El Lamento de La Garza - Lian Hearn PDF
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El Lamento de La Garza - Lian Hearn PDF
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Lian Hearn
El lamento de la garza
Leyendas de los Otori - 4
ePUB v1.1
OZN 26.05.12
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2005, The harsh cry of the heron
Traducción: Mercedes Núñez
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—¡Venid, deprisa! Nuestros padres están luchando.
Otori Takeo escuchó con claridad la voz de su hija, quien llamaba a sus hermanas
desde la residencia del castillo de Inuyama. También oía la mezcla de sonidos
procedentes del resto de la fortaleza y de la lejana ciudad. Sin embargo, hacía caso
omiso de todos ellos, de la misma manera que desatendía la melodía de los tablones
del suelo de ruiseñor, bajo sus pies. Únicamente se concentraba en el oponente que
tenía frente a sí: su esposa Kaede.
Combatían con palos de madera. Takeo era más alto; ella, zurda de nacimiento,
contaba con igual fuerza en ambas manos, mientras que la mano derecha de su esposo
había sido herida con la hoja de un puñal muchos años atrás. Por eso Takeo había
tenido que aprender a utilizar la izquierda. Y no era aquélla la única lesión que
entorpecía sus movimientos.
Era el último día del año. El frío resultaba intenso, el cielo se mostraba de un gris
macilento y el sol apenas se vislumbraba. Durante el invierno, con frecuencia
practicaban la lucha: el cuerpo entraba en calor y las articulaciones se mantenían
flexibles; además, a Kaede le agradaba que sus hijas comprobaran cómo una mujer
podía luchar igual que cualquier hombre. Las hermanas llegaron corriendo. Con la
entrada del nuevo año, Shigeko, la mayor, cumpliría quince años y las gemelas, trece.
Bajo los pies de la primogénita las tablas de la veranda comenzaron a cantar, mientras
que sus hermanas, a la manera de la Tribu, apenas rozaban el entarimado. Desde
niñas habían correteado por el suelo de ruiseñor y, casi sin darse cuenta, aprendieron
la forma de mantenerlo en silencio.
Kaede se tapaba el rostro con una bufanda de seda roja, de modo que Takeo sólo
podía verle los ojos, ahora brillantes a causa de la lucha. Sus movimientos resultaban
ágiles e impetuosos y costaba creer que fuera madre de tres hijas, pues aún se movía
con la potencia y la libertad de una muchacha. El empuje de Kaede recordaba a
Takeo su propia edad y debilidad física. Su esposa asestó un golpe sobre el palo que
él sostenía y la mano se le resintió por el dolor.
—Me rindo —anunció.
—¡Ha ganado Madre! —exclamaron sus hijas.
Shigeko corrió hacia Kaede con una toalla.
—Para la vencedora —le dijo inclinando la cabeza y ofreciéndole el paño con
ambas manos.
—Demos gracias a que estamos en tiempos de paz —observó la señora Otori con
una sonrisa, mientras se secaba el rostro—. Vuestro padre ha aprendido las artes de la
diplomacia, y ya no necesita luchar para sobrevivir.
—Por lo menos, he conseguido entrar en calor —repuso Takeo, y después realizó
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una seña a uno de los guardias que habían estado observando desde el jardín para que
recogiera las armas.
—Permítenos luchar contra ti, Padre —suplicó Miki, la menor de las gemelas. Se
encaminó al borde de la veranda y extendió los brazos en dirección al soldado. Al
entregarle el palo de madera, éste tuvo especial cuidado en no mirar o rozar a la niña.
Takeo se percató de la reticencia del centinela. Incluso los hombres maduros, los
soldados aguerridos, temían a las gemelas; lo mismo le ocurría, reflexionó con
lástima, a la propia madre de las niñas.
—Veamos lo que ha aprendido Shigeko —propuso Takeo—. Podéis combatir con
ella, un asalto cada una.
Durante varios años, su hija mayor había pasado largas temporadas en el templo
de Terayama, donde bajo la supervisión del anciano abad, Matsuda Shingen, y la de
Kubo Makoto y Miyoshi Gemba, aprendía la Senda del houou. Shigeko había
regresado a Inuyama el día anterior para celebrar con su familia el Año Nuevo, así
como su propia mayoría de edad. Ahora, Takeo la observaba mientras ella cogía el
palo que su padre había utilizado y se aseguraba de que Miki se quedase con el más
liviano. Físicamente, la joven se parecía mucho a su madre. Ambas compartían la
misma esbeltez y aparente fragilidad, pero Shigeko disponía de personalidad propia:
era práctica, cordial y ecuánime. La Senda del houou imponía una disciplina rigurosa,
y los maestros de Shigeko no le hacían concesión alguna a causa de su edad o su
condición de mujer. A pesar de ello la muchacha aceptaba con entusiasmo las
enseñanzas y el adiestramiento, los largos días de silencio y soledad. Había acudido a
Terayama por elección propia, puesto que la Senda del houou era una vía de paz y
desde la niñez había compartido con su padre la visión de una tierra tranquila donde
la propagación de la violencia jamás se permitía.
Su método de lucha era muy diferente al que había aprendido Takeo, y éste
disfrutaba al observar a su hija mayor y percatarse de que los movimientos de ataque
tradicionales se habían transformado en acciones de defensa propia, con el objetivo
de desarmar al adversario sin herirle.
—Nada de trampas —advirtió Takeo a Miki, pues las gemelas poseían las mismas
dotes extraordinarias que su padre, heredadas de la Tribu.
Incluso más, sospechaba él. A punto de cumplir trece años, iban desarrollando
tales destrezas con rapidez, y aunque tenían prohibido emplearlas en la vida
cotidiana, a veces no conseguían vencer la tentación de engañar a sus maestros y
burlar a los sirvientes.
—¿Por qué no puedo yo enseñarle a Padre lo que he aprendido? —protestó Miki,
pues ella también había regresado recientemente de la aldea de la Tribu, donde la
familia Muto se encargaba de su adiestramiento.
Su hermana Maya acudiría allí una vez concluidas las festividades. En aquellos
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días eran contadas las ocasiones en que se reunía toda la familia, pues la diferente
formación de las hijas y la obligación de los padres de atender a los Tres Países por
igual suponían viajes constantes y frecuentes separaciones. Las exigencias de
gobierno iban en aumento: negociaciones con el extranjero; expediciones y
transacciones comerciales; el mantenimiento y desarrollo del armamento; la
supervisión de los distritos locales que organizaban su propia administración; la
experimentación agrícola; la importación de nueva tecnología y de artesanos
extranjeros; los tribunales, que atendían toda clase de quejas y agravios. Takeo y
Kaede compartían tales cargas en igual medida. Ella se ocupaba principalmente del
Oeste; él, del País Medio, y ambos, conjuntamente, del Este, donde la hermana de
Kaede, Ai, y su marido, Sonoda Mitsuru, mantenían el control del anterior dominio
Tohan.
Miki, aunque media cabeza más baja que su hermana mayor, contaba con gran
fortaleza y velocidad; en comparación, parecía que Shigeko apenas se movía. Aun
así, la gemela no conseguía superar la guardia de su contrincante. Momentos después
Miki perdió el palo con el que combatía, que se le escapó volando de las manos.
Mientras se elevaba en el aire, Shigeko lo atrapó sin esfuerzo alguno.
—¡Has hecho trampa! —protestó Miki, falta de respiración.
—El señor Gemba me enseñó esa técnica —respondió su hermana con orgullo.
Maya, la otra gemela, se enfrentó a Shigeko a continuación, con igual resultado.
Con las mejillas ruborizadas, la mayor de las hermanas suplicó:
—Padre, déjame luchar contra ti.
—Muy bien —accedió él, impresionado por lo mucho que la joven había
aprendido y curioso por averiguar cómo respondería ante la técnica de un guerrero
veterano.
Takeo atacó con rapidez, sin reservas, y el primer asalto tomó a su hija por
sorpresa. Le rozó el pecho con el palo, si bien reprimió el impulso para no herirla.
—Una espada te habría matado —señaló.
—Otra vez —replicó ella con calma, en esta ocasión preparada para el ataque. La
muchacha comenzó a moverse suave y rápidamente, esquivó dos golpes y se plantó
en el costado derecho de su progenitor, donde la mano era más débil. Avanzó un
poco, lo suficiente para desestabilizarle, y luego contorsionó el cuerpo entero. El palo
se le escapó a su padre de las manos y cayó al suelo.
Takeo escuchó cómo las gemelas, al igual que los centinelas, ahogaban un grito.
—Bien hecho —aprobó.
—No te has esforzado —se quejó Shigeko, decepcionada.
—Sí que me he esforzado, tanto como en el primer asalto. De todas formas, hay
que tener en cuenta que tu madre ya me había dejado exhausto, y además estoy viejo
y en baja forma física.
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—¡No! —exclamó Maya—. Shigeko ha ganado.
—Pero es como si hicieras trampa —replicó Miki con seriedad—. ¿Cómo es
posible?
Su hermana mayor esbozó una sonrisa mientras sacudía la cabeza.
—Hay que emplear la mente, el espíritu y el cuerpo al mismo tiempo. Tardé
meses en aprenderlo. No puedo explicarlo así como así.
—Lo has hecho muy bien —intervino su madre—. Estoy orgullosa de ti.
Su voz denotaba cariño y admiración, como era habitual cuando Kaede se dirigía
a su hija mayor.
Las gemelas intercambiaron una mirada.
"Tienen celos", pensó Takeo. "Saben que su madre quiere a Shigeko más que a
ellas." Entonces le embargó el frecuente sentimiento de protección hacia sus hijas
menores. Siempre había intentado apartarlas de cualquier daño, desde el momento
mismo de su nacimiento, cuando Chiyo había querido llevarse a Miki, la segunda, y
dejarla morir. En aquellos días se trataba de una práctica habitual que, posiblemente,
seguía en vigor en la mayor parte del país, ya que se consideraba que el nacimiento
de gemelos era antinatural en los seres humanos y les asemejaba a animales tales
como los perros o los gatos.
—Podrá parecerte cruel, señor Takeo —le había advertido Chiyo—, pero es mejor
actuar ahora que tener que soportar la desgracia y la mala fortuna a las que, como
padre de gemelas, la gente pensará que estás destinado.
—¿Cómo será posible que el pueblo abandone de una vez por todas sus
supersticiones y crueldades si no les damos ejemplo? —replicó Takeo, indignado,
pues al haberse criado entre los Ocultos valoraba la vida de un niño por encima de
cualquier otra cosa, y no podía creer que perdonar la vida a un recién nacido pudiera
ser objeto de desaprobación o de mala suerte.
Con posterioridad, le había sorprendido la tenacidad de semejante superstición.
La propia Kaede no era del todo ajena a ella, y su actitud para con sus hijas menores
reflejaba su incómoda ambivalencia. Prefería que vivieran separadas, y así ocurría
durante la mayor parte del año, puesto que se alternaban a la hora de alojarse con la
Tribu; además, no quería que las dos gemelas se hallaran presentes en la celebración
de la mayoría de edad de su hermana, temiendo que su presencia pudiera traer mala
suerte a Shigeko. Pero ésta, que se mostraba tan protectora con las mellizas como su
propio padre, había insistido en que ambas la acompañaran. Takeo se alegró por ello,
pues nunca se sentía tan feliz como cuando la familia al completo se reunía, cuando
se encontraban a su lado. Miró a sus hijas y a su mujer con afecto, y de pronto cayó
en la cuenta de que tal sentimiento estaba siendo reemplazado por otro más
apasionado: el deseo de yacer con su esposa y notar la piel de Kaede contra la suya.
La lucha con los palos de madera había despertado recuerdos de cuando se enamoró
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de ella, de la primera vez que se habían enfrentado en combate en Tsuwano. Él tenía
diecisiete años y ella, quince. Fue allí mismo, en Inuyama, casi exactamente en el
mismo lugar donde ahora se encontraban, donde habían yacido juntos por vez
primera, llevados por una pasión nacida del sufrimiento y la desesperación. La
residencia anterior, el castillo de Iida Sadamu —el primer suelo de ruiseñor—, había
ardido en la caída de la ciudad de Inuyama; pero Arai Daiichi la había hecho
reconstruir de forma similar y ahora se había convertido en una de las célebres Cuatro
Ciudades de los Tres Países, a las que el gobierno se trasladaba alternativamente cada
tres meses.
—Las chicas deberían descansar —comentó Takeo, puesto que a medianoche se
celebrarían prolongadas ceremonias ante los santuarios, a las que seguiría la fiesta del
Año Nuevo. No se irían a la cama hasta la hora del Tigre—. Yo también me tumbaré
un rato.
—Voy a pedir que lleven braseros a la habitación —repuso Kaede—; en seguida
me reuniré contigo.
Rara cuando acudió junto a su esposo, el temprano atardecer invernal se había
instalado ya. A pesar de los braseros, en los que el carbón vegetal lanzaba destellos,
el aliento de Kaede formaba una nube blanca en el aire gélido. Había tomado un
baño, y la fragancia a salvado de arroz y hojas de aloe permanecía en su piel. Bajo la
acolchada túnica de invierno su cuerpo emitía calor. Takeo desabrochó el fajín de su
esposa e introdujo las manos bajo el tejido, atrayendo a Kaede hacia sí. Luego aflojó
el pañuelo que le cubría la cabeza, lo apartó a un lado y acarició la pelusa de tacto
sedoso.
—No —objetó ella—. Es horrible.
Takeo sabía que su mujer nunca se había repuesto de la pérdida de su hermosa
cabellera ni de las cicatrices que marcaban su pálida nuca, que arruinaban la belleza
que antaño fuera motivo de leyendas y supersticiones; pero él no reparaba en la
deformidad, tan sólo apreciaba la vulnerabilidad de su mujer que, a sus propios ojos,
la hacía aún más adorable.
—Me gusta. Ocurre como con los actores: te hace parecer un hombre y una mujer
al mismo tiempo; adulta y niña a la vez.
—Entonces tú también tienes que mostrarme tus heridas. —Kaede apartó el
guante de seda que Takeo solía llevar en la mano derecha y se llevó a los labios los
muñones que ahora tenía por dedos—. ¿Te hice daño, antes?
—No; sólo me molesta un poco. Los golpes sacuden las articulaciones y me
provocan dolor... —y en voz baja, añadió:— La desazón que ahora siento es por otro
motivo.
—Eso sí puedo curarlo —susurró ella tirando de él, abriéndose para él, llevándole
a su interior, enfrentándose a su urgencia con la suya propia y luego derritiéndose de
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ternura. Adoraba la familiaridad de la piel de su marido, su cabello, su olor y la
peculiaridad que cada acto de amor traía nuevamente consigo.
—Siempre logras curarme —dijo él, más tarde—. Me devuelves la entereza.
Kaede yacía en los brazos de Takeo, con la cabeza apoyada en el hombro de éste.
Paseó la vista por la habitación. Las lámparas brillaban sobre sus pedestales de hierro,
pero más allá de las contraventanas el cielo se hallaba en tinieblas.
—Debió de ser muy cerca de aquí donde nos abrazamos por primera vez.
—Mientras Iida estaba muerto, tirado en el suelo. Creo que estábamos poseídos.
—Poseídos, aterrorizados, desesperados. Así me sentía yo. No quería admitir lo
que había hecho. Y no esperaba volver a ver otro amanecer. Me costaba dar crédito a
que estuvieras allí, conmigo. Me parecía algo sobrenatural, como si tu valentía
hubiera colmado todos mis deseos.
Takeo volvió la cabeza para mirarla.
—No fue valentía. Tenía la intención de matar a Iida, pero él ya estaba muerto.
Permití que todo el mundo creyera que yo le había matado; pensé que así te
protegería —murmuró, y se sumió en el silencio.
—Lo valeroso fue el hecho de regresar al castillo con la intención de asesinarle
—argumentó Kaede.
—A lo largo de mi vida he cometido muchos actos de los que me arrepiento —
replicó él—. Entre ellos, ese engaño no fue el peor, pero no por eso ha dejado de
existir. Ojalá pudiera enmendarlo y contarle al mundo entero quién vengó en realidad
las muertes del señor Shigeru y la señora Maruyama.
—Yo me alegro de que el secreto siga sin desvelarse —repuso Kaede—. Además,
piensa en la confusión que causarías entre los cantores y los poetas: tendrían que
volver a escribir el relato de tus gestas.
—El hecho de que todos estos años me hayan tomado por un héroe ha resultado
de utilidad, y buena parte de lo que he conseguido ha sido por esa causa. Pero no
puedo evitar la sensación de haber estado fingiendo toda mi vida, asumiendo
cualidades que no poseo. Las hazañas que ahora se celebran ocurrieron gracias a la
ayuda de otras personas, que por lo general han pasado desapercibidas, o por la
intervención del destino.
—La carrera a la costa es una de las más celebradas —apuntó Kaede, con un
matiz de broma en su voz.
—¡Exacto! Y, sin embargo, estaba huyendo de Arai.
—Y luego el Cielo se encargó del propio Arai —prosiguió Kaede—. Has
permitido que el destino o los espíritus del Más Allá te utilizaran para sus propósitos.
¿Qué otra cosa puede hacer cualquiera de nosotros?
—No hubiera logrado nada sin ti —Takeo acercó a su esposa de nuevo junto a sí
y, suavemente, pasó las manos por su cuello magullado, notando al tacto las rígidas
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nervaduras de tejido causadas por las llamas—. Mientras permanezcamos unidos,
nuestro país conservará la paz y la fortaleza.
—Tal vez hayamos concebido un hijo varón... —musitó Kaede, incapaz de
ocultar la añoranza que su voz denotaba.
—¡Confío en que no! —exclamó Takeo—. Por dos veces, mi descendencia ha
estado a punto de costarte la vida. No necesitamos un varón —añadió, con tono más
ligero—. Ya tenemos tres hijas.
—Eso le dije una vez a mi padre —confesó Kaede—. Yo opinaba que debería
tener los mismos derechos que si hubiera nacido hombre.
—Así sucederá con Shigeko. Heredará los Tres Países, que luego pasarán a sus
hijos.
—¡Sus hijos! Ella misma parece aún una niña y, sin embargo, casi ha alcanzado la
edad para desposarse. ¿A quién podremos encontrar para su matrimonio?
—No hay prisa. Shigeko es un tesoro, una joya de valor incalculable. No la
entregaremos a bajo precio.
Kaede retomó el tema anterior, como si le carcomiera por dentro.
—Deseo darte un hijo varón.
—A pesar de tu propia herencia y del ejemplo de la señora Maruyama, sigues
hablando como la hija de una familia de guerreros.
Pasados unos instantes, ella respondió con voz pausada:
—Pero quizá seamos demasiado mayores. Todos se preguntan por qué no tomas
una segunda esposa o una concubina con la que tener más hijos.
—Sólo deseo a una mujer —replicó Takeo con seriedad—. Sean cuales fueren las
emociones que he simulado sentir o los papeles que haya podido interpretar, mi amor
por ti es auténtico, verdadero. Jamás yaceré con nadie más que contigo. Ya sabes que
hice un juramento a la diosa Kannon, en Okama. Lo he cumplido durante dieciséis
años y no pienso quebrantarlo ahora.
—Me moriría de celos —admitió Kaede—. Pero lo que yo sienta carece de
importancia en comparación con las necesidades del país.
—El amor que nos une conforma los cimientos de nuestro buen gobierno. Nunca
haré nada que pueda minarlos.
La oscuridad y la quietud que los envolvía impulsaron a Kaede a dar voz a sus
preocupaciones.
—A veces tengo la impresión de que las gemelas me obstruyeron la matriz. Tal
vez, si no hubieran nacido, yo habría podido concebir hijos varones.
—No deberías prestar atención a las supersticiones propias de las ancianas.
—Puede que tengas razón; pero ¿qué será de nuestras hijas menores? Si algo
llegara a sucederle a Shigeko, que el Cielo no lo permita, es impensable que
recibieran la herencia que corresponde a su hermana. ¿Y con quién se casarán?
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Ninguna familia de nobles o de guerreros se arriesgaría a aceptar a una gemela, sobre
todo si está contaminada (perdóname, te lo ruego) con la sangre de la Tribu y cuenta
con esos poderes extraordinarios que tanto recuerdan a la brujería.
Takeo no podía negar que a menudo le perturbaban los mismos temores, pero
trataba de apartarlos de su mente. Las gemelas eran casi unas niñas: ¿quién sabía lo
que el destino les tenía guardado?
Kaede hablaba con voz soñolienta.
—¿Te acuerdas cuando nos separamos en Terayama? Me miraste fijamente a los
ojos y me quedé dormida. Nunca te he contado que soñé con la diosa Blanca. "Ten
paciencia —me dijo—, él vendrá a buscarte". Y en las cuevas sagradas volví a
escuchar su voz, que repetía las mismas palabras. Fue lo único que me ayudó a
soportar el cautiverio en casa del señor Fujiwara. Allí aprendí a ser paciente, a
esperar, a no hacer nada que pudiera servir de excusa para tener que quitarme la vida.
Y después, una vez que él hubo muerto, las cuevas eran el único lugar donde
anhelaba estar; deseaba regresar a la diosa. Si tú no hubieras llegado, habría
permanecido allí, a su servicio, el resto de mis días. Pero llegaste. Te vi... tan delgado,
todavía afectado por el veneno, con tu hermosa mano destrozada. Jamás olvidaré
aquel momento: tu mano sobre mi cuello, la nieve cayendo, el áspero lamento de la
garza...
—No merezco tu amor —susurró Takeo—. Es la mayor bendición de mi
existencia; no puedo vivir sin ti. Mi vida también ha sido guiada por una profecía...
—Me lo contaste. Y hemos presenciado cómo se cumplía: las cinco batallas; la
tierra, que cumpliría el deseo del Cielo...
"Le anunciaré el resto ahora —resolvió Takeo—, le explicaré que no quiero
varones porque la ermitaña ciega me dijo que mi propio hijo me traería la muerte. Le
hablaré de Yuki y del hijo que ésta tuvo, que ahora tiene dieciséis años y del que yo
soy padre".
Pero no encontró aliento para causar dolor a su mujer. ¿Qué conseguiría
removiendo el pasado? Las cinco batallas habían entrado a formar parte de la
mitología de los Otori, aunque Takeo era consciente de que él mismo había decidido
cómo contar aquellas batallas: podrían haber sido seis, o cuatro, acaso tres. Era
posible alterar y manipular las palabras de manera que pudieran significar casi
cualquier cosa. Cuando se creía en una predicción, ésta con frecuencia se convertía en
realidad. Decidió no difundir la profecía, no fuera a ser que, al hacerlo, le otorgara
vida.
Se dio cuenta de que Kaede se había dormido. Bajo las mantas sentía calor,
aunque en el rostro notaba el aire helado. Al cabo de un rato tendría que levantarse,
tomar un baño, vestirse con ropas formales y prepararse para las ceremonias que
darían la bienvenida al Año Nuevo. Sería una noche larga. Los músculos de Takeo
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empezaron a relajarse y él también se sumió en el sueño.
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Las tres hijas del señor Otori amaban el camino de entrada al templo de Inuyama,
pues estaba jalonado con estatuas de perros blancos intercaladas entre linternas de
piedra donde ardían cientos de lámparas en las noches de las grandes festividades;
éstas arrojaban luces parpadeantes sobre las figuras, haciéndolas parecer vivas. El
aire frío, impregnado de humo y del aroma a incienso y a pino recién cortado, les
entumecía las mejillas, las manos y los pies.
Los devotos que realizaban la primera visita sagrada del Año Nuevo se apiñaban
en los escalones de piedra que ascendían hasta el templo, y desde las alturas tañía la
gigantesca campana, que provocaba escalofríos en Shigeko. Su madre se encontraba
unos cuantos pasos por delante de ella; caminaba junto a Muto Shizuka, su mejor
amiga. El marido de ésta, el doctor Ishida, se hallaba ausente debido a uno de sus
viajes al continente. No se esperaba su regreso hasta la primavera, y Shigeko se
alegraba de que Shizuka fuera a pasar el invierno con la familia Otori, pues era de las
pocas personas a las que las gemelas respetaban y prestaban atención; además,
pensaba la joven, Shizuka se preocupaba genuinamente por ambas niñas y sabía
comprenderlas.
Las gemelas caminaban junto a su hermana mayor, una a cada lado. De vez en
cuando alguien de entre la multitud que las rodeaba se quedaba mirándolas y luego se
apartaba, no fuera a ser que tropezara con las muchachas; pero, en general, bajo la
tenue luz pasaban inadvertidas.
Shigeko sabía que varios guardias las escoltaban, tanto por delante como a sus
espaldas, y que Taku —el hijo de Shizuka— atendía al padre de las muchachas
mientras éste llevaba a cabo las ceremonias en la nave principal del templo. La joven
no tenía miedo, en absoluto; sabía que tanto Shizuka como su madre iban armadas
con espadas cortas y ella misma escondía bajo su túnica un palo de gran utilidad que
Gemba le había enseñado a utilizar con el fin de incapacitar a un hombre sin llegar a
matarlo. En su fuero interno albergaba la esperanza de poder ponerlo a prueba, pero
no parecía probable que las atacaran en pleno corazón de Inuyama.
Con todo, había algo en la oscuridad de la noche que la hacía mantenerse en
guardia: ¿no solían decirle sus maestros que un guerrero siempre debe estar
preparado de manera que la muerte, ya fuera la propia o la del adversario, pudiera
evitarse al anticiparse a ella?
Llegaron a la nave principal del santuario, donde Shigeko advirtió la figura de su
padre, empequeñecida por los altos techos y las gigantescas estatuas de los señores
del Cielo, los guardianes del otro mundo. Costaba creer que aquel hombre de aspecto
sobrio, sentado con tanta gravedad ante el altar, fuera el mismo contra el que ella
había combatido la pasada tarde sobre el suelo de ruiseñor. La embargó una oleada de
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cariño y respeto hacia Takeo.
Una vez que se hubieron realizado las ofrendas y entonado las oraciones ante el
Iluminado, las mujeres se alejaron hacia la izquierda y siguieron ascendiendo la
ladera de la montaña hasta el santuario de Kannon, la Misericordiosa. Allí, los
guardias se detuvieron a las puertas, pues el acceso al recinto sólo se permitía a las
mujeres.
Cuando Shigeko se arrodilló sobre el escalón de madera situado frente a la
reluciente estatua, Miki agarró a su hermana de la manga.
—Shigeko, ¿qué hace ahí ese hombre? —susurró.
—¿Dónde?
Miki señaló el final de la veranda. Una joven caminaba hacia ellas, al parecer
transportando un regalo: se hincó de rodillas frente a Kaede y alargó la bandeja.
—¡No la toques! —indicó Shigeko con un grito—. Miki, ¿cuántos hombres?
—Dos —respondió la gemela también a voces—. ¡Llevan cuchillos!
En ese momento Shigeko los vio. Aparecieron saltando por el aire, desplazándose
en dirección a ellas. La muchacha lanzó otro grito de advertencia y sacó el palo.
—¡Van a matar a nuestra madre! —chilló Miki.
Pero Kaede ya se había puesto alerta con el primer grito de su hija mayor y
empuñaba su espada. La joven desconocida le lanzó la bandeja a la cara y sacó su
propia arma, pero Shizuka, también armada, desvió la estocada haciendo que el
cuchillo saliese volando por el aire. Luego se giró para enfrentarse a los hombres.
Kaede agarró a la mujer y la arrojó al suelo, donde la inmovilizó.
—Maya, busca dentro de la boca —señaló Shizuka—. ¡No dejes que se trague el
veneno!
La desconocida se movía agitadamente y lanzaba patadas, pero Maya y Kaede le
abrieron la boca a la fuerza. La gemela introdujo los dedos, localizó la cápsula de
veneno y la sacó.
El ataque de Shizuka había alcanzado a uno de los hombres, cuya sangre caía a
raudales por los escalones y el suelo. Shigeko golpeó al otro enemigo en un lado del
cuello, donde Gemba le había enseñado, y mientras el asaltante se tambaleaba
empujó el palo y le sacudió en la entrepierna. El hombre se contorsionó y empezó a
vomitar a causa del intenso dolor.
—¡No les mates! —gritó a Shizuka; pero el herido ya había huido, adentrándose
en el gentío. Los guardias le atraparon, aunque no lograron salvarle de la enfurecida
multitud.
Más que conmocionada por el ataque, Shigeko estaba perpleja por la torpeza y el
fracaso del mismo. Siempre había creído que los asesinos resultaban más mortíferos;
pero cuando los guardias entraron al patio para aprisionar con cuerdas a los dos
supervivientes y después se los llevaron, vio los rostros de ambos a la luz de las
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linternas.
"¡Son jóvenes! No mucho mayores que yo."
Los ojos de la muchacha capturada se encontraron con los suyos. Shigeko jamás
lograría olvidar aquella mirada de odio.
Era la primera vez que se había enfrentado a quienes deseaban verla muerta, y
cayó en la cuenta de que ella misma había estado a punto de matar. Se sintió aliviada
y agradecida por no haber acabado con la vida de aquellos dos jóvenes que apenas
superaban su propia edad.
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—Son los hijos de Gosaburo —aseguró Takeo en cuanto puso los ojos en ellos—.
Los vi por última vez cuando eran niños, en Matsue.
Sus nombres estaban inscritos en el árbol genealógico de la familia Kikuta;
habían sido añadidos a los documentos sobre la Tribu que Shigeru había reunido
antes de su muerte. El muchacho, el segundo hijo varón, se llamaba Yuzu; la chica,
Ume. El que había muerto, Kunio, era el mayor, uno de los jóvenes junto a los que
Takeo había recibido adiestramiento.
Era el primer día del año. Los prisioneros habían sido llevados ante su presencia a
uno de los aposentos de los centinelas, en el sótano del castillo de Inuyama. Se
encontraban de rodillas frente a él, con el rostro pálido —a causa del frío— pero
impasible. Estaban amarrados con los brazos a la espalda y Takeo observó que,
aunque posiblemente tendrían hambre y sed, no les habían maltratado. Ahora tenía
que decidir qué hacer con ellos.
Su primer arrebato de indignación ante el ataque a su familia se había atemperado
ante la esperanza de que tal vez pudiera aprovechar la circunstancia para su propio
beneficio. Confiaba en que este nuevo fracaso, después de tantos otros, pudiera
persuadir de una vez por todas a los Kikuta, que años atrás habían sentenciado a
muerte a Takeo, a darse por vencidos. Tal vez se decidieran a firmar alguna clase de
paz.
"He llegado a confiarme demasiado —se recriminó—. Me creía inmune a sus
ataques; no había imaginado que pudieran agredirme a través de mi familia".
Un nuevo temor se apoderó de Takeo conforme recordaba las palabras que había
mencionado a Kaede el día anterior: no se creía capaz de sobrevivir a la muerte de su
esposa, a su pérdida; el país tampoco lo haría.
—¿Te han dicho algo? —preguntó a Muto Taku.
Éste, de veintiséis años de edad, era el hijo menor de Muto Shizuka. Su padre era
Arai Daiichi, el gran señor de la guerra, aliado y rival de Takeo. Zenko, su hermano
mayor, había heredado las tierras de Arai en el Oeste, y Takeo había querido
recompensar a Taku de forma similar; pero el joven declinó, alegando que no deseaba
tierras ni honores. Prefería colaborar con Kenji, el tío de su madre, llevando el control
de la red de espías y confidentes que Takeo había establecido en el seno de la Tribu.
Taku había accedido al matrimonio pactado con fines políticos con una joven del clan
Tohan, a quien apreciaba y que ya le había dado un hijo y una hija. La gente solía
subestimar a Taku, lo que a éste le beneficiaba. Había heredado de la familia Muto la
constitución y apariencia físicas; de los Arai, el arrojo y la osadía. En términos
generales parecía contemplar la vida como una experiencia entretenida y agradable.
Ahora, esbozó una sonrisa al responder:
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—No han dicho nada. Se niegan a hablar. Me sorprende que aún sigan vivos, pues
ya sabes que los Kikuta se suicidan mordiéndose la lengua hasta arrancársela.
También es cierto que no los he presionado tanto como para que actúen de esa
manera.
—No tengo que recordarte que la tortura está prohibida en los Tres Países.
—Claro que no, ¿pero también se aplica la norma con los Kikuta?
—Se aplica a todos por igual —respondió Takeo con voz amable—. Los
detenidos son culpables de intento de asesinato y con el tiempo serán ejecutados.
Mientras tanto, no deben ser maltratados. Veremos hasta qué punto el padre de ambos
desea el regreso de sus hijos.
—¿De dónde proceden? —preguntó Sonoda Mitsuru. Estaba casado con Ai,
hermana de Kaede, y aunque su familia, los Akita, habían sido lacayos de Arai, había
optado por jurar fidelidad a los Otori con ocasión de la reconciliación generalizada
que había tenido lugar tras el terremoto. A cambio, Ai y él habían recibido el dominio
de Inuyama—. ¿Dónde encontrarás a ese tal Gosaburo?
—Supongo que en las montañas, más allá de la frontera con el Este —respondió
Taku, y Takeo observó un ligero movimiento en los ojos de la muchacha.
Sonoda comentó:
—Entonces, no podrán llevarse a cabo negociaciones durante un tiempo; se
espera que en esta semana caigan las primeras nieves.
—En la primavera escribiremos a su padre —resolvió Takeo—. A Gosaburo no le
vendrá mal un poco de sufrimiento e incertidumbre sobre el destino de sus hijos;
podría aumentar sus deseos de salvarlos. Mientras tanto, guardad en secreto la
identidad de los prisioneros y no permitáis que mantengan contacto con nadie, salvo
con vosotros mismos. —Luego se dirigió a Taku:— Tu tío está en la ciudad, ¿no es
cierto?
—Sí. Le hubiera gustado acompañarnos al templo para las celebraciones del Año
Nuevo, pero no se encuentra bien de salud y el aire frío de la noche le provoca
ataques de tos.
—Iré a visitarle mañana. ¿Se aloja en la antigua casa?
Taku asintió con un gesto.
—Le gusta el olor de la destilería. Dice que respira ese aire con mayor facilidad.
—Imagino que el vino también sirve de ayuda —repuso Takeo.
* * *
—Es el único placer que me queda —se lamentó Muto Kenji, al tiempo que
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rellenaba el tazón de Takeo y luego le pasaba la frasca de vino—. Ishida dice que
debería beber menos, que el alcohol es perjudicial para mis pulmones enfermos; pero
lo cierto es que me levanta el ánimo y me ayuda a dormir.
Takeo escanció el vino de color claro y consistencia viscosa en el tazón de su
antiguo maestro.
—Ishida también me recomienda a mí que beba menos —admitió, y ambos
dieron un largo trago—, pero a mí me sirve para amortiguar el dolor de las
articulaciones. Y si Ishida no sigue sus propios consejos, ¿por qué tendríamos que
hacerlo nosotros?
—Pareces un anciano, como yo —comentó Kenji entre risas—. ¿Quién habría
pensado, cuando intentaste matarme diecisiete años atrás en esta misma casa, que
estaríamos aquí sentados, comparando nuestros achaques?
—¡Da gracias a que hayamos sobrevivido hasta ahora! —replicó Takeo. Paseó la
vista por la espléndida vivienda, con sus techos altos, las columnas de cedro y las
verandas y contraventanas de madera de ciprés. Le traía innumerables recuerdos—.
Esta estancia es mucho más confortable que esos míseros cuartuchos en los que me
teníais encerrado.
Kenji soltó otra carcajada.
—Es que no dejabas de comportarte como un animal salvaje. A los Muto siempre
nos ha gustado el lujo, y durante estos años de paz la demanda de nuestros productos
nos ha enriquecido, en gran medida gracias a ti, mi querido señor Otori —Kenji
levantó su tazón en dirección a Takeo y ambos dieron otro trago; luego se sirvieron
más vino el uno al otro—. Lamentaré abandonar esta casa. Dudo que vaya a vivir otro
Año Nuevo más —confesó—, pero tú... Según dicen, eres inmortal.
Takeo se echó a reír.
—Nadie es inmortal. La muerte me espera, como a todo el mundo. Es sólo que
aún no me ha llegado la hora.
Kenji era de los pocos que conocían la profecía referida a Takeo, incluida la parte
que éste guardaba en secreto: estaría a salvo de la muerte excepto a manos de su
propio hijo. El resto de las predicciones se habían cumplido, de una u otra forma:
cinco batallas habían traído la paz a los Tres Países, y el nuevo señor Otori gobernaba
de costa a costa. El devastador terremoto que había puesto fin a la última batalla y
aniquilado al ejército de Arai podía considerarse como el "deseo del Cielo". Y nadie
hasta el momento había sido capaz de matar a Takeo, dando mayor verosimilitud a
esta última predicción.
Takeo compartía numerosos secretos con Kenji, quien había sido su maestro en
Hagi y le había enseñado los métodos de la Tribu. Con la ayuda del anciano había
conseguido penetrar en el castillo de Hagi y vengar la muerte de Shigeru. Kenji era
un hombre astuto y sagaz, carente de sentimentalismo, pero con un sentido del honor
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más arraigado de lo que era habitual entre los miembros de la Tribu. No se hacía
ilusiones acerca de la naturaleza humana y veía la parte más negativa de la gente;
descubría el egoísmo, la vanidad, la falsedad y la ambición que sus palabras nobles y
magnánimas ocultaban. Esta circunstancia le convertía en un emisario y negociador
de gran eficacia, y Takeo había acabado por depositar su confianza en él. Kenji no
albergaba deseos para sí más allá de su perenne afición al vino y a las mujeres de los
barrios de las licencias. No parecía tener apego a las posesiones, la riqueza o el
estatus social. Había dedicado su vida a Takeo y jurado prestarle servicio. Sentía un
particular afecto por la señora Otori, a quien admiraba, gran cariño por su propia
sobrina, Shizuka, y cierto respeto por el hijo de ésta, Taku, el maestro de espías. Pero
desde la muerte de su propia hija Kenji se había enemistado con su esposa, Seiko,
quien había fallecido varios años atrás, y ahora no mantenía vínculos de amor ni de
odio con ninguna otra persona.
Desde la muerte de Arai y de los señores de los Otori, dieciséis años atrás, Kenji
se había consagrado con paciencia e inteligencia a los objetivos de Takeo: poner las
fuentes y los medios de la violencia en manos del gobierno, reprimir el poder de los
guerreros que actuaban por cuenta propia y terminar, por fin, con el atropello de las
bandas de forajidos. Era Kenji quien conocía la existencia de antiguas sociedades
secretas de las que Takeo nunca había oído hablar —Lealtad a la Garza, Furia del
Tigre Blanco, Fortaleza del Caballo Salvaje, Sombra del Lobo, Estrechos Senderos de
la Serpiente—, establecidas por granjeros y aldeanos durante los años de anarquía.
Tales sociedades se habían ido ampliando, y ahora se utilizaban para que la gente
pudiera resolver los asuntos concernientes a su localidad y escoger a sus propios
dirigentes con el fin de que les representaran y plantearan sus quejas ante los
tribunales provinciales.
Los tribunales eran administrados por la casta de los guerreros: los hijos varones
menos proclives a la batalla —y en ocasiones, las hijas— eran enviados a las grandes
escuelas de Hagi, Yamagata e Inuyama para instruirse en la ética del servicio público,
aprender contabilidad y finanzas y estudiar Historia y a los clásicos. Cuando
regresaban a sus provincias de origen para asumir sus cargos, recibían estatus social y
una renta razonable. Rendían cuentas directamente ante los ancianos de sus clanes
respectivos, cuyo último responsable era el "jefe" de cada clan. Estos jefes se reunían
con Takeo y Kaede con cierta frecuencia para discutir sobre política, fijar porcentajes
tributarios y sustentar el adiestramiento y equipamiento de los soldados. Cada uno de
ellos tenía la obligación de proporcionar una cierta cantidad de sus mejores hombres
a la fuerza del orden central —mitad ejército, mitad cuerpo de guardia—, que se
ocupaba de los bandoleros y otros maleantes.
Kenji se aplicó al establecimiento de este sistema administrativo con eficacia,
alegando que no era muy diferente a la antigua jerarquía de la Tribu. En efecto,
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muchas de las redes de la Tribu se encontraban ahora bajo el mando de Takeo, pero
existían varias diferencias esenciales: el uso de la tortura estaba prohibido, y tanto el
asesinato como la aceptación de sobornos eran castigados con la muerte. Esta última
disposición fue la más difícil de hacer cumplir entre los miembros de la Tribu, pues
con la astucia que les caracterizaba encontraron formas de evadirla; pero no se
atrevían a realizar transacciones con elevadas cantidades de dinero o hacer
ostentación de su riqueza. A medida que la determinación de Takeo de erradicar la
corrupción fue en aumento y se hizo más patente, incluso los sobornos a pequeña
escala fueron aminorando y otra práctica ocupó su lugar: el intercambio de regalos de
belleza y gusto exquisitos, de valor encubierto, lo que a su vez condujo al estímulo de
artesanos y artistas, quienes acudieron en tropel a los Tres Países no sólo procedentes
de las Ocho Islas, sino también de países del continente como Silla, Shin y Tenjiku.
Después de que el terremoto hubo puesto fin a la guerra civil entre los Tres
Países, los jefes de las familias y de los clanes supervivientes se reunieron en
Inuyama y aceptaron a Otori Takeo como líder y señor supremo. Todos los feudos de
sangre en contra de él o entre unos y otros quedaron anulados, y se produjeron
escenas de gran emotividad cuando los guerreros se reconciliaron entre sí tras
décadas de enemistad. Pero Takeo y Kenji sabían bien que los guerreros nacían para
luchar, y el problema residía en que ahora carecían de adversarios. Y si no luchaban,
¿cómo sería posible mantenerlos ocupados?
Algunos de ellos defendían las fronteras con el Este, pero la acción era escasa y el
aburrimiento suponía el mayor enemigo; otros acompañaban a Terada Fumio y al
doctor Ishida en sus viajes de exploración, protegiendo los barcos de los comerciantes
en alta mar y sus tiendas y almacenes en puertos distantes; otros tantos aceptaban los
desafíos que Takeo establecía con respecto al manejo de la espada y del arco, y
competían en combate cuerpo a cuerpo; y finalmente, unos cuantos eran elegidos para
seguir el sendero supremo del combate, el dominio de uno mismo: la Senda del
houou.
Con sede en el templo de Terayama —centro espiritual de los Tres Países— y
liderada por el anciano abad Matsuda Shingen y Kubo Makoto, la Senda del houou
era una secta, una religión esotérica cuya disciplina y enseñanzas sólo podían ser
seguidas por hombres y mujeres de extremada fortaleza física y mental. Los poderes
extraordinarios de la Tribu eran algo innato —la sorprendente agudeza de vista y
oído, la invisibilidad, la utilización del segundo cuerpo—, pero la mayoría de los
hombres guardaban en su interior habilidades inexploradas; en el descubrimiento y
perfeccionamiento de las mismas residía el trabajo de la secta, que se denominaba
Senda del houou por el pájaro sagrado que habitaba en lo más profundo de los
bosques que rodeaban Terayama.
El primer juramento que estos guerreros elegidos debían realizar consistía en no
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matar a ser vivo alguno, ya fuera mosquito, polilla u hombre; ni siquiera para
defender su propia vida. Kenji lo consideraba una locura, pues recordaba con
absoluta claridad las numerosas ocasiones en las que había atravesado con el cuchillo
una arteria o un corazón, había retorcido el garrote, había introducido veneno en un
tazón o en un cuenco e incluso en la boca abierta de un hombre dormido. Había
perdido la cuenta de las veces. No sentía remordimiento alguno por aquellos a los que
había despachado a la otra vida —antes o después, todo hombre tenía que morir—,
pero al mismo tiempo reconocía el coraje que había que tener para enfrentarse al
mundo desarmado, y veía que la decisión de no matar podía ser mucho más difícil
que la de hacerlo. Tampoco era inmune a la paz y la fortaleza espiritual de Terayama,
y en los últimos tiempos su mayor placer consistía en acompañar a Takeo al templo y
pasar temporadas con Matsuda y Makoto.
Kenji era consciente de que el final de su vida se aproximaba. Ya era anciano; su
salud y fortaleza física se iban deteriorando. Desde varios meses atrás padecía de una
afección en los pulmones y a menudo escupía sangre.
De modo que Takeo había conseguido amansar tanto a la Tribu como a los
guerreros: únicamente los Kikuta se le resistían. No sólo trataban de asesinarle, sino
también realizaban frecuentes incursiones más allá de las fronteras buscando alianzas
con guerreros insatisfechos, cometiendo asesinatos al azar con la esperanza de
desestabilizar a la población y extendiendo rumores infundados.
Takeo volvió a tomar la palabra, en esta ocasión con mayor seriedad:
—Este último ataque me ha preocupado más que ninguno, porque no ha sido
contra mí mismo, sino contra mi familia. Si mi esposa o mis hijas llegasen a morir, yo
mismo quedaría destruido, al igual que los Tres Países.
—Imagino que ése es el propósito de los Kikuta —respondió Kenji con voz
suave.
—¿Se darán por vencidos alguna vez?
—Akio jamás lo hará. El odio que te profesa sólo terminará con tu muerte o con
la suya. Al fin y al cabo, ha dedicado la mayor parte de su vida a ese odio —el rostro
de Kenji se quedó inmóvil y sus labios adquirieron luego una expresión de amargura.
Volvió a beber—. Pero Gosaburo, como buen comerciante, es pragmático por
naturaleza. Debe de estar resentido por haber perdido la casa de Matsue y su negocio,
y temerá por sus hijos; uno de ellos está muerto y los otros dos, en tus manos. Tal vez
podamos presionarle.
—Eso es lo que he pensado. Retendremos a los dos supervivientes hasta la
primavera, y entonces veremos si su padre está dispuesto a negociar.
—Mientras tanto, quizá, logremos sonsacarles alguna información que nos sea de
utilidad —gruñó Kenji.
Takeo le miró desde el borde de su tazón.
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—De acuerdo, de acuerdo; olvida lo que he dicho —refunfuñó el anciano—. Pero
al negarte a utilizar los mismos métodos que emplean tus enemigos actúas como un
necio —sacudió la cabeza—. Apuesto a que sigues salvando a las polillas de la llama
de las velas. Jamás logramos erradicar esa flaqueza tuya.
Takeo esbozó una ligera sonrisa, pero no pronunció palabra. Le resultaba difícil
olvidar las enseñanzas que había aprendido de niño. Al haberse criado entre los
Ocultos, le desagradaba sobremanera acabar con una vida humana; sin embargo,
desde los dieciséis años, el destino le había llevado a utilizar los métodos de los
guerreros. Se había convertido en heredero de un gran clan y ahora gobernaba los
Tres Países; había tenido que aprender el manejo de la espada. Además la Tribu, por
medio del propio Kenji, le había enseñado a matar de muchas formas diferentes y
había intentado acabar con su naturaleza compasiva. En su lucha por vengar la
muerte de Shigeru y unir a los Tres Países en la paz, había cometido innumerables
actos violentos —muchos de los cuales lamentaba— antes de aprender a encontrar el
equilibrio entre la crueldad y la compasión, antes de que la riqueza y estabilidad de
los países y el gobierno de la ley ofrecieran alternativas deseables a los ciegos
conflictos de poder por parte de los clanes.
—Me gustaría ver al muchacho otra vez —soltó Kenji de improviso—. Podría ser
mi última oportunidad. —Miró a Takeo fijamente—. ¿Has tomado alguna decisión
acerca de él?
Takeo negó con la cabeza.
—Sólo no tomar decisión alguna. ¿Qué puedo hacer? Probablemente a la familia
Muto e incluso a ti mismo os gustaría recuperarlo.
—Desde luego; pero Akio le dijo a mi mujer, la cual habló con él en su lecho de
muerte, que mataría a la criatura antes que entregártela a ti o a los Muto.
—Pobre chico. ¡Imagina la educación que habrá recibido! —se lamentó Takeo.
—Sí, la manera en que la Tribu cría a sus hijos es, en el mejor de los casos, severa
—respondió Kenji.
—¿Sabe que soy su padre?
—Ésa es una de las cosas que puedo averiguar.
—No tienes la salud suficiente para llevar a cabo esa misión —argumentó Takeo
con cierta reticencia, pues no se le ocurría ninguna otra persona a quien pudiera
enviar.
Kenji sonrió.
—Mi mala salud es otra de las razones por las que debo ir. Si de todas maneras no
voy a ver terminar el año, más vale que saques algún provecho de mí. Además,
quiero ver a mi nieto antes de morir. Me pondré en camino en cuanto llegue el
deshielo.
El vino, el arrepentimiento y los recuerdos habían provocado que la emoción
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embargara a Takeo. Alargó los brazos y envolvió con ellos a su antiguo maestro.
—Ya está bien —protestó Kenji, dándole unas palmadas en el hombro—. Ya
sabes que odio las muestras de sentimentalismo. Ven a verme a menudo durante el
invierno. Aún nos quedan unos cuantos tragos que compartir.
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4
El joven, llamado Hisao, contaba ahora con dieciséis años de edad y se parecía a
su difunta abuela. No guardaba semejanza con el hombre al que creía su padre,
Kikuta Akio, ni con su verdadero progenitor, a quien jamás había visto. Carecía de
los rasgos físicos de los Muto —su familia materna— o de los Kikuta, y con el paso
del tiempo resultaba más evidente que no había heredado los poderes extraordinarios
de sus parientes. Su sentido del oído no era más fino que el de cualquier otro chico de
su edad; tampoco era capaz de utilizar la invisibilidad, ni siquiera de percibirla. El
adiestramiento al que había sido sometido desde la niñez le había proporcionado
agilidad y fortaleza física, pero no lograba saltar desplazándose por el aire como su
padre y sólo conseguía hacer dormir a la gente de puro aburrimiento, ya que apenas
hablaba y, cuando lo hacía, era de una manera lenta y entrecortada, carente de ingenio
u originalidad.
Akio se había erigido como maestro de los Kikuta, la principal de las familias de
la Tribu, organización cuyos integrantes conservaban las dotes extraordinarias que
antaño poseyeran todos los hombres. Ahora, incluso entre los miembros de la Tribu,
semejantes poderes empezaban a desaparecer. Desde su más tierna infancia, Hisao
fue consciente del desengaño que su padre había sufrido con él. Toda su vida había
sentido el atento escrutinio de Akio ante cualquiera de sus acciones. Había sufrido en
sus propias carnes las expectativas, la cólera y finalmente, de forma invariable, el
castigo de su progenitor.
Y es que la Tribu criaba a sus niños con una dureza desmedida. Les entrenaba
para la obediencia absoluta y para resistir el hambre, la sed, el calor, el frío y el dolor
en circunstancias extremas, erradicando cualquier atisbo de sentimiento humano, de
lástima o compasión. Akio era más severo con Hisao, su único hijo, que con ningún
otro niño. Jamás le mostraba afecto en público y le trataba con una crueldad que
llegaba a sorprender a sus propios parientes. Pero Akio era el maestro de la familia,
sucesor de su tío Kotaro, a quien Otori Takeo y Muto Kenji habían asesinado en Hagi
en los tiempos en que la familia Muto había destruido los antiguos vínculos de la
Tribu, traicionando así a su propia estirpe y convirtiéndose en sirvientes de los Otori.
Dada su condición de maestro, Akio podía actuar como encontrase conveniente;
nadie podía criticarle o desobedecerle.
Se había convertido en un hombre amargado e impredecible, carcomido por el
sufrimiento y las pérdidas que había sufrido en la vida, de todas las cuales acusaba a
Otori Takeo, ahora gobernante de los Tres Países. Por culpa de Takeo, la Tribu se
había dividido; el querido y legendario Kotaro había fallecido, al igual que el gran
luchador Hajime y muchos otros, y los Kikuta eran perseguidos hasta el punto de que
casi todos ellos habían abandonado los Tres Países y se habían trasladado al norte,
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dejando atrás lucrativos negocios y actividades prestamistas que pasaron al control de
los Muto. Éstos incluso pagaban impuestos, como cualquier comerciante, y
contribuían a la riqueza que hacía de los Tres Países un estado próspero y dichoso,
donde apenas había lugar para los espías —con la excepción de los que el propio
Takeo utilizaba— o los asesinos a sueldo.
Los niños Kikuta dormían con los pies en dirección al oeste, y se saludaban entre
sí de la siguiente manera:
—¿Ha muerto ya Otori?
Y respondían:
—Aún no, pero pronto llegará.
Se decía que Akio había amado desesperadamente a su esposa, Muto Yuki, y que
en la muerte de ésta y en la de Kotaro se hallaba la raíz de su amargura. Se daba por
supuesto que Yuki había muerto a causa de unas fiebres posteriores al parto. Era
frecuente que los padres culpasen injustamente a sus hijos por la pérdida de una
esposa amada, si bien era ésta la única emoción humana que Akio había mostrado
nunca.
Pero Hisao tenía la impresión de haber sabido siempre la verdad; estaba
convencido de que su madre había muerto envenenada. Veía la escena con claridad,
como si hubiera sido testigo de la misma con sus desenfocados ojos de recién nacido.
Recordaba la furia y la desesperación de la joven, su congoja por tener que abandonar
a su hijo; la implacable autoridad del hombre mientras provocaba la muerte a la única
mujer que jamás había amado; la actitud desafiante de ella al tragarse las cápsulas de
acónito; la oleada incontrolable de lamentos, gritos y sollozos, pues sólo tenía veinte
años y perdía la vida sin estar aún preparada; los dolores que la atormentaban y la
hacían estremecerse; la sombría satisfacción del hombre, porque una parte de su
venganza se había consumado; la manera en la que él aceptó su propio dolor, el
oscuro placer que éste le proporcionó y el inicio de su declive hacia la maldad.
Hisao tenía la impresión de haber crecido conociendo lo ocurrido, pero ignoraba
cómo se había enterado de ello. ¿Había sido un sueño, o acaso alguien se lo había
contado? Recordaba a su madre con claridad inverosímil —sólo contaba con unos
días de vida cuando ella murió—, y justo en el límite de la parte consciente de su
mente notaba una presencia que asociaba con ella. A menudo sentía que su madre
deseaba algo de él, pero a Hisao le atemorizaba escuchar sus demandas, puesto que le
supondría abrirse al mundo de los muertos. Entre la furia del espectro y su propia
reticencia, la cabeza parecía estallarle de dolor.
De este modo, el muchacho tenía conocimiento de la cólera de su madre y el
sufrimiento de su padre, lo que le llevaba a odiar a Akio y, al mismo tiempo, a sentir
lástima de él. Tal compasión hacía que todo resultase más fácil de soportar: no sólo el
abuso y los castigos del día, sino también las lágrimas y las caricias de la noche, los
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sucesos oscuros que ocurrían entre ellos y que el propio Hisao temía y deseaba a la
vez, pues era entonces el único momento en el que alguien le abrazaba o parecía
necesitarle.
Hisao mantenía en secreto el hecho de que la madre muerta le llamara, de manera
que nadie conocía este don extraordinario que había permanecido inactivo en la Tribu
durante muchas generaciones, desde los días de los antiguos chamanes que
traspasaban las fronteras entre dos mundos ejerciendo de mediadores entre los vivos
y los difuntos. En aquel entonces semejante don habría sido alimentado y
perfeccionado y su poseedor, temido y respetado por todos; por el contrario, Hisao
solía ser blanco de burlas y desprecios. Ignoraba cómo manejar este poder
extraordinario; las visiones del mundo de los muertos le resultaban borrosas y
difíciles de entender. Desconocía la imaginería esotérica que había que utilizar para
establecer comunicación con los muertos, así como el lenguaje secreto de los
difuntos. No existía persona viva que pudiera enseñarle.
Sólo sabía que el fantasma era el de su madre, y que ella había muerto asesinada.
Hisao era aficionado a construir objetos y le gustaban los animales, aunque
aprendió a mantener en secreto esta última afición, pues en cierta ocasión que había
acogido a un gato como mascota su padre cortó el cuello de la criatura —que lanzaba
maullidos desesperados y arañaba el aire— delante de sus ojos. El espíritu del gato
también parecía trasladarle a su propio mundo de vez en cuando, y el maullido
frenético iba aumentando en intensidad en sus oídos hasta el punto que a Hisao le
costaba creer que nadie más lo escuchara. Cuando los otros mundos se abrían para
atraerle, la cabeza le dolía terriblemente y una parte de su visión se ensombrecía.
Sólo fabricando objetos con las manos conseguía amortiguar el padecimiento y el
ruido, únicamente así lograba apartar de su mente al gato y a la mujer. Construía
norias de agua y fuentes decorativas, al igual que el bisabuelo al que no había
conocido, como si tal habilidad le hubiera llegado por herencia de sangre. Sabía tallar
animales en madera tan parecidos a la realidad que se diría que habían sido
capturados por el poder de la magia, y le fascinaban todos los aspectos de la forja: la
transformación del hierro y del acero, así como la fabricación de espadas, cuchillos y
herramientas.
Los Kikuta eran muy hábiles a la hora de forjar armamento, en especial los
artefactos secretos propios de la Tribu —cuchillos arrojadizos de diversas formas,
agujas y pequeños puñales, entre otros—, pero no sabían fabricar las llamadas "armas
de fuego" que los Otori empleaban y guardaban tan celosamente. De hecho, la familia
se hallaba dividida con respecto a la conveniencia de las mismas. Algunos afirmaban
que acababan con la pericia y el placer que el asesinato comportaba, que pronto
dejarían de usarse y que los métodos tradicionales resultaban más fiables; otros
auguraban que, sin ellas, la familia entraría en declive y acabaría por desaparecer,
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pues ni siquiera la invisibilidad era protección suficiente contra las balas, e insistían
en que los Kikuta, como todos cuantos desearan derrocar a los Otori, tenían que
igualarles arma a arma.
Pero todos sus esfuerzos por obtener armas de fuego habían fracasado. Los Otori
limitaban su uso a un reducido círculo de hombres y llevaban la cuenta de cada una
de las existentes en el país. Si una de ellas se perdía, el propietario pagaba la pérdida
con su propia vida. Raramente se utilizaban en combate: sólo había sucedido en una
ocasión, con efectos devastadores, para frenar a ciertos bárbaros que con ayuda de
antiguos piratas pretendían establecer un puesto comercial en una de las pequeñas
islas cercanas a la costa meridional. Desde aquella vez, todos los bárbaros eran
registrados a su llegada, se les confiscaban las armas y se les confinaba al puerto
comercial de Hofu. Las crónicas acerca de la matanza habían resultado ser tan
efectivas como las propias armas de fuego: todos los enemigos, entre ellos los Kikuta,
comenzaron a tratar a los Otori con creciente respeto y los dejaron por un tiempo en
paz, mientras que en secreto se esforzaban por conseguir armas de fuego por medio
del robo, la traición o su propia fabricación.
Las armas de los Otori eran grandes y engorrosas, poco prácticas para los
clandestinos métodos de asesinato de los que los Kikuta se enorgullecían tanto. No
podían ocultarse, ni sacarse o utilizarse con rapidez; además, la lluvia las hacía
inservibles. Hisao escuchaba a su padre y a los ancianos conversar sobre estos
asuntos e imaginaba un arma ligera, tan poderosa como las armas de fuego, que se
pudiera transportar en la pechera de una prenda de vestir y no hiciera ruido alguno;
un arma ante la que el mismísimo Otori Takeo se encontrara indefenso.
Cada año, algún hombre joven que se consideraba invencible, o alguno de más
edad que anhelaba terminar su existencia con honor, partía hacia una u otra de las
ciudades de los Tres Países y aguardaba en la carretera el paso de Otori Takeo, o bien
penetraba de noche sigilosamente en la residencia o el castillo donde éste dormía con
la esperanza de ser quien segara la vida al sanguinario traidor y vengase a Kikuta
Kotaro y a los demás miembros de la Tribu a los que los Otori habían dado muerte.
Jamás regresaban. Las noticias de su destino llegaban meses después de la captura: el
denominado "juicio" en los tribunales de los Otori y la posterior ejecución —el
asesinato frustrado o no, junto a la aceptación de sobornos y la pérdida o venta de
armas de fuego, eran unos de los escasos crímenes que ahora se castigaban con la
muerte—. De vez en cuando llegaba la noticia de que Otori había resultado herido, y
entonces las expectativas aumentaban; pero siempre se recuperaba, incluso de los
efectos del veneno, de igual forma que había sobrevivido a la espada envenenada de
Kotaro. Llegó un momento en que hasta los Kikuta empezaron a creer que era un ser
inmortal, como afirmaba la plebe. El odio y la amargura de Akio fueron en aumento,
así como su pasión por la crueldad. Empezó a urdir diferentes métodos para destruir a
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Otori, a intentar establecer alianzas con otros enemigos de Takeo, a atacarle a través
de su esposa y de sus hijas; pero esto último también resultó imposible. Los
traicioneros Muto habían dividido a la Tribu y jurado lealtad a los Otori, llevándose
consigo a familias de importancia menor como los Imai, los Kuroda y los Kudo.
Dado que las familias de la Tribu se unían entre sí por medio del matrimonio, muchos
de los renegados también tenían sangre Kikuta; entre ellos Muto Shizuka y sus dos
hijos, Taku y Zenko. Taku, que al igual que su madre y su tío abuelo gozaba de
grandes dotes, encabezaba la red de espionaje de los Otori y mantenía constante
vigilancia sobre la familia de Takeo. Zenko, menos dotado, se había aliado a Otori
por medio del matrimonio: eran cuñados.
Recientemente, los dos hijos varones y la hija de Gosaburo, tío de Akio, habían
sido enviados a Inuyama, donde la familia Otori celebraba el Año Nuevo. Los tres se
mezclaron entre la multitud reunida en el santuario e intentaron apuñalar a la señora
Otori y a las hijas de ésta frente a la propia diosa. No se sabía a ciencia cierta lo
ocurrido a continuación, pero al parecer las mujeres se habían defendido con
inesperada fiereza. Uno de los muchachos, el hijo mayor de Gosaburo, resulto herido
y luego murió a manos del gentío. Los dos supervivientes fueron capturados y
llevados al castillo de Inuyama. Nadie sabía si estaban vivos o muertos.
La pérdida de tres parientes tan cercanos al maestro supuso un terrible golpe. A
medida que la nieve se derretía con la aproximación de la primavera y las carreteras
quedaban despejadas, la falta de noticias sobre los dos jóvenes hizo temer a los
Kikuta que los hijos de Gosaburo hubieran muerto, por lo que empezaron a organizar
los ritos funerarios. La ausencia de cadáveres que quemar, la carencia de cenizas,
aumentaba el sufrimiento de la familia.
Una tarde en que los árboles relucían con su nuevo follaje verde y plata, en que
los campos anegados rebosaban de vida con la presencia de grullas y garzas y el croar
de las ranas, Hisao se encontraba trabajando a solas en un pequeño bancal de cultivo
en lo profundo de la montaña. Durante las largas noches de invierno había estado
meditando sobre una idea que se le había ocurrido el año anterior, al ver que la
cosecha de judías y calabazas de aquel huerto en particular se marchitaba y acababa
por secarse. Los campos de cultivo situados en bancales inferiores eran irrigados por
un caudaloso torrente, pero el suelo en el que Hisao se hallaba ahora sólo daba frutos
en los años muy lluviosos. Sin embargo, en otros aspectos se trataba de un terreno
prometedor, pues estaba orientado al sur y protegido de los peores vientos. El joven
deseaba conseguir que el agua fluyera ladera arriba por medio de una noria de agua
situada en el cauce del torrente; ésta haría girar otras norias de menor tamaño que, a
su vez, levantarían una serie cubos. Hisao había pasado el invierno fabricando los
cubos y las cuerdas.
Los primeros estaban elaborados con bambú muy ligero, y el joven había
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reforzado las cuerdas con ramas de vid, lo que las haría lo bastante rígidas para
transportar los cubos colina arriba, si bien más livianas y fáciles de usar que las
varillas o barras de metal.
Estaba profundamente concentrado en su tarea, trabajando a su manera paciente y
reposada, cuando de pronto las ranas enmudecieron. Hisao, extrañado, miró a su
alrededor. No veía a nadie, y sin embargo sabía que allí había alguien que se había
hecho invisible al estilo de la Tribu.
Pensó que sería uno de los niños de la aldea, que traería algún mensaje, y dijo en
voz alta:
—¿Quién está ahí?
El aire fluctuó de aquella forma que le hacía marearse ligeramente y vio frente a
sí a un hombre de edad indeterminada y aspecto corriente. Hisao llevó la mano
rápidamente a su cuchillo, pues estaba convencido de no haber visto antes a ese
individuo; pero no tuvo oportunidad de emplear su arma. La silueta del desconocido
osciló y volvió a desaparecer. El joven sintió que unos dedos invisibles se cerraban
alrededor de su muñeca y que los músculos se le paralizaban; abrió la mano y el
cuchillo se desplomó sobre el suelo.
—No voy a hacerte daño, Hisao —dijo el desconocido.
Pronunció el nombre del muchacho de una manera que hizo que éste confiara en
él. Entonces, el mundo de su propia madre traspasó la frontera de su conciencia e
Hisao sintió la alegría y el dolor del espíritu de aquélla, así como la aparición del
dolor de cabeza y la pérdida parcial de la visión.
—¿Quién eres? —susurró, sabiendo de inmediato que se trataba de alguien a
quien su madre había conocido.
—¿Puedes verme? —replicó el desconocido.
—No. No puedo utilizar la invisibilidad, y tampoco percibirla.
—Pero oíste cómo me acercaba.
—Me enteré por las ranas, siempre las escucho. No soy capaz de oír a grandes
distancias; de hecho, no conozco a nadie de los Kikuta que pueda hacerlo hoy en día.
Al percibir cómo su propia voz hacía tales comentarios se maravilló de que él, por
lo general silencioso, estuviera hablando tan libremente con un extraño.
El hombre volvió a hacerse visible y su rostro, a pocos centímetros del de Hisao,
mostraba una mirada intensa e indagadora.
—No te pareces a nadie que yo conozca —observó—. Careces de poderes
extraordinarios, ¿verdad?
El muchacho asintió en silencio y luego volvió la vista hacia el valle.
—Pero eres Kikuta Hisao, hijo de Akio, ¿no es cierto?
—Sí; mi madre se llamaba Muto Yuki.
El semblante del hombre se alteró ligeramente e Hisao percibió la respuesta de su
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madre, que denotaba lamento y pesar.
—Eso me parecía. En ese caso, yo soy tu abuelo: Muto Kenji.
Hisao recibió esta información en silencio. El dolor de cabeza se le agudizó. Muto
Kenji era un traidor al que los Kikuta odiaban casi tanto como a Otori Takeo, pero la
presencia de su madre le estaba abrumando y escuchaba la voz de ésta exclamando:
"¡Padre!".
—¿Qué ocurre? —preguntó Kenji.
—Nada. A veces me duele la cabeza; ya estoy acostumbrado. ¿Por qué has
venido? Te matarán. Yo mismo debería matarte; pero dices que eres mi abuelo y, en
todo caso, no se me da muy bien —bajó la vista hacia su artefacto a medio construir
—. Prefiero fabricar cosas.
"Qué extraño —pensó el anciano—. Carece de las dotes extraordinarias de su
padre y de su madre". Una oleada de desilusión y de alivio, a la vez, le invadió. "¿A
quién habrá salido? A los Kikuta, no; tampoco a los Muto ni a los Otori. Con esa piel
oscura y los rasgos anchos debe de parecerse a la madre de Takeo, la mujer que murió
el día que Shigeru salvó la vida del muchacho."
Kenji miró con lástima al joven que tenía frente a sí, consciente de lo despiadada
que resultaba la infancia en la Tribu sobre todo para quienes gozaban de poco talento.
Era evidente que Hisao tenía ciertas habilidades; el artilugio era ingenioso y estaba
realizado con pericia, y había algo más en él: la mirada efímera en sus ojos sugería
que veía otras cosas. ¿Qué veía Hisao? Y los dolores de cabeza, ¿qué daban a
entender? Parecía un joven sano, un poco más bajo que Kenji pero fuerte, de piel
limpia y cabello espeso y brillante, no muy diferente al de Takeo.
—Vayamos a buscar a Akio —propuso Kenji—. Tengo varios asuntos que tratar
con él.
No se molestó en disimular sus rasgos faciales mientras seguía al muchacho
ladera abajo en dirección a la aldea. Sabía que le reconocerían. ¿Quién, si no, podría
haber llegado hasta allí, esquivando a los guardias apostados en el puerto de montaña,
moviéndose por el bosque sin ser visto ni oído? Además Akio debía percatarse de con
quién hablaba, enterarse de que venía de parte de Takeo con una oferta de tregua.
La caminata le dejó sin aliento, y cuando se detuvo para toser a la orilla de los
campos anegados notó el sabor salado de la sangre en la garganta. La piel le ardía a
pesar de que el aire se iba enfriando y que la luz adquiría tonos dorados según el sol
descendía hacia el oeste. Los diques que bordeaban los campos de cultivo mostraban
los brillantes colores de las flores silvestres, de la arveja, el ranúnculo y las
margaritas, y la luz se filtraba a través de las nuevas hojas verdes de los árboles. En el
aire resonaba la melodía de la primavera, la armonía de los pájaros, las ranas y las
cigarras.
"Si éste va a ser el último día de mi vida, no podría ser más hermoso", pensó el
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anciano no sin cierta gratitud, y con la lengua palpó la cápsula de acónito
pulcramente encajada en la mella de una muela.
Hasta el nacimiento de Hisao, dieciséis años atrás, no había tenido noticia de la
existencia de aquella aldea en particular, y luego tardó cinco años en localizarla.
Desde entonces la visitaba de vez en cuando, sin que ninguno de sus habitantes lo
supiera. También había recibido informes sobre Hisao, proporcionados por Taku,
sobrino nieto de Kenji. Al igual que la mayoría de las aldeas de la Tribu, ésta se
encontraba oculta en un valle como si de un estrecho pliegue de la cordillera se
tratara. Resultaba casi inaccesible, y estaba custodiada y fortificada de muchas
formas diferentes. En su primera incursión le había sorprendido el número de
habitantes, más de doscientos, y a continuación averiguó que los Kikuta se habían ido
retirando allí desde que Takeo comenzara a perseguirlos en el Oeste. A medida que el
nuevo señor Otori localizaba sus escondites por los Tres Países se iban trasladando
hacia el norte, y en aquella aldea aislada habían establecido su centro de operaciones,
fuera del alcance de los guerreros de Takeo, aunque no del de sus espías.
* * *
Hisao no le dirigió la palabra a nadie mientras caminaban entre las casas bajas de
madera, y aunque algunos perros saltaron con entusiasmo al verle no se paró a
acariciarlos. Para cuando llegaron al edificio de mayor tamaño, un reducido gentío se
había congregado a espaldas de ambos. Kenji escuchaba los murmullos y sabía que le
habían reconocido.
La casa era mucho más confortable y lujosa que las viviendas que la rodeaban;
mostraba una veranda con entarimado de madera de ciprés y robustas columnas de
cedro. Al igual que el santuario, que Kenji podía divisar en la distancia, el tejado
estaba fabricado de finas tablillas de madera y formaba una elegante curva tan
atractiva como la de las mansiones campestres de los guerreros. Tras quitarse las
sandalias Hisao subió a la veranda y, adentrándose en el interior, anunció en voz alta:
—¡Padre! Tenemos visita.
Al cabo de unos segundos apareció una joven que traía agua para que el invitado
se lavase los pies. La multitud congregada detrás de Kenji enmudeció. Mientras el
anciano Muto entraba en la vivienda, le pareció percibir el repentino sonido de una
respiración entrecortada, como si todos los congregados en el exterior hubieran
ahogado un grito al unísono. Notaba un intenso dolor en el pecho y sintió la urgente
necesidad de toser. ¡Qué débil había llegado a estar su cuerpo! Tiempo atrás, había
podido exigirle cualquier cosa. Recordó con pesar las dotes de las que había gozado.
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Ahora no eran ni la sombra de lo que habían sido. Anhelaba dejar atrás su cuerpo,
como si de una cáscara se tratara, y trasladarse al otro mundo, a la otra vida, sin
importar lo que pudiera esperarle. Si consiguiera salvar al muchacho... Pero ¿quién
puede salvar a nadie de la ruta que el destino traza al nacer?
Tales pensamientos le cruzaron la mente mientras se acomodaba sobre la estera
del suelo y aguardaba la llegada de Akio. La estancia se encontraba en penumbra y
apenas se distinguía el pergamino que colgaba en la pared de su derecha. La misma
mujer de antes llegó con un cuenco de té. Hisao había desaparecido, pero Kenji podía
oírle hablando en voz baja en la parte posterior de la casa. De la cocina llegó flotando
el olor a aceite de sésamo y el anciano escuchó el ágil chisporroteo de comida en la
sartén. Entonces, escuchó el rumor de pisadas. La puerta corredera se abrió y Kikuta
Akio penetró en la sala seguido por dos hombres mayores que él. Identificó a uno de
ellos, orondo y de aspecto blando. Era Gosaburo, el comerciante de Matsue, hermano
menor de Kotaro y tío de Akio. Kenji dedujo que el otro hombre sería Imai Kazuo,
quien por lo visto se había enemistado con la familia Imai al permanecer con los
Kikuta, parientes de su mujer. "Estos tres hombres llevan años deseando verme
muerto", se dijo.
Ahora se esforzaban por disimular el asombro que la aparición del anciano les
había provocado. Tomaron asiento en el extremo contrario de la estancia, frente a él,
y lo examinaron atentamente. Ninguno de los tres hizo reverencia alguna ni le dio la
bienvenida. Kenji permaneció en silencio.
Por fin, Akio tomó la palabra.
—Coloca tus armas delante de ti.
—No traigo armas —respondió Kenji—. Vengo en son de paz.
Gosaburo soltó una carcajada de incredulidad. Los otros dos hombres esbozaron
una sonrisa carente de alegría.
—Sí, como el lobo en invierno —se mofó Akio—. Kazuo te registrará.
Kazuo se aproximó a él cautelosamente y con cierto embarazo.
—Perdóname, maestro —masculló.
Kenji permitió que le palpara la ropa con dedos largos y hábiles, capaces de
extraer un arma del pecho de otro hombre sin que éste se percatara en lo más mínimo.
—Dice la verdad; va desarmado.
—¿Por qué has venido? —preguntó Akio elevando la voz—. ¡Me cuesta creer
que te hayas cansado de vivir!
Kenji se quedó mirándole. Durante años había soñado con enfrentarse a aquel
hombre que había sido marido de su hija Yuki y estaba profundamente implicado en
la muerte de ella. Akio se aproximaba a los cuarenta años; mostraba arrugas en el
rostro y empezaba a peinar canas. Sin embargo, los músculos que su túnica ocultaba
tenían aún la consistencia del hierro. La edad no le había vuelto más blando, ni más
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amable.
—Traigo un mensaje del señor Otori —anunció Kenji con voz pausada.
—Aquí no le llamamos señor Otori. Le conocemos como Otori el Perro. ¡Jamás
escucharemos mensaje alguno que venga de su parte!
—Me temo que uno de tus hijos varones ha muerto —comunicó Kenji a
Gosaburo—. El mayor, Kunio; pero el otro sigue vivo y tu hija, también.
Gosaburo tragó saliva.
—Déjale hablar —le rogó éste a Akio.
—Nunca haremos tratos con el Perro —replicó Akio.
—El hecho mismo de enviar a un mensajero es señal de debilidad —suplicó
Gosaburo—. Desea comunicarse con nosotros. Al menos, deberíamos prestar
atención a lo que Muto tiene que decir. Puede que recabemos información. —Se
inclinó ligeramente hacia delante y preguntó a Kenji:— ¿Y mi hija? ¿La han herido?
—No, tu hija se encuentra bien.
"Pero la mía lleva dieciséis años muerta."
—¿No la han torturado?
—La tortura está prohibida en los Tres Países. Tus hijos se enfrentarán a un
tribunal acusados de asesinato frustrado, lo cual se castiga con la muerte; pero no los
han torturado. Debes de haber oído que el señor Otori es de naturaleza compasiva.
—Ésa es otra de las mentiras del Perro —se mofó Akio—. Déjanos, tío Gosaburo.
Tu sufrimiento te debilita. Hablaré con Muto a solas.
—Los jóvenes seguirán con vida si accedes a una tregua —replicó Kenji con
rapidez, antes de que el padre de aquéllos pudiera levantarse.
—¡Akio! —imploró Gosaburo a su sobrino mientras las lágrimas le brotaban de
los ojos.
—¡Déjanos! —Akio, indignado, también se puso en pie. Empujando al anciano
hacia la puerta, le expulsó de la estancia.
—¡Ay! —se lamentó mientras tomaba asiento de nuevo—. Este viejo chiflado nos
resulta inútil. Ahora que ha perdido su local y su negocio, se pasa el día lloriqueando.
Que Otori mate a los hijos y yo me encargaré del padre: nos libraremos de un estorbo
y de un enclenque a la vez.
—Akio —intervino Kenji—. Me dirijo a ti de maestro a maestro, de la manera en
la que siempre se han resuelto los asuntos de la Tribu. Hablemos a las claras. Escucha
lo que tengo que decirte. Después, decide según sea lo mejor para los Kikuta y para la
Tribu, y no llevado por tus propios sentimientos de odio y rabia, pues podrías
destruirles a ellos y a ti mismo. Recuerda la historia de la Tribu, cómo hemos
sobrevivido desde tiempos ancestrales. Siempre hemos trabajado con grandes señores
de la guerra; no nos enfrentemos ahora en contra de Otori. Lo que Takeo está
llevando a cabo en los Tres Países es beneficioso, y cuenta con la aprobación de
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campesinos y guerreros, de la población en general. La sociedad que ha implantado
funciona: es estable y próspera, la gente está satisfecha, nadie muere de hambre y a
nadie se le tortura. Abandona tu feudo de sangre contra él. A cambio, los Kikuta
serán perdonados. La Tribu quedará unida de nuevo. Todos saldremos beneficiados.
La voz de Kenji había adquirido una cadencia hipnotizante que sumía la estancia
en la quietud y silenciaba a cuantos se encontraban en el exterior. Kenji era
consciente de que Hisao había regresado y se encontraba arrodillado al otro lado de la
puerta. Cuando dejó de hablar replegó su determinación y dejó que las ondas fluyeran
desde su interior e inundaran la habitación. Notó cómo la calma descendía sobre sus
interlocutores. Continuó sentado, con los ojos entornados.
—¡Maldito hechicero! —Aldo rompió el silencio con un alarido de cólera—.
Viejo zorro. No lograrás atraparme con tus cuentos y tus mentiras. Dices que el
trabajo del Perro es bueno, que la población está satisfecha. ¿Desde cuándo
semejantes asuntos han sido de la incumbencia de la Tribu? Te has vuelto tan blando
como Gosaburo. ¿Qué os pasa a vosotros, los viejos? ¿Acaso la Tribu ha entrado en
decadencia desde sus propias filas? ¡Ojalá Kotaro siguiese vivo! Pero el Perro le
mató; mató al jefe de su propia familia, a quien antes había entregado su vida. Tú
mismo fuiste testigo; tú escuchaste el juramento que pronunció en Inuyama. Rompió
ese compromiso y merecía morir por ello; pero en cambio, con tu ayuda asesinó a
Kotaro, el maestro de su familia. No merece tregua ni perdón ninguno. ¡Debe morir!
—No es mi intención discutir contigo sobre lo bueno o lo malo de su conducta —
replicó Kenji—. Hizo lo que en aquel momento consideró oportuno, y no cabe duda
de que ha vivido su vida de mejor manera como Otori que como Kikuta; pero el
pasado, pasado está. Ahora te hago un llamamiento para que abandones tu campaña
contra él, de modo que los Kikuta puedan regresar a los Tres Países (Gosaburo
recuperaría su negocio) y disfrutar de la vida como hacemos todos nosotros, aunque
estos placeres sencillos, aparentemente, no significan nada para ti. Sólo te diré algo
más: date por vencido. Nunca conseguirás acabar con su vida.
—Todo hombre tiene que morir —repuso Akio.
—Pero no lo hará a manos tuyas —replicó Kenji—. Por mucho que lo desees,
estoy en condiciones de asegurarte que no será así.
Akio contemplaba a Kenji fijamente, con los ojos entornados.
—Tu vida pertenece igualmente a los Kikuta. Tu traición a la Tribu también debe
ser castigada.
—Yo estoy salvaguardando a mi familia y a la propia Tribu; eres tú quien la
destruirá. He venido hasta aquí sin armas, en calidad de emisario. Regresaré de la
misma forma y llevaré tu penoso mensaje al señor Otori.
Kenji emanaba tal poder que Akio le permitió ponerse de pie y abandonar la
estancia. Al pasar junto a Hisao, aún arrodillado en el exterior, preguntó a Akio:
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—¿Es éste el hijo? Tengo entendido que carece de dotes extraordinarias.
Permítele que me acompañe hasta la cancela. Ven, Hisao —una vez en la sombra,
añadió—: Ya sabes dónde podemos encontrarnos si cambias de opinión.
Mientras descendía los escalones de la veranda y la multitud se dividía para
dejarle paso, pensó: "Parece ser que, después de todo, voy a vivir un poco más". Una
vez que se hubo encontrado al aire libre, fuera del alcance de la mirada de Akio, sabía
que podía hacerse invisible y desaparecer en la campiña pero, ¿tendría alguna
oportunidad de llevarse al muchacho consigo?
El rechazo de Akio ante la oferta de tregua no le cogió por sorpresa, pero se
alegraba de que Gosaburo y los demás la hubieran escuchado. Con la excepción de la
vivienda principal, la aldea se veía empobrecida. La vida debía de ser difícil en aquel
lugar, sobre todo en lo más crudo del invierno. Muchos de los habitantes debían de
añorar, al igual que Gosaburo, las comodidades de Matsue e Inuyama. Kenji tenía la
impresión de que el liderazgo de Akio se basaba mucho más en el miedo que en el
respeto; era factible que los demás miembros de la familia Kikuta se opusieran a su
decisión, sobre todo teniendo en cuenta que la vida de los rehenes sería perdonada.
A medida que Hisao se acercaba a sus espaldas y comenzaba a caminar junto a él,
Kenji percibió otra presencia que ocupaba la mitad de la vista y de la mente del
muchacho. Éste fruncía el ceño y de vez en cuando se llevaba la mano a la sien
izquierda y apretaba las yemas de los dedos.
—¿Te duele la cabeza?
—Uhmm —asintió en silencio.
Se hallaban a mitad del trayecto, en la calle principal. Si pudieran llegar a la orilla
de los campos de cultivo y correr a lo largo del dique hasta las plantaciones de
bambú...
—Hisao —susurró Kenji—. Quiero llevarte a Inuyama. Reúnete conmigo donde
nos encontramos antes. ¿Lo harás?
—¡No puedo irme de aquí! ¡No puedo abandonar a mi padre!
Entonces soltó un agudo grito de dolor y dio un traspié.
Sólo cincuenta pasos más. Kenji no se atrevía a girarse, aunque no oía a nadie tras
ellos. Continuó andando serenamente, sin prisa; pero Hisao se iba rezagando.
Cuando Kenji se dio la vuelta con el fin de apremiarle, vio que el gentío aún le
miraba fijamente y luego, de pronto, Akio se abrió camino seguido de Kazuo: ambos
blandían sus cuchillos.
—Hisao, reúnete conmigo —insistió, y entonces se hizo invisible.
Antes de que su silueta hubiera acabado de desaparecer, el muchacho le agarró
del brazo y gritó:
—¡Llévame contigo! Nunca me lo permitirían, pero ella quiere ir contigo.
Tal vez fuera por su estado de invisibilidad o quizá fue a causa de la intensa
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emoción del chico, pero en ese momento Kenji vio lo que Hisao contemplaba.
Vio a Yuki, su hija, muerta dieciséis años atrás.
Fascinado, cayó en la cuenta de la condición de su nieto: era un espiritista.
Nunca había conocido a ninguno; sólo sabía de ellos a través de las crónicas de la
Tribu. El propio joven desconocía su naturaleza, al igual que Akio. Éste no debía
enterarse, jamás.
No era extraño que sufriera de dolores de cabeza. Kenji sintió ganas de reír y de
llorar.
Aún notaba la mano de Hisao en su brazo mientras miraba el rostro espectral de
su hija, viéndola como en los diferentes recuerdos que guardaba de ella: como niña,
como adolescente, como mujer joven, con toda su energía y vida presentes, aunque
atenuadas y pálidas. Observó cómo movía los labios y la escuchó decir:
—Padre.
No le había llamado así desde que cumplió los diez años.
Y ahora su hija le hechizaba como lo había hecho con anterioridad.
—Yuki —respondió él, impotente, y entonces permitió que la visibilidad
regresara.
* * *
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El invierno en Inuyama fue largo y riguroso, aunque también trajo consigo
momentos placenteros. Durante el tiempo que permanecían en el interior, Kaede leía
a sus hijas poesía y antiguas leyendas, mientras que Takeo pasaba largas horas
revisando los archivos relativos a la administración junto con Sonoda; para relajarse,
con la ayuda de un artista estudiaba pintura a pincel con tinta negra y, al caer la tarde,
bebía vino con Kenji. Las tres muchachas se dedicaban al estudio y el entrenamiento.
También celebraron el Festival de la Judía —fiesta ruidosa y animada en la que los
demonios se expulsaban a la nieve y se daba la bienvenida a la buena suerte— y la
mayoría de edad de Shigeko, ya que con la llegada del Año Nuevo había cumplido
los quince años. El festejo no fue ostentoso, pues en el décimo mes la joven recibiría
el dominio de Maruyama, el cual se heredaba a través de las mujeres y que su madre,
Kaede, había obtenido tras la muerte de Maruyama Naomi.
Con el tiempo Shigeko pasaría a gobernar los Tres Países y sus padres habían
acordado que asumiera el control de las tierras de Maruyama aquel mismo año, ahora
que ya había alcanzado la madurez. Se establecería en ellas como gobernante por
derecho propio, y aprendería de primera mano los principios de la autoridad. La
ceremonia en Maruyama sería solemne y majestuosa, siguiendo la antigua tradición y
—según confiaba Takeo— sentaría un precedente para que las mujeres pudieran
heredar tierras y posesiones y erigirse como cabeza de sus grupos familiares, o bien
asumir el control de sus poblaciones, en igualdad con sus hermanos varones.
Las bajas temperaturas y el confinamiento en el interior provocaban de vez en
cuando enfrentamientos sin importancia y debilitaban la salud; pero cuando el tiempo
parecía más desapacible los días empezaron a alargarse con el regreso del sol, y bajo
el intenso frío los ciruelos comenzaron a mostrar sus frágiles flores blancas.
Sin embargo, Takeo no olvidaba que mientras su familia más cercana se hallaba
protegida del frío y el aburrimiento de los largos meses de invierno, otros parientes
suyos, dos jóvenes no mucho mayores que sus propias hijas, estaban cautivos en las
profundidades del castillo de Inuyama. Se les trataba mucho mejor de lo que ellos
mismos habían esperado; pero estaban prisioneros, y se enfrentaban a la muerte a
menos que los Kikuta aceptaran la oferta de una tregua.
Una vez que la nieve se hubo derretido y Kenji se hubo marchado a cumplir con
su misión, Kaede y sus hijas partieron con Shizuka en dirección a Hagi. Takeo se
había percatado de la creciente incomodidad de su esposa con respecto a las gemelas,
y pensó que tal vez Shizuka podría llevarse a una de ellas —quizá a Maya— a
Kagemura, la aldea oculta de los Muto, para que pasara allí unas cuantas semanas. Él
mismo había pospuesto su marcha de Inuyama con la esperanza de recibir noticias de
Kenji; pero cuando llegó la luna nueva del cuarto mes y aún no sabía nada de él,
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partió con reticencia hacia Hofu, dejando instrucciones a Taku para que le hiciera
llegar cualquier mensaje del anciano.
Durante la totalidad de su mandato había efectuado sus viajes de la misma forma:
dividía el año entre las ciudades de los Tres Países. En ocasiones se trasladaba con
todo el esplendor que se esperaba de un gran señor, pero otras veces se camuflaba de
alguna de las muchas maneras que había aprendido en la Tribu, se mezclaba con la
gente corriente y escuchaba de sus propios labios sus opiniones, sus alegrías y sus
quejas. Nunca había olvidado las palabras que Otori Shigeru le dijera en cierta
ocasión: "Debido a que el Emperador es tan débil, los señores de la guerra como Iida
pueden prosperar". En teoría el Emperador gobernaba sobre las Ocho Islas, pero en la
práctica los diversos territorios se ocupaban de sus propios asuntos. Durante años, los
Tres Países habían sufrido conflictos porque los señores de la guerra pugnaban entre
sí para conseguir tierras y poder; pero Takeo y Kaede habían traído la paz y la
mantenían gracias a una constante atención a todos los aspectos del territorio y de la
vida de sus gentes.
Ahora podía ver los efectos de semejante proceder mientras cabalgaba hacia el
Oeste acompañado por varios lacayos, dos fieles guardaespaldas de la Tribu —los
primos Kuroda Junpei y Shinsaku, conocidos como Jun y Shin— y un escriba. A lo
largo del viaje observó las señales que denotaban un país pacífico y bien gobernado:
niños sanos, aldeas prósperas, escasez de mendigos y ausencia de bandidos. Takeo
tenía sus propias preocupaciones —con respecto a Kenji, a Kaede y a sus hijas—,
pero lo que veía ante sus ojos le reconfortaba. Su objetivo consistía en conseguir un
país tan seguro que hasta una niña pudiera gobernarlo, y una vez en Hofu concluyó,
con orgullo y satisfacción, que en eso se habían convertido los Tres Países.
No había previsto lo que le aguardaba en la ciudad portuaria, ni había sospechado
que hacia el final de su estancia en Hofu su confianza quedaría sacudida y su
gobierno, amenazado.
* * *
Daba la impresión de que tan pronto como Takeo llegaba a cualquiera de las
ciudades de los Tres Países, aparecían delegaciones a las puertas del castillo o el
palacio donde se alojara en busca de audiencias, pidiendo favores, solicitando
decisiones que sólo él podía tomar. Algunos de estos asuntos era posible, en efecto,
trasladarlos a los funcionarios locales, pero de vez en cuando se formulaban quejas en
contra de esos mismos funcionarios, y entonces tenía que suministrar arbitros
imparciales de entre su comitiva. Aquella primavera en Hofu se dieron tres o cuatro
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casos semejantes, más de los que a Takeo le habría gustado, lo que le hizo
cuestionarse la justicia de las administraciones locales. Además, dos granjeros se
habían quejado de que sus hijos habían sido reclutados a la fuerza, y un comerciante
divulgó que los militares habían estado requisando grandes cantidades de carbón,
madera, azufre y salitre. "Zenko está reuniendo tropas y armas —pensó—. Tengo que
hablar con él urgentemente".
Realizó las disposiciones necesarias para enviar mensajeros a Kumamoto. Sin
embargo al día siguiente Arai Zenko, quien había heredado las tierras de su padre en
el Oeste y también controlaba la ciudad de Hofu, llegó en persona desde Kumamoto,
aparentemente para dar la bienvenida al señor Otori si bien, como en seguida quedó
patente, escondía otros motivos. Le acompañaba su esposa, Shirakawa Hana, la
hermana menor de Kaede. Hana se parecía mucho a su hermana mayor, incluso
algunos la tenían por más hermosa que la propia Kaede en su juventud, antes del
terremoto y el incendio. A Takeo no le agradaba su cuñada, ni se fiaba de ella. En el
difícil año que siguió al nacimiento de las gemelas, cuando Hana cumplió catorce
años, la joven había imaginado enamorarse del esposo de su hermana y,
constantemente, intentaba seducirle para que la tomase como segunda esposa o como
concubina, no parecía importarle mucho la condición.
Hana suponía una tentación mayor de lo que Takeo estaba dispuesto a tolerar,
pues se parecía a la Kaede de la que él se había enamorado antes de que su belleza
quedara estropeada, y la joven se ofrecía en un momento en el que la mala salud de la
esposa de Takeo la mantenía apartada del lecho de su marido. La constante negativa
por parte de su cuñado a tomarla en serio había herido y humillado a la muchacha, y
la propuesta de que se casara con Zenko la tomó como un agravio; pero Takeo se
mostró inflexible. Aquel matrimonio era una forma de solucionar dos problemas a la
vez, y se celebró cuando Zenko cumplió dieciocho años y Hana, dieciséis. Zenko
estaba plenamente satisfecho, pues la alianza suponía un gran honor para él: Hana era
hermosa y rápidamente le dio tres hijos varones, todos sanos, y aunque ella nunca
declaró estar enamorada sentía interés por su marido y compartía sus ambiciones. Su
amor por Takeo pronto se desvaneció, y quedó reemplazado por un sentimiento de
rencor hacia él y de celos hacia Kaede, y por un profundo deseo de que ella misma y
Zenko pudieran desbancarles y ocupar el lugar de ambos.
Takeo estaba al tanto de tales sentimientos, pues su cuñada revelaba más de sí
misma de lo que ella pensaba y además, como le ocurría a todo el mundo, los Arai a
menudo olvidaban la extraordinaria capacidad de audición de Takeo. Su oído ya no
era tan fino como cuando tenía diecisiete años, pero aún resultaba lo bastante bueno
para alcanzar a escuchar las conversaciones que otros consideraban secretas, para
enterarse de todo cuanto acontecía a su alrededor, de dónde se encontraba cada uno
de los moradores de una vivienda, de las actividades de los hombres en los puestos de
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guardia o en los establos, de quién visitaba a quién durante la noche y con qué
propósito. También había adquirido una capacidad de observación que le permitía
leer las intenciones de otros en la postura y los movimientos del cuerpo, hasta tal
punto que la gente comentaba que el señor Otori era capaz de ver con claridad lo que
los corazones ocultaban.
Ahora Takeo examinaba a Hana mientras ella hacía una profunda reverencia
frente a él y su larga cabellera se derramaba sobre el suelo, partiéndose ligeramente y
dejando al descubierto la exquisita palidez de su nuca. Se movía con ligereza y
elegancia, a pesar de haber dado a luz a tres hijos; no parecía mayor de dieciocho
años, aunque tenía veintiséis, la misma edad que Taku, el hermano menor de Zenko.
Éste, de veintiocho años, se asemejaba considerablemente a su progenitor. Era
alto, de constitución corpulenta y gran fortaleza, experto en el manejo del arco y la
espada. A los doce años había presenciado con sus propios ojos la muerte de su padre,
que fue abatido por un arma de fuego. Fue la tercera persona en morir de aquella
forma en los Tres Países; los otros dos habían sido bandoleros, de cuyas muertes
Zenko también había sido testigo. Arai había perdido la vida en el momento mismo
en el que quebrantó su promesa de alianza con Takeo. Éste sabía que el conjunto de
estos acontecimientos había provocado en el muchacho un profundo resentimiento,
que con el paso de los años se había ido transformando en odio.
Ni el marido ni la mujer dejaban translucir su malevolencia. De hecho, sus
muestras de bienvenida y su interés por la salud del señor Otori y la de su familia
fueron de lo más efusivos. Takeo les correspondió con igual cordialidad, a la vez que
enmascaraba el hecho de que se hallaba más dolorido de lo habitual a causa de la
humedad del tiempo y reprimía el deseo de quitarse el guante de seda que le cubría la
mano derecha para frotarse las cicatrices donde antes estuvieran sus dedos.
—No tendríais que haberos tomado tantas molestias —comentó—. Sólo estaré en
Hofu uno o dos días.
—El señor Takeo debería permanecer más tiempo —Hana tomó la palabra antes
que su marido, como era habitual en ella—. Quédate hasta que pasen las lluvias. No
puedes viajar con este clima.
—He viajado en condiciones peores —respondió Takeo con una sonrisa.
—No es ninguna molestia, en absoluto —intervino Zenko—. Para nosotros, poder
pasar el tiempo con nuestro cuñado supone un inmenso placer.
—Hay un par de asuntos que debemos discutir —anunció Takeo, decidido a no
andarse por las ramas—. A mi entender, no existe necesidad de aumentar el número
de hombres armados, y me gustaría que me hablaras de los instrumentos que estás
fabricando.
Semejante franqueza, que llegaba justo después de los comentarios corteses,
sobresaltó al matrimonio. Takeo volvió a esbozar una sonrisa. Con seguridad, ambos
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sabían que apenas se le escapaba nada de lo que ocurría en los Tres Países.
—Siempre existe la necesidad de armas —dijo Zenko—. Espadas de hoja ancha,
lanzas y todo lo demás.
—¿Cuántos hombres puedes reunir? Cinco mil, como mucho. Según nuestros
informes, todos están completamente equipados. Si han perdido o dañado su
armamento, ellos mismos son los responsables de reemplazarlo a su propia costa. Las
finanzas del dominio deben emplearse en cosas mejores.
—En Kumamoto y los distritos del sur la cifra es de cinco mil hombres,
efectivamente; pero en otros dominios Seishuu hay muchos más en edad de combatir
que no han sido entrenados. Nos pareció una buena idea proporcionarles
adiestramiento y armas, incluso aunque después regresen a sus campos de cultivo
para la cosecha.
—Las familias del clan Seishuu dependen ahora de Maruyama —replicó Takeo
con suavidad—. ¿Qué opina de tus planes Sugita Hiroshi?
Hiroshi y Zenko se detestaban. Takeo sabía que Hiroshi, en su adolescencia, había
albergado el deseo de casarse con Hana, de quien se había formado una imagen
ilusoria basada en su devoción por Kaede, y había quedado decepcionado cuando se
dispuso el matrimonio para emparentaría con la familia Arai, aunque jamás
mencionaba el asunto. Ambos jóvenes nunca se habían tenido simpatía, desde que se
vieron por primera vez, muchos años atrás, en el turbulento periodo de guerra civil.
Hiroshi y Taku, el hermano menor de Zenko, eran buenos amigos a pesar de sus
diferencias y estaban mucho más unidos que los dos hermanos Arai entre sí, quienes
se habían alejado con el correr de los años, si bien tampoco hablaban de ello.
Ocultaban la distancia que los separaba con una fingida jovialidad, mutuamente
beneficiosa, y a menudo alentada por los efluvios del vino.
—No he tenido la oportunidad de conversar con Sugita —admitió Zenko.
—Entonces, discutiremos el asunto con él. Nos reuniremos en Maruyama en el
décimo mes y revisaremos los requisitos militares del Oeste.
—Nos enfrentamos a la amenaza de los bárbaros —observó Zenko—. El Oeste se
encuentra abierto para ellos: los Seishuu nunca han tenido que enfrentarse a un ataque
por mar. No estamos preparados, en absoluto.
—Los extranjeros persiguen tratos comerciales, por encima de todo —repuso
Takeo—. Están lejos de su tierra y sus barcos son pequeños. Aprendieron la lección
en el ataque de Mijima. Ahora tratarán con nosotros por la vía diplomática. Nuestra
mejor defensa contra ellos es el comercio pacífico.
—Y sin embargo, alardean de los grandes ejércitos de su Rey —intervino Hana
—. Cien mil militares. Cincuenta mil caballos. Uno de sus caballos es más grande
que dos de los nuestros, según cuentan, y todos sus soldados de a pie transportan
armas de fuego.
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—Como tú misma has dicho, sólo están alardeando —apuntó Takeo—. Me atrevo
a decir que Terada Fumio también se jacta de nuestra superioridad en las islas
occidentales y en los puertos de Tenjiku y Shin.
Takeo percibió que el semblante de su cuñado se ensombrecía ante la mención de
Fumio, y recordó que había sido éste quien había matado al padre de Zenko al
dispararle en el pecho en el momento en que la tierra tembló y el ejército de Arai
quedó destruido. Exhaló un suspiro para sus adentros y se preguntó si era acaso
posible desterrar el deseo de venganza del corazón de un hombre, sabiendo que
aunque hubiera sido Fumio quien disparó el arma, Zenko culpaba a Takeo de aquella
pérdida.
Zenko advirtió:
—Allí también los bárbaros utilizan el comercio como excusa para introducirse
en el país. Después lo debilitan desde dentro por medio de su religión y atacan desde
fuera con armas superiores. Acabarán convirtiéndonos a todos en sus esclavos.
Su cuñado podría estar en lo cierto. Los extranjeros se hallaban en su mayor parte
confinados en Hofu, y Zenko les trataba con más frecuencia que cualquier otro de los
guerreros de Takeo, lo que en sí mismo resultaba peligroso: aunque les denominase
"bárbaros", Zenko estaba impresionado por sus armas y sus barcos. Si llegaran a
aliarse en el Oeste...
—Sabes que respeto tus opiniones en estos asuntos —replicó Takeo—.
Aumentaremos la vigilancia sobre los extranjeros. Si hay necesidad de reclutar a más
hombres, te informaré. Y recuerda que el salitre sólo debe ser adquirido directamente
por el clan.
Clavó la vista en Zenko mientras el joven hacía una reverencia a regañadientes;
una línea de color en el cuello era la única señal de su resentimiento ante la
amonestación de Takeo. A éste le vino a la memoria la vez que había sujetado a
Zenko, a lomos de su caballo, con el cuchillo pegado a su garganta. Si se lo hubiera
clavado entonces, sin duda se habría ahorrado muchos problemas; pero en aquel
momento el hijo de Arai sólo contaba con doce años. Takeo nunca había matado a un
niño y rezaba para que jamás tuviera que hacerlo. "Zenko forma parte de mi destino
—pensó—. Debo manejarle con cuidado. ¿Qué otra cosa puedo hacer, más que
adularle y tratar de amansarle?".
Hana tomó la palabra con su voz dulce como la miel:
—No haríamos nada sin consultar antes con el señor Otori. En nuestros corazones
no existe más interés que el tuyo y el de tu familia, así como el bienestar de los Tres
Países. Tu familia se encuentra bien, imagino. Mi hermana mayor, tus hermosas
hijas...
—Se encuentran perfectamente, gracias.
—Para mí, es un enorme pesar no haber tenido hijas —prosiguió Hana, con los
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ojos bajos en actitud de modestia—. Sólo tenemos hijos varones, como el señor Otori
sabe.
"¿Adónde querrá llegar?", se preguntó Takeo.
Zenko era menos sutil que su mujer y habló con mayor franqueza:
—El señor Otori debe de anhelar un hijo varón.
"¡Eso era!", pensó Takeo. Y respondió:
—Dado que un tercio de nuestro país ya se hereda a través de las mujeres, no
supone un problema para mí. Con el tiempo, nuestra hija mayor gobernará los Tres
Países.
—Pero deberías conocer la alegría de contar con hijos varones en tu hogar —
insistió Hana—. Permítenos entregarte a uno de los nuestros.
—Nos gustaría que adoptaras a uno de nuestros hijos —añadió Zenko, de manera
directa y afable.
—Sería un honor y una alegría que no podríamos expresar con palabras —
murmuró Hana.
—Sois extremadamente generosos y considerados —repuso Takeo.
Lo cierto era que no deseaba hijos varones. Se sentía aliviado por que Kaede no
hubiera tenido más descendencia, y albergaba la esperanza de que no volviera a
concebir. La profecía según la cual Takeo moriría a manos de su propio hijo no le
asustaba, pero le entristecía profundamente. En ese momento elevó una plegaria,
como hacía a menudo, para que su muerte fuera como la de Shigeru, y no como la del
otro señor de los Otori, Masahiro, cuyo hijo ilegítimo le había atravesado la garganta
con un cuchillo de pesca. También rogaba que se le perdonase la vida hasta que su
trabajo hubiera concluido y su hija alcanzara la edad suficiente para gobernar su país.
No quería insultar a sus cuñados rechazando su oferta de inmediato. En realidad,
pensaba que se trataba de una propuesta recomendable. Sería completamente
apropiado adoptar a un sobrino de su esposa: incluso podría casar al niño con una de
sus hijas en el futuro.
—Te lo ruego, haznos el gran honor de aceptar a nuestros dos hijos mayores —
suplicó Hana.
Cuando Takeo asintió con un gesto, su cuñada se levantó y se dirigió hacia la
puerta con su paso suave, tan parecido al de Kaede. Regresó con los niños: tenían
ocho y seis años respectivamente. Ataviados con ropas formales, se mantenían en
silencio a causa de la solemnidad de la reunión. Ambos lucían flequillo largo.
—El mayor se llama Sunaomi y el mediano, Chikara —explicó Hana, al tiempo
que los niños hacían una reverencia hasta el suelo.
—Sí, me acuerdo —dijo Takeo. Llevaba tres años sin verles, y no conocía al hijo
menor de Hana, nacido el año anterior y que debía de encontrarse a cargo de su
niñera. Eran dos chiquillos de aspecto espléndido. El mayor recordaba a las hermanas
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Shirakawa, con largas extremidades y figura esbelta. El menor era más redondo y
robusto, y había salido a su padre. Takeo se preguntó si alguno de ellos habría
heredado de su abuela Shizuka los poderes extraordinarios de la familia Muto. Le
preguntaría a Taku, o a la propia Shizuka. Para ésta sería agradable tener a un nieto
que criar junto a las hijas de Takeo, para quienes era como una segunda madre, una
amiga y una maestra.
—Incorporaos, muchachos —indicó—. Dejad que vuestro tío os vea la cara.
Le llamó la atención el mayor, que se parecía mucho a Kaede. Sólo era siete años
más joven que Shigeko y cinco menor que Maya y Miki, diferencias de edad que no
impedirían un matrimonio. Les interrogó acerca de sus estudios, de sus progresos con
el arco y la espada, de sus caballos. Le agradó la inteligencia y claridad de las
respuestas de los niños. Fueran cuales fuesen las ambiciones secretas y motivos
ocultos de sus progenitores, los pequeños habían recibido una educación apropiada.
—Sois muy generosos —repitió—. Consultaré el asunto con mi esposa.
—Los niños cenarán con nosotros —indicó Hana—. Así podrás conocerlos mejor.
Como sabes, Sunaomi se cuenta entre los favoritos de mi hermana mayor.
Takeo recordó que Kaede había alabado al muchacho por su inteligencia e
ingenio; envidiaba a Hana y lamentaba no haber tenido un hijo varón. Adoptar a su
sobrino podría ser una forma de compensación, pero si Sunaomi llegase a convertirse
en hijo de Takeo...
Apartó tal pensamiento de su mente. Tenía que seguir la política que considerase
más adecuada, no debía dejarse influir por una profecía que tal vez nunca llegaría a
cumplirse.
Hana se marchó con los niños, y Zenko tomó la palabra.
—Sólo puedo repetir que sería un gran honor si adoptaras a Sunaomi o a Chikara:
la elección está en tus manos.
—Volveremos a hablar de ello en el décimo mes.
—¿Me permites otra petición?
Takeo asintió en silencio y Zenko continuó:
—No quiero ofenderte hablando de tiempos pasados; pero ¿te acuerdas del señor
Fujiwara?
—Claro que sí —respondió Takeo, haciendo un esfuerzo por disimular su estupor
y su enfado.
El señor Fujiwara era el noble que había secuestrado a Kaede y había provocado
la peor derrota de Takeo. Murió en el gran terremoto, pero Takeo jamás le había
perdonado y odiaba la mera mención de su nombre. A pesar de que Kaede le había
jurado que aquel marido espurio nunca había yacido con ella, existía un extraño
vínculo entre su esposa y el aristócrata. Fujiwara había intrigado y halagado a Kaede,
quien había establecido un pacto con él y le había contado los secretos más íntimos
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del amor de Takeo hacia ella. El noble había mantenido a la familia de Kaede
aportando dinero y comida, y había obsequiado a la joven con numerosos regalos. Se
había casado con ella con el permiso del mismísimo Emperador. Fujiwara trató de
arrastrar a su esposa a la muerte junto a él; pero ella se salvó, a pesar de que estuvo a
punto de quemarse viva cuando su cabellera se prendió en llamas, lo que le causó
numerosas heridas y arruinó su belleza.
—Su hijo se encuentra en Hofu y desea audiencia contigo —explicó.
Takeo no respondió, reticente a admitir que no tenía conocimiento de aquella
presencia en la ciudad.
—Utiliza el apellido de su madre, Kono. Llegó en barco hace unos días, con la
esperanza de encontrarse contigo. Hemos mantenido correspondencia acerca de las
propiedades de su padre. Como sabes, mi padre mantenía una buena relación con el
suyo (perdóname por recordarte aquellos tiempos tan desagradables) y el señor Kono
se dirigió a mí para consultarme ciertos asuntos referentes a rentas e impuestos.
—Yo tenía la impresión de que sus tierras se habían anexionado al dominio
Shirakawa.
—Pero es que, legalmente, Shirakawa pasó a la propiedad del señor Fujiwara tras
su matrimonio con Kaede, de manera que ahora las tierras pertenecen a su hijo. Como
bien sabes, Shirakawa se hereda por la línea masculina. En caso de que Kono no
pudiera reclamar el territorio, pasaría al siguiente heredero varón.
—Es decir, a tu hijo mayor, Sunaomi —concluyó Takeo.
Zenko inclinó la cabeza sin responder.
—Han pasado dieciséis años desde la muerte de su padre. ¿Por qué aparece ahora,
de repente? —preguntó Takeo.
—El tiempo corre con rapidez en la capital —respondió Zenko—. En la divina
presencia del Emperador.
"O tal vez tú o tu mujer, lo más seguro tu mujer, pensando que podríais utilizar a
Kono para presionarme, os habéis confabulado con él", pensó Takeo, ocultando su
furia.
La lluvia arreciaba sobre el tejado y el olor a tierra mojada llegaba desde el jardín.
—Que venga a verme mañana —anunció, por fin.
—Sí. Es una sabia decisión —repuso Zenko—. En todo caso, llueve demasiado
como para viajar.
* * *
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había que vigilar a Arai, y también la facilidad con la que su ambición y la de su
mujer podrían conducir a los Tres Países a otra guerra civil.
La velada transcurrió en un ambiente agradable. Takeo bebió el vino suficiente
como para atenuar el dolor, y los niños se mostraron animados y amenos.
Recientemente habían conocido a dos extranjeros en aquella misma sala y aún
estaban emocionados por tal encuentro. Relataron cómo Sunaomi se había dirigido a
ellos en el propio idioma de los hombres, el cual había estado aprendiendo con su
madre; cómo se parecían a los duendes, con sus narices alargadas y sus barbas
pobladas; la de uno era pelirroja y la del otro, negra. Por lo visto, a Chikara no le
habían provocado ningún temor. Llamaron a los criados para que le mostraran una de
las sillas que habían sido expresamente fabricadas para los extranjeros con una
madera exótica llamada teca, traída del gran puerto comercial conocido como Puerto
Fragante. La madera había sido transportada en las bodegas de los barcos de los
Terada, quienes llevaban también cuencos con jaspe, pieles de tigre, lapislázuli,
marfil y jade hasta las ciudades de los Tres Países.
—Es muy incómoda —observó Sunaomi, haciendo una demostración.
—Pues se parece al trono del Emperador —apuntó Hana entre risas.
—¡Pero no comían con las manos! —comentó Chikara, decepcionado—. Me
hubiera gustado verlo.
—Están aprendiendo buenos modales de nuestro pueblo —le explicó Hana—. Se
están esforzando mucho, de la misma forma que el señor Joao se emplea a fondo en
aprender nuestro idioma.
Takeo no pudo reprimir un ligero escalofrío al escuchar ese nombre tan parecido
al del paria Jo-An, cuya muerte había supuesto el acto que Takeo había lamentado
más en toda su vida, y cuyas palabras e imagen a menudo acudían a él en sueños. Los
extranjeros mantenían creencias similares a las de los Ocultos y rezaban a su dios;
pero lo hacían abiertamente, a menudo causando gran desasosiego y bochorno a otros
presentes. Exhibían la cruz, la imagen secreta, en rosarios que se colgaban al cuello y
lucían sobre la pechera de sus extrañas ropas de aspecto incómodo. Incluso en los
días más calurosos llevaban prendas de vestir ajustadas, cuellos altos y botas, y
sentían un horror antinatural al hecho de tomar un baño.
Aunque la persecución hacia los Ocultos era supuestamente una cuestión del
pasado, no resultaba posible eliminar los prejuicios del pueblo por medio de la Ley.
El propio Jo-An se había convertido en una especie de deidad, y a veces se le
confundía con alguna de las manifestaciones del Iluminado. Se invocaba la ayuda del
antiguo paria en asuntos relativos al reclutamiento de trabajadores, así como los
concernientes a impuestos y tasas relacionados con el trabajo. Era venerado por los
pobres, los indigentes y los vagabundos de una manera que horrorizaría al propio Jo-
An, quien tomaría tal devoción por herejía. Pocos conocían su auténtica identidad o
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recordaban detalles de su vida, pero su nombre se había llegado a ligar a las leyes que
regían la recaudación de impuestos y el reclutamiento laboral. A ningún terrateniente
se le permitía exigir más de treinta partes de cien de cualquier recurso alimenticio, ya
fuera arroz, judías o aceite; y los hijos de los campesinos no estaban obligados a
cumplir el servicio militar, aunque sí se les asignaban ciertos trabajos públicos, como
el drenaje de tierras, la construcción de diques y puentes o la excavación de canales.
La minería también era fuente de reclutamiento, pues el trabajo del minero resultaba
tan duro y peligroso que se daban pocos voluntarios. Aun así, la leva de todo tipo de
trabajadores se rotaba por los diferentes distritos y grupos de edad, de manera que
nadie tuviera que soportar una carga injusta, y también se establecían varias escalas
de compensación en caso de accidente o muerte. Estas disposiciones eran conocidas
como "Leyes de Jo-An".
Los extranjeros estaban deseosos de hablar acerca de su religión y Takeo,
cautelosamente, había organizado varios encuentros con Makoto y otros líderes
religiosos; pero por lo general las reuniones concluían con ambas partes convencidas
de encontrarse en posesión de la verdad, y se preguntaban en privado cómo era
posible que alguien diera crédito a los disparates que sus adversarios predicaban. Para
Takeo, las creencias de los extranjeros procedían de la misma fuente que las de los
Ocultos; pero habían acumulado siglos de supersticiones y distorsión. Él mismo se
había criado en la tradición de los Ocultos, si bien había abandonado las enseñanzas
de su niñez y ahora contemplaba todas las religiones con algo de desconfianza y
escepticismo, en particular la doctrina de los extranjeros, pues le daba la impresión de
que estaba ligada a una gran ambición de riqueza, estatus y poder.
La creencia que Takeo profesaba en gran medida —la prohibición de matar— no
parecía ser compartida por los forasteros, pues se presentaban armados con sables,
puñales, machetes y, cómo no, armas de fuego, aunque hacían notables esfuerzos por
ocultar estas últimas de la misma forma que los Otori ocultaban el hecho de que ya
las poseían. A Takeo le habían enseñado de niño que matar, incluso en defensa
propia, era pecado. Sin embargo, ahora gobernaba una tierra de guerreros y la
legitimidad de su gobierno se basaba en la conquista en el campo de batalla y en el
control por la fuerza. Había perdido la cuenta de los hombres a los que había dado
muerte con sus propias manos o había ordenado ejecutar. En la actualidad, la paz
reinaba en los Tres Países; las espantosas matanzas de los años de guerra eran ya cosa
del pasado. Takeo y Kaede tenían bajo control las fuentes violentas necesarias para la
defensa o el castigo de los criminales, mantenían a raya a los guerreros y ofrecían a
los hombres maneras de desfogarse de su ambición y su deseo de competir. Y ahora
muchos guerreros seguían la senda de Makoto, dejando a un lado sus arcos y espadas
y haciendo el juramento de no volver a matar jamás.
"Un día, yo haré lo mismo —reflexionó Takeo—. Pero todavía, no. Aún no ha
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llegado el momento".
Volvió su atención a los allí reunidos y contempló a Zenko y Hana bromeando
con sus hijos. En silencio, hizo el juramento de resolver sin derramamiento de sangre
cualquier problema que pudiera surgir.
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El dolor regresó de madrugada, despertándole con su persistencia. Takeo llamó a
la criada para que le trajera té, y en el calor del cuenco encontró alivio momentáneo
para su mano lisiada. Aún llovía, y el ambiente en el interior de la residencia
resultaba húmedo y sofocante. No lograba conciliar el sueño. Envió a la criada a
despertar a su escriba y al funcionario indicado, y a buscar lámparas. Cuando llegaron
los hombres se sentó con ellos en la veranda y procedió a examinar los registros sobre
Shirakawa y Fujiwara que existían en la ciudad portuaria, centro administrativo del
distrito. Discutieron pormenores de los informes y cuestionaron discrepancias hasta
que el cielo empezó a palidecer y los primeros cantos de los pájaros llegaron desde el
jardín. Takeo siempre había gozado de buena memoria visual y retentiva, la cual tras
años de entrenamiento había llegado a ser prodigiosa. Desde su enfrentamiento con
Kotaro, en el que había perdido dos dedos de la mano derecha, dictaba a los escribas
con asiduidad, lo que así mismo aumentaba su capacidad memorística. Al igual que
Shigeru, su padre adoptivo, sentía por los registros tanto entusiasmo como respeto; le
fascinaba la manera en la que toda información podía anotarse y preservarse, cómo
daba soporte a la memoria y la corregía.
Últimamente, el joven escriba le acompañaba casi de manera constante. A los
diez años de edad, como tantos otros niños, había quedado huérfano a causa del gran
terremoto y había encontrado refugio en el templo de Terayama, donde le
proporcionaron instrucción. Los monjes no tardaron en detectar su despierta
inteligencia y su destreza con el pincel, al igual que su capacidad de trabajo —era de
las personas capaces de estudiar a la luz de las luciérnagas y el resplandor de la nieve,
según rezaba el antiguo proverbio—, y finalmente fue seleccionado por Makoto para
viajar hasta Hagi y unirse al personal doméstico del señor Otori.
Era de naturaleza silenciosa y no le gustaba el alcohol. Aunque a primera vista
parecía adolecer de una personalidad un tanto insulsa, cuando se encontraba a solas
con Takeo dejaba al descubierto una vena de ingenio y sarcasmo. Nada ni nadie
lograba impresionarle, y trataba a todos con igual deferencia y consideración,
percibiendo sus flaquezas y vanidades con claridad y con distante compasión. Se
llamaba Minoru, lo que resultaba curioso a Takeo dado que él mismo había adoptado
ese nombre durante un breve periodo de lo que, ahora, parecía ser otra vida.
La caligrafía de Minoru era ligera y hermosa.
Las tierras de Shirakawa y las de Fujiwara habían quedado gravemente dañadas
tras el terremoto; y sus mansiones campestres, devastadas por el fuego. La residencia
Shirakawa había sido reconstruida y la otra cuñada de Takeo, llamada Ai, solía
instalarse allí con sus hijas durante largos periodos del año. El marido de Ai, Sonoda
Mitsuru —sobrino e hijo adoptivo de Akita Tsutomu, quien había muerto con Arai
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Daiichi y la mayoría del ejército de éste en el gran terremoto—, la acompañaba de
vez en cuando, pero sus obligaciones solían retenerle en Inuyama. Ai era una mujer
pragmática y trabajadora que se había beneficiado del ejemplo de su hermana mayor.
El dominio Shirakawa se había recuperado de la mala administración y el abandono
sufridos en época de su padre y ahora prosperaba, ofreciendo una excelente
producción de arroz, moras, caquis, seda y papel. Shirakawa se encargaba de la
administración de Fujiwara, que contaba con tierras más fértiles y también arrojaba
importantes beneficios. Takeo sentía una cierta reticencia a devolver el territorio al
hijo de Fujiwara, a pesar de que éste pudiera ser su legítimo dueño. En el actual
estado de cosas, la rentabilidad de la propiedad beneficiaba a la economía general de
los Tres Países.
Cuando se hizo de día, Takeo tomó un baño y un barbero le recortó el cabello y la
perilla. Comió algo de arroz y un poco de sopa y luego se enfundó en ropas de
etiqueta para el encuentro con el hijo de Fujiwara, encontrando escaso placer en el
suave tacto de la seda y la discreta elegancia de los estampados: la flor de glicina de
color malva pálido sobre el fondo púrpura oscuro del manto interior, y el tejido más
neutro de la túnica exterior. El criado le colocó un bonete negro en la cabeza.
Takeo sacó su sable, Jato, del ornado pedestal tallado donde había descansado
durante la noche. Se lo colgó del fajín al tiempo que recordaba los distintos disfraces
que el arma había llevado, empezando por la andrajosa piel negra de tiburón que
envolvía la empuñadura cuando, a manos de Shigeru, le había salvado la vida. Ahora
tanto el puño como la funda se veían profusamente decorados, y Jato no había
probado la sangre desde hacía muchos años. Takeo se preguntó si alguna vez volvería
a desenfundar la hoja en combate y cómo se las arreglaría con su mano derecha
mutilada.
Atravesó el jardín desde el ala este hasta el salón principal de la mansión. Había
cesado de llover, pero el jardín se encontraba anegado y la fragancia de las flores de
glicina, encorvadas a causa del agua, se mezclaba con el aroma a hierba mojada, el
olor a salitre procedente del puerto y los espesos efluvios de la ciudad. Desde el
exterior de los muros de la residencia le llegaban los gritos lejanos de los vendedores
ambulantes y los golpes secos de las contraventanas de las viviendas, a medida que la
ciudad se iba despertando.
Los criados se desplazaban silenciosamente ante Takeo para abrirle las puertas
correderas; sus pisadas apenas resonaban sobre los suelos pulidos. Minoru, que se
había marchado a desayunar y a vestirse para la ocasión, se unió a su señor sin
pronunciar palabra, limitándose a hacer una profunda reverencia, y luego le siguió a
varios pasos de distancia. Junto al escriba un criado acarreaba el escritorio lacado,
además de papel, pinceles, un bloque de tinta y agua.
Zenko ya se encontraba en el salón principal, ataviado también con ropas de
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etiqueta aunque más ostentosas que las del señor Otori; en el cuello y el fajín de su
túnica relucían profusos bordados de hilo de oro. Takeo contestó la reverencia de su
cuñado con un gesto de cabeza y luego entregó su sable Jato a Minoru, quien lo
colocó cuidadosamente en un pedestal tallado aún más ornamentado que el anterior y
situado en un lateral. El sable de Zenko ya descansaba en otro pedestal parecido. A
continuación, Takeo se sentó a la cabecera de la estancia y paseó la vista por los
objetos decorativos y los biombos, preguntándose qué impresión darían a Kono en
comparación con los de la corte del Emperador. La residencia de Hofu no era tan
grande o imponente como las de Hagi e Inuyama, y lamentó no recibir al noble en
una de aquéllas. "Se llevará una imagen errónea de nosotros. Pensará que no somos
refinados ni sofisticados. ¿Será acaso mejor?"
Zenko hizo breves comentarios sobre la noche anterior. Takeo expresó su
aprobación de los niños y los alabó. Minoru preparó la tinta sobre el pequeño
escritorio y luego se sentó sobre los talones, con los ojos bajos en ademán de
meditación. Una lluvia suave empezó a caer.
Poco después se escucharon los sonidos que anunciaban la llegada de un
visitante: el ladrido de los perros y el paso robusto de los porteadores de un
palanquín. Zenko se levantó y salió a la veranda. Takeo escuchó cómo saludaba al
invitado y, a continuación, Kono entró en la sala.
Se produjo un breve instante de desconcierto en el que ninguno de ellos consideró
que debía ser el primero en inclinar la cabeza. Kono elevó las cejas de manera casi
imperceptible y luego hizo una reverencia, aunque con una cierta afectación
amanerada que despojaba al gesto de todo respeto. Takeo esperó unos segundos y
luego devolvió el saludo.
—Señor Kono —dijo con voz queda—. Me hacéis un gran honor.
Cuando Kono se incorporó, Takeo examinó su rostro. Nunca había conocido al
padre de aquel hombre, pero tal circunstancia no había evitado que Fujiwara le
persiguiera en sueños. Ahora otorgó a su antiguo enemigo la cara de su hijo, su frente
alta y su boca cincelada, sin saber que, en efecto, Kono compartía con su padre
ciertas características. Aunque no todas.
—El honor es mío, señor Otori —respondió el invitado.
Aunque sus palabras resultaban amables, Takeo intuyó que sus intenciones no lo
eran. De inmediato se dio cuenta de que no habría cabida para un intercambio sincero
de opiniones. El encuentro sería tenso y difícil, y Takeo tendría que mostrarse astuto,
hábil y contundente. Trató de mantener la compostura, luchando contra el cansancio y
el dolor.
Comenzaron hablando de las tierras. Zenko explicó lo que sabía sobre la
condición de las mismas y Kono expresó su deseo de visitarlas en persona, a lo que
Takeo accedió sin discusión, pues sospechaba que Kono tenía en realidad poco
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interés en ellas y no pensaba instalarse allí. Le daba la impresión de que su demanda
de la propiedad podría solucionarse sin problemas, reconociéndole como terrateniente
ausente y remitiéndole cierta cantidad de dinero a la capital —no la totalidad de los
impuestos, sino un porcentaje de los mismos—. El territorio de Fujiwara no era más
que una excusa para la visita de Kono, excusa perfectamente aceptable. Sin duda
había venido con algún otro propósito, pero después de que hubiera transcurrido más
de una hora y siguieran departiendo sobre las cosechas de arroz y la necesidad de
mano de obra, Takeo empezó a preguntarse si alguna vez iba a enterarse de las
intenciones de su huésped. Sin embargo, al cabo de unos instantes apareció en la
puerta un guardia con un mensaje para el señor Arai. Zenko presentó efusivas
disculpas y explicó que se veía obligado a dejarles, pero se reuniría con ellos para el
almuerzo.
Tras su marcha reinó el silencio. Minoru terminó de anotar lo que se había
hablado hasta ese momento y colocó el pincel sobre el escritorio.
Entonces, Kono tomó la palabra.
—Tengo que informaros sobre un asunto delicado. Tal vez fuera conveniente
hablar con el señor Otori a solas.
Takeo enarcó las cejas y respondió:
—Mi escriba se quedará.
A continuación hizo un gesto al resto de los presentes para que abandonaran la
estancia. Una vez que se hubieron marchado, Kono permaneció un tiempo en
silencio. Cuando habló, su voz se notaba más cálida y su actitud, menos artificial.
—Deseo que el señor Otori tenga en cuenta que no soy más que un emisario. No
guardo animosidad con respecto a vos. Conozco poco la historia de nuestras
respectivas familias, la desafortunada situación con la señora Shirakawa; pero debéis
saber que las acciones de mi padre con frecuencia afligían a mi madre, mientras
vivió, y a mí mismo. No considero que él estuviera completamente libre de culpa.
"¿Libre de culpa? —pensó Takeo—. "Él fue el responsable de todo: el
sufrimiento de mi esposa y su deformidad, el asesinato de Amano Tenzo, la violenta e
inútil matanza de Raku, la muerte de todos cuantos murieron en Kusahara al batirse
en retirada". No respondió.
Kono prosiguió:
—La fama del señor Otori se ha propagado por las Ocho Islas. Ha llegado a oídos
del mismísimo Emperador. Su Divina Majestad, al igual que su corte, admira la
manera en la que habéis traído la paz a los Tres Países.
—Me halaga semejante interés.
—Aun así, resulta desafortunado que vuestros grandes éxitos no hayan recibido
nunca la aprobación imperial —Kono esbozó una sonrisa en señal de aparente
amabilidad y comprensión—, y que provengan de la muerte ilegal (no iré tan lejos
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como para hablar de asesinato) de Arai Daiichi, representante oficial del Emperador
en los Tres Países.
—Al igual que vuestro padre, el señor Arai murió en el gran terremoto.
—Tengo entendido que el señor Arai fue disparado por uno de vuestros
seguidores, el pirata Terada Fumio, ya para entonces un criminal. El terremoto fue
resultado del horror del Cielo ante semejante acto de traición en contra de un señor
supremo: tal es la opinión generalizada en la capital. Existieron otras muertes no
aclaradas que preocuparon al Emperador en aquel tiempo: la del señor Shirakawa, por
ejemplo, posiblemente a manos de un tal Kondo Kiichi, a quien teníais a vuestro
servicio y que también estuvo implicado en la muerte de mi padre.
Takeo replicó:
—Kondo murió hace años. Todo lo que decís forma parte del pasado. En los Tres
Países existe la creencia de que el Cielo intervino para castigar a los hermanos de mi
abuelo y al propio Arai por sus actos malvados y su traición. Arai acababa de atacar a
mis hombres desarmados. Si existió algún tipo de deslealtad, fue por parte suya.
"La tierra cumplió el deseo del Cielo..."
—El señor Zenko, hijo del señor Arai, fue testigo presencial. Como hombre
honorable que es, contará la verdad —añadió Kono con tono suave—. Mi ingrato
deber es informar al señor Otori de que, ya que no habéis solicitado el permiso o el
respaldo del Emperador ni habéis enviado impuesto o tributo alguno a la capital,
vuestro gobierno se ha declarado ilegal y se os solicita la abdicación. Se os perdonará
la vida si os retiráis al exilio en alguna isla remota durante el resto de vuestros días.
El sable ancestral de los Otori deberá ser entregado al Emperador.
—No alcanzo a comprender que oséis a traerme tal mensaje —repuso Takeo,
tratando de enmascarar su conmoción y su cólera—. Bajo mi gobierno, los Tres
Países han alcanzado la paz y la prosperidad. No tengo intención de abdicar hasta que
mi hija tenga la edad suficiente para recibir mi herencia. Estoy dispuesto a establecer
acuerdos con el Emperador y con cualquier otro que se acerque a mí en son de paz.
Tengo tres hijas para las cuales estoy preparado a concertar matrimonios de
conveniencia; pero no me dejaré intimidar por las amenazas.
—Lo cierto es que nadie esperaba que lo hicierais —murmuró Kono, cuyo
semblante resultaba indescifrable.
Takeo exigió:
—¿Por qué habéis venido ahora, de repente? ¿Dónde estaba el interés del
Emperador años atrás, cuando Iida Sadamu saqueaba los Tres Países y asesinaba a
sus gentes? ¿Acaso actuó Iida con la aprobación divina?
Notó que Minoru hacía un ligero movimiento con la cabeza e intentó refrenar su
fogosidad. Sin duda Kono albergaba la esperanza de enfurecerle, de arrancarle una
declaración abierta de desafío que se interpretaría como otra prueba más de
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insubordinación.
"Zenko y Hana están detrás de esto —se dijo Takeo—. Sin embargo, debe de
existir otra razón por la que ellos y el Emperador se atrevan a enfrentarse a mí en este
momento. ¿De qué flaqueza quieren aprovecharse? ¿Con qué ventajas creen que
cuentan?".
—No es mi intención faltar al respeto al Emperador —añadió con cautela—, pero
en las Ocho Islas se le honra por su búsqueda de la paz. ¿Acaso desea Su Majestad
librar una guerra contra su propio pueblo?
"¿Acaso desea levantar a un ejército en mi contra?"
—El señor Otori no debe de haberse enterado de las últimas noticias —pronunció
Kono con aire de lástima—. El Emperador ha nombrado a un nuevo general.
Desciende de una de las familias más antiguas del Este. Es señor de extensos
territorios y dispone de decenas de miles de hombres a su mando. El Emperador
persigue la paz por encima de todas las cosas, pero no puede justificar la actividad
criminal. Ahora, cuenta con un potente brazo ejecutor con el que imponer castigos e
impartir justicia.
Sus palabras, tan suavemente pronunciadas, contenían todo el veneno de una
ofensa, y una oleada de calor invadió a Takeo. Resultaba intolerable que le tomaran
por un criminal; su sangre de Otori se rebelaba contra ello. Con todo, durante muchos
años había solucionado afrentas y disputas por las vías de la negociación y la
diplomacia, y concluyó que semejantes métodos no debían fallarle ahora. Aguardó a
que las palabras de Kono y el insulto que éstas implicaban perdieran fuerza en su
interior mientras recuperaba el control de sí mismo, y empezó a considerar cuál debía
ser su respuesta.
"De modo que tienen un nuevo señor de la guerra. ¿Por qué no sé nada de él?
¿Dónde está Taku cuando le necesito? ¿Dónde está Kenji?"
¿Acaso las armas y los hombres que Arai había estado preparando servirían de
apoyo a esta nueva amenaza? ¿Y si el arsenal consistiera, en efecto, en armas de
fuego? ¿Y si ya se encontraban camino al Este?
—Estáis aquí como invitado de mi vasallo, Arai Zenko —dijo, por fin—, y por lo
tanto, también sois mi huésped. Considero que debéis prolongar vuestra estancia en el
Oeste, visitar las tierras de vuestro difunto padre y regresar con el señor Arai a
Kumamoto. Enviaré a buscaros una vez que haya decidido qué respuesta dar al
Emperador, adonde iré en caso de abdicar y cuál es el mejor método para preservar la
paz.
—Reitero que sólo vengo en calidad de emisario —respondió Kono, e hizo una
reverencia aparentemente sincera.
Zenko regresó y el almuerzo se sirvió. A pesar de lo abundante y delicioso de los
manjares, Takeo apenas probó bocado. La conversación fue liviana y cortés, y se
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esforzó por participar en ella.
Una vez que hubieron terminado, Zenko acompañó a Kono a los aposentos para
invitados. Jun y Shin aguardaban en el exterior, sentados en la veranda. Se pusieron
en pie y en silencio siguieron a Takeo mientras se dirigía a sus habitaciones.
—El señor Kono no abandonará esta casa —ordenó—. Jun, aposta centinelas en
el portón de entrada. Shin, acude al puerto de inmediato y comunica mis
instrucciones. El señor Kono permanecerá en el Oeste hasta que yo haya dado mi
permiso por escrito para su regreso a Miyako. Lo mismo atañe a la señora Arai y a
sus hijos.
Los primos intercambiaron una mirada, pero se limitaron a responder:
—Como digáis, señor Otori.
—Minoru —Takeo se dirigió al escriba—: acompaña a Shin al puerto y averigua
todo lo que puedas sobre las naves que se preparan para embarcar, en especial las
destinadas a Akashi.
—Entiendo —respondió Minoru—. Regresaré lo antes posible.
Takeo se acomodó en la veranda y aguzó el oído. Escuchó cómo cambiaba la
atmósfera de la casa a medida que sus instrucciones se llevaban a cabo: las pisadas de
los guardias; las órdenes de Jun, insistentes y feroces; el inquieto vaivén de las
criadas, sus murmullos incesantes; la exclamación de sorpresa por parte de Zenko; los
consejos de Hana, transmitidos en susurros. Cuando Jun regresó, Takeo le ordenó que
montara guardia a las puertas de sus aposentos y no permitiera que nadie le
molestase. Entonces se retiró a su habitación y repasó el informe de Minoru sobre el
encuentro con Kono mientras aguardaba el retorno de su escriba.
Los caracteres caligráficos, severos y pulcros gracias al trazo impecable de
Minoru, parecían saltar hacia él desde el papel: exilio, criminal, ilegal, traición...
Luchó por controlar la cólera que semejantes insultos le provocaban, consciente
de la presencia de Jun a pocos pasos de distancia. Con una sola orden por su parte,
Kono, Zenko, Hana y los niños morirían. La sangre de todos ellos borraría la
humillación que le llegaba hasta los huesos y le corroía los órganos vitales. Entonces,
atacaría al Emperador y a su general antes de que acabase el verano, los conduciría de
vuelta a Miyako, arrasaría la capital. Sólo así conseguiría apaciguar la furia que le
cegaba.
Cerró los ojos y al ver las pinturas de los biombos grabadas en sus párpados
respiró hondo, recordando a otro señor de la guerra que había comenzado a matar
para reparar agravios y había acabado por amar la matanza en sí misma. Qué fácil
sería tomar ese mismo camino y convertirse en otro Iida Sadamu.
Con toda intención, apartó de su mente los insultos recibidos y rechazó la
humillación, diciéndose a sí mismo que su legítima autoridad era decretada y
bendecida por el propio Cielo. Veía la aprobación celestial en signos como la
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presencia del houou —el pájaro sagrado de la leyenda— y en la satisfacción de su
propio pueblo. De nuevo llegó a la conclusión de que evitaría la guerra y el
derramamiento de sangre en la medida posible, y que no daría paso alguno sin
consultar antes a Kaede y a sus otros consejeros.
Tal resolución fue puesta a prueba casi de inmediato, cuando Minoru regresó de
la sala de archivos de los funcionarios del puerto.
—Las sospechas del señor Otori eran correctas —anunció—. Parece ser que un
barco zarpó hacia Akashi con la marea de ayer por la noche, pero el certificado que
acredita la revisión del cargamento no fue completado. Shin ha persuadido al capitán
del puerto para que inicie con urgencia una investigación.
Takeo entornó los ojos, aunque no pronunció palabra.
—El señor Otori no debe preocuparse —añadió Minoru con el fin de confortarle
—. Shin apenas tuvo necesidad de emplear la violencia. Se ha identificado a los
culpables: el funcionario de aduanas que permitió la salida del barco y el comerciante
que organizó el transporte. Están retenidos en espera de vuestra decisión sobre su
destino —Minoru bajó la voz—. Ninguno de ellos ha desvelado la naturaleza del
cargamento.
—Debemos sospechar lo peor —respondió Takeo—. ¿Por qué, si no, se iba a
evitar el proceso de inspección? Pero no hables del asunto abiertamente. Trataremos
de alcanzarles antes de que lleguen a Akashi.
Minoru esbozó una leve sonrisa.
—También os traigo buenas noticias. El barco de Terada Fumio aguarda para
atracar. Arribará a Hofu con la pleamar de la tarde.
—¡Llega en el momento preciso! —exclamó Takeo, recuperando el ánimo al
instante.
Fumio, uno de sus más antiguos amigos, supervisaba junto con su padre la flota
de barcos de los Otori, con los que el clan realizaba sus transacciones mercantiles y
defendía el litoral. Llevaba ausente varios meses con el doctor Ishida, embarcado en
uno de los frecuentes viajes que éste realizaba con fines comerciales y de
exploración.
—Que Shin se encargue de llevarle el mensaje de que esta noche recibirá una
visita. No hace falta dar más explicaciones. Fumio lo entenderá.
Takeo sintió un profundo alivio por diversos motivos. Fumio traería noticias
recientes del Emperador; en caso de que pudiera partir de inmediato, aún tendría
posibilidades de alcanzar el cargamento ilegal; además, Ishida podría proporcionar a
Takeo algún medicamento que le mitigara el dolor, cada vez más insistente.
—Tengo que hablar con el señor Arai. Pídele que venga a verme ahora mismo.
Se alegraba de contar con la excusa de los funcionarios de aduanas para reprender
a su cuñado. Zenko expresó sus más efusivas disculpas y prometió encargarse
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personalmente de las ejecuciones, asegurando a Takeo que se trataba de un hecho
aislado, un mero ejemplo de la avaricia humana, sin otras implicaciones.
—Confío en que tengas razón —replicó Takeo—. Deseo que me prometas tu
absoluta fidelidad. Me debes la vida, estás casado con la hermana de mi mujer, tu
madre es prima mía y se cuenta entre mis más antiguas amistades. Mantienes el
control de Kumamoto y de todas tus tierras gracias a mi voluntad y mi
consentimiento. Ayer mismo me ofreciste a uno de tus hijos. Acepto tu oferta. De
hecho, me llevaré a los dos; cuando parta hacia Hagi me acompañarán. De ahora en
adelante, vivirán con mi familia y serán criados como hijos míos. Adoptaré a
Sunaomi siempre que mantengas tu lealtad hacia mí. La vida del niño y la de su
hermano correrán peligro a la mínima muestra de traición por tu parte. La cuestión
del matrimonio se decidirá más adelante. Tu esposa puede instalarse con sus hijos en
Hagi si así lo desea; pero me inclino a creer que querrás que permanezca a tu lado.
Mientras hablaba, Takeo observaba atentamente el rostro de su cuñado. Zenko no
le miró; en cambio, movía los ojos ligeramente y respondió con excesiva celeridad.
—El señor Otori conoce mi absoluta fidelidad hacia su persona. ¿Qué te ha dicho
Kono para que me hables de esta manera? ¿Acaso ha mencionado asuntos referentes
al Este?
"¡No finjas ignorarlo!", estuvo tentado de responder Takeo sin miramientos, pero
decidió que aún no había llegado el momento.
—Haremos caso omiso de sus palabras; carecen de importancia. Ahora, en
presencia de este testigo, júrame fidelidad.
Zenko obedeció, arrodillándose, mientras Takeo recordaba cómo el padre del
joven, Arai Daiichi, había jurado una alianza que luego traicionó: en el momento de
la verdad había optado por el poder, por encima de la vida de sus propios hijos.
"El hijo actuará de la misma forma que el padre —reflexionó—. Debería
ordenarle que se quitara la vida". Pero desechó semejante decisión por el sufrimiento
que causaría a su propia familia. "Mejor será seguir intentando amansarle, en lugar de
obligarle a quitarse la vida; pero todo resultaría más fácil si estuviera muerto."
Apartó tal pensamiento de su mente y de nuevo se decidió por el camino más
difícil y complejo, alejado de la simpleza engañosa del asesinato o el suicidio. Una
vez que Zenko hubo acabado con sus protestas, todas ellas cuidadosamente
registradas por Minoru, Takeo se retiró a sus aposentos anunciando que cenaría a
solas y se acostaría temprano, ya que tenía la intención de partir hacia Hagi por la
mañana. Anhelaba llegar al lugar que por encima de cualquier otro consideraba su
hogar, yacer con su esposa y abrir su corazón a ella; ver a sus hijas. Le recordó a
Zenko que los dos niños estuvieran preparados para emprender viaje.
Había estado lloviendo intermitentemente durante todo el día, pero ahora el cielo
se estaba despejando gracias a una suave brisa que soplaba desde el sur y dispersaba
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los densos nubarrones. El ocaso llegó con un resplandor rosa y oro que iluminó las
diferentes tonalidades verdes del jardín. Por la mañana, las condiciones del tiempo se
presentarían excelentes. Sería un buen día para viajar, también a causa de las
actividades que Takeo se proponía llevar a cabo aquella misma noche.
Tomó un baño y se enfundó una ligera túnica de algodón como si se dispusiera a
dormir. Cenó frugalmente, sin probar una gota de vino, y luego despidió a los criados
advirtiéndoles que no deseaba ser molestado hasta el día siguiente. A continuación, se
colocó sentado sobre la estera que cubría el suelo, con los ojos cerrados y juntando
los dedos índice y pulgar de cada mano en actitud de profunda meditación. Entonces,
se preparó para prestar oído a los ruidos de la mansión.
Cada uno de los sonidos le llegaba con claridad: la tranquila conversación de los
guardias apostados en el portón de entrada; las criadas, que charlaban mientras
lavaban los platos y los guardaban; el ladrido de los perros; la música de las tabernas
que rodeaban el puerto; el incesante murmullo del mar, el susurro de las hojas y el
ulular de los buhos, que descendía desde la montaña.
Escuchó los comentarios de Zenko y Hana sobre los preparativos para el día
siguiente, pero la conversación resultaba inocua, como si ambos hubieran recordado
la agudeza de oído de Takeo. En el peligroso juego que habían iniciado no podían
correr el riesgo de que su cuñado alcanzara a enterarse de la estrategia del
matrimonio, en especial porque el señor Otori iba a hacerse cargo de sus hijos. Poco
tiempo después ambos se reunieron con Kono para la cena, pero se mostraron
igualmente circunspectos. Takeo sólo escuchó comentarios de la última moda en la
corte en cuanto a peinados y vestimenta, de la pasión de Kono por la música y el
teatro y de los nobles deportes del balón y de la caza de perros.
La conversación se fue volviendo más animada: al igual que su padre, Zenko era
amante del vino. Entonces Takeo se levantó y se cambió de ropa, enfundándose una
modesta túnica desvaída que podría haber vestido cualquier comerciante. Cuando
pasó al lado de Jun y Shin, como siempre sentados a la puerta de los aposentos de su
señor, Jun enarcó las cejas; pero Takeo sacudió ligeramente la cabeza. No quería que
nadie se enterase de que se disponía a abandonar la mansión. En los escalones que
daban al jardín se calzó unas sandalias de paja, se hizo invisible y franqueó el portón,
aún abierto. Los perros le siguieron con la mirada, pero los centinelas no se
percataron de su presencia. "Dad gracias a que no guardáis las puertas de Miyako",
dijo en silencio a los canes. "Os acribillarían a flechas en aras del deporte."
En un oscuro rincón no alejado del puerto, Takeo se adentró en las sombras y
volvió a hacerse visible, con su disfraz. Parecía un comerciante que regresaba a toda
prisa de realizar algún encargo en la ciudad, deseoso de aplacar su cansancio con
unos cuantos tragos en compañía de sus amigos. En el aire flotaba un aroma a sal; de
la orilla llegaba el olor a algas y pescado puestos a secar, y de las casas de comidas, el
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de pescado y pulpo asados. Hileras de linternas alumbraban las estrechas calles, y
desde el interior de las casas irradiaba el resplandor anaranjado de las lámparas de
aceite.
Los barcos de madera se rozaban entre sí en el muelle, crujiendo a causa de la
subida de la marea; el agua lamía los cascos y los mástiles achaparrados se veían
oscuros contra el cielo estrellado. En la distancia, Takeo alcanzaba a divisar las islas
del mar Interior; tras la escarpada silueta del terreno se adivinaba el débil resplandor
de la luna naciente.
Una hoguera ardía junto a los cabos de amarre de una embarcación de gran
tamaño y Takeo, en el dialecto local, llamó a los hombres que se acuclillaban
alrededor del fuego. Asaban porciones de oreja de mar desecada y compartían una
frasca de vino.
—¿Ha llegado Terada en este barco?
—Sí —respondió uno de ellos—. Está cenando en el Umedaya.
—¿Vienes a ver al kirin? —preguntó el otro—. El señor Terada lo ha escondido
en algún lugar seguro hasta que pueda enseñárselo a nuestro gobernante, el señor
Otori.
—¿El kirin, dices? —Takeo no daba crédito a sus oídos. Se trataba de un animal
mitológico, mezcla de caballo, dragón y león. Siempre había creído que sólo existía
en las leyendas. ¿Qué habrían encontrado Terada e Ishida en el continente?
—Se supone que es un secreto —amonestó el primer hombre a su compañero—.
¡Y tú se lo vas soltando a todo el mundo!
—¡Pero es que se trata nada menos que de un kirin! —replicó—. ¡Tener uno vivo
es todo un milagro! ¿Acaso no demuestra que el señor Otori es justo y sabio por
encima de todos los demás? Primero el houou, el pájaro sagrado, regresa a los Tres
Países; y ahora aparece un kirin —dio otro sorbo de vino y luego le ofreció la frasca a
Takeo.
—¡Bebe a la salud del señor Otori y del kirin!
—Muchas gracias —respondió Takeo con una sonrisa—. Confío en poder verlo
algún día.
—Pero no antes de que el señor Otori haya puesto sus ojos en él.
Takeo siguió sonriendo mientras se alejaba; el tosco licor y la buena fe de
aquellos dos hombres le habían levantado el ánimo. A menudo pasaba desapercibido
entre la gente corriente de aquella manera, poniendo asía prueba el estado de ánimo y
las opiniones de su pueblo.
"Cuando sólo escuche críticas hacia el señor Otori, abdicaré —se dijo a sí mismo
—. Pero nunca antes, ni aunque me lo pidieran diez emperadores y sus
correspondientes generales".
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Umedaya era el nombre de una casa de comidas situada entre el puerto y el barrio
principal de la ciudad. Flanqueada por sauces llorones, se trataba de una de las
numerosas construcciones bajas de madera que miraban al río. De los postes de la
veranda colgaban farolillos, al igual que de las barcazas amarradas delante del
edificio, las cuales transportaban a través del mar fardos de arroz, mijo y otros
productos procedentes de tierra adentro. Muchos de los clientes del establecimiento
se hallaban sentados en el exterior, disfrutando del cambio del tiempo y de la belleza
de la luna, que ahora despuntaba por encima de las cumbres y se reflejaba en
fragmentos de plata sobre el flujo de la marea.
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! —saludaron los sirvientes a voz en grito cuando
Takeo apartó las cortinas de la entrada para acceder al interior.
Al mencionar el nombre de Terada le condujeron a un rincón de la galería interior,
donde Fumio engullía un guiso de pescado a la vez que hablaba animadamente. El
doctor Ishida se sentaba junto a él y comía con igual apetito mientras escuchaba con
una media sonrisa pintada en los labios. Les acompañaban varios de los hombres de
Fumio, algunos de los cuales Takeo conocía. Mientras permanecía de pie entre las
sombras, sin ser reconocido, examinó a su viejo amigo durante unos instantes al
tiempo que las criadas se apresuraban de un lado a otro por delante de él, con
bandejas de comida y frascas de vino. Fumio daba el mismo aspecto robusto de
siempre, con sus mejillas rollizas y su poblado bigote, si bien se advertía que una
nueva cicatriz le cruzaba una de las sienes. Ishida parecía haber envejecido, estaba
más delgado y tenía el cutis amarillento.
Takeo se alegró de ver a ambos y subió los peldaños que conducían a la zona de
comedor. Al instante, uno de los antiguos piratas se levantó de un salto para impedirle
el paso, al haberle tomado por un comerciante cualquiera. Pasados unos segundos de
desconcierto y sorpresa, Fumio se puso de pie y empujando al hombre hacia un lado,
susurró:
—¡Es el señor Otori!
Entonces, abrazó a Takeo.
—Te esperaba, ¡pero no te había reconocido! —exclamó—. Tu habilidad para
disfrazarte es sorprendente: nunca consigo acostumbrarme.
—¡Señor Otori! —el doctor Ishida esbozó una amplia sonrisa. A continuación
llamó a la criada para que trajera más vino, y Takeo se sentó junto a Fumio y frente al
médico, quien le miraba fijamente bajo la tenue luz.
—¿Algún problema? —preguntó Ishida una vez que hubieron brindado.
—Hay varios asuntos de los que quiero hablaros —respondió Takeo. Fumio hizo
un gesto con la cabeza y sus hombres se trasladaron a otra mesa.
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—Tengo un regalo para ti —comunicó a Takeo—. Te distraerá de tus penalidades.
A ver si averiguas de qué se trata. Supera cualquier deseo que tu corazón pudiera
albergar.
—Hay algo que deseo por encima de cualquier otra cosa —contestó Takeo—. Y
es ver un kirin antes de morir.
—¡Ah! Te lo han contado... Malditos canallas. ¡Les arrancaré la lengua!
—Se lo contaron a un pobre y modesto comerciante. De cualquier modo, no me
lo creí. ¿Puede acaso ser verdad?
—En parte, sí —repuso Ishida—. Desde luego, no se trata de uno auténtico, pues
el kirin es una criatura mitológica y lo que nosotros tenemos es un animal real. Pero
es una criatura verdaderamente extraordinaria, y se parece a un kirin más que
cualquier otra cosa que yo haya visto jamás.
—Ishida se ha enamorado del animal —explicó Fumio—; pasa horas enteras en
su compañía. Es peor que tú y aquel caballo tuyo, ¿cómo se llamaba?
—Shun —respondió Takeo. Shun había muerto de viejo el año anterior. Jamás
existiría otro como él.
—Este animal no se puede montar, pero tal vez pueda reemplazar a Shun en
cuanto a tu afecto —observó Fumio.
—Estoy deseando verlo. ¿Dónde está?
—En el templo de Daifukuji. Han encontrado para él un jardín tranquilo, rodeado
de una tapia. Mañana te lo enseñaremos. Bueno, ya que nos has arruinado la sorpresa,
tal vez sea el momento de que nos cuentes tus preocupaciones.
Fumio escanció más vino.
—¿Qué sabes acerca del nuevo general del Emperador? —preguntó Takeo.
—Si me hubieras preguntado hace una semana, te habría respondido que no sabía
nada, ya que hemos estado seis meses ausentes; pero regresamos por la ruta de
Akashi, y en la ciudad no se habla de otra cosa. Se llama Saga Hideki, y se le conoce
con el apodo de "el Cazador de Perros".
—¿El Cazador de Perros?
—Le encanta la caza de perros y, según cuentan, destaca en ese deporte. Es un
maestro en la hípica y en el uso del arco, además de un estratega brillante. Domina
las provincias orientales y dicen que ambiciona conquistar la totalidad de las Ocho
Islas. Recientemente ha sido designado por el Emperador para librar las batallas de
Su Divina Majestad y destrozar a sus enemigos.
—Parece ser que yo me encuentro entre esos enemigos —indicó Takeo—. El hijo
del señor Fujiwara, llamado Kono, ha venido hoy a verme para informarme al
respecto. Por lo visto, el Emperador se propone enviarme un requerimiento para que
abdique y, si me niego, mandará al Cazador de Perros en mi contra.
Ante la mención del nombre de Fujiwara, el semblante de Ishida palideció.
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—En efecto, te enfrentas a serios problemas —masculló.
—No escuché nada de eso en Akashi —intervino Fumio—. No han debido de
hacerlo público aún.
—¿Observaste alguna señal de que se estuviera comerciando con armas de fuego
en Imai?
—No, al contrario; varios comerciantes se acercaron a mí y me interrogaron
acerca del armamento y las mezclas con salitre, con la esperanza de esquivar la
prohibición de los Otori. Debo advertirte de que ofrecían sumas enormes. Si el
general del Emperador está preparando la guerra contra ti, posiblemente intente
adquirir armas. Por ese dinero, antes o después alguien se las suministrará.
—Me temo que ya van en camino —repuso Takeo, y entonces le explicó a Fumio
sus sospechas sobre Zenko.
—Llevan menos de un día de travesía —respondió Fumio, vaciando su vaso de
un trago y poniéndose en pie—. ¡Podemos interceptarlos! Quería verte la cara cuando
te enseñase el kirin, pero Ishida me lo contará. Mantén al señor Kono en el Oeste
hasta que yo regrese. Mientras no puedan competir en cuanto a número de armas de
fuego, no te provocarán para que te enfrentes en combate; pero una vez que consigan
el armamento, no hay que olvidar que disponen de mayor cantidad de recursos que
nosotros: más mineral de hierro, más herreros y soldados. El viento sopla hacia el
oeste: si partimos ahora mismo, atraparemos la marea.
Llamó a sus hombres, quienes se levantaron a toda prisa mientras se metían los
restos de comida en la boca, apuraban los tazones de vino y se despedían a
regañadientes de las criadas. Takeo les dio el nombre del barco.
Fumio partió con tanta rapidez que apenas tuvieron tiempo de despedirse.
Takeo se quedó a solas con Ishida.
—Fumio no ha cambiado —comentó, regocijado por el inmediato paso a la
acción por parte de su amigo.
—Es siempre igual —repuso Ishida—: como un torbellino, jamás se está quieto
—el médico sirvió más vino y dio un largo trago—. Es un compañero de viaje muy
estimulante, aunque también agotador.
Hablaron de la travesía y Takeo dio cuenta de las noticias de su familia, por la que
Ishida se tomaba un profundo interés dado que llevaba quince años casado con Muto
Shizuka.
—¿Han empeorado tus dolores? —preguntó el médico—. Se te nota en la
expresión.
—Sí, la humedad del tiempo los agrava. A veces creo que deben de quedar
residuos de veneno que vuelven a activarse, porque la herida está inflamada por
debajo de la cicatriz y hace que me duela todo el cuerpo.
—Luego la examinaré, en privado —respondió Ishida.
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—¿Puedes acompañarme de regreso a la mansión?
—He traído de Shin bastante cantidad de cierta raíz, así como un nuevo
somnífero elaborado con amapolas. Por suerte, decidí traerlos conmigo —comentó el
doctor mientras levantaba en el aire un hatillo de tela y un pequeño arcón de madera
—. Tenía la intención de dejar estos remedios en el barco; de haber sido así, ahora
estarían camino de Akashi y de poco te servirían.
La voz de Ishida había adquirido un tono desolado. Por un momento, Takeo creyó
que seguiría hablando, pero tras unos segundos de incómodo silencio el médico
pareció recobrar el autocontrol. Reunió sus pertenencias y dijo con alegría:
—Esta noche dormiré en Daifukuji. Tengo que ir a ver al kirin. Está
acostumbrado a mí, ha llegado a encariñarse conmigo. No quiero que se ponga
nervioso.
Desde hacía un rato, Takeo se había percatado de un sonido discordante que
procedía del interior de la casa de comidas: un hombre hablaba el idioma de los
extranjeros y una mujer traducía sus palabras. La voz de la mujer le llamó la atención,
pues a pesar de que empleaba un dialecto local su acento tenía vestigios del Este, y
algo en su entonación le resultaba familiar.
A medida que atravesaban el comedor reconoció al extranjero, que respondía al
nombre de don Joao. Takeo nunca había visto a la mujer que se arrodillaba junto a él,
y sin embargo, había algo...
Mientras reflexionaba sobre el asunto, don Joao se fijó en Ishida y le llamó en
alto. El médico gozaba de gran popularidad entre los extranjeros y pasaba muchas
horas en su compañía, intercambiando conocimientos médicos e información sobre
tratamientos o hierbas medicinales, y también comparando la lengua y las costumbres
respectivas.
Don Joao se había reunido con Takeo en varias ocasiones, pero siempre en
circunstancias formales y ahora no dio muestras de reconocerle. El extranjero se
mostró encantado de volver a ver a su amigo el doctor y le hubiera gustado sentarse
con él a conversar, pero Ishida alegó que un paciente necesitaba de sus servicios.
Entonces la mujer, que debía de rondar los veinticinco años, dirigió la vista a Takeo;
pero éste mantenía el rostro apartado de su mirada. Acto seguido tradujo las palabras
de Ishida —hablaba la lengua extranjera con sorprendente fluidez— y se giró para
mirar de nuevo a Takeo. Le examinaba atentamente, como si le resultara conocido, de
la misma manera que él la observaba a ella.
De pronto se llevó las manos a la boca; la manga de su túnica cayó hacia atrás y
dejó al descubierto la piel del brazo, fina y oscura, tan parecida a la de Takeo, tan
parecida a la de la madre de éste.
La conmoción fue abrumadora. Le despojó por completo de autocontrol,
convirtiéndole en un niño asustado y perseguido. La mujer ahogó un grito y preguntó:
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—¿Tomasu?
Los ojos de Takeo se cuajaron de lágrimas. Ella temblaba violentamente a causa
de la emoción. Él recordó a una niña que solía sollozar de igual forma por un pájaro
muerto o un juguete extraviado. Takeo la había imaginado sin vida a lo largo de los
años, tumbada junto a su madre y su otra hermana —tenía los rasgos anchos y
serenos de ambas, pero la misma piel que él—. Por primera vez desde hacía más de
dieciséis años, mencionó su nombre en voz alta:
—¡Madaren!
Cualquier otro pensamiento se le borró de la mente: la amenaza del Emperador, la
misión de Fumio de recuperar las armas de fuego pasadas de contrabando, los
insultos de Kono... Se olvidó incluso de los dolores, y hasta del kirin. Sólo podía
clavar los ojos en la hermana que había creído muerta. La vida adulta de Takeo
pareció fundirse y desaparecer. Lo único que existía en su memoria era su niñez, su
primera familia.
Ishida comentó:
—Señor, ¿estás bien? Tienes mal aspecto. —Entonces, se dirigió a Madaren:—
Dile a don Joao que le veré mañana. Ve a avisarme a Daifukuji.
—Allí acudiré —respondió ella, con las pupilas fijas en el rostro de Takeo.
Éste recuperó la compostura y susurró:
—No podemos hablar ahora. Iré al templo de Daifukuji. Espérame allí.
—Que él te bendiga y te guarde —contestó ella, empleando la plegaria que los
Ocultos se decían al despedirse.
Aunque por orden del propio Takeo los Ocultos habían conseguido la libertad
para ejercer su religión abiertamente, éste aún se sorprendía de ver revelado lo que en
su día fuera secreto, de la misma manera que la cruz que don Joao lucía sobre el
pecho le parecía una ostentación evidente.
—¡Tu estado es peor de lo que creía! —exclamó Ishida una vez que hubieron
salido al exterior—. ¿Quieres que envíe a buscar un palanquín?
—No, de ninguna manera —Takeo hizo una profunda inspiración—. Ha sido por
la falta de ventilación. Y por beber demasiado vino en poco tiempo.
—Has sufrido una impresión tremenda. ¿Conocías a esa mujer?
—De hace mucho tiempo. No sabía que traducía para los extranjeros.
—La he visto otras veces aunque no últimamente, al haber estado ausente varios
meses. No te reconoció como el señor Otori, sino como otra persona diferente —
señaló Ishida mientras atravesaban el puente de madera a las puertas del Umedaya y
tomaban una de las callejuelas que conducían a la mansión. La ciudad se iba
apaciguando, las luces se extinguían una a una, las últimas contraventanas se
cerraban.
—Como te digo, la conocí hace mucho tiempo, antes de convertirme en un Otori.
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Takeo aún se encontraba aturdido por el encuentro y se inclinaba a dudar de lo
que sus ojos habían visto. ¿Cómo podía ser ella? ¿Cómo podía haber sobrevivido a la
matanza por la que la familia de Takeo había quedado destruida y su aldea, arrasada
por las llamas? Sin duda, no era sólo una intérprete; Takeo lo había percibido en las
manos y en los ojos de don Joao. Los extranjeros frecuentaban los burdeles como
cualquier otro hombre, pero las mujeres de las casas de placer se mostraban más
reticentes a acostarse con ellos: sólo accedían las prostitutas de más baja calaña. El
vello se le erizaba al pensar en lo que la vida de su hermana debía de haber sido.
Con todo, ella le había llamado por su nombre. Y él la había reconocido.
Al llegar a la casa anterior a la mansión de sus cuñados, Takeo apartó a Ishida
hacia las sombras.
—Espera aquí. Tengo que entrar sin que me vean. Enviaré recado a los guardias
para que te dejen pasar.
El portón ya estaba cerrado, por lo que Takeo se remetió las largas faldas de la
túnica en el fajín y escaló la tapia con agilidad, aunque al dejarse caer al otro lado el
dolor volvió a agudizarse. Se hizo invisible, atravesó el silencioso jardín y pasó junto
a Jun y Shin camino a su habitación. Volvió a enfundarse la ropa de dormir, pidió que
le trajeran lámparas y té y envió a Jun a decirles a los guardias que permitieran entrar
a Ishida.
Llegó el médico e intercambiaron efusivos saludos como si no se hubieran visto
desde seis meses atrás. La criada les sirvió té y trajo más agua caliente, y luego Takeo
le indicó que se marchara. Se quitó el guante de seda que le cubría la mano lisiada e
Ishida acercó la lámpara para ver mejor. Apretó levemente el tejido de la cicatriz con
la yema del pulgar y flexionó los dedos que Takeo conservaba. El aumento del tejido
de la cicatriz provocaba que la mano se mantuviese ligeramente cerrada.
—¿Aún puedes escribir con esta mano?
—En cierto modo. La sujeto con la izquierda —Takeo hizo una demostración a
Ishida—. Supongo que todavía podría luchar con la espada, pero no he tenido que
hacerlo desde hace mucho tiempo.
—En efecto, parece inflamada —concluyó el médico—. Mañana probaré a abrir
los meridianos corporales con las agujas. Mientras tanto, esto te ayudará a dormir.
Mientras Ishida preparaba la infusión, comentó en voz baja:
—Solía preparar remedios como éste para tu esposa. Me atemoriza conocer a
Kono; la mera mención del nombre de Fujiwara, el conocimiento de que su hijo se
encuentra en algún lugar de esta mansión ha removido muchos recuerdos. Me
pregunto si se parece a su padre.
—Nunca llegué a conocerle.
—Fuiste afortunado. Yo obedecí sus mandatos y cumplí su voluntad durante la
mayor parte de mi vida. Sabía que era un hombre cruel; pero a mí siempre me trató
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con amabilidad, me animó a ampliar mis estudios y a viajar, me permitió el acceso a
su espléndida colección de libros y al resto de sus tesoros. Yo apartaba los ojos de sus
tendencias menos encomiables. Nunca pensé que su crueldad recaería sobre mí.
Se detuvo abruptamente y escanció el agua hirviendo sobre las hierbas secas. Un
ligero aroma a pastos de verano, fragante y tranquilizador, inundó el aire.
—Mi esposa no me ha hablado gran cosa de aquella época —comentó Takeo con
voz serena.
—Nos salvamos gracias al terremoto. Nunca en mi vida he experimentado un
terror semejante, a pesar de que me he enfrentado a numerosos peligros: tormentas en
el mar, naufragios, ataques de piratas y de tribus salvajes. Me había arrojado a los
pies de Fujiwara suplicándole que me permitiera quitarme la vida. Jugando con mis
sentimientos, fingió su consentimiento. A veces sueño con aquel momento; es algo de
lo que nunca me recuperaré. Fui testigo de la maldad más absoluta encarnada en un
ser humano.
Hizo una pausa, sumido en los recuerdos.
—Mi perro aullaba —prosiguió con un hilo de voz—. Yo oía que mi perro
aullaba. Él siempre me alertaba de los terremotos de aquella manera. Me sorprendí
preguntándome si alguien cuidaría de él.
Ishida levantó el cuenco y se lo entregó a Takeo.
—Lamento profundamente la parte que me tocó en el cautiverio de tu esposa.
—Ya es cosa del pasado —respondió Takeo, recogiendo el cuenco y vaciándolo,
agradecido.
—A poco que el hijo se parezca al padre, no hará más que perjudicarte. No debes
bajar la guardia.
—Me estás drogando y advirtiendo al mismo tiempo —observó Takeo—. Tal vez
debería soportar el dolor; al menos, me mantiene despierto.
—Tal vez debiera quedarme contigo...
—No. El kirin te necesita. Mis hombres están aquí para cuidarme. Por el
momento, no corro peligro.
Atravesó el jardín junto a Ishida hasta llegar al portón, notando un profundo
alivio a medida que el dolor remitía. No permaneció despierto mucho rato, sólo el
tiempo suficiente para recapitular los acontecimientos del día: el encuentro con Kono,
la desaprobación del Emperador, el Cazador de Perros, el kirin. Y Madaren: ¿qué iba
a hacer con ella, amante de un extranjero, perteneciente a los Ocultos, hermana del
señor Otori?
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El encuentro con su hermano mayor, al que había creído muerto, no provocó una
conmoción menor en la mujer que una vez se llamara Madaren, nombre común entre
los Ocultos. Durante muchos años después de la matanza la habían llamado Tomiko,
nombre elegido por la mujer a la que el soldado Tohan la había vendido. Era uno de
los hombres que habían tomado parte en la violación y el asesinato de su madre y de
su hermana mayor, aunque Madaren no tenía un recuerdo directo de aquello: sólo se
acordaba de la lluvia estival; del olor a sudor del caballo cuando ella apoyaba la
mejilla sobre el cuello del animal; del peso de la mano del hombre, inmovilizándola,
una mano que parecía más grande y pesada que el propio cuerpo de la niña. Todo a su
alrededor apestaba a humo y a barro, y ella supo que nunca volvería a sentirse limpia.
Cuando comenzó el incendio, el galope de caballos y el choque de espadas, lanzó
alaridos llamando a su padre y a Tomasu, como había hecho aquel mismo año al
caerse a las aguas del torrente crecido y quedarse atrapada entre las rocas
resbaladizas. Tomasu, que la había oído desde los campos de cultivo, llegó corriendo
para sacarla hasta la orilla y luego la reprendió y la consoló a la vez.
Pero Tomasu no la había escuchado cuando la matanza. Ni tampoco su padre,
para entonces muerto. Nadie había vuelto a acudir en su ayuda, jamás.
Muchos niños, y no sólo entre los Ocultos, sufrieron de forma similar en la época
en la que Iida Sadamu gobernaba en su castillo de Inuyama, rodeado de negras
murallas; y la situación no cambió cuando la ciudad fortificada cayó en manos de
Arai. Algunos de los pequeños sobrevivieron hasta la madurez, como fue el caso de
Madaren, una de las numerosas jóvenes que atendían las necesidades de la casta de
los guerreros como criadas o ayudantes de cocina, o bien prestando sus servicios en
las casas de placer. Carecían de familia y, por tanto, de protección. Madaren trabajaba
para la mujer que la había comprado en calidad de la más humilde de entre las
sirvientas. Era quien primero se levantaba por las mañanas —antes del canto del gallo
— y no podía retirarse a dormir hasta que el último cliente se hubiera marchado.
Durante los primeros años, pensaba que el agotamiento y el hambre habían
provocado que todo cuanto la rodeaba le resultara indiferente; pero cuando se hizo
mujer y fue fruto de efímero deseo, de la manera en que suele ocurrirle a las
muchachas, cayó en la cuenta de lo mucho que había aprendido de las chicas más
mayores a fuerza de observar y escuchar. Apenas sin darse cuenta había adquirido
amplios conocimientos sobre el tema preferido de éstas —en realidad, el único del
que hablaban—: los hombres que acudían a visitarlas. Aquella casa de placer era
posiblemente la más mísera de toda Inuyama. Alejada del castillo, se emplazaba en
una de las callejuelas que discurrían entre las avenidas principales, donde las
diminutas viviendas reconstruidas después del incendio se apiñaban como un nido de
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avispas, unas aferradas a las otras. Madaren aprendió que todos los hombres tenían
deseos, aunque trabajasen de porteadores, peones o recolectores de excrementos
humanos; y entre ellos existían los que se dejaban embaucar por amor, como en
cualquier otra clase social. También entendió que las mujeres que se regían por los
dictados del amor eran los seres más sometidos que pudieran existir, más incluso que
los perros, y se las desechaba con la misma facilidad que a los gatitos recién nacidos
que nadie desea. Madaren supo emplear semejantes enseñanzas con astucia. Se
dedicó a ir con los hombres que otras mujeres rechazaban y se benefició en gran
medida del agradecimiento de aquéllos. Les sonsacaba regalos y a veces, les robaba.
Finalmente, permitió que un comerciante fracasado la llevara consigo a Hofu. La
joven abandonó la casa antes del alba y se reunió con él en el muelle, a esas horas
envuelto en bruma. Subieron a bordo de un barco que transportaba madera de cedro
desde los bosques del Este, y el fragante olor le trajo a la memoria Mino, su aldea
natal. De pronto, se acordó de su familia y del extraño muchacho medio salvaje que
había sido su hermano, quien enfurecía y fascinaba a su madre por igual. Los ojos se
le cuajaron de lágrimas mientras se acuclillaba bajo las planchas de madera, y cuando
su amante se dio la vuelta para abrazarla, le apartó de un empujón. Se trataba de un
hombre que se amedrentaba con facilidad, y en Hofu no tuvo más éxito que en
Inuyama. Aburría e irritaba a Madaren, y ella acabó por regresar a su antigua vida en
una casa de placer con algo más de categoría que la anterior.
Entonces llegaron los extranjeros con sus barbas, su extraño olor y sus grandes
siluetas —igual que otras partes de su cuerpo—. Madaren descubrió en estos hombres
cierto poder que podría aprovechar y se ofreció voluntaria para acostarse con ellos.
Se decidió por el que llamaban "don Joao", aunque él siempre creyó haberla elegido a
ella. En lo referente a las necesidades carnales, los extranjeros se mostraban
sentimentales a la par que avergonzados: deseaban sentirse especiales con una mujer,
aunque hubieran entregado dinero a cambio. Pagaban bien, en monedas de plata.
Madaren consiguió convencer al dueño del burdel de que don Joao la deseaba en
exclusividad, y en poco tiempo no tuvo que volver a yacer con ningún otro hombre.
Al principio sólo utilizaban el lenguaje del cuerpo: la lujuria de él, la habilidad de
ella para satisfacerla. Los extranjeros tenían un intérprete, un hombre de mar al que
otros pescadores habían recogido del agua tras un naufragio y después llevaron
consigo en su viaje de regreso a su centro de operaciones en las Islas del Sur, pues
procedían de un lejano país situado hacia el oeste, tan remoto que era posible navegar
durante todo un año con el viento a favor sin llegar a sus costas. El pescador había
aprendido el idioma de sus benefactores. A veces les acompañaba a la casa de placer.
En su manera de hablar se apreciaba que era un hombre inculto y de baja extracción
social; pero su asociación con los extranjeros le otorgaba estatus y poder, pues
dependían de él por completo. Para los bárbaros, el pescador era su vía de entrada al
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complicado nuevo mundo que habían descubierto y del que esperaban obtener gloria
y riqueza, por lo que creían todo lo que el humilde hombre de mar les contaba,
aunque a veces fuera producto de su fantasía.
"Yo también podría conseguir lo mismo; ese hombre no vale más que yo", pensó
Madaren, de modo que empezó a esforzarse por entender a don Joao y le animó a que
le enseñara a hablar el idioma extranjero. La extraña lengua resultaba difícil;
abundaban los sonidos complicados y además se escribía al revés. Toda palabra tenía
género: por alguna razón que a Madaren se le escapaba, "puerta" era femenino, al
igual que "lluvia"; sin embargo, "suelo" y "sol" eran masculinos. Aun así, tales
diferencias le atraían, y cuando se dirigía a don Joao en este nuevo lenguaje tenía la
impresión de convertirse en una persona distinta.
A medida que fue adquiriendo fluidez —don Joao no utilizaba más que unos
cuantos términos del idioma de ella—, empezaron a conversar sobre asuntos de
mayor envergadura. Él tenía en Portogaro esposa e hijos, cuyo recuerdo le provocaba
el llanto siempre que bebía demasiado alcohol. Madaren les restaba importancia, pues
imaginaba que él jamás les volvería a ver. Se hallaban a una distancia tan inmensa
que a la joven le resultaba imposible imaginar cómo sería la vida de la familia de su
amante. Éste también le hablaba de su fe y de su dios —Deus—; las palabras del
extranjero y la cruz que llevaba alrededor del cuello le traían recuerdos de la religión
de su niñez y los ritos de los Ocultos.
Don Joao se mostraba ansioso de hablar de Deus, e informaba a Madaren sobre
los sacerdotes de su religión, quienes anhelaban convertir a su doctrina a otras
naciones. Este hecho sorprendía a la joven, quien si bien apenas recordaba las
creencias de los Ocultos no había olvidado, en cambio, la necesidad del secretismo
más absoluto y recordaba vagamente las oraciones y rituales que su familia compartía
con la reducida población de Mino. Otori Takeo, el nuevo señor de los Tres Países,
había decretado la libertad para rendir culto y abrazar creencias; poco a poco, los
antiguos prejuicios iban remitiendo. De hecho, eran muchos quienes se interesaban
por la religión de los extranjeros, e incluso estaban dispuestos a aceptarla si con ello
el comercio y la riqueza pudieran incrementarse en beneficio de todos. Corrían
rumores de que el propio señor Otori había pertenecido en su día a los Ocultos, y que
Maruyama Naomi, anterior dirigente del dominio Maruyama, también compartía tales
dogmas; pero a Madaren no le parecía probable. ¿Acaso el señor Otori no había
asesinado a sus tíos en señal de venganza? ¿No se arrojó la señora Maruyama al río
de Inuyama, junto con su hija? De todos era sabido que el dios de los Ocultos, al que
llamaban "el Secreto", les prohibía acabar con la vida, ya fuera la propia o la de otros.
Era en este aspecto donde el Secreto y Deus parecían diferir, pues don Joao
afirmaba que sus compatriotas eran creyentes y, al mismo tiempo, grandes guerreros,
si es que Madaren le entendía correctamente, pues a veces, aunque distinguiera sus
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palabras por separado, no llegaba a captar el significado general. ¿Se refería a
"ambos" o a "ninguno"? ¿Quería decir "ya" o "aún no"? Don Joao siempre iba
armado con una larga espada de hoja fina y empuñadura curvada, incrustada de oro y
madreperla; se jactaba de que tenía motivos para emplear su sable en muchas
ocasiones. Solía mostrarse sorprendido por que la tortura estuviera prohibida en los
Tres Países, y le explicaba que en su lugar de origen se utilizaba con asiduidad.
También se aplicaba como castigo a los nativos de las Islas del Sur, para extraer
información o salvar almas. Esto último le resultaba a Madaren difícil de entender, si
bien le llamaba la atención que "el alma" fuera femenino, y se preguntaba si las almas
serían algo parecido a las esposas del masculino Deus.
—Cuando lleguen los sacerdotes, habrá que bautizarte —resolvió don Joao. Una
vez que ella hubo entendido el concepto, se acordó de la expresión de su madre:
"nacidos del agua", y le desveló el nombre de agua que le había sido otorgado.
—¡Madalena! —repitió él, trazando en el aire la señal de la cruz.
Le interesaba profundamente todo lo referente a los Ocultos y deseaba conocer a
cuantos pudiera de entre sus miembros.
Ella comprendió su interés y empezaron a reunirse con grupos de creyentes en las
comidas que los Ocultos compartían. Don Joao formulaba numerosas preguntas y
Madaren las traducía, al igual que las respuestas. La joven se encontró con varias
personas que habían conocido su aldea y habían oído hablar de la matanza de Mino,
ocurrida tanto tiempo atrás; opinaban que el hecho de que hubiera logrado escapar
suponía un milagro, y declaraban que el Secreto le había salvado la vida con algún
propósito especial. Madaren volvió a abrazar con fervor las creencias de su niñez, y
se dispuso a esperar a que su misión le fuera revelada.
Entonces Tomasu le fue enviado, y ella supo que su cometido tenía relación con
aquel encuentro.
Los extranjeros apenas tenían conocimiento de los buenos modales y la cortesía, y
don Joao hacía que Madaren le acompañara adondequiera que fuera, sobre todo
porque dependía de ella como intérprete. Con la misma determinación con la que
había escapado de Inuyama y aprendido el idioma extranjero, se aplicaba en la
observación de los diferentes entornos desconocidos para ella. Siempre arrodillada
humildemente a espaldas de los forasteros y sus interlocutores, hablaba con voz clara
y pausada, y embellecía su traducción en caso de que no le pareciera lo
suficientemente cortés. A menudo acudían a las casas de los comerciantes, donde a la
joven no le pasaban inadvertidas las desdeñosas miradas de sospecha que las esposas
e hijas le dedicaban; otras veces visitaban lugares de mayor categoría. Recientemente
habían estado en la mansión del señor Arai. No llegaba a acostumbrarse a encontrarse
un día en la misma estancia que el señor Arai Zenko y, a la noche siguiente, en una
humilde taberna como el Umedaya. Con el paso del tiempo, su instinto le dio la
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razón: había aprendido la lengua de los extranjeros y ello le había dado acceso a parte
del poder y la libertad de éstos. Y Madaren sacaba beneficio de ese poder: la
necesitaban y empezaban a depender de ella.
La joven había visto al doctor Ishida en varias ocasiones y había actuado como
intérprete en largas discusiones. A veces, el médico traía textos y los leía para que
ella los tradujera, pues Madaren no sabía leer ni escribir. Don Joao también le leía en
alto del libro sagrado, y ella reconocía algunos fragmentos de las oraciones y
bendiciones de su niñez.
Aquella noche, don Joao se había percatado de la presencia de Ishida y le había
llamado con la esperanza de entablar conversación; pero el doctor había alegado la
necesidad de atender a un paciente. Madaren imaginó que se trataba de su
acompañante y al volver la vista hacia el hombre se percató de su mano lisiada y de
los pliegues que le surcaban el entrecejo. No le reconoció de inmediato; pero tuvo la
impresión de que el corazón le dejaba de latir y luego comenzaba a golpearle en el
pecho, como si la piel de ella hubiera conocido la de él y hubiera sabido en el acto
que ambas habían sido creadas por la misma madre.
Apenas logró conciliar el sueño más tarde. El cuerpo del extranjero, que yacía
junto al suyo, le transmitía un calor insoportable. Antes del amanecer se marchó
sigilosamente a pasear junto al río, bajo las ramas de los sauces. La luna había
atravesado el firmamento y ahora se hallaba en el oeste, húmeda y abultada. La marea
estaba baja y las sombras de los cangrejos que recorrían las embarradas orillas
parecían manos dobladas como garfios. Madaren no quiso comunicarle a don Joao
adonde se dirigía. No deseaba tener que pensar en el idioma extranjero ni preocuparse
por lo que su amante pudiera opinar. Atravesó las oscuras calles hasta la casa de
placer en la que solía trabajar, despertó a la criada, se lavó y se cambió de ropa y
luego se sentó tranquilamente y bebió cuencos de té hasta que se hizo de día.
Mientras caminaba hacia Daifukuji le asaltaron las dudas: tal vez no fuera en
realidad Tomasu, ella se había equivocado, todo había sido un sueño; él no se
presentaría; había ascendido en la vida, y ahora que se había hecho comerciante —si
bien no muy próspero, según las apariencias— no querría saber nada de ella. No
había acudido en su ayuda: había estado vivo todos esos años y nunca la había
buscado. Madaren caminaba con lentitud, haciendo caso omiso del bullicio que la
rodeaba a medida que la marea subía y las barcas varadas en la arena volvían a cobrar
vida.
El templo de Daifukuji miraba al mar. Sus verjas de color rojo se divisaban desde
la lejanía del océano y daban la bienvenida a los marineros y comerciantes que
regresaban a casa, recordándoles que dieran las gracias a Ebisu, el dios del mar, por
ofrecerles protección en sus travesías. Madaren contempló con disgusto la
ornamentación y las estatuas del templo, pues ella, al igual que don Joao, había
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llegado a creer que tales cosas resultaban odiosas al Secreto y equivalían a la
adoración de los espíritus malvados. Se preguntó por qué su hermano habría elegido
semejante lugar para el encuentro y le asaltó el temor de que hubiera renegado de las
creencias de su niñez. Madaren introdujo una mano en el interior de su túnica,
acarició la cruz que don Joao le había entregado y, de pronto, cayó en la cuenta de
cuál sería su misión: la salvación de Tomasu.
Franqueó la cancela del santuario y permaneció allí mismo a la espera, en parte
intranquila debido al sonido de los cánticos y de las campanas que llegaba desde el
interior, y en parte, a su pesar, fascinada por la belleza del jardín. Hileras de iris
rodeaban los estanques y las primeras azaleas estivales empezaban a exhibir sus
flores escarlatas. El sol apretaba con más fuerza y la sombra del jardín la atrajo hacia
adentro. Fue caminando hasta la parte posterior de la nave principal. A su derecha se
alzaban varios cedros centenarios rodeados de brillantes cuerdas de paja. Justo detrás
había una tapia blanca que cercaba un jardín con árboles más pequeños, cerezos tal
vez, aunque ya estaban despojados de sus flores, ahora reemplazadas por hojas
verdes. Un reducido grupo de hombres —la mayoría de ellos monjes con cabeza
afeitada y manto de color pálido— se hallaba tras la tapia, elevando la vista. Madaren
siguió sus miradas y vio lo que estaban contemplando. En un primer momento le
pareció otra extraña escultura, tal vez una representación de alguna clase de demonio;
pero entonces, la figura entrecerró sus ojos de largas pestañas, movió las orejas y se
pasó la lengua gris por el suave hocico castaño claro. Giró la cabeza, coronada por
dos cuernos, y miró lánguidamente a sus admiradores. Era un ser viviente y, sin
embargo, ¿dónde se había visto una criatura con un cuello tan largo que pudiera mirar
por encima de una tapia de más altura que el más alto de los hombres?
Se trataba del kirin.
Mientras Madaren contemplaba el insólito animal, el cansancio y la confusión de
sus pensamientos le hicieron sentirse como si se encontrara en un sueño. Desde la
entrada principal del templo llegaba el alboroto de una frenética actividad y se oyó
ahora la voz de un hombre que, presa de la emoción, gritaba:
—¡El señor Otori está aquí!
Madaren sufrió un tremendo sobresalto tras hincarse de rodillas y contemplar al
gobernante de los Tres Países a medida que entraba en el jardín, rodeado por un
séquito de guerreros. Iba ataviado con ropas veraniegas de corte formal en tonos
crema y oro, con un bonete negro en la cabeza. Ella se fijó en la mano lisiada,
enfundada en un guante de seda, y reconoció su rostro. Entonces cayó en la cuenta de
que se trataba de Tomasu, su propio hermano.
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Takeo había reparado en la presencia de su hermana, arrodillada humildemente a
la sombra en un lateral del jardín; pero no le prestó ninguna atención. Si Madaren
optaba por quedarse, hablaría con ella en privado; si se marchaba y volvía a
desaparecer de su vida, no iría a buscarla, fueran cuales fuesen los sentimientos de
tristeza o arrepentimiento que tal decisión pudiera acarrearle. Lo mejor, y
probablemente lo más sencillo, sería que se marchara. Desde luego, él podía hacer
que la arrestaran y le dieran muerte. Contempló la idea durante unos instantes aunque
en seguida la descartó. Actuaría con su hermana de una manera justa, al igual que
haría con Zenko y con Kono. Arreglaría el asunto por medio de la negociación, de
acuerdo con la ley que él mismo había establecido.
Como si de la aprobación por parte del Cielo se tratara, la cancela del jardín
tapiado se abrió y el kirin hizo su presencia. Ishida lo sujetaba por medio de un cordel
de seda roja atado a un collar incrustado de perlas. La cabeza del médico apenas
alcanzaba el lomo del animal, que le seguía de una manera confiada a la par que
solemne. Su pelaje era de color castaño claro, con figuras color crema del tamaño de
la palma de una mano.
La criatura percibió el olor a agua y estiró el cuello en dirección al estanque.
Ishida le permitió acercarse y el kirin extendió las patas hacia los lados para poder
inclinarse a beber.
Los monjes y los guerreros se echaron a reír, alborozados, pues dio la impresión
de que el asombroso animal hacía una reverencia ante el señor Otori.
Takeo también estaba fascinado. Se acercó a la criatura y acarició el suave pelaje,
adornado con dibujos sorprendentes.
El kirin no parecía amedrentado, si bien prefería mantenerse cerca de Ishida.
—¿Es macho o hembra? —preguntó.
—Creo que hembra —respondió el médico—. La criatura carece de órganos
externos masculinos y se muestra más apacible y confiada de lo que cabría esperar en
un macho de su tamaño. Pero es aún muy joven; tal vez vaya cambiando al hacerse
mayor. Entonces, podremos estar seguros.
—¿Dónde lo encontraste?
—En el sur de Tenjiku, aunque procedía de otra isla más occidental. Los
marineros suelen hablar de un continente gigantesco donde animales como éste
pastan en grandes manadas, con elefantes de tierra y marinos, enormes leones
dorados y aves de color rosa. Los hombres de aquellas tierras nos doblan en tamaño;
tienen la piel negra como la laca y son capaces de retorcer el hierro con sus propias
manos.
—¿Cómo lo conseguiste? El valor de una criatura así debe de ser incalculable.
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—Me lo ofrecieron a modo de pago. Realicé un pequeño servicio para el príncipe
de la comarca. Inmediatamente pensé en la señora Shigeko y en lo mucho que le
gustaría, de manera que acepté e hice las disposiciones necesarias para traerlo con
nosotros.
Takeo sonrió al recordar la destreza de su hija con los caballos y su amor por los
animales en general.
—¿No fue difícil mantenerlo vivo? ¿De qué se alimenta?
—Por fortuna, la travesía fue tranquila. Además, el kirin es de naturaleza apacible
y se contenta fácilmente. Al parecer, se alimenta de las hojas de los árboles que
crecen en su tierra natal, aunque acepta con agrado la hierba, ya sea fresca o seca, y
otros vegetales.
—¿Podrá caminar hasta Hagi?
—Tal vez deberíamos transportarlo en barco, rodeando la costa. Es capaz de
andar varios kilómetros sin cansarse, pero no creo que pueda atravesar montañas.
Cuando hubieron terminado de admirar al animal, Ishida volvió a llevarlo al
jardín tapiado y luego acompañó a Takeo al templo, donde se celebró una breve
ceremonia y se elevaron plegarias por la salud del kirin y la del señor Otori. Takeo
encendió velas e incienso, se arrodilló ante la estatua del dios y luego, con devoción y
respeto, llevó a cabo las prácticas religiosas que por su rango le correspondían. En los
Tres Países estaban permitidas todas las sectas y creencias mientras no supusieran
una amenaza para el orden social, y aunque Takeo no creía en un único dios
reconocía la necesidad de los humanos de atribuir una base espiritual a su existencia,
necesidad que él mismo compartía.
Tras las ceremonias, en las que se rindieron honores al Iluminado —el gran
maestro— y a Ebisu —el dios del mar—, se sirvieron té y pastelillos de pasta de
judías. Takeo, Ishida y el abad del templo pasaron un rato muy ameno
intercambiando anécdotas y componiendo ocurrentes poemas acerca del kirin.
Poco antes del mediodía Takeo se puso en pie, expresó su deseo de sentarse a
solas en el jardín y fue caminando por el lateral de la nave principal del templo hasta
el edificio de menor tamaño situado a espaldas de ésta. La mujer seguía arrodillada
pacientemente en el mismo lugar. Al pasar, él hizo un ligero movimiento con la mano
para que Madaren le siguiera.
El edificio miraba hacia el este. La fachada sur estaba bañada por la luz del sol
pero en la veranda, bajo la sombra del tejado curvo, el aire aún resultaba fresco. Dos
jóvenes monjes que se afanaban limpiando estatuas y barriendo el suelo se retiraron
sin mediar palabra. Takeo se sentó en el borde de la veranda; la madera, de un tono
gris plateado, se notaba caliente a causa del sol. Escuchó los pasos indecisos de su
hermana sobre el sendero de guijarros, así como su respiración, acelerada y ligera. En
el jardín las golondrinas piaban y las palomas zureaban desde los cedros. Madaren
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volvió a hincarse de rodillas, ocultando el rostro.
—No debes tener miedo —dijo Takeo.
—No es miedo —respondió ella al instante—. Es que... no comprendo nada. Tal
vez he cometido un absurdo error; pero el señor Otori está hablando conmigo a solas,
lo que nunca ocurriría a menos que lo que yo creyese fuera verdad.
—Anoche nos reconocimos el uno al otro. Es cierto, soy tu hermano. Han pasado
muchos años desde la última vez que me llamaron Tomasu.
Madaren le miró a la cara, pero él evitó su mirada. Volvió los ojos hacia la zona
umbría de la arboleda y a la tapia lejana, donde la cabeza del kirin se mecía por
encima de la techumbre de tejas como si de un juguete infantil se tratara.
Takeo se percató de que su propia tranquilidad era percibida como indiferencia
por su hermana, y se daba cuenta de que la rabia bullía en el interior de Madaren.
Cuando ésta tomó la palabra, su voz denotaba un matiz de acusación.
—Durante dieciséis años he escuchado baladas y relatos acerca de ti. Hablaban de
un héroe remoto y legendario. ¿Cómo puedes ser Tomasu, aquel niño de la aldea de
Mino? ¿Dónde estabas mientras a mí me vendían de una casa de placer a otra?
—Me rescató el señor Otori Shigeru. Me adoptó como su sucesor y expresó su
deseo de que me casara con Shirakawa Kaede, heredera de Maruyama.
Se trataba del resumen más escueto posible del extraordinario y turbulento
recorrido que había conducido a Takeo a ser el hombre más poderoso de los Tres
Países.
Madaren respondió con amargura:
—Te vi arrodillarte ante la estatua dorada. Por las historias que cuentan, me he
enterado de que has matado con frecuencia.
Takeo asintió con un gesto casi imperceptible. Se preguntaba qué le pediría su
hermana, qué podría hacer por ella, cómo sería posible enmendar la deshonrosa vida
de Madaren, si es que existía forma alguna de hacerlo.
—Imagino que nuestra madre y nuestra hermana... —dijo con pesadumbre.
—Las dos murieron. Ni siquiera sé dónde están sus cadáveres.
—Lamento mucho lo que debes haber sufrido.
Antes de terminar la frase se dio cuenta de que su tono resultaba envarado y sus
palabras, inoportunas. El abismo que les separaba era demasiado grande: no había
manera de que pudieran acercarse el uno al otro. Si aún hubieran compartido la
misma fe, podrían haber orado juntos; pero ahora las creencias de la infancia que
antaño les unieran levantaban una barrera imposible de superar. Aquel pensamiento
inundaba a Takeo de angustia y de lástima.
—Si necesitas algo, puedes dirigirte a las autoridades de la ciudad —declaró—.
Me aseguraré de que te atiendan, pero no puedo hacer público nuestro parentesco.
Debo pedirte que no se lo menciones a nadie.
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Notó que la había ofendido y de nuevo sintió una punzada de compasión; aun así,
sabía que no podía permitir que su hermana entrara en su vida más allá de contar con
su protección.
—Tomasu —repuso ella—. Eres mi hermano mayor. Tenemos obligaciones entre
nosotros. Eres la única familia que tengo, soy la tía de tus hijos. Y también tengo un
deber espiritual para contigo. Me preocupa tu alma. No puedo quedarme
contemplando cómo vas hacia el Infierno.
Takeo se levantó y se alejó de su hermana.
—No existe más infierno que el que los hombres establecen en la tierra —
sentenció, girando la cabeza hacia atrás—. No vuelvas a acercarte a mí.
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Los discípulos del Iluminado observaron que los tigres y sus cachorros se morían
por falta de alimento —relató Shigeko con voz piadosa—, y sin pensar en sus propias
vidas se arrojaron por el precipicio y murieron estrellados contra las rocas del
abismo. Entonces, los tigres pudieron devorarles.
Era una cálida tarde de comienzos de verano, y las hermanas Otori tenían orden
de quedarse puertas adentro, aplicadas al estudio, hasta que el calor remitiese.
Durante un rato practicaron la caligrafía con diligencia y Shigeko hizo gala de su
trazo elegante y fluido. Después, el estridente canto de las cigarras y el bochorno del
aire provocó que las gemelas se sintieran perezosas y somnolientas. Habían salido al
exterior muy temprano, antes del amanecer, cuando el aire aún era fresco. Ahora,
poco a poco, iban relajando las piernas y abandonando la pose formal en la que se
sentaban para escribir. Shigeko se había dejado convencer por sus hermanas para
desenrollar el pergamino con dibujos de animales y narrarles historias.
Pero daba la impresión de que hasta los relatos más interesantes contenían una
moraleja. Con tono solemne, Shigeko anunció:
—Éste es el ejemplo que debemos seguir: ofrecer nuestras propias vidas en
beneficio de todo ser animado.
Maya y Miki intercambiaron una mirada. Amaban sin reservas a su hermana, pero
últimamente Shigeko las sermoneaba con excesiva frecuencia.
—Pues yo, sin duda, preferiría ser uno de los tigres —comentó Maya.
—¡Y yo me comería a los discípulos muertos! —añadió entonces Miki.
—Alguien tendrá que representar al ser animado —protestó Maya, notando el
ceño fruncido de su hermana mayor.
Los ojos de la gemela lanzaron un enigmático destello, como en los últimos
tiempos resultaba habitual. Acababa de regresar de una estancia de varias semanas en
Kagemura, la aldea secreta de la familia Muto, donde había practicado y
perfeccionado los poderes extraordinarios que había heredado de la Tribu. A
continuación, sería el turno de Miki. Las gemelas pasaban poco tiempo en mutua
compañía. No acababan de entender el motivo, pero sabían que tenía que ver con los
sentimientos que su madre albergaba hacia ellas. A Kaede no le agradaba que
estuvieran juntas y aborrecía el hecho de que fueran idénticas como dos gotas de
agua. Por el contrario, a Shigeko siempre le habían fascinado sus hermanas;
invariablemente se ponía de su parte y las protegía, incluso cuando no era capaz de
distinguir a una de la otra.
A las gemelas no les gustaba separarse, pero se habían acostumbrado. Shizuka las
consolaba, asegurando que la distancia reforzaría el vínculo mental que las unía. Y
estaba en lo cierto. Si Maya caía enferma, Miki sucumbía a la fiebre. A veces se
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encontraban en sueños; apenas conseguían discernir entre lo que sucedía en aquel
universo de fantasía y en el mundo real.
El mundo de los Otori les ofrecía numerosas compensaciones: Shigeko, los
caballos, el hermoso y confortable ambiente que la madre de las gemelas creaba
dondequiera que la familia se instalara... Pero ambas preferían la vida misteriosa de la
Tribu.
Lo mejor de todo era cuando su padre acudía a la aldea secreta, a veces con
ocasión de llevar a una de ellas y recoger a la otra. Pasaban juntos varios días, y las
niñas le enseñaban lo que habían aprendido y las nuevas dotes que empezaban a
brotar en ellas. Takeo, que en el ámbito de los Otori solía mostrarse serio y distante,
en el universo de los Muto se convertía en una persona diferente, en un maestro como
Kenji o Taku, y las trataba con aquella irresistible mezcla de severa disciplina,
expectativas inalcanzables y afecto incondicional. Se bañaban juntos en los
manantiales de agua caliente y las gemelas chapoteaban y retozaban alrededor de su
padre, escurridizas como las crías de nutria, y palpaban en la piel de Takeo las
cicatrices que trazaban el mapa de la vida de su progenitor. Jamás se cansaban de
escuchar la historia de cada una de aquellas heridas, empezando por el terrible
enfrentamiento en el que había perdido dos dedos de la mano derecha a manos de
Kotaro, maestro de los Kikuta.
Ante la mención del apellido, las niñas, de manera inconsciente, acariciaban con
las yemas de los dedos la línea que les cruzaba la palma de la mano y las marcaba al
igual que a su padre, al igual que a Taku, como miembros de los Kikuta.
Se trataba de un símbolo de la estrecha vía por la que caminaban entre dos
mundos. Reservadas por naturaleza, se entregaban con entusiasmo al artificio y el
fingimiento. Sabían que su madre desaprobaba los poderes extraordinarios de sus
hijas y que, por lo general, la casta de los guerreros tomaba tales dotes por brujería.
Las gemelas no tardaron en darse cuenta de que aquello que podía exhibirse con
orgullo en la aldea de los Muto debía mantenerse oculto en los palacios de Hagi y
Yamagata; pero a veces les resultaba imposible no sucumbir a la tentación de burlar a
sus preceptores, gastar bromas a su hermana mayor o castigar a alguien que les
hiciera enfadar.
—Sois como era yo de niña —solía comentar Shizuka cuando Maya se escondía
en una cesta de bambú y permanecía allí sin moverse durante varias horas, o cuando
Miki trepaba hasta las vigas con la agilidad de un mono salvaje y, apoyada en la
techumbre de paja, se hacía invisible. Shizuka casi nunca se enfadaba—. Disfrutad de
vuestros juegos —aconsejaba—. Nada volverá a ser tan emocionante.
—¡Qué suerte tienes, Shizuka! Estuviste en la caída de Inuyama, y además
luchaste junto a nuestro padre en la guerra.
—Y ahora él dice que no habrá más guerras en los Tres Países. Ya no podremos
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combatir.
—Muchos rezamos para que la paz continúe —intervino Shigeko. Las gemelas
soltaron un gruñido al unísono.
—Rezad como vuestra hermana para que nunca tengáis que conocer una guerra
de verdad —instó Shizuka en aquella ocasión.
Ahora, Maya volvió a sacar el tema.
—Sí no va a haber más guerras, ¿por qué se empeñan nuestros padres en que
aprendamos a luchar? —preguntó. Las tres hermanas, como todos los hijos de la casta
de los guerreros, se instruían en el arte de la equitación, de la espada y del arco,
teniendo como maestros a Shizuka y a Sugita Hiroshi, o bien a otros importantes
guerreros de los Tres Países.
—El señor Hiroshi dice que la preparación para la guerra es la mejor defensa
contra ella —replicó Shigeko.
—El señor Hiroshi... —susurró Miki, dando un codazo a Maya. Ambas gemelas
se echaron a reír.
Shigeko se ruborizó.
—¿Qué pasa?
—Siempre nos cuentas lo que dice el señor Hiroshi y luego te sonrojas.
—No estaba al corriente de tal circunstancia —repuso Shigeko, ocultando su
azoramiento con palabras altisonantes—. En todo caso, carece de importancia.
Hiroshi es uno de nuestros maestros y muy competente, por cierto. Es natural que yo
haya aprendido sus consejos.
—El señor Miyoshi Gemba también es uno de nuestros maestros —argumentó
Miki—. Y nunca mencionas lo que él dice.
—¡Y no hace que te sonrojes! —añadió Maya.
—Creo que deberíais aplicaros en la caligrafía. Necesitáis mucha más práctica.
¡Coged el pincel! —les indicó.
Shigeko desenrolló otro pergamino y empezó a dictar a sus hermanas. Se trataba
de una de las antiguas crónicas de los Tres Países, plagada de nombres complicados y
confusos acontecimientos. Shigeko había tenido que aprender esa historia con
anterioridad, de modo que las gemelas también tendrían que hacerlo. Tal vez aquélla
fuera la ocasión indicada. Les serviría de escarmiento por burlarse de ella y, con
suerte, las disuadiría de sacar el tema otra vez. Tomó la decisión de mostrarse más
cautelosa y no permitirse el necio placer de mencionar el nombre de Hiroshi. Dejaría
de mirarle constantemente y, sobre todo, no volvería a ruborizarse. Por fortuna él no
se encontraba en Hagi en aquel momento, pues había regresado a Maruyama para
inspeccionar la entrega de la cosecha y la preparación de la ceremonia, tras la cual el
dominio pasaría a la propiedad de Shigeko.
Hiroshi escribía con frecuencia en su condición de lacayo principal, pues los
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señores Otori querían que su hija primogénita adquiriera la máxima información
sobre los territorios de su propiedad. Las cartas tenían un tono formal, como
correspondía; pero a Shigeko le encantaba contemplar la caligrafía del joven, al estilo
de los guerreros, con caracteres prominentes y bien formados. Además Hiroshi
incluía detalles dirigidos particularmente a ella, comentarios sobre personas que
Shigeko apreciaba por alguna razón y, sobre todo, hablaba de los caballos. Describía
el nacimiento de cada potrillo y su posterior evolución, así como el progreso de los
caballos que Shigeko y él mismo habían domado juntos. También hablaba del linaje y
el apareamiento de los equinos, siempre en busca de un caballo más grande y fuerte.
Los corceles de Maruyama ya tenían un palmo más de altura que veinte años atrás,
cuando Hiroshi era niño.
Shigeko le añoraba y anhelaba volver a verle. No recordaba ningún momento de
su propia vida en el que no le hubiera amado. Había sido para ella como un hermano;
vivía con los Otori y era considerado como uno más de la familia. Le había enseñado
a Shigeko a montar, a emplear el arco y a luchar con la espada. También la había
instruido en las disciplinas de la guerra, la estrategia y la táctica, así como en el arte
de gobernar. El mayor deseo de la joven era casarse con él, pero entendía que nunca
sería posible. Hiroshi podría llegar a ser su mejor consejero, su amigo más apreciado;
pero nada más. Shigeko había escuchado suficientes conversaciones acerca de su
futuro matrimonio para darse cuenta de ello, y ahora que había cumplido los quince
años sabía que en breve se harían planes para su compromiso matrimonial, alianza
que reforzaría la posición de su familia y apuntalaría los deseos de paz por parte de su
padre.
Tales pensamientos corrían por su mente mientras leía el pergamino lenta y
cuidadosamente. Rara cuando las gemelas hubieron terminado, las manos se les
resentían y los ojos les escocían. Ninguna se atrevió a hacer otro comentario y
Shigeko empezó a mostrarse menos severa. Corrigió el trabajo de sus hermanas con
amabilidad, les hizo repetir una docena de veces los caracteres que habían trazado
desacertadamente y luego, debido a que el sol ya descendía hacia el mar y el aire era
más fresco, sugirió ir a dar un paseo antes de la sesión de entrenamiento del atardecer.
Las gemelas, un tanto abatidas por la inclemencia del castigo, accedieron con
docilidad.
—Iremos al santuario —anunció Shigeko, lo que alegró a sus hermanas en gran
medida, pues el templo estaba consagrado al dios del río y a los caballos.
—¿Podemos ir a la presa? —suplicó Maya.
—Desde luego que no —respondió Shigeko—. Sólo van a la presa los pilluelos,
pero no las hijas del señor Otori. Primero nos dirigiremos al puente de piedra. Llamad
a Shizuka y pedidle que nos acompañe. Supongo que algunos hombres deberían
escoltarnos.
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—No lo necesitamos.
—¿Podemos llevar las espadas? —preguntaron Maya y Miki al unísono.
—¿Para una visita al santuario, en pleno centro de Hagi? No nos hará falta
ninguna espada.
—¡Acuérdate del ataque en Inuyama! —indicó Miki.
—Un guerrero siempre debe estar preparado —sentenció Maya, con una
imitación aceptable de Hiroshi.
—Tal vez necesitéis practicar un poco más la caligrafía —observó Shigeko,
haciendo ademán de volver a sentarse.
—Lo que tú digas, hermana —accedió Miki con rapidez—. Hombres, sí; espadas,
no.
Shigeko reflexionó unos instantes sobre la eterna cuestión del palanquín, dudando
si debería insistir en que las niñas fueran transportadas en la oscuridad o bien
permitirles que fueran caminando. A ninguna de ellas le gustaba semejante medio de
transporte; les desagradaba el incómodo vaivén y el hecho de estar encerradas, pero
resultaba más apropiado. Además Shigeko era consciente de que su madre
desaprobaba el hecho de que las gemelas fueran vistas juntas en público. Por otra
parte, se encontraban en Hagi, su ciudad natal, menos formal y austera que Inuyama;
una caminata podría cansar y serenar a sus inquietas hermanas. Al día siguiente,
Shizuka llevaría a Miki a Kagemura, la aldea de los Muto, y Shigeko se quedaría con
Maya. Admiraría las nuevas habilidades y conocimientos clandestinos que ésta había
adquirido, la consolaría de su soledad y la ayudaría a instruirse en todo lo que Miki
había aprendido durante la ausencia de su gemela. La propia Shigeko sentía la
necesidad de salir a dar un paseo, de distraerse con la vibrante vida de la ciudad, con
sus angostas calles y pequeños comercios, donde se podía encontrar un extenso
surtido de productos frescos y artesanía: albaricoques y ciruelas, las primeras frutas
del verano; brotes de soja y verduras; anguilas, que daban latigazos en los cubos
donde las guardaban; cangrejos y pequeños peces color plata que eran arrojados sobre
parrillas calientes, donde chisporroteaban y morían para luego ser engullidos en un
abrir y cerrar de ojos. Y también estaban los artesanos de la laca y la cerámica, del
papel y las túnicas de seda. A espaldas de la amplia avenida principal que conducía
desde las puertas del castillo hasta el puente de piedra, se extendía un mundo
fascinante que a las gemelas apenas se les permitía visitar.
Dos guardias marchaban delante de ellas y otros dos, detrás; una doncella
acarreaba una pequeña cesta de bambú con frascas de vino y otras ofrendas, además
de zanahorias para los caballos del santuario. Shizuka caminaba al lado de Maya, y
Miki acompañaba a su hermana mayor. Las cuatro calzaban zuecos de madera y
vestían las ropas ligeras de algodón propias del verano. Shigeko sujetaba una
sombrilla, pues al igual que su madre era de cutis blanco y temía el efecto del sol;
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pero las gemelas habían heredado la piel dorada de su padre y, en cualquier caso, no
se tomaban la molestia de protegerla.
La marea estaba menguando cuando llegaron al puente de piedra, y el río
despedía olor a sal y a barro. El puente había quedado destruido en el gran terremoto.
Se decía que el seísmo había ocurrido en castigo por la traición de Arai Daiichi, pues
se había vuelto en contra de sus aliados Otori justo al lado de la roca en la que
aparecía esculpida la siguiente inscripción: "El clan Otori da la bienvenida a los
justos y a los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos".
—¡Y mira lo que le ocurrió! —exclamó Maya con satisfacción mientras se
detenían unos instantes junto a la roca, hacían una ofrenda de vino, daban las gracias
al dios del río por proteger a los Otori y recordaban la muerte del cantero, a quien
habían emparedado vivo en el parapeto del puente mucho tiempo atrás. Su esqueleto
había sido encontrado en el río y durante las obras de reconstrucción lo habían vuelto
a enterrar debajo de la piedra, que también había sido recuperada de las aguas.
Shizuka a menudo narraba esta historia a las hermanas, así como la de Akane, la hija
del cantero, y a veces visitaban el santuario situado en el cráter del volcán donde se
conmemoraba la trágica muerte de Akane. Su espíritu era invocado por amantes
desdichados, tanto hombres como mujeres.
—Shizuka debe sentir lástima por la pérdida de Arai —observó Shigeko con voz
pausada mientras se alejaban del puente. Durante unos minutos Maya y Miki
caminaron una junto a la otra; los transeúntes se arrodillaban al paso de Shigeko, pero
apartaban la mirada de las gemelas.
—Siento lástima por el amor que una vez nos tuvimos —respondió Shizuka—, y
también por mis hijos, quienes con sus propios ojos vieron morir a su padre. Pero
para entonces Arai ya me había convertido en su enemiga y había ordenado
asesinarme. Su propia muerte no fue más que un justo final al modo en que decidió
vivir.
—¡Cuánto sabes sobre aquellos tiempos! —exclamó Shigeko.
—Sí, probablemente más que nadie —admitió Shizuka—. A medida que me hago
mayor, me acuerdo del pasado con más claridad. Ishida y yo hemos estado
escribiendo mis recuerdos, a petición de vuestro padre.
—¿Conociste al señor Shigeru?
—Cuyo apellido vosotras lleváis. Sí, le conocía muy bien. Compartimos secretos
durante años y confiamos uno en el otro hasta su muerte.
—Debió de ser un gran hombre.
—Jamás he conocido a ninguno como él.
—¿Era mejor que mi padre?
—¡Shigeko! Yo no soy quién para juzgar a tu padre.
—¿Por qué no? Eres su prima. Le conoces mejor que la mayoría de la gente.
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—Takeo se parece mucho a Shigeru: es una gran persona y un gran gobernante.
—¿Pero...?
—Todo hombre tiene fallos —respondió Shizuka—. Tu padre intenta dominar los
suyos; pero su naturaleza está dividida de una manera en que no lo estaba la de
Shigeru.
De pronto, Shigeko sintió un escalofrío, aunque seguía apretando el calor.
—¡No sigas! Lamento haberte preguntado.
—¿Qué ocurre? ¿Has tenido una premonición?
—Las tengo continuamente —respondió Shigeko con un susurro—. Sé que
mucha gente busca la muerte de mi padre —hizo un gesto a las gemelas, que
aguardaban a las puertas del santuario—. Nuestra familia está dividida de la misma
forma: somos un reflejo de su naturaleza. ¿Qué será de mis hermanas en el futuro?
¿Qué lugar ocuparán en el mundo?
Sintió otro escalofrío e hizo un esfuerzo por cambiar el curso de la conversación.
—¿Ha regresado tu marido de su último viaje?
—Le esperamos cualquier día de estos. Puede que haya llegado a Hofu; no he
tenido noticias.
—Mi padre está ahora en Hofu. Tal vez se hayan visto; quizá regresen juntos —
Shigeko se dio la vuelta y dirigió la vista a la bahía—. Mañana subiremos a la colina
a ver si divisamos su barco.
Se adentraron en el recinto del santuario una vez que hubieron franqueado la
enorme cancela, cuyo arquitrabe estaba tallado con aves y animales mitológicos
como el houou, el kirin y el shishi. El lugar estaba envuelto por una frondosa
vegetación. Enormes sauces bordeaban la orilla del río, y por los tres extremos
restantes crecían robles perennes y cedros, así como los últimos vestigios del bosque
que antaño cubriera la tierra desde la montaña hasta el río. El clamor de la ciudad se
había desvanecido y ahora reinaba el silencio, únicamente interrumpido por los
cantos de los pájaros. La luz sesgada que llegaba del oeste iluminaba con sus rayos
dorados las partículas de polvo que flotaban entre los troncos gigantescos.
Un caballo blanco que se hallaba encerrado en un establo ornamentado con
hermosos relieves relinchó ávidamente al ver llegar a la comitiva. Las gemelas se
acercaron a ofrecer zanahorias al animal sagrado, le acariciaron el fornido cuello e
hicieron todo tipo de aspavientos.
Apareció un hombre de avanzada edad desde la parte posterior de la nave
principal. Era el sacerdote del templo. Desde niño se había dedicado al servicio del
dios del río, después de que su hermano falleciese ahogado en la presa. El anciano se
llamaba Hiroki y era el tercer hijo del domador de caballos de los Otori, Mori
Yusuke. Su hermano mayor, Daisuke, había sido el mejor amigo del señor Shigeru y
había sucumbido en la batalla de Yaegahara.
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Hiroki sonreía mientras se aproximaba. Compartía con los habitantes de Hagi la
unánime aprobación de Shigeko, y mantenía con la joven un vínculo especial por el
amor que ambos profesaban a los caballos. Continuando la tradición familiar, Hiroki
se había hecho cargo de los establos de los Otori después de que su padre se marchara
al otro extremo del mundo, en busca de los veloces caballos de las estepas. El propio
Yusuke jamás regresó, pero envió un semental que engendró a Raku y a Shun, ambos
domados y entrenados por el hermano menor de Shigeru, Takeshi, en los meses
anteriores a la muerte de éste.
—¡Bienvenida, señora!
Como la mayoría de las personas, Hiroki hizo caso omiso de las gemelas, como si
la existencia de ellas fuera demasiado vergonzante para admitirla. Las niñas se
apartaron unos pasos y se colocaron a la sombra de los árboles; con ojos opacos,
observaron fijamente al sacerdote. Shigeko se percató de que se habían enojado. Miki
en particular tenía un temperamento fogoso que aún no había aprendido a controlar;
Maya era de carácter más frío, aunque también más implacable.
Una vez que intercambiaron expresiones de cortesía y Shigeko presentó las
ofrendas, el sacerdote tiró de la cuerda de la campana con objeto de despertar al
espíritu y la joven elevó la plegaria habitual para que los caballos fueran protegidos,
mostrándose a sí misma como intermediaria entre el mundo físico y el espiritual a
favor de los seres que carecían de habla y, por tanto, de capacidad de orar.
Un gato de corta edad llegó correteando por la veranda en persecución de una
hoja caída. Hiroki lo levantó en brazos y le acarició la cabeza y las orejas. El felino
empezó a ronronear. Las pupilas de sus ojos inmensos, del color del ámbar, se le
contraían a causa de la intensa luz del sol; tenía un pelaje de tono cobrizo pálido, con
manchas negras y pelirrojas.
—¡Tienes un nuevo amigo! —exclamó Shigeko.
—Sí, vino buscando refugio una noche lluviosa y aquí sigue desde entonces. Es
un buen compañero; los caballos lo aprecian y atemoriza a los ratones,
manteniéndolos en silencio.
Shigeko nunca había visto un gato tan hermoso; los contrastes de color resultaban
sorprendentes. Se dio cuenta de que el anciano sacerdote se había encariñado con el
animal y se alegró por ello. Todos los familiares de Hiroki habían fallecido; él mismo
había vivido la derrota de los Otori en Yaegahara y la destrucción de la ciudad a
causa del terremoto. Ahora su único interés residía en el servicio al dios del río y el
cuidado de los caballos.
El gato se dejó acariciar unos instantes y luego forcejeó hasta que Hiroki lo
depositó en el suelo. Salió despedido, con la cola en alto.
—Se avecina una tormenta —comentó el sacerdote con una risa ahogada—. Nota
los cambios del tiempo en el pelaje.
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Maya, que había recogido una ramita, se agachó y removió las hojas del suelo con
ella. El gato se quedó inmóvil, con ojos atentos.
—Vayamos a ver los caballos —propuso Shigeko—. Acompáñame, Shizuka.
Miki salió corriendo tras ellas, pero Maya permaneció agachada en la sombra,
incitando al gato para que se acercara. La doncella aguardaba pacientemente en la
veranda.
Un rincón del pequeño campo de cultivo estaba cercado con bambú, y allí se
hallaba encerrado un potro de color negro. El terreno se notaba deteriorado y lleno de
hendiduras por donde pisaba el caballo. Cuando el animal los vio, relinchó con
estridencia y luego se encabritó. Los dos potrillos que lo acompañaban relincharon en
respuesta. Se mostraban asustadizos e inquietos, y ambos exhibían mordeduras
recientes en el cuello y los flancos.
Un mozo de cuadra estaba rellenando un cubo de agua.
—Lo derrama a propósito —explicó con un gruñido. Uno de los brazos del
muchacho tenía marcas de dentadura y varios cardenales.
—¿Te ha mordido? —preguntó Shigeko.
El chico asintió con la cabeza.
—Y también me da coces —les mostró otro cardenal en la pantorrilla.
—No sé qué hacer con él —admitió Hiroki—. Siempre ha sido difícil, y ahora se
ha vuelto peligroso.
—Es una preciosidad —comentó Shigeko, admirando las largas patas y la espalda
musculosa del animal, su cabeza perfecta y sus ojos enormes.
—Sí, es muy bonito, y también de gran estatura; es el caballo más alto que
tenemos. Pero tiene un temperamento tan impetuoso que no sé si podremos llegar a
domarlo alguna vez. También dudo si deberíamos utilizarlo para cubrir a las yeguas.
—¡Pues parece bien preparado para reproducirse! —observó Shizuka, y todos se
echaron a reír, pues el animal mostraba todos los signos de un ansioso semental.
—Me temo que al juntarlo con las yeguas empeorará —argumentó Hiroki.
Shigeko se acercó al potro, que puso los ojos en blanco y echó las orejas hacia
atrás.
—Ten cuidado —advirtió el sacerdote, y en ese mismo momento el caballo hizo
amago de morder a la joven.
El mozo de cuadra dio un manotazo al animal mientras Shigeko se apartaba de la
dentadura del equino. En silencio, lo examinó unos instantes.
—Al estar encerrado se pone más nervioso —opinó—. Llévate a los dos potrillos
más jóvenes para que éste pueda moverse a sus anchas. ¿Y si trajeras un par de
yeguas viejas, estériles? Tal vez lo apaciguarían y podrían enseñarle a comportarse.
—Buena idea; lo intentaré —respondió el anciano, y acto seguido ordenó al mozo
que se llevase a los dos potrillos a una pradera más alejada.
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—Dentro de uno o dos días traeremos las yeguas. Al encontrarse solo, apreciará
más su compañía.
—Vendré a diario para comprobar si es posible amansarlo —anunció Shigeko,
resolviendo que escribiría a Hiroshi para pedirle consejo.
"Puede que incluso se decida a volver y a ayudarme a domarlo..."
Mientras regresaban al santuario, Shigeko, ilusionada, sonreía para sí.
Maya se encontraba sentada en la veranda junto a la doncella, con los ojos bajos
en apariencia de docilidad. El gato estaba tumbado lánguidamente en el suelo, hecho
un ovillo de pelo, con su belleza y vitalidad desvanecidas.
El anciano soltó un grito y se acercó corriendo, tambaleándose, hasta el animal.
Lo levantó y se lo apretó contra el pecho. El gato se movió ligeramente, pero no se
despertó.
Shuzika se dirigió a Maya de inmediato.
—¿Qué has hecho?
—Nada —replicó la niña—. Me miró, y luego se quedó dormido.
—Despierta, Mikkan —imploró el sacerdote en vano—. ¡Despierta!
Shizuka observaba fijamente al animal, alarmada. Con un visible esfuerzo por
controlar sus impulsos, dijo con voz calmada:
—No se despertará hasta dentro de mucho, si es que llega a hacerlo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Shigeko—. ¿Qué le ha hecho?
—No hice nada —se defendió Maya de nuevo; pero cuando levantó la mirada los
ojos de la gemela se mostraban duros y brillantes, con un cierto matiz de entusiasmo.
Cuando dirigió la vista al anciano, quien lloraba en silencio, hizo un mohín de desdén
con los labios.
Entonces, Shigeko cayó en la cuenta de lo ocurrido y le atacaron las náuseas.
—Es uno de esos poderes secretos, ¿no es verdad? —desaprobó—. Algo que ha
aprendido en la aldea de la Tribu. ¡Alguno de esos espantosos encantamientos!
—No hablemos de ello aquí —advirtió Shizuka con un murmullo, pues los
sirvientes del santuario se habían congregado alrededor y miraban boquiabiertos,
aferrando sus amuletos e invocando la protección del espíritu del río—. Tenemos que
regresar. Hay que castigar a Maya; pero acaso sea demasiado tarde.
—Demasiado tarde, ¿para qué? —preguntó Shigeko.
—Después te lo diré. Yo sólo entiendo a medias estas dotes de los Kikuta. Ojalá
tu padre estuviera aquí.
* * *
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Shigeko anheló todavía más el regreso de su padre cuando tuvo que hacer frente a
la indignación de Kaede. Era la noche de ese mismo día. Shizuka se había llevado a
las gemelas para imponer un castigo a Maya, y las niñas habían sido enviadas a
dormir en habitaciones separadas. Los truenos resonaban en la distancia y ahora,
desde donde Shigeko se encontraba arrodillada con la cabeza inclinada ante su madre,
podía ver la trémula luz reflejada en las paredes repujadas en oro mientras los
relámpagos centelleaban en dirección al mar. La predicción del gato acerca del
cambio del tiempo había sido del todo acertada.
—¡No deberías haberlas llevado al santuario! Sabes que no quiero que las vean
juntas en público —la reprendió Kaede.
—Perdóname, Madre —susurró Shigeko. No estaba acostumbrada a los reproches
por parte de su madre y le dolían profundamente. Al mismo tiempo, sentía
preocupación por las gemelas y consideraba que Kaede se mostraba injusta con ellas
—. Hacía calor, llevaban tiempo estudiado. Necesitaban que les diera el aire.
—Pueden jugar aquí mismo, en el jardín —replicó su madre—. Maya tendrá que
marcharse otra vez.
—Es el último verano que pasaremos juntos en Hagi —suplicó Shigeko—.
Permite que se quede hasta que nuestro padre regrese a casa.
—Miki es dócil aún, pero Maya empieza a escaparse de todo control —protestó
Kaede—. Y ningún castigo parece afectarle. La separación de su hermana, de ti y de
su padre podría ser la mejor forma de doblegar su voluntad. También nos traería un
poco de paz durante el verano.
—Madre... —empezó a decir Shigeko, si bien fue incapaz de continuar.
—Sé que piensas que soy demasiado severa con tus dos hermanas —observó
Kaede tras unos instantes de silencio. Se acercó a su hija y tras levantarle la cabeza,
le miró a la cara. Luego, la atrajo hacia sí y le acarició la larga y sedosa melena—.
¡Qué cabello tan hermoso! El mío era igual.
—Las gemelas echan en falta tu cariño —osó decir Shigeko al notar que el enfado
de su madre disminuía—. Creen que las odias por no haber nacido varones.
—No las odio —rebatió Kaede—. Me avergüenzo de ellas. Tener gemelos es algo
terrible, como una maldición. Siento que es alguna clase de castigo, una advertencia
que procede del Cielo. Cuando ocurren incidentes como este del gato, tengo miedo. A
menudo pienso que habría sido mejor si hubieran muerto al nacer, como la mayoría
de los gemelos. Tu padre no quiso ni oír hablar de ello. Les permitió seguir con vida;
pero ahora, me pregunto: ¿con qué propósito? Son hijas del señor Otori, no pueden
marcharse a vivir con la Tribu. Pronto tendrán edad de esposarse. ¿Quién, entre la
casta de los guerreros, se casaría con ellas? ¿Quién tomaría por esposa a una
hechicera? Si sus poderes extraordinarios quedaran al descubierto, podrían incluso
sentenciarlas a muerte.
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Shigeko percibió que su madre temblaba.
—Yo las quiero —murmuró Kaede—, pero a veces me causan tanto temor y
sufrimiento que desearía que estuvieran muertas. Siempre he anhelado un hijo varón,
no puedo negarlo. También me atormenta la cuestión de con quién te casarás tú. Hace
tiempo consideraba que la mayor bendición de mi vida fue amar a tu padre y casarme
con él, pero he llegado a darme cuenta de que aquello tenía un precio. Muchas veces
actué de forma necia y egoísta; fui en contra de todo cuanto me enseñaron desde la
infancia, todo cuanto me aconsejaron, y probablemente pagaré por ello durante lo que
me queda de vida. No quiero que cometas los mismos errores, sobre todo teniendo en
cuenta que, al no tener nosotros hijos varones, tú eres nuestra heredera y la elección
de tu marido se ha convertido en un asunto de Estado.
—Mi padre suele decir que le satisface que una mujer, es decir, yo misma, herede
vuestro gobierno.
—Sí, es verdad; pero lo dice para consolarme. Todo hombre desea hijos varones.
"Pues mi padre no parece desearlos", reflexionó la joven. Sin embargo, las
palabras de su madre, el pesar que denotaban y la seriedad del tono, permanecieron
en el corazón de Shigeko.
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11
La noticia de la muerte de Muto Kenji tardó varias semanas en llegar a Inuyama.
La familia Kikuta se hallaba dividida entre el deseo de mantener el anuncio en
secreto el mayor tiempo posible —mientras trataban de rescatar a los rehenes— y la
tentación de jactarse del acontecimiento y demostrarle a Otori que, más allá de los
Tres Países, carecía de todo poder.
Durante el gobierno de Takeo y Kaede había mejorado el estado de las carreteras
por todo el territorio de los Tres Países, y los mensajes transitaban con rapidez entre
las grandes ciudades. Sin embargo, al otro lado de la frontera con el Este, donde la
cordillera de la Nube Alta formaba una barrera natural, discurrían kilómetros de tierra
virgen que llegaban hasta las inmediaciones de Akashi, ciudad portuaria que
constituía el portal de acceso a Miyako, la capital, donde residía el Emperador. Hacia
el comienzo del cuarto mes los rumores de la muerte de Muto Kenji llegaron a
Akashi, y desde allí la noticia viajó hasta Inuyama por medio de un comerciante que
ejercía en la ciudad libre y solía transmitir a Muto Taku toda información relativa a la
zona.
Aunque había esperado la muerte de su tío, Taku sintió lástima y rabia ante la
noticia, pues en su opinión el anciano debería haber fallecido serenamente en su
propio hogar. También temía que los Kikuta hubieran tomado la oferta de tregua
como signo de flaqueza y pudieran envalentonarse. Elevó una plegaria para que la
muerte de Kenji hubiera sido rápida y no estuviera exenta de significado.
Taku consideraba que él mismo debería comunicarle la noticia a Takeo, y tanto
Sonoda como Ai mostraron su acuerdo para que partiera de inmediato hacia Hofu,
donde el señor Otori había acudido por razones de gobierno mientras Kaede y sus
hijas regresaban a Hagi para pasar el verano.
La decisión sobre el destino de los rehenes debía ser decretada oficialmente por
Takeo o por Kaede. Probablemente, los jóvenes serían ahora ajusticiados; pero la
ejecución tenía que llevarse a cabo con arreglo a la ley y no debía interpretarse como
un acto de venganza. Taku había heredado el cinismo propio de Kenji y no era
contrario a cometer actos de venganza, pero respetaba la firme actitud de Takeo con
respecto a la justicia o, al menos, la apariencia de justicia. La muerte de Kenji
también afectaba a la Tribu, pues había sido el líder de su familia durante más de
veinte años; habría que elegir a alguien de entre los Muto para que le sucediera.
Zenko, hermano mayor de Taku, era el pariente varón más cercano, ya que Kenji no
había tenido más descendencia que su hija Yuki; sin embargo Zenko había tomado el
apellido de su padre, carecía de las dotes extraordinarias propias de la Tribu y ahora
era un guerrero del más alto rango, cabeza del clan Arai y señor de Kumamoto.
Esta circunstancia dejaba como sucesor al propio Taku, quien por diferentes
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motivos podía considerarse como justo heredero: poseía grandes dotes en cuanto a la
invisibilidad y el desdoblamiento en dos cuerpos, había sido entrenado por Kenji y
gozaba de la confianza de Takeo. Otra razón más para viajar por los Tres Países
residía en reunirse con las familias de la Tribu, confirmar su lealtad y su respaldo y
discutir sobre quién debería ser el nuevo maestro.
Además Taku se sentía inquieto, ya que había pasado el invierno entero en
Inuyama. Su esposa era agradable y sus hijos le entretenían; pero la vida doméstica le
suponía un aburrimiento. Se despidió de su familia sin desconsuelo alguno y pese a la
triste naturaleza de su misión, al día siguiente emprendió viaje con una mezcla de
alivio y expectación a lomos del caballo que Takeo le había regalado cuando Taku era
todavía un niño. Se trataba del hijo de Raku, al que ahora estaban dedicados
numerosos santuarios; al igual que su padre, tenía el pelaje gris perla y las crines y la
cola de un negro azabache, el colorido más preciado en los Tres Países. Taku le había
otorgado el nombre de Ryume.
El propio Ryume había engendrado numerosos potrillos y ahora se había
convertido en un corcel anciano y venerable; con todo, Taku nunca había tenido un
caballo que le gustara tanto como éste, al que había domado personalmente y junto al
que había crecido.
Las lluvias de la primavera acababan de comenzar, por lo que no era una buena
época para viajar; pero la noticia no podía retrasarse y sólo Taku era el indicado para
transmitirla. A pesar del mal tiempo cabalgó a gran velocidad con la esperanza de
alcanzar al señor Otori antes de que éste abandonase la ciudad de Hofu.
El suceso del kirin y el encuentro con su hermana habían impedido a Takeo
desplazarse de inmediato hacia Hagi, como había deseado. Sunaomi y Chikara, sus
sobrinos, estaban preparados para el viaje; pero una fuerte tormenta retrasó la marcha
dos días más. De este modo, aún se encontraba en Hofu cuando Muto Taku llegó
desde Inuyama a la casa de su hermano mayor y solicitó ser llevado de inmediato a la
presencia del señor Otori. Resultaba obvio que era portador de malas noticias. Se
presentó sin compañía a última hora de la tarde —cuando apenas quedaban rastros de
luz—, cansado y sudoroso, y sin embargo se negó a tomar un baño o probar bocado
sin haber hablado antes con Takeo.
No había detalles sobre la desaparición de Kenji, tan sólo la triste certidumbre de
que estaba muerto. No había cadáver sobre el que afligirse, ni lápida que marcase su
tumba. Se trataba de una muerte distante y no presenciada, la más difícil de llorar.
Takeo sintió un profundo dolor, empeorado por su actual desesperación. Sin embargo,
se sentía incapaz de dar rienda suelta a su sufrimiento en casa de Zenko, y tampoco se
atrevía a confiar en Taku tan enteramente como le hubiera gustado. Resolvió partir
hacia Hagi a la mañana siguiente y cabalgar con rapidez. Su mayor deseo era ver a
Kaede, estar con ella, encontrar consuelo en ella. Con todo, no podía apartar a un lado
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sus otras preocupaciones en espera de superar su pena. Tenía que mantener junto a sí
a uno de los hijos de Zenko, por lo menos; se llevaría a Sunaomi —el niño tendría
que cabalgar con tanta celeridad como el propio Takeo— y enviaría a su hermano
menor en barco, junto a Ishida y la hembra de kirin, en cuanto las condiciones del
tiempo mejorasen. Taku podría hacerse cargo de ello. ¿Y Kono? Tal vez Taku
pudiera, así mismo, permanecer un tiempo en el Oeste para vigilarle. ¿Cuándo
recibiría Takeo noticias de Fumio? ¿Se las habría arreglado su amigo para interceptar
las armas de contrabando? De no ser así, ¿cuánto tardarían los enemigos del señor
Otori en ponerse a su altura en cuanto al armamento se refería?
Los recuerdos de su maestro y del pasado, en general, le asaltaban. Takeo no sólo
lloraba la pérdida de Kenji, sino también de todo aquello que asociaba con él. Había
sido uno de los mejores amigos de Shigeru; con su muerte se rompía otro eslabón
más.
Además estaba la cuestión de los rehenes encarcelados en Inuyama. Habría que
ejecutarles, si bien de forma legal, por lo que el señor Otori o algún miembro de su
familia deberían estar presentes. Tendría que escribir a Sonoda, el marido de Ai, y
ordenarle que fuera testigo de la ejecución. Ai tendría que acudir en representación de
Kaede, lo que a la bondadosa cuñada de Takeo le horrorizaría.
Pasó despierto la mayor parte de la noche, en compañía de su dolor. Con la
primera luz de la mañana hizo llamar a Minoru y le dictó la carta para Sonoda y Ai
pero, antes de rubricarla con su sello, decidió mantener con Taku otra conversación.
—Me siento más reacio que de costumbre a ordenar la muerte de esos jóvenes.
¿Existe alguna alternativa a la que podamos recurrir?
—Están implicados en un intento de asesinato contra tu familia —protestó Taku
—. Tú mismo estableciste las leyes y sus castigos. ¿Qué pretendes hacer? Si les
perdonas y les concedes la libertad, se tomaría como una flaqueza por tu parte. Y un
encarcelamiento prolongado es más cruel que una muerte rápida.
—¿Acaso sus muertes impedirán otros ataques? ¿Y si enfureciesen a los Kikuta
aún más en mi contra y en la de mi familia?
—La enemistad que Akio siente hacia ti no tiene solución. Mientras sigas con
vida, jamás se apaciguará... —respondió Taku, y luego añadió:— Ten en cuenta que
con las muertes de los rehenes nos libraremos de otros dos asesinos. Antes o después
se quedarán sin criminales dispuestos a obedecerles o lo bastante competentes para
llevar a cabo la misión. Tienes que sobrevivirles.
—Me recuerdas a Kenji —comentó Takeo—. Eres tan realista y pragmático como
él. Supongo que ahora tú te harás cargo del liderazgo de la familia.
—Tengo que hablarlo con mi madre; también con mi hermano, por cuestión de
cortesía. Zenko apenas ha heredado dotes de la Tribu y además ha adoptado el
apellido de su padre; pero por edad sigue siendo mi superior.
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Takeo arqueó las cejas ligeramente. Tiempo atrás, le había satisfecho dejar el
manejo de los asuntos de la Tribu en manos de Kenji y de Taku, pues confiaba
plenamente en el maestro de los Muto. Ahora le incomodaba la idea de que Zenko
pudiera compartir algunos de sus secretos.
—Tu hermano me ha propuesto que adopte a uno de sus hijos —anunció Takeo,
otorgando a su voz un matiz de sorpresa que sabía que a Taku no le pasaría
inadvertido—. Sunaomi vendrá conmigo a Hagi. Partiré en menos de una hora, pero
hay varias cosas que tenemos que discutir antes. Demos un paseo por el jardín.
—Señor Otori, ¿no deseáis terminar primero esta carta? —le recordó Minoru.
—No, la llevaremos con nosotros. Comentaré el asunto con mi esposa antes de
tomar una decisión. Enviaremos la carta desde Hagi.
La luz temprana tenía un tinte gris; la mañana húmeda amenazaba con más lluvia.
El viaje sería incómodo, acabarían empapados. Además Takeo sabía que el dolor de
sus viejas heridas empeoraría tras varias jornadas a caballo. Por el momento era
consciente de que Zenko probablemente le observaba con resentimiento, por su
cercanía con Taku y las confidencias que Takeo le haría a éste. El recordatorio de que
Zenko también formaba parte de los Muto por nacimiento y que, al igual que su
hermano menor, estaba emparentado con los Kikuta, había puesto en guardia a Takeo.
Confiaba en que, en efecto, las dotes extraordinarias del mayor de los hermanos
fueran insignificantes y habló en voz baja, explicando brevemente a Taku el mensaje
del señor Kono, así como el asunto de las armas pasadas de contrabando.
Taku absorbió la información en silencio e hizo un único comentario:
—Imagino que tu confianza en Zenko se habrá resentido.
—Ha renovado su juramento con respecto a mí, pero es bien sabido que los
juramentos no significan nada frente a la ambición y el ansia de poder. Tu hermano
siempre me ha culpado por la muerte de vuestro padre, y parece ser que ahora el
Emperador y su corte también lo hacen. No confío ni en Zenko ni en su mujer, pero
considero que mientras sus hijos se encuentren a mi cuidado, las ambiciones de
ambos podrán ser refrenadas. No hay más remedio, pues de otro modo me vería
obligado a provocar una nueva guerra civil o a ordenar a Zenko que se quitara la vida.
Trataré de evitar ambos extremos en la medida de lo posible, pero debo exigir la
máxima discreción por tu parte. No reveles información alguna que pudiera otorgar
ventaja a tu hermano.
La habitual expresión de regocijo y cinismo por parte de Taku se había
ensombrecido.
—Yo mismo le mataría si llegara a traicionarte —aseguró con sequedad.
—¡No! —repuso Takeo rápidamente—. Es impensable que un hermano le diera
muerte a otro. Aquellos días de feudos de sangre terminaron. Zenko, como todos los
demás incluido tú mismo, querido Taku, debe ser contenido por medio de la ley. —
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Hizo una breve pausa y luego, con voz calmada, prosiguió:— Pero dime, ¿te habló
Kenji alguna vez de la profecía sobre mí, la que afirma que estoy libre de la muerte
salvo a manos de mi propio hijo?
—Así es. Después de uno de los intentos de asesinarte comentó que, al fin y al
cabo, la profecía podría ser verdad, y eso que Kenji no solía dar mucho crédito a los
augurios o predicciones. Entonces me reveló en qué consistía, en parte para explicar
tu absoluta falta de miedo y el hecho de que las constantes amenazas contra tu vida
no te paralizaran o te volvieran despiadado y cruel, como le habría ocurrido a la
mayoría de los hombres.
—Yo tampoco soy muy crédulo —respondió Takeo, esbozando una sonrisa triste
—. A veces creo en la verdad de las palabras y otras veces, no. Me ha convenido
creer en la profecía porque me proporcionaba el tiempo necesario para conseguir todo
cuanto deseaba, sin vivir atemorizado. No obstante, mi hijo tiene ya dieciséis años; en
la Tribu ésa es edad suficiente para matar. De manera que ahora me encuentro
atrapado: ¿puedo dejar de creer lo que ya no me conviene?
—No sería difícil deshacerse del muchacho —sugirió entonces Taku.
—¿Acaso mi ejemplo no te ha servido de nada? Los días de asesinatos secretos
han terminado. No pude acabar con la vida de tu hermano cuando en el fragor de la
batalla le coloqué en el cuello la hoja de mi cuchillo. Del mismo modo, jamás podría
ordenar la muerte de mi propio hijo. —Tras una pausa, Takeo prosiguió:— ¿Quién
más conoce la profecía?
—El doctor Ishida estaba presente cuando Kenji me habló de ella. El médico
había estado tratando tus heridas e intentando controlar la fiebre. Las palabras de
Kenji también iban dirigidas a tranquilizarle, a hacerle ver que no te encontrabas al
borde de la muerte, pues Ishida había abandonado toda esperanza.
—¿Qué sabe Zenko del asunto?
—Conoce la existencia de tu hijo; se encontraba en la aldea de los Muto cuando
llegó la noticia de la muerte de Yuki. Durante semanas enteras apenas se habló de
otra cosa. Pero no creo que Kenji hablase sobre la profecía en ninguna otra ocasión,
salvo en aquélla.
—Entonces, seguirá siendo un secreto entre nosotros —decretó Takeo.
El joven asintió con un gesto.
—Me quedaré aquí, con ellos, como sugieres —indicó—. Observaré con atención
y me aseguraré de que Chikara emprenda viaje junto a Ishida. Con suerte, lograré
descubrir más sobre las auténticas intenciones por parte de sus padres.
Mientras se separaban, Taku añadió:
—Sólo una reflexión más. Si en efecto adoptas a Sunaomi y se convierte en hijo
tuyo...
—En ese caso, optaré definitivamente por no dar crédito a la profecía —replicó
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Takeo, fingiendo una ligereza que no sentía.
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Takeo emprendió viaje alrededor de la hora de la Serpiente. En un primer
momento la lluvia se resistió, pero a última hora de la tarde empezó a caer a raudales.
Sunaomi se mostraba callado, deseoso de comportarse de manera apropiada y
valerosa, pero se le notaba un tanto atemorizado por abandonar a sus padres y al resto
de su familia. Dos de los lacayos de Zenko le custodiaban, mientras Takeo era
acompañado por Jun y Shin, además de Minoru y un contingente de veinte guerreros.
La primera noche se alojaron en una pequeña aldea, donde varias posadas se habían
establecido en estos últimos años de prosperidad en que los comerciantes y sus
productos viajaban a menudo entre las ciudades de Hofu y Hagi. La carretera,
adoquinada o cubierta de grava en su integridad, se mantenía en buen estado. Todas
las pequeñas poblaciones se hallaban vigiladas por patrullas y los desplazamientos
resultaban rápidos y seguros. A pesar de la lluvia, hacia el atardecer de la tercera
jornada llegaron a la confluencia de los ríos, donde les esperaba Miyoshi Kahei, a
quien los mensajeros habían alertado de que el señor Otori se dirigía hacia el norte.
Por su lealtad hacia Takeo, Kahei había sido recompensado con la ciudad de
Yamagata y el territorio que la rodeaba: los frondosos bosques que conformaban el
corazón del País Medio y las fértiles tierras de cultivo a ambos lados del río. Tras la
derrota de los Otori en la batalla de Yaegahara, la ciudad de Yamagata había sido
cedida a los Tohan, y su devolución al País Medio había sido ocasión de prolongadas
y eufóricas celebraciones. Los Miyoshi constituían una de las principales familias del
clan de los Otori, y Kahei era un gobernante eficaz que gozaba de gran popularidad.
También era un excelente líder militar, un experto en estrategia y táctica castrense
que, en opinión de Takeo, lamentaba en secreto los años de paz y anhelaba algún
nuevo conflicto bélico en el que poder probar la validez de sus teorías y la fortaleza y
pericia de sus soldados. Su hermano Gemba, quien sentía más inclinación por la idea
de Takeo de poner fin a la violencia, se había convertido en discípulo de Kubo
Makoto y seguidor de la Senda del houou.
—¿Tienes intención de ir a Terayama? —preguntó Kahei una vez que hubieron
intercambiado los saludos correspondientes y cabalgaban hombro con hombro hacia
el norte, en dirección a la ciudad.
—Aún no lo he decidido —respondió Takeo—. Me encantaría, pero no quiero
retrasar la llegada a Hagi.
—Si quieres, puedo mandar aviso al templo y acudirán a visitarte al castillo.
Takeo no veía manera de evitar una cosa o la otra sin ofender a sus viejos amigos.
Sin embargo, Kahei tenía varios hijos pequeños muy bulliciosos que no parecían
temer a su poderoso padre y esa noche, mientras Sunaomi se iba abriendo a aquel
ambiente afectuoso y festivo, Takeo reflexionó que al niño no le vendría mal visitar el
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lugar más sagrado para los Otori, ver las tumbas de Shigeru, Takeshi e Ichiro y
conocer a Makoto y a los demás guerreros de gran madurez espiritual que hacían del
templo su centro y su hogar. Sunaomi parecía un crío inteligente y sensible; la Senda
del houou podría ser la disciplina adecuada para él, de la misma forma que lo había
sido para Shigeko, la hija de Takeo. Éste sintió una inesperada punzada de emoción.
Sería maravilloso tener un hijo varón al que criar y educar de aquel modo; el
entusiasmo que le embargó le dejó sorprendido. Se hicieron las disposiciones
necesarias para partir a primera hora de la mañana siguiente. Minoru se quedaría en
Yamagata con objeto de inspeccionar datos relativos a la administración y redactar
atestados que podrían tener que presentarse ante los tribunales.
La lluvia había dado paso a la niebla y el rostro de la tierra se cubría con un
manto gris. El sol plomizo despuntaba por encima de las montañas y los blancos
jirones de nubes que flotaban sobre las laderas parecían banderas mecidas por el
viento. Los cedros, con sus troncos empapados por el agua, despedían humedad; el
paso de los caballos quedaba amortiguado por la tierra encharcada. Cabalgaban en
silencio. Takeo, cuyos dolores no eran menores de lo que había previsto, ocupaba su
mente con recuerdos de su primera visita al templo y de aquellos que le habían
acompañado tanto tiempo atrás. Se acordaba sobre todo de Muto Kenji, el nombre
más reciente de los anotados en el censo de los muertos. Kenji, quien en aquel viaje
en particular se había hecho pasar por un anciano necio, aficionado al vino y a la
pintura; quien aquella noche había abrazado a Takeo. "Debo de estar tomándote
cariño. No quiero perderte." Kenji, quien había traicionado a Takeo y al mismo
tiempo le había salvado la vida; quien había jurado protegerle mientras estuviera vivo
y había mantenido su palabra a pesar de la apariencia contraria. Takeo percibió una
dolorosa sensación de desamparo, pues la muerte de su maestro había dejado en su
vida un hueco que nunca podría volver a llenar. También volvió a notarse vulnerable,
tanto como cuando el enfrentamiento con Kikuta Kotaro le había dejado lisiado. Fue
Kenji quien le enseñó a defenderse con la mano izquierda, quien le ofreció apoyo y
consejo en sus primeros años de autoridad sobre los Tres Países, quien había dividido
a la Tribu en bien de Takeo, había puesto a las cuatro o cinco familias de la
organización bajo el mando de éste —con la excepción de los Kikuta— y había
mantenido la red de espionaje que hacía permanecer a salvo al señor Otori y sus
territorios.
Después, Takeo volvió sus pensamientos al único descendiente vivo de Kenji: el
nieto de éste, retenido por los Kikuta.
"Mi hijo", pensó con la habitual mezcla de remordimiento, añoranza y rencor.
"Nunca ha conocido a su padre ni a su abuelo. Nunca elevará las plegarias necesarias
a sus antepasados. No hay nadie más para honrar la memoria de Kenji." ¿Y si Takeo
intentase recuperarle?
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Pero tal extremo supondría revelar la existencia del muchacho a su esposa, a sus
hijas, al país entero. El secreto llevaba tanto tiempo oculto que Takeo no encontraba
la manera de desvelarlo. Ojalá los Kikuta estuvieran dispuestos a negociar de alguna
forma, a hacer alguna concesión. Kenji lo había creído posible; había decidido ir a
ver a Akio y su determinación le había costado la vida. Como resultado, dos jóvenes
también morirían. Al igual que Taku, Takeo se preguntaba cuántos asesinos les
quedarían a los Kikuta; pero al contrario que al hijo de Shizuka, la idea de que el
número de homicidas pudiera estar disminuyendo no le reconfortaba.
El sendero por el que avanzaban era estrecho y el reducido grupo (Sunaomi y sus
dos lacayos, los dos guardas de la Tribu a cargo de Takeo y otros tres guerreros Otori,
además de dos hombres de Kahei) cabalgaba en fila india. Una vez que hubieron
dejado los caballos en la posada situada a los pies de la montaña sagrada, Takeo
llamó a Sunaomi para que caminara junto a él. Le habló brevemente de la historia del
templo y los héroes Otori que allí estaban enterrados; del pájaro sagrado que anidaba
en las profundas arboledas a espaldas del santuario, y de los guerreros que
consagraban su existencia a la Senda del houou.
—Puede que te enviemos a Terayama cuando crezcas; mi hija mayor acude todos
los inviernos desde que tenía apenas nueve años.
—Haré todo lo que mi tío desee —respondió el niño—. ¡Ojalá pudiera ver un
houou con mis propios ojos!
—Nos levantaremos temprano por la mañana e iremos a la arboleda antes de
regresar a Yamagata. Seguro que ves alguno, porque ahora son muchos los que
anidan por los alrededores.
—Chikara va a viajar con el kirin —observó Sunaomi—, y yo voy a ver al houou.
Es justo. Pero dime, te lo ruego, ¿qué hay que hacer para seguir la Senda del houou?
—Te lo explicarán las personas que hemos venido a ver. Son monjes, como Kubo
Makoto; o guerreros, como Miyoshi Gemba. La base de su doctrina es la renuncia a
la violencia.
Sunaomi se mostró decepcionado.
—Entonces, ¿no voy a aprender el uso del arco y la espada? Eso es lo que nos
enseña nuestro padre, y en lo que quiere que destaquemos.
—Continuarás tu adiestramiento con los hijos de los guerreros en Hagi o en
Inuyama, cuando nos instalemos en aquella ciudad. Pero la Senda del houou exige
más dominio sobre uno mismo que ninguna otra disciplina, así como mayor fortaleza
física y mental. Puede que no sea un método adecuado para ti.
Takeo percibió un destello de luz en los ojos del niño.
—Confío en que sí lo sea —repuso Sunaomi con sólo un murmullo.
—Mi hija mayor te hablará de ello más detenidamente cuando lleguemos a Hagi.
Takeo apenas soportaba mencionar el nombre de la ciudad, tal era su deseo de
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reunirse allí con Kaede. Sin embargo, ocultaba sus sentimientos de la misma manera
en la que había enmascarado el dolor físico y el desconsuelo por la pérdida de Kenji
durante todo el día. A las puertas del templo fueron recibidos con tanto asombro
como placer, y uno de los monjes se apresuró a informar de su llegada a Matsuda
Shingen —el abad— y a Kubo Makoto. Luego les escoltaron hasta la residencia para
invitados. Tras dejar allí a Sunaomi y a sus hombres, Takeo caminó solo a través del
jardín. Dejó a un lado los estanques donde las carpas rojas y doradas daban vueltas y
chapoteaban, se dirigió hacia la arboleda sagrada situada a espaldas del templo y,
finalmente, ascendió la empinada ladera de la montaña donde estaban enterrados los
señores Otori.
Allí la niebla era más densa y envolvía las linternas de piedra gris y las lápidas,
oscurecidas por la humedad y moteadas de liquen blanco y verdoso. El musgo, de un
verde más intenso, envolvía la base de los sepulcros. Una nueva cuerda de paja
centelleaba alrededor de la tumba de Shigeru, frente a la que se hallaba un grupo de
peregrinos. Con la cabeza inclinada, rezaban al hombre que se había convertido en un
héroe y una deidad, en el espíritu mismo del País Medio y del clan de los Otori.
Los presentes eran campesinos en su mayoría, según le pareció a Takeo;
posiblemente entre ellos se encontraba algún comerciante procedente de Yamagata.
Cuando le vieron aproximarse le identificaron de inmediato por el blasón de su túnica
y por la mano enfundada en un guante negro. Se arrojaron al suelo pero, tras
saludarles, Takeo les pidió que se levantaran. Luego solicitó que le dejaran a solas
junto a la tumba. Él mismo se arrodilló y contempló las ofrendas que allí habían
colocado: un manojo de flores escarlata, pastelillos de arroz y frascas de vino.
El pasado yacía a su alrededor, con sus dolorosos recuerdos y sus exigencias.
Takeo le debía a Shigeru la vida, la cual había desempeñado conforme a la voluntad
de los muertos. Notaba el rostro húmedo a causa de las lágrimas y de la niebla.
Escuchó un movimiento a sus espaldas y al girarse vio que Makoto se dirigía
hacia él, llevando en una mano una lámpara y en la otra, un pequeño recipiente con
incienso. El monje se hincó de rodillas y colocó ambos objetos junto al sepulcro. El
humo gris se elevaba lenta y pesadamente, mezclándose con la bruma, perfumando el
aire. La lámpara ardía de forma constante y su llama resultaba más luminosa por la
opacidad del día.
Se mantuvieron en silencio durante un largo rato. Luego, el sonido de una
campana llegó desde el patio del templo y Makoto sugirió:
—Ven a comer. Debes de estar hambriento. Me alegro de verte.
Ambos se levantaron y se contemplaron mutuamente. Se habían conocido en
aquel mismo lugar diecisiete años atrás y durante un breve periodo habían sido
amantes a la manera de los jóvenes apasionados. Makoto había combatido junto a
Takeo en las batallas de Asagawa y Kusahara, y durante largos años había sido su
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mejor amigo. Ahora, con el sutil discernimiento que le caracterizaba, el monje
preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Te lo resumiré. Muto Kenji ha muerto. Se fue a negociar con los Kikuta y no
volvió. Me dirijo a Hagi a comunicar la noticia a mi familia. Mañana regresaremos a
Yamagata.
—Lamento mucho su pérdida; Kenji fue un amigo fiel durante muchos años. Me
parece lógico que quieras estar con la señora Otori en un momento como éste pero,
¿es necesario que te marches tan deprisa? Perdóname, pero no tienes buen aspecto.
Quédate con nosotros unos días para recuperar fuerzas.
Takeo esbozó una sonrisa, tentado por la idea y envidiando la salud física y
espiritual de Makoto, aparentemente perfectas. El monje pasaba ahora de los treinta
años, pero su rostro se veía tranquilo y carente de arrugas; sus ojos transmitían
calidez y alegría; su actitud en general destilaba serenidad y autocontrol. Takeo sabía
que Miyoshi Gemba, su otro amigo, tendría el mismo aspecto, al igual que todos los
seguidores de la Senda del houou. Le embargó un cierto malestar por el hecho de que
el sendero que él mismo había sido llamado a recorrer fuera tan diferente. Como solía
ocurrir cuando Takeo visitaba Terayama, contempló la fantasía de retirarse al templo
y dedicarse a la pintura y al diseño de jardines, como el gran artista Sesshu. Donaría
su sable Jato —que siempre llevaba consigo pero que no había utilizado desde mucho
tiempo atrás— al templo y abandonaría la vida de guerrero y gobernante. Renunciaría
a matar, abdicaría del poder sobre la vida y la muerte de todos cuantos habitaban
aquellas tierras, se liberaría de las angustiosas decisiones que comportaba la
autoridad que ostentaba.
Los familiares sonidos del templo y de la montaña le envolvieron. De manera
consciente, abrió la puerta a su capacidad auditiva y dejó que el ruido le inundara: el
distante chapoteo de la cascada; el murmullo de las plegarias que se elevaban en la
nave principal; la voz de Sunaomi, que llegaba desde la residencia para invitados; las
cometas, que silbaban desde las copas de los árboles. Dos golondrinas remontaron el
vuelo desde una rama; sus plumajes color gris azulado resaltaban bajo la macilenta
luz del día y entre la oscura hojarasca. Imaginó cómo las plasmaría en un dibujo.
Pero no había nadie que pudiera suplantarle; por mucho que lo deseara, le
resultaba imposible apartarse de sus obligaciones.
—Me encuentro bien —dijo por fin—. Bebo demasiado; el alcohol me alivia los
dolores. Ishida me ha dado una medicina nueva, pero me adormece; no creo que vaya
a usarla con frecuencia. Pasaremos aquí una sola noche; quería que el hijo de Arai
viera el templo y os conociera. Va a instalarse a vivir con mi familia. Puede que le
envíe a Terayama dentro de un año o quizá dos.
Makoto elevó las cejas.
* * *
Takeo no se creía capaz de conciliar el sueño. Una vez que hubieron terminado el
frugal almuerzo consistente en hortalizas frescas, sopa y un poco de arroz, comenzó a
llover de nuevo. La luz se tornó macilenta, verdosa, y de pronto encontró irresistible
la idea de tumbarse un rato. Makoto se llevó a Sunaomi para presentarle a los
alumnos más jóvenes; Jun y Shin tomaron asiento en el exterior y se dispusieron a
conversar tranquilamente mientras bebían té.
Takeo consiguió dormir y el dolor fue remitiendo, disuelto por el incesante
tamborileo de la lluvia sobre el tejado tanto como por la calma espiritual que le
embargaba. No tuvo sueños, y se despertó con un renovado sentido de claridad y
determinación. Se bañó en el manantial de agua caliente y recordó cómo se había
zambullido allí mismo, rodeado de nieve, tras haberse refugiado en Terayama tantos
años atrás. Cuando volvió a vestirse, ascendió los escalones de la veranda en el
mismo momento en que Makoto y Sunaomi regresaban.
Takeo se dio cuenta al instante de que algo había impresionado al niño. Su
semblante se veía encendido, sus ojos brillaban.
—El señor Miyoshi me ha contado que vivió solo en la montaña, ¡cinco años
enteros! Los osos le alimentaban y en las noches heladas se acurrucaban contra él
para resguardarle del frío.
—¿Se encuentra Gemba en Terayama? —preguntó Takeo a Makoto.
—Regresó mientras dormías. Sabía que estabas en el templo.
—¿Pero cómo se enteró? —quiso saber Sunaomi.
—El señor Miyoshi siempre se entera de esas cosas —respondió Makoto entre
risas.
—¿Se lo dijeron los osos?
—Probablemente sí. Señor Otori, vayamos a ver al abad.
Takeo dejó a Sunaomi al cuidado de los lacayos y emprendió camino con
Makoto. Pasaron junto al refectorio, donde los monjes más jóvenes recogían los
cuencos de la cena; atravesaron el arroyo, que había sido bifurcado para que fluyera
junto a las cocinas, y entraron al patio situado frente a la nave principal. Desde el
interior de ésta llegaba el resplandor de cientos de velas y de lámparas que brillaban
alrededor de la estatua dorada del Iluminado, y Takeo se fijó en las silenciosas figuras
sentadas en el suelo, en actitud de meditación. Cruzaron la pasarela que atravesaba
* * *
* * *
Nadie les molestó durante la conversación. En todo momento Takeo aguzó el oído
por si escuchaba una respiración, el ligero chasquido de una articulación en
movimiento o el suave paso que desvelaría a un oyente furtivo, ya se tratara de sus
propias hijas o de un espía; pero lo único que percibía era la caída de la lluvia, el
rugido de los truenos distantes y el refluir de la marea.
Sin embargo, una vez que hubieron terminado y Takeo se dirigía caminando a la
habitación de Kaede, oyó delante de sí un sonido asombroso, una especie de gruñido
mitad humano y mitad animal. Luego se escuchó una voz infantil que lanzaba
alaridos de miedo y el sonido de pisadas. Al dar la vuelta a la esquina, se topó con
Sunaomi.
—¡Tío! Discúlpame —el niño soltaba risitas nerviosas, presa de la emoción—.
¡El tigre va a alcanzarme!
Takeo se fijó entonces en las sombras proyectadas sobre el biombo de papel.
Durante unos segundos, vio con claridad una silueta humana y, tras ella, otra con
orejas aplastadas, garras afiladas y larga cola. Al momento, las gemelas doblaron la
esquina a toda velocidad, emitiendo gruñidos. Se detuvieron en seco al verle.
—¡Padre!
—¡Ella es el tigre! —vociferó Sunaomi.
Miki observó el semblante de Takeo, dio un tirón de la manga de Maya y dijo:
—Sólo estábamos jugando.
—Sois demasiado mayores para esta clase de juegos —amonestó él, ocultando su
preocupación—. Ésa no es manera de dar la bienvenida a vuestro padre. Esperaba
encontraros convertidas en unas mujercitas.
Como de costumbre, el desagrado de Takeo fue para las niñas como un jarro de
agua fría.
—Lo sentimos —se disculpó Miki.
—Perdónanos, Padre —suplicó Maya, ya sin rastro del tigre en su voz.
—También fue culpa mía —añadió Sunaomi—. Debería haberme dado cuenta de
que, después de todo, sólo son niñas.
—Veo que tengo que hablar seriamente con vosotras dos. ¿Dónde está vuestra
madre?
—Te está esperando. Dijo que a lo mejor nos permitirías cenar con vosotros —
susurró Miki con voz asustada.
—Bueno, supongo que tenemos que dar la bienvenida a Sunaomi. Podéis cenar
con nosotros; pero nada de convertirse en tigres, ¿entendido?
* * *
* * *
* * *
El Consejo estaba formado por los Terada (padre e hijo), Miyoshi Kahei, Sugita
Hiroshi, Muto Shizuka, Takeo, Kaede y Shigeko. Takeo les habló de su encuentro con
Kono, de las exigencias del Emperador, el nuevo general de éste y las armas de fuego
pasadas de contrabando. Miyoshi Kahei se mostró partidario de la acción inmediata,
como era de esperar: propuso una rápida campaña en el verano, así como las muertes
de Arai Zenko y del señor Kono, seguidas de una concentración de tropas en la
frontera con el Este que podrían avanzar hasta la capital en la primavera; también la
aniquilación del Cazador de Perros y la demostración al Emperador de que tendría
que pensárselo dos veces antes de amenazar e insultar a los Otori.
—Vuestros barcos podrían bloquear la ciudad de Akashi —sugirió a Terada—.
Deberíamos hacernos con el control del puerto para evitar más daños por parte de
Arai.
Entonces se percató de la presencia de Shizuka, y recordó que era la madre de
Zenko. Con cierta demora, se disculpó ante ella por su falta de tacto.
—Sin embargo, me mantengo en mi opinión —indicó a Takeo—. Mientras Zenko
te siga socavando en el Oeste no podrás enfrentarte a la amenaza de la capital.
—Tenemos al hijo de Zenko con nosotros —intervino Kaede—. El niño nos
servirá para negociar y nos ayudará a controlar las acciones de su padre.
—No puede considerarse como un rehén —argumentó Kahei—. La esencia de la
* * *
Dos días más tarde el barco se divisó en alta mar. Shigeko escuchó la campana
desde la colina que se alzaba sobre el castillo mientras ella e Hiroshi trabajaban en la
doma del potrillo. Tenba aceptó el bocado y permitió que la joven le guiase con las
riendas sueltas; pero aún no habían probado a ponerle la silla de montar ni cualquier
* * *
* * *
* * *
Taro, que solía pasar la noche en casa de Akane mientras trabajaba en la estatua
de la diosa, al instante llevó al niño de regreso al castillo. El pequeño no había sufrido
más daño que el tremendo sobresalto, y a la mañana siguiente ni siquiera admitiría
haberse asustado; pero en el corazón se le había abierto una herida que, aunque acabó
por curarse, dejó una profunda cicatriz de odio hacia Maya y Miki. Desde entonces,
* * *
Unos días más tarde cruzaron el puente cercano a Kibi. Takeo y Gemba se
dedicaron a evocar el pasado: la huida de Terayama bajo el aguacero, la ayuda de Jo-
An y los parias, la muerte del ogro Jin-emon. El santuario a la orilla del río había
estado dedicado al dios del zorro, pero por algún extraño giro en las creencias
populares se había llegado a identificar a Jo-An con esta deidad, y ahora también se
le rendía culto en aquel lugar.
—Fue entonces cuando Amano Tenzo me ofreció a Shun —recordó Takeo, y dio
unas palmadas al caballo negro que en ese momento montaba—. Éste me gusta, pero
Shun me dejó pasmado en el primer combate que libramos juntos. ¡Sabía mejor que
yo cómo había que actuar!
—Supongo que ya habrá muerto —aventuró Gemba.
—Sí, hace dos años. Nunca he visto otra montura igual. ¿Sabías que había
pertenecido a Takeshi? Mori Hiroki lo reconoció.
—No, no lo sabía —repuso Gemba.
Shigeko, por el contrario, lo había sabido toda su vida, pues era una de las
historias que había escuchado desde niña. El blanco caballo había sido domado por el
* * *
* * *
* * *
* * *
A veces, Maya les acompañaba en estas salidas. Cabalgaba a lomos del caballo de
Sada y de vez en cuando se encontraba lo bastante cerca de Kono y sus consejeros
para captar lo que murmuraban entre sí. Las conversaciones parecían triviales y
carentes de interés, pero la gemela las memorizaba y cuando Taku acudía a la casa en
la que ella y Sada se alojaban —como solía hacer cada dos o tres días—, se las
repetía palabra por palabra. La niña y su acompañante optaron por dormir en una
pequeña habitación situada en un extremo de la vivienda, porque a veces Taku se
presentaba de noche y por muy tarde que fuera insistía en ver a Maya, aunque ésta ya
estuviera dormida. De ella se esperaba que se despertara de inmediato, a la manera de
la Tribu, cuyos miembros controlaban su falta de sueño de la misma forma que
dominaban todos sus deseos y necesidades, y Maya tenía que acopiar energía y
concentración para aquellas sesiones nocturnas con su maestro.
Con frecuencia Taku se encontraba cansado y tenso, carente de paciencia; el
trabajo era lento y exigente. Maya deseaba cooperar, pero temía lo que pudiera
sucederle. A menudo anhelaba estar de vuelta en Hagi, con su madre y sus hermanas.
De vez en cuando quería ser una niña corriente, como Shigeko, sin poderes
extraordinarios y sin hermana gemela. El hecho de hacerse pasar por un chico durante
todo el día le resultaba agotador, pero no era nada en comparación con las nuevas
demandas que ahora se le imponían. Tiempo atrás, el entrenamiento en las dotes de la
Tribu le había resultado fácil: conseguía la invisibilidad y el empleo del segundo
cuerpo de forma natural. Pero este nuevo camino parecía mucho más difícil y
peligroso. Maya se negaba a que Taku la condujera por él, a veces con fría aspereza y
otras, con rabia manifiesta. Llegó a lamentar amargamente la muerte del gato, el
hecho de que la hubiera poseído, y suplicaba a Taku que la librase de él.
* * *
* * *
Hacia media tarde, cuando el sol empezaba a hundirse por el oeste, atravesaron a
* * *
Takeo regresó al castillo de Maruyama justo antes del amanecer, agotado por los
acontecimientos de la noche, preguntándose qué estaba haciendo a medida que
acopiaba su escasa energía para volverse invisible, escalar los muros y regresar a su
alcoba sin ser detectado. No quedaba rastro del placer que los poderes de la Tribu le
habían proporcionado anteriormente. Ahora sólo sentía aversión por aquel mundo
siniestro.
"Soy demasiado viejo para esto —se dijo mientras abría la puerta corredera y
entraba en la habitación—. ¿Qué otro gobernante se desplaza de incógnito por su
propio país, de noche, como un ladrón? Tiempo atrás escapé de la Tribu y creí
haberla abandonado para siempre; pero aún me tiene atrapado, y el legado que he
pasado a mis hijas indica que nunca quedaré libre".
Se encontraba profundamente afectado por los recientes descubrimientos, sobre
todo por el estado de Maya. La cara le escocía; la cabeza le estallaba. Entonces se
acordó del espejo. Su presencia significaba que en Kumamoto se comerciaba con
productos extranjeros. Pero se suponía que los extranjeros estaban confinados en
Hofu y ahora, en Hagi. ¿Había acaso otros extranjeros en el país? Si los hubiera en
Kumamoto Zenko tenía que saberlo, y sin embargo no había mencionado nada al
respecto y Taku, tampoco. La idea de que Taku pudiera ocultarle algo indignó a
Takeo. O bien mantenía en secreto la información, o no tenía conocimiento de ella.
Su relación con Sada también le preocupaba. Los hombres solían volverse
descuidados cuando la pasión les atrapaba. "Si no puedo confiar en Taku, estoy
sentenciado. Al fin y al cabo, son hermanos..."
La luz del día inundaba la habitación cuando por fin consiguió conciliar el sueño.
Al despertarse, Takeo ordenó que se iniciaran los preparativos para su marcha y
dio instrucciones a Minoru para que escribiera a Arai Zenko, pidiéndole que acudiera
a ver al señor Otori.
Zenko se presentó a media tarde, transportado en un palanquín y acompañado por
un séquito de lacayos. Todos iban ataviados con espléndidas ropas en las que se
exhibía el símbolo de Kumamoto, la garra de oso, al igual que en los estandartes. En
los pocos meses transcurridos desde que se reunieran en Hofu, la apariencia de Zenko
* * *
Cuando Fumio entró en la sala con los dos hombres corpulentos seguidos de la
mujer menuda, Kaede pensó: "No se parece nada a él", y sintió un profundo alivio
por el hecho de que nadie pudiera sospechar del parentesco. Se dirigió a los hombres
con formalidad y les dio la bienvenida. Ellos, aún de pie, hicieron una reverencia, y
* * *
Madaren acudía todos los días; cruzaba el río en barca y caminaba por las
angostas calles hasta la vivienda junto al río. Las lecciones diarias se incorporaron a
la rutina de la casa y la propia intérprete se acostumbró a su nuevo ritmo de vida. Don
Carlo, el sacerdote, la acompañaba unas dos veces por semana, y enseñaba a ambas
mujeres a escribir con lo que él llamaba "abecedario", empleando los pinceles más
finos.
Al tener la barba y el cabellos rojizos y los ojos de un azul verdoso pálido, como
* * *
* * *
Ahora todos esperaban el nacimiento del niño; pero antes de que Kaede se
recluyera, Takeo quiso tener al menos un encuentro con los extranjeros para aclarar
las cosas con ellos, llegar a algún acuerdo comercial mutuamente satisfactorio y
recordarles quién estaba al mando en los Tres Países.
Le preocupaba el hecho de que durante su ausencia y mientras Kaede estuviera
ocupada con el recién nacido, los extranjeros consiguieran acceso a otros territorios y
a otros recursos desde la ciudad de Kumamoto.
Los días se fueron haciendo más cálidos y las hojas de los gingos y los arces
volvieron a brotar, frescas y brillantes. De repente, las flores de los cerezos se
encontraban por todas partes: estallidos de color blanco en las laderas de las
montañas, de rosa oscuro en los jardines... Las aves regresaron a los arrozales
inundados y el croar de las ranas resonaba en el aire. El acónito y las violetas
florecían en los bosques y jardines, seguidos por el diente de león, las anémonas, las
margaritas y la arveja. Se escucharon las primeras cigarras y el penetrante reclamo de
las currucas.
Don Carlo y don Joao, junto con Madaren, acudieron a la cita. La reunión se
celebró en la sala principal de la vivienda, que miraba al jardín, donde la cascada
salpicaba sobre el torrente y las carpas rojas y doradas nadaban perezosamente en los
estanques, pegando saltos ocasionales en busca de insectos. Takeo habría preferido
recibirles en el castillo, con una elaborada ceremonia y un mayor despliegue de
riqueza; pero pensaba que a Kaede no le convenía someterse al esfuerzo de
trasladarse hasta allí y ambos eran de la opinión de que ella debía encontrarse
presente para ayudar a explicar con exactitud las intenciones de ambas partes.
Era una tarea complicada. Los extranjeros se mostraron más inoportunos que
nunca. Estaban hartos de su confinamiento en Hagi, impacientes por comenzar sus
transacciones comerciales y, aunque no lo expresaron a las claras, por empezar a
ganar dinero. Madaren se hallaba nerviosa a causa de la presencia de su hermano;
daba la impresión de que temía ofenderle y que al mismo tiempo deseaba
impresionarle. El propio Takeo no se sentía cómodo pues sospechaba que los
extranjeros, a pesar de sus insistentes afirmaciones en cuanto a su respeto y amistad,
le despreciaban al saber que Madaren era su hermana. ¿Lo sabían, realmente? ¿Se lo
habría contado ella? Según le había informado Kaede, tenían conocimiento de que él
* * *
Durante varias horas Takeo dejó a un lado sus inquietudes y disfrutó del vino y de
la comida preparada por Eriko —pescado fresco y verduras de primavera—, de la
compañía de su amigo y de la del viejo pirata Fumifusa, así como del hermoso jardín.
Contento y tranquilo, regresó a la casa junto al río y tuvo la satisfacción de
escuchar la voz de Shizuka en cuanto atravesó la cancela.
—¿No has traído a Miki? —preguntó Takeo al reunirse con ella en la sala de la
primera planta.
Haruka les sirvió el té y luego se marchó.
—No sabía muy bien qué hacer —respondió Shizuka—. Miki estaba deseando
volver a ver a sus padres. Os echa de menos, y a su hermana también. Pero está en
esa edad en la que se aprende con rapidez. Me pareció que no debíamos
desaprovechar el momento. Además, tú vas a pasar fuera todo el verano y Kaede
estará ocupada con el recién nacido... En todo caso, le conviene aprender a obedecer.
—Confiaba en poder verla antes de irme —se lamentó Takeo—. ¿Se encuentra
bien?
Shizuka esbozó una sonrisa.
—Está espléndida. Me recuerda a Yuki a esa edad. Rezuma confianza y
seguridad. De hecho, en ausencia de Maya ha florecido; le ha venido bien abandonar
la sombra de su hermana.
La mención del nombre de Yuki trasladó a Takeo a una especie de ensoñación. Al
percatarse de ello, Shizuka continuó:
—Tuve noticias de Taku a finales del invierno. Por lo visto Akio ha estado en
Kumamoto con su hijo.
—Es cierto. No quiero hablar del asunto abiertamente con mi familia, pero su
presencia en la ciudad fortificada de Zenko tiene muchas implicaciones que tú y yo
debemos comentar. ¿Cuentas con el apoyo de los decanos de los Muto?
* * *
El recién nacido, como Kaede había sabido en todo momento, era varón. La
noticia se celebró al instante por toda la ciudad de Hagi, si bien con cierto
comedimiento pues la lactancia era una época delicada y el primer vínculo con la
vida resultaba tenue y frágil. Con todo, el alumbramiento había sido rápido y el niño
gozaba de fortaleza y salud. Parecía haber razones para confiar en que el señor Otori
tuviera un hijo varón como heredero. La maldición que, según las habladurías, había
traído consigo el nacimiento de las gemelas, quedó olvidada.
A lo largo de las siguientes semanas la noticia fue recibida con igual alegría por
todo el territorio de los Tres Países, al menos en las ciudades de Maruyama, Inuyama
y Hofu. Posiblemente el entusiasmo fuera menor en Kumamoto, pero Zenko y Hana
profesaron las felicitaciones de rigor y enviaron espléndidos regalos: túnicas de seda
* * *
El señor y la señora Arai viajaban con frecuencia entre Kumamoto y Hofu; por lo
tanto, su llegada a la ciudad portuaria al poco tiempo del regreso de los extranjeros no
causó sorpresa. El barco en el que éstos llegaron había alzado velas casi de inmediato
en dirección a Akashi, llevando a bordo a la señora Maruyama Shigeko, a Sugita
Hiroshi y a la legendaria hembra de kirin, a la que la población de Hofu despidió con
una mezcla de orgullo y lástima, pues dado que la insólita criatura había tomado
tierra en su ciudad por primera vez, la apreciaban como algo propio. Terada Fumio
levó anclas poco después para unirse en las cercanías del cabo a su padre, Fumifusa,
y a la flota Otori.
Los extranjeros habían visitado a menudo la residencia del señor Arai, por lo que
el hecho de que les volvieran a invitar en cuanto llegaron a la ciudad no levantó
sospechas. La conversación resultaba más fluida, ya que la intérprete se mostraba
más atrevida y confiada, y don Carlo ya era capaz de defenderse en el idioma del
país.
—Nos habréis tomado por necios al no estar enterados de la existencia del
Emperador —observó—. Ahora nos damos cuenta de que tendríamos que habernos
dirigido a él, pues somos representantes de nuestro Rey y los monarcas deben tratar
con sus iguales.
Hana esbozó una sonrisa.
—El señor Kono, que hace poco ha regresado a la capital y a quien creo que
habéis conocido en esta residencia, está emparentado con la familia real y nos
asegura que el señor Arai goza del favor del Emperador. Lamentablemente, la
asunción del gobierno de los Tres Países por parte del señor Otori podría considerarse
ilegal, por lo que éste ha acudido a Miyako para alegar razones en su defensa.
Don Joao mostró un particular interés cuando se tradujeron las palabras de Hana.
—En ese caso, tal vez el señor Arai pudiera ayudarnos a acercarnos a Su
* * *
—Veo que tienes nuevos planes —señaló Zenko a su mujer aquella noche, cuando
estaban a solas.
—Estoy familiarizada con las creencias de los extranjeros. La razón por la que
siempre se ha odiado a los Ocultos es que obedecen al dios Secreto antes que a
cualquier autoridad mundana. El Deus de los extranjeros es igual: exige lealtad
absoluta.
—He jurado lealtad a Takeo en muchas ocasiones. No me agrada la idea de que se
me conozca por romper juramentos, como a Noguchi; para ser sincero, es lo único
que aún me detiene.
—Takeo ha rechazado a Deus, está claro por lo que hemos escuchado hoy. ¿Y si
Deus decidiera castigarle?
Zenko soltó una carcajada.
—Si también me proporciona barcos y armas, estoy dispuesto a negociar con Él.
—Imagina que el Emperador y el dios de los extranjeros ordenasen acabar con
Takeo. ¿Quiénes seríamos nosotros para cuestionar sus mandatos, o desobedecerlos?
—razonó Hana—. Tenemos la legitimidad; tenemos el instrumento.
Sus miradas se encontraron, y ambos se echaron a reír de forma incontrolable.
* * *
* * *
* * *
* * *
El señor Kono acudió al día siguiente con los Okuda, padre e hijo, y otros
guerreros de Saga para escoltar a Takeo, Shigeko y Gemba hasta la residencia del
gran general. Cuando se bajaron de los palanquines en el jardín de la inmensa e
imponente mansión, Kono murmuró:
—El señor Saga me pide que os ofrezca sus disculpas. Ha ordenado construir un
nuevo castillo cuyas obras aún no han terminado; os lo enseñará más tarde. Mientras
tanto, teme que encontréis su vivienda un tanto humilde, nada parecida a lo que estáis
acostumbrado en Hagi.
Takeo elevó las cejas y clavó la vista en Kono, pero en su rostro no descubrió
indicio alguno de ironía.
—En los Tres Frises hemos contado con la ventaja de muchos años de paz —
respondió—. Aun así os aseguro que no tenemos nada que pueda compararse al
esplendor de la capital. Debéis de disponer de los artesanos más expertos y los
mejores artistas.
—Puedo afirmar con conocimiento que tales gentes buscan un ambiente reposado
donde practicar su arte. Muchos huyeron de Miyako y sólo ahora empiezan a
regresar. El señor Saga realiza numerosos encargos. Es un apasionado admirador de
todas las expresiones artísticas.
Minoru también les había acompañado, llevando consigo los pergaminos con el
árbol genealógico de los asistentes a la reunión y los listados de los regalos para el
señor Saga. Hiroshi había pedido que le excusaran, alegando que no deseaba dejar al
kirin sin custodia. Takeo imaginó que existían otras razones: la conciencia por parte
del joven de su carencia de estatus y de tierras propias, así como su reticencia a
conocer al hombre con el que Shigeko podría llegar a casarse.
Okuda, que lucía ropas formales en lugar de la armadura del día anterior, les
condujo a lo largo de una amplia veranda y a través de numerosas estancias, todas
decoradas con llamativas pinturas de brillantes colores sobre un fondo dorado. Takeo
no pudo evitar sentir admiración por la osadía del diseño y la maestría de su
ejecución. Sin embargo, tenía el sentimiento de que aquel despliegue artístico había
sido realizado con el fin de demostrar el poder de Saga, el gran señor de la guerra:
hablaba de ensalzamiento y de dominación.
Las pinturas mostraban pavos reales caminando con paso majestuoso bajo pinos
gigantescos; dos leones alados ocupaban una pared entera; dragones y tigres peleaban
entre sí y numerosos halcones miraban con arrogancia desde su posición de
superioridad sobre montañas de dos picos. Al llegar a la última sala vieron el dibujo
* * *
* * *
El resto del día se dedicó a diversos eventos festivos, como recitales de música y
de teatro, concursos de poesía e incluso una exhibición del juego del balón, el
preferido por los jóvenes de las familias nobles y en el que el señor Kono demostró
ser sorprendentemente diestro.
—Su comportamiento lánguido oculta su destreza física —comentó Takeo a
Gemba en voz baja.
—Todos ellos serán dignos adversarios —convino Gemba con serenidad.
También se celebró una carrera de caballos antes de la puesta de sol, en la que el
equipo del señor Saga, a lomos de los nuevos corceles de Maruyama, se alzó con la
* * *
Las calles estaban más abarrotadas aún que el día anterior, y el gentío ya danzaba
frenéticamente. El ambiente era febril; la temperatura había aumentado debido a la
humedad, que anunciaba las lluvias de la ciruela. La pista situada en el recinto del
Gran Santuario se encontraba atestada de espectadores por sus cuatro costados:
mujeres ataviadas con túnicas de capucha, hombres con ropas de colores brillantes y
niños. Todos sujetaban parasoles y abanicos. Los jinetes aguardaban en los círculos
exteriores de arena roja. El equipo de Saga lucía baticolas y cinchas de color
escarlata; el de Shigeko, de color blanco. Las sillas de los caballos tenían madreperlas
incrustadas; las crines se hallaban trenzadas, y sus mechones frontales y colas
ondeaban tan brillantes y sedosos como el cabello de una princesa. Una gruesa cuerda
amarilla de paja separaba el círculo exterior del interior, en donde la arena era blanca.
Takeo escuchaba los ladridos de los perros, que llegaban del lado derecho de la
pista; unos cincuenta canes de color blanco estaban allí, encerrados en un pequeño
espacio cercado y adornado con festones también blancos. Al fondo del terreno se
había erigido una carpa de seda para el Emperador, quien como el día anterior se
ocultaba tras una mampara de bambú.
Takeo fue conducido hasta un lugar situado a la derecha de la carpa, donde
recibió la bienvenida de hombres y mujeres pertenecientes a la nobleza, así como la
de los guerreros y sus esposas, algunos de los cuales había conocido durante las
festividades del día anterior. La influencia del kirin resultaba palpable: un hombre le
enseñó una representación del animal tallada en marfil, y varias de las mujeres lucían
capuchas bordadas con la imagen de la criatura.
El ambiente era el de una comida campestre, animado y bullicioso. Takeo hizo un
esfuerzo por unirse al alboroto, pero de vez en cuando le daba la impresión de que el
paisaje se desdibujaba, el cielo se oscurecía y su visión y su mente quedaban
ocupadas por la imagen de Taku herido de bala en el cuello, desangrándose hasta
morir. Devolvió la atención a los vivos, a quienes le representaban: Shigeko, Hiroshi
* * *
Cuando amaneció, Shizuka partió hacia Kagemura, la aldea de los Muto; era el
día siguiente a la luna llena. Cabalgaba en un estado de ánimo sombrío, inquieta por
la conversación de la noche anterior, temiendo que los Muto del poblado secreto
fueran de la misma opinión y la apremiaran a actuar de igual manera. Bunta apenas
pronunció palabra, y Shizuka no podía evitar sentirse dolida e incómoda con él.
¿Durante cuánto tiempo había sospechado aquel hombre de ella? ¿Acaso desde que él
había empezado a ofrecerle información de la relación entre Shigeru y la señora
Maruyama Naomi? Por espacio de muchos años Shizuka había vivido con el miedo
de que su traición hacia la Tribu fuera descubierta; pero desde que se confesó ante
Kenji y éste la hubo perdonado y le dio su aprobación, el temor fue disminuyendo.
Ahora volvía a emerger, haciendo que se sintiera alerta, a la defensiva, de una forma
en la que no se había comportado desde hacía años; se encontraba preparada para
tener que luchar en cualquier momento por su vida. Se descubrió a sí misma juzgando
a Bunta y al muchacho, calculando cómo se enfrentaría a ellos en caso de que se
volvieran en su contra. Shizuka no había permitido que sus poderes disminuyeran con
el paso de los años, y seguía entrenándose a diario, aunque ya no era joven. Podía
* * *
* * *
* * *
* * *
Mucho más tarde, cuando Maya hubo regresado a la cámara oculta y yacía
despierta observando cómo las tinieblas palidecían con la llegada del amanecer,
* * *
La mañana del segundo día, antes del amanecer, los jinetes de Saga regresaron a
través del puerto, desplegándose en forma de abanico con la intención de rebasar el
flanco de los arqueros situados al norte y rodear por el sur al grueso del ejército de
Kahei. Takeo no había dormido; había pasado en vela toda la noche, aguzando el oído
en busca de la primera señal de actividad por parte del enemigo. Escuchó el sonido
amortiguado de cascos de caballo, aunque se hallaban envueltos en paja, así como el
crujido y el tintineo de los arneses y las armas. Los arqueros instalados al norte
disparaban a ciegas, y la cortina de flechas resultaba menos efectiva que el día
anterior. La lluvia lo empapaba todo: la comida, las armas, las ropas.
Cuando por fin se hizo de día se había luchado ya por espacio de una hora, y la
luz de la mañana iluminó el espectáculo lamentable. Las divisiones de arqueros
situados más hacia el este se encontraban enganchadas en combate cuerpo a cuerpo
contra los hombres de Saga. Takeo no podía distinguir en el fragor de la lucha a los
individuos en particular, aunque los blasones de los soldados de a pie de ambos
bandos podían verse levemente a través del aguacero. Se dio cuenta de inmediato de
que su flanco derecho se encontraba igualmente amenazado e incapaz de prestar
asistencia. Él mismo cabalgó sin dudarlo en su ayuda, blandiendo a Jato y a lomos de
Tenba, que se estremecía por la emoción pero se mantenía estable bajo su jinete.
Takeo recapacitó que había dejado de sentir cualquier atisbo de compasión, que se
había instalado en la despiadada locura de la batalla a medida que sus antiguas dotes
regresaban a él. Percibió casi inconscientemente el blasón de los Okuda a corta
distancia de su costado derecho y se acordó del lacayo de Saga que había acudido a
recibirle a Sanda. Acto seguido, llevó a Tenba hacia un lado para evadir el golpe de
un sable que se dirigía a su pierna, giró al caballo para enfrentarse al atacante y, al
mirar hacia abajo, se encontró con la mirada de Tadayoshi, el hijo de Okuda.
Al caerse de su montura, el muchacho había perdido el yelmo; rodeado como
estaba, se defendía con valentía. Reconoció a Takeo y gritó su nombre. Takeo lo
escuchó con claridad por encima del estruendo de la batalla.
—¡Señor Otori!
* * *
Shigeko permaneció con Hiroshi la noche entera, aplicándole baños de agua fría
para tratar de reducir la fiebre. Por la mañana seguía vivo, si bien tiritaba
violentamente y Shigeko no encontraba nada que estuviera seco para poder abrigarle.
Preparó una infusión y le ayudó a bebería. Sus sentimientos se dividían entre el deseo
de quedarse con Hiroshi y el deber de regresar a su posición de ataque, junto a
Gemba, para contrarrestar la siguiente embestida de Saga. El refugio de cortezas de
árbol que se había construido para los heridos tenía goteras por todas partes; el suelo
ya se encontraba saturado de agua. Mai pasaba día y noche en aquel lugar. Shigeko se
dirigió a ella.
—¿Qué debo hacer?
Mai se acuclilló junto a Hiroshi y le colocó una mano en la frente.
—¡Ay! Está helado. Mirad, así calentamos a los enfermos en la Tribu —Mai se
tumbó a un lado del herido y apretó su cuerpo suavemente contra él—. Colocaos al
otro lado.
Shigeko obedeció, y notó que el calor de su propio cuerpo se trasladaba al de
Hiroshi. Ambas muchachas se mantuvieron pegadas a él, sin dirigirse la palabra,
hasta que la temperatura del enfermo empezó a subir de nuevo.
—Y así curamos las heridas —añadió Mai en voz baja. Tras apartar a un lado los
vendajes, lamió los cortes en carne viva y escupió saliva en las heridas. Shigeko la
imitó, notando el sabor de la sangre de Hiroshi, ofreciéndole la humedad de su propia
boca como si ambos se estuvieran besando.
Mai anunció:
—Va a morir.
—¡No! —respondió Shigeko—. ¿Cómo te atreves a decir una cosa así?
* * *
Toda aquella mañana Kahei había estado luchando en el flanco este, donde
previamente había aumentado el número de hombres temiendo que las fuerzas de
Saga intentaran rodear el campamento por ese lado. A pesar de la confianza y
seguridad con que había hablado a Takeo la noche anterior, ahora se encontraba
preocupado y se preguntaba cuánto más tiempo podrían aguantar sus soldados aquella
matanza aparentemente interminable, tan necesitados como estaban de sueño y
descanso. Maldecía de la lluvia por impedirles el uso de sus armas de fuego, más
potentes que las del enemigo, y recordaba las últimas horas en Yaegahara, cuando el
ejército de los Otori, al darse cuenta de la traición y la inevitable derrota, había
luchado con una fiereza demente y desesperada, hasta que apenas quedó un hombre
en pie. El padre del propio Kahei había sido uno de los pocos supervivientes. ¿Acaso
iba a repetirse la historia familiar? ¿Estaba él también destinado a regresar a Hagi con
la noticia de la derrota absoluta?
Sus temores avivaron su determinación por alcanzar la victoria.
* * *
Takeo combatía en el centro del campo de batalla. Con objeto de dominar el dolor
y la fatiga, se valía de todo cuanto había aprendido de la casta de los guerreros y
también de la Tribu, al tiempo que se maravillaba de la determinación y disciplina de
los hombres que le rodeaban. En un repentino momento de calma, cuando las tropas
de Saga habían sido empujadas hacia atrás, bajó la vista hacia Tenba y se percató de
que el caballo sangraba por un profundo corte sufrido en el pecho; la mancha roja se
disolvía en el pelaje empapado por la lluvia. Ahora que el combate se había detenido
por unos instantes el animal pareció darse cuenta de su dolor y empezó a
estremecerse, asustado. Takeo desmontó y llamó a uno de los soldados para que se
* * *
* * *
La lluvia cesó al romper el día y el sol se elevó, arrancando vapor del suelo
mojado y enmarcando las ramas y las hojas húmedas en molduras de oro y arco iris
* * *
De esta forma, el viaje continuó mientras la luna crecía hacia su fase de plenitud y
volvía a menguar. Llegó el sexto mes y el verano se fue desplazando hacia el
solsticio. Yuki las recibía todas las noches. Las gemelas se acostumbraron a ella y
luego, apenas sin darse cuenta, llegaron a quererla como si fuera su propia madre.
Sólo permanecía con las hermanas entre la puesta de sol y el amanecer, pero el día se
hacía más llevadero ahora que sabían que ella las estaría esperando al final de la
jornada. Los deseos de Yuki pasaron a ser los de ellas. Todas las noches les narraba
historias de su pasado: su infancia en la Tribu —en muchos aspectos parecida a la de
las gemelas—; el primer disgusto de su vida, cuando su amiga de Yamagata murió
abrasada junto a toda su familia la noche que Otori Takeshi fue asesinado por los
guerreros Tohan; cómo había conducido a Jato (el sable del señor Shigeru) hasta
Takeo antes de que, juntos, rescataran a Shigeru del castillo de Inuyama, y cómo Yuki
había llevado la cabeza de aquél a Terayama, viajando sola a través del territorio
hostil. Las hermanas no ocultaban su admiración por la valentía y lealtad de aquella
mujer, y se escandalizaban e indignaban a causa de la muerte cruel que padeció;
también sentían lástima y pesar por su hijo Hisao.
Escribe a tu marido,
pobre hermana mía.
Nunca le llegarán tus cartas,
pues no merece tu amor.
Pronto averiguarás
qué clase de hombre es.
* * *
Las lluvias habían llegado tarde y no fueron tan intensas como de costumbre; a
media tarde se producía una breve tormenta y durante el resto del día el cielo se
encapotaba, pero la carretera no estaba inundada y Takeo agradeció los años de
meticulosa construcción de la red de calzadas por los Tres Países, gracias a lo cual
ahora podía viajar a gran velocidad. Se dio cuenta de que, aun así, los mismos
caminos estaban a disposición de Zenko y su ejército, y se preguntaba hasta dónde
habrían avanzado desde el suroeste.
En el atardecer del tercer día atravesaron el puerto de montaña en Kushimoto y se
detuvieron para cenar y descansar brevemente en la posada situada al inicio del valle.
Apenas quedaba una jornada de viaje hasta Yamagata. La hospedería estaba
abarrotada de viajeros; el terrateniente local, de nombre Yamada, se enteró de la
llegada de Takeo y acudió allí a toda prisa para recibirle. Mientras éste comía,
Yamada y el posadero le pusieron al corriente de las últimas noticias.
Zenko se encontraba en Kibi, al otro lado del río.
—Tiene por lo menos diez mil hombres —comentó Yamada con tono pesaroso—.
Muchos de ellos portan armas de fuego.
—¿Se sabe algo de Terada? —preguntó Takeo, con la esperanza de que la flota
pudiera contraatacar en Kumamoto, la ciudad fortificada de Arai, y forzarle a
retirarse.
—Dicen que los bárbaros han proporcionado barcos a Zenko —informó el
posadero—; ahora las naves enemigas protegen el puerto y el litoral.
Takeo volvió el pensamiento a su agotado ejército, aún a diez jornadas de marcha.
—La señora Miyoshi está preparando la ciudad de Yamagata para un asedio —
Mientras caía la noche Takeo se agazapó detrás de los árboles y durante largo rato
contempló los muros que encerraban la ciudad. Recordaba una tarde de primavera,
muchos años atrás, cuando Matsuda Shingen le había planteado un problema teórico:
cómo hacerse con el control de Yamagata por medio del asedio. En aquel entonces
Takeo había pensado que la mejor manera sería infiltrarse en el castillo y liquidar a
los mandos. Tiempo atrás ya había escalado las murallas de la fortaleza en calidad de
asesino de la Tribu, para probarse a sí mismo, para comprobar si era capaz de matar.
Por primera vez había acabado con la vida de un hombre, de varios, y aún recordaba
el sentimiento contradictorio de poder y de culpabilidad. En esta ocasión, la última,
daría buen uso a su detallado conocimiento de la ciudad y el castillo.
A sus espaldas escuchaba a los caballos arrancar la hierba con su fuerte dentadura
y también, a Gemba, que canturreaba de su manera habitual. Un autillo ululaba desde
la copa de un árbol. Se levantó una ligera brisa y luego reinó la quietud.
La luna nueva del octavo mes se encontraba sobre las montañas a la derecha de
Takeo, quien vislumbraba la oscura mole del castillo situado al norte. Por encima del
edificio la constelación de la Osa brillaba en el cálido cielo estival.
Desde las murallas y las puertas de la ciudad le llegaban las voces de los guardias:
hombres de Shirakawa y de Arai con acentos propios del Oeste.
Protegido bajo el manto de la oscuridad, Takeo se subió de un salto a la parte
superior de la muralla; pero el cálculo le falló ligeramente, pues se agarró de las tejas
olvidando durante unos instantes la herida a medio curar en su hombro izquierdo, y
ahogó un grito de dolor cuando la costra se rasgó. Había hecho más ruido del que
pretendía. Se volvió invisible y se aplastó contra la techumbre del muro. Imaginó que
los guardias se hallarían intranquilos y alerta, recelosos del control que ejercían en la
ciudad, esperando un contraataque en cualquier momento. En efecto, dos hombres
aparecieron inmediatamente en el exterior de la muralla, portando antorchas
luminosas. Recorrieron la calle por completo y regresaron luego, mientras Takeo
contenía el aliento y trataba de ignorar el dolor, torciendo el codo por encima de las
tejas y apretándose el hombro con la mano izquierda, al tiempo que notaba una ligera
humedad. La herida rezumaba sangre, por fortuna no la suficiente para que goteara y
pudiera delatarle.
Los guardias se retiraron; Takeo se dejó caer de un salto —esta vez, en silencio—
y empezó a avanzar hacia el castillo por las calles de la ciudad. Ya era tarde, pero la
población no se hallaba ni mucho menos en calma. La gente se desplazaba, presa de
los nervios, de un lado a otro; muchos planeaban huir en cuanto las puertas se
* * *
Tras escribir estas palabras, el abad notó que volvía a embargarle el sufrimiento.
Sucumbió a él brevemente, y con sus lágrimas honró la memoria de su amigo muerto.
Pero había otro asunto sobre el que escribir. Volvió a coger el pincel.
Los Arai
Afincados en el Oeste; señores de Kumamoto y otras tierras del sur:
Arai Zenko.......... cabeza del clan Arai, señor de Kumamoto. Hijo de Arai Daiichi
y Shizuka
Arai Hana........... esposa de Zenko, hermana menor de Kaede
Sunaomi............. hijo mayor de Zenko y Hana
Chikara.............. hijo mediano de Zenko y Hana
Hiromasa............ hijo menor de Zenko y Hana
La Tribu
Familia Muto:
Familia Kikuta:
Familia Kuroda:
Familia Imai:
Otros
Caballos