El Sello Maldito PDF
El Sello Maldito PDF
El Sello Maldito PDF
Correos electrónicos
[email protected]
[email protected]
Páginas web
www.elperroylarana.gob.ve
www.mincultura.gob.ve
Diseño de la colección
Mónica Piscitelli
Edición al cuidado de
Edgar Abreu
Xoralys Alva
Dileny Jiménez
José Jenaro Rueda
David Dávila
El sello maldito
y otros cuentos
La serie Amarilla (de 0 a 6 años) es delicada firmeza sobre la que los más
pequeños dan sus primeros pasos hacia las letras.
Y la serie Roja (de 12 años en adelante) toma la mano de quienes con amor
a la lectura han decidido que ésta les acompañe a nuevas peripecias.
—Lo que digo a ustedes comprueba que sí es cierto que ningún crimen que-
da sin castigo, no todos llegan a conocimiento de la justicia humana —sentó Mr.
Cremieux con voz sombría.
—Pero lo que usted cuenta es tan singular, que se hace difícil creerlo —ob-
jetó la condesa de Lucy con un estremecimiento nervioso...—. ¡Y consentir en eso!
¡Y no sorprenderlo nadie...!
—Señora, todo depende de las circunstancias y del interés de los individuos.
—Vamos, Mr. Cremieux, cuéntenos usted ese acontecimiento con todos sus
pormenores —exclamaron algunos tertulianos de la condesa, rodando sus asien-
tos hacia Mr. Cremieux.
—No hay dificultad porque el protagonista ha muerto ya, aún no hace seis
meses.
—¡Seis meses! —exclamó la condesa pensativa como tratando de adivinar
el nombre del individuo.
—Seis meses, señora condesa, como que era mi compañero y amigo el céle-
bre escultor Marliani.
—¡Marliani!, ¿aquel terrible corso que parecía haber tomado por modelo a
Miguel Ángel?
—Solo que nunca hizo versos; ahí verán ustedes.
—Cuente usted, cuente usted, Mr. Cremieux.
—Es muy sencillo, señores; y la historia de Marliani viene a dar testimonio
de que una voluntad enérgica, una pasión avasalladora, como la venganza, puede
reemplazar perfectamente la vocación artística.
10
11
12
13
14
15
I
Yo, Stargiro, había aprendido a tocar la lira de siete cuerdas bajo los muros
de Tebas; y a mi canto se alegraban las campiñas griegas, y las ninfas bailaban co-
ronadas de flores y de yedra, desplegando las gracias del amor. Y yo acompañaba
siempre a Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, porque la armonía de mi lira
y la dulzura de mis versos distraían los pensamientos de muerte y regocijaban el
corazón implacable del pérfido tirano.
Era el año de 1282. Recuerdos terribles se me agolpan a la mente y siento el
corazón como si despertase de angustiosa pesadilla, porque crímenes llenos de in-
famia y acontecimientos sobrenaturales habían conmovido extraordinariamente-
mi pecho y perturbado mis facultades intelectuales durante esa época de terror y
de sangre.
Cosas hay que parecen sueños de imaginaciones enfermas; mas el que no
tenga fe que no crea y viva rodeado de tinieblas. El que tenga ojos que vea, y el que
tenga oídos que oiga, y el que tenga pensamiento que medite y aprenda de las ense
ñanzas de la historia, pues cosas he visto que hacen temblar las carnes y enloque-
cen el espíritu. Y todo porque los cantos del descendiente terrible del incestuoso
Edipo habían venido infiltrando en las multitudes la corrupción y la anarquía.
19
20
II
Y sucedió que Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, libre ya —por me-
dio del crimen de sus numerosos rivales— levanta banderas y marcha en son de
guerra en contra del príncipe de Tesalia, llevando de refuerzo hordas tumultuosas
de tártaros, que como chacales vivían de la sangre y el botín.
La presencia de los tártaros, soberbios e insubordinados, llenaba de inquie-
tud el corazón de Miguel Paleólogo, pero lo cierto era que el alma del emperador
sufría bajo el látigo de la conciencia. Y por ello, anhelando ahogar sus terrores en
el delirio de la orgía, llevaba vinos exquisitos de color de púrpura, perfumes de la
Arabia, flores de Italia, delicados manjares y hermosísimas griegas de ojos negros y
rasgados.
Los tártaros ardían en sed de combate y atronaban el viento con gritos salva
jes. Parecían leones que rugen y escarban la arena para caer sobre la presa. Pero el
emperador sentía el alma cada vez más enferma e hizo alto y alzó su regia tienda-
en medio de los campos, y llenó las ánforas de vino rojo y espumoso como sangre,
y pidió música y bailes y cantos y locuras.
La tienda del emperador se iluminó como para los días de gran fiesta,
y la música rasgó los aires, y los vasos chocaron con estrépito en el delirio de la
21
22
23
I
El conde de Chatillard entró a su aposento, encendió una bujía, y sin quitar
se siquiera el abrigo ni el sombrero, abrió una carta que acababa de entregarle un-
mandadero que le había estado esperando en la esquina.
La carta, de letra de mujer, solo contenía dos líneas sin firma y un billete ple-
gado con estudiado esmero.
Las dos líneas decían simplemente: “Al fin va la prueba que ofrecí a usted al
darle el primer aviso. Solo usted lo ignoraba.”
El conde, pálido y trémulo, abrió el billete y leyó:
Luis de mi vida:
La suerte se cansa de perseguirnos. Como el trayecto está
ya terminado, él tiene que ir a T., donde permanecerá ocho
días. Te espero con ansiedad a la hora convenida.
Tu Antonia
27
28
II
Cuando la claridad del día penetró en su aposento, el conde de Chatillard se
puso en pie, se vistió y pasó a la alcoba de Antonia. Ella dormía aún, apoyada la
cabeza sobre el brazo desnudo: un brazo como cincelado, muelle y blanco al modo
de un copo de nieve. Sus cabellos, negros y espesos, caían en desorden sobre el seno
y en sus labios se dibujaba una sonrisa.
El conde se detuvo, a pesar suyo, y contempló con tanta admiración la her-
mosura de su mujer, que suspiró y murmuró: te amo.
El conde se estremeció, pero dominándose inmediatamente, la despertó.
Estaba pálido, si bien tranquilo y sonreído, con toda la cortés amabilidad de un
parisiense de la vida elegante.
—¡Ah!, ¿es usted? —exclamó Antonia ruborizándose.
—Soy yo, amiga mía; no he querido irme sin despedirme y sin avisar a usted
que por fin será esta tarde cuando iremos a Titicaca.
—Verdad es que ustedes los franceses se mueren por una cacería.
—Si usted no quiere pasar unos días con sus padres, iremos solos Luis
Fourcaud y yo.
—No, conde, no lo decía por eso; crea usted que lo acompaño con sumo pla-
cer. Con usted iría hasta el extremo del mundo.
—No lo dudo —dijo el conde, asombrado de la tranquilidad y disimulo de
su mujer—, puede ser que cualquier día hagamos juntos un viaje bien largo.
—¿A la China? —preguntó Antonia, riendo.
—O más lejos —repuso el conde con abandono.
—¿A qué hora partimos hoy?
—A las dos; debo avisar a Luis.
29
30
31
35
36
37
38
II
La noche, ya avanzada, era oscura y fría. El viento soplaba sobre las terrazas
y los tejados, y azotaba las calles con un sonido lúgubre al modo de quejidos. De
los vecinos bosques y de las hondonadas arrastraba emanaciones sutiles y húmedas
que herían el olfato. Por lo demás, reinaba tal silencio y quietud como si la natura
leza estuviese entumecida. -
Aunque por entonces la gente estaba ya acostumbrada a los acontecimien
tos y a los relatos de duendes, brujas y aparecidos, Ubaldo Cataletto no iba muy-
sosegado que digamos; funestos presentimientos le apretaban el corazón como en
un torno. ¿Habrían dicho verdad aquellos dos bribones? ¿No había muerto su
padre? ¿Era su padre el causante del infortunio que pesaba sobre tantas familias?
¿Esperábale a él alguna catástrofe en su propia casa? No podía contestarse con
seguridad a aquellas preguntas, pero se sentía algo aterrorizado y apretaba el paso
por llegar cuanto antes a su morada.
39
40
III
La ermita del monje de Vernio no estaba distante de la ciudad. Al amanecer
tomaron Ubaldo y Annunziatta el camino de la ermita. Estaban pálidos, inten-
samente pálidos y con los ojos hundidos y rojos de llorar. Caminaban en silencio,
entregados a su pensamiento que no les presentaba sino imágenes de ruina y deso-
lación, de trasgos y duendes, de vampiros y lemures, como si viviesen en un mundo
fantástico lleno de peligros y de apariciones maravillosas.
El murmurar del río, el silbido del viento en las ramas secas o en el follaje de
los árboles, el ruido de las aves que huían al verlos acercarse o el salto de alguna lie-
bre les hacía estremecerse, y su terror se acrecentaba con las medias tintas del alba
y la soledad del campo. Por donde quiera creían ver un fantasma, cuando no era
41
42
43
IV
El monje de Vernio, con el signo de redención en las manos y seguido de sus
acólitos y de numeroso cortejo, salió aquella tarde en peregrinación al cementerio,
cantando salmos y letanías y rociando con el hisopo al gentío que se agrupaba en
las calles.
Desenterró el cadáver de Tristán Cataletto, que estaba en perfecto estado de
conservación, envuelto en la manta de Annunziatta y cuyos cabellos habían creci-
do extraordinariamente. Después de hacerle pasar el corazón con la aguja y de cla-
var las espadas, volvió a colocarlo en la tumba y dijo en alta voz los exorcismos del
ritual, bañó al mismo tiempo con el hisopo el sepulcro del brucolaco.
Cuentan que desde tal día la ciudad permaneció en completa tranquilidad, y
que nadie volvió a ver a Tristán Cataletto.
En cuanto a Mateo Scampaforca y al doctor Lanternuto, habían desaparecido.
1892
44
I
Cuando yo salía de la casa de Joram Hubert, tambaleaba como un ebrio,
loco de dolor, de soberbia y de vergüenza, sintiéndome herido en lo más vivo de mi
orgullo. ¡Infame yanqui! ¡Con que yo no podía casarme con Edwina! ¡Conque él
no podía darme su hija en matrimonio, porque yo no era más que un pelagatos, un
hombre que no tenía sobre qué caerse muerto...! ¡Pelagatos! ¡Yo, Reinaldo Castro,
un pelagatos!
Aquella palabra era una serpiente que me mordía en el corazón. ¡Desgraciados
los que se dejan seducir y embriagar por el vino de las pasiones! Mi orgullo, rebela-
do como el ángel de la leyenda, se había sobrepuesto a todo y me retorcía el corazón
impulsándome a la venganza. Olvidé a Edwina, olvidé mi amor, lo olvidé todo; y no
anhelaba más que oro y oro para insultar con mi fausto y mi pompa la fatal ambición
de aquel viejo Joram Hubert, cuyas palabras serpenteaban a mi vista en el espacio
como lenguas de fuego. ¡Pelagatos!
En el delirio de mi dolor, caminé a la ventura, me encontré fuera de la ciudad,
en la soledad de los campos; y me senté desesperado sobre una pena, a orillas del río,
y oculté mi rostro entre las manos.
El sol caía. La majestuosa soledad de aquellos campos, el silencio interrumpi-
do por las aguas del río y por el viento de la tarde, que agitando suavemente las hojas
de los árboles venía a refrescar poco a poco mis sienes, reanimaron mi pensamiento
haciéndome ver mi verdadera situación, y lloré con amargura.
49
50
51
52
II
Pasé aquella noche víctima de impresiones mortales, incorporándome sobre-
saltado a cada instante, desvelado, necesitando llorar para desahogar mi pecho de
un dolor sobrehumano y sin encontrar una sola lágrima en mis ojos. Al fin lució la
aurora. ¿Era una pesadilla fatal todo lo que me había acontecido?
El espejo me dejaba ver mi rostro cadavérico y en mi frente, en la cual no
brillaba ya aquella luz fatal, advertí con terror una estrella negra, como un lunar
imperceptible. La toqué, la froté, y al frotarla observé que despedía chispas lumi-
nosas. Me cogí la cabeza con desesperación, grité, me exalté y observé que con mi
exaltación crecía el brillo de aquel sello fatal. ¡Y no podía llorar!
Es decir, ¡exclamé frenético que Satanás existe! Y cogí la Biblia para buscar
aquella caída de los ángeles que yo nunca había leído ni alcanzaba a comprender. El
Génesis no decía ni una sola palabra de esa falsa rebelión ni de caída de los ángeles.
La Biblia solo llama ángeles a los enviados de Dios, y el salmista dice: “Señor,
tú haces tus ángeles, de las tempestades; y tus ministros, de los fuegos rápidos”.
E Isaías: “¿Cómo caíste despeñada al suelo, estrella luminosa de la mañana?”.
Y el mismo Jesucristo: “Yo he visto a Satanás caer del cielo como el rayo”.
¡Es decir que Satanás es una fuerza de la naturaleza, un enviado de Dios,
una luz, un fluido, la electricidad, el fósforo, que obra sobre el hombre sirviendo a
los fines inescrutables de Dios?
La Biblia no me decía más y recurrí a la ciencia. La ciencia y todos los hom-
bres de la ciencia me gritaron que era impía, blasfema, sacrílega: esa monstruosa
personificación del espíritu del mal, que han creado los ignorantes y que ha dado
tantas armas a los enemigos de la religión del Crucificado.
53
54
III
La fama de mi riqueza se había extendido por toda la ciudad y era el tema
obligado de todas las conversaciones: bien que yo fuese muy largo en dádivas, pero
tenía la vanidad y el egoísmo de mi fortuna. Mi palacio, de mármol pulido y oro,
era la admiración de los curiosos y había sido levantado con una rapidez extraordi-
naria.
Aquella fachada de delicados encajes, con pilastras que al tocarlas resonaban
como vasos de cristal, era el asombro de los mismos arquitectos que la habían fa-
bricado.
El oro, las perlas, los brillantes, los brocados, las maderas más exquisitas,
los frescos más admirables, los más bellos surtidores de diamante, las flores más
raras, los pájaros más vistosos hacían de aquel palacio una maravilla; pero sobre
todo el oro, el oro maldito estaba por donde quiera: en la techumbre, en el piso, en
55
IV
Cuando entré a los salones de la señora de X, ya el sarao había principiado.
Las damas más hermosas y los más elegantes caballeros de nuestra sociedad
ocupaban aquellos salones, lujosamente amueblados, espléndidos de luz, de aro-
mas y armonías.
Las jóvenes bailaban alegremente y bailaba también la señora de X. En los
sofás y en los mecedores, las viejas mamás y las viejas verdes comentaban los trajes,
las bellezas y las incidencias que ocurrían entre las parejas.
56
57
58
V
¿Adónde iba yo? Abandonado de todos, rechazado por la sociedad como
una planta maldita y perseguido sin tregua por aquel hombre fatal vestido de ne-
gro, entré poco a poco en mí. Rompiendo con poderosa voluntad las nieblas que
ofuscaban mi mente, comprendí la inmensidad de mi infortunio y mi corazón se
llenó de arrepentimiento y de tristeza.
El crimen pone su sello fatal sobre la frente de sus escogidos. Con los ojos de
mi espíritu abiertos a la luz de la verdad, veía al fin a Satanás en el hombre poseído
del espíritu del mal por la embriaguez brutal de las pasiones, y recordaba aquellas
sabias palabras de Jesucristo: “El diablo es mentiroso como su padre”. Incliné la
frente y con los pies descalzos y el báculo del peregrino, tomé resignado y humilde
la vía dolorosa de la expiación. Pero el camino, muy largo, trabajoso y sembrado de
espinas, me hacía desfallecer; y el hombre vestido de negro me sonreía brindándo-
me sus brazos para sostenerme:
—Te vuelves loco buscando un fantasma —me decía—, cuando yo puedo
abrirte todos los caminos.
Y después de pasar ríos helados cuyo frío penetraba mis huesos, la-
gos cubiertos de reptiles que hundían en mi cuerpo su acerado colmillo, arenas
59
60
I
Un día viste en mi aposento algunas hojas secas de mirto, dentro de una re-
lojera curiosamente trabajada con ópalos y caracoles, y me preguntaste lo que ello
significaba.
Te respondí que la relojera, hecha en Maracaibo, no tenía relación ninguna
con las hojas de mirto y me había sido regalada por uno de mis amigos de la infan-
cia, pero que las hojas de mirto encerraban una historia muy triste que con toda
su sencillez te narraría más tarde. Te cumplo hoy la promesa que te hice aquel día.
Escucha, pues, la historia de las hojas de mirto:
II
Años pasados tenía yo la costumbre de dirigirme a las seis de la mañana
hacia las vertientes del Anauco, buscando, más que placer y solaz para el espíritu,
alivio a mi salud quebrantada.
Entre las esquinas del Cerrito del Diablo y del Platanal, casi aislada, triste,
silenciosa, elevábase una pequeña casa de dos pisos, cuyas ventanas y puerta esta-
ban siempre herméticamente cerradas.
Fuera por esta última circunstancia o porque la soledad de la calle fuese más
propia para despertar las facultades del espíritu que la simple curiosidad del ob-
servador, es lo cierto que aquella casa jamás me hubiera llamado la atención sin un
incidente demasiado pueril, para cualquiera que no tenga la costumbre de buscar
la causa de los más pequeños acontecimientos.
65
66
67
68
69
70
V
Cuando algún tiempo después volví, la casa estaba solitaria, abierta de par
en par. Era evidente que el joven había muerto, porque la maceta de mirto estaba
allí, en un rincón, y las flores y las hojas marchitas, secas, enteramente secas, como
si hubiese ya muchos días que no recibían el calor del sol ni el riego de aquella
mano cariñosa.
Pero, ¿cuándo había muerto? ¿Por qué extraño capricho no había pensado
yo más antes en ir? Probablemente el infeliz creyó que yo no había vuelto a acor-
darme de él. En la pared, cerca del lugar en que yo lo había visto, leí estas pala-
bras escritas con lápiz: “Los cielos se abren para recibirnos”. Tomé algunas hojas de
aquel mirto marchito y me alejé fuertemente impresionado.
71
72
Todos los pueblos del universo tienen leyendas y supersticiones tan seme-
jantes, que la imaginación del hombre se sorprende poderosamente, como si viese
algún sello de verdad en el fondo de ellas.
La Goagira tiene también sus lavanderas nocturnas, leyenda que recuerda las
tradiciones alemanas.
El indio hipoana es voluntarioso y bravo como el jaguar manchado que
asuela las montañas goagiras. El cacique Caraire era el jefe de la tribu hipoana y
tenía una sobrina, llamada Irúa, hermosa y dulce como la paloma cuyo nombre
llevaba. Caraire quería enlazarla con el macuire Jarianare, el más rico y poderoso
de todos los indios que habitaban la Goagira, pero Irúa amaba con la pasión del
salvaje al gandul Arite, arrogante y valeroso indio, aunque no tenía otra fortuna
que la cuchilla que llevaba al cinto y el arco que colgaba de sus hombros.
Así, cuando el gandul Arite pidió la mano de la dulce Irúa, Caraire le con-
testó secamente con un movimiento de desprecio: Pia camamuice, tache guacire.
Arite se retiró silencioso y sombrío, sintiendo en su corazón algo como la morde-
dura de una serpiente, porque el indio era orgulloso y amaba mucho a Irúa, quien
por hermosa brillaba entre las vírgenes goagiras como estrella solitaria en medio
de un cielo cubierto de nubes.
Desde aquel día su amor fue más violento y desesperado, y empeñó una lu-
cha terrible para decidir a Irúa a que huyese con él a lo más espeso de las montañas
Azules; pero Irúa, que no perdía la esperanza de vencer el corazón del indomable
Caraire, le exhortaba a tener paciencia y a esperar.
77
78
79
1871
80
Juana, joven y hermosa como un rayo de sol, estaba sentada en la galería del
hogar cosiendo en actitud tan triste como si presintiese terribles desgracias. Cerca
de ella, en la sombra, se hallaba un joven de gallarda presencia, reclinado en un
sofá, inmóvil y silencioso, como si le devorase el fastidio.
Del patio cercano, de donde subía el olor de la hierba fresca recién cortada,
mezclado al aroma de las rosas y las magnolias, se alzaba el canto apagado y triste
de un pájaro blanco y de alas azules que en días más alegres poblaba el contorno
de notas armoniosas, como torrentes de perlas que cayesen en planchas de finísi-
mo oro.
El pájaro blanco de alas azules —prisionero en lujosa pajarera— había sido
regalado a los jóvenes esposos como talismán de mucho precio, por un hada mis-
teriosa que les había acariciado desde los primeros años de su vida, cuando el amor
comenzó a tejer para ellos sus lazos de rosa. El hada, al llevarles el pájaro, les había
dado excelentes consejos:
—Guardad este pájaro —les dijo— como un tesoro inapreciable. Mientras
esté con vosotros y seáis fieles seréis venturosos porque mi espíritu le acompaña a
todas partes. Tratad de vivir unidos y de tenerle bien seguro, porque tiene alas muy
ligeras y gusta mucho de refrescar su cuerpo en el espacio.
Y desde aquel día el pájaro blanco de alas azules, cuya voz era un torrente de
armonías, llenaba la casa de encanto y de felicidades como a palacio favorito de las
hadas, porque entre ambos esposos le mimaban y cuidaban con esmero. Pero este
día cantaba con voz muy débil y muy triste, y los dos hermosos jóvenes estaban de-
solados y pensativos.
85
86
87
El escultor Marliani 9
El ingeniero Chatillard 27
Tristán Cataletto 35
Hojas de mirto 65
El pájaro blanco 85