Los Pecados de Ines de Hinojosa. Prospero Morales Pradilla

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Próspero Morales Pradilla

Los pecados
de Inés de Hinojosa

PLAZAS JANES

HE3D
EDITORES
Próspero Morales Pradilla

Los pecados
de Inés
de Hinojosa

Plaza & Janes, Editores Colombia Ltda.


Primera edición: Noviembre 1986
Segunda edición: Marzo 1987
Tercera edición: Mayo 1987
Diseño carátula y diagramación: GERMAN LEAL C.
Asesoría en corrección: JORGE E. RODRIGUEZ B.
© 1986 Próspero Morales Pradilla
© 1986 PLAZA & JANES
Editores Colombia Ltda.
Calle 23 No. 7-84 - Bogotá - Colombia
ISBN: 958-14-0151-2
Preparación Litográfica: Divulgación Ltda.
Impreso por: JSL^JSn^o.,.. Bogotá
Printed in Colombia
INDICE
Primera Parte
EL BAILARIN
Capítulo I 11
Capítulo II 19
Capítulo III 34
Capítulo IV 50
Capítulo V 74
Capítulo VI 96
Capítulo VII 119

Segunda Parte
EL ENCOMENDERO
Capítulo I 207
Capítulo II 230
Capítulo III 285
Capítulo IV 309
Capítulo V 342
Capítulo VI 378
Capítulo VII 409
Capítulo VIII 451

Tercera Parte
EL ARBOL
Capítulo I 477
Capítulo II 520
Capítulo III 561
Capítulo IV 581
Primera parte
EL BAILARIN
I
Sin saber que el destino produciría graves historias en estas tierras
descubiertas por Cristóbal Colón, la pesada puerta del aposento se
cerró tras los recién casados. Habían recibido la bendición como
corresponde a cristianos cuya fe viene de España para multiplicarse
en el Nuevo Mundo, junto con los pobladores que están naciendo
y habrán de nacer.
En el aposento esterado, Inés de Hinojosa vio una amplia cama
de madera oscura, baldaquino verde y sábanas blancas, templadas
sobre un colchón donde podría iniciarse la noche de bodas. Inés
miró a Pedro de Avila, su marido, y se sintió dispuesta a entregarle
el cuerpo. Las amigas casadas le contaron cómo en la noche de
bodas se hacían descubrimientos capaces de estremecer a las muje-
res que esperan el momento de ser asaltadas por el hombre para
sentir la plenitud.
Mientras Pedro de Avila daba vueltas en torno de la cama bus-
cando la novia perdida durante la borrachera, Inés vio las sábanas
templadas y las almohadas intactas. Dejó caer su blanco traje de
raso esperando la culminación porque desde hacía mucho tiempo
imaginaba paso a paso, pulso a pulso, momento a momento, cómo
sería la entrega al hombre deseado.
Inés de Hinojosa comenzó a reflexionar sobre su propia vida. Lo
de atrás, el pasado, le servía para la hora del encuentro, del gran
encuentro. No podría hacer nada con tanta ropa. Mejor estar des-
nuda y tener el cuerpo tibio, palpitante, dispuesto. Pensó cómo se
le acercaría el hombre, la tomaría sin precipitaciones, la besaría
desde la frente pasando por la boca al cuello, a los pezones; luego
le acariciaría la espalda, los senos, el vientre. Se sintió húmeda,
estaba húmeda, porque todo cuanto pensaba se le arremolinaba en
el sexo y consideraba, como antes en sus sueños, que ya podría
legar la satisfacción. Pero continuaba vestida y conservaba el ajus-
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tador apretado, la túnica de algodón, las enaguas blancas, las ena-
guas rojas, y, en los pies, los escarpines bordados.
Pedro, girando alrededor de la cama, seguía ajeno a todo cuanto
pasaba en el aposento, colocando sus manos sobre las sábanas blan-
cas, acercando el cuello y la cara a esas sábanas como si fuera a
devolver cuanto le crujía en los intestinos, donde el licor mezclado
con las viandas ingeridas con motivo de sus bodas le atrepellaba la
digestión y casi lo obligaba a vomitar. Pedro no estaba consciente
del gran momento de Inés. Para él aquello era como un inmenso
lago, un extraño lago, de donde salían escenas del pasado. Apare-
cía el niño que andaba por Carora antes de hablarse del tirano
Aguirre y también el adolescente deseoso de las muchachitas del
pueblo. Pero tanto comer y beber le tenía revueltos el estómago y
la cabeza, no sabía si las viandas formaban parte de su vida o las
ideas formaban parte de su estómago. Era la gran revolución, por
eso giraba en torno de la cama y la agarraba para evitar la fuga de
lo único que conservaba del mundo: una cama de sábanas blancas,
una gran blancura. Pedro cayó de bruces sobre la cama como un
muerto.
Inés se tendió boca arriba después de quitarse los escarpines. En
el techo, habían grandes troncos que parecían sostener el cielo-
raso. Los miró, la fiebre le legó a todas partes, especialmente le
acaloró los senos y bajó al pubis donde se transformó en dolor.
Pero no era un gran dolor, era un dolor pequeño y controvertible,
un dolor que se podría apagar si Pedro no estuviese de bruces sobre
la cama.
Inés se reincorporó y sintió la carne cimbreante. Se quitó la
pequeña túnica y se sentó, de espaldas al bulto humano que
yacía sobre las sábanas. Luego, con las manos como si no fue-
ran suyas, como si fueran de un ser recién legado a su aposento
para ayudarla a desvestirse, aflojó el ajustador y surgieron los dos
senos tersos, redondos, tibios, con pezones trigueños y duros. Las
enaguas eran, realmente, blancas a pesar de que las mujeres daban,
con sus propios humores, color amarilento a las primeras enaguas,
dejando el rojo para las segundas. Despojada de unas y otras, Inés
miró sus amplios calzones, abiertos a los lados y confeccionados en
forma de poder soltar la parte delantera o la trasera según las nece-
sidades y conveniencias de cada ocasión. Esas partes se sostenían
por medio de cintas cosidas a las mismas, anudadas sobre el vientre
y sobre la cintura. Inés pensó en que una tarde vio a Juanita con
Los pecados de Inés de Hinojosa 13
las cintas de la parte delantera salidas bajo las enaguas, como si no
hubiera podido anudárselas. Eran tiempos pasados cuando aún
vivía el tirano Aguirre y las gentes de Tierra Firme lo padecían sin
estar seguras de que el rey de España lograra derrotarlo.
Con los calzones como única ropa, Inés volvió a acostarse dispo-
niéndose a atender, de alguna manera, a Pedro de Avila quien ya
comenzaba a roncar, saliendo de un sopor vecino de la muerte.
Allí, tal como estaba, Inés le hacía justicia a su fama de criolla
hermosa, dueña de esa larga cabellera que fruncía a los mozos
cuando ella la tomaba entre sus manos para conversar, mientras el
rostro ovalado, la nariz casi perfecta, los ojos vivaces y una voz
grave los enardecía, indicando cómo don Fernando de Hinojosa
logró una buena mezcla cuando hizo suya a la madre indígena de
esta mestiza, que tenía el cuerpo huidizo de los indios y la mirada
arrogante de los españoles.
En parte para aliviarse y también para cumplir con el precepto
de "desvestir al marido", Inés se deslizó al suelo, le quitó a Pedro
los zapatos, lo tendió sobre la cama y comenzó a aflojarle los pan-
talones sujetos arriba de la rodilla. Primero con suavidad y, luego,
con impaciencia, se los bajó y retiró las largas calzas negras, así
como también unos calzoncillos de hilo, dejando a la vista el miem-
bro viril, que apenas era un peneflaccidorodeado de vello. Tuvo
la intención de tocarlo pero le resultaba incómodo. Inés prefirió
quitarle el jubón, el cuello y los puños de encaje, ponerlo bajo la
sábana junto a ella como si ya hubiera sucedido lo imaginado y
fuese posible dormir en compañía de un roncador que había perdi-
do, en media hora, los encantos del noviazgo, cuando ambos se
prometieron legar al paraíso de noche, tumbarse en una tierra aro-
mática como los bálsamos de Carora e iniciar la nueva vida con un
beso que sólo terminara cerca de la muerte.
A pesar de ser casi un cadáver, Pedro de Avila estaba tibio, quizá
debido al alcohol ingerido y al dulce clima del Portillo de Carora,
donde se obtenían resinas para perfumar la corte de Felipe II. Las
piernas de Inés y las de Pedro se rozaron bajo las sábanas sintiendo
ella la tibieza del marido y algo parecido al calor cuando su rodilla
derecha subió por la pierna izquierda de Pedro hasta una zona
blanda, picante, que se le conectó a todo el cuerpo, aumentando el
ritmo del corazón como si, en vez de estar acostada, hubiera corri-
do hacia la cima de una montaña perseguida por los indios. Agarró
una mano de Pedro y se la colocó sobre los senos intensificando las
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sensaciones. Su marido se movió sin despertarse, sin abrir los ojos
y todavía resoplando dentro de un sueño pesado. Inés retiró la
mano de Pedro, ladeó su cuerpo hacia el del hombre, puso una
pierna de éste entre las suyas, restregándose luego la vulva hasta
estremecerse como le habían dicho las amigas casadas, pero sin
ningún elemento distinto al de las noches comunes cuando tenía la
ilusión de ser poseída y de abrir todo lo suyo para que la estrenara
un hombre, quizá igual a los otros pero señalado desde el comien-
zo de los tiempos, antes de que las primeras criaturas aparecieran
sobre la lava de los volcanes, porque aún en el Nuevo Mundo, don-
de se había roto el equilibrio de la tierra, los viejos mitos de la cris-
tiandad subsistían en el ánimo de los creyentes para enfrentarlos a
las miles de tribus aparecidas entre los arbustos, las piedras y las
alturas de un inmenso territorio desconocido. La mujer, para Inés
de Hinojosa, era propiedad de un hombre predestinado cuando él
y ella, sometidos al imperio de la iglesia católica, se juraban, como
acababan de hacerlo en el Templo de Carora, amor para siempre,
incluyendo esta noche de bodas que le estaban robando. Su desnu-
dez y su pasión no servían para nada frente a un hombre yerto,
incapaz de acompañarla adentro, donde ella sentía el dolor de lo
insatisfecho, donde el marido tenía la obligación de legar para que
las bendiciones continuaran en la prole.
En torno al aposento de Pedro e Inés se impuso el silencio de la
madrugada, cuando duermen todos los seres del Nuevo Mundo
desde los vegetales hasta las fieras, sin que nadie sepa el color del
cielo, pero intuyéndolo negro con algunas estrellas rodeando el
centro del universo. A esta hora sólo se mueven las olas del mar,
lejos del Portillo de Carora, muchos de cuyos habitantes apenas lo
han conocido en el relato de conquistadores, aventureros y muje-
res de hazaña, que siempre exageran las dimensiones de todo, inclu-
sive las del agua. Ni siquiera Inés producía algún ruido, de verdad,
porque la habían educado para ocultarlos y, en esta odiosa noche,
se tapaba la boca para no llorar ni maldecir. Sin embargo, algo
sonaba: los ronquidos de un imperio donde nunca se ponía el sol y
donde Pedro de Avila, el potentado de Caroca, acababa de despo-
sar una mujer hermosa y rica, venida de Nueva Segovia. Pedro de
Avila era hombre probado en las noches de amor y, varias veces,
había ganado una mujer en las casas de juego, sitios con cuatro
paredes negruzcas, piso de tierra y techo de paja, donde los juga-
dores de la región echaban los dados para cambiar de fortuna, de
hembra y de enemigos. Por eso, prefirió lenarse de vino durante
Los pecados de Inés de Hinojosa 15
el día de la boda y olvidarse de ésta en la noche sin que, por ello,
pudiera sufrir desmedro su bien ganada fama de macho a la usanza
de la época, cuando las mujeres formaban parte del azar y el azar
imperaba sobre la vida de los hombres.
Cansada de esperar con el cuerpo tenso, pero vencido, a Inés le
pareció entrar a un bosque rodeado de abismos, en uno de los cua-
les cayó olvidando la ira mientras afuera, en los árboles, en el
musgo, en las tinieblas, la gran noche del Siglo XVI, profunda aún
en aquel rincón de la Gobernación de Venezuela, se adueñó de los
tres reinos de la naturaleza para que nada, ni nadie, se moviera
antes de apuntar el sol, cuando se pierde la humedad, hora tras
hora acumulada en una tierra de plantas silvestres, desprovista de
huellas y de historia.
A Pedro de Avila lo despertó la luz de la ventana abierta y un
olor de alcoba desconocida, como si algo nuevo se hubiera unido a
su cuerpo para producir una atmósfera distinta a la suya, pero con
ingredientes propios. Se rascó la cabeza y pasó las manos sobre los
ojos, ayudándolos a abrirse. Trató de incorporarse, pero estaba
anudado a unas piernas, se desprendió de ellas para tomar concien-
cia de su situación, evocando la figura del fraile que, con los brazos
extendidos hacia su rostro, lo miraba intensamente musitando
unas palabras entrecortadas, mientras a su lado estaba Inés de Hino-
josa, pálida y bella, con los ojos bajos y en silencio. No recordaba
nada más, pero, levantando la sábana arrugada, vio una mujer
dormida a su lado, cuyas piernas lo tenían prisionero. Pedro le aca-
rició los muslos y la nuca esperando la natural reacción del sexo,
pero ni siquiera le legó una remota corriente. Continuaba dormi-
do en la zona donde debía despertar con más vehemencia. Optó por
besarla suavemente en la espalda y, luego, colocándola boca arriba,
en los pezones, produciéndole cierto estremecimiento como si ya
saliera del sueño y pudieran, de pronto, enfrentarse los dos cuer-
pos. Le midió la cintura con sus manos, extendiéndole los dedos
sobre el vientre, dirigiendo los meñiques hacia el pubis, desrizándo-
los sobre el vello. Inés de Hinojosa palpitaba en los labios inferio-
res como si la carne viviera aparte de la conciencia. Sin embargo,
Pedro continuaba flojo, sin conexión entre sus manos y los órga-
nos genitales, desprovisto de la fuerza que, hasta ayer no más, le
daba deliciosas victorias en las camas de Carora. Ahora estaba ahí:
inútil, vacío, menospreciable, con una mujer desnuda a su lado y
él como los eunucos de "Las Mil y Una Noches", que había leído
risueño y burlón cuando todo le funcionaba. Debo insistir -pensó
Ib Próspero Morales Pradilla
Pedro— y atacó de nuevo: cubrió a Inés con su cuerpo, la besó en
la boca, se colocó entre sus piernas y, naturalmente, la despertó.
Ella no sintió las ansias de la víspera, pero se sobrecogió al verse
bajo el cuerpo de un hombre. Inés logró zafarse de los brazos de
Pedro, saltó de la cama, y le dijo:
— ¡Así no, así no, así no!
Y, entonces, advirtió que Pedro no tenía el famoso miembro
viril de los cuentos de sus amigas casadas, sino aquella cosa flaccida
de la víspera. Ya sin temor, casi aletargada, se sentó junto a él y
murmuró:
-Mis amigas me habían dicho algo distinto...
-¿Qué?
—Pues que los hombres casados entran en el cuerpo de sus espo-
sas con algo que tú no tienes...
Pedro la agarró fuertemente, la acostó, y, tomándole las manos,
se las colocó sobre el pene ineile. Ella trató de alejarse, sin lograrlo.
—Debes obedecer —gritó Pedro— soy tu marido.
— ¿Y acaso yo lo niego? —preguntó ella.
-Entonces, acuéstate tranquila, abre las piernas y espérame.
Inés obedeció con algunas lágrimas en las mejillas, su hermoso
cuerpo mustio, palpitándole los labios en sus piernas abiertas, inú-
tilmente abiertas, pues el hombre, el marido, no existía. Pedro se
había transformado en unas manos que no producían el encanto
de las caricias. Enfurecida consigo misma y con el inútil marido,
dio la vuelta y quedó boca-abajo sobre la cama, mordiendo las
almohadas y moviéndose como si tuviese algo o alguien debajo de
su cuerpo.
Pedro la agarró tratando de colocarla boca-arriba, ella se ladeó y
levantando la cabeza, dijo:
-¿Qué quieres?
— ¿Lo ignoras?
-¿Qué?
—Soy tu marido y voy a hacerte mía...
— ¿De veras?
—Sí ¡de veras!
— ¿No falta algo?
-¿Qué?
—Tú lo sabes.
Pedro sintió vergüenza. Sólo, entonces, advirtió que aún estaba
vestido arriba de la cintura. Pero, al mismo tiempo, observó la des-
nudez de su esposa -¿era su esposa?— y recordó no haber visto
Los pecados de Inés de Hinojosa 17

una mujer tan desnuda, ni siquiera en las noches de juerga porque


todo se hacía en tinieblas. La miró con ansias y con ira. Una espo-
sa no podía estar desnuda a cualquier hora sobre la cama, debía
respetar y respetarse, como lo manda la Santa Madre Iglesia para
no caer en la concupiscencia.
Inés también sintió vergüenza y se envolvió en la sábana, sentán-
dose contra la cabecera del lecho, pensando cómo los pecados pue-
den aparecer, en cualquier instante, empujados por el diablo, su
dueño absoluto, para condenar a las criaturas del Señor, descarria-
das por obra de los maleficios.
—A pesar de la sábana, estás desnuda... ¿Por qué?
—No lo sé —respondió Inés-.
— ¿Quién te quitó la ropa, acaso no fuiste tú misma?
—O el diablo. De pronto sentí unas terribles corrientes en el
cuerpo mientras tú dormías. Esas corrientes me quitaron todo
cuanto me cubría hasta dejarme dispuesta a tus antojos, pero tú
no existías.
— ¿Tú me desvestiste? Y... ¿me miraste?, ¿me miraste?
-Yo...
—Maldita, eres maldita. ¡Eres el pecado!
Pedro buscó sus pantalones y, con ellos, las correas que deseaba.
Se los puso, dejándolos escurridos, tomó las correas, le quitó la
sábana a Inés y contra los senos le dio el primero de una tanda de
azotes, sin que ella gritara, pero tratando de quitarle el improvisa-
do látigo. Del seno izquierdo brotó una gota de sangre; luego, las
nalgas se lenaron de arañazos; y, antes de terminar la azotaina,
Inés era una fiera silenciosa y acorralada envuelta por el látigo, ya
sin ofrecer resistencia, como si aquello formara parte de la noche
de bodas.
Pedro descargó sus apetitos contenidos y la fiereza de las frustra-
ciones contra el cuerpo de Inés. A cada latigazo crecía su vehe-
mencia, su terrible condición de animal desencadenado, su vida
primitiva, su pasión incontrolada. Veía el cuerpo sangrante de la
mujer no sólo con odio, sino con algo de sensualidad, como si a
cambio del coito disfrutara el placer de producir sufrimiento, de
retorcer el cuerpo de esa mujer a latigazos, porque le había sido
entregada en sacramento hasta el día de la muerte. Cansado del
esfuerzo y viendo gotear la sangre, Pedro sintió por primera vez
desde cuando el fraile bendijo su matrimonio, cómo el deseo prin-
cipiaba a recorrer sus venas, y esa mujer sangrante podría satisfa-
18 Próspero Morales Pradilla
cerlo. Era hermosa, muy hermosa, le había abierto las piernas...
¡Estaba erecto!
Inés hubiera huido, aun desnuda, si no la aterrorizara la violen-
cia. Recordó que, en tiempos pasados, las doncellas corrían de un
lado a otro en la Isla Margarita después de haber sido pasto de los
marañones del tirano Aguirre.
Seguro de sus atributos, Pedro de Avila arrojó las correas al
suelo, miró el cuerpo de su mujer, la trinchó sobre la cama y la
poseyó hasta cuando ambos supieron que, por fin, estaban ca-
sados.
II

El gran ruido, que todavía no se conoce pero que habrá de llenar


estas tierras, lo trajo consigo un tal Lope de Aguirre, cuyas hazañas
saltaron del Perú al Amazonas, del gigantesco río a la Isla Margarita
y de ésta a las orillas del río Turbio, en Nueva Segovia, donde
Fernando de Hinojosa tenía a su hija Inés, doncella e inquieta,
sometida a las obligaciones de la virtud y rodeada de un pequeño
grupo de mujeres que, mientras esperaban la inevitable legada de
Aguirre, bordaban sábanas y manteles según lo había enseñado
Francisca de Ursúa, una de las primeras españolas venidas a la
Gobernación de Venezuela, cuyo marido se perdió en la Isla Marga-
rita por buscar al ya famoso Lope de Aguirre, para vengar a su
primo, don Pedro de Ursúa.
Fernando de Hinojosa se había hecho célebre en Panamá, domi-
nando indígenas y participando en las disputas de su hermano con
los organizadores de expediciones hacia el Perú, ejerciendo autori-
dad, jugando a los dados la fortuna ocasional y levando indias a
un pequeño serrallo debido al favor de los capitanes. Dicen, pero
nadie podría asegurarlo en una época de testimonios perdidos, que
con una de esas indias embarcó hacia España zozobrando cerca del
Cabo de la Vela, a cuyas playas llegó, precisamente, por la facili-
dad con que la india desnuda pudo nadar, remolcando a unas niñas
y al empenachado español con calzas de raso rojo, botas altas de
becerro y jubón de lo mismo. Sin embargo, también afirman que
Fernando de Hinojosa legó a la Gobernación de Venezuela sin mu-
jer alguna, pero habiendo negociado en las rutas del Perú con los
más hábiles adelantados de Carlos V. Mostró, desde niño en Córdo-
ba y Sevilla, la gracia del jugador, que no sólo consiste en saber
echar los dados y barajar el naipe sino en la malicia interior de los
ojos dispuestos a leer la ingenuidad del adversario.
No se sabía si la madre de Inés de Hinojosa fue la salvadora de
su padre en el Cabo de la Vela u otra sin registro en estas historias.
20 Próspero Morales Pradilla
El color de la piel, la manera de mirar, la agilidad del cuerpo y el
hecho de andar libremente como si careciera de ropa, garantizaban
la raza de su madre, complementada con la decisión de ademanes,
el movimiento rapaz y la belleza del conjunto, proveniente de sus
antepasados andaluces.
Cuando ya la niña había entrado en la pubertad, Fernando de
Hinojosa era considerado como el hombre más rico de Nueva
Segovia por obra del juego, que administró desde su legada, y del
comercio que ejerció comprando, especialmente, los bálsamos de
Carora para venderlos luego a los abastecedores de la Corte cuando
Felipe II inició su reinado, engrandecido por Dios a lo largo y
ancho del Nuevo Mundo. Padre e hija vivían en una casa recién
construida, de portada amplia y abovedada, con ventanas de grue-
sa madera pintada de azul y techo de pajas. Estaban servidos por
dos indias mayores huidas de una tribu de las montañas de occi-
dente. Además, casi de manera insólita, apareció en la casa una
sobrina, apenas menor que Inés, cuyas facciones y porte no indi-
caban ninguna participación indígena en su vida: estaba quemada
por el sol, pero su piel era blanca; tenía pelo negro, como las
mozas del Mediterráneo; y, siendo apacible, era vivaz y altanera
cuando alguien hablaba de su familia, venida de la noche. Además,
no se sabía si Juanita de Hinojosa, la sobrina, lo era de Fernando o
de su hija, pues ambos se mostraban como tíos de esta niña, que
nadie vio llegar, ni tenía conocidos anteriores a su aparición en la
casa de don Fernando, ni hablaba de su reciente infancia. Algunas
mujeres tenían a Juanita como engendro del mismísimo demonio,
impuesto a Fernando de Hinojosa, por conjuros de ultratumba.
La adolescencia de las dos niñas les legó simultáneamente,
porque si Inés era mayor, Juanita se desarrollaba con más rapidez.
Así ambas fueron mujeres al tiempo. No obstante, el título de
"tía" puso a Inés de Hinojosa en edad de merecer, mientras Jua-
nita podía esperar su propia plenitud.
Francisca de Ursúa, quien siempre creía en el regreso de su mari-
do, fue la primera persona de Nueva Segovia en intuir la inminente
legada del tirano Aguirre, como ya se lamaba en más de cuarenta
comarcas al terrible enemigo del rey. Doña Francisca tío supo esta
noticia porque alguien se la contara, o por oír ruidos extraños, o
por haber recibido mensaje secreto, sino porque olió al tirano, le
fastidió el aire, se mordió los labios instintivamente y el corazón
se le quiso saltar de la piel, para salir, alocado y volátil, rumbo a
Los pecados de Inés de Hinojosa 1\
donde estaba el lejano mar y, acaso, la muerte. Doña Francisca
gritó y. en seguida, salió a la calle para repetir el grito:
—Ya viene, ya viene, ya viene...
Fernando de Hinojosa que acertó a pasar por allí, después de
haber entregado a don Blas de Bobadilia dos quintales de cortezas
de Carora, tomó a doña Francisca por los brazos y aquie tán
dijo:
—Por Dios, Paquita, ¿quién viene?
—El diablo, el que mata y viola mujeres...
—No se preocupe, Paquita, que a vuesa merced ya le pasó la
edad de las violaciones.
—Imbécil, ¿acaso no lo habéis oído mentar?
— ¿A quién?
—Al tirano Aguirre. Viene de los profundos infiernos maltratan-
do a todas las almas del Nuevo Mundo.
—Pues no viene de los infiernos, sino del Amazonas.
Doña Francisca, quien ya se había soltado de las manos que la
sujetaban, replicó:
— ¿Y acaso el Amazonas no está cerca de los infiernos?
-Si bien es cierto, Paquita, que las nuevas tierras de Su Majestad
van más allá de donde se pone el sol, no las extraiga, por Dios, de
nuestro mundo.
— ¿Pero habéis oído, don Fernando, sobre los crímenes del tirano
cuando pasa como un rayo por los poblados y entre las siembras?
—Yo sólo sé que es un rebelde, un enemigo de Su Majestad nues-
tro señor Felipe II y está lejos de esta Gobernación.
Varias personas se habían acercado, oyendo atemorizadas las
noticias de doña Francisca de Ursúa y las buenas razones de don
Fernando de Hinojosa, cuya sensatez obtenía menos adeptos que
la alarma de doña Francisca, a quien solía decírsele Paquita.
El olor percibido por doña Francisca como signo de malos tiem-
pos inquietó a casi todos los pobladores de Nueva Segovia, sus gri-
tos conmovieron a las mujeres y dejaron dudosos a los hombres.
La comunidad comenzó a prepararse para la legada de Lope de
Aguirre, el tirano, casi con la certeza de verlo muy pronto asolan-
do los campos y tintas en sangre las espadas, a menos de que Dios
se apiadara de las inocentes criaturas establecidas en Nueva Segovia
para honra de España y de la Santa Madre Iglesia.
A fray Timoteo de la Buena Esperanza, principal pastor de aque-
llas almas, no le fue difícil lograr unanimidad para que la temerosa
22 Próspero Morales Pradilla
feligresía se dedicara, de lleno, a la oración, en vez de prepararse a
un combate de antemano perdido dada la fiereza del tirano, cuyos
hombres ni siquiera respetaban el ordenamiento de Su Católica
Majestad, pues habían abjurado de cuanto levaban en la conciencia.
Fray Timoteo era débil y puntiagudo de tanto andar tras el
rastro de los conquistadores enseñando a los indios la doctrina de
Cristo y, por consiguiente, el temor a los castigos de ultratumba.
Aquellos no lo entendían pues adoraban el sol, suma y fuente de
todas las bondades. Los ojos de fray Timoteo, un poco nostálgicos,
indicaban que su predicación no daba los frutos deseados, pero
cuando bautizaba un nuevo cristiano haciendo la señal de la cruz
con sus manos huesudas y jóvenes, se le encendían los tristes ojos
como si regresara a Sevilla, de donde había salido en busca de cate-
cúmenos siguiendo las rutas del Imperio.
Al anunciarse, por el olfato de doña Francisca, la amenaza del
tirano Aguirre, fray Timoteo no sólo entró en oración sino que,
recomendando este camino a sus feligreses, recordó las historias de
San Francisco Javier en las indias orientales y se hincó en mitad
de la plaza de Nueva Segovia para dar ejemplo a españoles, mesti-
zos e indios. Juanita de Hinojosa, la sobrina, fue quien primero se
arrodilló junto a fray Timoteo siguiéndola buena parte de las muje-
res y algunos hombres dispuestos todos a recitar el Padre Nuestro
que estás en los cielos...
Fray Timoteo miró de reojo a Juanita, en medio de la oración-
colectiva y pareció agradecerle el acto de fe destinado a impedir la
invasión del tirano Aguirre. Pero Juanita no rezaba con el propó-
sito de apartar al tirano de su camino, sino con la curiosidad de
sentir, junto a ella, las palabras de un hombre distinto a los otros y
que. en vez de traer de España la avaricia y el ardor, ofrecía ojos
de compasión para las almas, con la certidumbre de redimir los
pecados. Al finalizar el rezo, Juanita interrogó a fray Timoteo:
— ¿Es cierto, Padre, que los pecados pueden redimirse?
Fray Timoteo la miró y vio cómo a Juanita le caían gotas de
sudor desde su negra cabellera, bajando por las rosadas mejillas y
por la nuca blanca, dándole un aspecto que él nunca había visto en
ninguna mujer y podría ser sucio, a pesar de la brillantez de los
ojos y la lozanía de su pequeña boca.
—Dios es misericordioso —respondió fray Timoteo y dirigió la
vista hacia el grupo de .hombres.
Los pecados de Inés de Hinojosa 23

E l olfato de doña Francisca estuvo corroborado por las noticias


llegadas de Valencia, una ciudad abandonada por sus pobladores
ante el anuncio de que Lope de Aguirre y sus marañones habían
saltado de la Isla Margarita a Tierra Firme acuchillando a cuanto
cristiano osaba acercarse a este demonio surgido de las entrañas del
Nuevo Mundo, llenas de ríos y de selvas, residencia del Anticristo.
Algunos contaron la historia de que Lope de Aguirre había nacido
en las provincias vascogandas y, ya adolescente, viajó a Cartage-
na de Indias, fue soldado del rey en el Perú y sólo después, por
maleficios adquiridos en el Cuzco, se le entró el diablo al cuerpo
hasta convertirse en un monstruo que bajó las aguas del Ucayali y
del Amazonas asesinando gobernadores, maeses de campo, tenien-
tes del Rey y simples cristianos, entronizado como jefe de una
horda de desalmados ante quienes se desnaturalizó del Rey de
España procurando, desde entonces, que los vastos territorios
de Indias, con el Perú como centro, fuesen su Imperio. Construyó
bergantines con maderas de los árboles malditos de la selva, izó
bandera negra con dos espadas entrecruzadas, abandonó decenas
de indios condenándolos al hambre, mató a sus propios lugarte-
nientes haciéndoles meter un palo por el culo para revolverles las
tripas con la punta, hizo dar garrote vil a más de una docena de
españoles y fue él, precisamente, quien ordenó la muerte de doña
Inés de Atienza.
Cuando las temerosas gentes de Nueva Segovia se santiguaban
ante el inventario de crímenes, doña Francisca solía pedir que le
permitieran relatar la historia de Inés de Atienza.
Y palabras más, palabras menos, contaba:
—Bien saben vuesas mercedes que mi marido me dejó en estas
soledades para él buscar al asesino de don Pedro de Ursúa, funda-
dor de Pamplona y, luego, conquistador del Perú, de cuyas hazañas
tengo conocimiento por andar averiguando siempre sobre la suerte
de don Alonso de Ursúa, con quien me desposé para embarcar
hacia el Nuevo Mundo y cuya vida debió perderse bajo los cuchi-
llos del tirano Aguirre. Entre los muchos amores de don Pedro de
Ursúa hubo uno, al final de su existencia, que lo colmó de dicha y
de febriles regocijos: el de doña Inés de Atienza, hija del conquis-
tador don Blas de Atienza y de una india del valle de Jauja.
Como había mucho curioso, don Fernando de Hinojosa invitó
a doña Paquita y otra gente principal a su casa no sólo para reunir
noticias sobre el tirano Aguirre, sino para tomar decisiones frente
a la cruel amenaza. Sentadas unas doce personas en la sala de don
24 Próspero Morales Pradilla

Fernando, éste ordenó a su hija y a su sobrina que sirviesen cola-


ción para hacer los honores de la casa. Probando apenas su copa de
vino, doña Paquita iba a seguir su relato sobre doña Inés de Atien-
za, cuando Fernando advirtió:
-Precisamente en los días que Paquita trae a cuento, fue asesi-
nado mi hermano Pedro de Hinojosa.
—Lo sé, lo sé —cortó doña Francisca— y tendrá su sitio en mi
relato, que, por ahora, está en Trujillo, donde don Pedro de Ursúa
conoció a doña Inés, viuda de don Pedro de Arcos y causante de la
deportación a Panamá del capitán Francisco de Mendoza, pariente
del marqués de Cañete, pues la Atienza además de ser una "moza
lustrosa, avisada y graciosa, que lastimaba el ánima", se movía
asiduamente tras las calzas de los hombres. Así, pues, Pedro de
Ursúa y la mestiza se enamoraron de manera que sólo la muerte
podría arrancar al uno de la otra y, al cabo de poco tiempo, como
Ursúa organizara expedición en busca de E l Dorado, siguiendo
nueva ruta, comprometió a doña Inés para que lo acompañase, y
ella aceptó viajando, junto con María de Sotomayor, su dueña,
hacia un sitio donde la pareja pudiera reunirse sin que la noticia de
su amor llegara a la casa virreinal de Lima. E l sitio escogido fue E l
Astillero, donde estaba congregado el ejército expedicionario,
cuyos jefes se enardecieron llenando de lisonjas a la bella mujer.
Por entonces, se acercaban a la expedición Lope de Aguirre con
su hija Elvira, el aya Juana Torralva y la dama de compañía María
de Arrióla.
—Ay, doña Paquita —interrumpió Fernando de Hinojosa— vuesa
merced anda muy rápido, los años se le vuelven días, olvidando el
pasado de su historia cuando Lope de Aguirre, que era diablo antes
de vuestro cuento, mató a cuchilladas, en el Cuzco, a mi hermano
Pedro, a la sazón Corregidor.
—Lo cierto —siguió doña Francisca sin mosquearse— fue que la
Inés de Atienza entró al séquito de Pedro de Ursúa como nunca se
había visto en tierra de cristianos...
— ¿Y vuestro marido? —interrogó Juanita de Hinojosa, con algo
de mofa.
L a tertulia estuvo a punto de disolverse, como los buenos bizco-
chos de maíz que doña Francisca hundía en un tazón de chocola-
te, mezclándose en el estómago con el vino casi mareado. Afortu-
nadamente Inés de Hinojosa, interesada en la suerte de su tocaya,
insistió:
- P o r favor, doña Francisca, continuad...
Los pecados de Inés de Hinojosa 25

Y Paquita continuó:
—Saltando meses, contra el gusto de don Fernando, se llega al
l o . de enero de 1561, cuando la expedición de don Pedro de
Ursúa llega al sitio de Mocomoco...
— ¿Cómo sabe vuesa merced tantas fechas y lugares? volvió a
interrumpir Juanita.
—Dejad decir —afirmó don Fernando— que ese lugar es por los
lados donde Orellana halló las aguas del Putumayo entrando a su
río de las Amazonas.
—Ese día, digo —agregó doña Francisca con los ojos clavados en
Juanita— se decidió la muerte de don Pedro, instigada por Lope de
Aguirre.
— ¿Cuál el motivo? —preguntó don Fernando.
—Don Pedro por estar en brazos de su amada desatendía el de-
rrotero de la conquista. Inés de Atienza usaba filtros quechuas
para dominar a su amante y apartarlo de los deberes de cristiano,
de manera que sólo la muerte podría romper el embrujo. Con estas
ideas, Lope de Aguirre y otros conjurados dieron muerte al bravo
conquistador, quedando su cadáver tasajeado y sangrante, en
brazos de Inés de Atienza, la única amiga a la hora de la muerte.
—Admirable mujer —comentó don Fernando.
—Por eso —continuó doña Francisca— siempre la recuerdo y veo
en ella mucho del coraje que falta a los hombres cuando ante el
nombre del tirano Aguirre corren como gallinas espantadas por
el gavilán.
Finalmente, contó:
—En otra ocasión os relataré cuanto me han dicho y he oído,
inclusive por boca de gentes llegadas de la Isla Margarita, sobre los
amoríos y la fortaleza de Inés de Atienza. Hoy sólo puedo añadir
que murió en la selva acribillada por esbirros del tirano Aguirre,
perdiéndose el recuerdo de "la dama más linda que en el Peni
quedaba".
Los contertulios fuéronse poco a poco como también tres bote-
llas de vino y once tazas de chocolate. Pero en Nueva Segovia
siguió hablándose de Lope de Aguirre, pues las historias llegaban
con nuevas amenazas de los marañones si la población de Tierra
Firme no se plegaba a la ley del Peregrino, como también llamaban
al manco que, una vez en el Cuzco, mató con su aguja a un tal
Esquivel dejándole la cabeza clavada a una mesa donde el desgra-
ciado copiaba memoriales.
Y eran tantas y tan feroces las historias de Lope de Aguirre,
26 Próspero Morales Pradilla

Caudillo de los marañones, que los buenos cristianos de Nueva


Segovia andaban de asombro en asombro temiendo estar al borde
de caer al infierno en vida. "Lope", en latín, significa "lobo" y
como tal salió este engendro de Guipúzcoa para embarcarse en
Sanlúcar de Barrameda rumbo a las Indias, dispuesto a imponer las
tinieblas sobre los nuevos territorios descubiertos por Colón, tras-
ladándose, finalmente, al Perú de los Pizarros, donde nació su hija
Elvira. Pero sólo pasados los 45 años de edad, manco, "pequeño
de cuerpo, de buen rostro, la barba un poco roja", inició su gran
aventura, alistándose entre los hombres del Gobernador Pedro de
Ursúa, quien salió del Perú en busca de " E l Dorado", que debía
hallarse al otro lado de los montes del Cuzco, tomando la ruta de
los "caminos que andan", cambiando varias veces de horizonte
hasta topar lagunas y cerros desconocidos, con tanto oro y plata
que desparramados después, sobre la Europa cubrirían todos los
reinos de los Austrias. Como fue necesario navegar en extraños
ríos, se construyeron bergantines en plena selva, mientras unos
hombres afilaban sus lanzas, agujas y dagas; otros, se derretían
bajo las calenturas; los carpinteros martillaban las nuevas quillas; y
el señor Gobernador instalaba "tres clérigos de misa, y siete muje-
res casadas y otras cinco que se pretendían casar". Lope de Agui-
rre sentía como suya la aventura porque estaba libre de concupis-
cencia y sus soldados eran los más diestros en el manejo de las
armas y de la astucia. Así se inició, con naves que hicieron agua en
la primera hora, el viaje por la corriente del Huallaga, la del Ucaya-
li, el río de las Amazonas y las ondas del mar océano en una ruta
que, desde entonces, ningún hombre ha vuelto a tomar porque las
fieras, las culebras, las pirañas, la noche de la selva y los mosquitos
han persistido a lo largo de los tiempos, así como también los gran-
des ruidos de las frondas absolutas y el llamamiento de las quime-
ras, que Ursúa no logró oír por la tibieza de doña Inés de Atienza
y la cautela de Lope de Aguirre, quien pasó muchos ríos a la espe-
ra del instante de conquistar la Jefatura del Orbe según lo pensaba
en estos parajes tan extensos como la inmensidad.
Los bergantines no fueron vistos cuando entraron al mar océa-
no, en medio de la pororoca del Amazonas, porque ningún cristiano
asomaba por aquellas aguas, que sólo el diablo podía surcar a sus
anchas. Sin saberse quiénes eran, ni de dónde venían, aparecieron,
de improviso, en la Isla Margarita. L a expedición de mil personas
salida del Astillero de Topesana el 25 de septiembre de 1560, se
había reducido casi a la mitad, porque más de cuarenta habían
Los pecados de Inés de Hinojosa 27

sido asesinadas, incluyendo a don Pedro de Ursúa y a doña Inés de


Atienza, cien fueron víctimas de las calenturas y otras enfermeda-
des, cuarenta perecieron en guazábaras de indios, quince a veinte
muertos de hambre y dos o tres centenares abandonados en la
selva.
Frente a la Villa del Espíritu Santo, capital de la Isla, donde
vivía una comunidad de buenos feligreses y dignos subditos del
monarca español, Lope de Aguirre gritó a sus hombres desde el
puente del bergantín "Santiago":
—Nos llaman marañones, porque venimos del Marañón y ni si-
quiera nos asusta el Diablo.
Con disimulo, primero, y ferocidad, después, los marañones
cayeron sobre la Isla Margarita como si una raza primitiva, sin
ninguna relación con el reino de Castilla, saltara de los primeros
siglos a este X V I de la era cristiana para reducir a polvo todo cuan-
to los mártires, los caballeros, los frailes y los reyes, habían preten-
dido construir en el interior de los españoles. Huidos de la Isla,
contaron en Tierra Firme el detalle de las desventuras, que, en
estos relatos, llegaron unidas unas a otras formando un inmenso
odre de sangre. L o mismo se hablaba de los grillos que le echaron a
doña Ana de Rojas, quien quiso preparar pasteles con ponzoña
para matar al tirano y terminó ahorcada en una plaza solitaria, que
de los frailes muertos para entrenamiento de los soldados en el arte
de destripar. Además la gente pensaba en que Lope de Aguirre no
tenía carnadura, sino que, bajo el jubón, bullían los siete pecados
capitales esparciéndose la desgracia por doquier.
E l 7 de agosto de 1561 sucedió lo más temido por los colonos
de Tierra Firme: la invasión de los marañones. Llegaron a la playa
de Borburate, abriendo camino hacia el Tocuyo, Valencia, Nueva
Segovia y Mérida, ésta última ya en los linderos del Nuevo Reino
de Granada. Nadie ha dicho si llegaron de día o de noche, pero
muchas leguas adentro se percibieron las tinieblas y las gentes sin-
tieron tanto miedo que aun en sitios lejanísimos como Santa Fe se
entronizó el pavor. Valencia quedó abierta a los marañones, quie-
nes, al entrar, no encontraron seres vivos, ni alimentos, ni camas
dispuestas.
Cuando los de Nueva Segovia sintieron dentro y fuera del cuer-
po el gran ruido de los marañones, su poblado se transformó en
un cementerio sin m.uertos. E l éxodo comenzó cuando Blas de
Bobadilla alquiló todaslasmulas de Diego de Ladino y, después de
empacar sus mercaderías, partió hacia el sur junto con Ladino, las
28 Próspero Morales Pradilla

mujeres de ambos, los niños y cinco peones. Doña Francisca de


Ursúa, viéndolos partir comentó a gritos:
—Ya se van las gallinas, el gavilán no está lejos.
Pero nadie creía en símiles con aves de corral, porque la nube
negra de Lope de Aguirre olía a infierno y si bien era cierto que los
españoles no le temían a nada en este mundo, carecían de armas
eficaces para combatir al Diablo. Así Fernando de Hinojosa, cum-
pliendo solicitudes del Corregidor quien amarraba sus trapos al
lomo de dos muías, visitó esa misma noche a doña Francisca de
Ursúa, hablándole de esta manera mientras bebía una taza de
chocolate sin acompañamiento:
—Vuesa Merced, querida Paquita, es la reina de Nueva Segovia y
como tal se ha portado en estos días nefandos, pues gracias a vues-
tra entereza y ejemplo, no ha habido una desbandada de poblado-
res como viene sucediendo en Tierra Firme desde la llegada del
tirano Aguirre, precedido por el relato de sus crímenes en la Isla
Margarita. Lástima, sí, que vuestro coraje no pueda tener respaldo
de arcabuces, ni siquiera de guijarros, porque Nueva Segovia carece
de armas para enfrentarse a la horda.
— ¿Queréis, entonces, que yo también abandone la plaza como
el cobarde Bobadilla?
—No sería un abandono, sino un "hasta pronto", pues se podrá
regresar tras la muerte del tirano.
Fernando y Paquita siguieron conversando dominados ambos
por el sueño y el miedo, sin ceder en sus puntos de vista: ella,
heroica; él, manso. Por fin, Fernando argüyó:
-Lamento haberos molestado con la esperanza de que Vuesa
Merced guardase consigo a una virgen como es mi sobrina Juanita,
que será una de las primeras víctimas de los marañones.
— ¿Qué? —se sobresaltó Paquita.
- L o estáis oyendo, ¡señora!
Así encontró doña Francisca un motivo honorable para huir de
Nueva Segovia, como lo ansiaba de tiempo atrás sin poder expre-
sarlo para que nadie pensara en que la viuda de don Alonso de
Ursúa temía a Lope de Aguirre.
Doña Francisca de Ursúa salió de Nueva Segovia con Juanita de
Hinojosa, acogida a su custodia, y una caravana de cien personas,
rumbo a E l Tocuyo, mientras al atardecer del mismo día Fernando
de Hinojosa, su hija Inés y una veintena de acompañantes partie-
ron hacia Carora. L a separación de Fernando y Juanita se debió al
temor de las murmuraciones en una época aciaga, porque la "sobri-
Los pecados de Inés de Hinojosa 29

na" que nadie vio llegar y tantos gustos despertaba entre los hom-
bres, podría ser una tentación en casa de don Fernando. Alejándo-
se el uno de la otra por culpa del terror, Juanita seguiría siendo
virgen como ya lo proclamaba, arrogante e invencible, doña Fran-
cisca de Ursúa.

Nueva Segovia quedó vacía. Los vecinos enterraron cuanto no


pudieron llevarse salvo algunas gallinas que tomaron las calles por
corral y tres o cuatro burros abandonados. Un tal Pedro Hernán-
dez pudo caminar frente a casas sin habitantes, restregar el suelo,
escupir a lo alto y a ¡o bajo, mear en cualquier sitio, coger panes
del suelo, hablar a solas, ser el único hombre en la tierra antes de
la catástrofe definitiva, porque no se le ocurrió partir de Nueva
Segovia, sino permanecer como los árboles, las paredes, las gallinas
y los burros. Y allí siguió pasando de una época a otra, del éxodo
al asalto y de éste a la paz, gritando, simplemente, antes y después
de la historia:
—"Todos son idos del pueblo".
Entonces Lope de Aguirre se proclamó rebelde hasta la muerte,
informando al Rey de España:
—"Fue este mal Gobernador —Pedro de Ursúa— tan perverso y
vicioso y miserable que no lo pudimos sufrir, y ansí por ser impo-
sible sufrir sus maldades y por tenerme por parte en mi causa, no
diré más de que lo matamos, muerte, cierto, bien breve. Y luego
a un mancebo caballero de Sevilla llamado don Fernando de
Guzmán, le alzamos por nuestro rey y le juramos por tal, como tu
real persona verá por las firmas de todos los que en ello nos halla-
mos, que quedan en la Isla Margarita, en estas Indias; y a m í me
nombraron su maestre de campo y porque no consentí en sus in-
sultos y maldades, me quisieron matar y yo maté al nuevo rey, y al
capitán de su guardia y al teniente general y a cuatro capitanes, y a
su mayordomo y a su capellán clérigo de misa, y a una mujer de la
liga contra m í , y a un comendador de Rodas, y a un almirante, y
a dos alféreces y otros seis aliados suyos, y con intención de seguir
la guerra adelante y morir en ella por las muchas crueldades que
tus ministros usan con nosotros, nombré de nuevo capitanes y
sargento mayor, y quisiéronme matar y los ahorqué a todos".
Por el camino de las Minas de Buria, Lope de Aguirre llegó al
Valle de las Damas y ocupó la desolación que eso era Nueva Sego-
via de Barquisimeto. Quemó las viviendas pajizas y con ellas, incen-
dió la iglesia. Así, desde lo alto divisaba, sin interferencias, las tie-
30 Próspero Morales Pradilla

rras vecinas y los fugitivos de las laderas, hasta la aparición de lo


insólito. E n realidad, el Caudillo de los marañones se había acos-
tumbrado al pavor de las gentes y a la muerte de los suyos, sin
pensar en que podría haber enemigos de verdad, armados, valero-
sos y decididos. Por eso cuando éstos aparecieron en las vecindades
de Nueva Segovia y un soldado le contó que del Nuevo Reino
había llegado Pedro Bravo de Molina, español cojonudo al frente
de muchos hombres y con el rango de Teniente General, Lope de'
Aguirre se sintió abocado a lo insólito, instante imprevisto que se
atraviesa en muchas vidas para torcer cuanto parecía acomodado a
los propios deseos. Así la historia es el relato de millones de ambi-
ciones truncas a mitad del camino.
Lope de Aguirre había pasado jornadas de espanto en muchos
sitios del Nuevo Mundo, con una vida típica del siglo X V I , la dura
y brillante época en que la humanidad resolvió ser distinta a todo
cuanto venía del medioevo desde la virtud de las mujeres hasta las
hazañas de los hombres, no circunscritas al mundillo de los feudos
sino al descubrimiento de la incógnita. Sin embargo, su situación
en Nueva Segovia, viejo, rodeado de traidores y con un enemigo
visible, le movió los entresijos y llegó a pensar en el fin de su gesta,
porque él no aceptaba que pudiera ser vencido, pero toleraba la
posibilidad de morir. E l día de San Judas pretendió salvar a su hija,
apartándola de la plaza sitiada, pero ningún marañón quiso acom-
pañarla, pues la mayoría se estaba entregando a las vanguardias del
Rey. Optó por darla a Pedradas de Almesto, enamorado de Elvira,
pero el galán ya había huido. Entonces, Lope de Aguirre, Caudillo
de los Marañones, el Peregrino, el Diablo, dijo humildemente a su
hija:
—Espero que puedas repetir los cantos al sol que te ensenó tu
madre o que digas conmigo: "Dios te salve María...".
Elvira no entendió los propósitos de su padre, como nunca los
había entendido, pues siempre vivió uncida a las brujerías de la
Torralva. Pero cuando Lope de Aguirre clamó:
—"Hija, encomiéndate a Dios porque te voy a matar"!, lanzó un
grito de horror mientras la Torralva trataba de interponerse entre
el arcabuz de Lope y el cuerpo de Elvira. E l aya cayó con el arca-
buz en la mano, cuando Lope sacó su puñal y lo hundió en la gar-
ganta de Elvira. Frente a la hija muerta lo hallaron las avanzadas
del Rey, dominando así el primer conato de rebelión en el Nuevo
Mundo. Lope de Aguirre, miró a los vencedores como a la selva y a
los mares. Luego, gritó sin miedo:
Los pecados de Inés de Hinojosa 31

"... Nunca mejor cosa hice, que era mi hija y púdelo hacer, por-
que cosa que yo tanto quería no viniese a ser colchón de ruin
gente!".
Y lo mataron. Su cabeza, su única mano y sus piernas, fueron
separadas del tronco y paseadas por todos los rincones de Tierra
Firme para recordar que no ha nacido, ni nacerá, quien pueda
levantar armas contra el Rey de España.
Los habitantes de Nueva Segovia, seguros de que el tirano Agui-
rre era difunto, comenzaron a regresar tal como se habían ido: por
grupos. Dcña Francisca de Ursúa y Juanita, llegaron con fray T i -
moteo y mucha gente piadosa cantando el Tedeum, como si los
cristianos de las catacumbas brotaran de la tierra para construir el
nuevo templo. Hallaron a la Torralva, arrodillada sobre la tumba
de su niña, musitando dos palabras que sólo entendían los sol-
dados:
—Bendita... maldito... bendita... maldito...
Don Fernando de Hinojosa, en cambio, se detuvo largamente en
Carora pues no sólo halló jugadores de temple y renta, sino tam-
bién maneras de comerciar directamente con propietarios de bálsa-
mos. Además, deseaba olvidar su precipitado viaje a Carora que no
honraba al hermano de Pedro de Hinojosa, asesinado por Lope de
Aguirre, ni al valeroso soldado venido de Panamá sin testigos dis-
tintos a su hija y, acaso, su sobrina.
Pero como no todo puede ser contento en estas tierras donde
además de la fiereza se carga con los pecados del viejo continente,
una noche de falsos presagios cayó don Fernando en la mesa de
juego de Pedro de Avila, quien iniciaba la suerte de los dados en
compañía de Diego de Pimienta y de Pedro de Hungría, aceptado
por los caballeros gracias a sus decires y no a la pureza de su linaje,
discutible como el de todos los sacristanes quienes juegan a la cuer-
da floja entre el altar y los pecados. Aun cuando don Fernando de
Hinojosa era hombre de pro y sana riqueza, también era cierto que
Nueva Segovia había sido asolada por los marañones y quien tuvie-
se sus haberes en esa ciudad bien podría haberlos perdido o no
resistir la prueba de una apuesta grande, como la que, a media
noche, propusiera Pedro de Avila diciendo a don Fernando:
— ¿Tendréis cómo responder a mi fortuna?
Pimienta y Hungría abrieron los ojos como si Lope de Aguirre
hubiese resucitado, mientras Hinojosa preguntaba:
— ¿Cuál y cuánta es la fortuna de vuesa merced?
Pedro de Avila, poniendo por testigos a los otros dos jugadores,
32 Próspero Morales Pradilla

que en esta suerte no entrarían, enumeró sus propiedades en Caro-


ra, el monopolio de los bálsamos, sus negocios en el Nuevo Reino
de Granada y una prometida encomienda más allá de Mérida, agre-
gando:
- ¿ Y vos, don Fernando?
Este hizo también la enumeración de sus bienes en Nueva Sego-
via, añadiendo el próspero negocio de las mercaderías remesadas a
España, amén de las que recibía.
-Pero - c o r t ó Pedro de A v i l a - poco os habrá dejado el tirano
Aguirre.
—Que ya es muerto —puntualizó don Fernando.
—Pero cuyos estragos perduran.
Pimienta y Hungría corroboraron lo dicho por don Pedro. Don
Fernando apuró otra copa, llevó la mano derecha al mentón, luego
colocando los codos sobre la mesa y los puños contra sus mejillas,
miró fijamente a Pedro de Avila, diciéndole:
—No obstante, tengo un tesoro más valioso que todo lo vuestro
y que toda Carora.
— ¿En Nueva Segovia?, replicó Pedro.
—No —gritó don Fernando—, aquí y lo juego contra todo lo que
tengáis dentro y fuera de estos territorios ¡porque os voy a ganar!
— ¿Dónde se encuentra el maravilloso tesoro de vuesa merced?,
preguntó irónico Pedro de Avila.
—Es mi hija— sentenció Fernando de Hinojosa.
- ¿ Y la jugáis, señor?
—Pretendo ganar todo lo que os hace neo y jactancioso.
Pimienta quiso intervenir para evitar el dislate, mientras Hungría
decía al oído de Pedro:
— ¿Y si ganáis, jugarías luego a Inés de Hinojosa?
—Qué os importa, hideputa— devolvió Pedro. Luego, parsimonio-
so y grave aclaró:
—Don Diego de Pimienta y don Pedro de Hungría son testigos
fehacientes de que al mayor en un tiro de dados juego toda mi for-
tuna contra la hija de don Fernando de Hinojosa.
Hinojosa, se levantó solemnemente y añadió:
—Acepto la apuesta de don Pedro de Avila, con una condición
que no debiera mentar pero lo hago para que nada sea oscuro en
este compromiso de caballeros: apuesto a mi hijita, que daré en
matrimonio a don Pedro de Avila, contra la totalidad de sus bienes.
— ¿En matrimonio?— preguntó Pedro.
—Lo he dicho claramente.
Los pecados de Inés de Hinojosa 33

—Que así sea, señor— subrayó el caroreño y comenzó el minuto


de sudor.
Los dos jugadores y los dos testigos recordarán por el resto de
sus vidas cómo echó el par de dados don Fernando y cómo lo hizo
don Pedro, sumando el primero cinco más dos y, el segundo, seis
más tres, y guardando los cuatro el secreto de una suerte que quien
la divulgase sería muerto, mientras el ladino señor don Fernando
de Hinojosa pensaba adentro, en su caletre, donde las sospechas
ajenas no pueden entrar, que había conservado sus bienes y casaba
la hija con el hombre más rico de Carora. Pedro de Avila también
sonrió por debajo de los labios, pues sólo él sabía cómo funciona-
ba su alcoba.
Dos meses duraron los preparativos de la boda, que uniría las
mejores fortunas de Carora y Nueva Segovia. Inés, deseosa de tener
marido y practicar los deleites relatados por sus amigas casadas,
complació a su padre cuando le anunció e! "pacto de caballeros",
acordado con don Pedro de Avila, a quien no admiraba ni apete-
cía, pero cuya casa y cuyos modales aseguraban una buena cama,
así dijeran los envidiosos que tenía sala de juego y se embriagaba
como los peones.
E l día de la boda, fray Hermenegildo de Aldújar vistió casulla
roja de acuerdo con la liturgia y, acaso, como terrible admonición.
L a novia se presentó enfundada en raso blanco con capa carmesí
y, pasado el tiempo, aún se recuerda el verde jubón de cuchilla-
das negras que lucía don Pedro de Avila al salir del templo con
Inés de Hinojosa e iniciar, en su propia casa, el sarao nupcial
con todas las gentes principales de Carora, incluyendo, por asuntos
de azar, a Pedro de Hungría. L a fiesta duró tres barriles de vino,
uno de horchata, 42 jicaras de chocolate, el amasijo de la víspera,
aves de corral, turmas de los indios y toda suerte de verduras y
raíces.
A l anochecer, don Pedro de Avila y doña Inés pasaron al apo-
sento nupcial cerrando su pesada puerta.
III

Aun cuando Fernando de Hinojosa nunca fue sensiblero, ni hombre


sujeto a la falda de las mujeres, sintió que algo se le rompía en el
interior al entrar a la casa de su hija para despedirse de ella y regre-
sar a Nueva Segovia, donde lo esperaban sus negocios y, acaso, la
última aventura de su vida, pues en estas tierras y con sangre anda-
luza siempre lo inesperado está a la vuelta de cada día, porque el
destino es flexible como hoja de espada.
Pedro de Avila recibió a su suegro en un aposento con escritorio
de dos cuerpos, bargueño y tres sillones de cuero templado; una
pequeña ventana cuadrada con puertas de madera azul y una lámi-
na de las almas del purgatorio devoradas por el fuego de sus peca-
dos, completaban el recinto. Los dos hombres se sentaron para
conversar:
— ¿De manera, querido suegro, que retornáis a Nueva Segovia?
- F u e lo dispuesto por Dios.
—Que así sea.
—Gracias, hijo!
Y un largo silencio siguió a estas palabras, porque ninguno de
los dos estaba dispuesto a decirse la verdad, que les rondaba en la
punta de la lengua y sería tan innecesaria como peligrosa para dos
caballeros de honor, metidos en el fondo del Nuevo Mundo, próxi-
mos a montañas desconocidas, rodeados de indios y de fieras. E l
de Avila debía ocultar su bárbara escena de la noche de bodas y el
de Hinojosa no estaba dispuesto a descubrir quién fue la madre de
Inés. Además, ninguno de los dos deseaba recordar su pasión por el
juego, que hizo posible la boda más sonada de Carora.
—Quisiera —dijo, al fin, don Fernando de Hinojosa— despedirme
de Inés. No sé por cuanto tiempo será mi ausencia y si el destino
me depara la fortuna, esquiva en estos territorios, de hallaros nue-
vamente, acaso para el nacimiento de mi nieto que pronto habrá
de estar en camino.
Los pecados de Inés de Hinojosa 35

—Pasad, querido suegro, a la alcoba, donde nuestra Inés aguarda.


Pedro abrió la pesada puerta de la alcoba vecina, que chirrió
entre los goznes, produciendo escalofríos en el ánimo del marido
temeroso de alguna indiscreción de su esposa con respecto a la azo-
taina nupcial, cuyo relato podría ser grave frente a un caballero
cabal como ha sido Fernando de Hinojosa, comparado, inclusive,
con don Pedro, su hermano.
A l abrirse la puerta, Inés estaba sentada en la cama con el cuer-
po cubierto por una alta camisa de hilo. Apenas se permitía mos-
trar el leve movimiento de la respiración bajo una curva, en forma
de rodillo, que unía los dos senos dentro de una misma tela. Inés
miró intensamente a su padre, quien caminó hacia ella sin la seguri-
dad de otros tiempos y le besó la frente, tomándole, luego, las
manos, tras sentarse en el borde de la cama mientras el marido
permanecía de pies frente a ellos.
—Te dejo, hija, bajo buen techo y unida a Pedro de Avila por el
sacramento del matrimonio...
A Inés se le saltaron algunas lágrimas, a pesar de que para las
mestizas el llanto es cosa de blancos. Lo miró, lo abrazó y guardó
silencio. Cuando Fernando de Hinojosa se levantó, a Inés le quedó
entre los dedos el calor de las manos de su padre e intuyó que, en
adelante, estaría sola, pero ella dominaría la soledad como el viejo
español había sobrellevado todas las penas de la conquista conser-
vando el ardor de Andalucía.
Después de salir los dos hombres, Inés colocó una almohada
contra el rostro no tanto para secar las lágrimas como para que no
brotaran más, porque ella podría defenderse de éstas y otras lágri-
mas con el valor de los Hinojosas, y, sobre todo, con la astucia de
su sangre indígena.
Pedro de Avila regresó a la alcoba encontrando a su esposa sere-
na, firme, mirándolo desde la cama sin bajar los ojos.
—Gracias —dijo Pedro...
— ¿Por qué?
—Por haber callado.
—Mi madre fue india.
—No lo comprendo.
—Ya lo comprenderás —remató Inés de Hinojosa, mostrando,
por primera vez después de casada, su hilera de dientes blancos
entre los labios rojos con algo parecido a una sonrisa, pero una
sonrisa de los tiempos bíblicos cuando las mujeres soportaban el
peso de la historia dejando a los guerreros el infortunio de vivirla.
36 Próspero Morales Pradilla

—Gracias, Inés —repitió Pedro.


Inés puso los brazos tras la cabeza y cerró los ojos.

Fernando de Hinojosa no pudo ver bien a Carora cuando tomó


el camino de Nueva Segovia, porque algo se le fruncía en la gargan-
ta impidiéndole percibir el contorno, que sólo le llegaba por el
olfato gracias a los árboles de cuyas cortezas salían las resinas. No
quiso mirar hacia atrás, no sentía ira, ni ambición, ni siquiera otras
pasiones, pero, en la mente, se le quedó el recuerdo de la hija senta-
da en una cama de baldaquino verde.
E n Nueva Segovia, Juanita de Hinojosa continuaba entregada a
la piedad sin ser tan necesaria como en vísperas de la llegada de
Lope de Aguirre. Ahora, era una piedad más limpia, ajena al temor,
impuesta por un voraz llamamiento a las prácticas religiosas, que la
colocaría entre las mujeres felices como su tía. Juanita casi no
salía del templo, sabía de memoria varios párrafos de los sermones
de fray Timoteo, organizaba la primera cofradía de hijas del Santí-
simo conversando con las amigas de doña Francisca de Ursúa, quie-
nes no veían los redondos senos de Juanita bajo el estrecho cuello
blanco, ni sus ojos que parecían brillados con saliva, sino el mila-
gro de una muchacha venida a la zaga de los conquistadores con el
misticismo de los santos cuando viven el arrebato de la fe.
Como Fernando de Hinojosa conocía la piedad de Juanita, sur-
gida de improviso tras mucho trajinar con los malos pensamientos,
al entrar en Nueva Segovia se dirigió a la casa donde fray Timoteo
tenía altar para decir misa y atender otras ceremonias de la religión
después de que Lope de Aguirre incendiara el templo. Desde la
puerta, Fernando vio la casulla verdusca del párroco y la cabellera
de Juanita caída sobre espalda y hombros, cubierto el conjunto
con mantilla rosada.
Fernando de Hinojosa se detuvo y recordó cosas de antes: sus
bodas en Sevilla: el galeón que lo trajo a Tierra Firme; las manos
de Isabel, su esposa, entre las suyas al ver en el horizonte el Nuevo
Mundo, que parecía salido del fondo de los tiempos; la fuga de Isa-
bel y Pedro, su hermano, rumbo al Perú; la india Flor, embarazada,
en cuyo vientre brotaba una nueva raza; las dos niñas jugando en
Nombre de Dios; el juramento... "Hay que repetirlo —se dijo—:
nadie sabrá nunca, a lo largo y ancho de la tierra y al correr de los
años, cómo nacieron mis dos niñas... Maldito sea quien pretenda
saberlo!". Abrió los ojos al terminar la comunión y los fijó en la
espalda de Juanita. "¿Qué hago con ella?", pensaba cuando salieron
Los pecados de Inés de Hinojosa 37

los fieles encabezados por doña Francisca de Ursúa, quien se lanzó


a los brazos del recién llegado diciendo:
—"Bienvenido, don Fernando".
Y , luego, mirando hacia atrás:
-Juanita, Juanita, ven que ha llegado tu...
Doña Francisca dejó sin terminar esta frase, porque tenía la cos-
tumbre de recordar lo que no debía decir cuando estaba al borde
de decirlo.
Juanita lloró, limpiándose las lágrimas con el dorso de las manos,
al enterarse del matrimonio de Inés. Le pareció brujería el relato
de don Fernando y temió que Inés fuese víctima de hechizo debi-
do a las resinas de Carora. Quizá los indios de Nombre de Dios
habían transmitido a don Fernando el secreto de la vida y de la
muerte, confinándolo a ser, como los mosquitos de la selva, porta-
dor de enfermedades y designios fuera de toda razón. Por eso
sabía cómo el viento de acá no es delgado y limpio sino lleno de
pequeñas alimañas salidas del infierno a través de los árboles.
Doña Francisca perdonó el poco valor de don Fernando al huir
de los marañones, por haber cumplido sus deberes de padre dejan-
do a Inés en el lecho de un hijodalgo, pues -decía— "la peor des-
gracia de las mujeres no es haber nacido para que los hombres las
disfruten, sino andar por ahí, lejos de un marido verdadero".
Juanita quedó bajo la tutela de don Fernando, hospedándose
ambos en su antigua casa parcialmente amoblada con colchones de
fique, hamacas y sábanas traídas de Carora. E n este hogar improvi-
sado reflexionó sobre lo acaecido desde su salida de Nueva Sego-
via, miró muchas veces a Juanita, sin decirle que sus miradas se
remontaban al pasado, suspiró de una manera que él mismo no
conocía, llenándose de aire para expulsarlo por boca y narices,
quedándole sabor de miedo. A l fin, una noche tomó las manos de
Juanita y le preguntó:
- ¿Conoces hombre?
-¿Qué?
—Deseo saber, hija mía, si tienes novio.
— ¿Hija mía?
— ¿Te disgusta que te llame así?
- ¡No!
—Explícate.
—Que no me disgusta que me llames "hija mía". ¿Acaso no soy
hija tuya?
La conversación evitó un tema que siempre se les enredaba. A él
38 Próspero Morales Pradilla

le preocupaba esta doncella y, sobre todo, quería legarle una posi-


ción principal. Sin embargo, la piedad de Juanita, su obcecada
admiración por fray Timoteo y un extraño temperamento exigían
mucho a Fernando de Hinojosa, quien optó por buscarle destino
parecido al de la mestiza. Fernando decidió quedarse solo y que
Juanita se fuera a vivir con Inés, para lo cual propuso una tarde a
Fray Timoteo:
— ¿Vuestra Reverencia podría hacerme un favor muy grande?
—Si el Señor lo permite, estoy a vuestras órdenes.
—Quisiera encomendaros a Juanita para que la llevéis a casa de
Pedro de Avila en Carora.
- ¿ Y vos?
—Yo estoy dispuesto a vivir mis soledades.
—Dios os bendiga.
Fernando de Hinojosa le relató la parte respetable de su viaje a
Carora, el matrimonio de su hija y la necesidad de que Juanita la
acompañara para rezar juntas el rosario y compartir algunos de los
oficios domésticos.
Fray Timoteo no dio inmediata solución al problema, porque
en asuntos de alta preocupación era menester el paso del tiempo
en busca de lo óptimo. Tres semanas después el fraile visitó a
Fernando en su casa, donde no sólo habían los aposentos propios
de las familias de postín, sino que una segunda puerta, menos
ancha, con reja adicional, permitía entrar directamente a la sala
donde el amo solía recibir a quienes gustaban de los dados, el
naipe y otros juegos de suerte y azar. Además, en el último patio
interior había un cobertizo para almacenar las resinas destinadas
a la corte de Su Majestad Felipe I I . Fray Timoteo entró por la
puerta principal y estaba mirando una imagen de la virgen rodeada
de estrellas, con una media luna a los pies, cuando el dueño de casa
dijo en alta y grave voz:
—Bienvenido, fray Timoteo.
—Que Dios os conserve por muchos años, don Fernando.
Después de comentar las noticias de España y de sus territorios
ultramarinos, señalando el éxito de los cristianos en el dominio de
las tribus bárbaras y la fundación de ciudades tierra adentro, fray
Timoteo cortó:
—Creo que Dios Nuestro Señor nos dará solución al problema
que tanto os preocupa.
- ¿ E l viaje de Juanita a Carora?
Fernando de Hinojosa se trastornó al sentir la inminente separa-
Los pecados de Inés de Hinojosa 39

ción de Juanita y sólo vio frailes sin huesos mientras recorría, a


grandes zancadas, su propia vida saltando de la infancia en Hinojo-
sa del Duque a las orgías primitivas de Panamá, cuando él y su
hermano Pedro creyeron perder todo lazo con España y se dedica-
ron a cazar indias para holgar con ellas, inclusive frente a las muje-
res españolas. También pensó en los dados de Carora, cuando
perdió a Inés. Luego advirtió que ya había vivido cuanto se le en-
trega a un hombre en este mundo. Veía grandes marañas acechán-
dolo, rodeándolo, tapándole las salidas. Todo lo suyo oscilaba
entre la bondad y el crimen, habiendo matado, violado, escarneci-
do hasta jugar su hija en una mesa de dados. Debía apartarse de
Juanita para no causarle mal. Saliendo del sopor dijo:
—Sí, sí, Padre, llevaos a Juanita.
Las dos niñas —pensó— siempre han estado juntas. Por ellas salí
de Panamá rumbo a España.
— ¿Cómo hacemos, Padre? —agregó.
Y volvió a caer, sin que el fraile pudiera impedirlo, en las aluci-
naciones, viéndose doblado por la edad como un ermitaño, agoni-
zando solo frente a gigantescos árboles que pronto se borraban
dejando paso a un mar seco, un inmenso mar de polvo en cuyos
confines estaba su propia tumba.
De manera un poco brumosa, como todo cuanto aconteció aque-
lla mañana, fray Timoteo decidió organizar el viaje de Juanita, que
fue saliendo de las coyunturas, al mover diversas voluntades hasta
coincidir en el proposito. Simplemente: comenzó a hablarse del
viaje en casa de doña Francisca, en la tienda de don Blas de Boba-
dilla, a la hora de las confesiones, después del rosario, entre los
criados. Varias personas sintieron que formaban parte del viaje: Pe-
dro de Molina, un tal Jorge Voto, Carmen y Petronila Bobadilla, la
Torralva, que había sido dueña de Elvira Aguirre, hija del Tirano.
Cada cual se decidía por motivos diferentes, sin importar la hora
de salida pues el viaje comienza mucho antes de que se inicie el
movimiento.
Cuando fray Timoteo de la Buena Esperanza reunió a los viaje-
ros para colocarse bajo la voluntad del Todopoderoso, Fernando
de Hinojosa, tan blando como la vejez, no tuvo fuerzas para mirar
a Juanita sin estrecharla en los brazos y llorar por primera vez en
los últimos treinta años.
A l salir de Nueva Segovia los jinetes tragaron saliva guardándose
las palabras. Eran muy largos los caminos del Nuevo Mundo y,
sobre todo, solitarios, sin el adorno de las ventas, de los molinos o
40 Próspero Morales Pradilla

de los rastros. Además, había mayores riesgos de muerte que en la


ruta de Despefiaperros. Se cabalgó bajo la guía de Pedro de Molina
y el cuchicheo de la tal Torralva.
Terminada la primera jornada, mientras los demás caían de can-
sancio en el duro suelo, Juanita se acercó a fray Timoteo y le dijo:
—No podría dormirme si Vuestra Reverencia no bendice mis
sueño,s.
Habían acampado cerca de un r í o , cuya corriente carecía de uso
porque sólo en los últimos años apareció el hombre en estos para-
jes venidos de la pre-historia con la naturaleza intacta. E l río baja-
ba por entre piedras tan limpias que cuando la Torralva las pisó
parecía que el pecado se apoderaba de las aguas. Allí crecían los
heléchos de un verde sin pasado y musgos de diversos tonos. E l
olor de la noche, debido a las plantas silvestres y a la humedad del
campo, adormeció a los viajeros, mientras fray Timoteo arrodilla-
do rezaba el rosario frente a Juanita.

Las barbas sudadas de Pedro de Molina ayudaban a que las mu-


jeres sintieran seguridad y los criados obedecieran, encendiendo el
fuego para poner en movimiento las terribles sombras de una épo-
ca recién salida de la oscuridad.
Jorge Voto se recostó sobre el tronco de un árbol seco, negro y
blando, desde donde miraba a Juanita enfrentada al fraile como si
éste no sólo deparara los consuelos del espíritu, sino también el
alimento del cuerpo. Sin quitar la vista de la silueta de Juanita, que
vestía falda ancha, corpino ajustado, mangas amarillas, sombrero
de plumas y chinelas de paño, Jorge recomendó en voz alta:
—Debiéramos estar muy cerca los unos de los otros para evitar
peligros.
A lo cual replicó Juanita:
—Con las bendiciones de fray Timoteo no habrá peligro para los
buenos cristianos.
Jorge Voto temió que él no figurara entre los buenos cristianos,
pero el fraile dijo:
—Todos somos buenos cristianos, temerosos de Dios y confiados
a su Omnipotencia.
Juanita, apenas iluminada por el resplandor de los leños encen-
didos, tomó las manos de fray Timoteo, se las abrió con las suyas
y le rogó:
—Bendecidme, Padre, que son muchos mis temores, mis angus-
tias, mi debilidad.
Los pecados de Inés de Hinojosa 41

Cuando fray Timoteo trató de bendecirla, cayó el primer rayo,


iniciándose una lluvia inesperada. Sin embargo, se suavizó y el gru-
po pudo recogerse al amparo de tiendas castellanas mientras caía
una llovizna propicia al goteo del sueño entre las oraciones de fray
Timoteo, un poco inseguro porque Juanita insistía en dormir junto
a él, en un extremo de la segunda tienda, donde también se habían
refugiado Jorge Voto, la Torralva, Petronila y un criado encargado
de las viandas.
Hacia la media noche, cuando los viajeros dormían a pesar de las
incomodidades, se intensificó el aguacero, produciendo, al mismo
tiempo, cierto silencio en la corriente del río debido a que las
aguas superaban la altura de las piedras y no se oía el choque de
aquellas contra éstas. E l río se desbordó y fue anegando la peque-
ña playa donde el grupo trataba de dormir, recogido en las tiendas
al pie de un altozano de tierra con raíces y yerbajos.
Pedro de Molina advirtió el peligro y fue en busca de su caballo.
L o halló encabritado al pie de un árbol, pudo colocarle la silla, de-
satarlo y montarlo al llegar la primera avenida de aguas desborda-
das. Con las riendas templadas, Pedro detuvo al caballo, dio latiga-
zos y anunció con la ronca voz de sus viejas batallas:
—Ah de los cristianos, debemos abandonar el sitio inmediata-
mente!
Fray Timoteo salió de su tienda con el agua a los tobillos y repi-
tió la orden de don Pedro de Molina, indicando el altozano para
salvarse. L a confusión, por el sueño, por la hora y las tinieblas, se
adueñó del grupo mientras llegaba la segunda avenida, más cauda-
losa aún, haciendo que el agua subiera de la cintura de los viajeros
más altos. Se oyó cómo los caballos rompían sus ataduras huyendo
y, tras ellos, chapoteaban algunos hombres sin poder contrarrestar
la fuerza de la múltiple corriente, aumentada por el aguacero que
caía en toda la región, acaso desde las remotas nubes donde se ini-
ció el diluvio universal.
Petronila de Bobadilla salió en busca de su hermana, cayó en la
corriente y nadie la volvió a ver. L a Torralva, acostumbrada a lo
imprevisto, se agarró a los palos de su tienda y, apoyada en uno de
ellos, pudo alcanzar un grueso yerbajo asido al altozano para salir
a donde quizá no llegaran las aguas. Jorge Voto, tan experto nada-
dor como danzarín, optó por enfrentarse a la corriente en pos de
algo que lo acercara al altozano, gracias al vigor de su juventud y a
la tenacidad que lo había llevado de un sitio a otro del vasto impe-
rio español. Junto a él dos criados y Carmen de Bobadilla seguían
42 Próspero Morales Pradilla

su ejemplo, en una competencia a muerte. Y a los cuatro no eran


buenos cristianos o copartícipes de una misma aventura, sino ene-
migos disputándose el tronco que les salvara la vida.
A l pie del altozano, agarrados a la pared natural transformada
en una especie de acantilado, fray Timoteo y Juanita trataban de
reptar hacia arriba resbalándose a cada intento. Juanita, con mira-
da de terror, se enfrentó al fraile, ambos con el agua al cuello y le
dijo:
— ¡Sálveme, Padre!
Juanita logró, entonces, subir la rodilla derecha sobre el hombro
izquierdo del fraile y, luego, la otra rodilla sobre el otro hombro,
ahogándolo casi entre sus piernas abiertas. Luego, colocando una
mano en la cabeza del misionero, logró poner los pies sobre los
hombros de éste y agarrarse del borde del altozano. Entonces, fray
Timoteo inconsciente con respecto a Dios y al peligro, subió sus
largos brazos huesudos, colocó las palmas de las manos bajo las
faldas y contra las nalgas de Juanita, empujándola con toda la fuer-
za para que pudiera alcanzar el altozano a donde llegó reptando
como la culebra que tentó a Eva. A fray Timoteo el esfuerzo lo
hizo perder equilibrio y caer boca arriba entre la corriente, acaso
con un pequeño pecado final que lo llevó al purgatorio antes de
ganar la gloria eterna,
Horas después cesó la lluvia y tras la salida del sol —un opaco sol
entre nubes— las aguas, que casi llegaban al altozano, comenzaron
a bajar. No había ningún ruido, sino silencio de muerte en torno a
un caballo hinchado que giraba en los remolinos de la corriente,
mientras los zamuros revoloteaban.
Jorge Voto había alcanzado la raíz de una ceiba y, por ella, se
encaramó al altozano, gateando hacia el interior para quedar ex-
hausto, con el pecho al aire y dolores desde la cabeza hasta los
dedos del pie derecho. A l borde del pequeño abismo, boca abajo,
el vestido destrozado y no lejos de Jorge Voto, yacía Juanita de
Hinojosa, mientras llena de agua, con una enorme barriga a la in-
temperie y las piernas agarradas a una liana, agonizaba la Torralva,
el último de los tres sobrevivientes de este viaje que no era largo,
pero estaba sometido a los imponderables de las rutas desconoci-
das, los desvíos indispensables y los ríos caprichosos, porque no se
viajaba en el sentido de ir de un sitio a otro, sino de recorrer el
misterio bordeado de acechanzas.
Muchachos del Portillo de Carora, curioseando los desechos de
la inundación, vieron, hacia las tres de la tarde, el macizo cuerpo
Los pecados de Inés de Hinojosa 43

de la Torralva junto a la rama que la había salvado. Estaba incons-


ciente e hinchada, pero respiraba. Uno de los muchachos, llamado
Rodrigo Zaino, se sentó sobre la barriga de la mujer. Ella comenzó
a moverse. Los muchachos, que eran tres, amarraron unos palos
dejados por la inundación, los unieron con hojas y lianas, colocan-
do sobre ellos a la Torralva, quien, al fin, dijo:
— ¿Dónde me ahogué?
Zaino y sus compañeros se rieron de buena gana. L a Torralva
volvió a hablar:
— ¿Y los otros?
Zaino pidió a sus compañeros trasladar la mujer a Carora mien-
tras él buscaría sobrevivientes, esperando la llegada de algunos
principales de la parroquia para ayudarlo a salvar gente. Rodrigo
Zaino era de corta estatura, ojos pequeños, labios delgados, piel
aceituna, pelo liso y porte orgulloso, a pesar de que a los catorce o
quince años, aún conservaba voz de niño.
Los amigos de Zaino regresaron con Pedro de Avila y el párroco
Hermenegildo de Aldújar. Rodrigo tenía la cabeza de Juanita sobre
sus piernas y le conversaba muy cerca de la boca, como si ella oye-
se por los labios y no por los oídos. Pedro se acercó y preguntó:
— ¿Acaso tú eres Juanita de Hinojosa?
—Servidora, señor.
— ¿La sobrina de Inés?
-Sí.
—Loado sea el Señor, agregó Pedro de Avila quien había resuel-
to acompañar a los muchachos porque temía por la suerte de una
sobrina, que él no conocía, pero se hospedaría en su casa.
Pedro tomó a Juanita entre los brazos y la puso al anca de su
cabalgadura para regresar a Carora sin interesarse por otras perso-
nas. Juanita preguntó por fray Timoteo y por Petronila de Boba-
dilla, pero la única respuesta que recibió fue la de Rodrigo:
- Y o envié una mujer a Carora.
Inés de Hinojosa recibió a su sobrina como si regresara de la
muerte, pues la Torralva se había encargado de presentarse como
la única sobreviviente de aquella andanada del demonio contra los
buenos vecinos de Nueva Segovia que, si habían escapado a las
furias del Tirano Aguirre, no lograron defenderse de la avalancha
nocturna. Por eso cuando Inés vio a Juanita sobre el caballo de
Pedro, tuvo alegría temblorosa y cayó al suelo diciendo:
— ¡Milagro, milagro, milagro!
Con el alba del tercer día llegó a Carora otro sobreviviente arras-
44 Próspero Morales Pradilla

trado por Rodrigo Zaino, quien pasó muchas horas rondando el


sitio de la inundación hasta descubrir entre raíces húmedas mos-
quitos, ranas y lombrices, el cuerpo inanimado de Jorge Voto,
sobresaliendo de la maraña gracias a que los pies le quedaron en
alto y podían verse desde lejos.
Rodrigo puso a Jorge Voto sobre las piedras del atrio. Así los
feligreses pudieron verlo al salir de misa de cinco. Rodrigo informó
bajando la cabeza:
—Lo hallé entre las ramas de la inundación y he gastado un día
para traerlo. No hemos comido.
Como todavía nadie sabía el nombre del sobreviviente puesto a
la entrada de la iglesia, lo llamaron "el aparecido". Dos mujeres
piadosas se pelearon el privilegio de socorrerlo, pues mucho ayuda
en la otra vida el buen trato que se dé al prójimo en ésta, sobre
todo cuando el prójimo es un caballero desconocido,"mudo y ya-
cente. Triunfó en la disputa doña Catalina de Lugo, dama pertene-
ciente al grupo de fundadores del Pórtete de Carora, cuyo marido
se extravió en busca de E l Dorado.
Catalina hizo colocar a Jorge en su propia cama y pidió al sacris-
tán Pedro de Hungría, antiguo marañón, que desvistiera al apareci-
do y, luego, le colocara ropas blancas de la casa con el objeto de
reclinarlo contra el espaldar de la cama y poder ofrecerle un caldo
vivificante para devolverle el calor perdido en los bejucales donde
fue hallado por el joven Zaino. Hungría se dedicó a lo suyo y Cata-
lina, con las criadas, puso agua en el caldero, le agregó sal y cebolla,
le deslizó un hueso ya utilizado para otras preparaciones y, final-
mente, se presentó en la alcoba con un plato, aún hirviente, del
caldo anunciado. Ella misma puso la cuchara entre los labios del
aparecido, quien tragó sin dificultad. Antes de terminar el plato,
ya sus ojos miraban a la bienhechora con gratitud, mientras ésta
respiraba hondamente creyéndose casi en el cielo gracias a su mise-
ricordia.
Juanita fue atendida por la propia tía, entre zalemas de una y
otra, excluyendo a Pedro de Avila de cualquier obligación y, sobre
todo, apartándolo del aposento donde Inés había dispuesto la
alcoba de su sobrina. Después de desvestir a Juanita, Inés la frotó
con vino caliente para reanimarla y devolverle la lozanía.
Echada sobre unos fardos del herrero, despertó la Torralva en la
madrugada del segundo día después de la inundación. Vio en torno
suyo fierros, un yunque maltrecho, palos de diversos tamaños y. al
fondo, una pareja que dormía abrazada como corresponde a los
Los pecados de Inés de Hinojosa 45

buenos cristianos en las horas de la madrugada. A la Torralva le


crujieron las tripas y, tocándose el estómago, sintió dolores tanto
en las entrañas como en el pellejo, surgiendo del fondo de todo
aquello el deseo de llenar la barriga aunque no disminuyeran los
dolores. Quiso moverse, pero su mole le impidió tal propósito. E n
realidad, la Torralva era una mujer de cuerpo entero, grande en
todas partes, cuya glotonería se había explayado arriba y abajo de
las caderas hasta el punto de hacerla popular en Nueva Segovia no
sólo por haber estado al servicio del Tirano Aguirre, en los deberes
más delicados de su casa, cuales eran el cuidado y refugio de la
hija, sino porque su cara redonda y mofletuda, el cuello templado,
las tetas pesadas y el tamaño del conjunto, la singularizaban tanto
como su famoso caldo de tripas saboreado por quienes tuvieron el
favor de don Lope de Aguirre.

A l paso del tiempo, nadie supo más de la inundación que marcó


el año de 1 562 como si fuera una fecha agorera, por cuyo embudo
desaparecieron el valiente don Pedro de Molina, las hijas de don
Blas de Bobadilla, fray Timoteo de la Buena Esperanza que, enton-
ces, subió al cielo, pasando algunos instantes en el Purgatorio, cria-
dos y caballos, que, por falta de almas notorias, no lograron regis-
trarse en la memoria de la posteridad. Carora se apaciguó del sobre-
salto y los buenos cristianos de este rincón del Nuevo Mundo
siguieron entregados a las oraciones presididas por fray Hermene-
gildo de Aldújar, al buen ejemplo de doña Inés de Hinojosa de
Avila, a las sanas costumbres de su rico marido, a la bondad de
doña Catalina de Lugo, a la severidad del señor Corregidor —un tal
Pablo de Mosquete, venido de Cádiz— al comercio de resinas, a los
juegos de Rodrigo Zaino y sus amigos, a las misas cantadas y a
indispensables consejos para el buen condimento de las conveisa-
ciones.
Sin embargo, los forasteros trajeron dos motivos de inquietud
que, acaso posteriormente, podrían convertirse en tres:
L a cocina de la Torralva y la profesión del sobreviviente, conoci-
do ya como Jorge Voto.
La Torralva, realmente había aprendido el arte de los guisos
siguiendo a Lope de Aguirre a donde éste fuera. Así recibió en
cada territorio conquistado una sazón adicional para sus platos que
lo mismo utilizaban ingredientes nuevos como el maíz y los fríjo-
les, que las tradicionales carnes adobadas al uso de Castilla y los
caldos venidos de las ventas aragonesas. L a Torralva, gracias a
46 Próspero Morales Pradilla

Juanita de Hinojosa, se instaló en casa de don Pedro de Avila,


subiendo su prestigio de buen anfitrión entre quienes admiraban
los encantos de doña Inés y la cocina de la Torralva.
Tan pronto como Jorge Voto consolidó su condición de hués-
ped en casa de doña Catalina de Tugo, envió correos a Nueva Sego-
via y a España en solicitud de las partituras que había perdido en
la inundación, pues siendo bailarín profesional no podía someterse
al ínfimo repertorio de una sociedad tan nueva y descaecida como
la de Carora, donde, no obstante, pretendía imponer las danzas de
las diversas bodas de Felipe I I , quien, además de gobernante sin
par, era bailarín de renombre en Europa. Jorge aspiraba a pagar,
con el fruto de sus enseñanzas, el alojamiento ofrecido por doña
Catalina. Esta tenía fama no sólo de mujer misericordiosa y bien
dispuesta con el prójimo, sino de letrada por cuanto su perdido
esposo le había enseñado cultura y solía discutir sobre al autor del
Amadis de Gaula, tras dedicarle la mayor parte de sus cincuenta
años de vida mostrándose, desde un principio, partidaria de Juan
Lobeira frente a quienes osaran negar su condición de creador de
novelas. Con los años, claro está, doña Catalina había engrosado,
perdiendo los escasos atributos del cuerpo para lucir, únicamente,
su categoría espiritual que se imponía en Carora, pese a su mal
olor en parte por falta de baño, lo cual era normal y, en parte tam-
bién, por la manera como su grasa la sofocaba en las zonas más
abultadas de la intimidad,
Jorge Voto, sometido a la condición de aparecido, perdidas sus
partituras y su hermosa vihuela que había sido la joya de su equi-
paje,, aceptó el mal olor de doña Catalina hospedándose en su casa
para pagarle tan pronto como ejerciera la noble profesión de maes-
tro de danzas, arte que había aprendido en Valladolid y Sevilla
dentro de escuelas que lo mismo aprovechaban la usanza española
que las difíciles cadencias de Italia y Alemania.
La dueña de la casa se encargó de propagar la fama profesional
de su huésped y muy pronto las damas, primero y, luego, algunos
caballeros, vencieron el fastidio de los malos olores para acercarse,
por la tarde, a la sala de doña Catalina donde Jorge Voto presidía
tertulias dirigidas a contar los pasos de Felipe I I no sólo en la his-
toria de España, sino, ante todo, en los salones de baile, aseguran-
do que la Reina disponía de un profesor de danzas con quien
aprendía "floretas, medias vueltas y voladicos".
Las tertulias de Jorge Voto crecieron y hubo necesidad de esta-
blecer dos días a la semana -lunes y jueves por corresponder a los
Los pecados de Inés de Hinojosa 47

misterios gozosos del rosario— para dedicarlos, a la teoría de la


danza. Se supo, entonces, cómo de tiempo atrás las cortes y otros
grupos de alcurnia disponían de maestros de danza que transmi-
tían a sus nobles alumnos el valor artístico de la chiarantana, la
gallarda, la furlana descabezando el ascetismo de la Edad Media
para dar curso al maravilloso Renacimiento que, poco a poco,
llegaría al Nuevo Mundo en personajes de tanta valía como los
profesores de arte. Una tarde los contertulios tomaron la sabia de-
cisión de llevar viandas y la de contribuir con algunos dineros para
que el profesor pudiese pedir a España los perdidos elementos mu-
sicales.
Así quedó Jorge Voto aceptado como futuro profesor de danzas
en Carora. Pero una nueva desgracia asomaba ya en esta apartada
comunidad perdida en los bosques del Nuevo Mundo:
Tal vez Rodrigo Zaino, de tanto viajar a poblados distantes y de
andar entre indios, trajo a Carora, una enfermedad que contagió
al querido párroco Hermenegildo de Aldujar, quien una mañana,
cuando elevaba la hostia frente a los fieles arrodillados en presen-
cia de Dios redivivo, sintió inusitado temblor en las piernas y cier-
to fuego interior que le subía al cerebro nublándole los ojos. Sin
embargo, terminó la misa y, sentado en la sacristía, pasóse un paño
por la frente en busca de alivio. Fray Hermenegildo de Aldujar, en
este siglo de sucesos extraordinarios y de tanta lucha por el amor
de Dios, corroboró, ante tales síntomas, que el Señor se le estaba
manifestando para invitarlo a luchar contra las tertulias paganas de
Jorge Voto. Fortalecido por la fiebre mística llegada al instante de
la Elevación, podría defender a su grey del extraño señor Voto
que, posiblemente, había recibido embajada de los peligrosos hijos
de Martín Lutero.
Estando en estas reflexiones, entró a la sacristía Pedro de Hun-
gría que estudiaba una fórmula de incienso mezclada con resinas
de Carora para perfumar la casa de doña Catalina. Hungría advir-
tió el malestar del párroco, olvidó las mezclas de humo y salió en
busca de auxilio.
E l Corregidor Pablo de Mosquete, cuya severidad se reflejaba en
el encerramiento de los ojos y en su nariz puntiaguda, prefirió
encarcelar a Zaino por andar entre indios que atender al párroco.
Fueron Hungría y Pedro de Avila, por obligación el primero y por
mala suerte el segundo, quienes trasladaron el enfermo a su cama,
previniendo a Diego de Pimienta para que le formulara medica-
mentos.
48 Próspero Morales Pradilla

L a cultura quedó paralizada en Carora y, por consiguiente, se


acabaron las tertulias de Jorge Voto. Apareció sobre el poblado
una densa nube que presagiaba aguaceros y humedeció la corteza
de los árboles, pero permaneció cerrada encima de los techos, sin
abrirse en forma de agua, lanzando una especie de calórenlo pega-
joso que irritaba los nervios y movía los mostachos del corregidor
como si alguien, acaso fuerzas sobrenaturales, le torciera las puntas
hacia arriba.
Todos consideraron a los forasteros portadores de maleficios y
enfermedades. Pedro de Avila llegó muy nervioso a su casa después
de haber atendido al párroco y acostándose en el lecho conyugal,
hizo correr las telas del baldaquino, pidió aislamiento, llamó a Die-
go de Pimienta y sintió escalofríos que se le arremolinaban en
torno de los testículos, donde siempre tenía el centro de las preo-
cupaciones. Pero sólo era temor a que el fraile le hubiese contagia-
do la fiebre.
La primera vez que sonaron las campanas de Carora, con repi-
que grave y lento, fue al morir fray Hermenegildo de Aldujar. Pi-
mienta, siguiendo el ejemplo de los médicos peninsulares, sangró
por la sien al desgraciado párroco, quien manó tanta sangre por
sitio tan peligroso que por ahí se le fue la vida.
A partir de la muerte del párroco, dejando a Carora en orfandad
espiritual, se tuvo por cierto el origen diabólico de la enfermedad,
emanada de las inundaciones recientes. Catalina de Lugo y su ínti-
ma amiga, Concepción Landarete, dama soltera llegada al margen
de las prescripciones de Carlos V , quien había ordenado que "a
estas partes de Indias no pasaran sino personas españolas, cristia-
nos viejos y que viniesen con sus mujeres", se asombraron:
—No entiendo —decía Concepción— cómo el bailarín continúa
gozando de buena salud.
—Es que en mi casa... —pontificaba Catalina—.
Pero no fueron sólo estas dos mujeres piadosas, lindando ya con
la vejez, sino toda la sociedad la que consideró fuera de lógica la
muerte del párroco y la salud de los forasteros.
Finalmente, se convino en que los pobres curas, sujetos al asce-
tismo de sus reglas y a los muchos climas del Nuevo Mundo, mo-
rían jóvenes por cualquier motivo para llegar prontamente a los
umbrales de la santidad.
Rodrigo Zaino salió de la cárcel y se pensó, casi unánimemente,
en que las enseñanzas de Jorge Voto no eran tentaciones del demo-
Los pecados de Inés de Hinojosa 49

nio, sino algo de buen recibo en la corte de su Majestad Felipe I I , a


quien Dios guarde.
E l olor de las resinas borró los malos recuerdos y no habría
tema para más historias si el bailarín no hubiese insistido en dar
lecciones a domicilio.
IV

La buena fama de Juanita de Hinojosa en Nueva Segovia no llegó


a Carora. L a trágica inundación no sólo terminó con quienes
pudieran dar testimonio de su piedad sino que la Torralva, antes de
entrar al servicio de Inés, contó en ronda de criadas:
- J u a n a de Hinojosa... No sé nada de ella, pero le agradaba más la
sotana de los frailes que los rezos verdaderos.
— ¿Cómo?, coreaban las curiosas.
-Que la tal Juanita gusta más de su cuerpo que de la salvación
del alma.
—Jesús, José y María —musitaban las oyentes.
—Y sin contar las carantoñas, ni los ojos revueltos, ni ese cami-
nar de española enseñada por los indios.
— ¿Por cuáles indios?
—No sé por cuales - d e c í a la Torralva frunciendo las cejas-,
pero deben ser los mismos de Inés.
— ¿De doña Inés de Hinojosa?
—Vuestra "doña Inés" fue parida por una india.
—A m í siempre me ha parecido —dijo una mujer estrecha llegada
de Coro— que los ojos de la Inés miran como los de las indias.
—Ni decir - r e m a t ó la Torralva— porque en estas tierras nada
está al derecho y las damas principales serían lavapisos en las casas
de Sevilla. ¿Y nosotras? Nosotras, mierda aquí y mierda en todas
partes.
Por fortuna Jorge Voto, el otro sobreviviente, no compartía las
opiniones de la Torralva, sino que, con la soltura de un profesor de
danzas, informaba, en aquellos días, a doña Catalina de Lugo sobre
el verdadero origen de la inquietante sobrina:
-Tengo entendido —señora m í a - que doña Juana de Hinojosa.
sobrina de la ilustre esposa de don Pedro de Avila, viene de Hinojo-
sa del Duque en tierras andaluzas por donde el Guadalquivir pasa
rumoroso como este servidor a la vera de vuestra gracia.
Los pecados de Inés de Hinojosa 51

—Ay, señor don Jorge —murmuraba doña Catalina en un artifi-


cioso mohín de modestia.
—Así, pues —seguía Jorge Voto— su presencia en Carora honra
a esta noble sociedad tanto por el linaje de la dama como por el
hecho, del cual fui postrer testigo, de que el santo fray Timoteo
de la Buena Esperanza, antes de entregar su alma al Señor en la
fatídica corriente donde murió tanta gente virtuosa, bendijo a
doña Juana como si, aún en vida, ya la invitara a la Gloria Eterna.
Bien por un camino o mal por el otro, Juanita llegó a ser, como
su tía, un hito en la historia de Carora que, a través de los mile-
nios, nunca tendrá personajes de tanta monta como estas dos
mujeres y su pequeña corte, de donde siempre brotará el encanto
de los seres cuya existencia permanece después del " a m é n " de las
oraciones. Y casi podría decirse que toda Carora, incluyendo los
árboles aromáticos, sintió en sus polvosas calles que el clima se
había mejorado y las mujeres, utilizando cuanto les pertenece,
llenarían de savia esta época inicial y peligrosa del Nuevo Mundo,
cuando la conquista no era, como podría pensarlo la posteridad,
un codicioso avance en busca de riquezas, sino la vida de todos los
días con camas, llagas, victorias y dolores, para formar, poco a
poco, provincias, países y continentes, después de descubrir y do-
minar las altas montañas, los climas inalterables, las nubes quietas,
los ríos sin fondo, los abismos decisivos, los mares perdidos, las
lagunas de oro, el caimán pre-histórico, los sonidos distantes, las
llanuras ilimitadas, los hervideros, las dunas, el maíz, los volcanes,
las nieves perpetuas, el porvenir...
En esos días Catalina de Lugo le dijo a Conchita Landarete:
—Me está dando miedo, Concepción, pero debe ser por los años.
—Tal vez, sea, Catalina, que son muchos nuestros propósitos y
pocas nuestras fuerzas, como dijo fray Hermenegildo en uno de sus
últimos sermones.
—O —sentenció la viuda de Lugo— que nos está haciendo falta
un párroco.
—Ciertamente: somos unos cristianos sin pastor, abandonados al
diablo y a Jorge Voto.
—No te lo permito, ni siquiera a ti, Concepción Landarete, por-
que don Jorge Voto es cristiano cabal cuya profesión viene de los
salones de Su Católica Majestad.
Los forasteros, quizá por ser forasteros, eran el centro de las
murmuraciones, dividiendo a Carora entre amigos y adversarios de
los sobrevivientes de la inundación.
52 Próspero Morales Pradilla

Pero nadie sabía cómo andaba la existencia en casa de Pedro de


Avila, el carorefio casado con una forastera de Nueva Segovia,
donde las dos Hinojosas parecían una sola mujer riéndose de pala-
bras que sólo ellas entendían y dedicadas a labores comunes desde
el amanecer hasta la hora de dormir, cuando cada cual pasaba a su
aposento con guiños de mutua complicidad.
L a Torralva solía ayudarlas en los bordados y costuras, pasándo-
les los hilos, recogiendo las telas y contándoles historias del Tirano
Aguirre. Así hicieron el corpino para la falda verdi-negra que lleva-
ría Juanita al sarao de doña Catalina de Lugo, con-motivo de la
llegada de la nueva vihuela de Jorge Voto. E l corpino debía ser
ajustado, como era de usanza, para que no se adivinara el contor-
no, sobre todo a ojos de los hombres. Juanita sirvió de maniquí
con la alegría de su temperamento:
-Cuidado Inés con tus horribles alfileres —dijo sonriente— que
puedes dañar no sólo la tela sino el relleno.
— ¿Le temes a la sangre? - p r e g u n t ó la tía.
Y la Torralva, añadió:
—Con perdón de las señoras, pero la sangre nos viene muy bien a
las mujeres, porque siempre he oído decir, entre personas versadas,
que los animales se incitan a su vista.
— ¿Los animales? Y a m í ¿qué me importan los animales? —pre-
guntó Juanita.
—Pues -sentenció la Torralva con esa voz de rumiante que le
salía de las muelas— entre los animales está el hombre.
—Que cosas dices, Torralva - a r g ü y ó Inés también sonreída.
—No lo digo yo, señora, sino los siete sabios de Grecia, las lavan-
deras del Guadalquivir y los soldados de Aguirre, quienes, en mate-
ria de sangre e incitaciones, vamos, se las sabían todas.
—Bravo, Torralva —gritó Juanita aplaudiendo— pero no me pi-
ques los senos porque están reservados.
—Y, además, benditos —agregó la Torralva, borrando la sonrisa
en los rostros de Inés y Juanita.
- L a Torralva es una golfa —comentó Inés, cuando la criada había
salido cabizbaja y dándose cómicos golpes en la cabeza— pero hay
que perdonarla, porque, según parece, tus senos, realmente, están
benditos.
Y relató a la sobrina las murmuraciones, entre las cuales figura-
ba, la mucha devoción de Juanita por las santas manos de fray
Timoteo, abusando de la piedad en busca de atajos poco propicios
para llegar al cielo.
Los pecados de Inés de Hinojosa 53
Como ya era de noche y a ambas les gustaba ungirse se encerra-
ron en la alcoba de Juanita, aprovechando que Pedro había salido
a jugar y la Torralva quedó avergonzada de su imprudencia, para
dedicarse al ungimiento con bálsamos recién salidos de las maravi-
llosas cortezas de Carora. Con el objeto de evitar la humedad de las
ropas ambas se desnudaron, e Inés inició la ceremonia ungiendo a
Juanita desde el cuello hasta los pies, sin dejar rincón de aquel
cuerpo virginal que no fuera frotado por las manos de la tía llenas
de bálsamo que escurría al encontrar declives en el pecho y por
entre las piernas. Para impedir que el bálsamo pudiera convertirse
en pegante, Inés recogía el líquido bajo los senos de Juanita y ésta
abría las piernas evitando pegarse la una con la otra, mientras la
tía secaba el pubis donde sería incómodo el efecto posterior del
ungimiento.
Luego, se cambiaron los papeles. Inés fue la ungida por las
manos todavía inexpertas de su sobrina, quien no secaba oportuna-
mente el bálsamo y llegaba a tocar zonas que no debían ser ungi-
das. Mirando mejor el cuerpo de Inés, Juanita descubrió pequeñas
cicatrices como si se hubiera caído o alguien la hubiese azotado.
Por eso preguntó, raspando una huella en el seno derecho:
— ¿Y esto qué fue, tía?
Inés dio por terminado el ungimiento, anotando que no se había
dado cuenta de esa ínfima cicatriz, debida a algún alfilerazo de su
costurera.
Juanita aceptó las razones de Inés, pero pensó en que su tía no
era sincera y algún mal recuerdo la movió a suspender el ungimien-
to sin haber terminado una ceremonia placentera aprovechando los
bálsamos de Carora, ya famosos en la Corte cuyas mujeres posible-
mente también se ungían unas a otras. Además el rasguño del seno
derecho no era el único en el cuerpo de Inés, porque había visto
otros en sitios a donde no suelen llegar los alfileres de las costu-
reras.
Inés quiso confiar su secreto de la noche nupcial, pero la sangre
indígena le indicaba que cuando se vacila es prudente callar. Quizá,
más tarde, podría referir la azotaina de Pedro y la manera violenta
como perdió su virginidad.

Para el sarao de doña Catalina de Lugo, Pedro de Avila vistió


chaqueta negra, pantalones con calzas blancas y sombrero de ter-
ciopelo, mientras Juanita estrenaba su corpino casero e Inés lucía,
especialmente, falda levantada por el lado izquierdo con bordados
54 Próspero Morales Pradilla

de plata. Los tres entraron a la sala de la casa y, al ser saludados


por doña Catalina y por Jorge Voto, Juanita observó las "savona
rolas" colocadas en fila esperando más invitados mientras Pedro
fijó la mirada en el retrato descolorido de un hombre con barbas y
cabellos alborotados, gorguera blanca y armadura, que llegaba,
justamente, a la parte inferior del marco. Doña Catalina le explicó:
—Mi marido, que de Dios goce. No me hago ninguna ilusión sobre
la suerte de los valientes que se fueron con don Pedro de Ursúa.
—Dios lo ampare —dijo Inés arrebatándole la palabra a Pedro.
A Jorge Voto se le enredaron los ojos de mirar a una y otra
mujer, inclinándose, acaso, por la belleza de Inés cuyo atractivo se
basaba en un buen mestizaje y cierto reposado porte indicador de
sabiduría en el manejo de la vida. A l entregar la mano para que
Jorge se la besase, Inés vio un hombre de corte y villa con chaque-
ta roji-negra muy ceñida, cuellos y puños de encaje, pantalones
cortos, ajustados arriba de la rodilla, ademán penetrante y la armo-
niosa voz que la saludaba:
—Sois más bella, señora, que todo cuanto de vos se dice en esta
y otras tierras de Su Católica Majestad.
Y sin pedir ningún permiso Jorge Voto dio el brazo a doña Inés
de Hinojosa de Avila para sentarse en sendas "savonarolas". Ella
aceptó con la condición de que su sobrina los acompañara, dejando
a Pedro envuelto en los relatos de las pocas, pero severas, lecturas
de doña Catalina, mientras la sala se llenaba de la gente principal
de Carora, reunida con el aliciente de oír la vihuela de Jorge Voto
y, sobre todo, de ver sus pasos de danza traídos de la Corte para
enaltecimiento del Nuevo Mundo.
Voto aprovechó el sarao inculcando en los invitados el orgullo
de bailar y, sobre todo, de bailar bien. A la hora de las viandas,
colocadas sobre una mesa tallada a la manera toscana en el centro
del comedor, también se lucía una credenza traída de España. E l
bailarín anunció, en firme, su propósito de dar lecciones a domici-
lio, pues ya disponía de partitura y vihuela. Luego, al formarse un
grupo en torno suyo, se refirió con ademanes teatrales y cierto
ritmo ficticio a la etimología de la palabra "danza", que él identi-
ficaba con el "tremolar" de los franceses para desembocar, movien-
do la cabeza en forma de duda hacia arriba, en que el vocablo
tenía origen incierto:
- L o evidente - r e m a t ó - es que la etimología no importa en
este caso, sino el oído y la gracia del movimiento, porque la danza,
Los pecados de Inés de Hinojosa 55

tal como yo la enseño, es el máximo rito de las sociedades cultas


reservado a personas principales.
Como doña Catalina mencionara a Amadís de Gaula, Jorge
Voto comentó que ochenta o cien años atrás ya se habían estable-
cido dos clases de danzas —la artística y la vivaz— tendiente ésta
última a la "elevation", que prevalecía en Francia desde los años
de Francisco I y se ha propagado por todas las Cortes de Europa,
trasladándose, finalmente, a Carora donde él la entregaría a sus
amigos por discretos estipendios.
—Perdone señor don Jorge —interrumpió Juanita de Hinojosa—
¿las mujeres pueden participar en todas las danzas?
—Siendo danzas cortesanas como las que yo enseño —contestó
el profesor— las damas no sólo pueden participar, sino que, sin
ellas, sería imposible el baile nobiliario, carecería de la gracia de
los únicos seres bellos de la creación.
Las mujeres presentes, muchas acostumbradas a la ordinariez de
los conquistadores y de sus segundones, suspiraron al unísono
como si, de verdad, el Renacimiento llegara a la Gobernación de
Venezuela merced a la mente y a los pies de un hombre que no
sabía cómo dominar a los indios, pero para quien todas las señoras
eran princesas.
Y , de nuevo, Jorge Voto osciló entre Juanita e Inés, olorosas a
ese perfume que él advirtió después de la inundación y ambas
expandían como si se bañaran con resinas aromáticas.
E l Corregidor Mosquete dijo, a espaldas del bailarín pero
audible para todos los presentes, que los hombres no deben pres-
tarse a menesteres tan dulces como la danza sino a las guerras, lo
cual abrió la puerta para otro discurso del erudito don Jorge, sosla-
yando la autoridad de su crítico para afirmar, con ojos fijos y
labios fruncidos, cómo desde el siglo X V antes de que Cristóbal
Colón se acercara a estas tierras de indios, aparecieron los primeros
profesores de danzas en las ciudades cultas de Europa, en Vallado-
lid, Toledo, Florencia o Roma, imponiendo la "suite" cuyo nom-
bre francés, indica que el movimiento rápido ha de seguir al lento
y viceversa.
Las buenas viandas, los viejos vinos y el discurso de Jorge Voto
estaban durmiendo a los veinte o más amigos de doña Catalina,
cuando Inés, coquetamente dijo:
—Os propongo, y es pecado desdeñar a una dama, que don Jorge
tañe la vihuela y, si algunos caballeros se deciden, tratemos de
bailar.
56 Próspero Morales Pradilla

—Es una gratísima orden - a f i r m ó el profesor-, interpretaré en


mi vihuela una gallarda que, según consejas, es la preferida de Su
Majestad la Reina.
Seis parejas se lanzaron sobre el piso esterado, con el ánimo de
bailar, de donde resultaron muchos agujeros en la estera, algunas
sugestivas posturas de damas al borde de caerse y la seguridad de-
que las lecciones a domicilio se iniciarían al día siguiente.
Aun cuando todo en este pj'caro mundo es susceptible de equi-
vocación, varias personas, entre ellas doña Catalina de Lugo, sostu-
vieron que Jorge Voto era sevillano no sólo por el acento cortado
de sus palabras, pronunciándolas en espiral, sino, principalmente,
porque él solía hablar del barrio de Santa Cruz como escenario de
su infancia, donde, siendo niño, se le entró el ritmo a las venas,
pasándole a los pies, para dominar el zapateo de los mayores e ini-
ciar su fama de bailarín en la ciudad más danzarina de España. E n
Sevilla y buena parte de los poblados ribereños del Guadalquivir,
Jorge Voto tuvo lances de amor, algunos de los cuales pusieron en
peligro no sólo su novedosa profesión sino, inclusive, su vida,
porque era muy dado a las faldas sin importarle la condición de la
mujer asediada. Huyó de España perseguido por Pero de Formen-
ter, cuya esposa estuvo en brazos de Jorge. E l fugitivo no tuvo des-
canso hasta hallarse, en aUa mar. como pasajero de un galeón en
viaje a las Indias. Tras dos días de encierro. Voto asomó la nariz a
cubierta y los demás viajeros -marinos, aventureros de diversa
pelambre, cristianos temerosos de Dios y del océano, caballeros
con mucho pasado y mujeres que, al menos en apariencia, estaban
cobijadas por cédula real— vieron un hombre magro, enfundado en
chaqueta negra, pantalones arriba de la rodilla, calzas grisáceas y
sombrero de terciopelo, que comenzó a caminar con dificultad
debido al vaivén de la nave. Algunas señoras lograron advertir en el
hombre recién salido de la quilla unos ojos profundos como si se
guardara las miradas tras los párpados mientras los cabellos ensorti-
jados, sin peinado previsto en las modas españolas, y estatura de
príncipe, garantizaban la curiosidad de las mujeres que, unas por
obediencia al marido y, otras, por desobediencia al Rey. seguían la
ruta de los conquistadores. Estas últimas observaron detalles
perturbadores como vellos en las muñecas del varón descubierto,
una tupida barba rasurada, la palidez de sus manos largas, posible-
mente enseñadas a acariciar, y los gruesos labios pulposos. Los
marineros apenas vieron un caballero de movimientos ágiles, escasa
musculatura y cintura muy delgada, que podría pertenecer al
Los pecados de Inés de Hinojosa 57

grupo de los señoritos de la Corte, dedicados a entretener donce-


llas antes de casarlas con hombres de verdad. Una característica
fue advertida por igual entre marineros y mujeres: las densas cejas
eran tan anchas y pobladas que ninguna otra persona a bordo lleva-
ba esta marca singular.
Las gentes, desde luego, exageraban y si Jorge Voto tuvo un
lance con Pero de Formenter, su viaje a las Indias respondía a razo-
nes de más valía en el interior de sus pensamientos dentro de los
cuales solía ir a lugares imprevistos, donde todo amanecería por
primera vez y él fuese misterioso emisario de lo conocido, en me-
dio de troncos y árboles mayores que la edad de las piedras. L a
sangre de bailarín lo agitó muy pronto y siempre anduvo durante
la adolescencia de danza en danza, tomándole a la vida los placeres
sin preocuparse por las terribles obligaciones impuestas a una gene-
ración de guerreros y descubridores, que peleaban contra el turco
en las riberas del Mediterráneo o se lanzaban hacia el fin del mun-
do de acuerdo con las historias traídas por los navegantes de ultra-
mar. Jorge Voto, en contacto con las tibias brisas del trópico, se
trazó una nueva vida montada sobre las experiencias del pasado:
en las lejanas tierras a donde se dirigía, aparecería como simple
profesor de danzas para cazar mujeres y, al mismo tiempo, conver-
tirse en caballero principal, desligado de la parte oscura de su
pretérito e, inclusive, llegar a ser encomendero de grandes territo-
rios por la gracia de Dios, del Rey y de sus méritos al servicio del
Imperio. Cuantas veces llegaba a estas alturas de sus constantes
reflexiones, Jorge Voto se frotaba las manos y, soltando de nuevo
la imaginación, se veía en una cumbre, rodeado de vasallos defen-
sores de lo suyo, incluyendo un harén selecto con cabida para
mujeres blancas y para indias adoradoras del sol. Se propuso, en-
tonces, no volver a faenas fáciles que solían desembocar en duelos
peligrosos y maridos esforzados, sino tomar prestigio de hombre
maduro y sereno, dueño de una profesión tentadora, pero discreto
sobre todo a bordo de un galeón del cual no se podía huir sin caer
en las fauces de los tiburones. Jorge se reprimió en la nave para
sólo actuar cuando tuviera grandes territorios para su estrategia. A
los 32 años de edad ya podía tomarse en serio. Así desembarcó en
la Gobernación de Venezuela como si acabara de nacer: limpio de
pecados, de lances y de amores. Tomó fama de antipático entre las
damas de la travesía, pero los maridos, saltando a tierra, lo tuvie-
ron por caballero de alto linaje y cristiano practicante, lo cual le
facilitaría un seguro asentamiento en la nueva sociedad.
58 Próspero Morales Pradilla

Rodeado de respeto, arribó Jorge Voto a Tierra Firme, pasó a


,Nueva Segovia y, tras el milagro de la inundación, se estableció en
Carora, que sería, según sus esperanzas, escenario ideal para orga-
nizar la clase de vida deseada sobre la base de pasos lentos en la
danza y de grandes zancadas en busca del poder.

Poco después del sarao en casa de doña Catalina, Inés resolvió


escribir a Fernando de Hinojosa sobre un chisme de la Torralva,
mencionado por Juanita como asunto de criadas, pero inquietante
por los fastidios que podría causarle en Carora. L a carta dirigida a
Nueva Segovia, decía:
"Querido Padre:
No sé si esté en lo justo al llamaros de esta manera, pero lo
hago con el respeto debido y poniéndome a los pies de vuesa
merced para que no creáis en desafecto, sino en devoción...
" L o cierto es que mi nombre anda en boca de personas des-
piadadas cuya altanería las lleva a decir que no soy hija de vuesa
merced, sino de un tal Manrique que alguna vez vi en Nueva
Segovia, pero cuyo talante y mis sentimientos entran en guerra,
pues siempre había tenido la honra de saberme de vuestro li-
naje...
"Por fortuna el esposo que vos me disteis y los gentiles hom-
bres que se honran con su amistad, ignoran estas consejas y tal
vez nunca lleguen a sus oídos. Pero imploro vuestra franqueza
para sosiego de mis días...
Decidme, señor, ¿soy hija vuestra?".
Inés, reservada y prudente, no confiaba a Fernando de Hinojosa
la historia completa, pues no sólo se decía que Inés era hija del tal
Manrique, sino que cambiaban los parentescos resultando Juanita
de Hinojosa hija de don Fernando, e Inés sólo una tía de mentiri-
jillas, cuyos padres andaban en las nebulosas de la Conquista, épo-
ca propicia a toda clase de alteraciones en las genealogías inclu-
yendo la transformación de apellidos con provincia propia, como
Hinojosa, por otros desvirtuados y sin domicilio.
Por fortuna, para los enredos y para el sosiego, los días trans-
currían muy lentamente. Entre una noticia y otra solían olvidarse
los primeros detalles y las gentes se amodorraban durante semanas
sin saber cuántas noches eran necesarias para completar un mes y
llegó a pensarse en que la mejor manera de contar el tiempo era
según el ritmo de las catástrofes: Lope de Aguirre, la inundación,
la muerte del párroco. Así, la llegada de fray Gervasio de la Conso-
Los pecados de Inés de Hinojosa 59

lación, un dominico extraviado de dos expediciones, para reempla-


zar al difunto fray Hermenegildo, coincidió con la discusión, en
casa de Podro, sobre las clases de Jorge Voto, que comenzaron a
dictarse en diversas salas desde el sarao ofrecido por doña Catalina
de Lugo. Inés y Juanita estaban de acuerdo en recibir lecciones de
danza y maneras, mientras Pedro consideraba que el baile no con-
duce a nada bueno, debiéndose preferir la dirección del párroco a
la de un bailarín sin antecedentes conocidos.
—Pareces medieval —decía Juanita hablando con desenvoltura a
su tío político—, en los tiempos que corren todas las doncellas y
también las damas de Corte, tienen lecciones de danza pues no se
concibe buena sociedad sin el empleo de las bellas artes.
- E s t á s muy joven, Juanita, para medir las razones de los mayo-
res cuando defienden tu inocencia y tu porvenir.
—Claro —terció Inés— que, en algunas ocasiones, la inocencia se
pierde de improviso. Y o sé de doncellas que han conocido primero
la violencia que el amor, quizá por no haber bailado oportu-
namente.
—Y dicho sea con perdón del Señor —agregó Juanita— no siem-
pre los párrocos son buenos directores en la vida de las doncellas.
—Insisto —alegó Pedro— en que no soy partidario de que un
desconocido venga a mi casa a dictar lecciones de algo tan discuti-
ble y peligroso para la reputación de las mujeres como la danza.
— ¿Desconocido Jorge Voto?, corearon las dos.
Poco a poco los argumentos de Inés, relacionados indirectamen-
te con el espanto de su noche de bodas, minaron la resistencia de
Pedro, quien, en última instancia, apenas se atrevió a poner una
discreta condición:
—Bueno que venga Jorge Voto a dictar sus clases de baile a mi
casa, pero únicamente a Juanita. Inés debe vigilar al profesor y a
la sobrina, sin intervenir en ningún paso o movimiento que pueda
significar la entrega de mi esposa a diversiones inconvenientes.
Tres días después, Jorge Voto inició el cumplimiento de su tarea
para lo cual aprovechó una tarde de sábado cuando Pedro de Avila
atendía sesiones de juego.

L a sala en casa de Pedro de Avila era enladrillada, con pequeñas


esteras a los pies de un sofá de roble elaborado por artesanos de
Carora dentro de estilo toscano, propicio a los climas del Nuevo
Mundo. Cuatro sillas de cuero templado como el sofá, dos mesas
de patas gruesas y un arcón claveteado, habían sido colocados con-
6(1 Próspero Mondes l'radilla

tra las paredes para dejar espacio suficiente a los movimientos de la


danza que el profesor i m p o n d r í a desde el primer momento, porque
las hijas del Corregidor Mosquete y Purita de Alonso, quienes ya
formaban parte del alumnado, contaron c ó m o a Jorge V o t o le gus-
taba ir al grano desde el primer volapié que. en algunas ocasiones,
h a c í a perder el equilibrio a las d i s c í p u l a s para caer en brazos del
profesor.
Inés vestía de rojo con abullonados negros, luciendo mangas
postizas parecidas a las de Isabel de Valois en su viaje de desposo-
rios desde Francia hasta E s p a ñ a . Juanita, m á s sencilla, h a b í a pres-
cindido de las mangas, mostrando un apretado corpino c a r m e s í y
una amplia falda a la manera italiana, recogida al lado izquierdo
entre pliegues verdes e isabelinos. Entrando a la sala con las dos
damas, Jorge V o t o dejó la vihuela y el sombrero de terciopelo en
manos de Inés e inició la faena:
- E n difíciles circunstancias me h a b é i s colocado, s e ñ o r a s m í a s ,
pues no acierto a descubrir cual de las dos tiene virtudes m á s altas
y si la belleza puede dispensarse por partida doble, según mis ojos
lo pretenden.
Inés, como d u e ñ a de casa, t o m ó la mano derecha de Jorge lle-
v á n d o l o al sofá donde se s e n t ó con él, mientras J u a n i t a lo h a c í a
en la silla vecina.
- Estamos -dijo Inés— a vuestra d i s p o s i c i ó n , s e ñ o r profesor,
Juanita como alumna y yo como a c o m p a ñ a n t e .
A u n cuando Jorge V o t o amaba las frases empalagosas y su espe-
cialidad eran los piropos ocasionales, esta vez e n m u d e c i ó y sintió
u n a t u r b a c i ó n ajena a su temperamento de hombre p a r l a n c h í n y
mujeriego, como si el p r o p ó s i t o de renacer en el Nuevo Mundo no
hubiese sido un plan calculado sino el comienzo de su propia trans-
f o r m a c i ó n . De pronto o y ó a I n é s :
Digo ... Que a q u í estamos, m i sobrina y y o , prontas a seguir
vuestras lecciones.
De mil amores c o n t e s t ó Jorge, mortificado por su estupidez
sorpresiva. Pero, salido del ensimismamiento, pudo ser menos
tonto según su punto de vista:
- N u n c a , s e ñ o r a s m í a s , h a b í a recibido un golpe tan fuerte por
un motivo tan dulce...
Jorge d e m o r ó varios minutos m á s dedicado al elogio de las da-
mas, porque se h a b í a acostumbrado a estos menesteres casi desde
la infancia cuando ensayaba s i m p a t í a en la sevillana calle de las
Sierpes para adquirir fama de joven dado a las faldas y. por consi-
Los pecados de Inés de Hinojosa 61

g u í e n t e , de b a i l a r í n que no sólo jugaba con los movimientos sino


t a m b i é n con el c o r a z ó n de las mujeres, tan propicio al galanteo en
Andalucía.
Solicitó a Inés que t a ñ e r a la vihuela, pues ella h a b í a aprendido
el punteo en Nueva Segovia j u n t o con Petronila de Bobadilla
(q.e.p.d.). Jorge se dirigió luego a la silla donde estaba Juanita e
i n c l i n á n d o s e ante ella en profunda reverencia la invitó a levantarse
para dar los primeros pasos de lo que sería, con el tiempo, el prefe-
rido encanto de su vida. J u a n i t a , de pies, c o l o c ó su mano derecha
sobre la izquierda del profesor e iniciaron el paseo de la danza con-
sistente en andar varias veces frente a Inés, cuyo cuerpo r e c i b i ó las
miradas fugaces de Jorge quien, s i m u l t á n e a m e n t e , e n s e ñ a b a la
primera lección de danza y a c o m e t í a la conquista de las Hinojosas,
las dos mujeres m á s atractivas de Carora. una e s p a ñ o l a de forma y
talante y. la otra, mestiza. No fue afortunado Jorge en esta prime-
ra lección, e q u i v o c ó pasos por culpa de sus miradas que iban de los
senos de J u a n i t a a los ojos de Inés, mientras trataba de mantener el
ritmo de las piernas. Felizmente, esta lección a ú n no exigía vueltas
o giros distintos al simple cambio de brazos según se dirigiera la
pareja hacia la puerta de la sala o hacia el retrato de un caballero
de j u b ó n grisáceo, barbas en punta, ojos m u y brillantes y cabello
revuelto, probablemente padre del d u e ñ o de casa dado el sitio de
honor y un cierto parecido con don Pedro de A v i l a , al menos en el
descuido de la cabellera. Inés t o c ó mal la vihuela tanto por falta de
a t e n c i ó n a las exigencias del instrumento, como por seguir el rum-
bo de la pareja en su paseo de la puerta al antepasado y de éste a
aquélla. A pesar de los inconvenientes, propios de todo comienzo,
la alumna c u m p l i ó los requisitos de la e n s e ñ a n z a y , a la media
hora, y a andaba j u n t o a Jorge, con su mano derecha sobre la iz-
quierda de éste y viceversa, dentro de c a r a c t e r í s t i c a s promisorias
de un buen d e s e m p e ñ o cuando el profesor la indujera a la danza
propiamente dicha. Juanita, cansada de tanto paseo en u n mismo
sitio y de las exigencias impuestas a sus nervios, c a y ó , entre aspa-
vientos, j u n t o a su t í a . Jorge a p r o v e c h ó la euforia del aprendizaje
para sentarse entre las dos mujeres, e s t a b l e c i é n d o s e inevitable
contacto de cuerpos y a que el sofá era estrecho para tres personas.
Por fortuna, las damas no se molestaron, soportando con estoicis-
mo la falta de espacio y el calor de los bailarines tras la primera
lección.

—Hacéis una pareja envidiable —dijo Inés.


—Estoy fatigada —agregó J u a n i t a .
62 Próspero Morales Pradilla

-Creo puntualizó Jorge - que éstas van a ser mis mejores lec-
ciones en Carora, la danza exige incitantes para llegar a la locura
del ritmo, donde suelen hervir las mentes y la sangre, lo cual sólo
se obtiene al acercarse a la belleza como me sucede en este caso
maravilloso, señoras mías.
Para evitar el acicalado vocabulario de Jorge. Juanita resolvió
traer algunas copas de vino, llegado al tiempo con la vihuela para
que los buenos subditos de Felipe I I brindasen en honor de su
monarca desde las lejanas soledades del Nuevo Mundo. Pero Jorge
y las Hinojosas olvidaron al Rey en el momento del brindis, dedi-
cándolo al éxito de la danza y del amor, palabra ésta última que
Jorge pronunció quedamente moviendo sus ojos entre el cuello y
la frente de Inés mientras ella sentía, en silencio, cómo su corpino
se rasgaba sin preocuparse por nada distinto a una especie de nueva
voracidad que la dejó muda. Cuando Juanita fue a traer más vino.
Inés dijo temblorosa:
—Sois el diablo, señor don Jorge...
— ¿Os gusta el diablo, señora mía?
—No sabría decíroslo, porque apenas lo estoy conociendo.
Al regresar. Juanita vio que las manos de Jorge y de su tía se
separaban después de haber estado entrelazadas. Disimuló él epi-
sodio, pero afirmó:
-Estas lecciones van a ser famosas en Carora.
- ¿ Q u é ? , interrogó Inés inquieta.
—Digo -siguió Juanita— que en todas las casas de Carora van a
ser famosas las lecciones de Jorge Voto.
—Merced que me hacéis, Juanita.
Los tres estaban turbados, pero la conversación en el estrecho
sofá continuó hasta la entrada de Pedro de Avila, quien, sonriente,
saludó:
-Espero que os haya ido tan bien como a m í : gané la bolsa de
oro que guardaba el Corregidor Mosquete y. por añadidura, una
bella apuesta de Diego de Pimienta. Benditos sean los dados cordo-
beses, ¿verdad Inés?
Y como ya la primera lección había terminado. Jorge Voto se
despidió y Pedro lo acompañó a la puerta, mientras Juanita decía
a su tía:
—Esta noche debemos ungirnos.
No fue fácil convencer a Pedro de que Inés debía atender la
jaqueca de Juanita, debida al esfuerzo nervioso de la primera lec-
ción. Pero cuando vio los preparativos de bálsamos y hierbas aro-
Los pecados de Inés de Hinojosa 63

m á t i c a s que aliviarían a la doliente sobrina, a c e p t ó la transitoria


soledad y y é n d o s e a la cama, g r i t ó :
— A p ú r a t e , Inés, que de pronto, y o t a m b i é n necesito que me
unjas.
T o d a v í a acalorado por el fuego de las lecciones, Jorge V o t o ,
en casa de d o ñ a Catalina donde pagaba el aposento de p o s t í n ,
se deslizó entre las s á b a n a s bordadas con las letras " C de L "
indicadoras de que el profesor seguía durmiendo en cama ajena. L a
maniobra entre las s á b a n a s le frunció el c a m i s ó n a la altura de las
rodillas, sobre todo al coger la Biblia, que d o ñ a Catalina le h a b í a
prestado para entrar en cultura a la luz de una vela de sebo com-
prada en la tienda de los Zainos, padres del joven Rodrigo, famoso
durante la i n u n d a c i ó n pero cuya prestancia h a b í a venido a menos
por la normalidad de la vida en Carora. A Jorge no lo s e d u c í a el
Antiguo Testamento, sobre todo d e s p u é s de haber ojeado, en E s -
p a ñ a , un libro que faltaba en la pobre biblioteca de su arrendado-
ra: " L a Celestina". Prefirió apagar la vela y fabricar sus propios
s u e ñ o s imaginando a las Hinojosas en su aposento, cogidas de la
mano y dispuestas a bailar, pero vestidas con velos transparentes
que p e r m i t í a n observar los cuatro senos apenas movidos por los
pasos de una danza desconocida c u y o ritmo cimbreante rasgó los
velos d e j á n d o l a s desnudas casi al alcance de su boca, donde la len-
gua estaba a punto de lamer los pezones aun cuando era mejor ten-
der a las dos mujeres j u n t o a él, c o l o c á n d o l a s boca arriba y utili-
zando la mano derecha en el cuerpo de Inés y la izquierda en el de
Juanita hasta volverse loco en todas direcciones y no saber si pene-
t r a r í a a la una o a la otra pues ambas llegaban a su pene, pero este
continuaba en busca del sitio preciso que sólo p o d r í a ser uno a
pesar de tener dos cuerpos disponibles, igualmente hermosos y
fáciles. L a s Hinojosas abrieron sus piernas s i m u l t á n e a m e n t e , echa-
ron hacia a t r á s sus brazos, aumentaron el movimiento y Jorge ya
s e n t í a la humedad compartida, cuando c a y ó en el abismo de todas
las noches rodando hacia la negra profundidad que sólo se aclara-
ría a la m a ñ a n a siguiente en una cama arrugada y solitaria.
A l levantarse, saltando entre las esteras para no pisar los la-
drillos, Jorge V o t o p e n s ó , nuevamente, en las Hinojosas sin poder
desprender a la t í a de la sobrina como si la noche le hubiese dejado
la certidumbre de vivir su s u e ñ o algún d í a . Tras lavarse la cara y las
manos en una jofaina con la marca " C de L " . Jorge d e s e c h ó la
intensidad de sus s u e ñ o s conservando el deseo por las dos Hinojo-
sas, pero s u j e t á n d o l o a la ley de las probabilidades en una sociedad
64 Próspero Morales Pradilla

tan reducida y mojigata como la de Carora. No sabía, en ese ins-


tante, cuál podría ser la solución de su enardecimiento, pero todas
las alternativas le parecían gratas, amar a las dos Hinojosas o a
cualquiera de ellas, resultaba placentero. Además nunca había
tenido la oportunidad de estar a solas con dos mujeres bellas por
contrato como profesor de danzas. Pedro de Avila, caballero prin-
cipal y jugador afortunado, era difícil obstáculo para cualquier
intento de Jorge con respecto al cuerpo de las Hinojosas, pero la
sutileza de sus propósitos y la experiencia andaluza le brindarían
victorias similares a las de los tercios españoles en este siglo ventu-
roso bajo cuyo signo los pendones de Carlos V cubrieron el orbe,
pese a los desafueros protestantes de Martín Lutero, a la lascivia de
Enrique V I I I y a la ferocidad del turco.

Los demás varones de Carora no se preocupaban por el baile ni


por los lances de amor, sino que, convocados por el Corregidor
Pablo de Mosquete y en presencia de fray Gervasio, oían en el
Despacho del primero la grave historia de Francisco Oramas, cristia-
no llegado la víspera después de haber acompañado a Pedro de
Ursúa más allá de la línea del Poniente, donde —según Oramas— la
fiereza del bosque y de sus alimañas era inferior al ímpetu de
indios en pelota que se enfrentan, en sangrientas guazábaras a los
arcabuces españoles. Oramas tenía los huesos a flor de piel, tan afi-
lados y evidentes como puntas de lanza, bajo los cuales colgaban
los andrajos de sus antiguas vestiduras. Sin embargo, su voz aún era
altiva y.hablaba con arrogancia:
-Sobra deciros que ni uno solo de nosotros trepidó ante el ace-
cho, las penurias y las saetas de los indios, que eran más prontos en
huir que en atacar dejando, no obstante, muertos y heridos entre
los nuestros. Por algunos de ellos y por la manera como el sol va
corriendo, día a día, su propio ocaso, se estrecharon las comunica-
ciones con el Nuevo Reino, donde el Imperio ha crecido tras fun-
daciones mayores de veinte años convertidas ya en ciudades con
nombres arrancados de la lengua de los indios, llamados chibchas,
muiscas o moscas.
— ¿Con vos, señor Oramas. iba. acaso, don Joaquín de Lugo,
esposo de nuestra vecina, doña Catalina?
—Tal vez sí, pero debió morir en una guazábara, porque el único
Lugo con fama en el Nuevo Reino fue Alonso Luis, quien trajo las
primeras vacas a esos territorios.
Los pecados de Inés de Hinojosa 65

— ¿Sin toros?, preguntó Pimienta, amigo siempre de las preci-


siones.
—Quizá —respondió Oramas con la tontería de los héroes ocasio-
nales— también debió traer toros, porque todas han parido.
—Menos mal... —completó Pimienta.
A l atardecer, Oramas, reconfortado por la cocina tradicional de
las casas de Carora, quedó en silencio, como lo esperaban los con-
tertulios para trasladar a sus familias la sabiduría recibida del feliz
aventurero. Tanto las Hinojosas como las demás mujeres de Carora
hicieron a sus hombres la única pregunta que no se les había ocu-
rrido durante su larga sesión con Oramas:
— ¿De dónde salió el tal Oramas?
Pues... —balbucearon los hombres en cada casa— no se lo pre-
guntamos.
—Imbéciles —gritaron las mujeres en todo el poblado, oyéndose
el coro abajo de la plaza, en la venta de los Zainos e, inclusive, en
la sacristía donde Pedro de Hungría cataba el vino de fray Gerva-
sio, picado en la travesía desde España, pero grato al sumiso sacris-
tán de tan oscuro linaje que él mismo ignoraba por qué le habían
encajado apellido de reino como es "Hungría".
A pesar del error varonil en el interrogatorio al recién llegado,
cada habitante de Carora hizo su propia versión de ese Nuevo Rei-
no, tan lleno de alimañas y de bosques, pero también tan atractivo
para los cristianos, con fundaciones mayores de veinte años y,
sobre todo, cerros de oro y plata, amén de tumbas repletas de pie-
dras preciosas de donde salían voces que llamaban al diablo para
entregarle relicarios, tallados por orfebres que no fueron nacidos,
como los españoles, de un vientre sino caídos de los cielos, con.
alas llenas de piedrecillas verdes, tras el paso, por el horizonte, de
grandes profetas ajenos a la Biblia, pues vinieron de otro cielo nave-
gando sobre nubes blancas en carros sin corceles, impulsados por el
viento de las alturas que, además, pone olor en las flores silvestres.
Desgraciadamente, estos encantos no aliviaron la terrible, la
honda, la atroz pena de doña Catalina de Lugo, quien mascando el
duro trapo de su tragedia, se convenció, ahora sí, de que su mari-
do, el gentil hombre de tantos recuerdos dentro y fuera de la cama,
no volvería jamás a sus brazos.
Los cuentos de Oramas dieron ánimo a la vida de Carora, así
como las lecciones de Jorge Voto estaban causando ciertas modas
demasiado renacentistas para esta sociedad. Oramas corrió el hori-
zonte colocando el Poniente cerca de un nuevo mar océano que le
66 Próspero Morales Pradilla

salía a la tierra de manera insospechada hasta entonces. Y , por


obra de estos motivos, los caroreños se apartaron de su idea seden-
taria para comenzar a discutir sobre la conveniencia de llegar,
algún día, a los tesoros y a las ciudades descritas por Oramas,
conocidas también por los soldados de Lope de Aguirre. Así, una
noche, Catalina de Lugo comentó en su casa con el único huésped:
— ¿Y vos, señor don Jorge, iríais a las tierras donde se perdió mi
marido?
—Algún día, señora mía, iré a esas tierras con la mente puesta en
don Joaquín de Lugo y con el ánimo de traéroslo vivo.
—Dios bendiga vuestra intención, don Jorge. Pero ya mi marido
goza del cielo.

E n casa de las Hinojosas el diálogo fue menos estirado:


—Yo sí creo en los cuentos de Oramas —decía Juanita — y ansio
ver a esos hombres que han fundado ciudades, dominado indios y
violado indias...
— ¿Tú no piensas en otros temas, Juanita?
— ¿Cuáles tía?
—Como siempre hablas de hombres y mujeres en trance de
amor...
— ¿ Y a vuesa merced le disgusta?
—Disgustarme, disgustarme... ¡No! Pero hay tantas otras cosas...

Pedro de Hungría, que tenía una india de los Caracas a un lado


de la sacristía, le dijo cómo podrían viajar algún día hacia los terri-
torios mentados por Oramas para llegar a altas cumbres donde ella
alcanzara el título de "señora" como las blancas, si continuaba
siendo su barragana. Pedro, prácticamente, había cazado a la india,
llamada en cristiano Filiberta, cuando huía del Tocuyo, antes de la
muerte de Aguirre, la halló acurrucada junto a un árbol y, tumbán-
dola de un golpe, la hizo suya a pesar del olor a peligro. Filiberta
no opuso resistencia, pero expelió humores tan densos que, duran-
te muchos días, el español no pudo ocultar su amor, aun cuando
ella se esfumara convertida en sombra de las sombras y él, final-
mente, apareciera en Carora junto a fray Gervasio.

Y a casi bendito por su condición de sacristán que le ratificara


fray Gervasio. Pedro de Hungría halló una noche de domingo, en
su camastro, a Filiberta tan desnuda como el primer día en el árbol,
pero acostada en actitud de seguir aprendiendo cuanto pudiera
Los pecados de Inés de Hinojosa 67

enseñarle el hombre blanco, quien, sin recordar el olor de su india,


copuló con ella, le dio asilo y la ocultó a la sociedad caroreña, des-
pués de oírle decir, en su medialengua, que Pedro era un palo duro
y hermoso venido de las aguas distantes, con lo cual el español se
vio en el espejo de su vanidad aumentando la lozanía de su carne,
dándole interés a sus horribles orejas, achicando sus gruesos labios
de herbívoro, quitando las lagañas de sus ojos y haciéndolo crecer
de manera que su estatura fuese de capitán y no de paje.
Sólo Jorge Voto, cuya astucia venía de la calle de las Sierpes,
intuyó, en aquel poblado idílico, que Pedro de Hungría tenía algún
extraño animalejo escondido, porque advirtió cambios manifiestos
en la conducta del sacristán desde el mucho hablar con cuanta per-
sona topaba hasta ciertas miradas recelosas cuando se alejaba de la
iglesia por orden del párroco, su vecino de aposento. Pero Jorge,
siempre discreto y, ahora, rodeado de maravillas, se abstuvo de
indagar la vida de Pedro de Hungría, prefiriendo descubrir, más
tarde, el secreto del sacristán.

Tres días después de la primera lección en casa de las Hinojosas,


como llamaban al hogar de Pedro de Avila, Jorge reapareció con la
vihuela, dispuesto a continuar su clase de danza. Tía y sobrina, de
peinado liso con cintillo, derrochaban hermosura. Jorge volvió a
sentir los hervores de la indecisión en un ir y venir de sus ojos
sobre los cuerpos de las mujeres cuyas formas, apretadas bajo los
corpinos, lo llamaban a avanzar en el arte de la danza más allá de
los últimos pasos. Entonces resolvió que la nueva lección sería
de comportamiento pues en los grandes saraos, antes del baile
propiamente dicho, suelen sentarse las damas en grandes cojines
con los galanes a los pies o puesta una rodilla en tierra, con lo cual
se establecen acciones muy útiles entre los jóvenes para que, luego,
la música de laúdes, vihuelas y flautas, ennoblezca las palabras.
—Ensayemos, señoras mías, —dijo el profesor— la manera más
elegante de inicar un sarao, en espera de que se .oiga la primera
gallarda para salir a bailar.
— ¿Qué debo hacer?, preguntó Juanita encantada.
—Sentaos en estos cojines - i n d i c ó Jorge moviéndolos de manera
que entre uno y otro quedase espacio para él.
En seguida, Jorge hincó la rodilla derecha frente a Inés diciendo
con inclinación de cabeza:
—Señora, mi señora, sólo bajo vuestra inspiración podremos
danzar Juanita y yo.
68 Próspero Morales Pradilla

Inés se sintió incómoda por la parcialidad de Jorge en favor


suyo. Pero.advirtió, acaso por un momento, que ella era la verda-
dera mujer en aquel trío, bajándole de los senos al vientre un calor-
cilio agradable, mientras Juanita anotaba:
— ¿Y qué le enseñáis a vuestra discípula?
E l ensayo puso a Jorge en el peor de los predicamentos, porque
si bien deseaba aprovechar la amistad de ias dos mujeres, inevita-
blemente se inclinaba hacia la donosura de Inés que, quizá por ser
casada, no necesitaba ninguna lección si ella decidía favorecer a
Jorge con algún regalo.
Aquella tarde, salió Jorge Voto perplejo hacia su residencia,
porque había un cierto disgusto entre su razón y sus pasiones, la
primera llevándolo al buen camino de un noviazgo con Juanita y
las segundas zarandeándolo entre la delicia de acostarse con dos
mujeres y la posibilidad de hacerlo únicamente con Inés.
Esa misma noche fray Gervasio oyó ruidos de desasosiego en el
aposento de Pedro de Hungría y mucho temió que el buen sacris-
tán, quizá perseguido por su propio pasado, tuviese sufrimientos
nocturnos merced al mejoramiento de su conciencia. E n realidad,
a fray Gervasio le habían dicho que Pedro de Hungría fue uno de
los marañones de Lope de Aguirre, participó en el asesinato del
Gobernador Pedro de Ursúa, y. desde entonces, siguió la huella
del tirano, como la Torralva, hasta desaparecer la noche en que
murió la hija de Lope y los marañones con más suerte pudieron
esparcirse por los amplios territorios sin dueño.
Jorge Voto no creyó el cuento de doña Catalina dos días después
al regresar de la casa cural:
—Ese pobre señor de Hungría tiene padecimientos nocturnos
que, según fray Gervasio, provienen de su pasado como marañón
de Lope de Aguirre.
Desde sus primeros años de adolescencia, Jorge Voto buscaba
asiduamente el cuerpo de las mujeres. Primero, las soñaba embelle-
ciéndolas, dándoles palpitaciones indiscretas, organizándoles la
desnudez de manera propicia a sus deseos; luego, se acercaba a
ellas, sorprendiéndolas con los ojos y las palabras; finalmente, las
poseía, sin importarle la hora, las edades, los maridos o los padres.
Por eso a los treinta y dos años estaba en las Indias huyendo de un
tropel de hombres dispuestos a matarlo o, por lo menos, a casarlo.
Pero ahora sabía atemperar las extrañas necesidades, buscando
sucedáneos. Así le parecía prudente que mientras culminaban ias
lecciones de baile en casa de las Hinojosas, podía compartir con
Los pecados de Inés de Hinojosa 69

Pedro de Hungría el amor de la mujer refugiada en la sacristía, aun


cuando ignoraba si eran discretos los marañones del tirano Aguirre.
Jorge pensó acertadamente en que el mejor camino para llegar a
la suplente sería acogiéndose a la autoridad de fray Gervasio de la
Consolación, pues bien se sabe, en este duro siglo, que quien sea
temeroso de Dios y de sus ministros no sólo se encamina a la gloria
eterna sino que logra mercedes terrenales ajenas a los infieles. Así,
una tarde con las resinas de Carora en efervescencia lanzando sobre
el poblado olorcillo de mujer, Jorge entró a la casa cural, se santi-
guó y enfrentó al párroco con estas palabras:
—Creo que si un pecador, como yo, no merece acogerse a la
vista de vuestra Reverencia, la música habrá de acercarnos.
Y Jorge se hizo a la confianza de fray Gervasio por el camino de
los motetes y de las misas, que no podrían ser ajenos al párroco a
pesar de su preferencia por el catecismo sin adornos gregorianos.
E l profesor disimuló sus veleidades renacentistas, utilizadas en la
sala de las Hinojosas, para referirse, enarcando sus enormes cejas
hasta poner todas sus palabras entre paréntesis, al gran maestro
--des Orlando de Lasso como autor de motetes que podían
• M p m n r ctm acompañamiento de laúdes y otros instrumentos,
conservando siempre los instantes de comunicación con Dios, mien-
tras otras músicas, aún siendo nobles, sólo ofrecían distracción,
confortando un poco las duras experiencias de este valle de lágri-
mas pero demeritando el alma para su conquista del cielo.
Fray Gervasio, menos bondadoso que sus antecesores en el cura-
to de Carora, juzgaba, mientras tanto, las intenciones de Jorge
Voto y tuvo la impresión, quizá apresurada, de que ese hombre
cuyo oficio no podía ser recomendado por la iglesia, hablaba de
los motetes por disimulo y no por certidumbre, siendo casi confun-
dido cuando Jorge comentó:
—Quisiera que vuestra Reverencia me permitiese el sosiego de la
santa casa cural para componer una misa que ya tengo completa en
el magín y, de ser estrenada en nuestro templo, traería obispos y
arzobispos, amén de algún abad, a esta querida parroquia.
— ¿Una misa?, dijo sorprendido fray Gervasio.
—Bueno: las partes que ordinariamente exigen canto como el
Credo, el Sanctus y casi todas las oraciones cotidianas.
E l párroco mejoró la opinión sobre su interlocutor, se dio algu-
nos imperceptibles golpes de pecho, se pasó un pañuelo grasoso
por la frente y aceptó la propuesta de Jorge Voto, quien fue auto-
rizado a utilizar la sacristía cuantas veces le viniese la inspiración
70 Próspero Morales Pradilla

de la nueva misa y quisiera acogerse a la paz del recinto para escri-


bir y, al mismo tiempo, agradar al Todopoderoso.
La inspiración le llegaba, principalmente, a la hora del Rosario
cuando Pedro de Hungría ayudaba a fray Gervasio en las oraciones
frente a los mejores feligreses de Carora, que acudían al templo,
antes de acostarse, con el propósito de bendecir los sueños. Duran-
te el primer rosario, después de la autorización concedida a Jorge
Voto, éste escribió notas sobre papel de música y se situó de mane-
ra que tanto fray Gervasio como Pedro de Hungría pudieran verlo
por el rabillo del ojo. L a inspiración no favorecía a Jorge, pero se
había aprendido de memoria un motete de Claudio el Joven trasla-
dándolo al papel mientras el párroco desgranaba su camándula.
La tarde escogida por Jorge Voto para hacer mejor uso de la
sacristía hubo además del rosario, el rezo de las vísperas. Esta vez
no podía ser visto por los celebrantes, pues había salido de la
sacristía y, con su olfato de perro, llegó a la covacha donde Pedro
de Hungría escondía a su india. Era, en realidad, casi una pocilga,
con techo y paredes negruzcas, colchón manchado en el suelo de
tierra pisada y una sábana gris sobre la cual la india, como animal
de monte, miró asustada al intruso y, conociendo las mañas de los
blancos que la habían cazado, abrió las piernas a Jorge Voto, acaso
creyendo que tal era su obligación frente a la raza de los domina-
dores. Jorge había pensado en forzar a la india, pero sonrió al
advertir la facilidad de su empeño, se bajó los calzones, puso el
pene entre los senos de la sumisa mujer y, luego, lo llevó al sitio
deseado, poseyéndola tan rápidamente que, al salir, pensó en que
habían sido excesivas las precauciones y tendría barragana sin el
esfuerzo de copiar misas.
Tuvo tiempo de volver tranquilamente a la sacristía. Cuando
fray Gervasio entró, terminado el rosario, halló al músico apasio-
nadamente inspirado en su tarea de componer la misa de Carora.
Pedro de Hungría, no obstante, se dio cuenta de que, al comenzar
el rosario, Jorge estaba en un lado de la mesa y, al regresar, lo
hallaba en el otro. Tal vez —pensó- los compositores cambian de
posición al inspirarse.
Pedro de Hungría encontró a la india asustada. Pero como siem-
pre estaba con los ojos saltones, el cuerpo sudoroso y las manos
temblorosas, no le pareció que tuviese un miedo distinto al de
todos los días, ni fuera necesario atormentarla para que contara lo
sucedido durante su ausencia. Sin embargo examinó los senos,
Los pecados de Inés de Hinojosa 71

palpó la humedad de la vulva y se fijó en las rodillas. Por rutina,


Pedro le preguntó:
—Otro blanco... ¿aquí?
Filiberta se tapó los ojos y, lo cual también era usual en ella,
escupió hacia el rostro de su amante. Pedro no sabía, en estos
casos, si la india lo escupía por amor o por indignación. Resolvió
mejorar su futura vigilancia, mientras Filiberta siguiendo la costum-
bre establecida a la hora de acostarse su hombre, abría las piernas,
le echaba saliva en el pene y ella misma se lo introducía para que el
blanco no se molestara con oficios menores. Luego, la maldita
—como le decía Pedro en estos momentos— permanecía silenciosa
dejando el resto del trabajo a su amante, sin quejarse, sin besarlo,
sin jadear, sin compartir el instante en que el semen comenzaba a
fluir dentro de la mujer, como si se tratara de colocarse en la pie-
dra de los sacrificios. Finalmente, se enroscaba hacia el rincón,
permaneciendo en una quietud de muerto hasta cuando Pedro
volviera a exigirle sexo.
Jorge reflexionó detenidamente sobre el tiempo disponible para
utilizar los servicios de la india mirando, desde su cama con sába-
nas marcadas " C de L " , una imagen de la Dolorosa entre lágrimas
de buen tamaño que doña Catalina había colgado en la pared fron-
tal para embellecer el recinto y, de paso, estimular los pensamien-
tos piadosos del huésped. E n verdad el tiempo del Rosario era muy
estrecho para cumplir satisfactoriamente el acto de mestizaje con
Filiberta y se corría el peligro de que cualquier ademán previo o
alguna imprevisión posterior, lo descubrieran a ojos del sacristán.
Desechando mentalmente las ocasiones cortas y peligrosas, optó
por trabajar a la hora de la primera misa y componer motetes al
atardecer. Este horario imponía a Jorge jornadas muy atareadas
desde las cinco de la mañana hasta después de las ocho de la noche,
cuando salía de casa de las Hinojosas cada vez más enamorado de
la inalcanzable Inés y siempre contento de haber cogido la mano
de Juanita, su discípula.
A Pedro de Hungría no agradaba la misa de Jorge, porque se
sintió invadido en sus propios terrenos y siempre desconfió de las
danzas como oficio, recordando que doña Inés de Atienza solía
mover la cintura con donaire y provocación como si alguien le
hubiese enseñado bailes satánicos antes de enlazarse con don Pedro
de Ursúa y correr la suerte impuesta por Lope de Aguirre. Por eso
resolvió estar alerta, dentro y fuera del lecho, espiando a Jorge
Voto, mostrándole falsa complacencia, siguiendo el rumbo de sus
72 Próspero Morales Pradilla

ojos, averiguando qué hacía con las alumnas de baile, informándo-


se sobre el horario del bailarín por boca de doña Catalina de Lugo
y diciéndole al párroco, cuantas veces lo juzgaba pertinente, que la
sacristía era muy pequeña para albergar no sólo objetos propios de
la liturgia, sino también la mesa y los papeles de un compositor
que no era conocido como tal sino como bailarín callejero.
Jorge Voto no pudo volver prontamente al lecho de Filiberta
porque su sueño era pesado tras la faena diaria, cuando se desper-
taba ya había terminado la primera misa y fray Gervasio desayuna-
ba con Pedro de Hungría en la sacristía. Acostándose más tempra-
no, casi sin cenar, a pesar de las protestas de doña Catalina, fue
despertándose más temprano hasta que, al fin en el adviento de
1562, estuvo listo a las cuatro y media de la mañana, con pocas
ropas sobre el cuerpo, calzas sin chinelas y bien dispuesto al amor
porque pensaba en las Hinojosas desnudas para avivar su instinto.
Esa madrugada Pedro de Hungría dejó dormir a Filiberta y se
incorporó sobre el colchón llenándose de premoniciones como en
la época de Lope de Aguirre. Oyó ruidos dentro del estómago, se
olió los dedos untados de india, miró a Filiberta y lanzó este grito
sordo:
— ¡Maldita sea!
Tenía a Jorge Voto en la mente y lo veía agarrando a Filiberta
por el culo, mordiéndola, pasándole la lengua por las nalgas.
- T e voy a joder, hideputa, —siguió diciendo entre dientes— y
hoy será el día de la trampa.
Antes de las cinco, Pedro, con respiración entrecortada, fue a la
sacristía y le dijo a Fray Gervasio:
—Padre, padre, tengo calenturas, permítame Vuestra Reverencia
reposar en busca de alivio.
—Sea, respondió el Párroco.
Pedro caminó lentamente hacia la puerta, recibió sobre el rostro
el aire frío de la madrugada que le despertó los sentidos necesarios
para tener claridad y, en silencio, volvió al colchón donde la india
seguía durmiendo.
Jorge Voto salió de su casa en puntas de pies, caminó hasta las
paredes del templo y se escurrió, rozando la sagrada tapia, hasta la
sacristía. Viéndola vacía y habiendo rumor de oraciones en la igle-
sia, paso a paso, con el pulso un poco acelerado, se dirigió ai cuar-
tucho del sacristán, abrió la pequeña puerta, filtró su cuerpo por la
endija, se arrodilló a tientas donde estaba el colchón y sintió que
una aguja le rozaba la parte izquierda del cuello. Poco a poco,
Los pecados de Inés de Hinojosa 73

Jorge agarró con su diestra la mano que sostenía la aguja y se dio


cuenta de que no era la suave piel de la india, sino carnadura de
hombre. E n rápido movimiento hacia atrás, Jorge se retiró del peli-
gro y logró incorporarse diciendo:
- A s í sea un marañón de Lope de Aguirre, debe guardar su arma
para defender cristianas y no animalitos de monte...
Pedro de Hungría abrió la puerta, para que entrase ya la luz del
día, se enfrentó a Jorge Voto, le rozó la mejilla izquierda con la
aguja y empujando al intruso lo amenazó:
—Que el rasguño de vuestra mejilla os recuerde que nunca más,
en vuestra miserable vida, podréis acercaros a la sombra de Pedro
de Hungría, ni pretender lo suyo, ni divulgar sus secretos. Vete a la
mierda!
El índice en alto con que Pedro de Hungría indicó a Voto el
sitio de la mierda, persiguió al bailarín no sólo durante todo el día
y más de media noche, sino que lo veía agrandado en el cénit y en
los árboles sin hojas.
Vencido en tan precaria aventura, Jorge Voto tomó dos deter-
minaciones sin ninguna ilación entre una y otra:
Cancelar su proyecto de componer una misa y seducir a Inés de
Hinojosa.
Cuando Juanita le dijo a Inés que no podría recibir la lección de
baile porque estaba indispuesta, temiendo que al moverse demasia-
do se le chorrearan las piernas de sangre, la tía pensó en la fecha:
14 de abril de 1563. Luego, cortó flores en el solar y las llevó a la
sala. Eran azucenas, que colocó en un florero italiano "estilo Bor-
gia". Miró varias veces el florero, lo arregló, se puso una azucena
en el cabello y, frente al espejo veneciano, advirtió que respiraba
con hondura porque el corpino subía y bajaba ostensiblemente,
como la fantasía de Inés a quien, desde el anuncio de Juanita,, se
le entró Jorge Voto a la mente llenándola de ansias que le reco-
rrían el cuerpo y le hacían morder los labios. Faltaban dos horas
para la llegada del profesor y hubiera podido enviarle un recado de
que no viniese por la indisposición de su discípula, pero Inés prefi-
rió disculparla personalmente. Fue a la alcoba y, quitándose la
ropa, se colocó un ajustador muy apretado torturándose los bellos
senos redondos que se sometieron a la tela, pero trataron de zafar-
se por la parte alta formando una débil plataforma en el escote.
Una falda negra, con bordados de plata a la manera sevillana, hacía
juego con el corpino plateado y, finalmente, con la mantilla negra.
Volvió al espejo veneciano y, realzándose, pasó las manos en direc-
ción descendente hasta dejarlas abiertas en torno a la cintura, con
la cabeza inclinada hacia la derecha hablándole a un Jorge Voto
imaginario que podría aprovechar esa tarde para incitarla, aunque
sólo fuese con palabras suspicaces, tendenciosas, ojalá atrevidas,
capaces de crear una atmósfera seductora para justificar la premo-
nición de haber fijado en la memoria aquella fecha ocasional: 14
de abril de 1563.
Media hora antes de la llegada de Jorge Voto, Inés se sentó en
una esquina del sofá toscano, levantó la falda del lado derecho
hasta el punto de quedar al descubierto los escarpines, cambió de
sitio la azucena del cabello y la imaginación tomó el mismo cami-
Los pecados de Inés de Hinojosa 75

no de la noche de bodas, cuando anticipó los placeres que, al fin,


le llegaron de una manera cruel dejándola, para siempre, con el
ansia de que el hombre no fuese una bestia sino el amante de los
cuentos relatados por sus amigas de Nueva Segovia.
Aun cuando la visita de Jorge era rutinaria dentro de las leccio-
nes de danzas, Inés registró un desasosiego desconocido antes y, al
mismo tiempo, comenzó a hacerse cauta, los sentidos y las intui-
ciones se pusieron al servicio de sus anhelos organizando una estra-
tegia que la llevó a verificar ciertos hechos: Juanita estaba acostada,
pero era posible que asomara las narices y, sobre todo, las orejas
al advertir que Jorge hacía visita; la Torralva había salido a la igle-
sia para rezar el rosario; y su marido, salvo una mala jugada de la
suerte, tendría larga tanda de dados en casa de Mosquete. Además
ensayó frases oportunas para justificar la visita de Jorge, en caso de
que alguien apareciera. Y . por si fuera poco, colocó una escoba
contra la puerta de Juanita para tratar de sentir algún movimiento
suyo entreabriendo la principal con el ánimo de que Jorge la hallase
sentada como una princesa, con los escarpines visibles, los senos
en su puesto y la azucena a la altura de los labios de! profesor,
quien llegó según lo previsto por Inés y. sin alzar la voz. se inclinó
a! oído de ella susurrando:
—Bendita seáis.
No fue necesario que disculpara a Juanita, porque Jorge inició la
conversación, sentándose muy junto a Inés, evocando recuerdos de
España tomados de su paso por la Corte, donde mujeres nobles
sabían enardecer a los caballeros hasta el punto de que en las mis-
mísimas barbas de Felipe I I se urdían amores clandestinos, de los
cuales participaba el Monarca a pesar de sus varios matrimonios
con jóvenes princesas de diversos reinos, incluyendo a una hija del
depravado Enrique V I I I cuya osadía lo enfrentó al Sumo Pontífice
para legalizar su pasión por Ana Bolena.
Inés quedó cautiva ante la elegancia y la mucha experiencia de
Jorge, pues a nadie había oído hablar con tanta desenvoltura sobre
las consejas de la Corte, aprendiendo, además, que el encierro de
las mozas en estas tierras del Nuevo Mundo y la violencia de su
noche de bodas, eran desechos de la barbarie superados por el
Renacimiento en favor de las mujeres, que ya no eran, como en la
Edad Media, siervas del hombre, sino criaturas dignas de escoger al
caballero de sus sueños y, si fuera del caso, meterlo en su cama
para gozar en vez de sufrir.
A esta altura de tales reflexiones, Inés advirtió que sus manos y
76 Próspero Morales Pradilla

las de Jorge se habían enlazado al calor de los relatos, sintiéndose


solidaria con el amigo cuando éste entró de lleno al campo de la
filosofía, anotando cómo en los reinos de Europa ya no se acos-
tumbraba pedir permiso para que hombres y mujeres se den mutuo
placer, sino que los cuerpos se encuentran en cualquier momento,
dejando la verdad por un camino y las apariencias por otro.
— ¿Y los castigos?, insinuó Inés.
Jorge respondió con una cuidadosa disquisición, tendiente a
demostrar que el placer no es susceptible de castigo, pues a nadie
se le ha ocurrido seriamente reprimir los encantos de la vida, dejan-
do el tormento para los traidores y las brujas de acuerdo con los
altos postulados de la Santa Inquisición. En cambio, la tibieza de
unos brazos, la redondez del busto y la muelle condición del cuer-
po femenino, son prodigios...
Jorge cortó aquí su discurso para poner, en silencio, su brazo
izquierdo tras el cuello de Inés, sin que ésta se mortificara porque
la mano del profesor colgase abajo de la oreja izquierda con los
dedos encima del hombro. Jorge logró girar la cabeza hacia la de
Inés; ella trataba de mirarlo, acercáronse los labios a menos de un
centímetro, teniendo ya listo, en el ánimo y en la sangre, el beso
deseado, cuando ambos sintieron ruido en la puerta principal y se
apartaron, el uno del otro, como resortes movidos por el temor y
la complicidad. Y a eran, por lo menos, cómplices. L a Torralva,
pasando por la puerta de la sala, saludaba a su manera:
—Que las tengáis muy buenas...
Devolviéndose, agregó:
— ¿Quién os rasguñó, señor don Jorge?
La Torralva siguió a la cocina sin esperar respuesta e Inés miró la
cara de Jorge, donde el arma de Pedro de Hungría había dejado
una huella menos perdurable de lo que, en la oscuridad de su cuar-
tucho, se tuvo por herida. Instintivamente. Inés posó su mano
derecha sobre el rasguño y Jorge la retuvo.

Sin saber los nuevos pasos del bailarín en su casa. Pedro de Avi-
la, que había ganado ya los árboles de don Diego de Pimienta,
echó de nuevo los dados apostando dichos árboles contra el cargo
de Corregidor de Pablo de Mosquete, suerte favorable a la autori-
dad para contento de las leyes de Indias, que estuvieron a punto de
ser reemplazadas por el azar, pues el Corregidor había aceptado
que su alta investidura, venida de la Corte misma por las rutas de
la Gobernación, podía jugarse en un momento inconfesable como
76 Próspero Morales Pradilla

las de Jorge se habían enlazado al calor de los relatos, sintiéndose


solidaria con el amigo cuando éste entró de lleno al campo de la
filosofía, anotando cómo en los reinos de Europa ya no se acos-
tumbraba pedir permiso para que hombres y mujeres se den mutuo
placer, sino que los cuerpos se encuentran en cualquier momento,
dejando la verdad por un camino y las apariencias por otro.
- ¿ Y los castigos?, insinuó Inés.
Jorge respondió con una cuidadosa disquisición, tendiente a
demostrar que el placer no es susceptible de castigo, pues a nadie
se le ha ocurrido seriamente reprimir los encantos de la vida, dejan-
do el tormento para los traidores y las brujas de acuerdo con los
altos postulados de la Santa Inquisición. En cambio, la tibieza de
unos brazos, la redondez del busto y la muelle condición del cuer-
po femenino, son prodigios...
Jorge cortó aquí su discurso para poner, en silencio, su brazo
izquierdo tras el cuello de Inés, sin que ésta se mortificara porque
la mano del profesor colgase abajo de la oreja izquierda con los
dedos encima del hombro. Jorge logró girar la cabeza hacia la de
Inés; ella trataba de mirarlo, acercáronse los labios a menos de un
centímetro, teniendo ya listo, en el ánimo y en la sangre, el beso
deseado, cuando ambos sintieron ruido en la puerta principal y se
apartaron, el uno del otro, como resortes movidos por el temor y
la complicidad. Y a eran, por lo menos, cómplices. L a Torralva.
pasando por la puerta de la sala, saludaba a su manera:
—Que las tengáis muy buenas...
Devolviéndose, agregó:
— ¿Quién os rasguñó, señor don Jorge?
La Torralva siguió a la cocina sin esperar respuesta e Inés miró la
cara de Jorge, donde el arma de Pedro de Hungría había dejado
una huella menos perdurable de lo que, en la oscuridad de su cuar-
tucho, se tuvo por herida. Instintivamente, Inés posó su mano
derecha sobre el rasguño y Jorge la retuvo.

Sin saber los nuevos pasos del bailarín en su casa, Pedro de Avi-
la, que había ganado ya los árboles de don Diego de Pimienta,
echó de nuevo los dados apostando dichos árboles contra el cargo
de Corregidor de Pablo de Mosquete, suerte favorable a la autori-
dad para contento de las leyes de Indias, que estuvieron a punto de
ser reemplazadas por el azar, pues el Corregidor había aceptado
que su alta investidura, venida de la Corte misma por las rutas de
la Gobernación, podía jugarse en un momento inconfesable como
Los pecados de Inés de Hinojosa

la célebre apuesta entre Pedro de Avila y Fernando de Hinojosa.


cuyas consecuencias todavía forman parte dei sigilo de los juga-
dores.
Pablo de Mosquete se sintió dueño de los mejores árboles
merced al designio de los dados, anotó que los bálsamos de Carora,
además de su aroma de cielos, sirven para sanar heridas y los nego-
ciaría directamente con España en vez de utilizar a los comercian-
tes de Nueva Segovia. Si a la honra de ser Corregidor se unen los
pesos de las ventas sin almojarifazgo, no sólo se consolida la autori-
dad, sino que se da lustre al linaje de los Mosquete. Pimienta
sonrió, pensando en que lo más productivo de los bálsamos era uti-
lizarlos para hacer crisma destinado al sacramento de la Confirma-
ción. Pero se guardó el pensamiento. Algún día los árboles volverían
a ser suyos, bien comprándolos cuando Mosquete fuese liquidado
en el negocio por don Fernando de Hinojosa y otros murciélagos
de Nueva Segovia, o, acaso, al correr de los dados.
Como la noche se había venido casi sin estrellas y no era pruden-
te continuar el juego cuando hay aleteo de zamuro en los tejados,
Pedro de Avila se levantó y apenas pudo decir:
—La próxima vez nos reuniremos en casa y voto al diablo que os
ganaré.
Salió sumando sus pérdidas. Luego, oliendo la mezcla de resinas
y orines característica de las noches de Carora, vio un cielo fúne-
bre como presagio de grandes gotas, le supo la boca a resaca de
vino y oyó sus pasos de fuerte taconeo hasta acercarse a su casa
para advertir, entre penumbras, dos figuras con los brazos extendi-
dos que se esfumaron por falta de luz. Pedro halló a Inés en su
alcoba, sentada al borde de la cama sobre la cual había una azuce-
na mustia, peinándose la hermosa cabellera y con un ligero palpitar
en el cuello.
-Noche de diablos, le dijo sin saludarla.
- ¿ O s han asaltado las criaturas del infierno'.'
- ¡Imbécil!
-Bondad que me hacéis.
- ¿ Y las danzas?
- ¿Cuáles danzas?
- L a s del carajo, gritó Pedro sacándose el jubón y arrojándolo al
suelo.
Inés contó al marido su preocupación por los malestares de Jua-
nita y la vergüenza de que el profesor hubiese venido en vano pues
la discípula no pudo salir de su aposento. Pedro inquieto, preguntó:
78 Próspero Morales Pradilla

— ¿Estará embarazada la dichosa sobrina?


—Santo Cielo, Señor, la ofendéis, porque Juanita es doncella y
así lo será hasta que un cura bendiga su matrimonio.
Pedro, fastidiado por los resultados del juego, prefirió acostarse
con el camisón oloroso a zamuro, y, sin atender a su mujer, le dio
la espalda, dedicándose a hacer cuentas en espera del sueño.
Inés, casi aterida, con la boca salobre y mordiendo la almohada,
procuró hacerse pequeña, muy pequeña, para evitar que resucitara
la conversación o al marido le diera por poseerla. Ella tenía el sexo
demasiado húmedo por dentro y por fuera, sin manera de secárselo
discretamente. Aunque Jorge e Inés no habían hecho nada distinto
a acercarse los rostros y despedirse por temor a la Torralva, cuando
Pedro llegó estaba aún llena de palpitaciones, le dolía la vulva, la
sombra de Jorge la tocaba por todas partes.
Sólo a la mañana siguiente, calzándose de espaldas a Inés, que
se había incorporado en la cama, Pedro comentó despreocupada-
mente:
- V i que anoche os palpitaba el cuello...
Inés se escurrió entre las sábanas, ocultando también los brazos,
pero desde ese momento sintió que Pedro de Avila la había amena-
zado y pronto vendrían los azotes, porque siempre se relacionaban
éstos con las misteriosas corrientes de su cuerpo, y sobre todo, las
tensiones internas de la noche de bodas que solían manifestarse en
su carne con dolores y ansias.
Por eso Inés tomó en silencio la taza de chocolate servida por la
Torralva en ausencia de Juanita, aún fastidiada por las incomodida-
des de la regla. Pero la Torralva así como tenía remedios para cada
enfermedad, soltaba palabras para cada penuria:
—Siquiera pudo vuesa merced recibir visita anoche a cambio de
los engaños de vuestro marido.
—Torralva!!!!!!, gritó Inés.
—No se asuste, ni me asuste vuesa merced: el arma de las muje-
res es contar los decires.
- ¿ Q u é dices. Torralva?
-Repito, vuesa merced, lo que toda Carora sabe.
— ¿Y qué sabe toda Carora?
—Con perdón de vuesa merced, en Carora dicen que don Pedro
no lo usa tanto para orinar como para otros menesteres.
Inés supo, entonces, que su marido utilizaba las casas de juego y
aún la propia para desvestir mujeres y holgar con ellas mientras las
Los pecados de Inés de Hinojosa

almas virtuosas creían en que el rico señor se dedicaba al trabajo,


teniendo como único vicio el de los naipes y los dados.

La noche de la lección frustrada Jorge Voto durmió poco, dedi-


cándose a planear lo que ya tenía un hervor y podría lograrse. E l
acuerdo de las almas y el entusiasmo de los cuerpos se había obte-
nido sin caer en vulgaridades o esfuerzos impropios del natural
desarrollo del amor, que puede ser fuego si se aviva con deseos
mutuos. E l problema era de aprovechamiento del tiempo y exacti-
tud, porque en la casa de Pedro de Avila vivían demasiadas perso-
nas para esta clase de operaciones y la indiscreción de doña Catali-
na de Lugo no permitía pensar en sitio tan abierto a los chismes.
La casa cural estaba lejos de cualquier plan, después de que Pedro
de Hungría se portó descomedidamente. Quizá en el campo, en la
montaña... Y a entrando al sueño, Jorge consideró que lo mejor
sería compartir con Inés la esperanza y conquistar, entre los dos. el
sitio.
Juanita tenía ojeras y un grano en la mejilla derecha cuando
entró al comedor oyendo la última frase de la Torralva. Sin embar-
go, esperó a que ésta marchara a la cocina para decirle a Inés:
—Yo también he oído lo que te contó la Torralva. Por fortuna,
Jorge Voto te librará de tanta tristeza.
—Qué osáis...
Y Juanita confesó cómo a pesar de sus malestares, había " o í d o "
la visita de Jorge, incluyendo los silencios hasta el punto de mor-
derse los labios, primero de celos, luego de ansias y. finalmente,
pensando en agradables consecuencias para el formidable lío que
se estaba armando.

La Torralva descubrió, entre los guisos, cómo la mala suerte se


volvería buena si utilizaba todo cuando sucedía en torno suyo para
provecho propio. Miró la olla, colocada sobre un fogón de tres
piedras donde ya hervía el agua, y comenzó a echarle pedazos de
hueso, trozos de carne, turmas y otras raíces, mientras vacilaba
entre confiarse a don Pedro de Avila o, por el contrario, servir los
nuevos amores de doña Inés de Hinojosa. Tomando una gruesa
cuchara de palo para revolver el cocido, la Torralva pensó en Jorge
Voto y se sintió atraída por ese hombre cuyas aventuras galantes
se le veían en el rostro, amparado por cejas de sultán. Quizá fuera
el mejor partido en este caso, pues de todos modos, al entregársele,
tendría dos alternativas: o quedarse en casa de Avila, sosegada y
80 Próspero Morales Pradilla

servicial, o largarse al lado de V o t o para cobrar deudas difíciles de


pagar, que suelen ser las mejores. L a Torralva se e n c a r ó a la olla,
poniendo sus manos en la cintura, tragando saliva, moviendo sus
mullidas caderas y pensando en voz alta:
- Q u é carajo, el hideputa del cuento es Pedro de Avila.
Y fue, precisamente, la Torralva quien esa tarde abrió la puerta
al profesor de danzas, deseoso de ver a su amada pero ignorante de
que Pedro comenzaba a sospechar, J u a n i t a ya lo sabía, la Torralva
era partidaria suya e Inés t e n í a los temblores propios del enamora-
miento. Antes de llegar a la sala, precedido por la criada, ésta, acer-
c á n d o l e sus grandes tetas le s u s u r r ó :
- C o n f í e en m í . don Jorge...
Y no pudo terminar la frase porque Inés llegó y le o r d e n ó mar-
charse para agarrar las manos de Jorge, sentarse juntos en el sofá
toscano y decirle con unos ojos ajenos a las palabras: •
\—Juanita lo sabe todo.
-¿Qué?
—Lo de anoche.
- P e r o si...
—No importa...
Sorprendido, Jorge V o t o fue besado. Inés no e s p e r ó a que el
hombre tomara la iniciativa como le corresponde, ni siquiera a
prepararse de alguna manera. L e c o l o c ó los senos contra el pecho,
echando hacia atrás los codos, puso su boca en los labios del pro-
fesor, quien para rescatar el prestigio perdido por su falta de auda-
cia, la a b r a z ó e introdujo la lengua entre los labios de la mujer.
No se dieron cuenta de que la Torralva h a b í a desandado lo an-
dado y limpiaba el marco de la puerta cuando terminaron el beso
completo, abrazados como gusta a hombres y mujeres y a b s t r a í -
dos del odioso mundo circundante. Jorge, con la i n t u i c i ó n de sus
muchos lances, p e r c i b i ó la sombra de la Torralva y logró indicarle,
con ojos y manos, a espaldas de Inés, que se largara r á p i d a m e n t e .
L a criada o b e d e c i ó . F r o t á n d o s e las manos, llegó a su cocina con tal
movimiento de caderas que t u m b ó al suelo una taza de barro pues-
ta en la mesa de los condimentos. L a Torralva p o d r í a ser señora
principal si s a b í a complacer a Jorge V o t o .
C o m o Juanita continuaba indispuesta, v í c t i m a de cólico para lo
cual tomaba agua de yerbas. Inés y Jorge tuvieron la oportunidad
deseada por ambos de besarse a sus anchas. Jorge no lograba hablar
con propiedad porque estaba nervioso e Inés se h a b í a echado tan-
Los pecados de Inés de Hinojosa 81

tas resinas en el cuello y otras partes del cuerpo que lo marearon


nublándole el entendimiento. Pero Inés adivinando aseguró:
—Dejádmelo todo, amado. Y o arreglaré nuestra vida. Ahora,
vete por favor.
Y Jorge se fue un poco atontado con un nuevo beso en la meji-
lla izquierda, sin saber para dónde iba.
Inés se limpió el traje de manchas imaginarias, se arregló el pei-
nado y, decidida, entró al aposento de Juanita cuyo cólico había
cedido. Inés tomó un frasco de resinas, empapándose las manos
con el líquido para untar los hombros de su sobrina, que sonrió
complacida por los buenos efectos del ungimiento. No se inmutó
cuando Inés confesó:
Nos besamos.
Y cuanto hubiera podido ser un trago amargo para las dos, se
convirtió en algo parecido a la mutua complacencia, porque las
resinas conjuraron, en el ánimo de Juanita, la molestia de saber
que, a pocos pasos de su cama, una pareja se había besado.
Inés detalló reacciones íntimas que habrían enfurecido a Juanita
si el ardor de las confidencias no la llevara a pensar en que Pedro
de Avila podría ser suyo. Luego preguntó:
— ¿Y cómo harás para burlar a Pedro?
— ¿Podrías ayudarme?
Juanita sonrió e Inés abrazándola, descubrió, al fin, cómo se
entregaría al hombre deseado y. sobre todo, en dónde. Las dos
tuvieron pensamientos similares, pero con diferentes protagonistas,
mientras el aburrimiento de Carora llegaba a las nubes, porque,
lejos de la Corte, en medio de un mundo desconocido, los españo-
les que no andaban en pos de E l Dorado o fundando ciudades sólo
contaban con las fiestas religiosas y las punzadas de la carne para
salir de este limbo exuberante cuya viscosidad ni siquiera les permi-
tía una expiación.

Jorge Voto, sin saber que tres mujeres le tenían casi lista la feli-
cidad, tuvo un nuevo motivo de regocijo cuando doña Catalina de
Lugo le dijo, apesadumbrada por la manera como el pecado se
hospedó en la casa cural:
—No debería decíroslo porque seguramente os escandalizaréis,
pero ha habido fornicación en la casa cural.
— ¿Fornicación, vuesa merced? —repitió Jorge temiendo que
Hungría lo hubiera denunciado.
El chisme de doña Catalina parecía un documento judicial, no
82 Próspero Morales Pradilla

había resquicios por donde pudiera presentarse la duda y cada


frase suya tenía el respaldo de hechos vergonzosos, pero compro-
bados y firmes como una sentencia.
E l horror marcó sus labios, ya tenuemente adornados con un
bozo menopáusico, estimulado por el ayuno a que ella se sometió
—y la sometieron— tras la desaparición, aún inconcebible, de su
marido. Jorge pudo saber, por tan respetable conducto, que así
como las enredaderas espinosas atacan en las noches de humedad
la corteza de los árboles balsámicos, cierta ortiga perversa, brotada
de los infiernos, infestó la casa cural trayendo a ella un animal
desvergonzado e impúdico en forma de india sin bautizar, con la
cual Pedro de Hungría holgaba a pocos pasos de los copones sa-
grados.
— ¿Y dónde está la bestia? —pregunto Jorge.
Doña Catalina se santiguó varias veces, lo cual no aminoró el
nerviosismo de su huésped, a quien le entró el viejo deseo de viajar
como cuando andaba a orillas del Guadalquivir y se le cerraban las
salidas. Por fortuna, la piadosa señora completó su cuento atrepe-
llando los datos finales que llenaron de ironía el rostro del bailarín
aun cuando supo conservar cierto signo de pena:
- Y así fue como fray Gervasio - t e r m i n ó doña Catalina- con
esa mirada de santo inquisidor que nos garantiza siempre la derrota
de Satán, echó a Pedro Hungría de la parroquia, quien, con el rabo
entre las piernas como los perros asustados, siguió la huella de la
india fugitiva para hundirse ambos en la espesura.
—Amén —dijo Jorge y no quiso hablar más del asunto.
A la mañana siguiente, cuya fecha ya no importaba pues la vida
corría sin sobresaltos, la Torralva preparó el chocolate a sus amas
tan pronto como Pedro salió de casa después de haber tosido en
tono airado, llenando de picardía los ojos de las mujeres. La Torral-
va fue al grano, mientras servía chocolate dejando el molinillo en
la jarra:
—Ay, ay, don Jorge lo mira a una como si fuera la mismísima
reina de España...
—Cuidado Torralva, —comentó Juanita sonriente.
—Vuesas mercedes saben que, entre mujeres, podemos soltar las
enaguas sin peligro y decirnos las verdades sin ofensa.
-Hablas de tal manera..., anotó Inés con la dulcedumbre que le
venía llenando los carrillos como resultado de su enamoramiento.
Hacia el final de la conversación las tres mujeres se sintieron
enlazadas por propósitos comunes, dejando a cada cual un saldo
Los pecados de Inés de Hinojosa 83

ventajoso: a Inés, el convencimiento de que sobrina y criada serian


sus cómplices en el amor: a Juanita, la posibilidad de acostarse con
Pedro de Avila para enseñarle los misterios del ungimiento; y a
Torralva, la esperanza de lograr buena pesca en este río revuelto.
Por eso se atrevió a decir:
—Yo creo que podremos hacer muy gratas las visitas de don
Jorge Voto a esta casa, si doña Juanita ayuda en las apuestas a don
Pedro de Avila.
— ¿Por qué no? —interrogó Juanita.
—Gracias, —dijo Inés.
E l enamoramiento de Inés de Hinojosa la llevó al deterioro de
la memoria, convenciéndose de que Jorge Voto sería su primer
hombre. Veía la delgada figura del bailarín como las doncellas en
trance de noviazgo, esperando una verdadera noche de bodas.
Sentía la fuerza del momento, el vigor anhelado, la delicadeza, la
maravilla de envolverse con él en sábanas nuevas, olorosas a las
mejores resinas, llenas de algo inicial, y suspiraba frente a la venta-
na cuadrada del aposento de Juanita, mientras ésta olía un bálsamo
desconocido tomado directamente del árbol por las manos de Pe-
dro de Avila, quien le confiaba, en el bosque, la difícil tarea de
señalar el valor de los aromas para catalogarlos y ponerles precio
según su gusto. Y a era el mes de mayo porque los escarabajos
aumentaban y disminuían las lluvias, facilitando los paseos de Zai-
no y sus amigos, quienes, junto con los peones de Pedro, oyeron
cuando Juanita dijo:
- E s t o y trastornada... y, dirigiéndose a los ojos de Pedro, agregó:
— ¿Vuesa merced sabe curar trastornos?
Pedro la ayudó, abrazándola cuidadosamente y llevándola al
río de los desbordamientos, lejos de peones y muchachos, trató de
curarla con un beso en la frente. Pero, como solía ocurrirle en tales
circunstancias, se le calentó la sangre, se le crisparon las manos,
cogió unas ramas y ya iba azotar a Juanita cuando Zaino gritó:
— ¡Cuidado!
Pedro soltó las ramas y sólo después, al enfriarse y oírla risota-
da de Juanita, advirtió que el grito de Zaino era parte del juego de
los muchachos representando una guazábara entre indios y españo-
les. Juanita le agarró la mano derecha y subieron al poblado invi-
tándolo a pasar por la iglesia para darle una limpieza a los malos
pensamientos.
Antes del trastorno de Juanita, Jorge Voto entró a la casa de
Inés cuya puerta se cerró rápidamente tras franquearla. L a Torral-
Próspero Morales Pradilla
84
va puso trancas, acercó una silla colocándola contra la puerta,
sentóse como un mastín, dispuesta a defender cuanto su ama, la
mestiza Inés de Hinojosa, le ordenase desde el aposento de Juanita
donde recibía a Jorge según lo previsto. Los ejemplos de la Celesti-
na también habían surcado el mar océano en los galeones de la
conquista.
Jorge halló a Inés reclinada en la cama de Juanita con camisa
color perla, cobijada por una mantilla negra con blonda verde.
Tuvo la impresión de ver un camafeo viviente sonriéndole bajo el
peinado de sierpes. Este aposento parecía alegre, sin ánimas del
purgatorio en las paredes, ni siquiera un mártir cristiano atravesa-
do por saetas. Había una virgen apacible de origen italiano, muy
distinta a las "Dolorosas" españolas cuyo principal atractivo eran
las lágrimas gruesas, densas, permanentes. En el rincón opuesto a la
cama, un sillón de cuero templado con cuatro estrellas pirograba-
das parecía innecesario, pero la utilidad manifiesta de las cosas
materiales no era propia de hogares cristianos y Pedro de Avila, a
pesar de sus veleidades en las mesas de juego y entre las mujeres de
las servidumbre, se consideraba temeroso de Dios, defensor de las
sanas costumbres y leal subdito de Su Católica Majestad.
Los sentidos de Inés estaban alterados y, al entrar Jorge, sólo
vio al hombre ideal, delgado y viril, con daga al cinto, sombrero de
plumas en la diestra, capa corta y algo más en medio de vapores
o nubes como si el bailarín dejara estela. L o invitó a sentarse junto
a ella, tomándole las manos. Ninguno de los dos atinaba a hablar:
Inés debido a la mucha confusión de sus sentidos: y Jorge por estar
llegando a una situación anhelada, pero peligrosa y definitiva. Se
miraron, aprovechando Jorge este examen para quitarle mental-
mente la ropa y caer en el delicioso abismo del deseo. E l pene se le
movió atropelladamente, endureciéndose en un instante, arrojando
de la mente cualquier pensamiento distinto a la corriente del sexo
y a las órdenes necesarias para tocar a la mujer, despojarla de telas,
acariciarle todo el cuerpo y palpar su humedad. Inés se dejaba ob-
servar sintiéndose en tensión, la boca hinchada, los pezones erectos,
las sienes palpitantes, la piernas desfallecidas, el corazón desboca-
do y un intermitente latido en la vulva. Jorge la empujó suavemen-
te para tenderla en la cama, luego le colocó los pies sobre las sába-
nas e inclinándose buscó el gran beso de una noche de bodas. Ella
abrió la boca chupándole la lengua como si quisiera llevársela más
allá de la garganta. Pero, al mismo tiempo, las sierpes del cabeüo
de Inés tumbaron la mantilla y Jorge le rasgó la camisa br ~.
Los pecados de Inés de Hinojosa 85

los senos para ser apretados y besados por el hombre, cuyos panta-
lones colgaban al borde de la cama. E l hubiera querido desnudarla
lentamente para el goce de los ojos y del tacto, pero no resistió el
vigor desatado en todo su cuerpo y, con manos torpes, le arrancó
la camisa, arrojó la mantilla al suelo, la besó desde el cuello hasta
los labios inferiores, le abrió las piernas para acomodarse, le puso-
el pene entre las manos, se orientaron ambos y pronto sintió que
entraba... trepidando, temblando, metiendo, metiendo hasta la
última gota de calor, hasta cuando llegó al torrente del desfalleci-
miento.
Simultáneamente, Inés se había abandonado y las caricias la
hicieron estremecer, palpitándole todos los intersticios hasta
quedar su sensibilidad centrada en el sexo, como si éste se hubiera
convertido en una inmensa vulva que llegaba a los brazos, la cintu-
ra, las piernas, el rostro. Latía por todas partes al ser penetrada por
el hombre, entregándose a lo largo y ancho de los poros, arriba y
abajo, en la carne de la carne. Después vino la gran explosión de su
cuerpo estrujado y ardiente: era el orgasmo. Y otro, y otro, hasta
la inercia, la absoluta falta de fuerza, el límite de la debilidad, la
maravilla de sentirse, al fin. mujer.

Jorge, al salir, dejó a la Torralva una moneda de oro traída de


España y salvada de la inundación. L a criada le besó las manos y
le abrió la puerta, volviéndola a trancar para atender a su ama,
quien ya se había cubierto con el camisón. L a ayudó a pasar del
aposento de Juanita a la alcoba conyugal. Mientras Inés se limpia-
ba sudores y otros líquidos, la Torralva le ungió pecho y espalda.
Ninguna de las dos hablaba, pero ambas compartían el secreto.
Como la criada mirara sonriente a su ama, Inés le susurró al oído:
- ¡Soy feliz!
A pesar de que la Torralva mudó la cama de Juanita, esta no se
pudo dormir rápidamente esa noche pues sentía olor a hombre y la
invadía una atmósfera de pecado invisible, como si le hubieran
dejado en la almohada el coito de la tarde sin saber cuánto tiempo
había pasado entre lo sucedido y su llegada con Pedro, quien le
apretó fuertemente el brazo izquierdo, casi lastimándola, antes de
abrir la puerta de su casa y decir:
—Buenas noches, Inés.
Tampoco Inés pudo dormir, a pesar de que los párpados le pesa-
ban y una sonrisa interna le daba placidez. Sus motivos fueron dis-
tintos: Pedro de Avila, excitado por la escena del bosque, tomó las
86 Próspero Morales Pradilla

correas de la noche de bodas, llenó de puntitos rojos las nalgas de


Inés y, precipitadamente, la poseyó sin lograr borrarle la imagen
de Jorge, pues ella, aturdida por los azotes y engreída por el adul-
terio, soportó la embestida del marido en nombre del nuevo amor.
No había traicionado a nadie, porque su voluntad sólo fue, ese día,
de Jorge Voto.
A l amanecer, Inés registró algo opuesto a las sensaciones de la
víspera: estaba reseca. L a boca le sabía a vino rancio y la saliva no
fluía normalmente. Tuvo temor a ver la luz del día, las sombras
la llenaban de presagios desventurados junto a la estúpida mole del
marido llena, como siempre, de ronquidos y de fetidez. Se le vinie-
ron encima los presentimientos indicándole el peligro de ser descu-
bierta, la pena de abandonar a Jorge, el látigo de Pedro sobre su
espalda. Había necesidad de conversar con su amado para evitar
estos horrores, pero el peso de las cinco de la mañana aumenta-
ba la oscuridad interior y sólo atinó a levantarse en busca de la
Torralva para ir a la primera misa del día antes de que Pedro deci-
diera el segundo coito de la noche.
" E n el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", dijo
fray Gervasio revestido de rojo frente al improvisado altar de su
pobre parroquia, cuando se arrodillaban Inés y la Torralva junto a
la mamá de los Zainos y ambas miraban, cada cual con su propia
distracción, los cuadros del viacrucis situados a su derecha, descan-
sando la criada del dolor de huesos, y el ama de las premoniciones
que le rondaban como mariposas negras, sin lograr dominarlas,
pues entre la epístola y el evangelio, Inés olvidó el sitio donde esta-
ba y se puso a pensar en los ojos de Jorge, en sus manos e, inclusi-
ve, en su pene, como si volara por los aires en vez de acercarse a la
penitencia para confesar sus pecados y huir de los hombres conser-
vando el cuerpo únicamente para el esposo. Pero el esposo no era
nada, en estos momentos, sino el déspota, el torturador, el misera-
ble, cuya vida no podía compararse con el embrujo de Jorge Voto,
tan suyo como sus propias enaguas.
—"Credo in unum Deo...", rezó fray Gervasio después de haber
dicho un sermón corto dedicado a la entereza del corazón frente a
las acechanzas del maligno, cuando la Torralva advirtió a su ama:
—Cuidado, vuesa merced, no se distraiga de la misa...
Inés recuperó conciencia y, sentándose, pensó en buscar cuanto
antes a Jorge, quien apenas estaba despertándose, con la deliciosa
certeza de que el Nuevo Mundo era superior a España y, teniendo
un poco de cuidado, podría conservar a Inés de Hinojosa sin perder
Los pecados de Inés de Hinojosa 87

la posibilidad de Juanita, ni molestar al estúpido Pedro de Avi-


la. No sabía que Pedro, por segunda vez en una semana, había
advertido algo distinto en la carne y en la mirada de Inés, como si
aflorara un humor nuevo, sin importarle, por ahora, su origen.
Juanita pasó el día ensimismada mirándose las orejas, las nari-
ces y las mejillas. Por eso la llegada de Jorge Voto para la lección
vespertina la sorprendió y creyó que era la hora de ir a su aposento
en vez de permanecer en la sala. Inés, vestida de fiesta, llevaba
el escote cuadrado encima de la camisa casi transparente, mangas
voluminosas y collares que colgaban sobre el corpino. Como en
clave, le dijo a Jorge, arreglándose la falda:
— ¿Listo?
Juanita volvió en sí, miró los ojos codiciosos del profesor, puso
su mano derecha sobre la diestra de Jorge y, moviendo, con la
mano izquierda sus enaguas negras, dio los primeros pasos de una
gallarda. Inés permaneció sentada sin acertar a tocar la vihuela,
pues, nuevamente, estaba poseída por las sensaciones de la víspera,
siguiendo los pasos de la pareja sin ver nada distinto a su hombre.
De manera que cuando entró Pedro de Avila, Inés sólo advirtió la
sombra de algo desagradable, despertando con la voz de su marido:
—Linda escena: el profesor, la discípula y... la pensadora.
— ¿Os parece, señor?, contestó Juanita acercándose a Pedro.
—Excelente alumna. don Pedro, —afirmó V o t o - .
—Pero esta noche, con perdón de vuesas mercedes, no habrá más
danzas, remató Pedro.

Jorge no tenía con quien compartir su desasosiego. Seguía sien-


do "el forastero" a pesar de conocer las casas principales de Carora
y tener, entre sus dedos, los de las pocas hermosas del lugar. Aho-
ra, después de abandonar la casa de Pedro de Avila sin entender
cómo andaban las ideas en el magín de su rival, deseaba analizar
sus cuitas con algún amigo para no hundirse en preocupaciones
solitarias. Antes de entrar a la casa de doña Catalina en busca de
un caldo de sustancia, lo llamaron en la esquina, ya oscura, y un
bulto bamboleante le dijo:
- S í g a m e , don Jorge.
Nadie, en Carora, sabía cómo iban, de verdad, las clases de baile.
Pero muy pocas personas confiaban en Jorge Voto, debido a la
dificultad para agarrarlo en charlas precisas, pues se deslizaba de
un tema a otro sin dejar certidumbre, ni, mucho menos, testimo-
nio. No obstante, "la paz del redil", como decía fray Gervasio, no
88 Próspero Morales Pradilla

se alteraba, aun cuando se sentía un peso muerto en el poblado,


algo parecido al calor pegajoso de octubre —precursor de grandes
tempestades—. Eran las premoniciones, persistentes en el ánimo
de los pobladores porque cuando se cotejaban las de unos con las
de otros resultaban muy parecidas entre sí, teniendo el común
denominador de las desgracias futuras. Nadie dudaba, por ejemplo,
de que el baile era actividad cortesana de buen recibo en Sevilla y
Valladolid, pero, trasladado al Nuevo Mundo, daba la impresión de
cargar pecados nuevos como si en estas tierras las mujeres no resis-
tieran el embrujo de la danza. Por eso los hombres de Carora, sufri-
dos y fuertes, no aceptaban de buen grado las lecciones de Jorge
Voto, quien habrá de bailar solo con sus alumnas, mientras se pre-
para alguna manera de expulsarlo de Carora. L a atmósfera pesaba
sobre el profesor como si él hubiera inventado los siete pecados
capitales y sólo las mujeres lo defendieran de ese asedio soterrado
que podría culminar en un crimen.
Jorge se sobresaltó al ser llamado antes de entrar a casa. Pero,
viendo una figura de mujer, entró en confianza y así logró pegarse
al cuerpo de la Torralva, cuyas informaciones le bajaron los temo-
res hasta el punto de engreírse nuevamente. Supo que Pedro de
Avila andaba a la caza de Juanita sin advertir los devaneos de Inés:
y que las Hinojosas suspiraban por el bailarín, pero Juanita también
ponía los ojos en el dueño de casa. L a Torralva le habló, además,
de ungimientos, enardeciendo a Jorge quien tocándole una teta y
palmoteándole el culo, indicó:
—Gracias y vete, poderosa Torralva, que habrá para todas con la
añadidura de algunas monedas para ti.
Pero Pedro de Avila, vacilando entre los celos y el gusto por las
carnes de Juanita, se hizo, a partir de aquellos días, demasiado
casero, dejando muchos naipes y dados en las manos de sus clien-
tes nocturnos.
—A mí, —comentó Pimienta— con dos mujeres en casa, tampoco
me interesaría el juego.
Y Carora se animó tras el comentario de Diego de Pimienta,
porque las andanzas de Pedro de Avila con su par de Hinojosas
subían de tono según la persona que trasmitiera la noticia. Catalina
de Lugo llegó a decir frente a Jorge Voto a la semana de las habla-
durías:
—Vos. don Jorge, no debéis ir a una casa donde un solo hombre
se acuesta, a la vez, con la esposa y la amante. ¡Qué porquería!
Jorge Voto, sin mucha convicción, pero dispuesto a la defensa
Los pecados de Inés de Hinojosa 89

del alumnado, pidió a doña Catalina se morigerara, pues él, testigo


excepcional, nunca había visto en casa de don Pedro nada ajeno a
las buenas costumbres, la sana moral y un elevado amor por las
bellas artes.
Esa noche, Jorge estaba muy oloroso a Inés. A l acostarse, las
sábanas marcadas " C de L " se impregnaron de su mezcla caracte-
rística: bálsamos y humores de mujer. Se dio cuenta de que no
sólo el pene sino todo el cuerpo le olía a tal mezcla. Se puso boca-
arriba con las manos entre las piernas y buscó el sueño pensando
en Sevilla, viendo el patio de los naranjos, las fuentes de los
alcázares, las callejuelas del barrio de Santa Cruz, el Guadalquivir,
las mozas de enaguas al viento a quienes creyó penetrar como
antaño. Y , por entre aquellas mozas, le llegó la silueta desnuda de
Inés de Hinojosa, quien ya formaba parte de su carne, pero perma-
necía lejos de él. Esa noche se convenció de su amor por Inés, se
borraban del pensamiento otras mujeres, incluyendo a Juanita,
hasta el punto de ver, únicamente, a la amada en un marco de
madera maciza donde ella era, al mismo tiempo, retrato y vida.
Tantos años, ciudades, países, un nuevo mundo y, sin embargo, su
mujer no era suya. Claro que sí era suya, sólo ellos eran dueños de
la intimidad, pero no tenían alcoba propia, ni sábanas, ni siquiera
su ropa estaba junta en el arcón. E l rostro de Pedro de Avila, sus
hombros cuadrados, sus ojos pardos y huidizos, le interfirieron el
comienzo del sueño despertándose súbitamente. Encendió la vela
colocada sobre el baúl y, sentado en la cama, miró la daga apenas
cubierta por la almohada, asociando, en su mente, el filo de aquella
arma con el cuello de Pedro de Avila. Muchas veces había sentido
amenazas de muerte, se le metían en el corazón y le arrugaban los
testículos. Casi siempre se vive amenazado en una época tan llena
de sobresaltos y maravillas como este siglo de los descubrimientos,
las conquistas y las nuevas ideas. Pero nunca había pensado en que
alguien sobrara. Sólo ahora le sobró un hombre y entendió,
por primera vez en 32 años, que podría matar a quien sobra.

Inés, acostada junto a su marido, estaba también en la penum-


bra del adormecimiento. Pero no pensó en matar a nadie, sino en
salirse de aquel aposento, pasarse a la cama de Jorge y sentirlo
dentro de sí. Cuando advirtió la diferencia entre el deseo y la reali-
dad, musitó entre dientes:
— ¡Maldita sea!
90 Próspero Morales Pradilla

Aquella mañana Juanita despertó con la mano derecha sobre el


pubis y su dedo índice extendido en mitad de los húmedos labios.
Le molestaba la virginidad, el problema de no haber tenido amor
mientras Inés disponía de dos. Apretó las piernas, se rascó y recor-
dó cuando había sentido la presencia del hombre: una noche, en
Panamá, al ver a su t í o sin pantalones con un bolillo de carne bajo
el ombligo corriendo tras cuatro indias desnudas en torno del
bohío; la madrugada en que fray Timoteo le colocó unas manos
ardientes en las nalgas salvándola de morir ahogada; y cuando
Pedro de Avila, en el bosque, estuvo a punto de poseerla. Saltó de
la cama y se puso frente al espejo ovalado de marco rojizo después
de mojar un peine con agua de la jofaina puesta en la credencia
azulada. Juanita sonrió desenredando su larga cabellera negra,
cuyas puntas le cubrían los hombros apenas insinuados por las
transparentes mangas de su camisa de dormir. L e gustó la cara: era
sonrosada, tersa y los ojos podían entreabrirse con coquetería. Le
seducían el porte y las palabras de Jorge Voto, siempre deseoso de
las mujeres y, sobre todo, de las Hinojosas. Pero era más fácil llegar
a Pedro de Avila, pues no tenía celadora y vivía en la misma casa.
Además, lo importante no era, en ese momento, escoger, sino aga-
rrar un hombre, tenerlo para sí. Quizá después podría atraer al
bailarín. Se rió con picardía pensando en cómo aquella casa, una
de las principales de Carora, reuniría dos parejas, en una de las
situaciones más deleitosas desde la muerte del tirano Aguirre, sin
escandalizar al querido fray Gervasio, o a la bigotuda doña Catali-
na, o al picante Pimienta, porque todo se guardaría entre las cua-
tro paredes de este hogar maravilloso.
Se pasaba las manos por las caderas, cuando Pedro de Avila
abrió la puerta, entró al aposento y, abrazándola por detrás, le
colocó sus grandes manos sobre los senos, mientras le besaba la
nuca y ella decía:
—Por favor, Pedro, sosiégate...
E l la alzó, besándole el cuello y la llevó a la cama, aún tibia y
desordenada, deslizando, luego, sus dedos bajo la camisa de la
mujer, llegando al vientre y al pubis. Juanita apenas pudo musitar:
—Loco, loco, eres un loco.
Encima de una petaca, Pedro había dejado el látigo que siempre
llevaba consigo, sobre todo al cabalgar. Lo tomó en sus manos...
Inés y la Torralva, llegando de misa, hallaron la puerta trancada
y tuvieron que golpear cuando Pedro cogía el látigo, llevándoselo
Los pecados de Inés de Hinojosa 91

lleno de ira, tras cerrar el aposento de Juanita para abrir la puerta


principal.
A partir de este día, los chismes insistían en la poca vergüenza
de Pedro y en la veleidad de las Hinojosas. Pero las conjeturas no
coincidían con la realidad, lo cual sucede casi siempre entre los
seres humanos, cuyas historias son novelas y cuyas novelas son
historias sin lograr descubrir la verdad antes de cuatro o cinco
siglos, plazo demasiado largo para la justicia.

L a alumnas de Jorge Voto advirtieron que el profesor equivo-


caba los pasos. No supieron, exactamente, cuando comenzó algo
tan nefasto para el prestigio de un bailarín. Pero, entre ellas, se
informaron sobre los tropezones de Jorge contra lasparedes y los
titubeos al cambiar de dirección, dificultando las lecciones. Alguna
enfermedad de las piernas o de los oídos asaltaba al maestro, según
se dijo entre las mujeres ocultando, ante los hombres, su desgracia.
Jorge no padecía ninguna enfermedad, sino un desasosiego al
filtrársele en la cabeza una idea cuya simple presencia lo alelaba, le
hacía perder el ritmo de la danza y de su vida. Poco a poco, desde
la madrugada en que le sobró un hombre, Jorge Voto siguió pen-
sando en matar. Debía alimentarse con esta idea, convencerse de
ella, disculparla en su propia conciencia, tomarla como asunto
normal, desprenderla de sus propios prejuicios, darle ánimo, acep-
tarla como inevitable camino para vivir con Inés de Hinojosa,
su amada, su amante, su mujer. Sin embargo, Pedro de Avila,
no tenía defecto notorio y grave. Era jugador, descuidaba a la
esposa, quizá fuese inescrupuloso. Pero se había casado en el altar
de Dios, pagaba las deudas y generosamente le había abierto su
propia casa. Tal vez asediaba a Juanita. Tan bella, tan deseable, tan
mujer... ¡No! cualquiera podría desear a Juanita sin merecer por
ello la muerte.

E l miércoles siguiente, Jorge e Inés aprovecharon la ausencia de


Pedro y Juanita, quienes marcharon al bosque a recoger resinas y
catalogarlas, para acostarse como en la primera cita de amor bajo
la complicidad de la Torralva. Jorge, boca-arriba, mirando los
maderos del cielo raso, le dijo a Inés:
—No puedo.
-¿Tú?
— ;Me entiendes?
92 Próspero Morales Pradilla

La mujer desnuda, le pasó una mano sobre el pecho y el ombli-


go, jugueteando con los vellos, para contestarle:
—No te entiendo.
—No puedo.
—Pero...
L a mujer le rozó el pene.
— ¡No puedo matar a un hombre!
Inés se incorporó, colocando los senos sobre las sábanas dispues-
tas en torno de su talle.
— ¿Has dicho "matar"?
—Sí, tú lo sabes.
— ¿Acaso, Pedro?
—Sí, pero no hay motivo. No nos ha hecho nada.
—Y si te contara —balbuceó Inés con los ojos brillantes— si te
contara mi noche de bodas...
— ¡No, no!
- T ú no lo sabes, amado m í o . Nadie lo sabe, excepto Pedro y
yo. Pero si te lo contara...
—Sé muy bien cómo eres en la cama.
—Pero no sabes cómo es Pedro, qué hace Pedro, qué me hizo
Pedro.
—Ni quiero saberlo.
—Tú has dicho que es un hombre honrado.
— ¿No lo es?
— ¡Es un bárbaro! Sí, es un bárbaro. Peor que el tirano Aguirre.
—Dílo, de una vez.
Inés relató, entonces, todos y cada uno de los detalles de su
noche de bodas, desde la frialdad hasta la mañana sanguinaria y,
luego, contó que cuantas veces la poseía debía someterse al látigo.
—Mira —complementó mostrándole las nalgas con pequeñas
cicatrices y los verdugones en el cuerpo—. Me pega, me pega casi
todos los días. Tiene una correa de tres gajos destinados a sus caba-
llos y a mí. Tan bueno don Pedro de Avila, ¿verdad?
— ¡Lo mataré!, sentenció Jorge Voto quitándose de la concien-
cia los escrúpulos que venían atormentándolo para sentirse libre de
culpa, como los santos inquisidores cuya justicia limpiaba de here-
jes, brujas y diablos el difícil sendero de los cristianos.
A la misma hora, Juanita recibía el primer latigazo y le sangraba
ya el pezón izquierdo para que Pedro la poseyera en un rincón del
bosque donde nadie podía oír los gritos de la mujer.
Los pecados de Inés de Hinojosa 93

Frente a la Torralva pasó todo aquello con tanta rapidez que,


mirando los fogones de la cocina, no lograba poner orden a sus
pensamientos como si en vez de estar viviendo ándase en sueño de
brujas. Juanita entró a la casa cuando aún se oían las pisadas de
Jorge Voto sobre la calle vecina, agarró a Inés de los cabellos y,
entrándola a su aposento, le dijo:
—Por tu culpa soy una desgraciada.
—Tú lo quisiste.
—Pero buscaba un hombre, no una bestia.
- ¿ T e pegó?
—Mira...
Juanita se quitó la túnica, las enaguas y los calzones. Estaba san-
grante. Mostró uno a uno los azotes y los golpes de Pedro, escu-
piendo contra las paredes y contra el cuerpo de Inés. Se mordió
los labios y preguntó en tono menos airado:
— ¿A ti te ha hecho todo esto?
-Sí.
— ¿Y lo soportas?
- C r e í que sólo le gustaba azotarme a mí.
— ¡Mentirosa!
Como Juanita se lanzó contra Inés, quien estaba al borde de la
cama, ambas cayeron sobre el lecho y, finalmente, se aquietaron.
—Te pondré bálsamo —dijo Inés levantándose y tomando un
frasco para ungir a Juanita. Luego, le imploró:
—Perdóname.
—Idiota, mala...
—Tú y yo....
-Estamos solas.
-Solas, no, Juanita querida. Estamos unidas.
Inés, entonces, ungió a Juanita de manera suave y minuciosa
llorando ambas a ratos, a ratos abrazándose y consolándose.
—Ganaremos; Juanita, ¡Te lo digo yo!
A la llegada de Pedro, la Torralva creyó que entre Inés y Juanita
lo matarían. Pero no pasó nada. E l hombre se encerró en su alco-
ba, tosió con fuerza y la Torralva hubo de sentarse sola, en la chue-
ca mesa de la cocina, a comerse la cena preparada para cuatro
personas: un caldo de gallinas grasosas, carne cecina con arracacha,
granos diversos y esa fruta grande como piedra de moler llamada
lechosa. La Torralva eructó a gusto sin disimularlo, se pasó el
dorso de la mano derecha sobre la boca para secarse los jugos de
94 Próspero Morales Pradilla

las viandas y se adormeció frente a los fogones convencida de estar


en el limbo.

Jorge Voto no volvió a comer, a pesar de los esfuerzos de doña


Catalina por ofrecerle platos españoles sin adulterantes del Nuevo
Mundo. Se le había atravesado una estaca en el paladar, todo le
sabía a paja orinada, los guisos tenían.el olor de la india de Pedro
de Hungría y los manteles aspecto de mierda. Pensar en matar a un
hombre, por lo menos, quita el apetito y da un permanente deseo
de huir. Jorge nunca imaginó que algún día podría estudiar el Tilo-
de las dagas para hundirlas en el cuerpo de un hombre o averiguar
las costumbres del rival para sorprenderlo. Se sintió amigo de la
muerte como si formase parte de ella misma, mientras los símbolos
fúnebres se le presentaban cuantas veces recordaba el relato de
Inés de Hinojosa. Le pasó algo insospechado: se le acabaron los
colores. No vio más árboles verdes, ni cielos azules, ni flores amari-
llas, ni ornamentos rojos. E l conjunto de Carora y de sus gentes
resultaba gris como los ratones, pero carecía de movimiento. Tam-
poco le circulaba la música como antes y se le entorpecieron las
piernas hasta el punto de dar traspiés como si, en vez de bailarín,
fuese asno maniatado.
Por fin decidió abstenerse de matar a Pedro de Avila. L a tarde
de su decisión recuperó los colores y le tomó sabor al chocolate de
doña Catalina, rodeado de colaciones. E n un minuto le entró el
aire de una semana y rió cuando dijo: "Más vale perder a una mujer
que matar a un hombre". E n otro sitio del ancho mundo encontra-
ría mujeres cuyo precio no fuese la muerte del marido, tal vez
llegara a casarse y a tener hijos en las nuevas ciudades recién funda-
das. Pamplona, Tunja, Santa Fe, Vélez, deben ser villas como las
de España con damas de rancio linaje y costumbres a la usanza
europea, a cuyo amparo se puede cambiar de cama sin matar
maridos.
Dispuesto a marcharse, se dirigió a casa de las Hinojosas a la
hora de las lecciones de baile. Lo recibió Inés en la sala con una
frase que se le enroscó en la garganta como si todo lo pensado que-
dara envuelto en una inmensa culebra:
—Sabes que a Juanita, a la pobre Juanita, también la ha golpea-
do Pedro. ¿Quieres verla? Le ha sangrado todo el cuerpo.
— ¿De veras?
—Por fortuna te tenemos a ti y aun cuando al principio me
Los pecados de Inés de Hinojosa 95

horrorizó tu propósito de matarlo, ahora comprendo que estabas


en lo cierto. Eres un caballero como los cruzados.
E l crimen mejoró de categoría. Y a no se trataba de sorprender
a un buen hombre, sino de trabajar como los viejos cristianos en
defensa de la justicia. Jorge Voto volvió a sentir la obligación de
matar. Pero, ahora, como un predestinado.
VI

La paz, plenamente afianzada en estos parajes y en el Nuevo Reino


de Granada, apenas era interferida por las disputas de los encomen-
deros y las muertes violentas de los negros, sobre todo en territorio
de minas. Carora sufría el mal del aburrimiento, porque faltaban
temas estimulantes como en los días del tirano Aguirre y los
chismes exigían demasiado tiempo para llegar a escenas emotivas
desde cuando desapareció Pedro de Hungría y comenzaron a fallar
las piernas de Jorge Voto. Los hombres evitaban la molicie jugan-
do y bebiendo vino, mientras las mujeres, terminadas las lecciones
del profesor de baile, estaban sometidas a la absoluta insipidez
pero "disfrutando de malos pensamientos", según decía la Torralva
cuando hablaba con la criada de fray Gervasio, una tonta llegada a
Tierra Firme entre un barril vacío.
Debido a la modorra colectiva y a la disminución del alumnado,
el anuncio de que Jorge Voto se iría de Carora sacudió un poco a
la comunidad, pero, al mismo tiempo, todos consideraron acerta-
do, oportuno y deseable el viaje del bailarín, a quien doña Catalina
comentó:
—Lo echaré de menos, don Jorge. Pero éste no es su sitio, el
clima le ha mermado la lozanía y su negocio anda de mal en peor.
Fray Gervasio, por su parte, se quitaba un peso de encima, pues
la tentación de las danzas era el mayor peligro de la feligresía
femenina, tan dada a movimientos cuyas aristas acercaban al peca-
do. Pedro de Avila fue más explícito en un bodegón de los lindes
del bosque:
-Siquiera se va ese marica y quedamos, en Carora, sólo machos
con sus hembras.
Pimienta, con una sota de bastos en la mano derecha listo a
arrojarla sobre la mesa, sonrió, pero ninguno de los jugadores lo
advirtió. Pedro de Avila tenía el caballo de oros y soltó una gran
carcajada después de repetir: marica, bailarín marica.
Los pecados de Inés de Hinojosa 97

Cuando la Torralva le dio la noticia a Inés de Hinojosa, ésta


abrió los ojos con sorpresa y ambas se abrazaron como si con el
calor de los cuerpos se transmitieran mutuamente la intuición de
algo distinto. Pero Juanita no fue tan hábil al escuchar estas razo-
nes de Inés:
—Ya sabrás que se va Jorge.
— ¿Por qué se va?
—La gente no quiere bailar en Carora.
- Y tú...
—Ya veremos, Juanita.

Juanita salió al patio y se puso a aporcar algunas plantas tra-


tando de desenredar el ovillo que le había dejado Inés en la men-
te: "si Jorge se iba, Pedro sería de ambas; no entiendo ese 'ya
veremos' tan frío en una mujer apasionada". Las plantas queda-
ron tapadas por la tierra con la aporcadura de Juanita como se
quemaban, en los fogones, los pescadillos del río envueltos en yuca
deshecha por el poco cuidado de la Torralva al cocerlos.
Inés, inclusive Inés, no estaba segura de nada, se puso a bordar
un mantel con hilos verdes y blancos tratando de evitar el temor
de que Jorge se ie fuera de la vida en vez de cumplir su propósito.
E n resumidas cuentas, ella sólo ponía la idea mientras Jorge debe-
ría asestar el golpe a un hombre más esforzado y valeroso. E l plan,
ya acogido por los amantes, parecía simple: Jorge, fracasado como
profesor en Carora, marcharía al Nuevo Reino de Granada en busca
de las ciudades donde se habían asentado familias de alto linaje.
Pero, en verdad, sólo viajaría tres o cuatro días para volver sobre
sus pasos, acercarse de noche a Carora, buscar a Pedro de Avila y
matarlo. Sin embargo, Inés no confiaba plenamente en Jorge. Los
bailarines, realmente, apenas son aventureros de salón, su valor no
puede medirse con el de los capitanes y guerreros cuyas agallas han
cubierto de honor a España y de espanto al mundo. Inés temía que
su galán no regresara y se alejara de ella para siempre, hallando en
el Nuevo Reino mujeres sin tantas complicaciones y bien dispues-
tas al amor. No obstante, había una rendija por donde recobraba
su fe en el amante: nunca le había dicho mentira, en todo momen-
to le era leal y, sobre todo, -pensaba— si él la amaba tal como ella
lo sentía, ningún peligro, ninguna amenaza, ningún temor, serían
suficientes para apartarlos del mutuo empeño.
Inés dejó de bordar y se recostó en su cama, mirando luego el
artesonado. demasiado sobrio para su gusto. Sin saberlo amaba las
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figuras del Renacimiento que Jorge le había descrito en medio de


los arrebatos, porque era tanta la mutua atracción que el tiempo se
les iba en amarse sin poder conversar sosegadamente. Ella se exci-
taba a) verlo y cuantas veces cohabitaron solía llegarles la despedi-
da antes de finalizar el embrujo. Miraba las molduras rojizas del
artesonado cuando le cayó el primer latigazo en los hombros y
advirtió que Pedro se aprestaba a desvestirse aceleradamente,
pellizcándole, de paso, las nalgas y apretándole el pezón derecho.
Inés, enarcándose, levantó la cara y le dijo:
—Pégame en la cara, Pedro, es donde más me gustan tus golpes.
— ¿Para que te vean después, idiota?

La piadosa hipocresía animó a Carora con los preparativos del


viaje de Jorge Voto. E n realidad, el pobre bailarín se iba a los
confines del orbe, pasando por tierras de indios, encomiendas,
selvas llenas de animales, hasta llegar a ciudades, dominadoras e
imperiales, cuyos habitantes no tendrían las sanas costumbres de
un poblado como Carora tan cercano al paraíso. Doña Catalina
de Lugo llegó a sentir, en el fondo de sus entrañas, como si, por
segunda vez en la vida, se le fuera el hombre de la casa, aun cuan-
do, ahora, careciera del altísimo título de marido y fuera modesto
inquilino, a quien le abonaba públicamente la manera respetuosa
y comedida como siempre la trató a pesar de estar solos en una
misma casa y tener el huésped fama de mujeriego. Los dos baúles
de Jorge Voto se fueron llenando no sólo con la ropa y utensilios
del viajero, sino con recomendados de los caroreños: tres botijas
con bálsamos que enviaba fray Gervasio al párroco de Pamplona;
una botella de vino obsequio del Corregidor Mosquete;unos pañue-
los bordados por Inés y Juanita de Hinojosa: la bella sobrecama de
doña Catalina, marcada C de L : una linda aguja toledana, del tira-
no Aguirre según las malas lenguas, regalada por la Torralva; Diego
de Pimienta le entregó, con una de sus mejores sonrisas, a " L a Ce-
lestina", para que la leyera y ejerciera sus consejos en el Nuevo
Reino. Así se cargó una muía, al cuidado de Rodrigo Zaino, dis-
puesto a la aventura: y. bien provisto de alforjas, se alistó el caba-
llo del bailarín, quien sólo quiso la compañía del joven que le salvó
la vida después de la inundación, llevando consigo d e c í a - la
buena suerte de Carora.
El día de la partida se demoraba en espera de signos óptimos:
cuarto creciente para disponer de luna llena en el camino: ausencia
de relámpagos durante dos días; sol tempranero en las montañas.
Los pecados de Inés de Hinojosa 99

Además, el Corregidor Mosquete gastó una semana en organizar el


"adiós", que se celebraría en su casa con vinos de contribución y
viandas de las familias principales, entre las cuales figuraron las
famosas empanadas de carne, garbanzos y masa indígena de la
Torralva, afamada ya en toda la comarca por su habilidad en mez-
clar las tradiciones culinarias de España con los ingredientes de
Tierra Firme.
Por fin llegó el día con los estómagos llenos por la comida del
Corregidor. Jorge Voto se arrodilló, en la puerta de la Iglesia,
inclinó la cerviz, y en medio de un silencio inolvidable, recibió la
bendición. Se despidió de hombres y mujeres, musitando frases de
aliento a sus alumnas y dejando en los oídos de Inés de Hinojosa
una palabra triunfal:
- ¡Cumpliré!
La gente de Carora lo vio partir. Adelante, Zaino y la muía;
detrás, el bailarín, jinete en caballo negro, sobreviviente también
de la inundación. Nadie se movió de la puerta de la iglesia mientras
Jorge Voto y su criado avanzaban hacia el poniente por un camino
que sólo éste conocía. Cuando las dos figuras se convirtieron en un
pequeño punto en medio de los rayos del sol, los caroreños deja-
ron de mirar a los viajeros y el párroco dijo en voz alta con el tono
del "Ite misa est":
— ¡Dios los proteja!
Como iba a caballo, Jorge Voto pudo disimular el temblor de las
piernas y de las manos. Pero sentía palpitaciones en todo el cuerpo
a cada paso de su cabalgadura, como si la sangre quisiera salírsele
de las venas. E l camino era verde, con árboles entrelazados en cuyos
troncos crecían musgos. No había huellas, ni siquiera una senda
hecha por los pasos de los caminantes. E l rumbo del sol y la intui-
ción guiaban a los viajeros, algunos de los cuales, como Zaino,
sabían que ciertas piedras grisáceas en el recodo de un riachuelo o
el cambio de vegetación indicaban la ruta. Jorge seguía tras la muía
sin pensar en los detalles del camino, pero observando algunos
indicios para el regreso. Sin embargo, estaba perplejo, continuaba
dudando entre matar a Pedro de Avila u olvidarse de Carora y de
las Hinojosas cerrando otro episodio de su vida como había cerra-
do tantos desde sus mocedades en Andalucía. Pero también veía a
Inés de Hinojosa, sonriéndole entre las ramas con una cara inmensa
puesta sobre el horizonte y debajo de aquella cara el cuerpo de la
única mujer verdaderamente suya. ¿Volvería a acostarse junto a
ella y a resbalarse entre sus piernas? Le resultó incómodo el caba-
100 Próspero Morales Pradilla

lio. Se detuvo. Vio a Zaino adelante. Se desmontó para no sufrir


por culpa de sus propios pensamientos. Mirando hacia atrás, Zaino
gritó:
—Siga, siga don Jorge. Todavía no es hora de comer el fiambre.
Jorge subió, de nuevo, a su caballo. Creyó advertir la presencia
de animales. Vio moverse unas hojas en el suelo. E l caballo no se
inquietó. Quizá lo mejor era cumplir el plan, tal como lo había
pensado. Debía recordarlo en sus detalles:
Cabalgar por más de tres días desde Carora hacia el Poniente.
Devolverse, luego, sigilosamente, matar a Pedro de Avila y retomar
el camino a Pamplona. Sencillo, pero ¿sería el mismo después de
cometer un crimen? Las montañas anunciaban lluvia, a pesar de
haber cuidado los detalles del tiempo. Olía a humedad, el caballo
andaba inseguro, grandes raíces surgían de la tierra, "Matar a un
hombre", se decía Jorge Voto. De los árboles salían dedos acusa-
dores.- Pero aún no había emprendido el retorno a Carora, siendo
posible seguir adelante, sin pensar en nada distinto a las ciudades
del Nuevo Reino.
A l caer la tarde, Jorge y Zaino acamparon bajo el alero de una
roca bordeada de musgo y arbustos con púas. E l clima era casi
frío, pues habían subido montes durante la jornada. No tuvieron
donde guindar las hamacas y resolvieron envolverse en ellas, bajo la
roca, después de comer carne cecina y hogazas de pan, mojadas
en vino. Mientras Zaino se dormía abrumado por el cansancio, a
Jorge se le llenaron los oídos con el ruido de las montañas enco-
giéndose en sí mismo con miedo de cuanto lo rodeaba y de cuanto
pensaba.
El insomnio, los presentimientos, la inmensidad y el temor
mermaron la fuerza de Jorge Voto al promediar la segunda jorna-
da. Zaino, molesto, le gritó desde lejos:
—Si no apura, don Jorge, llevo la muía a Mérida, la dejo a buen
recaudo y regreso por vuesa merced.
—Sigue, muchacho, sigue. Y o te alcanzaré pronto.
Esto lo mejoró. Recordó que Inés le había dicho "cruzado" y
concibió, ahora sí, la posibilidad de cumplir su palabra, buscando
argucias para separarse de Zaino sin perder la muía de los baúles y
sin caer bajo sospecha por parte del criado.

Inés de Hinojosa llevaba dos días en ascuas, sin atreverse a con-


fiar en nadie y tolerando cuanto a Pedro de Avila le viniese en gana,
incluyendo los azotes. La Torralva le preparó agua de yerbas para
Los pecados de Inés de Hinojosa 101

reconfortar el estómago y suavizarle los nervios. A la hora de


cenar, Pedro, riéndose como una sota de bastos cuando queda
entre espadas, dijo a ias Hinojosas mientras sorbía un caldo de
menudencias con ojos de grasa:
- A l fin solos, señoras... y el carajo ese, monte arriba.
— ¿Es peligroso?, preguntó Juanita.
— ¡Ojalá!
Inés aumentó su odio hacia Pedro. Y sonrió. Pedro no vio la
sonrisa, pero a Juanita se le puso la carne de gallina cuando leyó,
entre los dientes de Inés, una especie de mala intención triunfante
como si aquella mujer tuviera los designios en su mano y algo de
bruja comenzara a bullir bajo esa piel trigueña de india reforzada
por la sangre española.
Cuando la Torralva entró con una bandeja de guisos, Inés cambió
la conversación:
—Me dijeron que Pedro de Hungría había vuelto a Carora.
-Otro vagabundo - c o m e n t ó Pedro.
— ¿Y la india? —preguntó Juanita.
—Si vuesas mercedes me permiten —argüyó la Torralva, ponien-
do la bandeja en la mesa— el tal Hungría es un vengativo.
—Ya no tiene a quien matar -afirmó Pedro tomando un hueso
carnudo untado de salsa.
Juanita se frunció al ver, de nuevo, la sonrisa de Inés, advertida
también por Pedro, quien preguntó:
- I n é s , ¿de qué te ríes?
Se pasó la servilleta por el borde de los labios para disimular la
r sonrisa y pensar mejor, respondiendo:
—De la pobre india de Pedro de Hungría.
— ¿Y eso da risa?
-Bueno: a m í me dan risa muchas cosas, tú lo sabes muy bien,
Pedro.
- S i tú lo dices...
¡ Juanita se esforzó por participar en la conversación y en la comi-
da, pero su mirada quedó fija sobre el bordado del mantel donde
se representaba una canasta de rosas, manchadas por chorreaduras
caídas del cuchillo de Pedro. L a sonrisa de Inés se le metió en la
mente y llegó a pensar en los perros muertos, los soldados de Agui-
rre y la manera como se le había oscurecido la vida desde cuando
conoció a Pedro de Avila.
Inés y Juanita quedaron silenciosas en el comedor tras la salida
de Pedro, quien, en la puerta, les dijo:
102 Próspero Morales Pradilla

—Hoy es noche de suerte. - Y se fue.


Luego, Inés tomó a Juanita por las manos y llevándola a su apo-
sento, la miró profundamente como si quisiera saber lo que Juani-
ta intuía. Pero no habló. Echándose bálsamo en sus manos quiso
perfumar el cuello de Juanita. Ella la rechazó suavemente.
—No, gracias.
Inés se ungió a sí misma pensando en su hombre y pasó a la
alcoba para desnudársele como si estuviera presente y no andará
por entre los animales de la montaña.
L a Torralva, metida entre sábanas grisáceas olorosas a manteca
y sudor, se dormía llena de sospechas pues en los días del tirano
Aguirre aprendió a torcer todo lo oído para hacerlo comprensible.
Como las personas no suelen pensar en el bien y el mal, sino
enderezar los propósitos según lo indiquen sus conveniencias, Inés
de Hinojosa, un poco distraída, miró el Cristo plateado sobre una
cruz de madera negra puesto en la pared principal de su alcoba,
tras dejar a Juanita curiosa e inquieta en el aposento de la virgen
italiana. Se desnudó frente a un espejo tan pequeño que sólo le
mostraba partes del cuerpo: un brazo, el cuello, la redondez de las
nalgas al agacharse, un seno. Entró a la cama con camisa larga de
hilo rosáceo y, en vez de acostarse, se sentó encogiendo las piernas
y colocando las manos bajo las rodillas. Ella - p e n s ó - no estaba
comprometida en ningún crimen, ni lo estaría, son los hombres
quienes, llenos de cólera, desatan las pasiones. Jorge la amaba y
sabía cómo Pedro de Avila utilizaba el látigo contra la carne de su
amada. Cualquier decisión de Jorge había sido y será propia de
hombres. Pero, qué diablos, ella deseaba la muerte de Pedro. La
había deseado desde la noche de bodas y acrecentaba su deseo a
cada golpe de su marido viéndolo enardecerse con la sangre. ¿Y si
hubiera un hijo? ¿De quién sería? ¿Podría nacer un hijo de ese
bárbaro que nunca le declaró su amor? Malditos sean los hombres,
ni siquiera su padre le merece respeto. Abandonó a su madre de
alguna manera criminal y, años después, a la hija. Maldito sea Pedro
de Avila con su látigo de tres gajos, sus malditas botas y su pene
que sólo crece cuando ve sangre. Jorge, mi amor... ¿Habrá algún
hombre que me redima de los otros hombres? ¿Si Jorge lo mata, lo
hará por mi amor, sólo por mi amor o por un amor compartido
con Juanita? ¡Maldita sea! Pero si Jorge no lo mata, deberé matar-
lo yo. Lo envenenaría aquí, en esta cama, con chocolate. Le gusta
el chocolate y le gustan las piernas sangrantes. Es terrible esperar
todo esto. Si Jorge no regresa para matarlo, los mataré a los dos.
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Algún día aprenderé a matar. Pero también algún día amaré sin
temores, bajo el cuerpo de Jorge, sumisa a mi gusto, dueña de casa
y criados en una de las nuevas ciudades imperiales. "Buenos días,
doña Inés", me dirán. "Hay todo cuanto le gusta a vuesa merced".
Y o cerraré las puertas guardándome a Jorge para todos los mimos,
las caricias, los deleites, y la seguridad de tener hombre propio,
marido amado. Será en tierras magníficas, habrá ríos largos, flores,
muchas flores...

A l tercer día de viaje, Jorge Voto no resistía la presión interior


de su cuerpo. Debía decidirse: matar u olvidar. E l dilema lo había
enfermado, sentía calenturas y casi no comía. Zaino, sin preten-
derlo, le facilitó la salida:
—De aquí en adelante —le dijo— hay ese camino que vuesa
merced puede ver entre las raíces. Si lo seguís llegáis a Mérida,
donde podréis descansar mientras yo marcho hacia Pamplona.
Jorge temió por sus baúles. Pero debía arriesgarlos para cumplir
su cometido. Entonces, ordenó a Zaino:
- E s t á bien: esperadme un día en Mérida y, si no llego, conti-
nuad vuestro camino hasta Pamplona donde habréis de arreglarme
buen alojamiento.
— ¿Cuánto tiempo os espero?
—Mi propósito es entregaros unos castellanos de oro que recibiré
en Pamplona y conservaros a mi servicio. Pero si en seis semanas
no he llegado, podréis disponer de mis pertenencias, pues no las
necesitaré en este mundo.
— ¿Y yo de qué viviré mientras llegáis?
—Eres hábil y obtendréis rápido trabajo si os da la gana.
— ¿No desconfiáis, señor don Jorge?
—Si me salvasteis una vez, no veo por qué habréis de perderme
en esta oportunidad.
Zaino se arrojó a los pies de Jorge, abrazó sus pantorrillas y
mirándolo desde el suelo, afirmó:
—Os esperaré más de seis semanas, pero confío en vuestro pronto
arribo a Mérida.
—O a Pamplona —subrayó Jorge.
—Que así sea, ¡señor!
Zaino y la muía se alejaron a buen paso, siguiéndolos Jorge por
corto trecho. Luego, detuvo su cabalgadura y sin cambiar de orien-
tación miró en redondo fijándose en el sol —era cerca de medio
d í a - y en el contorno: nubes en lo alto de la montaña, por entre
104 Próspero Morales Pradilla

las cuales se filtraba la luz del sol; un valle distante con resolana:
piedrecillas sobre el pasto cruzado de raíces; árboles y matorrales:
viento suave y frío. Se esforzó por ver a Zaino, pero ningún punto
se movía en el horizonte fuera de los pájaros cercanos que volaban
de árbol en árbol. Y a el sol estaba en el cénit cuando, extrañamen-
te impulsado por fuerzas interiores, Jorge Voto volvió grupas y
salió a galope rumbo a Carora.

Las criadas y otras gentes de Carora, aun principales, se asusta-


ron con lo dicho por la Torralva a Elvira Zaino:
—Por ahí anda rondando el hideputa Pedro de Hungría.
—Pero si a él se lo llevaron los indios.
—Debió fugárseles el hijo de mala madre, porque tiene cuentas
en este pueblo.
E l chisme llegó a la mesa de juego, donde Pedro de Avila, rela-
miéndose el vino, sentenció ante Pimienta y el Corregidor Mos-
quete:
—Vuesa Merced, señor Corregidor, deberá detener y juzgar al
Pedro de Hungría, esa alimaña puede hacer mal a las mujeres y
dañarnos a todos.
—Ruego a Vuesa Merced —respondió el Corregidor- que me
tengáis informado para apresarlo y acuso veinte en oros —agregó
mostrando las cartas.

Se acercaba la noche cuando Jorge Voto llegó a una montañuela


desde la cual divisó a Carora. Había gastado un total de siete días
en salir y volver al mismo sitio. Y a le había pasado el período de
las vacilaciones dedicando su inteligencia, sus nervios y sus conoci-
mientos al éxito de la empresa, sin tiempo para dudar o para buscar
alternativas. Mataría a Pedro de Avila y, al cabo del tiempo, con
prudencia, se uniría a Inés de Hinojosa. Naturalmente, la vista de
Carora no era, en su caso, tranquilizante y la perspectiva de matar
hacía que el pueblo se le agrandara y se le achicara como si los ojos
tuviesen doble fondo: uno para agigantar y otro para empequeñe-
cer. Pero lo importante era no equivocarse en ningún paso y correr
con la suerte de no ser visto. Llevó el caballo bajo el alar de una
roca, rodeada por dos ceibas con tanta rama y copa que el lugar
escogido resultó magnífico refugio provisto de pasto suficiente
para la cabalgadura amarrada con lazo largo. Se tendió un rato en
el suelo aflojando el cuerpo tirante por los pensamientos y por el
mucho cabalgar. Luego se levantó, desamarró las alforjas y de ellas
Los pecados de Inés de Hinojosa 105

sacó un vestido talar confeccionado por la Torralva para días de


penitencia y bien pagado por el bailarín. Era de corte dominico
con mangas amplias y capuchón grande. Quitándose el jubón y el
sombrero de plumas, echóse el hábito de fraile y advirtió cómo las
costuras de la Torralva eran toscas, pero el conjunto del disfraz
muy apropiado para sus propósitos. Subiendo el hábito y bajándo-
se los pantalones descargó sus necesidades, aliviando el cuerpo y
alistándose al último tramo del camino. Bajo la sotana llevaba un
estoque, un puñal, una daga y una aguja. E n las manos, trozos de
tela blanca para señalar el regreso amarrándolos a ramas propicias
e indicadoras. Anduvo lentamente, con el capuchón en la espalda
para que los oídos, libres de interferencias, oyeran cualquier ruido.
Procuró no parpadear con el objeto de tener muy abiertos los ojos.
Y se guió también por los olores que, en Carora, merced a los
bálsamos señalan los linderos del poblado.
Las fases de la luna habían sido bien calculadas. Así, cuando
Jorge Voto pasó los árboles balsámicos entrando a Carora, la noche
era oscura, pero seca, con polvo removible en el camino, sin posi-
bilidad de dejar huellas perdurables. Como él había seguido, antes
de abandonar a Carora, los pasos de Pedro de Avila, sabía los
sitios donde pudiera hallarse si las tentaciones de las Hinojosas no
lo retenían en su casa, igual a un perro husmeó las primeras casu-
chas olorosas a leña quemada, llenas de sombras, silenciosas. Se
colocó el capuchón. Parecía penitente de la Semana Santa sevillana
perdido entre los trasgos del Nuevo Mundo para recordar el lema
cartujo: "Hermano de morir tenemos...". Llevando chinelas de
tela, sus pasos no se oían, salvo si trastabillara en alguna deforma-
ción del sendero de arena y piedrecillas. E l principal problema era
la posible aparición de algún cristiano extraviado de su casa o urgi-
do de necesidades corporales. Serían las nueve de la noche cuando,
precisando el sitio, Jorge oyó rumor de hombres. Los testículos se
le arrugaron hasta sentir una corriente conectada con los nervios
de las manos y de la boca, produciéndole cierto temblor incontro-
lable. Para sosegarse puso la diestra sobre la empuñadura del esto-
que, obligándolo a permanecer perpendicular. L a sombra seguía
siendo la de un fraile de las tinieblas, salido quizá del Purgatorio,
pero sin apariencia de estar armado. E l lugar donde brotaba el
rumor de voces era bien conocido por Jorge: la puerta trasera de la
casa de Diego de Pimienta. Se acercó. Vio y, al mismo tiempo,
recordó esta puerta azul manchada de blanco, detrás de la cual
estaba el aposento de los jugadores, sentados ante una mesa de
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madera tosca tapada con un paño verde. Allí lo mismo podían


correr los dados o caer los naipes. Seguramente jugaban Pimienta,
Pedro de Avila, Mosquete y un cuarto de ocasión. Poniendo el
oído contra la puerta, sin poder dominar el temblor de las piernas,
trató de individualizar las palabras, de indagar a quien pertenecía
cada voz. Pero sólo le llegaba el rumor, interferido por la gruesa
madera de la puerta y las anchas paredes de tierra pisada. Jorge se
alejó con ánimo de serenarse produciendo saliva para evitar el
cobrizo sabor de la boca reseca. Debía aclarar una simple sospe-
cha: Pedro de Avila estaba o no estaba entre aquellos tahúres.
Normalmente debía estar pues siempre jugaba con Pimienta y
aquella era la casa de éste. ¿Pero si se le hubiese presentado algún
imprevisto? ¿Acostarse con las dos Hinojosas, por ejemplo, sería
un imprevisto? No, imposible. Esta clase de imprevistos no existía.
Inés lo amaba y, sobre todo, ambos habían calculado cual sería la
última noche de Pedro de Avila. Era ésta. Necesariamente, Pedro
jugaba en la casa de Pimienta. A pesar del frío interno, Jorge tenía
la frente empapada de sudor. E l viento movía algunas arenas, pero
no producía ruido, Se acercó, de nuevo, a la puerta azul y volvió a
poner el oído sobre una rendija. E l murmullo del interior era casi
silencio. Tomó el puñal en la mano izquierda guardándolo entre la
manga. Le pareció, en un instante, oir alguna palabra de Pedro de
Avila. Quizá su voz, su grave voz de mando. Pero, ¿podría jurarlo?
L a puerta se humedeció con el sudor de Jorge. Para secarse, se
retiró y así pudo advertir un ruido venido de las sombras de la
calle. Rápidamente se alejó de la puerta, caminando junto a las
paredes. Cuando descubrió el origen del ruido, sólo tuvo tiempo
para tenderse en el suelo, recogerse dentro de la sotana y semejar
un tronco. A unos cuatro pasos de Jorge se deslizó una sombra en
forma de mole humana. No pudo verla, no supo quién era, se esfu-
mó como había venido: sin ruido distinto al de su movimiento
precavido. Jorge quiso levantarse del suelo e, inclusive, sacudirse
el hábito sucio de polvo. Pero una fuerza nunca sentida lo había
atornillado al piso de arena y piedra. Era el terror en forma de
sotana. Soltando las piernas y moviendo los dedos de los pies,
logró colocar las manos en el suelo y reincorporarse, poco a poco,
temiendo el ruido de los huesos y de la respiración. Volvió en sí
separándose de la pared y palpó las armas. E l puñal aún estaba en
la manga izquierda y lo demás en su sitio. Sin embargo, no se atre-
vió a regresar a la puerta de los jugadores por miedo a ser descu-
bierto. Si alguien lo encontrara, claro está, simplemente habría
Los pecados de Inés de Hinojosa 107

regresado a Carora, pero nadie podría acusarlo de un crimen que


no se había perpetrado. Y , ¿si lo hallaban después del crimen?
Esto no podría suceder, no sucedería, el plan era y es perfecto.
Jorge se recuperó. Se creyó dueño de sí mismo y de las circuns-
tancias. Mataría a Pedro de Avila como fuere y lo mataría esa
misma noche, para eso había regresado, para eso estaba allí. Sólo
era necesario esperar: ¿Pedro saldría acompañado por el Corregi-
dor? ¿Iría el Corregidor hasta la casa de Pedro o éste a la de aquél?
¿Se separarían en la puerta? ¿Cuál saldría primero? Lo mejor era
situarse en la esquina, para tener libertad de movimientos hacia la
retaguardia. ¿Y si Pedro no estaba jugando? De todos modos era
indispensable esperar, fijarse únicamente en la aparición de la luz,
frente a la puerta azul. Si no salía Pedro, esperarlo hasta mañana.
Estaba escrito en los montes, bajo las enaguas de Inés de Hinojosa,
en el viento de hoy, en el estoque, en la daga, en los deseos. Cuan-
do un crimen se comete, ya se han cumplido todos los requisitos
de la angustia y los temores.
Situado en la esquina norte, a cuarenta pasos de la casa de Pi-
mienta, podía mirar hacia la puerta azul, ocultando el cuerpo con
la pared del comedor de Concepción Landarete, dormida a estas
horas. Los ojos le dolían por tenerlos fijos en el objeto, dispuestos
a ver un poco más de cuanto fuere posible en esta noche oscura
cuyo silencio favorecía los propósitos de Jorge Voto, pero, al
mismo tiempo, le permitía oír los ruidos internos del cuerpo
agrandados por el temor de la espera más larga de su vida.
Imposible saber la hora en que se abrió la puerta azul, pero
Jorge ya sentía arrugas en los párpados, en el abdomen y, desde
luego, en los testículos. Habían transcurrido muchos siglos y le
parecía estar en aquella esquina desde los tiempos de Cristo con el
estoque oxidado y los huesos petrificados. Jorge vio primero una
diminuta luz parpadeante, puso la diestra en la empuñadura del
estoque y trató de percibir algo por los oídos. Nada: ni siquiera un
murmullo, una tos, un escupitajo o un manotón. Por la puerta azul
sólo saldrían almas del Purgatorio, llenas aún de pecados. Nadie
podría verlas porque serían transparentes y sólo se dedicaban al
grave asunto de ganar la Gloria Eterna sin advertir los nuevos
crímenes de la tierra. Jorge se refregó los ojos para ver mejor cuan-
do la luz casi se apaga de tanto alejarse hacia el interior de la casa,
como si, realmente, no fuesen jugadores quienes estaban allí sino
las tales almas del Purgatorio. De pronto, aparecieron dos bultos
tapando la insignificante luz. ¿Eran dos o tres? A l fin, Jorge pudo
108 Próspero Morales Pradilla

ver un hombre con candelera en la mano y tres bultos más frente


a él. Le llegaron algunas voces apagadas:
"Suerte... Castellanos... Oro... Carajo... Noche...".
Estaban despidiéndose. E l camino de Pedro de Avila pasaba,
precisamente, por la esquina donde estaba Jorge. Pero si acompa-
ñaba al Corregidor podría tomar el sentido contrario. ¿Y si el
Corregidor lo acompañaba? ¿Quién sería el cuarto jugador? Conti-
nuaban reunidos en la puerta azul. Jorge movió el estoque debido
a los temblores de su mano derecha, pero con la izquierda logró
conjurar el movimiento. Dejó atrás cualquier pensamiento distinto
a la necesidad de registrar, en el cerebro, cuanto le informaran sus
sentidos, especialmente la vista y el oído. Sintió paralizada la
quijada, pero pudo abrir la boca donde los dientes castañeteaban
y también cerrarla para respirar únicamente por las narices. Los
bultos se movieron y pudo oírse un "hasta mañana".. La puerta se
cerró y Jorge vio a una persona, a una sola persona, que marchaba,
precisamente, hacia la esquina donde él aguardaba.
Era el momento de abrir bien los ojos, de sacarlos fuera de las
órbitas y ponerlos en mitad del camino para averiguar quién venía
solo. Sí: caminaba como Pedro de Avila, pisando fuerte con zanca-
das decididas. Era Pedro de Avila. Tenía que ser Pedro de Avila.
No se puede andar tanto, esperar por siglos y fracasar en el mo-
mento del golpe. Jorge tomó el estoque con la diestra, fuera del
hábito, calculó el instante en que pasaría el hombre solitario frente
a él y. saltándole le dio la primera estocada por la espalda. E l
hombre cayó y Jorge lo llenó de estocadas por el mismo sitio. Ape-
nas se oyeron ruidos sordos: la caída del hombre, el leve golpe del
arma entre los huesos, un grito apagado contra la arena de la calle.
Jorge Voto empujó el cuerpo de la víctima con el pie derecho
colocándolo boca arriba. Aún vivía, pero el agonizante no podía
identificar al encapuchado que lo estaba matando. Jorge lanzó
varias estocadas al pecho del hombre y. entonces, pudo compro-
bar que sí era Pedro de Avila, su rival, el sentenciado, el escogido,
el esposo de Inés de Hinojosa. Jorge Votó dejó de temblar, como si
el crimen lo hubiese cometido en la pre-historia. remangándosela
sotana envainó el estoque, miró al muerto y huyó hacia el escondi-
te de la cabalgadura, desandando el camino de la tarde, recogiendo
los pedazos de tela puestos en los arbustos para saber la dirección
del regreso. Amanecía ya cuando encontró su caballo, se quitó
el disfraz, lo colocó en las alforjas, desamarró la bestia, se puso el
sombrero y emprendió la ruta de Mérida, primero despacio, miran-
Los pecados de Inés de Hinojosa 109

do hacia atrás, deteniéndose para tratar de percibir ruidos insóli-


tos: luego, cada vez a mayor velocidad hasta lograr el galope del
caballo mientras lo tortuoso del camino lo permitiera. A l medio
día se desvió hacia unas rocas, en cuyas cuevas quemó el disfraz
hasta verlo convertido en cenizas y, sobre esas cenizas, quemó
leños y hojas para que no quedara la huella de su huella. Después,
cabalgó hasta hallar un riachuelo donde se bañó, comió de su fiam-
bre y siguió camino dirigiéndose al poniente con la ayuda del sol
como los indios que lo adoraban y vivían pendientes de sus rayos
para orientar el rumbo de los pueblos. Poco a poco se le evaporó
el malestar de la noche, los hombros se liberaron del peso que los
oprimía desde la despedida de Zaino, la respiración fue más lenta y
dejó, nuevamente, que el pensamiento se alejara del presente para
recrearse con las ciudades imperiales y las bellas mujeres del porve-
nir. Anocheció en una arboleda, pudiendo guindar su hamaca y
acostarse bajo unas cuantas estrellas sin lograr reposo.

A pesar de sus dolencias, debidas, en parte, a una alimentación


demasiado frecuente, Concepción Landarete dormía más de ocho
horas diarias desde el rosario hasta el primer toque a misa de cinco,
cuando se despertaba abriendo los párpados por llamado de Dios.
Lsta vez el último sueño la había dejado impregnada de una tibieza
pecadora; pero dominándola con la mente puesta en sus obligacio-
nes religiosas, saltó de la cama si así puede llamarse el lento movi-
miento de dos piernas abombadas con camisa en las rodillas y pies
ennegrecidos. Se rascó las tetas rugosas, pasó el instante de la pere-
za y pronto estuvo vestida ante el espejo para ver el cabello tras
una mantilla y ésta sujeta a la mano izquierda. Bajo la almohada
estaban las llaves y el libro de oraciones. Los sacó, amarrando las
primeras con un cordel largo al cinturón de sus enaguas negras y
colocando el segundo entre la axila derecha. Antes de salir se echó
la bendición, pensando en un desayuno de chocolate con pan de
don Hermógenes, el único panadero de Carora, llegado de Aragón
cuando los descubrimientos y a quien los andaluces consideraban
una especie de árbol por su silencio y su falta de gracia.
Al abrir la puerta, Concepción sintió el aire fresco en contraste
con la pesada atmósfera de una casa cerrada durante la noche. Le
agradó el vientecillo, respirando hondamente, después de cerrar la
puerta y tomar camino de la iglesia mientras sonaba el segundo
repique de fray Gervasio en busca de fieles madrugadores. Habría
andado cinco o seis pasos cuando vio un bulto en la calle. Se detu-
110 Próspero Morales Pradilla

vo cerca al obstáculo y quedó paralizada al advertir un cuerpo


humano rodeado de sangre ya coagulada. Quiso gritar, pero no le
saiía ningún sonido. Pretendió correr, pero parecía que los pies
estuviesen clavados en la tierra, mientras le temblaba el cuerpo y
un sudor nunca tan fluido en sus cincuenta años de vida le empa-
paba las sienes, los sobacos y la entrepierna. Ella misma no sabe
cómo llegó a la iglesia musitando palabras incomprensibles, pálida,
con aspecto de ultratumba. Fray Gervasio, ya revestido para la
misa, salió de la sacristía y con el menor de los Zainos, su mona-
guillo, la tomó del brazo y la llevó al interior para ofrecerle un
vaso de agua, aunque perdiera la comunión. Concepción lo rechazó.
Fray Gervasio la bendijo con intención de exorcizarla y, en tono
imprecatorio, dijo:
—Habla, ¡ en nombre de Dios!
Concepción, reconfortada, pudo desatar las palabras que se le
habían enredado en la boca y ahora sí, gritó con toda su fuerza:
— ¡Un muerto!
La misa se convirtió en servicio fúnebre, el párroco y todos los
feligreses salieron hacia el sitio señalado por el índice derecho de
Concepción Landarete, cuando ya la luz del sol producía un nuevo
amanecer. E l cadáver de Pedro de Avila fue envuelto en sábanas y,
colocado sobre la parihuela de fray Gervasio, que también servía
como base a los pasos de Semana Santa. Una procesión de murmu-
llos se dirigió rumbo a la casa del difunto para entregar sus despo-
jos a la viuda, aún ignorante de la mala suerte de su esposo.
Inés de Hinojosa se había acostado tarde, pues la Torralva salió
de la casa a una hora desacostumbrada y sólo cuando la criada re-
gresó, se atrevió a cerrar los ojos sin lograr sosiego. Con los nervios
a flor de piel, desde la planta de los pies hasta la nuca, Inés espera-
ba el regreso de su marido. Pero, al mismo tiempo, no lo esperaba.
Si llegaba junto a ella, lo tendría así para siempre y durante el
resto de su vida sufriría los azotes y los golpes del hombre que la
torturaba. Si no regresaba, Jorge Voto habría cumplido su prome-
sa y ella entraría en una terrible época de angustias. Y a veía los
ojos de Pedro de Avila, muertos pero vivos, cerrados pero hirien-
tes, inútiles pero feroces. Se arrinconó en la cama, sentada sobre
las almohadas y sintió el peso del tiempo: un segundo, sesenta
segundos, un minuto, sesenta minutos, una hora, otra, otra, otra,
ta noche, la oscuridad, el silencio. Todo le palpitaba, especialmente
las sienes y el corazón. Olía a fiera acorralada, como si ella hubiera
estado entre los animales del monte y supiese cómo se espera la
Los pecados de Inés de Hinojosa

presa en las cacerías de los indios. Recordó el cuero recién mudado


de las culebras y cómo, una vez, lo había tenido en sus manos
cuando su padre arrasó un nido de cascabeles. Pensó también en
que si Pedro de Avila sobreviviera, le pondría cuchillo al látigo
para herirla más. Entonces, fue entonces, a una hora imprecisa de
la madrugada cuando se dijo, cada vez con mayor ahínco:
- S i él no lo hace, ¡yo lo mataré!
Así pudo dormitar un poco hasta oír golpes en la puerta de su
casa y rumor de gentes. Inés de Hinojosa, llamó a la Torralva, ya
vestida, y tuvo fuerza para decirle:
—Atiende la puerta.
La Torralva, fue, abrió y gritó a su ama:
—Es el cadáver.
La Torralva regresó a tiempo para recibir en sus brazos el cuerpo
desmayado de Inés, como ha sido de rigor en estos casos a lo largo
de los tiempos, sobre todo si la sorpresa es esperada. Juanita, salien-
do de su aposento con la mantilla puesta sobre una larga camisa
de algodón blanco, se encargó de proferir los gritos más agudos,
convenciendo a los presentes de que cada una de las dos mujeres
estaba actuando como corresponde a personas con distintos grados
de dolor: desde el intenso cuya fuerza apaga momentáneamente la
vida hasta el leve traducido en plañidos. Las Hinojosas sufrían, al
parecer, la pérdida del hombre.
Fray Gervasio hizo lo necesario para poner un poco de orden
en este caos. Trajeron ataúd, colocaron allí el cuerpo de Pedro de
Avila, de la iglesia llegaron cirios y un reclinatorio, las sillas del
comedor fueron distribuidas en torno del catafalco y se logró un
ambiente de "Requiescant in pace". Cuando el Corregidor Mosque-
te, a las ocho de la mañana, llegó con ojos trasnochados, tuvo que
inclinarse ante la diligencia de fray Gervasio, perdiendo minutos
claves para esclarecer lo que a esas horas ya se llamaba, escueta-
mente, "el crimen". No obstante, preguntó a los presentes:
— ¿Alguien sabe quién mató a don Pedro?
Como nadie respondió, el Corregidor supuso que el homicida no
estaría en aquel grupo de buenos cristianos y entró en profunda
meditación, bien destinada a la salvación del alma de su compañe-
ro de juego o a la perdición de los asesinos. Estando en esta acti-
tud, con la cabeza baja, inclinado el cuerpo sobre el ataúd, llegó
Pimienta y le dijo al oído:
— ¿Se equivocarían de víctima?
112 Próspero Morales Pradilla

A Mosquete se le erizó el espinazo, pero guardó compostura y


respondió, a hurtadillas:
- L e ruego respetar el dolor de la familia.
En ese instante reapareció Inés trémula, sin colores, con saya
negra y mantilla, apoyada en la diestra de la Torralva. Se detuvo
ante los circunstantes, dobló la cabeza a manera de saludo y abra-
zó al ataúd llorando con intermitencia. L a Torralva se dio media
vuelta topándose de manos a boca con doña Catalina de Lugo, que
entraba al recinto, majestuosa, tradicional, con la experiencia de
su sólida viudez. E n este momento, la criada interrogó a la recién
llegada:
— ¿Y dónde anda, mi señora, el tal Pedro de Hungría?
Pasadas las primeras horas de sobresalto, el Corregidor Pablo de
Mosquete cerró, durante un momento, sus ojos, como lo hacía
cuando el tropel de ideas y las sospechas le asaltaba la mente po-
niendo a trabajar su astucia con tanto ahínco que los caroreños,
conocedores de la Autoridad, veían en esa actitud el comienzo de
una sentencia. Luego fijó la vista en Diego de Pimienta y dijo:
—Sírvase examinar el cadáver y certificar la muerte de Don
Pedro.
La sala fue despejada por el propio Corregidor. Pimienta, quitán-
dose el jubón, procedió, con don Pablo, a levantar la tapa del
ataúd. Serenamente introdujo las manos bajo el cuerpo del occiso,
palpó sus espaldas y lo miró largamente, untándose de cadáver y
de polvo de sangre. Salió con pasos de protagonista, fue a la alber-
ca situada en medio del patio empedrado y pidió agua a la Torral-
va, para lavarse las manos y pasarlas por el rostro sudoroso. En
seguida, regresó a la sala fúnebre, cerró la puerta, tomó a don
Pablo por el brazo y en tono confidencial le informó:
—Señor Corregidor: fue un asesinato. E l cuerpo tiene más de
diez estocadas, propinadas por delante y por detrás.
—Ruego a Vuesa Merced —solicitó solemne don Pablo de Mos-
quete- poner por escrito vuestro concepto.
Y dio permiso de entrar, nuevamente, a la sala, abriendo la puer-
ta a un grupo de mujeres abrazadas al cuello de Inés de Hinojosa,
quien ya había iniciado un llanto cada vez más alto en los tonos,
pues el dolor de su tragedia le salía por la boca en forma de hipi-
dos y de imprecaciones contra los asesinos. Juanita, bebiendo agua
de yerbas, complementaba los sonidos de su tía con estas palabras:
—El infierno, el infierno... E l infierno para quienes dieron muer-
te a don Pedro de Avila, esposo sin par, amigo fiel y hombre...
Los pecados de Inés de Hinojosa
113
Las amigas asentían con la monotonía propia de las grandes
solemnidades. Purita Alonso, quien un día deseó la fortuna y los
brazos de Pedro, estaba ensimismada mirando el retrato del jubón
grisáceo como si fuese el ánima del asesinado, cuando Catalina de
Lugo le preguntó:
- ¿ L o conociste?
—Jesús, José y María - r e s p o n d i ó Purita persignándose.
De pies, bajo el retrato del antepasado, Pimienta y Mosquete
pudieron, al fin, conversar a solas.
—Insisto en mi pregunta —decía el primero—: ¿Se equivocarían
de víctima?
—Y yo le hago otra —replicó el Corregidor—: ¿Serían varios los
asesinos?
La Torralva, que pasaba una bandeja ofreciendo agua de yerbas,
oyó parte de las preguntas y, mirando fijamente a los dos caballe-
ros, les dijo:
- A vuesas mercedes les hará bien un poco de agua para los
nervios.
Mosquete y Pimienta continuaron su charla, saliendo al patio y
paseando sin ser interferidos por otras personas. Así dispusieron de
tiempo para enfrentar sus preocupaciones, en busca de una respues-
ta al misterio, cuyo manto había caído sobre Carora llenando de
temores a cuantos la habitaban como en las noches sin luna se
humedecían los árboles balsámicos de un rocío que, mezclado con
las resinas, hacía pegajosos los troncos. Los caroreños temían que
hubiese uno o varios asesinos en las calles. Pimienta, sin traslucir
sus pensamientos íntimos, comentaba la posibilidad de otras vícti-
mas, pues no veía en don Pedro de Avila, cumplido en las apuestas
y muy afortunado en el juego y en la casa, a personaje buscado por
malhechores. Mosquete se interesaba por indagar si habían sido
varios asesinos o uno solo. Por eso buscaba el concepto de alguien
como Diego de Pimienta y, entre sorbo y sorbo del agua de yerbas,
le preguntó:
—Decidme: ¿Las estocadas pueden haber sido causadas por el
mismo estoque y la misma mano?
—Posiblemente. Pero resulta difícil responderos.
- V o t o al Diablo —insistió Mosquete— Decidme, ¿cuántos fue-
ron los asesinos?
-Imposible, señor Corregidor, imposible. A menos de...
- ¿A menos de qué?
- S i hubieran sido muchos, quizá los hubiera oído desde mi
114 Próspero Morales Pradilla

casa, o acaso, vuesa merced y el señor Alonso algo habrían visto


momentos antes del crimen.
Los dos se miraron sospechando el uno del otro y ambos com-
prendieron cuan complicada es el alma de los hombres.
Fue lluviosa la mañana del segundo día después del crimen. E n
torno al improvisado catafalco amanecieron más de siete personas
acompañando a Inés de Hinojosa, cuya pena se le salía por los ojos
y en las palabras quebradas que pronunciaba frente al miedo de
Catalina de Lugo, Juanita, Purita y otras amigas, entre las cuales
no estaba Concepción Landarete, víctima de extravíos mentales
desde cuando dejó al párroco frente al cadáver de Pedro de Avila,
desvaneciéndose tal vez para siempre, porque los temperamentos
nobles y dulces, como el de ella, suelen tener limitaciones para el
espanto. Cayó en sopor sin haber tomado aliento en las últimas
horas. Concepción Landarete, natural de Valladolid y fundadora
de varios asentamientos en Tierra Firme, antes de consagrarse a la
santidad de las costumbres, podría ser la segunda víctima por el
terror que la embargaba y la falta de medicamentos apropiados
para su languidez.
Fray Gervasio de la Consolación llegó a las siete de la mañana,
revestido de negro, y el último de los Zainos, con sotanilla negra,
sobrepelliz e incensario en la mano, le servía de monaguillo. L a
casa, a esa hora, estaba llena y todos los presentes cayeron de rodi-
llas a la llegada del párroco, pues los vivos siempre desean bendi-
ciones antes de abandonar a los muertos. Fray Gervasio se hincó
en el reclinatorio a la cabecera del cadáver e inició una serie de
responsos en latín, que nadie entendía, pero cuyos propósitos
consolaban a los deudos y favorecían la bienaventuranza del
difunto.
Pedro de Avila salió de su casa en hombros de sus compañeros
de juego, reforzados por los hermanos Alonso y el señor Oramas,
aquel mágico viajero llegado del Nuevo Reino de Granada para
introducir en Carora el veneno de las aventuras. Adelante, soste-
niendo una cruz de madera con Cristo de plata, iba el párroco. A
su lado, el joven monaguillo jugando con el incensario lleno de las
mejores resinas de Carora adicionadas con mirra traída de España.
Detrás del féretro, sostenida por muchos brazos femeninos forra-
dos con mangas de seda, iba la infeliz, la doliente, la desgraciada
viuda, el rostro deshecho por las lágrimas, cavidades amoratadas en
vez de ojos y luto desde la mantilla hasta los escarpines, cubiertos
Los pecados de Inés de Hinojosa 11 5

por las enaguas negras que iban barriendo el polvo de las calles al
compás del fúnebre cortejo.
Juanita pensaba en las lecciones de Jorge Voto cuando fray
Gervasio de la Consolación, con voz gastada por los afanes del
Nuevo Mundo pero grave y bien entonada, cantó:
—"Réquiem eternam dona eis Dómine: et lux perpetua lúceat
eis...".
Inés temblorosa y dispuesta a la hipocresía, sintió el "Réquiem"
oídos adentro, mirando una cruz que, en la pared frontal, domina-
ba el templo. Bajo la cruz se celebraba la ceremonia con el párroco
de espaldas a la feligresía, cantando solo ante el altar, mientras el
monaguillo continuaba jugando con el incensario de plata, sujeto
por finas cadenas del mismo metal. Entre el sacerdote e Inés de
Hinojosa, estaba el cadáver de Pedro de Avila, seguro en su tosca
caja de madera, como personaje central del rito funerario. Detrás
de la viuda, se hallaban todas las gentes de Carora. desde el Corre-
gidor, don Pablo de Mosquete, hasta la Torralva. quien, cerca de la
puerta, movía su camándula con una piedad distinta a la del cele-
brante.
"Sequentia sancti Evangelii secundum Joanem...". cantó el sacer-
dote y, en seguida, leyó estas palabras: "Todo aquel que ve al Hijo
y cree en E l , tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
Pablo de Mosquete, con la vista baja en demostración de humildad,
trataba de descubrir cuántas personas habían intervenido en el
crimen, porque su investigación se facilitaría si sabía a dónde diri-
gir sus sospechas, incluyendo al único de los jugadores, fuera del
muerto, que había quedado solo, solo en su casa, a veinte pasos
del sitio donde cayó Pedro de Avila después de haber perdido
cinco castellanos de oro: Diego de Pimienta, el sabelotodo, que
carecía de testigos. E n cambio, don Crisóstomo Alonso, su compa-
ñero de juego, tras haber dejado vivos a Pedro de Avila y al anfi-
trión, podría dar fe de la inocencia del Corregidor.
"Requiescant in pace", cantó, nuevamente, el sacerdote frente
al catafalco, y agregó: "Pater Noster...", arrebatándole el incensa-
rio al distraído monaguillo para lanzar el humo aromático sobre
los despojos de don Pedro de Avila. La ceremonia terminó entre
fuertes murmullos de la feligresía. Del templo al cementerio, el
cortejo habría desfilado normalmente si, de pronto, no hubiera
aparecido Concepción Landarete con la mantilla enroscada al
cuello, gritando:
— ¡Lo vi, yo lo vi!
1 16 Próspero Morales Pradilla

Pimienta agarró a Concepción por el brazo izquierdo y, al o í d o :

le dijo:
-Después, después... Ahora, silencio.
Concepción entornó los ojos como los ahorcados, se chupó los
labios y, disgustada, se zafó de aquel hombre.
Sobre el cementerio cayó el calor del medio día, especialmente
incómodo entre las negras ropas de los dolientes. Inés quedó en
casa con la vista fija en los cirios. A Mosquete no le gustó la mane-
ra como Pimienta calló a Concepción Landarete con recursos
propios de la Autoridad y no de simples ciudadanos sin obligacio-
nes oficiales. Dispuesto a imponerse, se alejó un poco de la tumba
recién cavada y acercándose a Concepción le susurró:
—Yo estoy con usted, Concepción.
Ella lo miró extrañada y colocó su mano derecha en el antebra-
zo del Corregidor, buscando una tabla de salvación para su nervio-
sismo.
Cuando se daban las últimas paladas se derrumbó Juanita de
Hinojosa. Sucia de tierra negra, fue levantada por los mismos caba-
lleros que habían traído el ataúd de Pedro y. puesta en silla de
manos, la llevaron a su casa, mientras Diego de Pimienta, cabizbajo
e inquieto, regresaba a la suya, cerrando con mesurado vigor la
puerta; y el señor Corregidor llevaba a su despacho, casi como si
fuera prisionera, a Concepción Landarete, frente a la cual hizo la
pregunta cuya respuesta le acaloraba el magín:
— ¿Qué vio, Concepción, dónde y cuándo?
La mujer no respondió, paralizada por el miedo. Se puso contra
la pared frontal, de espaldas al Corregidor y se dejó caer lentamen-
te. Y a en el suelo se colocó boca-abajo, mostrándole a Mosquete
los talones de unos escarpines ennegrecidos por la tierra del cemen-
terio.
El Corregidor estaba llamando a su paje para enderezar a Con-
cepción y ponerla en una silla, cuando llegó Pimienta, acompañado
por fray Gervasio y. un poco detrás, la Torralva trayendo colacio-
nes.
Nadie habló, pero los tres hombres alzaron a Concepción, la
sentaron y le sacudieron el polvo de su saya negra. La Torralva
había ido al interior y se presentó con un vaso de agua, bebido, en
seguida, a sorbos cortos por Concepción.
- E s t a señora —dijo el fraile— parece haber visto algo relaciona-
do con el crimen.
—Así es —corroboró Pimienta.
Los pecados de Inés de Hinojosa 117

- P o r eso la traje.
- ¿ Y ya habló?
-Pero hablará —comentó Mosquete con la fiereza propia de
la Autoridad cuando tiene la fuerte sospecha de haber enlazado la
evidencia.
La Torralva se apoderó de Concepción, le echó el brazo con
cariño y le dijo al oído:
—Si vuesa merced no quiere decir nada, nadie puede obligarla.
En ese momento, como respuesta inesperada, Concepción Lan-
darete agarró las manos de la Torralva y gritó:
—Lo vi, lo vi, yo lo vi.
Mosquete, con la alegría del éxito cercano, saltó y, frente a
Concepción, indagó:
- ¿ Q u i é n es, dónde está?
Fray Gervasio y Pimienta miraron de los ojos del Corregidor a la
boca de Concepción, pero ésta calló, nuevamente, entrando en una
especie de sopor trepidante en el seno de la Torralva. Mosquete
volvió al interrogatorio:
—Doña Concepción: ¿Quién, dónde?
Separándose de la Torralva y ante fray Gervasio gritó:
—Su Reverencia, quíteme al Mosquete, pues el asunto es suyo y
de nadie más.
—Confesión, insinuó el párroco.
—No, no Su Reverencia, es peor, es lo peor de lo peor.
—Dilo, pues, —propuso fray Gervasio.
—Es su obligación ante el Rey. -agregó el Corregidor.
—Me da miedo, mucho miedo...
—Yo la sostengo - a n o t ó la Torralva agarrándola.
—Suélteme... lo vi, lo vi.
-Bueno -intervino Mosquete- ¿Qué diablos vio?
—Eso, eso, precisamente eso —respondió Concepción temblando.
Fray Gervasio, con solemnidad en día tan cargado de angustias,
pronunció esta fórmula sacerdotal:
—Concepción Landarete. en nombre de Dios, di lo que sepas.
Concepción cayó de rodillas, abrió los brazos poniéndolos en
cruz. Luego, tapó los senos con las manos, y, al fin, respondió:
- E l Diablo.
- ¿ Q u é dices, mujer? —replicó fray Gervasio.
-Que vi al Diablo. Estaba en el tejado de las Hinojosas, riéndose
a grandes carcajadas, echando humo por las orejas y con la cola
enroscada detrás del cuello.
118 Próspero Morales Pradilla

—Maldita sea, -estalló el Corregidor Pablo de Mosquete, a quien


se le borraron todas las pistas, quedando en blanco. Cuan duro es
el camino de la Autoridad en estos lejanos parajes del Nuevo Mundo,
donde todo se está inventando y la ley termina en los matorrales.

A esa hora, Jorge Voto, menos agitado y seguro ya del camino,


había dejado atrás el sitio donde se separó de Rodrigo Zaino,
pasando las vecindades de Mérida sin ser visto.
VII

Cuando Pamplona celebraba catorce años de fundada, Jorge Voto


entró en la pequeña ciudad de clima frío puesta contra una pared
de cerros, donde se tiene la impresión de no poder salir. E l no esta-
ba habituado a tal temperatura y, menos aún. a la amenaza del
encerramiento. Pamplona le pareció demasiado rigurosa para su
espíritu andaluz, no sólo por la sobriedad del clima, sino especial-
mente, por sentirse bajo el dominio de las montañas, cuyas cimas
servían de gigantesco alero a los pobladores. Además, al cabalgar
por aquellas calles era víspera del día de difuntos, ya anticipado en
el ánimo y en el luto de los pamploneses, hasta el punto de haber
puesto emees frente a las viviendas como si el 2 de noviembre no
sirviera para rezar por los muertos sino para poner en agonía a los
vivos. Ocho años antes el Rey le había concedido título de ciudad,
pero su fundador, don Pedro de Ursúa. jamás pudo ver el progreso
del asentamiento porque, picado por el aguijón de las aventuras, se
fue al Perú a morir después en brazos de Inés de Atienza durante
los peores días del tirano Aguirre.
Don Ortún Velasco. Justicia Mayor, llevaba, entonces, trece
años en el Gobierno de Pamplona, buscando siempre el sosiego de
los habitantes y el suyo propio, lo cual facilitaría el establecimien-
to de Jorge Voto como vecino y. desde luego, le daría posibilidad
dé ejercer su noble profesión de maestro de danzas.
Jorge Voto no sabía cómo y por qué este sitio era tan distinto
de Carora. No le gustaba, es cierto, pero le daba seguridad y regis-
traba algo extraño: la sensación absurda de haber regresado a Espa-
ña. Le corrió el maldito frío interior de la víspera del crimen como
si de cada casa saliera un aviso de la conciencia. Pero, al mismo
tiempo, se sintió a miles de leguas de Carora.
Oyendo el ruido de los cascos del caballo sobre las piedras. Jorge
alzó la cabeza y vio un ser humano frente a una casa de tapias
blancas y puerta azul, como la temible puerta del crimen en Caro-
120 Próspero Morales Pradilla

ra. Apretó los muslos contra la cabalgadura, desechó el pasado y


tuvo serenidad para decir:
-Buenas tardes.
Pero nadie respondió. L a figura había desaparecido como las
ánimas del purgatorio al ser halladas por caballeros de este mundo.
Tal vez la fama de que en Pamplona había minas de oro exigía a
sus habitantes permanente cuidado ante los forasteros, la mayoría
de los cuales eran aventureros salidos de asentamientos lejanos y
desertores del Rey. ¿Quién hubiera imaginado, en vísperas del Día
de Difuntos, que un bailarín andaluz, con la calle de las Sierpes
metida entre las piernas para darle ritmo, pudiese llegar a Pamplo-
na, en el Nuevo Reino de Granada, mojado, nervioso y hambriento?
Sin embargo, la noticia del forastero corrió entre los pobladores,
de solar en solar, ilusionó a las muchachas escondidas para evitar
difamaciones, y, finalmente, llegó a oídos de Rodrigo Zaino, quien
salió a la calle, anduvo de una esquina a otra y, como era normal
en ciudad tan pequeña, oyó el trote del caballo y topó a su amo.
— ¡Bienvenido vuesa merced al Nuevo Reino!
Jorge bajó de la cabalgadura, asiéndola por el cabestro con la
diestra y abrazó a su servidor como si hubiese hallado el milagro.
Realmente, Jorge nunca creyó en la lealtad del joven mestizo y,
muchas veces, le pareció verlo siguiéndole el rastro en el viaje hacia
Carora y, sobre todo, al tomar camino del Nuevo Reino, porque el
crimen aumenta la desconfianza de los criminales y, en su caso,
llevaba dentro de sí un hombre muerto a estocadas que lo iba
denunciando en todas partes así se hubiera desatendido de la gente
durante varias semanas. Mientras lo abrazaba. Jorge dijo a Zaino:
—Gracias, muchacho. Cumpliré todas y cada una de mis prome-
sas. Serás hombre principal en éste y otros Reinos de Su Católica
Majestad.
Zaino, regocijado después de haber dado por muerto a su noble
amigo, cayó al suelo, tomó al amo por las rodillas y le dijo:
—El sólo veros ya es el mejor pago a mis angustias.
Las exclamaciones de uno y otro, hicieron que algunos pamplo-
neses salieran a la calle, mientras desaparecía la lluvia y un sol
distante, tímido, al ocultarse, indicaba el fin de muchas penas y el
comienzo de otra vida: la tercera o cuarta desde el nacimiento de
Jorge Voto.
La primera noche en una cama, con sus baúles a la mano, la
devoción de Rodrigo Zaino y una taza de chocolate servida por
una mujer de ojos desconfiados y mejillas rosadas, fue, para Jorge
Los pecados de Inés de Hinojosa 121

Voto, como entrar al paraíso. Se le aflojaron los músculos, hasta


entonces tensos: bostezó a gusto, se tocó el pene comprobando su
existencia, se rascó las nalgas, pasó la lengua sobre los labios, le
olió a fogón con buenas viandas, miró a Zaino y se durmió sin
temores.
El Día de Difuntos fue, para él. Pascua de Resurrección, porque,
al conversar con Zaino y sus toscos amigos, se dio cuenta de que
había logrado un crimen perfecto: nadie sabía nada, ni siquiera
había la huella de una sospecha, ni aun la probabilidad de una
mirada engañosa. Se vio sentado ante unos troncos en forma de
mesa, con cuatro taburetes igualmente ordinarios, un horno de pan
con gran pala de madera y fogones de adobe. Arriba, en un techo
sin cielo raso, las pajas cubrían la casa, donde Zaino había hallado
refugio con la promesa de pagar cuando llegara su amo. Jorge fue
festejado por Nicolás y Ana Betilda. los panaderos de Pamplona,
en cuyo hogar halló el milagro. Olía a pan fresco y a leña quema-
da: veía unas ventanas cuadradas y pequeñas, por donde se insinua-
ba la luz de las almas en pena; las paredes estaban ennegrecidas de
tanto hornear: la venta de pan no alcanzaba para tener cuadros,
pero Ana Betilda, quizá debido a la fúnebre fecha, tenía una vela
encendida en un nicho entre la gruesa tapia de su casa. Jorge había
contado que tuvo calenturas en el camino y, ello motivó su demo-
ra con respecto al arribo de Rodrigo Zaino. Pero prefería no men-
cionar los contratiempos, sino celebrar la dicha de hallarse bajo un
techo hospitalario, con Zaino, a quien ahora llamaba "secretario
de alcurnia" por darle un título digno de sus servicios. Batiendo
una taza de chocolate con un pedazo de pan, Jorge anotó:
—Hoy mismo debo ir a la casa cural para entregar al benemérito
párroco los presentes de la parroquia de Carora, que me fueron
confiados por el muy ilustre fray Gervasio de la Consolación.
—Pero como estamos en Día de Difuntos... —dijo Nicolás.
—Mi secretario de alcurnia, ¿qué piensa?
—Pues cuanto diga maese Nicolás debe ser bien recibido.
—Entonces —decidió Jorge Voto, enarcando sus desproporcio-
nadas cejas— hoy me entregaré a las oraciones y mañana visitaré
al párroco. Y tú, secretario, buscarás alojamiento para nosotros
dos. Si la hospitalidad de maese Nicolás y de mi señora Ana Betil-
da colma mi gratitud, no deseo seguir incomodando a quienes ya
nos dieron, junto con su alero, los inmensos beneficios de su
amistad.
122 Próspero Morales Pradilla

—Gracias a Vuesa Merced, —dijo Ana Betilda bajando los ojos y


lanzando hacia el suelo sus pensamientos.
La visita de Jorge Voto al Padre Basilio Beltrán, párroco princi-
pal de Pamplona y hombre "oloroso a santidad" según opinión de
los fieles, fue la base de una correcta instalación en el nuevo esce-
nario de su vida andariega, peligrosa e hipócrita. En la primera
entrevista con el virtuoso varón, Jorge no consideró oportuno
hablarle de danzas, pero de sí de motetes:
—Con fray Gervasio —informó a manera de introducción profe-
sional— trabajamos mucho en la misa y varios motetes, debidos a
mi modesta inspiración y al mucho celo de vuestro ilustre hermano
en la santa religión de Cristo.
—Entonces —comentó el párroco— ¿Sois autor de misas?
—Exageráis, Reverendo Padre, en beneficio de vuestro humilde
y nuevo amigo. Sólo he tratado de componer una misa, gracias a la
acogida de fray Gervasio. Realmente, la necesidad de subsistir ejer-
ciendo oficios menores no me ha permitido conquistar el honor de
componer una misa completa.
— ¿Y cuáles son esos oficios menores?
—La música en general, vale decir, enseñar a tañer la vihuela,
dirigir coros religiosos y alentar a los amigos del canto gregoriano.
— ¿Acaso —se extrañó el padre Basilio — hay coros en Carora?
—Desgraciadamente no, Reverendo Padre. Pero en Sevilla, de
donde soy oriundo, los hay en varias parroquias. Cómo los echo
de menos. Quizá algún día llegue a una de las nuevas ciudades
imperiales donde pueda componer misas y dirigir coros.
— ¿Pamplona no os parece digna?
—Dignísima, Reverendo Padre. Pero todavía no la conozco e
ignoro cuáles sean las devociones de sus pobladores.
—Tal vez se os pueda ayudar...
Jorge Voto salió de la casa cural convencido de que, por el
momento, debería abandonar su profesión de bailarín para dedi-
carse, en cuanto su arte lo permitiera, a la dirección de coros. Pero
él nunca había ejercido tal oficio y, por consiguiente, ignoraba
cuál es el estipendio por dirigir un coro, ojalá de los dos sexos para
no caer en la monotonía de los tonos graves.
Desde aquel momento, Zaino tuvo dos trabajos inmediatos:
conseguir alojamiento para el caballero y su secretario de alcurnia;
y regar por el camino, como semillas, la noticia de que el recién
llegado sabía tañer la vihuela y dirigir coros. Lo segundo lúe favo-
rable a lo primero, pues doña Pantea de Ordóñez, directora de las
Los pecados de Inés de Hinojosa 123

damas adoratrices del Santo Cristo, convino en recibir a los foras-


teros si ellos le enseñaban el uso de la vihuela y le traían algunos
primores pa.a la mesa. Aun cuando doña Pantea era más joven que
doña Catalina, la condición de directora le exigía mayor severidad
no sólo en los conceptos, sino también en las costumbres. Jorge
Voto y Zaino quedaron instalados en una sucursal de la sacristía,
siendo muchas las bendiciones recogidas en pocas horas desde los
panes de maese Nicolás hasta la piedad de doña Pantea, pasando
por las santas manos del Padre Basilio, cuya casa era la mejor de
Pamplona, con jardín interior, estancias esteradas y muchos retra-
tos de santos traídos directamente de España.
Dueño de aposento propio, al cual sólo podía entrar Zaino para
dormir cuando Jorge lo invitara a tener sueño, el nuevo habitante
de Pamplona dispuso de un escritorio de cedro con dos cuerpos
superpuestos: el superior para escribir y. el inferior, a manera de
armario, frente al cual una cama completaba el mobiliario de Jorge
Voto en casa de doña Pantea de Ordóñez.
Cuando tuvo sosiego, Jorge cerró la puerta de su aposento, se
sentó frente al escritorio, tomó papel, mojó la pluma en un tintero
de plata, coronado con una tapa en forma de rama de laurel, e ini-
ció el cumplimiento de la segunda parte de su compromiso con
Inés de Hinojosa, escribiéndole la primera carta de un largo episto-
lario, cuyas palabras no coincidían con las intenciones, ni decían
exactamente lo deseado, pero Inés entendería como cómplice y
amante:
"Pamplona 5 de noviembre de 1563
Para la señora doña Inés de Hinojosa de Avila
Carora
Alta y distinguida doña Inés:
Perdóneme Vuesa Merced que tenga la osadía de dirigiros
estas letras portadoras de mi profundo reconocimiento por
vuestra noble amistad y de mis deseos porque todos los vues-
tros, comenzando por el hidalgo amigo y gentil caballero don
Pedro de Avila, vuestro esposo, a quien Dios guarde, gocen de
buena salud material y espiritual. Así mismo ponedme a los pies
de doña Juana de Hinojosa, vuestra sobrina y mi antigua discí-
pula.
"No imagináis, dignísima doña Inés, cuanta tristeza me ha
embargado desde el día en que partí de Carora. dejando tantos
rostros amigos en mi memoria agradecida: el santo fray Gervasio
de la Consolación, cuyas oraciones tanto me estimularon; doña
124 Próspero Morales Pradilla

Catalina, mi hada venerada, bajo cuyo techo hallé cariño y nobi-


lísimos ejemplos; el Corregidor Mosquete, verdadero paradigma
de la justicia y de la representación de Su Majestad Felipe I I
(a.q.D.g.); don Diego de Pimienta, curador de penitentes; hasta
la mismísima Juana Torralva,vuestra devota servidora, cuyos
guisos no podría olvidar un hombre grato. E n fin, noble señora,
que fue una terrible experiencia salir de Carora, mi hogar, mi
pedazo de Tierra Firme, para lanzarme a lo desconocido, lo
ignoto, lo inesperado.
"Pero aquí me tenéis, en esta ciudad de Pamplona, por fortu-
na acogido a la sombra del Padre Basilio Beltrán, pastor a la par
de los apóstoles, quien no sólo ejerce el sacerdocio con pasión
evangélica, sino que también es un artista, conocedor a fondo de
la música y sus misterios, hasta el punto de haber dado su bene-
plácito a mis enseñanzas de la vihuela y al posible ordenamiento
de un coro, bajo mi dirección, para alabar a Dios, a los santos y
a las santas de nuestra católica religión. E n todas partes, digní-
sima señora, se esparce por este Nuevo Mundo el cristianismo
como crecen los montes a medida que el viajero avanza por los
senderos del Nuevo Reino de Granada.
"Nuestro común amigo Rodrigo Zaino, ha sido mi ángel guar-
dián, tanto por la prontitud de sus servicios como por la extre-
ma lealtad de su corazón, donde no cabe ningún resquicio de
mezquindad. L o he nombrado "secretario de alcurnia" para
recompensar, en mínima parte, sus desvelos y su humildad,
próxima a la de los santos. Decidle, si no abuso de vos, al padre
de Rodrigo mi opinión sobre ese hijo incomparable y felicitadlo
en mi nombre. No os doy detalles para no exacerbar vuestra
paciencia con estas mis líneas.
"Me agradaría sobremanera recibir algunas palabras vuestras,
acaso contándome las maravillas de vuestra vida y de mis muchos
amigos de Carora. Con mi atento saludo para vuestro esposo, el
ilustre don Pedro, y para vuestra sobrina, doña Juana, dignaos
aceptar la devoción del fiel servidor que besa vuestros pies,
Jorge Voto".'
Sólo dos meses después, al comenzar el año de 1564, hubo un
correo que llevara a Carora la carta de Jorge Voto, recibida a fines
de enero por la destinataria. E n realidad, resultaba más fácil, por
razones de importancia, enviar doblones de oro a Madrid que un
pequeño sobre a Carora.
Los pecados de Inés de Hinojosa 125

La muerte de Pedro de Avila y, sobre todo, la aparición del


diablo en el tejado de las Hinojosas, sacudió con tanta violencia a
Carora que, desde entonces, se acabó la lozanía en el rostro de los
caroreños y en la historia de la ciudad, como si unos y otra se
hubiesen vuelto adultos de repente. Concepción Landarete fue
enviada a Nueva Segovia tras el exorcismo practicado en su cuerpo
por fray Gervasio, aun cuando el Corregidor Mosquete no aceptaba
que el único testigo para esclarecer el crimen había sido víctima de
la locura, como si los locos brotaran para entorpecer las investiga-
ciones.
Catalina de Lugo después de la visita de pésame, prefirió no
volver a casa de las Hinojosas por temor a los decires de Concep-
ción Landarete, pues aunque le dijeran "loca" ella juraba haber
visto al diablo en el tejado de "las viudas" como llamaban a Inés y
Juanita. Fray Gervasio dedicaba sus oraciones y su inteligencia a
reagrupar el rebaño, golpeado por la desgracia hasta el punto de
que el clima ya no parecía mezclado por vientos altos y tibiezas
del bosque, sino rigurosamente cálido. Carora cayó en una especie
de basurero social, donde ya no había ánimo para empresas distin-
tas a repetir la frase de todos los días desde la noche del crimen:
¿Quién diablos fue el asesino?
A Inés de Hinojosa la acometió una permanente desazón interna,
produciéndole ojeras crecientes y quitándole gusto por la comida,
así fuesen los célebres guisos de la Torralva, ahora gruesos e insí-
pidos en el paladar de su ama. Juanita quedó desconectada del
mundo, como si Pedro hubiese sido su único contacto con la
humanidad. Ella misma se ungía a escondidas de la tía, lacerándose
el cuerpo, especialmente en el sitio donde Pedro la penetraba.
Todo era largo en casa de las Hinojosas: las sombras, los días,
las noches, el silencio, la vida. Ellas y la Torralva apenas hablaban
lo indispensable hasta la tarde en que llegó una carta de Pamplona.
La abrió Inés, la leyó procurando no exteriorizar sus impresiones
y, finalmente, le dijo a Juanita:
—Es de Jorge Voto. ¿Te acuerdas de él?
— ¿Qué dice?
—Toma léela.
Ambas esperaron, mientras la Torralva comentaba:
—Ay don Jorge... Todo lo cumple este hombre.
—Todo —dijo Inés sorprendida de sí misma— y agregó: Te manda
saludes, Torralva. Se acuerda de tus guisos.
Y , por la Torralva, Carora supo que don Jorge Voto se había
126 Próspero Morales Pradilla

instalado en Pamplona con el favor de Dios, desde hacía muchos


meses.
E l mismo correo trajo otra carta de Pamplona. Su destinatario
la leyó en un banco de la sacristía:
"Pamplona, 5 de noviembre de 1563
Para el Reverendo Padre
Fray Gervasio de la Consolación
Carora
Reverendo Padre:
La bendición de Vuestra Reverencia, que tantos beneficios
me ha traído en el camino de Pamplona y en la Villa, quizá me
autorice para dirigiros estas líneas portadoras de mi gratitud, mi
devoción y mi fe".
"Gracias a Vuestra Reverencia, el Padre Basilio Beltrán, santo
párroco principal de Pamplona, a quien entregué vuestro bálsa-
mo, me acogió con generosidad ilímite dándome también su
bendición y recomendándome a los buenos cristianos de esta
hermosa ciudad, demorada entre montármelas que no me canso
de mirar a la hora del crepúsculo, cuando suelo poner mi pobre
alma en comunicación con Dios. E n verdad de verdad, todo lo
debemos al Creador desde el respirar de cada mañana hasta el
sueño bienhechor".
" A q u í está conmigo el caroreño Rodrigo Zaino, joven cristia-
no muy fiel. Con la ayuda del Señor y del padre Basilio, espero
enderezarlo por el camino de la fe y, si acaso el Todopoderoso
así lo desea, llegar a algún sitio donde haya convento para hacer-
lo fraile, pues no dudo de su vocación y espero mucho de su
templanza. Decidle a su familia, si no es molestia para vos, que
Rodrigo dará lustre a los Zainos y a Carora como buen cristiano
y hombre de fe".
"No quiero seguir ocupando vuestra atención con el recuento
de mi vida en el Nuevo Reino. Pero sí podéis estar seguro de que
siempre os recuerdo con veneración, así como me solazo pensan-
do en amigos tan buenos y dignos como el señor Corregidor
Mosquete, el hidalgo don Pedro de Avila, don Diego de Pimien-
ta, doña Catalina de Lugo y todas y cada una de las familias
principales de Carora".
"Soy vuestro fiel amigo y muy seguro servidor,
Jorge Voto".
Fray Gervasio no supo si admirar la nobleza cristiana de Jorge o
sospechar de la abundancia de sus palabras. Optó por encomendar-
Los pecados de Inés de Hinojosa 127

selo a San Lázaro, cuyos milagros tienden a enderezar lo torcido


de la vida humana, y a disfrutar de un nuevo tema de conversa-
ción, anotando cómo el pobre don Jorge enviaba saludos a un
difunto, muerto vilmente a estocadas. " A h , los designios del
Señor" - p e n s ó en voz alta.
Por primera vez, desde la muerte de Pedro, Inés se acostó desnu-
da y retomó el hilo de su vida en la soledad del aposento celosa-
mente cerrado. Apagó la vela y pronto se acostumbró a la oscuri-
dad. Evidentemente, el plan había tenido éxito en la parte más
difícil. Claro que ella no participó en nada, porque a Jorge le
correspondían las acciones directas. Pero la pena fingida, el terror
a ser descubiertos, las miradas escrutadoras de la Torralva. el silen-
cio de Juanita, la estupidez de Concepción Landarete, un cierto
repudio de la sociedad, los propósitos de Pimienta, eran su parte
en el drama, que tanto la había afectado, coincidiendo con su
ausencia del comulgatorio. Por eso fray Gervasio le dijo una maña-
na, antes de la misa:
¿Os da miedo confesaros?
Es tanta mi pena, Su Reverencia.
-Pues sólo la Gracia de Dios os podrá curar.
Desde aquel momento, se redoblaron las angustias de Inés, pues
había de añadir a su conocimiento del crimen el miedo a la confe-
sión. Si se sometía al sacramento de la penitencia, debería confesar
sus conversaciones con Jorge Voto, su plan de casarse con el asesi-
no del esposo, su hipocresía... "No, no, no" —se d e c í a - . "Todo
menos eso". Pero " E s o " era el meollo de su confesión y sin confe-
sión no podría acercarse a la eucaristía y sin comunión daría públi-
co testimonio de que algo la apartaba de la Sagrada Mesa. Pero si
se confesaba sin decirlo todo y, luego comulgaba, podría caer en
el peor de los pecados: el sacrilegio. Mejor sería huir, pero, enton-
ces se rompería el plan de Jorge y nunca volvería a acostarse con el
hombre que se había jugado la vida - y el infierno- por ella, sólo
por ella. Maldita sea, —se dijo poniendo las manos sobre el sexo,
escondido entre las piernas cerradas -. Inés se adormiló entrándole
a la mente el cuadro de las últimas noches: un Pedro de Avila
ensangrentado pero no por las estocadas recibidas sino por los
gajos de su látigo y, al mismo tiempo, arriba, en el aire colgado de
un árbol, el rostro de fray Gervasio y unas manos enormes llevan-
do un confesionario lleno de pecados en forma de culebras cayen-
do en su cuerpo. Presa del terror, Inés gritó, gritó con fuerza y se
despertó al oír golpes en la puerta de su aposento. Era la Torralva
Próspero Morales Pradilla
128
decidida a entrar rompiendo los cerrojos, ante los atroces gritos
de Inés, quien abrió la puerta, volvió a la cama y entonces, sólo
entonces, se dio cuenta de su desnudez. L a Torralva la arropó con
una sábana y le dijo:
—Le traeré agüita de yerbas para borrar su pesadilla.
Por aquellos días, Juanita se sintió con calenturas y muy indis-
puesta, solicitando para su remedio la presencia de don Diego de
Pimienta, la única persona conocedora de medicinas en Carora,
cuya llegada a casa de ias Hinojosas lo excitó como si entrara a un
sitio de malas mujeres, presididas por el diablo. Pero se considera-
ba obligado a asistir a los enfermos fuesen flacos y desmirriados
como fray Gervasio o envueltos en buena carne como las Hinojo-
sas. Pimienta reconoció a Juanita, explicándole previamente cómo
le era indispensable tocar algunas partes del cuerpo en busca de los
males, lo cual entendió la enferma con suprema inteligencia, some-
tiéndose sin ninguna objeción a pesar de que éste tuvo necesidad
de oprimir los senos, auscultar las nalgas, colocar el oído en el
pecho y pasarle la lengua por las orejas, dentro de absoluto rigor
científico. No prescribió ninguna medicina, pero prometió volver
al día siguiente, recomendando, eso si, una alimentación sana con
abundancia de leche, además de la aplicación de bálsamos en la
parte central del cuerpo. A Juanita la mejoró mucho esa primera
visita del sabio amigo, abriéndole el apetito y fortaleciéndole el
ánimo, mientras Inés trataba de definir el problema de la confesión,
inclinándose en favor de su inocencia pues, en estricta verdad, ella
dormía cuando "alguien" cometió el crimen, nunca obligó a nadie
a cometerlo, ha sufrido una viudez estoica y las confesiones deben
referirse a los propios pecados y no a los de otras personas. Claro
que ella había cometido adulterio con Jorge Voto y ese era un
pecado propio, pero no hay ninguna relación entre acostarse con
un hombre y los crímenes que tal hombre pueda cometer fuera del
lecho común. ¿Sería la única adúltera en Carora? En estos tiempos
de conquista y nuevos asentamientos es muy difícil conservar las
fidelidades de la Edad Media cuando se usaban los cinturones de
castidad. Además Pedro le era infiel con su sobrina. Y algo había
pasado en la casa cural, según la Torralva. Fugarse, no, no podía
fugarse, porque las sospechas podrían llegar a Pamplona y perjudi-
car todo el plan. No confesarse sería tan peligroso como huir. Inés
había hecho la Primera Comunión en Nueva Segovia, vestida de
blanco, llevada del brazo de don Fernando, como una novia. Desde
entonces sabía mucho de pecados, pues en la preparación aprendió
r

Los pecados de Inés de Hinojosa

asuntos reservados a los mayores hasta confesar el delito de estu-


pro, por falta de precisión en las enseñanzas de los frailes a los
nuevos comulgantes. Un adulterio... Bueno, fray Gervasio entende-
ría. Pero el asesinato de Pedro de Avila... ¿Cuántas estocadas?
Muchas, por delante y por detrás. No, eso no podría confesarlo, no
debía confesarlo, ella nunca había tenido un estoque en sus manos.
E l crimen era de otro. A Jorge le correspondía confesarlo, pero no
a ella. Además el confesor entendería una sospechosa demora por
causa del adulterio y la absolvería. ¿Y el propósito de enmienda?
Bueno, eso sería después. Pero no ahora, había que hacer la confe-
sión de sus pecados y la muerte de Pedro no era pecado suyo, sino
de otro.
Esa tarde, Inés se sentó ante el escritorio de Pedro, colocó la
carta de Jorge a la derecha y la respondió así:
"Tomo la pluma para dirigirme a vuesa merced y agradecer
desde el fondo de mi corazón las hermosas palabras que dedicáis
a vuestra Carora y a sus gentes. Pero, señor m í o , las nove-
dades desde vuestra ausencia son muchas y requiero para contá-
roslo la inteligencia de los sabios, y vos sabéis que quien esto
escribe es una humilde mujer, ahora sumida en el más profundo
dolor. No sabéis, respetado- señor, la pena que me embarga
porque paréceme que el sol se ha ocultado en Carora y sólo exis-
ten nubes negras que enlutan mi soledad. Porque debéis saber,
señor m í o , que os habla una viuda. Sí, soy una viuda inconsola-
ble desde que la vida de mi amado esposo fue segada a estocadas
por aquel cruel asaltante. Os lo digo: don Pedro de Avila dejó de
respirar cuando al salir de una de sus acostumbradas veladas al
lado de hidalgos caballeros, alguien con alevosa perversidad segó
su vida.
"Las autoridades han buscado inútilmente a los asesinos
porque mi corazón atravesado por el dolor, me dice que fueron
varios los que atacaron a don Pedro hasta causarle la muerte. Sé,
conociendo vuestra bondad y las virtudes que os adornan, que
de haber estado en vuestra Carora, hubierais acompañado en
esta desgracia a la viuda de quien fue vuestro leal amigo, y
a doña Juana, mi sobrina, sumida también en esta pena impon-
derable. Las extrañas circunstancias en que falleció el que fue
mi esposo (perdonad este borrón causado por las lágrimas que
caen de mis ojos) han producido santo temor en todos los ha-
bitantes porque debéis saber que de madrugada ese aciago día,
la señorita Concepción Landarete, se topó con el cadáver de
130 Próspero Morales Pradilla

quien en vida se llamó don Pedro de Avila, y quedóse tiesa con


tamaño susto que le fue imposible gritar para dar voces de aler-
ta, y la tal señorita entróse a la iglesia en la que se encontraban
los fieles de la misa de cinco, rezada por fray Gervasio de la
Consolación, santo varón que de veras ha dado consuelo a mi
alma conturbada por la viudez. Como os lo decía, la señorita,
atembada por lo que había visto y que la dejó sin voz. con gran-
des aspavientos señaló hacia el lugar del infausto hallazgo y así
topóse el cadáver del buen don Pedro, a quien lloro día y noche.
"Para no cansaros con tan larga epístola, os diré que a tantas
penas se ha agregado la aparición de Satanás en el alero de esta
vuestra casa, según dijo la señorita Concepción, que además de
encontrarse con el difunto, vio al malvado demonio, que no ha
vuelto de su infernal morada gracias a los rezos de fray Gervasio
y al agua bendita que se ha vertido en este lugar.
" A l agradeceros vuestra hermosa epístola, soy gustosa al des-
pedirme como vuestra más sincera servidora y amiga en Cristo.
Inés de Hinojosa".

Entre las adoratrices de doña Pantea. Fernanda de Albarrecio


era una de las más maduras no sólo por su triste viudez, sino por
los muchos viajes de su vida, entre los cuales se contaba una visita
a la antigua Hunzahua, llamada ahora Tunja. Jorge Voto descubrió
en esta dama un espíritu bien dispuesto a la conversación y cierto
anhelo de estar por encima de ias habladurías pamplonesas. Fernan-
da se preocupó por los asuntos de Jorge y una tarde llegó sobresal-
tada, buscándolo casi descaradamente para entregarle una carta
llegada de la Gobernación de Venezuela. Jorge la recibió y después
de leerla le dijo:
—Perdonadme, mi doña Fernanda, pero deseo compartir con vos
una carta que me llegó de Carora.
Y tomando a Fernanda por los brazos, le entregó el sobre de
Inés de Hinojosa. Ella lo rechazó, pero él insistió:
—Leédla, por favor. Me haréis bien y justicia.
Como apareciera doña Pantea, Fernanda arrebató la carta, la
guardó en su seno, se cobijó con la mantilla y se despidió:
— Adiós, señor Voto.
-Hasta mañana, doña Pantea.
Los ojos de Fernanda, mirando a Jorge, indicaron complicidad,
pues en estos días se ha progresado mucho en el lenguaje sin
palabras.
Los pecados de Inés de Hinojosa 131

Esa misma noche. Jorge escribió a Inés:


"Vuestra terrible carta informándome sobre la atroz muerte
de mi amigo, casi mi hermano, don Pedro de Avila, vuestro
esposo, me ha llenado de reflexiones y nostalgias. Las primeras
tendientes a comprobar lo efímero de la especie humana y de
sus mezquindades ante los designios del Señor; y las segundas al
pensar en vuestra inmensa pena y cómo la distancia no me ha
permitido postrarme ante vos para manifestaros mi solidaridad,
mi amistad bien probada, mi infinito aprecio, dignísima doña
Inés, sol de todos cuantos hemos sido testigos de vuestra noble-
za de corazón, de vuestra dulcedumbre y de vuestra belleza.
" A q u í me tenéis anonadado por la muerte del amigo y la
viudez de su esposa, tanto más dura e inverosímil por la calidad
de vuestras virtudes y vuestra lozana juventud. Quisiera volar
como los ángeles para posarme cerca de vos, en la sala donde
iniciamos las clases de doña Juanita, a quien, desde luego,
presento también mi honda condolencia. Todo es oscuro y
triste, ahora: desde las densas nubes de estas altas montañas
hasta los rincones de mi pobre aposento sujeto a la amargura de
su dueño.
"¿Qué puedo hacer para consolaros, nobilísima doña Inés?
¿Cómo dominar las distancias para colocar, mi sombra a vuestros
pies? ¡Oh alucinaciones, oh tormentos, oh angustias! Dejadme
llegar a vuestra presencia, así sea con este luctuoso papel, para
expresaros la hondura de mi sufrimiento al no poder quitaros
vuestra pena para hacerla sólo mía, impidiéndoos el dolor que
ahora os envuelve tan injustamente.
"¿Queréis saber de mí? Pensad én vuestra nostalgia, en vues-
tro luto, en vuestra desesperación ante lo irremediable, multipli-
cadlo por mil, y sabréis de mi desgracia por las crueldades que
os atenazan.
"No deis crédito, señora mía, a las locuras de la pobre doña
Concepción Landarete, quien posiblemente traía esta dolencia
de tiempo atrás. E l Maligno sólo aparece en trances de oprobio
y debe andar a la zaga de quienes propinaron muerte infame a
nuestro querido Pedro de Avila. Vos sois libre de toda culpa,
como lo ha proclamado Carora entera encabezada por fray
Gervasio de la Consolación, varón santo como pocos.
"Tenedme al tanto de vuestra vida y de la curación de vues-
tras penas para compartir con vos, por intermedio de nuestras
epístolas, nuestras mutuas angustias.
132 Próspero Morales Pradilla

"Ponedme a los pies de doña Juanita y aceptad mis amistosos


brazos tendidos hacia vos,
Jorge Voto".
Cuando esta carta se fue en el correo de Pamplona a Carora,
Fernanda de Albarrecio llegaba a la reunión de las adoratrices
antes de tiempo para entregar a Jorge, debidamente doblada y
doblemente perfumada, la de Inés, cuyo sobre quedó unos segun-
dos entre la mano que entregaba y la que recibía, estableciéndose,
de hecho, una amistad apenas insinuada hasta entonces. A pesar de
la presencia de doña Pantea, Fernanda, con forzada sonrisa angeli-
cal, prometió:
—Rezaré por vuestras intenciones, don Jorge.
Ante tal imprudencia, Jorge tuvo una de sus famosas y audaces
decisiones:
—Os ruego, doña Pantea -dijo— leer esta carta.

E l día de San José recibió Inés de Hinojosa la segunda misiva de


Jorge Voto, fijándose en frases oscuras para otros lectores: "Oh
alucinaciones, oh tormentos, oh angustias...". "Vuestra lozana
juventud"... "No deis crédito a las locuras...". "Tenedme al tanto
de vuestra vida...". "Vos sois libre de toda culpa...".
Sí - p e n s ó - soy libre de toda culpa. Así podré confesarme y
salir del asedio de las beatas y las suspicacias del fraile. E l adulte-
rio, el adulterio es el problema y es un problema m í o . Pero nadie
ha dicho cuáles son las palabras usables en el confesionario.
Inés de Hinojosa comenzaba a tener un concepto demasiado
flexible de la confesión, desechaba todo lo concerniente a la muer-
te violenta de su marido en gracia de que ella dormía a la hora del
asesinato. A l mismo tiempo, el adulterio podría ser presentado
como un noviazgo ocasional, una tentación en su propia casa, unas
lecciones aprobadas por su marido, el fuego de los instintos o los
ataques del mundo, el demonio y la carne, sin precisar cómo triun-
fó el enemigo.
La carta de Jorge le dio fuerza para tomar la decisión y, aprove-
chando la fiesta de San José, hizo fila en el confesionario, temblan-
do, cubierta la cara con la mantilla, visible únicamente la punta de
la nariz, caminando como penitente hacia el reclinatorio y dispues-
ta a ser pura, otra vez, de cualquier manera. Inés de Hinojosa, a
la vista de amigos y enemigas, se postró en el confesionario y
cumplió las obligaciones del sacramento de la penitencia, sometido
al sigilo, lo cual ha impedido saber, inclusive a las mujeres más
Los pecados de Inés de Hinojosa 133

suspicaces de Carora, de qué hablaron fray Gervasio e Inés aquel


19 de marzo de 1564. Sólo la Torralva vio. en la misa, temblar la
mano derecha de fray Gervasio al momento de depositar la hostia
en la lengua de Inés.
Entre Inés y Juanita de Hinojosa había caído una especie de
velo tras la muerte de Pedro. Ninguna de las dos lograba sentirse a
gusto con la otra como en tiempos del primer ungimiento, cuando
ambas se abandonaban a cuanto los instintos y la ocasión quisieran
depararles. Hablaban, es cierto, guardaban un frente común ante
los vecinos. Pero Inés tenía demasiados borrones en la mente para
poder salir de sus terribles preocupaciones y Juanita era víctima de
desconfianza y angustia. E n realidad, no imaginaba quién o quié-
nes hubiesen dado muerte a Pedro de Avda. Acaso seguía, mental-
mente, las mismas sospechas del Corregidor Mosquete. Sin embar-
go, nunca llegaba a ningún sitio, echando de menos al único
hombre que había sido suyo. Se contraía al pensar en la muscula-
tura de Pedro, en sus fuertes brazos, en sus besos. Disculpaba su
manía de azotar a las mujeres, prefiriendo los latigazos a la ausen-
cia definitiva. Juanita se apartaba de las caroreñas, más apacibles y
conformes tuviesen o no marido, porque en pocas hembras de
Tierra Firme había prendido con tanto denuedo la pasión de las
españolas como en esta mujer. Juanita, en tan doloroso período,
volvió los ojos hacia Diego de Pimienta y lo deseaba, pero también
quería romper el velo que la separaba de Inés, descubriéndole la
totalidad de sus secretos. Entregada a estas furias interiores, frente
al espejo de su aposento, donde se reflejaba una maceta de flores
amarillas, Juanita vio a la Torralva.
—Me asustas, mujer —le dijo.
— ¿Yo? Y o no asusto a nadie. Son los fantasmas...
— ¿Qué dices?
—Digo: los fantasmas asustan, sobre todo si se les conoció vivos.
— ¿A qué te refieres, mujer?
—A nada que Vuesa Merced no sepa.
— ¿Hablas de Pedro de Avila?
—Vuesa Merced lo sabrá.
—Déjate de misterios, Torralva, y dime quién lo mató.
- N o la entiendo a Vuesa Merced.
—Habla, mujer.
- S i Vuesa Merced lo sabe no necesita preguntarlo y si no lo
sabe no necesita saberlo.
L a Torralva se esfumó. Juanita no se dio cuenta cabal si había
134 Próspero Morales Pradilla

hablado con una figura del espejo c con la verdadera Torralva.


Optó, entonces, por definir el asunto con su tía, quien escribía la
siguiente carta:
"Respetado don Jorge Voto:
"Su condolida epístola llegó a mis manos, precisamente en la
fecha en que se cumplían seis meses del fallecimiento de mi
esposo q.d.D.g.. y sus sentidas palabras fueron un remanso para
este mi corazón atormentado.
" E s un consuelo saber que a pesar de la distancia existen ami-
gos como vuesa merced, que nos acompañan en el dolor con la
sinceridad de nobles corazones como el vuestro. Comprendo
vuestro estupor al enteraros por medio de mi carta del vil
crimen cometido por torpes manos en la noble existencia del
caballero que me desposó y con quien compartí mi destino, y
que siempre fue vuestro fiel amigo, encontrando en vos corres-
pondencia. Estoy cierta de que vuestro dolor es una prueba de
vuestra lealtad y os agradezco de la mejor manera.
"De esta ciudad, nada nuevo tengo que contaros porque debi-
do a mi riguroso luto, por el que permanecen todas las ventanas
y las puertas de esta casa cerradas con lazos negros en los alda-
bones, no salgo a la calle sino para visitar la iglesia y cumplir mis
deberes de cristiana asistiendo a la misa de primera hora. De mi
salud, os contaré que se ha visto afectada y sufro de calenturas y
palpitaciones, ias que según la Torralva, son producidas por las
vestiduras negras propias de una viuda inconsolable como la que
os escribe. De Juanita os diré que su carácter ha cambiado desde
la muerte de su amoroso tío y se la ve entristecida, evitando mi
compañía y evadiendo charlar como antes solíamos. Apreciado
don Jorge Voto: todo es desolación y tristeza en esta casa que
ahora se me hace desapacible y oscura.
"Espero que vuestra permanencia en tierras tan lejanas como
las del Nuevo Reino, sea del todo feliz y que encontréis buenas
compañías que os deparen contento. Don Sancho del Castillo,
hidalgo español que visitó a mi difunto esposo, decía que las
mujeres de esas latitudes eran muy bellas. ¿Pensáis lo mismo
que ese caballero señor don Jorge? Contadme de estas cosas y
de muchas más para endulzar un poco mi soledad y mi aleja-
miento de todo lo mundano porque parece que en esta vuestra
Carora hasta el Maligno se hubiese retirado, porque doña
Concepción Landarete continúa asilada en Nueva Segovia y a
nadie más ha osado aparecerse.
Los pecados de Inés de Hinojosa 135

"Espero, amigo m í o , que no os olvidéis de quien esto firma,


llevado por nuevos vientos y nuevos pensamientos en Pamplona,
olvidando quizás aquellos tiempos en que vos tañíais la vihuela,
lo que yo también hacía para veros danzar tan prodigiosamente.
Eran tiempos en que la desgracia no había arribado a esta casa y
que yo recuerdo con nostalgia sobre todo al leer vuestras bellas
páginas que me han emocionado y admirado por la literatura
que empleáis con tanto garbo. Me apena no corresponder en
igual forma pero no tengo vuestra sabiduría, ni conozco muchas
de las palabras que vos usáis con tan rico lenguaje. Sea esta la
oportunidad para expresaros mis sentimientos de amistad y
reconocimiento.
Inés de Hinojosa".

Cuando la segunda carta de Inés llegó a su destino. Jorge ya


había organizado el coro de las adoratrices, Fernanda de Albarre-
cio era solista, Rodrigo Zaino ayudaba al Padre Basilio en menes-
teres de la casa cural y don Ortún Velasco le daba confianza al
permitirle conversar con un Justicia Mayor, cuya fama de severo
corría parejas con sus muchos conocimientos. Don Ortún había
leído la primera carta de Inés comentada ampliamente por Jorge.
Así el Justicia Mayor t e n Í 2 completa información sobre la perso-
nalidad de Pedro de Avila y el monstruoso crimen de que fue
víctima en las calles de Carora. Recibida la segunda carta en la sala
de correos vecina al despacho de don Ortún. Jorge la leyó e. inme-
diatamente, llamó a la puerta del Justicia Mayor.
—Permitidme presentaros mi saludo, señor Justicia Mayor.
—Bienvenido, señor don Jorge, —respondió Ortún Velasco con
gesto cortesano y enfundado en ropajes negros.
-Tengo nuevas de Carora.
- O s felicito, don Jorge. ¿Son de la misma dama?
- S í . señor. ¿Queréis leer su carta?
—Con una vez. basta, estimado amigo. Las cartas sólo son escri-
tas para el destinatario. Pero aprecio la simpatía de vuestra suge-
rencia.
—Esa pobre doña Inés continúa desolada por la atroz muerte de
su marido. Y a fe que Carora no es un buen marco para reponerse
de tantos sufrimientos.
— ¿Por qué?
—Porque es andar con la pena por los mismos corredores, los
!36 Próspero Morales Pradilla

mismos aposentos y las mismas calles donde fue de brazo con la


felicidad.
—Al oíros - a p u n t ó O r t ú n - siéntome entre lo principal de
Sevilla, pues vuestras palabras tienen la fortuna de encajar como
las piedras de un monumento.
—Me ponéis vanidoso, señor don Ortún. Sólo vuestra generosi-
dad puede dictar tantas benevolencias.
Y así pasaban las horas abrumándose a elogios mutuamente para
beneficio de Jorge Voto, quien seis meses después de su llegada a
Pamplona ya contaba con la amistad del Justicia Mayor, la bendi-
ción del padre Basilio Beltrán y ciertas debilidades de las adora-
trices, sin mencionar la fiebre que enardecía a las criadas si el
ilustre músico les deparaba el honor de un saludo sonriente. Así
cuando Rodrigo Zaino pensó en voz alta y se refirió a Pedro de
Hungría como rufián que pasó por Carora antes del crimen, los
pamploneses relacionaron el asesinato de don Pedro de Avila con
el nombre de Pedro de Hungría sin mayor convicción, pero como
una coincidencia.
Y a en su aposento, tras la plática con el Justicia Mayor, Jorge
releyó la carta de Inés y anotó las siguientes frases:
"Esta casa que ahora se me hace desapacible y oscura...". "...
parece que hasta el Maligno se hubiese retirado...". "Mis sentimien-
tos de amistad y reconocimiento".
Jorge ya estaba cierto de que ninguna sospecha caía sobre él,
pero según lo acordado con Inés, sus cartas debían ser cautas y,
escritas para ser leídas por cualquiera. Con el recurso del pésame,
como habían iniciado su epistolario, poco a poco, de manera
normal entre un hombre soltero y una viuda, irían transformando
el lenguaje luctuoso en frases de amor. Se trataría de un amor
recién nacido, un amor por escrito, sin antecedentes en la práctica.
Jorge estaba adorando a Inés no sólo por el cumplimiento de sus
promesas y la esperanza de volverla a tener consigo, sino por la
inteligencia, casi sabiduría, como redactaba cartas milagrosas,
llenas de indicios precisos, de noticias necesarias y de amor escon-
dido. Todo estaba saliendo a la medida de los anhelos y su acción
había resultado tan atinada que, en este punto y hora, ya nadie lo
inculparía del crimen y, a la vez, se acercaba a la unión definitiva
con la viuda del asesinado. No le hacía gracia el gesto de Pedro de
Avila al aparecérsele en las madrugadas, chorreando sangre y con el
índice acusador contra la almohada. Pero, despertándose, movía la
cabeza, se la rascaba con fuerza, se levantaba a orinar y volvía con
Los pecados de Inés de Hinojosa 137

el pene entre las manos pensando en Inés como si no hubiera pasa-


do nada y él fuese el novio de una mujer exquisita, cuyo cuerpo
pronto volaría desde Carora hasta su cama.
Tomó la pluma prestada por doña Pantea, la mojó en un tintero
de cristal con forma de góndola, regalado por las adoratrices, y
escribió:
"Pamplona, 17 de mayo de 1564
Para doña Inés de Hinojosa
Carora.
"Dignísima y noble doña Inés:
He quedado largo tiempo pensativo después de leer vuestra
carta y si bien el hecho de recibir vuestras noticias era motivo
de alegría para quien tanto recuerda vuestra sencillez y simpa-
tía, la soledad que pintáis y el riguroso luto de vuestras ropas
me indican la hondura de la desolación a la cual os referís con
tiento y valor. Permitidme, al menos, ponerme a vuestra dispo-
sición sin condiciones. Ordenad, virtuosísima señora, y os obe-
cederé, tanto si deseáis mi regreso a Carora para acompañaros
con mi vihuela como si tomáis otra determinación, de acuerdo
con vuestra conciencia y el muy acertado juicio de doña Juani-
ta, vuestra sobrina, cuyos pies beso. Quizá un cambio de clima,
pudiera mitigar vuestros sufrimientos, sobre todo los físicos.
Por cierto, en Pamplona se disfruta de una temperatura benigna:
frío en las noches y una cierta tibieza cuando los rayos del sol
iluminan las montañas y caen sobre las casas de esta ciudad
hidalga como pocas, donde una sociedad cristiana y temerosa de
Dios sigue los ejemplos y las prédicas del padre Basilio Beltrán,
nuestro párroco principal, como ya os lo había referido. En
pocos lugares del ancho mundo se han reunido, como en Pam-
plona, gentes más agradables, acogedoras, respetuosas y llenas
de virtud. Esto es un remanso para las fatigas y me atrevo a
pensar en que una persona sensible como vos, sometida a los
padecimientos de vuestra viudez y con necesidad de sosiego,
podría recuperar, aquí, alguna parte del deseo de vivir.
"Por eso he sonreído al leer, en vuestra carta, que en el Nuevo
Reino podría encontrar "buenas compañías que os deparen
contento". E n verdad, he hallado muy buena compañía, en un
sentido cristiano y evangélico, desde la sabiduría de don Ortún
Velasco, hasta las bondades de las damas adoratrices. Pero el
"contento" sólo pueden depararlo almas predestinadas como
la vuestra, cuya gracia se refleja en un rostro inolvidable para
138 Próspero Morales Pradilla

quienes, como yo, hemos tenido la fortuna de verlo un día y de


guardarlo, para siempre, en lo más íntimo del ser.
"No sólo no lo olvido, señora mía, sino que vuestro recuerdo
permanece inseparable de mi mente, a la espera de un milagro,
cual sería el volveros a ver, a oír vuestras palabras, a percibir
vuestro perfume, a poder depositar un beso en vuestras manos
con el respeto debido a persona tan principal como vos y a
mujer tan delicada como lo ha sido la escritora de la epístola
que respondo.
"Contestadme pronto, os ruego, decidme cuanto creáis
prudente desde el fondo de vuestro corazón y servios mandar
a vuestro amigo más fiel, que se pone a vuestros pies.
Jorge Voto".
Se frotó las manos, hizo el sobre, colocó la carta sobre el bargue-
ño para encomendarla al próximo correo y tocando la vihuela,
entonó una gallarda llamada "Flores para la dama del rendido
corazón".

A oídos de fray Gervasio de la Consolación llegó la conseja,


propalada por la Torralva, según la cual el Maligno visto por
Concepción Landarete, a raíz del asesinato, no era tal sino Pedro
de Hungría. E l Jueves de Corpus, en una de las estaciones de la
procesión, le pareció ver a su antiguo sacristán, pero prefirió poner
los ojos en el altar lleno de plantas frescas y concentrarse, luego,
en la eucaristía para aliviar su mente de sospechas, provenientes de
la servidumbre. Sin embargo, esa noche, habiendo transformado
las oraciones en pensamientos mundanos, recordó la figura del
hombrecillo de la segunda estación, cerca de la casa de Concepción
Landarete y lo reconstruyó como si fuera un rompecabezas, resul-
tando de tal ejercicio el rostro y la plebeyez de Pedro de Hungría.
¿Nadie más lo habrá visto? ¡Imposible! Carora es pequeña y la
asistencia a la procesión había sido escasa. Quizá no fuera Pedro de
Hungría. Sometido, como estaba, a la liturgia, no podía detenerse
a mirar a una persona determinada. E l fraile, no obstante, pensó en
algo que no se le había ocurrido antes: ¿Cuánto tiempo transcu-
rrió entre la fuga de Hungría y la muerte de don Pedro de Avila?
Del gran bolsillo de su hábito sacó un pañuelo y se lo pasó por la
frente para secarse el sudor causado por el peligro de sus conjetu-
ras y el clima de Carora. E l pañuelo se ennegreció como si el fraile
estuviese tiznado de pecados. Miró la mugre de su frente reflejada
Los pecados de Inés de Hinojosa 139

en el pedazo de tela, se postró ante el Crucifijo de la sacristía y.


apartando la idea de haber visto a Hungría, rezó e! '"Yo pecador".
Pero, al día siguiente, continuaba pensando en el feligrés de
la segunda estación con la horrible cara de Hungría. No pudo,
después de misa.reprimir la tentación de decirle a doña Catalina de
Lugo:
— ¿Habéis sabido algo de Pedro de Hungría?
Doña Catalina miró al párroco, movió los labios, pero no habló.
Simplemente, se santiguó: en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo.
Diego de Pimienta fue la primera persona que comentó, en
presencia de Inés, las habladurías, sobre Pedro de Hungría. Habien-
do salido de boca de fray Gervasio, según se lo aseguraron, ya toda
Carora relacionaba, de alguna manera, el asesinato de don Pedro de
Avila con la sombra de Hungría vista por Concepción Landarete al
volverse loca.
-Dizque Hungría estaba en Carora el día de la muerte de don
Pedro, -fue el comentario de Pimienta en la sala de las Hinojosas,
donde examinaría a Juanita como médico improvisado.
— ¿Entonces, él lo mató? —preguntó la enferma.
—Eso no se sabe, pero que rondaba, rondaba.
— ¿Y alguien lo vio? —interrogó Inés.
—Al parecer, Concepción Landarete.
— ¿La loca?
-Pues habló del Maligno y dijo haberlo visto en el tejado de esta
casa.
—Locura, —anotó Juanita.
-Pero extraño, ¿verdad?-insistió Inés.
—Sí, es extraño - c o n t i n u ó don Diego— porque nadie, en nues-
tra sociedad, quería mal a Pedro de Avila. Pero sólo uno de esos
malditos esbirros de Lope de Aguirre podría causar tanta pena.
—Posible, muy posible —anotó Inés, a lo cual Juanita agregó:
—Un villano comete villanías y a fe que el tal Pedro de Hungría
lo es.
—Me preocupa —siguió luego Inés— que de ser ciertos vuestros
informes, el tal Hungría ande cerca y peligremos las personas de la
familia.
—Tranquilizaos, —aconsejó Pimienta.
—Pero sería mejor prevenirnos, porque un desalmado del tirano
Aguirre es capaz de las peores fechorías.
Así, envuelta en comentarios de mucha gente principal, la nueva
140 Próspero Morales Pradilla

pista quedó a la orden del Corregidor don Pablo de Mosquete,


quien puso la diestra sobre la empuñadura de su espada y, alzando
los pies al sentirse, nuevamente, alto y firme, dijo ante sus compa-
ñeros de juego en casa de los Alonsos:
—Voto al Diablo que el asesino de don Pedro caerá esta vez, en
mis manos, o no me llamo Pablo de Mosquete y Montemayor.
—Sosegaos, —dijeron los contertulios— sentándose a la mesa de
juego y comenzando a repartir el naipe, como en la terrible noche
del crimen, pero, ahora, con el temor en el pellejo de los jugadores.
E n "el patio de atrás", bordeado de buenas plantas medicinales
y algunas flores, la Torralva se bañaba a la intemperie, sacando
agua de una palangana y echándosela sobre el cuerpo enjabonado
gracias al fruto del totumo. L a Torralva, desnuda, era una mole de
carne, de la cual surgía la cabeza con una cabellera negra, desatada
sobre la espalda. Para verse el pubis tendría que agacharse, pues las
grandes tetas caídas sobre el abultado estómago impedían la vista
directa. Aquel cuerpo brillaba bajo el sol con las gotas de agua
demoradas en los redondos hombros y en los gruesos pezones. L a
Torralva, despreocupada, sabía, a su manera, quien había dado
muerte a Pedro de Avila, pues al pasar la noche del crimen frente a
la casa de Concepción Landarete vio en el suelo un bulto y ese
bulto respiraba. Además, su ama estaba muy nerviosa —la vio
morder servilletas, comerse las uñas y sudar en exceso— sin motivo
conocido. Su ama sabía mucho, pero no era prudente preguntarle
nada. Bastaba la gran sospecha de advertir cómo los únicos ganan-
ciosos con la muerte de Pedro eran Inés y Jorge Voto. L a Torralva
tomó una sábana doble y se secó el cuerpo, haciendo pata de gallo
para pasarse la tela por una y otra pierna. Ella callaría sus sospe-
chas, pues nada podía probar y no era amiga de meterse en nuevos
problemas después de haber olvidado la vida con Elvira de Aguirre,
bajo la fiereza del peor de los padres, el famoso tirano, su amo y
señor hasta la muerte de la niña. Pero si, por cualquier motivo,
doña Inés de Hinojosa no la tuviese en cuenta para mejor estar,
quizá ella recordaría, ante el Corregidor, las sospechas y, acaso, las
visitas de don Jorge a la alcoba de la viuda cuando tenía marido.
Y a vestida con una saya negra, pues la Torralva también estaba de
luto, se rió pensando en el juego inventado por las criadas para
enredar en esto a Pedro de Hungría, quien prefirió una india de las
peores a las buenas españolas asentadas en Carora. A l ser llamada
por Inés para ordenarle la compra, respondió:
Los pecados de Inés de Hinojosa 141

—Mandad. Vuesa Merced, que yo siempre estaré a vuestro lado


como vos me honráis con vuestra confianza.
—No lo dudes Torralva.
—Dios me ampare de ser ingrata con persona que tantos benefi-
cios me ha dado y me dará.
Inés encargó pan dulce, bálsamo, tres empanadas, cacao y
rancho de pescado. Luego, tomando una oreja de la Torralva con
su mano derecha, le indicó cariñosamente:
—Anda, mujer, corre...
Estando Juanita repuesta, las Hinojosas se sorprendieron cuando
el viernes después del Corpus llegó a su casa don Diego de Pimien-
ta vistiendo jubón negro, calzas del mismo color y sombrero de
pluma oscura, como si hubiera comprado indumentaria de luto,
acaso para demostrar solidaridad con la viuda y su sobrina. Tras
el besamanos de rigor, Pimienta explicó:
-Quisiera hacer el último examen a Juanita para comprobar su
completa recuperación.
- Y , ¿Por qué estáis de negro?, - p r e g u n t ó Juanita.
- E s t o y , simplemente, a la usanza de Su Majestad el Rey Felipe,
a quien Dios guarde. He recibido noticias de España, según las
cuales toda la corte viste de negro para acompañar al Rey en sus
gustos.
— ¿Cartas recientes? —interrogó Inés.
—Recientes, señora mía. Pero no tan frecuentes como las que
vos recibís.
-¿Queréis leer las mías?
—Gracias, doña Inés, pero prefiero abstenerme de ello para no
mostraros las mías.
- ¿Son muy graves?
—Muy lejanas y, por consiguiente, evocadoras. ¿Y las vuestras?
—Cartas de pésame.
—Perdonad.
Inés se retiró para bajar la tensión de sus nervios, mientras Jua-
nita y Pimienta se sentaban en el mismo sofá de la sala donde
Jorge e Inés comenzaron sus amores. E l visitante le tomó el pulso
en una mano y en otra. Luego en el cuello y, finalmente dijo:
—Debo escucharos el corazón, si no os importa que ponga mi
oreja derecha sobre él.
—Si es vuestro deber...
Pimienta puso el oído sobre el seno izquierdo de Juanita, rete-
niéndolo allí para mejor escuchar los latidos del joven corazón, lo
142 Próspero Morales Pradilla

cual era propio de las exigencias de la medicina. Lo impropio,


acaso, fue tomarle prisioneras las manos, subir la boca hacia el
cuello y besarle la quijada.
Juanita no pudo protestar, porque regresó Inés comentando:
— ;,La encontráis bien?

Como Jorge Voto ya estaba seguro de su prestancia en Pamplo-


na y su comportamiento era natural, comenzó a pasearse tranquila-
mente por las calles e, inclusive, a apartarse de los linderos de la
ciudad llegando a orillas del río, en cuyas riberas soltaba pensa-
mientos mientras veía pasar la corriente hacia el norte. Todo le
resultaba ventajoso y amable, menos lo relacionado con su virili-
dad, porque la última mujer con la cual había yacido era Inés de
Hinojosa, encantadora, desde luego, pero la flaca condición huma-
na, en veces muy gorda, lo atenazaba frente a las faldas. L a absten-
ción obligatoria, en favor de su nuevo prestigio, le producía terri-
bles dolores genitales en medio de las adoratrices y cada noche
sufría su soledad oyendo casi la respiración de Pantea, apenas sepa-
rada de él por una tapia y 16 siglos de prejuicios. Pero como la
suerte siempre había sido su aliada en estos lances, una tarde al
llegar al río para dominar sus angustias con el ejercicio, vio a Marti-
na, la sobrina del panadero, jugando con piedrecillas de un color
que no tiene importancia. Ella lo miró y le dijo:
—No podréis asustarme, don Jorge, porque yo os vi primero.
—Hermosa, cuan hermosa estáis, Martina.
— ¿Sabéis mi nombre?
— ¿Quién ignora el nombre de la moza más bella de Pamplona?
—Por favor, don Jorge.
Dócilmente, ella aceptó la mano de Jorge y ambos se sentaron a
la orilla del río.
— ¿Sabéis, don Jorge, Y o ya os había visto venir al río. ¿En qué
pensabais?
—En ti, criatura.
— ¿En mí, señor?
- E n ti...
—Bondad vuestra.
Tan fácil como la india de Pedro de Hungría fue hacer suya a la
sobrina del panadero, quien ya estaba emocionada cuando Jorge le
levantó las faldas y la penetró rápidamente para no dejar su semen
fuera del sitio indicado por la naturaleza.
Ciertamente, Pamplona era una buena ciudad.
Los pecados de Inés de Hinojosa 14?

En Carora, tan pronto como Pimienta se marchó, enardecido y


dispuesto a continuar el tratamiento, Inés, comenzó a escribir:
"Distinguido señor don Jorge Voto:
"Con todo gusto me dispongo a escribir a vuesa merced mi
tercera epístola. He de contaros en esta ocasión que vuestras
consoladoras palabras llenan mi alma entristecida de regocijo
por todas las noticias que me hacéis llegar .de una hidalga ciudad
como Pamplona, donde el clima y sus habitantes son de vuestro
mayor agrado.
"Bien distinto puedo yo escribiros porque esta vuestra Carora
parece enclavada en el pasado y nada nuevo ocurre. Os confieso,
amigo m í o , que esta vida y este luto me tienen desolada. E n mi
aposento recuerdo tantas cosas del pretérito que a veces me
hacen reír y la mayoría, llorar. Vos sabéis de mi carácter y de
mis inclinaciones a todo lo que sea festivo, así que os digo, con-
fiando en vos, que me siento ahogar entre estas paredes, quisiera
ser una golondrina para volar bien lejos, tal vez a esas maravi-
llosas tierras del Nuevo Reino, pero no, mi deber está aquí,
cumplo mi luto, que no puede verse enturbiado con paseos, ni
saraos, ni con bulliciosas conversaciones. Y en esta ciudad no
existen las adoratrices, para consolar los corazones afligidos y
servir de compañía a los solitarios caballeros como vos, que
habéis encontrado la amistad de esas damas.
"Tengo que contaros, apreciado don Jorge, que en el esclare-
cimiento del crimen de mi difunto esposo, ha surgido la sospe-
cha sobre Pedro de Hungría, de quien se asegura fue visto en la
tenebrosa noche del asesinato. Pero este individuo huyó de
Carora, y se ignora el sitio donde ha de hallarse. Así que, fuera
de rumores, no hay nuevos asuntos en este hecho.
"Nada más por hoy, porque esta epístola se ha alargado y os
estoy quitando vuestro precioso tiempo. Espero, señor don
Jorge, recibir bien pronto vuestras noticias, para que a mi alma
lleguen vuestros sentimientos de lealtad y vuestro pensamiento.
Mientras tanto, recibid mi mayor aprecio.
Inés de Hinojosa".

A pesar de pequeñas complicaciones, la vida de Jorge Voto siguió


siendo ejemplar en Pamplona. Fue tanta su capacidad de simula-
ción que él mismo, cuando no repasaba su propia historia, andaba
convencido de ser un altísimo caballero no sólo digno de los mira-
144 Próspero Morales Pradilla

mientos de la sociedad pamplonesa, sino también de llegar a figu-


rar en lápida conmemorativa cuando se registrara el nombre de los
españoles cuyo ejemplo sirviera de base a la bienandanza del impe-
rio y de la religión. Además, todo cuanto él dijera o decidiera
tenía, de antemano, la aprobación de los pamploneses, sabedores,
en conciencia, del infinito cristianismo de este hombre en buena
hora llegado a la ciudad para acrecentamiento de sus virtudes. Las
adoratrices parecían ser más fieles al músico genial que a Nuestro
Amo, como llamaban al Todopoderoso. Bastaba cualquier insinua-
ción de don Jorge para arremolinar en torno suyo el coro de las
mujeres piadosas y, últimamente, el de las criadas, donde Martina
ya era solista. Las buenas gentes de Pamplona estaban seguras de
compartir el sol con un predestinado de la cultura y la piedad.
Jorge Voto nunca faltó a misa, siempre estuvo a órdenes del
Justicia Mayor, logró hacer cantar a las adoratrices;. y las criadas,
junto con lecciones de canto, recibían algo de doctrina cristiana.
Era muy edificante ver al maestro de música rodeado de lavapisos,
cocineras, recaderas y panaderas, dictando cátedra de moral en
forma de discretas recomendaciones para mayor gloria del Señor,
mientras Martina, allí presente, se comía la risa al borde de estallar
en la cara del iluminado. Otro tanto sucedía en el seno de las ado-
ratrices, donde Fernanda de Albarrecio, a pesar de su reconocida
discreción, comenzaba a sentir fastidio por Pantea de Ordóñez sin
saber los motivos del repentino cambio de sentimientos. Sólo
Jorge advertía cómo el hecho de dormir a cuatro pasos de Pantea
no era bueno para su salud, ni para la armonía del coro, a sabien-
das de que un coro sin armonía desprestigia al director.
Pero estas minucias —se decía Jorge— formaban y forman parte
de una vida apacible, casi entretenida y bien dispuesta para cum-
plir el resto del plan: su casamiento con Inés de Hinojosa.
Estando en estas gratas reflexiones, se presentó, casi de impro-
visto, el Justicia Mayor don Ortún Velasco, quien tenía el privile-
gio de franquear la puerta en casa de doña Pantea sin dar golpes de
aldabón. Jorge lo sintió entrar a la sala, donde al margen de sus
meditaciones parecía mirar un cuadro de la Virgen María vestida a
la usanza otomana. Por el rabillo del ojo vio al recién llegado, cuya
fuerte voz le dio en la nuca:
— ¿Estáis en oración, señor don Jorge?
—Apenas miraba —replicó dando frente a Velasco— la profundi-
dad de este cuadro, anotando cómo la Santísima Virgen puede
tener pintores de muy diversos estilos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 145

- A s í es.
—Por cierto, señor don Ortún, permitidme presentaros mi salu-
do de bienvenida a esta casa.
—Gracias, señor don Jorge.
—Sentaos —le mostró una silla de cuero templado reclinada
contra dos esterillas puestas en la pared frontal.
Y vino la charla de tan buenos amigos, elevándose a las mejores
reminiscencias españolas o descendiendo a la rutina de la vida
pamplonesa. Sometidos a este sube y baja de temas, el Justicia
Mayor soltó, de pronto, una frase que aceleró las pulsaciones de
Jorge Voto:
— ¿Conocéis, acaso, a un tal Pedro de Hungría?
- ¿ P e d r o de q u é . decís?
¥

—De Hungría.
—Ah... fue sacristán en Carora, hace tiempos.
— ¿Y su conducta?
—Creo que fue digna de su antigua condición de soldado bajo el
estandarte negro del tirano Aguirre.
— ¿Cometió alguna tropelía en Carora?
—Sólo sé que huyó con una india.
- ¿ P o r qué?
—Entiendo que el señor Párroco lo amonestó severamente y lo
separó de su servicio como sacristán. Entonces, huyó.
— ¿Vos lo conocisteis, don Jorge?
—Tengo un vago recuerdo de él. Mas... ¿por qué os preocupa ese
individuo?
—He recibido noticia oficial del señor Corregidor de Carora para
prevenirme sobre el tal Pedro de Hungría, quien, al parecer, puede
andar en este Nuevo Reino.
-Santo Cielo —comentó Jorge con acento de letanía.
—Es más: me pide aprehenderlo y remitirlo a Carora en caso de
ser hallado.
— ¿Alguna solicitud de fray Gervasio de la Consolación, santo
varón y dilecto amigo mío?
—No lo sé, don Jorge. Pero he venido a pediros como amigo y
como Justicia Mayor, que si algo sabéis de Pedro de Hungría o lo
veis en Pamplona, me lo comuniquéis.
—Vuestra petición, señor Justicia Mayor, es una orden, que
cumpliré con agrado.
Jorge cerró la puerta, ordenó una taza de agua de yerbas, sentó-
se frente al escritorio de su aposento y se excusó de comer por
146 Próspero Morales Pradilla

estar haciendo ayuno. Una vez recibida el agua, pasó la falleba y


vuelto al escritorio puso la cabeza entre los brazos, a su vez coloca-
dos sobre papeles en desorden. "Maldita sea", -se dijo—. E l Pedro
de Hungría se me ha convertido en ave de mal agüero como los
tales zamuros de Venezuela. Mal rayo lo parta al hijo de puta,
brotado de los infiernos, que viene a descomponer mi fama de
hombre religioso y lleno de virtudes. Ja, ja, ja. Sí, carajo: lleno de
virtudes, así haya matado a ese marido de mierda para poder
holgar con Inés de Hinojosa a gusto, a mis anchas, en todos los
sitios de la tierra, porque Inés es y será mi hembra, la mujer de mi
pellejo. Si el maldito Hungría aparece en Pamplona tendré que
asustarlo... Pero es él quien me asusta, porque si lo llevan preso a
Carora hablará de mis relaciones con la india y echará a pique mi
prestigio de caballero y si se acaba el caballero, pueden brotar las
andanzas del bailarín y, con éstas, los amores de Inés de Hinojosa
y en brazos de sus amores mi noble corazón, el poco gusto por la
vida de Pedro de Avila y el crimen, sí: el crimen. Pablo de Mosque-
te atará cabos entre mi viaje y la muerte de Pedro. Maldita sea. A
Pedro de Hungría no debo asustarlo, sino matarlo. Aquí, en Pam-
plona, nadie me acusaría por la muerte de Hungría. E l Justicia
Mayor me ha prevenido y yo cumplo sus órdenes. Si al cumplirlas
muere Hungría, yo he sido la mano fiel de la justicia. Pero si
Hungría me gana. Es esforzado el maldito sacristán. Tiene múscu-
los duros y su piel es templada como la de los caballos. Pero hace
más de un año salió de Carora, nadie lo ha visto, se puede haber
ahogado o estar de cacique entre los indios, o haber tomado las
rutas del Perú. Si lo veo, también puedo mirar hacia otro lado, no
conocerlo, dejarlo pasar. Maldito sea Pedro de Hungría...".
A la misma hora, Martina salía de la casa cural después de rezar
las últimas oraciones con el padre Basilio y algunos fieles. Rodrigo
Zaino la acompañó a la puerta y deslizándose por la blanca pared
como si fuese una lagartija, la siguió varios pasos hasta agarrarla
por las manos y decirle:
— ¿Cuándo podemos hablar?
—Suélteme.
—Pero si me da una sonrisa.
—Suélteme o grito.
— ¿Y la sonrisita?
Martina abrió la boca y sonrió forzadamente, afirmando luego:
—Ya le di la sonrisa... Ahora, suélteme.
E l muchacho la dejó ir y los do^ sintieron, a la distancia, no sólo
Los pecados de Inés de Hinojosa 147

excitación, sino que se les dificultaba respirar por la mucha alegría


de la vida. Martina se guardó este nuevo secreto, pero Rodrigo, al
día siguiente, fue a la casa de doña Pantea para comunicarle algo
muy grato al piadoso y sabio protector don Jorge Voto, quien io
escuchó cariñosamente:
—Vengo a contarle don Jorge... Eso es: vengo a contarle algo
mío... Vuesa Merced perdone si lo distraigo...
-Habla, muchacho.
—Para decirlo de una vez, así como Vuesa Merced me ha acos-
tumbrado, desde cuando lo encontré después de la inundación...
—No te dé vergüenza, habla como un castizo.
—Vuesa Merced resulta... Bueno, anoche estuve con la Martina.
Jorge Voto subió sus tremendas cejas, quedando como un par
de paraguas sobre los ojos. Su gesto debió ser fatídico, porque
Rodrigo se recuperó y dijo:
—Fue a la salida de las últimas oraciones, le agarré una mano...
—Le agarraste una mano, y ¿qué más?
—Pues ella sonrió y se fue.
-Aja.
—Pero lo peor, Vuesa Merced, vino después...
-¿Después?
—Después me sentí todo lleno de alfileres, no podía respirar,
pensaba en la Martina, que tenía saya color de bálsamo, y no
dormí. Quiero el consejo de Vuesa Merced, mi amo y señor.
-Rodrigo Zaino: guarda para ti tus pensamientos, sosiega tu
ánimo y déjame sopesar tus desvarios para darte, luego, consejo
claro y pertinente.
— ¿Para cuándo, Vuesa Merced?
—Yo te llamaré y, mientras tanto, deja en paz a la Martina, que
si algo siente ella por ti se le avivará con el silencio.
Día de malas, salido de las tinieblas pero más negro aún. pensa-
ba Jorge Voto al unir los informes del Justicia Mayor con la confe-
sión de Rodrigo. Sólo faltaba ver a la Martina del brazo de Hungría
rumbo al despacho del Justicia Mayor, como si una fábrica cons-
truida con tanto esmero estuviera al borde de la ruina por detalles
imprevisibles. Todo lo difícil había salido a pedir de boca, desde el
arduo regreso a Carora para dar muerte al marido hasta el ingreso a
las más altas dignidades de Pamplona, rodeado por el respeto de la
gente principal y la íntima acogida de una muchacha saludable.
Pero, ahora, dos o tres fruslerías, pequeneces, simple humo de
mala clase, podría obligarlo a huir o, peor aún, a no poder huir y
148 Próspero Morales Pradilla

dar con sus huesos en las cárceles de Pamplona, Carora, Nueva


Segovia o, lo más grave, ser colgado de uno de esos árboles balsá-
micos para oler a resina por toda la eternidad.
La naturaleza quiso acompañar ios brumosos pensamientos de
Jorge Voto, porque abriendo éste una ventana, sólo vio nubes
negras, unas colocadas sobre sus cejas y, otras, escalonadas en las
montañas, bajando hacia las calles de la ciudad por entre arbustos
que desaparecían tras esta invasión de lluvia fina, primero, y
después de grandes goterones. Los vecinos se aislaron por el agua-
cero y sólo se oía el golpe del agua contra piedras y tapias. Jorge
sintió la angustia de estar anegado, prisionero, cogido por algo tan
sutil y, al mismo tiempo, tan invasor como la lluvia inacabable. Las
blancas paredes vecinas cambiaron de color. Fueron grises y negruz-
cas por la humedad y las salpicaduras de barro. Jorge perdió el
deseo de vivir, pues a pesar de los éxitos hay momentos en que se
rebasa el triunfo y el hombre se enfrenta al gran abismo de su igno-
rancia, a la certeza de ser inferior, a la duda de no saber si continúa
viviendo o apenas es un muerto entre los vivos. Tanto esfuerzo,
tanto tiempo negándose a sí mismo y a los demás, tantas ilusiones,
y, ahora, este aguacero sin fin, porque Jorge temía, temía de
verdad, que siguiera lloviendo para siempre.
Cayó sobre la cama, se adormeció, no se dio cuenta de lo circun-
dante: no supo cómo había escampado, ni cuándo salió la gente a
las calles, ni quién golpeaba su puerta. Pero se levantó menos
confuso y abrió para encontrarse con un rostro de mejillas rosadas
y pequeños ojos inquietos, que le decía:
- A q u í le traigo esto, don Jorge.
Era Martina, en la puerta de su alcoba, entregándole una carta
de Inés de Hinojosa.
—Gracias —anotó Jorge, sin ánimo.
- A las órdenes de vuesa merced.
—Debo hablar contigo.
0
— ¿Más tarde
- S í , más tarde.

La Torralva miraba de soslayo por la ventana de la sala cuando


comenzó a dar gritos cortos, mezcla de risa y espanto. Juanita e
Inés se acercaron a la criada, intrigadas y temerosas. Era casi medio
día de fines de mayo, el sol se metía por las piedras de la calle.,
haciendo blanquísimas las paredes entre ventanas simétricas verdes
y azules, el polvo estaba asentado pero ardiente. Se veía el calor.
Los pecados de Inés de Hinojosa 149

pues las casas y sus techos parecían moverse entre algo transparen-
te y, al mismo tiempo, gelatinoso. Aun cuando las sombras habían
desaparecido, se insinuaban en la esquina como necesarios elemen-
tos de contraste. Las tres mujeres asomadas a la ventana descubrie-
ron unos extraños puntos en movimiento: andaban bajo la luz,
limitados por la blancura de las tapias. Los puntos se acercaban a
la casa. Comenzaron a distinguirse dos personas, pero no parecían
caminar sino volar a ras del suelo. Eran un hombre y otra figura
—mujer, animal o bulto -deslizándose sobre la arena de la calle.
— ¿Quiénes son? —preguntó Inés.
No hubo respuesta. Realmente eran un hombre y una mujer. E l
vestía algo ceñido al cuello y ancho sombrero de plumas blancas.
Ella no vestía, ni se acercaba, pero seguía junto al caballero. A l
aproximarse a la casa, la Torralva aclaró parte del misterio:
—Es el señor Corregidor con la vara de la justicia en su mano.
—No —replicó Juanita- no es la vara de la justicia, sino una gran
muñeca con resortes.
Las tres se despejaron los ojos para ver mejor y. como la apari-
ción estaba a poca distancia, comprobaron que se trataba del señor
Corregidor con la vara de la Justicia y algo más: la gran muñeca.
Sí: una muñeca tapada con trapos negros, dando saltos al compás
de las piernas de don Pablo de Mosquete. Finalmente, pudieron
descubrir que bajo los trapos negros, la cara cubierta por crespón
y dando extraños saltitos, iba doña Aminta de Mosquete, esposa
del Corregidor, a quien una epidemia la picó de viruelas y. desde
entonces, no se dejaba ver el rostro. Don Pablo sólo la sacaba a
la luz pública en los grandes acontecimientos o cuando había
desgracias.
A Inés le corrieron fríos por el espinazo y sufrió temblores al
escuchar golpes en su puerta y ver a la pareja esperando respuesta.
—Desgracia —alcanzó a decir Inés, y luego ordenó a la Torralva:
—Abre, mujer.
Los visitantes entraron a la sala, mientras Inés y Juanita se arre-
glaban el cabello. Dos resortes levantaron a los Mosquetes cuando
aparecieron las Hinojosas, solemnes, serias, abatidas, uniformes en
sus ropajes igualmente negros.
—Es un honor —dijo Inés.
-Merced que nos hacéis, respondió el Corregidor.
Todos se sentaron a distancia de etiqueta y, antes de volver a
hablar, se miraron distraídamente. Inés casi sabía el motivo de
150 Próspero Morales Pradilla

aquella visita: Jorge Voto había sido apresado y ella sería acusada
de complicidad en la muerte de su marido.
—Día sofocante - a f i r m ó el Corregidor.
—Muy caluroso, musitó Juanita.
—Os ofrezco agua de coco, sugirió Inés.
—La misión que me trae, estimadas señoras, en unión de mi
esposa, quizá no permita aceptaros el agua.
Inés quedó convencida. Seguramente Jorge ya había sido ahor-
cado y, ahora, le correspondía a ella entregarse y confesar su delito.
Pero como la noche del crimen dormía en casa y las gentes habla-
ban de Pedro de Hungría, tal vez el Corregidor no tuviese pruebas
suficientes...
A este punto de los pensamientos de Inés, el Corregidor carras-
peó y, al parecer, se dispuso a lanzar la estocada mortal:
—He pedido la compañía de mi esposa, doña Aminta, por cuanto
soy portador de una comisión oficial cuya gravedad necesita la
comprensión y el afecto de una mujer.
—Os oigo, señor Corregidor —anotó Inés con cierto comienzo de
insolencia.
—Sufro con vos, —anotó tímidamente doña Aminta.
—Os ruego hablar,—insistió Inés frente al Corregidor.
—Sea —respondió apretando la espada—. Estoy comisionado
para informaros oficialmente, de acuerdo con todos los trámites de
la Corona, que vuestro ilustre padre, don Fernando de Hinojosa,
disfruta ya de Dios. No se sabe si fue víctima de una guazábara, de
alguna dolencia propia de estas tierras o si llegó a la mar océano,
donde hubo de perderse. Pero la noticia, con el ruego de transmi-
tírosla, me ha sido dada por el señor Justicia Mayor de Nueva
Segovia en documento oficial.
Inés de Hinojosa sintió que una culebra le apretaba la garganta
y cayó a los pies de doña Aminta, desmayada, pero casi feliz.
Juanita lloró sobre el hombro del Corregidor y la tristeza llenó la
sala de las Hinojosas, llegando a los ojos de la esposa del Corregi-
dor, cuyos crespones también se humedecieron de lágrimas ante
tanta devoción filial.

Jorge temió, dada la serie de contratiempos de los últimos días,


que la carta de Inés fuese una desgracia. Además, el hecho de ser
Martina quien la trajo, aumentaba la contrariedad pues decían los
viajeros procedentes del sur, donde brota la nueva sabiduría:
"Cartas de amadas en manos de otras amantes, son anuncio de
Los pecados de Inés de Hinojosa 151

corazones rotos". Rasgó rápidamente el sobre para evitarse premo-


niciones y una lenta sonrisa se asomó al rostro hasta llenársele la
vida de aliento. Era tonto, idiota, indigno, esperar inquietudes en
una carta de Inés. Saboreó sus frases y advirtió cómo el terreno
estaba listo para la parte final de sus planes: el viaje de Inés a Pam-
plona. Se puso a idear la respuesta, pensando en la frase clave de la
nueva carta. Escribió varias: "No me apena deciros que merced a
vuestras cartas, discretas y sublimes, estoy lleno de amor...". No,
no... "Vuestro proyecto de venir a Pamplona me llena de alboro-
zo y casi me atrevería a declararos mi amor...". "Sí, sí, venid a
Pamplona, señora mía, para proponeros, entonces, matrimonio,
pues debo confesaros mi amor...". No, no... "Vuestra carta me ha
colmado de algo jamás sentido por mí, gracias a la posibilidad de
vuestro viaje a Pamplona y de poderos ver como lo anhela mi
corazón".
Jorge escogió esta última frase para iniciar su nueva carta a Inés,
porque siendo una declaración de amor estaría sometida al futuro
y quien la leyese no podía relacionar su pasión con hechos del pasa-
do. Pero también debía indicarle algunos pasos graves: la venta
de sus propiedades en Carora, el alejamiento de cualquier hombre
de su casa, el interés por los asuntos del Nuevo Reino dada la
importancia de sus ciudades, la indicación de un clima benigno
para resistir los rigores del luto. En fin, Jorge resolvió escribir, y
así lo hizo, una carta larga, con el propósito de precipitar las deci-
siones de Inés, pero dándose tiempo para arreglar los pequeños
problemas suscitados en Pamplona por culpa de Martina y de su
propia inquietud interior.

Pasada la octava de Corpus fray Gervasio comenzó a languide-


cer. Parecía aminorarse su ánimo y dio en la flor de rechazar el
tañido de las campanas por sentirlo entre los tímpanos como si
alguna brujería lo dominara. Pero aun ruidos más opacos y casi
inexistentes, como el murmullo de las confesiones, se le quedaban
en las orejas mortificándolo, retrotrayéndole la voz de los peniten-
tes y dándole a los pecados tono de redoble. Diego de Pimienta,
consultado por las damas piadosas, encabezadas por doña Catalina
de Lugo, diagnosticó sordera por el calor. Pero, en realidad, no se
trataba de sordera, pues fray Gervasio oía todo lo audible. Quizá
el diablo agregaba grandes ruidos a las pequeñas voces para fasti-
diar al ilustre párroco y único confesor de Carora. La Torralva le
contó a Inés la dolencia de fray Gervasio:
152 Próspero Morales Pradilla

— ¿Sabe Vuesa Merced lo del párroco?


-Di...
—Se le ha entrado el diablo en los oídos por escuchar confesio-
nes falsas, según lo dijo la Eloísa Zaino, madre de Rodrigo, el paje
de don Jorge Voto.
— ¿Y cómo lo sabe la Eloísa?
-Como ella barre la sacristía y mueve el agua bendita, ve los
gestos del fraile -digo, del señor párroco— después de las confe-
siones y, últimamente, dizque fray Gervasio suda al salir del con-
fesionario, se da golpes de pecho y ha dicho, entre dientes: "Esa
mujer no lo confesó todo...".
— ¿Quién es esa mujer?
—Eso sí no lo sabe la Eloísa. Pero yo, atisbando comulgantes el
día de Corpus, le vi temblar las manos al cura al entregar ciertas
hostias.
-Zopenca, si todas las hostias son iguales y llevan a Nuestro
Señor Jesucristo.
- E s o digo yo también. Vuesa Merced.
Inés comprendió que la Torralva conocía secretos peligrosos,
pero era casi imposible sacárselos del pecho no sólo por la abun-
dancia de carnes, sino por la fortaleza aprendida en el séquito del
tirano Aguirre. Le hacía falta Jorge para tomar su consejo en
episodio tan espinoso. Prefirió quedar a la defensiva en busca de
una oportunidad para compartir sus temores con él, así fuese en
carta.
Fray Gervasio suprimió el repique de campanas mientras mejo-
raban los oídos y disminuyó la administración del sacramento de
la penitencia para no revolver los pecados del confesionario.
A pesar de la buena conducta de las Hinojosas, comenzó a
sentirse en las casas de Carora que aumentaba el rechazo de la
sociedad contra esas forasteras e, inclusive, alguien dijo que el
matrimonio de Inés con Pedro de Avila había sido fruto del juego
y no del amor. L a extraña enfermedad de fray Gervasio se identi-
ficaba también con esas mujeres aparecidas sorpresivamente como
si fueran brujas llegadas de la noche. No se sabe quién, por ser
materia tan sutil, afirmó que el temblor y la sordera del párroco se
iniciaron cuando le dio la comunión a Inés de Hinojosa, después de
haber estado mucho tiempo lejos de la gracia de Dios. Nada
bueno habían traido la tía y la sobrina, si no eran hermanas, o
primas, o engendro de la misma olla, a la Gobernación de Venezue-
la. No cabía duda en muchas mentes: Inés de Hinojosa le había
Los pecados de Inés de Hinojosa 15 3

hecho maleficio a Pedro de Avila y estaba pudriendo a fray Gerva-


sio, mientras Juanita era la rata salida de la inundación. La gente
principal cerraba los ojos y alzaba los hombros para que estos
rumores pasaran lejos de su boca. Pero la plebe, alimentada por el
consentimiento de sus amos, agrandaba, día tras día, la maligna
condición de las Hinojosas y tal vez la ira se hubiera desbordado
contra ellas si, a la hora de mercar en la plaza, cogiendo algunas
cebollas y las famosas turmas traídas del Nuevo Reino, la Torralva
no hubiera dicho a plena voz frente a los murmullos de sus amigas:
—Como ya sé lo que andan diciendo de mis amas, desde ahora
mismo os mando al carajo, os declaro hideputas por si hay recla-
mos y si alguna me encrespa la jeta que se venga para darle las
patadas que su culo aguarda.
Nadie se movió y la Torralva, como el mismísimo Cid Campea-
dor, pasó por entre las mujeres insultadas, moviendo sus inmensas
caderas, con escupitajos listos a salir de la boca y pisando como
los hombres de Lope de Aguirre, cuando se les desbordaban los
cojones.
Ahí se detuvo la ola de indignación y ni siquiera el Corregidor
quiso amonestar a la Torralva, por no rebajar su autoridad al nivel
de las criadas. Pero Juanita de Hinojosa supo, como lo sabía su tía
de mucho tiempo atrás, que ambas debían irse de Carora. L a
Torralva volvió a ganar la confianza del ama, cuando complemen-
tando su hazaña de la plaza, le dijo al servirle un caldo de carne
cecina y turmas:
—Estos caroreños se han puesto muy jodidos —perdóneme Vue-
sa Merced— muy inconvenientes. Ojalá Vuesa Merced pensara en
largarnos para el Nuevo Reino, donde todo es mejor.
Inés, como única respuesta, leyó en alta voz las cartas de Jorge
Voto. A l terminar la lectura, Juanita preguntó:
— ¿Y qué estamos esperando?

Siguiendo la corriente del río Pamplonita, el clima llegaba a ser


tibio, sobre todo cuando no había llovido, como en esta mañana
durante la cual Jorge Voto y Martina salieron de Pamplona por
caminos distintos para encontrarse río abajo. Ambos necesitaban
aclarar sus vidas y como los amantes sueífcn estar conectados por el
sexo, se habían citado para yacer lejos de la ciudad, entre el follaje
del monte, y, al mismo tiempo, arreglar algunos problemas que les
habían salido al paso. Escogieron un sitio musgoso con altos árbo-
les y arbustos a manera de paredes, después de caminar dos horas
154 Próspero Morales Pradilla

bajando hacia el clima cálido. Se sentaron y aun cuando el propó-


sito común era solucionar el enredo de sus mentes. Jorge despojó
a Martina de la mantilla dejando las manos sobre los senos, la
mujer se resbaló y hubo de ser abrazada por el hombre, quien,
inesperadamente, también quedo en posición horizontal junto a
ella. Martina le quitó el jubón y él deshizo los nudos de los cinti-
llos, deteniéndose en el pubis, donde la mano de Jorge movió los
dedos hacia los labios húmedos obligándola a fruncirse y, final-
mente, a colocarse debajo del hombre tras quitarse las enaguas.
Jorge, arrodillado entre las piernas de Martina, pudo ver la vulva al
alcance del pene, mientras la mujer con las manos bajo su cabeza,
y la respiración entrecortada, gritó:
—Hágalo, don Jorge, hágalo ya.
La penetración fue rápida, pero el coito lento. Los dos cuerpos
rodaron abrazados hasta el tronco de un pino, dormitándose des-
pués como animales extenuados por la eterna lucha del macho y la
hembra. Todas las especies duermen el cansancio de los sexos,
desde el zancudo de largas patas quebradizas hasta los tigres de
la montaña. Martina se puso la ropa e, incorporándose, sacó
de un cesto algunos pedazos de carne cecina, pan blanco y pedazos
de pina rociados con sal ofreciéndolos a Jorge, quien ya se había
colocado calzones y camisa. Jorge mordió la pina, se recostó sobre
las piernas de Martina y le dijo:
- T ú querías hablarme, ¿verdad?
-Ahora...
— ¿Ahora qué?
—Soy de Vuesa Merced para siempre.
— ¿Y Rodrigo Zaino?
—Yo no me he dejado tocar del Rodrigo.
—Pero te gusta.
-Pero yo soy de Vuesa Merced.
—Eso ya lo dijiste, Martina. ¿Me amas?
-Sí.
—Entonces óyeme, y óyeme bien: las mozas de España no andan
amarradas a un solo hombre, porque perderían el deleite de las
comparaciones como tampoco los hombres nos amarramos a una
sola mujer cuando se puede yacer en muchas camas. Esto lo ense-
ñaron los flamencos en tiempos del Emperador Carlos V . quienes
holgaban a sus anchas en unas bellas ciudades llamadas Bruselas;
Brujas y Gante, donde el Emperador vivió con sus cortesanos.
—Pero yo...
Los pecados de Inés de Hinojosa 155

-Déjame explicarte: a ti te gusta Zaino, porque es tan joven


como tú y le hierve la sangre cuando te ve...
—No señor...
—Sí señora y óyeme: Que te guste Zaino y, de vez en cuando le
dejes una mano a su antojo o, acaso, se den un beso, no impide
que tú y yo holguemos como hoy. A l contrario: conmigo experi-
mentas o preparas lo que más tarde llevarás bien cocinado a Zaino,
sabiendo que no quedarás preñada, pues muchas mujeres han co-
nocido mi carne sin lograr embarazo.
- ¿ S e g u r o , don Jorge?
-Seguro, no. Pero muy probable, sí. Y en esta vida basta con
que algo sea probable para aceptarlo.
— ¿Podría amar a Rodrigo y acostarme con Vuesa Merced?
—Así lo hacen todas las mozas de España y tú no debes ser
menos que las españolas.
— ¿Y si nos casáramos?
-¿Quiénes?
— Rodrigo y yo.
-Entonces, ya tendrías hombre en tu casa y yo, sufriendo, bus-
caría la manera de entibiar mi soledad.
— ¿Lo haría, don Jorge?
—Por ahora, no.
El regreso fue menos interesante. Los árboles carecían de colo-
res para recordar, la yerba se hizo dura y los amantes buscaban,
en cada recodo del camino, la manera de separarse. A l fin lo logra-
ron, entrando a Pamplona en momentos diferentes y por calles
distintas, lo cual no impidió que Pantea le preguntara a Jorge:
— ¿Dónde estaba Vuesa Merced?
—Dedicado a una de mis locuras: la filosofía, porque ha de saber
vuesa merced que. en el fondo de la música, donde salen las notas,
están los filósofos.
—Cuanta sabiduría, don Jorge.
El filósofo hizo una venia a la adoratriz y se encerró en su apo-
sento, recostándose en la cama y echando a vuelo la imaginación.
Como Jorge Voto tenía la costumbre de ir más allá del presente,
se sintió muy cómodo en la nueva situación ya despejada de temo-
res. Le bastaba reprimir sus instintos frente a Pantea utilizando a
Martina, mientras Inés llegaba para casarse en el altar mayor de la
iglesia principal de Pamplona y cerrar, para siempre, la época de
los grandes peligros.
156 Próspero Morales Pradilla

Cuando la sociedad caroreña daba los peores alfilerazos a las


Hinojosas, llegó nueva carta de Jorge inundando a Inés de una deli-
ciosa suavidad y, al mismo tiempo, llenándola de coraje. Reunió,
sonriente, a Juanita y la Torralva, para leerles los párrafos sustan-
ciales, haciendo a un lado la exquisita declaración de amor, previs-
ta de antemano, pero tan fresca, como si se tratara del galán que,
por primera vez, se acerca a la amada.
—Oíd, oíd: Jorge me pide vender las propiedades y anota: "Don
Pablo de Mosquete es, en estos días, el hombre más rico de Carora,
pues a sus canonjías como Corregidor, debe agregar la mucha suer-
te en el juego y las buenas relaciones con España".
—Pero todo lo querrá regalado, —anotó la Torralva.
-Jorge dice que a Mosquete se le pueden dar precios más mó-
dicos. Lo dice así: "Mosquete será vuestro aliado en las compra-
ventas y asegurará el pago pronto de quienes osaran demorarse.
Quizá Juanita, por no ser su luto tan riguroso como el vuestro,
podría negociar con Mosquete en nombre de ambas".
- T a m b i é n lo puedo hacer con Diego de Pimienta -ofreció Jua-
nita.
—Sabréis algo más —sentenció Inés— si me juráis guardar el se-
creto.
Juanita y la Torralva no juraron, pero escucharon la confesión:
—Don Jorge Voto me propone matrimonio.
—Nada raro —apuntó la Torralva.
— ¿Otro matrimonio para ti? ¿Y yo? -inquirió Juanita.
—Tal vez volvamos a la vida de antes, compartida y feliz.
— ¿Deseas que te unja, Inés?
-Claro.
Tía y sobrina, o lo que fueran, se besaron frente a la Torralva
y comenzaron a bailar como les había enseñado el profesor de
danzas Jorge Voto.

Para Jorge Voto Pamplona fue una etapa superior de su vida:


de simple bailarín, objetado por los frailes y las damas piadosas de
Nueva Segovia y Carora, pasó a la categoría de músico digno de
las mayores consideraciones en esta época maravillosa, cuando las
cortes se sacuden el polvo de la Edad Media, un nuevo continente
las llena de oro y aparecen hojas creadoras de vicios desconocidos,
entre los cuales figura el del tabaco que une a la importancia de la
candela el milagro de echar humo por boca y narices. Pero si las
gentes pagan por aprender a bailar, los músicos, en cambio, no
Los pecados de Inés de Hinojosa 157

reciben estipendio. Jorge dependía, para subsistir, de la buena


voluntad de doña Pantea, algunos pesos del Padre Beltrán al direc-
tor del Coro y los panes de Martina. Claro que esperaba la robusta
dote de Inés de Hinojosa, consistente en los bienes de Pedro de
Avila convertidos en doblones castellanos. Pero mientras culmina-
ba la empresa matrimonial, resultaba indispensable sacar algún
provecho de sus profesiones y, claro está, pensó nuevamente en la
danza. Sin embargo, lo frenaba la noble categoría adquirida en
Pamplona como hombre de inspiración divina, espíritu preclaro,
alma predestinada al cielo y máximo amigo del párroco principal.
Pensó en dar clases de nota, solfeo y vihuela, pero conociendo la
mala calidad de los oídos de las adoratrices, sus eventuales alum-
nas, prefirió dejarlas tranquilas en el coro convencidas de cantar
cuando, en realidad, apenas desafinaban en conjunto. Entre las
criadas podría haber alguna promesa para el canto, pero ninguna
pagaría las lecciones de vihuela con algo distinto a sus favores.
Necesitaba, también para estos menesteres, a Inés, pues con ella,
como esposa bendecida por el padre Basilio Beltrán ante toda la
sociedad pamplonesa, la danza sería una necesidad respetable.
Optó por apuntar, transitoriamente, a las arcas de la casa cural con
esta petición hecha al padre Basilio el día de San Pedro y San
Pablo.
— ¿Qué pensaría Vuestra Reverencia de organizar la novena de
Navidad como en Sevilla?
— ¿Desde ahora?
—Faltan menos de siete meses.
-Para rezar la novena sólo hace falta fervor, no tanta prepa-
ración.
—Verdad, verdad. Pero yo estaba pensando en unos villancicos
polifónicos coronados con arpegios que, cada día de la novena,
serían distintos y unos motetes de los grandes maestros para
mayor gloria del Niño Dios.
—Explicaos, don Jorge.
—Os invito a imaginar. Reverendo Padre, al pueblo de Pamplona
no sólo dispuesto a celebrar con grandeza la llegada del Salvador,
sino musicalmente preparado para el acontecimiento, de manera
que al paso de los nueve días se acrecentara la grandiosidad de la
música polifónica. Y o creo, Su Reverencia, que en ninguna ciudad
del Nuevo Reino se ha ideado algo tan fervoroso como sería esta
novena de Pamplona.
—No entiendo bien, don Jorge.
158 Próspero Morales Pradilla

-Bueno, Reverendo Padre, es casi un sueño y los sueños son


difíciles de explicar.
—Pero me gusta su sueño, don Jorge.
—Bondad vuestra, Reverendo Padre.
E l tejido de esta burda tela continuó haciéndose poco a poco,
gracias al interés sembrado por Jorge en el ánimo del padre Basilio,
quien imaginó un "nacimiento" con ángeles de papel muy grandes,
hojas de roble a manera de techo, cascadas de verdad y, como
saliendo de la estrella, las voces de los reyes magos dirigidas por
don Jorge Voto y mezcladas con los tonos altos de las adoratrices.
A la semana, el padre Beltrán ya había comunicado desde el pulpi-
to el proyecto de Jorge Voto, llenando de entusiasmo a los pamplo-
neses. Faltaba un detalle, del cual se encargaría Bernarda de Alba-
rrecio después de habérselo sugerido su director musical:
-Realmente —le dijo a Bernarda— la idea del padre Basilio es
muy pía. Pero él no ha pensado en el costo de tal acontecimiento.
—Es cierto...
-Imaginad, señora mía, el costo de la música compuesta espe-
cialmente para la novena, la preparación de los coros generales, la
dedicación de este servidor durante seis meses, incluyendo domin-
gos... No sé, no sé qué hacer y, sobre todo, cómo hablarle sobre
este tema tan humano al reverendo padre Beltrán.
—Dejadlo de mi cuenta y riesgo, querido don Jorge.
Bernarda le clavó las últimas chispas de sus ojos ya en trance
de opacidad, como indicándole un posible canje de favores en cual-
quier momento de esta loca vida. De allí salieron la novena polifó-
nica, la bendición del párroco y el estipendio para Jorge Voto,
extraído de los diezmos y primicias de los pamploneses.
Tarareaba una gallarda en la sala de doña Pantea, frotándose las
manos por la dicha de ser comprendido en todas partes, cuando
Rodrigo Zaino, tartamudeando se postró ante Jorge:
—Señor... Don, don Jor...ge...Martina pe-peligra.
— ¿Qué pasa?
—Lo vi, lo vi, lo vi...
— ¿Viste el diablo?
—No, Vuesa merced... Martina fue al río y...
- ¿ Y qué?
—Allá estaba el Pedro de Hungría.
Los pecados de Inés de Hinojosa 159

Y a a mediados del año Inés no escribía sola sus cartas a Jorge,


sino en compañía de Juanita y la Torralva. Inés se reservaba, eso
sí, la parte amorosa, cada vez más ardiente y franca, para lo cual se
encerraba en su alcoba sintiendo, de nuevo, corrientes internas,
pero recuperándose aprisa para mantener despierto el cerebro en el
difícil arte de poner en el papel lo meramente poético. Algunas
veces, Juanita escribía su propio párrafo que Inés copiaba, como
éste:
"Juanita, tan linda, logró los buenos oficios de Pedro de Pi-
mienta para convencer a Mosquete de las compras principales,
por las cuales ha ofrecido cinco mil doscientos reales...".
Y la Torralva dictaba:
—Dígale a don Jorge que esta servidora sabe muchas cosas y
que lo ayudará en Pamplona, pues piensa viajar con sus amas...
- C o n gusto —decía Inés, dejando ver a las otras dos mujeres
la sabiduría de un cerebro capaz de escribir y hablar al mismo'
tiempo.
Tía y sobrina estuvieron también de acuerdo en prometerle a
Jorge que dejarían el luto en las puertas de Pamplona, para volver
a lucir colores sobre sus cuerpos oprimidos por tanta desgracia.
Finalmente, le pedía pensar en fecha de viaje, después de con-
tarle los sinsabores de su vida en Carora con tanta mujer fea y
envidiosa.
El doblez de la hoja fue para Inés sola. E n su alcoba agregó a la
carta:
"Espero vuestras adoratrices no me reciban en la punta de sus
alfileres, pues todas habrán de saber nuestro amor. Sí: mi amor
por vos, surgido al calor de estas cartas. Habéis sido la única
persona que ha comprendido mi dolor, mi viudez, mi luto. Iba a
deciros algo más. Pero todavía no. Recibid todo mi cariño de
prometida.
Inés de Hinojosa".

Martina confesó ante Jorge y Zaino que. a orillas del río. un


hombre pretendió inducirla a darle posada pues llevaba mucho
tiempo andando por los montes, sin comida distinta a las palomas
torcaces y a los frutos de la tierra, escasas las primeras y duros los
segundos. También reveló el hedor de aquel hombre "como de
animal inmundo, mezclado con culebra pudridora". A l preguntarle
su nombre se alejó, desde una piedra le gritó:
- A l g ú n día lo sabrás y comerás en mi plato.
160 Próspero Morales Pradilla

La muchacha estaba azorada por el percance relatado y por no


saber, en ese momento, si dirigir los ojos hacia Rodrigo o hacia
Jorge. Afortunadamente, esté último, cuyas filosofías ya le habían
dado la vuelta a Pamplona, sentenció ante los jóvenes, mientras
encendía un cigarro con la desfachatez de quien puede dominar los
vicios:
—Las mujeres no deben andar solas a orillas de los ríos, sean
anchos o angostos, pues siempre se hacen referencias a la aparición
de curiosos deseosos de verlas bañar.
— ¿Sería el maligno? —preguntó Martina.
—Yo diría -agregó Jorge— que el maligno no necesita ir a los
ríos, pues en ellos las muchachas encuentran el pecado sin necesi-
dad de ofrecérselo.
Y ordenó:
—Ahora, idos los dos. Rodrigo cuida de Martina y tú, Martina,
aléjate de todo hombre. Sólo Rodrigo o quienes, como yo, lleva-
mos el instinto de la paternidad, podremos defenderte.
Esa misma noche, Jorge resolvió anotar en un libro el pro y el
contra de su situación. Siguiendo casi una olvidada costumbre de
los Votos de Sevilla, apellido formado en el comienzo de las
lenguas cuando fue necesario "hacer el voto" de guardar lo propio,
Jorge, con un incensario prestado por el padre Beltrán, llenó de
humo su aposento y acostado en la cama se le pasaron las horas
hasta advertir la plenitud de la noche. Abrió la ventana y vio la
oscuridad lo cual podría ser un contrasentido si no brotase en
aquel paraje de gentes dormidas, vientos reprimidos y árboles ante-
riores a los hombres, la noche absoluta. Sintió la pesadez de lo
negro y comprendió cómo los humanos, atados a la tierra y sus
misterios, sólo podían ver la luz por bondad de Dios y, acaso,
cerrando los ojos para mirar el interior de sí mismos. Estas locuras
lo adormecieron tras cerrar la ventana y mucho hubiese logrado
descubrir en tan propicia ocasión, si un rugido de alimaña no lo
sacara de sus enredos. Arrojó el jubón al suelo, puso el oído alerta
y sufrió una reparadora desilusión: en el aposento vecino Pantea
de Ordóñez roncaba. Podía dormirse, estaba seguro del matrimo-
nio con Inés, la dote de la hermosa mujer y la fuga de Pedro de
Hungría.
Pero tan gratas perspectivas no formaban parte de las intencio-
nes de Pedro, quien desesperado de tanto huir sin motivo mayor,
entró esa madrugada a Pamplona, buscó la iglesia y sentóse en el
atrio, a la espera de la primera misa para ver ojos humanos, acornó-
Los pecados de Inés de Hinojosa 161

darse en un escaño y evocar sus buenos tiempos de sacristán con


jicara de chocolate, pan fresco e india encerrada. Apenas se abrió
la puerta de la iglesia. Pedro de Hungría, tiritando de frío, pasó
lentamente el umbral, vio una sombra caminando hacia el altar y
se recostó en uno de los reclinatorios del confesionario de madera,
todavía oloroso a los troncos del monte.
—Quizá —pensaba— nadie me conozca en esta pequeña ciudad,
aun cuando si los cálculos no fallan debe ser la villa de los Ursúa,
enemigos de don Lope de Aguirre. Pero ya pocos se acuerdan del
jefe de los marañones y nadie podrá pensar en que un hombre
tiznado y triste pueda ser uno de tales marañones, a menos de que
algún caroreño haya llegado hasta aquí. No quiero seguir huyendo
sin causa. Prefiero tener un motivo, así me toque matar como en
los viejos tiempos de la Isla Margarita y de las playas de Tierra
Firme. Preferible matar a huir por nada.
A la iglesia entraron varios fieles, sobre todo mujeres de saya y
mantilla negras. E l padre coadjutor encendió las velas del altar,
mientras se filtraban los primeros rayos de un día nuboso y depri-
mente a través de puerta y ventanas. Nadie había visto a Pedro de
Hungría hasta cuando unos ojillos vivaces percibieron el bulto
recostado contra el confesionario. Pero la oscuridad aún imperaba
en el templo y, por añadidura Rodrigo Zaino, el dueño de los
ojillos vivaces, tenía problemas de conciencia alborotados por el
olor a incienso, el sordo ruido-de las pisadas en la nave central, una
doctrina cristiana mal asimilada y el cuerpo de Martina. Podría ser
cierto que él pensaba en casarse con ella. Sin embargo, no la veía
como novia al pie del altar y frente al cura, sino con el cuerpo a su
disposición por las buenas o por las malas. Todos consideraban a
Rodrigo como muchacho virtuoso y trabajador, a quien la familia
y el amo habían educado en el temor de Dios. No en vano don
Jorge Voto, su protector, era el más piadoso, el más sincero, el más
noble, el más justos de los hombres. Pero Rodrigo sabía cómo se le
encabritaba el pene cuando veía a Martina y, cerrando los ojos, la
desnudaba con la mente hasta masturbarse. Precisamente estos y
otros episodios le pesaban sobre la conciencia y, en la iglesia, no
lograba dilucidar si pecaba contra el sexto mandamiento, o simple-
mente, anhelaba casarse. Tantas ideas encontradas no le permitie-
ron fijarse en el bulto del confesionario hasta cuando la luz del día
pasó de los últimos escaños, mostró la blancura de las columnas
interiores y señaló nítidamente que el bulto era un mendigo. Rodri-
go lo miró después de la lectura del evangelio y, luego, aprovechan-
162 Próspero Morales Pradilla

do el movimiento de los comulgantes se acercó al confesionario


para averiguar quién era aquel hombre. Un hedor a trapos mojados
con orines fue la primera percepción ante el mendigo. E n seguida,
se le enfrentó y dijo:
— ¡Pedro de Hungría!
E l mendigo se enderezó, quiso saltar sobre Rodrigo y, finalmen-
te, colocando el índice derecho sobre sus labios le ordenó silencio:
— ¡No podrá huir! —agregó Zaino, quedándose a prudente distan-
cia de quien no sabía si, en verdad, era un enemigo por haber habla-
do con Martina o, acaso, su amigo por haber vivido en Carora.
A l salir de misa, Rodrigo le cerró el paso a Pedro, sin aspavien-
tos pero con decisión. Pedro pidió:
—Déme un trozo de pan.
—Pero cuidado con huir.
— ¿De qué?
—Eso lo sabe usted... vamos...
Rodrigo le indicó a Pedro la dirección y así llegaron a la puerta
de doña Pantea de Ordóñez, donde el joven solicitó a su amo.
Pedro de Hungría, por la mucha mugre de su rostro, no palide-
ció a ojos vista ante la presencia de Jorge Voto, pero se le agotaron
las últimas reservas de esperanza y sólo pudo decir:
— ¡Maldita sea!
—El maldito eres tú, Pedro de Hungría —replicó Jorge.
-Estaba escondido en la iglesia —informó Rodrigo.
— ¿Y qué desea esta ave de mal agüero?
- P e r d ó n e m e , don Jorge, deseo un trozo de pan.
—Tráele un trozo de pan a este desgraciado —ordenó Jorge a
Rodrigó, Luego, apartándose de la puerta se alejó de sitio tan visi-
ble y, sin dar tregua, conminó a Pedro:
—Tienes que largarte. E l Justicia Mayor de Pamplona está infor-
mado de tus fechorías por documento del señor Corregidor de
Carora, don Pablo de Mosquete. Hay orden de aprehenderte y
enviarte a la Gobernación de Venezuela.
En ese momento llegó Rodrigo con dos hogazas de pan, un poco
de cacao y carne cecina.
- ¿ D e qué me acusa? —preguntó Pedro.
—No preguntes, desvergonzado. Si quieres aprovechar los men-
drugos de Rodrigo y la clemencia de mi silencio, huye ya mismo,
lejos de aquí, vuelve al Perú o a la tierra de los marañones, donde
tal vez no tengan en cuenta tus crímenes.
-¿Cuáles crímenes?
Los pecados de Inés de Hinojosa 163

— ¿Y lo pregunta un marañón de Lope de Aguirre?


-Me has ganado, esta vez, Jorge Voto. Me iré. Pero nos volvere-
mos a encontrar, donde tú no tengas los ases en la mano.
Pedro de Hungría a paso inseguro, con las viandas en su roída
faltriquera y sin mirar a su libertador, se largó de Pamplona, segui-
do por Jorge y Rodrigo desde lejos, para asegurarse de haber
convencido debidamente al intruso. E l camino estaba despejado y
Jorge unía a su condición de amo generoso la de alma misericor-
diosa. Rodrigo no pudo evitar el comentario que le salió de lo más
profundo de su ser:
—Don Jorge, ¡Vuesa Merced es un santo!
Bien por la exclamación de Zaino o por la manera como había
molido sus pecados, Jorge Voto estaba a punto de sentirse santo.
Los humanos siempre andan convencidos de ser mejores que su
propia sombra y nunca están de acuerdo con sus acusadores,
menos si éstos tienen la desmirriada apariencia de Pedro de Hun-
gría, rezago de crímenes e individuo en desgracia. Jorge necesita-
ba acercarse plenamente a la santidad. Por eso, en las horas de la
tarde, sabiendo por boca de Rodrigo que Hungría, de verdad,
había tomado rumbo al sur. pidió audiencia al párroco principal.
—Su Reverencia —le dijo al padre Beltrán, después de sentarse
en el locutorio de la parroquia- vengo a haceros confesión general.
—Pasemos al confesionario, don Jorge.
—No, Reverendo Padre. Allá os he dicho siempre lo pertinente
para ponerme en gracia de Dios. Pero hoy deseo mostraros mi rostro
mientras agrego a mis pecados una confesión general en busca de
vuestro consejo:
-Hablad, don Jorge...
—Primero, unos testimonios: estas cartas.
Jorge Voto puso ante el Padre Beltrán las cartas iniciales de su
correspondencia con Inés de Hinojosa, ordenadas cronológicamen-
te para seguir mejor el proceso de sus amores. Como en algún
momento el Padre titubeara. Jorge empujándole los papeles
argüyó:
—Leed Reverendo Padre, porque estas cartas son la base de mi
confesión general.
-Terminada la lectura, Jorge confesó:
—Pido vuestra guía, Reverendo Padre, para saber si son rectas
mis intenciones al pretender, ahora, casarme con la viuda cuyas
cartas habéis leído. Su virtud ha sido probada en buena y adversa
fortuna. L a mía está llena de flaquezas, pero ante tantos sufrimien-
164 Próspero Morales Pradilla

tos mi corazón se ha conmovido y, por ese resquicio, ha entrado el


amor. Sí, Reverendo Padre, amo a doña Inés de Hinojosa, pero no
se lo diré hasta recibir el consejo de Vuestra Reverencia.
— ¿Por qué dudáis, don Jorge?
— ¿De qué, Reverendo Padre?
—De vuestro amor.
—No quisiera que por favorecerme con las dotes espirituales de
dama tan alta como doña Inés de Hinojosa, pudiera caer en mereci-
do rechazo por parte de los pamploneses.
— ¿Acaso ella no es viuda y libre de casarse?
—Así lo es, Reverendo Padre.
— ¿Y vos no sois soltero?
-Sí...
Jorge, arrodillándose imploró:
—Vuestro consejo, Padre, sea cual sea yo lo aceptaré' y lo cum-
pliré.
—Casaos con la dama de vuestros sueños, hijo m í o .
Martina no quedó muy convencida de la santidad de Jorge Voto
cuando Rodrigo lo puso por las nubes, donde revolotean los sera-
fines, porque se le había formado una melaza en el cerebro al
tratar de cotejar las caricias de su amante con las nobilísimas pala-
bras del amo. Para ella, Jorge era el diablo que la penetró desga-
rrándole algunas fibras y no ese piadoso varón descrito por su
novio. Se abstuvo de hablar y prefirió dejar una mano libre para
ver si Rodrigo la agarraba, pero Rodrigo sólo acertó a decir:
—Señorita Martina, me da mucha pena...
La muchacha le cortó la frase de tanto mirarlo fijamente. E n
realidad, lo turbó, sintió empequeñecimiento de todo el cuerpo
como si cuanto hiciera, en ese momento, fuese estúpido. No obs-
tante, repitió:
-Señorita Martina...
Se dio cuenta de que las manos le sudaban como si viviera en
Carora, la boca se le había resecado y el corazón le golpeaba el
pecho.
Martina como mujer experimentada, le tomó gusto al juego de
la inocencia frente al pecado, llevado por ella en su carne. Así lo
puyó:
- ¿ D e c í a s algo, Rodriguillo?
—Decía... Pero no me diga "Rodriguillo".
- E s t á bien, don Rodrigo.
-Tampoco "don Rodrigo".
Los pecados de Inés de Hinojosa 165

— ¿Entonces cómo debo hablar a vuesa merced?


- V e t e al...
- ¿ A dónde?
—Mira, Martina, quiero ser tu novio y cállate.
—Bobo... ¿Y si te dijera que no?
— ¡Atrévete!
—No, no me atrevo. Eres muy fuerte.
— ¿Me quieres, Martina?
- ¿ Y tú a mí?
- Y o ¡sí!
—Yo también.
—Entonces, somos novios.
— ¿Eso es todo? —preguntó la muchacha acercándosele y mos-
trando la punta de la lengua.
—Aquí, no —replicó Rodrigo, tomándola de la mano derecha y
llevándola hacia el portal de doña Pantea, sin advertir que Jorge
Voto los espiaba por la ventana de la sala con una sonrisa beatífica
e hipócrita a la vez, como corresponde a un hombre cuyo tempera-
mento tiene el encanto de las culebras. Pero la ancha tapia del
portal no le permitió ver el primer beso de Rodrigo y Martina,
intuyéndolo, eso sí, pues bien sabía que una pareja, en tales condi-
ciones, siempre caía en tentación.
Satisfecho por la manera como sus planes, diversos y sutiles,
iban directamente hacia la meta, Jorge Voto pudo atender sus dos
propósitos inmediatos: lograr una inolvidable novena de aguinal-
dos en Pamplona y traer de Carora a Inés, Juanita y la Torralva.
Así, al día siguiente del beso de Rodrigo y Martina, marchó al río
con el ánimo de dedicarse a la naturaleza, la filosofía y las oportu-
nidades, meditando sobre la parte oculta de la vida humana, que,
para él, era la más larga y densa, pues no sólo comprendía los
pensamientos íntimos sino también todo lo inconfesable, desde las
acciones torcidas hasta los crímenes impunes. Pasó la mirada de los
musgos grisáceos en torno del tronco de los árboles a las nubes,
deteniéndose en el verde de las copas, para corroborar sus ideas,
anotando que la tierra se esconde de la luz entre tormentas y
follajes para evitar que se le descubran, como al hombre, los gusa-
nos de sus entrañas. Pero no supo cuál era el derecho de la vida y
convino en que la muerte debía ser el abandono absoluto, un
abandono sin colores, sin movimientos, sin música y con un olor
desconocido, cuya fetidez ahogaba cuerpo y espíritu. Con el rabi-
llo del ojo vio a Martina, que lo había seguido para contarle el
166 Próspero Morales Pradilla

comienzo del noviazgo. Jorge le salió al encuentro y, asombrándo-


la le dijo:
—Lo sé todo, inclusive lo que sentiste al besarlo. Ahora, vamos a
lo nuestro.

Carora ya no sólo respiraba animadversión contra las Hinojosas,


sino que algunas mujeres comenzaban a odiarlas. Sin embargo los
bálsamos seguían dándole un olor peculiar a la población. Este aro-
ma pugnaba con la hiél de las caroreñas, quienes no sabían, exacta-
mente, el motivo de su fastidio por las dos mujeres de luto y su
grosera criada. Pero las hacían responsables del mal desconocido,
de una cruz negra puesta en sus conciencias, de los destellos del
Maligno presente en esta buena tierra desde la noche de la inunda-
ción, cuando brotaron los forasteros que trajeron desgracia y
temor.
A pesar de esa ola invisible, Inés sonreía y apretaba los labios
llenos de contento al leer la última carta de Jorge, ya doblado el
mes de agosto, tras la fiesta de la Asunción:
"Con el Padre Beltrán estoy ordenando lo que fuere menester
para vuestro alojamiento y el de vuestra compañía, pues vos seréis,
amada mía, la primera dama de Pamplona...
"Mi amor aumenta como la luz cuando desaparecen las nubes.
Seréis la reina de este Nuevo Reino y a vuestros pies...".
Afanosamente entró Juanita interrumpiendo la lectura:
—Pablo desea ayudarnos, ya nos ofrece en firme 30 mil pesos de
oro por la casa y la arboleda de bálsamos. Pero tiene un problema
y exige tu presencia para solucionarlo.
— ¿Qué problema?
—Algo sobre los títulos y el nombre, sin mayor importancia, un
detalle que tú solucionarás fácilmente.
— ¿Y debo ir al Despacho del Corregidor?
—Pablo puede venir. Podríamos ofrecerle una merienda...
—Deberé ir y lo haré, remató Inés.
—Irás sola.
—Tú puedes acompañarme, Juanita.
—Pablo dice que se trata de algo entre tú y él. Y o no debo
acompañarte.
—Sea, mujer.
E l Corregidor Pablo de Mosquete tenía brillante la punta de sus
agudas narices como si le hubiesen untado polvo de nácar al recibir
en su despacho a Inés de Hinojosa, enfundada en sedas y cresp mea
Los pecados de Inés de Hinojosa 167

negros para exhibir su viudez en la propia sede del Gobierno. Mos-


quete cerró con llave, ofreció una silla toscana a la bella mujer y
asentándose el jubón, declaró:
—Estoy para serviros, señora mía.
—Me habéis llamado, señor Corregidor.
- S í , doña Inés.
- O s oigo.
—Antes de informaros sobre el asunto que os trataré, quisiera
demostraros mi admiración por vuestra belleza apenas oculta tras
el velo.
Y el señor Corregidor inició un encendido asedio contra la rigi-
dez de la viuda, quien, conociendo las travesuras de los hombres,
estaba preparada para resistirlo según lo fuera indicando su intui-
ción. Las torpes manos del Corregidor ni siquiera pudieron levan-
tar los crespones del rostro, porque Inés, como en un paso de
baile, retrocedió oportunamente. Los movimientos del uno y la
otra parecían una pantomima en la cual jugaban al dar y no reci-
bir. Inés, protegida por una silla, logró hablar:
-Sosegaos, señor Corregidor.
—Imposible, señora mía. Sois la encarnación de lo sublime.
-Entonces comportaos como quien está ante lo sublime y no
echéis a pique vuestra autoridad.
-Sea —repuso Mosquete jadeando—. Ahora seréis vos quien va a
pedir, porque os he invitado a mi Despacho para informaros que
nuestras compra-ventas y otras arandelas se irán al suelo cuando yo
publique que habéis usurpado un apellido.
-¿Amenazas?
- A l contrario, señora mía, buenos consejos.
—Explicaos.
—Vuesa merced sabe que tiene tanto de Hinojosa como yo de
Habsburgo. siendo Manrique vuestro verdadero apellido.
- ¡Mentira!
—Todo lo cual significa, bella señora, que no os habéis casado
con don Pedro de Avila, no sois legítima viuda, ni podéis vender
una herencia que no os pertenece, ni siquiera debéis lamentar la
muerte de vuestro padre pues no lo conocéis.
-Me ultrajáis de palabra como pretendéis hacerlo de hecho y así
como osáis perjudicar a una viuda honorable, yo os prometo contar
públicamente en Carora vuestro descaro y vuestras amenazas
contra mi virtud.
—Así actuaríamos, vos y yo, estimada doña Inés, si personas de
168 Próspero Morales Pradilla

nuestro linaje no pudiéramos hallar vías menos estrechas que las


del odio.
- ¿ Q u é decís?
—Por ahora, nada. Sólo os pido meditar, en vuestra casa, sobre
el problema "Manrique" y buscar en vuestra belleza una prenda de
mi silencio.
E l señor Corregidor abrió la puerta e Inés salió con los crespones
completos, pero con la ira propia de las grandes señoras enfrenta-
das a un zafio bien informado. Llegada a su casa, no quiso alimen-
to alguno, se encerró en la alcoba, se tiró sobre la cama y agarró las
almohadas descargando sobre ellas una furia venida de España, sin
ningún matiz indígena.
Después de una noche larga de sueños intermitentes, durante los
;uales vio a Mosquete con cola de diablo y una espada salida de las
piernas, Inés fue despertada por la Torralva:
- E l señor Corregidor está en la sala.
— ¿Quién?
- E l mismísimo don Pablo de Mosquete, con jubón acuchillado,
como los calzones de color verde y fondos amarillos. Lleva calzas y
escarpines negros.
—Calla, ¡mujer!
—La espera.
— ¡Maldita sea!
- D i c e bien vuesa merced.
-Saldré cuando esté lista.
E l señor Corregidor rumiaba las razones que habría de dar a Inés
de Hinojosa para cerrar sus negocios con ella, pues, además de la
casa y la arboleda, la mujer debía completar el precio ofreciéndo-
se como parte de los bienes de Pedro de Ávila. Era sencillo: si ella
no accedía, el problema del apellido se agigantaría en desmedro de
Inés. E n verdad -pensaba el Corregidor- lo perdería todo si mi
caballerosidad no la protege. Pero sólo la defenderá al darme lo
deseado.
Mosquete miraba las esteras cuando Inés entró a la sala y, sin
saludar, le dijo:
— ¿A qué debo esta visita en hora tan irregular?
- ¿ L o preguntáis señora mía?
-Sí.
-Pues vengo a cerrar el negocio de compra venta que debe
incluir todos los bienes de Pedro de Avila.
-¿Todos?
Los pecados de Inés de Hinojosa 169

—Sí, señora, a cambio de treinta mil pesos de oro.


—Pero Diego de Pimienta ha comprado los animales domésticos
y los muebles pasarán a la casa cural.
—Entiendo, mas no me refiero a los animales y a los muebles,
sino al tesoro de Pedro de Avila.
— ¿Cuál tesoro?
- V o s , señora mía.
-¿Yo?
—Sí, vuestra belleza, vuestra piel, vuestros encantos.
— ¿Y si no accedo?
—Difícil hacer negocios con una tal Inés Manrique.
Como durante la noche se había planteado el problema, Inés
pudo, con la ayuda de su sagacidad, pensar en algunas salidas de
este embrollo: si no accedía, se le escapaba todo, desde el dinero
hasta el matrimonio; si accedía, era posible asegurarse, siempre que
tuviese fuerza para imponer condiciones. Debía enardecer a Mos-
quete con su coquetería:
— ¿Por qué —anotó con una leve sonrisa— insistís, señor don
Pablo, en cambiarme de apellido?
—Yo no busco ningún cambio de apellido, sino un poco de
comprensión.
— ¿A qué llamáis comprensión? preguntó turbándolo con una
sonrisa abierta.
- V o s lo sabéis, Inés de Hinojosa.
— ¿De Hinojosa?
—Podrá ser vuestro apellido para siempre dejando el Manrique
quemado hoy mismo.
— ¿Decís "quemado"?
—Sería lo mejor.
— ¿Y después?
— ¿Me permitís ir a vuestra alcoba para explicaros el "después"?
- L o s negocios, señor Corregidor -agregó francamente sonreí-
da— han de ser claros para evitar a las partes dolores de cabeza.
¿Sabéis, don Pablo? A m í me duele muy fácilmente la cabeza.
—Pobrecita...
—Y como no quiero dolores de cabeza, me gustaría ver los trein-
ta mil pesos de oro, firmaros las escrituras, confiar en vuestra
discreción y evitarme la molestia de contar a doña Aminta vuestra
eventual persistencia.
—No entiendo la última condición, bella señora.
170 Próspero Morales Pradilla

-Simplemente: que yo os podría dar el tesoro, pero no garanti-


zo su renta.
—Esta noche os traeré el oro y, desde ahora, respondo por lo
demás.
— ¿Cómo autoridad y como caballero?
—Como vos queráis, amada mía.
— ¿Contaría con vuestro silencio para siempre?
—Soy un caballero español.
— ¿No insistiréis más tarde?
—Bien sé que os iréis de Carora y yo me quedo aquí con muchos
bienes y un recuerdo.
Ninguno de los dos supo si este día pasó rápida o lentamente.
Cada cual se preparó para la noche: Pablo con el regocijo de haber
ganado una maravillosa hembra; Inés pensando en la necesidad de
hacer sacrificios en favor de su futuro, A l fin de cuentas, Pablo
de Mosquete, si se exceptúan sus ofensivas narices y el encerra-
miento de los ojos, podría ser un hombre deseable, sobre todo
después de haber conocido las infamias de Pedro de Avila.
Pablo entregó, en la sala de las Hinojosas, los treinta mil pesos
de oro y las cenizas de un supuesto documento relacionado con el
apellido Manrique; Inés lo tomó de las manos y lo condujo a su
alcoba. Eran cerca de las nueve de la noche, hora de silencio, sobre
todo en esta casa, donde la Torralva se había acostado temprano
para pensar en su ama yaciendo con el Corregidor, mientras Juani-
ta, sintiéndose responsable de cuanto acontecía en el aposento veci-
no, fue víctima de unas corrientes generales centradas en el sexo,
dejando un poco vacío el cerebro. No se sabía si el sacrificio
de Inés era, realmente, sacrificio en favor de sus planes conjuntos,
o, por el contrario, la tía estaba recibiendo premios inmerecidos.
Estos pensamientos fugaces le movieron los brazos torpemente
desnudándose a jirones hasta quedar tendida sobre la cama, a ratos
boca-arriba y, a ratos, enroscándose entre sí misma con calores y
escalofríos según donde colocara los dedos.
Pablo e Inés demoraron largo tiempo en una nueva pantomima,
esta vez menos severa. Se trataba de quitarse las prendas de vestir
en una especie de baile de aproximaciones y alejamientos. Cuando
Pablo quedó con el torso desnudo, Inés todavía conservaba el
corpino y las enguas blancas, pero ya se había zafado los cintillos.
Finalmente, entraron bajo las sábanas y comenzó el ondulamiento
apareciendo, de vez en cuando, algún pie al borde de la cama.
Juanita no aguantó más el torrente de la imaginación, vio, entre
Los pecados de Inés de Hinojosa 171

nubes, a Pablo y optó por levantarse y caminar, como sonámbula,


hacia la alcoba de Inés. Abrió la puerta, pero la pareja no advirtió
su presencia. Corrió hacia la cama de su tía y, en silencio, se acostó
con la pareja. Los tres estaban desnudos y. hasta ese momento,
ninguno se había satisfecho debidamente, pero se abrazaron sin
sorpresa como si lo esperaran desde la época de las primeras mira-
das entre ellos, aun en vida de Pedro de Avila.
Mosquete, exhausto, dejó a las Hinojosas entrelazadas y dormi-
das, saliendo convencido de que el inocente de Carora era. precisa-
mente, él. Maldijo su condición de caballero y, en su cama, le pare-
cieron hermosas las viruelas de su mujer.

Como siempre le sucedía. Jorge Voto no pudo rasgar correcta-


mente la nueva carta de Inés, porque, temblándole las manos,
destruía el sobre:
"Pudimos, gracias a la sagacidad de Juanita, vender casi todo a
don Pablo de Mosquete, siguiendo vuestros consejos, oh amado
mío...".
"'Viajaremos con la Torralva y un par de corchetes, prometidos
por don Pablo, a manera de escolta..."".
"Llegaremos, quizá, para Año Nuevo cuando ya vuestras adora-
trices se hayan sosegado de los villancicos...".
Tenía el pan en la puerta del horno tras haber superado las
mayores dificultades de su vida, frente a las cuales los lances en
Andalucía eran juegos de niños. Jorge, con la dicha circulándole
entre nervios, arterias y venas, como viento interior, no pudo
permanecer en casa. Guardó la carta y salió hacia el terreno de sus
filosofías dispuesto, esta vez. a estar solo y dedicarse, realmente, a
la contemplación y las reflexiones para asegurar los próximos
pasos, borrando de su mente el cuerpo de la Martina así como Inés
de Hinojosa había soportado, en Carora. una viudez que la enalte-
cía. Salido de la Villa, vio moverse las hojas de los árboles, siempre
frescas en estas tierras del Nuevo Reino, tratando de descubrir de
donde salía el impulso de las brisas, gracias al cual las arboledas
mostraban vida. " S i me subiera - p e n s ó - a la copa de los pinos
podría sentir el origen de los vientos austros causantes de nubes y
lluvias, pero en esta insólita zona tan distante de Europa el cierzo
es caliente y todas las lecciones aprendidas en España cambian de
rumbo, fugándose los inviernos hasta ver la naturaleza por el lado
de los indios". Jorge bajó de sus altos pensamientos al camino,
arrugado por las raíces, para volver a sentirse dominador no sólo
172 Próspero Morales Pradilla

de Pamplona, sino también de cuanto aconteciera en el Nuevo


Reino de Granada porque atrás, en su vida y en su ruta, estaba
quedando algo muy distinto a este hombre nuevo, brotado de un
crimen, es cierto, pero deseoso de hacer el bien a buena parte de la
humanidad comenzando por él mismo, centro y resumen de cuan-
to tiene importancia y corazón.
Regresando a las calles de Pamplona, le asomó una sonrisa al
pensar cómo el Corregidor Mosquete, tan audaz en el juego y tan
lleno de malicias, había caído en las peores trampas del destino: la
de no saber quien mató a Pedro de Avila: y la de regalarle, por
intermedio de Juanita, treinta mil pesos de oro. cuyas monedas
veía ya en el cuenco de sus manos resbalando por entre los dedos.
Qué fácilmente había logrado Inés obtener su dote. Las mujeres,
en verdad, nunca saben de dónde viene el dinero, casi pasa por
ellas sin rozarlas y son incapaces de concebir argucias, pensó Jorge
antes de entrar a la casa cural donde haría, esta tarde, el primer
ensayo general de villancicos bajo su batuta, que era un palo de
escoba pulido por Rodrigo Zaino.

A don Pablo de Mosquete le agradó el amor en trío y. desde


cuando cerró el negocio de las Hinojosas. pasaba horas en casa de
sus vendedoras discutiendo nuevas cláusulas bajo las sábanas,
mientras la Torralva sobre cuyos lomos la vida había depositado
casi todos los desperdicios de la moral, se ocupó, también en estas
circunstancias, de una eficaz vigilancia para que sus amas pudieran
holgar con el señor Corregidor, quien olvidaba, con frecuencia, sus
obligaciones de suprema autoridad para diluirlas en la casa de sus
amantes.
Naturalmente, la sociedad de Carora no era ciega, ni sorda. Veía
entrar y salir al señor Corregidor de casa de las Hinojosas: y
comentaba, en el mercado, en las ventas, en las calles y aun en el
atrio de la iglesia, las largas negociaciones de don Pablo con las
forasteras, temiendo un mal paso de quien, de una manera u otra,
representaba a su Católica Majestad don Felipe I I . Salvo el cura
párroco, como pastor de almas, y don Pablo de Mosquete, como
comprador de bienes terrenales, nadie trataba a las Hinojosas, cuya
soledad sería absoluta si el Corregidor no hubiera suavizado los
rigores de tanto encono contra estas mujeres honestas y piadosas.
Tanta condenación reprimida seguía también a la Torralva, otro
engendro de la inundación, hasta el día en que la robusta criada.
Los pecados de Inés de Hinojosa 173

sofocada por la ira se plantó, en el mercado, ante señoras y siervas


diciendo:
-Nos importan un carajo sus dimes y diretes, pues ya este
pueblo nos sabe a mierda y pronto nos iremos, mis amas y yo. al
Nuevo Reino de Granada, donde la nobleza de España ha echado
raíces. Apartaos, maritornes.
Y la Torralva imponente, con la quijada hacia arriba y el culo
bamboleante, se abrió camino por entre el asombro de las demás
mujeres, cuyo comentario fue unánime y feliz:
— ¡Al fin se largan!

A Jorge Voto se le recalentó la cabeza con el problema de los


villancicos, porque entre sus partituras no figuraba música de
tales características y. además, su inspiración apenas llegaba a
personajes, como el párroco de Carora. cuya información musical
no alcanzaba los simples sonidos de la escala. En Pamplona, desde
luego, no había musicólogos, ni siquiera tañedores de vihuela, pero
componer un motete en forma de villancico con variaciones para
todos y cada uno de los días de la novena, era tarea superior a sus
capacidades. Mas si había logrado convertirse en varón ejemplar
tras matar de quince estocadas a un pobre marido y. por añadidu-
ra, estar en vísperas de casarse con la viuda del asesinado, bien
podría robar trozos de música, encajarlos unos en otros y producir
villancicos, de los cuales dependía su importancia en la ciudad. La
víctima, en este caso incruento, fue el maestro Giovanni Pierluigi.
llamado Palestrina. Le habían llegado unos motetes y dos madriga-
les, gracias a su amigo Piero Cattaleto. residente en Andalucía, eje-
cutante de flauta de boquilla y cantor de la Catedral Sevillana. A la
sazón Palestrina apenas era conocido entre músicos de España y.
desde luego, nadie daba cuenta de este compositor italiano en el
Nuevo Reino donde habían llegado las armas y las oraciones del
viejo mundo con algunas letras, que no pasaban de las escandalosas
escenas de " L a Celestina" y de los escritos de fundadores como un
tal Gonzalo Jiménez de Quesada. La música, en realidad, no vino
con los estandartes de Castilla y Aragón, por lo cual Jorge Voto
podía prestar a Palestrina una parte mínima de sus motetes y
madrigales sin dar cuenta a nadie de este asalto al ingenio musical
de un extranjero. Gracias, pues, a la ignorancia de los pamploneses,
al menos en esta materia, el director de los coros polifónicos
desbarató la obra de Palestrina. poniéndole compás de gallarda.
174 Próspero Morales Pradilla

para producir unos villancicos robados a la inspiración de don


Giovanni.
Por fortuna, Jorge era capaz de producir los versos correspon-
dientes basándose en "Las trobes en lohors de la Verge Marias",
poesías de un certamen valenciano que como primer libro impreso
en España fue el milagro del siglo X V . Jorge hubo de cambiar la
Virgen por el Niño y las arandelas celestiales por un poco de pajas,
para completar su colcha de retazos y enfrentarse al tercer escollo
de la empresa navideña: el coro de las adoratrices.
— ¿Qué hago, carajo? —se dijo.
El sonido de su propia voz, repercutiendo contra los rincones y
majestuosamente grave, lo reconfortó: "Debo subir, subir más,
dejando los problemas abajo junto con las adoratrices, el párroco,
los aguinaldos y la gente de Pamplona. Desde arriba nada tiene
importancia y si los pamploneses no gustan de un coro formado
por sus damas principales entonces descubrirán que el mal está en
ellas y no en su director. De todo lo cual resulta, resulta, resulta
—repetía- resulta que no debo prescindir de ninguna adoratriz. Si
el coro desafina, confío en el mal oído de los pamploneses".
Pero Jorge no contaba con otro aspecto de toda empresa huma-
na: las rencillas. Un día de ensayo vespertino, en la nave central
del templo, tres adoratrices de segunda categoría polifónica descu-
brieron su animadversión contra Bernarda de Albarrecio y, a pesar
de hallarse en sitio sagrado, una de ellas gritó al terminar la tercera
estrofa del novenario compuesto por el maestro Voto:
-Bernarda de Albarrecio no merece ser solista.
Sólo faltaban diez días para comenzar la novena de aguinaldos
cuando se produjo el altercado. Bernarda de Albarrecio sufrió
ataque de nervios y hubo necesidad de conseguir toronjil para
calmarla, mientras las adoratrices iniciadoras de la discusión fueron
sometidas a infusiones de manzanilla. E l maestro Voto, apabullado
por la incomprensión humana, optó por dar asueto de tres días al
coro, rogando a doña Pantea de Ordóñez, arreglar las diferencias
entre sus colegas.
Por fin, llegó el 16 de diciembre. No hubo pamplonés que se
quedara en casa después del tercer repique de las campanas parro-
quiales llamando a la novena de aguinaldos, oficiada por el reve-
rendo padre Basilio Beltrán, cantada por el coro polifónico de las
adoratrices de Pamplona, sobre la base de partituras, versos y
dirección del gran maestro Jorge Voto, músico de la ciudad y poe-
ta universal. E l templo olía a multitud pegajosa, pues aun cuando
Los pecados de Inés de Hinojosa 175

las damas principales estrenaban sayas y mantillas, los caballeros


y la plebe despedían un hedor donde se mezclaban vinos, sudores
y el moho de las ropas sometidas a un clima lluvioso. E l párroco,
para situarse a la altura del coro y de las circunstancias, resolvió
anticiparse a la novena propiamente dicha con el canto del "Pange
Lingua".
Pamplona, en este 16 de diciembre de 1564, no sólo era la villa
fundada por don Pedro de Ursúa, en cuyos linderos se estableció
gente principal, sino ciudad ennoblecida por el arte gracias a la
milagrosa presencia de un predestinado como el músico, poeta y
santo don Jorge Voto, autor indiscutible de unos aguinaldos que
trascenderían, por su densidad artística, a todo el Nuevo Reino y,
acaso, a oídos del Rey don Felipe y de su corte. Pamplona llegaba
a la cultura, transformando el asentamiento de Ursúa en uno de los
más preclaros centros de la cristiandad en el Nuevo Mundo descu-
bierto por Cristóbal Colón y conquistado para la fe por los tercios
españoles de Carlos V.
En algunos pueblos germánicos, hundidos ahora bajo el protes-
tantismo, se están inventando, según lo cuentan ancianos que
combatieron en los ejércitos del Emperador, unos monigotes de
jubones rojos y barbas blancas para celebrar la fiesta de Navidad.
Por fortuna, en estos territorios separados de España por el mar
océano subsisten los nacimientos españoles decorados en la zona
tórrida, donde una vegetación incalculable, con árboles de hojas
permanentes, raíces como piedras, frondas siempre verdes, suelo
forrado de musgo, cascadas, riachuelos y ríos con las aguas más
puras del mundo, han cambiado la posición del hombre frente a la
naturaleza, porque aquí no es el dueño'absoluto de la tierra sino el
espectador de su grandeza. Los pamploneses se acercaron un poco
a este misterio al culminar la novena de Jorge Voto, como se llamó
a los aguinaldos de 1 564, cuyos villancicos se cantaron, por última
vez, la noche del 24 de diciembre ante una feligresía deslumbrada,
convencida de que bajando de un cielo azul oscuro con tres estre-
llas rutilantes y otras esparcidas en la inmensidad, llegaba, de
verdad, el Niño Dios como un regalo de los siglos a la nueva ciudad.
E l coro de las adoratrices se cubrió de gloria aquella noche al ento-
nar las estrofas del maestro Voto con tanto esmero y devoción que
quienes entonces lo escucharon siguieron contando a lo largo de
los años el milagro del santo varón, pues si el Redentor descendía
de los cielos la polifonía subía. E l padre Basilio, al terminar la
novena, cayó en éxtasis; los pamploneses, unánimente, se llenaron
176 Próspero Morales Pradilla

de gozo; y Jorge Voto, colocando la batuta en la mesa de las vina-


jeras, se arrodilló, abrió los brazos y musitó palabras en latín como
si hubiera entrado el Espíritu Santo en su cuerpo.
Dos días después, en vísperas de los inocentes, el párroco orde-
nó " T e Deum'" para agradecer al Altísimo las bondades derrama-
das sobre Pamplona con motivo de la Navidad. Y se dice en buena
parte del Nuevo Reino que el padre Basilio Beltrán parecía transfi-
gurado cuando cantó a plena voz el "Veni Creator"

En Carora la Navidad fue opaca, apenas recordada por fieles de


misa rezada y por el aroma de los bálsamos. Para las Hinojosas, no
obstante, fue el anuncio definitivo de su gloria terrenal, porque,
precisamente el 25 de diciembre, don Pablo de Mosquete cedió a la
solicitud de sus mujeres y las autorizó a viajar no tanto por dar
gusto a quienes lo habían encantado como por evitar un escándalo
que ya se presentía en la ciudad, pues las murmuraciones parecían
nubes negras en víspera de tempestad. Algo denso, diabólico, terri-
ble, flotaba sobre Carora y envolvería muy pronto a don Pablo y a
las Hinojosas. L a tensión cedió al anunciarse el viaje de las foraste-
ras, los caroreños volvieron a sonreír y muchas mujeres aseguraron
que, con ellas, se iría también el Diablo.
No hubo bendiciones el día de su partida, pero el señor Corre-
gidor nombró escolta de dos corchetes para acompañarlas hasta
Mérida, en el Nuevo Reino, como prenda de la suprema autoridad
de Carora. Cinco personas se alistaron en la primera madrugada del
Nuevo Año; las Hinojosas, los corchetes y la Torralva. E l Corregi-
dor, cumpliendo sus obligaciones, se presentó en casa de las Hino-
josas, que ya era suya, hizo visible reverencia a las damas, sintió el
paso bamboleante de la Torralva y ordenó a los corchetes:
- D e vuestro valor y astucia depende la vida de estas damas
hasta hospedarlas debidamente en Mérida, de donde regresaréis
inmediatamente so pena de trataros como prófugos.
Poco a poco se acercaron algunos curiosos y, sobre todo, curio-
sas, a espaldas del señor Corregidor para ver a los cinco jinetes que
tomaron la ruta de occidente y desaparecieron de Carora casi
como habían llegado las forasteras: bajo un aguacero, el primero
de 1565. Retirándose hacia sus casas, se oyó una voz salida del
grupo:
— ¡Malditas sean!
Era la esposa de don Pablo, en cuyo rostro se habían ennegrecí-
Los pecados de Inés de Hinojosa 177

do las huellas de viruela como si el luto de las Hinojosas la hubiese


contagiado de tanto compartir el mismo hombre.

Rodrigo Zaino fue comisionado por Jorge Voto para recibir a


las Hinojosas en Mérida. No consideró prudente arriesgar su
prestigio saliendo al encuentro de dos mujeres, que habrían de
pernoctar én el camino rodeadas de tentaciones como corresponde
a la humana condición.
La venta de Mérida donde Zaino y las Hinojosas descansaron,
tras haberse encontrado a las puertas de la ciudad, era una mezcla
de taberna y mesón, con piso de tablas y troncos dispuestos frente
a cuatro fogones rinconeros con un jarro de chocolate y un caldero
con carne cocida entre jugos aromáticos. Zaino, siguiendo órdenes
de don Jorge, invitó no sólo a las Hinojosas y a la Torralva, sino
también a los dos corchetes, sin sentarse a manteles, que no los
había. Se apostaron en el suelo a cierta distancia de la mesa en
forma de semi-círculo. las mujeres al centro y los hombres a los
lados.
-Perdonad, señoras mías, -dijo Rodrigo como si repitiera pala-
bras del amo— la indignidad de este hospedaje para tan preciadas
damas. Pero pronto iremos a Pamplona donde seréis reinas.
—Estamos bien —respondió Juanita, con una sonrisa y los ojos
fijos en el pecho de Rodrigo.
—Gracias, buen Rodrigo —agregó Inés.
—Lo que mis amas y yo necesitamos —anotó la Torralva— es un
poco de sosiego y poder recogernos sin molestia.
- T o d o está dispuesto - i n f o r m ó Rodrigo con arrogancia.
La Torralva se quedó cerca de los fogones mascando un pedazo
de carne, que se llevaba a la boca con las dos manos, mientras
Zaino cerraba la puerta del aposento de las Hinojosas para asegu-
rarse de todo según lo indicó don Jorge. Luego sacó del caldero el
último trozo y, junto a la Torralva. comenzó a comerlo lentamente.
Se te ve bien, muchacho —le dijo la enorme criada suavizando
los ojos con una bondad desconocida en aquella fiera doméstica.
- Y a ti también -agregó Rodrigo.
— ¿Estás a gusto con don Jorge Voto?
— ¿Y quién no?
Con estas palabras una vieja corriente, venida del salvamento
tras la inundación en que casi perece la Torralva. unió a los dos
siervos, separados por la edad, el origen y la experiencia. Ambos
vieron en el otro un ser digno de confianza, lo cual resultaba extra-
178 Próspero Morales Pradilla

ño en el ánimo de la Torralva porque desde niña sólo había conoci-


do lo turbio de la vida, como sucede a la mayoría de las personas
por el simple hecho de nacer y abrir los ojos frente a un mundo
maltrecho, con harapos, intrigas y sangre. L a Torralva solía con-
fiarse a la gente como quien echa una moneda al aire, pero sin
ninguna seguridad y, por consiguiente, sin sorpresa si la golpeaban.
L a aventura de los marañones la hizo ladina para sobrevivir, humil-
de para evitar patadas, ponzoñosa para atacar a tiempo. Ahora
mismo no sabía si Jorge Voto la recibiría como cómplice o como
peligro. Pero mirando a Rodrigo Ziano, oyéndolo hablar, dándose
cuenta de su inocencia, sintió el deseo de no tirar la moneda al aire
sino de tener un amigo así no más, de no pensar en lo malo sino
conversar limpiamente como en los cuentos de las infantas antes
de desvirgarlas. Quiso besar a Rodrigo, mientras charlaba. Pero no
besarlo desde abajo, sino por encima como a los ángeles. E l mundo
de la Torralva se dividía en dos colores: el blanco y el negro, lo
bueno y lo malo, los ángeles y los demonios. A ella le había corres-
pondido siempre la segunda categoría, pues apareció entre diablos.
Pero frente a Rodrigo percibió algo del otro color y le tomó las
manos para comunicarle su propia sinceridad.
—Tu madre debe estar orgullosa de ti.
—Mi madre nada sabe de todas estas aventuras desde mi salida
de Carora.
—No importa, querido, yo sé que está orgullosa de ti, las muje-
res sabemos cuanto sienten las otras mujeres. Y o conocí una seño-
ra muy principal, llamada Inés de Atienza. Era bella como la salida
del sol. A esa señora la acometió un día la pena terrible, la de los
marañones y, sólo por ser mujer, yo sentí su pena en todo mi cuer-
po y antes de que la mataran, ya la había dado por muerta en mi
corazón. Por eso te digo que tu madre está orgullosa de ti.
La conversación se llenó de muchos episodios, incluyendo el
atroz relato de la muerte de doña Elvira de Aguirre por su propio
padre. Rodrigo no podía creer semejante crimen. Pero sabiendo
que Elvira iba a caer bajo la lascivia de los enemigos de su padre,
comprendió el último sacrificio del tirano y sintió un extraño afec-
to por la Torralva, la única persona que defendió la vida de aquella
muchacha. Fue tanta la emoción de Rodrigo, su tensa solidaridad
con esta mujer, que se atrevió a contarle sin rodeos:
—Tengo novia.
-¿Tú?
—Sí, una señorita de Pamplona. Se llama Martina.
Los pecados de Inés de Hinojosa 179

— ¿La quieres?
—Mucho —respondió Rodrigo bajando la cabeza como los peca-
dores.
- E a Rodrigo —dijo la Torralva, subiéndose los senos y con su
viejo gesto insolente— no te avergüences nunca de nada, pues sólo
los hideputas —y perdóname la franqueza— andan con las vergüen-
zas en el rostro. ¿Me la vas a presentar?
- ¿ A quién?
—A mi amiga, la Martina.
—Seguro.
— ¿Y nadie te la disputa?
— No entiendo.
—Digo: si tienes algún rival.
—Pues el Pedro de Hungría quiso poner sus ojos en Martina,
pero mi amo y yo lo sacamos de Pamplona para siempre:
— ¿Para siempre?
— ¡Sí! ¡Para siempre!
—No estoy segura de ese "siempre". Pero ya correrá por mi
cuenta ese renacuajo, nacido de puta.
—Huy, Torralva, cómo hablas...
—Aún no me conoces, hijo, que de mi lengua salen muchas
lagartijas, pero ninguna de ellas rozará tu piel. ¡Te lo juro!
—Gracias.
—Y de la Martina, de su virtud y de su fidelidad, voto al diablo,
me encargo yo. No ha nacido mocita capaz de enturbiarle la vista a
Juana de Torralva y esa Juana soy yo. hijo de mi alma!
Después les vino el sueño y descubrieron, entre tanta oscuridad,
un poco de luz nueva. Ninguno de los dos había llorado en los últi-
mos años, pero ambos.,. Bueno: debía ser basura en los ojos.
Las alforjas se hincharon en Mérida de las muchas prendas de
vestir que compraron las Hinojosas, especialmente para sepultar el
luto. Inés salió hacia Pamplona vestida de saya roja con tonos azu-
les, mientras Juanita prefirió el amarillo pálido temiendo el calor
de los valles.

Jorge Voto había alquilado para las Hinojosas la casa de don


Fermín de Calvo, por recomendación del mismo don Ortún Velas-
co. La dicha casa tenía una portada amplia, abovedada. E l blanco
y el azul eran los únicos colores del conjunto, el primero para las
tapias y, el segundo para la obra de madera. Sólo contaba con dos
patios: el empedrado y el de las hortalizas. Este último podía utili-
180 Próspero Morales Pradilla

zarse también como muladar y está destinado, en sus rincones, a la


satisfacción de las necesidades corporales. Aun cuando era casa
principal, carecía de aljibe y el suministro de agua debía hacerse en
cántaros traídos del río, por lo cual Jorge contrató los servicios de
Martina. La sala amoblada a la usanza cortesana con detalles italia-
nos, poseía un tesoro: el retrato de don Pedro de Ursúa, el día de
la fundación de Pamplona, con las armas del Rey y la cruz escueta.
Tal circunstancia obedecía a que el primer propietario había sido,
precisamente, el señor Fundador. Cuatro aposentos bien esterados,
con mobiliario completo de camas dobles, cocina de seis fogones,
lavadero de piedra y un cuartucho para la criada, completaban la
casa donde Jorge Voto, en compañía del padre Basilio Beltrán y de
doña Pantea de Ordóñez. esperaba a sus protegidas tras haber sido
informado de su inminente arribo por Martina, quien vio la peque-
ña caravana cerca del río y voló a anunciar la proximidad de tan
ilustres huéspedes, presididos por alguien que dio mayor ligereza a
las piernas de la muchacha: Rodrigo Zaino.
La entrada de las Hinojosas a la casa indicada por Rodrigo y la
Martina tuvo algo de acontecimiento imperial, porque nada se hizo
de prisa, ni improvisadamente, sino bajo el protocolo de Jorge
Voto, a la sazón en el pináculo de la prestancia y de la nobleza den-
tro de las cuatro piedras de Pamplona. Inés descendió de su caba-
llo ante la puerta principal, sostenida por Rodrigo y la Martina:
luego, Juanita recibió igual tratamiento, mientras la Torralva. ape-
nas agarrada por las manos de Rodrigo, casi se va de bruces contra
el suelo. Enseguida se abrieron las dos hojas de ¡a puerta y apareció
Jorge Voto bajo el dintel, ufano y severo como un personaje de la
Corte. Hincó la rodilla izquierda cuando doña Inés de Hinojosa.
contagiada por la solemnidad, dio los primeros pasos, seguida por
Juanita, cuya saya amarilla estaba negruzca. Inés se percató de que
debía alargar la diestra para ser tomada por Jorge, quien la llevó a
Sus labios estampándole un beso ritual. A Juanita le dedicó inclina-
ción de cabeza e indicó a Rodrigo que la Torralva debía entrar pol-
la puerta trasera. Luego Jorge extendió su brazo izquierdo como
quien inicia el paseo de una danza, para que Inés posara allí su
mano. Así entraron a la sala, acompañados por Juanita algunos
pasos atrás de la pareja, con una sonrisa de "ésto es muy ridículo".
Jorge presentó a las damas:
-Señora Pantea de Ordóñez: aquí está vuestra amiga y par doña
Inés de Hinojosa.
Los pecados de Inés de Hinojosa 181

Las dos damas inclinaron la cabeza, una frente a la otra y lo


mismo hizo Juanita.
Jorge dio tres pasos, llevando consigo a la recién llegada para
enfrentarla al cura párroco, quien apoyado en la religión pudo ser
menos tieso que los demás diciendo sencillamente con la diestra
extendida:
—Dios os bendiga, doña Inés de Hinojosa.
Después de tanta ceremonia todos cayeron, casi muertos, sobre
las sillas de cuero templado: el párroco entre las dos recién llega-
das, Pantea junto a Inés y Jorge al lado de Juanita. L a conversa-
ción fue muy difícil, con pesadas referencias al retrato de don
Pedro de Ursúa, al clima, a la distancia entre Carora y Pamplona, a
la virtud de don Jorge, a la fortaleza de las Hinojosas y a las bonda-
des de Dios Nuestro Señor. Sólo Pantea, para romper el silencio
demasiado prolongado, le dio libertad a su mente y dijo:
—Nos han dicho que pensáis casaros, doña Inés...
Tomada de sorpresa, pero aprovechándola respondió:
—Si es la voluntad de Dios y todavía no se ha arrepentido mi
novio epistolar...
— ¿Qué dice Vuesa merced? - p r e g u n t ó Pantea dirigiéndose a
Jorge.
—Digo como doña Inés: si es la voluntad de Dios...
— ¿Y vuesa merced, qué? —empujó doña Pantea.
—Si es la voluntad de Dios y el propósito de doña Inés, yo sería
el más feliz de los cristianos.
De esta manera, ante el Cura Párroco, se logró, de hecho, el
compromiso matrimonial de Jorge Voto e Inés de Hinojosa, la
misma tarde de su reencuentro, después de tantos sacrificios, penas,
agonías, abstinencias, dolores, escalofríos, angustias, lágrimas,
tormentos, pesadumbres, preocupaciones, ultrajes...
Inés fijó la fecha del 2 de febrero para su matrimonio con Jorge
Voto, después de haber sido presentada al Justicia Mayor, a las
adoratrices y a los más conspicuos caballeros de Pamplona, durante
un sarao ofrecido por el novio en casa de doña Pantea de Ordóñez,
al'*cual no asistió Bernarda de Albarrecio, debido a una indisposi-
ción repentina que las demás adoratrices, casi en coro, calificaron
de "despecho". Por fortuna Inés no se enteró de esta calificación
debido a las emociones del día y Juanita tampoco lo supo, pues a
pesar de la edad de don Ortún Velasco, mucho se entretuvo con las
anécdotas del señor Justicia Mayor.
L a Torralva completó la historia reciente de Jorge Voto y
182 Próspero Morales Pradilla

metiéndose una almohada entre las piernas para no sentirse tan


sola en el camastro del cuartucho, pensó en que ya nada, ni nadie,
podría retirarle el favor de don Jorge, pues lo conocía desde el
adulterio de Carora hasta el asesinato de Pedro de Avila y el miedo
a Pedro de Hungría. ¡Era suyo!
Las mujeres de Pamplona, y acaso las de otras ciudades, no sue-
len apreciar las dotes de damas principales y recién llegadas, sobre
todo si un buen mestizaje, como en el caso de Inés de Hinojosa, las
ha hecho esbeltas, trigueñas y simpáticas para los hombres. E l
busto de Inés, por vistoso y redondeado, fue condenado por las
adoratrices. Aun las casadas, más indulgentes, consideraron que el
cuerpo de Inés, desde los ojillos insolentes hasta los diminutos
pies, pasando por el maldito busto y unas caderas que se movían al
caminar, eran demasiada carne para la vista de los maridos. Bernar-
da de Albarrecio, menos prudente, insinuó que Inés de Hinojosa
engañaba o engañaría a don Jorge Voto, debido al desenfado de
sus maneras, a su risa perversa y a lo inapropiado de sus vestidos
destinados a mostrar lo cubierto como en " L a Celestina". Juanita
mereció menos críticas, pero todas advirtieron el fuego en los ojos
de don Ortún Velasco, al posarse sobre el rostro y las nalgas de la
otra Hinojosa. Para las adoratrices ambas parecían venir de Flandes
y no de la vecina Gobernación de Venezuela, donde las sanas
costumbres apenas fueron atacadas por la ola diabólica de Lope de
Aguirre. Bernarda de Albarrecio, para evitar contagios, se santi-
guaba al mencionar el nombre de las forasteras. Sólo Pantea de
Ordóñez, conociendo la hidalguía de Jorge Voto y, sobre todo, su
piedad, estaba cierta de que Inés era una dama de altísimos méri-
tos, probados en las peores desgracias. Se convirtió en su defensora
permanente, uniéndosele algunas casadas y la inmensa mayoría de
los varones, para quienes las Hinojosas representaban, a la vez, el
señorío de España y la belleza universal, caídos en estas remotas
tierras para bendición de Pamplona. E l Padre Basilio Beltrán, en el
fiel de la balanza, se aferró a la tesis de que si don Jorge Voto
había elegido esposa, ésta era, de hecho, pozo de virtudes, a lo cual
comentaba Bernarda de Albarrecio: "Pozo tal vez, pero no de
virtudes".
En cambio la Torralva, gracias a Martina y a la franqueza de sus
palabras, se granjeó la amistad de otro coro: el de las criadas,
llegando casi a aclamarla, cuando, en un rincón de la panadería
dijo:
- Y a m í no me vengáis con remilgos, ni con panes viejos, ni con
Los pecados de Inés de Hinojosa 183

mocitas muy puras, porque he andado por el ancho mundo, sin


muletas y sin agua en la boca, descubriendo hideputas por todas
partes y aprendiendo, muy bien aprendido, que lo mejor de los
humanos somos las criadas porque cuando nos llenan por dentro
tenemos que parir sin miedo y sin echarle la culpa a los tiempos.
-¿Embarazadas sin matrimonio?
—Ea, mujeres, como venga, que en el joder todas somos iguales
y nos lo hacen por el mismo sitio, ¿o es que las señoras principales
han venido al mundo con el culo tupido?
Realmente, nunca se había visto, ni oído, en Pamplona, a una
mujer tan abierta como la Torralva, cuya mole fue aceptada, en su
círculo, con amistad e, inclusive, admiración. Podría ya disputarle
popularidad al mismísimo don Jorge Voto.
A pesar de tanta reticencia femenina, Pamplona sacudió el frío
con la perspectiva de unas bodas cuya importancia podría correr
pares con las de Toledo, Valladolid y Sevilla, cuando anuncian
desposorios personas de la nobleza o bastardos de emperador.
Inclusive el clima, ordinariamente tan húmedo, se entibió, ofre-
ciendo días de sol y noches limpias. Así varias parejas pamplonesas
disfrutaron, en la intimidad, los deleites que Jorge e Inés probarían
después de la ceremonia nupcial, según se hablaba por las calles,
pues en esta oportunidad no sólo se pensaba en el rito religioso,
solemne y definitivo, sino también en la parte humana, en el acto,
en la cama, en las sábanas, en la desnudez de la mujer y en las obli-
gaciones del hombre, como si todos los pobladores se lanzaran,
simultáneamente, a la aventura de Jorge e Inés, quienes, a fines de
enero, ya no podían ni siquiera respirar por los afanes, los disimu-
los, los deseos, las presiones y la maldita importancia que habían
adquirido como parte de los planes trazados en Carora y un poco
desbordados por la habilidad de los protagonistas en convencer al
mundo de su pureza, su moral y cuanto les daba la gana.
Inés tuvo la fortuna de contar con el arte de Hortensia de
Godoy, costurera llegada de Tunja y recomendada por doña
Pantea. para coser un traje de raso color perla, mangas abullonadas
y acuchilladas con fondo carmesí, larga cola del mismo tono, bor-
dada en oro. puños de encaje y, en la cabeza, una gorra de terciope-
lo. De esta guisa Hortensia lograba un traje apropiado para la
ceremonia nupcial de una viuda muy celosa de su estado. Inés ya
había olvidado las escenas de su primer matrimonio y comenzaba
a sentirse reina como se lo había prometido Jorge. Además Horten-
sia le contó que su traje estaba inspirado en la moda real portugue-
184 Próspero Morales Pradilla

sa, especialmente en el buen gusto de la princesa María cuando se


casó con el entonces príncipe Felipe de España. Inés llegó a creer,
por influencia de su costurera, que Jorge Voto era hijo del empe-
rador Carlos V , salido de España para fortuna suya y del Nuevo
Reino. Por eso la víspera de la boda le preguntó:
— ¿Cómo se llamaba tu padre?
— ¿Mi padre?
—Sí: ¡tu padre!
Jorge, siempre a la defensiva cuando no entendía algo, alargó el
tema:
— ¿Tú no lo sabes?
—No. Nunca me lo dijiste.
—Pues, entonces, ¡adivínalo!
— ¿Era español?
— ¿Tú, qué piensas?
—Estoy pensando en...
— ¡Dilo!
—No: no puedo decirlo.
La conversación quedó pendiente, porque un grupo de adoratri-
ces se llevó a Inés para verle el traje cosido por Hortensia, mientras
Jorge cayó en poder de sus admiradores quienes lo invitaron a una
copa de vino en casa del señor Justicia Mayor, don Ortún Velasco.
El día de la boda parecía de funerales. Amaneció lloviendo y la
luz, filtrada por nubes densas, apenas era un rescoldo de los soles
anteriores. Inés pensó en su larga cola mojada y embarrada como
presagio maligno. Se miró al espejo veneciano colocado en su apo-
sento, donde esa misma noche dormiría con Jorge. E l espejo la
mostró mustia de tanto ajetreo. No en vano llevaba más de un año
esperando este día, que siempre lo sentía remoto como si nunca
pudiera aparecer en los almanaques por estar condenado al anoni-
mato. Ella no sabía, exactamente, que era la fecha del escarnio,
pero lo intuía al verse en el espejo y, luego, observar las gotas de
lluvia sobre las calles. Desfalleció hasta el punto de no sentir los
huesos, sino unos cartílagos gelatinosos en el interior de su carne.
Llamó a Juanita:
—Tengo miedo —le confesó.
-¿Tú?
—Sí: Y o . Se me están acabando las fuerzas.
—Por Dios, Inés, esta noche te volverán las fuerzas.
La Torralva entró como una tromba:
- T o d a Pamplona irá a la iglesia, tanto las gentes principales
Los pecados de Inés de Hinojosa 185

como la servidumbre. Y , acaso, vendrán indios. Sí: indios buenos,


de los mansos, de los de encomienda.
-Pero Inés tiene miedo —anotó Juanita.
—Ea, mi señora doña Inés, el miedo no se hizo para las hembras
como vuesa merced, sino para las infelices que le temen al diablo, a
los hombres y a las camas. Adelante: que no habrá nada desconoci-
do para vuesa merced, ahora, ni nunca.
A la sala habían llegado casi todas las adoratrices y unas cuantas
muchachas principales, para ver los regalos de boda: doña Pantea
de Ordóñez había obsequiado mantelería y sábanas bordadas por
su propia mano con enmarañados dibujos de rosales; el señor Justi-
cia Mayor, don Ortún Velasco. un magnífico retrato del empera-
dor Carlos V . debido al pincel de un flamenco anónimo, y con
marco ornado de arabescos: el padre Basilio Beltrán un hermoso
Cristo de plata, al parecer comprado a desertores venidos del Perú:
Juanita de Hinojosa, una bandeja de plata que formaba parte de las
mercancías ocultas de la Torralva, logradas en los asaltos del tirano
Aguirre; Bernarda de Albarrecio, un pequeño incensario, también
de plata, en forma de lágrima, cuyo simbolismo resultó obvio: las
demás adoratrices, en conjunto, se encargaron de amueblarla sala
de trabajo, donde Jorge utilizaría su inspiración y. extrañamente,
entre otros regalos, apareció un estoque de empuñadura dorada,
vaina con la letra " P " y punta roja, sin oferente, como salido del
infierno. Inés no se atrevió a quitar tan insólito objeto, pero le
trajo a la memoria lo más desagradable de su vida. Inclusive le olió
a los bálsamos de Carora y sólo pudo pensar en Pablo de Mosque-
te. Pero, ¿cómo diablos había llegado a su casa semejante signo sin
que nadie lo hubiera recibido, sin un recado, sin ningún anuncio'.'
Inés de Hinojosa, por carecer de parientes masculinos, fue
conducida al altar por el señor Justicia Mayor, don Ortún Velasco.
quien recibió complacido la previa solicitud de los contrayentes.
En aquel sitio la esperaba, vestido de jubón, calzas y escarpines
negros, su ilustre novio, ya convertido en bastardo del emperador
muerto, pues las intuiciones de Inés pasaron a Juanita, de ésta a la
Torralva y de la Torralva a toda la población. Los pamploneses, en
tan solemne momento, no sólo asistían a las bodas de un gran
poeta español con la más bella mestiza del Nuevo Mundo, sino a
las de un varón de sangre imperial con una princesa auténtica de
las tierras descubiertas por Cristóbal Colón. Estaban ante la fragua
de las razas, como adelantados de los siglos por venir, llamados
inopinadamente a ser testigos de la máxima gloria de la Conquista
186 Próspero Morales Pradilla

Española desde cuando la Pinta, la Niña y la Santa María llegaron a


la Isla de Guanahaní.
Rodrigo Zaino, detrás de la Martina, percibió, cuando entraba
a la iglesia, unos ojos conocidos. Se detuvo, miró hacia ellos y,
encontró la risa, apenas insinuada, de Pedro de Hungría. Lo dejó
como quien se aparta de una culebra, vio caminar a Martina y
prefirió santiguarse a volver sobre sus pasos para enfrentarse al ene-
migo. Pero, en vez de seguir los pormenores de la ceremonia, optó
por custodiar a su novia y tratar de no pensar en ese hombre ladi-
no y escurridizo cuyas apariciones dejaban mal sabor en la boca y
ardor en las tripas.
Inés se fijó en el rostro del padre Basilio -arrugado, con los
párpados caídos, cejas hirsutas, mandíbula comprimida, nariz de
fríjol y ojos aparentemente adormecidos—, pensando en el fraile
de su primer matrimonio. Pero se le había borrado la ceremonia de
aquella boda, quedando, únicamente, el pene flaccido de Pedro de
Avila arrojado a sus pies. Se persignó, serenándose, mientras Jorge
impertérrito como si su oficio fuera casarse todos los días, seguía
las palabras y los movimientos del párroco, sintiendo la espalda
llena de miradas. Miles de ojos lo seguían desde el Guadalquivir
hasta el coro de las adoratrices. Ni siquiera llegó a emocionarse
cuando, tras la bendición nupcial y cambiadas las argollas, las ado-
ratrices dieron la sorpresa de cantar, por su cuenta y riesgo, uno de
los villancicos aprendidos bajo la batuta de maestro Voto. Entre
éste y otros cánticos desafinados, los desposados salieron de la
iglesia presidiendo el desfile hacia la casa de doña Pantea. Sólo
Rodrigo Zaino se quedó rezagado, junto a Pedro de Hungría, para
decirle en el umbral del templo:
— ¿No te habías ido para siempre?
—Pero he vuelto.
— ¿Qué quieres?
—Aprender, aprender muchas cosas. Dile al bastardo del empera-
dor que ni siquiera creo en su bastardía.
- ¿ A quién?
—Al Jorge Voto, maldita sea.
—Maldito tú, —gritó Rodrigo casi impetuoso.
— ¡Cállate, siervo! Dile al maldito Jorge Voto que ya casi está
llena la copa.
Pedro de Hungría, a saltos, se perdió entre la feligresía y Rodri-
go por buscar a Martina no acertó a perseguirlo. E l maligno había
desaparecido.
Los pecados de Inés de Hinojosa 187
Pero la fiesta, como la ceremonia religiosa, señaló una fecha en
Pamplona. A l calor de los vinos, las adoratrices prefirieron adular
a su maestro en vez de condenarlo por casarse con forastera. Inés
mostró desusada dignidad y Juanita pudo sostener, con gracia, la
aviesa charla de los caballeros más osados. Todo se había logrado
o, como dijo la Torralva en la cocina:
- O s aseguro, mujeres, que don Jorge Voto ha sido el hombre
mejor parido de cuantos han llegado a estas tierras.
Quizá el tiempo transcurrido desde la última vez o la solemni-
dad del día, lleno de incienso, argollas, multitud y emoción, hizo
que los nuevos esposos fuesen tímidos a la hora de la intimidad.
Ambos se sentaron en un sofá frente a la cama de su alcoba, sin
hablar y echando, apenas, fugaces miradas al resto del mobiliario.
Jorge, silencioso, tomó las manos de Inés y se las frotó con los
dedos, especialmente en el cuenco de la diestra subiendo hacia el
codo y el hombro para bajar al seno derecho y de éste al izquierdo.
Inés un poco sofocada, desabrochó el traje, autorizando a Jorge
para acercarse al corpino y darle un beso en el cuello, alcanzando,
luego, la boca. Fue el primer beso de la pareja en el Nuevo Reino
de Granada, culminando así el plan concebido en vida de Pedro de
Avila. La esposa se quitó el traje y las enaguas blancas, metiéndose
entre una camisa de dormir bordada por Pantea de Ordóñez, mien-
tras el marido arrojaba al suelo jubón y calzones. Ambos entraron
a la cama de gruesas frazadas conservando aún varias prendas inte-
riores, lo cual permitió a Jorge desanudar los cintillos de Inés, adi-
vinando la maniobra ya contra la piel de su mujer. Finalmente,
llevó la diestra a tientas hasta el sexo de Inés para introducirle el
dedo del corazón en la zona del clítoris, abiertos los labios y
húmedo el contorno. La mujer, asfixiada por el ardor de lo mil
veces deseado, agarró el pene erecto, que le puyaba las piernas, lo
frotó como si lustrara un tubo y se puso a disposición del hombre,
ayudándole a entrar. Ambos estaban fuera del tiempo. Perdieron
el oído, la vista, el gusto y el olfato. Sólo les quedó el tacto, el
inmenso tacto de los coitos, transformando en eternidad el último
segundo de la espera.
A l amanecer de la noche de bodas. Pedro de Hungría con la
bolsa llena de limosnas robadas en el templo de Pamplona, llegó a
la cima de una montaña donde había dejado vigías indígenas. A la
muerte de Lope de Aguirre sólo confiaba en estos hombres more-
nos y puros, muchas de cuyas mujeres fueron suyas. E l dinero
castellano no servía en tierra de indios, pero le permitía buscar
188 Próspero Morales Pradilla

poblados o ventas donde comprar algo más que la precaria comida,


a base de casabe, regalada por sus amigos a cambio de la relativa
seguridad que les daba. Pedro sabía todas las tretas de los tercios
españoles más las argucias de los marañones. Los indios eran su
escudo, pero no le gustaba esta vida nómada, ni estar proscrito por
pecados ajenos cuando había cometido tantos sin castigo. Por noti-
cias de los indios sabía de la existencia de un gran imperio al sur,
pero temía fuese el lejano Perú a donde sólo llegaría en la vejez
por la distancia conocida en su aventura con el tirano Aguirre uni-
da a la necesidad de huir en zig zag como las culebras, retrocedien-
do muchas veces más de lo que avanzaba. Tal vez si matara a Jorge
Voto despejaría camino. Sin embargo, entre el Perú y Pamplona
debía haber importantes asentamientos, donde pudiera recuperar
su perdida dignidad de español. Vacilando sobre el inmediato futu-
ro, Pedro reclinó la cabeza en su propio jubón, hizo colocar ramas
de mortiño para defenderse de la luz y buscó el sueño.

Terminada la fiesta del matrimonio de Jorge Voto. Pamplona


regresó a la rutina. Pero en los pamploneses principales quedó un
malestar en forma de incógnita: ¿El notable poeta y compositor
sería, realmente, hijo de Carlos V? Los aficionados a la historia,
que eran pocos entonces, se dieron a la tarea de cotejar fechas
y aproximar generaciones: el emperador había nacido en 1500
y murió en 1558, la fecha de nacimiento y bautizo de Jorge Voto
-establecida en su partida de matrimonio— era la de 1530. Voto
decía ser sevillano, pero bien hubiese podido ser engendrado en
otra ciudad... Estas pesquisas confirmaban la posibilidad de su
honrosa bastardía. Otro grupo, adverso a la tesis anterior, sostenía
que ningún hijo de reyes, así fuese de madre liviana, se alejaría
voluntariamente de la Corte, pues un predestinado a mandar no se
rebajaría a la modesta condición de músico andariego. Don Juan
de Austria no hubiese sido tal vagando por el Nuevo Mundo con
una vihuela al hombro. De manera que Jorge Voto carecía de
sangre azul. Sin embargo Pantea de Ordóñez y un gran número de
damas se referían, en defensa de la nobleza de don Jorge, a la
sobriedad en el vestir, a sus pobladas cejas flamencas, al buen
gusto, a sus gestos cortesanos, a la voz de caballero auténtico, al
escondido valor de su carácter y. sobre todo, a una piedad como
la de don Francisco de Borja. Pamplona siguió hirviendo por culpa
de Jorge Voto, pero nadie se atrevía a plantearle la pregunta defi-
nitiva: ¿Es vuesa merced hijo de Carlos V?
Los pecados de Inés de Hinojosa 189

Comisionaron a doña Pantea de Ordóñez para satisfacer esta


curiosidad. Pantea invitó a la recién casada a una taza de chocolate
con pan. quesillo y huevos revueltos. Fue una reunión de muy bue-
nas maneras y con la inteligencia tras cada palabra. Se habló del
esplendor de la boda, de las alternativas del clima, de la piedad de
don Jorge, de la belleza de las Hinojosas y, por fin, la comisionada
cumplió su obligación:
-Decidme, señora doña Inés, si cuanto afirman en Pamplona es
cierto.
— ¿A qué os referís? —preguntó pensando en algún chisme llega-
do de Carora.
—Pues, pues... A la ascendencia de don Jorge.
—No os entiendo.
— ¿Acaso, vos no sabéis que en Pamplona se considera a don
Jorge Voto como' hijo de su Majestad el Emperador Carlos V, digo
Carlos I de España, que de Dios goce?
- ¿ T a m b i é n vos pensáis así?
—Yo, digo que ¡sí!
- N o podría contradeciros, mi señora doña Pantea, porque yo
también lo he pensado sin llegar al extremo de preguntárselo.
Pero seguían transcurriendo los días sin que Inés llevara la
conversación al tema de la ascendencia, debido a dos obstáculos: la
débil relación entre la importancia de esa bastardía y su fuente
histórica - u n a simple costurera llegada de T u n j a - ; y, además,
porque el hijo de un emperador no podía rebajarse a matar plebe-
yos como Pedro de Avila. Pero comenzó a admirar a su esposo, lo
cual le restó confianza y le hizo perder parte de las ilusiones conce-
bidas durante los días de Carora. Jorge Voto ascendió de la simple
cama, donde todo era íntimo y placentero, a una especie de trono
ideal, impidiendo a Inés la delicia de "sentirse a sus anchas". Den-
tro de esta nueva situación una tarde le sirvió su copa de vino, lo
miró al rostro, y sentándose muy junto a él en el sofá de la sala,
preguntó:
— ¿En Tunja conocen toda la historia del emperador Carlos V?
—Lo ignoro, querida.
— ¿Sabéis algo de personas de la nobleza mezcladas en intrigas
callejeras?
-Desde las aventuras de los Borjas nada escandaliza a nadie.
— ¿Por qué?
— ¿Es posible que no lo sepáis, amada mía?
-No...
190 Próspero Morales Pradilla

-Bendita seáis... ¿Nunca habéis oído hablar de César Borja,


ni de su hermana Lucrecia?
— ¿Qué hicieron?
—Era, justamente, la época en que nació nuestro Emperador
Carlos V , por el cual preguntáis.
— ¿Y estaban con él?
—Bueno, loquita mía, él nació en Gante y los Borjas andaban en
Italia.
— ¿Muy lejos?
— ¿Y desde cuando queréis ser historiadora?
-Me interesan los hijos del emperador.
—Pues basta con saber que nuestro actual monarca. Su Majestad
don Felipe I I , a quien Dios guarde y yo defiendo, es el hijo de
Carlos V. Oidlo bien: ¡el hijo, el sucesor! Lo demás no importa.
Pretextando una orden para la Torralva, Inés se retiró con la
lengua casi mordida por su propia ignorancia y llena de nuevos
indicios en favor de la bastardía imperial de su cónyuge, revuelta
con la vida de esa tal Lucrecia, ¿Sería su madre? ¿Madre de quién?
¿De Jorge?
El marido quedó casi pegado al sofá, cualquier ademán podría
apartarlo de algo gigantesco que le estaba naciendo en la cabeza
como las ideas de Copérnico, pero aplicadas a la modesta esfera del
Nuevo Reino de Granada, a donde ni siquiera habían llegado las
andanzas de los Borjas, y, por consiguiente, la historia podría
inventarse o, al menos, sugerirse. Con pasos de gato, Jorge se acer-
có a la puerta, la cerró con llave y, ya sin disimulo, se frotó las
manos, dio grandes zancadas y se gritó hacia adentro:
—Seré hijo de emperador, al menos en Pamplona. Por eso Inés
me respeta ahora tanto. Y a todos esos necios me tienen por bastar-
do, dicho sea sin ofender a mi santa madre ni a mi querido padre,
don Plutarco Voto, que de Dios goce y siga gozando, ojalá bien
cerca de los Habsburgos, si sus muertos andan en el Paraíso.
Luego no pudo impedir una gran risotada colmada de los dones
recibidos en estas tierras salvajes, primitivas y vírgenes, disponién-
dose a ser el Juan de Austria del Nuevo Mundo.
Llegado a su alcoba, con sendas copas de vino en cada mano,
Inés le preguntó el motivo de su carcajada y él, entregándole una
de las copas, simplemente anotó:
—De los Borjas, amada, de los Borjas.
— ¿Recordaste alguna anécdota de tan estimada familia?
—Otro día te responderé.
Los pecados de Inés de Hinojosa 191

— ¿Me hablarás de tu familia?


Jorge se puso el jubón en la cara para ocultar la risa que se le
vino de improviso, al pensar que no sólo estaba resultando
Habsburgo, sino también Borja: don Jorge de Habsburgo y Borja,
acaso hijo de Carlos V y de Lucrecia, aun cuando ésta pudiera ser
la madre de aquél.
Con tantos acontecimientos sucedidos en tan corto tiempo en
una ciudad tan pequeña y nueva, parecía que el polvo de los siglos
se hubiese sedimentado en Pamplona formando una especie de
capa imperial, bajo cuyos pliegues esta sociedad modesta, extraída
en pocos años de las fondas y los campos españoles, se introdujera
en un vestido desusado y hecho para otras gentes. Realmente, los
pamploneses de 1565 no podrían soportar el peso de la grandeza,
llegada de improviso entre las cejas de Jorge Voto y el corpino de
su esposa, doña Inés, junto con las supremas dotes del ser humano
desde la belleza de una mestiza hasta la donosura del bastardo
imperial. L a grandeza, en verdad, debe brotar lentamente, compro-
metiendo no sólo el ánimo y la audacia de los hombres, sino
también la huella de las piedras, el ámbito de los aposentos, el
paso de las miradas sobre los testimonios y las voces detenidas en
los bosques. Aparecer de improviso, como en Pamplona, es un
riesgo para todos, pues mientras la mayoría queda aplastada por lo
imprevisible, los protagonistas pierden su originalidad y suelen
sentirse metidos en una piel prestada.
La inmediata consecuencia de esta nueva situación fue el aisla-
miento de Jorge Voto, aun cuando los buenos pamploneses apenas
sospecharan su altísima categoría. Personas alejadas de la intimi-
dad cortesana por siglos de modestia y leguas de distancia, no
podrían asimilar, de un día para otro, la presencia de un hijo del
emperador. Era como la aparición de un hermano de Jesucristo:
algo imposible. Nadie osaba acercarse al engendro imperial, prefi-
riendo tratarlo como auna estatua: con reverencia. Tal vez ese fue el
problema de Jorge Voto en Pamplona: que merced a la magia de la
época, se convirtió en estatua. Y las estatuas son hechas para estar
solas en su pedestal, sin compañías humanizantes y corruptoras.
Jorge sintió la frialdad del aislamiento, su condición de prodigio,
pero no quiso perder la oportunidad de ser sublime, así fuera
como parte de una gran mentira. E l iba a sostener la bastardía con
el silencio. Su talento.de artista habría de presentarlo como hijo de
Carlos V , en el.corazón de los pamploneses, durante mucho tiem-
po.
192 Próspero Morales Pradilla

Sólo la naturaleza no sufrió el contagio de la sorprendente


pantomima. Los montes a cuyas tierras se agarraba Pamplona para
no precipitarse hacia las raíces de los árboles, continuaron inaltera-
bles como desde el comienzo de los tiempos, cuando no habían
nacido los bípedos. Es la permanente diferencia entre las mezquin-
dades de los hombres y la realidad de la naturaleza, donde no hay
soberbia.
Pero Inés comenzaba a sentir algo fastidioso: la soledad. Ni
siquiera durante los últimos días en Carora había estado sola, pues
los negocios y la aventura con Pablo de Mosquete le dieron calor.
Ahora, en la cúspide, esposa de su amante, respetada como nunca
antes, con buena cama y buena mesa, se sintió sola. Ni Jorge, ni
Juanita, ni la Torralva. podían separarla de tal sensación. Por las
noches, es cierto, dormía abrazada a su marido y se le acaloraban
los muslos con frecuencia; pero no hablaban, la maldita pregunta
nunca le salió de los labios y él se ponía cada vez más tieso, menos
fluido o, para decirlo de veras: más aristocrático. Tampoco gustaba,
ahora, de las veladas y ungimientos con Juanita, ni siquiera de las
palabrotas de la Torralva, el único habitante de esta casa que conti-
nuaba como siempre: libre, abierto y locuaz.
La improvisada grandeza causó una especie de reacción en
Pamplona. En todo tiempo y lugar las gentes se fastidian con las
incógnitas, lo impredecible y lo aparentemente superior, abriendo
terreno primero a los chismes y consejas; luego a las acusaciones,
después a los altercados y, finalmente, a las guerras. Ignorar si
Jorge Voto era bastardo de Carlos V o no. llevó a los pamploneses
a una opinión aceptada colectivamente: fuese lo que fuese. Jorge
Voto era un bastardo, de emperador o de plebeyo, pero bastardo.
Realmente, ninguna sociedad tolera títulos improvisados, traídos
de las nubes por un coro de murmuraciones, y Pamplona no era
excepción. De tanto subir a Jorge Voto, algunos pamploneses
deseaban tumbarlo, ponerlo a morder el polvo de todos los escar-
pines, chinelas y calzas.
Comenzó a formarse una nueva atmósfera, menos ingenua y
servil, en el ánimo de los pamploneses hasta llegar a una pregunta
de Bernarda de Albarrecio: ¿quién dio. como regalo de bodas a los
Votos, un estoque con empuñadura dorada, la letra " P " en la vaina
y punta roja? Esta pregunta circuló por todas las casas y así se
supo que nadie, en Pamplona, había obsequiado el estoque. ¿De
dónde, entonces, vino tal regalo? Además Rodrigo Zaino contó
que su amo era bailarín.
Los pecados de Inés de Hinojosa 193

La profesión de Jorge Voto bajó de la alta música a los pies y de


éstos a los sitios, ordinariamente pecaminosos, donde se practica la
danza. Jorge Voto no era santo sino maestro de pecados. L a Torral-
va corroboró las murmuraciones cuando dijo en la tienda de Telmo
Cruz, sevillano cuyo apellido era una parte del nombre de su
barrio:
—No me jodáis, maritornes, con cuentos de danzas y pecados,,
que muy sucias serán vuestras almas cuando os espantan los
buenos pasos de una gallarda. Quisiera que don Jorge os enseñara
el baile en vez de andar, por ahí, conjitrancas y sin hombre.
Así. con motivos bien probados, Jorge Voto descendió de los
altares al pedregoso camino de todos los días, defendido, eso sí,
por numerosos caballeros y damas principales, para quienes la
danza no parecía apropiada, pero tampoco podía condenarse.
Como la vida y los prestigios son ondulantes, pronto una inter-
pretación anónima cambió la difícil situación de Jorge. No se sabe
dónde, ni cómo, se dijo que el estoque aparecido en las bodas de
Jorge e Inés fue, precisamente, regalo de la Casa Real.
Esta versión liquidó buena parte de las negras murmuraciones,
pero aterrorizó a Jorge Voto, pues él sabía muy bien que la Casa
Real no suele enviar regalos de boda a personas huidas de España
y, menos aún, estoques con la letra " P " de "Pedro". Inés, menos
intranquila, suponía y, acaso está en lo cierto, que el estoque rega-
lado era la última broma de Pablo de Mosquete.
Juanita no le dio importancia al estoque misterioso, interesada,
únicamente, por su forma un poco puntiaguda pero resistente y,
quizá, eficaz. Desde la llegada a Pamplona, esta mujer afiebrada y
dispuesta, se lanzó a la conquista de amigos con el propósito de
satisfacer su endiablado temperamento, nacido al conjuro de las
brujerías traídas de Panamá por don Fernando de Hinojosa, quien
siempre ocultó no sólo su verdadero parentesco con Juanita, sino
la manera como a ésta, siendo niña, le entraban arrebatos^de calor
y se desnudaba para andar por las playas con los indios y perderse
en los matorrales. No valía castigarla por tales desvergüenzas, pues
varias veces, en venganza, se desvestía ante los caballeros de don
Pedro de Hinojosa, cuando era dueño de Nombre de Dios y ya
pensaba en viajar al Perú. E l clima de Pamplona, más propicio a la
meditación que a los deleites de la carne, rebajó la fogosidad de
Juanita, pero, no obstante, ella gozaba con la charla de los hombres
y solía hacerles confidencias proclives como una tarde, paseando
por la plaza con don Ortún Velasco, a quien relató:
194 Próspero Morales Pradilla

-Me encantan los bálsamos de Carora y los echo de menos en


Pamplona, pues me refrescan la piel perfumándola. ¿Vuesa merced
los conoce?
—Son famosos, hija mía.
—Y maravillosos, don Ortún, sobre todo sabiéndolos untar.
— ¿Cómo...? ¡Explicaos, Juanita!
- E n Carora, mi tía y yo, nos ungíamos con los bálsamos para
suavizar nuestros cuerpos.
—No os entiendo.
—Muy fácil, don Ortún: mi tía me ungía y yo a ella.
—Podían mancharse vuestros vestidos...
- N o . don Ortún, porque nos desnudábamos. E l buen ungimien-
to sólo puede hacerse entre personas desnudas.
- M u y interesante, hija mía —comentaba don Ortún, enredándo-
sele la voz en flemas gruesas, lo cual daba a sus palabras tono de
engrudo.

En la tienda de Telmo Cruz, cuya lascivia angustiaba a casi todas


las criadas de Pamplona, porque les pellizcaba las nalgas, Juanita,
enterada por la Torralva de aquella fama, comentó una tarde, en
alta voz. a Rodrigo Zaino:
—Hay hombres que en vez de amar a las mujeres las maltratan.
Ojalá tú, Rodrigo querido, nunca seas de esos, pues la Martina se
merece otras cosas. Tiene ojos muy hermosos, sus cabellos bien
los quisieran muchas damas de la Corte y no te entro en detalles,
porque sería cuestión de varones.
A Cruz se le brotaron los ojos tras la silueta de Juanita y pensó,
relamiéndose como los animales avezados, en que esa hembra, así
fuese sobrina, cuñada o moza del hijo del emperador, entraría a su
cama tan pronto como el diablo se la diera y Raimunda, su esposa,
rezara alguna novena de enjundia.
Como buen bailarín, Jorge Voto inventó, en aquellos días, un
nuevo paso: el de hijo de emperador. Caminaba con desesperante
lentitud, lanzando la quijada hacia arriba a la manera de Carlos V ,
y pisando tan fuerte que sus huellas se distinguían entre las demás,
sobre todo en los días de lluvia. Solía vestir jubón negro con cintu-
rones de anillas cinceladas y espada con puño de plata. Así se
presentó, solemne, marcial, enhiesto, ante su ya viejo amigo el
Padre Basilio Beltrán para notificarle:
-Vengo a informar a Vuestra Reverencia que el mes entrante
Los pecados de Inés de Hinojosa 195

habrán de casarse, con vuestra venia, mi noble escudero Rodrigo


Zaino y la señorita Martina Caldero, feligreses de vuestra parroquia.
— ¿Deseáis que haga ya las amonestaciones, señor don Jorge?
—Si es vuestra voluntad...
—Lo es.
—Gracias os doy, reverendo Padre, confiando en que ese matri-
monio sea para mayor gloria de Dios.
- ¿ Q u i é n los apadrinará?
—Por parte del novio, mi esposa doña Inés y este servidor vues-
tro; por parte de la novia, don Ortún Velasco y doña Juana de
Hinojosa.
—Entonces será un matrimonio cantado como ceremonia princi-
pal.
—Merced que nos hacéis, Reverendo Padre.
Y Pamplona hubo de aprestarse a otra boda de campanillas, no
tanto por la importancia de los contrayentes como por la nobleza
de los padrinos. Jorge e Inés subieron, nuevamente, a los altares en
boca de la plebe, dando ejemplo definitivo de amor al prójimo y
de igualdad con los de abajo, mientras Bernarda de Albarrecio no
tuvo inconveniente en proclamar a la salida de misa, entre sus
amigas:
—La próxima boda real será de la Juana Torralva con Perico de
los Palotes. Parece que, ahora, la nobleza se unta como los bálsa-
mos de Carora.
Tal vez por abreviar o por razones sobrenaturales, las gentes,
como había sucedido en Carora, siguieron llamando "Inés de Hino-
josa" a la cónyuge de Jorge Voto y con tal apellido habrán de
recogerse estas historias para evitar confusiones, propicias a deste-
ñir la verdad como pretendió don Pablo de Mosquete al resucitar
un "Manrique" sepultado por la gracia, la vida y las vicisitudes de
Inés. Dada esta insólita circunstancia, la posible bastardía de Jorge
no la rozaba para bien, ni para mal. Pero le roía la curiosidad y,
sobre todo, la mostraba como una tonta a ojos de quienes comen-
zaban ya a burlarse de que una esposa no supiera la ascendencia de
su marido. Así, una noche, en la cama, Inés dejándose acariciar el
vientre, preguntó a Jorge:
— ¿De una vez por todas me aclararás algo?
—Dilo, amada mía.
—Perdóname y dime ¿cómo se llamaba tu padre?
Jorge sacó la mano del pubis a donde habían llegado sus cari-
cias, dispuesto a sostener un equívoco enaltecedor:
196 Próspero Morales Pradilla

— ¿Acaso yo te he hecho tales preguntas?


- Pero yo no...
—Si alguna vez hubiese incurrido en el irrespeto de preguntar
por tu familia, tendrías derecho a hacer lo mismo con la mía. Pero
ni siquiera he osado averiguar por Juanita, ahora hospedada en
nuestra casa.
—Pues Juanita...
Jorge colocó su diestra contra la boca de Inés advirtiéndole:
—No me lo digas. Permíteme ser respetuoso de tu familia y de
ti misma. Nunca se te ocurra considerarme como chisgaravís, indi-
viduo dedicado, precisamente, a averiguar lo que no le importa.
Jorge, para cortar esta conversación, se sumergió bajo las fraza-
das y sábanas, reemplazando los dedos por la lengua en el oficio de
escarbar los alrededores del pubis. L a mujer olvidó sus preocupa-
ciones.
Pero, al día siguiente, Inés resolvió descubrir, al menos, la
verdad del estoque aparecido entre los regalos de boda, encerrán-
dose en su alcoba, ya avanzada la mañana, para escribir una carta a
Pablo de Mosquete, en la cual le contó los encantos de Pamplona,
la magnificencia de su nueva vida y, finalmente, le agradeció el
bello obsequio puesto en su sala el día del matrimonio y que,
ahora, orna una de las paredes de su casa. L a Torralva se encargó
de despachar la carta a Carora, muy satisfecha de agregar este
secreto a la cuenta de su ama.
Jorge, después de haber pasado el interrogatorio de su esposa,
decidió dejar flotando en el ambiente de Pamplona la posibilidad
de su ilustre abolengo, pues nadie osaría hacerle preguntas concre-
tas si él lograba permanecer en las'ramas altas de la serenidad,
como se lo decía a sí mismo, convencido de que su arte no era la
música sino la hipocresía. Desde luego, los humanos son hipócri-
tas, pero sublimar este defecto transformándolo en esencia de la
vida es propio de artistas. Jorge Voto, con la experiencia de
muchos desaciertos, estaba pisando ya los terrenos de la hipocresía
como arte logrando ser compositor sin conocer el pentagrama,
pastor de damas sin pensar en los maridos ofendidos, abnegado
esposo de la viuda de su víctima y, ahora, hijo bastardo del hombre
más importante del siglo y, acaso, de los siglos venideros. Jorge no
se frotó las manos con la esperanza de antes, sino con cierta suavi-
dad cardenalicia sintiendo correr por las venas no sólo la sangre
azul de su nuevo linaje, sino la delicia de los hechos ajustados a su
voluntad, anotándolo con no poca soberbia.
Los pecados de Inés de Hinojosa 197

Apaciguada la plebe con el gesto de apadrinar a Rodrigo y


Martina, los enemigos de la insólita pareja se redujeron a una
m i n o r í a de gentes principales, cuya sede ocasional fue la casa de
Bernarda de Albarrecio, donde no sólo se r e u n í a n todos los
murmuradores de la alta clase, sino t a m b i é n algunos comerciantes
como T e l m o Cruz, dispuesto a subir en la escala social de Pamplo-
na y, por tal camino, acercarse a J u a n i t a de Hinojosa. Bernarda
o f r e c í a vino y colaciones suministradas por otras damas y servidos
en la mejor vajilla de la ciudad, casi la ú n i c a completa, porque
Bernarda pudo, en vida de su marido, viajar a E s p a ñ a con él trayen-
do de Sevilla m e r c a n c í a s maravillosas. E n estas reuniones, claro
está, nadie hablaba a sus anchas, siendo m á s los pensamientos guar-
dados que las opiniones expuestas. Pero solían o í r s e conversacio-
nes insidiosas:
- ¿ V o s o t r o s —decía una tarde d o ñ a B e r n a r d a - c o n o c é i s algún
profesor de danzas?
—Dios nos ampare —coreaban dos o tres damas.
- P e r o los hay y andan rondando en torno de las niñas inocen-
tes, - c o m e n t a b a Cruz.
— ¿Será posible? —insistió Bernarda.
A s í se iban sembrando inquietudes hasta aceptar la peligrosidad
de los profesores de danza, agregando c ó m o tan horrible amenaza
nunca m a n c h a r í a a Pamplona.
P r ó x i m a y a la boda de Rodrigo y Martina, ésta se puso nerviosa,
como era natural en muchachas inocentes ante el peligro de lo
desconocido. Pero a o í d o s de Bernarda llegó el rumor de que la
Martina, a d e m á s de nerviosa, estaba remisa a confesarse. Sin embar-
go, la novia c u m p l i ó con el sacramento de la penitencia sucedien-
do, luego,algo muy curioso: el padre B e l t r á n , confesor de Martina,
c o m e n z ó a asistir a las reuniones en casa de la señora Albarrecio.
Naturalmente, la presencia del p á r r o c o hizo m á s cautos a los con-
tertulios, pero volviendo a hablar sobre los profesores de danza, el
padre hizo un comentario que se clavó en la conciencia de los
presentes:
—Aun sin ejercer la p r o f e s i ó n de d a n z a r í n , el habituado a estas
diabluras puede pecar.
T r a s la boda de Rodrigo y Martina, cuya solemnidad fue rebaja-
da sensiblemente, la a t m ó s f e r a social de Pamplona se identificó
con las negras nubes de abril, cuando llovió tenazmente humede-
ciendo de tal forma las paredes de las casas que varios cuadros,
incluyendo los del purgatorio, se vieron ribeteados y aparecieron
198 Próspero Morales Pradilla

centenares de goteras, poniendo a las criadas en acción con baldes,


trapos y escobas. Cuantos salían a la calle ensuciaban jubones y
mantillas con barro, añadiendo al lodo comentarios cada vez más
hostiles contra el hombre intocable, llegado a Pamplona quizá por
mal de sus pecados, convertido, de la noche a la mañana, en indi-
viduo poderoso, pero sin título, sin rango, sin pasado heroico y
con un pedestal discutible: su regia bastardía.
Por eso llegó mojada la respuesta de Pablo de Mosquete a Inés,
conturbándola como si aún viviera en Carora. Le declaraba diez o
quince veces su amor, le recordaba las delicias de la cama compar-
tida con Juanita, le anunciaba su próximo viaje a Pamplona "para
recoger cenizas" y se lamentaba de no haberle enviado ningún
regalo de boda, pues prefería dárselos personalmente y no serían
de colgar en la pared. Inés volvió a encogerse por dentro, regresó
el miedo y, sobre todo, pensó en la necesidad de abandonar a
Pamplona para estar lejos, perdida, olvidada, cuando Pablo llegara.
Además, si el estoque no lo envió Pablo, ¿quién haría tal regalo?
Jorge, por su parte, percibió el cambio de matiz en la sociedad
pamplonesa. Así como él analizaba cada paso suyo y buscaba siem-
pre los mejores disimulos, solía olfatear con precisión las veleida-
des del prójimo, acostumbrado, como estaba, a una vida señalada
por el juego de "cara o cruz".
Los jugadores saben, y Jorge lo había sabido, que la acumulación
de triunfos suele ser el comienzo de las derrotas. E s natural: el sol
no perdura en ninguna parte y muchas veces aparece la tormenta
de improviso. Además, una mujer desairada como Bernarda de
Albarrecio, sobre todo en la última etapa de su sexo, es capaz de
mover los cimientos del imperio para arrojar al escándalo dinastías,
santos, fundadores y adelantados. Bernarda quiso, cuando fue
solista consentida, recibir el amor de Jorge Voto, llegando a pensar
en escenas durante las cuales ella pretendía desdeñarlo, pero termi-
naba cediendo a la terquedad del galán. Todo le palpitaba al verlo
en el coro y, en su condición de solista, estaba cierta de ser la elegi-
da. Después vino la frialdad, una estúpida manera de igualarla a las
demás adoratrices. Y , finalmente, la abominable Inés de Hinojosa
con su cuerpo todavía fresco, pero llena de maldad y pecados, bajo
el manto de oveja pura hasta llevarlo al altar. "Malditos sean", se
decía Bernarda, "los puercos, revolcándose en una cama de Pam-
plona." Así, esta mujer sola, con la simple fuerza de su indigna-
ción, odiando lo antes amado, removió la ciudad como si un cata-
clismo sacudiera las familias de Pamplona y cuanto había sido
Los pecados de Inés de Hinojosa 199

admiración para Jorge y su esposa se transformara en reproches,


como se acostumbra, desde el comienzo de los pueblos, en las
sociedades provincianas, sujetas a una moral de contorno, que sólo
puede tolerarse en lo más profundo de la hipocresía.
E l alud se vino encima de Jorge, Inés y Juanita, cuando Bernar-
da de Albarrecio, al final de una de sus reuniones, exclamó irritada
y descompuesta por tanto disimulo:
— ¡Ya no más, señoras y caballeros! Llevamos semanas hablando
con remilgos, mientras nuestra buena sociedad es burlada por los
forasteros. Digamos la verdad: Jorge Voto y sus mujeres no son
dignos de compartir la vida con nosotros.
— ¿Qué quiere decir vuesa merced con "sus mujeres"? —interrogó
Cruz.
—Pues las dos Hinojosas que viven con él.
—Yo -contradijo Cruz— distinguiría entre la una y la otra, no
podemos condenar mujeres inocentes, sino al hombre que nos ha
engañado.
—Sea —aceptó Bernarda—: excluyamos a la Juanita. Ellos verán
qué dicen. Pero yo propongo no tratar más a esa gente y, si fuere
posible, indicarles el camino de salida.
Hortensia de Godoy, enterada del complot, optó por irse de
Pamplona con un grupo de personas provenientes de Mérida y en
viaje hacia Tunja. Esta circunstancia llenó de noticias a la ciudad,
porque los viajeros hablaron de un país lejano, heredado del impe-
rio chibcha, donde los españoles sentaron, de verdad, sus reales
hasta el punto de haber hecho una fundación, cuyo escudo fue
ordenado por el propio Carlos V. A los pamploneses se les iban los
ojos tras los viajeros, pensando en una villa grandiosa donde no
sólo podían ejercerse todas las profesiones, sino, inclusive, conocer
nuevos pecados. A Jorge Voto le fascinaron estos cuentos, recor-
dando las libertades de Sevilla y su adolescencia entre alcobas y
caballerizas. Vio, entonces, a Pamplona reducida a sus justas
proporciones, cuyos habitantes lo habían hecho casi emperador
para descargar, luego, toda suerte de chismes sobre sus costillas y
las de su mujer. Soñó con una urbe fastuosa, rodeada de murallas y
torreones de oro, calles de piedra labrada, plazas sin límite, casas
ornadas por orfebres, fuentes de agua limpia, hijosdalgo de jubo-
nes plateados y miles de mujeres asomadas a las ventanas con los
senos sobre las barandas de cedro, todas dispuestas a aprender
danzas. Se bailaría no sólo en las casas y palacios, sino en calles y
tabernas, con músicas de laúdes, vihuelas y tambores.
200 Próspero Morales Pradilla

Telmo Cruz fue quien vio a Juanita de Hinojosa entrando a casa


de don Ortún Velasco ya al filo de las seis de la tarde de un día
oscuro, que había humedecido las paredes de Pamplona. Juanita
sorprendió al Justicia Mayor en su propia alcoba, sentado a la luz
de un candelabro. E l dueño de casa asombrado por la audacia de la
bella mujer y por su fina saya rojiza, envuelta en mantilla verde
oscura, apenas dijo:
—Bienvenida, doña Juanita, aun cuando...
—Gracias, don Ortún.
—Aun cuando —prosiguió el anciano— ya la hora es avanzada
para visitas.
—Vuesa merced me perdone.
—Estáis perdonada, hijita.
—Sois un gentil caballero.
-Decid, doña Juanita.
—Pues no sé por donde enpezar...
—Por el principio.
—El principio es que... bueno, os lo diré si me permitís quitarme
la mantilla.
—Hacedlo, hermosa Juanita.
Juanita se quitó la mantilla, pero no se detuvo en esta prenda.
También desnudó los hombros y dijo a don Ortún:
— ¿Os acordáis de mi charla sobre los ungimientos?
E l Justicia Mayor, emocionado pero frío, miró detenidamente
a la mujer, que permanecía en mitad del aposento con la cabeza
inclinada hacia del hombro izquierdo. Luego, agarrando la mantilla
se la entregó ordenándole:
—Vete, desvergonzada.
Juanita, temblorosa de ira. miró a la cara del Justicia Mayor con
desfachatez y, saliendo, le dijo:
- Y a sabía que Vuesa Merced no podía atender una mujer. Pero
deseaba comprobarlo. Quedaos con Dios.
Don Ortún guardó en secreto la escena de Juanita, pero se le
vino abajo el altar que había levantado para colocar la estatua de
don Jorge Voto, hijo bastardo del emperador Carlos V , por gracia
de los pamploneses. Si Juana —se decía— la más joven del trío,
no es una mujer, sino la tentación rediviva, los otros dos deben
marchar por peores caminos. No hay tal hijo de emperador, ni
dama de alto linaje, ni poeta universal, ni compositor de alcurnia,
ni viuda desconsolada, sino unos charlatanes metidos, por arte de
Los pecados de Inés de Hinojosa 201

nuestra ingenuidad, en el propio corazón de Pamplona. Pero, ¿cómo


expulsarlos?
E l Justicia Mayor no tuvo empacho en hablar sin disimulos sobre
sus sospechas. Bernarda de Albarrecio recibió, complacida, algunas
confidencias de don Ortún y, merced a la rapidez de las conversa-
ciones de uno a otro rincón de Pamplona, incluyendo la tienda de
Telmo Cruz, el atrio de la iglesia, la panadería y varias casas princi-
pales, Jorge Voto, a la vuelta de una semana, adquirió nuevo mote.
Y a no era el santo varón, ni siquiera el bastardo imperial, sino el
usurpador. E n realidad había usurpado un título nobiliario, enga-
ñado a una ciudad y traído costumbres propias de los burdeles
flamencos. Los pamploneses, así como fueron solidarios para enal-
tecer a Jorge, lo eran ahora para aislarlo, fastidiarlo, sacarlo a
empujones de la ciudad. L a Torralva resumió la situación, hablan-
do con Rodrigo y Martina:
—Cuando a un pueblo le da por joder a un hombre, sólo hay dos
salidas para el infeliz: o comer mierda o largarse.
Jorge Voto, menos preciso, reunió a Inés y Juanita en la sala y,
todavía solemne, dijo:
—Tengo la impresión de que Pamplona nos ha quedado peque-
ña, pero al sur, en el dimite sur, hay grandes fundaciones donde
necesitan gentes esforzadas como nosotros para asentar la civiliza-
ción cristiana en estas tierras bárbaras.
—No digas mentiras —replicó Inés—. Realmente, nos iremos de
Pamplona antes de que nos den por el culo.
—Hija mía —saltó Jorge— nunca te había oído lenguaje tan
descompuesto. Parece de barragana.
-Mira, Jorge: Tú no estás para indicar descomposturas.
—No os alteréis —intervino Juanita.
—Yo no estoy alterado, mujer. Pero me ha sorprendido el lengua-
je de tu tía.
—Joder... —agregó Inés.
—No oigo nada más —sentenció Jorge—, pues razón tienen los
pamploneses en su ira contra nosotros, si ya han adivinado la
vulgaridad de Inés.
- Y tu santidad, Jorgito de mi alma.
A este punto, entró la Torralva y como si hubiese participado en
la conversación, continuó:
—Usted me perdone, don Jorge, pero "joder" apenas es una
suavidad, pues nunca había hallado tanta gente con aspecto de
202 Próspero Morales Pradilla

malparida como entre estos feligreses del padre Beltrán. Y si voso-


tros no os vais, yo, de todos modos, iré de adelantada.
— ¿Qué esperamos? —preguntó Juanita.
—Bueno —finalizó Jorge— en una u otra forma estamos de acuer-
do. E a , mujeres, ¡nos largamos!
Esta decisión, aparentemente sin importancia histórica, dejaría
a Pamplona a la vera del progreso y de los pecados, que suelen ir
juntos entre hombres y mujeres. Jorge Voto, es cierto, no era nada
de cuanto le habían inventado para subirlo.a la gloria terrenal,
pero llevaba consigo el espíritu del Renacimiento, tan desarrollado
ya en Europa, donde pintores, escultores, políticos, músicos, escri-
tores y aun danzarines, sepultaban el color de la Edad Media a
pesar de la Inquisición y otros recursos de la oscuridad. Jorge era
nada más, ni nada menos, que un maestro de baile como los hubo
en la Corte de Ferrara bajo los encantos de Lucrecia Borja; o en los
salones de Francisco I para estrenar castillos en el Loira; o entre las
mujeres de Felipe I I , o en los palacios de Flandes, o aun en la Ingla-
terra de Enrique V I I I . Y , como maestro de danzas, éste delga-
do andaluz, llevaba, además, el donaire de Sevilla, dentro de un
corazón veleidoso capaz de transmitir al Nuevo Reino de Granada
el ritmo —gracia, aventura, romance— de una época distinta a
cuanto venía del tedioso pretérito. L a historia, al menos la de
Jorge e Inés, iría a otro escenario, quedándose Pamplona recatada,
católica y noble, "para vestir santos", mientras en otros sitios
crecería la llama de esta pareja morbosa e hipócrita, pero digna de
figurar en el recuerdo de los siglos.
No hubo necesidad de explicaciones: así como Pamplona desea-
ba la partida de los forasteros, éstos ya habían dispuesto el ánimo
para la nueva aventura, imaginando cumbres nevadas, valles con
lagos repletos de oro, climas variados y, al final de las jornadas, las
torres de la gran ciudad.
Los preparativos se hicieron sin apremio y con dignidad. Jorge e
Inés visitaron al Justicia Mayor y al párroco para expresarles su
mucho reconocimiento por tantas bondades recibidas. A l primero
lo sorprendió el lenguaje imperial de Jorge, cuando le dijo:
—Larga ha sido ya mi vida y luengos los caminos recorridos,
desde el Guadalquivir de los olivares hasta esta noble ciudad donde
Vuesa Merced hizo de m í un hombre útil para el asentamiento
hispánico en el Nuevo Mundo. Pero nunca, en tantos años, había
conocido magistrado de vuestra sapiencia y de vuestra fe. Os lo
digo, genuflexo, con la limpia mirada de la verdad y deseándoos,
Los pecados de Inés de Hinojosa 203

ahora y siempre, los mejores títulos del Imperio y, luego, la gracia


de Dios.
Don Ortún Velasco, emocionado y casi arrepentido, abrazó a
Jorge, mientras Inés, debidamente entrenada, bajaba los bellos ojos
y cruzaba las manos sobre sus senos. Fue una escena magnífica que
se ha escapado a los pintores de la época, por la desgracia de estar
ausentes dedicados a plasmar madonas en la península itálica.
Pero si ante el Justicia Mayor, Jorge fue afortunado, la culmina-
ción de sus dotes le correspondió en el instante de despedirse del
padre Basilio Beltrán, la víspera de su viaje. Tanto él como Inés y
Juanita se presentaron en la casa cural vestidos de negro hasta los
pies, incluyendo calzas en el hombre y las segundas enaguas de las
mujeres. Con Inés a la derecha y Juanita a la izquierda, el trío se
parecía a los celebrantes de una misa de difuntos, a pesar de la
respiración de las dos mujeres propicia al movimiento de los corpi-
nos. Todo era digno de decirse en latín, pero Jorge prefirió el
castellano:
—Venimos a postrarnos ante Vuestra Reverencia como modestos
hijos de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, para entregaros
la confesión de nuestros pecados, aun los menos ofensivos, y reci-
bir de vuestra benevolencia la bendición que habrá de acompañar-
nos por los difíciles caminos de la vida y de este Nuevo Reino, tan
propicio a la fatalidad, pero también abierto a los cristianos cuan-
do se viaja con fe en los corazones, amor al prójimo y ánimo
dispuesto a luchar por la religión y por España.
En este momento las tres figuras se arrodillaron, colocando las
manos en forma de plegaria y bajando las cabezas hasta la punta de
los dedos.
E l padre Beltrán, como antes el Justicia Mayor, se emocionó
sintiendo dentro de la cabeza una idea fija: aun cuando digan otra
cosa, este hombre es hijo del difunto emperador. Su bendición fue
casi pontificial y duró dos minutos con la diestra extendida hacia
los viajeros formando tres veces en el aire la señal de la cruz para
Jorge, tres para Inés y tres para Juanita. Luego, los ayudó a levan-
tarse y sólo acertó a decir, conmovido:
—"Llevad a Cristo con vosotros...".
Jorge consideró oportuno el momento para retirarse lentamen-
te, escoltado por las damas, con un paso tan noble y. a-la vez tan
rítmico, que el párroco debió darse cuenta de cómo nunca ningún
pamplonés podría caminar con el garbo y la donosura de estas tres
figuras, salidas, ahora, rumbo a la historia.
204 Próspero Morales Pradilla

Sin embargo, al día siguiente, nadie abandonó su casa cuando


Jorge, Inés y Juanita, la Torralva, Rodrigo y Martina, partieron de
Pamplona. Iban ricos, con recua de muías, jinetes en buenos caba-
llos, rumbo al sur.
Segunda parte
EL ENCOMENDERO
I
En estos tiempos alucinantes se han revuelto las incógnitas, pensa-
ba Felipe Rotundo mirando los hervideros que lo conectaban con
el centro de la tierra. Sus manos desmenuzaban una lava vieja veni-
da de la profundidad,donde se había almacenado la sustancia del
planeta para salir a la superficie y cuartearse bajo el -sol como los
grandes lagartos cuyo fin se había iniciado antes del primer atar-
decer, en la época de las confusiones temibles y del espanto abso-
luto surgido al compás de una música sin nexos con el sonido,
apenas intuida por el instinto naciente.
Abajo estaban las capas sólidas, los dinosaurios muertos, los ríos
interiores, los carbones brillantes y los opacos, las piedras de diver-
sos colores, los metales fundidos, los meteoritos abandonados, las
nuevas rocas y los barrancos listos a convertirse en tierra de cultivo.
Arriba, los árboles y la hierba para tapar montañas. Felipe buscó
dentro de- sí algún distintivo: una tumba, un semejante, una
desgracia, un olvido. Pero sólo halló silencio y distancia.
Se tendió boca-arriba mirando las nubes. Fue entonces cuando
Felipe Rotundo, el solitario de los hervideros, vio, por vez primera,
su máxima alucinación: la del hombre permanente, alto, con las
cejas unidas de una a otra sien, manto que legaba hasta el horizon-
te y piernas de gigante.
La ebullición de los hervideros se acentuó como nunca lo había
advertido Felipe Rotundo, en cuya vida se hizo de noche repenti-
namente, mientras una voz de otra época le dijo:
— ¡Ya viene tu muerte!
Un hombre lo miraba con ojos de rata, lanzando sobre las pie-
dras latigazos para atormentarlo. Luego, se alejó, subió a la monta-
ña, y le crecieron dos colas antediluvianas cuyas puntas saltaban
produciendo luces rojizas*
Felipe Rotundo tocó el agua hirviente, se mojó con ella las
mejillas y colocando la cabeza entre los brazos, se acomodó para
208 Próspero Morales Pradilla
un sueño plácido. Los hervideros humeaban en medio de un paisa-
je verde sin olores distintos a los de la naturaleza, con insectos,
gusanos y pájaros como únicos habitantes visibles. El sol declinaba
y no era posible descubrir la huella reciente de nadie, menos las de
un ser con piernas de gigante.
Rodrigo Zaino fue quien primero descubrió el bulto viviente a
orillas de los hervideros, porque venía a la vanguardia de la peque-
ña caravana salida de Pamplona hacía quince días. Creyó que era
un animal envuelto en trapos y se aprestó a matarlo para comer
carne de cuadrúpedo, tan difícil de obtener desde cuando subieron
a las montañas. Rodrigo, no obstante, movió a la alimaña con el
pie derecho y se erizó cuando aquello dijo:
— ¡Matadme!
Se tapó los ojos, entregándose a una muerte inevitable. En ese
momento legó el resto de los viajeros. Rodrigo, señalando el
extraño ser, comentó a oídos de Jorge Voto:
— ¡Habla!
—Naturalmente, es un hombre.
Jorge se bajó del caballo, le dio las riendas a Rodrigo y movien-
do al hombre tendido, sentenció:
— ¡Os conmino a hablar!
Felipe Rotundo se incorporó lentamente, miró en torno suyo y
gruñó:
-Vos...
—Hablad, hombre.
— ¿Dónde está el látigo?
-¿Cuál látigo?
— ¿Vuesa merced no es el otro?
-¿Cuál?
—El dueño de la muerte.
Rodrigo se había acercado al desconocido, le pasó las manos
sobre los hombros, le sacudió el polvo del viejo jubón y obtuvo
una mirada directa, casi sonriente. Las mujeres, sin bajarse de las
cabalgaduras, rodearon a los hombres y la Torralva se dirigió al
extraño:
— ¿Sois cristiano o engendro del Demonio?
— ¿Todavía hay cristianos?
-Hombre —argumentó la Torralva— todos los de España y los
del Nuevo Mundo que andamos vestidos como Dios manda.
— ¿Y obráis como cristianos? —preguntó el desconocido.
— ¡Maldita sea —gritó la gorda mujer, casi cayéndose del caba-
Los pecados de Inés de Hinojosa 209
lio— dejaos de palabras idiotas y decidle a mi amo cuanto sepáis
para dejaros el pellejo completo!
—No es necesario —agregó Jorge.
Luego hizo sentar en unos yerbajos al desconocido y solemne-
mente se presentó:
—Soy Jorge Voto, natural de Sevilla, voy con éstas damas y su
servidumbre hacia la gran ciudad. ¿Y vos?
—Soy —balbuceó el desconocido— Felipe Rotundo, venido del
centro de la tierra.
— ¿Del centro de la tierra?
— ¡Sí!, donde están los primeros muertos.
—Callad, tonto —gritó Jorge-. Decidme, solamente, ¿está lejos
la gran ciudad?
— ¿Habláis de Tunja?
—Tal parece.
Felipe mostró el sur, se le desorbitaron los ojos, tembló y
advirtió:
—No vayáis, no vayáis.
— ¿Por qué?
—Os espera la muerte.
—En todas partes, buen hombre, nos espera la muerte— sentenció
Jorge mirando a Inés como quien acaba de producir una frase
inmortal.
-Pero —replicó Felipe Rotundo- él se fue para allá.
— ¿Quién es él?
—El anunciador de la muerte.
Como la noche ya legaba y el sitio tenía árboles y una fuente
de agua humeante, Jorge dispuso el fin de la jornada, asegurando
las bestias a los troncos de los árboles y estableciendo tienda en
lugar vecino. Rodrigo quedó con el tal Felipe Rotundo para evitar
peligros.
Jorge, Inés y Juanita, como venía sucediendo desde hacía dos
semanas, se acostaron en la estrecha tienda, adivinándose sus movi-
mientos desde afuera. A la intemperie, cerca de los caballos, se
tendieron los demás, colocando a Felipe, amarrado, entre la
Torralva y Rodrigo, quien le dio la espalda al nuevo durmiente
para poder abrazar a Martina en el otro extremo.
Al despertarse, después de una noche fría, Jorge e Inés comen-
taron algo que les había sucedido por dentro como si no hubiesen
transcurrido, solamente, doce horas, sino muchos años. Habían
sentido, sin proponérselo, el paso del tiempo y el uno corroboraba
210 Próspero Morales Pradilla
al otro las mismas impresiones. Ambos advirtieron, por ejemplo,
cómo durante el sueño se iban presentando las arrugas, principal-
mente en el cuello. Inés se las vio en un espejo imaginario, donde
la piel se relajaba y, luego, al contraerse, formaba la arruga. Jorge
las palpó al advertir un involuntario movimiento del pellejo dila-
tando las palpitaciones. Les pareció, además, hallarse en una época
distinta de la suya, enfrentados al enigma de seres nacidos en otros
siglos, todavía vivientes. Sus miradas fueron menos claras, más
profundas. Inés quiso averiguar si las otras personas también
sentían el cambio de época:
— ¿Estás, Juanita, lo mismo que ayer?
—No te entiendo.
— ¿Ese tal Felipe Rotundo no ha cambiado tu vida?
— ¿La mía?
A Juanita sólo le interesaban las sensaciones. La Torralva se
acercó un poco cuando respondió a Inés:
—Sucede, vuesa merced, que estamos en otra región, como quien
dice en otro país. Cuando anduve obligada, porque fue obligada,
con el tirano Aguirre se solía pasar de un país a otro, inclusive
navegando ríos y saltando mares, para descubrir paisajes y gentes
distintas a uno mismo, como ese mierda —dicho sea con perdón-
de Felipe Rotundo, que es un gusano de los pantanos.
Sea como sea los viajeros se sintieron muy lejos de Pamplona y
de su circunstancia. Ya no pertenecían al tiempo vivido en aquella
ciudad, sino a uno nuevo y desconocido como si en vez de trotar
sobre valles y montañas hubiesen andado de un siglo a otro. Jorge
fue con Felipe a orillas de los hervideros para "soltarle la lengua".
— ¿De manera, señor Rotundo, que venís del centro de la tierra?
—Todos los muertos venimos del centro de la tierra, porque
estamos escalonados por edades desde Adán y Eva hasta los cadá-
veres más recientes.
— ¿Entonces, vos sois un muerto?
-¿No lo parezco?
-No.
—A lo mejor, no he muerto todavía. El hombre del látigo se
equivocó.
—Voto a Satán que no os entiendo.
—Antes de legar vosotros, si es que vosotros habéis legado,
pasó por aquí, mojando su manto en los hervideros, el hombre de
una sola ceja, cuya simple presencia causa la muerte.
Las mujeres y Rodrigo se aproximaron, escuchando la conversa-
Los pecados de Inés de Hinojosa 211
ción sin poder catalogar a Felipe Rotundo entre los locos, pero
acercándolo a esa desgracia por hablar sin ton, ni son, sobre los
misterios escondidos en la tierra y la manera como un gran ruido
abarcará todos los confines del orbe para producir hombres y
mujeres despojados de la vil carnadura actual y, por consiguiente,
libres de enfermedades y malos pensamientos. No serán, propia-
mente, personas con bulto y sombra sino rayos amaestrados inca-
paces de matarse los unos a los otros, sin gaznate para comer y sin
odio. La Torralva no resistió más boberías y gritó:
—Señor don Jorge, hacedlo callar.
—Idos, mujer, que a mí me interesan sus.palabras.
Entonces, Felipe Rotundo se refirió al peligro de la intransigen-
cia, suprema tragedia de todas las épocas y cómo él le dedicaba un
grueso capítulo de su "Libro de las Inmensidades", donde está
recogiendo el paso de las centurias cuyo fin todavía no aparece,
aun cuando el hombre fatal de la víspera ya le había anunciado la
extinción o, por lo menos, el comienzo de la extinción.
Como habían tomado el frugal desayuno y Rodrigo enlazara a
Rotundo para llevarlo consigo, Jorge, en uno de sus grandes gestos,
ordenó:
-Dejadlo libre, Rodrigo, porque él es la libertad. Y a todos os
digo: nunca había aprendido tanto en tan poco tiempo como al
hablar con Felipe Rotundo, a cuya sabiduría apelaré si puedo
regresar a este sitio.
Cuando Rodrigo soltó a Rotundo, éste corrió hacia las fuentes
vecinas a los hervideros y se sumergió para no ser alcanzado por
nadie. Jorge ordenó la partida y, a pesar del mal augurio de Felipe,
siguieron su camino hacia el sur, oliendo a una sal desconocida
como si hubiesen pasado la noche cerca del infierno.
Ese mismo día encontraron, en el camino, españoles e indios
mansos, unos y otros pertenecientes a encomiendas que formaban
parte del territorio de Tunja, el más vasto del Nuevo Reino de
Granada. Por ello supieron que verían la ciudad subiendo las coli-
nas antes del atardecer si ponían las cabalgaduras a buen paso y el
ánimo dispuesto a topar la villa más alta del mundo conocido,
donde los indios tuvieron la capital de su Imperio y la tierra tiene
color carmesí como los mantos de las princesas españolas.
La caravana de Jorge Voto cabalgaba en las estribaciones de las
colinas por un camino arenoso con huellas de pies desnudos, de
pequeñas pezuñas y de cascos fuertes. A la derecha, entre árboles
de un verde claro recién legado a sus ojos, corría el río de los
212 Próspero Morales Pradilla
chulos, aves alimentadas con mortecinos. A la izquierda, las coli-
nas se transformaban en montañas próximas al cielo. Por entre
unas y otras se adivinaban senderos ocasionales y libres, nada indi-
caba propiedad de nadie. Los pastos y los arbustos eran altos, bien
nutridos; el clima, de primavera castellana; y todo olía a la natura-
leza anterior a los cultivos, aun cuando también se veían, de trecho
en trecho, plantaciones de turmas, de maíz y de trigo.
A las mujeres se les atragantó un grito cuando, en una curva del
camino, toparon de manos a boca con cuatro indios que andaban
en sentido contrario. Cubrían el cuerpo con telas de algodón,
blancas y ligeras, superpuestas sobre otras, anudadas las puntas
sobre los hombros. Jorge les preguntó:
— ¿La gran ciudad?
-Uf. uf... Chivata.
Al verlos alejarse con la cabeza baja, dando pasos eortos y rápi-
dos, la Torralva opinó:
—Cuanto susto para nada, ¿eh, mi señora doña Inés? De tantos
indios que he visto en mis aventuras, éstos son los únicos mansos.
Deben ser las tales turmas que comen o los palos que les habrán
metido por el culo.
- ¡Por Dios, mujer!
-Perdóneme Vuesa Merced, doña Inés.
A lo lejos, por unas de las sendas menores, bajaban de la mon-
taña dos jinetes con armadura, calzas rojas y botas. Debían ser
capitanes de España, por el talante y el buen andar de los caballos.
Quisieron acercarse a ellos, pero pronto sólo fueron dos puntos
distantes, perdidos, finalmente, en una arboleda frondosa a la cual
no legaban los viajeros de Jorge Voto por la impedimenta de las
muías y, acaso, el peso de la Torralva, que le hacía doblar las
manos a su cabalgadura.
La sensación' matinal que tuvieron Jorge e Inés, continuaba
acentuándose al ver paisajes y gentes nuevas para ellos. Aún persis-
tía en su ánimo la inquietud de haber pasado a otra época, porque
ni siquiera los colores de la tierra podían identificarse con el preté-
rito. Jorge, es cierto, había pasado de España al Nuevo Mundo,
pero nunca sintió un sol distinto, sino la continuidad de la vida.
Pero ahora los sentidos percibían otro tiempo, así levara puesto
el mismo jubón de Pamplona. Además las gentes vistas confluían
hacia otro centro, sin ninguna relación con Sevila o Valladolid.
sino dueño de fuerza propia, acaso trasladado por los españoles a
estos territorios, pero también venido de una historia desconocida
Los pecados de Inés de Hinojosa 213
como los indios de la tela blanca e, inclusive, como el hombre de
los hervideros, que podía ser español, pero mostraba una mirada
distinta, propia de alguna época ignorada.
— ¿Habrá gente principal en este extraño país?
—No lo dudes, Juanita, pues si no fuera así ¿a quién podría dar
yo clases de baile?
—Juro a Vuesa Merced que no sólo hay gente principal, sino de
todos los oficios y propósitos, amén de pecadilos que suelen ser la
razón de la vida, digo, si no estoy disparatando —anotó la Torralva
pasándose las manos por el escote para secar el sudor.
Apenas había terminado la Torralva sus disculpas, cuando apare-
cieron dos soldados como los que vieron bajar de la montaña. Aho-
ra pudieron descubrir su tez blanca, ambos con barbas negras,
morrión, gorguera, armadura y rojas calzas. Uno de ellos gritó ante
la pequeña caravana:
—Alto, ¿quién vive?
—Españoles, en viaje desde Pamplona.
—Vuestro nombre.
—Jorge Voto, nacido en Sevilla.
— ¿Y el otro hombre?
-Rodrigo Zaino, de la Gobernación de Venezuela.
— ¿Qué os trae por la encomienda de Chivata?
—Vamos hacia Tunja.
—Os levaremos a la presencia del señor encomendero don Pedro
Bravo de Rivera, señor de estas tierras, dueño absoluto de ellas y
de quienes aquí moran. Seguidnos, don Jorge Voto.
Uno de los soldados se puso a la cabeza de la caravana y, el otro,
a la zaga, cabalgando todos en silencio hasta cuando vieron una
casa grande con puerta amplia, rodeada por muros de tapia pisada.
Estos disponían de un único portalón colocado frente al camino
por donde venían los viajeros. El portalón era de madera pintada
de azul y la casa tenía varios solares. En el portal se veían personas
moviéndose hacia los extremos de la casa. De lejos, parecían ena-
nos vestidos de blanco haciendo filas como las hormigas.
Juanita rompió el silencio:
—Decidme, caballero, —preguntó al soldado de la zaga, su vecino:
¿Aquí hay mujeres blancas?
—Pero ninguna tan bella como vuesa merced— respondió el inte-
rrogado, mirando el cuello de Juanita con la desvergüenza propia
de los soldados sometidos a los sinsabores de la soledad.
Cuando los viajeros pasaron el portalón de entrada a la enco-
214 Próspero Morales Pradilla
mienda de Chivata, otros soldados los detuvieron indicando a
Jorge y a las señoras el camino recto y a los demás, junto con las
muías, los levaron como presos hacia unos cobertizos de bahare-
que, sin pronunciar palabra alguna.
Llegados a la parte de la servidumbre, donde había indios, solda-
dos y fregonas, Rodrigo, Martina y la Torralva se dieron cuenta de
que no estaban presos, pero sí sometidos a una vigilancia especial
como nunca, antes, en su vida. Para entrar en confianza, la Torral-
va dijo dirigiéndose a las sombras:
—Con este cansancio y esta sed, tal vez haya alguien capaz de ser
cristiano.
—Callad —e l ordenó un soldado.
Jorge, Inés y Juanita entraron a la casa por la puerta noble, sien-
do recibidos por un lacayo joven quien les ofreció asiento y un
líquido dulce desconocido para ellos. La sala, donde estaban senta-
dos en sillas de madera con taracea, era oscura debido a la estre-
chez de sus dos ventanas y, fuera de un fresco seco sin figura
humana perceptible; las paredes mostraban cierta sobriedad ascé-
tica. El piso esterado y unas cortinas desproporcionadas, completa-
ban la visión de Inés desde su silla. La puerta de este aposento,
cerrada tras la salida del lacayo, se abrió de par en par dando paso
a un hombre de barbas claras, rostro grave, cuerpo proporcionado,
ojos penetrantes, talle noble y una manifiesta virilidad de conjun-
to. Vestía jubón de botones plateados, trusa con musiera henchida
y cuchiladas. Calzaba zapatos de raso y un solo color lo distinguía
desde el cuello hasta la punta de los pies: el negro.
Juanita susurró al oído de Inés:
—Su Majestad...
Se oyó una voz enseñada al mando, con agradables matices varo-
niles:
—Bienvenidos a la encomienda de Chivata.
—Gracias, noble señor. Soy Jorge Voto y tengo la honra de
presentaros a mi esposa y a su sobrina.
El recién legado tomó primero la diestra de Inés y la besó con
detenimiento, haciendo, luego, lo mismo con la de Juanita:
—Señoras; os saluda Pedro Bravo de Rivera, vuestro esclavo.
Caballero: estáis en vuestra casa.
El propietario y sus huéspedes iniciaron una conversación fría,
durante la cual se supieron los pormenores del viaje desde Pamplo-
na y la importancia de la encomienda de Chivata, una más entre las
muchas que rodeaban a la ciudad de Tunja, situada a una jornada
Los pecados de Inés de Hinojosa 215
de distancia. Después entraron varias personas que fueron presen-
tadas por don Pedro a los recién legados. Eran el capitán Jerónimo
Aguayo, ingenioso lugarteniente de Tunja; Juan de Castro; doña
Leonor de Castro, su esposa; el capitán Francisco Salguero, enco-
mendero de Mongua; el capitán Juan de Madrid, encomendero de
Tunja; la bella Francisca Niño y el escribano Juan Ruiz Cabeza de
Vaca, cuñado de don Pedro.
Todos se interesaron por Jorge y las dos damas, curioseando su
pasado y celebrando la feliz coyuntura de que el caballero, venido
de tan lejanos parajes, fuese maestro de danzas. En Tunja faltaba
un profesor de baile, dada la importancia que su sociedad concedía
a todas las artes. Pero como, al parecer, traían de atrás una charla
de mucha actualidad y desasosiego, don Pedro Bravo de Rivera, a
instancias de sus amigos, continuó un relato trunco por la legada
de los forasteros:
—Pues bien: así como los ángeles hicieron el Jesús Nazareno del
convento de Santo Domingo, el diablo fabricó a su verdugo: el
judío. Poco a poco, no se sabe si en meses o años, la figura del
judío fue transformándose en algo más que la madera y los colores
iniciales. Primero se movió por dentro como si le estuviese germi-
nando la sangre y, luego, se deterioró por fuera hasta parecer carne
mustia sobre huesos antiguos en vez del leño original.
— ¿Habláis —intervino Jorge Voto— de algo acaecido en España?
—No, don Jorge, se trata del nuevo convento de Santo Domingo
en nuestra ciudad de Tunja, elevada a tal categoría por el ilustre
emperador Carlos V, que de Dios goce.
—Proseguid, os lo ruego.
—El judío también adquirió uñas, salidas de las astillas, ojos más
oscuros que la noche, larga quijada puntiaguda, amplia frente y
una sola ceja de sien a sien.
—Cosas de frailes —anotó el lugarteniente Aguayo.
—Lo cierto, mi querido Jerónimo, radica en una historia de
veras: el judío, surgido de tal manera, hubo de ser colocado en
celda aparte, cerrarla con candado y fierros, alimentarlo y oírle,
todas las tardes, después de las vísperas, la misma palabra intermi-
nablemente repetida: "Camina, camina...".
Llegaron copas de vino, muy oportunamente para los viajeros
sedientos. Todos las bebieron y el relato continuó:
—Como el único oficio del tal judío encerrado era comer, engor-
dó igual a los cerdos de la pocilga, produciéndosele un desborda-
miento de carnes primero en el vientre, luego en el cuello hasta
216 Próspero Morales Pradilla
conformar una sola masa de la cual salían, como grandes troncos,
los brazos y las piernas. La celda resultó insuficiente para albergar
este cuerpo en continuo crecimiento, mientras la curiosidad de los
frailes comenzó a ver lo invisible, a sentir lo insensible y a palpar lo
inexistente, en torno al judío, cuya fama ha lenado, desde enton-
ces, las calles y las casas de Tunja.
—Es la muerte -balbuceó Juanita casi por instinto.
— ¿Habláis en serio, señor? —preguntó la bella Francisca.
—Por favor, señoras —siguió don Pedro— no es para tanto. Sin
embargo debo deciros que la celda del judío se ha iluminado de
noche, un Cristo apartó su pie de los labios de una pecadora, otra
imagen descolgó los brazos de la cruz...
—Y anoche el hombre de los hervideros, un tal Felipe Rotundo,
vio al hombre de la gran ceja, camino de Tunja, dicho sea con
perdón de Vuesa Merced -informó Jorge Voto interrumpiendo al
dueño de casa.
-Me alarmáis, caballero.
—Además —agregó Juanita— el tal Felipe dijo que ese hombre
era la muerte.
El asombro cayó sobre damas y caballeros. Habiendo entrado la
noche, los contertulios optaron por acercarse unos a otros para
sentirse fuertes, mientras el lacayo colocaba dos candelabros con
tres velas cada uno dando al aposento aspecto de tumba anticipada.
En el cobertizo de la servidumbre también se hablaba del judío,
enredando las diversas versiones y legando a extremos de mayor
espanto, pues se incluyó al demonio en los relatos, mencionándose
la apostasía de un novicio, precisamente un Jueves Santo, cuando
el desgraciado, al atisbar la celda del judío, vio la estatua —porque
en esto de la madera y la carne, nadie estaba de acuerdo— con los
ojos echando fuego y la boca lena de babaza desbordada.
En la tertulia de la gente principal, Pedro Bravo de Rivera
había descubierto, ante sus oyentes, que Ashaverus y el Judío
Errante eran la misma persona, cuyas andanzas se conocían en casi
todos los rincones del viejo mundo, pero sólo ahora, inopinada-
mente, había aparecido en Tunja como estatua transformada
primero en carne gorda y, luego, en esquelética figura, siendo la
primera visita a los territorios descubiertos por Cristóbal Colón.
Aún no se sabía si la presencia del Judío Errante era un nuevo
honor para la ciudad de Tunja o, por el contrario, vaticinio de
desgracias. Doña Leonor de Castro puso los puntos sobre las íes en
materia teológica al anotar, como complemento a la historia de
Los pecados de Inés de Hiñojosa 217
don Pedro, que cuando Jesús iba por las calies de Jerusalén rumbo
al Calvario, pasó frente a la casa de un zapatero, a quien pidió
permiso para reposar brevemente sobre un banco de piedra coloca-
do al lado de la puerta. El artesano —a doña Leonor se le asoma-
ron, entonces, lágrimas de amor a Cristo—, sin atenderlo, lo conde-
nó diciéndole: "Camina, camina...". "Tú serás —respondió Jesús—
quien caminará hasta el fin de los siglos". El zapatero de aquella
época es el Judío Errante legado a Tunja.
La oscuridad, el frío y la vecindad del Judío Errante dominaron
a los contertulios. Algunos de los presentes como don Pedro Bravo
y el encomendero Juan de Madrid, dudaban del Judío y de todas
las leyendas, los demás preferían no tentar a nadie, sobre todo en
estas horas de tinieblas tan propicias al maleficio. Juanita, para
quien la noche tenía otros encantos, no había seguido con interés
el relato de don Pedro, pero analizó detenidamente la varonil
estampa del dueño de casa, apretándose los labios y buscando las
miradas de un hombre como no había visto otro igual, ni superior,
en toda su vida.
Pedro Bravo de Rivera, a pesar de ser relator ocasional, tuvo
tiempo y ojos para fijarse en la mestiza, lamada Inés, cuyo cuerpo
fatigado y sudoroso era, no obstante, apetecible, sobre todo para
quien, como él, había acostumbrado la mente a no ver los vestidos
de las mujeres, sino a intuirlas desnudas.
Jorge Voto, todavía receloso por las desventuras de Pamplona,
comenzaba a salir del pesimismo, gracias a su imaginación y a las
primeras impresiones sobre los tunjanos, en quienes advertía cierta
propensión al paganismo, envuelta en una necesaria hipocresía
medieval, como si el Renacimiento hubiera legado a estas colonias
sin quitarse el ropaje de un mundo sometido a lo invariable. Esta
mezcla —pensaba— favorece los nuevos vientos de Europa y, entre
ellos, a las escuelas de danza, porque no se puede disfrutar la vida
sin la aproximación de las parejas al compás de la música. Jorge se
frotó las manos como solía hacerlo al soldar sus propias conjeturas.
Inés estaba muy nerviosa con la historia del Judío Errante y le
parecía una estupidez de Jorge dirigirse, precisamente, hacia la
ciudad donde ese demonio se había establecido. Por eso era parti-
daria de permanecer, lo más posible, en la encomienda de Chivata.
Con tal idea en mente, preguntó a don Pedro:
-¿Sería posible obtener permiso de Vuesa Merced para detener-
218 Próspero Morales Pradilla
nos un tiempo en vuestra hermosa casa y descansar de tan largas
jornadas, antes de seguir nuestro camino?
Pedro Bravo de Rivera, imaginando desnuda a la mestiza, dio
muestras de noble hospitalidad, brindando todo lo suyo a los
recién legados y diciendo, con los ojos fijos en la boca de Inés:
—Esta es vuestra casa, señora.
A estas palabras, doña Leonor tomó a Inés por el brazo e, invi-
tando a Juanita, se fueron las tres hacia el interior, mientras Jorge
Voto, acercándose a Francisca Niño, con sus conocidos pasos de
fingida elegancia, le preguntó:
— ¿Bailáis, señora mía?
—Un poco, señor, cuando hay música.
Así Jorge logró que la tertulia se apartara de los temas de ultra-
tumba, a donde habían legado por virtud del Judío Errante,
pasando a los salones de baile de Felipe II, lo cual hizo pensar a
don Pedro que el melindroso marido de la mestiza no era digno de
esa mujer.
La servidumbre, a pesar del miedo general debido a los cuentos
de Tunja, se amodorró disponiéndose a dormir conjuntamente por
pereza de trasladarse las mujeres a sus cobertizos y los hombres a
los suyos, pues no había sitio para parejas. En realidad, todos
hubiesen dormido si a la medianoche la Torralva no los despertara
gritando:
—Joder, joder... Ahí está, ahí está.
Y señalaba hacia el portalón de entrada con los ojos desorbita-
dos, las caderas temblorosas y las manos al cuello.
Un soldado, empujándola, le ordenó:
— ¡Callad maldita!
— ¿Pero no lo veis? ¿Acaso tenéis la vista en el culo?
Refregándose los ojos, el grupo de adormilados miró hacia el
portalón:
—Yo no veo nada —dijo una fregona—, pero me huele a diablos.
—Debési estar oliendo a esa gorda de los infiernos, -comentó un
soldado.
—Si os referís a mí —comentó la Torralva— debo deciros que la
gorda de los infiernos debe ser la que te parió.
El soldado hubiera dado cuenta de la Torralva, por su insolen-
cia, si un criado, lamado el Periquito, no gritara entonces:
—Decís verdad, lo veo, se mueve, allá en el portalón.
Los soldados, a disgusto, resolvieron demostrar su coraje, nunca
Los pecados de Inés de Hinojosa 219
desmentido, y tres de ellos marcharon al portalón de donde regre-
ron con un preso. La Torralva, al verlo, lo denunció:
—Este es el Rotundo, el de los hervideros, la sombra del Judío
Errante. Joder, joder... estamos aviados con este hijo del infierno.
-Callad —ordenó el Jefe de Guardia, que aún conservaba su
uniforme de calzas rojas y armadura plateada—. Dirigiéndose al
preso lo interrogó:
— ¿De dónde venís?
—Del centro de la tierra.
—Ya os lo dije -vociferó la Torralva- es algo del Judío Errante.
Estamos perdidos.
El Jefe de Guardia insistió:
— ¿Qué buscáis aquí?
—Tengo que ver al anunciador de la muerte.
Ante tanta estupidez, reunida en una sola escena, -los hombres
de armas, flor y nata de España, no soportaron más burlas y. como
si estuviesen previamente de acuerdo; cinco de ellos cayeron sobre
Felipe Rotundo, escupiéndolo primero, dándole palos luego y.
finalmente, patadas en el trasero, quedando el intruso tan molido
y mustio que más le hubiese valido regresar al centro de la tierra a
comer lava de los volcanes. El pobre hombre quedó encadenado
a un árbol, con los calzones destrozados, sin jubón, tiritando de
frío, leno de magulladuras, con el rostro cubierto de sangre coagu-
lada y preguntando desconsolado:
—Decidme, decidme: ¿se acabaron los cristianos?
Pero nadie lo oyó, porque la servidumbre y la soldadesca, hecha
un ovillo de carnes malolientes, dormía a la luz de la luna que
brillaba sobre estos campos recién inventados por la civilización de
occidente para cultivar las turmas y el maíz de los aborígenes.
A pesar de la luz del día, tras una noche de sobresaltos, los
recién legados, estuviesen en los aposentos de la gente principal o
en los cobertizos de la servidumbre, percibían cierto olor a catás-
trofe, como si al andar por el Nuevo Reino de Granada hubiesen
cambiado los bálsamos de Carora por el humo de los hervideros,
donde se cocían pedazos de infierno. Era como si épocas en
descomposición se entraran a las narices produciendo malestar.
Además, habían desaparecido los sonidos nítidos - mugidos, gotas
de agua, el viento contra los árboles, el paso de los arroyos entre
piedras, el galopar de los caballos- quedando en los oídos, única-
mente, las palabras de la víspera con su áspero contenido de sorti-
220 Próspero Morales Pradilla
legio. Estas prevenciones alocaban la imaginación estimulando la
presencia dei Judío Errante, que era un inmenso ser diabólico con
dientes filudos en la mente de la Torralva y una especie de amena-
za abstracta en opinión de Jorge Voto. Todos, desde luego, tenían
sabor amargo en la boca, propio de las grandes jornadas, pero
también causado por el temor a lo presentido, entorpeciendo el
tacto de manera que sólo Juanita, por ser tan ansiosa, podía pensar
en escenas de amor.
Tunja dejó de ser la ciudad ideal con torres de oro y largas calles
plateadas, cuyas mujeres sonreían desde las ventanas, para transfor-
marse en una inmensa inquisición al revés, donde no se quemaba
a los herejes sino que los cristianos eran sometidos a las confabu-
laciones del Diablo. El Judío Errante, dueño de la villa y sus
contornos, constituía el único juez, cuyos alguaciles, vestidos de
rojo y armados de tridente, contagiaban a la población con enfer-
medades traídas de Mesopotamia, Persia, Egipto y los burdeles de
Flandes. Esta visión anticipada humedecía de pavor a las viajeras
y arrugaba los testículos de Jorge Voto, poniéndosele todo aquello
tan pequeño que sólo lo sentía a la hora de orinar.
Ya entrada la mañana dos soldados fueron por el prisionero
encadenado al árbol de la víspera. Regresaron al cobertizo de los
criados con las manos vacías, el espanto en los ojos y balbuciendo
contaron:
—No está, no está, no está...
— ¿Se fugó?— preguntaron varias voces.
—Tal vez— dijo uno de los soldados. El otro complementó:
—Tampoco está el árbol.
Los gritos de las mujeres y el ruido de armas inútiles legaron a
oídos de la gente principal, reunida en la sala para tomar jugo de
curuba, que Jorge y sus damas habían bebido la víspera por vez
primera. Pronto la insólita noticia corrió en todos los labios de la
Encomienda de Chivata, haciendo más densa la atmósfera de los
misterios, pues si las versiones relacionadas con el Judío Errante
podrían caer en el saco roto de las leyendas, la desaparición de
Felipe Rotundo y del árbol al cual estaba encadenado eran hechos
del momento, vividos por hombres y mujeres de la servidumbre y
la soldadesca. En verdad, el Judío Errante no se contentaba con
establecerse en Tunja y martirizar a los buenos frailes dominicos,
sino que sus esbirros,, entre los cuales el más visible era Felipe
Rotundo, osaban producir magias y hechicerías entre cristianos
defendidos por la cruz y la espada. Excepto Pedro Bravo de Rive-
-i-i ]
Los pecados de Inés de Hinojosa
ra, quien le hacía honor a su apellido, todas las demás personas de
la Encomienda temblaban con diversa intensidad, siendo muy alta
en Inés, por ejemplo, y casi nula en el escribano Juan Ruiz Cabeza
de Vaca, debido a su profundo conocimiento de las normas celes-
tiales y terrenales, incluyendo lo relativo a la actividad de los
fantasmas tunjanos. La fuga del árbol, por así decirlo, fue lo más
inquietante de tan aguda situación, porque un hombre, dueño de
inteligencia, instinto y otros recursos, bien puede burlar su encade-
namiento usando la destreza y la vivacidad; pero un árbol, bien
arraigado a la tierra, sin recursos espirituales, • desprovisto de pies y
con el peso de los años uncido a su tronco, debe permanecer, para
siempre, en un mismo sitio. Sólo Satanás, el Judío Errante o perso-
najes de su ralea, podrían borrar de la tierra los árboles sin dejar
rastro alguno, como si un soplo maléfico los esfumara del paisaje.
Esta evidencia, contra la cual discutió don Pedro, tímidamente
apoyado por Jorge Voto, aumentó el nerviosismo. Inés insistió en
no ir a Tunja, centro y eje de todos los peligros del mundo, a lo
cual Jorge apenas argumentó:
—Tal vez si esperásemos a un viaje de don Pedro, que suele
hacerlos con frecuencia, podríamos cambiar el recelo de hoy por
una cierta esperanza mañana.
—Es un consuelo— respondió Inés.
Y comenzó a llover para hacer más verdes los pastos, mejores
las siembras, blancos de flores los manzanos y, por desgracia, más
sombríos los ánimos, porque si el sol limaba los temores de tanto
cristiano, las nubes negras parecían suspendidas en el cielo esperan-
do la orden del Judío Errante para caer como una tiniebla pesada
sobre la humanidad. Habiendo tanto fraile en Tunja, era inaudito
someterse a los sinsabores de la impiedad en una Encomienda de
cristianos, cuyo capellán se había marchado a hacer ejercicios espi-
rituales en su convento, dejando a la feligresía en las mismísimas
puertas del infierno.
La Torralva comentó, al día siguiente, el nefasto episodio a sus
amas:
—Todo esto es culpa del hideputa Judío Errante. Pero cuando
veo a don Pedro se me calientan las tripas y pienso en que es tan
esforzado como Lope de Aguirre, pero mejor parido.
Pedro Bravo de Rivera resolvió mostrar la Encomienda a las
damas recién legadas, por lo cual señaló al escribano Cabeza de
Vaca la tarea de dialogar con Jorge Voto sin límite de tiempo. Este
Juan Ruiz Cabeza de Vaca, cuñado de don Pedro, era uno de esos
Próspero Morales Pradilla
pequeños aventureros cuya fuerza no estaba en la espada, sino en
las habilidades del ingenio. Aprendió la letra de algunos códices,
mezclándola con charla de alguaciles, complementando, luego, sus
experiencias con la amistad de personas principales como el Señor
Encomendero de Chivata, uno de los más conspicuos caballeros de
Tunja. Quizá debido a sus apellidos, la cabeza del escribano tenía
aspecto de res y parecía artificialmente colocada sobre el cuello,
de donde salía un tronco estrecho con piernas y brazos cortos.
Casi siempre miraba de soslayo, hábito adquirido para evitar preci-
siones, quizá por la pequenez de sus ojos y una nariz achatada,
bajo la cual los mostachos ralos tapaban levemente el delgado labio
superior. Juan Ruiz y Jorge Voto, con sendas tazas de chocolate
en las manos a pesar de no ser hora para refrigerios, despuntaban
su charla sentandos en el sofá de un corredor frente al primer patio
de la casa, lleno de hortensias, yerbabuenas y geranios sembrados
en tazas de barro fabricadas por los indios de la encomienda.
Ambos celebraban la buena coyuntura de poder conversar, mien-
tras las damas recién legadas cabalgaban por los alrededores con el
señor encomendero. En realidad, no se trataba de un diálogo, sino
de una cuidadosa exposición del escribano, quien dio cuenta de la
actualidad tunjana y de otros hechos en torno a la Presidencia de
don Andrés Díaz Venero de Leiva.
Jorge Voto fue asegurando en la memoria las partes más lama-
tivas de aquel relato como la importancia de don Pedro Bravo de
Rivera, uno de los encomenderos más ricos del Nuevo Reino, capi-
tán de la Conquista, fundador de asentamientos, vencedor del rey
de Hunza, testigo del incendio del templo de Sugamuxi —quemado
por los españoles para mayor gloria de la Santa Madre Iglesia- y
hombre a quien las mujeres le abrían todas sus propiedades antes
de pedírselas. Jorge también se enteró de que las costumbres de
Tunja eran propias de su temperamento: se basaban en un gran
respeto externo y una deliciosa intimidad tras las paredes. No
había damas en el sentido medieval de la palabra, sino de acuerdo
con las exigencias renacentistas, lo cual ofrecía cuerpos calientes
a la manera flamenca aun cuando el clima de la ciudad estuviese
siempre en los linderos del invierno. Cabeza de Vaca presumió de
hombre bíblico al comentar: "¿Os acordáis, don Jorge, de la
manera como el rey Salomón se cubría en el lecho?". Como Voto
no acertara, Juan Ruiz aclaró: "Se cubría con doncellas".
Y continuó el relato informando que los seres de ultratumba y
varios personajes de leyendas se habían desplazado a Tunja con .
Los pecados de Inés de Hinojosa 223
ánimo de ennoblecerla, porque una ciudad ya enaltecida por
Carlos V, sólo necesitaba el filtro de los misterios para ingresar a la
lista de urbes en cuyas plazas y calles podía afincarse el miedo,
una de las más altas expresiones de la humanidad. Así, no sólo
había legado el Judío Errante, según lo dijera el mismísimo don
Pedro, sino también el Demonio, visto por Fray Miguel de los
Angeles, fundador del convento de San Francisco, y una Anima en
Pena, denunciada recientemente por el sacristán de la catedral,
Pedro de Hungría, español recio y verídico, cuyos testimonios
merecían pleno crédito.
A este punto, Jorge Voto perdió el hilo de las demás historias,
pues hubo de centrarse en la desgracia de tener, nuevamente, a
Pedro de Hungría en su destino, por lo cual preguntó:
— ¿El señor encomendero conoce también al hombre del Anima
en Pena?
— ¿A Pedro de Hungría?
— ¿Ese es su nombre?
—Sí... El señor encomendero no sólo lo conoce, sino que es su
amigo, a pesar de la modesta condición del sacristán.
—Vaya, vaya..., —comentó Jorge, levantándose del sofá en busca
de más aire, aunque soplaran los vientos arremolinados en Soracá.
Don Pedro, animado por la feliz costumbre de desnudar mujeres
con su imaginación antes de hacerlo con las manos, andaba de un
sitio a otro de la Encomienda en compañía de Inés y Juanita, cuyos
bustos estaban cubiertos en forma geométrica y, de la cintura a los
pies, levaban sendos verdugones que, al mismo tiempo, adornaban
la crin de los caballos. Pero el encomendero veía pezones erectos,
nalgas abundantes, vellos, orificios y el lustre de las piernas. Sin
embargo, pudo referirse al encanto de la vida campestre en las
extensas tierras de la Encomienda, servida por indios propios y
vigilada también por soldados propios. Igualmente mencionó sus
casas de Tunja y el primor de los saraos, cuya elegancia y fascina-
ción podían rivalizar con las fiestas de Valladolid, Sevila y aun
Bruselas o Roma. Las dos mujeres no tenían cansancio, ni temores,
ni nada distinto a la mirada de don Pedro sobre sus cuerpos, donde
algún día podría experimentar lo que las parejas hacen todas las
noches creyendo inaugurar los ritos del sexo.
Mientras el encomendero y sus invitadas veían plácidamente las
tierras de Chivata, Jorge Voto lamó a los siervos para anunciarles
la presencia de Pedro de Hungría en Tunja, como si no fuera sufi-
224 Próspero Morales Pradilla
cíente el peligro del Judío Errante y se quisiera probarlos con los
peores presagios.
—De esa mierda, me encargo yo —dijo la Torralva, subiéndose
un seno salido del corpino—. Pero del Diablo y toda la gente que
no se ve, habrá de encargarse Vuesa merced, don Jorge, pues por
algo han dicho que el emperador fue su padre y sólo los emperado-
res o sus hijos aciertan a combatir los maleficios.
Martina, agarrada a una mano de Rodrigo, subió la vista y se
atrevió a decir:
—Si yo sirvo para algo...
Jorge y la Torralva, al parecer unidos por el mismo pensamien-
to, se atrepellaron mutuamente las palabras, quedando en claro las
del amo:
—Gracias, querida Martina, tú nos serás muy valiosa, junto con
Juana Torralva.
—Joder, don Jorge, que yo soy la Torralva a secas y ya he dicho
que el nombre de pila me sienta como una patada en el culo.
—Perdona, mujer, ¿Habrás entendido el valor de Martina?
—Y cuánto, don Jorge.
—Yo me encargo de preparar a las señoras.
—Como siempre —cortó la Torralva.
— ¿Qué dices?
—Nada.. se me salen palabras por entre los dientes, sin haberlas
ordenado, señor.
Aquella noche la Torralva cayó en el abismo de las pesadilas
por culpa de una larga conversación, en el cobertizo de la servi-
dumbre, durante la cual salió a flote otro aspecto de la vida tunja-
na y de toda la región, que no sólo comprometía a casas y gentes
de la ciudad, sino también a quienes aspiraban el vaho de los hervi-
deros ya que esta parte del Nuevo Reino parecía ser la más favo-
recida por personajes de ultratumba y por sus sortilegios. La
Torralva aprendió toda clase de hechizos, como el del sapo, consis-
tente en atrapar uno de estos bichos, bautizarlo con el nombre de
la persona a quien se le haría maleficio; coger, luego, estiércol
de vaca parturienta, pronunciando fórmulas de execración; envol-
ver aquello en enaguas con cabello de la víctima elegida, escupita-
jos gruesos y orines de mujer; y, finalmente, enterrar el hechizo
bajo el umbral del aposento donde debe dormir el individuo desti-
nado a la desdicha.
Revolviéndose entre las cobijas, como una endemoniada, la
Torralva soñó con los filtros, explicados por el Periquito, quien
Los pecados de Inés de Hinojosa 225
había recibido instrucciones de ultratumba por intermedio de
Lucrecia Coral, una mujer de la parroquia tunjana de Santo
Domingo, la de mayor aspaviento en el campo de las premonicio-
nes y de lo inmortal. Los tales filtros, siempre inspirados por Satán,
solían prepararse para favorecer, torcidamente, las argucias de los
varones en busca del estuche femenino. Se hacían con ácido prúsi-
co, almendras de diversas cosechas, laurel, ámbar y algo nuevo: el
tabaco. Pero tener los ingredientes apenas era aproximarse al logro
del filtro, porque se necesitaba invocar al Demonio y, para ello,
era indispensable dedicar varias semanas a la profanación de
tumbas o de santuarios, sacrificar un macho cabrío y untarse el
cuerpo, especialmente la parte fálica, con su sangre; utilizar el
cuchillo del sacrificio para cortar, de un solo tajo, una horqueta,
en la cual debe colocarse el anillo de lo absoluto; ayunar durante
dos semanas, absteniéndose de la sal —envenenadora de los propó-
sitos— y alimentarse únicamente con sangre sazonada y hierbas
lechosas; embriagarse, sin interrupciones, el tiempo que dure una
fase de luna, siempre al anochecer; y hacer la invocación lúbrica
después del ocaso de un viernes y antes del alba del sábado si-
guiente.
Estando la Torralva, sacudida por el recuerdo de estas lecciones,
se le apareció la bruja de los filtros tal como la describió Periquito:
saya negra sobre la cual bailaba una calavera en cuyos huesos
brilaban símbolos de estrellas perversas. La escena se alumbraba
con dos velas de sebo humano en candelabros de madera. Había
una espada de negra empuñadura y un vaso con sangre robada a la
víctima del hechizo; pebeteros, con ámbar gris y estoraque, esta-
blecían la lucha de los olores entre el mortecino hedor de los ani-
males acuáticos en descomposición y el aroma de árboles balsá-
micos. Los ingredientes se trituraban mojándolos en sangre de
topo y de murciélago, agregándoles cuatro clavos procedentes del
ataúd de un ajusticiado y la cabeza de un gato negro alimentado
con despojos humanos. La ceremonia definitiva debía realizarse
en lugar propicio como las ruinas de una alcoba prostituida, un
cementerio de pecadores o los sitios donde haya habido asesinatos.
Al fin amaneció y la Torralva pudo desprenderse de tantos
horrores, comentándole a Martina, cuyo seno izquierdo todavía
estaba entre las manos de Rodrigo:
—Qué noche de mierda... si antes de legar a Tunja la vida se me
ha vuelto una fritura de diablos, como será cuando leguemos a la
maldita ciudad...
226 Próspero Morales Pradilla
Entre la gente principal, la víspera del viaje, que sería dirigido
por don Pedro Bravo de Rivera al frente de más de veinte caballe-
ros y damas de su pequeña corte, las Hinojosas, como lamaban ya
a Inés y Juanita, aprendían cosas de libros y, por consiguiente,
muy distintas a los hechizos y filtros de la Torralva. Tanto don
Pedro como el escribano Cabeza de Vaca y Paquita Niño, conoce-
dores de volúmenes traídos de España, refirieron algunas escenas
de "La Celestina" y de las páginas del Aretino, donde se solazaban
tunjanos y tunjanas decididos a tomar el Renacimiento en las alco-
bas. Jorge Voto, conocedor de la tragicomedia de Calixto y Meli-
bea, pero ignorante de los excesos lúbricos del Aretino, mostróse
sorprendido por los diálogos del "I Ragionamenti", pero tuvo, una
vez más, la certidumbre de que Tunja en estos finales de 1565,
antes de cumplir sus primeros treinta años, era una villa con peca-
dos mortales, conquistadores completos como Pedro Bravo, estan-
terías de libros lúbricos, mujeres bien dispuestas a gozar la vida y,
claro está, propicia como pocas ciudades, a la enseñanza de las últi-
mas danzas no sólo españolas, sino también italianas y aun flamen-
cas y francesas. Sólo le pasó una nube por la mente: el hideputa
Pedro de Hungría, a quien mal rayo parta lo antes posible.
Salidos muy temprano de la Encomienda de Chivata, Pedro
Bravo de Rivera y su cortejo legaron después del cénit a las colinas
de Soracá. El colorido de la caravana sobre la tierra yerma daba
mayor vistosidad al rojo de los soldados, el verdinegro de la mayo-
ría de los caballeros y los tonos pálidos de las mujeres. A Inés de
Hinojosa le pareció ver al Judío Errante tendido sobre una ciudad;
bordeada de barrancos rojizos, como si una gran figura negra ardie-
ra en un rescoldo. Pedro, irguiéndose en la silla, indicó a los foras-
teros la ciudad puesta a sus pies:
—Esa es Tunja, donde se ha reunido el mayor número de perso-
nas nobles legadas al Nuevo Reino de Granada.
Todos vieron una ciudad en construcción, colocada en un
pináculo como las villas castellanas. Ya se advertían algunas cúpu-
las de iglesias, pero también templos sin terminar con las torres
apenas en mitad de camino. Las calles estaban trazadas casi verti-
calmente, pues el terreno era empinado. Junto a casas, al parecer
de sólidos cimientos, había muchos solares con escasa verdura indi-
cando que la exuberancia no era propia de estas alturas, donde el
emperador de los chibchas tuvo su palacio de paja. Desde Soracá
no era posible ver a los pobladores de Tunja, debido a la distancia
y a una llovizna empujada por los vientos de las alturas que azota-
Los pecados de Inés de Hinojosa 227
ba el rostro de los viajeros. Pero muchos indios y criados españoles
subían y bajaban por las laderas indicando que aquello no era un
simple asentamiento como Carora, o una pequeña villa perdida
entre montañas como Pamplona, sino una "muy noble y muy leal
ciudad" con escudo de águila bicéfala dentro del estilo de los
Austrias. Además, su prestigio venía de muchas leguas atrás, a lo
largo de las jornadas. Desde la eminencia donde la caravana de
Bravo se había detenido, quizá por los elogios del encomendero o
por la sobriedad del paisaje, se sintió la profundidad de la grandeza
al observar la mayor fundación del Nuevo Reino en estos días fina-
les de 1565. Bravo de Rivera, seguro de su prosapia y de sus rique-
zas, señaló:
—Allá están las encomiendas de Cómbita y Oicatá, así como el
asiento de los motavitas; frente a nosotros, en las colinas opuestas,
más allá de la ciudad, tienen sus tierras los encomenderos de Sama-
cá y de Cucaita; y al sur —puso el índice hacia el camino de Santa
Fe- las encomiendas de Boyacá. Pero todos los encomenderos
de la región vivimos en Tunja para gozar de la buena sociedad y
comentar las noticias del imperio.
—Entonces —terció Jorge Voto— debe tratarse de alta nobleza.
—Sí, hay nobles de España en Tunja, entre los cuales tengo la
honra de contarme. Se trata de caballeros que legaron a estos
territorios con blasones de Aragón y de Castilla y, además, de quie-
nes por heroicos servicios a Su Majestad en este Reino han recibido
títulos del emperador y de nuestro Felipe II, a quien Dios guarde.
Juanita, acercando su cabalgadura a la de Pedro, preguntó:
— ¿Hay frecuentes saraos en Tunja?
Paquita Niño, picando el alazán que montaba, se interpuso entre
Pedro y Juanita, anotando asida fuertemente a las riendas:
—Depende de lo que tu lames "saraos", mujer de mi alma,
porque lo importante de la vida no son las confituras sino las
salsas.
Juanita, entonces, ya no vio las calles empinadas, ni los templos
a medio construir, ni el polvo levantado por el viento en caminos
y plazas, sino una ciudad como los grabados romanos que guardaba
Fernando de Hinojosa en el fondo de un baúl claveteado donde las
manos y los ojos de la curiosa adolescente descubrieron mujeres
entre almohadones con las piernas desnudas y un niñito volador
echándoles dardos.
Inés aún temerosa del Judío Errante, subió los ojos hacia los de
Pedro y le preguntó:
228 Próspero Morales Pradilla
— ¿En qué parte de la ciudad está el Judío Errante?
— ¿Os asusta?
—Un poco.
—No os preocupéis, señora mía. Estando bajo mi protección,
como lo estáis todos vosotros —subió ia voz mirando en redondo-
el Judío Errante no saldrá de su celda.
—Gracias, don Pedro.
Jorge Voto miraba la ciudad vagamente, mientras pensaba en
una escuela superior de danzas con él como director y Paquita
Niño como ayudante. Posiblemente sería su primera discípula y,
ya que bailaba, con pocas lecciones particulares podría ser profeso-
ra. No sabía aún si la escuela podría funcionar en su casa, en la de
Paquita o en algún salón escogido para tal fin. Además, el Judío
Errante no era enemigo de las danzas, pues su larga vida dedicado a
caminar indicaba movimiento de piernas, es decir, baile.
Al anochecer, ya con los tunjanos recogidos en sus casas, entró
a la ciudad la caravana de Pedro Bravo de Rivera. Como había
algunas calles empedradas, los cascos de los - caballos sonaban
rítmicamente al trotar, anunciando la legada de un séquito nume-
roso. El viento soplaba contra los nuevos aleros, levantaba polvo
de las construcciones y se colaba por entre las vestiduras de los
viajeros, agudizando el frío de los cuerpos como si hubiesen caído
en un aljibe. Pronto se abrió la puerta mayor de una casa y apare-
cieron criados con antorchas para iluminar el camino hacia las
caballerizas, donde se apearon las damas y los señores ayudados
por palafreneros, mientras la servidumbre amarraba sus cabalgadu-
ras e iniciaba el descargue de las muías.
Jorge Voto miró en torno suyo. Estaba en casa de Pedro Bravo
de Rivera, después de haber andado, navegado, cabalgado miles
de leguas desde Sevilla hasta la alta ciudad de Tunja en el Nuevo
Reino de Granada. Quizá no podría volver sobre sus pasos y el
resto de la vida debiera manejar la fortuna de Inés y ejercerla profe-
sión de bailarín en uno de los sitios más empinados del Imperio,
muy lejos de cuanto fue su niñez, su adolescencia y parte de su
juventud. Sintió que no habría nuevos dados para indicarle otro
sitio.
Pedro tomó la diestra de Inés al bajar del caballo y casi en secre-
to le dijo:
Los pecados de Inés de Hinojosa 229
—Esta habrá de ser vuestra casa para siempre.
Luego, le besó la mano deteniendo los labios sobre el dorso,
desprovisto de guante, y la miró a los ojos. Inés vio al hombre.
Lo vio fornido, apuesto, peligroso.
II
Al comenzar el año de 1566, las construcciones tunjanas se
caracterizaban por la solidez de las paredes, hechas para "la eterni-
dad" como todo cuanto acometieron los españoles en el siglo XVI,
fuese conquista de tierras, levantamiento de templos o conversión
de indios. Las arquerías y los aleros eran angostos, pero ya se
habían tallado en piedra insignias solariegas para mostrar los títu-
los de sus habitantes principales. No sólo la ciudad disponía de
águila propia con ordenanza de Su Majestad Carlos V, sino que las
familias nobles lucían en sus portalones la buena costumbre de los
Austrias tendiente a distinguir con escudo la prosapia de los morta-
les felices, apartándolos, también para siempre, de los seres meno-
res, cuyo destino se fraguaba a la sombra de los poderosos, sobre
todo en razón del color de su piel.
El primer convento de la ciudad, el de San Francisco, lucía ya
su riqueza arquitectónica, mientras el de Santo Domingo, donde se
había desatado la lucha entre Jesús Nazareno y el Judío Errante,
todavía se hallaba en construcción. Naturalmente, la piedad y el
progreso se centraban en los planos de la iglesia Catedral, donde
los arcos puntiagudos unidos al techo mudejar indicarían las
mezclas del Renacimiento dentro de la inspiración gótica.
El Renacimiento, que ya había revolucionado la ética y la esté-
tica de Europa, produjo en el Nuevo Reino de Granada y, particu-
larmente en Tunja, muestras de la tradición románica y gótica
con recursos de la nueva época. Así, las casas tunjanas de la gente
principal eran de dos pisos en torno de un gran patio bordeado de
arcos a la manera morisca o de estilo toscano. Un amplio zaguán
comunicaba la calle con el interior de la casa. Además nunca falta-
ban el huerto y las caballerizas. En el primer piso había depósitos
y aposentos para la servidumbre, mientras en el segundo se estable-
cía la morada de los propietarios.
Uno de los más conspicuos era don Juan de Castellanos, venido
Los pecados de Inés de Hinojosa 231
de España aun cuando muchos vecinos le daban por cuna la ciudad
de Tunja. Este don Juan escribía, por entonces, elegías, relatos de
hazañas y miles de versos tendientes a dejar, para la posteridad, el
informe completo de la conquista española en Tierra Firme y de
quienes dirigieron la Colonia en sus primeros años. Como sacerdo-
te, pues lo era, había cantado su primera misa en Cartagena de
Indias en 1559, estableciéndose definitivamente en Tunja dos años
después. Y era conspicuo no sólo por su mucha lucidez literaria y
su condición sacerdotal, sino por comprar cuanta finca, en el casco
de la ciudad o fuera de él, le ofreciesen en venta dentro de precios
adecuados.
También vivía en la nueva ciudad fray Miguel de los Angeles,
fundador del convento de San Francisco, quien, además de haber
erigido casa de Dios y construido aposentos para los frailes, fue
implacablemente perseguido por el Demonio, quien envidioso de
sus virtudes solía llenarlo de verdugones, así como no tenía incon-
veniente en decirle, tras causarle penas y dolores: " ¡Vete a la
mierda!".
Don Juan de Castellanos toleraba, en su casa, a una tal Hiero-
mina, india de los caribes convertida al cristianismo que, desde el
Cabo de la Vela, le había enviado su amigo don Luis de Villanue-
va, a manera de regalo. La Hieromina mascullaba el castellano,
hizo muy asidua la visita de los caballeros al noble literato y pesa-
ba como un lastre de guijarros agudos en la vida de don Juan,
cuya paciencia reventaba cuando la india, casi a media lengua, reci-
taba los versos de su amo:
" ¡Tierra buena, tierra buena!
Tierra que pone fin a nuestra pena".
Además del beneficiado, que así lamaban justamente a don
Juan de Castellanos, había en Tunja versificadores y otros hombres
de letras, cuyo trabajo convirtió a la ciudad en "el primer centro
cultural del Reino", superior, "a la aún tosca Santa Fe". Estas
gentes se reunían en tertulias, donde hablaban de métrica, gramáti-
ca, libros, poesía y algunos otros temas, de suyo picantes, dada la
manera como el Renacimiento había destapado las costumbres
levando a la imprenta episodios de alcoba. El trabajo serio, la obra
trascendente y monumental salida de tales tertulias sería "Elegías
de varones ilustres de Indias", debidas a la pluma y, en particular,
a la tenacidad versificadora de don Juan de Castellanos.
Si la literatura brillaba en Tunja, sus talleres de pintura dieron
el primer nombre en la historia del arte neogranadino: Alonso de
232 Próspero Morales Pradilla
Narváez, andaluz establecido en la joven ciudad, cuya "Virgen del
Rosario" fue concebida para existir hasta el fin de los siglos. Y,
como solía suceder en algunas villas europeas, a Tunja legaron
otros pintores españoles y un italiano —Angelo Medoro—. Varios
adolescentes criollos completaron la escuela de los maestros veni-
dos de Europa. El "fresco seco" de aquellos pintores adornó la
casa del capitán Gonzalo Suárez Rendón, ilustre fundador de la
ciudad, quien la pobló dejando hijos nobles, herederos de la Enco-
mienda deIcabuco.
Naturalmente, la administración de la villa, sometida al prolijo
cuidado de los Austrias, formaba, de hecho, un núcleo social muy
importante integrado por regidores, alcalde mayor, alcaldes, escri-
banos y alguaciles, cuyas tareas, en Tunja, legaron a ser casi demo-
ledoras para personas con menos entereza que los Ruices, los
Aguayos, los Niños y los Paredes, pues si el arte ennoblecía a la
ciudad, las intrigas se manifestaban por culpa de la avaricia y de los
celos, lenando la crónica tunjana de aventuras dignas de Benvenu-
to Cellini.
Por encima de artistas y funcionarios públicos estaban, según su
fuerza y sus riquezas, los señores encomenderos, dueños absolutos
de las tierras vecinas y de amplias casonas, amén de ejercer cargos
de regidores en el Cabildo o de alcaldes, según les diera la gana de
servir a Su Majestad en provecho del Imperio, pero, sobre todo,
de sí mismos y de sus herederos.
En otro círculo, superior en lo divino pero igual en lo humano,
se hallaban los sacerdotes, frailes, monjas y demás bienaventurados
dedicados a la vida espiritual. Como el territorio era nuevo para
España y para la fe de Cristo, los religiosos tenían tareas adiciona-
les a sus obligaciones de templo y sacristía: la evangelización, la
defensa ante los ídolos indígenas y el cuidado de que a los enco-
menderos no se les fuera la mano en la utilización de los indios y
de las indias. Además, al Demonio le dio por atormentar no sólo
a los religiosos en sus conventos, sino también a muchas mujeres
inocentes, reforzándose ahora la maléfica criatura con la legada
del Judío Errante, que no provenía de los infiernos, pero dispo-
nía de la eternidad para fastidiar a los buenos tunjanos y, acaso,
dejarles la herencia de una peste. Así sucedió, al menos en la Jeru-
salén de los cruzados y en la Roma de los Papas.
Por cédula de la Casa de Contratación de Sevilla, fechada en
1533, se estimuló el viaje a estos territorios de hombres casados y
Los pecados de Inés de Hinojosa 233
sus mujeres, pero muchas fueron las solteras que aparecieron casa-
das en los papeles.
Cuando legó Jorge Voto a Tunja había mujeres de tres catego-
rías: esposas de caballeros principales, damas escurridizas amigas
de aquellas esposas y solteras con o sin marido, entre las cuales
unas eran muy piadosas y otras muy picaras. A tales categorías
podría agregarse el inventario de la servidumbre, donde había
puras e impuras, pero todas dispuestas a relatar la vida de las enco-
petadas, las del común y las criadas. La Torralva podría vincularse
a todos los grupos, al menos para contar las aventuras del tirano
Aguirre, el arte de Jorge Voto, los crímenes de Pedro de Hungría
y el peligro de la putería pobre.
Tal sociedad estaba montada sobre la remisión de los pecados,
porque si no fuera posible aligerarse de culpas, con el recurso de la
confesión, se acumularían las desvergüenzas, las fornicaciones, los
falsos juramentos, los deseos malsanos, las mentiras, los robos, las
hechicerías y los crímenes para el Juicio Final, supremo aconte-
cimiento de los vivos y los muertos cuya permanente amenaza
gobernaba a los cristianos del Imperio Español.
De los recién legados, la Torralva fue quien primero pudo
orientarse en la ciudad. Tan pronto como miró por una ventana le
entraron ganas de salir así se encontrara de manos a boca con el
Judío Errante. Caminando por las calles de Tunja, la atrajo la
variedad de vestuario entre indios y españoles. Aquellos levaban el
cabello de una manera tan descuidada que parecían haber usado
piedras en vez de tijeras para motilarse, dejando coleta por si acaso
era necesario agarrarlos. Vestían camisa alta y manta ceñida con
fajas y chumbes. Las indias también portaban manta hasta los pies,
pero el pelo lo tenían recogido formando trenzas. Las mujeres
españolas andaban con un cesto en la mano, sayas toscas, algunas
luciendo "cuerpo" y verdugado, y todas cobijadas entre mantilas
negras. Los hombres levaban sombreros con pluma, capa corta,
chaqueta, bragueta prominente, calzas y zapatos de raso. Sólo
indios e indias iban descalzos.
— ¿Cómo se lama esta calle? —preguntó la Torralva a una india
rezagada de sus compañeros e indicando con el índice derecho
hacia Soracá.
La india apuró el paso, bajó la vista y, finalmente, corrió como
si la Torralva la hubiese amenazado.
Al repetir la pregunta a un español que jugaba con los botones
del jubón, respondió risueño:
234 Próspero Morales Pradilla
—Se lama la Calle de las Animas.
—Mierda —alcanzó a decir la Torralva, tomando dirección opues-
ta, mientras el interrogado reventaba de risa.
De regreso a casa, la Torralva, sin aliento, comunicó su aventura
a Inés:
-Joder... Aquí no se puede salir a la calle, porque la primera
que uno topa es la de las Animas y después deben venir la del
Purgatorio y la del Infierno.
Jorge Voto observó las paredes, tan anchas que ni siquiera
podrían pasar los fantasmas, siempre provistos de recursos adicio-
nales a los cinco sentidos del ser humano. Además, apuntó dos
nombres importantísimos para conquistar a Tunja: Jerónimo de
Carvajal, el alcalde; y don García Arias de Maldonado, supremo
adalid de la piedad, de las buenas maneras y de la pureza de sangre.
Con ellos, y sólo con ellos, haría diligencias para adquirir una casa
digna de los Votos y, eventualmente, de una escuela de danza.
Los indios de la casa contaron a Rodrigo Zaino que en la colina
opuesta al camino de Soracá se hallaban los santos cojines, donde
su verdadero señor Quemuenchatocha, cuando la tierra no era
pisoteada por los blancos y sus bestias, se postraba en oración ante
el dueño de las distancias y los presagios, cuya luz sacaba los días
del tormento de las noches. Rodrigo y Martina se fascinaron con
los relatos de los indios, no sólo por venir de tiempos desconocidos
sino por la manera lenta y difícil como las palabras castellanas
salían de sus bocas habituadas a otros sonidos. Por ellos supieron
que los españoles eran y son crueles, acuchilaron al último empe-
rador en las bodas de su hijo, quemaron los templos y robaron el
oro de las tierras sagradas.
— ¿Por qué les permitieron tanto daño? —e l s preguntó Rodrigo.
Supo, entonces, que los indios tienen el secreto de la chicha,
bebida de maíz, capaz de trastornar la mente hasta el punto de
convertir lo malo en bueno, lo sucio en limpio, la ira en docilidad,
la arrogancia en mansedumbre, la derrota en victoria. Por eso miles
de indios, señores de estas tierras, habían caído ante un puñado de
españoles, convertidos, de una vez, en amos.
La primera visita recibida por las Hinojosas fue la de Paquita
Niño y su hermana Eulalia. Así pudieron informar a Jorge sobre la
prosapia de don García Arias de Maldonado, el peligro de pasar
por la Calle de las Animas después de las ocho de la noche, la exis-
tencia de entierros indígenas cerca de Motavita, el poco respeto
del encomendero de Mongua por las virtudes, los afeites de María
Los pecados de Inés de Hinojosa 235
Concepción de Salguero, la instalación de la Corte en una nueva
ciudad lamada Madrid y el peligro de que la peste, cuyos estragos
en España ya formaban parte de la historia, legara a la nobleza del
Nuevo Reino.
Decidido a instalarse en Tunja con el producto de su crimen, ya
borrado por el tiempo y las muchas leguas recorridas desde Carora,
Jorge, después de descansar merced a la hospitalidad de Pedro
Bravo de Rivera, salió a la calle el viernes posterior a su legada con
el propósito de hacerse presente ante el alcalde don Jerónimo de
Carvajal, hombre de pro, gobernante de la más alta ciudad del Nue-
vo Reino y tan católico que andaba rodeado de frailes de diversas
órdenes. Pero, en la Calle del Ventorrillo, así lamada por ser domi-
cilio de la mejor venta de Tunja, encontró al hombre que más
había picado su curiosidad: Felipe Rotundo. Andaba, éste, con el
jubón blanqueado de tanto restregarlo contra las paredes y las
puntas de los pies asomadas a »us rotos zapatos. Jorge lo tomó de
un brazo y, le dijo:
— ¿Dónde está el árbol?
Felipe logró soltarse y corrió por la Calle del Ventorrillo, per-
diéndose en la primera esquina a una velocidad tan endiablada que
parecía empujado por las lamas de Luzbel.
Dos o tres transeúntes, advirtieron a Jorge:
—Es inofensivo. Pero nadie quisiera tenerlo de enemigo sin ser
encomendero de buena fortuna.
Como cuando las personas se buscan suelen encontrarse, Inés y
Juanita hallaron esa misma tarde, cepilando un caballo alazán, a
don Pedro. Las dos mujeres estaban ciertas del favor del encomen-
dero, no sólo por la manera como las atraía, sino al escuchar sus
órdenes a lo largo de la casa. Ahora hallaron un magnífico pretex-
to para hablarle sin levantar sospechas de coquetería:
-¿Sería posible, don Pedro, darnos un baño?- solicitó Juanita
con la aprobación de Inés.
— ¿Habéis visto, señoras mías, bañarse a las rosas?
—Lo decimos, señor, porque no hemos conseguido agua en vues-
tra casa.
—Vosotras ordenáis, bellísimas señoras. Mandaré criados a la
fuente "El Origen" para proveeros de agua la semana entrante.
— ¿Tan tarde, señor?
—Si sois valientes -podrías bañaros en la quebrada de "Los
Gatos", pero la frialdad de su agua podría entumeceros.
— ¿Cómo ir a la tal quebrada?
236 Próspero Morales Pradilla
—Yo os acompaño.
—Imposible, señor —argumentó Inés— somos mujeres.
—Para ventura vuestra y de quien os admira con los ojos del
alma.
El asunto no quedó claro, porque en Tunja escaseaba el agua y
se imponían multas a quienes cortaran las fuentes tras la loma. Pero
Pedro vio, gracias a su fogosa imaginación, a las dos mujeres senta-
das en la quebrada de "Los Gatos" con los senos aflote.Se pasó la
lengua por los labios, mientras Inés y Juanita, felices de la ocasión,
volvían a sus aposentos dispuestas no sólo a conseguir agua, sino
a dejarse acompañar, algún día, por don Pedro hasta la dichosa
quebrada.
Sentados en sillas de cuero templado cubiertas por mantas
indígenas, Jorge Voto y el alcalde don Jerónimo de Carvajal
establecieron, en el Despacho de éste, una respetuosa relación
de amistad, gracias a las cartas de don Ortún Velasco, traídas por
el maestro de danza. La conversación cayó, como lo esperaba
Jorge, en el tema de la venta de casas:
—Os puedo asegurar —decía el alcalde— que hallaréis vuestra
satisfacción tratando el asunto con don Juan de Castellanos, quien
no sólo conoce casas y solares, sino que muchos son de su propie-
dad y le gusta hacer negocios.
—Si vuesa merced, señor Alcalde, os dignarais recomendarme a
don Juan...
Por este conducto, como ya era costumbre en las andanzas de
Jorge Voto, logró legar a la biblioteca de don Juan de Castellanos,
donde el ilustre personaje de Tunja recibía las visitas y departía
con amigos y advenedizos. A la sazón, esta biblioteca era la única
digna de tal nombre en la ciudad pues ya contaba con volúmenes
editados en castellano, amén de muchos más impresos en latín,
italiano y francés, destacándose los teólogos como Francisco Vito-
ria y los místicos. Jorge siguió, con mucha atención y poco enten-
dimiento, los comentarios de don Juan a propósito del señor Pedro
Mexía, autor de la "Silva de varia lección" que, en ese momento,
el escritor tenía sobre su mesa produciéndole un entusiasmo que
sólo la hipocresía de Jorge Voto lograba compartir. Particularmen-
te emocionado lo tenía el recuerdo de la papisa Juana, pues Mexía,
abusando de los lectores, los empujaba a conocer las mil diabluras
de una mujer que usurpó, a su manera, el trono de los Papas.
Por fin, don Juan descendió de los libros a la prosa del día y,
con igual desparpajo, ofreció a Jorge oportunidades maravilosas
Los pecados de Inés de Hinojosa
para adquirir una casa, incluyendo blasón en la puerta y vecindario
de alta prez. Manejando dinero mal habido, no fue difícil ceder a
los precios del vendedor y, si no fuera por las formalidades propias
de la ley, el uso y la importancia, podría decirse que Jorge salió de
la biblioteca con una de las mejores casas de Tunja en el bolsillo.
Don Juan lo acompañó a la puerta de la casa y con sonrisa que
podría ser comercial, pero era propia del amable talante del clérigo
y poeta, lo despidió cordialmente. Jorge Voto vio al final de la
escalera un hombre de rostro apacible, con los cabellos aún negros,
ojos bondadosos, la sotana abotonada hasta el cuello, boca peque-
ña y ademanes lentos, en los cuales no podría adivinarse al fogoso
soldado de la Conquista, sino el autor de las "Elegías" que apenas
comenzaban a tomar forma en la mente de don Juan de Castella-
nos, pasados los primeros cuarenta años de su vida.
Esa misma tarde Jorge reunió a su gente para conocer y criticar
¡a casa que iban a comprar. Llegados a la esquina indicada, porque
era casa de esquina, Inés, Juanita, la Torralva, Rodrigo y Martina
lanzaron un "ah" de incredulidad, mientras Jorge anotaba:
—Ni en Carora, ni en Pamplona, hemos visto casa de tan sólida
arquitectura y ya blasonada.
Era, en verdad, una regia casa o una casa regia de dos pisos con
cinco balcones de madera, un gabinete esquinero, ventanas discre-
tas, en el segundo piso: y, en el primero, la gran puerta de entrada
enmarcada en piedra y coronada por tres copas triangulares sobre
dosel; el portalón de la caballeriza disponía de cocheras adyacentes
en el interior. Las paredes, ligeramente azulosas, estaban favoreci-
das por un alero generoso de madera color hábito de fraile francis-
cano como lo eran también balcones, ventanas y puertas. Especial
elegancia le daban las tejas, amparándola de lluvias y loviznas tan
frecuentes en la noble ciudad.
Entrando por la puerta de la gente principal se legaba, primero,
a un corredor situado en torno de un amplio patio empedrado.
Columnas y arcos de medio punto sostenían el segundo piso,
dándole al patio cierto aspecto de claustro a la manera andaluza,
intención que don Juan había acentuado colocando macetas,
hechas por los indios,confloresde la región. Las columnas rena-
cían en el segundo piso superpuestas sobre las del primero, dentro
de cierta concepción morisca. Una ancha escalera de piedra y otra
de madera unían los dos pisos, mientras en el extremo sur del
patio otra gran puerta lo comunicaba con el segundo patio, sem-
brado de hierbas aromáticas y destinado también al baño y demás
238 Próspero Morales Pradilla
intimidades de los habitantes, con el recurso de un aljibe que, por
desgracia, no manaba el agua deseada.
Las Hinojosas y Jorge ocuparían el segundo piso, distribuyendo
debidamente la inmensa sala esquinera y su adjunto comedor,
amén de los siete aposentos donde habría sitio para dormir, coser,
jugar, escribir, bailar, sufrir, conversar, discutir, holgar y morir.
Amueblar esta casa sería trabajo de años, no sólo por la diversidad
de gustos en la familia, sino porque las carpinterías de Tunja prefe-
rían las buenas imitaciones de los estilos italianos y franceses a la
improvisación apresurada. Jorge pensó en un lapso de seis meses
para completar el mobiliario, Juanita le agregó dos meses más, Inés
añadió un año y la Torralva aseguró:
—Si se encarga al hideputa del Judío Errante quizá lo reciban los
bisnietos de doña Inés.
Jorge e Inés se miraron intensamente, pero guardándose algo
entre los párpados como si la Torralva no sólo hubiese dicho una
nueva estupidez, sino entrado a un terreno prohibido. En verdad,
el bisnieto era un ser imposible para una pareja que nunca tendría
hijos entre sí, ni separadamente, porque ninguno de los dos era
apto para la procreación. Quizá la ciencia de Felipe Rotundo o su
magia, hallara el elíxir necesario para remediar la esterilidad de la
mestiza Inés de Hinojosa.
Dirigidos por un criado de don Juan de Castellanos, subieron las
escaleras de piedra, entraron a uno de los aposentos e Inés abrió
el balcón, miró hacia la calle y vio un árbol de grueso tronco con
ramas amplias, preguntándole, luego, al criado:
— ¿Cómo se lama ese árbol?
—No lo sé, pero algún día le pondremos un nombre bonito,
sobre todo si Vuesa Merced lo mira todos los días.
— ¿De dónde eres, mocito?
—De Tunja y a mucho honor.
— ¿Y tus padres?
—Ojalá lo supiera, señora mía.
A sólo una cuadra de aquella casa un hombre de baja estatura,
con gorra de pluma negra, ataviado de manera fúnebre, se rascaba
la cabeza mirando hacia la casa en venta. Le habían contado que
unos forasteros negociaban morada con don Juan de Castellanos,
el hombre de la biblioteca que en vez de ayudar a construir la ciu-
dad pasaba el tiempo con una pluma en la mano lenando papeles
y más papeles con naderías. El hombre decidió encaminarse a la
Los pecados de Inés de Hinojosa 239
casa de la compra-venta, avanzó hacia ella, siendo interferido por
un amigo, quien lo saludó diciéndole:
— ¿Cómo van las campanas de la nueva Catedral, señor don Pedro
de Hungría?
El sacristán vio a Inés de Hinojosa saliendo de la casa de don
Juan de Castellanos y, tras ella, a Juanita y Jorge. Inmediatamente
dio la espalda y emprendió camino de la Catedral, distante poco
más de una cuadra. De reojo miró a la Torralva, Rodrigo y la Mar-
tina, inclinando el sombrero hacia la derecha para no ser reco-
nocido.
Jorge, de regreso a la casa de Bravo de Rivera, se informó sobre
quiénes serían sus vecinos: por un lado el propietario era el mismo
don Pedro Bravo de Rivera; y, por el otro lado, el ya conocido
escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca.
Las aventuras de don Pedro formaban parte de la historia de
Tunja y su fibra lo mismo servía para derrotar enemigos que para
conquistar mujeres y levarlas a su lecho, sitio dedicado a desflorar
vírgenes y a burlar maridos. El señor encomendero de Chivata
nunca hizo planes largos, se contentaba con propósitos inmediatos,
gracias a la imponencia de su figura y a los doblones de su enco-
mienda, todo ello amparado por una salud permanente y la buena
sombra de su Majestad Felipe II, dueño del más vasto imperio de la
tierra.
Por eso, después de desnudar en su mente a la mestiza Inés de
Hinojosa, consideró que ella estaba destinada a su lecho, sin afanes
de mal gusto, pero dándole a la nueva conquista el sabor de una
empresa digna de su prestigio, calculando los pasos del empeño, casi
con la certeza del triunfo. Se tendió en la cama, después de quitar-
se el jubón y el calzado, para fijar, entre los sesos con la ayuda del
instinto, los contornos y el aroma de la mujer deseada, más codi-
ciada y sabrosa al abrírsele los pensamientos e imaginarla dispuesta
a todo.
Estando en estos sueños, oyó un suave golpe en la puerta:
—Entrad, —gritó.
La puerta se entreabrió e Inés colocó su bello rostro entre las
dos hojas, diciendo:
—Perdonad, señor: mi marido desea hablaros.
Esa tarde supo Pedro Bravo de Rivera que sus huéspedes habían
hallado casa y se irían a la semana siguiente. Le brillaron los ojos y
miró a Inés con ardor al advertir que la casa de su amada imagina-
240 Próspero Morales Pradilla
ria era vecina de la suya. Por eso, anotó como remate de la conver-
sación:
—No iréis lejos, don Jorge, para fortuna mía.
Los primeros muebles que entraron a la nueva casa de' Jorge
Voto fueron dos camas, una de cortinaje verde como las olivas de
Andalucía y, la otra, con tela rosada. Ambas eran dobles, pues el
tamaño de los aposentos invitaba a colocar muebles cómodos,
anchurosos y dispuestos a todo uso. Para su fabricación se había
utilizado madera de cedro sin barnices. Sobre las tablas iban
colchones delgados y del dosel caían en los cuatro extremos,
reptando por los soportes, sendos lienzos adamascados que remata-
ban en borlas doradas. El primer lecho lo ocuparían Jorge e Inés
en su alcoba; y, en el segundo, trataría de dormir Juanita de Hino-
josa, a pesar de la manera como los instintos solían agolpársele en
la mente al meterse bajo las cobijas que eran, en su mayoría, teji-
das por los indios de las encomiendas de Tunja.
Poco a poco la casa se fue lenando de otros muebles y, sobre
todo, de "caprichos" adquiridos por Inés según veía los usos y
costumbres de las damas tunjanas tan distintos al escueto gusto de
las caroreñas. La sala principal, por ejemplo, concentró lo mejor
de la artesanía y, podría decirse, del arte en Tunja: tres sofás de
damasco carmesí, con cabida para cuatro personas cada uno; un
escaparate para libros y reliquias, junto al cual fue colocada la
misteriosa espada aparecida en Pamplona el día del matrimonio y
que Jorge, seguro de la mala información de los tunjanos, dio en
lamar "el arma preferida del tirano Aguirre"; varios silones de
cuero a la manera cordobesa;floronessevilanos comprados a
Cabeza de Vaca, casi como un homenaje a la dueña de casa; una
mesa, también de cedro, con patas en forma de granada, mantas
indígenas para guarecer sofás y sillones; y piso esterado por indios
de la Encomienda de Chivata. En las paredes, Jorge Voto se dio el
lujo de ordenar dos frescos secos al maestro Alonso de Narváez,
el primero una especie de alegoría de Terpsícore, y, el segundo,
imitando una escena de las danzasflamencasen la Corte de Carlos
V. Los frescos resultaron inferiores al deseo de Jorge, porque el
notable maestro era más dado a la mística que a los temas profa-
nos y sólo la posibilidad de mejorar su taller con el dinero de Jorge
Voto le hizo acceder a su solicitud.
El aposento de Juanita, con balcón propio y un gran mantón
rojo en la pared, era, quizá, el más atractivo de la casa. Fuera de la
inmensa cama, donde ella podía retorzar a sus anchas, lo demás era
Los pecados de Inés de Hinojosa 241
pequeño: una credencia, con grifo y jofaina, de colores pálidos y
adornada a la usanza andaluza: dos petaquilas para la ropa; asien-
tos con espaldar de arabescos: cojines gruesos de raso y terciopelo.
En una mesa, con tallas similares a las florentinas, Juanita tenía
extrañas cosas inútiles: tres frascos con polvo de almendras, un
tubo de bambú que producía cierto sonido monocorde, una clepsi-
dra, varias plumas de cóndor, la mascarila de una tribu caribe, un
candelero cobrizo para velas de sebo, la punta de una lanza toleda-
na y una muñeca negra regalada por doña Francisca de Ursúa. La
Torralva decía al ver el pequeño museo de Juanita: "Quién sabe
qué tendrá esta niña por dentro para mostrar tanta porquería por
fuera".
La alcoba del matrimonio era lo más sobrio de la casa, porque
Jorge no admitía introducir inquietudes en las cuatro paredes de
su intimidad. Además de la cama, sólo se amuebló con lo indis-
pensable: una credencia de madera rasa, tres sillas de cuero
templado, dos arcones para la ropa'de marido y mujer, una peta-
quilla destinada a los trapos de Inés y un cojín árabe. En las pare-
des, un santo desconocido en hábito franciscano; y una mujer con
arpa, que podría ser Santa Cecilia. Piso esterado, techo arqueado
con maderos horizontales y el espaldar de la cama contra la pared
frente a los lienzos adamascados. Había solidez, poca luz, encerra-
miento, silencio, ascetismo y tristeza en esta alcoba más lamada al
sosiego que a los requiebros de la carne.
El comedor, con una mesa toscana, cuyo travesano levaba ara-
bescos tallados, constaba, además, de doce asientos dentro del
mismo estilo, uno de los cuales, el de la cabecera, tenía las patas
más altas para que el dueño de casa dominara a cuantos se sentaran
en torno suyo a la hora de saborear los platos preparados por la
Torralva, cuyo arte venía enalteciéndose gracias a los diversos con-
dimentos puestos a su alcance desde los bergantines del tirano
Aguirre hasta la rica mesa tunjana, pasando por el maíz de Carora
y las tortas de Pamplona.
En el piso bajo, a la diestra de la puerta principal, Jorge Voto
dejó un aposento enladrillado, desgraciadamente sin ventanas,
donde funcionaría su escuela de danzas cortesanas al servicio de
damas y caballeros de la sociedad de Tunja. Allí colocó un sofá
con espaldar de terciopelo púrpura y diez asientos en hileras. Ade-
más en un rincón descansaban dos vihuelas y, en otros, un laúd,
dos pífanos y un tambor. La vida echaba raíces en la alta ciudad y.
242 Próspero Morales Pradilla
si no fuera por el frío, podría decirse que los Votos habían legado
al Paraíso.
Sólo la Torralva pensaba de manera distinta:
—Yo prefiero el aire libre y la sangre caliente a este clima de
lombrices, que oculta la carne de las mujeres bajo todos los tapujos
de las mantas y la hipocresía. Ojalá mis Hinojosas muestren a tanta
mosquita muerta por dónde les entra el jugo a las hembras.
Cuando Pedro Bravo de Rivera fue a conocer la casa de Jorge
Voto, éste andaba en diligencias de la compra-venta y, por consi-
guiente, correspondió a Inés hacer los honores al visitante. Pedro,
sentado en la sala, miraba la alegoría de Terpsícore ufanándose del
arte imperante en Tunja y, al mismo tiempo, presentía a Inés. Al
verla entrar se le borró la imagen desnuda que tenía en la mente,
para admirarle su vestido de brocado con mangas acuchiladas, el
manto carmesí ondulado por los pasos felinos de la mestiza, la
cofia de gasa azulosa con cintillo blanco y el collar de corales que
pasaba sobre los senos para rematar en forma de columpio. Ella
bajó los ojos cuando el caballero se puso de pies, haciéndole luego
una genuflexión a la flamenca.
—No sois una belleza, sois la belleza —fue el saludo de don
Pedro.
Inés, silenciosa, era una extraña visión, era la india vestida. En
esta casa, con escudo en la puerta, parecía posesionarse de las
nuevas paredes en nombre de todas las gentes sin historia, cuyo
mundo fue arrebatado por la pujanza imperial. La madre indígena
de Inés apareció en su mirada huidiza y Pedro creyó percibir un
olor desconocido al paso de esta mujer cuyo cuerpo no era tan
macizo como el de las indias, ni tan frágil como el de las españolas,
sino perturbador como todo cuanto se salía de los moldes tradicio-
nales para indicar la presencia de un mundo nuevo. Pedro trató de
mirarle los ojos, pero ella advirtió:
—Nunca podréis mirarme los ojos por simple curiosidad.
— ¿Nunca?
—Probad, señor, mientras sois bienvenido a esta vuestra casa.
Ambos se sentaron en un sofá, colocando la capa de Inés entre
los dos. No era posible hablar del clima, ni de las brujerías, ni de
las clases de danza, ni siquiera de los recuerdos de Chivata. Pedro
tomó las manos de Inés entre las suyas y besándoselas, le fijó la
mirada en la quijada, descendiendo atrevidamente hacia los senos.
Inés lo dejó mirar y, luego, interrumpió:
— ¿Qué os puedo ofrecer?
Los pecados de Inés de Hinojosa 243
— ¿Lo preguntáis, señora mía?
-¿Acaso una taza de chocolate?
— ¡Sea!
Jorge Voto, entrando a la sala, vio un plato con su taza al servir-
le Inés el chocolate a don Pedro. Fue una suerte, porque la escena
ofrecía el más cortés aspecto de la buena educación y del señorío.
—Bienvenido, señor don Pedro —saludó Jorge.
Pero ignoró cuánto tiempo levaban sentados Inés y Pedro, uno
junto al otro, tratando de descubrir sus propias miradas, de adi-
vinar el mutuo futuro, de olfatearse, sentirse, desearse... Ellos
tampoco lo tuvieron en cuenta y ambos oyeron las palabras de
Jorge como si hubieran caído del techo sin ninguna relación con su
vida.
La Cuaresma pareció corta en aquel año de 1567 y pronto legó
la Semana Santa cuya solemnidad era característica de Tunja, bajo
la noble influencia de los padres franciscanos, los frailes domini-
cos, los párrocos y los capellanes de Encomienda. La entrada de
Jesús a Jerusalén, entre ramos de los creyentes, se celebraba en
todos los templos, así estuviesen aún en construcción.
Juanita de Hinojosa, resucitando su vieja piedad, vistió de tercio-
pelo morado, pequeño sombrero de plumas y escarpines bordados,
y se fue a dar públicos golpes de pechos entre los muros, aún
incompletos, de la Catedral, causando natural admiración en
hombres y mujeres, por muy diferentes motivos. Pedro Bravo de
Rivera la miraba con socarronería, cuando Pedro de Hungría se le
acercó y tocándole el hombro derecho, observó:
—Podría apostar a que Vuesa Merced no piensa en el Domingo
de Ramos.
—Y ganarías, Pedro de Hungría, más por malandrín que por pia-
doso.
La procesión del Miércoles Santo asombraba, porque aparecía la
figura del Judío Errante y, precisamente en este año, podría causar
no sólo arrebatos de curiosidad, sino imprevisibles manifestaciones
del "Más Allá". Los feligreses se agolparon a la puerta de Santo
Domingo para ver salir el "paso" de Jesús Nazareno con el Judío
Errante, escuálido, antipático, maligno, enfermo, terrorífico. Ape-
nas apareció el "paso", tembloroso por el esfuerzo de los doce
penitentes que lo levaban sobre sus hombros, se oyó un "Ah"
colectivo de estupefacción. Luego, los comentarios saltaron de
persona en persona convirtiendo la procesión en murmullo pagano:
-Le vi abrir los ojos —decía una mujer vestida de luto.
244 Próspero Morales Pradilla
—Y movió los brazos —decía otro.
—Voto a Satán que el Judío camina sobre el "paso" —aseguraba
un soldado con los ojos casi en las cejas.
- ¡Callad! -gritó Pedro Bravo de Rivera, que se había situado
frente al "paso" con jubón negro y calzas del mismo color, levan-
do un bastón de mando en la diestra y coronado con casco de
plumas igualmente negras.
Un dominico, con el incensario mayor, trataba de organizar las
oraciones, no sólo para espantar los maleficios del Judío Errante,
sino también para lograr disciplina en medio de la feligresía trans-
formada en turba por el miedo.
Como, a poco de andar, el cielo se cerró de nubes y comenzaron
a caer goterones, la cristiandad de Tunja, casi pasándose al campo
del averno, creyó legado su último momento y algunas damas
principales, dando mal ejemplo, se arrodillaron en la calle del
Ventorrilo, en el atrio de la Catedral y cerca a la casa del Alcalde,
gritando de manera irrespetuosa para la altísima calidad del mo-
mento.
—"A porta inferí", "a porta inferí".
Muchas no sabían el significado de tales palabras, pero les pare-
cían muy adecuadas para esta hora de tinieblas impuesta por la
naturaleza, al anunciar, con pagana desfachatez, la victoria del
Judío Errante y, por consiguiente, el inminente arribo de la peste,
las pústulas, los siete pecados capitales, el perjurio, el concubinato
y la violación de mujeres por diablos con jubones de caballero.
El temor hizo desbordar a la feligresía, dejando el "paso" del
Judío Errante solitario cerca de la casa de las Hinojosas hasta cuan-
do los penitentes, al borde del desfallecimiento, lo devolvieron a
Santo Domingo, paralizados por el miedo, pero apresurados en el
caminar, lo cual hizo ver a muchos tunjanos cómo el Judío Erran-
te, en medio de una inmensa ola nauseabunda, legó trotando al
convento de los dominicos, confirmando, de una vez por todas, la
desgracia de que Tunja fuese, después de Jerusalén, Roma y Bruse-
las, la ciudad escogida por el fatídico personaje para descansar de
sus andanzas.
La Torralva, entrando a la casa tras el peligroso episodio, gritó
en el patio:
—Carajo, ¡aquí se está peor que con los marañones de Lope de
Aguirre! ¡Santo Jódanos paciencia!
Como el Jueves Santo se silenciaron las campanas y sonaron las
matracas, los tunjanos tuvieron la alocada impresión de estar, aho-
Los pecados de Inés de Hinojosa 245
ra sí, bajo la férula del Judío Errante, a pesar de haber amanecido
el Día de la Eucaristía.
Podría pensarse en que la principal actividad del Jueves Santo
era la visita a los monumentos, adornados con trigos recién naci-
dos sembrados en ollas de cerámica, unos y otras debidos al traba-
jo de indios bautizados. Sin embargo, la gran ceremonia era la
comida del mediodía, cuando en las casas principales se prepara-
ban las mejores recetas de la culinaria española, reforzadas por
bocados italianos y productos indígenas, logrando mezclar turmas
y maíz con aceitunas y vino. Según la Torralva, ese día las cocine-
ras guisaban con humores de su propio cuerpo para dar la sazón
del año, incluyendo caldos del sexo así estuviesen indispuestas.
Ciertamente, había un agrio especial en las viandas, mas no por las
razones de la Torralva sino porque muchas de ellas —sobre todo
empanadas y carnes envueltas— eran preparadas desde .el lunes para
darles, precisamente, sabor de Jueves Santo. Tanto las damas como
los caballeros y la servidumbre quedaban ahitos hacia las tres de la
tarde para poder comenzar el duro ayuno de ese día, cuando la
parva, al anochecer, sólo constaba de chocolote sin leche, huevos
revueltos y pan, terminando la alimentación cotidiana, desprovista,
por lo tanto, de merienda y de cena.
Los estómagos se preparaban así a la tristeza, mientras los oídos
sólo podían percibir el penitente ruido de las matracas, que lama-
ban a los oficios religiosos durante el nefando, pero solemne, día
de la muerte del Señor: el Viernes Santo. Nadie podía usar, en tal
fecha, prenda alguna de color. Así la procesión del Santo Sepulcro,
presidida por los priores de todos los conventos, párrocos y cape-
llanes, amén del beneficiado Juan de Castellanos, el hijodalgo
García Arias de Maldonado y el Alcalde Mayor don Jerónimo de
Carvajal, daba la impresión de un desfile fúnebre a lo largo de los
siglos, desde lo más profundo del oscurantismo hasta la absoluta
desgracia del Gólgota. Para las lágrimas de Inés y Juanita, vertidas
ya dentro de una evidente tradición tunjana, Jorge había compra-
do los pañuelos negros que vendía Paquita Niño, gracias a los
envíos hechos por sus primas de Sevilla, donde también solían
usarse estos delicados trapos en las exequias de los maridos y
durante la procesión del Santo Sepulcro. Esa noche los caballeros
hacían guardia en torno a los despojos mortales de Cristo y las
señoras, rodeadas de criadas e indias, rezaban hasta ser vencidas por
el sueño en las salas de sus casas.
La Torralva supo, además, que las mujeres de avería, de las
246 Próspero Morales Pradilla
cuales habrá de hablarse después de Pascua, sellaban sus vulvas con
pañales desde la noche del Miércoles hasta el Domingo de Resurrec-
ción. Así creían acercarse a la castidad o, por lo menos, estar
ciertas de no fornicar en fechas tan importantes para la salvación
del alma.
El sábado las costumbres eran menos rígidas y cuando hacia el
mediodía se "cantaba Gloria", entraba la euforia en el ánimo de
los tunjanos y, sobre todo, de las tunjanas, quienes inmediatamen-
te comenzaban a hablar en voz alta, a contar detalles ocurridos
durante el silencio, a sonreír con los hombres, a buscar vestidos
alegres para el domingo, a comer golosinas e, inclusive, a bañarse
el cuerpo. Para esta ceremonia se colocaban criadas, a manera de
vigías, en los solares; otras preparaban jarros y jofainas con agua
de la quebrada de "Los Gatos"; se alistaban resinas, polvos de
Chipre, moños, agua de azahar, rezagos de espliego y ropa limpia.
Una por una, en cada casa, las damas se desnudaban junto a la
jofaina, tapándose los senos con las manos, a la espera de que la
criada de turno, colocando el jarro sobre la cabeza, le hiciera caer
el agua en cuello y espalda, legando algunas gotas a la zona vellu-
da del bajo vientre por donde la bañista se pasaba la diestra para
enjuagarse. Las vigías solían lanzar piedras a algunos curiosos aso-
mados en lo alto de las tapias para ver el espectáculo de la desnu-
dez en medio de cerezos y sauces, pero otros, más previsivos,
contraatacaban a las vigías con unos pocos maravedís. El Sábado
de Gloria era, desde un punto de vista pagano, verdadero día de
gloria para los curiosos y las vigías, sin que las bañistas perdieran
su recato.
En Pascua de Resurrección con casi todo limpio por dentro y
por fuera, pues la penitencia y los baños dejaban saldos provecho-
sos a las almas y a los cuerpos, había, después de la Procesión del
Señor Resucitado, agradables tertulias, unas preferidas por los
letrados y, otras, al gusto de los encomenderos. Entre las primeras
figuraba a la cabeza la del beneficiado don Juan de Castellanos, en
cuya casa se reunían versificadores de amplio estro y artistas como
Alonso de Narváez y Angelo Medoro. Esta vez se ocuparon del
libro más difundido, cuyas escenas podían ser discutidas por varo-
nes de recio criterio como quienes allí tomaban asiento: "La Celes-
tina". Fue el pintor Medoro, precisamente, quien puso el tema
sosteniendo que la alcahuetería había sido descrita de una manera
más atrevida y "moderna" por su compatriota Pietro Bacci, lama-
do el Aretino, a lo cual don Juan afirmó enfáticamente:
Los pecados de Inés de Hinojosa 247
—Perdóneme, Maestro, pero no creo digno de nosotros mencio-
nar al tal Aretino.
— ¿Por qué, ilustre don Juan?
—Porque sus obras no tratan la alcahuetería para mostrar su
existencia, sino para solazarse en ella.
— ¿Y don Fernando de Rojas no se solaza con las artes de Celes-
tina?
—Es difícil saber hasta dónde pueden solazarse los autores con
sus propios personajes, pero entre don Fernando y el Aretino hay
la diferencia existente entre anotar las liviandades indicando su
peligro y perpetuarlas como cátedra.
En casa de Paquita Niño los temas del día no iban por las nubes
librescas, sino por las delicias de los verdugados y los escarpines
de raso, pues los varones callaban fascinados ante las morisquetas
de mujeres tan atractivas como la dueña de casa, Inés y Juanita de
Hinojosa, Conchita de Carvajal —hija del Alcalde— e Isabel de
Aguayo, todas olorosas a vestido nuevo con bálsamos transforma-
dos en perfumes, según lo había aprendido Inés en Carora. Jorge
Voto aprovechaba la reunión para hablar de las danzas y, como
Paquita tañera la vihuela, el bailarín se atrevió a ofrecer algunas
breves demostraciones tomando a Juanita por pareja. Pedro Bravo
se agarró la quijada, acariciándosela, y dijo al oído de la sobrina al
detenerse la danza:
—Bendita sea vuestra belleza, señora mía.
Como a Juanita no era necesario decirle nada para fruncirla, se
arrebató al escuchar tales palabras y respondió:
-Ojalá digáis verdad, don Pedro.
Entonces, ambos se apartaron hacia un balcón y el encomende-
ro susurró:
—Os he visto en todas las formas y vestidos y mi verdad no es
discutible, señora de mis sueños.
Los contertulios se mezclaron como las cartas de una baraja y la
conversación legó a las más agudas frivolidades hasta cuando Inés
logró hablar al oído de Pedro:
—Os vi aprisionando a mi sobrina.
—Ya os explicaré, dueña mía.
—No es necesario.
—Hablaba, precisamente, en nuestro provecho.
La tertulia terminó para Pedro cuando Jorge, Inés y Juanita se
retiraron. Fue tanto su deseo de ver desnudas a las mujeres que, al
salir el trío, todos perdieron los vestidos en la mente del escomen-
248 Próspero Morales Pradilla
dero, inclusive Jorge Voto, cuyo culo lampino parecía una semila
arrugada.
El paso del tiempo se medía por el crecimiento de las construc-
ciones, especialmente los templos, y el registro de las noticias veni-
das de España, cuya casi infinita distancia le daba tal atraso a los
acontecimientos que cuando su eco legaba a Tunja ya había desa-
parecido de las preocupaciones metropolitanas. La terrible peste
de 1564, por ejemplo, que puso a la corte de Felipe II muy cerca
de la muerte, había cerrado sus sepulturas al conocerse en la alta
ciudad del Nuevo Reino por boca, precisamente, de don Juan de
Castellanos a quien se la relató un alguacil de Santa Fe. Más inte-
rés y, desde luego, mayor permanencia entre los tunjanos causó el
cuento del galeón de Manila, pues el establecimiento de comercio
regular entre Méjico —una parte del imperio con asiento en esta
misma Tierra Firme— y las Filipinas —otra parte metida en alguna
lejanía del mar de Balboa— indicaba cuan grandes eran los territo-
rios de la corona española y cómo pertenecer a ellos debía mover
el orgullo de quienes, por privilegio de Dios, eran pares de tanta
fortuna. Naturalmente, la muerte de infieles marcaba evidente
atracción. Así sucedió con la dichosa desaparición de Solimán el
Magnífico, un turco de la peor calaña que golpeó muchas veces en
las puertas del Imperio aún en vida de Carlos V, tratando de humi-
llar la tierra de los Habsburgos. Esta noticia, legada directamente
de la Gobernación de Venezuela gracias a las amistades de Jorge
Voto, enardeció la grandeza de los tunjanos produciendo tres
clases de actos congratulatorios: alocución de don Juan de Caste-
lanos en la plazuela de San Francisco, con asistencia de la nobleza;
desfile de encomenderos y tropa izando en la plaza frontera de la
Catedral los pabellones de Castilla, Aragón, Flandes, Borgoña,
Cataluña y Ñapóles, algunos existentes en la Alcaldía y, otros,
inventados a última hora para completar los colores imperiales; y,
al atardecer, un sarao de gloria en casa de don García Arias de Mal-
donado, cuyos abolengos siempre daban tono cortesano a la vida
de Tunja. Inclusive legó a hablarse, por chismes de dudosa proce-
dencia, que habían asesinado al marido de María Estuardo y que la
reina de Escocia se había casado con un tal Jaime Bothweell sin
ningún miramiento hacia la memoria y la sombra de su esposo,
portándose como viuda de poco peso. Paquita Niño, en un sarao
ofrecido por Pedro Bravo de Rivera, hizo el comentario final de
este chisme:
Los pecados de Inés de Hinojosa 249
—Todo el cuento de María Estuardo y sus maridos sucede tan
lejos de aquí que debemos dejárselo al señor beneficiado don Juan
de Castellanos, quien, según me han dicho, vive, come y duerme en
verso.
Merced a su gracia y a la manera como Inés y Juanita de Hinojo-
sa la secundaban en decires y osadías, al terminar el año de 1567
Paquita Niño, además de figurar entre las mujeres más bellas de
Tunja, había logrado fama de ser tan aguda y mordaz como los
varones, por lo cual sus palabras y sus guiños se imponían en una
sociedad sometida a los rigores del Judío Errante, es cierto, pero,
al mismo tiempo, bien aleccionada por el libertinaje literario y las
exigencias sexuales de los señores encomenderos, entre los cuales
don Pedro Bravo levaba la ventaja de una figura de suspiro, según
apreciación de Juanita en grupo de damas tan audaces como ella.
Además el Judío Errante se había desgastado a lo largo del año,
tras la terrible escena del Miércoles Santo, tomándosele ahora
como iniciación de una leyenda, aun cuando su estatua uncida a la
de Jesús Nazareno continuara montada en el "paso" de Santo
Domingo. La Torralva, cuyo vocabulario ya era conocido en toda
la ciudad, disminuyó su fobia contra Tunja diciendo un día en la
venta de Engracia Amaya, donde compraba unos trozos de carne
cecina en forma de bolas con las cuales hacían gracejos todos los
parroquianos:
—Yo creo que el Judío Err.ante está holgando con las indias de la
Encomienda de Chivata y eso lo aquieta para ventura nuestra.
- ¿Y si las preña? —anotó Basilio Páez, a quien le gustaban las
carnes de la Torralva.
—Ud. sólo piensa en preñar mujeres, ¿verdad?
—Yo sólo pienso en mujeres carnuditas como alguna que habla
por estos lados.
—Si piensa en mí, mejor sería que aprendiera a manejar la
lengua.
—Como Ud. mande, Torralvita de mi alma.
—A mí no me joda con palabras chiquitas y si quiere hablarme
dígame "Torralva" o le hago morder...
— ¿Me hace morder qué?
-Lo más feo de nuestra puta vida, viejo mal intencionado.
Y como Basilio se lanzara sobre el cuerpo de la Torralva, entre
las carcajadas de seis o siete personas, ésta salió atropelladamente
de la venta gritando:
250 Próspero Morales Pradilla
—A mí sólo me cogen cuando me da la gana, por si acaso le inte-
resan mis razones.
Inés supo, poco después, que la Torralva andaba de amores con
el tal Basilio, fabricante de un fermento inventado por los indios,
sabroso al paladar, malo para la cabeza y aflojador de piernas.
Los amigos de Pedro Bravo de Rivera eran casi todos los habi-
tantes de Tunja, si se exceptúan los literatos, don García Arias de
Maldonado, don Jerónimo de Carvajal, fray Miguel de los Angeles
y doña Isabel de Lidueña, quienes consideraban al encomendero
de Chivata como hombre de baja cultura y excesiva lujuria. En
realidad, Pedro dominaba a las gentes por diversos motivos: unos
se sometían a su riqueza y poder; otros, a su valor; y los terceros,
medraban en torno suyo para lograr canonjías tanto en el gobierno
de la ciudad como en los lances de amor.
Engracia Amaya soportaba la tragedia de que sus vestidos siem-
pre estaban cubiertos de manteca de diversos colores, predominan-
do los tonos franciscanos. No obstante, sus guisos mezclados con
la chicha, que así se lamaba el fermento de Basilio Páez, eran
saboreados por encomenderos y demás gente principal, durante
largas reuniones de hombres a los cuales la dueña del ventorrillo
mostraba, en continuas carcajadas, su falta de dentadura. Pedro
Bravo de Rivera, a pesar de su mucho lustre, era asiduo en la mesa
de Engracia y una noche, a fines de aquel año, lo rodeaban frente a
sendos cubiletes de vino, carne salada y hogazas, su hermano
Hernán, el escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, don Francisco
Salguero —encomendero de Mongua— y Pedro de Hungría, sabo-
reando las viandas entre chismes, historias y otras charlas picantes.
—A fe —decía Salguero— que será mucho peso para vuesa mer-
ced, don Pedro, cargar con dos Hinojosas en un solo viaje.
— ¿Decís "cargar"?
— ¿Acaso os ha picado el gusanilo de los verbos como a don
Juan de Castellanos?
—En verdad —terció Cabeza de Vaca— don Francisco no habla
claro.
—Joder —plantó Salguero— ¿me entenderéis cuando diga "holgar
con las Hinojosas"?
—Vuesa merced lo ha dicho —musitó Hungría.
—Entonces, ¿qué proponéis Paco? —preguntó Pedro Bravo.
—Pues repartir Hinojosas como repartimos la carne de Engracia.
—Os propongo algo mejor, señor encomendero de Mongua: o las
dos Hinojosas o ninguna.
Los pecados de Inés de Hinojosa 251
—Aclarad vuestra propuesta.
—Vamos, señor, de encomendero a encomendero quien de los
dos logre cohabitar con una Hinojosa tendrá las dos para sí y nadie
será osado de codiciarlas después.
—Yo no me comprometería a nada —respondió Salguero— por-
que las dos hembras han vivido en vuestra encomienda y no en la
mía, lo cual os da ventaja que no debéis remachar asegurándolas
por partida doble.
—Quizá vuesas mercedes leguen a acuerdos mejores, si también
piensan en apartar del camino al tal Jorge Voto —anotó Hungría.
—Me cago en veinte Jorges Votos —replicó Pedro Bravo.
Y la conversación, cada vez más diluida por los vapores de la
chicha, tocó muchos temas, incluyendo el extraño percance del
soldado que en la encomienda de Chivitá perdió un árbol con hojas,
tronco y raíces, esfumándose del paisaje. Hernán Bravo dio por
sentada la desaparición del árbol bajo el embrujo de Felipe Rotun-
do, un lugarteniente del Judío Errante. La Engracia, limpiando un
plato desportilado, anotó:
—Es que como se han venido para Tunja todos los diablos, es
muy frecuente la desaparición no sólo de árboles, sino también de
colinas y de cristianos.
Pedro de Hungría, a quien la vida le había quitado la fe, dando a
Engracia un codazo, le replicó:
— ¡Cállese la jeta!
Francisco Salguero no dio importancia a la brujería del árbol,
pero refirió sus encuentros con Felipe Rotundo cuyas palabras le
repercutían en la sesera porque, siendo incomprensibles, fomenta-
ban algo insólito en las preocupaciones de los encomenderos: po-
nerse a pensar con toda la cabeza, como si las circunstancias tuvie-
sen una capa invisible donde viven los hechos maravilosos, los
sinos, las predestinaciones, el zodiaco, las criaturas nonatas y el
comienzo del porvenir.
Los contertulios se hubieran dormido pensando en el sueño de
don Francisco, si Pedro Bravo, golpeando la mesa con su diestra,
no gritara:
-Joder, Paco, a mí déme un mundo con hembras y sin "gili-
pollas".
Esto animó a los amigos, de manera que el escribano pudo
lanzar un buen chorro de agua sobre la fantasía:
—No os dejéis dominar por el cuento de Felipe Rotundo, pues el
episodio de tantas campanilas en la encomienda de Chivata sólo se
252 Próspero Morales Pradilla

debió a que un soldado, más ebrio que nosotros, en vez de atar el


prisionero a un árbol lo hizo a unos yerbajos, facilitándole de ante-
mano la fuga.
—Yo mato a ese soldado —amenazó Pedro Bravo levantándose
con dificultad.
—Al contrario —agregó Cabeza de Vaca— debéis premiarlo, por
haberos evitado el problema de tener preso a un loco como Felipe
Rotundo.
—Mentís —anotó Salguero en un último esfuerzo para permane-
cer despierto—: ¡Felipe es un filósofo inmaculado!
—Y Jorge Voto —cerró Pedro de Hungría—dicho sea con perdón
de vuesa merced, es un hideputa que se acuesta todas las noches
con Inés de Hinojosa.
—Joder —alcanzó a decir el encomendero de Chivata antes de
desplomarse sobre la mesa para el resto de la noche.

E n casa de las Hinojosas, como también se llamaba en Tunja al


domicilio de Jorge Voto, ya todo estaba listo para las clases de
danza, desde el reluciente ladrillo del primer piso hasta la sala
colmada, por fin, de cuanto Inés anheló al iniciarse su viudez.
Jorge, para organizar debidamente la escuela, conversaba con
Paquita Niño en el aula, si así puede llamarse un salón de baile.
Paquita, enfundada en brial de terciopelo verde, había tenido la
mala suerte de no hallar a Inés y Juanita al visitarlas más con
el deseo de formalizar su negocio de danzas que con el de salu-
dar a sus amigas. Jorge miró el brial de la famosa mujer y procuró
penetrar más allá del terciopelo, intuyendo los senos forrados y
subiendo hacia la cara donde los negros ojos de Paquita formaban
parte del marco ovalado cuyos bordes eran las guedejas, igualmen-
te negras, de su rizada cabellera.
—Me habéis turbado, señora —dijo Jorge, pues esta frase solía
ser afortunada al tratar con mujeres.
— ¿Acaso sois un paje tímido?
—No tanto, señora mía, pero el fulgor de vuestra presencia me
anonada.
—Entonces, ¿cómo podremos entendernos para el negocio de
la danza?
Jorge bajó el tono de sus frases con el propósito de atraer alum-
nos utilizando el señuelo de la bella Paquita. L a picara mujer, a
quien le agradaba el baile y, ahora, el talante del profesor, ya había
considerado en la intimidad de sus almohadas la posibilidad de
Los pecados de Inés de Hinojosa 253
romper el tedio, sometiendo la fidelidad de Jorge Voto a unas
cuantas tentaciones.
Paquita había legado a Tunja con su esposo, el encomendero
don Ramiro de Albarracín, quien la dejó al buen recaudo de sus
amigos para establecerse en Santa Fe y sólo visitarla cuando sus
ocupaciones lo permitieran, plazo cada vez menos frecuente. Pedro
Bravo de Rivera ha cuidado de ella durante los dos últimos años,
acogiéndola, inclusive, en su encomienda de Chivitá, célebre entre
todas por el boato de sus fiestas y el poco interés del encomendero
hacia las normas morales predicadas por dominicos y franciscanos.
Nadie ha podido decir, en Tunja, ni en las encomiendas circunveci-
nas, que Paquita sea la amante de don Pedro, pero nadie oculta la
posibilidad de que esta mujer abandonada ofrezca un poco de
calor a cuantos se preocupan por ella en la fría ciudad. Sevilana
de nacimiento y boda, su salero y su belleza, unidas al ritmo de su
cuerpo, cautivaron a Jorge Voto, sin guardar apariencias, ni medir
inconvenientes.
Ambos discutían la organización de la escuela de danzas como
negocio y como oportunidad de convivencia. Definido un sueldo
para la profesora y el compromiso de asistir todos los días al direc-
tor en el aula, Paquita tomó una de las vihuelas y comenzó a rasgar-
la con más coquetería que fortuna. Jorge advirtió la falta de
virtuosismo y se propuso darle algunas lecciones de punteo, colo-
cándose tras ella y extendiendo los brazos para ayudarla a sostener
la vihuela. Inevitablemente al agarrar el instrumento hubo de estre-
char a la mujer, aprisionándola didácticamente con tanta decisión
que ninguno de los dos vio a Juanita en la puerta y sólo se percata-
ron de su legada cuando dijo:
— ¿Estáis en pleno negocio?
La vihuela quedó en manos de Jorge, mientras Paquita res-
pondía:
— ¿Vuesa merced también quiere participar?
-Si Inés lo permite, no tendríais que rogarme.
Al oír su nombre, Inés se acercó a la puerta, junto con la Torral-
va, que venía cargada con grandes paquetes de telas y otras frusle-
rías compradas en la Calle Real. Jorge prefirió tañer la vihuela
escondiéndose en su sonido y pensando en la facilidad de Felipe
Rotundo para borrar paisajes. Después de irse Paquita, Jorge, aún
con la vihuela en la mano, comentó:
—Inés querida, creo que hice negocio con Paquita.
-Y conmigo —agregó Juanita.
254 Próspero Morales Pradilla
El resto de la ciudad no se enteraba de estas quisicosas porque
los altos dignatarios, los frailes, los artistas y la gente de pro, cele-
braban las maravilas del gobierno de don Andrés Díaz Venero de
Leiva, cuya prosapia venía de los condes de Baños y cuyas ejecuto-
rias comprometían las más apartadas regiones del Nuevo Reino,
hasta el punto de proclamar que su primer Presidente le estaba
dando a Santa Fe tanto empuje que podría transformarse, algún
día, en peligrosa émula de Tunja por la nobleza de su sociedad y
la importancia de sus artistas. Además, junto con don Andrés, se
hablaba de doña María de Hondegardo, su legítima mujer, dispen-
sadora de bienes espirituales y paradigma de costumbres. Don Juan
de Castellanos, siempre con la última palabra y las mejores noticias,
había escrito según afirmación juramentada de don García Arias
de Maldonado: "con Venero de Leiva todas las cosas florecen
—damas, galanes, trajes, invenciones, saraos, regocijos y banquetes,
gratas conversaciones, paz, amistad y vida quieta". Al parecer,
don Juan no se enteraba oportunamente de la manera como la
lascivia quemaba los cuerpos legando al crimen tanto en Santa Fe
como en Tunja, donde las agujas y los puñales funcionaban de
noche a sabiendas de alcaldes y regidores, pero sin castigo distinto
al de las venganzas.
Además, bien avanzado el año de 1568,los tunjanos se estreme-
cieron con una noticia incomprensible, imprevista, letal y, desde
luego, trágica: el infante don Carlos, heredero de la corona espa-
ñola, había sido apresado por orden del mismísimo Felipe II, su
padre, acusado de conspiración contra el Rey. El alcalde, don Jeró-
nimo de Carvajal, interrogado al respecto por Pedro Bravo de Rive-
ra, ante testigos, frente al convento de Santo Domingo a la salida
de la misa de nueve el día de Pentecostés, osó informar:
—Por noticias que ya son del dominio público y lo fueron en
Madrid el mismo día del trágico suceso, no deseo ocultaros el
inmenso pecado de don Carlos, hijo de nuestro católico soberano,
quien, tal vez poseído por los mismos demonios que asediaron a su
bisabuela doña Juana, conspiró contra Su Majestad don Felipe II, a
quien Dios guarde, y hubo de ser encarcelado, porque la justicia es
una deidad ciega y castiga por igual a príncipes y plebeyos.
—Por Dios, por Dios —ca l mó don García Arias de Maldonado-
hemos legado a la época del Anticristo.
Y muchos de los presentes miraron hacia la iglesia de Santo
Domingo, por cuanto el Anticristo y el Judío Errante solían
mencionarse al mismo tiempo como si fueran gemelos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 255

Encerrado en las cuatro paredes de su pequeña alcoba, vecina a


los pilares de la Catedral, Pedro de Hungría, resabiado por la vida,
buscaba entre sus pensamientos la manera de salir airoso ante la
legada a Tunja de los malditos caroreños, como él lamaba a Jorge
Voto, su familia y su servidumbre. Quizá fuera posible trocar el
odio a Jorge por un poco de amistad y olvidarse del pasado, pero
un hombre que se había enrolado con los marañones de Lope de
Aguirre, traicionando a la gente venida con él desde España, tenía
tanflojala conciencia y tan enquistado el vicio que le resultaba
ridículo aceptar cristianamente lasflaquezasdel prójimo. Al sacris-
tán lo había hecho duro una especie de sombra interior destinada a
mostrarle todo entre tinieblas, sin concesiones a la bondad de cora-
zón o al regocijo de vivir. Recién legado sintió las maldades del
tirano Aguirre como algo suyo y magnífico, apartándose de los
buenos cristianos para formar parte de los marañones cuyas injus-
ticias le fascinaron hasta el punto de gozar con ellas y comprome-
terse en sus desafueros. Se acabó, entonces, el infeliz Hungría
pisoteado por capitanes e hijosdalgo,, surgiendo una bestia nueva,
apretados los ojos para precisar el contorno, despojada de conmi-
seración y dispuesta a cualquier villanía con tal de sobrevivir.
Mató, mató a cuantos juzgara enemigos del Peregrino, se solazó
al saquear a Valencia y pudo huir de la derrota apareciendo en
Carora a donde lo siguió la india que habría de enemistarlo con
Jorge Voto. Los recuerdos no se le vinieron en forma de contri-
ción, sino de angustia y planes torcidos. Salió de Carora con el
rabo entre las piernas, pero dispuesto a vengarse no sólo de su
rival, sino de todas las bondades del mundo; y como fue de mal en
peor, acosado por el hambre y los temores, arrastrándose legó a
Tunja con el estómago vacío, sabiéndole la boca a odre podrido y
tratando de ocultarse con sonrisas hipócritas. Pero la vida se le
arregló cuando besándole los pies a Pedro Bravo de Rivera, éste lo
tomó de las manos, le ayudó a desempolvarse el grasiento jubón y
le dio una amistad de amo a cuyo amparo podría vivir el resto de
sus días si no caía en desgracia ante el nuevo protector.
—Aquí, -le dijo Pedro Bravo a manera de sentencia— ¡no podréis
vivir contra mí!
—Merezca la muerte si alzara un grano de arena contra vuesa
merced.
—¡Sea!
256 Próspero Morales Pradilla
Si no hubiera legado Jorge Voto, Pedro de Hungría habría nece-
sitado inventarse un enemigo porque era incapaz de vivir sin el
aliciente de odiar a alguien, de preparar celadas, de promover
crímenes, de cagarse en las obras de misericordia, como solía decir
cuando el vino le quitaba el respeto y la dignidad de la sacristía,
obtenida merced a las influencias del encomendero de Chivata.
Ahora, por fortuna, disfrutaba de un enemigo cierto, probado e
hideputa: el que se acostó en su propio lecho para cohabitar con
su amante, cazada en la montaña. Jorge Voto no sospechaba la
cantidad de odio almacenado contra él, mientras Pedro de Hungría
pensaba en yacer con Inés de Hinojosa para vengarse del marido.
La revolcaría por los barrancos de Tunja y contaría en ventas y
calles los pormenores de sus coitos con la mujer de Jorge Voto,
sacándole provecho a la venganza pues aquella hembra lo ponía
erecto antes de mirarla, con el simple recurso de pensar en ella.
Cuando los propósitos de Hungría ya habían fermentado en su
mente, tuvo la suerte de ver a Inés en el Rosario de San Francisco,
junto a la odiosa Torralva, rezando con fervor propio de una bien-
aventurada, pero moviéndosele los senos, como si debajo de las
oraciones palpitara la pasión. Inés vio una pequeña sombra al salir
de la Iglesia:
—Dios guarde a vuesa merced —e l dijo la sombra.
-¿Quién sois?
—Vuestro viejo servidor y amigo Pedro de Hungría, que siempre
recibirá vuestras órdenes.
-¿Qué hacéis en Tunja?
-Lo mismo de siempre vuesa merced: soy sacristán.
— ¿Y acaso, no hay legos en San Francisco para tal oficio?
—Soy sacristán de la Iglesia Mayor.
— ¿Sin terminar?
—Así es y permitidme deciros que vuestra belleza sigue intacta,
para honra del Nuevo Reino y de vuestros admiradores.
—No seáis osado.
La Torralva, agarrando a su ama, indicó desdeñosamente:
— ¡Vamos ya, vuesa merced, que huele a basura podrida!
Pedro de Hungría, sonriendo, pensó en la delicia de estar en la
misma cama con Inés de Hinojosa y, de paso, dar una azotaina a
la Torralva.
Poco tiempo después se supo lo peor sobre el encarcelamiento
del infante don Carlos: había muerto la víspera del día de Santiago
Los pecados de Inés de Hinojosa 257
Apóstol, en la prisión donde fue poseído por el Demonio hasta el
punto de abrasarlo con fuego tan excesivo que hubo de andar
desnudo en su celda, echándose agua helada e ingiriendo "durante
once días consecutivos" sólo nieve licuada. Ayunó largamente y,
luego, ordenó comida copiosa, muriendo a consecuencia de indi-
gestión producida por el contraste entre el vacío del estómago y
su repentina llenura. España se quedaba sin heredero y el Nuevo
Reino de Granada acompañaba a su triste soberano en esta cruel
acumulación de desgracias.
Las campanas de Tunja doblaron y la feligresía se refugió en San
Francisco, Santo Domingo, la incompleta Catedral y otros sitios de
recogimiento para orar por el alma de don Carlos, muerto a los 23
años de edad, hacía más de cuatro meses en la cárcel a donde lo
levaron las precauciones de Felipe II, la locura heredada y el estoi-
cismo de los Austrias. Hernán Bravü de Rivera, hermano del enco-
mendero de Chivata, no tuvo empacho en afirmar al salir de Santo
Domingo, después de las honras fúnebres por el alma del príncipe:
—Nada bueno podrá darnos un monarca que auspicia la muerte
de su propio hijo.
—Callad— le susurró su hermano Pedro.
Pero ya varios testigos habían oído el exabrupto y, desde
entonces, se consideró a Hernán Bravo como hombre incapaz de
entender las razones de la corona y, por consiguiente, subdito en
entredicho, a quien sólo la prestancia de don Pedro podría excluir
del castigo establecido tanto para los herejes como para los enemi-
gos del Rey.
Hernán Bravo de Rivera, ciertamente, carecía de la fuerza inte-
rior y exterior de su hermano. Su misma figura se apartaba de la
reciedumbre de don Pedro, pues apenas le legaba a los hombros,
era enteco, con manos de señorita y ademanes ajenos a la hombría
de los encomenderos. Sin embargo, no padecía desvíos de la
masculinidad, aun cuando las mozas le hablaban de sus asuntos sin
temor, convencidas, como lo estaban, de que Hernán no era osado.
Imprudente al hablar, iba soltando cuanto fabricaba en la mente
como, ahora, al referirse, sin compostura, a las decisiones del cató-
lico Monarca y muy digno Rey don Felipe II, a quien Dios guarde.
Siendo Juanita de Hinojosa ardiente partidaria de los varones,
al poco tiempo de vivir en Tunja ya era amiga de Hernán Bravo,
conversando con él casi todos los días sobre frivolidades, tratadas
de manera que ella no sentía la presencia del hombre.
Extrañamente, Pedro no sedujo a Juanita, según sus rápidos
258 Próspero Morales Pradilla
procedimientos, sino que la trataba como si fuese galán de escrú-
pulos, amigo respetuoso y hombre tímido, por lo cual esta mujer
ardorosa comenzó a creer en que el frío de Tunja se colaba bajo la
piel de los hombres congelándoles la sangre y quitándoles el encan-
to de las pasiones, propias de climas tan incitantes como el de
Carora y de varones tan fogosos como Pablo de Mosquete, cuyo
pene alcanzaba para funciones alternas con dos mujeres.
Inés temía las audacias de Pedro Bravo, porque si éste parecía
indiferente con Juanita, ardía junto a Inés, asediándola, dándole
regalos, pasando por alto, muchas veces, la presencia de Jorge,
quien consagrado a la organización de su escuela, con la ayuda
permanente de Paquita Niño, no oía las indiscreciones de Pedro o
las dejaba correr.
Estas circunstancias reventaron cuando una tarde, en el zaguán
de la casa de Jorge Voto, Pedro Bravo pidió a la Torralva:
—Dile a tu amo que deseo hablarle lo antes posible.
Por estos días se produjo una gran cosecha de turmas en las
encomiendas vecinas de Tunja. Además legaron mercaderes de
Santa Fe con el propósito de comprar el extraño tubérculo, ya
indispensable en la culinaria de los españoles establecidos en el
Nuevo Reino. Uno de aquellos mercaderes, formando círculo en la
venta de Engracia Amaya, dio cuenta de algo extraordinario:
—Las turmas que vamos a comprar están destinadas al Papa.
—Jesús, José y María —dijo Engracia persignándose.
— ¿Os asustáis?— preguntó el mercader.
De paso en la venta, el escribano Cabeza de Vaca indagó:
— ¿Para qué quiere turmas el Sumo Pontífice en Roma, habien-
do allá tantos bocados de cardenal?
—Parece —prosiguió el mercader— que las turmas irán primero a
Madrid, donde nuestro Rey don Felipe, a quien Dios guarde, las
enviará al Papa.
—Nada entiendo —insistió el escribano.
—Muy sencilo —argüyó el comprador de turmas—: los indios las
cultivan para beneficio de los señores encomenderos, los encomen-
deros nos las venden a nosotros, nosotros se las vendemos al Señor
Presidente don Andrés Díaz Venero de Leiva, don Andrés se las
envía al Rey y el Rey las manda a los pies del Santo Padre de
Roma.
— ¿Y qué hace el Santo Padre con turmas en los pies?
—Pues como de tantos viajes habrán perdido su frescura y buen
sabor, nuestro Rey y el Santo Padre podrán sembrarlas en sus
Los pecados de Inés de Hinojosa 259
provincias para cosecharlas, luego, y comerlas a la manera del
Nuevo Reino.
—Siendo eso así —puntualizó el escribano— de ahora, en ade-
lante, las turmas habrán de lamarse "papas" por tener tan alto
destino.
—Falta —agregó el mercader— que la iglesia se moleste por el
nombre y ponga a funcionar la Santa Inquisición.
—Quizá en la Corte pueda haber esos remilgos, pero aquí se
habrá de lamar "papa" lo que está destinado al Papa.
Esta escena baladí trascendió a las casas principales de Tunja,
fue a las encomiendas, viajó a Santa Fe y, desde entonces, la pala-
bra "turma" se identificó con los testículos, mientras "papa" se
entronizó en las sementeras y en las mesas, sin importar una higa el
nombre que la Corte pudiese dar al tubérculo de los indios.
Pedro Bravo pasó una madrugada barajando argucias, tras recioir
recado de Jorge Voto en respuesta a la solicitud del encomendero
por conducto de la Torralva. Entrada la mañana, se dirigió a casa
de Jorge Voto, pero a mitad del camino oyó doblar las campanas
de Santo Domingo y, luego, las demás de Tunja. Cambió de rumbo
y marchó en busca de Pedro de Hungría, a quien halló halando los
rejos de sus campanas.
— ¿Qué anuncian vuestras campanas? —preguntó Pedro.
—Parece que se murió la Reina.
— ¿Cuándo?
—Hace unos tres meses.
— ¿Cómo?
—Don García Arias de Maldonado recibió, directamente, la noti-
cia. Hablad con él.
Todo era cierto. Naturalmente, Tunja, envuelta en el manto de
la nobleza, segura de ser la única ciudad digna del pensamiento de
los reyes y la bondad de las reinas, se postró ante la desaparición de
doña Isabel de Valois, esposa de don Felipe II, que había levado a
España el encanto de Francia dando lustre al Reino y amor al Rey,
sobre cuya testa coronada se estaban agolpando las desgracias,
legando a su tercera viudez cuando aún lo compungía el triste y
discutible fin del infante don Carlos. La Reina había muerto el lo.
de octubre a los 23 años de edad y la noticia enlutaba a Tunja el
último día de 1568, que terminó entre responsos.
Jorge Voto, a pesar de sentir curiosidad por la anunciada visita
de Pedro Bravo, compartió con los tunjanos el luto debido a la
260 Próspero Morales Pradilla
difunta Reina y, en consecuencia, se abstuvo de sostener diálogos,
ni siquiera durante el entierro de don García Arias de Maldonado,
a quien la fatal noticia empujó también al sepulcro de manera que
su cortejo fúnebre parecía ser la réplica, dentro de las limitaciones
de Tunja, de los grandes funerales encabezados, en la nueva capi-
tal, por Felipe II con cortejo de príncipes, embajadores y arzobis-
pos, incluyendo al muy ilustre de Toledo. Don García Arias de
Maldonado había establecido, en Tunja, la nobleza de Castilla y
Aragón, por lo cual fue solemnemente enterrado en la iglesia de
Santo Domingo, donde habrán de permanecer sus despojos morta-
les durante el resto de los siglos.
Y fue tanta la prestancia de don García que, inclusive, los
mismos indios, reconocidos por la bondad de un blanco, pidieron a
sus dioses la iluminación permanente del sol para el recuerdo del
hidalgo. Así, después de la ceremonia católica, caminaron uno tras
otro más allá de las encomiendas y de sus linderos en busca de las
lagunas, en cuyas orillas guardan ídolos de oro. Dicen haberlos
visto reunidos en grandes grupos rindiendo el culto del silencio
supremo, sin beber durante un día, orando para adentro y miran-
do, de rato en rato, los rayos del sol hasta caer la tarde. Pero nadie
podría jurar que así fuera, porque los indios no necesitaban expre-
sar sus tristezas para sentirlas.
Terminando el luto de los españoles, volvió a oírse en las calles
de Tunja el ruido de los calabacinos de cal. Era el regreso de los
indios, cuya presencia se advertía no sólo por el ruido de sus pasos
diminutos sino por el tintineo de los tales calabacinos con el hayo
de mascar.
Por fin, a mediados de enero, Jorge y Pedro pudieron hablar,
tras sentarse solemnemente en la sala de los Votos:
—He venido, señor don Jorge —principió Pedro— con el ánimo
de pediros un regalo tan inmerecido como honroso.
-Vos mandáis.
—Deseo vuestra venia, señor don Jorge Voto, para tener el
honor de frecuentar vuestra casa.
—Es vuestra, don Pedro.
-Gracias, noble amigo, pero debo informaros sobre mis propó-
sitos, que no son distintos al de rendir pleitesía a vuestra sobrina,
doña Juanita de Hinojosa.
-Pleitesía, ¿decís?
-Me he prendado de ella y deseo sostener relaciones que pue-
Los pecados de Inés de Hinojosa 261
dan levarnos al matrimonio, si Vuesa merced y la muy noble doña
Inés, vuestra esposa, acogen mis pretensiones.
— ¿Sois correspondido por Juanita?
—Así lo sospecho, aun cuando mi delicadeza me haya impedido
formularle preguntas.
— ¿Deseáis que os la lame?
—Preferiría, don Jorge, que vos le transmitierais mi solicitud y si
ella, con la anuencia de doña Inés, la acepta, acaso fuera digno de
visitar vuestra casa como novio de doña Juanita.
Y, por este zaguán de los cumplidos, a Pedro Bravo de Rivera se
le abrieron las puertas en casa de Jorge Voto, donde además de
noviazgo podría también hacer cacería. Sin embargo, cuando Jorge
informó a las mujeres sobre la visita del pretendiente de Juanita,
Inés pronunció un nombre insospechado: Hieromina.
Era bien sabido, en Tunja, que la india Hieromina fue regalada a
don Juan de Castellanos, en cuya casa habitó incitando la asidui-
dad de los amigos del beneficiado, a quienes la delgada silueta de la
india, sus pasos de felino y la manera de sentarse a los pies del
amo, les hacía pensar en las esclavas orientales cuya vida, incluyen-
do el cuerpo fresco, estaba al servicio de los sultanes. Aun cuando
don Juan solía encantar a sus amigos con el relato de hombres tan
versados en la alta poesía como Garcilaso de la Vega, la presencia
de Hieromina los levaba a acomodarse en cojines imaginarios
sobre los cuales creían ver a la india entre velos transparentes,
adormilada y dispuesta a moverse merced al embrujo de la volup-
tuosidad. Felizmente don Juan logró zafarse del obsequio dándose-
lo a Pedro Bravo de Rivera, quien hospedó a Hieromina en su casa
concediéndole trato de "beneficiada", según los decires de Tunja,
lo cual le daba mayor trabajo de noche que de día.
Hieromina, en casa de don Pedro, no era la señora de nadie, ni
\ como tal se portaba. Pero tampoco formaba parte de la servidum-
bre, pues estaba exenta de trabajos humildes, paseándose por los
corredores, asoleándose en el solar y mirando desde el suelo a su
dueño con la fiereza de los animales salvajes. Tenia aposento en el
segundo piso con cama doble, credencia, jarra, jofaina y cojines
arrinconados. A ella no le gustaba su estancia y, durante el día,
prefería tenderse en los corredores o agazaparse en el descanso de
las escaleras. Por la noche, acaso obligada, se acostaba cerca de la
cama hasta la hora en que don Pedro, con el propósito de vigilar su
propiedad, la alzaba del suelo y la arrojaba sobre el lecho sin que
nadie pudiese saber cuánto tiempo dedicaba don Pedro a estos
262 Próspero Morales Pradilla
menesteres, pues en el descanso de las escaleras había rejas bajo
lave con el propósito de garantizar el sosiego del encomendero.
Cuando, por las mañanas, don Pedro abría las rejas y ordenaba
el desayuno, Hieromina lo seguía a prudente distancia y, luego, se
sentaba en el suelo, junto a la mesa del comedor, desde donde
subía las manos hacia las piernas del amo, quien solía pasarle hoga-
zas de pan. Algunas veces Hieromina se metía bajo la mesa y
alzaba la cabeza a un lado de la silla donde se sentaba don Pedro.
Por eso a la Torralva le contaron que Hieromina jugaba, a todas
horas, con el pene de don Pedro y que solía chupar de sus dedos
un líquido parecido al semen.
La Torralva, desde luego, no confió estos detalles a su ama,
porque podrían ser habladurías de la servidumbre, pero sí refirió
cuanto decía Basilio Páez a propósito de la Hieromina, cuyas
carnes estaban expuestas en la calle del Ventorrillo para que cada
quien cortase un pedazo condimentándolo en su propio magín.
Así, para unos la Hieromina era simple bocado en la despensa de
don Pedro, para otros, una puta que pronto iría a vivir en la calle
de las Animas; y, para los terceros, el animalito salvaje más codicia-
do de Tunja. La pobre muchacha, huérfana de tierra, de padres,
de tribu y hasta de presbíteros, sólo entendía el lenguaje de don
Pedro y sentía que su pellejo se erizaba al acariciarla un hombre
cuyas manos eran lentas y eficaces, muy distintas a las veloces que
había conocido en plena pubertad.
Inés de Hinojosa veía en los ojos de Pedro Bravo el reflejo de la
india desnuda y, habiéndose enamorado del encomendero, no tole-
raba su equívoca vida del segundo piso, tras cerrar las rejas de la
escalera y atender a su pobre animalito con senos, piernas y otros
detalles, cuya vida nocturna se guardaba también bajo lave como
si uno fuera el Pedro diurno, bizarro y noble, y otro el hombre de
la noche capaz, inclusive, de tener manías tan sangrientas como su
tocayo de Avila. Además —pensaba Inés— la tal Hieromina debe
transformar un gentil caballero en bestia inmunda, al menos entre
las sábanas, que es donde toda mujer prueba las calidades del
hombre.
Por eso cuando Jorge Voto informó a las Hinojosas sobre las
pretensiones de Pedro Bravo de Rivera, Inés sólo pronunció el
nombre de Hieromina, advirtiendo así la estupidez de su marido al
autorizar el noviazgo de Pedro y Juanita. Sin embargo, ésta última
anotó:
—Hieromina es una india, una sierva y yo no puedo igualarme a
Los pecados de Inés de Hinojosa 263
ella. Pedro me pretende a mí, con propósitos matrimoniales. Eso
basta. Hiciste muy bien en dar tu autorización, querido Jorge.
—Pero no la mía -replicó Inés.
Jorge, preocupado por la iniciación de las clases de baile, pues ya
se habían matriculado seis damas, Hernán Bravo de Rivera y el
escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, dejó a las mujeres en el segun-
do piso y bajó al aula, en cuya puerta Paquita Niño —profesora
acompañante— dialogaba con el escribano. A los pocos minutos,
siendo casi las seis de la tarde, legó el resto del alumnado: Eulalia
Niño, hermana de Paquita; Ana Francisca de Silva, esposa del
encomendero de Sogamoso; Conchita de la Mar, amiga de Paquita;
Sancha de Vargas, hija de unos marqueses que se habían quedado
en España; Lucrecia Riquelme, señora toledana acogida a la cédula
de la Casa de Contratación de Sevilla, favorable al desplazamiento
de las mujeres; la nobilísima doña Ana de Arias, hija del difunto
don García Arias de Maldonado;y Hernán Bravo de Rivera. Desco-
laban en el grupo Paquita por su gracia y la avidez de los ojos; y
Ana de Arias, con vestido de brocado, mangas acuchiladas y toca-
do púrpura.
Sentados los ocho alumnos y Paquita en torno del profesor, fue
indispensable que éste iniciara las clases con una minuciosa des-
cripción de los instrumentos en boga para, luego, referirse a la
música propiamente dicha y, así, legar a la danza. Jorge, con
donosura mundana, describió el matrimonio de Felipe II con Isa-
bel de Valois (q.e.p.d.) para centrar la atención en los laúdes, clavi-
cémbalos y vihuelas, describiéndolos con primor antes de ofrecer
una visión insólita: la de los atabalejos, gaitillas, jabeas y dulzainas,
utilizadas para las danzas moriscas en las fiestas de aquella boda.
Animado por la atención del auditorio, el profesor descendió de
los palacios a las breñas de los pastores mencionando el rabel,
pequeño laúd pastoril de tres cuerdas que se toca con arco y
produce sonido agudo, muy a tono con el viraje de los bailarines
en rondas a la manera campestre. Insistiendo en el tema de la
boda real, el profesor Voto pasó de la descripción de los instru-
mentos al relato del baile, detallando la manera como Felipe II e
Isabel danzaron la "branla" de la antorcha, tomándose de las
manos de una manera tan airosa que hará carrera a lo largo de las
centurias. También retrató, por así decirlo, la danza de doncellas
de la sagra y la de las espadas, venidas de tiempos remotos en el
lomo de las tradiciones, como afirmó Jorge moviendo sus inmensas
cejas y dejando caer el flujo de su erudición sobre los ojos de
264 Próspero Morales Pradilla
Paquita, cuyas manos disimulaban la emoción del momento ara-
ñando las cuerdas de su vihuela, colocada bajo el brazo izquierdo.
A este punto, el profesor ordenó a Paquita que tañese la vihuela,
acompañada por el tambor de Hernán Bravo. Tomó los dedos de
Eulalia, mostrando ai alumnado los primeros pasos de una gallarda,
en medio de la admiración de las mujeres, quienes ya se sentían
invitadas a los saraos de Felipe II.
Hacia las siete de la noche, Eulalia, Ana Francisca. Sancha y
Lucrecia consideraron terminada la primera lección y se retiraron
hacia sus casas, seguidas por Ana de Arias. Quedó en el aula un
grupo íntimo, sin el peso de títulos y apellidos propicios al estira-
miento. El escribano trajo del zaguán una gran botija de vino para
calmar la sed de las dos mujeres y los tres varones que estaban
dispuestos a continuar las tareas iniciadas, para lo cual Cabeza de
Vaca propuso este brindis:
-Como nadie podrá oponerse, permitidme brindar por el amor.
—Salud—, gritaron en coro los demás.
El profesor complementó la lección inicial con un discurso,
propio de su abigarrada inspiración:
—A fe que el señor escribano, don Juan Ruiz Cabeza de Vaca,
tiene abundancia de razón cuando brinda por el amor, pues habréis
de saber que el amor y la danza siempre van juntos, como herma-
nos gemelos, dispuestos a mezclar la sal y el dulce de la vida para
regocijo de hombres y mujeres. Así los bailes, cuando logran
embrujar a las parejas como es costumbre de las cortes, finalizan
en las alcobas, sirviendo de entrenamiento a las lides del amor, de
tanto provecho para los cuerpos, experiencia para las almas y
poblamiento para los imperios.
-¿Estáis sugiriendo algo, señor profesor'? -preguntó Paquita
quitándose las mangas.
—Quizá os sugiera vivir.
¿Debemos lamar a doña Inés? -interrogó Conchita de la Maj-
al borde de la risa.
-Ella fue con Juana Torralva a discutir un asunto en el Despa-
cho de don Pedro Bravo.
— ¿Se puede saber qué asunto ha de discutirse bajo las sombras
de la noche?- insinuó Paquita.
—Muy sencillo: don Pedro ha solicitado nuestra venia para visi-
tar a Juanita de Hinojosa como novio.
— ¡Bravo!!!, coreó el grupo mientras el escribano servía otra
ronda de vino.
Los pecados de Inés de Hinojosa 265
Con tantos motivos para celebrar, la clase de baile se convirtió
en fiesta, a la cual agregó Hernán otra botija de vino mientras las
mujeres, sofocadas y felices, se desprendieron de las cofias y aflo-
jaron los corpinos, comenzando a danzar sin música hasta caer casi
muertas de fatiga en brazos de Juan y Jorge, lenando de envidia a
Hernán quien, antes de irse, vio los labios del profesor metidos
entre la boca de Paquita y la lengua del escribano lamiendo el
cuello de Conchita. El brindis había sido un acierto.
Inclusive el final fue afortunado, porque cuando Inés llegó, todo
estaba en silencio y de no ser porque vio salir, apresuradamente, a
las dos mujeres de la fiesta, ni siquiera hubiese sospechado la
manera acelerada como el profesor dictaba sus lecciones. Cabeza
de Vaca, obligado por el sueño, se acogió a la hospitalidad del
profesor, durmiendo en el aula. Jorge quiso entrar al aposento de
Inés, pero su precavida esposa lo había cerrado con llave, gracias a
lo cual se evitó el problema de dar explicaciones a altas horas de la
noche, cuando es preferible el reposo a los discursos.
El encerramiento de Inés tuvo otras causas, porque su entrevista
con Pedro Bravo de Rivera fue más allá de lo previsto por el mari-
do, alcanzando detalles muy importantes en estas historias, cuyo
meollo sigue siendo la deliciosa mujer del profesor, que ha mereci-
do tantos elogios desde el día en que don Fernando de Hinojosa
la dejó católicamente casada con el insigne jugador don Pedro de
Avila. Inés y la Torralva habían pasado a la casa vecina poco antes
de iniciarse la clase de danza. La Torralva hubo de quedarse en el
primer piso, donde por órdenes del encomendero se le sirvió abun-
dante cena rociada con generosos vasos de chicha, fermento que la
servidumbre podía beber a su antojo después de las seis de la tarde.
Como Pedro Bravo propuso a Inés subir a la sala, en el segundo
piso, ella anotó:
— ¿No será incómodo para la Hieromina?
—La india —respondió Pedro con desparpajo— está recluida en
su aposento y no saldrá de allá hasta mañana. Nosotros vamos a la
sala.
Sentados en un sofá de raso carmesí, quizá el único de tales
características entre los mobiliarios de Tunja, Inés miró en torno
suyo y sintió el peso de una sala conocida, pero, ahora, abrumado-
ramente noble, porque en todas partes aparecían testimonios de la
hidalguía del encomendero: su retrato con la mano en la empuña-
dura de una espada toledana; un fresco seco evocador de las baca-
nales orientales, donde el indispensable sátiro servía a una rolliza
266 Próspero Morales Pradilla
hembra desnuda entre velos; el escudo de armas de Tunja junto al
de los condes de Rivera; la primera espada del encomendero con el
herrumbe de la historia; seis "savonarolas" en medio de dos mesas
toscanas y otro sofá, igualmente de raso, amén de tres silones del
estilo de las mesas.
— ¿De manera, don Pedro, que tenéis la india a buen recaudo?
—Quitadme el "don", amada mía, y os regalo la india.
-¿Para qué quiero yo la india?
-Como preguntáis por ella...
—Quizá sea más útil al solitario caballero que a una dama.
Pedro tomó las manos de Inés y quiso besarlas, pero ella las
retiró diciendo:
—He venido, comisionada por mi esposo, para responder vuestra
solicitud a propósito de mi sobrina Juanita de Hinojosa.
— ¿Aceptáis...?
—Con la Hieromina, ¡no!
Fue larga, muy larga, esta discusión, Pedro no hallaba palabras
para explicar a Inés cómo la Hieromina era una especie de mueble
al servicio del sexo, sin ningún compromiso de corazones, ni nada
distinto a la necesidad de cumplir necesidades propias de todo
hombre cuando vive solo, lejos del verdadero amor y sin posibilida-
des de satisfacer sus anhelos más íntimos. Inés, terca y engreída,
alegaba en favor de su sobrina considerando inmoral al hombre
que, ostentosamente, vivía con una india regalada. Como trataba
de complementar sus razones con débiles manoteos, Pedro logró,
al fin, asirle las manos y decirle:
—Es comprensible, amada mía, que no entendáis mi estratagema
pues no nos ha sido posible ponernos de acuerdo, ni siquiera
expresar mis verdaderos sentimientos.
— ¡Ah! ¿Tenéis sentimientos?
—Vos también y lo sabéis.
-Cínico, sois un cínico.
—Permitidme explicaros y después juzgaréis.
Pedro, sin muchos rodeos pero estirando algunas frases para ir
calando en el buen ánimo de Inés, descubrió sus propósitos con
algo parecido al cinismo. Declaró que deseaba tenerentrada oficial
a la casa de Jorge Voto para ver todos los días a la dueña de casa,
dueña, a la vez, de su corazón. Sin ser interrumpido, se refirió al
primer encuentro de los dos en Chivata y a la creciente pasión que
lo enardecía desde entonces, soñando en su amor así fuese ella
Los pecados de Inés de Hinojosa 267
casada, monja o comprometida. Arrodilándose a la buena usanza
castellana, le tomó las manos rogándole:
—Tenéis que ser mía. Los dos venimos de tiempos muy lejanos
para encontrarnos y amarnos.
Inés lo hizo sentarse junto a ella y continuó muda mirándolo fija-
mente, deseando aceptar tan cautivantes razones, pero, al mismo
tiempo, recordando a la Hieromina y a Jorge, en cuya cama perdió
los temores a las azotainas del primer marido. Ella no opuso resis-
tencia cuando Pedro le pasó el brazo derecho por la cintura, estre-
chándola, mientras le aseguraba cómo, gracias a este amor, botaba
para siempre todo cuanto había sido hasta entonces, entregándose
a su voluntad. Estos argumentos eran innecesarios para Inés,
porque al sentir la proximidad del hombre estaba sosteniendo una
batalla interior entre sus deseos de mujer y las conveniencias de su
estado, sin tiempo para entender asuntos cerebrales. Como el alien-
to de Pedro ya le legara a la boca y tuviese los senos apretados
contra el pecho del encomendero. Inés, casi asfixiada, musitó:
- ¿Y la Hieromina?
-Maldita sea -gritó Pedro levantándose con la fiereza propia
de su airado temperamento-: Ya lo comprenderéis, doña Inés de
Hinojosa. ¡Y sea inmediatamente!
Inés quedó sola sin saber si lo había perdido todo o. por el con-
trario, lo ganaba. Al cabo de un rato se presentó con la india
espantada, los ojos atemorizados, envuelta en un camisón. El enco-
mendero gritó:
- ¡Mandad, doña Inés de Hinojosa! ¿La mato? ¿La beso? ¿Os la
entrego? ¡Mandad, señora mía!
-Yo no quisiera... —murmuró Inés.
—Pues aquí está vuestro problema: la india Hieromina. Su suerte
está en vuestras manos. ¡Mandad!
Serenándose, Inés logró comentar:
—Se ha molestado el caballero...
—Dejad la ironía, Inés de Hinojosa. ¿Cuál es vuestra decisión:
¿vos o ella?
-Yo -afirmó Inés con una voz lena venida de sus viejas expe-
riencias.
-Hieromina-ordenó Pedro—: Os vais inmediatamente para Chi-
vata, unios con quien os de la gana, que yo tengo dueña y si algo
decís de cuanto has visto esta noche serás muerta por mi propia
mano.
La india se botó escaleras abajo, abrió la puerta y, mucho más
268 Próspero Morales Pradilla
tarde, se supo que no paró de correr hasta traspasar rendida el
portalón de Chivata.
Inés, subiendo las manos por los brazos de Pedro para llegar,
lentamente, al cuello, recobró sus felinos movimientos de mestiza
como si se le abrieran los poros y el cuerpo se le volviera pegajoso.
Pedro, dispuesto a definir sus intenciones de una vez por todas,
afirmó todavía con voz de mando:
—Y habréis de saber, Inés de Hinojosa, que a vuestra casa sólo iré
con el propósito de veros y de amaros, así sea necesario ocultar mi
verdad con un noviazgo que no deseo y que vuestra sobrina no
necesita. ¿Habéis entendido?
-¿Lo dudas?
Ambos estaban de pies y se fueron escurriendo hacia el sofá,
donde los dos cuerpos se acomodaron. Inés echó la cabeza hacia
atrás, ladeándola para no pegarse contra el espaldar y Pedro se
inclinó sobre el rostro de la mujer hasta lograr el beso intenso,
penetrante, húmedo, que templó a la pareja y la hizo olvidarse de
todo quedando la mente en blanco bajo la acometida de las grandes
furias interiores, capaces de detener el tiempo y de apoderarse de
la inmensidad. Rodaron al suelo esterado, Inés se aflojó el corpino
y abrió el escote dando paso a la diestra de Pedro, que se solazó
yendo y viniendo del seno izquierdo al derecho y arremolinándose
en torno de los pezones. Luego, Pedro buscó bajo las enaguas de
Inés, logrando soltar los cintillos que anudaban sus calzones. Poco
a poco enrolló las enaguas hacia arriba: se desnudó: tomó el pene
entre las manos, separando con sus rodillas las piernas de Inés y
legó a la meta, entre mutuos aullidos, que sólo se interrumpieron
cuando Pedro mirando a la mujer tendida, dijo con voz apagada:
—Inés de Hinojosa: ¡eres mía para siempre!
Nadie los había casado, es cierto. Pero se habían transformado en
pareja con una certidumbre tan honda que Inés se sintió, al fin,
unida a un hombre, no por el sacramento como en el caso de
Pedro de Avila, ni por la necesidad de tener esposo como en el
de Jorge Voto, sino porque le daba la gana allá en el sitio donde a
ella le daba la gana.
Esa noche todos durmieron bien en casa de Jorge Voto, incluyen-
do al escribano Cabeza de Vaca sometido al duro piso del aula. Sólo
Juanita fue interferida por pensamientos encontrados: ¿Cómo
aceptar el noviazgo de Pedro Bravo si su tía lo quería para si"?
Los pecados de Inés de Hinojosa 269
Y, ¿cómo acostarse con Jorge Voto si la tal Paquita hacía juergas
en su propia casa?
Pero lo sucedido la víspera quedó borrado cuando la Torralva,
después de batir el chocolate del desayuno, informó:
— ¿Sabéis que a casa de don Juan de Castellanos ha legado un
lazarillo?
— ¿Algún hombre? —preguntó Juanita.
—Pues no lo creo— comentó Inés.
-Dicen —agregó la Torralva— que los lazarillos se han hecho para
los ciegos.
— ¿Acaso perdió la vista el beneficiado? -fue la pregunta de Jorge.
Por fin Cabeza de Vaca, que había sido invitado a la mesa de la
familia, aclaró:
—Debe ser "El Lazarillo de Tormes"...
—Lo dicho —intervino Juanita-: un hombre.
—Sí y no —continuó el escribano— porque se trata de un hombre,
pero no es un hombre.
— ¿Lazarilo es menos que un hombre?
—Mira, Juanita: se trata de un libro, que don Juan de Castella-
nos esperaba con ansiedad, porque con él se afianza la lamada
"picaresca" o aventura de los picaros, ya puesta en imprenta cuan-
do "La Celestina" colocó patas arriba la mojigatería de la Edad
Media.
No sólo en casa de Jorge Voto, sino en todas las residencias
blasonadas de Tunja, el nuevo huésped de don Juan de Castellanos
fue motivo de algarabía, discusiones, muestras de erudición, brotes
de ignorancia, interpretaciones antojadizas, aburrimiento, falacias,
chismes, enredos, equivocaciones, sorpresas, lamentos, gracejos y
alegría, hasta el punto de que, a la semana del anuncio, don Juan
reunió a laflory nata de la inteligencia para darle algunas dosis del
nuevo libro y hacerle —como él dijo- "un escrutinio de forma y
de fondo a las verdades y mentiras que nos han legado de España,
madre de cuanto florece en el jardín de las letras". Los eruditos y
sus pares,, incluyendo a los priores de los conventos, a los músi-
cos, a los letrados de presbiterio, a los pintores y al bailarín Jorge
Voto, corrieron a la cita del cronista supremo seguros de formar
parte del areópago de Tunja. Para todos los asistentes fue inol-
vidable aquella tarea olímpica, no sólo por la escogencia de los
areopagitas sino porque, precisamente, esta clase de inquietudes
daba a la ciudad primacía entre las villas del Nuevo Reino de
Granada. Aun cuando la mayoría de los escogidos prefirió enterar-
270 Próspero Morales Pradilla
se de las picardías del Lazarillo, don Juan, el prior de San Francisco
y el pintor Medoro. conocedores de la obra por referencias anterio-
res, legaron a cimas muy peligrosas, al borde casi de la enemistad,
por discrepancias en cuanto a quien era el autor de "El Lazarillo
de Termes", pues don Juan, para quien no podía haber libros anó-
nimos, concedía su respaldo indiscutible a Hurtado de Mendoza,
mientras el prior optaba por fray Juan de Ortega, de la orden de
los Jerónimos, y el italiano sostenía la abusiva tesis de que no
habiendo existido Homero tampoco resultaba conocido el padre
del Lazarillo, como si en un mismo siglo —este glorioso XVI —
pudieran esfumarse los autores por mandato de un pintor. El ceño
fruncido de don Juan, la beatífica desesperación del prior y las
altisonantes voces de Medoro. transformaron el areópago en un
debate sin fin. por lo cual las mujeres de Tunja creyeron, desde
entonces, que el Lazarillo de Tormes era un siervo del Judío Erran-
te, enviado por éste a la biblioteca de don Juan para trastornar los
libros como ya lo había hecho en Santo Domingo con los "pasos"
de la Semana Santa.
Este acontecimiento, a pesar de su buena estirpe, revolvió el
avispero de la brujería, siempre latente en una ciudad sometida,
por fuerza de las tradiciones y de la época, a la presencia de seres
provenientes de ultratumba, región donde se cuecen los diablos y
toman forma las venganzas. Además, como el Santo Oficio no
legaba a estas alturas debido al excesivo trabajo de sus inquisido-
res peninsulares, en Tunja podía ejercerse una brujería discreta aje-
na a los grandes aquelarres. No se trataba de una brujería destinada
al triunfo de los herejes, sino de ciertos resabios menores por
medio de los cuales se lograban transferencias de amor, filtros
mediocres, magia gris, agonías previsibles y. sobre todo, chismes.
Claro que Hortensia de Godoy. la fugaz costurera de Pamplona
ahora de regreso a Tunja, alternaba hilos y agujas con utensilios de
mala catadura, incluyendo ollas y jarras fabricadas por los indios,
en las cuales no se cocían alimentos sino líquidos humeantes traí-
dos por Felipe Rotundo, quien daba explicaciones de muy difícil
digestión. En la casa de Hortensia, ahumada por sus brebajes,
solían reunirse personas con ademanes de animal —ratas, conejos,
perros, gatos— para escuchar la cátedra de Felipe que lamaban
alquimia, sin conocer sus profundidades. Casi todos los asistentes
carecían de rostro definido y, por consiguiente, nadie podría iden-
tificarlos. Sin embargo, entre los conocidos figuraban, sin ser muy
asiduos. Pedro de Hungría, Juan Ruiz Cabeza de Vaca y, quien lo
Los pecados de Inés de Hinojosa 271
creyera. Paquita Niño, que invitó a Juanita de Hinojosa cuando
Felipe Rotundo había resuelto pasar el umbral de lo corriente para
comenzar a trabajar la incógnita. Hortensia se esmeró en tal opor-
tunidad presentándose con hábito de bruja, duplicando el fuego
de sus ollas y colocando unos tizones encendidos tras el cuerpo de
Felipe para darle resplandores apagados como corresponde a los
grandes de la Tierra. Juanita no vio. en medio de la equívoca oscu-
ridad, a Pedro de Hungría, pero se apoyó en un brazo de Cabeza
de Vaca, dejándole libre el otro para sostener a Paquita, logrando
así el escribano ventajosa posición, merced a la cual ni atendió, ni
entendió, a Felipe cuando dijo en tono de oratoria menor:
—Lo importante en la vida es ordenarla de manera que el presen-
te, del cual somos participantes activos, pueda enlazarse con el
ayer, donde quedaron los muertos, y el porvenir a cuyo amparo se
producirán los nacimientos desconocidos...
Hortensia avivó el fuego de los tizones haciendo sudar al ilumi-
nado, de cuya boca brotó la primera herejía completa al alcance de
los tunjanos:
-No hay fuego en el infierno —dijo Felipe crujiéndole los hue-
sos como esqueleto desarmable— porque todo se ha gastado en
calentar el agua de mis hervideros. No os dejéis atemorizar por la
visión de Satán entre lamas, imaginada por mentes volátiles, pues
las generaciones están superpuestas desde antes de los primeros
siglos hasta el cadáver de Carlos V.
Fn este punto de la terrible prédica, Cabeza de Vaca y sus dos
vecinas eran un solo bulto, apenas movido por las tentaciones,
mientras Hortensia había caído en éxtasis, agitándose sobre el piso
como si estuviese poseída del Diablo. Otros asistentes se habían
dormido, algunos tenían dolor de cabeza y todos pensaban, sin
atreverse a comentarlo, que Felipe Rotundo se había enloquecido
por las emanaciones de los hervideros, en cuyas orillas moraba
desde cuando comenzó a hablar con palabras extraídas de los
sepulcros.
Esa noche, tras una hora de sermón. Felipe Rotundo se desvane-
ció sobre el regazo de Hortensia y los iniciados salieron al cortante
frío de la calle, después de haberse comprometido a decir que la
Godoy prepara extraños y deliciosos platos de los indios. Pero el
humo salido de aquella casa, en horas avanzadas de la noche —casi
las nueve- olía a Lucifer y en Tunja se dijo, desde entonces, que el
Judío Errante se salía del convento dominico para ir a las orgías de
la tal Hortensia, lo cual permitió a la hábil comerciante establecer
272 Próspero Morales Pradilla
la primera botica de Tunja en la calle de las Animas, propicia a sus
negocios por el encanto del nombre y las libertades del vecindario.
La botica, claro está, se dedicó públicamente al expendio de medi-
cinas y la preparación de recetas, desde albayalde y aceite de rosas
hasta ingredientes de lavativas, manuscristis y ungüentos destina-
dos a la intensificación de deleites.
En el interior. Hortensia había dispuesto los servicios comple-
mentarios: facilidades para el amor y venta de menjurjes embruja-
dos. Allí podían acudir parejas sin lecho propio a cualquier hora
del día o de la noche con el propósito de yacer sin temor, por un
estipendio representado en tomines, favores y trueques, según
acuerdo entre la propietaria y el caballero de turno. Hortensia
también recibía mujeres dispuestas a ser visitadas por hombres
solos o por grupos de amigos solitarios. En cuanto a los menjurjes,
vendía ámbar gris, almendra macerada con rocío.- cera virgen,
hollín de chimenea, carbón de palo duro, saliva de culebra, aza-
frán untado de menstruo, sal maldita, humores de hombre y mujer,
clavos mohosos, babas de ratón, líquidos de macho y de hembra
tomados de la zona pélvica, ojos de buey, orines de gato y decenas
de filtros donde se mezclaban éstos y otros elementos que estimu-
lan los coitos, matan a los traidores, descubren vírgenes, facilitan
venganzas, adivinan la suerte, producen bienaventuranzas, atraen
hembras, castigan amantes y borran pecados.
Hortensia de Godoy. sin los peligros de la Inquisición y dentro
de un ámbito discreto, estaba en camino de ser la mejor negociado-
ra de Tunja y, acaso, la primera mujer que. en el Nuevo Reino de
Granada, podría acumular tanto dinero como los dueños de las
más jugosas encomiendas, gracias a su simpatía, a su antigua profe-
sión de costurera y al beneplácito de los señores encomenderos,
quienes no permitían en su ciudad la mojigatería de los frailes,
muy conveniente en los ejercicios espirituales de las señoras, pero
sepultada bajo el Renacimiento.
Las primeras damas que entraron a la botica fueron Juanita
de Hinojosa y Paquita Niño, con el pretexto de comprar polvos de
Chipre, pues además de todo lo dicho. Hortensia ofrecía fórmulas
de belleza, entre las cuales los polvos y coloretes imponían a las
tunjanas la moda de acicalarse. Pero también gastaron algunos
maravedís en ámbar y pastas contra los hombres infieles y. por
añadidura, la boticaria les dio nombres de clientes, entre los cuales
apareció el famoso escribano Cabeza de Vaca como comprador de
favores.
Los pecados de Inés de Hinojosa 273
El pintor Medoro era el único cliente de Hortensia extraído de
la alta cumbre del areópago, perdiéndose, por ejemplo, de la erudi-
ta discusión sobre la paternidad de los seres orgánicos planteada en
la célebre biblioteca de don Juan de Castellanos por el dueño de
casa, quien contra la creencia de fray Simplicio de Santa María,
de la orden dominicana, demostró cómo no sólo en Roma sino
también en Toledo se aceptaba ya el aforismo irrefutable: "Omme
vivum ex obo", sentencia científica que acabó con la tesis medie-
val tendiente a hacer nacer seres orgánicos de materias inorgánicas,
sin necesidad de padres y, por consiguiente, al margen de la tradi-
cional procreación. Medoro, a la misma hora, prometía a Hortensia
pintarle un fresco inspirado en el cuerpo femenino para adornar
uno de sus aposentos de pecado, si ella le facilitaba algunas compa-
ñeras en las noches más frías de la semana.
-¿Acaso —argumentó la boticaria- el gran pintor italiano se
enfría de noche?
—Esto es un invierno permanente.
-¿Ninguna joven dama gusta de posar para el pintor?
-Muchos maridos...
—Algunas muy bellas no los tienen.
— ¿Cómo cuál?
—Yo no soy indiscreta, vuesa merced.
—Pero os gusta joder al artista.
— ¡Qué vocabulario!
-Bueno: ¿sí o no?
-¿Vuesa merced me permite decir: "¿tal vez?".
—Pero pronto, ¿eh?
Así de la calle de las Animas a la del Ventorrillo, de ésta a la
del Muelle y, luego, a la alta biblioteca de don Juan, pasando por
conventos, aulas y sacristías, Tunja estaba lena de todo cuanto
pone acento en la vida de los hombres y concede categoría de ciu-
dad al viejo asentamiento del capitán Gonzalo Suárez Rendón,
cuyos descendientes heredaron la encomienda de Icabuco y habrán
de conocer cómo se desarrollan las historias dentro de los muros
de una villa fundada sobre los despojos de un emperador asesinado.
En vísperas del Jueves de Corpus de 1569, Jorge Voto preparó
sus instrumentos para tenerlos listos en caso de saraos pues los
tunjanos no sólo celebraban las fiestas de la Santa Madre Iglesia al
pie de los altares, sino también reuniéndose en torno de candiles,
tazas de chocolate, vinos de España y chicha bien fermentada.
Templando la vihuela para dejarla perfecta según su aguzado oído,
274 Próspero Morales Pradilla
a Jorge se le fue la mente por las nubes. Así perdió el sonido de las
cuerdas, pero comenzó a reflexionar, como solía hacerlo con
frecuencia, reuniendo los episodios del pasado y las gracias del
presente para enfrentarlos al porvenir. Tenía dos preocupaciones
principales: el desafecto por Inés; y el proyecto de aumentar sus
escuelas de danza en el Nuevo Reino. Inés se le había caído del
alto nicho donde la colocó el día de su matrimonio. Ahora su
vocabulario era digno de la Torralva. no guardaba la coquetería
para el marido sino que la prodigaba, acentuándola con Pedro
Bravo de Rivera. Este debilitamiento amoroso lo estaba levando a
otros brazos, a sabiendas de que los enfriamientos se curan con
nuevos calores. La experiencia sevilana le permitía conquistar
mujeres sin someterse a una fidelidad desabrida y mohosa. Ade-
más, ya gozaba de una clientela femenina que bien podía pagar las
clases de baile con dinero o con favores, según las circunstancias,
incluyendo a la endiablada Juanita, dueña de alcoba propia y tan
ardiente como el agua de los hervideros. En cuanto a la escuela,
parecía indispensable aumentar el alumnado con pensionados de
Santa Fe o, acaso, destinar parte de su tiempo a dictar clases en
aquella ciudad, para lo cual debería ponerse bajo la protección de
doña María de Hondegardo, esposa del presidente Andrés Díaz
Venero de Leiva y dama siempre dispuesta a beneficiar el Nuevo
Reino y sus pobladores.
En la tienda de Engracia Amaya la Torralva se encontró, de
manos a boca, con Pedro de Hungría. Su primera intención fue
huir de tan desagradable individuo: luego, prefirió enfrentarlo para
soltarle unas cuantas verdades: Hungría, astuto y rápido, se le
interpuso:
- ¿Doña Juana Torralva ya no gusta de sus viejos amigos?
1
— ¿Cuáles amigos'
-Los de antes.
— ¿No será don Pedro de Hungría'.'
-¿Porqué no?
-Debiera saberlo.
-¿Acaso vuesa merced no ha sido también marañona?
- ¡Calle la jeta!
—Somos de los mismos. Torralvita de mi alma.
-Luego, ¿usted tiene alma?
-Mejor que la de quienes matan a los rivales con un estoque
viejo.
Los pecados de Inés de Hinojosa 275
— ¡Hable claro, sinvergüenza!
Así pudo Pedro de Hungría entrar en diálogo menos arisco con
la Torralva, contándole sus penurias a lo largo de montes y valles,
su lance con Jorge Voto en la sacristía de Carora, su poca fe en el
bailarín, las desgracias que amenazan a Inés de Hinojosa: y. ente-
rarse de que ésta y Pedro Bravo tienen negocios comunes, Jorge
es hombre de mucha nobleza, Juanita sufre del mal de amores y
Tunja vive "de la gran putería". No podría decirse que Hungría y
la Torralva se convirtieran en amigos por virtud de esta conversa-
ción, pero, al menos, ambos se sintieron ligados por haber estado
en la sangrienta corte del tirano Aguirre, hasta el punto de afirmar
la Torralva a manera de despedida:
—No volverá a haber machos como los marañones de don Lope
de Aguirre.
La Torralva, moviendo tetas y nalgas en una carreja demasiado
veloz para su peso, regresó a la casa con un pensamiento fijo: el
estoque aparecido entre los regalos del matrimonio de Jorge e Inés
fue debido a Pedro de Hungría. ¿Pero cómo pudo conseguirlo?
¿Qué significa la "P" de su empuñadura? ¿Pedro? ¿Pedro de Avi-
la? ¿Pablo, Pablo de Mosquete? ¿Pamplona?
-¿Dónde andabas, mujer? —preguntó Inés al verla legar.
—Comprando..
— ¿Comprando, qué?
—No, no lo encontré.
— ¿A quién?
—A nadie.
Inés enarcó las cejas disimulando una sonrisa al pensar en que la
Torralva, con sus voluminosas y fofas carnes, había conseguido
novio en una ciudad tan extraña que siendo alta, fría y joven, ya
tiene los resabios de las viejas urbes europeas, donde el Renaci-
miento sacude con violencia, desparpajo y voluptuosidad todas las
camas, los tribunales y los corpinos de la Edad Media.
Esa misma noche, para corroborar los informes de la Torralva y
medir su propio terreno, Hungría visitó a Pedro Bravo de Rivera.
El encomendero lo recibió, en su casa, sin dejarlo subir al segundo
piso como si éste estuviera reservado a hidalgos y mujeres dadi-
vosas. Hungría no se inmutó por la actitud de don Pedro, pero
insinuó:
-Si mi presencia, a esta hora, os enoja, volveré mañana.
— Decid, buen Pedro...
— ¿No estáis de prisa?
276 Próspero Morales Pradilla
—No para vos.
-Es que quisiera hablaros de doña Inés, vuestra vecina.
El encomendero lo invitó a subir al segundo piso, ambos entra-
ron a la sala y fue cerrada su puerta. Así supo Pedro de Hungría
que su propósito de conquistar a Inés de Hinojosa presentaba un
nuevo obstáculo —el mayor de todos—: era mujer de Pedro Bravo
de Rivera. Maldijo su inoportunidad, pero se dio cuenta de que,
tras tantos enredos y problemas por causa de un bailarín, no era
prudente, ni saludable, aumentarlos con la animosidad de un enco-
mendero. Así se despidió diciendo:
-Contad con mi discreción, ilustre don Pedro.
-Y tú, ¡mi querido Hungría, con mi protección, que no es poca
cosa en estos territorios donde mis deseos son ley!
Inés de Hinojosa sólo podía pensar acostándose y colocando sus
manos entre las piernas, como si las ideas subieran de allí para
desfilar, luego, por el entendimiendo. Ahora, en esa posición, olo-
rosa a las resinas traídas de Carora que la singularizaban en Tunja,
la mente de Inés fue azotada por un pensamiento negro: su nuevo
adulterio. Como una soga al cuello, la palabra "adulterio" fue asfi-
xiante y hubo de encogerse bajando la cabeza hacia los senos y
elevando las rodillas hasta tocarse la quijada, quedando como un
bulto jadeante sobre la cama. Pero pudo dominar la angustia y
aflojarse, de manera que el primer pensamiento en bruto encontró
atenuantes, sintiéndose menos adúltera que al principio por recor-
dar el falso orgullo de Jorge como bastardo imperial de mentiriji-
llas y, ante todo, al advertir que la tal escuela de danza, además de
un negocio aparentemente lícito, sería la gran putería de Tunja
con la Paquita Niño como una inmensa vulva abierta. Dentro de
estas circunstancias, sus amores con Pedro Bravo de Rivera apenas
serían discreta contribución a la voluptuosidad del ambiente. Ade-
más, ese hombre fornido, el más rico de los tunjanos, decidido y
enamorado, merecía la entrega de una mujer iniciada en el amor
bajo los azotes de su primer marido y cuyo segundo esposo no
logró enfrentarse a una sociedad de tanta nobleza, tradiciones y
coraje como la de Tunja, donde para ser hidalgo no bastaba decir-
lo, sino que era necesario probarlo frente a los encomenderos y a
inteligencias tan altas como la de don Juan de Castellanos. Inés
dejó de sentirse adúltera, es decir, perdió la vergüenza de su acto
con Pedro Bravo para justificarse ante sí misma y, luego mirándose
Los pecados de Inés de Hinojosa 277
al espejo, verse digna de ser amada por el más esforzado de los
encomenderos en vez de yacer con el bailarín.
Estas y otras reflexiones facilitaron la cordialidad cuando Jorge,
aún indeciso, tanteó el terreno de hacer un viaje solo:
—Estoy pensando —dijo el día siguiente a Inés— en ampliar la
escuela de danza.
-¿Al segundo piso?
-No.... digo: quizá podría tener dos escuelas en vez de una.
— ¿Demasiadas alumnas en nuestra casa y buscas algunas un
poco más lejos?
—Es cuestión de mejorar los ingresos, ampliando el negocio.
Jorge explicó, entonces, cómo en España suele haber escuelas de
danza en diversas ciudades bajo una misma razón comercial, unifi-
cando así el arte y, al mismo tiempo, disponiendo de trabajo en
sitios distintos, lo cual beneficia a los maestros y a sus alumnos.
—O empleadas como Paquita Niño —cortó Inés para darse gusto.
—No me has entendido bien: la idea que me ha caído entre ceja
y ceja es la de organizar, algún día, una escuela, similar a la de
Tunja, en la vecina ciudad de Santa Fe.
— ¿Tendríamos que vivir en Santa Fe?
-No, amada, iría yo a dictar clases y a traer alumnos para la
escuela de Tunja.
-¿Y yo?
—Tú deberás cuidar tu casa y sobrina, ambas necesitadas de tu
celo y sabiduría.
A Inés casi se le saltan los senos empujados por el torrente del
corazón al pensar en las ausencias de Jorge, durante las cuales
podría dar rienda suelta a todos sus antojos, desde saraos y buenos
vinos hasta enseñar a Pedro Bravo los verdaderos deleites de una
mestiza. Pero guardó compostura, fingió seriedad e hizo una pre-
gunta peligrosa:
— ¿Me levarás a Santa Fe?
—Pero no en el primer viaje, sino cuando sea posible levar a
Juanita y dejar a buen recaudo nuestros intereses.
Jorge no se atrevió a insinuar que Paquita Niño, como integran-
te de una caravana, lo acompañara a Santa Fe, pues siempre ha
considerado la conveniencia de producir los efectos cuando las
causas estén maduras. Además dudaba entre levar consigo a Paqui-
ta, cuyas caderas ya sabían el movimiento de la gallarda, o dejarla
en Tunja al frente del alumnado. Esta última alternativa no le
lamaba la atención debido a que el escribano Cabeza de Vaca, tan
278 Próspero Morales Pradilla
sutil como impulsivo, formaba parte del curso y a que las otras
mujeres de la escuela pudieran resentirse de estar bajo la dirección
de una persona de su sexo, como si no existieran diferencias en el
don de mando merced a los testículos y a otros ingredientes. Pero
llevarla consigo podría ser piedra de escándalo, que son las mejores
piedras de las nuevas sociedades y, sobre todo, las únicas perdura-
bles. Lo mejor era, y así lo decidió Jorge, esperar al mañana o al
pasado mañana para conocer las decisiones del tiempo, supremo
ejecutor de los planes del hombre.
Pero los tunjanos no estaban dispuestos a inquietarse por escue-
las de danza, ni siquiera por el Lazarillo de don Juan de Castella-
nos, pues un problema muy grave preocupaba a la ciudad: la falta
de agua. Fue la Torralva quien lo expuso ante sus amas:
—Vuesas mercedes perdonarán si se me descompone el habla...
— ¿Más aún, Torralva de mi alma? —preguntó Inés.
—No lo sé, porque cuando a mí se me bajan las palabras suelen
untarse de cuanto ellas necesitan y, en este caso, vuesas mercedes
me permitirán decir que se han untado de mierda.
— ¡Torralva! —gritó Juanita sonreída.
— ¿Y qué otra cosa puede haber en esta punta del cuerno de
algún diablo mal parido si falta el agua?
— ¿Otra vez?
—No es "otra vez", mal rayo me parta, sino que a estos pelade-
ros nunca ha legado el agua como Dios manda, o sea, por arriba y
por un lado.
— ¿Y la quebrada de "Los Gatos"?
—Oíd, señoras mías: los indios están cansados y no traerán agua,
de manera que a "Los Gatos" irá el-gentío a verse los culos moja-
dos. Yo no sé si vuesas mercedes gustarán del paseo.
— ¿Y no hay quien se imponga a los indios?
—Como no sea un encomendero con buenas bolas...
—Callad, Torralva —sentenció Inés— que ya has dicho suficientes
groserías.
—Y vuesas mercedes os limpiaréis con hinojos.
La Torralva no mintió: los indios de todas las encomiendas, aun
los asentados en Tunja, se largaron hacia una distante laguna,
dejando las ollas y chorotes apilados contra los muros de Santo
Domingo sin decir palabra, ni mirar a nadie, ni hacer ruido. Pare-
cían convocados por viejos dioses, en busca de una época mejor,
cuando ya no fueran mandados por los blancos, sino, nuevamente,
dueños de sus tierras y su albedrío. Los encomenderos ordenaron
Los pecados de Inés de Hinojosa 279
tropas y salieron en persecución de los fugitivos, hallándolos en los
barrancos del sur y en los caminos de Soracá. Ninguno quiso regre-
sar, pero en su media lengua, Juan Panqueva prometió:
-No se afanen sus mercedes que vamos a traerles agua de la Tota
y la Guatavita si no nos pegan y nos dejan ir solitos.
Más de dos semanas estuvieron los indios fuera de la ciudad,
durante las cuales ios tunjanos acamparon en las riberas de la que-
brada de "Los Gatos", en los manantiales del "Chulo" y la mayo-
ría, incluyendo a Jorge y las Hinojosas, se fueron a las encomien-
das, donde había fontanares y abundante vino. Pedro Bravo
aprovechó la "sequía" y el viaje de su madre, doña María de
Guzmán, a los hervideros de Paipa, para emborrachar a Jorge Voto
en Chivata y holgar con Inés en los montes vecinos, participando
todos en la holganza que llenó de buenos pecados a estos cristia-
nos, desparramados sin Dios ni ley, durante una temporada de
escasas lluvias, buenos vientos y cosechas medianeras. Mientras los
indios se emborrachaban a orillas de sus lagunas sagradas, los
demás se convirtieron en una pirámide de hembras y machos
despojados de los miramientos de la buena sociedad y, aun, de las
prevenciones de los zafios. Algunos frailes y don Juan de Castella-
nos guardaron la severidad de Tunja, convencidos, por fortuna, de
que el resto de la población sufría, en silencio, la falta de agua,
purificándose con el divino recurso de la oración.
Cuando los indios regresaron y, con ellos, el agua de los choro-
tes, la población retornó a sus casas y a la rutina tratando de olvi-
dar la suerte de Herculano y Pompeya, que podría haber sido la de
Tunja si esta ciudad no quedara tan apartada de la historia y de los
volcanes. Los frailes, preocupados por la feligresía, invitaron, una
semana después, a ejercicios espirituales en San Francisco y Santo
Domingo: por la mañana para las señoras, en la tarde para las seño-
ritas y, por la noche, para los hombres. La confesión general fue
un sábado desde las seis de la mañana hasta mediodía, al amparo
desde luego, del santo sigilo sacramental.
El noviazgo suele ser período de acercamiento y frustraciones,
las mozas huelen a azahares y los hombres aparentan la virtud de
los ángeles, la simpatía de los caballeros mundanos y el calor de los
leños en rescoldo. Pero, en el caso de Pedro Bravo y Juanita de
Hinojosa, había una especie de infamia recatada que todos cono-
cían menos el bailarín, tan ocupado en menesteres propios de su
profesión y de su hombría. No es fácil, desde luego, soportar una
visita de novios sin el aliciente de las bodas o, al menos, de algunas
280 Próspero Morales Pradilla
mutuas concesiones. Sin embargo, Pedro y Juanita, debían repre-
sentar el papel de novios cuando Jorge Voto andaba en la casa y
podía verlos.
Para limitar las visitas, Jorge vinculó a Juanita a la Escuela de
Danza.de manera definitiva, lo cual hizo necesario que mientras
la sobrina permanecía en el aula con el profesor y Paquita, Inés
soportara a Pedro Bravo tratando de distraerlo hasta el regreso de
Juanita. Esto funcionó bastante bien: en el primero como en el
segundo piso se lograron situaciones favorables al entendimiento
de los seres humanos, de tanta importancia para la vida, sobre
todo, cuando se trata de hogares donde puede perderse la armonía
por pequeñas incomprensiones o por falta deflexibilidad.Además
se contaba con la inteligencia de Paquita Niño, quien solía hallar
disculpas para ausentarse al ver la manera como Jorge devoraba a
Juanita con los ojos. Así hubo coitos simultáneos en los dos pisos,
un poco apresurados es cierto, pero sin menoscabo de la armonía
conyugal.
Por fortuna nadie suponía, en Tunja, que las Hinojosas, en esta
época de reciedumbre y altivez, pudiesen cohabitar con hombres
que no les correspondían. Sólo Paquita Niño legaba casi a la certe-
za. Pero su moral se hincaba en los instintos y no en las infiden-
cias, buscando compartir los bienes del prójimo en vez de impedir
su utilización. Ella podría acostarse con cualquiera de los dos varo-
nes, o con ambos, en cualquier momento y en cualquier sitio, sin
envidiar a ninguna mujer. Es más: Paquita Niño era el único habi-
tante de Tunja al cual le quedaba pequeña la ciudad, siendo digna
de vivir en la corte de Ferrara, en la de París o en la de Londres,
según apreciación de los hidalgos que habían tenido la suerte de
poseerla.
A Jorge Voto lo mortificó esta frase de Juanita: "¿Os gustaría
cambiar una mestiza por una blanca?". De hecho, él la había
cambiado, pero a su manera: conservando la posición, el honor, la
tranquilidad. Jorge se sintió de regreso, por algún nuevo embrujo,
a la vida galante de Sevila cuando no le preocupaban los decires de
la gente, sino la carne de las hembras. Creyó un poco obsoleto sus
propósito de ser fiel y de pertenecer a la sociedad de los buenos
cristianos, sometido, como siempre lo había estado, al encanta-
miento de la lujuria, porque un bailarín meritorio no puede ser
esposo ejemplar sino profesor de liviandades. Dentro de tal conduc-
ta no entra el concepto de Juanita, es decir, el verbo "cambiar",
sino el muy jugoso de "compartir". Jorge deseaba y atendía por
Los pecados de Inés de Hinojosa 281
igual a Juanita y a Paquita, sin desmerecer ante Inés, cuya fideli-
dad tenía condición sacramental. Sin embargo, le pareció que la
frase de Juanita comprometía de alguna manera a Inés como si él
la hubiera dejado en libertad de engañarlo al cohabitar con la
sobrina en su propia casa. Quizá debiera espiarla y, acaso, comprar
confidencias a la Torralva. Los esfuerzos hechos para casarse con
Inés, enaltecerla y darle hogar respetable en Tunja, no podían
terminar en ignominia. Jorge recordó, como si lo volviera a vivir,
el crimen de Carora. El cadáver de Pedro de Avila se le aparecía
monstruoso, leno de lagas, con los ojos abiertos y las moscas del
tiempo zumbando sin interrupción. Hubiera sido muy fácil, enton-
ces, cambiar la mestiza por la blanca, como dice Juanita, sin sopor-
tar las jornadas de horror en pos de la víctima. Jorge Voto estaba
al borde de confesarse a sí mismo que el asesinato de Avila había
sido inútil, torpe, alucinado, feroz, culminado al cabo-de lósanos,
en el desamor de una pareja cuya pasión la levó al crimen y,
ahora, se deshace como la suerte de los indios. Vio la vihuela en
forma de estoque rodando por el aula, y hubiese huido espantado
de no oír la voz de Paquita con la cabeza metida entre las hojas de
la puerta:
— ¿Se puede?
Jorge volvió a la realidad respondiendo:
— ¿Lo preguntas?
Tras cerrar la puerta se dieron un beso largo y Jorge logró salir
del abismo al apretar el cuerpo de esta mujer, que hubiera sido su
compañera ideal si la vida legara a tiempo.
Los pensamientos de Inés eran más rápidos. Ya no había sitio
para Jorge debido a la manera como Pedro Bravo de Rivera la aca-
paraba a todas horas. Inclusive al mirarse en el espejo aparecía a su
lado la figura del amado, del único, del verdadero, del absoluto. Ni
siquiera la molestaba el crimen de Carora, tan ajeno y distante
como el naufragio en el Cabo de la Vela o la azotaina de su noche
de bodas. Jorge se había convertido, como antes Pedro de Avila,
en un obstáculo, en una interferencia, en una especie de pulga
tediosa porque ahora ella era dueña del hombre, del macho, del
encomendero cuyos soldados y cuyos indios podían sepultar a
cualquier bicho sin temerle a nadie. Además de seguridad, su
amante le daba la fiebre deseada, dejándola en un limbo delicioso
cuantas veces yacían y guardando, luego, el recuerdo de las sensa-
ciones para repasarlas en sus noches solitarias, utilizando las almo-
282 Próspero Morales Pradilla
hadas, como si fueran el cuerpo de Pedro, hasta quedarse dormida
en los límites del ansia.
El enamoramiento de Inés hizo posible que no advirtiera la
manera como su esposo holgaba en el aula con Paquita y visitaba a
Juanita en su aposento. Pero la Torralva asediada por Pedro de
Hungría, como nunca le había sucedido antes, le confió un secreto
que el sacritán ya sabía, en parte:
—En esa casa jode todo el mundo, ¡por mi madre!
—Explícate —insinuó Hungría en unrincónde la tienda de En-
gracia Amaya.
-¿Acaso los sacristanes no saben qué es joder?
— ¿Y quiénes joden?
-Unas con otros.
— ¿El Jorge Voto?
— ¿Crees que mi amo anda todo el día con los brazos cruzados,
sacristán de Lucifer?
A pesar del viejo encono, la Torralva sintió que Hungría hablaba
su mismo lenguaje y había andado los mismos pasos, siempre en el
lado de la mierda como le había tocado a ella, porque haber vivido
entre los marañones del tirano Aguirre identificaba a la gente al
menos en un aspecto: ¡no podía encontrarse algo peor! Así se le
fue evaporando el odio y aceptó la amistad de Pedro de Hungría.
Ambos tenían una experiencia más honda, terrible e imborrable
que cualquier otro habitante de Tunja. Quienes, como esta pareja,
habían vivido la plena barbarie, pueden tomar las "adversidades y
flaquezas del prójimo" sin alterarse y siempre en busca de un buen
postor. Después de los grandes crímenes del tirano Aguirre, de su
impiedad absoluta, de su sanguinaria locura, estos pecadilos de
Tunja podían borrarse con otros parecidos, capaces de adornar la
nueva amistad de Hungría y la Torralva. Por eso el sacristán tuvo
la impertinencia de decir a la criada:
—Conmigo nada de remilgos, porque sé que por tus piernas
pasaron varias patrullas de marañones.
-Pero yo sólo jodo con quien me da la gana.
—Algún día te dará la gana de joder conmigo.
-Pero no hoy.
—Bueno: en cambio jugaremos un poco con Jorge Voto y las
Hinojosas.
-¿Jugar?
—Torralva: miremos cuanto pasa en torno nuestro y, luego, nos
Los pecados de Inés de Hinojosa 283
lo contamos para reírnos y mojar nuestras palabras con una buena
jarra de vino.
— ¿Me estás invitando a beber?
—Si tú lo quieres...
— ¿Y cuándo comienzas?
-Pues...
— ¡Que sea ya mismo!
Esa noche la Torralva legó a casa tarde y beoda. Parecía un
tonel de vino picado no sólo por su forma, sino por el olor que
despedía bajo la negra mantilla, mientras su corazón la inclinaba
a seguir los consejos de Pedro de Hungría propicios al espionaje,
profesión que ella había desperdiciado aun cuando guardaba
muchos tesoros en su mente: el hombre acostado cerca de la casa
de Pedro de Avila la noche del asesinato; el estoque aparecido en
Pamplona el día del matrimonio de sus amos; la costumbre de
ungirse tía y sobrina; la insolencia del señor encomendero don
Pedro Bravo de Rivera; las relaciones de Felipe Rotundo con el
Judío Errante... en fin: un archivo, lo que se lama un archivo. La
Torralva y Pedro de Hungría podrían hablar durante años si a ella
se le antojaba.
El sacristán quedó en la tienda de Engracia Amaya, tendido en
el piso, advirtiendo, entre relámpagos de lucidez oscurecidos por
las nubes del vino, cómo su vida no debía tener amo, sino agaza-
parse en las sombras dando mordiscos a uno y otro lado de la fila
de vivientes para sacar provecho de la nada como corresponde a
todo hombre cuyo signo no fue bendecido a la hora de nacer. Jorge
Voto había perdido su aureola de poderoso e influyente, pudiendo
vengarse de sus afrentas a la sombra de Pedro Bravo. Inés resulta-
ba, por el momento, inalcanzable, pero, en cambio, Hieromina
sería suya, acaso con la complicidad de la Torralva. Pedro de
Hungría entró, luego, al sueño donde surgió un montón de tamo
sobre el cual Hieromina y la Torralva lo lamaban a jugar en una
sola cama.
Los vientos de agosto arremolinaban el polvo en las colinas,
mientras en Tunja crecían las construcciones tomando la Iglesia
Mayor aspecto de Catedral, cuyas campanas habrán de indicar que
el católico Imperio de Felipe II subió a donde debía comenzar el
Cielo. Pero en las casas, entre fogones y lechos, se advertía el acre
olor del Judío Errante, como si la ciudad andará hacia el infierno,
empujada por buena parte de los siete pecados capitales.
284 Próspero Morales Pradilla
Quizá debido a la presión de los diablos o a los muchos deseos
de Inés, Jorge Voto resolvió, entonces, buscar consejo para decidir
su viaje a Santa Fe.
III
Doña Isabel de Lidueña, viuda del encomendero de Bonza, era la
dama más conspicua de Tunja no sólo por su buena hacienda sino
por la rigidez de su carácter, templado cuando hablillas malinten-
cionadas, por haber tenido un hijo postumo de su marido, don
Pedro Núñez de Cabrera, trataron de impedirle el usufructo de las
encomiendas de Turga, Susa y Támara. Por eso Jorge Voto pidió
consejo a doña Isabel tanto sobre su escuela de danza como sobre
un posible viaje a Santa Fe. La noble dama, envuelta en una manti-
lla negra con blonda morada por pertenecer a la Cofradía del Naza-
reno, recibió al bailarín en su sala, enaltecida por escudos del
Imperio, de la muy noble y muy leal ciudad de Tunja y de la alta
casa de los Núñez y Lidueña. Entre todas las charlas empalagosas
de Jorge Voto ésta casi llegó al almíbar absoluto, pues, según lo
estimaba su olfato, nunca antes se había entrevistado, en la intimi-
dad de una sala, con dama de mayor prosapia a pesar de haber
conocido, en Sevilla, a una prima de los sobrinos de la duquesa
de Alba. Sin osar sentarse ante la señora arrellenada en una silla de
cuero, Jorge, con acento de solemnidad litúrgica, indicó:
-He venido, mi doña Isabel de Lidueña de Núñez, a poner bajo
vuestra custodia y consejo dos propósitos que de no ser dignos de
vuestra atención dejarán, ipso facto, de ser propósitos.
-Hablad, don Jorge —concedió la dama pasándose por las nari-
ces un perfumado pañuelo de encaje.
-Desearía vuestra aquiescencia para tomar como definitivo mi
ensayo de establecer en Tunja una Escuela de Danza a la manera
de las acogidas por nuestro soberano don Felipe, a quien Dios
guarde; y además, contar con vuestra aprobación para viajar a
Santa Fe en busca de nuevos alumnos para la dicha escuela.
—No necesitáis permisos.
— ¿Lo negáis, señora mía?
Así entró Jorge al espíritu de doña Isabel, lográndose, luego.
286 Próspero Morales Pradilla
una conversación menos almidonada, durante la cual no sólo obtu-
vo el permiso de esta cumbre de la moral tunjana para tales pro-
yectos, sino su recomendación de acercarse, en Santa Fe, a doña
María de Hondegardo, esposa del presidente Andrés Díaz Venero
de Leiva, cuya devoción por el arte y el progreso del Nuevo Reino
lo enaltecía en diversas provincias y, desde luego, tenía en Tunja
su mejor aureola porque nada podría obtenerse sin contar con los
blasones y la cultura de la altísima ciudad.
La opinión de doña Isabel fue corroborada por el encomendero
de Mongua, capitán Francisco Salguero, quien gozaba de especiales
bendiciones de la Iglesia por haber fundado el monasterio de Santa
Clara la Real, que en este último trimestre de 1569 tenía más de
un centenar de monjas. No fue necesario consultar a don Juan de
Castellanos, ni a los areopagitas, porque Jorge ya disponía del
concurso de la nobleza, representada por doña Isabel de Lidueña,
y de la Iglesia, multiplicada por las oraciones de las clarisas.
Jorge Voto, en víspera de salir hacia Santa Fe, había logrado en
Tunja, como antes en Pamplona, ser ejemplo de cuanto el imperio
español podría considerar bueno, digno y noble, aun cuando coha-
bitara con la sobrina de su esposa, levase un crimen en la concien-
cia y organizara orgías en el aula de su escuela de danzas. Frotán-
dose las manos se endulzó la mente con estos pensamientos:
—Si yo no soy inteligente, la inteligencia no existe. Al fin he
logrado ascender al pináculo en una ciudad sólida, donde ya la
danza disputa a la literatura el sitio de mayor prestancia entre las
artes. Mi único objetivo será doña María de Hondegardo, pues de
obtener su favor tendré también el del Presidente y, por encima
del Presidente, sólo está su Majestad el Rey, quien vive tan lejos,
tan lejos, que en todas estas tierras sólo el Presidente y yo tendre-
mos la representación de la Corona. El problema son las mujeres y,
sobre todo, guardar a Inés sin perder a Juanita, ni a la Paquita, ni,
de pronto, a una María de Hondegardo. Debo tener conmigo a la
Torralva y los Zainos. Los crímenes sólo existen cuando se les
tiene miedo. La semana entrante viajaré a Santa Fe.
Y así fue: una mañana, después de misa de cinco, dejando a Inés
llena de recomendaciones y a Juanita en ascuas, Jorge cabalgó
hacia los barrancos del sur —rojizos unos, amarillentos otros—
tomando el camino de Santa Fe en compañía de Rodrigo Zaino,
quien volvía a ser secretario de alcurnia.
Inés sintió una inmensa alegría, como si se le abriera la vida, al
entrar en su alcoba, tras la partida de Jorge, y comprender con
Los pecados de Inés de Hinojosa 287
fervor, con ansia, casi con locura, que ella y Pedro Bravo eran due-
ños absolutos de sus cuerpos en una ciudad y entre muros donde
ya nadie podía interferirlos. Desfalleció de gusto sobre la cama y
hubiera querido gritar para que toda Tunja supiera cómo la felici-
dad es una pequeña coyuntura íntima e imprevisible. Besó las
almohadas, vio distintas las paredes, se pasó las manos por la cabe-
za, apretó la lengua entre los dientes, se movió como una culebra y
se dedicó a esperar el momento de entregarse al amado.
Apenas se había ido Jorge Voto cuando comenzaron a oírse
extraños golpes en casa de las Hinojosas, así lamada porque nunca
los maridos de Inés lograron mote distinto para sus moradas. Los
golpes eran débiles de día. pero se intensificaban al comenzar la
noche, tornándose en intensos ruidos antes del amanecer. Sin
embargo, vecinos de tanta seriedad y tan buen oído como el enco-
mendero Bravo de Rivera y el escribano Cabeza de Vaca no oyeron
aquellos misteriosos avisos del averno, como se decía en la calle de
las Animas y en el atrio de Santo Domingo. Hortensia de Godoy
aumentó sus ventas de utensilios contra las brujas. Nadie dudaba,
desde Soracá hasta Cucaita y de los barrancos a los hervideros, que
una nueva ofensiva de fantasmas se había desencadenado contra
Tunja aprovechando la presencia, ya demasiado larga, del Judío
Errante, ante cuya estatua muchos niños y algunos adultos saca-
ban la lengua en señal del hostigamiento. La Torralva, a quien los
golpes nocturnos parecían venirle del cielorraso. se santiguaba a
cada ruido fuese natural o sobrenatural y le había entrado la sospe-
cha de que ella era la culpable de este nuevo desenfreno del más
allá, debido a sus charlas con Pedro de Hungría, pues en el fondo
del ánima sentía que cambiar el odio por la amistad no era propio
de su temperamento sino estratagema de Satanás para castigarla
por su vocabulario. Juanita guardó silencio esperando, eso sí, que
los fantasmas, cuyos golpes sentía al lado derecho de su cama, fue-
sen del sexo masculino. Inés,a quien los golpes le daban casi en la
cabeza quitándole el sueño, confiaba en su amante como suelen
hacerlo las mujeres enamoradas. El y sólo él le evitaría la molestia
del insomnio producido por ese ruido de picas, cadenas y garlan-
chas provenientes de la casa vecina.
La temporada de ruidos secos coincidió con un insólito movi-
miento de indios provenientes de la encomienda de Chivata. Llega-
ban a casa de Pedro Bravo a las cinco de la mañana y a las seis de la
tarde, entrando unos y saliendo otros, los primeros lozanos y ani-
mosos y. los segundos, empolvados y mustios. Nunca se supo si
288 Próspero Morales Pradula
eran los mismos indios en cada turno o si, por el contrario, ningu-
no repetía jornada, porque con el rostro bajo, el rápido andar y las
coletas iguales, nadie acertaba a individualizarlos. Basilio Páez aga-
rró a uno en la calle y le preguntó: "¿Qué haces en casa de don
Pedro?". El indio, sin levantar la vista, escupió al suelo y, zafándo-
se de su aprehensor, se reincorporó a la fila rumbo a Chivata.
- Estos indios del carajo —comentó Basilio a un lacayo de doña
Isabel de Lidueña— sólo saben decir oraciones.
Por fin, Engracia Amaya descubrió la causa del ruido. Para ello
compró en la botica de Hortensia dos alas de murciélago, un espejo
embrujado y tres cucharadas de ámbar gris. Se puso las alas en
torno de las orejas, pegadas con jugo de yuca; se miró al espejo,
clavándose los ojos en sí misma; y, luego, roció el ámbar sobre la
luna embrujada. A la medianoche, cuando Engracia luchaba
contra el sueño sosteniendo la vista sobre el espejo, apareció en
éste, como despresada por el tiempo, la figura del Judío Errante.
Voló, entonces, a casa de Hortensia y tomándola de las manos,
encendido el rostro por el fuego de las grandes adivinaciones, le
dijo con la voz quebrada:
—Doña Hortensia, ya lo sé, ya lo sé.
— ¿Qué, mujer?
—El ruido, el ruido, el ruido de las Hinojosas.
Tratando de serenarse, Engracia comunicó a Hortensia su des-
cubrimiento, hecho en los límites de lo terrenal, casi al borde de
los abismos bajo cuyo imperio comienza la eternidad. Lo había
logrado no tanto por las alas de los murciélagos, ni por el ámbar
gris, sino por la fuerza del espejo llegada, quizá, del otro mundo.
Allí vio al Judío Errante con ropaje ondulado en medio de las
Hinojosas, como si las pobres sufrieran el asedio del peor de los
amantes. El ruido lo producía el Judío Errante, quien salía de su
celda a la medianoche para tratar de penetrar en los muros de las
Hinojosas. El descubrimiento de lEngracia. fue aceptado por buena
parte de la población tunjana, pero nadie pudo saber si el tal muro
de las Hinojosas era de piedra o de carne, pues en estos menesteres
no debe irse más allá, ni más acá, de las alucinaciones, so pena de
perder el hilo de la vida.
Al conocer Pedro Bravo de Rivera el descubrimiento de Engra-
cia Amaya, se trasladó al convento de los dominicos acompañado
por su hermano Hernán, Pedro de Hungría, el escribano Cabeza de
Vaca, el pintor Alonso de Narváez y un alguacil de nombre Sancho
de Paredes, con el propósito de manifestar, en nombre de la socie-
Los pecados de Inés de Hinojosa 289
dad apesadumbrada, su profundo disgusto contra la presencia del
Judío Errante en la ciudad de Tunja, amparado por la benevolen-
cia de los padres dominicos y, al mismo tiempo, urgir al prior de la
Orden para proceder contra el aludido personaje bien destruyendo
la estatua o, aún mejor, dedicándose la comunidad a ayuno y peni-
tencia destinados a promover exorcismo general. El encomendero
expresó, la mano derecha en su espada y los ojos fijos en las cejas
del fraile, el deseo de buscar inquisidores para doblegar, de una
vez por todas, el foco de herejía aferrado a la estatua del Judío
Errante.
Los padres dominicos sabedores de que al Judío Errante no se le
puede manejar como si fuera persona de este mundo, expresaron a
Pedro y sus acompañantes la duda cristiana frente a fenómenos del
más allá y a leyendas provenientes de los tenebrosos días de la
pasión de Cristo, como era el caso de la incómoda estatua acogida
a la hospitalidad del convento dominico. Pero prometieron oracio-
nes en comunidad por la intención del señor encomendero.
Una ola de conmiseración se apoderó de Tunja al comentarse,
ya sin disimulos, los aviesos propósitos del Judío Errante con res-
pecto a las Hinojosas, mientras Jorge Voto se hallaba ausente y las
mujeres podrían ser poseídas por un personaje cuyo único freno
era su pesada carga de años, pues viene andando a lo largo y ancho
del mundo desde la nefasta tarde en que Jesús, rumbo al calvario,
le pidió asiento y el infame se lo negó.
Durante esos días, sometidos a lo incomprensible, Pedro e ínés
no habían podido conversar entre sí y mucho menos dedicarse al
amor. Estaban separados porque, ausente Jorge, Pedro no podía
entrar a casa de Inés sin levantar las grandes piedras del escándalo,
y la mujer, por su parte, carecía de pretexto válido para ir a casa
de Pedro, así fuesen vecinos. Además, el ruido puso a toda Tunja
con los ojos fijos en el escenario de la extraña contienda entre el
Judío Errante y las Hinojosas. Sin embargo, el domingo siguiente a
tantas extrañezas. Pedro e Inés coincidieron en la puerta de San
Francisco al entrar a misa de ocho y el encomendero pudo decirle
sotto voce:
-No te preocupes por los golpes en las paredes...
-Confío en ti.
-Haces bien, pues esos golpes nos benefician.
Inés, a quien el corazón le decía que el ruido era un buen presa-
gio, no tuvo tiempo de indagar detalles. Pedro marchó a las prime-
ras filas del templo e Inés quedó un poco atrás, para seguir ambos
290 Próspero Morales Pradilla
una misa cantada de tres padres, pero pensando cada cual el uno
en el otro como suele acontecer entre enamorados cuando deben
guardar compostura y tratan de aislarse en medio de la multitud.
Inés, llena por las palabras de Pedro, presintió maravillas y el
incienso esparcido por dos legos en torno del altar se le entró a
las narices y a la mantilla agregando este perfume religioso al
mundano de las esencias de Carora, que aún conservaba en frascos
para untarse las mejores partes del cuerpo. Fue agradable agregar a
los encantos del amor el nuevo secreto compartido, sobre todo
ignorando ella qué placeres podrían surgir de los golpes nocturnos
y del ruido de cadenas provenientes de la casa de Pedro.
Juanita, cuya soltería había sido profanada en muchos brazos,
no tuvo los consuelos de Inés frente al endiablado ruido de su casa
y a los peligros del Judío Errante, optando por huir hacia sitios
donde se le distrajera la mente y, acaso, se le encabritara el cuerpo.
Así solía pedir a la Martina que la acompañase a la botica de
Hortensia, donde la mujer de Zaino permanecía sentada frente al
mostrador, mientras su ama pasaba a la trastienda para compartir
viandas y bebidas casi siempre con los mismos contertulios: Paqui-
ta Niño, el escribano Cabeza de Vaca, el comendador Salguero y
Hortensia. El domingo del encuentro entre Pedro e Inés, Juanita
halló en la trastienda dos personas más, que la sorprendieron:
Pedro de Hungría y la Hieromina. Esta última estaba vestida a la
usanza de su tribu y, por consiguiente, el frío la atormentaba, pues
proviniendo del litoral, en cuyas playas no había telas, las indias
sólo cubrían la pelvis con algunas hojas de la región, dejando lo
demás desnudo al sol, pero aquí, ya casi de noche, lo demás, inclu-
yendo unos senos redondos y envidiables para las damas, se le
enfriaba de modo inclemente. Pero si Hieromina sufría, su semi-
desnudez dio a la reunión un tono de desvergüenza y de pecado
propicio a mejorar el clima, sobre todo al calentarse los ánimos y
las venas con algunas copas de vino y generosos jarros de chicha.
Salguero' propuso un premio para la mujer blanca que desafiara el
frío con la osadía de Hieromina. Ninguna llegó al extremo de
desnudarse, pero Juanita se cubrió, únicamente, con la ruana del
escribano, para lo cual fue necesario desnudarse primero y taparse
después. Paquita se mordió los labios al advertir el triunfo de su
amiga sobre el pudor de las otras dos mujeres.
La trastienda era grande dando cabida a cuatro sillas de cuero
templado, varios cojines, mesa toscana y una cama con las cortinas
cerradas. Hortensia colocó los muebles contra las paredes, dejando
Los pecados de Inés de Hinojosa 291
espacio por si acaso las parejas deseaban practicar las lecciones de
Jorge Voto, pues allí se encontraban los mejores alumnos del baila-
rín: Juana de Hinojosa, Paquita Niño y el escribano Cabeza de
Vaca.
Paquita resolvió imitar a la osada Hinojosa: se quitó los chapines
de terciopelo, mostrando unos pies enarcados cuyos dedos se
movieron como si fueran de las manos; luego se levantó la saya
de seda, enredándosele la redecilla dorada con la cual cubría el
cabello, lanzando a los contertulios perfumes de ámbar gris con-
centrado en su garganta y en sus senos; pidió, entonces, la capa de
Salguero y colocándosela sobre los hombros se despojó, con hábi-
les manos, de enaguas, calzones y demás impedimenta interior. Así
las dos mujeres blancas estaban desnudas, pero no en la forma
desafiante y tribal de Hieromina, sino con la sabiduría de las tenta-
ciones. Hortensia tomó la saya de Paquita y, tras pasársela por las
narices, se la enrolló al cuello.
Cabeza de Vaca, empuñando una vihuela tras haber descubierto
Salguero un tambor, ensayó música para que las mujeres danzaran
o, por lo menos, se movieran. Se tocó un aire lento, muy marcado
por el tambor. Juanita con caderas y piernas libres, -la ruana ape-
nas le legaba a la cintura— saltó sobre el piso esterado haciendo
unas piruetas rítmicas tan decisivas en el ánimo de los músicos que
casi rompen los instrumentos. Paquita, picada por la desfachatez
de su amiga^ se puso la ca,pa, alrevés,e-s rjegii, lo fie. aMs para, ade-
lante y lo de adelante para atrás, mostrando con pasos provocati-
vos lo mejor de su cuerpo. Hortensia interrumpió el espectáculo
para que todos bebiesen ctiiclia en cantidad propicia al olvido del
recato; luego, descorrió las cortinas de la cama y, ayudada por el
escribano, arrojó el colchón en medio del aposento. De hecho, la
danza se suspendió y se inició una etapa más íntima de la fiesta al
acostarse Hieromina en el colchón y quitarse las hojas incitando la
lujuria de Pedro de Hungría compartida por todo el grupo, inclui-
da la dueña de casa.
A la hora de la juerga, los golpes del Judío Errante se habían
intensificado. Inés sentía que algo bueno le venía por las paredes
y. mirándose al espejo, advirtió una nueva sonrisa en su rostro
como si pudiera alegrarse del futuro. Al otro lado de la gruesa
tapia, común a las residencias del encomendero y de Jorge Voto,
Pedro Bravo de Rivera sabía que el Judío Errante no llevaba velas
en es*e entierro, pues ni era entierro, ni nada distinto a una obra
de refinada arquitectura dirigida por el dueño de casa para solaz
292 Próspero Morales Pradílla
de su amor. Pedro estaba realizando, al frente de sus indios de
Chivata, una empresa tan secreta como difícil cual era la de exca-
var las paredes vecinas a la alcoba de Inés para construir, entre
ellas, un pasadizo que le diera acceso a la cama de su amante sin la
molestia de salir a la calle y ser sometido a los chismes de Tunja. El
Judío Errante le había ayudado, gracias a la fe de los tunjanos y al
desconcierto de los padres dominicos, trasladando el ruido de picas
y garlanchas al dominio de lo sobrenatural. Esta noche Pedro se
dio cuenta de que la obra finalizaba faltando, únicamente, el últi-
mo golpe, por lo cual ordenó a los indios de turno bajar al primer
piso y esperar la hora convenida para salir hacia Chivata. Los
indios se rieron y su adalid, Rafael Hastamorir, le dijo al amo entre
taimado e ingenuo:
—Que lo goce, su merced.
—No os entiendo, Rafael.
—Mejor, su merced, porque los indios tampoco entendemos y
así nos callamos la jeta.
-Tomad un poco de chicha y largaos al amanecer, calladitos.
—Sí, su merced.
Idos los indios del segundo piso, Pedro cerró la puerta de su
alcoba, donde había iniciado la obra, tomó una pica, se agazapó
para penetrar en el pasadizo con la herramienta adelante y, estira-
do sobre el piso, es decir, entre la gruesa pared de las dos casas,
golpeó el último obstáculo, casi tan delgado como una oblea, y,
con la empuñadura de la pica, tumbó la capa final, pudiendo meter
la mano tras la cama de Inés de Hinojosa, que ella había comprado
cuando Jorge le ordenó salir de la alcoba matrimonial para no
molestarla con la música. Dando varios golpes más y haciéndose
fuerte en el piso empujó con los pies la cama y logró enderezarse,
dentro del aposento de Inés, quedando detrás de la cabecera. Inés
se había bajado de la cama y, al verlo, volvió a subir lanzándole los
brazos. A Pedro se le quedó el camisón en el pasadizo, entró con
ella a la cama y ambos se amaron como si al despuntar la mañana
se acabara el mundo. Pedro Bravo de Rivera e Inés de Hinojosa
nunca habían sido tan felices, tan seguros, ni tan deliciosos entre
sí, como aquella madrugada de la inauguración del pasadizo que,
fue, para los tunjanos, el día del triunfo de la fe sobre los asedios
del Judío Errante, utilizado por el Demonio para atormentar a las
buenas gentes de la joven ciudad, atrincherada en los barrancos
contra el pecado y la concupiscencia.
Por la mañana, envuelto en una sábana como si fuera emperador
Los pecados de Inés de Hinojosa 293
de Roma, Pedro, sentado al borde de la cama con Inés entre sus
brazos, le hizo las advertencias que venía madurando desde cuando
inició la obra de comunicación entre las dos alcobas:
-Tienes que tender siempre la cama y no permitir el fácil acceso
a este aposento. Todos los días, al salir, cierra el candado, compran-
do, si fuere necesario, el silencio de la Torralva.
-¿Y Juanita?
-Ella cohabita con Jorge cuanto tú y yo hacemos lo mismo.
-Calla -musitó Inés tapándole la boca.
—Tal vez —agregó él- comenzaron antes que nosotros, lo cual
nos hace libres.
Pedro entró al pasadizo y, con un lazo, corrió la cama hacia la
pared, quedando ésta como puerta del misterio. Inés perdió la feli-
cidad de la madrugada, se arrugó por dentro y metiéndose bajo
cobijas y almohadas, pensó con odio:
—"Maldito, maldito sea el Jorge Voto".
Desde ese día, Inés aborreció a Jorge. Sintió que todas sus ilu-
siones habían sido mentira y la boca comenzó a tener sabor de ajo
mezclado con agua de los hervideros. La vida se le volvió hacia
atrás sintiendo, de nuevo, el asesinato de Pedro de Avila para
advertir cómo su devoción, sus disimulos, su complicidad, no sirvie-
ron para nada. Se hallaba en la misma situación de los días del
crimen, oyendo, a todas horas, el grito de Concepción Landarete
cuando descubrió el cadáver y, luego, vio el diablo saltando sobre
su techo. "Maldito, maldito", repetía a todas horas, adivinando la
figura de Jorge al acecho de todo: un estoque, un matrimonio, una
bastardía, un presidente y la vulva de Juanita, su sobrina, su com-
pañera, la de los ungimientos y los noviazgos falsos. "Maldita ella
también", se dijo. "Ella es una culebra, una traidora, una puta".
Pero no quiso tomar decisiones sin hablar largamente con Pedro en
su alcoba. Prefirió reírse: "Es más astuto —pensó— este Pedro
Bravo que el maldito bailarín y, sobre todo, más macho. El sida
impresión de poder a todas horas y no hay quien se le imponga en
el Nuevo Reino de Granada".
Las habladurías sobre el Judío Errante se esfumaron al cesar los
golpes en casa de las Hinojosas, gracias al exorcismo de los padres
dominicos y a las oraciones de las señoras principales encabezadas
por doña Isabel de Lidueña, así como también por la actitud ergui-
da y católica del ilustre encomendero don Pedro Bravo de Rivera.
El Judío Errante fue reemplazado en las conversaciones de los
tunjanos por don Juan de Austria, cuyas hazañas legaban al Nuevo
294 Próspero Morales Pradilla
Reino en cartas dirigidas a don Andrés Díaz, en Santa Fe, y, claro
está, a don Juan de Castellanos, en Tunja. Las dichas hazañas con-
sistían, principalmente, en el enfrentamiento a los moriscos en las
Aipujarras, región situada entre Sierra Nevada y el Mediterráneo,
donde Aben-Humeya y Abdalá Aben-Abo, siguiendo una tradición
de rebeldía, combatían contra su Majestad Felipe II, cuyos tercios
estaban al mando de don Juan de Austria, hermano del monarca
merced a las honrosas infidelidades de Carlos V.
Individuos como Pedro de Hungría y buena parte de la plebe
eran partidarios de los moriscos. El pintor Lindoro, por ser italia-
no, también veía con buenos ojos la distante rebelión, pues carecía
del fervor de los españoles. Los indios ignoraban cuanto discutían
sus amos, pero se sonreían con dulcedumbre cuando oían la pala-
bra "moriscos". En cambio, la totalidad de los encomenderos, el
clero, los areopagitas y las damas de alcurnia, cerraban filas en
torno a don Juan de Austria, supremo exponente de la raza y
hombre con los cojones rayados, como decía don Pedro Bravo
para enaltecer, entre machos, la valentía del gran bastardo.
Las Aipujarras dividieron la opinión tunjana y una tarde Basilio
Páez, del partido "morisco", se atrevió a decir en presencia del
escribano Cabeza de Vaca, quien no se había decidido por ninguno
de los dos bandos: "Algún día, carajo, los hideputas serán los
otros", lo cual fue interpretado como falta de respeto hacia don
Juan de Austria y motivo de encarcelamiento, junto con dos cria-
dos del encomendero de Mongua y Felipe Rotundo, desafortuna-
damente de tránsito en Tunja. El asunto no pasó a mayores,
porque era mucha la cristiana tolerancia de esta sociedad. Pero los
criados fueron sometidos a la posterior justicia del señor encomen-
dero -media docena de azotes por nalga, lo cual dio una docena
por cuerpo de estos plebeyos irrespetuosos—; a Felipe Rotundo se
le conminó a no volver a Tunja; y Basilio Páez fue trasladado,
preso, a Santa Fe para juzgarlo por el delito de rebelión contra el
Rey, privando a los tunjanos de la única chicha elaborada con
auténtica receta indígena. Como sería prolijo seguir las andanzas
de los tunjanos fuera del territorio de su ciudad, basta recordar
que a Basilio Páez le hallaron en Santa Fe delitos adicionales a su
rebeldía, por lo cual se evaporó de las conversaciones y éstas
marginaron, poco a poco, el vidrioso tema de don Juan de Austria,
devolviendo la paz a cuantos tenían el privilegio de vivir en una
ciudad tranquila, piadosa y de nobles costumbres.
Los pecados de Inés de Hinojosa 295
Consolidada la obra del pasadizo y habituados los amantes a uti-
lizarlo en una u otra dirección, se vino el año de 1570 y. con él,
regresó a Tunja el ya famoso maestro de danzas don Jorge Voto,
tras una provechosa estancia en Santa Fe. gracias a la manera como
el presidente Venero de Leiva por influencia de su esposa, doña
María de Hondegardo. acogió al artista andaluz, recomendado por
doña Isabel de Lidueña.
Tan pronto se apeó del caballo. Jorge subió al segundo piso de
su casa en busca de Inés, echando una mirada al amplio patio lleno
de tazas con geranios y oloroso ya, según su olfato, a mansión sola-
riega. Pero Inés no apareció en la escalera, ni en parte distinta a su
propia alcoba. Jorge quiso abrir la puerta, pero estando cerrada
optó por llamar a su mujer:
—Te traigo presentes y noticias de Santa Fe, abre amor mío.
Inés entreabrió la puerta, pasó el cuerpo rozando las dos hojas y
se plantó ante Jorge:
-Os saludo.
-¿A qué tanta ceremonia? Venid a mis brazos...
Inés se dejó abrazar e, inclusive, colocó las manos tras la nuca
del marido, aceptándolo por recomendación de Pedro, quien le
había aconsejado tolerancia con Jorge Voto para que no sospecha-
se del pasadizo.
Jorge la besó en la boca. Ella apenas abrió los labios para disimu-
lar su odio y, arreglándose la saya con las manos, se sobrepuso al
asco preguntando:
-¿Qué ta4 es Santa Fe?
-Bueno: una ciudad en crecimiento, con poca cultura, muchos
crímenes y un hogar ejemplar: el de don Andrés y María.
-Crímenes... ¿Cómo los de Carora?
- ¡Inés, por favor!
-Me hablabas de un hogar ejemplar.
—Sí. y tengo mucho que contarte de María de Hondegardo.
-¿Otra mujer en tu vida?
-No digas eso, amada mía: sólo existes tú.
-Jorse Voto, cuidado con mentir
-o Yo?
—Me hablabas de una tal María...
-Es la señora de don Andrés Díaz Venero de Leiva, altísima
dama de bien probada prosapia. Además muy devota del arte y del
progreso en el Nuevo Reino.
296 Próspero Morales Pradilla
Los esposos habían caminado -ella empujando al marido-
hacia la sala, restándole intimidad al diálogo. Por fin, se sentaron
en un sofá, distantes entre sí a pesar de que Jorge echó el brazo
sobre el espaldar alcanzando a rozar con su mano derecha el
hombro izquierdo de Inés.
Jorge disimuló el mal talante de Inés, y por fin, se atrevió a
darle la gran noticia:
-He invitado a doña María de Hondegardo de Díaz a visitar
nuestra noble ciudad.
-¿"Nuestra"?
— ¿Acaso Tunja no es "nuestra" ciudad?
-Eso decías en Pamplona, pero te echaron por tus muchos
embustes.
— ¿Y tu vocabulario?
Más de media hora duraron los dos esposos lanzándose, mutua-
mente, denuestos suficientes para liquidar matrimonios que no
tuviesen como pegante la complicidad en un crimen. Al cabo de
tan incómoda escena, Jorge insistió:
—Te he dicho que invité a doña María...
-La gran puta...
—Dios te ampare: doña María es la más alta dama del Nuevo
Reino de Granada y noble por añadidura.
- Y a mí ¿qué me importa?
-Pues habrá de importarte porque doña María se hospedará en
nuestra casa.
—Si viene a mi casa, la mato.
Una llovizna combinada con vientos de los barrancos heló la
situación creada entre los esposos, mientras la Torralva y Juanita
se deslizaban hacia el primer piso mirándose la una a la otra como
anunciándose, mutuamente, un buen lote de comentarios cuando
no fuesen oídos por Jorge e Inés. Ya en la cocina, la Torralva arre-
mangándose para lavarse las manos con el agua de un chorote,
abrió la bocaza:
-Santo Jódanos paciencia, ahora sí estamos rodeadas de mierda.
—Mira Torralva: hablemos sin groserías para arreglar un poco el
pleito.
—Como quiera vuesa merced, doña Juanita, pero como esto
huele a cuanto sale por el culo es mejor darle nombres apropiados.
—Por favor. Torralva, no abuses del vocabulario.
—Hable, pues, vuesa merced.
—Yo quisiera contarte...
Los pecados de Inés de Hinojosa 297
—Que vuesa merced tiene sus pecadillos por ahí en ia trastienda.
1
-¿Qué dices'
-Que por las paredes saltan las noticias, sobre todo si hay muje-
res perdidas...
-¿Perdidas?
—Digo: fuera de su casa.
-Torralva. ¿estás contra mí?
-No, doña Juanita de mi alma, pero si vais a contar algo, creo
saber todo lo vuestro.
— ¿Como qué?
-Como las calzas de don Jorge que he hallado debajo de vuestra
cama.
—Eso te lo iba a decir.
-Me lo imagino todo, tras saber cómo viajan las calzas de un
aposento a otro en esta casa. Yo también he recibido hombres y
han entrado por donde deben entrar, así sea muy amplio mi
zaguán.
-Pues mira...
-¿Os lo hace bien don Jorge?
-Calla, Torralva.
Juanita salió de la cocina sin arreglar su problema y sin saber en
qué grupo andaba la Torralva. pero aterrada ante la perspectiva de
tener en esa casa tan llena de complicaciones a una dama de la
estirpe y la importancia de la tal doña María de Hondegardo. La
Torralva pasando las manos por la cintura para arreglarse la saya,
se dijo mirando el fondo de una olla vacía:
-Tantas vueltas y revueltas para acabar viviendo en un burdel...
Después de la difícil conversación con su esposa, Jorge Voto
pasó a la alcoba y reafirmó la sabia disposición suya de dormir en
un aposento distinto al de Inés. Los altibajos de la vida conyugal
recomiendan esta clase de separaciones para no caer en la mutua
tortura, cuyos golpes acortan la existencia, debilitan el amor y
propician las enfermedades del cuerpo y del alma. Jorge aún creía
posible hospedar en su casa a la señora del Presidente, lo cual lo
colocaría por encima de los tunjanos más rancios. Sin embargo,
conociendo la tenacidad de Inés, sobre todo cuando olía a resina
dañada como esta noche, no estaba seguro de lograr tan señalada
victoria frente a los encomenderos, los areopagitas y los frailes,
ansiosos todos de ser anfitriones de la máxima mujer del Nuevo
Reino. Pero como él no solía contentarse con una sola solución,
298 Próspero Morales Pradilla
comenzó a buscar en el fondo de sus malicias la manera de compar-
tir una buena parte del triunfo en el caso de que Inés impusiera
su loca terquedad, negándose el honor de anochecer y amanecer
con la presidenta que. en estas tierras, representaba, por asi decir-
lo, a la reina de España. Jorge concibió, entonces, la idea de que
si doña María de Hondegardo no se hospedaba en su casa, tampoco
pudiera hacerlo en la de algún encomendero o en un convento, lo
primero por la mala fama de los soldados acostumbrados a tomar
para sí cuanto encuentran a su paso; y lo segundo, porque una
noble mujer, rodeada de hombres así fueran frailes, no estaría
cómoda. Este razonamiento le resultaba aceptable, pero lo mejor
era convencer a Inés de hospedar a doña María, pues sólo beneficios
se obtendrían de tan afortunada oportunidad. En Santa Fe había
seguido, día tras día, las preferencias, los caprichos, las inclinacio-
nes, los propósitos y las vanidades de doña María, en busca de su
aquiescencia para visitar a Tunja, donde la casa de Jorge Voto esta-
ba a sus órdenes. "Maldita sea", se dijo el bailarín y pensó en otra
solución: enviar a Inés lejos de Tunja, a los hervideros de Felipe
Rotundo, a la afamada ciudad de Vélez o, en última instancia, a la
encomienda de Chivata, donde su amigo Pedro Bravo de Rivera
podría invitarla.
La Torralva se encargó de propagar por todas las casas de Tunja
la noticia que Jorge todavía guardaba en secreto para no festinar la
posibilidad de tener consigo a la presidenta: vendría a la ciudad
doña María de Hondegardo de Díaz Venero de Leiva. Los tunjanos
comenzaron a vivir la anunciada visita a la manera de Cabeza de
Vaca, quien propuso a Hortensia de Godoy:
—Mijíta organicemos una fiesta de las buenas antes de que legue
la vieja de Santa Fe.
Tan pronto como Jorge la dejó en paz, Inés pasó a su alcoba,
cerró la puerta y. estropeando el vestido, atravesó el pasadizo.
Pedro Bravo no estaba. Inés pudo observar el aposento: además
de la cama conocida, había un asiento de raso rojo, guarnecido de
botones plateados, sobre el cual se veían unas calzas negras y un
jubón carmesí; de las paredes pendían dos espadas de pomos dora-
dos, sombreros de terciopelo, de paja indígena y un casco brillante:
en la pared donde desembocaba el pasadizo colgaba un crucifijo
plateado sobre madera negra; en una mesa pequeña, a la derecha
de la cama, pero no junto a ésta, un candelabro de tres velas, una
de las cuales estaba encendida, parecía demasiado grande para la
Los pecados de Inés de Hinojosa 299
estancia. Inés pensó en los candelabros de los castillos españoles,
donde su padre, don Fernando de Hinojosa. tuvo el honor de
hospedarse según su propio relato. Luego, acostándose en el lecho
del amante, rebajó la ira que la hizo utilizar el pasadizo para pensar
en la suavidad de estas sábanas y sentir los poros en trance de
abrirse como si alguien la llamara desde el sexo.
Cuando apareció Pedro. Inés estaba adormilada palpitando en
los poros abiertos. No se hablaron. Pedro se arrojó junto a ella, tras
quitarse el jubón, le dio un beso largo que comenzó en la boca y
terminó en el seno derecho, donde la mujer tenía un lunar que. en
tiempos de Pedro de Avila, no sólo sufrió latigazos, sino también
maceración, porque el primer marido gustaba de apretarle los
senos hasta el amoratamiento. Borrada la ira. con voz clara. Inés
informó:
Jorge ha invitado a doña María de Hondegardo. la mujer del
Presidente, a visitar a Tunja...
-Magnífico.
-Oye lo peor: va a hospedarse en mi casa.
—No importa.
-Cómo que no importa, amor mío. Y ¿el pasadizo?
Pues cierras tu estancia y se acabó el problema.
-Josú: los hombres tienen las entendederas en un sitio donde
no les sirven. Mira, Pedro: lo más posible es que mi alcoba sea
destinada a la vieja santafereña.
-Tu alcoba ¿por qué?
-Porque es la mejor. Además, Jorge pretenderá mostrar a la
presidenta que los Voto dormimos en la misma cama.
-Joder.
-Bueno, Pedro de mi alma, no me enseñes malas palabras.
- Digo, querida: que eso no puede ser.
-Claro que no.
Inés, para calmarlo, le refirió el diálogo de esa noche con Jorge
y cómo ella se había opuesto enérgicamente a dar hospedaje a la
Presidenta.
Pedro, riéndose de su torpeza y de la habilidad de Inés, le pre-
guntó cuáles habían sido sus palabras para frenar el proyecto del
marido, a lo cual ella respondió:
-Muy sencillo: le dije que la mataría.
— ¿Y tú sabes matar? -preguntó Pedro entre sonrisas.
-Yo no sé matar, pero haría cuanto a ti te diera la gana, como
tú harías cuanto yo deseara.
300 Próspero Morales Pradilla
— ¿Inclusive matar?
—Pregúntatelo tú mismo.
Con el rabillo del ojo, Pedro Bravo de Rivera captó una mirada
de Inés, que le pareció tan ladina y peligrosa como la de los indios
de la Encomienda cuando resuelven bajar la vista, apretar el culo y
tomar decisiones imprevisibles. Abrazándola, le preguntó:
— ¿Cómo era tu madre?
—Era una india...
— ¿Cómo las de mi Encomienda?
—No: apenas recuerdo que andaba sin ropas por el mucho calor
de las playas y todavía siento la piel de su vientre cuando me alza-
ba para que mi padre no le pegara.
A la medianoche, Inés regresó a su alcoba, mientras Pedro, con
los párpados pesados por haber yacido dos veces, tuvo tiempo de
pensar en un plan tendiente a evitar la vecindad de doña María
de Hondegardo, aun cuando no le desagradaba la idea de tener
pasadizo común con la esposa del Presidente.
Como la propiedad de términos era savia de Tunja, tan pronto
como se supo el viaje de la Presidenta se alborotaron las genealo-
gías con dos versiones sobre el apellido de la preclara dama y,
desde luego, se formaron dos partidos antagónicos: el de quienes
sostenían, con los recursos de la tradición oral, que la visitante de
la ciudad sería doña María Dondegardo; y sus opositores, dispues-
tos a demostrar que se trataba de doña María de Hondegardo. A
los areopagitas les pareció más rancio y digno éste último apellido,
mientras los encomenderos y la plebe prefirieron el primero.
Consultado don Juan de Castellanos, para tener decisiones antes de
llegar doña María, optó por una salida sin compromiso, tibia y,
según algunos, cobarde:
-Considero —dijo el beneficiado en lo alto de su escalera al reci-
bir consulta del encomendero de Mongua— que mis estudios toda-
vía no abarcan la rama femenina, pues estoy dedicado a los varo-
nes ilustres de Indias sin tiempo para escudriñar el apellido de las
damas, así sean las más donosas de aquestos territorios puestos
bajo la corona de España y la fe católica.
Cuando el problema llegó a los predios de las criadas, la Torral-
va, montada en su propia sabiduría, sugirió:
-Quizá todo se arregle preguntándoselo a la madre que la parió.
La mortificación continuó durante varios días, pues no era sen-
sato recibir a una dama preclara sin poder aclamarla con todos sus
Los pecados de Inés de Hinojosa 301
nombres y apellidos, debidamente registrados en el protocolo de
Tunja. Por fortuna, dos hechos solucionaron el enredo:
El primero fue una inspiración del escribano Juan Ruiz Cabeza
de Naca, cuyo estro hizo correr la siguiente cuarteta:
Quizá se lame Hondegardo
O Dondegardo. ¡tal vez!
Y ya lo dijo un bastardo:
¡Sólo creo en la desnudez!
El segundo vino de donde debía venir: el portador de la noticia,
don Jorge Voto, quien, dudando para no situarse entre los dos
partidos, aseguró que en Santa Fe se le decía "María de Hondegar-
do" y ella aceptaba esta denominación, bien por elegancia de espí-
ritu o. acaso, por ajustarse a la verdad. Zanjadas las diferencias.
Tunja se dedicó a los preparativos de un recibimiento apoteósico
con el ánimo de probar cómo la verdadera capital del Nuevo Reino
debía ser este alto centro de cultura y no el villorrio de Jiménez de
Quesada. donde nunca vivió un emperador y ni siquiera cuenta con
la cuarta parte de las encomiendas entregadas a la nobleza tunjana.
Tres grupos se encargaron del gran proyecto: la clerecía, los enco-
menderos y los areopagitas. cada cual en su respectivo campo.
Sin practicar la humildad, los priores de San Francisco y Santo
Domingo estuvieron en diametral desacuerdo desde el principio de
sus discusiones sobre la manera como el clero debía participar en
el homenaje: el hijo del Santo de Asís consideró que el recogimien-
to y. acaso, una misa con bendición serían suficientes pues Dios no
estima las pompas del mundo sino el valor de las conciencias. El
hijo de Santo Domingo, sin contrariar la tesis del franciscano,
proponía una procesión del Nazareno, encabezada por las damas
de la correspondiente cofradía, para rematar en un Tedeum en la
Catedral, como ya se lamaba a la Iglesia Mayor. Los franciscanos
hicieron una acotación fuera de las reuniones de la clerecía, cuya
inopinada malicia encantó a los laicos: parece que los reverendos
padres dominicos desean mostrarle el Judío Errante a doña María,
pues el paso del Nazareno incluye al maléfico personaje.
Los encomenderos no tuvieron discrepancias, siempre los iden-
tificaba la sensualidad y consideraron, sin discusión, que la visita
de la Presidenta serviría para dos propósitos: afianzar el sabio siste-
ma de las encomiendas y ofrecer saraos con buenos vinos y amplias
oportunidades para pescar hembras.
Los areopagitas. por representar el exigente campo de la cultura,
tuvieron mayores contratiempos que los frailes. Cada grupo de
302 Próspero Morales Pradilla
artistas buscaba el lucimiento de su arte con menoscabo de sus
colegas. Narváez y Angelino Medoro propusieron pintar a doña
María con un fondo del escudo de Tunja y el lomo de la ciudad, lo
primero a cargo de don Alonso y, lo segundo, bajo la responsabili-
dad del italiano. Pero como Narváez quisiera agregar al cuadro la
miniatura de su virgen del Rosario, el proyecto se desmoronó bajo
la inculpación de egoísmo artístico, por lo cual los músicos toma-
ron lo que les correspondía, es decir, la batuta, tratando de refor-
zar el coro de los padres franciscanos, reuniendo laúdes, vihuelas,
tambores,flautasde boquilla y el repertorio de doña Isabel de
Lidueña, para interpretar en la Casa del Fundador un programa
de Palestrina, Orlando Lasso y Guerrero. La idea bajó de presión
cuando Jorge Voto anotó, estando, como danzarín, vinculado a los
músicos:
-Celebro sobremanera ese intento de alta cultura musical, pues
donde se halle Palestrina está el sonido del cielo, pero mi modesto
arte, tan solicitado en las cortes y otros sitios de alcurnia, necesita
la facilidad de las gallardas y aún de aires que corren por este Rei-
no en el tambor de los indios, para dar a la visita de la Presidenta
el contorno de lo regio.
Se iba a optar por una solución ecléctica cuando se oyó la voz
de don Juan de Castellanos:
—No discuto la bondad de la música, ni las contribuciones de los
pintores, pero si estos actos no pasan a la historia, con el recurso
de las letras, todo cuanto hiciéramos se perdería para las futuras
generaciones. Yo propongo una sesión solemnísima, durante la
cual se expongan a la Presidenta la excelsitud de Tunja. de su
cultura y de sus varones ilustres, para imprimir, después, el relato
de tanta maravilla.
Cabeza de Vaca, allí presente porque un escribano era, de hecho,
hombre de cultura, interrogó:
— ¿Y quién haría tan difícil relato?
Los ojos se clavaron en la frente y las narices de don Juan de
Castellanos, quien bajando humildemente la cabeza dijo:
-Si Dios Nuestro Señor me ilumina, acaso pueda corresponder a
vuestros deseos, tunjanos ilustres.
Así se perfiló con un poco de música, mucho de danza y el com-
promiso del Beneficiado, el programa inicial de la cultura ante el
viaje de la más alta dama del Nuevo Reino de Granada.
Luego, el nerviosismo se regó por las trescientas casas de Tunja.
poniendo en ebullición a sus habitantes, quienes estaban ciertos
Los pecados de Inés de Hinojosa 303
de ver muy pronto uno de los grandes momentos del siglo, entre
cuyas redes vendría, si doña María de Hondegardo caía en ellas, el
traslado de la Capital del Nuevo Reino a la única ciudad de estos
territorios donde la cultura y, para decirlo en una sola palabra, el
Renacimiento, había echado raíces.
El Corregidor, los alcaldes, los alguaciles y autoridades menores,
amén de los soldados de Encomienda junto con sus jefes, se reunie-
ron para atender el mayor problema frente a la visita: el agua. Si
doña María, como era previsible, solía bañarse cada semana, cual-
quier falla de los indios en el suministro debería ser subsanada ipso
facto. Además era indispensable la permanente limpieza de toda la
ciudad para darle brillo capitalino y, con la pequeña quebrada de
"Los Gatos" o, aun, el modesto cauce del río Chulo, no habría
agua suficiente para escobas, estropajos, trapos y cepillos si no se
tomaban disposiciones extraordinarias dignas de Tunja. Los enco-
menderos ofrecieron la única solución: traer indios de encomien-
das lejanas —Sogamoso, Ramiriquí, Onzaga, Turmequé—, para
incrementar el caudal en las casas de la ciudad, sobre la base de
aumentar chorotes y ollas.
El movimiento del comercio se multiplicó, especialmente el de
los mercaderes que traían de España y Cartagena paños, ropones,
lienzos, gerguetas, brocados y telas diversas, rapadas por las
damas principales. Hortensia de Godoy hubo de dedicar su botica
a la antigua profesión de costurera, improvisando empleadas, in-
cluida Martina de Zaino, que aspiraba a ser la mejor cortadora de
Tunja. Los tratantes, ordinariamente aprovisionados por los indios,
ofrecían en calles y plazas mantas, chumbes, mabres, camisas de
algodón, alpargates, calcetas. Engracia Amaya consiguió, con los
buenos oficios de Pedro de Hungría, quien traficaba con los enco-
menderos y con los frailes, vinos de España, frutas, quesos fabrica-
dos a la manera castellana, jamones cocidos como en las sierras de
Guadarrama, azúcar y miel. También aparecieron pescados y
vituallas secas de Cartagena.
Oficiales diversos se consagraron al trabajo como nunca antes
de esta noticia: plateros, sastres, herreros, curtidores, zapateros,
sombrereros, espaderos, silleros y aun el cantero y el confitero
laboraban de sol a sol como si se les viniesen encima las cruzadas.
También se tuvo cuidado de llenar las despensas para la comida
de los indios, que habían legado en legión, sobre todo aguadores.
Así hubo acopio de maíz, turmas, sal, ají, chicha e, inclusive,
harinas.
304 Próspero Morales Pradilla
Aun cuando en Tunja no había astrónomos, las gentes sabían el
ritmo de la temperatura y de los vientos mirando hacia Soracá y
hacia los barrancos en busca del sol o de la llovizna, indicadores
uno y otra de las condiciones atmosféricas. Los preparativos para
recibir a doña María de Hondegardo no impidieron a los tunjanos
consultar tales signos para evitar que la naturaleza pudiese deslu-
cir el fasto. Además el Corregidor, con el respaldo de cinco enco-
menderos, ordenó espiar las nubes a lo largo de las veinte y dos
leguas que separan a Santa Fe de Tunja. resultando de tal consulta
que doña María recibiría con más frecuencia los rayos del sol en
cuanto se fuera alejando de Santa Fe, lo cual indicaría el cuidado
de los tunjanos en todos los detalles de la vida.
Pero si la ciudad se alistaba al gran recibimiento, nadie había
solucionado el grave problema del hospedaje. Jorge Voto optó por
regalar a su esposa ropa recién legada y un collar de Hortensia,
que le costó más de quince clases de baile. Mirándola, con los
presentes en las manos, se arrodilló ante ella y le dijo:
-Amor de todos mis amores, estas son las galas que habrás de
lucir para hospedar en tu casa a la mayor dama del mundo: doña
María de Hondegardo de Díaz Venero de Leiva.
-Sabes que no.
— ¿No te gustan los vestidos?
—No me gusta la Hondegardo y he dicho que, de venir a mi casa,
la mato.
-Ya hablaremos cuando no estés exaltada.
Jorge, cuya principal virtud era el rápido juicio sobre las circuns-
tancias, sin obcecarse en sus planes, sintió perdida la batalla por el
máximo honor de la temporada y, antes de plantearse una solución,
pasó a la casa vecina, donde halló a su amigo el encomendero, don
Pedro Bravo de Rivera, encabritando un caballo recién legado de
Chivata, hijo de su yegua preferida y tan de buena fibra como ella.
Pedro, sonriente, salió al encuentro de Jorge:
— ¿Qué trae al ilustre bailarín por esta su casa?
—El deseo de saludaros, señor don Pedro, y la molestia de pedi-
ros consejo.
Jorge relató a Pedro cuanto Inés ya le había contado, advirtien-
do su sabia decisión de asustar, como lo había logrado, al medroso
marido. En este punto de la confesión, Pedro preguntó:
-¿Y cómo os puedo servir?
Los pecados de Inés de Hinojosa 305
—Diciéndome si compartís mi deseo de proponer a doña Isabel
de Lidueña el honor de recibir en su casa a la señora Presidenta.
Pedro frunció la frente como si se dedicara a pensar con profun-
didad, registrando para sí el prodigio de su suerte. Inés había logra-
do ahuyentar a la vieja no sólo del pasadizo, sino de la casa, con lo
cual impedía el peligro sin entregar el privilegio a ninguno de sus
competidores en el campo de la fama. Así su opinión fue franca:
—Habéis pensado bien, don Jorge. Mal rato nos hubiese dado a
todos doña Isabel de Lidueña si no fuese ella quien recibiera a su
notable amiga. Además, la vida de dos mujeres bajo el mismo
techo quita piso a las habladurías que os hubieran caído de ser vos
el anfitrión de doña María.
Abrazando a su rival, Jorge Voto declaró despidiéndose:
—Bendita sea, amigo mío. vuestra preclara inteligencia que no
en vano os ha dado holgura, prestancia y buen corazón.
Los dos se abrazaron, en el zaguán, con efusión y fraternidad
como si tuviesen entre ellos el cuerpo tibio, resbaloso y conocido
de Inés de Hinojosa.
Una comisión de hidalgos, de los cuales formó parte Jorge Voto
por haber sido el iniciador de la suprema visita, marchó a casa de
doña Isabel de Lidueña para solicitarle, en nombre de la gente
principal, que doña María de Hondegardo fuese su huésped, co-
rriendo por cuenta de los encomenderos los gastos del hospedaje.
Doña Isabel, con la emoción en forma de hipo, aceptó el duro
encargo, ofreció vino a los comisionados y, tras despedirlos, cayó
en un sillón rojo frente a la Virgen del Rosario con la digestión
interrumpida y el temblor de las personas que han visto al Mesías.
Esta recia mujer había nacido en un cortijo a orillas del Guadal-
quivir y casó con don Pedro Núñez de Cabrera, adelantado de Su
Majestad, con quien llegó al Nuevo Reino, estableciéndose en
Tunja. La mala fortuna la dejó viuda estando encinta, pero su
prestancia, una hermosura de buenas carnes en el rostro sesgado de
las andaluzas y el andar de las jóvenes que legan a la edad de las
canas sin perder el vaivén de las caderas, le dio. durante su virtuosa
viudez, el título más aburrido de la ciudad: ella fue el paradigma.
La mayoría de los tunjanos no sabía qué era "paradigma", pero
todos le encajaron el mote a doña Isabel, facilitando la unanimi-
dad en su elección como anfitriona de la Presidenta.
Fue atroz la primera noche de doña Isabel después de confiár-
sele el supremo encargo, porque la dicha también retuerce los
nervios y entorpece el sueño. A cada momento despertaba en su
306 Próspero Morales Pradilla
cama de sábanas olorosas a espliego, a pesar del humor un poco
ácido de su cuerpo que sólo soportaba el frío del agua en cinco
ocasiones al año: el Jueves Santo, el Jueves de Corpus, el Día de la
Asunción de la Virgen, el Día de Todos los Santos y en la fiesta de
Navidad. De tanto pensar en el honor conferido, llegó a una conclu-
sión dramática: se bañaría la víspera de llegar doña María para que
el cuerpo estuviese fresco como en la lejana época de los veranos
andaluces, cuando jugaba con otras mocitas a orillas del río.
En la madrugada no resistió más los encantos de la vida. Se
levantó, cobijándose con la mantilla y miró el cielo por la pequeña
ventana de su aposento. Quedó embobada con la cabeza echada
hacia atrás, los ojos escudriñando el firmamento y la extraña sensa-
ción de que las estrellas se movían, se movían rumbo a su casa.
Aspiró el aire, casi helado, y desvaneciéndose quedó dormida en el
suelo. Doña Isabel de Lidueña era, en esa mañana, la cabeza del
Imperio.
Como ya se ha dicho en esta historia, Hernán Bravo de Rivera
no parecía hermano de Pedro, pues cuanto éste tenía de varonil
hermosura resultaba desmirriado en la figura de Hernán. Sin
embargo, ambos coincidían en la pasión por las Hinojosas y Hernán,
respetando a Inés por ser mujer casada, se inclinó hacia Juanita a
pesar del noviazgo con su hermano. Durante los preparativos para la
bienvenida de doña María de Hondegardo, los hidalgos y las damas
principales solían reunirse más que de costumbre y, en una de esas
ocasiones, Pedro sorprendió una mano de Hernán agarrada al codo
izquierdo de Juanita mientras ella sonreía con la complacencia
propia de su putería. Pedro, entonces, ordenó al hermano seguirlo
y, a las volandas, lo llevó a su casa donde le habló sin dejarlo
sentar:
—Quiero repetirte hoy que Juana de Hinojosa es mi prometida
y no ha nacido el hijo de madre, así sea mi hermano, que pueda
rozar el codo de una mujer que yo pretenda. ¿Me entiendes,
Hernancillo?
-Yo, simplemente...
—Es más: en adelante quedas a mis órdenes, para bien o para
mal. De lo contrario, os apostrofaré públicamente y daré a conocer
la manera como has pretendido traicionar a tu hermano con una
mujer dada a mí en noviazgo.
-Exageras, Pedro...
-Es mejor exagerar a tiempo que matar a destiempo.
Los pecados de Inés de Hinojosa 307
—No digas barbaridades.
—Y tú no las hagas, Hernancillo.
-Eres tonto.
—Cuidado, eh... No hables tú de tontos, que son ellos quienes
pierden la cabeza. Además no olvides que tú existes, comes, duer-
mes, caminas y yaces, merced a tu hermano, el encomendero, el
dueño de Tunja: yo.
-El tonto eres tú —agregó Hernán—porque, en vez de vociferar,
debieras darle un abrazo a tu hermano.
—Y no más Juana de Hinojosa.
—Trataré...
—Tratarás, no. Lo harás. Agarra a la Paquita Niño, que conoce
todos los penes de Tunja y, acaso, le falta el tuyo.
—Bribón.
—Que se te va la lengua, Hernancillo. Anda en paz.
Los preparativos para la venida de la Presidenta no sólo compro-
metían mercaderes, sastres y cocineras, bajo la dirección de los
hidalgos y de los frailes, sino que, inclusive, los constructores resol-
vieron terminar algunas obras y resanar las ya deterioradas, así
fuese tan corta la vida de la ciudad. Hortensia de Godoy y sus nue-
vas empleadas no perdían tiempo: dos vestidos de brocado con
rosetones plateados para doña Isabel de Lidueña; una saya pálida
con jubón hombruno, pero abotonadura dorada, para Juanita de
Hinojosa; tres mudas completas, lo exterior carmesí, verde y lila,
para Inés; Paquita Niño prefirió ordenar dos camisones de dormir
con lazos sobre el corpino para amarrar y desamarrar fácilmente; la
señora del alcalde mayor optó por el negro con hilos de plata sobre
el busto. Los hombres compraban capas y calzones con buena bra-
gueta. A los indios les compraron chumbes. En fin: la ciudad vivía,
anticipadamente, el acontecimiento. La naturaleza intensificó las
lloviznas heladas, dejando lustrosos los barrancos de diversos colo-
res, desde la simple greda hasta los extraños terrones amarillos,
rojos y rosados. Sólo don Juan de Castellanos parecía impermeable
a la alegría de los espíritus y al desparpajo de los cuerpos, porque
le había legado noticia de que un tal Alonso de Ercilla acababa de
publicar la primera parte de una epopeya titulada "La Araucana".
Se decía, además, que Ercilla había sido paje de Felipe II y nunca
pensó don Juan que alguien de tan discreto origen pudiera ser su
rival en las crónicas de Indias, menos aún en forma de canto épico.
308 Próspero Morales Pradilla
Esta mortificación lo apartó del regocijo que bullía en almas tan
sórdidas como la de Pedro de Hungría, a la sazón amante de la Hie-
romina. El beneficiado sufría la desdicha de que Ercilla fuese
preferido por los impresores de España.
IV

D o ñ a María de Hondegardo p a s ó la Semana Santa de 1570 en


Santa F e . sometida al recogimiento y la templanza, para iniciar su
anunciado viaje a T u n j a el lunes de pascua, refrescada no sólo por
el sacramento de la c o m u n i ó n sino t a m b i é n por un b a ñ o con
yerbas en la alberca presidencial, a donde la servidumbre llevó agua
caliente mitigando la frialdad de los torrentes venidos de la monta-
ña. D o n A n d r é s D í a z Venero de L e i v a a c o m p a ñ ó la cabalgata de su
esposa hasta las vecindades de Guatavita. regresándose cabizbajo y
molesto por dejar a su mujer en tan peligrosa ruta. D o ñ a M a r í a ,
montada en " P e t r a r c a " , un alazán de las caballerizas oficiales,
h a b í a intervenido personalmente en el apero de su cabalgadura,
que no sólo constaba de j á q u i m a con los colores imperiales, brida
de largas riendas y silla de cuero castellano, sino t a m b i é n de jaeces
esmaltados, canutillo dorado y gualdrapa a la usanza flamenca.
E l s é q u i t o de la Presidenta fue escogido con el p r o p ó s i t o de enal-
tecerla frente a los tunjanos. Su dama de c o m p a ñ í a era d o ñ a M a r í a
de Orrego. viuda de A n t o n i o de Olalla cuyos hijos Alonso e Igna-
cio comandaban la escolta de tres'capitanes y treinta corchetes. E l
oidor J u a n L ó p e z de Cepeda representaba a la Real Audiencia; el
d e á n Francisco Adame designó confesor de d o ñ a M a r í a y visitador
de conventos al padre J e s ú s de Galarza. Dos lacayos, tres criadas y
un paje, completaban la caravana cuya primera jornada t e r m i n ó en
el poblado de las minas de sal.
E l padre Galarza c o n v o c ó a Rosario cuando el sol se ocultaba al
final de la planicie. Todos los jinetes echaron pie a tierra. D o ñ a
M a r í a r e s p o n d i ó las ave-marías del confesor y , en aquel sitio, anta-
ñ o p a r a í s o de los muiscas, se levantaron las plegarias cristianas
colocando sobre los ecos unas voces y un idioma ajenos a los viejos
habitantes, cuyos descendientes cargaban agua, b a r r í a n pisos y
lloraban hacia adentro por el resto de sus d í a s y de los d í a s de sus
hijos.
310 Próspero Morales Pradilla

T o d a Tunja, con e x c e p c i ó n de don J u a n de Castellanos, tres


enfermos, una parturienta, cuatro bobos y las criadas de cocina,
formaban una muralla humana en el sur de la ciudad cuando fue
avistada, el m i é r c o l e s de pascua, la caravana de d o ñ a María de
Hondegardo, envuelta en el polvo de las tierras secas como una
leyenda c a í d a de las nubes.
A l frente de los tunjanos en sendos caballos blancos estaba la
gente de alta prez: el alcalde mayor, don J e r ó n i m o de Carvajal,
v í c t i m a de agudo mal de pulmones, cuya tos fue el primer sonido
que o y ó d o ñ a M a r í a de Hondegardo al acercarse en su cansado ala-
z á n ; el encomendero Pedro Bravo de Rivera, quien seleccionó y
p r e s t ó los caballos t r a í d o s de Chivata: el c a p i t á n Francisco Salgue-
ro, enaltecido por la doble r e p r e s e n t a c i ó n de la milicia y de las
clarisas; el Padre Cayetano de Orejuela, p á r r o c o de la Iglesia Mayor
o Catedral, responsable de echar a vuelo todas las campanas bajo la
d i r e c c i ó n de Pedro de H u n g r í a ; y Jorge V o t o , el caballero que hizo
la solemne invitación a d o ñ a M a r í a . Uno o dos pasos atrás de esta
comitiva, con cabalgaduras de diversos colores, estaba el grupo de
las damas conspicuas encabezado por d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a en
brioso corcel negro, que contrastaba con la hermosa capa blanca
de la noble s e ñ o r a ; d o ñ a Inés de Hinojosa de V o t o , esposa a m a n t í -
sima del feliz invitante; y d o ñ a Mencia de Figueroa. anciana de
p á r p a d o s c a í d o s a quien los tunjanos identificaban con el Funda-
dor. E n t r e el resto de la p o b l a c i ó n y los privilegiados del recibi-
miento, marchaban al son de trompetas y p í f a n o s , a m é n de dos
tambores, cuarenta alabarderos bajo el mando de J e r ó n i m o Agua-
y o , lugarteniente de Tunja.
E l oidor L ó p e z de Cepeda e c h ó pie a tierra al tiempo con Jorge
V o t o , s a l u d á n d o s e de abrazo, pues ambos h a b í a n iniciado amistad
en Santa Fe. Los d e m á s varones de una y otra comitiva siguieron el
ejemplo de los dos amigos, menos los sacerdotes, que permanecie-
ron j u n t o a las damas en actitud hierática, si así puede decirse
t r a t á n d o s e de jinetes. D o ñ a Isabel de L i d u e ñ a pasando su caballo
por entre los peatones llegó frente a d o ñ a María de Hondegardo y.
con la solemnidad que faltó a los hombres, dijo:
—Sed bienvenida, señora Presidenta, a la m u y noble y muy leal
ciudad de Tunja.
- G r a c i a s —respondió d o ñ a M a r í a con igual solemnidad.
Luego, d o ñ a Isabel a c e r c ó su cabalgadura a la de d o ñ a María
de Orrego. y , alzando la voz para que todos oyeran la familiaridad
de su saludo, dijo:
Los pecados de Inés de Hinojosa 311

— ¡Es un privilegio volver a verte, M a r í a de m i alma!


- P r i v i l e g i o el m í o , Isabel querida.
L o s hombres, al darse cuenta de que h a b í a n pisoteado el proto-
colo, iniciaron la marcha hacia l a ciudad, mientras Inés de Hinojo-
sa trataba de acercarse a d o ñ a M a r í a de Hondegardo e Isabel, ha-
blando quedamente, le d e c í a a d o ñ a M a r í a de Orrego, tras una insi-
n u a c i ó n de é s t a :
—Es una mestiza.
Se refería, claro está, a Inés, pues era indispensable establecer,
desde el primer instante de ia visita, la diferencia no sólo entre la
nobleza y la plebe, sino t a m b i é n entre las blancas y el mestizaje.
I n é s , con el olfato de las indias, advirtió que la estaban poniendo
en entredicho y , aun cuando lo p r o n u n c i ó de dientes para dentro,
ai padre J e s ú s le p a r e c i ó haber o í d o que la mujer vestida de rojo,
con manto de mangas colgantes, sombrerillo de plumas y u n corpi-
no movedizo al ritmo de la r e s p i r a c i ó n , h a b í a dicho algo a s í como
"Maldita S e a " , d e s p u é s de clavarle contra la barbilla unos ojos de
fiera. Jorge t a m b i é n o b s e r v ó la mueca de su mujer, por lo cual le
p r e g u n t ó en voz baja:
- ¿ Q u é has dicho?
- ¡Nada!
-Maravillosa —agregó y a en tono normal— la presencia de d o ñ a
María de Orrego, como dama de c o m p a ñ í a de la Presidenta, porque
has de saber que procede de una familia portuguesa de p r í n c i p e s .
A h o r a sí podemos hablar de nobleza en Tunja.
— ¿Acaso tienen antecedentes parecidos a los tuyos, m i noble
caballero?
Por fortuna el oidor L ó p e z de Cepeda, y a jinete en su caballo, se
acercó a los esposos en discordia siendo presentado a Inés, desbor-
dándose en elogios de la dama, c u y a belleza anticipaba los encan-
tos de T u n j a y de sus mujeres.
Pedro Bravo o b s e r v ó el i n t e r é s del oidor por la mujer de V o t o
que. en realidad, era suya y tuvo un nuevo motivo para desconfiar
de la Real Audiencia establecida en Santa F e e integrada por vali-
dos incapaces de cultivar un t e r r ó n de tierra.
E l padre J e s ú s de Galarza e m p a r e j ó al oidor, al bailarín e Inés
pasando por entre barrancos rojizos y , m i r a n d o al grupo como si
pudiera abarcar el horizonte con sus intenciones, o r d e n ó :
—Señor oidor, quisiera ser presentado a esta gentil pareja.
Jorge se s o l a z ó de tener u n nuevo amigo en la clerecía, pero Inés
312 Próspero Morales Pradilla

sintió r e p u l s i ó n , se le a l b o r o t ó la sangre i n d í g e n a y r e c o r d ó sus


problemas con el sacramento de la penitencia, por lo cual b u s c ó a
Pedro Bravo con los ojos, t o p á n d o s e con los del oidor, quien, apro-
vechando el i n t e r é s de Jorge en el padre Galarza, l o g r ó decir a su
nueva amiga:
—Espero tener el honor de veros todos los d í a s .
— Y a os p r e s e n t a r é damas solteras, - r e p l i c ó Inés con la voz de la
virtud.
E n este punto del camino, los s a n t a f e r e ñ o s , casi al u n í s o n o ,
compartieron la e x c l a m a c i ó n de d o ñ a M a r í a de Hondegardo en
charla con d o ñ a Isabel y el Padre Cayetano:
—Es u n s u e ñ o llegado del cielo. ¿ V u e s t r a ciudad, s e ñ o r e s , es esa
maravilla colocada sobre la m o n t a ñ u e l a ? Bien vale un viaje tan
largo por llegar a estos muros que, aun desde lejos, e n s e ñ a n la
nobleza de su fábrica. Cuan grande es E s p a ñ a . Permitidme evocar,
desde estas alturas, a nuestro R e y don Felipe y a su presidente en
el Nuevo Reino, don A n d r é s D í a z Venero de L e i v a .
D o ñ a M a r í a h a b í a visto, al final de los barrancos, humedecida
por la llovizna que la h a c í a lustrosa, a T u n j a con sus calles que
formaban un cruce g e o m é t r i c o entre sí, tejas a la e s p a ñ o l a , algunos
techos pajizos y, entre las viviendas, subiendo hacia Dios, las torres
de Santo Domingo. A d e m á s a la ciudad no entraban las sementeras,
s e ñ a l a n d o la p é t r e a dignidad de E s p a ñ a , pero la rodeaban como un
manto verde que la presidenta llamaba patatas y los tunjanos cono-
c í a n con el picaresco nombre de " t u r m a s " . " E s una visión a u t é n t i -
ca del I m p e r i o " , c o m e n t ó el oidor, mientras Isabel de L i d u e ñ a se
pasaba por las narices u n p a ñ u e l o de encaje para disimular el orgu-
llo que se le h a b í a subido a la cabeza al sentirse d u e ñ a o, por lo
menos, arrendataria de tanta magnificencia.
Pasado el éxtasis, llegó a los o í d o s de los viajeros el t a ñ i d o de las
campanas tunjanas, iniciado por Pedro de H u n g r í a con los rejos de
la Catedral y multiplicado para los visitantes gracias a la manera
como el eco. participando en el recibimiento, m a r c ó los pasos de la
historia.
Esa noche, d o ñ a M a r í a de Hondegardo, desde el b a l c ó n princi-
pal de l a casa de d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a , a c o m p a ñ a d a por ésta y
por su dama de c o m p a ñ í a , s a l u d ó a la plebe amontonada en la
calle frente a la iglesia de Santo Domingo, al parecer escenario de
todo lo sublime que pudiera acontecer en T u n j a . A la Presidenta
no sólo le a g r a d ó la a d m i r a c i ó n de sus subditos oriundos de Espa-
Los pecados de Inés de Hinojosa 313

ñ a , sino la manera como los indios, en grupos de hombres y muje-


res agarrados entre sí, bajaban la cabeza en señal de sometimiento.
Una taza de chocolate, bizcochos cubiertos con espuma de la
clara de huevo y algunas hogazas de pan, fueron el ú n i c o alimento
recibido por la preclara dama antes de caer sudorosa, amoratada y
e x a n g ü e , en una cama de madera maciza en cuya cabecera sobresa-
lían las iniciales " I de L " . Cerró los ojos lentamente, q u e d á n d o l e
en la memoria un cuadro de Santa Cecilia con arpa enfrentado a su
lecho. L a s otras dos mujeres principales de la casa optaron por la
misma frugalidad y cada cual, a su manera, d e s c a n s ó del pesado
fardo de la h i p o c r e s í a ceremonial. L a servidumbre tuvo tiempo
para entrar en murmuraciones tras lavar la loza del refrigerio hasta
cuando el lacayo m á s antiguo i n d i c ó :
- E s t o va a ser bravo para nosotros y m a ñ a n a debemos madrugar.
D o ñ a María c r e y ó que y a h a b í a llegado a la Gloria Eterna al
despertar, muy temprano, con las campanas de Santo Domingo
metidas entre su cama gracias a la fuerza del sonido. A u n cuando
desde las cuatro de la m a ñ a n a le t e n í a n b a ñ o preparado, la Presi-
denta c o n s i d e r ó que no sería saludable b a ñ a r s e d e s p u é s de tan
duras jornadas, dejando el medicinal tratamiento para la víspera
del retorno. Se vistió con galas propicias a las ceremonias religio-
sas: de negro: el á m b a r gris p e r f u m ó su m u y discreto escote: u s ó
colorete tan tenue que el rostro apenas se i l u m i n ó con resplandor
de c r e p ú s c u l o ; y no t o m ó desayuno, porque iba a comulgar para
agradecer a Dios la fortuna del viaje. Esta d e v o c i ó n le produjo
aguda debilidad. E l programa del d í a -dedicado a la A c c i ó n de
Gracias— se iniciaba con misa cantada y Tedeum en el vecino tem-
plo de Santo Domingo, escogido por la unanimidad de los frailes
en r a z ó n de ser el m á s cercano a la casa de la Presidenta. C o m o la
misa era diaconada y el s e r m ó n estuvo a cargo de! prior, se emplea-
ron m á s de dos horas, incluido el T e d e u m , en la ceremonia, llegan-
do d o ñ a M a r í a a la segunda taza de chocolate de su estancia en
Tunja con tres horas de retardo frente a sus costumbres santafere-
ñas. L a s dos M a r í a s e Isabel de L i d u e ñ a fueron recompensadas, en
la mesa, no sólo con el cacao sino t a m b i é n con panecillos de m a í z ,
j a m ó n español, panes de dulce, huevos batidos en una inmensa
fuente de barro i n d í g e n a y los gloriosos bizcochos blancos. Y a
eran las once de la m a ñ a n a , hora de asistir a una nueva misa, esta
vez en el convento de San Francisco, donde, para asombro de la
feligresía, a p a r e c i ó fray Miguel de L o s Angeles, a quien todos los
tunjanos c r e í a n muerto d e s p u é s de haber sufrido en su juventud la
314 Próspero Morales Pradilla

p e r s e c u c i ó n del Demonio. F r a y Miguel era un venerable saco de


arrugas, no sólo por los a ñ o s vividos, sino porque el Diablo le
h a b í a dejado huellas de a n i m a d v e r s i ó n tan profundas que no pare-
c í a n salidas del pellejo, sino de los entresijos. A l t o , magro, filudo,
con la frente amplia y el h á b i t o r a í d o , fray Miguel e s p e r ó en la
puerta a la nobleza encabezada por d o ñ a M a r í a de Hondegardo y
la princesa de Orrego cantando, al verlas, la ú l t i m a i n v o c a c i ó n de
su vida:
- " P a t e r Noster...
L a s damas y buena parte de los caballeros, incluido Jorge V o t o
de brazo con Inés, cayeron arrodillados, pues no era sólo u n fraile
quien rezaba la m á x i m a o r a c i ó n de los cristianos, sino un vencedor
del averno, u n ser redivivo, una leyenda transformada en francisca-
no, con el toque de la ayuda celestial que, en vano, p o d r í a n atri-
buirse los dominicos en su lucha contra el J u d í o Errante.
E l coro franciscano, la grave a r m o n í a de las voces y el e s p í r i t u
de la orden, conmovieron a la Presidenta y a cuantos entraban en
el mundano ejercicio de comparar el acartonamiento dominico de
la madrugada con estas demostraciones de "las florecillas de San
F r a n c i s c o " . Jorge V o t o para hacer una frase inteligente a la salida
de misa, a l c a n z ó los o í d o s de d o ñ a M a r í a con estas palabras:
— " E n verdad, ilustre Presidenta, ni siquiera en Asís, que tuve el
privilegio de visitar en mis mocedades, me s e n t í tan cerca de la
D i v i n a Humildad como en esta memorable ocasión, enaltecida por
vuestra presencia e iluminada por la Gracia de D i o s " .
— G r a n d í s i m o hideputa, c o m e n t ó Pedro Bravo al escribano
Cabeza de Vaca cuando o y ó los a l m í b a r e s del h i p ó c r i t a b a i l a r í n .
Pero a l m í b a r e s o no, ese medio d í a lo mejor de Funja se s e n t ó a
manteles en el comedor de Jorge e Inés para compartir la mesa con
las invitadas de honor: las dos M a r í a s y d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a ,
quienes, a pesar del desayuno, despacharon buena parte de una
sopa a la gallega con ingredientes a b o r í g e n e s - c u b i o s . tallos y
hortalizas desconocidas—; las primeras gallinas sacrificadas en
T u n j a , sazonadas con ajo y algunas pizcas de la costosa pimienta;
turmas sin despellejar, anotando Jorge que no era necesario comer
alimento tan poco cautivante, pero que se presentaba en la a u t é n t i -
ca receta m u i s c a : rancho de pescado con g u a r n i c i ó n de aceitunas
un poco mustias por la distancia entre este Reino y las vegas de
A n d a l u c í a : empanadas de la Torralva, c u y o secreto v e n í a de los
m a r a ñ o n e s : y dulces de c a ñ a t r a í d o s de Vélez.
D o ñ a María agradecida y n o b i l í s i m a p r e g u n t ó por la cocinera
Los pecados de Inés de Hinojosa 315

para darle los parabienes, por lo cual hubo de presentarse la Torral-


va con el delantal arremangado, las carnes bamboleantes y la vista
fija en el rostro de la Presidenta, ante quien c a y ó de rodillas di-
ciendo:
—Vuesa Merced me perdone.
- L e v a n t a o s , mujer —dijo d o ñ a M a r í a con la donosura propia de
la nobleza— y sabed que vuestra cocina es digna de reyes.
L a T o r r a b a se r e t i r ó d e s p l a z á n d o s e arrodillada y en retroceso,
d i c i é n d o s e m u y para sus adentros: " ¡ J o d e r , me gané a la vieja!".
Desde el saludo a d o ñ a M a r í a , Inés de Hinojosa sintió desagrado.
Pero la escena de la Torralva, el fariseísmo y , sobre todo, el desde-
ñ a r al ama de casa felicitando a la criada la llenó de resentimiento
hasta el punto de decirle en voz alta a J u a n i t a en u n silencio de los
comensales:
—Lástima que nosotras no seamos cocineras para recibir tanta
bondad.
Isabel de L i d u e ñ a , l i m p i á n d o s e la boca con una servilleta borda-
da donde p o d í a leerse " I de V . " , c o m e n t ó al desgaire:
—Cada cual se acomoda a su rango.
E l padre Cayetano, moviendo la silla, hizo levantar a los pre-
sentes, tomando los caballeros el camino de la galería y las damas
el de la sala.
Jorge V o t o nunca supo c ó m o t e r m i n ó aquel convite, pues su
discreción y elegancia sufrieron tan rudo golpe con la insolencia de
Inés, que p r e f e r í a darse contra las paredes en vez de borrar, con su
h i d a l g u í a , el insulto a la Presidenta, c u y o ú n i c o comentario, de
regreso a su residencia, se lo hizo a M a r í a de Orrego:
- P o b r e c i t o el señor V o t o : tener que sufrir la plebeyez de su
esposa...
- E s una mestiza de origen desconocido y de la cual nadie habla
bien - a n o t ó la segunda María.
E l padre Cayetano a quien la sotana le caía como disimulo de la
barriga, puso todo su e m p e ñ o en que las v í s p e r a s y el Rosario de
la Iglesia Mayor opacaran las anteriores ceremonias religiosas.
C o n t ó con la ayuda de d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a , de don J u a n de
Castellanos y del Pedro de H u n g r í a . L a primera le p r e s t ó cuanto
utensilio de cristal o de plata pudiera necesitar para el lucimiento
de la sagrada mesa; el segundo fue, en realidad, el artesano del gran
s e r m ó n : y H u n g r í a se e n f r e n t ó a sacristía y rejos con la habilidad
propia de su v e t e r a n í a en muchas parroquias de Tierra Firme.
E n este templo, a ú n inconcluso, el padre Cayetano de Orejuela
316 Próspero Morales Pradilla

solo en el altar, sin d i á c o n o , sin monaguillo, sin adoratriz, c o n d e n s ó


toda la dignidad de la Iglesia C a t ó l i c a , A p o s t ó l i c a y R o m a n a , lle-
vando la a t e n c i ó n de la feligresía hasta el pulpito donde d e m o s t r ó
alílSima Calidad de Orador, repartiendo su h o m i l í a entre la conve-
niencia de orar a Jesucristo, la defensa de las buenas costumbres
"atacadas por algunos perdidos" y la estrecha u n i ó n de la Iglesia y
el R e y representados, en el santo lugar, por el p á r r o c o principal de
Tunja y la señora Presidenta del Nuevo Reino de Granada. E n otro
sitio, la m u l t i t u d hubiese aplaudido largamente las elocuentes pala-
bras del padre Cayetano, pero el silencio de los creyentes era de
palmas.
L a experiencia del alcalde mayor, don J e r ó n i m o de Carvajal, se
impuso entre los regidores, el escribano y los alguaciles, para lograr
un programa coherente el d í a viernes, cuando los. m á s directos
servidores de S u Majestad Felipe I I y , por consiguiente, del Presi-
dente Venero de L e i v a , t e n d r í a n a cargo los homenajes a la precla-
ra visitante. F u e , q u i z á , lo m á s austero, pero, al mismo tiempo, lo
m á s fecundo para el enaltecimiento de T u n j a : una sesión extraor-
dinaria del Cabildo, con asistencia de autoridades civiles, militares
y eclesiásticas; y u n a cena de doce cubiertos en casa del Alcalde,
a c u y a mesa se s e n t a r í a n , a d e m á s de los anfitriones, las dos M a r í a s ,
d o ñ a Isabel, d o ñ a Mencia de Figueroa, el oidor L ó p e z de Cepeda,
tres regidores, el C a p i t á n Olalla y u n alguacil. L a e x c l u s i ó n de los
encomenderos habida cuenta de su excesivo n ú m e r o en ciudad de
tanta importancia, fue de m a l recibo en la sociedad tunjana, mien-
tras la clerecía criticó que se excluyera al padre J e s ú s de Galarza.
Jorge V o t o p e n s ó en que lo h a b í a n puesto al margen de la cena
por el insulto de su esposa; y don J u a n de Castellanos estaba segu-
ro de haber evitado, con su ausencia, el f a t í d i c o n ú m e r o trece.
E l Cabildo sesionó, más tarde, en el locutorio de los francisca-
nos, adornado con los s í m b o l o s imperiales, transformado en salón
de audiencias con el a ñ a d i d o de sillas provenientes de las mejores
casas y , por capricho de fray Miguel de L o s Angeles, perfumado
con el incienso enemigo de las tentaciones. Filas de alabarderos
colocados a la entrada y j u n t o a los muros interiores, no sólo ase-
guraban el sitio contra atropellos sino que daban pompa al Cabildo.
E l discurso del Alcalde fue tedioso por su falta de originalidad
y la cascada voz del anciano. Por fortuna la tos, insistente, seca,
temible, i m p i d i ó la c a í d a de dos o tres alabarderos sometidos a la
imprudencia del s u e ñ o , que fue grato y permanente para d o ñ a
Los pecados de Inés de Hinojosa 317

Mencia de Figueroa. a quien todo se le perdonaba por la gloria de


sus parentescos.
L a sorpresa del d í a la dio d o ñ a M a r í a de Hondegardo, pues bien
conocían los tunjanos las virtudes de la Presidenta, su declinante
belleza, su afán de progreso y la manera como se e n t e r n e c í a al
paso de los indios. Pero nadie p e n s ó en que pudiera ser mensajera
de la m á x i m a noticia en los fastos de T u n j a . Por eso decenas de
ojos se salieron de las ó r b i t a s , d o ñ a Mencia se d e s p e r t ó , las lágri-
mas inundaron el suave colorete de d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a , los
pies de Jorge V o t o bailaron solos, el oidor L ó p e z de Cepeda g u i ñ ó
el ojo derecho a Inés de Hinojosa. don J u a n de Castellanos p i d i ó
pluma y papel, al Alcalde le vino el m á s grueso ataque de tos.
Pedro Bravo de Rivera se t o c ó la bragueta, el escribano Cabeza de
V a c a m o r d i ó los labios hasta echar sangre, fray Miguel de L o s Ange-
les a b r i ó los brazos en forma de cruz, el Padre Cayetano m u r m u r ó
latines, el prior de los dominicos b a b e ó su h á b i t o . J u a n i t a de Hino-
josa sintió cosquillas por todo el cuerpo, el pintor Alonso de
Narváez vio que un retrato de Felipe I I . puesto entre dos albarde-
ros. s o n r e í a , H e r n á n Bravo se s o n r o j ó y Pedro de H u n g r í a , atisban-
do desde la puerta, a p r o v e c h ó el estupor para cogerle el culo a la
Martina. L a noticia de d o ñ a M a r í a de Hondegardo p a r e c í a simple:
ella y don A n d r é s Díaz Venero de L e i v a , con el b e n e p l á c i t o de los
oidores, h a b í a n resuelto que la Real A u d i e n c i a del Nuevo R e i n o de
Granada sesionara seis meses del a ñ o en Santa F e y seis en T u n j a ,
si la Corte de Madrid así lo aceptaba. D e s p u é s de semejante mensa-
je, los tunjanos estaban ciertos de que tal reforma no d u r a r í a m á s
de dos a ñ o s , pues transcurrido el tiempo los oidores, el Presidente
y d o ñ a María p r e f e r i r í a n quedarse para siempre en Tunja, c u y a
cultura y abolengo no p o d r í a n compararse con la tosca Santa F e .
La ciudad se llenó de comentarios, propicios a las libaciones: E l
pintor Medoro, al tercer vaso de chicha, a s e g u r ó que T u n j a sería la
R o m a del Nuevo Mundo; Pedro Bravo, el escribano y el lugarte-
niente Aguayo, consideraron posible la i m p o r t a c i ó n de hembras
italianas, flamencas y francesas; don J u a n de Castellanos, esa
misma tarde, e s t u d i ó la manera de colocar a d o ñ a M a r í a entre "'los
varones ilustres de I n d i a s " ; Jorge V o t o vio escuelas de danza en
todas las calles de la nueva capital; d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a p e n s ó
en la posibilidad de traer t a m b i é n a Felipe I I para tener una Corte
de altura en T u n j a . Sólo la Torralva, con los pies bien puestos en
el suelo y moviendo la mantilla frente a Martina, quien le h a b í a
contado el atrevimiento de H u n g r í a , s e n t e n c i ó :
318 Próspero Morales Pradilla

— L a Real A u d i e n c i a sólo d a r á m á s mierda a este pueblo sin agua.


Los artistas del a r e ó p a g o invitaron a d o ñ a M a r í a de Hondegardo
la de Orrego y d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a a una merienda en casa de
UOíl J l i a n de Castellanos, para lo cual se hicieron asignar por las
autoridades, dentro de las festividades, el d í a s á b a d o en la tarde.
L a s viandas fueron solicitadas a Hortensia de G o d o y , quien a la
sazón h a b í a aumentado los servicios de su botica para incluir el
ramo de alimentos en casos excepcionales como éste de la abruma-
dora visita. A la casa del ilustre letrado llegaron j i c a r a s de chocola-
te, chorotes con agua de yerbas, pan de sal y de dulce, bizcochos
cubiertos de batido blanco, las insólitas brevas en a l m í b a r , dulces
de caña, docenas de huevos y carne suficiente. A d e m á s la cocina
fue ocupada por las criadas de d o ñ a Isabel bajo la d i r e c c i ó n de
Hortensia para servir esta merienda de campanillas.
Mezclada con los artistas, d o ñ a M a r í a fue homenajeada con un
privilegio que, a lo largo de los siglos, nadie p o d r á superar: el
pintor Alonso de Narváez sosteniendo en sus temblorosas manos
un gran cuadro se p l a n t ó ante la Presidenta sin hablar, imponiendo
u n silencio de gloria plena, como si y a hubiese traspasado el
umbrai de este mundo. E l cuadro, en verdad, era una manta de
a l g o d ó n tejida por los indios sobre la cual el inspirado artista de
Tunja h a b í a pintado, al temple, una imagen de la Virgen del Rosa-
rio, para cumplir con los deseos de don A n t o n i o de Santana, quien
sintió la presencia de la Virgen en un pueblucho llamado Chiquin-
q u i r á . donde h a b r í a de erigirse una iglesia sobre las ruinas del case-
r í o i n d í g e n a . L a obra del pintor tunjano representaba al N i ñ o Dios,
llevando un pajarito en la diestra, en medio de la ternura propia de
las apariciones. C o m o esta idea se d e b i ó al conquistador Santana, a
la derecha de la Virgen b r o t ó San A n t o n i o de Padua, honrando así
el nombre del primer c h i q u i n q u i r e ñ o . A la izquierda se c o l o c ó a
San A n d r é s A p ó s t o l para recordar a fray A n d r é s Jadraque, el
dominico que c o n t r a t ó al pintor N a r v á e z , cuya iniciativa h a b r á de
quedar para siempre en el acervo celestial de la comunidad domini-
cana: L a Virgen de C h i q u i n q u i r á , que es la m á s alta cumbre de la
pintura del siglo X V I en el Nuevo Reino de Granada.
D o ñ a M a r í a y sus amigas tuvieron mayores elogios para el arte
de la merienda que para la obra del pintor, porque nadie, a s í sea
una prebendada, está en capacidad de saber en presente cuanto
pueda depararnos el futuro. S ó l o Angelino Medoro, colega de
N a r v á e z , puso los puntos sobre las íes del porvenir:
Los pecados de Inés de Hinojosa 319

- L a Virgen del m i ó caro amigo sobrevivirá todas las tempesta-


des de l a é p o c a y a ú n llegará a lejanas centurias, cuando h a b r á n
desaparecido las v í r g e n e s de la faz de la tierra.
E l Padre Orejuela condenó, inmediatamente, las palabras finales
del pintor italiano, considerando que sólo la benignidad de la oca-
sión le i m p e d í a llevar tan d i a b ó l i c o s conceptos a conocimiento del
lejano Santo Oficio. L o s artistas pidieron permiso a l a Presidenta
para retirarse, llevándose consigo las sobras de la mesa. Q u e d ó , sin
embargo, el ú n i c o representante del arte de T e r p s í c o r e : el b a i l a r í n
Jorge V o t o . D o ñ a M a r í a de Hondegardo posando sus ojos sobre las
mejillas del valeroso maestro de danzas, p r e g u n t ó :
— ¿Y vos no p a r t í s ?
—Si Vuesa Merced así lo manda, así lo h a r é , pues ha sido tradi-
c i ó n de m i familia la fidelidad a Dios, a la C o r o n a y a la amistad.
—Enhorabuena —terció d o ñ a M a r í a de Orrego— porque así lo
t r a n s m i t i r é i s a vuestros hijos.
—Por desgracia, s e ñ o r a m í a , no los tengo.
—Quizá, en vuestro caso, yo no d i r í a "por desgracia", que es
tentar a Dios.
—Si vos lo d e c í s , me inclinaré ante vuestros designios.
Esa noche las dos M a r í a dialogaron largamente, antes de reco-
gerse, sobre el a r i s t o c r á t i c o porte, las grandes dotes y la caballe-
rosidad de don Jorge V o t o , a quien ambas admiraban y a no sólo
como hidalgo venido de lo mejor de E s p a ñ a , sino como hombre
atractivo cuyas palabras y cuyos ademanes cautivaban.
Jorge, a corta distancia del famoso pasadizo, no pensaba en la
l o z a n í a de las muchachas, sino en las a l t í s i m a s cualidades de d o ñ a
M a r í a de Orrego, viuda entonces, u n poquillo arrugada por el
o t o ñ o de la vida y la falta de b a ñ o , pero d u e ñ a de verdadera noble-
za y . sobre todo, amiga del matrimonio Venero de L e i v a , suprema
autoridad en el Nuevo R e i n o de Granada. Q u i z á su i n t e r é s por
aumentar las escuelas de danza lo llevaran, definitivamente, a
Santa F e . como quien dice a la sombra de las dos M a r í a s , una de
las cuales a ú n p o d r í a aprender nuevos pasos llevándola cuidadosa-
mente en sus brazos hasta caer en un lecho que los comprometiera
a ambos. Estas reflexiones, hechas entre el frío de sus s á b a n a s soli-
tarias, le indicaron mejor los defectos de I n é s : grosera en palabras
y actitudes: plebeya en los gestos; burda en los conceptos; dema-
siado ostentosa en el vestir: lasciva en el porte: desconsiderada
como esposa y frágil como mujer. A d e m á s , no le mostraba amor,
sino que. al contrario, le agradaba la separación de alcobas, d o r m í a
320 Próspero Morales Pradilla

en exceso y sus besos eran tan fríos como una bofetada. S i n embar-
go, no p o d í a abandonarla, n i siquiera tenerla al margen de su vida
en una ciudad donde ambos p e r t e n e c í a n a l a gente principal Pero
el p r o p ó s i t o de organizar bien la escuela de danzas en Santa F e ,
dPüíCÍftdole tiempo Suficiente y sin preocuparse por la de Tunja,
que p o d r í a regentar Paquita N i ñ o , le dio una sonrisa de beatitud y
le c e r r ó los p á r p a d o s , entrando a u n s u e ñ o sereno digno de cuantos
llevan limpia la conciencia, mientras Inés asomaba la cabeza al otro
lado del pasadizo, donde Pedro la t o m ó por los codos, la s u b i ó
hasta su boca y la b e s ó con p a s i ó n .
E n el resto de la casa todo giraba en torno a los problemas de las
mujeres, porque a J u a n i t a le h a b í a llegado la regla cuando se dispo-
n í a a salir con el escribano Cabeza de V a c a , quien la e s p e r ó , i n ú t i l -
mente, en la calle de las A n i m a s ; Martina le c o n f e s ó a Rodrigo que
hacia casi dos meses no menstruaba; y la Torralva sufría de agudos
cólicos. Q u i z á el diablo la castigaba por su vocabulario. Tales
hechos, desde luego, no suelen relatarse debido a la c i r c u n s p e c c i ó n
de los autores y al poco i n t e r é s de la gente por los f e n ó m e n o s de
la naturaleza. Pero en casa de Inés de Hinojosa, abierta siempre a la
verdad y a los rigores de la vida, estos detalles permiten establecer
el ritmo normal de la existencia y , sobre todo, advertir c ó m o los
malestares t a m b i é n forman parte de la historia.

Y llegó, al fin, la fecha de los saraos y las fiestas populares. Estas


comenzaron poco d e s p u é s del medio d í a , amenazadas por dos
nubes negras —una peligrosamente encima de T u n j a y , la otra,
sobre los á r b o l e s de Motavita—. H a b í a c u c a ñ a s en la plaza llamada
Mayor que, a su vez, estaba cercada para encerrar animales c o n el
p r o p ó s i t o de que los valientes los acometiesen. Varios encomende-
ros —Pedro Bravo de Rivera y J u a n de Madrid, entre e l l o s - , a s í
como el sacristán Pedro de H u n g r í a , entre los plebeyos, se inscri-
bieron para l a faena. L a Presidenta y sus damas ocuparon palco de
honor, hecho de l e ñ o s r ú s t i c o s cubiertos con estera tejida por los
indios y barandas sobre las cuales sus mantillas i n t e r f e r í a n las mira-
das de los curiosos. Jorge V o t o c o n s i g u i ó palco p e q u e ñ o para
sentarse con I n é s y J u a n i t a , pero la sobrina prefirió pasear en
torno a la empalizada en c o m p a ñ í a de Paquita N i ñ o , el escribano
Cabeza de Vaca y el oidor J u a n L ó p e z de Cepeda, soltando risota-
das que hicieron comprender a las mujeres virtuosas c u á n t a r a z ó n
tuvieron los sacerdotes para abstenerse de participar en estos rego-
cijos pecaminosos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 321

L a m u l t i t u d , acaballada en los palos de las grandes talanqueras


que formaban u n redondel cuadrado, así parezca cosa de brujas se
s o m e t í a n a las incomodidades por dos motivos principales- el estí-
m u l o de vinos y chicha; y el anuncio de una corrida de toros, A i a s

tres de la tarde salió el primer toro de la dehesa de Chivata. D o n


Pedro Bravo de Rivera, con los colores de su E n c o m i e n d a —rojo y
negro— lo esperaba al frente de una cuadrilla noble, integrada por
los encomenderos de T u n j a , Mongua y Sogamoso, en un corcel
blanco cubierto con c a p a r a z ó n rojinegra, l a ancha frente en alto, el
cabello suelto, la virilidad concentrada en la mirada, lanza en ristre
y luciendo una camisa bordada por Hortensia de G o d o y sobre
c u y o pecho a p a r e c í a n , por primera vez en p ú b l i c o , las armas de
Chivata, copiadas de la h e r á l d i c a e s p a ñ o l a por consejo de Inés.
D o n Pedro se e n f r e n t ó a la bestia cuando a c e r t ó a pasar frente al
palco de Jorge V o t o y, si nadie a d v i r t i ó la fiereza interior del enco-
mendero, él no supo, en ese instante, si con una lanza a c o m e t í a
al c o r n ú p e t o o al cornudo. Luego, e c h ó pie a tierra y lo t o r e ó con
valor, mostrando al p ú b l i c o unos cojones que se salían de la
bragueta a fuerza de resistir la voluntad del hombre. I n é s sintió
c ó m o el valor de Pedro la p o s e í a y , casi s u b i é n d o s e a la baranda,
gritó:
— ¡Ole por los hombres de verdad!
E s t a e x p r e s i ó n llegó al palco de la Presidenta, quien s u s u r r ó a
M a r í a de Orrego:
- ¡Qué mujer tan vulgar!
- D o n Jorge es u n santo.
- Y a lo creo. Y el otro u n atrevido.. ¿ C ó m o se llama?
—Pedro Bravo de Rivera.
—Es u n encomendero, ¿verdad?
Pedro dio media vuelta a la plaza, recibiendo v í t o r e s especial-
mente estruendosos en u n a esquina, donde estaban Pedro de
H u n g r í a , la Hieromina, la Torralva y el lugarteniente Aguayo. E l
grito de la Torralva le hizo recordar la sal de sus antepasados:
- B e n d i t a sea la madre que te p a r i ó , don Pedro de m i alma.
U n corchete o r d e n ó silencio a la plebe para ver c ó m o el valeroso
caballero tomaba estoque y muleta, e s c u p í a y abriendo los brazos
brindaba el toro:
- A todas las hermosas de esta plaza —pensando en que Inés lo
entendería.
Luego dio varios pases de muleta al toro y , c u a d r á n d o s e a la
manera valenciana, tuvo el coraje de clavarle el arma cerca del
322 Próspero Morales Pradilla

morrillo, lo cual s a t u r ó el pecho de Inés h a c i é n d o l a saltar a la arena


y cayendo al suelo por falta de pericia. Allí la alzó Rodrigo Zaino
y, entre generales cuchicheos, fue regresada a su palco, h a b i é n d o l e
visto los varones no sólo la punta de sus escarpines de raso sino
t a m b i é n los tobillos y el vestido rasgado cerca de la teta izquierda.
D o ñ a M a r í a de Orrego i n t e r r o g ó a d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a con
ojos inquisidores:
- ¿ A esa mujer la r e c i b í s en sociedad?
- E s la esposa de don Jorge V o t o .
—Pero se porta como una barragana.
Cabeza de V a c a y L ó p e z de Cepeda dejaron a sus damitas, entra-
ron a la plaza y , con el fervor h i s p á n i c o c o r r i é n d o l e s por la piel,
agarraron a Pedro Bravo, lo alzaron en hombros y con u n grupo de
empleadillos y mozos de cuadra lo llevaron en triunfo alrededor
de la plaza, d e s p u é s de haber sido rescatada Inés. A falta de banda,
el pueblo c o r e ó canciones de fiesta, mientras el encomendero de
Sogamoso se aprestaba a una nueva faena y Pedro Bravo s u b í a al
palco de Jorge V o t o sin ser invitado, pero con la seguridad de los
grandes de E s p a ñ a reencarnados en los valientes del Nuevo R e i n o
para gloria del Imperio.
Esa noche t e n d r í a lugar el primer sarao de gala en casa de d o ñ a
Isabel de L i d u e ñ a . p r e s e n t á n d o s e , entonces, una grave dificultad
por la conducta de Inés durante la corrida de toros. D o ñ a M a r í a de
Orrego impuso la decisión de que "esa mujer" no fuese recibida,
advirtiendo c ó m o el virtuoso Jorge V o t o t e n d r í a las puertas abier-
tas, a pesar de las liviandades de su esposa. Jorge fue notificado de
esta decisión, adoptada por la Presidenta, l l e n á n d o s e de ira contra
Inés, pero dispuesto a acatar la orden con la certeza de ser justa,
oportuna y merecida, sin saber que Pedro, informado por la servi-
dumbre, había resuelto organizar fiesta ligera en su encomienda de
Chivata invitando, desde luego, a Jorge e Inés, porque la ú n i c a
manera de combatir los excesos del poder es con el cinismo. Gracias
a esta estratagema social, los tunjanos se dividieron en dos grupos:
los del sarao oficial y los de la fiesta del encomendero. Natural-
mente, Jorge fue partidario del primero e Inés de la segunda, solu-
c i o n á n d o s e s a l o m ó n i c a m e n t e cuanto h a b í a sido un embrollo en la
mente de las dos M a r í a s . A s í , Jorge, vestido con j u b ó n c a r m e s í
de botones negros, cuello h e r m é t i c o , r o p ó n de velludo, zapatos de
raso y sombrero plano, e n t r ó solemne y acompasado a la residen-
cia presidencial, p o s t r á n d o s e a ios pies de d o ñ a María de Honde-
gardo. Luego, hizo gala de su p r o f e s i ó n al bailar con d o ñ a María de
Los pecados de Inés de Hinojosa 323

Orrego una gallarda y u n ""pie de gibacT. llevando a la o t o ñ a l


princesa prendida al p a ñ u e l o apenas sostenido por los dedos de SU
mano derecha.
L a tiesta de Chivata sólo c o m e n z ó d e s p u é s de que d o ñ a María
ÜT (jüZ/ílan. íliadre del encomendero, viajó a Tunja para asistir al
sarao oficial. L a distancia entre T u n j a y la E n c o m i e n d a , fue reco-
rrida por una caravana de encomenderos, damas y servidumbre,
c u y a sed. a pesar del frío, se apagaba con los vinos cargados en
m u í a s . E l baile, propiamente, no tuvo comienzo, pues al llegar a la
casa todos los invitados bailaban y a en sus cabalgaduras. I n é s hizo
cabriolas tan pronto se a p e ó y , moviendo las caderas, bailó sola
una danza italiana al son de vihuelas, p í f a n o s , tambores y unas
totumas llenas de piedrecillas. Paquita N i ñ o y J u a n i t a de Hinojosa
superaron la danza de I n é s , porque eran verdaderas alumnas de
Jorge V o t o y , a d e m á s , s o l í a n ensayar en la botica de Hortensia
de G o d o y , quien animada por los vinos, resolvió organizar, allí
mismo, u n baile de disfraz a la usanza italiana. C o r t ó papeles para
hacer antifaces, les puso a las mujeres los jubones de los hombres y
a é s t o s las mantillas de las damas, p r o d u c i é n d o s e u n a verdadera
batalla entre los dos sexos, e m p e ñ a d o cada cual en rescatar sus
prendas.
A la diez de la noche, cuando l a caravana de los encomenderos
apenas llegaba a Chivata, Jorge V o t o regresaba a su casa d e s p u é s de
dejar en el o í d o de d o ñ a M a r í a de Orrego, estas palabras premo-
nitorias:
- S ó l o la muerte, s e ñ o r a rnía, p o d r á impedirme que algún d í a
sea digno de vuestras miradas y de vuestros consuelos.
A lo cual r e s p o n d i ó la alta dama:
—Callad, hidalgo don Jorge, el m á s hidalgo de los hidalgos.
\ oto p e n s ó en dejar sin cerrojo l a puerta de su casa para evitar
:.dalos. Pero haciendo u n c á l c u l o de conveniencias, c o n s i d e r ó
que si Tunja, incluyendo a sus ilustres visitantes, registraba la hora
de regreso de u n a esposa sin marido y sin lacayo, lo h a r í a m á s
desgraciado a ojos de d o ñ a M a r í a de Orrego y , acaso, m á s cercano
a las decisiones de su c o r a z ó n . Jorge V o t o c e r r ó las puertas, revisó
ventanas, m i r ó la v a c í a alcoba de Inés, c e r r á n d o l a t a m b i é n por
fuera, y se a c o s t ó seguro de que a m a n e c e r í a con aureola de santo.
Pedro e I n é s se fugaron de su propia fiesta y , sigilosamente,
llegaron a T u n j a . procurando no ser vistos. A m b o s entraron a casa
de Pedro, yacieron con premura y la mujer, desnuda, u t i l i z ó el
3 24 Próspero Morales Pradilla

pasadizo para llegar a su alcoba, donde se puso u n c a m i s ó n y se


durmió encerrada en las verdes cortinas de su lecho.
S ó l o por la tarde, d e s p u é s de saludar a Pedro Bravo en la calle
del Ventorrillo, Jorge subió a zancadas las escaleras de su casa,
MIO ü Pliería de Inés y la halló dormida como si hubiera pasado
allí la noche, l a m a ñ a n a y el e s c á n d a l o . Algo le h a b í a fallado en sus
cálculos. De manera insólita h a b í a perdido l a aureola de santo sin
comprender c ó m o su mujer h a b í a logrado acostarse, volando sobre
cerrojos, paredes gruesas y puertas intactas. C o m o Jorge no c r e í a
en brujas, siempre provechosas en caso de enfrentarse a lo incom-
prensible, o p t ó por pensar en que I n é s se h a b í a escondido cuando
él la b u s c ó en su alcoba al regresar del sarao y así resultaron inúti-
les sus precauciones. Pero u n a pregunta se le a t r a v e s ó :
— ¿ P o r q u é seguía durmiendo?

L a fiesta de Chivata d e s e m b o c ó en algo propio de la historia de


T u n j a y , acaso, definitivo para enterrar el proyecto de que la Real
Audiencia sesionara en tan atrevida ciudad. Pedro de H u n g r í a
a p r o v e c h ó el bullicio para agarrar en u n r i n c ó n de las pesebreras a
Martina, quien a c o m p a ñ a b a a su ama, romperle el sayo, cortarle
los cintillos de los calzones con su daga y, luego, amenazarla de
muerte si no guardaba silencio, a b r í a las piernas y se refocilaba con
él. C o m o Martina lanzara u n leve gemido, otras dos parejas que
y a c í a n sobre las pajas del establo vecino se acercaron y , aprove-
chando la oscuridad, se f o r m ó con las tres mujeres y los tres
hombres un gran coito de manera que Martina, triste, averiada y
casi sin prendas, nunca supo cuál era el pene que le h a b í a entrado.
L a fiesta siguió hasta que se llenó de borrachos dormidos. Regresa-
ron por grupos a Tunja y como Martina no encontrase a su ama,
fugada desde temprano, salió a pie, con u n terrible dolor en el
pecho, rasguñada, temblorosa y con todas las nubes negras de
todos los tiempos metidas en su p e q u e ñ o cerebro. No sabía a
donde iba, pero pisaba u n camino con huellas de caballos e indios.
A ratos dejaba la senda y s e n t í a que las malezas le h e r í a n los tobi-
llos, llegando algunas hasta la cara. Entonces, retomaba la ruta
v i é n d o l a movible e insegura como si no fuera ella la caminante,
sino alguien endiablado que s a c u d í a el piso. Trataba de poner en
orden sus recuerdos, pero se le centraban en el ardor de la vulva y
sólo pensaba en su c o n d i c i ó n de pecadora, de impura, de infiel.
V o m i t ó el vino, la chicha y el rencor, salpicándose los pies y parte
de la falda rota, quedando allí los rezagos de su fiesta en forma de
Los pecados de Inés de Hinojosa 325

engrudo amarillento agarrado a la tela. Quiso mirar hacia el cielo


en busca de Dios, pero el e s t ó m a g o revuelto le i m p i d i ó hacerlo
E r a un bicho de la tierra andando sobre un muladar sin religión
sm amigos, sin honra. P e n s ó en Rodrigo su marido, el ú n i c o hombre
ü p o s e y ó con amor, fundidos los dos en una sola vida, indivi-
sibles, felices. L l o r ó por todo lo perdido, por Rodrigo, por sí
misma y, s i n t i ó , luego, los dientes unos contra otros como deben
sentir los perros cuando van a morder. E l l a t a m b i é n iba a morder,
tan pronto como apareciera el Pedro de H u n g r í a , sacristán hidepu-
ta, mala sangre de los infiernos, parido por las culebras, mierda.

A d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a no le g u s t ó que, entrada y a la noche,


dos mujeres poco recomendables en la buena sociedad llegaran a su
casa en busca de d o ñ a M a r í a de Hondegardo. Pero si .la Presidenta
lo autorizaba al terminar los misterios dolorosos del rosario, no
p o d r í a impedirlo. A s í fue como Paquita y Juanita, ambas vestidas
con falda ancha, corpino ajustado y gorgueras, la una de negro y ,
la otra, de verde jaspeado, fueron recibidas por la Presidenta,
M a r í a de Orrego e Isabel de L i d u e ñ a . D o ñ a M a r í a de Hondegardo,
con voz y ademanes cortesanos, dio la i m p r e s i ó n de continuar el
diálogo venido de a t r á s :
—Isabel no ha podido entender c ó m o A n d r é s , m i marido, halló
una piedra verde en el buche de una gallina.
—Imposible — c o m e n t ó la L i d u e ñ a .
— L a m a t a r í a —argüyó J u a n i t a con m u y poca fortuna.
- ¡ N a t u r a l m e n t e ! —sentenció la de Orrego.
- P e r o lo curioso - c o n t i n u ó la P r e s i d e n t a - es que la tal piedra
tiene mucho valor y m i esposo ha sabido que los indios muzos las
llevan colgadas al cuello.
—Los indios, señora Presidenta, se cuelgan cualquier piedrecilla.
—anotó Paquita con generosa sonrisa.
- B u e n o , pues: hela a q u í . . .
Y d o ñ a M a r í a de Hondegardo m e t i ó en el seno su diestra, y a
manchada por algunas pecas, y sacó una bolsa de seda. De ésta salió
la famosa piedra verde del t a m a ñ o de u n m a í z . D o ñ a M a r í a la colo-
có entre el pulgar y el í n d i c e de su mano derecha y la ofreció a la
c o n t e m p l a c i ó n del grupo. Luego, agregó con una sonrisa de supre-
ma bondad:
- I s a b e l , amiga m í a , hermana m í a , guardad esta piedra como
recuerdo de m i estancia en Tunja. Quizá tenga algún valor a d e m á s
del de la amistad.
326 Próspero Morales Pradilla

—Con tu amistad basta.


Paquita c o m e n t ó :
- E s a piedra no sólo es bella sino que será el mejor recuerdo de
fJOíia María, por lo Cual me parece inoportuno hablaros del afán
que nos ha t r a í d o a esta noble casa.
—Decidlo, por favor - p i d i ó l a Presidenta.
—Es el caso d o ñ a M a r í a , que ha desaparecido una criada de J u a -
nita de Hinojosa, a q u í presente. Venimos, pues, a pedir la orden de
vuesa merced para que la justicia busque a la desaparecida.
— ¿ C ó m o se llama?
—Martina de Zaino, esposa de u n joven lacayo de don Jorge
V o t o , venido con él desde l a G o b e r n a c i ó n de Venezuela.
A l o í r el nombre de Jorge V o t o , M a r í a de Orrego puso cara de
i n t e r é s y y a iba a dar consejo cuando la Presidenta c o r t ó :
—Pasaré vuestra denuncia al s e ñ o r Corregidor.
—Gracias —corearon las visitantes.
— ¿Algo m á s ? - p r e g u n t ó d o ñ a Isabel.
Inmediatamente l l a m ó dos lacayos para que a c o m p a ñ a s e n a J u a -
nita y Paquita de regreso a su casa.
Pedro Bravo de R i v e r a fue a la sacristía de la Iglesia Mayor,
hallando a Pedro de H u n g r í a y a la H i e r o m i n a e s t á t i c o s como si se
hubieran untado polvo de siglos.
— ¿ Q u é pasa? —preguntó el encomendero.
—Esta india celosa...
- F u e él, fue él...
— ¡Por m i l diablos, hablad Pedro de H u n g r í a !
E l sacristán m i r ó airado a la Hieromina, a p a c i g u ó luego los ojos
y con humildad se dirigió a Bravo de R i v e r a :
—No sé, no sé c ó m o contarlo a vuesa merced...
- S i n rodeos, ¡carajo!
- Q u e la Hieromina vio una mujer c a í d a en las laderas de Soracá
y los dos fuimos tras el espanto, encontrando el cadáver de la
Martina entre piedras y malezas.
— ¿La Martina? ¿La criada de Inés?
—Sí, vuesa merced.
— ¿Qué pasó?
—Cayéndose sola —dijo la Hieromina.
—Tal vez — c o m e n t ó H u n g r í a .
—¿Y d ó n d e está el cadáver?
- N o lo hemos tocado, vuesa merced, y a hiede.
Los pecados de Inés de Hinojosa 327

L a trágica muerte de Martina llenó de temor a los tunjanos A


d o ñ a M a r í a de Hondegardo llegó la o p i n i ó n de u n a tal Torralva:
- E s o pasa por traer indias del Cabo de la Vela.
Hubo tres versiones callejeras sobre la muerte de la Martina:
según ¡a primera, h a b í a sido asesinada por Pedro de H u n g r í a ; la
segunda, indicaba que fue la H i e r o m i n a quien la m a t ó ; y , la terce-
ra, s o s t e n í a que la pobre mujer h a b í a rodado hacia el abismo por
exceso de chicha. E l oidor J u a n L ó p e z de Cepeda llamado a dar
consejo a la Presidenta, c o n c e p t u ó :
- N a d i e p o d í a tener i n t e r é s en matar a esa pobre muchacha, que
ha sido v í c t i m a de su propia estupidez.
D o ñ a María no d i c t ó sentencia porque tal menester era propio
de los hombres, pero acogió el concepto del ú n i c o oidor de la Real
Audiencia presente en aquella desgraciada villa y se dio por acci-
dente lo que hubiera podido ser maldad de S a t a n á s o vileza de los
hombres.
Sólo a Rodrigo Zaino se le c a m b i ó la vida de manera que cuanto
h a b í a sido sol, ternura y bondad se le t r a n s f o r m ó en noche, rencor
e ira. D e s c o n f i ó del mundo, incluyendo a su amo Jorge V o t o , se
puso taciturno como los indios, afiló su daga y se dispuso a matar.
No sabía a quien d e b í a matar, pero estaba cierto de que a su Marti-
na la h a b í a n sacrificado sin que a Jorge V o t o le importase. Rodri-
go advirtió, entonces, que su amo h a b í a demorado demasiado
tiempo entre Carora y Pamplona, r e c o r d ó el asesinato de Pedro de
Avila y el segundo matrimonio de Inés de Hinojosa. Pero t a m b i é n
p e n s ó en la horrible cara de Pedro de H u n g r í a y sus babas de lasci-
via cuando miraba a Martina. ¿ D e b e r í a matar a uno. a tres, a cinco?
Dos d í a s d e s p u é s del entierro de Martina fue en busca de Hieromi-
na. L a encontró sentada en el atrio de la Iglesia Mayor como centi-
nela de Pedro de H u n g r í a . L a e n f r e n t ó y le dijo:
— ; T ú la mataste?
-¡No!
- E n t o n c e s , ¿fue Pedro de H u n g r í a ?
-No.
- ¡Dilo!
- C a y ó sólita.
— ¡Mientes!
-No.
- ¡Te m a t a r é !
—Ño mates a Pedro.
Rodrigo p e n s ó en que Pedro de H u n g r í a h a b í a matado a la Mar-
Próspero Morales Pradilla

tina, sin entender los motivos, a menos de que la hubiese pretendi-


do por la fuerza. S í , la quiso violar el muy hideputa. Asiendo a
Hieromina por el brazo derecho. le dijo:
- j L o voy a matar!
L a mujer le agarró las manos, e n d e r e z á n d o s e y cayendo, final-
mente, a sus pies. Rodrigo c o r r i ó hacia la sacristía y la Hieromina
gritó:
— ¡ S o c o r r o , auxilio!
A las voces de la mujer acudieron dos corchetes, que oraban en
la Iglesia, entraron a la sacristía hallando una daga en el suelo y a
los dos hombres trenzados en furiosa pelea.
—Quería matarme - d i j o Pedro.
L o s corchetes apresaron a Rodrigo Zaino y éste vio negro el
porvenir. L a vida le h a b í a llegado hasta ese instante. L a muerte no
sólo consiste en fallecer sino t a m b i é n en perder, para siempre, el
gusto de cada d í a . A Rodrigo se le h a b í a n acabado los a ñ o s de
e n s u e ñ o , para caer en la é p o c a de las cosas iguales desde la m a ñ a n a
hasta la noche.
Pedro de H u n g r í a dio el m á s avieso de sus testimonios ante el
alguacil Diego de Calvo:
- E l muchacho no es culpable de i n t e n c i ó n , porque lo m a n d ó
Jorge V o t o , el verdadero criminal.
Sólo la i n t e r v e n c i ó n de la Presidenta, asistida por su dama de
c o m p a ñ í a , i m p i d i ó el apresamiento de Jorge V o t o , acusado por un
t r u h á n llegado a Tunja sin antecedentes, ni recomendaciones.
D o ñ a María de Hondegardo c o m e n t ó a d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a :
—Andrés y yo hemos querido acoger la idea de que la Real
Audiencia sesione seis meses al a ñ o en Tunja. C o n e s p í r i t u abierto
he venido, hallando a q u í , fuera de los santos sacerdotes, sólo dos
e s p í r i t u s nobles: el tuyo y el de don Jorge V o t o . L o d e m á s es la
indecencia de los encomenderos y de las mujerzuelas que los acom-
pañan.
- E s cierto - r a t i f i c ó d o ñ a M a r í a de Orrego.
- E x a g e r a s un poco, María de Hondegardo. a n o t ó Isabel. A q u í
hay arte, buenas maneras, gente de alta prez y no puede medirse la
nobleza de T u n j a por un sacristán desconocido o algún encomen-
dero libertino.
- S i tú lo dices, seré m á s cauta en mis conversaciones con
A n d r é s , cuando regrese a Santa F e . Pero, a d e m á s de la falta de
buenas maneras, hay j u d í o s errantes que andan de noche, mujeres
asesinadas en los cerros cercanos, sacristanes con figura criminal y
Los pecados de Inés de Hinojosa 329

mucha concupiscencia, a m é n de b r u j e r í a s en la casa de una tal


Hortensia de G o d o y . porque de todo me he informado, m i querida
Isabel.
Jorge V o t o hizo visita solemne a las dos M a r í a s con el p r o p ó s i t o
de agradecer su intervención a! ser acusado. E s t u d i ó los pasos de la
solemnidad, que son reposados, para entrar a la casa de d o ñ a Isabel
de L i d u e ñ a con la prosapia a flor de piel y dispuesto a ganarse a la
m á s conspicua señora del Nuevo Reino, adivinando la manera
como el c o r a z ó n de su dama de c o m p a ñ í a se h a b í a encabritado, a
m a ñ a n a y tarde, por el hidalgo caballero cuya escuela de danza no
significaba bajeza de p r o f e s i ó n sino c a t e g o r í a cortesana. D e s p u é s
de ser anunciado, las dos M a r í a s lo recibieron en la sala de Isabel
en cuya pared frontal h a b í a sido colgado Venero de Leiva, es decir,
se c o l o c ó un retrato del ilustre Presidente, t r a í d o por d o ñ a María
para la casa de Jorge V o t o , pero cambiado de destino en aras de las
circunstancias. E l retrato iba bien con las sillas de cuero templado
y no desentonaba frente a un sofá toscamente forrado por los
indios con mantas que le daban tono propio de la Conquista, aun
cuando y a hubiesen transcurrido varios a ñ o s de la Colonia. L a due-
ña de casa h a b í a puesto sobre una mesa redonda dos bellas mace-
tas de geranios, que posiblemente m o r i r í a n por falta de luz y agua,
pero vivirían mientras allí morara la m á s preclara dama de estos
territorios. D o ñ a María de Hondegardo e x t e n d i ó la diestra para
que Jorge la besase, lo cual hizo el bailarín con primor pues el beso
ceremonial era uno de sus mejores adornos. Luego t e m b l ó delibe-
radamente al realizar el mismo rito en la mano de d o ñ a María de
Orrego. quien t e m b l ó de verdad e, inclusive, sintió acaloramiento
de mejillas a pesar de su edad, su viudez y su clase. A las dos muje-
res se les t r u n c ó el saludo, pero Jorge h a b l ó :
Heme aquí, s e ñ o r a s m í a s , dispuesto a entregaros m i eterna
gratitud por la benevolencia de vuestros corazones al hacer o í d o s
sordos a la a c u s a c i ó n que alguien me hiciera.
- ¿ " A l g u i e n ' " ? —preguntó la de Orrego.
—Sí señora.
- Y o no diría "alguien", sino el m á s vil de los hombres.
- S i así lo considera Vuesa merced, por tal lo t e n d r é .
- O s ruego perdonarme - d i j o la P r e s i d e n t a - . Me retiro para
atender un asuntillo de Isabel.
- V u e s a merced da los perdones, pero no debe solicitarlos, res-
p o n d i ó Jorge con las cejas subidas y serenidad en el cuerpo.
Ida la Presidenta. María de Orrego i n s i n u ó :
330 Próspero Morales Pradilla

- ¿ S e r é capaz de a c o m p a ñ a r o s , s e ñ o r don Jorge?


- ¿ Q u i é n si no vos, señora m í a ?
- C o m o sois hombre casado...
- P e r o nadie me impide hablar con Ja dama m á s dulce deJ Nuevo
Reino.
Sentados en el sofá tapizado por los indios, María y Jorge conti-
nuaron l a n z á n d o s e frases de florilegio como si ninguno de los dos
osara descubrir su propia verdad. Hay personas que se acostum-
bran de tal manera a ocultarse unas de otras que nunca pueden
salir a la superficie de sí mismas, viviendo siempre en el instante
anterior a la verdad. Sin embargo, M a r í a de Orrego llegó a pensar
en permitirle caricias osadas al gentil caballero y éste buscaba la
manera de casarse algún d í a con la segunda dama de Santa F e , por
lo cual, terminado el coloquio y de regreso a su casa. Jorge V o t o
tuvo la idea de prescindir de Inés de Hinojosa, cuya existencia se le
h a b í a convertido en lastre.

Fsa noche Pedro Bravo e Inés se dieron tremendo golpe al


chocar en mitad del pasadizo. Pedro iba en busca de satisfacerse,
pues le h a b í a entrado una e r e c c i ó n insistente como en los m á s
ardorosos a ñ o s de su juventud. Inés q u e r í a contarle al amado cuan-
to la estaba llenando de ira y d e s e s p e r a c i ó n : su fastidio por Jorge
V o t o . Una vez acostados en la cama de Pedro, él quiso lograr el
coito; pero Inés lo enfrió con esta terrible a f i r m a c i ó n :
C ó m o me g u s t a r í a que muriera Jorge.
Y casi le cuenta lo del asesinato de Pedro de Avila, pero se frenó
al advertir, en el ú l t i m o momento de su ira, que sería condenarse a
sí misma. Prefirió hacer una c o m b i n a c i ó n de los defectos de su
primer marido con los del segundo para que todos cayesen sobre
Jorge, tan violento en el lecho como Pedro de Avila y tan h i p ó c r i t a
como, en verdad, ¡o es. L a primera reacción del encomendero fue
preguntar:
- ¿ E l villano te pega?
- S í . amor m í o . me pegaba en la cama al verme desnuda. Por eso
me c a m b i é de aposento.
— ¡Hideputa!
— Y es m á s : T ú sabes que con Juanita...
—Mi novia.
- P e r o las dos nos hemos defendido y no se atreve s a b i é n d o n o s
unidas.
—Mas... ¿Por q u é te casaste con semejante hideputa?
Los pecados de Inés de Hinojosa 331

- M i viudez, amado m í o . Estaba sola en la vida y él me c o n s o l ó ,


p a g á n d o l e yo con creces su ayuda.
- T e entregaste a él...
- m W5e, e5 CieríO, en Ja parroquia de Pamplona, pero a d e m á s ,
t o m ó para sí m i herencia.
— ¿De tu primer marido?
—De m i padre y de m i primer marido, l l e n á n d o s e las alforjas con
dos dotes.
— ¡Canalla!
Si bien es cierto que Jorge V o t o no puede tomarse como ejem-
plo de probidad e inocencia, el retrato de Inés era infame porque
lo p i n t ó cobarde con las mujeres, ducho en venenos, vasallo de los
poderosos, soberbio con los humildes, dispuesto a cualquier felo-
n í a en pos de su ascenso, feroz en la cama, melifluo en el trato,
rastrero como las culebras, f ú n e b r e como los zamuros de Carora,
huidizo como los lagartos. Quizá la ú n i c a c o m p a ñ í a digna de su
pellejo eran los gusanos de las sepulturas.
Pedro insistió en su primer p r o p ó s i t o , logró penetrar a Inés, la
llevó luego al pasadizo y resolvió quedarse boca-arriba, en la cama,
para reflexionar sobre cuanto la mujer le h a b í a dicho, pero los
p á r p a d o s se le hicieron pesados antes de comenzar a recordar las
palabras de Inés y . por esa noche al menos, d u r m i ó como un
serafín.

Rodrigo Zaino hubo de ser atado, dentro de la nueva cárcel,


porque se c o n v i r t i ó en una bestia del monte, dando tarascazos a
cuantos se le acercaban y pateando sin cesar, a los gritos de "Mata-
ré a quienes e s t á n vivos mientras m i hijo y su madre son muertos".
L a Torralva fue a visitarlo, el prisionero se s e r e n ó al verla, pero
como ella le rozara las manos, él l l o r ó :
- M e han matado, mataron lo que me sigue. ¿ E n t i e n d e s ?
- N o . pero di cuanto quieras.
- F u e el Pedro de H u n g r í a : ¡los m a t ó !
- Y Pedro dice que tú quisiste matarlo.
— ¡Hideputa!
- D e s a h ó g a t e , hijo m í o .
— ¡ N o joda!
L a Torralva r e c o r d ó a Elvira de Aguirre. muerta por su propio
padre, sintiendo que a ella siempre se le m o r í a n los buenos y esta-
ba condenada a vivir entre lo m á s sucio del mundo, desde el tirano
Aguirre hasta el c a b r ó n de Jorge V o t o pasando por la mierda de
33 2 Próspero Morales Pradilla

Pedro de H u n g r í a , la p u t e r í a de J u a n i t a de Hinojosa y los m a ñ o s o s


memoriales de Cabeza de V a c a . Salió de la cárcel con u n solo
pensamiento: enfrentarse de una vez por todas al maldito sacristán
cuyo amor era una p o r q u e r í a .
Rodrigo Zaino, amarrado de pies y manos, s e n t í a un dolor que
no se relacionaba con la carne, ni con los huesos, sino con u n bola
de fuego boca adentro, i m p i d i é n d o l e gritar, como quisiera, obli-
g á n d o l o a una s u m i s i ó n ajena a su p r o p ó s i t o de estrellarse contra el
mundo y romperlo con la cabeza. Sólo él s a b í a , y lo s a b í a m u y
bien, que nunca hizo mal a n i n g ú n cristiano, n i siquiera a los anima-
les, ni a los á r b o l e s , ni a las sementeras. Llegó al cuerpo de Martina
porque sí. porque era su mujer desde cuando le vio los ojos y ella
los c e r r ó evitando el cruce de las miradas. S u hijo iba a ser como
todos los Zainos: limpio, r i s u e ñ o y dispuesto a servir, si fuera
v a r ó n , o una hembrita tan sedosa como Martina. Rodrigo no se
h a b í a dado cuenta de estar viviendo cuando andaba por las tierras
del Nuevo R e i n o , convencido del bien. Pero ahora, al h a b é r s e l e
acabado la vida, d e s c u b r i ó su felicidad de antes a g r a n d á n d o s e l e la
ira por todo lo perdido. De nada le servía la inocencia, porque lo
importante no es tenerla sino que otros crean en ella y nadie c r e í a
en Rodrigo Zaino, ni siquiera Jorge V o t o quien se hizo el desen-
tendido y no m o v i ó los labios, tan elocuentes en el pasado, para
defender al muchacho que lo salvó de la i n u n d a c i ó n , le sirvió de
coartada d e s p u é s del crimen y recibió como esposa a su transitoria
amante. Rodrigo no ordenaba los pensamientos, pero estaba apren-
diendo que la vida de un hombre no tiene principio ni fin, pues, de
pronto, se queda en mitad del camino sin ninguna relación entre el
pasado y el futuro, en un presente ajeno a sí mismo.
La ira de Rodrigo, fortalecida por la d e s e s p e r a c i ó n , le dio fuerza
de fiera en dientes y colmillos royendo las ataduras para destruir-
las. E n esta actitud lo e n c o n t r ó la Hieromina, quien h a b í a obteni-
do permiso de visitarlo. Rodrigo quiso morderla, optando por ocul-
tar su rostro para no ver a una de las personas que d e b í a matar. L a
Hieromina no dijo nada, pero pudo clavar un cuchillo sobre el
nudo que sujetaba las manos de Rodrigo y se largó. Cuando Rodri-

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libre y . en seguida, desatar t a m b i é n los pies, no supo si Hieromina
lo h a b í a favorecido o. por el contrario, lo esperaba con Pedro de
H u n g r í a , fuera de la cárcel, para matarlo.
A pesar de estar acusado de intento de homicidio y de haberse
portado en la cárcel como un animal salvaje, la sociedad tunjana y.
Los pecados de Inés de Hinojosa 333

sobre todo, las damas, dieron muestras de complacencia por la


fuga de Rodrigo Zaino, a quien nadie consideraba capaz de matar a
un hombre como lo h a b í a dicho Pedro de H u n g r í a . L a atroz muer-
e de la Martina con un hijo en las e n t r a ñ a s h a b í a c o n m o v T d a
s e ñ o r a s de tanta prosapia como Isabel de L i d u e ñ a y , desde J u e
g o a
la? dos Manas, envueltas en el torbellino de una ciudad libidinosa
y procaz a donde nunca r e g r e s a r í a n . A m b a s consideraban que el
haber vivido los horrores de T u n j a les garantizaba u n porvenir de
sosiego al amparo de Dios.
Estas circunstancias, atenuantes de la justicia, disminuyeron la
avidez de los perseguidores de Zaino, desparramados por los cuatro
puntos cardinales, aun cuando l a m a y o r parte de los corchetes asig-
nados para esta empresa t o m ó el camino del norte, pues se sospe-
chaba que el fugitivo p o d r í a intentar el regreso a l a G o b e r n a c i ó n
de Venezuela, de donde era oriundo. L o s encomenderos fueron
apaciguados por Pedro Bravo de Rivera.
- E s t a no es é p o c a - l e s dijo a los de Mongua. Sogamoso y
Tunja— de correr tras un jovenzuelo despechado mientras el verda-
dero criminal puede estar cerca de nosotros.
Por fortuna nadie se e n t e r ó , en aquellos momentos, de que la
Hieromina t a m b i é n h a b í a huido. E l l a se llenó de asco hacia los
blancos d e s p u é s de verlos tan distintos a las gentes de su tribu,
donde nadie m e n t í a , ni mandaba matar a los otros, ni e s c o n d í a
a las mujeres, sino que se luchaba por las cosas grandes de la vida
como el fuego, la brisa, el sol, los frutos, el mar...
Felipe Rotundo nunca veía figuras precisas, pero entre el humo
adivinaba la ruta de los viajeros, q u i t á n d o l e s el afán de cada d í a
para descubrirlos en el perfil de los rostros. Una madrugada, poco
después de las desgracias acaecidas en T u n j a , Felipe, cuyas mejores
experiencias e x i g í a n la media luz del amanecer, p e r c i b i ó dos figu-
ras caminando hacia el oriente. Fijó los ojos en la pareja y s o n r i ó al
advertir que iban rumbo al centro de la tierra como corresponde
al ú l t i m o episodio de las leyendas. Q u i z á por eso cuando los
corchetes le preguntaron, al borde de los hervideros, si h a b í a visto
a un fugitivo, Felipe r e s p o n d i ó :
- Y a llegaron a la posteridad.

Las maldades asignadas a Pedro de H u n g r í a no eran propias del


oficio de sacristán, pero como antes de servir a los curas h a b í a sido
m a r a ñ ó n de Lope de Aguirre resultaba m u y fácil identificarlo con
la c a r n i c e r í a de la Isla Margarita o con los estragos marcados por
334 Próspero Morales Pradilla

la huella del Tirano. Sin embargo cuando él repasaba su vida los


c r í m e n e s de a n t a ñ o a p a r e c í a n como episodios de otra é p o c a v
de otras gentes, de las cuales sólo era un sobreviviente. D e s p u é s de
aquellos a ñ o s monstruosos, él h a b í a cometido inevitables pecados
ae la carne con indias sumisas y algunas criadas dispuestas ai amor.
Pero h a b í a respetado los d e m á s mandamientos, a pesar de que la
ira se le hubiese subido al cuello y a las manos cuando Jorge V o t o
t o m ó para sí a su barragana en Carora. N i siquiera p a r t i c i p ó en
g u a z á b a r a s de indios, o p e r p e t r ó robos o asaltó la fe de los creyen-
tes como el maldito V o t o , cuyas m a ñ a s le daban fama de santo
mientras c o m e t í a los siete pecados capitales. Pedro de H u n g r í a
odiaba a V o t o no sólo por el abuso de Carora, sino porque lo t e n í a
entre ceja y ceja, sospechaba de todas sus andanzas y , por añadi-
dura, le codiciaba la esposa. Inés era el tipo de hembra que m á s
gustaba a Pedro: ni tan e s p a ñ o l a que fuera como acostarse con el
Imperio, ni tan india que se entregara sin placer. Pedro de H u n g r í a ,
sentado en su camastro en el aposento vecino a la sacristía de la
casi terminada Catedral, estaba por absolverse de sus barbaridades
y olvidar, de una vez por todas, su y a borrosa c o n d i c i ó n de esbirro
de L o p e de Aguirre. cuando la Torralva e n t r ó como una bola de
nervios y le g r i t ó :
- H i d e p u t a de los hideputas. ¿ C ó m o se atreve a hablar de amor?
Sobresaltado. Pedro logró interferir la andanada:
- ¿ Q u é le ha pasado a Vuesa merced. J u a n a Torralva?
— ¡Mierda al que me diga J u a n a !
- ¿ E n t o n c e s os puedo llamar Mierda Torralva?
L a enfurecida mujer se arrojó contra el sacristán e m p u j á n d o l o
con el culo de manera tan afortunada que el modesto servidor de
la Iglesia c a y ó dándose de cabeza contre el borde de la cama, atur-
d i é n d o s e y , de paso, optando por el v a h í d o para no contraatacar a
una mujer fea, gorda, escandalosa y procaz, pero que le gustaba
porque —como lo p e n s ó muchas veces— "uno nunca sabe donde
tienen las mujeres su encanto". L a Torralva quiso darle u n punta-
pié, pero se le p a r a l i z ó la pierna al dirigirla contra el desgraciado
que h a b í a perdido el habla. Prefirió pasarle una mano por el rostro
y darle dos palmadas: una en la mejilla derecha y otra cerca del
pene. Pedro, temiendo mejor p u n t e r í a , se e n d e r e z ó y . desde el sue-
lo, p r e g u n t ó :
- ¿ A Vuesa merced se le han entrado los diablos?
- E s el colmo, carajo. que haya puesto a Zaino en la cárcel des-
p u é s de matarle la mujer.
Los pecados de Inés de Hinojosa 335

- V a m o s por partes. T o r r a l v a : primero. Z a i n o quiso matarme-


segundo yo no le puse en l a c á r c e l , porque fueron los corchetes
quienes lo h.cieron: tercero, yo no he matado a nadie
1
J a . j a . j a . . . Y en la Isla Margarita se puso a rezar el r o s a r i o
0

maTaloVes ^ C U a n d
° * * * m e r C e d t a m b i é n a n d a
^ con los

-Pero yo no mataba...
- P e r o ayudaba con sus z a l a m e r í a s .
— ¡Miente!
- L a que está mintiendo es J u a n a Torralva —Pedro se levantó— y
se lo voy a probar.
—A ver, a ver...
- L a Martina salió sola de Chivata y , luego, se d e s p e ñ ó por la
borrachera que llevaba.
- O Pedro de H u n g r í a la e m p u j ó .
— ¡Miente! Y o viajé con el escribano y con Aguayo.
- ¿ Y quién más?
- U n a s damas principales.
— ¿Como quiénes?
- C o m o su ama J u a n i t a de Hinojosa.
- ¿ D e manera que tiene testigos? Entonces, ¿ q u i é n la m a t ó ?
- ¿ N o le digo que iba sola y borracha?
- ¿ Q u i é n la e m b o r r a c h ó ?
—A carajo... la gente se emborracha porque le da la gana.
- ¿ Y no se lo m e t i ó a la Martina?
- M i r e , Torralvita de m i alma, y o nunca hablo de las mujeres.
- ¿ S í o no?
- ¿ Q u é piensa?
¡Que sí!
-Pero en Pamplona.
La Torralva le dio otro e m p u j ó n y , luego, lo c o n m i n ó :
— ¿Y a q u í , en T u n j a . no se lo hizo?
- L e digo que no.
— ¿Me lo jura?
- B u e n o , pues, se lo j u r o , pero no me joda m á s con celos, aun
cuando esté acostumbrada a la p o r q u e r í a de sus amos.
- Q u e no se hable de ellos.
- D e l hideputa Jorge V o t o hablo cuando me dé la gana.
—Entonces, largo de mí.
- M e j o r , p r e g ú n t e l e a Rodrigo Zaino quien lo m a n d ó a matarme.
- S u ira. su terror.
Próspero Morales Pradilla

— Y don Jorge V o t o .
- N o lo diga y seré su amiga.
- M e callo, Torralva.
A s í , m á s o menos, Pedro de H u n g r í a y la Torralva echaron tierra
obre el pasado encontrando apetecible cuanto los u n í a porque l s

la mujer lograba, al fin, tener alguien para colocarlo entre


ñ a s , el sacristán d e s c u b r í a que las anchas nalgas y las inmensas
tetas estaban a la medida de sus deseos como si su satisfacción
dependiera del t a m a ñ o de la hembra. A d e m á s , ambos gustaban del
desparpajo del otro, sirviendo cualquier causa con tal de obtener
beneficios.

Cuando las mujeres, en casa de Isabel de L i d u e ñ a , recibieron


orden de preparar el b a ñ o de d o ñ a M a r í a de Hondegardo, se supo
que la Presidenta e m p r e n d e r í a viaje hacia Santa F e , pues sólo aven-
tura semejante i m p o n í a tan desagradable tratamiento. Primero se
pusieron las ollas m á s grandes, llenas de agua, en tres fogones;
luego, se agregaron yerbas a r o m á t i c a s a dos de ellas; d e s p u é s , se
a m a s ó el j a b ó n de la tierra, se prepararon toallas de lino y de algo-
d ó n ; se puso a desacalorar, entre s á b a n a s , el cuerpo de la b a ñ i s t a ;
se colocaron vigías en las tapias del solar y se dispuso el sitio del
b a ñ o a la sombra de un duraznero. Envuelta en s á b a n a s y manti-
llas, d o ñ a M a r í a llegó al lugar de la ceremonia llevada por d o ñ a Isa-
bel y la dama de c o m p a ñ í a . L a Presidenta salió de entre las telas y ,
con-una totuma en la mano, se m o j ó mientras una criada la ayuda-
ba y las a c o m p a ñ a n t e s t e n d í a n las s á b a n a s , entre sí, a manera de
biombo para ocultar el cuerpo de la dama que, sin la p r e s i ó n del
ajustador y de la ropa, se h a b í a desbordado produciendo mal olor
a pesar de la brisa que c o r r í a por el solar. L a criada secó a la Presi-
denta y , nuevamente envuelta en s á b a n a s , f u e trasladada por la
L i d u e ñ a y la Orrego a su alcoba.
L i m p i a para mucho tiempo, d o ñ a M a r í a c o n f i r m ó las sospechas
originadas por el b a ñ o : se m a r c h a r í a de Tunja. Pero antes d e b í a
confesar a su amiga Isabel, delante de su s é q u i t o y del Padre Caye-
tano de Orejuela, la honda pena por cuanto s u c e d í a y p o d r í a suce-
der en una ciudad cubierta por un manto de h i p o c r e s í a bajo el cual
pululaban los vicios, las herejías y los c r í m e n e s , desde la vida licen-
ciosa de mujeres llamadas principales hasta la muerte de jovencitas
inocentes, pasando por p r á c t i c a s herejes tan condenables como las
andanzas del J u d í o Errante y los maleficios de la G o d o y .
Los pecados de Inés de Hinojosa 337

E l oidor J u a n L ó p e z de Cepeda o p t ó por corroborar las afirma-


ciones de la Presidenta, llevando el alegato a una definición acogida
a a l 8 U Í e n p e r s n a c o n
rr ii üdaadd Tyc r ^criterio,
^ t e r i o dd ehb í a quedarse
, ^ ^ en T u^ n j a » para
™ °
prevenir ^
nuevos
£ 2 a 1 3
Y enderezar fas costumbres D o n
M a n a reflexiono cerrando un poco los ojos, arrugando Ja frente y
múfÚK(¡Maná0Se ios labios, hasta resolver que, entre las personas
de su s é q u i t o , quien mejor p o d r í a cumplir tan difícil cometido
sería, precisamente, el oidor de la R e a l Audiencia, por lo cual
todos los ojos se dirigieron hacia don J u a n L ó p e z , quien t o c á n d o s e
los hombros d e m o s t r ó lo pesado de la carga, pero mirando a la
Presidenta a c e p t ó :
—Vuesa merced, d o ñ a M a r í a de Hondegardo de D í a z Venero de
L e i v a , sabe m u y bien que estoy siempre al servicio del R e y , del
s e ñ o r Presidente y de su noble esposa. Vuestra sugerencia es una
orden y h a b r é de permanecer en Tunja para darle cumplimiento.
—Dios os lo pague, don J u a n L ó p e z de Cepeda.
H u b o murmullos que fueron apagados por l a voz del oidor:
- P e r m i t i d m e , d o ñ a M a r í a , recomendaros, a d e m á s , u n proyecto
del m u y ilustre caballero don Jorge V o t o , quien desea establecer
una escuela de danza en Santa F e como y a lo ha hecho en T u n j a .
—Concedido —respondió la Presidenta.
L a r e s p i r a c i ó n de d o ñ a M a r í a de Orrego se hizo visible al oidor,
quien honraba su t í t u l o oyendo, en todas partes, cuanto se d e c í a
del p r ó j i m o . E r a evidente que Jorge V o t o necesitaba la danza y
algo m á s para viajar a Santa F e , dejando en l a oprobiosa ciudad a
su m u y linda esposa, d o ñ a Inés, cuyos a m o r í o s con Pedro Bravo
de Rivera no eran o b s t á c u l o para las pretensiones de un miembro
de la más alta autoridad del Nuevo R e i n o : l a R e a l Audiencia. I d a
la Presidenta, ido el esposo, un oidor p o d r í a cambiar los designios
del encomendero. Q u i z á el cálculo de don J u a n fuese precipitado,
porque no contaba con su c o n d i c i ó n de forastero, n i m e d í a las
riquezas de Pedro Bravo, n i consultaba el c o r a z ó n de Inés, n i si-
quiera t e n í a en cuenta las rarezas de T u n j a . Mejor hubiera sido
viajar a Santa F e con d o ñ a M a r í a , protegerse en las calles de la sosa
ciudad y no pensar en una mestiza venida del Cabo de la V e l a ,
donde c o m e n z ó , de improviso y sin lazos con el p r e t é r i t o , la histo-
ria de las Hinojosas.
A l d í a siguiente, d o ñ a M a r í a c o n v o c ó a un p e q u e ñ o grupo de
tunjanos para presentarlos como honrosas excepciones en medio
de algo m u y parecido a un lodazal: dos mujeres - I s a b e l de Lidue-
338 Próspero Morales Pradula

ñ a y Mencia de F i g u e r o a - y dos hombres - J o r g e V o t o y el Padre


Cayetano de O r e j u e l a - recibieron prebenda de oficio consistente

- S e ñ o r a Presidenta, colegas, damas, caballeros:


"La merced que tres conspicuos miembros de la sociedad tunja-
na y un modesto artista, venido de E s p a ñ a , hemos recibido de
manos de la m á s alta dama del Nuevo R e i n o de Granada obliga,
para siempre, no sólo a nuestra gratitud, sino t a m b i é n al afianza-
miento del decoro en esta ciudad ennoblecida por Su Majestad el
emperador Carlos V . . . " .
E l orador hizo un largo discurso, con citas de las Siete Partidas
y genuflexiones r e t ó r i c a s , emocionando en tal forma a las damas
que d o ñ a Mencia se d e s p e r t ó tres veces-en media hora y d o ñ a
M a r í a de Orrego h u m e d e c i ó , entre otros objetos, un p a ñ u e l o de
encaje que llevaba a los ojos entre suspiros. F u e el momento m á s
emotivo de la visita a T u n j a , a pesar de que al terminar el acto olió
a J u d í o Errante.
Las dos M a r í a s abrazaron s i m u l t á n e a m e n t e a Jorge V o t o , una
por delante y , la otra, por d e t r á s . E l b a i l a r í n se sintió rodeado de
senos, pensando en que estos adornos femeninos eran y son la
mejor defensa contra la violencia de los encomenderos y el furor
de la envidia.
Regresó a su casa, e n c o n t r ó la puerta de Inés cerrada, p a s ó a su
aposento y halló un papelito encima de la almohada con este re-
cado:
—"Ojalá os llevéis el c o l c h ó n a Santa Fe".
Esa noche hubo fiesta en casa de Pedro Bravo, a la cual llegaron
los invitados por la puerta principal, menos Inés que prefirió el
pasadizo apareciendo en la sala del segundo piso como si fuera
transportada por el Diablo. E l escribano Cabeza de V a c a , sonrien-
do, le p r e g u n t ó :
- V u e s a merced, Inesita, ¿llegó por la tierra o por los aires?
- E l l a es un ángel - a n o t ó Pedro.
- E n t o n c e s —coligió el escribano— vuela.
A la medianoche, Pedro e Inés cruzaron el pasadizo, porque el
encomendero tuvo el capricho de ir a la casa de Jorge V o t o para
yacer bajo el techo conyugal, adornando así el adulterio.
- L e p e d í que se llevara el c o l c h ó n a Santa Fe - d i j o Inés antes
Los pecados de Inés de Hinojosa 339

de quedarse dormida, a lo cual Pedro, somnoliento. a l c a n z ó a u a


comentar:
- L á s t i m a , p o d r í a hacernos falta

ta 0
ta ad eelTaposento,
L osenro T E T A R 0 N
Jorge gritaba- * ™ f U 6 r t e s
^ s o
^ * Puer-
^ - I n é s : son las diez de l a m a ñ a n a y necesito hablaros urgente-

Numerosos caballeros tunjanos se excusaron de asistir a la


despedida formal de d o ñ a M a r í a de Hondegardo, que tampoco
l o g r ó una buena asistencia de damas porque para l a m a y o r í a " l a
vieja era demasiado estirada". S ó l o la comunidad franciscana, una
r e p r e s e n t a c i ó n de los dominicos, las c o f r a d í a s de la Catedral, don
J u a n de Castellanos, el Padre Orejuela y don Jorge V o t o estaban
presentes. E l alcalde Carvajal, v í c t i m a de calenturas desde la muer-
te de Martina, envió esquela a la Presidenta, pidiendo su p e r d ó n
por no a c o m p a ñ a r l a hasta los barrancos del sur. Isabel de L i d u e ñ a
resolvió viajar a Santa F e con l a Presidenta para demostrarle la
verdadera calidad de l a nobleza tunjana. Momentos antes de apre-
tar los ijares de su cabalgadura, la Presidenta, d i r i g i é n d o s e al clero,
dijo:
—En vuestras manos y sólo en vuestras manos está l a salvación
de Tunja, porque mucho d e b é i s impetrar al S e ñ o r para borrar
grandes pecados. A m i marido i n f o r m a r é sobre todo cuanto he
visto y o í d o . ¡Dios os perdone!
L o s fieles a d o ñ a M a r í a y , desde luego, sus a c o m p a ñ a n t e s se
sometieron a una llovizna t r a í d a por los vientos de Motavita, don-
de brotaba el frío, esparciendo sobre la despedida una mezcla de
o l v i d o y arrepentimiento. E n realidad, los tunjanos tomaron la
famosa visita m á s con el p r o p ó s i t o de gozar y . de paso, obtener
prebendas, que c o n el de someterse a las autoridades y al recogi-
miento de los s a n t a f e r e ñ o s . ganando, eso s í , u n oidor para su
causa: don J u a n L ó p e z de Cepeda, a quien la botica de Hortensia,
los senos de I n é s y la desenvoltura de Paquita N i ñ o , a m é n de los
buenos vinos de los encomenderos, lo sedujeron hasta el punto de
pedir la c o m i s i ó n de vigilante de T u n j a . en buena hora confiada
por la m i s m í s i m a d o ñ a M a r í a .
A I regresar de la despedida, con los ojos h ú m e d o s por la hipo-
c r e s í a . Jorge V o t o v e n í a decidido a organizar su nuevo viaje a
Santa F e y quiso hablar con Inés, pero halló cerrada la puerta de
su alcoba como si. a las diez de la m a ñ a n a , cuando se toma el refri-
340 Próspero Morales Pradilla

gerio, ella tuviese derecho a dormir. Doce horas de s u e ñ o eran


demasiado para cualquiera. Por eso Jorge gritó a la puerta de Inés-
- S o n las diez de la m a ñ a n a
D e s p u é s de u n rato, Inés r e s p o n d i ó con voz perezosa-
- ¿ Q u e queréis?
—Hablaros.

—Está cerrado.
-Voy.
L a puerta se a b r i ó e I n é s a s o m ó la cabeza con los cabellos des-
peinados, los ojos entrecerrados, los labios secos, repitiendo su
pregunta:
— ¿ Q u é queréis?
Jorge p e r d i ó la paciencia, a pesar de su permanente disimulo,
entrando atropelladamente al aposento, mientras Inés, sorprendi-
da, c a í a al suelo. Jorge fue a ia cama, b u s c ó tras los muebles, m i r ó
hacia todas partes y, alzando, a Inés, y a con los nervios sosegados,
la a m o n e s t ó :
- F a l t a s t e i s a la despedida de d o ñ a M a r í a .
—No me importa esa vieja.
—No pareces dama de alcurnia.
- S e r é dama de mierda, gracias a vos.
—No veis de donde v e n í s , n i hacia donde vais.
— ¡Mejor!
—Viajaré a Santa F e .
—Ojalá sea pronto.
—Acaso, ¿tenéis amante?
— ¡Lo b u s c a r é !
— ¡Insolente!
E n ese nuevo momento de ira, Jorge a b o f e t e ó a I n é s de Hinojo-
sa, a r r e p i n t i é n d o s e cuando y a ella estaba pensando en los golpes de
Pedro de A v i l a y en la manera como aquel marido los h a b í a dado.
Miró a Jorge con rencor manifiesto en las p e q u e ñ a s arrugas de los
p á r p a d o s y en el fruncimiento de la boca d i c i é n d o l e :
— ¡Sois u n infeliz!
Jorge salió de la estancia con los pensamientos u n poco desor-
denados como si una culebra se le hubiera enredado en la vida.
R e c o r d ó c ó m o I n é s lo h a b í a llevado al crimen de Carora en medio
de una voluptuosidad que sólo ahora d e s c u b r í a . N o era él quien
h a b í a matado a Pedro de A v i l a sino las insidias de Inés, su cuerpo
m a l é f i c o , sus ambiciones, sus frases provocativas, aquella idea de
Los pecados de Inés de Hinojosa 341

ser '•cruzado" y no asesino. Maldita mujer, se dijo. Sin ella sería,


ahora sí. el hijo del emperador y , acaso, miembro de la Real
Audiencia. " E l l a sobra, pero y o no p o d r í a matar por segunda v e z -
pensó.
Inés volvió a su cama y se a c u r r u c ó encima de las frazadas recli-
n á n d o s e hacia l a cabecera que tapaba el pasadizo. Se r e s t r e g ó los
senos con ira, sintió que Je había llegado la regia y VOMÓ A .
S E R

como en Carora, la mujer dispuesta a todo, inclusive a matar y ,


esta vez, p o d r í a hacerlo con su propia mano, porque no aceptaba
que u n hombre al cual le h a b í a dado amor, placer y dinero, la abo-
feteara como si ella hubiese sido vendida en u n mercado de escla-
vas. Luego, q u e d ó largo tiempo mirando los pies de la cama hasta
que le a s o m ó una sonrisa. L e a p a r e c i ó la figura de Pedro Bravo de
Rivera: e n g r e í d o , lustroso, lleno de m ú s c u l o s y capaz de cualquier
cosa por una hembra. Y ella era la hembra, la hembra del enco-
mendero.
V

D e s p u é s de la visita de d o ñ a M a r í a de Hondegardo, la salud de


don J e r ó n i m o de Carvajal se r e s i n t i ó hasta el punto de considerar-
lo casi muerto.
Su autoridad y a ni siquiera servía para poner orden entre los
indios, menos a ú n para investigar la muerte de Martina, n i apresar
al fugitivo Zaino. Por estas circunstancias, agregadas a la disipación
de los encomenderos y a la ola de impudicia que impregnaba las
costumbres tunjanas, u n nuevo Corregidor, don J u a n de Villalo-
bos, hizo suya la j e r a r q u í a de don J e r ó n i m o d á n d o l e la espalda y
estableciendo una necesaria ferocidad en las relaciones de las auto-
ridades con los pobladores de esta ciudad hasta ayer recogida y
piadosa, pero ahora signada por la b r u j e r í a , el desconocimiento de
las tradiciones y una cierta liviandad flamenca, en c u y o seno las
Hinojosas p o d í a n mandar a su antojo gracias a la belleza de ambas
y a su poca c o n s i d e r a c i ó n por las leyes de Indias y los mandamien-
tos de la Iglesia.
A d e m á s , las actividades del oidor J u a n L ó p e z de Cepeda se
apartaron de los deberes de vigilante moral para engrosar el partido
de los encomenderos y sus amigas, por lo cual el Corregidor V i l l a -
lobos c o m e n t ó a don J u a n de Castellanos:
- N o fue acertada la designación de d o ñ a M a r í a .
— ¿ V u e s a merced habla de la Presidenta?
—Digo que el oidor L ó p e z está m á s cerca de los licenciosos que
de la virtud.
—Tened cuidado, porque los oidores son varones ilustres que
llevan consigo la voluntad del R e y .
C o m o al mencionar la palabra " R e y " don J u a n , en señal de aca-
tamiento y lealtad, se levantara de la silla e hiciera g e n u f l e x i ó n , el
Corregidor, con desenfado y autoridad, c o m e n t ó :
- P a r a venerar al R e y no es necesario bajar la cerviz sino poner
la conciencia a su servicio.
¡.os pecados de Inés de Hinojosa 343
Don J u a n de Castellanos, s i n t i é n d o s e aludido, dijo:
- C r e o que Vuesa merced pierde el tiempo c o n u n simple letra-
do metido entre libros y abierto sólo a la historia. P o d é i s hallar
defensores en sitios menos tranquilos.
Y el notable cronista a b r i ó la puerta, i n d i c á n d o l e el camino al

^ T ^ i
: : r d i ó
v , i m e r a b a t a i i a d e
- s 2
• <" uaildl bOIQO a Uno de JOS más importantes baluartes mora-
les de Tunja.
Así. en medio de la incertidumbre y el pecado, terminaba el a ñ o
de 1570 en la empinada villa del Nuevo R e i n o de Granada, de
donde p o d r í a n surgir acontecimientos dignos de atravesar las
centurias.
En estos ú l t i m o s d í a s los frailes estudiaban nuevos recursos
contra el pecado, puesto de bulto por la visita de d o ñ a M a r í a de
Hondegardo. y el Cabildo afrontaba u n a discusión de grandes
proyecciones. Se iba a decidir algo de profunda gravedad no sólo
para los tunjanos de esta é p o c a sino t a m b i é n para quienes se
honraran con el mismo gentilicio en los d í a s p o r v e n i r . Se trataba,
ni m á s ni menos, de dejar a Tunja donde está, es decir, en el sitio
de los emperadores muiscas, o trasladarla al Valle de Sáchica,
q u i t á n d o l e así los remolinos de viento frío que e n d u r e c í a n las
costumbres y daban color rosado a las mejillas. Calentar u n poco a
Tunja fue el deseo de quienes p r e f e r í a n el traslado, pero los raiza-
les, incluyendo a la forastera Inés de Hinojosa, no toleraban tan
descabellado p r o p ó s i t o , anotando c ó m o la m a y o r í a de los meses
eran soleados y Sólo tres o cuatro estaban sometidos al rigor de las
lloviznas congelantes, para lo cual e x i s t í a el recurso de las gruesas
tapias, las buenas cobijas, los amantes asiduos y la famosa chicha,
-un contar los vinos de E s p a ñ a , las lenguas afiladas y la ausencia de
b a ñ o . E l pintor Medoro a r g ü y ó , a d e m á s , que los discretos colores
de la ciudad, entre la palidez del cielo y su tenue reflejo sobre las
piedras de los muros, daban a los artistas una paleta severa lejos de
estridencias y de tonos lujuriosos. D o n J u a n de Castellanos tampo-
co era partidario del traslado a Sáchica, pues una mudanza de tales
proporciones r e t r a s a r í a su arduo trabajo de cronista perjudicando,
acaso, la t e r m i n a c i ó n de obras sin las cuales la posteridad e s t a r í a
h u é r f a n a de conocimientos sobre los varones ilustres de Indias y la
verdad histórica del mejor siglo de la cristiandad. E l Padre Cayeta-
no de Orejuela, a ú n avergonzado por las c r í t i c a s de d o ñ a M a r í a ,
estimulaba, en cambio, la mudanza de Tunja "para hallar - d e c í a -
344 Próspero Morales Pradula

u n sitio a donde no hubiese llegado primero L u c i f e r " . Pedro Bravo


de R i v e r a , al comentar el asunto con Inés, se p e r m i t i ó una i r o n í a -
C Ó m h a r e m S n o s o t r o s a m
diz ? ° ° - ° r m í o , para trasladar el pasa-
Jorge Voto f o r m ó parte de los tibios, como era propio de su
temperamento, al comentar frente al escribano Cabeza de V a c a en
la calle del Muelle, donde se toparon de manos a boca:
- N u n c a me ha parecido pertinente cambiar la postura de las
ciudades, pero si nos debemos trasladar al Valle de Sáchica no
estaré entre los opositores.
—Así me gusta, don Jorge - r e s p o n d i ó el escribano— que sea U d .
complaciente, porque de ello todos salimos gananciosos.
A Jorge no le g u s t ó el comentario, pero siguió su camino hacia
la casa de Alonso de N a r v á e z , a quien p r e t e n d í a convencer de
obsequiar la Virgen del Rosario a la s e ñ o r a Presidenta.
Paquita N i ñ o r e s u l t ó partidaria del traslado cuando dijo al o í d o
del lugarteniente Aguayo en la trastienda de Hortensia:
—En el nuevo sitio no será necesaria tanta tela...
Y se besaron para celebrar la gracia de la mujer m á s entrenada
de T u n j a en el arte de vivir a gusto de los hombres.
L a discusión c o n t i n u ó en todas las casas y en todos sus pisos,
desde los lavaderos hasta las alcobas. Pero cada persona llevaba
sus propias preocupaciones, como acontece en todos los n ú c l e o s
humanos desde los tiempos de las cavernas. I n é s de Hinojosa s e n t í a
crecer su a n i m a d v e r s i ó n hacia Jorge no sólo por las muchas delicias
que le prodigaba Pedro, sino porque, siendo ajena al crimen de
Carora, comenzaba a parecerle monstruosa la h i p o c r e s í a del mari-
do, en c u y a doblez h a b í a c a í d o por la necesidad de tener entre la
cama un hombre que no le pegase a la hora del coito, n i a ninguna
otra hora, Mas yaciendo, ahora, con u n hombre cabal, velludo,
musculoso y rico, no necesitaba al b a i l a r í n , tan lleno de melindres
que p a r e c í a una mujer.
Para que Inés estuviese sosegada durante el p e r í o d o menstrual.
Pedro m a r c h ó a su encomienda, donde sin mujeres distintas a las
indias que p o d í a usar cuando le viniese en gana, vio las blancas
paredes de la casa, l i m p i ó sus armas, t o m ó vino recién llegado de
Cartagena, o r d e n ó carne cecina con turmas y q u i t á n d o s e el j u b ó n
y los zapatos, se t e n d i ó en su cama para darle cuerda a los pensa-
mientos. Luego, c e n ó solo, anduvo por las pesebreras, le pellizcó
el culo a dos indias, t o r n ó a su alcoba, se desvistió, se puso el
c a m i s ó n de dormir y , acostado, p e n s ó , p e n s ó , p e n s ó en el maldito
Los pecados de Inés de Hinojosa 345
Jorge V o t o que le h a b í a pegado a su mujer y , peor a ú n , que posi-
blemente se lo m e t í a de vez en cuando así ella lo neeara siempre
L a s mujeres - s e d i j o - siempre yacen con sus espososfrecibidos en
matrimonio. Pero niegan ante los amantes el coito con los mandos

de no haberlo hecho. Inés yace con Jorge V o t o y ese hideputa


debe desaparecer, porque el pasadizo sirve para venir a m í . pero
t a m b i é n para ir al marido. Y o no quiero entrar a la humedad de
otro y no me gusta compartir a m i hembra. Inés debe comprome-
terse conmigo y sólo conmigo, porque en estos territorios no hay
nadie igual al encomendero don Pedro Bravo de Rivera, ¡maldita
sea!
Si los encomenderos s o ñ a r a n , Pedro h a b r í a visto esa noche una
inmensa colina sobre la cual e s t a r í a él para sentir, a sus pies, el
hervor de los vasallos. Pero siendo un noble del Imperio y . por
a ñ a d i d u r a , d u e ñ o de verdaderos cojones, se q u e d ó dormido, tran-
quilo, victorioso. ¡El o r d e n a r í a no sólo su suerte y la de su hem-
bra, sino t a m b i é n la de cualquier carajo que se le atravesara en el
camino, en el pasadizo, en la cama o en la mierda! A s í duermen,
sin interferencias, los inocentes y los encomenderos de Indias en el
vasto Imperio de S u Majestad Felipe I I . el m á s poderoso, el m á s
c a t ó l i c o y el m á s firme de los p r í n c i p e s cristianos en u n siglo que
ha sido capaz de cambiarle la ruta al mundo.
Pedro regresó a T u n j a c o n escolta de seis arcabuceros y m á s de
doce indios cargados c o n los mejores frutos de l a encomienda,
incluyendo botijas y cajas de E s p a ñ a para su bodega. Trajeron
turmas de Chivata, t o d a v í a impregnadas de tierra negra; manzanas
de la segunda cosecha lograda por el encomendero, trigo en espiga
para entregarlo a la panadería de la calle del Ventorrillo, que sumi-
nistra el pan a la casa de don Pedro; ajos cultivados en las parcelas
atendidas directamente por los indios; cebollas de tallo largo;
verduras de las viejas tribus para aderezo de sopas; carne asoleada
y salada, tanto de venado como de los vacunos de reciente crianza:
empanadillas i n d í g e n a s amasadas c o n m a í z , destinadas a la servi-
dumbre; rancho de pescado c a p i t á n , t r a í d o del r í o grande de la
Magdalena; chuguas, hibias, cubios y otras r a í c e s indispensables
para los criados y como complemento en las bandejas de los s e ñ o -
res; dulces de c a ñ a cultivada en las laderas de V é l e z : y . claro está,
ollas de chicha para las noches de Fiesta.
Algunos n i ñ o s que jugaban cerca de la Iglesia Mayor a pesar de
la p r o h i b i c i ó n de sus madres y del miedo a l Judío E l 1 mtr. f a o n a
346 Próspero Morales Pradilla

dispersados por la gente del encomendero c u y a fila no p o d í a ser


interferida por nadie, menos por chiquillos inconscientes como
odos los rapazuelos. L o s p e q u e ñ o s huyeron y , tras ellos cayeron
los escupitajos de los indios, a quienes se les p e r m i t í a a r r o j a r l a
sal va al suelo en ciertos casos bien para demostrar fastidio autori-

¡2£S
zado, para pedir.agua o antes de desmayarse cuando la c a r p e r a
demasiado pesada. En esfas Oportunidades. Ja carga sufría
ro y el indio era azotado. L a p é r d i d a , por ejemplo, de una botijue-
la de vino le acarreaba tal cantidad de azotes que algunos murieron
durante el castigo, dada la resignación aborigen, la escasa comida y
la fiereza de los verdugos.
E l paso de don Pedro Bravo de Rivera y su gente por las calles
de T u n j a llenó de a d m i r a c i ó n a los t r a n s e ú n t e s por la riqueza del
encomendero y la manera marcial como, desde un caballo negro,
encabezaba el desfile de su opulencia. Inés lo vio entrar a la casa
vecina, l l e n á n d o s e de puntos en los poros parte por orgullo y parte
porque le picaba la sangre.
Esa noche, Inés p a s ó a la casa de Pedro, apareciendo u n poco
d r a m á t i c a como si algo inconmensurable le atormentara la mente.
Pedro la vio con la m a r a ñ a de cabello sin peinar, la boca apretada,
ademanes de despecho, la falda recogida en la pierna derecha
dejando la carne al descubierto.
- Y a no puedo m á s -dijo la mujer.
- V a m o s a la cama, querida.
- ¡Ni lo intentes, Pedro!
Estás contra mí?
—Loco, bruto, e s t ú p i d o . . .
— ¿Entonces?
—Necesito hablarte, necesito contarte todo lo que ignoras, nece-
sito unirme a ti para siempre.
Pedro la t o m ó de las manos y la invitó a acostarse, s o m e t i é n d o l a
con sus brazos de guerrero. Pero ella lo separó de su cuerpo,
prometiendo:
- D e s p u é s , amor m í o , d e s p u é s haremos cuanto desees. Pero
antes debo hablarte.
Pedro la dejó sentarse en la cama y él c o m e n z ó a pasearse frente
a ella:
-Habla...
Inés de Hinojosa, aprovechando el calor de Pedro y siguiendo un
p r o p ó s i t o que mucho h a b í a meditado, hizo el mejor relato de su
vida, porque y a estaba resuelta a vivir con Pedro para siempre
Los pecados de Inés de Hinojosa 347

fuese como fuese, pero sin interferencias, sin sometimiento a leyes


que ella no h a b í a dictado.
& 1 6 h r r 0 r d e S U V i d a b a j o l a v i o l e n c
VntnTí ° i a de Jorge
V o t o . E l mando, obstinado y feroz, la p e r s e g u í a a toda hora y en

So 0
t : ^ : : x
z i x o
? v q j u s t i f i c a b a d e n c i e
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r e r o tuera de ésta cada d í a era u n suplicio distinto porque el
IíMÚllO ñOlfíOK no Sólo la buscaba para yacer con ella iieno de
lujuria y de bestialidad, sino que gozaba a t o r m e n t á n d o l a con insi-
dias y golpes. Antes de conocer a Pedro Bravo, viviendo en Pam-
plona. Jorge la azotaba para lograr el coito. Se le montaba con u n
látigo en la mano y el pene erguido a r r o j á n d o s e sobre ella, maltra-
t á n d o l e los senos, a p r e t á n d o l e los pezones y p e n e t r á n d o l a mientras
le p o n í a el látigo en torno al cuello como si fuera a estrangularla.
A h o r a él se e n f u r e c í a m á s , porque ella no le p e r m i t í a tocar su
cuerpo desde cuando Pedro la h a b í a hecho suya. P o r eso le pegaba
con m á s violencia tan pronto como la veía sola y , a m e n a z á n d o l a
con su daga, le d e c í a que los golpes lo satisfacían primero, y ,
luego, y a c e r í a c o n J u a n i t a , pues no le gustaban las fieras, sino las
mujeres.
I n é s , para su drama, h a b í a mezclado, como bien se lo propuso,
los recuerdos de Pedro de A v i l a c o n l a cara de Jorge. E n este punto
del relato p r e s e n t a r í a , de verdad, las p e q u e ñ a s infamias de su mari-
do. E l ú n i c o comentario de Pedro Bravo fue:
— ¡Hideputa!
I n é s se sintió a gusto consigo misma y perdiendo acritud, co-
m e n z ó a saborear el é x i t o acercando a Pedro, s e n t á n d o l o en la
cama y p a s á n d o l e el í n d i c e derecho sobre las manos. Entonces le
contó:
- H a y m á s , amor m í o , porque Jorge no sólo me pega, sino que
usa m a ñ a s para fastidiarme. E n Pamplona hizo correr el chisme de
que llevaba el Diablo adentro para desprestigiarme entre las damas
adoratrices.
- ¿ C ó m o lo supiste?
- M e lo dijo u n a de ellas en el atrio de la Iglesia, pues y o tam-
bién formaba parte de la C o f r a d í a . Y a q u í , en Tunja, le hizo saber
a d o ñ a M a r í a de Hondegardo, por medio de l a M a r í a de Orrego,
que no la h a b í a hospedado en m i casa por no ser y o digna de su
virtud.
—No digas m á s .
- S í . s í digo m á s : al Padre Orejuela le dice que y o no comulgo
348 Próspero Morales Pradilla

porque estoy en el Infierno y , claro, como no puedo confesarme


para no comprometerte, el cura lo cree.
- C o n f i é s a t e sin decirlo todo.
- S e r í a sacrilegio.
—Tú verás...

mürnZtnn^ Y" * P U n t
° ^P e r t U r b
-comendero, *a r a l

IfWJWI JU PWytíl VlÚa le PareClO Un remanso junto a la terrible pesa-


dilla de I n é s , sometida, por igual, a los tormentos del cuerpo y
a los del e s p í r i t u , a d m i r á n d o l a como si, de pronto, hubiese c a í d o a
su cama una de las m á s sufridas m á r t i r e s del cristianismo para
enfriarle los ardores y dejarle el pene entumecido. Pedro la a b r a z ó
sin lascivia, acariciándola como a una hermana en desgracia o a una
hija ultrajada.
A d e m á s d e s c u b r i ó que el t í t u l o de encomendero no sólo sirve
para disfrutar la holgura en nombre de Su Majestad el R e y , sino
t a m b i é n para hacer justicia en estos territorios remotos donde
nadie puede ser osado de martirizar a las mujeres sin merecer
castigo.
Inés de Hinojosa apenas estaba en el principio de su relato.
P o d r í a pasar la noche y parte de la m a ñ a n a volcando sobre Pedro
Bravo de Rivera los detalles de cuanto pensaba para castigar a
quien h a b í a sido su ú n i c a ilusión y, ahora, era molesto e intrigante,
con gestos que le repugnaban casi tanto como los azotes de Pedro
de A v i l a . E l encomendero se r e c o s t ó contra la cabecera de la cama
e Inés, jugando con los botones de su camisa, le refirió las intrigas
de Jorge con las dos M a r í a s , algunas inofensivas como el p r o p ó s i t o
de ser oidor de la Real Audiencia, y , otras de suma gravedad como
la idea de revisar el reparto de las encomiendas. No era posible
—según el maestro de danzas— que g a ñ a n e s sin e d u c a c i ó n y despro-
vistos de prosapia tuviesen m á s tierras y m á s vasallos que los legíti-
mos p r í n c i p e s de E s p a ñ a . L o s tales encomenderos - d i z q u e decía—
n i siquiera tienen la alcurnia de un bastardo imperial. A p r o p ó s i t o
de "bastardos", Inés c o n t ó , con m á s detalles de los necesarios, la
falsa b a s t a r d í a de Jorge V o t o por la cual los pamploneses h a b í a n
sufrido el escarnio del usurpador.
- ¿ Y el hideputa sí es bastardo del emperador?
Esta pregunta de Pedro, dio piso para que Inés entrara por el
camino de las confidencias mostrando la h i p o c r e s í a de Jorge j
sobre todo, su talante, porque si u n hombre de verdad se le atrave-
saba en el camino él siempre h u í a .
E n cuanto a las encomiendas. Inés agregó que. a j u i c i o de Jorge.
Los pecados de Inés de Hinojosa 349

las de T u n j a eran especialmente injustas, pues agregaban a la grose-


r í a de los encomenderos su manifiesto libertinaje-
- Y o mato al hideputa, a f i r m ó Pedro apretando las m u ñ e c a s de
b a Ü a r í n d e W e r a S e r P r
I n S de°Hi n o T T í í ° -trangulac^n
J m a S d e S U a m a n t e l u e
relaío- ^ " ° *• 8 ° < su

~J0Í£C CS IlíUy ¡lábil en ganarse la voluntad de damas como la


M a r í a de Orrego...
—; E s t á s celosa?
u
—Ni en broma digas eso... d é j a m e continuar...
- H a b l a b a s de los amores con la Orrego.
- A m o r e s , no, sino esa rara facilidad de Jorge con las mujeres
para que sigan sus consejos. A la M a r í a de Orrego la utiliza para
enterar a d o ñ a M a r í a de Hondegardo sobre estos asuntos...
- ¿ L a s encomiendas de Tunja?
- Y las juergas de Chivata y el maltrato de los indios, y cuanto
se le ocurra inventar a m i marido.
- ¿Cómo...?
- S o n sus m a ñ a s , aprendidas en Sevilla, de donde salió perse-
guido por varios maridos.
— ¿Y t ú por q u é caíste?
- M i esposo muerto, el clima de Carora m á s d a ñ i n o que a l i m a ñ a
de los montes, Jorge l l a m á n d o m e desde Pamplona y o f r e c i é n d o m e
matrimonio. ¿ Q u é quieres?
-Pues...
- A d e m á s - c o n t i n u ó I n é s - por algunas i r o n í a s de l a Torralva,
por silencios de Jorge y su falta absoluta de moral, desde hace
algún tiempo tengo la idea - o j a l á f a l s a - de que m i marido es
capaz de matar.
- ¿ A m í , por ejemplo?
- N o puedo responderte. Pero sí creo que m a t a r í a disimulada-
mente, por la espalda o con venenos, porque tal es su tempera-
mento.
- C o m o los Borjas...
- ¿ H a s dicho Borjas?
-Sí.
- E s o s eran amigos de Jorge.
Pedro s o n r i ó , pues sin ser ducho en historia h a b í a o í d o la de
Lucrecia y sabía quejlevaba m á s de cincuenta a ñ o s de muerta, por
lo cual c o m e n t ó :
—Eso es imposible...
350 Próspero Morales Pradilla
—Pero él me lo dijo.
- O t r a impostura, querida: los Borjas murieron antes de nacer
Jorge V o t o .
- ¿ T o d o s los Borjas?
- B u e n o . . . los importantes. Sólo q u e d ó un santo y ese no pudo
P
haber sido amigo del b a i l a r í n .
~?t¡0 J0J/?e JOS Quería mucho y, acaso, a p r e n d i ó de su historia
el arte de los venenos, porque si m i marido mata a alguien sería
envenenándolo.
Pedro p e r d i ó el buen á n i m o , porque él p o d í a enfrentarse a los
hombres armados y a las fieras en cualquier terreno, pero t e m í a a
los h i p ó c r i t a s y a las culebras.
- U n a vez - c o n t ó - v i a un mozo envenenado, se llenó de baba-
za la boca, los ojos no cupieron bajo los p á r p a d o s , m u r i ó en medio
de convulsiones.
Mientras Inés lo miraba con una mezcla de miedo y satisfacción,
Pedro r e c o r d ó el olor de aquel envenenado.
E r a olor de estrago como si la vida no se le hubiese acabado,
sino que se diluyera t r a n s f o r m á n d o s e en fango.
Pedro Bravo de Rivera t a m b i é n t e n í a un pasado de no contar,
pero como era conocido y y a estaba en los libros de los cronistas,
se lo c o n f e s ó a Inés de Hinojosa para que no dudase de la calidad
de hombre con el cual se acostaba. S i . para algunos, las h a z a ñ a s de
Pedro eran otros tantos c r í m e n e s , para él sólo eran consecuencia
de la h o m b r í a que le h a b í a ayudado a desflorar doncellas.
—Debes saber amor m í o , por mi propia boca, que a m í me co-
r r e s p o n d i ó apresar y dejar sin vida a un indio m u y corpulento,
sagaz, astuto y con ojos de fiera, que era rey de estos territorios
y t e n í a un alcázar protegido por dos cercas y decenas de servidores
armados. Entonces, y o no llegaba a los veinte a ñ o s de edad...
Pedro se abstuvo de informar que aquel indio corpulento era el
emperador de los muiscas y padre del p r í n c i p e sacrificado por los
e s p a ñ o l e s el d í a de sus bodas. A d e m á s , se le h a b í a olvidado la últi-
ma frase del emperador: " ¡Podéis hacer de m í lo que q u e r á i s , pero
en m i voluntad nadie manda!".
—Como Jorge es e s p a ñ o l . . . — c o m e n t ó Inés.
Pedro no e n t e n d i ó a Inés, porque si y a odiaba a Jorge nunca
h a b í a pensado en que los e s p a ñ o l e s pudieran ser muertos como los
indios, pues mientras éstos c a r e c í a n de alma aquellos formaban
parte del c a t ó l i c o pueblo de Dios. Refirió, entonces, el asalto al
Los pecados de Inés de Hinojosa 351

templo de Sugamuxi, incendiado por l a torpeza de sus c o m p a ñ e r o s


J u a n R o d r í g u e z Parra y Miguel S á n c h e z .
- ¿ E l oro del templo se f u n d i ó ? - p r e g u n t ó Inés
—No creo.
- ¿ A c a s o no lo viste?
- B u e n o , t ú sabes que E l Dorado y todo cuanto tenga oro en
wtw parajes es una leyenda.
Inés, c u y a sangre i n d í g e n a la llevaba u n poco m á s allá de las
palabras o í d a s , p e n s ó en la riqueza de Pedro y en la cama. A h o r a sí
h a b í a necesidad de ir a la cama, de utilizarla, de sacarle provecho.
Se t e n d i ó bajo las frazadas, s e n t á n d o s e contra una almohada, m i r ó
al amante y le p i d i ó ayuda para desabotonarse. Pero antes de abrir-
le las piernas, hizo una ú l t i m a pregunta:
— ¿ V e r d a d que Jorge nos sobra?
— ¡Sí! - l o g r ó responder Pedro mientras se acomodaba sobre la
mujer.
Cuando, al amanecer, Pedro q u e d ó solo y el pasadizo bien tapa-
do por las dos camas, en una y otra alcoba, p e r c i b i ó u n olor que
no a d v e r t í a desde los a ñ o s de la Conquista. V e n í a de su propio
cuerpo, de las axilas. Pero no era el de todos los d í a s , acumulado
por el trajín y los esfuerzos, sino el de las batallas y las acechanzas.
A d e m á s de desagradable, resultaba temible, arrugaba los t e s t í c u l o s ,
secaba la boca, se mezclaba con la oscuridad. Pedro a p r e t ó los
m ú s c u l o s , c e r r ó los p u ñ o s y se puso a indagar de d ó n d e diablos
llegaba ese olor que le i m p e d í a dormir. P e n s ó en la c o n v e r s a c i ó n
con I n é s , en los venenos, en las culebras, en el emperador muerto
y , poco a poco, d e s c u b r i ó que o l í a a miedo. E r a cierto: al cabo del
tiempo volvía a sentir miedo como cuando se e m b a r c ó para las
indias, como cuando p a s ó la m a r a ñ a de á r b o l e s y fieras con J i m é -
nez de Quesada, como al hundir su cuchillo en l a garganta del
indio. T e m í a su propia decisión y se daba cuenta de que, en una u
otra forma, su mente le ordenaba matar a u n hombre, a u n cristia-
no, a un envenenador, a u n verdugo, a u n hideputa. Gente tan ruin
como los indios, unos y otros m a l paridos, los primeros por ser
hijos de seres sin alma y , los segundos, por haber sido concebidos
en pecado. Antes de ver l a luz del d í a se c o n v e n c i ó de que se
e n f r e n t a r í a a una culebra venenosa y se le cerraron los p á r p a d o s
viendo a Jorge V o t o con escamas, enroscado en torno de su propia
cabeza.
A esas horas, en Santa F e , el Presidente A n d r é s D í a z Venero de
252 Próspero Morales Pradilla

L e i v a y a h a b í a sido informado sobre la vida disoluta de T u n j a y


garabateando palabras sobre u n papel ofrecido por su esposa apun-
t r S n m b r e S : P e d r B r a V d e R i v e r a e l n é s d e
ffinojosT. ° ° ' ° ° °
viafeVlanta Ü S í Í Y f / P 6 a c o m
Presidenta en sua f i a r a l a

viaje a Santa F e , dona Isabel de L i d u e ñ a c o n v o c ó a la c l e r e c í a a


las damas nobles y a los artistas, para ofrecerles S3Scol
colaciones de su propio horno y exponerles la manera de salvar a la
ciudad amada, invadida por los herejes, los libertinos y ciertas
mujeres de las cuales mejor es no hablar.
- A n t e todo - a f i r m ó d o ñ a Isabel con l a mirada en alto y los
senos t e m p l a d o s - debo deciros que d o ñ a M a r í a de Hondegardo y
yo hemos encontrado un camino de salvación...
L o s asistentes se miraron unos a otros, aprovechando el momen-
to para soltar algunas toses contenidas por la e m o c i ó n . Luego,
c o n t i n u ó la ilustre dama:
- E s e camino, amigos m í o s , es el J u i c i o F i n a l .
Nadie e n t e n d i ó los p r o p ó s i t o s de d o ñ a Isabel, pero algunos frai-
les temieron que en Santa F e y a se hubiesen mostrado los primeros
signos del apocalipsis, por lo cual el prior de los dominicos hizo la
pregunta de rigor:
- D e c í s , ¿El J u i c i o Final?
- ¡Así es! Mas no p e n s é i s en la t e r m i n a c i ó n de los hombres, sino
en algo relacionado con vosotros, los artistas y, desde luego, con
todos los defensores de T u n j a .
- H a b l a d - s e atrevió a decir don Alonso de N a r v á e z , autor y
d u e ñ o de la Virgen del Rosario.
- S í , s e ñ o r e s : el fango, las fauces del m a l , la presencia de Sata-
nás, el libertinaje e, incluso, el crimen, d e s a p a r e c e r á n en cuanto
nosotros tengamos el Juicio F i n a l y lo contemplen t a m b i é n los
encomenderos, y ciertas personas podridas.
- E x p l i c a o s - i n s i s t i ó el pintor De N a r v á e z .
—Vuesa merced, don Alonso, precisamente será uno de nuestros
redentores: se trata de colocar representaciones del J u i c i o F i n a l
en los templos de Tunja,- sea en las naves laterales o en las sacris-
t í a s , para que todos nos veamos reflejados en las salas del Supremo
T r i b u n a l de los Tiempos, cuando, de una vez y para siempre, los
justos tomaremos el sendero de la G l o r i a E t e r n a y los malvados la
ruta del infierno.
E l Padre Orejuela se sintió en trance de s e r m ó n y s e n t e n c i ó :
- N o s h a c í a falta, m u c h a falta, pensar todos los d í a s , a todas
Los pecados de Inés de Hinojosa 353

horas y en cualquier sitio, en el J u i c i o F i n a l , porque es lo ú n i c o


cierto.

a S 1 S t e n t C S P r n d 6 C i r a m é n S l n t i é n
d o ^ c o T f o ñ " ° ° " "' "
Pero la perversidad que vive bajo la carne de los mortales no
T^T^nT,:l ' T 0
, F Í n a l P
° r q U e 1 3
- t u r a l e z a humana
no aparece en Jas obras de los pintores sino en i apetito de cada e

d í a . Acaso en los siglos venideros, cuando el hombre esté tan cerca


de la luz que no haya diferencia entre el d í a y la noche, p o d r á n
morigerarse las pasiones y se tema, de verdad, al J u i c i o F i n a l . Pero
en esta é p o c a de grandes conquistas, de navegantes alucinados, de
nuevos asentamientos, de libros m á s picaros que la vida, de inven-
tos maravillosos, de h e r e j í a s poderosas y de mujeres viajadas a
lo largo del mar o c é a n o , no hay tiempo de pensar m á s allá del
presente.
Por eso, los tunjanos no cambiaron la vida y si unos t e m í a n el
J u i c i o F i n a l , otros optaron por el conocido sistema de comer,
dormir, beber, bailar, r e í r y yacer, siendo la Torralva, entregada a
un a m o r í o de baja estofa con su antiguo enemigo Pedro de Hun-
gría, quien, al parecer, dijo la ú l t i m a paiabra:
—Con este culo que me han dado no h a b r á sitio para m í en el
Juicio F i n a l .
L o s p r o p ó s i t o s duran largo tiempo en madurar, sobre todo si
comprometen un poco la conciencia como en el caso de Pedro
Bravo de Rivera tras la noche del olor a miedo. E l no s a b í a q u é le
estaba sucediendo pero, conservando su p a s i ó n por Inés, mental-
mente la deseaba y la repudiaba, a s í como, odiando a Jorge V o t o ,
lo mataba y , al mismo tiempo, lo salvaba de la muerte. E l acto de
pensar se le hizo difícil y cuantas veces miraba hacia las colinas y a
no veía el sol sino las nubes. Pedro nunca h a b í a tenido tiempo de
reflexionar porque la aventura, dado el i n t e r é s de los e s p a ñ o l e s por
las conquistas de ultramar tras el encierro de l a E d a d Media, le
llegó en plena adolescencia marchando a las Indias cuando apenas
era un mozalbete. E n estos territorios se hizo hombre sobrevivien-
do a las aguas del r í o grande de la Magdalena, matando animales
desconocidos bajo el follaje de á r b o l e s nuevos, asesinando indios
—inclusive su e m p e r a d o r - , r i é n d o s e de religiones dedicadas a la
i d o l a t r í a del sol. recibiendo una encomienda poderosa, burlando
mujeres. Pedro era grande y rico. No p o d í a ser t a m b i é n reflexivo y
prudente. Durante los ú l t i m o s meses, debido q u i z á a sus excesos.
354 Próspero Morales Pradilla

le h a b í a n aparecido canas en el cabello y en la barba, así como su


rostro templado principiaba a aflojarse formando arrugas en torno
de los ojos y en l a comisura de los labios. No obstante las mujeres
s e g u í a n sintiendo l a fuerza de Pedro sin necesidad de t o c L S s o de
matarlas a amor. Ellas la i n t u í a n al hablarle y al verlo a ogam
con l a v i n h d a d de su presencia. L a s m á s afortunadas, c o m o í n é s
UP flJJICpá, mmn el acierto de k intuición y todo io dee s t e

hombre les daba plenitud, desde el olor a batalla hasta l a aspereza


de sus manos que p a r e c í a n nervios afiliados al acariciarlas.
A s í , las reflexiones le surgieron d i f í c i l m e n t e por entre una mara-
ñ a de m ú s c u l o s y de hechos cumplidos, cuando se le o s c u r e c i ó la
mente y tuvo necesidad de pensar:
- M a t a r - s e d i j o - no es un misterio. Matar blancos, tampoco,
porque en E u r o p a se combate a diario. L o complicado es matar a
u n hombre conocido, haber hablado con él, haberlo hospedado,
saber el color de sus ojos, compartir con él la misma hembra. Jorge
V o t o me p a r e c i ó de mala madre desde el primer d í a . L o s e n t í
como a las culebras. E s una culebra. Maldito sea, le tengo miedo a
las culebras: pero si no lo mato, me mata a m í .
E l encomendero c o n t i n u ó reflexionando hasta decirse: debo
matarlo pero sin ensuciarme las manos, confiando la empresa a
otros.
Pedro Bravo de Rivera o y ó voces, se sintió aturdido, nueva-
mente olió a miedo, fijó, luego, la vista en el Crucifijo de su alco-
ba, donde lo h a b í a n asaltado las reflexiones, y tuvo la i m p r e s i ó n
de ser t a m b i é n u n hideputa, pero sin agravantes y con una madre
tan limpia como las buenas campesinas andaluzas, cuyos cuerpos
sólo c o n o c í a n un varón a lo largo de la existencia.
Cuando volviera a estar con I n é s , le c o n t a r í a parte de sus p r o p ó -
SitOS, entre los cuales estaba el de comprometer a su hermano
H e r n á n para que fuese él quien pusiera mano en la empresa de aca-
bar con Jorge V o t o .
L a sacristía de la nueva Catedral era amplia y pobre. H a b í a una
mesa larga parecida a la de los carpinteros, pero pulida y barniza-
da, sobre la cual Pedro de H u n g r í a ordenaba los diversos utensilios
litúrgicos, desde las vinajeras hasta las casullas según las t é m p o r a s .
Dos "savonarolas" de cuero maltrecho completaban el mobiliario,
mientras de las paredes sólo colgaba u n Crucifijo. Allí bebieron
los dos Pedros - e l sacristán y el e n c o m e n d e r o - una jofaina de
vino claro, que el Padre Orejuela guardaba para usos profanos.
Bravo de Rivera se l e v a n t ó , beodo, sin haber hablado nada impor-
Los pecados de Inés de Hinojosa 355

tante, pero convencido de haber estrechado u n a buena amistad


M a r c h ó a su casa, y a de noche, y logró llegar a la alcoba, espantan-
do criados. C a y ó sobre l a cama y , sin desvestirse, se c o l o c ó boca-
a r n b a para pensar en blanco, pero como tuviese h ú m e d a s í a s
manos se le vino encima, otra vez, l a muerte del emperado

ZltVZnZ
stagic
hTÍS* *^ ^ ™ acuello
l a
d

u u MOJO y Je empapó las dos manos, una por


e n

empuñar el arma y , la otra, por sostenerle la nuca. L a borrachera


se le volvió trágica, porque revivió el asesinato de aquel buen
hombre chato, moreno y esforzado, cuya muerte, ahora, en las
brumas del vino, y a no era un acto de fe en el Imperio E s p a ñ o l ,
sino una terrible herida de la cual manaba la sangre de seres desco-
nocidos, ignorantes, huidizos, inocentes y torpes, a quienes se con-
quistaba en nombre de la civilización cristiana. Pedro Bravo de
Rivera no volvería a hundir su daga en otro hombre, menos en un
e s p a ñ o l . L o s encomenderos pueden librarse de tales disgustos,
ordenando la muerte sin necesidad de ejecutarla. H e r n á n a p a r e c í a ,
ahora, como el m á s indicado para atacar a Jorge V o t o , porque
nadie s o s p e c h a r í a de un t í m i d o , temeroso de las mujeres y , por
a ñ a d i d u r a , hermano del encomendero. E r a necesario enredarlo.
Por eso cuando, la noche siguiente, Pedro utilizó el pasadizo y a
llevaba ideas precisas:
- ¿ S a b e s ? Me g u s t a r í a que J u a n i t a y H e r n á n . . .
-¿Qué?
- S e amaran.
- Q u i z á ayudando a tu hermano.
- Q u i s i e r a que lo ayudara Juanita.
— ¿Cómo?
—Tú lo sabes...
- ¡Explícate!
- J u a n i t a puede poner su cuerpo, su p i c a r d í a y , para hablarte
con franqueza, t a m b i é n sus ganas.
- H a b l a s de m i sobrina.
- M i r a Inés: en toda Tunja se sabe que J u a n i t a no es doncella
remilgada, sino m a g n í f i c a hembra, conocedora de los hombres y
d u e ñ a de algo que y o llamo el arrebato.
- P e r o tu hermano, amado m í o , es sordo, ciego, mudo*y quieto
de manos, por decir lo menos.
- E n t o n c e s . Juanita y sólo J u a n i t a puede llevarlo a...
—¿A d ó n d e ?
—A donde ella guste.
Próspero Morales Pradilla

- A la...
- T a l vez no tanto, I n é s de m i alma, pero sí m u y cerca.
- C o m o no lo digas claramente...
- O y e , oye bien: m i hermano será indispensable en cualquier
E ? e S
p t m a
° d a d e f e n d
e r n o s de Jorge V o t o , dada su respe-
tabilidad. Pero, al mismo tiempo, él no tiene defecto al cual y o
pueda colgarme para obligarlo a obrar contra su voluntad. PeJsi
descubrimos que ha seducido a J u a n i t a , lo p o d r é manejar a m i
antojo.
—Tienes una inteligencia, Pedro m í o , como la de los Siete
Sabios de Grecia.
- ¿ Q u i é n te ha hablado de esos sabios?
- L a Torralva...
—A quien t a m b i é n necesitaremos, m á s tarde.
- D i f í c i l , porque anda con el tal Pedro de H u n g r í a .
Pedro se f r o t ó las manos, sabiendo que el sacristán era otra
pieza:
—Dile a J u a n i t a que la autorizas a jugar con H e r n á n .
— ¿Entenderá?
— ¡Muy bien! A d e m á s , puedes decirle que si convida a m i
hermano, va a quedar sola en casa por largo tiempo.
A J u a n i t a le p a r e c i ó excelente la idea de Inés, cuando ésta trans-
m i t i ó las indicaciones de Pedro. Sin embargo, se s o b r e s a l t ó al oírle
decir;
- C l a r o que y o no saldré de la casa y , si t ú no te opones, me
g u s t a r í a ver la cara de H e r n á n cuando los descubra en la misma
cama.
—Sería v i l . . .
—No, tontuela: sería divertidísimo.
- ¿ E s que tú quieres a c o m p a ñ a r n o s , como en Carora?
- N o , Juanita, sólo divertirme a costa de H e r n á n .
- ¿ Y Pedro?
—Si quieres, lo invito.
- D é j a m e pensarlo...
Juanita resolvió abrir u n frasco de b á l s a m o y echar algunas
gotas entre los senos de Inés, quien t e n í a una gruesa camisa de
dormir y. por consiguiente, carecía de las apretadas prendas inte-
riores. Inés se ofreció para el ungimiento y J u a n i t a moviendo los
dedos sobre las gotas, a c e p t ó :
- B u e n o , i n v í t a l o . Nada nos hará tan famosas como estos
detalles.
Los pecados de Inés de Hinojosa 357

-Nadie lo sabrá fuera de los dos hermanos y nosotras.


— ¿ T ú crees?
- S i tú guardas el secreto...
- P o r lo menos, mientras sea necesario
- E r e s un ángel J u a n i t a - l e dijo I n é s b e s á n d o l a en la boca
n C n J u a a s i n
los bb á"l ss aaml oss ddee rCarora,* ambos *estuvieron
ios ^ ° de acuerdo
™ ' en ^iai eficacia
o n a r

de su inteligencia, porque al haber logrado la complicidad de


J u a n i t a todo quedaba en familia, se le daba gusto a una mujer apa-
sionada, se favorecía la normalidad de un hombre con poca fuerza
en los cojones y se ganaba, por intermedio del pecado, un justo
para la buena causa. A d e m á s , Inés pensaba en que Jorge V o t o y a
no era el ú n i c o hombre listo de la tierra.

L a temperatura baja al caer el sol, convirtiendo la llovizna en


agujas heladas que entran a las mejillas y se cuelgan de las orejas.
Por eso, estando d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a en el solar descargando
sus intestinos, la agarró una de tales agujas no sólo por el rostro
sino t a m b i é n por las nalgas y la cintura, d e j á n d o l a casi yerta. E s a
noche, a pesar de los sobos de pies y del calentamiento de piedras
para su cama, no pudo dormir, pasando las horas en vela, con la
idea de estar enferma. A l amanecer, las criadas advirtieron que su
ama sufría escalofríos, especialmente notorios en una persona de
tanta j e r a r q u í a como la dama de mayores t í t u l o s en la sociedad
tunjana. De los escalofríos la señora p a s ó a las calenturas y cuanto
h a b í a sido frialdad t o r n ó s e en calor seco, pues estando su cuerpo
como t i z ó n encendido, c a r e c í a , no obstante, de sudor. N i siquiera
t e n í a las axilas h ú m e d a s . Mariana Trago, la doncella principal de
doña Isabel, le c o n t ó a la Torralva que cuando s o s t e n í a a su ama
para hacerla tomar una tizana casi se quemaba por el m u c h o calor
del noble cuerpo.
L a enfermedad de d o ñ a Isabel, considerada al principio como
una simple jugada del clima, no sólo se hizo peligrosa, sino que
c o n m o v i ó a la sociedad e, inclusive, fue motivo de pesar entre algu-
nos criados de las buenas casas, mientras la gente licenciosa e,
inclusive, los indios, p a r e c í a n ignorar tan nefasta noticia. L o s
padres dominicos a partir del primer d í a de las calenturas, dijeron
misas por la r e c u p e r a c i ó n de la enferma, lo cual la alivió sensible-
mente no sólo debido al milagro en ciernes, sino por sentirse esti-
mulada ante Dios.
D o ñ a Isabel p e r c i b i ó que el consuelo le llegaba por todas panes
Próspero Morales Pradilla

y si, al iniciarse la enfermedad, t e n í a el á n i m o pesado como las


culpas de los pecadores, las oraciones de los frailes le p e r m i t í a n
d 6 S d e ñ a r l a s m u m u r a c i o n e s
deTpuTgaTorio! " ^ quienes hablaban
Jorge V o t o , perturbado por el mal de su esclarecida amiea
resolvió hacerse presente en la casa de d o ñ a Isabel con tal S i '
dad que p a r e c í a vivir en ella. L e llevaba hojas de m a n z a n a , n l t s
piadosos, u n g ü e n t o s de Carora para perfumarla, mantas de los
indios, la milagrosa sábila y un sin fin de c a r i ñ o , demostrando
c ó m o esta alma cristiana honraba a T u n j a con su d e v o c i ó n . Gracias
a tal actitud, la conjura contra H e r n á n Bravo de Rivera se consu-
m a r í a f á c i l m e n t e , pues alejado el m a y o r o b s t á c u l o para los planes
de Pedro, el instinto los llevaría a feliz t é r m i n o .
A l tercer o cuarto d í a de la i n d i s p o s i c i ó n de d o ñ a Isabel, que
h a b í a ordenado cerrar las cortinas dando color mortecino a mue-
bles y paredes, Jorge V o t o , el prior de los dominicos y don Alonso
de Narváez, quien p r e s e n t ó en la alcoba de la enferma su Virgen
del Rosario, decidieron que h a b í a llegado la hora de recetarla
según las normas de la medicina cortesana, pero otros amigos indi-
caron las plantas recomendadas por los indios. E s t a discrepancia
entre las sangrientas p r á c t i c a s de E s p a ñ a y la brujería, iban a perju-
dicar, antes que sanar, a la paciente.
L a enfermedad de d o ñ a Isabel c a u s ó una desgracia secundaria
que, no obstante, a l a r m ó a la sociedad: Mariana Trago, su doncella
de mayor confianza y amiga de la Torralva, se puso m a l encara-
da, se le crisparon las manos, c o m e n z ó a escupir con fastidiosa
frecuencia y, al hablar, d e c í a groserías o pronunciaba palabras en
idiomas h e r é t i c o s . A d e m á s , c a y ó en la impudicia porque no aboto-
naba debidamente las camisas y l u c í a justillos rotos a la altura de
los senos. Pero sólo cuando Mariana gritó en el aposento de las
criadas: " T o d a s las s e ñ o r a s son hideputas que se lo dan a los frai-
les", le negaron receta por tratarse de una criada y, al mismo tiem-
po, como las personas citadas por la enferma eran eclesiásticos, a
cargo de ellos d e b í a estar el caso. Dos vecinas aseguraron que los
males de Mariana p o d r í a n haberse originado en sus visitas al J u d í o
Errante. C o m o vivía cerca de Santo Domingo y d o ñ a Isabel envia-
ba con ella mensajes y limosnas a los padres dominicos, la criada
le t o m ó s i m p a t í a al J u d í o Errante y siempre lo d e f e n d í a en las
discusiones de la servidumbre hasta el punto de conquistar fama de
iluminada, lo cual equivalía a convertirla en intermediaria del fatí-
dico personaje tan m a ñ o s a m e n t e vinculado a la vida de T u n j a .
Los pecados de Inés de Hinojosa 359

L o s padres dominicos designaron a fray A r n u l f o G o n z á l e z para


atender las dolencias de Mariana, gracias al i n t e r é s de la C o m u n i -
dad por cuanto sirviera a d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a . F r a y A r n u l f o no
era m u y ducho en asuntos de ultratumba, porque h a b í T l í e w i d o
ecientemente dispuesto a conquistar para Cristo'el c o r a ó n de los
indios como se lo e n s e ñ a r o n en el convento de Sevilla donde
jvi WraarS ñdCld apeiiaS quince meses, y no a entendérselas directa-
mente con el Maligno. Pero obediente, sencillo y joven este fraile
de barba rala, ojillos con aspecto de s u e ñ o , p e q u e ñ a boca sin besos
y orejas de animal, se t r a s l a d ó a casa de la posesa.
F r a y A r n u l f o h a l l ó algo ajeno a sus estudios: una mujer, semi-
desnuda, dando gritos obscenos y llena de ira. E l l a lo m i r ó como
si quisiera corromperlo con la vista. E l santo v a r ó n se le a c e r c ó
e c h á n d o l e bendiciones. F u e v í c t i m a inmediata del furor de Maria-
na, quien saltó sobre el fraile, le rasgó con los dientes las mangas
y el c a p u c h ó n , lo l a n z ó al suelo y lo c u b r i ó con su cuerpo estruján-
dolo. L a s d e m á s criadas percibieron olor a azufre y sudor, oyeron
el ruido de la estancia maldita y , con grandes precauciones, abrieron
la puerta, hallando a fray Arnulfo tendido en el piso, mudo, rasgu-
ñ a d o y exhausto frente a una fiera, en forma de mujer, que le
lanzaba escupitajos y d e c í a con voz de infierno: " ¡A la mierda los
frailes!".
A nadie le q u e d ó duda, en T u n j a , de que la blasonada casa h a b í a
sido asaltada por el Diablo, d á n d o l e calenturas a d o ñ a Isabel y
transformando a Mariana Trago en una diablesa. L o s padres domi-
nicos llamaron a o r a c i ó n nocturna no sólo para derrotar al enemi-
go, sino t a m b i é n para limpiar a la ciudad de tanta desgracia y . de
paso, iluminar el alma de fray Arnulfo. Pero la feligresía a f i r m ó
que los frailes d e b í a n ir m á s lejos: desterrar al J u d í o Errante.
E n medio de tantos desatinos, la suerte de d o ñ a Isabel no era
mejor, aun cuando su e s p í r i t u conservara, como su noble rostro de
e s p a ñ o l a rancia, la entereza absoluta. L o s hombres diagnosticaron
mal de bascas con fríos, mientras que las mujeres prefirieron las
picaduras de bichos. Uniendo opiniones se le ordenaron purga y
vomitivos en c o n j u n c i ó n de luna. E l Padre Orejuela, presente en
ese solemne instante, se m o s t r ó e c l é c t i c o sugiriendo que se acepta-
sen los designios de Dios. Jorge V o t o , haciendo o s t e n t a c i ó n de su
fe en la Corte y en la medicina reconocida por el R e y , se opuso a
tanta flexibilidad conceptual y c o n v e n c i ó a d o ñ a Isabel de acatar,
ú n i c a m e n t e , las normas reales.
Luego se c o m p l e m e n t ó la purga con u n par de lavativas, que
360 Próspero Morales Pradilla

d o ñ a Isabel sufrió estoicamente, pues a d e m á s d é someterse a u n


conducto irregular fueron crueles con su pudor y v e r g ü e n z a al
exponer el trasero a la mirada de varones v e r g ü e n z a al
E l d í a de las lavativas Pedro e I n é s esperaban en la alcoba de
esta, la c u l m i n a c i ó n del e m p e ñ o confiado a la sagacidad v a los
encantos de J u a n i t a , aprovechando la ausencia de jorge V ^ t o
MWO e/I ii Mmh de d o ñ a Isabel con los brazos cruzados sobre
el vientre y las enormes cejas enmarcando los ojos semi-abiertos.
I n é s h a b í a dejado a H e r n á n y J u a n i t a en un aposento de h u é s p e -
des, donde la sobrina lo r e c i b i ó con un ligero dolor de cabeza que
le i m p e d í a ir a la sala. E l aposento estaba desordenado, porque
nunca h a b í a n llegado h u é s p e d e s a casa de Jorge V o t o , n i era posi-
ble pensar en ellos desde el d í a en que Inés n e g ó hospitalidad a la
m i s m í s i m a d o ñ a M a r í a de Hondegardo, H a b í a colchones, almoha-
das y mantas apilados sobre u n a r m a z ó n de cama; esteras enrolla-
das, tal como las trajeron los indios; dos cuadros de fiestas griegas
reclinados contra la pared del fondo; y una mesa con tres sillas
j u n t o a las esteras. Como la ú n i c a ventana estaba cerrada, lo mismo
que la puerta. Juanita, en vestido de alcoba, e n c e n d i ó una vela
para ver a su visitante y pedirle que arreglara los muebles, mientras
se tapaba las piernas con una manta al sentarse sobre el c o l c h ó n .
L e t o m ó las manos a H e r n á n y lo obligó a estar j u n t o a ella,
q u i t á n d o l e el j u b ó n , la camisa y las calzas como si lo hiciera todos
los d í a s . H e r n á n se a s o m b r ó y quiso impedir el trabajo de Juanita,
pero los ágiles dedos de la mujer lo d e s v e s t í a n . E l le m i r ó los ojos
casi cerrados y sintió la e r e c c i ó n contra la cual hubiese querido
lanzar agua fría si no lo impulsara hacia la boca de la mujer, que
estaba abierta con la lengua sobre el labio inferior. L o s dos se abra-
zaron y y a no supieron de quien era l a saliva que les h u m e d e c i ó la
cara. Bajo la camisa de dormir, J u a n i t a no t e n í a calzones, se q u i t ó
la manta e c h á n d o s e l a a H e r n á n sobre la espalda y c o g i é n d o l e el
pene lo llevaba a su puesto, cuando se a b r i ó la puerta y aparecie-
ron Pedro e Inés.
H e r n á n no vio a los intrusos, ni hubiera querido verlos, porque,
en ese instante, h a b í a perdido la n o c i ó n de vivir. Juanita g o z ó
doblemente: una por la p o s e s i ó n y, la otra, por tener espectadores.
Así supo que el descaro aumentaba el placer. Casi suelta una carca-
jada de desvergüenza cuando Pedro, a c e r c á n d o s e a la cama, gritó
a su hermano:
- ¿Así correspondes a la confianza de una familia honrada?
- Y o . . . - musitó Hernán.
Los pecados de Inés de Hinojosa 361

- A pesar de ser m i hermano debo condenarte en presencia de la


ofendida y de su t í a .
U 0 V 6 S t Í r S e e n t r e l a c a m a m i
m¿ f " ^ ^ T ' e n t r a s I n é s h a c í a el papel
mas fácil de la comedia: la silenciosa i n d i g n a c i ó n
Pedro, temblando como los gallos en el corral, asió a J u a n i t a por
P
un brazo y, e n t r e g á n d o s e l a a Inés, o r d e n ó -
^ L l é v a t e a esta pobre niña. Debo hablar con m i hermano a sotas.
Calidas las mujeres, Pedro Bravo de Rivera, con la fiereza propia
de sus grandes escenas, c o m e n z ó a pasearse frente a la cama, donde
H e r n á n trataba de ponerse algo bajo las sábanas. L a s zancadas de
Pedro, con la diestra sobre el estoque, p a r e c í a n perforar el piso
bajo un furor que le h a b í a apretado el semblante y daba a los cabe-
llos grises aspecto de tribunal. De pronto, t o m ó las telas que
c u b r í a n a H e r n á n y, h a l á n d o l a s , dejó al hermano semi-desnudo y
acurrucado contra la cabecera. Pedro sacó el arma y c o l o c á n d o l a
contra las narices de H e r n á n , e x c l a m ó :
- N o tienes p e r d ó n de Dios, ni de los hombres, porque has co-
metido el peor crimen.
- Y o no fui... - b a l b u c e ó H e r n á n .
- ¡Cállate! Has violado a m i novia, en su casa y ante su t í a .
- E l l a me obligó...
- ¿ A la infamia quieres agregar la c o b a r d í a ?
—Te lo j u r o , Pedro.
—Aja... E l l a te e n l a z ó , te trajo a su casa, te e n t r ó a este sucio
r i n c ó n , te puso cuchillo en la garganta y te hizo cohabitar...
- N o , no... Pero me a b r a z ó , me acarició y me obligó...
- Y o , que conozco las hembras y las he sabido amar en cualquier
parte y a cualquier hora, nunca c r e í que un hermano m í o tuviese
la cobardía de culpar a una mujer de haberlo violado.
- P e d r o : me ofendes.
- N o : Tú ofendes la familia y me ofendes a m í al ver un Bravo
de Rivera en v i l actitud de criado. ¿ D ó n d e está la arrogancia de
los nuestros y c ó m o diablos has podido llegar a esta ridicula
situación?
- Y o no...
- L o peor, te digo, lo peor: eres un violador y te presentas como
violado, mancillas a m i futura esposa, irrespetas a una dama de tan
alta alcurnia como d o ñ a Inés de Hinojosa. ¡Eres un canalla!
- P e d r o , por favor, ¿qué debo hacer?
— Y a se me o c u r r i r á algo digno de tu oprobio.
m Próspero Morales Pradilla

Pedro le dio la espalda. H e r n á n a p r o v e c h ó la tregua para vestir-


se. Cuando se puso el j u b ó n , dijo:
- T e j u r o que J u a n i t a es una a r p í a
1 n P i e e S e
afrenta' '^ * ^ ° ^ » V ° olvidaré esta

-Va lo verás...
— ¡Sí! Y a lo veré y t e n d r á s que aceptar mis ó r d e n e s .
Pero antes de llegar a la puerta. H e r n á n m i r ó a su hermano de
soslayo y vio u n monstruo. L e p a r e c i ó el m á s s o m b r í o de los seres,
erizadas las barbas y el arma en la mano. N o pudo abrir la puerta
porque sintió la punta del estoque en su nuca. S i n embargo, logró
decir:
- N o lo hagas, Pedro, no lo hagas... Recuerda a nuestros padres...
A d e m á s tu novia no era virgen.
- ¿ Q u é dices?
Pedro arrojó a H e r n á n contra el c o l c h ó n , le puso un pie sobre el
pecho y , a m e n a z á n d o l o con el arma, le e x i g i ó :
- A h o r a : habla y habla bien, porque de lo contrario te mato.
Has a ñ a d i d o la calumnia a tus c r í m e n e s .
- T e lo j u r o , Pedro, J u a n i t a no t e n í a n i n g ú n o b s t á c u l o , estaba
abierta, bien abierta, te ha e n g a ñ a d o .
— ¡ C o n t i g o , desgraciado!
—Antes...
— ¡Mientes!
Pedro le agarró la abotonadura del j u b ó n con la mano izquierda
y le c o l o c ó el estoque en la garganta.
—No. Pedro, no me mates.
—Nunca he matado a un hombre que no pueda defenderse, i m -
bécil, y tú no sabes defenderte. Te perdono por ser m i hermano,
pero h a b r á s de quedar, para siempre, a mi discreción.
Luego, a b r i ó la puerta y e m p u j ó a H e r n á n fuera de la estancia.

Se f o r m ó un tumulto frente a la casa de d o ñ a Isabel, mientras


Pedro Bravo de Rivera p a r e c í a al borde del fratricidio. Y a h a b í a
c a í d o la noche sobre la ciudad, cuyas tinieblas aguzaban el temor
en medio de un silencio apenas interferido por toses y pisadas de la
gente interesada en el drama de la casa L i d u e ñ a . L a posible muerte
de d o ñ a Isabel fue el pretexto para acercarse a unos muros donde
lo m á s importante era la manera como el J u d í o Errante se h a b í a
apoderado de Mariana Trago y . por a ñ a d i d u r a , h a b í a golpeado al
joven fray Arnulfo. quien, según las consejas, recibió casi todos los
Los pecados de Inés de Hinojosa 363

golpes de ultratumba en sus ó r g a n o s genitales. U n hombre puro


como este dominico, no m e r e c í a sufrir tanto dolor en sitio tan
recatado por su fe, por su voluntad de no someterse a los a dores

£
n Ja caJJe se oían ¡os aullidos de la posesa cuando cuatro legos
sacaron alzado a fray Arnulfo y lo llevaron a la sacristía de Santo
Domingo, donde el prior r e z ó l e t a n í a s y llenó de incienso buena
parte del templo. A d e m á s , p r o h i b i ó acercarse al paso del J u d í o
Errante no sólo a los miembros de la comunidad, sino t a m b i é n a
cualquier feligrés curioso, para evitar contactos con el Infierno.
L a m u l t i t u d , aumentada por indios llegados de la encomienda
de Mongua. p r e t e n d i ó forzar la entrada a casa de d o ñ a Isabel gri-
tando:
- D a d n o s la posesa, dadnos la posesa...
Gracias a oportuna i n t e r v e n c i ó n del Corregidor Villalobos al
frente de cuatro arcabuceros, se impuso el sosiego d e s p u é s de
arrestar a cinco indios de Mongua. un mozuelo llegado de Motavi-
ta. dos lacayos de Chivata, tres mujeres vecinas de la quebrada de
" L o s G a t o s " y la Torralva, cuya curiosidad la llevó a la vanguardia
del tumulto al cual arengaba con palabras de mal recibo cuando
le c a y ó uno de los arcabuceros y la p r e s e n t ó al Corregidor. Este le
preguntó:
- ¿ Q u i é n sois endiablada mujer?
- M e n o s endiablada que Vuesa merced, pero servidora de la
Autoridad.
- L l é v e n l a a la cárcel, j u n t o con los indios y el mozuelo. L o s
demás quedan en libertad por generosidad de la Corona —senten-
ció don J u a n de Villalobos, r e l a m i é n d o s e un bigote que indicaba,
por la escasez, c o n s t i t u c i ó n de l a m p i ñ o .
L a Torralva e s t r e n ó cárcel en Tunja. d e s p u é s de haber conocido
otras en E s p a ñ a y de ver las jaulas utilizadas por el tirano Aguirre
en la Isla Margarita que a s í como se llenaban r á p i d a m e n t e , se deso-
cupaban cortando cabezas. Esta cárcel era una casa sin solar y no
h a b í a sido construida con p r o p ó s i t o penal, pero don J e r ó n i m o de
Carvajal solía guardar allí los borrachos de las encomiendas, sobre
todo indios en trance de azote, y tuvo un preso famoso por su
fuga: Rodrigo Zaino. L a Torralva e c h ó de menos a las mujeres y
se sintió, como en tiempo de los m a r a ñ o n e s . bendita entre los
364 Próspero Morales Pradilla

hombres. Sentada en el suelo, llorosa y altiva, p a s ó l a noche con la


palabra "hideputa" a flor de labios.
E l primero en enterarse de l a r e c l u s i ó n de l a T o r r a l v a fue el
oidor J u a n L ó p e z de Cepeda, quien a p r o v e c h ó l a c o y u n t u r a para
H m O J O S a
a e t a m^n ^ ^ ^ ' P e t á n d o s e l e a bueTa no
de la m a ñ a n a , sin anuencia del marido, para decirle-
- c o m o vuestra criada Juana Torralva es presa por delito de
irrespeto a la autoridad y uso de h e c h i c e r í a s , os ofrezco m i modes-
ta ayuda si eso halaga a Vuesa merced, b e l l í s i m a d o ñ a I n é s .
— ¿La Torralva presa?
—Así es, s e ñ o r a m í a .
— ¿Y vos p o d é i s ayudarla?
- S ó l o si a vos os complace.
—Hazlo, señor.
—Vuestras ó r d e n e s serán cumplidas.
E s a misma tarde regresaba l a Torralva a su cocina, pues nada
difícil le era a u n oidor de l a Real Audiencia ordenar a Villalobos
la libertad de una mujer que h a b í a sido maltratada de palabra y
contaba con l a aquiescencia del m á s alto tribunal del Nuevo R e i n o
de Granada.
D o n J u a n L ó p e z de Cepeda e n t r ó a l a casa de Jorge V o t o casi al
tiempo con la Torralva. Deseaba informar a Inés de Hinojosa sobre
la fuerza de su influencia y el denuedo puesto en satisfacer cual-
quier capricho de la m á s bella mujer de Tunja, como se lo dijo
sentado, j u n t o a ella, en la sala:
- E s t o h a sido m u y fácil, pero bien p o d é i s probar m i celo y
deseo de agradaros en cualquier empresa que se os antoje.
—Gracias, s e ñ o r oidor.
—Bien podríais, si es vuestro deseo, acogerme entre los vuestros
para demostraros m i fidelidad y m i honda e s t i m a c i ó n .
- Y a tenéis mi estima, señor oidor.
—Me a g r a d a r í a o í r m i nombre en vuestros labios.
—Gracias, don J u a n .
L a inoportuna llegada de Jorge V o t o con la noticia de que d o ñ a
Isabel de L i d u e ñ a h a b í a entrado en a g o n í a , no p e r m i t i ó saber a
donde q u e r í a llegar el ilustre oidor, n i q u é tratamiento le d a r í a la
r i s u e ñ a dama. D o n J u a n m a r c h ó con el á n i m o de visitar a la agoni-
zante, Inés s o n r i ó como el d í a en que, llegando a Chivata, c o n o c i ó
al encomendero Pedro Bravo de Rivera. Buenos saltos - p e n s ó -
de u n verdugo a un b a i l a r í n , del b a i l a r í n a u n encomendero y del
encomendero a u n oidor de la Real Audiencia.
Los pecados de Inés de Hinojosa 365

Dona Isabel de L i d u e ñ a , en su cama de b a l d a q u í n p ú r p u r a pare-


cía sentada y a en el trono de los predestinados. Frente a ella en
una mesa con aspecto de altar, un cirio grueso iluminaba la alcoba
í n t l m S P r e S 6 n c i a b a e l a
t i ? TSe T° " P - de esta alma d e í v i d a
mortal a la eterna. L a agonizante fijó la mirada en el cirio v i
p a r e c i ó ver, un POCO desdibujados por las Orneólas, los p r i n c i p i e s
acontecimientos de su vida: el d í a en que llevada a la Corte por su
abuela, el emperador Carlos V le s o n r i ó con cierto afecto como si
desde lo más alto del poder acogiera a u n a n i ñ a de justillo rosado
agarrada a la mano de una mujer con mangas abullonadas: cuando
su esposo la trajo a Tunja para dejarle, luego, u n rosario de enco-
miendas: y la noche feliz en que d o ñ a M a r í a de Hondegardo le
confió u n secreto:
- I s a b e l - l e dijo entonces— A n d r é s y y o deseamos acogerte en
nuestra casa de Santa F e y entregarte las prebendas que h a b r á de
concederte nuestro R e y don Felipe, a quien Dios guarde, por la
mucha nobleza de tu sangre y el fervor de tu fe.
L a agonizante c o n t i n u ó mirando el cirio, pero y a no le llegaron
m á s recuerdos, sino el simple reflejo de la luz sobre su rostro,
repentinamente cruzado de huellas amarillentas y empolvado por
una ceniza venida de las regiones desconocidas para aposentarse a
la hora de la muerte como signo de lo definitivo. E r a tan celoso el
silencio de los allí reunidos que sólo se o í a la respiración de d o ñ a
Isabel, cada vez m á s difícil y menos humana, p a r e c i é n d o s e al seco
sonido de la leña en una hoguera. L o s m á s cercanos a la cama eran
el Padre Orejuela, don J u a n de Castellanos, el Corregidor Villalo-
bos, d o ñ a Mencia de Figueroa y la madre María Modesta, abadesa
de las clarisas, presente e n aquel sitio por dispensa del P á r r o c o
Mayor. E n segunda y tercera filas h a b í a frailes, encomenderos y
amigas de la agonizante. L a servidumbre rezaba en los corredores
bajo la vigilancia de dos alabarderos.
E l oidor L ó p e z de Cepeda y Jorge V o t o llegaron al tiempo y
fueron m u y oportunos porque en ese instante d o ñ a Isabel de
L i d u e ñ a . recuperando el habla y mirando el cirio, dijo:
- O s recomiendo las buenas costumbres y huir del pecado para
alcanzar... María de Hondegardo es vuestra... Tunja será lo más...
L a madre abadesa le c e r r ó los ojos y el Padre Orejuela, apartan-
do a los frailes c o n a d e m á n cortesano, r e z ó en voz alta:
- " R é q u i e m eternam dona eis D ó m i n e : et l u x perpetua lúceat
366 Próspero Morales Pradilla

A s í d e s a p a r e c i ó la gran dama de T u n j a , especie de princesa con


poca sangre real y mucho donaire en su porte, dejando a la joven
cmdad sin freno distinto al de los conventos, c u y a influencia no
de íos L ° 2 r T k f r t
° U n
^ a l 0 S e
— d e r o s , iLabaa
de los leguleyos y los encantos de ciertas mujeres que p a r e c í a n
Paganas otorgando a sus cuerpos cuanto le negaban a las almas
Ademas, tras Ja muerte de doña Isabel de Lidueña, sobrevino
algo que nunca se le h a b í a ocurrido a los tunjanos: la desfachatez.
L a e n t r o n i z ó el m i s m í s i m o oidor don J u a n L ó p e z de Cepeda,
quien, a ú n durante el novenario de la difunta, t o m á n d o s e unas
copas en la trastienda de Hortensia de G o d o y c o m u n i c ó a los
contertulios, entre quienes estaba el escribano Cabeza de V a c a :
- M u e r t a d o ñ a Isabel, la reina de Tunja h a b r á de ser d o ñ a Inés
de Hinojosa.
- ¿ Q u i é n ? - p r e g u n t ó Paquita N i ñ o .
- I n é s de Hinojosa. ¿ N o os gusta?
- ¿ Y a vuestra merced, s e ñ o r oidor?
- ¿ A mí?
- S í : ¿ d ó n d e la q u e r é i s , en el trono o en la cama?
—Eso es asunto m í o .
- Y de algún encomendero - c o m e n t ó el escribano.
- A m í no me importa que sea mujer de otro. Sólo os pido que
la hagamos reina.
- Y a m í princesa - a n o t ó Paquita.
- H a b r í a que veros desnuda para saber de d ó n d e os sale el prin-
cipado.
- P e r o si vosotros t a m b i é n os d e s n u d á i s .
- ¿ I n c l u s i v e yo? - p r e g u n t ó Hortensia sirviendo los primeros
vasos de chicha, bebida que, en su casa, p e r m i t í a ahorrar el consu-
mo de vino sin d a ñ a r las fiestas.
- I n c l u s i v e quien sea. pues estoy dipuesta a jugarle mis tetas a
cualquiera.
- C o m e n z a d , Paquita, que luego os seguiremos - s u g i r i ó el oidor.
- A n t e s dadme el primer vaso para no sentir frío.
E n aquella fiesta se impuso la desfachatez de desnudarse en
c o m ú n . Saliendo de ella Cabeza de V a c a fue a casa de don Pedro
Bravo, a quien hubo de esperar casi una hora por hallarse encerra-
do en su misterioso aposento, para contarle los principales detalles
y c ó m o el oidor deseaba convertir a Inés de Hinojosa en reina de
Tunja.
Pedro, un poco adormilado, p r e g u n t ó :
Los pecados de Inés de Hinojosa 367
- ¿Y Jorge Voto?
- Nadie habló con él.
- P u e s d e b é i s decirle al oidor y a sus amieos m í e n » ™ K , n
8 Q P b t e n e r
reina deben pensar en el marido. ^ °
- N o os entiendo.
- N i falta que hace.
Inés de Hinojosa envuelta en una mantilla roja q c u b r í a su
u e

LdMiOñ US dormir, se presentó en el aposento de Jorge para cum-


plir el doble p r o p ó s i t o de comunicar al marido, con palabras dicta-
das por Pedro, la desfachatez del oidor, y, al mismo tiempo, reite-
rarle c ó m o su cuerpo perturbaba a los hombres.
Jorge, creyendo en el arrepentimiento de Inés, la recibió casi
con los brazos abiertos.
—Te luce la mantilla roja.
- N o estoy, Jorge, para mantillas, sino para decir algo que, como
marido, debes saber.
-Escucho.
- R e s u l t a que el oidor J u a n L ó p e z de Cepeda anda diciendo por
todos los rincones de Tunja que y o debo ser reina de la ciudad.
-Magnífico.
- ^ P a r e c e m a g n í f i c o . . . a mi marido?
-Naturalmente: yo siempre he querido una reina.
- ¿Para morir con corona?
—Para mejorar nuestra p o s i c i ó n . . .
- E l oidor dice que debo reemplazar a d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a .
—Sería un honor.
- V e t e al diablo, ¡imbécil!
- ¿ Q u é dices?
—Acaso, ¿no te das cuenta de que el oidor desea ponerte unos
hermosos cuernos?
- ¿ A mí? ¿Por qué?
- P o r q u e me h a r í a reina para acostarse conmigo, o ¿ n o en-
tiendes?
- E r e s una desvergonzada y , a d e m á s , una ingrata, porque si un
oidor de la Real Audiencia habla bien de ti, no se le deben inventar
intenciones que no ha tenido, ni tiene, ni t e n d r á .
Inés salió dando tan fuerte portazo que el estruendo llegó al
primer piso, donde los criados s e g u í a n celebrando las aventuras de
la Torralva. quien llevaba y a una semana contando y contando no
sólo su insolencia con el m i s m í s i m o Corregidor sino la manera
cordial, casi cariñosa, como el s e ñ o r oidor don J u a n L ó p e z de
368 Próspero Morales Pradilla

Cepeda la h a b í a tomado bajo su p r o t e c c i ó n , l l e n á n d o l a de ilusio-


nes, anunciadoras de posibles pellizcos en cualquier parte del cuer-
po sobre todo a sabiendas de la generosidad de sus carnes
d e S U m U j e r A 1 s a l i l e l l a
a l a euforia f T*™ ' ' ^ «¿ e n t r e g ó
a la euforia de los mas altos pensamientos, entre los cuales fieurabi
a posibilidad de que su esposa llegara a ser la amanta> de u f f i r
1 U
cudl Je a urina, aJ menOS, Ja puerta trasera de la Real Audiencia
y, por consiguiente, del Poder en grandes territorios. Inclusive
p o d r í a llegar al lecho de d o ñ a M a r í a de Orrego, dejando a la adúl-
tera en Tunja con la aquiescencia de d o ñ a María de Hondegardo.
U n oidor de tan bajas pasiones no m e r e c í a vivir en Santa F e , sino
en sitios paganos y licenciosos como T u n j a , mientras él, un baila-
r í n venido a m á s , sería indispensable en el palacio del presidente
don A n d r é s D í a z Venero de Leiva.
Por los antecedentes relatados, fue muy difícil la sesión de
naipes esa noche en casa del escribano Cabeza de V a c a . L a compos-
tura de los jugadores estuvo pendiente de un hilo, el hilo de la
h i p o c r e s í a , que suele ser el m á s fuerte en las relaciones de los
hombres. Por i n d i c a c i ó n de Pedro Bravo de Rivera, el escribano
invitó a dos amigos m á s para jugar a las cartas: Jorge V o t o y el
oidor J u a n L ó p e z de Cepeda, formando una cuarteta en torno de
la mesa, a la cual un criado llevaba botija de vino para llenar, cuan-
tas veces fuese necesario, las cuatro copas de plata, compradas por
el anfitrión a un tal Oramas que, viniendo del Perú, pasó por Tunja
rumbo a la G o b e r n a c i ó n de Venezuela cuando y a se h a b í a n perdi-
do las noticias y el eco del tirano Aguirre.
Antes de cortar la baraja. Pedro Bravo dijo saboreando su copa:
—Os propongo cambiar la suerte de los naipes por la de los
dados.
- E l naipe es m á s propio de caballeros —anotó Jorge.
- P e r o los dados son m á s varoniles - r e s p o n d i ó Pedro.
- E n m i casa se hace lo que ordenen mis amigos - d i j o el
escribano, abriendo los brazos en señal de hospitalidad, dispuesto a
tomar el partido del encomendero.
- Q u e vengan los dados - s e n t e n c i ó Pedro.
Así se c a m b i ó l a suerte y se s o s p e c h ó , entre los cuatro, la exis-
tencia de dos partes: el escribano y el encomendero, en una: j
la otra, el oidor y el b a i l a r í n . Salvo el triunfo de Jorge y la p é r d i d a
de varios doblones por parte de Pedro, a quien siempre le sobraba
el dinero, fue poca la c o n v e r s a c i ó n y todos p a r e c í a n dedicados al
juego. Sin embargo, cada cual ocultaba planes, ideas, proyectos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 369

maldades, estratagemas y decisiones c u y o c o m ú n denominador


era Inés de Hinojosa, pues Cabeza de V a c a la t e n í a como reserva
para alguna ausencia del encomendero; L ó p e z de Cepeda c r e í a m í e
estaba a la puerta de u n horno con enaguas; Jorge V o t o acar ciaba
el proposito de que ella lo llevara a la cbmpli^íiSfl
Pedro Bravo bueno, Pedro h a b í a construido el pasadizo P o f e n c i
ma y por debajo de la mesa se pensaba en Iné^TZoJoZZos
Porque deseaban gozarla y , otros, porque y a la h a b í a n gozado.
Pero ninguno de los cuatro, en ese momento, la amaba como la
madrugada en que Jorge V o t o m a t ó a un hombre para desposarla,
para probarle su amor y para vivir con ella hasta la muerte. Q u i z á
Pedro Bravo se acercara hoy a la vieja p a s i ó n de Jorge, pero él no
m a t a r í a por amor. A l menos, no lo h a r í a personalmente. U n enco-
mendero tan poderoso, como el de Chivata, bien puede tener
comisionados para trabajos de poco donaire.
Salidos los amigos tras la noche de juego, e n t r ó a la casa del
escribano el sacristán Pedro de H u n g r í a con la horrible cara de las
complicaciones, que era la adoptada por este m a l sujeto cuando se
le aumentaba la s o c a r r o n e r í a hasta el punto de sentir que la dicha
p o d r í a estallarle entre los cachetes.
— ¿ Q u i é n se murió? —preguntó Cabeza de V a c a al ver los ojos en
declive del sacristán.
—Nadie, señor escribano.
- P e r o algo pasa...
—Con la venia de vuesa merced vengo a contaros que los reve-
rendos padres dominicos han resuelto expulsar al J u d í o Errante.
- ¿ A otro convento? ¿ L o t o m a r á n las clarisas?
—No s e ñ o r escribano: lo e x p u l s a r á n de Tunja para siempre.
—imposible, amigo Pedro, porque las mejores leyendas, conce-
bidas en instantes de dolor y definiciones, indican que el J u d í o
E r r a n t e p e r m a n e c e r á en el templo de Santo Domingo hasta la
e x t i n c i ó n de los tiempos.
- ¿ C u á n d o nosotros hayamos muerto?
- N o sólo nosotros, sino los nietos de nuestros nietos.
- J o d e r , dicho sea con p e r d ó n de vuesa merced. Entonces, ¿los
padres dominicos están fríos?
- H e l a d o s , diría y o .
- P e r o y a e s t á n alistando la gran p r o c e s i ó n .
— ¿Procesión?
— ¡Sí! para sacar el J u d í o Errante y embarcarlo hacia el fin.
370 Próspero Morales Pradilla

- ¿ E m b a r c a r l o ? ¿ E s t á n locos? A q u í no hay embarcaciones ni


mares, ni r í o s , ni siquiera agua.
- Y a verá Vuesa merced, c ó m o los padres dominicos y todas las
gentes de Iglesia, echaremos de Tunja al J u d í o Errante
- T ú no echas ni a la Torralva.
—Ella a y u d a r á .
- Y ¿ c u á n d o será la tal p r o c e s i ó n ' '
Conversaciones similares a la del sacristán y el escribano brota

" ¿**£ZS£ZS*
En
Z^—T- realldad
- ,os p a d r

"«Vvj lUtiJUllíJ llOraS y penitencia en comunidad, h a b í a n resuelto


arrojar lejos de Tunja los siete pecados capitales, que p a r e c í a n
e n s e ñ o r e a r s e de una ciudad c u y o clima p o d r í a merecer todos los
calificativos menos el de lujurioso. A t r a í d a por el i m á n de las
fechas históricas, la p o b l a c i ó n de T u n j a r e s p a l d ó a los dominicos
en el proyecto de expulsar al J u d í o Errante, de manera que el
primer viernes de cuaresma los tunjanos estaban preparados para
acometer una empresa que n i n g ú n mortal h a b í a intentado, aun
cuando el J u d í o Errante h a b í a visitado ciudades de tanto abolengo
y valor como Constantinopla, R o m a y Bruselas.
E l viernes escogido la naturaleza c o m p a r t i ó la decisión tunjana
porque antes del atardecer se llenó de remolinos la ciudad y , entre
el viento, llegó una llovizna tan fría que no sólo c a y ó sobre techos
y calles, sino también caló el pellejo de hombres y mujeres. L o s
frailes con negro capuchón se encerraron a las seis de la tarde en el
convento, orando por sus intenciones y las del pueblo congregado
en el atrio y sitios a l e d a ñ o s . A las ocho se iniciaba la p r o c e s i ó n de
tinieblas, como fue llamada la marcha proyectada. Y , puntualmen-
te, bajo ráfagas de lluvia, se abrieron las puertas de Santo Domin-
go, apareciendo el prior y , tras él, doce frailes con el paso del
J u d í o Errante, desprovisto, claro está, de la estatua del Nazareno.
E l J u d í o de madera, con la diestra extendida para azotar a Cristo y
larga cara de maldad, e m e r g i ó entre cirios llevados por los legos de
manera tan macabra que la multitud, al verlo, tuvo la i m p r e s i ó n de
que el J u d í o Errante y a no era una leyenda viva sino c a d á v e r y .
por consiguiente, sería fácil sepultarlo m á s allá de los linderos de
la ciudad. L a feligresía, que entonces eran todos los tunjanos con
e x c e p c i ó n de los padres de San Francisco y de don J u a n de Caste-
llanos, ocupado este ú l t i m o en examinar la vida de don A n d r é s
D í a z Venero de L e i v a , i n t e g r ó un negro desfile. Bajo la luz de
cirios y antorchas llevados los primeros por dominicos encapucha-
dos y . las segundas, por alguaciles, la p r o c e s i ó n p a r e c í a una
Los pecados de Inés de Hinojosa 371

mancha negra en pos del Juicio F i n a l . Frente al convenio de las


clarisas se detuvo el desfile para escuchar unas oraciones en tono
menor, coreadas por las monjas tras las c e l o s í a s . Para evitar el oeli
P r m i S C U l d a d l 0 S h o m b
ZZ ° ' - ^ a n adelante y las e e m u j r S

C o m o la noche era propicia - s i n luna, sin estrellas con nubarro


nes la i l u m i n a c i ó n del desfile y el hecho de mov 4 al c o m p á s
de los pasos, p e r m i t í a que las antorchas reflejaran en tos m u r o s tal
figuras hasta el punto de perder su forma humana a r a r e p i n t a P

ndiablados gigantes invitados por el J u d í o a esta ccremoma m a c í


OTa . rClipe Rotundo, merodeando entonces por los barrancos,
1

c r e y ó que los tunjanos se dirigían hacia el centro de la tierra,


a c o m p a ñ a d o s por las almas del Purgatorio, y c e l e b r ó , en lo í n t i m o
de su ser, la posibilidad de quedarse solo en estos vastos territorios,
donde p o d r í a , sin la molestia de los c o n g é n e r e s , catalogar el
tiempo y poner a hervir centurias.
Hortensia de G o d o y . con la ayuda de dos indias bautizadas,
a p r o v e c h ó el acontecimiento para recoger el lodo al paso del J u d í o
Errante rumbo a la ignominia. C o n tres mantillas abiertas, donde
p o d r í a asentarse la materia deseada, andaba de un lado a otro de la
p r o c e s i ó n , o c u l t á n d o s e de las antorchas para no ser vista. T a m b i é n
trataba de obtener el c h o r r i ó n de los cirios cuando caía compacto
al suelo y preguntaba a algunas mujeres si estaban con regla,
p i d i é n d o l e s a las de respuesta afirmativa que escupiesen en un
p a ñ u e l o llevado por ella para tal efecto. C r e í a que con esos ele-
mentos, ú n i c o s en el mundo, a u m e n t a r í a el valor de sus embrujos.
A l norte de la ciudad h a b í a un pozo redondo de escasa circun-
ferencia y profundidad absoluta, según las leyendas de los indios.
E l agua de dicho pozo era m á s gruesa que la del Mar Muerto, pero
dulce y. si en ella p o d í a hundirse cuanto flota en las lagunas,
t a m b i é n vigorizaba a quien la tomara en los amaneceres. Hacia
aquel sitio iba el cortejo bajando de la cima donde se h a b í a n cons-
truido las primeras casas. Jorge V o t o o b s e r v ó , dentro de su recogi-
miento, que la p r o c e s i ó n tomaba la ruta de los hervideros, confian-
do en llegar al destino lo antes posible pues a él no le gustaba usar
los pies en ejercicios distintos al baile.
L a m a y o r í a de los tunjanos estaba convencida del valor de la
p r o c e s i ó n nocturna. E x p u l s a r al J u d í o Frrante era p r o p ó s i t o
cristiano y si la empresa lograba é x i t o , como todos lo i n t u í a n , se
e v i t a r í a n pestes, maleficios y desgracias. Pero un p u ñ a d o de gentes
silenciosas, las mismas que escandalizaron a d o ñ a María de Honde-
372 Próspero Morales Pradilla

gardo, p a r e c í a n burlarse de esta santa o c a s i ó n . E l escribano Cabeza


de V a c a , por ejemplo, ofreció a su vecino de cortejo el encomen-
dero Bravo de Rivera, u n frasco de oportuno licor, d i c i é n d o l e -
fc - T o m e Vuesa merced u n poco de agua bendita para calentar la

- D i o s os lo premie - r e s p o n d i ó el favorecido haciendo cara de


d e v o n mientras el lugarteniente Aguayo, testigo de la p q u e ñ
0 c l

infamia, lograba insinuar al encomendero: «pequeña


- ¿ Y para esta alma doliente no hay u n poco de elixir''
A la humanidad, tomada en conjunto, no se le pueden pedir
U e l S
tnTZ* ™ T ^ r a c a t a
° m i e n t a
lo m a y o r h a r i o P o r eso
t i l id ¡JlOCNlOn Cíe tinieblas, destinada a cancelar la era del J u d í o
E r r a n t e en T u n j a , unos llevaban el impulso de la fe. otros la duda
proveniente del pecado y todos andaban el mismo camino, bajo las
mismas antorchas y rumbo al pozo c o m ú n .
L o s frailes que llevaban el paso de la maligna figura sintieron,
poco antes de llegar a despoblado, u n e x t r a ñ o desfallecimiento,
m u y notorio en las rodillas. L a voz c i r c u l ó de uno a otro, gracias
al entrenamiento logrado en el convento para esta clase de m u r m u -
raciones. Varios pensaron en algún influjo del J u d í o , pero fray
T o r i b i o de la T r a n s f i g u r a c i ó n , el primero de la izquierda en el
travesano delantero del.paso, dijo a su vecino:
—Es u n temblor.
L a noticia quedó apagada por el reverendo padre prior, quien y a
fuera de la ciudad inició el rezo del " C o n f í t e o r " , coreado por la
larga cola de personas piadosas que se m o v í a de arriba hacia abajo
como una serpiente de la m a r a ñ a por donde pasaron los conquista-
dores alemanes en busca de E l Dorado.
F u e r a de los frailes penitentes nadie s i n t i ó el temblor, q u i z á
porque sólo ellos llevaban el peso del J u d í o Errante. Pero al pisar
tierra plana muchas mujeres comenzaron a padecer flojedad de
piernas y u n a angustia como si estuviesen comprometidas en los
c r í m e n e s del J u d í o desde la nefanda tarde en que le n e g ó asisten-
cia a J e s ú s Nazareno. Pecados veniales y algunos mortales se apo-
sentaron en el m a g í n de casi todas las viejas y de numerosas
muchachas a t a j á n d o l o s en la boca con esta a d v o c a c i ó n :
— ¡Virgen S a n t í s i m a !
L a s mujeres de alma sucia y los hombres no llegaron a sentir
tanto arrepentimiento. Pero cuando se supo que el J u d í o sería
lanzado al pozo sin fondo, el nerviosismo erizó a la m a y o r í a de los
presentes, incluyendo a Pedro de H u n g r í a .
Los pecados de Inés de Hinojosa 373

E l reflejo de cirios y antorchas en las aguas del pozo, rodeado


por la p r o c e s i ó n , amén del frío de la noche, a n g u s t i ó no sólo a la
feligresa a n o t a m b i é n a los celebrantes y casi hubo p á n i c o cuando
el padre prior o r d e n ó arrojar la estatua al pozo donde d e b e r í a
desaparecer si las leyendas de los indios eran ciertas, pues sólo ahí
p o d í a hundirse la madera.
E l padre prior, una vez arrojado el J u d í o E r r a n t e al agua diio-
Gloria in excelsis D e o " . L a m u l t i t u d , entonces, c o r r i ó h a c S l a
d n
en n a r , ^ ^ 1 ^ 1 * alguien p r e m i a r ™ prmTero
C o m o

en llegar a su cama. Pedro Bravo a g a r r ó , en ese momento, a seis


indios de su encomienda y , llamando, al escribano Cabeza de V a c a
al lugarteniente Aguayo y a Pedro de H u n g r í a , les dijo;
- Á l W a sí comienza la diversión...
Inés de Hinojosa, a la m a ñ a n a siguiente, o y ó a la Torralva, cuan-
do h a c i é n d o s e cruces, i n f o r m ó a Jorge V o t o :
- S e ñ o r , s e ñ o r don Jorge, y o lo dije... al J u d í o Errante no le
pueden hacer bromas nocturnas, porque el m u y hideputa se ali-
menta con brasas del infierno.
— ¡ E x p l í c a t e , mujer!
-Vuesasmercedes vieron como lo v i y o con estos ojos, que y a
están podridos por las desgracias, c ó m o el maldito J u d í o c a y ó al
agua y d e b i ó hundirse con las doce campanadas de la medianoche.
- Pues sí...
- E S O era anoche, mi señor don Jorge, porque el hideputa ama-
n e c i ó en la sacristía de Santo Domingo.
— ¡Imposible!
- ¿ P o r q u é ? - p r e g u n t ó Inés.
- P o r q u e anoche q u e d ó ahogado en el pozo, ¿verdad, Torralva?
- ¡Sí vuesa merced! N o sólo ahogado, sino en forma de cadáver.
Hortensia vio, al hundirse el J u d í o , que soltaba humo, haciendo el
milagro de quemarse bajo las aguas. Luego, como ella sabe tanto
de muertos, o l f a t e ó cadáver....
- ¿ E s o q u é es, Torralva? - i n d a g ó I n é s .
- A la Hortensia le huelen los vientos cuando hay c a d á v e r y sabe
muy bien si un vivo es ya difunto o t o d a v í a espera turno.
— ¿Turno?
- S í . Vuesa merced: turno, porque para todos lados hay a n i ñ a s
andando.
1
- ¿ H a c i a q u é lados. Torralva de m i alma'
- H a c i a los infiernos, hacia el purgatorio y algunos frailes qwe
van a la puerta de San Pedro.
374 Próspero Morales Pradilla

- ¿ D e c í a s , Torralva - r e s u m i ó J o r g e - que el J u d í o E r r a n t e está


ahora en la iglesia de Santo Domingo?
m a S Í l e g o e l a s
hri7ln í°- A ,? campanas, le dijo a la Himelda Sana-
u

b n a que podra durar allí hasta las séculas del seculorum


- ¿ L o crees? - p r e g u n t ó I n é s a Jorge

a l Í r P r q U e 1 & T r r a l v a e s a m i g a
de;hismes! ü ° °
- N i lo diga, Vuesa merced.
Jorge t o m ó el j u b ó n , se t o c ó con sombrero de terciopelo, arregló
los pliegues de los calzones, estiró las calzas y , c i ñ e n d o daga, salió
de la casa en busca de la verdad.
I n é s fue a su aposento, c e r r ó con llave, c r u z ó el pasadizo y
e c h á n d o s e sobre la cama de Pedro, que estaba haciendo las ablu-
ciones en su jofaina, s o l t ó una carcajada ligeramente forzada al
decir:
—Si no me hubieras contado tu viaje desde el pozo hasta Santo
Domingo con la estatua del J u d í o E r r a n t e , y la manera como tus
amigos y tus indios lograron colocarla en la sacristía con l a ayuda
de la carreta y los caballos, me hubiera desmayado del susto con el
relato de la Torralva.
— ¿ Q u é dijo?
—Ninguna mentira. Pero, sin saber el ardid de cierto hermoso
encomendero, la presencia del J u d í o E r r a n t e , en su iglesia, me
habría erizado el cuerpo.
Pedro b e s á n d o l a y p o s á n d o l e las manos sobre la cintura, dijo:
—Quizá y o te lo pueda erizar.

L o s amantes quedaron disfrutando de sus burlas y de su vida,


mientras la ciudad, que la noche anterior h a b í a pretendido ahogar
al nefasto J u d í o , no encontraba explicaciones distintas a la manera
como el vicio, aferrado a T u n j a para siempre, g a n ó la m á x i m a bata-
lla del siglo. L a d i a b ó l i c a estatua se dejó en el convento porque los
padres dominicos conceptuaron que era mejor, para l a feligresía,
conservar al Maligno en su sitio, poniendo la piedad de los frailes
como reja de una prisión perpetua.
Hortensia fue la persona m á s favorecida por este episodio de
cuaresma: los elementos que recogió durante la p r o c e s i ó n noctur-
na adquirieron precios muy altos e, inclusive, muchos sirvieron
para combatir malestares hasta entonces incurables como el des-
amor con a g o n í a , las menstruaciones imaginarias, las erecciones
falsas y el mal humor en la cama.
Los pecados de Inés de Hinojosa 375

Pedro Bravo de R i v e r a l l a m ó esa tarde a su hermano y , s e n t á n -


dolo en una silla enana, le dijo desde lo alto de sus ojos violentos-
- H a b r á s comprendido que el J u d í o E r r a n t e regresó a T u n j a
para v ü a r a los pecadores, entre los cuales tú eres el m á s v i
l g

porque no solo burlaste a m i novia, sino que traicionaste nuestra

- Y a lo h a b í a s dicho...
- P e r o a ú n estás sin castigo.
- ¿ Q u é esperas?
l
cumples" nTvalH
cumples, no ^7 •°
valdrá? tu c o n d i c i ó n de hermano
Í
°n d Í C a d y
* de tuslo
para redimirte
S e r á s m u e r t o

obligaciones, y a que t ú tampoco la tuviste en cuenta para prosu-
fuU a mi novia.
- Q u e no fui, Pedro, fue ella.
- ¡Bellaco!
— ¿ N o os saciáis?
- E l p r ó x i m o lunes, a las ocho de la noche, te espero a q u í , en m i
casa, para decidir tu suerte. Cuidado con faltar, tengo gente en
todas partes y t ú sabes, desde n i ñ o , c ó m o y o soy el heredero del
c a r á c t e r y la h o m b r í a de nuestra familia.
A pesar de tantos contratiempos, T u n j a , por la buena í n d o l e de
sus habitantes, era una ciudad apacible, c u y o clima frío facilitaba
la p o n d e r a c i ó n de las gentes y p e r m i t í a esperar los acontecimien-
tos Sin acalorarse. Buena parte de cuanto se ha relatado en torno a
la liviandad de las Hinojosas y a los torcidos p r o p ó s i t o s de Pedro
Bravo de Rivera es consecuencia de las h a b l a d u r í a s , propias de la
humana c o n d i c i ó n , pues donde hay hombres y mujeres, lo cual es
muy frecuente desde la C r e a c i ó n , suelen agitarse las pasiones,
porque las parejas gozan a c o s t á n d o s e en una sola cama y u n i é n d o -
se entre sí de manera que el placer sea compartido en la m a y o r í a
de los casos. Si estas uniones de cuerpos fuesen libres, como acaso
p o d r á n serlo en un remoto futuro, se a c a b a r í a n los adulterios y ,
acaso, la p r o s t i t u c i ó n . Pero la sociedad tunjana, recién muerta
d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a y v í c t i m a directa del J u d í o E r r a n t e , está
muy lejos de complacerse con el pecado. L a rigidez general hace
que personas tan encantadoras como J u a n i t a de Hinojosa y Paqui-
ta N i ñ o , tan r i s u e ñ a s como I n é s , tan justicieras como el escribano
Cabeza de Vaca y con tantas agallas como el encomendero Bravo
de Rivera, sean tema de chismes y comidillas, de donde le han sali-
do a Jorge V o t o cuernos de venado.
Si los tunjanos no'estuviesen sometidos a la moral del Imperio
376 Próspero Morales Pradilla

E s p a ñ o l , cimentada en los principios de l a Santa I n q u i s i c i ó n y de


los arrebatos de fe, q u i z á l a simple llovizna de los meses sin " e r r e "
b o r r a r í a los pecados y malas inclinaciones de sus habitantes
porque buena p o r c i ó n de ellos sólo sufría escasez de agua como sé
ha dicho, y no vileza interior.
L o s olores m á s acentuados de l a ciudad indicaban la pureza del
ambiente espiritual: pan con u n poco de chicha, prevaledendo
primero sobre todo en las horas de l a m a ñ a n a , cuando as panade
1 6 6 1 V e n t r r Í 1 1 y k d e C d m ¿ a
c a l í e l ^ A ' K ° ° Albarracín en' a
ban con el ^¡T , \ S U Í h o r n o s d
tapia Pisada y anuncia- e

ban con el olor, l a a p a r i c i ó n del pan fresco. L o s ruidos t a m b i é n


olZ1
las
ayudaban a sentirse en u n a ciudad amable y p a c í f i c a ,
interjecciones de algunos jinetes, oscilaba entre el llanto de los
n i ñ o s perseguidos por madres severas y el t a ñ i d o de las campanas,
P

que p o n í a n en competencia a Pedro de H u n g r í a con los legos de


San Francisco y Santo Domingo.
L a sociedad tunjana, en realidad, era dura por fuera y blanda
por dentro. A s í las relaciones de u n a casa a otra eran sobrias, casi
d e s d e ñ o s a s , pero al llegar a l a piedad, a la b r u j e r í a y a l a lucha
c o m ú n contra el pecado, los tunjanos se e n t e n d í a n gracias a su
catolicismo y a la honra de ser subditos de su Majestad Felipe I I
(a.q.D.g.).
Por desgracia, ningún pueblo, n i raza, n i n a c i ó n , n i m u n i c i p i o , n i
barrio, está exento de lo terrible, pasando duramente de una é p o c a
a otra. Hortensia de G o d o y , d u e ñ a de los mejores menjurjes para el
vaticinio desde el fallido ahogamiento del J u d í o E r r a n t e , pronosti-
có, ante testigos y en medio de humos sin fuego, que m u y pronto
T u n j a sería v í c t i m a de lo aciago, sin indicar el camino o la desgra-
cia por donde llegaría a la sosegada vida de los tunjanos, cuyas
virtudes y l o z a n í a se v e í a n , no obstante, asediadas por la suciedad
de los encomenderos, que h a b í a n c a í d o sobre este territorio, el
m á s poblado del Nuevo Reino de Granada, como aves de mal agüe-
ro, pues en ninguna otra región h a b í a tantas encomiendas. Miles de
indios, sujetos por la Conquista, crearon y s e g u í a n creando la opu-
lencia de los encomenderos, i n c i t á n d o l o s a l a crueldad, con T u n j a
como centro de sus aventuras galantes y de su despotismo, apenas
interferido por la p r é d i c a de algunos frailes y la sosería de don
J u a n de Castellanos, quien seguramente no incluirá a los violentos
encomenderos en su c a t á l o g o de los "varones ilustres de I n d i a s " .
R a s g u ñ a n d o la superficie de T u n j a se p e r d í a n los buenos olores,
los sonidos gratos y la inocente seguridad de que el Diablo no
Los pecados de Inés de Hinojosa 31~

prevalecería sobre una sociedad cristiana y solidaria en su defensa


del Imperio, porque, como en la chicha, bajo las apariencias se
fermentaban celos, amores prohibidos, codicia y , acaso c r í m e n e s
amparados por l a sensación de distancia. Nada estaba cerca- n i eí
R e y , n i la Corte, n i la I n q u i s i c i ó n , n i la Casa de C o n t r a t a c i ó n , n i
Siquiera Ja Real Audiencia o el Presidente Venero de L e i v a . Tunja
era d u e ñ a de su destino, porque sólo quienes allí vivían l o g r a r í a n
el orden o el desorden, la Gloria o el Infierno, la paz o la guerra, l a
justicia o l a injusticia, el bien o el m a l . Encomenderos, frailes,
damas, siervos e indios así lo s a b í a n . Sólo don J u a n de Castellanos,
que vivía para el futuro, no se s e n t í a distante del resto de la huma-
nidad. T o d o lo cual fue sintetizado por el oidor J u a n L ó p e z de
Cepeda, en ronda de amigos al tomarse el tercer vaso de chicha:
—Lo bueno de esta ciudad pacata es que nadie sabe c ó m o ama-
n e c e r á m a ñ a n a y , mientras tanto, se puede joder según nos venga
en gana.
C o m o si las palabras del oidor hubiesen sido sentencia y no vana
o p i n i ó n , desde ese mismo instante los tunjanos percibieron un
nuevo olor, y a sin pan fresco, y las gentes comenzaron a mirarse
con otros ojos. L o s vecinos p a r e c í a n haber desaparecido convir-
tiéndose en forasteros y l a p r o f e c í a de Hortensia hizo m á s intros-
pectivos a los tunjanos, en espera del color, el sabor y el sonido de
lo aciago.
VI
La palidez de Hernán Bravo de Rivera era de fantasma, venía de
ultratumba, apareció de súbito como si la sangre le hubiese dejado
de circular y una larga serie de dedos le agarrara venas y arterias.
Sintió la palidez porque se le había acabado el calor y tuvo la
impresión de haber caído en el hielo, donde la vida se paraliza.
Pero aún no creía la frase de su hermano Pedro:
- ¡Disponte a matar!
Hernán movió la cabeza en busca de otra persona. No concebía
que su hermano hablara con él y sólo con él. Luego, pudo balbucir:
-¿Yo?
-¿Acaso le hablo al piso?
—Soy tu hermano.
—Y mi deudor.
6- Yo?
-Imbécil, rne debes la violación de mi novia. Te perdoné la
vida a cambio de un favor... especial.
-¿Cuál?
— ¡Disponte a matar!
-¿Matar a alguien?
- ¡A un hombre!
-¿Por qué yo?
-Porque me debes un favor especial.
-Eso no es un favor, es un...
—Un crimen, sí. ¡Me debes un crimen!
— ¿Por qué?
-A cambio del que tu cometiste.
-No, Pedro, yo no he cometido ningún crimen.
Hernán oyó el sonido de unas campanas distantes, pero tras
este sonido venía el ruido de un cataclismo. Centenares de piedras
le golpeaban los oídos, pero también escuchaba las palabras de su
Los pecados de Inés de Hinojosa 379
hermano como si formaran parte de esa cosa enorme que le caía
encima. Pedro decía:
-Todo se paga en este mundo, sobre todo las pequeñas fecho-
rías de descastados como tú.
—Te doy la satisfacción que desees...
-Disponte a matar a un hombre sin preguntar nada más.
— ¡Eres un bárbaro, Pedro!
— ¿No lo harás?
— ¡Nunca!
—Entonces, morirás en su lugar.
A Hernán se le acabaron los sabores distintos del amargo. La
boca, con la saliva reseca, sólo percibía amargura. Sería imposible
pensar en el dulce de la caña o en la sal de los guisos, porque el
paladar, endurecido, le sabía a mierda.
-Te he dicho —repitió Pedro— que morirás en su lugar, si no
cumples, cumpliré yo.
-¿No te das cuenta de que estás pidiendo a tu hermano que
cometa un asesinato?
—Una expiación, Hernán.
— ¡No! Eres el Diablo.
-Y tú casi un difunto.
— ¿Acaso crees que hay algo que justifique un crimen?
—Deberías haberte hecho esa pregunta cuando cometiste el
crimen de violar a Juanita de Hinojosa.
-Yo no la violé.
— ¿Lo niegas?
—Ella no era virgen.
— ¿Y yo debo creerte después de hallarte como te hallamos
Inés y yo?
-Apariencias.
— ¡Tendrás que malar a un hombre!
Algo volvió a la vida después de la parálisis interior de Hernán.
Fueron los intestinos. Los sintió crujientes y adoloridos. Puso las
manos sobre el estómago y se agachó para contener el dolor, como
si atajándolo en alguna parte pudiera desaparecer. La comida inge-
rida se devolvió hacia el esófago y se acercó a la garganta entre un
ácido que lo carcomía. Quiso salir al solar, pero su hermano lo aga-
rró de un brazo y lo detuvo cuando el vómito le afloró a la boca
arrojándolo, sin querer, contra el pecho de Pedro, cuyo jubón se
llenó de un líquido nauseabundo. Pedro botó al hermano contra el
380 Próspero Morales Pradilla
piso como si fuera una culebra, donde se untó de sus propios vómi-
tos. Luego, colocándole el pie derecho en la cabeza, gritó:
—Come, imbécil, acaso por última vez en tu vida.
A Hernán, humilado y sucio, se le vinieron las lágrimas pen-
sando en que no existen seres humanos, sino bestias peores que las
de la selva. Pedro Bravo de Rivera, su hermano, el encomendero, el
galante, el hombre gallardo, sólo era mierda, mierda, mierda como
si en él se hubiera reunido toda la mierda de la tierra.
—Cuidado con hablar de ésto, Hernán —dijo Pedro retirando el
pie de la cabeza de su hermano.
Hernán lo miró y, sin miedo, casi heroico, musitó:
—Ya he elegido, desgraciado: ¡"Mátame"!
Desde el día en que Juanita fue hallada en la cama con Hernán,
se hizo difícil el diálogo entre tía y sobrina. Ninguna de las dos
estaba fastidiada con la otra, pero no les salían las palabras cuando
se reunían en la sala, en el comedor o en la cocina. Tal vez, debían
pensar las frases y como estaban acostumbradas a hablar sin tema,
li contención, el nuevo requisito causaba silencio. A pesar de que
con el Corregidor Mosquete ambas habían logrado la mutua des-
vergüenza y entre las dos existían los secretos balsámicos, ver a
Juanita yaciendo con Hernán dejó en Inés la impresión del pecado
ajeno. Y la sobrina, un poco tarde, advirtió que Pedro e Inés
buscaban algo distinto al juego de los placeres.
Por eso la Torralva no se sorprendió al ver a sus amas bordando
silenciosamente en la sala antes de legar la noche del Viernes de
Dolores. Sin embargo, Juanita ignoraba la manera como los hilos
de Inés no sólo se cosían a la tela sino también a una angustia
creciente, que le hacía sentir las palpitaciones del corazón y le
borraba, a cada segundo, las perspectivas amables, para dejarla en
una especie de isla que se iba achicando a cada puntada. A Inés se
le habían apretado las carnes, porque Pedro le había relatado su
escena con Hernán y, sobre todo, porque, de nuevo en su vida,
debía entenderse con un asesinato. Estaba enferma, muy enferma,
pero no podía decírselo a nadie, pues descubriría el crimen antes
de ser cometido. Además de palpitarle desusadamente, el corazón
andaba como matraca corriendo a ratos y deteniéndose súbitamen-
te. Así se le subía a la boca y le tapaba la respiración, que apenas
podía sostenerse a base de suspiros. Las ricas pasiones de sus
•oches de amor la abandonaron y. abajo, le pareció tener un gran
por domde cambia pequeños animales de muchas patas. El
Los pecados de Inés de Hinojosa 381
vientre le dolía con los síntomas de cada mes, pero sin menstrua-
ción. Y la cabeza... lo peor era la cabeza, tenía resonancias, le daba
vueltas por dentro y le amontonaba escenas de gente echando
sangre por los poros.
Aun cuando estaba en su sala de Tunja, le olió a Carora, pero
sin perfume, viendo, otra vez. el cadáver de Pedro de Avila con
estocadas adelante y atrás. Ella no había cometido aquel crimen y
pudo comulgar después. No obstante, a su casa había ido el Dia-
blo. Lo vio Concepción Landarete. El Diablo era ella, estaba en
ella, lo levaba consigo. Jorge Voto mató a Pedro de Avila, pero era
ella quien hizo el crimen, quien lo organizó, quien lo produjo para
yacer, sin azotes, con un nuevo hombre.
-¿Qué te pasa, tía? -dijo Juanita en este momento.
-¡Calla!
Juanita y la Torralva se miraron transmitiéndose el mismo pen-
samiento: "¿Curioso, verdad?".
Inés desvió la vista hacia la espada aparecida misteriosamente
el día de su matrimonio con Jorge. La vio desde la empuñadura
labrada con un escudo castellano hasta la punta, donde el polvo
del descuido había bordeado la vaina. Se quedó mirando la mugre
gris y sintió que pronto le legaría a las piernas y a las narices. La
gente se lena de ruinas. Los años podrían ser una colección de
ruinas con todos los pedazos del pretérito, ya resquebrajados por
el uso y el olvido. En Carora, Inés sólo temió que Jorge no cumplie-
ra su macabra promesa. Ahora, por el contrario, teme que Pedro
Bravo de Rivera la cumpla.
-Decidme -interrogó a Juanita y a la Torralva, sentada la
primera en uno de los sofás de damasco carmesí y, la segunda, en
el suelo junto a la sobrina — ¿Los hombres cumplen las promesas?
—Quizá haya alguno —respondió Juanita.
—Ninguno, porque los muy hideputas son de la casta de Lucifer.
—Por Dios. Torralva -la amonestaron sus amas al unísono.
Inés pensó en Jorge. Claro que, ahora, era un gusano desprecia-
ble, el más hipócrita de los hombres y dispuesto a cualquier bajeza
con tal de subir uno o dos peldaños. Pero le había amado hasta el
punto de cometer un crimen. El amor, es cierto, puede manifestar-
se sin crímenes. Pero Jorge lo hizo. ¿Valdría la pena matarlo? ¿No
sería mejor, enviarlo a Santa Fe? El pobre hacía lo inverosímil a
cambio de un poco de notoriedad. Además, salvo el crimen de
Carora. respetaba las leyes; rezaba con hipocresía, pero rezaba;
guardaba compostura, presumiendo de hijodalgo; administraba
382 Próspero Morales Pradilla
correctamente los bienes; y, desde luego, bailaba como los grandes
señores de Madrid, Sevila y Valladolid. No es necesario matar a las
moscas, pero muchos las matan. Jorge no será un cadáver repug-
nante como Pedro de Avila, sino un cadáver discreto, recogido y
casi elegante, a menos de que lo destrocen, de que lo hagan picadi-
llo. Pobre Jorge Voto, tan infeliz que ni siquiera pudo ser hijo
bastardo.
A Inés se le cayó el bordado de las manos, al ver, en este instan-
te, a Jorge un poco ceremonioso y pueril saludando a las damas:
-Permitidme, Inés y Juanita, que os tienda las manos.
Ambas miraron asombradas, mientras la Torralva desapareció de
la sala. Luego, Jorge continuó:
—Me he demorado por hablar con Hernán Bravo de Rivera, a
quien mucho parece interesar mi modesta vida.
Inés disimuló su nueva sorpresa y Juanita estimuló la conversa-
ción:
-Bien sabéis que Hernán no es santo de nuestra devoción.
—Tonterías. Es un hombre de tanta alcurnia como su hermano,
pero más cerca de la humildad. Quizá con el tiempo Hernán en-
cuentre su vocación y lo veamos en uno de nuestros conventos,
donde se recoge la santidad.
- ¿Así lo creéis? -indagó Inés.
-Francamente -anotó Juanita- no veo a Hernán Bravo de
Rivera en los altares.
—Quzi á en los altares, no; pero en una celda del convento, sí.
-¿Decís en una celda?
-¿Por qué no?
- Acaso lo conozcáis mejor que yo.
-También gusta de la música y aún del baile.
- Jesús, José y María, mi querido Jorge, estáis perdiendo vuestra
malicia.
- ¡Inés!, ¿me habéis dicho "querido"?
- Es un decir.
-Lo habéis dicho y os lo agradezco.
—Os aconsejo seguir la charla a solas —comentó Juanita con la
primera sonrisa del día, recogiendo el bordado y saliendo déla sala.
Cuando Jorge abrió los brazos para estrechar a Inés, tras mucho
tiempo de no hacerlo, la esposa corrió hacia la puerta dejándolo
como un Cristo sin humanidad.
Los pecados de Inés de Hinojosa 383
-Nunca me habéis contado -dijo el encomendero Bravo de
Rivera a Pedro de Hungría, al hallarlo en la tienda de Engracia,
—cómo fue vuestra aventura con el tirano de Aguirre.
—Ni falta que hace.
—Me gustaría oír vuestro relato.
Muy por encima, el sacristán evocó los malos ratos de su vida
entre los marafiones de Lope de Aguirre.
—Le prestaríais algún servicio, ¿Verdad?
Pedro de Hungría sentía una horrible picazón de cuerpo y se le
arrugaban los testículos cuando recordaba aquella desgracia. Por
eso prefería reducir los pensamientos en vez de complicarse con
detalles de la época del peregrino. Pero el encomendero insistió:
-¿Qué servicios prestasteis al tirano Aguirre?
—Eso fue hace mucho tiempo. Está tan atrás en mi vida como el
incendio del templo de Sugamuxi.
-¿Qué pretendéis?
-Nada, Vuesa merced. Acaso no recordar el pasado porque
siempre hay algo que incomoda, aún tratándose de encomenderos.
-Lo del templo, mi querido Hungría, fue una acción de guerra
contra salvajes. En cambio, los marafiones mataron muchos cris-
tianos.
-Yo no.
-Os lo creo. Pero, ¿cómo lograsteis escapar a las reglas del ti-
rano?
-La verdad...
-¡Dila!
Pedro de Hungría sometido a la fiereza del encomendero, cuyo
rostro era tan fuerte y decidido como el de Lope de Aguirre, así
se tratara de un gentil caballero y no de un loco, cedió al vigor de
Pedro Bravo de Rivera y. sin decir toda la verdad, admitió haber
sido uno de los marañones.
-Guardad esta confesión para vos, señor encomendero.
— ¿Acaso yo voy al confesionario?
-No lo digo por el sacramento sino...
-Tragaos vuestra vida, Pedro de Hungría, que yo no necesito
repetirla a nadie.
La humilación del sacristán sirvió de pedestal al encomendero
para lucir su soberbia y mostrarse como parte de la historia,
porque él y sólo él había avasallado a los muiscas o moscas, impo-
niendo las leyes del Imperio y haciendo de Tunja el mayor conglo-
merado humano del Nuevo Reino de Granada, ya que uniendo los
384 Próspero Morales Pradilla
conventos y las casas de la ciudad propiamente dicha a los inmen-
sos territorios de las encomiendas, había cerca de cien mil almas si
se acepta que los indios puedan tenerla. Establecida la diferencia
entre un capitán de la Conquista, fiel a la Corona y dueño de gesta
propia, y un marañón, Bravo de Rivera pasó a otro tema:
— ¿Vos conocíais de antes a Jorge Voto?
-En Carora.
— ¿Lo apreciasteis, entonces?
— ¡Maldito!
-Hablad.
Ocultando el episodio de la india, su manceba de Carora, el
sacristán colmó de insultos la memoria de Jorge Voto. Era mezqui-
no, hipócrita, hideputa, marica, desleal, salió de Pamplona como
un perro rabioso...
— ¿Y por qué se casó con Inés de Hinojosa?
—Eso no he podido saberlo, pero muy pronto lo sabré.
— ¿Cómo?
—La Torralva.
— ¿La criada gorda?
-Sí.
-Pero es vuestra enemiga.
—Bien sabéis que ya no es enemiga, sino mi confidente. La
conozco... Bueno de la época de antes... legó con el bailarín a
Carora.
—Y a Tunja.
Hungría habló de la Torralva, de Inés, de Juanita, de los frailes,
de los caroreños, del juego, y terminó con estas palabras:
—Al hideputa bailarín quisiera verlo muerto.
— ¿Matarlo?
—Bueno: verlo muerto en su ataúd y yo tocando a fiesta las
campanas.
—Vuelvo a preguntar: ¿matarlo?
El sacristán no precisó nada. Pero el encomendero Bravo de
Rivera estuvo cierto de que Pedro de Hungría podría participar en
otras conversaciones sobre el mismo tema. Limpiándose la barbilla
de las gotas que le cayeron al tomarse el último trago, el encomen-
dero se puso de pies y mirando a los ojos de su amigo se despidió:
—Os veré muy pronto, Pedro de Hungría: tengo planes dignos
de vos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 385
A la sazón Jorge Voto sufría de perplejidad porque no acertaba
a descubrir sus propósitos: aún amaba a Inés, pero le convenía
desprenderse de ella para alternar, en Santa Fe, con lo más alto del
Nuevo Reino; necesitaba el dinero de su esposa y, al mismo tiem-
po, pensaba en imponer sus escuelas de danza; le fastidiaba la
conducta del grupillo formado en su casa y, no obstante, lo tolera-
ba para evitarse alguna indiscreción con respecto al pasado; sabía
que el encomendero Bravo de Rivera era novio de Juanita, pero lo
notaba muy prendado de las gracias de Inés; y, sobre todo, había
sido incapaz de entender a los tupíanos, pues no eran abiertos
como la gente de Carora o ingenuos como los pamploneses, sino
dados al disimulo. Era muy difícil, en Tunja, dejar correr cuentos
pueriles O dominar su sociedad, donde había verdaderos eruditos
como don Juan de Castellanos, artistas como el pintor Narváez,
mujeres sin recato como Paquita Niño, sujetos endiablados como
el escribano Cabeza de Vaca y señores poderosos como el enco-
mendero Pedro Bravo de Rivera. Además, la servidumbre era mali-
ciosa y los indios formaban una especie de nación aparte, sumisa es
cierto, pero entregada a una pereza rebelde. En el fondo de sus
reflexiones aparecía siempre la necesidad de mudarse a Santa Fe.
Jorge no pudo, en estos días, frotarse las manos en señal de satis-
facción, cavilando a todas horas en busca de una salida digna de su
amistad con doña María de Hondegardo.
Un viernes hacia las seis de la tarde, él mismo abrió la puerta
de su casa al encomendero Bravo de Rivera dispuesto a visitarlo.
Mientras éste lucía jubón negro acuchilado encima de otro con
mangas cuyas hendiduras se hallaban enlazadas por cordones trans-
versales, dando aspecto de coraza, Jorge levaba jubón desgastado
y su figura carecía de brillo. Los dos pasaron a la sala y se senta-
ron, frente a frente, en sendos silones.
—Vuestra visita me honra, señor encomendero —dijo Jorge con
maneras ampulosas, para iniciar la conversación.
—Me trae a vuestra casa algo tan delicado como grato, señor don
Jorge —respondió Pedro acentuando la solemnidad.
—Estoy a vuestra disposición.
—Quiero referirme a doña Juana de Hinojosa.
—Podési hacerlo.
-Quisiera, señor, vuestra aquiescencia y la de vuestra noble
esposa, doña Inés, para arreglar mi boda con doña Juana.
—No me sorprendéis, señor encomendero, con vuestra decisión,
386 Próspero Morales Pradilla
que anticipa a Juana vida de princesa. Mas, ante paso tan importan-
te, ¿podría haceros una pregunta?
—Hacedla, señor.
-¿Estáis seguro de vuestro amor?
-¿Osáis preguntarlo?
-Muchas veces tras el rostro de una mujer puede buscarse el de
Otra y formarse así una comedia de engaños, de las cuales está
llena la picaresca de nuestros tiempos.
—No os entiendo.
—Digo, por decir y quizá debido a mis lecturas, que Cupido para
tomar un dios pagano con vuestra venia, al lanzar susflechaspuede
equivocarse de...
-Hablad claro, pues bien sabéis cómo me disgustan las palabras
inciertas y las alusiones torcidas.
-Válgame el Cielo, señor encomendero, de caer en semejante
laberinto.
— ¡Aclarad!
-Para no molestaros en demasía, simplemente os pregunto si
vuestro propósito de desposar a Juana de Hinojosa es fruto del
amor.
- ¡Lo es y no permito que nadie lo dude!
Pedro Bravo de Rivera ya no veía a Jorge con juboncillo pobre
sino a un cornudo que estaba sospechando más de la cuenta y cuya
vida sobraba. No obstante, le explicó, sin arrogancia, el verdadero
motivo de su visita:
-Ouisiera que viajarais a Santa Fe con la misión de pedir al
üeñor deán, don Francisco Adame, licencia para celebrar mi enlace
con doña Juana.
Jorge sintió, en ese momento, que se le habían borrado los peca-
dos y la misericordia divina indicaba la salida a su perplejidad.
Tanto cavilar en busca de soluciones y, ahora, le legaba casi per-
fecta: dejaría a Inés en las puertas del adulterio y él podría organi-
zar, junto a don Andrés y doña María, Presidentes del Nuevo
Reino, la más brillante etapa de su vida. Casi se frota las manos al
pensar en que un adulterio comprobable le permitiría repudiar a
Inés, abandonándola en Tunja a su propia vergüenza mientras él,
ennoblecido por la pena y la justicia, se establecería en la cima
política y social del Nuevo Reino de Granada. Tenía razón cuando
al saltar a tierra firme desde el galeón que lo trajo de España pensó
en subir a las más altas cumbres del Imperio.
De tanta dicha interior ni siquiera oyó la voz del encomendero:
Los pecados de Inés de Hinojosa 387
don Pedro no quería solicitar en Tunja licencia de matrimonio,
porque lo impediría su familia, dominada por costumbres de poca
vahdez en estos años del Renacimiento, pero aún vigentes entre
personas rancias; en cambio, si Jorge levase a Santa Fe la petictón
y el deán del arzobispado concediera la licencia, ya nada impediría
ÍOVB~° Q U E U N I R Í A I A B E I I E Z A D E I A S H I N J
° - A S A I A F
~ :
-¿Estáis de acuerdo, don Jorge?
—Si vos lo decís...
Por segunda vez, en la misma ocasión, se manifestó la divina
providencia, porque, además de proponerle viaje a Santa Fe con
misión lícita y evidente, el encomendero ofreció al bailarín la
bolsa necesaria para cubrir todos los gastos, por cuanto nunca
debía favores.
-Imposible aceptaros... —balbució Jorge.
- ¡Es una condición indiscutible!
—No quisiera ofenderos.
—Ea, pues, ¿serán suficientes 100 pesos de oro?
—Lo que Vuesa merced diga.
Ambos se despidieron seguros de su éxito. Pedro había compra-
do, al fin, la Vida y la muerte de su rival. Jorge lograba salir de un
embrollo hacia el destino deseado y con oro en la faltriquera.
Desde la tarde en que Pedro lo conminó a matar, Hernán había
perdido las sensaciones. Nada era frío, ni caliente, ni tibio para él;
tampoco percibía el sonido de las campanas, ni veía a las gentes
como antes. Pero estaba convencido de tener una carnadura distin-
ta a la de su hermano y de ser superior el mestizaje a la raza
blanca, porque su madre no era la gran señora de Chivata sino una
india desconocida. Andaba trastornado después de haber vomitado
por el resto de su vida. Cuando pensaba en el crimen propuesto —y
la idea se le venía a cada instante— se achicaba de ta) manera que
todo le parecía del tamaño de sus testículos, disminuidos por el
terror. Pensó en huir de Tunja, pero su hermano lo capturaría en la
primera jornada, pues disponía de los mejores soldados, indios
espías en todas partes y una malicia aprendida en los días de la
Conquista. No quiso pensar en el suicidio, porque era temeroso de
Dios. En las madrugadas siempre lo asaltaba el quinto mandamien-
to y se agarraba a la cabecera de la cama como un poseso del
Demonio para no caer en la desesperación, que es el abandono del
cuerpo a cualquier tormento. Hernán Bravo de Rivera estaba deses-
perado, pero conservaba la remota esperanza de traicionar a su
Próspero Morales Pradilla
hermano, de no cumplirle ninguna promesa, de abandonarlo a últi-
ma hora. Quizá lo más abominable era el temor a hablar con Pedro
Si le preguntara, por ejemplo, a quién debía matar, era como acep-
tar de una vez por todas la obligación, casi firmar el contrato de
asesinato. Pero esta incógnita lo ponía a mirar las paredes sin
verlas, en busca de alguien a quien avisar de antemano o de confe-
sarle oportunamente el crimen no cometido. Sería maraviloso
salvar a la víctima, acercársele y decirle: " ¡Señor: lo voy a matar
nuya. . Y quedarse paralizado, mientras el fugitivo desaparecía
para siempre, más allá de los bosques de Motavita o de las colinas
de boraca. Las narices le picaban de tanto refregárselas y apretarlas
(Mil el pulgar y el índice de la mano derecha, sonándose así sin
necesidad.
Tenía amoratados los labios por mordérselos continuamente,
dentro de una nueva gama de movimientos nerviosos. Hernán
sentía miedo, el peor miedo de su vida, impidiéndole hallar solu-
ciones, porque todas resultaban pueriles, inferiores a su angustia,
lo hacían mear. Tampoco se comunicaba con la gente ante el peli-
gro de que su hermano le descubriera alguna infidelidad, pasando
de victimario a víctima. Era horrible, pero prefería, en lo hondo de
sus pensamientos, matar a morir. No quería nada, nada, nada, sino
sentarse en los cojines de los indios, meter la cabeza entre los
brazos y esperar un poco de compasión.
Por eso cuando, nuevamente, vio al hermano en la puerta de su
alcoba perdió las últimas reservas de valor y se echó a temblar,
gritándole:
-Detente, detente...
-Cálmate Hernán, que hoy debemos hablar como corresponde a
hermanos.
Hernán se quedó con los ojos fijos en la nariz de Pedro como si
después de tanto sufrimiento-le.llegara la redención.
-Lo más importante, ahora, -continuó Pedro- es que logres la
serenidad y no andes por ahí como alma en pena.
-¿No tendré que matar?
-Vamos poco a poco, Hernán. Además nunca estarás sólo,
formas parte de una familia, de una sociedad.
— ¿Lo matará otro?
-Tal vez tu expiación sea compartida, pero no olvides que el
violador de Juanita fuiste tú.
—Yo no...
Los pecados de Inés de Hinojosa 389
-Si vuelves a negarlo, te arrepentirás, Hernán, porque seré infle-
xible y no tendré los miramientos de ahora.
-¿Y si acepto, no tendré que matar a nadie*>
Per 68 dÍSCUtÍble T ú m i s m o
dewí?;
después de oír ° sus crímenes.
- lo condenarás a muerte,
Pedro Bravo de Rivera, sin mencionar a Jorge Voto, habló de un
P OCnta y VÍ QUe h a M a d a d o m u e r t e a
Í° enF ~
m
¡' inocentes mari-
dos en España asesinado indias en Tierra Firme, traicionado amista-
des suplantado al Rey y, por último, parecía inclinado a matar
en íunja, si una mano justiciera no se lo impedía.
-¿Por qué no lo entregas al señor Corregidor?
-Porque carezco de pruebas, aunque todo cuanto sé de ese suje-
to es cierto.
-¿Y por qué no lo matas tú?
-Pero contigo, unidos, firmes, serenos, porque somos hermanos
y debemos limpiar nuestra ciudad, en buena hora ennoblecida por
el emperador Carlos V.
-¿Puedo saber quién es ese vil sujeto?
—Pero antes debo abrirte mi corazón...
Pedro, entonces, habló de Inés de Hinojosa, mestiza como
Hernán y merecedora de una suerte menos cruel que la de estar
casada con una culebra. Relató cómo esta dama admirable, a lo
largo de una amistad muy estrecha, le había contado la triste histo-
ria de su vida, la muerte de la madre en un naufragio, un primer
matrimonio cuyo marido fue asesinado y las desvergüenzas de su
segundo marido, el bailarín, dispuesto a cualquier villanía con tal
de subir hacia el poder y la riqueza. Hernán vio, en medio de su
ofuscamiento, a un hombre con la apariencia de Jorge Voto y la
delgadez del Judío Errante, presto a convertirse en culebra.
Hernán interrumpió:
-¿Hay que matar la culebra?
Pedro detuvo su relato, miró los extraviados ojos del hermano y
anotó:
- ¡Repítelo. Hernán!
A Inés de Hinojosa le había entrado el desasosiego al descubrir
que su repulsión hacia Jorge no era tan grande y merecida como
frente a Pedro de Avila y, al mismo tiempo, saber que su amor por
el encomendero no servía fuera de la cama. Una mañana de sol,
arreglando los geranios del patio, que estaban sembrados en ollas
de barro cocido por los indios, se dio cuenta de algo inusitado: le
390 Próspero Morales Pradilla

sobraban los dos hombres. Pero la solución no era matarlos, sino


arrojarlos lejos de su vida. Si los dos se eliminaran entre sí, ella
podría hacer su real gana. Estos pensamientos la pusieron nerviosa
y hubo de moverse continuamente frente a los geranios, cuyos
colores'le pasaban por los ojos como un péndulo que oscilara entre
el rojo y el lila. Subió a la alcoba, vio en el espejo una mujer
descompuesta, tomó la mantilla y, con ella, se enmarcó la cara
disponiéndose a salir a donde pudiese botar cuanto le oprimía el
cerebro. Rompiendo una costumbre tunjana de mucha valía apare-
ció en la calle sola, como si no tuviese marido, ni servidumbre, ni
sobrina. Ella misma cerró la puerta y con desparpajo, casi con
desvergüenza, caminó entre el pasmo de quienes la vieron sin
compañía. Inés de Hinojosa no miraba, ni oía. Iba con su proble-
ma. E n la esquina próxima a la Catedral, creyó marchar sobre
cadáveres. L a sensación no le vino de los pies, sino del olfato; le
agitó el corazón. Entre aquellos cadáveres, que los veía mejor
cerrando los ojos, descubrió las cejas de Jorge Voto y el pecho de
Pedro Bravo. Luego, perdió el conocimiento.
A l recuperarlo, Inés comprobó que estaba siendo atendida por
un caballero de mediana estatura, barbas puntiagudas, ojos de
compasión, narices abiertas, labios húmedos y brazos poderosos,
que la sostenían envolviéndola mientras los pies continuaban en el
piso de la calle y la cabeza reposaba casi contra la boca del acucio-
so señor. Para no entorpecer el salvamento y, además, facilitar las
inclinaciones del caballero, Inés prolongó su desmayo. Y a los
transeúntes sabían que la esposa de Jorge Voto, caminando sola en
las vecindades de la Catedral, había caído al suelo. Por fortuna,
entre los transeúntes se hallaba el oidor Juan López de Cepeda,
quien auxilió a la dama no sólo con sus brazos sino también con su
sabiduría y buen consejo. Cuando ella jadeó, el gentil hombre le
dijo:
-Sosegaos, doña Inés, que os llevaré a donde os puedan medici-
nar, porque lo más importante, en este momento, es que vuestra
respiración no se interrumpa.
En torno a la enferma y su salvador acudieron personas de
diverso linaje y condición, incluyendo dos indios que, aun cuando
no tengan espíritu para gozar la gloria eterna, hacen bulto en estos
casos. Apoyada en el oidor, Inés propuso débilmente:
—Llevadme, por favor, a mi casa.
E l oidor le puso la mano derecha bajo la axila para sostenerla y
evitarle un nuevo traspiés, colocando así las puntas de los dedos
LOS pecados de Inés de Hiño/osa 391
muy cerca de la zona blanda donde Inés sintió una nueva fuerza,
como si ya no estuviese curada de espantos y pudiera caer en más
veleidades.
Despacio, con el objeto de cuidar el paso de la dama el oidor
acompañó a Inés de Hinojosa hasta la puerta de su casa
La Torralva y Juanita recibieron el cuerpo de la desventurada y
esta como corresponde a la nobleza del corazón, invitó al salvador
-üenor don Juan, acompañadme a tomar una agua de yerbas V
con mi sobrina, mientras lega Jorge.
La pequeña multitud se disolvió y el oidor, complacido y solem-
y m
ne, entró a la casa de Jorge Voto
Pedro Bravo de Rivera, Juan López de Cepeda y Jorge Voto,
[fáS el Vértigo de Inés, se encontraron en la sala del último con
muy pocas ganas de comunicarse entre sí, pero dispuestos a guardar
las apariencias porque eran caballeros, españoles y corteses. Ade-
más, Jorge y Pedro conocían muy bien a la desmayada, mientras
Juan tenía serias intenciones de conocerla tendida a su lado. Inés
era lo común entre ellos. Sin embargo, constituía motivo de retrai-
miento, A los galanes de una misma dama, así sean, como en este
caso, el pasado, el presente y el porvenir de la afortunada, se les
atasca la lengua cuando el destino los reúne.
-Parece que no fue nada -dijo Pedro mirando a la puerta.
-Gracias al señor oidor -repuso Jorge, quien no podía desesti-
mar la feliz coyuntura de acercarse a la Real Audiencia.
A pesar de que el señor oidor sabía de intrigas y códigos, Jorge
manejó la situación como en los buenos tiempos de la conjura
contra Pedro de Avila y de su prodigioso ascenso en Pamplona,
hasta el punto de sembrar, siguiendo' algunos consejos de maese
Nicolás Maquiavelo, las primeras semilas de animadversión entre el
encomendero y don Juan, tomando como pretexto a su propia
mujer. Si ella tenía algún amorío con Pedro, bien le iba que fuese
el oidor su rival evitándose así la molestia de luchar directamente.
Quizá por eso fue tan meloso con el salvador de su esposa:
-Inés ha adquirido eterna deuda de gratitud con Vuesa Merced,
señor oidor, pues de no haber sido por vuestra oportuna atención,,
la pobrecila estaría con crueles calenturas.
-¿Acaso don Juan quita las calenturas? -preguntó el encomen-
dero cayendo en el juego de Jorge.
-No hay nada -replicó el dueño de casa -tan provechoso para la
salud como una mano amiga al legar la desgracia.
Jorge, ordenó a la Torralva que trajese a su ama para demostrar,
392 Próspero Morales Pradilla
ante el salvador, su curación. Así entró Inés a la sala sostenida por
la criada. Dirigió sus ojos hacia el oidor, quien colocando las
manos en forma de oración susurró:

t l „ vjpv^ou, JV11U1 UVJ11 JUlgC,


-Gracias a vos, don Juan -anotó Jorge.
Inés, también como en sus buenos tiempos de Carora

úiUá 0 ll C&SlraOeJ eqUÍVOCO fue d momento maestro del maño-


so personaje, pues su propósito era abrir las puertas" al oidor y
darle en las narices al encomendero, con el ánimo de ser, algún día,
indispensable en la Real Audiencia de Santa Fe, así fuese compar-
tiendo la alcoba de su mujer.
—Vamonos —dijo Pedro, tomando el codo del oidor. Pero éste,
aún embelesado, preguntó a Inés:
-¿Ya
~6 os sentís plena de salud o hay algo que podamos hacer por
1

vos...?
—Contesta al señor oidor —ordenó Jorge.
-Si algo falta, os lamaremos, señor -respondió Inés acatando a
su marido.
Al salir, Pedro y Juan tomaron senderos distintos. El oidor
anduvo despacio para dejar que se aplacara su emoción. Inés lo
había endurecido a pesar de los testigos y lo imposible le mortifi-
caba el sexo. Pedro, por el contrario, estabaflojopor la ira que lo
levaba hacia la sacristía de la Catedral, pensando en que la actitud
de Inés podía ser disimulo, pero convencido de que Jorge era un
cabrón y había ganado un nuevo título para matarlo. "A los cabro-
nes -se decía- hay que matarlos, después de cortarles las pelotas.
Maldito sea el hideputa. Y el oidorcito que no ande con ínfulas de
galán, porque no me resiste un duelo y saldrá de Tunja con el culo
de cabestro si yo le mando unos padrinos. ¿Habrán creído estos
maricones que a mí se me cayeron las pelotas?". Con este ímpetu
legó a donde Pedro de Hungría y le gritó:
- ¿Vos creéis que estoy hecho de alfeñique?
- ¡Jamás!
- ¡Pues habrá que matar a más de uno!
Los pecados de Inés de Hinojosa 393
—Vuesa merced está colérico.
- ¡Eso no os importa, sacristán de mierda! -y el encomendero
Pedro Bravo de Rivera se sentó sobre una mesa, abriendo las pier-
nas y escupiendo por encima de Pedro de Hungría
Desde el día del desmayo, Pedro se convenció de la necesidad de
matar como en la época de los grandes combates contra la natura-
leza y contra los indios, pero, esta vez, con objetivo preciso- el
mando de su amante. Por fortuna, su recio temperamento no lo
levaba a vacilaciones, sino que, por entre sus nervios y desde el
fondo de los cojones, le circulaba la decisión. Así, mientras Jorge
Voto organizaba su viaje a Santa Fe, escogiendo regalos para los
presidentes y ordenando al sastre jubón, calzones y capa negra con
torros rojos, amén de un nuevo sombrero de terciopelo del mismo
color con pluma blanca, Pedro convocó a quienes serían sus cóm-
plices en la muerte del maldito bailarín: su hermano Hernán y
Pedro de Hungría, ambos sometidos ya a la voluntad del encomen-
dero. La primera reunión de los tres tuvo lugar en su casa, a puerta
cerrada y de noche para que la servidumbre no rondara cerca del
trío. Se sentaron en torno a la mesa del comedor con un candela-
bro de tres luces, los dos hermanos uno al lado del otro y Hungría
enfrente. Se sirvieron vino de una jarra jerezana en sendas copas de
plata y bebieron el primer trago en silencio. Luego, Pedro habló:
-Ya sabréis por qué nos hemos reunido con tanto sigilo.
-Decidlo -apuntó Hungría.
—Mi hermano Hernán habrá de matar a Jorge Voto.
-¿Yo?
-Bien lo sabes y no debo repetir cuanto ya hemos discernido
los dos.
-Pero...
-No me interrumpas...
El encomendero hizo un resumen, entonces, de los motivos para
prescindir de Jorge Voto y de los pasos dados para facilitar la
empresa, a lo cual Pedro de Hungría comentó:
-Creo que no me necesitáis.
-Pues creéis mal, mi querido sacristán, porque el simple hecho
de saber mis planes, que habéis compartido, os ha hecho cómplice
y si optáis por traicionarme, recibiréis el castigo de los traidores.
-Yo, simplemente, creí que no me necesitabais.
-Os habéis equivocado.
-Si Vuesa merced lo dice...
-Lo digo y lo sostengo.
394 Próspero Morales Pradilla
—Entonces, no se hable más.
-De donde colijo -intervino Hernán- que vosotros dos sois
suficiente para ejecutar el plan.
-Calla, imbécil, porque bien sabes -gritó el encomendero con
la d,estra sobre la empuñadura de su estoque- que Hungría y yo
solo seremos tus cómplices.
Hernán no tuvo fuerza, ni ánimo, para responder algo. El miedo
se le intensifico, quedando mustio y torcido como la rama de un
árbol al cual le han cortado el tronco.
El encomendero recuperó el hilo de su historia, después de repe-
tir la lista de vilezas cometidas por Jorge Voto y de declarar sin
temor que amaba a Inés de Hinojosa y ella los acompañaba en el
plan. Luego, se refirió al viaje de Jorge a Santa Fe, explicando que
tal coyuntura, muy bien pagada, permitiría matarlo en el camino,
I6J0S U6feailíorídadeS ÍUnja ' naS y de cualquier testigo imprudente.
-Ha dicho Vuesa Merced -anotó Hungría- ¿"bien pagado"?
-¡Sí!
-Y vuestro pobre sacristán, ¿qué obtendrá de todo este em-
brollo?
-Ya lo veremos.
-¿No sería mejor saberlo de una vez?
-Guardad compostura.
-La guardaré pensando en que Jorge Voto morirá en el camino
de Santa Fe, sin regresar a Tunja como tampoco regresó a Carora.
—Nada tiene que ver lo uno con lo otro.
-Tenéis razón, señor encomendero.
Pedro de Hungría comenzó a desatender las explicaciones de su
amigo para atar los cabos de unas ideas borrosas, que le habían
venido al hablar de la muerte de Jorge Voto y recordar que Pedro
de Avila fue asesinado, precisamente, cuando Voto andaba en otro
camino. ¿Lo mataría el hideputa bailarín? Era fácil regresar a
Carora, matarlo y, luego, casarse con la viuda. ¿La viuda sería
cómplice, como ahora?
Pedro Bravo fijó los ojos en la frente de Hungría y le pregunto:
-¿Habéis comprendido?
-Sí.
—Repetidlo.
-Pues, pues... que debemos matar a Jorge Voto.
-¿Cómo?
—En el camino.
El encomendero, con el ceño fruncido, criticó el desinterés de
Los pecados de Inés de Hinojosa 395
Hungría, pero como éste jurara haber oído todas SUS frases, Pedro
Bravo le preguntó:
-Decidme, ¿quién asestará el golpe a Jorge Voto?
Para fortuna de Hungría, Hernán respondió por él:
-No, no, no, yo no puedo.
-¿Qué no puedes? -interrogó el hermano fulminándolo con la
mirada.
-Claro que podéis -agregó el sacristán.
6 0 co ntinuó
in i ? ^ exponiendo el plan sobre la base de que
1
Inés diera los detalles del viaje para sorprenderlo lejos de Tunia
6 dÍ CU6nta d e q u e P e d r o d e H u n f í a d b
siónT'Y
sión de estar °en otra parte como si buscara8 *una * lasalim
idapre-
diferente al
U n tapiZ heráldico
aden^ ', ' H f
0 Y
i r n d 0
pers > Pensó, adentro, muy
1 C a c i a d e s u her
contra H .P mano, que tal vez eran dos
contra uno: Hungría y el contra Pedro Bravo de Rivera. Fue en ese
IñOIñtñtO Cüclttdo el encomendero se levantó arrojando lejos su
silla, desenvainó el estoque, tocó en el pecho a sus dos cómplices y
gritó:
- ¡Jurad por vosotros mismos que cumpliréis el propósito de
matar al único español descastado que ha pisado tierra de la muy
noble y muy leal ciudad de Tunja!
Hernán y Hungría lo hicieron, el primero por miedo y, el segun-
do, pensando en que el hideputa bailarín le debía muchas cuentas.
Luego, en susurro, Hernán le dijo a Hungría:
—Estoy con vos.
-Y con don Pedro -respondió el sacristán-, pues, desde ahora,
los tres somos una sola persona.
-¿Oíste, Hernán? -agregó el encomendero.
—Y lo hemos jurado —rubricó Hungría.
-Lo hemos jurado -repitió Hernán como si el mundo le cayese
encima.
Esa misma noche, Pedro cruzó el pasadizo para contar a Inés
que estaba decidida la muerte de Jorge. Pero hallándola dormida,
prefirió desvestirse silenciosamente, entrar a la cama y despertarla
cuando ya los dos formaban un solo cuerpo.
Primero fue en casa de Jorge Voto, después en toda la ciudad:
cambiaron las cosas. Una agua nueva cortó el jabón, Inés tomó
olor ácido, las turmas legaron arrugadas, se enronqueció el prior
de los dominicos, las campanas bajaron de tono, al pintor Narváez
le robaron la virgen del Rosario, Felipe Rotundo apareció cubierto
396 Próspero Morales Pradilla
con piel de venado, Pedro de Hungría equivocó el sitio de las vina-
jeras, los indios andaban arremolinados, al Judío Errante se le
cayeron dos dedos de la mano izquierda, el viento legó hasta las
camas y Hortensia gritó, en la puerta de su casa, con los cabellos al
aire: "Se acerca lo aciago".
Estos síntomas sirvieron para avivar las conversaciones de los
tunjanos, pero nadie sintió miedo, salvo en casa de Jorge Voto,
donde la Torralva desechó los decires menos la terrible realidad del
jabón cortado, que le dio picazón en las manos y Te hizo recordar
los vaticinios del tirano Aguirre cuando lo mató la desgracia. Juani-
ta, por su parte, se contagió de fatalidad y cuanto antes la ponía
húmeda, ahora la dejaba seca. Jorge, menos propicio a las hechice-
rías, estaba dispuesto a seguir adelante, pero comenzaba a creer en
que hay un límite imprescindible: la muerte.
Dentro de estas circunstancias, Jorge preparó su viaje a Santa Fe,
cuidando detalles como él solía hacerlo: con perfección. Entre los
regalos, consiguió en el Convento de San Francisco una camándula
de marfil para doña María de Hondegardo; y obtuvo de don Juan
de Castellanos una breve silueta biográfica en verso de don Andrés
Díaz Venero de Leiva para levaría al Presidente. Como sabía el
interés por las piedras verdes de los muzos, consiguió, merced a los
indios, varias de ellas para que doña María de Orrego las mandase
engastar. El oidor López de Cepeda le encomendó preciados docu-
mentos para la Real Audiencia y, al mismo tiempo, le ofreció la
compañía de un golillero de tránsito en Tunja. cuya conversación
tenía el encanto de la experiencia en muchas tierras de Indias y en
algunas de Europa. Contrató un indio de la encomienda de Sora
para llevarle la muía con sus pertenencias, adornos, dos vihuelas,
un pífano, laúd y tres tambores. La mala noticia sobre el jabón,
pregonada diariamente por la Torralva, lo hizo prescindir de un
baño previo, optando por asearse a su legada a Santa Fe. Sólo
taltaba fijar la fecha, buscando que no quedase un domingo enre-
dado en el viaje pues en tan largo camino no era frecuente hallar
sacerdote que dijese la misa de precepto.
Los hermanos Bravo de Rivera y el sacristán, por su parte,
también preparaban viaje, pero en secreto. Sólo Inés sabía cómo
terminarían uno y otro. Ella hubiese podido atajarlos para salvar
la vida de su marido. Sin embargo, una nueva idea le disminuía el
nerviosismo inicial. Era una idea tan completa que sólo cabezas
privilegiadas podrían concebir algo similar.
Inés, sobreponiéndose a su condición de mujer y de mestiza,
Los pecados de Inés de Hinojosa 397
pensaba en asesinar a Jorge y delatar a Pedro, para quedarse con
Juan, libre de cualquier sospecha. Es más: sería, precisamente, el
oidor Juan López de Cepeda quien acusaría a Pedro Bravo y lo
encaminaría a la horca. Inés, chupándose los dedos, se sintió la
dueña de todo lo visible y lo recordable, desde las playas donde
naufrago su padre hasta los conventos de Tunja. Los músculos y el
arrojo de los hombres sirven para cumplir los deseos de las muje-
res, se decía acariciándose el cabello frente al espejo de su alcoba y
pasando, luego, las manos bajo el corpino para soltar unos botones
que abrían el escote. De todos modos, lo más importante era ayu-
dar a Pedro, consentirlo, utilizar el pasadizo cuantas veces él
quisiera, participar en sus propósitos.
En vísperas del doble viaje, pasó a la alcoba de Pedro y lo halló
acostado con los ojos abiertos, cubierto por mantas y sábanas Inés
vestía amplio camisón. Acarició y besó al amante, primero en la
trente, luego en la boca, después en el cuello, mordiéndole las teti-
llas, pasando la lengua sobre el vientre y cogiéndole el pene con la
diestra.
-No temas nada, amor -le dijo mientras Pedro olvidaba la
vida-. Estoy contigo, contigo, contigo...
Al quedarse solo, Pedro agarró una almohada y pensó en que la
muerte de Jorge sería como un nuevo coito con Inés de Hinojosa.
Afinesde abril siempre ha llovido en Tunja. la greda de los
barrancos baja al camino, las colinas se ponen lustrosas y el cielo
encapotado toma aspecto de funeral. Jorge Voto vio la lluvia desde
su aposento y. gozoso, musitó:
-No importa que llueva. Mañana será mi día.
Fl golillero no acudió a la cita de Jorge Voto, pero el indio legó
cumplidamente. Era pequeño y macizo como la muía que debía
levar de cabestro hasta Santa Fe.
- Buenos días, mi amo Jorge -saludó con voz ahogada por la
saliva y el respeto.
-Cargad -le respondió el hidalgo bailarín.
Desayunó con Inés y Juanita en la mesa servida por la Torralva.
donde además de chocolate rodeado de hogazas, había carne ceci-
na, arepas de maíz y turmas sin despellejar. La conversación no
logró Huir porque ninguno de los tres tenía tema para este desayu-
no. Al finalizar Jorge, limpiándose los labios con servileta de lino,
dijo:
-Espero que no os caiga enfermedad durante mi ausencia.
395 Próspero Morales Pradilla
Salieron hacia la pesebrera en cuya puerta se despidió de las
mujeres, dando un beso muy cerca de la boca a Juanita y disponién-
dose a tener mejor puntería en la cara de Inés. Pero ésta bajó la
frente, de manera que el beso de Jorge quedó entre los ojos de la
esposa que estaba un poco temblorosa como si, en realidad, se le
tuera el ser amado.
Pero era tanta la emoción de Jorge, su seguridad en el triunfo y
en e éxito de sus deseos, que no percibió las rarezas de Inés y
apretando los yares del caballo, marchó hacia los barrancos viendo
esa ondulada tierra de diversos colores algunas escenas de su
tuturo, cuando comiese con los Presidentes del Nuevo Reino y los
señores oidores en una mesa de manteles blancos y vajilla de plata
trotando al paso del indio, tan rápido como las bestias, pronto vio
la inmensa verdura de los montes sin dueño, recién nacidos a la
ZtTri Í1 V m

vegas de Andalucía,
3 m e m 0 d a U n a V i e j a tonada
° porque
^ < en Jos
estaba alegre como
c a n t a d a
^ ldías
as de sus
aventuras con mozuelas del Guadalquivir. Se le habían borrado los
nombres de casi todas aquellas mujeres de entonces, pero recorda-
ba ahora a la Rita que topó cogiendo aceitunas y la hizo suya
robándole, además, el corpino y dos cintas. No se notaba el cami-
no porque era tan verde como los arbustos, donde debía haber
milares de pájaros que, según su apreciación profesional, lanzaban
sonidos de laúd. Las ciudades, aun Tunja que era joven, tienen olo-
res producidos por el hombre: perfumes, viandas, trapos, excre-
mentos. En cambio, este campo nuevo huele a la tierra del primer
día, al comienzo de los tiempos, a todo cuanto vivió antes del
hombre. Jorge aspiró un aire que nadie había aspirado y fue feliz
porque viajaba hacia lo más alto de su vida, humedecido por una
llovizna tan tenue que las minúsculas gotas se veían sobre el jubón
negro y en las calzas del mismo color como diminutos brillantes.
La felicidad atonta a los seres humanos. Quizá por ello Jorge se
quitó el sombrero de terciopelo, levándolo en la diestra mientras
con la mano izquierda manejaba la cabalgadura, echó la cabeza
hacia atrás y recibió las gotitas de lluvia en el rostro abriendo la
boca y sacando la lengua para percibir mejor el agua más pura del
mundo. El indio, al ver los gestos de su amo, bajó aún más la cabe-
za y produjo un sonido similar al de las muías cuando jadean.
Después de dos horas de camino, Jorge se detuvo e hizo que el
indio se acomodara a prudente distancia. Abrió la alforja y sacó
una arepa de las que hacía la Torralva según receta indígena, arro-
jándole un pedazo al indio, quien la tomó a dos manos y se la
Los pecados de Inés de Hinojosa 399

engulló. Luego, buscó un arroyuelo que se oía cercano, lo ensució


lavándose y bebió agua tan pura como la de la llovizna, pero con
sabor a yerbas frescas. El arroyuelo estaba bordeado de esas plan-
tas todavía sin nombre, distintas a las de España, que perfumaban
los labros cuando al sorber el agua ésta sabía a hojas nuevas
Reemprendió su ruta para legar de día a una venta célebre por
la buena calidad de la chicha y el prestigio de los primeros cerdos
criados en un sitio lamado Runta, donde podían cebarse esos
animales para extraerles manteca y carne, vendiendo el cuero al
talabartero de Tunja. El indio parecía andar, como los perros
siguiendo la orientación del olfato, con las narices cerca de la tie-
rra, mientras Jorge, leno de pensamientos enjundiosos, rodeaba a
dona Mana de Orrego de tantas maravilas mentales que las casas
de Santa Fe se habían transformado en alcázares moros lenos de
rosedales y de fuentes como en Sevilla, donde había quedado para
siempre, el encantamiento de los califas.
Ta JO^e fobh Visto la venta, en el declive de una montanuela,
cuando el indio la olió. Se acercaron a buena hora y el bailarín,
jinete en caballo alazán, gritó frente a las tapias:
- ¡Ah de la venta, que legan viajeros!
Siguiendo la huella de Jorge Voto a corta distancia, también
salieron de Tunja hacia el sur Pedro Bravo de Rivera y sus dos
cómplices, que lo eran desde cuando los tres juraron mejorar a la
noble Ciudad prescindiendo del bailarín. Ninguno hablaba y sólo se
oía el paso de los caballos. Hernán, con los ojos fijos en la tierra,
se sentía condenado a muerte y, al mismo tiempo, buscaba la
manera de huir, de zafarse el cabezal puesto por su hermano, de no
cometer la acción que odiaba. Pero la solución no aparecía. Al
contrario: cuantas veces lograba ordenar los pensamientos, el
terror se los desbarataba. Era extraña aquella situación: comenza-
ba por animarse con la idea de contrariar la voluntad de Pedro;
luego, legaba la visión anticipada de salir corriendo sin ser visto; y,
en seguida, se le borraban las soluciones, apenas intuidas, para caer
en una especie de tiniebla donde se estrellaban sus propósitos. Sin
embargo, volvía al primer pensamiento y trataba de sostenerlo en
la mente como una esperanza, aferrándose al deseo de no matar a
nadie, sino de escapar a esta angustia previniendo a la víctima
antes'de levantar la mano con el cuchillo asesino. El no era capaz
de asestar el golpe en la garganta de Jorge Voto, ni en ninguna otra
parte del cuerpo. Prefería fugarse del escenario, de la conjura, del
Nuevo Reino, de Tierra Firme, del Imperio Español. Irse a lo
400 Próspero Morales Pradilla
más remoto del orDe, a donde no hayan legado españoles, ni ingle-
ses, ni personas distintas a los viejos pobladores siempre más
buenos, menos viles, que su hermano. Es una desgracia tener
hermanos que no son hermanos, sino hombres de sangre podrida
como Pedro Bravo de Rivera, encomendero ladrón, incendiario de
templos, asesino de indios, cerdo. Pero fuerte, endiabladamente
tuerte, seguro de sus palabras y de sus intenciones. Sólo huyendo
podría impedir que la orden de Pedro lo manchara en esta vida y
en la otra, porque el asunto sería también para perder la Gloria y
acaso, el Purgatorio, pues los homicidas van de cabeza al Infierno'
Si muriera antes de matar a Jorge no iría al Infierno, lograría con
muchos sufrimientos legar algún día al Cielo. Matándolo estaba
perdido. No podría matarlo, no debía matarlo. ;Qué hacer enton-
ces, con los dos Pedros? ¿Matarlos? También lo condenarían los
jueces del Reino y el Señor de los Cielos. Matar no es ninguna solu-
ción pero huir es imposible. Se necesitan agallas para lo uno y
para lo otro. El no las tenía, desde niño estaba sometido a Ja fiere-
za de su hermano, ya no había remedio. Quizá a última hora...
¿Y si Jorge lo matara a él? Podría intentarlo, podría intentar no
ser el asesino, cambiar de papel con la víctima. Pero si Jorge no lo
mataba, los dos Pedros lo rematarían a él y al indefenso bailarín.
La yerba del camino se le hizo negra y encogió el esqueleto como
si los huesos pudieran plegarse.
A Pedro de Hungría no lo espantaba ninguna amenaza. Perdió la
bondad bajo el mando del tirano Aguirre y, desde entonces, supo
que la primera condición de la vida era, precisamente, estar vivo.
La oportunidad de ver morir a Jorge Voto lo animaba, sonriendo a
los arbustos y vigilando a Hernán. El hideputa bailarín tenía que
estar hecho sólo de mierda -pensaba-, porque no se enfrenta
COnO i don Pedro, ni suelta palabras sabrosas, ni domina mujeres
con la mirada, sino que anda de soslayo, engolado, jodiendo con
indias ajenas y lamiéndole los escarpines a las viejas más feas del
Reino para comer bollitos de maíz y sentarse con las rodillas
juntas. La idea de matar un cristiano, después de haber despelleja-
do a tantos, no lo atraía. Pero ya estaba dispuesto que fuera
Hernán quien le diera las cuchiladas al bailarín. No entendía por
qué don Pedro buscó la complicidad de un sacristán agobiado por
los menesteres de la Iglesia, aun cuando los encomenderos, a fuer-
za de tener propósitos torcidos, suelen rodearse de boato para
todo, inclusive los crímenes. En este caso, había claridad: serían
los dos hermanos, y sólo ellos, quienes decidieran la muerte de
Los pecados de Inés de Hinojosa 401
Jorge Voto para ser ejecutada por Hernán con la ayuda de Pedro.
Hungría, si el crimen pasaba a los jueces, sería un testigo ocasional
y no uno de los conjurados. Al fin de cuentas, Pedro era el amante
de la mujer de Jorge Voto y Hernán era atraído por la sobrina
lodo en familia.
Gracias al silencio de los viajeros. Pedro de Hungría ahondó en
sus pensamientos hasta comprobar algo que lo levaba a la solida-
ridad con el encomendero: salir de la sacristía hacia un puesto más
tirme en la sociedad tunjana como alguacil, lugarteniente o acaso
recibir una pequeña encomienda. Quizá deseaba los despojos del
cadáver, pues nadie participa en aventura tan grave sin tener en
mientes ganancias superiores a la simple "satisfacción de obra"
según murmuraba Hungría lenando de picardía los ojos en
espera de oportunidades para negociar con Pedro Bravo quien
debía dar al sacristán algunos beneficios.
Cuando legaron a un recodo del camino, Hungría se acercó a
Hernán y le vio odio en la mirada, por lo cuaJ se dijo: "¿Querrá
traicionarnos este mal parido?". Entonces, preguntó:
-¿Mucho miedo, don Hernancito?
Taciturno como sus dos compañeros de viaje, el encomendero
Pedro Bravo de Rivera no jugaba a las posibilidades sino que estaba
cierto de cuanto iba a suceder. El lo había planeado todo sin
confesar a nadie los detalles de esta empresa. Su hermano era
simple ejecutor del homicidio, mientras el sacristán sería el incul-
pado, el verdadero criminal, cuya inicua hazaña la atestiguarían
hombres tan respetables como un encomendero de la Corona y su
hermano, acogido siempre en Tunja por la nobleza del corazón.
Inés de Hinojosa. la adorable cómplice, compartía todos los
pormenores del crimen: el odio hacia Jorge, el adulterio, la entrega
de los detalles más infames y el deseo de quitarse el estorbo de un
marido torturador y dispuesto a las peores villanías para subir a
sitios impropios de los bailarines. Sin embargo, Inés no sabía que a
Pedro no sólo le gustaba la mujer, sino también su fortuna. Desde
cuando los Voto legaron a Chivata, el encomendero conoció los
pormenores del dinero que administraba Jorge. Luego corroboró
el monto de los haberes de Pedro de Avila y la herencia recibida
tras la muerte de don Fernando de Hinojosa, todo lo cual sumaba
muchos doblones en transitorio poder de Jorge Voto. Con la muer-
te de este cristiano, a manos de un sacristán vengativo, él, Pedro
Bravo de Rivera, añadiría a la riqueza de su encomienda y de sus
casas tunjanas, la fortuna de Inés, así le tocase, ahora o más tarde,
Próspero Morales Pradilla
tomarla como esposa. De todos modos, sería muy grato vivir con
las rentas de Inés, sin necesidad de comprometer las de Chivata.
Indudablemente, legaría a ser el encomendero más rico de Tunja
del Nuevo Reino y, acaso, de toda la tierra ocupada por los tercios
españoles de Felipe II.
A este punto de sus reflexiones, Pedro oyó la frase de Hungría y
enfrentándolo, preguntó:
-¿Habéis dicho "miedo"?
-Tal parece, don Pedro.
-¿Es cierto, Hernán?
-No.
-Que nadie hable de miedo, ni ose pensar en semejante estupi-
dez -agrego el encomendero cerrando la conversación
A prudente distancia de la venta, Hernán hubo de sufrir una
nueva disminución: la del vestido. Entregó botas, calzas, trusa
jubón y capa a su hermano, quien le dio camisa de algodón manta
con agujero para ponérsela sobre los hombros y alpargates Ya
8J1ÍC5 JC Jiata KCúgídO h cabellera entre un pañuelo ceñido a la
frente con el nudo sobre la nuca en forma de rabo de gallo. Bajo
la manta, que algunos encomenderos lamaban ruana de tanto oír
esta voz a sus siervos, Hernán quedó disfrazado de indio, como
había decidido Pedro al discutir con Inés la empresa. Por las panto-
rrillas desnudas le entró el frío piernas arriba encontrándose con el
que ya se le había presentado en el estómago, donde el miedo le
corría hacia el ano licuándole los alimentos. Por fortuna, todavía
no era hora de matar a iorge Voto sino de estudiar los penúltimos
detalles, entre los cuales a Hernán correspondía el de entrar a la
venta y averiguar sobre el alojamiento del bailarín.
Hernán, temblando debido al miedo que lo humedecía y a la
farsa que desempeñaba, saludó:
-Buenas las tenga Vuesa merced
-Qué quieres indio del carajo -respondió un hombre con el
vocabulario dedicado a los inferiores.
-La salud de Vuesa merced y una migaja de pan para este ser-
vidor.
- ¿Tienes dinero?
-Tres reales, Vuesa merced.
-Vengan y te daré no una sino varias migajas. Más: una hogaza
entera.
El supuesto indio tomó el pedazo de pan, duro como los huesos
Los pecados de Inés de Hinojosa 403
de los antepasados, se lo acercó a la boca y lamiéndolo le habló a
una vieja de largas trenzas grises.
— ¿Puaquí no viene naides?
—Jum...
-¿Habrá posada pa yo?
-Ni lo pienses, indio del carajo.
-¿Ta lena la venta?
-Vi legar a un caballero y como que hay otros
-¿Un caballero?
-Sí: jubón negro y calzas de lo mismo
-¿Se jué?
-Está a la derecha en un aposento.
-¿Es gordo?
-Indio bestia: ningún caballero es gordo
-¿Y éste?
816 m e n S : CS f m C n8 r a n d e s C e j a s casi le
ojoí ° ° ° cubren los
-¿Está solo?
- ¡Y a ti qué te importa, indio del carajo'
-Vuesa merced tiene razón.
El indio se escurrió apartándose de la mirada de la viejay hacién-
dose casi invisible. Así, Hernán adelantó la muerte de Jorge Voto,
porque ya sabía donde estaba, cómo legar al aposento de la vícti-
ma, la manera de abrir la puerta y la poca gente hospedada en la
venta. El pan le supo a piedra sucia y comenzó a escupirlo entre
sus manos, pues no era capaz de ingerirlo. Luego, se sentó en el
suelo, cerca de la puerta, tratando de contener el mal de estómago.
Hubiera querido levantarse y decir:
"Yo no soy tal indio, sino un conjurado y vengo a matar al ca-
ballero del jubónnegro...". Prefirió quedarse en el suelo como un
perro con frío y hambre, dispuesto a mover la cola si el amo lo
retiraba de esta horrible obligación. Pedro de Hungría tenía mejo-
res títulos de asesino. Había matado cristianos en la Isla Margarita
por orden de tirano Aguirre, cuando los marañones no sólo daban
estocadas a los margariteños sino que les sacaban las tripas para
jugar. Hungría había sido marañón. Se lo dijo la Torralva y lo sabía
su hermano.
Sin embargo, le correspondía a Hernán lo peor: entrar al apo-
sento de Jorge y acuchillarlo dormido. "Maldita sea", se dijo
pronunciando el par de palabras de manera que la vieja, sentada
cerca de él, oyó algo y preguntó:
404 Próspero Morales Pradilla
¿Qué dices?
Nada. Vuesa
o con lmerced.
as maldiciones, porque te quemamos en estos
montes.
i*, Vuesa merced.
Hernán quiso morderse la lengua, pero incorporándose lenta-
mente dio los pasos necesarios para salir de la venta y echar a
correr hacia el sitio donde esperaban los dos Pedros. Atontado
legó ante su hermano, quiso hablarle, pero permaneció silencioso,
como un indio, con la cabeza baja, los hombros a la altura de las
orejas y las rodillas en tierra. Enterado el encomendero de los deta-
lles obtenidos por Hernán, lo armó solemnemente:
-"Tomad esta daga y entrad en el aposento donde él está y dadle
de puñaladas, que yo y Pedro de Hungría os haremos espaldas".
Desde el sitio donde estaban los hermanos y Pedro de Hungría,
la venta se veía como un rescoldo en las faldas de la montaña,
cerca del río Boyacá cuyas aguas bajaban entre heléchos y piedras,
produciendo el único ruido permanente de la comarca. Aquel
rescoldo lo producía la lumbre que titilaba por la puerta entre-
abierta. Lo demás era una especie de animal dormido bajo un cielo
casi negro, húmedo, sin estrellas.
La venta había sido construida por Melchor Medina, un gadita-
no que la legó a su mujer, la vieja de trenzas grises, conocida con el
nombre de la Melchora, a quien el negocio la tomó a destiempo,
tras la muerte de su marido, porque ya había pasado la ronda de
los cuarenta años y carecía de fuerza para sostenerla con empeño.
Llevando dos años de viuda, apenas tendía las camas y preparaba
el mismo cocido todos los días sin molestarse por la limpieza ni
parar mientes en los pasajeros, ni tapar las goteras causadas por la
lluvia.
La venta tenía paredes y techumbre de bahareque untado de
barro para darle aspecto de solidez. Carecía de ventanas y sólo
disponía de dos puertas: la principal, por donde había entrado
Hernán; y una lateral, destinada antes al trajín doméstico. Bajo el
techo pajizo, horadado por más de cinco goteras, habían dos apo-
sentos, además de la estancia delantera donde se cocinaba en fogón
de cuatro piedras, se recibía a los huéspedes y se servían las vian-
das. La tierra reseca del piso soltaba un polvillo que se asentaba en
los camastros y en las mesas, ensuciando a los hidalgos, pues los
indios y gentes de su pelambre siempre andan sucios por ser parte
de la basura. Las dos puertas se comunicaban por un pequeño
Los pecados de Inés de Hinojosa 405
corredor, separado de los aposentos por sendos canceles y las corres-
pondientes tapias de bahareque.
En torno a la venta había árboles a cuyos troncos se amarra-
ban las bestias de los huéspedes, dejándoles lazo largo para que pu-
diesen oler la tierra donde el pasto había desaparecido.
Jorge Voto se hallaba en el aposento próximo a la segunda puer-
ta. Gracias al dinero de Pedro Bravo había logrado pagar su sole-
dad, evitándose la molestia de compartir ronquidos con otros
viajeros. La Melchora le vendió, además, una vela nueva ya encen-
dida para que el caballero '"se viera acostar". Así lo hizo el baila-
rín, después de contar su dinero, guardarlo bajo la almohada,
colgar sus prendas de vestir en un clavo y aspirar olor a paja moja-
da, manteca rancia y encerramiento. El sueño le vino por una calle
de honor, en la cual sus ojos iban adelante viendo cortejos a lado
y lado entre festones y vihuelas.
Caminando hacia la venta disfrazado de indio, Hernán Bravo de
Rivera se sentía empujado por una fuerza salida de su propio pelle-
jo. El deseaba traspasar las paredes, meterse bajo tierra y dejar que
los siglos se amontonaran encima de su cuerpo hasta que no queda-
ra huella de esta época. Pero, tocando la daga con la mano izquier-
da, advertía cómo, en verdad, marchaba hacia el crimen y ya era,
por dentro, un asesino, un hombre dispuesto a hundir el arma en la
carne de Jorge Voto, cuya vida no le pertenecía, es cierto, pero, en
cambio resultaba dueño de su muerte.
Se dirigió a la puerta lateral, perdiéndose a la vista de sus
cómplices. Reclinado contra la pared no tuvo tiempo de meditar,
pero la mente se le lenó de figuras contradictorias mezclándose los
recuerdos con el propósito de no matar a nadie, de correr, de
inventar alguna disculpa frente a su hermano, de no entregar el
alma a los infiernos, de clavar la daga en su propio pecho. Sin em-
bargo, empujó la puerta y ésta, produciendo ruido de madera
arrastrada sobre el piso, se entreabrió permitiéndole meter el
hombro y lograr un espacio para que cupiesen la cabeza y el estó-
mago. Adentro, palpó la pared y, guiándose por el tacto, dio dos
pasos para legar al cancel de superficie menos abrupta. Deslizando
la diestra, encontró el borde y, luego, la manera de entrar al apo-
sento de Jorge Voto. Acostumbrándose a la oscuridad, se dio cuen-
ta del sitio donde estaba el hombre dormido. Casi no respiraba, tan
profundo era su sueño. Hernán empuñó la daga, sintiéndola helada,
mortal. "Soy un asesino", se dijo, y titubeó... Aún no era asesino,
apenas iba a serlo, estaba cerca, le faltaba asestar el golpe. Si
406 Próspero Morales Pradilla
alguien descubriera la manera como se mueve la voluntad, quizá
lograra saber, exactamente, en qué instante, al borde del crimen,
Hernán Bravo de Rivera se arrepintió y ya no fue tan malo como
unos segundos antes, sino, repentinamente, bueno consciente
cristiano, casi mártir. Entonces, fue entonces, cuando se percató
de que el nunca había pensado en matar a Jorge Voto, ni a nadie
Sus intenciones siempre habían estado muy lejos de éste y de cual-
quier otro crimen. El no era el indio asesino, sino un buen hombre
como cualquier otro. Se le aflojaron los nervios, guardó la daga
sonrio hacia adentro, olvidó la maldad y, mirando al apacible
durmiente, le agarró el dedo gordo del pie derecho y tiró con
fuerza.
Mientras Hernán pasaba, de nuevo, el cancel, legaba a la puerta
y salía corriendo hacia el sitio donde lo esperaban los dos Pedros
Jorge Voto, tras el tirón del pulgar, dio voces diciendo-
-"¿Quién anda aquí? ¿Qué es esto? Ah, señores huéspedes
aquí andan ladrones".
La Melchora fue la última en despertarse porque el trajín del
día, así fuese lerda en sus obligaciones, solía dejarla molida lo cual
era propicio al sueño, estimulado también por el cansancio y la
ílúMaá ÚC hueSOS. Cuando ella salió de entre la mugre de sus cob
jas ya todos los huéspedes gritaban, como Jorge, buscando ladro-
nes en los aposentos y aun en el horno de los panes.
-¿Y cómo son -preguntó la Melchora- los ladrones de Vuesa
merced?
-Sólo vi un indio.
-Plaga del carajo -comentó la ventera- que vuesas mercedes,
los caballeros, deberían haber echado para siempre de estas tierras y
no dejarlos robando y mirando por debajo de las vistas.
- Qué le robaron? -inquirió un alzafuelles que también viajaba
a Santa Fe y había tomado posada desde temprano junto con su
sobrino, ambos vestidos de camisón.
-No sé.
-Pues averigüelo Vuesa merced para poner denuncia en Tunja y
que los encomenderos castiguen la indiada.
Jorge volvió a su aposento y, a la luz de la vela, buscó entre sus
alforjas las prendas recordables, después de contar el dinero, por
fortuna completo. Los demás huéspedes y la Melchora salieron a
las puertas, oyéndose el grito de la mujer:
-Indios hideputas, vuestros amos os matarán por atacar cris-
tianos.
Los pecados de Inés de Hinojosa 407
Luego, pasándose la diestra sobre los labios para tapar las malas
palabras, comentó al alzafuelles:
—Esos indios no volverán.
- ¿Y si vuelven?
-Le digo que no.
-Si quiere la acompaño esta noche.
-No, gracias.
-Sería mejor para ambos.
-¿De veras?
-Por lo menos un ratico, pruebe y verá
0 P r q U e SÍ V U e S a m e r C 6 d 5 6 m e a n i m a a esar
viud^. '' ° P de mi
-¿Cómo así?
-¿Vuesa merced es respetuoso con las mujeres solas^
— ¡Anímese!
-Yo lo que quiero es dormir.
-Mejor juntos...
Diciendo y haciendo, la ventera y su huésped hallaron un solo
hueco en el colchón de la mujer para pasar 1anoche entrel zados
de manera que si los indios volviesen serían dos, muy unidos ¿a P

á&máerse áe los ladrones.


A la media hora del alboroto. Jorge prefería pensar en su triun-
fal legada a Santa Fe, mimado por doña María de Orrego y acogi-
do por el Presidente Venero de Leiva. en vez de preocuparse por
unos pobres indios que roban mendrugos. Así volvió a entrarle el
sueño que lo hubiera levado al mediodía si la Melchora, conto-
neándose risueña, no lo despertase con una carta en la mano.
Cuando Hernán llegó al sitio del reencuentro, ya el encomende-
ro y el sacristán estaban montados en sus caballos pues los gritos
de Melchora se anticiparon a la aparición del frustrado homicida.
Los tres escaparon al galope siguiendo la trocha de Tunja. Al fin,
se detuvieron bajo unos arbustos y el encomendero preguntó:
-¿Lo mataste?
—Se despertó antes.
—Imbécil.
Nuevamente, emprendieron el galope para legar a Tunja de
noche sin que nadie los viera, excepto un par de ojos penetrantes y
noctámbulos que, a esas horas, trataban de descubrir la distancia.
Llegados a casa del encomendero, Pedro Bravo de Rivera tomó
a su hermano por la abotonadura del jubón y, constriñéndolo
408 Próspero Morales Pradilla
contra k pared de ia saia, le dictó ia Última sentencia:
-Si la próxima vez falla^, no encontrarás caballo para huir sino
una daga en el cuello.
Luego, ordenó silencio y se sentó ante una mesa cubierta con
tela de damasco. Tomó papel y pluma leyendo a sus cómplices la
siguiente carta, mientras la escribía:
"Muy apreciado don Jorge:
"Debo apresurarme a contaros que por alguna conseja malé-
vola no solo mi familia, sino también la vuestra y casi toda
nuestra sociedad, conocen los motivos del viaje a Santa Fe
anulando así el noble propósito del mismo.
"En consecuencia, me parece innecesaria vuestra misión y
por consiguiente, me tomo la libertad de rogaros regresar inme-
diatamente para evitaros viaje tan largo.
"Aquí os daré los detalles que Vuesa merced crea oportuno
solicitarme.
"Vuestro fiel amigo.
Pedro Bravo de Rivera"
Quitándole el apero a su caballo, Pedro ordenó al indio Simpli-
cio, el mejor jinete de su encomienda, entonces en Tunja levar esa
carta a don Jorge Voto en la venta a orillas del río Boy acá o alcan-
zarlo en la ruta de Santa Fe si fuere necesario, obligándolo de
todos modos a regresar.
Cuando el indio mensajero legó a la venta, la Melchora y el alza-
fuelles apenas terminaban el coito del amanecer, lo cual tal vez le
salvó la vida, pues ninguno de los dos tuvo fuerzas suficientes para
lanzarse sobre el recién legado como fue intención de ambos.
Asustado por las feroces miradas de la pareja, Simplicio anunció:
-Treigo papeles de mi señor encomendero don Pedro Bravo de
Rivera para el hidalgo señor don Jorge Voto...
-¿Lo robaste hideputa? -preguntó la Melchora.
-Escrebido de sus mesmas manos para don Jorge.
La Melchora despertó a Jorge Voto y le entregó la carta del
encomendero, dejando al alzafuelles con un cuchillo en la mano
frente al indio. Jorge, en camisón amarillento, salió a la primera
luz de la mañana, comprobó que se trataba de una carta de su
amigo el encomendero de Chivata y dio permiso para que el indio
partiese después de recibir un puntapié del alzafuelles, quien
comentó al bailarín:
-Nunca sobra un buen golpe en el culo de los indios para que
sepan respetar a los hidalgos.
VII
Los dos ojos que vieron regresar a los hermanos Bravo y a Pedro
de Hungría eran de Felipe Rotundo, quien se había alejado de los
hervideros para dedicarse a la reflexión en los barrancos de Tunja
donde él disponía de categorías especiales para juzgar el rumbo dé
los astros y las liviandades de los hombres. En estos días lo tenía
muy ocupado el problema de los horizontes, pues sabiendo que
permanecían en la distancia no lograba alcanzarlos ni siquiera con
la vista aun cuando la imaginación le permitía tocarlos si prescin-
día del contorno. Subiéndose al lomo de los barrancos cuando el
resto de la humanidad dormía, Felipe encontraba la profundidad
de estos pensamientos y no sentía frío, ni nada distinto a su propia
temperatura. La gente del común, asediada por la ignorancia y el
deseo de someter la vida a pequeñas reglas materiales, ni siquiera
MWI112 SU presencia a menos de que estorbase con alguna idea
loca. Pero meditando en la alta noche, lejos de los dormitorios,
nadie descubría la penetración de Felipe en lo insondable, pudien-
do trabajar a sus anchas. No obstante, aquella madrugada fue inter-
ferido por el ruido de los apresurados jinetes y tanto lo molestó tal
imprudencia que se bajó de las estrellas a la tierra para indagar los
motivos de aquel ruido. Felipe Rotundo, como si fuera del común,
pensó en la maldad de quienes, a hora tan inoportuna, entraban
azogados a la ciudad sin hablar entre sí, al galope de sus cabalga-
duras acaso perseguidos por sus conciencias. Arañó el barranco,
chupó la tierra amarila y por el sabor supo que la muerte estaba
cerca "Los Bravo y el sacristán -pensó- andan en tratos con la
muerte". Se dejó rodar hacia el pliegue de dos barrancos, quedan-
do dormido por el peso de cuanto había presentido. Después
sintió el paso de otro caballo, pero no pudo verlo porque entre el
despertar y la percepción hay tiempo suficiente para perder a un
jinete. .
Marchó, entonces, hacia la botica de Hortensia de Godoy, hallan-
410 Próspero Morales Pradilla

cerrada. Se recostó contra la puerta y permaneció adormilado


hasta cuando ella la abrió. Viendo allí al hombre de los hervideros,
lo saludó, lo entró al aposento de los menjurjes y, en vez de una
porción alucinante, le dio una taza de chocolate después de ofre-
cerle una silla de cuero templado. Tras el primer sorbo, Felipe
dijo:
-Gracias.
— ¿Dónde pasaste la noche, hombre de Dios?
-Buscando la distancia.
-¿La hallaste?
—No, porque legaron los jinetes.
— ¿Cuáles jinetes?
—Unos que andaban comía muerte.
— ¿Dónde los viste?
—Entrando.
— ¿De dónde?
—No les vi las conciencias.
— ¿Quiénes eran?
—No me importa.
—Pero a mí sí, dilo.
-Sólo pasaron las siluetas.
— ¿De quiénes?
—Tal vez los hermanos Bravo de Rivera y el sacristán.
-¿Seguro?
-Ay, señora mía, mucho sabéis de los otros y también de la
vida, pero nunca uséis la palabra "seguro" porque es tan endeble
como "fortuna", "conquista", "amor", "victoria" o "felicidad"...
A todas las he visto sin ningún significado eficiente, porque al
meterse en la tierra con los cadáveres son las primeras en diluirse.
—No digas a nadie, Felipe Rotundo, cuanto me acabas de
confiar, vete en paz, vuelve a los hervideros sin hablar con hombres
viciados.
Ya era tarde cuando Jorge Voto, obedeciendo la carta de Pedro,
regresó a su casa, decepcionado y huraño. Dejó el caballo, el indio
y la muía en la pesebrera. Por la costumbre de aparentar, fuesen
cuales fuesen las circunstancias, se limpió el jubón, borró salpica-
duras del calzado, quitóse el sombrero y entró a la casa con una
euforia tan hipócrita que él mismo se asombró de su facilidad para
tapar el ánimo. La Torralva le salió al encuentro:
— ¿Ya de regreso?
-Resolví devolverme. Llamad a Inés.
411
Los pecados de Inés de Hinojosa
Sí, sí señor... -respondió la Torralva sintiendo temblores en
todas las partes fofas de su cuerpo.
Mientras la Torralva iba en busca de su ama, Inés se vestía apre-
suradamente y Pedro atravesó el pasadizo hacia su alcoba tras
haber oído la legada del obediente bailarín. Inés, desde luego no
estaba de humor para recibir al esposo escapado de la muerte por
haberle confiado misión tan delicada a Hernán. La Torralva distra-
jo a Jorge con una taza de cacao y así pudo legar Inés:
— ¿Qué os pasó?
—Pues..
Y Jorge refirió, sentado en la sala con innecesaria solemnidad
lo que ya le había contado Pedro entre la cama, pues en estos y
otros casos los amantes suelen anticiparse, anotando finalmente-
-¿Creéis que la familia Bravo se opondrá al desposorio?
-Dejadlo de mi cuenta -respondió Inés.
-¿Os entenderéis con don Pedro?
-Con él y toda su familia, si es necesario.
-Ojalá la boda sea pronto. De todos modos debo ir a Santa Fe
-¿Esperaréis?
-Hasta después del matrimonio, que habrá de ser en la Catedral
pues se casará la pareja de mayor prosapia en esta noble dudad.
cual es la formada por el señor encomendero don Pedro Brayo de
Rivera y nuestra bellísima Juanita de Hinojosa, a quien levaré per-
sonalmente a la boda, al compás de la música de Palestrina. Me
gustaría, además, una misa diaconada con participación de don
Juan de Castellanos, porque a la solemnidad religiosa debe agregar-
se la trascendencia de las letras.
Inés osciló entre reírse por la bobería de Jorge o rascarse el
trasero, debido a un escozor que la asaltó. Pero tratando de ocultar
lo uno y lo otro, optó por salir hacia el aposento de Juanita, a
quien halló sonreída:
-Por ahora -le informó la tía- el matrimonio parece inevitable.
-Peor para ti, querida Inés, porque tendrás que compartir otro
hombre.
- ¡Desvergonzada!
-¿Quién?
- ¡Tú!
-¿Yo?
-Claro.
-¿De manera que yo soy la desvergonzada?
-Bueno, querida, como siempre, lo somos ambas.
412 Próspero Morales Pradilla

L a s dos mujeres se abrazaron r i é n d o s e a gusto. A pesar de tantos


problemas, conservaban su amistad y h a b í a prejuicios de otras
gentes que ellas no c o m p a r t í a n , siendo tan c a t ó l i c a s como cual-
quiera mujer de E s p a ñ a y , desde luego, fieles subditas de su Majes-
tad Felipe I I (a.q.D.g.).
L a noticia de que el encomendero Pedro Bravo de Rivera p e d í a
la mano de Juanita c o n m o v i ó a las gentes de alta prez y regocijó a
las amistades de Hortensia de G o d o y . L a s primeras consideraron
que Tunja p o d r í a perder su t r a d i c i ó n si se u n í a la vida de un tunja-
no ilustre con la de una forastera m á s inclinada al pecado que a la
virtud. L a s segundas, conociendo los ardores de Juanita, hicieron
toda suerte de agradables conjeturas. E l oidor J u a n L ó p e z de Cepe-
da, cuya visita a Tunja resultaba inacabable, c o m e n t ó durante una
cabalgata a Motavita:
- H a b r á que apurarse.
—Explicaos, señor.
- S i la Juanita va a casarse... Bueno, vosotros me e n t e n d é i s .
T o d o s le entendieron. Pero nadie lo m a n i f e s t ó . E l lugarteniente
Aguayo se dijo: "'Este bendito oidor quiere probar primero, s i n o
me le adelanto." L o s frailes estuvieron m u y contentos ante la
perspectiva de boda, porque muchos de ellos s a b í a n , gracias al
sacramento de la penitencia, que las Hinojosas pecaban frecuente-
mente.
Sólo don J u a n de Castellanos, a pesar de ser sacerdote, ignoraba
las andanzas de los feligreses en las mesas de juego y en camas
prestadas, porque en su á n i m o primaba el lustre de las letras y la
necesidad de registrar la historia, a las quisicosas de hombres y
mujeres cuya vida no era digna de ser relatada a la posterioridad,
pero llenaba de delicias y temores el presente. A s í cuando alguien
le a n u n c i ó el casorio de Pedro y Juanita, el insigne v a r ó n sólo dijo:
— ¿Se casan?
Nadie se atrevió a complementar la noticia. D o n J u a n de Caste-
llanos q u e d ó sin saber que I n é s p o d r í a ser a d ú l t e r a , Juanita casi
puta, Pedro sátiro y Jorge c a b r ó n . Estas palabras, desde luego,
parecen un poco rudas para una sociedad tierna, recién salida de la
Conquista y sometida a los confesionarios de la iglesia m a y o r y de
dos comunidades venerables. Pero en la botica de Hortensia y en la
calle de las Animas, son de buen uso y , por consiguiente, resultan
m á s exactas que los circunloquios del b a i l a r í n , a p r o p ó s i t o de los
cuales la Torralva a n o t ó :
Los pecados de Inés de Hinojosa 41 3
-No se por qué las palabras de don Jorge parecen mierda mas-
cada.
Al regreso de Motavita. con el pretexto de expresar su compla-
cencia por el aristocrático casorio, el oidor Juan López de Cepeda
visitó la casa de la novia. La encontró sola porque había esperado
la salida de Jorge, c Inés no se presentó en la sala, donde Juanita
lucia cuello rizado, muy en boga fuera del Nuevo Reino, pero
recién legado a Tunja. En realidad, sólo era una pequeña banda
de encaje que al oidor le pareció muy atrevida por cuanto servia de
frontera entre el rostro y los senos, dando a éstos mayor espacio
visual así estuviesen cubiertos. La negra falda acampanada era tan
amplia que un miembro de la Real Audiencia podría ocultarse en
ella. Juanita conocía el pensamiento de los hombres cuando se le
acercaban. Permaneció de pies, saboreándolo, mientras don Juan
avanzaba lentamente como un felino hasta tomarle las manos, ya
extendidas por ella, y besándoselas saludó:
—Sois la hermosura, mi doña Juanita, dejadme apreciarla antes
de que me sea vedada para siempre.
— ¿Vedada? ¿Acaso vais a perder los ojos?
-Voy a perderos.
-¿A mí?
-A vos.
-¿Por qué?
-Vuestro próximo matrimonio...
— Ah... ¿Os referís a eso?
-¿Eso?
—Bueno: ¡no es tan grave!
-Si vos lo decís.
Juanita tenía dos motivos para no ser accesible, en ese momen-
to, al oidor: la regla y la idea de que el muy ladino pretendía
probarla ahora y dejarla, luego, para evitarse la lucha con un mari-
do. Juanita prefería tener siempre amantes deseosos y no capri-
chos cumplidos. Por eso con un mohín que decía "espera", agregó:
—Llamaré a mi tía para que nos acompañe.
—Ya os vi. doña Juanita.
-Iréis a la boda, ¿verdad?
-Si me invitáis.
-Y después seguiréis siendo mi amigo, ¿no es cierto?
El "mi amigo" le legó a don Juan como quien le anuncia el
postre. Pero, dentro de sí, urgido de mujer, le creció una ira sorda
pensando en cómo los encomenderos, usufructuando aun sus equí-
414
Próspero Morales Pradilla
voces servicios durante la Conquista, continuaban usando las mejo-
res hembras mientras personas dedicadas a la organización civil del
Imperio, a la creación de la jurisprudencia^ a la perdurabilidad de
hspaña en Tierra Firme, recibían las sobras del banquete. El oidor
se retiró de aquella casa y comenzó a hilar recuerdos de las muchas
consejas escuchadas a propósito de las Hinojosas. Caminaba recor-
dando que alguien le había dicho cómo Inés de Hinojosa y Pedro
Bravo se cruzaban miradas... Pedro era novio de Juanita, Inés
estaba fuera de este episodio... Sin embargo... ¿Quién le había
dicho aquello? Volvió a ser consciente, se tocó la barba con la dies-
tra y tomó camino de la botica de Hortensia.
Los tunjanos estaban preparados para recibir el sermón del
padre Cayetano de Orejuela, quien celebró la siguiente dominica
con clarividentes palabras a propósito del adulterio, sobre cuyas
infamias -dijo- suelen tomar asiento los siete pecados capitales.
Hizo hincapié, especialmente, en el quinto, el sexto y el décimo
mandamientos de la ley de Dios, relacionándolos hasta el punto de
afirmar que quienes desean a la mujer del prójimo levan consigo la
simiente del homicidio.
Tunja quedó envuelta por el sermón del padre Orejuela como si,
de la noche a la mañana, se hubiese descubierto una conspiración
de Satanás. Así comenzó una semana de inquietudes en casi todas
las casas e, inclusive, entre los indios bautizados. Pero las gentes,
más propensas a la maledicencia que al arrepentimiento, en vez de
invocar a Dios para desterrar el peligro, prefirieron multiplicarlos
chismes tratando de identificar a los pecadores tácitamente señala-
dos por el cura. Había adúlteras entre las tunjanas y, desde luego,
también adúlteros. ¿Cómo hacían para encontrarse las unas con
los otros? ¿Cuantas parejas cambiaban de cama? ¿Dónde cohabita-
ban? A qué horas?
ti

ti sermón sirvió a Hortensia de Godoy, porque la mayoría de


damas y no pocos caballeros buscaron en las brujerías de la costu-
rera una respuesta a su curiosidad. Fue necesario pedir turno para
consultar a la pitonisa, cuyo vocabulario se había enredado en los
últimos meses dificultando la comprensión de sus adivinanzas.
Una hija de doña Mencia de Figueroa, lamada Lucila, más
propensa a la bobería que a los hombres, pagó ochenta tomines
para escuchar estas palabras de Hortensia:
-Por una cascada de aguas tibias habrá de legaros el príncipe
anhelado cuando os despertéis temprano. Cuidad de que no caiga
Los pecados de Inés de Hinojosa 415
en poder de una mujer mestiza, venida de tierras lejanas, cuyos
ardores maltratan a los varones, dejándolos sin savia para casarse
con doncellas como vos.
Pedro de Hungría, para mofarse de Hortensia, le dio unos escar-
pines de seda verdosa a cambio de sus augurios:
—Os veo, señor -le dijo solemne— legando de madrugada a esta
ciudad, demasiado presuroso como si una mala acción os hubiese
rondado durante la noche. Vos sabéis el largo cuento de esa noche
y lo escondéis en vuestra ánima. El repique de vuestras campanas
habrá de ser incierto y huiréis de vuestro propio espanto.
— ¡Bruja del carajo! —afirmó el sacristán levándose consigo k>s
escarpines.
Después, hablando con Paquita Niño a la luz de un candil, soltó
por primera vez, la sospecha:
—Pedro de Hungría está comprometido en el sermón del padre
Cayetano.
-¿Lo del adulterio?
—Eso y algo más.
— ¿Como qué?
—Pronto lo sabré.
-Mira, Hortensia: conmigo no juegues a las adivinanzas.
— ¡Que va en serio, mujer!
Casi al mismo tiempo, el sacristán informaba a Pedro Bravo, en
su casa:
—La puta sabe algo.
— ¿Acaso hay una sola puta en Tunja? -preguntó sonriendo el
encomendero.
—Os digo, señor, que la Hortensia sabe algo de lo nuestro.
— ¿Qué lamáis "lo nuestro"?
-¿Preguntáis, señor? ¿No estuvisteis conmigo en pos de Jorge
Voto?
—Callad —o l amonestó tomándole el brazo derecho.
-Pues la maldita puta me dijo que yo había legado de madruga-
da a Tunja.
-¿Solo?
—No lo dijo.
—Tranquilizaos, Pedro. Las pitonisas dicen lo mismo a los
mismos miedosos.
— ¿Por qué no va vuesa merced y la consulta?
—Porque la Iglesia me prohibe creer en hechicerías y cosas
supersticiosas.
416 Próspero Morales Pradilla
Pedro no le dio importancia a la noticia del sacristán, pero sintió
frío en el estómago cuando Inés, por la noche, le contó que Hor-
tensia de Godoy la había visitado, so pretexto de venderle un
nuevo menjurje para los amores difíciles, anotando expresamente'
-Me dijo que hace poco tiempo legaron a Tunja, de madruga-
da, tres jinetes a los cuales rondaba la muerte; y como yo me riera
agregó:
-"Tal vez vuesa merced los conozca".
-Naderías de Hortensia -comentó Pedro, ocultando el fastidio
que le apretaba las tripas.
-A decir verdad, Pedro, los ojos de esa mujer eran tan malicio-
sos en ese instante que sentí como si alguien se metiera en nuestras
vidas.
- ¡Eso nunca, Inés! El único que nos interfiere habrá de morir
como tu y yo lo hemos decidido.
-Sí, mi amor: ¡mátalo!
-No permitas que las Hortensias te hagan temblar.
— ¡Te lo juro!
Al besarse, poco a poco les brotó la pasión y ambos sintieron lo
oe siempre: unos animalillos enroscándose en el sexo.
Al oidor Juan López de Cepeda nadie lo sacaba de Tunja. aun
Cllfl/luO l'á M Alidienciíl Continuase coja por falta de este miem-
bro cuya vida siempre ha estado cerca de ¡as mujeres. Desde la
pubertad le gustan tanto que no discrimina y lo mismo busca la
cama de damas nobles que la de criadas y. ahora, en el Nuevo
Reino, apetece también la estera de las indias. En Santa Fe, desde
luego, podía buscarlas, pero la respetabilidad del Presidente y,
sobre todo, el espionaje de doña María de Hondegardo. le salían al
paso de sus aventuras, mientras en Tunja. investido, de hecho,
como la máxima autoridad civil, no existían obstáculos para sus
amores y todo en esta ciudad le salía de perlas: la importancia del
arte, propicia a conversaciones galantes; la escasez de funcionarios
tan audaces como él; la manera como se han formado grupos de
sinvergüenzas en torno a Hortensia de Godoy; y, sobre todo, el
embrujo de las Hinojosas, lenas ambas de savia.
El oidor nunca había creído en nada invisible y como el Rey
era, para él, una figura oculta, se habituó a pensar en que Su Majes-
tad vivía en las nubes junto con la historia, los cardenales y sin
mujeres, a pesar de las muchas pruebas dadas en contrario por el
Los pecados de Inés de Hinojosa
417
ilustre don Felipe II. Así cuando, por intrigas de una dama dispues-
ta a botarlo de su vida y de su cama, se vio embarcado hacia las
Indias Occidentales como futuro oidor de la Real Audiencia de
Santa Fe, le picaron las barbas, se le alborotó la negra cabellera,
pensó en un horrible mundo de conquistadores desagradables y
consideró injustamente castigado su pene, siempre listo a cumplir
con las obligaciones de la virilidad. Por fortuna, Santa Fe no era un
destierro sino pequeña rebaja en la calidad de las hembras. Ade-
más, cuanto perdía en surtido lo ganaba en autoridad, pues un
oidor no era cualquier Perico de los Palotes sino la ley de España
andando por las nuevas tierras de la Corona.
Tras el fracasado intento con Juanita, el oidor consideró pru-
dente averiguar pormenores en casa de Hortensia, a donde legó un
viernes, por la noche, a la mejor hora de la brujería, pensando en
averiguar cosas de este y del otro mundo. La famosa botica ya ocu-
paba dos casas en la calle de las Animas, una para la belleza y. otra,
para el amor. La primera estaba dispuesta en forma de tienda con
mostrador y estantería, donde se guardaba cuanto pudiera embe-
lecer a las mujeres, desde agua de rosas expuestas al rocío hasta
telas legadas a la ciudad, tanto para prendas interiores como para
jubones, faldas, mangas y sombreros. La segunda, más espaciosa,
presentaba en mesas toscanas, rodeadas de sillas sobre piso estera-
do, filtros y otros menjurjes para mejoramiento de la vida senti-
fflCJM M ÍOíldo de este aposento estaba el horno de los altos
fuegos y una chimenea, con caldero colgante, todo lo cual daba
grato clima a la estancia y, a la vez, entibiaba cuatro dormitorios
adyacentes, uno de Hortensia, y, los otros, para huéspedes oca-
sionales. IT ,
Don Juan López de Cepeda fue recibido, por Hortensia, en la
segunda casa, donde estaba el escribano Cabeza de Vaca departien-
do con dos empleadas de la dueña, lamadas Rosaura y Goyita,
venidas ambas de Santa Fe cuando supieron, por trabajar en casa
blasonada, que la vida tunjana, sobre todo gracias a Hortensia, era
menos estricta que la santafereña. Goyita quiso sentarse en mesa
aparte con el oidor, de cuya pasión había gozado. Pero éste preti-
rió hablar con Hortensia:
-Estáis, señora, comoflorde azahar-le dijo sentándose con
ella a distancia del escribano.
-¿Azahar de novia?
-De adivina.
-¿Adivina yo?
418 Próspero Morales Pradilla
-¿Acaso no lo sois?
— ¿Queréis que os adivine algo?
—No es necesario, basta con decirme algunas verdades.
— ¿Como cuáles?
—Quisiera saber, si no es muy caro...
— ¿Caro para vos?
-Como es vuestro trabajo.
-¿El de adivinar?
-El de contar, por ejemplo, la vida de alguna dama conspicua.
— ¿Cuál?
-Quizá de dos damas.
—Sus nombres.
-¿Conocéis a las Hinojosas?
El oidor, desde luego, pagó generosamente las supuestas adivi-
nanzas. Así comprobó la airada vida de Juanita, cuyo cuerpo no
era menos frecuentado por los hombres que los de Rosaura y
Goyita, levándoles a éstas la ventaja de tener el placer en una casa
y dormir en otra bajo el respetable techo de su tío, quien al pare-
cer, gozaba de las dos Hinojosas, la una por matrimonio y la otra
por vecindad. En cuanto a Inés la adivinanza corría por el terreno
de la suposiciones pues, fuera de su poco respeto hacia el marido
nunca se le ha visto en la botica, ni en sitios parecidos, aunque se
han advertido miradas de comprensión entre ella y el encomendero
MÍO fravo de Rivera, su vecino.
- ; Creéis entonces -subrayó el oidor- que ese encomendero
ama a doña Inés?
-Vos lo habéis dicho, no yo.
-¿Y ella le corresponde?
Para Hortensia fue muy difícil explicar a la máxima autoridad
las intimidades de Tunja. El oidor venía de Santa Fe y, por consi-
guiente, se desconfiaba de él como de cuantos estaban cerca del
Presidente Venero de Leiva, cuya esposa había dejado, en Tunja,
fama de marisabidilla, puritana y amiga de frailes, que eran los más
firmes adversarios de Hortensia, quien algún día perdería bienes y
poder, alcanzada por un auto de fe o por algún otro recurso de la
Iglesia en su lucha contra el pecado. Por eso no podría contarle al
oidor sus sospechas con respeto a Inés y respondió:
-¿Vuesa merced cree que puedo entrar en corazones ajenos?
-¿No es, acaso, vuestro oficio?
Ante el riesgo de perder la tranquilidad y el cliente, Hortensia
soltó una confidencia mayor:
Los pecados de Inés de Hinojosa 4¡ 9
-Quizá prefiérais saber que en días pasados, a la madrugada,
legaron con premura tres jinetes "con olor de muerte", según lo
supe por un hechizo.
—Dadme los nombres de los tres jinetes.
—Dos son hermanos entre sí y, el otro, toca las campanas.
— ¿El sacritán y los hermanos Bravo de Rivera?
-Vuesa merced es quien lo dice.
Después del fracaso en el intento de matar a Jorge Voto, Inés
comenzó a sufrir de nervios, sobre todo en las madrugadas cuando
se sentía encadenada a su cama y no lograba dormirse, ni desper-
tarse, sino permanecer en estado de alucinación con el miedo aga-
rrotado en la garganta y tan floja de riñon como de estómago.
Procuraba no beber nada durante el día para evitarse la molestia de
orinar cuatro o cinco veces en la noche. Además la opresión en la
garganta le dificultaba respirar y, claro está, entorpecía el sueño.
Dos o tres veces en la semana había vomitado al levantarse. No
obstante, su mayor fastidio no consistía en estas desventuras del
cuerpo, sino en ser mujer porque, de no serlo, ya hubiese dado de
puñaladas al bailarín. No entendía cómo tres hombres, dos de ellos
asesinos comprobados, huían de un individuo dormido en la venta
administrada por una viuda. Si ella hubiera estado allí, los habría
obligado a rayarse los cojones y matar, en vez de correr como galli-
nas espantadas por el gavilán de terciopelo. ¡Malditos sean los
hombres que se cagan de miedo!
Inés le perdió confianza a Pedro Bravo de Rivera. Ya no le pare-
cía tan gallardo, ni tan atractivo, ni tan viril, sino igual a todos los
malditos hombres, cuyo valor resalta en las camas pero se derrite a
la hora de la verdad. Al fin y al cabo -pensaba- los hombres se
parecen a los penes que, una vez terminada la batalla de amor,
se contraen, se achican, se humillan, se ablandan, mientras las
mujeres continúan listas a darse.
Sin embargo, el pasadizo seguía uniendo a los amantes. Pero en
la soledad, Inés ya no lo aceptaba, tolerándolo apenas para que
cumpliese la promesa de matar a Jorge. El disimulo en la cama y
en los ojos era el arma de esta mujer atosigada por el miedo y
dispuesta a matar como en Carora. Sí: ella lo mataría con sus
senos, con sus piernas, con su sexo, con sus manos acariciadoras,
con todo cuanto sostuviera la decisión del encomendero. Después,
quizá acusara a los asesinos así tuviese que entregarse a Juan López
de Cepeda, o al escribano Cabeza de Vaca o a quien fuese.
420
Próspero Morales Pradilla
Pálida como las tapias de cal, se hallaba esa mañana al abrir la
con una bandeja en la mano, le dijo:
puerta a la Torralva quien,
—Ag l o le pasa a Vuesa Merced.
-Nada.
—Yo os conozco como si os hubiese parido.
-Siempre la misma Torralva.
—La misma y con agua de yerbas para los malos pensamientos
—respondió dándole una taza.
—Mira Torralva: no me hables como los curas.
—Os hablo, mi Señora, como me viene en gana, como me suena
adentro, como me sale por la boca.
Sentada en la cama con el cabello corrido hacia el hombro
izquierdo, Inés le hizo campo a la Torralva, cuyo enorme trasero
hundió el colchón. La criada recordó, en ese instante, a su niña
Elvira de Aguirre, quien solía hablarle con los ojos lorosos y ate-
morizados, a pesar de las órdenes del padre en el sentido de no
permitirle blanduras. La Torralva, como en la nefasta época del
Tirano, vio temor en el rostro de Inés y le preguntó:
— ¿Por qué tenéis miedo?
—Yo no tengo miedo.
-Y, además, desconfianza.
— ¿Lo creéis?
Inés no pudo ocultarse más a la malicia de su criada. Se sintió
descubierta por este inmenso animal conocedor de cuanta desgra-
cia ha ocurrido, ocurre y podrá ocurrir en Tierra Firme, a donde
legó con los peores asesinos del siglo. Pero tampoco podía entre-
garle sus pensamientos y, menos aun, sus deseos, sus delitos, su
porquería interior. La Torralva percibió lo terrible sin entenderlo y
preguntó:
— ¿Es por don Jorge?
-¿Qué?
—Vuestro sufrimiento.
-Estáis loca...
— ¿O es por el encomendero?
La Torralva se levantó de la cama y se plantó ante Inés como si
tuviese autoridad para recibir la confesión de su ama, que le legó
incompleta, es cierto, pero le produjo ternura, porque la pobrecita
sufría mal de amores sometida a la indecisión entre el marido y el
amante. Tomó, entonces, la cabeza de Inés, se la acarició, la apretó
entre sus brazos. Luego se arrodilló junto a la cama, puso las
Los pecados de Inés de Hinojosa 421
manos sobre la colcha y como quien saca el gran secreto del fondo
de la vida, le dijo:
—Yo vi a don Jorge la noche que mataron a don Pedro de Avila.
— ¿Qué decís?
-Estaba tendido en el suelo, cerca de la casa de Concepción
Landarete. Parecía un bulto con el capuchón de los dominicos Se
encogió como un gusano cuando pasé a su lado
-Estáis mintiendo, Torralva.
-Joder. Señora mía -replicó con el desenfado que la caracteri-
zaba- si aquel bulto no era don Jorge Voto era un hideputa parido
F
por la misma madre.
- ¡Me estáis ofendiendo, Torralva!
La criada, que se había levantado para hacer su réplica, volvió a
arrodilarse y, llorosa, agregó:
n m í a m i n i n a
n^°' ™ ' - Perdonadme. Tal vez. sea cosa de Sata-
nás. Las palabras se me salen sin permiso.
-Pero lo habéis dicho.
—Sí. porque lo vi.
-¿Estáis segura?
-Lo que no sé, ni quiero saber, es cuando supo Vuesa merced la
muerte de don Pedro de Avila.
-¿Osáis?
-Perdonadme... Pero tened siempre cuidado de cuanto ya pasó
para (¡tic nunca se repita.
La Torralva volvió a abrazar a Inés y ésta, con la quijada encima
del hombro derecho de la criada, no sabía si estrangularla o darle
un beso.
Los vaticinios de Hortensia principiaron a rondar en el ánimo de
Juan López de Cepeda, unidos al deseo de poseer a Inés de Hinojo-
sa. Era necesario saber por qué el encomendero Bravo de Rivera
había legado de madrugada con su hermano y el sacristán como si
viniera de mala parte, a escondidas, ocultándose. Decidió buscar a
Hernán, a quien solía hallársele en casa del escribano Cabeza de
Vaca, en la puerta de San Francisco a la hora del Rosario o en el
ventorrillo de Engracia Amaya. Fue inútil la búsqueda, pero en
este último se encontraba Francisco Salguero, quien, siendo amigo
de Pedro Bravo, le disputaba preeminencia entre los dueños de
encomienda. Impetuoso, fanfarrón y un poco cerrado de mollera,
don Francisco siempre olía a caballo sudado y era célebre porque
sus escupitajos daban vueltas en el aire antes de caer y estirarse en
422
Próspero Morales Pradilla
el suelo. A pesar de no dar cuartel en lances de hombres, se inclina-
Da aílíe IOS Símbolos de la Corona y, desde luego, un oidor de la
Real Audiencia le rebajaba la audacia porque representaba la Ley
del Imperio. Cuando Juan López entró al ventorrillo, Salguero se
puso de pies y le ofreció una esquina de su mesa.
—Os agradezco, señor encomendero —dijo el oidor, sentándose
junto a don Francisco.
Engracia recibió orden de servicio, secando con su delantal la
mesa de los señores. Salguero soltó la charla con estas palabras:.
-¿Qué nuevas os traen por este lugar?
—Bien decís, señor encomendero, porque algo he sabido de unos
extraños jinetes que legan de madrugada a Tunja.
— ¿De madrugada?
-Son personas cuyas cabalgaduras galopan como si fuesen de
prisa para evitar la luz del día.
—Sus nombres...
—Me gustaría conocer los motivos de las cabalgatas nocturnas.
— ¿Lo ignoráis?
—Carezco de información precisa y bien quisiera tenerla para
compartirla con vos y tomar entrambos decisiones saludables,
porque ningún bien para el Imperio, ni para la ciudad, puede deri-
varse de jinetes que se escudan en las tinieblas.
La conversación, iniciada con eufemismos por cuanto en estos
días que corren más vale la prudencia que la osadía, entró a terre-
nos menos oscuros cuando el oidor, como si manejara un freno,
daba o retenía indicios según se fuese enturbiando la mente del
encomendero merced al vino, porque ninguno de los dos quiso
beber chicha, propia de rufianes o de ocasiones frivolas, sino una
garrafa que Engracia había comprado a un mercader recién legado
de Cartagena con una recua de doce muías, siete de las cuales
habían quedado aligeradas en Mompós y Vélez, restando ahora
solo una para levar vino a Santa fe. Una hora después de iniciado
el diálogo, el oidor se acercó al encomendero, le puso la boca sobre
el oído izquierdo y con voz de auténtico secreto soltó lo preme-
ditado:
—Creo, señor, sin poder asegurároslo con certidumbre de jura-
mento, que los jinetes eran los hermanos Bravo de Rivera y el
Sacristán.
-¿Don Pedro? -gritó Salguero.
-Chist... -musitó el oidor colocando el índice derecho sobre la
Los pecados de Inés de Hinojosa
423
, quedando parecido a la figura de la justicia,
pero con olor a
Don Francisco prometió guardar silencio, mientras el oidor
seguiría buscando indicios sobre los protagonistas de la misteriosa
cabalgata.
Cuando cada cual tomó camino de su casa, al encomendero se le
oscureció el entendimiento. Hacía largo tiempo que no se veía
obligado a pensar con tanta inteligencia. Juan López de Cepeda
tuvo la satisfacción de haber lanzado su enredo sobre una mente
sin uso, donde cualquier intriga fructificaría. Francisco Salguero,
ajeno a las ideas y a la malicia del oidor, podría ser testigo de lo
ignorado, como convenía a los designios de Juan López, para
descubrir los secretos de Pedro e Inés con el ánimo de acercarse a
las Hinojosas.
Por aquellos días el frío se hizo más intenso en la ciudad, sobre
todo a la legada de la noche que se presentaba con unos vientos
filudos dejando sin transeúntes las oscuras calles de Tunja. Horten-
sia tenía la ocasión de encerrarse con sus amistades, don Juan de
Castellanos el problema de dormir con sotana, doña Mencia de
Figueroa una tos adicional. Pedro e Inés una cama tibia, el bailarín
y Juanita nuevos pecados y el oidor Juan López de Cepeda espera-
ba la madrugada con el propósito de ver los jinetes misteriosos. Si
alguien pudiera, pasada la medianoche, descubrir los sueños de
Tunja, se habría asombrado de su variedad: habían visiones celes-
tiales con angelitos de diversos tamaños, peleas contra indios,
gigantes entre frazadas revueltas, crónicas en versos truncos, pier-
nas terminadas en pozos hirvientes y las escenas del Purgatorio,
cuyo único encanto es el hecho de ser mixto.
Desde niño, cuando Madrid apenas era dependencia de To-
ledo, Juan López había descubierto la capacidad de su olfato
no sólo para precisar olores, sino también para anticiparse a los
hechos. Parecía intuir el instante en que el profesor don Gaspar de
Malantinta intentaba golpearlo con la férula, pues nunca logró
tocarle la cabeza como a los demás escolares. Así se volvió escurri-
dizo y, al cabo de los años, ya en el Nuevo Reino de Granada,
tomó fama de astuto por lo cual se le confió la vigilancia de Tunja
y sus encomenderos en nombre de la Real Audiencia y, sobre
todo, de su presidente Venero de Leiva. Sin embargo, él había
tomado la comisión con espíritu frivolo en busca de placeres que
no estuviesen sometidos al ojo inquisidor del Presidente. Ahora
olfateaba algo grave que parecía venir del encomendero Bravo de
424 Próspero Morales Pradilla

Rivera y, por consiguiente, le permitiría unir las funciones de su


alta investidura a las posibilidades de un placer, cuya visión antici-
pada le llenaba la piel de puntitos nerviosos. Cansado de esperar a
los extraños jinetes, doblado por el sueño de la madrugada, el
oidor se dormía con las narices frías de tanto husmear por la
ventana y sorber aire casi helado, como si éste le trajera los hilos de
su premonición.
Llegó al primer domingo de sus pesquisas con los ojos fatigados
de tanta vigilia y la mente desprovista de lucidez, debido a la falta
de sueño. E n el atrio de Santo Domingo, adormilado junto al
lugarteniente Aguayo y al corregidor Villalobos, vio salir de misa
mayor a Jorge Voto con jubón y sombrero de terciopelo negro
unido al brazo de Inés, en cuya cintura, al caminar, ondulaba el ver-
dugado;detrás marchaban, como si fuese un desfile ritual, Pedro Bra-
vo de Rivera con Juanita de Hinojosa; doña Mencia de Figueroa en su
silla de manos, cargada por dos indios; y, entre la multitud de
damas, señores y siervos, el oidor, oliéndole de lejos, vio a su presa
más codiciada en este momento: Hernán Bravo. L o llamó sin disi-
mulo y lo hizo colocar entre el lugarteniente y el corregidor como
si la justicia lo esperara. Luego, logró apartarlo hasta quedar los
dos solos. Lo invitó a su casa alquilada a don Juan de Castellanos
en la calle del Muelle, así llamada por tener un árbol de tal especie
en mitad de la calzada. Hernán estaba indeciso entre aceptar la
hospitalidad del oidor, que lo llenaba de orgullo, y declinarla por
las muchas pajas de su rabo. Pero de pronto, se halló sentado en
una sala espaciosa, donde había un retrato de Carlos V y en lo alto
de las paredes se veían figuras de angelotes.
—Al fin —dijo el oidor— tengo el placer de veros en esta vuestra
casa, ilustre don Hernán.
—Honor que me hacéis.
Dos criados, uno indígena y otro español, trajeron servicio de
vino y almendras. Tomando una copa, don Juan brindó:
- A la salud de nuestro señor don Felipe, a la de vuestra digní-
sima familia y a la vuestra, señor don Hernán.
—Y por vos, señor.
Los temas llegaron de todas partes, gracias a la habilidad del
oidor en barajarlos. Así, hablaron de España, de las ventas madrile-
ñas, de la sobriedad santafereña, de la conveniencia del frío para la
aristrocracia, de la Santa Madre Iglesia, de la noble vejez de doña
Mencia de Figueroa, de los conocimientos de Hortensia de Godoy
y...
Los pecados de Inés de Hinojosa 425

— ¿Contadme, Hernán, cómo anda vuestro poderoso hermano, el


encomendero?
A Hernán se le acabó el buen sabor de la charla y de las almen-
dras, porque cuando pensaba en su hermano se le amargaba la boca.
—No, nada —respondió.
E l oidor advirtió, gracias a su olfato, que había llegado a un
terreno interesante, pues Hernán parecía disminuido tras haber
disfrutado, a sus anchas, los otros temas.
— ¿Otra copa? —preguntó el oidor.
-Gracias.
—Os preguntaba por vuestro hermano, a quien Tunja siempre
debe admiración.
-Yo...
— ¿Continúa viajando entre la ciudad y la encomienda?
Pues...
- ¿ O , acaso, viaja a otras partes?
—No, no... a Chivata.
— ¿Es rutinario?
-Bueno, la verdad...
—La verdad...
—La verdad... poco me entero de los viajes de mi hermano.
— ¿Nunca lo acompañáis?
Yo...
—Parece agradable cabalgar en buena compañía y vuestro her-
mano lo es, sobre todo dados el donaire de sus palabras y de sus
consejos.
— ¿Sabéis, don Juan? Nunca he sido compañero de mi hermano
porque entre su esplendor y mi modesta vida, hay diferencias.
- N i tan modesta, Hernán, porque si vuestro hermano ha tenido
la gloria de las armas, vos representáis la inteligencia.
—Favor vuestro.
—Además, alguien creyó haberos visto en nocturna cabalgata
con vuestro hermano y el grotesco sacristán... ¿Cómo se llama?
-Pedro de Hungría.
- A s í es: Pedro de Hungría. Y me place que vos mismo hayáis
recordado su nombre.
—Es muy leal a mi hermano.
—Y a vos también.
—No tanto.
—Explicaos.
426 Próspero Morales Pradilla

an^Tú™ i ™ 6 3 1 1 0Y Y
° U e V a m
° S VÍdaS dÍSÜntas
' n u e s t r o s ami
"
¡OSM diferentes.
Juan López sabía a este punto que estaba dominando a su inter-
locutor, cuyas respuestas lo levaban de bruces al descubrimiento
del misterio, tantas veces perseguido desde la ventana de su apo-
sento en las frías madrugadas. Casi jugando, lo levó a un rincón
del interrogatorio y le espetó:
—Ya he oído vuestras oscuridades, querido Hernán; ahora,
dadme claridades: ¿de dónde veníais la noche que vuestro herma-
no Pedro, el sacristán y vos legasteis apresurados y temerosos a
Tunja?
— ¿Debo responderos?
—Hernán: os hace la pregunta un oidor de la Real Audiencia.
Por aquellos días la Escuela de Danza de Jorge Voto era ya uno
de los orgullos del arte en Tunja, donde pintores y letrados daban
aureola a la ciudad. El maestro Voto no sólo contaba con siete
alumnas y dos alumnos —el escribano Cabeza de Vaca y el lugarte-
niente Aguayo—, sino que su escuela había progresado hasta el
punto de tener acopio de laúdes, pífanos, vihuelas, tambores y
Otros instrumentos de alta resonancia. Por otra parte, sus clases se
comentaban en Tunja debido a la gracia de algunas discípulas
como Paquita Niño y a la manera como el lugarteniente Aguayo se
movía al compás de lasflautas.La escuela, por añadidura, enseña-
ba a tocar los principales instrumentos, convirtiéndola, de hecho,
en conservatorio de música. Un grupo de caballeros, sobre todo
miembros del cabildo y ayudantes del señor Corregidor Villalobos,
aprendía, con presteza, a tañer el laúd, a soplarflautay a golpear
panderetas. Paquita cimbreaba delante de ellos y, al parecer, los
menos ponderados se aficionaron a la música merced a las carnes
de su eventual condiscípula, cuya fama había legado a Santa Fe,
donde doña María de Hondegardo hablaba de las Hinojosas, de
Paquita y de la bruja Hortensia cuando evocaba ese infierno de
lujuria que había visto en Tunja.
Jorge, separado de su esposa por el pasadizo, aun cuando
parezca que éstos comunican a las gentes, repartía sus días tras
el fracasado viaje a Santa Fe entre la dirección de su escuela, el
clandestino amor de Juanita y el proyecto de marcharse lejos de
todo cuanto ya era su pasado, envuelto en indispensable disimulo
para lograr otra escala ascendente en su largo viaje desde la fuga
de Sevila hasta las puertas de la Presidencia del Nuevo Reino de
Los pecados de Inés de Hinojosa 427
esposa infiel, ni en la
Pero si el encomende-
ro y el oidor peleasen por Inés, Juanita los consolara y él se esta-
bleciera en Santa Fe, la vida podría seguir disfrutándose. Con estos
pensamientos, Jorge daba grandes zancadas, convertidas luego en
pasos diminutos, a lo largo del salón de clases como si las paredes
interpretaran notas apenas insinuadas en los oídos. Más tarde lo
dominaba la música de Felipe van der Berghe que lo obligaba a
hacer cabriolas, pues su instinto de bailarín siempre lo acompa-
ñaba a menos de estar tan nervioso como al asestar la primera
estocada a Pedro de Avila. Por fortuna, Jorge Voto no solía dete-
nerse en los acontecimientos, ni en las personas, dejando correr su
existencia según le fuera saliendo al paso. Nunca se apegó a nada,
ni a nadie, incluyendo a Inés de Hinojosa, cuyo cuerpo lo trastor-
nó en una época, olvidando el crimen de Carora. Prefería acomo-
darse a las circunstancias, disfrazándose de lo que fuere necesario,
huyendo de los peligros. Siempre tenía una meta formidable para
mezclar las posibilidades con las ilusiones. En este año de 1571,
quemadas las etapas de Carora, Pamplona y Tunja, estaba en áni-
mo de ser el amigo indispensable de Venero de Leiva para gozar los
privilegios de la Presidencia sin tomarse, claro está, las molestias
de tan alta autoridad. Cuando legaba a este terreno las cejas se
abrían y tenía la costumbre de agarrarse la nariz dejando deslizar
la diestra por su filuda superficie. Aun solo era circunspecto y
llevaba consigo la idea de que puertas, ventanas y muebles podrían
verlo con ojos de cristiano. Por eso nadie ha logrado conocer la
intimidad de Jorge Voto, ni siquiera Inés en la cama de Pamplona.
Convocado a una nueva reunión con su hermano, Hernán Bravo
de Rivera levaba una angustia más: la de haberse dejado asaltar
por la curiosidad del oidor. Constreñido, como estuvo, bajo el inte-
rrogatorio de Juan López, Hernán había confesado parcialmente la
aventura sin contar, por fortuna, la intención de aquella cabalgata
nocturna. Ocultó que hubiesen seguido al bailarín y que él debía
matarlo; pero refirió cómo a su hermano le gustaba hacer cabalga-
tas de día y de noche con algunos amigos para conversar sin tenta-
ciones, a lo cual el oidor había sugerido:
-Decidle a don Pedro que me invite a sus cabalgatas, sobre todo
si son nocturnas.
Acercándose a la casa de su hermano, con el sombrero de tercio-
pelo calado casi hasta los ojos y con una de las calzas negras raídas
428 Próspero Morales Pradilla
d u d a b a e n t r e c o n t a r 10 a c a e c i d o c o n e
Sido? r f ^ 3 *
1 6 H
7 á n
. l
VJUOr 0, pOr eJ Contrallo, guardárselo para evitar sermones. Las
piedras del camino, unas pegadas a la tierra por orden del Corregi-
dor y, las otras, todavía libres del imperio Español, le mortificaban
los pies al andar y las tapias chorreadas de las casas menos ricas se
le fijaban en la vista como si estuviera preso. Desde luego, el oidor
no sabía nada porque las intenciones no pueden ser descubiertas
en un simple diálogo y Hernán ocultó los detalles del viaje a la
venta de la Melchora. Pero el simple relato de la cabalgata noctur-
na, la escasez de motivos para esta empresa y la compañía del
sacristán, hombre salido de las tinieblas del tirano Aguirre, podían
dejar en cualquier mente la impresión de que algo grave se fragua-
ba, pues los indicios y el relato no coincidían entre sí.
Hernán optó por contar la charla con el oidor como una confi-
dencia de hermano a hermano. Pero al entrar a la sala encontró
también a Pedro de Hungría sentado bajo el retrato de Carlos V.
Hernán prefirió mirar al emperador: lucía sombrero chato con
estrellas incrustadas en las alas; el pelo le tapaba las orejas y le
enmarcaba el rostro de ojos pequeños, labio inferior abultado,
quijada en punta; asomaba en el retrato un ancho cuello de piel
SObre el CUal se veía el collar de oro desde cuyo centro caía la
medalla de los Habsburgos a la cual se aproximaban las finas
manos del monarca con anillos en el índice y el meñique de la
izquierda y en el anular de la derecha. El encomendero le mostró
una silla, Hernán se sentó sin saludar mientras escuchó:
—Como os decía —afirmaba Pedro Bravo mirando al sacristán-
debemos obrar rápidamente.
—Vuesa merced tiene razón.
—El fracaso de la venta, debido a este idiota —mostró a Hernán-
ha de compensarse sin más dilaciones.
—Vos mandáis.
—Permitidme —intervino Hernán— que yo os cuente algo...
-Callad, Hernacillo, -gritó su hermano— que esta vez os hare-
mos compañía, ya estoy harto de vuestra debilidad. Parecéis una
mujercita de convento.
—Pues yo quisiera deciros...
—Dejad hablar a don Pedro —ordenó el sacristán.
—Os decía: es preciso actuar de una vez por todas, sin remilgos.
Nuestro empeño consiste en quitar de en medio a un forastero
dañino, cuya perversidad ya conocéis.
Los pecados de Inés de Hinojosa 429
-Sobre todo -anotó el sacristán- con la nobilísima doña Inés
de Hinojosa,
-Dejadla tranquila, Hungría. Aunque ella alienta nuestros pro-
pósitos, no es de hombres mezclar faldas en sus empresas.
—De todos modos —insistió Hernán— estoy obligado a contaros...
— ¿Qué? —replicó Pedro con desprecio.
—Algo para decíroslo sin testigos.
-Podéis decir cuanto os venga en gana frente a Pedro de Hungría
-Quizá vos podrías decírselo después.
-Yo no quiero molestar a los hermanos. Puedo salir.
-Quieto -gritó Pedro con la diestra en la empuñadura de su
estoque-. Aquí no hay misterios, ni sedas, ni melindres. Aquí,
entre nosotros, se habla claro y directo. Hablad, Hernán.
—No, no es importante.
-Entonces, callad para siempre.
—Fue que...
— ¡Silencio!
-Tal vez sería conveniente oír a Hernán.
-Callad ambos y escuchad: el cabrón de Jorge Voto no ha
dicho nada de su aventura en la venta de la Melchora, porque, ade-
más de hideputa, es ladino e hipócrita. El sabe guardarse las'pala-
bras, lo cual nos indica que todo lo malicia y no confía ni en su
sombra.
-Cierto -anotó el sacristán.
-Ese silencio puede ayudarlo a descubrir nuestros propósitos...
-Qlie Conoce desde Carora -agregó Hungría.
• Qvié decís ^
-Yo tengo don Pedro, una sospecha desde hace muchos años:
después de la'partida de Jorge Voto, de Carora, fue asesinado don
Pedro de Avila.
-El primer marido de Inés.
-El mismo.
-; Quién lo mató? ,
-Nunca se ha sabido, pero la viuda se casó con el bailarín.
-Estúpido, simplemente estúpido cuanto decís, si en tal enredo
queréis envolver a Inés de Hinojosa.
-Dios me libre de enredar a vuestra dona Inés.
-Mi propósito es el de fijar nueva fecha para despachar de esta
vida al hideputa bailarín.
-Prefiero
Pedro, sincontaros que...ón,
prestar atenci -musitó Hernán.
continuó:
430 Próspero Morales Pradilla
-Había pensado, esta vez, en un veneno. Pero habría que darse
"0 de POSOtrOS y las Sospechas podrían envolvernos.
611 C a 5 a d e U

También podríamos hacerlo desnucar por la calle o desde un caba-


llo. Pero deberíamos andar tras él en busca de ocasiones. Así que
lo más fácil es darle de puñaladas eníre todos.
-¿Quiénes son "todos"? -preguntó Hernán.
—Nosotros, para lo cual es necesario que Inés haga un convite y,
luego, yo lo leve a donde vosotros habréis de esperarlo.
—Antes quisiera -insistió Hernán— contaros una preocupación...
Como su hermano le arrebataba la palabra, él aceptaba, por ese
instante, que no era el momento de contar su conversación con el
oidor Juan López de Cepeda y subía la cabeza para mirar, nueva-
mente, el collar del emperador Carlos V como si fuera un Crucifijo
al cual pidiese perdón.
Cuando bajó del retrato a la realidad, su hermano decía:
-Por fortuna nadie sabe de nosotros a pesar de las brujerías de
Hortensia.
—Yo sé... —volvió Hernán.
—Vos no sabéis nada, pero debéis obedecer y muy bien obedeci-
do, de manera que vuestra daga también se moje con la sangre del
canalla.
— ¿No seremos demasiados?—preguntó el sacristán.
-Sí, sí...
—No: somos tres y si alguno de vosotros huye, lo mataré con
mis propias manos.
-¿Y si sólo le echamos de Tunja? -observó Hungría.
—No puedo creer cómo una mujer tiene más valor que vosotros.
Quizá Inés de Hinojosa pueda prestaros coraje, porque ella si cono-
ce todas las infamias del bailarín y cómo se ha prendido a las
faldas de doña María de Hondegardo para que la justicia no pueda
actuar contra él. Por eso, precisamente, Inés y vosotros dos estáis
conmigo en este empeño. No creemos en la Justicia de Santa Fe y
del tal Venero de Leiva. cuya Real Audiencia está lena de picaros
como Juan López de Cepeda, nuestro vigilante.
—A propósito del oidor... —insinuó Hernán.
—Nada de oidor, ni de nadie, aquí habéis venido a recibir
órdenes.
La reunión se prolongó, sin resultados, hasta quedar dormidos
por haber mezclado chicha y vino, a lo largo de la noche. Y no
hubo resultados porque no se pudo dialogar, sino someterse al
discurso permanente del encomendero Pedro Bravo de Rivera,
Los pecados de Inés de Hinojosa 431
en una época ya
-Vienen mis amos, señor don oidor de la Real Audiencia -dijo
la Torralva retirándose de la sala, donde Juan López de Cepeda
miraba la lamada "espada del tirano Aguirre" y pensaba en el peli-
gro de rebelarse contra la Corona, que él representaba en Tunja.
Inés y Jorge entraron con la solemnidad propia del bailarín,
cuyos pasos garbosos exageraba para demostrar siempre el donaire
de su arte. Sentados en uno de los sofás de damasco carmesí frente
al oidor, que mantenía las rodillas juntas y el trasero en un sillón
cordobés, Jorge abrió el diálogo:
-Honráis esta vuestra casa, señor oidor.
—Y a mí, vuestra acogida.
No parece necesario insistir en los almíbares del bailarín. Ll
oidor se convenció de que el marido de Inés era un hipócrita redo-
mado, por lo cual interrumpió sus desmedidos elogios al Rey, al
Presidente y a los miembros de la Real Audiencia, para decir con
cierta audacia:
-¿Y nuestra bella dama ha perdido el don de la palabra?
-Yo sólo pierdo la paciencia -replicó Inés respirando hondo.
—Debéis ser encantadora en ese instante.
—Acertáis, señor oidor —agregó Jorge.
De esta manera, la charla se volvió sobre el cuerpo y las gracias
de Inés de Hinojosa hasta cuando ella cortó:
-¿Es todo cuanto os ha traído a esta casa, señor oidor?
Molesto, pero viendo la rabieta de Inés como un torero mira a
los toros en la plaza, Juan respondió:
— Además de saludaros y complacerme por las dichas de tan feliz
pareja, quisiera saber si es cierto que vos, don Jorge, gustáis de las
cabalgatas nocturnas.
-No os entiendo, a pesar del gusto que siempre me dan vuestras
palabras.
—Me han dicho que, en Tunja, se realizan cabalgatas nocturnas y
os pregunto si vos sois uno de los afortunados jinetes.
-Fuera de mi frustrado viaje a Santa Fe...
—Eso no le importa al señor oidor —terció Inés.
—Todo cuanto os concierne, me importa. Decidme, don Jorge,
¿cómo fue aquel viaje?
—Iba a Santa Fe con el ánimo de solicitar al deán del arzobispa-
432 Próspero Morales Pradilla
do licencia para el matrimonio de mi sobrina con don Pedro Bravo
de Rivera.
—Pero no fuisteis.
—No, porque estando ya camino de Santa Fe don Pedro me avi-
só que la noticia era conocida en Tunja y todo podría arreglarse
aquí mismo.
—Con tantos frailes como hay en esta noble ciudad... Entonces,
¿regresasteis?
-Sí: don Pedro me lo pidió en carta recibida por conducto de
un indio.
— ¿Entrasteis de madrugada a Tunja?
—No, señor oidor, regresé hacia el mediodía.
-Y esto, ¿os interesa? -preguntó Inés.
—Todo, todo... Especialmente cuanto os rodea, señora mía, y,
desde luego, la salud de vuestro marido.
-¿Su salud?
Me refiero a su buena salud, que puede perderse al andar solo
de noche.
-El siempre va bien abrigado.
-Y me cuido mucho.
-Pero -añadió el oidor- la salud no sólo se pierde por obra del
frío, sino también por mano de los hombres.
— ¡Hablad, claro, señor oidor! —dijo Inés con una fiereza desco-
nocida, a lo cual replicó don Juan:
—Al fin habéis perdido la paciencia y confirmo mi sospecha: os
veis encantadora.
—Merced que nos hacéis, señor oidor -agradeció Jorge con una
sonrisa disimulada.
Los demás temas de la visita fueron fortuitos e, inclusive, se
habló de don Juan de Castellanos, que era donde culminaban las
conversaciones cuando necesitaban algún recurso de unanimidad.
Los tunjanos y también los forasteros encontraban en el santo
varón, entregado a las letras, una manera de ocultar sus pensa-
mientos.
Al legar a su casa después de esta larga visita, el oidor tomo la
pluma, reclinada sobre un tintero de plata con las armas de Casti-
lla, y escribió lo que podría ser el índice de un informe al Presi-
dente:
"1. -Tres hombres -el encomendero Pedro Bravo de Rivera, su
hermano Hernán y Pedro de Hungría -hacen cabalgatas nocturnas
y legan apresurados a Tunja antes de despuntar el día.
Los pecados de Inés de Hinojosa 433
3* Í Í Í T ° CUltar3lgUnas a n d a n z a s d e s u
armario.
reoro üe tiüngm participó en los crímenes del tirano
Aguirre.
4. -Inés de Hinojosa presume de mujer fiel, pero algo sabe de
las cabalgatas nocturnas.
5. -Juanita de Hinojosa no rechaza a los hombres como lo hizo
conmigo".
Luego, el oidor escribió esta frase subrayada:
"Algo se trama en Tunja".
Se quitó el jubón, se deshizo de zapatos y calzas, quedó desnu-
do, se puso camisón de tela burda y gorro de seda, abrió el tendido
de su cama y. sin oraciones, se acostó, apagando la vela con un
soplo, para dormir satisfecho.
Jorge permaneció solo en la sala y. sirviéndose vino, lo bebió
saboreándolo. Todo iba bien -a su juicio-: el oidor buscaba prue-
bas contra Pedro Bravo de Rivera y cuando las hallara, habría en
Tunja el escándalo necesario para largarse a Santa Fe dejando atrás
una esposa doblemente infiel y una gran bandeja de comidilas que
podrían convertirlo, otra vez, en santo, título al cual se había afi-
cionado desde su estancia en Pamplona.
Inés cerró la puerta de su alcoba, se quitó los escarpines y se
dirigió al pasadizo. No halló a Pedro, lo esperó y, luego le dejó un
papel que decía: "Cuidado con el oidor, necesito hablaros. Tuyísi-
ma. I.".
Puso el papel sobre la almohada de Pedro y volvió a su aposen-
to. Se acostó con los oídos alerta esperando el regreso del amante,
pero se durmió sin haber sentido ningún ruido en la alcoba vecina.
Don Juan de Castellanos no solía hacer ágapes en su casa, a
pesar de ser hombre rico, porque le quitaban tiempo para su faena
histórico-literaria y porque, en su condición de sacerdote, era más
dado a las exigencias del alma que a las reuniones mundanas. Sin
embargo, la proximidad de una fecha muy importante para él, para
los tunjanos. en general, y acaso para los fastos del Nuevo Reino
de Granada, lo obligaron a invitar un grupo de alta selección a
tomar chocolate con buenas colaciones y estudiar la manera como
habría de celebrarse el trigésimo segundo aniversario de la funda-
ción de Tunja, con tiempo suficiente para lograr verdadera solemni-
dad. Los invitados, desde luego, representaban la savia tutelar de la
ciudad: el padre Orejuela y los priores de San Francisco y Santo
Domingo; el señor corregidor, don Juan de Villalobos; los enco-
434 Próspero Morales Pradilla
menderos; el escribano Cabeza de Vaca y el lugarteniente Aguayo;
los areopagitas y, además, el maestro de danzas Jorge Voto. El
oidor Juan López de Cepeda, desde luego, presidiría la reunión a la
diestra del dueño de casa.
El oidor, con tacto propio de príncipes, dejó la dirección en
manos de don Juan de Castellanos, quien estuvo a punto de hablar
en verso pero optó por la prosa para facilitar el entendimiento de
los encomenderos, más dados a la realidad de las armas que a los
placeres del intelecto. Así pudo mezclarse con el grueso de los asis-
tentes y quedar, por feliz coincidencia, junto a don Pedro Bravo
de Rivera, quien hubiese preferido otro vecino y puso los ojos en
la magra figura del invitante. Poco a poco, a pesar del silencio
impuesto por la sabiduría del cronista de Indias, el oidor hizo
breves comentarios al encomendero hasta proponerle charlar en
sitio recatado. Ambos salieron del recinto rodeado de libros, ties-
tos indígenas y retratos de la Casa reinante, esfumándose por entre
cortinas de damasco verde oliva cuando las olivas se cosechan en
Andalucía. Hallaron sosiego en una salita amoblada con savonaro-
las v apartaron un reclinatorio que no les era necesario.
—Vos diréis, don Juan -dijo el encomendero.
-Con persona de tanto prestigio como Vuesa merced y de tan
probada inteligencia, no es menester adornar la verdad, de manera
que mi osadía me leva a preguntaros: ¿A dónde conducen las
cabalgatas nocturnas?
—Ah... —replicó Pedro Bravo —habéis estado en comunicación
con el.Judío Errante...
-No, señor: con vuestro hermano don Hernán.
El encomendero se levantó y comenzó a dar zancadas a lo largo
y ancho de la sala como quien se sacude una frase para reempla-
zarla por otra mejor:
—Entonces, señor oidor, seguid hablando con mi hermano y a
mí dejadme escuchar las buenas razones de don Juan de Castella-
nos.
—Lo haría con gusto, así me privara de vuestra grata presencia.
Pero como uno de los jinetes nocturnos es Vuesa Merced, debo
oiros primero.
-¿Acaso os debo pedir permiso para montar mi caballo a la
hora en que me dé la gana?
-Permiso, no, señor. Pero bien quisiera formar parte de vuestros
acompañantes, pues algo bueno e instructivo se obtendrá de tales
cabalgatas.
Los pecados de Inés de Hinojosa 435
-¿Vos me conocéis, señor oidor?
—Lo intento.
— ¡Habréis de saber que a mise me habla sin tapujos o el interlo-
cutor podrá irse al carajo!
— ¿Inclusive un oidor de la Real Audiencia?
—Si se mete en mi vida y si yo no le doy ninguna beligerancia, el
tal oidor asumirá las consecuencias.
-Entonces, ¿no me invitáis a las cabalgatas con vuestro herma-
no y el sacristán Pedro de Hungría?
—Ni a las cabalgatas, ni a mi encomienda, ni a nada, porque no
me gusta la compañía de espías.
— ¿De espías?
—O de vigilantes, que es lo mismo.
—Quizá, sólo aceptáis la vigilancia de doña Inés de Hinojosa...
A estas palabras, el encomendero desenvainó el estoque y
plantándose frente al oidor, gritó:
— ¡En guardia, hijo de mala madre!
Como la voz de don Juan de Castellanos solía tener la sordina
de las buenas maneras, se oía con más claridad el diálogo del oidor
y el encomendero, tras las cortinas, que el ponderado discurso del
ilustre varón. Así, cuando don Pedro Bravo de Rivera colocó su
arma frente al pecho del oidor, un tropel de frailes, areopagitas y
otras gentes de alcurnia invadió la pequeña sala, donde Juan López
de Cepeda, ducho en cortesanías, hizo a un lado el estoque de su
agresor, diciendo:
—Gracias, don Pedro. Vuestra lección me permitirá defenderme
cuando algún malandrín discuta la autoridad de la Real Audiencia.
Estupefacto, el encomendero envainó el estoque, se sintió venci-
do y entró, con los demás, a la sala donde ya se discutían los
gaStOS para la Celebración del trigésimo segundo aniversario de la
ciudad. El oidor, tomando al vuelo la situación, comentó acercán-
dose a la silla de don Juan de Castellanos:
—Supongo que el señor encomendero de Chivata, por ser el más
rico de la comarca, dará ejemplo.
Pedro Bravo pálido por el cinismo de su contrincante, se levó la
diestra a la empuñadura, se mordió los labios y pudo responder:
—Ese honor corresponde a nuestro ilustre invitante, tan afortu-
nado en letras como en tierras y casas.
Don Juan no escuchó bien o se desentendió del momento y
anotó fuera del cántaro:
-Estoy de acuerdo: el pintor Alonso de Narváez habrá de rega-
436 Próspero Morales Pradilla
lar a la Ciudad un cuadro de proporciones respetables, donde apa-
rezca don Gonzalo Suárez Rendón frente a la bandera de Castilla
cuyos pliegues serán recogidos por la noble figura de doña Mencia,
centro y paradigma de la sociedad tunjana.
—Amén —musitó el oidor, a lo cual agregó Pedro Bravo:
-Ojalá los forasteros no se burlen de nuestra ciudad.
Esa noche, un poco nervioso, pero decidido, el oidor Juan
López de Cepeda agregó estas palabras al índice de su informe:
"Pedro Bravo de Rivera e Inés de Hinojosa son quienes traman
algo en Tunja".
Y el escándalo comenzó a crecer, porque los asistentes a la
reunión del letrado olvidaron los buenos propósitos de festejar la
grandeza de Tunja, dedicándose a comentar, aumentar y propagar
el lance entre el encomendero de Chivata y el señor oidor de la
Real Audiencia, que al legar a las alcobas introdujo en las conver-
saciones un personaje muy atractivo: Inés de Hinojosa. El honor
de la bella mestiza pasó de boca en boca hasta sitios de tan poca
solvencia espiritual como la casa de Hortensia, donde se hacían
apuestas sobre cual de los tres hombres —don Jorge, don Pedro y
don Juan— se quedaría, por fin, en los brazos de Inés.
La Torralva, cuya voz se imponía entre la servidumbre de casi
todas las buenas casas de Tunja, se batió de diversas maneras en
favor de su ama, tumbando una tarde a la gaditana en plena calle
del Ventorrillo y empujando con las caderas a cuanta mujer no se
plegara a la causa de Inés de Hinojosa. Por fin, en la tienda de
Engracia Amaya, arrojando lejos un hueso de marrano, puso en
cintura a las mujeres diciendo:
-Vosotras, carajo, debéis estar junto a mi ama, para defender lo
que tenéis entre las piernas, pues siempre son los hombres quienes
nosjoden.
Avergonzadas por las crudas palabras de la Torralva, pero anima-
das por la chicha y los malos recuerdos, las mujeres se mostraron
partidarias de Inés y una tal Pola Caspio, venida de Sanlúcar de
Barrameda, cerró así la discusión:
—Sobre todo, si doña Inés se acuesta con varios señores será
porque tiene manera y a nosotras no nos importa.
—Así se habla, Polita —agregó la Torralva, caminando como
gallina con agallas rumbo a la casa.
Pero en otro sitio, menos liberal, las damas de alcurnia reunidas
en torno de doña Mencia de Figueroa legaron a un doloroso
comentario unánime: " ¡No hay virtud en Tunja!" Y se sintió bajo
437
Los pecados de Inés de Hinojosa
las cofias, cómo la lascivia andaba suelta anticipándose a los siglos
futuros.
El escribano Cabeza de Vaca salió inquieto de la casa de don
Juan de Castellanos. Más tarde, optó por pesar el bien y el mal,
que es una prerrogativa sólo al alcance de los príncipes y no de
pequeños funcionarios imperiales, así sean parientes de un enco-
mendero poderoso. Este ejercicio le permitió advertir la peligrosa
actitud de Pedro Bravo de Rivera: colocar la punta del estoque
contra el pecho dé un oidor nunca es conveniente. El escribano
decidió apoyar a Pedro en la intimidad y negarlo públicamente
para estar cerca del amigo y, al mismo tiempo, no ofender a la
Real Audiencia. Este difícil equilibrio ha sido común en la historia
humana y, al parecer, constituye uno de los cimientos del Imperio
español, cuyos frailes, soldados y gobernantes prolongan en las
Indias el talante de la Edad Media aun cuando los Austrias sean
testigos del Renacimiento. Cabeza de Vaca, quien amaba el desen-
fado renacentista,, conservaba, no obstante, la prudencia medieval
para vivir en un territorio que, siendo de Felipe II. buscaba la
sobriedad del monasterio de Yuste como si España viajara hacia
atrás.
Cuando el corregidor Villalobos recibió confidencias de don
Juan López de Cepeda, no dio importancia a las cabalgatas noctur-
nas del encomendero, pero recordó su soberbia actitud en casa del
letrado y dijo al oidor:
-En esta época, a pesar de que ya ha desaparecido la fiereza de
la Conquista, no puede desafiarse a un encomendero tan poderoso
como el señor de Chivata, cuyos indios podrían apoderarse de
Tunja a órdenes de dos o tres capitanes de don Pedro.
— ¿Os asusta el encomendero?
—A mí. no, que no he ganado el cargo de Corregidor por cobar-
día sino por mis muchas hazañas en Tierra Firme. Pero, a vos, don
Juan. sí. porque los códices no libran buenas batallas contra las
espadas de los conquistadores.
— ¿Acaso me invitáis a salir de Tunja?
— No podría hacerlo porque los corregidores no mandan a los
oidores. Pero permitidme poneros corchetes como centinelas de
vuestra casa.
—Sería una cobardía.
-La autoridad no es, ni puede ser, cobarde. Ordenaré lo que
convenga en guarda del sosiego público.
438 Próspero Morales Pradilla
Como también legó al conocimiento de los frailes cuanto se
cocía en alcobas y ventas, los dominicos, por ser más precavidos
que los franciscanos, organizaron una novena a Santo Domingo de
Guzmán con el propósito de salvar a Tunja del pecado y, desde
luego, reunir en el templo a gentes deseosas de comunicar sus
sospechas, sus conjeturas y sus deseos. La novena fue muy lucida
porque asistió feligresía de otras parroquias y, además, hubo
golpes de pecho en hombres y mujeres vecinos al pecado. Pero
casi siempre las buenas ocasiones toman rumbos torcidos y, en este
caso, la abundancia de feligreses permitió que se extendiera un
rumor insano: el Judío Errante era partidario de Inés de Hinojosa.
La gaditana, por ejemplo, fue testigo de que cuando Inés pasó
cerca del maldito personaje después de asistir a la novena, éste le
guiñó el ojo izquierdo, que es el de sus peores picardías. Pero
Gallo, antiguo soldado de Suárez Rendón venido a menos por
culpa de la chicha, añadió un detalle grave: Cuando Inés de Hino-
josa pasó junto a él salió de su cintura olor de Judío Errante.
Nadie había absorbido almizcle tan preciso, porque las estatuas
suelen ser inodoras, pero todos comprendieron que a Pero Gallo
le había repugnado el aire de Inés como si tuviera diablos en el
cuerpo.
Citado por el oidor, Jorge Voto se topó, al entrar al despacho de
aquél, con el águila bicéfala y las granadas de oro que Carlos V
había dispuesto para la ciudad de Tunja. Don Juan López de Cepe-
da lo recibió:
-Buenas os traigan a esta vuestra casa, don Jorge. Muchos asun-
tos graves quisiera debatir con Vuesa Merced.
-Soy vuestro —respondió Jorge en tono casi femenino.
El oidor expuso al bailarín la mayor parte de sus sospechas,
concretando lo dicho ante Inés. Además, sin alarmarlo, le sugirió
que lo acompañase a Santa Fe pues había decidido trasladarse a su
sede para discutir con el Presidente Venero de Leiva las ocurren-
cias de Tunja. Jorge, más deseoso de escuchar que de hablar, consi-
deró imposible el viaje antes del matrimonio de su sobrina Juanita,
a lo cual el oidor replicó:
—Y si os diese una prueba.
— ¿Prueba?
—Sí: una prueba de algo dañino en perjuicio vuestro y, desde
luego, de las buenas costumbres.
-De todos modos, señor oidor, comprenderéis cómo mis obliga-
ciones de familia me atan a la ciudad, a menos de que...
Los pecados de Inés de Hinojosa 439
- ¡Decid!
m
™ de q u e eJ señor Presidente Venero de Leiva me hon-
rase con la orden de visitarlo.
— ¿Estáis ciego, don Jorge?
—No me juzguéis con tanto rigor.
-Estáis en peligro.
La conversación continuó entre paredes, es decir, sin salir a lo
limpio hasta el momento en que Jorge, meloso y pueril, anotó:
—Además, creo que Vuesa Merced tampoco debiera viajar.
-Idiota -saltó el oidor- ¿No comprendéis qué clase de prueba
tengo?
-¿Cuál?
-La de la infidelidad de vuestra esposa.
Sacó, inmediatamente, de la faltriquera el papel que Inés había
colocado días antes en la almohada de Pedro y lo leyó con lenti-
tud, agregando luego:
6- Será un exceso de malicia presuponer que la " I " de esta
firma corresponde a doña Inés de Hinojosa?
—Aun cuando así fuera —respondió Jorge con aplomo— el pro-
blema es vuestro y no mío, porque únicamente se menciona al
"oidor".
-Quizá tendréis razón, porque el "tuyísima" posiblemente no
os interese, ni os quede grabado en la mente.
Al oidor no le había sido difícil conseguir el papel de Inés de
Hinojosa porque los indios de la encomienda de Chivata, siervos
de Pedro Bravo de Rivera, sufrían mucho con tal amo y pensaban,
como sus antepasados, que bien podría exigirles cuanto quisiera
pero en su voluntad no mandaba nadie. Así Gumersindo Panqueva,
como lo lamaban en castellano, elevado a la categoría de criado en
casa del encomendero, encontró el papelito de Inés cuando fue a la
alcoba de su amo después de haberle lavado la bacinilla. Se lo
guardó, lo mostró a otros indios y, entre todos, resolvieron llevarlo
al señor oidor para averiguar qué decía y recibir su consejo, pues
como ninguno sabía leer consideraron que sólo la suprema autori-
dad podría conocerlo. Además, entre los indios se sospechaba
también cuanto era comidilla de la sociedad tunjana: el mutuo
odio del encomendero y el oidor. Juan López de Cepeda agradeció
con un maravedí la confianza de Gumersindo y le indicó:
—Ni tú, ni los otros indios, deben hablar de esto porque ya es
propiedad de Su Majestad el rey de España.
-Sí, amo oidor -respondió Gumersindo para salir corriendo.
440 Próspero Morales Pradilla
Desde los días de la Conquista los indios se acostumbraron a correr
tan pronto como hablaban con un español.
Jorge Voto abandonó la casa del oidor con aspecto de triste sumi-
sión tras la última frase de Juan López, apenas matizada por una
protocolaria despedida. Pero, bajo el pellejo, Jorge sentía crecer
nuevas victorias, porque ya estaba trenzada la discordia entre el
encomendero y el oidor, éste disponía de una prueba contra Inés
y su amante, la inocencia aureolaba al buen bailarín y, sobre todo,
Juan López de Cepeda presentaría, en Santa Fe, un alegato favora-
ble a su causa, abriéndole camino a la idea de montar una escuela
de danza al amparo de las dos Marías y del señor Presidente don
Andrés Díaz Venero de Leiva.
La sumisión se le transformó en euforia al regresar a su casa.
Llamó a Inés con gorjeos y. haciendo pasos de baile, le dijo:
— Inés, esposa mía, vengo de hablar con el señor oidor y a fe que
nos tiene en alta estima, pues no se sabe qué le gusta más: si tu
belleza o mi talento.
—El muy sucio...
-No hables así de un benefactor tan conspicuo.
-Perdona mi franqueza: el tal oidor me fastidia.
-Calla, insensata. Te admira y aprecia. Además guarda con celo
tus letras.
¿Mis letras? Jamás le he escrito a ese maldito.
— Tenía un billete tuyo...
— ¿Mío? ¿Qué decía?
—No vi lo escrito. Pero eran tus rasgos...
— ¡Mentira! —remató Inés con inseguridad, mientras repasaba el
destino de sus pocos escritos, legando a una sospecha que Jorge
captó, clavándole este puntillazo:
—No temas: todo cuanto has escrito al oidor está en la reserva
de su oficio.
Inés prefirió callar y salirse de la sala. Fue a su aposento, lo
cerró con lave y cruzó el pasadizo en busca de Pedro, pero no
hallándolo prefirió regresar sin dejarle mensaje. Temía que el reca-
do anterior fuese el papel que, ahora, estaba en poder del oidor de
la Real Audiencia.
La visita de Jorge y, especialmente, su cobardía, convencieron a
Juan López de que si no salía pronto de Tunja perdería la vida y,
por consiguiente, la oportunidad de informar al Presidente y a la
Real Audiencia de los peligros que se cernían sobre una ciudad no
Los petados de Inés de Hinojosa 441
sólo signada por la diabólica figura del Judío Errante, sino someti-
da a la depravación de las costumbres y a la sospecha de que se
gestaba un crimen.
El oidor arregló indumentaria y legajos en sendos baúles, puso
doblones en las alforjas, ciñó la daga, comprobó la oscuridad de la
noche y dejando todo aquello bajo llave, se encaminó a la residen-
cia del Corregidor Villalobos, a quien dijo:
—Señor don Juan: pienso salir esta misma noche rumbo a Santa
Fe, si vos tenéis la gentileza de facilitarme tres caballos y alguaci-
les, que regresarán luego.
— ¿El motivo?
—Lo conocéis y bien quisiera que aumentarais vuestros ojos y
afinarais vuestro olfato, porque nada bueno os prepara el señor
encomendero don Pedro Bravo de Rivera.
Por no haberse despedido de nadie, ni dejar razón conveniente,
los tunjanos lamaron "fuga" al viaje del oidor Juan López de
Cepeda, pensando en que Inés de Hinojosa podría ser la causa
debido a ciertos indicios, entre los cuales solía mencionarse la poca
virtud de una mujer amiga del Judío Errante. El corregidor Villalo-
bos, mirando desde su despacho la vastedad del mundo, observó
a las gentes caminando por la plaza más grande del Nuevo Reino,
se frotó los ojos, percibió cosquilas en la nariz y. hablando solo, le
salieron estas palabras:
-Jorge Voto y la puta de su mujer deberán irse de Tunja.
La puerta de la sacristía mayor se lenó con la mole de la Torral-
va, cuyo imenso trasero encajó entre las paredes. Viendo a Pedro
de Hungría, dijo:
—Vengo a preveniros.
-¿De qué?
—Si Vuesa Merced no lo sabe mándese cambiar los oídos.
Hungría la ayudó a entrar tomándole las manos:
-Así me gusta Torralvita. que venga a visitarme y. ojalá, pase la
noche conmigo.
—Primero, métase el Torralvita por el culo, pues sabe que no lo
tolero; y, segundo, yo sólo paso la noche con quien me da la gana.
-Pues dele la gana, mi señora doña Torralva.
—Si me seguís jodiendo no os cuento nada y a fe que lo necesi-
táis, maldito marañón.
Hungría la levó a su aposento y la arrojó sobre el camastro
como quien bota uno de esos elefantes en que anduvo Alejandro
442 Próspero Morales Pradilla
Magno tras conquistar la India. Sentándose al lado de tanta carne,
Hungría prosiguió:
-Os escucho, marañoncita de mi alma.
La Torralva le contó cuanto había oído, visto, sospechado y
pensado ante los extraños sucesos en casa de sus amos, desde la
putería de Juanita hasta los cuernos de Jorge, pasando por los
decires de toda la servidumbre tunjana, para rematar con esta reco-
mendación:
-Os prevengo para que no obtengáis más mierda de la mucha
que habéis comido durante vuestra vida.
-¿Yo'?
-Sí. Vuesa Merced, a quien sólo falta un buen enredo en Tunja
para pasar a la horca.
-¿Y vos...?
- Os voy a confiar un secreto, que si lo divulgáis no os quedarán
cojones para seguir jugando con las mujeres.
-Entonces, dejadme usarlos de una vez.
¿Burlas a mí, marañón de mala madre?
-Pensaba en utilizar lo que todavía tengo.
- ¿Y mi secreto?
-Decidlo y no le deis más vueltas a las ganas de yacer.
-Vuesa Merced no joda tanto y cuidado con mi secreto.
- Ea, pues, decidlo.
Pero no olvidéis que si me descubrís os convertiré en mierda.
-Ea...
Mi secreto es que me largo.
- ¿Os largáis? ¿Adonde?
-Digo que me marcho de Tunja para no comprometerme en lo
que vos y don Pedro Bravo andáis tramando.
-¿Os lo ha dicho Inés?
- Ah... ¿ella también?
—Y cuando...
-Guardaos esto entre la mollera -le dijo poniéndole los labios
al oído -:
- Me iré cuanto antes para Nueva Segovia.
-Nueva Segovia de Barquisimeto, ¿donde murieron vuestros
antiguos amos?
La Torralva se tendió a lo largo de la cama, le tomó la diestra a
Pedro y se la metió entre el inmenso seno, ordenándole:
-Ahora, sí, grandísimo cabrón, nos vamos a despedir como vos
queríais: tratando de meterlo donde yo tengo lo mío.
Los pecados de Inés de Hinojosa 443
Ambos desnudos se cobijaron con una manta de lana Pedro
su DIO por las piernas de Ja Torralva, instalándose sobre su vientre
mientras se iba la luz del día y las grandes tetas le tapaban la respi-
ración. Ella buscó el pene del sacristán y, por entre un muro de
carne, lo acercó a su destino sin lograr un buen ajuste porque los
muslos cerraban el paso, pero la pareja sintió lo que debía sentir.
Repuestos de la faena, entrada ya la noche, Pedro de Hungría se
incorporó y, casi risueño, preguntó:
-¿Así que os vais de Tunja?
-Y qué otra cosa puedo hacer. ¿Quedarme para hundirme con
vos?
—A mí no me va a pasar nada.
-Ojalá, porque, maldita sea, os tengo cariño y casi me habéis
satisfecho a pesar de la poca garra de lo vuestro.
Pedro de Hungría no tuvo respuesta para esta mala razón de la
Torralva, pero, quizá por haber pasado los años o porque la mujer
se lo había dado, contuvo su ironía y le dijo:
—No acertáis en nada, marañona de mi alma, pero si habréis de
iros, yo guardaré vuestro secreto y el recuerdo de esta noche.
La Torralva lo miró con los ojos húmedos, le tomó la cabeza
entre las manos, casi lo asfixia entre sus brazos y bamboleándose
caminó hacia la puerta, desde donde se despidió:
—Cuidaos, Pedro de Hungría, que andáis con mala gente y aun-
que no seáis un santo, me gustaría veros de regreso en Nueva Sego-
via y no saber que os han matado en los barrancos de Tunja.
Pedro se colocó en la puerta de la sacristía con la mano derecha
sobre el marco. Vio la figura de la Torralva hasta perderse en las
tinieblas, como si la hubiera devorado el porvenir. Regresó a su
camastro, se tendió, puso las manos debajo de la cabeza y mirando
a la Virgen de azul, colgada en la pared, musitó:
—Esta vida sólo me ha dado una gran cerda que se larga. ¡Vaya
con Dios, Torralva!
Inés de Hinojosa no se preocupó por la fuga de la Torralva, que
un día no amaneció en su casa, reemplazando a la antigua servido-
ra por dos indias frescas de la encomienda de Chivata, prestadas
por don Pedro para servicio de los Votos. Eran hermanas de
Gumersindo Panqueva, cuya deslealtad al entregar un papel al
oidor fue penada por el encomendero de cien azotes, a conse-
cuencia de los cuales el indio se convirtió en cosa. Las dos herma-
nas fueron advertidas antes de ser trasladadas a Tunja:
444 Próspero Morales Pradilla
—No olvidéis que vuestro hermano recibió cien azotes por mal
siervo y poseso del Demonio.
A pesar del temor, las dos ofrecieron sonrisas a la amita Inés y
ésta comprendió que la Torralva no era indispensable, sino una
marafiona más peligrosa que las culebras de Carora.
Cuando a una sociedad le caen los venenos del infierno, así sea
cristiana y formada bajo los católicos principios de España, no es
fácil atajar su descomposición, porque la lascivia, el engreimiento,
el oro, las pústulas, el crimen, brotan para hundirla. En este año
de 1571, Tunja, dirigida por el Judío Errante, está cayendo en el
abismo y la risa del Maligno parece decir:
"Sois míos, malditos tunjanos".
El corregidor Villalobos, enemigo de los chismes, logró pensar
con cierta claridad: "No hay tal Judío Errante, sino un desgracia-
do encomendero".
Tras las confidencias de la Torralva y otros indicios, Pedro de
Hungría comenzó a sentir miedo. No era un miedo absoluto como
el de Hernán, pero sí una idea fija que siempre desembocaba en la
misma pregunta: ¿"Por qué diablos Pedro Bravo me ha metido en
la empresa de matar a Jorge Voto, pudiendo hacerlo él solo con la
complicidad de Inés"? Sin respuesta, optó por ir a casa de Horten-
sia para buscar remedios a su angustia en las pócimas de la bruja.
Instalado en la sala de las adivinanzas, Pedro, por fin. preguntó lo
deseado:
— ¿Habéis visto jinetes nocturnos?
—Yo no.
-Pero lo habéis dicho.
—Lo supe.
-¿Quiénes eran?
— ¿Lo preguntáis vos, Pedro de Hungría, sabiendo cuanto sabéis?
Acaso, ¿dudáis de mí o, por el contrario, deseáis que mire por
vuestros ojos como si no los tuvierais bien puestos?
—Decidme cuanto sepáis.
Hortensia, temiendo que el sacristán la matara, le tomó las
manos, se las besó, le acercó el cuello a los labios y lo obligó a no
hacer más preguntas, levándolo a la cama donde el hombre dejó
de pensar, pero ella logró ponerle condiciones:
-Ya sé lo que queréis, señor don Pedro de Hungría, y vos habéis
de pagarlo con vuestra discreción. Ea, no más preguntas, ni a nadie
Los pecados de Inés de Hinojosa 445
habléis de mí, que, de hoy en adelante, vuestro cuerpo y, de paso
vuestra alma, me pertenecen. ¿Estamos?
Como Pedro quisiera proceder sin contestar, Hortensia le agarró
el pene y, apretándoselo, insistió:
-Silencio por silencio.
-Sea.
—Eso es un juramento.
— ¡Sea, carajo!
Algunas personas laman "amor" a esta clase de actos. En ver-
dad, Pedro y Hortensia lo sintieron. Cuando él salía, la mujer,
desperezándose en la cama, le recomendó:
—Tened cuidado, Pedro, porque no deseo perder vuestra amis-
tad y las tales cabalgatas nocturnas son peligrosas.
—Adiós, mujer.
El escribano Cabeza de Vaca había legado a las mismas conclu-
siones del oidor López. Pero su camino era distinto, por ser leal a
Pedro Bravo de Rivera y, además, porque la organización social de
Tunja le agradaba. Conocedor de fortunas y debilidades aprovecha-
ba unas y otras en medio de españolas, mestizas e indias, con quie-
nes holgaba cuantas veces le viniera en gana, excepción hecha de
Inés de Hinojosa, pues no era saludable pisarle la prenda al enco-
mendero.
El corregidor Villalobos, con la vara de la justicia entre el espi-
nazo, anunció visita en casa de Jorge Voto. Buscando el sosiego de
Tunja se convenció, como el oidor, de que la principal causa de in-
quietudes era Inés de Hinojosa, su bello rostro, sus ricos labios y ese
cuerpo suyo igualmente propicio a maldiciones y bendiciones. Se
proponía conversar detalladamente con el bailarín, pero lo recibió
Inés y, luego, entró a la sala Juanita. Las dos mujeres estaban
madurísimas, a juicio del Corregidor, sometido al suave vaivén de
cuatro senos como si dos fueran pocos. Su propósito era prevenir
a los Votos sobre los rumores que corrían desde los barrancos
hasta el río de Los Gatos y sugerirles la conveniencia de un viaje,
ojalá a Santa Fe, donde reinaban las buenas costumbres y la sobrie-
dad de doña María de Hondegardo. Pero las miradas y las sonrisas
de las Hinojosas turbaban a don Juan de Villalobos. Se habló,
entonces, de temas innecesarios como la fuga de la Torralva, la
preparación del trigésimo segundo aniversario de la ciudad, la salud
de doña Mencia de Figueroa y los últimos pasos de danzas legados
de la Corte, hasta cuando Juanita dijo:
446 Próspero Morales Pradilla
— ¿Cómo hacéis, señor Corregidor, para presentaros siempre con
atavíos tan elegantes?
El Corregidor, que no era ducho en el trato con mujeres, quedó
enredado y hubiese caído en alguna estupidez si no lega el dueño
de Casa, quien entrando a la sala se puso marcial y solemne:
—Bendito el día en que la máxima autoridad de esta muy noble
y muy leal ciudad de Tunja visita mi casa, que es vuestra, señor
corregidor don Juan de Villalobos.
—Os esperaba para manifestaros que, después de hablar con el
oidor López de Cepeda...
—Quien se fue sin despedirse —comentó Inés.
—Después de hablar con el oidor, os sugiero, don Jorge, viajar a
Santa Fe, ojalá en compañía de vuestra esposa, para algo relaciona-
do con una escuela de danza, que mucho interesa a doña María de
Hondegardo.
—Quizá lo haga después de la boda de Juanita.
— ¿Cuándo será la boda?
-Aún no se ha fijado fecha, ¿verdad Juanita?
El Corregidor salió de casa de los Votos, después de saborear
una taza de chocolate, que Juanita le dio rozándole la mano
izquierda con el meñique.
La visita del Corregidor tuvo consecuencias, porque Inés, al
departir más tarde con Pedro, le levó la impresión de que la supre-
ma autoridad de Tunja, como antes el oidor, sospechaba que algo
se tramaba en la ciudad.
—Claro —anotó Pedro paseándose por el aposento de Inés, como
si fuera parte de su casa— con vuestra maldita carta que legó a
manos del oidor...
Maldita tu idiotez, Pedro. Te burló un indio.
-Cien azotes.
—Peor.
-Digo que, después de tu carta, hemos sido descubiertos y me
molesta la complicidad de los tunjanos.
-¿Complicidad?
-¿Acaso no te das cuenta de que Jorge y sus amigos ya saben
de la carta y guardan silencio como si esperaran cogernos aquí, en
tu alcoba?
-Ya no me amas...
—Idiota mía...
Tomándola de las manos, los dos utilizaron el pasadizo y se
instalaron en el aposento de Pedro para no seguir hablando de
Los pecados de Inés de Hinojosa AM
asuntos incómodos, sino holgar como a ambos les placía. Ya ven-
dría el momento de defenderse contra todo y contra todos. Por
eso cuando Inés se agachaba para pasar, nuevamente, el pasadizo
hacia su alcoba, Pedro, casi mordiéndole una oreja, le aseguró:
-Será pronto, querida.
Para el Corregidor aquella visita resultó complicada y oscura,
porque, de una parte, lo excitó, y de otra, lo convenció de las
sospechas del oidor. Para él, Inés de Hinojosa, a pesar de sus livian-
dades, ya no era la puta de sus primeras impresiones, sino bocado
ajeno, quizá inocente, mientras Jorge era un obcecado que debía
irse de Tunja cuanto antes, ojalá solo.
Al ponerse la camisa para entrar a la cama solitaria, Jorge aña-
dió un eslabón a su cadena de buenos augurios: la visita del Corre-
gidor indicaba que ya era hombre importante en Tunja y, por
consiguiente, digno de la atención del señor presidente don Andrés
Díaz Venero de Leiva, en cuya casa podría hospedarse algún día.
Aquella noche, tan apacible como todas las de estos buenos
cristianos de Tunja, legaron los vientos. Llegaron anticipadamente
porque apenas comenzaba el mes de julio y sólo en agosto solían
levantarse las grandes polvaredas de los barrancos, lenando de
tierra el cabello de las mujeres y los jubones de los hombres. Doña
Mencia de Figueroa oyó el silbido del viento en su ventana a las
cuatro de la madrugaua y creyó que era signo de muerte. Inés de
Hinojosa se despertó con el nuevo ruido, corrió la pesada cama,
atravesó el pasadizo y metiéndose en el lecho de Pedro le dijo al
oído:
-Creí que era el Diablo, pero es el viento el que me ha traído a
tus brazos.
Los vientos no legaban de un punto determinado, sino de la
cúspide del mundo y caían de improviso sobre una región, desde la
sagrada laguna de Guatavita hasta más allá de los hervideros. Tunja
como estaba en lo más alto de la tierra, apenas superada por la
colina de los muiscas, recibía la mayor fuerza de aquellos vientos
fríos, casi helados al amanecer, que no sólo sacudían el polvo de
tapias y calles, sino que se arrastraban por el suelo para calentarse
entre las faldas de las mujeres. El humo de los hornos con olor de
pan subía y bajaba según la dirección de los vientos. A los tunja-
nos les gustaba la legada de los vientos porque indicaba sequedad
y ofrecía sensación de frescura en los rostros. Pero, en este año,
Hortensia de Godoy, cuyos vaticinios eran negros desde la noche
448 Próspero Morales Pradilla
en que el Judío Errante huyó del pozo y tornó al convento
COJUpJeío su vieja idea: '
—Son vientos aciagos.
Además los indios, que tenían el instinto gregario del ganado, se
reunieron entre Chivata y Tunja en grandes manadas venidas de las
diversas encomiendas. Esto sucedía casi siempre cuando aparecían
los vientos. Pero ahora, en 1571, el desplazamiento indígena fue
tan numeroso que no se veía algo así desde los días más duros de
la Conquista. El Corregidor aprovechó el fenómeno para lamar a
los encomenderos y, de paso, comprobar sospechas. Don Pedro
Bravo de Rivera despejó la duda:
-No temáis, señor Corregidor -dijo alzando la voz entre sus
compañeros-: los indios no preparan ninguna guazábara, que no
es propia de muiscas, sino algo ritual. Los míos me han dicho que
el hombre de las barbas, dueño de las simientes y ordenador de los
climas, está volando sobre el antiguo Imperio y ellos irán al sitio de
las adoraciones.
— ¿Dónde es eso?
-Subiendo la colina hay unas grandes piedras labradas en forma
de cojines...
-Sitio de sacrificios -anotó el Corregidor-. Allí mataban a sus
propios hijos.
-¿Vos lo creéis? Os apuesto que irán a los cojines a adorar el sol
y buscar, entre los vientos, al hombre de las barbas.
—Ojalá no os equivoquéis, señor encomendero.
De todos modos, el Corregidor, los encomenderos, alguaciles, y
soldados estuvieron alertas en la plaza de Tunja a la espera de los
indios, quienes pasaron, en romería, por el norte de la ciudad,
subieron silenciosos hacia occidente como una gran mancha del
pretérito y, de pronto, se detuvieron, precisamente, en los cojines
frente a los cuales se arrodillaron oyéndose un inmenso grito colec-
tivo, que bajó a la plaza, pero nadie entendió, parte por haber sido
hecho en lengua desconocida y parte por la manera como los vien-
tos lo arrebataron.
Los españoles empuñaron las armas y estuvieron dispuestos a
usarlas, pero dos voces les impusieron serenidad:
-Dejad, señores, que la historia siga su marcha -dijo don Juan
de Castellanos, desde una esquina. Estas palabras tan tontas co-
mo oportunas, le quitaron grandeza a los encomenderos.
Luego, de pies sobre una silla, el prior de los dominicos gritó:
-El barniz del Judío Errante se ha caído a la altura de la rodilla
Los pecados de Inés de Hinojosa 449
izquierda. Eso significa que la actitud de los indios lo ha morti-
ficado.
Los indios se acostaron en la colina, a uno y otro lado de los
cojines, soportaron la noche, el frío y la lluvia. Amanecieron
empapados y ateridos. Al salir el sol se oyó, de nuevo, el grito
incomprensible y la masa humana comenzó a descender, distribu-
yéndose por los caminos que conducen a las diversas encomiendas.
Pasado el temor que causaran los indios, el Corregidor don Juan
de Villalobos sentóse ante su escritorio, sacó la parte superior, en
cuyo fondo estaban el tintero, la pluma y algunos folios. Apoyó el
codo derecho, tomándose la frente con la mano y se concentró en
los problemas de su alta investidura con el ánimo de escribir dos
cartas donde expusiera sus-opiniones sin dar lugar a que sospecha-
ran de él. En estos difíciles tiempos, suspicaces y envueltos en
rencillas, un corregidor solía ser víctima de interpretaciones peli-
grosas que, en algunos casos, levan al cadalso. Por -fortuna, los
destinatarios ya tenían conocimiento de la depravación tunjana y
no podrían sorprenderse de que la noble ciudad rodara hacia el
abismo. No obstante, las dos cartas serían diferentes en el trata-
miento del tema, porque si al oidor Juan López de Cepeda sólo
debían agregarse los últimos detalles de las extrañas circunstancias
que rodeaban a Jorge Voto, Pedro Bravo e Inés de Hinojosa, al
presidente Venero de Leiva era preciso relatarle toda la historia sin
caer en frases que pudieran salirse de un estricto encadenamiento
de sucesos. Lo más complicado, en esta segunda carta, fue redon-
dear el último párrafo porque el Corregidor no denunciaba algo
concreto y comprobable, sino una especie de premonición con los
ingredientes de siempre: una mujer hermosa, un marido débil y un
amante poderoso. Antes de cerrar la misiva al Presidente, releyó el
párrafo final:
"No pretendo, Excelencia, preocuparos con sospechas propias
de mi oficio, que desempeño bajo vuestra inspiración y el celo de
la Real Audiencia. Pero la arrogancia de cierto encomendero, su
amistad con gentes zafias y la osadía de la dama, podrían desem-
bocar en una situación que sólo vuestra alta inteligencia y vuestro
merecido poder esclarecerán, por lo cual os pido consejo y os
ofrezco mis escasos dones".
Juan de Villalobos dobló el papel en tres partes y se abanicó con
él, pensando en la dureza de sus funciones y la habilidad de su
carta. Luego la cerró y la envió a Santa Fe, agregándole un pensa-
miento que no quedó escrito:
450 Próspero Morales Pradilla
-¿Venero de Leiva se dará cuenta de que estoy con la mierda al
cuello?
Buscó en seguida a su mujer, que era una castellana envejecida
por el Nuevo Reino, de nombre Lucinda, con carnes fofas y torpe-
za de nacimiento, a quien ordenó:
—Traedme una copa de vino y, ahora sí, contadme por qué se
fue la Torralva.
Un poco más tarde Pedro e Inés, abrazados tras haber yacido al
anochecer, volvieron al único tema que trataban fuera del amor:
la muerte de Jorge Voto. Parecían un ovillo de frazadas sobre la
cama de Pedro sin que se oyeran las voces, pues hablaban de boca
a oído. Los crespos de Inés hacían cosquilas en los labios de
Pedro. El la apretó y le dijo:
-¿Estás dispuesta a todo?
—A mí nunca me ha faltado valor, ni echo atrás mis decisiones,
ni entrego mi cuerpo a quien no me da la gana.
-¿Ayudarías a matarlo?
— ¿Lo crees necesario?
Después repitieron las infamias de Jorge Voto. Inés relató cómo
Jorge le buscaba amantes con propósitos depravados y quiso ven-
derla al oidor Juan López de Cepeda.
— ¡Hideputa! —anotó Pedro.
Sentándose en la cama, él le preguntó:
— ¿Te preocupa la sangre?
Inés recordó su famosa noche de bodas, pero esta vez se sintió
atraída por cuanto antes le repugnó. Pedro advertía que. además
del odio a Jorge, ella era un pequeño monstruo capaz de placeres
que los conquistadores ignoraban.
Al verla esfumarse por el pasadizo, Pedro Bravo de Rivera se
tendió boca arriba y pensó:
-Quizá ella goce si le traigo, ensangrentado, el cadáver de Jorge
Voto.
VIII
Pasado el tiempo desde la escena en casa de la Melchora, a orillas
del río Boyacá, Pedro Bravo de Rivera creyó legada la hora de ul-
timar, por fin, a Jorge Voto. Consideraba como buenos indicios la
ira de Inés, la ausencia del oidor Juan López de Cepeda, la fuga de
la Torralva, el hecho de que fueran indias de Chivata las servidoras
en casa del bailarín y, sobre todo, la fama de cabrón del marido.
Convocó a los cómplices en la sala de su casa y se presentó ante
ellos con sendas copas de plata en las cuales había servido vino re-
cién legado de España. Hernán Bravo y Pedro de Hungría se senta-
ron en el sofá de raso carmesí; Pedro, con una tercera copa en la
mano, de pies bajo su propio retrato, les dijo:
— Ha legado el momento.
— ¿Aquí? —preguntó Hernán.
— Sí, aquí, en Tunja.
— ¿Cuándo? —inquirió Hungría.
— Pronto.
Pedro colocó tres savonarolas en torno de una mesa toscana, en
medio de la cual había un candelabro de cinco velas. El encomen-
dero anotó los errores cometidos en la venta, señaló los buenos
indicios de ahora y, con los ojos fijos en su hermano, ordenó:
— Estad listos, cada cual debe disponer de estoque, daga y puñal.
— ¿Quién dará el primer golpe? susurró Hernán.
— Cualquiera de los tres, acaso vos. No se trata, Hernancilo, de
recargar el valor del uno en el otro, sino de abrir la sepultura de
Jorge Voto, verdugo de Inés de Hinojosa, enemigo mío, burladoi
del sacristán y cuya vileza enloda a Tunja.
Hernán y Pedro de Hungría no tuvieron que molestarse en ofre-
cer ideas para el asesinato, porque el encomendero había pensado
por ellos. Sería en un sitio alejado del centro de la ciudad, próxi-
mo a la quebrada honda y, claro está, de noche. Era necesario dis-
tribuirse, de manera que ios cómplices esperasen a Pedro Bravo en
45 2
Próspero Morales Pradilla
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^ r ó n . Inés de Hinojosa
prepararía, en tai fecha, una cena para reunidos a todos y obligar,
con buenas maneras, a que Jorge fuese a la muerte. Hernán conti-
nuó pensando en que él sobraba, pero guardó silencio al ver el re-
trato de su hermano con la diestra sobre la empuñadura de una es-
pada toledana y. luego, advertir el fulgor de sus ojos frente al can-
delabro. Hungría confiaba en la audacia del encomendero como si
fueran los tiempos del tirano Aguirre. Pedro Bravo de Rivera no
tenía la ferocidad de Lope de Aguirre, sino la creencia de que su
porte y riqueza lo salvaguardaban a él y a sus amigos. Además, al
sacristán no le disgustaba la idea de cortarle el pene a Jorge Voto
por haber entrado a sus propiedades y a otras que hubieran podido
ser suyas.
Los conjurados avanzaron en la preparación de casi todos los pa-
sos: Voto sería apuñalado fuera de la ciudad, Hernán y Hungría se
disfrazarían de mujeres para esperar en Santa Lucía junto a que-
brada honda el arribo de Pedro con la víctima. Previamente se ve-
rían en una cena ofrecida por Inés de Hinojosa.
Sólo faltaba un detalle: la fecha.
— ¿Cuál? —preguntó Hungría.
— Quizá cuando se vayan los vientos, -propuso Hernán.
— La fecha, señores -dijo Pedro Bravo levantándose y colocan-
do los puños sobre la mesa- será fijada por doña Inés de Hinojosa.
— ¿Por qué? —dijeron al unísono Hungría y Hernán.
— Porque me da la gana -respondió el encomendero.
Jorge Voto bailó una gallarda delante de Inés y, luego, le dio un
beso cuando ella le propuso ofrecer una cena en su casa para cele-
brar el noviazgo de Juanita y Pedro Bravo de Rivera. Para el baila-
rín esta clase de propósitos era lo mejor de la vida porque unía la
danza con los amores livianos. Tomándole las manos después del
beso, como si aún fueran los felices esposos de Pamplona, Jorge
dijo moviéndose al son de música imaginaria:
— Oh, Inés, cuánto placer me das con tu cena. . .
— No lo dudo.
— Entre los dos, amada mía, haremos la lista de los invitados,
que reunirá únicamente a la nobleza y algunos hombres de letras
como don Juan de Castellanos, amén del padre Orejuela y de fray
Miguel de los Angeles.
— Si eso te entretiene, allá tú. Pero no pretendas salirte de un
grupo selecto. . .
453
Los pecados de Inés de Hinojosa
— No, mi pequeña. Será un grupo selecto.
— Muy selecto, porque se trata de decir "adiós", -comentó
Inés con algo que le salió espontáneamente: el humor macabro.
— "Adiós", no, querida, porque Pedro y Juanita se quedarán en
Tunja.
— Pero, acaso, ¿tú no piensas viajar?
— Para volver.
— ¿Estás seguro?
— Hoy más que nunca, porque, gracias a ti, daremos la cena que
Tunja espera.
— ¿Lo crees?
— Déjalo de mi cuenta.
Jorge pasó a su escritorio, tomó papel y pluma, comenzando a
anotar los nombres de los invitados, mientras Inés se paseaba cerca
de él con sonrisa malévola.
— ¿Con quién encabezo la lista? —preguntó el anfitrión — : con
doña Mencia de Figueroa o con don Juan de Castellanos?
— Podría ser —replicó Inés— con el novio: Pedro Bravo de Rive-
ra, cuya casa fue la primera que nos abrió las puertas en Tunja.
-Sea.
Jorge estudió detenidamente la lista de invitados consultando
sus intereses, desde las autoridades y los representantes de la reli-
gión hasta personas vinculadas al comercio, desechando gentes de
baja estofa como Hortensia de Godoy y Pedro de Hungría. Inés le-
yó la lista, le pareció absurda y comentó:
— Tratándose del homenaje a unos novios, ellos deben ser quie-
nes escojan los invitados.
— ¿Qué propones?
— Poner la lista a la consideración del señor encomendero.
— ¿Molestarlo para tal minucia''
— No es minucia, es nuestra obligación.
La lista legó a la alcoba del encomendero, entrando, eso sí, por
la puerta principal, pues en asuntos de protocolo no deben usarse
los pasadizos. Pedro borró la mayoría de los invitados y sólo agre-
gó un nombre: el de Pedro de Hungría.
Esta circunstancia hizo que Jorge Voto lo visitara para discutir
algunos aspectos de los preparativos de la cena. El bailarín no sólo
deseaba desterrar a Pedro de Hungría, sino pisotearlo, y, al mismo
tiempo, insistir en la invitación a don Juan de Villalobos, Corregi-
dor de Tunja y, por lo menos, al padre Orejuela, superior jerárqui-
co del maldito sacristán.
454 Próspero Morales Pradilla
— Será fácil ponernos de acuerdo —e l dijo Pedro, sentados am-
bos en el sofá carmesí de la sala— si advertimos que los muy dig-
nos representantes de nuestra religión podrían disminuirnos el pla-
cer de la danza y las dulces miradas de las damas.
— Sea en honor a vuestros deseos, ¿pero por qué prescindir del
señor Corregidor?
— El Corregidor le resta intimidad a la cena.
Jorge no se atrevió a contradecir las buenas razones del enco-
mendero, porque podría perder la oportunidad de lucirse. Además,
pensó en que esta cena sería el primer bocado de otras a las cuales
podría invitar a quienes quisiera. Sin embargo, quedaba un escollo
y hubo de presentarlo a Pedro:
— Creo mi deber agradaros en vuestras demandas, sois vos quien
se casa con mi sobrina. Pero me daréis gusto en un pequeño deta-
lle: prescindir de Pedro de Hungría, habida cuenta de que su oficio
y su talante no parecen dignos de la ocasión.
— Me extraña vuestra actitud, don Jorge, porque no por modes-
to su oficio y opaco su talante Pedro de Hungría deja de ser mi
amigo y, a la vez, compañero de mi hermano Hernán.
— ¿Pretendéis, acaso, sentarlo a la misma mesa con mi esposa?
— Si ella se opone, no; pero si lo acepta, sí.
— Increíble, pero será Inés quien nos indique si invitamos o no a
ese zafio.
— Cuidad vuestras palabras, don Jorge, que estáis hablando de
un amigo mío y así como yo os defiendo en todas partes, inclu-
yendo en mi defensa a doña Inés, exijo que vos hagáis lo propio
con los míos.
La cordialidad, tan cuidadosamente conservada por Jorge Vo-
to en su trato con Pedro Bravo de Rivera, se resquebrajó por culpa
de esta discrepancia, acentuada cuando Inés acogió el nombre de
Pedro de Hungría y el sacristán hubo de ser invitado a la cena que
de notable sarao pasó a ser un convite íntimo, pues sólo fueron in-
vitados los hermanos Bravo de Rivera, Juanita de Hinojosa y Pedro
de Hungría. Jorge pensó en que tal cena hubiera podido servirse en
Casa de Hortensia de Godoy, agregando la belleza de Paquita Niño,
a quien Pedro Bravo desechó por considerarla como mujer de vir-
tud discutible.
Jorge Voto perdió interés y entusiasmo, dejando todos los deta-
lles de la cena en manos de Inés. Se sintió un invitado más y no se
preocupó por las viandas, ni por los vinos, ni por los manteles, ni
por los cubiertos, ni por la cristalería, ni siquiera por la música y el
Los pecados de Inés de Hinojosa 455
baile. Si antes pensaba en introducir las danzas alemanas dando los
primeros pasos con Paquita, ahora optó por no recordar su pro-
fesión.
Prefirió visitar al Corregidor Villalobos y contarle su desagrado,
así como las imposiciones del encomendero y su exagerada estima-
ción por el innoble sacristán, a quien recibiría, es cierto, pero colo-
cándolo a distancia de las damas y del dueño de casa.
Como las indias de Chivata no tenían la expedición ni el arte de
la Torralva, Inés tuvo que entregarse, por primera vez en su vida, a
la culinaria, recordando guisos de su antigua cocinera, buscando re-
cetas que sólo existían en la memoria de la Torralva, acogiendo, fi-
nalmente, los buenos oficios de Hortensia de Godoy. que así como
preparaba brebajes para el mal de amor también sabía condimentar
la buena mesa, indicándole, de paso, que su trabajo sería bien pa-
gado, perorigurosamentesecreto. Hortensia prepararía, en su casa,
las viandas que, luego, Inés calentaría con las indias y presentaría
como hechas por ella.
Entre las dos mujeres y las intenciones de Juanita, cuya única
especialidad era el corte de quesos, almacenaron víveres como si la
cena prevista fuese la que quiso Jorge para deslumhrar a los tunja-
nos. Reunieron lomos y cabezas de cerdo traídos de Runta, galli-
nas de Teta de Agua, encargaron pan a Engracia, compraron con-
servas de Vélez, turmas grandes de la Melchora, tocino de Chiva-
ta, yerbas indígenas para sazones, carne cecina, nabos, huesos de
venado y amasijo de Hortensia, amén de cunabas y otras frutas ra-
ras. Además, el encomendero envió vino de sus bodegas de Chiva-
ta, grandes mucuras de chicha, dos mujeres más y tres indios como
servidumbre para la ocasión.
Jorge sacudió su fastidio y pensó en que, al menos, podría de-
mostrar que en su casa se cocinaba, con motivo de las bodas de
Juanita, para un grupo familiar. Así se acomodó a la idea de la ce-
na y tomó por bueno lo que antes lo había ofendido, quedando
tan solo el lunar de Pedro de Hungría.
La fecha fue fijada para un viernes. Juanita se molestó por haber
escogido tal día. Ella como buena católica prefería guardar martes
y viernes por ser los días consagrados a los misterios dolorosos
del Rosario. Pero su opinión resultó tan poco válida como la de su
maestro, tío y amante. La cena tendría lugar el viernes 18 de agos-
to de 1571, en casa de Jorge Voto e Inés de Hinojosa, una de las
mejores de Tunja.
Aquel viernes tanto las Hinojosas como sus amantes amanecie-
456 Próspero Morales Pradilla
ron Solitarios. Los vientos continuaron azotando las calles de Tun-
ja. Durante la misa de cinco, en Santo Domingo, se sintió silbar al
Judío Errante, pero las oraciones de las devotas opacaron al malig-
no. El sol apareció temprano, anunciando un nuevo día de paz y
de relativa tibieza, pues el clima de la noble ciudad no permitía
pensar en calor distinto al de las pasiones. La jornada fue de traba-
jo y el inalterable signo de tranquilidad, propio de las altas villas a
donde ha legado el ordenamiento del Imperio Español y las bon-
dades de la religión católica, parecía colgado del cielo. Don Juan
de Castellanos dijo misa de seis en la Iglesia Mayor y, después de
tomarse una taza de chocolate con pan del Ventorrillo, se entregó
a los versos en seguimiento de los varones ilustres de Indias. Hor-
tensia de Godoy madrugó para terminar las viandas encargadas por
Inés, colocarlas en ollas y bandejas que levaron a su destino las in-
dias de Chivata. Hernán Bravo despertó muy temprano, sintiendo
palpitaciones en diversas partes del cuerpo. Aún creía posible sal-
var la vida de Jorge Voto, pero no hasta el punto de comprometer-
se y, sobre todo, de desafiar al hermano. Pedro de Hungría se re-
fregó los ojos, al sentarse de madrugada en su cama, y pensó en
voz alta: "Ese maldito encomendero me va a meter en los infier-
nos, pero quizá le gane". El Corregidor Villalobos, al instalarse ese
día ante su escritorio, repasó las sospechas, repitió las confesiones
de Jorge con respecto a la cena, echó de menos al oidor López de
Cepeda y se ciñó bien la daga. Inés despertó con las manos en la
boca como si quisiera tapar un grito que no le salía. Apenas abrió
los ojos, tras una noche de buen sueño, Juanita pensó en el vesti-
do de la cena, lenándose la mente de trapos. Pedro Bravo de Ri-
vera se vistió temprano, miró su colección de armas y, pasando a la
sala, se plantó ante su propio retrato diciéndole: "Digan lo que di-
gan y pase lo que pase, soy un caballero de España y ¡maldito sea
quien no lo piense así!".
Los mismos ruidos de siempre, desde el tañido de las campanas
hasta el galope de los caballos, se oyeron a lo largo del día. El olor
tampoco se había alterado en las calles de Tunja: mezcla imprecisa
de sudor, incienso, orines y pan fresco. La ciudad seguía creciendo
merced a sus artesanos, sus peones, sus artistas y sus mujeres, para
producir, al cabo de los siglos, murallas, torreones, palacios y todo
cuanto Dios tenga reservado para el mayor asentamiento del Nue-
vo Reino de Granada, donde España ha vuelto a florecer.
A pesar de que la servidumbre en casa de Jorge Voto estaba de-
dicada a recibir las viandas preparadas por Hortensia, cocinar algu-
Los pecados de Inés de Hinojosa 457
ñas carnes y limpiar rincones, Juanita dispuso de dos indias para
que la ayudaran a bañarse el cuerpo porque no lo hacía desde el
Jueves de Corpus y los bálsamos de Carora penetran mejor en la
piel limpia para contento de los hombres, aun cuando algunos pre-
fieran el almizcle personal de una mujer olorosa a sí misma. Inés
criticó el baño de Juanita por tomarlo apenas pasada la regla, lo
cual podría ser dañoso, y por comprometer a la servidumbre en
día tan recargado de labores.
Entre órdenes y contraórdenes, legó la tarde, mientras la casa se
había lenado del aroma de la cena. Inés y Juanita se dispusieron al
arreglo personal, poniéndose los amplios calzones, abiertos a los la-
dos y con cintas en las rodillas para sujetarlos. Teniendo medio
cuerpo desnudo se echaron-polvos de Chipre en los senos, el cuello
y los brazos. Luego se ungieron poniendo resinas de Carora bajo
los calzones y alrededor de las orejas. Ambas se colocaron las ena-
guas blancas, túnicas del mismo color y apretado ajustador. Del
borde del corpino surgían las anchas mangas, verdinegras para Inés
y rosadas para Juanita, correspondiendo en cierta forma al tono
oliva de la falda de la tía y al carmesí de la sobrina. Una peinó a la
otra con torrentes de crespos, se untaron colorete en las mejillas a
la manera italiana y sobre el vestido vertieron gotas de ámbar gris.
Se pelearon el espejo principal para saber cuan lindas habían que-
dado y sentándose, Juanita dijo con picardía:
— No podrá desecharos ningún hombre.
— ¿Estas resuelta a todo? —inquirió Inés.
— Cuando no, mujer de mi alma.
— Acaso sabes, ¿qué quiere decir "todo"?
— ¿Tú, lo sabes?
— ¡Yo, sí!
Jorge Voto creyó innecesario lucir sus máximas galas, pero se
puso casaca corta propia de los caballeros, pues las largas caracteri-
zaban al clero y a los juristas. Ciñó arma corta y se dedicó a cami-
nar con tanto donaire que parecía levado por la música de Pales-
trina. Pasó al comedor, cuando las mujeres ya habían terminado de
mirarse al espejo, y probó el vino torciendo un poco la boca, pero
dándole, finalmente, su aprobación. El vino, claro está, nunca te-
nía el gusto del que se sirve en Sevilla, pero era un milagro poder
tomarlo al otro lado del mar océano.
En la casa vecina se habían reunido el novio y sus compañeros
para salir juntos y comenzar, de una vez por todas, la gran noche.
Pedro, vestido de negro, calzó los primeros zapatos de cuero he-
458 Próspero Morales Pradilla
chos en Tunja y se acomodó la bragueta. Luego, ciñó estoque,
OCUltÓ U í i adaga y ajustó el ropón, ordenando:
— Saldréis cuando yo os lo diga, con tiempo para vestir prendas
de mujer y esperarme junto al riachuelo de Santa Lucía.
— ¿Y si no legáis? -insinuó Hernán.
— Imbécil: cuando Pedro Bravo de Rivera dice algo lo cumple,
¿entendido?
— Sí, señor.
— Durante la cena debéis atender a las damas, comer a vuestro
gusto, beber con mesura y guardar buen talante.
Como Hernán ya tenía las pelotas en la garganta y Hungría se
sentía marañón de nuevo, las únicas palabras en aquella reunión
fueron las de Pedro Bravo, quien al salir recomendó:
— De ahora, en adelante, compostura y cojones.
Para dar fe del vino, Jorge no se contentó con probarlo sino que
escanció una copa e hizo gárgaras con el líquido. Pasando a la sala,
olorosa a los bálsamos de las Hinojosas, les dijo:
— Estáis muy bellas, el vino tiene gusto y la cena buena sazón.
Los invitados gozarán nuestra hospitalidad y, quizá, dispongan de
ánimo para oír mi vihuela.
Los minutos comenzaron a contar como horas con el encanto
de las vísperas para Jorge Voto y el rigor de las sentencias para
Inés, mientras los tres conjurados salían de la casa vecina, camina-
ban lentamente frente a las tapias blancas y movían el aldabón de
la puerta a la cual acudieron dos indias de Chivata, para darle paso
a su amo como si fuera el mismísimo Rey de España. Pedro Bravo
de Rivera y sus dos acompañantes subieron las escaleras, en cuyo
descanso había una vela gruesa en candelabro de plata. Jorge los
esperó en lo alto y, aferrado a usos y costumbres que en veces pa-
recían ridículos, inclinó la cerviz y echó los brazos hacia atrás para
erguirse ante los invitados y decirles:
— Señor encomendero don Pedro Bravo de Rivera, señores, al
entrar en mi casa sois bienvenidos y podéis contar con la seguri-
dad de que todo está dispuesto para agradaros.
— Gracias, señor don Jorge —respondió el encomendero avan-
zando hacia la sala, donde las damas esperaban.
La distribución de los asistentes al sentarse en la sala no fue
afortunada: las dos mujeres ocuparon uno de los sofás de damasco,
en otro se colocaron Hernán y Pedro de Hungría, Jorge prefirió un
sillón cordobés y el encomendero optó por pasearse hasta quedar
Los pecados de Inés de Hinojosa 459
enfrentado a la famosa espada que apareció en Pamplona el día del
matrimonio de los Votos. Entonces, comentó:
— Esta espada deberá tener una interesante historia. . .
— Pues. . . —musitó Inés.
— En verdad -dijo Jorge arrebatando la palabra a su esposa-
se ha dicho que fue el arma preferida del tirano Aguirre.
— ¿Y cómo legó a vuestra casa? —preguntó Hungría.
— Alguien que quiso recatar su nombre, la mandó a Pamplona el
día de nuestras bodas, ¿verdad querida?
— Sí. algo así. . . —agregó Inés.
— Pero -insistió Hungría- ¿de dónde vino?
— Prefiero —argüyó Jorge— si el señor encomendero así lo auto-
riza, guardar los misterios.
— Estáis en vuestro derecho, don Jorge.
La legada del vino cambió la conversación, estimulando a Jorge
para contar la parte noble de sus aventuras, tanto en Andalucía co-
mo en Tierra Firme, deteniéndose en la mucha jerarquía que le
asignaron los pamploneses.
— ¿Fue cuando fuisteis hijo del emperador, q.e.p.d.? —preguntó
Hungría.
— Bondad de los pamploneses, que pertenece al mundo de las
leyendas.
— Jorge gozó mucho con la bastardía de Carlos V. —anotó Inés.
— ¿Acaso no era cierto? —interrogó Juanita.
— Contad, don Jorge -pidió el encomendero.
Jorge Voto, buscando humildad de mentirijillas, negó la bastar-
día, pero dejando en el ánimo de sus oyentes la inquietud de que
pudiese estar mintiendo, tal la sonrisa, la apertura de las grandes
cejas y el tono casi melódico de sus palabras, donde las afirmacio-
nes parecían resbalarse.
Por fuera, la conversación picaba temas discretos, destinados a
marginar el pensamiento de cada cual. Pero, por dentro, sólo el
bailarín abrigaba propósitos estimulantes, convencido, como esta-
ba, de que triunfaría en la más alta cumbre del Nuevo Reino: la
casa del Presidente Venero de Leiva. Inés, con el cuerpo apretado,
anhelaba que todo pasase pronto y apenas intervenía en la charla.
Hernán, silencioso, tenía vaga la vista, saltando de las paredes al
piso, de éste al estoque de Pedro y del estoque a la garganta de
Jorge, mientras ocultaba la manera como los nervios le rechinaban.
Hungría se dedicó a medir cuanto le pasaba por la mente: recuer-
dos, proyectos, palabras, gestos, deseos. Así evitaba peligros inne-
460 Próspero Morales Pradilla
cesados, mirando, eso sí, a las mujeres, como si fueran las últimas
que vrera en su vida. Juanita Casi Siempre despreocupada y árdelo
sa, sintió una capa de seriedad y sabor amargo en la boca. Pedro
Bravo de Rivera no se bajó de su arrogancia, se mostró enérgico y
decidido en frases y ademanes. Este marco extraño, intensificó la
melosería del bailarín, que al pasar de un tema a otro anotó como
paréntesis:
— Creedme, señores, que las damas, especialmente Inés, han de-
dicado toda su devoción y casi diría "amor" a la preparación de la
cena, dada la altísima dignidad de vuesas mercedes.
— No lo dudo —respondió Pedro Bravo.
— Gracias —dijo Inés.
A este punto, la noche ya era plena y la reunión tomó la intimi-
dad de las escasas velas, pues sólo había dos candelabros en la sa-
la: uno de dos luces a la izquierda de la puerta; y, otro, de tres en
la mesa central. Poco a poco había cambiado la instalación inicial
de los asistentes, de manera que el encomendero se había sentado
entre las dos mujeres; y los otros tres, conversaban desde sendas
sillas cordobesas, formando dos grupos. La conversación del últi-
mo opacó las frases del primero, donde el encomendero endulza-
ba el OÍdO de Inés y Juanita como si estuvieran en una cama, pues
se hablaba de la elegancia de los vestidos femeninos, mostrando
ellas y tocando Pedro algunas partes de la tela para cerciorarse de
las razones.
Como Jorge se ausentara, todos callaron. Los cuatro conjurados
sintieron que había pasado una hora desde el comienzo de la reu-
nión y se aproximaba lo fatal. El anfitrión, palmoteando suave-
mente y moviéndose con pasos de baile, anunció:
— La mesa nos espera. Dignaos pasar al comedor.
Era difícil saber si aquellas personas tenían apetito. Quizá el en-
comendero, por su mucha arrogancia, y el bailarín, por no estar al
tanto de los propósitos, aprovecharían la cena. Pero los demás, in-
clusive Juanita, parecían anticipadamente llenos. Para nadie ha si-
do grato comer en vísperas de abrir un cuerpo humano a cuchilla-
das, como pretendían cuatro de las seis personas que se sentaron
ante una mesa toscana con servicio de plata, largos cuchillos, copas
y jarros bordeados de grandes hogazas de pan cuyo olor daba falsa
impresión de inocencia.
La maldad suele tener el perfil de las buenas maneras, de modo
que nunca es posible descubrirla a tiempo. Quién creyera que es-
tos buenos tunjanos sentados a la mesa del maestro Voto, eran, en
Los pecados de Inés de Hinojosa 461
conjunto, tan perversos como el tirano Aguirre, habiendo violado
la mayoría de los mandamientos de la ley de Dios y no pocas cláu-
sulas del Derecho de Indias. Sin embargo, podrían ser la síntesis de
la ciudad, del Nuevo Reino y, acaso, del Imperio. Desde los prime-
ros días del cristianismo se habla del "pecado original": una espe-
cie de vicio interior que la gracia de Dios puede borrar. Aun bajo
las luces del Renacimiento, si se sacara la intimidad de cada ser hu-
mano, aparecería el vicio que llena la tierra de murmuraciones y
crímenes: la hipocresía. Por eso en la cena de los Votos cada una
de las seis personas ofrece su lado angelical, todos parecen reuni-
dos en torno a la comida tan solo para saborearla, nadie muestra
sus pensamientos y algunas sonrisas legan a ser bondadosas. Pero
Inés promueve un segundo asesinato, los Pedros y Hernán acechan
el pellejo de Jorge, éste leva consigo el crimen de Carora y Juanita
está graduada de puta.
Como las épocas cambian y, con ellas, las generaciones, quizá en
un lejano futuro pueda descubrirse el interior del hombre par-a ver
el otro pellejo, donde se encuentre cuanto ahora oculta. Sería el
fin del miedo y de la hipocresía, lo cual no permitiría el nacimien-
to de individuos como Jorge Voto, sino unos extraños santos sin
padres, sin tripas, sin calor, casi sin vida, porque, en este momen-
to, todo anda escondido bajo la piel de cada cual. Más aún: es tan-
ta la seguridad de que el mundo no cambia, ni puede cambiar, que
5C SOPOíie la COílíinUidad del mismo Sistema después de la muerte.
Claro que el Juicio Final habrá de redistribuir las almas, pero mien-
tras lega ese día subsistirá el Cielo arriba y el Infierno abajo que,
en el Nuevo Reino de Granada, está claramente definido pues los
de arriba vienen de España y, los de abajo, se producen en los vien-
tres de las indias. Desde este punto de vista, es posible que, a SU
muerte Jorge Voto pase al Cielo, con una estancia en el Purgatorio
por los'problemas de Carora. Allá, arriba, compartirá la eternidad
con andaluces, castellanos, aragoneses, catalanes,flamencos,fran-
ceses, italianos y otros católicos, pues los de abajo seguirán siendo
muiscas, panches, pijaos, caribes y demás alimañas parecidas al
hombre. .
El primer plato de la cena fue una sopa gruesa, muy distinta a
los caldos de la Torralva. Las indias habían echado en una olla de
barro cuanto toparon a su alcance: agua, turmas -ya conocidas
como "papas"-, carne cecina, huesos de venado, habas, maíz,
"tallos", macerados unos y otros simplemente puestos en cocción.
De la olla a los platos pasó un líquido espeso de color grisáceo so-
462 Próspero Morales Pradilla
bre el cual flotaban los tallos y las habas. Como el encomendero
elogió el gusto de la sopa, todos la tomaron. Hernán se quemó el
paladar, pero lo disimuló. Luego apareció un venado con las car-
nes chamuscadas en una gran bandeja sostenida por dos indias. Jor-
ge agarró el cuchillo más grande. Todos lo miraron como si se hi-
ciera visible una premonición. Entregó pedazos de carne a sus invi-
tados, dejó el suyo en un plato, alzó una copa de vino y dijo:
— Por vosotros, amigos míos, por mi esposa y mi sobrina, cele-
brando el honor de vuestra presencia en esta vuestra casa.
A Pedro de Hungría se le derramó un poco de vino por no haber
calculado la distancia entre la mano derecha y la boca. Inés sonrió
y Juanita le prestó su pañuelo para limpiar el jubón. Jorge aprove-
chó el momento para hacer ostentación de su grandeza:
— Eso os indica, Pedro de Hungría, buena suerte y yo os la de-
seo con el ánimo de olvidar cuanto haya podido separarnos en el
pasado, pero habrá de unirnos, de hoy en adelante, bajo la amistad
del señor encomendero.
Todos bebieron una segunda copa y siguieron mezclando el vino
con las viandas hasta acalorarse las mejillas, aflojarse los miramien-
tos y sentir volátil la cabeza.
Inés, Hungría e, inclusive, Hernán, habían olvidado lo que ven-
dría después, dada la animación de los comensales, cuando Pedro
Bravo de Rivera, extendiendo un brazo sobre la mesa para mirar a
Jorge, le-dijo en alta voz, casi con tono de consigna:
— " ¿Queréisme acompañar esta noche a ver unas damas que me
han rogado os leve allá, que os quieren ver tañer y danzar?".
Inés se hizo la desentendida, Juanita iba a protestar cuando Jor-
ge respondió:
— Basta que Vuesa merced, señor encomendero, lo solicite pa-
ra que yo lo acepte de muy buena gana.
Vinieron nuevas copas, saborearon queso a la usanza de Castilla,
pero elaborado en Chivata, Juanita rió burlándose de Hernán; y
Jorge, feliz por tanta euforia, se levantó de la mesa, desapareció
brevemente mientras los cuatro conjurados se miraban con ojos de
entendimiento. Regresó templando la vihuela:
— ¿Queréis oír algo nuevo, unos compases de allende el mar
océano?
Jorge utilizó cuchillo para enderezar un traste de la vihuela.
Luego, la rasgó sin precisión y, finalmente, acomodándose en mi-
tad de un sofá, pues ya habían regresado a la sala, puso el instru-
mento sobre las piernas para poder tocarlo con donaire y, como si
Los pecados de Inés de Hinojosa 463
fuese concertista de Corte, interpretó una melodía de acento italia-
no, con tonos altos y compases rítmicos que hubieran hecho bailar
a IOS invitados Si no sintieran ya el peso de sus inmediatas obliga-
ciones. Hernán se acercó a la mesa donde Jorge había puesto antes
la vihuela para templarla y, moviendo lentamente los dedos de la
diestra, rozó el cuchillo usado por Jorge, lo acarició como si fuese
una mano de mujer y, poco a poco, disimuladamente, lo guardó en
la manga derecha. Nadie vio la acción de Hernán, porque todos
prestaban atención a la vihuela de Jorge, aun cuando ninguno se
interesara, de veras, por la música, debido a que antes de un cri-
men se exige mucha serenidad, al menos aparente. A Pedro de
Hungría lo molestaba tener que disfrazarse de mujer. Andando con
los marafiones, aprendió a no cambiar de vestido. Entre los hom-
bres de Lope de Aguirre se consideraba signo de mala suerte cam-
biar los hábitos de hombre por los de mujer, augurando, a quien
lo hiciera, sentir dolores de parto regados por el cuerpo en forma
de puñaladas. Inés deseaba darle el primer golpe a Jorge con la
maldita vihuela, cuyo sonido la atormentaba día y noche, pues re-
presentaba todo cuanto su marido pretendía ser y ella odiaba, in-
cluyendo a la tal María de Hondegardo y a otras beatas traídas de
contrabando al Nuevo Reino. Juanita, pretextando mucho calor,
se quitó las mangas abrochadas en el hombro y lució sus brazos
desnudos sin producir efecto alguno en los varones. La astuta so-
brina, al advertir el desinterés de los hombres, pensó que alguien o
algo los perturbaba. "Pobrecillos", musitó y se cogió los codos con
las manos formando una especie de hamaca. Antes de finalizar la
música, Hernán había acercado una silla a la mesa y, con tanto si-
gilo como antes, dejó escurrir hacia la mano derecha el cuchillo es-
condido en la manga, lo agarró y sacó tajos en la mesa como si es-
cribiera con el arma, colocando la otra mano sobre los rasgos di-
bujados por el cuchillo.
Hernán sabía que si cualquiera de sus cómplices lo veía rasgu-
ñando la mesa con el cuchillo de Jorge, sería hombre muerto antes
del amanecer. No obstante, pudo dominar el temblor de las manos,
sintiendo, a la vez, cierta templanza interior por estar realizando
un propósito que podría sacarlo de la pesadila, a la cual estaba
abocado por voluntad de su hermano y la poca fe en sí mismo. Las
dos primeras palabras escritas por Hernán sobre la mesa no ofre-
cían peligro pues, de descubrirse, podrían pasar como simple dis-
tracción. Se leía, claramente el nombre del anfitrión: "Jorge Vo-
to". Pero de ahí en adelante, la frase era una sentencia de muerte
464 Próspero Morales Pradilla
para Hernán y, sobre todo, la más tremenda prueba de traición.
Cuando, ya terminada, la leyó, Hernán puso codos y antebrazos
sobre la mesa tratando de ocultarla. Decía: "Jorge Voto, no salgáis
esta noche de casa, porque os quieren matar".
Juanita quiso brindar otra copa de vino, pero sólo Jorge la
acompañó. Los demás, casi todos con fama de bebedores, se abstu-
vieron mostrando insólita sobriedad. Al advertir Inés la extraña
unanimidad, tomó una copa y se la presentó a Hernán, quien pare-
cía clavado en la mesa y, sin mover los brazos, la desdeñó mientras
musitaba "Gracias". Jorge seguía empecinado en su propia alegría,
rasgando la vihuela, sorbiendo vino y como Pedro de Hungría, za-
lamero y burlón, le propusiera referir los bailes cortesanos en' Se-
villa y Valladolid, hizo gala de sus muchos conocimientos sobre
cascabeles, arpas y vihuelas, además de contar anécdotas sobre
Costeley. Claudio el Joven, Comes y otros compositores de su re-
pertorio, porque tan buenos amigos, como los allí reunidos, debie-
ran dar fe algún día de la mucha erudición del maestro de danza
cuyo máximo anhelo -lo dijo al tomarse la quinta copa- era que
el Nuevo Reino ae Granada legara a ser un conglomerado de pare-
jas en movimiento al ritmo de la música.
- ¿Inclusive los indios? -preguntó Hungría.
- ¿Por qué no? Ellos saben saltar al son de los tambores.
Hernán, viendo el instante propicio, cedió su silla al bailarín.
quien se sentó echando los brazos hacia atrás, con el pecho inflado
por la Satisfacción, sin entender unas palabras musitadas por Her-
nán cerca de la oreja izquierda. Entonces, completó así su discurso:
- Conociendo como conozco el Nuevo Reino desde esta alta
ciudad de Tunja, donde todo confluye para hacerla, en no remotos
días centro de la música y de la nobleza, hasta sitios misteriosos
como los hervideros de Felipe Rotundo o de imperial donarie co-
mo la encomienda de Chivata, me atrevo a deciros, amigos míos,
que de aquí irradiará en los siglos venturos la danza del mundo.
Juanita, aburrida de tanta palabrería y del enfriamiento de los
varones se puso tras la silla de Jorge y lo abrazó poniéndole las
manos sobre el pecho y obligándolo a torcer la cabeza de manera
que pudo recibir un beso en la mejilla izquierda. En esta posición,
casi podía leer la frase grabada por Hernán, pero éste se interpuso
contribuyendo todos al sosiego de la inquieta sobrina.
Como Inés hablara con Juanita, mientras Pedro y el sacristán
hacían lo propio, Hernán con una mano sobre el hombro de Jorge
Los pecados de Inés de Hinojosa 465
para impedirle levantarse de la silla, le mostró con la otra lo escrito
en la mesa, preguntándole:
— ¿"Qué dice este renglón?".
Jorge parecía preso de una euforia borrosa porque después de
leer: 'Jorge Voto, no salgáis esta noche de casa porque os quieren
matar", después de leer tamaña advertencia, miró hacia la vihuela
y volvió a tañerla, cerrando los ojos a una conjura tan manifiesta
que ya se había salido del sigilo.
Hernán no cejó en su empeño de evitar el crimen. Así abandonó
la sala, con el pretexto de aligerar losríñones,tomó papel de su
propia faltriquera y pudo escribir otro anuncio que puso en manos
de Jorge, al recibirle la vihuela para colocarla en la mesa sobre el
primer aviso. Jorge miró el papel y, apretándolo entre sus manos
para convertirlo en una bolita, le dio tal ataque de risa que las cejas
se dispararon hacia los lados, las narices resoplaban y una inmensa
carcajada le salió de la boca. Todo le parecía maraviloso a Jorge
Voto y lo levaba a ser un prebendado del señor Presidente. Los
chistes de Hernán formaban parte, a su juicio, del encanto de la
buena sociedad.
Pedro, sentado entre las dos mujeres, no tomó en cuenta la risa
de Jorge, ni vio las maniobras de Hernán, pero dirigiéndose a éste y
a Pedro de Hungría, les ordenó:
- "Señores, vayanse con Dios a lo que tuvieren que hacer".
Ambos acataron la orden, besaron las manos de las señoras y se
dirigieron a la puerta en compañía de Jorge, quien, al abrirla, miró
¡Mkyéstekáim
- Algún día me contaréis donde aprendisteis a leer.
- Ahora mismo: era yo un niño en Sevilla. . .
- Se nos hace tarde -cortó Hungría.
Y dejando la puerta abierta, se fueron hacia el sitio donde
guardaban los hábitos de mujer, mientras un ladrido largo como si
lo hiciera un coro de perros, penetró en la casa, le dio vueltas a las
tapias y legó a oídos de Jorge, quien se turbó por primera vez esta
noche, anotando:
- Hay perros que parecen ladrarle a la muerte.
La conversación hubiese languidecido por la ausencia de Hernán
y Hungría si Jorge, tomando el ladrido de los perros como tema,
no continuara amenizando la reunión con el recurso de referirse a
las razas caninas y a la devoción de algunos cortesanos en Toledo,
Madrid y otras ciudades principescas por los dogos levados de Ita-
lia a España, gracias a las campañas de los tercios imperiales. El
466 Próspero Morales Pradilla
olor de la comida, en trance de digestión por los señores y de in-
gestión por la servidumbre, se apoderó de casi toda la casa con
cierta acidez propicia a la repugnancia. Juanita cerró los ojos y, a
falta de varones bien dispuestos, compensó su apetito pensando
en abundantes viandas que, ahora.le producían sueño. Inés y Pedro
cambiaban miradas, pues ambos perdieron el deseo de hablar y
apenas toleraban las historias de Jorge, quien, por el camino de
los perros cortesanos, legó a su propósito favorito: vivir, antici-
padamente, junto a don Andrés Díaz Venero de Leiva. Así pintó
a Santa Fe como la gran urbe de las futuras centurias, colocándola
en sitio de tanta importancia que no sólo resultaba superior a
Tunja, sino también mejor que Sevilla, París y aun Roma. Sor-
biendo el último trago de su copa brindó:
— Bebed conmigo por la grandeza del Nuevo Reino de Granada,
donde mis amigos recibirán las más altas prebendas.
Pedro, después de medir el tiempo, logró interrumpir las pala-
bras de Jorge:
— "Vamos —e l dijo— que ya se hace tarde, nos esperan aquellas
damas".
- ¿Cuáles damas? -preguntó el bailarín.
- ¿Lo habéis olvidado?
- No, no Vuesa merced, las que desean oírme tañer la vihuela.
Inés ya tenía en sus manos el ropón de Jorge y un sombrero de
terciopelo, ambos negros. Después de entregarle el sombrero, se
puso detrás del marido y, mientras le colocaba el ropón, miró a
Pedro, frunciendo los labios en forma de beso.
— Dame —pidió Jorge a Inés- mi daga y mi vihuela.
Pedro aprobó la solicitud y cuando Jorge, tras ceñirse la daga,
cogió el instrumento con la mano izquierda, Inés tuvo un instante
de vacilación, lo miró y, como si sus brazos fueran movidos por
otra persona, los echó al cuello del marido y juntó su cabeza a la
de él. Podría decirse que Pedro lo arrebató de sus brazos, lo levó
a la calle e Inés quedó con un terror tal que no sabía si sólo era
cómplice del crimen de Carora o de todos cuantos ocurrieran en
las tierras descubiertas por Cristóbal Colón.
Juanita se fue a dormir, las indias también, Inés comenzó a fi-
jarse en su propia casa pensando, a la vez, en las otras casas de su
vida, que parecían haberse metido en la de Tunja. Observó el es-
caparate de la sala, donde además de algunos libros, habían ciertos
recuerdos que se salían de aquel sitio y crecían en torno a esta
mujer cuya vida no le había dado tiempo de reflexionar, porque
Los pecados de Inés de Hinojosa 467
todo lo manejaba con la intuición. Los objetos del escaparate pa-
recían cosas perdidas a lo largo del pretérito: la última carta de
don Fernando de Hinojosa a su hija, el certificado amarilento que
concedía a Jorge Voto la profesión de bailarín cortesano, una co-
pia de la Virgen del Rosario regalada por Alonso de Narváez, dos
cajas de madera nacarada con la correspondencia de Jorge e Inés,
una estatuilla de cerámica con senos de mujer en forma angular,
adornos de indias, varios frascos con resinas de Carora, el retrato
descolorido de una tal Luisa Voto y decenas de naderías envuel-
tas en misterio.
En el comedor recogió dos bandejas ya limpias, así como el cu-
bilete, las copas de plata, un compotero y dos saleros. Llegada a su
alcoba, arregló los colchones de su cama, alisó el cubrelecho de se-
da y anudó las cortinas de terciopelo. No quiso desvestirse, porque
esta noche le daba miedo meterse en la cama. Mirando la cabecera,
pensó en el pasadizo y quiso ir al otro lado. Pero algo la frenó, sin-
tió deseos de orinar y lo hizo en la bacinilla. Se seco con las ena-
guas blancas. Deseó, nuevamente, orinar cuando pensó en que el
pasadizo, tan propicio en las noches de amor, podría ser peligroso
sí, muerto Jorge, alguien más listo que don Pablo de Mosquete in-
vestigaba el nuevo crimen. Inés quiso lamar a Pedro o alguno de
sus amigos, pero ya era tarde para todo: los asesinos estaban en ca-
mino, ella no podía compartir su secreto con nadie, tenía en su
propia alcoba la prueba del adulterio y, además, ya se había deci-
dido el asesinato. Con grande esfuerzo apretó la cama contra la te-
rrible pared, le pareció que el pasadizo sobresalía arriba de la cabe-
cera. . . No, no era como en Carora. Allá nadie podía imputarle na-
da. Aquí estaba el hueco de la pared, el camino de sus amores, la
gran prueba de cuanto les diera la gana a sus enemigos. Se puso
una manta de los indios que guardaba en el arcón. Con ella se arro-
pó el cuerpo, mordiéndola para que no se le cayera. Pero no lloró.
Volvió a ser más mestiza que nunca: tenía la soberbia española y la
voluntad de los indios. Nadie mandaba en ella, ni siquiera el temor,
ni la desesperación, ni la estupidez del encomendero. Sin embargo,
se le achicó el mundo, ya no era ama de nada y, en vez de tenderse
en la cama, fue a un rincón y se puso en cuclillas dejando resbalar
la espalda por el ángulo de las paredes. Así legó al suelo y vio a
Jorge Voto esperándola, solemne, en la casa de Pamplona, pero ya
no era Pamplona sino Santa Fe, aun cuando tampoco era Santa Fe
sino un lugar de donde venía el Judío Errante, cuya figura reempla-
zó a Jorge y le dio un calor tan intenso que le ardían las mejillas
468 Próspero Morales Pradilla
quemando la imaginación. La española le anunciaba otro triunfo,
quitándole temores, pero la india la levaba al desastre. Sudó como
si fuera un mediodía de Carora y no esta fría noche tunjana.
¿Y Juanita? Ella era blanca, ella no entendía las luchas en el in-
terior del cuerpo. ¿Llamarla? ¿Para qué? Inés de Hinojosa se redu-
jo a una figurilla de animal asustado, tomando el rincón de su apo-
sento como la puerta de una madriguera. Se la iba a tragar el pasa-
dizo, el maldito pasadizo que Pedro ha debido cerrar cuando deci-
dió el asesinato de Jorge Voto. Encomendero imbécil, leno de or-
gullo y con la sesera vacía. Tenía un buen pene, es cierto, pero eso
lo tiene cualquiera. El pasadizo nos va a matar a él y a mí —pen-
só—. Cerrado nadie podría molestarme; abierto, es una acusación, a
menos de que Jorge declarara. . . Idiota —se dijo— Jorge no vivirá
para mentir en favor mío. Lo voy a matar, lo vamos a matar, ya de-
be estar muerto. . .
Los disfraces de Pedro de Hungría y Hernán Bravo estaban guar-
dados en la sacristía de la Catedral, a donde legaron los conjura-
dos sin haber hablado desde cuando salieron de la casa de Jorge
Voto. El camino era corto: apenas una cuadra y algunos pasos. Pe-
ro, como no podían correr, se les hizo largo, sobre todo por el mal-
dito ladrido de los perros que parecía venir de la casa del escriba-
no o, quizá, de sitios indeterminados, que, en este caso, recorrían
los nervios de Hernán y legaban al oído de Hungría. Cerrando la
puerta con llave, pues el sacristán tenía la confianza del padre Ore-
juela y era dueño de la torre en cuyo primer piso guardaba los
utensilios del culto, Pedro sacó de un arcón los hábitos femeninos
-mantillas negras, faldas también negras con blondas verdes, cami-
sas de hilo - e indicándole con señas cómo vestirse, ambos se trans-
formaron en mujeres con la cabeza cubierta, todo muy apretado en
torno de la cara, escarpines de seda y las manos sobre el pecho a
manera de senos que, al mismo tiempo, sostenían la mantilla. Ca-
minaron a oscuras para habituarse a su nueva condición, abrió el sa-
cristán la puerta, miró en diversas direcciones y salieron los dos ha-
cia el lamado barrio de Santa Lucía, casuchas situadas al noroeste,
por donde corre un riachuelo de escasas aguas que, según los in-
dios, son las lágrimas de la esposa del último emperador, el valiente
Quemuenchatocha.
Sin mirar hacia atrás, por temor a ser descubierto su recelo, Her-
nán y Hungría, estrenando andar de mujeres, se apartaron rápida-
mente de la Plaza Mayor, bordearon la calle del Ventorillo, bus-
caron atajo que los alejara del Judío Errante, tropezando entre las
Los pecados de Inés de Hinojosa 469
enaguas porque es difícil, con estos trapos, levar estoques en la
cintura. Además, de los hombros colgaban sendas mochilas con sá-
banas, exigidas por el encomendero como parte del disfraz indis-
pensable para llevar a buen término la muerte de Voto. Ninguno
de los conjurados había previsto la posibilidad de una llovizna, pe-
ro ésta legó humedeciendo el camino, y, desde luego, acentuando
las huellas de cualquier caminante. Olió a tierra mojada, que es una
mezcla de polvo aún seco y humedad penetrante.
Por fortuna no había perros cerca del riachuelo, ni siquiera un
gallo cantor o una gallina asustada. Todo se cumplió de acuerdo
con los planes de Pedro Bravo de Rivera: Hernán y Hungría se sen-
taron a orillas del riachuelo, entre dos piedras medianas, pudiendo
ver el camino por donde vendrían Voto y el encomendero. Des-
cargaron las mochilas, colocando las sábanas a la mano y, junto a
ellas, los estoques. Permanecieron en silencio, Hernán se sobresal-
tó por un escupitajo de Hungría y, luego, principió el frío, un frío
que no venía de ninguna parte sino que se estableció, como un su-
dario, en los pies, en las manos, en las orejas, en las barbillas, en las
nalgas, en las narices, en todos los huesos de este par de hombres
destinados a matar.
El encomendero guió a Jorge Voto hacia el barrio de Santa Lu-
cía, donde debían estar las damas que los esperaban. Pasando la
Plaza Mayor por el borde de la Catedral, Jorge dijo:
- A fe, don Pedro, que las damas habrán de ser jóvenes y, ojalá
hermosas, porque en la edad madura no suelen aprenderse bailes.
— Preferiría, don Jorge, que nos abstuviéramos de hablar hasta
legar a la casa de nuestras damas, por no avisar, con nuestras vo-
ces, a algún malandrín.
— Sea.
Siguieron casi el mismo camino de los dos primeros, aun cuando
Pedro se alejó de la calle del Ventorrillo, pues allí podrían encon-
trarse con alguien y él estaba huyendo de los testigos. Sin embargo
al bajar como quien toma el camino de la Fuente Grande, los hus-
meó un perro, cuyos ladridos hicieron que el encomendero mur-
• murara:
- ¡Maldito!
— ¿Decís? —preguntó Jorge.
- Chist.
Era posible que el perro hubiese avisado a su amo. Pero ya tan
cerrada la noche -cerca de las nueve- todo buen tunjano reposa-
470 Próspero Morales Pradilla
ba en su cama y no tendría ánimos para levantarse por el ladrido
de un perro.
Llegados a Santa Lucía, Pedro buscó la casa anunciada. Pero de-
bido a la oscuridad y a una llovizna que apenas mojaba el suelo, la
tal casa no aparecía. Mientras tanto, Jorge se terció la vihuela con
el propósito de rasgar sus cuerdas tan pronto como el encomende-
ro descubriese a las mujeres de la dichosa cita. Por fin Pedro halló
la casa, un poco chorreada y con las ventanas abiertas, como si es-
tos trasnochadores hubiesen de utilizarlas en vez de lamar a la
puerta. Pedro metió la cabeza por una de las ventanas, untándose
de blanco el jubón. Luego, informó:
— "No están aquí estas señoras, que se cansarían de esperar; va-
mos, que yo sé donde hemos de hallarlas".
Jorge, aún lleno de vino y de ilusiones, pensó en la hermosura
de las damas y, sobre todo, en que si los esperaban en otro sitio,
éste sería más propicio al amor que a la enseñanza de la vihuela. Si-
guió a Pedro, quien tomó una de las calles que conducía a la capi-
lla del barrio.
Un incómodo pensamiento preocupó a Pedro: si Hungría y Her-
nán hubiesen huido o, simplemente, no aparecieran en el lugar in-
dicado, ¿qué haría? ¿volver con Jorge a casa de Inés? ¿decirle que
las mujeres no esperaron más y abandonarlo allí? o ¿matarlo? Hizo
que Jorge marchase adelante, indicándole el camino con señas, y se
respondió la pregunta: Sí, sí, lo mataría. No podría soportar más
tiempo sin matarlo. Eso estaba decidido. ¿Para qué los cómplices?
No habrían sido necesarios, porque Jorge ha venido como un cor-
dero al sacrificio. Pero necesitaba culpar a alguien si lo acusaban.
También estaba decidido que Pedro de Hungría sería un buen cul-
pable y Hernán había sido la única manera de inducir a Hungría,
porque seguramente confiaba en echarle el muerto. A la mente vol-
vía la misma preocupación: y si aquellos dos no cumplían, el ase-
sinato sería exclusivamente suyo, porque esto no podía presentar-
se como lance de caballeros, ni como equivocación, ni como defen-
sa de algo noble, sino como atroz asesinato y él, sólo él, sería el
asesino si no comparecieran Hernán y Hungría.
Resulta magnífico -pensaba Jorge bajando hacia el riachue-
o
l — ser un artista, porque no sólo se logran posiciones de privile-
gio, sino que, como hoy, una vihuela paga favores de mujeres her-
mosas. ¡Qué maravilla! Las hembras del encomendero deben ser
bocado de excepción. Podría tocar la vihuela mientras él hiciera el
amor con una de las ansiadas mujeres, que pueden ser tres o cua-
Los pecados de Inés de Hinojosa 471
tro. Amaneceremos en sus brazos y el encomendero será mi amigo
para siempre.
Llegados al riachuelo, Pedro miró hacia abajo, cerca de unas pie-
dras, que Jorge no vio por impedírselo la emoción. Señalando el
sitio habló el encomendero:
— "Allá están, vamos allá".
A medida que avanzaban, distinguieron dos bultos, al parecer
mujeres vestidas de blanco o, al menos cubiertas, con algo blanco.
Jorge pensó: "Benditas sean: han traído las sábanas, nos va a tocar
yacer a la intemperie".
Pedro esperó a distinguir claramente a sus cómplices, pues el
simple indicio de las sábanas no le permitía estar seguro. Detuvo
con la diestra a Jorge, miró más de cerca e identificó los bultos: sí,
eran Hernán y Hungría.
La empuñadura del estoque le heló la diestra no sólo por el cli-
ma de la noche, sino por la intención de matar. Nunca, en verdad,
Pedro se había sentido asesino, porque el combate, así sea con
indios indefensos o, por lo menos, mal defendidos, no permite per-
cibir los hechos como si fueran testigos. Tenía las axilas empapa-
das de un sudor oloroso a diablos y la mano casi se le movía instin-
tivamente sacando el estoque de su vaina.
Jorge, después de ver los bultos, avanzó hacia ellos, bajando
hombro a hombro con Pedro. Advirtió las formas femeninas y el
mal olor de Pedro. Haló, entonces, la manga de su acompañante
para decirle, sotto voce, que siendo dos las mujeres, cada cual po-
dría tomar una para sí, cuando de los bultos salieron dos personas
bien conocidas: Hernán Bravo de Rivera y Pedro de Hungría.
Ya el encomendero blandía el arma y, antes de que Jorge dijera
algo, le dio la primera estocada a la altura del hígado. Su hermano
y Hungría atacaron con temor, lanzando estocadas sobre el cuerpo
del bailarín, que había caído mientras Pedro Bravo sacaba su esto-
que chorreando sangre. A los tres asesinos les dio tal furor que los
estoques entraban y salían del cuerpo de la víctima como si ésta se
defendiera, o los acusara, o, al menos, viviera. Sólo estaba a salvo
la vihuela, porque había rodado hacia el riachuelo sin que se oye-
ran sus cuerdas. Era curioso: la vihuela no había hecho ruido, cayó
silenciosamente. ¿Cuántas vihuelas estarían sonando, a esa misma
hora, en los inmensos territorios del Imperio Español? Jorge Voto
había transitado el camino del siglo: desde Sevila hasta un escon-
didoriachuelodel Nuevo Reino de Granada, pasando mares, gua-
zábaras, tierras de indios, inundaciones, crimen, matrimonio, dan-
472 Próspero Morales Pradilla
zas y adulterios. Las gentes suelen afirmar que los muertos legan
bienes materiales y, si no los tuvieron, dejan recuerdos. Pero eso
no es cierto: los muertos se levan cuanto fueron en vida y, por
ejemplo, nadie podrá saber si Jorge Voto era un gran hipócrita, o
un pequeño ser incapaz de acomodarse a la verdad, o un hombre
sin principios distintos a los de su propio encumbramiento, o un
alma sin lazos en este mundo, o el sujeto puesto en la tierra para
demostrar que "quien a hierro mata, a hierro muere". Por haber si-
do violenta, la muerte de Jorge Voto, maestro de danzas y adelan-
tado de la música, privó a Tunja, a Santa Fe y a todo el Nuevo
Reino de Granada del espíritu del baile, porque él lo había traído
desde España y hubo de dejarlo abandonado esta noche del 18 de
agosto de 1571, sin que nadie, a lo largo del tiempo, lo resucitara
en la forma galante, cortesana y picara del bailarín andaluz, por-
que el garbo, el ritmo y la maestría no son frutos de ocasión. Tun-
ja, como antes Pamplona, tuvo la oportunidad única de haber re-
cibido un maestro de danzas. Pero lo mató la lascivia y la ciudad
fue condenada a no tener bailes propios.
Inés de Hinojosa, adormilada por sus temores en un ángulo de la
alcoba, registró temblor interior, levantó la cabeza y vio las patas de
su cama. Quiso lamar a Juanita, porque no resistía la angustia. Pe-
ro de su boca reseca no salió ningún sonido. Trató de levantarse y
sólo pudo colocar las rodillas en el suelo, avanzando hacia la cama,
a donde legó como animal asustado. Se incorporó, asiendo las sá-
banas y logró tenderse a medias, con los pies en el aire y el resto
del cuerpo atravesado sobre la colcha. Las piernas se deslizaron, de
nuevo, al suelo, agarró una de las columnas del baldaquino y pudo
sostenerse en pie. Se dirigió al balcón, sacó la cabeza recibiendo
menudas gotas de una llovizna tenue y vio el árbol frente a su casa,
frondoso, alto, húmedo, tan quieto como los cojines de los indios.
"Es mi árbol", pensó Inés con un poco de nostalgia. En verdad, era
el símbolo de su calle, de su casa, de su alcoba, de su intimidad.
Fatigados, ensangrentados, los asesinos envainaron los estoques
y se miraron unos a otros. Hernán cayó de rodillas y se levó las
manos al rostro, dejando la huella de sus dedos en las mejillas, don-
de comenzó a secarse la sangre del crimen. Pedro ordenó:
— Colocadlo en una sábana y os diré cuál será su sepultura.
Los otros dos obedecieron. Todavía salía sangre por algunas he-
ridas, pero casi todo el cadáver estaba ya cubierto por coágulos des-
de la garganta hasta el bajo vientre. Pedro de Hungría recordó que,
Los pecados de Inés de Hinojosa 473

alguna vez, quiso cortarle el pene a Jorge Voto. Pero, ahora, esa
idea le achicó el suyo.
— Vamos -indicó el encomendero.
Hungría y Hernán cargaron la sábana con el cadáver y Pedro
Bravo los siguió hasta un hoyo cercano al camino que conduce a la
Fuente Grande. Allí arrojaron al bailarín y se dispersaron. El en-
comendero fue a su casa, se lavó las manos, vistió camisón de dor-
mir y cruzó el pasadizo, hallando a Inés tendida en el suelo semi-
dormida. La alzó, la colocó en la cama, se sentó junto a ella y ape-
nas pudo decirle:
— ¡Se acabó!
Ella, con los ojos asustados y sin el temple de antes, respon-
dió:
— ¿Has pensado en el pasadizo?
— Tontuela. . .
— Tontuela no, idiota. Si no tapas el pasadizo nos descubrirán.
— ¿Cómo?
— El pasadizo, el pasadizo, el pasadizo es. . . un testigo.
— Mañana. . .
— Ahora mismo: ve a tu casa y comienza a cerrar ese maldito
pasadizo.
— ¿Qué tiene que ver con la muerte de Jorge?
— ¿No comprendes? Es la prueba del adulterio y del asesinato.
Debes cerrarlo. ¡Anda!
Ya era sábado cuando Pedro pasó a su alcoba, después de indi-
car a Inés cómo debía actuar.
La podredumbre comienza al momento de la muerte. El cadáver
de Jorge Voto, envuelto en la sábana, estaba en putrefacción cuan-
do cayó a donde lo arrojaron sus asesinos. Mientras los sobrevivien-
tes se sobrecogen ante la muerte, el cadáver se diluye por dentro.
Así, cuando los deudos lo entierran, creyendo que es la misma per-
sona viva de la víspera, ya nada existe de lo que había existido.
Al amanecer, del sábado 19 de agosto de 1571 Jorge Voto esta-
ba podrido, pero, excepto los asesinos e Inés de Hinojosa, los bue-
nos tunjanos se despertaron tranquilos, inocentes, dispuestos a
orar y a comer.
Tercera parte
EL ARBOL
I
Los sábados la misa no era de precepto como los domingos. Sin
embargo, las gentes de Tunja aprovechaban cualquier día para asis-
tir a las ceremonias de la santa religión y, desde luego, los sábados,
por finalizar la semana, era conveniente y popular oír misa, con-
versar en los atrios, anticiparse a los rezos dominicales. Este sábado
19 de agosto de 1571, desde la madrugada, se escucharon las cam-
panas de San Francisco, Santo Domingo, Santa Clara, apenas en
construcción, y la lamada Catedral. Las últimas eran movidas con
desgano, pero desde las camas nadie advertía el nuevo son de Pe-
dro de Hungría, colgado a los rejos con los ojos enrojecidos, la piel
cetrina, sucio, con el mismo jubón del viernes y la mente clavada
en el hoyo donde había quedado el cadáver de Jorge Voto.
Después de las seis de la mañana Inés de Hinojosa trató de arre-
glarse con manos temblorosas. Sintió el peine sobre el cuero cabe-
lludo, frunciéndole la nuca. Estaba húmeda en el cuello, en las axi-
las, bajo las senos, entre las piernas, en los pies. Se echó resinas de
Carora para ocultar el mal olor que expelía. Se puso un verdugado
con basquina cerrada por puntas, negro de una vez, y buscó a Jua-
nita para decirle, con los ojos espantados, que Jorge no estaba en
la casa.
Hernán Bravo no se atrevió a regresar a ninguna parte. Prefirió
buscar el campo sin seguir la corriente del macabro riachuelo. Le-
. amino que conduce a la Fuente Grande, anduvo por entre
sementeras lenas de terrones. Estaba destrozado como si le hubie-
ran caído todas las desgracias. Se cagó en los calzones, pero no se
dio cuenta porque giraba en torno del hoyo donde arrojó el cadá-
ver. Era un autómata con la mollera vacía y vestido de mujer.
^lir un sol mortecino, entre nubes, Hernán seguía caminando
hacia el fin.
Tres o cuatro aguadoras habían madrugado aquel sábado para
Henar sus cántaros en la Fuente Grande, situada en el camino de
478 Próspero Morales Pradilla
Motavita, antes de subir las cuestas de Teta de Agua. Hablaban de
hombres y de lo jodida que es la vida sin agua, cuando una de ellas
—llamada Berta, según se dijo después en la Plaza Mayor— vio una
sábana en un hueco. Las aguadoras se dispusieron a coger la sába-
na y, al halarla, descubrieron un hombre muerto, con los ojos
abiertos mirando los cántaros como si tuviera sed. Ninguna tuvo
agallas para quedarse en aquel sitio. Aun cuando el cadáver parecía
de cristiano, las mujeres al unísono gritaron: " ¡Carajo, es el Judío
Errante!". Gritaron desde allí hasta el atrio de la Catedral, pasan-
do por la calles de Tunja como una tromba de presagios.
Dos frailes dominicos, advertidos por el bullicio, y tres corche-
tes, ordenaron a Berta que los levara al lugar de la aparición del
Judío Errante, pues fue inútil decirle que la tétrica figura perma-
necía junto al Nazareno en la Sacristía de Santo Domingo. Tras es-
te grupo, varios curiosos y otra de las aguadoras tomaron la misma
dirección. Cuando legaron al sitio donde estaba el cadáver, fray Je-
sús de las Angustias, viendo el horrible espectáculo, se arremangó,
tomó su crucifijo y poniéndolo como arma defensiva entre él y
los despojos, rezó:
— Réquiem eternam dona eis domini. . .
Los corchetes envolvieron, nuevamente, el cadáver entre la sá-
bana, pusieron unos leños debajo amarrándolos al trapo y, con
cuidado, iniciaron la procesión hacia el centro de Tunja, precedi-
dos por fray Jesús, mientras el otro dominico cerraba el grupo,
ayudando a Berta, quien descansó cuando comprobó que se trata-
ba de un crimen y no de una aparición del Judío Errante.
Como ya era de día al entrar a las calles principales de la ciudad,
el macabro cortejo se engrosó con devotas de las primeras misas,
artesanos, alguaciles, peones de labranza y aun prebendados y
damas.
Además, la noticia se fue extendiendo de voz en voz, creciendo
con la fantasía de quienes la divulgaban de segunda mano, cam-
biando de personaje. Mientras unos decían que se trataba de algún
forastero venido de Vélez, otros aseguraban que era tunjano de ce-
pa hasta que Engracia Amaya, viendo el cadáver ya tendido en un
ángulo de la Plaza Mayor, gritó:
— Santísima Virgen, si es don Jorge Voto, el marido de doña
Inés de Hinojosa, el profesor de baile, el amigo de la Hondegardo.
Discretamente asomada a su balcón, Inés creyó legado el mo-
mento de actuar y gritó con la mayor fuerza de su vida:
— ¡Que no sea, que no sea mi marido adorado!
Los pecados de Inés de Hinojosa 479
Ante los gritos de la mujer, Engracia se desprendió del tumulto
y corrió hacia la puerta de Inés, ya abierta por orden del ama. Allí
se encontraron las dos mujeres y cuando la ventera corroboró la
sospecha, Inés salió a la calle, corrió hacia la plaza y, presentándo-
se con la ferocidad de los antiguos indios, antes de ser sometidos
por el Imperio, abrió los brazos y dijo tal cantidad de palabras que
sólo se pudieron recoger las siguientes:
- Jorge Voto, amado mío, bailarín de las mil cortes, hijo del
emperador, dueño de Carora, maravila de Andalucía, quién te ha
matado, canallas, malnacidos, a los asesinos, a ellos, desvergonza-
dos, cuántas cuchiladas, te atravesaron el corazón, malditos sean,
te sacrificaron por Tunja, eres el Nuevo Reino de Granada, estoy
desolada, me duele el cuerpo, se me caen las piernas, qué dolor tan
terrible, llorad mujeres de Tunja, llorad conmigo, dadme un pu-
ñal, quiero matar a los asesinos, que vengan los oidores, ¿dónde es-
tá el Corregidor?, ¿no hay Corregidor?, los músicos, que vengan
los músicos, don Juan de Castellanos, escriba, escriba, escriba, ay,
ay, ay, ay. . .
Por fortuna, Inés cayó al suelo y, en consecuencia, se silenció,
quedando en el auditorio la idea de que esa mujer amaba mucho
a su esposo o, acaso, hablaba demasiado.
El Corregidor don Juan de Villalobos no era persona a quien las
noticias le cayeran de sorpresa, menos ésta. Había administrado
justicia en diversos asentamientos de Tierra Firme y, si contaba
con la confianza del Presidente Venero de Leiva, era por la mucha
sagacidad de su juicio y la calidad de su carácter. Así, tan pronto
como supo que Jorge Voto había muerto bajo un rosario de esto-
cadas, ordenó que el cadáver permaneciera cerca de la Iglesia Ma-
yor custodiado por arcabuceros y, luego, se dirigió hacia el sitio
donde lo hallaron. Marchó en compañía del lugarteniente Aguayo,
cuatro corchetes y dos alguaciles. En el hoyo del crimen encontró
la sábana no usada y rezagos de sangre, mezclada con tierra seca.
Como advirtiera huellas de zapatos de cuero, y junto a ellas, algo
parecido a gotas de sangre, buscó la procedencia inmediata de tales
huellas hasta legar a unas piedras donde había grandes manchas.
— Aquí fue el crimen —dijo.
Dio puntapiés al suelo. Un pedruzco rodó varios metros. El Co-
rregidor se acercó al pedruzco y miró en redondo, topando cerca
de unos yerbajos la famosa vihuela de Jorge Voto. La tomó en sus
manos, la vio intacta y sonriendo supo, desde entonces, que la vi-
huela contaría toda la historia del desgraciado bailarín. Caminan-
480 Próspero Morales Pradilla
do hacia la Plaza Mayor con la vihuela a manera de trofeo, ordenó
al lugarteniente:
— Esperadme junto al cadáver, que nadie ose tocarlo.
Apresurando el paso, fue a su Despacho y de su puño y letra es-
cribió un bando, por medio del cual convocó a todos los habitan-
tes de Tunja para que se presentaran ante el Corregidor con el áni-
mo de aclarar la dolorosa muerte de don Jorge Voto.
Al redoble de tambores y por boca de alguaciles, toda la ciudad
fue sacudida por el bando del señor Corregidor, de manera que a
los curiosos de la primera hora hubo de agregarse el resto de la po-
blación tunjana, cuyo número convirtió la atroz noticia en tumul-
to, creciendo a medida que pasaban los minutos y las gentes force-
jeaban por ver el cadáver de Jorge Voto. Las palabras dichas por
Inés de Hinojosa hasta desmayarse, volaron también de una casa a
otra, sin dejar en claro la desesperación de la viuda.
El Corregidor sólo se hizo presente en la Plaza cuando, después
de ordenar el bando, escribió y despachó un correo para informar
al Presidente Venero de Leiva sobre el crimen, darle una lista de
sospechosos, pedirle órdenes al respecto y sugerirle la conveniencia
de que él mismo fuese servido de venir a Tunja para hacer justicia.
Daban el primer toque de misa de diez, cuando el Corregidor or-
denó perseguir a los hermanos Bravo de Rivera, ausentes tras la
convocatoria del bando. El tumulto bajó de presión al segundo to-
que y como el Corregidor se dirigiera a la Iglesia, las gentes lo si-
guieron entrando en tropel cuando se oía el último repique de las
campanas, cuyos rejos seguían en manos de Pedro de Hungría.
Antes de legar Villalobos a la puerta del templo, se le atravesó
Inés de Hinojosa, ya repuesta del desmayo. Arrodillada ante el Co-
rregidor, con los cabellos despeinados y a grandes voces, clamó:
— Señor Corregidor, señor Corregidor, os demando justicia por
la sangre de mi esposo, vilmente asesinado cuando cumplía sus de-
beres de profesor de danzas.
— ¿A qué hora, señora mía?
— Anoche.
— ¿A qué hora?
— No lo sé, yo sólo os demando justicia.
— Sea —respondió el Corregidor.
Y, acto seguido, ordenó a dos corchetes aprehender a la viuda.
La devoción de los tunjanos por la Santísima Virgen hizo que el
templo se lenara de silenciosos fieles, a pesar de la manera como el
asesinato de Jorge Voto les cambió las buenas imágenes de la Glo-
Los pecados de Inés de Hinojosa 481
ría Eterna por este cadáver envuelto en una sábana, con sangre coa-
gulada y puesto en la calle. Los buenos cristianos no se atrevían a
mirarse unos a otros, ni siquiera dirigían la vista hacia el altar, sino
que, horrorizados, clavaban los ojos en el suelo. Había una ver-
güenza general y, al mismo tiempo, la curiosidad los roía, sobre to-
do a quienes presenciaron el arresto de Inés de Hinojosa.
Después de comprobar que los corchetes habían cogido de los
brazos a Inés y la conducían lejos de la Iglesia, el Corregidor don
Juan de Villalobos, vestido de negro, incluyendo el sombrero de
terciopelo y botas a la usanza peninsular, entró al templo dejando,
a su paso, una ola de murmullos como si fuera uno de los grandes
inquisidores de España. Subió al coro, donde los caballeros princi-
pales oían la misa, y allí encontró al encomendero don Pedro
Bravo de Rivera, entregado a las oraciones, sosteniendo en sus
manos un devocionario de pasta negra y bordes rojos. El Corregi-
dor miró al encomendero sin turbación, mientras pensaba en que
don Pedro debía darse muchos golpes de pecho, pues los hilos de
su historia venían de vieja data según los informes del oidor López
de Cepeda, habiendo burlado a don Jorge Voto de tiempo atrás,
quizá desde las primeras noches de Chivata cuando los forasteros
legaron a su casa.
Pedro Bravo de Rivera vio, por el rabillo de ojo, al Corregidor y
consideró que lo más prudente era continuar en actitud de ora-
ción, arrodilado en un reclinatorio de madera oscura, tomándose
las sienes con las manos y puestos los codos sobre el mueble. Pen-
só en que el Corregidor lo buscaba, pero desechó la idea conside-
rando que en tan corto tiempo no podría tener indicios más o me-
nos precisos sobre el crimen. Además, el sosiego de la gente dentro
del templo tras haber visto el cadáver, le indicaba que no había
sospechosos. "Tonto de mí —pensó— nadie sabe nada y quienes
pueden hablar no han hablado". Pero le disgustaba tener que estar
arrodillado, simular devoción y no enfrentar, inmediatamente, al
Corregidor. Sin embargo, prefirió continuar la comedia, optando
por bajar las manos de las sienes, entrecruzarlas y, alzar el rostro
sin mirar a ningún puntó fijo, abstraído en sus oraciones con el
recurso de mover los labios sin proferir palabra.
Terminada la faena en el campanario, Pedro de Hungría se revis-
tió de monaguilo y, como siempre le sucedía, las mangas de su ca-
misa resultaban más largas que las del hábito litúrgico, por lo cual
parecía un zafío vestido de angelote rojo con encajes blancos. Si-
tuado un paso atrás del padre Orejuela, respondía las oraciones
482 Próspero Morales Pradilla
con la regularidad del oficio bien sabido a pesar de sentirse casi pri-
sionero en medio de las circunstancias.
En la primera fila, quedaron vecinas doña Leonor de Castro y
doña Mencia de Figueroa. unidas siempre por la devoción a María
Santísima. Las dos damas se comunicaron entre sí con cerramiento
de ojos y respingos de nariz hasta cuando doña Leonor le dijo,
sotto voce, a doña Mencia:
— No veo a las Hinojosas.
Como doña Mencia era sorda no sólo por sus muchos años, sino
también por las angustias reprimidas y la gloria del capitán Suárez
Rendón, inquirió de su vecina levantando un poco la voz:
— ¿Decís?
Doña Leonor hizo cartucho con sus manos para repetir las pala-
bras por entre una trompeta de carne:
— Que no veo a las Hinojosas.
— ¿Las qué?
A este punto, la voz de doña Leonor pudo oírse entre las muje-
res del mismo escaño y aun en la segunda fila, por lo cual la noti-
cia corrió a lo largo de la nave principal y, luego, legó a las latera-
les, pero no subió al coro.
Pasado el introito, don Juan de Villalobos repasó las sospechas,
casi confirmadas, que lo acercaban a Pedro Bravo de Rivera: los
adulterios —pensaba— son muy difíciles de probar y, en este caso,
la ausencia de la tal Torralva dificulta el esclaramiento, porque
aquella mujer hubiese sido testigo casi perfecto. Pero en Tunja to-
da la sociedad sabe, de una u otra manera, que el encomendero y
la Inés son amantes. Es importante, además, que el primer marido
haya muerto acuchilado como lo dijo el oidor López de Cepeda.
Muy posible que, ahora, haya utilizado al amante para matar al
marido. ¿Tendría un amante al morir el primer marido?
Se había iniciado la lectura de la epístola cuando el Corregidor
se acercó al encomendero, buscó sitio en su mismo escaño, lo sa-
ludo con breve inclinación de cabeza y sentándose junto a él, le
dijo:
— Desde aquí oiremos misa.
Gracias a que el Corregidor entró al templo y, con él, curiosos
y curiosas, Inés quedó sola en medio de los corchetes, quienes no
sabían a dónde levar a la dama, cuyos brazos le parecían débiles
y suaves. Inés, resignada como las indias pero altiva como las espa-
ñolas, preguntó:
— ¿El señor Corregidor os dijo a dónde deseo ir?
Los pecados de Inés de Hinojosa 483
- Pues. . .
- Ya no podía tenerme en pie, tras la horribe nueva de la muer-
te de mi esposo.
c- .Era vuestro esposo?
- ¡Ay de mí! —exclamó Inés en tono lastimero.
- Señora: ¿a dónde vamos?
- Si no os molesta, levadme a casa.
Los corchetes acogieron el deseo de Inés, convencidos de que su
tarea era de conmiseración y no de justicia. Sin embargo, uno de
ellos advirtió, después de soltar a la dama y acompañándola de
manera gentil:
- Quizá permitáis que esperemos en vuestra casa al señor Co-
rregidor. Su orden fue de aprehenderos.
- La casa es vuestra y sólo os pido permiso para entrar a mi apo-
sento con el propósito de sosegarme hasta cuando legue don Juan,
tan buen amigo mío como de mi finado esposo.
- Sea —respondieron los corchetes al unísono.
Así, escoltada que no presa, entró Inés de Hinojosa a su casa.
Los corchetes observando las dimensiones del zaguán, el patio y la
escalera, comprendieron que la dama no sólo era principal sino
dueña de apreciable fortuna. Subían al segundo piso cuando apare-
ció Juanita con dos indias de Chivata. La sobrina, por gestos de la
tía, entendió que debía disimular algo incomprensible para ella.
Saludó a los corchetes como puta con rango de princesa:
- Adelante, caballeros —les dijo— y perdonad el desaliño de mi
cuerpo, pero estaba aseándolo al legar vosotros.
Los corchetes, así fuera hora de servicio y muy temprana para
los malos pensamientos, prefirieron las dos mujeres al rudo ceño
del Corregidor. Como Juanita intentara levarlos al primer piso,
Inés sugirió :
- Tal vez, Juanita de mi alma, estos caballeros estén más cómo-
dos en el segundo piso, cerca de mi alcoba.
- Como ordenes. . .
- Nosotros. . . —musitaron los corchetes.
Ambos permanecieron frente a la puerta del aposento de Inés,
mientras Juanita trajo una silla de la sala y, sentándose entre los
dos hombres, dijo:
- ¿Desde cuándo estáis en Tunja?
- Rafael hace un año y yo dos —contestó el corchete más audaz.
- No os había visto, señores míos.
- Salimos poco.
484 Próspero Morales Pradilla
— Y, ¿vosotros me habíais visto?
— Imposible, señora. . .
— ¡Señorita!
— Imposible haberos visto y no recordaros.
— Gracias.
Los corchetes se acercaron, poco a poco, a la silla de Juanita
hasta el punto de sentir ella el tufo de chicha agria y los humores
de hombres habituados al servicio del Rey, lo cual no ofrece ratos
de ocio para dedicarse a la limpieza.
Inés, entrando, echó una mirada al aposento, que no tenía la lu-
josa sobriedad de la alcoba matrimonial, pero sí recuerdos de su
vida: un arcón, que fue de sus padres, donde guardaba, un poco
desordenadamente, vestidos y toda clase de telas; la credencia de
Pedro de Avila con utensilios marcados I. de A.; una alegoría de
los Siete Pecados Capitales, regalada por el padre Orejuela; la cama
del matrimonio, trasladada allí cuando Inés separó su cuerpo del
de Jorge; y, desde luego, el pasadizo tras la cabecera. En un talego
amarillo, puso vestidos, enaguas, justillos, calzones, una túnica y
otras prendas. Corrió, entonces, la cama y, echando el talego ade-
lante, cruzó el pasadizo, tratando luego, de acercar nuevamente la
cama a la pared como lo hacía Pedro. Ya en la alcoba del enco-
mendero sólo vio el crucifijo sobre la boca del pasadizo y la puer-
ta cerrada. Se dirigió a ésta y la abrió. Así quedó dueña del segun-
do piso de la casa de Pedro. Desde cuando se fue la Hieromina, na-
die osaba andar por estos lugares sin la presencia del amo. Bajó
la escalera, saltándosele casi los senos del miedo que levaba como
una fuerza enemiga y agotadora. No vio a nadie en el piso bajo,
porque todos los habitantes de Tunja estaban en misa o prestos a
cumplir el bando del Corregidor. Llegó a la puerta de la calle y,
contra todo lo previsible, la halló cerrada con llave.
Los corchetes, estimulados por la tolerancia de Juanita, la to-
maron de los brazos y Rafael propuso:
— Mejor entremos al aposento y, en vez de una, tendremos dos
mujeres.
— Abre la puerta —asintió el otro, acercando la boca a la de Jua-
nita.
Pero la puerta no cedió. Un corchete sujetó a Juanita, y su com-
pañero golpeó, primero, la puerta, y luego, trató de empujarla. No
cedía, ni la señora que estaba adentro contestaba a los lamados de
la autoridad. Desesperados por lo que podría ser una burla castiga-
Los pecados de Inés de Hinojosa 485
ble no sólo con azotes sino, acaso, con el garrote vil. los dos hom-
bres dejaron libre a Juanita y comenzaron a derribar la puerta.
Mientras los corchetes empleaban la fuerza, probada en muchos
combates con los indios, Inés utilizaba la astucia para tratar de
abrir con los ganchos de su tocado la puerta principal de la casa de
Pedro Bravo de Rivera, a la sazón entregado a las ceremonias de la
santa misa en compañía del Corregidor don Juan de Villalobos.
Cuando Juanita se había refugiado en su alcoba, convencida de
que Hortensia tenía razón al pronosticar la venida de lo aciago, la
puerta del aposento de Inés cedió al impulso de los corchetes,
quienes entraron y no hallando a la dama vociferaban como mons-
truos, escupían y la buscaban hasta en los intersticios de la estera.
— La hideputa —gritó Rafael— debe ser la barragana del Judío
Errante.
— Calla y busca, malparido.
— Malparido vos, hijo de los infiernos.
Al borde de irse a las manos, Rafael empujó al otro corchete y
éste movió la cama para no caerse. Entonces descubrieron el pasa-
dizo.
Inés de Hinojosa, como una alimaña del monte, fue capturada
en un rincón del zaguán. Estaba agazapada a la manera india, con
la cabeza entre los hombros, el cabello sobre el rostro y quieta,
tan quieta como un árbol o como una piedra.
El Corregidor y el encomendero, sentados en el mismo escaño
del coro, no podían ser piadosos, en ese instante, porque ninguno
de los dos pensaba en la salvación eterna, sino en la manera de en-
frentarse a la justicia, el uno por el lado de la ley y, el otro, por el
del crimen. El coro olía a madera nueva, pues fue la última parte
construida en el interior de la Iglesia, que aún sin prelado lamaban
catedral. Pedro Bravo había visto, cerca de él, a dos personas, pero
en el mismo escaño sólo estaba el Corregidor, cuya cabeza trabaja-
ba en la historia del encomendero, buscando la manera de probar
el adulterio de Inés de Hinojosa, bien conocido en Tunja, y, por
ese camino, legar al asesinato de su esposo. A Pedro le desagradó
la presencia de un tercer feligrés en el escaño, que se arrodilló a su
izquierda, quedando el encomendero entre don Juan de Villalobos
y el recién legado, sin libertad para orar, ni siquiera para moverse.
Además, como estaba acostumbrado a percibir el rumbo de las mi-
radas, le pareció que hubo una seña de entendimiento entre sus
dos acompañantes. Sentado para escuchar la homilía del padre
486 Próspero Morales Pradilla
Orejuela, que en el coro apenas era el último rebote del eco, Pedro
sintió que el hombre de la izquierda sacaba algo de los pliegues del
ropón y, sin tiempo para impedirlo, entre los dos vecinos de esca-
ño le ajustaron grillos, dejándolo preso. Pedro Bravo de Rivera,
encomendero de Chivata, caballero principal de Tunja y conquista-
dor del Nuevo Reino de Granada era sometido, por primera vez en
su vida, a la justicia del Rey. ¡Quedó petrificado! No intentó nin-
gún movimiento que delatara su situación, así como el corregidor
se abstuvo de pronunciar palabra alguna. Los fieles decían:
— Credo in unum Deo. . .
El escribano Cabeza de Vaca, sabiendo que su cuñado era aman-
te de Inés, logró salir de la Iglesia, pues había tenido el cuidado de
permanecer en la puerta, donde solían agruparse los varones menos
severos en el cumplimiento de las obligaciones religiosas. Retro-
cediendo paso a paso, sin lamar la atención, tomó hacia la casa
del Fundador, luego dio una larga vuelta por detrás de la iglesia
y se dirigió al domicilio del encomendero. No pudo entrar, por
estar cerrada la puerta,y le pareció imprudente golpear la alda-
ba. Optó por la puerta cochera. Llegó a la caballeriza sin ser vis-
to por persona distinta a uno de los indios de Chivata, a quien
ordenó ensillar un caballo, dejarlo allí y pasar al primer patio
para vigilar la puerta principal. Cabeza de Vaca había escucha-
do las consejas de los tunjanos antes de entrar a la Iglesia, vio el
cadáver de Jorge Voto, sabía de los amores de su cuñado y, por
una vía distinta a la del Corregidor, legó a la misma conclusión:
Pedro estaba comprometido en el asesinato de Jorge y, acaso, Inés
también. Como el indio le contara que los corchetes se habían lle-
vado a Inés, el escribano confirmó sus primeras sospechas, arregló
los aperos del caballo escogido, arrimóles una lanza y echó en las
alforjas quinientos pesos de oro. Adulterio y asesinato —se dijo-
si mi cuñado no corre, antes de una semana colgará de algún árbol
de Tunja, a menos de que el señor Corregidor prefiera los encantos
de Inés, lo cual no parece posible por la alta moral de don Juan y
la manera como Pedro defiende sus hembras. Sin saber, que en
esos momentos el encomendero tenía puestos los grillos de la justi-
cia, el escribano fue en su busca para ayudarle en la fuga.
A pesar del trabajo, primero con las campanas y, luego como
monaguilo, Pedro de Hungría, sudando, no recobraba el color,
cuando hubo de coger las vinajeras para presentarlas al padre Ore-
juela en el momento de la consagración. Tras el altar se veía un
gran crucifijo enviado desde el Perú por una dama descendiente ce
Los pecados de Inés de Hinojosa 487
los Pizarros que había conocido a la madre de doña Mencia de Fi-
gueroa. Hungría tomó las vinajeras con pulso firme, es decir, disi-
muló sus temblores al participar en la Eucaristía después de haber
dado muerte a un cristiano. Se acercó a la sagrada mesa y comenzó
a servir el vino en el cáliz sostenido por las manos del sacerdote que,
así estuviera entregado al Señor en momento tan solemne, advir-
tió manchas de sangre en las mangas del sacristán, pues el hábito
de monaguilo no las cubría totalmente. El padre Orejuela en vez
de pronunciar las palabras rituales, se encaró al sacristán y mirán-
dolo airado, le dijo:
— " ¡Traidor! ¿Por ventura has sido tú en la muerte de este
hombre?". Pedro de Hungría perdió el disimulo y tembló desde la
coronilla hasta los pies. Parecía un esqueleto agitado, todos los
huesos se le movían sin poderlos someter a la mente que, por otra
parte, se le había alocado viendo, bajo el Crucifijo, a los maraño-
nes del tirano Aguirre cortando cabezas que caían en el hoyo don-
de lanzó a Jorge Voto. Sin embargo, pudo articular la más pequeña
de las palabras:
— "No"
El sacerdote bebió el vino, pero no pudo pensar en el milagro de
la Eucaristía sino en las manchas del sacristán.
Como el corregidor no había dado nueva orden, el cadáver de
Jorge Voto, custodiado por los soldados, permanecía en el piso de
la plaza, cerca de la Iglesia. Un sujeto con piernas de sapo fue el
único que se acercó en aquel momento al muerto.
— Apartaos —dijo uno de los soldados.
— Hay que llevarlo al centro de la tierra —respondió el hombre-
cillo.
— ¿Qué decís?
— En estos amargos tiempos todos cuantos regresan a la tierra
van agujereados.
— ¿Cómo os lamáis?
— Felipe Rotundo.
— ¿Y a qué venís?
— A llevarlo a la boca de la tierra, que son los hervideros.
— Allá os levaremos si no os largáis inmediatamente.
— Puedo esperar hasta después del fin, idiotas —replicó Felipe
desapareciendo como los espantos.
Uno de los soldados comentó:
488 Próspero Morales Pradilla
— Visteis lo que yo vi o ya me está atacando el Judío Errante
de tanto permanecer junto a este muerto.
— Quizá lo uno y lo otro.
Aunque la feligresía no se daba cuenta de lo sucedido en el coro y
en el altar, porque la misa se celebraba con la serenidad de to-
dos los días, algunos murmullos saltaban de escaño a escaño desde
el diálogo entre doña Leonor de Castro y doña Mencia de Figueroa
en torno a la ausencia de las Hinojosas. Del coro, como si rodara
por las escaleras, legó a la nave principal el rumor de que don Juan
de Villalobos y el encomendero Bravo de Rivera oraban muy cerca
el uno del otro. Las damas de la primera fila, celosas de las pala-
bras del celebrante, advirtieron una momentánea detención del pa-
dre Orejuela ante las vinajeras presentadas por el monaguilo. Algu-
nos comentarios venidos de los hombres que cerraban la puerta
con sus cuerpos, completaron la inquietud dentro del templo, don-
de el mayor crimen en la historia de Tunja hacía muy difícil la co-
municación de estos cristianos con Dios.
Por fin, el celebrante dijo: "Ite misa est". Pero nadie se movió
del templo como era lo usual. Los fieles parecían clavados al piso,
esperando que alguna autoridad —civil o eclesiástica— tomara la
iniciativa de salir. El padre Orejuela, aún revestido, pasó por entre
los creyentes en busca del señor Corregidor, pues las manchas de
sangre en las mangas de Pedro de Hungría eran indicio cierto de su
participación en el asesinato y debían aprehenderlo. Como pregun-
tara por el Corregidor, se le indicó el coro y allí lo encontró junto
a Pedro Bravo de Rivera. Al cruzarse las miradas de las supremas
autoridades de Tunja, el representante del Rey y el representante
de la Iglesia, aquél dijo:
— Salid adelante, reverendo Padre, que yo debo entregar el reo a
los chorchetes.
— ¿Habéis aprehendido un hombre en la Casa de Dios?
— Apenas he impedido su fuga.
— Hablaremos después sobre la posible violación del respeto de-
bido al templo.
— Sea —cortó el Corregidor, empujando a Pedro Bravo de Ri-
vera.
Una sorda exclamación de los asistentes rebotó por las paredes
cuando, en las escaleras del coro, los tunjanos vieron rodar al enco-
mendero de Chivata cargado de grillos. Luego lo agarraron seis cor-
chetes levándolo hacia la cárcel, mientras las gentes del templo
oían al señor Corregidor, quien, con su voz de batalla, dio un nue-
Los pecados de Inés de Hinojosa 489
vo bando, por el cual se ordenaba a todos los vecinos de Tunja que
trajeran sus camas y se establecieran en las naves de la Iglesia "so
pena de traidores al Rey y de mil pesos para la Real Cámara".
La mudanza de los tunjanos hacia la lamada Catedral comenzó
después del medio día de aquel sábado, cuando el cadáver de Jorge
Voto fue levado a su casa por cuatro soldados y puesto en la alco-
ba del pasadizo, como si al asesinato fuese necesario añadir el es-
carnio. Primero aparecieron en la plaza los caballeros, tras los cua-
les iban sus camas y mantas en hombros de la servidumbre. Con
paso de procesión entraron al templo, estableciéndose que los pri-
meros en legar podían situarse contra los muros, dejando el coro,
para las autoridades. Más tarde, desfilaron las mujeres, todas vesti-
das de negro, algunas llorando, rodeadas de criadas. Era la tarde
de la desgracia común.
El Corregidor vigilaba la mudanza en el atrio de la Iglesia. Vio a
Juanita de Hinojosa dispuesta a cumplir la orden de la suprema auto-
ridad. Pero no la dejó entrar, con estas palabras:
— Vuesa merced debe volver a casa y velar al muerto hasta lle-
var sus despojos al cementerio.
Muchos cristianos pensaron en que el Corregidor había hablado
con voz de misericordia. Pero quienes conocían la fina inteligencia
de don Juan de Villalobos estaban ciertos de que había dispuesto
un sabio castigo para la sobrina.
La legada de don Juan de Castellanos a las puertas del templo,
convertido en dormitorio de la comunidad, permitió disimular el
caso de Juanita. El notable cronista en vez de cama hizo que sus
criados trasladaran a la Iglesia una alta mesa toscana, una silla cor-
dobesa con cojines, tintero, plumas y papel, pues deseaba acatar el
bando sin perder de vista las exigencias de la posteridad.
El padre Orejuela no tuvo tiempo para buscar a Pedro de Hun-
gría. Un sentimiento parecido a la ira de los pecadores le devoraba
por dentro al comprobar los sacrilegios del Corregidor, quien no
sólo utiÜzó el sagrado recinto para aprehender a un cristiano sino
que. acto seguido, ordenó la invasión de la Casa de Dios, transfor-
mando el templo en refugie; de la promiscuidad. Con espíritu puni-
tivo y ardiente, se sentó en el despacho parroquial, destapó el mo-
desto tintero de vidrio, mojó la pluma y escribió una epístola a
don Francisco Adame, Dean del Arzobispado de Santa Fe, para que
éste comunicara al señor Presidente Venero de Leiva la atrenta que
el Corregidor Juan de Villalobos había hecho a la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, violando la Catedral de Tunja.
Próspero Morales Pradilla
Antes de trasladarse a vivir en la Iglesia para acatar el bando del
Corregidor, el escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, al comprobar
que Pedro había sido aprehendido, puso de presente su condición
de encomendero de Motavita y citó en su casa a una reunión de
iguales, a la cual asistieron los encomenderos de Mongua, Francis-
co Salguero; de Tunja, capitán Juan de la Madrid; de Boy acá, Die-
go de Partearroyo; de Cuítiva, Pedro López de Monteagudo; de Sa-
macá, Antón de Esquivel. Otros estaban lejos de la ciudad y Sebas-
tián García, encomendero de Icabuco. no aceptó la invitación, por-
que siendo dueño de la encomienda que fuera del señor Fundador
capitán Gonzalo Suárez Rendón, no consideró ajustado a la ley
asistir a la reunión convocada por el cuñado del reo. Dado el poco
tiempo disponible para defender a Bravo de Rivera, el encomende-
ro de Motavita no logró apoyo de sus iguales. Salguero, olvidando
las gratas noches de Chivata, sostuvo que, como protector de las
clarisas, no podía respaldar adúlteros; Partearroyo pidió que no lo
mezclaran en negocios ajenos a su encomienda; Esquivel anunció
pronto viaje a España; De la Madrid se consideró mal informado y
recató su opinión; López de Monteagudo, conocido por la amplitud
de su tratamiento a los indios, dio la mano a Cabeza de Vaca en se-
ñal de amistad. Estos últimos permanecieron en la casa cuando los
demás salieron y mirándose, el escribano dijo:
— Las gallinas, son gallinas. . .
— Esto viene de atrás.
— Desde antes de Cristo.
— Y continuará por el resto de los tiempos.
— ¿Sabes, Pedro López, que el juicio de tu tocayo Bravo de Ri-
vera menguará el poder de los encomenderos?
— Yo no diría "juicio", porque en los días que corren eso no
existe.
— ¿Y Venero de Leiva?
— Si bien le va a Pedro Bravo de Rivera, Venero de Leiva será su
Poncio Pilatos.
Desde su balcón, apretada la pequeña boca, pálida, húmedos los
ojos, y la cabellera tan negra como las telas del cuerpo y el verdu-
gado, Juanita de Hinojosa vio salir a la servidumbre y, poco des-
pués, a los encomenderos reunidos en la vecindad. Cuando López
y Cabeza de Vaca pasaron bajo el balcón, Juanita hizo una de sus
últimas coqueterías: tosió. El encomendero de Motavita la miró
y, quizá recordando los buenos tiempos, le lanzó un beso con la
mano derecha, que ella recogió como si la vida de antes no se hu-
Los pecados de Inés de Hinojosa 491
biera interrumpido. Había quedado sola en la inmensa casona con
el cadáver de Jorge Voto en la alcoba de su tía. No se atrevía a mo-
verse del balcón por temor a entrar en las tinieblas del muerto. Le
olió a podredumbre y advirtió que aquello no provenía del cadáver
sino de ella misma: de sus axilas, de su pelo, de sus nalgas, de su
pubis, de sus pies. Entró al aposento en busca de las viejas resinas
de Carora y las halló secas en los frascos, convertidas en polvillo
también maloliente. No pudo tenderse en la cama, como fue su
primer impulso, sino quedarse pegada al piso. Luego algo maléfico
la levó a la alcoba de Inés, donde yacía el cadáver sobre la cama
de los adulterios. Vio un Jorge Voto en descomposición, le pare-
ció formar parte de aquello, se le helaron las tripas, orinándose sin
darse cuenta y escandalizando al indio Tamo, hijo del cacique de
Soracá, que se había escondido en el pasadizo para no cumplir el
bando del Corregidor. El indio huyó hacia las caballerizas del en-
comendero Bravo de Rivera, donde halló, sigiloso y espantado, al
sacristán Pedro de Hungría cerca a un caballo ensilado. Se escon-
dió, nuevamente, y pensó en que la perversidad de los blancos nun-
ca descansa.
Si la casa de Jorge Voto olía a podredumbre, la Iglesia Mayor,
por la aglomeración de cristianos e indios, perdió los aromas del
incienso y, al paso de las horas, intensificó el olor de los huma-
nos, el más sucio de todos los animales de la creación, con la aña-
didura, por el clima y por la moda, de los gruesos trapos, los cue-
ros sudados, los pies sin calzas y las carnes sin baño. Parecía que
las tumbas del cementerio se hubieran destapado, regando por el
templo la pestilencia de los vivos y de los muertos. Aun los niños,
meándose en los rincones, añadían espesura al mal olor. Pero las
gentes, obligadas por la autoridad, no parecían molestarse por es-
tar en una cloaca, sino porque la Justicia, de suyo ciega, apretaba
por igual a los buenos y a los malos como si los predestinados de
ésta y la otra vida pudieran mezclarse con los condenados de siem-
pre, a la cabeza de los cuales debían hallarse esos seres sin alma
lamados indios cuyos olores no legaban a la fetidez de los caballe-
ros y las damas principales.
Inés de Hinojosa. presa, fue conducida a las caballerizas del Co-
rregidor, donde los corchetes la encerraron en el cuarto de los
aperos, prefiriendo cuidarla allí en vez de llevarla a la cárcel, por
ser dama principal y esposa del difunto. Con todo frío, desde las
narices hasta los pies, a la hija de Fernando de Hinojosa se le per-
dió la sangre española y, allí, convicta y miserable, sólo pudo
l
4)2 Próspero Morales Pradilla
pensar como india. Tenía la certidumbre de estar sola frente al
mundo, porque la desgracia aisla a las personas. En otro clima se
habría desnudado para volver a las libertades de antes y acercarse
a la muerte sin trapos. Pero acá, en el cuarto de los aperos, se cu-
brió con una gualdrapa y quiso rezar como le enseñaron en Nueva
Segovia de Barquisimeto, pero tampoco le había quedado religión
de tanto violar mandamientos. Para consolarse pensó en los días
que no conocía, cuando era niña y andaba con su madre corriendo
por playas bordeadas de cocoteros. La civilización la había levado
a sitios de encierro —alcobas, templos, caballerizas-. Si hubiese
sido salvaje para siempre como su abuela y, acaso, como su madre,
habría pasado la vida sin techos, sin paredes, sin puertas, sin leyes,
sin maldad. Inés de Hinojosa no lloraba, se mordió los labios hasta
sangrar; no tenía nada que ver con los infelices muiscas, pero con-
sideró, en el fondo de su vida, que estos pobres indios eran los úni-
cos seres humanos próximos a ella en el momento de la infamia.
A Pedro Bravo de Rivera lo colocaron tras la misma reja que
guardó a Rodrigo Zaino, como si no hubiera diferencias entre un
zafio y el señor encomendero de Chivata. La ira de Pedro era tan
grande que ni siquiera podía protestar, o gemir, o lanzar insultos.
Se había apoderado de todo su cuerpo, además de la mente, deján-
dolo absorto. Desde que el Corregidor le hizo poner los grillos, en
plena misa, no acertaba a enderezar sus ideas: era inconcebible que
un funcionario parido de mala manera, viniese, en nombre de su
mismo Rey, a dominar un conquistador de tierras y de reinos, due-
ño de mil preseas ganadas para honra de España, propietario de
indios, labranzas, casas, mujeres y títulos. Esta fiebre le andaba
por la sangre, se le metía entre los poros y legó a moverle los la-
bios hasta el punto de que uno de los centinelas próximo a los ba-
rrotes, le preguntó:
— ¿Decís algo, señor?
Pedro fijó su vieja mirada de odio en aquel rostro, puso los bra-
zos en jarra y con la jactancia de sus mejores días estalló:
— El Corregidor Villalobos y todos vosotros sois los hijos de los
hijos de las putas que ya murieron, ¡malditos!
— ¡Callad!
— Callarán vuestras madres que yacieron con hijos de puta co-
mo vosotros.
Dos soldados trajeron sendas alabardas e intentaron herir a Pe-
Los pecados de Inés de Hinojosa 493
dro por entre los barrotes. El, sacándoles el cuerpo, siguió gritando
hasta ser alcanzado en un muslo por la punta del arma:
- ¡Hijos de putaaaaaaa!
Cuando el indio Tamo, hijo del cacique de Soracá. vio en las ca-
ballerizas del encomendero Bravo de Rivera al sacristán Pedro de
Hungría, éste todavía levaba hábito de monaguilo, que se quitó al
ver el caballo ensilado por orden de Cabeza de Vaca. Enrolló el
hábito bajo las alforjas, miró a diesta y siniestra, puso el pie iz-
quierdo en el estribo después de soltar el lazo de la bestia, tomó las
riendas y salió de la casa, primero levando frenado al animal y,
luego, picándole los ijares para galopar. Corriendo a la puerta, el
indio apenas pudo ver la silueta del jinete en veloz carrera hacia
donde se esconde el sol, mientras los tunjanos lenaban la Iglesia
Mayor y el Corregidor comenzaba a interrogarlos para desocupar,
poco a poco, el templo. La primera orden de don Juan de Villalo-
bos, en aquel sagrado lugar, fue la de liberar de todo compromiso
a doña Mencia de Figueroa y a sus criadas, para que la benemérita
dama pudiera regresar a casa sin mayores fatigas. Luego, dio permi-
so de salir a las demás mujeres, excepción hecha de Hortensia de
Godoy, Paquita Niño y las criadas tanto de Jorge Voto como de
los hermanos Bravo de Rivera. Estas últimas pasaron a la cárcel.
Paquita Niño, hablando en voz alta con el ánimo de burlarse, dijo
al Corregidor cerca del pulpito:
- ¿Después de dormir con vuesa merced podré regresar a casa?
- Lo ignoro.
¿Por qué tantas exigencias con esta amiga vuestra?
- Apartadla —respondió el Corregidor ordenando a los corche-
tes que se levaran a Paquita.
En medio de los corchetes, la prisionera, gritó:
¿Y qué haré con tantos hombres, señor Corregidor?
Salida la escandalosa mujer, Hortensia se postró a los pies de
don Juan, diciéndole:
- Piedad, señor Corregidor. . .
- Podéis iros —replicó don Juan-. Más quedaos encerrada en
vuestra casa hasta nueva orden mía.
- Gracias, señor Corregidor.
Idas las mujeres, don Juan subió al pulpito, por ser el sitio pro-
picio para hablar y ser oído. Desde allí ordenó al escribano Cabeza
de Vaca tomar la mesa de don Juan de Castellanos, así como sus
folios y pluma para escribir cuanto el Corregidor dictase. Así mis-
mo hizo al lugarteniente Aguayo responsable de que nadie entrara
494 Próspero Morales Pradilla
o saliera del recinto. Y se inició una de las más densas, prolijas, se-
veras, constantes, seguras y rápidas investigaciones de que tenga
noticia el Nuevo Reino de Granada. La clerecía, incluyendo frailes
y legos, también fue exonerada de testimonio, por lo cual don
Juan de Castellanos hubo de salir, a regañadientes, del templo,
pues prefería estar donde se cuece la historia y no en el remanso
de su biblioteca.
Llegada a su casa, Hortensia pasó al solar donde pudo orinar a
sus anchas. Luego se acostó sobre la cama, colocándose en forma
de equis para multiplicar las fuerzas de su hálito. Contó sus pro-
pios huesos desde los que arquean los dedos de los pies hasta el
cráneo, deteniéndose en las falanges, las falanginas y las falangetas.
Metió la mente por entre las venas con el propósito de sosegarse.
Cerró, luego, las piernas y puso los brazos rectos a lado y lado del
cuerpo, contando de adelante hacia atrás desde el número cien,
que tiene la redondez del sueño. Logró la paz indispensable para
volver a la vigilia de lo conveniente. Cobijóse, entonces, con la
mantilla negra, desperezó los brazos y se dirigió a la mesa de los
menjurjes. Puso a hervir agua con hollín de la chimenea para se-
parar el vapor de las tinieblas, agregó dieciocho habas en busca de
las fronteras entre la dicha y la desdicha. En otro sitio colocó cera
virgen dentro de una marmita calentándola para percibir la buena-
ventura. Hortensia estaba convencida de sus poderes y, al legar el
día de lo aciago, como ahora lo comprobaba, quiso disponer de
los elementos necesarios para no caer entre las víctimas. Se había
quitado todo menos la mantilla, permaneciendo desnuda bajo la
seda negra y estaba ya al borde del trance, cuando entró Juanita de
Hinojosa a la carrera, despeinada, con ojos asustados.
Juanita no había resistido el castigo de acompañar el cadáver de
Jorge Voto. A pesar de que no debía violar las órdenes del Corregi-
dor y de que Tunja era un peligroso desierto, no soportó la angus-
tia de estar sola junto al asesinado. Optó por refugiarse en su al-
coba, pero le legó el olor a mortecino y la envolvió. Luego bajó a
las dependencias de la servidumbre, pero eran oscuras, malsanas,
casi podridas y parecían lenas de fantasmas de indios. Pensó en los
indios muertos por las espadas y las lanzas de los españoles. Cre-
yó que allí, precisamente allí, habían asesinado al último empera-
dor y lo vio con rostro de pómulos salientes, demasiado apacible
frente a la desgracia. Se sintió acorralada con malos espíritus ro-
deándola y, arriba, un hombre que la había poseído y. ahora, te-
nía sangre coagulada en el pecho, en la espalda, en las piernas, en
Los pecados de Inés de Hinojosa 495
el cuello. Sin saber cómo. Juanita de Hinojosa huyó de los espan-
tos, corrió por media Tunja y se presentó, movida acaso por el dia-
blo, en casa de Hortensia de Godoy, cuando la extraña mujer lle-
gaba al climax de sus brujerías.
Juanita cayó a los pies de Hortensia y ésta la dejó en el sue-
lo, conminándola:
- De ahora, en adelante, serás una rata.
Y Hortensia creyó que sus frases producían lo ordenado, legan-
do por fin al trance. Así pudo desatar el nudo de lo aciago, dando
a los pecadores la gracia de la luz y al Corregidor la suerte de la ce-
ra virgen.
Temblorosas por tantas desgracias, legaron las damas principa-
les a casa de doña Mencia de Figueroa. Esta había logrado recupe-
rar el aspecto, es decir, la serie de condiciones interiores y exterio-
res que garantizaban la dignidad. Vestida de luto no sólo por la
muerte de Jorge Voto, sino también por la melancolía colectiva, su
pálido y arrugado rostro envejecido junto a la gloria del Fundador,
parecía representar la majestad del Imperio en una sala cuyas ta-
pias, bordeadas de figuras multicolores, ostentaban el blanco de la
pureza junto a pesadas cortinas venidas de Castilla. El único cua-
dro de la estancia era un retrato de don Gonzalo Suárez Rendón
con las armas de su ciudad. Cuando doña Mencia vio más de doce
damas conspicuas, se situó junto al retrato del Fundador y dijo,
bajando los párpados en un suspiro ahogado:
— Señoras, vamos a invocar a Dios.
Todas cayeron de rodillas, casi con la rapidez del arrebato, y
rezaron el "Padre Nuestro", seguido del "Ave María"; con tal de-
voción y tantos propósitos de enmienda, que bien podría pensarse
en que la lascivia, la contumacia e, inclusive, el crimen, comenza-
ban a borrarse de Tunja.
Luego, doña Mencia hubiera debido presentar opiniones sobre la
tragedia general, pero las mujeres, así fuesen principales, preferían
dejar a los hombres el problema de opinar, con lo cual, no engro-
saban los contratiempos de manera directa. Cuando doña Mencia
pronunció la primera palabra, las demás optaron por hablar sin ila-
ción, uniendo muchas interjecciones y lenando el recinto de frases
repetidas. El murmullo, cada vez más alto, estaba al borde de con-
vertirse en gritería cuando Leocadia, la criada de doña Mencia,
apareció en la sala con tazas de chocolate y colaciones, haciendo
posible que la conversación se dedicara a ponderar las golosinas,
496 Próspero Morales Pradilla
tratando de recordar recetas similares y dando noticia de los gustos
gastronómicos de los maridos, todavía encerrados en la catedral
bajo la implacable severidad del señor Corregidor, cuyas órdenes se
estaban cumpliendo desde los barrancos hasta Teta de Agua con la
eficacia propia de los tercios españoles, que no sólo dan ejemplo
en la lucha contra los enemigos del Rey, sino también contra los
cristianos descarriados como algunos encomenderos del Nuevo
Reino dé Granada. Al terminar la reunión, las damas principales
habían entendido esta sugerencia de doña Leonor de Castro:
— En adelante, ninguna de nosotras podrá estar en el sitio de
las Hinojosas.
— ¿Ni en la iglesia? -preguntó un coro.
— Tal vez en la iglesia. . . —terció doña Mencia.
— Pero no en la misma nave —afirmó doña Leonor.
Así, con una especie de consigna entre pecho y espalda, además
del chocolate, las mujeres virtuosas y encopetadas, con bordes de
nobleza en el linaje, dejaron a doña Mencia de Figueroa en su casa,
mientras todas y cada una se dirigía a la propia, pasando lejos de
la Catedral para que los hombres no las tomaran por curiosas. Do-
ña Mencia se aflojó el ajustador, que solía irritarle la parte baja del
seno izquierdo, lamó a Leocadia y le ordenó:
— No vuelvas a mentar a las Hinojosas en esta casa.
Cuando ya las damas retornaban a sus hogares, el Corregidor de-
jó a los hombres, en la Iglesia, bajo la responsabilidad del lugarte-
niente Aguayo, y se presentó en la botica de Hortensia, dando
apenas tiempo para que Juanita se escondiera en la cocina.
— ¿En qué os puedo servir? —dijo Hortensia al verlo.
— En mucho.
— Mandad, señor Corregidor y, soy toda vuestra.
— Dejaos de puterías y contestadme algunas preguntas.
— Vos mandáis, señor.
Juan de Villalobos ocupó una silla, despejó con las manos el
olor a brujería pasándoselas varias veces frente a las narices y pre-
guntó:
— ¿Estáis sola?
— ¿Yo?
— Sea: ¿viene aquí con frecuencia la tal Juanita de Hinojosa?
— Viene.
— ¿Y su tía Inés?
— ¡Nunca!
— Pero vos vais a su casa.
Los pecados de Inés de Hinojosa 497
— Por el trabajo.
— ¿Qué trabajo?
— Platos, costuras. . .
— Y brebajes, y filtros, y alcahuetería.
— Santo Dios —anotó la mujer, haciendo la señal de la Cruz.
— ¿Conocéis de amores a vuestros clientes y a las mujeres que
os visitan?
— Acaso vuesa merced piensa. . .
— Pienso en que vuestra casa es lo más parecido a un burdel de
Flandes.
— Me insultáis, señor. . .
— Y apenas comienzo.
— Tened compasión.
— ¿Vos la habéis tenido?
— A nadie he perjudicado con la preparación de viandas o la
costura de enaguas.
— Con eso, tal vez no; pero con la alcahuetería, sí.
— ¡Dios me ampare!
El Corregidor se levantó y, con pasos lentos, anduvo de una a
otra pared de la estancia, revisando frascos, ollas, pastas,flores,pa-
los y cojines. Luego se detuvo frente a Hortensia con la diestra ex-
tendida hacia el rostro de la mujer, diciéndole:
— ¿Cuántas veces alojasteis en esta casa a Pedro Bravo de Rivera
e Inés de Hinojosa?
— ¡Nunca!
— ¿Lo juráis?
— Lo juro.
— Recordad que el falso juramento no sólo os levará al infierno,
sino que aquí, en la tierra, es castigado con azotes, según ordenan-
za del Corregidor.
— Yo no juro en falso.
— Sea.
Juan de Villalobos se acercó a la puerta de la cocina, iba a abrir-
la, pero lo distrajo un papel puesto bajo un cuchillo de plata. Leyó
el papel: "Grasa de macho cabrío, cabellos de ahorcado, cola de
cóndor, hollín, huevas de pescado. . .". Lo arrugó y lo guardó, des-
pidiéndose .
— Tened cuidado, porque también la brujería leva al infierno y
es castigada en este mundo.
Tras cerrar la puerta y trancarla, Hortensia le dio la espalda y
498 Próspero Morales Pradilla
vio a entrar a Juanita aterrada. Quiso pegarle, pero se contuvo al
oírla:
— Las dos somos blancas, Hortensia, estamos perseguidas, nece-
sitamos un hombre que nos salve.
El Corregidor volvió a la Iglesia, subió al pulpito y, desde allí,
dio cuenta pormenorizada del crimen, habló de los indicios halla-
dos, señaló los nombres de tres sospechosos —Pedro y Hernán Bra-
vo e Inés de Hinojosa—, anunció la gravedad del momento, solicitó
la fraternidad de los cristianos y dio permiso de salir a todos me-
nos a Hernán Bravo de Rivera. El padre Orejuela aprovechó el
silencio tras las palabras del Corregidor, para gritar desde el altar:
— Hernán Bravo de Rivera no está aquí, como tampoco lo está
Pedro de Hungría.
— Maldición —gruñó el Corregidor.
— Os ruego, señor Corregidor —agregó el párroco— no añadir las
desvergüenzas de vuestro vocabulario al sacrilegio de haber conver-
tido la casa de Dios en patio de presos.
— ¡Callad, señor cura!
— Estoy en el altar de mi Señor.
— ¡Salid todos!
Mientras los varones salían del templo a una hora en que, regu-
larmente, estaban durmiendo en sus camas, el padre Orejuela se
arrodilló ante el altar, abriendo los brazos en señal de intensa ora-
ción, impidiendo así que el Corregidor pudiera abordarlo. Ya en la
puerta de la Iglesia, don Juan de Villalobos comentó al lugarte-
niente Aguayo:
— Cura mal agradecido. . . ¿Será que él también ha montado a
las Hinojosas?
El lugarteniente Aguayo, a quien se le había cerrado la boca des-
de las primeras horas de la mañana, miró con asombro al Corregi-
dor y apretó bien los labios para evitar cualquier palabra que pu-
diera comprometerlo, pensando en las fiestas de Hortensia con Pa-
quita y Juanita. Por eso casi no oye la orden del superior:
— Redoblad la guardia y no permitáis que nadie salga de los lin-
deros de Tunja. Quien lo intente deberá ser levado inmediatamen-
te a mi presencia.
Entre los primeros en abandonar la Iglesia estaba el escribano
Cabeza de Vaca, cuyos cojones un poco averiados por el trágico
día mantenían, no obstante, la fuerza necesaria para jugarse el'pe-
llejo en beneficio del cuñado y de sus amigos, pues si su oficio eran
las leyes no en vano había recibido la encomienda de Motavita y
Los pecados de Inés de Hinojosa 499
andaba en lances de amor como cualquiera de sus iguales. Fue a casa
de Pedro Bravo con el propósito de desensilar el caballo que había
dejado listo para la fuga del cuñado. Pero no lo halló. Pasó, enton-
ces, por su casa, guardó bajo lave algunos documentos, fue al solar
para aligerarse y, a buen paso, tomó el camino de la botica de Hor-
tensia, donde encontró a las dos desesperadas mujeres que busca-
ban un hombre para preparar la fuga. Ambas se le colgaron al cue-
llo, lo besaron y Juanita habló:
— Creímos. . .
— Vuesa merced —saltó Hortensia— vino por mi conjuro.
— Necesitamos un hombre —complementó Juanita.
— No lo dudo.
— Pensamos. . .
— Acaso, ¿podéis pensar?
Hortensia empujó al escribano sobre un canapé y sentándose a
sus pies mientras Juanita lo hacía junto a él, le dijo entre senten-
ciosa y triste:
— Señor escribano: os necesitamos para fugarnos de Tunja, el
maldito Corregidor las ha tomado contra las hembras.
— Y los varones. . .
— Ayudadnos, don Juan Ruiz Cabeza de Vaca, en nuestra debi-
lidad e intenciones.
— Si pretendéis iros, seréis aprehendidas y juzgadas como cóm-
plices.
— Lo arriesgamos, señor. Llevadnos con vos a Motavita.
En este siglo, cuando es gracia salvar el propio pellejo, nadie ha
pensado en ayudar a los perseguidos, porque la vida no da para la
misericordia. Pero el escribano se dejó tentar de las dos mujeres co-
mo antes al buscar compañía para su cama. Por fortuna hay hom-
bres que agradecen los coitos después de gozarlos como le sucede
al escribano de Tunja y encomendero de Motavita, cuyas palabras
tranquilizaron a Hortensia y Juanita:
— Esperad aquí. Volveré con caballos.
A estas horas de la noche el maleficio había caído sobre Tunja
con tanto rigor que, salvo excepciones desconocidas, nadie pudo
cohabitar en la ciudad. Las camas no se arrugaron por las faenas
del amor, sino por el miedo de las parejas, pues lo sucedido en este
día indicaba que el Judío Errante comenzaba a marcar su paso por
Tunja como antes lo hiciera en Constantinopla y Roma, donde
las enfermedades infecciosas habían sido la secuela de su sombra.
Aquí no mostraba pústulas visibles, sino la putrefacción de las al-
500 Próspero Morales PradiUa
mas merced al estrago del Maligno sobre las conciencias. La muerte
de Martina y, ahora, el asesinato de Jorge Voto, seguido por la pro-
fanación de la casa de Dios, los conjuros de Hortensia, el adulterio
de Inés, la putería, el escarnio, la sevicia de los encomenderos, en
fin: lo aciago. Parecía que Tunja formara parte del Infierno de no
ser por las oraciones de doña Mencia de Figueroa y la presencia de
tanto eclesiástico en una sola ciudad.
La serenidad del Corregidor, que se convirtió en pesado sueño,
y el miedo general, hicieron posible el pronto regreso del escribano
a casa de Hortensia, donde ésta y Juanita, con vestidos para largo
viaje, es decir, propio de jinetes, abrazaron al salvador que trajo
dos caballos, ambos con sillas de hombre. Juanita y Hortensia acep-
taron ser las primeras mujeres que en la muy noble y muy leal ciu-
dad de Tunja montaran a horcajadas. Siempre se había dicho cuan
peligroso era para la salud del cuerpo y del alma que una mujer ca-
balgara de manera hombruna. Pero cuando la desgracia impone sa-
crificios, nadie sería osado de rehusarlos. Cabeza de Vaca, des-
pués de verlas montadas como dos lanceros, aconsejó:
— Tomad la ruta de los hervideros. Un indio de mi encomienda
os alcanzará pronto, seguidlo hasta Pamplona. Luego, buscad ayu-
da para viajar a Nueva Segovia, donde Juanita tiene amigos.
— Mejor, Carora —observó Juanita.
— ¿Por qué? —preguntó Hortensia.
— Soy muy amiga del Corregidor.
Cabeza de Vaca alzó la diestra, tras dirigir los caballos hacia el
norte y, antes de descargarla sobre las bestias, hizo una última re-
comendación:
— No os devolváis, porque moriríamos todos.
Dio la palmada en el anca del caballo de Hortensia y se oyó el
único galope de esa noche en la ciudad.
Cuando el padre Orejuela, el lugarteniente Aguayo y la servi-
dumbre de Jorge Voto, entraron a la casa de éste, eran las seis de
la mañana del domingo. Aguayo buscó a Juanita más con el pro-
pósito de consolarla que de perseguirla, pero no viéndola optó
por disimular en recuerdo de coitos que un buen español no echa
en el saco roto de la ingratitud. Gracias al clima, el cadáver de Jor-
ge Voto no estaba fétido. Pero fue difícil colocarlo en el ataúd,
faena a la cual se dedicaron los indios que servían a Inés. Cuando
cerraron la tapa, todos los presentes descansaron y el párroco rezó:
— Réquiem eternam. . .
El padre Orejuela celebró misa rezada en la Iglesia frente al po-
Los pecados de Inés de Hinojosa 501
bre féretro del bailarín sacrificado. Fuera del representante de la
autoridad, del celebrante y los siervos, sólo había tres borrosas mu-
jeres en el templo.
El lugarteniente Aguayo sirvió de monaguilo, oficio que nunca
había prestado fuera de España. Por fortuna, el padre Orejuela le
ayudó como consueta.
El hombre que aspiraba a ser tan importante como un oidor de
la Real Audiencia y, acaso, el mayor cortesano de Santa Fe, fue
levado al camposanto —potrero en el camino de Chivata— por in-
dios de la servidumbre, cuya única compañía fue el padre Orejue-
la, quien tras echar el último puñado de tierra sobre la tumba de
Jorge Voto, exclamó en voz alta, como si lo estuvieran escuchando
los siglos:
— Aquí terminan las vanidades del mundo.
A esa misma hora numerosos corchetes, por orden del Corregidor,
buscaban a Pedro de Hungría y a Hernán Bravo de Rivera. Unos se
arrastraban por las cavernas de los barrancos, al sur; otros, subían
a ios cojines indígenas; los terceros, andaban por las laderas de
Soracá rumbo a la encomienda de Chivata; y un pequeño grupo se
dirigía a la encomienda de Motavita. El Corregidor, sentado < en una
silla cordobesa, pensaba intensamente como debe hacerlo un buen
investigador. Esto significa que desde las alturas de los encomende-
ros y las alcobas perfumadas bajaba, con la mente, a las pesebreras
y los aposentos de la servidumbre. Escudriñaba detalles con la mi-
radafijaen la vihuela, recostada contra la pared frontal, pues esta-
ba cierto de que el bendito instrumento le indicaría las menuden-
cias del crimen. Para él, la vihuela debía sonar, en casa del cornudo,
mientras se consumaba el adulterio de Inés. En este punto de sus
reflexiones, tomó el instrumento y pasó la diestra sobre las cuerdas,
quedándose perplejo por la manera como su inteligencia profundi-
zaba en el pretérito.
En "Las Cuadras" de Tunja los corchetes resolvieron hollar
una labranza de maíz, pues su misión los autorizaba a violar cuanto
fuese violable, incluyendo los cultivos. Allí encontraron a Hernán
Bravo de Rivera con hábito de mujer, tendido en el suelo, las pier-
nas entre los brazos y la cara untada de sangre. Cuando los corche-
tes lo agarraron, gritó sobrecogido:
— ¡Soy inocente, soy inocente!
Lo levaron ante el Corregidor, quien miró al preso y ordenó:
— Dejadme solo con este individuo.
502 Prospero Morales Pradilla
Las-enseñanzas de Lope de Aguire, que permitieron a los mara-
ñones someter indios y descabezar españoles, sirvieron a Pedro de
Hungría en su fuga de Tunja. Volvió a vivir las antiguas andanzas
para aguzar el oído, husmear los caminos, utilizar la maraña, tra-
tar de silenciar el ruido de la cabalgadura, apurar los minutos, no
dejar rastros, salvarse, como antaño, de cuanto lo amenazaba. No
comió, ni bebió, en muchas horas, sosteniendo el galope del caba-
llo, que parecía azogado por los nervios del jinete. La noche del
sábado lo cogió en una alta montaña, después de correr todo el día
hacia el poniente. Habituado a los azares de la soledad y la perse-
cución, tuvo sosiego suficiente para buscar la concavidad de una
roca, colocar ramas frescas, desensilar el caballo, atarlo a un árbol
con pasto circundante y tenderse. A pesar de la fatiga y de tanta
experiencia, el sacristán no pudo dormir. Le sonaban las campanas
entre los oídos, veía el cadáver de Jorge en los sitios más oscuros
de la espesura, mientras mosquitos y otros insectos le atormenta-
ban la cara y el cuello. Quiso recapacitar con el ánimo de arreglar
el futuro, pero sólo pudo advertir cuan miserable había sido su vi-
da de buscón en España, paje de malas razones en la Isla Margarita,
asesino en las huestes del tirano Aguirre, perro en Carora y Pamplo-
na, criminal en Tunja. . . "Maldita sea —mustió— hasta el amor ha
sido para mí sólo mierda". Quería seguir viviendo, estaba dispues-
to a borrar sus propias huellas, a legar a cualquier sitio donde na-
die conociera las desgracias de este hombre venido a Tierra Firme
con el propósito de participar en la conquista de un Imperio para
España, pero que apenas había logrado trasladar al nuevo conti-
nente la podredumbre del viejo.
Después del alba, Pedro de Hungría retomó el camino, cabal-
gando con el sol naciente a la espalda, mientras Tunja, sujeta a la
férrea voluntad del Corregidor Villalobos, se convertía en un mazo
que impondría la justicia así fuese menester golpear el pecho de
los encomenderos.
Hernán Bravo permaneció largo rato de pies frente al escritorio
del señor Corregidor, cuando los corchetes lo dejaron al cuidado
de don Juan de Villalobos, entregado a revisar papeles sin alzar la
vista. Hernán estaba atado de manos tras la espalda, el pelo albo-
rotado y los ojos espantados. El Corregidor tosió y, como si habla-
ra solo, dijo:
- ;Sois un asesino!
— Soy inocente, Vuesa merced.
Los pecados de Inés de Hinojosa 503
— Callad, imbécil, si no queréis azotes.
— Mandad, señor Corregidor.
Don Juan de Villalobos se levantó del asiento, empujó a Hernán
sobre una silla de cuero con las armas de Castilla en el espaldar, e
interrogó:
— ¿Pedro Bravo de Rivera e Inés de Hinojosa son amantes?
— No lo sé.
— Imbécil: no os pido que digáis que "no".
— Como quiera Vuesa merced.
— Entonces, ¿"sí"?
— Lo que Vuesa merced diga.
— Y vos, Hernancilo ¿por qué matasteis a Jorge Voto?
— Soy inocente, Vuesa merced.
— Pero huíais vestido de mujer..
— Por miedo.
— ¿Miedo de qué o de quién?
— De Pedro de Hungría.
— ¿El sacristán?
Hernán había pensado todo el día y toda la noche, sujeto a los
escalofríos, cómo podría librarse de la acusación. Poco antes de
ser capturado, ya había decidido culpar al sacristán de lo imagina-
do y lo imaginable. Así, durante el interrogatorio, habló del odio
de Pedro de Hungría hacia Jorge Voto y de la mucha simpatía que
él -Hernán— tenía por el muerto como consecuencia del noviazgo
de su hermano con Juanita de Hinojosa. El Corregidor no hizo
más preguntas, porque la prisa en descubrir los crímenes suele de-
jar muchos detalles por fuera. Pero ordenó encarcelar a Hernán
Bravo de Rivera cerca de su hermano y darle hábito de hombre,
poniendo espías para escuchar sus conversaciones, que minease rea-
lizaron porque Pedro, malicioso como los indios de su encomien-
da, impuso silencio para evitar las imprudencias de Hernán, quien
legó a la única mazmorra de Tunja como si se acercara al paraíso,
convencido de que saldría libre de culpa y podría largarse, bien
pronto, a sitios menos peligrosos.
Cerca de los hervideros un par de ojos vieron pasar hacia el nor-
te un indio y dos mujeres al galope de sus caballos, como si los
azuzara la muerte. Felipe Rotundo salió de su escondite cuando ya
el trío se había perdido en el horizonte, se acercó al pozo azul, el
más caliente de todos, y moviendo las aguas con un palo, sentenció:
— Se están saliendo las ratas.
504 Próspero Morales Pradilla
Pasó el resto del día meditando y absorbiendo humo. Ya al ano-
checer, se dijo:
— Debo purificarme, porque yo también estoy untado de Hor-
tensia.
Las intuiciones no suelen ser buenos instrumentos de los investi-
gadores, pero el corregidor Villalobos se empeñó en la importancia
de la vihuela para el esclarecimiento del crimen, cuyos protagonis-
tas, a juicio suyo, ya estaban en lugares adecuados para esta clase
de sucesos: el cementerio y la cárcel. Retirado Hernán de su pre-
sencia, el Corregidor tomó la vihuela y quiso rasgarla como lo hu-
biera hecho Jorge Voto. Pero unas manos encallecidas al servicio
de Su Majestad y unos oídos duros por la pólvora y las faenas de
conquista, le impidieron sacarle alguna armonía a las cuerdas que,
pulsadas por Jorge eran melodiosas y, ahora, parecían ruido de
alambres. Colocó la vihuela sobre el escritorio y comenzó a mirar-
la por todas partes como los perros cuando desconfían de algún
bocado. Descubrió raspaduras recientes debajo y a los lados, pero
ninguna huella de sangre, por lo cual conjeturó que el instrumento
había rodado por el suelo antes de que la víctima recibiera la pri-
mera estocada. Una pregunta que lo perseguía desde el primer mo-
mento, se le convirtió en grito: "Carajo: ¿el idiota por qué levaba
la vihuela a su asesinato?". Sin mayores esfuerzos, le llegó, al fin, la
respuesta: "Porque salió de su casa engañado, con el pretexto de
tocar vihuela. . . Pero ¿quién la toca en una trocha perdida, bien
entrada la noche?".
Ahí se le atascaron las deducciones al señor Corregidor, prefi-
riendo, entonces, recordar que cerca al sitio del crimen, gracias a la
humedad del piso, pudieron verse claras huellas de zapatos de cuero,
que sólo usaban en Tunja el encomendero Bravo de Rivera y el es-
cribano Cabeza de Vaca, quien, como legado del Cielo, pidió en
este preciso momento, ser recibido por la máxima autoridad tun-
jana.
— Pensaba en vos, señor escribano —dijo Villalobos.
— ¿Para bien o para mal?
— Vos lo juzgaréis, así se trate de una pequenez.
— Hablad, señor Corregidor.
— Decidme, don Juan Ruiz Cabeza de Vaca, ¿usáis zapatos de
cuero?
— Tengo un par.
— ¿Dónde lo hubisteis?
Los pecados de Inés de Hinojosa 505
— Regalo de mi cuñado.
— ¿El preso Pedro Bravo de Rivera?
— Yo diría, si vuesa merced lo permite, el injustamente sospe-
choso encomendero de Chivata.
Por este camino, leno de trampas para la astucia del escribano,
dialogaron los dos hombres considerados, junto con don Juan de
Castellanos, como los más sabios de Tunja. Cabeza de Vaca veía
los peligros de cada frase del Corregidor cuando apenas la estaba
pronunciando, mientras éste creía adivinar la verdad en los ojos del
escribano. Pero no se legó al crimen propiamente dicho, sino a los
episodios de alcoba, tan frecuentes para ampararse del frío de Tun-
ja y disfrutar las delicias del Renacimiento.
— Por cierto —dijo el Corregidor a manera de ejemplo- el enco-
mendero Bravo de Rivera y la esposa de Jorge Voto eran vecinos...
— ¿Vuesa merced considera que la vecindad puede ser delito?
— Delito, no: pero tentación, ¡sí!
— Señor Corregidor: ¿Y quién, en este mundo tan distinto al de
antaño, puede estar libre de tentaciones?
— Acaso vos. . .
Ni siquiera vuesa merced, don Juan de Villalobos.
Sería demasiado largo transcribir esta refriega de frases, ninguno
de los dos caballeros cedía al otro el deleite de la contestación
afortunada. Pero como el Corregidor iba hacia la cama de Inés de
Hinojosa y al escribano no le disgustaba la dirección, ambos lega-
ron a tal destino, uno para condenarla y, el otro, para defenderla,
siendo Cabeza de Vaca muy enfático, y aun osado, al decir:
No creo que la autoridad de vuesa merced se dedique al fácil
juego de acusar mujeres cuando es de varones gozarlas o, al menos,
tolerarlas.
¿Y la sociedad?
— La sociedad somos todos nosotros.
— ¿Y la religión?
No sois inquisidor, ni siquiera clérigo.
Ninguno de los dos convenció al otro. Pero el diálogo se cortó
a buena hora cuando el escribano, como quien saca una finísima
daga, preguntó:
— ¿.Es cierto, señor Corregidor, que huyó el sacristán Pedro de
Hungría?
Don Juan de Villalobos disimuló la sorpresa y respondió:
— Gracias, señor escribano, tenéis la virtud de recordarme otros
deberes.
506 Próspero Morales Pradilla
Le tendió la mano, abrió la puerta y Cabeza de Vaca salió con la
certeza de haber hecho dudar al señor Corregidor.
A Inés de Hinojosa la habían encerrado en una especie de apo-
sento menor y no en la pocilga donde estuvo la Torralva cuando
sufrió injustamente de las autoridades. Estaba lejos de Paquita Ni-
ño y otras dos mujeres presas. Ella sabía que tan pronto como el
corregidor la hiciera comparecer, recobraría la libertad pues nin-
gún caballero, así fuese el más cobarde, tendría a una dama bajo
cadenas distintas a las del amor. Ser mujer tenía inconvenientes
ante la fuerza bruta y la bestialidad de los plebeyos, pero garanti-
zaba buen trato por parte de los hidalgos así tuviesen ellas que en-
tregarles la virtud. Inés confiaba en los instintos del Corregidor y,
claro está, en sus encantos de mujer, sobre todo de mujer ofendi-
da por los soldados, estrenando viudez y sin consuelo distinto a las
oraciones. Inés lamó y un guardia abrió la puerta:
— Ordenad a mis criadas que me traigan mudas.
— Lo preguntaré al jefe de los corchetes.
Inés esperaba sus vestidos y sus juegos de enaguas interiores para
prescindir de cuanto le habían ensuciado y arrugado los corchetes
en su ferocidad. Ninguna mujer de alta prez, como ella, podía estar
sometida al enfado de desagradar por el descuido de la ropa, como
si se tratara de una fregona.
Cuando el Corregidor se enteró de la fuga del sacristán, éste ya
cabalgaba por tierras bajas donde queman los rayos del sol, crecen
plantas desconocidas, hay fieras y culebras, aumentan los mosqui-
tos, pero se agiliza el cuerpo y el contorno huele a inmensidad, que
es algo no presentido en Europa. Pedro de Hungría, sin saber por
qué, se sintió libre y tomó confianza en sí mismo, seguro de legar
al otro lado del horizonte, donde todo sería tan nuevo que ni si-
quiera la sombra de los pecados podría alcanzarlo. El aire titilaba
frente a los ojos y el paisaje parecía moverse dentro de una tela
transparente. Algo había semejante en la Gobernación de Venezue-
la, pero si quisiera poseer estas tierras le bastaría mirar en redondo
y proclamarse dueño. A pesar del crimen, veía a Tunja en el pasa-
do, lejos, sin ninguna relación con el sol agresivo y unas palmeras
que legaban al Cielo.
Cabeza de Vaca, confiando en las dudas del Corregidor, invitó al
encomendero Pedro López Monteagudo, único solidario con la
suerte de Bravo de Rivera, para buscar maneras de salvar al cuña-
do, por el cual sentía viejo cariño ganado por las muchas dádivas
de Pedro, las comunes hazañas en los campos del amor y el hecho
Los pecados de Inés de Hinojosa 507
de que cualquier desgracia del encomendero de Chivata rebotaría
contra la fama y el sosiego del escribano.
El encomendero de Cuítiva encontró a Don Juan Ruiz Cabeza
de Vaca medio adormilado en una silla de su austera sala, donde el
lujo era la estampa del primer Pedro Bravo de Rivera, su suegro,
cuya encomienda inicial fue la de Oricatán y, luego, reunió varias
en el Nuevo Reino de Granada, entre las cuales se contaba la muy
rica de Sogamoso, cuya historia hizo célebre al actual Pedro, pri-
mer encomendero que sufre pena de prisión en estas tierras. El
escribano se puso de pies ante López Monteagudo y, abrazándolo,
le dijo:
— Bienvenido señor, a esta vuestra casa y al buen propósito de
imponer la justicia contra los designios del Corregidor.
— Quien también está en problemas con el señor Párroco Ma-
yor, pues cuanto hizo en la iglesia huele a profanación.
— ¡Indudable!
No fue difícil a los dos hidalgos ponerse de acuerdo. Ambos
coincidían en su animadversión contra el Corregidor, el uno por el
desafuero de apresar al cuñado y, el otro, porque veía en tal acto
evidente peligro contra las encomiendas, entre cuyos privilegios
debiera estar el de no poner las manos de los corchetes, ni de los
corregidores, sobre un encomendero, favorecido siempre por la
sombra del Rey. Para alegar en favor de su causa, buscaron más
amigos, el padre Orejuela entre ellos. Sin embargo, éste no se ani-
mó a participar en una reunión con el Corregidor, por tratarse de
autoridad indigna desde que envileció la Casa de Dios. Prefirió
dar autorización al escribano para que lo representara, en nombre
de la misericordia y no del encomendero preso. Cabeza de Vaca
y sus amigos fueron recibidos por el Corregidor, quien advirtió la
maliciosa mirada del escribano tras la figura de López Monteagu-
do. En estos casos sólo se lega al tema con las vanidades y las ala-
banzas. Al cabo de muchas frases inocuas, el encomendero de Cuí-
tiva. colocándose a la cabeza del grupo y frente a las narices del Co-
rregidor, soltó el garrote:
— Venimos, señor Corregidor, con el ánimo de haceros refle-
xionar ante la injusticia que comenzáis a cometer.
— ¿Os oigo bien, don Pedro López de Monteagudo?
— Así espero, porque solicitamos de vuestra inteligencia la in-
mediata libertad del señor encomendero de Chivata. . .
Cabeza de Vaca interrumpió con estas razones:
508 Próspero Morales Pradilla
— Decimos. . . la libertad del encomendero bajo fianza que
vuesa merced se digne indicar.
— Eso es. . . —ratificó López Monteagudo.
El Corregidor sonrió no sólo por la respuesta que iba a dar, sino
porque ésta dejaría sin piso las añagazas de Juan Ruíz, abofeteán-
dolo sin tomarse la molestia de alzarle la mano:
— Cuánto me complacería acoger vuestra solicitud, que parece
dictada por mi noble amigo el señor escribano del Cabildo, don
Juan Ruiz Cabeza de Vaca, cuya presencia me honra, pero ya no
soy juez de esta causa porque la he remitido a la Real Audiencia.
Ida la comisión, cerrada la puerta principal del Despacho, el Co-
rregidor abrió la otra, situada a espaldas de su escritorio y cubierta
por los pendones de Castilla, apareciendo allí el encomendero
Francisco Salguero:
— Os felicito, don Juan —dijo el protector de las clarisas, abra-
zándolo—. Habéis hecho justicia.
— Gracias. . .
— Vengo también a daros dos noticias:
Según la primera, Juana de Hinojosa ha huido de su casa; y la
segunda, sujeta a comprobaciones de ley, se refiere a una nueva
embestida del Judío Errante que, al parecer, desea trasladarse al
convento de Santa Clara.
— Lo primero, don Francisco, es asunto mío, y a fe que no irá
lejos la maldita sobrina. Lo segundo, habrá de confiarse a los pa-
dres dominicos, informando a la abadesa de las clarisas.
— Contad con mi discreción y diligencia.
— Aceptad una copa de vino.
Cuando Inés vio enaguas y otras prendas suyas en el cuarto a
donde la habían confinado, sintió alivio porque esta gracia indica-
ba que los corchetes no eran ajenos a sus encantos y, además, po-
día mejorar su figura y, por consiguiente, salir airosa de la afrenta
a que estaba sometida por culpa de Pedro y algunos pecadilos sin
importancia, pues ella, en realidad, estaba muy lejos del sitio don-
de mataron a su marido. Es más: no conocía tal sitio. El señor Co-
rregidor comprendería cuan injusto había sido al apresarla.
Inés se sentía culpable. Pero le resultaba mejor pensar en defen-
derse que en agregar sospechas a la malicia del Corregidor. Sin sa-
ber que los corchetes miraban por encima y por debajo de la puer-
ta del cuarto de aperos y, acaso, sin importarle, Inés se quitó las
prendas sucias y se puso las otras. Los corchetes pudieron ver. un
Los pecados de Inés de Hinojosa 509
hombro de Inés, las pantorrillas y la nuca, por lo cual considera-
ban conveniente abrir huecos en puerta y paredes para la próxima
muda de la prisionera, a quien uno de los corchetes más afortuna-
dos le llevó, poco después, una bacinilla para que ella la usase se-
gún sus deseos.
— Me cago en el Judío Errante, —afirmó el Corregidor con muy
poca prudencia frente a un corchete. Y agregó:
— Decid al lugarteniente Aguayo que debe presentarse inmedia-
tamente; y traedme al encomendero.
Custodiado por dos corchetes, que no osaban ponerle las manos
encima, entró al Despacho del Corregidor el encomendero Pedro
Bravo de Rivera, altos los hombros, encendidos los ojos y cruzados
los brazos, como si fuera a ser retratado. Le había pasado el temor
inicial y le hervía la sangre ante la afrenta de que un pobre diablo
pretendiese juzgar al hombre más poderoso de Tunja y, acaso, del
Nuevo Reino de Granada. Cerciorándose del grillete y del nudo
que ataba las manos de Pedro, el Corregidor ordenó a los corche-
tes que salieran y, sentándose tras el escritorio, habló a Bravo de
Rivera, quien le daba la espalda:
— Podéis bajar vuestros humos, señor encomendero.
— ¿Quién lo dice? —respondió Pedro enfrentando al Corregidor.
— ¡Lo dice la Justicia!
— A fe, que no la veo.
— Quizá el encomendero sea también ciego como ella.
— ¿Como quién?
— ¿Acaso no sabéis que la Justicia es una deidad ciega?
— Idos a la mierda, Juan de Villalobos.
— ¿O a la sepultura, como Jorge Voto?
— ¡No me asustáis, golillero!
— Tal vez, yo no os asuste. Pero el adulterio y el asesinato po-
drían mermaros la petulancia.
— Miserable. . .
Pedro Bravo intentó arrojarse contra el Corregidor, pero el gri-
llete facilitó la caída del encomendero empujado por la autoridad.
Estando Pedro en el suelo, Juan de Villalobos se plantó ante él di-
ciéndole:
— Bajad vuestra soberbia, Pedro Bravo, porque se os acusa de
asesinato. Hay testigos de vuestro crimen, vuestros propios cóm-
plices os han traicionado.
— Ningún golilla puede atentar contra la vida y honra de un en-
510 Próspero Morales Pradilla
comendero que ha conquistado estas tierras para el Rey de España
y las ha defendido con su espada.
— Os equivocáis: de nada valen las conquistas, ni las muchas
prebendas, si se violan los mandamientos de la Ley de Dios y se
hunde el estoque en el cuerpo de un cristiano.
— ¡Imbécil!
— Ni tanto, señor encomendero, a menos de que podáis decirme
por qué salió de su casa la vihuela de Jorge Voto y por qué la en-
contré en el sitio del crimen.
— Nada tengo que ver con vihuelas. . .
— Pero sí con zapatos de cuero, pues sólo vos y el escribano Ca-
beza de Vaca los usan en Tunja.
— ¿Es un delito usar zapatos de cuero?
— Pero dejaron huellas muy precisas junto al cadáver de Voto.
— Porque me odiáis a mí y, por consiguiente, a Su Majestad el
Rey, tejéis un zurcido de vilezas.
— En este caso, la única que teje es Inés de Hinojosa y. . . lo ha-
ce mal.
— ¡Dejadme en paz!
— Os dejaré en paz cuando se haya hecho Justicia.
— La Justicia sólo está en manos de los encomenderos.
— Está en el juicio de la Real Audiencia y de su Presidente don
Andrés Díaz Venero de Leiva.
— ¡Joder!
— ¿Decíais?
Este interrogatorio no fue feliz para ninguno de los dos.
Ni el Corregidor logró confirmaciones de sus sospechas, ni Pedro
supo algo que ignorara. Cuando éste volvió a la mazmorra, el Co-
rregidor recibió al lugarteniente Aguayo, cuya suerte comenzaba a
desmoronarse debido al poco celo en su trabajo.
— ¿Así que habéis permitido -dijo el Corregidor con su voz
más ronca— el libre movimiento de Juana de Hinojosa a lo largo y
ancho de la ciudad?
— Yo. . .
— Os ordené confinarla en su casa y ahora. . .
— Ahora, ¿qué. señor?
— Pues vos lo sabéis. . .
— Es cierto, señor Corregidor. Pero mis hombres la siguen.
— ¿Cómo?
— Pronto será atrapada.
— ¿A dónde la siguen?
Los pecados de Inés de Hinojosa
- Parece que ha huido hacia el norte. . .
•Huido?
- Sí. señor.
- ¿De qué habláis?
- De Juanita. . .
- Idiota.
Cuando el Corregidor conoció toda la verdad, enterándose no
sólo de la manera como Juana de Hinojosa violó el confinamiento,
sino que se largó de Tunja, escupió con fuerza legando el salivazo
a los pies de Aguayo.
Luego, retomó la palabra:
- Con un tonto como vos, lugarteniente Aguayo, ya se debe ha-
ber fugado también Hernancito Bravo.
- No, señor, únicamente, Juanita, el sacristán y Hortensia.
- ¿Hortensia? ¿Decís Hortensia de Godoy?
- No está en su casa.
- ¡Hidcputa!
- ¿Decís, señor Corregidor?
- Que hay uno o más hideputas en este cuento.
Aguayo soportó la embestida del Corregidor, pero se convenció
de dos hechos muy importantes: primero, que los hideputas son
los golillas; y segundo, que más vale un encomendero pecador que
aquella clase de advenedizos.
Tantos acontecimientos promovieron, como solía suceder con
todos los problemas de la ciudad, dos partidos, acaso tres, que los
dividían airadamente: el Corregidor, los frailes, algunos hidalgos
y todas las damas principales, esperaban que la Real Audiencia
condenara a los presos; Cabeza de Vaca, López Monteagudo, el
padre Orejuela y casi toda la servidumbre, pretendía que la Real
Audiencia primero enjuiciara al Corregidor; don Juan de Castella-
nos y los areopagitas formaban un tercer partido de indiferentes,
considerando algunos que la belleza de Inés de Hinojosa, como las
obras de arte, no podía ser destruida por el hombre. Los indios
apenas advertían que sus amos andaban con los malos espíritus,
les tronaba la voz y les temblaban las posaderas, confiando en que
tanto trajín hiciera que se mataran los unos a los otros para volver
a disfrutar, sin intrusos, la buena vida de los montes, las semente-
ras, los cojines y la tibieza del sol, supremo dispensador del bien y
el mal.
A cada nuevo paso del Corregidor, galopaba Pedro de Hungría
por el despoblado lano de las palmeras, siempre rumbo al ponien-
512 Próspero Morales Praüilla
te. Comenzando la tarde del cuarto día, vio un río más grande que
cuantos había conocido. Quizá fuera el de las Amazonas.
Pero haciendo cuentas el sacristán, para quien la geografía só-
lo era una sucesión de montes y fugas, no creyó que las tales Ama-
zonas estuviesen tan cerca de Tunja. Avanzó hacia el río y encon-
tró unos indios aderezando una canoa para navegar hacia la otra
orilla. Quiso pagarles el viaje, pero prefirió alejarse río abajo en
busca de playas que hicieran posible utilizar el caballo en vez de la
canoa. Así lo hizo y se perdió en la corriente. . . para salir, casi
ahogados jinete y cabalgadura, en otra playa donde ya lo espera-
ban los indios enviados por un español para auxiliarlo. Hungría op-
tó por apretar los ijares de su caballo y lanzarlo en veloz carrera,
bajo un sol que le secaba el jubón mientras todavía chorreaba agua
del sombrero que salvó de la corriente. Días después supo que ha-
bía atravesado el río Grande de la Magdalena aproximándose, por
territorio de pijaos, a una fundación lamada Ibagué. Un vecino
de ésta le dio posada y como viera el receloso talante del sacristán,
quiso saber lo sucedido, a lo cual Hungría respondió con desenfado:
— He dejado muerto un hombre.
Como no es aconsejable entrar en detalles cuando la gente se ex-
plica con claridad, el ibaguereño, apenas despuntó el nuevo día,
fue tan comprensivo con el forastero que, enterado de su larga fu-
ga y el cansancio del caballo, le dijo:
— "Pues fuerza que a otra jornada o a otras dos, os haya de fal-
tar. En aquella caballeriza tengo buenas bestias, tomad la que os
pareciere, y dejad ese porque no os falte".
Y Pedro de Hungría desapareció para siempre, sin que nadie
haya dado razón de su vida, ni su apellido aparezca en las gentes
de estas tierras.
Inés de Hinojosa fue levada a presencia del Corregidor. Como
don Juan de Villalobos optara por no mirarla sentado tras su escri-
torio. Inés logró arreglarse algunas guedejas y pasarse las manos
por la punta de la nariz. Luego, tosió y caminó hacia el fondo de la
estancia. Estando de espaldas al Corregidor, éste ordenó:
— Podéis sentaros, Inés.
— Inés de Hinojosa viuda de Voto, —complementó ella con des-
parpajo que sorprendió al Corregidor.
— ¿Por qué viuda?
— Porque mataron a mi marido y vuesa merced lo sabe muy bien.
— Pero no tanto como los asesinos y sus cómplices.
Los pecados de Inés de Hinojosa 513
— Quizá.
— Se os acusa, Inés, de la muerte de vuestro esposo.
— Me acusáis vos, sabiendo que yo estaba en mi casa cuando fue
sorprendido por los malandrines.
— ¿A qué hora salió don Jorge esa noche?
— Poco antes de recogerme. Tomó su vihuela y salió.
— ¿Solía levar siempre la vihuela?
— Algunas veces, cuando podía necesitarla.
— ¿Y os dejaba sola?
— Con mi honor y la servidumbre.
— Decidme: ¿quién visitaba vuestra casa?
— Damas principales.
— ¿Y varones?
— Varios hidalgos y vos entre ellos.
— Sólo fui una vez a vuestra casa.
— Luego la visitasteis y a fe que recuerdo vuestro rico jubón ne-
gro y las calzas moradas. ¿Vos recordáis como estaba yo vestida?
Pues. . .
— Os lo voy a refrescar. . .
El interrogatorio se desvió hacia las prendas de vestir, legando,
por este camino, a la escena del cuarto de aperos, donde Inés hubo
de mudarse tras haber sido maltratada por los corchetes, a lo cual
preguntó don Juan:
— ¿Mucha incomodidad, señora?
— Sobre todo para el pudor, porque temía que esos hombres
abrieran la puerta y pudiesen hallarme semi-desnuda.
El Corregidor ya no vio a la presunta victimaría de Jorge Voto
sino a una mujer que se mudaba justillo, enaguas y calzones en el
estrecho cuarto de aperos. Se cruzaron, entonces, las miradas y al
Corregidor se le aflojó la severidad hasta el punto de oír con bene-
volencia las siguientes palabras de Inés:
— -Podríais, señor, darme una prisión menos cruel mientras pro-
báis mi inocencia?
Villalobos calló, pero ya no tenía cara de Corregidor sino de ca-
ballero, circulándole por las venas un deleite que hacía mucho
tiempo no sentía, embargado, como estaba, por los arduos asuntos
de Tunja. Abrió la puerta y gritó:
— ¡Aguayooo!
Atropellado, se presentó el lugarteniente a quien Inés saludó
«.on una venia y una sonrisa.
Os voy a dar -dijo Villalobos al lugarteniente— la última
514 Próspero Morales Pradilla
oportunidad de vuestra vida, confiándoos la seguridad de doña
Inés de Hinojosa. ¿Me entendéis?
— Sí, señor Corregidor.
— Creo que no: esta señora —y mostró a Inés, cuyos senos su-
bían y bajaban por la emoción— deberá permanecer en su casa has-
ta nueva orden mía, bajo vuestra exclusiva responsabilidad. Si ella
desaparece, o muere, o enferma gravemente, seréis aprehendido y
juzgado por mí. Oídme bien, señor lugarteniente Jerónimo Agua-
yo: Inés de Hinojosa no podrá salir de su casa por ningún motivo
distinto a una orden impartida directamente por mí.
Dirigiéndose a la beneficiada, agregó:
— Y vos, Inés de Hinojosa, os comprometéis ante mí y ante la
Justicia a no salir de vuestra casa hasta cuando yo lo ordene.
— Sí, señor y. . . gracias —remató con los brazos abiertos, los
ojos húmedos y, a la vez, sonriente.
— Aguayo, —finalizó el Corregidor— olvidaba un detalle: podéis
disponer de la guardia que a bien tengáis y disparar a discreción si
fuere necesario.
Inés miró los labios de don Juan, bajó los ojos hasta su cuello y,
escoltada por el lugarteniente, salió del Despacho con la seguridad
de haber ganado una de las más hermosas batallas de su vida. El
Corregidor trató de apaciguarse, pensando en el Presidente Venero
de Leiva y en la tos de doña Mencia de Figueroa. Pero los cambios
interiores no suelen producirse por el libre albedrío.
El lugarteniente Aguayo puso guardias en la puerta de la casa y,
luego, entró con la sonriente viuda, diciéndole:
— Si acatas debidamente la orden del señor Corregidor, tú y yo
tendremos sosiego en estos difíciles días.
Ella no lo escuchó y pasó al zaguán, gritando:
— Juanita, Juanita, mi amor, ¿dónde estás?
Aguayo la tomó por el brazo y, aquietándola, le informó:
— Juanita ha huido.
— ¿De quién?
— ¿Acaso no sabes lo sucedido?
— ¿Qué?
— La prisión de Pedro y de Hernán. . .
— Pero Juanita. . .
— A Juanita se la confinó en esta casa. Escapó con la Hortensia
de Godoy.
Aguayo dio a Inés todas las noticias, incluyendo la fuga de Pe-
dro de Hungría, y agregó:
Los pecados de Inés de Hinojosa 515
- Por eso no permitiré que te fugues como tu sobrina.
- ¿Qué pretendes, Jerónimo?
Aguayo recordó la amistad que lo ligaba con el encomendero y
con las Hinojosas, acentuando el tratamiento de confianza:
- Estar siempre contigo en esta casa.
- ¿Siempre?
- Eso es: a toda hora, de día y de noche, dentro y fuera de tu
alcoba.
- ¿No puedo, entonces, mudarme el vestido?
- Ya lo veremos. Inés.
En verdad, el lugarteniente había resuelto, para cumplir la or-
den del Corregidor que, en su caso, era de vida o muerte, sacrifi-
car sueño y tranquilidad, antes de permitir que Inés tomase el mis-
mo camino de Juanita. Cuando la dueña de casa lamó a las cria-
das. Jerónimo le indicó:
- Tu servidumbre no está, mis hombres la reemplazan, cual-
quier pedido, debes hacerlo por mi conducto.
- ¡Carajo! -subrayó Inés. Pero, arrepentida, agregó:
- Perdona la confianza. Jerónimo.
Subidos al segundo piso. Inés quiso entrar a su alcoba, pero Je-
rónimo anotó:
- A este aposento no podrás entrar. Está bajo llave.
- ¿Por qué?
- No me preguntes, porque los prudentes somos mejores ami-
gos.
- ¿Amigos?
Siguiendo este juego de adivinanzas sin respuesta concreta, Jeró-
nimo e Inés entraron a la alcoba de Jorge que, en otra época, fuera
del matrimonio. Por precaución, Jerónimo cerró y se guardó la lla-
ve. Inés se sentó en el cojín árabe, recogiendo las piernas y endere-
zando el tronco. Jerónimo prefirió pasearse sin hablar hasta hacer
esta pregunta:
Tú no dormías aquí, ¿verdad?
- A Jorge le gustaba pasar la noche solo.
- ¿Nunca lo acompañabas?
- No te permito esa familiaridad.
- Digo: tú preferías la alcoba cerrada, cuyas paredes conocen
los corchetes.
- Creo que tu oficio es vigilarme y no atormentarme.
- Tonta: ¿crees al Corregidor y no me crees a mí?
- A ninguno, pero él es la suprema autoridad.
516 Próspero Morales Pradilla
— Y yo tu amigo, tu viejo amigo, Inés.
Después de una charla con altibajos, ninguno de los dos sabía
cómo se usa la amistad. Jerónimo, sentándose en una de las sillas,
sugirió:
— Bien puedes acostarte. Has tenido un día duro precedido de
malas noches.
Inés no respondió. Como ya comenzaban las tinieblas encendió
un candil y, con arrojó, mandó:
— Salid un momento. . .
— ¿Qué?
— Debo orinar.
— Yo no salgo.
Inés tomó la bacinilla, puesta bajo la cama, apagó el candil y se
oyó entre sus enaguas el chorro que la aliviaba, mientras Jerónimo
encendía dos luces del candelabro. Cuando Inés pretendía colocar,
nuevamente, la bacinilla en su lugar, Jerónimo la tomó, se acercó a
la puerta y, dando la espalda, también soltó su chorro que hizo es-
puma en el recipiente, anotando al ponerla bajo la cama:
— Perdona el percance, pero no puedo dejarte sola mientras es-
tés bajo mi responsabilidad. Debemos compartirlo todo.
— ¿Todo? —musitó Inés con fastidio.
— Sí.
— Dormiré vestida.
— Pero junto a mí.
— ¿En la misma cama?
— No veo otra.
— Podrías acostarte en el suelo.
— No podría dormir sin tener mi mano atada a la tuya. Perdó-
name, pero tendré que amarrarte a mi brazo.
Inés se quitó los escarpines y se acostó entre el tendido de la
cama. Jerónimo se desvistió vigilando a su prisionera, de modo
que no supo a dónde arrojó el jubón, la camisa, los calzones, las
botas, las calzas. Luego, entró a la cama con un cordel en la mano,
que anudó al brazo derecho de Inés. Amarró el otro extremo a su
muñeca izquierda y se tendió boca-arriba, sintiéndose tan tenso
como nunca lo había estado a lo largo de la vida, pues la mezcla de
prohibición y tentación en una misma cama es algo superior a la
fuerza de la voluntad, que suele doblegarse en situaciones menos
apremiantes.
A Inés, fascinada por la novedad, todo se le salía del cuerpo,
maldiciendo su idiota idea de acostarse vestida, pero encantada
Los pecados de Inés de Hinojosa 517
con el cordel que le ceñía el brazo, por donde estaba en comuni-
cación con el último hombre legado a su vida. Tuvo tiempo de
pensar que más valía ser la amante del lugarteniente que su pri-
sionera. El estaría de su lado, porque era el lado del amor.
Jerónimo no aguantó más su dolorosa inmovilidad y decidió
despojar a Inés de las fastidiosas mangas desprendibles, quedando
con ios brazos desnudos. El los rozó sin que ella protestara. Len-
tamente le quitó la basquina, la túnica y el justillo. Soltó el ajus-
tador y le tomó los senos.
Ella, lena de deseos como si descubriera las delicias de la car-
ne, no podía impedir nada y cuando él le tomó los senos se le en-
cabritaron las piernas, moviéndolas instintivamente. Le levó las
manos a las enaguas y se liberó de tanta tela, arrimándose al cuer-
po del hombre para compartir la mutua tibieza.
El lugarteniente olvidó donde se hallaba al sentir las caderas de
la mujer, a quien le rompió los calzones poniéndole la mano libre,
extendida y ondulante, entre las piernas.
A Inés se le borró el pasado, desde su infancia hasta la cara del
Corregidor, cuando sintió las manos del hombre donde más le pal-
pitaba el cuerpo. Abrió las piernas como de un horizonte a otro
para que por allí pasara lo apetecible. Le ayudó a colocarse sobre
ella y ninguno de los dos pudo saber, con alguna exactitud, qué
había pasado. Pero ambos quedaron al otro lado del tiempo. Las
primeras palabras después de mil años fueron de Inés:
— ¿Me amas?
La carga de desgracias que sufría Tunja legó a la explosión
cuando se vio pasar por la calle del Ventorrillo a doña Mencia de
Figueroa, levando a su nieta agarrada por la oreja izquierda como
si fuera a destrozársela con los dedos. La niña, de diez años apenas
cumplidos, tenía las enaguas y el juboncillo manchados de barro.
Lloraba sorbiendo unas lágrimas grandes que rodaban hasta la bo-
ca. Doña Mencia sólo decía tratando de apurar el paso:
— ¡Es el colmo, es el colmo!
V. realmente, era el colmo que doña Mencia, de la familia del
Fundador, la dama de mayor virtud en Tunja tras la muerte de
doña Isabel de Lidueña, hubiese encontrado a su única nieta en la
acera de San Francisco jugando, con otras mocosas, a ser Inés de
Hinojosa. mientras unos muchachos, inclusive dos o tres mayores
de quince años, la vitoreaban al grito de:
— ¡Bravo. Inesita, súbete la falda!
Próspero Morales Pradilla
Después del primer azote que propinó doña Mencia en el culi-
to de la niña Rosalía, que así se lamaba esta inocente criatura,
las criadas agarraron a la encarnizada abuela para evitar que la ni-
ña sangrara, y, al mismo tiempo, calmar la ira de una dama atosi-
gada por los pecados de la ciudad, porque si a los diez años de
edad se juega a "Inés de Hinojosa" ¿qué podrá pasar a los veinte?
El furor de doña Mencia contra su nieta podía justificarse dada
la manera como el alud de delitos, pecados, desórdenes de la car-
ne y violaciones de la ley, caído sobre Tunja, contagiaba de arre-
pentimiento a todos y cada uno de sus pobladores, porque nadie,
salvo dos o tres empecinados como Cabeza de Vaca, dudaba de
que el látigo del Judío Errante trajo a la ciudad la peste del liberti-
naje.
Todos los buenos cristianos sabían que el espanto había legado
por el camino de la fornicación, propicio siempre al debilitamiento
de las conciencias y de las razas, sobre todo cuando hay mujeres
como las Hinojosas, bellas por fuera y lenas de gusanos, de tinie-
blas y de diablos por dentro. No sólo en las calles sino en las en-
comiendas, en los campos, en los montes, en los ríos, en la leja-
nía, se había condenado ya a Inés de Hinojosa y a su amante el
Pedro Bravo de Rivera, cuyos cuerpos se enlazaron en el cieno para
planear asesinatos. Parecía que del lúbrico lecho de estos dos po-
sesos del Dominio brotaran los siete pecados capitales, rebotando
a lo largo y ancho de Tunja para envilecer cuanto había sido lo
más virtuoso y lo más noble del Nuevo Reino de Granada.
Pero al Corregidor no le bastaban, no podían bastarle, las con-
sejas de los buenos cristianos. Necesitaba comprobar el adulterio
de la pareja, la complicidad de Inés en el asesinato, la participa-
ción de Hernán, el problema de los zapatos y la vihuela, los moti-
vos de las tugas y, sobre todo, obtener confesiones, porque las ha-
bladurías lo mismo indicaban la monstruosidad de Inés que su be-
lla inocencia, la vileza de Pedro que su poderío, la influencia del
Judío Errante que las bondades del Señor.
Los tunjanos, empero, sabían algo definitivo: no podría venir
natía peor, porque en pocos años su ciudad había legado al abis-
mo de la lujuria y del crimen. Ningún tiempo pasado podía com-
pararse aquí, y acaso en ninguna otra ciudad pecaminosa, con el
asco del presente. El futuro necesariamente tendría los ribetes del
apocalipsis y no sólo desaparecía Tunja de la faz del planeta sino
que, con ella, se acabaría más de la mitad del mundo. El porvenir
sería una gigantesca nube negra, contradiciendo así una de las más
Los pecados de Inés de Hinojosa 519
tontas frases de Felipe Rotundo quien casi mata de rabia al Corre-
gidor cuando lo enfrentó, en la calle de las Animas, gritándole:
- Sepa vuesa merced, señor Corregidor, que la posteridad se va
a comer esta época.
— Quedáis preso, hijo de los hervideros respondió el Corregi-
dor, con la nariz enrojecida por el cúmulo de enojos.
Felipe se convenció de que no debía venir a la ciudad cuando el
Corregidor estuviese deraaigenio.
II
Nadie, excepto el Corregidor, había vuelto a pensar en Santa Fe.
Pero una semana después del crimen, al caer la tarde, dos indios de
la encomienda de Boyacá legaron a la tienda de Engracia Amaya
diciendo:
— Más amos viniendo de puallá.
Engracia escupió muy cerca de los mensajeros y un corchete
echó a los indios fuera de la tienda, chocando ambos contra el pin-
tor Medoro, ante quien se arrodillaron para evitar castigos. Medoro
preguntó a Engracia:
— ¿Cosa fa?
— Don Angelino, hábleme vuesa merced en castellano.
— ¿Qué pasa?
— Indios del carajo.
Medoro oyó un lejano trotar de caballos e indicó el sur, el cor-
chete corrió hacia la casa del Corregidor y Engracia puso la cabeza
bajo el brazo del italiano.
Al poco rato el artista y la ventera vieron algo que, en otros
tiempos, hubiese sido extraordinario pero, ahora, en la época de lo
aciago, apenas se advertía: la mayor cabalgata legada a Tunja des-
de el día de su fundación, el 6 de agosto de 1539.
Inés de Hinojosa, amarrada al brazo del lugarteniente Aguayo,
pues habían resuelto andar como siameses, también oyó el trote
de numerosos caballos y dijo a su compañero, asomándose al bal-
cón de la alcoba.
— ¿Oyes, amor mío?
— Dime "lugarteniente" o "Aguayo".
— Bobo. . . ¿Oyes?
— ¿Qué"?
— Jinetes.
Además de Engracia, Angelino Medoro, Inés y Jerónimo Agua-
yo, varios tunjanos más sintieron el ruido de la cabalgata, que se
Los pecados de Inés de Hinojosa 521
acercaba a paso lento con la solemnidad de lo regio. El lugarte-
niente, tras el pliegue de una cortina, vio la vanguardia precedida
por un jinete que levaba, ajustado al estribo derecho, un palo re-
matado por escudo que mostraba águila rampante "coronada,
en campo de oro, con sendas granadas rojas abiertas en las garras;
y en campo azul, como orla, algunos ramos con granadas de oro".
Era la insignia suprema del Nuevo Reino de Granada, cuyo uso y
lucimiento estaba reservado a la Real Audiencia de Santa Fe y
a su ilustrísimo Presidente, a la sazón don Andrés Díaz Venero de
Leiva. Tras el escudo, otros tantos caballeros portaban las ense-
ñas de Castilla, de Aragón y del Rey de España. Luego, solitario,
cabalgaba un hidalgo en corcel con jaeces de seda, canutillo de pla-
ta, gualdrapa roja y galápago a la usanza castellana. El hábito del
caballero era negro como su caballo, un poco sucio por el polvo
de las leguas. Lucía sombrero de terciopelo con pluma blanca, so-
bre la ceñida chaqueta se veía un collar de oro con las armas de los
condes de Baños. El cuello de encaje padecía la mugre del cami-
no y los puños habían tomado el color de la cabalgadura.
Como los tunjanos salían, entre curiosos y asombrados, a las
calles, muy pronto centenares de personas vieron el cortejo y, so-
bre todo, al jinete del caballo negro tan alto en su galápago que no
les parecía individuo de este mundo sino adelantado de lo incon-
cebible. A lo largo de los murmullos la figura del hidalgo transfor-
mó su apariencia hasta el punto de ser visto como densa sombra
desde la punta de las plumas hasta la cola del caballo, imponién-
dose, de hecho, su alcurnia. Algunas mujeres creyeron que lega-
ba Carlos V, pero al informarles que el emperador era difunto op-
taron por decir que los emperadores resucitaban como el Cid. Un
grupo de damas y caballeros, mejor informados de la historia, ca-
yeron de rodillas diciendo: Dios salve a su Majestad Felipe II,
nuestro Rey. El verdadero escalofrío, hecho de emociones inten-
sas, corrió bajo la piel de cuantos, en ese momento sin par en la
historia de Tunja, sintieron que el mismísimo rey de España entra-
ba a su muy noble y muy leal ciudad con la frente despejada, agui-
leno el perfil, profundos los ojos, suave la barbilla, gruesos los la-
bios y largo el cuello. Nadie osó mirarlo, pero todos lo presentían
entre las venas porque la sangre se hizo tumultuosa como si la con-
moviera el contagio de la belleza. Sólo la veteranía del escribano y
encomendero Cabeza de Vaca trocó la alucinación en realidad,
cuando dijo alzando la voz:
522 Próspero Morales Pradilla
— Debemos saludar al Excelentísimo Señor Presidente del Nue-
vo Reino de Granada, don Andrés Díaz Venero de Leiva.
Tras el presidente, un regidor levaba de la rienda la bestia en
cuyo lomo cargaba el cofre del sello real, bajo palio sostenido por
otros cuatro regidores. A lado y lado de este santuario de la Ley,
marcharon los caballeros del Sello, con rodela al brazo y espadas
desnudas. Siguiendo al Sello y sus guardianes, legaba a Tunja una
figura conocida: el oidor Juan López de Cepeda, precedido por
patrulla de seis alguaciles. Cerraba el cortejo una escolta de cuaren-
ta arcabuceros al mando del también conocido capitán Alonso de
Olalla. -
Informado el Corregidor, don Juan de Villalobos, salió al en-
cuentro del fastuoso cortejo y, en mitad de la plaza Mayor, topó
el escudo del Nuevo Reino y, tras este, al Presidente Venero de
Leiva. Don Juan se prosternó ante el Supremo representante del
Rey, diciéndole:
— Bienvenido, Excelencia.
— Que así sea, señor Corregidor.
Luego, don Andrés le ordenó que levantara la cerviz y se pusiera
de pies, anotando:
— Vos, don Juan de Villalobos, no sois culpable de nada y sólo
vengo a ordenaros un poco esta peligrosa ciudad.
El Corregidor se situó junto a su amigo López de Cepeda y el
desfile continuó hacia la casa de don Juan de Castellanos, que por
ser una de las mejores y, además, sitio de "los varones ilustres de
Indias", fue el inmediato destino de la grandeza. Ante la insólita
procesión, el cronista se asomó a la puerta y, viendo al Presidente,
entró en discurso que duró más de media hora, durante el cual los
viajeros exigieron nuevos sacrificios a sus vejigas. Casi al finalizar
la oración del famoso poeta, don Andrés lamó al Corregidor y, es-
curriendo el cuerpo desde lo alto de la cabalgadura para legar al
oído del peatón, le ordenó:
— Si pensáis que debo hospedarme en casa del orador, quitaos
de la cabeza tamaño disparate y dadme un simple aposento lejos
de la oratoria.
El Corregidor aprovechó el bullicio, al finalizar el discurso de
don Juan de Castellanos, para buscar una fácil solución gritando:
— Aguayooo. . . Aguayooo ¿Dónde anda este hijo de. . . de. . .
mi alma?
Un corchete informó al Corregidor que el señor lugarteniente es-
Los pecados de Inés de Hinojosa 523
taba en la puerta de la casa de Jorge Voto amarrado al codo de
Inés de Hinojosa, por lo cual le dijo al informante:
- Corred y decidle a Aguayo, de parte mía, que leve la prisio-
nera a su celda. . .
- ¿Al cuarto de aperos?
- Sí. que la encierre con lave y ponga dos centinelas en la
puerta.
El corchete corrió a cumplir la orden, pero se devolvió y agarran-
do del jubón al Corregidor para ser oído, le musitó:
- -.Cómo la encierra sola si los dos están amarrados entre sí?
- ¡Cono! —comento don Juan, mientras el corchete corrió, de
nuevo, optando por dejar el embrollo en manos del señor lugarte-
niente.
Casi sin ser vistos, debido a la cerrada fila de los soldados, Agua-
yo e Inés, fueron a las pesebreras del Corregidor en busca del cuar-
to de aperos. Cortando el nudo que los unía. Jerónimo Aguayo di-
jo a su prisionera:
- Entrad, por favor, que pronto aclararé vuestra injusta prisión.
- ¿Lo haréis con amor?
- Entrad y lo sabréis.
.Así quedó, nuevamente, Inés de Hinojosa entre gualdrapas y ca-
bestros, ahora sin el peso de la soledad porque levaba dentro no
sólo un poco de semen sino también la certidumbre de tener
defensor. En su afán de salir libre, Inés borró los hombres del pasa-
do, aferrándose al lugarteniente. Al fin y al cabo, Pedro Bravo de
Rivera era un gusto, pero no un amor; le agradaba estar con él en
la cama, pero le fastidiaba su torpeza: era útil en vida de Jorge, pe-
ro muerto éste y preso aquél, sólo el lugarteniente podía llevarla
lejos de Tunja. Aguayo no hablaba con jactancia, no la maltrataba
como Avila, ni la usaba como Voto, ni la dominaba como Bravo,
sino que se dejó seducir por el tacto. Era más suyo que los otros.
Antes de presentarse al Corregidor, Jerónimo Aguayo se sentó
en el tamo de la pesebrera de espaldas a los centinelas, rascándose
la nuca y frunciendo los labios. Todo había pasado tan rápidamen-
te que sólo había registrado relámpagos: la charla con Inés en su
casa:1a orinada; los brazos unidos por el cordel; la tibieza de la ca-
ma: el coito: la legada del cortejo de Santa Fe; la puerta cerrada
del cuarto de aperos. Quizá él había deseado a Inés desde cuando
legó a Chivata, pero tenía marido y, luego, amante poderoso. Ade-
más, en vez de acercarse mutuamente, ambos se distanciaron obli-
gados por las circunstancias. Inés sólo había sido una figura de mu-
524 Próspero Morales Pradilla
jer y no la mujer, no un cuerpo para amar. Ahora -pensó Jeróni-
mo— cuando todo nos ha caído encima, se me presenta, al fin, la
mujer y qué mujer. Nadie me puso nunca tan tenso como Inés de
Hinojosa y, después de poseerla, no sentí repugnancia, sino una de-
liciosa debilidad. Carajo —alcanzó a decir— no puedo enamorarme
de quien está al borde de ser ajusticiada. Pero, al mismo tiempo, se
sintió obligado con ella. El no era un descastado que toma una mu-
jer para, luego, entregarla al verdugo. Debía defenderla, sí: defen-
derla. Y no de cualquier manera, sino arriesgando el pellejo, pe-
leando como se pelea por una verdadera mujer: con el arma en la
mano y el corazón seguro.
Jerónimo Aguayo se levantó y, a buen paso, legó al Despacho
del Corregidor abriendo la puerta sin advertir que en aquel aposen-
to había otra persona: el señor Presidente del Nuevo Reino de Gra-
nada.
La turbación de Aguayo fue tal que no supo si arrojarse a los
pies de la máxima autoridad, escupir al Corregidor o desaparecer
de la tierra. Cuando volvió en sí oyó la seca voz de don Juan de
Villalobos.
— ¿No os han enseñado que es de gañanes entrar a un aposento
sin anunciarse?
— Sí, Vuesa merced.
— ¿Entonces?
Don Andrés hizo lo único sensato que se le ocurió: cortar aquel
diálogo con estas palabras:
— No hagamos de un chico pleito una guazábara de indios.
El lugarteniente revivió y cuadrándose ante el Presidente con la
marcialidad de los tercios españoles, habló:
— Dios salve al Rey y a Vuestra Excelencia.
Calmado por la bondad de don Andrés, el Corregidor se dirigió
al lugarteniente:
¿Dónde está la prisionera?
— En la pesebrera. . .
Venero de Leiva no pudo contener la risa, que traía escondida
desde la legada de Aguayo, y la soltó:
— ¿Tenéis prisionera alguna yegua?
— Se trata —respondió muy serio el Corregidor— de la tal Inés
de Hinojosa.
— ¿Entre caballos? —preguntó el Presidente.
— Hablad. . . —ordenó el Corregidor al lugarteniente.
— Está encerrada en el cuarto de aperos. . .
Los pecados de Inés de Hinojosa 525
- Para evitar —complementó Villalobos- la promiscuidad, habi-
da cuenta de que también están presos los hermanos Bravo de Ri-
vera.
- ¿De manera que el licencioso —comentó el Presidente— ya es-
tá en la cárcel?
- Tan pronto como salga Aguayo, os daré pormenorizado infor-
me de lo acontecido, señor Presidente.
- Entonces: que salga Aguayo. . . si no es molestia, mi querido
lugarteniente.
Así quedaron los dos. encerrados en el despacho del Corregidor,
para que éste ofreciera al Presidente Venero de Leiva los detalles
de todo cuanto venía aconteciendo en Tunja desde la aparición del
Judío Errante hasta la prisión de Inés de Hinojosa, aun cuando ya
don .Andrés hubiese recibido el relato de su esposa, doña María,
cuya perspicacia en el descubrimiento de la inmoralidad tunjana se
comprobaba día tras día.
Sabiendo que su amigo Jerónimo Aguayo era el carcelero de
Inés, el escribano Cabeza de Vaca lo buscó y, hallándolo en la nave
izquierda de Santo Domingo, lo invitó a su casa, donde el lugarte-
niente bebió media jarra de vino antes de pronunciar las primeras
palabras:
- Ella no es culpable — dijo.
- Ya lo sé -respondió el escribano—. Ni Pedro, ni Hernán. El
Corregidor se equivoca.
¿.Quién mató a Jorge Voto?
- Pedro de Hungría.
- Y Juanita.
- No: ella huyó por miedo.
- Pero el Corregidor piensa distinto y, ahora, está con el Exce-
lentísimo señor Presidente. . .
- En estas charlas, mi querido Jerónimo, dejemos las "excelen-
cias" a un lado, porque nos enredamos.
- Bien.
Como desde un principio Aguayo y Cabeza de Vaca se dieron
cuenta de que ambos formaban parte de la misma causa, la con-
versación fluyó con mutua simpatía. Eran medianos representan-
tes de la autoridad militar y de la autoridad civil, si puede hablar-
se de tales matices en una época signada por el absolutismo de la
Corona. Cabeza de Vaca se consideraba obligado a la defensa de
los Bravo de Rivera por razones de familia y Aguayo comenzaba
526 Próspero Morales Pradilla
a sentir amor por Inés, un extraño amor que seguía el camino
opuesto a los amores normales: del coito al encantamiento, de es-
te a la ternura y de la ternura a la ilusión. Era un novio al revés,
que habiendo legado a lo último buscaba, ahora, lo primero. Así
se dio cuenta de que, contra lo tradicional, no había besado a su
amada en la boca y deseaba besarla, declararle amor, sentirla su-
ya, mirarla, abrazarla, defenderla.
Por el camino de la solidaridad, el escribano y el lugarteniente,
legaron a un propósito concreto:
— Entonces —dijo Cabeza de Vaca sintetizando— ¿tú lograrás
que el Presidente me reciba?
— Lograrlo. . . veremos. . . Haré todo lo posible, y aun lo im-
posible, para que hables a solas con don Andrés.
— ¿Lo prometes?
— ¿Lo dudas?
— Sea.
El cuarto de aperos mejoró a ojos de Inés siendo el mismo de
antes. Algo insólito le sucedía: ya no odiaba, ni ambicionaba na-
da. Así las cosas le resultaron menos importantes y menos feas,
a pesar del encerramiento y del miedo. No quería confesarse su
propio cambio, pero en vez de temer, veía la figura de Jerónimo
Aguayo y legó a sonreírle como si estuviera presente. A Inés de
Hinojosa le entró algo que nunca había previsto: los más locos de-
seos de amar. Llegó a decirse sin claridad, pero con intención: "Po-
dremos ser felices, de verdad".
Afuera los centinelasjugabandadosa hurtadillas, pues si el lugar-
teniente los hallaba en tales menesteres serían castigados. Uno de
ellos dijo:
— Podéis jugar a la luz del día, porque el lugarteniente Aguayo
está mirando por otros ojos.
— ¿Qué decís, hijo de los cuernos?
— Mirad en torno vuestro, cabrón de puta pobre.
— Lo seréis vos, mal. . .
Como sintieran pasos, se tragaron las palabras.
— Señor lugarteniente —corearon.
— Podéis sentaros.
— Rafael, el corchete que apresó a la señora, desea hablaros —di-
jo el jefe de guardia.
— ¿Dónde está?
— Aquí, señor —respondió apareciendo tras una columna.
Los pecados de Inés de Hinojosa Sil

— Hablad, pues.
— Quisiera hacerlo en privado, si lo permitís, señor lugarteniente.
Los dos marcharon a un patio vecino, rodeado de altas tapias,
en el cual crecían tres árboles del lamado brevo. Caminando, Ra-
fael dijo:
— Debéis perdonar, señor lugarteniente, mi abuso. . .
— ¡Hablad, hombre!
— Melquíades y yo recibimos encargo de custodiar a la señora...
— Ya lo sé.
— Y fuimos a su casa donde. . . Bueno, Vuesamerced no habrá
de disgustarse. . .
— Me disgusto si no habláis claro.
— Encerramos a la señora en su aposento y nos pusimos de guar-
dia frente a la puerta. . .
— Bien. . .
— Como teníamos orden de vigilarla. . .
— ¿Quién os dio la orden?
— El Señor Corregidor.
— Sea. Continuad.
— Así por vigilarla mejor, tratamos de abrir la puerta. . .
— ¿De su alcoba?
Aguayo hizo un gesto tan feroz que Rafael se convenció de la
necesidad de no mentir. Continuó:
— Digo: tratamos de abrir la puerta, pero estaba cerrada con
llave.
— ¿Qué .queríais de la dama?
— Vigilarla mejor. . . La lamamos, entonces, y no respondió.
Así Rafael pudo informar al lugarteniente sobre la existencia del
pasadizo secreto y la captura de Inés de Hinojosa en el zaguán, a lo
cual advirtió Aguayo:
— Decid a Melquíades que ambos deben callar los pormenores
de cuanto me habéis contado para no caer bajo las iras del Corre-
gidor. Por mi parte, guardaré silencio si vosotros no sois impruden-
tes. Y. . . cuidado en adelante.
— Lo juro, señor lugarteniente.
La historia del pasadizo secreto confirmó lo que ya sabía Jeróni-
mo Aguayo por el camino de las conjeturas y la intuición: los amo-
res de Pedro e Inés. Pero, ahora, tras haber cohabitado con ella,
sólo aceptaba sus propios deseos, entre los cuales el más fogoso era
reencontrar a Inés de Hinojosa, desvestirla él mismo y yacer a sus
anchas. Para ello, era necesario sacarla libre, ayudar a Cabeza de
528 Próspero Morales Pradilla
Vaca en sus propósitos y, si fuera necesario, matar al Corregidor o
a quien se le atravesara entre él y su amada, injustamente presa ba-
jo la presión de las beatas, las envidiosas y los enemigos del enco-
mendero. Claro que éste podría quedarse en la cárcel para siempre.
En resumidas cuentas, él y su hermano habían asesinado a Jorge
Voto. Inés no salió de la casa, no tuvo armas en sus manos. Ade-
más, lloró amargamente por la muerte del marido, que no era un
hombre de verdad, o, al menos, ni siquiera la usaba, pues tenían
aposentos separados.
La instalación en Tunja del Excelentísimo Señor Presidente don
Andrés Díaz Venero de Leiva trajo problemas, debido al poco tac-
to del Corregidor, la tozudez de don Juan de Castellanos, las pre-
tensiones de doña Mencia de Figueroa y las consejas del Padre Ore-
juela. Comenzando por el último, pretendía alojarlo en la sacris-
tía de la Catedral, lejos de quienes habían mancilado la Iglesia, es
decir, en la cama de Pedro de Hungría; Doña Mencia y el sabio cro-
nista ofrecían sus respectivas casas con tanto ahínco, que la dama
parecía buscar la gloria mientras el levita se preocupaba porque ba-
jo su techo, además de concebir elegías, también vivieran allí per-
sonajes famosos. El Corregidor, por su parte, había sugerido la ca-
sa del occiso, libre y amplia, como morada del Presidente, quien
sonreído, liquidó el problema:
- No me negaréis, don Juan de Villalobos, el alero de vuestra
casa para reposar de mis fatigas.
El Corregidor se prosternó ante don Andrés, y, como si orara,
dijo:
— Señor Presidente: no había osado ofreceros lo que, de hecho,
es vuestro. Me honráis en extremo, señor.
A doña Lucinda de Villalobos, cuya vida era tan opaca que na-
die la relacionaba en Tunja con el señor Corregidor, le cayó, pues,
el honor y la desgracia de hospedar al mayor hidalgo del Nuevo
Reino de Granada. La insípida señora, víctima de su propia hu-
mildad, entró en temblores cuando supo la decisión del Presidente
y se le arrugó el cuerpo de tal manera que fue necesario el socorro
de doña Mencia de Figueroa y de doña Leonor de Castro, para di-
simular, ante arcabuceros y regidores, la invalidez espiritual de la
dueña de casa.
Don Juan López de Cepeda fue partidario de la idea del Corre-
gidor para instalarse, junto con los regidores, en la casa del occiso,
es decir, en los queridos aposentos de Inés de Hinojosa, donde el
Los pecados de Inés de Hinojosa 529
rechazado oidor de la Real Audiencia no sólo podría culminar sus
investigaciones, sino también percibir los recuerdos de una mujer
cuya suerte podría estar en sus manos, que no eran clementes de-
bido a los desprecios, pero podrían sucumbir a las tentaciones si
éstas aparecían en algún gesto, en alguna sonrisa, en alguna palabra
de Inés de Hinojosa.
Durante los primeros momentos de estos episodios, los tunjanos
condenaron, anticipadamente, a los tres reos. Pero la acción de-
fensiva del escribano Cabeza de Vaca, ahora compartida por el lu-
garteniente Aguayo, cuya autoridad se reforzaba debido a la ausen-
cia del capitán Juan de Castro, dio nuevos aspectos al juicio social,
gracias al cual Inés de Hinojosa comenzaba a surgir como la deidad
de Tunja, como una clase de mujer, difícil es cierto, pero digna de
miramientos porque su mera presencia, así causara algunos tropie-
zos en los hombres, era indicio de que los asentamientos del Nuevo
Reino no podían ser simples aglomeraciones de encomenderos,
frailes, soldados y bigotudas esposas, sino centros de donaire y co-
quetería acordes con el Renacimiento. Inés de Hinojosa era con-
denable por sus debilidades, pero representaba, al mismo tiempo,
el triunfo de la belleza sobre la mojigatería. Muchas gentes decían
que era preferible la audacia de Inés de Hinojosa a la hipocresía de
doña María de Hondegardo, o para decirlo sin miedo: más valía la
lujuria de Tunja que el rigor de Santa Fe.
Desde luego, la última palabra sería de las autoridades, es decir,
del Presidente Venero de Leiva. Pero, mientras tanto, Tunja mos-
traba cierta impudicia al tolerar expresiones favorables a Inés de
Hinojosa e, inclusive, a Pedro Bravo de Rivera, porque el paso de
las Hinojosas por la ciudad unido al boato del encomendero, ha-
bían fomentado liviandad en las costumbres hasta el punto de to-
mar las virtudes de Santa Fe como asunto oloroso a las faldas de
doña María de Hondegardo. Cabeza de Vaca regaba por la ciudad
burlas con respecto a la simplicidad santafereña y a la aburrición
de ver por las calles damas de tanto valor espiritual como las dos
Marías, en vez de oler los perfumes de las Hinojosas y de Paquita
Niño, cuyas caderas eran el mejor adorno de Tunja y, acaso, el
ejemplo de futuras generaciones.
López de Cepeda escogió el aposento de Inés, dejando tres regi-
dores en la alcoba del finado Jorge Voto y dos en la de Juanita,
con camas facilitadas por las damas de alcurnia. En el piso bajo se
instalaron diez arcabuceros, los dos lacayos del oidor y otros servi-
dores escogidos por doña Mencia de Figueroa. López de Cepeda,
530 Próspero Morales Pradilla
una vez legados sus baúles y tendida la cama del aposento, se qui-
tó las botas, sucias por el largo viaje, y se acostó boca-arriba to-
cando con la palma de las manos el lino de las sábanas y de las al-
mohadas donde Inés debió dejar tibieza y humores. El frío le entró
por los pies y por la incipiente calvicie, pero los pensamientos, en-
redados en sus barbas puntiagudas, lo levaron al día en que salvó
a Inés del desmayo y pudo sentirla tan cerca que los posteriores re-
chazos de la mujer lo tenían envenenado: o Inés yacía con él o
sería condenada por buen acopio de crímenes. Miró el aposento
de una pared a otra, advirtiendo que parecía sitio de tránsito y no
alcoba permanente, pues, excepto la cama, no había muebles pe-
sados para dar solidez a las costumbres, sino objetos de paso como
el arcón. El oidor fijó la vista en las iniciales de la credencia: I. de
A. y pensó en que Inés sobrevivía a dos maridos. ¿De qué murió
el primero? Luego, se quitó el jubón, vistió manteo, calzó chine-
las de raso y pasó al comedor, que estaba como la noche del cri-
men porque las criadas aprovecharon el escándalo para alejarse de
esta casa embrujada. Vio rezagos de la cena, manchas de vino en el
mantel, una silla reclinada contra la pared. Después entró a la sala,
donde apenas habían ordenado los muebles en forma simétrica. Pa-
só la mano derecha sobre las mesas bordeando los objetos allí colo-
cados. Se le lenó de polvo y hubo de sacudirla golpeándola con
la otra.
Al limpiar una de las mesas sintió en la yema de los dedos algo
abrupto, fijó los ojos en aquel sitio y leyó: "Jorge Voto: no salgáis
esta noche de casa, porque os quieren matar". ¿Quiénes asistieron
a la cena del crimen, quién hizo la advertencia al bailarín y por qué
éste no siguió el buen consejo? Juan López de Cepeda tomó asien-
to frente a la frase definitiva y se sintió dueño de la justicia, por-
que tenía en sus manos la evidencia.
Al día siguiente, ordenó al capitán Alonso de Olalla que la servi-
dumbre de los Votos compareciese ante el oidor. Así supo quienes
comieron, en aquella casa, la noche del 18 de agosto de 1571. Bus-
có, en seguida, cartas de Inés y, cotejando la letra con la de la me-
sa, encontró diferencias entre una y otra, a pesar de los cambios
que podía producir el hecho de escribir con cuchillo en vez de
usar la pluma. Si Inés no había escrito la advertencia, podría ha-
ber sido Juanita o uno de los tres famosos jinetes denunciados
por Hortensia de Godoy. Desde luego, no lo sería Pedro Bravo
pues era jefe de todo en esta casa y no necesitaba prevenir a nadie.
El sacristán había huido. Habría que interrogar a Hernán Bravo de
Los pecados de Inés de Hinojosa 531
Rivera. El oidor reconstruyó su última charla con él, recordó el
mutuo miedo de entonces y se dijo: "Si Hernán no lo mató, sabe,
exactamente, quién lo hizo".
El hermano del encomendero fue levado a la casa de Jorge Vo-
to, donde esperó más de una hora, de pies entre dos arcabuceros,
la aparición del señor oidor don Juan López de Cepeda, quien al
entrar a la sala, con los ojos fijos en el reo, ordenó que se marcha-
sen los centinelas, cerró la puerta y dijo:
— ¿Recordáis nuestra anterior entrevista, Hernán Bravo de Ri-
vera?
— Sí. señor —respondió una especie de cadáver que apenas logra-
ba sostenerse de pies.
— ¿Qué os dije, entonces?
— Que Vuesa merced representaba a la Real Audiencia.
— Y la sigo representando Decid: ¿por qué matasteis a Jorge
Voto?
— Yo no lo maté.
— Pero estuvisteis aquí, en esta sala, con él, horas antes del ase-
sinato.
— Yo...
— Vos. . . ¿Y no lo previnisteis?
— Sí. sí, yo lo previne.
— ¿Cómo?
Hernán no podía estar de pies, se le aflojaban las piernas y, casi
desesperado, mostró la mesa:
— ¡Ahí está!
— ¿Vos escribisteis—preguntó el oidor— esta advertencia?
— Sí.
Hernán descansó, le brotaron algunas lágrimas y pidió permiso
para sentarse. Luego, relató su lucha por anunciar a Jorge Voto el
peligro que corría y cómo, además de lo escrito en la mesa, le ha-
bía dado un papel con idéntico propósito. Pero todo había sido
inútil. A este punto, el oidor interrogó:
— Le advertisteis todo, pero participasteis en el asesinato. . .
— No, señor oidor.
— Entonces, ¿por qué os escondisteis?
— Por miedo.
— ¿Miedo a qué?
Hernán no pudo explicar cómo le funciona el miedo, porque es-
tas cosas no pueden transmitirse de un ser a otro. Es necesario sen-
532 Próspero Morales Pradilla
tirio, perder la voluntad, volverse mudo de repente, sorberse los
testículos. Pero trató de ser claro:
— ¡Miedo a todo!
— Sin embargo, no tuvisteis miedo a matar.
— ¡Cómo no!
— Pero lo matasteis.
— Soy inocente, señor oidor.
— Lo dudo: no quisisteis matarlo, pero el miedo os hizo matarlo.
— Yo no, yo no, yo no. . .
Hernán se arrodilló ante el oidor pretendiendo que este gesto
fuese más válido que la verdad. El oidor lanzó una de sus buenas
cartas:
— Entonces: fue Inés de Hinojosa.
— Ella no, ella no —repitió Hernán.
— ¿Por qué, no?
— Porque Inés se quedó en la casa.
— Y vos salisteis —replicó el oidor como un látigo.
— Yo. . .
— Vos salisteis a matarlo.
— Yo no, señor oidor, yo no. . .
— Tu hermano y vos lo asesinaron.
— No, señor.
— ¿Quién, entonces?
— Pedro de Hungría, señor.
Sentado ante su mesa de trabajo, rodeado de folios y libros, el
escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca miró los arcos del aposento y
unos angelotes pintados en los bordes. Se tomó una copa de vino,
servida a su derecha, acarició la pluma, pasándosela por las narices,
destapó el tintero y ordenó las ideas con el ánimo de exponer-
las al señor Presidente cuando Aguayo le hubiese concertado au-
diencia. El escribano apuntaría los hechos para cotejarlos mejor,
buscando la defensa de sus amigos. Así trazó sobre el papel lo si-
guiente :
"Pedro: Incomunicado. Imposible conocer su versión. No pudo
hablar con nadie antes de que el Corregidor lo apresara. Era amigo
de Voto. No debe haber participado en su muerte, pero la defen-
sa del encomendero más poderoso de Tunja, dueño de muchos in-
dios y jefe de soldados, podría convertirse en asonada contra el
Rey. Difícil.
"Inés: Comunicación posible, gracias a Aguayo. No participó
Los pecados de Inés de Hinojosa 533
en la muerte de su marido. Nadie la vio salir de su casa, donde esa
noche esperaba a Jorge. La coquetería de Inés la favorece con el
lugarteniente y. aun. con el Corregidor. Pero el Presidente debe
traer los chismes de la Hondegardo. Tiene solución.
"Hernán: Es un idiota. Puede dañar a su hermano y a Inés.
Pero si todo coincidieran en culpar al fugitivo sacristán, el Pre-
sidente no podría condenarlo.
"Hungría: Debe levarse la culpa del asesinato, antiguo enemigo
de Jorge, vinculado a la muerte de la Martina, marañón de Lope
de Aguirre. Hay que culparlo de todo.
"Juanita: Huyó por miedo.
"Aguayo: ¿Estará enamorado de Inés? Lo tengo en mis manos.
"El Corregidor: Quiere mostrar su mucha dedicación ante don
Andrés, pero gusta de Inés. Peligroso para Pedro".
Moviendo la pluma dubitativamente, buscó otros protagonistas
de cuanto sucedía. Pensó en Paquita Niño, cuyo vientre lo distra-
jo del serio problema. Sonrió recordando a la Torralva y vio al
bailarín genuflexo y cortés como una figura venida de las nubes.
Entonces, fue entonces, cuando advirtió que el oidor Juan López
de Cepeda había regresado a Tunja, ahora en el séquito del Presi-
dente. Lo agregó a su lista:
"Oidor: Le gustan el vino y las mujeres, pero huyó de Tunja.
Hay que interrogarlo".
Estas aclaraciones lo levaron a planear la conversación con el
Presidente Venero de Leiva sobre la base de demostrar, primero,
la inocencia de Inés; luego, la de los hermanos Bravo de Rivera;
y. finalmente, señalar al verdadero responsable: el fugitivo sacris-
tán. Antes debía hablar, en lugar propicio, con el oidor López de
Cepeda, acaso el mejor informado de cuantos legaron de Santa
Fe. porque no sólo conocía a Tunja sino que anduvo tras los fa-
vores de Inés de Hinojosa.
A esta altura hicieron irrupción unos personajes que condimenta-
ron la salsa de los hechos. Nadie podría identificarlos, pero brota-
ban en la calle del Ventorrillo, se arremolinaban en la Plaza Mayor,
hablaban en la acera de San Francisco, contándose unos a otros
historias tan variadas que lo mismo se referían a las relaciones del
Judío Errante con Inés de Hinojosa como a la castración de Jor-
ge Voto, al prodigio de que el encomendero Bravo de Rivera ori-
nara semen, a que Juanita era hija del bailarín y una princesa mo-
ra, a que Venero de Leiva se fugaría con Inés, al posible suicidio
del oidor, a las masturbaciones del lugarteniente Aguayo, al cin-
534 Próspero Morales Pradilla
turón de castidad incrustado en el sexo de María de Hondegardo,
a que la Torralva había asesinado a Jorge, a la manera como Hor-
tensia de Godoy volaba todas las noches sobre la calle de las Ani-
mas, al peligro de locura general ordenada por Felipe Rotundo, a
un viento invertido que chuparía desde Santa Fe a todos los tun-
janos, a la salvación de Inés y al entumecimiento de Pedro. . . En
fin: Tunja estaba al borde del apocalipsis. Sólo quienes vivían el
fatídico 1571 supieron a dónde lega una ciudad lamada a la vir-
tud, fundada para la fe y poblada por buenos cristianos, cuando en
ella toma asiento el maldito Judío Errante, porque, dígase cuanto
se diga, la concupiscencia y el crimen han sido, en Tunja, obra suya.
Para Cabeza de Vaca fue incómodo entrar a la casa de Jorge Vo-
to (q. e .p.d.). Pero sólo allí podía hablar con el oidor López de Ce-
peda, transitorio dueño de los bienes del bailarín. Fue recibido en
la sala, encontrándose con un hombre distinto al antiguo amigo de
fiestas. No sonrió, no mostró simpatía alguna, lo saludó con frial-
dad:
— Tomad asiento, señor escribano don Juan Ruiz Cabeza de
Vaca.
— Gracias —respondió el aludido ocupando un sillón.
— Os oigo.
— Os encuentro, señor oidor, algo preocupado como si hubieseis
perdido la euforia.
— No puedo despilfarrar mi tiempo.
— Os habéis vuelto ahorrativo. . .
— Perdonad, escribano: os ruego hablar de lo que os interesa.
— Pues quisiera tocar alguno de los hechos que interesan a toda
Tunja.
— ¿Por ejemplo?
— Lo relacionado con los dueños de esta casa.
— ¿Vuestros amigos?
— Sí.
— El señor está muerto y la mujer está presa.
— Ya lo sabía.
— Entonces, ¿qué deseáis?
— ¿Por qué está presa la señora?
— Lo estamos investigando.
— ¿Alguna prueba?
El oidor se levantó, tomó al escribano del codo y lo colocó fren-
te a la frase grabada en la mesa la noche del asesinato, comentando:
— ¿Sabéis quién escribió esta advertencia?
Los pecados de Inés de Hinojosa 535
— ¿Inés?
— No, Hernán Bravo de Rivera, quien ha confesado.
— ¿Lo creéis?
— Son hechos y vos, señor escribano, ¿qué proponéis?
Cabeza de Vaca sólo buscaba una salida que no lo indispusiese,
definitivamente, con el oidor y, al mismo tiempo, ocultara su desi-
lusión. Encontró estas palabras:
— Volveré a veros, señor oidor, cuando hayáis recuperado vues-
tro antiguo talante.
— ¿Antes o después de las sentencias? —preguntó López de Ce-
peda, abriendo la puerta y dando paso al visitante.
Esa noche, al volver al aposento, López de Cepeda no halló las
chinelas en su sitio. Las buscó cerca de la credencia, tras el arcón
y. finalmente, se acostó en el suelo pasando la mano bajo la cama
hasta el borde de la pared. Tampoco las encontró, pero sus dedos
advirtieron un vacío en el muro. Trató de introducir la cabeza ba-
jo las tablas del lecho. No pudo. Optó, entonces, por mover la ca-
ma, logrando separarla de la pared. Así descubrió el pasadizo secre-
to. Lo pasó a gatas y se halló en la alcoba de la casa vecina. Al salir
del pasadizo, tras la cama de Pedro Bravo, lo primero que vio fue
el crucifijo colocado allí, pues el oidor había entrado de espaldas
empujando la cabecera con el trasero e incorporándose frente a la
pared. Echó una mirada al aposento, vio las espadas de Pedro y sus
sombreros de terciopelo. Abrió la puerta, miró a uno y otro lado,
sintió ruidos de madera y percibió olor a encierro. Regresó, luego,
a la alcoba de Inés, poniendo las cosas tal como las había hallado
y pronunció una frase de las muchas que le aclaraban los pensa-
mientos:
— ¡Los muy jodidos tenían un pasadizo de amor!
Quizá fue en ese momento cuando el oidor López de Cepeda de-
cidió, de una vez por todas, condenar a la grandísima puta, escar-
mentar con ella las malas costumbres de Tunja, celebrar la perspi-
cacia de doña María de Hondegardo y servirle, de veras, al señor
Presidente Venero de Leiva. Cualquier otro camino sería débil e
inútil, porque el pasadizo, la mesa escrita, la confesión de Hernán
y los desprecios de Inés de Hinojosa, probaban, en conjunto, que
los dos amantes habían resuelto matar a Jorge Voto después de es-
carnecerlo en su propia casa.
López de Cepeda se acostó con una gran burbuja en el pecho,
que se expandía hacia la garganta, impidiéndole el sueño, pues
aunque estaba tranquilo, lo obsesionaba el deseo de que amane-
536 Próspero Morales Pradilla
ciera para abrir las puertas de esta casa maldita y mostrar las vile-
zas de su dueña.
El Presidente Venero de Leiva, poco antes de dormir, la misma
noche, besó la almohada al pensar en la manera como su presencia,
por la grandeza que irradiaba, ya estaba solucionando el grave caso
de la muerte de Jorge Voto, de acuerdo con los presentimientos de
su querida María, cuyas historias de Tunja le habían lenado el ma-
gín con los más diversos detalles, desde la bobería de Jorge Voto
hasta la impudicia de Inés, pasando por el cinismo del encomende-
ro Bravo de Rivera. Venero de Leiva, es cierto, demostraba, en el
Nuevo Reino y ante la Corte de Felipe II, que era el único verda-
dero gobernante legado a estas tierras, por la astucia de su políti-
ca y el impulso de sus obras. Pero él, cuando pensaba a solas,
agregaba a tales hechos la donosura de su estampa, el embrujo de
su sonrisa y la casta de los condes de Baños, que le daba superiori-
dad no sólo sobre todas las gentes del Nuevo Reino de Granada si-
no también sobre los acontecimientos y el desarrollo de los días.
Venero de Leiva era España en estos vastos territorios con su len-
gua, su espada, su religión y su talante.
Como al presidente le habían dispuesto oratorio particular con
el ánimo de no mezclar sus oraciones con las del vulgo, el oidor
López de Cepeda, en la puerta del improvisado sitio, esperó, a la
mañana siguiente, que don Andrés, en reclinatorio prestado por los
padres dominicos, terminara su rezo matinal, para poder comuni-
carle cuanto había descubierto en la casa de Inés de Hinojosa.
El Presidente recibió al oidor en su Despacho, es decir, en el del
Corregidor que éste había.perdido por la gracia del Rey. López de
Cepeda, experimentado en las maneras de la Real Audiencia, refi-
rió, poco a poco, cada detalle de sus investigaciones, dándole el
brillo de lo genial en vez de mostrar el tinte de la casualidad. Ve-
nero de Leiva quedó en posesión de verdades que habrían de enal-
tecer su perspicacia.
Desde su legada, el Presidente no había sido visto en público,
por lo cual los tunjanos continuaron sometidos a la primera im-
presión y, como muchos no vieron el rostro del famoso caballero,
seguían pensando en la facha de Felipe II; y algunas personas, pro-
picias al deslumbramiento, estaban convencidas de que era el Rey
quien honraba, con su visita, a la ciudad del águila bicéfala. Esto
hizo densa la atmósfera hasta el punto de que el aire y, aun la llo-
vizna, tomaran tal importancia, que se pensaba en nubes traídas
Los pecados de Inés de Hinojosa 537
directamente de la Corte para que, al convertirse en gotas, cayera
sobre Tunja el agua de Madrid.
La población estaba preparada para aceptar cuanto a bien tu-
vieran las altas autoridades, pues nadie, ni siquiera don Juan de Cas-
tellanos, osaría discutir la sabiduría que se había entronizado en
la ciudad. Los presos por la muerte de Jorge Voto no recibirían
una simple sentencia sino el rayo de la verdad, aun cuando toda-
vía se pensaba en los encantos de Inés de Hinojosa; y muchos se-
ñores, inclusive encomenderos, sostenían la galana tesis de que a
ciudades como Tunja no se les podían quitar las mujeres dignas de
pasar a la historia.
Después de cerrar las puertas de la lamada Catedral, el padre
Orejuela se reunió en el Despacho Parroquial con el Prior de los
franciscanos y el de los dominicos, tras una nube de incienso que
se expandió al exterior por las rendijas, anunciando a los tunjanos
que así como el poder temporal sesionaba en los aposentos del
Corregidor, el espiritual tomaba cartas en los problemas de una
ciudad fundada para mayor gloria de Dios y caída, ahora, en las
cercanías del infierno, porque nunca antes, al menos en el Nuevo
Reino de Granada, se habían registrado tantos pecados en tan po-
co tiempo y en una sola villa, superando casi la histórica lascivia
de Enrique VIII y las herejías de la Corte inglesa.
Los tres escandalizados sacerdotes estudiaron la denuncia del
padre Orejuela: había sido violada la casa de Dios cuando el Co-
rregidor Villalobos apresó en ella al encomendero Bravo de Rive-
ra y, por añadidura, convirtió la iglesia en profano sitio de reunión.
Recordó a Cristo conminando a los mercaderes del templo y anun-
ció el fin de la religión, si seguían tolerándose intromisiones orde-
nadas por el Diablo como las del impío Corregidor.
El prior de los franciscanos buscó una especie de "tregua de
Dios", destinada a colocar el problema bajo la sabiduría del Al-
tísimo. El de los dominicos, considerando que cuando peligra la
moral y la vida misma de losfíeles,es necesario aceptar mandatos
de excepción como los del Corregidor Villalobos, buscó una salida
a la fiereza del padre Orejuela, aplazando cualquier actitud hasta
cuando el Arzobispado de Santa Fe se pronunciara sobre la carta
que el párroco envió al deán Francisco Adame. El padre Orejuela
manifestó que la tibieza no era propia de buenos católicos, por lo
cual insistió en que el clero maldijera al Corregidor. Los dos frai-
les formaron un frente común y encontraron una bella razón para
538 Próspero Morales Pradilla
apaciguar al párroco, herido en su dignidad y en su investidura:
quizá podrían pedir audiencia al señor Presidente don Andrés Díaz
Venero de Leiva para denunciar los desafueros del Corregidor.
El compromiso fue aceptado por los tres asistentes a la reunión
eclesiástica y, además, se decidió que un lego franciscano reempla-
zara a Pedro de Hungría. Por cierto que al hablar de este asunto,
el prior de los dominicos dijo con fraternal acento al padre Ore-
juela:
— Os compadezco, Padre. Debe ser molesto tener un sacristán
fugitivo.
Al señor párroco se le redujo la entereza, recordando las horri-
bles manchas de sangre en la camisa de Pedro de Hungría.
Varias horas gastó el lugarteniente Aguayo en idear un recurso
que le permitiera ver, de nuevo, a Inés de Hinojosa, sin caer bajo
sospecha de los subalternos. Estando ella sometida a permanente
vigilancia con guardias en la puerta del cuarto de aperos, recibien-
do la comida a horas precisas, teniendo acceso a la improvisada
celda únicamente la camarera del Corregidor para ejercer el anti-
guo oficio de saca-micas y llevar agua a la prisionera, resultaba
casi imposible oír, siquiera, la voz de Inés. Pero la dedicación a un
solo tema, que da vueltas y revueltas por la mente, suele facilitar
soluciones. Así Jerónimo logró inducir a la camarera a tener pie-
dad por Inés, quien sin ver la luz del día, ni los candiles de la no-
che, podría ser atacada de ceguera. La mujer se compadeció y
obtuvo del Corregidor permiso para que Inés de Hinojosa saliera
cada dos días de su encierro y caminara por la pesebrera, durante
una hora, en compañía de la criada, frente a los soldados. Agua-
yo ordenó descanso a la misma hora con el ánimo de que la sol-
dadesca no abochornara a la prisionera con su vocabulario, y to-
mó para sí el encargo de vigilar los paseos de Inés y la camarera.
Esta olió el amor de Jerónimo e Inés, recibiendo, además, el be-
neficio de algunos tomines, por lo cual permitió que el verdade-
ro acompañante fuese Aguayo. Caminando a respetuosa distan-
cia el uno de la otra, Inés lograba, a espaldas del poder temporal
y del espiritual, proclamar su poder: el de las mujeres, que no
tiene leyes, ni espadas, pero se ejerce a lo largo y ancho del mun-
do desde los tiempos de Adán y Eva. Los nuevos amantes se atra-
jeron al caminar, al mirarse, al olerse, al sonreír y al tener el mis-
mo pensamiento: la fuga de la prisionera. Ya concebirían una
Los pecados de Inés de Hinojosa 539
estratagema que les permitiera huir hacia lejanos y desconocidos
territorios.
La audiencia a los representantes del clero fue concedida por el
Presidente un día después de que los tres sacerdotes resolvieron
poner a su consideración el sacrilegio del Corregidor. Venero de
Leiva los recibió con el riguroso negro de Felipe II: jubón, trusa
con musiera henchida, calzas y zapatos de raso, amén de encajes en
el cuello y en los puños. Con una amable sonrisa los mantuvo a
distancia, pues bien sabía el poderoso Presidente que la cercanía
de los subditos a los símbolos imperiales no era aconsejable. Les
permitió sentarse a unos tres metros de la silla cordobesa donde él
colocó sus posaderas y, sin preámbulos, ordenó:
— Hablad, reverendos padres.
El padre Orejuela, un poco ofuscado por la majestad del presi-
dente, balbució:
— Venimos, excelencia, a comunicaros un pequeño desagrado
que nos preocupa.
— ¿Es muy pequeño, reverendo padre?
— Pues se trata... —El párroco miró a sus compañeros y el domi-
nico dijo:
— Yo no lo lamaría desagrado sino inquietud que, bajo vuestra
sabiduría, señor Presidente, tomará el tamaño que sea menester.
— Decidlo, entonces.
— Quizá, vos, Padre Orejuela, podríais continuar —insinuó el
franciscano.
— Os oigo, padre Orejuela.
— Se trata, excelencia, de que el señor Corregidor, posiblemente
con muy buenas intenciones, cometió sacrilegio. . .
— Mejor diría —terció el franciscano— se equivocó. . .
— O —complementó el dominico— actuó apresuradamente.
— Si no aclaráis —queridos padres— no podré entenderos.
— El señor Corregidor —dijo quedamente el padre Orejuela— to-
mó un prisionero en la Iglesia y, por añadidura, invadió el templo.
— ¿Cuándo?
— Al descubrirse el cadáver de Jorge Voto.
— ¿Os tomó prisionero, reverendo padre?
— A mí no, sino al encomendero Pedro Bravo de Rivera.
— Acusado hoy de asesinato.
— El Corregidor profanó la casa de Dios.
— ¿Estáis seguro?
— La lenó de gentes, además.
540 Próspero Morales Pradilla
— ¿Y acusáis al señor Corregidor?
— El violó la iglesia —se atrevió a decir el párroco.
— ¿Qué queréis?
— Vuestra justicia, señor Presidente.
Venero de Leiva usó los ademanes más bondadosos, casi beatífi-
cos, cruzando lentamente los brazos sobre el pecho y con los ojos
semi-cerrados como corresponde a quien es dueño de la infinita
inspiración, comentó:
— ¿Recordáis, venerables padres, las enseñanzas del Divino Sal-
vador en sus evangelios?
Los tres interlocutores se miraron sorprendidos como si, al pi-
sarles su propio terreno, el Presidente invadiera la zona espiritual
del mundo. Pero no contestaron. Venero de Leiva continuó:
— Me refiero a la sentencia de Cristo: "Dad a Dios lo que es de
Dios y al César lo que es del César", lo cual significa, si vuestras
reverencias no os oponéis a mi interpretación, que los asuntos de la
casa de Dios los decide el Sumo Pontífice de Roma, por interme-
dio del arzobispado de Santa Fe, y no el Rey de España, al cual
represento para honra mía.
— Ya me dirigí al señor deán del arzobispado —anotó el padre
Orejuela—.
— Entonces —agregó el Presidente levantándose en ademán de
despedida— ¿qué puedo responder a vuestra inquietud si mis po-
bres armas son de este mundo? Id con Dios, reverendos padres.
De vuelta al interior de la casa, el Presidente dejó preocupado al
Corregidor con estas palabras:
— Parece que el Clero no está con voz, mi querido Juan de Villa-
lobos.
Las palabras del Presidente atemorizaron al Corregidor y se le
metieron bajo las cobijas al tratar de dormir, esa noche, con tal
cantidad de problemas entre sus nervios que supo, entonces, que la
gente se muere a lo largo de la vida y no sólo en el breve instante
final.
Como el lugarteniente Aguayo recibiese confidencia del Co-
rregidor sobre la inconformidad del clero, aquel aprovechó la co-
yuntura para decirle:
— Quien podría aclarar tales despropósitos sería el escribano Ca-
beza de Vaca.
— ¿Por qué?
— Porque él conoce códices, leyes, reglamentos y usos mejor
que cualquier otro vecino de Tunja.
Los pecados de Inés de Hinojosa 541
Así el lugarteniente, impulsado por el amor, obtuvo la aquies-
cencia de don Juan de Villalobos para levar el escribano a la pre-
sencia del mismísimo don Andrés Díaz Venero de Leiva, quien ya
tenía catalogados a los tunjanos, pero no le encajaban en la mente
las piezas de Cabeza de Vaca, pues sabiéndolo pariente de Bravo de
Rivera era depositario de una autoridad que lo dignificaba.
El escribano se presentó ante el Presidente con un ancho som-
brero en la diestra, caminó con paso de procesión, luciendo capa
corta, chaqueta ceñida de donde emergían los encajes de puños y
cuello, pantalones cortos amarrados a la rodilla, calzas negras y za-
patos del mismo color. A prudente distancia se detuvo, inclinó la
cerviz doblando la pierna izquierda y, desde allí, saludó:
- Excelencia: os presento mis respetos.
- Levantaos, señor escribano y encomendero de Motavita.
La referencia al título de encomendero fastidió a Cabeza de Va-
ca, porque, en ese momento, no era honroso y, además, indicaba
que el Presidente no sólo tenía autoridad, sino también astucia.
Acató la orden y se irguió, viendo a un hombre sonreído, con los
ojos apretados más dispuestos a la burla que al regaño. Don Andrés
le señaló una silla distante y puso la diestra en torno a su oído co-
mo quien se apresta a escuchar.
- He venido —comenzó el escribano. . .
- Me he dado cuenta de que habéis venido.
- He venido, Excelencia, a hablaros de. . .
- Ya lo sospechaba.
- A hablaros de algunos problemas de Tunja. . .
- ¿Como cuál?
- Bueno: Vuestra Excelencia sabe. . .
- Sí lo sé, ¿para qué habéis venido?
- Bueno: pretendo daros mi versión. . .
- Que no he solicitado.
- Pero quizá os complemente otras. . .
- Quizá, sí; y quizá, no.
- ¿Os molesto, señor Presidente?
- Ño del todo.
- ¿Estáis dispuesto a escucharme?
- Dentro de ciertos límites.
- ¿Cuáles?
- Las preguntas las hago yo en nombre del Rey.
- Preguntad, entonces, Excelencia.
542 Próspero Morales Pradilla
— Decidme. . . señor Juan Ruiz, ¿sabéis por qué vuestro cuñado
mató al señor Jorge Voto?
— Creo que Pedro Bravo de Rivera no ha matado a nadie.
— ¿Creéis? Pues yo os aseguro que estáis equivocado. Pero os
hago otra pregunta con el deseo de que no menospreciéis mi sese-
ra: ¿la tal Inés de Hinojosa, amante de vuestro cuñado, también es
inocente?
— Ella, ni siquiera salió de su casa la noche del crimen.
— ¿Estáis seguro?
-¡Sí!
— Curioso. Pero ¿era la amante de vuestro cuñado?
— Ignoro asuntos de alcoba.
— ¿Hasta el punto de no facilitar fugas de mujeres hermosas?
— ¿Decís?
— Que fuisteis cómplice en la fuga de Juanita de Hinojosa.
A esta altura del incómodo diálogo, el escribano tuvo la certeza
de que su audiencia con el Presidente del Nuevo Reino de Grana-
da, era, sin duda, la peor iniciativa de su vida. Maldijo la falta de
malicia e, inclusive, pensó en que sólo los indios taciturnos, silen-
ciosos, pacientes, podían enfrentar casos semejantes, porque la
sangre española se alborota cuando la autoridad y el cinismo jue-
gan desde lo alto de las circunstancias. Ya no supo más de sí y sólo
buscó la salida: salida del Despacho, de la presencia de don An-
drés, de la vida tunjana, de los problemas, del maldito parentesco
político y de su propia debilidad. Por eso, fue feliz cuando oyó de-
cir al Presidente:
— ¿Aún creéis que habéis venido a darme una versión de los
problemas de Tunja?
— No, Excelencia.
— Entonces, ¿damos por concluida la audiencia?
— Como vuestra Excelencia ordene.
— Sea —dijo don Andrés levantándose para facilitar la guenufle-
xión del escribano al salir.
Como se le había vuelto costumbre, el Presidente al regresar a la
sala del Corregidor, le comentó:
— Nunca pensé en que un escribano pudiera asustarse tanto.
Como la saca-micas permanecía cerca de la pareja durante los
paseos del lugarteniente y la prisionera, Aguayo aumentó los to-
mines pagados a su discreción y ella se ingenió la manera de con-
versar con los guardianes tras las paredes de la pesebrera donde
Los pecados de Inés de Hinojosa 543
aquellos hombres, zafios y atormentados por la abstinencia, lle-
garon a codiciarla. Esta fue la estratagema ansiada para que Jeróni-
mo e Inés lograsen hablar a solas con el propósito de planear la fu-
ga. Desde luego, perdieron mucho tiempo hablando de corazón a
corazón, jurándose amor eterno, recordando la mutua atracción
de los cuerpos, suspirando entre palabras melosas, arrullándose
bobamente e, inclusive, dándose besos que, la verdad sea dicha,
eran lo mejor de la escena. Empero al fin legaron, un poco mus-
tios y suspirantes, a un diálogo concreto:
— ¿Será posible, amado mío? —fue la pregunta de Inés cuando
Jerónimo propuso el tema de la fuga.
— No lo dudes, no lo dudes, por favor. Estamos los dos unidos
contra el mundo y estos territorios pueden abrigarnos para siempre.
— ¿Estás seguro?
— Mira: durante el segundo paseo de la semana entrante, el es-
cribano nos esperará en las cuadras de Tunja con dos caballos traí-
dos de su encomienda de Motavita.'. .
— Un beso para Juan Ruiz, no lo olvides. . .
— Bueno, mi amor, pero escucha: Estando ciertos de la ayuda
de Cabeza de Vaca, yo vendré a sacarte si te pones el hábito de
Filomena.
— ¿Quién es Filomena?
— La que os ha ayudado desde el primer momento, la criada
del Corregidor.
— Entonces. . .
— Sí: te pones el hábito de Filomena y ella deberá conseguir el
de uno de los soldados.
— No te entiendo.
— Filomena habrá de desnudarse para darte su vestido y, a la
vez. deberá invitar a uno o dos soldados para que la cubran con sus
uniformes. . . Lo demás será astucia de la criada y excitación de los
hombres.
— ¿Y nosotros?
— En ese instante, sólo tendremos, en verdad, un instante, yo
saldré contigo, hacia las cuadras de Tunja.
— ¿Lo creéis?
— Debemos creerlo, Inés, debemos creerlo, porque si fracasamos
ambos tendremos el cuello en la soga.
— ¿Cómo legaremos a las cuadras?
— Dependerá de nuestra buena suerte, porque hemos de andar
sin ser vistos, confiar en la bondad de un hombre escurridizo, es-
544 Próspero Morales Pradilla
condernos tras las argucias de una mujer fea y pedir a Dios por al-
go que no está entre las bendiciones de la Iglesia.
— ¡Imposible!
— Calla, calla Inés. Es nuestro amor contra todos.
— Menos contra el'escribano Cabeza de Vaca.
— Estás en lo justo.
A estas palabras, apareció Filomena con una manga rota;
— Los hombres son bestias —informó.
— Pero se os paga —e l dijo Aguayo.
— Vuesamerced. . .
— Alejaos, un momento.
Luego, el lugarteniente dijo al oído de Inés:
— Confia en mí. . . Te vuelvo a hablar el lunes.
Llegaron los soldados, quienes frente a Jerónimo tomaron as-
pecto respetuoso y éste les ordenó:
— Conducid la prisionera a su celda.
Dirigiéndose, en seguida, a Filomena, la despidió:
— Idos ya, podéis volver el lunes.
Como la mujer lo mirara con firmeza, el lugarteniente puso su
mano entre las de la criada y soltó los tomines ofrecidos.
Inés entró palpitante al cuarto de los aperos debido a la emo-
ción de haber estado con su hombre y a la perspectiva de huir. Se
arrojó sobre el colchón, aflojándose los escarpines y dudando en-
tre la fuga y la conmiseración'del Corregidor. En este punto de sus
pensamientos Aguayo ya no era el amante providencial, sino una
oportunidad discutible, porque si, en vez del lugarteniente lograba
la atención de don Juan de Villalobos, no necesitaría huir, sería
reivindicada y, quizá, volviera a su casa. Irse con Aguayo era una
especie de condena menor, pues de todas maneras perdería las
preeminencias y, sobre todo, viviría, en adelante, oculta y temero-
sa como si hubiese cometido los crímenes que le imputaban. Co-
menzó a pasar saliva, oyendo el movimiento de la lengua contra el
paladar, apretó los dientes y soltó una palabra que sólo decía
para sí misma:
— ¡Mierda!
La única verdadera medida del tiempo es la aglomeración de su-
cesos sobre una misma persona o sobre un grupo humano. En este
mes de agosto de 1571 Tunja vivía con más rapidez que antes. Se
había lenado de acontecimientos hasta el punto de que, en unas
horas, cambiaban los seres y el aspecto de las calles como no se
Los pecados de Inés de Hinojosa 545
había registrado en los últimos veinte años. La presencia de Vene-
ro de Leiva, por ejemplo, que hubiese bastado para colmar una épo-
ca, apenas era un episodio más de la vida tunjana. El insigne Presi-
dente ya se consideraba enterado de cuanto pasaba en la infame
ciudad no tanto por las investigaciones del Corregidor Villalobos,
sino por las consejas de doña María, su esposa, y por la astucia del
oidor Juan López de Cepeda, quien legó a la sala de don Andrés
mientras Aguayo y la Hinojosa planeaban fugarse. El Presidente,
al verlo, le ofreció una de sus sonrisas sibilinas, que eran producto
de la malicia pero daban aspecto de bondad:
— Señor oidor: parecéis anunciar victorias.
— Siempre he admirado vuestra sabiduría para descubrir el fon-
do de los hombres, don Andrés.
— ¿Acaso vos tenéis fondo?
— Depende de lo que vos, señor Presidente, laméis fondo.
— Fondo, por ejemplo, es a donde legaron Pedro Bravo de Ri-
vera e Inés de Hinojosa.
— Entonces, ¿el adulterio es fondo?
— Cuidaos, señor oidor, de juicio tan simples. En realidad no
se deben mezclar los asuntos de la carne con los de la filosofía,
por donde vos y yo andábamos al atravesarse el tema de los adul-
terios.
— Vos lo propusisteis, señor.
— Os engañáis, don Juan: no lo propuse, apenas lo mencioné.
— Benditas sean vuestras sutilezas.
— Y vuestra comprensión, señor oidor.
El diálogo fue largo, debido a la manera como los dos interlocu-
tores bordeaban los temas sin entrar directamente en ellos, mien-
tras se paseaban por el aposento con tanta elegancia que parecían
pisar alfombras cortesanas y no la estera del señor Corregidor, he-
cha a mano por los indios de estos remotos parajes a donde Espa-
ña estaba trayendo la civilización para colocarla por encima de
gentes que debían amar a Felipe II en vez de adorar el sol, cuyos
rayos calentaban la savia de los árboles y daban sabor a los gra-
nos de maíz.
El Corregidor Villalobos asomó la cabeza por la puerta y trató
de decir algo, pero don Andrés le cortó las palabras:
— Preferiría, Villalobos, que esperarais mi lamado antes de in-
tervenir en las discusiones con el señor oidor.
— ¿Sobro, entonces?
— No lo dudéis, no lo dudéis.
546 Próspero Morales Pradilla
La pasajera intromisión del Corregidor hizo que los dos miem-
bros de la Real Audiencia concretaran su conversación, para lo
cual Juan López de Cepeda le dio a los ojos aspecto de interrogan-
te tan acentuado, que el Presidente dijo:
— Me gustaría escuchar vuestros juicios con respecto a los crí-
menes que nos ocupan y nos preocupan en esta difícil ciudad.
— Primero vos, señor Presidente.
— Permitidme ordenaros que principiéis vos. . .
— Os acato: Como desde hace varios meses sigo la pista del en-
comendero Bravo de Rivera y ato los cabos de sus andanzas, mi
primera impresión es la de que el aludido sujeto ha sido autor in-
telectual y material del asesinato de Jorge Voto, antecedido por
unos rufianescos amores con Inés de Hinojosa.
— Pruebas, señor oidor.
López de Cepeda repitió las historias que él había levado a San-
tafé, temiendo por su vida en Tunja. Luego, añadió los más sugesti-
vos detalles de la investigación del Corregidor, corroborados por el
alguacil mayor, don Gabriel López Nureña: Pedro Bravo e Inés
de Hinojosa entretuvieron a la víctima en casa de ésta antes de lle-
varlo al sitio del crimen; en esa misma oportunidad, los cómplices
estuvieron presentes; tres hombres dieron de estocadas a Voto,
según el número de heridas y las huellas del crimen; uno de los ase-
sinos usaba zapatos de cuero y sólo hay dos tunjanos que los ten-
gan: el encomendero Bravo y Cabeza de Vaca, pero éste último pro-
bó su ausencia del lugar donde pereció el bailarín; Hernán Bravo
acusó a Pedro de Hungría como único autor del asesinato, pero el
implicado huyó, lo mismo que Juana de Hinojosa y Hortensia de
Godoy. . .
— Muchas mujeres comprometidas, ¿verdad?
— Pero ninguna participó directamente en el crimen.
— ¿Por qué huían?
— Inés de Hinojosa está presa.
— Viuda y presa, triste circunstancia para una mujer, cualquiera
que sea su condición. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué vos,
señor oidor, me habéis dado dos veces el mismo informe?
— ¿Dos veces?
-¿Olvidáis que antes me habíais referido casi lo mismo?
— Olvidé un detalle que liga a Inés con el crimen.
— ¿Cuál?
— Un pasadizo secreto.
— ¿Qué decís, Juan López?
Los Pecados de Inés de Hinojosa 547
- Hay un pasadizo que une las casas de Jorge Voto y Pedro Bra-
vo de Rivera.
- Suele haberlos.
- Pero no entre las alcobas.
- ¿Alcobas?
- Las de Pedro e Inés.
Venero de Leiva sacó de la manga derecha un pañuelo de encaje,
se lo pasó por los labios guardándose una sonrisa, entrecerró los
ojos y preguntó:
- ¿Un pasadizo para comunicar amantes?
- Eso es.
- ¿Alguien más lo sabe?
- Algunos corchetes.
- Y, a vuestro juicio, ello prueba. . .
- El adulterio, señor Presidente.
- Y, además, la complicidad de la mujer en un asesinato, que
también es un escarnio. Por cierto, Juan López, ¿la mujer merece
pasadizo y demás adornos?
- Es una arpía.
- Supongo que una bella arpía.
- ¿Queréis verla, señor Presidente?
- Ya os diré si ello se ajusta a mi dignidad y gobierno.
- Para juzgarla mejor. . .
- Por cierto, señor oidor, ¿recomendáis algún castigo?
- ¿Para ella?
- Para todos los criminales de este triste suceso.
Juan López de Cepeda vaciló, porque si las investigaciones lo
habían levado a saber quiénes eran los criminales, todavía no
precisaba el grado de participación de cada uno en la muerte de
Jorge Voto. En el doblez de su ánima pensaba, sin claridad, en los
castigos: prisión perpetua para Inés de Hinojosa, lo mismo que pa-
ra Hernán Bravo de Rivera; horca para Pedro Bravo de Rivera y Pe-
dro de Hungría, así estuviese ausente el ladino sacristán. Para Jua-
nita y Hortensia un poco de comprensión por parte de los varones
que las acogiesen en otras ciudades. Como si el Presidente adivina-
ra sus pensamientos, preguntó en ese instante:
- ¿Vos creéis, señor oidor, que la sangre se lava con sangre?
- Ño entiendo.
- Por eso os pregunté antes si teníais fondo.
Don .Andrés Díaz Venero de Leiva, recto el cuerpo, pasó hacia
548 Próspero Morales Pradilla
el Despacho del Corregidor, dando la espalda a López de Cepeda
tras haberle regalado una breve sonrisa de despedida.
Una vez en el Despacho, don Andrés se sentó ante el escritorio
del Corregidor, miró unos papeles que pasaron de una mano a otra
con la dejadez propia de la nobleza, brilló contra el jubón su anillo
con el escudo de los condes de Baños y comenzó a madurar la
sentencia que impondría la justicia del Imperio en la ciudad de
Tunja, cuyo espíritu renacentista, unido al ludibrio de los enco-
menderos, podría convertirla, a la vuelta de pocos años, no sólo en
la verdadera capital del Nuevo Reino de Granada, sino en centro
de tantas campanilas que ocuparía, en los siglos venturos, lugar
parecido al de Constantinopla o al de Sevilla, por el florecimiento
del arte, el encanto de las mujeres y su gran tamaño sobre los altos
barrancos de Runta hasta los hervideros de Paipa. Pero si una ma-
no firme, en nombre del Rey de España y con la bendición del Pa-
pa, atajase la concupiscencia, el ardor de las costumbres y el li-
bre vuelo del arte, Tunja frenaría sus aspavientos y se reduci-
ría a una pequeña villa provinciana desprovista de hazañas, de sa-
raos, de danzas, de amores novelescos, de adulterios históricos y
de crímenes propios del esplendor.
Sobre don Andrés Díaz Venero de Leiva no sólo descansaba la
voluntad del Rey y la lamada vara de la Justicia en el Nuevo Rei-
no de Granada, cuyos linderos los marcaban las espumas de dos
océanos y la huella del sol, sino que, como noble y hombre de fus-
te, tenía arraigada en su ánima la prestancia de los grandes de Es-
paña y, además, era el primer gobernante verdadero de tan amplios
territorios, mayores por su extensión que la península española y
tan lejanos de la Corte que nadie podría disputarle su jerarquía.
Además había legado a la edad de las decisiones maduras, jac-
tándose de no tener par en este Reino porque sólo él lucía la inte-
ligencia de los príncipes del Renacimiento, como lo demostraba
la amplia frente y el suavefluirde sus sentencias, que no eran ra-
yos sino piedras envueltas en seda. Si alguien tuviera la osadía de
calificar al señor Presidente podría pensar en que era un escéptico,
pero cuidaba tanto de los detalles y manejaba la lengua con tanta
prudencia que tal concepto chocaría contra el juicio de sus ami-
gos, para quienes don Andrés era justo, enérgico, decidido, leal y
suave al mismo tiempo. Así lo creía él, añadiendo la elegante len-
titud de ademanes, la calidad de sus vestidos traídos de la Corte,
el encaje de sus pañuelos, la rectitud en el andar y ese rostro im-
pasible leno de dulzura aun en el momento de ordenar azotes o
Los pecados de Inés de Hinojosa 549
de aplicar las leyes del Imperio sobre el pellejo de los delincuen-
tes. Don Andrés olía a perfume cortesano, un poco mezclado con
los fuertes humores de la nobleza; tenía voz grave, que él asordi-
naba para no imponerse por el tono del habla sino por la fuerza
interior; y si alguien pudiese tocarlo, fuera de doña María, adver-
tiría que le faltaba fortaleza a la barba rasurada y la piel de sus
manos podría confundirse con la de un adolescente.
Ahora, sentado en el Despacho del Corregidor, trataba de orde-
nar sus pensamientos para solucionar los problemas de Tunja,
mientras intuía una hermosa mujer, ponderada por su belleza y
condenada por su conducta: Inés de Hinojosa. En sus mocedades y
aun ya entrada la edad de los merecimientos, don Andrés soslayó,
en España, el amor de doña María para no ser menos vehemente
que su soberano don Felipe. Así corrió entre Madrid y Toledo por
disimular amores o por caer en camas ajenas como los buenos ca-
balleros de Castilla. Pero, en Santa Fe, rodeado de mucha pompa y
muchos ojos, había preferido abstenerse de los gratos placeres con
el ánimo de que nadie pudiese acusarlo de nada en la capital de su
Reino. Sin embargo, lejos de la sede, enfrentado a un crimen del
cual se acusaba, entre otros, a una mujer, no parecía extravagante
conocer a la inculpada para tener tantos elementos de juicio como
el Corregidor. Si aquella mujer era, realmente, hermosa, bien po-
dría pensarse en abuso de sus adornos o en envidia de la sociedad
al juzgarla culpable, o, por el contrario, la belleza podría ser la
causa de su desgracia. Y, si fuese fea, quizá ella era la envidiosa o,
acaso, podría demostrar su inocencia. Pero si por conocer a la
tal Inés de Hinojosa se le entrase al cuerpo el diablillo de los de-
seos, sobre todo hallándose sin esposa y con poder, perdería en
pocas horas la fama de digno e indiscutible que ya tenía ganada
de tanto andar por el Reino, ciego ante las pasiones y con los
pies pegados a la tierra. Observar a la acusada, no obstante, podría
ser parte de sus obligaciones, ya que tan alta autoridad no podría
someterse al juicio del Corregidor, ni siquiera a las inteligentes ra-
zones del oidor López de Cepeda. El Presidente, en persona, debe-
ría ver a Inés de Hinojosa, conocerle la dirección de sus miradas,
descubrirle las intenciones y, desde luego, tener de ella un juicio
visual. Pero si era tan picara como lo atestiguaba la buena sociedad
de Tunja. si su carne ofrecía graves peligros a los varones, sí, por
añadidura, los enloquecía como lo dij£> su propia esposa, quizá
fuese mejor estudiar el caso en las páginas del proceso y no frente
550 Próspero Morales Pradilla
a la perturbadora mujer. Don Andrés tosió, se rascó la cabeza y,
como si hablara con alguien, afirmó:
— Nada me sucederá si espero la marcha normal de los aconte-
cimientos para que ellos me indiquen si debo ver o no ver, en pri-
vado, a Inés de Hinojosa.
Luego, continuando sus palabras, agregó:
— . . . que debe ser bella, porque si no fuese bella, y apetecible,
y casquivana, y deleitosa, y placentera y todo cuanto de ella dicen,
no estaría en la cárcel, ni en la boca de los tunjanos.
Llamó, entonces, al Corregidor y le ordenó:
— Traed a Inés de Hinojosa:
— ¿Ante vos, señor Presidente?
— No. . . —respondió don Andrés dudando—. Traedla aquí e in-
terrogadla vos, que yo esperaré vuestra opinión.
Por la mente de Su Excelencia había pasado de un instante a
otro, con la velocidad del rayo, la idea de que si el Corregidor inte-
rrogaba, nuevamente, a Inés, él podría verla de alguna manera.
— Señor —argumentó el Corregidor— no creo que tenga nada
que decirme. Acaso preferiría hablar con vos.
— Mi querido Villalobos —anotó el Presidente-, se me ha ocu-
rrido una idea que cumple vuestros deseos sin molestar mi digni-
dad: yo podré permanecer en vuestro Despacho, como si fuese
un escribiente, mientras vos interrogáis a la acusada.
— Vos, ¿un escribiente?
— Para vos y para mí, en beneficio de la Justicia.
Cuando el Alguacil Mayor fue en busca de Inés de Hinojosa, el
Corregidor estaba entre la espada y la pared, es decir, entre los en-
cantos de Inés y la majestad de Su Excelencia, mientras el Presi-
dente había cambiado su lujoso vestido de rey por discreto hábito
de escribiente. Inés, al ser requerida en el cuarto de los aperos,
estuvo cierta de que sus amores con Aguayo terminaban para ini-
ciar requiebros con el señor Corregidor y, por el débil camino de la
carne, quedar libre de las inculpaciones que se le habían hecho más
por envidia de las mujeres principales que por voluntad de la justi-
cia. Arreglándose el cabello, Inés salió al patio de las pesebreras y
preguntó al alguacil:
— ¿Me leváis a la presencia del señor Corregidor?
— Así es, señora.
Inés vio un hombre de jubón limpio y bragueta a la italiana,
que le infundió confianza. López Nureña, quien nunca había esta-
do tan cerca de la acusada, no la contempló con ojos de autoridad
Los pecados de Inés de Hinojosa 551
sino con gozo de hombre. Ella quedó convencida de que ya no la
lamaba el agrio Corregidor sino Juan de Villalobos, tal vez un
amigo.
Antes de recibir a la acusada, Venero de Leiva, estrenando voz
de escribiente, indicó al Corregidor que la interrogara sobre el pasa-
dizo, su uso y la relación existente entre ella y el encomendero
Bravo de Rivera, sin referencia al crimen.
El Presidente del Nuevo Reino de Granada, disfrazado de escri-
biente en un rincón del Despacho, vio entrar a una mujer como
nunca había visto alguna parecida, porque entre las mestizas de
Santa Fe, achatadas por el frío y el tamaño de los muiscas, no ha-
bía una hembra que anduviese como esta Inés de Hinojosa, cuyos
pasos eran de felino y cuyo rostro había pasado por el tamiz de Espa-
ña sin alterar las ojeras de las indias que moraban cerca del mar
océano.
Inés no miró al escribiente, pero lo sintió sobre su cuerpo y no
le disgustó que hubiese un testigo aquella tarde. Juan de Villalobos
se achicó por todos lados hasta convertirse en una especie de es-
colar sometido a examen. Inés habló:
— Aquí me tenéis, señor Corregidor, a vuestras órdenes.
— Yo quisiera, quisiera, eso es, quisiera. . .
— ¿Quisierais hablar conmigo?
— Sí, sí. . .
— Soy vuestra.
— Digo, digo que. . . Se ha sabido de un pasadizo, un pasadizo
en vuestra alcoba.
— ¿Lo habéis visto?
— Yo no.
— ¿Entonces?
— Decidme, ¿es verdad?
— Os queda muy fácil comprobarlo, si lo permitís os acompaño.
— ¿Para que lo usabais?
— Sería mejor que fuéramos a tal sitio, evitándonos palabras in-
necesarias.
— Debéis decirme cuáles eran vuestras relaciones con el enco-
mendero Bravo de Rivera.
— Teniéndolo a vuestro arbitrio, como tenéis al encomendero,
quizá fuese mejor preguntárselo a él para no utilizar a una pobre
mujer como yo.
Advirtiendo don Andrés los descuidos del Corregidor, su turba-
ción y el desasosiego impropio de un funcionario del Reino, se le-
552 Próspero Morales Pradilla
vantó, salió, cambio de hábito y ya con aspecto de Presidente lamó
al Alguacil Mayor y le ordenó que sacase a la acusada y la levase,
de nuevo, a prisión. Mientras se cumplían estos actos, el Corregi-
dor pudo decir a Inés:
— Callad, por favor, y trataré de arreglaros las cargas.
— Inés se arrojó en brazos del Corregidor, pero éste la apartó di-
ciéndole:
— ¡Cuidado, insensata!
Apenas se había aquietado la mujer, cuando entró el Alguacil y
tomándola del brazo la condujo al cuarto de aperos, sin que nadie,
excepto el Presidente y el Corregidor, supiera qué había sucedido
en el Despacho, pues Inés creyó que había conquistado al Corregi-
dor cuando estaba cerca la firma de su sentencia.
El Corregidor, al borde de perder la cabeza por culpa de Inés,
sufrió grave mezcla de humillación y puritanismo durante el nuevo
diálogo con la acusada, porque la presencia del Presidente echó a
pique cuanto había pensado para el momento de estar a solas con
ella. Esto le produjo vergüenza, sintiéndose disminuido y víctima
de acechanzas. A partir de ese momento volvió a ser intachable ca-
ballero, corregidor dispuesto a imponer justicia y frío testigo de las
añagazas de las mujeres. Poco a poco, fue enderezando su concien-
cia para recuperar el prestigio de los Villalobos, que él había enal-
tecido al encarar con prontitud y entereza el terrible asesinato de
Jorge Voto. Y si por dentro reconquistaba el ánimo de las gran-
des decisiones, por fuera trató de alisar con sus manos el jubón
arrugado, se aplastó el cabello para quitarle aspecto de refriega,
abrió la ventana de la antesala y escupió hacia la calle Real, donde,
por fortuna, nadie recibió aquella descarga de arrepentimientos.
Acto seguido entro al Despacho e interrumpió las meditaciones del
Presidente, colocándose bajo el escudo de la ciudad y diciendo al
dueño del Nuevo Reino:
— Excelencia: creo haber redondeado mis investigaciones, atado
todos los cabos y tener en el puño de la justicia el caso que nos
preocupa.
— Os preocupará a vos, Villalobos, porque yo tengo la fortuna
de no preocuparme por nada distinto a la salvación de mi alma.
— Que de Dios goce —se apresuró el Corregidor.
— Pero todavía no, mi querido Villalobos, pues deseo que vos
me precedáis en el feliz camino.
— Que así sea, señor Presidente.
— Por cierto, ¿decíais algo relacionado con el crimen?
Los Pecados de Inés de Hinojosa 553
Juan de Villalobos amplió cuanto estaba dando en cuenta-gotas
al señor Presidente para demostrar su independencia de carácter,
sufirmezaa lo largo del proceso y la perspicacia de sus deduccio-
nes. Un alud de sospechas comprobadas, de hechos irrefutables,
de eficaz administración de justicia, cayó sobre don Andrés Díaz
Venero de Leiva, desde la lascivia del pasadizo entre las alcobas de
los amantes hasta la manera como la vihuela intacta y muda in-
dicó el sitio exacto donde Jorge Voto fue asesinado. Todas las
pruebas fueron relatadas al Presidente: las huellas de los zapatos
de Pedro Bravo de Rivera en el escenario del crimen, el estoque ha-
lado en las pesebreras del encomendero con manchas de sangre en
la punta, la cena de Inés de Hinojosa, la acusación de Hernán con-
tra Pedro de Hungría, el intento de fuga de la prisionera, el adulte-
rio de Pedro e Inés, los antecedentes del sacristán como marañón
de Lope de Aguirre, la ingenuidad del padre Orejuela ante tal he-
cho, informes secretos de doña Mencia de Figueroa sobre los amo-
res del encomendero, los presagios de Hortensia de Godoy, las bur-
las del Judío Errante. . . El Presidente cortó la eficiencia del Corre-
gidor, con esta pregunta:
— Decidme, Villalobos, ¿por qué estabais tan nervioso cuando
interrogasteis a Inés de Hinojosa?
— No lo creo, Excelencia.
— ¿Dudáis de mí?
— Quizá no me di cuenta.
— ¿Y ahora mismo?
— ¿Qué?, Excelencia.
— ¿Ahora mismo, por qué estáis nervioso?
— ¿Yo?
— Bueno: seguid vuestro relato.
Al Corregidor se le acabaron los hechos y las palabras, porque
volvió a sentirse inseguro como si la sombra de Inés continuara tur-
bándolo y, sobre todo, enredándolo en la malicia del señor Presi-
dente que, si bien tenía fama de consolador, gozaba con la turba-
ción del prójimo, pues formaba parte de sus deleites intelectuales,
que lo levaban a saborear su superioridad cuantas veces fuera posi-
ble. Sin embargo, estaba muy satisfecho con el trabajo del Corregi-
dor, corroborado por López de Cepeda, y pensaba en premiar al
acusioso y enamoradizo funcionario con un traslado a Santa Fe,
donde estuviese bajo su directa vigilancia con la idea de que así
como había descubierto los dones de Inés de Hinojosa podría des-
554 Próspero Morales Pradilla
cubrirlos también en alguna santafereña para alterar la rutina del
cargo.
El lugarteniente Aguayo, como antes Jorge Voto y Pedro Bravo
de Rivera, resolvió ponerse al servicio de Inés. Buscó, de nuevo, a
Cabeza de Vaca y con franqueza le informó sobre el propósito de
abandonarlo todo para levarse consigo a la apetecida mujer. En
un principio, el escribano guardo silencio, rumiando las palabras
de Aguayo con el ánimo de aprovecharlas en beneficio de su cuña-
do. El lugarteniente dio cuenta de los planes de fuga y cómo, si
lo ayudaba, el lunes saldría de Tunja con Inés de Hinojosa para
perderse más allá del sitio donde moran las tribus conocidas, en el
camino del poniente. Con esta y otras explicaciones, Cabeza de Va-
ca agarró la ocasión y dijo:
— Supongo que en la fuga te acompañará Pedro Bravo de Ri-
vera. . .
Aguayo no esperaba semejante frase y como era persona de ar-
mas y no de estrados, la argucia del escribano le apretó la garganta.
No pudo responderle, pero lo miró con ojos sobresaltados.
Cabeza de Vaca continuó:
— Es lógico, mi querido Jerónimo: si Tunja, y aun amigos como
tú, acusan a Pedro e Inés de ser amantes, ¿cómo puede pensarse en
la fuga de ésta sin la compañía de aquél?
— Yo, yo. . .
— Tú pretendes llevarte a la mujer de mi cuñado, ¿o me equivo-
co?
— Ella ya no lo quiere.
— ¿Y él? ¿El no cuenta, porque está en la cárcel?
— Quizá sea más fácil ayudar a Inés.
— Pero no cuentes conmigo.
— Tú me dijiste algo distinto cuando te facilité la conversación
con el señor Presidente.
— Nunca he pretendido separar a Pedro de Inés y, menos aún,
entregártela como si yo fuese su dueño.
— ¿Entonces?
— O te vas con Pedro e Inés, o te quedas para siempre.
— ¡Y si ella quisiera irse sólo conmigo?
— Ni lo pienses, Jerónimo.
Así se acabó la amistad entre estos dos servidores del Rey, por-
que a ningún hombre, como no sea cabrón comprobado, le seduce
la idea de que otro se leve a una hembra cuando ella podría aco-
modarse mejor en su colchón. Mientras el lugarteniente Aguayo se
Los pecados de Inés de Hinojosa 555
mesaba los cabellos como corresponde a todo héroe frustrado, sin-
tiéndose, además, víctima de su propia ingenuidad, el escribano, de
regreso a su casa, tuvo la atroz certidumbre de que Pedro Bravo de
Rivera, por quien sentía devoción de pariente, amigo y compin-
che, se había quedado solo. Ni siquiera su amante lo apoyaba. Por
el contrario: Inés se agarraría a cualquier pene que pudiese sacarla
de esta maldita encrucijada.
Y, por cierto, ella había escogido el del Corregidor Villalobos,
no sólo por ser la máxima autoridad a la cual podía acercarse, sino
porque era hombre con la juventud liquidada, pero aún vibrante y
antojadizo. En su oscuro cuarto de los aperos, Inés no sabía que
Juan de Villalobos, precisamente por culpa de ella, había sufrido la
humillación de su sexo y de su autoridad ante el mismísimo Presi-
dente del Nuevo Reino de Granada, convirtiéndose en una sombra
de Venero de Leiva.
A pesar de sentirse derrotado, Jerónimo Aguayo legó el lunes
con la saca-micas a la prisión de Inés, y siguiendo la costumbre,
pudo quedar a solas con ella, dispuesto a ocultarle el fracaso de su
intento para que la amada conservara el buen ánimo y la esperan-
za. Sin embargo, ambos advirtieron que había transcurrido el tiem-
po, así fuesen pocos días. Pasearon como amigos demasiado viejos,
sin nada nuevo entre ellos, hasta cuando dijo Inés:
- No te creo.
- ¿Qué?
- No creo en la fuga.
- ¿Porqué?
- Por tus ojos, has mudado de ojos.
- ¿Y tú?
- Yo también, Jerónimo.
- ¿Qué dices?
- La fuga es imposible.
- ¿Por qué?
- Porque es más fácil convencer directamente al Corregidor.
- ¿Quién podrá convencerlo?
-¡Yo!
- ¿De qué lo convencerías?
- No más preguntas, querido lugarteniente.
- ¿Me cambias por el Corregidor?
- Busco mi libertad.
- ¿No te basta la que yo te ofrezco?
- No la veo, Jerónimo, pero dame un beso.
556 Próspero Morales Pradilla
El lugarteniente se quitó de encima los brazos de Inés con tanta
fuerza que la arrojó contra la pared del cuarto de aperos, y gritó:
— Guardias!!! Encerrad a la prisionera hasta nueva orden.
Inés sabía que Jerónimo haría precisamente lo que hizo, sintién-
dose tan perdida como la noche de sus bodas con Pedro de Avila.
La soledad se le entraba por todos los resquicios y pensó en que
Juan de Villalobos también la abandonaría. Entonces recordó al
encomendero Bravo de Rivera, se dio cuenta de que era el único
hombre que había conocido, recio, corpulento, con carácter en to-
dos los poros y capaz, él sí, de ayudarla como los verdaderos ma-
chos de la especie: rompiendo las armas que pretendieran atacarla.
Pero, ahora, estaba preso, aherrojado, perseguido por los golillas,
pisoteado por el Corregidor, hundido por María de Hondegardo,
golpeado, brutalmente golpeado. Sin embargo, de pronto podría
sacudirlos a todos, poner patas arriba el Nuevo Reino de Granada,
matar a quien fuere necesario y llevarla, de nuevo, a su cama, don-
de nadie podría tocarla mientras el macho estuviese entre sus pier-
nas. Es que en esta época dura, cuando la tierra ha alcanzado su
verdadera dimensión, los forjadores del nuevo planeta son hombres
como Bravo de Rivera, cuyos cojones no cupieron en el mapa de
España y han poblado los territorios descubiertos por Cristóbal
Colón, entregando su vida por una hembra, por un escudo o por
un imperio, muy distintos, para el gusto de mujeres como Inés de
Hinojosa, a los oidores de las reales audiencias que reemplazan el
vigor por la argucia y la espada por los cuernos. A Inés le corrieron
lágrimas de orgullo y lamentó con fiereza haber descendido a co-
rregidores y lugartenientes cuando ella pertenecía a la casta de los
encomenderos, violentos e injustos, es cierto, pero herederos direc-
tos de la Conquista, es decir, de un acto de posesión. Y se dijo,
apretando los labios, que ella, su cuerpo, su sangre, su vida, eran,
precisamente, la consecuencia de un acto vital de conquista: el
mestizaje. Quizá no lo supo con claridad, pero recordando los
taparrabos de las indias de Nombre de Dios y su capacidad para ir
siempre un poco adelante de los españoles, entendió la gloria de
ser mestiza. Y, por ello, pensó en algo que venía desechando des-
de cuando la apresaron: ¡que los blancos eran capaces de matarla!
A Hernán Bravo de Rivera, estrenando celda, se le había achica-
do aún más el medroso corazón o, siendo exactos, apenas tenía un
pequeño mararay en el sitio de las pelotas. Como no tuvo el cora-
je de ser buen delator, no era un preso, sino mierda con ojos y oí-
Los pecados de Inés de Hinojosa 55"
dos. No se atrevía a pensar por temor a que alguien lo descubriera.
Llevaba el mismo jubón del día de la captura y su cuerpo carecía
de calor Sin embargo, no sentía frío porque el mero hecho de re-
gistrarlo hubiese sido un acto de audacia, él no quería ser adverti-
do, sino consumirse, secarse, desaparecer como los pantanos bajo
el verano. Sólo miraba hacia los barrotes y, cuando dormía, habla-
ba con las mismas palabras de todas las noches. "Fue Pedro de
Hungría, fue Pedro de Hungría, fue Pedro de Hungría. . .". Los
guardianes no le tenían en cuenta y se olvidaban de darle comida,
rifándola entre los hombres de turno. Nadie esperaba sentencia
para Hernán Bravo, pues ya se creía que duraría preso para siem-
pre, clavado, enraizado, sujeto, formando parte de la naturaleza
como las piedras.
Cuando su triste condición fue conocida en la calle, se culpó al
Judío Errante porque —o l dijo Engracia Amaya- "sólo él puede
turturar al menos malo de los malos". Se dijo también que, en la
madrugada, la feroz estatua iba a la cárcel para pisotear al desgra-
ciado, oyéndose, antes del alba, grandes risotadas a lo largo de los
vientos desde Santo Domingo hasta la cárcel. Todo lo cual indica-
ba a los tunjanos que si había tantas desgracias, en tan noble ciu-
dad, era por culpa de los designios y no por falta de piedad en
las conciencias.
Como los padres dominicos pidiesen permiso al Corregidor para
asistir espiritualmente a los prisioneros, se afirmó que ellos sabían,
con certeza absoluta, la participación del Judío Errante en el opro-
bio de Tunja. Se propagaron por todas las calles noticias escanda-
losas: que Pedro Bravo de Rivera escupiría en los copones, que
Inés de Hinojosa iría desnuda ante el confesor y que Hernán apren-
dería a ladrar.
La soberbia del encomendero legó hasta la casa de don Juan de
Castellanos. Alguien le dijo que Pedro Bravo de Rivera afirmaba a
grandes voces: "Decidle al hideputa cronista que no me incluya en-
tre sus varones ilustres de Indias, ¡porque yo no he sido hecho de
mierda!", a lo cual don Juan respondía, santiguándose: "Ese pobre
hombre está en el infierno". Además, como el encomendero esta-
ba sometido a la másrigurosavigilancia sin permiso para nada dis-
tinto de blasfemar, se ha sabido muy poco de Pedro Bravo de Ri-
vera durante los días de su prisión. Pero, cuando cesaba de insul-
tar, se sentaba en un rincón de la celda, escupiendo en dirección de
la puerta, apretándose los cojones con las dos manos y maldicien-
do la hora en que albergó tanto hideputa en su casa de Chivata,
558 Próspero Morales Pradilla
confió en representantes de la Real Audiencia y no se guardó en la
encomienda a todas las hembras de Tunja, incluyendo a las muje-
res de los encomenderos, para yacer con ellas según el antojo de
cada día. Maldita sea, el encomendero de Chivata ha sido, es y será
el más español de todos los españoles del Nuevo Reino de Grana-
da, conquistador de estas tierras y sus indios. A veces amanecía
contra los barrotes gritando:
— Decidme hideputas, ¿habrá otro encomendero que se haya
rajado los cojones para izar en estas tierras las insignas de Castilla
y Aragón?
Los guardianes no se molestaban por las palabras del preso, pues
ya lo consideraban loco y cuando él arrojaba la comida, sólo le gri-
taban: " ¡Acabarás comiendo mierda, encomendero hideputa!".
Gracias a la cobardía de su familia y de los siervos, la prisión de
hombre tan aguerrido no produjo ningún tumulto en Tunjá, donde
se pensaba con afecto en Jorge Voto y algunos varones anhelaban
guardar en su alcoba a Inés de Hinojosa, pero nadie, excepto el es-
cribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, se consideraba amigo del ase-
sino encarcelado, ni siquiera Paquita Niño, cuyo espanto ante
tantas desgracias la hizo cambiar de hábito dejando los escotes por
el cuello rizado y perdiendo el garbo para mostrarse en las iglesias
como penitente. El paganismo se esfumaba de Tunja induciéndola
a una vida provinciana, despojada de cualquier pecado atrayente y
sin la posibilidad de tener una escuela de danza en las centurias ve-
nideras.
Pedro intuyó el éxito de la ramplonería y pensó que sólo la
muerte de Venero de Leiva podría salvar a Tunja, porque si el Pre-
sidente imponía sus leyes, su moral y sus pequeños vicios, la ciu-
dad seguiría el camino mojigato de Santa Fe y, por consiguiente,
nunca tendría los pecados, ni la grandeza, que él le venía obse-
quiando como si fuese el César Borja de estos territorios.
La ciudad se acostumbró a la desgracia de los prisioneros. La
memoria de Jorge Voto, ennoblecida por su tragedia, fue tomando,
en la conciencia de los tunjanos, sitio tan alto que el difunto hu-
biera sido feliz, en vida, con tanta preeminencia, pues pasó de ca-
dáver casi insepulto a signo de la virtud hasta el punto de que sólo
el instinto político de Venero de Leiva impidió la inclusión del bai-
larín entre "los varones ilustres de Indias", como lo insinuó don
Juan de Castellanos, quien apuntaba todo cuanto sucedía en el
Nuevo Reino, pero, por sus resabios de versificador, sacrificaba la
claridad y la importancia en aras de la métrica. Cada cual hizo un
Los Pecados de Inés de Hinojosa 559
Jorge Voto a su antojo, desde Paquita Niño, para quien el bailarín
fue el dios de la música, hasta el padre Orejuela que comparó al
marido sacrificado con San José, sin profundizar en la biografía
del profesor de danzas.
El enaltecimiento de Jorge Voto hizo más negra la suerte de los
presos, porque ya nadie dudaba de su perfidia. No sólo habían ma-
tado a un cristiano, sino que habían sacrificado al paradigma de
los buenos esposos y, por consiguiente, merecían sentencia conde-
natoria. Inés de Hinojosa, sobre todo, no parecía mujer, sino en-
gendro del diablo, porque las grandes cualidades femeninas, sean
del cuerpo o del alma, no formaban parte de ella. La gente no la
veía en su verdadera apariencia física, sino lena de podredumbre y
lepra casposa que le escurría desde la cabeza, mientras el espíritu
ya estaba en poder de Satanás. Algunos hombres la perdonaban en
la intimidad de su pellejo, pero de dientes para afuera decían frases
tan definitivas como: "Eso no es una mujer, sino el diablo con fal-
das".
Tunja estaba decidida por la sabia rigidez de Venero de Leiva,
legada con los títulos del conde de Baños, dando a la mestiza Inés
de Hinojosa el sitio de los desdichados; sin nadie que la defendiera
entonces, ni nunca, porque en los nuevos acontecimientos no hay
cupo para una mujer bella, un poco casquivana, con moral discuti-
ble y, además, venida de las playas donde impera la desnudez. La
incipiente lujuria fue ahogada por Venero de Leiva para dictar una
sentencia que pasaría a la historia, pero no podría restarle hermo-
sura a la hembra más cabal del Nuevo Reino de Granada.
El oidor López de Cepeda tuvo un momento de vacilación cuando
recibió confidencia del lugarteniente Aguayo, enterándose de que
Inés estaba perdida. Se le ocurrió velar por ella e, inclusive, hacerle
rebajar la pena para aprovecharla ahora o más tarde. Pero pronto
se convenció de que sería una lucha ardua contra los deseos del
Presidente y al margen de la justicia, por lo cual prefirió retomar
su posición de acusador permanente, diciéndose a manera de con-
suelo: "Algún día encontraré otra Inés de Hinojosa que no haya
matado a nadie".
Cuando el Presidente fue a la encomienda de Chivata en busca
de pruebas para el juicio contra Pedro Bravo de Rivera, ya Cabeza
de Yaca había dicho a los indios que el visitante era el mayor ene-
migo del sol, de las sementeras y de ellos mismos. Los indios, de
reojo, vieron a un jinete con caballo enjaezado y, en vez de cara de
trueno, una sonrisa como nunca la habían visto en los blancos. Ve-
560 Próspero Morales Pradilla
ñero de Leiva se detuvo frente a ellos, los miró con una malicia
que no advirtieron y, después de toser, les dijo que no temieran
pues era el supremo emisario del rey de España, cuya voluntad ha-
bía dispuesto tratar a los indios, fuesen o no bautizados, con amor
de cristiano. Les explicó que debían amarse los unos a los otros y
cómo el delito hace a los hombres detestables a los ojos de Dios.
Los indios se empujaron entre sí, comenzaron a levantar la vista y,
finalmente, ofrecieron cara complaciente, aun cuando conservaron
la seriedad propia de su raza, que sólo bajo el estímulo de la chicha
trocaba la tradicional tristeza del rostro por un poco de picardía
en la comisura de los labios. Bravo de Rivera había perdido la vo-
luntad de sus siervos y Cabeza de Vaca la última posible resistencia
frente a la autoridad del Presidente. Los indios, sin saberlo, acaba-
ban de vengarse del incendio del templo del sol, que los había deja-
do sin la fuerza de su dios. Venero de Leiva quedó convencido,
una vez más, de que el gobierno del Nuevo Reino se basaba en ad-
ministrar justicia contra los delincuentes españoles y recordar a
Fray Bartolomé de las Casas frente a los indios. Luego se dirigió
a Tunja con escolta de arcabuceros y, entrando a la casa de Villa-
lobos, donde se hospedaba, convocó al oidor Juan López de Cepe-
da a quien dijo, de pies y solemne, tan pronto como legó a su pre-
sencia:
— Os anuncio que ya he decidido la suerte de quienes asesinaron
al maestro de danzas don Jorge Voto.
— Decid, Excelencia. . .
— Lo sé, mas no lo digo aún, porque este negocio servirá de
ejemplo. Traedme al alguacil mayor.
¿Habrán.influido los indios en la decisión del señor Presidente?
III
Este grave asunto, que impuso el viaje del Presidente Andrés Díaz
Venero de Leiva a Tunja, fue de rápida maduración. La suprema
autoridad comenzó a lenarse de razones como si de todas las casas
salieran confidencias y pistas capaces, por sí solas, de satisfacer al
representante del Rey. El corregidor Villalobos y el oidor López
de Cepeda apenas tuvieron necesidad de alinear las pruebas para
que don Andrés, amable y feroz, produjese un veredicto en su pro-
pía conciencia para lanzarlo, luego, a la calle y a la historia.
El Corregidor, observando cómo la madurez del proceso apare-
cía en las arrugas de don Andrés, acentuadas en la frente, dispuso
la preparación de los prisioneros para que el fallo no los tomase sin
arreglar los asuntos espirituales y, sobre todo, con aspecto indigno
de la pompa civil y militar que acompañaría, en adelante, todas las
palabras de la autoridad. Los hermanos Bravo de Rivera, cargando
grillos, fueron levados por arcabuceros de Santa Fe a la quebrada
de los Gatos, donde los desnudaron y, como si fueran caballos, los
lavaron arrojándoles el agua de cuatro jofainas. Pedro, tiritando
con las vergüenzas al aire, gritó a sus torturadores:
— Hideputas: ¡hasta el agua la habéis convertido en mierda!
El encomendero fue silenciado al darle en la cabeza con la cula-
ta de un arcabuz. La ira de la tropa hizo que a Hernán le pegaran
con las jofainas en el culo después de echarle el agua helada. Los
miró con la tristeza de toda su vida y guardó silencio.
Luego, los levaron al convento de los padres dominicos para
que también asearan el alma, sucia no sólo por el crimen que les
imputaban sino también por el vocabulario de Pedro y sus muchas
historias carnales. Hernán entró a la iglesia y se arrodilló ante un
confesionario tras cuya rejilla había un fraile recién legado de To-
ledo. Pedro, tratando de zafarse de los arcabuceros que lo agarra-
ban, miró al prior y dijo:
— Quisiera ver al Judío Errante.
562 Próspero Morales Pradilla
A los arcabuceros les molestó la solicitud y le empujaron hacia
el patio, pero el dominico preguntó:
— ¿Por qué, señor encomendero?
— ¿Por qué, qué?
— ¿Por qué deseáis ver al Judío Errante?
— Para escupirlo, porque ese hideputa es causa de mis desgracias.
— Sosegaos, señor encomendero.
— ¡A la mierda con el sosiego, reverendo padre!
Estas palabras y actitudes indicaron que así como Hernán esta-
ba bien dispuesto en el camino de la reconciliación, Pedro aún ne-
cesitaba aquietar el alma, confesar sus pecados y purificarse con
propósitos de enmienda.
De regreso a la mazmorra tras este duro pasee, los hermanos
quedaron listos, al menos en teoría, para comparecer ante los
jueces.
Como algunos curiosos se enteraron del baño de los prisioneros
e Inés podría correr la misma suerte, un grupo de tunjanos buscó
la manera de informarse sobre la fecha y hora en que la prisionera
sería bañada, ojalá en público. Inclusive encomenderos tan dados a
la vida espiritual como don Francisco Salguero, protector de las
clarisas, y Cabeza de Vaca, severo escribano, buscaban la oportuni-
dad de presenciar el último gran espectáculo de Tunja, el primero
para solaz de la vista y otros sentidos y, el segundo, con el ánimo
de facilitar la fuga de Inés, así fuese en pelota.
Pero consultada la clerecía y enterada, a su vez, doña Mencia de
Figueroa, el Corregidor debió prescindir de acto tan punible como
sería bañar a Inés de Hinojosa en una ciudad todavía cautivada por
los pecados de la carne. Además, dados los irrespetos cometidos
por Pedro Bravo en el convento dominico, el padre Orejuela se
ofreció como confesor de la prisionera si la levaban al convento
de las clarisas, sitio de especial recogimiento y propicio a la ora-
ción de las mujeres. Inés, quien sufrió en Carora la angustia de una
confesión peligrosa, se negó, en Tunja, a confesar pecados que po-
drían salirse del sigilo para legar a oídos de la autoridad. Pero me-
nos indiscreta que su amante, se excusó del beneficio con estas pa-
labras:
— Permitidme, padre Orejuela, unos cuantos días de severa re-
flexión para legar debidamente al sacramento de la penitencia.
— ¿Más tiempo?
— Sí y ojalá en el convento de las clarisas para recibir buen
ejemplo.
Los pecados de Inés de Hinojosa 563
- Negado, señora mía, porque nadie puede compartir la vida de
las clarisas sin ser. al menos, novicia.
— Pues, quiero ser novicia.
- ¿Una mujer casada?
- Viuda, reverendo padre.
Sería interminable seguir el largo diálogo de Inés y el padre Ore-
juela, aquella empeñada en trasladarse del cuarto de aperos al con-
vento de Santa Clara y éste defendiendo a las clarisas de la peor
mujer del Nuevo Reino. Así, Inés de Hinojosa quedó desaseada por
dentro y por fuera.
Como los acontecimientos previstos por Venero de Leiva exi-
gían boato y severidad, el Alguacil Mayor López Nureña, sería ais-
lado en el alojamiento de los arcabuceros, después de confesarse en
la iglesia de San Francisco, para poder responder de los prisioneros
antes de leerles sentencia, durante el solemne acto y después de és-
te. A López Nuréña no le hizo gracia el aislamiento, porque era
igual a un arresto. Por eso, antes de someterse a tan dura condición
solicitó al Corregidor:
— Señor don Juan: preferiría estar cerca de la prisionera, porque
si ella no es bien guardada podría fugarse.
— Asunto que no concierne a Vuesamerced, porque el aislamien-
to, precisamente, os excluirá de dimes y diretes.
El alguacil, con su bragueta abombada que siempre parecía te-
ner más de lo necesario, hubo de cumplir con la orden mientras el
Corregidor se decía: "Cono, la maldita mujer se lo hace parar a to-
dos. ¿Qué más querrá el alguacil? ¿Acaso encerrarse en el cuarto
de los aperos?"
No pudo seguir sus reflexiones, porque entró el Presidente y lo
dejó pasmado con estas palabras:
— Pensaba, mi querido Villalobos, en que el aislamiento del al-
guacil mayor ha sido una afortunada decisión. . .
— ¿Por qué, Excelencia?
- Acaso, ¿no lo creéis así?
- ¡Sí. Excelencia!
Don Andrés se mordió el labio inferior, sacó de la manga su pa-
ñuelo de encaje y se lo pasó por las narices para disimular una son-
risa que parecía adivinar pensamientos.
Durante aquellas pesadas tardes, los frailes y las clarisas entra-
ron en oración especial para que Dios diera luz de justicia a los
cristianos encargados, por el Rey y por la Divina Providencia, de pe-
564 Próspero Morales Pradilla
sar el bien el y el mal para que la sentencia de este proceso tuviese
dignidad y misericordia. Los franciscanos optaron por invitar fieles
a las vísperas, mientras los dominicos prefirieron el Santo Rosario,
y las clarisas, desde el coro, pronunciaban unas palabras, segura-
mente de intención piadosa, pero que a los seglares parecía algo si-
milar al ruido de los labios apretados cuando las mujeres se bañan
con agua muy fría. El padre Orejuela, un poco escéptico desde
que su templo fue invadido por bando del Corregidor, no consi-
deró que las oraciones debieran intervenir en asuntos de tan sucia
procedencia. El cielo, que suele participar en los problemas de
Tunja, se lenó de nubes a pesar de estar en un mes soleado. Hacia
Runta, estaba negro como si la noche quisiera reemplazar al día
antes de tiempo, la colina de Soracá no se veía, las piedras de los
indios se habían ocultado entre neblinas y en Motavita lloviznaba.
Eran presagios movidos por el viento que, en aquella alta cima del
Nuevo Reino, anunciaban el inmimente fin de la lujuria para im-
poner, de una vez por todas, el ascetismo y el aburrimiento.
La conmoción legó al escándalo cuando, el día en que fue aisla-
do el alguacil mayor, salió a la calle don Juan de Castellanos, en-
vuelto en capa negra que le cubría la sotana, caminó con pasos rá-
pidos y entró al convento de los dominicos, donde solicitó audien-
cia con el Judío Errante, es decir, pidió al prior permiso para mi-
rar con detenimiento la pérfida estatua de madera. El prior acce-
dió, por tratarse de un sacerdote y cronista iluminado, pero lo si-
guió junto con el confesor de doña Mencia de Figueroa y el fraile
encargado de lo demoniaco. Estos vieron a don Juan con los ojos
fijos en el rostro del Judío y cómo el notable escritor tomó una
vara de encender candelas y midió la altura de la estatua, desde la
aguileña nariz hasta los pies, luego dio varias vueltas en torno al
"paso" del Nazareno y el Judío, contando algo con los dedos de la
mano izquierda y el pulgar de la derecha. Antes de salir, el fraile
encargado de lo demoniaco se atrevió a preguntar:
— ¿Creéis, don Juan, que las desgracias de Tunja tienen algo que
ver con el Judío Errante?
— ¿Cuáles desgracias?
— ¿Acaso no os habéis informado de cuanto hace y hará el Pre-
sidente Venero de Leiva para conjurarlas?
— El Presidente no vive en mi casa, luego nada sé de sus actos.
¿Y el judío?
— Dejad a la historia que transcurra.
Don Juan de Castellanos se arropó con la capa al traspasar la
Los Pecados de Inés de Hinojosa 565
puerta del convento y sólo una profunda reverencia indicó que su
visita había terminado. Sin embargo, los tunjanos comenzaron a
pensar en la posibilidad de condenar al Judío Errante en vez de
condenar a Inés de Hinojosa, ya de suyo perjudicada por los hom-
bres.
Tras algunas insinuaciones del Presidente, el Corregidor ordenó
vigilar al escribano Cabeza de Vaca para lo cual comisionó al lu-
garteniente Aguayo, determinación muy afortunada porque éste,
apesadumbrado por las circunstancias, gozó de veras con el encar-
go de la autoridad y fue, a partir de tal instante, la sombra del úni-
co amigo del encomendero. Lo siguió a todas partes con tanto si-
gilo y buena suerte que el vigilado nunca advirtió la figura de
Aguayo, ni siquiera cuando una noche lamó a la puerta de Paquita
Niño y escuchó a la dadivosa muchacha de antaño decirle en voz alta:
— ¡No me persigas, Satanás!
Y es que las costumbres se habían morigerado con tanto celo
desde la legada de Venero de Leiva que todo lo amable e incierto
de Tunja desapareció cuando Hortensia de Godoy cargó consigo
los filtros de amor y Juanita de Hinojosa se llevó la putería, mien-
tras Paquita Niño dejaba las camas de los amigos por los escaños de
las iglesias. Los hombres, perdido el ejemplo sensual del encomen-
dero Bravo de Rivera y encarcelada Inés, se resignaron a simples
funciones de reproducción, acatando casi todos los mandamientos
y buena parte de las leyes de Indias.
El Padre Orejuela halló feliz reivindicación al ser lamado por el
señor Presidente, quien, viéndolo en el Despacho del Corregidor, le
dijo:
— Requiero vuestros servicios si sois el párroco mayor de Tunja.
— Diga vuesa merced.
— ¿Lo sois?
— ¿Qué?
— El párroco mayor.
— Sí, Excelencia.
— Entonces: iluminad vuestro templo con todos los cirios de
Tunja. colocad en el coro a cantores de la comunidad franciscana,
exponed al Santísimo en la mejor custodia que tengáis y poned
frente al altar un reclinatorio de terciopelo carmesí, porque voy a
entrar en oración.
— ¿Cuándo?
— Inmediatamente, reverendo padre.
— Dadme tiempo para...
566 Próspero Morales Pradilla
— ¿Sois incapaz?
— Ya, ya, señor Presidente.
Una hora después entraba al templo el Presidente del Nuevo
Reino de Granada, vestido con jubón de botones dorados, trusa y
calzas negras, aquélla henchida y provista de cuchiladas color per-
la con bragueta prominente; en la mano sombrero con plumas
blancas y, sobre el conjunto, la capa de los grandes acontecimien-
tos. Venero de Leiva, nuevamente, fue el rey de España para la ma-
yoría de los tunjanos, pues nadie podía convencerse de tanto boa-
to sin testa coronada. Se entonó el "Miserere" de la regla francis-
cana, lo cual hizo sonreír al Presidente, pero nadie vio su gesto por-
que todos se hallaban detrás. Don Andrés entró en oración a las
cinco de la tarde del jueves anterior a la sentencia, indicándose así
que sólo faltaba la bendición de Dios para proferir el fallo.
Mientras el Presidente rezaba con la solemnidad propia de su
rango, algunos tunjanos pudieron ver cómo, por diversas calles, los
indios entraban a la ciudad. Venían de las encomiendas en filas ri-
gurosas, baja la vista, encorvados y silenciosos. Adelante de cada
fila iban los indios con gorra en forma de bonete y, tras ellos, los
demás, envueltos en mantas, con los pies descalzos y andar de ani-
mal receloso. Dos arcabuceros detuvieron una de las filas y pregun-
taron:
— ¿Qué queréis indios de mierda?
— Mierda, no.
— ¿Por qué venís a Tunja?
— Mirar.
— ¿Todos venís a mirar?
— Más ojos.
— La autoridad se encargará de vosotros.¡Quedaos aqui!
— ¿Pelear?
Tan pronto como el Presidente terminó sus oraciones, fue in-
formado de que indios de las encomiendas vecinas, posiblemente
alertados por los siervos de Pedro Bravo de Rivera, estaban entran-
do a Tunja en son de guerra.
— ¿Y cuál es el son de guerra? —preguntó don Andrés a Olalla,
capitán de arcabuceros. Como no recibiera respuesta, caminó a
la Calle Real, donde estaba detenida una fila de catorce indios. Los
miró uno a uno y les dijo desde prudente distancia:
— ¿Estáis en son de guerra?
— Nosotros miramos —respondió uno de los que levaba gorra.
— Mirar ¿qué?
Los pecados de Inés de Hinojosa 567
— La justicia del rey.
A estas palabras, el Presidente les dijo que hacían bien y recor-
dó el auto según el cual nadie podía cargarlos, ni agraviarlos, ni
maltratarlos.
Los indios alzaron la vista y el que los encabezaba tomó la dies-
tra del Presidente y la llenó de babas en señal de contentamiento,
pues nunca habían visto un blanco que no los confundiera con la
mierda, desde cuando aparecieron en sus tierras matando a los
abuelos, degollando al emperador, violando a las mujeres y que-
mando el templo sagrado.
El Presidente sonrió de verdad y escuchó la única pregunta del
jefe indio:
— ¿Cómo laman a Vuesa merced?
— El Presidente Venero de Leiva.
— Gracias, amo Veneno.
Los españoles rieron por la equivocación del indio y lafilacre-
yó que reían por la mucha bondad de sus corazones.
El Presidente marchó a su alcoba para dormir temprano, porque
al día siguiente madrugaría a dictar sentencia. Pero, en vez de pen-
sar en ésta, buscó la razón por la cual los indios había intuido
cuanto sólo él sabía. Nadie, en Tunja, había sido informado de que
la ciudad estaba en la víspera de oír el fallo de la justicia. Sólo él,
en la intimidad de su conciencia, conocía de antemano la fecha,
la hora y el veredicto. Sin embargo, decenas de indios, como si
estos le robaran su propio pensamiento, estaban enterados y ve-
nía a Tunja para asistir al acto final del proceso. Venero de Leiva
dudó, entonces, del éxito de la conquista, porque si los indios per-
cibían anticipadamente las reflexiones de un cristiano, podría lle-
gar el día en que expulsaran a los españoles sin arma distinta a la
fuerza del convencimiento. Pero si para esa remota fecha —pensó-
todos fueran españoles, España quedaría definitivamente en el Nue-
vo Mundo. Luego, hablando a solas y dando zancadas en su apo-
sento, se tomó el rostro entre las manos y dijo:
— Maldita sea: ¡Inés de Hinojosa es mestiza!
A esa misma hora agonizaba Hernán Bravo de Rivera, porque el
miedo lo había acorralado y no le quedaba ninguna esperanza. No
pensaba en huir, ni en ser libertado, ni en hacerse fraile, ni siquie-
ra en suicidarse. Estaba entregado a su destino, que lo mismo po-
dría ser blanco o negro. Ya no le importaba el día siguiente, sino
la mano que apretaba la garganta y le había hundido los testícu-
568 Próspero Morales Pradilla
los. Esperaba que el próximo amanecer fuera el último, pero,
al mismo tiempo, no deseaba el fin de la noche, porque nadie po-
dría moverlo antes del alba y él quería estar quieto, minúsculo,
arrinconado, ciego, mudo, convertido en cosa innecesaria. Se tocó
bajo los brazos, se le humedecieron los dedos y levó ese líquido a
las narices. Olía al peor miedo de su vida, más fétido que cuando
despertó a Jorge Voto en la venta de la Melchora y cuando le cla-
vó la estocada de turno para matarlo. Quiso pensar en la culpabi-
lidad de Pedro de Hungría, pero sabía que sólo era cierta en parte
como la suya. "Fue mi hermano" -alcanzó a pensar-, pero recor-
dó que él también empuñó el estoque y lo hundió en el cuerpo de
Jorge. Se había dictado su propia sentencia y no quería vivir, pero
le parecía mejor que lo mandasen al carajo y no a la muerte. El
carajo podría ser habitable, un poco duro, sin ningún amor, pero
suficiente para él. Se mordió el dorso de la mano izquierda, le su-
po a cadáver y cerró los ojos para no ver más sombras. Oyó, luego,
una voz:
— Esos indios hideputas nos van a joder algún día, si todos so-
mos tan buenos como don Andrés.
Al parecer los arcabuceros de Santa Fe no estaban de acuerdo
con su Presidente. Hernán no entendió nada y se tapó los oídos
para evitar que alguien le quitara el miedo.
Inés, en el cuarto de los aperos, tampoco podía dormir. Ya na-
die la visitaba, ni la sacaba al patio, ni la protegía. Además, se le
habían secado las ansias y no pensaba en los hombres como antes,
sino que los veía dispuestos a castigar mujeres. Los hombres eran
iguales al látigo de Pedro de Avila y sólo se satisfacían al ver la san-
gre de su hembra. Malos bichos —pensaba— son los hombres que
violan y matan para, luego, encubrirse los unos a los otros. Acaso,
mi encomendero. . . Inés no lloraba, ni quería llorar. Se asfixiaba
con el hedor de su cuerpo y echaba de menos los bálsamos de Ca-
rora. Se acordó de Juanita y de los ungimientos. Sonrió. Siquiera
Juanita se largó, aun cuando la idiota debe estar bajo algún hom-
bre, con las piernas abiertas. Mejor la Torralva que siempre supo
manejarlos y defenderse con su mole de carne. Sentóse en una silla
de montar y le salieron estas palabras:
— ¿Me matarán los hideputas?
Puso, luego, la cabeza en la silla, estiró las piernas y meditó so-
bre cómo sería su vida al salir de prisión. Se iría lejos de Tunja y
de Santa Fe, no vería más corregidores, ni lugartenientes, buscaría
alguna playa distante, viviría cerca dei mar, conseguiría un esclavo
Los pecados de Lnés de Hinojosa 569
para hacer con él cuanto le viniese en gana. . . ¿De qué la acusa-
ban? De nada, ella estaba en su casa a la hora del crimen, nunca
había ofendido a nadie, era una mujer buena. Quizá el tal Presiden-
te del Nuevo Reino la viera con justicia, como era, sin las inculpa-
ciones de las envidiosas y de los malvados. Jorge —y miró hacia el
techo—. . . Bueno, Jorge era eso: un bailarín. Bailaba en muchas
cuerdas y se cayó de la última. No pudo reírse. Sintió las tripas,
crujían. Le dolió la cabeza y creyó que le venía la regla. Pero no
era tiempo. Miró las fechas marcadas con rayas en la pared: aún le
faltaban varios días. Maldita sea, se dijo. Pensó en el encomendero
y halló la respuesta que buscaba desde el principio de su desgracia:
"También me equivoqué con él, sólo era un buen pene, que ahora
no necesito, ni necesitaré, Lo van a matar".
Pedro Bravo de Rivera no admitía, no podía admitir, que lo juz-
garán a la diabla como si fuera hereje, o indio, o hijo de mala ma-
dre. Pero tanto encierro y tan pocas palabras con la autoridad lo
tenían receloso. El tal Venero de Leiva debía estar leno de las gaz-
moñerías de María de Hondegardo y de las intrigas del oidor Ló-
pez de Cepeda. Los frailes tampoco lo querían y las putas siempre
son del mejor postor. Inés. . . qué carajo, no le servía para nada. Si
acaso podría salvarse ella misma entregándose al hideputa Presi-
dente. Pobre Inés de Hinojosa, tan rica hembra, tan buena de car-
nes, ojalá estuviera en esta mazmorra. . . Al encomendero se le en-
derezó algo entre las piernas y a sus labios asomó una sonrisa hú-
meda, porque Inés todavía lo lenaba de fuerza. Acostumbrado a la
oscuridad, vio las paredes mohosas, las barras de la puerta y el vie-
jo colchón de paja que le habían tirado al suelo. Lo pisoteó sin im-
portarle que, luego, pusiera allí la cara. Recordó a su madre, enfer-
ma por los fríos de Chivata y dura con él más por culpa de las mu-
jeres que de las muertes. A Pedro se le había olvidado la infancia,
como si nunca hubiera sido niño. Pero tenía frescos, en los ojos y
la memoria, a los primerios indios que vio en Hunzahua cuando,
aún adolescente, participó en el asesinato del horrible emperador ca-
si sin nariz, con pómulos salientes y boca de sapo. También se aca-
loró, de nuevo, con el incendio del templo de Sugamuxi, pues fue
muy fácil quemar la paja y levarse el oro. Buenos días aquellos,
cuando la conquista se hacía de verdad y no habían traído el mal-
dito engendro de la Real Audiencia. "Oidores hideputas" —gritó
en medio de la noche, despertando al centinela que le lanzó el con-
tenido de una bacinila—. Se quedó mirándolo por entre los barro-
tes y le dijo, casi calmo:
570 Próspero Morales Pradilla
— La mierda que me habéis arrojado, te la comeréis algún día
cuando los oidores se caguen en vosotros, los hombres de armas,
porque si han comenzado con capitanes, como yo, no se detendrán
en hideputas como vosotros.
El centinela dio la espalda. A Pedro le volvió la ira de días ante-
riores, porque se daba cuenta de su triste situación y no la podía
admitir sin resquebrajar su personal concepto del Imperio, que no
era un territorio de leyes sino el botín de los grandes capitanes,
dueños del suelo, de los indios, de los ríos, de las lagunas, de las
nubes y de todas las hembras del mundo. Qué carajo podía impor-
tar un bailarín cornudo frente al Imperio creado por el encomen-
dero Pedro Bravo de Rivera, el más apuesto, el más fornido, el más
audaz, el más galante de cuantos sostenían y sostienen el Nuevo
Reino de Granada, en estas tierras de Felipe II.
Como ya había pasado la medianoche y a Pedro le flaqueaban
las piernas por el mucho frío y el poco movimiento, se tendió so-
bre el mugroso colchón y creyó oír campanas, pero era el ruido de
sus propios tímpanos aguzado por el bullicio interior. Le dolían
los huesos, pero lo disimulaba para seguir engañándose porque un
encomendero, el más rico de Tunja, no podía rebajarse a sentir
dolores como las mujeres. Pedro era víctima de la desgracia absolu-
ta, pero no se entregó a ella porque si así lo hicieran los hombres
de sus agallas, el siglo XVI sería una pequeña porquería medieval y
no el más glorioso de todas las épocas, según lo juzgaban quienes
vivían dominando mares, derrotando tormentas, conquistando tie-
rras, avasallando civilizaciones, fundando ciudades y matando
cuanto no cupiera en el entendimiento. Dormido por el cansancio
de los recuerdos y laflaquezade los huesos, dijo, no obstante, esta
palabra:
— Hideputas!!!
El alguacil mayor fue despertado muy temprano por orden de
Su Excelencia. Necesitó varios segundos para percatarse de que es-
taba aislado y no junto a su esposa, una cordobesa que holgó con
él a orillas del Guadalquivir. Se le dijo que, a las seis de la mañana,
debería comparecer ante el señor Corregidor. Vistió de negro, co-
locóse el ropón y ciñó espada, después de mojarse las manos con
agua de la quebrada de "Los Gatos", algunas de cuyas gotas sirvie-
ron para arreglar el cabello. Salió hacia la casa del Corregidor, que
también lo era de Su Excelencia, donde, a esas horas, don Juan de
Villalobos pensaba en la rutina de los viernes: entretener al señor
Los Pecados de Inés de Hinojosa 571
Presidente por la mañana, la tarde y la noche, así como evitar que
Lucinda apareciera cerca de Su Excelencia, buscando, a la vez
pretexto para llevarlo el sábado a una encomienda que no fuera la
de Chivata.
El Presidente, menos presuroso, se levantó tarde -ya había ama-
necido— y sin quitarse el camisón de dormir, ni la gorra de seda
con borla, lamó al Corregidor, quien entró precedido por tres cria-
das portadoras de chocolate hirviente, quesos de Engracia Amaya,
hogazas de pan y tocino un poco maltrecho. El Presidente, sentado
ante una mesa toscana, en mitad del aposento, que olía a encierro
ácido, respondió al saludo del Corregidor:
— ¿Qué día es hoy, Villalobos?
— Viernes, Excelencia.
— Y qué viernes, ¿verdad?
— No os entiendo.
— Quizá cuando salga la servidumbre me entenderéis.
Las criadas movidas por el resorte del temor y la vergüenza salie-
ron con las bandejas, dando brinquitos tímidos. Entonces, habló el
Presidente:
— Hoy es el viernes esperado.
9
( , - • • •

— Acaso, ¿olvidáis el asesinato de Jorge Voto?


— No, Excelencia.
— Pues he ordenado que comparezca el Alguacil Mayor y vos
debéis lamar a mis regidores y al señor oidor Juan López de Cepe-
da, para enteraros de mi decisión.
— Sí. Excelencia.
— Andad, Villalobos... Y cuidaos de hablar a personas distin-
tas de las mencionadas por mí.
El Presidente metió una hogaza dentro de la taza de chocolate,
la sacó goteando y se la llevó a la boca con tan poca suerte que
chorreó la manta puesta sobre el camisón. Pero nadie fue testigo
de esta indignidad.
Cuando, invitado por el Corregidor, asomó la cabeza el alguacil
mayor, Venero de Leiva descargó la ira causada por la mancha de su
manta:
— ¡Retiraos, alguacil, que nadie debe ser osado de entrar sin per-
miso a la cámara del Presidente!
El alguacil mayor López de Nureña no pretendió ser descomedi-
do con Su Excelencia. Sólo quiso comunicar cuanto antes al Señor
Presidente que doña María de Guzmán, viuda del conquistador
572 Próspero Morales Pradilla
Pedro Bravo de Rivera y madre del encomendero de Chivata, pre-
tendía hablar con la suprema autoridad del Nuevo Reino de Grana-
da antes de dictarse la sentencia en el caso que había motivado el
viaje de Venero de Leiva a Tunja. Doña María era la reliquia de la
familia, vivía en Chivata lejos de los pecados tunjanos y, durante
los últimos años, sólo había salido de su encomienda al faltar agua
en Tunja y la noche del sarao en honor de doña María de Honde-
gardo, cuando Chivata fue escenario del mayor escándalo de la
época. Vistiendo saya, cofia y mantilla negras, su blanco rostro,
empalidecido por la gloria y las desdichas, apenas mostraba, rodea-
do de tela, una fina nariz, unos ojos secos y severos y la boca cerra-
da. Se había presentado inopinadamente en casa del Corregidor y,
mientras éste la atendía, el alguacil pretendió informar a Su Exce-
lencia sobre la legada de tan conspicua dama, escoltada por toda
su servidumbre y varios soldados de la encomienda. Como el algua-
cil indicara al corregidor el fracaso de su propósito, don Juan de
Villalobos buscó, personalmente, a'Su Excelencia:
— ¿Qué ocurre", Vilalobos? -preguntó don Andrés al verlo en
la puerta de su alcoba.
— Ha legado doña María. . .
— ¿Mi esposa?
— No, Excelencia, la madre del encomendero Pedro Bravo de
Rivera.
— Atended la.
— Desea hablar con Vuestra Excelencia.
— Hoy no puede ser. Decidle que me avendré a su petición la
semana entrante.
— Quizá quiere hablaros antes. . .
— ¿Antes de qué?
— Su Excelencia sabe. . .
— Yo sé lo que veo, lo que oigo y lo que leo.
— ¿Qué le digo, entonces?
— Lo que habéis oído, Villalobos.
El Corregidor hubo de soportar la más violenta mirada cuando
doña María de Guzmán recibió el desaire del Presidente, porque la
madre del encomendero no dijo nada, pero desde sus ojos arrojó
tanto odio sobre don Juan de Villalobos que esa actitud fue más
dura, más feroz que las palabrotas del encomendero. Doña María
le dio la espalda, quitó de la puerta al alguacil, la abrió y observó
desde allí al Presidente Venero de Leiva clavándole la vista en la
frente, en el cuello, en el pecho y en los pies. Luego, cerró la
Los pecados de Inés de Hinojosa 573
puerta, salió del Despacho en silencio, fue al establo, montó en su
caballo y Tunja vio a la madre del encomendero abandonar la ciu-
dad, con sus siervos y sus soldados, como si ella fuera una de esas
mujeres romanas que enseñaban dignidad a los hombres. Eran las
ocho de la mañana, nada se sabía de la suerte de los acusados, pe-
ro doña María de Guzmán sintió que su hijo ya no era el arrogante
encomendero, ni el muchacho de las travesuras, ni el hombre que
enalteció el coraje de los Bravo de Rivera, sino. . . "maldito sea
quien le habrá de dar muerte", como se le oyó decir al pasar por la
calle del Ventorrillo.
Salida doña María de Guzmán, el Presidente vistió de negro, co-
mo gustaba a las vasallos de Felipe II, y apareció en el Despacho
ante el Corregidor y el Alguacil Mayor. Les ordenó:
— Disponed lo necesario para reunir a las autoridades, la clere-
cía y las milicias en la casa del difunto Jorge Voto.
— ¿En qué parte?
—Decidme Villalobos, ¿hay allí un aula o sala que servía para la
escuela de danza?
— Sí, Excelencia.
— ¿Es amplia?
— No mucho.
— Allí será.
— ¿Y si no caben las personas que Su Excelencia indica?
— Entonces, ponedlas en el tonel de vuestra cabeza, Villalobos.
— Sí, Excelencia.
Dirigiéndose al Alguacil Mayor, dijo:
— Y vos levad los acusados a ese sitio, tan pronto como hayan
legado allí las autoridades.
Sacando el pañuelo de la manga para restregarse las narices, el
Presidente agregó:
— A Inés de Hinojosa podéis buscarle una mujer fuerte para que
la ayude a caminar.
Luego, preguntó al Corregidor:
— En realidad, ¿cuál es vuestra opinión sobre la infeliz viuda?
— Ya os la dije, Excelencia.
— Creo que os gusta la mujer, pero no olvidéis que vamos a juz-
gar su crimen y no sus carnes.
Luego, como si respondiera una pregunta silenciosa del Corregi-
dor, Venero de Leiva continuó:
— No os preocupéis por doña María de Guzmán, cuya dignidad
vale más que su hijo. Debo confesaros que de cuantas personas se
574 Próspero Morales Pradilla
han acercado a mí en estos días, ella es la más noble y la más alta,
porque con una mirada. . . oídlo bien: con una sola mirada dijo
cuanto levaba en el corazón. Me odiará para siempre y yo la admi-
raré para siempre.
— No os entiendo, Excelencia.
— Ni falta que hace, Villalobos. ¡Ea pues a trabajar!
El Presidente se sentó ante el escritorio, puso allí los codos,
colocó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Después, endere-
zó la cabeza y ordenó:
— Traedme al oidor Juan López de Cepeda.
Llegado éste y salidos el Corregidor y el Alguacil, Venero de
Leiva cerró las puertas del Despacho y, con ella, los oídos del mun-
do, porque nadie supo, entonces, ni más tarde, de qué hablaron los
dos únicos miembros de la Real Audiencia en tan solemne oportu-
nidad. Pero los sucesos que habrían de precipitarse en pocas horas
pueden indicar el tema principal de aquella charla.
A la sala de la escuela de danzas llevaron, para darle prestancia,
los escudos del Nuevo Reino de Granada y de la ciudad de Tunja,
el primero con águila negra rampante y coronada y, el segundo,
con águila bicéfala real coronada en cada una de cuyas garras lleva-
ba un tronco de granado. Las sillas más lujosas de Jorge Voto
serían ocupadas por los traseros del señor Presidente, del oidor Ló-
pez de Cepeda y del Corregidor Villalobos, las de la Escuela de
Danzas para el resto de los asistentes. La mesa del comedor, colo-
cada con las tres grandes sillas sobre una tarima de los padres fran-
ciscanos, se puso al servicio de la suprema autoridad, mientras mili-
tares y clero permanecerían en lugar menos alto.
Predominando el negro, sólo el confesor franciscano lucía el
color castaño de su hábito. Frente a las tres sillas vacías de la tari-
ma se sentaron el lugarteniente Jerónimo Aguayo, el escribano
Juan Ruiz Cabeza de Vaca, el padre Cayetano de Orejuela, el bene-
ficiado Juan de Castellanos, fray Miguel de los Angeles, los regido-
res legados con Venero de Leiva, el capitán Alonso de Olalla, fray
Agustín de Constanza, fray Enrique de Idaro, de pies numerosos
corchetes. Los invitados esperaban, en silencio, la legada del Presi-
dente, cuando entraron los caballeros del Sello, portando consigo
el supremo símbolo imperial, cuyo cofre fue puesto a la diestra de
la silla de Su Excelencia. No cabía duda: el sello real sería usado en
aquella oportunidad, lo cual indicaba que los presentes asistirían a
uno de los grandes actos del Nuevo Reino, superior, acaso, a cuan-
tos se habían realizado antes en Santa Fe y digno de la sobriedad
Los pecados de Inés de Hinojosa 575
de Toledo. Pero lo más solemne se registró al presentarse en la
puerta el oidor López de Cepeda, seguido del Corregidor, quien,
golpeando el piso con el bastón de mando, dijo con voz prestada a
la eternidad:
— De pies: el Señor Presidente don Andrés Díaz Venero de Leiva.
Se oyó el ruido compacto de los cuerpos en movimiento y apa-
reció la suprema autoridad del Nuevo Reino de Granada con una
capa tan larga que parecía mover el polvo de la historia. Tras Su
Excelencia cerraban filas los alabarderos de la ciudad. López y Vi-
lalobos esperaron al Presidente de pies sobre la tarima. Este legó
con paso muy lento, recogió la capa en el antebrazo derecho, miró
los escudos y se sentó sin cruzar las piernas. Luego ordenó, con un
pañuelo que sacó de la manga izquierda, que continuara la ceremo-
nia. En ese momento entraron, con grillos puestos y entre arca-
buceros, los hermanos Bravo de Rivera, baja la cerviz el uno, enva-
lentonado el otro, a quien nadie pudo impedir este grito:
— Matadme Venero de Leiva, que así paga España a quienes le
dimos un Imperio.
Desde el suelo, a donde lo arrojaron los arcabuceros con la cula-
ta de sus armas, el encomendero alcanzó a murmurar:
— Hi. . . de. . . pu. . .
Inés de Hinojosa fue empujada desde afuera, dejándola sola en
una puerta de su antigua casa. Vio a Pedro en el suelo y le dio la
mano para que se levantara. Así lo hizo éste con la valentía de los
conquistadores, a pesar de la sangre que le corría sobre los ojos.
Se apoyó en el brazo de Inés y, como un supremo insulto a la
autoridad y a la mojigatería, la besó en la boca, sin que los arcabu-
ceros tuviesen tiempo para impedir tan condenable conducta. El
rostro de Inés de Hinojosa se llenó de lágrimas, que ella ocultó en
los pliegues de la mantilla. Pedro Bravo de Rivera como la estatua
de un mártir parecía clavado al piso y así se mantuvo, en mitad de
la sala, recio, altivo, español.
Los asistentes quedaron inmóviles como las nubes de un óleo.
Nadie lograba asumir una actitud, cualquiera que ella fuese. Por
eso todos oyeron el comentario del Presidente al Corregidor:
— Han probado que fueron y son amantes.
Cuando las puertas de la casa de Jorge Voto se cerraron tras la
entrada de los acusados, a los tunjanos les legó la misericordia.
Trataron de mirar hacia el sitio donde estaban las autoridades,
pero sólo podían ver las rendijas de las ventanas. Como si fuera in-
tencional, caía la menuda lluvia del páramo cuyas gotas no hacen
576 Próspero Morales Pradilla
ruido pero se sienten sobre las narices y las quijadas. Es el frío hú-
medo y sin esperanza, porque esta ciudad nunca cambiará de cli-
ma, no conocerá primaveras, ni veranos, sino el perenne comienzo
de todos los inviernos.
En la sala de los acusados, Pedro Bravo de Rivera no escuchaba
las palabras del Corregidor, dichas en nombre de la Real Audien-
cia, porque le ardía el culatazo en la cabeza y estaba dándole gusto
a su soberbia, mostrando facciones imperturbables mientras recor-
daba su vida de capitán y encomendero con la alegría de sus juer-
gas y la generosidad de sus dádivas. Miró al Corregidor, que leía un
largo expediente, y le pareció como un ratón mordisqueando que-
so. Vio al Presidente convertido en culebra de escamas negras. Lue-
go, buscó los ojos del escribano Cabeza de Vaca y no pudo encon-
trarlos porque permanecía agachado. Pero, en cambio, Inés y él se
contemplaron mutuamente, hasta que sintió una molestia en los
ojos como si estuviesen irritados. Advirtió los escudos colgados en
la pared y pensó en que el de Tunja existía porque él y otros jóve-
nes valientes lo habían arrancado a la historia. Sentía en los oídos
el son de las monótonas palabras del Corregidor, pero no las discer-
nía. No eran cosa suya, no se dirigían a él, no podían ser nuevas.
Como lo tenían de pies podía verlo todo, pero no oía nada, ni olía
nada, ni relacionaba la lectura del expediente consigo mismo.
Inés, por su parte, carecía de la fuerza de Pedro, pero le ganaba
en audacia. Estaba allí, de pies, representando la mayor pantomi-
ma del Nuevo Reino, rodeada de hombres, mostrándose como la
única mujer, en estos vastos territorios, capaz de estremecer los
cimientos de la sociedad cristiana. Ella sólo era Inés de Hinojosa,
una mestiza legada de las playas del Cabo de la Vela con ei mejor
cuerpo de Tierra Firme y la más endiablada coquetería. Los hom-
bres habían vivido y matado por su amor, pero ella no era culpa-
ble de nada y, aun bajo la pesadumbre de este día, confiaba en que
la miraran y supieran que no merecía ningún castigo. Inés poco en-
tendía las palabras del Corregidor, pero si decía "Pedro" miraba
al encomendero y se sentía orgullosa. Entonces, fue entonces,
cuando los asistentes la miraron dirigiendo las cabezas hacia donde
ella estaba. Creyó que volvía a ser la reina, pero la frase oída no
coincidía con su ilusión: "Es culpable de amancebamiento y de
complicidad en el asesinato. . ." Sintió golpes internos en las sienes
y bajo el seno izquierdo. Algo iba mal, le brotaron lágrimas porque
sí. No oyó si se trataba de la muerte de Pedro de Avila o de Jorge
Voto. Sin embargo, ella no era culpable. Son los hombres quienes
Los Pecados de Inés de Hinojosa 577
hacen los crímenes. Siempre lo había sabido desde niña en Nom-
bre de Dios, durante los días del tirano Aguirre, bajo los latigazos
de su primer esposo. Trató de oír, nuevamente, la lectura del Co-
rregidor, pero vio los ojos del Presidente iguales a los de Pedro de
Avila cuando le pegaba, a los de Hungría en las misas, a los del oi-
dor despreciable. Contempló al encomendero y le vinieron las lá-
grimas. ¡Maldita sea!
Fuera del estrado, sólo el escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca
sabía a donde iban las palabras del Corregidor y cómo no eran su-
yas, sino de Su Excelencia. No quería agacharse, pero la cerviz se
le inclinaba y terminó mirando los pies del lugarteniente, sin atre-
verse a cambiar tal posición por temor a quedar inmiscuido en la
sentencia, que no tendría apelación y sería la más drástica de cuan-
tas pudieran dictarse en este Reino y en esta época, porque daría
lustre al Presidente y acabaría, de una vez por todas, con las livian-
dades y los crímenes de una ciudad cuyo prestigio opacaba a los
demás asentamientos de las nuevas provincias del Imperio. Ade-
más, se mostraría, en todo su vigor, la autoridad de la Real Au-
diencia de Santa Fe frente al caótico mundo de los encomenderos,
cuyo poder jamás podría tener pretensiones que no autorizara la
Corona. Cabeza de Vaca estaba cierto de que la sentencia sería
condenatoria. Por eso debía mirar al suelo y, sobre todo, buscar la
manera de no ser incluido entre los amigos del encomendero a pe-
sar del parentesco. Pensó en doña María de Guzmán, su suegra, la
madre de Pedro, a cuyo hogar debía acogerse para no ser traidor a
las bondades del encomendero, ni imprudente partidario del acusa-
do, sino simple miembro de la desgraciada familia.
A pesar del frío y la prudencia, algunos tunjanos se acercaron a
la casa custodiada por centinelas, que parecían hacerle guardia a
los árboles. Pero no hablaban entre sí^ prefiriendo mirarse como si
ya supieran cuanto sucedía adentro. Una fila de indios andaba en
círculo al sur de la plaza, asomándose a la esquina desde donde
veían la casa de Jorge Voto y, claro está, la de Pedro Bravo. La
confianza hizo que el número de curiosos creciera formando, ha-
cia las once de la mañana, un grupo de hombres al cual se habían
agregado dos o tres vecinas de la calle del Ventorrillo y otras tan-
tas criadas de casas principales.
Los curiosos retrocedieron al ver salir a Venero de Leiva de la
casa de Jorge Voto, con negras vestiduras, paso lento y cansancio
en el rostro, junto al oidor Juan López de Cepeda, tras los cua-
les marchaban los caballeros del Sello, el Corregidor Juan de Vi-
578 Próspero Morales Pradilla
llalobos, cinco regidores y custodia de arcabuceros. Cuando Su
Excelencia ya había legado a la plaza rumbo a la Iglesia Mayor,
aparecieron en la puerta de la antigua escuela de danzas, Pedro
Bravo de Rivera, cargado de grillos, con gravedad en el porte, hun-
didos los ojos y sin sombrero, andando con cierto garbo a pesar de
las cadenas. Le seguía su hermano Hernán, sostenido por un arca-
bucero. Y detrás, como en un óvalo imaginario bordeado de sol-
dados, marchaba Inés de Hinojosa, mustia, enferma, cargada de los
años que no había cumplido, arrugada la faz de tanto morderse los
labios, con lágrimas, casi fea si no fuese por el recuerdo de su be-
lleza.
Las gentes que se habían agolpado en aquel sitio no necesitaron
que nadie les dijera cuál había sido la sentencia, porque la leyeron
en la solemnidad de las autoridades y en el aspecto de los acusa-
dos. Sin embargo, una de las criadas del grupo grito: " ¡Desgracia!"
Y los curiosos quisieron tocar los acontecimientos, es decir, el pe-
llejo de los acusados, pero la guardia impidió tamaño dislate. Des-
pués de los reos salieron los demás asistentes al terrible acto con
las caras tan yertas que también parecían sentenciados. Cabeza de
Vaca aprovecho la estupefacción para decirle al encomendero Pe-
dro López de Monteagudo, quien se hallaba entre los presentes:
— Los han condenado a muerte.
— ¿También a Inés?
— También.
— Santo Cielo, una mujer en el patíbulo.
— Y no fue sólo eso —agregó el escribano—: han confiscado to-
dos los bienes del señor encomendero. Pedro Bravo de Rivera. . .
— Vuestro cuñado.
— Oidlo, señor encomendero López de Monteagudo: la enco-
mienda de Chivata ha sido incorporada a la Corona.
— ¡Imposible!
— Y las sentencias son atroces: don Pedro Bravo de Rivera ha-
brá de ser degollado; su hermano y doña Inés de Hinojosa, la mujer
más bella de Tunja. . .
— Del Nuevo Reino —corearon varias voces.
— Doña Inés de Hinojosa, digo —agregó el escribano— y Hernán
Bravo, serán ahorcados colgándolos de los árboles de la calle.
— Oprobio —comentó López de Monteagudo— ¿Cuál el crimen?
— A Pedro e Inés los han sentenciado por amancebamiento y
asesinato; más conociendo, como conozco, a la pacata Santa Fe y
Los pecados de Inés de Hinojosa 579
al señor Presidente, el primer delito es el verdadero causante de es-
te fallo. Hernán fue condenado por algo más grave aún: miedo!
Pronto los interlocutores se vieron rodeados por gentes salidas
de todas las calles y, como los arcabuceros ya iban lejos, se multi-
plicaron los comentarios hasta el punto de legar al desenfado:
— ¿Cómo van a matar a la única mujer de verdad que hay en
Tunja?
— Son eunucos. . .
— E hideputas.
— ¿Pero si la mujer pecó? —dijo la Mariana Trago.
— ¡A la mierda con los pecados!
Felipe Rotundo metido, como siempre, en el remolino de las
circunstancias, preguntó:
— ¿Y el Judío Errante?
— Joder —respondieron hombres y mujeres con diversas pala-
bras que podrían decir: Ese hideputa es la causa de lo aciago.
El grupo inicial, ya convertido en multitud, como no podía
atentar contra las autoridades temporales, resolvió enfrentarse a lo
sobrenatural. Así aceptó esta consigna salida del bullicio:
— ¡Hay que destruir al Judío Errante!
Y se dijo, entonces, que el Judío Errante celoso de los hombres
que poseían a las Hinojosas, había resuelto matarlos con recursos
demoniacos. Todos, es cierto, en una u otra forma desaparecían de
Tunja para siempre: fugados, asesinados, degollados. Y, como si
fuera poco tanto estrago, también las bellas forasteras sufrían per-
secución: una fugitiva y, la otra, condenada a la horca.
Cabeza de Vaca logró escabullirse de la multitud, cuando se ha-
bía decidido el fin del Judío Errante y toda aquella gente marcha-
ba hacia el convento de los padres dominicos con tanta fiereza y
decisión como si Inés de Hinojosa fuese mártir del cristianismo y
Pedro Bravo el mismísimo Papa de Roma.
Quizá aquel grupo de tunjanos tenía razón: la presencia del Ju-
dío Errante como una especie de guardián de la ciudad, protegido
por los dominicos so pretexto de formar parte de un "paso" de Se-
mana Santa presidido por el Nazareno, era el causante de lo aciago
porque su esencia se metía en los cuerpos propiciando la fornica-
ción y el homicidio. Por eso había un grito casi unánime entre
quienes se dirigían al convento dominico:
— ¡Muera el Judío Errante!
También podría pensarse en que ante la imposibilidad de rebe-
larse contra la autoridad de Su Excelencia, se deseaba manifes-
580 Próspero Morales Pradílla
tar públicamente el desagrado de Tunja por la condena de Inés de
Hinojosa y los hermanos Bravo de Rivera, asediando a los domini-
cos y a su estatua nefanda, lo cual carecía de lógica, pero, en cam-
bio, no comprometía a nadie en cuestiones de política o de leyes.
Durante el trayecto de la casa de Jorge Voto al convento domi-
nico corrieron entre los protestantes de ocasión muchos jarros de
chicha para defenderse del frío. Al pasar por la Calle Real los gri-
tos indicaban que la protesta se había fermentado, por lo cual el
valor legó hasta la esquina del convento donde los presuntos amo-
tinados encontraron dos filas de arcabuceros con las armas dirigi-
das contra el tumulto. Así se acabó la inconformidad y el Judío
Errante quedó detrás del Nazareno como una sombra permanente
de Tunja.
IV
Al finalizar el mes de agosto de 1571 y mientras caía sobre Tunja
la ignominia, Felipe II aliado con Venecia y con el Papa Pío V po-
nía sobre los hombros de don Juan de Austria la sagrada obliga-
ción de acabar con los turcos, en las islas que levaban el nombre
del rey se fundaba la ciudad de Manila, un tal Francois Vieta intro-
ducía los decimales en la aritmética y los italianos se recreaban con
nuevas obras del Tiziano y Tintoretto.
En estos parajes del Imperio Español, donde vivía Inés de Hino-
josa, lo más lamativo era la vastedad, porque si entre los asenta-
mientos mayores y las encomiendas sólo había una o dos jornadas
de camino, al salirse de los nuevos conglomerados las distancias se
alocaban y ningún español disponía de medidas para lo inconmen-
surable, a pesar del valor y la audacia de unos hombres que no po-
drán repetirse en el curso de las centurias. Debido a esta lejanía,
que no se contaba por leguas sino por meses y años, es decir, com-
prometiendo el tiempo en vez de ceñirse al espacio, la sentencia de
muerte proferida contra una mujer, a sabiendas de que las mujeres
sólo merecían tan terrible castigo si se les probaba brujería, no
conmovió al Imperio, ni siquiera al Nuevo Reino de Granada. Sólo
Tunja arrepentida de sus pecados, temerosa de las leyes y testigo
de la desgracia, soportaba el peso de una sentencia que, siendo jus-
ta, le quitó lozanía dejándola arrugada como sus barrancos, yerma
como sus colinas y triste como sus nubes.
La sentencia se cumpliría al día siguiente, cuando hubiese luz
para mostrar el castigo. Los tunjanos se acostaron esa noche con la
seguridad de que la tristeza quedaría entre sus muros hasta el fin
de los tiempos, porque —pensaban— no nacerá otra Inés de Hino-
josa. ya que esta muerte en la horca traerá consigo maldiciones, las
paredes destilarán humedad, se borrarán los colores alegres de las
casas, la pintura de las puertas olerá a viejo, las campanas se lena-
rán de polvo, los muebles permanecerán en el mismo sitio de la pri-
582 Próspero Morales Pradilla
mera hora, los frailes de San Francisco y Santo Domingo se conser-
varán en sus celdas, a las mujeres no se les verá el cuerpo, las sába-
nas no tendrán cama, vendrá el aburrimiento.
Venero de Leiva oró en su reclinatorio de la Iglesia Mayor pero
nadie le vio la cara, ni siquiera el Padre Orejuela, porque el pueblo,
e inclusive la clerecía, quedaron tras el Presidente, cuya solemni-
dad se había convertido en divinidad. Ya no era el buen rey veni-
do de Santa Fe, sino la potestad. Mirarle el rostro podría ser una
profanación, porque representaba el mandato caido del Cielo para
juzgar el bien y el mal con la certidumbre de lo absoluto. Desde
aquel instante Su Excelencia habló, únicamente, en latín, lengua
que apenas balbucía, pero cuyas frases más comunes dominaba,
gracias a los evangelios y al trato con frailes. Por eso cuando el es-
cribano Cabeza de Vaca lo esperó a la salida del templo y tuvo la
osadía de mirarlo con ojos inquisitivos, el noble personaje dijo:
— "Consumatum est".
Y siguió camino de regreso a la casa del Corregidor, donde Vi-
lalobos le preguntó:
— ¿Qué se hace primero, el degollamiento o la ahorcadura?
— "Carpe diem" -respondió el Presidente, por lo cual el Corre-
gidor hubo de decidir por sí mismo el orden de la tragedia, pues no
sólo carecía de latines sino que, con los nervios como punta de lan-
za, ni siquiera oyó las palabras del superior, quien, al fin, cerró la
puerta de su aposento, se quitó el jubón, se descalzó, colocó la es-
pada sobre una mesa y se tendió boca-arriba en el lecho musitando
estas castizas voces:
— Se las trae el oficio que me ha obsequiado Su Majestad. . . De-
bo regresar cuanto antes a Santa Fe para no ver más estas paredes,
ni pensar en degüellos, ni escuchar al Villalobos de mierda. . .
Tunja había reemplazado la misericordia por el espanto. No po-
día pensarse en la pobre mujer que sería ahorcada, ni en sus com-
pañeros de patíbulo, sino en los terribles signos que saldrían de la
oscuridad vecina del Infierno, porque debajo de los barrancos, en
los peladeros de Soracá y aun en los matorrales de Motavita, los
diablos eran dueños de la Cristiandad y lo mismo podían presen-
tarse en grandes carrozas de piedra que meterse, tan delgados
como el humo, por las venas de los mortales hasta el día del Juicio
Final. Los diablos producían, primero, escalofrío y, luego, desaso-
siego hasta imponer la certidumbre de su presencia que, en veces,
se manifestaba con fetidez y, en otras ocasiones, sin ningún olor
particular, pero con redoble de tambores én los oídos. Tuvo razón
Los Pecados de Inés de Hinojosa 583
Hortensia de Godoy cuando, antes de largarse, pronosticó la veni-
da de lo aciago. Ella conocía bien a los diablos, dicen que los ali-
mentaba a medianoche y seguramente le contaron cómo termina-
rían los escándalos de Inés de Hinojosa, que ya no era, como hasta
ayer, una mujer perdonable, sino el símbolo de la desgracia y el
motivo del espanto, porque su cuerpo, su belleza demoniaca, sus
pecados y sus crímenes conmovieron a Tunja como terremoto de
maldad. Sí: los pecados de Inés de Hinojosa eran la verdadera cau-
sa de lo aciago. Pero el castigo ordenado por la Justicia, la muerte
de una mujer cuyas enaguas podían enredarse en las ramas del ár-
bol que le serviría de horca, superaba la capacidad de Tunja para
el asombro. Pocos años atrás esta era una fundación que se cons-
truía sobre los pilares del cristianismo, tranquila como la bibliote-
ca de don Juan de Castellanos, apacible como los sueños de doña
Mencia de Figueroa, blasonada como el talante de don García
Arias de Maldonado, noble como doña Isabel de Lidueña, católica
como fray Miguel de los Angeles y pura como la Virgen de don
Alonso de Narváez. Pero legaron los diablos quitando el pudor de
las mujeres, reemplazando la oración por el baile, mudando las
ideas, pervirtiendo los amores, sembrando la codicia, construyendo
pasadizos secretos y matando a un pobre marido. La ciudad nunca
podrá salir del espanto e irá muriendo poco a poco, hasta quedar
arrinconada en un solar del futuro.
Por falta de tradición para aplicar castigos mayores, Tunja care-
cía de verdugo que mereciera tal nombre. No había nadie experi-
mentado en decapitar, ni en degollar, ni siquiera en ahorcar como
en Sevilla, donde la Santa Inquisición exigía escuela de alto grado
para estos menesteres. Sin embargo, el Corregidor Villalobos no
quiso postergar la ejecución de las sentencias para traer al verdu-
guillo de Santa Fe, que no podía ser mejor a cualquier hombre de
confianza encontrado en la calle de las Animas. El Corregidor es-
cogió dos verdugos, casi al azar: uno para el degollamiento de Pe-
dro Bravo de Rivera y, el otro, para poner la soga al cuello de Inés
y Hernán, pues considerando que así como las sentencias indica-
ban ejecuciones diferentes, podría ser ilegal utilizar al mismo ver-
dugo para tan disímiles tareas. El encargado del degüello supo que
si no lo hacía, alguien lo haría con él. Además, don Juan de Villa-
lobos ordenó que tal sentencia se cumpliera en el patio de la cár-
cel sobre un cadalzo poco elevado y sin público.
Estaba amaneciendo cuando cinco soldados condujeron al patio
de la cárcel un hombre que pretendía, a pesar de los grillos y las
584 Próspero Morales Pradilla
cadenas, zafarse de quienes lo asían por los brazos. Era el condena-
do a muerte Pedro Bravo de Rivera, vestido con negra trusa de
musiera henchida y prominente bragueta, despojado de jubón y
con amplia camisa blanca como única tela para cubrirle el pecho,
a donde debía legar el frío de la madrugada. Calzas y zapatos ne-
gros, los mismos del día del crimen, completaban la figura del en-
vejecido encomendero. Subió al patíbulo, colocado de antemano
en el patio, y los guardianes lo obligaron a sentarse en la silla. Pu-
siéronle los brazos atrás, atándolo al mueble. Podía oír, hablar,
oler y escupir. Pero quedó inmovilizado, porque también le ama-
rraron los pies a las patas de la silla que, a su vez, estaba clavada al
piso.
El señor Presidente don Andrés Díaz Venero de Leiva no conside-
ró digno de su alcurnia asistir a las ejecuciones y, por tal motivo, co-
misionó al oidor Juan López de Cepeda para representar a la Real
Audiencia en los últimos actos de la Justicia. El corregidor Juan de
Villalobos tendría la dirección de las fúnebres ceremonias, asistido,
al menos en teoría, por el reverendo padre Cayetano de Orejuela,
párroco de la Iglesia Mayor. Los designados por Su Excelencia en-
traron al patio, bajo el claroscuro de la hora, acompañados por el
lugarteniente Jerónimo Aguayo, los capitanes del séquito presiden-
cial, el alguacil mayor López de Nureña, dos regidores de Santa Fe
y dos caballeros del Sello. Este grupo, silencioso y taciturno, se si-
tuó en semicírculo, de pies, a prudente distancia del cadalso. Lue-
go, entró un individuo de pasos inseguros, tocado con una tela ne-
gra en el rostro y ropón del mismo color. Subió hacia el reo y le
dio la espalda, enfrentando desde allí al Corregidor. Se retiraron
los guardianes, Pedro lanzó un escupitajo hacia el sitio donde esta-
ba el oidor, y don Juan de Villalobos ordenó:
— ¡Vendadlo!
Uno de los guardianes hubo de acercarse, nuevamente, al conde-
nado para ayudar al verdugo, que era el hombre del rostro forrado
con la tela negra, a colocar una venda sobre los ojos del encomen-
dero. En seguida, López de Cepeda dijo algo al oído del Corregidor
y éste, con voz inferior a las circunstancias, ordenó:
— ¡Proceded a cumplir la sentencia!
El improvisado verdugo no entendió y se plantó en la mitad del
tablado como si esperara la verdadera orden. Villalobos levantó un
poco la voz y comenzó a repetir:
— Proceded.. .
Los pecados de Inés de Hinojosa 585
En este momento el oidor Juan López de Cepeda, gritó casi con
desesperación:
— El señor Corregidor os ordena que utilicéis el cuchillo en el
cuello del condenado.
El verdugo se situó detrás de Pedro, lo agarró del cabello con la
mano izquierda y los asistentes vieron salir el cuchillo por detrás
de la silla en la«diestra de aquel hombre. Luego, como si lo abraza-
ra, el filo rasgó la garganta del encomendero y su sangre saltó
sobre la manga del vergudo, quien lo miró antes de asestarle la se-
gunda cuchillada. El cuerpo de Pedro Bravo de Rivera, desangrán-
dose, tuvo varios estertores que sonaron en el oído de los presentes
porque movieron grillos y cadenas, produciendo un ruido que
parecía el anticipo del más allá.
Dos criados del encomendero, prevenidos de antemano, entra-
ron al patio con el mejor ataúd de Tunja, comprado por Juan Ruiz
Cabeza de Vaca en nombre de doña María de Guzmán y la familia
de la encomienda de Chivata. Envolvieron el cuerpo, aún tibio, en
sábanas marcadas con las iniciales M. de G. y lo colocaron en la ca-
ja mortuoria. Los dos criados lo levaron a la puerta de la cárcel y
allí los indios de la encomienda pusieron el ataúd sobre sus hom-
bros y, con pasos cortos pero rápidos, lo condujeron en una jorna-
da a la capilla de Chivata donde esperaba, ya sin lágrimas en los
ojos, doña María de Guzmán, quien, junto con este hijo había per-
dido la más rica encomienda del Nuevo Reino.
Los funcionarios designados por Su Excelencia, así como sus
acompañantes, bebieron el trago del degollamiento y todavía con
la boca salobre pensaron en la segunda parte de la terrible función:
la ahorcadura de Inés de Hinojosa. Jerónimo Aguayo pidió permi-
so para no asistir a esta ceremonia, con el pretexto de vigilar a Her-
nán, el último de los tres condenados, antes de ser conducido a la
horca, pues como la ejecución de la mujer congregaría mucha gen-
te, podrían descuidar al otro preso. El Corregidor, sin sosiego para
responder la pregunta, dijo al lugarteniente Aguayo:
— Sea.
A la seis de la mañana el segundo verdugo colocó la soga de nu-
do corredizo en una rama fuerte del árbol que solía mirar Inés de
Hinojosa desde su alcoba y que legó a querer como cosa propia. El
árbol era frondoso, de altura igual a los dos pisos de la casa y pro-
ducía flores blancas a ojos de Inés y amarilas según Juanita. La
Ton-alva, que en todo metía baza, aseguraba: "Ese árbol sólo tiene
una flor: la boca de mi ama cuando lo besa". Alguna vez, Jorge
586 Próspero Morales Pradilla
Voto preguntó a don Juan de Castellanos cómo se lamaba aquel
árbol, recibiendo una respuesta tan fría como el clima: "Yo no es-
tudio historia natural, que hay muchos y muy sabios cronistas de-
dicados a ello". En realidad, nadie sabía el nombre del árbol y des-
de el momento en que el verdugo puso allí una soga las gentes de
Tunja lo ignoraron para siempre.
Inés no supo a qué horas degollaron a Pedro, pero al aparecer la
luz del día ya se le habían acabado las lágrimas. Para distraerse,
en medio de los aperos, trató de arreglarse a tientas, porque sin es-
pejo sólo el tacto la ayudaba a vestirse y sentir la cabellera entre el
cuenco de las manos. Hubiese querido todo el bálsamo de Carora
para verterlo sobre los humores de su cuerpo y el mal olor de aquel
aposento, pero cuando pensaba en esas frivolidades se le venía en-
cima la horca y se tapaba el rostro con los brazos. La desespera-
ción frente a la injusticia y a lo inevitable la destrozó de tal manera
que en el último día de su vida no era una mujer sino un despojo.
No estaba resignada, como parecía, sino ya muerta. Hortensia de
Godoy dijo, en una noche de brujería, que muchas personas mue-
ren antes de morir. Nadie la entendió entonces y para borrarle el
absurdo le metieron la cabeza en un barril de chicha. Ahora, como
Inés estaba muerta sin haber muerto, era cierta la frase de Horten-
sia. Todo cuanto viniese podría ser terrible, pero ya no sería fatal
porque la fatalidad se anticipó secando las lágrimas de Inés de Hi-
nojosa y, con ellas, la verdadera vida.
Cuando Inés apareció en la plaza, cerca de la Iglesia Mayor, ves-
tida de negro, incluyendo un capuchón de penitente que había
usado don Fernando, su padre, en Sevilla, a las gentes reunidas,
que formaban un largo y ancho cordón de cabezas hasta cerca del
árbol situado frente a la casa de Jorge Voto, se les veía lo de aden-
tro como si alumbrara la luz del juicio final: tripas de glotones, ve-
nas de prostitutas, matrices secas, saliva de cobardes, cerebros de
loco, hígados de asesino, semen de hipócrita, leche de india, glán-
dulas de encomendero, un río de menstruos, penes fornicadores,
humedad de busconas, sudor de fraile, babas de dama principal, ju-
gos de vagina, esputos demorados, mocos entre pañuelos, y toda la
corte del Judío Errante —leprosos, paralíticos, cojos, tuertos,
mancos, sordos, ciegos, tullidos—. Sin embargo, unos a otros se
veían con el disfraz del momento: caballeros, soldados, mujeres,
niños, indios, sacerdotes, artistas, monjas, criados, fregonas y, al
fondo, el árbol. Eran mil o dos mil ojos mirando hacia el extremo
de la plaza donde había aparecido, entre soldados, Inés de Hinojo-
Los pecados de Inés de Hinojosa 5 li-
sa, convicta de amancebamiento, de complicidad en un asesinato y
de pública desvergüenza. A pesar de haber tanta gente, nadie osaba
hablar y cuando alguien comentaba algo a oídos del vecino, el rui-
do que la brisa producía en las hojas del árbol siniestro cortaba las
palabras. En Tunja nunca había sucedido algo similar, en intensi-
dad y desasosiego, a este cortejo. Tampoco en la vastedad del Nue-
vo Reino de Granada se vio a una mujer condenada a muerte en un
siglo de descubrimientos, conquistas y fundaciones. Por eso quie-
nes presenciaban la marcha de Inés sentían, en silencio, que esta-
ban ingresando a la historia, junto con una mujer tan bella como
infame y desgraciada.
Cerca del árbol indicado estaban los representantes de la autori-
dad: el oidor Juan López de Cepeda, el Corregidor Villalobos, el
Padre Orejuela, dos regidores de Santa Fe, dos caballeros del Se-
llo, una delegación del convento dominico y otra del franciscano,
formando un semicírculo de rigidez para que todo se cumpliera a
tono con la sentencia y con la justicia de España.
Bajo el árbol se colocó una mesa grande y sobre ésta una silla,
encima de la cual se bamboleaba la soga colgada de la rama próxi-
ma al balcón de Inés. El verdugo permanecía contra el tronco sin
mirar fijamente.
Cuando Inés pasó la plaza y entró a la calle hubo de ser sosteni-
da por dos soldados, pues, aunque parecía muerta, necesitaba ca-
minar hacia la muerte para cumplir la sentencia. Nadie pudo mi-
rarla de frente, pero el oidor Juan López de Cepeda lo hizo de sos-
layo no sabiendo, por un instante, si hubiera sido mejor dejarla
viva para yacer algún día con ella o vengar, como ahora lo hacía,
el desprecio de la mestiza. Inés se detuvo antes de legar al árbol
y quiso hablar, pero sólo pudo cerrar los ojos frente a la autoridad.
Un fraile salió del fondo de la multitud con un Cristo en sus manos
y lo colocó ante Inés. Ella pasó la mano derecha de la frente hasta
el pecho y del hombro izquierdo hasta el derecho. . .
Luego la ayudaron a subir sobre la mesa, el verdugo le amarró
las manos, la hizo sentar en la silla, le pasó la soga en torno de
la cabeza, se la anudó al cuello y esperó la orden de la justicia.
Pero el Corregidor lamó al verdugo y le dijo al oído:
- ¿Olvidáis al otro reo?
- Va después, señor Corregidor.
- No: primero Hernán Bravo de Rivera.
El verdugo se dirigió al árbol siguiente, donde sin público direc-
to, un bulto humano lo esperaba entre dos arcabuceros. El verdugo
588 Próspero Morales Pradilla
le anudó una soga, pendiente del árbol como la anterior, y lo ahor-
có. Luego, regresó ante el Corregidor, quien miró el cuerpo de Her-
nán Bravo, y ordenó:
— Haced lo mismo ahora.
— ¿A la mujer?
— ¡Sí!
El verdugo se valió de dos guardianes para retirar la mesa y el ta-
burete donde estaba Inés de Hinojosa. Cuando la soga se le aferró
al cuello cayó el capuchón hacia atrás y los tunjanos vieron colga-
da del árbol su hermosa cabellera entre unos trapos negros, que
han quedado moviéndose allí al impulso del viento y la imagi-
nación.
FIN

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