Bruno Cuneo, Un Montón de Imágenes Quebradas. Spleen, Melancolía de La Cita y Estética Del Fracaso en "La Tierra Baldía" de T. S. Eliot
Bruno Cuneo, Un Montón de Imágenes Quebradas. Spleen, Melancolía de La Cita y Estética Del Fracaso en "La Tierra Baldía" de T. S. Eliot
Bruno Cuneo, Un Montón de Imágenes Quebradas. Spleen, Melancolía de La Cita y Estética Del Fracaso en "La Tierra Baldía" de T. S. Eliot
BRUNO CUNEO
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
1 Peter Sloterdijk, “La Teoría Crítica ha muerto,” en Revista Pensamiento de los Confines, nº 8 (2000),
pp. 130-140
2 El “Grübler,” ha explicado Walter Benjamin, que otorgó este título a Baudelaire, es un tipo his-
2
En un ensayo sobre La Tierra Baldía, el poeta Conrad Aiken reproduce el si-
guiente diálogo que dice haber sostenido con su autor:
–Ya sabes, he titulado “Anatomía de la Melancolía” a mi largo estudio sobre tu
poema–. Se volvió hacia mí con esa furia de la que sólo él era capaz y me respondió
secamente: “la melancolía no tiene nada que ver en esto.” A lo que repuse: “la refe-
rencia, Tom, es a la Anatomy of Melancholy de Burton y la extraordinaria cantidad de
citas que contiene (4).4
El largo poema (434 versos en total), aparecido por primera en 1922 en la
revista The Criterion y estructurado en cinco partes o secciones, incluía, en efec-
to, más de 35 citas de obras de la tradición literaria y religiosa, varias de ellas en
su idioma original, además de un complejo simbolismo mítico-religioso, que
3 Este entreveramiento entre drama histórico y personal, que volverá a presentarse en obras tan
importantes como La tumba sin sosiego de Cyrill Connoly, El dolor de Giuseppe Ungaretti o La
Tempestad y lo otro de Eugenio Montale, por nombrar sólo algunas, debe tenerse muy presente a la
hora de leer La Tierra Baldía, toda vez que su complejo simbolismo está también teñido de conno-
taciones sexuales. De hecho, al final de su vida, hastiado tal vez de las lecturas que podríamos
llamar “culturales” del poema, Eliot confesaría que éste no había sido más que el “desahogo de
un agravio, personal y totalmente insignificante, contra la vida: un simple trozo de refunfuñami-
ento rítmico.”
4 Conrad Aiken, “An Anatomy of Melancoly,” en Jay Martin (ed.) A Collection of Critical Essays on
“The Waste Land,” Prentice-Hall, Inc., Englewood Cliffs: New Yersey, 1968, pp. 52-58
2
hacía las veces de armazón, inspirado por los estudios de Sir James G. Frazer
(La rama dorada,1890-1922) y su discípula Jessie L. Weston (From ritual to the ro-
mance,1920) sobre los ritos mediterráneos arcaicos de vegetación y la leyenda del
Santo Graal respectivamente. Un año más tarde, con ocasión de una nueva edi-
ción del poema en formato de libro, Eliot le añadiría, en un gesto inédito hasta
entonces en la historia literaria, un largo anexo con casi medio centenar notas
aclaratorias sobre el simbolismo del poema y las citas allí presentes. Muchos
han interpretado este bizarro gesto como una humorada orientada a despistar a
los lectores, sin que ninguno se haya detenido a reflexionar demasiado sobre el
hecho de que desde Freud sabemos que el humor, y la cuestión resulta para-
digmática tratándose del humor inglés, guarda una estrecha relación con los
traumatismos inconscientes, respecto de los cuales, se nos dice, es un mecanis-
mo destinado a elaborarlos. Propongo entonces que por una vez siquiera nos
tomemos esta cuestión en serio e intentemos pensar hasta qué punto las notas y
el acopio de citas en el poema, incluso más allá de lo que Aiken y Eliot estarían
dispuestos a admitir, constituyen un resorte fundamental del poema que no só-
lo nos instruye, como sugiere Sloterdijk, acerca de la incapacidad de cierto arte-
facto literario moderno o posmoderno de resolverse original y elocuentemente
frente a las contradicciones más actuales, sino también sobre la especificidad del
pathos melancólico de nuestro tiempo, e incluso sobre la vigencia o no de las
expectativas terapéuticas que tradicionalmente han sido depositadas en la expe-
riencia artística y literaria.
3
Eliot escribió alguna vez que la originalidad de un poeta no se resiente, al
contrario, de la influencia que pudieran ejercer sobre su obra los poetas prece-
dentes. En el caso del propio Eliot, precedentes importantísimos y reconocidos
de su obra son, sin duda alguna, las poéticas de Dante y Donne, pero sobre to-
do la de Baudelaire y luego, por extensión, la de Laforgue. De Baudelaire, en
efecto, declara haber aprendido no sólo a “convertir en poesía lo no poético”
de la metrópolis moderna,5 algo que desde el gran poeta francés será valorado
como una prueba de verdadero heroísmo artístico –el “heroísmo de la vida
moderna”–, sino también que el temple o la disposición afectiva más caracterís-
5 “Creo que de Baudelaire aprendí por primera vez un precedente de las posibilidades poéticas –
jamás aprovechadas por ninguno de los poetas que escribían en mi idioma– de los aspectos más
sórdidos de la metrópolis moderna, de la posibilidad de fusión entre lo sórdidamente real y lo
fantasmagórico, la posibilidad de yuxtaponer lo vulgar y lo fantástico. De él, y también de Lafor-
gue, aprendí que el género de experiencia con que contaba un adolescente en una ciudad industri-
al de Norteamérica, podía ser tema de poesía; y que el hontanar de la nueva poesía podía encon-
trarse en lo que hasta entonces se había considerado como imposible, estéril e irremediablemente
antipoético. Y que, en realidad, la misión del poeta era escribir poesía con los recursos inexplora-
dos de lo poético; que el poeta, de hecho, estaba comprometido por su profesión a convertir en
poesía lo no poético.” T.S. Eliot, “Lo que Dante significa para mí,” en Criticar al crítico, Alianza:
Madrid, 1975, p.167
3
tica de la sociedad industrial y de masas, y en relación al cual ese heroísmo esta-
rá llamado una y otra vez a medirse, es el spleen (tedio, hastío, aburrimiento), una
versión moderna, históricamente signada, de ese viejo pathos melancólico que
ya Aristóteles considerara, en su famoso “Problema XXX,” un estado de ánimo
característico de los hombres excepcionales en general y, en particular, de los
poetas.
De todo esto tenemos una prueba más que fehaciente en los guiños lanzados
al autor de Las flores del mal en los versos finales de la primera parte de La Tierra
Baldía que lleva por título “El entierro de los muertos” (“The burial of the
dead”). Esos versos, creemos, configuran un momento altamente sensible para
captar el afecto que moviliza al poema en su totalidad y todo lo que ese afecto
compromete para el natural desenvolvimiento del proceso imaginativo:
Ciudad irreal,
bajo la parda niebla de un amanecer de invierno,
tal multitud fluía sobre el Puente de Londres,
que nunca hubiera yo creído ser tantos los que la muerte arrebatara.
Llevaban todos los ojos clavados
delante de sus pies y exhalaban suspiros…
cuesta arriba y luego calle King William abajo,
hacia donde Santa María Woolnoth guarda las horas
con un sonido grave al final de la novena campanada.
Allí vi a un desconocido, y le detuve llamándole “¡Stetson!
¡tú que estabas conmigo en los barcos de Mylae!
¿aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
ha comenzado a germinar? ¿Florecerá este año?
¿o la repentina escarcha perturba su lecho?
oh, aleja de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
que si no, ¡lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
¡Tú, hypocrite lecteur – mon semblable, – mon frère!” 6
Si ya en el título mismo de esta primera sección del poema resuena el tono
luctuoso que lo moviliza íntegramente y la atmósfera lúgubre que lo ciñe, la do-
ble referencia estratégica, como decíamos, a dos poemas de Las Flores del Mal en
el primer y último verso, sin contar las escabrosas referencias al Inferno dantes-
co, vendría a confirmar nuestra impresión de que el spleen, como en Baudelaire,
6 “Unreal City/Under the brown fog of a winter dawn,/A crowd flowed over London Bridge, so
many,/I had not thought death had undone so many./Sighs, short and infrequent, were exha-
led,/And each man fixed his eyes before his feet,/Flowed up the hill and down King William
Street/To where Saint Mary Woolnoth kept the hours/With a dead sound on the final stroke of
nine./There I saw one I knew, and stopped him, crying, “Stetson!/You who were with me in the
ships at Mylae!/That corpse you planted last year in your garden,/Has it begun to sprout? Will it
bloom this year?/Or has the sudden frost disturbed its bed?/Oh keep the Dog far hence, that’s
friend to men,/Or with his nails he’ll dig it up again!/You! hypocrite lecteur! – mon semblable! –
mon frère!.” Citamos la excelente traducción de Ángel Flores, en T. S. Eliot, Tierra baldía y otros
poemas. Colección “Los Grandes Poetas,” Buenos Aires, 1954
4
es el temple esencial, el bajo continuo predominante, del poema de Eliot, por
no decir de su obra toda.7 Ahora bien, los dos poemas de Baudelaire directa-
mente aludidos, alusión debidamente consignada por lo demás en la notas, son
“Los Siete Viejos” y el importantísimo poema-prefacio titulado “Al lector.” Di-
gamos brevemente algo sobre ambos poemas comenzando por el último.
En el poema inaugural de Las flores del mal, el spleen es presentado por Baude-
laire, no como uno más, sino como el germen y por ello “el más repugnante”
de todos los vicios que componen la infame galería moral del ser humano.
Consiste éste, en el fondo, en la notificación afectiva (pienso en los “heraldos
negros” de Vallejo), insistente y dolorosa, de su condición de viviente enfrenta-
do a cada instante a una falta originaria, a una temporalidad excavada a cada
momento por la evidencia incontrarrestable de su mortalidad, una evidencia
que bastaría por sí sola para minar hasta la médula cualquiera de sus esfuerzos
por corregirse o elevarse por encima de sí mismo supliendo esa falta de algún
modo.8 Con todo, este funesto temple, que es “eco en nosotros del tiempo que
se desgarra” (Cioran), que ha alimentado en todas las épocas la profusa imagi-
nería del “tiempo devorador,” de la vida como nutrición de la muerte, que ha
sido el fermento de todos los vapores negros de la melancolía, no es sin embar-
go en Baudelaire a tal punto inmemorial que no pueda recibir de la “modernité”
o de la “época presente,” para emplear el título de un escrito de Kierkegaard,
que reflexionó intensamente sobre el hastío (“estar muriendo la muerte,” lo
llamó), una específica intensidad y coloratura, una peculiar “signatura histórica.”
En otras palabras, la específica negatividad del spleen baudeleriano, en virtud de
7 Eliot, en efecto, parece haberse interesado tempranamente en este motivo. Así lo corrobora su
poco conocido poema “Spleen,” que data de 1910: “Domingo: esta satisfecha procesión/de des-
pejados rostros dominicales; bonetes, sombreros de seda y aprendidas gracias/que, de tan repeti-
das, sustituyen tu dominio mental/por una digresión sin garantía./¡La tarde, las luces y el
té!/Niños y gatos en el callejón;/Un desánimo incapaz de amotinarse/Contra esta estúpida con-
spiración.//Y la vida, algo calva y gris,/Lánguida, fastidiosa, insípida,/de sombrero y guantes,/de
corbata y traje,/Espera puntualmente,/(como impaciente por la demora)/En el portal del Abso-
luto.” Lo interesante de este poema es que fue compuesto a la vista del mismo paisaje citadino
que años antes cautivara a Baudelaire: ese año, en efecto, Eliot se encontraba estudiando filosofía
en París. (La traducción, tentativa, del poema es nuestra). Por otra parte, el músico Hector Berli-
oz, que sufriera de agudas crisis de spleen durante toda su vida, observó en sus Memoirs, que los dí-
as domingos son particularmente propicios para la fermentación de los negros vapores del abur-
rimiento. Una iconología moderna, al estilo de la de Ripa, no podría desdeñar ese dato. Sobre el
“aburrimiento dominical” véase también Vladimir Jankélévitch, La aventura, el aburrimiento, lo serio.
Taurus: Madrid: 1989, p. 85
8 Pablo Oyarzún ha formulado esto mismo en mejores términos: “El temple del hastío” –dice–
“excava en el sujeto un sentimiento del tiempo cuya oquedad se revela como determinación ori-
ginaria de ese mismo sujeto, en la medida en que se distiende con la inmensidad abisal del recuer-
do. Entre el spleen y la memoria subsiste una relación enteramente indisociable […] El dolor del
hastío es, pues, el dolor del tiempo como dimensión de la mortalidad. Gravemente imantado por
ésta, el spleen se constituye como memoria de la infinitud de la muerte.” Cf. “Una estética de la
subjetividad” (prólogo a El pintor de la vida moderna de Charles Baudelaire), en revista Pensar & Poe-
tizar, Instituto de Arte PUCV, nº1 (2001), p. 16
5
la cual sería irreductible a cualquier versión anterior del pathos melancólico,9 es-
tá emparentada con un tipo de experiencia específica respecto de la cual, como
todo afecto, es una reacción motriz. Esa experiencia, tal como lo demostró
Walter Benjamin de manera inigualable hasta hoy, corresponde a la experiencia
del sujeto alienado en la sociedad industrial y de masas.
Según Walter Benjamin,10 que veía en Baudelaire a un eximio “detective in-
voluntario” de la sociedad capitalista (de “la moral del mostrador,” como solía
llamarla el poeta), el spleen es un fenómeno psicológico resultante no sólo de la
constatación de nuestra irreversible caducidad, sino también de los procesos
psíquicos ligados al fetichismo de la mercancía y los primeros enfrentamientos
de los hombres modernos con las maniobras especializadas de la producción
industrial o maquinal. En el primer caso, decía Benjamin, el spleen era una reac-
ción psico-motriz frente a la inevitable y reiterada obsolescencia a la que se ve
enfrentada, a poco andar, ese halo de novedad, ese esplendor banal o pseudo-
feérico, de que se invisten las cosas una vez que se han transformado en mer-
cancías, y cuyo paradigma vendría ser la moda. El spleen, en este sentido, no se-
ría más que “un sentimiento de catástrofe en permanencia,” el índice afectivo,
trocado en hueca lasitud, de que ninguna novedad puede colmar el deseo, con-
tinuamente atenazado, ni mucho menos romper el cerco de embotamiento que
va levantando a su alrededor la sociedad industrial, como en nuestros días la so-
ciedad de consumo. En el segundo caso, esto es vinculado a los ritmos de la
producción maquinal, el spleen sería, según el mismo Benjamin, el afecto corres-
pondiente a la experiencia de una temporalidad cada vez más abstracta o cuanti-
tativa (el “tiempo del reloj” de que habla Heidegger), muy importante para la
regulación y optimización de los procesos productivos, pero que tiene en los
individuos repercusiones psicológicas muy profundas, una de las cuales es lle-
varlo a experimentar de manera creciente una insoportable sensación de rutina
y la atrofia consecuente de su aptitud para percibir misterios y diferencias. Co-
mo Sísifo frente a su roca –la metáfora es de Engels–, el extenuado trabajador
moderno experimentaría una y otra vez frente a la máquina un pregusto de la
fatalidad de la historia –“la eterna repetición de lo mismo en el contexto de lo
9 Algunos consideran el spleen baudeleriano una simple versión más del afecto melancólico, lo
cual, sin ser falso, tiende a opacar sus rasgos específicos. Es cierto que el mismo Baudelaire utiliza
varias veces la palabra “melancolía” en vez de “spleen” y que en un proyecto de dedicatoria de
Las flores del mal llegará incluso a hablar de su libro como de un genuino “diccionario de la melan-
colía;” sin embargo, si la mayor parte de las veces recurre al vocablo anglosajón –spleen–, en dicho
desplazamiento idiomático debe jugarse una intención más profunda que la de no utilizar, como
sugiere Jean Starobinski, una palabra un tanto gastada por la poesía romántica, que asocia gene-
ralmente el temple melancólico a la reflexión solitaria en paisajes naturales escarpados o ruinosos.
Stefan George, por su parte, vertió al alemán el título de la primera sección de Las flores del mal
(“Spleen e Ideal”) como “Trübsinn und Vergeitigung,” esto es, “Melancolía y Espiritualización.”
La precisión de los rasgos específicos y las determinaciones históricas del spleen en la obra de
Baudelaire parece hasta hoy una tarea pendiente de la crítica.
10 Cf. fundamentalmente “Sobre algunos temas en Baudelaire” (1939), “Zentralpark” (1940) y los
6
siempre igual”– y de los castigos infernales. Esto último, dicho sea de paso, po-
dría explicar, al menos en parte, la profusa imaginería infernal y demoníaca que
recorre el poemario de Baudelaire de cabo a rabo (“Es el diablo quien urde los
hilos de que pendemos/hacia el infierno cada día un paso damos,” dice en “Al
lector”); se trata, en efecto, de una alegoría que desde entonces volverá casi ob-
sesivamente en muchas obras de la literatura moderna más sombría (Dosto-
yevski, Rimbaud, Strindberg), en el mismo Eliot11 y en Walter Benjamin, que
entre las miles de notas y citas de su Passagenwerk nos ha dejado este desolador
“pasaje”:
“La modernidad como tiempo del infierno. Los castigos son siempre lo más nuevo
que se produce en este dominio. No se trata de decir que las mismas cosas sucedan
sin cesar, menos aún de hablar aquí del eterno retorno. Se trata más bien de esto: el
rostro del mundo jamás se modifica en aquello que tiene de más nuevo, esta nove-
dad extrema permanece en todo momento idéntica a sí misma. Es ella la que consti-
tuye la eternidad del infierno. Determinar la totalidad de los rasgos bajo los cuales lo
“moderno” se manifiesta equivale a una presentación del infierno.” 12
El spleen, como afecto temporal agudamente doliente y vinculado de modo
esencial a la existencia de los individuos en el infernal paisaje de las metrópolis
capitalistas, volverá a presentarse una vez más, como a todo lo largo de Las flo-
res del mal, en “Los siete viejos,” el segundo de los poemas evocados por Eliot
en el fragmento de La Tierra Baldía que citáramos más arriba. En primer lugar
cabe hacer notar que el poema es el segundo de una trilogía –los otros dos son
“El Cisne” y “Las Viejecitas”– dedicada a Víctor Hugo, el célebre poeta huma-
nitarista, solitario y condolido observador de los miserables, que por la época
en que Baudelaire le dedica estos poemas se encuentra autoexiliado, por su
oposición al régimen de Luis Napoleón Bonaparte, en la isla de Guernsey, fren-
te a las costas de Francia. En segundo lugar es importante notar que la serie,
además de un único destinatario, posee un denominador común: conjuntamen-
te con evocar el sentimiento de hastío del hablante –“ a sus fatales humores
obediente,” como dirá en “Las viejecitas”–, perdido y solo entre la multitud ci-
tadina, le adosa, como complemento, un sentimiento de exilio, una aguda nos-
talgia, trocada en reflexividad infinita casi sin objeto o sin más objeto que su
propia tristeza, que súbitamente y como por efecto de un delirio alucinatorio
11 Las alusiones al inferno de Dante para significar “el panorama de infinita vanidad y caos de la
vida moderna” son recurrentes en Eliot, no sólo en La Tierra Baldía, sino también en otros poe-
mas. La siguiente declaración confirma la persistencia de este motivo: “Veinte años después de
haber escrito The Waste Land, escribí en Little Gidding un pasaje con la pretensión de que fuera el
equivalente más próximo que yo podía conseguir de un Canto del Inferno o del Purgatorio, tanto
en su estilo como en su contenido. La intención, desde luego, era la misma que guiaba mis alusi-
ones a Dante en The Waste Land: sugerir en la mente del lector un paralelo, por medio del con-
traste entre el infierno y el purgatorio que Dante visitó y la escena alucinante que seguía a un
bombardeo.” T. S. Eliot, “Lo que Dante significa para mí,” en op. cit, pp.169-70
12 Convoluto S I, 5. Traduzco de la edición francesa: Paris, capitale du XIX siècle (Le livre des passages).
7
(que algunos han asociado a la ingesta de hachís), lo incorpora a una dimensión
fantasmagórica, poblada de demonios y espectros, en la que adquiere contextu-
ra material o alegórica tanto su aguda conciencia del carácter repetitivo y
homogéneo de su experiencia temporal como también de su condolida frater-
nidad (el “temblor fraterno,” como lo llama Baudelaire) para con todo aquello
que se muestra desgraciado y huérfano.13 “Los siete viejos,” podríamos decir, es
un poema paradigmático en este sentido: trata de la aparición, repetida siete ve-
ces, casi como si se tratara de una verdadera procesión infernal, de un viejo de
aspecto repulsivo que, como apunta certeramente Walter Benjamin, expresa “la
angustia de citadino,” nacida de su no poder romper el “círculo mágico” del
spleen por más que ensaye las más grandes excentricidades.
Todos estos decadentes motivos e inquietantes alegorías, tan característica-
mente baudelerianas, ingresarán en la paráfrasis y en la cita que de ambos poe-
mas hace Eliot en La Tierra Baldía. De este modo sería lícito pensar que la cita
del último verso de “Al lector,” estratégicamente al final y en francés (“Tú, hy-
pocrite lecteur, pon semblable, mon frère!”), podría estar operando en el mismo
sentido que en el poema de Baudelaire, esto es, daría cuenta una vez más de la
absoluta impertinencia y feble posibilidad de la poesía lírica en un contexto his-
tórico en el que la degradación de la experiencia y la familiarización con el spleen,
su índice afectivo, ha terminado por anular en los lectores toda receptividad pa-
ra la nuevo y lo diferente, a cuya conquista, como si de lo que se tratara en la
experiencia imaginativa consistiera sin más en abrir una brecha de la singulari-
dad (la nouveté) en el presente homogéneo e indiferente, se consagra todo el
esfuerzo de Baudelaire a lo largo de su poemario. En cuanto a la paráfrasis de
“Los siete viejos,” refrendada por el verso “Unreal city,” que remite al baude-
laeriano “Fourmillante cité, cité pleine de rêves,” su objetivo sería esta vez vin-
cular aquel funesto temple con el panorama existencial, fantasmagórico o irreal
de la metrópolis londinense de post-guerra, como antes Baudelaire en relación
al cambiante y afiebrado panorama urbano de París. Ante el espectáculo de la
masa de oficinistas que transita mecánica y sombríamente por entre las ruinas
de la gran ciudad inglesa devastada por los bombardeos de la última guerra
(“Llevaban todos los ojos clavados/delante de sus pies y exhalaban suspi-
ros…”), también el solitario hablante de La Tierra Baldía padecería la alucina-
ción ominosa de hallarse en medio de un tropel de muertos que camina en cír-
culos, como los condenados del inferno dantesco o los siete viejos del poema
de Baudelaire. La niebla londinense, proverbialmente más densa que la parisina
13 “Hacia esos lugares –escribe Baudelaire en otro lugar– prefieren dirigir el poeta y el filósofo sus
ávidas conjeturas. Hay en ellos un pasto seguro. Pues, si tal como insinuaba hace unos instantes,
existe algún recinto cuya vista desdeñen, este es, principalmente, la alegría de los ricos. No hay
nada que los atraiga en esa turbulencia en el vacío. Por el contrario, se sienten irresistiblemente
arrastrados hacia todo lo débil, lo que está arruinado, entristecido y huérfano.” Cfr. “Las Viudas,”
en Spleen de París (Pequeños poemas en prosa). Colección Traducción de Textos – Instituto de Arte
PUCV, nº2 (2003). Introducción, traducción y notas de Pablo Oyarzún R.
8
evocada por éste (“una amarilla niebla ensuciaba el espacio”), devendría a su
vez el aura tenebrosa, la rarefacción vaporosa de un sentimiento temporal pro-
pia de almas condenadas y sin posibilidad de trascendencia: “El aburrimiento
profundo – dirá años más tarde Heidegger – va rodando por las cimas de la
existencia como una silenciosa niebla y nivela todas las cosas, a los hombres y a
uno mismo, en una extraña indiferencia.”14
4
Existe, con todo, entre Baudelaire y Eliot, una diferencia importante. Si bien
sus obras comparten una misma tonalidad afectiva, producto de una similar ex-
periencia histórica, temporal y espacialmente inhospitalaria, y hasta ciertas imá-
genes o alegorías, no comparten en lo esencial la manera de resolverse artísti-
camente frente a ella. Dicho en términos de Baudelaire: el “heroísmo” de la
imaginación en uno y otro caso no es el mismo. Se trata, como intentaremos
probar, de una diferencia significativa que compromete incluso la posibilidad
misma de seguir hablando del trabajo de la imaginación en esos términos. Pre-
cisar esta cuestión, sin embargo, nos obligará a referirnos brevemente a la teoría
baudeleriana de la imaginación y sus implicancias.
En Baudelaire, podríamos decir, la dialéctica entre spleen e imaginación está
más o menos asegurada, aun si por momentos parece disolverse en una escisión
que no admite dialéctica: “Una escisión profunda – escribe bellamente Pablo
Oyarzún – atraviesa el cuerpo de la creación baudeleriana. Es la escisión entre
el juego de la imaginación y la pesantez de la memoria, abierta como herida que
no restaña. En uno de los labios de la herida hallamos inscrita la palabra ‘artifi-
14 ¿Qué es metafísica?. Ediciones Librerías Fausto, B. Aires, 1996. La “extraña indiferencia” del
spleen es el hontanar de las múltiples imágenes de corrupción y decadencia que llenan La Tierra
Baldía, pero también la mayoría de los poemas más tempranos de T.S. Eliot: es también la densa
niebla del aburrimiento la que, por ejemplo, lame y empaña los cristales del ventanal tras el cual
su máscara depresiva más lograda –J. Alfred Prufrock– contempla el atardecer, “extendido contra
el cielo como un paciente anestesiado,” mientras se abisma interminablemente en un examen de
conciencia que le recuerda su impotencia sexual y erótica, la corrupción incontrarrestable de su
cuerpo y su ridícula indecisión frente a la más nimia disyuntiva, hasta conducirlo a la sombría
conclusión, y la patética confesión, de que si las sirenas cantan en todo caso no lo hacen para él.
Como lo hiciera notar Curtius en un ensayo notable (cf. Ensayos críticos sobre la literatura europea. Vi-
sor, Madrid, 1989), la poesía de Eliot “no elimina los desperdicios, los galvaniza.” Ahí están, en
efecto, galvanizados junto a sus viejos depresivos, los desperdicios arrastrados por las aguas del
Támesis, oteados por ratas que se deslizan furtivamente por sus riberas, o los oscuros callejones,
“donde los muertos extraviaron sus huesos,” con sus miserables boliches cubiertos de aserrín,
atendidos por mugrientos camareros, mientras en el exterior ridículos turistas y adustos hombres
de negocios (los “sweeney,” como los llamara Eliot), se apiñan caóticamente dando cuerpo a una
masa informe de “soledades afanadas.” Habrá que esperar a Samuel Beckett o a Francis Bacon
para que la literatura y el arte contemporáneo logren una pintura más negra aún del panorama de
infinita vanidad, angustia opresiva e inestabilidad, que caracteriza a la vida moderna bajo el régi-
men del aburrimiento profundo.
9
cio,’ en el otro está tatuada la palabra ‘spleen’.” 15 Con todo, la enfática confian-
za depositada aquí y allá por el poeta en el trabajo de la imaginación, en tanto
capacidad “supletoria” de la falta de origen y la indiferencia vital acusada dolo-
rosamente por el spleen, parece indicar que contra viento y marea no dejaba de
apostar a su eficacia terapéutica.16 Baudelaire, en efecto, es el responsable de
una idea vigorosa de la imaginación, que hará fortuna durante el siglo siguiente,
concebida como percepción alterada, ebria o ensoñada, construida por oposi-
ción a la percepción melancólica y por analogía y exclusión a la vez de la per-
cepción alucinada producida por la ingesta de drogas como el opio y el hachís.17
La cualidad más sobresaliente de esta idea de la imaginación es que, a la vez que
prescinde de cualquier referencia a lo real que no esté tamizada subjetivamente
por las “ensoñaciones” o impresiones poéticas (intuiciones, sentimientos o jui-
cios, aún informes), no resulta equiparable a la inmediatez y bizarría de una fan-
tasía delirante. Corresponde más bien a una técnica constructiva, a una poiesis,
que para dar forma a esas impresiones reclama el concurso de la más ardua vo-
luntad y de la más alta competencia en el oficio. En Baudelaire, podríamos de-
cir, la alucinación imaginativa está por lo mismo siempre capacitada para rom-
per, aunque sea tortuosamente, el circulo mágico y demoníaco del spleen.
Visto de este modo, Baudelaire no haría más que reelaborar, aunque de un
modo innegablemente original y según los requerimientos de su propia situa-
ción histórica,18 el viejo tópico de la “melancolía artificial.” Este tópico, que
des” – es el Salón de 1859 ( cf. Salones y otros escritos sobre arte. Visor: Madrid, 1996, pp. 221-294)
Sobre el paralelo entre imaginación creadora y percepción alucinada, véase sobre todo Los paraísos
artificiales (Cátedra: Madrid, 1994), ensayo en el que Baudelaire, luego de estudiar y enjuiciar mo-
ralmente el tipo de imaginación que propician las drogas, eleva por encima de ésta a la experien-
cia poética: “Esos infortunados que ni ayunan ni rezan, y que rechazan la redención por el traba-
jo, piden a la magia negra los medios para elevarse, de un solo golpe, a la existencia sobrenatural.
La magia los engaña y enciende para ellos una falsa felicidad y una falsa luz; mientras, nosotros,
poetas y filósofos, hemos regenerado nuestra alma mediante el trabajo sucesivo y la contemplaci-
ón; por el asiduo ejercicio de la voluntad y la permanente nobleza de intención hemos creado, pa-
ra uso nuestro, un jardín de verdadera belleza. Confiados en la palabra que afirma que la fe mue-
ve montañas, ¡hemos hecho el único milagro cuya licencia nos haya otorgado Dios!”
18 Según Jean Starobinski, la obra de Baudelaire constituye un testimonio mayor en la tradición
que hace de la melancolía el temple privilegiado del artista. De este modo, agrega Starobinski,
Baudelaire habría retomado y reformulado en Las flores del mal, y muy especialmente en el poema
“El Cisne,” gran parte de los motivos iconológicos tradicionales asociados a ese tópico. Cf. La
10
como dijéramos más arriba se remonta a Aristóteles, fue desarrollado y teoriza-
do ampliamente sobre todo a partir del Renacimiento, constituyéndose desde
entonces no sólo en un hito central del proceso de auto-comprensión del genio
artístico moderno, sino también en un concepto de vasta significación para la
cultura occidental en general. A grandes rasgos, éste establece una relación cau-
sal entre la tristeza ocasionada por la pérdida de un objeto fervientemente an-
helado y la fundación de un sujeto melancólico que encuentra en su propio do-
lor la fuerza necesaria o el impulso positivo para suplir esa falta recurriendo a la
reflexión intelectual o al trabajo imaginativo. Para decirlo de otro modo, el
pathos melancólico alterna dos estímulos contradictorios pero dialécticos: si la
falta precipita al artista en las regiones de la tristeza y el pesimismo –
“melancolía perversa,” según la jerga de Marsilio Ficino–, esa misma tristeza se
troca luego en un estímulo positivo –“melancolía generosa”– para la elabora-
ción o suplencia “artificial” o creativa de esa misma falta. Son estas dos etapas
del periplo del artista melancólico las que describirá elocuentemente Vincent
Van Gogh en una de las conocidas cartas a su hermano:
Ya ves, esto me atormenta continuamente, y además uno se siente prisionero de su
tormento, excluido de participar en tal o cual obra, y tales y cuales cosas necesarias
están lejos del alcance. A causa de esto no se vive sin melancolía, después se sienten
vacíos allí donde podría haber amistades y altos y serios afectos, y se experimenta
cómo el terrible decaimiento roe hasta la misma energía moral, y la fatalidad parece
poder poner una barrera a los instintos afectivos y una marea de náuseas sube a la
garganta. Y en seguida uno se dice: ¿hasta cuando Dios mío, hasta cuándo?
Y un poco antes:
En vez de sucumbir de tristeza, he dicho: “El país o la patria están en todas partes.”
En vez de dejarme llevar por la desesperación he tomado el partido de la melancolía
activa mientras sintiera necesidad de actuar, o en otros términos, he preferido la me-
lancolía que espera y que aspira y que busca, a la que abatida y estancada, desespera.19
5
Es una convicción nuestra que las relaciones entre afección e imaginación,
como en general los aspectos más característicos de la estética eliotiana, al me-
nos tal como éstos se despliegan en un poema como La tierra Baldía, exigen ser
avizoradas, antes que a partir de su confuso contenido significativo, a partir de
un examen de la tonalidad y la técnica formal que el poeta ha ensayado en él.
Sólo a este nivel, por otra parte, tendría que quedar más claro aún por qué este
poema ha llegado a ser considerado un testimonio inigualable de la “psicología
de la crisis” del siglo XX y un precursor insoslayable de un tipo de arte que acu-
sa la presencia de una inusitada matriz negativa.
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Ahora bien, muchas veces se ha hecho notar que el “fragmentarismo” es la
ley formal de la poesía de Eliot,20 y muy especialmente de La Tierra Baldía, pero
no se ha profundizado mucho en los condicionamientos y alcances de esta
cuestión, como tampoco sobre el hecho de que dicha ley parezca regir sólo en
sus poemas más tempranos. La Tierra Baldía, a todas luces la producción más
importante de ese período, constituye, en efecto, un extenso collage (alguien lo
comparó con un jarrón roto y luego restaurado o con un mosaico bizantino cu-
ya figura total se avista apenas) en el que se yuxtaponen ocasionales monólogos,
ideados por una hablante cuya identidad no es nunca clara ni siempre la misma,
casi como si se tratara de una personalidad esquizofrénica o al menos disociada,
fragmentos de histéricas conversaciones cotidianas y cándidas canciones popu-
lares, imágenes de sucesos del pasado metamorfoseados con los del presente,
pero sobre todo reminiscencias de la tradición literaria y religiosa, convocadas
bajo la forma de paráfrasis y citas textuales. Todo este caos verbal, que a su vez
reelabora los ritmos del habla coloquial o antipoética, conduce a pensar inevita-
blemente en cierto efecto deliberado de incomunicabilidad, en cierta crispación
lógica y simbólica, ratificada ampliamente por las citas y las notas añadidas al
poema. Una clave de todo esto podría estar revelándosenos ya en otro fragmen-
to de “El entierro de los muertos”:
¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos escombros pétreos? Hijo del hombre,
tú no puedes decirlo, ni adivinarlo, pues tú tan sólo conoces
un montón de imágenes quebradas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela,
y la reseca piedra no mana agua. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja.
(Ven bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo diferente de tu
sombra que te sigue a zancadas por la mañana
o de tu sombra que al atardecer se levanta para encontrarte;
te mostraré lo que es el miedo en un puñado de polvo.21
La ciudad moderna como meseta baldía, o estéril como un campo de ruinas,
la ciudad presa de la triste monotonía del spleen, entrañaría también, sugiere
Eliot, el desarraigo de la plenitud del logos poético y el género de experiencia
que tradicionalmente ha hecho posible. La imposibilidad de decir o de reunir
los disjecta membra de la realidad en un discurso significante que produzca la
12
experiencia del mundo como un universo de sentido para su misma experiencia,
se transformaría entonces en la única experiencia poética posible; experiencia de
la “imagen quebrada” que persevera apenas como palabra precaria y vulnerable,
que no puede ponerse a salvo más que recurriendo a desahuciados efectos or-
topédicos, para revelarse a la postre en toda su inutilidad, como parecen pro-
barlo estos versos finales –sombrío epitafio– de la cuarta parte del poema: “Es-
tos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas” (“These fragments I have sho-
red against my ruins”). Ahora bien, en este desconsolado ejercicio de “apunta-
lamiento contra las ruinas” que sería el poema entero, las reminiscencias litera-
rias bajo la forma de citas –tal sería nuestra hipótesis– adquieren singular im-
portancia y liberan una problemática que ni el mismo Eliot, a pesar de que el
suyo es un tipo de arte que trabaja con un alto nivel de conciencia, habría sido
capaz de vislumbrar.
Que Eliot, en efecto, publicara por la misma época en que trabajaba en La
Tierra Baldía un ensayo de poética (“Tradición y Talento individual,” 1920) en el
que desarrollaba su célebre teoría impersonal de la poesía, uno de cuyos aspec-
tos esenciales era la concepción de la misma como “un todo viviente constitui-
do por toda la poesía que se ha escrito a lo largo de los tiempos,” es sintomáti-
co, sobre todo por la perentoriedad con que enuncia la necesidad de hacerse de
un “sentido histórico,”22 de que uno de los traumatismos más hondos genera-
dos por el tipo de experiencia temporal que libera el spleen tiene que ver con la
ruptura de la continuidad orgánica entre el presente y el pasado; con la imposi-
bilidad, no sólo de volver significante, y hasta contemporáneo, el pasado para el
presente, sino también de experimentar el presente como algo más que mero
pasado. Para decirlo de otro modo, y siguiendo muy de cerca una iluminadora
frase de Benjamin (“Para el spleen, el cadáver sepultado es el ‘sujeto trascenden-
tal’ de la conciencia histórica”), la imperiosa necesidad de hacerse de una per-
cepción “viva” del pasado en el presente y del presente en el pasado, de un
“sentido histórico,” como lo llama Eliot, podría estar ligada estrechamente a la
necesidad de subvertir esa suerte de nivelación o aniquilación de la temporali-
dad histórica que supone la experiencia del spleen, en la medida en que genera
antigüedad incansablemente, en la medida en que somete a todo lo nuevo, a ca-
da instante vivido, a una inmediata obsolescencia.
22 “La tradición es una materia de mucha significación. No puede ser heredada y sólo puede ser
obtenida mediante un largo esfuerzo. Implica, en primer lugar, el sentido histórico, indispensable
para quien quiera seguir siendo poeta después de los veinticinco años. El sentido histórico impli-
ca, a su vez, una percepción, no sólo de lo pretérito del pasado, sino también de su presencia;
compele al hombre a escribir no sólo con su propia generación en los huesos, sino con el senti-
miento de que la totalidad de la literatura de su propio país existe simultáneamente y configura un
orden simultáneo. El sentido histórico, que es sentido tanto de lo intemporal como de lo tempo-
ral y de lo intemporal y lo temporal juntos, es lo que hace que un escritor sea tradicional. Al mis-
mo tiempo es lo que hace a un escritor hiperconsciente de su lugar en el tiempo, de su propia
contemporaneidad.” T. S. Eliot, “Tradition and Individual Talent,” en The Sacred Wood and Major
Early Essays. Dover Publications, N.Y. 1998, p. 28 (la traducción es nuestra).
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Con todo, habría que meditar hasta qué punto la “hiperconciencia” que exige
ese “sentido” o conciencia histórica no es ya un índice agudo de una fractura
incontrarrestable, refrendada en La Tierra Baldía por esa supuesta operación de
“apuntalamiento” del pasado en el presente, y viceversa, que supondría el traba-
jo imaginativo de la citas. Esta sospecha, importantísima, según creo, para una
nueva comprensión del poema, me ha sido sugerida por la lectura de un ensayo
de Giorgio Agamben titulado “El ángel melancólico.”23 Según Agamben, la cita,
antes que transmitir y actualizar una palabra del pasado cuyo sentido y autori-
dad se hallaba asegurado por su empleo habitual en un orden cultural específi-
co, somete esa palabra a un extrañamiento radical o la inviste, como dice, de un
“inquietante poder traumatógeno,” que no preserva la transmisibilidad de la
cultura sino que más bien la destruye o reemplaza su flujo vivificador por una
relación puramente acumulativa en la que el pasado sobrevive apenas como un
gigantesco archivo de signos solitarios, indescifrables o enigmáticos, despojados
de cualquier significación viva para el presente. De este tipo, podríamos decir,
son los signos que se acumulan en La Tierra Baldía bajo la forma de citas de la
tradición literaria, unos signos que, conforme al efecto de extrañamiento del
que se invisten al ser descoyuntados de su contexto significativo original, no
pueden operar ya como cifras de un pasado capaz de insuflarle nueva vida a un
doloroso y caótico presente, cuyo afecto característico, como hemos dicho,
produce incansablemente antigüedad sin contrapartida. Visto de este modo, el
mentado “sentido histórico” operaría, sí, pero sólo sobre la base de una relación
transmutada del presente con el pasado, inerte y no viviente. En cuanto vía po-
sible de redención estética o imaginativa, dicho “sentido histórico” se equipara-
ría tan sólo a la mirada del ángel melancólico dureriano, fijada obstinadamente,
aunque sin poder revivirlos, sobre los objetos arrumbados a su alrededor:
La redención que el ángel del arte ofrece al pasado – escribe Agamben – citándolo a
comparecer fuera de su contexto real en el último día del Juicio estético no es más
que su muerte (o mejor dicho, la imposibilidad de morir) en el museo de la estetici-
dad. Y la melancolía del ángel es la conciencia de haber hecho del extrañamiento el
propio mundo y la nostalgia de una realidad que no puede poseer más que convir-
tiéndola en irreal.24
¿Será por esto que todo parece devenir irreal (“Unreal City”), fantasmagóri-
co, en La Tierra Baldía, irrealidad que sin embargo no es aquella de la cual los
Cuatro Cuartetos sabrán extraer sus mejores dividendos religiosos y metafísi-
cos? Se trata, en efecto, de la sensación de irrealidad del melancólico, para quien
todo se ha tornado un enigma, una cifra ambigua entre lo vivo y lo inerte, y cla-
ve su mirada sobre el presente y el pasado reducido a escombros intentado, in-
fructuosamente, apuntalar su propia ruina. El dique imaginativo contra el spleen
se diría que aquí ha fracasado o bien sólo ha conseguido romper el amargo cer-
23 Incluido en Giorgio Agamben, El hombre sin contenido. Áltera, Barcelona, 2005, pp. 167-185
24 Ibid. op. cit, pp., 176-177
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co de su embotamiento mediante un extrañamiento no menos doloroso y sin
consuelo. Tal sería el temple de La Tierra Baldía: una melancolía radical cuya ley
es la impotencia y el fracaso.
6
La Tierra Baldía, diríamos, reelabora como los poemas de Baudelaire, ciertos
motivos centrales de la tradición de iconológica de la melancolía, pero le intro-
duce a esa misma tradición una torsión fundamental. En cuanto a lo primero,
no es un detalle menor que todo el poema se organice en torno a la imagen del
rey o príncipe impotente (el Rey Pescador cuyas tierras han quedado yermas
producto de una herida en sus testículos), que es uno de los motivos privilegia-
dos de la iconología e iconografía melancólica. Tampoco es un detalle menor
que el verso “estos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas” esté precedido
y sucedido por reminiscencias de un par de obras paradigmáticas de la tradición
que hace de la melancolía un temple privilegiado del artista, como es el caso de
“El desdichado” de Gérard de Nerval 25 y, más indirectamente, de La tragedia es-
pañola de Kyd, prototipo, como se sabe, del Hamlet de Shakespeare:
Me senté a la orilla a pescar, con la árida llanura a mis espaldas.
¿Debo al menos poner mis asuntos al día?
El Puente de Londres se va a caer, va caer, va caer.
Poi s’ascose nel foco che gli affina
Quando fiam uti chelidon – Oh, golondrina, golondrina.
Le Prince d’Aquitaine à la tour abolie.
Estos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas
Pardiez entonces se os dará acomodo, Hyeronimo vuelve
a estar loco” 26
Por lo que toca a la reminiscencia de Dante, su aparición en este contexto
parece ser aún más importante, ya que los versos citados corresponden a aque-
llos en que el poeta florentino rompe por primera vez la unidad lingüística de la
Commedia para rendir un homenaje al trovador Arnaut Daniel, cuya prodigiosa
voz y consabida maestría en el oficio poético (il miglior fabbro), al ser avistado
por Dante en el Purgatorio, cae en el requiebro y sólo atina a rogar ser recorda-
do a tiempo en su dolor. Del mismo modo, podríamos decir, la melancolía del
hablante de La Tierra Baldía hace que su voz se quiebre en “un montón de imá-
genes quebradas,” como si la suya fuera, antes que un habla, un terco balbuceo,
que no puede sublimar o elaborar el desgarro o la más íntima laceración como
25 Sobre una interpretación del poema de Nerval en esta clave, véase Julia Kristeva, Soleil Noir
der?/London Bridge is falling down falling down falling down/Poi s’ascose nel foco che gli affi-
na/Quando fiam uti chelidon – O swallow swallow/Le Prince d’Aquitaine à la tour abolie/These
fragments I have shored against my ruins/Why then Ile fit you. Hieronymo’s mad againe.”
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no sea de una manera puramente negativa, esto es, interiorizando ese desgarro
en la estructura inorgánica misma de la obra.
Así pues, y en esto consistiría la torsión fundamental del poema de Eliot, la
“melancolía radical” que allí atisbamos, ni sería equiparable a la “melancólica
fe” (Orwell) de los Cuatro Cuartetos, esto es, a un camino de elevación moral
(“Le dije a mi alma, quédate quieta, deja que te embargue la oscuridad/que de-
bería ser la oscuridad de Dios”), ni sería simplemente una “nueva versión” del
viejo tópico de la melancolía artificial. No lo sería, sobre todo porque no parece
admitir ya la clásica dialéctica entre sus polos activos e inactivos (melancolía
“generosa”/melancolía “perversa”), o bien, no es que la anule, pero la ha vuelto
tan frágil o negativa comparada con cualquiera de sus versiones anteriores, in-
cluso si se piensa en Baudelaire, que más parece estar anunciando la emergencia
de una experiencia artística inédita, en el sentido de que se constituye como tal
en cuanto fracaso.
“Ser un artista” –escribirá años más tarde Samuel Beckett– “es atreverse a
fracasar allí donde nadie se atreve a fracasar.”27 Esta tendencia del arte moder-
no, que hallaría en Eliot un precedente fundamental y que haría de la retórica de
la impotencia y el fracaso imaginativo un singular dispositivo de obra, se des-
plegaría en todo caso en paralelo a los esfuerzos de algunas corrientes de van-
guardia, y muy especialmente del movimiento surrealista, por asegurar el tránsi-
to entre el spleen y la genialidad, entre el abatimiento improductivo y la imagina-
ción. Así por ejemplo, como ha escrito Peter Bürger,28 “desde el punto de vista
surrealista, el ennui [la voz francesa para spleen] no se valora ni mucho menos ne-
gativamente,” sino que, muy por el contrario, deviene “la condición decisiva pa-
ra esa transformación de la realidad cotidiana” a la que estos artistas se aplican,
pertrechados, por lo demás, de férreas convicciones en las posibilidades expre-
sivas, y hasta revolucionarias, de la palabra poética. Y, sin embargo, son preci-
samente estas convicciones las que mina para otros, y entre ellos el Hoffmanst-
hal de La carta de Lord Chandos, el Eliot de La Tierra Baldía o el Beckett que defi-
ne al artista por su capacidad de fracasar, la mórbida experiencia del spleen. De
todos ellos Alberto Moravia parece haber dado con una alegoría inigualable. Su
novela El aburrimiento (1960) es la fábula de un pintor que, aquejado desde su in-
fancia por esa “enfermedad,” se ve forzado a reconocer que ningún empeño
creativo podrá librarlo jamás de la impotencia e infertilidad en que ha llegado a
sumirlo: el tedio, dirá, es un “estado del alma vasto y oscuro,” que libera una
“impresión de absurdo de una realidad insuficiente” cuya principal consecuen-
27 Así pues, a la vista de muchos casos, no resultaría del todo impertinente reemplazar la distinci-
ón entre melancolía “pasiva” y “activa,” establecida por Van Gohg, por esta otra de Kierkegaard
–uno de los primeros filósofos del aburrimiento– entre aburrimiento “pasivo” y “activo”: el pri-
mero, dice, conduce a “pudrirse de aburrimiento,” el segundo, en cambio, “a volarse la tapa de
los sesos por pura curiosidad.” Cfr. “La rotación de cultivos,” en Estudios estéticos II. Guadarrama,
México D.F.,1954, pp. 235-260
28 Peter Bürger, Teoría de la vanguardia. Península: Barcelona, 1987, p. 134 y ss.
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cia es la “incomunicabilidad,” esto es, la ausencia de las relaciones del sujeto
consigo mismo, con las cosas y entre las cosas, conjuntamente con la imposibi-
lidad de salir expresiva o creativamente de ese estado.
Embargados por el sentimiento de una realidad vacía o radicalmente insufi-
ciente y por el presentimiento de que el lenguaje es impotente para otorgarle
sentido o está agudamente dañado, los poetas que configuran esa estética a la
que hemos llamado “negativa,” cuyas obras, sin embargo, no pueden leerse en
bloque y sin matices, puesto que algunas no hacen experiencia de la total inope-
rancia del lenguaje poético, aunque trabajan sí con una “inquietante discreción”
(la expresión es de Gadamer), en tanto que otros parecen aproximarse decidi-
damente a una revalorización estética del silencio o, parafraseando a Beckett, a
una experiencia de la escritura como “acto sin palabras;” estos poetas, digo, se
caracterizarían por cifrar en la exposición de su impotencia discursiva su única
eficacia creativa. En cuanto que han escrito y no meramente enmudecido es
obvio que sus obras no son enteramente “inoperantes” o “desobradas,” para
utilizar libremente una expresión de J. L. Nancy, pero su operatividad, diríamos,
a despecho de una determinación clásica de la poiesis, no consistiría tanto en
promover una sublimación artificial de la experiencia decadente por la remisión
a experiencias inactuales, sino más bien en testimoniar su propia inoperancia
para tales fines interiorizando en el cuerpo mismo de la obra la negatividad his-
tórica y existencial sobre la que se emplazan.
La Tierra Baldía, con sus notas y citas como dispositivo formal más caracte-
rístico, es una obra de este tipo. Melancolía radical e impotencia creativa van allí
a una. El propio Eliot lo reconocerá casi veinte años más tarde, con esa elo-
cuencia que en La Tierra Baldía tanto falta:
Aquí estoy, por lo tanto, en medio del camino,
después de veinte años,
veinte años perdidos, los años de l’entre deux guerres,
tratando de aprender a emplear las palabras,
y cada tentativa
es un comienzo totalmente nuevo,
y un tipo diferente de fracaso,
porque uno sólo aprende a dominarlas
para decir lo que uno ya no quiere decir
o de algún modo en que uno ya no quiere decirlo
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