo su marcha hasta este mo-
72 Karl Barth

mentó. Pero ahora suena la hora, la antigua ha pasado, em­


pieza la nueva. Ya llega el reinado de Dios. Es Navidad.
¿Cómo? ¿Qué ha pasado? ¿Qué quiere decir: ya llega el
reinado de Dios? Un reinado es un dominio, que alguien no
sólo tiene, sino que ejerce. Así pues, el reinado de Dios es
el dominio que Dios ejerce. Ya llega, es decir, llega del cielo
a la tierra, de la eternidad al tiempo. Ahora, aquí, hoy Dios
está ejerciendo su dominio. Y esto significa: Dios, el Señor
en persona ha venido a nosotros, nos ha atendido, para to­
mar de nuestras manos la dirección de nuestros asuntos, en
la que no nos hemos hecho valer, y llevarla con sus propias
manos. El no va a hacerlo, no lo hará, no, él lo ha hecho.
Esto es su reinado que ya llega. El, que nos entiende inmen­
samente mejor de lo que nos entendemos nosotros mismos,
y que nos ama inmensamente mucho más de lo que nos ama­
mos nosotros, él vio la miseria que nos ocasionamos al creer
podernos y debernos comprender y amar a nosotros mismos,
vio toda la dureza, toda la atrocidad, toda la injusticia y el
desorden, y vio también nuestras falsas seguridades y nues­
tros fracasos. Ya no quería ser testigo de esto por más tiem­
po. Ya no quería por más tiempo ser Dios en las alturas, sin
ser también en la tierra nuestro Dios, y ser así nuestra ayu­
da, nuestro Salvador y nuestro Redentor. El no se limitó a
querer hacer esto, sino que lo ha hecho. Esto es su reinado
que ya llega. Sin merecerlo ninguno de nosotros, nos ha lla­
mado, nos ha conducido hasta su casa, nos ha abierto su
puerta, nos ha dicho que ésta también debe ser nuestra casa,
nos ha hecho sentar a su mesa, nos ha ofrecido su pan y su
vino y toda clase de cosas buenas. El ha obrado con nosotros
como un auténtico padre. Nos ha dado un hogar en él mis­
mo, en el que como hijos suyos nos es permitido vivir y
trabajar y hasta jugar y estar contentos, y del que nadie po­
drá ya nunca más desalojarnos. De tal manera que no debe­
mos ya jamás considerarnos huérfanos, extranjeros, refugia­
dos. Esto es lo que él ha hecho. De esta manera llega ya su
reinado, el reinado de Dios.
Así pues, la verdad es ésta, que esto ha sucedido. Con
esto se ha cumplido el plazo. Ha sonado la hora que lo da a
conocer.
Este es el comunicado que trae Jesús, cuando pregona la
buena noticia de parte de Dios.
Lo otro es su llamada. Ahora suena de otra manera. Se
dice: ¡enmendaos y creed la buena noticia! De nuevo las dos
La buena noticia de Dios 73

cosas van juntas: enmendaos para creer la buena noticia.


¡Creed la buena noticia y con ello realizaréis la auténtica
enmienda!; no hay otra.
¿Lo veis?, ahora llega a nosotros. ¡Solamente ahora! Sin
aquel comunicado esta llamada sería vacía y sin sentido. Si
no fuera porque ya llega el reinado de Dios, ¿cómo podría
uno creer y enmendarse? Pero ahora se ha publicado este
comunicado y Jesús nos lo ha pregonado. Y ahora este pre­
gón de la buena noticia de parte de Dios penetra nuestros
corazones, nuestra conciencia, nuestros pensamientos, nues­
tra vida. Y ahora, no puede dejar de ser así, ahora, aquí y
hoy, al instante, puede, debe, ha de suceder en nosotros lo
que corresponde a esto.
¿Qué puede suceder ahora? ¡Enmendaos! ¡Haced peni­
tencia! Lo primero que se os ocurre cuando pensáis en la
palabra “penitencia”, es algo así como arrepentimiento,
vergüenza y contricción. Y algo hay en ello. Hacer peniten­
cia, enmendarse, quiere decir con seguridad: dar la vuelta
y, precisamente, dar la vuelta a la derecha, y dejar atrás
mucho, tal vez casi todo lo que hasta ahora nos parecía ser
necesario, importante y divertido, y empezar de nuevo en la
dirección contraria. Porque el reinado de Dios ya llega, mu­
chas, muchísimas cosas se han hecho enormemente inopor­
tunas e imposibles. Seguro que sin arrepentimiento y con­
tricción, no se pueden dejar. Pero esto no cambia en nada el
que la penitencia a la que somos llamados por el pregón de
la buena noticia de parte de Dios sea un proceder alegre.
De tal manera que el que hace penitencia tendría que poner­
se su mejor traje. Pues ¿de qué otro modo podrá empezar
esta penitencia sino es en la alegría del reinado de Dios que
ya llega? Así pues, no es algo tenebroso, sino absolutamente
claro: el tránsito gozoso de una hora antigua, que no era
hermosa, a la nueva que Dios ha hecho nacer para nosotros.
Hacer penitencia significa volver al hogar, entrar en aquel
hogar que Dios nos ha preparado. Hacer penitencia quiere
decir: entrar en la casa que Dios nos ha abierto, quiere decir
tomar asiento en aquella mesa que ha preparado para nos­
otros y servirse. Hacer penitencia significa respirar; final­
mente quiere decir, al fin poder vivir. Todavía no hemos
vivido en modo alguno, pero ahora podemos vivir. La buena
noticia, el mensaje alegre, también es el que nosotros no
debamos ni nos veamos coaccionados a hacer penitencia,
sino que la podamos hacer libremente.
74 Karl Barth

Pero ¿cómo debe suceder esto? Ahora viene lo otro:


¡Creed la buena noticia! ¿En qué pensáis cuando oís la pala­
bra “creer”? ¿Quizás en lo que aprendisteis en la instrucción
preparatoria para la confirmación? ¿O en lo que oís decir a
vuestro párroco, o me oís decir ahora a mí? Ya sería una
buena cosa si volvieseis a creer con toda seriedad lo que
aprendisteis entonces, y también lo que os dice vuestro pá­
rroco, y si también me creyeseis a m í ahora un poco. Pero
se trata de algo mucho mayor: ¡Creed la buena noticia! es
lo que dice. Y creer la buena noticia quiere decir: admitir lo
que se nos ha dicho, no de parte de los hombres, sino de
parte de Dios. Creer la buena noticia quiere decir: aceptar
esto porque precisamente es él quien lo ha dicho, interiori­
zarlo en nosotros de manera que arraigue, crezca y pueda
dar fruto, de manera que sea algo espontáneo el que nos­
otros hagamos penitencia. Creer la buena noticia quiere de­
cir, dicho de una manera más sencilla todavía: estar agrade­
cidos. Sí, queridos amigos, sed agradecidos porque nos ha
sido dado escuchar una noticia tan buena, y sed agradecidos
porque la cosa es tal como se dice, tanto para ti como para
mí, como para todos los hombres. A sí pues, creer quiere
también decir, realmente, estar agradecidos porque no se
nos obliga a quedarnos solos cuando creemos. Porque si
creemos, esto quiere decir siempre que entramos en una co­
munidad -y con esto no quiero decir ahora alguna asociación
o alguna comunidad eclesiástica-, en la comunidad de todos
aquellos que también pueden creer, así pues aquellos con
los que podemos creer todos juntos.
Pero ahora, aquí, debe decirse expresamente lo último, lo
más importante, lo primero de todo: creer la buena noticia, en
último término, quiere decir simplemente: estar atentos a
aquel que nos pregona la buena noticia de parte de Dios, así
pues quiere decir: estar atentos a Jesús. La hora que suena es
su hora: la hora de su venida, de su llegada, de su nacimiento,
y por lo tanto, la hora de Navidad. Porque ¿qué otra cosa es
el reinado de Dios que ya llega sino él mismo: el Hijo único
del Padre, que de él ha venido a nosotros, para que nosotros
pudiéramos ser hijos de Dios, como hermanos y hermanas
suyos? El es el hogar. El es la casa abierta, y él es el pan y
el vino que se ha puesto sobre la m esa que en esta casa se
nos ha preparado. El mismo es la buena noticia de parte de
Dios, la buena nueva de lo que D ios es, quiere y hace por
nosotros. El mismo es su palabra, la palabra que ahora, aquí
La buena noticia de Dios 75

y hoy ha sido dicha. La palabra que estamos llamados a aco­


ger inmediatamente en nuestros corazones ahora, aquí, hoy.
Y de esta manera, “creer la buena noticia” quiere decir:
creer en él; y hacer penitencia quiere decir: depositar en
él la confianza, volverse hacia él y seguirle. Y entonces la
auténtica fiesta de Navidad será esta: que nosotros hagamos
esto, no omitirlo o dejarlo para más tarde, sino hacerlo pre­
cisamente ahora. Que Dios nos conceda a todos esta auténti­
ca fiesta de Navidad. Que Dios lo conceda a muchos, a todos
los hombres, a todo este pobre mundo al que nada le es tan
necesario como oír el gran comunicado, la gran llamada de
creer en la buena noticia y, por lo tanto, en Jesús, y precisa­
mente por esto, de hacer penitencia y convertirse a él y,
precisamente así, celebrar una Navidad auténtica. Amén.
Sí, Señor D ios nuestro y Padre nuestro, concede a muchos, a
todos, y también a nosotros, que podamos celebrar la Navidad de
esta manera: yendo con todo agradecimiento, humildad, alegría y
confianza a aquel que tú nos has enviado y en el que tú mismo has
venido a nosotros. Arroja de nosotros tantas cosas que, desde el
momento en que ha sonado la hora, nada tienen ya que ver con
nosotros, se han hecho imposibles, y deben y han de ser forzadas a
alejarse de nosotros, cuando tu Hijo amado, nuestro Señor y Salva­
dor, entra en nosotros y lo pone todo en orden.
Ten piedad también de todos aquellos que no te reconocen a ti
y a tu reinado, o no lo reconocen aún tal como conviene. Apiádate
también de la humanidad, vejada y amenazada hoy día de una ma­
nera tan particular, atribulada por tanta insensatez. Apiádate par­
ticularmente de las necesidades de Hungría. Ilumina los pensamien­
tos de aquellos que en oriente y en occidente están en el poder, y
que, por lo que parece, no saben todavía hoy exactamente qué es lo
que han de hacer. Da a los gobernantes y a los representantes de
los pueblos, a los jueces, a los maestros y a los funcionarios, da a los
periodistas de nuestra patria, el conocimiento y la sobriedad de que
tienen necesidad para llevar a cabo su acción llena de responsabili­
dad. Pon tú mismo las palabras adecuadas, necesarias, consoladoras,
en los labios de aquellos que han de predicar en este tiempo de
Navidad, y abre también los oídos y los corazones de los que las
escucharán. Consuela y alienta a los enfermos en el cuerpo o en la
mente, que están en los hospitales, en el Friedmatt4 o en cualquier
otra parte, así como también a los demás presos, y a todos los atri­
bulados, abandonados y atormentados por la duda. Ayúdalos con lo

4. Clínico universitario de psiquiatría en Basilea.


76 Karl Barth

que a ellos y a todos nosotros únicamente puede ayudar: la claridad


de tu palabra y la acción silenciosa de tu Espíritu santo.
Te damos gracias porque nos ha sido dado saber que no oramos
en vano y nunca nos dirigiremos a ti en vano en la oración. Te
damos gracias porque has hecho aparecer tu luz, que luce en las
tienieblas. Te damos gracias, porque tú eres nuestro D ios y a nos­
otros nos es dado ser tu pueblo. Amén.
¡Todos!
Romanos 11, 32
22 de septiembre de 1957, cárcel de Basilea

Señor, D ios nuestro, tú quieres que los hombres, y también


nosotros hoy en esta casa, oigamos tu palabra que nos consuela y
nos exhorta, te invoquemos y te alabemos. Es tu amabilidad que
no nos merecemos la que quiere que esto sea así. Porque ¿qué
somos nosotros ante ti y para ti? Pero tú nos has llamado y nosotros
hemos oído tu llamada. Y ahora nos hemos reunido aquí: nosotros,
tus criaturas, con toda la debilidad, oscuridad y obstinación que
hay en nosotros; tus hijos que amas, aun cuando nosotros apenas te
amemos, y con toda seguridad, no te amemos en absoluto como
debiéramos; tu comunidad, que tanto aquí como en todas las partes
del mundo forma una maravillosa multitud en la que tú, a pesar
de todo, estás presente, y con la que a pesar de todo quieres em ­
pezar algo.
Y ahora esperamos en ti, totalmente necesitados de ti, de tu
Espíritu bueno, santo, y de sus dones. Haz que esta hora esté llena
de claridad, sea para ti agradable y, para nosotros, rica en auxilios
y fructífera. Concédenos de tu parte que lo que aquí humanamente
oremos, hablemos, cantemos, tenga fuerza y sea verdad, salga de
nuestros corazones y vaya de nuevo a nuestros corazones. Sé tú aho­
ra nuestro maestro, nuestro doctor, un Señor benevolente y bueno
para todo lo que en estos momentos pueda suceder en cada uno de
nosotros.
En nombre de tu querido Hijo, en el que tú también nos has
manifestado tu gracia y nos la quieres revelar una y otra vez, te
suplicamos, tal como él lo hizo antes de nosotros: Padre N uestro...
Amén.
78 Karl Barth

Dios encerró a todos en la rebeldía,


para tener misericordia de todos
Queridos hermanos y hermanas:
Os habéis dado cuenta inmediatamente de que estas pa­
labras no se entienden con demasiada facilidad. Y confieso
francamente que yo mismo, siempre que en mi vida ya bas­
tante larga he ido leyendo esta carta de Pablo a los roma­
nos, no me he aclarado mucho con lo que en ellas, con lo
que en la Biblia en general, se expresa. Siempre me ofrece
algo nuevo para reflexionar. Y una cosa hay segura, que
precisamente en estas palabras se encuentra escondido como
en una cáscara durísima, un grano maravilloso, precioso.
Que Dios me dé ahora poderos mostrar al menos algo de él,
a saber, que Dios ha permitido que todos seamos rebeldes,
para tener misericordia de todos.
Para tener misericordia de todos. Vamos a empezar con
esta segunda parte de la frase. Porque esto viene a ser como
una montaña que uno no puede escalar, ni siquiera en pensa­
miento, ni en un sermón, sino que uno sólo puede bajar de
ella. Tampoco el apóstol Pablo hubiera podido decir lo pri­
mero: que Dios encerró a todos en la rebeldía, si no hubiese
sabido y considerado antes y por encima de todo lo segundo:
que Dios tiene misericordia de todos. No nos queda otro
remedio: también nosotros tendremos que empezar con esto
segundo.
Tendríamos que haber olvidado navidad, el viernes santo
y la pascua, tendríamos que haber dejado de lado a Jesucris­
to, si lo quisiéramos considerar de otra manera. Aquel que
lo conoce, que sabe que no sólo no se le puede dejar de
lado, sino que siempre, en todo nuestro pensamiento y en
toda nuestra vida solamente podemos empezar junto a él y
con él, puede empezar con este hecho (lo mismo que con la
letra A como principio del alfabeto): que Dios se ha compa­
decido, se compadece y se compadecerá, y se quiere com­
padecer, que lo que Dios quiere y lleva a cabo se determina
y se rige por su compasión. Esto nos lo ha dicho él mismo
claramente en Jesucristo, y no sólo de palabra, sino también
con su gesta grande y poderosa: dándose a sí mismo por
nosotros en éste su Hijo amado, haciéndose hombre, nuestro
hermano. Esta es la gesta, y en esta gesta está contenida la
palabra de la misericordia de Dios por todos. Aquí podemos
y debemos pararnos para empezar siempre de nuevo.
¡Todos! 79

Que Dios tenga misericordia de nosotros quiere decir


simplemente: que a pesar de todo nos dice sí, que él, a pesar
de todo, está con nosotros, que a pesar de todo, quiere ser
nuestro Dios: porque nosotros no lo hemos merecido, por­
que él —así debería pensarlo uno— propiamente nos habría
tenido que decir no. Pero él no dice no, sino que dice sí. El
no está contra nosotros, sino por nosotros. Esta es la mise­
ricordia de Dios.
Pero a diferencia de la misericordia de los hombres, aun
de los más compasivos, la de Dios es una misericordia todo­
poderosa, una misericordia todopoderosa que salva, auxilia,
que aporta luz, paz y alegría, una misericordia de tal suer­
te que no cabe el temor de encontrar en ella límite alguno,
de que se dé en ella reserva alguna. Es un sí, en el que no
hay ninguna oscuridad, en el que no nos hemos de preocupar
de que repentinamente pudiera convertirse en no.
Es la misericordia de Dios y, porque precisamente es su
misericordia, y no es ninguna misericordia humana —nues­
tro texto pone aquí el acento— se dirige a todos nosotros.
En la carta de Pablo a los romanos esto significa: a los judíos
y a los paganos, es decir, a aquellos que están cerca de Dios,
o al menos, más cerca, y a aquellos que están más lejos de
él; así pues, a los que se les llama buenos y a los que se les
llama malos: a todos. Dios tiene misericordia de todos: de
cada uno a su manera, pero de cada uno. Es realmente tal
como se dice en una canción popular, que tal vez vosotros
también hayáis oído: “Dios no abandona los desiertos” 1. No,
realmente, tampoco los abandona. Tal como se describe en
las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y
del hijo pródigo (Le 15), así es la manera de proceder de la
misericordia de Dios.
Pero considerémoslo un momento. Por el hecho de que,
según la palabra santa de Dios que él ha pronunciado en
Jesucristo, esto es así, que su misericordia se extiende a to­
dos, cada uno de nosotros puede y debe repetirle, no a mí,
sino a él: yo también soy uno de todos estos. Así pues, Dios
también ha tenido misericordia de mí, tiene misericordia y
tendrá también misericordia de mí. Y el gran pecado sería
si alguno de vosotros pensase ahora: esto no me incumbe.
Dios no ha tenido misericordia de mí, ni quiere ni puede

1. Tercera estrofa de una canción popular de Oberargau.


80 Karl Barth

tenerla. O bien: Yo no tengo necesidad. ¡No quiero! Este


sería el gran pecado en el que no queremos incurrir ahora.
Dios tiene misericordia de todos, también de mí y de ti.
Y así pues, tanto tú como yo podemos y debemos vivir del
sí que él ha dicho a todos los hombres, y también a nosotros:
vivir hoy, aquí y ahora.
Pero esperad un momento todavía. Por el hecho de que
según la palabra santa de Dios que él ha pronunciado en
Jesucristo, esto es así, que su misericordia se extiende a to­
dos, podemos y tenemos la obligación de ir repitiendo en
nuestros corazones: a todos estos de los que Dios tiene mise­
ricordia, pertenencen este hombre y esta mujer que están
allí, pertenece también este hombre que está junto a mí, o
delante o detrás, también el hombre en el que no pienso con
la complacencia con que pienso en mí mismo: el hom­
bre que tal vez me ha hecho algo, o que no me gusta, el
hombre que acaso he de tener por enemigo y para el que yo
soy también un enemigo. Dios ha tenido misericordia de to­
dos, también de este hombre, su sí vale también para él.
Y sería el peor pecado que quisiéramos excluir a alguien
de este sí de Dios, de su misericordia. Eso no puede ser.
Podemos y debemos vivir con cada uno de los demás, en
pensamiento, palabra y obra, como con alguien de quien
Dios ha tenido también misericordia. No se trata de decir
solamente: ¡Señor, ten piedad de mí! sino ¡Señor, ten pie­
dad de nosotros, de todos nosotros! Así ha orado la iglesia
desde el principio, y solamente así podemos nosotros orar
de verdad.
Esto es lo que en resumen se puede decir de la misericor­
dia de Dios. Esta es la altura de la que en todas circunstan­
cias podemos descender a la profundidad de lo primero que
hemos oído: para tener misericordia de todos, Dios encerró
a todos en la rebeldía.
¡Encerrados! En esta casa, en la que hay tantas puertas
cerradas con llave, no quiero perder ni una sola palabra al
tratar del significado más inmediato de esta frase. El hombre
puede estar encerrado de una manera completamente distin­
ta y mucho peor de lo que vosotros lo estáis aquí. Encerrado
quizás en una pena que le ha sobrevenido y que ahora ya no
quiere apartar de su corazón y de su vida. Encerrado en una
aflicción, ira y odio que ha concebido, y tal vez con razón,
contra hombres que le han hecho una injusticia, algo malo o
¡Todos! 81

desacertado. Encerrado en una fatal inclinación o costum­


bre, que tal vez arrastra ya desde su juventud. Encerrado en
la miseria de una enfermedad corporal como los que están
allá en los hospitales. Una gran parte de la humanidad de
hoy día está encerrada en la mutua desconfianza, en la amar­
ga enemistad entre occidente y oriente, entre el llamado
“mundo libre”, y el mundo de lo que llaman socialismo.
Y todos nosotros podemos encontrarnos encerrados en la
gran, verdaderamente amenazadora, preocupación de una
tercera guerra mundial que pueda desencadenarse y de las
bombas que en ella los hombres pudieran echarse mutua­
mente. Y para acabar, una cosa muy simple, que hubiera
tenido que mencionar antes que nada: todos nosotros esta­
mos encerrados en los límites de nuestra propia vida, tan
corta, en los límites de nuestro nacimiento y de nuestra
muerte, que ha de llegar un día.
En todo caso, todo lo que acabo de mencionar son puer­
tas tras las que estamos encerrados, pero que pueden abrirse
un día, y que ya ahora muestran pequeñas rendijas por las
que uno puede mirar hacia fuera. Y hasta de la dura realidad
de que tenemos que morir, el hombre puede sobreponerse,
como es sabido, al menos en pensamiento.
Todos nosotros estamos encerrados y definitivamente
tras una puerta sólida, y no podemos por nuestras propias
fuerzas mirar a través de ella: Dios encerró a todos en la
rebeldía. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué clase de encerra­
miento es éste?
Consiste en que Dios, con su saber infalible sabe, y con
su palabra que no puede equivocarse dice, quiénes y qué
clase de gente somos todos nosotros - con toda verdad y en
el sentido más profundo: rebeldes. No sólo rebeldes contra
los padres o los maestros o los superiores como lo éramos
harto frecuente en nuestra juventud, o rebeldes contra las
costumbres y las ordenanzas de los hombres, o rebeldes tam­
bién contra nuestra conciencia. Esto lo éramos, y lo segui­
mos siendo, es cierto. Pero esto no lo somos todos en la
misma medida, ni lo somos del todo, ni tampoco lo somos
definitivamente. Pero Dios sabe y dice, y éste es su “ence­
rrar”, que nosotros somos rebeldes ante él y contra él. ¿Qué
quiere decir esto? No quiere decir necesariamente que uno
niegue a Dios, que piense y diga directamente: Dios no exis­
te. Creo que son poquísimos los que niegan a Dios de esta
manera, y los que así lo hacen, quizás, ni siquiera sean siem­
82 Karl Barth

pre los peores. Ser rebelde a Dios quiere decir: que tanto si
creemos como si no creemos en él, hacemos de él un buen
hombre, respecto al que nos mantenemos en reserva en
nuestro corazón, en nuestros pensamientos, en nuestra vida,
para ir siguiendo nuestro propio camino. Ser rebelde a Dios,
significa decir en lo más íntimo del corazón y también con la
propia vida: Dios no existe (cf. Sal 14 [13], 1). Y esto es lo
que estamos haciendo continuamente. Esta es la desobedien­
cia, el motín, la rebelión y la revolución, con la que empren­
demos aquello que es totalmente imposible - algo así como
lo sería evidentemente la ascensión del “Eigernordwand”.
Pero el que emprende cosas imposibles, se hace a sí mismo
imposible y, por esto, lo único que le puede suceder es que
se vaya a la ruina. Dios sabe que nosotros hacemos esto,
que somos estos escaladores de la pared del Eiger, y también
nos lo dice, y ésta es la puerta que no tiene rendija alguna y
que uno fuerza en vano. Por el contrario, el que nosotros
seamos estos rebeldes no ofrece contradicción alguna. Es tan
verdad como es verdad que Dios es Dios y que nosotros
somos nosotros.
Así pues, todo el énfasis está en que es a todos a los que
Dios encerró en la rebeldía. Encerró a todos ¿también a mí,
que os estoy predicando este sermón dominical? Sí, también
a mí ¿También a los buenos, o a los más buenos de entre
vosotros? Sí, también ¿Y aun hasta a los más buenos que ha
habido en el mundo y que puede seguir habiendo? ¡Sí, tam­
bién! Dios lo sabe y Dios lo dice: a todos, a cada uno a su
manera, pero a todos y a cada uno.
Nos hemos de detener un momento. Esto nos incumbe a
todos. Ninguno de nosotros debe ponerse secretamente al
abrigo ni pensar en otros a los que, tal vez, les incumbiría
más que a él, ninguno debe considerarse como una excep­
ción. Hermanos y hermanas, todo depende de que nadie
piense aquí en escabullirse. No sólo porque aquí uno no
puede escabullirse, sino porque no nos haría bien el que
aquí nos escabulliéramos. Nuestra paz y nuestra alegría,
toda la perspectiva de nuestra salvación temporal y eterna
se sostiene y recae en el hecho de que nosotros no lo negue­
mos sino que lo reconozcamos, que no protestemos en con­
tra, sino que dejemos que se haga patente esta verdad: Dios
me ha encerrado también a mí y a ti en la rebeldía.
El no lo hace para humillarnos, para empequeñecernos
y comprometernos. Dios no está contra nosotros, sino por
¡Todos! 83

nosotros. El salvador, tal como lo ha dicho con razón un


gran hombre de Dios, no es alguien que se complace en
destrozar2. Si es que puedo expresarlo así, son los brazos de
su amor eterno que extiende hacia nosotros al encerrarnos
en la rebeldía. Y lo hace, precisamente, para tener miseri­
cordia de todos. Pues al encerrarnos a todos en la rebeldía,
nos mantiene a todos juntos como un pastor a su rebaño, nos
hace ir listos, con las riendas y el látigo, y nos coloca exacta­
mente en el lugar en que se revela y actúa su misericordia,
nos reúne en su comunidad, nos hace pasar a la comunidad
de nuestro Señor Jesucristo.
Pues él ha hecho de Jesucristo nuestro salvador, para po­
nerlo y hacerlo morir en lugar nuestro como un rebelde, a
él, su propio Hijo, su Hijo querido y obediente. Como dice
Pablo en otra frase igualmente difícil de entender: al que no
tenía que ver con el pecado por nosotros lo cargó con el
pecado (2 Cor 5, 21). Y Jesucristo fue obediente al no rebe­
larse contra esto, sino que lo toleró. Y de aquí se sigue como
consecuencia: para pertenecerle, para participar de la miseri­
cordia eterna de que Dios nos ha dado pruebas y de nuestra
salvación por medio de él y podernos alegrar, para poder
vivir por la fuerza de esta misericordia, de esta salvación, no
nos queda otro remedio que ser encerrados por Dios en la
desobediencia.
Para acabar, algunas preguntas, así como también algu­
nas respuestas: ¿Te gustaría recobrar el ánimo, un nuevo
vigor? Sí, tú puedes y debes hacerlo. El vigor real es el valor
de la humildad de aquellos hombres que, encerrados en la
rebelión, se han hecho partícipes de la misericordia divina
y la han descubierto. Tales hombres son y serán hombres
valientes.
¿Te gustaría tener razón? Sí, a todos nos gustaría tener
razón, y a ti se te deberá dar la razón: Dios te la dará y la
tendrás ante él, aunque no la tengas ante los hombres, aun
hasta si tu propia conciencia no te la da. Pero has de hacer
hincapié en que Dios te da la razón, y la tienes - en el instan­
te en que admites (¡sin reservas y sinceramente!) que ante
él, precisamente ante Dios, no tienes razón.

2. Fr. Zündel cita esta expresión de J. Chr. Blumhardt (1805-1880), Pfarrer


Joh. Christoph Blumhardt. Ein Lebensbild, Zürich/Heilbronn 1880, 238, de la
siguiente manera: “¡No creáis que el Salvador vaya a venir como alguien que se
complace en destrozar!”.
84 Karl Barth

¿Te gustaría llegar a la altura, llegar de nuevo a la altura


como es debido? Sí, tú puedes y debes. Solamente que ten­
dré que plantearte otra pregunta: ¿Has estado ya en lo pro­
fundo, no sólo en lo profundo de alguna miseria exterior o
interior, sino en aquella profundidad en que el hombre ha
de comprender que ya no puede ayudarse a sí mismo, y que
tampoco puede ayudarle ningún otro hombre, en aquella
profundidad donde fuera de la misericordia de Dios no exis­
te en absoluto ninguna otra ayuda? En esta profundidad has
sido ya alcanzado por la misericordia de Dios, has sido ya
encontrado, y también podrás ver y experimentar que la mi­
sericordia te llevará hasta la altura.
Finalmente: Te gustaría tener alegría. Sí, a todos nos
gustaría. Podemos y debemos tenerla. La alegría auténtica,
duradera y real, empieza silenciosamente, sin ostentación,
escondida, cuando tú no quieres ser otra cosa sino uno de
entre todos los que Dios encerró en la rebeldía para tener
misericordia de todos ellos. Empieza cuando admitimos tan­
to la misericordia de Dios como su encerrarnos, sin oposi­
ción y sin resistencia. Amén.
¡Dios, Padre, Hijo y Espíritu santo! No permitas que cada uno
se vaya por su lado sin que nos acompañe tu palabra amable y rigu­
rosa, a cada uno en su lugar, en sus experiencias, deseos, preocupa­
ciones y expectaciones particulares, durante todo este domingo y en
la semana que tenemos por delante. Mantente presente y actúa
en esta casa, en todos los que viven aquí. Combate a los malos
espíritus, que con frecuencia se muestran fuertes con nosotros. Con­
sérvanos la luz, que con tanta frecuencia se nos quiere apagar.
Lo mismo te pedimos para todos los que en este día se reúnen
aquí y en otras partes, y para el mundo, que tanta necesidad tiene
de un testimonio cristiano claro y alegre. Te pedimos sabiduría para
los poderosos de este mundo, que por encargo tuyo deberían preo­
cuparse por la justicia y la paz, sobriedad para los que día a día,
escriben nuestros diarios, amor y constancia para todos los padres y
maestros, afabilidad serena en todas las familias y en todas las casas,
corazones y manos fraternales para todos los pobres y abandonados,
alivio y paciencia para los enfermos, la esperanza de la vida eterna
para los moribundos.
Y nosotros te damos gracias porque podemos exponer ante ti
todas estas cosas: ante ti, que sabes muchísimo mejor que nosotros lo
que necesitamos y lo que mejor puede servir a tu pobre iglesia y a este
pobre y complicado mundo; ante ti, que puedes y quieres ayudar mu­
cho más de lo que puede alcanzar nuestra súplica y nuestra comprensión.
Nosotros estamos en tus manos. N os inclinamos ante tu juicio y
ensalzamos tu gracia. Amén.
Lo que Dios ha creado es bueno
1 Tim 4, 4-5
6 de octubre de 1957, capilla del Bruderholz de Basilea

¡Querido Padre, que estás en el cielo! Te damos gracias porque


nos has permitido y nos has ofrecido podernos reunir en esta hora
para dirigirte nuestras oraciones, predicar tu palabra, escucharla y
aceptarla de corazón.
Pero nosotros no somos las personas que podamos hacer esto de
manera que a ti te plazca y a nosotros nos sea de provecho. Por lo
tanto, te pedimos de corazón y humildemente: permanece entre
nosotros y toma tu causa, también aquí, en tus manos. Purifica nues­
tro hablar y nuestro escuchar. Abre e ilumina nuestros corazones y
nuestra inteligencia. Despierta y fortalece nuestra voluntad para re­
conocerte y para ofrecerte nuestra disponibilidad como conviene.
Permítenos tomar aliento en el aire fresco de tu Espíritu, para que
mañana podamos volver a nuestro trabajo con una discreción, amor
y alegría renovados.
Y juntamente con nosotros, encomendamos también a tu presen­
cia y a tu dirección, a los hombres de estos alrededores, de esta
ciudad, de este país, de todas partes. Tú tienes medios y maneras de
hablar con todos, de consolarlos y de amonestarlos a todos. No los
dejes ni nos dejes solos, para que aclares lo que ahora es oscuro,
para que haya paz, allá donde ahora se lucha, para que crezcan el
ánimo y la confianza donde ahora dominan la preocupación y el
miedo. ¡Escúchanos, no porque lo hayamos merecido, sino por Jesu­
cristo, en el que nos has hecho dignos, por tu gracia incomprensible
desde la eternidad, de ser tus hijos! Amén.
86 Karl Barth

Todo lo que Dios ha creado es bueno,


no hay que desechar nada, basta tomarlo con agradecimiento,
pues la palabra de Dios y nuestra oración lo consagran

Querida comunidad:
Toda criatura de Dios, es decir, todo lo que Dios ha he­
cho, es bueno. Esto es lo que está escrito. No dice simple­
mente: todo es bueno. En realidad, de ningún modo todo es
bueno. Todo lo que hemos hecho y haremos nosotros, los
hombres, está siempre más o menos corrompido por nuestra
mentira y nuestra pereza, nuestro orgullo y nuestra maldad.
Lo que en ello hay de bueno viene de que algo de lo bueno
que Dios ha creado se encuentra allí o, precisamente, de
que debemos vivir del perdón de Dios, y de que en lo que
hacemos se encuentra siempre algo de la gracia salvadora de
Dios o se deja entrever algo de ella.
Pero todo lo que Dios ha hecho, es totalmente y sin re­
servas, bueno: toda criatura de Dios. Si cuando estéis en
casa queréis volver a leer nuestro texto, encontraréis que,
en primer lugar, se habla en él de la relación entre el hombre
y la mujer, y de la comida y la bebida, dos terrenos precisa­
mente en los que la corrupción humana acostumbra a encon­
trar espacio y relieve suficientes. Sin embargo, también es
válido en estos ámbitos que lo que Dios ha hecho, es bueno.
Y esto, precisamente, se dice de toda criatura de Dios: así
pues, también de la naturaleza entera con todas sus fuerzas,
también de aquellas que nos pueden aparecer oscuras e in­
quietantes, como podría serlo la energía atómica. Y además,
de todo el hombre, tal como es, no sólo de su alma, sino
también de su cuerpo y todos sus órganos, de todas las dotes
y posibilidades humanas, también de aquellas que para él
pueden seguir siendo siempre un misterio. Y además, de
toda la humanidad de todos los tiempos y de todos los luga­
res, aun de aquellos que nosotros podríamos considerar
como puras tinieblas. Sí, de toda la vida humana, incluyendo
aquello que es tan fugitivo, que pasa tan rápidamente, y del
hecho que hemos de morir. Toda criatura de Dios es buena.
Cierto que aquí puede insinuarse toda clase de cuestiones y
reparos. Pero dejémoslas aparte por ahora, y apliquémos-
nos simplemente a lo que se nos está diciendo: que todo lo
que Dios ha hecho es bueno. Así podemos leerlo al final de
Lo que Dios ha creado es bueno 87

la narración de la creación: Y vio Dios todo lo que había


hecho, y era muy bueno (Gén 3, 31).
Bien, la palabra que en el texto griego se emplea en este
lugar, significa propiamente “bello”. Es digno de ser notado
que esto esté escrito así en la Biblia: lo que Dios ha hecho,
es “bello”. Por supuesto que en estas circunstancias se quie­
re significar que es bueno, correcto, bien ordenado y, por lo
tanto, saludable. ¿Por qué bello? De momento, esto es muy
sencillo de contestar: precisamente porque Dios lo ha creado
- en lo que toca al hombre, hasta lo ha hecho a su imagen
(cf. Gén 1, 27), porque él ha destinado toda criatura para su
gloria. Pero en el nuevo testamento oímos algo todavía más
preciso a este respecto. Justamente al principio del evangelio
de Juan se puede leer en correspondencia con otras citas
semejantes: que todas las cosas se hicieron mediante él, y
esto quiere decir, mediante la palabra de Dios, que se llama
Jesucristo, y que sin él, sin Jesucristo, no se hizo nada de lo
hecho (Jn 1, 3). A partir de aquí podremos decir muy bien:
la criatura de Dios es buena porque él, porque Jesucristo es
el fundamento y la finalidad de la creación de Dios, y porque
todo ha sido creado por él, porque nosotros nos sentimos
implicados en toda la creación de Dios con Jesucristo como
su más íntimo misterio. Siendo esto así, ¿cómo no podría
llamarse buena y hermosa?
La palabrita “bueno” adquiere a partir de aquí una reso­
nancia y un sentido particulares. Toda criatura de Dios -ten ­
dremos que proseguir así- es buena, porque contiene y
manifiesta en sí misma la gracia de Dios -pues esto es, cier­
tamente, Jesucristo-, su voluntad libre, su poder real, para
ayudarnos y salvarnos, para atraernos a él, porque su amor,
y así también su gloria es el misterio de todo lo que ha sido
hecho por él. Porque Dios ha destinado todo lo que existe a
su servicio y a nuestro servicio, al servicio de su amor y de
nuestra salvación. Porque todo lo que ha sido hecho por
medio de él, se ha de comparar a una gran casa que él ha
edificado y ha arreglado para darnos en ella la bienvenida y
ofrecernos un lugar para vivir.
Por lo tanto, en lo que Dios ha hecho, no hay nada que
se haya de rechazar: nada caótico, nada malo, nada peligro­
so, que como tal, debamos nosotros temer, recelar, evitar.
¿Cómo iba a rechazar Dios lo que él mismo ha hecho?
88 Karl Barth

¿Cómo iba a rechazar lo que él en vistas a Jesucristo ha


querido y ha hecho, y cómo iba a mandarnos que lo temiése­
mos y lo evitáramos?
Ciertamente hay cosas reprochables, porque son caóti­
cas, malas, peligrosas. Nuestra vida y el mundo están llenos
de ellas. Pero lo que es reprochable, seguro que no ha sido
hecho por Dios. Verdaderamente se puede decir que la
esencia de lo reprochable, de lo caótico, de lo malo, es que
no ha sido querido ni hecho por Dios. Y como tal, se lo
puede reconocer en que no tiene nada que ver con Jesucris­
to, con su gracia, que no sirve ni a Dios ni a nosotros, y en
que es ajeno a la edificación y al sentido de aquella casa del
Padre. Solamente puede salir de nuestros corazones y de
nuestro entendimiento pervertidos, solamente puede proce­
der del diablo, que no es un segundo creador. Y en cuanto
esto es rechazado y negado por Dios, puesto a su izquierda,
es evidentemente lo que nosotros también de nuestra parte
podemos rechazar, evitar, temer, abandonar, y lo que evi­
dentemente se nos ordena evitar y abandonar. Pero el que
haya tantas cosas reprochables -¡muchas, muchísimas!- no
cambia en nada el que toda criatura de Dios sea buena.
En esto, ni nosotros ni tampoco el diablo podemos cam­
biar nada.
Siempre y en todo lugar debemos reconocer que la crea­
ción buena de Dios tiene que ver con nuestras vidas y con el
mundo, que hemos de recibir con acción de gracias lo que
nos ofrece, lo que experimentamos, siéndonos dado y estan­
do obligados a seguir nuestro camino con agradecimiento.
¿Qué quiere decir “acción de gracias”? La palabra usada
aquí por la Biblia, en el texto original suena: eucaristía.
Y esta palabra tiene un doble sentido, que precisamente
para la cuestión ante la que nos encontramos, es sumamente
importante.
Acción de gracias, agradecimiento, eucaristía, indica de
una parte, la actitud y la manera de actuar de un hombre
tocado por la gracia de Dios, y que como tal la reconoce y
la recibe, tal como uno puede y debe recibir la gracia: no
como una cosa que uno ha buscado y finalmente ha encon­
trado, que ha deseado y, finalmente, ha obtenido, o que
ha conquistado y se ha apropiado como botín, sino algo
que por añadidura ha recibido uno como regalo inesperado
e inmerecido. Dar gracias significa que sus pensamientos,
sus palabras, su conducta están determinados por la gracia
Lo que Dios ha creado es bueno 89

que ha recibido y le ha caído en suerte, corresponde a ella,


le responde, reproduce en cierta manera esta gracia en sí
mismo. El hombre no puede dar gracias por lo que es repro­
chable, pues, con toda certeza, nada tiene que ver con la
gracia. Cuando acerca su mano a lo reprochable, lo hace
más bien como un ladrón a su botín, como un animal carní­
voro a su cebo. Por el contrario, lo que él puede reconocer,
aceptar y recibir como gracia de Dios y por lo tanto con
acción de gracias, es la criatura buena de Dios, que nunca
será reprochable.
Pero siendo esto así, acción de gracias, agradecimiento,
eucaristía, significa aún otra cosa. A saber, a principios del
cristianismo, con esta palabra se designaba sencillamente la
santa cena: así pues, los invitados a la mesa, que corporal y
naturalmente comen pan y beben vino, y que hacen uso de
la criatura de Dios, del pan y del vino, pero en la que Jesu­
cristo, crucificado y resucitado, es el anfitrión, y no sólo el
anfitrión, sino que él mismo es el don, dándose a sí mismo
a sus invitados, dando su vida como comida y como bebida,
como alimento del que les es dado vivir. ¿Qué hay aquí que
pueda temerse o evitarse? Pero precisamente por eso, cuan­
do a uno le es dado recibir la santa cena, no puede recibir
nada reprochable que tenga que temer y evitar. Y si hay
algo reprochable, cierto que no es Jesucristo el que nos da
la comida y la bebida que es él mismo. A ello, nosotros no
somos sus invitados. Por el contrario: lo que a nosotros nos
es dado recibir como santa cena, como sus invitados, es la
creación buena de Dios, en la que no hay nada reprochable,
en la que tampoco hay nada que deba ser evitado, porque
no hay nada que temer.
Resumo: cuando nos es dado estar agradecidos en nues­
tra vida y en el mundo, en nuestros pensamientos, deseos y
esperanzas, en nuestro trato con los hombres, en nuestra
alegría como también en nuestra pena, tal como cuando uno
recibe la gracia, tal como cuando una recibe la santa cena,
entonces todo está en regla, tratamos con la creación buena
de Dios, hay un camino abierto ante nosotros, no nos hemos
de avergonzar, y podemos vivir en la libertad de los hijos de
Dios (cf. Rom 8, 21), que con toda seguridad será también
la auténtica obediencia. La obediencia de los hijos de Dios
se da precisamente en esta libertad suya.
Y vengo a lo último que, por cierto, es lo más importan­
te. Es digno de notar en nuestra vida humana y en el mundo
90 Karl Barth

que nos rodea, que siempre, una y otra vez, nos vemos enre­
dados en una curiosa contradicción. Por una parte, continua­
mente nos hemos de ver en todo con la criatura buena de
Dios, con su bella creación, en la que nada hay de reprocha­
ble, en la que nos podemos simplemente alegrar, porque
todo está bien, en la que podemos ser simplemente hombres
libres, y precisamente por esto, obedientes, hombres hijos
de Dios. Pero por otra parte siempre nos sale también al
encuentro y nos penetra lo reprochable, lo que Dios no ha
querido y no ha hecho, lo que solamente es tiniebla. Precisa­
mente esto siempre lo tenemos ahí, y se desarrolla con fuer­
za: surge una y otra vez de nuestro corazón y de nuestro
entendimiento pervertidos, siempre de nuevo como una
amenaza diabólica.
El que nosotros aceptemos la criatura buena de Dios en
esta contradicción, con acción de gracias, el que nuestra vida
en el mundo sea auténtica y correcta, no se entiende real­
mente de por sí. Nos podría parecer más bien una maravillo­
sa, casi imposible excepción, el que nosotros reconozcamos
la criatura buena de Dios como tal y que la recibamos con
agradecimiento (como gracia y, precisamente, como en la
santa cena) y que en su trato podamos llegar a ser y seamos
hombres libres y obedientes. No, esto no se entiende de
por sí.
Y a esto maravilloso pertenece, asimismo, el que nuestro
ser humano, el que nosotros mismos “seamos consagrados
por la palabra de Dios y por nuestra oración” . ¿Qué quiere
decir esto? Esto quiere decir que nosotros participamos en
la gran historia, en la que sucede lo más simple, así como
también lo más desmesurado: que Dios habla con el hombre
y que el hombre, a su vez, puede y quiere hablar con Dios.
Nuestra santificación (consagración) se realiza en el aconte­
cer de esta historia -la palabra de Dios y la oración-, que
acontece, por cierto, en el interior de nuestra vida, cuando
esta historia entre Dios y el hombre llega a ser el hilo con­
ductor de la historia de nuestra propia vida y sucede que
aquella contradicción empieza a disolverse en nuestra vida,
que nos vamos haciendo libres del sobrepeso de lo reprocha­
ble poco a poco, pero con seguridad, y nos vamos abriendo
a la bondad de la criatura buena de Dios que nos rodea,
para despertarnos al agradecimiento y recibir libre y obe­
dientemente la gracia y la santa cena.
Lo que Dios ha creado es bueno 91

Esta gran historia entre Dios y el hombre, en la que,


cuando se realiza en el interior de nuestra vida, somos santi­
ficados por la palabra de Dios y por la oración, no es otra
sino la historia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. El
fue y sigue siendo el verdadero Dios que habla con el hom­
bre, y el verdadero hombre que habla con Dios. En él tam­
bién habla Dios con nosotros, contigo y conmigo y, a su vez,
en él podemos también nosotros, tú y yo, hablar con Dios.
Cuando lo que aconteció entonces en Jesucristo -este hablar
de Dios con el hombre y este hablar del hombre con Dios-
sucede también aquí entre nosotros, junto a nosotros y en
nosotros, esto es nuestra santificación. Y todo lo demás que
podríamos mencionar aquí: la fe, el amor, la esperanza, la
vida entera en el poder y bajo la guía del Espíritu santo, son
solamente otras palabras para designar el acontecimiento de
la gran historia de Cristo que penetra nuestra vida y su histo­
ria. El que por ella seamos santificados, y esto es así “por la
palabra de Dios y la oración” , es incondicionalmente y con
certeza la fuente inagotable de nuestra libertad y de nuestra
obediencia, de la acción de gracias, en la que y con la que,
decididamente, nos las hemos de ver con la criatura buena
de Dios.
Que Dios abra de nuevo en nuestras vidas, a cada uno a
su manera, esta fuente del agradecimiento -todos tenemos
siempre necesidad- y nos conceda estar de nuevo dispuestos
y alegres a beber de esta fuente con una sed auténtica. Que
nos conceda escuchar, cada día, cada mañana y cada tarde,
escuchar una y otra vez de nuevo: ¡vosotros sois cristianos!
Para poder escuchar también esto otro: porque sois cristia­
nos, porque le pertenecéis, todo es vuestro (cf. 1 Cor 3,
21-23), toda la buena creación de Dios, todo lo que Dios ha
hecho bien y hermoso. Amén.
Señor, en tu misericordia, nos has dado nuestra vida y todo lo que .
somos, tenemos y podemos, y nos lo has conservado hasta el día de
hoy. Perdona toda arbitrariedad, toda negligencia, todo abuso de los
que siempre nos hemos hecho culpables, de la semana pasada, y tam­
bién en este domingo. No permitas que caigamos ni hoy ni mañana.
Líbranos de toda tensión y rutina y de la tiranía de la costumbre, de la
moda y de la opinión pública. Haz que en lo sucesivo escuchemos tu
palabra y danos en lo sucesivo la valentía y la libertad de dirigirte
nuestras oraciones. Y de esta manera, conviértenos una y otra vez al
agradecimiento del corazón y de la acción, para que no vayamos a la
perdición sino que tengamos vida eterna.
92 Karl Barth

Realiza también esta obra de tu Espíritu, bueno y santo, en las


comarcas cercanas y lejanas de todo el mundo de los hombres: entre
pequeños y grandes, en los que tienen grandes responsabilidades y
obligaciones y en los que las tienen más pequeñas, en los que dan
trabajo y en los que lo reciben, en los sanos y en los enfermos, en
los ricos y en los necesitados, en los que les toca decidir y mandar
y en los que les toca obedecer, en nuestras autoridades y jueces y
en los transgresores y condenados, en los párrocos y misioneros,
y en los cristianos y no-cristianos, a los que debemos y nos gustaría
servir.
Señor, ten misericordia de nosotros, de tu pueblo, de tu crea­
ción. Te alabamos y te ensalzamos, ya que nos es dado saber que tu
misericordia no tiene fin y tu poder no tiene límites. Y así, te invo­
camos ahora una vez más, tal como nos lo ordenó tu Hijo: Padre
nuestro... Amén.
La gran dispensa
Flp 4, 5-6
20 de diciembre de 1957, Iglesia de S. Pedro, Basilea

/Señor, Dios nuestro! Tú te has humillado para levantamos. Tú


te hiciste pobre para enriquecernos. Tú viniste a nosotros para que
nosotros fuéramos a ti. Tú te hiciste hombre como nosotros para
admitirnos a participar de tu vida eterna. Todo esto por la liberali­
dad de tu gracia, que no hemos merecido. Todo esto, en tu Hijo
amado, nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Estamos aquí reunidos para suplicarte, para alabarte, para pro­
clamar y escuchar tu palabra, ante este misterio y esta maravilla.
Pero sabemos que no tenemos poder alguno para hacer esto, así
pues, haznos libres tú mismo para que podamos elevar a ti nuestros
corazones y nuestros pensamientos. Por lo tanto te rogamos: ¡hazte
presente en medio de nosotros! Muéstranos y ábrenos por tu Espíri­
tu santo el camino que lleva a ti, para que podamos ver con nuestros
propios ojos la luz que ha venido al mundo, para ser también tus
testigos en los hechos de nuestra vida.
Padre nuestro...

El Señor está cerca, no os agobiéis por nada; en lo que


sea, presentad ante Dios vuestras peticiones con esa oración y
esa súplica que incluyen acción de gracias
Queridos compañeros, queridos colegas, querida comu­
nidad:
Un buen amigo de H olanda1 me ha escrito hace una se­
mana, deseándome para Navidad, mucha fiesta en lo posible

1. Prof. Dr. K. H. Miskotte, Leiden.


94 Karl Barth

y, en lo posible, poco festejo. Esto me ha gustado, pero no


querría perder ni un minuto, para decir nada malo, ni si­
quiera crítico sobre las festividades navideñas eclesiásticas y
civiles, públicas y familiares, que nos pudieran venir al pen­
samiento. Lo que hay en ellas de cuestionable, nos es sufi­
cientemente conocido a todos nosotros. Pero una coas es
segura: Navidad es cosa de fiesta, no de festejos.
¡Celebrar la fiesta! Si tomamos la palabra en su significa­
do original, tal como suena todavía en la hermosa palabra
“Feierabend” (= cesar del trabajo), significa: permiso, vaca­
ciones, poder cesar de todo trabajo y de toda agitación, de
todo encargo y preocupación inútil, de toda tensión, poder
descansar. En este sentido, debemos, podemos y queremos
celebrar Navidad. Y acto seguido, permítasenos hacer notar
que: celebrar Navidad no es ningún acontecimiento pasaje­
ro, sino que es algo que penetra en nuestros corazones, en
nosotros mismos, en nuestra vida, para tomar posesión de
nosotros, para permanecer, algo que no puede cesar, algo
que significa un respiro, una liberación de preocupaciones
inútiles que se mantiene firme.
Este “celebrar la fiesta” significa lo mismo que hemos
oído hace un momento en Pablo: que no debemos agobiar­
nos por nada. Este es el anuncio de las grandes vacaciones
de Navidad, de las vacaciones totales de Navidad, que siem­
pre duran. ¿No debemos agobiarnos por nada? Ah, la pala­
bra “debemos” no va bien: no, nosotros podemos conseguir
no agobiarnos, no agobiarnos por nada. Podemos aceptar
esta dispensa y hacer uso de ella. Celebrar Navidad quiere
decir: no os agobiéis por nada.
Agobiarse quiere decir tomarse a uno tan en serio, que
piensa que podrá contestar y dar la solución a las grandes y
serias preguntas de la vida, que estaremos obligados, que
deberemos tomar sobre nosotros las dificultades de la vida y
las pequeñas cargas, como Atlas, y nosotros mismos mane­
jarlas, dominarlas, eliminarlas. Notemos ya que agobiarse
tiene mucho que ver con las solemnidades. Cuando uno se
agobia, se vuelve solemne, y cuando va adelante solemne­
mente, generalmente se esconde detrás una preocupación.
En nuestra vida, por cierto, hay cargas e interrogantes.
Nos gustaría tanto a todos ser felices, probablemente porque
en cierta manera somos todos infelices. ¿Cuál es el objeto de
mi vida, de tu vida? ¿Le hacemos justicia? O ¿qué papel
represento en mi ambiente, llamo la atención, recibo de los
La gran dispensa 95

hombres que me rodean lo que me corresponde? o ¿cómo


me las arreglo con esta o aquella persona, cómo me será
posible soportarla, cómo me será posible ayudarla también
un poco? o, en resumidas cuentas, ¿qué quiere decir ser
hombre? ¿Tiene un sentido ser hombre, puede uno soportar­
lo? Una pregunta muy seria, y si todavía no se ha convertido
en un interrogante, acude a Sartre o a Camus y aprende a
tomarte en serio esta cuestión. Y finalmente ¿qué hay de la
salvación o de la condenación eterna del hombre?
Y ahora, para todas estas cuestiones, hasta la última y
con la última, oímos decir: no os agobiéis por nada. Esta es
la gran dispensa. Esto no quiere decir que estas cuestiones
no sean cuestiones auténticas y difíciles. Pero quiere decir:
tú estás libre de la obligación de dar una respuesta a estas
preguntas a partir de ti mismo y de querer disponer de ellas.
No es en absoluto cosa tuya obtener la felicidad para ti mis­
mo, y no es cosa tuya proponerte un objetivo en la vida y,
mucho menos aún, decidir si te haces justicia o no. ¡Deja
eso y cesa de ir forjando pensamientos sobre los límites de
tu trabajo y sobre su calidad! Más aún, con tu prójimo, no
debes asegurar en absoluto lo que hay en él de censurable,
ni lo que hay que decirle. Y finalmente: no es cosa tuya
discernir si la vida del hombre tiene un sentido, y mucho
menos está en tus manos el alcanzar tu salvación o tu conde­
nación eternas.
¡No os agobiéis por nada! esto quiere decir cesar del tra­
bajo, poder respirar, llegar finalmente al descanso, tener al
fin y definitivamente vacaciones.
Preguntarás tal vez: ¿Y qué tiene que ver todo esto con
Navidad, con la fiesta de Navidad? Queridos amigos, muchí­
simo, francamente ¡todo! Puesto que si esta celebración es
realmente este “no agobiarse por nada” , si es, por lo tanto,
una auténtica y real celebración, entonces será precisamente
la fiesta, que por el mensaje de la palabra es concedida y
ofrecida. Si no fuera la fiesta de Navidad, podría ser una
cosa totalmente perjudicial: se trataría de una ceguera insen­
sata y malintencionada para la seriedad y la dificultad de la
vida, se trataría de una frivolidad arbitraria y reprensible,
de una mala partida existencial, o se trataría también de un
escepticismo cansado e irresponsable. Dios nos libre de una
tal “fiesta” , que no sería sino otra forma de agobio arbitra­
rio. También estamos dispensados de esto.
96 Karl Barth

La invitación a la fiesta auténtica, que nada tiene que ver


con agobio, viene del hecho y con el hecho de que el Señor
está cerca. El Señor, cuyo nacimiento anunciaron los ángeles
a los pastores de Belén: “Cristo, el Señor, en la ciudad de
David” (Le 2, 11). El Señor, cuya estrella es no mil veces,
sino infinitamente más importante que el Sputnik ruso lanza­
do con éxito y el fracasado Sputnik americano2, el Señor del
cielo y de la tierra, el Dios eterno, para el que no hubo
inconveniente en hacerse nuestro, para que nosotros fuéra­
mos suyos. El Señor, que al vivir y al morir siendo hombre
como nosotros, amó al mundo y lo reconcilió consigo mismo
(cf. Jn 3, 16; 2 Cor 5, 19). El Señor, que tomando sobre sí
mismo todos nuestros problemas, todas nuestras cargas, se
los llevó, para que nosotros pudiéramos vivir por él, con él
y en él. ¡Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los
hombres, que él quiere tanto! (cf. Le 2, 14).
Este Señor está cerca. Ninguno de los consuelos de las
religiones está cerca de nosotros; son una señal más de que
el hombre no se puede consolar a sí mismo. Ni tampoco la
iglesia, con su enseñanza y su teología antigua y nueva, o
con sus disposiciones y organizaciones, con sus tradiciones,
está cerca de nosotros como tal. Como testimonio de sí mis­
ma no tiene valor, sino sólo como testimonio del Señor: que
no está muerto, sino que vive, que no se ha ido ni ha desapa­
recido, sino que viene, y que, por cierto, viene ahora, y no
sólo a otros, sino a ti y a. mí: “¡Mira que estoy a la puerta
llamando!” (Ap 3, 20).
El misterio de la gran dispensa es que este Señor está
cerca. Como la tormenta de primavera derrite el hielo y la
nieve, o como el fuego inflama la pila de leña, de una mane­
ra semejante esto pone fin a todas nuestras preocupaciones,
las barre. No es preciso que nos agobiemos, porque hay
quien se preocupa de nosotros, porque con todo derecho
estamos libres de ello, porque sería injusto que, no obstante,
quisiéramos preocuparnos.
Me pregunto: ¿y qué nos queda si no nos preocupamos?
Entonces nace otro tipo de preocupación, una oposición más
orgullosa, más obstinada, silenciosa y sin embargo muy vio­

2. El primer lanzamiento con éxito de un satélite artificial soviético (“Sput­


nik”) el 4.10.1957. Le siguió el 3.11 un segundo (“Sputnik II”). El 6.12.1957
falló un primer intento americano de lanzar un satélite, porque el cohete que lo
llevaba explotó al ser lanzado.
La gran dispensa 97

lenta, como si hubiera sido herido lo mejor y lo más santo


que hay en el hombre. Somos gente muy rara. Hablamos de
nuestras preocupaciones, sufrimos por ellas, pero cuando se
hace pública la dispensa, cuando suena la palabra: ¡no os
agobiéis! entonces se pone en evidencia que nosotros tene­
mos en gran estima y apreciamos, sí, que amamos y cultiva­
mos nuestras preocupaciones (y en ellas, a nosotros mis­
mos). Nunca olvidaré una vez que me llamó una amiga y
se me quejó de su pena -sufría mucho de asma y de depre­
sión- y yo intenté consolarla recitanto una antigua estrofa in­
fantil: “El buen Dios piensa en mí / y me da mucha alegría /
él me guarda y me bendice” 3. Entonces se puso furiosa:
“No, el buen Dios, no piensa en mí, no, no se preocupa de
mí”. Amaba demasiado su agobio como para deshacerse
de él (también podría ser que yo no hubiera encontrado las
palabras de consuelo que le convenían).
¿Pero no podría haber algo justo e importante en esta
oposición? Supongamos que condescendemos a la gran dis­
pensa. Y entonces ¿qué? ¿Dónde están pues las sombras de
las cuestiones y las cargas que nuestro Señor ha tomado so­
bre sí, si aun a pesar de que la preocupación que acarrean
hubiera debido fundirse y quemarse como la pira de leña,
están todavía ahí? ¿Estamos condenados a cruzarnos de
brazos y a no hacer nada? ¿Podríamos soportar nuestra vida,
por más que ésta fuera una vida noble, digna de un hombre?
¿No sería necesariamente una nueva preocupación mante­
nerse en esta actitud?
No, claro está que las cosas no pueden ser así. Por la
proximidad del Señor, que cierra la puerta a la preocu­
pación, se abre inesperadamente otra puerta, se nos pone
bajo los pies un nuevo pavimento, sobre el que podemos
y debemos hacer algo mejor que preocuparnos. Pablo des­
cribe esto “mejor” con las palabras: ... en lo que sea pre­
sentad ante Dios vuestras peticiones. Esto es lo propio de
Navidad, que nosotros podemos, nos es dado, debemos
hacer, como quienes hemos sido ya salvados y liberados por
el Señor, emancipados de la preocupación. Esta es la puer­
ta abierta al hermoso paraíso, que hemos cantado hace un

3. A. Burckhardt, Canción de cuna, estrofa 3, en: A. Burckhardt, Kinder-


Lieder. Eine Weihnachtsgabe für die Kinder und Mütter der Heimat (1859), Nue­
va edición, Basilea 1926, p. 36.
98 Karl Barth

momento4: No es que Dios tenga necesidad de que le expli­


quemos cuáles son las sombras que nos atormentan, pero sí
nos es dado presentárselas para hablar con él de todo lo que
nos concierne, lo grande y lo pequeño, las cosas importantes
y las que no lo son, las inteligentes y las estúpidas; en lo que
sea presentad ante Dios vuestras peticiones. Podemos decirle
lo difícil que nos resulta todo, cómo las cosas y los hombres
nos aparecen siempre de nuevo llenos de misterio, y sobre
todo lo que nosotros nos hemos de reprochar, y lo poco que
llevamos a cabo con los demás. Nos es dado presentar todo
eso en la oración, y esto quiere decir, con una grande y
sincera humildad, con esa súplica, y esto quiere decir con
gran apremio y confianza infantiles, y con acción de gracias,
que quiere decir, agradecidos porque esto es así, y porque
nos ha sido dado saberlo: que por nuestro Señor Jesucristo
ha sido ya todo restablecido, y agradecidos porque se nos
permite estar en su presencia. Y todo esto junto es nuestra
petición: que su rostro no deje de brillar aun en medio de las
sombras que nos rodean, que no nos cansemos de esperar
que se rasguen, y que se disipé la niebla y que se corra el
velo, que todavía ahora nos atormentan. Esto es lo mejor
que podemos hacer en lugar de la preocupación de la que
hemos sido dispensados.
Así pues, ¿sólo rezar? ¡Sí, sólo rezar! ¿Es que tú ya lo
has intentado, siquiera un poco, no por costumbre, sino por­
que el Señor está cerca, y porque tú, como hermano suyo,
como hermana, como hijo de Dios, puedes y debes atrever­
te, pidiendo y suplicando, a presentarlo todo ante Dios en la
oración? Quien lo ha intentado y lo ha hecho, sabe que una
oración así, sólo oración, incluye también un trabajo silen­
cioso, firme, constante. No se preocupa de que el rezar pu­
diera ser demasiado poco, hace mucho más, precisamente
cuando reza; hace también en su vida, su pensamiento, sus
palabras y sus obras, los pasos correspondientes a su oración:
pasos pequeños, sin pretensiones, escondidos, pero decidi­
dos, y, en efecto, en todo aprieto, pasos alegres, joviales,
con los que también sin quererlo en absoluto, sin proponér­
selo y sin quererlo, podrá ser y podrá esparcir un poco de
luz en este mundo tenebroso.

4. Estrofa final del cántico 113, cantado como introducción: “Hoy abre de
nuevo la puerta / del hermoso paraíso...”.
La gran dispensa 99

Celebremos en este sentido una Navidad llena de alegría.


Debemos y nos es dado hacerlo, y podemos también; todos
nosotros tenemos un motivo para hacerlo: ¡el Señor está cer­
ca! ¿Por qué no íbamos a celebrarlo con alegría?
¡Querido Padre, por Jesucristo nuestro Señor! Haz tú bueno
aquello que los hombres no hacemos -tam bién esta celebración con
toda su im perfección- y también las muchas celebraciones navideñas
a las que nos acercamos, entendiéndolas o sin entenderlas. Sí, tú
puedes hacer brotar agua de la roca, convertir agua en vino, y de
estas piedras, suscitar hijos de Abrahán, todo en la grande e incom­
prensible fidelidad que has jurado a tu pueblo y que siempre has
mantenido. Te damos gracias porque esta fidelidad brilla para nos­
otros en el evangelio, y porque nosotros podemos atenernos a ella
en todas las circunstancias. No permitas que nos endurezcamos ante
ella. Despiértanos una y otra vez, del sueño de la indiferencia y de
los malos sueños de nuestras piadosas y no piadosas pasiones y ape­
titos. No te canses de conducirnos de nuevo una y otra vez a tu
camino.
Guárdanos de la locura de la guerra fría y de las mutuas amena­
zas que ponen en un peligro tan terrible a la población mundial. Da
a los estados y a los responsables de la opinión pública la nueva
sabiduría, paciencia y decisión, tan necesarias hoy día, para propor­
cionar a todos en esta tierra buena, que es tuya, aquello que es
justo, y mantenerlo. Te pedimos que todo lo que se trabaja en nues­
tra ciudad, en nuestra iglesia, en nuestra universidad, en nuestras
escuelas, no se haga sin tu luz y sin tu bendición, y pueda hacerse
para el verdadero bien de los hombres y para tu gloria. Te pedimos
sobre todo por los muchos a los que les será difícil disfrutar ahora
de la Navidad: por los pobres conocidos y desconocidos, por los
ancianos que sienten la soledad, por los enfermos, y los enfermos
mentales, por los presos: que a pesar de todo, se serene un poco el
cielo también para ellos. Para concluir, te encomendamos a nuestros
parientes, los que están cerca y los que están lejos, y a todos nos­
otros: mantén benignamente tu mano sobre toda nuestra vida y so­
bre nuestra muerte.
¡Señor, ten piedad de nosotros! Sea alabado tu nombre, ahora y
por toda la eternidad. Amén.
Es él
Dt 8, 18
29 de diciembre de 1957, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! Nuestros años van y vienen. Y nosotros,


vivimos y morimos. Pero tú eres y permaneces. Tu dominio y tu fide­
lidad, tu justicia y tu misericordia, no tienen principio y no tienen fin.
Y así pues, tú eres el origen y el fin de nuestra vida. Tú eres el juez
de nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones.
Nos sabe mal que, hoy también, solamente podamos reconocer
que te hemos olvidado, negado, ofendido, tan frecuentemente,
siempre de nuevo, hasta este momento. Pero también hoy nos ilu­
mina y nos consuela la palabra, por la que nos das a conocer que tú
eres nuestro Padre, que nosotros somos tus hijos, porque tu querido
Hijo, Jesucristo, se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado por
nosotros y es nuestro hermano.
Te damos gracias, porque nos es dado, una vez más, en el último
domingo del año, proclamar y escuchar este alegre mensaje. Haznos
tú mismo libres para decir lo que es justo y lo escuchemos tal como
conviene, para que esta hora sea para tu gloria y sirva para la paz
y la salvación de todos nosotros. Padre nuestro...

Acuérdate del Señor, tu Dios,


que es él quien te da la fuerza
Queridos hermanos y hermanas:
Ojalá Dios que yo pudiese pronunciar este “Es él” de
tal manera, y vosotros pudierais de tal manera oírlo, que
lo que «supera en claridad a mil soles»1 se hiciera presente

1. Alusión al título de un libro: R. Jungk, Heller ais tausend Sonnen. Das


Schicksal der Atomforscher, Bern 1956.
Es él 101

ante nosotros y cegara nuestros ojos, de manera que de


pronto no pudieran ver ninguna otra cosa, y entonces, abrír­
noslos totalmente renovados haciéndolos capaces de ver, y
pudiéramos, fuésemos capaces, debiéramos necesariamente
percibir: la eternidad de Dios y a nosotros mismos rodeados
y llenos de ella; los caminos de Dios y, junto con ellos, nues­
tros caminos humanos; la verdad de Dios y, junto con ella,
aquello que nosotros tenemos por la verdad; la vida de Dios,
y nuestra vida humana, que él ha cargado sobre sí.
Pero en esta hora, tanto si yo hablo bien o mal, como si
vosotros entendéis mejor o peor, se trata de que “es él quien
te da la fuerza”, y esto está a punto para todos nosotros, nos
espera, nos es dado y podemos entenderlo todos. No eres tú
que te la das a ti mismo. Ningún hombre puede dártela. Ni
las mejores circunstancias, ni la realización de tus más eleva­
dos deseos podrían proporcionártela. Es él quien te da la
fuerza.
Estas palabras se encuentran en uno de los más hermosos
y conmovedores capítulos del antiguo testamento. Os invito
de todo corazón a que, cuando os encontréis solos, abráis
vuestra Biblia, y lo leáis (está en el capítulo 8 del Deute-
ronomio). La palabra se dirige al pueblo de Israel, que ha
dejado atrás sus largos y fatigosos caminos por el desierto, y
tiene ante sí la tierra prometida de sus padres. Y entonces
se le dice a este pueblo que no ha de figurarse de ningún
modo que ha sido cosa suya haber llegado hasta allí, ni lo
será entrar aquí. No, es el Señor, tu Dios, el que te ha pro­
bado y te ha sostenido al mismo tiempo en el desierto. Y es
el Señor, tu Dios, el que te ha dado esta hermosa tierra. Y
por esto te has de acordar de él: es él quien te da la fuerza.
Pero ahora, dejemos simplemente que esta palabra se
nos diga a nosotros directamente. Pues, en un cierto sentido
—¿verdad?— seguro que es válido para todos nosotros. El
camino que hemos recorrido en este año que llega a su fin y
en todos los años que le han precedido, también fue un ca­
mino como el que se describe en aquel capítulo: un camino
a través de “aquel desierto inmenso y terrible, con dragones
y alacranes, un sequedal sin una gota de agua” (Dt 8, 15).
Y con mucha más certeza aún se nos puede aplicar lo otro,
puesto que nos encontramos de tránsito a un futuro, en el
que también nos ha de ir bien y, a decir verdad, muy bien:
a un futuro en el que podremos respirar, en el que todos
nosotros seremos consolados y reconfortados. Y precisa­
102 Karl Barth

mente por esto nos interesa a todos nosotros, en esta mirada


hacia nuestro pasado y en esta perspectiva de futuro que se
nos ha prometido a todos nosotros, no olvidarnos, sino tener
siempre presente que “es él quien nos da la fuerza” . Toda
aflicción que hayamos podido ya soportar, la hubiéramos su­
frido por nada, y toda esperanza en la que ponemos la vista
mirando adelante, sería una ilusión, una imaginación, si nos
olvidásemos, si no pensáramos que “es él quien da la fuer­
za” . Pero ¿por qué íbamos a olvidarnos de eso? No hay nin­
gún motivo. ¿Por qué no íbamos a pensar en esto, por qué
no Íbamos a querer atenernos a esto? Tenemos toda la razón
para hacerlo así.
“¡Acuérdate del Señor, tu Dios!” Así pues, no de una
manera general: ¡en Dios!, pensamos en algo general inmen­
so; en algo elevadísimo o profundísimo, en algo definitivo y
transcendente. Pero mirad, esto sumamente elevado y trans­
cendente podría ser también simplemente un destino que
nos fuerza y nos domina con poder. Quizás podría ser tam­
bién algún misterio majestuoso elevado por encima de las
estrellas, o que vive en nuestros corazones. E igualmente
podría ser también una invención humana. Sería una cosa
completamente incierta el que este “Dios”, este Dios en ge­
neral, nos diera fuerzas. ¿De dónde las sacaría? ¿Cómo ha­
bría llegado a ser el Señor, a ser tu Dios? Sí, y si él fuera tu
Dios, podría tratarse de algo muy terrible; pues este “Dios”
podría ser también un Señor malo, podría ser también tu
peor, el peor enemigo de todos nosotros.
El Señor, tu Dios —éste es el Dios que tiene un nom­
bre, que también tiene un rostro y un carácter. Y de su
nombre, su rostro y su carácter se puede inferir, con toda
certeza, que es en verdad un Dios severo, pero también bue­
no, auxiliador, fiel— un Dios “amable” , como lo llamába­
mos cuando éramos niños, y podemos seguirlo llamando
ahora. Es un Dios que no tiene necesidad, y que no nos
exige a nosotros, como cosa necesaria, que ante todo nos ha­
gamos de él una opinión, un parecer, una teoría. Porque él
es el Dios que desde siempre nos ha dicho y nos sigue di­
ciendo y nos hace decir cómo y qué hemos de pensar de él.
Y precisamente nos lo ha dicho de una manera singular, ma­
nifestándonos cómo y qué piensa él de nosotros. El podría
muy bien habernos vilipendiado, rechazado, rehusado. Pero
no lo hace: él tiene un elevado concepto de nosotros. ¿Qui­
zás porque somos gente “bien”? ¡No, aunque nosotros, los
Es él 103

hombres, no seamos en absoluto gente “bien”! ¿Tal vez por­


que nos necesita? No, no nos necesita. Él puede muy bien
prescindir de nosotros. Pero le llega al corazón el que nos­
otros necesitemos de él, lo necesitemos muchísimo, inevi­
tablemente. ¿Acaso sólo de paso y desde arriba, de la misma
manera que un gran señor puede ocuparse por una vez de
un hombre de rango inferior? Ni hablar, lo ha hecho de tal
manera, que él mismo se ha jugado la vida y se ha entregado
totalmente por nosotros, se ha unido y se ha comprometido
con nosotros para siempre. El es el Dios de Navidad, el Dios
del que podemos cantar ahora de nuevo: “Se ha hecho un
niñito pobre, para apiadarse de nosotros”2. En esto consiste
su ser elevadísimo y profundísimo, su ser definitivo y tras­
cendente, su ser eterno, omnipotente y magnífico, en que se
apiada de nosotros, así es como él es el Señor. Y cuando
se apiada de ti y de mí, es cuando él es tu Dios y mi Dios.
Y cuando él hace esto, creer en él, esperar en él, y amarlo
(amando por igual a nuestro prójimo), no es en absoluto
una obra complicada, sino lo más natural del mundo. Él,
este Dios, es quien te da la fuerza.
Él te da la fuerza. La fuerza es una disposición, una capa­
cidad, una libertad de poder hacer algo. Pero nuestra mise­
ria humana consiste en que no podemos hacer cosas que
deberíamos hacer, en no tener las fuerzas que necesitaría­
mos. Se necesita fuerza para vivir, y se necesita mucha más
fuerza todavía para morir; con esto, no pienso sólo ahora
en lo que nos sucederá a última hora, sino en el frágil des­
arrollo y en el fin que se sucede a lo largo de toda nuestra
vida, y que ya empezó con nuestro nacimiento. Se necesita
fuerza para ser joven y mucho más para llegar a la madurez
y a la ancianidad. Se necesita fuerza para no amargarse ni
dudar en los desengaños de la vida y en las desgracias, y se
necesita fuerza con mayor razón, para no ser soberbios, va­
nidosos, estúpidos, cuando nos va bien, en la prosperidad.
Se necesita fuerza para resistir a las tentaciones que todos
nosotros conocemos, y se necesita tal vez mucha más fuerza,
para no convertirnos en fariseos desprovistos de amor y que
se justifican a sí mismos, cuando las resistimos. Seguro que se

2. Cf. cántico 114 (EKG 15) “Gelobet seist du, Jesu Christ” (1524) de
M. Luther, estrofa 3: “Se ha hecho un niñito, / que él sólo todo lo mantiene”;
estrofa 6: “Ha venido pobre a la tierra, para apiadarse de nosotros”.
104 Karl Barth

necesita fuerza para estar preso, como lo estáis vosotros en


esta casa. Pero creedme, también se necesita fuerza, y tal
vez mucha más todavía, para ser libre, y hacer buen uso de
la libertad. Se necesita fuerza para andar de acuerdo con el
prójimo, que tal vez me crispa los nervios y vive de forma
que no me agrada, y quizás se necesita más fuerza todavía,
para andar de acuerdo con uno mismo, para soportarse a sí
mismo día tras día y año tras año. Se necesita fuerza para
aquello que hace un momento he llamado lo más natural del
mundo: para la fe, que es una alegre esperanza y que es
fuerte en el amor (cf. Rom 12, 12; Gál 5, 6). Sí, se necesitan
muchas y múltiples fuerzas, eficaces, constantes, que ningu­
no de todos nosotros tenemos, ni nos las podemos procurar,
ni ningún hombre nos las puede dar, de manera que toda
persuasión o estímulo como: “tienes la obligación... debes”
es totalmente inútil. Lo que necesitamos, son las fuerzas que
sólo puede darnos el que es el origen de toda fuerza, y que
no las guarda para él, sino que nos las quiere dar y nos las
da realmente.
Sí, cierto que no puedo describir ahora cómo lo hace.
¿Cómo podría uno describir lo que pasa, cuando Dios nos
hace don de lo que es suyo, de lo que le pertenece? Lo
cierto es que él hace penetrar las fuerzas que necesitamos en
nuestra debilidad humana, en la tuya y en la mía: precisa­
mente en aquellos momentos en que sea como fuere ya no
sabemos qué decir. Por eso, cuando esto sucede, siempre es
algo inesperado. Y siempre nos las da para la próxima etapa
del camino que tenemos delante. Pero cada vez nos las da,
junto con la promesa de que nos las volverá a dar, más nu­
merosas, más grandes y, en todo caso, siempre nos irá dando
de nuevo las fuerzas necesarias para el próximo futuro.
Y cuando nos las da, la consecuencia es que, de alguna ma­
nera, podemos hacer aquello que antes no podíamos. Por
cierto, no nos lo da todo de una vez, pero nos da por esta
vez esto o lo otro, hasta la próxima. No que hayas de con­
vertirte en un bravucón, pero tampoco que hayas de seguir
siendo una persona débil y marioneta, frágil y que sólo pue­
de caer de narices (¡nos ha pasado tantas veces!). Te las da
de manera que puedas seguir siendo un hombre con toda la
modestia, pero también con toda la decisión, que humilde
sigue animoso adelante su camino, que con gratitud puede
ser fuerte: fuerte por la omnipotente gracia de Dios, por la
que está agradecido.
Es él 105

Así pues, acuérdate tú también ahora del Señor, tu Dios.


Mis queridos amigos, estamos todos juntos —yo también, y
tengo gusto en decir: yo, sobre todo— extraños parroquia­
nos del buen Dios. Quiero decir: gente que nunca se dan
cuenta de esto, tampoco están nunca agradecidos ni están
dispuestos a recibir con las manos vacías lo que él nos da,
lo que sólo él tiene, lo que sólo él puede y quiere dar: las
fuerzas que necesitamos, v que en verdad no tenemos. Sí,
todos nosotros somos estos extraños parroquianos de Dios.
Pero ahora, no podemos darnos por satisfechos con esta
confesión.
Acuérdate del Señor, tu Dios. Quiere decir: despierta
del sueño de tu gran distracción. Despierta de los hermosos
y no tan hermosos sueños de tantos pensamientos que bullen
en tu cabeza. Despiértate a la inteligencia y al conocimiento
de que es él quien te da la fuerza. Si tú despiertas a todo
esto, entonces te asaltará necesariamente la pregunta: ¿Có­
mo pude olvidarlo? ¿Cómo pude considerar todo lo demás
más importante que él? ¿Cómo pude llegarme a poner yo de
esta manera en el centro de todas las cosas? ¿Cómo pude
llegar a considerar todo y a todos, a la medida de mis deseos
y de mis opiniones? ¿Cómo pude considerarme a mí, como
si fuera el meridiano de Greenwich, donde se sitúa el grado
cero y donde también se separan el oriente del occidente?
¿Cómo pude yo hacer esto? Pero no perdamos tiempo, y
clavemos fuertemente en la pared este clavo: ¡es él! Y enton­
ces, todo queda inmediatamente colgado de este clavo: es
él, el uno ante todos los ceros, y solamente detras de él,
pueden estos significar alguna cosa. Él mide con su medida
infalible. Él juzga con justicia. Y spbre todo, él, solamente
él da lo que nosotros necesitamos. Él lo tiene. En él tiene su
origen. El no nos lo quiere escatimar. Esto quiere decir:
acuérdate del Señor, tu Dios.
Si lo haces así, cada vez que pienses en el Señor, tu Dios,
empezarán las fuerzas que él da —a brotar, a fluir, a correr,
como el agua de la roca bajo la vara de Moisés (Ex 17, 6),
llenando tu corazón y tu vida de confianza, de alegría y de
paz, también en este año que se avecina y en todos los años
que todavía han de venir— ¡fuerzas para ti, precisamente
para ti!.
Tal vez os gustaría preguntarme si es posible y cómo es
posible esto: acordarse del Señor. Para acabar, dos respues­
tas a esta pregunta:
106 Karl Barth

La una es: cierto que acordarse del Señor es una cosa


que uno, como todo lo bueno, debe empezar alguna vez, y
no sólo empezar, sino también repetir; una cosa que uno ha
de practicar. Y si me preguntáis cómo empieza, cómo repite
y cómo practica uno esto, os puedo muy bien traer a la me­
moria que ésta es precisamente la manera como se forja la
comunidad cristiana, comunidad que también existe aquí,
en esta casa. En una discusión se me preguntó una vez aquí:
¿Qué es propiamente “la iglesia”? Podría daros ahora la
simplicísima respuesta: la iglesia es nuestro intento comuni­
tario de acordarnos del Señor, nuestro Dios. Para ejercitarse
en esto, se predica y se escucha un sermón. Para hacer esto,
celebramos la santa cena, tal como lo hemos vuelto a hacer
aquí por Navidad, en la que, en cierta manera, queda de re­
lieve el hecho de que es él quien nos alimenta, y nos da de
beber y también nos da fuerza. Para acordarnos de él canta­
mos (con entendimiento y comprensión) los cánticos de
nuestro libro. Para lo que precisamente se nos concede, po­
demos y debemos leer nuestra Biblia. Como por ejemplo el
salmo 90(89) “Señor, tú has sido nuestro refugio de genera­
ción en generación”, el salmo 103(102): “Bendice alma mía
al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice alma
mía al Señor, y no olvides sus beneficios”, o el maravilloso
salmo 23(22): “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Pero
tendría que ir citando toda la Biblia, pues en cada página
dice: “es él quien da las fuerzas”. Con todo lo que acabo de
indicar, ¿lo has probado ya alguna vez seriamente? ¿quieres
y puedes seguir diciendo seriamente: esto me es imposible?
Pero —y con esto vengo a la segunda respuesta— tampo­
co en el servicio religioso, ni en el sermón, ni cuando uno
tiene en las manos la Biblia y el libro de cánticos, está de
por sí en situación de acordarse del Señor. De aquí no se
sacaría nada, si no fuera porque él mismo nos da la fuerza.
Tendremos que pedirle, por encima de todo lo que nosotros
podemos hacer, que él nos dé esta fuerza. Nos es lícito pedir
esta fuerza. Y por último, os digo con toda confianza: no
sólo necesitáis creer que esto es así, podéis saberlo. El Señor
nuestro Dios, nunca ha dejado de escuchar a nadie que le
haya pedido que le diera fuerza para acordarse de él. Amén.

¡Querido Padre, en Jesucristo tu Hijo, nuestro hermano y Señor!


Tú nos has juntado a todos aquí. Permanece con nosotros, vente
con cada uno de nosotros a su lugar, ahora cuando nos separemos.
Es él 107

No nos dejes a ninguno de nosotros. No permitas que ninguno de


nosotros se hunda del todo, se pierda del todo. Y sobre todo: no
permitas que ninguno de nosotros, olvidándose de ti, deje de acor­
darse de ti. También ilumina, consuela, fortalece a nuestros parien­
tes, los que están cerca y los que están lejos, a nuestros amigos y,
con mucha más razón aún, a nuestros enemigos.
Querríamos presentarte también las preocupaciones, necesida­
des y miserias de todos los hombres, tanto las que nos son conocidas
como las que desconocemos: las de las comunidades cristianas, aquí
y en todos los países, las de los que en el este y el oeste tienen voz,
dan consejo, tienen poder de decidir con responsabilidad, las de los
humillados y oprimidos de todas partes, las de todos los pobres,
enfermos y ancianos, las de todos los afligidos, los que están desa­
lentados y confundidos, las de todo el mundo, que anhela la justicia,
la libertad y la paz. Haz que muchos, todos, y así también nosotros,
experimentemos en las manos de tu gracia omnipotente, que por
último pondrá fin a toda injusticia y miseria, la creación de un nuevo
cielo y una nueva tierra, en los que habitará la justicia.
Gloria a ti, Padre, Hijo y Espíritu santo, como eras en el princi­
pio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
Enséñanos a llevar buena cuenta...
Salmo 90(89), 12
16 de marzo de 1958, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios, Padre nuestro! Te damos gracias porque nos es


dado invocarte y escucharte aquí juntos. Ante ti todos somos igua­
les. Tú conoces la vida, los pensamientos, el camino y el corazón de
cada uno de nosotros hasta lo más pequeño y escondido y, ante tus
ojos, nadie es justo, ni uno siquiera. Pero tampoco ni siquiera uno
de nosotros ha sido olvidado, rechazado o condenado por ti. Más
bien, tú amas a cada uno de nosotros, sabes lo que necesita y estás
dispuesto a dárselo, no ves sino las manos vacías que tendemos ha­
cia ti, para llenarlas, no a cuentagotas, sino con abundancia. En la
pasión y muerte de Jesús, tu Hijo amado, eres magnánimo y compa­
sivo por encima de toda medida, te has puesto en nuestro lugar, has
tomado sobre ti nuestra tiniebla y nuestra miseria y nos has hecho
libres para poder llegar a la luz como hijos tuyos y ser felices.
En su nombre te pedimos ahora, que nos des a cada uno de
nosotros algo de tu Espíritu, santo y bueno, para que en esta hora
te entendamos a ti, y a nosotros mismos, y los unos a los otros, un
poco mejor, y así de esta manera, refrescados y alentados, demos
un paso adelante en el camino en que nos pusiste — tanto si nos
damos cuenta como si no— entonces, cuando Jesús inclinó so cabeza
en la cruz y expiró, y desde toda la eternidad. Amén.

Queridos hermanos y hermanas: en esta hora vamos a


dejarnos interpelar por unas palabras, ya conocidas posible­
mente por algunos de vosotros porque con frecuencia se
oyen con ocasión de algún entierro. Se encuentran en el sal­
mo 90(89), versículo 12:
Ensénanos a llevar buena cuenta... 109

Enséñanos a llevar buena cuenta de nuestros años


para que adquiramos un corazón sensato
Seguro que sabéis que el antiguo testamento fue escrito
originalmente en hebreo. Por esto ante una traducción, uno
puede preguntarse con bastante frecuencia, cuál es la versión
que responde mejor al original. Habréis notado que en va­
rias traducciones las palabras son algo diferentes. Pero obje­
tivamente vienen a significar y a decir lo mismo: al contar sus
días, uno considera que están contados; con otras palabras:
considera que ha de morir. Y ser inteligente, bien entendido,
quiere decir: adquirir un corazón sensato. En el lenguaje de
la Biblia, el corazón es la estación central de la vida humana,
desde la que se decide si todo el hombre es sensato o insen­
sato. Pero ¿qué es lo que nos dice a nosotros esta frase?
Que hemos de morir - es una gran verdad: uno, tal vez,
después de una larga enfermedad, otro, de repente, uno sin
darse cuenta, otro en medio de grandes sufrimientos. Nadie
puede evadirse de la muerte, tal como estaba representado
en el muro de una plaza no lejos de aquí —todos vosotros la
conocéis— que antes había sido un cementerio y que, a cau­
sa de estas pinturas, lleva todavía el nombre de “Totentanz”
(Danza de los muertos)1. Pero no es necesario que esto nos
lo diga nadie, ya sabemos que hemos de morir. Para oír esto
no necesitábamos reunirnos aquí, ni tenemos necesidad de la
Biblia. Que el hombre tiene que morir, es cosa que pertene­
ce, por decirlo así, a la historia de su naturaleza.
Pero ahora vamos a hablar de la consideración de este
hecho ya conocido. Así pues, se nos invita a reflexionar so­
bre esto. Puede uno hacerlo en cualquier momento. Conoz­
co un cuadro de un gran santo católico, que sostiene un
cráneo en la mano y está meditando12. Es claro que está con­

1. Danza macabra de Basilea: fresco en la parte 'interior del muro del


cementerio de la iglesia de los dominicos de Basilea, realizado en el año 1440,
derrumbado en 1805. La cárcel de Basilea no está lejos de este lugar.
2. No se puede comprobar con seguridad, cuál es el cuadro en que piensa
Barth en su descripción, que prosigue más adelante. Los atributos de la calavera y
el crucifijo juntos se encuentran frecuentemente en las representaciones de S. Jeró­
nimo y de S. Francisco de Asís. Un cuadro que corresponde exactamente a la des­
cripción de Barth, sin que exista, por otra parte, ningún punto de apoyo para pro­
bar que lo hubiera conocido, es la representación de S. Jerónimo de un anónimo
holandés (?) del siglo XV (?) en la pinacoteca de Dresde, reproducido en la diser­
tación de A. Strümpell, “Hieronymus im Geháuse”, Marburg 1927. (Doy las gra­
cias al Sr. Director Dr. P. Boerlin, en Basilea, por su amable información).
110 Karl Barth

siderando que ha de morir. Y seguro que podría ser también


para nosotros, que no somos ningunos santos, una cosa que
siempre podría hacernos reflexionar de nuevo, el pasar por
un cementerio, ver todas las piedras y cruces con los nom­
bres de tantos, tantos hombres que vivieron y murieron des­
pués, y clarificarnos sobre el hecho de que un buen día será
éste también nuestro caso. Pero preguntémonos con toda
honestidad: ¿podemos sacar gran cosa, cuando nosotros in­
tentamos considerar que hemos de morir?, porque funda­
mentalmente ¿qué sabemos del morir? Que todo se acabará
para nosotros, podemos saberlo, pero ¿qué puede ayudarnos
el considerarlo? Tengo un apreciado amigo, que con fre­
cuencia se goza en presentarse ante mí como un incrédulo3.
Acostumbra entonces a mencionar que él también considera
que hemos de morir, pero el resultado de su consideración
es que se trata del tránsito o la vuelta del hombre a la natu­
raleza universal, que entonces caerá a la tierra como la hoja
de un árbol, para convertirse él de nuevo en tierra. En esto
no hay para él nada serio digno de consideración. No obstan­
te, es un hombre que tiene un corazón no del todo insensa­
to— si no fuera así, seguro que no sería mi amigo. Pero en
todo caso, no ha ganado nada mediante una profunda y par­
ticular reflexión sobre la muerte.
Así pues, la frase que hemos oído seguro que no es la
comunicación superflua de que nosotros hemos de morir
como todos los hombres, ni tampoco la dudosa invitación a
que nosotros (¡nosotros!) pensemos en esta realidad tan co­
nocida. La cosa reza de una manera totalmente distinta. Ensé­
ñanos a considerar que hemos de morir, es lo que dice. Así
pues, es un discurso, un discurso que se dirige a Dios, es una
súplica, una oración. Y siendo así, uno no acostumbra a supli­
car por algo que pueda hacer por sí mismo. Pero hay cosas que
uno no puede hacer por sí mismo, y a éstas pertenece el con­
tenido de estas palabras. Y es por lo que dice: enséñanos,
como quien dice: dánoslo, otórganoslo, concédenoslo y haz
que salga de nosotros el poder hacer esto: considerar que he­
mos de morir. Tú, Señor Dios nuestro, nos lo has de enseñar,
como un maestro enseña a un niño el abecedario y la tabla de
multiplicar, porque le es imposible hacerlo por sí solo. Esto es
lo que te pedimos que tú hagas.

3. Dr. Hans Huber.


Enséñanos a llevar buena cuenta... 111

Esta palabra presupone que en aquel fragmento de la


historia natural de la vida humana existe algo importante
digno de consideración. Y aún más, que nosotros no pode­
mos sacar de nuestra cabeza y de nuestro corazón, los pensa­
mientos correctos respecto a esta cuestión. Y más aún, que
no podemos renunciar a considerar esta cuestión que nos
apremia, de otra manera, no seremos inteligentes ni obten­
dremos un corazón sensato. Y finalmente y por último, que
no podemos hacer otra cosa sino dirigirnos a Dios para
que nos dé, nos otorgue, nos conceda esto tan necesario: el
poder considerar que hemos de morir. Las palabras que he­
mos oído, son las palabras de una oración y, cuando resue­
nan, nos invitan a que digamos, supliquemos y recemos to­
dos juntos: ¡enséñanos a considerar que hemos de morir!
Y ahora se realiza el cumplimiento de esta súplica que ha
sido atendida. Ahora podemos y nos es dado, de hecho, con­
siderar, haciéndolo de una manera correcta y llena de senti­
do, que hemos de morir. Ahora Dios nos lo enseña, y nos
da y nos concede la libertad para poder hacerlo.
No sabemos qué idea tenía de todo esto el hombre del
antiguo testamento que escribió el salmo 90(89), de que
Dios da libertad al hombre y lo hace sensato, ni cómo veía
la correcta consideración que el hombre recibía de Dios, res­
pecto al hecho de que hemos de morir. En este salmo, oímos
a este hombre que solamente suplica. Esta súplica ya es,
por cierto, algo grande, y con más razón sentirse invitado a
pedir esto. Se puede decir muy bien que todo el antiguo
testamento, es —no solamente en esta cuestión, sino tam­
bién en sí mismo— una única gran súplica. Y sin orar junta­
mente con él, no se podría entender el nuevo testamento.
Pero existe algo mayor que esta súplica: su aceptación y su
realización, que se nos hace patente en el nuevo testamento
y, precisamente en la cuestión de la que aquí estamos ha­
blando, se nos hace patente con claridad. Existe una consi­
deración correcta del hecho que hemos de morir, y existe un
camino abierto por el que Dios nos lo indica. Sin esto mayor
del nuevo testamento, lo grande del antiguo testamento nos
quedaría necesariamente oculto. Por lo tanto, sea como fue­
re, cuando en el nuevo testamento se nos abre, se nos mues­
tra y se nos pone ante los ojos este algo mayor, somos llama­
dos con toda seguridad y con mayor razón a la demanda
suplicante y urgente: “¡enséñanos a considerar que hemos
de morir!”.
112 Karl Barth

Pero ahora vayamos ya a la aceptación y a la concesión


de esta súplica. Me gustaría decir en primer lugar, breve­
mente y con osadía: considera, considéralo bien, que el nos­
otros debemos morir, quiere decir: considera que Jesús ha
muerto por nosotros.
Podemos y debemos reconocerlo y precisamente —-tal
como se nos insinúa de nuevo de una manera particular en
el tiempo de pasión que estamos ahora a punto de iniciar—
reconocerlo en su pasión y en su muerte; entonces experi­
mentamos y sabemos la importancia que tiene nuestra muer­
te, y que va un poquitín más allá de un pequeño fragmento
de la historia de la naturaleza. Ahora debo añadir algo a
lo que decía hace un momento del cuadro de aquel antiguo
santo: no lo muestra sólo con la calavera en la mano, sino
que ante él tiene una cruz con la imagen del crucificado y,
por encima de la calavera, dirige su mirada más allá, hacia
él: hacia Jesús muriendo.
El pintor que ha pintado este cuadro, con toda eviden­
cia sabía ya algo de esto, de que la correcta consideración
de que hemos de morir, consiste en la consideración de que
Jesús ha muerto por nosotros. Voy a intentar explicaros bre­
vemente ahora, de dos maneras, el sentido de la muerte de
Jesús por nosotros.
¿Sabéis vosotros lo que es la muerte de Jesús? ¿Qué su­
cedió, que se realizó en ella? ¿Una simple necesidad de la
naturaleza? ¿Un accidente? ¿Una casualidad? No, la muerte
de Jesús fue un juicio —esta es una de las cosas que en
primer lugar hemos de decir y hemos de oír aquí—: la ejecu­
ción de una pena de muerte que se efectuó en él, en este
Jesús, en lugar nuestro. Nosotros somos los que hemos sido
juzgados en esta persona. Nosotros somos los que hemos
sido condenados y ejecutados en su muerte. Nosotros: no
nosotros mismos, es verdad, sino alguien que tiene mucho
que ver con nosotros mismos, que está vinculado a nosotros
muy íntimamente, a saber: el hombre viejo, que vive y mete
ruido en todos nosotros. Este nuestro hombre viejo ha sido
juzgado, condenado y ejecutado en la muerte de Jesús - y
esto, de pies a cabeza: su corazón, su inteligencia, su vo­
luntad, sus sentimientos; lo más bajo que hay en él, pero
también lo más alto; lo superficial, pero también su más pro­
funda profundidad; lo que hay de rastrero en él, así como tam­
bién lo que hay de espiritual; sus malas obras, pero también
sus buenas obras; su miseria, así como también su grandeza.
Enséñanos a llevar buena cuenta... 113

Dios ha dicho no a toda esta situación del hombre viejo en


nosotros: no encuentra en él nada útil, por lo tanto se ha de
acabar con él; lo único que puede hacer es morir. Y lo que
Jesús tuvo que soportar en lugar de todos los hombres fue el
“no” duro e inexorable que Dios dijo a éste nuestro hombre
viejo. Él tpmó sobre sí el morir, la muerte de este hom­
bre viejo. Él ha sufrido realmente su muerte.
Y ahora, nuestro morir ocurre en la fuerza de este morir
de Jesús en nuestro lugar. Cierto, sólo en su fuerza. Pues
ningún otro hombre morirá ni puede morir por la muerte de
otro, como esta muerte del juicio en lugar de todos los de­
más hombres. Y que ocurre en la fuerza, quiere decir: en la
consecuencia, como imagen y semejanza de aquel “no” divi­
no, del juicio, de la sentencia de muerte ejecutada en Jesús.
Precisamente esto es lo que pasa con nosotros, es decir,
con el viejo hombre que vive y mete ruido en nosotros. No
tiene ningún valor, se le anula, se le rechaza, se le clava en
la cruz, y se le mata: exactamente como sucedió a Jesús en
su cruz y como se hizo visible a todo el mundo.
Y ahora se trata de considerar que hemos de morir,
que hemos de admitir la obra de esta fuerza de su muer­
te, que hemos de reconocer que esto es así para nosotros.
Tan cierto como estuvo Jesús entonces en nuestro lugar,
sufrió, fue crucificado, murió y fue sepultado - es cierto
también que esto se verifica en nosotros. Así es el corazón
sensato, el corazón inteligente, ese corazón que se trata de
adquirir, simplemente el corazón humillado de un hombre,
en el que está impreso cada vez con más fuerza y de una
manera inolvidable, que nada tiene que decir ante Dios,
nada puede exigirle ni hacerle valer nada —aunque fuera el
mejor y el más piadoso— , nada tiene de qué jactarse. El
corazón inteligente, el corazón sensato, es el corazón de un
hombre que sabe que cuando haya de morir, sólo necesitará
la gracia de Dios, siendo así que ya ahora solamente puede
vivir de la gracia de Dios. El que sabe esto, es sensato, es
inteligente. Esta es una de las explicaciones.
Pero ahora viene la otra, la que es totalmente otra: lo
que ocurrió en la muerte de Jesús, ocurrió no contra nos­
otros, sino por nosotros. Lo que sucedió allá, no fue un acto
de enemistad de Dios contra los hombres. No, todo lo con­
trario: porque Dios nos ha amado a nosotros —realmente, a
todos nosotros— desde toda la eternidad en este único Jesús,
porque Dios se escogió a sí mismo para ser nuestro Padre,
114 Karl Barth

y nos ha escogido a todos nosotros para ser sus queridos


hijos, para salvarnos a todos como a hijos queridos y atraer­
nos a él: por esto es por lo que él ha rehusado, rechazado,
ha clavado en la cruz, ha entregado a la muerte, en este
único Jesús, a nuestro hombre viejo que, como quien tiene
poder, vive y mete ruido en nosotros, sin que seamos nos­
otros. Precisamente por nosotros mismos, para que podamos
vivir como hombres libres en la muerte de Jesús, ha quitado
de en medio, ha echado afuera, ha deshecho en fuego, humo
y cenizas, al hombre viejo que hay en nosotros. Para decir­
nos a nosotros, de una vez para siempre y de una manera
incondicional su sí auténtico, ha querido decir de una vez
para siempre e incondicionalmente un no a aquel socio que
en absoluto nos pertenece, a todo nuestro ser envejecido y
nuestro no-ser, y ha dicho no de una manera tan poderosa,
como ha tenido lugar en la muerte de Jesús. Por esto es por
lo que él lo ha hecho.
Y ahora tiene lugar nuestra muerte en la fuerza de la
muerte de Jesús, muerte llena de gracia y de salvación, sufri­
da por nosotros. Y sólo en su fuerza, sólo en su eficacia,
sólo a su imagen y semejanza. Porque ningún otro ha muerto
ni muere de una manera tan llena de gracia y de salvación
para el mundo entero. Y la fuerza de su muerte, llena de
gracia y de salvación sufrida por nosotros, actúa irresistible­
mente en nuestra vida, y en la muerte que nos viene al en­
cuentro.
Así pues, nuestra vida y un día también nuestra muerte,
pueden ir pasando y ocurrir en la fuerza del gran sí que
Dios, en Jesús, en su muerte, ha pronunciado sobre nos­
otros. ¿Sabes tú, quién eres tú propiamente? ¿Quién serás,
cuando hayas muerto? Porque tu hombre viejo —ya lo cono­
ces bien— ha sido ya depuesto y exterminado en la muerte
de Jesús, porque tú no puedes ya ser por lo tanto este hom­
bre, y también porque por la fuerza de la muerte de Jesús
ha sido así dispuesto para ti, tú mismo eres el hombre nue­
vo, amado, escogido, salvado, aceptado por Dios, a quien
Dios ha dicho sí, dice sí, y dirá sí. Atente a esto: este hom­
bre eres tú mismo —por ahora, en el trocito de vida, peque­
ño o grande, que tú puedas tener todavía ante ti— ; definiti­
vamente, en tu muerte: porque ocurrirá en la fuerza de la
muerte de Jesús.
Y ahora se dice: consideremos que hemos de morir, que
nos alegremos como es debido de la eficacia de esta fuerza,
Enséñanos a ¡levar buena cuenta... 115

que, agradecidos, nos alimentemos de ella, que con nuestra


vida y nuestra muerte esto ha ido así: tan incomprensible­
mente hermoso, victorioso y magnífico. Con la misma certe­
za que entonces Jesús, como creador de nuestra vida nueva
y eterna, sufrió, fue crucificado, murió y fue sepultado por
nosotros, con esta misma confianza podemos nosotros ahora
mirar e ir al encuentro de nuestra muerte. Esto es lo que
hemos de considerar. Considerar que hemos de morir quiere
decir ir al encuentro de la muerte, considerándola como
nuestra vida, nuestra vida eterna, porque ésta nuestra muer­
te ocurrirá en la fuerza de la muerte de Jesús. Así es el
corazón sensato, inteligente, que se trata de adquirir. El co­
razón alegre de un hombre, que tanto en la vida como en la
muerte, sólo puede esperarlo todo de Dios-, pero precisa­
mente podrá esperarlo todo de Dios, aquel que realmente
puede atenerse a su gracia, y que es sostenido por su gracia
total y definitivamente: en las horas, en los días y en los
años que tal vez nos quedan todavía por vivir, pero mucho
más aún en nuestra muerte, porque ocurrirá en la fuerza de
la muerte de Jesús.
Llego al final. Os he de decir todavía de una manera
particular ¿cómo se las arregla Dios para enseñarnos a consi­
derar que hemos de morir? Voy a dar la respuesta más sim­
ple: Dios nos lo enseña, diciéndonos y permitiéndonos escu­
char lo que hemos intentado decir y escuchar ahora sobre la
doble fuerza, la fuerza que mata y la fuerza vivificante de
la muerte de Jesús en nuestra muerte.
Sin duda alguna, Dios nos lo dice. Dios permite que lo
escuchemos. De su parte no falta nada. Él nos enseña a con­
siderar, con todo el fuego de su Espíritu santo, que hemos
de morir: que Jesús ha muerto por nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, aunque sólo cayera una
chispa de este fuego en el corazón de un hombre, este hom­
bre, fuera quien fuera, y fuese como fuere, nada perdería y
lo ganaría todo. Amén.
¡Señor, Dios nuestro! Nos presentamos una vez más ante ti, con
la súplica cordial de que nos aceptes, y no permitirnos descanso
alguno hasta que aceptemos llegar a reposar en ti, luchar contra
nosotros y por nosotros hasta que tu paz se imponga y recupere sus
derechos en nuestro corazón, en nuestras palabras y pensamientos,
en nuestro ser y en nuestras relaciones mutuas. Sin ti no podemos
nada, contigo y a tu servicio lo podremos todo.
116 Karl Barth

Hazte presente y activo en todos los espacios de esta casa, y


también en toda esta ciudad, en todos sus habitantes y, hoy particu­
larmente, en todos los lugares en que se reúne tu comunidad. Per­
manece al lado de los enfermos y moribundos, de los pobres, opri­
midos y de los que se precipitan en el error; permanece también al
lado de los que nos gobiernan a nosotros y a los otros, a los grandes
pueblos, que forjan su opinión pública y que tienen en sus manos
los instrumentos del poder. Que de ti venga y actúe mucho amor
contra tanto odio, mucha inteligencia contra tanta insensatez, y no
sólo un par de gotas, sino una corriente de justicia contra tanta injus­
ticia. Pero tú sabes mejor que nosotros lo que sucederá y lo que
debe suceder con nosotros y en el mundo, estanto todo en último
término determinado para tu gloria. A sí, pues, lo ponemos todo en
tus manos. Por lo tanto, cada uno en su lugar y a su manera, quere­
mos con toda confianza, tranquilos y serenos, esperar en ti.
Te invocamos como nos lo enseñó a hacer tu querido Hijo, nues­
tro Señor Jesucristo: Padre nuestro...
Primicia de la sabiduría
es el respeto del Señor
Salmo 111(110), 10
20 de julio de 1958, cárcel de Basilea

¡Dios santo y misericordioso! Qué grande es tu bondad, ya que


nos permites vivir este día y nos traes aquí todos juntos para invo­
carte y escuchar tu palabra, que nos consuela y nos exhorta.
¿Qué somos nosotros, los hombres, ante ti? Cuánta presunción,
dureza y mentira hay en nuestros pensamientos, palabras y obras, y,
por lo tanto, aquí y en toda la tierra, cuánta desorientación y confu­
sión, cuánto sufrimiento y cuánta miseria.
Pero por encima de todo, tu corazón paternal está abierto para
nosotros, y tu mano permanece fuerte para sostenernos, guiarnos y
liberarnos. Tú no olvidas ni rechazas a ninguno de nosotros. Tú
estás cerca de todos nosotros. Tú nos llamas a todos.
Haz que todo esto lo notemos también en esta mañana del do­
mingo. Haz que no sea en vano lo que aquí rezamos y cantamos,
predicamos y escuchamos, sino que sea para tu gloria, y para que
todos nosotros nos despertemos, seamos iluminados y elevados, por
Jesucristo, en cuyo nombre te invocamos: Padre nuestro... Amén.

Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor


Queridos hermanos y hermanas:
Oímos hablar aquí de la sabiduría. Es con toda eviden­
cia, algo grande. Empecemos con algunas aclaraciones. La
sabiduría es más, es algo distinto y mejor que la inteligencia.
Hay quien es inteligente y, sin embargo, no es sabio. Pero la
sabiduría es también algo más y mejor que la ciencia, tal
como se puede adquirir en los libros, en la escuela o en
conferencias. Podéis creerme, yo vengo de la universidad y
118 Karl Barth

sé algo de esto: hay eruditos, hombres llenos de ciencia y


que, sin embargo, de ningún modo son sabios. La sabiduría
es también algo más y mejor que la astucia. Hay quien en
ciertas situaciones es muy astuto, pero resulta que con toda
su astucia, no es sabio de ningún modo, sino muy necio.
¿Qué es la sabiduría? Sabiduría es conocimiento de la
vida, y también se podría decir: arte de la vida. Conocimien­
to (Kunde) y arte (Kunst) derivan de poder (Konnen). Y el
mayor conocimiento y el arte más difícil es éste: poder vivir.
No hacer de su vida una confusión que lleva a la calamidad,
sino algo auténtico. El que puede vivir con autenticidad es
un sabio. Pero ¿cómo se llega a esta sabiduría y, por lo tan­
to, a poder vivir?
Se oye decir que para eso sólo es necesario hacerse viejo.
¡No lo creáis! Yo ya soy un hombre bastante viejo, y precisa­
mente por esto sé que haciéndose viejo no se hace uno más
sabio. La edad no protege de la necedad. También se oye
decir que son las experiencias las que hacen sabio a un hom­
bre. Pero, ¡Dios mío!, cuantas experiencias no habremos he­
cho ya todos nosotros, y con todo ¿nos hemos hecho sabios?
¡Las experiencias que han llegado a tener los pueblos de
Europa y del mundo en estos últimos cincuenta años!, y ¿se
han hecho por esto más sabios? Todavía otra cosa: algunos
de vosotros habréis oído ya alguna vez la palabra “psicolo­
gía”. Así es llamada una ciencia que estudia la vida psíquica
del hombre, y muchos creen firmemente que si se entiende
y se sabe aplicar, se hace uno sabio y conocedor de la vida.
No quiero decir nada contra esta hermosa ciencia, pero por
lo que he constatado en hombres muy ocupados y metidos
en esta materia, me veo obligado a no aceptar que por me­
dio de la psicología pueda uno hacerse sabio y conocedor
de la vida. No, “primicia de la sabiduría es el respeto del
Señor” acabamos de escuchar. Pero ¿qué es precisamente la
sabiduría? ¿el conocimiento de la vida? ¿Cómo se relaciona
con el respeto del Señor? Sobre esto vamos a reflexionar
un poco.
Permitidme empezar con el recuerdo de una historia del
antiguo testamento. Seguro que todos vosotros ya habéis
oído el nombre del rey Salomón, así como tampoco os será
desconocida la sabiduría con que este hombre estaba agra­
ciado. Ahora bien, en el tercer capítulo del primer libro de
los Reyes, se cuenta de él, que cuando era todavía muy jo­
ven tuvo un sueño en la ciudad de Gabaón. Nada menos que
Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor 119

el mismo Dios se le apareció y le dijo: “Pídeme lo que quie­


ras. ¿Qué quieres que te dé?” ¿Verdad que parece un cuen­
to?, y sin embargo, fue una cosa muy seria. Entonces, el
joven Salomón no dijo algo así como: dame riqueza, gloria,
victoria sobre mis enemigos, una larga vida, sino que respon­
dió así a Dios: debo ser el rey de este gran pueblo de Israel,
y soy todavía un niño que no sé valerme. Concédeme saber
distinguir lo que es bueno de lo que es malo. Dame inteli­
gencia para comprender lo que es justo. Y gustó a Dios lo
que pidió Salomón, y le prometió: “te daré una mente sabia
y prudente, como no la hubo antes de ti ni la habrá después
de ti”. Y además quiso darle también lo que no había pedi­
do: riquezas y fama “mayores que las de rey alguno, durante
toda tu vida”. Entonces Salomón se despertó de su sueño,
se fue a Jerusalem, ofreció a Dios un sacrificio y organizó
una gran fiesta para sus servidores (1 Re 3, 5-15). Esta es la
historia de Salomón, de cómo llegó a ser el sabio Salomón,
el conocedor de la vida. ¿Qué aprendemos de esta historia?
Por de pronto esto: que Salomón fue sabio y ya lo era, al
no creerse, como muchos jóvenes (y aun no tan jóvenes y
hasta ancianos), que ya era sabio, sino que no se avergonzó
de reconocer: “soy todavía un niño que no sabe valerse”, y
por lo tanto pidió a Dios: “dame la sabiduría” . Quien no
sabe ni admite que es un niño, una auténtica alma sencilla,
quien se cree que ya ha comprendido, entendido, visto, éste
con toda seguridad no es sabio. “Pretendiendo ser sabios
resultaron unos necios” (Rom 1, 22). Es sabio, el que sabe,
que tanto si es joven como si es viejo, es un niño que no
sabe valerse. Es sabio el que atiende a lo que dice la estrofa:
“No puedo ir solo, ni siquiera dar un paso” 1. Así pasa con
la sabiduría: nadie la tiene. Nadie ya es sabio: ni en la cabe­
za, y menos aún en el corazón. Todos pueden llegar a serlo.
Todos pueden y deben recibir la sabiduría, pero sólo podrán
y deberán recibirla todos realmente, cuando extiendan ha­
cia ella las manos vacías, para que les sea dada. Se necesita
el respeto del Señor para este principio de todo conocimien­
to de la vida. Quien no respeta al Señor, ya con esto se
traiciona, pues cree que no necesita que nadie le diga nada,
porque él ya está enterado, y ya sabe aconsejarse a sí mismo.

1. De la estrofa 1.a del cántico “So nimm denn meine Hande” de J. von
Hausmann (1826-1901).
120 Karl Barth

¡Que le dejen hacer, y él ya seguirá su camino! Quien no


respeta al Señor, piensa y habla así. El que lo respeta, ex­
tiende sus manos, para dejarse regalar la inteligencia, el
entendimiento, la sabiduría y, por lo tanto, el conocimiento
de la vida, porque todavía no lo tiene de ningún modo.
Salomón también fue sabio porque deseó algo que no
iba a necesitar para sí mismo, sino para los demás. El debía
ser rey y debía gobernar, y precisamente todos sus pensa­
mientos se dirigían ahí. El entendió su vida como un servicio
que había de prestar no a sí mismo, sino a su pueblo, al
pueblo de Dios. Y así, su única cuestión fue cómo podría
prestar correctamente este servicio, cómo podría llegar a ser
un rey auténtico: no una quinta rueda en el carro, ni un
parásito, ni uno de aquellos elegantes maniquís que se ven
en los escaparates de las tiendas de confección, sino un hom­
bre en pleno sentido de la palabra, es decir, uno que se
siente responsable entre, con y para sus semejantes y está
lleno de buena voluntad y dispuesto a actuar por ellos. Salo­
món fue un hombre que comprendió que sólo podría ser un
hombre verdadero y auténtico, haciéndose solidario de sus
semejantes. Pero también comprendió que para ser uno más
para sus semejantes, tenía necesidad de un corazón sensato
y comprensivo. Y además, comprendió que él no tenía un
corazón así, sino que sólo podía aceptarlo, recibirlo como
un regalo. Por esto rezó. Y en esto precisamente él fue sa­
bio, y ya lo era. Las cosas son así con la sabiduría. Pero se
necesita el respeto del Señor para este principio. Quien no
respeta al Señor, pensará y hablará de una manera comple­
tamente distinta. Dirá tal vez: ¿Qué necesito? ¿Cómo me
las arreglaré? ¿Qué es lo que me gusta? ¿Qué es lo que se
me antoja exquisito y agradable? Esto es lo que se pregunta
quien no respeta al Señor, el necio. Por el contrario, quien
respeta al Señor, le resuena en sus oídos el precepto: “Ama­
rás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y a tu prójimo
como a ti mismo!” (Le 10, 27), se encuentra totalmente y de
por sí al servicio de este prójimo y pregunta: ¿cómo puedo
realmente servirle de la mejor manera?
Además, Salomón también fue sabio, al desear que le
fuese dado poder distinguir entre lo bueno y lo malo: entre
lo que está encima y lo que está debajo, entre lo que viene
primero y lo que viene después, entre lo que puede ocurrir
en todas las circunstancias, y lo que bajo ninguna circunstan­
cia puede ocurrir. De por sí es incomprensible que el hombre
Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor 121

sepa distinguir de esta manera. Seguro que por sí mismo no


lo sabe. Pero para vivir su vida al servicio de los demás y ser
apto para ello, debía saber esto. De otro modo, ¿cómo po­
dría servirlos? De no saberlo, lo único que haría sería causar
perjuicios y faltas a su alrededor. Precisamente por eso, el
hombre deberá extender continuamente sus manos vacías.
Y esto es precisamente lo que podrá pedir. Salomón fue sa­
bio al pedir a Dios poder distinguir lo que es justo. Pero
para eso, para este principio de la sabiduría, para la com­
prensión de que esto es importante, de que lo necesito, es
necesario el respeto del Señor. Quien no respeta al Señor,
se comportará de una manera totalmente distinta a este
respecto. O bien no pedirá por aquel discernimiento, “con­
fundiéndolo todo, la mano derecha, la mano izquierda”2*,
tomando continuamente lo malo por lo bueno, como un
ebrio que sigue su camino tambaleándose. O bien proseguirá
su ruta, con una opinión demasiado segura sobre el bien y el
mal, tieso como una regla, un auténtico fariseo, juzgando y
condenando a diestro y siniestro según su propio parecer.
Tan malo es lo uno como lo otro. Quien respeta al Señor,
deseará saber con toda seriedad, pero lo deseará saber de
parte de Dios, cómo distinguirá correctamente. Así pues, se
gira hacia Dios, para que se lo otorgue.
Y por último, vamos a decir todavía una cosa de Salo­
món. El fue y era sabio, al no desear exclusivamente sino
sólo esto: un corazón sensato para prestar su servicio. Así
pasa con la sabiduría: el hombre se recoge, se concentra en
ella, y con sencillez se orienta totalmente a lo único necesa­
rio (cf. Le 10, 42). Todo lo otro que pudiera parecer o ser
bueno, sano, alegre para él, será incluido y en cierta manera
estará escondido en este único necesario. Hemos oído cómo
Salomón de ningún modo anduvo corto en este camino, y
cómo recibió lo que no había pedido. Lo recibió en abun­
dancia, precisamente porque no lo había pedido. El pidió
confiado solamente esta única cosa: un corazón sensato, dis-

2. De la canción estudiantil “Auf dem Heimwege”, de Heinrich von Mühler


(1813-1874), estrofa 1.a:
“¡Salgo ahora de la taberna! / ¡Calle, qué maravillosa me parece! / la mano
derecha, la mano izquierda, ambas confundidas.
Calle, me doy bien cuenta, estás embriagada” en Zofinger-Liederbuch. Ein
schweizerisches Studenten - Liederbuch, editado por la Zofingia (sección alema­
na), Bern 61926, p. 630.
122 Karl Barth

cernir lo justo, lo que le era necesario para prestar su servi­


cio como rey. Y en esto consistió precisamente su sabiduría.
Pero se necesita el respeto del Señor para un principio de la
sabiduría como éste, y por lo tanto del conocimiento de
la vida ¿Cómo podría saber el que no respeta al Señor, que
una sola cosa, y sólo una sola cosa es necesaria? ¿Cómo no
sería de la opinión de que debería ir tras esto o tras lo otro,
abarcarlo todo, agitado, para no perder el negocio? El que
respeta al Señor, no busca ni desea muchas cosas, sino sim­
plemente lo único: con toda seguridad lo tendrá y lo reci­
birá todo.
Pero ¿qué es propiamente el respeto o temor del Señor,
que es primicia de la sabiduría?
Hay muchos falsos temores, con los que no se debe con­
fundir el temor del Señor, que mucho mejor se podrían lla­
mar simplemente miedos: miedo de gente mala, peligrosa,
miedo de los fantasmas, miedo de la muerte, miedo de la
bomba atómica, miedo de los rusos, finalmente, miedo de sí
mismo, porque uno no sabe valerse, y, con todo, no quiere
admitirlo. Notad bien: todos estos temores no son la primi­
cia sino más bien el fin de toda sabiduría. Nada tienen que
ver con el temor (respeto) del Señor, nada en absoluto, tan
cierto como en todos aquellos miedos nada tenemos que ver
con Dios, el auténtico Señor, sino con toda clase de peque­
ños y falsos señores. Contra todos estos miedos podemos y
es nuestro deber mantenernos en las palabras del evangelio,
cuando dice que no hemos de tener miedo (Mt 10, 26.28, y
otras). La sabiduría que viene del temor de Dios, es el fin
de todos estos miedos.
Pero también existe un temor de Dios falso, sólo aparen­
te, con el que con mayor razón no debe confundirse el respe­
to del Señor, un temor que podría llamarse mucho mejor un
miedo: el miedo de Dios, porque es tan grande y fuerte,
mientras que nosotros somos tan pequeños y débiles. O el
miedo de Dios, porque nos podría acusar como un fiscal
sobrehumano y condenarnos como un sobrehumano presi­
dente de tribunal criminal, más alto que el cielo. O miedo
de Dios, porque al fin, nos podría meter en el infierno para
siempre. Todo esto nada tiene que ver con el temor del Se­
ñor, absolutamente nada. Cuando era niño, muy pequeño,
tenía una maestra de escuela dominical, sensata pero algo
imprudente, que consideraba correcto ofrecernos a nosotros,
niños, una descripción exacta del infierno y de los castigos
Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor 123

eternos que esperan allí a los malos. Es natural que esto nos
interesara y nos excitara también bastante. Pero ninguno de
nosotros, entonces niños, aprendió de esta manera, por des­
contado, el temor del Señor que es primicia de la sabidu­
ría. Cuando uno piensa así de Dios, seguro que se escapará
por la pequeña puerta trasera, y podrá consolarse dicién­
dose que no debería ser todo tan malo. También se dice en
el evangelio, contra este falso temor de Dios, ¡no temáis!
Y cierto, la sabiduría es el fin de todos estos falsos temores
de Dios.
¿Qué es el auténtico temor del Señor?
Permitidme volver al salmo 111 (110) que os he leído al
principio. Es digno de notar, y sumamente importante, que
este salmo que acaba hablando del respeto (temor) del Se­
ñor, empieza con las palabras: “ ¡Aleluya! ¡Doy gracias al
Señor de todo corazón!” (v. 1) y prosigue: “ha hecho mara­
villas memorables, el Señor es piadoso y clemente: él da
alimento a sus fieles (a los que le temen) recordando simpre
su alianza” (v. 4s). Y entonces se dice más adelante: “Sus
acciones son fieles y sinceras, todos sus preceptos merecen
confianza” (v. 7) y más adelante, inmediatamente antes de
nuestro texto: “envió la redención a su pueblo: ratificó para
siempre su alianza” (v. 9). Y precisamente después de todo
esto viene la palabra del temor (respeto) del Señor. Así
pues, esto es lo que pasa con el temor del Señor: viene,
nace, cuando un hombre descubre que Dios es éste y que
hace esto que nosotros oímos decir en este salmo.
Se trata ya de un auténtico descubrimiento, cuando a un
hombre súbitamente le es dado situarse ante todo esto como
ante una realidad, como Colón, quien al querer alcanzar la
India, dio al mismo tiempo con el continente americano. Yo
no esperaba esto, no lo sabía, nadie me lo había dicho aún,
nunca hubiera llegado ahí por mí mismo: que Dios es quien
hace esto. Salomón se encontró ante esta realidad, ante to­
das las cosas buenas y magníficas que Dios había hecho a su
pueblo, a su padre David y, por último, a él mismo. Ante
esta maravillosa realidad respetó al Señor. Y en este respeto
(temor) del Señor, llegó a ser el sabio Salomón.
El auténtico temor del Señor es el asombro, la admira­
ción, y también el espanto, la sacudida que sobrecogen a los
hombres que hacen el descubrimiento de que Dios desde la
eternidad no los ha odiado ni amenazado, a mí y a ti, sino
que los ha amado y escogido, que se ha unido con ellos,
124 Karl Barth

conmigo y contigo, que fue su ayuda, mucho antes de que lo


supiesen, y que quiere seguir siéndolo. El temor del Señor
viene del descubrimiento de que el Dios altísimo y eterno,
ha entregado por nosotros, por mí y por ti, a su querido
Hijo, ha tomado sobre sí toda nuestra culpa, toda nuestra
miseria, y de esta manera la ha apartado de nosotros; que
él, de éste su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ha hecho nues­
tro hermano, para que así podamos llamarlo a él nuestro
Padre y nosotros podamos llamarnos hijos suyos. El temor
del Señor viene del descubrimiento de que esto yo no lo he
merecido, que me ha ocurrido por la simple y libre bondad
de Dios, aparte y en contra de todo lo que yo hubiera podi­
do merecer. El respeto del Señor viene del descubrimiento
de que entre mí y Dios las cosas van así, de que realmente
esto yo no lo he sabido, de que tal vez alguna vez lo haya
percibido como de lejos, olvidándolo de nuevo y he seguido
viviendo como si esto no fuera así y a mí no me incumbiese.
Y entonces, el temor del Señor viene del descubrimiento de
que ya es hora de despertarse del sueño, de levantarse, y
de seguir viviendo como los hombres que realmente somos:
hombres amados y escogidos de Dios, hermanos y hermanas
de Jesucristo, librados por él de nuestros pecados y de nues­
tra miseria. El respeto del Señor viene del descubrimiento
de que Dios nos llama a sí, y su llamada es lo suficiente­
mente fuerte, para que nos sintamos obligados a despertar­
nos y a levantarnos, y para poder empezar a vivir como
hijos suyos. Este ya es un auténtico temor, un auténtico es­
panto y horror, pero que nada tiene que ver con el miedo
estúpido de que hablábamos antes, más bien está lleno de
un gozo tranquilo y secreto. Es el temor que viene del agra­
decimiento. Este respeto del Señor es primicia de sabiduría:
aquella primicia con la que todos podemos empezar. Todos,
hasta el peor y el más necio de los hombres puede empezar
simplemente así: hoy, mañana, todos los días, puede llegar
a ser un conocedor de la vida; casi diría: un artista de la
vida, un pequeño Salomón. “Aciertan los que lo traducen
en obras (este respeto del Señor)” , es lo que sigue a con­
tinuación de nuestro texto. Y más aún: “El elogio del Señor
dura por siempre” (v. 10). En esta vida vive ya más allá de
su muerte. Le es dado ya aquí y ahora empezar a vivir en
la eternidad.
Y ahora, queridos hermanos y hermanas, sólo me queda
una cosa por hacer: preguntaros a todos vosotros ¿Habéis
Primicia de la sabiduría es el respeto del Señor 125

hecho ya vosotros también el descubrimiento del que eviden­


temente se sigue el respeto del Señor como primicia de sabi­
duría? ¿Qué me contestaríais? Pero una cosa es segura: no
hay nadie entre nosotros que no pueda ni le haya sido dado
hacer este descubrimiento y, por lo tanto, nadie que no pue­
da ni le haya sido dado conocer este temor del Señor, ni
nadie que no pueda hacer de él el principio de la sabiduría
y, por lo tanto, nadie a quien le sea negado vivir en este
tiempo para la eternidad. Fiaros de lo que digo: ¡nadie! Tan
cierto como Jesucristo ha muerto y ha resucitado por todos
nosotros. Amén.
¡Señor D ios nuestro, nuestro querido Padre en Jesucristo! Esto
que acabamos de hablar y que hemos escuchado, puede iluminarnos
y afectarnos a todos nosotros ahora, al instante. Pero únicamente tú
puedes hacer que esto suceda realmente. Y para que tú lo hagas, te
pedimos: que nos permitas descubrir quién eres tú y qué es lo que
tú haces, que suscites en nosotros tu temor, que proviene del agra­
decimiento, que se convierta en primicia de sabiduría este auténtico
temor tuyo, y que por lo tanto podamos y nos sea dado levantar
nuestras cabezas y vivir auténticamente. Sólo tú puedes darnos esto.
A sí pues, dánoslo. ¡Oh tú, D ios nuestro, D ios de fidelidad!
Y ahora te pedimos además, que te intereses en tu gracia, grande
y poderosa, por todos los hombres que viven en esta casa, también
por sus familiares, por todos los demás que están atribulados, se
sienten combatidos y tentados, por todos los enfermos, por los que
se sienten solos y abandonados, por todos aquellos que en esta ciu­
dad y en nuestro país han de gobernar, administrar, juzgar, enseñar
y escribir en los periódicos, también por los poderosos y por los
pueblos del Este y del Oeste: que no se provoquen a la guerra, sino
que quieran pensar en la paz, y, finalmente, por todas las iglesias
cristianas aquí y en todo el mundo, por nuestra iglesia evangélica,
así como también por la iglesia católica y por todas las otras comuni­
dades: que todas puedan servirte en orden, infatigablemente y con
alegría a ti y a tu palabra, y de esta manera, a los hombres.
¡Oh Señor!, ¿qué sería de nosotros sin ti, y qué sería de todo lo
que nosotros, los hombres, aquí y en todas partes intentamos hacer
con tanta flaqueza y de una manera tan absurda? Nosotros solamen­
te confiamos en ti, Señor, ten piedad de nosotros. Amén.
El que está de nuestra parte
Lucas 2, 7
Navidad de 1958, cárcel de Basilea

¡Señor, Dios nuestro! Tú no quieres habitar sólo en el cielo, sino


también en la tierra, con nosotros; no quieres ser únicamente eleva­
do y grande, sino pequeño y humilde como nosotros; no sólo domi­
nar, sino servirnos; no sólo ser Dios en la eternidad, sino nacer,
vivir y morir como hombre.
En tu querido Hijo, nuestro Salvador, Jesucristo, te has dado
nada menos que a ti mismo a nosotros como un regalo, para que te
perteneciéramos totalmente a ti. A todos nos interesa, no habiéndo­
lo merecido ninguno de nosotros. ¿Qué más podemos hacer, sino
admirarnos, alegrarnos, estar agradecidos, y mantenernos firmes en
lo que tú has hecho en nosotros?
Nosotros te pedimos: haz que en esta hora, se realice esto de
verdad entre nosotros y en todos nosotros. Haz que seamos una
auténtica comunidad que celebra Navidad con oraciones y cánticos,
hablando y escuchando en una actitud noble, abierta, espontánea, y
que seamos una auténtica comunidad que celebra la cena del Señor,
con un hambre intensa. Padre nuestro...

Y dio a luz a su hijo primogénito;


lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no encontraron sitio en la posada
Queridos hermanos y hermanas:
Permitidme que empiece enseguida con lo principal.
¿Quién es el que entonces nació como hijo primogénito de
María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre?
¿Quién es? No digo: ¿Quién fue? Navidad no es el día del
El que está de nuestra parte 127

nacimiento de un hombre, que vivió hace ya muchísimo


tiempo, que murió y pasó volando, y al que cada cien años
se le prepara un jubileo. Sí, él vivió en un tiempo, es verdad,
murió -¡y de qué manera!-, pero también resucitó de entre
los muertos, y vive y reina y habla, y en esta hora está aquí,
en medio de nosotros, más próximo a cada uno de nosotros
de lo que cada uno pueda serlo a sí mismo. Así pues:
¿Quién es? La respuesta a esta pregunta es el mensaje de
Navidad.
Y por esta vez voy a dar ahora la respuesta de una mane­
ra muy sencilla: El que nació entonces, es el que está de tu
parte -y de mi parte también-, es el que está de nuestra
parte, de la de todos. No digo: uno que actúa así, sino que
digo: el que está de nuestra parte. Y de qué manera lo hace:
sin pensar en absoluto en sí mismo, y con gran poder, y sólo
lo hace uno, solamente lo hace éste, precisamente él, el que
nació entonces.
Permitid que lo diga de una manera totalmente personal:
¡él está de tu parte, y de la tuya, y de la tuya! Y si lo digo
así, que cada uno de vosotros piense: esto, precisamente es­
to, me interesa. Así pues, él está de tu parte. ¿Verdad que
te gustaría que alguien estuviese de tu parte de una manera
tan auténtica? Esto es lo que tú anhelas fundamentalmente,
esto es lo que tú deseas para ti. Tú no puedes existir sin un
hombre que esté a tu lado. Y te preguntas: ¿Quién hay que
pueda y quiera estar de una manera tan auténtica de mi par­
te? Y seguro que entonces se te ha presentado ya esta otra
cuestión: ¿existirá uno, o no habrá nadie que para mí quiera
ser o hacer esto? ¿Soy yo quizás indiferente para todos? ¿Pa­
san todos por mi lado de largo, como el sacerdote y el levita
de la parábola (Le 10, 31s)? ¿tal vez están todos contra mí?
Y cuando tú te has preguntado todo esto, se ha precipitado
sobre ti una gran soledad y te has sentido totalmente aban­
donado. Y entonces has andado cerca del gran error: nadie
será ni hará esto para mí, por lo tanto voy a ser yo mismo
quien esté de mi parte. Pero precisamente éste es el mayor,
el máximo error. Uno que se está ahogando no se puede
agarrar a sí mismo por los cabellos y sacarse del agua. Tú
tampoco puedes hacerlo. Debes ser ayudado por otro.
Y he aquí el mensaje de Navidad: este otro que está de
tu parte y te ayuda, vive y está aquí. El es el que nació
entonces. Abre los ojos, los oídos, el corazón: te es dado
128 Karl Barth

a ti ver, oír y experimentar, que él está ahí y que él está


realmente de tu parte, como nadie puede hacerlo: ¡totalmen­
te y para siempre contigo!
Y él está de tu parte sin segundas intenciones, sin pensar
en sí mismo. Quizás te has preguntado hace un momento:
¿Es para tanto? Este o aquel hombre podrían estar ahí y
ponerse de mi parte. Sí, no hay duda. Pero ¿no hay una
sombra entre tú y él, aun cuando fuera el más amable de los
hombres? Tal vez está de tu parte mientras esto le produzca
satisfacción, quizás para que tú también te pongas de su
parte, acaso porque le hace bien a sí mismo. Pero te das
cuenta de que, fundamentalmente, él piensa primero en sí
mismo, no está de mi parte, él es el prójimo para sí mismo.
Y cuando tú lo constatas, tu soledad sigue ahí con mucha
más razón aún.
Pero he aquí el mensaje de Navidad: el que nació enton­
ces, está de tu parte, sin pensar en sí mismo. Absoluta­
mente. Realmente no quiere nada de ti. Sólo te quiere a ti
mismo.
Nada, nada te ha impulsado
a venir a mí, desde tu tabernáculo del cielo
sino tu amor fiel
con e l:que tan fuertemente
has abrazado a todo el mundo
en sus mil calamidades
y en su gran carga de lamentos,
amor que sobrepasa lo que hombre alguno pueda d ecir.1

Precisamente él es el que nació entonces, y se hizo tu


prójimo como ningún otro pudiera serlo: tu prójimo, tu ami­
go, tu hermano. El, con esto, no gana nada. El no piensa en
sí mismo. El piensa en ti, y sólo en ti.
Y está de tu parte con gran poder. Sí, podría ser que, a
fin de cuentas, hubiese alguien que sinceramente estuviera
de tu parte. Pero en el mejor de los casos, sólo sería un
hombre que no puede tener más poder del que un hombre
puede tener. Querrá de verdad ayudarte y, en parte, lo
hace. Pero en lo más profundo, aquel hombre podrá ayu­

1. Estrofa 5 del cántico 104 (EKG 10) “Wie solí ich dich empfangen” (1653)
de P. Gerhardt (en el verso 7 “die kein Mund kann aussagen”).
El que está de nuestra parte 129

darte sólo muy poco y, en último término, absolutamente


nada. Un ejemplo sencillo: tú estás ahí sentado, y yo estoy
delante de ti. Y de todo corazón querría estar de tu parte, y
tú puedes darte cuenta de esto, y puedes también creerme,
y podría ser que yo ahora te consolara un poquitín, y comu­
nicarte un poco de alegría explicándote algo de la Navidad.
Pero que quede bien claro: en realidad y auténticamente, no
te puedo ayudar. Yo no puedo arreglar tu vida. No te puedo
salvar. Ningún hombre puede salvar a otro. En este sentido
estricto, nadie puede estar de parte del otro.
Pero ahora veamos el mensaje de Navidad: el que nació
entonces, no es solamente el hijo de María, sino que es el
Hijo de Dios. Y si él está de tu parte, lo hace con el más
elevado poder: con el poder para ayudarte en todas y cada
una de las circunstancias, con el poder para hacerte total­
mente transparente, para defenderte de cualquiera y, sobre
todo, de tu peor enemigo, que eres tú mismo. El está de tu
parte, para ayudarte auténtica y realmente, para apoyarte,
para salvarte y, por lo tanto, para darte no sólo una pequeña
alegría, sino la grande e inmutable alegría. Solamente él
puede dártela, y puede dártela realmente. El está de tu par­
te, con el poder de ir guiándote a través de esta vida y para
llevarte después, a través de la muerte, a la vida eterna.
Así pues, el que nació entonces es tu salvador, mi salva­
dor, el salvador de todos nosotros: el primogénito de María,
de quien la Biblia dice en otra parte: nacido antes que toda
criatura (Col 1, 15). El, “Cristo el salvador está ahí”. 2
Pero escuchamos todavía otra cosa, sobre la que también
debemos dirigir nuestra atención. A saber, se dice que José
y María no encontraron sitio en la posada: no encontraron
sitio para aquel que iba a nacer y realmente nació, no encon­
traron sitio para aquel que sin pensar en sí mismo, está de
nuestra parte con el más elevado poder. Para él, no encon­
traron sitio en la posada.
La posada en aquel entonces, era algo así como lo que
hoy día podríamos llamar un hotel modesto o, algo mejor,
una hermosa, o no tan hermosa casa, con habitaciones para
huéspedes, comedor y salas de estar, en la que también hoy
podría haber un gran garaje. En todo caso, un lugar confor­

2. De la segunda estrofa de la canción “Stille Nacht, heilige Nacht”, de


J. Mohr (1792-1848).
130 Karl Barth

table, donde uno podía parar, descansar y satisfacer cómo­


damente sus necesidades. Pues precisamente en este lugar
bueno y confortable, por desgracia, no había sitio para el
niño que entonces iba a nacer, no había sitio para este hués­
ped. Claro está que había allá muchas otras personas, y me­
jores. ¡Lástima! ¡Lástima por esta posada! Por esto Jesucris­
to no pudo nacer allí, sino que fue a nacer en un lugar total­
mente distinto.
Pero ¿cómo sucede esto hoy, aquí, ahora, con nosotros?
El salvador no necesita volver a nacer. El nació una vez
para siempre. Pero el querría hospedarse en nosotros, los
hombres, estando como está de su parte de una manera tan
fiel y poderosa, siendo como es su salvador. Pero ¿cómo
andan nuestras diferentes posadas? El ayuntamiento, el casi­
no3, la universidad podrían ser muy bien estas posadas. Lo
mismo que las numerosas casas privadas y apartamentos, ta­
bernas y comercios, tanto en la grande como en la pequeña
Basilea4. O el palacio de la Confederación en Berna5, o el
Kremlin en Moscú, o el Vaticano en Roma, o la Casa Blanca
en Washington. Simples posadas en las que él desearía hos­
pedarse. ¿Por qué no? En todas estas casas -también en esta
casa, en sus talleres de trabajo y en sus celdas- viven hom­
bres. Y él ha puesto sin duda alguna su mirada sobre los
hombres, sobre todos estos hombres. Precisamente está él
de su parte, de nuestra parte, con toda su gran fidelidad y
poder.
Pero, ¿y si tampoco en estas posadas hubiera lugar para
él? Porque en ellas podría haber gente mejor situada, mejor
ocupada, mejor instruida, que no tienen sitio alguno para él,
personas que no se dan cuenta en absoluto de quién es el
que quiere hospedarse, precisamente aquel que está de su
parte y de quien absolutamente todos tienen urgente necesi­
dad. ¿Qué pasará si las puertas de todas nuestras posadas
siguen cerradas para él? Y ¿qué, si allá adentro, por no po­
derse hospedar él con nosotros, todo, todo se queda en lo
viejo? ¿Quizás también en esta casa, precisamente en la cel­
da en que tú vives? Y ¿qué, si él pasara de largo, a lugares
totalmente distintos, a gentes totalmente diferentes, muy

3. Edificio con tres salas de concierto y restaurante, en Basilea.


4. Gross - y Kleinbasel (grande y pequeña Basilea): las partes de Basilea a
la izquierda y a la derecha del Rin, respectivamente.
5. Sede del gobierno de la Confederación Suiza.
El que está de nuestra parte 131

lejos, tal vez a Africa o a Asia? En este momento pienso en


un querido amigo en el Japón, que precisamente ha sido
bautizado en estos días, después de haber estado pensando
durante 25 años, si debía hacerlo o no6. Ahora lo ha hecho,
y otros, lejos, muy lejos de aquí, hacen lo mismo. ¿Qué
pasaría si él pasara de largo por nuestras posadas cerradas?
¿Qué diremos a eso?
Hay también un mensaje de Navidad, para las posadas y
para los hombres que en ellas viven: “Mira que estoy a la
puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su
casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 20). Así es, si... El mensaje
de Navidad se convierte claramente en un gran interrogante,
cuando uno piensa en nuestras diferentes posadas.
Pero no querría acabar yo ahora con este interrogante.
Pues afortunadamente, hay una tercera cosa a tener en cuen­
ta. El hecho de no encontrar sitio en la posada, no le ha
impedido en modo alguno nacer en otra parte, en otra parte
completamente distinta. Oímos hablar de un pesebre. Nos
encontramos, es claro, en un establo, o en un lugar al aire
libre, donde se da de comer al ganado; en todo caso, no se
trata de ningún modo de un lugar bonito y confortable, en
donde uno podría encontrarse a gusto como hombre porque
parece agradable, cómodo y placentero, o digno de la condi­
ción humana. No, era un lugar, que, comparado con él, las
celdas de esta casa, podríamos decir con toda verosimilitud,
son lujosas; junto a los animales, tal como lo han representa­
do muchos pintores: ¡el buey y el asno lo más cerca! En este
lugar oscuro nació Jesucristo, como fue a morir en un lugar
muy semejante, mucho más oscuro todavía. Allí, en el pese­
bre, en el establo, junto al ganado, ocurrió que el cielo se
abrió sobre la tierra tenebrosa: que Dios se hizo hombre,
para estar totalmente con nosotros y por nosotros. Esto es
lo que allí ocurrió; nosotros recibimos allí a este hombre
como nosotros, este prójimo, este amigo, este hermano. Allá
ocurrió esto. Y a Dios gracias, los padres y el niño, que no
encontraron sitio en la posada, recibieron y tuvieron este
otro lugar, en donde pudo ocurrir y ocurrió esto.
Y gracias a Dios que, cuando se trata de hospedar al
salvador en nuestra casa, también existe en nuestra vida un
lugar totalmente distinto, en el que el salvador no pregunta

6. Prof. Dr. Katsumi Takizawa, Fukuoka.


132 Karl Barth

primero, ni se está afuera llamando a la puerta, sino que


entra simplemente, allá donde él ya había entrado secreta­
mente, y sólo espera que lo reconozcamos y nos alegremos
de su presencia. ¿Cuál es este lugar en nuestra vida? No
pienses en algo noble, hermoso, como podrías imaginarte, o
en algo justo en tu vida y tu actuar, representándote a ti
mismo, en todo caso, digno de confianza y preparado a reci­
bir al salvador. Eso no. El lugar donde el salvador se hospe­
da con nosotros tiene de común con el establo de Belén que
tampoco es hermoso, sino bastante abandonado: en absoluto
íntimo, sino verdaderamente lúgubre, totalmente indigno de
los hombres, y en la proximidad de los animales. Mirad,
nuestras suntuosas o modestas posadas (y nosotros, los que
en ellas vivimos) no son otra cosa sino la superficie de nues­
tra vida. Debajo está escondida una profundidad, un fondo,
sí, un abismo. Y allá abajo, estamos nosotros, los hombres,
todos sin excepción, cada uno a su modo, pobres mendi­
cantes, moribundos; sencillamente, gente que ya no saben
qué hacer.
Y precisamente en esta situación, Jesucristo se hospeda
en nosotros, más aún: él ya ha entrado en nosotros allí. Sí,
demos gracias a Dios por este lugar oscuro, por este pesebre,
por este establo que existe también en nuestra vida. Allá
abajo tenemos necesidad de él, y precisamente allí él puede
servirse de nosotros, de cada uno de nosotros. Allí somos
nosotros las personas adecuadas para él. Sólo espera que
lo veamos, que lo reconozcamos, que creamos en él, que lo
amemos. Allí nos saluda. Y no nos queda otro remedio que
devolverle el saludo y darle la bienvenida. No nos avergon­
cemos de estar allá abajo muy cerca del buey y del asno.
Precisamente es allí donde él está decididamente de nuestra
parte. En este lugar tenebroso quiere él celebrar y celebrará
con nosotros la santa cena, al igual que a nosotros nos es
dado celebrarla con él. Y esto es lo que después, con él y
todos juntos, podremos hacer. Amén.
¡Señor, D ios nuestro¡ Si tenemos miedo, no permitas que dude­
mos. Si estamos desengañados, no permitas que nos amarguemos.
Si hemos caído, no permitas que nos quedemos en el suelo. Si ya no
podemos más con nuestro entendimiento y con nuestras fuerzas,
no permitas que perezcamos. N o, haznos sentir entonces tu proximi­
dad y tu amor, esta proximidad y este amor que tú precisamente has
prometido a los de corazón humilde y destrozado y a los que respe­
tan tu palabra. Sí, tu querido Hijo ha venido a todos los hombres,
El que está de nuestra parte 133

a los que se encuentran en esta situación. Y precisamente porque


todos nosotros nos encontramos en esta situación, ha nacido en un
establo y ha muerto en la cruz. Señor, despiértanos a todos nosotros
y mámennos atentos a este conocimiento y a esta confesión.
Y ahora pensamos en todas las tinieblas y todos los sufrimientos
de este nuestro tiempo; en los muchos errores y equivocaciones,
que nos azotan a nosotros, los hombres, como una plaga; en toda la
dureza que han de soportar tantos, sin consuelo; en todos los gran­
des peligros que amenazan al mundo, sin saber de qué manera debe­
rán afrontarlos. Pensamos en los enfermos y en los perturbados
mentales, en los pobres, en los desterrados, en los oprimidos y en
los que sufren la injusticia, en los niños que no tienen padres, o que
si los tienen, son como si no los tuvieran. Y pensamos en todos los
que tienen la vocación de ayudar, en cuanto a los hombres les es
posible hacerlo: en los hombres de gobierno de nuestro país y de
todos los países, en los jueces y funcionarios, en los maestros y edu­
cadores, en los hombres que escriben libros y han de escribir en los
diarios, en los médicos y enfermeras en los hospitales, en los predi­
cadores de tu palabra en las diferentes iglesias y comunidades, tanto
las que están cerca como las que están lejos. Pensamos en todos
ellos con la súplica de que la luz de la Navidad pueda brillar para
ellos y para nosotros, clara, mucho más clara que hasta ahora, y así
sirva de ayuda a ellos y a nosotros. Todo esto, en nombre del Salva­
dor, en quien tú ya nos has escuchado, y quieres siempre escuchar­
nos. Amén.
Muerte, pero vida
Romanos 6, 23
Domingo de Pascua, 29 de marzo de 1959, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! Te damos gracias porque podemos cele­


brar ahora juntos la pascua. Te damos gracias porque tú eres para
nosotros un D ios inconcebiblemente grande, santo y misericordioso.
Cuando nosotros, los hombres, rechazamos a tu querido Hijo, lo
condenamos y le dimos muerte, tú estabas entonces actuando de
verdad, para proporcionar en él paz al mundo, a todos nosotros.
Y lo has resucitado de la muerte y del sepulcro para que fuese un
eterno testimonio de que tú, el creador y Señor de todas las cosas,
no estás contra nosotros, sino que estás por nosotros, hombres in­
sensatos, malos y atribulados. Te damos gracias por esta palabra de
tu poder, y porque nosotros, sin que ninguno de nosotros lo haya­
mos merecido, podemos hoy proclamarla y escucharla.
Y ahora, hazte presente tú mismo en medio de nosotros, y con­
cede que aquí se hable y se escuche como es debido. Condúcenos tú
mismo junto contigo y también con los demás, para que ahora, como
un solo corazón, seamos libres y estem os abiertos, para amarte
como tú nos has amado, nos amas y nos amarás; y por tanto, este­
mos y nos mantengamos atentos en humilde obediencia y con gozosa
confianza.
Te lo pedimos en nombre de Jesucristo, según cuya enseñanza te
invocamos ahora: Padre nuestro...

El pecado paga con la muerte, mientras Dios regala


vida eterna por medio de Cristo, Jesús Señor nuestro
Queridos hermanos y hermanas:
¿Lo habéis oído bien? ¡Muerte, pero vida! Cuando en
estos días nos deseamos mutuamente “buena pascua” o “fe­
Muerte, pero vida 135

lices pascuas”, tenemos que considerar que se trata de una


cosa muy grande: muerte, pero vida. Estas son dos palabras
que en la Biblia aparecen juntas en otros pasajes, de manera
impresionante. Como en la segunda carta a Timoteo (1, 10),
donde se dice: “Jesucristo ha aniquilado la muerte y ha irra­
diado vida e inmortalidad”. O en el evangelio de san Juan
(5, 24), en palabras del mismo Jesús: “Quien oye mi mensaje
y da fe al que me envió... ha pasado de la muerte a la vida”.
O en la primera carta de san Juan (3, 14), en una confesión
de fe de la comunidad: “Nosotros sabemos que hemos pasa­
do de la muerte a la vida” . Y ahora en nuestro texto, en
palabras del apóstol Pablo: “el pecado paga con la muerte,
mientras Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús,
Señor nuestro”.
Fijémonos en la palabra “mientras”. Vida y muerte no
son simplemente dos palabras, conceptos, ideas, sino que lo
que con ellas se describe es un camino, una historia, ocurrida
en nuestro Señor Jesucristo en la mañana de pascua, en su
resurrección de entre los muertos. Ocurrida entonces de una
vez para siempre, ocurrida entonces en él, pero también
para nosotros, de manera que lo que sucedió entonces, es
también nuestra historia: “muerte, pero vida, vida eterna”,
y por esto: “nosotros sabemos que hemos pasado de la muer­
te a la vida”.
Fijémonos también en el orden de las palabras. No se
dice: vida y luego muerte. No se dice: de la vida a la muerte.
Sí, a decir verdad, éste sería nuestro plan de viaje. Primero
se es joven, después uno se hace mayor y llega a anciano;
uno es un poco feliz, y también más a menudo, infeliz; se
hace algo bueno y con mucha más frecuencia algo malo, para
morir finalmente e ir a pudrirse en algún cementerio o ser
esparcido a todos los vientos en el crematorio. Este es nues­
tro plan de viaje, pero el plan de viaje de Dios se presenta
de otra manera. La historia de pascua empezó con muerte y
sepulcro, pero entonces vino el “mientras” , entonces se dijo:
¡adelante! en una carretera de dirección única, en la que no
había posibilidad de volver atrás, hacia la vida, la vida eter­
na. Como se dice en uno de nuestros cánticos de pascua:
Hubo una guerra fantástica,
lucharon la muerte y la vida;
la vida obtuvo la victoria
y se tragó la muerte.
136 Karl Barth

La Escritura nos ha anunciado


cómo una muerte devoró a la otra. ¡A leluya!1

Esto es lo que en la historia de pascua sucedió en Jesu­


cristo. Pero vamos a reflexionar ahora sobre esto detallada­
mente y en particular.
El pecado paga con la muerte. Con este principio de la
historia de pascua, tendremos que empezar también nos­
otros ahora.
A la paga del pecado se le llama la muerte. Se podría
decir también: la recompensa, la remuneración, el sueldo
que el pecado paga a aquellos que están a su servicio, que
trabajan para él. Es digno de notarse que aquí el pecado se
nos presenta como el aposentador en el ejército, o como
el que proporciona trabajo en un comercio, o como su cajero
que paga a sus trabajadores y empleados: aquí tienes lo que
con todo derecho te pertenece, lo que has ganado con tu
trabajo. ¿Concuerda la factura? Te aprecia exactamente se­
gún tu valor. Es exacta: esto es lo que tú te has merecido,
aquí lo tienes: la muerte, ni más ni menos, sólo esto.
Pero ¿qué clase de aposentador o donador de trabajo es
éste, el pecado, que paga de una manera tan espléndida?
Podemos pensar ahora en todo lo erróneo, tergiversado, es­
túpido, egoísta, desagradable y malo que el hombre lleva a
cabo, piensa, habla y hace. En todas estas cosas aparece el
pecado en acción como en el árbol aparecen sus frutos. Pero
todas estas cosas no son aún el mismo pecado, que paga con
la muerte. El pecado no es solamente lo malo que nosotros
hacemos. El pecado es lo malo en nosotros, lo malo que
nosotros somos. ¿Lo llamaremos nuestro orgullo o nuestra
pereza, o la mentira en que vivimos? Por esta vez llamé­
moslo con toda simplicidad la gran obstinación con la que
todos somos y seguimos siendo siempre enemigos de Dios,
de los demás hombres y de nosotros mismos. Esta obstina­
ción que hay en todos nosotros es el pecado, y es el señor
y dueño a quien servimos, para el que trabajamos, y que nos
paga con la muerte. Este señor y dueño no tiene otra recom­
pensa para ofrecernos, sino la muerte, y nosotros no hemos

1. Estrofa 4 del cántico 159 (EKG 76) “Christ lag in Todesbanden” (1524)
de M. Luther, con pequeñas variaciones textuales y dejando el último verso “ein
Spott der Tod (EKG: aus dem Tod ist worden. Halleluja”) “La muerte se ha
convertido en burla”; o “Se ha burlado de la muerte”.
Muerte, pero vida 137

merecido otra. Pero él no nos queda a deber esta recompen­


sa, y en esto no hay contradicción alguna.
Y ¿qué es la muerte, como recompensa con que nos paga
el pecado? También aquí hemos de ir un poco más allá de lo
que se nos ocurre en el primer momento, cuando oímos la
palabra “muerte”. No se trata de que hemos de morir. La
muerte es algo mucho más grande y peligroso. La muerte es
el gran no, que se levanta sobre nuestras vidas humanas
como una sombra pesada y oscura, siguiéndola en todos sus
movimientos, es el juicio que se formula así: Oh hombre, tu
vida, o lo que tú consideras ser tu vida, no tiene ningún
sentido, porque no tiene ningún derecho y, por lo tanto, no
puede durar. Tu vida es una vida que ha sido negada, recha­
zada: una vida que no tiene ningún valor para Dios, para los
demás hombres, para ti mismo. “Muerte” significa que este
“no” ha sido pronunciado sobre nosotros. “Muerte” significa
que nosotros sólo podemos pasar y corrompernos, convertir­
nos en polvo y ceniza. Esta es la muerte con que nos paga el
pecado. Este no, este juicio, está en nuestra papeleta de pa­
gos. Y por la muerte que tendremos que sufrir un día, apare­
cerá y se hará manifiesto: el pecado paga con la muerte.
Pues bien, precisamente, ésta es nuestra historia. Y tam­
bién puede decirse con propiedad que toda la historia univer­
sal es una demostración única de que el pecado paga con la
muerte. Pero dejemos ahora de lado la historia universal. Así
y todo, cuando uno la comprende mejor, es cuando uno piensa
en la historia de su propia vida. Y para todos nosotros está
claro con toda evidencia que el pecado paga con la muerte.
Pero ahora, poned toda vuestra atención: mirad, Jesu­
cristo estuvo en el sepulcro como un muerto al principio de
la historia de pascua; sufrió, fue crucificado, murió y fue se­
pultado, porque quería que ésta nuestra historia se convirtie­
ra en su historia, porque tomó sobre sí nuestro pecado,
como si él lo hubiese cometido, y él se prestó y se dispuso
a recibir del pecado, en lugar nuestro, la recompensa que el
pecado paga. Esto es lo que él ha querido hacer. Por esto
la historia de pascua empezó con Jesucristo yaciendo en el
sepulcro. Todos nosotros yacíamos allí. La recompensa de
nuestro pecado se pagó allí. Nuestra muerte ocurrió allí en
lugar nuestro. El no que está en vigor y que nos toca a nos­
otros, hizo entonces irrupción violentamente en él, en este
único que no era un pecador y que no había merecido la
muerte, y se consumó en él hasta el desenlace fatal.
138 Karl Barth

Mientras Dios regala vida eterna. Hemos hablado del


principio funesto de la historia de pascua. Este es su mag­
nífico fin, su avanzar maravilloso, la carretera de dirección
única por la que transcurre esta historia, y a la que nosotros
somos trasladados en esta historia: el camino en el que nos­
otros ya no podemos tener delante, sino que dejamos atrás,
junto con el pecado, a la muerte, que es el sueldo del pe­
cado.
Vida eterna: es a donde se dirigió el viaje, y es allí a
donde se dirige nuestro viaje, porque la historia de pascua
ocurrió también para nosotros. No retrocedáis, queridos her­
manos y hermanas, no vayáis a parar de nuevo a una vida en
donde de nuevo nos pusiéramos a trabajar en servicio del
pecado, de nuestra mala obstinación, y tuviéramos que reci­
bir de nuevo la muerte como recompensa del pecado. ¡No,
al otro lado, hacia la vida eterna! Vida eterna es la vida del
hombre a la que Dios ha dicho sí, y un sí definitivo, incondi­
cionado y sin reservas, y del que nunca más podrá ya desde­
cirse. Vida eterna es la vida del hombre vivida con Dios en
su luz resplandeciente, nutrida y alimentada por la vida del
mismo Dios. Vida eterna es la vida del hombre, trasladada
al servicio de Dios y, por lo tanto, al servicio también de los
demás, del prójimo, y entonces, de esta manera, sin duda
alguna, la vida de a quien le es dado vivir así, es servida de
la manera más espléndida. Vida eterna es una vida fuerte,
nunca más, débil; alegre, nunca más, triste, verdadera, nun­
ca más, engañosa. Vida eterna, porque viene de Dios y por
él es mantenida, es una vida humana indestructible: una vida
que más allá de su término natural de la muerte, que de
ahora en adelante no podrá ni será ya más muerte, tiene
una existencia duradera.
Pero la vida eterna es un regalo de Dios. Por lo tanto
no se trata de un sueldo, de un premio, de una recompen­
sa, de una paga, como la muerte es el sueldo del pecado.
Vida eterna no es nada que Dios pudiera debernos, no es
nada que nosotros hubiéramos podido merecer, no es ningu­
na paga por servicios bien prestados. La vida eterna no cons­
ta en ninguna cartilla de pagos, como lo está la muerte en la
cartilla de pagos del pecado. Pues Dios no es un gran apo­
sentador, o donador de trabajo, o cajero con una factura en
la mano, como lo es el pecado. Dios no echa cuentas. Dios es
un señor grande y distinguido sobremanera, que se ha reser­
vado para sí, poniendo en ello su alegría, alegría que no se
,
Muerte pero vida 139

deja arrebatar, el regalar simplemente, el otorgar gracia se­


gún su complacencia. Así es como regala él vida eterna. Así,
la vida humana como vida eterna, es su regalo totalmente
gratuito y libre.
Bien entendido, ésta fue la meta de la historia de pascua,
de la historia de Jesucristo, así como la muerte como sueldo
del pecado, fue su principio. En la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos aconteció, vino el regalo de Dios, la
vida eterna al mundo. A él, a su querido Hijo, a su Siervo
fiel y obediente, que se ofreció a hacer suyos nuestros peca­
dos y a morir nuestra muerte en lugar nuestro, Dios lo ha
resucitado de la muerte y lo ha llamado afuera del sepulcro.
Él fue a quien Dios revistió de vida eterna. Pero fijaos bien,
queridos hermanos y hermanas, le revistió a él de vida eter­
na, para que nosotros —todos nosotros juntos y en particu­
lar— participáramos en él del regalo de vida eterna. Para
que, por un cambio maravilloso, su historia fuese la nuestra,
de la misma manera que antes la nuestra fue la suya. Esto es
lo que ocurrió en la historia de Pascua cuando llegó a su
término. Esto fue el gran “mientras”y “adelante” por cuya
fuerza nuestra pecado y con él también nuestra muerte se
hicieron cosa del pasado. Esta fue y es la luz clara, de la que
ya habla la historia de la creación. “Dijo Dios: —¡Que exista
la luz!— y la luz existió” (Gén 1, 3). Y existió la luz para
todos nosotros en lo que allí, en Jesucristo, ocurrió por nos­
otros. Ocurrió que en él, todos nosotros, todos los hom­
bres, fuimos liberados para la vida eterna. El Señor ha resu­
citado, de verdad ha resucitado, pero en él y con él hemos
resucitado de verdad también nosotros. Esto no lo digo yo.
Lo digo por boca del apóstol Pablo, que no se cansa de repe­
tirlo. Y también, de acuerdo con la primera carta de san
Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a
la vida”.
¿Qué hemos de hacer nosotros si esto es así? No nos
queda otra cosa sino observar, aceptar, acoger de corazón,
admitir que esto es de verdad así: regalo de Dios, la vida
eterna en Jesucristo, nuestro Señor. ¿Sabéis a quien nos ase­
mejaríamos si no quisiéramos observar, aceptar, admitir
esto? Nos asemejaríamos a un hombre loco, que en estos
días empezase a decir: no ha llegado aún la primavera, toda­
vía no florecen los cerezos, sigue lloviendo, siempre hará un
poco de frío, y ¿quién sabe si todavía nevará? Quien así
hablara ¿no sería un loco? Y también podría utilizar una
140 Karl Barth

imagen peor aún: ¿No lo habéis leído recientemente en los


diarios? En las Filipinas fueron hallados dos soldados japo­
neses, que todavía no habían oído, y no querían creer, que
la guerra hubiera terminado hacía ya catorce años y, por lo
tanto, vivían en una selva y disparaban a todos los que se les
acercaban. Tipos curiosos, ¿verdad? Pues precisamente gen­
te como ésta somos nosotros, si no queremos ver, aceptar y
admitir lo que se nos dice en el mensaje de pascua como
expresión de esta historia: que han terminado el pecado y la
muerte, que lo que ahora está en vigor es el regalo de Dios:
vida eterna para todos nosotros. ¿Es que nos resistiremos a
que se nos diga llanamente: muerte - pero vida? Así pues:
“Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte y te ilu­
minará Cristo” (Ef 5, 14).
¡Señor, D ios, Padre nuestro por Jesucristo, tu Hijo, en el poder
de tu Espíritu santo!
¡Da luz a nuestros ojos, para que podamos ver tu luz, la luz clara
e iluminadora de la reconciliación! Porque la gran calamidad es que
de día no pueda uno ver la luz2. Líbranos de esta calamidad: a
nosotros y a todos los cristianos que hoy celebran la pascua, tanto si
lo hacen como es debido o no, a todos los pueblos, lejos y cerca,
que siempre de nuevo se encuentran desconcertados y en peligro.
Bendice todo lo que sucede en nuestra iglesia, y también en las
otras iglesias y comunidades separadas de nosotros, para testimonio
de tu nombre, de tu reino, de tu voluntad. Ilumina al nuevo papa
que está ahora a la cabeza de la iglesia católica3. Y rige también
todos los esfuerzos honrados de las autoridades estatales, adminis­
traciones y administración de justicia aquí y en todo el mundo. For­
talece a los maestros en su importante tarea para con las nuevas
generaciones, a las personas que escriben los diarios, en la concien­
cia de su grave responsabilidad para la opinión pública por ellos
influenciada, a los médicos y a las enfermeras en la fiel atención a
las necesidades de los que les han sido encomendados. Compensa tú
con tu consuelo, tu consejo y tu ayuda, lo que hemos dejado de
hacer nosotros a tantos que están solos, pobres, enfermos, extravia­
dos. Y haz que tu misericordia aparezca también evidente y podero­
sa a todos los que están en esta casa, y a sus familiares.
Ponemos en tus manos todo lo que nos hace falta y lo que el
mundo necesita. Esperamos en ti. Confiamos en ti. Nunca has hecho
fracasar a tu pueblo, cuando te invoca seriamente y que lo que has
empezado, lo lleves a su término. Amén.

2. De la estrofa 8 del cántico 308: “H üter, wird die Nacht der Sünden nicht
verschwinden?” (1698) de Chr. Fr. Richter (EKG 266, estrofa 7).
3. Juan XXIII fue elegido Papa el 28.10.1958
Alabado sea el Señor
Salmo 68(67), 20
14 de junio de 1959, cárcel de Basilea

¡Señor D ios nuestro! Aquí nos tienes reunidos para pronunciar y


escuchar tu palabra, para invocarte, para alabarte, para pedirte lo
que es bueno y saludable para nosotros y para todo el mundo.
Pero, ¿qué hemos de hacer para que esto ocurra como es debi­
do? Tú ya sabes qué clase de gente somos. Nosotros también, pero
en todo caso, no podemos negar ante ti: nuestros corazones duros,
nuestros pensamientos impuros, nuestros deseos desordenados y
todo lo que de ahí ha provenido y proviene - nuestros errores
y transgresiones, tantas palabras y acciones que a ti no te gustan y
con las que nosotros sólo podemos estorbar y destruir la paz sobre
la tierra. ¿Quiénes somos nosotros, que en esta hora querríamos
servirte, y ayudarnos realmente los unos a los otros?
N o nos es posible, sin tu propio hablar y actuar en medio de
nosotros. Sólo nos apoyamos en la promesa de tu gracia y de tu
misericordia: Jesucristo, tu querido Hijo, que vino a traernos una
gozosa noticia a nosotros, los pobres, a anunciar la libertad a nos­
otros, los cautivos, y a nosotros, ciegos, la luz de los ojos, a salvarnos
a nosotros, pecadores. Y en esta hora, también nos apoyamos en
esta promesa. Tú puedes lo que nosotros no podemos. Y tú también
lo quieres. Creemos y confiamos: Tú lo harás, no porque nosotros
seamos buenos y fuertes, sino porque lo eres tú. Padre nuestro...

Alabado sea el Señor cada día.


Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación
Queridos hermanos y hermanas:
¿Puedo invitaros, exhortaros, pediros que os unáis con­
migo —no, no conmigo, sino con aquel que habla en la
142 Karl Barth

sagrada Escritura— a este: “Alabado sea el Señor cada día”?


Nuestros pensamientos y sentimientos acostumbran a ir en
una dirección totalmente contraria. No alabamos al Señor,
sino que todos nosotros —me incluyo yo— murmuramos.
Como diciendo: qué lástima y qué pena por mi suerte,
qué mal se ha portado conmigo, que ha permitido que caye­
ra en la trampa, sin saber hacer nada mejor por mí que
traerme a donde estoy ahora. O de esta otra manera: censu­
rados y acusados sean los hombres con los que he vivido, y
que con sus acciones y permisiones han jugado así conmi­
go - el ambiente en que, por desgracia, he crecido, quizás
hasta mis padres, que tan poco se preocuparon por mí, que
no me educaron bien y que tan escaso amor me mostraron.
O aún de otra manera: qué escandaloso, irritante y menos­
preciable es para mí este y aquel hombre con el que he de
tratar cada día: este hombre con sus maneras, o más bien
con sus malas maneras, con su carácter, o más bien con su
falta de carácter. O todavía de otra: me tiraría de los cabe­
llos o me daría una bofetada a mí mismo, cuando pienso en
cierto tiempo oscuro, en cierta hora tenebrosa de mi vida, a
partir de la cual todo me ha salido mal y al revés, cuyas
consecuencias he de soportar hasta el día de hoy. O la mur­
muración podría extenderse también más allá: uno debería
sentirse obligado a enfadarse y a protestar contra la gente
que en éste nuestro tiempo envenenan y con radioactividad
apestan nuestro hermoso aire libre con estúpidos experimen­
tos y con los que quizás están preparando calamidades para
futuras generaciones enteras, calamidades que posiblemen­
te ya pesan sobre nosotros, aunque todavía no nos demos
cuenta de ellas.
Sí, y uno estaría dispuesto a criticar de arriba a abajo a
los cuatro hombres que hace ya cinco semanas que están sen­
tados en una mesa redonda en Ginebra, para encontrar una
palabra a favor de la paz, y así tomar una decisión sobre
nuestro futuro, sin que hasta el momento hayan llegado a nin­
guna conclusión, repitiéndose en los mismos tópicos inútiles
de siempre1. Y de la misma manera —y más todavía— a los

1. Conferencia de los ministros de asuntos exteriores de los Estados Unidos,


de la Unión Soviética, de Gran Bretaña y de Francia, con participación, como
consejeros, de delegaciones de los dos estados alemanes. El objeto de las nego­
ciaciones fueron la cuestión de Alemania y de Berlín, y la seguridad europea. La
conferencia no llegó a ningún acuerdo.
Alabado sea el Señor 143

hombres que están detrás de ellos en Moscú, en Washington


y en Bonn, y nuestros periódicos (y no en último lugar los
suizos), que día tras día incitan a la guerra fría, y, finalmen­
te, a toda la humanidad en oriente y en occidente, que pare­
ce precipitarse en el abismo como un rebaño de cabras,
arrastrándonos a todos. ¿Y no podría ser que uno u otro
tuviera ganas de protestar contra el cristianismo? También
contra la iglesia, la evangélica y la católica, y contra sus re­
presentantes, que tan frecuentemente han aullado y aúllan
todavía como lobos, y que, en todo caso, parecen ser tan
débiles, que no son capaces de nada mejor que ir siempre
ofreciendo piedras en vez de pan.
¿Debo seguir enumerando? Seguro que habría todavía
muchas más cosas que decir, que lamentar, que acusar, y cada
una de ellas con su característica particular. Y ojalá que el
murmurar de esta manera en una dirección o en otra, o en to­
das al mismo tiempo, pudiera depararnos un maravilloso apa­
ciguamiento y alivio. Y ojalá pudiéramos tener razón, punto
por punto, en todo esto. ¿Y por qué no debería ser así?
Y ahora qué, ¿proseguiremos murmurando con osadía?
¿Debería decir yo amén a todo esto? Podría ser que alguno
de vosotros estuviera contento, si yo realmente dijera ahora
amén. Y pudiera ser muy bien que incluso lo elogiara: ¡hoy
me he sentido, por vez primera, comprendido, él también
piensa así!
No sigas: esto no es así. No se trata ahora de que nos
comprendamos y nos sintamos comprendidos, sino de que
todos nosotros aprendamos a comprender algo totalmente
distinto. Y precisamente a causa de esto distinto, no puedo
decir yo ahora Amén.
Esto distinto es: ¡Alabado sea el Señor cada dial Ya os
dais cuenta de que esto suena ya de una manera totalmente
distinta. Sí, y esto es también algo totalmente distinto de
nuestro murmurar en voz baja o a plena voz, justificado o
injustificado. Esto se alza ante nuestros pensamientos y
nuestros sentimientos como una montaña de 4.000 metros.
Esto sacude como un terremoto toda la comarca de nuestro
murmurar. Como un río impetuoso, esto rompe los diques
de nuestras quejas, acusaciones, críticas y protestas. “¡Ala­
bado sea el Señor cada día!”. ¡Ay, no vayáis a creer que
ésta sea precisamente mi opinión! Si yo tuviese en cuenta
ahora mi punto de vista, os podría decir claramente: yo tam­
bién murmuro algunas veces, y lo hago con mucho gusto, y
144 Karl Barth

también me parece cada vez que tengo buenos motivos para


hacerlo. Pero hablamos de una opinión infinitamente más
elevada y mejor que todas las mías y las vuestras. “¡Alabado
sea el Señor cada día!” Esta es sencillamente la verdad que
está sobre todos nosotros, contra todos nosotros, y que, an­
tes que todo, está a favor nuestro. La verdad que quiere
levantarse en nuestros corazones, tal como lo hace ahora el
sol tan temprano que, cuando llega, todos los pájaros empie­
zan a gorjear, y todas las flores se inclinan hacia él. Ningún
hombre vive de sus opiniones, por buenas y bien fundamen­
tadas que estén. El hombre vive de la verdad. Aquí está:
“¡Alabado sea el Señor cada día!” . Si aquí estamos de acuer­
do, entonces entramos en la verdad, propiamente estamos
ya en la verdad. Entonces se hará de día. Entonces empieza
—sólo entonces— la verdadera vida. Porque esto es así, es
por lo que no podía decir Amén hace un momento. Porque
esto es así, es por lo que a pesar de todo me atrevo a invita­
ros, a intimaros, a pediros que digáis unánimes: sí, “¡alaba­
do sea el Señor cada día!”. Permitidme que os lo explique
brevemente.
¡Alabado sea el Señorl El Señor hace de la verdad el
suelo sobre el que podemos estar y andar, el aire en el que
podemos respirar. El Señor es el origen y el principio del
que todos nosotros procedemos. El Señor es también la
meta y el fin hacia el cual nos dirigimos todos. El Señor es
el que no sólo es grande, sino el único grande; no sólo
es bueno, sino que es el único que es bueno, de quien proce­
de todo lo bueno. Él es el Señor libre, fuente de toda liber­
tad. Él es el único Señor, porque es el creador de todas las
cosas, porque todo le pertenece, porque todos nosotros so­
mos suyos.
\Alabado sea el Señor! “Alabar” significa sencillamente:
dar razón, hablar bien; lo cual se hace imposible, cuando se
trata del Señor, si no dejamos de darnos razón a nosotros, si
no dejamos de hablar bien de nosotros. Dicho sea de paso:
¿Habéis notado lo que aparece en los cánticos de nuestro
libro de cánticos de iglesia? En todos ellos se alaba al Señor
de la manera que sea, se le da a él la razón, mientras que no
se nos da a nosotros, los hombres. Hace un momento que
hemos cantado cánticos de nuestro libro, y lo volveremos a
hacer después. Mirad, ahí estamos propiamente ya de acuer­
do: ¡Alabado sea el Señor! Y lo que ahora importa es que
nos tomemos en serio esta nuestra unanimidad - sólo importa
Alabado sea el Señor 145

que lo que corresponde a esto, lo pensemos seriamente, lo que­


ramos, y también lo hagamos. Sea como fuere, no se trata de
dar la razón a nuestro destino, ni a los hombres, ni menos aún,
a los diarios o a algún partido. En estas cosas podemos com­
portarnos según nuestro deber y nuestro querer. Así pues, no
se trata de alabar a cualquier criatura, ni la vida, ni el mundo,
sino al Señor. Porque merece ser alabado —porque alabarlo
no es una empresa artificial y piadosa, sino lo más natural, ne­
cesario y evidente—, porque él tiene derecho como ningún
otro sobre todo nuestro pretendido derecho y contra toda
nuestra injusticia. Y es bueno alabarlo, porque cuando lo ha­
cemos, marchamos bien y, como dicen los ingleses, vamos por
lo seguro (on the safe side): salimos del mundo de la mentira y
entramos en el terreno de la verdad, en el que uno puede vivir.
Se habla de una alabanza que se ha de ofrecer al Señor
cada día. Pero muchas cosas son imposibles hacerlas cada
día. No es posible trabajar cada día bien de la misma mane­
ra, ni se puede estar cada día alegre y de buen humor.
Y, afortunadamente, tampoco puede uno tomarse la vida a
lo trágico cada día, ni poner cada día la misma mala cara.
Pero hay una cosa que es posible y nos es dado hacer cada
día, en todas circunstancias, tanto si brilla el sol como si llue­
ve, si estamos contentos y alegres o algo atribulados o real­
mente tristes, tanto si nos va bien como si nos va mal. Ala­
bar al Señor, darle la razón, esto es una cosa, la gran cosa
para cada día. ¿Por qué? Porque él cada día es el origen del
que procedemos, y cada día es él la meta hacia la que nos di­
rigimos. Porque cada día él es el único grande, el único bue­
no, el único libre que nos da también libertad a nosotros. En
pocas palabras, porque cada día él es el Señor. Él, el guar­
dián de Israel, no duerme ni dormita, como se dice en otro
salmo (121 [120], 4). Él vigila, él actúa cada día hasta el fin
de todos los días, y más allá de este fin, por toda la eterni­
dad. Hasta en el hecho de tener que alabar al Señor cada
día, hay una pequeña imagen de que también seguiremos
existiendo más allá del fin: “hasta que yo, más allá de este
tiempo, te ame y te alabe por toda la eternidad”.2
Pero después, ninguno de vosotros debe decir: hoy ha
predicado que uno no debe murmurar, sino que más bien debe

2. Versos finales de la última estrofa del cántico 48 (EKG 232) “Solí ich
meinen Gott nicht singen” (1653) de P. Gerhardt.
146 Karl Barth

alabar al Señor. ¿Debe? Yo no he predicado esto. Lo que


yo he predicado no es una ley, un trabajo penoso, una pre­
sión, con la que ahora vais a cargar, una contracción que
tuvieráis que hacer ahora. Si alguien está de acuerdo, y por
lo tanto alaba al Señor cada día, no quiere decir que deba
o tenga la obligación de hacer alguna cosa, y que por lo
tanto tenga que subir cuesta arriba jadeante al encuentro de
un determinado ideal. Más bien alegre y con paso alado irá
cuesta abajo. Pues si alguien hace esto, es porque le es dado
hacerlo: no con una libertad que él se hubiese tomado o se
hubiera podido tomar para ello, sino con la libertad que le
será dada por la fuente de toda libertad: por Aquel que es
el único libre, el gran libre.
Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. En la tra­
ducción de la Biblia de Lutero, esta frase suena algo distinto.
“Dios pone un peso sobre nuestras espaldas, pero también
nos ayuda” es lo que en ella se lee. Esto también es hermoso
y es verdad y, ciertamente, ha habido miles y miles de hom­
bres, que han recibido consuelo de este texto. Yo he repro­
ducido aquí la frase, tal como está traducida en la Biblia de
Zurich, porque me parece que de esta manera reproduce
más exactamente lo que se quiere significar, y tal vez es más
hermoso y más verdadero que lo que entendió Lutero. Por­
que, propiamente, Dios no pone un peso sobre nosotros,
sino que nosotros somos el peso que El ha tomado sobre sí
y que él mismo lleva.
Que él lleva nuestras cargas, seguro que quiere decir
también que él nos soporta. Dios podría muy bien encon­
trarnos insoportables y, en último término, no precisamente
a causa de nuestra murmuración, con la que, por otra parte,
no damos ninguna buena imagen. Él podría tratarnos de
acuerdo con esto y dejarnos caer. Pero él no hace esto. Él es
un gran Señor, que hasta nos puede soportar a nosotros, a
mí y a ti, y nos quiere soportar, y lo hace realmente.
“Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación”. Esto
quiere decir que no nos soporta simplemente: nos saca del
cieno de nuestra locura y de nuestra maldad, y de nuestras
grandes y pequeñas tristezas. Él nos lleva a través de la
maleza de nuestras imaginaciones y falsedades, que nos­
otros mismos hemos plantado. Él nos saca del dominio de la
muerte, y nos lleva hasta la vida eterna: tal como intenté
decíroslo aquí el domingo de pascua. En todas estas cosas
no nos podríamos soportar a nosotros mismos. ¿Cómo po­
Alabado sea el Señor 147

dríamos hacerlo? Pero él lo hace: “el que te conduce con


seguridad como sobre las alas de un águila”3. ¡No he notado
nada de todo eso! ¿Te parece a ti? Sí, hay muchas cosas que
todavía no hemos notado, por eso nos equivocamos, y que,
sin embargo, son verdad. Y a estas cosas pertenece también
y sobre todo éste: “Dios lleva nuestras cargas, es nuestra
salvación” .
\Es\ Así pues, no sólo es el que nos ayuda un poquito.
Y no sólo el que alguna vez, más adelante, tal vez en el
cielo, será nuestra salvación. No. Él es nuestra salvación.
Entonces, él no es sólo Dios para sí mismo en un lugar ele­
vado y lejano, en un misterio divino. Él es el Dios que, pre­
cisamente como tal, como Dios, es nuestra salvación. Habla­
mos del Dios —indiquémoslo brevemente— cuyo Hijo es y
se llama Jesucristo: del Dios que en éste, se ha hecho seme­
jante a nosotros, igual a nosotros, ha intervenido en favor
nuestro y se ha entregado por nosotros. Hablamos del Dios
que en éste, en cuanto somos sus hermanos y sus hermanas,
ha hecho de nosotros sus propios hijos. Hablamos del Dios
que, al llamarnos en Jesucristo y al ponernos en comunión
con él, es nuestro Padre. En él, él es y sigue siendo nuestra
salvación. Pensad en navidad, pensad en el viernes santo,
pensad en pascua, pensad en la ascensión, entonces sabréis
lo que quiere decir: Dios lleva nuestras cargas, es nuestra
salvación. Y pensad también inmediatamente en el gran mis­
terio de Pentecostés. Pues es el Espíritu santo que, cuando
viene sobre nosotros y ya no nos deja nunca más, nos hace
auténticamente libres para alabar al Señor: Dios lleva nues­
tras cargas, es nuestra salvación.
Ya al final del todo, me gustaría volver otra vez al mur­
murar del que nos habíamos ocupado al empezar. ¿Cómo
queda ahora?
En primer lugar, lo cierto es que Dios, el Señor, con
toda seguridad, nos soporta en todas nuestras cosas, grandes
y pequeñas, contra las que nos sentimos inclinados a murmu­
rar, tanto si tenemos razón, como si no. Y más aún, seguro
que nos soporta también en nuestro mismo murmurar, que
por justificado que sea, no es nunca una cosa que quede
muy bien. En el credo podemos decir: “creo en el perdón de

3. Cf. estrofa 2 del cántico 52 (EKG 234) “Lobe den Herrn, den máchtigen
Kónig” (1680) de J. Neander.
148 Karl Barth

los pecados” , en lo que también se ha de entender con toda


seguridad: creo también en el perdón de mi murmurar, de
mis enfados y de mis protestas.
Pero supongamos ahora que hemos oído, que hemos en­
tendido, que hemos aceptado este perdón. Supongamos que
hemos hecho uso de la libertad que nos ha sido otorgada, de
alabar al Señor, de darle a él la razón y no dárnosla a nos­
otros. ¿Qué nos tocaría hacer en esta situación? ¿Es que
podríamos seguir murmurando como hasta ahora? En estos
días leí en la prensa la curiosa noticia de un príncipe, el
hermano del rey de Bélgica. Una ciudad de aquel país le
regaló un fusil nuevo muy hermoso. Pero no aceptó este
regalo, y daba la razón de que, sientiéndolo mucho, él no
podía disparar. ¿Qué sucedería si cuando en mí se levanta­
ran sentimientos que me instigaran a murmurar, en vez de
empezar a hacerlo, dijese amablemente: “Lo siento, pero ya
no me es posible murmurar más”? O digamos con circuns­
pección: sólo puedo murmurar un poquitín. Propiamente, no
me va bien, propiamente, me da vergüenza. De hecho, ya
no es posible. ¡Gracias por el fusil! ¿Por qué, de hecho, ya no
es posible? Ya no es posible, porque contra toda mi murmu­
ración, se ha puesto para mí la verdad en primer término, la
gran verdad libre y liberadora: Alabado sea el Señor cada
día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. Amén.
¡Querido Padre del cielo! Te damos gracias. Y ahora, concéde­
nos que en nuestros corazones, en nuestras palabras y en nuestras
acciones te alabemos, te demos la razón cada día: también en este
día, y por el poder de tu Espíritu santo, también mañana y pasado
mañana. Sopórtanos y llévanos lejos: a cada uno y a cada una de
nosotros. Todos lo necesitamos. Cada uno y cada una de una ma­
nera particular. Sé y no dejes de ser para nosotros, para todos los
que están en esta casa, así como también para nuestros familiares,
los que están cerca y los que están lejos, el Dios que es nuestra
salvación.
Sé y sigue siendo tú el mismo en y por encima del humano hacer
y acontecer de nuestros días, tan confuso y desconcertante, tan
opresivo y oprimido. Di y manifiesta a todos, que para ti no están
perdidos, y que no les es posible huir de ti. Muéstrate en todas
partes como el Señor de los piadosos y de los sin D ios, de los pru­
dentes y de los insensatos, de los sanos y de los enfermos, también
como el Señor de los piadosos y de los sin D ios, de los prudentes y
de los insensatos, de los sanos y de los enfermos, también como el
Señor de nuestra pobre iglesia, de la evangélica y de la católica y de
todas las otras, como el Señor de los buenos y de los malos gobiernos,
Alabado sea el Señor 149

de los pueblos sobrealimentados y subalimentados, y también, en


particular, como el Señor de las personas que hoy tienen la obliga­
ción de opinar, hablar y escribir tantas cosas buenas y no tan buenas,
como el Señor protector de todos nosotros, a quien nos es dado
obedecer, pero también como nuestro juez, ante quien en el último
día, y ya hoy mismo, somos responsables.
Oh Dios grande, santo y misericordioso, anhelamos tu última
revelación, en la que aparecerá claro ante todos los ojos, que todo
el mundo creado y su historia, todos los hombres y la historia de sus
vidas, han estado, están y estarán en tus manos bondadosas y fuer­
tes. También te damos gracias, porque nos es dado alegrarnos de
esta revelación. Todo esto, en nombre de Jesucristo, en quien tú, a
nosotros, los hombres, nos has amado, escogido y llamado desde
toda la eternidad. Amén.
El Señor, que te quiere
Isaías 54, 10
27 de diciembre de 1959, cárcel de Basilea

¡Señor, nuestro D ios, grande y bondadoso! Porque tú has venido


a nosotros en tu querido Hijo, por esto nos es dado y queremos
también nosotros venir a ti, escuchar tu palabra, levantar hacia ti
nuestros sentidos y nuestros pensamientos, e intentar darte una res­
puesta con lo que estamos haciendo aquí todos juntos.
Sabemos bien lo mucho que nos hemos separado de ti, y lo poco
que merecemos acercarnos a tu santa proximidad. Nos atrevemos a
hacerlo, porque tú nos invitas y nos llamas como a hijos tuyos. Pero
es necesario que tú mismo nos ayudes a hablar de ti y a escucharte
como es debido. No permitas que estemos aquí distraídos e indife­
rentes. Pero no permitas tampoco que seamos inteligentes por nos­
otros mismos y queramos saberlo todo mejor. Muévenos, por el con­
trario, por medio de la fuerte y alegre voz de tu verdad, para que
nos reúna y nos conduzca a ti, y nos guíe en estos días, a pasar del
año viejo al nuevo con humildad y confianza, junto con todos los
demás hombres.
Padre nuestro... Amén.

Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no se


retirará de ti mi misericordia ni mi alianza de paz vacilará
—dice el Señor, que te quiere—
Queridos hermanos y hermanas:
Cómo me gustaría deciros ahora una buena palabra, que
cada uno y cada una de vosotros pudiera entender y com­
prender, y os acompañara después consoladora y alentadora,
en vuestras celdas, y en el nuevo año. Pero con las buenas
El Señor, que te quiere 151

palabras que los hombres deberían y podrían intercambiar


mutuamente, pasa una cosa. Pasa con ellas lo que en el texto
que acabamos de oír se ha dicho de las montañas y las coli­
nas: se retiran y vacilan desde la boca de un hombre a otro,
como humo y sonido, y entrando por un oído, salen de
nuevo por el otro. ¿Qué han sido, pues, estas palabras?
¿Qué se ha conseguido con ellas? Y esto es así, porque nos­
otros, los hombres, cuando hablamos y escuchamos, somos
seres indecisos, vacilantes y cambiantes. Ahora voy a inten­
tar explicaros un poco, lo que se nos atestigua como palabra
de Dios en los antiguos profetas, por lo que yo, de verdad,
me veo obligado a pedir —y vosotros también debéis pedir—
que el mismo Dios, nos diga de nuevo lo que allí se ha dicho,
y lo diga de tal manera, que nos sea dado y nos sintamos
obligados a escucharlo y entenderlo.
“Dios” , acabo de decir. Sí, cuando uno va a la iglesia
¿verdad? —tanto si es la catedral, como ésta nuestra capi­
lla— siempre esta palabra, una y otra vez, “¡Dios!” ¿Quién,
cómo, dónde, qué “Dios”? piensa tal vez ahora alguno de
vosotros. ¿Qué quiere decir, qué me dice a mí, de qué me
sirve a mí: “Dios”? ¿No dijo un gran filósofo, que vivió aquí
en Basilea, que Dios había muerto?1. Con todo, la situación
no es tan desesperada. Aunque Dios para muchos hombres,
y algunas veces para nosotros mismos, fuera realmente un
Dios muerto, esto no quiere decir, ni mucho menos, que
esté muerto. Pero algo de esto hay: la palabra “Dios” , real­
mente, no está muerta, pero sí enferma, gravemente en­
ferma, porque con frecuencia se usa equivocadamente y se
abusa de ella, porque se ha hecho como una moneda gasta­
da. La palabra “Dios” no aparece en absoluto en -nuestro
texto. En él recibimos una respuesta sobre quién es Dios: él
es el Señor, que te quiere.
“El Señor, que te quiere” , en la boca del profeta, quiere
decir: aquel que es grande y majestuoso, aquel que es preci­
samente el Señor - y que es el Señor grande y majestuoso,
en cuanto se apiada de su pueblo, Israel, de este pueblo
liberado de Egipto, conducido a través del desierto, y al que
ha dado una tierra, al que siempre quiso sostener, conducir
y proteger. Israel era un pequeño pueblo, y además malo, y,

1. Fr. Nietzsche, Die fróhliche Wissenschaft (1881/82, 1886), tercer libro,


sección 125: “Der tolle Mensch” en: Nietzsches Werke, vol. 5, Leipzig, sin año,
p. 163 s.
152 Karl Barth

en aquel entonces, un pueblo muy desdichado. En aquel


entonces todo estaba perdido para él: en primer lugar y
por encima de todo, la fe en su Dios, en el Señor, que sin
embargo lo quería, la obediencia a este Señor. Sí, existen
tiempos así, en los que los hombres pierden su fe en Dios
y la obediencia que se le debe. Y con ello, se pierde tam­
bién todo el resto. Israel se había extraviado de la fe
auténtica y de la obediencia: había perdido el poder y el
esplendor del reinado de David, había perdido la patria, la
tierra de sus padres, había perdido su libertad. Sólo le que­
daba una cosa: el Señor, que le quiere. Pero éste le quedó,
a pesar de su infidelidad y de su desobediencia, no dejó de
quererlo, de vivir en medio de él, de actuar, de hablar,
como acaba de hacerlo también ahora por medio de este
profeta.
“El Señor, que te quiere” . Pero para nosotros, esto ha
de significar más todavía: no en vano fue llamado el mi­
sericordioso; él ha realizado su misericordia con este pue­
blo. Y lo ha hecho, haciéndose hombre en medio de este
pueblo, y en medio de todos los hombres: el hermano de
todos los hombres, en medio de su naturaleza mala y de su
gran miseria.
Una vez me preguntaron, cómo es que en la historia de
Jesús narrada en los evangelios —pues él fue aquel hermano
de todos los hombres— se habla mucho de enfermos y po­
bres, de pecadores y publícanos, pero apenas se habla expre­
samente de presos, es decir, de presos en el sentido estricto
de la palabra, como lo sois vosotros aquí. Y es verdad: de
entrada, parece que uno puede encontrar bien poco. Pero
¿es que tal vez los árboles nos impedirán ver el bosque?
Toda la historia de Jesús, ¿no es, a decir verdad, la historia
de aquellos a los que no se les presta atención? En ella,
Dios, grande y eterno, se ha introducido en la prisión de la
esencia y la existencia humanas, con todo lo que a ellas per­
tenece. Y finalmente ¿no ha sido puesto él también en la
cárcel por los hombres en el sentido más literal, arrestado,
puesto fuera de combate, interrogado, condenado y ejecuta­
do como un delincuente? Si ha habido alguien que se haya
hecho solidario de los presos, ha sido él. Y en esta solidari­
dad con ellos, este gran preso, condenado y ejecutado, ha
traído la libertad, la salvación y la redención a todos los cau­
tivos. Este es el Señor, que te quiere: este preso que es tu
liberador, el liberador de todos nosotros.
El Señor, que te quiere 153

Queridos amigos, ¿qué pasaría si cada vez que oímos


esta palabra digna de consideración “Dios”, o la leemos, nos
acostumbráramos a pensar en silencio inmediatamente: el
Señor, que te quiere? Por lo tanto, aquel que ha actuado
y ha hablado en la historia de Israel y en la historia del
hombre, Jesús, y que hasta el día de hoy, lleno de vida,
actúa también en nosotros y nos habla. ¡Este precisamente,
es Dios! Ahí siempre tendríamos motivos suficientes para
maravillarnos. Y estaríamos en el buen camino, en lo que se
refiere a esta palabra “Dios”. Y quién sabe si esta palabra
enferma “Dios”, pudiera suceder que empezara a recobrar
la salud en nuestra boca y en nuestros oídos.
¿Qué es lo que dice el Señor, que te quiere? Es lo que
vamos a oír ahora.
Esto es lo que él dice: no se retirará de ti mi misericordia.
¡Mi misericordia! Esto quiere decir: Yo, el Señor, soy bueno
para ti. Pero no sólo soy bueno de lejos, sino que yo, el
Señor, me vuelvo hacia ti, y no lo hago como un gesto hueco
y con las manos vacías. Yo, el Señor, me intereso por ti,
más aún, yo, el Señor, quiero tomar en mis manos tu causa,
la causa de tu vida, y hacer de ella mi propia causa, y de
esta manera, una causa noble. ¿Por qué tú eres una persona
distinguida? ¿por qué te lo has merecido? ¡No, no, no por
esto!, sino porque yo así lo he decidido, y quiero ser miseri­
cordioso contigo. “Mi misericordia” quiere decir: tu eres
de verdad un siervo inútil, y como tal te quiero tomar a
mi servicio. Tú eres para mí un amigo ciertamente dudoso
—frecuentemente, más que mi amigo, mi enemigo— , pero
yo quiero ser para ti un buen amigo, tu mejor amigo. Tú
eres un niño desobediente —oh, sí, todos nosotros no somos
más que sus hijos desobedientes—, pero yo quiero ser para
ti un padre fiel. Esta es la misercordia que no se retirará de
ti. ¿Por qué no? Simplemente porque es misericordia, no
una misericordia humana, sino divina. Por esto no podrá
retirarse de ti. Podrá ser tal vez una misericordia oculta para
ti, pero no se retirará de ti. Además, podrá ser y deberá ser
para ti una misericordia dura y severa, que algunas veces te
hará daño, pero no se retirará de ti. Todos juntos no somos
sino ignorantes desagradecidos hacia esta misericordia, pero
ella no se retirará de ti, ni de mí, ni de ninguno de nosotros.
Lo otro que dice el Señor que te quiere es: mi alianza de
paz no vacilará. Esto va de acuerdo con lo primero. Y no es
capricho o casualidad, Dios no es injusto e impío, cuando
154 Karl Barth

tiene misericordia con nosotros, sin haberlo merecido. No,


él tiene misericordia con nosotros porque existe una alianza
que él ha hecho, un tratado que él ha concluido, porque
precisamente en esto está empeñada su voluntad eterna.
Esta alianza no se puede romper, sino que se mantiene fir­
me, este tratado se mantendrá, esta voluntad eterna se reali­
zará. Y ésta fue y será su voluntad eterna decidida y realiza­
da: Ella “estaba en Cristo, y reconcilió el mundo consigo”
(2 Cor 5, 19). ¡Lo reconcilió consigo! Por esto “mi alianza
de paz” quiere decir: de la paz conseguida por mí. Por esto
no puede fallar, por esto es irrevocable. La semana pasada
salió en el National-Zeitung una consideración sobre Navi­
dad2 -quizás alguno de vosotros la haya leído-, en la que se
recordaba que en los años pasados, el hombre había conse­
guido llegar a la luna. No significa nada ni se puede cambiar
nada por el hecho de que los rusos hayan enviado allí una
cápsula desinfectada, que todavía sigue allí. Y entonces,
prosigue el autor, hay algo que es todavía más maravilloso y
seguro, a saber, que Dios (que está mucho más allá de la
luna y el sol, la vía láctea y los mundos más allá de la vía
láctea) ha hecho una poderosa incursión en la tierra, y que
ha dejado en ella algo completamente distinto de aquella
estúpida cápsula: la alianza de su paz, su reconciliación con
nosotros, a Jesucristo, en quien se realiza esta reconcilia­
ción. Mirad, porque se ha concluido esta paz, la misericordia
de Dios no podrá retirarse de nosotros. Porque está fundada
en esta alianza, porque está fundada en este suceso único e
irrevocable entre Dios y nosotros, y porque esta alianza no
puede fallar, su misericorcia no se retirará de nosotros.
Pero es inevitable que oigamos esto otro: Aunque se reti­
ren los montes y vacilen las colinas. ¿Verdad? Esto no suena
muy bien. Debió ser algo espectacular, cuando a principios
del siglo XIX, la montaña que está por encima de Goldau
en Suiza empezó a moverse y sepultó toda la aldea3. Sí, allí
se retiró la montaña, allí vacilaron las colinas. Pero no que­
remos pasar por alto que también allí, aunque se hable de
montañas que se retiran y de colinas que vacilan, el Señor,

2. R/olf/ E/bcrhard/, Umkehr, en: National-Zeitung (Basilea), año 117,


n." 597, 24.12.1959, edición navideña, p. 1.
3. Es el mayor desprendimiento de tierras en las montañas suizas, constata­
do en época histórica, quedaron sepultadas Goldau, y otras tres aldeas, y perdie­
ron la vida 457 personas.
El Señor, que te quiere 155

que te quiere, habla. Esto no será tampoco una mala cosa,


aunque ante ello nos sintamos sobrecogidos, sino que en el
fondo, será algo bueno. Si las montañas no se retirasen y las
colinas no vacilaran, la verdad de que la alianza no falla y la
misericordia no se retira, no tendría cabida en nuestros co­
razones.
Así pues, un par de palabras ahora sobre las montañas
que se retiran y las colinas que vacilan.
Esta montaña es, por encima de todo, el tiempo que se
nos da a nosotros los hombres. De aquí a unos días celebra­
remos san Silvestre, y esto significará: ¡Adiós 1959! Pasas y
no vuelves. Y si algo seguro hay respecto al próximo año
1960, es que también tendrá un san Silvestre, vacilará, se
retirará, y pasará. Y cuando nos llegue el tiempo de morir,
será san Silvestre para todos nosotros. Y vendrá un tiempo
también en que alboreará el gran día de san Silvestre, y cesa­
rá de existir el tiempo en el mundo. ¡Pero no se retirará de
ti mi misericordia! Si uno se deja interpelar por esto, se sien­
te fuerte para vivir en el tiempo que se retira, que vacila,
que pasa, para disfrutarlo mientras se nos da, para utilizarlo,
para darlo sin tristeza cuando pasa y no puede ser de otro
modo, cuando se nos quita de nuevo.
Montañas que se retiran y colinas que vacilan son tam­
bién las relaciones humanas que comporta la vida y la consti­
tución del mundo forjada por los hombres, que en el curso
de la historia, siempre van y vienen. Que un día vienen y
otro día se van, con todo lo bueno y lo no tan bueno que
han aportado a los hombres. En la historia del mundo no
existen eternidades: no existe una Alemania eterna, así
como tampoco existe una Suiza eterna, como se dijo ocasio­
nalmente cuando la guerra, para darse un poco de ánimo.
No existe ningún capitalismo eterno ni tampoco existirá
ningún comunismo eterno. ¡Pero no se retirará de ti mi
misericordia! Esto es lo que nos es dado escuchar en los
cambios y en lo transitorio de las relaciones humanas y de
la constitución del mundo. Y si lo escuchamos, podemos so­
portar en este nuestro tiempo, todo lo que nos pueda apor­
tar, y no sólo soportar, en cuanto lo aguantamos tal como
viene, sino compartirlo en el lugar que ocupamos, tanto si
es grande como si es pequeño, llevando a cabo nuestra apor­
tación, lo mejor que podamos: si no a la perfección, sí lo
mejor posible. Quien escucha la palabra de la misericordia
que no se retira, puede hacerlo, paso a paso, sin soberbia,
156 Karl Barth

pero también sin miedo, en todas las situaciones y circuns­


tancias, como un hombre que va seguro.
Junto con las montañas que se retiran y las colinas que
vacilan, podemos y debemos pensar también en los hombres,
y precisamente en los mejores, los más próximos y los más
estimados, que están a nuestro alrededor. ¿No es verdad
que también los mejores hombres tienen sus límites, y que
de alguna manera llegan a decepcionarnos, de manera que,
tanto si lo queremos como si no, hemos de mover la cabeza
con respecto a ellos? También los hombres que en algún
tiempo estuvieron más próximos, pueden hacérsenos lejanos
y extraños. Y también los hombres más estimados pueden
sernos un día arrebatados. “No confiéis en los hombres”
(cf. Sal 146 [145], 3): se retiran, fallan. ¡Pero no se retirará
de ti mi misericordia! Tomémosnoslo a pecho, y la conse­
cuencia será que aprenderemos a ser agradecidos por los
hombres que están con nosotros, y a tener paciencia con
ellos, aceptándolos tal como son, con lo que también po­
dremos dar gracias por la mucha paciencia de que nosotros
somos objeto y nos es dado experimentar.
Permitid que mencione otra cosa, que también se retira
y vacila: me refiero a lo que se ha dado en llamar el trabajo
de toda una vida. Cierto, es hermoso haber llevado a cabo
algo pequeño o algo grande en la vida. ¿Por qué no podría
uno alegrarse de esto? Conozco a alguien que ha sido bas­
tante diligente, ha escrito libros, y algunos voluminosos, ha
dado lecciones a muchos estudiantes, ha aparecido frecuen­
temente en la prensa, y, finalmente, hasta en el “Spiegel” 4.
¡Oh sí! Al fin y al cabo, ¿por qué no? Pero sólo una cosa es
totalmente segura: también tiene él su tiempo, su tiempo y
nada más. Vendrán otros que harán lo mismo mejor. Y ven­
drá un momento en que en absoluto no se sabrá más de él,
aunque hubiere edificado las pirámides o el túnel del Gott-
hard, o hubiese encontrado la desintegración del átomo.
Y hay algo más seguro todavía, tanto si el trabajo de la vida
de un hombre fue grande o pequeño, importante o insignifi­
cante, un día se encontrará ante el juez eterno, y todo lo que
haya hecho, y haya llevado a cabo, no será más que un mon-
toncito de tierra, y no le quedará mada mejor que confiar

4. La revista alemana “Der Spiegel" traía un artículo sobre Karl Barth en


el n.° 52 del año 13. el 23.12.1959, p. 69-81.
El Señor, que te quiere 157

en lo que no se ha merecido: no en una corona, sino con


toda sencillez, en un juicio misericordioso, que no se ha me­
recido. Esto es lo único que contará. El trabajo de toda una
vida va de aquí allá. ¡No se retirará de ti mi misericordia! El
hombre vive de esto. Sólo puede vivir de esto.
Y por último: ¿No hemos pensado ya alguna vez que lo
más seguro que uno puede tener es una actitud interior sóli­
da, un carácter y, también, una cierta fe? Cierto, esto es
algo bueno. Pero: “Quien crea estar en pie, mire no caiga”
(cf. 1 Cor 10, 12). Queridos amigos, es incuestionable, bási­
camente todos nosotros vivimos al borde de un precipicio, y
es espantoso el peligro que corremos de caer en el mal, la
locura y la maldad, en pensamientos, palabras y obras.
Y esto es igualmente válido por más que queramos y deba­
mos ser cristianos: “inesperadamente ha venido ya la tenta­
ción sobre más de una persona piadosa” 5. No, en realidad
uno no puede creer en su carácter, en lo bueno que hay en
él. No, uno no puede creer en su propia fe. Esto podría
tener malos resultados. Sólo podemos creer que Dios está
por nosotros. Tú sólo puedes creer que Jesucristo ha muerto
y ha resucitado por ti. “La sangre y la justicia de Cristo -sólo
ellos- son mi adorno, y mi vestido de honor” 6. Tanto si soy
fuerte como si soy débil, si estoy en pie como si caigo, si
dudo como si tengo el corazón apaciguado, si sigo mi camino
a oscuras o a plena luz: ¡no se retirará de ti mi misericordia!
Atente a esto, a esto queremos atenernos todos nosotros.
Acabo. Es costumbre desearte cosas buenas por el año
nuevo: felicidad, bendición, salud y días felices. Es hermoso
y es correcto hacerlo así, y esto nos lo vamos a desear los
unos a los otros: yo a vosotros y vosotros a mí. Pero básica­
mente sólo existe una cosa totalmente buena que nos pode­
mos desear los unos a los otros: que lo que acabamos de
escuchar nos anime realmente, nos sostenga, nos consuele y
nos alegre: “No se retirará de ti mi misericordia, ni mi alian­
za de paz vacilará”. Esto es válido, porque no lo dice un
hombre cualquiera, lo dice el Señor, que te quiere, que me
quiere, que nos quiere a todos. Amén.

5. Final de la estrofa 1.a del cántico 302 “Mache dich, mein Geist, bereit”
(1695) de J. B. Freystein (1671-1718). (Otra versión del texto en EKG 261).
6. Principio del cántico 265 (EKG273), Leipzig 1638 (las estrofas siguientes
2-8 en libro de cánticos suizo de N. L. Graf von Zinzendorf).
158 Karl Barth

¡Querido Padre del cielo! Te damos gracias porque nos ha sido


dado reconocerte, en cuanto tú mismo nos dices quién eres, y qué
es lo que quieres. Te damos gracias, porque tú vienes a buscarnos a
las alturas más elevadas y a todas las profundidades de nuestra vida.
Te damos gracias, porque nos permites que te acojamos en la pala­
bra, y tener en ti el firme fundamento y la fuente eterna de todo
bien, y de tenerlo con todo el amor.
Líbranos de todo embrutecimiento, perturbación y ligereza, que
pudieran ser una tentación para nosotros, tanto en el nuevo año,
como en el viejo. Ayúdanos a esperar, allá donde no hay prisa algu­
na, a soportar lo que se nos ha impuesto, a no ignorar lo bueno,
porque deseamos para nosotros algo mejor. Alégranos con la liber­
tad, que ningún hombre puede dar a otro hombre, y que ningún
hombre puede quitar.
Y ahora te invocamos y te pedimos todos juntos: por todos los
que están en esta casa, por los presos de todo el mundo, por nues­
tros parientes, tanto los que están cerca como los que están lejos,
por los enfermos y por los médicos y enfermeras que los cuidan, por
todos los que se encuentran en la aflicción, por los maestros y sus
discípulos y por los jóvenes que se encuentran en la edad crítica,
por los que tienen la palabra en la prensa, por las autoridades de
nuestra ciudad y de nuestro país, por los hombres de estado del este
y del oeste, por las iglesias cristianas en sus diferentes formas, por
el pueblo de Israel, por los predicadores del evangelio entre los no
bautizados, así como entre los paganos bautizados de todo el mun­
do. Tú sabes lo que en todas partes es necesario. Y nosotros sabe­
mos que en ti se da la plenitud de toda ayuda. ¡Abre nuestros cora­
zones y nuestras manos no quedarán vacías!
A sí damos gracias y así oramos en nombre de nuestro Señor
Jesucristo, por quien nos has hecho posible estar en la tierra, ver el
cielo abierto, y alegrarnos de que volverá con gran majestad, para
renovarlo todo. Amén.
¡Tú puedes!
Jeremías 31, 33
3 de abril de 1960, cárcel de Basilea

¡Señor, Padre nuestro! Tú nos invitas, tú nos permites, tú nos


llamas y nos ordenas que vengamos a ti, para que nos puedas hablar,
para que nosotros podamos también hablar contigo.
Tú sabes la necesidad que tenemos de esto. Tú sabes de dónde
venimos todos nosotros: de cuánto error y de cuánta perturbación,
de cuánta infidelidad y superstición, de cuántas preocupaciones y
tribulaciones. Tú sabes nuestras transgresiones y absurdos. Tú sabes
también la medida de la culpa de cada uno de nosotros.
Y ahora queremos solamente fijarnos en esto: tú no permites
que caiga ninguno de nosotros, tú nos has conducido y nos has so­
portado hasta aquí, y sigues conduciéndonos y soportándonos, para
darnos tiempo de buscarte y de dejarnos encontrar por ti.
Esto es lo que querríamos hacer todos juntos en esta hora. Por
esto te pedimos tu presencia, tu palabra, tu Espíritu bueno. Todo lo
que nosotros pensamos, decimos y hacemos aquí, sería falso e inútil
sin aquello que sólo tú puedes obrar en medio de nosotros. Y pedi­
mos tu bendición, uniéndonos con todas las asambleas de tu pueblo
en esta ciudad, en toda la tierra, para ellos también. Da a su testi­
monio y a nuestro testimonio luz, libertad, alegría, y también fe­
cundidad.
Padre nuestro... Amén.

Oráculo del Señor: Meteré mi ley en su pecho,


la escribiré en su corazón
Queridos hermanos y hermanas:
Creo no equivocarme, al suponer que la palabra “ley”,
para la mayoría, probablemente para todos vosotros, tiene
160 Karl Barth

algo de opresivo, de desagradable. En todo caso, a mí me


deja intranquilo cada vez que la oigo o que la leo. Y esto
tiene sus buenos motivos.
Solamente hay una ley, en la que esto no es así: que no
es desagradable, sino que da alegría, que no nos lleva a una
tierra extranjera, inquietante, sino a la patria; solamente una
ley, que no nos limita, ofendiéndonos, ni es un peso molesto
para nosotros, sino que más bien nos hace libres. Solamente
hay una ley, que nosotros, los hombres, no transgredimos ni
pasamos por alto, sino que la podemos observar y cumplir;
solamente una ley, ante cuyo poder y validez, ante cuyo ojo
-vosotros ya lo sabéis, que la ley tiene también un ojo- no
nos podemos escapar ni ocultar, ante la que no queremos
darnos a la fuga, y esto, porque por nosotros mismos, sólo
podemos decirle sí.
Ya lo veis, se trata de una ley completamente diferente
de cualquier otra, diferente de la ley civil y de la ley penal,
con la que como ya es sabido, se puede entrar en conflicto
tan fácilmente y con tan desastrosas consecuencias, diferente
de todas las leyes del estado, con sus órdenes y prescripcio­
nes pensadas y formuladas por los hombres, sus mandamien­
tos y prohibiciones, diferente también de la ley de la buena
sociedad, con sus distinciones entre lo que es decoroso o
indecoroso, diferente, también, de lo que se acostumbra a
caracterizar como la ley impresa en el hombre, de cara
a nuestro discernimiento, a lo que tenemos por justo o in­
justo, pero también diferente de la ley natural, que, según
dicen, determina y distingue en última instancia, lo que es
necesario y lo que es imposible. Todas éstas, son leyes bue­
nas, necesarias y, sobre todo, llenas de autoridad, que tanto
si nos gusta como si no, hemos de observar y respetar. Sola­
mente que, en definitiva, todas ellas nos limitan, porque se
nos imponen desde afuera, desde una altura que nos es ex­
traña y, por esto, despiertan en todos nosotros las ganas de
evadirse de ellas, de esquivarlas, de forzarlas si es que no,
de destruirlas, de escurrirse de ellas como por las mallas
de una red, o de cerrar los ojos ante ellas, con el consue­
lo de que la auténtica vida empieza allá donde cesan todas
estas leyes.
La ley totalmente distinta es la ley de Dios, cuando él
la pone en nuestro interior, cuando la escribe en nuestro
corazón.
¡Tú puedes! 161

¡Sí, cuándo! No se entiende de por sí, el que Dios haga


esto. Y si lo hace, es por su gracia gratuita, que nadie puede
merecerse, hacerse con ella, ni tomarse para sí. Se nos ha
prometido. Está ante nuestros ojos en un lugar bien determi­
nado, suficientemente claro, lo suficiente aún para darle al­
cance. Pero nosotros tendremos que pedir incesantemente
por ella para recibirla, para vivir de ella.
Si Dios no nos otorga esta gracia suya, libre, no pone su
ley en nuestro interior, no la escribe en nuestro corazón,
más bien: si nosotros no comenzamos a percibir que él está
ya a punto de hacerlo, sí, entonces su ley, su ley buena y
santa está ante nosotros, por encima de nosotros, frente a
nosotros, como la cumbre de una alta montaña, que se halla
cubierta por una oscura niebla. Y entonces, la ley de Dios
aparece extraordinariamente semejante a aquellas otras le­
yes, sólo que, por el hecho de ser la ley de Dios, en este
encubrimiento actúa de una manera más poderosa, más
apremiante, más amenazadora que aquellas otras, pues ante
ella no hay escapatoria.
¿Y qué es lo que nos dice la ley de Dios, cuando él no la
pone en nuestro interior, no la escribe en nuestro corazón?
Nos dice de una manera cortante, enérgica y estremecedora:
¡Tú debes! Sí, tú debes -esto es lo que oímos- reconocer lo
que has hecho mal, debes arrepentirte, en cuanto te sea posi­
ble debes repararlo y entonces acomodar tu vida a otra nor­
ma, que sea mejor, tú debes escoger el bien y rechazar el
mal, tú debes ser puro, sincero, y sin egoísmo (y todo esto,
de una manera absoluta en la medida de lo posible, como lo
proclama la gente del “rearme moral” 1). Y más aún: tú de­
bes ayudar a los demás, hasta debes de ser para ellos un
buen ejemplo. Y además: debes creer, debes rezar, debes
leer la Biblia, debes ir a la iglesia. ¡Debes, debes, debes! Así
suena la ley de Dios, así es como la oímos, si Dios no la
pone en nuestro interior, no la escribe en nuestro corazón.
Su voz habla así desde aquella nube.
¿Y qué hacemos nosotros entonces? Damos a la voz de
Dios la respuesta lastimera: ya querría, pero no puedo, soy
demasiado débil para una cosa así. O la respuesta frívola:

1. Los cuatro “absoluta” del rearme moral: absoluta nobleza, pureza, desin­
terés y amor absolutos. Cf. B. Fr. N. D. Buchman, Für eine neue Welt, 1949
p. 14.57.
162 Karl Barth

oigo muy bien lo que debo hacer, y también podría hacerlo,


pero no tengo ningún interés; hay otra cosa que me gusta
mucho más. O la respuesta tozuda: podría muy bien, pero
no quiero, y no quiero porque precisamente este “tú debes”
no lo puedo tolerar. Y la peor respuesta será: oh, al fin y
al cabo, no es para tanto. Yo ya oigo: ¡Tú debes! y podré
muy bien hacerlo, cumpliré lo que se me exige, podré dejar
satisfecho a Dios, quien me lo exige. Ante la montaña del
Señor, edifico ahora de una manera totalmente artificial mi
propia montaña: la montaña de mi honradez, de mi virtud,
de mi justicia, quizás también de mi piedad. Y en la cumbre
de esta mi montaña, me sentaré, para estar con él allá, de
igual a igual, a la misma altura. ¿Sería posible que él no se
sintiera obligado a reconocerme, a alabarme, a retribuirme
tal como, a ojos vistas, lo merezco?
Pero: ¡Alto! Por aquí, no pasamos. Pues a través de to­
das nuestras lamentaciones, nuestra frivolidad y nuestra
tozudez y, sobre todo, a través de toda nuestra autojustifica-
ción, sigue sonando la voz de la ley de Dios: nada de esto
cuenta, todo esto son excusas y pretextos. Pero tú no te me
escapas. Tú oyes y sabes bien lo que debes hacer, lo que yo
quiero de ti. Y no lo haces y, como mínimo, te imaginas que
lo haces. Pero no lo haces, y por lo tanto, eres un miserable,
un condenado, un hombre perdido. Sí, tanto si estamos de
pie, como si nos acurrucamos, como si nos echamos sobre
las espaldas: bajo esta acusación, esta amenaza, en la gran
indigencia en que la ley de Dios nos pone necesariamente, si
él no la pone en nuestro interior, no la escribe en nuestro
corazón, y que es tanto mayor, cuanto menos lo notamos,
ésta es la gran indigencia en que nos encontramos, ésta es
nuestra grande y terrible indigencia.
Esta es nuestra situación sin la libre gracia de Dios:
cuando la ley de Dios habla desde la nube, cuando él no
pone su ley en nuestro interior, no la escribe en nuestros
corazones.
Pero ésta es su promesa: él quiere hacerlo y lo hará.
Cuando Dios habla así, es una cosa totalmente distinta de
cuando uno de nosotros se lo propone y dice que hoy por la
tarde va a hacer esto y esto otro, no sabiendo qué es lo que
le puede suceder mientras tanto, y ni siquiera si hoy por la
tarde estaremos aún vivos. Cuando Dios da su promesa y
dice: quiero hacerlo, lo haré, entonces hace lo que ha dicho
que haría. Más aún, ya empieza a suceder lo que él dice.
¡Tú puedes! 163

Escuchemos ahora algo de lo que nos pasa, cuando esto


sucede. Desgarra la nube que ocultaba a nuestros ojos la
montaña de su ley. Lo vemos a la clara luz del sol, tal como
es. La misma ley de Dios nos dice entonces algo totalmente
distinto de lo que parecía decirnos antes, de lo que nos pare­
cía escuchar antes. Ahora ya no dice más: ¡Tú debes!, sino
¡Tú puedes! ¿Qué acabas de decir? ¿no puedo? ¿no tengo
ganas? ¿no quiero? ¿Qué has intentado sobre el monte que
tú mismo te has hecho y has escalado, el monte de tu propia
justicia? ¿Por qué tienes miedo de mí? Y al mismo tiempo
¿por qué vienes a mi encuentro tan orgulloso? ¿Por qué me
quieres engañar de esta o de otra manera? ¿Qué hay de
toda esta comedia que tú estás representando ante mí? De
esta manera lo único que harás es dar vueltas entorno a mí
y a mi mandato, mientras sigas creyendo que debes obede­
cerme. Todo esto es falso de arriba a abajo. Ningún hombre
está obligado a creerse en la obligación2. Y respecto a Dios,
seguro que no. “El cumplimiento de un deber”, como se
dice en los estados del Este, no es precisamente la obedien­
cia que Dios exige. Obedecer significa: poder obedecer, en
libertad, obedecer desde el interior de uno mismo, desde el
interior de uno mismo escoger el bien y evitar el mal. Esto
es lo que pasa con la montaña de la ley de Dios, cuando se
retira la nube, cuando podemos verla a la luz del sol tal
como es y como aparece en realidad.
¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Qué exige su ley? Que
quede bien entendido: la ley ya es buena; exige algo de nos­
otros, nos manda y nos prohíbe algunas cosas, se nos ofrece
para que nosotros la observemos y la cumplamos. Pero ¿qué
exige?
Si nosotros escuchamos y entendemos correctamente lo
que nos manda, dice así: con toda sencillez déjate ahora
amar por mí y, a tu vez, ámame. Con toda sencillez, esto es
“lo bueno”, si así lo haces. Muy sencillo, esto es la raíz, esto
es el sentido, ésta es la fuerza de los diez mandamientos.
“¡Ama, y haz lo que quieras!” 3, ha dicho un gran padre de
la iglesia. Una palabra atrevida, pero verdadera. Porque la

2. G. E. Lessing, Nathan der Weise, (1779), primer acto, escena tercera:


“Kein Mensch muss müssen, und ein Derwisch müsste?” (Ningún hombre está
obligado a tener la obligación, y ¿lo estaría un derviche?).
3. S. Agustín, In Epistolam loannis ad Parthos, tratado VII. n. 8 (PL 35,
col. 2033).
164 Karl Barth

cosa es así: quien se deja amar por Dios y, a su vez, puede


amarlo, y a partir de este amor, hace lo que quiere, con
toda seguridad, hace lo que es bueno. Así son las cosas.
Y la prohibición de Dios suena así: no te defiendas más
del amor con que te amo y con el que tú puedes amarme a
mí. Porque ponerse a la defensiva contra eso es el mal, es el
pecado, es la transgresión de los diez mandamientos, de la
que proviene toda desolación y todo mal. Cuando te pones
a la defensiva, no te dejas amar, y no haces ningún uso de la
libertad de poder devolver el amor, por más que seas el más
honrado, hábil y serio de los hombres, lo mejor que tú quie­
ras hacer resultará falso y al revés. Así son las cosas.
Así pues, cuando Dios pone en tu interior su ley, su man­
damiento y su prohibición, cuando la escribe en tu corazón,
entonces puedes observarla. Tú puedes dejarte amar, y pue­
des devolver el amor: a Dios, y por lo tanto también a tu
prójimo. También puedes, de una manera muy imperfecta y
muy insegura, y con toda modestia, emprender el cambio de
rumbo del camino que hasta ahora habías seguido, entonces
podrás, no en seguida de una manera “absoluta”, pero sí, al
menos, ser un poco más puro, más sincero, menos egoísta,
ayudar un poco al menos, aquí y alia, y aun hasta ser un
poco de ejemplo para los demás. Sí y, además, también po­
drás creer, y rezar, y leer la Biblia, y hasta podrás venir a la
iglesia. ¡Ah sí, confío muchísimo que vosotros habéis venido
aquí, no porque os habéis visto obligados, sino porque os ha
sido dado poder hacerlo! Tú puedes: éste es el mandamiento
nuevo y verdadero, la ley de Dios puesta en nuestro interior,
escrita en nuestro corazón. Sencilla y simplemente, es nues­
tra propia libertad para él, para hacer con obediencia su
voluntad.
Pero me preguntaréis: ¿Es que esto existe? ¿Cómo lo
vamos a pensar? ¿Una ley, que a diferencia de todas las
otras leyes, no significa ninguna opresión, ninguna calami­
dad, nada que nos sea extraño, sino que es la ley que nos
hace libres para la libertad de prestar obediencia a Dios,
saliéndonos de dentro, de buen grado y con disponibilidad?
La obediencia en libertad es la que a él le gusta. ¿Cómo
procura y da Dios esta libertad? ¿Cómo lo hace para poner
en nuestro interior su ley santa y elevada, para escribirla en
nuestro corazón, de manera que nos salga de dentro cuando
la observemos y la cumplamos? Sí, sólo Dios puede procu­
rar y dar esto. Tú no puedes, ni tampoco puedo yo, todos
¡Tú puedes! 165

nosotros no podemos. Como decía al principio: es la obra y


el don de Dios en nosotros, su libre gracia. Pero, precisa­
mente, esto es su gracia libre, esto lo procura él, lo da él.
Para acabar, me gustaría añadir aún lo más importante y
definitivo. Existe realmente un lugar, en el que vemos, lo
podemos ver con los ojos, y podemos agarrarlo con las ma­
nos, cómo Dios lo procura y lo da, cómo se realiza la obra de
su gracia gratuita. Ahora volvemos a entrar de nuevo en el
tiempo en que se recuerda la historia de la pasión, en la que
Dios, en la persona de su querido Hijo, se ha hecho nuestro
prójimo, nuestro hermano, totalmente igual a nosotros, has­
ta en la merecida muerte del más grande pecador: se ha
hecho totalmente nuestro, para que nosotros, todos los hom­
bres, podamos ser los suyos, hijos ya de Dios. En esta histo­
ria sucedió que la nube que cubría la montaña de la ley de
Dios, se rasgó. En ella se verificó: “Yo seré vuestro Dios y
vosotros seréis mi pueblo” (cf. Jer 31, 33c). En ella se hizo
patente la nueva, la verdadera alianza: la alianza entre Dios
y nosotros, tal como Dios lo piensa, lo quiere y lo establece,
en la que ya no se dirá más ¡tú debes!, sino que se dirá
como en el cántico que vamos a cantar después todos juntos:
“amablemente, amigablemente, hermoso y magnífico, gran­
de y poderoso, rico en dones, elevado, alto y admirable” 4:
Tú puedes, tú eres libre, en cuanto yo te hago libre. Pues en
esta historia, en la persona de este Unico, que responde de
todos nosotros, Dios ha puesto su ley en nuestro interior, la
ha escrito en nuestro corazón, nos ha liberado para la liber­
tad de que ahora hemos oído hablar: para la libertad de
dejarnos amar, de poder amar. La historia de la pasión y
de la victoria de aquel único, nuestro Salvador Jesucristo, no
es una historia que ocurrió en cierta ocasión -como historia
pasada, no puede interesarnos-, ocurrió para todos nosotros
una vez para siempre. Si queréis entenderla correctamente,
en ella ocurrió hace ya tiempo la historia de todos nosotros,
la historia de nuestra salvación, de nuestra paz con Dios y
entre nosotros: la historia de nuestra liberación. Amén.
¡Dios, santo y misericordioso! ¿Qué son todas nuestras palabras,
y qué podrán ser todas nuestras acciones de gracias y alabanzas, por

4. Final de la estrofa 1.a del cántico 255 (con diferencias textuales en el


EKG 48) “Wie schón leuchtet der Morgenstern” (1599) de Ph. Nicolai (1556-
1608).
166 Karl Barth

serias que sean, frente a lo que tú has hecho, haces y quieres hacer
aún por nosotros y con nosotros? ¿frente a la nueva alianza, en la
que ya nos es dado estar a todos nosotros? ¿frente a la gracia, por
la que tú ahora quieres poner tu ley en nuestra mente, escribirla en
nuestros corazones? ¡Hospédate en nosotros! Despeja del camino
todo lo que pueda impedírtelo. Y entonces, sigue hablando con
nosotros, condúcenos adelante en tu camino, el único buen camino,
aunque después tengamos que separarnos, para volver a nuestra
soledad y, mañana, a nuestro trabajo.
Da impulso también a tu obra fuera de esta casa, en todo el
mundo. Ten piedad de todos los enfermos, los que pasan hambre,
los exiliados, lo oprimidos. Apiádate de la incapacidad en que se
encuentran los pueblos, los gobiernos, la prensa y, por desgracia
también, las iglesias cristianas, y todos nosotros, frente al océano de
culpa y miseria de la vida de la humanidad, hoy día. Apiádate de la
incomprensión en la que hoy día muchos de los más responsables y
poderosos se ven arrastrados a jugar con fuego, a desencadenar nue­
vos y mayores peligros.
Si tu palabra no estuviera en liza, ¿qué otro remedio nos que­
daba, sino desanimarnos? Pero tu palabra está en el campo de com­
bate, con toda su verdad y, por lo tanto, no podemos desanimarnos,
podemos y queremos confiar, aunque la tierra tiemble bajo nuestros
pies, en que todas las cosas, en todo su devenir, están en tus manos
fuertes y amables, y que nosotros llegaremos finalmente a ver que
tú ya nos has reconciliado contigo, así como también has reconcilia­
do nuestro mundo tenebroso, dándole la paz y la salvación a pesar
de todo el orgullo y toda la desesperación de los hombres: en Jesu­
cristo, tu Hijo, nuestro Señor y Salvador, muerto y resucitado por
nosotros, y por todos. Amén.
¡Invócame!
Salmo 50 (49), 15
11 de septiembre de 1960, cárcel de Basilea

Señor, estamos aquí reunidos para servirte, tal como tú quieres


y ordenas que te sirvamos, en cuanto abrimos nuestros oídos y nues­
tros corazones a lo que tú vas a decirnos de tu amor y de lo que tú
esperas de nosotros. Pero esta gran obra de la obediencia, no puede
hacerla ni la hará ninguno de nosotros a partir de su propio conoci­
miento y de su propia fuerza. Sólo tú mismo puedes hacernos libres
y alegres, dóciles y aptos para esta obra. Pues nuestros pensamien­
tos, por su naturaleza siguen caminos totalmente distintos, y nuestro
deseo nos arrastra, lo hemos de confesar sinceramente, en una direc­
ción completamente diferente. A sí pues, te pedimos y suplicamos
ahora, que en esta hora estés tú entre nosotros, y quieras llevar tú
la palabra en cada uno de nosotros. Y también te pedimos que cuan­
do nos separemos, quieras acompañarnos y dirigirnos en la nueva
semana que hoy empezamos, para que la vida de cada uno de nos­
otros reciba también en esta casa el buen sentido que le conviene y
para que también nosotros andemos de acuerdo mutuamente, ama­
blemente y con afabilidad, nos tengamos en consideración y nos res­
petemos los unos a los otros y, en cuanto dependa de nuestras fuer­
zas, podamos ayudarnos. Todo esto, por tu libre gracia, que tú nos
has procurado en Jesucristo. Rezamos con las palabras que él nos
enseñó: Padre nuestro... Amén.

¡Invócame el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria¡


Queridos hermanos y hermanas:
“¡Invócame;” dice aquí. Esto me recuerda muy bien lo que
pasa cuando alguien me “llama” por teléfono, me interrumpe
168 Karl Barth

y me distrae de mi trabajo, o en medio de una conversación,


o en el momento en que deseo escuchar música, y me empie­
za a preguntar: cómo me va, y me expone alguna petición,
me explica una larga o corta historia, y dice al final: llámame
tú también alguna vez. Aquí, en nuestro texto, es totalmente
distinto. También alguien me llama y me interrumpe en mis
ocupaciones. Pero no se entretiene preguntándome cómo me
va, porque lo sabe mejor que yo mismo. Y tampoco me ha
de exponer ninguna petición. ¿Qué podría hacer yo por él?
Ni tampoco tiene una historia importante para explicarme,
porque la única historia realmente importante, empieza con
su llamada. Y lo que en el teléfono es lo último, es aquí lo
primero; lo que allí es algo secundario, es aquí lo principal,
incluso lo único: ¡llámame tú!
¿Quién dice esto? ¿Dios? ¡Sí, Dios'. Pero la palabra Dios
se usa tanto, está gastada como una moneda vieja, y cada
uno la entiende a su manera. ¡Y existen también tantos dio­
ses...! Por decirlo de alguna manera, digámoslo así: quien
me llama y me dice que también yo lo llame es el Otro: el
que es completamente distinto de ti y de mí, de todos nos­
otros, del mundo entero. El es aquel a quien tú perteneces.
Porque tú no te perteneces a ti mismo, sino a aquel que ha
creado todo el mundo desde el mosquito más pequeño hasta
los planetas y las estrellas fijas, y te ha creado a ti, sin el
cual, nada existiría, y sin el que tú no existirías en absoluto.
El, el Señor de todas las cosas, es también quien piensa y hace
todo lo que es bueno en todo y, así también, en nosotros,
en ti y en mí: bueno, aunque nosotros no siempre sepamos
comprender que es bueno lo que él cree que ha de hacer
con nosotros. El es nuestro Padre. También es nuestro her­
mano. Y, por supuesto, también es nuestro juez, ante quien
ninguno de nosotros podemos salir airosos, ante quien todos
nosotros, sin excepción, somos culpables y permanecemos
culpables, porque no pensamos ni hacemos lo que es correc­
to, ni con él ni con nuestro prójimo, ni tampoco con nosotros
mismos. Pero él es quien, sin embargo -¡oh milagro de to­
dos los milagros!-, nos quiere y nos conserva, y no permi­
te que caigamos, tal como mereceríamos, y tampoco permite
que nos escapemos; quien con una gran paciencia y, al mis­
mo tiempo, una gran severidad, está ahí esperándonos, de
quien no podemos deshacernos con nuestra tozudez patente u
oculta ni con nuestra indiferencia, ni podemos saciarlo con
afrentas y maldiciones, ni tampoco con palabras piadosas.
¡Invócame! 169

No podemos dominarlo, porque él siempre está ahí, el pri­


mero, como nuestro dueño. El es el Otro, que nos llama.
Y ahora precisamente te llama a ti, y a mí también.
Adán, ¿dónde estás? (Gén 3, 9). ¿Me oyes? ¡Sí, tú bien me
oyes! Hay muchos otros y muchas otras cosas que tú no pue­
des oír, ni tampoco lo necesitas. Pero a mí, tienes la obliga­
ción de oírme. Y tú me oyes realmente. Tú no serías un
hombre, ni yo sería Dios, si tú no me oyeras.
Pero ¿qué es lo que nos dice, llamándonos a voces? En
realidad, todo lo incluye en esto, sólo en esto: ¡invócame!
Este es el permiso indulgente que te doy. Pero también es la
orden estricta, promulgada de mi parte: yo te hago libre y tú
eres libre para que puedas y debas hacerlo, y lo hagas como
es debido: ¡invócame el día del peligro!
El día del peligro. La palabra “peligro” es una palabra
que todos nosotros entendemos. Peligro quiere decir apuro,
opresión, sufrimiento, de los que querríamos vernos libres y
no podemos. Por todas partes hay mucha miseria: dentro de
los muros de esta casa y fuera, en la ciudad de Basilea y en
todo el mundo.
Pero, ¿no es cierto?, tú piensas ahora en primer lugar en
tu peligro, tu peligro propio y personal, que tal vez es peque­
ño, pero quizás sea también muy grande, tal vez sea fácil de
soportar, tal vez, muy difícil. Y a veces las pequeñas mise­
rias son las que pueden llegar a ser las mayores y más pesa­
das. Tu peligro es quizás un peligro pasajero, tal vez un peli­
gro que dura mucho tiempo, tal vez se presente simplemente
bajo la forma del tiempo que estás obligado a permanecer
en esta casa. Puede ser un peligro del cual tú tienes la culpa,
pero también puede haber sido causado por las circunstan­
cias y los hombres; tu peligro exterior y tu peligro interior,
y no hay peligro interior que no lo sea también exterior, ni
peligro exterior, que no lo sea también interior. Dios conoce
y ve también tu peligro personal, y te dice que precisamente
debes invocarle en este peligro tuyo particular.
Pero no olvides que no estás solo, sino que eres uno de
los muchos que están en peligro. Si uno lo considera como
es debido, toda la humanidad es propiamente una gran co­
munidad que se encuentra en peligro. Y nuestro peligro co­
mún y general -tal como cada día se va viendo más claro- es
que nosotros sabemos dominar cada vez mejor la técnica de
la vida, pero cada vez plasmamos peor nuestra propia vida y
nuestra vida en común. Este es un peligro que no se puede
170 Karl Barth

encubrir, ni menos aún puede uno librarse de él por la Fas-


nacht ni por la Mustermesse1, ni por un jubileo , si es que
vuelve a darse uno, ni tampoco por la maravillosa olimpia­
d a123, ni por el comunismo y el anticomunismo, ni por un
rearme moral, tal como lo hacen en Caux, junto al lago de
Ginebra, ni por una impresionante evangelización, como
hace poco hemos vivido en Basilea4. Es un peligro que, sen­
cillamente, está ahí y que, una y otra vez, aparece en forma
de grandes úlceras: bien en Argelia, o en el Congo, en Cuba,
o en Berlín5. Es un peligro que tal vez es más amenazador
allá donde uno no se da cuenta de él, donde uno se cree que
basta con abrir el paraguas y dejar pasar la tormenta, tal
como hacemos en nuestra querida Suiza, y lo hacen los de
afuera, en la República federal alemana con su milagro eco­
nómico. Y no debes decir tú ahora, este peligro de la huma­
nidad no me incumbe. Te afecta muchísimo: tú te encuen­
tras en este peligro común y general. También es cosa tuya.
Por lo tanto: ¡invócame, no sólo en tu peligro personal, sino
también en este peligro de toda la humanidad!
Pero el peligro en que nos encontramos, es todavía mu­
cho más hondo y alcanza mucho más. El peligro propiamente
dicho, el verdadero peligro en que nos encontramos, que­

1. Punto culminante del año en Basilea. Fasnacht (sic) del lunes al miércoles
después de Invocavit (1), Mustermesse en primavera. (invocavit / propiamente:
invocabit / es la primera palabra del introito en latín de ía misa del primer domin­
go de cuaresma [N. T.J).
2. Desde finales de junio hasta primeros de julio de 1960, la universidad de
Basilea celebró el quinto centenario de su existencia.
3. Los juegos olímpicos del año 1960 se celebraron en Roma desde el 25.8
hasta el 11.9.
4. Evangelización llevada a término por Billy Graham en el campo de fútbol
de St. Jakob de Basilea el 30 y 31.8.1960, con 12.000 y 18.000 participantes
respectivamente.
5. Los disturbios en Argelia —oposición de los residentes blancos contra la
política argelina del presidente francés Charles de Gaulle— alcanzaron un punto
culminante con el levantamiento de una barricada (18.1 - 1.2.1960). Después de
haber obtenido su independencia la colonia belga del Congo el 30.6.1960, estalla­
ron motines y contiendas entre las tribus, así como excesos contra los blancos
que se habían quedado en el país. El 2.7.1960 los Estados Unidos restringieron
sus importaciones de azúcar de Cuba en un 95 %. La “guerra del azúcar” que
degeneró en un conflicto entre Washington y Moscú, llevó a la ruptura de las
relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Cuba en 1961. Las autorida­
des de la República Democrática Alemana cerraron la entrada al Berlín oriental,
a los habitantes de la República Federal. Pocos días después, se introdujo el uso
de un permiso para pasar al sector oriental.
¡Invócame! 171

ridos amigos, consiste sencillamente en que el hombre es tal


como es, y en que él mismo no puede cambiarse. Este es su
propio peligro. Lleva en sí mismo su sufrimiento. “¡Oh hom­
bre, llora abundantemente tu pecado!”6, tal como se dice en
un antiguo cántico. El hombre ha caído, es un ser desquicia­
do. No se trata de los pecados que hemos cometido y que
cometemos, sino del pecado del que provienen todos los
otros pecados, y así, pues, del peligro en el que todos nues­
tros peligros, los personales y los generales, tienen su funda­
mento, de la misma manera que la mala hierba ha de ir
creciendo siempre de una raíz de mala hierba. El hombre
mismo es propiamente el peligro, el verdadero peligro.
Quien no está enterado de esto, no sabe propiamente lo
que es peligro, aunque suspire y se queje en voz alta de lo que
personalmente lo amenaza como un peligro, aunque estuvie­
ra tan furioso y desesperado por lo que se lee en la prensa.
¡Invócame en este peligro profundo, verdadero, auténtico!
¡Invócame! Recurre a m í, en tu propio peligro, y en el
peligro general, y también en el peligro verdadero y autén­
tico, en que te encuentras también tú. En una llamada tele­
fónica, todo depende de que uno dé con el número correcto.
No recurras a aquello que llaman el destino: el destino es un
ídolo ciego, sordo y mudo, del que no has de esperar nada.
No recurras a éste o a aquel hombre, aunque se tratara del
más poderoso y el mejor. Él también está sujeto a su propio
peligro, y al peligro general, y al profundo peligro inherente
a la condición humana; lo mismo que tú, él sufre por sí mis­
mo. Ni invoques tampoco a los grandes hombres de la his­
toria: todos ellos no fueron sino hombres, y si fueron santos,
fue porque me invocaron. Y caerías en el peor de los males,
si te invocases a ti mismo, si quisieras apoyarte en tu buen
entendimiento y en tu buena voluntad, en tu buena concien­
cia y en tu derecho. Esta es precisamente la raíz de la mala
yerba. No invocarías sino a aquel que es precisamente tu pe­
ligro más profundo. ¡Invócame a mí: el único Dios, el único
salvador! ¡Invócame! Queridos amigos, si oyéramos este “a
m í”, estaría ya todo ganado.
Pero ¿qué viene a significar invocar a Dios? Tal vez pien­
sas que quiere decir: rezar, rezar bien, piadosamente, orde­
nadamente. Sí, cierto, esto puedes y debes aprenderlo. Pero

6. Principio del cántico 140 (EKG 54) (1525) de S. Heyden (1494-1561).


172 Karl Barth

¿de qué te ayudaría el rezar más hermoso, más piadoso,


más ordenado, si no fuese llevado y dominado por la invoca­
ción de Dios, que no es algo particularmente hermoso, ni
tampoco algo particularmente piadoso y ordenado, sino que
es lo más sincero y auténtico que nosotros podemos hacer?
“Desde la más profunda miseria, te grito” hemos cantado
hace un rato. La invocación de Dios es realmente un grito.
Es el grito de: yo te doy gracias, porque tú —por encima de
todo peligro, pero también en todo peligro, eres Dios—
quieres ser y serás mi Dios y el Dios de todos los hombres y
de todo el mundo. Es el grito de: yo no lo he merecido,
ninguno de nosotros lo hemos merecido el que tú seas nues­
tro Dios y quieras seguir siéndolo: lo único que nosotros
podemos hacer es avergonzarnos ante ti. Y más aún, es el
grito de: yo confío en ti; yo confío en la promesa que me ha
sido dada al querer tú hablar conmigo, al querer ponerte
abiertamente de mi parte, y al poderme poner yo también
abiertamente de tu parte. Y finalmente es el grito de: yo te
pido: ¡pon fin, oh Señor, pon fin a toda nuestra miseria!7,
cámbianos a todos nosotros, haz que cambie de rumbo mi
tribulación. Hazlo con todos, pero sobre todo, cámbiame a
mí, revuélveme, conviérteme, renuévame. Acaba con nues­
tro peligro y emprende con nosotros un nuevo principio. Re­
sumiéndolo todo, tal como lo hizo el apóstol Pablo, profira­
mos el grito: ¡Padre! ¡Mi Padre! (Rom 8, 15; Gál 4, 6). ¡Padre
nuestro, en Jesucristo, tu Hijo, nuestro hermano! Este grito
es lo que Dios nos permite y nos manda. Todos conocéis la
frase; “la necesidad enseña a rezar”. Creo que se puede de­
cir sin consideraciones que esta frase es una mentira. La ne­
cesidad no ha enseñado todavía a nadie a rezar. Pero el mis­
mo Dios nos enseña, y lo hace, cuando nos permite y nos
ordena invocarlo: ¡Padre! Lo que tú no has de hacer es aver­
gonzarte y adoptar una falsa modestia, no has de ser dema­
siado humilde, así como tampoco, demasiado orgulloso, ni
demasiado piadoso, ni poco piadoso (cf. Ecl 7, 16 s), para
usar este permiso de gritar pidiendo con agradecimiento, hu­
mildad y confianza: “¡Padre!”.
Y ahora viene aquello de: Yo te libraré. Cuando en la
Biblia aparece esta palabra “librar”, siempre se da a entender

7. Principio de la estrofa 12 del cántico 275 (EKG 294) “Befiehl du deine


Wege” (1653) de P. Gerhardt.
¡Invócame! 173

que Dios ya está ahí para salvar, pues él ya te ha librado.


Cuando Dios quiere algo, lo hace. “Librar” puede significar
también: consolar, estimular, dar ánimos, ayudar. ¿A quién?
¿A los piadosos? ¿A los que se portan bien? ¿A los hábiles
en la vida? ¿A los justos? ¿A los héroes, grandes y fuertes?
¡Ay!, pero ¿quiénes son los piadosos, los que se portan bien,
los hábiles en la vida, los justos, y como si fuera poco, los
héroes? Los que se creen ser todo esto, no acostumbran a
gritar a Dios. Y Dios precisamente libra sólo a los que le
gritan. Como se dice en otro salmo: “cerca está el Señor de
los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (Sal
145 [144] 18). Él está cerca de ellos como salvador, y es pre­
cisamente su salvador, porque está cerca de ellos: de los que
se tienen por completamente pobres, enfermos, necesitados,
los que sólo pueden y quieren dirigirse a él, y que no tienen
ninguna otra posibilidad que lanzarle un grito. Sí, él libra a
estos, él ya los ha librado. En el peligro, ya han sido sosteni­
dos por él, y ya han sido sacados por él de su peligro. Siendo
aún pecadores, ya son justos; estando todavía tristes, ya es­
tán alegres; estando aún en la muerte, ya están en la vida, y
estando aún en la tierra, están ya en el cielo. Porque para
los que se comportan así, los que llaman a Dios de esta
manera, Dios, el salvador, se ha puesto ya a su lado, en
Jesucristo, su querido Hijo, que como Señor de la gloria,
en la cruz, al final, sólo gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado? (Me 15, 34). A los que gritan así,
como él, junto con él, Dios les ha hecho, precisamente en
él, en este único, otro hombre, un hombre nuevo: Dios ha
hecho de ellos ciudadanos de un nuevo mundo, en el que él
enjugará todas las lágrimas de sus ojos, y no habrá ya ni
llanto, ni dolor, ni gritos (Ap 21, 4). “Él que no perdonó a
su propio Hijo, ¿cómo no nos ha de dar con él todas las
cosas? (Rom 8, 32).
Y ahora, lo último y lo mejor: Y tú me darás gloría. El
sentido no es: debes, tienes la obligación, sino: ¡tú me darás
gloria! Tú —¿a mí? ¿Tú, hombre pequeño, malo, atribulado
en tu gran miseria— a m í el Dios grande, santo, religioso
y justo? Sí; tú debes glorificarme, tú me glorificarás, me
ensalzarás, me alabarás. ¿Cómo? Sólo por el hecho de invo­
carme, y sólo por el hecho de que al invocarme, yo te salvo.
Cuando ocurre esto, entonces soy glorificado, alabado, en­
salzado. Precisamente ahí está toda mi gloria. Estará en tu
vida. En tu vida, tú serás mi testimonio, un pequeñísimo
174 Karl Barth

reflejo de mi gran luz en este mundo oscuro, en este siglo


oscuro. No puede ser de otro mundo: en cuanto tú me invo­
cas y en cuanto yo te salvo, te conviertes en este testimonio,
en este reflejo. ¿Tú? ¡Sí, precisamente tú! ¿Nosotros, aquí?
Sí, precisamente nosotros aquí, la parroquia de esta cárcel.
Y con esta promesa, podemos y queremos acercarnos a
la santa cena. Y haciendo esto, no hacemos otra cosa sino
proferir una llamada y un grito común de agradecimiento,
de humildad, de confianza y de súplica. Si nosotros recibi­
mos la santa cena con esta disposición, el nombre de Dios es
santificado aquí y ahora. El reino de Dios viene a este lugar
en esta hora. Y se hace la voluntad de Dios entre nosotros y
a través de nosotros: así en la tierra como en el cielo (cf. Mt
6, 9s). Amén.
¡Señor, Dios nuestro, nuestro Padre en Jesucristo! N os volvemos
a ti una vez más, tal como nos lo has permitido y nos lo has mandado
hacer. Sigue siendo para nosotros, de ahora en adelante, el que en
tu gran poder y misericordia has sido para nosotros, y eres hoy día.
¡Ilumínanos tú, y resplandeceremos! ¡Despiértanos, y nos manten­
dremos vigilantes! ¡Conviértenos tú, y nos convertiremos!
Y ahora te pedimos de todo corazón, que tanto en tu bondad
como en tu severidad, te manifiestes activo entre todos los hombres:
entre los jóvenes y los de edad, los enfermos y los sanos, los podero­
sos y los débiles, los cristianos y los no cristianos, los portavoces y
dirigentes responsables de los pueblos del este y del oeste, así como
entre los innumerables que los escuchan y los siguen, y que de esta
manera, son también corresponsables de lo que pasa y de lo que
puede sobrevenir. Todos ellos, todos nosotros, estamos en el peligro
del que tú solo puedes salvarnos, y quieres hacerlo. Y ellos, todos
nosotros, estamos dispuestos a alabarte, a darte gloria. Haz que
ellos, haz que todos nosotros consideremos y experimentemos,
que a ellos, a nosotros y a todo este nuestro pobre mundo, nos has
reconciliado y nos has unido contigo y los unos a los otros, en la
sangre de tu querido Hijo, derramada en la cruz: que nuestra salva­
ción, en él, está cerca de nosotros, y que tú has derramado tu Espíri­
tu santo sobre toda carne, para que él también nos vivifique. Amén.
Mi tiempo está en tus manos
Salmo 31 (30), 16
31 de diciembre 1960, cárcel de Basilea

¡Señor, Padre nuestro! Nos hemos reunido aquí en este último


atardecer del año, porque queremos estar contigo, no sólo nosotros
solos, sino todos juntos. Y ahora deseamos oír alguna cosa mejor
que lo que nos decimos a nosotros mismos en nuestros corazones, o
lo que alguien aquí o allá nos susurra en los oídos, o nos dice a
voces, o lo que oímos por la radio o podemos leer en los libros y en
los diarios. De todas estas cosas no podemos vivir. Querríamos oír
tu palabra, a ti mismo, tu consuelo, tu exhortación. Creemos que tú
estás vivo en medio de nosotros, y que quieres darnos lo que necesi­
tamos, lo que no tenemos ni podemos procurarnos. Por esto te da­
mos gracias, y ahora, sólo te pedimos una cosa, que reúnas nuestros
pensamientos dispersos y, en primer lugar, hagas desaparecer toda
la tozudez, confusión y estupidez que pudiera estorbarnos, para que
ahora volvamos a estar abiertos a ti de la misma manera que tú, año
tras año, estás abierto a nosotros en tu inagotable bondad. Padre
nuestro... Amén.

Mi tiempo está en tus manos


¡Queridos hermanos y hermanas!
Tuve una vez un amigo bueno, inolvidable. Era un párro­
co y profesor francés. Por el año nuevo del 1956, por lo
tanto hace cinco años exactamente, en una iglesia reformada
de Africa del Norte, predicó sobre estas palabras: “Mi tiem­
176 Karl Barth

po está en tus manos” 1. Fue un sermón muy cálido, muy


rico, muy movido y conmovedor. Cuando volví a leerlo estos
días, lo encontré tan bueno, que estuve pensando por un
momento traerlo aquí simplemente, y leéroslo. Fue el último
sermón de este hombre: cinco días después, de vuelta ya a
París, murió de una manera totalmente inesperada. ¿Qué sé
yo, si éste no será también mi último sermón? ¿Qué sabemos
todos nosotros si, de aquí a un año, o de aquí a cinco días,
estaremos aquí todavía? “En medio de la vida, estamos ro­
deados por la muerte”.123
“Mi tiempo está en tus manos”. Seguro que esto quiere
decir también: mi tiempo no me pertenece, sólo se me ha
prestado, y en cualquier momento puede serme reclamado y
tomado. Y entonces se me preguntará: ¿Quién has sido tú
propiamente en tu tiempo? ¿Qué has hecho tú con el tiempo
que te ha sido dado? ¿Qué vamos a contestar? A ninguno
de nosotros le será posible escabullirse a base de rodeos,
disimulos y excusas. Pues él, —aquél en cuyas manos está
nuestro tiempo—, él contestará. Y para nosotros, todo de­
penderá de lo que él responda. Y si debiéramos anunciar
algo, sólo podría ser esto:
La sangre de Cristo, y su justicia
es mi adorno y mi vestido de gala
con él me sostendré ante Dios
cuando vaya al cielo .1

¡Solamente esto! Valdría bien la pena reflexiónar sobre


ello. Y estando aquí ahora todos juntos, seguro que esto
también nos servirá para acordarnos de esta verdad, y para
dejarnos decir esta verdad, cosa que todos necesitamos.
Pero ahora, antes que nada, querría poner en claro una
cosa completamente distinta: no se dice: nuestro tiempo hu­
mano —aquello que nosotros llamamos el tiempo— está en
las manos de Dios. Dios es su Señor, empieza en él y acaba
en él. Esto sería también verdad, y hermoso. Esto sería una

1. P. Maury, Mes temps sont dans Ta main, en: Antwort. Karl Barth zum
siebzigsten Geburtstag arn 10 Mai 1956, Zollikon-Zürich 1956, p. 938-942.
2. Principio del cántico 295 (EKG 309), de antes de la reforma, según la
antífona “Media vita in morte”.
3. Estrofa 1.a del cántico 265 (EKG 309), Leipzig 1638 (las estrofas 2.a-8.a
que vienen a continuación se encuentran en el libro de cánticos suizo de N. L.
Graf von Zinzendorf).
Mi tiempo está en tus manos 177

afirmación importante en una buena conferencia religiosa, y


sería una noticia saludable sobre nosotros mismos y nuestro
tiempo, y sobre Dios. ¿Por qué no tendríamos que permitir
que se nos diera?
Pero la palabra del salmo suena de otra manera: “A/í
tiempo está en tus manos” . ¿Notáis la diferencia? Tal como
está ahí, esta frase es una alocución, un fragmento de una
historia: no de una historia que escuchamos o leemos, o que
podemos contemplar en el cine, la televisión o el teatro, sino
un fragmento de una historia, en la que nos encontramos
nosotros mismos, y en la que nos es dado y debemos partici­
par. Ahí estoy yo con mi tiempo, y ahí está Dios, y él me ha
dicho algo abiertamente, y ahora tengo yo la palabra, ahora
me es dado y debo decir también lo que sé. No se trata de
decir algo del tiempo en general, sino de mi tiempo, ni algo
sobre un gran desconocido, que ahora, de una manera con­
vencional, lleva el nombre de “Dios”. Sobre todo, no se tra­
ta de decir algo sobre Dios (siempre es peligroso, cuando
nosotros, los hombres, hablamos sobre Dios), sino algo a
Dios, que se me presenta lleno de vida: a Dios, que yo co­
nozco y que, sobre todo, también me conoce él a mí, y a
quien puedo dirigirme como “tú”, así como él me llama “tú”
a mí, y que precisamente ahora espera que yo le hable, que
yo hable con él.
Esta es nuestra situación, en esta tarde de san Silvestre,
cuando nos colocamos bajo esta palabra. Nos encontramos
en medio de esta historia, de esta conversación. Más aún;
ahí estamos nosotros en nuestro tiempo, y ahí está Dios,
lleno de vida, que de tantas maneras nos ha hablado (por
ejemplo, en Navidad), a quien podemos y debemos respon­
der ahora, frente a quien podemos nosotros ahora decir y
declarar lo que ahora nos ocurre: que mi tiempo está en tus
manos.
“Mí tiempo". ¿Qué es esto? Ahora, mi tiempo, es sim­
plemente el tiempo de mi vida; así pues, mi pasado a partir
de mi nacimiento, y mi futuro hasta mi muerte, y lo más
digno de consideración: mi presente, el tránsito constante
del pasado al futuro, el instante ahora, que sin cesar va y
viene, este instante, hoy por la tarde, al final del año 1960,
y muy cerca de la venida del año 1961. El tiempo de nuestra
vida es el espacio que se nos da a todos, la oportunidad para
la vida que se nos ofrece a todos. Un espacio estrecho, una
oportunidad única y pasajera para la vida. Pues cuando viene
178 Karl Barth

la muerte, ya no tenemos más este espacio, ha pasado esta


oportunidad. Este tiempo de mi vida, corto o largo, está en
tus manos.
“Mi tiempo” quiere decir algo más que esto. La palabra
que Lutero ha traducido por “mi tiempo”, quiere decir pro­
piamente: mi talento. Mi tiempo, por lo tanto, es la historia
de mi vida: lo que pasa en el tiempo de mi vida, todo lo que
he hecho y he omitido, y todo lo que todavía haré y omitiré,
tal vez lo que precisamente en esta hora estoy haciendo u
omitiendo. Mi tiempo es la historia de toda mi vida, con
todo lo que he sufrido y he hecho y, tal vez, tendré que
sufrir y hacer, la historia de mi vida, con todo lo que fui, soy
y seré. Esta historia de mi vida, ¡está en tus manos!
Finalmente, puede uno resumir todo esto y decir simple­
mente: “Mi tiempo” —que soy yo: que he vivido, vivo y me
guastaría vivir todavía un poco— , yo mismo, con todo lo
que entiendo y no entiendo, lo que puedo y no puedo, con
mis lados fuertes y mis lados frágiles, con mis buenas y no
tan buenas peculiaridades. Mi tiempo soy yo mismo con mi
elevada determinación de amar a Dios, mi Señor, con todo
mi corazón, con todo mi afecto y con todas mis fuerzas, y
a mi prójimo como a mí mismo (cf. Le 10, 27). Mi tiempo
soy yo mismo, con el abismo de mentira y absurdo que hay
en mí. Y ahora, por lo tanto: yo, tal como fui, soy y seré,
y tal como tú también me conoces— yo mismo, estoy en
tus manos.
Vale la pena examinar aquí un poco más detenidamente
la palabra “está”. Mi tiempo, por lo tanto, no está por ahí
en alguna parte, como una bolsa de mano que alguien hubie­
se perdido o hubiese olvidado en el tranvía, o en cualquier
otra parte. Ni va rodando como una bola echada por una
mano invisible. Ni tampoco tiembla como una hoja al viento.
Ni tampoco vacila ni se tambalea como un borracho. Está.
Está sostenido, llevado, asegurado. No se mantiene en pie
porque yo sea un mozo fuerte: ninguno de nosotros lo es.
Se mantiene en pie porque está en tus manos. Lo que está
en tus manos, se mantiene en pie. Por lo tanto, ahí está mi
ayer, mi hoy y mi mañana, con todo lo oculto y manifiesto
que hay en ellos. Allí estaba mi tiempo, la historia de mi
vida, yo mismo, mucho, muchísimo tiempo antes de que yo
naciera, en tu decreto, desde toda la eternidad. Y allí estará,
no sólo hasta mi muerte, sino más allá de ella, para siempre.
Nada, absolutamente nada de lo que vino, y todavía viene
Mi tiempo está en tus manos 179

y ahora existe, se perderá, se olvidará o se extinguirá. Yo


soy, yo viviré, aunque muriese ahora mismo (cf. Jn 11, 25),
porque mi vida está en tus manos.
Pero ahora viene ya lo principal: “Mi tiempo está en tus
manos". Si alguna cosa está en las manos de alguien, se ha
de suponer que por el momento le pertenece, que, por de
pronto, la usa y la ha usado y, por lo tanto, se preocupa
de ella. Pero nosotros no hablamos de las manos de un cual­
quiera, sino de las suyas, de las manos de Dios. Mi tiempo
está en tus manos y, por lo tanto, te pertenece desde el prin­
cipio y definitivamente, y tu quieres utilizarlo una y otra
vez, siempre de nuevo. Y tú te preocupas de él y de mí,
ilimitadamente, sin cesar.
Mi tiempo está en tus manos. No en las manos de un
destino oscuro, sordo, del que uno debería temer y espantar­
se, con el que uno podría reñir y luchar, con el que uno
tuviera que pelearse tanto interiormente como exteriormen-
te. Con el destino podría arreglármelas. Contigo, oh Dios,
no me las puedo arreglar, lo único que puedo hacer es estar
junto a ti.
Mi tiempo no está en las manos de cualquier hombre,
grande o pequeño, contra el que más tarde o más temprano
sentiría la necesidad de rebelarme o de liberarme poco a
poco, paulatinamente.
Y lo más importante: mi tiempo no está en mis propias
manos. Es de verdad una suerte el que no cuente sólo con
mis recursos como persona respetable, cuya sabiduría tuvie­
se que admirar y respetar, pero que finalmente me viese
obligado a dudar de ella y a asustarme en cada momento de
sus locuras. Es bueno que yo no sea mi propio señor, que mi
tiempo no esté en mis manos. Sino que mi tiempo, la historia
de mi vida, yo mismo, estemos en tus manos.
Bueno, me preguntaréis ¿Es que Dios tiene manos? Sí,
Dios tiene manos, mucho mejores, mucho más hábiles, mu­
cho más fuertes que las nuestras, que son como pezuñas.
Y ¿qué significa esto de las manos de Dios? Primero, de­
jádmelo decir así: las manos de Dios son sus hechos, sus
obras, sus palabras, que nos envuelven y nos rodean por to­
das partes, nos llevan y nos sostienen a todos nosotros, tanto
si queremos saberlo, como si no. Pero esto podría ser dicho
y entendido todavía sólo de una manera gráfica, simbólica.
Existe un punto, en que lo gráfico y lo simbólico cesan, y
que las manos de Dios adquieren un sentido totalmente literal
180 Karl Barth

con toda seriedad y donde todos los hechos, obras y palabras


de Dios tienen su principio, su punto medio y su fin: “Tus
manos” son las manos de nuestro salvador Jesucristo. Son
las manos que él extendió ampliamente cuando gritó: “Acer­
caos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo
os daré respiro” (Mt 11, 28). Son sus manos, con las que
bendijo a los niños. Son sus manos, con las que tocó a los
enfermos y los curó. Son las manos con las que partió el pan
y lo repartió a los cinco mil en el desierto, y una vez más
aún a sus discípulos antes de su muerte. Finalmente y sobre
todo, son sus manos clavadas en la cruz para nuestra recon­
ciliación con Dios. Hermanos y hermanas, éstas, éstas son
las manos de Dios. Las manos paternales, fuertes, las manos
maternales suaves, delicadas, las manos del amigo, fieles,
dispuestas a ayudar, las misericordiosas manos de Dios en
las que está nuestro tiempo, en las que estamos nosotros
mismos. De él, de éste nuestro salvador, se ha dicho que,
cuando vino, se cumplió el plazo (Gál 4, 4), y esto quiere
decir que en él, el tiempo —todo tiempo y ¡por lo tanto,
también el tiempo de cada uno de nosotros!— ha obtenido
su sentido, su dirección y su finalidad. Dejémoslo ahí: en
tus manos —en las manos de tu querido Hijo— está mi tiem­
po, está mi vida, puedo estar yo. Él, tu querido Hijo, ha
dicho: “Nadie me las arrancará de la mano” (Jn 10, 28).
Oídlo: nadie, ningún hombre, ningún ángel, y ningún demo­
nio, ni tampoco mis pecados y mi muerte. Nadie podrá
arrancármelas de la mano.
En estas tus manos divinas estoy cobijado, bien atendi­
do, custodiado, salvado. En estas tus manos estuvo mi año
1960, con todo lo que me trajo y me quitó, con todo lo
bueno y lo malo que yo fui e hice. Y porque las cosas han
sido así en este año que acaba de pasar, es por lo que en
todas circunstancias ha sido un año de salvación, un año de
gracia. Si no lo hemos sentido ni lo hemos notado, queremos
decir ahora en éstas sus últimas horas: ha sido un año de
salvación y de gracia, porque estaba en tus manos. Y tam­
bién estará en éstas tus manos mi año 1961, con todo lo que
pueda o no sobrevenir, y lo bueno o malo que yo pueda ser
o hacer, con todo lo que me resultará fácil o difícil, quizás,
muy difícil. No será un año cualquiera, sino también tu año,
será también un “año del Señor”. Y también está esta hora
en ésta tu gracia y poder, hora en la que nos encontramos
juntos, nuestra misteriosa presencia entre el pasado y el
Mi tiempo está en tus manos 181

futuro: el misterio de este instante. ¿Sabéis cual es su miste­


rio? La llamada suave, quizás fuerte también, que precisa­
mente ahora viene a todos nosotros: “Si hoy oís su voz, no
endurezcáis el corazón” (Heb 4, 7). Porque mi tiempo, por­
que precisamente esta hora está en tus manos, es esta hora
para mí, para ti, para todos nosotros, una hora decisiva.
Llego a la conclusión, con un consejo o con una súplica:
¿Qué pasaría, si nosotros —cada uno y cada una de nos­
otros— esta noche, antes de dormirse, dijese una vez más
a Dios, en voz alta o en voz baja, lo que ahora acabamos de
oír: “Mi tiempo está en tus manos”? Si esto fuese lo último
del año viejo, daríamos fin al año diciendo la verdad. Porque
ésta es la verdad: “¡Mi tiempo está en tus manos!” , y Dios
espera que finalmente —aunque no fuera sino en nuestra
última hora— digamos la verdad. ¡Qué final de año!
¿Y qué pasaría, si, mañana por la mañana, al despertar­
nos, en voz alta o en voz baja, dijéramos exactamente lo
mismo: “Mi tiempo está en tus manos”? ¿Qué pasaría si
lo primero del nuevo año fuera que dijéramos una vez más
la verdad, ahora de cara al futuro? Dios espera que empe­
cemos de una vez a decir la verdad, y ésta es la verdad: “Mi
tiempo está en tus manos” . ¡Qué entrada del año! Sí, ¿qué
pasaría? ¡Qué final, qué comienzo! Amén.
¡Señor, Padre nuestro! Tú nos dices hoy, lo mismo que ayer, y
nos dirás mañana, lo mismo que hoy, que tú nos has amado en todo
tiempo, y nos has atraído a ti por pura bondad. Nosotros te escucha­
mos, pero haz que te escuchemos bien. Creemos en ti, pero ayuda
nuestra falta de fe. Querríamos obedecerte, pero acaba con todo
aquello que en nosotros es demasiado blando o demasiado duro,
para que podamos obedecerte realmente como es debido. Nosotros
ponemos en ti nuestra confianza, pero echa de nuestros corazones y
nuestras mentes todos los fantasmas, para que confiemos en ti llenos
de alegría. Nos refugiamos en ti, pero haz que dejemos atrás con
toda seriedad, lo que ha de quedar atrás, y haz que miremos y va­
yamos adelante con gozosa confianza.
Ayuda a todos los que están en esta casa, a todos los extraviados,
atribulados, amargados, desesperados de esta ciudad y de todo el
mundo, también a todos los demás presos, también a los enfermos
en los hospitales y frenopáticos, también a los que en la política lle­
van la palabra y tienen el poder, también a los pueblos que piden
pan, justicia y libertad, y que luchan para ello con sano criterio o im­
prudentemente, también a los maestros y educadores y a la juventud
que les ha sido confiada, también a las iglesias de toda denomina­
ción y dirección: que custodien y esparzan la luz pura de tu palabra.
182 Karl Barth

Vemos tantas cosas, cerca y lejos, que podrían entristecernos o


desanimamos, o también enojam os, o dejarnos indiferentes. Pero
en ti están el orden, la paz, la libertad, la alegría perfectas. Tú fuiste
nuestra esperanza y la esperanza de todo el mundo en el año que ha
pasado, tú lo serás también en este nuevo año. Levantamos nuestros
corazones. ¡No, levántalos tú hasta ti! A ti, Padre, Hijo y Espíritu
santo, sea la gloria: hoy, como ayer, mañana como hoy, y así, por
toda la eternidad. Amén.
El instante
Isaías 54, 7-8
Domingo de Pascua, 2 de abril 1961, cárcel de Basilea

¡Señor D ios, Padre nuestro! Tú eres la luz, en la que no hay


tiniebla alguna, y ahora has encendido en nosotros una luz, que ya
no podrá extinguirse, y que al fin y por último alejará todas las
tinieblas. Tú eres el amor sin frialdad, y ahora, tú también nos has
amado, y nos has concedido la libertad de poderte amar a ti y de po­
dernos amar los unos a los otros. Tú eres la vida, que se burla de
la muerte, y tú nos has abierto también la entrada a esta vida eterna.
Tú has hecho todo esto en Jesucristo, tu Hijo, nuestro hermano.
No permitas que nosotros, ninguno de nosotros se haga indifere-
ne y sordo a este don y a esta revelación tuya. Haz que percibamos
al menos en esta mañana de pascua algo de la riqueza de tus bienes,
haz que algo de esta riqueza entre en nuestros corazones y en nues­
tras conciencias, y que nos ilumine, enderece, consuele y amoneste.
Ninguno de nosotros somos grandes cristianos, sino cristianos
muy pequeños. Pero nos basta tu gracia. Despiértanos a la pequeña
alegría y agradecimiento de que somos capaces, a la fe vacilante que
podemos revivir, a la obediencia imperfecta, que no te podemos
negar y, con ello, a la esperanza de todo lo grande, total y perfecto
que nos has preparado a todos nosotros en la muerte de Nuestro
Señor Jesucristo, y nos lo has prometido en su resurrección de entre
los muertos. Te pedimos que esta hora nos sirva para esto.
Padre nuestro... Amén.

Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré.


En un arrebato de ira te escondía un instante mi rostro, pero
con misericordia eterna te quiero —dice el Señor, tu redentor
Queridos hermanos y hermanas:
“Con gran cariño te reuniré”. A ti, pobre pueblo disper­
so, a ti, pobre hombre disperso: te reuniré allí, en el lugar
184 Karl Barth

al que tú perteneces. Este es el mensaje de pascua, su augu­


rio, su promesa. Y “con misericordia eterna te quiero” . Esta
es la historia, éste es el acontecimiento del día de pascua.
No por un humor y disposición casual, sino por misericordia
eterna, por una donación inalterable, se ha apiadado Dios
de su querido Hijo en el día de pascua. De tal manera lo ha
glorificado, se ha declarado partidario de él, lo ha llevado a
la luz como a su Hijo, Nuestro Señor, que lo ha arrancado
de la muerte que domina a todos los hombres y del sepulcro
que nos espera a todos y, así, lo ha proclamado de una ma­
nera inequívoca salvador de todos los hombres.
El lo ha querido y, en su persona, ha querido al pueblo
de Israel, infiel, obstinado, infeliz, y de nuevo, en su perso­
na, en la persona de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, ha
querido a toda la humanidad, extraviada y desconcertada, y
además, en su persona, también te ha querido a ti y a mí, a
cada uno de nosotros en nuestro personal error y abando­
no. Esto es lo que Dios ha hecho el día de pascua: él nos ha
querido en Jesucristo. Y esto es lo que nos ha dicho el día
de pascua, la palabra pascual que podemos oír ahora: que él
nos reúne, y que él nos quiere reunir y nos reunirá en la
gracia que ha manifestado a Jesucristo.
No entenderíamos la gloria, la alegría y la esperanza del
día de Pascua, si no quisiéramos volver a pensar ahora en el
viernes santo, que ha precedido a este día. Lo que sucedió
en el día de pascua, fue la explicación, la revelación del mis­
terio, de lo que había sucedido antes en el viernes santo.
“Viernes santo” (Karfreitag), significa: día de la lamenta­
ción. Puesto que el claro resplandor del día de pascua fue la
explicación y la revelación de lo que sucedió en el Viernes
santo, “día de la lamentación” no resulta un nombre apro­
piado para este día. En todo caso: la gracia eterna, con la
que Dios se apiadó de Jesucristo en su resurrección de entre
los muertos, de hecho valió para él, para el Hijo del hombre
crucificado en el Gólgota y que acabó miserablemente en la
cruz, valió, en su persona, para el pueblo de Israel, precipi­
tado de lo más alto a lo más bajo, valió y sigue valiendo en
su persona para la humanidad, cuya historia, desde el princi­
pio hasta estos días, fue y es una historia escrita con mucha
sangre y muchas lágrimas. Y así, la gracia eterna de Dios
valió y vale también para cada uno de nosotros, no en nues­
tra prudencia, bondad y habilidad, sino en el último y más
El instante 185

profundo desconsuelo y absurdo de nuestra existencia, que


podría muy bien convertir el día de nuestra vida en un día
de lamentación. Así como un viernes santo sin día de pas­
cua, podría llamarse, de hecho, un día de lamentos, así
también un día de pascua sin viernes santo, podría ser
solamente un día de fiesta vacío, tal como, por desgracia,
ha venido a ser para tantos hombres. Nosotros queremos
celebrarlo como es debido. Por lo tanto, acordándonos de
la muerte de aquel que, en este día, ha resucitado de entre
los muertos.
Así pues ¿qué sucedió el viernes santo? ¿Cómo fue
aquel instante que según la palabra del profeta, fue corto,
sumamente terrible, pero que pasó rápido, ya que lo llama
un instante superado y superado con creces por su gracia
eterna? Así lo describe el evangelista en la historia de la
pasión: Desde el medio día hasta la media tarde toda aque­
lla tierra estuvo en tinieblas. A media tarde gritó Jesús
muy fuerte: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has aban­
donado?” (Mt 27, 45 s.). Y más adelante: “Jesús dio otro
fuerte grito y exhaló el espíritu” (Mt 27, 50). Uno se ad­
mira y se escandaliza con frecuencia de que Jesús al morir
haya gritado y haya preguntado precisamente así, cuando,
al iniciar su camino hacia la muerte, lo hizo con la oración
y la disponibilidad: “Que no se haga mi voluntad, sino la
tuya” (Le 22, 42). Y ahora: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?”. Pero no se ha de cambiar nada;
precisamente aquí debemos pararnos, y tomarlo con toda
seriedad: así y precisamente esto gritó e interpeló realmen­
te allí Jesús. Al pie de la letra se oyó decir y debió oír:
Yo, Dios, te he abandonado a ti, Jesús, por un breve ins­
tante. Yo, Dios, te he escondido mi rostro, a ti mi querido
Hijo, en este instante de la ira. Fue terrible lo que Dios hizo
allí: este abandono, este esconder su rostro en el instante de la
ira —no a algún malvado, sino al único hombre verdadera­
mente puro, santo, fiel— a su propio querido Hijo. Y su res­
puesta no podía ser así porque Jesús lo hubiese abandonado a
él, y de hecho no lo fue. La cosa fue así; Jesús, precisamente
al no abandonar a Dios, siéndole sólo a él obediente, sólo que­
ría que se hiciese su voluntad, y entró en el camino, y lo siguió,
que debía llevarlo y realmente lo llevó al fin amargo en que su
Dios debía abandonarlo, quiso abandonarlo y realmente lo
abandonó. Este fue el breve instante, esto fue lo que sucedió
en el viernes santo.
186 Karl Barth

¿Qué camino fue éste, que lo llevó hasta lo terrible de


este breve instante? Hermanos y hermanas, éste fue Jesús,
éste fue el camino de Dios hacia nosotros: hasta el lugar
tenebroso en el que se encontraba Israel a causa de su gran in­
fidelidad, en el que se encuentra toda la humanidad, por su
continua frialdad y rebelión hacia su creador y Señor, en el
que todos nosotros nos encontramos, siempre que hemos
abandonado a Dios, y seguimos abandonándolo una y otra
vez. Enviado por su Padre, vino Jesús a nosotros y, por lo tan­
to, a este lugar de la ira y del alejamiento de Dios. Y precisa­
mente la voluntad de su Padre se realizó cuando él echó a
andar por este camino entrando así en nuestro abandono de
Dios. Y esto, ¿para qué? Clara y sencillamente: para ser el
objeto de la ira de Dios y el abandonado de Dios, a favor de su
pueblo de Israel, a favor de toda la humanidad, en lugar de
cada uno de nosotros, para que fuera de él, ningún otro
pudiera serlo. Penetró en el abandono de Dios que nos
correspondía a nosotros, para tomarlo sobre sí, para sopor­
tarlo, para llevárselo con el poder divino que le había sido
dado, para que este abandono no pudiera, no debiera afec­
tarnos a nosotros nunca más. Gritó y preguntó: “¡Dios mío,
Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”, para que nos­
otros nunca más debiéramos preguntarlo, para que dejara de
ser justo, necesario e inevitable que un hombre cualquiera
gritase y preguntase tal como él lo hizo allí. ¿Por qué es
superfluo y está prohibido para todos nosotros? Porque él lo
hizo en lugar nuestro una vez para siempre. Así rué: allí
estuvo él entonces en nuestro lugar. Entonces estuvo él allí,
en nuestro lugar tenebroso, entonces debió él allí elegir y
preguntar de esta manera, tal como lo hizo. Este fue el vier­
nes santo, éste fue el breve pero terrible instante. Pero di­
gámoslo mejor aún: el gran instante, el instante eterno y
eternamente saludable para el mundo y para todos nosotros.
Esta fue ya la luz del viernes santo, que se descubrió y se
hizo patente y visible en el día de pascua. Este fue el sí
que Dios le dijo en su resurrección de entre los muertos, que
Dios dijo a su obediencia, a su fidelidad y, en su persona, a
su pueblo Israel, a todos los hombres y, que por lo tanto, ha
dicho a cada uno de nosotros, en aquel breve instante. Este
sí de Dios a todo el mundo, y también a nosotros ¿no fue ya
pronunciado cuando Dios ofreció a este hombre único em­
prender este camino tenebroso por nosotros? Y de esta ma­
nera, en el final más tenebroso de este camino ¿no ha dicho
El instante 187

ya él “no” a nuestro abandono de Dios? Lo que sucedió el


día de pascua, no fue nada nuevo, fue simplemente el deste­
llo de esta luz, encendida en aquella oscuridad y cubierta
por ella: la expresión del gran sí que Dios nos dijo allí, y del
gran no que él dijo a nuestro abandono de Dios, se convirtió
entonces en un hecho y en un acontecimiento.
Y ahora nos es dado celebrar la pascua. ¿Qué quiere
decir celebrar la pascua? Quiere decir: ver esta luz del vier­
nes santo. Está ahí, brilla, sólo espera que nuestros ojos la
miren. Podemos, debemos, queremos abrir nuestros ojos
para verla. Celebrar la pascua quiere decir: escuchar el sí y
el no, que Dios dijo en lo que realizó el viernes santo: el sí
a todos nosotros y el no a nuestra alienación de él, que es
nuestra desdicha.
Es cierto que en toda la historia de Israel, la gran sombra
del abandono de Dios planeó sobre este pueblo. Y también
es cierto que no podemos conocer la historia del mundo has­
ta el día de hoy, ni leer diario alguno o escuchar la radio, sin
dejar de recordar el gran abandono de Dios de la existencia
humana. Y con toda seguridad, no hay vida en que no fal­
ten, también en la vida de cualquiera de nosotros, instantes,
qué digo, horas, días, semanas, quizás años, en que sentimos
no podernos defender del pensamiento de que podríamos
estar dejados de la mano de Dios, nosotros, que lo hemos
abandonado tan a menudo, que siempre una y otra vez lo
hemos vuelto a abandonar. Para que me entendáis correcta­
mente: cuando digo esto, yo no me excluyo, sino que me
incluyo. Durante mi vida he sido párroco doce años y dentro
de poco hará cuarenta años que soy profesor, pero nunca he
dejado de tener horas, días y semanas, y sigo teniéndolas,
en que me siento abandonado por Dios, en las que me pare­
ce oírle decir: te he abandonado. Te he escondido mi rostro,
por la ira de que tú me has abandonado. Así pues, en este
asunto nos encontramos juntos, queridos amigos, y ninguno
de vosotros debe pensar que en este aspecto es diferente de
mí. Pero nos equivocamos absolutamente todos, si sentimos y
pensamos así, y si esto siguiera siendo para nosotros algo tan
terriblemente serio. El abandono de Dios, por virtud de la his­
toria de pascua y del mensaje de pascua, y a la luz del viernes
santo, sólo puede ser una sombra, un recuerdo cruel, una pe­
sadilla. Podría ser muy bien verdad, pero no lo es ni para ti ni
para mí, ni para ninguno de nosotros, el que Dios nos pudiera
haber abandonado. La verdad es ésta -no por cierto la verdad
188 Karl Barth

de nuestros corazones intranquilos y de nuestras conciencias


oprimidas, sino la verdad del día de pascua, así como la ver­
dad del viernes santo-: que Dios está de nuestra parte, seamos
quienes seamos y tal como somos, sintamos lo que sintamos y
pensemos lo que pensemos, por difícil que nos resulte el hoy
como el mañana, por el hecho de haberlo abandonado, y de
seguir abandonándolo una y otra vez. El está presente, él no
nos deja, aunque nosotros pudiéramos considerarnos abando­
nados. Y su rostro nos ilumina, aunque nosotros nos pense­
mos que no lo vemos porque está muy lejos y porque tenemos
buenos motivos para pensarlo. La verdad es que él es total­
mente el Nuestro, y que a nosotros nos es dado ser totalmente
los Suyos. Este es el mensaje de pascua. Y celebrar la pascua
significa que nosotros admitimos esta verdad de la pascua.
¡Tú, el único, nuestro único D ios, fuerte en tu bondad, santo y
glorioso en todo tu obrar! Nosotros venimos una vez más a ti, como
gente que no tiene otra cosa para ofrecerte, sino la confesión de que
querríamos vivir de tu misericordia, grande y libre. Te damos gra­
cias, porque también tú nos invitas y nos alientas a que queramos
depender de ella. Tú, que no te olvidas de nosotros, no permitas
que nosotros nos olvidemos de ti. Tú, que no te cansas, haz que no
estemos soñolientos. Tú, que eliges y quieres lo que para cada uno
de nosotros es bueno y saludable, impide nuestro elegir y nuestro
querer arbitrarios.
Querríamos ofrecerte también aquí en la oración los deseos, los
problemas y las necesidades de tantas otras personas. Acuérdate de
todos aquellos que están presos en esta casa y en cualquier otro
lugar. Acuérdate también de nuestros parientes, tanto de los que
están cerca como de los que están lejos. Consuela y alivia a todos
los que están enfermos de cuerpo y alma, a todos los necesitados;
en particular, a los que no tienen amigos y a nadie que los ayude.
Ayuda a los fugitivos y a los exiliados, y a todos los que sufren
injusticia en todo el mundo. Instruye a los que han de enseñar, y
rige a los que han sido destinados y llamados a regir. Suscita en
todas las iglesias testigos alegres y valientes de tu evangelio, también
en la iglesia católica, también en las comunidades libres. Acompaña
e ilumina a los misioneros y a las jóvenes comunidades, a las que
querrían ayuda. Haz que actúen todos los que esperan en ti, mien­
tras para ellos es de día, y haz que den buenos frutos todos los
esfuerzos serios de los que no te conocen, o no te conocen todavía
o no te conocen correctamente. Tú, que escuchas a los de corazón
sincero, haznos también sinceros, para que puedas escucharnos.
Tú fuiste Dios desde toda la eternidad, tú lo eres y tú lo serás.
Estamos contentos, porque podemos confiar en ti y contar contigo.
Amén.
Conversión
1 Juan 4, 18
6 de agosto de 1961, cárcel de Basilea1

¡Señor, Dios grande, santo y misericordioso! Tú has creado todo


el mundo. Te pertenece. Está sometido a tu buena voluntad. Y así,
todos los hombres, y también nosotros, somos tu posesión, elegidos
por tí para glorificarte, para utilizar nuestro tiempo y nuestras fuer­
zas inteligentemente, y para estar juntos como hijos tuyos en un
mismo espíritu. Para acordarnos de esto nos hemos reunido aquí en
esta mañana del domingo.
Sabemos y confesamos que en todos nosotros hay mucha con­
tradicción y resistencia, mucha apatía, mucha autosuficiencia y mu­
cho sabelotodo. Perdónanos. No nos pagues como muy bien mere­
ceríamos. Derroca todos los muros que nos separan de ti y de los
demás.
Hazlo también en esta hora. Haz que ahora no se diga nada
erróneo y no se entienda nada equivocadamente. A cepta también
con paciencia nuestra pobre oración y nuestro pobre canto. Cierto
que nosotros hacemos bastante mal lo que tus ángeles hacen tan
bien. Sin embargo, hazte presente entre nosotros y sé indulgente.
Y haz esto también en todos los lugares en que tu pueblo se reúne
en este domingo.
Esto es lo que te pedimos, al invocarte en nombre de nuestro
Señor Jesús, tu querido Hijo, con sus mismas palabras: Padre nues­
tro... Amén.

1. El servicio religioso en que se predicó este sermón, fue grabado en un


disco: Gottesdienst in der Strafanstalt, EVZ Zürich 1961.
190 Karl Barth

En el amor no existe temor; al contrario,


el amor perfecto echa fuera el temor
Hermanos y hermanas:
Seguro que todos vosotros ya habéis oído la palabra
“conversión”. “Conversión” quiere decir: cambio de direc­
ción, empezar de nuevo, entrar en otro camino mejor en la
vida de un hombre. Entre los cristianos de todos los tiempos
se ha reflexionado y se ha hablado mucho sobre esta palabra
y sobre su significado. Por lo tanto, podría muy bien ser que
alguien hubiera dicho, alguna vez, a alguno de vosotros: lo
que tú propiamente necesitarías es que te convirtieras muy
en serio. Bien, en verdad esto es lo que todos nosotros nece­
sitamos, más que cualquier otra cosa, convertirnos, no sólo
una vez, sino cada mañana, cada día de nuevo. Así lo ha
dicho el reformador Martin Lutero: Dios quiera que la vida
de un cristiano sea una penitencia diaria2. Y penitencia quie­
re decir precisamente: cambio, conversión.
Si se entiende bien, en la frase que acabamos de oír se
habla también de esto; todo lo que en ella se lee del amor y
del temor desemboca en que debemos y estamos obligados a
convertirnos. Pero está como escondido; podríamos decir
que se halla entre líneas, y por esto no volveré a hablar de
ello hasta el final. Detengámonos primero en lo que aparece
a primera vista.
“En el amor no existe temor” . ¡En el amor! Fijaos: Como
si fuera un sitio, una casa, en la que uno pudiera estar, habi­
tar, sentarse, estar de pie y caminar. A la Biblia también le
gusta hablar así en otras ocasiones. No es raro leer que esto
o esto otro ocurre o debería ocurrir en la fe, en el Espíritu,
en el Señor, en Cristo. Y, con palabras distintas, se describe
cada vez el mismo sitio, la misma casa, como aquí, cuando
se dice: “en el amor”.
Y es claro que esta casa tiene también un orden -sabéis
muy bien lo que es esto-, y en este orden, la primera frase
es: “en el amor no existe temor”. Con otras palabras, el
temor no ha de venir a buscar nada en esta casa. El temor
no se encuentra aquí, está excluido. Uno pensaría enseguida

2. M. Luther, Disputado pro declaratione virtutis indulgentiarum (1517),


WA 1, 233: “Dominus et magister noster Jesús Christus diciendo «Poenitentiam
agite etc.», omnem vitam fidelium poenitentiam esse voluit” (la primera de las
95 tesis).
Conversión 191

en el letrerito del tranvía: “Prohibido fumar”, o en el que se


encuentra en muchos solares en construcción: “Prohibida la
entrada a personas ajenas a la obra”. Pero aquí no se pronun­
cia sólo una prohibición. Aquí se dice simplemente: en el
amor no existe temor. El amor -el amor perfecto- echa fuera
el temor. Algo así como se echa afuera el aire enrarecido de
una habitación, abriendo puertas y ventanas y establecien­
do una buena corriente de aire. O, usando una hermosa com­
paración, como cuando en el teatro cesa el charlar de la gente
al levantarse el telón, o en un concierto al comenzar la música.
“En el amor no existe temor”. Una buena frase ¿verdad?; un
buen comienzo en el buen orden de una buena casa.
Pero si ahora queremos entenderla, hemos de examinarla
un momento: ¿Qué queremos decir propiamente, cuando
hablamos de amor, de lo que nosotros conocemos como
amor, como amor humano? De esto habría mucho, muchí­
simo que decir. Ahora sólo voy a intentar dar a entender lo
que en el mejor de los casos podría significar el amor huma­
no que, en cierta manera, nos es bien conocido. Podría ser
muy bien una relación íntima y hermosa entre hombres, qui­
zás en todo un grupo de hombres. Y podría ser que los hom­
bres, en esta relación, ya no se sintieran más alejados, extra­
ños, indiferentes o acaso molestos los unos para con los
otros. Han aprendido tal vez a conocerse, hasta han llegado
quizás a comprenderse. Y esto les sienta bien: tan bien, que
no les es posible prescindir al uno del otro. Se buscan. Se de­
sean. Les falta algo cuando están separados. Querrían estar
juntos, estar el uno para el otro. No quieren cerrarse en sí
mismos. Quieren ofrecerse el uno al otro. Descrito en un par
de frases, esto podría ser, en el mejor de los casos, el amor
humano que nosotros conocemos.
¿No es esto hermoso? Sí, hermoso de verdad, casi dema­
siado hermoáo para ser verdad. Pues en la vida real, ¿no es
verdad?, aun en el mejor de los casos, nos encontramos sólo
con un poquito de este amor, de vez en cuando, en momen­
tos felices, pero básicamente, muy pocas veces, y está muy
lejos de parecerse a lo que con toda evidencia debería suce­
der y debería ser. Algo así como cuando uno, en una mala
fotografía, sólo con mucha atención puede reconocerse a sí
mismo o a los demás.
Y ¿no podría ser que uno u otro de entre vosotros, real­
mente triste y algo encolerizado objetase: en mi vida no exis­
te en absoluto esto de lo que tú estas hablando? Nadie me
192 Karl Barth

quiere, y tampoco quiero yo a nadie, y me callo la manera


de cómo podría explicarlo. Me siento solo, completamente
solo, solo como una piedra en un mundo sin amor, en el que
los hombres están lejos los unos de los otros y se sienten
extraños, y prescinden los unos de los otros, y viven los unos
contra los otros.
Y una cosa puede afirmarse con toda seguridad: el amor
del que hablamos y que nosotros conocemos no echa fuera
el temor. En la casa de este nuestro amor humano, hasta en
el mejor de los casos, hay mucho temor: temor de los desen­
gaños que, a pesar de todo, podría uno sufrir de parte de los
demás, temor de perder a los demás. Temor del propio pasa­
do y del propio futuro, que se proyectan sobre nuestras vidas
como dos grandes sombras. Temor de la gente. Temor de sí
mismo. Temor del destino. Temor de la muerte, y también
temor del diablo. En la casa del amor humano, en el mejor
de los casos, vive también el temor bajo muchas formas. Sin
embargo, puede ser aún una casa realmente hermosa, o una
casita con su huerto, hermosa de verdad. Pero, por desgra­
cia, seguro que no es la casa que posea lo básico del orden
doméstico: en el amor no existe temor.
Permitidme decir algo ahora de una casa totalmente dife­
rente, o sea, de un amor totalmente diferente, del “amor
perfecto”, que no es un amor pasajero, sino el amor total y
que permanece siempre y, sobre todo, el amor, en el que no
hay temor alguno. Hasta los que de entre vosotros están
tristes deben escuchar ahora: hasta aquellos que se creen
no saber nada de una casa o una casita hermosa del amor
humano.
El amor perfecto es también una relación perfecta. Pero
la expresión “relación” es demasiado débil para describirlo.
Es un pacto y, por esto, desde el principio, una cosa firme,
clara y ordenada. Un pacto, a diferencia de una simple rela­
ción, es algo en lo que uno puede y le es dado abandonarse
a ¡este pacto! Y ¿quién se ha unido en este pacto? De una
parte, Dios: él, el Señor y Creador, libre, altísimo; sin él,
nadie ni nada puede existir y subsistir. El, Dios, funda y
mantiene este pacto. Y de la otra parte -para un pacto son
necesarios dos- nosotros, tú y yo, todos nosotros.
¿Cómo es posible que Dios venga a querer, a fundar, a
establecer y a mantener un pacto entre él y nosotros? ¿Qui­
zás porque somos tan fuertes, tan distinguidos y tan buenos?
Conversión 193

No, nosotros no somos nada de eso. ¿Tal vez porque tuviera


necesidad de nosotros para utilizarnos de cara a algún pro­
yecto conjunto? No, Dios no sería Dios, si tuviera necesi­
dad de nosotros. ¿O porque hubiéramos actuado bien, o al
menos hubiéramos opinado tan bien, hasta el punto de me­
recer estar unidos con Dios en un pacto? No viene al caso:
nosotros no merecemos esto en absoluto. La verdad es que
Dios ha fundado y concluido este pacto, y lo mantiene, sólo
por la libre bondad y la libre voluntad de su misericordia
omnipotente. El lo hace por nada, “gratis”, como acostum­
bramos a decir. El nos hace un regalo de esto que es incom­
prensible, de esto que nosotros no hemos buscado ni mereci­
do. “Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros
a Dios, sino porque él nos amó a nosotros” (1 Jn 4, 10).
Y “tanto amó Dios al mundo -¡nosotros!- que dio a su Hijo
único” (Jn 3, 16). “El Hijo de Dios” es Dios mismo, a saber,
Dios, que no quiere estar solo, aislado, encerrado en sí mis­
mo, allá en un lugar elevado y eterno, y que, por lo tanto,
tampoco quiso dejarnos solos a nosotros, sino que vino a
nosotros y estuvo junto a nosotros y con nosotros, haciéndo­
se semejante a nosotros, nuestro prójimo, nuestro hermano,
haciéndose él mismo hombre: el niño en el pesebre, en Be­
lén, y el hombre crucificado en el Gólgota. Este Dios es el
amor acabado. En este su amor acabado, Dios nos conoce.
En él nos desea, nos busca y nos encuentra. En él, es él el
nuestro, y en él, somos nosotros los suyos. “Aquel que no
perdonó a su propio Hijo, ¿cómo no nos ha de dar con él
todas las cosas?” (Rom 8, 32).
En esta casa del amor perfecto no existe ningún temor.
Este echa fuera el temor. Precisamente Dios nos ama, y en
su Hijo se ha dado a sí mismo, para que nunca más temiéra­
mos, para que no tuviéramos ocasión y motivo alguno de
temor. En cuanto Dios nos ha amado y nos ama, en cuanto
entregó a su Hijo por nosotros, ha sido dejado de lado todo
motivo de temor, quitado, borrado, destruido y reducido a
la nada. ¿Qué podríais temer? ¿Este o aquel hombre de
quien tienes la impresión que no piensa bien de ti, que ya te
ha dirigido tal vez malas palabras, y de quien esperas que
pudiera querer hacerte daño? Pero ¿por qué le tienes mie­
do? ¿qué puede hacer contra Dios? Y si no puede hacer
nada contra Dios, ¿qué puede hacer contra ti? El no será de
verdad ningún motivo para que abrigues temor. O ¿temes
que un hombre al que amas, que te es indispensable, pudiera
194 Karl Barth

abandonarte, que de una manera u otra pudieras perderlo?


Con toda seguridad, Dios no puede perder a este hombre
tan valioso para ti. Y como él no lo pierde, tampoco te pier­
de ni te perderá a ti. O ¿te da miedo tu pasado, tu futuro,
tu muerte? Mira, con tu pasado, con tu futuro y en tu muer­
te, tú eres el hombre a quien Dios ama, y lo serás también
más allá de tu muerte. ¿Qué has de temer tú en todo esto,
estando Dios contigo y por ti, siendo tu aliado? O tú te tie­
nes miedo -y éste podría ser el motivo más fuerte para te­
mer-, miedo de tu propia debilidad, o tal vez, de tu propia
maldad, de las tentaciones que pudieran ser demasiado fuer­
tes para ti. Tienes miedo de las caídas e ideas diabólicas que
pudieran pasar por tu cabeza. Este motivo tampoco cuenta.
Porque Dios, el Dios que está de tu parte, es más grande
que tu corazón (cf. 1 Jn 3, 20) y que tu cabeza, y porque
esto es así, puedes y debes atreverte tranquilamente a hacer
cara, con un poco de valentía y confianza, a lo malo que
pudiera surgir de ti mismo y amenazarte. Tampoco puede
existir un motivo para temer, ni un permiso o una orden.
O ¿deberías temer al diablo? De hecho, tienen miedo al
diablo muchos más hombres de lo que se piensa. Pero preci­
samente el Hijo de Dios ha aparecido para destruir las obras
del diablo (cf. 1 Jn 3, 8). El las ha destruido, y ahora nos­
otros queremos y debemos confiadamente dejarlas destruidas.
¿Podrían darse otros motivos para temer? Cierto, mu­
chos aún, pero ninguno que tenga lugar y pueda aguantarse
en la casa del amor perfecto. Y por lo tanto no existe ningún
temor para temer a algo o a alguien, que no haya sido echa­
do fuera por el amor, el amor perfecto. Así es.
Sí, quizás alguno de vosotros piense ahora: todo esto es
muy bonito y está muy bien escucharlo en la iglesia el do­
mingo por la mañana. Pero ¿quién se encuentra dentro de
esta casa del amor perfecto? ¿tal vez yo? ¡Yo, seguro que
no! Así que puedes decir: “Así es”. Pues a pesar de todo,
yo tengo miedo, de este, de aquel, y esto, día y noche.
Y del hecho de que tengo miedo, he de concluir que yo no
estoy en esta casa, sino que me encuentro en alguna parte,
fuera, en la calle, donde continuamente he de estar mirando
a la derecha y a la izquierda, porque alguna cosa viene ha­
ciendo ruido y podría atropellarme. ¡Alto, amigo!, así pien­
sa y habla un hombre que no se ha convertido. De nuevo y
con mayor razón el hombre no convertido sigue pensando:
podría ser realmente hermoso vivir en esta casa. ¿Cómo
Conversión 195

podría entrar? ¿Qué arte, qué esfuerzo será el mejor medio


para trasladarme al lugar donde no tendré miedo nunca
más? Alto, queridos hermanos y hermanas, esto no va. No
se trata de que de una manera u otra, por nosotros mismos,
entremos a empujones en la casa del amor perfecto, sino
que de lo que se trata es de que este amor perfecto ha venido
a nosotros. Se trata del Salvador que ha aparecido por nos­
otros y está ahí. Se trata de la casa que Dios ha edificado en
el cielo para todos los hombres de toda nuestra pobre tierra,
y en la que por lo tanto estamos nosotros incluidos, y que
nos envuelve de tal manera que ninguno de nosotros puede
estar en otra parte sino precisamente ahí, en esta casa, en el
reino del amor acabado.
¿Sabéis lo que nos falta? Lo que nos falta es que nosotros
no sabemos -y por esto el hombre no convertido piensa,
habla, obra y vive así- en dónde estamos, de que realmente
ya estamos adentro. Pero no nos damos cuenta porque dor­
mimos y, mientras dormimos, soñamos, y soñando, nos
equivocamos. Y el error de nuestro sueño es que nos cree­
mos estar en otra parte: precisamente fuera, sin Dios en el
mundo (cf. Ef 2, 12) y, por lo tanto, allí donde hemos de
temer toda clase de peligros que nos amenazan, mientras
que en el lugar donde realmente nos encontramos, no se da
ninguna ocasión y ningún motivo para el temor.
Por lo tanto, ¿qué quiere decir conversión, cambio de
dirección, empezar de nuevo, seguir adelante por otro cami­
no mejor? Quiere decir claramente despertarnos de nuestro
mal sueño. Convertirse significa: abrir los ojos, como cuando
los abrimos por vez primera después de nacer, siendo aún
bebés, y luego descubríamos, como en un segundo y nuevo
nacimiento, dónde estábamos. Convertirse significa precisa­
mente esto: descubrir que de verdad no estamos fuera, sino
que estamos en el amor perfecto, en el que no existe ningún
motivo para el temor: que estamos envueltos y rodeados por
él, instalados en él como en nuestra verdadera casa paterna.
Esto sucede, cuando el Espíritu santo sugiere en el cora­
zón de un hombre este descubrimiento, este nuevo naci­
miento, esta conversión, y con ella, este fin de todo temor.
Porque esto dice el Espíritu santo en el interior de nuestros
corazones: “Despierta tú que duermes, levántate de la muer­
te, y te iluminará Cristo” (Ef 5, 14). Y todavía: “No te­
mas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú
eres mío” (Is 43, 1). Hermanos y hermanas, Dios nos da la
196 Karl Barth

gracia para que esto ocurra así. El nos hace el obsequio


de esto a ti y a mí, a todos nosotros, ya hoy, y mañana de
nuevo. Amén.
¡Querido Padre del cielo! Te damos gracias por la palabra eter­
na, viva y salvadora, que nos has dicho y nos dices todavía a nos­
otros, los hombres, en Jesús. No permitas que la escuchemos distraí­
dos, y guárdanos de toda pereza para obedecerla. No permitas que
caigamos; permanece, más bien, con tu consuelo, junto a cada uno
de nosotros, y con tu paz, entre cada uno de nosotros y su prójimo.
Haz que siempre de nuevo se haga un poco más de claridad en
nuestro corazón, en este establecimiento, y en casa, con los nues­
tros, en esta ciudad, en nuestro país, en la tierra entera. Tú conoces
los errores y maldades, que hacen que la situación actual vuelva a
ser otra vez en todos los aspectos tan oscura y peligrosa. N o obstan­
te, haz que sople un viento fresco que pueda disipar, al menos, la
niebla más espesa de la cabeza de aquellos que gobiernan el mundo,
y también de los pueblos que se someten a su gobierno y, sobre
todo, de la cabeza de los que forjan la opinión pública. Y apiádate
de todos los enfermos de cuerpo y alma, de los muchos que sufren
en la vida, que están equivocados y confusos, por su propia culpa o
por culpa de otros, y particularmente de aquellos que, en una tal
situación, no tienen ningún amigo ni nadie que les ayude. Muestra
también a nuestra juventud cuál es la auténtica libertad y la auténti­
ca alegría. Y no dejes a los ancianos y a los moribundos sin la espe­
ranza de la resurrección y de la vida eterna.
Pero tú eres el primero que se preocupa solícitamente de todas
nuestras necesidades, y tú eres el único que les puede poner reme­
dio. Por lo tanto, nosotros podemos y queremos levantar nuestros
ojos sólo a ti. Nuestra ayuda viene de ti, que has creado el cielo y la
tierra. Amén.
Lo que permanece
Isaías 40, 8
31 de diciembre de 1961, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios del cielo y de la tierra! A quí estamos por última


vez en este año que toca a su fin, para escuchar juntos lo que tú nos
has dicho y no dejas de decirnos, para alabarte juntos, tan bien y
tan mal como nos es dado entender y como podemos, para invocarte
juntos, y pedirte que nos des lo que sólo tú puedes darnos.
Necesitamos perdón por lo mucho de equivocado que hemos he­
cho también en este año, y luz en la gran tiniebla que nos rodea y
nos llena en estas sus últimas horas. Necesitamos nuevos ánimos y
nuevas fuerzas, para ir avanzando desde donde nos encontramos
ahora, y llegar finalmente al término fijado por ti. Necesitamos mu­
cha más fe en tus promesas, mucha más esperanza en tu obrar bene­
volente, mucho más amor a ti y a nuestros prójimos. Estos son nues­
tros deseos para el nuevo año, que sólo tú puedes satisfacer.
A sí pues, hazte presente entre nosotros una vez más en esta
hora. Muéstranos una vez más, que no estás lejos de nosotros, de
cada uno en particular, sino cerca, y que quieres oír y oirás nuestras
súplicas, mucho mejor de lo que pudiéramos pensar o suponer.
Y en esta tarde, para los muchos que sin ti no saben qué hacer, sé
tú también el Dios fiel, que fuiste, eres y has sido para el mundo
entero.
Padre nuestro... Amén.

Se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra


de nuestro Dios permanece para siempre
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando reflexionaba conmigo mismo sobre qué deci­
ros esta tarde, cuál podría ser la noticia dirigida a todos
198 Karl Barth

nosotros, y también a vosotros, para comunicárosla, mi aten­


ción se ha dirigido continuamente a tres frases de la Biblia.
La primera se encuentra en el Salmo 102 (101) v. 28: “Tú,
en cambio, eres aquel cuyos años no acabarán”; la segunda,
en la primera carta a los de Corinto (13, 13): “Así que esto
queda: fe, esperanza, amor; estas tres”. Y luego, precisa­
mente, la frase del libro de Isaías: “Pero la palabra de nues­
tro Dios permanece por siempre”.
¿Os habéis fijado que en estas tres frases, después de
una expresión conjuntiva, aparecen con fuerza y de forma
decisiva, las expresiones: no acabar, quedar, permanecer?
Según la primera frase Dios permanece siendo siempre el
que es, sin que sus años acaben, y según la segunda, perma­
nece de una manera asombrosa, también en nosotros, la
chispa de la fe, la esperanza y la caridad, que arde latente
en alguna parte, en nuestro interior. Y según la tercera, per­
manece la palabra de nuestro Dios, y por siempre. He esco­
gido la tercera frase, porque en cierta manera, está como en
el medio de las otras dos, las une y las resume. Aquél, que
siempre permanece el mismo, revela y crea en su palabra lo
que también permanece en nosotros.
Así pues, la palabra de nuestro Dios permanece por
siempre. No he olvidado que en esta cita hay escrita otra
cosa primero: “Se agosta la hierba, se marchita la flor”.
También tendremos que hablar de esto, pero aquí, tal como
sucede muy a menudo en la Biblia, sólo puede entenderse lo
primero, después de haber oído y entendido lo segundo. Por
esto, primero y por encima de todo: “la palabra de nuestro
Dios permanece por siempre”.
¿Qué palabra es ésta? ¿Qué se nos dirá y se nos dice en
ella? Sí, ojalá pudiéramos declararlo en un par de palabras.
Es imposible. Pues la palabra de Dios es infinitamente rica
y variada. Lo envuelve todo, la totalidad. Es toda la verdad.
¿Quién podría declarar toda la verdad en un par de pa­
labras?
Sin embargo voy a intentar dar a entender de una manera
comprensible para cada uno de vosotros, lo que se acaba de
decir. Básicamente y de una manera muy simple, se podría
decir que Dios no es un “altísimo”, un “omnipotente” , como
acostumbraba a decir Hitler, o algo así como el destino o
algún misterio supremo, sino que él es nuestro Dios, de
manera que nosotros, los hombres, grandes y pequeños,
Lo que permanece 199

ancianos y jóvenes, no somos una especie de seres vivientes


dotados de un poquitín de entendimiento y de mucha falta
de juicio, sino los hombres de este Dios, que dice espontá­
neamente: ¡Yo soy vuestro Dios! En la palabra de Dios se
dice: que él no quiere ser Dios sin nosotros, sino sólo con
nosotros, de manera que a nosotros tampoco nos es de nin­
guna utilidad ser hombres sin él. En la palabra de Dios se
dice: que Dios ha establecido y ha mantenido un pacto entre
él y nosotros hasta el día de hoy, de manera que nosotros no
tengamos que vivir fuera, en alguna parte, expuestos al frío,
sino que en esta alianza nos sea dado estar como en casa, y
realmente lo estemos. En la palabra de Dios se nos dice lo
incomprensible: que Dios nos ha amado a todos nosotros,
nos ama y nos amará, mañana lo mismo que hoy, y pasado
mañana lo mismo que mañana, todo el tiempo que estemos
ahí, así como también cuando hayamos dejado de estar ahí,
tanto si somos listos como si somos estúpidos, tanto si somos
felices como si somos infelices. Lo que hace que seamos
hombres, es el hecho de ser amados por Dios. Y porque
nos amaba, se entregó por nosotros, de manera que ya no
nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a él, ya no somos
dueños de nosotros mismos, sino que estamos a su servicio,
ya no necesitamos preocuparnos de nosotros, sino que nos
confiamos a su cuidado, ya no hemos de responder por nos­
otros, sino que él es el que responde. Esto dice la palabra de
nuestro Dios.
Pero uno se pregunta aún otra vez: ¿Qué palabra es ésta?
¿Dónde se nos dirá y se nos dice, de manera que podamos
oírla? Intento una vez más responder con toda sencillez:
Dios ha dicho su palabra, al hacer lo que ha dicho. Y sucedió
que él apareció, actuó y obró en medio de nosotros, como
nuestro Dios. Sucedió que él estableció la alianza con nos­
otros. Sucedió que él nos amó a todos nosotros, y a cada
uno de nosotros, tal como somos y tal como él nos conoce,
y que él se entregó por nosotros. La palabra de nuestro Dios
se pronunció, y permanece pronunciada en lo que sucedió
en la noche de navidad. Fue pronunciada, cuando él, el Dios
altísimo, se hizo hombre como nosotros, nuestro hermano,
haciendo suyo nuestro negocio malo y sucio, tomando y
cargándose nuestra carga, para librarnos de ella, la carga de
nuestros pecados, la carga de todo lo falso y equivocado que
llevábamos en las espaldas de nuestra vida, para que nunca
200 Karl Barth

más nos oprimiera. Nuestro Dios pronunció su palabra al


hacer de nosotros, los extranjeros, los paganos, los sin Dios,
sus hijos, dándonos a Jesucristo como hermano nuestro. Ha­
ciendo esto, nos ha dado su palabra. Y su palabra nos dice
que él hizo esto. No es una mera palabra. Es la palabra de
Dios que nos envuelve y soporta a todos nosotros y al mun­
do, que suena fuerte e inteligible para todos en lo que suce­
dió en la noche de navidad.
Esta palabra de nuestro Dios permanece por siempre.
“Permanecer” quiere decir: resistir, durar, mantenerse, salir
airoso. Pero en la Biblia, esta palabra tiene un matiz, un
sentido y un acento muy paticular. No se trata de un perma­
necer por un tiempo, por un rato, como los cirios de navi­
dad, que ahora arden, pero pasado un tiempo estarán total­
mente extinguidos, como el árbol de navidad, que después
de la fiesta acostumbran a tenerlo todavía un poco, o como
las ramas de abeto, que hace un momento he visto y tanto
me gusta ver en vuestros pasillos. Y tampoco, como siempre
pasa inevitablemente con la alegría de los regalos de navi­
dad, grandes y pequeños: que primero es muy grande y muy
viva, pero que después puede ir perdiendo fuerza y final­
mente extinguirse, y también es bueno que esto sea así. La
palabra de Dios permanece por siempre: a través de todos
los tiempos, por encima de todos los tiempos. Abarca to­
dos los tiempos: todo el mundo, toda su historia y, por lo
tanto, también la historia de la vida de cada uno de nosotros.
Ella y solamente ella obra así. Existen otras palabras de
las que no se puede decir esto. Como las palabras que lee­
mos en los libros y en los periódicos o escuchamos por la
radio. Pueden muy bien ser palabras interesantes, importan­
tes, buenas, pero no son tales que permanezcan por siempre,
aunque fuesen las palabras de los grandes poetas y pensado­
res. Esto vale también para las palabras de Kennedy y de
Kruchev (por más que golpee la mesa con su zapato)1, y

1. John F. Kennedy había empezado a ejercer el cargo de presidente de los


Estados Unidos en enero de 1961. Todos los discursos y comunicados de su
primer año como presidente están publicados en: Public Papers ofth e Presidents
o f the United States. John F. Kennedy. Containing the Public Messages, Speeches
and Statements o f the President. January 20 to December 31, 1961, Washington
1962. El primer ministro soviético Nikita S. Kruchev, durante la 15 asamblea
plenaria de las Naciones Unidas en New York, el 12.10.1960, había exigido
Lo que permanece 201

también para las palabras de paz y de amenaza de un Nehru


y un Sukarno2 y, hablando con respeto, para las palabras
del papa y de nuestro presidente de la Confederación suiza,
que vamos a oír mañana. Y permitidme ser claro: también
las palabras que os digo ahora, no son palabras que perma­
nezcan por siempre, como tampoco lo son las mejores pala­
bras de todos los mejores predicadores cristianos. Cierto que
entre todas estas palabras hay también buenas palabras, pa­
labras esclarecedoras y de gran ayuda. Pero en el mejor de
los casos, sólo pueden referirse a un tiempo determinado,
cobrando significado respecto a una determinada situación.
Pero si los tiempos cambian y la situación varía, las palabras
deben corregirse y mejorarse, y en su lugar se han de poner
otras palabras, se han de pronunciar otros discursos, se han
de escribir otros libros y otros artículos. No hay ningún hom­
bre cuyas palabras, pasado un tiempo, no deban superarse,
refundirse o substituirse por otras. Sería el mejor de los lo­
gros, si unas palabras humanas pudieran ser un eco, un testi­
monio, un espejo de la palabra de nuestro Dios que perma­
nece por siempre. Y no son muchas las palabras humanas
que respondan a eso. Y ninguna palabra humana puede ser
algo más que eso.
Pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre.
Tiene fuerza, validez y peso, se conserva y se renueva ince­
santemente, sin agotarse y sin reforzarse, sin necesidad de
enmendarla: sin que pueda ni deba ser substituida o suplan­
tada por otras palabras. ¿Por qué permanece por siempre?
Porque es la palabra de aquel que siempre permanece el
mismo, tal como es, y cuyos años no tienen fin (cf. Sal 102
[101], 28). Y porque fue pronunciada por él, no sólo una
vez, sino una vez por todas. Y porque no fue una palabra
pronunciada por él por añadidura, como una ocurrencia,
sino su primer pensamiento original en el que creó el mundo

la abolición del sistema colonial y atacado a las potencias occidentales. Cuando


el delegado de Filipinas, Lorenzo Sumu Long, pidió que la discusión sobre la
liberación del colonialismo se extendiera también a los países de la Europa orien­
tal, Kruchev acompañó sus palabras con puñetazos contra su pupitre y finalmen­
te empezó a golpearlo con su zapato.
2. La fama mundial del primer ministro indio Jawaharlal Nehru, como
político de la no-violencia, decayó cuando el 17.12.1961 hizo ocupar por tropas
indias el enclave portugués de Goa, y se lo anexionó. El jefe de estado indonesio
Ahmed Sukarno, desde el 18.12.1961 empezó a amenazar de muchas maneras con
acciones militares a las colonias holandesas de Nueva Guinea (Irán-occidental).
202 Karl Barth

según su voluntad. “Al principio ya existía la palabra, la


palabra estaba con Dios y la palabra era Dios. Mediante
ella se hizo todo; sin ella no se hizo nada de lo hecho” (Jn
1, 1.3). Por esto permanece, por esto es el principio, el me­
dio y el fin a través de todos los años, centurias y milenios
y, por lo tanto, también principio, medio y fin de la vida que
tú y yo hemos de vivir.
Permanece, y esto quiere decir: no envejece, siempre
y en todas partes es joven, fresca y nueva, pronunciada
para cada hombre en todos los tiempos, para cada hombre
y para cada tiempo nuevo en su situación precisa. Es tan
rica, que puede ser y es para cada uno, la palabra precisa
que le interesa, le ilumina y le salva. Por esto permanece, y
al mismo tiempo es el juicio y la gracia de todo lo que noso­
tros, los hombres, somos y hacemos. Permanece en y detrás
de todas las historias y pequeñas historias que nosotros nos
montamos, tal como era antes de que éstas existieran, e
igualmente, antes, en y después de la historia de la vida de
cada uno de nosotros, y de la historia del mundo entero.
Así es como permanece por siempre.
Y así, tenemos aquel pero digno de consideración, que
planta cara triunfante a las muchísimas dificultades que nos
amenazan por todas partes. Sí, ahora se ha de decir también:
se agosta la hierba, hasta la hierba más jugosa y provechosa.
Se marchita la flor, hasta la flor más fragranté y más hermo­
sa. Y esto se aplica no sólo a nuestras palabras, sino a toda
nuestra vida, aunque se tratase de la mejor y quizás más
brillante vida humana. “Se agosta la hierba, se marchita la
flor”. ¿Qué hemos de decir ahora, al final de este año de
1961 que se acaba? Cuántas alegrías y tristezas, cuántas es­
peranzas y temores, cuánta agitación y cuánta calma nos han
sobrevenido; y ahora quedan ya lejos todas estas cosas,
como si nunca hubieran sucedido, para hacer sitio a otras,
que de una manera semejante desfilarán ante nosotros en el
año 1962. Pero nosotros también pensamos en este y en
aquel hombre, que hemos apreciado y estimado, que quizás
también hemos temido y evitado, que en este año murió,
se fue, desapareció totalmente del ámbito de nuestra vida.
Y consideramos sencillamente que, en este año, hemos en­
vejecido, cosa que no nos ha hecho más fuertes, y que debe­
ríamos aprender a retirarnos, a resignarnos, y que en el
próximo año todo seguirá adelante en la misma línea. Y es
así: nuestra vida humana tiene ya en sí misma, en cierta
Lo que permanece 203

manera, la muerte, el agostarse, el marchitarse y, por lo tan­


to, ve aproximarse todas estas cosas con una inquietante se­
guridad. Y es así: como si todos nosotros viajáramos en una
pequeña barca sin timón, sin remos y sin motor en la co­
rriente poderosa de un ancho río que, sin poder evitarlo,
nos arrastrará a una catarata del Rin o del Niágara. Y en­
tonces, ¿qué? No hace mucho que un taxista me preguntó si
yo no pensaba también que el fin del mundo estaba ya cerca.
Lo que ha ocurrido en el año 1961, y los presagios que en él
se han insinuado, pueden llevar muy bien a uno a pensar
así. Y podría muy bien ser que el año 1962 nos acercara
mucho más aún a este pensamiento. Pero ¿por qué son así
las cosas? ¿por qué está todo, lo grande y lo pequeño, des­
tinado a agostarse y a marchitarse, y está ya todo marcado
por la sequía y la muerte? Con seguridad no porque nuestra
existencia, nuestra vida y nuestro mundo sean simplemente
malos, perversos y peligrosos. Juntamente con el cielo, Dios
ha creado también nuestra tierra y a nosotros como criaturas
suyas, y tal como lo dice expresamente la Biblia: lo hizo
todo muy bueno (Gén 1, 31). Y es con toda seguridad impo­
sible que también en este año de 1961 no hayamos tenido
ocasión de estar agradecidos por haber podido ver en este
fragmento de tiempo de nuestra vida, una u otra lucecita
de esperanza y aliento. Y seguro que tampoco podrá dejar
de ser así en el año 1962, y que nos será dado ver de nuevo
ciertas luces, teniendo así ocasión de estar agradecidos. No
es en vano que resplandezca ahora la gran luz de la palabra
de nuestro Dios, que permanece por siempre, sobre todas
las cosas pasajeras de este mundo y sobre nuestra propia
existencia. Todo pasa: pero todo pasa al reflejo de esta luz
eterna. Precisamente por encontrarse con esta luz, todo ha
de pasar. El mundo pasa, porque viene su Señor. La hierba
ha de agostarse, la flor ha de marchitarse, porque estamos
destinados a una vida eterna, que no se agosta m se marchi­
ta, y porque la buena voluntad de Dios está con nosotros.
Y el suelo que pisamos ha de irse retirando de nuestros
pies, cada día y cada año de una manera más clara e intensa
que antes, para que no nos olvidemos, sino que podamos
aprender mejor a mantenernos en, y a vivir de lo que perma­
nece por siempre y, por lo tanto, a vivir en la fe, la esperan­
za y la caridad, que suscita en nosotros la palabra de nuestro
Dios. Sólo debe quedar lo que realmente permanece: la pa­
labra de nuestro Dios y su obra. De aquí este gran ir pasando,
204 Karl Barth

de aquí este río en el que nos vamos precipitando hacia el


fin. Para nosotros, está bien así, no podría sucedemos nada
mejor.
Voy a acabar. Algunos de vosotros estaban ya aquí en la
noche de san Silvestre del año pasado, y tal vez se acuerden
de lo que entonces escuchamos y reflexionamos juntos: “Mi
tiempo está en tus manos” (Sal 31 [30], 16). Y algunos de
vosotros se acordarán muy bien de que entonces os di el con­
sejo de que precisamente antes de irse a dormir en el año
viejo, y otra vez, al despertarse en el nuevo, os dijeseis
en voz alta a vosotros mismos: “Mi tiempo está en tus ma­
nos”. Podría proponeros hoy el mismo ejercicio. Pero hoy
se trataría de la frase: “La palabra de nuestro Dios permane­
ce por siempre” . Sí, hermanos y hermanas mías, estaría bien
irse a dormir hoy con estas palabras y despertarse mañana
con ellas. Una cosa es segura: todos juntos hemos vivido el
año 1961, y hemos visto que estas palabras son verdad.
E igualmente es seguro que viviremos el año 1962 y que
volveremos a ver la verdad de estas palabras. Podría ser muy
bien que la miseria y la confusión, tanto en nuestra vida
como en el mundo, fueran mayores en este año que viene,
que nos pudiera traer el estallido de una tercera guerra mun­
dial y la gran bomba. También pudiera ser que, de hecho,
en este año llegara el fin del mundo, o que fuese el año de
la muerte de este o aquel de entre nosotros y, entonces,
decididamente, sería para él —para ti o para mí— el fin del
mundo. Pero en todas las circunstancias, todos nosotros po­
demos vivir de la palabra de nuestro Dios, porque permane­
ce por siempre; vosotros, los presos, aquí, y nosotros fuera,
nosotros todos, que también a nuestra manera somos prisio­
neros. Quien hace la voluntad de Dios, lo que quiere decir
que escucha la palabra de Dios, y como oyente se atiene a
ella, y por lo tanto deja crecer y da valor a lo que esta pala­
bra obra en él —un poco de fe, un poco de esperanza, un
poco de caridad—, éste permanece ya ahora, y también per­
manecerá por siempre (cf. 1 Jn 2, 17).
Me gustaría acabar con los versos de un cántico. Están
en un cántico matutino, no vespertino, por lo tanto no miran
atrás, sino adelante, y dicen:

Todo pasa
sólo Dios permanece
sin que nada vacile;
Lo que permanece 205

sus pensamientos,
su palabra y su voluntad tienen un fundamento eterno.
Su salvación y su gracia,
no sufren perjuicio,
curan en el corazón
los dolores mortales,
nos mantienen sanos en el tiempo y en la eternidad.3
Amén.

iSeñor, Dios nuestro! Sí, te damos gracias porque tú permane­


ces, tú eres, y tus años no tienen fin, porque también a nosotros nos
quieres conceder y nos concedes el permanecer, porque tu palabra,
en la que para nosotros se abre tu corazón y habla a nuestro cora­
zón, permanece. Otórganos la libertad de mantenernos en ella, y
sólo en ella, allá donde todo pasa.
Y haz que con esta libertad demos hoy el último paso en el año
viejo, y el primero mañana en el año nuevo, y todos los demás a lo
largo de nuestro modesto tiempo, quizás largo todavía, tal vez corto.
Y ve despertando e iluminando siempre nuevos hombres, aquí y
allá, a la misma libertad —viejos y jóvenes, importantes y humildes,
inteligentes e insensatos— para que puedan ser testimonios de lo
que permanece por siempre. Da un poco, quizás será mucho lo que
darás, de la claridad matinal de la eternidad4 dentro de las cárceles
de todo el mundo, en las clínicas y en las escuelas, en las salas de
consejos y en los gabinetes de redacción, en todos los lugares en que
los hombres sufren y trabajan, hablan y deciden, y tan fácilmente
olvidan que tú llevas el mando y que ellos son responsables ante ti.
Y haz entrar también esta claridad matinal en los corazones y en las
vidas de nuestros parientes en casa y de tantos pobres, abandona­
dos, desconcertados, hambrientos, enfermos y moribundos, conoci­
dos y desconocidos. No nos la niegues tampoco a nosotros, cuando
suene nuestra hora.
Oh gran D ios, nosotros te alabamos. Sólo confiamos en ti, haz
que no nos perdamos5. Amén.

3. Estrofa 8 del cántico 77 (EKG 346) “Die goldne Sonne” (1666) de


P. Gerhardt.
4. Cf. el cántico 80 (EKG 349) “Morgenglanz der Ewigkeit” (1654) de
A. Ph. Knorr von Rosenroth.
5. Principio de la estrofa 1.a y final de la estrofa 8." (última) del cántico 59
“Grosser Gott, wir loben dich” de I. Franz (1719-1790).
Doble mensaje de adviento
Lucas 1, 53
23 de diciembre de 1962, cárcel de Basilea

¡Señor, D ios nuestro! Tú nos mandas esperar y apresuramos en


vistas al gran día de tu manifestación total y salvadora en el mundo,
entre nosotros, los hombres, en tu comunidad, también en nuestros
corazones, y en nuestra vida también. Nos miramos en el vacío
cuando dirigimos la vista a este día de la luz eterna. Tú ya lo has
hecho apuntar, al nacer como el débil y todopoderoso niño Jesús,
haciéndote hombre como nosotros. Y ahora vamos a celebrar pronto
una vez más la Navidad, pensando en este apuntar de tu gran día.
Ayúdanos, haznos el regalo de que nos reunamos una vez más
como es debido, en este último domingo de adviento, que reflexio­
nemos y examinemos cómo debemos ir a tu encuentro, ya que tu
venida es ahora ya inminente, para que después, nuestra celebración
de navidad no se reduzca a un teatro estéril, sino que por el contra­
rio, sea un esplendoroso, serio y gozoso encuentro contigo.
Nos es necesario sentirnos sacudidos por estas reflexiones prena­
videñas, y ponernos en movimiento. Pero, con toda seriedad, sólo
tú puedes hacer esto en nosotros. Por esto te pedimos que no nos
dejes solos en esta hora, sino que te hagas presente con tu fuerza.
Te invocamos con las palabras que, por medio de tu mismo Hijo,
has puesto tú en nuestros labios: Padre nuestro...

A los hambrientos los colma de bienes y


a los ricos los despide de vacío
Queridos hermanos:
La semana pasada, en el diario Migros “Wir Brücken-
bauer” (Nosotros, constructores de puentes), bien conocido
Doble mensaje de adviento 207

de muchos de vosotros, leí en un reportaje, bajo el título


“Navidad de los presidiarios” 1 (por otra parte, inmediata­
mente después de un artículo mío de navidad12), la frase:
“La fiesta del amor y de la paz no es que encaje muy bien
en una prisión”3. Lo que uno seguía leyendo, era ciertamen­
te muy conmovedor, pero sin fuerza alguna, y estoy conten­
to de que aquí no me parezca tan deplorable, como me pare­
ció lo que describe este artículo. Se ha de protestar contra
aquella frase. No estoy del todo seguro de que la celebración
de la navidad encaje en la Seo o en la Engelgasskapelle4,
donde la celebran las personas más distinguidas. Pero estoy
completamente seguro de que aquí encaja y, por lo tanto,
de que encaja en una prisión. Estuvo bien que ya hubiera
escogido antes mi texto para este domingo. Escuchadlo otra
vez: “A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide de vacío”.
Él ha hecho esto: él, que se ha interesado por su pueblo
de Israel, y con él, de toda la tierra, sin merecerlo, por pura
bondad. El, que quería mantener y consumar fielmente la
alianza establecida con los hombres. Él, que no sólo ha ex­
presado en palabras, sino que ha puesto en obra con poder,
su gran amor al mundo creado por él. Él, que hizo brillar su
luz en medio de nuestra tiniebla. Él, que ha dado una espe­
ranza eterna a todo lo que vive. Él ha hecho esto, al hacerse
hombre, al hacerse niño, como uno de nosotros, en la ciudad
y en el pesebre de Belén. Él ha hecho esto. Y no dice que
él quiere hacerlo y lo hará, sino que él ya lo ha hecho. Por
lo tanto, fijaos bien: si eres un hambriento, ya te ha colmado
de bienes. Si eres un rico, ya te ha despedido de vacío. Así
es como sucedió allí, así se decidió y se realizó la separación
al nacer el Niño Jesús. De esta manera se hizo allí la selec­
ción y, por lo tanto, se dijo sí y no, se amó y se odió, se
aceptó y se rehusó. Los hambrientos fueron colmados allí

1. Artículo no firmado Weihnacht der Straflinge, en: Wir Brückenbauer


(Zürich) año 21, n.° 51, 21.12.1962, p. 3
2. K. Barth, Cotíes Geburt.
3. Del arranque redaccional del artículo citado en la nota 1: “Pero la fiesta
del amor y de la paz - no encaja bien en una prisión”.
4. Una fundación creada por familias burguesas pudientes de Basilea pre­
ocupadas por una genuina predicación del evangelio en la época del liberalismo
que iba en aumento, estableció en una capilla levantada en 1882 en la Engelgasse
servicios religiosos dominicales. La capilla fue derrumbada en 1970.
208 Karl Barth

de bienes, y los ricos fueron allí despedidos de vacío. Y el


doble mensaje de adviento es éste, que se proclamó allí y se
proclama hasta el día de hoy, que Dios se porta así con los
hambrientos y con los ricos.
Hambrientos. ¿Qué gente son ésta? Un hambriento es
evidentemente uno a quien le hace falta lo más necesario.
No alguna cosa bonita y hermosa de la que quizás pudiera
estar privado, sino lo más necesario, de lo que no puede
privarse. Y además, no tiene medios ni posibilidades de pro­
curárselo. No puede sino derrumbarse y precipitarse hacia
la muerte. Entonces tiene hambre. Y está sobrecogido del
temor de morirse de hambre.
Lo más necesario para él puede ser un pedazo de pan y
un plato de sopa, como para tantos en Asia lo es un par de
manos llenas de arroz. Todos vosotros ya habéis visto foto­
grafías de mujeres y niños hambrientos en la India, en Arge­
lia o en Sicilia. ¿Ha sufrido quizás uno u otro de vosotros
alguna vez hambre semejante? Pero me parece que por el
momento, desde que estáis en esta casa, vuestro problema
no es éste. Lo más necesario que puede faltarle a un hom­
bre, puede ser también una vida que él considere que vale la
pena ser vivida. Pero lo que él ve, es una vida mal empleada,
perdida y corrompida. Entonces tiene hambre. Lo más nece­
sario que le falta, podría ser simplemente un poquitín de
alegría. Mira alrededor, y no encuentra nada, absolutamente
nada, que realmente pudiera causarle alegría. Y tiene ham­
bre. Lo más necesario podría consistir sencillamente en que
nadie lo ha amado de verdad. Y no se encuentra nadie que
pueda apreciarlo. Y así tiene hambre. ¿Y si lo más necesario
que le faltara fuera una buena conciencia? ¿Quién no desea­
ría y debería tener una buena conciencia? Pero ¿y si uno
sólo puede tener una mala conciencia? No puede sino tener
hambre. Lo más necesario para él podría ser el poder estar
completamente seguro de alguna cosa. Pero en él sólo hay
dudas, y alguna vez le amenaza la desesperación. Por esto
tiene hambre. Pero lo más necesario de todo podría ser para
él, arreglar cuentas con Dios. Pero lo que hasta ahora ha
oído decir de Dios, no le dice nada; a partir de aquí, no
puede empezar a hacer nada, ni quiere saber nada de eso.
Y ahora tiene hambre de estas cosas tan importantes.
De estos hambrientos oímos decir ahora: “los colma de
bienes”. Por lo tanto no les ha dado sólo un “engaña bobos”,
Doble mensaje de adviento 209

ni solamente un bocado, ni se ha limitado a un regalo de na­


vidad, barato o caro, ni a las migajas que caían de la mesa
del señor (cf. Mt 15, 27), como las que recibió el pobre Lá­
zaro (Le 16, 21). No, él los ha alimentado y los ha deleitado
hasta la saciedad. Como se dice en uno de nuestros cánticos:
“les ha enviado desde el cielo una lluvia torrencial de
amor”5. De ellos, de los más pobres, ha hecho los más ricos.
Y lo ha hecho haciéndose su hermano, convirtiéndose él
mismo en un hambriento, que ha gritado por ellos y a favor
de ellos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandona­
do? (Me 15, 34). Él se puso en lugar de ellos, poniendo a
ellos en su lugar, para quitar de ellos y tomar sobre sí toda
su debilidad, todo su error, todo su pecado, toda su miseria.
Él, a sus expensas, intervino a favor de ellos contra el dia­
blo, contra la muerte, contra todo aquello que entristecía su
vida y la hacía perversa y tenebrosa. Ha quitado de ellos
todo esto y lo ha tomado sobre sí, para darles a cambio lo
que era suyo: la majestad, la gloria, la alegría de los hijos de
Dios. A un hambriento, como aquel cobrador de impuestos
pecador, lo hizo bajar del templo a su casa, transformado en
un hombre justo y cabal (Le 18, 14). A un hambriento como
aquel pobre Lázaro, lo elevó como a un verdadero santo, al
seno del santo padre Abrahán (cf. Le 16, 22). Lo llamó a su
servicio, como hizo entonces con Pedro, después de haber
salido a pescar inútilmente durante toda la noche (cf. Le 5,
5.11). Le dio la bienvenida en la casa paterna como hijo
pródigo: no con la mirada aniquiladora de un maestro de
escuela severo, sino, tal como se menciona expresamente en
la historia de aquel hijo, con el alborozo de la música y ha­
ciendo sacrificar el ternero cebado (cf. Le 15, 22 s.).
Él nos ha hecho todo esto
para mostrarnos su gran amor.
Por esto se alegra toda la cristiandad
y le da gracias por siempre.6

¿Qué sociedad es ésta: “la cristiandad”? Nada menos que


la comunidad de los hambrientos, que pueden alegrarse y

5. De la estrofa 4.a del cántico 52 (con diferencias textuales en el EKG 234)


“Lobe den Herrn, den máchtigen Konig der Ehren” (1680) de J. Neander.
6. Estrofa 7.a del cántico 114 (EKG 15) “Gelobet seist du, Jesu Christ”
(1535) de M. Luther.
210 Karl Barth

dar gracias de que Dios los haya colmado de bienes. ¿Por


qué precisamente a ellos? Pues porque están hambrientos y
se sienten perdidos, y porque él ha venido a buscar y a salvar
lo que estaba perdido (Le 19, 10).
¿Quiénes pueden ser esos ricos de quienes se habla a
continuación? “Ricos”: cuando oímos esta palabra, lo prime­
ro que pensamos es en gente que tienen un montón de accio­
nes, una gran cuenta corriente en el banco, una hermosa
casa aquí en Basilea o en las cercanías, con cuadros auténti­
cos, antiguos y modernos, en las paredes y, probablemente,
también una casa de vacaciones junto al lago de Vierwalds-
tátter o en el Tessin, quizás también, un Mercedes fenome­
nal, y un televisor de los más caros, y de cosas agradables
como éstas, todas las que queráis. Si todo esto les basta, si
con todo esto se consideran consolados y seguros, si conside­
ran que el sentido de la vida es buscar estas cosas, tenerlas
y disfrutarlas, en este caso, pertenecen sin duda alguna a
aquellos de quienes se habla aquí.
En el sentido aquí indicado, los ricos no son solamente
éstos, sino que, tanto si tienen cuentas corrientes o cosas
por el estilo o no, son todos los que con su sabiduría y po­
der, creen que pueden dominar la vida, “manipularla”,
como se dice hoy día. Ricos, en el sentido que se indica
aquí, son todos los que se tienen por sabios e inteligentes,
por buenas personas (cf. Rom 12, 16). Todos los que, como
el fariseo en el templo “se sienten seguros de sí pensando
estar bien con Dios” (Le 18, 9), todos los que se creen que
han de dar gracias a Dios porque no son como estos o aque­
llos bribones, y piensan poder anunciar a los cuatro vientos
lo bueno que. han hecho o hacen (cf. Le 18, 11 s), todos los
que andan por ahí con la pretensión de que Dios y los hom­
bres deberían estar de veras contentos de ellos. Estos son
los ricos de quienes se habla aquí.
Y precisamente se dice ahora de ellos: los despide de va­
cío. ¡Los pobres ricos! No les ha hecho nada malo. No les
ha quitado nada de sus riquezas. Pero tampoco les ha mani­
festado nada bueno. Sólo los ha despedido, como se despide
a uno que se ha equivocado de número de teléfono, o al que
en la calle ha ido a dar con una dirección equivocada. Sola­
mente los ha dejado estar y los ha dejado marchar con todos
sus trastos. No los encontró interesantes, no podía emplear­
los. No tenía nada que decirles y que darles ¡a los pobres
Doble mensaje de adviento 211

ricos! Sí, entonces fue así: lo que sucedió en el establo de


Belén, no importó nada a estos ricos. Y lo mismo ha seguido
pasando hasta el día de hoy, Navidad no puede hacer feliz a
estos ricos. Se puede decir que la fiesta del amor y de la paz
no encaja con ellos. Los pobres ricos, a quienes sólo les es
dado oír esto en el último domingo de adviento.
Pero con esto, hermanos míos, no hemos acabado aún
con el doble mensaje de adviento, y os pido de todo corazón
que prestéis atención, que reflexionéis, que os toméis en se­
rio aquello en que vamos a seguir fijándonos.
En primer lugar: No todos los que aparentemente tienen
hambre son realmente hambrientos. Hasta en la más grande
miseria, en una grave enfermedad y hasta en la cárcel, uno
puede ser una persona contenta y satisfecha sin que los de­
más se den cuenta de ello. Hasta en el borde de la muerte,
hasta en los lugares más impensables en que los hombres
pueden encontrarse, existe gente más que satisfecha de sí
misma, gente que se siente segura, sanos y felices de sí mis­
mos. Y bastantes también, que se creen ser justos. Y hasta
existe algo enormemente malo, y es, que uno puede hasta
coquetear con su miseria, y reconocer y hacer constar casi
con satisfacción, que uno es un pobre y perdido pecador.
No sólo existen fariseos normales y corrientes. Existen tam­
bién —yo ya me he encontrado con algunos de ellos— publí­
canos fariseos. Dios los ha despedido también de vacío hace
tiempo, por más que adopten actitudes lastimosas y por bien
que se encuentren. Estos hambrientos aparentes no han de
maravillarse, si la navidad no les dice ni les trae nada. La
navidad sólo tiene algo que decir y que traer a los que real­
mente están hambrientos.
En segundo lugar: Los pobres ricos, de la clase que sea,
actúan, y sólo pueden actuar así, como si fueran ricos, siendo
en realidad también ellos, muy, pero muy pobres. Con su
riqueza se engañan a sí mismos, a Dios y los demás, aparen­
tando lo que no son. Pues ningún hombre estará satisfecho
de verdad, de lo que él es y de lo que tiene, aunque tenga la
cuenta corriente en el banco, o su mercedes, o su honradez
o su piedad. Nadie es de verdad su propio dueño, nadie se
forja su felicidad, o, díganlo como quieran todas estas expre­
siones, nadie es su propio salvador. Mientras no actúe así, o
si creyendo ser algo y durante el tiempo que actúa así des­
precia a Dios, es uno a quien Dios, como prueba de su gran
bondad para con todo el género humano, ha pasado por
212 Kart Barth

alto, ha despedido de vacío. Mientras haga esto, sólo podrá


ver cómo Dios colma de bienes a los demás, a los hambrien­
tos, pero no puede celebrar navidad con alegría, para él han
cantado en vano los ángeles.
En tercer lugar. Pero existe también una esperanza para
los ricos de todas clases, despedidos de vacío provisionalmen­
te. El pobre rico no debería actuar como si tampoco le faltase
a él lo más necesario, como si tampoco fuera él un hambrien­
to. Bastaría con que reconociese y confesara que tampoco él
es una persona inteligente, sabia y distinguida, y muy efe veras
se reconociera como una criatura muy infeliz, inútil y misera­
ble. Sólo le bastaría con colocarse, abierto y sinceramente, al
lado del publicano —del publicano auténtico, naturalmente,
no al lado de aquel falsificado— : allá, donde también el salva­
dor está directamente a su lado. Por lo tanto, sólo le bastaría
querer saber y estar convencido de esto: ¡Dios mío, ten com­
pasión de mí, pecador! (Le 18,13). De un solo golpe quedaría
transformado. Ya no sería más un pobre rico, sino un rico po­
bre, uno de los que se dice en el evangelio: dichosos vosotros,
los pobres (Le 6,20). También él sería colmado de bienes. En­
tonces oíria y captaría lo que decía el ángel a los pastores: “Os
traigo una gran alegría que lo será para todo el pueblo. Hoy os
ha nacido un salvador” (Le 2,10). Y entonces podría juntarse
a la alabanza de todas las legiones del ejército celestial: “Glo­
ria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres, que él
quiere tanto” (Le 2, 14). Por otra parte ¿sabéis cual es la señal
segura de que uno está liberado de su mentira, es un auténtico
hambriento y, por lo tanto, un hombre ya colmado de bienes,
un rico pobre? Si tiene manos y corazón para los demás ham­
brientos de toda clase. Por ejemplo, el que en la India, Arge­
lia, Sicilia y en otras partes, haya millones que no tienen pan,
sopa y arroz, no os interesará sólo un poquitín, sino que os im­
portará de una manera totalmente inmediata. Vuestro proble­
ma será también entonces su propio problema. Entonces reco­
nocerá en este hombre a su hermano y a su hermana, y actuará
de acuerdo con esto. Haciendo esto, podría celebrar y cele­
braría para sí una navidad gozosa.
Y ahora pues, la invitación a celebrar la Navidad se nos
dirige a todos nosotros. Mira, voy a llegar enseguida (Ap
22, 7.12), dice el Señor —el Señor Jesucristo, el Señor Se-
baot, junto al cual no existe ningún otro Dios7— y prosigue:

7. Cf. Estrofa 2 del cántico 342 (EKG 201) “Ein festes Burg ist unser Gott”
(1529) de M. Luther.
Doble mensaje de adviento 213

“Acercaos a mí los que estáis rendidos y abrumados, y yo os


daré respiro” (Mt 11, 28).
Venid acá,
los pobres y miserables,
colmad libremente
las manos de vuestra fe.
A quí están todos los buenos regalos
y el oro,
es con ellos con los que debéis
solazar vuestro corazón.8

Venid tal como sois, como auténticos hambrientos. No


actuéis como si no lo fuerais. Y ahora ya podemos acoger la
desconsoladora frase que mencioné al empezar y metérnosla
en la cabeza: en una casa habitada por gente fatigada y agobia­
da, por pobres y miserables que tienen hambre de verdad
—por lo tanto, en una casa como ésta en que nos encontra­
mos— encaja tan bien la fiesta de navidad. ¡Sólo en una casa
como ésta! En una casa como ésta, con toda seguridad. Amén.
¡Señor, soberano y salvador nuestro! Haz que nos vaypmos ^cer­
cando a estas fiestas, no con ideas equivócadás, sino abierto!? a tu1p a \
labra, a tus promesas, a tus mandamientos. Nuestras quejas y nuestras
cuestiones, nuestras faltas y nuestros errores, nuestra inseguridad y
nuestra terquedad, nos darán también mucho que hacer en estos días,
y a ti mucho más todavía. Pero también tú, en estos días, quieres aco­
gernos y recibirnos, y lo harás, tal como som os, nos dirás sí, a condi­
ción de que nos sintamos hambrientos y no nos tengamos por ricos.
Nos acercamos a ti con la súplica de este conocimiento tan necesa­
rio para todos los hombres; te pedimos por todos los atribulados, fal­
tos de consejo, desconcertados: en esta casa, en nuestra ciudad, en
nuestro país, en toda la tierra, por los enfermos y perturbados menta­
les en sus clínicas, y por sus médicos, enfermeros y enfermeras, por los
maestros, y por los niños y adolescentes en nuestras escuelas, por
nuestras autoridades, por nuestros políticos y periodistas, por las igle­
sias cristianas aquí y en todas partes: para que el evangelio sea procla­
mado con más claridad y más alegría, por tu libre gracia, entre los
católicos, y tanto más, totalmente renovado, entre nosotros, los pro­
testantes, y llegue a ser la sal, que la tierra tanto necesita.
Y haz que tengamos una buena Navidad. Mirando hacia adelante,
y más allá de sus luces pasajeras, dirigimos la vista al pleno oriente de
tu luz eterna. Amén.

8. Estrota 8.a del cántico 119 (EKG 27, estrofa 9) “Fróhlich solí mein Herze
springen (1653) de P. Gerhardt.
Lo que basta
2 Corintios 12, 9
31 de diciembre de 1962, cárcel de Basilea

¡Señor, Dios nuestro! N os permites acabar ahora una vez más,


un año de nuestra peregrinación por el tiempo que nos ha sido con­
cedido. Tú nos has concedido la libertad y la posibilidad de dar los
grandes y los pequeños pasos que en él hemos dado. Tú los has
acompañado con fidelidad, los has gobernado y dirigido. Y tú estu­
viste presente con tu palabra, con tu promesa, con tus mandamien­
tos. Y todo lo que tú en este año has pensado de nosotros, has
hecho en nosotros y por nosotros, estuvo bien, y bien hecho.
No lo fueron así nuestros pensamientos, palabras, comporta­
mientos y acciones. Y mientras podamos darte gracias, hemos de
reconocer abiertamente ante ti y ante los demás, lo mucho que, una
y otra vez, hemos hecho con negligencia, equivocadamente y al re­
vés. Hubiéramos merecido muy bien que tú acabaras hoy con nos­
otros, en vez de permitirnos pasar a un nuevo año. Pero si ahora te
comportas así con nosotros, lo único que podemos hacer es alabar
tu inagotable misericordia. Y para esto nos hemos reunido ahora
una vez más como comunidad tuya. Que también en esta hora se
pueda decir correctamente lo que es justo y pueda ser escuchado
como es debido. Danos la fe, la esperanza y el amor que para esto
nos son necesarios y que sólo tú puedes darnos. Esto es lo que soli­
citamos de ti, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, y con sus
mismas palabras: Padre nuestro...

Te basta con mi gracia


Queridos hermanos:
Este en un texto muy corto —sólo cinco palabras—,
quiero decir el más corto de todos sobre los que yo haya
Lo que basta 215

predicado jamás. Tiene la ventaja de que vosotros podréis


retenerlo mucho mejor. Dicho sea de paso, cada vez que me
es dado estar aquí, lo que yo más deseo es que, no tanto mi
sermón, sino la frase bíblica que lo precede, penetre en vos­
otros y os acompañe después. Y esta vez es: Te basta con mi
gracia. Por otra parte, en su brevedad está precisamente la
maravillosa gracia de este texto; en cierta manera, reproduce
en sí mismo lo que expresa. Estas cinco palabras bastan.
Quizás algunos de vosotros hayáis oído campanas respecto a
los muchos y en parte voluminosos libros que he escrito en
los últimos cuarenta años. Pero he de admitir francamente,
libremente y también con alegría, que las cinco palabras:
“Te basta con mi gracia”, dicen mucho más, y muchísimo
mejor, que el enorme montón de papeles con que yo me he
rodeado. Bastan, cosa que no puedo decir ni por aproxima­
ción de mis libros. Todo lo que de bueno pudiera haber en
mis libros, a lo más, podría apuntar pero, de lejos, a lo que
dicen estas cinco palabras. Y cuando hayan sido superados
en todos los aspectos y hayan sido ya olvidados, junto con
todos los libros del mundo entero, siempre resplandecerán
con eterna plenitud estas palabras: Te basta con mi gracia.
Y ahora, una advertencia previa todavía: si después que­
réis volver a leer este texto en vuestras biblias, encontraréis
que en la traducción de Lutero, que es la más difundida,
suena de una manera diferente de la que yo he citado; en
ella se dice: “Conténtate con mi gracia”. Esto también es
hermoso y es verdad: con lo que te basta, puedes y debes
contentarte. Pero el sentido original es todavía mejor. Tanto
si te contentas, tanto si te satisface como si no: te basta con
mi gracia. Ahí está como una torre sólida, o como el monte
Cervino o la estrella polar, alrededor de la que todo nuestro
universo parece ir dando vueltas: Te basta con mi gracia. En
todos los casos, te basta, por esto puedes y debes contentarte
con ella: tanto hoy como ayer, lo mismo mañana que hoy.
Te bastó en el año 1962. También te bastará en el año 1963.
Ahora vamos a tratar de esto más directamente.
Una cosa en primer lugar, y muy importante: ningún
hombre puede decirse a sí mismo: te basta con mi gracia.
Pues nadie puede conferirse gracia a sí mismo. El que uno
piense bastarse a sí mismo, es siempre un error espantoso.
Todos nosotros sólo podemos dejarnos decir que existe algo
que llamamos gracia, y que con esto nos basta. Pero no son
otros hombres los que pueden decírnoslo. Ningún hombre
ZIO Karl Barth

posee la gracia y ninguno está en situación de conferir gracia


a los demás. En tiempos pasados había ciertas personas im­
portantes que se hacían llamar “gracioso señor” (gnádiger
Herr), y alguno que otro potentado, hasta “graciosísimo Se­
ñor”. Y en Alemania, puede uno oír de vez en cuando toda­
vía “gracioso señor” y también “graciosa señorita”. Seguro
que también os son conocidas palabras como “recurso de
gracia” , “indulto (gracia)” y otras semejantes. Pero básica­
mente, todo esto era y es un contrasentido. Ningún hombre,
fuera de Uno solo, tiene gracia para conferir. De ningún
hombre, fuera de Uno solo, se ha de esperar gracia. Tampo­
co puede ningún hombre, fuera de Uno solo, decir a los
demás: “Te basta con mi gracia”. Sólo Uno puede decir esto.
Sólo uno puede decírnoslo.
Esta frase se la hemos de agradecer al apóstol Pablo.
Pero él escribe textualmente: “£ / me ha dicho: te basta con
mi gracia”. “El” es el único hombre que tuvo el derecho y el
poder de decir esto a los demás y que lo sigue teniendo hasta
el día de hoy; el hombre Jesús, que para Pablo no era sólo
un nombre santo, ni sólo una gran figura, de la que hubiera
oído hablar a otros, que hubiera leído en otros, sino una
persona viva, que se le había revelado, se le había dado a
conocer como el hombre verdadero, que era también el ver­
dadero Dios, como el Señor y Salvador de todos los hom­
bres, de todo el mundo, y que ahora andaba con él, como
un rey con su más fiel mensajero. Él, este único, ha dicho a
Pablo esto: “Te basta con mi gracia” . Cuando le dijo esto,
su vida se encontraba en una situación singular, misteriosa,
llena de contradicciones: en aprietos entre dos experiencias
totalmente opuestas, una magnífica y otra terrible, podero­
samente conmovedora la una, la otra profundamente depri­
mente. Os ruego que lo leáis después en el capítulo corres­
pondiente. Hoy nos llevaría demasiado lejos, si quisiera
intentar exponeros y explicaros estas circunstancias. Ahora,
más bien, vamos a oír sencillamente lo que el Señor dijo a
Pablo en esta extraordinaria circunstancia de su vida. El lo
ha dejado por escrito, pero no como una palabra suya, sino
como la palabra que su Señor Jesucristo le dirigió a él. Así
es como él la ha transmitido. Así podemos también nosotros
dejar que se nos diga, como dirigida también a nosotros, y
válida también para nosotros.
Él, este Señor, está lleno de gracia y en situación de ejer­
cerla y de decir: Te basta con mi gracia: él solo, ningún
Lo que basta 217

otro hombre, nadie se lo puede decir a sí mismo. Él también


quiere decírnoslo a nosotros. Pero también quiere hacerlo.
Él nos lo ha dicho, durante todo el año 1962. Y nos lo volve­
rá a decir de nuevo, durante todo el año 1963. La verdad y
la fuerza, el profundo consuelo y el maravilloso estímulo de
estas palabras consisten en que El las ha dicho, y nos las ha
dicho también a nosotros.
Si uno le basta a otro con lo que es para él, lo que hace
para él, lo que le da, es claro que le proporciona y le provee
de todo lo que necesita, ni más ni menos, y no de algo distin­
to. Pero ¿qué es lo que necesita este otro? ¿qué estaría obli­
gado uno a ser, hacer y dar, para bastar a otro? Si reflexio­
namos un poco sobre esta cuestión, descubriremos que cada
respuesta parece escapársenos entre las manos.
Necesitamos tantas cosas y tan diferentes: ahora esto, aho­
ra aquello, grande y pequeño, pero también alimento para
el alma, el corazón, los sentimientos, alimento humano,
pero también espiritual. Pero de todas estas cosas, ¿qué es
lo que ahora necesitamos propiamente y realmente? Si llegá­
ramos a tener todas estas cosas ¿cuál de ellas nos bastaría
realmente?
Y todo lo que necesitamos, nos es necesario en variedad:
no sólo trabajo, sino también descanso y distracción, no sólo
este gusto, sino también aquel, no sólo la familia, sino tam­
bién buenos compañeros y amigos, no siempre las mismas
caras, sino también alguna vez, caras totalmente distintas,
no sólo la patria, sino también las tierras lejanas y extranje­
ras. Hasta lo más hermoso nos resultaría insípido, si no hu­
biera nada más. Así se da el caso de que muchos sólo pue­
den imaginarse el cielo y la eternidad como algo bastante
aburrido, porque se piensan que allí no tendrán otra cosa
que hacer sino cantar salmos y corales sin cesar. Pues bien,
en el aparentemente inacabable film de nuestra vida con to­
dos sus cambios ¿dónde se encuentra lo que propiamente
necesitamos, aquello que nos fuera suficiente y que, por otra
parte, no nos causara aburrimiento?
Algo más aún: es sabido que todo lo necesitamos siempre
de nuevo: en un puro ir repitiéndose. Esto es lo que pasa
con los alimentos y con el sueño. Si tenemos una alegría,
nos gustaría volver a tenerla. Si en una ocasión somos conso­
lados, ya pedimos ser consolados de nuevo. Si alguien nos
cae en gracia y sentimos aprecio por él, no nos conformamos
con decirle ¡hasta la vista! Si se nos ha dado tiempo (por
218 Karl Barth

ejemplo ahora un nuevo año), sabemos perfectamente que


esto no basta, que deberíamos tener más tiempo todavía (un
“buen año nuevo”). Lo que nosotros necesitamos propia­
mente sería siempre más que lo que sólo ocurre una vez.
Pero entonces, ¿qué es lo que necesitamos? ¿qué es lo que
puede bastarnos y nos bastará siempre?
Volvamos a lo que el Señor dijo a Pablo, y asimismo a
nosotros: lo suficiente de que se habla, es con toda seguridad
lo que nosotros necesitamos. Fuera preocupaciones por esto.
No nos quedaremos cortos. Sólo que lo que necesitamos y
nos basta, parece algo distinto y, por supuesto, es también
algo diferente de lo que nosotros podamos pensar. Pablo lo
ha descrito en un fragmento anterior de la misma carta, con
esta frase singular: "... de modo que, además de tener siem­
pre y en todo plena suficiencia...” (2 Cor 9, 8). Esto suena
diferente ¿verdad? Y es también muy diferente.
Lo que nosotros necesitaríamos sería: un todo, en el que
estuviera también contenido lo mucho y diverso que necesi­
tamos, en el que estuviera incluido, convenientemente reuni­
do, ordenado y acrisolado. Esto es lo que propiamente nece­
sitamos. Esto es lo que nos bastaría.
Lo que nosotros necesitaríamos sería además: algo úni­
co, que en la huida singular de nuestros años, de sus apari­
ciones y sus formas, en todo cambio, se mantuviera firme,
diera un sentido a lo que varía, y diera interés a cada una de
las cosas (lejos de todo aburrimiento). Esto es lo que propia­
mente necesitamos. Esto es lo que nos bastaría.
Lo que nosotros necesitaríamos, sería, y esta es la carac­
terística decisiva, algo eterno, que en medio de la serie de
repeticiones necesarias, él en sí no tuviera necesidad de re­
petición alguna, que se nos hiciera presente, no una vez,
sino una vez y para siempre, que permaneciese y siempre
fuese algo nuevo: ayer, hoy y mañana, en 1962 y en 1963.
Esto es lo que necesitamos. Esto es lo que nos bastaría.
El Señor ha hablado a Pablo precisamente de esto, y pre­
cisamente de esto nos habla ahora también a nosotros. Tal
vez ahora ya lo entendáis mejor. Por nosotros mismos nunca
hubiéramos venido a parar en que esto es lo que nos basta,
lo que propiamente necesitamos. Se trata de esto único, esto
eterno, y esto existe, y existe, en efecto, para nosotros, y
sólo puede decírnoslo quien lo sabe, porque es su propio
reino, el reino de su poder y de su gloria.
Lo que basta 219

Te basta con mi gracia, le dijo a Pablo, y también nos lo


dice ahora a nosotros.
Mi gracia. Esto es lo que sólo yo te puedo dar, no un
amigo, por querido que sea, ni un bienhechor, por generoso
que sea, ni tampoco ningún párroco, por serio y elocuente
que sea, ni el mundo entero. ¿Por qué no? Porque el ser
lleno de gracia y el impartirla es un asunto totalmente mío,
que Dios me ha confiado.
Mi gracia: esto es lo que yo realmente quiero darte; más
aún: lo que yo ya te he dado, tanto si te das cuenta y lo
agradeces, como si no, y te estoy dando ahora, y no dejaré
nunca de darte.
Mi gracia es aquello que a ti no te pertenece en absoluto,
lo que tú no has merecido, de lo que no eres digno, pero
que sin tu intervención, por pura liberalidad de mi parte,
debe ser tuya, debe pertenecerte.
Mi gracia soy yo mismo: es decir, yo para ti, yo como tu
salvador. Yo, que te he liberado del pecado, de la culpa, de
la miseria y de la muerte, tomándolos sobre mí y quitándolos
de ti. Yo, que te muestro al Padre y te abro el camino hacia
él. Yo, que te hago oír el gran sí, que él desde toda la eter­
nidad ha dicho para ti, precisamente para ti. Yo, que de
esta manera te pongo y te incluyo en el servicio religioso,
disponiéndote para que también en este servicio seas útil y
lo cumplas de buena gana.
Esta es mi gracia: Y con ésta mi gracia te basta. Esta es
lo que tú propiamente y realmente necesitas, y lo que tú
también puedes y debes tener. A la que puedes atenerte, y
con la que puedes vivir. Y también con la que puedes morir.
Con ella te basta ahora, y te bastará también por toda la
eternidad.
Queridos hermanos, es la tercera vez que estoy aquí en­
tre vosotros en el día de san Silvestre. Hace dos años, tam­
bién el año pasado, os di como una consigna para el camino,
la palabra bíblica que os estuve exponiendo y explicando.
“Mi tiempo está en tus manos” (Sal 31 [30], 16) fue la del
1960. “La palabra de nuestro Dios permanece por siempre”
(Is 40, 8) fue la del 1961. Y hoy, 1962, será como un retrué­
cano a lo que hemos escuchado sobre lo que nos basta: nues­
tra respuesta a lo que el Señor dijo a Pablo, y nos ha dicho
también a nosotros: “Me basta con tu gracia’'. Queridos her­
manos, que sea ésta la última cosa que digáis en el año viejo,
y la primera en el nuevo. Decídselo en voz baja, tímidamente,
220 Karl Barth

modestamente. ¿Quién podría decírselo de otro modo? Por


otra parte, somos hombres, probablemente demasiado orgu­
llosos para decir una cosa así en voz alta. Pero, ¡decídselo!
Él lo oye y se alegra de escucharos. Él no espera de vosotros
ni de mí cosas mayores, sino sólo que le digamos como un
eco de lo que él nos dice: “Sí, me basta con tu gracia”.
Amén.
¡Dios y Padre eterno, santo y bondadoso! Ya no está lejos la
primera hora de un nuevo año. Tú conoces las buenas oportunidades
que nos puede aportar, así como también los enigmas, tentaciones y
peligros. En todos los casos, tú serás quien nos vengas al encuentro
en todos los cambios de los tiempos y las circunstancias. Tú, como
fuente inagotable de toda suficiencia, de todo lo que necesitamos.
Haz que desde el principio e incesantemente vayamos a tu encuentro
con confianza y obediencia filial: agradecidos por todo de antemano,
porque en todo quieres engrandecer tu gloria y manifestar nuestra
salvación.
Y ahora ponemos en tus manos todas las preocupaciones y espe­
ranzas que nos asaltan como inmersos en los acontecimientos mun­
diales de estos tiempos. Ilumina a los hombres que tienen la respon­
sabilidad tan grave de ir plasmando día a día las disposiciones de los
pueblos de esta tierra. Pero despierta también a los mismos pueblos
para que no sólo anhelen la paz, sino para que intervengan con
fortaleza y solicitud a favor de la misma. Impide y destruye la auto-
satisfacción, tanto del este como del oeste, cuya duración e incre­
mento podría llevarnos a la guerra, a la guerra atómica. Protégenos
de la propaganda mentirosa y demagógica de ambas partes. Alivia y
sana a los millones de hombres que han de sufrir por las circunstan­
cias actuales, y también a aquellos que tanto hoy como siempre se
sienten solos, pobres, enfermos, están en prisión, y, por lo tanto,
andan desanimados y tristes. Y si es posible que se haga sin perver­
sión de la verdad, haz que en este nuevo año, en la comunidad de
fe en Jesucristo, se llegue a una más grande aproximación y com­
prensión, entre las iglesias que llevan su nombre.
Sé tú, y sigue siendo tú, Padre, Hijo y Espíritu santo, alabado
por nosotros siempre que nos sentimos débiles: ayer, mañana, y por
siempre. Amén.
Ante el tribunal de Cristo
2 Corintios 5, 10
24 de febrero de 1963, cárcel de Basilea

¡Señor, Dios nuestro! A quí venimos. A quí estamos. Y tal vez,


el motivo sea no quedarnos solos con nuestros pensamientos, al me­
nos por una hora. Quizás, sólo porque nos gustaría escuchar algo
distinto de lo que tenemos para contarnos los unos a los otros, o de
lo que podemos leer en los libros y en los diarios. Acaso porque nos
imaginamos, que a un día de trabajo como es debido, tendría que
corresponder también un domingo como es debido. Pero en todas
estas cosas, podríamos haber percibido ya tu voz, tu llamada, y te­
ner, por lo tanto, toda la razón. Si estamos contigo, seguro que ya
no estamos solos. Y si escuchamos tu voz, sea como sea, escuchamos
algo totalmente diferente y nuevo. Si nos es dado celebrar contigo
este domingo, será un domingo que, sin estridencias, marcará las
horas de cada día.
Tú nos conoces mejor que nosotros mismos. Con nuestra poca
fe, no iremos muy lejos. Acepta, sin embargo, la súplica de todos
nosotros, y escúchala, como si fuera la profesión de una fe rica y
fuerte. Ponte en medio de nosotros y háblanos tú mismo. Abre tú
mismo nuestros oídos y nuestros corazones, para que seamos libres
al escucharte. Haz tú mismo que nuestras palabras, oraciones y cán­
ticos, con los que intentamos responderte, concuerden, aunque sea
de lejos, con la alabanza más digna de tus santos ángeles. Y que
ocurra lo mismo en todas partes donde se rúne en este gran día tu
comunidad aquí en la tierra, para dar testimonio de las grandes ges­
tas de tu misericordia.
Te lo pedimos en nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucris­
to, con sus mismas palabras: Padre nuestro...
222 Karl Barth

Todos tenemos que aparecer como somos


ante el tribunal de Cristo
Mis queridos hermanos:
Todos sabemos lo que quiere decir: comparecer ante el
tribunal. Sin duda alguna puedo incluirme también yo mis­
mo. Pues pronto hará treinta años que, en tiempos de Hitler,
en Colonia, junto al Rin, comparecí también yo una vez ante
el tribunal. Fui acusado allí por un fiscal perverso, y se me
mostró lo que yo hice y que no se podía hacer en la Alema­
nia de entonces, y lo que no había hecho y lo que en la
Alemania de entonces se debía hacer. Tres jueces estaban
sentados ante mí, y me miraban con cara seria y desconfia­
da. Un joven hábil abogado estaba sentado a mi lado, y puso
todos sus esfuerzos en demostrar que la cosa no era tan gra­
ve. Pero pasó lo que tenía que pasar. Fui declarado culpable
y condenado: fui depuesto como funcionario del estado no
digno de confianza, y como mal educador de la juventud
alemana1. De esto hace ya mucho tiempo y, como veis, he
salido bien librado.
Sólo os lo explico para recordaros lo que vosotros mis­
mos sabéis mejor que yo: cómo van las cosas cuando uno com­
parece ante un tribunal humano. En medio de muchos hom­
bres, está sentado allí el acusado —y los ojos de todos se
dirigen hacia él— y otros hombres van a pedirle cuentas de lo
que ha hecho. Entonces se comprobará lo que en su causa es
evidente según la comprensión humana. Y se reconocerá lo
que por ello le corresponde, según el juicio humano. Y tanto
si le cae bien como si le cae mal, tendrá que contentarse con
ello. Quizás quiera y pueda apelar, pero esto sólo quiere decir
que tendrá que presentarse ante otro tribunal humano. Y la
vida sigue su curso: para todas las personas que han tomado
parte y también para él, el acusado y, ahora, condenado. Y si­
guen ocurriendo otros sucesos, y ¿quién sabe, si más adelante,
en vez de un castigo, recibirá ocasionalmente un premio - bien
entendido: según una apreciación humana?12

1. El proceso tuvo lugar el 20.12.1934. Cf. E. Busch, Karl Barths Lebens-


lauf. Nach seinen Briefen und autobiographischen Texten, München 1975,31978,
p. 269 ss.
2. El 16.12.1963 el rector de la universidad de Copenhague había comuni­
cado a Barth, que se le había concedido el premio Sonning de cultura europea.
El 19.4.1963 Barth recibió el premio en Copenhague.
Ante el tribunal de Cristo 223

Qué pequeño es todo esto, casi ridículo; cómo se va a


pique todo esto comparado con lo que ahora nos declara el
apóstol Pablo en nuestro texto: Toaos tenemos que aparecer
como somos ante el tribunal de Cristo.
Cuando esto sucede, la vida no progresa ni en profundi­
dad ni en importancia. Lo que ahora es y pasa, llega con
esto a su fin. Todo, el cielo y la tierra en su actual forma
visible, la historia universal, tal como la vemos y la juzgamos
ahora, nosotros mismos, con todo lo que fuimos, somos y
seremos, todo esto pasará, es decir, desaparecerá. También
pasarán todas las escenas de juicios y entrega de premios
humanos; entonces sólo serán cosas que fueron. Todo será
reducido a un gran ayer. Un sueño, como ya dijo alguien
muy bien3. ¡Pero no! No fue ningún sueño, fue nuestra vida
real, sólo que entonces quedará atrás irrevocablemente con­
cluida, será un ayer que ya ha sido.
Y entonces, ¿qué? Oigámoslo: ésta nuestra vida real,
convertida ahora en algo que pertenece totalmente al pasa­
do, se revelará entonces tal como fue. Sobre ella se extiende
ahora un cobertor. Ahora vemos muchas cosas, las más, en
apariencia; todas, no tal como son en realidad: tampoco nos
vemos a nosotros mismos tal como somos en realidad. Ni
nos ven los demás. Pero Dios sí que nos ve ahora tal como
somos: ve lo que pasa en nuestro más íntimo interior, ve
lo que pensábamos y queríamos desde nuestra juventud, y
lo que queremos y pensamos hoy, ve cómo fue, es y será
nuestra situación entre nosotros y nuestros prójimos, ve lo
que hemos alcanzado y conseguido, y lo que todavía hemos
de alcanzar y conseguir, ve quiénes y qué somos propiamen­
te. Nosotros, ahora, no lo vemos así. Según otras palabras
del apóstol Pablo, lo vemos sólo como en un espejo, sólo
como un gran enigma (cf. 1 Cor 13, 121 - y si también somos
(o fuéramos) cristianos, lo vemos sólo en la fe, no en la
visión (cf. 2 Cor 5, 7). Este es el cobertor. Pero entonces,
este cobertor será quitado de un tirón. Entonces quedaremos
en evidencia. Entonces no quedará nada escondido de lo que
fue y sucedió en nuestra vida: ni a nuestros ojos ni a los ojos
de los demás. Todo vendrá entonces a la luz y estará en la luz:
nada olvidado, nada turbio y de doble sentido, nada equívo­
co. Todo el gran ayer de nuestra vida real se hará allí patente
como un libro abierto, todo exactamente tal como fue.

3. Cf. el drama La vida es sueño de P. Calderón de la Barca (1636).


224 Karl Barth

Quiere decir que todos nosotros hemos de aparecer como


somos. Por lo tanto, no habrá ningún juego al escondite,
como el que quiso jugar Adán en el paraíso (cf. Gén 3, 8).
La luz que brillará entonces, iluminará irresistiblemente a
todos y todo, todo será expuesto a pleno día. Nadie será
más una persona privada, nadie podrá hacer de sí mismo
una excepción, nadie podrá substraerse a la irrupción de luz
y, por lo tanto, a la publicidad: tampoco ninguno de los mu­
chos que nunca han comparecido ante un tribunal humano.
Y nadie podrá tampoco entonces hacer una excepción, de­
jando de lado esto o esto otro, apoyándose en que se trata
de un asunto privado que no le incumbe más que a él. Ahora
podemos intentar actuar así. Pero entonces, todo se hará
público y todo será público.
Y ahora viene lo principal: precisamente en este hacerse
patente seremos juzgados, y nuestra vida real de ahora. La
penetrante luz que irrumpirá, manifestará si nuestra vida,
tanto en concreto como en general, ha sido una vida sincera
o falseada, hermosa o confusa, vivida en el amor o en la
indiferencia o el odio, útil o inútil. Se realizará entonces la
crisis. “Crisis” significa separación. Así pues: una separación
irá penetrando a todos y todas las cosas, como un cuchillo
afilado. Y con la mayor precisión se emitirá la sentencia4:
quiénes y qué fuimos nosotros, si nos hemos de poner al
lado derecho, el bueno, o al izquierdo, el malo.
Seguro: entonces el juicio será divino, no humano, y en­
tonces ya no se separará, se decidirá y se sentenciará según
una sabiduría y justicia humanas. Y esto significa que se nos
dará oportunidad de asombrarnos al ver cuántos de los pri­
meros aparecerán allí como últimos, y cuántos de los últimos
aparecerán como primeros (cf. Me 10, 31), y también de
maravillarnos al ver cómo tantas cosas que ahora son gran­
des aparecerán allí como muy pequeñas, y cómo tantas cosas
que ahora son pequeñas aparecerán allí como muy grandes.
Confiemos que, en todo caso, todo se hará en orden y de
acuerdo con la justicia. Pero confiemos también en que allí
se juzgará, se discernirá, se decidirá y se sentenciará real­
mente, y confiemos además que también quedará allí com­
probado lo que tocará a cada uno como resultado de la sen­

4. Juega con las palabras Scheidung (= separación) y Entscheidung (= deci­


sión, sentencia judicial) (N. T.).
Ante el tribunal de Cristo 225

tencia pronunciada sobre él. “Y cada uno recibirá lo suyo,


bueno o malo, según se haya portado mientras tenía este
cuerpo”, así dice la continuación de nuestro texto. Y confie­
mos finalmente en que ya no habrá más condenas condicio­
nadas, posibilidad de apelación, libertal condicional, así
como tampoco reincidencias. Estaremos ante el más alto
juez. El juicio a que seremos sometidos, será el último, el
definitivo, el eterno. Entonces la vida dejará de ir adelante.
¿Qué vamos a decir a esto? ¿Cómo saldremos airosos?
¿Qué será allí de nosotros? ¿Es consolador el que la vida
nos lleve inevitablemente al encuentro de este juicio? Para
recibir una respuesta, hemos de volvernos a fijar de nuevo y
de una manera particular en lo que dice: todos tenemos que
aparecer como somos ante el tribunal de Cristo. Así pues,
no ante el trono de un elevadísimo y desconocido juez del
mundo , como se lo han imaginado con temor y temblor
muchos paganos. No, sino precisamente ante Aquel que nos
ha amado y nos ha atraído hacia él por pura bondad desde
la eternidad, en su nacimiento en el establo de Belén y en su
muerte en cruz en el Gógota (cf. Jer 31, 3). Ante Aquel, en
quien Dios ha concluido su alianza con nosotros los hom­
bres, manteniéndola y cumpliéndola fielmente. Este será
nuestro juez: su luz será la luz del último día, en el que
todos nosotros hemos de aparecer tal como somos; su obra,
el separar y el decidir a lo que entonces seremos sometidos;
su palabra, la sentencia que se dictará sobre nosotros. De
verdad, no será sólo un consuelo, sino el gran, el poderoso
consuelo: tener que aparecer como somos ante su tribunal.
Sí, pero precisamente porque él es el gran, el poderoso con­
suelo, no es ningún consuelo barato.
Consideremos, pues, que entonces se pondrá de mani­
fiesto, que nosotros cada día y cada hora hemos pecado con­
tra él, este mediador de nuestra salvación. Que precisamente
hemos prescindido de él, para esperar ansiosamente en y
preguntar a otros dioses, que no eran sino ídolos. Que he­
mos pasado de largo junto a él, lo hemos menospreciado,
odiado, en nuestros prójimos, sus hermanos y sus hermanas,
estas criaturas frecuentemente tan cargantes, tan malas, tan
estúpidas, y siempre tan pobres. Que precisamente lo hemos
rechazado a él, rechazando la gracia que libremente nos
otorga, al no querer edificar y porfiar en él, sino sobre nues­
tra propia inocencia, honradez, y también ¿cómo no? pie­
dad. En pocas palabras: hemos vivido como enemigos suyos.
226 Karl Barth

Y hemos de aparecer precisamente ante su tribunal. Si esto


ha de ser para nosotros una consoladora perspectiva, tendre­
mos que reconocer y conceder que hemos pecado y seguire­
mos pecando precisamente contra él, y que ante él, como
juez nuestro, somos totalmente inexcusables. Sólo será para
nosotros consoladora aquella perspectiva, si nos atenemos
solamente a esto, sí, que él ha aceptado precisamente a
aquellos que no se lo habían merecido, que él perdonó a los
que le clavaron en la cruz, y que, una vez crucificado, se
burlaban de él (cf. Le 23, 34), que también él nos ha amado,
nos ama y nos amará, precisamente como a enemigos suyos.
El gran y poderoso consuelo en vistas al juicio venidero: que
el juez es éste, que se porta así con nosotros, que nosotros
creemos en él, que es éste, esperamos en él, que es éste, y
podemos amarlo. A menos precio no se puede tener este
precioso consuelo. Así se obtendrá: sin demora, totalmente
y con toda seguridad.
Consideremos aún lo mismo de otra manera: entonces se
revelará que él, Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios y el
verdadero Hijo del hombre, y que entonces será nuestro
juez, ha entrado previamente allí, donde por derecho nos
tocaba entrar a todos nosotros: bajo el juicio de Dios y la
sentencia de muerte, al lado izquierdo, el de los malos, en
medio de los condenados y perdidos para siempre. Esta es
nuestra situación. Este es nuestro sitio, el lugar que nos toca,
y él ha entrado por nosotros en este lugar. Una vez más,
sólo podrá ser consoladora la perspectiva de aparecer como
somos ante su tribunal, en cuanto comprendamos y admita­
mos lo que tenemos merecido, pero ateniéndonos también a
que él, cuando vuelva a descender otra vez hasta nosotros
como nuestro juez, lo hará para estar a favor nuestro, para
ponerse en nuestro lugar y para manifestarse como nuestro
único y victorioso abogado. El grande y poderoso consuelo:
poder reconocerle y confesarle como a nuestro auténtico
juez, y como tal, creer en él, esperar en él, amarlo. No es
posible obtener por menos precio este precioso consuelo. Es
así como se obtendrá, y ahora mismo, totalmente y con toda
seguridad.
Acabo. ¿Miedo de aquella luz y de aquel juicio? Os ha­
béis dado cuenta muy bien de que podríamos tener muy bue­
nos motivos para tener miedo. Pero si nos aferramos al grande
y poderoso consuelo, no dando valor a ningún otro consuelo,
Ante el tribunal de Cristo 227

ni en muerte ni en vida5, todo motivo de temor se derrumba,


por serio que pueda ser. Entonces tendremos un motivo
para alegrarnos, no para alegrarnos de nosotros mismos,
sino para alegrarnos de él, de Jesucristo, que fue ayer, sigue
siendo hoy y seguirá existiendo por toda la eternidad (cf.
Heb 13, 8); motivos para alegrarnos de que todos nosotros
tendremos que aparecer como somos ante su tribunal. ¿Ten­
dremos que aparecer? No, nos será dado. Amén.
¡Señor, Dios nuestro y Padre nuestro! Te damos gracias porque
la palabra que tú nos has dicho en tu Hijo, Jesucristo, es exigente,
pero también tan amable, es humillante, pero también tan conmove­
dora. Te damos gracias, porque no tenemos más remedio que incli­
narnos ante ti, haciéndonos libres y dándonos la alegría de endere­
zarnos y de dirigir nuestras miradas con toda confianza hacia la reve­
lación de tu reino. Muévenos por tu santo Espíritu, para que en
estas dos cosas seamos, siempre de nuevo, obedientes.
Y ahora, pensemos en las grandes y pequeñas necesidades de
éste nuestro tiempo y nuestro mundo presentes: en los muchos mi­
llones de hambrientos, en comparación con los que nos va tan bien,
en la negra amenaza que la bomba atómica ejerce sobre nuestra
hermosa tierra, en el desamparo en que se encuentran los grandes
hombres de estado, ante la tarea de decirse los unos a los otros una
palabra razonable, en los dolores de los enfermos y en la confusión
de los enfermos mentales, en los muchos fallos de nuestro orden públi­
co, y en la insensatez de la mayoría de nuestros usos y costumbres, en
tanta vanidad y vacío hasta en nuestra vida espiritual y cultural, tam­
bién en la inseguridad y debilidad de nuestra organización eclesiástica,
en tantas preocupaciones y complicaciones en nuestras familias y, fi­
nalmente, también en todas aquellas cosas particulares que pudieran
hoy afligir y sobrecargar a cada uno de nosotros.
Y ahora te pedimos: Señor, haz que se haga de día. Señor, pul­
veriza, rompe, destruye todo poder de las tinieblas6. Señor, sánanos
tú, y quedaremos curados, y si no puede ser aún en todo, que sea
en las cosas pequeñas y pasajeras: como signo de que vives y de que
nosotros, a pesar de todo, somos tu pueblo que, a través de todas
las cosas, conduces tú hacia tu gloria. Sólo tú eres bueno. Sólo a ti
te corresponde la gloria. Sólo tú puedes ayudar y ayudarás. Hemos
de aprender de nuevo a gritarte desde lo más profundo de nuestro
corazón: ¡Tú solo! Amén.

5. Cf. Catecismo de Heidelberg (1563), Pregunta l.“: “¿Cuál es tu único


consuelo en muerte y en vida? - Que yo en cuerpo y alma, en vida y en muerte,
no me pertenezco a mí, sino a mi fiel salvador Jesucristo.”
6. Principio de la estrofa 4.a del cántico 306 (EKG 262, estrofa 6) “O Durch-
brecher aller Bande” (1698) de G. Arnold (1666-1714).
Arrimad todos el hombro
Gálatas 6, 2
19 de mayo de 1963, cárcel de Basilea

¡Padre nuestro del cielo! Nuestra vida está llena de confusión:


muéstranos el orden que tú le has dado y que quieres volverle a dar
de nuevo. Nuestros pensamientos están dispersos: reúnelos de cara
a tu verdad. Nuestro camino se abre oscuro ante nosotros: precéde­
nos con la luz que tú también nos has prometido. Nuestra conciencia
nos acusa: haznos reconocer que podemos levantarnos para servirte
a ti y a nuestro prójimo. Nuestro corazón está intranquilo1: Señor,
danos tu paz.
Tú eres la fuente de todo bien, tú mismo eres el bien, junto al
cual no existe otro. Para entender esto con más profundidad, para
reconocerlo con más sinceridad, nos hemos reunido a estas horas de
la mañana. Tú no quieres que cada uno te busque para él solo, y
emprenda la tarea de resolver él solo sus problemas. Tú voluntad es
que en nuestra miseria y en nuestra esperanza, seamos un único
pueblo de hermanos12. Como tal, nos damos la mano para darte gra­
cias juntos y para volver a extender de nuevo una vez más hacia ti
nuestras manos vacías. Endereza todo lo que podamos hacer equivo­
cadamente en ésta nuestra obra del domingo. Habla de tal manera
con nosotros, que podamos y nos sintamos obligados a escucharte
siendo como somos tan inmensamente débiles.
En nombre y por mandato de Nuestro Señor Jesucristo, tu queri­
do Hijo: Padre Nuestro...

1. Cf. S. Agustín, Confessiones I, 1, 1: “... fecisti nos ad te; et inquietum


est cor nostrum, doñee requiescat in te”.
2. Cf. el juramento de Rütlisch en Fr. Schiller, Wilhelm Tell, V. 1448 (acto
segundo, escena segunda): “queremos ser un único pueblo de hermanos...”.
Arrimad todos el hombro 229

Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros,


que con eso cumpliréis la ley de Cristo
Mis queridos hermanos:
Antes en Alemania había unos vagones de cuarta clase,
muy curiosos —no sé si esto existe aún hoy día—, en los
que, por ejemplo, los campesinos cuando iban al mercado,
podían exponer y desplegar sus sacos y sus cestos y otros
bultos semejantes, y que llevaban escrito en el exterior:
“Para pasajeros con carga”. Está bien claro que todos nos­
otros tenemos que ser pasajeros de éstos. Unos lo saben,
otros no. Unos lo son a todas luces, otros a escondidas.
Unos sólo se dan cuenta más adelante, cuando llegan a los
años de los que decimos: “No les saco gusto” (Ecl 12, 1);
otros empiezan a notarlo ya desde la juventud. Unos ponen
buena cara, otros mala, triste. Pero todos lo son. Cuando se
oye por vez primera, esto no aparece como algo hermoso.
Y ahora nos persigue hasta en nuestro texto en esta mañana
del domingo, en una forma muy curiosa: “Arrimad todos el
hombro a las cargas de los otros” . Pero, atención, precisa­
mente de esta manera podría indicársenos algo muy hermo­
so. La continuación suena alentadora: “Que con eso cumpli­
réis la ley de Cristo”. Vamos a reflexionar sobre lo que con
todo eso se nos dice.
Empecemos con el final, como es aconsejable hacer fre-
cuentamente en la explicación de la Biblia, para poder en­
tender el principio a partir de ahí.
Se habla de una “ley”. No es que esto suene muy bien,
porque nos hace pensar con disgusto en letras, frases, pará­
grafos, a los que uno debería atenerse, pero que uno tal vez
pasa por encima o bien evita dando un rodeo, con lo que
fácilmente puede uno entrar en conflicto y ser atropellado
por su poderosa fuerza. Pero aquí no se habla de una ley
cualquiera, sino de una muy particular, es decir, de la “ley
de Cristo”. Fijémonos en seguida que no se dice: debéis cum­
plirla, con lo que queda abierta la cuestión de si queremos
hacerlo, o si estamos dispuestos a hacerlo. Se dice, como si
fuera lo más natural del mundo: la cumpliréis. Y considere­
mos lo que el mismo Nuestro Señor, Jesús, ha dicho de esta
ley suya: “Cargad con mi yugo... encontraréis vuestro respi­
ro... pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,29).
Esto cambia el cuadro. Es claro que no se exige demasiado de
nadie. No hay motivo alguno para oponerse. Tampoco será
230 Karl Barth

nadie atropellado. Ahí da la impresión de que ser obediente


es algo bueno. Sabe a libertad.
De hecho, la ley de Cristo es la ley de la gracia de Dios,
libre y libertadora. Jesucristo la ha establecido (por eso se
llama su ley) y la ha puesto en vigor. Esto ocurrió en todo
lo que hizo y sigue haciendo por el mundo, como Hijo y
enviado de Dios y en su nombre, es decir, por su reconcilia­
ción con Dios, y por cada uno de nosotros, es decir, por su
salvación. Lo hizo y lo hace como el único y verdadero en
su especie mozo de cuerda, grande e incomparable. Así es
como lo ha visto Juan el Bautista: “Mira, este es el cordero
de Dios que lleva a cuestas el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
Sucedió que todos los pecados, transgresiones, faltas, extra­
víos, absurdos, del mundo entero, de todos los países y de
todos los tiempos (incluyendo los nuestros), fueron cargados
encima de él, como si se hubiese hecho culpable de ellos. Lo
que pasó fue que él no se quejó ante este mar de horrores,
y no protestó contra esta inaudita exigencia, sino que de
buena voluntad tomó sobre sí esta carga, haciendo suyos
nuestros pecados, haciendo suya nuestra aflicción. Sucedió
que él soportó toda esta carga, la “subió a la cruz”, como se
dice en otro lugar (1 Pe 2, 24). Sucedió que, muriendo en la
cruz, se la llevó, la abolió, la extinguió, libró de ella al mun­
do y a todos nosotros. Esto es lo que sucedió.
Pero sucedió mucho más aún: habiéndose convertido en
este gran mozo de cuerda y poniendo así por obra el amor
omnipotente con que Dios ha amado al mundo y a nosotros
(cf. Jn 3, 16), resucitó de entre los muertos, vive, ilumina y
gobierna ahora y siempre, por toda la eternidad. Como tal,
se hizo y es el Señor y Soberano, Rey y Juez: no como un
poderoso conquistador, sino como este gran mozo de cuer­
da. Como tal, ha hecho del mundo su reino y su propiedad
y nos ha llamado a todos nosotros a ser miembros de este
reino. Como tal, dice lo que es orden y desorden, decide
sobre lo que es justo e injusto, bueno y malo. Precisamente
como tal, nos da al mundo y a nosotros su ley. Así pues,
como nuestro libertador fue y es nuestro legislador. Y lo que
su ley quiere de nosotros, nos prescribe y nos manda, es
sencillo: que podemos y debemos vivir como gente puesta
en libertad por él, el gran mozo de cuerda. Por tanto dice
que su yugo es llevadero y su carga ligera. Por eso, al llama­
miento a observar su ley, sigue inmediatamente la promesa:
“encontraréis vuestro respiro”.
Arrimad todos el hombro 231

Pero pasemos ahora al principio de nuestro texto y, por lo


tanto, a nosotros, ¡pequeños mozos de cuerda! Nosotros sólo
podemos ser y seremos siempre pequeños mozos de cuerda:
no hay punto de comparación con él, ni en lo que somos, ni
en lo que podemos y nos es dado hacer. Nunca será una obra
divina, sino que siempre y solamente será una obra humana
muy modesta y quebradiza. Con lo que nosotros hemos de
cargar, no será nunca el peso de los pecados de todo el mun­
do: ya será bastaste con que nos carguemos ciertas sombras
oscuras de una pequeñísima parte del peso que él soportó y
soporta. Ni siquiera nos es dado ponerlas de lado: a nosotros
sólo nos corresponde ir andando con estas sombras como per­
sonas que han sido puestas en libertad por él. Pero esto, nos
corresponde. Y esto es lo que la ley de Cristo, lo que él, el
gran mozo de cuerda quiere de nosotros, los pequeños mozos
de cuerda, lo que nos prescribe y nos manda.
Pero ¿qué son las cargas que nos toca llevar? Las acabo
de llamar sombras. Se puede decir mejor aún: son los resi­
duos provocados por las repetidas recaídas totalmente ana­
crónicas a que se va a parar el mundo, por más que Jesu­
cristo haya eliminado y haya subido a la cruz el peso de su
pecado, lo mismo que nosotros, los que hemos sido puestos
en libertad por él: recaídas en los antiguos errores y malda­
des, absurdos y bajezas, pasados ya de moda, en las obras y
costumbres ya hace largo tiempo superada^, c(el orgullo', la
pereza y la mentira. Como cuando uno qué sufrió una frac­
tura de brazo en el último otoño3 y que ya hace tiempo se
encuentra perfectamente restablecido, ha de notar de nuevo
en ciertas ocasiones (como cuando cambia el tiempo) que
algo le ha sucedido. Ahí están de nuevo, de una manera
totalmente inexplicable e incomprensible, los grandes y pe­
queños pecados, por más que haga ya largo tiempo que fue­
ron echados al fuego y liquidados por Jesucristo, por más
que nosotros pudiéramos vivir de una manera totalmente
sencilla y natural el hecho de que nos hayan sido perdona­
dos. Ahí están de nuevo, los fantasmas -los fantasmas sin
sentido y endiablados, evocados por nosotros-, nuestro pa­
sado, el tiempo antes del nacimiento de Cristo. Sus acciones
son las cargas que hemos de sobrellevar.

3. El 16.5.1962, durante una estancia en Walchsee (Oberbayern) por vaca­


ciones, se cayó y se rompió el brazo derecho.
Karl Barth

Pero hasta ahora no llegamos a lo más notable de nuestro


texto: se nos ordena que no sólo cada uno cargue con su
propia carga sino que cargue también con la de los otros.
Seguro que ahí están nuestros propios pecados, que es lo
mismo que decir nuestras cargas. Y es cierto que también
habría mucho que decir de la manera de tratarlos. Según
nuestro texto, que vamos a seguir ahora, lo propio y decisivo
de la obediencia a la ley de Cristo no es ocuparse de ellos,
sino que más bien consiste en que uno esté dispuesto a car­
gar de buena voluntad con las cargas de los otros, y que
realmente lo haga.
Sí, este otro: tu semejante, tu prójimo, este que está sim­
plemente demasiado cerca de ti, con el que has de vivir aho­
ra, tal vez por mucho tiempo, quizás por toda tu vida. Oh,
ese otro con sus recaídas y anacronismos, con todo lo fantas­
magórico de su manera de ser, de su hablar, de su obrar, de
su comportamiento. Oh, cómo te salta a la vista, cómo en­
sordece tus oídos, cómo te da qué pensar hasta en tus sueños
y cómo te da quehacer a manos llenas. Oh, cómo te crispa
los nervios. Qué ejemplar de la humanidad más inculto, que
no puede hacer uso alguno de la libertad que le ha sido otor­
gada. Qué pesado se te hace, este compañero de viaje con
sus cargas, sus cestos y sus sacos. ¡Hasta qué punto llega a
hacértelo pesado! ¿Qué hacer en esta mala situación? ¿Lo
vas a pasar por alto, vas a querer que se salga del camino, lo
menospreciarás? Ah, así no vas a cambiar nada en absoluto:
nada en él, y en lo que a ti toca, tampoco. Apenas lo has
pasado por alto, y ya vuelve a estar ahí en esta forma o en
aquella, como quien ahuyenta una mosca y ya la vuelve a
tener encima una y otra vez. O ¿piensas echarle en cara
quién es él, vas a arreglártelas con él, a decirle sin tapujos lo
que piensas? De esta manera te darás una bocanada de aire,
esto lo hace uno a gusto, pero al hacer esto, se la quitas al
otro. El sigue siendo como es. También siguen ahí sus car­
gas. Y también queda aquí la molestia que te ocasiona.
O ¿sientes el deseo de castigarlo según el dicho “de tal palo
tal astilla”: Lo que tú me haces a mí, te lo hago yo a ti?
¡Qué pena! ¿A dónde iremos a parar? No evitarás con ello
tus propias recaídas. Y de esta manera, con toda seguridad,
ni con mucho van a cambiar y a mejorar las cosas. En reali­
dad, con todos estos métodos, lo único que quedará en evi­
dencia es que tú, al menos, eres un ejemplar salvaje de una
Arrimad todos el hombro 233

humanidad tan falta de libertad, a pesar de haber sido libra­


do, como el otro. ¿Qué se seguirá de aquí? Con todos estos
métodos lo único que se puede conseguir es que la miseria
sea aún mayor.
Nuestro texto nos muestra un camino mejor. ¡Que cada
uno arrime el hombro, dice, a las cargas de los otrosí
Este camino ya es el mejor, porque se presupone, franca­
mente, que tanto el uno como el otro se encuentran en la
misma barca, y que yendo juntos, son solidarios y responsa­
bles. Ambos son claramente personas que recaen y, por lo
tanto, que llevan su carga. Así pues, ambos se hacen pesa­
dos el uno al otro. Y sólo pueden ayudarse los dos juntos.
Es así, precisamente, como pueden y deben ayudarse. Por
lo tanto conjuntamente, y no a cada uno por separado se les
dirige la palabra y se les llama a una acción conjunta: ¡arri­
mad todos el hombro!
Y el camino mostrado aquí es mejor que todos los de­
más, porque ambos son llamados a una acción llena de senti­
do, caritativa, llena de promesas. No se trata de una acción
caritativa magnífica, radical: Nadie puede apartar las cargas
del otro, ni tampoco la molestia que él le provoca. Ni tampo­
co debe querer desembarazarse de ellas. Arrimar el hombro
significa precisamente: soportar la mutua molestia alternati­
vamente, resistirla, sufrirla. Arrimar el hombro quiere decir:
permitirse la posibilidad de perdonarse mutuamente la mo­
lestia experimentada. Arrimar el hombro quiere decir: tra­
tarse mutuamente con una pizca de bondad, no como quien
trata con hombres incultos y malos, sino con hombres pobres
y enfermos, algo así como lo que sucede de una manera tan
natural entre los pacientes de la misma sala de un hospital.
Así pues, arrimar el hombro es todo lo contrario de ceguera
e indiferencia frente a las mutuas recaídas y pecados, y tam­
bién lo contrario de toda furiosa acusación y acometida a
golpes. Arrimar el hombro consiste en ayudarse mutuamen­
te, recibiendo y aceptando las cargas mutuas sin excepción,
como compañeros de ruta en un camino emprendido conjun­
tamente, y que sólo conjuntamente será posible proseguir y
llegar hasta el final. Con toda certeza y de una manera parti­
cular forma parte de arrimar el hombro el descubrir la viga
en el propio ojo, encontrando eso mucho más interesante
que la mota en el ojo del hermano (cf. Mt 7, 3), el estar
dispuesto a buscar la culpa, y por lo tanto la necesidad de
perdón, mil veces más en sí mismo que en aquél. De esta
234 Karl Barth

manera nos ayudamos mutuamente, y cada uno se ayuda


también a sí mismo. Así todos juntos nos proporcionamos
aire, mientras que todo lo demás, sólo puede llevar a nuevas
calamidades. De esta manera, no se cambia todo, pero sí
alguna cosa.
Sólo se trata de una pequeña ayuda que nosotros, peque­
ños mozos de cuerda, escogemos y podemos poner por obra.
Pero esta pequeña ayuda tiene, y aquí llegamos a la conclu­
sión de nuestro texto, la gran promesa, que no tiene cosa
alguna, ni la acción más excelente: con eso cumpliréis la ley
de Cristo.
Al arrimar el hombro a las cargas de los otros, hacéis
una cosa que si bien no es igual a la acción del gran mozo de
cuerda, se le asemeja como la imagen de un espejo o como
un eco. También se puede decir así: cuando obráis de esta
manera, hacéis en pequeño y en particular, lo que él, en
grande y totalmente, ha hecho y hace: él, como el Hijo de
Dios y salvador perfecto, vosotros como hombres muy im­
perfectos, hijos suyos. Cuando hacéis esto, cuando os ejerci­
táis en este arrimar el hombro, podéis obedecer humilde­
mente, pero también resueltamente a la ley de la gracia,
libre y liberadora, que se ha manifestado en él. De esta
manera, por lo tanto, vivís y actuáis en su compañía, en
comunión con él, imitándolo: como quienes han sido descar­
gados por él de toda ilusión fantasmagórica, de todas sus
recaídas en la obstinación; por él han sido liberados, salva­
dos, guardados para la vida eterna. Entonces podéis muy
bien cantar en coro, el cántico de iglesia:
Y o también en los escalones más bajos,
quiero creer, testimoniar, invocar,
aunque sea todavía un peregrino:
Jesucristo domina como Rey.
¡Que todo le sea sometido!
¡Glorificadlo, amadlo, alabadlo!4

En la comunión e imitación del gran mozo de cuerda,


esto es, por pequeño que sea, en prinicipio y de forma incoa­
tiva, nuestra participación en su magnífico cumplimiento del
mandamiento: “¡Amarás a tu prójimo como a ti mismo!”
(Me 12, 31). Amén.

4. Estrofa 11.a del cántico 336 (EKG 96 estrofa 10 - con diferencias en el


texto) “Jesús Christus herrscht ais Kónig” (1758) de Ph. Fr. Hiller (1699-1769).
Arrimad todos el hombro 235

Señor, tú ves y conoces toda la miseria que hay en la tierra y en


la vida de todos nosotros, cómo nos fastidiamos a nosotros mismos
y a los otros, cómo vamos viviendo prescindiendo de los otros y
haciéndonos la contra, cómo siempre queremos tener razón, y preci­
samente de esta manera estamos continuamente cometiendo injusti­
cias y causando desgracias. Te damos gracias porque no sólo nos has
mostrado el otro camino, el mejor camino, sino que nos lo has abier­
to. Danos valor para emprenderlo y recorrerlo, haciendo uso de
esta manera de la libertad que nos ha sido otorgada en la entrega
de tu querido Hijo.
Dáselo a muchos hombres y, finalmente, dáselo a todos: a los
que están cautivos aquí y en todas partes por culpa propia o ajena,
a los demasiado sin D ios y a los demasiado piadosos, a los pobres y
a los ricos, a los que están enfermos en el cuerpo y en el alma, a los
ancianos y a los jóvenes, que olvidan tan fácilmente que un día les
llegará también su tum o. Dáselo a los miembros de nuestra adminis­
tración, de nuestros tribunales y redacciones de periódicos, y dáselo
también a cada uno de los ciudadanos en el cumplimiento de sus
deberes y en el uso de sus derechos en el estado y en la sociedad.
Dáselo al pueblo y, muy particularmente, a los párrocos de nuestras
comunidades parroquiales y de comunidades eclesiásticas de todo
género, y no en último lugar, al papa y a los demás que en la iglesia
católica se enfrentan con nuevas responsabilidades, tan importan­
tes5. Haz que todos nosotros, también allí donde todavía no somos
uno, estemos unidos en el conocimiento de la necesidad de un nuevo
despertar y una nueva conversión al evangelio -con la alegría de
soportar recíprocamente todo lo que en todas partes nos impide y
nos estorba- pidiéndote tu Espíritu santo, sin cuya obra y asistencia
nada de todo esto puede ocurrir. Encomendamos nuestros caminos
y todo lo que mortifica nuestros corazones a tu fidelísima atención6.
Amén.

5. El 29.9.1963 empezó la segunda sesión del Concilio Vaticano II. (El Papa
Juan XXIII murió el 3.6.1963).
6. Cf. el principio del cántico 275 (EKG 294) (1653) de P. Gerhardt: “Enco­
mienda tus caminos / y lo que mortifica tu corazón / a la fidelísima atención / del
que dirige el cielo...”.
Pero, ¡ánimo!
Juan 16, 33
24 de diciembre de 1963, cárcel de Basilea1

¡Oh D ios, grande y santo! Tú mismo has andado en medio de


nosotros como uno de nosotros, te has hecho totalmente nuestro en
tu querido Hijo, nuestro Señor Jesucristo, para que nosotros poda­
mos ser totalmente tuyos. D e esta manera nos has dado el permiso,
el mandamiento y el poder, de reconocerte, de amarte y de alabarte.
Para hacer esto todos juntos, nos hemos reunido a esta hora del
atardecer en la vigilia de tu nacimiento. Querríamos alabarte por la
obra de tu misericordia omnipotente. Por supuesto que, al instante,
hemos de reconocer que nosotros, nuestros pensamientos, nuestras
palabras, nuestra vida, complicados e ignominiosos, siempre quedan
atrás, después de lo que tú eres y haces por nosotros. Y así, sólo
podemos pedirte, que no retires de nosotros tu mano fuerte y bon­
dadosa, para sernos en adelante Padre y Hermano, Salvador y
Señor.
Otórganos también en esta hora algo de la gracia incomprensible
e inmerecida de tu presencia. Y que a la luz de tu palabra y por la
fuerza de tu Espíritu, aprendamos a comprenderte mejor a ti, a
comprendemos mutuamente, y cada uno a sí mismo y, de esta ma­
nera, adquiramos un nuevo consuelo, nuevos ánimos, una nueva
paciencia y una nueva esperanza. Que así sea hoy y mañana, en
todas partes donde hay hombres que esperan -tanto si lo saben,
como si n o - que se les revele el misterio de Navidad como su salva­
ción y su vida. Padre nuestro... Amén.

1. El servicio religioso en que se predicó este sermón fue retransmitido por


diferentes emisoras de radio.
Pero, ¡ánimo! 237

En el mundo tendréis apreturas, pero, ánimo,


que yo he vencido al mundo
Queridos hermanos:
Nos hemos reunido en esta santa vigilia para prepararnos
juntos a escuchar el mensaje de navidad. Sabéis que esta
vez, sin que lo veamos, muchos otros hombres escuchan por
la radio cómo rezamos aquí, cómo cantamos y cómo deja­
mos que la palabra de Dios nos hable: afuera en la ciudad,
en el resto de Suiza, y también en una gran parte de Alema­
nia. Esto no nos ha de estorbar, sino alegrar. “Todo el aire
se alegra y grita: Cristo ha nacido”, acabamos de cantar.
Así saludamos también a los radiooyentes que están con
nosotros.
Yo he vencido al mundo. Este es el mensaje de navidad.
¡Yo! El niño en el pesebre de Belén nos lo dice, con gran
humildad, pero también con gran poder y decisión. Yo, el
Hijo de Dios, del Padre todopoderoso, del creador del cielo
y de la tierra. Yo, a quien él ha entregado a vosotros, los
hombres, hecho Hijo de hombre como vosotros mismos,
para que él sea vuestro Dios y vosotros seáis su pueblo, para
que venga sobre vosotros la salvación, la paz, la alegría de
esta alianza. Yo he vencido al mundo. No vosotros, hombres
malos, ni vosotros, hombres buenos, no vosotros, los estúpi­
dos, ni vosotros los inteligentes, no vosotros, los creyentes,
ni vosotros, los no creyentes. Ningún papa y ningún concilio,
ningún gobierno y ninguna universidad ha hecho esto, ningu­
na ciencia y ninguna técnica, aunque pudiera conseguir que
vosotros, pasado mañana, fuerais a patinar a la Milchstrasse.
Yo lo he hecho.
Yo he vencido al mundo. En el mensaje de navidad se
trata del mundo. El mundo: nuestra gran vivienda, tan bien
y magníficamente edificada y ordenada, como creación de
Dios, pero ahora tan llena de tinieblas, un lugar tan lleno
de maldad y tristeza. El mundo somos nosotros mismos;
nosotros, los hombres, asimismo bien creados por Dios, y
destinados desde el principio, a ser sus hijos, y ahora separa­
dos de él, somos sus enemigos, y por esto, enemigos los
unos de los otros, y por lo mismo, cada uno es su propio
enemigo. Pero precisamente Dios ha amado tanto y de tal
manera a este mundo, que quiso regalarme a su Hijo -así
habla el niño de Belén- y me lo ha regalado (cf. Jn 3, 16).
238 Karl Barth

Yo he vencido al mundo, dice este niño. ¡Bien se necesi­


taba a un gran señor para hacer esto! Sí, y aquí está. Por
cierto, un gran señor, totalmente diferente de los otros gran­
des señores, que, al menos, vencen, someten a esta o aquella
parte del mundo, pensando poder tenerlas a sus pies con
astucia y fuerza. Un señor que, como hijo de pobres, nacido
en un lugar extraño, en un establo, fue puesto en un pese­
bre, cerca de un buey y de un asno, y quién sabe si la madera
de este pesebre no fue tomada del mismo bosque en el que
más tarde se abatieron árboles para hacer una cruz de su
madera. Porque este niño venció al mundo, entregándose a
una muerte ignominiosa por sus pecados y por su culpa. Así
es como lo sacó de la corrupción. Así lo reconcilió con Dios.
Así lo ganó para Dios. Así es como lo restauró. Así es como
a nosotros, los hombres, a nosotros mismos, nos ha endere­
zado con una magnificencia mucho mayor que la anterior.
Yo he vencido al mundo, oímos. No es que vaya a ser
alguna vez, sino: se ha llevado a cabo (Jn 19, 30), ha sucedi­
do, yo lo he hecho. A vosotros no os queda sino daros cuen­
ta, contar con y estar preparados a vivir en el mundo que ha
sido vencido por mí, de que ya sois unos hombres vencidos
por mí.
Este es el mensaje de navidad. En esta santa vigilia va­
mos a disponernos todos juntos a escuchar esto, a admitirlo,
a recibirlo en nosotros, a vivir en ello: Yo he vencido al
mundo.
Pero, ¡alto! Si no fuera él, Jesucristo, quien nos lo dijera,
esto sería demasiado hermoso para ser verdad. Pero precisa­
mente él nos dice, tal como lo hemos oído -y lo dice antes-,
algo muy distinto: En el mundo tendréis apreturas (miedo).
“Miedo” está muy relacionado con estrechez. Miedo es
estrechez, opresión, apuro, provocados por un peligro que
nos amenaza. Y ahora el Señor no nos dice que podríamos,
deberíamos o tendríamos que tener miedo. Y no nos re­
procha de nuevo el que tengamos miedo. Lo que hace es
constatar con toda sobriedad: en el mundo tendréis apretu­
ras (miedo).
¿Quizás prefiriésemos no oír nada de esto? ¿Pensamos
tal vez que esto se ajusta mal a este tiempo de navidad, a
nuestras canciones navideñas, a nuestras luces, a nuestros
regalos navideños? Mirad bien, queridos hermanos, todo
nuestro ambiente navideño podría ser poco sincero, una
gran imaginación, si tampoco nosotros quisiéramos oír esto:
Pero, ¡ánimo! 239

en el mundo tendréis apreturas. Precisamente el niño en el


pesebre de Belén, precisamente el crucificado en el Gólgota,
nos dice las dos cosas: “Yo he vencido al mundo” y “en el
mundo tendréis apreturas”. Si quisiéramos cerrar los oídos
a esto, tampoco oiríamos ni entenderíamos aquello. Por lo
tanto, estamos sinceramente dispuestos a que se nos diga:
tendremos apreturas (miedo), también los que son fuertes
de entre nosotros, y ahora, en esta santa vigilia.
Existe ya un miedo en muchos jóvenes: de sí mismos, de
la vida que se presenta ante ellos con sus inquietantes dificul­
tades que, tal vez, sólo sospechan, o que tal vez ya conocen
demasiado bien.
Existe un miedo en los ancianos: por la excesiva multipli­
cación de sus debilidades y fatigas corporales y espirituales,
del pensamiento de que todo su futuro lo han dejado ya
atrás, y de que ya no sirven para nada bueno.
En todas las edades existe lo que se llama muy bien “ago­
rafobia”: miedo de la gente, tal vez, precisamente, de los
que están más cerca, que siempre quieren algo de uno, que
van siempre demasiado cerca de uno; el miedo de la muche­
dumbre, en medio de la cual uno se encuentra, de una forma
curiosa, completamente solo y perdido.
Existe un miedo muy bien fundado de las graves respon­
sabilidades que pueden afectarnos: no es necesario ocultaros
que, en lo que puedo acordarme, siempre, tanto ayer como
hoy, he tenido miedo ante el deber de predicar.
Existe el miedo -y esto es también una cosa muy seria-
del incesante fluir del tiempo, de los días, de las semanas y
los años de esta nuestra corta y única vida. ¿No lo pasamos
como un charlatán? ¿No es como si nos fuésemos volando?
(cf. Sal 89 [90], 9s).
Y luego, el miedo de ciertos sucesos peligrosos y perni­
ciosos que se nos vienen encima, como de una sospechosa
enfermedad mortal que acecha furtivamente. El miedo ini­
maginable de aquellos ochenta hombres que se encontraban
en el avión que se estrelló en Dürrenásch2, en los minutos
y en los segundos en que se dieron cuenta de lo que se les
echaba encima inevitablemente, así como de los hombres
en Skoplje, cuando sobrevinieron los terremotos, uno tras

2. Caída de un avión de pasajeros de la Swissair en Dürrenásch (Cantón de


Aargan) el 4.9.1963.
240 Karl Barth

otro3, así como de los hombres en el Piavetal, cuando se


rompió el dique e irrumpieron las aguas sepultando aldeas
enteras.4
¿Y no fue también un gran miedo el que nos sobrecogió,
en aquella tarde, hace un mes, cuando corrió la noticia del
asesinato del presidente de los Estados Unidos, y algunos
días después, la desagradable noticia del asesinato de su ase­
sino?5 Miedo por lo que pueda ocurrir y, simplemente, el
miedo de las espantosas posibilidades que en cada instante
pueden hacerse realidad, abiertamente, en la vida de la so­
ciedad humana.
¿No es para tener miedo el ver cómo ciertos errores
y mentiras, que se tenían por superadas, superadas quizás
hace ya siglos en la historia de la humanidad, también de la
humanidad ya cristianizada, van apareciendo siempre de
nuevo y van ganando fuerza? ¿No se apodera de nosotros a
veces la idea de que nos encontramos en una única gran
casa de locos? Y éste ¿no es un pensamiento como para
meter miedo?
Y aquí estamos ya con el miedo de la bomba atómica,
que afecta hoy día a tantos hombres, abiertamente o en se­
creto, miedo que con toda seriedad podría afectar profunda­
mente a muchos hombres más. Es bueno y hermoso, que
exista ahora un convenio, según el cual, en el futuro, los
experimentos que se hagan con este diabólico instrumento,
deberán practicarse sólo bajo tierra6. Y es bueno y hermoso
que, de acuerdo con las resoluciones de estas últimas sema­
nas, nuestra querida Suiza se haya adherido también a este

3. Skoplje, capital de la república yugoeslava de Macedonia, fue parcial­


mente destruida por un terremoto el 26.7.1963.
4. Un desprendimiento de tierras en el territorio de Oberetsch, ocasionó
que grandes cantidades de agua desbordaran el dique de contención de Vaiant,
en la noche del 9 al 10.10.1963, por lo que fueron destruidas o gravemente
damnificadas por inundación siete aldeas. Perdieron la vida alrededor de unos
2.500 hombres. (La noticia de que el dique se había derrumbado fue desmentida
después como un error).
5. El 22.11.1963 fue asesinado el Presidente de los Estados Unidos John
F. Kennedy, en Dallas (Texas), y al día siguiente, fue asesinado también su
supuesto asesino.
6. El 5.8.1963 los Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña
firmaron el acuerdo sobre el cese parcial de los experimentos de armas atómi­
cas en la atmósfera, en el espacio y debajo del agua. El 10.10.1963 entró
en vigor este acuerdo, al que fueron uniéndose poco a poco casi todos los
estados.
Pero, ¡ánimo! 241

convenio7. Pero ¿no han sido ya utilizadas existencias dema­


siado grandes de este instrumento diabólico, con la frecuen­
cia suficiente como para extirpar toda vida de la superficie
de nuestra tierra? Y todo este asunto ¿no nos recuerda con
pena la historia de Jeremias Gotthelf, que valdría la pena
volver a leer, de la araña negra y mortalmente venenosa,
que, por cierto, uno había cuidado solícitamente en un agu­
jero de la pared cerrado con un tapón, hasta que un buen
día vino un loco, que arrancó el tapón, dejando libre el ca­
mino a la destrucción?8. Alguien nos ha enseñado muy acer­
tadamente que nosotros, hoy, hemos de “vivir con la bom­
ba” 9. Está bien, pero esto quiere decir también que precisa­
mente hoy hemos de vivir con este miedo.
Aún otra cosa: Alguno de vosotros ¿no va a sentir tam­
bién el miedo, precisamente antes de navidad, el miedo de
los recuerdos dolorosos de otras navidades mejores, el mie­
do del abandono, que precisamente ahora podría llegar a
sentir, el miedo ante la invitación de estar hoy alegres, don­
de no se puede estar contentos de ningún modo, el miedo
ante Dios, con el que en navidad hemos de tratar con una
intimidad y una franqueza tan particular, y con quien no
tenemos aclarado en absoluto nuestras cosas?
En una palabra, así son ya las cosas: en el mundo ten­
dréis miedo. En efecto, es necesario que admitamos la pala­
bra del Señor y estemos de acuerdo con ella seriamente.
Pero las cosas son ya así, y todo aquello a lo que he hecho
alusión, podríamos reducirlo a un solo nombre: tenemos
miedo a la vida, que igualmente podemos llamar también
miedo a la muerte, porque es el gran miedo de la amenaza
en que vemos envuelta nuestra vida por la muerte, por su
fin total, que se insinúa por todas partes, por su entrega sin
salvación a la nada. Tenemos miedo a la noche, cuando
nadie puede actuar (cf. Jn 9, 4). Cierto que existen tam­
bién toda clase de pequeños miedos irrelevantes y pasa­
jeros, pero estrictamente también son signos; en cierta ma­
nera, síntomas del gran miedo a la vida y a la muerte, que

7. El 18.12.1963 el Parlamento suizo ratificó la entrada de Suiza en el trata­


do de Moscú, que ya había sido firmado por el gobierno el 23.8.1963.
8. J. Gotthelf, Die schwarze Spinne (1842).
9. C. F. von Weizsácker, Mit der Bombe leben. Die gegenwartige Aussichten
einer Begrenzung der Gefahr eines Atomkrieges (separata de artículos del ZBIT)
Hamburg 1958.
242 Karl Barth

todos tenemos: profundamente escondido, tal vez, pero que


tenemos todos nosotros.
Queridos hermanos, a la santa vigilia, a la preparación
para escuchar el mensaje de navidad pertenece irremisible­
mente el que aceptemos y admitamos que en el mundo ten­
dremos miedo.
Pero ya hemos dicho bastante sobre este capítulo. Siem­
pre es él mismo quien nos dice una y otra vez a la cara que
en el mundo tendremos miedo y, una y otra vez, el niño del
pesebre y el hombre crucificado prosigue y grita de manera
que es imposible no oírlo, hasta penetrar en el mar aguadísi­
mo de nuestro miedo: pero, ¡ánimo!
Aquí tenemos de nuevo el poderoso, el magnífico pero
que nos viene al encuentro en muchas otras citas de la Bi­
blia. De verdad nos darán qué pensar frases como “humana­
mente eso es imposible” (Mt 19, 26), o “aunque se retiren
los montes y vacilen las colinas” (Is 54, 10), o “el cielo y la
tierra pasarán” (Mt 24, 35), o “me escarmentó el Señor”
(Sal 118 [117], 18). Pero entonces, a esta frase se le opone
otra que, por cierto no niega la primera y, por lo tanto, no
la tacha ni la suprime simplemente, pero que, de un trazo,
la hace aparecer pequeña, y la pone totalmente en la som­
bra, como: “pero para Dios todo es posible” (Mt 19, 26), o
“no se retirará de ti mi misericordia” (Is 54, 10), o “pero mis
palabras no pasarán” (Mt 24, 35), o “pero no me entregó a
la muerte” (Sal 118 [117], 18). Y también aquí: “en el mun­
do tendréis miedo, pero, ¡ánimo!”.
¡Animo! no quiere decir: pensad en otra cosa, saltad
por encima de lo que os causa miedo, huid de vuestro miedo
distrayéndoos, ocupándoos en algo con interés o embarcán­
doos en una empresa fantástica. No podéis escaparos ni os
escaparéis de este miedo, así como tampoco podéis escapa­
ros de vosotros mismos. Y mirad, el querer darse a la huida
irrealizable y, por lo tanto, innecesaria del miedo, suele
ser en cierta manera la causa de todo mal y de todo nuevo
sufrimiento.
¡Animo! quiere decir: abrid los ojos y mirad hacia arriba,
a las montañas de donde os viene la ayuda (cf. Sal 121 [120],
1), y mirad adelante, a los dos escalones siguientes de vues­
tro camino. Y entonces, caminad firmes y cobrad ánimo. Es­
tad alegres, y todo esto exactamente en el lugar en donde os
encontráis, y por lo tanto en medio del miedo, del gran mie­
do de la vida y de la muerte, que sin duda alguna tenéis.
Pero, ¡ánimo! 243

Sí, pero ¿es esto posible? ¿No serán más que los buenos
consejos y palabras alentadoras de un hombre bien intencio­
nado, inútiles en la práctica, con los que no se puede hacer
nada? Respuesta: cierto, nadie de por sí, por propia inven­
ción, inteligencia y decisión, puede aspirar a tener ánimo,
por no decir puede tenerlo. Pero sin excepción alguna, cada
uno lo puede, en cuanto se deja decir que él puede y debe
tenerlo por aquel que como verdadero Hijo de Dios y del
hombre, ha penetrado él mismo en el mundo en el que nos­
otros tenemos miedo, y en el que también él mismo ha teni­
do el máximo miedo - “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” (Me 15, 34)-, aquel que precisamente de
esta manera ha vencido al mundo, lo ha reconciliado con
Dios, poniendo así un límite al miedo que nosotros tenemos.
Desde este límite que él ha puesto, nos brilla a nosotros, al
pueblo que anda en las tinieblas, una gran luz (cf. Is 9, 1).
En cuanto vemos esta luz, la seguimos, en cuanto miramos
hacia él, que nos la hace brillar, nos dirigimos a él, creemos
en él; como nos dice, por su palabra, seremos libres para
tener ánimo: libres para una gran calma, no antes ni después
de la tormenta, sino en medio de la tormenta de nuestro
miedo, precisamente “cuando nos encontramos en la mayor
necesidad, sin saber qué hacer”. 10
A la cuestión de si, tal como nos lo dice el Señor, puede
uno tener ánimo, hemos de dar ahora una segunda respues­
ta. Así como nadie por sí mismo puede tener ánimo, tampo­
co nadie puede tenerlo para él solo. Pero sí, sin excepción,
cada uno, en cuanto se deja incorporar al pueblo, al que se
ha dicho -no privadamente a éste o a aquél, sino en la uni­
dad de todos sus miembros- que puede y debe tener ánimo:
al pueblo, al pueblo para quien, en las tinieblas de su miedo
a la vida y a la muerte, brilla la gran luz. ¿Es que tú realmen­
te, en medio del miedo, puedes oír a los ángeles cantar y
decir: gloria a Dios en las alturas? Haz la prueba. Puedes
hacerlo, si oyes también lo otro que han cantado y han di­
cho: paz en la tierra (cf. Le 2, 14). Paz también en esta casa.
Paz entre ti y aquel que está sentado en el banco a tu lado
o detrás. Paz entre el hombre que está en esta celda y el
que está en aquella. Paz entre los presos y los funcionarios.
Y paz entre cada uno de los que están aquí y sus parientes

10. Principio del cántico 297 (EKG 282) (1566) de P. Eber (1511-1569).
244 Karl Barth

en casa. ¿Puedes mirar tú realmente hacia arriba y hacia


adelante? Puedes hacerlo, si no pasas por alto el mirar a la
izquierda y a la derecha, a los prójimos, que también mira­
rían con gusto hacia arriba y hacia adelante, y que tal vez
necesitan tu ayuda para hacerlo. ¿Podrías tú atenerte a Jesu­
cristo como a tu salvador, creer en él? Lo harás, si no consi­
deras a los que te rodean, tanto si te son agradables como si
no, como un montón de “gente” cualquiera, sino que en­
cuentras en ellos la comunidad amada y llamada por Jesu­
cristo, que es su Salvador. ¿Es completamente seguro que
en medio del mundo y, por lo tanto, en medio del miedo, tú
puedes llamarte y ser un hijo de Dios? (cf. 1 Jn 3, 1). Tú
puedes y debes con toda seguridad llamarte y ser hijo de
Dios, cuando tratas a los otros como a tus hermanos, porque
también ellos son hermanos de Jesucristo y, por lo tanto,
hijos de Dios. Esto es siempre y para todos, la prueba por el
ejemplo. Y ¿por qué no íbamos a superar esta prueba?
Para esto, por lo tanto, vamos a prepararnos en esta san­
ta vigilia: para escuchar que, en medio del miedo que tene­
mos, podemos y debemos tener ánimo. Y para permitir que
se nos diga que esto lo llegaremos a oír en comunidad con
todos aquellos a los que el Señor y Salvador se lo promete y
quiere írselo prometiendo una y otra vez.
Todos los años volvemos a celebrar otra vez la santa vigi­
lia. La celebramos hoy, la celebramos el año pasado y, si
aún contamos con vida, la celebraremos también al año que
viene, y cada vez, el día antes de la fiesta de navidad. Res­
pecto a esto, permitid que os diga una última cosa: es bueno
considerar que toda nuestra vida en este tiempo puede y ha
de ser propiamente como una única santa vigilia, para prepa­
rarnos a la gran, definitiva y eterna fiesta de navidad, que es
el fin de todos los caminos de Dios con el género humano, y
también de todos sus caminos con cada uno de nosotros.
Así pues, voy a leer ahora algunos versículos del final del
último libro de la Biblia, que tratan de esta navidad eterna:
“Vi entonces un cielo nuevo y una tierra nueva, porque
el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el
mar ya no existía. Y vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia
ue se adorna para su esposo. Y oí una voz potente que
3 ecía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los
hombres; él habitará con ellos y ellos serán su pueblo; Dios
en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las
Pero, ¡ánimo! 245

lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni


dolor, pues lo de antes ha pasado. Y el que estaba sentado
en el trono dijo: ¡Todo lo hago nuevo!” (Ap 21, 1-5). Amén.
Señor Jesucristo, si no ha de ser todo en vano, ahora tú mismo
has de venir a nosotros, y has de hablarnos de la magnificencia de
lo que tú fuiste e hiciste por nosotros, eres y haces todavía, y vas a
ser y a hacer de nuevo, también de la austera verdad de que en el
mundo tendremos miedo, pero, sobre todo, de la gozosa esperanza,
en la que nosotros ahora y por siempre podemos dirigirnos a ti.
Somos gente tan pobre, tan sordomuda. Abre nuestros oídos, para
que podamos oírte, y nuestra boca, para que podamos ser tus testi­
gos los unos para los otros.
Dinos a todos nosotros tu palabra, de manera que habiendo sido
todos por ti llamados, formemos totalmente tu pueblo, tu comuni­
dad. Manifiéstala a cada uno de nosotros, para que no sólo seamos
llamados cristianos, sino para que podamos serlo, continuamente
renovados. Habla a todos nuestros parientes de casa. Habla a todos
los presos en todas las cárceles de todo el mundo. Habla a los enfer­
mos, a los que sufren, a los moribundos allá en las clínicas. Habla a
los muchos que en estos días de navidad se sentirán agitados, ator­
mentados, cansados. Habla a los tristes y a los obstinados, a los
demasiado superficiales, a los demasiado pensativos, a los demasia­
do fieles y a los demasiado infieles. Habla a los padres y a los hijos,
a los maestros, a los escritores y a los periodistas, a nuestras autori­
dades y a los miembros de nuestros tribunales, a los párrocos y a sus
comunidades, a los grandes y fuertes y a los pequeños y débiles de
todos los pueblos. Todos nosotros tenemos necesidad de que nos la
digas, tal como tú solo puedes decírnosla. Y así, concédenos a todos
unas buenas navidades: mañana, y al fin y al término de nuestros días.
Cristo, tú, cordero de D ios, que quitas el pecado del mundo, ten
piedad de nosotros, danos tu paz. Amén.
Se alegraron de ver al Señor
Juan 20, 19-20
Domingo de Pascua, 29 de marzo de 1964, cárcel de Basilea

¡Querido D ios y Padre todopoderoso! Si reconociéramos como


es debido lo que tú hiciste por tu pueblo, por todo el mundo y, por
lo tanto, también por nosotros, cuanto tú resucitaste a Jesucristo de
entre los muertos a los que también él fue asociado y lo revestiste
de vida inmortal para tu gloria y nuestra salvación! ¡Si estuviéramos
agradecidos por la promesa, el consuelo y la instrucción que de esta
manera nos has dado a nosotros, los hombres, una vez para siempre!
¡Si quisiéramos aceptar y acreditar en todo lo que nosotros somos,
hablamos y hacemos, que el día de pascua es el verdadero cumplea­
ños de todos nosotros, al que se tendría que agregar el resto de
nuestros días como días de libertad, de paz y de alegría!
Haz que nos demos cuenta un poco de todas estas cosas, cuando
en esta hora rezamos juntos, cantamos, e intentamos anunciar tu
palabra y escucharla. Tú sabes muy bien que por más profundas que
sean nuestra seriedad y nuestra diligencia, y por más grande que sea
nuestra atención, no nos es posible formar ahora una auténtica co­
munidad pascual. La luz necesaria para esto, tanto aquí como en
todas las iglesias de esta ciudad y de todas partes, sólo puede venir
de ti. Nosotros te pedimos sin pretensiones, pero con confianza fi­
lial, que en ninguna parte falte esta luz y tampoco entre nosotros.
Padre nuestro... Amén.

A l anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban


los discípulos en una casa con las puertas atrancadas por mie­
do a las autoridades judías. Jesús entró, se puso en medio, y
les dijo: Paz a vosotros. Dicho esto, les enseñó las manos y el
costado. Los discípulos se alegraron mucho de ver al Señor
Se alegraron de ver al Señor 247

Mis queridos hermanos:


Estamos aquí para celebrar el recuerdo de “aquel día” ,
de aquel primer día de la semana. En lugar del sábado judío,
que era el séptimo, en la comunidad cristiana este primer
día de la semana se convirtió en el verdadero sábado y así
llegó a ser el día festivo de la semana. Su motivación y su
origen están en aquel día. En las lenguas germánicas se le
llama de una manera un tanto pagana: “Sonntag” (día del
sol). Pero ya que en aquel día salió el sol de justicia (cf. Mal
3, 20) en medio del mundo tenebroso de la injusticia, puede
seguírsele llamando ahora también “Sonntag”. Sin embargo,
las lenguas románicas lo llaman con más acierto “día del
Señor” (Dominica-domingo): porque él, el Señor, es el sol
de justicia que amaneció en aquel día.
Aquel día fue un día como todos los otros de nuestro
calendario. Lo que lo convirtió en aquel día único fue lo
que en él sucedió: la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, el despertar de este muerto, su salida del sepulcro
en el que había sido puesto dos días antes, después de morir
crucificado.
Queridos hermanos, cómo pudo suceder esto y cómo su­
cedió: esta superación y supresión, esta muerte de su muer­
te, cómo fue revestido y lleno no de su vida mortal ante­
rior, sino de una nueva vida inmortal, de ello sé tanto como
vosotros. No hay nada más sencillo que decir: esto no se
puede creer. Ya entonces esto no pudo ser contado, por no
decir descrito y explicado. Ni tampoco existe ningún pa­
saje en el nuevo testamento, en que se intentara algo seme­
jante. La resurrección de Jesús fue totalmente y solamente
una acción de Dios, y, como tal, inmensamente bien hecha,
pero también inmensamente incomprensible. Un tal aconte­
cimiento, ya entonces, sólo podía ser reconocido, declarado,
testificado y anunciado. “¡Jesucristo ha resucitado!”, con
esta frase se saludan hoy día los cristianos en Rusia unos a
otros, a lo que el otro responde: “¡Realmente, ha resucita­
do!”. Pero precisamente, esto no es explicar, esto es testimo­
niar y anunciar.
Del acontecimiento de aquel día, sólo se podría explicar
lo que siguió a la resurrección de Jesús: que se apareció a
sus discípulos, que les salió al encuentro (bien entendido:
no sólo en pensamiento, en sueños, o de cualquier manera
espiritual, sino también visible, audible, sí, tangible corpo­
ralmente): este hombre que había muerto, vivía ahora en el
248 Karl Barth

poder y de la manera que Dios vive, junto a él y con él y,


por esto, viviendo una vida inmortal, imperecedera, inco­
rruptible. Así se presentó Jesús a sus discípulos en aquel
día. En todo caso, seguro que esto podía ser explicado, aun­
que no fuese sino balbuceando. Y precisamente en esta ex­
plicación estuvo y estará lo que no se podía ni se puede
explicar: la resurrección de Jesús, testimoniada y proclama­
da, entonces y hasta el día de hoy.
Así pues —tal como dice la narración y el testimonio—:
“Al anochecer de aquel día, Jesús entró”. ¿Tal como se ha­
bía previsto y esperado? No. Sí, tal como había sido prome­
tido por él anteriormente, pero antes ¿Cómo se podía acep­
tar esto, cómo era posible siquiera entenderlo? ¡Cómo se
presentó! Viniendo de la región donde domina la muerte
que somete a todos los hombres - vino del sepulcro, que
todavía no había devuelto a nadie que hubiera muerto real­
mente. Así pues, vino de allí, del lugar de donde ninguno
ha venido: una venida totalmente imprevista e inesperada.
Pero él, Jesús, vino de allí. ¿Realmente el mismo Jesús de
Nazaret, que habían conocido antes? Sí, conocido, pero en
su esencia de ningún modo reconocido. Por lo tanto, el mis­
mo, pero ahora, el mismo en su gloria; quiero decir: el
mismo revelándose ahora como el verdadero Hijo de Dios e
Hijo del hombre, a quien antes no lo habían visto con sus
ojos, no lo habían oído con sus oídos (cf. Mt. 13, 13). Así
pues, el mismo, pero ahora de tal manera que se les abrieron
los ojos y los oídos, cuando él se los abrió.
Este Jesús resucitado de entre los muertos entró, y “se
puso en medio”. Nos vamos a entretener ahora un poco con
esta expresión tan curiosa.
En primer lugar dice: entró, se puso en medio de sus
discípulos. Entró precisamente en el sitio que ellos veían
vacío durante las largas horas desde la tarde del viernes san­
to, donde sólo podían percibir la nada: sólo el recuerdo de
su cuerpo desclavado de la cruz, empapado de sangre, sólo
su sepulcro y, con esto, sólo sus propios errores e ilusiones
pasadas, sólo el final de todas las cosas.
No nos hagamos una falsa representación de estos dis­
cípulos de Jesús. Eran tan poca cosa como nosotros aquí,
una reunión de gente piadosa, creyente o, también sencilla­
mente, valiente, inteligente: y en aquel día, más apocados
que nunca. Estaban sentados allí, como gallinas en el palo,
cuando ha tronado —o dicho de una manera algo más bonita,
Se alegraron de ver al Señor 249

como un grupito de niños que acaban de perder a su padre


y a su madre— , o como un destacamento de soldados huyen­
do después de la derrota. Había sucedido lo más terrible:
los otros habían ganado la partida. En resumidas cuentas,
Jesús ya no estaba. ¿Y ellos? Con cuánta frecuencia lo ha­
bían confundido todo, pensando, hablando y viviendo de
manera completamente distinta de sus enseñanzas. Y al lle­
gar la gran prueba, uno de los suyos lo traicionaría por 30
monedas de plata (Mt 26, 15). Todos lo abandonarían y se
darían a la fuga (Mt 26, 56). Hasta el más fuerte de sus
hombres, Pedro, el hombre-piedra (roca), sobre quien Jesús
quería edificar su comunidad (Mt 16, 18), lo negaría tres
veces (Mt 26, 69-75). ¿Qué sería de ellos? Allá estaban sen­
tados, con las puertas cerradas, bien atrancadas por miedo a
los judíos, que habían condenado a Jesús, lo habían entrega­
do a los paganos para que lo mataran - por miedo de que
algo semejante les pudiera pasar a ellos. Remordimientos,
tristeza, miedo, esto es lo que les quedaba: un montón de
deshechos. No, no eran ningunos santos, ningunos héroes.
Vino a ellos, entró y se puso en medio, Jesús, el resucita­
do. ¿Para qué? Para hacerse el jefe, por el poder de la gran
misericordia de Dios, su Padre, de este grupo perdido, de
esta gente rendida y abrumada (cf. Mt 11, 28), de estos atri­
bulados, aterrorizados, cobardes, para hacerse la cabeza de
este cuerpo, enfermo de arriba abajo (cf. Col 1, 18). Y lo
hizo de la manera más sencilla que pudiera pensarse: “¡paz a
vosotros!”, les dijo y, en el lenguaje de aquel tiempo, esto
significaba ni más ni menos lo que significa entre nosotros
el “buenas tardes (o buenos días)”, que se dirigen dos per­
sonas cuando se encuentran. De una manera tan humana,
tan semejante a la suya, entró Jesús y se puso en medio de
ellos. Pero cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo.
Jesús no sólo deseó a sus discípulos lo que decían aquellas
simples palabras: paz, una buena tarde, un buen día, sino
que les aportó el contenido de su significado, de estas pala­
bras hizo para ellos una realidad. Y lo hizo cuando les mos­
tró sus manos perforadas, su costado abierto, las señales de
su muerte en la cruz. De esta manera se reveló a sí mismo,
no sólo como aquel que por un destino sufrió ser así golpea­
do, herido y muerto, sino, más bien, como aquel que, en la
libertad de la obediencia a Dios, su Padre, lo asumió; y su
ignominia, Dios la transformó en su gloria. Precisamente
como cordero inmolado en la cruz, se manifestó a sí mismo
250 Karl Barth

como león de Judá, vivo y victorioso (cf. Ap 5, 5 s.): como


salvador de todo el mundo que Dios ama y, por lo tanto,
también como vuestro salvador. Así es como se apareció
Jesús resucitado y vino al encuentro de los suyos: como pro­
feta de la verdad de Dios, una, inmutable e infalible, que
ahora asumía real y definitivamente la instrucción, el orden,
la organización y el gobierno de aquel grupo perdido, de su
comunidad. Así hizo a este pequeño pueblo en toda su im­
potencia, más poderoso que todos los pueblos del mundo.
Así deseó, llevó y realizó para él la paz, las buenas tardes,
los buenos días, cuando entró y se puso en medio.
Debemos añadir algo todavía: entró, cuando se puso en
medio de ellos, en la vida de cada uno: tanto si se llamaba
Pedro o Juán, Andrés o Santiago. ¡Paz a vosotros! ¡Buenos
días a todos! Esto quiso decir inmediatamente: ¡paz precisa­
mente contigo, precisamente a ti los buenos días de este nue­
vo día! Si él ha muerto y ha resucitado como cabeza de todo
su cuerpo, también lo ha hecho como cabeza de cada uno de
sus miembros, también lo ha hecho para tu justificación ante
Dios, también lo ha hecho para la santificación de tu vida.
Su pueblo, cuando él entró y se puso en medio, ya no está
ante su cadáver, ante su tumba, ya no está ante un montón
de deshechos - ni tampoco tú, más bien, tú, por su resurrec­
ción, has nacido de nuevo a una esperanza viva (cf. 1 Pe 1,
3). Su comunidad como tal, recibe su permiso y su mandato
de rezar: “¡Padre nuestro, que estás en el cielo!” (Mt 6, 9),
or lo tanto, tú, precisamente tú, puedes y debes invocar a
É (ios como a tu Padre, puedes y debes saber que precisamen­
te tú eres su querido hijo. Todo esto que se refiere al en­
cuentro del resucitado con sus discípulos, se refiere infalible­
mente a ti. “Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28), exclamó
Tomás, cuando después, y con todos los otros, lo reconoció.
Aquí puede y debe añadirse algo más: Quien aquel día
entró y se puso en medio de sus discípulos, haciendo eso, en­
tró y se puso en medio, subió al trono que le correspondía en
medio de todos los acontecimientos del mundo. Entonces,
Jesús deseó, trajo y realizó la paz, los buenos días para todos
los pueblos y tiempos de toda la tierra, de todo el mundo vi­
sible e invisible. En medio de todo el género humano, exal­
tado ya por una inmensa alegría, afligido ya hasta m orir1, en

1. Cf. J. W. Goethe, Egmont, tercer acto (de la canción de Klárgen): “exal­


tada por una inmensa alegría, / afligida hasta morir / el alma que ama, / ella sola
es feliz”,
Se alegraron de ver al Señor 251

aquel día, Jesús, el crucificado y el resucitado, entró y se


puso en medio de todos los que son demasiado estúpidos y
demasiado listos, demasiado seguros y demasiado pusiláni­
mes, en medio de toda la gente religiosa y no religiosa. En
medio de todas las enfermedades y catástrofes naturales, de
todas las guerras y revoluciones, de los tratados de paz y
de su ruptura, de todo el progreso, estancamiento y retroce­
so, de toda la miseria humana, culpable y sin culpa, ocurrió
a su tiempo que él se manifestó y se reveló como el que era,
es y será: “¡Paz a vosotros!, y les mostró sus manos y su
costado. Confiemos en que lo que ocurrió en aquel día, fue
y quedó como el centro alrededor del cual todo se mueve,
del que para empezar todo procede, y al que para acabar,
todo se precipita. Hay llamas muy reales y evidentes, muy
claras y muy turbias: pero ésta es la que arderá por más
tiempo: aun después que todas las demás hayan llegado a su
término y se hayan extinguido. Pues toda cosa dura el tiem­
po que tiene asignado, pero el amor de Dios, que actuó en
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos y en ella
habló, dura por siempre2. Porque esto sucedió una vez, no
hay ya ningún motivo para dudar, y se dan todos los motivos
para esperar - hasta cuando se lee el periódico con todas sus
noticias desconcertantes y terribles, y también para la histo­
ria, inquietantemente matizada de tantos colores, que nos­
otros llamamos la historia del mundo.
Así pues, entró Jesús, el único gran mediador entre Dios
y nosotros los hombres (cf. 1 Tim 2, 5), resucitado de entre
los muertos, y se puso en medio de su comunidad, y de la
vida de cada uno de los hombres, y de todo el acontecer del
mundo. Así es domo dijó él, y sigue diciendo desde aquel
momento, la primera y la última palabra. Pero volvamos
otra vez a los discípulos en aquel día, el buen día del Señor,
el primer domingo. Oímos decir de ellos al final de nuestro
texto: “Se alegraron mucho de ver al Señor”. Esto no quiere
decir que desde aquel momento instantáneamente se hubie­
ran acabado las cuestiones y las quejas, o que definitivamen­
te se hubieran convertido en unos grandes santos y héroes.
Lo que quiere decir es que se sintieron consolados, anima­

2. Cf. el refrán del cántico 48 (EKB 232) "Sollt ich rneinem Gott nicht
singen” (1653) de P. Gerhardt: Cada cosa dura su tiempo / el amor de Dios, por
siempre.
252 Karl Barth

dos, firmes sobre los pies, que con toda humildad podían
levantar un poco la cabeza y mantenerla erguida. Lo que oye­
ron, cuando vieron al Señor, fue una llamada irresistible,
totalmente práctica, la vocación a servir como testigos suyos
en el mundo, entre los otros hombres. Lo que recibieron en­
tonces, fue la visión de un futuro claro y pleno de su existen­
cia en el tiempo, en toda su limitación. Y lo que oyeron ade­
más, al ver al Señor, fue el hermoso y fuerte acento de eterna
esperanza para ellos y para toda la creación. “Muerte, ¿dón­
de está tu victoria? ¿dónde está tu aguijón? Demos gracias a
Dios que nos da esta victoria por medio de nuestro Señor, Je­
sucristo” (1 Cor 15, 55-57). Recibieron la visión de una rup­
tura final de todas las ataduras, de una solución final y defi­
nitiva de todos los enigmas, de un conocimiento y un ser en
el reino de la luz eterna, cuyo primer rayo los había alcanza­
do e iluminado a ellos precisamente ahora, en aquel día. Por
todo esto se alegraron mucho de ver al Señor. Que se alegra­
ron mucho, quiere decir ciertamente para ellos, que si no
siempre abiertamente, sí podían desde entonces reírse siem­
pre un poco, al menos, interiormente.
Queridos hermanos, nosotros no estábamos allí, cuando
Jesús resucitado, a pesar de toda la insensatez y tristeza de
sus discípulos, a pesar de aquellas puertas cerradas por puro
miedo, entró y se puso en medio. Nosotros no podemos ver­
lo ahora tan directamente como lo vieron ellos, y no lo vere­
mos hasta que al final de los días, venga a juzgar a los vivos
y a los muertos. Pero a nuestra manera, indirectamente, pode­
mos y nos es dado también a nosotros verlo ya ahora, en el es­
pejo de las narraciones y de los testimonios, de la confesión de
fe y de la proclamación de la primera comunidad. Muchos de
nosotros, todo un pueblo de hombres y mujeres, lo hemos vis­
to así y nos hemos alegrado. Precisamente celebramos la pas­
cua, la conmemoración de aquel día, para juntarnos a aquel
pueblo, y también para ver al Señor y, por lo tanto, para estar
también alegres. Sin ver al Señor, nadie puede estar alegre.
Quien lo ve, se alegra., ¿Por qué no puede pasarnos esto tam­
bién a nosotros: la pequeña comunidad pascual de presos en la
Spitalstrasse de Basilea con su párroco y su organista, con to­
dos los habitantes y empleados de esta casa y también con el
viejo profesor (yo también me siento un poco incluido) que
ocasionalmente puede visitaros? Todos nosotros podemos ver
también al Señor. Por esto podemos también estar contentos.
¡Qué Dios conceda que así sea! Amén.
Se alegraron de ver al Señor 253

¡Señor Jesucristo! Tú sabes lo que quiere decir ser un hombre y


encontrarse en la miseria. Tú has sido golpeado hasta morder el
polvo, has bajado libremente hasta lo más profundo, has sido aban­
donado como el más grande pecador, traicionado, negado, condena­
do, ejecutado, has estado totalmente entre los muertos, para ser
totalmente nuestro hermano. Pero tú sabes también lo que significa
ser un hombre con D ios. Como tal has sido resucitado por el poder
de tu Padre y de su Espíritu santo, has resucitado de entre los muer­
tos y te has hecho la luz de tu comunidad, de cada hombre y de cada
cristiano, del mundo entero. A sí sigues actuando para arrancarnos
del abismo y levantarnos a las alturas. Te damos gracias por todo
esto. Te pedimos que esto no haya ocurrido en vano para nosotros,
y que siga ocurriendo aún.
Junto con todos aquellos que también te han visto y te han reco­
nocido como al Señor, te pedimos esto, sobre todo por aquellos,
que no te han conocido o ya no te conocen como tal. Mantén abier­
tos nuestros ojos, y ábreles también a ellos los ojos: a los indiferen­
tes, a los que dudan, a los ateos de hecho y sutiles, a los escépticos
o llámense como quiera, para que se pongan alegres - en el fondo,
están todos ellos tan tristes...
Haz que la luz de tu resurrección brille en las iglesias de toda
clase y dirección, también en todas las otras cárceles, en los hospita­
les y manicomios, en las salas de consejo y en los despachos de
deliberación de nuestras autoridades, también en las redacciones de
nuestros diarios, en nuestras escuelas, en todas las casas privadas y
familias, en las que existe tanta necesidad, desconcierto y preocupa­
ción, manifiestas o encubiertas. No en último lugar, pensamos en
nuestros parientes, tanto cercanos como lejanos: sé tú su amigo y su
consuelo, su consejero y su ayuda.
Y cuando las sombras de la muerte se acerquen todavía más a
nosotros, sé y sigue siendo para nosotros el Todopoderoso, háblanos
entonces lo único que entonces tendremos que oír: que tú vives y
que nosotros también viviremos. Amén.
Para festividades de la Iglesia
D o n d e se da el E spíritu del Señor, hay libertad
(Pentecostés, 1957)

Audaz, ligero, suave y abierto, sumamente preciso, pero


de ningún modo natural y mecánico, realmente espiritual y
libre es lo que resumen en una frase estas palabras de la se­
gunda carta a los corintios (3, 17): donde está el Espíritu del
Señor, también se da la libertad. Es evidente e infalible, que
estas dos cosas van juntas siempre y en todas partes. De esto
¿qué es lo que podríamos deducir, explicar, concluir? Si
Dios y el hombre están el uno junto al otro —y esto es de
lo que aquí se trata—, esto es algo enormemente maravillo­
so, porque Dios no tiene ninguna obligación de estar junto
al hombre, y porque el hombre no puede llevar a cabo, ni si­
quiera puede esperar estar junto a Dios. No se puede con­
cluir nada. Lo que pasa es sólo esto: Donde se da el Espíritu
del Señor, hay libertad. Así pasó en Pentecostés. Así se for­
mó entonces la comunidad cristiana, a partir de 12, 120,
3.000 personas. Así puede y debe formarse hoy día. Así es
como sucede el que también haya cristianos que se compor­
tan como hijos de Dios, y como portadores de misivas de
Dios al mundo.
Donde se da el Espíritu del Señor, hay libertad. En el
lenguaje de la Biblia, libertad es una potencia, un ser capaz,
un poder, en cuanto es “un arte” . No un poder y un arte cua­
lesquiera - no digamos, el poder y el arte de escoger al azar,
por casualidad o antojo, esto o esto otro, ni la libertad de la
estatua en el puerto de New York, ni la libertad de Hércules
Para festividades de la Iglesia 255

en la encrucijada. No, de lo que se trata es de la libertad, el


poder y el arte de reconocer, de tomarse en serio, de poner
por obra, que Dios ha amado, ama y amará el mundo (cf. Jn
3, 16). Los cristianos son hombres que tienen esta libertad.
La comunidad cristiana vive, en cuanto fomenta esta liber­
tad. En donde se da el Espíritu del Señor, allí él se preocupa
de que haya cristianos, de que haya comunidad cristiana: en
esta libertad, atestiguada por sus obras.
Los cristianos son hombres que han encontrado a su Se­
ñor: más aún, es él quien los ha encontrado. No tienen nece­
sidad alguna de otros señores, autoridades, salvadores o es­
píritus protectores. Esto no quiere decir que sean gente
irrespetuosa, sin maestro. Pero sí quiere decir que han sido
liberados definitivamente y con gozo de toda servidumbre,
magia y dictadura: de la de sus diarios, de la de los juicios
de la gente, de la de la tendencia dominante y la opinión
pública, de la de determinadas fuertes personalidades, ideo­
logías, principios y sistemas - también de lo absoluto y deter­
minante de las propias convicciones, posiciones y derechos.
En toda su impotencia, tienen el poder de temer y amar a
Dios sobre todas las cosas1. Esta es su libertad.
Por esto son hombres que sólo tienen una preocupación:
que pudieran pensar y esperar demasiado poco de Dios, de
sus bienes y de su poder, ser demasiado tímidos y atreverse
a poco respecto a él y a sus mandatos en pensamiento, pala­
bra y obra. Por lo demás, no han de tener ningún miedo, ni
por el futuro de la historia de sus vidas, ni de la historia del
mundo y de la iglesia, ni de la enorme insensatez y maldad
de quien sea, ni de la suya propia, ni del envejecer, ni del
quedarse solo, ni tampoco de la muerte, de ningún destino y
de ningún diablo. Cierto que cada día más de una vez tienen
que hacer uso de su poder. Cierto que el miedo los hará
sucumbir constantemente, y con bastante frecuencia. Pero
tienen poder sobre él, y este poder pueden actualizarlo. Esta
es su libertad.
Pero unos hombres así, no han de estar ahí para sí mis­
mos - precisamente en su libertad, pueden estar ahí para los
otros, para el mundo. Para el pueblo de Israel, para todos
los pueblos , para dar testimonio y ser luz ante ellos, nació

1. Cf. M. Luther, Kleiner Kathechismus (1528/29), explicación del primer


mandamiento: “Debemos temer y amar a Dios y confiar en él por encima de todo”.
256 Karl Barth

y fue instituida entonces, en el día de Pentecostés, la comu­


nidad libre de los cristianos libres. Los cristianos tienen el
poder de hacer visible el amor de Dios en el pequeño o gran
círculo de su existencia, a aquellos que no lo conocen o no
lo conocen como es debido, con toda modestia, pero tam­
bién con todo el gozo y, sobre todo, con toda decisión. Para
esto han sido liberados de toda servidumbre y de todo te­
mor. Les es dado servir. Dios puede servirse de ellos. No es
que necesite servirse de ellos. Pero se sirve de ellos realmen­
te, y precisamente así hace que sus vidas no sean ni les pue­
dan parecer nunca aburridas, superfluas y sin sentido. Preci­
samente la misión que han recibido los llevará siempre de
nuevo: hasta en alas de águila (cf. Ex 19, 4). Sólo se derrum­
barían y tendrían que derrumbarse, en el caso que tuvieran
que estar —¡terrible palabra!— “libres de servicio”. Pero
precisamente su libertad consiste en esto: que para ellos,
eso de estar libres de servicio, ni hablar. Justamente su sal­
vación está en poder estar sencillamente ahí para la gloria
de Dios. Esta es su libertad, y podrá muy bien llamarse la
corona de su libertad.
Pero ahora hemos de reflexionar también sobre lo otro.
En donde se da el Espíritu del Señor, ahí (¡y sólo ahí!) hay
libertad. Hay también otros espíritus, humanos e inhuma­
nos, también sobrehumanos, personales e impersonales co­
lectivos: espíritus de las casas, de los pueblos, de razas y de
clases, espíritus de asociación, de partido, también espíritus
religiosos, y además también espíritus de iglesia. En Basilea,
por ejemplo, hay un espíritu particular de la noche de carna­
val (Fasnacht) saludado con tambores y toda clase de discur­
sos. Parece que también se habla de un espíritu general
de Dios, que gobierna y se revela en la naturaleza. Pero de
todos estos espíritus no se puede decir que donde estén ellos
esté también la libertad. Ciertamente no pueden, pero lo
que sí pueden todos juntos es desenmascararse y manifestar­
se también como malos espíritus, como aquellos espíritus
que en vez de sacar a los hombres de la servidumbre, del
miedo, de su concha de caracol, los meten más profunda­
mente en ellos y, por lo tanto, en la falta de libertad. Ellos,
propiamente, en el mejor de los casos, sólo pueden llegar a
ser buenos espíritus que llevan a la libertad siempre que, en
todo caso, algo del Espíritu de Señor pudiera estar presente
y actuando con ellos y entre ellos. De por sí y en sí, tan­
to más podrán reconocerse como espíritus malignos, cuanto
Para festividades de la Iglesia 257

más grandes se hacen a sí mismos, queriendo reclamar para


sí, tal vez, una especie de dignidad y santidad divinas. Y la
Biblia nos advierte que, precisamente aquel universal espíri­
tu divino del mundo, tan frecuentemente exalzado, no po­
dría ser en absoluto un buen espíritu, sino un mal espíritu,
un auténtico duende (cf. 1 Cor 2, 12). En donde está él, no
hay ninguna libertad. El Espíritu del Señor, a diferencia de
todos los otros espíritus, es la obra que Jesucristo, resucita­
do y vivo, realiza entre nosotros, los hombres: su historia,
su presencia, su palabra y su acción sobre la tierra, no inte­
rrumpidas por su ascensión, sino continuadas y, aunque se
hayan hecho provisionalmente invisibles, no por eso son me­
nos inmediatas y activas.
El Espíritu del Señor es el mismo Jesucristo, que una y
otra vez viene siempre de nuevo a su comunidad, hace mora­
da en ella y actúa, está en camino con ella y con todo el
género humano hacia el término de su obra, en que se reve­
lará a todos los hombres como el que fue y como el que es:
como juez y mediador entre Dios y ellos, y con esto se
acabará y llegará a su plenitud el acontecer del mundo. El
Espíritu del Señor es el amor del Padre, inflamado y resplen-
dente, afirmándose como tal en este tránsito, y el de su Hijo,
ofreciéndose a sí mismo y sacrificado por nosotros. En don­
de está éste, el Espíritu santo, donde éste se hospeda, habla,
actúa, impulsa, conduce y gobierna, allí está la libertad: allí
y sólo allí.
¿Cómo se le distingue de los otros espíritus? Se nos ex­
horta a que pongamos a prueba a los otros espíritus (cf. 1 Jn
4, 1), es decir, que comprobemos si tienen algo que ver con
éste, con el Espíritu santo, y hasta qué punto. Si directa o al
menos indirectamente pueden confesar que Jesús es el Señor
(cf. 1 Cor 12, 3). Si allá donde se encuentran, hay algo de
libertad o puede entreverse. Pero, ¡cómo puede uno equi­
vocarse en esto, hasta en las pruebas más serias y sólidas y
con cuánta frecuencia ha sucedido esto! La diferencia propia
e infalible entre el Espíritu del Señor y los otros espíritus, a
los que, según mi leal saber y entender, sólo podemos ate­
nernos después de haberlos discernido, es evidentemente
ésta: la de la libertad, realizada por él y presente donde él
está. ¿Por ventura no lo hace? ¿No es por ventura Jesús y su
obra —sólo con que miremos y escuchemos atentamente—
inequívocamente diferente de todos los otros espíritus y sus
obras? Y así también la libertad que existe en donde se rea­
258 Karl Barth

liza su obra, ¿no es inequívocamente diferente de todas las


cautividades que pudieran repartírsenos camufladas de liber­
tad? Los hombres de Pentecostés supieron muy bien que se
trataba del Espíritu del Señor. El mismo Espíritu del Señor
se lo notificó, cuando se dio a conocer, sencillamente, como
el autotestimonio, inconfundible con cualquier otro, del Se­
ñor Jesucristo, sufriente, muerto, pero también resucitado,
vivo. Y la propia libertad que allí y entonces sintieron, cuan­
do éste se puso en medio de ellos, fue la confirmación de
que realmente no se habían engañado. Podemos contar tran­
quilamente con que también hoy, también entre nosotros, él
se da a conocer, sin que pueda confundírsele con ningún
otro, y que su presencia se confirmará con nuestra libertad,
que la acompañará maravillosamente, pero también con
toda sencillez, paso a paso.

E l gran sí
(Adviento de 1959)

Es sabido que sí quiere decir: ¡de acuerdo! ¡Así está


bien! Yo tenía un nieto pequeño —ya se ha hecho bastante
mayor— cuya primera y única palabra inteligible, por un
buen tiempo, fue la corta palabra sí: al despertarse y antes
de dormirse, cuando estaba solo o con otras personas, lo
único que decía era un sí verdaderamente intenso y, sobre
todo, amable. Parecía no conocer la posibilidad de que al
lado de este sí pudiera decir también no, o de que pudiera
en general decirse no. Es claro que estaba de acuerdo con
todo lo que veía y oía a su alrededor. Todavía me alegra y
me consuela pensar en esto porque, para mí, es un recuerdo
pequeño y lejano del gran sí.
A diferencia del sí de aquel chiquitín - el gran sí tiene sin
duda también en sí, un no claro y distinto: no junto a sí,
sino también en sí. No, quiere decir: ¡no estoy de acuerdo,
falso, equivocado, malo! En el gran sí está contenido este
no. Y no existe un no tan riguroso como el que está conteni­
do en el gran sí. En donde suena y se escucha el gran sí, allá
se ponen en entredicho el orgullo, la estupidez, el engaño y
Para festividades de la Iglesia 259

el engañarse a sí mismos del mundo y del hombre, allá se


condena y se juzga, allá se da al traste con toda autosatis-
facción y vanidad, porque ante este gran sí, nadie se puede
justificar y alabar a sí mismo. Si a uno le es posible conside­
rarse justo y bueno, esto es un signo seguro de que todavía
no ha oído el gran sí.
El gran sí, es un sí a pesar de todo. Sí, tú, mundo, sí, tú,
hombre, suena así: sí, tú eres el mundo que yo quiero, tú
eres el hombre a quien yo quiero; sí, estoy de acuerdo conti­
go, me gustas, a pesar de que tú no lo mereces en absoluto,
a pesar de que yo, propiamente tenga todos los motivos para
lo contrario. Yo te digo sí a ti; en cuanto a los buenos moti­
vos que tengo para decirte no, opongo el motivo todavía
mejor de mi magnífica, justa y santa obstinación, la obstina­
ción de mi gracia. Precisamente y sólo en esta obstinación
mía te digo sí. Pero escucha también el no, que también te
digo al decirte sí. Tú no me oirías, si no oyeses también el
no que en mi sí está escondido.
El gran sí, es un sí porque sí al mundo, al hombre, y
suena así: tú eres, a pesar de todo, el mundo que yo quiero,
tú eres el hombre a quien yo quiero, a pesar de todo estoy
de acuerdo contigo, a pesar de todo me gustas: porque yo,
antes que nada y a fin de cuentas, tengo misericordia de ti.
Y yo me compadezco de ti, porque te soy y te permanezco
fiel. Y te soy y te permanezco fiel, porque me acuerdo de
que yo soy tu creador, y seré tu salvador que te llevará a la
plenitud, porque quiero ser fiel a mí mismo. Este motivo de
mi sí —mi misericordia, mi fidelidad, mi pensamiento— es
aún más profundo y más fuerte que el profundísimo y fortí-
simo motivo que tengo para decirte no. Por este motivo, le
pongo delante mi magnífica, justa y santa obstinación. Por
este motivo me encolerizo contra ti, pero, con la cólera del
gran amor con que vengo a visitarte, te digo ciertamente no,
pero es un no que no se oye en cualquier parte junto a mi sí,
sino que sólo resuena y se oye contenido, encerrado y escon­
dido en mi sí.
El gran sí, es un sí para, es decir, para un determinado
fin y objetivo. Sí, tú, mundo, sí, tú, hombre, suena así: yo
tengo misericordia de ti, yo te soy fiel, yo me acuerdo de mi
bondad como creador y salvador tuyo, y porfío con el moti­
vo que ciertamente tendría para comportarme contigo de
una manera totalmente diferente, para llamarte, para con­
260 Karl Barth

vertirte e invitarte a venir a mí, para arrancarte de tu error,


para transformarte en un nuevo mundo, en un nuevo hom­
bre. Esta voluntad mía hace inevitable, por cierto, mi conde­
na y mi juicio sobre ti y, por lo tanto, mi no. En ésta mi
buena voluntad, sólo puedo encerrar mi no en mi sí. A causa
de esta mi buena voluntad, mi no no puede ser mi primera
palabra, así como tampoco mi última, tampoco puede oírse
junto a la palabra de mi gracia ni como oponiéndose a ella,
sólo puede poner de manifiesto que mi gracia es una gracia
real y libre. Mi voluntad es iluminarte, ayudarte, salvarte.
¿Qué otra cosa sino mi sí, mi gran sí, podría ser para ti luz,
ayuda y salvación?
Hablamos del sí de Dios. Y siendo éste su sí, es el sí
pronunciado a pesar de todo, es pronunciado porque, y es
pronunciado para, el gran sí, que se diferencia de todo pe­
queño sí, porque no sólo tiene incluido en él el no, sino que
también en él está el no superado. “Ni hombre alguno ha
imaginado” (1 Cor 2, 9). Así pues, ningún hombre de por
sí, puede decir este gran sí: ni al mundo, ni a sí mismo ni a
sus prójimos. Pero Dios lo ha dicho y lo dice. Ha bajado
como una palabra de gracia a nosotros, los hombres. Es el
gran sí de navidad, del viernes santo, de la mañana de pas­
cua, de pentecostés. Jesucristo es el gran sí. En Jesucristo se
hace visible de una manera terrible el no de Dios al mundo
y a los hombres, su condenación y su juicio sobre ellos. Pero
incluido también en su misericordia, en su fidelidad, en su
pensamiento, en su bondad, está cautivo en su benevolencia
para iluminarnos, para ayudarnos, para salvarnos. En Jesu­
cristo Dios está claramente de acuerdo con nosotros, clara­
mente somos de su agrado. Oigamos a Pablo una vez más:
“El Hijo de Dios Jesucristo... no fue un ambiguo sí y no; en
él ha habido únicamente un sí, es decir, en su persona se ha
pronunciado el sí a todas las promesas de Dios, y por eso a
través de él respondemos nosotros a la doxología con el
amén a Dios” (2 Cor 1, 19-20).
¿Nosotros? Sí, nosotros, en cuanto dejamos que se nos
ruegue, invite y exija que aceptemos y admitamos el gran sí
pronunciado en Jesucristo, como dicho a nosotros, y vivamos
de él como de nuestro pan de cada día, repartido a los ham­
brientos. Honradamente no podríamos hablar de esto como
de una opinión, doctrina y teoría encontrada y aducida por
nosotros; a otros podría también sólo hacerles mover la ca­
beza: demasiado hermoso para ser verdad, demasiado triunfal
Para festividades de la Iglesia 261

para poderse utilizar, una cosa para niños pequeños como


entonces mi nieto, o una cosa para cristianos u otros optimis­
tas, pero no para hombres sobrios y maduros, que luchan
por la vida, y que por lo tanto saben que no hay ningún sí
sin un no al lado, o detrás, latente, o a veces también, lle­
nándolo todo con su vociferación. Seguro, seguro. Existen
todos los motivos para desconfiar de nuestras opiniones,
doctrinas y teorías cristianas. Pero no existe ninguna dificul­
tad, duda u objeción contra el gran sí, que es y se llama
Jesucristo. Con la verdad y la fuerza de este gran sí, todo
“no” que se pueda alzar y de hecho se alza con demasiados
buenos motivos contra el mundo y contra cada uno de nos­
otros, se convierte en un pequeño no. En este gran sí, el
mundo y cada hombre, en medio del combate del que nadie
se escapa, humilde pero seguro y a salvo, pueden sentirse al
mismo tiempo habilitados para una vigorosa oposición al pe­
cado, a la muerte y al demonio. En este gran sí, se nos
llama a voces con un irresistible ¡adelante!, el de la libertad
de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 21-25). Uno puede y le es
dado vivir de este gran sí, como hombre sobrio y maduro,
sólo de él.
Si pudiera acabar con un suspiro, con un anhelo en este
tiempo de adviento, no podría ser sino: ¡Ah, si la voz de la
iglesia en el mundo (la teología de sus teólogos, la predicación
de sus predicadores, la palabra práctica y eficaz de los cristia­
nos entre ellos, y a los otros) se manifestará mucho, muchí­
simo más con la voz de los testigos de esto único, necesario
(cf. Le 10, 42), de este gran sí, que incluye en él todo no (que
en él se ha hecho pequeño) y que además lo vence!

¿En dón de está Jesucristo?


(Navidad de 1961)

Ha resucitado. Vive y reina “a la diestra de Dios Pa­


dre” 1, es decir, exactamente allí, en las alturas, desde donde

1. Confesión de fe apostólica.
262 Karl Barth

el mundo es regido tanto en las cosas grandes como en


las pequeñas: Él, el mismo que nació en Belén, y que murió
en la cruz en el Gólgota, él, el Señor y Salvador, la única
y total palabra del Dios que ha amado, ama y amará al mun­
do (cf. Jn 3, 16), él, hermano e intercesor de cada uno de
los hombres. A él le ha sido dada toda autoridad (cf. Mt
28, 18).
Así lo dice la confesión de fe cristiana. El saber que él
está allí no es un consuelo pasajero, ni tampoco una esperan­
za por añadidura. Más bien es el abe de la fe cristiana. Y
precisamente allí donde uno conoce y practica este abe, don­
de uno, por lo tanto, cree y sabe que Jesucristo está allí, no
sólo está allí, sino que él mismo está también aquí, en medio
de nosotros. A los que por el poder del Espíritu santo les es
dado creer y saber esto, se les dice: “Mirad que yo estoy con
vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
¿Somos nosotros, los cristianos, personas a las que por el
poder del Espíritu santo les ha sido dado creer y saber esto?
Sí así fuera, la respuesta a nuestra cuestión podría ser senci­
lla: Jesucristo está en todas partes en donde hay cristianos.
Ojalá pudiera uno darse por satisfecho con esta respuesta.
Ojalá pudieran los hombres simplemente mirar y darse cuen­
ta de que donde hay cristianos, allí está el mismo Jesucristo
y, por lo tanto, luz, amor y vida para todos ellos.
Pero precisamente en nosotros, los cristianos, se da tanta
oposición orgullosa, perezosa y estúpida, contra el Espíritu
santo. Por esto hay tanta fe y conocimiento aparentemente
cristianos, que en realidad están muertos, y viéndolos, nin­
gún hombre puede llegar a pensar que Jesucristo ha resucita­
do, está a la diestra de Dios y al igual que allí, está también
aquí para todo el mundo. Quizás los cristianos pidamos de­
masiado poco los dones del Espíritu santo. Tal vez por esto
no nos atenemos a la idea —o sólo a medias— de que Jesu­
cristo ha resucitado y vive. Tal vez por esto tengamos tan
poca fuerza y alegría para mostrar a los otros dónde se lo ha
de buscar y encontrar: en qué altura y en qué profundidad.
Es cosa segura que, nosotros cristianos, no tenemos nun­
ca razón cuando nos lamentamos de la falta de fe, de la
ignorancia, de lo mal que va el mundo. “¡Dadles vosotros
de comer!” (Me 6, 37). En el ambiente que rodea a diez,
cinco o a un sólo cristiano sincero, aunque totalmente imper­
fecto, la cuestión ¿en dónde está Jesucristo? acostumbra a
reducirse por sí misma al silencio, o a hacerse muy tenue.
Para festividades de la Iglesia 263

U n a palabra para el n u evo a ñ o 1


(Año nuevo de 1962)

Queridos paisanos y cristianos, los que estáis cerca y los


que estáis lejos:
Permitidme ser sincero: la preocupación, sí, el miedo,
con que también nosotros, los suizos, entramos en este nue­
vo año, es más fuerte, aunque esté profundamente escondi­
do en nosotros, que los buenos deseos y augurios que tam­
bién hoy, como de costumbre, nos dirigimos los unos a los
otros. El horizonte de las relaciones mundiales que hoy día
nos rodea, no podría ser ya más oscuro. ¿Llegará a detener­
se el impetuoso movimiento que hoy se ha apoderado de los
pueblos? ¿Será posible protegerse de los medios con los que
se amenazan y nos amenazan? ¿Resistirá nuestra democracia,
nuestra neutralidad, nuestra prosperidad, resistiremos nos­
otros, suizos y suizas jóvenes y ancianos, la tormenta, mucho
peor que todas las anteriores, cuando se desencadene?
Con toda seguridad, sólo resistirán los corazones firmes
(cf. Heb 13, 9). Son firmes los corazones de los hombres que
hoy no abrigan odio, cuando la mayoría odian, sino que
aman, cuando sólo son pocos los que aman. Son firmes los
corazones de los hombres, que son más dichosos dando que
recibiendo (cf. Hech 20, 35), que tienen por más importante
tener preparado el pan para los hermanos123, que empuñar
nuevas armas, más espantosas aún, para defenderse. Son fir­
mes los corazones de los hombres, que confían en que todo
lo que debido a nuestra locura humana está pasando y puede
seguir pasando, tiene sus límites y su objetivo en las firmes
y amables manos de Dios. Los corazones firmes de estos
hombres resistirán también lo que el año 1962 pueda traer­
nos, resistirán por siempre.
En el año pasado se ha establecido un nuevo himno na­
cional, por cierto ya conocido de antiguo1. Me parece que

1. Alocución por radio Beromünster.


2. “Brot für Brüder” (pan para hermanos) es el nombre de la organización
eclesiástica de ayuda para el tercer mundo, que en Suiza corresponde al “Brot
für die Welt” (pan para el mundo) de Alemania.
3. No existiendo hasta entonces en Suiza ningún himno nacional, sino que
prácticamente ejercían esta función diferentes canciones que se iban haciendo la
competencia, el gobierno decidió el 12.9.1961 introducir provisionalmente el
264 Karl Barth

en él, se habla quizá demasiado de aurora sonrosada, mar


de niebla, viejos Alpes y cosas por el estilo. Pero en él hay
una frase buena. Dice: “¡Reza, Suiza libre, reza!”. El suizo
que ahora reza, es un suizo libre, tiene un corazón firme y,
por lo tanto, amable, abierto, confiado, y que se mantendrá
firme también en el 1962. ¡Padre nuestro que estás en los
cielos! ¡Santificado sea tu nombre! ¡Venga a nosotros tu rei­
no! ¡Hágase tu voluntad! ¡Así en la tierra como en el cielo!
(Mt 6, 9 s).

N acim ien to de D io s
(Navidad, de 1962)

Precisamente en estos días, ha venido a parar a mis ma­


nos por casualidad un pergamino escrito, provisto de un se­
llo; un documento de hace casi 600 años. Su contenido, con
todas las formalidades exigidas ya en aquel tiempo, se refie­
re a la venta y compra de una casa. La fecha se expresa
como sigue a continuación: “Dado en Basilea, en el lunes
siguiente al día de san Urbano, papa, en el año que a partir
del nacimiento de Dios se cuenta como el mil trescientos
setenta y uno”.
“¡Del nacimiento de Dios!” Los hombres de la edad me­
dia no eran en absoluto tan infantiles, como uno se ima­
gina frecuentemente, ni tampoco eran mejores y más pia­
dosos que nosotros. Pero su pensamiento y su manera de
hablar tenían a ojos vistas una dimensión que, si bien no
se ha perdido para nosotros, puede sin embargo haberse
hecho poco clara. Cuando ellos “contaban”, aún tratándose
de dinero y bienes materiales, y de comercio, a partir del
“nacimiento de Dios”, conocían seguramente mejor que
nosotros el misterio de su tiempo, de su historia y de su
vida.

“Schweizerpsalm” (1841) de L. Widmer (1808-1868), hasta el 31.12.1964, como


himno nacional para el ejército, y en el terreno de las representaciones diplomá­
ticas suizas en el extranjero. (El 13.7.1965, esta provisionalidad se prolongó por
un plazo indefinido).
Para festividades de la Iglesia 265

Navidad nos recuerda este misterio, tanto si lo sabemos


y reflexionamos como si no, este misterio que es también el
misterio de nuestro tiempo, de nuestra historia y de nuestra
vida. De allí venimos nosotros. Todo “cuenta” a partir de
allí. De ahí viene también que todo lo económico y todo lo
político tengan su sentido y su orden, su principio y su fin
escondidos: de que Dios consintió -en toda su excelsitud lle­
gó a consentir- en nacer y, por lo tanto, en hacerse hombre.
La contradicción de este mensaje, del mensaje de navidad,
respecto a todo lo que el hombre pudiera pensar u opinar de
Dios y de sí mismo, se hace evidente a plena luz.
¿Cómo iba a hacerse hombre aquel que está por encima
de todo lo que existe, que sólo nace en la eternidad y de una
manera incomprensible, cómo iba el hombre a hacerse su
hermano, y de una vez para siempre: hacía 1371 años enton­
ces, y hace 1962 años hoy? No es necesaria una particular
agudeza intelectual para dudar de eso, para protestar como
contra una injuria infligida al sano entendimiento del hom­
bre y a toda experiencia. Pero por fortuna, no hay nada de
eso. Precisamente esta contradicción respecto a todo lo que
el hombre pudiera pensar u opinar de Dios y de sí mismo,
en el mensaje de navidad se ha manifestado realmente, por
encima de todo entendimiento humano, sano y no sano,
por encima de toda experiencia, segura y no segura.
Este mensaje dice que el tiempo de los dioses elevados, le­
janos y extraños, de los dioses sin tiempo ni espacio, que tam­
bién es el tiempo de los hombres sin Dios, ya ha pasado y
queda atrás. Incluso dice que el querer entender nuestros
tiempos, nuestras historias universales y las historias de nues­
tras vidas, como el dominio de estos dioses inhumanos y, por
consiguiente, como el dominio de los hombres sin Dios, fue
siempre un error y una mentira. Fue desde siempre, es hoy y
será siempre, Señor del tiempo, de la historia y de la vida: el
Dios que ha amado, ama y amará a los hombres, no para venir
a menos, sino en prueba de su majestad divina.
Desde siempre fue el hombre el interlocutor de este
Dios, y lo es y lo será también en todo el presente y el
futuro. Precisamente, según el mensaje de navidad, se ha
decidido de una vez para siempre sobre esta cuestión, en
cuanto Dios, naciendo, se hizo un hombre igual que nos­
otros. Este es el Dios verdadero y vivo, junto a quien todos
los otros (hasta los más elevados, los más espirituales, los
más magníficos entre ellos) son dioses falsos y muertos.
266 Karl Barth

Y el hombre auténtico es el interlocutor de este Dios, junto


a quien el sin Dios sólo puede existir como un fantasma. Si
tú preguntas ¿quién es éste?, Lutero ha cantado de este
Dios: “Se llama Jesucristo, el Señor Sebaoth, y no existe
otro Dios, él ha de quedar dueño del campo” . 1
Se puede dudar de muchas cosas, pero no se puede dudar
de que este Dios quedará dueño del campo. Así como tam­
poco de que nuestra celebración de Navidad como recuerdo
del nacimiento de Dios, sólo puede y debe ser algo glorioso,
más de lo que se ensalza en nuestras canciones de navidad:
“mi corazón saltará de gozo” 12, etc. ¿A qué es debido que se
haya convertido en algo tan profundamente ambivalente,
por lo que nuestro corazón apenas muestra una gran inclina­
ción a “saltar”? Y sin embargo, en cierta manera, todos nos­
otros somos honrados y piadosos (religiosos). En este senti­
do, las acostumbradas quejas sobre la maldad y la locura del
género humano tienen aires grotescos.
Lo penoso es que en el trabajo y en el descanso, en
nuestra alta y baja “política” , en la vida económica, en el
deporte y en la circulación, también y desgraciadamente
con mucha frecuencia en nuestras iglesias, y no menos en
nuestras relaciones familiares y sociales, vamos viviendo
año tras año, como si en vez de “contar” a partir del na­
cimiento de Dios, lo hiciésemos a partir de la revelación de
cualesquiera falsos dioses, falsos por inhumanos. Pero esto
significa que en el servicio de estos dioses, que no son dio­
ses, somos honrados y piadosos: con relación a todas las
ideas, principios y poderes posibles, que nos parece bien
considerar como dioses y que, por lo tanto, respetamos
como a autoridades, pero no con relación al Dios que se
hizo, es y será hombre.
No es de maravillar que, yendo así las cosas entre nos­
otros, los hombres, aun con la mejor voluntad, sea todo tan
inhumano, duro, rígido y frágil: una “guerra fría” sin fin, se­
creta o abierta. Y qué puede extrañarnos, si de la navidad se
ha hecho un negocio y una empresa, que uno acostumbra a
mirar con algo de tristeza cuando se acerca y que acos­
tumbra a mirar también con algo de tristeza cuando ya

1. De la estrofa 2.a del cántico 342 (EKG 201) “Ein feste Burg ist unser
Gott” (1529) de M. Luther.
2. Cántico 119 (EKG 27) (1653) de P. Gerhardt.
Para festividades de la Iglesia 267

ha pasado. Sin su misterio, es imposible que los días de navi­


dad sean los días gozosos, benditos, portadores de gracia,
que cantan los niños.3
No se trata del “dogma”. Por cierto que nos iría muy
bien, no eludir el dogma tan a la ligera y con tanta descon­
fianza, como sucede frecuentemente. Lo que uno podría ha­
cer -y esto sería lo mejor- es despertar la atención al miste­
rio de navidad por medio de la alabanza del verdadero Dios
y verdadero hombre de la que están llenos todos los cánticos
de navidad oficiales. Pero no se trata del dogma, sino del
misterio de la navidad misma, que en el dogma sólo se indica
incipientemente.
Se trata del nacimiento de Dios, del que nosotros proce­
demos, que es el aire en que podemos respirar, sin el cual,
con la bomba atómica y otros horrores o sin ellos, sólo pode­
mos luchar desamparados para tener un respiro y para tener
que morir finalmente ahogados en nuestra hermosa y vieja
tierra o en el así llamado “universo”, como comunistas o an­
ticomunistas. Se trata de que dejemos que nos hable la huma­
nidad de Dios, en la que se hace visible y asequible su verda­
dera divinidad, que la admitamos como la realidad que se nos
da para nuestro provecho tanto en lo grande como en lo pe­
queño y que permanezcamos en ella, en vez de saltar en el va­
cío fuera de ella. Nosotros no podemos inventarla ni hacerla.
Hacer esto (¡querer hacerlo sería pura arrogancia!) tampoco
es necesario, porque esta realidad ya ha sido inventada por el
único inventor competente, ya ha sido desde hace tiempo
creada por el único poderoso creador, para la salvación de
todo el mundo y de cada uno de los hombres. Lo que pode­
mos hacer es sencillamente y seriamente alegrarnos de ella.
Nosotros podemos contar con que la primera y la última
palabra en la lucha de la humanidad contra lo inhumano
ha sido válidamente pronunciada de una vez para siempre.
Y también podemos, en nuestras compras y en nuestras ven­
tas, “contar a partir del nacimiento de Dios el año mil nove­
cientos sesenta y dos” ; del nacimiento de Dios, ocurrido de
un modo que “supera todo razonar” (Flp 4, 7), no en contra
sino a favor del hombre verdaderamente malo e insensato,
pero que Dios se ha escogido como hermano. Sólo se trata
de que hagamos lo que podemos hacer.

3. Cántico 128: “O du frohliche" de J. D. Falk (1768-1826).

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