Skarmeta Antonio - Ardiente Paciencia PDF
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El cartero de Neruda
Antonio Colinas
subrayando son, a mi entender, las claves con las que hay que leer una
obra como El cartero de Neruda, de Antonio Skármeta, por más que -como
hemos dicho- la vida del poeta, del hombre de que se nos habla en su libro
ya desde el título- esté para nosotros ahí, a la vuelta de la esquina, y sean
muy vivos los acontecimientos históricos en que se desenvolvió. Y, sobre
todo, nos asalte el convulsivo final de la misma, estrechamente fundido
con el convulsivo final de la democracia en su país, Chile. Ésta era la prue-
ba que, sobre todo, debía superar Skármeta en su novela: desde un pre-
sente muy delicado y vivo tenía que salvar para lo esencial no ya la figu-
ra del poeta, sino la de un poeta que nos es coetáneo, que aún sentimos
muy cercano, que conocimos.
Precisamente, al releer la novela de Skármeta, mi memoria vuelve hacia
el encuentro que tuve con el poeta en mayo de 1971, en Milán; recuerdo de
qué manera se veía que Italia precisamente el «escenario» de la versión cin-
ematográfica de su novela-, había sido un lugar entrañable, especial para
Neruda. De sus muchos exilios, seguramente los pasados en tierra italiana
supusieron para él -dentro del natural desasosiego de la lejanía de la
propia tierra-, etapas de concentración y equilibrio.
Recordaba él en la entrevista que grabamos, y ya amenazado por la
enfermedad, sus inolvidables días romanos, pasados en un piso que
alquiló con Rafael Alberti y sus días junto al mar latino, que siempre tiem-
bla y brilla al fondo de la versión cinematográfica de la novela de
Skármeta. Era el Neruda que también el novelista pone muy bien de
relieve en algunos pasajes de su libro, agobiado por su cargo de emba-
jador en París, enfermo, nostálgico de sus raíces telúricas.
Muy al contrario de lo que se piensa, en la vida del poeta -un ser
desposeído y sin más fuerza que su sensibilidad y su palabra-, tiembla el
pálpito verdadero de la historia. Y sobre ella influye, y en ella interviene
con el único poder de ese lenguaje intemporal y conmovedor que son sus
poemas. Y donde en el poeta hay autenticidad, esa influencia se nota,
aunque parta del aislamiento producido por el poder temporal y por la
soledad existencial.
Dicen los orientales que un hombre puede hacer llegar los latidos de su
pensamiento si su mundo es auténtico-, mucho más allá de las cuatro
paredes de !a habitación en que está encerrado. Algo de este tiempo, inten-
so y solitario, palpita en toda la obra de Skármeta, en esas visitas asom-
bradas y puras del cartero inocente a la casa del intelectual sabio. Este
autor ha tenido también el acierto de entregarnos la perenne y valiosa
intemporalidad del poeta, pero sin dejar de mostrarnos allá al fondo -en
anécdotas; cartas, juegos de palabras, rasgos de humor, ironías-, la pres-
encia de la historia, sin la que no es posible comprender esa especie de
aislamiento o exilio sereno y nutricio.
Nos dice Skármeta que su obra fue el resultado de una lenta madu-
Prólogo
ración, de una decantación de años. En ello quizá resida la clave del éxito
de su libro, que además de una novela ya nació, desde el principio por sus
ricos y amenos diálogos-, como un guión cinematográfico. He insistido en
la versión cinematográfica de este libro porque -como en la versión del libro
de Mann, o en la del de Pasternak-, el escritor le debe a ella (afortunada-
mente) mucho del éxito de su obra. Los temas que debía tratar eran deli-
cados; se precisaba un sugestivo temple para objetivar la historia y alzar
sobre ella la fuerza del amor en un ejemplo inolvidable: el de la relación
entre Mario Jiménez y Beatriz González.
La humildad de estos dos personajes -como la de esos pescadores y tra-
bajadores que, al fondo, como en un friso, destacan-, es también paradig-
mática. Ellos tejen la intrahistoria y, al hacerlo precisamente por su aut-
enticidad-, determinan lo mejor de la historia, y coinciden con sus viven-
cias con el mensaje del poeta. Al final -como tan bien se ve en este libro-,
el friso sólo lo forman seres humanos, los cuales conmueven, sin más, al
lector por su autenticidad y por su verdad.
A Matilde Urrutia, inspiradora de Neruda,
y a través de él, de sus humildes plagiarios.
Prólogo del autor
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El cartero de Neruda
las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches, oyendo
el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me pro-
puse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una
gran afinidad con Mario Jiménez, mi héroe. conseguir que Pablo Neruda
prologara mi texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial
Nascimento y conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosa-
mente postergado.
Para no hacer este prólogo eterno y evitar falsas expectativas en mis
remotos lectores, concluyo aclarando desde ya algunos puntos. Primero, la
novela que el lector tiene en su mano no es la que quise escribir en isla
Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella época, sino un
producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda. Segundo, a
pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del
éxito (entre otras cosas porfiases como éstas, me dijo un editor) yo per-
manecí -y permanezco- rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros
del relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del
metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a
metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de
los criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo
aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador
omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda
seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente
novela que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera
sacado en otro rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios
del vate y no a mi falta de impertinencia. Con una amabilidad que no
merecía la bajeza de mis propósitos me dijo que su gran amor era su
esposa actual Matilde Urrutia, y que no sentía ni entusiasmo ni interés por
revolver ese «pálido pasado», y con una ironía que sí merecía mi audacia
de pedirle un prólogo para un libro que aún no existía, me dijo poniéndome
de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo escriba».
En la esperanza de hacerlo, me quedé largo tiempo en isla Negra, y para
apoyar la pereza que me invadía todas las noches, tardes y mañanas
frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del poeta y de paso
merodeara los que la merodeaban. Así fine como conocía los personajes de
esta novela.
Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo
rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una
explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa
que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en la
catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La
guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me
enorgullezco.
Pero también hay una explicación complementaria de índole sentimen-
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Antonio Skármeta
tal. Beatriz González, con quien almorcé varias veces durante sus visitas
a los tribunales de Santiago, quiso que yo contara para ella la historia de
Mario, «no importa cuánto tardase ni cuánto inventara». Así de excusado
por ella, incurrí en ambos defectos.
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En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condu-
jeron a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las
faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi
siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroí-
nas tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San
Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos,
reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los
aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas man-
tas chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador
José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba
su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulli-
ciosas ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una
dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo
penetraba hasta los huesos.
-Búscate un trabajo -era la escueta y feroz frase con que el hombre
concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez min-
utos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.
-Sí, papá -respondía Mario, limpiándose las narices con la manga del
chaleco.
Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una ale-
gre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario
al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo
puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo impre-
sionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afich-
es del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de
habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del
que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de
vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba res-
fríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para
fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de
dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las tien-
das de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus
actrices predilectas.
Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando des-
cubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a Pesar de
estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáti-
cas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela pri-
maria, no pudo resistir.
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lo trasero de su pantalón.
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Lo que no logró el océano Pacífico con su paciencia parecida a la
eternidad, lo logró la escueta y dulce oficina de correos de San Antonio:
Mario Jiménez no sólo se levantaba al alba, silbando y con una nariz flu-
ida y atlética, sino que acometió con tal puntualidad su oficio, que el
viejo funcionario Cosme le confió la llave del local, en caso de que algu-
na vez se decidiera a llevar a cabo una hazaña desde antiguo soñada:
dormir hasta tan tarde en la mañana que ya fuera hora de la siesta y
dormir una siesta tan larga que ya fuera hora de acostarse, y al acostarse
dormir tan bien y profundo, que al día siguiente sintiera por primera vez
esas ganas de trabajar, que Mario irradiaba y que Cosme ignoraba metic-
ulosamente.
Con el primer sueldo, pagado como es usual en Chile con un mes y
medio de retraso, el cartero Mario Jiménez adquirió los siguientes bienes:
una botella de vino Cousiño Macul Antiguas Reservas, para su padre;
una entrada al cine gracias a la cual se saboreó West Side Story con
Natalie Wood incluida; una peineta de acero alemán en el mercado de
San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el refrán: «Alemania
perdió la guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables marca
Solingen»; y la edición Losada de las Odas elementales por su cliente y
vecino, Pablo Neruda.
Se proponía, en algún momento en que el vate le pareciera de buen
humor, asestarle el libro junto con la correspondencia y agenciarse un
autógrafo, con el cual alardear ante hipotéticas pero bellísimas mujeres
que algún día conocería en San Antonio, o en Santiago, a donde iría a
parar con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a punto de cumplir su
cometido, pero lo inhibió tanto la pereza con que el poeta recibía su cor-
respondencia, la celeridad con que le cedía la propina (en ocasiones más
que regular), como su expresión de hombre volcado abismalmente hacia
el interior. En buenas cuentas, durante un par de meses, Mario no pudo
evitar sentir que cada vez que tocaba el timbre asesinaba la inspiración
del poeta, que estaría a punto de incurrir en un verso genial. Neruda
tomaba el paquete de correspondencia, le pasaba un par de escudos, y
se despedía con una sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de ese
momento, y hasta el final del día, el cartero cargaba las Odas elementales
con la esperanza de reunir algún día coraje. Tanto lo trajinó, tanto lo
manoseó, tanto lo puso en la falda de sus pantalones bajo el farol de la
plaza, para darse aires de intelectual ante las muchachas que lo ignora-
ban, que terminó por leer el libro. Con este antecedente en su currícu-
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Crecido entre pescadores, nunca sospechó el joven Mario Jiménez que
en el correo de aquel día habría un anzuelo con que atraparía al poeta.
No bien le había entregado el bulto, el poeta había discernido con pre-
cisión meridiana una carta que procedió a rasgar ante sus, propios ojos.
Esta conducta inédita, incompatible con la serenidad y discreción del
vate, alentó en el cartero el inicio de un interrogatorio, y por qué no decir-
lo, de una amistad.
-¿Por qué abre esa carta antes que las otras?
-Porque es de Suecia.
-¿Y qué tiene de especial Suecia, aparte de las suecas?
Aunque Pablo Neruda poseía un par de párpados inconmovibles,
parpadeó.
-El Premio Nobel de Literatura, mijo.
-Se lo van a dar.
-Si me lo dan, no lo voy a rechazar.
-¿Y cuánta plata es?
El poeta, que ya había llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
-Ciento cincuenta mil doscientos cincuenta dólares.
Mario pensó la siguiente broma: «Y cincuenta centavos», mas su instin-
to reprimió su contumaz impertinencia, y en cambio preguntó de la man-
era más pulida:
-¿Y?
-¿Hmm?
-¿Le dan el Premio Nobel?
-Puede ser, pero este año hay candidatos con más chance.
-¿Por qué?
-Porque han escrito grandes obras.
-¿Y las otras cartas?
-Las leeré después -suspiró el vate.
-¡Ah!
Mario, que presentía el fin del diálogo, se dejó consumir por una
ausencia semejante a la de su predilecto y único cliente, pero tan radi-
cal, que obligó al poeta a preguntarle:
-¿Qué te quedaste pensando?
-En lo que dirán las otras cartas. ¿Serán de amor?
El robusto vate tosió.
-¡Hombre, yo estoy casado! ¡Que no te oiga Matilde!
-Perdón, don Pablo.
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Neruda arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro «más que
regular». El cartero dijo «gracias», no tan acongojado por la suma como
por la inminente despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo
hasta un grado alarmante. El poeta, que se disponía a entrar, no pudo
menos que interesarse por una inercia tan pronunciada.
-¿Qué te pasa?
-¿Don Pablo?
-Te quedas ahí parado como un poste.
Mario torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo: -¿Clavado
como una lanza?
-No, quieto como torre de ajedrez.
-¿Más tranquilo que gato de porcelana?
Neruda soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla.
-Mario Jiménez, aparte de Odas elementales tengo libros mucho
mejores. Es indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y
metáforas.
-¿Don Pablo?
-¡Metáforas, hombre!
-¿Qué son esas cosas?
El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho.
-Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir
una cosa comparándola con otra.
-Deme un ejemplo.
Neruda miró su reloj y suspiró.
-Bueno, cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que
quieres decir?
-¡Qué fácil! Que está lloviendo, pu’.
-Bueno, eso es una metáfora.
-Y ¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado? -Porque
los nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de
las cosas. Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un
nombre tan largo como mariposa. Piensa que elefante tiene la misma
cantidad de letras que mariposa y es mucho más grande y no vuela -con-
cluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo, le indicó a Mario el
rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia de decir:
-¡P’tas que me gustaría ser poeta!
-¡Hombre! En Chile todos son poetas. Es más original que sigas sien-
do cartero. Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos
los poetas somos guatones.
Neruda retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando
Mario mirando el vuelo de un pájaro invisible, dijo:
-Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
-¿Y qué es lo que quieres decir?
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-Te mareaste.
-¡Claro! Yo iba como un barco temblando en sus palabras.
Los párpados del poeta se despegaron lentamente.
-«Como un barco temblando en mis palabras.»
-¡Claro!
-¿Sabes lo que has hecho, Mario?
-¿Qué?
-Una metáfora.
-Pero no vale, porque me salió de pura casualidad, no más.
-No hay imagen que no sea casual, hijo.
Mario se llevó la mano al corazón, y quiso controlar un aleteo desafora-
do que le había subido hasta la lengua y que pugnaba por estallar entre
sus dientes. Detuvo la caminata, y con un dedo impertinente manipula-
do a centímetros de la nariz de su emérito cliente, dijo:
-Usted cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el vien-
to, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas,
los desiertos, las lluvias...
-... ahora ya puedes decir «etcétera».
-... ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de
algo?
Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del
rostro.
-¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
-No, hombre, no.
-Es que se le puso una cara tan rara.
-No, lo que sucede es que me quedé pensando.
Espantó de un manotazo un humo imaginario, se levantó los desfalle-
cientes pantalones y, punzando con el índice el pecho del joven, dijo:
-Mira, Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me
preparo una omelette de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana
te doy mi opinión.
-¿En serio, don Pablo?
-Sí, hombre, sí. Hasta mañana.
Volvió a su casa y, una vez junto al portón, se recostó en su madera y
cruzó pacientemente los brazos.
-¿No se va a entrar? -le gritó Mario.
-Ah, no. Esta vez espero a que te vayas.
El cartero apartó la bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su cam-
panilla, y, con una sonrisa tan amplia que abarcaba poeta y contorno,
dijo:
-Hasta luego, don Pablo.
-Hasta luego, muchacho.
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El cartero Mario Jiménez tomó literalmente las palabras del poeta, e
hizo la ruta hasta la caleta escrutando los vaivenes del océano. Aunque
las olas eran muchas, el mediodía inmaculado, la arena muelle y la brisa
leve, no prosperó ninguna metáfora. Todo lo que en el mar era elocuen-
cia, en él fue mudez. Una afonía tan enérgica, que hasta las piedras le
parecieron parlanchinas en comparación.
Fastidiado con la hosquedad de la naturaleza, se hizo el ánimo de
avanzar hasta la hostería para consolarse con una botella de vino, y si
encontraba algún ocioso merodeando en el bar desafiarlo a un partido de
taca-taca. A falta de estadio en el pueblo, los jóvenes pescadores satis-
facían sus inquietudes deportivas con el lomo curvo sobre las mesas del
futbolito.
Desde lejos lo alcanzó el estruendo de los golpes metálicos junto a la
música del Wurlitzer, que rasguñaba una vez más los surcos de Mucho
amor por los Ramblers, cuya popularidad se había extinguido hacia una
década en la capital, pero que en el pequeño pueblo seguía siendo actu-
al. Adivinando que a la depresión se le sumaría el fastidio de la rutina,
entró al local dispuesto a convertir en vino la propina del poeta, cuando
lo invadió una embriaguez más cabal que la que ningún mosto le había
provocado en su breve vida: jugando con los oxidados muñecos azules,
se encontraba la muchacha más hermosa que recordara haber visto,
incluidas actrices, acomodadoras de cine, peluqueras, colegialas, turis-
tas y vendedoras de discos. Aunque su ansiedad por las chicas equivalía
casi a su timidez -situación que lo cocinaba en frustraciones- esta vez
avanzó hasta la mesa de taca-taca con la osadía de la inconsciencia. Se
detuvo detrás del arquero rojo, disimuló con perfecta ineficiencia su
fascinación acompañando con ojos saltarines los vaivenes de la pelota, y,
cuando la chica hizo tronar el metal de la valla con un gol, levantó la
vista hacia ella con la sonrisa más seductora que pudo improvisar. Ella
respondió a tal cordialidad con un gesto conminándolo a que se hiciera
cargo de la delantera del equipo rival. Mario casi no había advertido que
la muchacha jugaba contra una amiga, y sólo se dio cuenta cuando la
golpeó con la cadera desplazándola hacia la defensa. Pocas veces en su
vida había notado que tenía un corazón tan violento. La sangre le bombe-
aba con tal vigor, que se pasó la mano por el pecho tratando de
apaciguarlo. Entonces ella golpeó el blanco balón en el canto de la mesa,
hizo el gesto de llevarlo hasta el otrora círculo central, desteñido por las
décadas, y, cuando Mario se dispuso a maniobrar sus barras para impre-
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El telegrafista Cosme tenía dos principios. El socialismo, a favor del
cual arengaba a sus subordinados, de modo superfluo, por lo demás,
porque todos eran convencidos o activistas, y el uso de la gorra de corre-
os dentro de la oficina. Podía tolerar a Mario esa enmarañada melena que
superaba con raigambre proletaria el corte de los Beatles, los blue-jeans
infectados por manchas de aceite del engranaje de la bicicleta, la cha-
queta descolorida de peón, su hábito de investigarse la nariz con el
meñique; pero la sangre le hervía cuando lo veía llegar sin el copete. De
modo que cuando el cartero entró macilento hacia la mesa clasificadora
de correspondencia diciéndole un exangüe «buenos días», lo frenó con un
dedo en el cuello, lo condujo hasta la percha donde colgaba el sombrero,
se lo calzó hasta las cejas, y sólo entonces lo incitó a que repitiera el salu-
do.
-Buenos días, jefe.
-Buenos días -rugió.
-¿Hay cartas para el poeta?
-Muchas. Y también un telegrama.
-¿Un telegrama?
El muchacho lo levantó, intentó discernir al trasluz su contenido, y en
un santiamén estuvo en la calle montado en la bicicleta. Ya iba pedale-
ando, cuando Cosme le gritó desde la puerta con el resto del correo en la
mano.
-Se te quedan las otras cartas.
-Las llevaré después -dijo alejándose.
-Eres un tonto -gritó don Cosme-. Tendrás que hacer dos viajes.
-No soy ningún tonto, jefe. Veré al poeta dos veces.
En el portón de Neruda, se colgó de la soga que accionaba la cam-
panilla más allá de toda discreción. Tres minutos de esas dosis no pro-
dujeron la presencia del poeta. Puso la bicicleta contra el farol, y, con un
resto de fuerzas, corrió hacia el roquerto de la playa, donde descubrió a
Neruda de rodillas cavando en la arena.
-Tuve suerte -gritó mientras saltaba sobre las rocas acercándosele-.
¡Telegrama!
-Tuviste que madrugar, muchacho.
Mario llegó hasta su lado, y le dedicó al poeta diez segundos de jadeo
antes de recuperar el habla.
-No me importa. Tuve mucha suerte, porque necesito hablar con usted.
-Debe ser muy importante. Bufas como un caballo.
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Cuando el pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acom-
pañado de un joven anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero
parecía estar aferrado a ella, decidió alertar a la nueva mesonera de la
parcialmente distinguida concurrencia.
-¡Buscan!
Los recién llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo
atravesaba una muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño
enrulado y deshecho por la brisa, unos ojos marrones tristes y seguros,
rotundos como ciruelas, un cuello que se deslizaba hacia unos senos
maliciosamente oprimidos por esa camiseta blanca con dos números
menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos, alborotadores, y
una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que la madru-
gada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la
chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que
hiciera su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A
saber, el sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas
mareadoras, sazonadas por una minifalda que era una llamada de aten-
ción sobre las piernas y que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas,
concluían como una lenta danza en un par de pies descalzos, agrestes y
circulares, pues desde allí la piel reclamaba el retorno minucioso por
cada segmento hasta alcanzar esos ojos cafés, que habían sabido pasar
de la melancolía a la malicia en cuanto estuvieron sobre la mesa de los
huéspedes.
-El rey del futbolito -dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre
el hule de la mesa-. ¿Qué se va a servir?
Mario mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto
intentó que su cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para
sobrevivir el trauma que lo oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se res-
pira, cómo se habla.
Aunque la chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el
elenco de sus frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a
perfeccionar su silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa
mirada sobre su acompañante, y emitió con una voz modulada por esa
lengua que fulguraba entre los abundantes dientes, una pregunta que en
otras circunstancias Neruda hubiera considerado como rutinaria:
-¿Y qué se va a servir usted?
-Lo mismo que él -respondió el vate.
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Dos días más tarde, un afanoso camión cubierto por afiches con la
imagen del vate que rezaban «Neruda, presidente» llegó a secuestrarlo de
su refugio. El poeta resumió la impresión en su diario: «La vida política
vino como un trueno a sacarme de mis trabajos. La multitud humana ha
sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente
timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me
siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más
del gran árbol humano».
Una mustia hoja de ese árbol acudió a despedirlo: el cartero Mario
Jiménez. No tuvo consuelo ni cuando el poeta, tras abrazarlo, le obse-
quiara con cierta pompa la edición Losada en papel biblia y dos
volúmenes encuadernados en cuero rojo de sus Obras completas. No lo
abandonó la desazón tampoco al leer la dedicatoria que otrora hubiera
superado su anhelo: «A mi entrañable amigo y compañero Mario
Jiménez, Pablo Neruda».
Vio partir el camión por el sendero de tierra, y deseó que ese polvo que
levantaba lo hubiera cubierto definitivamente como a un robusto
cadáver.
Por lealtad al poeta, juró no quitarse la vida, sin antes haber leído cada
una de esas tres mil páginas. Las primeras cincuenta las despachó al pie
del campanario, mientras el mar, que tantas fulgurantes imágenes inspi-
rara al poeta, lo distraía cual un monótono consueta con el estribillo:
«Beatriz González, Beatriz González».
Anduvo dos días merodeando el mesón con los tres volúmenes amar-
rados a la parrilla de la bicicleta, y un cuaderno marca Torre que adquir-
ió en San Antonio, donde se propuso anotar las eventuales imágenes que
su trato con la torrencial lírica del maestro le ayudara a concebir. En ese
lapso, los pescadores lo vieron afanarse con el lápiz, desfalleciente a las
fauces del océano, sin saber que el muchacho llenaba las hojas con
deslavados círculos y triángulos, cuyo nulo contenido era una radiografía
de su imaginación. Bastaron esas pocas horas para que corriera la voz
en la caleta, que ausente Pablo Neruda de isla Negra, el cartero Mario
Jiménez se empeñaba en heredar su cetro. Profesionalmente ocupado de
su minucioso desconsuelo, no se percató de los chismes y pullas, hasta
que una tarde en que trajinaba las páginas finales de Estravagario sen-
tado en, el mole, donde los pescadores ofrecían sus mariscos, llegó una
camioneta con altavoces que proclamaba entre chirridos la consigna: «A
parar al marxismo con el candidato de Chile: Jorge Alessandri», matiza-
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-He oído que te ha dado por la poesía. Dicen que le haces la compe-
tencia a Pablo Neruda.
Las carcajadas de los pescadores explotaron tan rápidas como el rubor
en su piel: se sintió atorado, atarugado, asfixiado, turbado, atrofiado,
tosco, zafio, encarnado, escarlata, carmesí, bermejo, bermellón, púrpu-
ra, húmedo, abatido, aglutinado, final. Esta vez acudieron palabras a su
mente, pero fueron: «Quiero morirme».
Mas entonces, el diputado con un gesto principesco le ordenó a su
asistente que extrajera algo del maletín de cuero. Lo que salió a brillar
bajo el sol de la caleta fue un álbum forrado en cuero azul con dos letras
en polvo dorado, cuya noble textura casi hacía palidecer el buen cuero
de la edición Losada del vate.
Un hondo cariño alcanzó hasta los ojos de Labbé al pasarle el álbum y
decirle:
-Toma, muchacho. Para que escribas tus poemas.
Lento y deliciosamente, el rubor se fue borrando de su piel como si una
fresca ola hubiera llegado a salvarlo, y la brisa lo secara, y la vida fuera,
sino bella, al menos tolerable. Su primer respiro fue hondamente suspi-
rado, y con una sonrisa proletaria, pero no menos simpática que la de
Labbé, dijo mientras sus dedos se deslizaban por la pulida superficie de
cuero azul:
-Gracias, señor Labbé.
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Eran así de satinadas las hojas del álbum, tan inmaculada su blancu-
ra, que Mario Jiménez encontró un feliz pretexto para no escribir sus ver-
sos en ellas. Recién cuando hubiera borroneado el cuaderno Torre de
pruebas, tomaría la iniciativa de desinfectarse las manos con jabón
Flores de Pravia, y expurgaría sus metáforas para transcribir sólo las
mejores, con un bolígrafo verde como los que extenuaba el vate. Su infer-
tilidad creció en las semanas siguientes en proporción contradictoria con
su fama de poeta. Tanto se había divulgado su coqueteo con las musas,
que la voz llegó hasta el telegrafista, quien lo conminó a leer algunos de
sus versos en un acto político-cultural del Partido Socialista de San
Antonio. El cartero transó en recitar la Oda al viento de Neruda, acon-
tecimiento que le valió una pequeña ovación, y la requisitoria de que en
nuevas reuniones distrajera a militantes y simpatizantes con la «Oda al
caldillo de congrio». Muy ad hoc, el telegrafista se propuso organizar la
nueva velada entre los pescadores del puerto.
Ni sus apariciones en público, ni la pereza que alentó el hecho de no
tener cliente a quien distribuirle la correspondencia, mitigaron el anhelo
de abordar a Beatriz González, quien perfeccionaba día a día su belleza
ignorante del efecto que estos progresos causaban en el cartero.
Cuando finalmente éste hubo memorizado una cuota generosa de ver-
sos del vate y se propuso administrarlos para seducirla, se dio de bruces
con una institución temible en Chile: las suegras. Una mañana en que
disimuló pacientemente bajo el farol de la esquina que la esperaba, cuan-
do vio a Beatriz abrir la puerta de su casa, y saltó hacia ella rezando su
nombre, irrumpió la madre en escena, la cual lo fichó como a un insec-
to y le dijo «buenos días» con un tono, que inconfundiblemente significa-
ba «desaparece».
Al día siguiente, optando por una estrategia diplomática, en un
momento en que su adorada no estaba en la hostería, llegó hasta el bar,
puso su bolsa sobre el mesón, y pidió a la madre una botella de vino de
excelente marca, que procedió a deslizar entre cartas e impresos.
Tras carraspear, dedicó una mirada a la hostería como si la viera por
primera vez, y dijo:
-Es lindo este local.
La madre de Beatriz, repuso cortésmente:
-Yo no le he preguntado nada su opinión.
Mario clavó la vista en su bolsa de cuero, con ganas de hundirse en
ella y hacerle compañía a la botella. Carraspeó nuevamente:
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Antonio Skármeta
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El cartero de Neruda
-A don Pablo.
-¿Neruda?
-Son amigos, pues.
-¿Él te lo dijo?
-Yo los vi juntos. El otro día estuvieron conversando en la hostería.
-¿De qué hablaron?
-De política.
-¡Ah, además es comunista!
-Mamá, Neruda va a ser presidente de Chile.
-Mijita, si usted confunde la poesía con la política, lueguito va a ser
madre soltera. ¿Qué te dijo?
Beatriz tuvo la palabra en la punta de la lengua, pero la adobó algunos
segundos con su cálida saliva.
-Metáforas.
La madre se aferró a la perilla del rústico catre de bronce, apretándola
hasta convencerse de que podía derretirla.
-¿Qué le pasa mamá? ¿Qué se quedó pensando?
La mujer vino al lado de la chica, se dejó desvanecer sobre el lecho, y
con voz desfalleciente, dijo:
-Nunca te oí una palabra tan larga. ¿Qué «metáforas» te dijo?
-Me dijo... Me dijo que mi sonrisa se extiende como una mariposa en
mi rostro.
-¿Y qué más?
-Bueno, cuando dijo eso, yo me reí.
-¿Y entonces?
-Entonces dijo una cosa de mi risa. Dijo que mi risa era una rosa, una
lanza que se desgrana, un agua que estalla. Dijo que mi risa era una
repentina ola de plata.
La mujer humedeció con la lengua trémula sus labios.
-¿Y qué hiciste entonces?
-Me quedé callada.
-¿Y él? .
-¿Qué más me dijo?
-No, mijita. ¡Qué más le hizo! Porque su cartero además de boca ha de
tener manos.
-No me tocó en ningún momento. Dijo que estaba feliz de estar tendi-
do junto a una joven pura, como a la orilla de un océano blanco.
-¿Y tú?
-Yo me quedé callada pensando.
-¿Y él?
-Me dijo que le gustaba cuando callaba porque estaba como ausente.
-¿Y tú?
-Yo lo miré.
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Antonio Skármeta
-¿Y él?
-El me miró también. Y después dejó de mirarme a los ojos y se estu-
vo un largo rato mirándome el pelo, sin decir nada, como si estuviera
pensando. Y entonces me dijo: «me falta tiempo para celebrar tus cabel-
los, uno por uno debo contarlos y alabarlos».
La madre se puso de pie y cruzó delante de su pecho las palmas de las
manos, horizontales como los filos de una guillotina.
-Mijita, no me cuente más. Estamos frente a un caso muy peligroso.
Todos los hombres que primero tocan con la palabra, después llegan más
lejos con las manos.
-¡Qué van a tener de malo las palabras! -dijo Beatriz abrazándose a la
almohada.
-No hay peor droga que el bla-bla. Hace sentir a una mesonera de
pueblo como una princesa veneciana. Y después, cuando viene el
momento de la verdad, la vuelta a la realidad, te das cuenta de que las
palabras son un cheque sin fondo. ¡Prefiero mil veces que un borracho te
toque el culo en el bar, a que te digan que una sonrisa tuya vuela más
alto que una mariposa!
-¡Se extiende como una mariposa! -saltó Beatriz.
-¡Que vuele o que se extienda da lo mismo! ¿Y sabes por qué? Porque
detrás de las palabras no hay nada. Son luces de bengala que se desha-
cen en el aire.
-Las palabras que me dijo Mario no se han deshecho en el aire. Las sé
de memoria y me gusta pensar en ellas cuando trabajo.
-Ya me di cuenta. Mañana haces tu maleta y te vas unos días donde
tu tía en Santiago.
-No quiero.
-Tu opinión no me importa. Esto se puso grave.
-¡Qué tiene de grave que un cabro te hable! ¡A todas las chiquillas les
pasa!
La madre hizo un nudo en su chal.
-Primero, que se nota a la legua que las cosas que te dice se las ha
copiado a Neruda.
Beatriz dobló el cuello y miró la pared como si se tratara del horizonte.
-¡No, mamá! Me miraba y le salían palabras como pájaros de la boca.
-Como «pájaros de la boca». ¡Esa misma noche haces tu maleta y
partes a Santiago! ¿Sabes cómo se llama cuando uno dice cosas de otro
y lo oculta? ¡Plagio! Y tu Mario puede ir a dar a la cárcel por andarte
diciendo... ¡metáforas! Yo misma voy a telefonear al poeta, y le voy a decir
que el cartero le anda robando los versos.
-¡Cómo se le ocurre, `ñora, que don Pablo va a andar preocupándose
de eso! Es candidato a la presidencia de la república, a lo mejor le dan el
Premio Nobel, y usted le va a ir a conventillear por un par de metáforas.
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El cartero de Neruda
La mujer se pasó el pulgar por la nariz igual que los boxeadores profe-
sionales.
-«Un par de metáforas.» ¿Te has visto como estás?
Agarró a la chica de la oreja y la trajo hacia arriba, hasta que sus
narices quedaron muy juntas.
-¡Mamá!
-Estás húmeda como una planta. Tienes una calentura, hija, que sólo
se cura con dos medicinas. Las cachas o los viajes. -Soltó el lóbulo de la
muchacha, extrajo la valija desde abajo del catre y la derramó sobre la
colcha-. ¡Vaya haciendo su maleta!
-¡No pienso! ¡Me quedo!
-Mijita, los ríos arrastran piedras y las palabras embarazos. ¡La maleti-
ta!
-Yo sé cuidarme.
-¡Qué va a saber cuidarse usted! Así como la estoy viendo acabaría con
el roce de una uña. Y acuérdese que yo leía a Neruda mucho antes que
usted. No sabré yo que cuando los hombres se calientan, hasta el híga-
do se les pone poético.
-Neruda es una persona seria. ¡Va a ser presidente!
-Tratándose de ir a la cama no hay ninguna diferencia entre un presi-
dente, un cura o un poeta comunista. ¿Sabes quién escribió «amo el
amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa, no vuel-
ven nunca más»?
-¡Neruda!
-¡Claro, pu’, Neruda! ¿Y te quedas tan chicha fresca?
-¡Yo no armaría tanto escándalo por un beso!
-Por el beso no, pero el beso es la chispa que arma el incendio. Y aquí
tienes otro verso de Neruda: «Amo el amor que se reparte, en besos, lecho
y pan». O sea, mijita, hablando en plata, la cosa es hasta con desayuno
en la cama.
-¡Mamá! .
-Y después su cartero le va a recitar el inmortal poema nerudiano que
yo escribí en mi álbum, cuando tenía su misma edad, señorita: «Yo no lo
quiero, amada, para que nada nos amarre, para que no nos una nada».
-Eso no lo entendí.
La madre fue armando con sus manos un imaginario globito que
comenzaba a inflarse sobre su ombligo, alcanzaba su cenit a la altura del
vientre, y declinaba al inicio de los muslos. Este fluido movimiento lo
acompañó sincopando el verso en cada una de sus sílabas:
«Yo-no-lo-quie-ro a-ma-da pa-ra que na-da nos a-ma-rre pa-ra que no
nos u-na na-da».
Perpleja la chica terminó de seguir el turgente desplazamiento de los
dedos de su madre y entonces, inspirada en la señal de viudez alrededor
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Una semana anduvo Mario con las metáforas atragantadas en la gar-
ganta. Beatriz, o estaba presa en su habitación, o salía a hacer las com-
pras o a pasear hasta las rocas con las garras de la madre en su ante-
brazo. Las seguía a mucha distancia escamoteándose entre las dunas,
con la certidumbre de que su presencia era una roca sobre la nuca de la
señora. Cada vez que la chica se daba vuelta, la mujer la enderezaba con
un tirón de orejas, no por protector menos doloroso.
Por las tardes, oía inconsolable La vela desde las afueras de la
hostería, con la esperanza de que alguna sombra se la trajera en esa
minifalda que hasta alturas soñaba levantar con la punta de su lengua.
Con mística juvenil, decidió no aliviar mediante ningún arte manual la
fiel y creciente erección que disimulaba bajo los volúmenes del vate por
el día, y que se prohibía hasta la tortura por las noches. Se imaginaba,
con perdonable romanticismo, que cada metáfora acuñada, cada sus-
piro, cada anticipo de la lengua de ella en sus lóbulos, entre sus piernas,
era una fuerza cósmica que nutría su esperma. Con hectólitros de esa
mejorada sustancia haría levitar de dicha a Beatriz González, el día en
que Dios se decidiera a probar que existía poniéndola en sus brazos, ya
fuera vía infarto de miocardio de la madre o rapto famélico.
Fue el domingo de esa semana cuando el mismo camión rojo que se
había llevado a Neruda dos meses antes, lo trajo de vuelta a su refugio
de isla Negra. Sólo que ahora, el vehículo venía forrado en carteles de un
hombre con rostro de padre severo, pero con tierno y noble pecho de
palomo. Debajo de cada uno de ellos, decía su nombre: Salvador Allende.
Los pescadores comenzaron a correr tras el camión, y Mario probó con
ellos sus escasas dotes de atleta. En el portón de la casa, Neruda, el pon-
cho doblado sobre el hombro, y su clásico jockey, improvisó un breve dis-
curso que a Mario le pareció eterno:
-Mi candidatura agarró fuego -dijo el vate, oliendo el aroma de ese mar
que también era su casa-. No había sitio donde no me solicitaran. Llegué
a enternecerme ante aquellos centenares de hombres y mujeres del
pueblo que me estrujaban, besaban y lloraban. A todos ellos les hablaba
o les leía mis poemas. A plena lluvia, a veces, en el barro de calles y
caminos. Bajo el viento austral que hace tiritar a la gente. Me estaba
entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones. Cada
vez acudían más mujeres.
Los pescadores rieron.
-Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo, si salía
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Tras marcar, el cartero debió sufrir otra larga pausa antes de que el
poeta hablara.
-¿Doña Rosa viuda de González?
-A sus órdenes.
-Aquí le habla Pablo Neruda.
El vate hizo algo que en general le incomodaba: pronunció su propio
nombre imitando a un animador de televisión, que presenta a la estrella
de moda. Mas, tanto la carta como las primeras escaramuzas con la voz
de esa mujer le hacían intuir que era preciso acceder incluso a la impu-
dicia, con tal de rescatar a su cartero del coma. Sin embargo, el efecto
que su epónimo nombre solía ejercer, mereció de la viuda apenas un
escueto:
-Ajá.
-Quería agradecerle su amable cartita.
-No tiene que agradecerme nada, señor. Quiero hablar con usted
inmediatamente.
-Dígame, doña Rosa.
-¡Personalmente!
-¿Y dónde?
-Donde mande.
Neruda se concedió una tregua para pensar y dijo cauteloso:
-Entonces, en mi casa.
-Voy.
Antes de colgar, el poeta sacudió el fono como si quisiera ahuyentar
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-¡No!
-¡Sí! Comenzó inocentemente hablando de una sonrisa que era una
mariposa. ¡Pero después ya le dijo que su pecho era un fuego de dos lla-
mas!
-¿Y la imagen empleada, usted cree que fue visual o táctil? -inquirió el
vate.
-Táctil -repuso la viuda-. Ahora le prohibí salir de la casa hasta que el
señor Jiménez escampe. Usted encontrará cruel que la aísle de esta man-
era, pero fíjese que le pillé chanchito este poema en medio del sostén.
-¿Chamuscado en medio del sostén?
La mujer desentrañó una indudable hoja de papel matemáticas marca
Torre de su propio regazo, y la anunció cual acta judicial, subrayando el
vocablo desnuda con sagacidad detectivesca:
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La noche del cuatro de septiembre, una noticia mareadora giró por el
mundo: Salvador Allende había ganado las elecciones en Chile, como el
primer marxista votado democráticamente.
La hostería de doña Rosa se vio en pocos minutos desbordada por
pescadores, turistas primaverales, colegiales con licencia para hacer la
cimarra al día siguiente y por el poeta Pablo Neruda, quien, con estrate-
gia de estadista, abandonó su refugio sorteando los telefonazos de larga
distancia de las agencias internacionales que querían entrevistarlo. El
augurio de días mejores hizo que el dinero de los clientes fuera admin-
istrado con ligereza, y Rosa no tuvo más remedio que librar del cautive-
rio a Beatriz, para que la asistiera en la celebración.
Mario Jiménez se mantuvo a imprudente distancia. Cuando el
telegrafista desmontó de su impreciso Ford 40 uniéndose a la fiesta, el
cartero lo asaltó con una misión que la euforia política de su jefe recibió
con benevolencia. Se trataba de un pequeño acto de celestinaje consis-
tente en susurrarle a Beatriz, cuando las circunstancias lo permitieran,
que él la esperaba en el cercano galpón donde se guardaban los apare-
jos de pesca.
El momento crucial se produjo cuando sorpresivamente el diputado
Labbé hizo su entrada al local, con un terno blanco como su sonrisa, y,
avanzando en medio de las pullas de los pescadores que le chistaban
«sácate la cola» hasta el mesón donde Neruda aligeraba unas copas, le
dijo con un gesto versallesco:
-Don Pablo, las reglas de la democracia son así. Hay que saber perder.
Los vencidos saludan a los vencedores.
-Salud entonces, diputado -replicó Neruda, ofreciéndole un vino y lev-
antando su propio vaso para chocarlo con el de Labbé. La concurrencia
aplaudió, los pescadores gritaron «Viva Allende», luego «Viva Neruda», y
el telegrafista administró con sigilo el mensaje de Mario, casi untando
con sus labios el sensual lóbulo de la muchacha.
Desprendiéndose del chuico de vino y el delantal, la chica recogió un
huevo del mesón, y fue avanzando descalza bajo los faroles de esa noche
estrellada a la cita.
Al abrir la puerta del galpón, supo distinguir entre las confusas redes
al cartero sentado sobre un banquillo de zapatero, el rostro azotado por
la luz naranja de una lamparilla de petróleo. A su vez, Mario pudo iden-
tificar, convocando la misma emoción de entonces, la precisa minifalda
y la estrecha blusa de aquel primer encuentro junto a la mesa del fut-
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La boda tuvo lugar dos meses después -expresión del telegrafista- de
que se hubiera abierto el marcador. Rosa viuda de González, tallada en
maternal perspicacia no pasó por alto que las lides, a partir de la regoci-
jada inauguración del campeonato, empezaban a tener lugar en
enfrentamientos matutinos, diurnos y nocturnos. La palidez del cartero
se acentuó y no precisamente por los resfríos, de los cuales parecía
haberse curado por obra de magia. Beatriz González, por su parte, según
el cuaderno del cartero y testigos espontáneos, florecía, irradiaba,
destellaba, resplandecía, fulguraba, rutilaba y levitaba. De modo que
cuando un sábado por la noche, Mario Jiménez se hizo presente en la
hostería a pedir la mano de la muchacha con la honda convicción de que
su idilio sería tronchado por un escopetazo de la viuda que le volaría
tanto la florida lengua cuanto los íntimos sesos, Rosa viuda de González,
adiestrada en la filosofía del pragmatismo abrió una botella de cham-
pagne Valdivieso demi-sec, sirvió tres vasos que se rebalsaron de
espuma, y dio curso a la petición del cartero sin una mueca, pero con
una frase que reemplazó a la temida bala: «A lo hecho, pecho».
Esta consigna tuvo una suerte de colofón en la misma puerta de la
iglesia, donde iba a santificarse lo irreparable, cuando el telegrafista,
erudito en indiscreciones, miró el traje azul de tela inglesa de Neruda y
exclamó cachondo:
-Se lo ve muy elegante, poeta.
Neruda se ajustó el nudo de la corbata de seda italiana, y dijo con mar-
cada nonchalance:
-Es que estoy en ensayo general. Allende me acaba de nombrar emba-
jador en París.
La viuda de González recorrió la geografía de Neruda, desde su calvicie
hasta las zapatos de festivo brillo, y dijo:
-¡Pájaro que come, se vuela!
Mientras avanzaban por el pasillo hacia el altar, Neruda le confidenció
a Mario una intuición.
-Mucho me temo, muchacho, que la viuda González está decidida a
enfrentar la guerra de las metáforas con una artillería de refranes.
La fiesta fue breve por dos motivos. El egregio padrino tenía taxi en la
puerta para transportarlo al aeropuerto, y los jóvenes esposos alguna
prisa para debutar en la legalidad tras meses de clandestinaje. El padre
de Mario, no obstante, se las amañó para infiltrar en el tocadiscos Un
vals para jazmín de Tito Fernández el Temucano, mediante el cual echó
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En una visita a la parroquia, el telegrafista hizo su planteo al cura que
había casado a la pareja, y revisando las utilerías arrumbadas en la
bodega del último vía crucis escenificado en San Antonio por Aníbal
Reina padre, popularmente conocido como el «rasca Reina», apodo que
heredó su talentoso y socialista hijo, encontraron un par de alas tren-
zadas con plumas de gansos, patos, gallinas y otros volátiles, que
accionadas por un piolín batían angelicalmente. Con paciencia de
orfebre, el cura montó un pequeño andamio sobre el lomo del funcionario
de correos, le puso su visera de plástico verde, semejante a la de los
gángsters en los garitos, y con limpiador Brasso le sacó brillo a la cade-
na de oro del reloj que le atravesaba la panza.
Al mediodía, el telegrafista avanzó desde el mar hasta la hostería
dejando estupefactos a los bañistas que vieron atravesar sobre la infla-
mada arena el ángel más gordo y viejo de toda la historia hagiográfica.
Mario, Beatriz y Rosa, ocupados en cuentas tendientes a confeccionar un
menú que sorteara los precoces problemas del desabastecimiento,
creyeron ser víctimas de una alucinación. Mas, en cuanto el telegrafista
gritó a distancia: «Correo de Pablo Neruda para Mario Jiménez» alzando
en una mano un paquete con no tantas estampillas como un pasaporte
chileno, pero más cintas que un árbol de Pascua, y en la otra una pul-
cra carta, el cartero flotó sobre la arena y le arrebató ambos objetos.
Fuera de sí, los puso en la mesa y los observó cual si fueran dos pre-
ciosos jeroglíficos. La viuda, repuesta de su arrebato onírico, increpó al
telegrafista con tono británico:
-¿Tuvo viento a favor?
-Viento a favor, pero mucho pájaro en contra.
Mario se apretó ambas sienes, y parpadeó de un bulto al otro.
-¿Qué abro primero. La carta o el paquete?
-El paquete, mijo -sentenció doña Rosa-. En la carta sólo vienen pal-
abras.
-No, señora, primero la carta.
-El paquete -dijo la viuda, haciendo ademán de tomarlo.
El telegrafista se echó aire con un ala, y levantó un dedo admonitorio
ante las narices de la viuda.
-No sea materialista, suegra.
La mujer se echó sobre el respaldo de la silla.
A ver usted, que se las da de culto. ¿Qué es un materialista? Alguien
que cuando tiene que elegir entre una rosa y un pollo, elige siempre el
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Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para alo-
jar a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis
días de alas azules en mi casa de isla Negra.
Los extraña y los abraza vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda.
-Abramos el paquete -dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchil-
lo cocinero las cuerdas que lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a
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primera carta de mi vida tenía que venir con posdata! Ahora está todo
claro, suegrita. La carta y la posdata.
-Bueno -repuso la viuda-. La carta y la posdata. ¿Y por eso llora?
-¿Yo?
-Sí.
-¿Beatriz?
-Está llorando.
-Pero cómo puedo estar llorando si no estoy triste. Si no me duele
nada.
-Parece beata en un velorio -gruñó Rosa-. Séquese la cara, y apriete el
botón del medio de una vez.
-Bien. Pero desde el comienzo.
Hizo devolver la cinta, pulsó la tecla indicada, y ahí estaba otra vez la
pequeña caja con el poeta adentro. Un Neruda sonoro y portable. El joven
extendió la mirada hacia el mar, y tuvo el sentimiento de que el paisaje
se completaba, que durante meses había cargado una carencia, que
ahora podía respirar hondo, que esa dedicatoria, «a mi entrañable amigo
y compañero Mario Jiménez», había sido sincera.
-«Posdata» -oyó otra vez embelesado.
-Cállese -dijo la viuda.
-Yo no he dicho nada.
Quería mandarte algo más aparte de las palabras. Así que metí mi
voz en esta jaula que canta. Una jaula que es un pájaro. Te la regalo.
Pero también quiero pedirte algo, Mario, que sólo tú, puedes cumplir.
Todos mis otros amigos o no sabrían qué hacer, o pensarían que soy
un viejo chocho y ridículo. Quiero que vayas con esta grabadora pase-
ando por isla Negra, y me grabes todos los sonidos y ruidos que vayas
encontrando. Necesito desesperadamente aunque sea el fantasma de
mi casa. Mi salud no anda bien. Me falta el mar. Me faltan los pájaros.
Mándame los sonidos de mi casa. Entra hasta el jardín y deja sonar las
campanas. Primero graba ese repicar delgado de las campanas
pequeñas cuando las mueve el viento; y luego tira de la soga de la cam-
pana mayor, cinco, seis veces. ¡Campana, mi campana! No hay nada
que suene tanto como la palabra campana, si la colgamos de un cam-
panario junto al mar. Y ándate hasta las rocas, y grábamela reventazón
de las olas. Y si oyes gaviotas, grábalas. Y si oyes el silencio de las
estrellas siderales, grábalo. París es hermoso, pero es un traje que me
queda demasiado grande. Además, aquí es invierno, y el viento
revuelve la nieve como un molino la harina. La nieve sube y sube, me
trepa por la piel. Me hace un triste rey con su túnica blanca. Ya llega
a mi boca, ya me tapa los labios, ya no me salen las palabras.
Y para que conozcas algo de la música de Francia, te mando una
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Grabó el movimiento del mar con la manía de un filatélico.
Redujo su vida y trabajo, ante la ira de Rosa, a seguir los vaivenes de
la marea, alta, del reflujo, del agua saltarina animada por los vientos.
Puso la Sony en una soga, y la filtró entre las grietas del roquerío
donde frotaban sus tenazas los cangrejos, y los huiros se abrazaban a las
piedras.
En el bote de don José, se introdujo más allá de la primera reventazón,
y, protegiendo la grabadora con un trozo de nylon, logró casi el estere-
ofónico efecto de olas de tres metros que, cual palitroques, iban a
sucumbir en la playa.
En otros días calmos, tuvo la suerte de hacerse del picotazo de la gavio-
ta, cuando caía vertical sobre la sardina, y de su vuelo a ras del agua
controlando segura en el pico sus postreras convulsiones.
Hubo también una ocasión en que algunos pelícanos, pájaros cues-
tionadores y anarquistas, batieron sus alas a lo largo de la orilla, cual si
presintieran que, al día siguiente, un cardumen de sardinas vararla en
la playa. Los hijos de los pescadores recogieron peces con el simple expe-
diente de hundir en el mar los baldes de juguete de los que se valían para
construir castillos en la arena. Tanta sardina ardió sobre las brasas de
las rústicas parrillas aquella noche que hicieron su agosto los gatos
inflándose eróticos bajo la luna llena, y doña Rosa vio llegar hacia las
diez de la noche un batallón de pescadores más secos que legionarios en
el Sáhara.
Al cabo de tres horas de vaciar chuicos, la viuda de González, despro-
vista de la ayuda de Mario que, en efecto, intentaba grabar para Neruda
el tránsito de las estrellas siderales, perfeccionó la imagen de los
legionarios con una frase que le asestó a don José Jiménez: «Ustedes
están hoy más secos que mojón de camello».
Mientras caían en la mágica maquinita nipona lúbricas abejas en los
momentos que tenían orgasmos de sol contra sus trompas fruncidas
sobre el cáliz de las margaritas costeñas, mientras los perros vagos
ladraban a los meteoritos que caían cual fiesta de año nuevo sobre el
Pacifico, mientras las campanas de la terraza de Neruda eran accionadas
manualmente, o bien caprichosamente orquestadas por el viento, mien-
tras el gemido de la sirena del faro se expandía y contraía evocando la
tristeza de un barco fantasma en la niebla de alta mar, mientras un
pequeño corazón era detectado primero por el tímpano de Mario y luego
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Danton, Robespierre, Charles de Gaulle, Jean Paul Belmondo, Charles
Aznavour, Brigitte Bardot, Silvie Vartan, Adamo, fueron tijereteados sin
clemencia por Mario Jiménez, de manuales de historia francesa o revis-
tas ilustradas. Junto a un inmenso póster de París donado por la única
gerencia de turismo de San Antonio, donde un avión de la Air Frunce se
dejaba rasguñar por la punta de la tour Eiffel, la colección de recortes le
dio a las murallas de su habitación un distinguido acento cosmopolita.
Su vertiginosa francofilia era, sin embargo, mitigada por algunos objetos
autóctonos: un banderín de la Confederación Obrera Campesina
Ranquil, la efigie de la virgen del Carmen, defendida con dientes y mue-
las por Beatriz ante su amenaza de exilarla en la bodega, el «tanque»
Campos en una palomita gloriosa de los tiempos en que el equipo de fút-
bol de la Universidad de Chile era celebrado como «el ballet azul», el dr.
Salvador Allende terciado por la tricolor banda presidencial, y una hoja
arrancada del calendario de la editorial Lord Cochrane que detenía en el
tiempo su primera -y hasta entonces- prolongada noche de amor con
Beatriz González.
En este ameno decorado y tras meses de concienzudo trabajo, el
cartero grabó, espiando las sensibles ondulaciones de su Sony, el sigu-
iente texto que reproducimos aquí tal cual lo oyó dos semanas más tarde
Pablo Neruda en su gabinete de París:
Un, dos, tres. ¿Se mueve la flecha? Sí, se mueve (carraspeo). Querido
don Pablo, muchas gracias por el regalo y por la carta, aunque hubiera
bastado la carta para hacernos felices. Pero la Sony es muy buena é
interesante y yo trato de hacer poemas diciéndolos directamente al
aparato y sin escribirlos. Hasta el momento nada que valga la pena. Me
demoré en cumplir su encargo, porque la isla Negra en esta época no
da abasto. Aquí se instaló ahora un campamento de vacaciones para
los obreros, y yo trabajo en la cocina de la hostería. Una vez por sem-
ana voy con la bicicleta hasta San Antonio y recojo un par de cartas
que llegan a los veraneantes. Nosotros estamos todos bien y contentos,
y hay una gran novedad de la que luego se dará cuenta. Apuesto que
ya se puso todo curioso. Siga oyendo sin hacer girar la casette más
adelante. Como no hallo la hora de que se entere de la buena noticia,
no voy a quitarle mucho de su precioso tiempo. Lo único que quería
decirle no más es qué cosas tiene la vida. Usted quejándose de que la
nieve le llega hasta las orejas, y fíjese que yo jamás de los jamases he
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difíciles de identificar.)
Seis, retirada del mar. (Un momento antológico de la grabación en
que al parecer el micrófono sigue muy cerca la marejada en su bullente
arrastre sobre la arena, hasta que las aguas se funden con el nuevo
oleaje. Puede tratarse de una toma en la cual Jiménez corre junto al
agua succionada e ingresa en el mar para lograr la preciosa fusión.)
Y siete (frase entonada con evidente suspenso, seguida de pausa):
don Pablo Neftalí Jiménez González. (Siguen unos diez minutos de
estridente llanto de recién nacido.)
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Los ahorros de Mario Jiménez destinados a una incursión a la ciudad
luz fueron consumidos por la succionadora lengua de Pablo Neftalí,
quien no satisfecho con agotar los senos de Beatriz, se entretenía en con-
sumir robustas mamaderas de leche con cacao que, aunque obtenidas
con rebaja en el Servicio Médico Nacional, desangraban cualquier pre-
supuesto. Un año después de nacido, Pablo Neftalí no sólo se mostraba
diestro en espantar gaviotas, cual había profetizado su poetísimo padri-
no, sino que lucía además una curiosa erudición en accidentes. Trepaba
hacia los arrecifes con el tranco muelle y espeso de los gatos, a quienes
sólo imitaba hasta ese punto, para luego descalabrarse en el océano pun-
zándose las nalgas contra los bancos de erizos, dejándose picotear los
dedos por cangrejos, raspillándose la nariz sobre las estrellas de mar,
tragando tanta agua salada que en el lapso de tres meses tres veces se
le dio por difunto. Pese a que Mario Jiménez era partidario de un social-
ismo utópico, hastiado de tirar sus problemáticos futuros francos en la
faltriquera del médico pediatra, confeccionó una jaula de madera en la
cual arrojaba a su amado hijo con la convicción de que sólo así podría
dormir una siesta que no culminara en funeral.
Cuando al pequeño Jiménez le debutaron los dientes, consta en los
barrotes de la jaula que intentó aserrucharlos con sus lechosos caninos.
Las encías coronadas de astillas introdujeron a otro personaje en la
hostería y en el exangüe presupuesto de Mario: el dentista.
Así que, cuando Televisión Nacional anunció al mediodía que aquella
noche mostrarían las imágenes de Pablo Neruda en Estocolmo, agrade-
ciendo el Premio Nobel de Literatura, tuvo que agenciarse préstamos
para poner en marcha la fiesta más sonora y regada que habría de recor-
dar la región.
El telegrafista trajo desde San Antonio un cabrito destazado por un
carnicero socialista a precio potable: «mercado gris» precisó. Mas tam-
bién sus oficios aportaron la presencia de Domingo Guzmán, un robus-
to obrero portuario que, por las noches, se consolaba del lumbago apor-
reando una batería Yamaha -otra vez los japoneses- en La Rueda, ante
el deleite de esas caderas trasnochadas que se ponían sensuales y fero-
ces al bailar bajo su compás el mejor repertorio de cumbias falsas que,
con todo respeto, había introducido Luisín Landáez en Chile.
En el asiento delantero del Ford 40 venían el telegrafista y Domingo
Guzmán, y, en el posterior, la Yamaha y el cabrito. Llegaron temprano,
escarapelados con cintas socialistas y banderitas chilenas de plástico, y
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bailaría La vela (of course según dijo el oculista Radomiro Spotorno quien
vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo Neftalí, arteramente
picoteado por la gallina castellana en los momentos en que el infante le
escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo), Poquita fe, por
presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas calugas,
y con el rubro zangoloteo de los inmortales Tiburón, tiburón, Cumbia de
Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha y -menos por audaz
cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario
Jiménez- No me digas que merluza no, Maripusa.
Junto al televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros
Losada papel biblia abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo
verde del poeta adquirido de manera innoble por Jiménez, por lo cual no
se entra aquí en detalles, y la Sony que a modo de obertura o aperitivo
-ya que Mario Jiménez no permitía consumir una aceituna ni untar la
lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera terminado- transmitía
el hit parade de ruidos de isla Negra.
Lo que era bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando
a las 20 horas, en momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa
sobre la hostería, el Canal Nacional trajo por satélite las palabras finales
de agradecimiento del Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo
un segundo, un solo infinitísimo segundo, en que a Mario le pareció que
el silencio envolvía al pueblo como cubriéndolo con un beso. Y cuando
Neruda habló en la imagen nevada del televisor, se imaginó que sus pal-
abras eran caballos celestes que galopaban hacia la casa del vate, para
ir a acunarse en sus pesebreras.
Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon con
el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en
la hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de
sus escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió
atónito ante la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver
a sus. parroquianos de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría
advertido sus pestañas pétreas, como si el más leve movimiento del ros-
tro pudiera ocasionar la pérdida de algunas de sus palabras. Si alguna
vez la técnica japonesa extremara sus recursos y produjese la fusión de
seres electrónicos con carnales, el leve pueblo de isla Negra podría decir
que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin jactancia, teñido en la
misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su vate:
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Según la ficha del doctor Giorgio Solimano hasta agosto de 1973 el
joven Pablo Neftalí había incurrido en las siguientes enfermedades:
rubéola, sarampión, peste cristal, bronquitis, enterogastritis, amigdalitis,
faringitis, colitis, torcedura de tobillo, disloque del tabique de la nariz,
contusiones a la tibia, traumatismo encéfalo craneano, quemadura en
segundo grado sobre el brazo derecho a consecuencia de querer rescatar
la gallina castellana de una cazuela e infección del meñique del pie
izquierdo tras pisar un erizo tan descomunal, que cuando Mario se lo
desclavó rajándolo vengativo, alcanzó para una cena de toda la familia
con el solo expediente de echarle un toque de pebre, limón y algo de
pimienta.
Eran tan frecuentes las corridas a la posta del hospital de San Antonio,
que Mario Jiménez puso los restos mortales del ya utópico pasaje a París
de pie para la compra de una motoneta, que le permitiera alcanzar veloz
y seguro el puerto cada vez que Pablo Neftalí se masacrara algún aspec-
to de su cuerpo. Este vehículo procuró otra clase de alivio en la familia,
ya que los paros y huelgas de los camioneros, taxistas y almaceneros se
hicieron cada vez más frecuentes, y hubo noches en que faltó hasta pan
en la hostería porque ya no se encontraba harina. La motoneta fue la
cómplice exploradora, con que Mario se deshizo paulatinamente de la
cocina para rastrear aquellos lugares donde comprar algo con que la
viuda pudiera alegrar la olla.
-Hay plata, hay libertad, pero no hay que comprar -filosofaba la viuda,
en los té sociales de los turistas frente al televisor.
Una noche en que Mario Jiménez repasaba la lección 2 del libro
Bonjour, Paris estimulado por el tema de Rina Ketty y por Beatriz, quien
le reveló que esos gorgoritos que hacía, cuando decía la r, eran la puer-
ta abierta para un francés como el de los Champs Elysées, el toque pro-
fundo de una campana demasiado familiar lo distrajo para siempre de
las irregularidades del verbo être. Beatriz lo vio levantarse en trance,
caminar hacia la ventana, abrirla y oír en toda su dimensión el segundo
campanazo, cuyas ondas sacaron a otros vecinos de sus casas.
Sonámbulo, se colgó la bolsa de cuero en el hombro, y, estaba a punto
de salir a la calle, cuando Beatriz lo frenó con una llave al cuello y una
frase muy González:
-Este pueblo no soporta dos escándalos en menos de un año.
El cartero fue llevado hasta el espejo, y, al comprobar que su única
indumentaria era el bolsón reglamentario que en su actual posición ape-
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Mario Jiménez se atuvo rigurosamente a las bases del concurso. En
sobre aparte del poema, consignó un tanto avergonzado su escueta
biografía y sólo con el ánimo de decorarla puso al final: «recitales varios».
Se hizo escribir a máquina el sobre por el telegrafista, y concluyó la cer-
emonia derritiendo lacre sobre el envío y punzando la roja melaza con un
sello oficial de Correos de Chile.
-Por pinta no te gana nadie -dijo don Cosme, mientras pesaba la carta
y, en calidad de mecenas, se hurtaba a sí mismo un par de estampillas.
La ansiedad lo puso nervioso, pero al menos entretuvo la pesadumbre
que le causaba no ver al vate cada vez que traía la correspondencia. Dos
veces pudo asistir muy temprano a jirones de diálogos entre doña
Matilde y el médico, sin que alcanzara a informarse sobre la salud del
poeta. En una tercera ocasión, tras dejar el correo se quedó merodeando
el portón, y cuando el doctor se dirigía hacia su auto, le preguntó
sudoroso e impulsivo por el estado del vate. La respuesta lo sumió
primero en la perplejidad y, media hora más tarde, en el diccionario:
-Estacionario.
El día 18 de septiembre de 1973, La Quinta Rueda publicaría con moti-
vo del aniversario de la independencia de Chile una edición especial, en
cuyas páginas centrales y en robustas letras de titulares se incluiría el
poema premiado. Una semana antes de la tensa fecha, Mario Jiménez
soñó que Retrato a lápiz de Pablo Neftalí Jiménez González ganaba el
cetro, y que Pablo Neruda en persona le extendía la flor natural y el
cheque. De ese paraíso fue sustraído por unos golpes enervantes en la
ventana. Maldiciendo, fue a tientas hacia ella y, al abrirla, distinguió al
telegrafista escondido bajo un poncho, quien le adelantó de un zarpazo
la minúscula radio que emitía una marcha alemana conocida como Alte
Kamaraden. Sus ojos pendían cual dos tristes uvas en la grisura de la
niebla. Sin decir palabra ni cambiar su mueca, fue haciendo rodar el dial
del aparato, y de cada emisora resonó la misma música marcial, con sus
timbales, clarines, tubas y cornos licuados por los pequeños parlantes.
Luego, se encogió de hombros y, guardándose interminablemente, larga-
mente y demoradamente la radio por debajo del trabajoso poncho, dijo
con gravedad:
-¡Yo me borro!
Mario se rastrilló la melena con los dedos y, cogiendo el jersey
marinero, saltó por la ventana hacia la motoneta.
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En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados
había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar
sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa,
más fastidiosa que mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre
de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro
de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por
tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían
cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los pape-
les de la billetera era leído con más ansias de mitigar el tedio de vigilar
una caleta insignificante, que con minuciosidad antisubversiva; si el
transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin violencia a mostrar
uno a uno los productos: el detergente, el cartón de fideos, la lata de té,
las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un abur-
rido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pare-
ció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los con-
scriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando,
cada cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante
vozarrón.
Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió
cauteloso, y, sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de
los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y, borde-
ando los acantilados, avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la
arena.
En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca
de peligrosas aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los fre-
cuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendió el rollo que
contenía los telegramas, y estuvo una hora leyéndolos. Sólo entonces
estrujó el papel entre las palmas, y después lo puso bajo una piedra. La
distancia hacia el campanario, aunque empinada, no era larga. Pero, lo
detuvo una vez más ese tránsito de aviones y helicópteros, que había
conseguido ya el exilio de las gaviotas y los pelícanos. Por el abusivo
engranaje de su hélice y la fluidez con que de pronto se quedaban sus-
pendidos sobre la casa del vate, le parecieron fieras que olieran algo o un
voraz ojo delator, e inhibió su impulso de trepar la colina exponiéndose
tanto a despeñarse, como a ser sorprendido por la guardia del camino.
Buscó el consuelo de la sombra para moverse. Aunque no había oscure-
cido, de alguna manera la arisca pendiente parecía más protegida, sin la
presencia de ese sol que a ratos rajaba los nubarrones, y denunciaba
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pescado en la sartén.
-Ya se le va a acabar, poeta.
-No, mijo. No es la fiebre la que se va a acabar. Es ella la que va a
acabar conmigo.
Con la punta de la sábana, el cartero le limpió el sudor que le caía
desde la frente hasta los párpados.
-¿Es grave lo que tiene, don Pablo?
Ya que estamos en Shakespeare, te contestaré como Mercurio cuando
lo ensarta la espada de Tibaldo: «La herida no es tan honda como un
pozo, ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta
por mí mañana y verás qué tieso estoy».
-Por favor, acuéstese.
Ayúdame a llegar hasta la ventana.
-No puedo. Doña Matilde me dejó entrar, porque...
-Soy tu celestino, tu cabrón y el padrino de tu hijo. Gracias a estos
títulos ganados con el sudor de mi pluma, te exijo que me lleves hasta la
ventana.
Mario quiso controlar el impulso del poeta apretándole las muñecas.
La vena de su cuello saltaba como un animal.
-Hay una brisa fría, don Pablo.
-¡La brisa fría es relativa! Si vieras qué viento gélido me sopla en los
huesos. El puñal definitivo es prístino y agudo, muchacho. Llévame
hasta la ventana.
Aguántese ahí, poeta.
-¿Qué me quieres ocultar? ¿Acaso cuando abra la ventana no estará
allí abajo el mar? ¿También se lo llevaron? ¿También me lo metieron en
una jaula?
Mario adivinó que la ronquera le subiría a la voz, junto a esa humedad
que empezaba a brotarle en la pupila. Se acarició lento su propia mejilla
y luego se metió los dedos en la boca como un niño.
-El mar está allí, don Pablo.
-Entonces, ¿qué te pasa? -gimió Neruda, con los ojos suplicantes-.
Llévame hasta la ventana.
Mario hundió sus dedos bajo los brazos del vate, y lo fue alzando hasta
que lo tuvo de pie a su lado. Temiendo que se desvaneciera, lo apretó con
tal fuerza, que pudo percibir en su propia piel la ruta del escalofrío que
sacudió al enfermo. Como un solo hombre vacilante avanzaron hasta la
ventana, y, aunque el joven corrió la espesa cortina azul, no quiso mirar
lo que ya podía ver en los ojos del poeta. La luz roja de la sirena latigueó
su pómulo intermitentemente.
-Una ambulancia -se rió el vate con la boca repleta de lágrimas-. ¿Por
qué no un ataúd?
-Se lo van a llevar a un hospital de Santiago. Doña Matilde está
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dedos crispados la misma materia espesa que le rondaba por las venas y
le llenaba la boca de saliva. Creyó ver que, desde el oleaje metálico que
destrozaba el reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los
peces argentinos en una polvareda destellante, se construía con agua
una casa de lluvia, una húmeda madera intangible que era toda ella piel
pero al mismo tiempo intimidad. Un secreto rumoroso se le revelaba
ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa negra agua que era ger-
minación, que era la oscura artesanía de las raíces, su secreta orfebrería
de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al que todo
pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban, ronda-
ban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respi-
ramos y dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño des-
pidiéndose de su mano con que había señalado un cesto de manzanas
bajo el velador fúnebre): su casa frente al mar y la casa de agua que
ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que
también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las pal-
abras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un
día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas
y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como un
secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza
y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas san-
grantes le ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero
que Mario sí oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento des-
guarneció las penumbras:
Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus
pupilas alucinadas, le dijo:
-No se muera, poeta.
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La ambulancia se llevó a Pablo Neruda hacia Santiago. En la ruta, tuvo
que sortear barreras de la policía y controles militares.
El día 23 de septiembre de 1973, murió en la clínica Santa María.
Mientras agonizaba, su casa de la capital en una falda del cerro San
Cristóbal fue saqueada, los vidrios fueron destrozados, y el agua de las
cañerías abiertas produjo una inundación.
Lo velaron entre los escombros.
La noche de primavera estaba fría, y quienes guardaron el féretro,
bebieron sucesivas tazas de café hasta el amanecer. Hacia las tres de la
mañana, se sumó a la ceremonia una muchacha de negro, que había
burlado el toque de queda arrastrándose por el cerro.
Al día siguiente, hubo un sol discreto.
Desde el San Cristóbal hasta el cementerio, fue creciendo el cortejo,
hasta que, al pasar frente a las floristas del Mapocho, una consigna cele-
bró al poeta muerto y otra al presidente Allende. Las tropas con sus bay-
onetas caladas bordearon la marcha alertas.
En las inmediaciones de la tumba, los asistentes corearon La
Internacional.
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Mario Jiménez supo de la muerte del poeta en el televisor de la
hostería. La noticia fue emitida por un locutor engolado el cual habló de
la desaparición de «una gloria nacional e internacional». Seguía una
breve biografía hasta el momento de su Premio Nobel, y concluía con la
lectura de un comunicado, mediante el cual la Junta Militar expresaba
su consternación por la muerte del vate.
Rosa, Beatriz, y hasta el mismo Pablo Neftalí, contagiados por el silen-
cio de Mario, lo dejaron en paz. Se lavaron los platos de la cena, se
saludó sin énfasis al último turista que tomaría el nocturno hacia
Santiago, se hundió interminablemente la bolsa de té en el agua hervida
y se raspó con las uñas mínimos restos de comida adheridos al hule de
las mesas.
Durante la noche, el cartero no pudo dormir y las horas transcurrieron
con la vista en el techo, sin que un solo pensamiento las distrajera. Hacia
las cinco de la madrugada, oyó frenar autos ante la puerta. Al asomarse
a la ventana, un hombre de bigotes le hizo un gesto indicándole que
saliera. Mario se puso su yérsey marinero y vino hacia el portón. Junto
al hombre de bigotes, semicalvo, había otro muy joven de pelo corto,
impermeable, y un nudo de corbata abundante.
-¿Usted es Mario Jiménez? -preguntó el hombre de bigotes.
-Sí, señor.
-¿Mario Jiménez, de profesión cartero?
-Cartero, señor.
El joven de impermeable extrajo una tarjeta gris de un bolsillo, y la
revisó de una pestañeada.
-¿Nacido el siete de febrero de 1952?
-Sí, señor.
El joven miró al hombre mayor, y fue éste quien le habló a Mario:
-Bien. Tiene que acompañarnos.
El cartero se limpió las palmas de las manos sobre los muslos.
-¿por qué, señor?
-Es para hacerle unas preguntas -dijo el hombre de bigotes poniéndose
un cigarrillo en los labios y palpándose luego los bolsillos, como si bus-
cara fósforos. Vio venir la mirada de Mario a sus ojos-. Una diligencia de
rutina acotó entonces, pidiéndole fuego con un gesto a su acompañante.
Éste negó con la cabeza.
-No tiene nada que temer-le dijo luego el del impermeable.
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