1.1 Donald Worster, Haciendo Historia Ambiental
1.1 Donald Worster, Haciendo Historia Ambiental
1.1 Donald Worster, Haciendo Historia Ambiental
de la Tierra
Donald Worster
En los viejos tiempos, la historia como disciplina tenía una tarea por demás
sencilla. Todo mundo sabía que el único tema importante era la política, y el único
terreno de importancia era el del Estado-nación. Se suponía que uno investigara
las confabulaciones de los presidentes y los primeros ministros, la aprobación de
leyes, las luchas entre las cortes de justicia y los parlamentos, y las negociaciones
de los diplomáticos.
Esa vieja historia, tan segura de sí misma, no era tan vieja después de todo
–uno o dos siglos, a lo sumo. Emergió con el poderío y la influencia del Estado-
nación, y alcanzó la cima de su influencia en el siglo XIX y a principios del siglo
XX. Quienes la practicaban eran con frecuencia hombres de intensos sentimien-
tos nacionalistas, a quienes movía el patriotismo en la tarea de trazar el ascenso
de sus respectivos países, la formación del liderazgo político en los mismos, y sus
rivalidades con otros Estados en aras de la riqueza y el poder. Esos historiadores
sabían lo que contaba, o al menos así lo pensaban.
Sin embargo, hace algun tiempo la historia como “política acaecida” empezó
a perder terreno, al mismo tiempo que el mundo evolucionaba hacia una pers-
pectiva más global y, podría decirse, también más democrática. Los historiadores
perdieron parte de su confianza en que el pasado había sido tan meticulosamente
controlado o dirigido como creían, por unos pocos hombres que actuaban desde
posiciones nacionales de poder. Los académicos empezaron a descubrir grandes
1 “Apéndice” al libro The Ends of the Earth. Perspectives on Modern Environmental History, Donald Worster, editor,
Cambridge University Press, 1989.
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asumía que no hemos sido ni somos realmente parte de la Tierra. Los historia-
dores ambientales, por su parte, sostienen que ya no podemos permitirnos ser
tan ingenuos.
La idea de la historia ambiental apareció por primera vez en la década de
1970, a medida que tenían lugar conferencias sobre el predicamento global y mo-
vimientos populares ambientalistas ganaban impulso en diversos países. Entró
en escena, en otras palabras, en un momento de revalorización y reforma cultu-
rales a escala mundial.
La historia no fue la única disciplina afectada por aquella actitud ascendente
de preocupación pública: el mundo académico fue igualmente recepetivo en los
campos de las leyes, la filosofía, la economía, la sociología y de otras disciplinas.
Mucho después de que el interés popular en los problemas ambientales alcan-
zara su clímax y refluyera, en la medida en que los problemas mismos se hacían
más y más complicados, sin soluciones sencillas a la vista, el interés académico
siguió ampliándose y adoptando formas cada vez más sofisiticadas.
Puede decirse, así, que la historia ambiental nació a partir de un propósito
moral, asociada a fuertes compromisos políticos. Pero ha de decirse también que,
a medida que maduraba, se convirtió en una empresa académica que no tiene
una agenda exclusivamente moral o política que promover. Su objetivo princi-
pal pasó a ser uno de profundización de nuestra comprensión del modo en que
los humanos se han visto afectados por su medio ambiente natural y, al propio
tiempo, del modo en que han afectado a ese medio, y de los resultados que se han
derivado de ello.
Uno de los centros más activos de la nueva historia han sido los Estados Uni-
dos, lo que sin duda ha ocurrido a partir de la fuerza del liderazgo estaduni-
dense en materia ambiental. El primer intento de definir el campo tuvo lugar en
el ensayo “The State of Environmental History”, escrito por Roderick Nash. Nash
recomendaba observar el conjunto de nuestro entorno como a una suerte de do-
cumento histórico en el que los estadunidenses han venido escribiendo acerca de
ellos mismos y de sus ideales.
En fecha más reciente, un amplio esfuerzo de Richard White por rastrear el
desarrollo del campo concede crédito al trabajo pionero de Nash y al del histo-
riador conservacionista Samuel Hays, pero sugiere además la presencia de ante-
cedentes aún más tempranos en la escuela estadunidense de historiografía de la
frontera y el Oeste, entre autores tan preocupados por los problemas de la tierra
como Frederick Jackson Turner, Walter Prescott Webb y James Malin. Estas raí-
ces más antiguas empezaron a ser cada vez más aludidas en la misma medida
en que el campo se desplazaba más allá de la política conservacionista de Hays y
de la historia intelectual de Nash, para concentrarse en los cambios en el medio
ambiente mismo y considerar, una vez más, el papel del medio ambiente en la
conformación de la sociedad estadounidense.
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Francia ha sido otro centro de innovación, sobre todo en el caso de los his-
toriadores asociados a la revista Annales, que han venido llamando la atención
sobre el medio ambiente desde hace muchas décadas. La revista fue fundada en
1929 por dos profesores de la Universidad de Estrasburgo, Marc Bloch y Lucien
Febvre. Ambos estaban interesados en las bases ecológicas de la sociedad: Bloch,
a través de sus estudios sobre la vida del campesinado francés, y Febvre como
un geógrafo social.
Fernand Braudel, discípulo de Febvre, haría también del medio ambiente un
elemento de primer orden en sus estudios históricos, sobre todo en su gran obra
sobre el Mediterráneo. Para Braudel, el medio ambiente equivalía a la forma de
la tierra –montañas, llanuras, mares–, vista como un elemento casi intemporal
que conformaba la vida humana en procesos de larga duración. Para Braudel, la
historia comprendía mucho más que la sucesión de eventos en vidas individua-
les: en la más amplia de las escalas, existía una historia que que era vista desde
la perspectiva de la naturaleza, una historia “en la que todo cambio es lento, una
historia de constante repetición, de ciclos siempre recurrentes”.
Al igual que los historiadores de la frontera en los Estados Unidos, los An-
nalistes franceses vieron reanimarse sus intereses ambientales en el marco de los
movimientos populares de la década de 1960 y de principios de la de 1970. En
1974, la revista dedicó un número especial al tema de “Histoire et Environment”.
En un breve prefacio, Emmanuel Le Roy Ladurie –una de las principales figuras
en el campo–, ofreció esta breve descripción del programa del campo:
La historia ambiental une los más viejos y los más nuevos temas en la historio-
grafía contemporánea: la evolución de las epidemias y el clima, dos factores que
hacen parte integral del ecosistema humano; las series de desastres naturales
agravados por la falta de previsión, o incluso por la absurda “voluntad” de los
colonizadores más estúpidos; la destrucción de la Naturaleza, ocasionada por
el crecimiento de la población y/o por los predadores del sobreconsumo indus-
trial; los males de origen urbano e industrial, que dan lugar a la contaminación
del aire o el agua; la congestión humana o los niveles de ruido en las áreas urba-
nas, en un período de acelerada urbanización.2
Al rechazar que esta nueva historia fuera apenas una moda pasajera, Le Roy
Ladurie insistía en que el tipo de indagación al que se refería había estado en
marcha durante largo tiempo en realidad, como parte de un movimiento enca-
minado hacia una “histoire écologique”.
En efecto, mucho del material de la historia ambiental ha estado circulando
durante generaciones, si no durante siglos, y apenas empieza a ser reorganizado
a la luz de la experiencia reciente. Ese material incluye datos acerca de las mareas
y los vientos, sobre las corrientes oceánicas, la posición de unos continentes res-
2 Traducción de la versión en inglés redactada por Worster a partir del original en francés.
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pecto a otros, las fuerzas geológicas e hidrológicas que van creando nuestra base
de tierras y aguas. Abarca la historia del clima y los fenómenos atmosféricos, en
cuanto éstos han influido en la obtención de buenas o malas cosechas, elevado
o deprimido los precios, concluido o promovido epidemias, conducido a incre-
mentos o descensos de población.
Todas éstas han sido poderosas influencias en el curso de la historia, y siguen
siéndolo, como ocurre en el caso de grandes terremotos que destruyen ciudades,
o en el de la influencia de las hambrunas que siguen a las sequías sobre el flujo
de los asentamientos. El hecho de que tales influencias sigan actuando a fines
del siglo XX pone en evidencia lo lejos que aún estamos de controlar el medio
ambiente a nuestra entera satisfacción.
En una categoría algo distinta figuran aquellos recursos vivientes de la tie-
rra, a los que el ecologista George Woodwell considera como los más impor-
tantes de todos: las plantas y los animales (y uno se sentiría tentado a agregar
el suelo en tanto que organismo colectivo) que, al decir de Woodwell, “mantie-
nen a la biósfera como un habitat adecuado para la vida”. Estos recursos han
sido mucho más susceptibles que los abióticos a la manipulación humana, y
nunca antes tanto como hoy. Pero los patógenos también son parte de ese reino
viviente y, a pesar de la efectivdad de la medicina, siguen siendo un agente
decisivo en nuestro destino.
Dicho en vernacular, pues, la historia ambiental se refiere al papel de la na-
turaleza en la vida humana. De manera convencional, entendemos por “natu-
raleza” el mundo no humano, el mundo que nosotros no hemos creado en un
sentido primario. El “medio social”, el escenario en que los humanos interac-
túan únicamente entre sí en ausencia de la naturaleza, está por tanto excluido.
De igual modo lo está el ambiente construido o artificial, el espacio de las cosas
hechas por los humanos y que pueden llegar a ser tan ubicuas como para cons-
tituir una suerte de “segunda naturaleza” en torno a ellos.
Esta última exclusión podría parecer especialmente arbitraria, y en cierto gra-
do lo es. De manera creciente, en la medida en que los humanos van dejando su
marca en las selvas, los bancos genéticos, las capas polares, podría parecer que
no existe una diferencia práctica entre lo “natural” y lo “artificial”. Sin embargo,
vale la pena conservar la distinción, porque ella nos recuerda que existen diferen-
tes fuerzas en actividad en el mundo, y que no tdas ellas emanan de los humanos:
algunas permanecen espontáneas y capaces de generarse por sí mismas.
La totalidad del medio ambiente construido expresa a la cultura: ya se ha
avanzado mucho en su estudio a través de la historia de la arquitectura, de la
tecnología y del hecho urbano. Sin embargo, fenómenos como las selvas y el ciclo
del agua nos plantean la presencia de energías autónomas que no se derivan de
nosotros. Esas fuerzas inciden en la vida humana, estimulando determinadas re-
acciones, defensas y ambiciones. Por ello, cuando avanzamos más allá del mun-
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gama de temas, familiares unos y poco familiares los otros. De esa síntesis, espe-
ramos, surgirán nuevas preguntas y respuestas.
3 El uso de los “sistemas” en el lenguaje científico puede ser engañoso y estar asociado a una jerga. El American
Heritage Dictionary define un sistema como “un grupo de elementos interactuantes, interrelacionados o interde-
pendientes, que conforman, o son vistos como, una entidad colectiva”. Podría por tanto hablarse de sistemas
en la naturaleza, en la tecnología o en la economía, o en el pensamiento y en la cultura. Todos estos, a su vez,
podrían ser descritos en su interacción sistémica, hasta que la mente vacila ante la complejidad.
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temas naturales, y hasta qué punto son susceptibles de alteración? ¿Resulta ade-
cuado describirlos como equilibrados y estables hasta que el ser humano entra en
contacto con ellos? Y, si es así, ¿en qué momento resulta excesivo un cambio en
su equilibrio, al punto de dañarlos o destruirlos?
El daño a un organismo individual puede ser definido con facilidad: con-
siste en un deterioro de su salud o, finalmente, en su muerte. De igual modo,
no es difícil determinar el daño sufrido por una población, simplemente por
la declinación en el número de sus integrantes. Sin embargo, el daño a ecosis-
temas enteros es asunto de mayor controversia. Nadie discutiría que la muer-
te de todos sus árboles, aves e insectos significaría la muerte del ecosistema
de una selva húmeda, o que el desecamiento de una laguna condenaría a ese
ecosistema a la desaparición. Pero la mayor parte de los cambios tienen un
carácter menos catastrófico, y se carece de un método sencillo para evaluar el
grado de deterioro.
La dificultad inherente a la determinación del daño a un ecosistema es válida
tanto en el caso de los cambios introducidos por los seres humanos como en el
de los que se deben a fuerzas no humanas. Una tribu sudamericana, por ejem-
plo, puede limpiar una pequeña parcela en la selva con sus machetes, sembrar
unas pocas cosechas y dejar después que la selva vuelva a ocupar el terreno.
Tales prácticas agrícola de tumba y quema han sido vistas por lo general como
inofensivas para el ecosistema en su conjunto, cuyo equilibrio natural se ve
eventualmente restaurado. Sin embargo, en algun punto a lo largo del proceso
de intensificación de este estilo de agricultura la capacidad de la selva para rege-
nerarse a sí misma debe verse afectada de manera permanente, y el ecosistema
resultar deteriorado.
¿Cuál es ese punto? Los ecologistas no están seguros, ni pueden ofrecer res-
puestas precisas. Por ello, el historiador de lo ambiental suele terminar hablando
acerca de “cambios” inducidos por las personas en el medio ambiente –siendo
aquí “cambio” un término neutral e indiscutible–, antes que del “daño”, un con-
cepto mucho más problemático.
Hasta hace poco, la principal autoridad en la ciencia de los ecosistemas ha
sido Eugene Odum, a través de diversas ediciones de su popular libro de texto
Fundamentals of Ecology. Odum es un hombre de sistemas sin paralelo, que ve al
conjunto de los dominios de la naturaleza como una totalidad jerárquicamente
organizada en sistemas y subsistemas, todos ellos compuestos por partes que
funcionan de manera armonisoa y homeostática, en un conjunto en el que el rit-
mo de cada sistema recuerda a la concepción de la naturaleza como un mecanis-
mo de relojería sin fallas, propia del siglo XVIII.
Si aquella versión temprana estaba supuesta a revelar la presencia de la
mano ingeniosa del divino creador del mecanismo, la de Odum, por el con-
trario, resulta del trabajo espontáneo de la naturaleza. Sin embargo, tiende a
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reconstrucción de ambientes del pasado debe incluir no sólo a las selvas y los
desiertos, a las boas y las serpientes de cascabel, sino también al animal huma-
no y sus éxitos y fracasos en su propia reproducción.
flicto de clases. Ninguna de las dos teorías se basta para explicar de manera ade-
cuada el pasado. Juntas, podrían trabajar de manera más efectiva, compensando
cada una las limitaciones de la otra. Hasta donde sabemos, en la medida en que
el curso de la historia ha sido forjado por fuerzas materiales –y resultaría difícil
que alguien negara que éstas han sido efectivamente importantes–, sin duda ne-
cesitaremos algo parecido a tal combinación de las dos teorías.
Los modos de producción constituyen un desfile sin fin de estrategias, tan
complejas en sus taxonomías como la miríada de insectos que vibra en la cubierta
de una selva tropical, o los brillantes peces de colores en un arrecife de coral. En
términos muy generales, podríamos hablar de modos tales como el de la caza y
la recolección, la agricultura, y el capitalismo industrial moderno. Pero con ello
sólo habríamos establecido el lineamiento más elemental de cualquier taxono-
mía integral. Debemos incluir también, en tanto que modos, submodos –o sus
variantes–, la historia de los vaqueros conduciendo el ganado por los pastos de
Montana; de los pescadores de piel oscura lanzando sus redes en la costa de Ma-
labar; de los lapones que siguen a sus renos; de los obreros industriales de Tokio
comprando algas y sacos de arroz en un supermercado. En todas estas instancias,
y en otras aun, el historiador de lo ambiental aspira a conocer qué papel desem-
peña la natrualeza en la conformación de los métodos productivos y, a su vez,
qué impacto tienen tales métodos en la naturaleza.
He aquí el antiguo diálogo entre la economía y la ecología. Si bien ambos
términos derivan de una misma raíz etimológica, han venido a designar dos
esferas separadas, y por una buena razón: no todos los modos económicos son
ecológicamente sustentables. Algunos perduran por siglos, incluso por mile-
nios, en tanto que otros aparecen apenas por breve tiempo para desvanecerse
después, como fracasos en el proceso de adpatación. Y a fin de cuentas, con-
siderando las cosas en el largo plazo del tiempo, ninguno de esos modos ha
estado jamás adaptado perfectamente a su medio ambiente, o de lo contrario
existiría muy poca historia.
bien somos nosotros los que nos encargamos de conformarlo en medida cada vez
mayor, y a menudo de manera desastrosa. Ahora, la responsabilidad común de
ambas disciplinas consiste en descubrir porqué la gente moderna se ha esforzado
tanto en escapar a las restricciones de la naturaleza, y cuáles han sido los efectos
ecológicos de ese deseo.
Planteada de manera tan amplia, con tantas líneas posibles de investigación,
podría parecer que la historia ambiental no tiene coherencia, que icnluye prác-
ticamente todo lo que ha sido y lo que será. Puede parecer tan abarcadora, tan
compleja y tan exigente como para resultar imposible de ejercerla salvo en el más
restringido de los lugares y los tiempos: por ejemplo, en una isla pequeña y poco
poblada, muy alejada del resto del mundo y, además, sólo durante un período
de seis semanas.
Los historiadores de todos los campos reconocerán ese sentimiento de verse
engullido por su propio objeto de estudio. Más allá de lo inclusiva o especializa-
da que sea la propia perspectiva, en estos días el pasado parece ser una confusión
rumorosa de voces, fuerzas, acontecimientos, estructuras y relaciones que plan-
tean un desafío insalvable a cualquier intento de comprensión coherente.
Los franceses hablan valientemente de hacer una “historia total”. La historia
lo es todo, dicen, y todo es historia. Por noble y verdadero que pueda ser ese des-
cubrimiento, no nos facilita mucho las cosas. Incluso la delimitación de alguna
parte de la totalidad para designarla “medio ambiente” podría dejarnos a cargo
de la tarea aún insoluble de intentar escribir la historia de “casi todo”. Desgracia-
damente, ya no existe para nosotros otra alternativa viable. Nosotros no creamos
ni a la naturaleza ni al pasado: de ser así, los hubiéramos hecho más sencillos a
ambos. Ahora nos enfrentamos al desafío de establecer algun sentido en ellos –y,
en este caso, de encontrar el sentido de la íntima unidad de su labor conjunta.