La Física y Metafísica

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LA FÍSICA Y METAFÍSICA

Las categorías establecidas por el Estagirita nos conducen a la metafísica, y más concretamente, a la ontología aristotélica.
Como ya apuntamos, para el filósofo el ser (o lo que es) se dice de muchas maneras, y se han mencionado algunos ejemplos
de diferentes sentidos en los que decimos que algo es. ¿Qué significa esto? Pues que en realidad la cuestión no es “ser o
no ser”, como dirían Hamlet o Parménides, sino que existen diferentes modos de ser. A cada uno de estos modos de ser,
Aristóteles le asigna una categoría. Así, las categorías, además de referirse a las diferentes maneras de predicar, indican
también los distintos modos de ser. Asimismo, estos modos de ser no son infinitos; Aristóteles establece en concreto diez:
substancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción y pasión. En consecuencia, cualquier
cosa que digamos sobre el mundo y sobre cómo es, necesariamente formará parte de una de esas categorías, y por eso
podemos afirmar que cada categoría también es un tipo diferente de realidad. De todos modos, este doble sentido de la
idea de categorías, y la poca claridad con que en ocasiones se expresa Aristóteles al respecto, hace que en este punto el
debate esté servido.
En cualquier caso, al introducir la noción de categoría, incorpora uno de los fundamentos sobre los que construirá su teoría
de la estructura de la realidad. Ya tenemos, pues, una primera pista sobre cómo es: esta ordenada (o, en todo caso,
podemos ordenarla) en categorías. Para no complicar la explicación, nos centraremos en la que es, según el Estagirita, la
categoría más importante, la que presupone y sustenta a todas las demás: la substancia.

La substancia
Así pues, el siguiente hito en la ontología aristotélica, y una de sus cuestiones más complejas, es el estudio de la categoría
primaria, es decir la substancia. Para empezar a entender el contenido de este concepto fundamental nos conviene un
poco de etimología: la palabra griega original que empleaba Aristóteles era ousía, pero a nosotros nos llega a partir del
latín substancia, esencia, formado por el prefijo sub, “bajo” y el verbo stare, “estar colocado”, combinación que da “estar
debajo”, lo cual nos ofrece una buena pista del significado de este concepto para el filósofo. Y aunque no podemos aquí
exponer el desarrollo completo de la problemática de la substancia, tal como hace Aristóteles en la metafísica, sí es posible
mostrar a qué conclusiones y definiciones llega en este asunto crucial. Para el filósofo, la susbtancia es “aquello que no se
da en un sujeto, sino que es ello mismo sujeto”, es decir, aquello que es soporte de cualidades sin ser él mismo una
cualidad. La substancia es el objeto de nuestros pensamientos, de nuestra investigación y de nuestro lenguaje; es decir,
aquello sobre lo que pensamos, investigamos y predicamos. Simplificándolo aún más, la substancia es la realidad individual
diferenciable, la cosa concreta. Lo real. Y para entenderlo de una vez por todas, una susbtancia es propiamente un esto,
“todo aquello que podemos señalar con el dedo índice”. Y si la realidad está hecha toda ella de cosas concretas, entonces
la susbtancia es, en sentido estricto, todo lo que es, o sea, el Ser o Ente.
Cuando hablamos (o pensamos) acerca de la realidad, nuestras palabras (o pensamientos) se refieren en último término
a entidades que hay en esa realidad y también a cosas que les pasan a esas entidades. Cabría decir que el lenguaje está
básicamente compuesto de nombres propios (que designan cosas concretas) y predicados (que designan lo que decimos,
o sea lo que predicamos, sobre cómo son esas cosas concretas). Pues bien, las substancias vendrían a ser aquellos objetos
a los que nos referimos mediante los nombres propios. Hay que tener claro que una cosa es el objeto y otra diferente el
nombre por el cual nos referimos al objeto; lo primero es una realidad que está en el mundo y lo segundo es una realidad
que, aunque también existe, es lingüística, pertenece a nuestro lenguaje. El árbol que hay frente a mi ventana sería, pues,
una substancia que denominamos “el árbol que hay frente a mi ventana”. Que Aristóteles proponga una noción de
substancia como ésta es decisivo en su filosofía, porque contradice lo planteado, por ejemplo, por su maestro Platón, para
quien la verdadera substancia son las ideas, que son realidades universales y trascendentes.

P. Ruiz Trujillo. (2015). Aristóteles. España: Ibérica.


Materia y forma, dos en uno
¿Y qué estructura debe tener la substancia para poder explicar todo esto? Si la substancia es toda aquella realidad
individual diferenciable, si de alguna manera nuestro acceso a la entidad (que es otro nombre que se le ha dado a la
substancia) viene dado a través de los sentidos, no se podrá negar que las realidades materiales son susbtancias. Esto no
significa que sean las únicas substancias que existen, pero como mínimo podemos afirmar que todas las cosas materiales
que son eso, “cosas”, a su vez son substancias, y en este caso hay que incluir a las personas (sin ánimo de ofender). De
modo que mi perro, el árbol que hay frente a mi ventana, la silla en la que estoy sentado, el libro que leo, Sócrates o mi
amigo Pepe, son substancias.
¿Quiere esto decir que las materias de las que están hechas todas esas cosas son substancias? Pues sí y no. Se puede
afirmar que la materia de la que está hecha cada una de esas cosas es substancia en el sentido de que forma parte de una
susbtancia, pero no de que sea la substancia. Ninguno de los elementos mencionados es lo que es solo por su parte
material; el libro que tienes en tus manos no es simplemente papel y tinta, pues hay algo más: ambos componentes están
dispuestos de una manera concreta y tienen unas determinadas cualidades que impiden que este objeto sea una masa
amorfa de papel y tinta, sin forma reconocible. Para empezar, la materia (el papel y tinta) que sostienes en tus manos está
perfectamente informada, es decir, tiene la forma adecuada para ser este libro y no otra cosa. Así, este libro está
compuesto por dos elementos: una parte a la que llamaremos “materia” y otra a la que llamaremos “forma”. Y el mismo
razonamiento se puede hacer para el árbol que hay ante mi ventana, para mi amigo Pepe o para Sócrates y, en general,
para cualquier substancia.
La substancia de Aristóteles es por tanto hilemórfica (de hylé, materia y morphé, forma), con lo que empezamos a entrever
su teoría sobre la estructura de la realidad. Las cosas reales (es decir, los elementos individuales, particulares o unitarios
que constituyen la realidad, o al menos los que constituyen la realidad sensible) son substancias y están compuestos por
dos principios: materia y forma. La materia vendría a ser lo que quedaría de la substancia si le quitáramos la forma (el
papel y la tinta si no estuvieran informados por la forma “libro”). La materia actúa como sustrato y soporte de la forma.
Por otro lado, la función de la forma según Aristóteles es parecida a la que cumple la idea o forma platónica, pero en lugar
de ser trascendente y estar situada en el mundo inteligible, separado del mundo sensible, se encuentra en las cosas
mismas. Para expresarlo en términos muy simples, en este compuesto que es la substancia, la forma aporta lo que hay en
ella de universal, es decir, lo que tiene en común con otros individuos. La forma es lo que hace que el individuo pertenezca
a una especie o a un género. La materia en cambio es lo que hay en ella de particular. Es lo que hace que esa substancia
sea un individuo concreto. Mi perro es un perro (perteneciente a la especie “perro”) porque tiene forma “perro”, y es mi
perro (y no otro cualquiera) porque tiene determinada materia concreta (la carne, los huesos y el pelo).
Ya vamos asimilando más sobre la realidad tal y como la explica Aristóteles; sabemos que está organizada en categorías,
que la categoría más importante es la de substancia, y también que las substancias son los individuos concretos y que
están compuestos de dos elementos: materia y forma.

Acto y potencia, o el punto de vista dinámico de la realidad.


Según Aristóteles, el movimiento, los cambios que se dan en una substancia, responde al desarrollo de la forma presente
en ella. Para explicar este concepto vamos a adentrarnos en la doctrina del acto y la potencia, otra parte central de la
filosofía aristotélica.
Todas las substancias sensibles (las únicas en las que se da movimiento) están a la vez en acto y en potencia. Para empezar,
son actualmente (acto) la forma que está en ellas y son potencialmente (en potencia) el posible desarrollo completo y
perfecto de esa forma. El acto es básicamente la forma, y la potencia equivale a los cambios que se puedan producir en la
materia, que le confieren la posibilidad de ser diferentes cosas. En este sentido, la materia es principio de posibilidad, lo
que permite a la substancia ser otras cosas. Por tanto, la materia es potencia. La materia puede “recibir” diferentes formas,
y por tanto tiene, potencialmente, la capacidad de transformarse en diferentes tipos de substancias.
Esta capacidad abre una nueva perspectiva de la substancia. La estructura definida como la unión de materia y forma
respondía a una visión estática de la substancia, era como una fotografía de la substancia en la que se pudiera observar
(si fuera posible) la materia y la forma concretas en un momento preciso. Con el binomio potencia-acto se pasa a una
perspectiva dinámica, es decir, ya no observamos la substancia simplemente como algo que es, sino que también tenemos
en cuenta lo que puede llegar a ser. Este punto de vista es el que utiliza Aristóteles para explicar el movimiento como una
P. Ruiz Trujillo. (2015). Aristóteles. España: Ibérica.
tendencia de la materia a realizar la forma que tiene asociada a lo largo del tiempo. En este sentido, el movimiento sería
intrínseco a la substancia, por la propia propensión de esta a llegar a ser en acto lo que de momento solo es en potencia.
En definitiva, el movimiento responde a la tendencia de la propia substancia a actualizarse, o lo que es lo mismo, a realizar
su forma, a cumplir el fin que le es más propio.
Concretemos estos conceptos con unos ejemplos. Volvamos al árbol que hay frente a mi ventana. Ese árbol es en acto “el
árbol que hay frente a mi ventana”, pero es muchas otras cosas en potencia: una mesa, una estantería, un montón de
leña y cualquier cosa que su materia sea capaz de llegar a ser. La semilla es en acto una semilla, pero en potencia es un
árbol. Y tal vez para entonces, el árbol que hay ahora mismo será, por ejemplo, una mesa. El tránsito del ser en potencia
al ser en acto es, a lo largo de su duración, lo que Aristóteles les define como movimiento.

Todo tiene un fin.


Cualquier investigación precisa de un punto de partida, una base sobre la que empezar a construir una teoría. Y en el caso
de Aristóteles el punto de partida para llegar a conocer qué es el bien para el hombre es la teleología. En su famoso
planteamiento teleológico, del que ya hemos hablado con relación a la metafísica, los humanos no realizan ninguna acción
ni toman ninguna decisión sin que estas tengan una finalidad (lo cual no implica, sin embargo, que sean siempre
conscientes de ello). Aristóteles identifica esta finalidad con el bien que persigue toda actividad, acción o elección, como
defiende ya desde la primera frase de la 'Ética a 'Nicómaco:17 “Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción
y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha afirmado, con razón que el bien es aquello hacia lo que todas
las cosas tienden”.
Intentar explicar en qué consiste ese bien y cómo se consigue se va a convertir en el objetivo de la ética del filósofo. Y para
alcanzarlo se mantendrá fiel a su método de investigación, que consiste en observar el mundo y obtener conclusiones
racionales a partir de los datos empíricos obtenidos de la experiencia. En este caso, se centrará en la observación de los
hombres: prestará atención a sus conductas y escuchará qué tienen que decir todos ellos sobre lo que está bien y lo que
no lo está. Eso sí, advierte de antemano que no podrá responder a la pregunta sobre qué es el bien igual que respondería
a un problema matemático, puesto que las acciones humanas no pueden valorarse con la misma exactitud. Cada ámbito
de investigación requiere una metodología específica y admite unas aspiraciones distintas.
Antes de dar el primer paso, Aristóteles desecha taxativamente la idea abstracta platónica de «Bien en sí», la creencia de
que existe un modelo ideal al que se parecen (o del que «participan») todas las cosas «buenas». Desde un punto de vista
realista como el de Aristóteles, el «Bien en sí» supone una abstracción inadmisible. El bien tiene que estar en las cosas
reales mismas y no en un supuesto << mundo de las ideas» como el que propone Platón. Una acción o una cosa no es
buena en sí misma, sin contexto alguno, sino en tanto que conduce al bien del hombre.

La felicidad, el fin último


Una vez establecido el planteamiento teleológico como punto de partida, y después de concretar su objetivo (determinar
qué es lo bueno, lo mejor, para el hombre), Aristóteles se pone manos a la obra. De entrada percibe que no existe un solo
tipo de bien, sino que existen bienes de diferentes clases, que se corresponden con las diferentes artes o ciencias. Por
ejemplo, podríamos decir que el arte de la enseñanza procura conseguir la educación de los otros, y el arte de la
conducción, un viaje seguro. Así, toda acción tendrá como objetivo una finalidad o bien concreto, que es el bien que
queremos alcanzar al realizar la acción.
Sin embargo, esta finalidad puede que no sea un fin en sí misma, sino solamente un medio para obtener otro objetivo. Es
decir, hay bienes que se desean por ellos mismos, como fin último, y bienes que se persiguen solo porque sirven para
obtener otros bienes. Por ejemplo, alguien puede aceptar un puesto de trabajo que no le gusta, no por el puesto en sí,
sino para ganar dinero. A su vez, el dinero que obtiene de su trabajo tampoco es un fin en sí mismo, pues desea conseguirlo
para adquirir otros bienes (al menos esto sería lo normal, aunque también existe gente que acumula dinero porque sí); el
dinero no es sino un medio para alcanzar otros fines.
Vayamos más allá. Supongamos que alguien desea el dinero para comprarse una casa o un coche. Pues bien, la casa y el
coche tampoco son fines en sí mismos, ya que la gente los quiere para poder vivir resguardados bajo un techo y para
desplazarse, respectivamente. Y la gente quiere resguardarse bajo un techo y quiere trasladarse rápidamente para ... Y así

P. Ruiz Trujillo. (2015). Aristóteles. España: Ibérica.


tenemos una sucesión de fines y medios. Pero esta sucesión no puede extenderse hasta el infinito, entre otras cosas
porque entonces el concepto mismo de fin no tendría sentido. ¿Cuál es el fin último?
Aristóteles afirma que el bien final hacia el que convergen todas las acciones de los hombres, la finalidad última, es el bien
supremo. Pero eso es solo una etiqueta, una denominación sin contenido claro; ¿en qué consiste concretamente el bien
supremo? Aquí Aristóteles acepta lo que parece ser la opinión general: ese bien supremo es la eudaimonia, que se traduce
con frecuencia como «felicidad, aunque en un sentido diferente al que se le suele dar actualmente · al término. No se
trata de cualquier felicidad, sino de una «plenitud una felicidad auténtica que es el éxito o un valor supremo en su vida.
Así, lo que espera al final de todas esas sucesiones de fines, por largas que sean, es la búsqueda de esa felicidad.
Lo que persigue el mundo, por muchas vueltas que le dé, es esa vida de plenitud. crecimiento como seres humanos. Como
vemos, la eudaimonia es exactamente la felicidad tal como la entendemos hoy (un campeón mundial de ajedrez puede
considerarse feliz en su vida. Pero no haber alcanzado eudaimonia), aunque sí guarda con ella una relación indirecta.
Hasta aquí Aristóteles ha presentado dos afirmaciones decisivas. en primer lugar, que nuestras acciones no responden al
azar, sino que tienen una finalidad; y en segundo lugar, que la felicidad, sea lo que sea, es esa finalidad que persiguen
nuestras acciones. Así que podemos inferir una tercera idea básica: esa felicidad o vida plena depende en cierto modo de
nosotros, de nuestra conducta, y no de algo o alguien externo.
En este punto comienza lo peliagudo, con una de aquellas preguntas que uno se hace cuando empieza a adentrarse en el
mundo de filosofía: ¿cómo se alcanza la felicidad? De momento podemos coincidir con nuestro filósofo en que la felicidad
es «el bien supremo entre todos los que pueden realizarse». De hecho, «tanto el vulgo como los cultos piensan que vivir
bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. El problema es que «el vulgo y los cultos» no responden lo mismo si se les
pregunta en qué consiste la felicidad. De hecho, incluso una misma persona puede dar respuestas distintas en diferentes
momentos de su vida. ¿Cómo va a salvar Aristóteles este escollo? Pues de nuevo con la explicación teleológica.
Como ya hemos dicho, la postura teleológica presupone que las cosas tienen una finalidad, que, como hemos visto
anteriormente, se puede relacionar con algo así como la función más propia de la cosa. Por ejemplo: la finalidad de un
abrelatas es abrir latas; esa es su función. Así, el bien asociado al abrelatas es abrir latas. Y por eso, si un abrelatas
efectivamente abre latas, diremos que es un buen abrelatas, y si no abre latas (o las abre mal) diremos que es un mal
abrelatas. Si un abrelatas tuviera alma y pudiera ser feliz, lo sería abriendo latas, porque esa es su función, eso es lo que
se supone que da sentido a su existencia.
En la saga de animación Toy Story, los juguetes del niño Andy cobran vida cuando ningún humano los mira. Las tres
películas de la saga cuentan las peripecias de esos juguetes, pero detrás de todo lo que hacen siempre late la misma idea:
a fin de cuentas, lo que más desean Buzz, Woody y el resto de los juguetes es que su dueño, Andy, disfrute jugando con
ellos. Esa es su función, esa y no otra es la finalidad que constituye la esencia de un juguete y que da sentido a su existencia.
Al igual que hablábamos del abrelatas, si un juguete tuviera alma y pudiera ser feliz, como lo pueden ser los juguetes
animados en la ficción de Toy Story, lo sería al posibilitar los juegos de alguien. Podemos repetir el ejemplo para el objeto
que queramos, el esquema es siempre el mismo: si el objeto X realiza correctamente su función, es decir, si cumple con
su finalidad, entonces ese X es un buen X: ya sea un pelapatatas, un bolígrafo o un libro. Así pues, ya tenemos un método
para saber si un objeto es «bueno» o no lo es.
El siguiente paso es aplicar ese método al «objeto» que nos interesa; en este caso, al hombre. ¿Cómo podemos saber qué
es «el bien para el hombre»? Pues está claro: en primer lugar, cabe averiguar cuál es la finalidad del hombre. De esta
manera sabremos qué es lo que tiene que hacer un hombre para alcanzar el bien, lo cual viene a significar lo mismo que
«ser feliz».

La felicidad como actividad del alma de acuerdo con la razón


El bien supremo del hombre tiene que ser algo inherente y característico del ser humano, como lo era en el caso del
abrelatas. Algo que podamos considerar que es su función más propia, que dé sentido a su existencia, algo que le
diferencie no solo de los objetos sino del resto de los seres vivos. Por otro lado, estamos buscando un fin último, así que
podemos descartar todo aquello que sirva como medio para obtener otras cosas. Y seguro que, si recuerda la concepción
aristotélica del alma humana, ya sabrán dónde se encuentra este fin último: en la dimensión racional del hombre.
¿Significa esto que, según Aristóteles, la auténtica felicidad del hombre consiste en ser racional o en pensar? No
exactamente. Para Aristóteles existe una relación directa entre cómo entendemos la felicidad y el estilo de vida que

P. Ruiz Trujillo. (2015). Aristóteles. España: Ibérica.


llevamos. Así, la mayoría de las personas que buscan satisfacer sus caprichos y antojos creen que la felicidad reside en el
placer, algo que en realidad les acerca bastante a las bestias, por muy rudo que suene. Otros, que poseen un espíritu un
poco más elevado y llevan lo que Aristóteles llama una «vida política» (que no tiene por qué ser la vida que hoy llevan
nuestros políticos, lo cual, en algunos casos, también los acercaría a las bestias, de rapiña concretamente), creen en
cambio que la felicidad se encuentra en los honores y el reconocimiento público. Pero tampoco parece que sea eso lo que
andamos buscando a fin de cuentas, porque se trata de unos bienes exteriores, que dependen más de quien los da que
de quien los recibe. Además, quienes persiguen los honores y el reconocimiento no lo hacen como un fin en sí mismo,
sino para demostrarse lo «buenas personas» que son. Es decir, es un bien o arte subordinado a otro bien o arte. Así que
otra opción descartada.
Tampoco una vida dedicada a amasar fortuna parece ser algo que podamos identificar con la eudaimonia, porque es más
que evidente que en ningún caso las riquezas pueden ser consideradas un fin último, algo que es perseguido por sí mismo.
En este punto, Aristóteles se acercará a una postura que ya mantuvieron Sócrates y Platón, y que defiende que la función
característica del hombre está vinculada a su alma, aunque solo sea porque el hombre es más su alma que otra cosa, y
que ese vínculo se concreta en la parte racional o intelectiva de la misma. Así, también nuestro filósofo concibe que los
bienes principales no son ni los externos (honores, riquezas) ni los del cuerpo (placeres), sino los propios del alma, y en
particular los del alma racional. En eso coincide con Platón (su maestro) y con Sócrates (el maestro de su maestro). En lo
que no acaba de estar de acuerdo Aristóteles es en que los bienes materiales sean la cárcel del alma. Defiende la necesidad
de gozar de cierto grado de bienestar material, ya que es necesario tener cubiertas las necesidades mínimas, al menos,
para poder dedicarse a lo que Sócrates llamó el «cuidado del alma». El dinero, como suele decirse, no da la felicidad, pero
su carencia puede comprometerla seriamente. Por otro lado, tampoco le parece necesario desterrar el placer para poder
alcanzar o llevar una «vida buena». Al contrario, aunque no sea la finalidad que persigue una forma de vida
auténticamente humana, sentir placer parece ser una consecuencia casi inevitable de la eudaimonia. Se mire como se
mire, además de ser muy racional, Aristóteles era muy razonable.
¿Qué clase de vida puede conducir al ser humano a lo que Aristóteles considera el auténtico fin de los hombres? El cerco
se va estrechando en torno a la única característica genuina .de los hombres: la actividad racional del alma humano.

P. Ruiz Trujillo. (2015). Aristóteles. España: Ibérica.

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