EL ORDEN NATURAL
Profesor Carlos Sacheri
PROLOGO
“El orden es la unidad resultante de la conveniente disposición de muchas cosas” (Contra
Gentes, III, 71). Es la pluralidad reducida a la unidad mediante el ordenamiento de los
fines. La ley de la finalidad es inseparable de todo lo que diga relación al orden. Hay un
orden natural y hay un orden sobrenatural. Ambos exaltan y revelan la intima unidad de
Dios, tanto ad intra como ad extra. Es por cierto que el cosmos, el universo siente en si
mismo una metafísica exigencia de orden y de unidad.
El orden natural no es un submundo o un orden de emergencia. No es tampoco obra de la
libre determinación humana. El orden natural es anterior al hombre. Se fundamenta en Dios
y participa del recóndito misterio del mismo Dios, cuyo orden divino y eterno se refleja en
el orden natural.
El orden natural es una realidad acabada en si misma, aun cuando la revelación nos
descubra el orden sobrenatural y nos muestre a que grado de perfección y elevación puede
ser llevado el orden natural informado por la gracia.
Por su propia naturaleza es inviolable el orden natural. La actitud del hombre debe ser de
total acatamiento. La vulneración de este orden introduce un tipo de violencia interior, cuya
victima inmediata es el mismo hombre que vulnera el orden.
El acatamiento, la fidelidad a las exigencias del orden natural, en definitiva son formas de
acatamiento a Dios y de aceptación de su Voluntad. Acatamiento que perfecciona al
individuo y lo libera de servidumbres.
El orden natural es una de las leyes esenciales la vida. Baste el simple ejemplo del cuerpo
humano. De su orden físico depende la salud, el crecimiento, la perfección física y gran
parte de su plenitud humana.
Este orden resplandece por fuera transformado en belleza. Se explica así la profunda
percepción de la belleza del orden natural de los artistas, de los genios y de los santos.
El orden natural, a su modo, es una maravillosa epifanía.
Pero este orden natural se proyecta de una manera múltiple: orden moral, orden social,
orden económico, orden político. Distintos aspectos y distintos fines de un mismo orden
natural, con sus leyes propias.
Este orden lamentablemente está siempre jaqueado. Es fácil vulnerarlo, máxime que en su
realización el hombre interviene con todo lo que es suyo. Por otra parte, la luz de la razón
no basta por sí misma —o se le hace muy difícil— para abarcar todo el orden natural y
definir, siempre en concreto, las líneas maestras de este orden.
Finalmente, el orden natural pese a su vigor intrínseco, a su fundamento en Dios, a su
participación en las leyes eternas, necesita sin embargo de la defensa del hombre. Y
viceversa. El orden defiende al hombre y el hombre al orden.
Su contrario —el desorden— es una excrescencia con raíces abismales, nunca extirpadas a
fondo.
Un gran Pensador y un gran Maestro —Carlos Sacheri— intuyó las profundas subyacencias
en el pensamiento y en el corazón del hombre actual. Subyacencias cargadas de errores y
negadoras no solo del orden sobrenatural, sino también del orden natural.
El pensamiento moderno se preocupa del hombre. Pero su concepción del hombre es falsa.
El hombre es mitificado, aparentemente convertido en el fin y en el centro de la Historia,
manipulado luego como cosa.
Sacheri advirtió que el muro se iba agrietando velozmente por el doble rechazo del orden
sobrenatural y del orden natural. Vio la problemática del orden natural subvertido y
vigorizado por una técnica portentosa. Y se volcó de lleno, no a llorar, sino a restaurar el
orden natural. Aquí está la razón de su sangre mártir. Contribución suya fueron los artículos
que Sacheri publicara con el título de La Iglesia y lo social 1. El parte de la Iglesia como
Institución divina y por lo tanto, como Misterio de Fe. El Magisterio de los Papas que él
analiza y aprovecha tiene la misma raíz sobrenatural. Pero en todos sus artículos campea o
subyace la realidad del orden natural, como requisito indispensable para asentar luego el
orden sobrenatural.
Este libro merecía mejor prólogo. Supla el afecto la pobreza de estas líneas.
MONS. ADOLFO TORTOLO
Arzobispo de Paraná
Paraná, septiembre 15 de 1975.
1
Aquí aparecen con el título definitivo de El orden natural (N. del E.)
3
LA IGLESIA Y LO SOCIAL: SU OBRA HISTORICA
1. LA IGLESIA Y LO SOCIAL: SU OBRA HISTORICA
Desde el origen mismo del Cristianismo, la Iglesia ha venido desarrollando una labor
constante por el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales y por asegurar la
vigencia práctica de los mismos en los países a través de los cuales ha ido extendiendo su
influencia benéfica. La dimensión social de su apostolado se ha traducido progresivamente
en tantas iniciativas e instituciones, que ninguna otra institución humana podría jactarse de
haber realizado obra semejante.
La magnitud de lo emprendido impide toda enumeración exhaustiva. Pero bastará una
breve consideración de ciertos hechos significativos para comprobar hasta qué punto el
mensaje de salvación que el Cristianismo aporta a los hombre se ha reflejado en una obra
admirable de promoción humana y social.
El Cristianismo primitivo
El mensaje de caridad evangélica muestra ya en las Epístolas de San Pablo su dimensión
social. Cuando el Apóstol se dirige al esclavo le recuerda sus derechos a la par que sus
obligaciones para con su señor, y de este modo, tan simple y silencioso, la difusión de la fe
cristiana fue transformando radicalmente la antigua institución de la esclavitud. El
testimonio imparcial de los historiadores de la antigüedad, pone de relieve la eficacia de la
labor desarrollada en tal sentido por las primeras comunidades cristianas que se
constituyeron a lo largo de todo el Imperio Romano.
El signo característico de la vida evangélica es aquél “¡Mirad cómo se aman!” de los
Hechos de los Apóstoles, con el cual los paganos reconocían las consecuencias prácticas de
la nueva religión. Millares de mártires, víctimas de crueles persecuciones, testimoniaron
con su vida la vocación de paz que los inspiraba.
Durante los siglos II a V, los Santos Padres de la Iglesia tanto latina como griega
desarrollaron en sus escritos un pensamiento profundo en materias sociales y hasta
económicas, sentando así las bases de la elaboración teológico-moral de los siglos
siguientes.
La cristiandad medieval
La crisis del Imperio pagano, transformó rápidamente a Europa ni un mosaico de pueblos y
naciones que se invadían y dominaban entre sí. La fuerza de las comunidades cristianas
existentes y el espíritu abnegado de los misioneros, fueron sentando las bases de la
pacificación social. Una nueva Europa surgió paulatinamente, unificada por la común
adhesión a los mismos valores religiosos y morales.
Las congregaciones religiosas recientemente surgidas crearon las primeras escuelas, para la
instrucción elemental del pueblo, El rico tesoro de las literaturas griegas y latina fueron
conservadas por los monjes, mediante el penoso procedimiento de la copia de los
manuscritos rescatados de la destrucción y del saqueo vandálico. Gracias a su esfuerzo, la
cultura occidental logró subsistir en lo esencial; obra tanto más meritoria si se considera el
lastre de inmoralidad que empañaba los valores de tantas creaciones de la Antigüedad.
En el plano social, las realizaciones del cristianismo medieval fueron múltiples. No solo la
primacía de los valores religiosos inspiró numerosas iniciativas de tipo asistencial, como
ser, la creación de hospitales (“casas de Dios”) y dispensarios, asilos de ancianos y
orfelinatos, etc. También presidió en materia económica la organización de talleres y de los
primeros gremios profesionales, instituciones que organizaban las actividades
económicas de cada oficio o artesanía, a la vez que asumían eficazmente la defensa de los
intereses comunes frente a la nobleza y al monarca. Lo mismo cabria señalar en cuanto a la
marcada descentralización de tas comunas y municipios en el orden político, con el
reconocimiento de sus autonomías a través de la legislación foral y los privilegios de que
gozaban muchas ciudades. En cuanto a la política “internacional” se refiere, la
autoridad religiosa desempeñó durante siglos la función de árbitro supremo al dirimir los
conflictos de los monarcas en litigio, asegurando así la paz entre los pueblos. Por otra
parte, no debe olvidarse que la moral cristiana creó una serie de instituciones y usos, como
la “tregua de Dios”, la “paz de Dios”, la prohibición del uso de ciertas armas, la
inviolabilidad de ciertos recintos, etc., cuyo respeto aseguraba la disminución de la
crueldad y de la destrucción, propias de toda contienda. El reciente caso de Biafra, muestra
el nivel de degradación colectiva alcanzado por las naciones modernas...
La Alta Edad Media testimonió elocuentemente el valor que la Iglesia asignó siempre al
cultivo de las ciencias y de las artes. Surgieron las primeras Universidades (París, Oxford,
Bologna) con el esplendor de la elaboración filosófica y teológica (S. Tomás, S.
Buenaventura) y el cultivo de las ciencias experimentales (S. Alberto Magno, R. Bacon).
Las letras y las artes alcanzaron una perfección incomparable con las catedrales góticas, las
obras del Dante y los frescos y cuadros de Giotto y Fra Angélico.
Los tiempos modernos
Durante el Renacimiento, la Iglesia presidió el desarrollo de las letras y las artes, con Papas
como Julio II. Pero al mismo tiempo inspiró sentido misional a los descubrimientos y
colonizaciones de nuevas regiones. Los teólogos españoles del siglo XVI sentaron las bases
de los derechos humanos, con una precisión que nada tiene que envidiar a la Declaración de
la O. N. U. de 1948. Al mismo tiempo elaboraron los principios del moderno derecho
internacional y asumieron la defensa de los derechos de los aborígenes. En nuestro país aún
existen vestigios de la admirable obra de promoción cultural y social de las misiones
jesuíticas, franciscanas, etc.
Frente al capitalismo en formación la Iglesia reiteró incansablemente la prohibición de la
usura, con documentos como la Bula Detestabilis de Sixto V (21-10-1586) y la Bula Vix
pervenit, de Benedicto XIV (1-11-1745). Denunció enérgicamente la supresión de los
derechos de reunión y de asociación y la disolución de las organizaciones gremiales
existentes, por imposición de la ley Le Chapelier dictada por los revolucionarios franceses.
La “cuestión social” acababa de nacer. Las nefastas consecuencias del liberalismo
económico y político ensombrecerían el surgimiento del romántico siglo XIX, con la
miseria de cientos de miles de hogares obreros y el empobrecimiento de las clases medias,
en beneficio de una burguesía próspera que logró adueñarse del poder político, destronando
reyes en nombre del “pueblo soberano”.
Por su parte, la Iglesia, defensora del orden natural y de los derechos humanos, se aprestó a
combatir con nuevas armas a los enemigos de la Fe y de la civilización.
2. LA IGLESIA Y LA CUESTION SOCIAL (el siglo XIX)
El proceso revolucionario
Como lo han reiterado incansablemente los Pontífices, sobre todo, a partir de Pío IX, los
grandes males de la civilización moderna provienen de las erróneas ideologías que se
difundieron en las naciones occidentales. La crisis intelectual dio paso a la corrupción de
las costumbres y ésta última originó una serie -aún hoy inacabada- de crisis políticas y
sociales, de guerras civiles e internacionales, cuya etapa más reciente estaría configurada
por la guerra subversiva. El diagnóstico de los Papas es unánime al respecto; para
comprobarlo basta con releer documentos tan significativos como el Syllabus de Pío IX e
Inmortale Dei de León XIII Y confrontarlos con la encíclica Ad Petri Cathedram de Juan
XXIII e innumerables alocuciones de Pablo VI. Las falsas ideologías llevan a la corrupción
moral y ésta desemboca en la subversión social. El surgimiento y la evolución de la llamada
“cuestión social” en los siglos XIX y XX constituyen una prueba elocuente.
Las crisis sociales
La caída del “ancien régime” de las monarquías europeas, como consecuencia de la
Revolución Francesa, perturbó profundamente el orden social sumando a las consecuencias
desastrosas del liberalismo capitalista, la inestabilidad de los regímenes políticos. El
profundo cambio tecnológico que ocurriera principalmente a lo largo del siglo XVIII y que
se conoce con el nombre de “revolución industrial”, contribuyó singularmente a aumentar
los desequilibrios sociales existentes bajo el absolutismo monárquico.
La aplicación sistemática de maquinaria de reciente invención al proceso de la producción
industrial, coincidió históricamente con el auge del Enciclopedismo o Iluminismo y la
formulación del liberalismo económico y político. Lo que estaba llamado a acelerar el
progreso económico de la humanidad, se vio, pues desvirtuado por el influjo de las
ideologías. El avance tecnológico permitió que la nueva burguesía industrial aumentara
constantemente su poder económico, en detrimento de la clase obrera y de la clase media y
hasta de la propia nobleza. Surge así un fenómeno social otrora desconocido: el
proletariado. El auge industrial fomentó la deserción rural al par que favoreció la
concentración urbana de la población.
Las familias emigradas no lograban trabajar sino en condiciones misérrimas, carentes de
toda protección y estabilidad.
Los abusos de todo tipo y el pauperismo creciente de enormes masas de población,
terminaron por hacer tomar conciencia de la necesidad de unirse para defenderse. Así
surgen por un lado, las corrientes socialistas y, por otro, los primeros esbozos de
organización sindical.
La cuestión social: sus etapas
Podemos caracterizar a la “cuestión social” como la cuestión de las deficiencias del orden
social de una sociedad para la realización del bien común. Su solución supone el análisis de
las causas y de los medios para superarlas.
Como toda realidad histórica, la cuestión social ha evolucionado sensiblemente hasta
nuestros días. En su transformación podemos distinguir tres etapas principales. En su fase
inicial, el problema social se concentró en el pauperismo del proletariado industrial; es la
“cuestión obrera”. En una segunda etapa, los efectos perniciosos del capitalismo liberal se
extendieron a todos los sectores de la población, agregándose a la cuestión obrera, el
problema del artesano, el de la población rural, el de las clases medias y la crisis familiar.
Todas las estructuras comunitarias fueron desapareciendo, atomizando a la sociedad en un
conglomerado de individuos, inermes ante la opresión de los poderosos y la indiferencia del
Estado.
Hacia 1930 la cuestión social toma un nuevo cariz, al internacionalizarse. La crisis
financiera se extiende a casi todo el mundo, la segunda guerra sume a los pueblos en la
inquietud y la inestabilidad. Numerosas naciones cobran conciencia del desequilibrio
creciente entre las naciones industrializadas y aquellos que aún no han salido de una
economía rudimentaria de tipo agropecuario. El crecimiento demográfico agrava el
panorama ya sombrío. Es la “cuestión del subdesarrollo”, abordada por Juan XXIII en
Mater et Magistra y por Pablo VI en Populorum Progressio.
La obra de la Iglesia
A medida que las naciones occidentales se iban apartando progresivamente de las
convicciones religiosas y de las prácticas morales del catolicismo, la Iglesia fue
diagnosticando en forma certera la raíz de los males y puntualizó los principios
permanentes de toda auténtica organización social.
Su obra se desarrolló a través de dos medios principales. El uno teórico, el otro práctico.
El instrumento teórico lo constituyó la llamada “Doctrina social de la Iglesia”; el
instrumento práctico, estuvo dado por la multiplicidad de iniciativas de todo tipo, mediante
las cuales aquella doctrina fue aplicada concretamente a las diferentes situaciones y
problemas.
La doctrina social de la Iglesia existió desde siempre. Podemos decir que comienza con el
evangélico “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. La Patrística, la
teología medieval, la escolástica del siglo XVI, jalonan su elaboración histórica. Pero es a
partir del Papa Benedicto XV, que la doctrina es formulada en forma sistemática, metódica
a través de las encíclicas papales. Una pléyade de grandes Papas dio una síntesis coherente
y completa sobre todos los problemas de orden social contemporáneo a la luz de los eternos
principios del derecho natural y del Evangelio.
En el plano de las realizaciones concretas, surgieron por doquier las primeras medidas
prácticas para superar la cuestión social. En todos los países católicos se organizaron
centros de estudios sociales, que llevaron a cabo las primeras acciones concretas. El círculo
vienés de Vogelsang, el centro de estudios sociales de Malinas, fundado por el Card.
Mercier, los centros alemanes animados por Mons. Ketteler, los grupos franceses inspirados
por Ounam y por F. Le Play, Albert de Mühn y La Tour du Pin, son otros tantos ejemplos de
militancia concreta en lo social.
A estos grupos se debieron la creación del salario familiar, la organización de los sindicatos
católicos, la constitución de las primeras mutuales y asociaciones de seguros sociales
(accidentes del trabajo, pensiones, etc.) para los mineros austriacos, talleres de capacitación
obrera y tantas otras iniciativas admirables realizadas por hombres como
León Harmel, modelo del empresario católico.
Nuestro país recibió el influjo de esas iniciativas a través de los grupos del Padre Grote, La
J.O.C., los círculos católicos de obreros, las mutuales, etc. cuya admirable historia está aún
por escribirse.
3. ¿POR QUE UNA “DOCTRINA SOCIAL”?
Muchas personas se sorprenden al constatar que la Iglesia Católica interviene con
frecuencia en el campo de los problemas económicos, sociales, políticos y culturales,
mediante una serie de documentos del Magisterio, alocuciones, encíclicas, etc. El Concilio
Vaticano II ha reiterado esta actitud permanente de la Iglesia. Tales hechos preocupan, pues
no siempre se perciben claramente las razones de tal intervención en terrenos ajenos a lo
propiamente religioso. Por otra parte, se observa que esta actitud de la Iglesia al formular
una “doctrina social” constituye una verdadera excepción respecto de las demás
confesiones religiosas; éstas últimas, rara vez se pronuncian sobre estos temas. ¿No habrá
pues, una extralimitación por parte de la Iglesia? Y si no la hay, ¿a qué se debe tal
intervención y qué alcances tiene?
Razones de una intervención
Buena parte de estas inquietudes son las resultantes del espíritu laicista que imperó durante
todo el siglo XIX y, entre nosotros, durante buena parte del presente siglo. El laicismo,
característico de liberales y de socialistas, relegaba la Iglesia “a la sacristía”; no admitía la
menor vinculación entre religión y orden social. Cuando no han sido abiertamente hostiles a
lo religioso, sostenían como postura más benigna la total independencia entre la fe y la vida
cotidiana.
La posición de la Iglesia Católica en esta materia es completamente diferente a la del
laicismo. El Vaticano II la formula con precisión: “La misión propia que Cristo confió a
su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden
religioso”. Pero es precisamente de esta misma misión religiosa que derivan funciones,
luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según
la ley divina... Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana
radican en esa fe y esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el pleno dominio
exterior ejercido con medios puramente humanos” (Gaudium et Spes, n. 42).
Pío XII había ya formulado la misma distinción respecto del fin propio de la Iglesia:
“Jesucristo, su divino fundador, no le dio ningún mandato ni le fijó ningún fin de orden
cultural. El fin que Cristo le asignó es estrictamente religioso... La Iglesia no puede perder
jamás de vista ese fin estrictamente religioso, sobrenatural. El sentido de todas sus
actividades, hasta el último canon de su Código, no puede ser otro que el de procurarlo
directa o indirectamente” (9-3-56).
En otras palabras. La Iglesia tiene por misión el conducir los hombres a Dios. Pero los
hombres alcanzan su destino eterno, según que respeten o no el designio providencial de
Dios, durante su vida en la tierra. De ahí que la doctrina cristiana haya siempre afirmado la
vinculación íntima que existe entre el orden natural y el orden sobrenatural, entre la
naturaleza y la Gracia, entre la vida terrena y la beatitud eterna.
Un principio teológico fundamental afirma: “La Gracia supone la naturaleza; no la
destruye, sino que la sobreeleva”. En el orden moral, por ejemplo, no hay perfección
cristiana real que no implique la rectitud moral natural. Las virtudes teologales de fe,
esperanza y caridad suponen la práctica de la templanza, la fortaleza, la justicia y la
prudencia, que son virtudes humanas. Lo sobrenatural añade, por cierto, mayores
exigencias a lo simplemente humano, en razón de la mayor perfección del fin a alcanzar;
pero supone siempre, el respeto absoluto de todos los valores humanos.
Del mismo modo, existe una profunda correspondencia entre las verdades naturales, al
alcance de la razón, con las verdades sobrenaturales contenidas en la Revelación divina.
Así como la caridad presupone la justicia, así también la Fe presupone la razón, Chesterton
lo expresaba gráficamente al decir: “Lo que la Iglesia le pide al hombre para entrar en ella,
no es que se quite la cabeza, sino tan solo que se quite el sombrero”.
En razón de su misión sobrenatural, la Iglesia debe velar sobre todos aquellos valores y
actividades que puedan afectar directa o indirectamente al progreso religioso de los
hombres. Su campo específico de acción es lo que hace directamente a la Fe y la moral.
Cabe preguntar si esas normas morales pueden regir sensatamente para lo meramente
individual o sí, por el contrario, deben abarcar también las actividades sociales de la
persona. Evidentemente, la moral incluye ambas dimensiones: lo personal y lo social.
“De la forma dada a la sociedad, en armonía o no con las leyes divinas, depende el bien o el
mal para las almas” (Pío XII, 1-6-41).
Una “doctrina”
La enseñanza pontificia en materia social constituye una doctrina. Esta presenta tres
características principales: 1) síntesis especulativa; 2) de alcance práctico y 3) moralmente
obligatoria.
Implica una síntesis teórica puesto que contiene y ordena en un todo armonioso, un
conjunto de principios que cubren todos los aspectos fundamentales del orden temporal,
tanto en lo nacional como en lo internacional.
Pero esa teoría del recto orden humano de convivencia está destinada a iluminar la acción;
tiene un alcance práctico. “Todo principio relativo a la cuestión social no debe ser
solamente expuesto, sino que debe ser realmente puesto en práctica” (Mater et Magistra, n.
226).
Por último, la doctrina reviste un carácter de obligatoriedad moral, ya que obliga en
conciencia a los cristianos a vivir y obrar en conformidad a sus enunciados: “Esta doctrina
es clara en todas sus partes. Es obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin peligro para la
fe y el orden moral” (Pío XII, 29-4, 1945).
Una doctrina “social”
El punto de partida o la fuente de esta doctrina es doble: la Revelación y la ley natural.
Sobre este doble fundamento la Iglesia formula los principios arquitectónicos de todo recto
orden social. Es decir, de todo ordenamiento humano.
La necesidad de tal formación, sobre todo en el último siglo y medio, resulta manifiesta si
se considera lo dicho respecto de la naturaleza y evolución de la cuestión social. La crisis
de la humanidad se ha ido agravando más y más, abarcando todas las actividades e
instituciones humanas. Crisis de los derechos humanos; crisis de las familias; crisis de las
relaciones laborales, de las empresas y de las profesiones; crisis de las comunidades
nacionales; crisis del orden internacional. “Tales son los males que padece el mundo en la
actualidad”, señalaba Pío XI en 1922 (Ubi Arcano Dei).
Una doctrina social “cristiana”
El carácter “católico” de esta doctrina social tiene dos aspectos básicos. Es católica,
primeramente, porque es formulada a la luz de los principios eternos del Evangelio y
vincula constantemente el orden social con las exigencias de la moral cristiana. Pero lo es
también por una razón circunstancial: solo la Iglesia Católica ha emprendido la ardua tarea
de criticar todos los desórdenes actuales y formular los principios de su solución.
4. NATURALEZA DEL MAGISTERIO
Necesidad del Magisterio: su origen histórico
En la concepción cristiana, la verdadera Iglesia de Jesucristo es una. Así lo profesa el Credo
o símbolo de la fe: Creo en la Iglesia, una... Esta unidad es la Iglesia, como sociedad de
todos los fieles consiste esencialmente en una unidad de fe, porque la virtud sobrenatural de
fe es el primero de los vínculos que unen al hombre con el Creador: Un solo Señor, una sola
fe, un solo bautismo (S. Pablo, Efesios 4,5).
El Papa León XIII, en la encíclica Satis Cognitum sobre la unidad de la Iglesia, expone
ampliamente la necesidad de un Magisterio que mantenga vigente el mensaje que Cristo
trajo a la humanidad. El mandato evangélico acuerda, precisamente, la prioridad a la
difusión de la doctrina: Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id, pues, y
enseñad a todas las naciones... Enseñadlas a observar todo lo que os he mandado (S. Mateo,
28, 18.20). Si la base del catolicismo es la comunión de los fieles en una misma doctrina,
resulta absolutamente indispensable asegurar en el seno de la Iglesia la unidad y pureza en
la transmisión y profundización de la verdad revelada.
¿A qué se extiende el Magisterio?
León XIII enseña que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y
además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad,
confirmado por milagros, y quiso que las enseñanzas de dicho magisterio fuesen recibidas
como las suyas propias. S. Agustín subrayó la importancia del magisterio y su enorme
provecho para las almas: Si toda ciencia, aún la más humilde y fácil, exige para ser
adquirida, el auxilio de un doctor o de un maestro, ¿puede imaginarse un orgullo más
temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, que negarse a recibirlos de boca de
sus intérpretes y sin conocerlos querer condenarlos? (De Utilitate Fidei, 17, 25).
El Magisterio eclesiástico se extiende al conjunto de las verdades de salvación, esto es, a
todas las enseñanzas contenidas en la Revelación divina y que son necesarias para que los
hombres puedan alcanzar su fin sobrenatural. Pero la Palabra de Dios es infinitamente rica
en contenido y no se limita a lo expresamente enunciado en la Sagrada Escritura. Lo
explícitamente revelado, contiene a su vez verdades implícitas (revelación virtual) de gran
utilidad; la razón humana, iluminada por la fe, puede ir desentrañando progresivamente
tales verdades. Esta es la labor de la Teología. Así por ejemplo, la Biblia no dice
expresamente que la Virgen María haya nacido sin pecado original o que se encuentre en el
cielo en cuerpo y alma; la tradición teológica ha ido elaborando estos dogmas a través de
los siglos y los Papas Pío IX y Pío XII enunciaron solamente la Inmaculada Concepción y
la Asunción de María, respectivamente.
Pero las verdades de fe o dogmas no bastan para asegurar la santificación de los fieles.
El Catolicismo afirma que los hombres han de cooperar activamente con Dios en su propia
salvación. Por eso dice S. Pablo que la fe sin obras es cosa muerta; la fe debe ser
completada por las virtudes de esperanza .y caridad. El mensaje cristiano incluye, pues, un
conjunto de principios morales que orientan la conducta cotidiana de los creyentes.
Estas normas morales forman parte de la Revelación divina, por ejemplo, los diez
mandamientos que Dios comunica a Moisés o el “Sermón de la montaña”.
Dentro del orden moral, el Magisterio de la Iglesia se extiende también a aquellas normas
fundamentales que la sola razón humana puede alcanzar por sí misma. En este caso, la
Revelación y el Magisterio no hacen sino ratificar con su autoridad las certezas naturales.
“No matar”, “No robar”, etc. son verdades naturalmente accesibles a todos los hombres,
creyentes o no. Pero la Iglesia las ratifica para facilitar su conocimiento y aplicación, dado
que el pecado original ha debilitado el poder de nuestro entendimiento y de nuestra
voluntad. Esto es particularmente aplicable a la doctrina social de la Iglesia, la cual no hace
sino expresar las exigencias de la justicia y de la caridad en el plano de lo económico, de lo
social, de lo político y de lo cultural.
En consecuencia, el Magisterio de la Iglesia se extiende a todas las verdades de fe y a los
principios morales, tanto revelados como naturales, que son indispensables para la
salvación de los hombres.
El Magisterio del Papa: su carisma de infalibilidad
El primado de la Iglesia es ejercido, por voluntad de Jesucristo, por el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (S. Mateo, 16, 23).
El magisterio es ejercido dentro de la Iglesia, por el Papa y por los obispos: Fuera de los
legítimos sucesores de los apóstoles, no hay otros maestros por derecho divino en la Iglesia
de Cristo (Pío XII, 31-5-54).
El Vaticano II en estricta continuidad con el Vaticano I, ha reiterado las enseñanzas de éste
respecto de la infalibilidad del Papa. Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que
tuviese su Iglesia, cuando define la doctrina de fe y costumbres se extiende tanto cuanto
abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con
fidelidad (Lumen Gentium, n. 25). En el mismo documento expresa: “Esta doctrina (del
Concilio Vaticano I) sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro
primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone
nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles (ídem, n. 18).
El Papa ejerce su magisterio en dos formas fundamentales: el magisterio extraordinario y el
magisterio ordinario. En el primero define solemne e infaliblemente, la doctrina de fe y de
moral, siendo su enseñanza absolutamente irreformable; es lo que el Vaticano I expresó con
la fórmula ex cathedra. El magisterio ordinario, en cambio, no presenta necesariamente esta
nota de infalibilidad, pues no define solemnemente verdades dogmáticas o morales, y tiene
generalmente un carácter pastoral, como el Vaticano II lo ha declarado expresamente de sus
propios documentos: “Dado el carácter pastoral, el Concilio ha evitado pronunciar de forma
extraordinaria dogmas dotados con la nota de infalibilidad; pero sin embargo, ha fortalecido
sus enseñanzas con la autoridad del supremo magisterio ordinario; magisterio ordinario y
plenamente auténtico que debe ser aceptado dócil y sinceramente por todos los fieles”
(Pablo VI, 5-8-64). Debe aclararse que el carácter propio del magisterio ordinario no ha
sido precisado hasta ahora en forma oficial, en lo que a su posible infalibilidad se refiere
(ver Humani Generis de Pío XII).
Debe distinguirse el magisterio pontificio del magisterio episcopal o magisterio de los
obispos. Este último puede asumir la nota de infalibilidad solo en la medida de su unión
con el Papa. El Vaticano II declara: “La infalibilidad, prometida a la Iglesia reside también
en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor
de Pedro” (Lumen Gentium, n. 25). Cada obispo no goza por sí de la prerrogativa de
infalibilidad, pero puede proponer infaliblemente la doctrina de Cristo, manteniendo el
vínculo de comunión entre sí y con el Romano Pontífice.
5. EL VALOR DE LAS ENCICLICAS SOCIALES
Qué es una encíclica
A partir del pontificado de Gregorio XVI, el Magisterio romano ha empleado cada vez más
frecuentemente ciertos documentos denominados “encíclicas”. Con este término se
designan las Cartas Apostólicas (Litterae Encyclicae) del Magisterio Oficial de la Iglesia,
que el Papa dirige a los obispos de una región o país, o bien más generalmente a todos los
obispos del mundo, para exponer o reafirmar la doctrina cristiana sobre temas
determinados.
Etimológicamente, encíclica deriva del griego y significa: algo circular, redondo y, por
extensión, algo completo, acabado. Así por ejemplo el término “enciclopedia” significa un
compendio sobre todos los temas. En este sentido, una Carta Encíclica contiene
habitualmente una exposición doctrinal completa o, al menos, suficientemente extensa
sobre ciertos temas cuyo esclarecimiento… o reafirmación aparece como exigido por las
circunstancias.
Naturaleza de las encíclicas sociales
Toda encíclica es un acto del Magisterio ordinario del Papa. En nota anterior se señaló la
diferencia entre los actos del Magisterio extraordinario y los actos del Magisterio ordinario.
En estos últimos el Pontífice expone habitualmente y a través de documentos de diversa
naturaleza, su enseñanza y sus decisiones concretas de orden pastoral. En este sentido, las
Encíclicas constituyen los documentos más formales y extensos del Magisterio ordinario.
Respecto de las “Encíclicas sociales” debe señalarse que la expresión alude a la temática de
dichos documentos, sin implicar por ello una forma o especie particular de los mismos. En
esas encíclicas los Papas de los últimos tiempos, especialmente a partir de León XIII,
elaboraron un cuerpo doctrinal sin parangón alguno en la historia humana. En él se
contienen los principios rectores de todo orden social auténticamente humano, tanto en lo
económico, como en lo social, lo político y lo cultural. Principios esenciales que, a manera
de estructura arquitectónica deben configurar todo el orden de las relaciones humanas en
sociedad.
Tal formulación doctrinal en el campo social no obedece a una suerte de intromisión de la
Iglesia en una esfera ajena a su misión, como sostuvo el laicismo. Ella no establece
“normas de carácter puramente práctico, casi diríamos técnico”, pues ello no le compete
(Pío XII, Mensaje de Pentecostés, 1941). Le compete, en cambio, juzgar si las bases de un
orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y
Redentor ha promulgado por medio del derecho natural y la revelación (op. cit.). “La ley
natural. He ahí el fundamento sobre el cual reposa la doctrina social de la Iglesia. Es
precisamente su concepción cristiana del mundo la que ha inspirado y sostenido a la Iglesia
en la edificación de esta doctrina sobre dicho fundamento. Cuando combate por conquistar
o defender su propia libertad, lo hace por la verdadera libertad, por los derechos
primordiales del hombre. A sus ojos esos derechos esenciales son tan inviolables, que
contra ellos ninguna razón de Estado, ningún pretexto de bien común podrían prevalecer”
(Pío XII, 25-9-49).
En consecuencia, la Iglesia interviene en el campo social en la medida misma en que éste se
vincula al orden moral. En la medida en que una sociedad se edifica en el respeto de la
persona y sus derechos, favorece el cumplimiento del sentido cristiano de la vida.
En caso contrario, al desconocer en los hechos al hombre y su dignidad propia, dificultará
la vigencia de los valores religiosos y, en consecuencia, comprometerá la salvación de las
almas.
Valor de las encíclicas
La cuestión del valor propio de las Encíclicas del Magisterio ordinario permanece abierta
entre los especialistas. El Vaticano I no se pronunció sino sobre el Magisterio extraordinario
y el Vaticano II no hace referencia al tema sino en un aspecto particular, aunque muy
importante.
El problema se reduce, en última instancia, a saber si el privilegio de la infalibilidad papal
se extiende o no al Magisterio ordinario. Una actitud muy simplista y difundida consiste en
negar la imperancia a todo acto que no sea ex cathedra. La cuestión dista de ser tan simple
y así lo señala Pío XII, en Humani Generis, cuando dice: “Tampoco debe estimarse que lo
que es propuesto en las Encíclicas no exige de suyo, el asentimiento, por no ejercer en ellas
los Papas el poder supremo de su Magisterio. A lo que se enseña por el ministerio ordinario
también se aplica la palabra:
‘Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha’; y casi siempre, lo que está expuesto en las
Encíclicas ya pertenece, por otra parte, a la doctrina católica. Si los Papas formulan
expresamente en sus actos un juicio sobre una materia hasta entonces controvertida, todo el
mundo comprende que esa materia, en el pensamiento y voluntad de los Sumos Pontífices,
ya no puede ser en adelante considerada como una cuestión libre entre teólogos”.
Siguiendo a Paul Nau O. S. B., el mejor expositor de este difícil tema, cabe señalar que
ninguna Encíclica aislada puede aspirar a la infalibilidad de una definición rigurosa de la fe.
Pero esa infalibilidad se halla implicada estrictamente cuando se da la total convergencia
sobre una doctrina en una serie de documentos, pues tal continuidad excluye por sí toda
posible duda respecto del contenido auténtico de la enseñanza romana. (Une source
doctrinales: les Encycliques, ed. du Cedre, París, 1952, p. 75). Es la coherencia, la
constancia, la insistencia de una misma doctrina la que asegura, al menos, la equivalencia
práctica de la inerrancia.
Así lo reafirma el Vaticano II, al insistir en que los documentos del Magisterio ordinario
obligan en conciencia a todos los fieles: “Este obsequio religioso de la voluntad y del
entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano
Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia
su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él,
según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de
los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la
forma de decirlo” (Lumen Gentium, n. 25).
6. COMO INTERPRETAR LOS DOCUMENTOS PONTIFICIOS
Una dificultad muy corriente en materia de doctrina social de la Iglesia consiste en creer
que tales documentos son de “uso exclusivo” de los Obispos y teólogos o, al menos,
restringidos a una élite limitada. Tal confusión suele basarse en la creencia gratuita, en la
dificultad de interpretar correctamente los documentos pontificios; otras veces se alega que
los mismos documentos dan pie a interpretaciones divergentes, peligrosas, etc., razón por la
cual se concluye que “mejor es no meterse”.
Saliendo al cruce de tales objeciones, Pío XII señaló que dicha doctrina “es clara en todas
sus partes” y afirmó su carácter obligatorio para todo católico (29-4-45). Cierto es que la
claridad de las encíclicas no implica necesariamente que cada uno de sus párrafos sin
excepción, sean de una total claridad y no den pie a ninguna divergencia interpretativa.
Pero el que tales cosas ocurran no prueba la ambigüedad ni la dificultad de la doctrina, sino
que traduce nuestras imperfecciones, nuestros apriorismos, o nuestras precipitaciones
personales.
Por otra parte, la doctrina social se dirige primeramente a los Obispos, en cuanto que ellos
participan en la obligación de enseñar la verdad cristiana a los fieles, sin retaceos ni falsos
compromisos. Pero son los laicos los directamente llamados a aplicar ese cuerpo de
principios a la sociedad de la cual forman parte. El mayor error consistiría en hacer caso de
tales objeciones y abandonar el estudio metódico de una doctrina tan elevada, profunda y
armoniosa, pues ello implicaría renunciar al deber de dar testimonio cotidiano de Cristo.
Las reglas de interpretación
Resulta conveniente recordar algunos principios básicos y de buen sentido, en la
interpretación de aquellos textos pontificios o conciliares de interpretación controvertida.
Podemos resumirlas en las siguientes reglas:
1) Establecer o restablecer el texto auténtico del pensamiento pontificio.
Resulta manifiesto que la mejor garantía de una buena interpretación es partir del texto
oficial del Magisterio papal y no de versiones poco seguras. Al respecto conviene recordar
que el texto oficial de un documentó papal es aquel que se publica en las Acta Apostolicae
Sedis, editada en el Vaticano. El texto oficial es casi siempre el redactado en latín; ninguna
traducción puede reemplazar la referencia al texto latino. Pero, en general, uno puede
remitirse a las traducciones publicadas en L’Osservatore Romano, aunque con la salvedad
antes expresada. Las traducciones o ediciones hechas por particulares valen según su
fidelidad al original. Un ejemplo conocido es el del término “socialización”; que algunos
han pretendido utilizar como sinónimo de socialismo, cuando el texto latino de Mater et
Magistra habla de “aumento o incremento de las relaciones sociales”, lo cual nada tiene
que ver con el socialismo.
2) Analizar cuidadosamente las expresiones del Papa.
Los documentos papales son objeto de una redacción muy pulcra y meditada, luego de
numerosas consultas con teólogos y especialistas, según la importancia del tema. Por lo
tanto, no resulta serio hacer afirmaciones a la ligera, sin tener en cuenta los matices con que
cada principio es formulado. Esto requiere cierto estudio y no el contentarse con una
somera lectura,
3) Aclarar el texto verificando los textos paralelos en los que el mismo tema haya sido
abordado.
Esta es una regla fundamental, pues la experiencia muestra que las mayores dificultades
desaparecen al aplicarla. Los textos paralelos son aquellos otros pasajes, de otras encíclicas
o alocuciones, en los cuales un Papa ha tocado el mismo problema u otro similar. Al
constatar la admirable continuidad de pensamiento que caracteriza a las encíclicas, uno
puede aclarar un pasaje difícil mediante los demás documentos. Este recurso elimina casi
todas las dificultades de interpretación. Para ello se requiere un conocimiento adecuado de
los documentos más importantes, lo cual pone a prueba nuestra constancia y seriedad.
4) La interpretación debe ir del todo a la parte y de la parte al todo.
Cada pasaje debe ser ubicado en su contexto inmediato, de modo tal que a partir de cada
principio fundamental uno pueda armonizar el contenido del resto y, recíprocamente, el
conjunto del texto debe iluminar cada uno de los párrafos.
5) considerar las circunstancias que han originado el documento.
Cada documento emana de una preocupación del Papa frente a situaciones o problemas
concretos, más o menos generales. Así por ejemplo, los discursos de Pablo VI a las
naciones unidas o a la O.I.T. se dirigen a cierto auditorio, en determinadas circunstancias.
Mediante el análisis de tales elementos uno puede comprender mejor la intención pontificia
y medir el grado de universalidad o generalidad de la doctrina expuesta, según que se
refiera a un contexto o a problemas humanos esenciales.
6) Distinguir claramente lo doctrinal de lo prudencial.
Todo acto del Magisterio encierra una enseñanza determinada, esto es, un conjunto de
principios doctrinales referidos a un problema dado. El enunciado de los principios reviste
de suyo un carácter universal, o sea válido para la totalidad o la mayoría de los casos. Pero
además de enunciar principios, las encíclicas y alocuciones incluyen referencias de tipo
prudencia, es decir aplicaciones a situaciones o ejemplos particulares. Estos últimos no
tienen el mismo alcance universal de los principios doctrinales, pues implican juicios o
aplicaciones a casos particulares, en función de las circunstancias propias de cada caso. En
estos aspectos prudenciales, resultaría posible cierta inadecuación o confusión por parte del
Pontífice, pues en materia tan compleja no compromete al Magisterio como tal. Pero el
buen sentido indica que, antes de discrepar con una apreciación prudencial del Papa
debemos inclinarnos en principio a seguir su juicio y aguzar la razón para captar cuáles son
los motivos que puedan fundamentarlo.
Lo mismo cabe decir con las consignas prácticas o las exhortaciones que casi siempre
incluyen los documentos pontificios; su valor se limita a lo prudencial pero no por eso
deben ser desoídos ni descuidados.
7) Aclarar el texto a la luz de la teología y de la filosofía.
El contenido de los documentos suele incluir referencias a los Papas anteriores y a las obras
de los Padres de la Iglesia y los Doctores. Tales referencias no son recursos de falsa
erudición, sino orientaciones concretas que el Papa da para garantizar la recta comprensión
de la doctrina que enuncia. Por eso los fieles tienen que recurrir a las enseñanzas de la
tradición teológica y filosófica del Cristianismo a lo largo de los siglos. Al respecto cabe
señalar el lugar eminente que tiene en la Iglesia la doctrina de Santo Tomás de Aquino,
único Doctor Universal, pues en sus obras hallamos el más firme fundamento filosófico y
teológico de toda buena formación religiosa. Así lo reitera el concilio Vaticano II en dos
documentos: Optatam Totius y Gravissimum Educationis.
7. ¿EXISTE UN ORDEN NATURAL?
La cultura moderna ha ido perdiendo gradualmente el sentido del orden a medida que la
filosofía se fue desvinculando de la realidad cotidiana para refugiarse en un juego mental,
sin contacto con las cosas concretas. Como consecuencia de este proceso histórico, el
hombre fue reemplazando los datos naturales de la experiencia con las construcciones de la
razón y de la imaginación.
Así han surgido en los últimos dos siglos diversas doctrinas, a veces opuestas entre sí, pero
cuyo común denominador consiste en la negación de un orden natural.
El materialismo positivista, el relativismo, el existencialismo, coinciden en negar la
regularidad, la constancia, la permanencia de la realidad y, en particular, la existencia de
una naturaleza humana y de un orden social natural que sirvan de fundamento a las normas
morales y a las relaciones sociales.
El materialismo positivista sostiene que todo el universo, tanto físico como humano, está
constituido por un único principio que es la Materia. Afirma que la materia está en
movimiento y trata de justificar la variedad de seres de toda especie que existen en nuestro
planeta, diciendo que las diversas partículas materiales van cambiando de lugar, se asocian
como consecuencia de fuerzas mecánicas, que se irían combinando por un azar gigantesco.
El azar cósmico es erigido para poder negar la existencia de Dios y su inteligencia
ordenadora del mundo.
Por su parte, la corriente relativista niega la existencia de toda realidad permanente.
Apoyándose en la experiencia del cambio, de las variaciones que se dan tanto en la realidad
física como en la humana, el relativismo niega toda verdad trascendente y todo valor moral
universal. En semejante concepción todo conocimiento, toda norma ética, toda estructura
social, son relativos a un tiempo dado y en un lugar determinado, pero pierden toda
vigencia en otros casos. Todo cambia, todo se transforma incesantemente, sin que pueda
hablarse de un orden esencial.
En forma semejante al relativismo, la corriente existencialista hace hincapié en la
contingencia, en las incesantes variaciones que afectan a la condición humana. El hombre
carece de naturaleza -proclama el existencialista ateo Jean-Paul Sastre- y al no tener una
naturaleza, tampoco existe un Autor de la naturaleza, es decir, Dios (ver L’existentialisme
est un humanisme, Ed. Nagel, París, 1968, p. 22). En consecuencia, el hombre se construye
a sí mismo a través de su libertad; es el mero “proyecto de su libertad”, carece de esencia y
solo existe en un mundo absurdo, sin orden ni sentido alguno. No hay por lo tanto otra
moral que la que cada individuo se fabrica para sí. El existencialismo es un subjetivismo
radical, en el cual se esfuma toda referencia a la realidad objetiva.
La raíz del error
En todos estos apóstoles del cambio por el cambio mismo, el rechazo de la Naturaleza y su
orden procede de un mismo error fundamental. Participan de la falsa creencia de que hablar
de “esencia” de “naturaleza”, de “orden”, implica caer en una postura rígida, inmóvil,
totalmente estática. Esto es totalmente gratuito, pues no hay conexión alguna entre ambas
afirmaciones.
El problema real consiste en explicar el cambio, el movimiento. Para poder hacer debemos
reconocer que en toda transformación hay un elemento que varía y otro elemento que
permanece. Si así no fuera, no podríamos decir que un niño ha crecido, que una semilla ha
germinado en planta o que nosotros somos los mismos que nacimos alguna vez, hace 20, 30
o 70 años... Si nada permaneciera, tendríamos que admitir que el niño, la planta o nosotros
mismos, somos seres absolutamente diferentes de aquéllos.
Para que haya cambio debe haber algo que cambió, es decir, un sujeto del cambio. De lo
contrario, no habría cambio alguno.
La filosofía cristiana opone a estos errores una concepción muy distinta y conforme a la
experiencia. Más allá de todo cambio, hay realidades permanentes: la esencia o naturaleza
de cada cosa o ser. La evidencia del cambio no solo no suprime esa naturaleza sino que la
presupone necesariamente. La experiencia cotidiana nos muestra que los perales dan
siempre peras y no manzanas ni nueces, y que los olmos no producen nunca peras. Por no
sé qué deplorable “estabilidad” las vacas siempre tienen terneros y no jirafas ni elefantes y,
lo que es aún más escandaloso, los terneros tienen siempre una cabeza, una cola y cuatro
patas... Y cuando en alguna ocasión aparece alguno con cinco patas o con dos cabezas, el
buen as negaciones modernas del orden sentido exclama espontáneamente. “¡Qué
barbaridad, pobre animal, qué defectuoso!”. Reacciones que no hacen sino probar que no
solo hay naturaleza sino que existe un orden natural. La evidencia de este orden universal,
es lo que nos permite distinguir lo normal de lo patológico, al sano del enfermo, al loco del
cuerdo, al motor que funciona bien del que funciona mal, al buen padre del mal padre, a la
ley justa de la ley injusta.
La ciencia confirma la existencia de un orden
El simple contacto con las cosas nos muestra, pues, que lo natural existe en la intimidad de
cada ser. Esa naturaleza es la explicación de las operaciones y actos de cada ser.
Porque la hormiga es lo que es, puede caminar y alimentarse y defenderse como lo hace;
porque el hornero es como es, puede construir su nido tal como lo hace; porque el hombre
es como es naturalmente, puede pensar, sentir, amar y trabajar “humanamente”...
Pero la ciencia nos aporta una confirmación asombrosa a la constatación no solo de que
cada ser tiene una esencia o naturaleza, sino de que esa naturaleza no es el fruto de un Azar
ciego, sino que posee un Orden, una jerarquía, una armonía que se manifiesta en todos los
seres y en todos los fenómenos.
La simple observación nos muestra, en efecto, que hay leyes naturales que presiden los
fenómenos físicos y humanos. El hombre siempre se ha admirado de la regularidad de la
marcha de los planetas, de las innumerables constelaciones; siempre se asombró del ritmo
de las estaciones, de las mareas, de la generación de la vida. Pero el progreso científico
actual, la física y la química contemporáneas nos dicen que una simple molécula de
proteína contiene 18 aminoácidos diferentes, dispuestos en un orden bien estructurado. Una
sola molécula de albúmina incluye decenas de miles de millones de átomos, agrupados
ordenadamente en una estructura disimétrica. Hoy sabemos que un ser vivo está constituido
principalmente por moléculas de proteínas que contienen entre 300 y 1000 aminoácidos.
Las transformaciones químicas de las células son catalizadas por enzimas, que a su vez
poseen estructuras particulares. Un solo organismo unicelular posee una multitud de
proteínas, a más de lípidos, azúcares, vitaminas, ácidos nucleicos.
¿Cómo explicar entonces a la luz de estas constataciones que la estructura íntima de la
materia en sus niveles más elementales exige un ordenamiento tan perfecto, tan delicado,
tan constante, para poder producir el más simple de los seres vivos? Si a ello sumamos la
existencia no de uno sino de millones de millones de organismos monocelulares y la
complejidad pavorosa de los organismos más complejos, ¿cómo sostener que un Azar ciego
preside tanta maravilla? El moderno cálculo de probabilidades prueba la imposibilidad de
una pura combinación fortuita.
En consecuencia, ni el azar ciego del materialismo, ni el relativismo, ni el subjetivismo
existencialista, pueden explicar el orden asombroso del cosmos físico y de la vida humana.
Por otra parte, ¿cómo explicar lógicamente la incoherencia de los relativistas, para quienes
—como ya lo puntualizó Aristóteles hace 25 siglos— todo es relativo salvo el propio
relativismo?
8. ORDEN NATURAL Y DERECHO NATURAL (1)
En la nota anterior se puso de manifiesto la existencia de un orden natural, a través de las
asombrosas regularidades que rigen los fenómenos físicos, químicos, biológicos y
humanos.
Corresponde ahora determinar si la naturaleza del hombre incluye necesariamente ciertas
leyes o normas que deban ser respetadas por cada persona en su obrar cotidiano.
En otras palabras, ¿existe acaso una ley natural, un derecho natural?
Origen del concepto
Desde la más remota antigüedad, los hombres han reconocido que la validez de ciertas
normas de conducta escapaban al arbitrio de los legisladores humanos y tenían un origen
superior. La Antígona de Sófocles, heroína del derecho natural, enuncia claramente esta
creencia común a la Antigüedad: hay leyes de origen divino, que deben ser respetadas por
los gobernantes. Por su parte Cicerón lo expresó claramente en el De Legibus: “En
consecuencia, la ley verdadera y primera, dictada tanto para la imposición como para
la defensa, es la recta razón del Dios supremo” (II, c. V, 11).
Los pueblos de la antigüedad, situados históricamente antes de la Encarnación de Cristo,
participaban, pues, de la convicción de que existe un orden natural emanado de Dios y que
es principio de regulación moral de los actos humanos.
Esta afirmación de ciertos derechos como naturales o esenciales al hombre, se mantuvo a
través de los tiempos. Es curioso constatar que, aun cuando tal concepto haya sido negado
por algunos autores positivistas (Bergbohm, Kelsen, etc.), la noción de derecho natural
reaparece constantemente cada vez que se cuestionan los fundamentos de un orden jurídico
o de una ley. Por eso Rommen habla del “eterno retorno” del derecho natural. El caso
reciente más significativo ha sido el proceso de Nüremberg sobre los crímenes de guerra
nazis pues ninguna ley positiva había previsto el delito de “genocidio”. Hechos análogos
han llevado a grandes juristas como Radbruch o Del Vecchio a reconocer la existencia de
un orden supra-legal, que sirva de fundamento a las leyes humanas.
¿Qué es el Derecho Natural?
Podemos decir que el derecho natural “es lo que se le debe al hombre en virtud de su
esencia”, esto es, por el simple hecho de ser hombre. El derecho natural incluye un
conjunto de principios o normas que todo hombre por ser tal puede considerar y exigir
como suyo, como algo que le es debido.
El Papa León XIII lo ha expresado claramente al decir: ‘Tal es la ley natural, primera entre
todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la
misma razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar. Pero estos mandatos de la
razón humana no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz o intérprete de otra razón más
alta a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad” (Enc.
Libertas).
El derecho natural está integrado por todos aquellos principios que los hombres conocen
espontáneamente y con seguridad, aplicando su razón natural al conocimiento de su propio
ser y de los bienes que le son connaturales y necesarios.
¿Por qué llamamos a estas normas derecho “natural”? Por un doble motivo: 1) porque son
descubiertos naturalmente por nuestra razón, ya que la evidencia de su contenido se
impone espontáneamente a todos los hombres; y 2) porque son derechos relativos a la
esencia o naturaleza del hombre. Así por ejemplo, el derecho a conservar la propia vida, a
contraer matrimonio, a educar a sus hijos, a recibir una educación intelectual y moral, etc.,
son derechos esenciales a toda persona. Basta una simple consideración de lo que es el ser
humano y de los bienes que le son necesarios para ‘vivir humanamente’, para que surja la
evidencia de que todo individuo posee los derechos antes mencionados.
Por otra parte, todo lo que no es esencial al hombre, queda incluido en el llamado derecho
positivo, que es aquel que dicta la autoridad competente. Mientras el derecho natural puede
ser deducido del propio ser del hombre, las normas del derecho positivo, no pueden ser
deducidas de la naturaleza humana y requieren una decisión de la autoridad política. Así,
por ejemplo, el derecho a la vida es algo “natural”, como vimos; pero la norma que me
impone que debo conducir mi automóvil por la derecha y no por la izquierda, es algo
meramente impuesto por el legislador.
Si bien ambos tipos de leyes son necesarios y se complementan mutuamente, resulta
manifiesto que la ley natural debe ser el fundamento de la ley positiva. Si así no fuera, se
seguirían tremendas injusticias como las que caracterizan a los regímenes totalitarios como
el comunismo o el nacional-socialismo (Pío XII, Alocución del 13-11-49).
Las características del derecho natural
Podemos resumir las propiedades del derecho natural en tres notas básicas: universalidad,
inmutabilidad y cognoscibilidad.
La universalidad corresponde a la validez del derecho. Dado que deriva directamente de la
humana naturaleza, el derecho natural obliga a todos los hombres sin excepción.
Resultaría, por otra parte, contradictorio hablar de una ley natural que no rija para todos
los individuos que poseen la misma naturaleza.
La inmutabilidad se refiere a la permanencia del derecho. Mientras las leyes positivas
deben ser adaptadas, ajustadas después de cierto tiempo, por la diversidad de situaciones a
que deben atender, las normas del derecho natural siempre perduran y no son modificables
ni derogables. Las leyes humanas pueden ser hasta abolidas si las circunstancias lo exigen;
la ley natural perdura siempre. La razón de la permanencia estriba en que la naturaleza
humana no sufre cambios esenciales. Esto no implica desconocer el carácter “histórico” del
hombre, ni la importancia de los cambios culturales; solo se afirma que tales cambios por
importantes que fueren, no afectan al hombre en su esencia.
Por último, la cognoscibilidad hace referencia al conocimiento del derecho. El derecho
natural es captado espontáneamente por la conciencia moral del individuo; desde la infancia
vamos viviendo el contenido concreto de las normas naturales, reconociendo la malicia del
robo y de la mentira, por una parte, y por la otra, la bondad de la lealtad, del heroísmo, del
afecto, de la vida, de la propiedad, etc.
9. ORDEN NATURAL Y DERECHO NATURAL (II)
En la nota anterior hemos explicado el concepto del llamado Derecho Natural, señalando
que el calificativo de “natural” significa “la esencia del hombre, en cuanto fundamenta un
modo de obrar propio y obligatorio para todo individuo, por el solo hecho de ser hombre.
Corresponde ahora determinar cómo captamos su existencia y cuáles son los principios o
normas que contiene.
Existencia del derecho natural
La existencia de un orden natural humano se verifica en nuestra experiencia personal de un
modo cierto y evidente, que excluye toda duda seria. Así lo reitera el Vaticano II cuando
afirma que “en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una
ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer” (Gaudium et Spes, n. 16;
idem en Dignitatis Humanae n.3) Esto vale para todos los hombres sin excepción.
El ser humano es por esencia racional y libre. Su inteligencia es apta para conocer la verdad
y formular juicios rectos, tanto en el plano de la teoría como en el plano de la acción. De no
ser así la vida humana sería algo imposible, como sabemos por experiencia. En el ejercicio
de nuestra razón, descubrimos espontáneamente y con certeza que poseemos ciertas
tendencias naturales fundamentales, que brotan de nuestro ser; por ejemplo, que tendemos a
conservar nuestra vida y a protegerla de todo riesgo, a usar los bienes materiales, a vivir en
sociedad, a formar una familia, etc.
Sabemos igualmente con certeza que el respeto de tales inclinaciones naturales resulta
indispensable para alcanzar nuestra felicidad o perfección personal. En otras palabras, solo
cuando los hombres observan en la práctica ese orden natural y son fieles a sí mismos,
logran vivir “humanamente” esto es, dignamente y en plenitud. Lo mismo vale para las
sociedades humanas, según que respeten o no las exigencias de este orden esencial humano.
La experiencia diaria, lo mismo que la experiencia histórica de la humanidad atestiguan que
no se alcanza la perfección personal ni una duradera convivencia social, si no es en la
observancia cabal de las inclinaciones humanas fundamentales. Nadie puede ser feliz si
vive ‘instalado” en la mentira, en el robo, en el erotismo desenfrenado, o en la injusticia.
Por otra parte, todos reconocemos espontáneamente que no todo derecho tiene como único
origen la ley positiva o los usos sociales. La experiencia de la injusticia de ciertas leyes o
convenios, sólo es posible en ¡a afirmación de derechos superiores, de otro origen: “Aún la
más profunda y más sutil ciencia del derecho no podría utilizar otro criterio para distinguir
las leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que aquel que
se percibe ya con la sola luz de la razón por la naturaleza de las cosas y del hombre mismo,
aquel de la ley escrita por el Creador en el corazón del hombre y expresamente confirmada
por la Revelación” (Pío XII, 13-11-49).
Asimismo, nuestra conciencia moral atestigua permanentemente la vigencia del orden
natural. Quien vive de la coima o miente, puede escapar a la sanción social, al desprestigio,
etc., si no es descubierto, pero no escapa al “tribunal interior” de la propia conciencia.
El contenido del Derecho Natural
El ser humano posee tres inclinaciones esenciales. En primer lugar, y como todos los demás
seres, tiende a la conservación de su existencia. En segundo lugar y como todos los seres
vivos, tiende a la propagación de la vida humana, es decir, a la conservación de la especie.
Por último como ser racional que es, tiende a su perfección humana, intelectual y moral,
social y religiosa.
Estos tres niveles de las tendencias naturales originan los diversos derechos esenciales de la
persona humana, agrupados en tres órdenes correspondientes. Al primero corresponden el
derecho a la vida, a la integridad corporal, al cuidado de la salud, a la disposición de los
bienes materiales, a la propiedad privada, etc. En igual sentido a este primer orden se
vincula la condenación del homicidio, de la tortura, del aborto, del suicidio, del robo, etc.
Al segundo orden, relativo al bien de la especie humana, corresponden el derecho al
matrimonio, a la procreación, a la educación de los hijos. En este orden se fundamenta el
repudio de las relaciones prematrimoniales, del adulterio, de la homosexualidad, de los
métodos anticonceptivos, del divorcio, etc.
Al tercer orden, referente a lo propiamente humano, corresponden el derecho a la verdad, al
obrar libre y responsablemente, al obrar virtuoso, a la convivencia social, al conocimiento
de Dios y a la práctica del culto divino, etc.
¿Existe un orden entre estos derechos?
Debe señalarse que todo el orden de las normas morales depende de un primer principio
ético, evidente por sí mismo: “Hay que hacer el bien y evitar el mal”. De este principio
dependen los tres órdenes de derechos antes mencionados, pues cada uno de ellos no es
sino la aplicación o concreción de la noción de bien a un aspecto particular de la vida
humana. Este principio no admite ninguna excepción y excluye toda posibilidad de error.
Por otra parte, el conocimiento que poseemos de los derechos naturales no es igual para
todos ellos, ya que unos derivan a manera de conclusiones de los más fundamentales.
Estos últimos reciben la denominación de “preceptos primarios”, mientras que los de ellos
derivados son “preceptos secundarios”. El derecho a la vida, por ejemplo, implica como
consecuencia el derecho a la libre disposición de los bienes materiales, pues estos son
indispensables para la conservación de la existencia; a su vez la libre disposición de los
bienes implica el derecho a la propiedad privada. Santo Tomás califica a este último de
“derecho secundario” pues presupone otros anteriores y aún más fundamentales.
Esta distinción tiene importancia, pues los principios secundarios no son necesariamente
conocidos por todos los individuos con evidencia, pues suponen cierto discurso de la razón.
Cuanto más se alejan de los preceptos primarios, tanto mayor es el peligro de error. Pero lo
dicho no implica que pierdan su carácter de “naturales” o esenciales.
¿Cómo se explican tantas infracciones al orden natural?
Cotidianamente constatamos que muchos individuos, a veces sociedades enteras admiten
como actos lícitos, ciertos comportamientos contrarios a la ley natural. Prueba de esto es la
extremada variedad de los usos y de las reglas morales vigentes en pueblos diferentes, a lo
largo del tiempo y del espacio. ¿Cómo se explica este fenómeno?
Diversas razones existen para explicar tales conductas. Las principales son las siguientes:
1) El que un individuo sepa cómo debe actuar moralmente según el orden natural, no
garantiza en absoluto que cada uno de sus actos sean rectos.
2) Hay situaciones muy complejas en las cuales no resulta fácil discernir cuál es el
comportamiento ético más adecuado. En tales casos son frecuentes los errores.
3) Los pueblos primitivos no alcanzaron un conocimiento suficientemente claro de algunos
principios naturales, por la hostilidad del medio o un desarrollo intelectual muy
rudimentario. Por ejemplo, los Onas no contaban sino hasta dos, ¿cómo podrían descubrir
ciertas normas?
4) La fuerza de las costumbres, las tradiciones ficticias, la difusión de doctrinas erróneas
hacen peligrar la rectitud de mucha gente. El erotismo actual pone a prueba al hombre
contemporáneo en materia de aborto, de divorcio, de relaciones prematrimoniales, etc., con
el consiguiente peligro de oscurecer su conciencia moral, aún en aspectos básicos.
Nota: Consultar J. Messner, Etica social, política y económica a la luz del derecho natural,
Rialp, Madrid; E. Welty, Catecismo social, vol. 1, Herder, Barcelona.
10. LA PERSONA HUMANA Y SU DIGNIDAD
En las notas anteriores se ha puesto de relieve la existencia de la persona humana, cuyo
último fundamento es la “ley eterna” o sea, la sabiduría divina en cuanto ordena y dirige
hacia su fin la totalidad de los fenómenos y actividades del universo. El orden natural es
así fundamento de los llamados “derecho naturales” de la persona humana. Corresponde
explicar de un modo más preciso cuáles son los caracteres esenciales de la persona para
poder entender cuál es la raíz de su dignidad peculiar.
Persona y naturaleza racional
A diferencia de los animales, el hombre posee por esencia una naturaleza racional. El
conocimiento humano trasciende las limitaciones de la sensibilidad y capta, en el seno
de cada realidad, su constitución esencial, lo que cada cosa es. Sabemos por
experiencias que alcanzamos, a partir de los datos individuales sensibles, ideas o
conceptos universales, susceptibles de ser aplicados a muchos individuos. Cuando, por
ejemplo, decimos: “hombre”, “silla”, “árbol”, etc., tales conceptos son aplicables a
muchos objetos individuales, que no han sido percibidos por nuestros sentidos.
La universalidad propia de nuestro conocimiento intelectual explica la espiritualidad de
nuestra alma, pues la actividad racional es independiente de todo órgano corporal. Tal
independencia asegura al alma humana su incorruptibilidad, pese a formar un cuerpo
susceptible de destrucción. A su vez, si el alma humana no se destruye al morir el
hombre subsiste aún separada del cuerpo; en otras palabras, es inmortal. Tales
afirmaciones, ya formuladas por Aristóteles en su tratado Del alma, han sido
constantemente reafirmadas por la Iglesia a lo largo de toda su historia: “Así como
nadie ha hablado de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma tan altamente
como ‘la Iglesia Católica, ni la ha asentado con mayor constancia, así también ha
sucedido con la libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa y las defiende
como dogma de fe” (León XIII, Enc. Libertas, n. 5).
La capacidad intelectual del hombre constituye su esencia. Así se expresa comúnmente
al definir al ser humano como “animal racional”. El hombre puede conocer mediante su
inteligencia la totalidad de lo real. Su conocimiento tiene por objeto la esencia de las
cosas y, pese a todas las limitaciones y los riesgos propios de la condición humana,
alcanza la verdad. La sed natural por la verdad es la raíz del progreso humano. La
aspiración a conocerlo todo y a alcanzar un conocimiento verdadero de las cosas, tiene
una doble dimensión, teórica y práctica. Por la primera, el hombre contempla, considera
todo lo real para captarlo tal cual es; esta actividad teórica es la base de los
conocimientos científicos. Por la segunda, el hombre conoce las cosas, con miras a
dirigir su acción.
Persona y libertad
Al aplicar su capacidad de conocimiento al plano de la acción, surge otra propiedad
esencial del ser humano: su condición de ser libre. ¿En qué consiste esta libertad?
Alguien es libre, cuando es dueño de sus actos, cuando es causa de sus actos. El
dominio de los propios actos o libertad, es una cualidad de los actos humanos.
A diferencia del comportamiento animal, que obedece al instinto, la conducta de la
persona es la consecuencia de sus propias decisiones. Es el propio individuo quien
delibera, decide y actúa en consecuencia; sus actos le pertenecen, por cuando él mismo
los orienta hacia los fines de su vida. A través de sus actos voluntarios el hombre tiende
a realizar el bien, que es el objeto propio de su voluntad. Para que un acto sea
voluntario, debe el sujeto actuar con conocimiento del fin y con libertad.
La libertad humana tiene por raíz a la inteligencia. Al poder conocer mediante la razón
una infinidad de cosas, la voluntad puede tender a un sinnúmero de objetos, para el
logro de su bien o plenitud. Pero como ninguna cosa particular puede significar toda la
felicidad del ser humano, éste permanece libre frente a todos los bienes particulares que
conoce; por lo tanto, puede elegir entre ellos, los más convenientes para alcanzar su
perfección o plenitud personal. Solo Dios contemplado “cara a cara” en la visión
beatífica puede colmar el anhelo de perfección de la persona. Respecto de todos los
bienes creados, el hombre es libre.
Las cosas existentes son para el sujeto otros tantos medios para su propia realización. Al
elegir entre ellas, el hombre “se elige a sí mismo”, diciendo su destino. Claro está que
esa libertad no es absoluta, como predicó erróneamente el liberalismo; la libertad
humana está condicionada por múltiples factores (herencia, temperamento, educación,
medio social). Al decidir del sentido de su vida, el sujeto debe obrar según su razón, en
función de los medios más aptos que su inteligencia capta. En consecuencia, ninguna
persona es “libre de hacer lo que se le ocurra”, pues su libertad está regulada por bienes y
normas objetivas, que su razón descubre.
Persona y responsabilidad
De las propiedades señaladas (razón y libertad), surge una tercera: la responsabilidad. El
hombre es responsable de sus actos.
El concepto de responsabilidad supone que el sujeto es capaz de responder por las
consecuencias de sus actos. Un niño es capaz de romper un vidrio, pero es incapaz de
reparar el daño causado por su acción; por eso vive bajo la dependencia de sus padres.
La persona madura, adulta, puede y debe responder por los efectos de sus decisiones de
cada día, por los valores que ha realizado u omitido, por el sentido que ha dado a su vida
toda.
La dignidad personal
Podemos comprender ahora en qué consiste la dignidad de la persona. Digno es lo que tiene
valor en sí mismo y por sí mismo. “El hombre logra esta dignidad (humana) cuando,
liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del
bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes” (Vaticano
II, Gaudium et Spes, n. 17).
Esta concepción de la dignidad personal que hace del hombre algo “sagrado” tiene tres
consecuencias fundamentales respecto del orden social. La primera es que la sociedad
política se ordena a la perfección de las personas: “La ciudad existe para el hombre, no el
hombre para la ciudad” (Pío XI, Divini Redemptoris). La segunda consiste en que la
condición de persona, hace al hombre sujeto de derechos: “En toda convivencia bien
organizada y fecunda hay que colocar como fundamento el principio de que todo ser
humano es ‘persona’, es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre y
que por lo tanto de esa misma naturaleza nacen directamente al mismo tiempo derechos y
deberes que, al ser universales e inviolables, son también absolutamente inalienables”.
(Juan XXIII, Enc. Pacem in Terris, n. 6). Por último, toda recta concepción del bien común
político requiere concebir al hombre como agente activo de la vida social; “El hombre en
cuanto tal, lejos de ser tenido como objeto y elemento pasivo, debe por el contrario ser
considerado como sujeto, fundamento y fin de la vida social” (Pío XII. Aloc. del 24-12-44).
No podríamos terminar esta nota sin recordar que la última raíz de la dignidad humana
reside en su carácter de imago Dei, imagen de Dios, llamado por El a participar
eternamente de la plenitud de su gloria: “La razón más alta de la dignidad humana consiste
en la vocación del hombre a la unión con Dios” (Gaudium et Spes, n. 19).
11. LOS DERECHOS ESENCIALES DE LA PERSONA
Una vez analizado el concepto de persona humana y de la dignidad que le es propia,
corresponde considerar cuáles son los derechos fundamentales de toda persona, a la luz de
esta afirmación importantísima del Vaticano II. “La persona humana es y debe ser el
principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones” (Gaudium et Spes, n. 25; idem. Pío
XII, Alocución del 24-12-44).
El error del positivismo jurídico
El positivismo filosófico del siglo pasado, en su esfuerzo por revalorizar el conocimiento
sensible ante las negaciones racionalistas, formuló una concepción materialista y
evolucionista del hombre, negando validez a todo conocimiento metafísico y toda
posibilidad de una moral universal.
Esta concepción estrecha del ser humano tuvo gran influencia en la ciencia jurídica de fines
del siglo pasado y principio del actual. Las teorías de Lombroso, Ferri y Garófalo en Italia,
el mismo José Ingenieros en la Argentina, son ejemplos claros de la influencia positivista.
Aún en nuestros días, el positivismo jurídico sigue ejerciendo su influencia en algunos
pensadores calificados como Kelsen, Hart, Ross, Olivecrona y Bobbio.
El positivismo jurídico consiste esencialmente en reducir el derecho y la justicia a lo
establecido en la ley positiva que dicta la autoridad política. Por ello niega validez a la
doctrina del derecho natural, reduce la moral y la justicia a una valoración puramente
subjetiva y niega a la persona todo derecho que no le sea expresamente reconocido por la
autoridad. La Iglesia siempre ha rechazado esta concepción aberrante del derecho,
señalando que conduce a los peores excesos de los regímenes totalitarios: “El simple hecho
de ser declarada por el poder legislativo una norma obligatoria en el Estado, tomado
aisladamente y por sí solo, no basta para crear un verdadero derecho. El ‘criterio de simple
hecho’ vale solamente para Aquel que es el Autor y la regla soberana de todo derecho, Dios.
Aplicarlo al legislador humano indistintamente y definitivamente, como si su ley fuese la
norma suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico en el sentido propio y
técnico de la palabra, error que está en la base del absolutismo del Estado y que equivale a
una deificación del Estado mismo”. (Pío XII, Discurso del 13-11.49).
Las masacres stalinianas, los crímenes de Hitler que dieron lugar al juicio de Nüremberg,
¿acaso no fueron cometidos al amparo del “derecho legal”? El positivismo no tiene
respuesta a tales objeciones de la conciencia moral universal...
¿Qué son los derechos humanos?
Los derechos humanos se identifican con las prescripciones del derecho natural. Un
derecho humano es aquel que todo hombre tiene en virtud de su naturaleza, debiendo, por
tanto, ser respetado por todos los hombres. Los derechos humanos fundamentales o
esenciales son aquellos que sirven de base y fundamento a los demás.
Sus propiedades principales son las siguientes: 1) tienen un valor absoluto, rigiendo
siempre y en todo lugar, sin limitación alguna; 2) son innegables, por ser de la esencia de la
persona, deben ser respetados por todos; 3) son irrenunciables, pues ninguna persona puede
abdicar de ellos voluntariamente; 4) son imperativos, pues obligan en conciencia aun
cuando la autoridad civil no los sancione expresamente; 5) son evidentes, razón por la cual
no requieren promulgación expresa.
¿Cuáles son los derechos de la persona?
Ya los teólogos españoles del siglo XVI profundizaron la elaboración de los derechos
esenciales de la persona humana. En 1948, las Naciones Unidas promulgaron una
declaración de los principales derechos. Esta Declaración si bien contiene
formulaciones discutibles en algunos aspectos, constituye un paso importante en el
reconocimiento de los eternos principios del derecho natural. (cf. Enc. Pacem in Terris
n. 72).
La Encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII, enumera una síntesis de los principales
derechos del hombre, sin pretender dar un listado exhaustivo de los mismos. Los
principales son:
Derecho a la conservación de la vida
Derecho a la integridad física y a la salud
Derecho a los medios indispensables para un nivel de vida digno
Derecho a la seguridad frente a los riesgos vitales
Derecho al respeto de la propia persona
Derecho al honor y la buena reputación
Derecho a la libertad para buscar la verdad
Derecho a pensar y obrar según la recta conciencia
Derecho a la educación
Derecho a una sana y objetiva información
Derecho de reunión y de asociación
Derecho a obrar según la virtud
Derecho a honrar a Dios según la recta conciencia
Derecho al matrimonio y a la educación de los hijos
Derecho a la vocación religiosa
Derecho al trabajo y a la iniciativa económica
Derecho a una justa retribución personal y familiar
Derecho a la propiedad privada
Derecho a la participación activa en la vida pública
Derecho a circular y a emigrar
Derecho a la protección jurídica del Estado
Los derechos naturales enumerados están inseparablemente unidos en la persona a los
deberes correspondientes, en el cumplimiento de los cuales se instaura progresivamente
un sano orden social. La convivencia social ha de fundarse en la verdad, la justicia, la
libertad y el amor.
Por su parte, la autoridad política tiene el deber de “tutelar el intangible campo de los
derechos de la persona humana y facilitar el cumplimiento de los deberes”. (Pío XII,
Alocución del 1.6-41); (Pacem in Terris, n. 44; Gaudium et Spes, n. 74).
12. LA IGLESIA FRENTE AL LIBERALISMO
Una de las corrientes principales que caracterizan a la cultura moderna es el llamado
liberalismo. Como su etimología lo indica, la doctrina liberal tiene por esencia propia la
exaltación de la libertad humana.
La Iglesia siempre rechazó al liberalismo en numerosos documentos, condenando
formalmente sus tesis más graves. El Pontífice Pío IX condenó 80 proposiciones o tesis
heréticas en su encíclica Quanta Cura con su Syllabus anexo, el 8-12-1864, reiterando
las advertencias que él mismo había formulado en 32 documentos anteriores. La casi
totalidad de las tesis condenadas han sido sostenidas por diversos autores de inspiración
liberal.
La actitud de la Iglesia frente a los errores del liberalismo fue constante y reiterada en
innumerables textos del Magisterio. Desde la carta Quod Aliquantum (10-3-91) de Pío
VI hasta la reciente Carta de Pablo VI al Cardenal Roy (14-5-71) la coherencia doctrinal
de los documentos pontificios es invariable en su continuidad de dos siglos.
¿Cuáles son los motivos de tal severidad por parte de la Iglesia, frente a una doctrina
que dominó a las naciones de Occidente durante casi tres siglos? Una consideración
atenta de los principales aspectos de la doctrina liberal, nos permitirá comprender las
razones del sostenido combate que la Iglesia ha librado heroicamente, con todos los
riesgos que ello supuso, con todos los mártires que contó en sus filas.
Fuentes doctrinales
La corriente liberal tuvo particular vigencia durante los siglos
XVIII y XIX. A través del proceso revolucionario francés de 1789 -que constituyó la
primer Revolución internacional- se extendió rápidamente en los países europeos,
difundida por los ejércitos napoleónicos, e infundió su inspiración ideológica al
movimiento emancipador de los países de hispanoamérica. Desde fines del siglo
XIX, el liberalismo clásico fue adoptando posturas más matizadas, ante la tremenda
evidencia del caos social y económico causado en Europa por la aplicación de sus
principios fundamentales.
Las raíces doctrinales de la corriente liberal pueden sintetizarse en cuatro principales: 1)
el nominalismo del siglo XIV, con su negación de la universalidad del conocimiento y
su énfasis en lo individual; 2) el racionalismo del siglo XVI con su exaltación de la
razón humana; 3) el iluminismo que dio lugar al libre-pensamiento y a la concepción
del hombre como absolutamente autónomo en lo moral. A ellos debe sumarse el influjo
del protestantismo, sobre todo en su versión calvinista, que fomentó -como lo prueban
los estudios de Troelsch, Tawney, Sombart, Belloc y Max Weber- el espíritu de
acumulación de riquezas.
El humanismo liberal
Desde el punto de vista filosófico, el liberalismo considera a la libertad como la esencia
misma de la persona, desconociendo que los actos humanos son libres en cuanto
suponen una guía u orientación de la razón.
El hombre es considerado con naturalmente bueno y justo, poseedor de una libertad
absoluta, que no reconoce límite alguno. El “buen salvaje” rousseauniano es el
arquetipo del individuo independiente y soberano, incapaz de malicia alguna. Es bueno
por el simple hecho de ser hombre, sin que su perfección requiera una educación, un
esfuerzo o una decisión personales.
En la medida del ejercicio pleno de su independencia, el ser humano está llamado a un
progreso indefinido y necesario, tanto intelectual como moral. En el plano de la
conducta, el sujeto no puede estar sometido a regulación ética alguna que no provenga
de su propia autodeterminación. Este subjetivismo moral, lleva aparejado la negación de
todo orden objetivo de valores, del derecho natural y de la ley o Providencia divina.
La economía liberal
El liberalismo económico centra todo en la iniciativa y el interés individuales. Adam
Smith habla del “sano egoísmo individual” como motor del dinamismo económico. La
única ley fundamental es la ley de la oferta y la demanda; respetándola cabalmente se
producirá espontáneamente la armonía de los intereses particulares.
Esta concepción asigna al lucro, a la ganancia por la ganancia misma, el carácter de fin
último de la economía. El afán de lucro no reconoce limitación de ningún tipo moral ni
religioso. El derecho de propiedad es exaltado como derecho absoluto, de modo tal que
el dueño puede llegar hasta la destrucción del bien que posee, en nombre de sus
derechos (ver “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» de 1791); no
se asigna a la propiedad ninguna función social.
El trabajo humano -en particular, el del obrero- es asimilado a una mercancía más,
objeto de compra-venta en el mercado, con olvido total de la dignidad propia del
asalariado. El salario, sometido a la “ley de bronce», solo tiene en cuenta al individuo
que trabaja y no al sostenimiento de su familia.
La sociedad y el Estado
En razón de postular que el solo respeto de la libertad absoluta de cada ciudadano
asegura automáticamente la armonía de los intereses particulares, el liberalismo suprime
todos los grupos e instituciones existentes entre los individuos y el Estado. Es así como
la familia se ve gravemente afectada por la introducción del divorcio, por la total
libertad de designar herederos, por la división del patrimonio familiar. Así también, la
ley Le Chapelier (1791) suprimió todas las organizaciones artesanales y profesionales
existentes en Francia, prohibiendo toda forma de reunión y de asociación, por
considerarlas atentatorias de la libertad individual.
El Estado, definido como dictatorial por naturaleza, es relegado a mero custodio de la
libertad y la propiedad de cada ciudadano; en virtud del “laissez faire, laissez passer”; la
autoridad política carece de toda función positiva.
La moral y el derecho
Dado que el individuo es autónomo, no reconoce otras normas que las que él mismo se
dicte. Todos los valores morales se reducen a lo subjetivo, razón por la cual, lo que uno
concibe como recto o justo no tiene por qué ser admitido por los demás.
Así como la moral se separa totalmente de la religión, el derecho se independiza de la
moral (positivismo jurídico). Todo derecho es subjetivo y no reconoce otra regla que la
voluntad de los sujetos que libremente acuerdan convenios, contratos, sociedades, etc.
En nombre del sufragio universal y de la soberanía popular, la democracia liberal
expresa en forma de ley lo que los individuos han decidido. El derecho positivo no
reconoce ninguna dependencia con relación al derecho natural y se exige en principio la
separación total entre Iglesia y Estado.
Cultura y religión
Esta exaltación de los valores individuales, también afecta el plano de la cultura, que es
concebido como una actividad autónoma, desvinculada de los valores éticos. El culto
del “arte por el arte” es una expresión concreta de tal actitud.
En el plano religioso, el liberalismo conduce primeramente a un indiferentismo y, luego,
al ateísmo. Su naturalismo integral lo seculariza todo. La religión se reduce a
sentimientos subjetivos, separados de las actividades diarias.
Ese ateísmo práctico se traduce en el laicismo educativo y social, que elimina toda
referencia a lo trascendente y exalta la libertad de conciencia y de cultos. El reciente
Concilio ha definido claramente esta concepción: “Los que profesan este ateísmo
afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el
único artífice y creador de su propia historia”. (Gaudium et Spes, n. 20).
Lo expuesto muestra claramente que la doctrina liberal elabora una concepción de la
persona y de las relaciones sociales en abierta oposición al sentido cristiano de la vida.
13. LA IGLESIA FRENTE AL CAPITALISMO
Uno de los grandes temas que preocupan actualmente al hombre es el sistema llamado
“capitalismo” o economía capitalista. Al enjuiciar tantas injusticias, sobre todo en el
plano económico, surge la cuestión relativa a la legitimidad del capitalismo y, en
consecuencia, se plantea el problema de si la solución a tales desórdenes reside o no en
la modificación o aún en la destrucción del actual sistema socio-económico capitalista.
La gravedad de tales planteos requiere un examen atento del problema a la luz de los
principales documentos del Magisterio de la Iglesia.
Distinciones previas
En materia tan controvertida, suelen deslizarse con frecuencia confusiones y equívocos
respecto de los conceptos básicos. Esto ocurre constantemente en materia de
Capitalismo.
En primer lugar, conviene recordar que en su significado estricto, “capital” no es mero
sinónimo de “dinero”. La ciencia económica define el capital como “un bien destinado a
la producción de otros bienes económicos”. Así por ejemplo, es “capital” toda la
maquinaria, utilizada en la industria para la producción de diversos artículos (tejidos,
automóviles, muebles, etc.). El “bien de capital” se contrapone al “bien de consumo.”,
esto es, a los bienes destinados directamente a satisfacer las necesidades primarias del
hombre. El dinero, en este contexto, solo es “capital” en tanto que implica la posibilidad
de adquirir bienes de capital.
Pero el mayor de los equívocos reside en el concepto mismo de Capitalismo. En su
sentido corriente, el capitalismo designa la actual economía; al constatar muchos abusos
que se dan en la vida diaria, se achacan al capitalismo esas injusticias y, en
consecuencia, algunos concluyen que el capitalismo es de suyo un sistema injusto,
opresor, inhumano. En esto hay una parte de verdad, pero también una confusión
profunda, pues se ignora que por capitalismo pueden entenderse dos cosas muy
diferentes.
Dos significados de capitalismo
En sentido estricto, se denomina economía capitalista a “aquella economía en la cual los
que aportan los medios de producción y los que aportan su trabajo para la realización
común de la actividad económica, son generalmente personas distintas”. (Pío XI,
Quadragesimo Anno, n. 100). Esto implica asimilar la economía capitalista al régimen
del asalariado. En términos generales puede decirse que la economía anterior al siglo
XVII no era “capitalista”, en cuanto que los medios de producción o capital estaban en
las mismas manos que ejecutaban los trabajos. Los talleres o empresas familiares, los
artesanos, los pequeños comerciantes, son ejemplos de economía no-capitalista. En la
actualidad, lo que predomina es la distinción del sector capital y del sector trabajo, lo
que configura una economía capitalista, según se ha dicho.
Pero existe otro sentido, muy difundido, de capitalismo. Por él se designa un proceso
histórico determinado, el cual debería llamar- se capitalismo liberal. Podemos
caracterizarlo con palabras de Pablo VI: “Pero, por desgracia, sobre estas nuevas
condiciones de la sociedad (“la revolución industrial”), ha sido construido un sistema
que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la
concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de
producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales
correspondientes. Este liberalismo sin freno, que conduce a la dictadura, justamente fue
denunciado por Pío Xl como generador de “el imperialismo internacional del dinero”.
No hay mejor manera de reprobar tal abuso que recordando solemnemente una vez más
que la economía está al servicio del hombre”. (Populorum Progressio, n. 26).
El texto citado sintetiza claramente la realidad de los dos últimos siglos: al sistema
capitalista se agregó la ideología del liberalismo económico (ver Nota 12). Corno surge
claramente de su lectura, Pablo VI se refiere al liberalismo a secas, sin emplear el
término capitalismo salvo para hacer la distinción siguiente: “Pero si es verdad que un
cierto capitalismo ha sido la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas
fraticidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto que se atribuyera a la
industrialización misma los males que son debidos al nefasto sistema que la acompaña.
Por el contrario, es justo reconocer la aportación irremplazable de la organización del
trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo”. (idem. n. 26).
Del texto resulta manifiesta la distinción arriba realizada entre el sistema capitalista
(división capital-trabajo) y el liberalismo económico que, de hecho pero no de derecho,
lo acompañó históricamente.
Esto explica por qué la Iglesia ha condenado siempre con tanto énfasis al liberalismo
mientras que no ha condenado nunca al capitalismo. Mientras el liberalismo ha sido el
responsable del caos socio-económico que dio lugar a la “cuestión social”, el sistema
capitalista es un tipo de economía que ha aumentado en forma extraordinaria la
producción de bienes y servicios.
Gravedad del capitalismo liberal
Por su énfasis en el interés individual, su exaltación de la iniciativa y de la libertad, su
falta de regulación moral de las relaciones económicas y sociales, la doctrina liberal
difundida sobre todo a partir de la Revolución Francesa, dio lugar a toda clase de
abusos. Mientras favoreció la “acumulación excesiva de bienes privados”, “el abuso de
las grandes riquezas y del derecho de propiedad” (Pío XII, Menti Nostrae, 23-9-50), el
capitalismo liberal destruyó el orden social y la pequeña propiedad sumiendo a la mayor
parte del cuerpo social en la miseria más espantosa (ver Pío XII, Alocución del 1-144).
En 1931, Pío Xl denunció con excepcional vehemencia las injusticias del capitalismo
liberal en su admirable encíclica Quadra. gesimo Anno: “Salta a la vista que en nuestros
tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino también se crean enormes poderes y
una prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son
éstos ni dueños siquiera, sino solo depositarios y administradores que rigen el capital a
su voluntad y arbitrio. Estos potentados son extraordinariamente poderosos; como
dueños absolutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto. Diríase que
administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su
mano, por así decirlo, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su
voluntad. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía
modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los
competidores, que solo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo
mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan su
conciencia” (n. 105-107).
El espíritu de lucro, verdadero motor del capitalismo liberal, puso el acento en la
acumulación de la riqueza por la riqueza misma, sin respeto alguno por la moral y los
derechos fundamentales del hombre. Al reducir al Estado a mero espectador pasivo del
proceso, impidió que éste ejerciera su función de árbitro supremo entre los distintos
sectores sociales. Solo ante la evidencia del drama por él provocado, el liberalismo fue
cediendo paso a una concepción más justa del orden económico. Como lo sintetizó
irónicamente Chesterton “el mal del capitalismo liberal, no fue el haber creado
capitalistas, sino el haber creado demasiado pocos capitalistas”. El remedio al abuso del
capital, consiste precisamente, en facilitar el acceso de todos los grupos sociales a las
diferentes formas de la propiedad (ver Enc. Mater et Magistra de Juan XXIII).
El juicio de la Iglesia siempre fue muy severo contra la usura y el liberalismo
económico, por someter al hombre a la economía en vez de colocar el dinamismo
productivo al servicio de la persona. La solución cristiana estriba en la difusión de la
propiedad, la humanización del trabajo y la instauración de una auténtica organización
profesional de la economía nacional con la participación de todos los sectores bajo el
ordenamiento jurídico del Estado.
14. LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO
La posición de la Iglesia frente al comunismo es de todos conocida: hay una total
oposición entre la doctrina y la praxis del comunismo internacional y el sentido cristiano de
la vida. Pero con frecuencia se constata una gran ignorancia respecto de las razones
concretas que fundamentan dicha oposición. Esta ignorancia suele ser doble, tanto con
relación a las principales tesis del marxismo y del comunismo, como una relación a los
principios esenciales de la doctrina cristiana en materia social. Resulta, por lo tanto muy
necesario considerar en forma de sinopsis los aspectos esenciales del comunismo teórico y
práctico.
Puede definirse al comunismo o marxismo-leninismo como una doctrina práctica de la
acción revolucionaria.
La doctrina comunista
La doctrina comunista no es otra que el materialismo dialéctico e histórico formulado en
el siglo XIX por Carlos Marx y F. Engels. Dicha doctrina, se resume en tres ideas
esenciales: dialéctica, alienación y trabajo. El elemento dialéctico es la clave de todo lo
demás.
Dialéctica: El materialismo dialéctico constituye la cosmovisión marxista. Afirma que toda
la realidad no es sino materia; esta materia es eterna, infinita, automotriz, esto es, se
mueve a sí misma en forma dialéctica, es decir, pasando de un extremo a otro de la
afirmación a ¡a negación, del ser al no ser, de lo inanimado a lo viviente, de lo irracional o
lo racional. Mediante este postulado -que es totalmente incoherente, aún a los ojos de
comunistas militantes como Henri Lefévre- Marx pretendió justificar el escollo clásico de
todo materialismo: ¿cómo de la materia surge la vida y de la vida sensible el ser
humano racional?
Por el mismo mecanismo evolutivo dialéctico, la sociedad humana estaría llamada, a través
de un permanente conflicto de fuerzas (clases sociales) hacia un estadio final (sociedad sin
clases), verdadero paraíso terrestre, Alienación: Por alienación entiende Marx toda
relación de dependencia entre los hombres. Nunca distingue entre dependencia justa e
injusta. Se dan 5 tipos: 1) económica, centrada en la propiedad, 2) social expresada por la
idea de clase; 3) política, manifestada por el Estado; 4) ideológica, dada por la filosofía; y
5) religiosa, centrada en el concepto de Dios.
Trabajo: En virtud de la dialéctica, el hombre no tiene una esencia o naturaleza estable,
sino que se transforma constantemente, se crea a si mismo (Manuscritos de 1844). El
instrumento de tal transformación es el trabajo. El hombre alienado, dependiente, se ve
despojado sistemáticamente de su producción y ésta pasa a manos del empresario o
capitalista, bajo el nombre de plusvalía. El único trabajo para Marx es el del obrero
industrial; ninguna otra tarea merece el nombre de “trabajo”, ni el empresario, ni el
intelectual, ni los servicios, Esta doctrina es radicalmente atea.. No hay diferencia entre
materia y espíritu, ni entre cuerpo y alma; tampoco existe un más allá para el alma después
de la muerte. El comunismo destruye el concepto de persona, su libertad y su dignidad, al
eliminar el principio espiritual de la conducta moral y todo lo que se oponga al instinto
ciego. El individuo desaparece frente a la colectividad no es sino un engranaje del sistema,
sin que pueda invocar derecho natural alguno. La familia y los grupos intermedios son
desconocidos en sus derechos; toda forma de autoridad no tiene otra fuente que la sociedad.
Se niega todo derecho de propiedad privada, so pretexto de provocar la esclavitud
económica.
La persona humana pierde todo carácter espiritual y sagrado. En consecuencia, el
matrimonio y la familia, pasan a .ser instituciones puramente convencionales. Se desconoce
la dignidad del amar humano; se niega la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio y. el
derecho de los padres a la educación de sus hijos (ejemplo de las “comunas infantiles” de
Mao, en China). So pretexto de emancipar a la mujer, se la sustrae al hogar .y se la lanza a
la producción colectiva, ignorando su dignidad y vocación propias.
Dentro de semejante perspectiva, la sociedad humana no presenta otra jerarquía que la
derivada del sistema económico. Su única misión es asegurar la producción de bienes
mediante el trabajo colectivo; su única finalidad, el goce de los bienes materiales. Para ello
el comunismo asigna a la sociedad un poder total para someter a los individuos, mediante
imposiciones coactivas y la violencia. La moral comunista fue sintetizada por Lenin cuando
dijo: “Es moral todo lo que contribuye a la destrucción del capitalismo”. En otras
palabras, se trata de un maquiavelismo absolutos sin normas éticas objetivas, en el cual
todo medio es lícito. Es “una humanidad sin Dios y sin ley” (Pío Xl, Enc. Divini
Redemptoris).
La praxis revolucionaria
Cuando el ideal colectivista sea una realidad, desaparecerán la clases sociales y el estado
definido como mero instrumento de opresión en manos de los “capitalistas”, dando lugar a
una libertad sin límites (curiosa reminiscencia de Rousseau). Esa será la etapa propiamente
comunista.
Pero á la espera de la edad de oro, el comunismo en la etapa intermedia o socialista,
considera al poder político como el medio mas eficaz para alcanzar sus fines: es la
dictadura del proletariado (ver Lenin, El estado y la Revolución, cap. 5). Primera
consecuencia práctica: el comunismo consistirá ante todo en una acción revolucionaria
para la toma del poder político. Una vez en el poder, desde él se realiza “la,
“transformación liberadora” de las conciencias.
Si bien el proceso histórico obedece según Marx a un determinismo riguroso, los hombres
pueden acelerar el proceso, mediante la lucha de clases. Si el conflicto de clases existe en la
realidad, el Partido lo agudiza y extiende. Si no se da el conflicto, la estrategia y la
propaganda partidaria lo crea, para luego desarrollarlo. Segunda consecuencia práctica: el
comunismo se nutre de injusticias y produce necesariamente injusticias.
La razón es simple: toda medida justa, toda mejora de la situación tiende a disminuir la
intensidad del conflicto social. Al disminuir la tensión social, hay menos “lucha” y el
proceso revolucionario se vuelve más lento. Si la justicia se instaurara en casi todos los
planos, la praxis comunista carecería del “alimento” indispensable pan promover el cambio
revolucionario. En consecuencia, si el comunismo buscara realmente la paz y prosperidad
sociales, se aniquilaría a sí mismo.
Por esta causa, Pío XI declaró que el comunismo es “intrínsecamente perverso” (Divini
Red., n. 68), ya que es incapaz de promover el bien. Al llevar el maquiavelismo a sus
últimas consecuencias, no hace sino dividir, lo divide todo. Este proceso de división
destruye al cuerpo social, favoreciendo toda clase de antagonismos y fricciones,
desplazando a los grupos dirigentes sanos y anestesiando al cuerpo social, en una dialéctica
que lo desmoraliza y fragmenta. Esta es la esencia de la praxis comunista!
La doctrina católica es todo la opuesto del “odio social”. Supone una actitud integradora,
armonizadora de todos los sectores en sus legítimos intereses. Parte del respeto de la
persona y sus derechos esenciales, de la vitalidad de las familias, de la coordinación de los
grupos intermedios y las asociaciones profesionales. Y todo ello bajo la supervisión del
Estado como procurador del bien común y de la Iglesia siempre atenta al bien de las almas.
La iglesia no condena solo al comunismo porque es ateo. Lo condena además por ser una
teoría y una praxis destructora de todo orden social y económico de convivencia (Pío XII,
Alocución del 13-5-50).
15. LA IGLESIA FRENTE AL NAZISMO Y AL FASCISMO
Dentro de las reacciones provocadas por la crisis de la ideología liberal y sus
lamentables repercusiones en el orden socio-económico, surgen dos corrientes
ideológicas en la primera mitad del siglo XX: el nazismo o nacional-socialismo y el
fascismo. Ambas procedían de una circunstancia histórica común: la crisis europea que
siguió a la guerra de 1914-18 y la crisis financiera internacional de 1929 En Italia, surge
Benito Mussolini, adalid del fascismo; en Alemania, Adolfo Hitler es el líder del
nazismo.
Ante el carácter que cada uno de estos movimientos políticos fue adquiriendo, la Iglesia
Católica condenó en dos encíclicas del Papa Pío XI: Non abbiamo bisogno (1921)
contra el fascismo y Mit brennender Sorge (1937) contra el nacional-socialismo.
Caracteres comunes
Antes de pasar a considerar los matices distintivos de ambas corrientes, conviene
señalar sus características comunes.
En primer lugar, las dos ideologías son expresión del pensamiento socialista. Tanto
Hitler como Mussolini militaron en el socialismo antes de formar sus respectivos
partidos. Sus tesis principales reflejan claramente la inspiración socialista. De ahí que
resulte un gran contrasentido el oponer -como se hace con frecuencia- el comunismo al
nazismo y al fascismo, como ideologías contrarias, puesto que la raíz filosófica es
común a todas ellas: una concepción naturalista y materialista del hombre y de la
sociedad, una hostilidad abierta contra la religión y la Iglesia, una exaltación del Estado
y una limitación drástica de las libertades esenciales del hombre.
El nazismo y el fascismo fueron dos movimientos de reacción surgidos de la clase
media, víctima principal de la crisis mencionada.
Esta reacción antiliberal reclutó a la pequeña burguesía, una parte del campesinado, los
artesanos y un amplio sector de profesionales. Frente a la pasividad del Estado liberal,
que prohijaba la anarquía, las dos corrientes pusieron énfasis en “gobiernos de orden”
autoritarios, verticales, fuertemente estatizantes. Inspirados por el temor al caos y a la
pobreza, respondían al siguiente lema: “odiar al rico con la mitad de su corazón y al
hombre de abajo con todo su corazón”.
La esencia del nazismo
Las tesis principales del nazismo están contenidas en el libro Mein Kampf de Adolfo
Hitler, breviario del maquiavelismo político. Exalta la grandeza de la nación alemana,
llamada a presidir los destinos del mundo. Cultiva el mito de la “raza superior” o raza
aria, cuya pureza ha de preservarse y aumentarse, mediante métodos eugenésicos. Esto
dio pie al antisemitismo, a la esterilización de mujeres judías a la eliminación de los
deficientes, etc., mediante sucesivas leyes del III Reich.
El nacional-socialismo exaltó al máximo el poder estatal asignándole poderes
omnímodos en lo económico, lo político y lo cultural. La organización de los sindicatos
se convirtió en engranaje del Partido Nazi. Mediante proscripciones y persecuciones se
llegó al régimen de “partido único”. La educación de la juventud fue regimentada a
través de múltiples organizaciones como la Hitlerjugend, mecanismo de reclutamiento
y adoctrinamiento de los futuros líderes del Partido, desconociendo los derechos de las
familias, los grupos intermedios y la Iglesia, en materia educativa.
Mediante el empleo constante de una propaganda hábil, se completó el proceso de
masificación del pueblo, creando una mentalidad mecanizada al servicio de una
concepción neopaga de la vida,
En el plano internacional, el nazismo propició una política agresiva, belicista y de
dominación mundial, so pretexto de asegurar a la nación alemana el “espacio vital”
indispensable.
Resulta importante señalar que Hitler se consideraba a sí mismo como “el auténtico
realizador del marxismo” (H. Rauschning, Hitler m’a dit, ed. Cooperation, París, 1939,
p. 112-13), adjudicándose el mismo espíritu subversivo y el mismo desprecio por la
verdad objetiva.
La esencia del fascismo
El fascismo italiano constituyó una posición más moderada que el nazismo y presenta
con respecto a éste diferencias importantes. En primer lugar, Mussolini combatió
seriamente al comunismo y su estrategia internacional. En segundo lugar, el fascismo
no incurrió en racismo ni en actitudes de dominación mundial. Su nacionalismo se
limitó a una reivindicación de los intereses de Italia y a la recuperación de los territorios
que le fueran quitados como consecuencia de la primera guerra.
Ideológicamente su régimen se asentó “sobre la base de un ideario que
explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pagana, en abierta
contradicción tanto con los derechos naturales de la familia, como con los derechos
sobrenaturales de la Iglesia” (Pío XI).
Ese naturalismo de inspiración socialista, llevó a la exaltación del Estado: “Para el
fascismo todo está dentro del Estado y nada de humano o espiritual se halla fuera
del Estado y mucho menos tiene valor. En tal sentido el fascismo es totalitario y el
Estado fascista, síntesis y unidad de todos los valores, interpreta, desarrolla y
encierra en potencia toda la vida del pueblo” (Diario “La Nación” del 30-6-32).
En tal perspectiva, el gobierno se adueñó de toda la educación, eliminando toda
organización de inspiración religiosa. Organizó “verticalmente” a los sindicatos en entes
corporativos, en contradicción abierta a la organización profesional corporativa
auspiciada por la doctrina social de la Iglesia, que se basa en el principio de
subsidiaridad y defiende la libre agremiación y la independencia de las organizaciones
profesionales del poder político (ver Pío XI, Quadragesimb Anno).
El juicio de la Iglesia
La incompatibilidad de las doctrinas expuestas con los principios básicos del
Cristianismo resulta manifiesta. En primer lugar, se contradice el concepto cristiano del
hombre, como realidad espiritual, llamado a un fin trascendente y reconocido en su
dignidad de agente libre y responsable, sujeto de derechos naturales inalienables. El
totalitarismo fascista y nazi convierten al hombre en engranaje del Estado omnipotente,
única fuente de derechos.
La exaltación totalitaria del Estado ha llevado a ambos sistemas a desconocer el
principio de subsidiaridad y los derechos y autonomías legítimas de los grupos
intermedios de la sociedad. Este desconocimiento se da en el plano económico, con el
intervencionismo del gobierno y la sujeción a él de los organismos sindicales y
empresarios. También se da en lo social, al desconocer los derechos propios de las
familias y de las diversas formas de asociación. Asimismo se verifica en el plano
político, al conducir a un régimen de partido único, distorsionando toda auténtica
participación política de los grupos responsables. Por último, se comprueba en el plano
de la cultura, mediante el monopolio escolar y la negación de los legítimos derechos de
la Iglesia, en una concepción laicista y neopagana de la vida.
16. LA IGLESIA FRENTE AL SOCIALISMO
A comienzos del siglo XIX surgieron diversos movimientos denominados “socialistas”, en
abierta oposición al liberalismo imperante. Suele designarse bajo el nombre de “socialismos
utópicos” las formulaciones y ensayos concretos de hombres como Saint Simon, Fourier,
Owens, Blanc y otros, en su intento por edificar “ciudades socialistas” sobre la base de la
comunidad total de bienes. Todas las realizaciones prácticas del comunitarismo socialista
fracasaron sin excepción.
Frente al socialismo utópico, Marx y Engels elaboraron su “socialismo científico” o
materialismo dialéctico, el cual se impuso sobre aquél como doctrina de referencia para los
distintos partidos y movimientos socialistas que se difundieron por el mundo a fines del
siglo pasado y principios del actual.
Ante el surgimiento de las corrientes socialistas de diverso signo, el Magisterio católico
formuló una serie de condenaciones y advertencias. Pío IX particularmente, condenó al
socialismo y al comunismo en su encíclica Qui pluribus del 9-1 1-846, dos años antes de
la publicación del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. El mismo Pontífice reiteró su
juicio en la Alocución Quibus quantisque (20-4-849), la encíclica Nostis et nobiscum (8-
12-849), la Alocución Singulari quadam (9-12-854) y la encíclica Quanto conficiamur
(10-8-863). Todos los Papas que lo sucedieron han reiterado la misma doctrina por la cual
se declara al socialismo como incompatible con la doctrina cristiana, desde León XIII en
Rerum novarum (1891) hasta Pablo VI inclusive, en su reciente Carta al Cardenal Roy
(14-5-1971).
Resulta esencial examinar, dada la difusión de nuevas formas del socialismo, en qué se
funda el rechazo que la Iglesia Católica opone a la doctrina socialista, aun cuando no sea de
inspiración marxista.
Un denominador común
Mientras el marxismo tiene una referencia doctrinal concreta y característica, no ocurre lo
mismo con el socialismo, del cual los distintos autores y los diferentes programas
partidarios han dado versiones diferentes. Por tal razón resulta indispensable descubrir cuál
es el común denominador de los diferentes tipos de socialismo. Tarea urgente -por otra
parte- si se considera la ambigüedad de los diferentes sentidos que se le asignan en la
actualidad, con una gama de adjetivos que van desde las “repúblicas socialistas” soviéticas
hasta los mal llamados “socialismos cristianos” propiciados por teólogos progresistas,
sacerdotes tercermundistas, etcétera.
En Quadragesimo Anno, Pío XI distingue una doctrina de violencia, el comunismo, y una
doctrina moderada, el socialismo. Este último rechaza a veces el uso de la violencia pero
admite, por lo general, la teoría de la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada
de los medios de producción; ambas tesis son sostenidas por el comunismo.
Al definir el socialismo, Pío XI le asigna tres caracteres esenciales: 1) una concepción
materialista del hombre, que acuerda excesiva importancia a la vida económica; 2) una
concepción colectivista de la sociedad, por la cual se priva al sujeto de toda
responsabilidad personal, para erigir en su reemplazo una dirección anónima y colectiva de
la economía y, 3) una concepción del fin de la sociedad política exclusivamente centrada
en el puro bienestar.
Idea socialista del hombre
El socialismo reniega vehementemente del individualismo liberal definiendo al hombre
como ciudadano, esto es, como miembro de la sociedad. El individuo carece de toda
autonomía, de toda responsabilidad, de todo derecho que no le sea asignado por el Estado.
La raíz de esta falsa imagen del hombre, proviene del pesimismo socialista, por oposición
al optimismo liberal. Mientras éste concibe al individuo como esencialmente bueno y justo,
el socialismo -considera que el hombre es esencialmente egoísta irresponsable, e injusto.
Debe por lo tanto, reducir al máximo el ámbito de su libertad, de su iniciativa, pues
inevitablemente abusará de los demás. El único medio posible y eficaz contra tal tendencia,
consiste en asignar a la sociedad en general, o al Estado en particular, la plenitud de la
responsabilidad y de las decisiones.
Curiosamente, este pesimismo profundo se combina con una teoría utópica, por la cual el
socialista concibe la sociedad futura como un reino de libertad absoluta, sin dependencias
ni autoridad.
Concepto socialista de la economía
Tal doctrina queda bien resumida en la reciente definición de André Philip: “El socialismo
es la acción de los trabajadores por establecer, mediante sus organizaciones, una dirección
colectiva de la vida económica y una socialización de las empresas monopólicas, con el fin
de acelerar el progreso técnico, garantizar una justa repartición de los productos y hacer
participar a los trabajadores de la responsabilidades y decisiones esenciales de la vida
económica y social”.
Al desconfiar del individuo, el socialismo transfiere a la “sociedad”, ente anónimo y
colectivo, el poder de decisión que será de hecho ejercido por un “soviet” o grupo
restringido, no responsable, en nombre de los trabajadores. Al suprimir la propiedad
personal, las libertades políticas son meras ilusiones.
Concepto socialista del Estado y la sociedad
El socialismo termina siempre siendo un estatismo, pues la “sociedad” abstracta es
gobernada por un grupo de hombres de carne y hueso. Por eso suele calificarse a la
economía socialista de “Capitalismo de Estado”, pues al negar la propiedad privada, el
único propietario posible, es el Estado y su burocracia. Con ello se agravan los males del
liberalismo, pues el Estado concentra todo el poder económico, a más de todo el poder
político, los resortes policiales, sindicales, educativos, judiciales, etc., en las mismas
manos. El hombre, y en particular, el obrero, quedan a merced del Estado totalitario, único
dispensador de derechos y favores.
El partido único es su cabal expresión.
Complementariamente, el socialismo niega los derechos y autonomías, propios de los
grupos, las familias y sociedades intermedias, so pretexto de complicar la elaboración y
ejecución de la planificación estatal.
El socialismo cultural.
No contento con estatizar la economía y lo social, el socialismo se erige en educador de
las conciencias, monopolizando el sistema educativo en todos los niveles. En nombre de un
igualitarismo ficticio, se intenta encuadrar las mentes en los cauces del socialismo para
evitar las reacciones y el surgimiento de nuevas doctrinas.
El socialismo suprime a Dios de las conciencias, mediante la difusión del laicismo,
cuando no del ateísmo. En materia moral, todo se reduce a obedecer a los “fines sociales”
que se dictan al cuerpo social, negándose la existencia de un orden natural objetivo, fuente
de derechos humanos inalienables. Al reducir todos los valores, a los valores materiales, se
niega todo sentido trascendente de la vida.
Una oposición total
Por las razones apuntadas, existe una incompatibilidad radical entre el socialismo y el
catolicismo. Al negar los derechos del hombre y los derechos divinos, el socialismo
transforma al individuo en instrumento de fines que le son impuestos, según el lema de
Saint Simón: “Hay que reemplazar el gobierno de los hombres, por la administración
de las cosas”.
Por eso sigue en pie el juicio de Pío XI: “Socialismo religioso y socialismo cristiano son
términos contradictorios. Nadie puede ser buen católico y verdadero socialista”
(Quad. Anno, n. 120).
17. ¿UNA IGLESIA REVOLUCIONARIA?
Ante la gravedad de la crisis que afecta al mundo contemporáneo en todos sus aspectos
y niveles, ciertos sectores de la Iglesia, tanto clérigos como laicos, han formulado
planteos y asumido actitudes favorables al llamado “cambio revolucionario”, al empleo
de la violencia, enarbolando como bandera la liberación del hombre de toda injusticia,
miseria o dependencia. Expresión de esta nueva “teología política” neomodernista son
las recientes postulaciones de los llamados “socialismos cristianos” y, en lo que a la
acción se refiere, la participación directa o indirecta de sacerdotes y laicos en
organizaciones netamente subversivas, grupos de guerrilla urbana, etcétera.
Este fenómeno plantea un gravísimo interrogante en la conciencia del cristiano y de
todo hombre: ¿Cabe admitir la posibilidad, más aún, la conveniencia de una Iglesia
Revolucionaria? ¿Son acaso compatibles el mensaje cristiano y la praxis subversiva y
guerrillera?
El mensaje del Cristianismo
Desde su mismo origen la Iglesia aparece en medio del mundo predicando una religión
del Amor —“Dios es amor” dice San Juan en el Evangelio—,de la Caridad, del amor a
Dios y al prójimo. Esta insistencia en el amor llevó a algunos representativos
pensadores ateos contemporáneos como Nietzsche a burlarse del Cristianismo por ser
“religión de borregos”...
El mensaje del Cristianismo es un mensaje de plenitud. Plenitud humana y plenitud
sobrenatural, armónicamente conjugadas en la adhesión a una Verdad plena que es el
mismo Cristo, el Verbo de Dios encarnado, salvador de todos los hombres.
La adhesión a una misma Fe es el fundamento mismo de la unidad de la Iglesia, como
enseña León XIII en su encíclica Satis cognitum. La comunidad de creencias conduce a
los miembros de la Iglesia, a vivir en conformidad con Cristo, en la fidelidad a su
doctrina, conservada, difundida y profundizada por el Magisterio eclesiástico.
El sentido cristiano de la vida supone un misterio y una vocación a la mutua conversión
de los hombres en so itinerario personal hacia Dios. En el Nuevo Testamento
encontramos la ilustración práctica de esta vocación a la paz, que es signo del auténtico
cristiano, en la actitud de San Pablo frente a la inhumana institución de la esclavitud.
San Pablo - apóstol de las gentes - no fue un revolucionario al estilo de Camilo Torres,
un acusador implacable de las culpas ajenas. Se limitó a recordar tanto al esclavo como
a su dueño, los deberes mutuos; al uno le recordó su deber de obediencia y lealtad, y al
otro le encareció a tratar con el mayor respeto y justicia a su prójimo dependiente.
Lo admirable es que la actitud paulina, tan poco “revolucionaria” según las modas
actuales, bastó para transformar radicalmente una institución tan antigua y arraigada
como la esclavitud. Así lo atestiguan los estudios de Paul Allard y otros autorizados
investigadores de la antigüedad.
Cristianismo y revolución son incompatibles
Toda la doctrina de la Iglesia, en los dos últimos siglos especialmente, ha rechazado
enérgicamente la tentación de la violencia y el espíritu revolucionario. Máxime si se
tiene en cuenta que desde el Renacimiento hasta nuestros días la Revolución se
identifica con la ofensiva antirreligiosa; tanto la Revolución Francesa como el
comunismo y el socialismo han estado impregnados del odio al catolicismo.
Dentro de la confusión actual del lenguaje, “revolución” se contrapone a “evolución” o
“reforma”. La revolución supone un cambio violento, súbito y total de un sistema de
vida y de valores a otro sistema. Para ello el revolucionario comienza por destruir el
orden existente, con la ilusión del nuevo orden ideal. Como lo señala Pablo VI en su
reciente Carta al Cardenal Roy: “La apelación a la utopía es con frecuencia un cómodo
pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas, refugiándose en un mundo
imaginario” (14-5-71, n. 37). El realismo católico es completamente contradictorio con
el utopismo revolucionario de los intentos mencionados al comienzo. No hay
posibilidad de conciliación o colaboración entre ambos.
A lo señalado se agrega otra razón fundamental. El espíritu revolucionario incluye
esencialmente una voluntad de autonomía, de autodeterminación que excluye toda
aceptación de una moralidad objetiva, realista, como es la moral cristiana. La voluntad
revolucionaria supone la voluntad de erigir un orden fundado en la voluntad del hombre
y no fundado en el orden divino, como lo expresara el gran renovador francés Albert de
Mühn. Prueba de esto es que todos los mal llamados “cristianismos revolucionarios”
rebajan el mensaje cristiano a un mero naturalismo social: “No es menos grave el error
de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos
temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa...” (Gaudium et
Spes, n. 43, 78, 83 y 92). Así vemos la prédica de un Camilo Torres o de los sacerdotes
tercermundistas, que rebajan la verdad evangélica a un socialismo transnochado que
coincide con el Marxismo. (Ver Pastoral del Episcopado Argentino del 12-8-70).
La renovación cristiana
La Iglesia ha afirmado siempre que la solución de los problemas sociales que a todos
nos preocupan reside en una reforma o renovación y nunca en el cambio revolucionario.
En su admirable doctrina, Pío XII ya señalaba: “No es en la revolución, sir’o en una
armónica evolución donde se hallan la salvación y la justicia. La violencia no hizo Otra
cosa que derribar en vez de levantar; encender las pasiones, en vez de calmarlas;
acumular odios y ruinas, en vez de hermanar a los contendientes; y ha precipitado a los
hombres y los partidos en la penosa necesidad de reconstruir lentamente, después de
dolorosas pruebas, sobre las ruinas de la discordia. Tan solo una evolución progresiva y
prudente, valiente y acomodada a la naturaleza, iluminada y guiada por las santas
normas cristianas de Id justicia y de la equidad, puede conducir a que se cumplan los
deseos y las justas exigencias del obrero” (Mensaje de Navidad, 1956).
Más recientemente, Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio reiteró la misma
doctrina: “Sin embargo ya se sabe: ¡a insurrección revolucionaria engendra nuevas
injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede
combatir un mal real al precio de un mal mayor” (26-3-67, n. 31; ver también su
Alocución al Congreso Eucarístico mt., Bogotá, 1968). El mismo Pontífice a renglón
seguido (párrafo n. 32) urge la adopción de reformas innovadoras y audaces, en
fidelidad al Evangelio.
La renovación cristiana está al servicio del hombre en su camino hacia Dios. Para ello
hay que operar una reforma intelectual y moral, que transforme las inteligencias y los
corazones. El principio está en la reforma personal, y no en el cambio de estructuras que
también puede ser necesario, pero siempre subordinado a aquél, puesto que son
personas de carne y hueso, las que animan las “estructuras” o instituciones: “Hoy los
hombres aspiran a liberarse de la necesidad y de la dependencia. Pero esa liberación
comienza por la libertad interior que ellos deben recuperar de cara a sus bienes y a sus
poderes, no llegarán a ello a no ser por un amor trascendente del hombre y, en
consecuencia, por una disponibilidad efectiva al servicio. De otro modo, se ve claro, aun
las ideologías más revolucionarias no desembocarán más que en un simple cambio de
amos” (Carta al Cardenal Roy, n. 45).
En virtud de lo expuesto, los actuales intentos que padecemos bajo las etiquetas del
Cristo guerrillero, del socialismo cristiano y del tercermundismo, están condenados a la
esterilidad de quien no sabe sino demoler, en vez de construir. No en balde denunció
Pablo VI que: “existe una voluntad de autodemolición en la Iglesia actual”. (Alocución
del 7-12-68).
18. LA PROPIEDAD PRIVADA
El llamado “derecho de propiedad privada” se ha convertido en los últimos tiempos, en
toma de un acalorado debate donde no siempre es la razón la que logra sobreponerse al
juego de las pasiones e intereses individuales o de grupo.
Son muy conocidas las diatribas que Proudhon y Marx lanzaran a mediados del siglo
pasado contra el derecho de propiedad, calificándolo aquél de “la propiedad es un
robo”, mientras el segundo sintetizaba en su tesis “abolición de la propiedad privada” la
esencia de la doctrina comunista. (Ver “Manifiesto del Partido Comunista”, de Marx y
Engels, 1848).
En los últimos años, la discusión sobre la legitimidad de la propiedad se ha introducido
aún en los ambientes católicos a través de los planteos del “socialismo cristiano” y del
“tercermundismo”. La confusión de conceptos que caracteriza tales doctrinas requiere,
pues, esclarecer los conceptos básicos para poder comprender cuáles son las razones
que fundamentan a la propiedad como un derecho humano fundamental.
Nociones previas
En primer lugar, resulta necesario aclarar el concepto de “propiedad”, mediante su
adecuada definición.
La propiedad se distingue del mero “uso” de los bienes pues quien utiliza una cosa no
necesariamente puede disponer de ella, transferirla a otra persona, etc. La propiedad
supone, en consecuencia, el dominio pleno sobre el objeto. Así podemos definir el
derecho de propiedad como “el derecho por el cual una persona puede usar y disponer
de una cosa”.
Este derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes:
1) Los llamados bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya Utilización implica
su desgaste y destrucción, como por ejemplo, los alimentos o la vestimenta; 2) Los
bienes de producción o bienes de capital, esto es, aquellos objetos que no están
destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes, por
ejemplo, las máquinas, etcétera.
Otra distinción fundamental es la existente entre propiedad privada y propiedad pública.
La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos intermedios de la
sociedad. La segunda constituye el patrimonio del Estado, el cual reserva ciertos bienes
materiales sustrayéndolos a la aprobación individual. En este sentido, propiedad pública
equivale a una “no propiedad”.
Algunos autores hablan de propiedad comunitaria, o de propiedad colectiva. Estos
adjetivos suelen originar grandes confusiones. Su aceptación legítima sería la de
copropiedad
o propiedad en común, como se da en el caso de las sociedades cooperativas
y en los consorcios de propiedad horizontal de las viviendas. En este sentido, la
copropiedad
no es sino una propiedad personal mitigada, manteniendo su carácter privado;
así por ejemplo, la propiedad común de una bicicleta entre los hijos de una misma
familia, es una propiedad privada, compartida entre varios, y supone una disminución
en su uso, pues nunca puede ser utilizada por más de uno a la vez.
El equívoco grave surge cuando se pretende utilizar los adjetivos de “comunitario” o
“colectivo” como eufemismos destinados a disimular la estatización o la
nacionalización de ciertos bienes. Tal empleo es ilegítimo, por implicar una mentalidad
colectivista.
La polémica liberal - socialista
Como consecuencia de la irrupción del liberalismo a partir de la Revolución Francesa,
surgieron dos concepciones antagónicas respecto de la propiedad privada: el liberalismo
y el socialismo.
El liberalismo asigna a la propiedad el carácter de un derecho absoluto que no admite
limitación ni control alguno. El liberalismo jurídico del Código napoleónico (1810),
admite el derecho a destruir el bien que se posee en propiedad, en virtud de su carácter
absoluto. La misma doctrina estaba implícita en la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. El fundamento de la concepción liberal reside en su
concepción optimista de la persona, por la cual todos somos espontáneamente buenos,
justos y libres. En consecuencia, el modo más eficaz de asegurar esa plena bondad y
autonomía del individuo reside en la absoluta libertad de disponer de los propios bienes.
El socialismo y el comunismo, constataron los abusos a que conducía inevitablemente la
utopía liberal y, partiendo de una concepción pesimista del individuo, exigieron la
destrucción de la propiedad privada en todas sus formas, como principio de solución de
todos los males sociales. La conclusión práctica, consistió en remitir al Estado la
propiedad de todos los bienes y servicios económicos. De ahí los calificativos d’
“colectivismo” y de “capitalismo de Estado” con que suele caracterizarse al socialismo
económico.
Como en tantos otros campos, la controversia liberal-socialista constituyó y sigue
siendo un perfecto diálogo entre sordos... Ambos planteos contienen una verdad parcial,
que no guarda relación con la conclusión errónea que en ellas pretende fundarse. Él
liberalismo tiene razón cuando percibe que la propiedad es la garantía efectiva de la
libertad y la iniciativa privada, pero se equivoca gravemente al deducir que dicha
propiedad ha de ser absoluta para no reducirse a una mera ficción.
Las corrientes socialistas, por su parte, percibieron que el capitalismo liberal lograba,
mediante su énfasis en la propiedad, justificar el sometimiento de hecho al cual sometió
a la mayoría de las familias obreras, privándolas de las condiciones más elementales de
trabajo y de vida y despojándolas de su dignidad personal. Su error reside en concluir a
partir de abusos concretos y limitados, una condenación universal de toda propiedad,
como si fuese algo esencialmente malo: La paradoja socialista consiste en que, so
pretexto de remediar los abusos del liberalismo, no hace sino agravar los mismos al
concentrar en un Estado anónimo la propiedad de todos los bienes. ¿Quién podrá
reivindicar el menor derecho frente a un poder que a más de ser propietario de todo, es
el único patrón, el líder sindical, el único maestro, el supremo juez y jefe de policía?
La propiedad privada es un derecho natural
Los principios permanentes del orden natural y cristiano trascienden las graves
limitaciones del liberalismo y del socialismo en materia tan importante para un recto
ordenamiento de la sociedad, como lo es la institución de la propiedad.
Al partir de un concepto realista de la persona humana y de su dignidad propia, la
propiedad privada encuentra en esta perspectiva toda su fecundidad, al par que recibe
las limitaciones éticas sin las cuales degeneraría en los abusos tantas veces denunciados
por el propio Magisterio pontificio
‘La Iglesia siempre ha definido con energía que la propiedad privada de los bienes
materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es
fundamental para la paz y la prosperidad sociales Juan XXIII lo reafirmó una vez más al
oponerse a quienes cuestionan la legitimidad de ese derecho: “Debe pensarse que esa
duda carece de todo fundamento. El derecho de propiedad privada, aun aquel que
concierne a los bienes de producción, vale i todo tiempo, puesto que está contenido en
la naturaleza misma de las cosas. Esta nos enseña que cada hombre es anterior a la
sociedad civil, y que es, pues, necesario ordenar la sociedad civil al hombre, como a su
fin. Por otra parte, sería inútil reconocer a las personas privada el derecho de actuar
libremente en materia económica, si no se les acuerda igualmente el poder de elegir
libremente, y de emplear libremente los medios necesarios al ejercicio de ese derecho”
(Mater et Magistra, n. 109).
En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de
su naturaleza en el campo de los bienes económicos de los cuales ha de servirse para
vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales
bienes. Toda limitación excesiva a este dominio del hombre sobre las cosas, implica
coartar la libertad y, por consiguiente, la responsabilidad propia de la persona.
La solución a los abusos no radica en la destrucción de la propiedad, sino en someter su
uso a la regulación de la ley moral.
19. LA PROPIEDAD Y SU FUNCION SOCIAL
En la nota anterior hemos analizado el concepto de propiedad privada y los errores que
a su respecto han formulado tanto el liberalismo como las corrientes socialistas.
Posteriormente se analizó el derecho de propiedad como un derecho natural de la
persona. Corresponde ahora prolongar esa reflexión, considerando a la propiedad en su
doble dimensión: personal y social.
Un derecho derivado
Al exponer el concepto de derecho natural (Notas 8 a 11), se señaló que el derecho de
propiedad es un derecho secundario o derivado. En efecto, y pese a su carácter de
atributo fundamental de la persona, la propiedad se inscribe entre los derechos que
hacen a la conversación de la existencia.
El derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario, de todo
ser humano por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a nuestra conservación,
deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha
subsistencia. Si el hombre no puede vivir sin utilizar y consumir bienes materiales, el
derecho a la vida sería una mera ficción si no involucrara la disponibilidad efectiva de
los bienes básicos indispensables.
Este derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de
propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de propiedad se
sigue a manera de medio indispensable para asegurar más eficazmente la libre
disposición de bienes para todos los hombres. Esta reflexión pone de manifiesto la
gravedad del error liberal según el cual la propiedad no admite limitación alguna so
pena de hechos. Por el contrario, el orden natural señala que no es un derecho absoluto
sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior: “Sobre el uso de los bienes
materiales, Nuestro Predecesor muestra que el derecho de todo hombre a hacerlos servir
a su alimentación y conservación debe pesar antes que todos los demás derechos
concernientes a la vida económica y, por consiguiente, es anterior al mismo derecho de
propiedad privada”Y (Mater et Magistra, n. 43; Pío XII, Alocución, del 24-1 2-42).
El carácter derivado del derecho de propiedad exige que debamos distinguir entre el
derecho mismo y las diferentes instituciones, estructuras o regímenes particulares que
los pueblos crean para su aplicación concreta a la sida diaria. Mientras aquél tiene
permanente vigencia sus formas de concreción práctica variarán según las
circunstancias: “Lo mismo en efecto, que cualquier otra institución de la vida social, el
régimen de la propiedad no es absolutamente inmutable” (Quadragesimo Anno, n. 54).
“Las normas jurídicas positivas que regulan la propiedad privada, pueden s’ariar y
restringir en mayor o menor medida su uso” (Pío XII, Radiomensaje del 24-12-42;
Radiomensaje del 1-9-44). Claro está que las formas concretas de regulación de los
diferentes sistemas de propiedad, deberán dejar siempre a salvo las exigencias del orden
natural (Pío XII, Radiomensaje del 24-12-55).
Dimensión personal de la propiedad
En el orden de los bienes materiales, la propiedad es la garantía efectiva del desarrollo
pleno de la persona humana y de las familias. Ya hemos dicho anteriormente que el ser
humano, inteligente, litre y responsable en su actuar, reviste una dignidad propia
consistente en que puede y debe encaminarse por sí mismo a su propio fin y perfección.
Este atributo esencial de todo hombre requiere en la práctica, que L sociedad política
reconozca a cada individuo y a cada grupo intermedio un margen adecuado de
iniciativas propias dentro del cual las familias y los grupos pongan en juego sus
cualidades, y recursos. De otro modo, se coartaría su condición de ser libre,
convirtiéndolo en los hechos, en un ser irresponsable, totalmente dependiente del
Estado.
Si en el plano de la economía, se negara a las personas toda posibilidad de asumir
iniciativas propias, caeríamos inevitablemente en un sistema totalitario y coactivo de la
vida social. La ineficacia congénita de las economías de las repúblicas soviéticas y de
las mal llamadas “democracias populares” no tiene otra causa profunda, sino este
desconocimiento de la realidad esencial del ser humano. Ahora bien, ¿cómo podría el
hombre ejercer su capacidad e iniciativa en el orden económico sin poseer? Si la
propiedad privada supone por definición la capacidad de usar y disponer de las cosas no
habrá iniciativa económica sin propiedad privada de los bienes.
Alguno preguntará si no bastaría para asegurar el respeto pleno del hombre, el limitar la
propiedad privada a los bienes de consumo, como lo postulan formas moderadas del
socialismo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a disponer de los
bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los bienes de producción
(ver Mater et Magistra, n. 109). Sin éstos, la misma propiedad de los bienes de consumo
peligra, como lo ha señalado claramente el P. Calvez S. J.: “Debemos precavernos, en
efecto, contra una ilusión: la de una verdadera propiedad de los bienes de consumo en
ausencia de una propiedad o control de los medios de producción. En ausencia de tal
control, la propiedad de los bienes de consumo no es sino algo otorgado; se vuelve algo
secundario y dependiente” (Revue de J’Action Populaire, junio, 1965, p. 661). En
efecto, sin propiedad privada de los bienes productivos o de capital, el Estado anónimo
dispensaría como dueño absoluto el derecho al consumo para cada individuo. La triste
ilustración de esta utopía, está dada por las economías de trabajo forzado en los países
comunistas, en los cuales se recurre con frecuencia a los bonos de racionamiento para
digitar el consumo de cada ciudadano.
Del mismo modo que el hombre se proyecta en su dominio sobre las cosas mediante la
propiedad, así también la vida familiar requiere necesariamente el acceso a la propiedad
privada. El ejercicio pleno de las responsabilidades familiares, requiere el ser dueño de
los bienes e instrumentos indispensables. Prueba de ello, es que la familia se ve
desconocida en aquellos países que relegan al Estado la propiedad de los bienes.
En este sentido, cabe recordar que el derecho de propiedad privada implica el derecho a
la transmisión hereditaria de la propiedad. Como lo señalara ya en el siglo pasado el
ilustre sociólogo católico Federico Le Play en su vasto estudio sobre los obreros
europeos, sin herencia no hay prosperidad familiar, pues el hombre tiende naturalmente
a asegurar el futuro de sus hijos, y en razón de ellos, tiende a producir en abundancia.
Privado de tal estímulo, el rendimiento personal y la capacidad de ahorro decae
inevitablemente.
Función social de la propiedad
Si el liberalismo fue sensible al hecho de que si se traba la iniciativa privada, no habrá
producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron
otra verdad parcial, a saber, el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades
sociales. El error de ambos planteos es haber desconocido que ambas afirmaciones no
son excluyentes sino absolutamente complementarias.
En efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiende a subordinar a sus
intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo - alentado por el
individualismo liberal - trae aparejadas toda clase de abusos e injusticias. Quien posee
tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de
aumentar las propias ganancias. De ahí que la historia presente testimonios de tales
abusos a lo largo de los siglos.
Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Esta
idea complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad
un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no solo a la satisfacción de
las necesidades individuales sino también al bien común de la sociedad política. En
otras palabras, los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas
actividades y servicios que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. El
régimen impositivo es un ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.
Pero la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los bienes,
en particular de los bienes de producción ha de ordenarse a proporcionar a todas las
familias y sectores sociales, un nivel de vida adecuado y una seguridad contra los
riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello requiere una justa distribución de los
ingresos cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política (Mater et
Magistra; Gaudium et Spes 71). Abundante producción y su justa distribución son las
ideas que asegurarán el recto uso de la propiedad.
20. LA DIFUSION DE LA PROPIEDAD
En notas anteriores (18 y 19) hemos considerado el derecho de propiedad privada, tanto
en su función personal como en su función social. Corresponde ahora analizar los
medios prácticos de su difusión a todos los sectores del cuerpo social.
Una necesidad imperiosa
“El derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es
un derecho que a todos corresponde”. (Gaudium et Spes, n. 69). Esta afirmación sobre
la universalidad del derecho a la propiedad privada de los bienes, deriva
manifiestamente del carácter de derecho natural que distingue a la propiedad. Siendo
algo acordado al ser humano por naturaleza, todos y cada uno deben poder participar
efectivamente de la propiedad en sus diferentes formas.
Este principio básico se traduce, al nivel de la realidad económica internacional, en la
necesidad urgente de facilitar y promover la difusión de la propiedad, a través de todos
los sectores sociales y, en particular, del sector asalariado. La causa de esta necesidad
imperiosa reside en la libre concurrencia instaurada por el capitalismo liberal. El
mecanismo del mercado, falto de regulación moral y social, según las premisas del
liberalismo económico, tiende a mantener a los trabajadores en su condición de meros
asalariados y traba su progreso. Tal es así, que aún en los países más industrializados, la
constante expansión de la producción y la mayor eficiencia de las empresas como
unidades productivas, no permite un aumento en los ingresos del sector trabajo
equivalente al incremento correspondiente al sector capital.
La única solución viable a tal problema crónico de la economía moderna consiste en
facilitar a los trabajadores la participación en la propiedad de las empresas (ver de Louis
Salieron, “Los católicos y el capitalismo”, ed. La Palatine, París 1951, y “Diffuser la
Pro. priété”, N. E. Latines, París, 1964).
La urgencia de una distribución efectiva de la propiedad a todos los sectores sociales ha
sido una exigencia permanente de la doctrina social católica, desde Rerum Novarum
hasta hoy. Pero han sido sobre todo Pío XII y Juan XXIII quienes han subrayado con
más energía la necesidad práctica de su instrumentación adecuada: “Pero es poca cosa
afirmar que el hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de poseer privadamente
los bienes como propios, incluidos aquellos de carácter productivo, si no se trabajara
con todas las fuerzas en propagar el ejercicio de ese derecho en todas las clases sociales.
En efecto, como lo enseña muy claramente Pío XII, Nuestro Predecesor de feliz
memoria, por una parte, la dignidad misma de la persona humana ‘exige necesariamente
el derecho de usar de los bienes exteriores para vivir según las justas normas de la
naturaleza; a ese derecho corresponde una obligación muy grave que requiere que se
acuerde a todos, en la medida de lo posible, la facultad de poseer bienes privados’. Por
otra parte, la nobleza inherente al mismo trabajo exige, entre otras cosas, ‘la
conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad
segura, por modesta que fuere, a todos los ciudadanos de cualquier clase’ “. (Mater et
Magistra, n. 114).
Diferentes formas de propiedad
El acceso generalizado a la propiedad puede y debe revestir diversas formas y
modalidades, puesto que el concepto de propiedad es aplicable a bienes de diferente
naturaleza:,sí, recurriendo con prudencia a los diversos métodos aprobados por la
experiencia, no resultará difícil a los países el organizar la vida social y económica de
modo tal que facilite y extienda lo más posible el acceso a la propiedad privada de
bienes, tales como: los bienes de uso duradero, la casa, un terreno, el equipo necesario a
un taller artesanal o a la explotación de una granja de dimensión familiar, de las
acciones de empresas medianas o grandes” (Mater et Magistra, n. 115).
La enumeración precedente no hace sino mencionar algunas formas manifiestas y
simples de facilitar el acceso a los bienes.
Por la misma razón no requieren mayor comentario. A continuación examinaremos
rápidamente otras formas de propiedad, no menos fundamentales que las anteriores, y
cuya índole y repercusión social deben ser acentuadas en la actualidad, puesto que
permitirán esbozar principios de solución a los males y desigualdades de la economía de
nuestro tiempo.
La propiedad del oficio
El siglo XX ha redescubierto una antigua realidad socioeconómica, perfectamente
enfocada en la organización medieval de las artesanías y profesiones: el obrero
calificado. Este ha ido abandonando progresivamente su condición de proletario y ha
aumentado sus ingresos y mejorado su condición de vida mediante el aprendizaje de un
oficio.
Paradójicamente el vital tema de la capacitación obrera que debiera constituir hoy una
de las preocupaciones esenciales de los sindicatos y de la misma CGT, sigue siendo casi
desconocido o sepultado bajo otras reivindicaciones. Sin embargo, nada hay tan
importante para el futuro bienestar del sector asalariado que el poder contar con una
calificación profesional que lo haga apto para soportar las transformaciones aceleradas
de la tecnología moderna. El proceso de la automación industrial, implica el riesgo de
constituir un nuevo proletariado mucho más extendido, a fines de este siglo, en base a la
masa creciente de operarios no calificados.
Urge, pues, propiciar en forma adecuada la capacitación profesional de quienes aun hoy
carecen de oficio propio. Tanto las organizaciones sindicales como las profesionales
deben encarar esta tarea de enormes consecuencias no solo económicas, sino
principalmente sociales, pues a mayor capacitación, mayor integración social de todos
los grupos.
La seguridad social
El actual desarrollo de los sistemas de seguridad social, dista de haber alcanzado en
países como el nuestro su verdadera dimensión cómo forma sutil de propiedad frente a
los riesgos de la vida diaria. En efecto no suele hablarse de la propiedad de empleo, de
la jubilación, y de las diversas coberturas vitales. Ello no es sino una expresión de la
mentalidad “pasiva” con que se recibe de un Estado socializante y paternalista, una
seguridad que no ha sido creada sino por el trabajo solidario de todo el cuerpo social.
Basta pensar que los aportes previsionales que financian el sistema, no son otra cosa que
salarios diferidos ganados por los trabajadores.
El acceso real a la seguridad social exige reemplazar la ineficiente fórmula “capitalista”
actual, por un sistema de reparto solidario cuya gestión esté a cargo de los sectores
profesionales interesados, y no por el Estado.
Participación en el capital empresario
Existe otra forma fundamental de propiedad consistente en poner al alcance del sector
asalariado una adecuada participación en el capital de las empresas. Las posibilidades
son variadas en este campo y las principales son: el accionariado obrero, la participación
en los beneficios de la empresa y la participación en sociedades de inversión de capital
variable o “fondos de inversión”.
La participación en los beneficios supone que el trabajador participa en el superávit de
los ingresos de la empresa. El accionariado obrero consiste en la distribución a los
asalariados de una parte de las acciones de la empresa; esta modalidad tiene
desventajas; la principal consiste en que de este modo el obrero participa del eventual
déficit empresario. Las sociedades de inversión constituyen un medio muy apto de
acceso a la propiedad de capital y, por su importancia, merecerá una nota especial pues
se vincula al autofinanciamiento mencionado en Mater et Magistra (n. 75).
Es importante destacar que estas soluciones obtienen una mayor eficacia cuando toda la
economía está organizada profesionalmente por ramas de la producción a través de
consejos obrero-patronales.
21. LAS NACIONALIZACIONES
En relación con el tema de la propiedad privada de los bienes de producción se plantea
el problema de la legitimidad o ilegitimidad de la nacionalización de ciertos bienes y
servicios. La experiencia de las nacionalizaciones generalizadas en los países
comunistas y en otros, como en la Inglaterra del período laborista 1947-51, o las más
recientes de Perú y Chile, dan nueva actualidad a este aspecto fundamental del orden
económico.
Corresponde, por lo tanto, situar adecuadamente este complejo problema en la
perspectiva de los principios rectores del orden natural de la economía.
El orden económico social es privado
El ordenamiento natural de la economía exige el respeto pleno de la iniciativa y la
responsabilidad de los particulares y los grupos intermedios de la sociedad. Sin ese
respeto, se colocará al hombre al servicio de la economía, en vez de lograr que la
economía se coloque al servicio del hombre, como lo exige la verdadera dignidad
humana.
La subordinación esencial de la actividad económica a los valores espirituales y
sobrenaturales ha sido negada por el común denominador materialista del
individualismo liberal y del colectivismo marxista. Como consecuencia de su
materialismo, ambas ideologías han deformado la función del Estado en el plano
económico; el liberalismo priva al Estado de toda intervención positiva, mientras que el
socialismo marxista le acuerda el monopolio de todo el dinamismo productor y
distribuidor de bienes.
El problema ha de considerarse a la luz del concepto de bien común, puesto que éste
constituye el fin propio de la autoridad política. El bien común está constituido por el
conjunto de bienes necesarios al hombre, cuya naturaleza hace posible su participación
o apropiación por muchos sujetos. En tal sentido, la ciencia, la paz, la justicia, la
seguridad, son elementos del bien común político, ya que su posesión por algunos no
excluye - sino que, por el contrario, facilita - su posesión por los demás.
Los bienes económicos, en cambio, son de naturaleza tal que solo son susceptibles de
apropiación privada o individual. Por ejemplo, el alimento de un individuo solo puede
ser consumido por él; su posesión por un sujeto, excluye a todos los demás de igual
posesión. Por esta razón, los bienes económicos siendo materiales, no tienen razón de
bienes comunes, por cuanto son de apropiación privada, escapando, por lo tanto, a la
esfera de acción del Estado.
Por tratarse de bienes de naturaleza individual, los bienes y servicios económicos
pueden ser procurados por la natural iniciativa e industria de los particulares y grupos
privados. Si la acción estatal es imprescindible para el logro del bien común político,
para los bienes individuales basta el ejercicio de a libertad, inventiva y responsabilidad
personales. Ello hace que todo el orden económico se incluya esencialmente en la órbita
del derecho privado y no del derecho público.
La acción del Estado
No obstante el principio general antes enunciado, el Estado no puede desentenderse
totalmente de los problemas económicos, pues toda alteración del dinamismo
productivo redundaría en perjuicio del cuerpo social y dificultaría la instauración del
orden, la seguridad, la paz, etc., necesarias a la sociedad.
Frente al “laissez faire” liberal, la doctrina cristiana ha puesto constantemente de relieve
la delicada armonía que debe respetar el Estado en su intervención en el campo
económico, a través de innumerables documentos: “Los poderes públicos, responsables
del bien común, no pueden dejar de sentirse comprometidos a ejercer en el plano
económico una acción de formulaciones múltiples, más vasta, más profunda, más
orgánica, y a adaptar a tal fin, sus estructuras, competencias, instrumentos y métodos.
Pero siempre ha de recordarse que la intervención de los poderes públicos en el plano
económico, por amplia y profunda que sea, no tiene por fin el reducir de más en más el
ámbito de la libertad, de la iniciativa personal de los particulares. Por el contrario, ella
tiene por objeto el asegurar a dicho ámbito de acción la mayor amplitud posible gracias
a la protección efectiva para todos y cada uno, de los derechos esenciales de la persona
humana. Y entre éstos debe retenerse el derecho y el deber que normalmente
corresponde a cada hombre de procurar su propio mantenimiento y el de su familia. Ello
implica que todo sistema económico permita y facilite el libre ejercicio de las
actividades productivas”. (Mater et Magistra, n. 54-55).
El principio clave: La subsidiaridad
La armonía entre las funciones que ha de ejercer el Estado en materia económica y el
margen de iniciativa y responsabilidad de los particulares, está determinada por el
principio de subsidiaridad enunciado en Quadragesimo Anno y reiterado en Mater et
Magistra (n. 53). Este concepto fundamental, puede sintetizarse en los tres puntos
siguientes:
1) Deben dejarse a los particulares y a los grupos de rango inferior, las atribuciones que
éstos puedan desempeñar por su propia iniciativa y responsabilidad;
2) Los grupos de mayor jerarquía tienen por única finalidad el ayudar a los particulares
y a los grupos inferiores, supliéndolos en lo que ellos no puedan realizar por sí mismos;
por lo tanto, no deben ni reemplazarlos ni destruirlos; y
3) El único caso en el que un grupo de mayor jerarquía podrá reemplazar a otro de
orden inferior, es cuando éste último carezca de los elementos indispensables (medios y
personas) para poder actuar eficazmente.
Si vinculamos estas tres ideas, que se completan mutuamente, con lo dicho sobre el
carácter privado del orden económico, surge claramente que la acción del Estado en este
plano consiste en una acción supletoria con relación a la iniciativa privada.
Bienes y servicios
A la luz de los principios antes enunciados, podemos ahora abordar el delicado
problema de la absorción por el Estado de ciertos bienes productivos y de ciertos
servicios.
La regla general es que el Estado puede y debe asumir tales bienes y servicios en dos
casos principales:
1) ante la manifiesta incapacidad o ineficacia del sector privado, para asegurar la
producción suficiente de tales bienes o servicios, ya sea por carencia de recursos físicos
o humanos, ya sea por no poder organizarse en forma adecuada;
2) cuando la importancia de ciertos bienes o servicios es tal para toda la economía
nacional, que resultaría peligroso dejarla en manos de grupos o intereses privados. Así
por ejemplo, ningún país del mundo deja en manos de particulares la producción de la
energía nuclear, pues su incidencia es de tal magnitud para la paz y seguridad
nacionales, que el Estado no puede correr riesgos al respecto.
Lo importante es recordar, para el caso 1) especialmente, que el Estado suple la
ausencia o ineficiencia privada, por ejemplo en materia de redes de transporte o
producción de energía, etc. - que son los casos más comunes - pero ha de administrar
tales rubros al mismo tiempo que contribuye activamente a facilitar la capacitación del
sector privado para que este último pueda el día de mañana hacerse cargo de esa rama
de la producción.
El saber cuándo y en qué medida y cómo ha de nacionalizarse tal o cual empresa o
servicio, es una cuestión eminentemente prudencial que ha de resolverse en cada caso
particular a la luz de las exigencias del bien común político y de los principios antes
expuestos.
Lamentablemente, la experiencia muestra que una vez que el Estado asume
temporariamente una actividad propia del sector privado, tiende a no devolverla más a
éste, pues los políticos creen ver disminuir su poder de decisión futuro. Nada más
errado, pues el respeto pleno de la subsidiaridad es la mayor garantía de estabilidad
política.
22. EL TRABAJO HUMANO
Las necesidades humanas básicas son satisfechas mediante el consumo de bienes
materiales correspondientes. Pero para asegurar un consumo suficiente, resulta
indispensable producir dichos bienes -de suyo, escasos- en cierto número. La relación
producción-consumo plantea el problema del trabajo, puesto que es éste “la actividad
humana mediante la cual el hombre transforma las cosas con miras a la satisfacción de
sus necesidades materiales y espirituales”.
Si bien entendemos actualmente cosas diversas bajo el rótulo común de ‘‘trabajo”, su
acepción primera se refiere a la transformación de las cosas de la naturaleza material.
En consecuencia, “trabajo” tiene una primera connotación económica. Cuando
hablamos de trabajo significando con ello la actividad intelectual, la creación poética o
artística, etc., extendemos su significado primero a otros planos menos apropiados.
Dada la diversidad de concepciones que la cultura contemporánea ha ido elaborando en
los últimos siglos, corresponde analizar sucesivamente sus tres formas principales: la
liberal, la marxista y a cristiana.
Concepción liberal del trabajo
Para el liberalismo, el trabajo es ante todo una mercancía, esto es, una cosa que se
compra o vende como un bien cualquiera. En consecuencia, el trabajo tiene un precio,
el cual es determinado por la sola ley de la oferta y la demanda.
En razón de su individualismo característico, la doctrina liberal sostuvo que la
determinación del precio del trabajo debía resultar del encuentro de dos libertades
absolutas e iguales: la del patrono comprador y la del asalariado vendedor. En los
hechos, esto se tradujo por aquello del “zorro libre en el gallinero libre”, pues el
igualitarismo utópico desconocía las profundas diferencias reales existentes entre ambos
participantes del acuerdo. Si a esto se agrega la convicción de que la prosperidad se
logra cuando se produce el máximo de bienes al menor costo posible, se comprenderá
que el capitalismo liberal haya erigido en principio pagar el menor de los salarios
posibles. El sector asalariado no estaba en condiciones de defender sus intereses, pues la
introducción de las nuevas máquinas al proceso industrial provocó durante el siglo
pasado una desocupación tan pavorosa que, con tal de lograr empleo, el obrero aceptaba
cualquier salario y cualquier condición de trabajo.
Una expresión terrible de esta concepción inhumana del trabajo, es la que encontramos
bajo la pluma del economista Molinari, cuando afirma: “Desde el punto de vista
económico, los trabajadores han de ser considerados como verdaderas máquinas
que proveen una cierta cantidad de fuerzas productivas, y que exigen en
devolución ciertos gastos de mantenimiento y de renovación, para poder funcionar
de manera regular y continua” (Principios de economía política, L.1., c.
5). La fría serenidad de tal definición es signo elocuente de la despersonalización y
degradación en la cual había caído el trabajo humano en la mentalidad liberal.
En forma consecuente con su individualismo, el trabajo era concebido como actividad
puramente individual, puesto que son individuos los que trabajan concretamente. Por lo
tanto, la retribución del trabajo así concebido no da lugar sino a un salario del individuo
mismo, sin la menor referencia a su familia.
Concepción marxista del trabajo
En contraposición con el punto de vista liberal, la concepción de Marx, Engels y sus
secuaces, asume características muy distintas. El marxismo constituye la mayor
exaltación del trabajo que se haya dado en la historia de la humanidad; es por así decir,
la apoteosis del homo faber.
Para Marx integra la definición misma del hombre: “El empleo y la creación de
medios de trabajo, aunque ya en germen en las especies animales, caracterizan el
proceso del trabajo específicamente humano y B. Franklin puede definir el hombre
como “a toolmaking animal”, un animal fabricante de herramientas”. (El capital,
L.l.D.). Curiosa coincidencia entre el revolucionario mesiánico y el portavoz del
capitalismo liberal más crudo...
En razón de su carácter dialéctico, la doctrina marxista del hombre y de la sociedad
niega a éste su esencia propia. Para Marx, el hombre no es otra cosa sino una pura
energía laboral, su ser es trabajar y nada más: “Pero como toda la pretendida
historia del mundo no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo
humano, por lo tanto el devenir de la naturaleza para el hombre, éste tiene la
prueba evidente, irrefutable, de su origen o nacimiento de sí mismo”. (Manuscritos
de 1844, Alianza Edit., pág. 154). Como puede verse, el ateismo marxista se funda en la
convicción de que el hombre se crea incesantemente a través del trabajo. ¿Cómo
sorprenderse que las economías de inspiración marxista, sean economías de trabajo
forzado? Si el ser del hombre no es sino energía laboral, cuanto más trabajo mayor
“autocreación” utópica habría de darse...
El trabajo según la ley natural
De acuerdo a las exigencias del orden natural en economía, debe reconocerse al trabajo
humano una triple dimensión:
1) Realidad necesaria: el hombre no puede vivir sin trabajar, puesto que es gracias a su
trabajo que puede procurarse todos los bienes que su existencia requiere. Ese esfuerzo
es penoso y cansador, por lo cual el individuo lo rehuye en lo posible, pero no puede ser
evitado: “El trabajo es necesario, pues el hombre necesita del fruto de su trabajo
para conservar su existencia y debe conservar ésta para obedecer los imperativos
intangibles de la naturaleza” (Rerum Novarum, n. 34). De este carácter necesario
deriva el derecho de trabajar, para toda persona.
2) Dimensión personal: El trabajo es ante todo, expresión de una personalidad. Contra
la reducción liberal del trabajo-mercancía es indispensable afirmar este carácter. El
sujeto vuelca en su actividad laboral su ser, sus cualidades, su capacidad intelectual,
moral y creadora; esto ha de verificarse aun en las tareas más ingratas y primarias. De
ahí se sigue que el trabajo deba realizarse en condiciones tales que aseguren al
trabajador el ejercicio de su aptitud intelectual, su iniciativa y su responsabilidad. De lo
contrario, el trabajo se convertiría en un mecanismo de despersonalización y
masificación del sujeto. Por otra parte, este carácter personal implica que el trabajador
es propietario de su trabajo y de su capacidad de trabajo u oficio. Nadie debe, en
consecuencia, disponer arbitrariamente del mismo, como lo practican los regímenes
totalitarios.
Asimismo, tampoco ha de separarse la retribución económica del trabajo de la persona
que lo realiza y de su dignidad propia. No se “paga” simplemente un producto, sino que
a través de dicha producción la persona ha de mantener un nivel de vida digno, cosa que
escapa a discusión de las partes y debe ser respetada en toda Circunstancia
3) Dimensión social: En su vida personal, el trabajador no es simplemente un operario
que conoce su oficio y satisface sus necesidades individuales. Es también un ser
solidario que, con su actividad, contribuye al mantenimiento de otras personas, en
primer término sus familiares a cargo. El reconocimiento de la dimensión familiar del
trabajo y del salario es esencial dentro de un orden de justicia, ya que resulta imposible
disociar a la persona de sus deberes familiares.
Esta dimensión social se extiende a otros grupos de la sociedad: “Por encima de la
distinción entre empleadores y empleados que amenaza en transformarse cada vez
más en una separación inexorable, está el trabajo mismo, tarea de la vida personal
de todos, en vista a procurar a la sociedad los bienes y servicios que le son útiles o
necesarios” (Pío XII, Alocución del 19-7-47). Cada trabajador contribuye con su
esfuerzo a asegurar la prosperidad general, con lo cual el trabajo es un vínculo de unión
y no de separación y discordia social.
Pero este progreso que es fruto del esfuerzo común ha de ser distribuido
equitativamente entre todos los sectores de la sociedad, aun de aquellos que no pueden
contribuir en la misma medida a las necesidades generales: “El progreso social debe
acompañar y alcanzar el desarrollo económico, de manera que todas las categorías
sociales tengan su parte en el aumento de la producción” (Mater et Magistra, n.
54). De tal exigencia se sigue la necesidad de redistribuir la riqueza producida en los
sectores menos favorecidos.
23. EL SALARIO JUSTO
Mediante su trabajo personal, cada hombre obtiene los bienes materiales indispensables
para su subsistencia. El salario no es otra cosa que la compensación o retribución a que
cada hombre es acreedor por el trabajo realizado. Resulta indispensable establecer cuál
es la naturaleza y cuáles son los criterios de justicia que permitirán determinar en la
práctica sus niveles para los distintos sectores participantes en el dinamismo económico.
Naturaleza del salario
Al determinar el concepto de trabajo humano se consideró su doble dimensión:
personal y social. Dado que el salario es la retribución del trabajo, también rigen ambos
aspectos.
Desde el punto de vista personal, el salario tiene en cuenta la calidad y cantidad de
bienes y servicios producidos por el individuo. Asimismo toma en consideración la
satisfacción de las necesidades del trabajador y de su familia. El individualismo de la
economía liberal solo atendió al rendimiento personal y a las necesidades del propio
obrero, sin la menor referencia al contexto familiar. El espíritu de lucro que la animó
tendió a disminuir al mínimo posible la retribución del trabajo, pues de este modo
disminuían los “costos de producción” y el margen de rentabilidad de los productos
aumentaba correlativamente. La evolución progresiva del liberalismo hacia formas más
mitigadas y la transformación operada por la acción sindical, por las leyes laborales y la
seguridad social, ha transformado sensiblemente la condición actual del sector
asalariado brindándole niveles de pago mucho más aceptables y dignos.
Desde el punto de vista social, el obrero contribuye a la prosperidad de la economía
nacional mediante los bienes por él producidos. En esta perspectiva, el salario
constituye una parte proporcional de la renta nacional, a la cual el obrero ha
contribuido con su producción; en consecuencia, se ha de asegurar al sector asalariado
una participación efectiva en la distribución de la renta nacional.
Elementos del salario
Resulta importante distinguir los diferentes elementos que componen el salario.
Podemos enumerar los tres siguientes:
1) La parte necesaria a la satisfacción de las necesidades del trabajador: Dicha
parte está directamente destinada a la adquisición de los bienes de consumo y los
servicios económicos indispensables para asegurar la satisfacción de sus necesidades
vitales y las de familiares a su cargo.
2) La parte destinada a la seguridad social: La parte o cuota que el trabajador tiene
asignada para solventar su futura jubilación, pensión de invalidez, etc., constituye en
sentido propio un salario diferido. En efecto, los aportes de este tipo son descontados
mensualmente de la remuneración del asalariado, para serle devueltos al cabo de un
cierto número de años en forma de prestaciones o beneficios de la seguridad social.
Debe señalarse al respecto, que es una ilusión grave la de hablar de tres aportes distintos
al sistema previsional (aporte obrero, aporte patronal y aporte estatal). En definitiva, el
único aporte real es el del empleado, puesto que tanto el patrón como el Estado
empleador, consideran su propio aporte como un ‘costo” más que integra el precio de
venta del producto o servicio que brindan.
3) La parte destinada al ahorro: Esta es la “Cenicienta” o permanentemente olvidada.
Su olvido acarrea graves consecuencias sociales, dado que el sector asalariado se ve
perjudicado sistemáticamente con relación al sector del capital. Sin ahorro no hay
prosperidad acrecida; a lo sumo se mantendrá la situación o nivel ya alcanzado. Pero
como el sector empresario ahorra necesariamente para asegurar la amortización de los
bienes productivos y las nuevas inversiones que aumenten la capacidad y eficiencia de
la empresa, tal ahorro favorece siempre al empresario y no al obrero. De aquí surge la
necesidad de instrumentar la participación obrera en la constitución de patrimonios
profesionales en las distintas ramas de la producción. De lo contrario seguirá
alterándose el gran principio de justicia económica de “la reciprocidad de los
cambios” (ver nota sobre el tema). El ahorro del sector asalariado permite a éste la
adquisición de la casa propia, de los útiles o equipos, etc, por una parte, y asegura, al
mismo tiempo una participación equitativa en el incremento del capital nacional.
Salario justo y criterios del salario
La justicia en materia de salarios supone el reconocimiento práctico de los tres
elementos antes mencionados. Es menester analizar cuáles son los criterios a tener en
cuenta para la determinación del justo salario: 1) Situación del trabajador; 2)
Situación de la empresa, y 3) Exigencias del bien común nacional e internacional.
Estos tres puntos fueron enunciados por primera vez por León XIII en Rerum
Novarum, reiterados por Pío XI y Pío XII, explicitados por Juan XXIII en Mater et
Magistra (N. 71-81). También el Concilio Vaticano II los recuerda sintéticamente: “La
remuneración del trabajo ha de ser tal que permita al hombre y a su familia una
vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el
puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la
empresa y el bien común”. (Gaudium et Spes, n. 67).
La situación del trabajador exige que la remuneración de su trabajo sea tal que le
permita vivir dignamente con su familia. Claro está que el monto de la remuneración
tendrá en cuenta la calidad y cantidad del trabajo producido, pues es justo que quien
produce más y mejor en igualdad de condiciones, se vea recompensado en conformidad
a su rendimiento. El respeto de la dignidad del trabajador exige el fiel cumplimiento de
los tres elementos del salario: necesidades básicas, seguridad social y ahorro. El modo y
grado en que tales exigencias humanas puedan ser satisfechas en la práctica han de ser
determinados prudencialmente en cada país, según los recursos de que se disponga
(Mater et Magistra, N. 71-2). Hade tenerse en cuenta que la prosperidad económica de
cada pueblo depende menos de la suma de sus riquezas que de su justa distribución
entre todos los sectores sociales, pues éste es el fin último de la vida económica. (idem,
N. 74).
También ha de merecer especial atención lo concerniente a la situación concreta de
cada empresa, ya que en ella concurren tanto el trabajo como el capital y ambos tienen
derechos sobre lo producido en común. Dentro de la economía nacional, hay ciertas
ramas de la producción que se encuentran en mejores condiciones que otras. Dentro de
cada sector productivo, la situación de giro, la estabilidad y las posibilidades de
expansión y concurrencia de cada empresa suele diferir, a veces, considerablemente. En
consecuencia, la seguridad del salario requiere que sus niveles se adecuen a la situación
real, de la empresa, pues de lo contrario, podría seguirse el riesgo de su quiebra, con el
desastroso resultado de la desocupación de los asalariados. La práctica muestra la
conveniencia de no reivindicar niveles desproporcionados de salario, que pudieran ser
deseables en principio, en casos difíciles para la empresa. También esta consideración
debe ser analizada en cada caso particular.
Por último, han de considerarse las exigencias propias del bien común nacional y del
bien común internacional. Así como dentro de cada sector productivo, la situación de
las empresas varía, así también la estabilidad y expansión de los diferentes sectores
varía dentro de la economía nacional. Estas circunstancias han de contribuir a la
evaluación global de los niveles salariales con sano realismo y evitando caer en un
“igualitarismo” fácil que no respete la situación verdadera de cada sector.
En lo que hace a las relaciones económicas internacionales, ha de considerarse que el
grado de desarrollo de los países presenta diferencias aún mayores. Esto supone el deber
de solidaridad por parte de las naciones más prósperas hacia las naciones menos
favorecidas. Si las primeras han de apoyar a estas últimas, habrá de darse una
redistribución de la riqueza de aquéllas y esto podrá repercutir en la remuneración de
todos los sectores de los países industrializados.
24. LA RECIPROCIDAD EN LOS CAMBIOS
La ley de reciprocidad en los cambios es la que permite fijar las condiciones del
intercambio de bienes y servicios económicos, según criterios de justicia.
Su primera formulación fue establecida por Aristóteles en la Etica a Nicómaco (libro
V), al determinar los principios y alcances de la justicia conmutativa, que es
precisamente aquella forma de justicia que regula las transacciones entre los particulares
A lo largo de la historia de la Iglesia la doctrina aristotélica fue profundizada por los
teólogos bajo el nombre de justo precio de los bienes.
La idea esencial de la ley consiste en afirmar que en todo intercambio de bienes, las
condiciones han de ser tales que, en virtud de dicho intercambio, el productor pueda
mantener la situación que ocupaba dentro de la sociedad, antes de realizarlo.
Trátase de un principio fundamental de la economía social, de universal vigencia, por
cuanto cada miembro del cuerpo social reviste simultáneamente dos funciones
económicas: la de productor y la de consumidor. En efecto, cada ciudadano realiza una
actividad económica habitual cuyo producido intercambia por aquellos bienes y
servicios indispensables para su subsistencia y la de su familia. La aplicación efectiva
de la ley de reciprocidad en los cambios le garantiza el mantenimiento de su status
social, sin variaciones excesivas. De ahí que esta ley constituya el más eficaz
correctivo y regulador de la ley de la oferta y la demanda. Cuando esta última rige el
mercado en forma exclusiva, su propia dinámica la lleva a las peores distorsiones, pues
la falta de todo elemento regulador no puede sino traducirse en la despiadada opresión
de los grupos más poderosos sobre los más débiles, imposibilitados de hacer respetar
sus legítimas exigencias frente a los monopolios y kartels.
El proceso de “compensación” se verifica igualmente en el orden de la economía
nacional, pues los distintos sectores socioeconómicos que participan en el intercambio
de bienes (obreros, industriales, productores agropecuarios, comerciantes, etc.) deben
poder mantener la posición social que a cada uno corresponde en justicia. En caso
contrario, si uno de los grupos participantes en el intercambio de bienes, se enriquece y
mejora excesivamente su propia posición, ello no puede provenir sino de un
empobrecimiento proporcional de alguno de los demás sectores sociales, lo cual afecta
el equilibrio del conjunto. Así por ejemplo, los comerciantes que perciben ganancias
desmesuradas con relación a los beneficios de los productores industriales o
agropecuarios, o los grupos financieros que presionan injustamente al sector empresario
imponiéndole elevados intereses, so pena de reducir el giro de las empresas o de tener
que cerrarlas.
El error liberal
Dichos desequilibrios constituyen la causa de un sinnúmero de tensiones y conflictos de
interés entre grupos, dificultando el normal funcionamiento del cuerpo social.
El liberalismo capitalista ha negado sistemáticamente el principio de reciprocidad en los
cambios, con su desmesurado afán de lucro, invocando absurdamente la utopía de que
los egoísmos individuales se armonizan espontáneamente; lo cual traducido en buen
romance equivale a sostener que cien mil injusticias individuales engendran
automáticamente un orden social justo.
Olvida el liberalismo capitalista que la riqueza económica de un pueblo no depende
solamente de la abundancia global de bienes, sino también y principalmente de su
efectiva distribución entre todos los sectores, según normas de justicia (Mater et
Magistra). La malicia del liberalismo económico ha quedado definitivamente
denunciada por Pío XI en Quadragesimo Anno en términos de excepcional
vehemencia: “Salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente
riquezas, sino también se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica
en manos de muy pocos. Muchas veces no son éstos ni dueños siquiera, sino solo los
depositarios y administradores que rigen el capital a su voluntad y arbitrio. Estos
potentados son extraordinariamente poderosos; como dueños absolutos del dinero,
gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto. Diríase que administran la sangre de la
cual vive toda la economía y que de tal modo tienen en su mano, por así decirlo, el
alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su voluntad. Esta
acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía contemporánea,
es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los competidores, que
solo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir los
que luchan más violentamente, los que menos cuidan su conciencia. A su vez, esta
concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la lucha se
encamina primero a alcanzar ese predominio económico; luego se inicia una fiera
batalla para lograr el predominio sobre el poder público y, consiguientemente, de poder
abusar de su fuerza e influencia en los conflictos económicos; finalmente, se entabla el
combate en el campo Internacional, en el que luchan los Estados pretendiendo usar de
su fuerza y poder político para favorecer las utilidades económicas de sus respectivos
súbditos, o por el contrario, haciendo que las fuerzas y el poder económico sean los que
resuelvan las controversias originadas entre las naciones” (n. 105-108).
Tres aplicaciones básicas
El respeto de la ley de reciprocidad en los cambios constituye la única posibilidad de
poner término efectivo a los intereses ilegítimos de los distintos grupos y personas.
Todo el orden económico debe estar regido por este principio fundamental. Pero dentro
de la economía contemporánea existen tres niveles principales que reclaman su urgente
aplicación.
En primer lugar, las relaciones entre el sector obrero y el sector patronal. Al
respecto cabe reconocer que la institución de las convenciones colectivas, el desarrollo
de la legislación laboral y la difusión de los distintos sistemas de seguridad social,
constituyen progresos importantísimos en la línea de un real entendimiento entre
patrones y asalariados. Mucho queda por hacer sin embargo, sobre todo en la actividad
agropecuaria y en la minería.
En segundo lugar, y en el plano de la economía nacional, las relaciones entre el sector
agropecuario, el sector industrial y el sector financiero. Hoy se ha tomado amplia
conciencia del desequilibrio existente entre el sector agropecuario y el sector industrial,
al desmejorarse progresivamente la situación del primero con relación al segundo por
una serie de factores que concurren a limitar los beneficios de aquél, mientras los de
este último crecen en proporción constante. Pero se habla demasiado poco de la común
sumisión de ambos sectores frente al sector financiero que los domina cada vez más.
Anteriormente, el sector industrial coincidía con el financiero, como lo evidencia la
crítica marxista al capitalismo, crítica constantemente dirigida al empresariado. Hoy en
día, el sector financiero se ha independizado progresivamente del industrial y tiende a
dominarlo por las constantes necesidades crediticias de éste y la enorme movilidad de
desplazamiento de las inversiones, que pueden cambiar de una empresa a otra, de un
sector a otro y de un país a otro, mediante un simple télex, siempre al acecho de
rendimientos óptimos.
Finalmente, las relaciones entre economías subdesarrolladas y economías
desarrolladas, tema analizado en Mater et Magistra y en Populorum Progressio y
que traduce al nivel de la economía internacional, el desequilibrio antes señalado a nivel
nacional. La desproporción entre ambos tipos económicos se traduce en el deterioro
progresivo de los países más pobres, deterioro que terminará por alterar la economía de
los mismos países desarrollados (cf. Gunnar Myrdall, Solidaridad o desintegración,
FCE).
El rol del Estado
Precisamente en este triple nivel de relaciones económicas debe asumir el Estado su
función esencial: la de árbitro supremo entre los distintos sectores en conflicto.
Como realizador del bien común político, por encima de banderías e intereses
sectoriales, el Estado debe asumir dicho arbitraje a fin de dar vigencia práctica al
principio de la reciprocidad en los cambios. De este modo, la legítima persecución del
bien particular que cada grupo procura para sí, se verá contenida dentro de márgenes
equitativos, respetando el bien propio de los tres grupos. Así por ejemplo, una
legislación tendiente a reprimir monopolios y trusts en tal o cual rama de la producción
o de la comercialización, obrará como eficaz defensa de productores y consumidores.
La función de arbitraje se verá considerablemente facilitada en la medida en que las
distintas profesiones se organicen y vayan asumiendo el rol vital que deben desempeñar
en una economía social.
25. LA EMPRESA
Dentro de los temas relativos al orden económico, el concepto de empresa es fuente de
debates apasionados. Pensadores de distintas corrientes cuestionan el concepto de
empresa, su naturaleza, sus fines, su estructura interna y su función dentro de la
sociedad moderna. Resulta, por lo tanto, indispensable esclarecer los conceptos
principales elaborados por el pensamiento cristiano sobre esta institución fundamental.
Analizaremos a continuación el concepto de empresa, su carácter de comunidad de
trabajo y de vida, y si función dentro de la sociedad.
Concepto de Empresa
Puede decirse que así como la familia es la célula viva del orden social, la empresa
constituye la célula primaria del dinamismo económico. La actividad productora de
bienes y servicios se inicia a través de la empresa, para luego canalizarse a través de
múltiples instituciones de complejidad, recursos y funciones diferentes.
En líneas generales puede decirse que es la institución en la cual concurren el trabajo y
el capital para la producción y/o distribución de bienes y servicios económicos. Esta
concurrencia del trabajo y del capital ha revestido y reviste diversas formas en la
actualidad, desde la empresa familiar hasta la sociedad anónima, los trusts o los
“fondos” internacionales.
En esta perspectiva, el concepto de empresa no está necesariamente vinculado al
sistema capitalista. El régimen capitalista, en su sentido técnico, supone que quienes
aportan su trabajo o su capital no son los mismos individuos. En este sentido la empresa
familiar, la empresa artesanal, las sociedades cooperativas, etc., son ejemplos de
empresas no capitalistas. Estas formas se mantienen vigentes en la actualidad, pese a
que la tónica general de la economía moderna haya consistido en la proliferación de
sociedades en comandita o anónimas que sí responden al concepto de empresa
capitalista, pues los dueños del capital o accionistas, no son por lo general quienes
trabajan efectivamente en la producción de los bienes.
Comunidad de trabajo
Dado su carácter de institución básica de la economía, la empresa se caracteriza por
concertar diversas competencias, oficios y capacidades con miras a la producción de
bienes. Superando el esquema marxista, según el cual solo el obrero es reconocido
como productor, la mentalidad actual reconoce con unanimidad que hay una serie de
actividades que concurren cada cual en su plano e importancia, a la producción
empresaria: trabajo del obrero que maneja los materiales y la maquinaria, trabajo de
capataces, técnicos e ingenieros que controlan y dirigen la producción, trabajo del
personal administrativo, que lleva los aspectos contables y financieros de la empresa;
trabajo del empresario o de los directivos, que asumen las grandes decisiones con
relación a todas las actividades empresarias tanto internas como del mercado al cual
concurren sus productos.
La empresa es, por lo tanto, una comunidad de trabajo en la cual se coordinan
diariamente un sinnúmero de acciones, competencias, iniciativas y responsabilidades
para asegurar el bien común de la empresa que es su producción. Esta realidad
fundamental se verifica en toda empresa, desde las más pequeñas hasta las sociedades
multinacionales.
Comunidad de vida
Pero esta institución no es solo una comunidad de trabajo, sino que es al mismo tiempo
una comunidad de vida.
En efecto, la mentalidad liberal redujo la actividad económica al mero aspecto
productivo, como si la producción de bienes fuera un valor absoluto en sí mismo,
olvidando la realidad humana que ha de expresarse siempre a través de todo trabajo.
Ello condujo a toda clase de excesos, ya denunciados en notas anteriores.
La concepción cristiana de la empresa afirma el carácter personal del trabajo humano.
En consecuencia, si la empresa implica trabajo, necesariamente ha de ser por encima de
todas las cosas una comunidad de personas, que se vinculan libre y responsablemente
para sumar sus esfuerzos y competencias en el logro de una finalidad común.
Este carácter personal a la vez que comunitario, tiene enormes consecuencias prácticas
tanto en lo que respecta al nivel de las remuneraciones de cada miembro de la
empresa, como a las condiciones en que cada uno desarrolla su labor y el grado de
participación responsable que se acuerde a cada uno en los distintos aspectos de la tarea
común. En este sentido ya Pío XI declaraba en Quadragesimo Anno que resultaría
gravemente injusto atribuir ya sea al solo capital, ya sea al solo trabajo lo que es fruto
mancomunadamente. Ambos factores concurren a hacer posible esa realidad compleja y
tan dinámica que es la empresa. Ambos, por tanto, han de participar equitativamente en
la retribución de la actividad común.
De modo similar, el carácter esencial de comunidad de personas debe reflejarse en las
relaciones humanas cotidianas. La paradoja del mundo contemporáneo consiste en que a
pesar de las anteojeras liberales o marxistas que aún pretenden tener vigencia, la cruda
prueba de los hechos confirma la eficacia que acompaña indefectiblemente a los
principios de justicia. A despecho de la tecnocracia, del taylorismo, etc., las modernas
técnicas han descubierto (! ) las ventajas de acordar a todos y cada uno de los
integrantes de la empresa el mayor margen posible de iniciativa, libertad creadora y
responsabilidad. Aun las experiencias de “autogestión” en Yugoslavia, son una prueba
elocuente de la vigencia el orden natural, desconocido por los apriorismos comunistas.
Empresa y sociedad
Realidad eminentemente dinámica, la empresa debe adaptarse constantemente a las
nuevas exigencias del cambio tecnológico, del mercado, de la competencia, de las
decisiones del poder político, del contexto internacional, etc. Solo sobreviven las
empresas que mantienen un nivel de calidad, de productividad, de eficiencia y de
precios tal que pueda competir airosamente con otros productos o servicios similares.
La robustez de una economía se mide por la capacidad y estabilidad de sus empresas.
Pero esta estabilidad puede verse comprometida por una serie de factores, muchos de
los cuales escapan a las posibilidades, previsiones y actitudes de la empresa misma. De
ahí que padezcan de cierta fragilidad, cuyas repercusiones sociales pueden ser muy
graves, no solo para sus integrantes sino aun para toda una rama de producción o para la
misma economía nacional.
Esta constatación supone el concurso de dos factores esenciales: la organización
profesional de la economía y la función directiva del Estado. Las empresas han de
organizarse agrupándose en las distintas ramas de la producción, que constituyen las
profesiones, en el interior de las cuales se armonizan los intereses de productores,
comerciantes y consumidores y del sector financiero y crediticio. Por su parte, el Estado
está llamado a realizar una función positiva al dirigir, alentar, controlar y proteger a
cada uno de los sectores vitales de la economía, para que cumplan adecuadamente su
función al servicio del bien común político.
26. LAS ASOCIACION ES PROFESIONALES
Al referirnos al principio de subsidiaridad (nota 21), explicamos cómo se opera la
inserción del individuo en la comunidad a través de toda una extensa gama de grupos
intermedios, educativos, políticos, económicos, deportivos, etc. Debemos ahora
referirnos en particular a la función que las asociaciones profesionales están llamadas a
realizar con vistas a la estructuración de un recto ordenamiento de la economía nacional.
Necesidades
Si hay un punto clave en el pensamiento pontificio en materia económica es
precisamente éste: de qué manera recomponer el tejido social destruido por la
mentalidad liberal, para hacer reinar en la vida económica los principios de justicia. A
esta pregunta el Magisterio ha respondido en forma categórica y con una perfecta
coherencia a través de los años, desde Rerum Novarum hasta la reciente encíclica
Populorum Progressio, con el especial hincapié en Quadragesimo Anno, que
constituye el documento central en la materia. No hay ni habrá un recto orden
económico mientras no se proceda a desarrollar la organización profesional como base
del mismo. No habrá una superación efectiva del actual clima de lucha de clases que el
mundo conoce sino a través de la instauración de un ordenamiento orgánico que una a
patronos y obreros.
La trama compleja del orden económico presenta tres realidades fundamentales que se
conjugan permanentemente en la realización de sus funciones propias: el oficio, la
empresa y la profesión. El oficio reúne al conjunto de individuos que cumple una
misma tarea productiva, como ser: mecánicos, herreros, cajeros, docentes, viajantes de
comercio, etc. La empresa reúne en su seno una pluralidad de oficios que se
complementan recíprocamente en la unión del trabajo con el capital, al servicio de una
actividad productiva dentro de una de tantas ramas de la producción de bienes o
servicios.
El fin propio de la asociación profesional consiste en asegurar la concertación de todos
los participantes en una rama de la producción, obreros, patronos, productores,
comercializadores, etc., de bienes o de servicios, asegurando las condiciones materiales
requeridas para el desarrollo de su vida espiritual y cultural. Con miras a la obtención de
este fin común, los distintos grupos deben asociarse en forma cada vez más íntima,
multiplicando las tareas comunes y con el tiempo llegar a establecer relaciones
interprofesionales.
La existencia de las diversas profesiones o asociaciones profesionales, responde a una
exigencia esencial de la naturaleza humana. Si el hombre es un ser social por su propia
esencia, ha de reunirse con otros individuos y grupos para lograr en común aquellos
bienes que la mera actividad individual no puede procurar. Esto tiene cabal
cumplimiento en el plano de la economía por cuanto existen intereses que ligan
legítimamente a los hombres y los grupos. La defensa de tales intereses comunes
requiere la constitución de instituciones aptas para asumirla, para ello no bastan los
diferentes oficios ni las empresas, especialmente para la protección de los sectores
menos poderosos. Hacen falta asimismo que los oficios y empresas que colaboran
dentro de una misma rama productiva se vinculen entre si en forma estable, para
asegurar sus intereses comunes y la mejor realización de sus fines específicos.
Tal es la razón de ser de las profesiones u organizaciones profesionales, también
llamadas corporaciones profesionales. De su vigor y estabilidad dependen directamente
la prosperidad de los pueblos y la vigencia de criterios de justicia en la distribución de
la renta nacional a todos los sectores sociales. Pío XII, en su mensaje navideño de 1956,
afirmaba con vigor: “La religión y la realidad del pasado nos enseña que las estructuras
sociales tales como la familia y el matrimonio, la comunidad y las corporaciones
profesionales, la unión social en la propiedad personal, son otras tantas células
esenciales que aseguran la libertad del hombre y, de este modo su papel en la historia.
Ellas son, pues, intangibles y su sustancia no puede estar sujeta a arbitrarias revisiones”.
La insistencia del Magisterio romano sobre la organización profesional de la
economía se funda en las exigencias primarias del derecho natural, en la medida en que
la reconstitución del cuerpo social a través de sus grupos intermedios representa la
posibilidad más realista y concreta de facilitar a cada persona y a cada familia su más
elevado desarrollo y plenitud a través del libre ejercicio de su capacidad, su iniciativa, y
su responsabilidad, según se ha dicho anteriormente. ¿Cómo legitimar entonces una
acción vertical, “de arriba hacia abajo”? El mas elemental buen sentido comprende que
solo una reconstrucción “de abajo hacia arriba”, puede tener sentido; de las personas a
los grupos primarios, de éstos a asociaciones más vastas, y así sucesivamente, hasta
culminar en una serie de organismos al nivel regional y nacional.
Reforma del Estado
No podemos volver a las células básicas del orden social y, especialmente a las
asociaciones profesionales, sino en la medida en que el propio Estado siga una nueva
política, durante la cual y por largos años, tienda a personalizar y no a socializar, no a
confiscar poderes sino a descentralizarlos, no a expropiar o nacionalizar
indiscriminadamente sino a restaurar en forma paulatina y perseverante, los cuerpos
intermedios en sus legítimas autonomías, subordinados siempre a las trascendentes
exigencias del bien común nacional. Trátase de una obra de restauración. Restauración
de un orden social pulverizado por el individualismo. Restauración de competencias
reales. Restauración de una concreta representatividad de intereses legítimos. La
restauración de las libertades y las responsabilidades básicas sin las cuales no hay
sociedad, ni libertad, y en última instancia, convivencia pacífica.
Toda esta lenta acción transformadora culminará cuando se acuerde a las distintas
organizaciones profesionales existentes en plena actividad un estatuto legal de derecho
público por el cual se les reconozca un triple poder: reglamentario, fiscal y disciplinario.
Experiencias
En tal sentido la experiencia extranjera nos brinda múltiples ejemplos de acción fecunda
y progresiva. Retendremos tres de ellas, cada una con modalidades bien diferenciadas.
En Canadá, se ha procedido lentamente instituyendo “comités paritarios” y ‘comisiones
de aprendizaje”, pasando luego a la creación de un “Consejo superior del trabajo”. En
Francia la acción restauradora culminó con un “Consejo económico social”, convertido
en una de las cuatro asambleas previstas por la constitución de 1947, con carácter
estrictamente consultativo. En Holanda, la Ley de asociaciones profesionales del 14-2-
50, una de las más interesantes y dúctiles en su género, ha sometido a la reglamentación
profesional, los salarios, la desocupación, el aprendizaje técnico, la racionalización de
las empresas, la competencia, y otros aspectos. Diríase que la intención del legislador ha
sido primordialmente asegurar los puntos básicos que hacen más directamente a la
dignidad de la persona humana y a la calidad de los bienes producidos.
Basten los antecedentes consignados para ilustrar la actitud a seguir y la variedad de
modalidades que podrán adoptarse de hecho. Entretanto lo que importa es que la
concertación profesional se vaya plasmando en la práctica, a partir de las realidades ya
existentes, como son los colegios profesionales, las comisiones paritarias, en las cuales
se da un principio de acuerdo obrero-patronal sobre puntos mínimos, convenciones
colectivas, las diversas Cámaras de comercio, industria, etc.
Para lograrlo no hay sistemas, ni fórmulas mágicas ni recetas precocinadas... Lo
importante es comenzar con cosas .concretas y conocidas. Ello requiere tan solo un
esfuerzo de lucidez, de imaginación y de perseverancia. Sin esperar pasivamente a
obtener un estatuto constitucional que no siempre es necesario, el esfuerzo de pequeñas
élites responsables irá favoreciendo la constitución de Consejos profesionales, fundados
en las actividades y organizaciones existentes.
27. ¿TIENE DERECHOS EL CAPITAL?
Al hablar de la empresa, la hemos caracterizado corno la institución en la cual se
asocian el trabajo y el capital con miras a la producción de bienes o servicios. Resulta
necesario ahora considerar cuáles son los fundamentos de la legitimidad del capital y las
condiciones de su recto uso, dado que en el sistema económico contemporáneo, el
capital aparece como ‘fuente de derechos” para quien lo posee.
Necesidad del, capital
En sentido estricto, llámase “capital” a todo bien destinado a la producción de otros
bienes. Así por ejemplo, una máquina que produce tornillos, piezas de motor o tejidos,
etc., es capital. En este contexto, el dinero solo es “capital”, en la medida en que
posibilita la adquisición de bienes de capital.
Puede decirse que es un instrumento de trabajo acumulado en vista a una mayor
eficiencia del trabajo. Sin él, el hombre no podría satisfacer sus necesidades vitales de
otro modo que arrancando con sus manos los frutos silvestres y los elementos brindados
espontáneamente por la naturaleza. De ahí que trabajo y capital sean dos conceptos
complementarios por su misma esencia: “No hay trabajo sin capital, ni capital sin
trabajo” (Rerum Novarum). Sin trabajo, el capital es estéril, puesto que no produce
nada sino mediante el trabajo; sin capital, el trabajo no puede transformar la naturaleza.
Esta necesidad recíproca, permite obtener una primera conclusión en cuanto a la
regulación moral de sus relaciones: Si ambos son indispensables para la producción de
los bienes económicos, ambos han de participar en el beneficio producido por
dichos bienes.
Función personal
El concepto de capital está estrechamente vinculado al de propiedad. Si dejamos de
lado la propiedad de bienes de consumo, captamos de inmediato la relación entre capital
y propiedad de bienes de producción. Cuando se expuso la doctrina concerniente a la
propiedad, se señaló que ésta constituye la primera proyección de la personalidad sobre
los bienes materiales. El hombre los domina, utilizándolos, transformándolos,
disponiendo de ellos; en eso consiste la propiedad. Siendo el capital un trabajo
acumulado, necesariamente su empleo o utilización supone que alguien es propietario
del mismo. En consecuencia, el capital, al igual que la propiedad, cumple para los
hombres una función personal, ya que por su mediación el individuo se perfecciona,
satisface sus necesidades y puede garantizar para sí y su familia un nivel “humano” de
vida. Asegurando una suficiente abundancia de bienes mediante el ahorro y su
inversión, los hombres aseguran además su futuro, previendo las posibles contingencias
(enfermedad, muerte, accidentes) que puedan afectarlos.
Pero la función personalizadora del capital consiste en algo aún más profundamente
humano. En efecto, el poder disponer de él requiere, por parte de la persona, el empleo
de su capacidad creadora, su iniciativa, el ejercicio ordenado de su libertad, en una
palabra, le exige obrar en forma responsable. Todas estas cualidades afectan al hombre
en su misma esencia; el obrar responsable, con verdadero auto-dominio, lo constituye
en persona. El individuo despojado prácticamente de su capacidad, libertad y
responsabilidad se despersonaliza y se convierte en un ente amorfo, pasivo, masificado.
Propiedad y capital tienen por función propia el asegurar un ámbito propicio que
garantice a cada sujeto su plenitud personal, libremente realizada.
Función social
Inseparable de su función personalizadora, resulta ser la función social del capital. Pío
XI exige que se respete igualmente el doble carácter individual y social del capital y de
la propiedad por una parte, y del trabajo por la otra (ver Quadragesimo Anno).
En efecto, el capital constituido mediante el ahorro de bienes ya producidos y aplicados
a nueva producción, permite multiplicar las riquezas. Tal multiplicación se traduce en
una abundancia general, naturalmente destinada a facilitar a todos los miembros del
cuerpo social su plenitud personal. Para que esto se dé en la práctica, es necesario que el
mayor número posible de personas participen en alguna medida en la formación de
dicho capital: “No ha de perderse de vista que resulta sumamente ventajoso para una
sana economía social, que este aumento del capital provenga de fuentes tan numerosas
cuanto sea posible. Por consiguiente es deseable que también los obreros puedan
participar, mediante el fruto de sus ahorros, en la constitución del capital nacional” (Pío
Xll, Discurso a la UNIAPAC, del 7-5-49).
La doctrina social de la Iglesia ha rechazado siempre y con la máxima severidad las
ideas y las prácticas que desvirtúan el recto uso del capital, para subordinarlo a la
búsqueda egoísta del máximo lucro: “No se ha de tender únicamente en los progresos de
la técnica, al máximo posible de ganancia, sino a servirse de los frutos que puedan
obtenerse para mejorar las condiciones personales del obrero, para hacer su labor menos
difícil y menos dura, para fortalecer sus vínculos familiares con el suelo que habita, con
el trabajo del cual vive” (Pío XII, Alocución del 13-6-43).
No otro sentido tiene la crítica que la Iglesia ha realizado en forma permanente frente a
los excesos del liberalismo económico: “El capital ha logrado durante mucho tiempo
arrogarse ventajas excesivas. El reclamaba para sí la totalidad del producto y del
beneficio, dejando apenas a la clase trabajadora algo para rehacer sus fuerzas y poder
perpetuarse” (Quadragesimo Anno). En esta condición, el capital se transforma en
instrumento de dominio, dando lugar a la violación del orden natural (idem).
Pero la subversión de la función personal y social del capital, también se opera por la
‘vía muerta” del socialismo estatizante. Al concentrarlo todo en manos del Estado —so
pretexto de “socializar” los bienes productivos— el sector asalariado se ve menos
protegido que nunca; su acceso a la propiedad de una buena parte del capital nacional,
resulta prácticamente imposible, por cuanto el Estado encarna “a toda la nación”. El
estatismo no hace sino reforzar un anonimato irresponsable en la gestión económica por
parte de quienes ejercen el poder público.
Un orden de justicia
La formación y el uso del capital nacional han de realizarse en el pleno respeto de la
doble dimensión (personal y social) que por naturaleza le corresponde. Ello requiere
ante todo que los poseedores del capital sean efectivamente dueños de sus decisiones
económicas, dentro de los límites fijados por el bien común de la sociedad (ver Pío XII,
Alocución a UNIAPAC, del 7-5-49).
Para lograrlo es preciso que, en razón de un deber de solidaridad, todos los sectores
contribuyan a la formación del capital nacional; de este modo, participarán de su
propiedad y de los beneficios que de él provengan.
No ha de olvidarse empero, que en el delicado equilibrio entre capital y trabajo, es este
último quien tiene preeminencia “como expresión inmediata de la persona, frente al
capital, que es un bien instrumental, por naturaleza” (Mater et Magistra, n. 107).
Asegurar la preeminencia efectiva del trabajo sobre el capital exige evitar los siguientes
peligros: 1) Su distribución injusta; 2) el anonimato de su gestión; 3) las pretensiones de
dominio sobre el poder político; 4) las inversiones improductivas o contrarias al interés
nacional y 5) la no solidaridad del capital en los riesgos que los sectores productivos
deban asumir.
28.LA IGLESIA Y EL CORPORATIVISMO
Abordamos ahora uno de los puntos más controvertidos y menos conocidos de la
doctrina social de la Iglesia: el corporativismo. Muchos autores, llevados por su ligereza
o sus prejuicios antirreligiosos, han deformado gravemente la concepción cristiana del
orden económico, asimilándolo sin más al corporativismo fascista, como si la sola
mención de un orden profesional corporativo fuera sinónimo de sistema totalitario o
algo semejante.
Para aclarar estos equívocos es menester distinguir con toda precisión un
corporativismo “vertical” o estatista, por una parte, y la organización profesional de la
economía, por la otra.
Ideologías modernas
Es de sobra conocida la nefasta influencia que el individualismo liberal tuvo en la
conformación de la economía denominada “capitalista”. A ella nos hemos referido en
otra oportunidad y sus excesos han quedado definitivamente enunciados y condenados
ante la posteridad en la encuesta Villermé de 1840.
No obstante, resulta importante reflexionar sobre su consecuencia más grave en materia
social y económica: la atomización de la sociedad en un conglomerado inorgánico y
material dé individuos, totalmente desvinculados los unos de los otros, incapaces de
hacer valer sus más elementales y legítimos intereses frente a los abusos de una
burguesía que logró someter el poder político a sus intereses económicos.
La condenación que Rousseau emitiera en su Contrato Social contra las antiguas
corporaciones y artesanías y oficios, fue traducida en los hechos por el Edicto de Turgot
de 1776, por el cual se suprimían las maestranzas y las jurandas sin indemnización
alguna, afirmando que las reglamentaciones profesionales constituían otros tantos
avasallamientos a la libertad individual: “la fuente del mal reside en la facultad
acordada a los artesanos de un mismo oficio de reunirse y asociarse en cuerpos”. En
1791, el Decreto de Allarde enuncia el principio del libre ejercicio de cualquier
actividad u oficio y, dos meses más tarde, la Ley Le Chapelier consuma la maniobra
disponiendo en su artículo 1 “Siendo la aniquilación de toda especie de ciudadanos del
mismo estado o profesión una de las bases fundamentales de la constitución francesa,
queda terminantemente prohibido restablecerlas bajo cualquier pretexto y sea cual fuere
la forma que se adoptare”. En su artículo 2 prohíbe a los ciudadanos de igual estado o
profesión deliberar o reglamentar acerca de sus “pretendidos intereses comunes”...
Jamás se insistirá con suficiente vehemencia acerca de la radical inmoralidad de esta
ley, convertida en dogma político de Occidente por más de un siglo.
Por otra parte, las reacciones de tipo socialista y muy especialmente marxismo,
reaccionaron apasionadamente contra las consecuencias del individualismo sin atinar a
ver la gravedad de sus causas. De ahí que adhirieron por otras razones al pragmatismo
materialista de aquél y se negaron a reconstruir lo que la Revolución destruyera, los
grupos y cuerpos intermedios, para facilitar el dominio y la omnipresencia del Estado en
todos los ámbitos de la vida nacional.
Tampoco aportaron ninguna solución las experiencias más recientes del nazismo y del
fascismo, movimientos ambos de origen netamente socialista. Ambos trataron de
encuadrar la actividad obrera dentro de organizaciones creadas y digitadas por el
Estado, configurando ambas experiencias meras variantes del esquema marxista básico.
El matiz consiste en crear un corporativismo vertical que es lo contrario de lo que la
doctrina social cristiana ha considerado siempre como la verdadera solución de la
cuestión social.
Es precisamente por esta semejanza puramente externa entre la concepción cristiana y la
concepción fascista, que todos los sectores liberales rechazan sin conocer a la primera,
identificándola arbitrariamente con el fascismo.
Concepción cristiana del orden profesional
La organización profesional de la economía es la tesis central de la doctrina cristiana en
el orden económico. En ella se superan y rectifican los errores tanto del liberalismo
atomizador como de los estatismos masificantes.
Esta concepción parte de la persona humana como ser racional, libre y responsable,
verdadera imagen de Dios y centro de la creación material. Todo el dinamismo
económico debe estar al servicio de la persona, pues no constituye sino un medio para
que aquélla logre su plenitud personal y social. Para ello los hombres se agrupan en
instituciones y asociaciones de todo tipo, mediante las cuales tratan de realizar
progresivamente fines que sirvan a la perfección de sus integrantes. Son estos fines
perfectivos los que constituyen la razón de ser de la acción comunitaria de todos los
distintos grupos intermedios existentes entre las familias y el Estado, como supremo
gestor del bien común de la sociedad política.
En esta actividad múltiple que coordina los esfuerzos de innumerables individuos,
existen intereses egoístas -fruto de la debilidad y mezquindad de los hombres- y fines
legítimos. El ordenamiento social debe darse de tal manera que los primeros sean
limitados en beneficio y respeto de estos últimos. En el plano económico, los intereses
egoístas individuales o de grupo aparecen constantemente en juego; esto explica el
surgimiento de la cuestión social que enfrentó a patrones y asalariados como si fuesen
grupos por definición hostiles. La dialéctica de clases en pugna no es ni podrá ser nunca
fundamento para la paz y concordia sociales. En contra de ella, precisamente, se
formula la concepción cristiana del orden económico, que integra todos los sectores en
juego armonizando y respetando sus derechos esenciales, al servicio del bien común
nacional.
La organización profesional de la economía ha de respetar plenamente el principio de
subsidiaridad formulado por Pío XI en Quadragesimo Anno y retomado literalmente
por Juan XXIII en Mater et Magistra y en documentos oficiales posteriores como
Gadium et Spes de Vaticano II y Populorum Progressio de Pablo VI en una
formulación más abreviada. Este principio exige que todo el orden social y económico
se edifique desde abajo hacia arriba, como todas las realidades vivientes. Solo así podrá
respetarse en los hechos la iniciativa, la creación y la responsabilidad de las personas y
los grupos. Proceder a la inversa sería caer en los errores comprobados del estatismo
comunista o, al menos, en uno de tipo fascista. La vida social no puede ser “fabricada” a
golpes de decretos más o menos arbitrarios, ni siquiera para “forzar” la pronta
instauración de un orden más sano.
Evolución de la doctrina
La ordenación profesional por ramas de la producción ha sido una tesis permanente de
toda la elaboración de la doctrina pontificia, desde León XIII hasta la fecha.
En Rerum Novarum León XIII contrapone a los excesos del individualismo la
organización de los gremios medievales, con sus talleres y corporaciones, mostrando
cómo se dio en los hechos un mayor equilibrio en la distribución de la riqueza, pese a
todas las limitaciones de la época.
Pero es Quadragesimo Anno el documento central en esta materia, por cuanto expone
los principios arquitectónicos del orden socio-económico según los valores cristianos.
Así como subraya la idea de subsidiaridad, el núcleo del documento expone lo relativo a
orden profesional corporativo, cómo han de integrarse en el seno de la misma rama de
producción los sindicatos obreros y las uniones patronales, en la protección de los
comunes intereses, y gozando de un estatuto de derecho público.
Con posterioridad, Pío XII ante una Europa en crisis y en los albores de una
reconstrucción social, multiplica en numerosos documentos la enseñanza de Pío XI
sobre el orden profesional, señalando que es el principio clave de la economía
(Alocución del 7-5-49).
A partir de Juan XXIII, los documentos dejan de lado la conflictiva fórmula de
“corporación”, para salvar el principio mismo como atestiguan varios pasajes de Mater
et Magistra en que se refiere al orden profesional y a la necesidad de los cuerpos
intermedios, Lo mismo hacen Gaudium et Spes y Pablo VI en varios documentos muy
recientes. No hay pues modificación de la doctrina sino tan solo un leve cambio en su
formulación.
29. LOS ORGANISMOS INTERPROFESIONAL ES
Hemos señalado con anterioridad que la organización profesional de la economía
constituye-el-principio clave del pensamiento cristiano en materia económica. No habrá
—por lo tanto—, verdadera solución de fondo a la “cuestión social” de nuestro tiempo
hasta tanto dicho ordenamiento sea instaurado en el seno de las sociedades políticas.
Para - completar lo ya explicado, debemos considerar la articulación de las diversas
organizaciones profesionales entre sí.
Del sindicato a la profesión
La dinámica propia del orden económico requiere para el respeto de los principios de
justicia, la participación articulada, orgánica y responsable de todos los grupos que
concurren al esfuerzo colectivo nacional.
Claro está que el requisito esencial para que tal articulación sea viable y duradera, reside
en la participación según la propia competencia de cada persona o sector. De acuerdo
con la doctrina clásica sobre la llamada justicia distributiva, la recta participación
depende directamente de las aptitudes, las cualidades, las competencias y las
responsabilidades que concretamente posea o deba asumir cada uno. De lo contrario, se
oscilará permanentemente entre las “construcciones” utópicas y las “facilidades” de la
demagogia; nuestro tiempo exhibe innumerables ejemplos de esta oscilación
permanente.
En la disgregación o atomización social que las modernas sociedades han heredado de
la ideología liberal, solo ha dejado existir hasta la fecha una institución defensora de
intereses en lo económico:.. sindicato, tanto brero como patronal, pero sindicato al fin,
aun cuando este último prefiera recurrir a otras “etiquetas”.
Como se verá oportunamente, la organización sindical no basta de suyo para remediar el
gran desencuentro de nuestra época: la dialéctica social obrero-patronal.
Surgidos de un clima de “lucha de clases”, los sindicatos modernos han mantenido casi
siempre una actitud “reivindicativa” frente al sector empresario, mientras este último,
por su parte, se organizó para defenderse de tales reivindicaciones. Esta estrechez de
miras dificulta la integración y defensa de los legítimos intereses de ambas partes. De
ahí la necesidad imperiosa de elaborar un orden profesional, en el cual tanto patrones
como obreros se vinculen en forma estable para proteger sus intereses comunes: “Las
corporaciones se constituyen por representantes de los sindicatos de obreros y patronos
del mismo oficio o profesión y, en cuanto verdaderos y propios órganos e instituciones
del Estado dirigen y coordinan los sindicatos en las cosas de interés común”
(Quadragesimo Anno, nº93).
El ordenamiento de las profesiones ha de establecerse a iniciativa de los propios
interesados, en cada una de las ramas de la producción. Así por ejemplo, en toda
sociedad se dan tres sectores principales:
producción agropecuaria, producción industrial y el sector terciario o de servicios. Pero
dentro de cada uno de ellos existen distintas ramas de producción. Por ejemplo, el sector
agrícola se divide en vitivinicultura, cereales, ganadería, frutas y legumbres, bosques,
etc. En el sector manufacturero existen las ramas metalúrgica, textil, petrolera, etc. En el
seno de cada una han de unirse todos los grupos que participan en las mismas: “Perfecta
curación no se obtendrá sino cuando, quitada de en medio esa lucha (de clases),, se
formen miembros del cuerpo social bien organizados, es decir, órdenes o profesiones en
que se unan los hombres, no según el cargo que tienen en el mercado de trabajo, sino
según las diversas funciones sociales que cada uno ejercita” (ídem, n. 83).
De la profesión a la interprofesión
De modo similar a la admirable y compleja estructura del organismo humano, el
ordenamiento social supone una pluralidad de niveles e instituciones. Así como las
células se agrupan en tejidos y éstos en órganos, y éstos a su vez en aparatos, así
también el cuerpo social requiere que los sindicatos de los diversos oficios se inserten
en las profesiones y que cada una de éstas se agrupe en organismos interprofesionales:
“El orden, como dice egregiamente el doctor Angélico, es la unidad resultante de la
conveniente disposición de muchas cosas: por esto el verdadero y genuino orden social
requiere que los diversos miembro de la sociedad se junten en uno con algún vínculo
firme. Esta fuerza de cohesión se encuentra, ya en los mismos bienes que se han de
producir u obligaciones que se han de cumplir, en lo cual de común acuerdo trabajan
patronos y obreros de una misma profesión ya en aquel bien común, a que todas las
profesiones juntas, según sus fuerzas, amigablemente deben concurrir. Esta unión será
tanto más fuerte y eficaz, cuanto con mayor fidelidad cada uno y cada una de las
agrupaciones tengan empeño en ejercer su profesión y sobresalir en ella” (ídem, n. 84).
Cada profesión ha de contar con un triple grado de organismos corporativos: local,
regional y nacional, jerárquicamente dispuestos. Su composición, por regla general, será
mixta y paritaria, pero podrá variar según la naturaleza de cada profesión. Dichos
consejos serán instituciones públicas no-estatales, con poder reglamentario y
jurisdiccional sobre los miembros.
En cada uno de los niveles señalados han de existir también organismos interprofesionales,
cuya función esencial consistirá en la regulación de las mutuas
relaciones. Así surgirán los consejos económicos locales, regionales y, por último, el
Consejo Nacional de las profesiones. Cada uno de estos Consejos debe representar el
conjunto de los intereses propios de su jurisdicción y sirve de nexo, a la vez que de
contrapeso entre los intereses a veces contrapuestos de las diversas profesiones. Así por
ejemplo, si la profesión petrolera desea elevar el precio del gasoil, todos los demás
sectores velarán sobre la justicia de tal medida que afectaría el nivel de precios de sus
propios productos.
Los organismos interprofesionales resultan, pues, indispensables para balancear los
intereses en conflicto. Por otra parte, como cada sector profesional, a la vez que es
productor de ciertos bienes o servicios es consumidor de los productos y servicios de los
demás sectores, al reunirse todos los sectores en el seno de una Institución común, se
logra una efectiva protección de los derechos -de los consumidores. Sin la organización
profesional e interprofesional, tal protección resulta muy problemática, como la
experiencia lo demuestra.
Orden profesional y orden político
Por último, cabe hacer referencia a dos aspectos importantes relativos al ordenamiento
profesional de la economía: el carácter político o apolítico de los consejos profesionales
y la función del Estado con relación a las profesiones.
Con relación al carácter político o no de los consejos profesionales, especialmente del
Consejo Nacional, existen dos variantes principales que deben ser estudiadas
atentamente para cada nación: 1) la organización profesional reviste solo un. carácter de
organismo consultivo, independiente del gobierno político; o 2) la organización
profesional culmina insertándose como poder legislativo (Cámara, etc.) del propio
Estado (caso de Portugal). Ambas soluciones son legítimas en doctrina y deben ser
establecidas en cada caso, prudencialmente.
Respecto de la función del Estado con relación al orden profesional, cabe señalar que,
en su carácter de gestor del orden público de convivencia, compete al Estado cristalizar
en fórmulas jurídicas adaptadas al contexto social las instituciones básicas que el país
requiere para su normal desenvolvimiento. Esto ha de ser realizado, sin caer en la
tentación fácil de pretender forzar la realidad a fuerza de decretos. Nada puede
reemplazar la lenta maduración de grupos dirigentes en todos los sectores sociales,
conscientes del bien común que los une y decididos a realizarlo comunitariamente. El
orden profesional no se improvisa ni se urge arbitrariamente. El orden jurídico debe
plasmar en textos, las aspiraciones más legítimas de los diversos sectores. Ello supone
un gran esfuerzo de “pedagogía política” que disipe dudas, señale ventajas, muestre las
posibles dificultades con sinceridad y confianza. Solo así se logrará vencer las naturales
resistencias que toda transformación de fondo despierta inevitablemente.
30. LA ORGANIZACION SINDICAL
Entre los derechos esenciales de la persona humana se encuentra el de reunirse y
asociarse con fines útiles. En el orden económico también encuentran estos derechos
amplio margen de aplicación, al igual que en lo social, lo político y lo cultural. Una de
las formas de asociación económica más típica es la de las organizaciones sindicales,
surgidas como consecuencia de la cuestión social. Corresponde pues, establecer cuál es
la naturaleza y fundamento de los sindicatos, cuáles son los principios básicos que han
de ser contemplados en su estructuración y actividad.
Naturaleza
El derecho natural de todo hombre a asociarse para el mejor logro de su plenitud
personal y social, tiene particular vigencia en el plano de las relaciones económicas. Tal
es la razón que fundamenta la existencia del sindicato como organismo o institución
socio- económica.
Es, por esencia, una, asociacl6n o movimiento de los trabajadores que tiene por
finalidad propia la defensa de los Intereses socio-económicos de sus miembros.
Si bien la finalidad inmediata del sindicato es la protección de los trabajadores en lo que
respecta a las relaciones laborales, su campo de acción incluye todas aquellas
actividades que hacen a la vida más plena de sus miembros, plenitud de vida que
incluye principalmente las actividades sociales, culturales, morales y religiosas de la
persona. Así lo ha entendido siempre la iglesia. “Esto supone como condición
fundamental que el sindicato se mantendrá en los límites de su finalidad esencial, cual
es la de representar y defender los intereses de los trabajadores en los contratos de
trabajo” (Pío XII, Alocución del 11-3-45). “Tal es la alta finalidad del movimiento de
trabajadores cristianos, aunque éste se divida en uniones particulares o distintas, de las
que unas se dedican a la defensa de sus legítimos Intereses en los contratos de trabajo,
cosa que es oficio propio de los sindicatos; otras, a las obras de asistencia mutua en el
campo económico como las cooperativas de consumo; y otras, por fin, al cuidado
religioso y moral del trabajador como son las asociaciones obreras católicas” (Pío XII).
Las organizaciones o uniones sindicales son instituciones de derecho privado, de
acuerdo a su naturaleza propia. No obstante, resulta innegable reconocerles una
proyección de gran trascendencia como fuerzas ordenadoras de las relaciones sociales y,
en particular, laborales. Por eso reconoce Pío XII que “el sindicato ejerce naturalmente
un influjo sobre la política y sobre la opinión pública” (11.3-45).
Evolución
La formulación que los pontífices han realizado de los principios rectores en materia de
organización sindical, siguió cuatro etapas, que enumeramos brevemente:
1) En 1891, León XIII reafirmó frente al liberalismo el derecho de asociación en favor
de los trabajadores en Rerum Novarum (n. 38). Exigió para los trabajadores el
reconocimiento del “derecho de autodefensa por medio de la coalición”, y sostuvo que
el sindicato “descansa en el derecho natural y constituye un principio firme de la
doctrina social católica”.
2) En 1912, Pío X, a raíz de una violenta polémica suscitada entre los sindicatos
alemanes respecto del sindicalismo cristiano y del sindicalismo mixto (no puramente
católico), declaró en Singulari Quadam que los católicos podían adherir a estos últimos
siempre que la acción sindical en los mismos no contradijera el dogma y la moral
católica. Recomendaba asimismo que los obreros católicos se integraran en lo posible a
asociaciones obreras católicas.
3) La actitud de Pío X, basada en la “tolerancia” de una situación no deseable, recibió
un nuevo ‘desarrollo en Quadragesimo Anno; en la cual se aprueban expresamente los
sindicatos cristianos (no exclusivamente católicos): “En tales circunstancias los
católicos se ven como obligados a inscribirse en agrupaciones neutras, con tal que éstos
respeten siempre la justicia y la equidad y dejen a sus socios católicos una plena libertad
para cumplir con su conciencia y obedecer los mandatos de la Iglesia. Pertenece, pues, a
los obispos, si reconocen que esas asociaciones son impuestas por las circunstancias y
no presentan peligro para la religión, aprobar que los obreros católicos adhieran a
ellas...” (n. 10).
4) Con posterioridad a la segunda guerra mundial, surgió un nuevo fenómeno, el del
sindicato único (USA., Alemania Occidental, Italia, etc.). Pío XII (y los documentos
posteriores) reconoció el proceso como situación de hecho, advirtiendo sobre dos
riesgos principales: el abuso del poder sindical y las tendencias colectivistas. Toda
organización sindical es legítima si mantiene como fundamento de su acción el respeto
del plan divino y de los derechos humanos esenciales: “Cualquier movimiento social,
por lo tanto también el obrero, supone como principio y fin del hombre un destino
sobrenatural, con su conjunto de derechos y deberes naturales de los que no se puede
prescindir aun cuando el movimiento se proponga indirectamente fines económicos y
contingentes” (Alocución del 1-5-56).
No obstante, la doctrina católica sigue recomendando insistentemente la existencia de
organizaciones sindicales de inspiración cristiana: “Nuestro afectuoso pensamiento y
nuestro paterno estímulo van hacia las asociaciones profesionales y los movimientos
sindicales de inspiración cristiana, cuya presencia y actuación se extiende a diversos
continentes, y que en medio de muchas y a veces muy graves dificultades han sabido
trabajar, y continúan trabajando, por la eficaz salvaguardia de los intereses de las clases
obreras y por su elevación material y moral, tanto en el ámbito de cada una de las
comunidades políticas como en el plano mundial. Con satisfacción, creemos poder
recalcar que su acción no ha de ser medida solo por sus resultados directos e
inmediatos, fácilmente comprobables, sino también por sus positivas repercusiones en
todo el mundo del trabajo, en medio del cual difunde ideas rectamente orientadoras, y al
que lleva un impulso cristianamente renovador. Tal creemos, por cierto, que debe
considerarse la acción que nuestros amados hijos ejercen con ánimo cristiano en otras
asociaciones profesionales y movimientos sindicales que están inspirados en los
principios naturales de la convivencia, y respetan la libertad de las conciencias” (Mater
et Magistra, n. 1 00-102).
Comprobamos, pues, que la evolución de la doctrina en materia sindical no ofrece
modificaciones substanciales, sino que, manteniendo una profunda continuidad de
pensamientos, ha ido profundizando el tema a la vez que insiste en la conveniencia de
contar con organizaciones sindicales de inspiración claramente católica.
Si bien lo dicho se refiere principalmente a los sindicatos obreros, la misma doctrina
rige para los sindicatos o uniones patronales.
Relaciones
La organización sindical mantiene múltiples relaciones con otras instituciones del
ámbito económico. En primer lugar, con las empresas. Frente a éstas, o mejor dicho,
frente al sector patronal, el sindicato defiende los intereses de sus miembros en materia
de remuneraciones, condiciones de trabajo y prestaciones de seguridad social. En tal
sentido, tiene una misión de defensa y reivindicación a la vez que de fiscalización sobre
el cumplimiento que en cada una de las empresas se da a la legislación social y a los
convenios colectivos.
En la situación actual, el instrumento de las convenciones colectivas de trabajo requiere
permanentemente la participación activa de delegados sindicales para la discusión y el
acuerdo de todos los temas a debatir.
Pero ello no agota su misión. Dentro de un orden profesional & la economía, esta
institución sigue existiendo con su misma finalidad básica, incorporada en el seno de la
respectiva profesión, junto a las agrupaciones de técnicos y de patronos. Es
precisamente a este nivel que el sector asalariado está llamado a participar en una
auténtica cogestión de la economía nacional, y no al nivel de cada empresa aislada.
Por último, las relaciones entre sindicatos y Estado son múltiples. En la actualidad
actúan como “grupos de presión” para decidir a los gobiernos a la adopción de
determinadas medidas. El Estado, a su vez, tiene la obligación de controlar
efectivamente a los sindicatos, para que no abusen de su poder, se mantengan dentro de
su competencia propia y contribuyan al logro del bien común político.
31. EL SINDICALISMO ACTUAL: SUS PROBLEMAS
En la nota anterior hemos analizado los caracteres esenciales del sindicato y sus
funciones más importantes, principalmente en el orden económico, pues es en este
plano donde la organización ha jugado y juega su principal misión. Cuando se observa
la realidad actual del sindicalismo, en nuestros países, suele comprobarse que media una
gran distancia entre lo que debieran ser y hacer estas instituciones, por una parte, y lo
que efectivamente son y hacen, por la otra. En efecto, el sindicalismo moderno da pie a
múltiples abusos de todo orden, que desvirtúan la función importantísima que están
llamados a desempeñar. La doctrina social católica ha sabido detectar a tiempo tales
excesos o anomalías, señalando al mismo tiempo las soluciones más adecuadas.
La politización
Dado el enorme desarrollo que en las alcanzado las organizaciones sindicales en la
naciones, el mayor peligro de desvirtuación de últimas décadas han mayor parte de las
su función específica radica en la tentación del poder político, mediante la
instrumentación de los sindicatos.
Este riesgo fue denunciado por Pío XII, en su Alocución del 29-6-48; “Si alguna vez
(los sindicatos) se dedicasen tan solo a procurar el dominio exclusivo en el Estado y en
la sociedad, si quisieran ejercer un dominio absoluto sobre el obrero, si se apartasen del
estricto sentido de la justicia y de la sincera voluntad de colaborar con las demás clases
sociales, entonces habría defraudado la expectación y las esperanzas que tiene puestas
en ellos todo trabajador honesto y consciente”.
Si el sindicato tiene por misión esencial “afirmar que el hombre es el sujeto y no el
objeto de las relaciones sociales, proteger al individuo contra la irresponsabilidad
colectiva de propietarios anónimos y representar a la persona del trabajador ante el que
tiende a considerarlo solamente como fuerza productiva a un determinado precio” (Pío
XII, Alocución del 24-1252), resulta absolutamente necesario mantener a la
organización sindical dentro de su función profesional, evitando toda posibilidad de
verla instrumentada al servicio de los partidos o de las ideologías netamente políticas.
De no evitarse este peligro, se constatará la postergación de los objetivos propios de la
institución, para favorecer un éxito político a corto plazo, con detrimento de los reales
intereses de los asalariados.
En la actualidad, el sindicato constituye frecuentemente uno de los más importantes
grupos de presión en la sociedad moderna. Esto es inevitable puesto que tanto el
liberalismo como los socialismos han desconocido los derechos propios de los grupos
intermedios y han aceptado la radical inorganicidad del cuerpo social. En consecuencia,
el Estado moderno frente a una sociedad desarticulada se ve sometido a presiones o
reivindicaciones sectoriales que surgen más o menos espontáneamente de los grupos
sociales existentes.
Si bien en las actuales circunstancias resulta inevitable que los sindicatos mantengan ese
rol de grupos de presión, es menester subrayar que ello es el síntoma de un grave
desorden social actual que no tendrá solución de fondo sino cuando se constituyan las
organizaciones profesionales e interprofesionales en la economía.
Representatividad
En la organización sindical actual, frecuentemente caracterizada por el sindicalismo
único como estructura, suele observarse una falsa representatividad que desvirtúa en los
hechos la participación real que los afiliados deben tener normalmente en sus
organismos representativos. Pío XII señala la anomalía del anonimato de hecho que se
observa en la conducción de muchos sindicatos: “Cómo podrían ellos (los sindicatos)
encontrar normal que la defensa de los derechos personales del trabajador esté cada vez
más en manos de una colectividad anónima, que obra mediante organizaciones
gigantescas de carácter monopolizador?” (Alocución del 24-1 2-52).
La natural tendencia a la unidad sindical mediante el sindicato único, sé justifica en
razón de la desproporción de medios entre los sindicatos y el sector patronal que se dio
en los inicios del sindicalismo. Hoy por hoy la situación se ha modificado
sensiblemente y, si bien la unidad sindical sigue constituyendo una aspiración legítima,
ha de cuidarse que las decisiones del sindicato o de la C.G.T. regional o nacional, sean
asumidas en base a responsabilidades y funciones claramente delimitadas. Solo así
podrán ejercer los afiliados un control eficaz de la gestión de sus dirigentes o delegados.
Parte del mismo problema es la anomalía tantas veces observada de las maniobras que
se realizan en su seno para asegurar la perpetuación en el poder de los mismos grupos
dirigentes. Las corruptelas administrativas, los padrones defectuosos, las maniobras
fraudulentas de diverso tipo, son otras tantas formas de burlar la real voluntad de los
afiliados por sus propios dirigentes. De ahí la conveniencia práctica de asegurar la
noreelección
por más de dos períodos de los mismos delegados.
Las mentalidades
Otro riesgo frecuente de las organizaciones sindicales reside en la mentalidad o espíritu
que las anima. Históricamente, el sindicato surge con un espíritu claramente
reivindicador, pues se trataba de obtener que el sector del capital renunciara o cediera en
aquello que correspondía legítimamente a los obreros pero que, por obra del
liberalismo, el capital había guardado para sí.
En la actualidad, las circunstancias han cambiado mucho, pero la mentalidad de mera
reivindicación sigue muy arraigada, cuando debiera ceder el paso a un espíritu de
participación del sector obrero junto a los demás organismos económicos, para la
conducción de la economía nacional. Ya no es cuestión de arrancar al patrón lo que éste
tiene en más, sino de colaborar y compartir responsabilidades con él para beneficiarse
más en conjunto. Lamentablemente, el espíritu de reivindicación se ve alimentado
sistemáticamente por el marxismo, ya que por su intermedio se instaura en e! lenguaje y
las costumbres la dialéctica práctica de la lucha de clases. Basta examinar el vocabulario
y los slogans más usuales para reconocerlo fácilmente.
Tampoco debe caracterizar al sindicalismo la mentalidad capitalista que autores como
Messner denuncian en las organizaciones europeas. Este caso se da cuando el sindicato
y su poder financiero se erige en un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio para el
progreso y la prosperidad de la clase obrera. Que tenga banco o entes financieros u
organice cadenas de almacenes, etc., no es ilegítimo y aún más, puede ser muy
conveniente según las circunstancias. El mal radica en que estas actividades se
instrumenten en beneficio del poderío económico del sindicato o de fines políticos
particulares, pues con ello se deforma su función originaria y se incrementa la venalidad
de los dirigentes.
Falsa solidaridad
Vinculado a lo anterior, surge el riesgo de abusar de la “solidaridad obrera” para cubrir
mediante ella cualquier falla de sus miembros o dirigentes. En muchos casos, los
sindicatos tienden a estrechar codos con cualquiera de sus miembros, llegando a
declarar huelgas o paros en su defensa, aun cuando se trate a veces de situaciones o
conductas objetivamente indefendibles en el caso concreto. Tales situaciones no hacen
sino facilitar el desorden social y la quiebra de la autoridad, en beneficio de los grupos
disolventes que tratan de capitalizar tales abusos.
Los males antes señalados tienden a postergar la función social más positiva que los
sindicatos deben ejercer en beneficio de sus miembros. En primer lugar, poco es lo que
muchos sindicatos hacen por la capacitación profesional y técnica de sus afiliados, pese
a ser éste el problema más grave a resolver en las próximas décadas, a raíz de la
automatización de la producción.
Otro tanto suele acontecer con las llamadas “obras sociales”, que no son encaradas sino
como fuente de recursos aplicables a la acción política del sindicato. Por el contrario, la
organización obrera está llamada a desempeñar un papel fundamental en materia .de
seguros sociales mediante mutuales, cooperativas, etc.
32. EL DERECHO DE HUELGA
Dentro de los conflictos que suelen plantearse en el ámbito económico, la cuestión
social se ha visto a menudo caracterizada por un fenómeno de importantes
repercusiones sociales, a más de las propiamente económicas: la huelga.
Invocada por unos como un derecho fundamental de la clase obrera, criticada por otros
como un elemento de desintegración social, la huelga debe ser —junto con sus causas y
sus consecuencias— cuidadosamente analizada a la luz de los grandes principios que
rigen el orden socio-económico.
¿Qué es una huelga?
En primer lugar hemos de definir la huelga como el abandono del trabajo que, en forma
colectiva, realizan ciertos grupos como modo de presionar sobre otro grupo, a fin de
obtener por parte de este último el otorgamiento de ciertas ventajas o el reconocimiento
de ciertos derechos.
En el caso el cese del trabajo se opera no por razones de enfermedad, o por
inconvenientes en la realización de las tareas, sino como medio de presión activa. Así
por ejemplo, los obreros deciden unilateralmente suspender su trabajo durante ciertos
días o por tiempo indefinido con el objeto de presionar al sector patronal para el logro
de ciertas medidas (niveles salariales, condiciones de trabajo, suspensión de despidos,
etc.).
En esta perspectiva, resulta impropio calificar de “huelga” a cualquier suspensión de
actividades, como ser las llamadas: huelgas de hambre, de compradores, de estudiantes,
etc.
La huelga es, sin lugar a dudas, el medio más importante y —por lo general— más
eficaz, que utilizan los obreros y las organizaciones sindicales para dirimir los conflictos
surgidos en las relaciones laborales. Los otros medios más comunes son: el sabotaje, por
el cual se destruyen las instalaciones o equipos de trabajo; el boicot o decisión de no
comprar ciertos productos para obligar al empresario que los produce; la resistencia
pasiva o disminución del rendimiento durante la jornada laboral (también se la llama
“huelga de brazos caídos”) y la ocupación violenta del lugar de trabajo.
Tipos de huelga
Existen numerosas modalidades de huelgas, según el fin perseguido y según los modos
de acción adoptados. En primer lugar las huelgas se distinguen en laborales o políticas,
según que se persiga la reivindicación de derechos socio-económicos frente al sector
empresario o al propio Estado.
También se distinguen según su amplitud o extensión geográfica, en huelga local,
regional o nacional, según que se plantee en un único establecimiento, O en toda una
región o en todo el país. En forma similar a esta clasificación, podemos también
dividirlas en sectoriales o generales, según que abarquen a una sola rama de la
producción o a la totalidad de las actividades productivas.
Asimismo pueden distinguirse, la huelga de defensa y la de mejora, según que se limite
a proteger situaciones o derechos ya reconocidos con anterioridad, o se trate de obtener
nuevas “conquistas” o mejoras sociales.
Corresponde hacer una importante distinción entre la huelga propiamente tal y la
llamada por los marxistas “huelga revolucionaria”. Esta última —cuyo principal
propagandista y estudioso fue Lenin— no se identifica sin más con la huelga política,
aun cuando pueda coincidir en algunos aspectos. La “revolucionaria” tiene una finalidad
directamente subversiva y tiende como objetivo propio a obtener la calda del gobierno o
a sembrar un caos social de tal envergadura, que la conducción política se vuelva muy
difícil si no imposible. En este sentido la huelga revolucionaria es un “arma de guerra”,
predilecta de las organizaciones comunistas.
Por último debemos recordar la huelga patronal o lock out. Esta medida de fuerza
consiste en el cierre de los establecimientos por parte del sector empresario, como
medio extremo de defensa ante los planteos del sector asalariado. Equivale en los
hechos a la amenaza de desocupación para los obreros.
Legitimidad
El carácter extremo de la medida de fuerza, requiere extremar los recaudos para
considerar su legitimidad. Ante todo debe admitirse que existe un derecho de huelga,
hoy reconocido por la casi totalidad de las naciones, salvo Rusia y sus satélites. Pero
como todo derecho, el de huelga está sometido a ciertas exigencias de orden moral que
fundamentan su aplicación concreta.
Si bien el pensamiento pontificio en la materia no ofrece sino muy escasos textos, la
doctrina básica surge con facilidad de la aplicación de los grandes principios sociales.
Las condiciones esenciales que la legitiman son las siguientes
1) el padecer una injusticia ya sea actual o inminente, como por ejemplo, salarios bajos,
condiciones insalubres de trabajo, jornadas excesivas, malos tratos, etc.;
2) es un recurso extremo que como tal, no ha de aplicarse sino después de agotados
todos los otros medios pacíficos. Debe revestir el carácter de un mal inevitable, ya que
lesiona otros derechos y suele dar pie a grandes perjuicios;
3) los medios empleados han de ser lícitos moralmente y adecuados al fin perseguido.
Ni las amenazas, ni el sabotaje, ni la extorsión, etc., pueden ser adoptados como tales; y
4) su empleo debe ser moderado en lo posible, definiendo su carácter) su alcance y
duración) etc., para no causar mayores males que los acarreados por la injusticia que la
provoca.
Las huelgas de mejoras son lícitas a condición de exigir medidas muy fundadas en su
esencia y según las circunstancias concretas, tanto para el sector productivo como para
la economía nacional. La huelga política es lícita solo cuando se trata de obtener del
Estado la rectificación de una política o leyes que comprometen gravemente el futuro de
la sociedad o cuando se asiste a un verdadero abuso de poder y siempre en casos de
excepcional gravedad.
Es responsabilidad esencial de todos los grupos afectados por el conflicto el tratar por
todos los medios de canalizar el mismo a través de las leyes vigentes y del arbitraje. El
Estado tiene la obligación de actuar a fin de hacer desaparecer las causas del conflicto
que afectan al mundo del trabajo, propiciando a tiempo las reformas sociales adecuadas.
Por su parte, el sector empresario debe promover una verdadera organización
profesional de la economía junto con los sindicatos obreros, pues en ella reside la
solución normal de los conflictos.
33. DESOCUPACION Y PLENO EMPLEO
Uno de los síntomas más graves de las consecuencias provocadas por la difusión del
liberalismo económico en la mayor parte de los países del mundo, ha sido y es la
desocupación. Las crisis cíclicas que se han producido periódicamente en los últimos 1
50 años, trajeron aparejado este fenómeno del desempleo masivo, en particular en el
sector obrero. Baste recordar que en la Alemania anterior a 1933 existían 6.000.000 de
desocupados comprobados estadísticamente, junto a cerca de 1 .500.000 más no
registrados oficialmente. La crisis mundial de 1929, de tremendas consecuencias,
provocó igualmente una desocupación masiva de alcance internacional.
Diferentes tipos
Ante todo corresponde precisar qué se entiende por desocupación o desempleo.
Decimos que se produce “desocupación” cuando ciertos individuos, grupos o sectores
íntegros de la población se encuentran en situación de paro o cesación de trabajo por el
cierre o la inexistencia de lugares de trabajo suficientes.
El desempleo no es exclusivo del sector asalariado. También se verifica en grupos
profesionales y en otros sectores sociales. Pero es indudablemente en el sector obrero
donde repercute en forma más frecuente más extensa y más grave.
Distinguimos ante todo la desocupación individual, sectorial o masiva según que afecte
a algunos individuos, a una rama de la producción o a sectores muy amplios de la
sociedad.
Los paros también pueden ser transitorios o duraderos según que la falta de puestos de
trabajo se extienda más o menos en el tiempo. Por último, es importante distinguir la
desocupación fortuita, de la crónica. Mientras la primera se debe a causas aisladas (por
ejemplo, malas cosechas, cataclismos geográficos afluencia masiva de refugiados de
otros países), la crónica se debe a tres causas principales:
1) estacional, cuando está determinada por las condiciones climáticas, como en los
países o regiones con inviernos muy rigurosos; 2)coyuntural, cuando se debe a las
fases de alza del ciclo económico; 3) estructural, cuando resulta de la estructura misma
del sistema económico vigente (por ejemplo, por incidencia del cambio tecnológico
aplicado al proceso productivo).
Las causas
En la economía contemporánea existe una causa fundamental del desempleo, de índole
espiritual, a saber el espíritu de lucro característico de la ideología liberal. La doctrina
pontificia ha denunciado desde siempre este mal: “En la ausencia o decadencia de este
espíritu (de justicia, amor y paz) es donde hay que ver una de las causas principales de
los males que en la sociedad contemporánea sufren millones de hombres, toda la
inmensa muchedumbre de desgraciados a los que el paro forzoso condena o amenaza
condenar al hambre” (Pío XII, Alocución del 3-6-50).
El espíritu egoísta de quienes poseen bienes en abundancia, se despreocupa de quienes
carecen de igual fortuna y seguridad o, lo que es más grave, sacan provecho de la
debilidad ajena: “Hay además por desgracia, hombres sin temor de Dios que no tienen
escrúpulo de aprovecharse de circunstancias especiales, por ejemplo, de la falta de
trabajo, para reducir el salario a un mínimo intolerable” (Pío XII, Discurso del 245-53).
Al distinguir los diferentes tipos de desempleo hemos aludido a algunas de las causas
que los determinan (estación, coyuntura, estructura). Pero existen también otros factores
que suelen jugar ya sea provocando, ya agravando la crisis existente.
Aparte de los cataclismos naturales, cuya previsión es casi imposible de hacer, las
variaciones demográficas pueden tener importancia, pues un rápido aumento de las
nuevas generaciones puede no verse acompañado de un incremento suficiente de
puestos, creando así una masa importante de jóvenes sin empleo. Algo semejante
sucede cuando la mano de obra se encuentra mal distribuida en los diferentes sectores,
requiriendo su reajuste y racionalización una política adecuada para no provocar con
ello el desempleo.
Causas frecuentes de desocupación se dan en el plano político. Una política monetaria
y crediticia inadecuada, que no estimula el ahorro y la inversión, o medidas restrictivas
del crédito (ejemplo. directivas del Fondo Monetario Internacional, etc.) tienen
repercusiones muy negativas en el empleo. Una desacertada política salarial que
incrementa en exceso los salarios o los disminuye severamente, también acarrea graves
consecuencias en el nivel ocupacional. Por último, la política comercial puede incidir
seriamente si, por ejemplo, se cierran repentinamente mercados de exportación o las
importaciones imprescindibles, etc.
El pleno empleo
Las consecuencias de la desocupación son tremendas en el plano económico y social. La
miseria de las familias cuyo único ingreso es el jornal, la marginación social del
desocupado, la quiebra moral que suele seguir a la ociosidad, las tensiones sociales que
comprometen el bienestar económico y la paz social, son las resultantes del paro
forzoso. La solución consiste, en consecuencia, en asegurar un nivel permanente de
ocupación para todos los sectores sociales, especialmente los más débiles.
Pero no basta postular el pleno empleo sino lograrlo en forma prudente y permanente:
“De hecho cuando se quiere asegurar la plena ocupación con un continuo crecimiento
del nivel de vida, hay motivo para preguntarse con ansia hasta dónde podrá crecer sin
provocar una catástrofe y, sobre todo, sin producir desocupaciones en masa. Parece,
pues, que se debe tender a conseguir el grado de ocupación más alto posible, pero
tratando al mismo tiempo de asegurar su estabilidad” (Pío XII, Mensaje navideño del
24-12-52).
En contra del derrotismo liberal, debe afirmarse la posibilidad de remediar la
desocupación masiva, aclarando que un nivel de desempleo del 4 ó del 5 por ciento es
normal.
Los principales medios para contrarrestar los perniciosos efectos del paro han de ser
utilizados por todos los sectores según sus responsabilidades, ya que se trata de un deber
moral imperioso. El propio obrero ha de empeñarse para resolver su problema en forma
activa. El sindicato y la organización profesional deben esforzarse por mejorar las
posibilidades de empleo y combatir el exceso de mano de obra (ejemplo: paro agrícola).
Al Estado incumbe una labor de excepcional importancia por cuanto de él depende la
formulación y la aplicación de políticas adecuadas, esforzándose por incentivar
armónicamente el juego de todos los factores productivos, a la vez que anticipando
prudentemente las posibles variaciones de metal, se asegure un crecimiento económico
sostenido con niveles ocupacionales estables.
34. LA SEGURIDAD SOCIAL
En la evolución de las relaciones laborales de los últimos 80 años, uno de los hechos
más significativos está constituido por el desarrollo cada vez más amplio y complejo de
los seguros sociales. Verdadera conquista del sector asalariado, la Seguridad Social
configura uno de los medios más eficaces de la desproletarización de la clase obrera.
La variedad de formas y sistemas de seguridad social en los distintos países y las
experiencias, tanto positivas como negativas a que han dado lugar, exige una reflexión
sobre los principios esenciales de esta institución fundamental para un recto
ordenamiento de la sociedad moderna.
Naturaleza
La razón que ha presidido la organización de los distintos seguros sociales hace a la
misma esencia del hombre. El ser humano va evolucionando a lo largo de su existencia,
desde que nace hasta que muere. A lo largo de su vida, no solo se desarrolla su persona
en lo espiritual y lo orgánico, sino que también debe enfrentar ciertos riesgos vitales, de
repercusiones más o menos profundas para el propio sujeto y su familia. Así por
ejemplo, la vida cotidiana nos expone a la enfermedad, la desocupación, la invalidez y
la misma muerte. Tales eventos afectan seriamente la vida familiar, siendo
frecuentemente causa de graves consecuencias económicas y aun de la misma miseria.
Los riesgos connaturales a la existencia humana exigen por parte de cada persona el
espíritu de previsión necesario, para tratar de estar en las mejores condiciones posibles
para enfrentarlos y disminuir su repercusión.
En esta perspectiva, los diferentes países han ido formulando distintas concepciones de
la seguridad social o previsión social, según las diferentes ideologías que han
conformado su surgimiento y las circunstancias concretas propias de cada comunidad
nacional. Los diferentes beneficios cubiertos bajo el nombre de seguros sociales son:
asignaciones familiares, seguro de enfermedad o invalidez, seguro de desocupación,
seguro educacional, seguro de ancianidad (jubilación, pensión), seguro por
fallecimiento, pensión a la viudez u orfandad.
Tres sistemas básicos
Tres concepciones distintas de la Seguridad Social han sido formuladas sucesivamente;
las tres corresponden a diferentes opiniones acerca del hombre y el orden social: la
individualista o “capitalista”, la estatista o socialista y la solidaria. Los diversos
sistemas nacionales traducen una u otra de estas tres ideas básicas.
La individualista parte de la base de que corresponde a cada individuo el asegurar por
sus propios medios su seguridad futura y la cobertura de sus riesgos. Su raíz es
manifiestamente liberal. El mecanismo usual en esta corriente es la afirmación de que la
clave de! sistema está dada por la constitución de un capital inicial, cuyos intereses
futuros se irán acumulando de modo tal que al promediar la vida del individuo, éste
podrá contar con una suma suficiente como para hacer frente a los riesgos vitales. El
error de esta concepción es manifiesto, ya que se parte del falso supuesto que cada
persona está de hecho en condiciones de acumular un cierto capital antes que deba
afrontar riesgos graves; el planteo es ilusorio por cuanto no prevé que: 1) la condición
de muchos asalariados no les permite la formación de un capital inicial suficiente; 2) los
riesgos se presentan en todas las edades, sin aguardar que la persona haya reunido los
montos necesario 3) un proceso inflacionario pulveriza los aportes acumulados; 4) se
fomenta una mentalidad egoísta, con total olvido de las necesidades y desgracias ajenas.
Los sistemas norteamericano y canadiense corresponden a esta mentalidad, y entre
nosotros, es la que rige los planes de las compañías privadas de seguros. Es una
“seguridad para ricos” y con moneda estabilizada.
La concepción estatista hace hincapié en lo social y transfiere la responsabilidad de éste
al Estado. Es el Estado el que asume la organización, el control y la gestión de los
seguros sociales, sin intervención de los interesados o con presencia puramente
nominal. Su fracaso -evidente en nuestro país-, radica en que fomenta en los
beneficiarios una mentalidad de “parásitos” pasivos, que todo lo aguardan de la dádiva
estatal sin ver que es un derecho personal y no un regalo paternalista. Por otra parte, el
estatismo previsional genera una burocracia excesiva e ineficiente, que traba los
mecanismos y las necesarias reformas. Un riesgo frecuente es el que el Estado, al
manejar por sí los enormes fondos acumulados por los aportes, puede desvirtuar su
finalidad y darles otro destino.
Seguridad solidaria
En una concepción cristiana del hombre y de la sociedad, la base de la seguridad social
reside en el sentido de solidaridad o sea, “el hacerse cargo los unos de los otros”.
La experiencia nos muestra que es la generación adulta la que aporta para solventar los
gastos de los grupos pasivos de la sociedad (Jóvenes, ancianos, inválidos, desocupados,
enfermos). Todo sistema realista ha de reposar, pues, en el trabajo y la
responsabilidad solidaria de las personas y los grupos. Sin trabajo no hay ahorro ni
seguros sociales; recordemos que el aporte previsional es un salario diferido, que hoy
se gana pero que nos beneficiará mañana (ver Nota: “Salario”). Además, es la iniciativa
responsable de las personas la que debe asumir la gestión y el contralor del sistema y no
el Estado.
El Estado debe asegurar las condiciones generales para que cada individuo cuente con
los medios de subsistencia necesarios; debe fomentar el espíritu de previsión y
solidaridad; puede establecer la obligatoriedad legal de participar en el sistema, si así lo
exigiera el bien común. Pero la autoridad debe respetar la libertad y responsabilidad de
las personas y de los grupos o asociaciones profesionales (pues la seguridad social es de
directa incumbencia de estos últimos) y no favorecer un espíritu de monopolio.
Muchas instituciones de seguros sociales existen por iniciativa espontánea y sentido de
ayuda mutua, como las mutuales. Su número y variedad no les impide ajustarse a una
técnica rigurosa de gestión sobre un gran número de afiliados. Ellas deben ser
respetadas e integradas en el sistema, pues son garantía de libertad, aspecto
particularmente crítico en los seguros de salud (libre elección del facultativo y del
servicio de curación).
35. PROLETARIADO Y PROMOCION OBRERA
Uno de los mayores problemas heredados del liberalismo consiste en que amplios
sectores de la sociedad siguen constituyendo un verdadero proletariado, con todo lo
que ello significa no solo en términos económicos, sino principalmente en lo que hace a
la dimensión propiamente humana de la existencia.
La redención del proletariado (redemptio proletariorum) ha sido desde siempre una
de las consignas fundamentales del pensamiento social de la Iglesia desde el
surgimiento de la “cuestión social” moderna: “Tal es el fin que nuestro predecesor
proclamó haberse de lograr: la redención del proletariado... Ni se puede decir que
aquellos preceptos han perdido su fuerza y su sabiduría en nuestra época, por
haber disminuido el ‘pauperismo’, que en tiempo de León XIII se veía con todos
sus horrores” (Quadragesimo Anno, 26). Tanto la felicidad temporal como el destino
mismo de las almas depende en gran medida de la solución que se dé a este gravísimo
problema, instaurando en todos los campos y niveles una auténtica promoción obrera.
Acusar a la Iglesia de haberse limitado a “consolar a los afligidos”, “aconsejar la
sumisión y paciencia”, etc., es algo aberrante y no puede ser afirmado sin ignorancia
culpable o por verdadera malicia, como es el caso de la prédica marxista y progresista.
Esencia del proletariado
Definir en qué consiste ser proletario no es tarea fácil; las definiciones varían aun entre
los autores de mayor prestigio. Trataremos de brindar una suerte de “común
denominador” que permita retener y armonizar los distintos elementos invocados. Ante
todo debe señalarse que proletario no es sinónimo de obrero, ni la cuestión del
proletariado se reduce a las relaciones laborales exclusivamente. El problema es ante
todo de índole espiritual y moral, aun cuando los condicionamientos socioeconómic05
jueguen un papel muy importante; por esta razón en lo que sigue se enfatizará lo
relativo a la condición obrera.
En tal sentido puede adoptarse la fórmula de J. Pieper cuando afirma que el proletario es
“un ser totalmente sumergido en el mundo del trabajo” (Ocio y culto, ed. Rialp),
esto es, el hombre cuyo horizonte vital no llega a trascender el plano de lo económico,
de lo estrictamente indispensable para su subsistencia, En tal sentido hay varios grupos
sociales no obreros (profesionales liberales, artistas, etc.) en creciente proletarización
espiritual.
Según autores como G. Briefs y E. Welty, el proletario es el asalariado que tiene que
enajenar permanentemente su capacidad de trabajo, carece de seguridad, de
arraigo social y de bienes propios, estando sujeta su vida a una total dependencia
en lo económico y lo cultural. Su dependencia consiste principalmente en un estado de
subordinación que lo afecta directamente en su trabajo diario, e indirectamente en los
demás planos de su vida.
Las consecuencias principales del estado de dependencia están dadas por la
permanente inseguridad de empleo y de vida para sí y su familia, por el desarraigo o
la marginación social (pues ni se siente integrado a la sociedad ni poseedor del menor
prestigio), carece de acceso a una real capacitación profesional y a la cultura en
general (por ej., los operarios no calificados) y se masifica progresivamente.
Cuando el proletario tiene conciencia de su propia condición, se siente diferente de los
demás grupos sociales con acceso a la propiedad y la cultura, pero se siente solidario de
los demás proletarios y tiene conciencia de su poder numérico y de su capacidad
laboral. Esta conciencia “de clase” asume en muchos casos características de
reivindicación violenta y combativa, proclive a planteos radicales. Los regímenes
totalitarios tienden a la masificación y completa proletarización de la población,
mediante la regimentación coactiva de todas las actividades y la imposición de slogans
ideológicos sistemáticamente difundidos.
Desde el punto de vista socioeconómico, la causa principal del fenómeno de
proletarización reside en la carencia de propiedad en sus diferentes formas. Esta falta
de bienes propios origina la inseguridad y el desarraigo. Desde el punto de vista
cristiano, el proceso surge como consecuencia de la crisis religiosa y moral occidental
que dio lugares al espíritu de lucro, al espíritu de autonomía y al individualismo,
pregonados por los intelectuales del Iluminismo y aplicados por los nuevos grupos
dirigentes de la burguesía industrial europea. La tan criticada “sociedad de consumo”
actual es la consecuencia directa de la crisis religiosa, intelectual y moral de Occidente.
La desproletarización, progresiva y realista, es una de las grandes consignas de la
doctrina cristiana, derivada de una cabal comprensión de la persona humana y de su
dignidad propia: “El valor y la dignidad de la naturaleza humana, redimida y
elevada al orden superior por la sangre de Cristo y por la gracia divina que la
destina al cielo, están siempre fijos ante los ojos de la Iglesia y de los católicos,
aliados y defensores constantes de todo lo que sea según la naturaleza. Por esto han
considerado siempre como hecho antinatural que una parte del pueblo - l1amada
con duro nombre, que recuerda antiguas distinciones romanas, el ‘proletariado’ -
tenga que permanecer en una continua y hereditaria inseguridad de vida” (Pío XII,
Alocución del 23-2-M cf. Radiomensaje del 1-9-44 y su Carta del 16-9.56).
Resulta importante subrayar la necesidad imperiosa de una actitud realista en asunto de
tanta trascendencia para no caer en los fáciles espejismos de la dialéctica subversiva del
comunismo internacional, las recetas tecnocráticas, o los slogans fáciles del
resentimiento tercermundista (cf. Pablo VI, Carta al Card. Roy, 145.71). Ninguna de
tales posturas ideológicas ofrecen soluciones reales al doloroso problema del
proletariado moderno; o bien el “remedio” es peor que la enfermedad (comunismo) o
bien la ‘eficiencia” refuerza la masificación (tecnocracia) o bien la fraseología
socializante oculta la carencia de medidas concretas (tercermundismo).
Por tratarse de un fenómeno complejo, la desproletarización no podrá consistir en una
única medida sino en un conjunto armónico de medidas complementarias. Las
principales pueden resumirse en las siguientes:
1) Estabilidad del empleo mediante una política sana de pleno empleo y una oferta
diversificada de puestos para las nuevas generaciones. (cf. nota “Desocupación y pleno
empleo”).
2) Capacitación profesional y propiedad del oficio especialmente para los operarios
no calificados y con miras a absorber el impacto de la automatización futura;
3) Promoción de la Seguridad Social responsable y solidaria a la vez que de los
servicios asistenciales indispensables (Cf. nota “seguridad Social”).
4) Participación corresponsable a nivel de cada empresa y de la economía nacional,
en base a la competencia real de los asalariados;
5) Política salarial que permita el ahorro y la coparticipación en la propiedad de los
bienes de producción (cf. Nota “Salario”);
6) Amplio acceso a la cultura y orientación del sano empleo del “tiempo liberado” de
tareas laborales;
7) Favorecer la movilidad social de una clase a otra a través del acceso a la
propiedad y la cultura;
8) Difusión de la propiedad inmueble (vivienda, etc.) y mueble (equipamiento,
acciones empresarias, cooperativas, fondos de inversión, etc.) entre todos los sectores
(cf. nota “Propiedad”);
9) Favorecer la integración social mediante la participación en la formulación de un
proyecto nacional que asuma los grandes valores nacionales compartidos;
10) Promover una eficaz participación política de todos los sectores a nivel comunal
y regional (cf. nota “Participación política”).
1 1) Consolidar un orden profesional e interprofesional de la economía con la
armónica colaboración del sector asalariado y patronal (cf. nota “Orden Profesional”)
12) Saneamiento de las estructuras sindicales que defienda los legítimos intereses del
sector asalariado (cf. notas “Sindicalismo”);
1 3) Revitalizar la moralidad pública mediante la difusión de las ideas rectoras del
orden natural (cf. notas “Orden Natural”);
14) Intensificar la formación religiosa y la difusión de sus valores.
36.LA MONEDA Y EL CREDITO
Uno de los aspectos del orden económico que manifiestan más claramente la
profundidad y coherencia del pensamiento social de la Iglesia, es el referente a la
moneda y el crédito. Desde los principios del Cristianismo, los Padres de la Iglesia
iniciaron la formulación de una doctrina respecto de esta institución clave de todo recto
ordenamiento de la economía, cual es la moneda. A lo largo de los siglos, diversos
autores continuaron profundizando la doctrina “del justo precio”, condenando la usura y
desarrollando la doctrina de la justicia en sus aplicaciones a la economía; Tomás de
Aquino, Antonino de Florencia y los teólogos españoles del siglo XVI jalonan con
admirables aportes el esfuerzo ininterrumpido del pensamiento cristiano para esclarecer
los principios básicos de la política monetaria y crediticia, hoy en día tan distorsionados
por la prédica del liberalismo económico.
La moneda según el capitalismo liberal
Dado que la doctrina liberal ha presidido la formulación de la ciencia económica
moderna, resulta indispensable referirnos a su peculiar concepción de la naturaleza de la
moneda y su función dentro del dinamismo económico.
Inspirado en su materialismo individualista, el liberalismo erigió la acumulación de las
riquezas eh el fin último de la actividad económica, con total descuido del esencial
problema de la distribución social de dichas riquezas. Los primeros mercantilistas
afirmaron que la verdadera riqueza consistía en la moneda de oro y de plata, con lo cual
se fomentaba el atesoramiento de estos metales. La modificación ulterior de este
concepto por Adam Smith —el cual sostuvo que la moneda aún metálica, es mero
instrumento de cambio y que a menor cantidad de moneda en circulación, mayor es su
poder adquisitivo de otros bienes- no varió la consecuencia fundamental a saber, que la
prosperidad de una economía se mide por la cantidad de moneda metálica que ésta
posee.
Las consecuencias principales de esta concepción fueron: 1) toda la economía giró en
torno a las nociones de capital y de utilidad; 2) se propició la disminución de los
salarios para aumentar las utilidades del capital, con lo cual se con centró la riqueza en
cada vez menos manos; 3) la función de la moneda no fue la de permitir el pleno
rendimiento de los factores productivos, sino la de aumentar indefinidamente el capital,
4) se impuso en el mundo entero el culto del patrón oro, como máxima garantía de la
salud monetaria; 5) el crédito bancario se instrumentó para aumentar los grandes
capitales; 6) el oro ha sido progresivamente sobrevaluado, lo cual se ha traducido en
una recesión creciente de la economía internacional; 7) se instauró una permanente
dialéctica entre capital y trabajo, en cada economía nacional y en el comercio
internacional, con los consiguientes conflictos y abusos.
La verdadera naturaleza de la moneda
La concepción de los autores cristianos respecto de la naturaleza y función de la moneda
es muy diferente de la liberal. Como ya lo señalara admirablemente Aristóteles (Ética a
Nicómaco, libro V) la moneda es una unidad de medida cuya función reside en
facilitar el intercambio de los demás bienes. Su carácter es, por lo tanto, meramente
instrumental, al servicio de la producción y distribución de los bienes y servicios. El
valor en moneda de los diferentes bienes está dado por la necesidad que los hombres
tienen de los mismos, y no por la cantidad de tiempo empleado en producirlos (como
enseñó Marx).
El carácter artificial de la moneda como creación humana, exige la participación activa
del poder político o Estado tanto en su creación, como en su uso y distribución al
servicio del bien común temporal. Puede afirmarse que debe existir una relación estricta
entre la cantidad de bienes y servicios producidos anualmente por un país (renta
nacional) y la cantidad de moneda utilizada en el mismo (circulante más depósitos
bancarios). En otras palabras, la moneda es una parte proporcional de la renta nacional,
determinada por las necesidades internas de la producción y por los requerimientos del
intercambio con otros países. Como consecuencia de ello, la cantidad de moneda ha de
acompañar el aumento o disminución de los bienes producidos, para adecuarse con sano
realismo a las necesidades siempre cambiantes de la economía nacional. La estabilidad
de la moneda empleada en un país, no será, en consecuencia, algo absolutamente fijo, ni
algo determinado por prescripciones externas a la economía nacional, sino que estará
dada fundamentalmente por su adecuación a la masa de bienes producidos. Esto último
muestra a las claras la oposición entre el culto monetarista de la escuela liberal y
neoliberal hacia la moneda y su estabilidad como un fin en sí mismo, y la concepción
cristiana de la moneda.
Lo mismo cabe decir respecto del crédito y de su función social. El crédito es el
“préstamo para adelantar el empleo del capital contra la amortización mediante el
beneficio a obtener” (Messner). Su base es la confianza que la institución tiene en la
seriedad del prestatario para el buen uso del crédito que se le otorga La mayor o menor
abundancia de crédito dentro de una economía nacional dependerá - al igual que la
abundancia de moneda circulante- de los requerimientos del crecimiento sostenido del
producto bruto que debe conjugarse armónicamente con el pleno empleo y con la justa
distribución de la riqueza producida. Corresponde al Estado el velar por una adecuada
política monetaria y crediticia que asegure la participación efectiva de todos los sectores
sociales en el incremento de la renta nacional. Tal es la principal función del Estado en
materia de economía: la de constituir el árbitro supremo entre los distintos sectores
económicos, estimulando y protegiendo el legítimo interés de cada uno, a la vez que
controlando su contribución a la riqueza común y contrarrestando sus intereses
ilegítimos o egoístas.
El principio clave: la reciprocidad en los cambios
Lo expuesto anteriormente ha puesto de relieve la incidencia que el empleo del
instrumento monetario y crediticio tiene para la justa distribución de la riqueza
producida en un país. La expresión de la justicia en materia económica está dada
esencialmente por el principio de la reciprocidad en los cambios (ver nota
correspondiente).
El núcleo de dicho principio radica en que el intercambio de los bienes ha de darse de
tal modo que la situación social de cada uno de los agentes que en él participan sea la
misma después de operado el intercambio. Como consecuencia de ello, todo aumento
que se produzca en la renta nacional deberá ser equitativamente distribuido entre todos
los sectores sociales. De lo contrario, el enriquecimiento de unos se verificará
necesariamente a expensas del empobrecimiento proporcional de los demás. En la
economía actual, que es muy compleja por la siempre creciente división del trabajo, y
altamente dinámica como consecuencia del impacto científico-tecnológico, el mayor
desequilibrio se verifica en el incesante incremento de las utilidades del sector
financiero (bancos, Cías. de seguros, inversoras privadas, etc.) con relación al
agropecuario y al industrial. Ello es la resultante lógica de la falsa concepción de la
moneda y del crédito antes señaladas. Baste mencionar como ejemplos claros de tal
distorsión las directivas impartidas por entidades tales como el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial, obsecuentes servidores de un patrón-oro hoy
inexistente, pero cuya defensa enmascara los más sórdidos intereses de grandes grupos
financieros internacionales. Su acción perjudicial se realiza en las economías de las
naciones en vías de desarrollo, que se ven constreñidas en sus posibilidades de
evolución y crecimiento autónomos, con todas las lamentables consecuencias a nivel
social.
Mientras no se restablezca en el seno de las sociedades modernas una verdadera
organización profesional de la economía, a la cual se subordine el sector financiero en
apoyo de las distintas ramas de la producción no habrá solución real a los enormes
problemas que acarrea en el mundo entero un sistema monetario y crediticio
desvinculado de su verdadera misión.
37.LA COGESTION
Cada vez que se roza el candente problema de la “reforma de la empresa” resulta
inevitable aludir a otro concepto crucial: la cogestión. Los más variados autores han
asumido posiciones con relación a la cogestión en la economía y, en particular, dentro
de la empresa. Muchos son hoy los que asignan a la cogestión el carácter de panacea de
los males del capitalismo, especialmente autores como Bloch-Laine y otros,
impregnados de mentalidad tecnocrática. Por ello resulta imperioso esclarecer cuál es la
naturaleza precisa de la cogestión, si cabe o no hablar de un derecho de cogestión - más
aún- de un “derecho natural a la cogestión”, y cuáles son el ámbito y los límites de la
cogestión en una sana concepción del orden económico.
La participación y sus niveles
El término de “cogestión” resulta equivoco, en razón de los múltiples significados que
hoy por hoy se le asignan indiscriminadamente. En su acepción propia designa ciertas
formas de participación. Esta última es más amplia que la idea de cogestión, a la cual
incluye.
Participar es “tomar parte en” algo: en el orden práctico —esto es, en lo relativo a la
conducta humana— participar consiste en tomar parte en una actividad o función. Pero
existen muchas formas y modos de participar; de ellas nos interesan tres en particular.
En primer término, se participa siendo informado de lo que otros deciden o hacen. En
segundo lugar, se participa siendo consultado por quienes han de adoptar una
resolución. Por último, se participa decidiendo en común una medida.
Este último nivel, el de la decisión es el que corresponde a la cogestión propiamente
dicha. En efecto, por cogestión económica ha de entenderse la aspiración del sector
asalariado en participar responsable y solidariamente en las decisiones relativas a la
organización de la vida económica y social. El ejercicio de tal participación en las
decisiones hace que toda decisión tomada sin tal colaboración, carecerá de valor
jurídico.
Las modalidades principales de la cogestión económica así entendida son: 1) el veto o
derecho de impugnar una decisión una vez adoptada ésta o su suspensión, por
considerarla atentatoria de los intereses de los asalariados; 2) la ratificación de las
medidas adoptadas por las otras partes, acuerdo éste sin el cual las medidas carecerían
de fuerza legal; 3) la participación activa en la toma de decisiones de común acuerdo
con las otras partes.
¿Puede hablarse de un derecho natural a la cogestión?
Distinguidos autores católicos han querido investir a la cogestión del carácter de
derecho humano fundamental y aún más, de derecho natural de toda persona. Tales
expresiones son excesivas y no respetan la realidad de la empresa ni la esencia del
derecho natural. Así lo ha declarado enfáticamente Pío XII frente a las conclusiones del
Katholikentag celebrado en Bochum, en 1949: “Pero ni la naturaleza del contrato de
trabajo ni la naturaleza de la empresa implican por sí mismas un derecho de esta clase
(natural). Es incontestable que el trabajador asalariado y el empresario son igualmente
sujetos, no objetos de la economía de un pueblo. No se trata de negar esta paridad; éste
es un principio que la política social ha hecho prevalecer ya y que una política
organizada en un plano profesional todavía haría valer con mayor eficacia. Pero nada
hay en las relaciones del derecho privado, tal como las regula el simple contrato de
salario, que esté en contradicción con aquella paridad fundamental. La prudencia de
nuestro predecesor Pío XI lo ha mostrado claramente en Quadragesimo Anno; y, en
consecuencia, él niega allí la necesidad intrínseca de modelar el contrato de trabajo
sobre el contrato de sociedad. No por ello se desconoce la utilidad de cuanto se ha
realizado hasta el presente en este sentido, en diversas formas, para común beneficio de
los obreros y de los propietarios; pero, en razón de principios y de hechos, el derecho de
cogestión económica que se reclama está fuera del campo de estas posibles
realizaciones”. (Discurso del 3-6-50; cf. Radiomensaje del 14-9-52 y Carta del
Secretario Montini del 29-9-52).
Las precisiones aportadas en diversos textos por Pío XII hicieron frente a diversos
errores muy difundidos hasta hoy, que pretendían invocar un texto de Quadragesimo
Anno para afirmar abusivamente que el régimen de salariado es intrínsecamente injusto,
etc. El texto en cuestión es el siguiente: “Pero juzgamos _que, atendidas las
circunstancias actuales del mundo, sería más oportuno que el contrato de trabajo se
suavizara un tanto en lo que fuera posible con elementos tomados del contrato de
sociedad, tal como se ha comenzado a hacer en diversas formas con no escaso provecho
tanto para los obreros como para los mismos patrones. Así es como los obreros y
empleados llegan a participar, ya en la propiedad y administración, ya -en una cierta
proporción- en las ganancias logradas” (n. 29). Resulta imposible fundar en un pasaje
tan ponderado y preciso un derecho natural a la cogestión o la ilegitimidad del régimen
de salariado...
Pero si no puede hablarse de un derecho natural a la cogestión por parte de cada obrero,
cabe preguntarse cuál sería el fundamento de una cogestión bien entendida en el orden
económico. Entendemos que este fundamento existe y que se basa en el concepto de la
persona humana (cf Nota “La persona y sus derechos”). Siendo el hombre un ser
racional, libre y responsable, es menester brindar a cada individuo la posibilidad
concreta de su realización personal. Tal posibilidad real implica un margen de
autonomía, de iniciativa y de participación solidaria, Así lo ha reafirmado Juan XXIII
en perfecta continuidad con el Magisterio anterior: “Además, moviéndonos en la
dirección trazada por nuestros predecesores, también Nos consideramos que es legítima
en los obreros la aspiración a participar activamente en la vida de las empresas en las
que están incorporados y trabajan. No es posible prefijar los modos y grados de tal
participación, dado que están en relación con la situación concreta de cada empresa”
(Mater et Magistra, n. 9 1.92). Vemos pues que ha de hablarse de participación y no de
cogestión por una parte y que, por otra, la cuestión rebasa los límites del derecho
natural para transformarse en un juicio prudencial que ha de formularse adecuándolo a
la realidad concreta de cada caso singular.
La verdadera cogestión económica
Uno de los graves errores que subyacen en las interpretaciones antes mencionadas,
radica en concebir la cogestión como circunscripta al plano de la empresa. En Mater
et Magistra queda claramente señalado que el nivel adecuado para una auténtica
cogestión de la economía, no es el empresario sino la organización profesional de la
economía a nivel nacional “Pero las resoluciones que más influyen sobre aquel
contexto no son tomadas en el interior de cada uno de los organismos productivos. Son,
por el contrario, decididas por poderes públicos o por instituciones que operan en el
plano mundial, o regional, o nacional, o de sector económico o de categoría productiva.
De ahí la oportunidad o la necesidad de que, en tales poderes o instituciones, además de
los que aportan capitales o de quienes les representan sus intereses, también se hallen
presentes los obreros o quienes representen sus derechos, exigencias y aspiraciones”
(idem, n.97-99; cf. Pío XII, Discurso a la UNIAPAC del 31-1.52). Una participación
auténtica y permanente como la enunciada por Juan XXIII tiene su plena realización en
los consejos profesionales e interprofesionales a nivel local, regional y nacional (cr.
nota “Las asociaciones profesionales”).
La razón de la insuficiencia de la cogestión a nivel de la empresa estriba en que ésta es
una célula viva del dinamismo económico y, como tal, debe adaptarse constantemente a
nuevas circunstancias que la someten a una inestabilidad considerable por razones de su
dimensión, de las exigencias del mercado, de las innovaciones tecnológicas, etc. Ello
hace que la participación de los asalariados se vea constantemente comprometida y que
no pueda ser viable en muchos casos. En cada rama productiva, en cambio, esa
inestabilidad queda superada y la participación obrera puede ser mucho más efectiva.
Los riesgos a evitar
Salvados los equívocos en materia tan delicada, corresponde subrayar lo que una
adecuada participación obrera ha de respetar: 1) los derechos complementarios de la
propiedad; 2) la libertad de decisión del empresario; 3) la responsabilidad personal
de los participantes. Esto último resulta particularmente actual en razón de cierta
tendencia a delegar ciegamente en las organizaciones sindicales (con su anonimato
peculiar) la representatividad de los asalariados en los comités de empresas, etc. La
responsabilidad ha de ser siempre personal, so pena de desvirtuar el fin perseguido.
38. LA ECONOMIA INTERNACIONAL
Dentro de los problemas que deben afrontar las naciones, se encuentran los derivados de
las relaciones económicas que mantienen con los demás países. Las expresiones más
recientes del magisterio pontificio han hecho especial hincapié en aquellos aspectos del
orden económico internacional que suelen dar lugar a las más graves injusticias. Mater
et Magistra, Pacem in Terris y Populorum Progressio son ejemplos claros de cómo
el pensamiento de la Iglesia sigue de cerca las cambiantes circunstancias del mundo
contemporáneo, iluminando los nuevos problemas con los principios rectores del orden
natural.
Sin pretender en absoluto abarcar todos los tópicos hoy en discusión, conviene
esclarecer algunos de los problemas más cruciales de la economía. internacional
contemporánea: las relaciones comerciales, las finanzas internacionales, el desarrollo de
los pueblos jóvenes.
Un falso dilema
La mente contemporánea está habituada a manejarse frecuentemente con ideologías
perimidas, que plantean falsos dilemas. El liberalismo impuso su utopía de la “división
internacional del trabajo”, por la cual cada economía nacional debía especializarse en la
producción de determinados bienes: unas habían de dedicarse a la producción de
materias primas, las otras a las manufacturas. Así es como la Argentina tenía -según el
ministro George Canning- vocación de “granero del mundo”. Dicha tesis se vio
completada por otras, tales como el equilibrio perfecto de oferta y demanda en materia
de comercio internacional, el dogma del patrón-oro, la preeminencia de la libra esterlina
y luego, del dólar, en las transacciones, etc. El fracaso lógico de tal irrealismo se
concretó en las crisis periódicas, la absorción de las monedas débiles por las más
fuertes, el desequilibrio creciente entre países industrializados y países en vías de
desarrollo.
Para muchos la única alternativa válida consistió en el socialismo o el comunismo. Este
popularizó sus esquemas dialécticos de ‘‘imperialismos’’, ‘‘colonialismos”,
‘‘internacional proletaria’’, “dictadura del proletariado”, etc., sin haber logrado hasta
ahora la formulación de otra solución que no sea la concentración de toda la economía
en manos del Estado, el fomento de la “nueva clase” (Djilas) burocrática, la baja
producción, la capitalización forzada gracias al subconsumo general, etc. Semejante
alternativa no hace sino agravar los males ya deplorables del capitalismo pseudoliberal.
El problema real
El verdadero problema a nivel internacional consiste en el creciente desequilibrio entre
las diversas economías nacionales: “Las naciones altamente industrializadas exportan
sobre todo productos elaborados mientras que las economías poco desarrolladas no
tienen para vender más que productos agrícolas y materias primas. Gracias al progreso
técnico los primeros aumentan rápidamente de valor y encuentran suficiente mercado.
Por el contrario los productos primarios que provienen de los países subdesarrollados,
sufren amplias y bruscas variaciones de precio, muy lejos de ese encarecimiento
progresivo. De ahí provienen para las naciones poco industrializadas grandes
dificultades, cuando han de contar con sus exportaciones para equilibrar su economía y
realizar su plan de desarrollo. Los pueblos pobres permanecen siempre pobres y los
ricos se hacen cada vez más ricos” (Populorum Progressio, n. 57).
En otras palabras, nos enfrentamos con un problema de justicia en las relaciones mutuas
de las diferentes economías nacionales, justicia que exige -en tiempos de producción
diversificada y de tecnología muy avanzada- se mantenga cierta paridad o proporción
entre las naciones en la distribución de la riqueza. Así como en el seno de cada país es
necesario que el incremento de la renta nacional beneficie a todos los sectores del
cuerpo social, así también el incremento mundial de la riqueza requiere una distribución
equitativa de la misma, de modo que no sean unos pocos países los eternos favorecidos,
sino que el aumento de bienes y servicios redunde en provecho de la comunidad
internacional.
En síntesis, resulta imperioso que las relaciones de la economía internacional sean
reguladas por criterios éticos y no por la apetencia y voracidad insaciable de los más
poderosos, que instrumentan en su servicio a los países de menores recursos. De lo
contrario los males actuales se agravarán.
Las relaciones comerciales
El intercambio de productos a nivel internacional no puede seguir basado en la utopía
librecambista por cuanto ésta supone una igualdad real de posibilidades entre los países
que participan del intercambio; dicha igualdad nunca existió y hoy por el contrario, la
disparidad aumenta, generando una verdadera “dictadura económica” (Pop. Progr., n.
59). “La regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones
internacionales. Sus ventajas son ciertamente evidentes cuando las partes no se
encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia económica: es un estímulo
del progreso y recompensa el esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados
ven en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son
demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman “libremente” en el
mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es por consiguiente el
principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercambios comerciales, el
que está aquí en litigio” (idem, n. 58). El mismo documento agrega: “La justicia social
exige que el comercio internacional, para ser humano y moral, restablezca entre
las partes al menos una cierta igualdad de oportunidades” (n. 61). Esta paridad a
establecer entre las naciones no es otra cosa que el respeto de la ley de reciprocidad en
los cambios (cf. Nota “La reciprocidad en los cambios”) explicada con anterioridad.
Para ello resulta indispensable que los países industrializados hagan un esfuerzo por
respetar los derechos de las economías más pobres al fijar los niveles de precios de los
productos de estas últimas, superando el espíritu de lucro que ha sido y es fuente
permanente de injusticias.
Las finanzas internacionales
Mención especial merece lo relativo al sector financiero internacional y sus mecanismos
concretos de acción. Es aquí donde la utopía liberal deja ver la crudeza del manejo que
los grupos financieros ejercen sobre países enteros. Ya Pío XI en Quadragesimo Anno
hablaba del “imperialismo internacional del dinero” denunciándolo en términos
vehementes.
El sector financiero es el que ejerce en la economía capitalista la acción más
distorsionante. La agilidad que la tecnología moderna le acuerda, permite a los grupos
financieros retraer sus inversiones en un país y transferirlas por un simple telex al otro
extremo de la tierra, siempre en busca de los negocios más rentables. Si esto es
sumamente grave dentro de una economía nacional, suele llegar a extremos en el plano
internacional sometiendo enteramente la economía de un país al imperio de un grupo
financiero particular (ejemplo: United Fruit Co. en Guatemala y otros países). Tal
situación es de todo punto inaceptable.
Como ya se ha explicado (cf. Nota “Moneda y crédito”) las inversiones y créditos
juegan un papel importantísimo pero instrumental. Son el mecanismo que facilita una
producción abundante y diversificada de bienes y servicios. Por lo tanto resulta
gravísimo que tal relación se invierta y que la producción de un país esté directamente
subordinada a la voluntad de lucro de grupos inversores. Esto ha alcanzado en la
actualidad una cobertura institucional puesto que instituciones como el Banco Mundial
y el Fondo Monetario Internacional, imponen a los países en desarrollo una política
suicida so pretexto de asegurar la estabilidad de sus respectivas monedas. De este modo
los países industrializados utilizan los aportes de las naciones jóvenes al Fondo para
resolver sus propios problemas internos...
El desarrollo económico
Los problemas mencionados no tendrán solución mientras no se establezcan bases
reales para que todas las naciones vayan realizando solidariamente su propio desarrollo
socioeconómico, con la ayuda de los países más poderosos. Esto pone de manifiesto que
el actual caos económico internacional, tiene raíces espirituales y morales, y no
económicas ni técnicas. Una justa solidaridad por parte de los grandes países, en
apoyo de los más débiles es indispensable pues la situación actual impide el desarrollo
de éstos en beneficio de aquéllos. De ahí la necesidad de plantear a nivel de la
comunidad internacional la formación de un Fondo Mundial para el desarrollo y otros
medios similares, constituidos por el aporte de los países ricos. Esto han de hacerlo no
solo por razones de justicia, sino aun por elementales razones de seguridad, ya que el
colapso de los débiles impedirá sostener la prosperidad de los fuertes. No es casual que
Pablo VI haya dicho que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (idem, n.
76-80).
39. EL HOMBRE, SER SOCIAL
Mucho es lo que se ha escrito acerca de la sociabilidad humana esto es, la tendencia del
hombre a la convivencia. No obstante, las teorías emitidas son tan variadas, y aún
opuestas, que e! tema requiere un análisis detenido.
No se trata tan solo de comprobar una vez más que el hombre es un ser social, hecho
manifiesto. Lo importante es determinar cuál es la naturaleza propia de dicha
sociabilidad y cuáles son sus límites, dado que de la respuesta que se formule dependerá
toda nuestra concepción de lo social y del hombre como sujeto u objeto de las
relaciones sociales y políticas.
Ideologías dominantes
Una vez más asistimos al enfrentamiento del liberalismo y del socialismo. Ambas
ideologías, sensibles a ciertas verdades parciales, formulan graves errores cuyas
consecuencias prácticas seguimos padeciendo en la actualidad.
El “buen salvaje” de Rousseau en el hipotético “estado de naturaleza”, no es sino la
justificación gratuita de la libertad absoluta que su creador deseaba asegurar a cada
individuo. De ahí que condenan categóricamente el “estado de sociabilidad” por ser éste
la fuente de todos los males que aquejan al hombre: enfermedad, errores, vicios
morales, injusticias y desigualdades, etc. Pero todo este absurdo esquema de un pasado
inexistente apunta a una justificación del individuo libre y soberano, que se da a sí
mismo sus normas de conducta. Tal es el meollo de conceptos que hemos heredado:
soberanía popular, voluntad general, sufragio universal, etc.
Por su parte, el socialismo marxista se contrapone al desvarío rousseaniano afirmando,
por el contrario, que la sociabilidad es la esencia misma del hombre, de suerte que nada
hay en el hombre fuera de sus relaciones sociales: “Pero el ser humano no es una
abstracción inherente al individuo aislado. En realidad, es el conjunto de las relaciones
sociales”. (Marx, VI Tesis sobre Feuerbach). Esta reducción del hombre a lo social
acarrea gravísimas consecuencias tales como la exaltación del poder del Estado, la
primacía de los valores económicos, el desconocimiento de los derechos fundamentales
de la persona, etc.
Experiencia histórica
Lo primero que ha de constatarse es la realidad ininterrumpida de la sociabilidad
humana. El progreso de las ciencias (historia, arqueología, antropología, etc.)
evidencian la inexistencia de vida humana que no se halla dada en forma social Todos
los testimonios que la historia nos presenta atestiguan que no ha sido de individuos ni
siquiera de familias aisladas en el tiempo y en el espacio. Aún en las culturas más
primitivas, la convivencia es un hecho básico, irrefutable. En consecuencia, hablar de un
estadio de vida presocial implica incurrir en fabulaciones totalmente gratuitas.
Pero el reconocimiento del hecho de la sociabilidad humana, deja en pie el problema de
las causas y alcances de dicha tendencia natural.
Doble fundamento
El análisis ha de partir de un doble punto de vista o perspectiva:
1) el origen de la vida humana, y 2) el fin de la vida humana. Desde el punto de vista
del origen, existen dos argumentos basicos: la transmisión de la vida y la indigencia
radical del hombre. En lo que hace a la perfección de la persona, deben hacerse ters
consideraciones: la refieren al bienestar material; y las que corresponden a la perfección
intelectual y moral
Debe subrayarse la importancia de no confundir ambos puntos de vista, pues tal
confusión está en la raíz de numerosos errores antiguos y modernos, desde Platón hasta
Comte. El origen hace a la posesión de la existencia de la vida; el fin o término se
refiere a la perfección personal. Ser hombre y ser hombre pleno, son dos condiciones
que no pueden identificarse de ningún modo.
Un ser indigente
Reflexionando un instante se descubre que el simple hecho de que un niño nazca, no
basta en absoluto para asegurarle su felicidad futura.
El principio mismo de la nueva vida en el hombre supone la unión del varón y de la
mujer con miras a la procreación. Este hecho palmario basta para refutar los sueños de
Rousseau sobre el salvaje independiente. La generación humana exige, pues,
indispensablemente el vínculo sexual del cual surgirá la nueva vida. Por lo tanto, la sola
existencia de nuevos seres requiere una relación así fuera accidental entre ambos sexos.
Pero una vez engendrado el nuevo ser, la naturaleza no lo abandona a las condiciones
del medio biológico. El hombre es un verdadero “escándalo” en este sentido, pues no
existe otro ser viviente tan inerme e incapaz como el ser humano para asegurar su
propia subsistencia. Este argumento ha sido dado desde todos los tiempos como prueba
contundente de la sociabilidad El recién nacido no puede alimentarse, ni protegerse de
la intemperie, ni protegerse de otros animales. Tarda un año en descubrir que es bípedo,
tarda varios años en correr convenientemente, en poder subirse a un árbol, en aprender a
utilizar sus manos, etc. El ejemplo de los niños-lobo es contundente al respecto.
Chauchard dice que el mismo desarrollo fisiológico de nuestro sistema nervioso
requiere indispensablemente un contorno social adecuado.
En busca de perfección
Algo similar ocurre con lo referente a la plenitud de la vida humana. Ante todo, él
bienestar material del hombre supone constantemente el concurso de un sin número de
otros hombres para la elaboración del más simple de los productos. La complejidad
actual de la producción industrial pone esta situación de relieve, en lo que hace a las
necesidades vitales básicas.
Si consideramos el desarrollo de nuestra capacidad mental, el grado de dependencia es
aún mayor. En efecto, o bien podemos descubrir todas las verdades por nuestras solas
fuerzas, o por el contrario, debemos aprender bajo la guía de un maestro. Si bien el
primer camino (invención) es más perfecto, el segundo es mucho más común y certero
(aprendizaje). Ni aún el mayor de los genios humanos podría haber alcanzado su
plenitud intelectual sin el apoyo de todos los conocimientos adquiridos previamente
mediante una adecuada enseñanza. Ni Leonardo da Vinci ni Albert Einstein son
explicables cabalmente por su solo talento personal. Por otra parte, los mayores genios
han seguido en permanente dependencia de otros investigadores o descubridores
eminentes, con los cuales han intercambiado constantemente informaciones para su
mutuo enriquecimiento. El ideal pedagógico del “Emilio” de Rousseau, resulta absurdo
frente a tales evidencias.
Otro tanto cabe decir de la perfección moral del ser humano. Ella consiste en la práctica
de la virtud moral, pues los hábitos morales no nacen espontáneamente sino que han de
ser adquiridos por cada individuo, en cada generación. Esto explica que los padres
célebres no tengan con frecuencia hijos igualmente admirables. La virtud moral no
puede ser enseñada como las matemáticas, es una adquisición personal.
Pero mientras la inteligencia del niño se desarrolla a lo largo de varios años, en su
temperamento se arraigan las disposiciones apetitivas que dependen de su complexión
corporal. Si tales disposiciones son positivas no se plantearía ningún problema. El caso
es que la experiencia nos muestra que dichas disposiciones son en parte negativas y en
parte positivas; así el tímido suele ser generoso y el egoísta suele ser tenaz. Pero esas
inclinaciones temperamentales no bastan para alcanzar la virtud moral propiamente
dicha.
La adquisición de nuestra perfección moral requiere que los padres introduzcan un
orden de vida en la conducta indiferenciada del niño. Y esto desde el nacimiento
mismo del infante. Dicho orden irá disponiendo favorablemente al niño a medida que
crezca inclinándolo a la práctica de la virtud, pero no asegura la misma. Lo mismo cabe
decir del ambiente social que rodea la vida infantil. Dispone pero no causa la virtud.
Si pensamos que la plena capacidad que la ley reconoce a los ciudadanos se sitúa hacia
los 20 años, ello significa que antes de esa edad el joven no posee por lo general, la
madurez moral suficiente que las leyes requieren. Por lo tanto el hombre no puede ser
plenamente adulto, en sentido moral, sin la ayuda y la dependencia de otros hombres.
40. LA SOCIEDAD POLITICA
El tema anterior puso de relieve la tendencia natural que en el hombre existe hacia la
convivencia y el grado de dependencia de cada individuo respecto de los demás.
También se explicó que la sociabilidad no es una aptitud o tendencia mecánica y ciega,
sino que supone el obrar libre y responsable de cada persona.
Corresponde ahora determinar cuáles son los constitutivos de esa sociedad -la sociedad
política-, que constituye un medio necesario para la perfección del ser humano.
Los cuatro principios
Para ordenar el análisis partiremos de las cuatro causas enunciadas por Aristóteles:
material, formal, eficiente y final. La causa material es aquello de que está hecho un
ser; así decimos que una silla es de madera. La causa formal es aquello que hace que
una cosa sea lo que es, por ejemplo, la forma de un reloj es lo que lo hace ser reloj y no
otra cosa. La causa eficiente es aquella en virtud de cuya acción una cosa existe; así el
relojero es causa eficiente del reloj, pues sin su acción no habría reloj. Y por último, la
causa final es aquella con miras a la cual obra la causa eficiente. Así el fin del reloj es
marcar el transcurso del tiempo.
Estas nociones de causalidad son esenciales dado que todos los seres de la naturaleza y
todos sus movimientos u operaciones suponen el concurso de las cuatro causas
mencionadas. En consecuencia, toda explicación referida a la naturaleza de un ser o a
las operaciones del mismo requiere la mención de las distintas causas.
Aplicación a lo social
Cuando consideramos las distintas formas de sociedades humanas, desde las más
simples a las más complejas, constatamos la presencia de una serie de elementos que les
son afines. En primer lugar y como su etimología lo indica, toda sociedad supone la
unión o reunión de varias personas. También se verifica que dichas personas se reúnen
para la realización de uno o varios fines comunes. Igualmente constatamos que en todo
grupo social se da una u otra forma de autoridad o liderazgo, etc. Debemos pues,
considerar en estos distintos elementos a cuál de las causas corresponde
Resulta manifiesto que la finalidad en virtud de la cual los miembros de la sociedad se
reúnen, corresponderá a la causa final. Este objetivo recibirá el nombre de bien común;
en el caso de la sociedad política, hablaremos del bien común de la sociedad política o
del bien común temporal, para distinguirlo adecuadamente de los demás fines de otros
grupos o instituciones (humanas o religiosas).
A primera vista, también parece fácil asimilar a la causa material el conjunto de
individuos que integran el grupo. Tal asimilación constituye un grave error. En efecto,
la materia es por definición un elemento pasivo, indeterminado, que recibe su
disposición, estructura y dinamicidad de la forma. La identificación del conjunto de
individuos con la causa material equivaldría a considerar a los miembros del grupo
como elementos inertes, pasivos, que han de ser impulsados por la autoridad en cada
una de sus actividades. Resulta claro que por esta vía caeríamos en una concepción
totalitaria de lo social, asignando al Estado un poder absoluto sobre los ciudadanos.
Tristes ilustraciones de dicho error son el comunismo y otros regímenes totalitarios
modernos.
La solución a la dificultad planteada consiste en reconocer -como la experiencia lo
señala- que la sociedad requiere, no la mera reunión física de varios individuos, sino un
conjunto de acciones comunes. Estas acciones realizadas en común son la verdadera
causa material de la sociedad.
La autoridad política
Otra dificultad semejante surge cuando se intenta determinar la función específica de la
autoridad política dentro del cuadro general de las causas. En este sentido, la
experiencia nos revela dos realidades en apariencia contradictorias. Por una parte resulta
claro que la autoridad es asimilable a la caracterización de la causa llamada eficiente.
Por otra parte, en cambio, constatamos que los miembros del grupo son quienes realizan
cotidianamente las actividades y funciones que sirven de base material a la sociedad
política, y por tanto, en su carácter de agentes encuadrarían asimismo en la causalidad
eficiente. El problema planteado dista de ser una de tantas discusiones estériles por sus
grandes consecuencias para nuestra idea de la sociedad.
En efecto, si optáramos por decir como la mayoría de los autores, aun católicos, que la
autoridad asume el carácter de causa eficiente, incurriríamos en una concepción
totalitaria. Si el poder público concentra así toda la actividad de la vida del grupo, nada
quedaría de autonomía a nivel de los individuos; estos últimos no actuarían por sí, sino
que obedecerían las órdenes del Estado.
Por otra parte, si reivindicáramos en exclusividad el carácter activo para los individuos,
caeríamos de inmediato en un esquema liberal. Recordemos que el individualismo
liberal deja todos los asuntos comunes librados a la sola iniciativa de cada ciudadano,
sin acordar al Estado ninguna función positiva dentro del conjunto. La consecuencia
práctica de tal planteo es la instauración de toda clase de injusticias, ya que el libre
juego de los intereses egoístas aprovecha de la inercia estatal para obtener ventajas
sobre los sectores más débiles del cuerpo social.
La solución a la dificultad enunciada consiste en reconocer que tanto los ciudadanos
como la autoridad política) asumen el carácter de causas eficientes de la vida social.
Pero ello no implica desconocer que entre ambas causas existe una relación de
dependencia. En efecto, si bien los ciudadanos son quienes, en definitiva, actúan, resulta
evidente que dicha actividad no basta para garantizar el logro efectivo del bien común
político. Su realización supone que todas las acciones individuales se ordenen
jerárquicamente en función de la finalidad social o bien común. Para lo cual resulta
indispensable que la autoridad pública ordene y subordine unas actividades a otras,
controle su ejecución y brinde los medios necesarios para ello. Por tal motivo, es ella la
que asume la función de causa eficiente principal, mientras que el accionar de los
individuos corresponde a una causa eficiente subordinada a las directivas de aquélla.
El orden normativo
Debe plantearse ahora la cuestión referida a la causa llamada formal. De acuerdo a la
filosofía clásica, estructura la materia y completa su esencia. Las reflexiones anteriores
nos han permitido comprender que la autoridad política debe introducir un orden en el
conjunto de operaciones que los ciudadanos ejercen cotidianamente. Dicho
ordenamiento tiene su expresión ejemplar en el orden jurídico.
En efecto, las leyes no son en definitiva sino los grandes medios que el legislador
adopta para la realización del bien común temporal. Dentro del marco legal, los
ciudadanos ejercen sus respectivas funciones, de modo tal que el respeto efectivo de las
leyes vigentes asegura la obtención del bien común. Ello supone, claro está, que el
orden normativo de una sociedad sea intrínsecamente justo, es decir, respetuoso de los
valores humanos fundamentales.
Por todo lo expuesto, concluimos que la causa formal de la sociedad política es el orden
que la autoridad introduce en la vida del cuerpo social, con el fin de ajustar todas las
actividades para la obtención efectiva del bien común. Esa coordinación general de las
actividades encuentra su expresión y modelo en el orden jurídico.
41. EL BIEN COMUN
Una vez analizados los diferentes elementos que constituyen la sociedad política,
debemos examinar el concepto de bien común. La filosofía clásica designa el fin de la
sociedad con esta expresión, utilizada con frecuencia a manera de “frase hecha”, pero
sin haber profundizado toda la riqueza del tema y sus enormes implicancias. Puede
decirse que el bien común es la idea clave de todo pensamiento social y político
conforme al orden natural. La razón de ello es simple: puesto que por bien común se
designa el fin mismo de la sociedad política, todos los demás conceptos se ordenan a
aquél, como los medios se ordenan al fin. De ahí que una recta comprensión de su
naturaleza sea absolutamente indispensable, para plantear con espíritu de sano realismo
cualquier reforma de fondo a las perimidas instituciones del orden demo-liberal aun
vigente.
Bien común y particular
Todo ser humano tiende naturalmente a la convivencia, pues solo la sociedad política
puede proporcionarle el sinnúmero de bienes de toda índole que su existencia y su
plenitud personal o felicidad requieren. De esto se sigue la sociabilidad natural del
hombre y el carácter de medio necesario que la sociedad reviste para la perfección del
hombre. Comentando lo cual, Santo Tomás agrega que tendemos a la vida social como
a la virtud, es decir, como a un medio absolutamente indispensable para el logro de
nuestra realización personal (Comentario in I Pol. 1. 1, n. 40).
El problema surge al constatar que el bien individual de cada miembro de la comunidad
y el bien de esta última como un todo, difieren formalmente entre sí y no según una
diferencia cuantitativa (Suma Teol. II-II, q.58, a.7, 2m). En efecto, cada ciudadano
tiene razón de parte, en ese todo que es la sociedad. Y así como el bien y la operación
propia de cada parte no se identifica con el bien y la operación del todo, así también el
de cada individuo difiere esencial y específicamente del de la sociedad llamado bien
común.
¿En qué consiste la diferencia entre el bien llamado individual, particular o singular,
del bien llamado común? Se trata de una diferencia de naturaleza pues hay bienes que
son individuales por su propia naturaleza, mientras que otros son comunes en sí
mismos. En otras palabras, algunos no pueden ser poseídos y participados más que por
una sola persona, mientras otros son apropiables y participables por muchas personas,
en forma ilimitada. Así, por ejemplo, un alimento es de suyo individual, pues no hay
más que uno que pueda comerlo y, en cuanto alguien se lo apropia los demás quedan
automáticamente excluidos. La ciencia matemática, en cambio, es un bien de suyo
común, apropiable y participable por todos, pues el conocimiento que de esa disciplina
pueda alcanzar un sujeto no excluye a los demás de igual posesión. Por el contrario,
cuanto un matemático más domine su ciencia tanto más facilitará el acceso de los demás
a iguales conocimientos.
Esencia y analogía
El bien común es un término análogo y, como tal, incluye diversos significados, que es
preciso distinguir y ordenar. La distinción principal se da entre el bien común
temporal, fin de la sociedad política, y el bien común sobrenatural que es Dios, en
cuanto fin último de todo el universo creado. Pero aun dentro del orden temporal se dan
diversidades: el bien común familiar, el bien común de los distintos grupos intermedios
(sindicato, empresa, profesión, municipio, región, etc.), el bien común internacional,
etc. Tales expresiones son perfectamente legítimas, aun cuando todas ellas presuponen y
refieren al bien común de la sociedad política, que brinda su sentido propio y más
estricto.
¿En qué consiste este bien de la sociedad política? Pío XI lo ha definido en Divini lllius
Magistri como “la paz y seguridad de que gozan los sujetos en el ejercicio de sus
derechos, y al mismo tiempo, el mayor bienestar espiritual y material posibles en
esta vida, mediante la unión y la coordinación de los esfuerzos de todos” En efecto,
así como la familia es la institución que tiene por finalidad propia el asegurar la
conservación de la vida humana (orden de generación), así también la sociedad política
o estado tiene una finalidad propia, cual es el bien total del hombre, bonum humanum
perfectum (orden de perfección). De esto se sigue que los bienes que integran el bien
común político no pueden ser otros que aquellos que integran la felicidad o plenitud
humana. Dicho de otro modo, todos los bienes propiamente humanos forman parte del
bien común político, es decir, las tres categorías según la división enunciada por Platón:
bienes: exteriores, corporales y espirituales. Pero mientras los primeros solo forman
parte del bien común a título de medios o instrumentos necesarios para la consecución
de los espirituales, estos últimos son los únicos verdaderamente “comunes” por su
naturaleza.
Entre los elementos principales del bien común político se encuentran: la ciencia, la
justicia, el orden, la seguridad. De su realización resulta la paz, que es como la
conclusión y síntesis de los anteriores. La tranquila convivencia en el orden —según la
expresión de San Agustín, pax tranquillitas ordinis - es el signo por excelencia que
manifiesta la efectiva realización del bien en una sociedad determinada. De ahí el
carácter esencialmente dinámico del bien común político, el cual no es tanto algo que se
posee y reparte sino un bien moral que todos contribuyen a realizar cotidianamente
y del cual todos participan y disfrutan en común. Su concreción requiere la
coordinación de Todos los esfuerzos y actividades del cuerpo social, bajo la conducción
del Estado en su misión esencial de gestor o procurador del bien común.
Lo dicho permite descartar un error frecuente por el cual, desconociendo la esencia del
bien común, reduce éste a un mero bien colectivo o a la mera adición de bienes
individuales, sin ver la diferencia cualitativa que los separa. La diferencia esencial que
media entre el común y el colectivo radica en que éste es de naturaleza privada, cuya
propiedad se reserva el Estado para garantizar el uso común. Así por ejemplo, una ruta
es un bien colectivo en cuanto se la destina al uso común como vía de comunicación.
Pero el carácter artificial de tal “comunidad” surge si se piensa que todo bien colectivo
requiere una ley o decisión de la autoridad para ser tenido por tal; basta que el terreno
expropiado sea vendido a los particulares para que el terreno de la ruta se transforme
nuevamente en campos de cultivo privado.
Bienes complementarios
Debe evitarse a toda costa el oponer el bien individual y el bien común, como si ambos
se excluyeran recíprocamente. Tal es el común error de liberales y socialistas. Ambos
bienes no solo no se excluyen sino que se exigen mutuamente, al punto que sin bienes
particulares el bien común sería irrealizable y, viceversa, la no realización del bien
común torna imposible la obtención del bien individual. Lo primero resulta claro si se
piensa que los bienes materiales que satisfacen nuestras necesidades vitales son
condición (no causa como sostienen los marxistas) para alcanzar la ciencia, la justicia,
etc. Por otra parte, si los hombres vivieran según la “ley de la selva”, sometidos a la
arbitrariedad del más poderoso ¿cómo podrían procurarse los bienes más
indispensables? La vida diaria se volvería insoportable.
La razón de la íntima complementariedad de ambos bienes estriba en el hecho de que el
bien total del hombre —llamado bien propio o personal— se compone a la vez de
bienes de naturaleza individual y de bienes de naturaleza común. Unos y otros son
indispensables, tanto el alimento y el vestido. como l verdad y la virtud moral. Que sean
indispensables no implican que tengan igual importancia o valor. Por su esencia el bien
común tiene una primacía natural sobre el bien individual y, en consecuencia, éste
último se orden a aquél, como lo inferior y menos perfecto se ordena a lo superior y más
excelente.
42. ORIGEN Y FUNCION DE LA AUTORIDAD
Una vez considerado el concepto de bien común como el fin propio de la sociedad
política, debemos examinar la noción de autoridad, su origen y su función dentro del
cuerpo social. Así como un error en la doctrina relativa al bien común entraña enormes
consecuencias de índole política, así también una equivocada idea respecto de la
autoridad política tendrá graves implicancias prácticas y dará pie a un sinnúmero de
confusiones. La historia de las ideas ilustra abundantemente esta vinculación entre el
error conceptual y sus consecuencias negativas en el plano de la praxis política.
Concepto de autoridad
Etimológicamente, autoridad significa la persona que conduce a otras, o la capacidad de
conducirlas hacia un fin determinado, así como el pastor (auctor; agens) conduce el
rebaño hacia el prado
Al enumerar los elementos que constituyen la sociedad política, se estableció que la
autoridad asume la función de causa eficiente principal de las operaciones del cuerpo
social, en orden al bien común político. Esto implica que la autoridad debe coordinar y
ordenar las acciones de los individuos y grupos intermedios entre sí y con referencia al
fin social que ha de procurarse.
No examinaremos aquí las posibles distinciones que pueden establecerse entre las
nociones de autoridad, poder y dominio, pues escapa a los límites del trabajo.
Necesidad de autoridad
El pensamiento marxista, coincidiendo con el liberalismo más crudo y con el
anarquismo, sostiene la necesaria desaparición del Estado una vez alcanzado el
“paraíso” comunista, reino de la libertad... Una vez más Rousseau y Marx se estrechan
la mano.
Sin embargo, tales utopías contradicen la milenaria experiencia histórica de la
humanidad, pues el progreso en el conocimiento del pasado histórico del hombre
muestra en la forma más contundente que siempre que se comprueba la existencia de
vida social, también se constata la existencia de la. autoridad. Las modalidades del
ejercicio concreto del poder social podrán haber variado sensiblemente a lo largo del
tiempo y del espacio. Pero la existencia misma de alguna forma de autoridad en el
grupo social es incuestionable.
Ante tal situación, cabe preguntarse en qué radica la necesidad de una autoridad o, en
otras palabras, cual es la razón de ser de la autoridad política. Ya Aristóteles enunció el
principio común a saber, que en toda realidad compleja, compuesta de partes, debe
existir un elemento capaz de asegurar la unidad y cohesión entre las mismas (Política,
1, c.5).
La existencia de un principio de unidad del todo es verificable en todos los niveles del
universo material pero encuentra su aplicación más profunda en el caso de los grupos
humanos y, muy particularmente, en la sociedad política En éstos, a diferencia de los
organismos naturales, cada parte es en sí misma independiente del todo ya que cada
ciudadano es un ser en sí y por sí mismo, mientras que las partes de un organismo no
tienen vida propia sí se las separa del todo (todo sustantivo). De ahí que las sociedades
humanas constituyan.. un todo accidental o de orden, pues su -unidad solo se basa en
el fin común al cual los miembros concurren; dicha finalidad no es otra que el bien
común.
Pero falta determinar cuál es la razón propia que hace a la autoridad un elemento
esencial de la sociedad política. La misma radica en la distinción esencial que media
entre el bien particular y el bien común (cf. Nota “El bien común”). Tratándose de
una diferencia específica, los requerimientos propios del bien común no pueden verse
satisfechos por el mero juego de las acciones individuales que se ordenan de suyo a la
satisfacción de las necesidades individuales de cada miembro. Cada ciudadano es capaz,
en condiciones normales, de subvenir a las exigencias de su conservación, de su trabajo,
de la constitución de su hogar, etc. Pero resulta manifiesto que no todo ciudadano o
padre de familia, puede desempeñarse eficazmente cómo senador o ministro de
finanzas. Tales funciones requieren un conocimiento pormenorizado de las exigencias
concretas del bien común nacional, y una rectitud moral mayor, cuanto los intereses en
juego son más importantes.
De ahí se sigue la necesidad que toda sociedad política tiene de asignar a una persona o
grupo de personas el ejercicio del poder público. Es la naturaleza propia del bien común
la que impone como obligación absoluta la existencia de una autoridad social capaz de
asumirlo como tarea propia. En otras palabras, la razón de ser del poder político no es
otra que la eficaz procuración del bien común de la sociedad política.
¿Dios es la fuente de la autoridad?
A la luz de lo expresado puede responderse a esta pregunta crucial. Numerosos textos
bíblicos ilustran la dependencia de todo poder humano con respecto a Dios; “Todo
poder viene de Dios” (S. Pablo) resume bien la doctrina cristiana del poder político.
¿Cómo ha de entenderse tal afirmación?
La respuesta es simple. Indudablemente, Dios es el autor del orden natura, en virtud del
cual todo ser humano tiende a la convivencia social como un medio necesario para su
perfección. Por otra parte, acabamos de ver que cuanto más compleja es una sociedad,
tanta mayor necesidad tiene de contar con una autoridad que asuma la gestión .eficaz
del bien común. En consecuencia, Dios ha dispuesto de tal suerte las ‘cosas que la
autoridad forma parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse
que Dios es el origen de toda autoridad humana.
Otra cosa diferente es el determinar cuál ha de ser el modo más adecuado para la
designación de los hombres que han de ejercer la autoridad social. Al respecto las
doctrinas difieren sensiblemente entre los autores de relieve (Suárez, Bellarmino, etc.).
La doctrina más segura es la que afirma que si bien Dios es el origen de toda autoridad,
deja librado a los miembros de cada sociedad el modo de designar a las personas
concretas que habrán de desempeñar las distintas magistraturas del Estado.
Función esencial.
En su carácter de procurador del bien común temporal, el Estado ha de crear las
condiciones exteriores que hagan posible a cada ciudadano el participar de los bienes
humanos esenciales(verdad, virtud, orden, seguridad, paz, etc.) “Que toda la actividad
política y económica del Estado esté ordenada a la realización permanente del bien
común, es decir, del conjunto de condiciones exteriores necesarias a los ciudadanos
para el desarrollo de sus cualidades en los planos religioso, intelectual, moral y
material” (Pío XII, Mensaje del 5.1-42).
En tal sentido no basta limitar la actividad estatal a “la protección de los derechos
personales fundamentales y en facilitar el cumplimiento de los deberes
correspondientes” (Clément, Schwalm, Antoine y otros). Ello se logra, sin duda,
mediante las siguientes funciones básicas: 1) enunciar y precisar los derechos por medio
de la actividad legislativa. 2) asegurar el ejercicio del derecho protegiendo a todos los
sectores. 3) resolver los conflictos de derechos, mediante una adecuada administración
de justicia.
Tal función no agota el papel de la autoridad política, pues su misión esencial es la de
crear y conservar un orden público justo de convivencia humana. El poder estatal
tiene como esfera propia, específica, de acción lo público, lo común, es decir, las
acciones de los individuos en la medida en que implican relación con la sociedad en su
conjunto y no en cuanto suponen meras relaciones privadas.
La expresión de dicho orden público de convivencia es la ley humana o positiva, por
medio de la cual se debe determinar concretamente el alcance de los principios
universales del orden natural que es su fundamento y razón de ser. La finalidad del
orden jurídico es el fin mismo del ser humano, realizado en y por el bien común, que es
su bien más excelente (divinius). Así puede comprenderse que la ley es un instrumento
esencial del progreso moral de la ciudadanía, pues al respetar las exigencias de leyes
justas, cada miembro del cuerpo social se ajusta a los requerimientos del bien común
temporal, alcanzando el pleno desarrollo de todas sus cualidades personales.
43. LOS GRUPOS INTERMEDIOS
Una visión panorámica de las sociedades políticas contemporáneas evidencia la enorme
complejidad de las relaciones sociales que se dan en cada una de ellas. Característica de
la vida moderna, tal complejidad de vínculos sociales concretos -en todas las áreas y
todos los niveles del cuerpo social- suele recibir los más diversos calificativos. Algunos
afirman que el incremento de tales vínculos constituye un factor negativo, alienante o
masificador, pues desintegra al hombre y lo asfixia en una red de “presiones” varias.
Otros, en cambio, creen ver en dicho fenómeno un signo positivo para el individuo,
puesto que le permite disponer de bienes y servicios, tanto materiales como espirituales,
que antes eran inalcanzables para muchos.
Por otra parte, las recientes formulaciones de la teoría política, replantean el tema de los
grupos y sociedades intermedias a través de las cuales se crean y canalizan los vínculos
sociales antes mencionados. De ahí la necesidad de clarificar el concepto de “grupos
intermedios”, determinar su naturaleza y sus funciones propias dentro de la sociedad.
En la vida social
La vida humana se desarrolla en el marco de la sociedad política, como medio necesario
en el cual los hombres se perfeccionan. Pero su incorporación a la sociedad política
propiamente dicha no se produce de golpe; por el contrario, el individuo se va
insertando desde su nacimiento en un plexo de grupos humanos de variada índole y
funciones para, a través de ellos, acceder a la vida política del Estado.
De este modo comprobamos que la vida humana parte del seno mismo de una primera
institución, la familia, y no de una individualidad abstracta como afirmaban los
liberales. Pero entre la familia y el Estado se dan diferentes niveles y grados de
sociabilidad. A estos grupos o asociaciones intermedias entre la familia y la sociedad
política, los denominamos grupos intermedios.
La importancia de este concepto es capital para una recta comprensión del orden social
natural. Tanto el liberalismo rousseauniano como el marxismo y el socialismo han
coincidido en negar la realidad misma de estas sociedades intermedias; los liberales por
cuanto veían en toda asociación una limitación ‘efectiva de la libertad individual
absoluta; los socialistas, por reaccionar contra los efectos del individualismo, remitían al
Estado todas las funciones sociales y creían ver en estos grupos intermedios, otros
tantos obstáculos al control estatal sobre las acciones del individuo.
No obstante los desvaríos de las ideologías mencionadas, la realidad y vitalidad propia
de tales grupos resultan incuestionables a la luz de la experiencia cotidiana. Del mismo
modo como el ser humano no es una mera aglomeración de átomos o moléculas
independientes, sino que éstas existen agrupadas en tejidos, órganos y aparatos o
sistemas biológicos, así también el cuerpo social no consiste en la mera adición de
individuos sino que éstos existen incorporados a distintas sociedades parciales, con
fines y medios propios. Estas agrupaciones se articulan entre sí en razón de los fines que
persiguen, los recursos humanos y materiales con que cuentan, etc., configurando así
una trama o plexo social en permanente actividad y en permanente adaptación a las
cambiantes condiciones del cuerpo social en su conjunto,
Diversidad de grupos
Las comunidades humanas se articulan en una gradación espontánea según su afinidad,
complementariedad, etc. El individuo se va incorporando -a medida que evoluciona
hacia su madurez- a diversos medios sociales. En primer lugar, la vida familiar
transcurre en una aldea, pueblo o barrio urbano. Los niños asisten a instituciones
escolares y de recreación, mientras los adultos trabajan en empresas o comercios y se
vinculan a una serie de actividades e instituciones de todo tipo.
Los grupos intermedios son de diferente naturaleza, según la función social que están
llamados a desempeñar. Las distintas unidades geográficas en las cuales se asientan y
desarrollan las aldeas, pueblos y ciudades, se insertan a su vez en unidades más vastas
denominadas municipios y departamentos. Estos a su vez, se incorporan a las provincias
y regiones, el conjunto de las cuales configura la sociedad política nacional. Vernos así
que las sociedades van constituyendo espontáneamente un orden jerárquico que va de
las más simples y limitadas, a las más complejas y amplias.
En el orden socio-económico, comprobamos la existencia de una articulación semejante.
Los individuos desempeñan diversos oficios en el seno de las empresas. A su vez las
empresas se vinculan entre sí por afinidad de tareas conformando las profesiones o
ramas de producción. Por su parte, también se organizan asociaciones paralelas para la
defensa de los intereses sectoriales, como ser los sindicatos obreros, las uniones
patronales, las mutuales, cooperativas, etc. También aquí constatamos el ordenamiento
de los grupos más pequeños y limitados a los más poderosos y perfectos. Por último,
algunos países cuentan con asociaciones interprofesionales, que se dan en los niveles
local, regional y nacional.
También en lo que respecta a las actividades educativas y culturales, recreativas, etc.,
observamos una gradación entre las instituciones o centros más pequeños hasta las
universidades, ateneos, grandes clubes deportivos.
Hemos esbozado apenas la enorme diversidad de agrupaciones de toda índole, que
existen en las sociedades modernas La trama o tejido constituido por las mismas reviste
una enorme importancia para el buen funcionamiento del cuerpo social. De ahí la
necesidad imperiosa de proteger y favorecer su existencia, multiplicación y vitalidad.
Función
Resulta fácil descubrir en cada caso particular cuál es la función que cada uno de los
grupos asume dentro del conjunto. Lo que no suele considerarse, en cambio, es el
carácter “educativo” que revisten, carácter que traduce la importancia de su papel.
En efecto, el ser humano desarrolla. su capacidad de iniciativa y su sentido de
responsabilidad, a través de los distintos cargos a que tiene acceso en cada grupo. Los
diversos medios sociales desarrollan hábitos mentales y morales, tradiciones, usos, etc.,
que completan ‘la personalidad de cada miembro. La gradación y variedad de los
grupos, permite a todos los ciudadanos el aprendizaje de sus capacidades y vocación
propias, así como el ir adquiriendo diversas competencias. Su capacitación habrá de ser
la mejor medida de su buen desempeño en responsabilidades sociales más importantes.
Por último, la existencia de los cuerpos intermedios constituye un eficaz medio de
protección de los intereses de sus miembros frente a los posibles abusos de sociedades
más poderosas o del mismo Estado nacional, riesgo muy frecuente hoy
Autonomía
El arraigo social que tales agrupamientos humanos brindan requiere ser protegido de
todo abuso de los entes poderosos, para no comprometer su funcionamiento normal
Por eso resulta importantísimo reconocerles una autonomía real especialmente frente al
poder público, en defensa dé sus intereses legítimos. Para ello es necesario que las
sociedades más fuertes dejen a los grupos más reducidos un amplio margen de iniciativa
y de acción. Tal es la condición fundamental para que una sociedad política evolucione
vigorosamente en la realización cotidiana del bien común nacional (cf. Nota “El
principio de subsidiaridad”).
La contribución de los grupos intermedios al bien común es inestimable, pues es a
través de ellos que se canalizan las grandes decisiones políticas de un país. Al mismo
tiempo, los responsables sociales de los diferentes grupos brindan a la nación las élites
dirigentes que, con competencia y una experiencia decantada, aseguran su destino.
44. EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
El tema de los “grupos intermedios” requiere, como complemento, un análisis de las
relaciones entre sí y, en particular, sus relaciones con el Estado o autoridad política.
Tal es, en efecto, uno de los problemas más candentes en la actualidad, en razón de la
incesante extensión de las funciones del Estado moderno. Resulta imprescindible, en
consecuencia, determinar cuál ha de ser el principio rector en materia tan delicada para
el establecimiento de un sano orden social. Dicho principio no es otro que el
denominado principio de subsidiaridad en la doctrina social cristiana.
Enunciado
La palabra subsidiaridad proviene del latín subsidium que significa “ayuda, apoyo,
suplencia”. Derivadas del mismo son las expresiones actuales de subsidio, suplente,
acción supletoria, acción subsidiaria mediante las cuales se significa la acción que
realiza alguien en ayuda, auxilio, de otro para suplir o completar aquello que éste no
puede hacer por sí solo.
Así decimos que la escuela “suple” la función educativa de los padres en la familia,
pues completa y perfecciona la misma en aquello que los padres, por lo general, no
pueden brindar a sus hijos en materia de instrucción. Del mismo modo hablamos de la
acción supletoria que una provincia ejerce en apoyo a ciertas iniciativas de orden
municipal, cuando la comuna no puede asumirlas plenamente con sus solos recursos.
También hablamos de una pequeña empresa que es “subsidiaria” de otra mayor, pues
esta última utiliza la contribución de la primera para la elaboración de un artículo
complejo, que escapa a las posibilidades de aquélla. Por último suele hablarse de que el
Estado subsidia tal o cual actividad, otorgando fondos especiales para la ejecución de
determinadas tareas (asistenciales, etc.), o para complementar la rentabilidad de ciertos
bienes (por ej., los “precios de sostén” para productos agrícolas).
El principio de subsidiaridad implica los ejemplos mencionados y muchos otros más,
sintetizándolos en una fórmula de alcance universal, como podría ser la siguiente: Toda
actividad social es, por esencia, subsidiaria, debiendo servir de apoyo a los miembros de
la sociedad, sin jamás absorberlos ni destruirlos. Este principio es aplicable a todas las
actividades o funciones, desde las más materiales hasta las más espirituales.
En tal sentido encontramos una formulación más completa en dos documentos
recientes: “Es verdad y lo prueba la historia palmariamente, que la mudanza de las
condiciones sociales hace que muchas cosas que antes hacían aun las asociaciones
pequeñas, hoy no las puedan ejercer sino las grandes colectividades. Y sin embargo,
queda en la filosofía social, fijo y permanente, aquel principio que no puede ser
suprimido ni alterado: Así como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia
iniciativa y propia industria pueden realizar, para encomendarlo a una comunidad, así
también es injusto y, al mismo tiempo, de grave perjuicio y perturbación del recto orden
social, abocar a una sociedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y procurar
asociaciones menores e inferiores. Toda intervención social debe, en consecuencia,
prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nunca absorberlos ni destruirlos”
(Quadragesimo Anno; idem Mater et Magistra)
Tres ideas
Tal como ha sido formulado el principio de subsidiaridad, podemos discernir tres ideas
básicas que se complementan mutuamente y se equilibran:
1) Debe acordarse a los individuos y a los grupos más reducidos todas las funciones y
atribuciones que puedan ejercer por su propia iniciativa y competencia;
2) Los grupos de orden superior tienen por razón de ser y como única finalidad la de
ayudar a los individuos y grupos inferiores supliéndolos en aquello que no puedan
realizar por sí mismos. No deben reemplazarlos, ni absorberlos, ni destruirlos;
3) Un grupo de orden superior puede, y aun debe, reemplazar a uno inferior cuando
manifiestamente este último no esté en condiciones de cumplir con su función
específica. Dicha intervención deberá al mismo tiempo crear las condiciones que
permitan al grupo inferior asumir sus funciones propias.
Las dos primeras ideas mantienen la verdad parcial de la doctrina liberal, en cuanto
asegura a todo miembro del cuerpo social el debido margen de iniciativa y libertad. Pero
asimismo, respeta una sana intervención del Estado o de los organismos más poderosos
en la medida en que el bien de la sociedad así lo exija. Quedan, pues, salvados aspectos
a los cuales son particularmente sensibles el liberalismo y el socialismo
respectivamente, pero armonizados en una síntesis superior que permite evitar los
graves errores que vician a ambas doctrinas.
Fundamento
Podrá preguntarse ¿Por qué considerar al principio de subsidiariedad como un principio
esencial de todo recto ordenamiento social? ¿Es acaso tan importante?
Para hallar la respuesta adecuada debemos reflexionar sobre el fundamento de este
principio que no es otro que la misma naturaleza del hombre. De ahí su carácter
esencial. En efecto, se ha dicho anteriormente que la persona humana es un ser racional,
libre y responsable (cf. Nota “La persona humana”). En la idea de subsidiaridad
quedan directamente implicados los dos últimos caracteres: libertad y responsabilidad.
Cuando una sociedad niega en los hechos la vigencia de este principio dando pie a un
intervencionismo abusivo por parte del propio Estado y/o de los sectores más
poderosos, los grupos más pequeños y las personas que lo constituyen se ven
menoscabados en su capacidad de iniciativa, en su competencia y en su responsabilidad
personal. La negación de la subsidiaridad anula prácticamente la condición de ser
responsable que posee todo hombre, por cuanto al cercenar su iniciativa, su inventiva,
etc., lo trata como si fuera un elemento pasivo que no tiene otra capacidad que la de
recibir órdenes o las dádivas (y no derechos) que el grupo superior le otorgue.
En síntesis, la violación del principio de subsidiaridad acarrea inevitablemente la
negación de la persona, pues al no reconocérsele el adecuado margen de iniciativa y
competencia propias, se la convierte en un ser irresponsable, coartado en su libertad. Es
por lo tanto, la esencia misma del ser humano la que está directamente en juego a través
del concepto de subsidiaridad. De ahí la insistente recomendación pontificia de
consolidar los grupos intermedios dentro del cuerpo social: “(es necesaria) una
reestructuración de la convivencia social mediante la reconstrucción de grupos
intermedios autónomos, de finalidad económica y profesional, no impuestos por el
Estado sino creados espontáneamente por sus miembros” (Mater et Magistra). El
mismo criterio rige para todos los órdenes de la vida social.
Grupos intermedios y Estado
La idea de acción subsidiaria rige no solo para el Estado sino para todos los grupos
intermedios más poderosos, en sus relaciones con los sectores inferiores. Pero
evidentemente, es el Estado quien debe velar específicamente para que la subsidiaridad
tenga vigencia en todos los niveles, en su carácter de procurador del bien común
nacional.
Para ello es menester que el orden jurídico público acuerde a los grupos sociales
(municipios, empresas, etc.) una real autonomía y poder de decisión en los asuntos que
les competen. Esto resulta muy urgente, dada la tendencia centralizadora de muchos
Estados “democráticos”, Se impone una efectiva descentralización de funciones y
poderes en beneficio del municipio, a provincia y la región. Lo cual supone una reforma
del Estado y sus estructuras. Análogamente, en el orden económico urge fortalecer la
iniciativa privada (capital y trabajo) en las empresas, pero propiciando la formación de
asociaciones profesionales vigorosas, Y todo ello según lo dicho por G. Thibon: “El
primer efecto de una institución sana es colocar el egoísmo individual al servicio
del bien común y hacer coincidir, en todo lo posible, el interés privado con el deber
social” (Diagnostics).
45. LA FUNCION DEL ESTADO
El vaivén de las ideologías modernas ha terminado por dislocar en muchos casos el
sentido y la finalidad propia de múltiples instituciones del orden social. Así vemos que
la universidad, el sindicato, la empresa, el municipio y la misma familia, padecen hoy
una crisis profunda que afecta su normal funcionamiento y el cumplimiento cabal de sus
objetivos fundamentales. Lo mismo acontece en el plano político con el concepto del
Estado. En momentos en que éste se ve llamado a desempeñar nuevas e importantes
funciones dentro del cuerpo social, la crisis intelectual y moral de nuestro tiempo ha
contribuido a desvirtuar el sentido de su responsabilidad esencial, cual es la de procurar
el bien común. De ahí la urgente necesidad de recuperar una adecuada imagen de la
autoridad política y de su función básica. De lo contrario, el desconocimiento de esta
última continuará socavando la vida social en todas sus dimensiones.
La gran alternativa
Resulta imperioso redescubrir una distinción profunda entre dos actividades o roles que
la mayoría de la gente, y aun los “expertos” en temas políticos, identifican falsamente:
gobierno y administración. No solamente en los quehaceres se distinguen entre sí sino
que, en cierta medida, se contraponen engendrando hábitos mentales diferentes. Su
confusión ha tenido y tiene gravísimas consecuencias, por cuanto distorsiona el orden
social, tanto en lo económico, como en lo político y lo cultural.
Hemos mencionado que el Estado o autoridad política, en su carácter de gestor o
procurador del bien común debe gobernar, esto es, ejercer una actividad de supervisión
y ordenamiento, de coordinación y arbitraje de la labor de cada grupo intermedio y de
cada sector de la población, en lo que hace a sus respectivos ámbitos de acción y
competencia. Tal es la función propia y específica del Estado.
A los particulares, por el contrario, les compete propiamente el administrar, esto es,
asumir la ejecución y dirección concretas de las diferentes tareas a su cargo, no ya en
sus líneas generales, sino en cada una de las etapas de su concreción. El Estado puede,
por ejemplo, inducir a los empresarios y organismos de crédito de una región
determinada a crear un ente de expansión regional, fomentando la acción de éste
mediante medidas financieras, estímulos de diferente tipo, etc. Pero resultaría
disparatado que el Estado pretendiera asumir por sí y directamente la administración de
dicho organismo, para decidir a qué empresas habrá de ayudar o no, desentendiéndose
de toda responsabilidad pecuniaria sobre las consecuencias de sus intervenciones. Lo
que no logren las empresas por sí mismas, menos lo conseguirá el Estadoadministrador.
Gobernar y administrar implican dos actitudes mentales y morales diferentes. En efecto,
mientras el espíritu administrador trata de aplicar las reglas más simples y más
generales en la organización de las distintas tareas, el espíritu de gobierno se propone
favorecer al máximo la diversidad de iniciativas, públicas o privadas, que puedan
concurrir al bien común.
El administrador unifica, centraliza y simplifica al máximo. El gobernante diversifica,
descentraliza y respeta todas las diferencias legítimas que la diversidad de situaciones
complejas impone al buen sentido. Ambas actividades son legítimas y necesarias en sus
respectivas esferas. Lo grave se da cuando el gobernante descuida sus tareas para
transformarse progresivamente en administrador. En tal caso, el espíritu de
administración se desvirtúa y, cual nuevo rey Midas, esteriliza y ahoga cuanto toca.
Razones del fracaso
El respeto del principio de subsidiaridad exige que el Estado se concentre en su labor
gubernativa, vinculado al orden público, dejando en manos de los particulares y grupos
privados todo aquello que éstos puedan ejecutar por sí mismos en beneficio del cuerpo
social.
La historia pasada y reciente de la humanidad ofrece las más variadas ilustraciones de
las consecuencias nefastas que se siguen inevitablemente cuando la autoridad política
desenfoca su propia misión, descuidando gobernar, para dedicarse a administrar. La
destrucción del imperio romano, el desmembramiento del imperio carolingio, la caída
de la Rusia zarista, el fracaso de la Inglaterra laborista, son otros tantos casos en los
cuales se verifica el descuido del espíritu de subsidiaridad y la proliferación de
actividades administrativas en manos del Estado. La misma confusión habrá de
provocar la permanente deficiencia económica de los países sometidos al comunismo.
Con cuánta clarividencia pronosticó Pío XI en Divini Redemptoris el fracaso
económico del totalitarismo comunista, en 1937!
Cada vez que el Estado se propone actuar en tal o cual sector, se encuentra inmovilizado
para toda ejecución eficiente, por la enorme burocracia que él mismo crea para alcanzar
sus objetivos. Los propios funcionarios y organismos, gracias a la proliferación de
nuevas tareas inútiles, tienden naturalmente a favorecer la creación de nuevos entes
públicos que requerirán más funcionarios, con la secreta esperanza que los “nuevos”
solucionarán los problemas o, al menos, aliviarán la ejecución de las tareas. La célebre e
irónica ley de Parkinson: 1 + 1 = 3, tiene su principal aplicación, en las administraciones
estatales.
El Estado-administrador y sus agentes son irresponsables respecto de los resultados
concretos de su acción o inacción. Si un agricultor calcula mal la época de siembra o se
atrasa en la cosecha, pierde el trabajo del año. Lo mismo pasa al industrial y al
comerciante cuando yerran sobre el giro de su negocio o las posibilidades del mercado o
la estimación de los costos de producción. Esta implacable confrontación con la realidad
desarrolla en ellos un gran espíritu de previsión y responsabilidad, pues en cada
decisión exponen sus bienes, su prestigio y su formación.
La administración estatal, por el contrario, es una actividad sin riesgos reales y, en
consecuencia, irresponsable e imprevisora. ¿Cuándo se ve acaso que un funcionario o
ministro pague los “platos rotos” de sus malas decisiones? En los pocos casos en que
ello se da, la sanción más severa consiste en la exclusión de los cuadros de la
administración pública., sin que el mal haya sido reparado, a menos que se dé una clara
extralimitación de funciones o algo similar. De ahí que los cálculos administrativos
carezcan muchas veces de base y de elemental sensatez. Total el Estado aumentará los
gravámenes sociales, o el ministro renunciará hasta la próxima elección, mientras son
los productores reales quienes soportarán las consecuencias.
Lo dicho no implica reconocer, como el mismo principio de subsidiaridad lo exige en
ciertos casos, que el Estado administre eficientemente ciertos servicios imprescindibles.
También podrán aducirse pasos en que la buena administración estatal ha producido
frutos óptimos. Pero ello no invalida el principio general, que exige del Estado el
máximo de servicio con el mínimo de gastos.
El Estado moderno
Toda solución política del Estado moderno requiere una reforma intelectual y moral
previa, mediante la cual se le devuelva su auténtica misión, despojándolo de toda tarea
innecesaria. No se trata tampoco de “privatizarlo” todo, como la ingenuidad liberal lo
reclama. El Estado debe poner el acento en su función de estímulo, protección,
contralor, orientación y coordinación de las iniciativas privadas en todos los planos,
pues esa es su misión específica. La autoridad política ha de constituirse en el árbitro
supremo que contenga los egoísmos sectoriales, respetando al mismo tiempo los
derechos y autonomías legítimas de cada grupo o sector.
Tal es el principio de salud para el Estado. No se gobierna un país, con instituciones
hechas para administrarlo (Chambord). El vigor de un cuerpo social, realmente
vertebrado en el respeto de las libertades y competencias básicas, es la condición
indispensable para que el poder público pueda realizar con éxito su tarea gubernativa.
En síntesis, el Estado no ha de dejar hacer (liberalismo) ni hacer por sí mismo
(colectivismo), sino ayudar a hacer.
46. LA SOBERANIA POLITICA
Pocos conceptos del vocabulario político de nuestro tiempo resultan tan confusos como
el término soberanía. La variedad de sus contenidos o significaciones es tal que autores
tan dispares como Maritain y Kelsen consideran muy deseable la exclusión de la palabra
“soberanía” del vocabulario de la ciencia política; de lo contrario, aumentaría la gran
confusión existente.
Por ello es menester aclarar cuál es el sentido correcto de soberanía, distinguiéndolo de
las doctrinas erróneas, para finalmente establecer quién es -dentro de la sociedad
política— el sujeto propio de la soberanía política.
Origen del término
Soberanía deriva del bajo latín superaneus, “el que está sobre los demás”, “el
superior”; del mismo origen es la palabra soberano, por la cual en castellano se designa
al rey, emperador o jefe político del Estado. De indicar una relación de posición o lugar
(superior-inferior) pasó por metonimia a designar la dignidad, el honor, la autoridad.
Como concepto de la teoría política, lo encontramos en Jean Bodin, el cual formula una
doctrina de la soberanía (De la république). Para justificar el carácter absolutista del
poder monárquico de su tiempo, Bodin recurre al concepto de soberanía, asignándolo en
primer lugar a Cristo como “Señor Absoluto”; de ahí lo deriva al monarca, como
representante de Cristo mismo. El autor añade que la soberanía implica tres notas: es
absoluta, es inalienable y es indivisible.
Posteriormente, el alemán Althusius y más tarde Rousseau sustituyeron la “soberanía
del príncipe” por la “soberanía del pueblo”, fórmula que subsiste hasta nuestros días,
con el mismo contenido básico que Rousseau le asignara.
Doctrina liberal
Sobre la base de tales fuentes históricas quedó asentada la doctrina liberal sobre la
“soberanía popular”. Rousseau vincula este concepto con otro de su creación “la
voluntad general”, o sea la voluntad del pueblo, de la mayoría. Según éste el pueblo
pasa a ser la fuente y raíz de todo poder político, de toda autoridad una vez establecido
el “pacto social”, irrevocable, mediante el cual se constituye la sociedad política. Las
cláusulas del pacto implican esencialmente “la enajenación total de cada asociado, con
todos sus derechos, a toda la comunidad.; porque, en primer lugar, dándose cada uno
por entero, la condición es la misma para todos; y siendo igual para todos, nadie tiene
interés en hacerla onerosa a los demás” (El Contrato Social). Sobre la base del
igualitarismo así instaurado el pueblo se erige, a través del mito de la voluntad general,
en el legislador supremo. El gobierno no es sino el delegado o mandatario destinado a
aplicar las decisiones de aquél. En tal carácter, el pueblo es fuente de todo derecho y de
toda norma moral; en consecuencia, puede revocar en cualquier momento la delegación
otorgada al gobernante de turno.
La concepción liberal de la soberanía es utópica, contradictoria y nefasta. Es utópica por
cuanto se basa en una quimera de pacto originario, históricamente inexistente. Es
contradictoria ya que supone que los individuos se asocian libremente, pero a partir de
ese instante no pueden revocar lo aprobado. Es aberrante en sus consecuencias: 1)
porque disuelve el fundamento de la autoridad; 2) porque desemboca en el despotismo
ilimitado del Estado y de la mayoría; 3) porque elimina toda referencia a Dios y al
orden natural como origen de la autoridad; 4) porque coloca a la multitud amorfa como
base de todo derecho y de la moral; 5) porque favorece la demagogia de quienes aspiran
a perpetuarse en el poder.
La doctrina del derecho natural nos brinda una orientación muy diferente respecto de la
soberanía política, en plena conformidad tanto con los grandes principios del orden
social, cuanto con la experiencia histórica de las naciones.
Ante todo debe precisarse el concepto mismo de soberanía. Es ésta un atributo de la
autoridad, o sea es la facultad por la cual la autoridad política impone mediante la ley
determinadas obligaciones a los súbditos. Tal facultad le es inherente en tanto supone
por definición una relación de superior a inferior, alguien que manda y alguien que
obedece, uno que decide y otro que acata. Resulta claro que el soberano es quien hace
la ley pero ésta facultad implica necesariamente no solo el poder de legislar, sino
también el de ejecutar o aplicar la ley y el de administrar la justicia según la misma
ley de acuerdo a la clásica división de funciones ya enunciada por Aristóteles en su
Política.
En su sentido propio, soberanía se dice de quien ejerce el poder en la sociedad así se
llamó soberano el rey en las monarquías. Pero, por extensión, y lato sensu, puede
calificarse de soberana a toda la sociedad política en su conjunto, la cual incluye a la
vez al gobierno y al cuerpo social. Así se habla de “soberanía nacional”, etc. Quede
claro, sin embargo, que el poder soberano se ejerce sobre los miembros de un mismo
Estado; se ejerce ad intra, o sea, sobre las partes que le están sometidas. Pero no se
aplica correctamente a las relaciones entre Estados, pues no puede hablarse
correctamente de la soberanía de Bolivia respecto de la Argentina. En este caso, debe
hablarse de independencia o autonomía de un Estado respecto de otro; la
independencia se ejerce ad extra, hacia el exterior.
Por lo expuesto se ve que soberanía no implica de ningún modo la idea de una libertad
o autonomía absoluta, cual la postula el liberalismo, como capacidad de
autodeterminación de la multitud por sí misma. Tal concepto no rige siquiera para quien
ejerce la autoridad pública, pues la facultad de dictar leyes está regulada por las
exigencias del bien común nacional y por la misma ley natural. Soberanía, por tanto,
no es sinónimo ni de potestad absoluta e indiscriminada, ni de arbitrariedad. Por ello la
idea de una soberanía popular es un absurdo total, pues la multitud como tal no puede
gobernarse a sí misma. Para lograrlo, tendría que mandarse y obedecerse a sí misma, lo
cual es incongruente. La hipótesis del pueblo legislador nunca se verificó
históricamente, ni podrá darse jamás, como lo resume claramente Zigliara: “Solo puede
poseer la soberanía quien es capaz de ejercerla, pues el poder está esencialmente
ordenado al gobierno de la sociedad. La multitud es inepta para gobernarse. Por lo
tanto, la multitud no puede poseer la soberanía” (Summa Philos., De auctoritate
sociale, XII)
Sujeto de la soberanía
Igual doctrina sustenta León XIII sobre el origen del poder político: “Muchos de
nuestros contemporáneos marchamos sobre la huella de aquellos que en el siglo pasado
se atribuían el nombre de filósofos, dicen que todo poder viene del pueblo, de suerte que
aquellos que lo ejercen en el Estado no lo hacen como algo que les pertenece, sino
corno delegados del pueblo que puede quitárselo. Los católicos tienen una doctrina
diferente, hacen descender de Dios el derecho de mandar, como de su fuente
natural y necesaria. Importa sin embargo, destacar aquí que aquellos que deben estar a
la cabeza de los asuntos públicos pueden, en ciertos casos ser elegidos por la
voluntad de la multitud, sin que contradiga ni repugne a la doctrina católica. Esta
elección designa al príncipe, pero no le confiere los derechos del principado. La
autoridad no es dada, sino que se determina solamente quién debe ejercerla”
(Diuturnum illud).
En síntesis: La autoridad es necesaria en toda sociedad política, por una exigencia del
orden natural emanado de Dios, fuente de toda razón y justicia. La soberanía es el
atributo esencial de la autoridad, la cual gobierna al pueblo no como delegado o
mandatario de éste, sino como procuradora del bien común temporal y en el respeto de
la ley natural, base de todo el derecho positivo.
47. PARTICIPACION POLITICA Y FORMAS DE GOBIERNO
El tema de la participación reviste candente actualidad. No hay plano alguno de la
vida social contemporánea, respecto del cual no se plantee este tema. A medida que la
crisis de las ideologías y de las instituciones políticas se agrava progresivamente en la
casi totalidad de las naciones modernas, el concepto de participación adquiere mayor
vigencia
No obstante, el empleo del término se ve frecuentemente desvirtuado por el abuso que
del mismo se hace. La importancia de los principios en juego a través del concepto de
participación imponen, pues, su esclarecimiento, y la determinación de sus aplicaciones
a los distintos regímenes políticos.
Noción de participación
El sentido corriente del término implica “tomar parte en algo”, o bien “tener parte en
algo”. No deja de ser importante el matiz activo o pasivo de ambos significados. En
efecto, la idea de “tomar parte” supone una actitud activa de la persona; por el contrario,
“tener parte en” supone una cierta pasividad. Alguien puede tener parte, simplemente
recibiendo lo que le corresponda, en una distribución de bienes, de cosas, etc.
La noción de participación constituye un concepto clave de la doctrina del orden
natural, siempre que se la conciba rectamente. Más aún, puede hablarse hasta de un
derecho natural de la persona humana a la participación en la vida social. Pero ello es
adecuado siempre que se incluya en la idea, las notas de competencia y de
responsabilidad, pues ambas definen los criterios básicos que han de presidir los
diferentes grados y modalidades de participación de cada persona en las distintas
actividades sociales.
Manifiestamente, cada uno de los niveles señalados supone la posesión de las calidades,
competencias y virtudes necesarias en cada caso. De lo contrario, la imprudencia, la
ineficiencia, etc., se difundirán a todos los niveles.
El gobierno
Los criterios señalados han de servir para establecer cuál ha de ser el tipo concreto de
participación que se adopte en cada sociedad política para asegurar el logro del bien
común nacional. Ya Juan XXIII resume claramente la doctrina constante: “En lo que
respecta a la comunidad política, resulta importante que, en todas las categorías
sociales, los ciudadanos se sientan cada día más obligados a velar por el bien común”
(Mater et Magistra, n. 96).
En efecto, no ha de convertirse a la participación en una mera receta de aplicación
universal. Para participar activamente en algo es menester tener la competencia para la
función a cumplir y ser responsable de las opiniones y/o decisiones que se adopten. Un
partipacionismo indiscriminado, resulta nefasto. En tal sentido, baste recordar las
consecuencias negativas de la exaltación liberal de la soberanía popular y del sufragio
universal...
Nivel de participación
Existen diferentes niveles y formas concretas de participación en la vida social.
Reducidos a los esenciales tenemos tres grados distintos:
1) Información: se participa en algo desde el momento en que se está al tanto de los
problemas, de las opiniones, de las alternativas de elección, etc. En lo que respecta a la
participación social y política, este nivel es de acceso general. Todo el cuerpo social está
llamado a interiorizarse de los problemas que hacen a la comunidad.
2) Consulta: se participa activamente cuando una persona es invitada a expresar su
opinión y asesoramiento sobre temas de su competencia. Por lo tanto, la capacidad de
cada uno determinará en la práctica el grado de participación que deba serle reconocido.
3) Decisión: la participación en las decisiones a adoptarse implica el mayor grado de
actividad posible. La experiencia muestra que, así como no todo aquel que deba ser
informado de algo tiene derecho a emitir su opinión, así también no todo consultor o
consejero reúne las condiciones para decidir.
No es necesario señalar aquí que a lo largo de la historia de los pueblos, diversas formas
de gobierno han ido surgiendo y se han ido reemplazando unas a otras. Pero conviene
retomar brevemente la clásica división dada por Aristóteles en su Política, de las formas
legítimas e ilegítimas de gobierno. El criterio de división es simple: o un gobierno es
apto para el logro del bien común, o es inapto. En el primer caso, encontramos tres
formas típicas: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Estas tienen a su vez tres
formas ilegítimas o corruptas, que son respectivamente: la tiranía, la oligarquía y la
demagogia.
La diferencia reside en que la monarquía es gobierno de uno solo, el monarca, y su
característica principal es la unidad en el mando. La aristocracia implica el gobierno de
unos pocos se seleccionados por sus virtudes personales. La democracia (rectamente
entendida) se caracteriza por el gobierno de un gran número y asegura principalmente la
libertad A su vez, las formas corruptas sustituyen los valores característicos
mencionados del siguiente modo: la tiranía ejerce el poder en exclusivo provecho del
tirano, dando pie a toda arbitrariedad. La oligarquía sustituye la virtud por la riqueza
y la demagogia alienta las pasiones de la multitud en nombre de un igualitarismo,
contrario a la razón y a la experiencia.
Resulta claro que las formas de participación del cuerpo social en los asuntos públicos
varían muy considerablemente según se aplique uno u otro de los regímenes
mencionados. En el caso de la monarquía, las decisiones dependen en última instancia
de una sola persona; en la aristocracia, de un pequeño número y en la democracia, de un
amplio número. En ninguno de los casos gobierna todo el pueblo según el falso
planteo del liberalismo político (cf. Nota “La democracia”).
Ello no significa que los diferentes grupos sociales no tengan participación alguna en la
monarquía y la aristocracia. La historia muestra numerosos ejemplos en los cuales se ha
mantenido una gran unidad en las magistraturas supremas, pero acompañada de una
intensa participación de los diferentes sectores sociales, en la elaboración de informes,
medidas, peticiones, etc. Durante varios siglos, los gremios, corporaciones artesanales y
comunas han ejercido sus derechos en forma muy activa, bajo las monarquías
tradicionales. Recién estas consultas desaparecieron a medida que se difundió el
absolutismo político de Maquiavelo, Marsiglio de Padua, Althusius, Bodin y otros.
Distinciones
Cabe preguntar si las distintas formas de gobierno son igualmente válidas o no. La
doctrina tradicional siempre estableció distinciones al respecto, pero admite su validez
siempre que el bien común sea procurado. “Nada impide que la Iglesia apruebe el
gobierno de uno o de varios, con tal que sea justo y aplicado al bien común. Por lo cual
salva la justicia, no está vedado a los pueblos darse aquella forma política que mejor se
adapte a su genio, tradiciones y costumbres”. (Diuturnum illud).
Ello significa que toda forma legítima puede ser aplicada con esa doble condición: de
procurar el bien común y de respetar la idiosincrasia de cada pueblo. Esta exigencia se
impone por cuanto no todo régimen cuadra a la índole y tradiciones de la sociedad o, de
lo contrario, provocará tales resistencias que hará imposible la paz
Por ello Santo Tomás en su De Regno, propugna como el mejor régimen para la
mayoría de los pueblos una forma mixta que incluya unidad de la monarquía, la
competencia de la aristocracia y la participación popular amplia de la democracia.
48. LA DEMOCRACIA
Uno de los temas más candentes, tanto de la ciencia como de la práctica contemporánea,
es el relativo al régimen o sistema democrático. La vehemencia de las discusiones
deriva de la constatación del fracaso universal de las democracias modernas, en las
cuales los respectivos pueblos habían cifrado sus más vehementes anhelos de
prosperidad y de paz. Resulta paradójico, en efecto, observar el vigor con el cual las
naciones modernas han adoptado por doquier el sistema democrático como el mejor (y
hasta el único) medio de gobierno político, cuando por otra parte, esos mismos pueblos
padecen frecuentes crisis en el plano institucional y hasta erigen en jefes con grandes
atributos, a líderes de fuerte personalidad.
La situación de crisis de las democracias requiere una revisión de los principios mismos
del sistema, para descubrir si las fallas observadas son inherentes al mismo o si, por el
contrario, son debidas a una aplicación deficiente del régimen.
El equivoco democrático
En primer lugar ha de esclarecerse cuál es el plano en que se sitúa el problema de la
“democracia”. Un error muy difundido hoy asimila indebidamente la democracia como
forma de gobierno y como forma de vida; así se oye hablar de un “estilo de vida”, de
“valores” y de “espíritu democrático”. Tales expresiones son muy equívocas y generan
innumerables errores.
La democracia es una forma de gobierno, esto es, un sistema o régimen del poder en la
sociedad política. Es una de tantas, con sus ventajas y sus limitaciones, sus modalidades
y adaptaciones más o menos adecuadas a las necesidades y tradiciones de los pueblos.
Por ello, concebirla como una forma o estilo de vida implica una deformación grave de
su naturaleza y alcances reales.
Lamentablemente se usa y abusa del término democracia, hasta significados más
contradictorios. Así los comunistas calificarán de “democracias populares” a las tiranías
Soviéticas, mientras regímenes plutocráticos occidentales se presentarán como
abanderados de la democracia. Otros hablan de la democratización de la enseñanza, de
la cultura, de la Iglesia, o de la empresa, etc., aumentando la confusión existente. Para
no incurrir en errores análogos debemos distinguir: 1) la democracia política o
república en el sentido formulado por Aristóteles, S. Tomás y la doctrina social católica;
2) el democratismo o mito pseudorreligioso de la democracia, formulado
principalmente por Rousseau y el liberalismo político; 3) la democracia como caridad
social hacia los sectores más necesitados (así habla León XIII de “democracia cristiana”
en Quod Apostolici Muneris). Nuestra atención se concentrará en la distinción entre el
sentido legítimo y el ilegítimo de “democracia”.
Democratismo liberal
La concepción más corriente de “democracia” hoy por hoy es heredera directa del
democratismo liberal, expresado por J. J. Rousseau en su “Contrato Social”. Veamos
sus tesis principales.
La democracia no es una forma de gobierno entre otras, sino “la” forma mejor y única
legítima, absolutamente hablando. El mito democrático erige a la multitud en suprema
fuente de toda autoridad y de toda ley, lo cual desemboca en un panteísmo político (ya
no es Dios la fuente de toda autoridad, sino el pueblo divinizado). Las doctrinas
liberales de la soberanía popular, la voluntad general, el sufragio universal, la
necesidad de los partidos políticos, el slogan “libertad - igualdad - fraternidad”, son
expresiones de la democracia-mito. La misma definición de Lincoln “gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo” está viciada de liberalismo, pues la clave está en
la expresión “por el pueblo”; para el liberalismo es todo el pueblo quien gobierna como
único soberano y la autoridad no es sino la mandataria o delegada por la multitud. Esta
puede revocar su mandato en cualquier momento e investir a otra persona con el poder.
Por otra parte, la multitud tiene un derecho de control sobre todos los actos de gobierno.
Tal concepción de la democracia coincide con la “democracia pura” que Aristóteles y
S. Tomás han denunciado como forma corrompida: “Si el gobierno inicuo es ejercido
por muchos se le llama democracia, es decir, dominación del pueblo, cuando,
valida de su cantidad, la plebe oprime a los ricos. Todo el pueblo llega a ser,
entonces, como un único tirano” (De Regno, 1., c1). Esto es debido a que en la
democracia pura, gobierna todo el pueblo, en cuyo caso los más pobres se imponen por
la sola razón de su número a todos los demás grupos sociales. En su forma pura, la
democracia está centrada en los valores de libertad e igualdad como fines supremos;
esto conduce a un igualitarismo puramente cuantitativo, pues todos han de ser
igualmente libres en todo sentido. Con lo cual se establece una nivelación por lo más
bajo, según una igualdad aritmética que tiende, por su propia dinámica, a un
igualitarismo de los bienes económicos, por ser los inferiores.
Por lo expuesto, no ha de extrañar que la democracia “pura” tienda por un lado a la
demagogia y por otro, al socialismo y al comunismo. A la primera, por cuanto la
multitud-gobernante rechaza toda obediencia y toda exigencia, desembocando en una
anarquía en la cual solo triunfan los demagogos o aduladores. Al socialismo comunista,
por cuanto el igualitarismo por lo bajo, enemigo de toda diferenciación, configurará
“una colectividad sin más jerarquía que la del sistema económico” (Divini
Redemptoris); en la cual la libertad puramente formal del ciudadano-masa será
sacrificada en aras de la igualdad absoluta.
Democracia y orden natural
Si la “democracia pura” es una forma corrompida de gobierno y si la mentalidad
moderna está viciada por el mito democratista liberal que es expresión de aquélla, ¿cabe
concebir una democracia sana?
La doctrina del orden natural responde afirmativamente, a condición de evitar los
errores antes denunciados. La democracia no ha de ser definida como gobierno de todo
el pueblo -cosa utópica- sino como régimen en el cual el pueblo organizado tiene una
participación moderada e indirecta en la gestión de los asuntos públicos.
Para su instauración han de respetarse los siguientes requisitos:
1) Como toda forma de gobierno, la democracia moderada tiene por fin supremo el bien
común nacional y no la libertad ni la igualdad;
2) No es ni la mejor ni la única forma legítima de gobierno, pero puede ser la más
aconsejable en ciertos países, según las circunstancias;
3) Para existir debe contar con un pueblo orgánico y no una masa atomizada e
indiferenciada; ello supone el respeto y estímulo a los grupos intermedios según los
principios de subsidiaridad y solidaridad;
4) De ningún modo es el pueblo el soberano, sino quien ejerce la autoridad, derivada de
Dios como de su fuente suprema. La autoridad ha de ser fuerte, al servicio del cuerpo
social y respetuosa del orden natural; y no un mero mandatario o delegado de la
multitud.
5) La democracia ha de basarse en el respecto de la ley moral y religiosa, que han de
reflejarse en la legislación positiva. El orden natural es la fuente de toda ley humana
justa.
6) La participación popular ha de ser moderada e indirecta para que haya
democracia orgánica. Moderada por cuanto no puede basarse en el sufragio universal
igualitario del liberalismo (que es injusto, incompetente y corruptor), sino en una
elección según niveles de competencia reales en el elector y el elegido. Indirecta, por
cuanto el pueblo puede determinar quienes han de ejercer el poder, pero no gobernar por
sí mismos;
7) Ha de evitarse el absolutismo de Estado actual, que erige a este en fin, mediante la
representación orgánica de los grupos intermedios políticos, económicos y culturales,
8) Ha de contar con una verdadera élite gobernante que se destaque por sus virtudes
intelectuales y morales.
Tales con las exigencias básicas de una democracia sana para el mundo de hoy.
49. RESISTENCIA A LA AUTORIDAD
Uno de los problemas más delicados que se plantean a la conciencia moral del
ciudadano, es el relativo a la resistencia al poder del Estado. La cuestión adquiere en
nuestro tiempo particular actualidad por cuanto la crisis de legitimidad de los gobiernos
democráticos se ha agravado rápidamente en muchos países. Por otra parte surgen
grupos civiles y aun religiosos, los cuales so pretexto de padecer una situación de
“violencia institucional” no vacilan en hacer la apología de la violencia, aun en nombre
del mismo cristianismo, como única salida viable a las injusticias que se padecen.
Nociones previas
La resistencia al poder supone la distinción entre lo justo y lo injusto, según el orden
natural y según la ley positiva. Aquí reaparece el viejo tema planteado por Sófocles en
su Antígona y por Platón en su diálogo Critón: hay leyes injustas. El problema
consiste entonces en determinar en qué medida un ciudadano debe acatar una ley injusta
y respetar a la autoridad pública que la ha promulgado. Al respecto Santo Tomás enseña
que la ley injusta es más una violencia que una ley propiamente dicha, pues no tiene de
ésta sino la apariencia (magis sunt violentiae quam leges).
En el ámbito de la teoría política, el tema de la justicia e injusticia legales se vincula con
los conceptos de legitimidad y legalidad. Cabe distinguir así gobiernos meramente
“legales”. Sin entrar a un análisis detallado de esta rica temática, conviene señalar
cuáles son los requisitos que debe reunir un gobierno legítimo: 1) debe procurar
eficazmente el bien común; 2) debe respetar las exigencias del orden natural; 3) debe
respetar la índole peculiar de su pueblo; 4) debe merecer el consenso o adhesión del
cuerpo social; 5) debe ser designado y ejercer el gobierno, según la tradición y usos
del país, a menos de requerir lo contrario circunstancias excepcionales.
El gobierno es meralmente legal cuando su designación y su ejercicio del poder público
se realiza de conformidad con las leyes existentes. De ahí que un gobierno pueda ser
legal e ilegítimo a la vez, si ha sido designado con todas las formalidades del caso, pero
en su ejercicio se aparta del. bien común y del respeto debido al orden natural y a los
derechos de Dios. En tal sentido, el “Estado de derecho” liberal-burgués surgido de la
Revolución Francesa, desconoció el concepto de legitimidad y solo retuvo la legalidad
formal en los regímenes democráticos. ¡Curiosa paradoja de la historia! , si se piensa
que este mal llamado “Estado de derecho” se origina en aquella “Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano” que proclamara: “La insurrección es el más
sagrado de los derechos del hombre...”
Tipos de resistencia
Las formulaciones más autorizadas distinguen dos tipos básicos de resistencia: la pasiva
y la activa. Esta distinción se establece en virtud de los diferentes medios empleados en
uno y otro caso.
Pero la división más matizada incluye cuatro tipos o grados: 1) la resistencia pasiva; 2)
la resistencia activa legal; 3) la resistencia activa de hecho; y 4) la rebelión o
sublevación contra el gobierno. Estos diferentes tipos tienen gran importancia práctica
por cuanto permiten matizar la aplicación de los principios generales. Sobre todo, es
vital distinguir los grados de la resistencia “activa” pues, de lo contrario, se llegaría
inevitablemente a su condenación unívoca, por incluir ciertos casos inadmisibles de
suyo (por ejemplo, el asesinato).
Resistencia pasiva
Esta forma consiste en negarse a obedecer las leyes injustas. Como la naturaleza de la
norma jurídica implica su ordenamiento al bien común nacional, la ley será injusta
cuando se aparte o contradiga las exigencias del mismo o cuando desconozca un
derecho fundamental de la persona humana.
Hay leyes que son malas en sí mismas, como las que disponen la eliminación
obligatoria de los deficientes mentales, la esterilización de las mujeres so pretexto de la
pureza eugenésica, la esterilización de los padres de familia que ya tienen tres hijos, las
que impiden el cumplimiento de los deberes religiosos, las que obligan a recibir una
educación atea, las que legalizan el aborto o el divorcio, etc. Una disposición es
objetivamente mala cuando aparece a la recta conciencia del ciudadano como algo que
no puede ser realizado en ningún caso.
También es lícita la resistencia pasiva ante medidas que hacen peligrar seriamente el
orden social. Este es el caso en que se impide la realización del bien común, por
ejemplo, con actos que exponen innecesariamente a la nación a un conflicto bélico, con
medidas manifiestamente injustas en el plano social o económico, etc.
La resistencia pasiva es no solo un derecho sino también un deber. Claro que esto ha de
determinarse según las circunstancias concretas de cada caso (juicio prudencial). La
situación es particularmente delicada en los regímenes totalitarios en los cuales los
abusos son frecuentes. La conciencia recta no puede excusarse con el fácil recurso al
“estricto cumplimiento de la orden recibida” cuando la orden es intrínsecamente
atentatoria de derechos esenciales. Como tampoco puede uno en conciencia ocupar un
cargo público, si su ejercicio implica la corresponsabilidad con medidas gravemente
injustas.
Resistencia activa
Hemos distinguido dos tipos: legal y de hecho. Las exigencias no son !as mismas en
ambos casos. La resistencia legal consiste en emplear todos los medios que la ley
acuerda, para impedir la aplicación de la medida o lograr su modificación o
derogación, según los casos.
Casos de resistencia activa legal son: el ejercicio del derecho a peticionar arte las
autoridades; el derecho de veto que ciertos magistrados poseen, la declaración de
inconstitucionalidad por parte de jueces competentes. También quedan incluidos en
estos casos: la organización de campañas de opinión, y de telegramas, de asambleas
públicas, la firma de petitorios, el empleo de los medios de comunicación social, ciertas
huelgas, etc.
La resistencia activa de hecho supone el empleo de medios físicos y hasta la fuerza
armada. Casos concretos son: el rechazo de la ocupación de propiedades (por ej. los
fundos en Chile), el cruce de tractores sobre las rutas de acceso, las huelgas de
entorpecimiento, la cesación de servicios imprescindibles (energía eléctrica, gas, etc.),
el cercamiento de edificios, etc.
En todos estos casos es menester que se den los siguientes recaudos: 1) que la situación
sea muy grave; 2) que se hayan agotado los medios legales; 3) que existan razonables
esperanzas de éxito; 4) que exista una certeza moral (no absoluta) de no ocasionar
mayores daños (cf. León XIII, Carta del 3-1-1881; Pío XI, Firmisimam
Constantiam); Pablo VI, Populorum Progressio).
Rebelión y tiranicidio
En las situaciones anteriores se determinan las condiciones para resistir la aplicación de
medidas aisladas. Pero la historia nos muestra casos en que los abusos del poder político
son frecuentes, reiterados y hasta habituales. ¿Cuál ha de ser la actitud práctica en tales
casos?
Debemos distinguir una doble ilegitimidad: 1) de origen, cuando alguien usurpa el
poder por la fuerza; 2) de ejercicio, cuando alguien ha sido debidamente investido, pero
en el uso de su autoridad la desvirtúa. El primer caso es, evidentemente, más grave que
el segundo, pues el usurpador puede ser matado en caso de la mayor extremidad (S.
Tomás, In II Sent, d. 44, q. 2, a. 2). Lo que la doctrina excluyó siempre es el tiranicidio
a título privado, o sea, cuando un particular elimina al tirano, sin representación
auténtica del interés popular.
La rebelión o revolución puede ser legitimada en casos extremos, por cuanto es una
extensión o analogía del derecho individual de “legítima defensa” en caso de injusta y
grave agresión. Igual derecho compete a la comunidad política (Manser, Nell-Breuning,
Meinvielle). Quien abusa de su poder, termina convirtiéndose en usurpador del mismo;
por lo tanto, puede ser depuesto.
En caso de rebelión o revolución, además de los recaudos aplicables en los casos
anteriores, es menester que quien asuma la conducción de la revuelta: 1) actúe en
representación del pueblo, y 2) asegure la existencia de un gobierno normal. De lo
contrario, suelen ser numerosas las víctimas inocentes de rebeliones precipitadas
y sin futuro asegurado.
50. EL ESTADO Y LA IGLESIA
A lo largo de la historia, la existencia del Estado como autoridad política y de la Iglesia
como institución religiosa, han suscitado innumerables cuestiones, tanto teóricas como
prácticas. En ciertas épocas, ha existido una plena armonía entre ambos poderes (por
ejemplo, durante la Edad Media); por el contrario, en otras, las relaciones han sido muy
tensas, llegando hasta la persecución religiosa y el martirio (por ejemplo, el Imperio
Romano antes de Constantino, la Revolución Francesa, los regímenes comunistas
actuales).
Lo temporal y lo eterno
El hombre es, en cierto sentido, “ciudadano de dos mundos”: el orden temporal y el
orden eterno. En cuanto ser natural, el hombre nace y se desarrolla en la sociedad
política, para alcanzar a través de ésta todos los bienes materiales y espirituales que le
son indispensables para su perfección o felicidad temporales. Por otra parte, y en cuanto
el hombre se reconoce criatura de un Dios providente, comprende que posee un destino
eterno, que trasciende todas las limitaciones del mundo; mediante su incorporación al
orden de la gracia, la persona se realiza plenamente en el orden sobrenatural, según la
doctrina, el culto y las obligaciones que la Iglesia expresa en nombre de Dios.
“El fin de la muchedumbre asociada es el vivir virtuosamente, pues que los hombres se
unen en comunidad civil a fin de obtener de ella la protección para vivir bien, y el vivir
bien para el hombre no es otra cosa que vivir según la virtud. Mas este fin no puede ser
absolutamente el último. Puesto que el hombre, atendida su alma inmortal está
destinado a la bienaventuranza eterna, y la sociedad instituida en provecho del hombre,
no puede prescindir de aquello que es su bien supremo. No es pues, el último fin de la
asociación humana la vida virtuosa, sino el llegar por medio de una vida de virtudes a la
felicidad sempiterna. Ahora bien, el que guía y conduce a la consecución de la eterna
bienaventuranza no es otro que Jesucristo, el cual encomendó este cuidado acá en la
tierra, no a los príncipes seculares, sino al sacerdocio por El instituido y principalmente
al Sumo Sacerdote, a su Vicario el Romano Pontífice. Luego al sacerdocio cristiano, y
principalmente al Romano Pontífice, deben estar subordinados todos los gobernantes
civiles del pueblo cristiano. Pues a aquel a quien pertenece el cuidado del fin último,
deben estar subordinados aquellos a quienes pertenece el cuidado de los fines próximos
o intermedios” (5. Tomás de Aquino, De Regimine Principum, 1., c.14). En este texto
queda compendiada admirablemente la distinción entre el orden temporal o político y el
orden eterno o religioso, a la vez que se subraya la necesaria jerarquía que ha de darse
entre la autoridad civil y la autoridad espiritual.
Autonomía y jerarquía
Iglesia y Estado, son sociedades perfectas en su género. El Estado ha de realizar el bien
común temporal y para ello cuenta con los medios indispensables. La Iglesia, por su
parte, atiende al bien sobrenatural de las almas y cuenta con todos los medios necesarios
para cooperar a la salvación del género humano.
Por lo tanto, vemos que los respectivos fines de ambas instituciones son claramente
diferentes entre sí. Al ser los objetivos diferentes y tratándose de instituciones
autosuficientes, se sigue necesariamente que cada una ha de gozar de plena autonomía
en la realización de su finalidad propia. En otros términos, el Estado es plenamente
competente en los asuntos que hacen al orden temporal y la Iglesia goza de igual
competencia para todo lo atinente al orden sobrenatural.
No obstante, resulta claro que la doble perspectiva ha de conjugarse en la práctica al
nivel de cada individuo, por ser el mismo sujeto quien actúa como ciudadano en el
orden temporal, y como miembro de su comunidad religiosa, en lo sobrenatural. La
experiencia muestra que en la vida del hombre concreto siempre se presentan casos en
los cuales tanto la Iglesia como el Estado aspiran a regular y orientar sus decisiones: así
vemos que la institución familiar, la educación y la práctica del culto son susceptibles
de una doble regulación estatal y religiosa. En estos casos “limítrofes” surgen, por lo
general, los conflictos; ¿cuál de las instituciones ha de tener la última palabra?
La doctrina del orden natural nos brinda la misma respuesta que la consignada en el
texto de Santo Tomás. Así como lo imperfecto se ordena de suyo a lo más perfecto, así
también se ordena el cuerpo material al alma espiritual, la naturaleza a la gracia, lo
temporal a lo eterno y el Estado a la Iglesia. Dicha subordinación se funda en que no
puede haber una “doble verdad”, un orden válido en lo temporal que se contradiga con
las verdades del orden sobrenatural. En consecuencia, la sociedad civil ha de
subordinarse a la autoridad religiosa en las cuestiones “mixtas” o sea, que reclamen la
doble competencia.
Lo expuesto muestra que la autonomía de la Iglesia y del Estado, en lo referente a sus
funciones específicas no impide que exista una jerarquía natural entre ambos, de modo
tal que el orden civil se adecue a los principios doctrinales de la Iglesia
La plena armonía de ambos poderes se convierte en el fundamento irreemplazable de la
concordia y la paz sociales. Dicha armonía ha de reflejarse en una legislación justa: “De
una manera sirve el príncipe a Dios en cuanto hombre, y de otra manera en cuanto
príncipe. En cuanto hombre, sirve a Dios viviendo según la fe; en cuanto príncipe sirve
a Dios haciendo leyes que prescriban el bien y prohíban el mal. En esto sirven, pues, a
Dios los reyes como tales, haciendo en su servicio aquellas cosas que no pueden hacer
sino los reyes” (San Agustín, Epis, 185, ad Bonifacium).
A lo dicho cabe añadir otra razón esencial. Según la teología cristiana, el hombre no
puede respetar plenamente con sus solas fuerzas las exigencias del orden natural. Para
ello es necesario contar con la gracia divina (Pío XII). De este modo la primacía de la
Iglesia aparece no solo indispensable en cuanto a asegurar la salvación eterna del ser
humano sino aun para la plena observancia del derecho natural, base de toda legislación
positiva.
Naturalismo político
En los últimos siglos, las sociedades modernas se han visto subvertidas por la difusión
del naturalismo político o laicismo, doctrina según la cual el orden temporal ha de
desconocer la religión y los derechos de la Iglesia. El laicismo constituye un común
denominador, tanto del indiferentismo liberal, cuanto del ateísmo socialista; en base a
esta doble influencia ha alterado profundamente las tradiciones y valores cristianos de
las naciones occidentales.
El laicismo admite tres planteos diferentes 1) el ateísmo social o negación del orden
sobrenatural, erige al Estado en único autor de todo derecho y desconoce a la Iglesia por
completo; 2) el laicismo moderado que solo concede a la Iglesia la condición de una
simple asociación privada, de la cual el Estado se halla completamente separado; “la
Iglesia libre en el Estado libre”; 3) el liberalismo católico, que sin llegar a sostener el
principio de la separación total entre Iglesia y Estado, aconseja a la Iglesia renunciar a
toda influencia o vinculación, so pretexto de gozar así de mayor tranquilidad y menores
riesgos (separación de hecho).
Los tres planteos, del más extremo al más moderado, son absolutamente falsos en
cuanto que destruyen la íntima vinculación que ha de existir entre el Estado y la Iglesia.
En efecto, la Iglesia tiene los siguientes derechos esenciales: 1) el Estado ha de acordar
plena libertad a su acción específica; 2) el Estado ha de respetar absolutamente las
exigencias del orden natural en su legislación; 3) el Estado ha de permitir la expresión
privada y pública del culto; y 4) el Estado ha de apoyar con sus medios la labor pastoral
de la Iglesia.
Si estos derechos con conculcados en la práctica por los Estados liberales y socialistas
modernos, ¿Cómo habríamos de extrañarnos de que los pueblos no conozcan una paz
duradera, tanto en lo nacional como en lo internacional? El laicismo moderno ha
conducido a las naciones a la apostasía, verificando una vez más el certero juicio de
Chesterton: “Quitad lo sobrenatural, solo quedará lo que no es natural”.
INDICE
Prólogo por Mons. Adolfo Tortolo, Arzobispo de Paraná
1. La Iglesia y lo Social. Su Obra Histórica
2. La Iglesia y la Cuestión Social (el siglo XIX)
3. ¿Por qué una “Doctrina Social”
4. Naturaleza del Magisterio
5. El Valor de las Enc(clicas Sociales
6. Como Interpretar los Documentos Pontificios
7. ¿Existe acaso un Orden Natural’
8. Orden Natural y Derecho Natural (1)
9. Orden Natural y Derecho Natural (II)
10. La Persona Humana y su Dignidad
11. Los Derechos Esenciales de la Persona
1 2. La Iglesia Frente al Liberalismo
1 3. La Iglesia frente al Capitalismo
1 4. La Iglesia frente al Comunismo
1 5. La Iglesia frente al Nazismo y al Fascismo
1 6. La Iglesia frente al Socialismo
17. ¿Una Iglesia Revolucionaria’
18. La Propiedad Privada
19. La Propiedad y su Función Social
20. La Difusión de la Propiedad
21. Las Nacionalizaciones
22. El Trabajo Humano
23. El Salario justo
24. La Reciprocidad en los Cambio
25. La Empresa
26. Las Asociaciones Profesionales
27. ¿Tiene Derechos el Capital’
28. La Iglesia y el Corporativismo
29. Los Organismos interprofesionales
30. La Organización sindical
31. El Sindicalismo actual: sus problemas
32. El Derecho de huelga
33. Desocupación y pleno empleo
34. La seguridad social
35. Proletariado y promoci6n obrera
36. La Moneda y el Crédito
37. La Cogestión
38. La Economía Internacional
39. El Hombre, Ser Social
40. La Sociedad Política
41, El Bien Común
42. Origen y función de la Autoridad
43. Los grupos intermedios
44. El Principio de subsidiaridad
45. La función del Estado
46. La Soberanía Política
47. Participación política y formación de gobierno
48. La Democracia
49. Resistencia a la Autoridad
50. El Estado y la Iglesia