Los Pecados de Ines de Hinojosa. Prospero Morales Pradilla
Los Pecados de Ines de Hinojosa. Prospero Morales Pradilla
Los Pecados de Ines de Hinojosa. Prospero Morales Pradilla
Los pecados
de Inés de Hinojosa
PLAZAS JANES
HE3D
EDITORES
Próspero Morales Pradilla
Los pecados
de Inés
de Hinojosa
Segunda Parte
EL ENCOMENDERO
Capítulo I 207
Capítulo II 230
Capítulo III 285
Capítulo IV 309
Capítulo V 342
Capítulo VI 378
Capítulo VII 409
Capítulo VIII 451
Tercera Parte
EL ARBOL
Capítulo I 477
Capítulo II 520
Capítulo III 561
Capítulo IV 581
Primera parte
EL BAILARIN
I
Sin saber que el destino produciría graves historias en estas tierras
descubiertas por Cristóbal Colón, la pesada puerta del aposento se
cerró tras los recién casados. Habían recibido la bendición como
corresponde a cristianos cuya fe viene de España para multiplicarse
en el Nuevo Mundo, junto con los pobladores que están naciendo
y habrán de nacer.
En el aposento esterado, Inés de Hinojosa vio una amplia cama
de madera oscura, baldaquino verde y sábanas blancas, templadas
sobre un colchón donde podría iniciarse la noche de bodas. Inés
miró a Pedro de Avila, su marido, y se sintió dispuesta a entregarle
el cuerpo. Las amigas casadas le contaron cómo en la noche de
bodas se hacían descubrimientos capaces de estremecer a las muje-
res que esperan el momento de ser asaltadas por el hombre para
sentir la plenitud.
Mientras Pedro de Avila daba vueltas en torno de la cama bus-
cando la novia perdida durante la borrachera, Inés vio las sábanas
templadas y las almohadas intactas. Dejó caer su blanco traje de
raso esperando la culminación porque desde hacía mucho tiempo
imaginaba paso a paso, pulso a pulso, momento a momento, cómo
sería la entrega al hombre deseado.
Inés de Hinojosa comenzó a reflexionar sobre su propia vida. Lo
de atrás, el pasado, le servía para la hora del encuentro, del gran
encuentro. No podría hacer nada con tanta ropa. Mejor estar des-
nuda y tener el cuerpo tibio, palpitante, dispuesto. Pensó cómo se
le acercaría el hombre, la tomaría sin precipitaciones, la besaría
desde la frente pasando por la boca al cuello, a los pezones; luego
le acariciaría la espalda, los senos, el vientre. Se sintió húmeda,
estaba húmeda, porque todo cuanto pensaba se le arremolinaba en
el sexo y consideraba, como antes en sus sueños, que ya podría
legar la satisfacción. Pero continuaba vestida y conservaba el ajus-
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tador apretado, la túnica de algodón, las enaguas blancas, las ena-
guas rojas, y, en los pies, los escarpines bordados.
Pedro, girando alrededor de la cama, seguía ajeno a todo cuanto
pasaba en el aposento, colocando sus manos sobre las sábanas blan-
cas, acercando el cuello y la cara a esas sábanas como si fuera a
devolver cuanto le crujía en los intestinos, donde el licor mezclado
con las viandas ingeridas con motivo de sus bodas le atrepellaba la
digestión y casi lo obligaba a vomitar. Pedro no estaba consciente
del gran momento de Inés. Para él aquello era como un inmenso
lago, un extraño lago, de donde salían escenas del pasado. Apare-
cía el niño que andaba por Carora antes de hablarse del tirano
Aguirre y también el adolescente deseoso de las muchachitas del
pueblo. Pero tanto comer y beber le tenía revueltos el estómago y
la cabeza, no sabía si las viandas formaban parte de su vida o las
ideas formaban parte de su estómago. Era la gran revolución, por
eso giraba en torno de la cama y la agarraba para evitar la fuga de
lo único que conservaba del mundo: una cama de sábanas blancas,
una gran blancura. Pedro cayó de bruces sobre la cama como un
muerto.
Inés se tendió boca arriba después de quitarse los escarpines. En
el techo, habían grandes troncos que parecían sostener el cielo-
raso. Los miró, la fiebre le legó a todas partes, especialmente le
acaloró los senos y bajó al pubis donde se transformó en dolor.
Pero no era un gran dolor, era un dolor pequeño y controvertible,
un dolor que se podría apagar si Pedro no estuviese de bruces sobre
la cama.
Inés se reincorporó y sintió la carne cimbreante. Se quitó la
pequeña túnica y se sentó, de espaldas al bulto humano que
yacía sobre las sábanas. Luego, con las manos como si no fue-
ran suyas, como si fueran de un ser recién legado a su aposento
para ayudarla a desvestirse, aflojó el ajustador y surgieron los dos
senos tersos, redondos, tibios, con pezones trigueños y duros. Las
enaguas eran, realmente, blancas a pesar de que las mujeres daban,
con sus propios humores, color amarilento a las primeras enaguas,
dejando el rojo para las segundas. Despojada de unas y otras, Inés
miró sus amplios calzones, abiertos a los lados y confeccionados en
forma de poder soltar la parte delantera o la trasera según las nece-
sidades y conveniencias de cada ocasión. Esas partes se sostenían
por medio de cintas cosidas a las mismas, anudadas sobre el vientre
y sobre la cintura. Inés pensó en que una tarde vio a Juanita con
Los pecados de Inés de Hinojosa 13
las cintas de la parte delantera salidas bajo las enaguas, como si no
hubiera podido anudárselas. Eran tiempos pasados cuando aún
vivía el tirano Aguirre y las gentes de Tierra Firme lo padecían sin
estar seguras de que el rey de España lograra derrotarlo.
Con los calzones como única ropa, Inés volvió a acostarse dispo-
niéndose a atender, de alguna manera, a Pedro de Avila quien ya
comenzaba a roncar, saliendo de un sopor vecino de la muerte.
Allí, tal como estaba, Inés le hacía justicia a su fama de criolla
hermosa, dueña de esa larga cabellera que fruncía a los mozos
cuando ella la tomaba entre sus manos para conversar, mientras el
rostro ovalado, la nariz casi perfecta, los ojos vivaces y una voz
grave los enardecía, indicando cómo don Fernando de Hinojosa
logró una buena mezcla cuando hizo suya a la madre indígena de
esta mestiza, que tenía el cuerpo huidizo de los indios y la mirada
arrogante de los españoles.
En parte para aliviarse y también para cumplir con el precepto
de "desvestir al marido", Inés se deslizó al suelo, le quitó a Pedro
los zapatos, lo tendió sobre la cama y comenzó a aflojarle los pan-
talones sujetos arriba de la rodilla. Primero con suavidad y, luego,
con impaciencia, se los bajó y retiró las largas calzas negras, así
como también unos calzoncillos de hilo, dejando a la vista el miem-
bro viril, que apenas era un peneflaccidorodeado de vello. Tuvo
la intención de tocarlo pero le resultaba incómodo. Inés prefirió
quitarle el jubón, el cuello y los puños de encaje, ponerlo bajo la
sábana junto a ella como si ya hubiera sucedido lo imaginado y
fuese posible dormir en compañía de un roncador que había perdi-
do, en media hora, los encantos del noviazgo, cuando ambos se
prometieron legar al paraíso de noche, tumbarse en una tierra aro-
mática como los bálsamos de Carora e iniciar la nueva vida con un
beso que sólo terminara cerca de la muerte.
A pesar de ser casi un cadáver, Pedro de Avila estaba tibio, quizá
debido al alcohol ingerido y al dulce clima del Portillo de Carora,
donde se obtenían resinas para perfumar la corte de Felipe II. Las
piernas de Inés y las de Pedro se rozaron bajo las sábanas sintiendo
ella la tibieza del marido y algo parecido al calor cuando su rodilla
derecha subió por la pierna izquierda de Pedro hasta una zona
blanda, picante, que se le conectó a todo el cuerpo, aumentando el
ritmo del corazón como si, en vez de estar acostada, hubiera corri-
do hacia la cima de una montaña perseguida por los indios. Agarró
una mano de Pedro y se la colocó sobre los senos intensificando las
14 Próspero Morales Pradilla
sensaciones. Su marido se movió sin despertarse, sin abrir los ojos
y todavía resoplando dentro de un sueño pesado. Inés retiró la
mano de Pedro, ladeó su cuerpo hacia el del hombre, puso una
pierna de éste entre las suyas, restregándose luego la vulva hasta
estremecerse como le habían dicho las amigas casadas, pero sin
ningún elemento distinto al de las noches comunes cuando tenía la
ilusión de ser poseída y de abrir todo lo suyo para que la estrenara
un hombre, quizá igual a los otros pero señalado desde el comien-
zo de los tiempos, antes de que las primeras criaturas aparecieran
sobre la lava de los volcanes, porque aún en el Nuevo Mundo, don-
de se había roto el equilibrio de la tierra, los viejos mitos de la cris-
tiandad subsistían en el ánimo de los creyentes para enfrentarlos a
las miles de tribus aparecidas entre los arbustos, las piedras y las
alturas de un inmenso territorio desconocido. La mujer, para Inés
de Hinojosa, era propiedad de un hombre predestinado cuando él
y ella, sometidos al imperio de la iglesia católica, se juraban, como
acababan de hacerlo en el Templo de Carora, amor para siempre,
incluyendo esta noche de bodas que le estaban robando. Su desnu-
dez y su pasión no servían para nada frente a un hombre yerto,
incapaz de acompañarla adentro, donde ella sentía el dolor de lo
insatisfecho, donde el marido tenía la obligación de legar para que
las bendiciones continuaran en la prole.
En torno al aposento de Pedro e Inés se impuso el silencio de la
madrugada, cuando duermen todos los seres del Nuevo Mundo
desde los vegetales hasta las fieras, sin que nadie sepa el color del
cielo, pero intuyéndolo negro con algunas estrellas rodeando el
centro del universo. A esta hora sólo se mueven las olas del mar,
lejos del Portillo de Carora, muchos de cuyos habitantes apenas lo
han conocido en el relato de conquistadores, aventureros y muje-
res de hazaña, que siempre exageran las dimensiones de todo, inclu-
sive las del agua. Ni siquiera Inés producía algún ruido, de verdad,
porque la habían educado para ocultarlos y, en esta odiosa noche,
se tapaba la boca para no llorar ni maldecir. Sin embargo, algo
sonaba: los ronquidos de un imperio donde nunca se ponía el sol y
donde Pedro de Avila, el potentado de Caroca, acababa de despo-
sar una mujer hermosa y rica, venida de Nueva Segovia. Pedro de
Avila era hombre probado en las noches de amor y, varias veces,
había ganado una mujer en las casas de juego, sitios con cuatro
paredes negruzcas, piso de tierra y techo de paja, donde los juga-
dores de la región echaban los dados para cambiar de fortuna, de
hembra y de enemigos. Por eso, prefirió lenarse de vino durante
Los pecados de Inés de Hinojosa 15
el día de la boda y olvidarse de ésta en la noche sin que, por ello,
pudiera sufrir desmedro su bien ganada fama de macho a la usanza
de la época, cuando las mujeres formaban parte del azar y el azar
imperaba sobre la vida de los hombres.
Cansada de esperar con el cuerpo tenso, pero vencido, a Inés le
pareció entrar a un bosque rodeado de abismos, en uno de los cua-
les cayó olvidando la ira mientras afuera, en los árboles, en el
musgo, en las tinieblas, la gran noche del Siglo XVI, profunda aún
en aquel rincón de la Gobernación de Venezuela, se adueñó de los
tres reinos de la naturaleza para que nada, ni nadie, se moviera
antes de apuntar el sol, cuando se pierde la humedad, hora tras
hora acumulada en una tierra de plantas silvestres, desprovista de
huellas y de historia.
A Pedro de Avila lo despertó la luz de la ventana abierta y un
olor de alcoba desconocida, como si algo nuevo se hubiera unido a
su cuerpo para producir una atmósfera distinta a la suya, pero con
ingredientes propios. Se rascó la cabeza y pasó las manos sobre los
ojos, ayudándolos a abrirse. Trató de incorporarse, pero estaba
anudado a unas piernas, se desprendió de ellas para tomar concien-
cia de su situación, evocando la figura del fraile que, con los brazos
extendidos hacia su rostro, lo miraba intensamente musitando
unas palabras entrecortadas, mientras a su lado estaba Inés de Hino-
josa, pálida y bella, con los ojos bajos y en silencio. No recordaba
nada más, pero, levantando la sábana arrugada, vio una mujer
dormida a su lado, cuyas piernas lo tenían prisionero. Pedro le aca-
rició los muslos y la nuca esperando la natural reacción del sexo,
pero ni siquiera le legó una remota corriente. Continuaba dormi-
do en la zona donde debía despertar con más vehemencia. Optó por
besarla suavemente en la espalda y, luego, colocándola boca arriba,
en los pezones, produciéndole cierto estremecimiento como si ya
saliera del sueño y pudieran, de pronto, enfrentarse los dos cuer-
pos. Le midió la cintura con sus manos, extendiéndole los dedos
sobre el vientre, dirigiendo los meñiques hacia el pubis, desrizándo-
los sobre el vello. Inés de Hinojosa palpitaba en los labios inferio-
res como si la carne viviera aparte de la conciencia. Sin embargo,
Pedro continuaba flojo, sin conexión entre sus manos y los órga-
nos genitales, desprovisto de la fuerza que, hasta ayer no más, le
daba deliciosas victorias en las camas de Carora. Ahora estaba ahí:
inútil, vacío, menospreciable, con una mujer desnuda a su lado y
él como los eunucos de "Las Mil y Una Noches", que había leído
risueño y burlón cuando todo le funcionaba. Debo insistir -pensó
Ib Próspero Morales Pradilla
Pedro— y atacó de nuevo: cubrió a Inés con su cuerpo, la besó en
la boca, se colocó entre sus piernas y, naturalmente, la despertó.
Ella no sintió las ansias de la víspera, pero se sobrecogió al verse
bajo el cuerpo de un hombre. Inés logró zafarse de los brazos de
Pedro, saltó de la cama, y le dijo:
— ¡Así no, así no, así no!
Y, entonces, advirtió que Pedro no tenía el famoso miembro
viril de los cuentos de sus amigas casadas, sino aquella cosa flaccida
de la víspera. Ya sin temor, casi aletargada, se sentó junto a él y
murmuró:
-Mis amigas me habían dicho algo distinto...
-¿Qué?
—Pues que los hombres casados entran en el cuerpo de sus espo-
sas con algo que tú no tienes...
Pedro la agarró fuertemente, la acostó, y, tomándole las manos,
se las colocó sobre el pene ineile. Ella trató de alejarse, sin lograrlo.
—Debes obedecer —gritó Pedro— soy tu marido.
— ¿Y acaso yo lo niego? —preguntó ella.
-Entonces, acuéstate tranquila, abre las piernas y espérame.
Inés obedeció con algunas lágrimas en las mejillas, su hermoso
cuerpo mustio, palpitándole los labios en sus piernas abiertas, inú-
tilmente abiertas, pues el hombre, el marido, no existía. Pedro se
había transformado en unas manos que no producían el encanto
de las caricias. Enfurecida consigo misma y con el inútil marido,
dio la vuelta y quedó boca-abajo sobre la cama, mordiendo las
almohadas y moviéndose como si tuviese algo o alguien debajo de
su cuerpo.
Pedro la agarró tratando de colocarla boca-arriba, ella se ladeó y
levantando la cabeza, dijo:
-¿Qué quieres?
— ¿Lo ignoras?
-¿Qué?
—Soy tu marido y voy a hacerte mía...
— ¿De veras?
—Sí ¡de veras!
— ¿No falta algo?
-¿Qué?
—Tú lo sabes.
Pedro sintió vergüenza. Sólo, entonces, advirtió que aún estaba
vestido arriba de la cintura. Pero, al mismo tiempo, observó la des-
nudez de su esposa -¿era su esposa?— y recordó no haber visto
Los pecados de Inés de Hinojosa 17
Y Paquita continuó:
—Saltando meses, contra el gusto de don Fernando, se llega al
l o . de enero de 1561, cuando la expedición de don Pedro de
Ursúa llega al sitio de Mocomoco...
— ¿Cómo sabe vuesa merced tantas fechas y lugares? volvió a
interrumpir Juanita.
—Dejad decir —afirmó don Fernando— que ese lugar es por los
lados donde Orellana halló las aguas del Putumayo entrando a su
río de las Amazonas.
—Ese día, digo —agregó doña Francisca con los ojos clavados en
Juanita— se decidió la muerte de don Pedro, instigada por Lope de
Aguirre.
— ¿Cuál el motivo? —preguntó don Fernando.
—Don Pedro por estar en brazos de su amada desatendía el de-
rrotero de la conquista. Inés de Atienza usaba filtros quechuas
para dominar a su amante y apartarlo de los deberes de cristiano,
de manera que sólo la muerte podría romper el embrujo. Con estas
ideas, Lope de Aguirre y otros conjurados dieron muerte al bravo
conquistador, quedando su cadáver tasajeado y sangrante, en
brazos de Inés de Atienza, la única amiga a la hora de la muerte.
—Admirable mujer —comentó don Fernando.
—Por eso —continuó doña Francisca— siempre la recuerdo y veo
en ella mucho del coraje que falta a los hombres cuando ante el
nombre del tirano Aguirre corren como gallinas espantadas por
el gavilán.
Finalmente, contó:
—En otra ocasión os relataré cuanto me han dicho y he oído,
inclusive por boca de gentes llegadas de la Isla Margarita, sobre los
amoríos y la fortaleza de Inés de Atienza. Hoy sólo puedo añadir
que murió en la selva acribillada por esbirros del tirano Aguirre,
perdiéndose el recuerdo de "la dama más linda que en el Peni
quedaba".
Los contertulios fuéronse poco a poco como también tres bote-
llas de vino y once tazas de chocolate. Pero en Nueva Segovia
siguió hablándose de Lope de Aguirre, pues las historias llegaban
con nuevas amenazas de los marañones si la población de Tierra
Firme no se plegaba a la ley del Peregrino, como también llamaban
al manco que, una vez en el Cuzco, mató con su aguja a un tal
Esquivel dejándole la cabeza clavada a una mesa donde el desgra-
ciado copiaba memoriales.
Y eran tantas y tan feroces las historias de Lope de Aguirre,
26 Próspero Morales Pradilla
na" que nadie vio llegar y tantos gustos despertaba entre los hom-
bres, podría ser una tentación en casa de don Fernando. Alejándo-
se el uno de la otra por culpa del terror, Juanita seguiría siendo
virgen como ya lo proclamaba, arrogante e invencible, doña Fran-
cisca de Ursúa.
"... Nunca mejor cosa hice, que era mi hija y púdelo hacer, por-
que cosa que yo tanto quería no viniese a ser colchón de ruin
gente!".
Y lo mataron. Su cabeza, su única mano y sus piernas, fueron
separadas del tronco y paseadas por todos los rincones de Tierra
Firme para recordar que no ha nacido, ni nacerá, quien pueda
levantar armas contra el Rey de España.
Los habitantes de Nueva Segovia, seguros de que el tirano Agui-
rre era difunto, comenzaron a regresar tal como se habían ido: por
grupos. Dcña Francisca de Ursúa y Juanita, llegaron con fray T i -
moteo y mucha gente piadosa cantando el Tedeum, como si los
cristianos de las catacumbas brotaran de la tierra para construir el
nuevo templo. Hallaron a la Torralva, arrodillada sobre la tumba
de su niña, musitando dos palabras que sólo entendían los sol-
dados:
—Bendita... maldito... bendita... maldito...
Don Fernando de Hinojosa, en cambio, se detuvo largamente en
Carora pues no sólo halló jugadores de temple y renta, sino tam-
bién maneras de comerciar directamente con propietarios de bálsa-
mos. Además, deseaba olvidar su precipitado viaje a Carora que no
honraba al hermano de Pedro de Hinojosa, asesinado por Lope de
Aguirre, ni al valeroso soldado venido de Panamá sin testigos dis-
tintos a su hija y, acaso, su sobrina.
Pero como no todo puede ser contento en estas tierras donde
además de la fiereza se carga con los pecados del viejo continente,
una noche de falsos presagios cayó don Fernando en la mesa de
juego de Pedro de Avila, quien iniciaba la suerte de los dados en
compañía de Diego de Pimienta y de Pedro de Hungría, aceptado
por los caballeros gracias a sus decires y no a la pureza de su linaje,
discutible como el de todos los sacristanes quienes juegan a la cuer-
da floja entre el altar y los pecados. Aun cuando don Fernando de
Hinojosa era hombre de pro y sana riqueza, también era cierto que
Nueva Segovia había sido asolada por los marañones y quien tuvie-
se sus haberes en esa ciudad bien podría haberlos perdido o no
resistir la prueba de una apuesta grande, como la que, a media
noche, propusiera Pedro de Avila diciendo a don Fernando:
— ¿Tendréis cómo responder a mi fortuna?
Pimienta y Hungría abrieron los ojos como si Lope de Aguirre
hubiese resucitado, mientras Hinojosa preguntaba:
— ¿Cuál y cuánta es la fortuna de vuesa merced?
Pedro de Avila, poniendo por testigos a los otros dos jugadores,
32 Próspero Morales Pradilla
-Creo puntualizó Jorge - que éstas van a ser mis mejores lec-
ciones en Carora, la danza exige incitantes para llegar a la locura
del ritmo, donde suelen hervir las mentes y la sangre, lo cual sólo
se obtiene al acercarse a la belleza como me sucede en este caso
maravilloso, señoras mías.
Para evitar el acicalado vocabulario de Jorge. Juanita resolvió
traer algunas copas de vino, llegado al tiempo con la vihuela para
que los buenos subditos de Felipe I I brindasen en honor de su
monarca desde las lejanas soledades del Nuevo Mundo. Pero Jorge
y las Hinojosas olvidaron al Rey en el momento del brindis, dedi-
cándolo al éxito de la danza y del amor, palabra ésta última que
Jorge pronunció quedamente moviendo sus ojos entre el cuello y
la frente de Inés mientras ella sentía, en silencio, cómo su corpino
se rasgaba sin preocuparse por nada distinto a una especie de nueva
voracidad que la dejó muda. Cuando Juanita fue a traer más vino.
Inés dijo temblorosa:
—Sois el diablo, señor don Jorge...
— ¿Os gusta el diablo, señora mía?
—No sabría decíroslo, porque apenas lo estoy conociendo.
Al regresar. Juanita vio que las manos de Jorge y de su tía se
separaban después de haber estado entrelazadas. Disimuló él epi-
sodio, pero afirmó:
-Estas lecciones van a ser famosas en Carora.
- ¿ Q u é ? , interrogó Inés inquieta.
—Digo -siguió Juanita— que en todas las casas de Carora van a
ser famosas las lecciones de Jorge Voto.
—Merced que me hacéis, Juanita.
Los tres estaban turbados, pero la conversación en el estrecho
sofá continuó hasta la entrada de Pedro de Avila, quien, sonriente,
saludó:
-Espero que os haya ido tan bien como a m í : gané la bolsa de
oro que guardaba el Corregidor Mosquete y. por añadidura, una
bella apuesta de Diego de Pimienta. Benditos sean los dados cordo-
beses, ¿verdad Inés?
Y como ya la primera lección había terminado. Jorge Voto se
despidió y Pedro lo acompañó a la puerta, mientras Juanita decía
a su tía:
—Esta noche debemos ungirnos.
No fue fácil convencer a Pedro de que Inés debía atender la
jaqueca de Juanita, debida al esfuerzo nervioso de la primera lec-
ción. Pero cuando vio los preparativos de bálsamos y hierbas aro-
Los pecados de Inés de Hinojosa 63
Sin saber los nuevos pasos del bailarín en su casa. Pedro de Avi-
la, que había ganado ya los árboles de don Diego de Pimienta,
echó de nuevo los dados apostando dichos árboles contra el cargo
de Corregidor de Pablo de Mosquete, suerte favorable a la autori-
dad para contento de las leyes de Indias, que estuvieron a punto de
ser reemplazadas por el azar, pues el Corregidor había aceptado
que su alta investidura, venida de la Corte misma por las rutas de
la Gobernación, podía jugarse en un momento inconfesable como
76 Próspero Morales Pradilla
Sin saber los nuevos pasos del bailarín en su casa, Pedro de Avi-
la, que había ganado ya los árboles de don Diego de Pimienta,
echó de nuevo los dados apostando dichos árboles contra el cargo
de Corregidor de Pablo de Mosquete, suerte favorable a la autori-
dad para contento de las leyes de Indias, que estuvieron a punto de
ser reemplazadas por el azar, pues el Corregidor había aceptado
que su alta investidura, venida de la Corte misma por las rutas de
la Gobernación, podía jugarse en un momento inconfesable como
Los pecados de Inés de Hinojosa
Jorge Voto, sin saber que tres mujeres le tenían casi lista la feli-
cidad, tuvo un nuevo motivo de regocijo cuando doña Catalina de
Lugo le dijo, apesadumbrada por la manera como el pecado se
hospedó en la casa cural:
—No debería decíroslo porque seguramente os escandalizaréis,
pero ha habido fornicación en la casa cural.
— ¿Fornicación, vuesa merced? —repitió Jorge temiendo que
Hungría lo hubiera denunciado.
El chisme de doña Catalina parecía un documento judicial, no
82 Próspero Morales Pradilla
los senos para ser apretados y besados por el hombre, cuyos panta-
lones colgaban al borde de la cama. E l hubiera querido desnudarla
lentamente para el goce de los ojos y del tacto, pero no resistió el
vigor desatado en todo su cuerpo y, con manos torpes, le arrancó
la camisa, arrojó la mantilla al suelo, la besó desde el cuello hasta
los labios inferiores, le abrió las piernas para acomodarse, le puso-
el pene entre las manos, se orientaron ambos y pronto sintió que
entraba... trepidando, temblando, metiendo, metiendo hasta la
última gota de calor, hasta cuando llegó al torrente del desfalleci-
miento.
Simultáneamente, Inés se había abandonado y las caricias la
hicieron estremecer, palpitándole todos los intersticios hasta
quedar su sensibilidad centrada en el sexo, como si éste se hubiera
convertido en una inmensa vulva que llegaba a los brazos, la cintu-
ra, las piernas, el rostro. Latía por todas partes al ser penetrada por
el hombre, entregándose a lo largo y ancho de los poros, arriba y
abajo, en la carne de la carne. Después vino la gran explosión de su
cuerpo estrujado y ardiente: era el orgasmo. Y otro, y otro, hasta
la inercia, la absoluta falta de fuerza, el límite de la debilidad, la
maravilla de sentirse, al fin. mujer.
Algún día aprenderé a matar. Pero también algún día amaré sin
temores, bajo el cuerpo de Jorge, sumisa a mi gusto, dueña de casa
y criados en una de las nuevas ciudades imperiales. "Buenos días,
doña Inés", me dirán. "Hay todo cuanto le gusta a vuesa merced".
Y o cerraré las puertas guardándome a Jorge para todos los mimos,
las caricias, los deleites, y la seguridad de tener hombre propio,
marido amado. Será en tierras magníficas, habrá ríos largos, flores,
muchas flores...
las cuales se filtraba la luz del sol; un valle distante con resolana:
piedrecillas sobre el pasto cruzado de raíces; árboles y matorrales:
viento suave y frío. Se esforzó por ver a Zaino, pero ningún punto
se movía en el horizonte fuera de los pájaros cercanos que volaban
de árbol en árbol. Y a el sol estaba en el cénit cuando, extrañamen-
te impulsado por fuerzas interiores, Jorge Voto volvió grupas y
salió a galope rumbo a Carora.
por las enaguas negras que iban barriendo el polvo de las calles al
compás del fúnebre cortejo.
Juanita pensaba en las lecciones de Jorge Voto cuando fray
Gervasio de la Consolación, con voz gastada por los afanes del
Nuevo Mundo pero grave y bien entonada, cantó:
—"Réquiem eternam dona eis Dómine: et lux perpetua lúceat
eis...".
Inés temblorosa y dispuesta a la hipocresía, sintió el "Réquiem"
oídos adentro, mirando una cruz que, en la pared frontal, domina-
ba el templo. Bajo la cruz se celebraba la ceremonia con el párroco
de espaldas a la feligresía, cantando solo ante el altar, mientras el
monaguillo continuaba jugando con el incensario de plata, sujeto
por finas cadenas del mismo metal. Entre el sacerdote e Inés de
Hinojosa, estaba el cadáver de Pedro de Avila, seguro en su tosca
caja de madera, como personaje central del rito funerario. Detrás
de la viuda, se hallaban todas las gentes de Carora. desde el Corre-
gidor, don Pablo de Mosquete, hasta la Torralva. quien, cerca de la
puerta, movía su camándula con una piedad distinta a la del cele-
brante.
"Sequentia sancti Evangelii secundum Joanem...". cantó el sacer-
dote y, en seguida, leyó estas palabras: "Todo aquel que ve al Hijo
y cree en E l , tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
Pablo de Mosquete, con la vista baja en demostración de humildad,
trataba de descubrir cuántas personas habían intervenido en el
crimen, porque su investigación se facilitaría si sabía a dónde diri-
gir sus sospechas, incluyendo al único de los jugadores, fuera del
muerto, que había quedado solo, solo en su casa, a veinte pasos
del sitio donde cayó Pedro de Avila después de haber perdido
cinco castellanos de oro: Diego de Pimienta, el sabelotodo, que
carecía de testigos. E n cambio, don Crisóstomo Alonso, su compa-
ñero de juego, tras haber dejado vivos a Pedro de Avila y al anfi-
trión, podría dar fe de la inocencia del Corregidor.
"Requiescant in pace", cantó, nuevamente, el sacerdote frente
al catafalco, y agregó: "Pater Noster...", arrebatándole el incensa-
rio al distraído monaguillo para lanzar el humo aromático sobre
los despojos de don Pedro de Avila. La ceremonia terminó entre
fuertes murmullos de la feligresía. Del templo al cementerio, el
cortejo habría desfilado normalmente si, de pronto, no hubiera
aparecido Concepción Landarete con la mantilla enroscada al
cuello, gritando:
— ¡Lo vi, yo lo vi!
1 16 Próspero Morales Pradilla
le dijo:
-Después, después... Ahora, silencio.
Concepción entornó los ojos como los ahorcados, se chupó los
labios y, disgustada, se zafó de aquel hombre.
Sobre el cementerio cayó el calor del medio día, especialmente
incómodo entre las negras ropas de los dolientes. Inés quedó en
casa con la vista fija en los cirios. A Mosquete no le gustó la mane-
ra como Pimienta calló a Concepción Landarete con recursos
propios de la Autoridad y no de simples ciudadanos sin obligacio-
nes oficiales. Dispuesto a imponerse, se alejó un poco de la tumba
recién cavada y acercándose a Concepción le susurró:
—Yo estoy con usted, Concepción.
Ella lo miró extrañada y colocó su mano derecha en el antebra-
zo del Corregidor, buscando una tabla de salvación para su nervio-
sismo.
Cuando se daban las últimas paladas se derrumbó Juanita de
Hinojosa. Sucia de tierra negra, fue levantada por los mismos caba-
lleros que habían traído el ataúd de Pedro y. puesta en silla de
manos, la llevaron a su casa, mientras Diego de Pimienta, cabizbajo
e inquieto, regresaba a la suya, cerrando con mesurado vigor la
puerta; y el señor Corregidor llevaba a su despacho, casi como si
fuera prisionera, a Concepción Landarete, frente a la cual hizo la
pregunta cuya respuesta le acaloraba el magín:
— ¿Qué vio, Concepción, dónde y cuándo?
La mujer no respondió, paralizada por el miedo. Se puso contra
la pared frontal, de espaldas al Corregidor y se dejó caer lentamen-
te. Y a en el suelo se colocó boca-abajo, mostrándole a Mosquete
los talones de unos escarpines ennegrecidos por la tierra del cemen-
terio.
El Corregidor estaba llamando a su paje para enderezar a Con-
cepción y ponerla en una silla, cuando llegó Pimienta, acompañado
por fray Gervasio y. un poco detrás, la Torralva trayendo colacio-
nes.
Nadie habló, pero los tres hombres alzaron a Concepción, la
sentaron y le sacudieron el polvo de su saya negra. La Torralva
había ido al interior y se presentó con un vaso de agua, bebido, en
seguida, a sorbos cortos por Concepción.
- E s t a señora —dijo el fraile— parece haber visto algo relaciona-
do con el crimen.
—Así es —corroboró Pimienta.
Los pecados de Inés de Hinojosa 117
- P o r eso la traje.
- ¿ Y ya habló?
-Pero hablará —comentó Mosquete con la fiereza propia de
la Autoridad cuando tiene la fuerte sospecha de haber enlazado la
evidencia.
La Torralva se apoderó de Concepción, le echó el brazo con
cariño y le dijo al oído:
—Si vuesa merced no quiere decir nada, nadie puede obligarla.
En ese momento, como respuesta inesperada, Concepción Lan-
darete agarró las manos de la Torralva y gritó:
—Lo vi, lo vi, yo lo vi.
Mosquete, con la alegría del éxito cercano, saltó y, frente a
Concepción, indagó:
- ¿ Q u i é n es, dónde está?
Fray Gervasio y Pimienta miraron de los ojos del Corregidor a la
boca de Concepción, pero ésta calló, nuevamente, entrando en una
especie de sopor trepidante en el seno de la Torralva. Mosquete
volvió al interrogatorio:
—Doña Concepción: ¿Quién, dónde?
Separándose de la Torralva y ante fray Gervasio gritó:
—Su Reverencia, quíteme al Mosquete, pues el asunto es suyo y
de nadie más.
—Confesión, insinuó el párroco.
—No, no Su Reverencia, es peor, es lo peor de lo peor.
—Dilo, pues, —propuso fray Gervasio.
—Es su obligación ante el Rey. -agregó el Corregidor.
—Me da miedo, mucho miedo...
—Yo la sostengo - a n o t ó la Torralva agarrándola.
—Suélteme... lo vi, lo vi.
-Bueno -intervino Mosquete- ¿Qué diablos vio?
—Eso, eso, precisamente eso —respondió Concepción temblando.
Fray Gervasio, con solemnidad en día tan cargado de angustias,
pronunció esta fórmula sacerdotal:
—Concepción Landarete. en nombre de Dios, di lo que sepas.
Concepción cayó de rodillas, abrió los brazos poniéndolos en
cruz. Luego, tapó los senos con las manos, y, al fin, respondió:
- E l Diablo.
- ¿ Q u é dices, mujer? —replicó fray Gervasio.
-Que vi al Diablo. Estaba en el tejado de las Hinojosas, riéndose
a grandes carcajadas, echando humo por las orejas y con la cola
enroscada detrás del cuello.
118 Próspero Morales Pradilla
- A s í es.
—Por cierto, señor don Ortún, permitidme presentaros mi salu-
do de bienvenida a esta casa.
—Gracias, señor don Jorge.
—Sentaos —le mostró una silla de cuero templado reclinada
contra dos esterillas puestas en la pared frontal.
Y vino la charla de tan buenos amigos, elevándose a las mejores
reminiscencias españolas o descendiendo a la rutina de la vida
pamplonesa. Sometidos a este sube y baja de temas, el Justicia
Mayor soltó, de pronto, una frase que aceleró las pulsaciones de
Jorge Voto:
— ¿Conocéis, acaso, a un tal Pedro de Hungría?
- ¿ P e d r o de q u é . decís?
¥
—De Hungría.
—Ah... fue sacristán en Carora, hace tiempos.
— ¿Y su conducta?
—Creo que fue digna de su antigua condición de soldado bajo el
estandarte negro del tirano Aguirre.
— ¿Cometió alguna tropelía en Carora?
—Sólo sé que huyó con una india.
- ¿ P o r qué?
—Entiendo que el señor Párroco lo amonestó severamente y lo
separó de su servicio como sacristán. Entonces, huyó.
— ¿Vos lo conocisteis, don Jorge?
—Tengo un vago recuerdo de él. Mas... ¿por qué os preocupa ese
individuo?
—He recibido noticia oficial del señor Corregidor de Carora para
prevenirme sobre el tal Pedro de Hungría, quien, al parecer, puede
andar en este Nuevo Reino.
-Santo Cielo —comentó Jorge con acento de letanía.
—Es más: me pide aprehenderlo y remitirlo a Carora en caso de
ser hallado.
— ¿Alguna solicitud de fray Gervasio de la Consolación, santo
varón y dilecto amigo mío?
—No lo sé, don Jorge. Pero he venido a pediros como amigo y
como Justicia Mayor, que si algo sabéis de Pedro de Hungría o lo
veis en Pamplona, me lo comuniquéis.
—Vuestra petición, señor Justicia Mayor, es una orden, que
cumpliré con agrado.
Jorge cerró la puerta, ordenó una taza de agua de yerbas, sentó-
se frente al escritorio de su aposento y se excusó de comer por
146 Próspero Morales Pradilla
pues las casas y sus techos parecían moverse entre algo transparen-
te y, al mismo tiempo, gelatinoso. Aun cuando las sombras habían
desaparecido, se insinuaban en la esquina como necesarios elemen-
tos de contraste. Las tres mujeres asomadas a la ventana descubrie-
ron unos extraños puntos en movimiento: andaban bajo la luz,
limitados por la blancura de las tapias. Los puntos se acercaban a
la casa. Comenzaron a distinguirse dos personas, pero no parecían
caminar sino volar a ras del suelo. Eran un hombre y otra figura
—mujer, animal o bulto -deslizándose sobre la arena de la calle.
— ¿Quiénes son? —preguntó Inés.
No hubo respuesta. Realmente eran un hombre y una mujer. E l
vestía algo ceñido al cuello y ancho sombrero de plumas blancas.
Ella no vestía, ni se acercaba, pero seguía junto al caballero. A l
aproximarse a la casa, la Torralva aclaró parte del misterio:
—Es el señor Corregidor con la vara de la justicia en su mano.
—No —replicó Juanita- no es la vara de la justicia, sino una gran
muñeca con resortes.
Las tres se despejaron los ojos para ver mejor y. como la apari-
ción estaba a poca distancia, comprobaron que se trataba del señor
Corregidor con la vara de la Justicia y algo más: la gran muñeca.
Sí: una muñeca tapada con trapos negros, dando saltos al compás
de las piernas de don Pablo de Mosquete. Finalmente, pudieron
descubrir que bajo los trapos negros, la cara cubierta por crespón
y dando extraños saltitos, iba doña Aminta de Mosquete, esposa
del Corregidor, a quien una epidemia la picó de viruelas y. desde
entonces, no se dejaba ver el rostro. Don Pablo sólo la sacaba a
la luz pública en los grandes acontecimientos o cuando había
desgracias.
A Inés le corrieron fríos por el espinazo y sufrió temblores al
escuchar golpes en su puerta y ver a la pareja esperando respuesta.
—Desgracia —alcanzó a decir Inés, y luego ordenó a la Torralva:
—Abre, mujer.
Los visitantes entraron a la sala, mientras Inés y Juanita se arre-
glaban el cabello. Dos resortes levantaron a los Mosquetes cuando
aparecieron las Hinojosas, solemnes, serias, abatidas, uniformes en
sus ropajes igualmente negros.
—Es un honor —dijo Inés.
-Merced que nos hacéis, respondió el Corregidor.
Todos se sentaron a distancia de etiqueta y, antes de volver a
hablar, se miraron distraídamente. Inés casi sabía el motivo de
150 Próspero Morales Pradilla
aquella visita: Jorge Voto había sido apresado y ella sería acusada
de complicidad en la muerte de su marido.
—Día sofocante - a f i r m ó el Corregidor.
—Muy caluroso, musitó Juanita.
—Os ofrezco agua de coco, sugirió Inés.
—La misión que me trae, estimadas señoras, en unión de mi
esposa, quizá no permita aceptaros el agua.
Inés quedó convencida. Seguramente Jorge ya había sido ahor-
cado y, ahora, le correspondía a ella entregarse y confesar su delito.
Pero como la noche del crimen dormía en casa y las gentes habla-
ban de Pedro de Hungría, tal vez el Corregidor no tuviese pruebas
suficientes...
A este punto de los pensamientos de Inés, el Corregidor carras-
peó y, al parecer, se dispuso a lanzar la estocada mortal:
—He pedido la compañía de mi esposa, doña Aminta, por cuanto
soy portador de una comisión oficial cuya gravedad necesita la
comprensión y el afecto de una mujer.
—Os oigo, señor Corregidor —anotó Inés con cierto comienzo de
insolencia.
—Sufro con vos, —anotó tímidamente doña Aminta.
—Os ruego hablar,—insistió Inés frente al Corregidor.
—Sea —respondió apretando la espada—. Estoy comisionado
para informaros oficialmente, de acuerdo con todos los trámites de
la Corona, que vuestro ilustre padre, don Fernando de Hinojosa,
disfruta ya de Dios. No se sabe si fue víctima de una guazábara, de
alguna dolencia propia de estas tierras o si llegó a la mar océano,
donde hubo de perderse. Pero la noticia, con el ruego de transmi-
tírosla, me ha sido dada por el señor Justicia Mayor de Nueva
Segovia en documento oficial.
Inés de Hinojosa sintió que una culebra le apretaba la garganta
y cayó a los pies de doña Aminta, desmayada, pero casi feliz.
Juanita lloró sobre el hombro del Corregidor y la tristeza llenó la
sala de las Hinojosas, llegando a los ojos de la esposa del Corregi-
dor, cuyos crespones también se humedecieron de lágrimas ante
tanta devoción filial.
— ¿La quieres?
—Mucho —respondió Rodrigo bajando la cabeza como los peca-
dores.
- E a Rodrigo —dijo la Torralva, subiéndose los senos y con su
viejo gesto insolente— no te avergüences nunca de nada, pues sólo
los hideputas —y perdóname la franqueza— andan con las vergüen-
zas en el rostro. ¿Me la vas a presentar?
- ¿ A quién?
—A mi amiga, la Martina.
—Seguro.
— ¿Y nadie te la disputa?
— No entiendo.
—Digo: si tienes algún rival.
—Pues el Pedro de Hungría quiso poner sus ojos en Martina,
pero mi amo y yo lo sacamos de Pamplona para siempre:
— ¿Para siempre?
— ¡Sí! ¡Para siempre!
—No estoy segura de ese "siempre". Pero ya correrá por mi
cuenta ese renacuajo, nacido de puta.
—Huy, Torralva, cómo hablas...
—Aún no me conoces, hijo, que de mi lengua salen muchas
lagartijas, pero ninguna de ellas rozará tu piel. ¡Te lo juro!
—Gracias.
—Y de la Martina, de su virtud y de su fidelidad, voto al diablo,
me encargo yo. No ha nacido mocita capaz de enturbiarle la vista a
Juana de Torralva y esa Juana soy yo. hijo de mi alma!
Después les vino el sueño y descubrieron, entre tanta oscuridad,
un poco de luz nueva. Ninguno de los dos había llorado en los últi-
mos años, pero ambos.,. Bueno: debía ser basura en los ojos.
Las alforjas se hincharon en Mérida de las muchas prendas de
vestir que compraron las Hinojosas, especialmente para sepultar el
luto. Inés salió hacia Pamplona vestida de saya roja con tonos azu-
les, mientras Juanita prefirió el amarillo pálido temiendo el calor
de los valles.
en exceso y sus besos eran tan fríos como una bofetada. S i n embar-
go, no p o d í a abandonarla, n i siquiera tenerla al margen de su vida
en una ciudad donde ambos p e r t e n e c í a n a l a gente principal Pero
el p r o p ó s i t o de organizar bien la escuela de danzas en Santa F e ,
dPüíCÍftdole tiempo Suficiente y sin preocuparse por la de Tunja,
que p o d r í a regentar Paquita N i ñ o , le dio una sonrisa de beatitud y
le c e r r ó los p á r p a d o s , entrando a u n s u e ñ o sereno digno de cuantos
llevan limpia la conciencia, mientras Inés asomaba la cabeza al otro
lado del pasadizo, donde Pedro la t o m ó por los codos, la s u b i ó
hasta su boca y la b e s ó con p a s i ó n .
E n el resto de la casa todo giraba en torno a los problemas de las
mujeres, porque a J u a n i t a le h a b í a llegado la regla cuando se dispo-
n í a a salir con el escribano Cabeza de V a c a , quien la e s p e r ó , i n ú t i l -
mente, en la calle de las A n i m a s ; Martina le c o n f e s ó a Rodrigo que
hacia casi dos meses no menstruaba; y la Torralva sufría de agudos
cólicos. Q u i z á el diablo la castigaba por su vocabulario. Tales
hechos, desde luego, no suelen relatarse debido a la c i r c u n s p e c c i ó n
de los autores y al poco i n t e r é s de la gente por los f e n ó m e n o s de
la naturaleza. Pero en casa de Inés de Hinojosa, abierta siempre a la
verdad y a los rigores de la vida, estos detalles permiten establecer
el ritmo normal de la existencia y , sobre todo, advertir c ó m o los
malestares t a m b i é n forman parte de la historia.
maTaloVes ^ C U a n d
° * * * m e r C e d t a m b i é n a n d a
^ con los
-Pero yo no mataba...
- P e r o ayudaba con sus z a l a m e r í a s .
— ¡Miente!
- L a que está mintiendo es J u a n a Torralva —Pedro se levantó— y
se lo voy a probar.
—A ver, a ver...
- L a Martina salió sola de Chivata y , luego, se d e s p e ñ ó por la
borrachera que llevaba.
- O Pedro de H u n g r í a la e m p u j ó .
— ¡Miente! Y o viajé con el escribano y con Aguayo.
- ¿ Y quién más?
- U n a s damas principales.
— ¿Como quiénes?
- C o m o su ama J u a n i t a de Hinojosa.
- ¿ D e manera que tiene testigos? Entonces, ¿ q u i é n la m a t ó ?
- ¿ N o le digo que iba sola y borracha?
- ¿ Q u i é n la e m b o r r a c h ó ?
—A carajo... la gente se emborracha porque le da la gana.
- ¿ Y no se lo m e t i ó a la Martina?
- M i r e , Torralvita de m i alma, y o nunca hablo de las mujeres.
- ¿ S í o no?
- ¿ Q u é piensa?
¡Que sí!
-Pero en Pamplona.
La Torralva le dio otro e m p u j ó n y , luego, lo c o n m i n ó :
— ¿Y a q u í , en T u n j a . no se lo hizo?
- L e digo que no.
— ¿Me lo jura?
- B u e n o , pues, se lo j u r o , pero no me joda m á s con celos, aun
cuando esté acostumbrada a la p o r q u e r í a de sus amos.
- Q u e no se hable de ellos.
- D e l hideputa Jorge V o t o hablo cuando me dé la gana.
—Entonces, largo de mí.
- M e j o r , p r e g ú n t e l e a Rodrigo Zaino quien lo m a n d ó a matarme.
- S u ira. su terror.
Próspero Morales Pradilla
— Y don Jorge V o t o .
- N o lo diga y seré su amiga.
- M e callo, Torralva.
A s í , m á s o menos, Pedro de H u n g r í a y la Torralva echaron tierra
obre el pasado encontrando apetecible cuanto los u n í a porque l s
ta 0
ta ad eelTaposento,
L osenro T E T A R 0 N
Jorge gritaba- * ™ f U 6 r t e s
^ s o
^ * Puer-
^ - I n é s : son las diez de l a m a ñ a n a y necesito hablaros urgente-
—Está cerrado.
-Voy.
L a puerta se a b r i ó e I n é s a s o m ó la cabeza con los cabellos des-
peinados, los ojos entrecerrados, los labios secos, repitiendo su
pregunta:
— ¿ Q u é queréis?
Jorge p e r d i ó la paciencia, a pesar de su permanente disimulo,
entrando atropelladamente al aposento, mientras Inés, sorprendi-
da, c a í a al suelo. Jorge fue a ia cama, b u s c ó tras los muebles, m i r ó
hacia todas partes y, alzando, a Inés, y a con los nervios sosegados,
la a m o n e s t ó :
- F a l t a s t e i s a la despedida de d o ñ a M a r í a .
—No me importa esa vieja.
—No pareces dama de alcurnia.
- S e r é dama de mierda, gracias a vos.
—No veis de donde v e n í s , n i hacia donde vais.
— ¡Mejor!
—Viajaré a Santa F e .
—Ojalá sea pronto.
—Acaso, ¿tenéis amante?
— ¡Lo b u s c a r é !
— ¡Insolente!
E n ese nuevo momento de ira, Jorge a b o f e t e ó a I n é s de Hinojo-
sa, a r r e p i n t i é n d o s e cuando y a ella estaba pensando en los golpes de
Pedro de A v i l a y en la manera como aquel marido los h a b í a dado.
Miró a Jorge con rencor manifiesto en las p e q u e ñ a s arrugas de los
p á r p a d o s y en el fruncimiento de la boca d i c i é n d o l e :
— ¡Sois u n infeliz!
Jorge salió de la estancia con los pensamientos u n poco desor-
denados como si una culebra se le hubiera enredado en la vida.
R e c o r d ó c ó m o I n é s lo h a b í a llevado al crimen de Carora en medio
de una voluptuosidad que sólo ahora d e s c u b r í a . N o era él quien
h a b í a matado a Pedro de A v i l a sino las insidias de Inés, su cuerpo
m a l é f i c o , sus ambiciones, sus frases provocativas, aquella idea de
Los pecados de Inés de Hinojosa 341
^ T ^ i
: : r d i ó
v , i m e r a b a t a i i a d e
- s 2
• <" uaildl bOIQO a Uno de JOS más importantes baluartes mora-
les de Tunja.
Así. en medio de la incertidumbre y el pecado, terminaba el a ñ o
de 1570 en la empinada villa del Nuevo R e i n o de Granada, de
donde p o d r í a n surgir acontecimientos dignos de atravesar las
centurias.
En estos ú l t i m o s d í a s los frailes estudiaban nuevos recursos
contra el pecado, puesto de bulto por la visita de d o ñ a M a r í a de
Hondegardo. y el Cabildo afrontaba u n a discusión de grandes
proyecciones. Se iba a decidir algo de profunda gravedad no sólo
para los tunjanos de esta é p o c a sino t a m b i é n para quienes se
honraran con el mismo gentilicio en los d í a s p o r v e n i r . Se trataba,
ni m á s ni menos, de dejar a Tunja donde está, es decir, en el sitio
de los emperadores muiscas, o trasladarla al Valle de Sáchica,
q u i t á n d o l e así los remolinos de viento frío que e n d u r e c í a n las
costumbres y daban color rosado a las mejillas. Calentar u n poco a
Tunja fue el deseo de quienes p r e f e r í a n el traslado, pero los raiza-
les, incluyendo a la forastera Inés de Hinojosa, no toleraban tan
descabellado p r o p ó s i t o , anotando c ó m o la m a y o r í a de los meses
eran soleados y Sólo tres o cuatro estaban sometidos al rigor de las
lloviznas congelantes, para lo cual e x i s t í a el recurso de las gruesas
tapias, las buenas cobijas, los amantes asiduos y la famosa chicha,
-un contar los vinos de E s p a ñ a , las lenguas afiladas y la ausencia de
b a ñ o . E l pintor Medoro a r g ü y ó , a d e m á s , que los discretos colores
de la ciudad, entre la palidez del cielo y su tenue reflejo sobre las
piedras de los muros, daban a los artistas una paleta severa lejos de
estridencias y de tonos lujuriosos. D o n J u a n de Castellanos tampo-
co era partidario del traslado a Sáchica, pues una mudanza de tales
proporciones r e t r a s a r í a su arduo trabajo de cronista perjudicando,
acaso, la t e r m i n a c i ó n de obras sin las cuales la posteridad e s t a r í a
h u é r f a n a de conocimientos sobre los varones ilustres de Indias y la
verdad histórica del mejor siglo de la cristiandad. E l Padre Cayeta-
no de Orejuela, a ú n avergonzado por las c r í t i c a s de d o ñ a M a r í a ,
estimulaba, en cambio, la mudanza de Tunja "para hallar - d e c í a -
344 Próspero Morales Pradula
¡2£S
zado, para pedir.agua o antes de desmayarse cuando la c a r p e r a
demasiado pesada. En esfas Oportunidades. Ja carga sufría
ro y el indio era azotado. L a p é r d i d a , por ejemplo, de una botijue-
la de vino le acarreaba tal cantidad de azotes que algunos murieron
durante el castigo, dada la resignación aborigen, la escasa comida y
la fiereza de los verdugos.
E l paso de don Pedro Bravo de Rivera y su gente por las calles
de T u n j a llenó de a d m i r a c i ó n a los t r a n s e ú n t e s por la riqueza del
encomendero y la manera marcial como, desde un caballo negro,
encabezaba el desfile de su opulencia. Inés lo vio entrar a la casa
vecina, l l e n á n d o s e de puntos en los poros parte por orgullo y parte
porque le picaba la sangre.
Esa noche, Inés p a s ó a la casa de Pedro, apareciendo u n poco
d r a m á t i c a como si algo inconmensurable le atormentara la mente.
Pedro la vio con la m a r a ñ a de cabello sin peinar, la boca apretada,
ademanes de despecho, la falda recogida en la pierna derecha
dejando la carne al descubierto.
- Y a no puedo m á s -dijo la mujer.
- V a m o s a la cama, querida.
- ¡Ni lo intentes, Pedro!
Estás contra mí?
—Loco, bruto, e s t ú p i d o . . .
— ¿Entonces?
—Necesito hablarte, necesito contarte todo lo que ignoras, nece-
sito unirme a ti para siempre.
Pedro la t o m ó de las manos y la invitó a acostarse, s o m e t i é n d o l a
con sus brazos de guerrero. Pero ella lo separó de su cuerpo,
prometiendo:
- D e s p u é s , amor m í o , d e s p u é s haremos cuanto desees. Pero
antes debo hablarte.
Pedro la dejó sentarse en la cama y él c o m e n z ó a pasearse frente
a ella:
-Habla...
Inés de Hinojosa, aprovechando el calor de Pedro y siguiendo un
p r o p ó s i t o que mucho h a b í a meditado, hizo el mejor relato de su
vida, porque y a estaba resuelta a vivir con Pedro para siempre
Los pecados de Inés de Hinojosa 347
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r e r o tuera de ésta cada d í a era u n suplicio distinto porque el
IíMÚllO ñOlfíOK no Sólo la buscaba para yacer con ella iieno de
lujuria y de bestialidad, sino que gozaba a t o r m e n t á n d o l a con insi-
dias y golpes. Antes de conocer a Pedro Bravo, viviendo en Pam-
plona. Jorge la azotaba para lograr el coito. Se le montaba con u n
látigo en la mano y el pene erguido a r r o j á n d o s e sobre ella, maltra-
t á n d o l e los senos, a p r e t á n d o l e los pezones y p e n e t r á n d o l a mientras
le p o n í a el látigo en torno al cuello como si fuera a estrangularla.
A h o r a él se e n f u r e c í a m á s , porque ella no le p e r m i t í a tocar su
cuerpo desde cuando Pedro la h a b í a hecho suya. P o r eso le pegaba
con m á s violencia tan pronto como la veía sola y , a m e n a z á n d o l a
con su daga, le d e c í a que los golpes lo satisfacían primero, y ,
luego, y a c e r í a c o n J u a n i t a , pues no le gustaban las fieras, sino las
mujeres.
I n é s , para su drama, h a b í a mezclado, como bien se lo propuso,
los recuerdos de Pedro de A v i l a c o n l a cara de Jorge. E n este punto
del relato p r e s e n t a r í a , de verdad, las p e q u e ñ a s infamias de su mari-
do. E l ú n i c o comentario de Pedro Bravo fue:
— ¡Hideputa!
I n é s se sintió a gusto consigo misma y perdiendo acritud, co-
m e n z ó a saborear el é x i t o acercando a Pedro, s e n t á n d o l o en la
cama y p a s á n d o l e el í n d i c e derecho sobre las manos. Entonces le
contó:
- H a y m á s , amor m í o , porque Jorge no sólo me pega, sino que
usa m a ñ a s para fastidiarme. E n Pamplona hizo correr el chisme de
que llevaba el Diablo adentro para desprestigiarme entre las damas
adoratrices.
- ¿ C ó m o lo supiste?
- M e lo dijo u n a de ellas en el atrio de la Iglesia, pues y o tam-
bién formaba parte de la C o f r a d í a . Y a q u í , en Tunja, le hizo saber
a d o ñ a M a r í a de Hondegardo, por medio de l a M a r í a de Orrego,
que no la h a b í a hospedado en m i casa por no ser y o digna de su
virtud.
—No digas m á s .
- S í . s í digo m á s : al Padre Orejuela le dice que y o no comulgo
348 Próspero Morales Pradilla
mürnZtnn^ Y" * P U n t
° ^P e r t U r b
-comendero, *a r a l
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d o ^ c o T f o ñ " ° ° " "' "
Pero la perversidad que vive bajo la carne de los mortales no
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- t u r a l e z a humana
no aparece en Jas obras de los pintores sino en i apetito de cada e
ZltVZnZ
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hTÍS* *^ ^ ™ acuello
l a
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- A la...
- T a l vez no tanto, I n é s de m i alma, pero sí m u y cerca.
- C o m o no lo digas claramente...
- O y e , oye bien: m i hermano será indispensable en cualquier
E ? e S
p t m a
° d a d e f e n d
e r n o s de Jorge V o t o , dada su respe-
tabilidad. Pero, al mismo tiempo, él no tiene defecto al cual y o
pueda colgarme para obligarlo a obrar contra su voluntad. PeJsi
descubrimos que ha seducido a J u a n i t a , lo p o d r é manejar a m i
antojo.
—Tienes una inteligencia, Pedro m í o , como la de los Siete
Sabios de Grecia.
- ¿ Q u i é n te ha hablado de esos sabios?
- L a Torralva...
—A quien t a m b i é n necesitaremos, m á s tarde.
- D i f í c i l , porque anda con el tal Pedro de H u n g r í a .
Pedro se f r o t ó las manos, sabiendo que el sacristán era otra
pieza:
—Dile a J u a n i t a que la autorizas a jugar con H e r n á n .
— ¿Entenderá?
— ¡Muy bien! A d e m á s , puedes decirle que si convida a m i
hermano, va a quedar sola en casa por largo tiempo.
A J u a n i t a le p a r e c i ó excelente la idea de Inés, cuando ésta trans-
m i t i ó las indicaciones de Pedro. Sin embargo, se s o b r e s a l t ó al oírle
decir;
- C l a r o que y o no saldré de la casa y , si t ú no te opones, me
g u s t a r í a ver la cara de H e r n á n cuando los descubra en la misma
cama.
—Sería v i l . . .
—No, tontuela: sería divertidísimo.
- ¿ E s que tú quieres a c o m p a ñ a r n o s , como en Carora?
- N o , Juanita, sólo divertirme a costa de H e r n á n .
- ¿ Y Pedro?
—Si quieres, lo invito.
- D é j a m e pensarlo...
Juanita resolvió abrir u n frasco de b á l s a m o y echar algunas
gotas entre los senos de Inés, quien t e n í a una gruesa camisa de
dormir y. por consiguiente, carecía de las apretadas prendas inte-
riores. Inés se ofreció para el ungimiento y J u a n i t a moviendo los
dedos sobre las gotas, a c e p t ó :
- B u e n o , i n v í t a l o . Nada nos hará tan famosas como estos
detalles.
Los pecados de Inés de Hinojosa 357
-Va lo verás...
— ¡Sí! Y a lo veré y t e n d r á s que aceptar mis ó r d e n e s .
Pero antes de llegar a la puerta. H e r n á n m i r ó a su hermano de
soslayo y vio u n monstruo. L e p a r e c i ó el m á s s o m b r í o de los seres,
erizadas las barbas y el arma en la mano. N o pudo abrir la puerta
porque sintió la punta del estoque en su nuca. S i n embargo, logró
decir:
- N o lo hagas, Pedro, no lo hagas... Recuerda a nuestros padres...
A d e m á s tu novia no era virgen.
- ¿ Q u é dices?
Pedro arrojó a H e r n á n contra el c o l c h ó n , le puso un pie sobre el
pecho y , a m e n a z á n d o l o con el arma, le e x i g i ó :
- A h o r a : habla y habla bien, porque de lo contrario te mato.
Has a ñ a d i d o la calumnia a tus c r í m e n e s .
- T e lo j u r o , Pedro, J u a n i t a no t e n í a n i n g ú n o b s t á c u l o , estaba
abierta, bien abierta, te ha e n g a ñ a d o .
— ¡ C o n t i g o , desgraciado!
—Antes...
— ¡Mientes!
Pedro le agarró la abotonadura del j u b ó n con la mano izquierda
y le c o l o c ó el estoque en la garganta.
—No. Pedro, no me mates.
—Nunca he matado a un hombre que no pueda defenderse, i m -
bécil, y tú no sabes defenderte. Te perdono por ser m i hermano,
pero h a b r á s de quedar, para siempre, a mi discreción.
Luego, a b r i ó la puerta y e m p u j ó a H e r n á n fuera de la estancia.
£
n Ja caJJe se oían ¡os aullidos de la posesa cuando cuatro legos
sacaron alzado a fray Arnulfo y lo llevaron a la sacristía de Santo
Domingo, donde el prior r e z ó l e t a n í a s y llenó de incienso buena
parte del templo. A d e m á s , p r o h i b i ó acercarse al paso del J u d í o
Errante no sólo a los miembros de la comunidad, sino t a m b i é n a
cualquier feligrés curioso, para evitar contactos con el Infierno.
L a m u l t i t u d , aumentada por indios llegados de la encomienda
de Mongua. p r e t e n d i ó forzar la entrada a casa de d o ñ a Isabel gri-
tando:
- D a d n o s la posesa, dadnos la posesa...
Gracias a oportuna i n t e r v e n c i ó n del Corregidor Villalobos al
frente de cuatro arcabuceros, se impuso el sosiego d e s p u é s de
arrestar a cinco indios de Mongua. un mozuelo llegado de Motavi-
ta. dos lacayos de Chivata, tres mujeres vecinas de la quebrada de
" L o s G a t o s " y la Torralva, cuya curiosidad la llevó a la vanguardia
del tumulto al cual arengaba con palabras de mal recibo cuando
le c a y ó uno de los arcabuceros y la p r e s e n t ó al Corregidor. Este le
preguntó:
- ¿ Q u i é n sois endiablada mujer?
- M e n o s endiablada que Vuesa merced, pero servidora de la
Autoridad.
- L l é v e n l a a la cárcel, j u n t o con los indios y el mozuelo. L o s
demás quedan en libertad por generosidad de la Corona —senten-
ció don J u a n de Villalobos, r e l a m i é n d o s e un bigote que indicaba,
por la escasez, c o n s t i t u c i ó n de l a m p i ñ o .
L a Torralva e s t r e n ó cárcel en Tunja. d e s p u é s de haber conocido
otras en E s p a ñ a y de ver las jaulas utilizadas por el tirano Aguirre
en la Isla Margarita que a s í como se llenaban r á p i d a m e n t e , se deso-
cupaban cortando cabezas. Esta cárcel era una casa sin solar y no
h a b í a sido construida con p r o p ó s i t o penal, pero don J e r ó n i m o de
Carvajal solía guardar allí los borrachos de las encomiendas, sobre
todo indios en trance de azote, y tuvo un preso famoso por su
fuga: Rodrigo Zaino. L a Torralva e c h ó de menos a las mujeres y
se sintió, como en tiempo de los m a r a ñ o n e s . bendita entre los
364 Próspero Morales Pradilla
" ¿**£ZS£ZS*
En
Z^—T- realldad
- ,os p a d r
a l Í r P r q U e 1 & T r r a l v a e s a m i g a
de;hismes! ü ° °
- N i lo diga, Vuesa merced.
Jorge t o m ó el j u b ó n , se t o c ó con sombrero de terciopelo, arregló
los pliegues de los calzones, estiró las calzas y , c i ñ e n d o daga, salió
de la casa en busca de la verdad.
I n é s fue a su aposento, c e r r ó con llave, c r u z ó el pasadizo y
e c h á n d o s e sobre la cama de Pedro, que estaba haciendo las ablu-
ciones en su jofaina, s o l t ó una carcajada ligeramente forzada al
decir:
—Si no me hubieras contado tu viaje desde el pozo hasta Santo
Domingo con la estatua del J u d í o E r r a n t e , y la manera como tus
amigos y tus indios lograron colocarla en la sacristía con l a ayuda
de la carreta y los caballos, me hubiera desmayado del susto con el
relato de la Torralva.
— ¿ Q u é dijo?
—Ninguna mentira. Pero, sin saber el ardid de cierto hermoso
encomendero, la presencia del J u d í o E r r a n t e , en su iglesia, me
habría erizado el cuerpo.
Pedro b e s á n d o l a y p o s á n d o l e las manos sobre la cintura, dijo:
—Quizá y o te lo pueda erizar.
- Y a lo h a b í a s dicho...
- P e r o a ú n estás sin castigo.
- ¿ Q u é esperas?
l
cumples" nTvalH
cumples, no ^7 •°
valdrá? tu c o n d i c i ó n de hermano
Í
°n d Í C a d y
* de tuslo
para redimirte
S e r á s m u e r t o
™
obligaciones, y a que t ú tampoco la tuviste en cuenta para prosu-
fuU a mi novia.
- Q u e no fui, Pedro, fue ella.
- ¡Bellaco!
— ¿ N o os saciáis?
- E l p r ó x i m o lunes, a las ocho de la noche, te espero a q u í , en m i
casa, para decidir tu suerte. Cuidado con faltar, tengo gente en
todas partes y t ú sabes, desde n i ñ o , c ó m o y o soy el heredero del
c a r á c t e r y la h o m b r í a de nuestra familia.
A pesar de tantos contratiempos, T u n j a , por la buena í n d o l e de
sus habitantes, era una ciudad apacible, c u y o clima frío facilitaba
la p o n d e r a c i ó n de las gentes y p e r m i t í a esperar los acontecimien-
tos Sin acalorarse. Buena parte de cuanto se ha relatado en torno a
la liviandad de las Hinojosas y a los torcidos p r o p ó s i t o s de Pedro
Bravo de Rivera es consecuencia de las h a b l a d u r í a s , propias de la
humana c o n d i c i ó n , pues donde hay hombres y mujeres, lo cual es
muy frecuente desde la C r e a c i ó n , suelen agitarse las pasiones,
porque las parejas gozan a c o s t á n d o s e en una sola cama y u n i é n d o -
se entre sí de manera que el placer sea compartido en la m a y o r í a
de los casos. Si estas uniones de cuerpos fuesen libres, como acaso
p o d r á n serlo en un remoto futuro, se a c a b a r í a n los adulterios y ,
acaso, la p r o s t i t u c i ó n . Pero la sociedad tunjana, recién muerta
d o ñ a Isabel de L i d u e ñ a y v í c t i m a directa del J u d í o E r r a n t e , está
muy lejos de complacerse con el pecado. L a rigidez general hace
que personas tan encantadoras como J u a n i t a de Hinojosa y Paqui-
ta N i ñ o , tan r i s u e ñ a s como I n é s , tan justicieras como el escribano
Cabeza de Vaca y con tantas agallas como el encomendero Bravo
de Rivera, sean tema de chismes y comidillas, de donde le han sali-
do a Jorge V o t o cuernos de venado.
Si los tunjanos no'estuviesen sometidos a la moral del Imperio
376 Próspero Morales Pradilla
vos...?
—Contesta al señor oidor —ordenó Jorge.
-Si algo falta, os lamaremos, señor -respondió Inés acatando a
su marido.
Al salir, Pedro y Juan tomaron senderos distintos. El oidor
anduvo despacio para dejar que se aplacara su emoción. Inés lo
había endurecido a pesar de los testigos y lo imposible le mortifi-
caba el sexo. Pedro, por el contrario, estabaflojopor la ira que lo
levaba hacia la sacristía de la Catedral, pensando en que la actitud
de Inés podía ser disimulo, pero convencido de que Jorge era un
cabrón y había ganado un nuevo título para matarlo. "A los cabro-
nes -se decía- hay que matarlos, después de cortarles las pelotas.
Maldito sea el hideputa. Y el oidorcito que no ande con ínfulas de
galán, porque no me resiste un duelo y saldrá de Tunja con el culo
de cabestro si yo le mando unos padrinos. ¿Habrán creído estos
maricones que a mí se me cayeron las pelotas?". Con este ímpetu
legó a donde Pedro de Hungría y le gritó:
- ¿Vos creéis que estoy hecho de alfeñique?
- ¡Jamás!
- ¡Pues habrá que matar a más de uno!
Los pecados de Inés de Hinojosa 393
—Vuesa merced está colérico.
- ¡Eso no os importa, sacristán de mierda! -y el encomendero
Pedro Bravo de Rivera se sentó sobre una mesa, abriendo las pier-
nas y escupiendo por encima de Pedro de Hungría
Desde el día del desmayo, Pedro se convenció de la necesidad de
matar como en la época de los grandes combates contra la natura-
leza y contra los indios, pero, esta vez, con objetivo preciso- el
mando de su amante. Por fortuna, su recio temperamento no lo
levaba a vacilaciones, sino que, por entre sus nervios y desde el
fondo de los cojones, le circulaba la decisión. Así, mientras Jorge
Voto organizaba su viaje a Santa Fe, escogiendo regalos para los
presidentes y ordenando al sastre jubón, calzones y capa negra con
torros rojos, amén de un nuevo sombrero de terciopelo del mismo
color con pluma blanca, Pedro convocó a quienes serían sus cóm-
plices en la muerte del maldito bailarín: su hermano Hernán y
Pedro de Hungría, ambos sometidos ya a la voluntad del encomen-
dero. La primera reunión de los tres tuvo lugar en su casa, a puerta
cerrada y de noche para que la servidumbre no rondara cerca del
trío. Se sentaron en torno a la mesa del comedor con un candela-
bro de tres luces, los dos hermanos uno al lado del otro y Hungría
enfrente. Se sirvieron vino de una jarra jerezana en sendas copas de
plata y bebieron el primer trago en silencio. Luego, Pedro habló:
-Ya sabréis por qué nos hemos reunido con tanto sigilo.
-Decidlo -apuntó Hungría.
—Mi hermano Hernán habrá de matar a Jorge Voto.
-¿Yo?
-Bien lo sabes y no debo repetir cuanto ya hemos discernido
los dos.
-Pero...
-No me interrumpas...
El encomendero hizo un resumen, entonces, de los motivos para
prescindir de Jorge Voto y de los pasos dados para facilitar la
empresa, a lo cual Pedro de Hungría comentó:
-Creo que no me necesitáis.
-Pues creéis mal, mi querido sacristán, porque el simple hecho
de saber mis planes, que habéis compartido, os ha hecho cómplice
y si optáis por traicionarme, recibiréis el castigo de los traidores.
-Yo, simplemente, creí que no me necesitabais.
-Os habéis equivocado.
-Si Vuesa merced lo dice...
-Lo digo y lo sostengo.
394 Próspero Morales Pradilla
—Entonces, no se hable más.
-De donde colijo -intervino Hernán- que vosotros dos sois
suficiente para ejecutar el plan.
-Calla, imbécil, porque bien sabes -gritó el encomendero con
la d,estra sobre la empuñadura de su estoque- que Hungría y yo
solo seremos tus cómplices.
Hernán no tuvo fuerza, ni ánimo, para responder algo. El miedo
se le intensifico, quedando mustio y torcido como la rama de un
árbol al cual le han cortado el tronco.
El encomendero recuperó el hilo de su historia, después de repe-
tir la lista de vilezas cometidas por Jorge Voto y de declarar sin
temor que amaba a Inés de Hinojosa y ella los acompañaba en el
plan. Luego, se refirió al viaje de Jorge a Santa Fe, explicando que
tal coyuntura, muy bien pagada, permitiría matarlo en el camino,
I6J0S U6feailíorídadeS ÍUnja ' naS y de cualquier testigo imprudente.
-Ha dicho Vuesa Merced -anotó Hungría- ¿"bien pagado"?
-¡Sí!
-Y vuestro pobre sacristán, ¿qué obtendrá de todo este em-
brollo?
-Ya lo veremos.
-¿No sería mejor saberlo de una vez?
-Guardad compostura.
-La guardaré pensando en que Jorge Voto morirá en el camino
de Santa Fe, sin regresar a Tunja como tampoco regresó a Carora.
—Nada tiene que ver lo uno con lo otro.
-Tenéis razón, señor encomendero.
Pedro de Hungría comenzó a desatender las explicaciones de su
amigo para atar los cabos de unas ideas borrosas, que le habían
venido al hablar de la muerte de Jorge Voto y recordar que Pedro
de Avila fue asesinado, precisamente, cuando Voto andaba en otro
camino. ¿Lo mataría el hideputa bailarín? Era fácil regresar a
Carora, matarlo y, luego, casarse con la viuda. ¿La viuda sería
cómplice, como ahora?
Pedro Bravo fijó los ojos en la frente de Hungría y le pregunto:
-¿Habéis comprendido?
-Sí.
—Repetidlo.
-Pues, pues... que debemos matar a Jorge Voto.
-¿Cómo?
—En el camino.
El encomendero, con el ceño fruncido, criticó el desinterés de
Los pecados de Inés de Hinojosa 395
Hungría, pero como éste jurara haber oído todas SUS frases, Pedro
Bravo le preguntó:
-Decidme, ¿quién asestará el golpe a Jorge Voto?
Para fortuna de Hungría, Hernán respondió por él:
-No, no, no, yo no puedo.
-¿Qué no puedes? -interrogó el hermano fulminándolo con la
mirada.
-Claro que podéis -agregó el sacristán.
6 0 co ntinuó
in i ? ^ exponiendo el plan sobre la base de que
1
Inés diera los detalles del viaje para sorprenderlo lejos de Tunia
6 dÍ CU6nta d e q u e P e d r o d e H u n f í a d b
siónT'Y
sión de estar °en otra parte como si buscara8 *una * lasalim
idapre-
diferente al
U n tapiZ heráldico
aden^ ', ' H f
0 Y
i r n d 0
pers > Pensó, adentro, muy
1 C a c i a d e s u her
contra H .P mano, que tal vez eran dos
contra uno: Hungría y el contra Pedro Bravo de Rivera. Fue en ese
IñOIñtñtO Cüclttdo el encomendero se levantó arrojando lejos su
silla, desenvainó el estoque, tocó en el pecho a sus dos cómplices y
gritó:
- ¡Jurad por vosotros mismos que cumpliréis el propósito de
matar al único español descastado que ha pisado tierra de la muy
noble y muy leal ciudad de Tunja!
Hernán y Hungría lo hicieron, el primero por miedo y, el segun-
do, pensando en que el hideputa bailarín le debía muchas cuentas.
Luego, en susurro, Hernán le dijo a Hungría:
—Estoy con vos.
-Y con don Pedro -respondió el sacristán-, pues, desde ahora,
los tres somos una sola persona.
-¿Oíste, Hernán? -agregó el encomendero.
—Y lo hemos jurado —rubricó Hungría.
-Lo hemos jurado -repitió Hernán como si el mundo le cayese
encima.
Esa misma noche, Pedro cruzó el pasadizo para contar a Inés
que estaba decidida la muerte de Jorge. Pero hallándola dormida,
prefirió desvestirse silenciosamente, entrar a la cama y despertarla
cuando ya los dos formaban un solo cuerpo.
Primero fue en casa de Jorge Voto, después en toda la ciudad:
cambiaron las cosas. Una agua nueva cortó el jabón, Inés tomó
olor ácido, las turmas legaron arrugadas, se enronqueció el prior
de los dominicos, las campanas bajaron de tono, al pintor Narváez
le robaron la virgen del Rosario, Felipe Rotundo apareció cubierto
396 Próspero Morales Pradilla
con piel de venado, Pedro de Hungría equivocó el sitio de las vina-
jeras, los indios andaban arremolinados, al Judío Errante se le
cayeron dos dedos de la mano izquierda, el viento legó hasta las
camas y Hortensia gritó, en la puerta de su casa, con los cabellos al
aire: "Se acerca lo aciago".
Estos síntomas sirvieron para avivar las conversaciones de los
tunjanos, pero nadie sintió miedo, salvo en casa de Jorge Voto,
donde la Torralva desechó los decires menos la terrible realidad del
jabón cortado, que le dio picazón en las manos y Te hizo recordar
los vaticinios del tirano Aguirre cuando lo mató la desgracia. Juani-
ta, por su parte, se contagió de fatalidad y cuanto antes la ponía
húmeda, ahora la dejaba seca. Jorge, menos propicio a las hechice-
rías, estaba dispuesto a seguir adelante, pero comenzaba a creer en
que hay un límite imprescindible: la muerte.
Dentro de estas circunstancias, Jorge preparó su viaje a Santa Fe,
cuidando detalles como él solía hacerlo: con perfección. Entre los
regalos, consiguió en el Convento de San Francisco una camándula
de marfil para doña María de Hondegardo; y obtuvo de don Juan
de Castellanos una breve silueta biográfica en verso de don Andrés
Díaz Venero de Leiva para levaría al Presidente. Como sabía el
interés por las piedras verdes de los muzos, consiguió, merced a los
indios, varias de ellas para que doña María de Orrego las mandase
engastar. El oidor López de Cepeda le encomendó preciados docu-
mentos para la Real Audiencia y, al mismo tiempo, le ofreció la
compañía de un golillero de tránsito en Tunja. cuya conversación
tenía el encanto de la experiencia en muchas tierras de Indias y en
algunas de Europa. Contrató un indio de la encomienda de Sora
para llevarle la muía con sus pertenencias, adornos, dos vihuelas,
un pífano, laúd y tres tambores. La mala noticia sobre el jabón,
pregonada diariamente por la Torralva, lo hizo prescindir de un
baño previo, optando por asearse a su legada a Santa Fe. Sólo
taltaba fijar la fecha, buscando que no quedase un domingo enre-
dado en el viaje pues en tan largo camino no era frecuente hallar
sacerdote que dijese la misa de precepto.
Los hermanos Bravo de Rivera y el sacristán, por su parte,
también preparaban viaje, pero en secreto. Sólo Inés sabía cómo
terminarían uno y otro. Ella hubiese podido atajarlos para salvar
la vida de su marido. Sin embargo, una nueva idea le disminuía el
nerviosismo inicial. Era una idea tan completa que sólo cabezas
privilegiadas podrían concebir algo similar.
Inés, sobreponiéndose a su condición de mujer y de mestiza,
Los pecados de Inés de Hinojosa 397
pensaba en asesinar a Jorge y delatar a Pedro, para quedarse con
Juan, libre de cualquier sospecha. Es más: sería, precisamente, el
oidor Juan López de Cepeda quien acusaría a Pedro Bravo y lo
encaminaría a la horca. Inés, chupándose los dedos, se sintió la
dueña de todo lo visible y lo recordable, desde las playas donde
naufrago su padre hasta los conventos de Tunja. Los músculos y el
arrojo de los hombres sirven para cumplir los deseos de las muje-
res, se decía acariciándose el cabello frente al espejo de su alcoba y
pasando, luego, las manos bajo el corpino para soltar unos botones
que abrían el escote. De todos modos, lo más importante era ayu-
dar a Pedro, consentirlo, utilizar el pasadizo cuantas veces él
quisiera, participar en sus propósitos.
En vísperas del doble viaje, pasó a la alcoba de Pedro y lo halló
acostado con los ojos abiertos, cubierto por mantas y sábanas Inés
vestía amplio camisón. Acarició y besó al amante, primero en la
trente, luego en la boca, después en el cuello, mordiéndole las teti-
llas, pasando la lengua sobre el vientre y cogiéndole el pene con la
diestra.
-No temas nada, amor -le dijo mientras Pedro olvidaba la
vida-. Estoy contigo, contigo, contigo...
Al quedarse solo, Pedro agarró una almohada y pensó en que la
muerte de Jorge sería como un nuevo coito con Inés de Hinojosa.
Afinesde abril siempre ha llovido en Tunja. la greda de los
barrancos baja al camino, las colinas se ponen lustrosas y el cielo
encapotado toma aspecto de funeral. Jorge Voto vio la lluvia desde
su aposento y. gozoso, musitó:
-No importa que llueva. Mañana será mi día.
Fl golillero no acudió a la cita de Jorge Voto, pero el indio legó
cumplidamente. Era pequeño y macizo como la muía que debía
levar de cabestro hasta Santa Fe.
- Buenos días, mi amo Jorge -saludó con voz ahogada por la
saliva y el respeto.
-Cargad -le respondió el hidalgo bailarín.
Desayunó con Inés y Juanita en la mesa servida por la Torralva.
donde además de chocolate rodeado de hogazas, había carne ceci-
na, arepas de maíz y turmas sin despellejar. La conversación no
logró Huir porque ninguno de los tres tenía tema para este desayu-
no. Al finalizar Jorge, limpiándose los labios con servileta de lino,
dijo:
-Espero que no os caiga enfermedad durante mi ausencia.
395 Próspero Morales Pradilla
Salieron hacia la pesebrera en cuya puerta se despidió de las
mujeres, dando un beso muy cerca de la boca a Juanita y disponién-
dose a tener mejor puntería en la cara de Inés. Pero ésta bajó la
frente, de manera que el beso de Jorge quedó entre los ojos de la
esposa que estaba un poco temblorosa como si, en realidad, se le
tuera el ser amado.
Pero era tanta la emoción de Jorge, su seguridad en el triunfo y
en e éxito de sus deseos, que no percibió las rarezas de Inés y
apretando los yares del caballo, marchó hacia los barrancos viendo
esa ondulada tierra de diversos colores algunas escenas de su
tuturo, cuando comiese con los Presidentes del Nuevo Reino y los
señores oidores en una mesa de manteles blancos y vajilla de plata
trotando al paso del indio, tan rápido como las bestias, pronto vio
la inmensa verdura de los montes sin dueño, recién nacidos a la
ZtTri Í1 V m
vegas de Andalucía,
3 m e m 0 d a U n a V i e j a tonada
° porque
^ < en Jos
estaba alegre como
c a n t a d a
^ ldías
as de sus
aventuras con mozuelas del Guadalquivir. Se le habían borrado los
nombres de casi todas aquellas mujeres de entonces, pero recorda-
ba ahora a la Rita que topó cogiendo aceitunas y la hizo suya
robándole, además, el corpino y dos cintas. No se notaba el cami-
no porque era tan verde como los arbustos, donde debía haber
milares de pájaros que, según su apreciación profesional, lanzaban
sonidos de laúd. Las ciudades, aun Tunja que era joven, tienen olo-
res producidos por el hombre: perfumes, viandas, trapos, excre-
mentos. En cambio, este campo nuevo huele a la tierra del primer
día, al comienzo de los tiempos, a todo cuanto vivió antes del
hombre. Jorge aspiró un aire que nadie había aspirado y fue feliz
porque viajaba hacia lo más alto de su vida, humedecido por una
llovizna tan tenue que las minúsculas gotas se veían sobre el jubón
negro y en las calzas del mismo color como diminutos brillantes.
La felicidad atonta a los seres humanos. Quizá por ello Jorge se
quitó el sombrero de terciopelo, levándolo en la diestra mientras
con la mano izquierda manejaba la cabalgadura, echó la cabeza
hacia atrás y recibió las gotitas de lluvia en el rostro abriendo la
boca y sacando la lengua para percibir mejor el agua más pura del
mundo. El indio, al ver los gestos de su amo, bajó aún más la cabe-
za y produjo un sonido similar al de las muías cuando jadean.
Después de dos horas de camino, Jorge se detuvo e hizo que el
indio se acomodara a prudente distancia. Abrió la alforja y sacó
una arepa de las que hacía la Torralva según receta indígena, arro-
jándole un pedazo al indio, quien la tomó a dos manos y se la
Los pecados de Inés de Hinojosa 399
an^Tú™ i ™ 6 3 1 1 0Y Y
° U e V a m
° S VÍdaS dÍSÜntas
' n u e s t r o s ami
"
¡OSM diferentes.
Juan López sabía a este punto que estaba dominando a su inter-
locutor, cuyas respuestas lo levaban de bruces al descubrimiento
del misterio, tantas veces perseguido desde la ventana de su apo-
sento en las frías madrugadas. Casi jugando, lo levó a un rincón
del interrogatorio y le espetó:
—Ya he oído vuestras oscuridades, querido Hernán; ahora,
dadme claridades: ¿de dónde veníais la noche que vuestro herma-
no Pedro, el sacristán y vos legasteis apresurados y temerosos a
Tunja?
— ¿Debo responderos?
—Hernán: os hace la pregunta un oidor de la Real Audiencia.
Por aquellos días la Escuela de Danza de Jorge Voto era ya uno
de los orgullos del arte en Tunja, donde pintores y letrados daban
aureola a la ciudad. El maestro Voto no sólo contaba con siete
alumnas y dos alumnos —el escribano Cabeza de Vaca y el lugarte-
niente Aguayo—, sino que su escuela había progresado hasta el
punto de tener acopio de laúdes, pífanos, vihuelas, tambores y
Otros instrumentos de alta resonancia. Por otra parte, sus clases se
comentaban en Tunja debido a la gracia de algunas discípulas
como Paquita Niño y a la manera como el lugarteniente Aguayo se
movía al compás de lasflautas.La escuela, por añadidura, enseña-
ba a tocar los principales instrumentos, convirtiéndola, de hecho,
en conservatorio de música. Un grupo de caballeros, sobre todo
miembros del cabildo y ayudantes del señor Corregidor Villalobos,
aprendía, con presteza, a tañer el laúd, a soplarflautay a golpear
panderetas. Paquita cimbreaba delante de ellos y, al parecer, los
menos ponderados se aficionaron a la música merced a las carnes
de su eventual condiscípula, cuya fama había legado a Santa Fe,
donde doña María de Hondegardo hablaba de las Hinojosas, de
Paquita y de la bruja Hortensia cuando evocaba ese infierno de
lujuria que había visto en Tunja.
Jorge, separado de su esposa por el pasadizo, aun cuando
parezca que éstos comunican a las gentes, repartía sus días tras
el fracasado viaje a Santa Fe entre la dirección de su escuela, el
clandestino amor de Juanita y el proyecto de marcharse lejos de
todo cuanto ya era su pasado, envuelto en indispensable disimulo
para lograr otra escala ascendente en su largo viaje desde la fuga
de Sevila hasta las puertas de la Presidencia del Nuevo Reino de
Los pecados de Inés de Hinojosa 427
esposa infiel, ni en la
Pero si el encomende-
ro y el oidor peleasen por Inés, Juanita los consolara y él se esta-
bleciera en Santa Fe, la vida podría seguir disfrutándose. Con estos
pensamientos, Jorge daba grandes zancadas, convertidas luego en
pasos diminutos, a lo largo del salón de clases como si las paredes
interpretaran notas apenas insinuadas en los oídos. Más tarde lo
dominaba la música de Felipe van der Berghe que lo obligaba a
hacer cabriolas, pues su instinto de bailarín siempre lo acompa-
ñaba a menos de estar tan nervioso como al asestar la primera
estocada a Pedro de Avila. Por fortuna, Jorge Voto no solía dete-
nerse en los acontecimientos, ni en las personas, dejando correr su
existencia según le fuera saliendo al paso. Nunca se apegó a nada,
ni a nadie, incluyendo a Inés de Hinojosa, cuyo cuerpo lo trastor-
nó en una época, olvidando el crimen de Carora. Prefería acomo-
darse a las circunstancias, disfrazándose de lo que fuere necesario,
huyendo de los peligros. Siempre tenía una meta formidable para
mezclar las posibilidades con las ilusiones. En este año de 1571,
quemadas las etapas de Carora, Pamplona y Tunja, estaba en áni-
mo de ser el amigo indispensable de Venero de Leiva para gozar los
privilegios de la Presidencia sin tomarse, claro está, las molestias
de tan alta autoridad. Cuando legaba a este terreno las cejas se
abrían y tenía la costumbre de agarrarse la nariz dejando deslizar
la diestra por su filuda superficie. Aun solo era circunspecto y
llevaba consigo la idea de que puertas, ventanas y muebles podrían
verlo con ojos de cristiano. Por eso nadie ha logrado conocer la
intimidad de Jorge Voto, ni siquiera Inés en la cama de Pamplona.
Convocado a una nueva reunión con su hermano, Hernán Bravo
de Rivera levaba una angustia más: la de haberse dejado asaltar
por la curiosidad del oidor. Constreñido, como estuvo, bajo el inte-
rrogatorio de Juan López, Hernán había confesado parcialmente la
aventura sin contar, por fortuna, la intención de aquella cabalgata
nocturna. Ocultó que hubiesen seguido al bailarín y que él debía
matarlo; pero refirió cómo a su hermano le gustaba hacer cabalga-
tas de día y de noche con algunos amigos para conversar sin tenta-
ciones, a lo cual el oidor había sugerido:
-Decidle a don Pedro que me invite a sus cabalgatas, sobre todo
si son nocturnas.
Acercándose a la casa de su hermano, con el sombrero de tercio-
pelo calado casi hasta los ojos y con una de las calzas negras raídas
428 Próspero Morales Pradilla
d u d a b a e n t r e c o n t a r 10 a c a e c i d o c o n e
Sido? r f ^ 3 *
1 6 H
7 á n
. l
VJUOr 0, pOr eJ Contrallo, guardárselo para evitar sermones. Las
piedras del camino, unas pegadas a la tierra por orden del Corregi-
dor y, las otras, todavía libres del imperio Español, le mortificaban
los pies al andar y las tapias chorreadas de las casas menos ricas se
le fijaban en la vista como si estuviera preso. Desde luego, el oidor
no sabía nada porque las intenciones no pueden ser descubiertas
en un simple diálogo y Hernán ocultó los detalles del viaje a la
venta de la Melchora. Pero el simple relato de la cabalgata noctur-
na, la escasez de motivos para esta empresa y la compañía del
sacristán, hombre salido de las tinieblas del tirano Aguirre, podían
dejar en cualquier mente la impresión de que algo grave se fragua-
ba, pues los indicios y el relato no coincidían entre sí.
Hernán optó por contar la charla con el oidor como una confi-
dencia de hermano a hermano. Pero al entrar a la sala encontró
también a Pedro de Hungría sentado bajo el retrato de Carlos V.
Hernán prefirió mirar al emperador: lucía sombrero chato con
estrellas incrustadas en las alas; el pelo le tapaba las orejas y le
enmarcaba el rostro de ojos pequeños, labio inferior abultado,
quijada en punta; asomaba en el retrato un ancho cuello de piel
SObre el CUal se veía el collar de oro desde cuyo centro caía la
medalla de los Habsburgos a la cual se aproximaban las finas
manos del monarca con anillos en el índice y el meñique de la
izquierda y en el anular de la derecha. El encomendero le mostró
una silla, Hernán se sentó sin saludar mientras escuchó:
—Como os decía —afirmaba Pedro Bravo mirando al sacristán-
debemos obrar rápidamente.
—Vuesa merced tiene razón.
—El fracaso de la venta, debido a este idiota —mostró a Hernán-
ha de compensarse sin más dilaciones.
—Vos mandáis.
—Permitidme —intervino Hernán— que yo os cuente algo...
-Callad, Hernacillo, -gritó su hermano— que esta vez os hare-
mos compañía, ya estoy harto de vuestra debilidad. Parecéis una
mujercita de convento.
—Pues yo quisiera deciros...
—Dejad hablar a don Pedro —ordenó el sacristán.
—Os decía: es preciso actuar de una vez por todas, sin remilgos.
Nuestro empeño consiste en quitar de en medio a un forastero
dañino, cuya perversidad ya conocéis.
Los pecados de Inés de Hinojosa 429
-Sobre todo -anotó el sacristán- con la nobilísima doña Inés
de Hinojosa,
-Dejadla tranquila, Hungría. Aunque ella alienta nuestros pro-
pósitos, no es de hombres mezclar faldas en sus empresas.
—De todos modos —insistió Hernán— estoy obligado a contaros...
— ¿Qué? —replicó Pedro con desprecio.
—Algo para decíroslo sin testigos.
-Podéis decir cuanto os venga en gana frente a Pedro de Hungría
-Quizá vos podrías decírselo después.
-Yo no quiero molestar a los hermanos. Puedo salir.
-Quieto -gritó Pedro con la diestra en la empuñadura de su
estoque-. Aquí no hay misterios, ni sedas, ni melindres. Aquí,
entre nosotros, se habla claro y directo. Hablad, Hernán.
—No, no es importante.
-Entonces, callad para siempre.
—Fue que...
— ¡Silencio!
-Tal vez sería conveniente oír a Hernán.
-Callad ambos y escuchad: el cabrón de Jorge Voto no ha
dicho nada de su aventura en la venta de la Melchora, porque, ade-
más de hideputa, es ladino e hipócrita. El sabe guardarse las'pala-
bras, lo cual nos indica que todo lo malicia y no confía ni en su
sombra.
-Cierto -anotó el sacristán.
-Ese silencio puede ayudarlo a descubrir nuestros propósitos...
-Qlie Conoce desde Carora -agregó Hungría.
• Qvié decís ^
-Yo tengo don Pedro, una sospecha desde hace muchos años:
después de la'partida de Jorge Voto, de Carora, fue asesinado don
Pedro de Avila.
-El primer marido de Inés.
-El mismo.
-; Quién lo mató? ,
-Nunca se ha sabido, pero la viuda se casó con el bailarín.
-Estúpido, simplemente estúpido cuanto decís, si en tal enredo
queréis envolver a Inés de Hinojosa.
-Dios me libre de enredar a vuestra dona Inés.
-Mi propósito es el de fijar nueva fecha para despachar de esta
vida al hideputa bailarín.
-Prefiero
Pedro, sincontaros que...ón,
prestar atenci -musitó Hernán.
continuó:
430 Próspero Morales Pradilla
-Había pensado, esta vez, en un veneno. Pero habría que darse
"0 de POSOtrOS y las Sospechas podrían envolvernos.
611 C a 5 a d e U
alguna vez, quiso cortarle el pene a Jorge Voto. Pero, ahora, esa
idea le achicó el suyo.
— Vamos -indicó el encomendero.
Hungría y Hernán cargaron la sábana con el cadáver y Pedro
Bravo los siguió hasta un hoyo cercano al camino que conduce a la
Fuente Grande. Allí arrojaron al bailarín y se dispersaron. El en-
comendero fue a su casa, se lavó las manos, vistió camisón de dor-
mir y cruzó el pasadizo, hallando a Inés tendida en el suelo semi-
dormida. La alzó, la colocó en la cama, se sentó junto a ella y ape-
nas pudo decirle:
— ¡Se acabó!
Ella, con los ojos asustados y sin el temple de antes, respon-
dió:
— ¿Has pensado en el pasadizo?
— Tontuela. . .
— Tontuela no, idiota. Si no tapas el pasadizo nos descubrirán.
— ¿Cómo?
— El pasadizo, el pasadizo, el pasadizo es. . . un testigo.
— Mañana. . .
— Ahora mismo: ve a tu casa y comienza a cerrar ese maldito
pasadizo.
— ¿Qué tiene que ver con la muerte de Jorge?
— ¿No comprendes? Es la prueba del adulterio y del asesinato.
Debes cerrarlo. ¡Anda!
Ya era sábado cuando Pedro pasó a su alcoba, después de indi-
car a Inés cómo debía actuar.
La podredumbre comienza al momento de la muerte. El cadáver
de Jorge Voto, envuelto en la sábana, estaba en putrefacción cuan-
do cayó a donde lo arrojaron sus asesinos. Mientras los sobrevivien-
tes se sobrecogen ante la muerte, el cadáver se diluye por dentro.
Así, cuando los deudos lo entierran, creyendo que es la misma per-
sona viva de la víspera, ya nada existe de lo que había existido.
Al amanecer, del sábado 19 de agosto de 1571 Jorge Voto esta-
ba podrido, pero, excepto los asesinos e Inés de Hinojosa, los bue-
nos tunjanos se despertaron tranquilos, inocentes, dispuestos a
orar y a comer.
Tercera parte
EL ARBOL
I
Los sábados la misa no era de precepto como los domingos. Sin
embargo, las gentes de Tunja aprovechaban cualquier día para asis-
tir a las ceremonias de la santa religión y, desde luego, los sábados,
por finalizar la semana, era conveniente y popular oír misa, con-
versar en los atrios, anticiparse a los rezos dominicales. Este sábado
19 de agosto de 1571, desde la madrugada, se escucharon las cam-
panas de San Francisco, Santo Domingo, Santa Clara, apenas en
construcción, y la lamada Catedral. Las últimas eran movidas con
desgano, pero desde las camas nadie advertía el nuevo son de Pe-
dro de Hungría, colgado a los rejos con los ojos enrojecidos, la piel
cetrina, sucio, con el mismo jubón del viernes y la mente clavada
en el hoyo donde había quedado el cadáver de Jorge Voto.
Después de las seis de la mañana Inés de Hinojosa trató de arre-
glarse con manos temblorosas. Sintió el peine sobre el cuero cabe-
lludo, frunciéndole la nuca. Estaba húmeda en el cuello, en las axi-
las, bajo las senos, entre las piernas, en los pies. Se echó resinas de
Carora para ocultar el mal olor que expelía. Se puso un verdugado
con basquina cerrada por puntas, negro de una vez, y buscó a Jua-
nita para decirle, con los ojos espantados, que Jorge no estaba en
la casa.
Hernán Bravo no se atrevió a regresar a ninguna parte. Prefirió
buscar el campo sin seguir la corriente del macabro riachuelo. Le-
. amino que conduce a la Fuente Grande, anduvo por entre
sementeras lenas de terrones. Estaba destrozado como si le hubie-
ran caído todas las desgracias. Se cagó en los calzones, pero no se
dio cuenta porque giraba en torno del hoyo donde arrojó el cadá-
ver. Era un autómata con la mollera vacía y vestido de mujer.
^lir un sol mortecino, entre nubes, Hernán seguía caminando
hacia el fin.
Tres o cuatro aguadoras habían madrugado aquel sábado para
Henar sus cántaros en la Fuente Grande, situada en el camino de
478 Próspero Morales Pradilla
Motavita, antes de subir las cuestas de Teta de Agua. Hablaban de
hombres y de lo jodida que es la vida sin agua, cuando una de ellas
—llamada Berta, según se dijo después en la Plaza Mayor— vio una
sábana en un hueco. Las aguadoras se dispusieron a coger la sába-
na y, al halarla, descubrieron un hombre muerto, con los ojos
abiertos mirando los cántaros como si tuviera sed. Ninguna tuvo
agallas para quedarse en aquel sitio. Aun cuando el cadáver parecía
de cristiano, las mujeres al unísono gritaron: " ¡Carajo, es el Judío
Errante!". Gritaron desde allí hasta el atrio de la Catedral, pasan-
do por la calles de Tunja como una tromba de presagios.
Dos frailes dominicos, advertidos por el bullicio, y tres corche-
tes, ordenaron a Berta que los levara al lugar de la aparición del
Judío Errante, pues fue inútil decirle que la tétrica figura perma-
necía junto al Nazareno en la Sacristía de Santo Domingo. Tras es-
te grupo, varios curiosos y otra de las aguadoras tomaron la misma
dirección. Cuando legaron al sitio donde estaba el cadáver, fray Je-
sús de las Angustias, viendo el horrible espectáculo, se arremangó,
tomó su crucifijo y poniéndolo como arma defensiva entre él y
los despojos, rezó:
— Réquiem eternam dona eis domini. . .
Los corchetes envolvieron, nuevamente, el cadáver entre la sá-
bana, pusieron unos leños debajo amarrándolos al trapo y, con
cuidado, iniciaron la procesión hacia el centro de Tunja, precedi-
dos por fray Jesús, mientras el otro dominico cerraba el grupo,
ayudando a Berta, quien descansó cuando comprobó que se trata-
ba de un crimen y no de una aparición del Judío Errante.
Como ya era de día al entrar a las calles principales de la ciudad,
el macabro cortejo se engrosó con devotas de las primeras misas,
artesanos, alguaciles, peones de labranza y aun prebendados y
damas.
Además, la noticia se fue extendiendo de voz en voz, creciendo
con la fantasía de quienes la divulgaban de segunda mano, cam-
biando de personaje. Mientras unos decían que se trataba de algún
forastero venido de Vélez, otros aseguraban que era tunjano de ce-
pa hasta que Engracia Amaya, viendo el cadáver ya tendido en un
ángulo de la Plaza Mayor, gritó:
— Santísima Virgen, si es don Jorge Voto, el marido de doña
Inés de Hinojosa, el profesor de baile, el amigo de la Hondegardo.
Discretamente asomada a su balcón, Inés creyó legado el mo-
mento de actuar y gritó con la mayor fuerza de su vida:
— ¡Que no sea, que no sea mi marido adorado!
Los pecados de Inés de Hinojosa 479
Ante los gritos de la mujer, Engracia se desprendió del tumulto
y corrió hacia la puerta de Inés, ya abierta por orden del ama. Allí
se encontraron las dos mujeres y cuando la ventera corroboró la
sospecha, Inés salió a la calle, corrió hacia la plaza y, presentándo-
se con la ferocidad de los antiguos indios, antes de ser sometidos
por el Imperio, abrió los brazos y dijo tal cantidad de palabras que
sólo se pudieron recoger las siguientes:
- Jorge Voto, amado mío, bailarín de las mil cortes, hijo del
emperador, dueño de Carora, maravila de Andalucía, quién te ha
matado, canallas, malnacidos, a los asesinos, a ellos, desvergonza-
dos, cuántas cuchiladas, te atravesaron el corazón, malditos sean,
te sacrificaron por Tunja, eres el Nuevo Reino de Granada, estoy
desolada, me duele el cuerpo, se me caen las piernas, qué dolor tan
terrible, llorad mujeres de Tunja, llorad conmigo, dadme un pu-
ñal, quiero matar a los asesinos, que vengan los oidores, ¿dónde es-
tá el Corregidor?, ¿no hay Corregidor?, los músicos, que vengan
los músicos, don Juan de Castellanos, escriba, escriba, escriba, ay,
ay, ay, ay. . .
Por fortuna, Inés cayó al suelo y, en consecuencia, se silenció,
quedando en el auditorio la idea de que esa mujer amaba mucho
a su esposo o, acaso, hablaba demasiado.
El Corregidor don Juan de Villalobos no era persona a quien las
noticias le cayeran de sorpresa, menos ésta. Había administrado
justicia en diversos asentamientos de Tierra Firme y, si contaba
con la confianza del Presidente Venero de Leiva, era por la mucha
sagacidad de su juicio y la calidad de su carácter. Así, tan pronto
como supo que Jorge Voto había muerto bajo un rosario de esto-
cadas, ordenó que el cadáver permaneciera cerca de la Iglesia Ma-
yor custodiado por arcabuceros y, luego, se dirigió hacia el sitio
donde lo hallaron. Marchó en compañía del lugarteniente Aguayo,
cuatro corchetes y dos alguaciles. En el hoyo del crimen encontró
la sábana no usada y rezagos de sangre, mezclada con tierra seca.
Como advirtiera huellas de zapatos de cuero, y junto a ellas, algo
parecido a gotas de sangre, buscó la procedencia inmediata de tales
huellas hasta legar a unas piedras donde había grandes manchas.
— Aquí fue el crimen —dijo.
Dio puntapiés al suelo. Un pedruzco rodó varios metros. El Co-
rregidor se acercó al pedruzco y miró en redondo, topando cerca
de unos yerbajos la famosa vihuela de Jorge Voto. La tomó en sus
manos, la vio intacta y sonriendo supo, desde entonces, que la vi-
huela contaría toda la historia del desgraciado bailarín. Caminan-
480 Próspero Morales Pradilla
do hacia la Plaza Mayor con la vihuela a manera de trofeo, ordenó
al lugarteniente:
— Esperadme junto al cadáver, que nadie ose tocarlo.
Apresurando el paso, fue a su Despacho y de su puño y letra es-
cribió un bando, por medio del cual convocó a todos los habitan-
tes de Tunja para que se presentaran ante el Corregidor con el áni-
mo de aclarar la dolorosa muerte de don Jorge Voto.
Al redoble de tambores y por boca de alguaciles, toda la ciudad
fue sacudida por el bando del señor Corregidor, de manera que a
los curiosos de la primera hora hubo de agregarse el resto de la po-
blación tunjana, cuyo número convirtió la atroz noticia en tumul-
to, creciendo a medida que pasaban los minutos y las gentes force-
jeaban por ver el cadáver de Jorge Voto. Las palabras dichas por
Inés de Hinojosa hasta desmayarse, volaron también de una casa a
otra, sin dejar en claro la desesperación de la viuda.
El Corregidor sólo se hizo presente en la Plaza cuando, después
de ordenar el bando, escribió y despachó un correo para informar
al Presidente Venero de Leiva sobre el crimen, darle una lista de
sospechosos, pedirle órdenes al respecto y sugerirle la conveniencia
de que él mismo fuese servido de venir a Tunja para hacer justicia.
Daban el primer toque de misa de diez, cuando el Corregidor or-
denó perseguir a los hermanos Bravo de Rivera, ausentes tras la
convocatoria del bando. El tumulto bajó de presión al segundo to-
que y como el Corregidor se dirigiera a la Iglesia, las gentes lo si-
guieron entrando en tropel cuando se oía el último repique de las
campanas, cuyos rejos seguían en manos de Pedro de Hungría.
Antes de legar Villalobos a la puerta del templo, se le atravesó
Inés de Hinojosa, ya repuesta del desmayo. Arrodillada ante el Co-
rregidor, con los cabellos despeinados y a grandes voces, clamó:
— Señor Corregidor, señor Corregidor, os demando justicia por
la sangre de mi esposo, vilmente asesinado cuando cumplía sus de-
beres de profesor de danzas.
— ¿A qué hora, señora mía?
— Anoche.
— ¿A qué hora?
— No lo sé, yo sólo os demando justicia.
— Sea —respondió el Corregidor.
Y, acto seguido, ordenó a dos corchetes aprehender a la viuda.
La devoción de los tunjanos por la Santísima Virgen hizo que el
templo se lenara de silenciosos fieles, a pesar de la manera como el
asesinato de Jorge Voto les cambió las buenas imágenes de la Glo-
Los pecados de Inés de Hinojosa 481
ría Eterna por este cadáver envuelto en una sábana, con sangre coa-
gulada y puesto en la calle. Los buenos cristianos no se atrevían a
mirarse unos a otros, ni siquiera dirigían la vista hacia el altar, sino
que, horrorizados, clavaban los ojos en el suelo. Había una ver-
güenza general y, al mismo tiempo, la curiosidad los roía, sobre to-
do a quienes presenciaron el arresto de Inés de Hinojosa.
Después de comprobar que los corchetes habían cogido de los
brazos a Inés y la conducían lejos de la Iglesia, el Corregidor don
Juan de Villalobos, vestido de negro, incluyendo el sombrero de
terciopelo y botas a la usanza peninsular, entró al templo dejando,
a su paso, una ola de murmullos como si fuera uno de los grandes
inquisidores de España. Subió al coro, donde los caballeros princi-
pales oían la misa, y allí encontró al encomendero don Pedro
Bravo de Rivera, entregado a las oraciones, sosteniendo en sus
manos un devocionario de pasta negra y bordes rojos. El Corregi-
dor miró al encomendero sin turbación, mientras pensaba en que
don Pedro debía darse muchos golpes de pecho, pues los hilos de
su historia venían de vieja data según los informes del oidor López
de Cepeda, habiendo burlado a don Jorge Voto de tiempo atrás,
quizá desde las primeras noches de Chivata cuando los forasteros
legaron a su casa.
Pedro Bravo de Rivera vio, por el rabillo de ojo, al Corregidor y
consideró que lo más prudente era continuar en actitud de ora-
ción, arrodilado en un reclinatorio de madera oscura, tomándose
las sienes con las manos y puestos los codos sobre el mueble. Pen-
só en que el Corregidor lo buscaba, pero desechó la idea conside-
rando que en tan corto tiempo no podría tener indicios más o me-
nos precisos sobre el crimen. Además, el sosiego de la gente dentro
del templo tras haber visto el cadáver, le indicaba que no había
sospechosos. "Tonto de mí —pensó— nadie sabe nada y quienes
pueden hablar no han hablado". Pero le disgustaba tener que estar
arrodillado, simular devoción y no enfrentar, inmediatamente, al
Corregidor. Sin embargo, prefirió continuar la comedia, optando
por bajar las manos de las sienes, entrecruzarlas y, alzar el rostro
sin mirar a ningún puntó fijo, abstraído en sus oraciones con el
recurso de mover los labios sin proferir palabra.
Terminada la faena en el campanario, Pedro de Hungría se revis-
tió de monaguilo y, como siempre le sucedía, las mangas de su ca-
misa resultaban más largas que las del hábito litúrgico, por lo cual
parecía un zafío vestido de angelote rojo con encajes blancos. Si-
tuado un paso atrás del padre Orejuela, respondía las oraciones
482 Próspero Morales Pradilla
con la regularidad del oficio bien sabido a pesar de sentirse casi pri-
sionero en medio de las circunstancias.
En la primera fila, quedaron vecinas doña Leonor de Castro y
doña Mencia de Figueroa. unidas siempre por la devoción a María
Santísima. Las dos damas se comunicaron entre sí con cerramiento
de ojos y respingos de nariz hasta cuando doña Leonor le dijo,
sotto voce, a doña Mencia:
— No veo a las Hinojosas.
Como doña Mencia era sorda no sólo por sus muchos años, sino
también por las angustias reprimidas y la gloria del capitán Suárez
Rendón, inquirió de su vecina levantando un poco la voz:
— ¿Decís?
Doña Leonor hizo cartucho con sus manos para repetir las pala-
bras por entre una trompeta de carne:
— Que no veo a las Hinojosas.
— ¿Las qué?
A este punto, la voz de doña Leonor pudo oírse entre las muje-
res del mismo escaño y aun en la segunda fila, por lo cual la noti-
cia corrió a lo largo de la nave principal y, luego, legó a las latera-
les, pero no subió al coro.
Pasado el introito, don Juan de Villalobos repasó las sospechas,
casi confirmadas, que lo acercaban a Pedro Bravo de Rivera: los
adulterios —pensaba— son muy difíciles de probar y, en este caso,
la ausencia de la tal Torralva dificulta el esclaramiento, porque
aquella mujer hubiese sido testigo casi perfecto. Pero en Tunja to-
da la sociedad sabe, de una u otra manera, que el encomendero y
la Inés son amantes. Es importante, además, que el primer marido
haya muerto acuchilado como lo dijo el oidor López de Cepeda.
Muy posible que, ahora, haya utilizado al amante para matar al
marido. ¿Tendría un amante al morir el primer marido?
Se había iniciado la lectura de la epístola cuando el Corregidor
se acercó al encomendero, buscó sitio en su mismo escaño, lo sa-
ludo con breve inclinación de cabeza y sentándose junto a él, le
dijo:
— Desde aquí oiremos misa.
Gracias a que el Corregidor entró al templo y, con él, curiosos
y curiosas, Inés quedó sola en medio de los corchetes, quienes no
sabían a dónde levar a la dama, cuyos brazos le parecían débiles
y suaves. Inés, resignada como las indias pero altiva como las espa-
ñolas, preguntó:
— ¿El señor Corregidor os dijo a dónde deseo ir?
Los pecados de Inés de Hinojosa 483
- Pues. . .
- Ya no podía tenerme en pie, tras la horribe nueva de la muer-
te de mi esposo.
c- .Era vuestro esposo?
- ¡Ay de mí! —exclamó Inés en tono lastimero.
- Señora: ¿a dónde vamos?
- Si no os molesta, levadme a casa.
Los corchetes acogieron el deseo de Inés, convencidos de que su
tarea era de conmiseración y no de justicia. Sin embargo, uno de
ellos advirtió, después de soltar a la dama y acompañándola de
manera gentil:
- Quizá permitáis que esperemos en vuestra casa al señor Co-
rregidor. Su orden fue de aprehenderos.
- La casa es vuestra y sólo os pido permiso para entrar a mi apo-
sento con el propósito de sosegarme hasta cuando legue don Juan,
tan buen amigo mío como de mi finado esposo.
- Sea —respondieron los corchetes al unísono.
Así, escoltada que no presa, entró Inés de Hinojosa a su casa.
Los corchetes observando las dimensiones del zaguán, el patio y la
escalera, comprendieron que la dama no sólo era principal sino
dueña de apreciable fortuna. Subían al segundo piso cuando apare-
ció Juanita con dos indias de Chivata. La sobrina, por gestos de la
tía, entendió que debía disimular algo incomprensible para ella.
Saludó a los corchetes como puta con rango de princesa:
- Adelante, caballeros —les dijo— y perdonad el desaliño de mi
cuerpo, pero estaba aseándolo al legar vosotros.
Los corchetes, así fuera hora de servicio y muy temprana para
los malos pensamientos, prefirieron las dos mujeres al rudo ceño
del Corregidor. Como Juanita intentara levarlos al primer piso,
Inés sugirió :
- Tal vez, Juanita de mi alma, estos caballeros estén más cómo-
dos en el segundo piso, cerca de mi alcoba.
- Como ordenes. . .
- Nosotros. . . —musitaron los corchetes.
Ambos permanecieron frente a la puerta del aposento de Inés,
mientras Juanita trajo una silla de la sala y, sentándose entre los
dos hombres, dijo:
- ¿Desde cuándo estáis en Tunja?
- Rafael hace un año y yo dos —contestó el corchete más audaz.
- No os había visto, señores míos.
- Salimos poco.
484 Próspero Morales Pradilla
— Y, ¿vosotros me habíais visto?
— Imposible, señora. . .
— ¡Señorita!
— Imposible haberos visto y no recordaros.
— Gracias.
Los corchetes se acercaron, poco a poco, a la silla de Juanita
hasta el punto de sentir ella el tufo de chicha agria y los humores
de hombres habituados al servicio del Rey, lo cual no ofrece ratos
de ocio para dedicarse a la limpieza.
Inés, entrando, echó una mirada al aposento, que no tenía la lu-
josa sobriedad de la alcoba matrimonial, pero sí recuerdos de su
vida: un arcón, que fue de sus padres, donde guardaba, un poco
desordenadamente, vestidos y toda clase de telas; la credencia de
Pedro de Avila con utensilios marcados I. de A.; una alegoría de
los Siete Pecados Capitales, regalada por el padre Orejuela; la cama
del matrimonio, trasladada allí cuando Inés separó su cuerpo del
de Jorge; y, desde luego, el pasadizo tras la cabecera. En un talego
amarillo, puso vestidos, enaguas, justillos, calzones, una túnica y
otras prendas. Corrió, entonces, la cama y, echando el talego ade-
lante, cruzó el pasadizo, tratando luego, de acercar nuevamente la
cama a la pared como lo hacía Pedro. Ya en la alcoba del enco-
mendero sólo vio el crucifijo sobre la boca del pasadizo y la puer-
ta cerrada. Se dirigió a ésta y la abrió. Así quedó dueña del segun-
do piso de la casa de Pedro. Desde cuando se fue la Hieromina, na-
die osaba andar por estos lugares sin la presencia del amo. Bajó
la escalera, saltándosele casi los senos del miedo que levaba como
una fuerza enemiga y agotadora. No vio a nadie en el piso bajo,
porque todos los habitantes de Tunja estaban en misa o prestos a
cumplir el bando del Corregidor. Llegó a la puerta de la calle y,
contra todo lo previsible, la halló cerrada con llave.
Los corchetes, estimulados por la tolerancia de Juanita, la to-
maron de los brazos y Rafael propuso:
— Mejor entremos al aposento y, en vez de una, tendremos dos
mujeres.
— Abre la puerta —asintió el otro, acercando la boca a la de Jua-
nita.
Pero la puerta no cedió. Un corchete sujetó a Juanita, y su com-
pañero golpeó, primero, la puerta, y luego, trató de empujarla. No
cedía, ni la señora que estaba adentro contestaba a los lamados de
la autoridad. Desesperados por lo que podría ser una burla castiga-
Los pecados de Inés de Hinojosa 485
ble no sólo con azotes sino, acaso, con el garrote vil. los dos hom-
bres dejaron libre a Juanita y comenzaron a derribar la puerta.
Mientras los corchetes empleaban la fuerza, probada en muchos
combates con los indios, Inés utilizaba la astucia para tratar de
abrir con los ganchos de su tocado la puerta principal de la casa de
Pedro Bravo de Rivera, a la sazón entregado a las ceremonias de la
santa misa en compañía del Corregidor don Juan de Villalobos.
Cuando Juanita se había refugiado en su alcoba, convencida de
que Hortensia tenía razón al pronosticar la venida de lo aciago, la
puerta del aposento de Inés cedió al impulso de los corchetes,
quienes entraron y no hallando a la dama vociferaban como mons-
truos, escupían y la buscaban hasta en los intersticios de la estera.
— La hideputa —gritó Rafael— debe ser la barragana del Judío
Errante.
— Calla y busca, malparido.
— Malparido vos, hijo de los infiernos.
Al borde de irse a las manos, Rafael empujó al otro corchete y
éste movió la cama para no caerse. Entonces descubrieron el pasa-
dizo.
Inés de Hinojosa, como una alimaña del monte, fue capturada
en un rincón del zaguán. Estaba agazapada a la manera india, con
la cabeza entre los hombros, el cabello sobre el rostro y quieta,
tan quieta como un árbol o como una piedra.
El Corregidor y el encomendero, sentados en el mismo escaño
del coro, no podían ser piadosos, en ese instante, porque ninguno
de los dos pensaba en la salvación eterna, sino en la manera de en-
frentarse a la justicia, el uno por el lado de la ley y, el otro, por el
del crimen. El coro olía a madera nueva, pues fue la última parte
construida en el interior de la Iglesia, que aún sin prelado lamaban
catedral. Pedro Bravo había visto, cerca de él, a dos personas, pero
en el mismo escaño sólo estaba el Corregidor, cuya cabeza trabaja-
ba en la historia del encomendero, buscando la manera de probar
el adulterio de Inés de Hinojosa, bien conocido en Tunja, y, por
ese camino, legar al asesinato de su esposo. A Pedro le desagradó
la presencia de un tercer feligrés en el escaño, que se arrodilló a su
izquierda, quedando el encomendero entre don Juan de Villalobos
y el recién legado, sin libertad para orar, ni siquiera para moverse.
Además, como estaba acostumbrado a percibir el rumbo de las mi-
radas, le pareció que hubo una seña de entendimiento entre sus
dos acompañantes. Sentado para escuchar la homilía del padre
486 Próspero Morales Pradilla
Orejuela, que en el coro apenas era el último rebote del eco, Pedro
sintió que el hombre de la izquierda sacaba algo de los pliegues del
ropón y, sin tiempo para impedirlo, entre los dos vecinos de esca-
ño le ajustaron grillos, dejándolo preso. Pedro Bravo de Rivera,
encomendero de Chivata, caballero principal de Tunja y conquista-
dor del Nuevo Reino de Granada era sometido, por primera vez en
su vida, a la justicia del Rey. ¡Quedó petrificado! No intentó nin-
gún movimiento que delatara su situación, así como el corregidor
se abstuvo de pronunciar palabra alguna. Los fieles decían:
— Credo in unum Deo. . .
El escribano Cabeza de Vaca, sabiendo que su cuñado era aman-
te de Inés, logró salir de la Iglesia, pues había tenido el cuidado de
permanecer en la puerta, donde solían agruparse los varones menos
severos en el cumplimiento de las obligaciones religiosas. Retro-
cediendo paso a paso, sin lamar la atención, tomó hacia la casa
del Fundador, luego dio una larga vuelta por detrás de la iglesia
y se dirigió al domicilio del encomendero. No pudo entrar, por
estar cerrada la puerta,y le pareció imprudente golpear la alda-
ba. Optó por la puerta cochera. Llegó a la caballeriza sin ser vis-
to por persona distinta a uno de los indios de Chivata, a quien
ordenó ensillar un caballo, dejarlo allí y pasar al primer patio
para vigilar la puerta principal. Cabeza de Vaca había escucha-
do las consejas de los tunjanos antes de entrar a la Iglesia, vio el
cadáver de Jorge Voto, sabía de los amores de su cuñado y, por
una vía distinta a la del Corregidor, legó a la misma conclusión:
Pedro estaba comprometido en el asesinato de Jorge y, acaso, Inés
también. Como el indio le contara que los corchetes se habían lle-
vado a Inés, el escribano confirmó sus primeras sospechas, arregló
los aperos del caballo escogido, arrimóles una lanza y echó en las
alforjas quinientos pesos de oro. Adulterio y asesinato —se dijo-
si mi cuñado no corre, antes de una semana colgará de algún árbol
de Tunja, a menos de que el señor Corregidor prefiera los encantos
de Inés, lo cual no parece posible por la alta moral de don Juan y
la manera como Pedro defiende sus hembras. Sin saber, que en
esos momentos el encomendero tenía puestos los grillos de la justi-
cia, el escribano fue en su busca para ayudarle en la fuga.
A pesar del trabajo, primero con las campanas y, luego como
monaguilo, Pedro de Hungría, sudando, no recobraba el color,
cuando hubo de coger las vinajeras para presentarlas al padre Ore-
juela en el momento de la consagración. Tras el altar se veía un
gran crucifijo enviado desde el Perú por una dama descendiente ce
Los pecados de Inés de Hinojosa 487
los Pizarros que había conocido a la madre de doña Mencia de Fi-
gueroa. Hungría tomó las vinajeras con pulso firme, es decir, disi-
muló sus temblores al participar en la Eucaristía después de haber
dado muerte a un cristiano. Se acercó a la sagrada mesa y comenzó
a servir el vino en el cáliz sostenido por las manos del sacerdote que,
así estuviera entregado al Señor en momento tan solemne, advir-
tió manchas de sangre en las mangas del sacristán, pues el hábito
de monaguilo no las cubría totalmente. El padre Orejuela en vez
de pronunciar las palabras rituales, se encaró al sacristán y mirán-
dolo airado, le dijo:
— " ¡Traidor! ¿Por ventura has sido tú en la muerte de este
hombre?". Pedro de Hungría perdió el disimulo y tembló desde la
coronilla hasta los pies. Parecía un esqueleto agitado, todos los
huesos se le movían sin poderlos someter a la mente que, por otra
parte, se le había alocado viendo, bajo el Crucifijo, a los maraño-
nes del tirano Aguirre cortando cabezas que caían en el hoyo don-
de lanzó a Jorge Voto. Sin embargo, pudo articular la más pequeña
de las palabras:
— "No"
El sacerdote bebió el vino, pero no pudo pensar en el milagro de
la Eucaristía sino en las manchas del sacristán.
Como el corregidor no había dado nueva orden, el cadáver de
Jorge Voto, custodiado por los soldados, permanecía en el piso de
la plaza, cerca de la Iglesia. Un sujeto con piernas de sapo fue el
único que se acercó en aquel momento al muerto.
— Apartaos —dijo uno de los soldados.
— Hay que llevarlo al centro de la tierra —respondió el hombre-
cillo.
— ¿Qué decís?
— En estos amargos tiempos todos cuantos regresan a la tierra
van agujereados.
— ¿Cómo os lamáis?
— Felipe Rotundo.
— ¿Y a qué venís?
— A llevarlo a la boca de la tierra, que son los hervideros.
— Allá os levaremos si no os largáis inmediatamente.
— Puedo esperar hasta después del fin, idiotas —replicó Felipe
desapareciendo como los espantos.
Uno de los soldados comentó:
488 Próspero Morales Pradilla
— Visteis lo que yo vi o ya me está atacando el Judío Errante
de tanto permanecer junto a este muerto.
— Quizá lo uno y lo otro.
Aunque la feligresía no se daba cuenta de lo sucedido en el coro y
en el altar, porque la misa se celebraba con la serenidad de to-
dos los días, algunos murmullos saltaban de escaño a escaño desde
el diálogo entre doña Leonor de Castro y doña Mencia de Figueroa
en torno a la ausencia de las Hinojosas. Del coro, como si rodara
por las escaleras, legó a la nave principal el rumor de que don Juan
de Villalobos y el encomendero Bravo de Rivera oraban muy cerca
el uno del otro. Las damas de la primera fila, celosas de las pala-
bras del celebrante, advirtieron una momentánea detención del pa-
dre Orejuela ante las vinajeras presentadas por el monaguilo. Algu-
nos comentarios venidos de los hombres que cerraban la puerta
con sus cuerpos, completaron la inquietud dentro del templo, don-
de el mayor crimen en la historia de Tunja hacía muy difícil la co-
municación de estos cristianos con Dios.
Por fin, el celebrante dijo: "Ite misa est". Pero nadie se movió
del templo como era lo usual. Los fieles parecían clavados al piso,
esperando que alguna autoridad —civil o eclesiástica— tomara la
iniciativa de salir. El padre Orejuela, aún revestido, pasó por entre
los creyentes en busca del señor Corregidor, pues las manchas de
sangre en las mangas de Pedro de Hungría eran indicio cierto de su
participación en el asesinato y debían aprehenderlo. Como pregun-
tara por el Corregidor, se le indicó el coro y allí lo encontró junto
a Pedro Bravo de Rivera. Al cruzarse las miradas de las supremas
autoridades de Tunja, el representante del Rey y el representante
de la Iglesia, aquél dijo:
— Salid adelante, reverendo Padre, que yo debo entregar el reo a
los chorchetes.
— ¿Habéis aprehendido un hombre en la Casa de Dios?
— Apenas he impedido su fuga.
— Hablaremos después sobre la posible violación del respeto de-
bido al templo.
— Sea —cortó el Corregidor, empujando a Pedro Bravo de Ri-
vera.
Una sorda exclamación de los asistentes rebotó por las paredes
cuando, en las escaleras del coro, los tunjanos vieron rodar al enco-
mendero de Chivata cargado de grillos. Luego lo agarraron seis cor-
chetes levándolo hacia la cárcel, mientras las gentes del templo
oían al señor Corregidor, quien, con su voz de batalla, dio un nue-
Los pecados de Inés de Hinojosa 489
vo bando, por el cual se ordenaba a todos los vecinos de Tunja que
trajeran sus camas y se establecieran en las naves de la Iglesia "so
pena de traidores al Rey y de mil pesos para la Real Cámara".
La mudanza de los tunjanos hacia la lamada Catedral comenzó
después del medio día de aquel sábado, cuando el cadáver de Jorge
Voto fue levado a su casa por cuatro soldados y puesto en la alco-
ba del pasadizo, como si al asesinato fuese necesario añadir el es-
carnio. Primero aparecieron en la plaza los caballeros, tras los cua-
les iban sus camas y mantas en hombros de la servidumbre. Con
paso de procesión entraron al templo, estableciéndose que los pri-
meros en legar podían situarse contra los muros, dejando el coro,
para las autoridades. Más tarde, desfilaron las mujeres, todas vesti-
das de negro, algunas llorando, rodeadas de criadas. Era la tarde
de la desgracia común.
El Corregidor vigilaba la mudanza en el atrio de la Iglesia. Vio a
Juanita de Hinojosa dispuesta a cumplir la orden de la suprema auto-
ridad. Pero no la dejó entrar, con estas palabras:
— Vuesa merced debe volver a casa y velar al muerto hasta lle-
var sus despojos al cementerio.
Muchos cristianos pensaron en que el Corregidor había hablado
con voz de misericordia. Pero quienes conocían la fina inteligencia
de don Juan de Villalobos estaban ciertos de que había dispuesto
un sabio castigo para la sobrina.
La legada de don Juan de Castellanos a las puertas del templo,
convertido en dormitorio de la comunidad, permitió disimular el
caso de Juanita. El notable cronista en vez de cama hizo que sus
criados trasladaran a la Iglesia una alta mesa toscana, una silla cor-
dobesa con cojines, tintero, plumas y papel, pues deseaba acatar el
bando sin perder de vista las exigencias de la posteridad.
El padre Orejuela no tuvo tiempo para buscar a Pedro de Hun-
gría. Un sentimiento parecido a la ira de los pecadores le devoraba
por dentro al comprobar los sacrilegios del Corregidor, quien no
sólo utiÜzó el sagrado recinto para aprehender a un cristiano sino
que. acto seguido, ordenó la invasión de la Casa de Dios, transfor-
mando el templo en refugie; de la promiscuidad. Con espíritu puni-
tivo y ardiente, se sentó en el despacho parroquial, destapó el mo-
desto tintero de vidrio, mojó la pluma y escribió una epístola a
don Francisco Adame, Dean del Arzobispado de Santa Fe, para que
éste comunicara al señor Presidente Venero de Leiva la atrenta que
el Corregidor Juan de Villalobos había hecho a la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, violando la Catedral de Tunja.
Próspero Morales Pradilla
Antes de trasladarse a vivir en la Iglesia para acatar el bando del
Corregidor, el escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, al comprobar
que Pedro había sido aprehendido, puso de presente su condición
de encomendero de Motavita y citó en su casa a una reunión de
iguales, a la cual asistieron los encomenderos de Mongua, Francis-
co Salguero; de Tunja, capitán Juan de la Madrid; de Boy acá, Die-
go de Partearroyo; de Cuítiva, Pedro López de Monteagudo; de Sa-
macá, Antón de Esquivel. Otros estaban lejos de la ciudad y Sebas-
tián García, encomendero de Icabuco. no aceptó la invitación, por-
que siendo dueño de la encomienda que fuera del señor Fundador
capitán Gonzalo Suárez Rendón, no consideró ajustado a la ley
asistir a la reunión convocada por el cuñado del reo. Dado el poco
tiempo disponible para defender a Bravo de Rivera, el encomende-
ro de Motavita no logró apoyo de sus iguales. Salguero, olvidando
las gratas noches de Chivata, sostuvo que, como protector de las
clarisas, no podía respaldar adúlteros; Partearroyo pidió que no lo
mezclaran en negocios ajenos a su encomienda; Esquivel anunció
pronto viaje a España; De la Madrid se consideró mal informado y
recató su opinión; López de Monteagudo, conocido por la amplitud
de su tratamiento a los indios, dio la mano a Cabeza de Vaca en se-
ñal de amistad. Estos últimos permanecieron en la casa cuando los
demás salieron y mirándose, el escribano dijo:
— Las gallinas, son gallinas. . .
— Esto viene de atrás.
— Desde antes de Cristo.
— Y continuará por el resto de los tiempos.
— ¿Sabes, Pedro López, que el juicio de tu tocayo Bravo de Ri-
vera menguará el poder de los encomenderos?
— Yo no diría "juicio", porque en los días que corren eso no
existe.
— ¿Y Venero de Leiva?
— Si bien le va a Pedro Bravo de Rivera, Venero de Leiva será su
Poncio Pilatos.
Desde su balcón, apretada la pequeña boca, pálida, húmedos los
ojos, y la cabellera tan negra como las telas del cuerpo y el verdu-
gado, Juanita de Hinojosa vio salir a la servidumbre y, poco des-
pués, a los encomenderos reunidos en la vecindad. Cuando López
y Cabeza de Vaca pasaron bajo el balcón, Juanita hizo una de sus
últimas coqueterías: tosió. El encomendero de Motavita la miró
y, quizá recordando los buenos tiempos, le lanzó un beso con la
mano derecha, que ella recogió como si la vida de antes no se hu-
Los pecados de Inés de Hinojosa 491
biera interrumpido. Había quedado sola en la inmensa casona con
el cadáver de Jorge Voto en la alcoba de su tía. No se atrevía a mo-
verse del balcón por temor a entrar en las tinieblas del muerto. Le
olió a podredumbre y advirtió que aquello no provenía del cadáver
sino de ella misma: de sus axilas, de su pelo, de sus nalgas, de su
pubis, de sus pies. Entró al aposento en busca de las viejas resinas
de Carora y las halló secas en los frascos, convertidas en polvillo
también maloliente. No pudo tenderse en la cama, como fue su
primer impulso, sino quedarse pegada al piso. Luego algo maléfico
la levó a la alcoba de Inés, donde yacía el cadáver sobre la cama
de los adulterios. Vio un Jorge Voto en descomposición, le pare-
ció formar parte de aquello, se le helaron las tripas, orinándose sin
darse cuenta y escandalizando al indio Tamo, hijo del cacique de
Soracá, que se había escondido en el pasadizo para no cumplir el
bando del Corregidor. El indio huyó hacia las caballerizas del en-
comendero Bravo de Rivera, donde halló, sigiloso y espantado, al
sacristán Pedro de Hungría cerca a un caballo ensilado. Se escon-
dió, nuevamente, y pensó en que la perversidad de los blancos nun-
ca descansa.
Si la casa de Jorge Voto olía a podredumbre, la Iglesia Mayor,
por la aglomeración de cristianos e indios, perdió los aromas del
incienso y, al paso de las horas, intensificó el olor de los huma-
nos, el más sucio de todos los animales de la creación, con la aña-
didura, por el clima y por la moda, de los gruesos trapos, los cue-
ros sudados, los pies sin calzas y las carnes sin baño. Parecía que
las tumbas del cementerio se hubieran destapado, regando por el
templo la pestilencia de los vivos y de los muertos. Aun los niños,
meándose en los rincones, añadían espesura al mal olor. Pero las
gentes, obligadas por la autoridad, no parecían molestarse por es-
tar en una cloaca, sino porque la Justicia, de suyo ciega, apretaba
por igual a los buenos y a los malos como si los predestinados de
ésta y la otra vida pudieran mezclarse con los condenados de siem-
pre, a la cabeza de los cuales debían hallarse esos seres sin alma
lamados indios cuyos olores no legaban a la fetidez de los caballe-
ros y las damas principales.
Inés de Hinojosa. presa, fue conducida a las caballerizas del Co-
rregidor, donde los corchetes la encerraron en el cuarto de los
aperos, prefiriendo cuidarla allí en vez de llevarla a la cárcel, por
ser dama principal y esposa del difunto. Con todo frío, desde las
narices hasta los pies, a la hija de Fernando de Hinojosa se le per-
dió la sangre española y, allí, convicta y miserable, sólo pudo
l
4)2 Próspero Morales Pradilla
pensar como india. Tenía la certidumbre de estar sola frente al
mundo, porque la desgracia aisla a las personas. En otro clima se
habría desnudado para volver a las libertades de antes y acercarse
a la muerte sin trapos. Pero acá, en el cuarto de los aperos, se cu-
brió con una gualdrapa y quiso rezar como le enseñaron en Nueva
Segovia de Barquisimeto, pero tampoco le había quedado religión
de tanto violar mandamientos. Para consolarse pensó en los días
que no conocía, cuando era niña y andaba con su madre corriendo
por playas bordeadas de cocoteros. La civilización la había levado
a sitios de encierro —alcobas, templos, caballerizas-. Si hubiese
sido salvaje para siempre como su abuela y, acaso, como su madre,
habría pasado la vida sin techos, sin paredes, sin puertas, sin leyes,
sin maldad. Inés de Hinojosa no lloraba, se mordió los labios hasta
sangrar; no tenía nada que ver con los infelices muiscas, pero con-
sideró, en el fondo de su vida, que estos pobres indios eran los úni-
cos seres humanos próximos a ella en el momento de la infamia.
A Pedro Bravo de Rivera lo colocaron tras la misma reja que
guardó a Rodrigo Zaino, como si no hubiera diferencias entre un
zafio y el señor encomendero de Chivata. La ira de Pedro era tan
grande que ni siquiera podía protestar, o gemir, o lanzar insultos.
Se había apoderado de todo su cuerpo, además de la mente, deján-
dolo absorto. Desde que el Corregidor le hizo poner los grillos, en
plena misa, no acertaba a enderezar sus ideas: era inconcebible que
un funcionario parido de mala manera, viniese, en nombre de su
mismo Rey, a dominar un conquistador de tierras y de reinos, due-
ño de mil preseas ganadas para honra de España, propietario de
indios, labranzas, casas, mujeres y títulos. Esta fiebre le andaba
por la sangre, se le metía entre los poros y legó a moverle los la-
bios hasta el punto de que uno de los centinelas próximo a los ba-
rrotes, le preguntó:
— ¿Decís algo, señor?
Pedro fijó su vieja mirada de odio en aquel rostro, puso los bra-
zos en jarra y con la jactancia de sus mejores días estalló:
— El Corregidor Villalobos y todos vosotros sois los hijos de los
hijos de las putas que ya murieron, ¡malditos!
— ¡Callad!
— Callarán vuestras madres que yacieron con hijos de puta co-
mo vosotros.
Dos soldados trajeron sendas alabardas e intentaron herir a Pe-
Los pecados de Inés de Hinojosa 493
dro por entre los barrotes. El, sacándoles el cuerpo, siguió gritando
hasta ser alcanzado en un muslo por la punta del arma:
- ¡Hijos de putaaaaaaa!
Cuando el indio Tamo, hijo del cacique de Soracá. vio en las ca-
ballerizas del encomendero Bravo de Rivera al sacristán Pedro de
Hungría, éste todavía levaba hábito de monaguilo, que se quitó al
ver el caballo ensilado por orden de Cabeza de Vaca. Enrolló el
hábito bajo las alforjas, miró a diesta y siniestra, puso el pie iz-
quierdo en el estribo después de soltar el lazo de la bestia, tomó las
riendas y salió de la casa, primero levando frenado al animal y,
luego, picándole los ijares para galopar. Corriendo a la puerta, el
indio apenas pudo ver la silueta del jinete en veloz carrera hacia
donde se esconde el sol, mientras los tunjanos lenaban la Iglesia
Mayor y el Corregidor comenzaba a interrogarlos para desocupar,
poco a poco, el templo. La primera orden de don Juan de Villalo-
bos, en aquel sagrado lugar, fue la de liberar de todo compromiso
a doña Mencia de Figueroa y a sus criadas, para que la benemérita
dama pudiera regresar a casa sin mayores fatigas. Luego, dio permi-
so de salir a las demás mujeres, excepción hecha de Hortensia de
Godoy, Paquita Niño y las criadas tanto de Jorge Voto como de
los hermanos Bravo de Rivera. Estas últimas pasaron a la cárcel.
Paquita Niño, hablando en voz alta con el ánimo de burlarse, dijo
al Corregidor cerca del pulpito:
- ¿Después de dormir con vuesa merced podré regresar a casa?
- Lo ignoro.
¿Por qué tantas exigencias con esta amiga vuestra?
- Apartadla —respondió el Corregidor ordenando a los corche-
tes que se levaran a Paquita.
En medio de los corchetes, la prisionera, gritó:
¿Y qué haré con tantos hombres, señor Corregidor?
Salida la escandalosa mujer, Hortensia se postró a los pies de
don Juan, diciéndole:
- Piedad, señor Corregidor. . .
- Podéis iros —replicó don Juan-. Más quedaos encerrada en
vuestra casa hasta nueva orden mía.
- Gracias, señor Corregidor.
Idas las mujeres, don Juan subió al pulpito, por ser el sitio pro-
picio para hablar y ser oído. Desde allí ordenó al escribano Cabeza
de Vaca tomar la mesa de don Juan de Castellanos, así como sus
folios y pluma para escribir cuanto el Corregidor dictase. Así mis-
mo hizo al lugarteniente Aguayo responsable de que nadie entrara
494 Próspero Morales Pradilla
o saliera del recinto. Y se inició una de las más densas, prolijas, se-
veras, constantes, seguras y rápidas investigaciones de que tenga
noticia el Nuevo Reino de Granada. La clerecía, incluyendo frailes
y legos, también fue exonerada de testimonio, por lo cual don
Juan de Castellanos hubo de salir, a regañadientes, del templo,
pues prefería estar donde se cuece la historia y no en el remanso
de su biblioteca.
Llegada a su casa, Hortensia pasó al solar donde pudo orinar a
sus anchas. Luego se acostó sobre la cama, colocándose en forma
de equis para multiplicar las fuerzas de su hálito. Contó sus pro-
pios huesos desde los que arquean los dedos de los pies hasta el
cráneo, deteniéndose en las falanges, las falanginas y las falangetas.
Metió la mente por entre las venas con el propósito de sosegarse.
Cerró, luego, las piernas y puso los brazos rectos a lado y lado del
cuerpo, contando de adelante hacia atrás desde el número cien,
que tiene la redondez del sueño. Logró la paz indispensable para
volver a la vigilia de lo conveniente. Cobijóse, entonces, con la
mantilla negra, desperezó los brazos y se dirigió a la mesa de los
menjurjes. Puso a hervir agua con hollín de la chimenea para se-
parar el vapor de las tinieblas, agregó dieciocho habas en busca de
las fronteras entre la dicha y la desdicha. En otro sitio colocó cera
virgen dentro de una marmita calentándola para percibir la buena-
ventura. Hortensia estaba convencida de sus poderes y, al legar el
día de lo aciago, como ahora lo comprobaba, quiso disponer de
los elementos necesarios para no caer entre las víctimas. Se había
quitado todo menos la mantilla, permaneciendo desnuda bajo la
seda negra y estaba ya al borde del trance, cuando entró Juanita de
Hinojosa a la carrera, despeinada, con ojos asustados.
Juanita no había resistido el castigo de acompañar el cadáver de
Jorge Voto. A pesar de que no debía violar las órdenes del Corregi-
dor y de que Tunja era un peligroso desierto, no soportó la angus-
tia de estar sola junto al asesinado. Optó por refugiarse en su al-
coba, pero le legó el olor a mortecino y la envolvió. Luego bajó a
las dependencias de la servidumbre, pero eran oscuras, malsanas,
casi podridas y parecían lenas de fantasmas de indios. Pensó en los
indios muertos por las espadas y las lanzas de los españoles. Cre-
yó que allí, precisamente allí, habían asesinado al último empera-
dor y lo vio con rostro de pómulos salientes, demasiado apacible
frente a la desgracia. Se sintió acorralada con malos espíritus ro-
deándola y, arriba, un hombre que la había poseído y. ahora, te-
nía sangre coagulada en el pecho, en la espalda, en las piernas, en
Los pecados de Inés de Hinojosa 495
el cuello. Sin saber cómo. Juanita de Hinojosa huyó de los espan-
tos, corrió por media Tunja y se presentó, movida acaso por el dia-
blo, en casa de Hortensia de Godoy, cuando la extraña mujer lle-
gaba al climax de sus brujerías.
Juanita cayó a los pies de Hortensia y ésta la dejó en el sue-
lo, conminándola:
- De ahora, en adelante, serás una rata.
Y Hortensia creyó que sus frases producían lo ordenado, legan-
do por fin al trance. Así pudo desatar el nudo de lo aciago, dando
a los pecadores la gracia de la luz y al Corregidor la suerte de la ce-
ra virgen.
Temblorosas por tantas desgracias, legaron las damas principa-
les a casa de doña Mencia de Figueroa. Esta había logrado recupe-
rar el aspecto, es decir, la serie de condiciones interiores y exterio-
res que garantizaban la dignidad. Vestida de luto no sólo por la
muerte de Jorge Voto, sino también por la melancolía colectiva, su
pálido y arrugado rostro envejecido junto a la gloria del Fundador,
parecía representar la majestad del Imperio en una sala cuyas ta-
pias, bordeadas de figuras multicolores, ostentaban el blanco de la
pureza junto a pesadas cortinas venidas de Castilla. El único cua-
dro de la estancia era un retrato de don Gonzalo Suárez Rendón
con las armas de su ciudad. Cuando doña Mencia vio más de doce
damas conspicuas, se situó junto al retrato del Fundador y dijo,
bajando los párpados en un suspiro ahogado:
— Señoras, vamos a invocar a Dios.
Todas cayeron de rodillas, casi con la rapidez del arrebato, y
rezaron el "Padre Nuestro", seguido del "Ave María"; con tal de-
voción y tantos propósitos de enmienda, que bien podría pensarse
en que la lascivia, la contumacia e, inclusive, el crimen, comenza-
ban a borrarse de Tunja.
Luego, doña Mencia hubiera debido presentar opiniones sobre la
tragedia general, pero las mujeres, así fuesen principales, preferían
dejar a los hombres el problema de opinar, con lo cual, no engro-
saban los contratiempos de manera directa. Cuando doña Mencia
pronunció la primera palabra, las demás optaron por hablar sin ila-
ción, uniendo muchas interjecciones y lenando el recinto de frases
repetidas. El murmullo, cada vez más alto, estaba al borde de con-
vertirse en gritería cuando Leocadia, la criada de doña Mencia,
apareció en la sala con tazas de chocolate y colaciones, haciendo
posible que la conversación se dedicara a ponderar las golosinas,
496 Próspero Morales Pradilla
tratando de recordar recetas similares y dando noticia de los gustos
gastronómicos de los maridos, todavía encerrados en la catedral
bajo la implacable severidad del señor Corregidor, cuyas órdenes se
estaban cumpliendo desde los barrancos hasta Teta de Agua con la
eficacia propia de los tercios españoles, que no sólo dan ejemplo
en la lucha contra los enemigos del Rey, sino también contra los
cristianos descarriados como algunos encomenderos del Nuevo
Reino dé Granada. Al terminar la reunión, las damas principales
habían entendido esta sugerencia de doña Leonor de Castro:
— En adelante, ninguna de nosotras podrá estar en el sitio de
las Hinojosas.
— ¿Ni en la iglesia? -preguntó un coro.
— Tal vez en la iglesia. . . —terció doña Mencia.
— Pero no en la misma nave —afirmó doña Leonor.
Así, con una especie de consigna entre pecho y espalda, además
del chocolate, las mujeres virtuosas y encopetadas, con bordes de
nobleza en el linaje, dejaron a doña Mencia de Figueroa en su casa,
mientras todas y cada una se dirigía a la propia, pasando lejos de
la Catedral para que los hombres no las tomaran por curiosas. Do-
ña Mencia se aflojó el ajustador, que solía irritarle la parte baja del
seno izquierdo, lamó a Leocadia y le ordenó:
— No vuelvas a mentar a las Hinojosas en esta casa.
Cuando ya las damas retornaban a sus hogares, el Corregidor de-
jó a los hombres, en la Iglesia, bajo la responsabilidad del lugarte-
niente Aguayo, y se presentó en la botica de Hortensia, dando
apenas tiempo para que Juanita se escondiera en la cocina.
— ¿En qué os puedo servir? —dijo Hortensia al verlo.
— En mucho.
— Mandad, señor Corregidor y, soy toda vuestra.
— Dejaos de puterías y contestadme algunas preguntas.
— Vos mandáis, señor.
Juan de Villalobos ocupó una silla, despejó con las manos el
olor a brujería pasándoselas varias veces frente a las narices y pre-
guntó:
— ¿Estáis sola?
— ¿Yo?
— Sea: ¿viene aquí con frecuencia la tal Juanita de Hinojosa?
— Viene.
— ¿Y su tía Inés?
— ¡Nunca!
— Pero vos vais a su casa.
Los pecados de Inés de Hinojosa 497
— Por el trabajo.
— ¿Qué trabajo?
— Platos, costuras. . .
— Y brebajes, y filtros, y alcahuetería.
— Santo Dios —anotó la mujer, haciendo la señal de la Cruz.
— ¿Conocéis de amores a vuestros clientes y a las mujeres que
os visitan?
— Acaso vuesa merced piensa. . .
— Pienso en que vuestra casa es lo más parecido a un burdel de
Flandes.
— Me insultáis, señor. . .
— Y apenas comienzo.
— Tened compasión.
— ¿Vos la habéis tenido?
— A nadie he perjudicado con la preparación de viandas o la
costura de enaguas.
— Con eso, tal vez no; pero con la alcahuetería, sí.
— ¡Dios me ampare!
El Corregidor se levantó y, con pasos lentos, anduvo de una a
otra pared de la estancia, revisando frascos, ollas, pastas,flores,pa-
los y cojines. Luego se detuvo frente a Hortensia con la diestra ex-
tendida hacia el rostro de la mujer, diciéndole:
— ¿Cuántas veces alojasteis en esta casa a Pedro Bravo de Rivera
e Inés de Hinojosa?
— ¡Nunca!
— ¿Lo juráis?
— Lo juro.
— Recordad que el falso juramento no sólo os levará al infierno,
sino que aquí, en la tierra, es castigado con azotes, según ordenan-
za del Corregidor.
— Yo no juro en falso.
— Sea.
Juan de Villalobos se acercó a la puerta de la cocina, iba a abrir-
la, pero lo distrajo un papel puesto bajo un cuchillo de plata. Leyó
el papel: "Grasa de macho cabrío, cabellos de ahorcado, cola de
cóndor, hollín, huevas de pescado. . .". Lo arrugó y lo guardó, des-
pidiéndose .
— Tened cuidado, porque también la brujería leva al infierno y
es castigada en este mundo.
Tras cerrar la puerta y trancarla, Hortensia le dio la espalda y
498 Próspero Morales Pradilla
vio a entrar a Juanita aterrada. Quiso pegarle, pero se contuvo al
oírla:
— Las dos somos blancas, Hortensia, estamos perseguidas, nece-
sitamos un hombre que nos salve.
El Corregidor volvió a la Iglesia, subió al pulpito y, desde allí,
dio cuenta pormenorizada del crimen, habló de los indicios halla-
dos, señaló los nombres de tres sospechosos —Pedro y Hernán Bra-
vo e Inés de Hinojosa—, anunció la gravedad del momento, solicitó
la fraternidad de los cristianos y dio permiso de salir a todos me-
nos a Hernán Bravo de Rivera. El padre Orejuela aprovechó el
silencio tras las palabras del Corregidor, para gritar desde el altar:
— Hernán Bravo de Rivera no está aquí, como tampoco lo está
Pedro de Hungría.
— Maldición —gruñó el Corregidor.
— Os ruego, señor Corregidor —agregó el párroco— no añadir las
desvergüenzas de vuestro vocabulario al sacrilegio de haber conver-
tido la casa de Dios en patio de presos.
— ¡Callad, señor cura!
— Estoy en el altar de mi Señor.
— ¡Salid todos!
Mientras los varones salían del templo a una hora en que, regu-
larmente, estaban durmiendo en sus camas, el padre Orejuela se
arrodilló ante el altar, abriendo los brazos en señal de intensa ora-
ción, impidiendo así que el Corregidor pudiera abordarlo. Ya en la
puerta de la Iglesia, don Juan de Villalobos comentó al lugarte-
niente Aguayo:
— Cura mal agradecido. . . ¿Será que él también ha montado a
las Hinojosas?
El lugarteniente Aguayo, a quien se le había cerrado la boca des-
de las primeras horas de la mañana, miró con asombro al Corregi-
dor y apretó bien los labios para evitar cualquier palabra que pu-
diera comprometerlo, pensando en las fiestas de Hortensia con Pa-
quita y Juanita. Por eso casi no oye la orden del superior:
— Redoblad la guardia y no permitáis que nadie salga de los lin-
deros de Tunja. Quien lo intente deberá ser levado inmediatamen-
te a mi presencia.
Entre los primeros en abandonar la Iglesia estaba el escribano
Cabeza de Vaca, cuyos cojones un poco averiados por el trágico
día mantenían, no obstante, la fuerza necesaria para jugarse el'pe-
llejo en beneficio del cuñado y de sus amigos, pues si su oficio eran
las leyes no en vano había recibido la encomienda de Motavita y
Los pecados de Inés de Hinojosa 499
andaba en lances de amor como cualquiera de sus iguales. Fue a casa
de Pedro Bravo con el propósito de desensilar el caballo que había
dejado listo para la fuga del cuñado. Pero no lo halló. Pasó, enton-
ces, por su casa, guardó bajo lave algunos documentos, fue al solar
para aligerarse y, a buen paso, tomó el camino de la botica de Hor-
tensia, donde encontró a las dos desesperadas mujeres que busca-
ban un hombre para preparar la fuga. Ambas se le colgaron al cue-
llo, lo besaron y Juanita habló:
— Creímos. . .
— Vuesa merced —saltó Hortensia— vino por mi conjuro.
— Necesitamos un hombre —complementó Juanita.
— No lo dudo.
— Pensamos. . .
— Acaso, ¿podéis pensar?
Hortensia empujó al escribano sobre un canapé y sentándose a
sus pies mientras Juanita lo hacía junto a él, le dijo entre senten-
ciosa y triste:
— Señor escribano: os necesitamos para fugarnos de Tunja, el
maldito Corregidor las ha tomado contra las hembras.
— Y los varones. . .
— Ayudadnos, don Juan Ruiz Cabeza de Vaca, en nuestra debi-
lidad e intenciones.
— Si pretendéis iros, seréis aprehendidas y juzgadas como cóm-
plices.
— Lo arriesgamos, señor. Llevadnos con vos a Motavita.
En este siglo, cuando es gracia salvar el propio pellejo, nadie ha
pensado en ayudar a los perseguidos, porque la vida no da para la
misericordia. Pero el escribano se dejó tentar de las dos mujeres co-
mo antes al buscar compañía para su cama. Por fortuna hay hom-
bres que agradecen los coitos después de gozarlos como le sucede
al escribano de Tunja y encomendero de Motavita, cuyas palabras
tranquilizaron a Hortensia y Juanita:
— Esperad aquí. Volveré con caballos.
A estas horas de la noche el maleficio había caído sobre Tunja
con tanto rigor que, salvo excepciones desconocidas, nadie pudo
cohabitar en la ciudad. Las camas no se arrugaron por las faenas
del amor, sino por el miedo de las parejas, pues lo sucedido en este
día indicaba que el Judío Errante comenzaba a marcar su paso por
Tunja como antes lo hiciera en Constantinopla y Roma, donde
las enfermedades infecciosas habían sido la secuela de su sombra.
Aquí no mostraba pústulas visibles, sino la putrefacción de las al-
500 Próspero Morales PradiUa
mas merced al estrago del Maligno sobre las conciencias. La muerte
de Martina y, ahora, el asesinato de Jorge Voto, seguido por la pro-
fanación de la casa de Dios, los conjuros de Hortensia, el adulterio
de Inés, la putería, el escarnio, la sevicia de los encomenderos, en
fin: lo aciago. Parecía que Tunja formara parte del Infierno de no
ser por las oraciones de doña Mencia de Figueroa y la presencia de
tanto eclesiástico en una sola ciudad.
La serenidad del Corregidor, que se convirtió en pesado sueño,
y el miedo general, hicieron posible el pronto regreso del escribano
a casa de Hortensia, donde ésta y Juanita, con vestidos para largo
viaje, es decir, propio de jinetes, abrazaron al salvador que trajo
dos caballos, ambos con sillas de hombre. Juanita y Hortensia acep-
taron ser las primeras mujeres que en la muy noble y muy leal ciu-
dad de Tunja montaran a horcajadas. Siempre se había dicho cuan
peligroso era para la salud del cuerpo y del alma que una mujer ca-
balgara de manera hombruna. Pero cuando la desgracia impone sa-
crificios, nadie sería osado de rehusarlos. Cabeza de Vaca, des-
pués de verlas montadas como dos lanceros, aconsejó:
— Tomad la ruta de los hervideros. Un indio de mi encomienda
os alcanzará pronto, seguidlo hasta Pamplona. Luego, buscad ayu-
da para viajar a Nueva Segovia, donde Juanita tiene amigos.
— Mejor, Carora —observó Juanita.
— ¿Por qué? —preguntó Hortensia.
— Soy muy amiga del Corregidor.
Cabeza de Vaca alzó la diestra, tras dirigir los caballos hacia el
norte y, antes de descargarla sobre las bestias, hizo una última re-
comendación:
— No os devolváis, porque moriríamos todos.
Dio la palmada en el anca del caballo de Hortensia y se oyó el
único galope de esa noche en la ciudad.
Cuando el padre Orejuela, el lugarteniente Aguayo y la servi-
dumbre de Jorge Voto, entraron a la casa de éste, eran las seis de
la mañana del domingo. Aguayo buscó a Juanita más con el pro-
pósito de consolarla que de perseguirla, pero no viéndola optó
por disimular en recuerdo de coitos que un buen español no echa
en el saco roto de la ingratitud. Gracias al clima, el cadáver de Jor-
ge Voto no estaba fétido. Pero fue difícil colocarlo en el ataúd,
faena a la cual se dedicaron los indios que servían a Inés. Cuando
cerraron la tapa, todos los presentes descansaron y el párroco rezó:
— Réquiem eternam. . .
El padre Orejuela celebró misa rezada en la Iglesia frente al po-
Los pecados de Inés de Hinojosa 501
bre féretro del bailarín sacrificado. Fuera del representante de la
autoridad, del celebrante y los siervos, sólo había tres borrosas mu-
jeres en el templo.
El lugarteniente Aguayo sirvió de monaguilo, oficio que nunca
había prestado fuera de España. Por fortuna, el padre Orejuela le
ayudó como consueta.
El hombre que aspiraba a ser tan importante como un oidor de
la Real Audiencia y, acaso, el mayor cortesano de Santa Fe, fue
levado al camposanto —potrero en el camino de Chivata— por in-
dios de la servidumbre, cuya única compañía fue el padre Orejue-
la, quien tras echar el último puñado de tierra sobre la tumba de
Jorge Voto, exclamó en voz alta, como si lo estuvieran escuchando
los siglos:
— Aquí terminan las vanidades del mundo.
A esa misma hora numerosos corchetes, por orden del Corregidor,
buscaban a Pedro de Hungría y a Hernán Bravo de Rivera. Unos se
arrastraban por las cavernas de los barrancos, al sur; otros, subían
a ios cojines indígenas; los terceros, andaban por las laderas de
Soracá rumbo a la encomienda de Chivata; y un pequeño grupo se
dirigía a la encomienda de Motavita. El Corregidor, sentado < en una
silla cordobesa, pensaba intensamente como debe hacerlo un buen
investigador. Esto significa que desde las alturas de los encomende-
ros y las alcobas perfumadas bajaba, con la mente, a las pesebreras
y los aposentos de la servidumbre. Escudriñaba detalles con la mi-
radafijaen la vihuela, recostada contra la pared frontal, pues esta-
ba cierto de que el bendito instrumento le indicaría las menuden-
cias del crimen. Para él, la vihuela debía sonar, en casa del cornudo,
mientras se consumaba el adulterio de Inés. En este punto de sus
reflexiones, tomó el instrumento y pasó la diestra sobre las cuerdas,
quedándose perplejo por la manera como su inteligencia profundi-
zaba en el pretérito.
En "Las Cuadras" de Tunja los corchetes resolvieron hollar
una labranza de maíz, pues su misión los autorizaba a violar cuanto
fuese violable, incluyendo los cultivos. Allí encontraron a Hernán
Bravo de Rivera con hábito de mujer, tendido en el suelo, las pier-
nas entre los brazos y la cara untada de sangre. Cuando los corche-
tes lo agarraron, gritó sobrecogido:
— ¡Soy inocente, soy inocente!
Lo levaron ante el Corregidor, quien miró al preso y ordenó:
— Dejadme solo con este individuo.
502 Prospero Morales Pradilla
Las-enseñanzas de Lope de Aguire, que permitieron a los mara-
ñones someter indios y descabezar españoles, sirvieron a Pedro de
Hungría en su fuga de Tunja. Volvió a vivir las antiguas andanzas
para aguzar el oído, husmear los caminos, utilizar la maraña, tra-
tar de silenciar el ruido de la cabalgadura, apurar los minutos, no
dejar rastros, salvarse, como antaño, de cuanto lo amenazaba. No
comió, ni bebió, en muchas horas, sosteniendo el galope del caba-
llo, que parecía azogado por los nervios del jinete. La noche del
sábado lo cogió en una alta montaña, después de correr todo el día
hacia el poniente. Habituado a los azares de la soledad y la perse-
cución, tuvo sosiego suficiente para buscar la concavidad de una
roca, colocar ramas frescas, desensilar el caballo, atarlo a un árbol
con pasto circundante y tenderse. A pesar de la fatiga y de tanta
experiencia, el sacristán no pudo dormir. Le sonaban las campanas
entre los oídos, veía el cadáver de Jorge en los sitios más oscuros
de la espesura, mientras mosquitos y otros insectos le atormenta-
ban la cara y el cuello. Quiso recapacitar con el ánimo de arreglar
el futuro, pero sólo pudo advertir cuan miserable había sido su vi-
da de buscón en España, paje de malas razones en la Isla Margarita,
asesino en las huestes del tirano Aguirre, perro en Carora y Pamplo-
na, criminal en Tunja. . . "Maldita sea —mustió— hasta el amor ha
sido para mí sólo mierda". Quería seguir viviendo, estaba dispues-
to a borrar sus propias huellas, a legar a cualquier sitio donde na-
die conociera las desgracias de este hombre venido a Tierra Firme
con el propósito de participar en la conquista de un Imperio para
España, pero que apenas había logrado trasladar al nuevo conti-
nente la podredumbre del viejo.
Después del alba, Pedro de Hungría retomó el camino, cabal-
gando con el sol naciente a la espalda, mientras Tunja, sujeta a la
férrea voluntad del Corregidor Villalobos, se convertía en un mazo
que impondría la justicia así fuese menester golpear el pecho de
los encomenderos.
Hernán Bravo permaneció largo rato de pies frente al escritorio
del señor Corregidor, cuando los corchetes lo dejaron al cuidado
de don Juan de Villalobos, entregado a revisar papeles sin alzar la
vista. Hernán estaba atado de manos tras la espalda, el pelo albo-
rotado y los ojos espantados. El Corregidor tosió y, como si habla-
ra solo, dijo:
- ;Sois un asesino!
— Soy inocente, Vuesa merced.
Los pecados de Inés de Hinojosa 503
— Callad, imbécil, si no queréis azotes.
— Mandad, señor Corregidor.
Don Juan de Villalobos se levantó del asiento, empujó a Hernán
sobre una silla de cuero con las armas de Castilla en el espaldar, e
interrogó:
— ¿Pedro Bravo de Rivera e Inés de Hinojosa son amantes?
— No lo sé.
— Imbécil: no os pido que digáis que "no".
— Como quiera Vuesa merced.
— Entonces, ¿"sí"?
— Lo que Vuesa merced diga.
— Y vos, Hernancilo ¿por qué matasteis a Jorge Voto?
— Soy inocente, Vuesa merced.
— Pero huíais vestido de mujer..
— Por miedo.
— ¿Miedo de qué o de quién?
— De Pedro de Hungría.
— ¿El sacristán?
Hernán había pensado todo el día y toda la noche, sujeto a los
escalofríos, cómo podría librarse de la acusación. Poco antes de
ser capturado, ya había decidido culpar al sacristán de lo imagina-
do y lo imaginable. Así, durante el interrogatorio, habló del odio
de Pedro de Hungría hacia Jorge Voto y de la mucha simpatía que
él -Hernán— tenía por el muerto como consecuencia del noviazgo
de su hermano con Juanita de Hinojosa. El Corregidor no hizo
más preguntas, porque la prisa en descubrir los crímenes suele de-
jar muchos detalles por fuera. Pero ordenó encarcelar a Hernán
Bravo de Rivera cerca de su hermano y darle hábito de hombre,
poniendo espías para escuchar sus conversaciones, que minease rea-
lizaron porque Pedro, malicioso como los indios de su encomien-
da, impuso silencio para evitar las imprudencias de Hernán, quien
legó a la única mazmorra de Tunja como si se acercara al paraíso,
convencido de que saldría libre de culpa y podría largarse, bien
pronto, a sitios menos peligrosos.
Cerca de los hervideros un par de ojos vieron pasar hacia el nor-
te un indio y dos mujeres al galope de sus caballos, como si los
azuzara la muerte. Felipe Rotundo salió de su escondite cuando ya
el trío se había perdido en el horizonte, se acercó al pozo azul, el
más caliente de todos, y moviendo las aguas con un palo, sentenció:
— Se están saliendo las ratas.
504 Próspero Morales Pradilla
Pasó el resto del día meditando y absorbiendo humo. Ya al ano-
checer, se dijo:
— Debo purificarme, porque yo también estoy untado de Hor-
tensia.
Las intuiciones no suelen ser buenos instrumentos de los investi-
gadores, pero el corregidor Villalobos se empeñó en la importancia
de la vihuela para el esclarecimiento del crimen, cuyos protagonis-
tas, a juicio suyo, ya estaban en lugares adecuados para esta clase
de sucesos: el cementerio y la cárcel. Retirado Hernán de su pre-
sencia, el Corregidor tomó la vihuela y quiso rasgarla como lo hu-
biera hecho Jorge Voto. Pero unas manos encallecidas al servicio
de Su Majestad y unos oídos duros por la pólvora y las faenas de
conquista, le impidieron sacarle alguna armonía a las cuerdas que,
pulsadas por Jorge eran melodiosas y, ahora, parecían ruido de
alambres. Colocó la vihuela sobre el escritorio y comenzó a mirar-
la por todas partes como los perros cuando desconfían de algún
bocado. Descubrió raspaduras recientes debajo y a los lados, pero
ninguna huella de sangre, por lo cual conjeturó que el instrumento
había rodado por el suelo antes de que la víctima recibiera la pri-
mera estocada. Una pregunta que lo perseguía desde el primer mo-
mento, se le convirtió en grito: "Carajo: ¿el idiota por qué levaba
la vihuela a su asesinato?". Sin mayores esfuerzos, le llegó, al fin, la
respuesta: "Porque salió de su casa engañado, con el pretexto de
tocar vihuela. . . Pero ¿quién la toca en una trocha perdida, bien
entrada la noche?".
Ahí se le atascaron las deducciones al señor Corregidor, prefi-
riendo, entonces, recordar que cerca al sitio del crimen, gracias a la
humedad del piso, pudieron verse claras huellas de zapatos de cuero,
que sólo usaban en Tunja el encomendero Bravo de Rivera y el es-
cribano Cabeza de Vaca, quien, como legado del Cielo, pidió en
este preciso momento, ser recibido por la máxima autoridad tun-
jana.
— Pensaba en vos, señor escribano —dijo Villalobos.
— ¿Para bien o para mal?
— Vos lo juzgaréis, así se trate de una pequenez.
— Hablad, señor Corregidor.
— Decidme, don Juan Ruiz Cabeza de Vaca, ¿usáis zapatos de
cuero?
— Tengo un par.
— ¿Dónde lo hubisteis?
Los pecados de Inés de Hinojosa 505
— Regalo de mi cuñado.
— ¿El preso Pedro Bravo de Rivera?
— Yo diría, si vuesa merced lo permite, el injustamente sospe-
choso encomendero de Chivata.
Por este camino, leno de trampas para la astucia del escribano,
dialogaron los dos hombres considerados, junto con don Juan de
Castellanos, como los más sabios de Tunja. Cabeza de Vaca veía
los peligros de cada frase del Corregidor cuando apenas la estaba
pronunciando, mientras éste creía adivinar la verdad en los ojos del
escribano. Pero no se legó al crimen propiamente dicho, sino a los
episodios de alcoba, tan frecuentes para ampararse del frío de Tun-
ja y disfrutar las delicias del Renacimiento.
— Por cierto —dijo el Corregidor a manera de ejemplo- el enco-
mendero Bravo de Rivera y la esposa de Jorge Voto eran vecinos...
— ¿Vuesa merced considera que la vecindad puede ser delito?
— Delito, no: pero tentación, ¡sí!
— Señor Corregidor: ¿Y quién, en este mundo tan distinto al de
antaño, puede estar libre de tentaciones?
— Acaso vos. . .
Ni siquiera vuesa merced, don Juan de Villalobos.
Sería demasiado largo transcribir esta refriega de frases, ninguno
de los dos caballeros cedía al otro el deleite de la contestación
afortunada. Pero como el Corregidor iba hacia la cama de Inés de
Hinojosa y al escribano no le disgustaba la dirección, ambos lega-
ron a tal destino, uno para condenarla y, el otro, para defenderla,
siendo Cabeza de Vaca muy enfático, y aun osado, al decir:
No creo que la autoridad de vuesa merced se dedique al fácil
juego de acusar mujeres cuando es de varones gozarlas o, al menos,
tolerarlas.
¿Y la sociedad?
— La sociedad somos todos nosotros.
— ¿Y la religión?
No sois inquisidor, ni siquiera clérigo.
Ninguno de los dos convenció al otro. Pero el diálogo se cortó
a buena hora cuando el escribano, como quien saca una finísima
daga, preguntó:
— ¿.Es cierto, señor Corregidor, que huyó el sacristán Pedro de
Hungría?
Don Juan de Villalobos disimuló la sorpresa y respondió:
— Gracias, señor escribano, tenéis la virtud de recordarme otros
deberes.
506 Próspero Morales Pradilla
Le tendió la mano, abrió la puerta y Cabeza de Vaca salió con la
certeza de haber hecho dudar al señor Corregidor.
A Inés de Hinojosa la habían encerrado en una especie de apo-
sento menor y no en la pocilga donde estuvo la Torralva cuando
sufrió injustamente de las autoridades. Estaba lejos de Paquita Ni-
ño y otras dos mujeres presas. Ella sabía que tan pronto como el
corregidor la hiciera comparecer, recobraría la libertad pues nin-
gún caballero, así fuese el más cobarde, tendría a una dama bajo
cadenas distintas a las del amor. Ser mujer tenía inconvenientes
ante la fuerza bruta y la bestialidad de los plebeyos, pero garanti-
zaba buen trato por parte de los hidalgos así tuviesen ellas que en-
tregarles la virtud. Inés confiaba en los instintos del Corregidor y,
claro está, en sus encantos de mujer, sobre todo de mujer ofendi-
da por los soldados, estrenando viudez y sin consuelo distinto a las
oraciones. Inés lamó y un guardia abrió la puerta:
— Ordenad a mis criadas que me traigan mudas.
— Lo preguntaré al jefe de los corchetes.
Inés esperaba sus vestidos y sus juegos de enaguas interiores para
prescindir de cuanto le habían ensuciado y arrugado los corchetes
en su ferocidad. Ninguna mujer de alta prez, como ella, podía estar
sometida al enfado de desagradar por el descuido de la ropa, como
si se tratara de una fregona.
Cuando el Corregidor se enteró de la fuga del sacristán, éste ya
cabalgaba por tierras bajas donde queman los rayos del sol, crecen
plantas desconocidas, hay fieras y culebras, aumentan los mosqui-
tos, pero se agiliza el cuerpo y el contorno huele a inmensidad, que
es algo no presentido en Europa. Pedro de Hungría, sin saber por
qué, se sintió libre y tomó confianza en sí mismo, seguro de legar
al otro lado del horizonte, donde todo sería tan nuevo que ni si-
quiera la sombra de los pecados podría alcanzarlo. El aire titilaba
frente a los ojos y el paisaje parecía moverse dentro de una tela
transparente. Algo había semejante en la Gobernación de Venezue-
la, pero si quisiera poseer estas tierras le bastaría mirar en redondo
y proclamarse dueño. A pesar del crimen, veía a Tunja en el pasa-
do, lejos, sin ninguna relación con el sol agresivo y unas palmeras
que legaban al Cielo.
Cabeza de Vaca, confiando en las dudas del Corregidor, invitó al
encomendero Pedro López Monteagudo, único solidario con la
suerte de Bravo de Rivera, para buscar maneras de salvar al cuña-
do, por el cual sentía viejo cariño ganado por las muchas dádivas
de Pedro, las comunes hazañas en los campos del amor y el hecho
Los pecados de Inés de Hinojosa 507
de que cualquier desgracia del encomendero de Chivata rebotaría
contra la fama y el sosiego del escribano.
El encomendero de Cuítiva encontró a Don Juan Ruiz Cabeza
de Vaca medio adormilado en una silla de su austera sala, donde el
lujo era la estampa del primer Pedro Bravo de Rivera, su suegro,
cuya encomienda inicial fue la de Oricatán y, luego, reunió varias
en el Nuevo Reino de Granada, entre las cuales se contaba la muy
rica de Sogamoso, cuya historia hizo célebre al actual Pedro, pri-
mer encomendero que sufre pena de prisión en estas tierras. El
escribano se puso de pies ante López Monteagudo y, abrazándolo,
le dijo:
— Bienvenido señor, a esta vuestra casa y al buen propósito de
imponer la justicia contra los designios del Corregidor.
— Quien también está en problemas con el señor Párroco Ma-
yor, pues cuanto hizo en la iglesia huele a profanación.
— ¡Indudable!
No fue difícil a los dos hidalgos ponerse de acuerdo. Ambos
coincidían en su animadversión contra el Corregidor, el uno por el
desafuero de apresar al cuñado y, el otro, porque veía en tal acto
evidente peligro contra las encomiendas, entre cuyos privilegios
debiera estar el de no poner las manos de los corchetes, ni de los
corregidores, sobre un encomendero, favorecido siempre por la
sombra del Rey. Para alegar en favor de su causa, buscaron más
amigos, el padre Orejuela entre ellos. Sin embargo, éste no se ani-
mó a participar en una reunión con el Corregidor, por tratarse de
autoridad indigna desde que envileció la Casa de Dios. Prefirió
dar autorización al escribano para que lo representara, en nombre
de la misericordia y no del encomendero preso. Cabeza de Vaca
y sus amigos fueron recibidos por el Corregidor, quien advirtió la
maliciosa mirada del escribano tras la figura de López Monteagu-
do. En estos casos sólo se lega al tema con las vanidades y las ala-
banzas. Al cabo de muchas frases inocuas, el encomendero de Cuí-
tiva. colocándose a la cabeza del grupo y frente a las narices del Co-
rregidor, soltó el garrote:
— Venimos, señor Corregidor, con el ánimo de haceros refle-
xionar ante la injusticia que comenzáis a cometer.
— ¿Os oigo bien, don Pedro López de Monteagudo?
— Así espero, porque solicitamos de vuestra inteligencia la in-
mediata libertad del señor encomendero de Chivata. . .
Cabeza de Vaca interrumpió con estas razones:
508 Próspero Morales Pradilla
— Decimos. . . la libertad del encomendero bajo fianza que
vuesa merced se digne indicar.
— Eso es. . . —ratificó López Monteagudo.
El Corregidor sonrió no sólo por la respuesta que iba a dar, sino
porque ésta dejaría sin piso las añagazas de Juan Ruíz, abofeteán-
dolo sin tomarse la molestia de alzarle la mano:
— Cuánto me complacería acoger vuestra solicitud, que parece
dictada por mi noble amigo el señor escribano del Cabildo, don
Juan Ruiz Cabeza de Vaca, cuya presencia me honra, pero ya no
soy juez de esta causa porque la he remitido a la Real Audiencia.
Ida la comisión, cerrada la puerta principal del Despacho, el Co-
rregidor abrió la otra, situada a espaldas de su escritorio y cubierta
por los pendones de Castilla, apareciendo allí el encomendero
Francisco Salguero:
— Os felicito, don Juan —dijo el protector de las clarisas, abra-
zándolo—. Habéis hecho justicia.
— Gracias. . .
— Vengo también a daros dos noticias:
Según la primera, Juana de Hinojosa ha huido de su casa; y la
segunda, sujeta a comprobaciones de ley, se refiere a una nueva
embestida del Judío Errante que, al parecer, desea trasladarse al
convento de Santa Clara.
— Lo primero, don Francisco, es asunto mío, y a fe que no irá
lejos la maldita sobrina. Lo segundo, habrá de confiarse a los pa-
dres dominicos, informando a la abadesa de las clarisas.
— Contad con mi discreción y diligencia.
— Aceptad una copa de vino.
Cuando Inés vio enaguas y otras prendas suyas en el cuarto a
donde la habían confinado, sintió alivio porque esta gracia indica-
ba que los corchetes no eran ajenos a sus encantos y, además, po-
día mejorar su figura y, por consiguiente, salir airosa de la afrenta
a que estaba sometida por culpa de Pedro y algunos pecadilos sin
importancia, pues ella, en realidad, estaba muy lejos del sitio don-
de mataron a su marido. Es más: no conocía tal sitio. El señor Co-
rregidor comprendería cuan injusto había sido al apresarla.
Inés se sentía culpable. Pero le resultaba mejor pensar en defen-
derse que en agregar sospechas a la malicia del Corregidor. Sin sa-
ber que los corchetes miraban por encima y por debajo de la puer-
ta del cuarto de aperos y, acaso, sin importarle, Inés se quitó las
prendas sucias y se puso las otras. Los corchetes pudieron ver. un
Los pecados de Inés de Hinojosa 509
hombro de Inés, las pantorrillas y la nuca, por lo cual considera-
ban conveniente abrir huecos en puerta y paredes para la próxima
muda de la prisionera, a quien uno de los corchetes más afortuna-
dos le llevó, poco después, una bacinilla para que ella la usase se-
gún sus deseos.
— Me cago en el Judío Errante, —afirmó el Corregidor con muy
poca prudencia frente a un corchete. Y agregó:
— Decid al lugarteniente Aguayo que debe presentarse inmedia-
tamente; y traedme al encomendero.
Custodiado por dos corchetes, que no osaban ponerle las manos
encima, entró al Despacho del Corregidor el encomendero Pedro
Bravo de Rivera, altos los hombros, encendidos los ojos y cruzados
los brazos, como si fuera a ser retratado. Le había pasado el temor
inicial y le hervía la sangre ante la afrenta de que un pobre diablo
pretendiese juzgar al hombre más poderoso de Tunja y, acaso, del
Nuevo Reino de Granada. Cerciorándose del grillete y del nudo
que ataba las manos de Pedro, el Corregidor ordenó a los corche-
tes que salieran y, sentándose tras el escritorio, habló a Bravo de
Rivera, quien le daba la espalda:
— Podéis bajar vuestros humos, señor encomendero.
— ¿Quién lo dice? —respondió Pedro enfrentando al Corregidor.
— ¡Lo dice la Justicia!
— A fe, que no la veo.
— Quizá el encomendero sea también ciego como ella.
— ¿Como quién?
— ¿Acaso no sabéis que la Justicia es una deidad ciega?
— Idos a la mierda, Juan de Villalobos.
— ¿O a la sepultura, como Jorge Voto?
— ¡No me asustáis, golillero!
— Tal vez, yo no os asuste. Pero el adulterio y el asesinato po-
drían mermaros la petulancia.
— Miserable. . .
Pedro Bravo intentó arrojarse contra el Corregidor, pero el gri-
llete facilitó la caída del encomendero empujado por la autoridad.
Estando Pedro en el suelo, Juan de Villalobos se plantó ante él di-
ciéndole:
— Bajad vuestra soberbia, Pedro Bravo, porque se os acusa de
asesinato. Hay testigos de vuestro crimen, vuestros propios cóm-
plices os han traicionado.
— Ningún golilla puede atentar contra la vida y honra de un en-
510 Próspero Morales Pradilla
comendero que ha conquistado estas tierras para el Rey de España
y las ha defendido con su espada.
— Os equivocáis: de nada valen las conquistas, ni las muchas
prebendas, si se violan los mandamientos de la Ley de Dios y se
hunde el estoque en el cuerpo de un cristiano.
— ¡Imbécil!
— Ni tanto, señor encomendero, a menos de que podáis decirme
por qué salió de su casa la vihuela de Jorge Voto y por qué la en-
contré en el sitio del crimen.
— Nada tengo que ver con vihuelas. . .
— Pero sí con zapatos de cuero, pues sólo vos y el escribano Ca-
beza de Vaca los usan en Tunja.
— ¿Es un delito usar zapatos de cuero?
— Pero dejaron huellas muy precisas junto al cadáver de Voto.
— Porque me odiáis a mí y, por consiguiente, a Su Majestad el
Rey, tejéis un zurcido de vilezas.
— En este caso, la única que teje es Inés de Hinojosa y. . . lo ha-
ce mal.
— ¡Dejadme en paz!
— Os dejaré en paz cuando se haya hecho Justicia.
— La Justicia sólo está en manos de los encomenderos.
— Está en el juicio de la Real Audiencia y de su Presidente don
Andrés Díaz Venero de Leiva.
— ¡Joder!
— ¿Decíais?
Este interrogatorio no fue feliz para ninguno de los dos.
Ni el Corregidor logró confirmaciones de sus sospechas, ni Pedro
supo algo que ignorara. Cuando éste volvió a la mazmorra, el Co-
rregidor recibió al lugarteniente Aguayo, cuya suerte comenzaba a
desmoronarse debido al poco celo en su trabajo.
— ¿Así que habéis permitido -dijo el Corregidor con su voz
más ronca— el libre movimiento de Juana de Hinojosa a lo largo y
ancho de la ciudad?
— Yo. . .
— Os ordené confinarla en su casa y ahora. . .
— Ahora, ¿qué. señor?
— Pues vos lo sabéis. . .
— Es cierto, señor Corregidor. Pero mis hombres la siguen.
— ¿Cómo?
— Pronto será atrapada.
— ¿A dónde la siguen?
Los pecados de Inés de Hinojosa
- Parece que ha huido hacia el norte. . .
•Huido?
- Sí. señor.
- ¿De qué habláis?
- De Juanita. . .
- Idiota.
Cuando el Corregidor conoció toda la verdad, enterándose no
sólo de la manera como Juana de Hinojosa violó el confinamiento,
sino que se largó de Tunja, escupió con fuerza legando el salivazo
a los pies de Aguayo.
Luego, retomó la palabra:
- Con un tonto como vos, lugarteniente Aguayo, ya se debe ha-
ber fugado también Hernancito Bravo.
- No, señor, únicamente, Juanita, el sacristán y Hortensia.
- ¿Hortensia? ¿Decís Hortensia de Godoy?
- No está en su casa.
- ¡Hidcputa!
- ¿Decís, señor Corregidor?
- Que hay uno o más hideputas en este cuento.
Aguayo soportó la embestida del Corregidor, pero se convenció
de dos hechos muy importantes: primero, que los hideputas son
los golillas; y segundo, que más vale un encomendero pecador que
aquella clase de advenedizos.
Tantos acontecimientos promovieron, como solía suceder con
todos los problemas de la ciudad, dos partidos, acaso tres, que los
dividían airadamente: el Corregidor, los frailes, algunos hidalgos
y todas las damas principales, esperaban que la Real Audiencia
condenara a los presos; Cabeza de Vaca, López Monteagudo, el
padre Orejuela y casi toda la servidumbre, pretendía que la Real
Audiencia primero enjuiciara al Corregidor; don Juan de Castella-
nos y los areopagitas formaban un tercer partido de indiferentes,
considerando algunos que la belleza de Inés de Hinojosa, como las
obras de arte, no podía ser destruida por el hombre. Los indios
apenas advertían que sus amos andaban con los malos espíritus,
les tronaba la voz y les temblaban las posaderas, confiando en que
tanto trajín hiciera que se mataran los unos a los otros para volver
a disfrutar, sin intrusos, la buena vida de los montes, las semente-
ras, los cojines y la tibieza del sol, supremo dispensador del bien y
el mal.
A cada nuevo paso del Corregidor, galopaba Pedro de Hungría
por el despoblado lano de las palmeras, siempre rumbo al ponien-
512 Próspero Morales Praüilla
te. Comenzando la tarde del cuarto día, vio un río más grande que
cuantos había conocido. Quizá fuera el de las Amazonas.
Pero haciendo cuentas el sacristán, para quien la geografía só-
lo era una sucesión de montes y fugas, no creyó que las tales Ama-
zonas estuviesen tan cerca de Tunja. Avanzó hacia el río y encon-
tró unos indios aderezando una canoa para navegar hacia la otra
orilla. Quiso pagarles el viaje, pero prefirió alejarse río abajo en
busca de playas que hicieran posible utilizar el caballo en vez de la
canoa. Así lo hizo y se perdió en la corriente. . . para salir, casi
ahogados jinete y cabalgadura, en otra playa donde ya lo espera-
ban los indios enviados por un español para auxiliarlo. Hungría op-
tó por apretar los ijares de su caballo y lanzarlo en veloz carrera,
bajo un sol que le secaba el jubón mientras todavía chorreaba agua
del sombrero que salvó de la corriente. Días después supo que ha-
bía atravesado el río Grande de la Magdalena aproximándose, por
territorio de pijaos, a una fundación lamada Ibagué. Un vecino
de ésta le dio posada y como viera el receloso talante del sacristán,
quiso saber lo sucedido, a lo cual Hungría respondió con desenfado:
— He dejado muerto un hombre.
Como no es aconsejable entrar en detalles cuando la gente se ex-
plica con claridad, el ibaguereño, apenas despuntó el nuevo día,
fue tan comprensivo con el forastero que, enterado de su larga fu-
ga y el cansancio del caballo, le dijo:
— "Pues fuerza que a otra jornada o a otras dos, os haya de fal-
tar. En aquella caballeriza tengo buenas bestias, tomad la que os
pareciere, y dejad ese porque no os falte".
Y Pedro de Hungría desapareció para siempre, sin que nadie
haya dado razón de su vida, ni su apellido aparezca en las gentes
de estas tierras.
Inés de Hinojosa fue levada a presencia del Corregidor. Como
don Juan de Villalobos optara por no mirarla sentado tras su escri-
torio. Inés logró arreglarse algunas guedejas y pasarse las manos
por la punta de la nariz. Luego, tosió y caminó hacia el fondo de la
estancia. Estando de espaldas al Corregidor, éste ordenó:
— Podéis sentaros, Inés.
— Inés de Hinojosa viuda de Voto, —complementó ella con des-
parpajo que sorprendió al Corregidor.
— ¿Por qué viuda?
— Porque mataron a mi marido y vuesa merced lo sabe muy bien.
— Pero no tanto como los asesinos y sus cómplices.
Los pecados de Inés de Hinojosa 513
— Quizá.
— Se os acusa, Inés, de la muerte de vuestro esposo.
— Me acusáis vos, sabiendo que yo estaba en mi casa cuando fue
sorprendido por los malandrines.
— ¿A qué hora salió don Jorge esa noche?
— Poco antes de recogerme. Tomó su vihuela y salió.
— ¿Solía levar siempre la vihuela?
— Algunas veces, cuando podía necesitarla.
— ¿Y os dejaba sola?
— Con mi honor y la servidumbre.
— Decidme: ¿quién visitaba vuestra casa?
— Damas principales.
— ¿Y varones?
— Varios hidalgos y vos entre ellos.
— Sólo fui una vez a vuestra casa.
— Luego la visitasteis y a fe que recuerdo vuestro rico jubón ne-
gro y las calzas moradas. ¿Vos recordáis como estaba yo vestida?
Pues. . .
— Os lo voy a refrescar. . .
El interrogatorio se desvió hacia las prendas de vestir, legando,
por este camino, a la escena del cuarto de aperos, donde Inés hubo
de mudarse tras haber sido maltratada por los corchetes, a lo cual
preguntó don Juan:
— ¿Mucha incomodidad, señora?
— Sobre todo para el pudor, porque temía que esos hombres
abrieran la puerta y pudiesen hallarme semi-desnuda.
El Corregidor ya no vio a la presunta victimaría de Jorge Voto
sino a una mujer que se mudaba justillo, enaguas y calzones en el
estrecho cuarto de aperos. Se cruzaron, entonces, las miradas y al
Corregidor se le aflojó la severidad hasta el punto de oír con bene-
volencia las siguientes palabras de Inés:
— -Podríais, señor, darme una prisión menos cruel mientras pro-
báis mi inocencia?
Villalobos calló, pero ya no tenía cara de Corregidor sino de ca-
ballero, circulándole por las venas un deleite que hacía mucho
tiempo no sentía, embargado, como estaba, por los arduos asuntos
de Tunja. Abrió la puerta y gritó:
— ¡Aguayooo!
Atropellado, se presentó el lugarteniente a quien Inés saludó
«.on una venia y una sonrisa.
Os voy a dar -dijo Villalobos al lugarteniente— la última
514 Próspero Morales Pradilla
oportunidad de vuestra vida, confiándoos la seguridad de doña
Inés de Hinojosa. ¿Me entendéis?
— Sí, señor Corregidor.
— Creo que no: esta señora —y mostró a Inés, cuyos senos su-
bían y bajaban por la emoción— deberá permanecer en su casa has-
ta nueva orden mía, bajo vuestra exclusiva responsabilidad. Si ella
desaparece, o muere, o enferma gravemente, seréis aprehendido y
juzgado por mí. Oídme bien, señor lugarteniente Jerónimo Agua-
yo: Inés de Hinojosa no podrá salir de su casa por ningún motivo
distinto a una orden impartida directamente por mí.
Dirigiéndose a la beneficiada, agregó:
— Y vos, Inés de Hinojosa, os comprometéis ante mí y ante la
Justicia a no salir de vuestra casa hasta cuando yo lo ordene.
— Sí, señor y. . . gracias —remató con los brazos abiertos, los
ojos húmedos y, a la vez, sonriente.
— Aguayo, —finalizó el Corregidor— olvidaba un detalle: podéis
disponer de la guardia que a bien tengáis y disparar a discreción si
fuere necesario.
Inés miró los labios de don Juan, bajó los ojos hasta su cuello y,
escoltada por el lugarteniente, salió del Despacho con la seguridad
de haber ganado una de las más hermosas batallas de su vida. El
Corregidor trató de apaciguarse, pensando en el Presidente Venero
de Leiva y en la tos de doña Mencia de Figueroa. Pero los cambios
interiores no suelen producirse por el libre albedrío.
El lugarteniente Aguayo puso guardias en la puerta de la casa y,
luego, entró con la sonriente viuda, diciéndole:
— Si acatas debidamente la orden del señor Corregidor, tú y yo
tendremos sosiego en estos difíciles días.
Ella no lo escuchó y pasó al zaguán, gritando:
— Juanita, Juanita, mi amor, ¿dónde estás?
Aguayo la tomó por el brazo y, aquietándola, le informó:
— Juanita ha huido.
— ¿De quién?
— ¿Acaso no sabes lo sucedido?
— ¿Qué?
— La prisión de Pedro y de Hernán. . .
— Pero Juanita. . .
— A Juanita se la confinó en esta casa. Escapó con la Hortensia
de Godoy.
Aguayo dio a Inés todas las noticias, incluyendo la fuga de Pe-
dro de Hungría, y agregó:
Los pecados de Inés de Hinojosa 515
- Por eso no permitiré que te fugues como tu sobrina.
- ¿Qué pretendes, Jerónimo?
Aguayo recordó la amistad que lo ligaba con el encomendero y
con las Hinojosas, acentuando el tratamiento de confianza:
- Estar siempre contigo en esta casa.
- ¿Siempre?
- Eso es: a toda hora, de día y de noche, dentro y fuera de tu
alcoba.
- ¿No puedo, entonces, mudarme el vestido?
- Ya lo veremos. Inés.
En verdad, el lugarteniente había resuelto, para cumplir la or-
den del Corregidor que, en su caso, era de vida o muerte, sacrifi-
car sueño y tranquilidad, antes de permitir que Inés tomase el mis-
mo camino de Juanita. Cuando la dueña de casa lamó a las cria-
das. Jerónimo le indicó:
- Tu servidumbre no está, mis hombres la reemplazan, cual-
quier pedido, debes hacerlo por mi conducto.
- ¡Carajo! -subrayó Inés. Pero, arrepentida, agregó:
- Perdona la confianza. Jerónimo.
Subidos al segundo piso. Inés quiso entrar a su alcoba, pero Je-
rónimo anotó:
- A este aposento no podrás entrar. Está bajo llave.
- ¿Por qué?
- No me preguntes, porque los prudentes somos mejores ami-
gos.
- ¿Amigos?
Siguiendo este juego de adivinanzas sin respuesta concreta, Jeró-
nimo e Inés entraron a la alcoba de Jorge que, en otra época, fuera
del matrimonio. Por precaución, Jerónimo cerró y se guardó la lla-
ve. Inés se sentó en el cojín árabe, recogiendo las piernas y endere-
zando el tronco. Jerónimo prefirió pasearse sin hablar hasta hacer
esta pregunta:
Tú no dormías aquí, ¿verdad?
- A Jorge le gustaba pasar la noche solo.
- ¿Nunca lo acompañabas?
- No te permito esa familiaridad.
- Digo: tú preferías la alcoba cerrada, cuyas paredes conocen
los corchetes.
- Creo que tu oficio es vigilarme y no atormentarme.
- Tonta: ¿crees al Corregidor y no me crees a mí?
- A ninguno, pero él es la suprema autoridad.
516 Próspero Morales Pradilla
— Y yo tu amigo, tu viejo amigo, Inés.
Después de una charla con altibajos, ninguno de los dos sabía
cómo se usa la amistad. Jerónimo, sentándose en una de las sillas,
sugirió:
— Bien puedes acostarte. Has tenido un día duro precedido de
malas noches.
Inés no respondió. Como ya comenzaban las tinieblas encendió
un candil y, con arrojó, mandó:
— Salid un momento. . .
— ¿Qué?
— Debo orinar.
— Yo no salgo.
Inés tomó la bacinilla, puesta bajo la cama, apagó el candil y se
oyó entre sus enaguas el chorro que la aliviaba, mientras Jerónimo
encendía dos luces del candelabro. Cuando Inés pretendía colocar,
nuevamente, la bacinilla en su lugar, Jerónimo la tomó, se acercó a
la puerta y, dando la espalda, también soltó su chorro que hizo es-
puma en el recipiente, anotando al ponerla bajo la cama:
— Perdona el percance, pero no puedo dejarte sola mientras es-
tés bajo mi responsabilidad. Debemos compartirlo todo.
— ¿Todo? —musitó Inés con fastidio.
— Sí.
— Dormiré vestida.
— Pero junto a mí.
— ¿En la misma cama?
— No veo otra.
— Podrías acostarte en el suelo.
— No podría dormir sin tener mi mano atada a la tuya. Perdó-
name, pero tendré que amarrarte a mi brazo.
Inés se quitó los escarpines y se acostó entre el tendido de la
cama. Jerónimo se desvistió vigilando a su prisionera, de modo
que no supo a dónde arrojó el jubón, la camisa, los calzones, las
botas, las calzas. Luego, entró a la cama con un cordel en la mano,
que anudó al brazo derecho de Inés. Amarró el otro extremo a su
muñeca izquierda y se tendió boca-arriba, sintiéndose tan tenso
como nunca lo había estado a lo largo de la vida, pues la mezcla de
prohibición y tentación en una misma cama es algo superior a la
fuerza de la voluntad, que suele doblegarse en situaciones menos
apremiantes.
A Inés, fascinada por la novedad, todo se le salía del cuerpo,
maldiciendo su idiota idea de acostarse vestida, pero encantada
Los pecados de Inés de Hinojosa 517
con el cordel que le ceñía el brazo, por donde estaba en comuni-
cación con el último hombre legado a su vida. Tuvo tiempo de
pensar que más valía ser la amante del lugarteniente que su pri-
sionera. El estaría de su lado, porque era el lado del amor.
Jerónimo no aguantó más su dolorosa inmovilidad y decidió
despojar a Inés de las fastidiosas mangas desprendibles, quedando
con ios brazos desnudos. El los rozó sin que ella protestara. Len-
tamente le quitó la basquina, la túnica y el justillo. Soltó el ajus-
tador y le tomó los senos.
Ella, lena de deseos como si descubriera las delicias de la car-
ne, no podía impedir nada y cuando él le tomó los senos se le en-
cabritaron las piernas, moviéndolas instintivamente. Le levó las
manos a las enaguas y se liberó de tanta tela, arrimándose al cuer-
po del hombre para compartir la mutua tibieza.
El lugarteniente olvidó donde se hallaba al sentir las caderas de
la mujer, a quien le rompió los calzones poniéndole la mano libre,
extendida y ondulante, entre las piernas.
A Inés se le borró el pasado, desde su infancia hasta la cara del
Corregidor, cuando sintió las manos del hombre donde más le pal-
pitaba el cuerpo. Abrió las piernas como de un horizonte a otro
para que por allí pasara lo apetecible. Le ayudó a colocarse sobre
ella y ninguno de los dos pudo saber, con alguna exactitud, qué
había pasado. Pero ambos quedaron al otro lado del tiempo. Las
primeras palabras después de mil años fueron de Inés:
— ¿Me amas?
La carga de desgracias que sufría Tunja legó a la explosión
cuando se vio pasar por la calle del Ventorrillo a doña Mencia de
Figueroa, levando a su nieta agarrada por la oreja izquierda como
si fuera a destrozársela con los dedos. La niña, de diez años apenas
cumplidos, tenía las enaguas y el juboncillo manchados de barro.
Lloraba sorbiendo unas lágrimas grandes que rodaban hasta la bo-
ca. Doña Mencia sólo decía tratando de apurar el paso:
— ¡Es el colmo, es el colmo!
V. realmente, era el colmo que doña Mencia, de la familia del
Fundador, la dama de mayor virtud en Tunja tras la muerte de
doña Isabel de Lidueña, hubiese encontrado a su única nieta en la
acera de San Francisco jugando, con otras mocosas, a ser Inés de
Hinojosa. mientras unos muchachos, inclusive dos o tres mayores
de quince años, la vitoreaban al grito de:
— ¡Bravo. Inesita, súbete la falda!
Próspero Morales Pradilla
Después del primer azote que propinó doña Mencia en el culi-
to de la niña Rosalía, que así se lamaba esta inocente criatura,
las criadas agarraron a la encarnizada abuela para evitar que la ni-
ña sangrara, y, al mismo tiempo, calmar la ira de una dama atosi-
gada por los pecados de la ciudad, porque si a los diez años de
edad se juega a "Inés de Hinojosa" ¿qué podrá pasar a los veinte?
El furor de doña Mencia contra su nieta podía justificarse dada
la manera como el alud de delitos, pecados, desórdenes de la car-
ne y violaciones de la ley, caído sobre Tunja, contagiaba de arre-
pentimiento a todos y cada uno de sus pobladores, porque nadie,
salvo dos o tres empecinados como Cabeza de Vaca, dudaba de
que el látigo del Judío Errante trajo a la ciudad la peste del liberti-
naje.
Todos los buenos cristianos sabían que el espanto había legado
por el camino de la fornicación, propicio siempre al debilitamiento
de las conciencias y de las razas, sobre todo cuando hay mujeres
como las Hinojosas, bellas por fuera y lenas de gusanos, de tinie-
blas y de diablos por dentro. No sólo en las calles sino en las en-
comiendas, en los campos, en los montes, en los ríos, en la leja-
nía, se había condenado ya a Inés de Hinojosa y a su amante el
Pedro Bravo de Rivera, cuyos cuerpos se enlazaron en el cieno para
planear asesinatos. Parecía que del lúbrico lecho de estos dos po-
sesos del Dominio brotaran los siete pecados capitales, rebotando
a lo largo y ancho de Tunja para envilecer cuanto había sido lo
más virtuoso y lo más noble del Nuevo Reino de Granada.
Pero al Corregidor no le bastaban, no podían bastarle, las con-
sejas de los buenos cristianos. Necesitaba comprobar el adulterio
de la pareja, la complicidad de Inés en el asesinato, la participa-
ción de Hernán, el problema de los zapatos y la vihuela, los moti-
vos de las tugas y, sobre todo, obtener confesiones, porque las ha-
bladurías lo mismo indicaban la monstruosidad de Inés que su be-
lla inocencia, la vileza de Pedro que su poderío, la influencia del
Judío Errante que las bondades del Señor.
Los tunjanos, empero, sabían algo definitivo: no podría venir
natía peor, porque en pocos años su ciudad había legado al abis-
mo de la lujuria y del crimen. Ningún tiempo pasado podía com-
pararse aquí, y acaso en ninguna otra ciudad pecaminosa, con el
asco del presente. El futuro necesariamente tendría los ribetes del
apocalipsis y no sólo desaparecía Tunja de la faz del planeta sino
que, con ella, se acabaría más de la mitad del mundo. El porvenir
sería una gigantesca nube negra, contradiciendo así una de las más
Los pecados de Inés de Hinojosa 519
tontas frases de Felipe Rotundo quien casi mata de rabia al Corre-
gidor cuando lo enfrentó, en la calle de las Animas, gritándole:
- Sepa vuesa merced, señor Corregidor, que la posteridad se va
a comer esta época.
— Quedáis preso, hijo de los hervideros respondió el Corregi-
dor, con la nariz enrojecida por el cúmulo de enojos.
Felipe se convenció de que no debía venir a la ciudad cuando el
Corregidor estuviese deraaigenio.
II
Nadie, excepto el Corregidor, había vuelto a pensar en Santa Fe.
Pero una semana después del crimen, al caer la tarde, dos indios de
la encomienda de Boyacá legaron a la tienda de Engracia Amaya
diciendo:
— Más amos viniendo de puallá.
Engracia escupió muy cerca de los mensajeros y un corchete
echó a los indios fuera de la tienda, chocando ambos contra el pin-
tor Medoro, ante quien se arrodillaron para evitar castigos. Medoro
preguntó a Engracia:
— ¿Cosa fa?
— Don Angelino, hábleme vuesa merced en castellano.
— ¿Qué pasa?
— Indios del carajo.
Medoro oyó un lejano trotar de caballos e indicó el sur, el cor-
chete corrió hacia la casa del Corregidor y Engracia puso la cabeza
bajo el brazo del italiano.
Al poco rato el artista y la ventera vieron algo que, en otros
tiempos, hubiese sido extraordinario pero, ahora, en la época de lo
aciago, apenas se advertía: la mayor cabalgata legada a Tunja des-
de el día de su fundación, el 6 de agosto de 1539.
Inés de Hinojosa, amarrada al brazo del lugarteniente Aguayo,
pues habían resuelto andar como siameses, también oyó el trote
de numerosos caballos y dijo a su compañero, asomándose al bal-
cón de la alcoba.
— ¿Oyes, amor mío?
— Dime "lugarteniente" o "Aguayo".
— Bobo. . . ¿Oyes?
— ¿Qué"?
— Jinetes.
Además de Engracia, Angelino Medoro, Inés y Jerónimo Agua-
yo, varios tunjanos más sintieron el ruido de la cabalgata, que se
Los pecados de Inés de Hinojosa 521
acercaba a paso lento con la solemnidad de lo regio. El lugarte-
niente, tras el pliegue de una cortina, vio la vanguardia precedida
por un jinete que levaba, ajustado al estribo derecho, un palo re-
matado por escudo que mostraba águila rampante "coronada,
en campo de oro, con sendas granadas rojas abiertas en las garras;
y en campo azul, como orla, algunos ramos con granadas de oro".
Era la insignia suprema del Nuevo Reino de Granada, cuyo uso y
lucimiento estaba reservado a la Real Audiencia de Santa Fe y
a su ilustrísimo Presidente, a la sazón don Andrés Díaz Venero de
Leiva. Tras el escudo, otros tantos caballeros portaban las ense-
ñas de Castilla, de Aragón y del Rey de España. Luego, solitario,
cabalgaba un hidalgo en corcel con jaeces de seda, canutillo de pla-
ta, gualdrapa roja y galápago a la usanza castellana. El hábito del
caballero era negro como su caballo, un poco sucio por el polvo
de las leguas. Lucía sombrero de terciopelo con pluma blanca, so-
bre la ceñida chaqueta se veía un collar de oro con las armas de los
condes de Baños. El cuello de encaje padecía la mugre del cami-
no y los puños habían tomado el color de la cabalgadura.
Como los tunjanos salían, entre curiosos y asombrados, a las
calles, muy pronto centenares de personas vieron el cortejo y, so-
bre todo, al jinete del caballo negro tan alto en su galápago que no
les parecía individuo de este mundo sino adelantado de lo incon-
cebible. A lo largo de los murmullos la figura del hidalgo transfor-
mó su apariencia hasta el punto de ser visto como densa sombra
desde la punta de las plumas hasta la cola del caballo, imponién-
dose, de hecho, su alcurnia. Algunas mujeres creyeron que lega-
ba Carlos V, pero al informarles que el emperador era difunto op-
taron por decir que los emperadores resucitaban como el Cid. Un
grupo de damas y caballeros, mejor informados de la historia, ca-
yeron de rodillas diciendo: Dios salve a su Majestad Felipe II,
nuestro Rey. El verdadero escalofrío, hecho de emociones inten-
sas, corrió bajo la piel de cuantos, en ese momento sin par en la
historia de Tunja, sintieron que el mismísimo rey de España entra-
ba a su muy noble y muy leal ciudad con la frente despejada, agui-
leno el perfil, profundos los ojos, suave la barbilla, gruesos los la-
bios y largo el cuello. Nadie osó mirarlo, pero todos lo presentían
entre las venas porque la sangre se hizo tumultuosa como si la con-
moviera el contagio de la belleza. Sólo la veteranía del escribano y
encomendero Cabeza de Vaca trocó la alucinación en realidad,
cuando dijo alzando la voz:
522 Próspero Morales Pradilla
— Debemos saludar al Excelentísimo Señor Presidente del Nue-
vo Reino de Granada, don Andrés Díaz Venero de Leiva.
Tras el presidente, un regidor levaba de la rienda la bestia en
cuyo lomo cargaba el cofre del sello real, bajo palio sostenido por
otros cuatro regidores. A lado y lado de este santuario de la Ley,
marcharon los caballeros del Sello, con rodela al brazo y espadas
desnudas. Siguiendo al Sello y sus guardianes, legaba a Tunja una
figura conocida: el oidor Juan López de Cepeda, precedido por
patrulla de seis alguaciles. Cerraba el cortejo una escolta de cuaren-
ta arcabuceros al mando del también conocido capitán Alonso de
Olalla. -
Informado el Corregidor, don Juan de Villalobos, salió al en-
cuentro del fastuoso cortejo y, en mitad de la plaza Mayor, topó
el escudo del Nuevo Reino y, tras este, al Presidente Venero de
Leiva. Don Juan se prosternó ante el Supremo representante del
Rey, diciéndole:
— Bienvenido, Excelencia.
— Que así sea, señor Corregidor.
Luego, don Andrés le ordenó que levantara la cerviz y se pusiera
de pies, anotando:
— Vos, don Juan de Villalobos, no sois culpable de nada y sólo
vengo a ordenaros un poco esta peligrosa ciudad.
El Corregidor se situó junto a su amigo López de Cepeda y el
desfile continuó hacia la casa de don Juan de Castellanos, que por
ser una de las mejores y, además, sitio de "los varones ilustres de
Indias", fue el inmediato destino de la grandeza. Ante la insólita
procesión, el cronista se asomó a la puerta y, viendo al Presidente,
entró en discurso que duró más de media hora, durante el cual los
viajeros exigieron nuevos sacrificios a sus vejigas. Casi al finalizar
la oración del famoso poeta, don Andrés lamó al Corregidor y, es-
curriendo el cuerpo desde lo alto de la cabalgadura para legar al
oído del peatón, le ordenó:
— Si pensáis que debo hospedarme en casa del orador, quitaos
de la cabeza tamaño disparate y dadme un simple aposento lejos
de la oratoria.
El Corregidor aprovechó el bullicio, al finalizar el discurso de
don Juan de Castellanos, para buscar una fácil solución gritando:
— Aguayooo. . . Aguayooo ¿Dónde anda este hijo de. . . de. . .
mi alma?
Un corchete informó al Corregidor que el señor lugarteniente es-
Los pecados de Inés de Hinojosa 523
taba en la puerta de la casa de Jorge Voto amarrado al codo de
Inés de Hinojosa, por lo cual le dijo al informante:
- Corred y decidle a Aguayo, de parte mía, que leve la prisio-
nera a su celda. . .
- ¿Al cuarto de aperos?
- Sí. que la encierre con lave y ponga dos centinelas en la
puerta.
El corchete corrió a cumplir la orden, pero se devolvió y agarran-
do del jubón al Corregidor para ser oído, le musitó:
- -.Cómo la encierra sola si los dos están amarrados entre sí?
- ¡Cono! —comento don Juan, mientras el corchete corrió, de
nuevo, optando por dejar el embrollo en manos del señor lugarte-
niente.
Casi sin ser vistos, debido a la cerrada fila de los soldados, Agua-
yo e Inés, fueron a las pesebreras del Corregidor en busca del cuar-
to de aperos. Cortando el nudo que los unía. Jerónimo Aguayo di-
jo a su prisionera:
- Entrad, por favor, que pronto aclararé vuestra injusta prisión.
- ¿Lo haréis con amor?
- Entrad y lo sabréis.
.Así quedó, nuevamente, Inés de Hinojosa entre gualdrapas y ca-
bestros, ahora sin el peso de la soledad porque levaba dentro no
sólo un poco de semen sino también la certidumbre de tener
defensor. En su afán de salir libre, Inés borró los hombres del pasa-
do, aferrándose al lugarteniente. Al fin y al cabo, Pedro Bravo de
Rivera era un gusto, pero no un amor; le agradaba estar con él en
la cama, pero le fastidiaba su torpeza: era útil en vida de Jorge, pe-
ro muerto éste y preso aquél, sólo el lugarteniente podía llevarla
lejos de Tunja. Aguayo no hablaba con jactancia, no la maltrataba
como Avila, ni la usaba como Voto, ni la dominaba como Bravo,
sino que se dejó seducir por el tacto. Era más suyo que los otros.
Antes de presentarse al Corregidor, Jerónimo Aguayo se sentó
en el tamo de la pesebrera de espaldas a los centinelas, rascándose
la nuca y frunciendo los labios. Todo había pasado tan rápidamen-
te que sólo había registrado relámpagos: la charla con Inés en su
casa:1a orinada; los brazos unidos por el cordel; la tibieza de la ca-
ma: el coito: la legada del cortejo de Santa Fe; la puerta cerrada
del cuarto de aperos. Quizá él había deseado a Inés desde cuando
legó a Chivata, pero tenía marido y, luego, amante poderoso. Ade-
más, en vez de acercarse mutuamente, ambos se distanciaron obli-
gados por las circunstancias. Inés sólo había sido una figura de mu-
524 Próspero Morales Pradilla
jer y no la mujer, no un cuerpo para amar. Ahora -pensó Jeróni-
mo— cuando todo nos ha caído encima, se me presenta, al fin, la
mujer y qué mujer. Nadie me puso nunca tan tenso como Inés de
Hinojosa y, después de poseerla, no sentí repugnancia, sino una de-
liciosa debilidad. Carajo —alcanzó a decir— no puedo enamorarme
de quien está al borde de ser ajusticiada. Pero, al mismo tiempo, se
sintió obligado con ella. El no era un descastado que toma una mu-
jer para, luego, entregarla al verdugo. Debía defenderla, sí: defen-
derla. Y no de cualquier manera, sino arriesgando el pellejo, pe-
leando como se pelea por una verdadera mujer: con el arma en la
mano y el corazón seguro.
Jerónimo Aguayo se levantó y, a buen paso, legó al Despacho
del Corregidor abriendo la puerta sin advertir que en aquel aposen-
to había otra persona: el señor Presidente del Nuevo Reino de Gra-
nada.
La turbación de Aguayo fue tal que no supo si arrojarse a los
pies de la máxima autoridad, escupir al Corregidor o desaparecer
de la tierra. Cuando volvió en sí oyó la seca voz de don Juan de
Villalobos.
— ¿No os han enseñado que es de gañanes entrar a un aposento
sin anunciarse?
— Sí, Vuesa merced.
— ¿Entonces?
Don Andrés hizo lo único sensato que se le ocurió: cortar aquel
diálogo con estas palabras:
— No hagamos de un chico pleito una guazábara de indios.
El lugarteniente revivió y cuadrándose ante el Presidente con la
marcialidad de los tercios españoles, habló:
— Dios salve al Rey y a Vuestra Excelencia.
Calmado por la bondad de don Andrés, el Corregidor se dirigió
al lugarteniente:
¿Dónde está la prisionera?
— En la pesebrera. . .
Venero de Leiva no pudo contener la risa, que traía escondida
desde la legada de Aguayo, y la soltó:
— ¿Tenéis prisionera alguna yegua?
— Se trata —respondió muy serio el Corregidor— de la tal Inés
de Hinojosa.
— ¿Entre caballos? —preguntó el Presidente.
— Hablad. . . —ordenó el Corregidor al lugarteniente.
— Está encerrada en el cuarto de aperos. . .
Los pecados de Inés de Hinojosa 525
- Para evitar —complementó Villalobos- la promiscuidad, habi-
da cuenta de que también están presos los hermanos Bravo de Ri-
vera.
- ¿De manera que el licencioso —comentó el Presidente— ya es-
tá en la cárcel?
- Tan pronto como salga Aguayo, os daré pormenorizado infor-
me de lo acontecido, señor Presidente.
- Entonces: que salga Aguayo. . . si no es molestia, mi querido
lugarteniente.
Así quedaron los dos. encerrados en el despacho del Corregidor,
para que éste ofreciera al Presidente Venero de Leiva los detalles
de todo cuanto venía aconteciendo en Tunja desde la aparición del
Judío Errante hasta la prisión de Inés de Hinojosa, aun cuando ya
don .Andrés hubiese recibido el relato de su esposa, doña María,
cuya perspicacia en el descubrimiento de la inmoralidad tunjana se
comprobaba día tras día.
Sabiendo que su amigo Jerónimo Aguayo era el carcelero de
Inés, el escribano Cabeza de Vaca lo buscó y, hallándolo en la nave
izquierda de Santo Domingo, lo invitó a su casa, donde el lugarte-
niente bebió media jarra de vino antes de pronunciar las primeras
palabras:
- Ella no es culpable — dijo.
- Ya lo sé -respondió el escribano—. Ni Pedro, ni Hernán. El
Corregidor se equivoca.
¿.Quién mató a Jorge Voto?
- Pedro de Hungría.
- Y Juanita.
- No: ella huyó por miedo.
- Pero el Corregidor piensa distinto y, ahora, está con el Exce-
lentísimo señor Presidente. . .
- En estas charlas, mi querido Jerónimo, dejemos las "excelen-
cias" a un lado, porque nos enredamos.
- Bien.
Como desde un principio Aguayo y Cabeza de Vaca se dieron
cuenta de que ambos formaban parte de la misma causa, la con-
versación fluyó con mutua simpatía. Eran medianos representan-
tes de la autoridad militar y de la autoridad civil, si puede hablar-
se de tales matices en una época signada por el absolutismo de la
Corona. Cabeza de Vaca se consideraba obligado a la defensa de
los Bravo de Rivera por razones de familia y Aguayo comenzaba
526 Próspero Morales Pradilla
a sentir amor por Inés, un extraño amor que seguía el camino
opuesto a los amores normales: del coito al encantamiento, de es-
te a la ternura y de la ternura a la ilusión. Era un novio al revés,
que habiendo legado a lo último buscaba, ahora, lo primero. Así
se dio cuenta de que, contra lo tradicional, no había besado a su
amada en la boca y deseaba besarla, declararle amor, sentirla su-
ya, mirarla, abrazarla, defenderla.
Por el camino de la solidaridad, el escribano y el lugarteniente,
legaron a un propósito concreto:
— Entonces —dijo Cabeza de Vaca sintetizando— ¿tú lograrás
que el Presidente me reciba?
— Lograrlo. . . veremos. . . Haré todo lo posible, y aun lo im-
posible, para que hables a solas con don Andrés.
— ¿Lo prometes?
— ¿Lo dudas?
— Sea.
El cuarto de aperos mejoró a ojos de Inés siendo el mismo de
antes. Algo insólito le sucedía: ya no odiaba, ni ambicionaba na-
da. Así las cosas le resultaron menos importantes y menos feas,
a pesar del encerramiento y del miedo. No quería confesarse su
propio cambio, pero en vez de temer, veía la figura de Jerónimo
Aguayo y legó a sonreírle como si estuviera presente. A Inés de
Hinojosa le entró algo que nunca había previsto: los más locos de-
seos de amar. Llegó a decirse sin claridad, pero con intención: "Po-
dremos ser felices, de verdad".
Afuera los centinelasjugabandadosa hurtadillas, pues si el lugar-
teniente los hallaba en tales menesteres serían castigados. Uno de
ellos dijo:
— Podéis jugar a la luz del día, porque el lugarteniente Aguayo
está mirando por otros ojos.
— ¿Qué decís, hijo de los cuernos?
— Mirad en torno vuestro, cabrón de puta pobre.
— Lo seréis vos, mal. . .
Como sintieran pasos, se tragaron las palabras.
— Señor lugarteniente —corearon.
— Podéis sentaros.
— Rafael, el corchete que apresó a la señora, desea hablaros —di-
jo el jefe de guardia.
— ¿Dónde está?
— Aquí, señor —respondió apareciendo tras una columna.
Los pecados de Inés de Hinojosa Sil
— Hablad, pues.
— Quisiera hacerlo en privado, si lo permitís, señor lugarteniente.
Los dos marcharon a un patio vecino, rodeado de altas tapias,
en el cual crecían tres árboles del lamado brevo. Caminando, Ra-
fael dijo:
— Debéis perdonar, señor lugarteniente, mi abuso. . .
— ¡Hablad, hombre!
— Melquíades y yo recibimos encargo de custodiar a la señora...
— Ya lo sé.
— Y fuimos a su casa donde. . . Bueno, Vuesamerced no habrá
de disgustarse. . .
— Me disgusto si no habláis claro.
— Encerramos a la señora en su aposento y nos pusimos de guar-
dia frente a la puerta. . .
— Bien. . .
— Como teníamos orden de vigilarla. . .
— ¿Quién os dio la orden?
— El Señor Corregidor.
— Sea. Continuad.
— Así por vigilarla mejor, tratamos de abrir la puerta. . .
— ¿De su alcoba?
Aguayo hizo un gesto tan feroz que Rafael se convenció de la
necesidad de no mentir. Continuó:
— Digo: tratamos de abrir la puerta, pero estaba cerrada con
llave.
— ¿Qué .queríais de la dama?
— Vigilarla mejor. . . La lamamos, entonces, y no respondió.
Así Rafael pudo informar al lugarteniente sobre la existencia del
pasadizo secreto y la captura de Inés de Hinojosa en el zaguán, a lo
cual advirtió Aguayo:
— Decid a Melquíades que ambos deben callar los pormenores
de cuanto me habéis contado para no caer bajo las iras del Corre-
gidor. Por mi parte, guardaré silencio si vosotros no sois impruden-
tes. Y. . . cuidado en adelante.
— Lo juro, señor lugarteniente.
La historia del pasadizo secreto confirmó lo que ya sabía Jeróni-
mo Aguayo por el camino de las conjeturas y la intuición: los amo-
res de Pedro e Inés. Pero, ahora, tras haber cohabitado con ella,
sólo aceptaba sus propios deseos, entre los cuales el más fogoso era
reencontrar a Inés de Hinojosa, desvestirla él mismo y yacer a sus
anchas. Para ello, era necesario sacarla libre, ayudar a Cabeza de
528 Próspero Morales Pradilla
Vaca en sus propósitos y, si fuera necesario, matar al Corregidor o
a quien se le atravesara entre él y su amada, injustamente presa ba-
jo la presión de las beatas, las envidiosas y los enemigos del enco-
mendero. Claro que éste podría quedarse en la cárcel para siempre.
En resumidas cuentas, él y su hermano habían asesinado a Jorge
Voto. Inés no salió de la casa, no tuvo armas en sus manos. Ade-
más, lloró amargamente por la muerte del marido, que no era un
hombre de verdad, o, al menos, ni siquiera la usaba, pues tenían
aposentos separados.
La instalación en Tunja del Excelentísimo Señor Presidente don
Andrés Díaz Venero de Leiva trajo problemas, debido al poco tac-
to del Corregidor, la tozudez de don Juan de Castellanos, las pre-
tensiones de doña Mencia de Figueroa y las consejas del Padre Ore-
juela. Comenzando por el último, pretendía alojarlo en la sacris-
tía de la Catedral, lejos de quienes habían mancilado la Iglesia, es
decir, en la cama de Pedro de Hungría; Doña Mencia y el sabio cro-
nista ofrecían sus respectivas casas con tanto ahínco, que la dama
parecía buscar la gloria mientras el levita se preocupaba porque ba-
jo su techo, además de concebir elegías, también vivieran allí per-
sonajes famosos. El Corregidor, por su parte, había sugerido la ca-
sa del occiso, libre y amplia, como morada del Presidente, quien
sonreído, liquidó el problema:
- No me negaréis, don Juan de Villalobos, el alero de vuestra
casa para reposar de mis fatigas.
El Corregidor se prosternó ante don Andrés, y, como si orara,
dijo:
— Señor Presidente: no había osado ofreceros lo que, de hecho,
es vuestro. Me honráis en extremo, señor.
A doña Lucinda de Villalobos, cuya vida era tan opaca que na-
die la relacionaba en Tunja con el señor Corregidor, le cayó, pues,
el honor y la desgracia de hospedar al mayor hidalgo del Nuevo
Reino de Granada. La insípida señora, víctima de su propia hu-
mildad, entró en temblores cuando supo la decisión del Presidente
y se le arrugó el cuerpo de tal manera que fue necesario el socorro
de doña Mencia de Figueroa y de doña Leonor de Castro, para di-
simular, ante arcabuceros y regidores, la invalidez espiritual de la
dueña de casa.
Don Juan López de Cepeda fue partidario de la idea del Corre-
gidor para instalarse, junto con los regidores, en la casa del occiso,
es decir, en los queridos aposentos de Inés de Hinojosa, donde el
Los pecados de Inés de Hinojosa 529
rechazado oidor de la Real Audiencia no sólo podría culminar sus
investigaciones, sino también percibir los recuerdos de una mujer
cuya suerte podría estar en sus manos, que no eran clementes de-
bido a los desprecios, pero podrían sucumbir a las tentaciones si
éstas aparecían en algún gesto, en alguna sonrisa, en alguna palabra
de Inés de Hinojosa.
Durante los primeros momentos de estos episodios, los tunjanos
condenaron, anticipadamente, a los tres reos. Pero la acción de-
fensiva del escribano Cabeza de Vaca, ahora compartida por el lu-
garteniente Aguayo, cuya autoridad se reforzaba debido a la ausen-
cia del capitán Juan de Castro, dio nuevos aspectos al juicio social,
gracias al cual Inés de Hinojosa comenzaba a surgir como la deidad
de Tunja, como una clase de mujer, difícil es cierto, pero digna de
miramientos porque su mera presencia, así causara algunos tropie-
zos en los hombres, era indicio de que los asentamientos del Nuevo
Reino no podían ser simples aglomeraciones de encomenderos,
frailes, soldados y bigotudas esposas, sino centros de donaire y co-
quetería acordes con el Renacimiento. Inés de Hinojosa era con-
denable por sus debilidades, pero representaba, al mismo tiempo,
el triunfo de la belleza sobre la mojigatería. Muchas gentes decían
que era preferible la audacia de Inés de Hinojosa a la hipocresía de
doña María de Hondegardo, o para decirlo sin miedo: más valía la
lujuria de Tunja que el rigor de Santa Fe.
Desde luego, la última palabra sería de las autoridades, es decir,
del Presidente Venero de Leiva. Pero, mientras tanto, Tunja mos-
traba cierta impudicia al tolerar expresiones favorables a Inés de
Hinojosa e, inclusive, a Pedro Bravo de Rivera, porque el paso de
las Hinojosas por la ciudad unido al boato del encomendero, ha-
bían fomentado liviandad en las costumbres hasta el punto de to-
mar las virtudes de Santa Fe como asunto oloroso a las faldas de
doña María de Hondegardo. Cabeza de Vaca regaba por la ciudad
burlas con respecto a la simplicidad santafereña y a la aburrición
de ver por las calles damas de tanto valor espiritual como las dos
Marías, en vez de oler los perfumes de las Hinojosas y de Paquita
Niño, cuyas caderas eran el mejor adorno de Tunja y, acaso, el
ejemplo de futuras generaciones.
López de Cepeda escogió el aposento de Inés, dejando tres regi-
dores en la alcoba del finado Jorge Voto y dos en la de Juanita,
con camas facilitadas por las damas de alcurnia. En el piso bajo se
instalaron diez arcabuceros, los dos lacayos del oidor y otros servi-
dores escogidos por doña Mencia de Figueroa. López de Cepeda,
530 Próspero Morales Pradilla
una vez legados sus baúles y tendida la cama del aposento, se qui-
tó las botas, sucias por el largo viaje, y se acostó boca-arriba to-
cando con la palma de las manos el lino de las sábanas y de las al-
mohadas donde Inés debió dejar tibieza y humores. El frío le entró
por los pies y por la incipiente calvicie, pero los pensamientos, en-
redados en sus barbas puntiagudas, lo levaron al día en que salvó
a Inés del desmayo y pudo sentirla tan cerca que los posteriores re-
chazos de la mujer lo tenían envenenado: o Inés yacía con él o
sería condenada por buen acopio de crímenes. Miró el aposento
de una pared a otra, advirtiendo que parecía sitio de tránsito y no
alcoba permanente, pues, excepto la cama, no había muebles pe-
sados para dar solidez a las costumbres, sino objetos de paso como
el arcón. El oidor fijó la vista en las iniciales de la credencia: I. de
A. y pensó en que Inés sobrevivía a dos maridos. ¿De qué murió
el primero? Luego, se quitó el jubón, vistió manteo, calzó chine-
las de raso y pasó al comedor, que estaba como la noche del cri-
men porque las criadas aprovecharon el escándalo para alejarse de
esta casa embrujada. Vio rezagos de la cena, manchas de vino en el
mantel, una silla reclinada contra la pared. Después entró a la sala,
donde apenas habían ordenado los muebles en forma simétrica. Pa-
só la mano derecha sobre las mesas bordeando los objetos allí colo-
cados. Se le lenó de polvo y hubo de sacudirla golpeándola con
la otra.
Al limpiar una de las mesas sintió en la yema de los dedos algo
abrupto, fijó los ojos en aquel sitio y leyó: "Jorge Voto: no salgáis
esta noche de casa, porque os quieren matar". ¿Quiénes asistieron
a la cena del crimen, quién hizo la advertencia al bailarín y por qué
éste no siguió el buen consejo? Juan López de Cepeda tomó asien-
to frente a la frase definitiva y se sintió dueño de la justicia, por-
que tenía en sus manos la evidencia.
Al día siguiente, ordenó al capitán Alonso de Olalla que la servi-
dumbre de los Votos compareciese ante el oidor. Así supo quienes
comieron, en aquella casa, la noche del 18 de agosto de 1571. Bus-
có, en seguida, cartas de Inés y, cotejando la letra con la de la me-
sa, encontró diferencias entre una y otra, a pesar de los cambios
que podía producir el hecho de escribir con cuchillo en vez de
usar la pluma. Si Inés no había escrito la advertencia, podría ha-
ber sido Juanita o uno de los tres famosos jinetes denunciados
por Hortensia de Godoy. Desde luego, no lo sería Pedro Bravo
pues era jefe de todo en esta casa y no necesitaba prevenir a nadie.
El sacristán había huido. Habría que interrogar a Hernán Bravo de
Los pecados de Inés de Hinojosa 531
Rivera. El oidor reconstruyó su última charla con él, recordó el
mutuo miedo de entonces y se dijo: "Si Hernán no lo mató, sabe,
exactamente, quién lo hizo".
El hermano del encomendero fue levado a la casa de Jorge Vo-
to, donde esperó más de una hora, de pies entre dos arcabuceros,
la aparición del señor oidor don Juan López de Cepeda, quien al
entrar a la sala, con los ojos fijos en el reo, ordenó que se marcha-
sen los centinelas, cerró la puerta y dijo:
— ¿Recordáis nuestra anterior entrevista, Hernán Bravo de Ri-
vera?
— Sí. señor —respondió una especie de cadáver que apenas logra-
ba sostenerse de pies.
— ¿Qué os dije, entonces?
— Que Vuesa merced representaba a la Real Audiencia.
— Y la sigo representando Decid: ¿por qué matasteis a Jorge
Voto?
— Yo no lo maté.
— Pero estuvisteis aquí, en esta sala, con él, horas antes del ase-
sinato.
— Yo...
— Vos. . . ¿Y no lo previnisteis?
— Sí. sí, yo lo previne.
— ¿Cómo?
Hernán no podía estar de pies, se le aflojaban las piernas y, casi
desesperado, mostró la mesa:
— ¡Ahí está!
— ¿Vos escribisteis—preguntó el oidor— esta advertencia?
— Sí.
Hernán descansó, le brotaron algunas lágrimas y pidió permiso
para sentarse. Luego, relató su lucha por anunciar a Jorge Voto el
peligro que corría y cómo, además de lo escrito en la mesa, le ha-
bía dado un papel con idéntico propósito. Pero todo había sido
inútil. A este punto, el oidor interrogó:
— Le advertisteis todo, pero participasteis en el asesinato. . .
— No, señor oidor.
— Entonces, ¿por qué os escondisteis?
— Por miedo.
— ¿Miedo a qué?
Hernán no pudo explicar cómo le funciona el miedo, porque es-
tas cosas no pueden transmitirse de un ser a otro. Es necesario sen-
532 Próspero Morales Pradilla
tirio, perder la voluntad, volverse mudo de repente, sorberse los
testículos. Pero trató de ser claro:
— ¡Miedo a todo!
— Sin embargo, no tuvisteis miedo a matar.
— ¡Cómo no!
— Pero lo matasteis.
— Soy inocente, señor oidor.
— Lo dudo: no quisisteis matarlo, pero el miedo os hizo matarlo.
— Yo no, yo no, yo no. . .
Hernán se arrodilló ante el oidor pretendiendo que este gesto
fuese más válido que la verdad. El oidor lanzó una de sus buenas
cartas:
— Entonces: fue Inés de Hinojosa.
— Ella no, ella no —repitió Hernán.
— ¿Por qué, no?
— Porque Inés se quedó en la casa.
— Y vos salisteis —replicó el oidor como un látigo.
— Yo. . .
— Vos salisteis a matarlo.
— Yo no, señor oidor, yo no. . .
— Tu hermano y vos lo asesinaron.
— No, señor.
— ¿Quién, entonces?
— Pedro de Hungría, señor.
Sentado ante su mesa de trabajo, rodeado de folios y libros, el
escribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca miró los arcos del aposento y
unos angelotes pintados en los bordes. Se tomó una copa de vino,
servida a su derecha, acarició la pluma, pasándosela por las narices,
destapó el tintero y ordenó las ideas con el ánimo de exponer-
las al señor Presidente cuando Aguayo le hubiese concertado au-
diencia. El escribano apuntaría los hechos para cotejarlos mejor,
buscando la defensa de sus amigos. Así trazó sobre el papel lo si-
guiente :
"Pedro: Incomunicado. Imposible conocer su versión. No pudo
hablar con nadie antes de que el Corregidor lo apresara. Era amigo
de Voto. No debe haber participado en su muerte, pero la defen-
sa del encomendero más poderoso de Tunja, dueño de muchos in-
dios y jefe de soldados, podría convertirse en asonada contra el
Rey. Difícil.
"Inés: Comunicación posible, gracias a Aguayo. No participó
Los pecados de Inés de Hinojosa 533
en la muerte de su marido. Nadie la vio salir de su casa, donde esa
noche esperaba a Jorge. La coquetería de Inés la favorece con el
lugarteniente y. aun. con el Corregidor. Pero el Presidente debe
traer los chismes de la Hondegardo. Tiene solución.
"Hernán: Es un idiota. Puede dañar a su hermano y a Inés.
Pero si todo coincidieran en culpar al fugitivo sacristán, el Pre-
sidente no podría condenarlo.
"Hungría: Debe levarse la culpa del asesinato, antiguo enemigo
de Jorge, vinculado a la muerte de la Martina, marañón de Lope
de Aguirre. Hay que culparlo de todo.
"Juanita: Huyó por miedo.
"Aguayo: ¿Estará enamorado de Inés? Lo tengo en mis manos.
"El Corregidor: Quiere mostrar su mucha dedicación ante don
Andrés, pero gusta de Inés. Peligroso para Pedro".
Moviendo la pluma dubitativamente, buscó otros protagonistas
de cuanto sucedía. Pensó en Paquita Niño, cuyo vientre lo distra-
jo del serio problema. Sonrió recordando a la Torralva y vio al
bailarín genuflexo y cortés como una figura venida de las nubes.
Entonces, fue entonces, cuando advirtió que el oidor Juan López
de Cepeda había regresado a Tunja, ahora en el séquito del Presi-
dente. Lo agregó a su lista:
"Oidor: Le gustan el vino y las mujeres, pero huyó de Tunja.
Hay que interrogarlo".
Estas aclaraciones lo levaron a planear la conversación con el
Presidente Venero de Leiva sobre la base de demostrar, primero,
la inocencia de Inés; luego, la de los hermanos Bravo de Rivera;
y. finalmente, señalar al verdadero responsable: el fugitivo sacris-
tán. Antes debía hablar, en lugar propicio, con el oidor López de
Cepeda, acaso el mejor informado de cuantos legaron de Santa
Fe. porque no sólo conocía a Tunja sino que anduvo tras los fa-
vores de Inés de Hinojosa.
A esta altura hicieron irrupción unos personajes que condimenta-
ron la salsa de los hechos. Nadie podría identificarlos, pero brota-
ban en la calle del Ventorrillo, se arremolinaban en la Plaza Mayor,
hablaban en la acera de San Francisco, contándose unos a otros
historias tan variadas que lo mismo se referían a las relaciones del
Judío Errante con Inés de Hinojosa como a la castración de Jor-
ge Voto, al prodigio de que el encomendero Bravo de Rivera ori-
nara semen, a que Juanita era hija del bailarín y una princesa mo-
ra, a que Venero de Leiva se fugaría con Inés, al posible suicidio
del oidor, a las masturbaciones del lugarteniente Aguayo, al cin-
534 Próspero Morales Pradilla
turón de castidad incrustado en el sexo de María de Hondegardo,
a que la Torralva había asesinado a Jorge, a la manera como Hor-
tensia de Godoy volaba todas las noches sobre la calle de las Ani-
mas, al peligro de locura general ordenada por Felipe Rotundo, a
un viento invertido que chuparía desde Santa Fe a todos los tun-
janos, a la salvación de Inés y al entumecimiento de Pedro. . . En
fin: Tunja estaba al borde del apocalipsis. Sólo quienes vivían el
fatídico 1571 supieron a dónde lega una ciudad lamada a la vir-
tud, fundada para la fe y poblada por buenos cristianos, cuando en
ella toma asiento el maldito Judío Errante, porque, dígase cuanto
se diga, la concupiscencia y el crimen han sido, en Tunja, obra suya.
Para Cabeza de Vaca fue incómodo entrar a la casa de Jorge Vo-
to (q. e .p.d.). Pero sólo allí podía hablar con el oidor López de Ce-
peda, transitorio dueño de los bienes del bailarín. Fue recibido en
la sala, encontrándose con un hombre distinto al antiguo amigo de
fiestas. No sonrió, no mostró simpatía alguna, lo saludó con frial-
dad:
— Tomad asiento, señor escribano don Juan Ruiz Cabeza de
Vaca.
— Gracias —respondió el aludido ocupando un sillón.
— Os oigo.
— Os encuentro, señor oidor, algo preocupado como si hubieseis
perdido la euforia.
— No puedo despilfarrar mi tiempo.
— Os habéis vuelto ahorrativo. . .
— Perdonad, escribano: os ruego hablar de lo que os interesa.
— Pues quisiera tocar alguno de los hechos que interesan a toda
Tunja.
— ¿Por ejemplo?
— Lo relacionado con los dueños de esta casa.
— ¿Vuestros amigos?
— Sí.
— El señor está muerto y la mujer está presa.
— Ya lo sabía.
— Entonces, ¿qué deseáis?
— ¿Por qué está presa la señora?
— Lo estamos investigando.
— ¿Alguna prueba?
El oidor se levantó, tomó al escribano del codo y lo colocó fren-
te a la frase grabada en la mesa la noche del asesinato, comentando:
— ¿Sabéis quién escribió esta advertencia?
Los pecados de Inés de Hinojosa 535
— ¿Inés?
— No, Hernán Bravo de Rivera, quien ha confesado.
— ¿Lo creéis?
— Son hechos y vos, señor escribano, ¿qué proponéis?
Cabeza de Vaca sólo buscaba una salida que no lo indispusiese,
definitivamente, con el oidor y, al mismo tiempo, ocultara su desi-
lusión. Encontró estas palabras:
— Volveré a veros, señor oidor, cuando hayáis recuperado vues-
tro antiguo talante.
— ¿Antes o después de las sentencias? —preguntó López de Ce-
peda, abriendo la puerta y dando paso al visitante.
Esa noche, al volver al aposento, López de Cepeda no halló las
chinelas en su sitio. Las buscó cerca de la credencia, tras el arcón
y. finalmente, se acostó en el suelo pasando la mano bajo la cama
hasta el borde de la pared. Tampoco las encontró, pero sus dedos
advirtieron un vacío en el muro. Trató de introducir la cabeza ba-
jo las tablas del lecho. No pudo. Optó, entonces, por mover la ca-
ma, logrando separarla de la pared. Así descubrió el pasadizo secre-
to. Lo pasó a gatas y se halló en la alcoba de la casa vecina. Al salir
del pasadizo, tras la cama de Pedro Bravo, lo primero que vio fue
el crucifijo colocado allí, pues el oidor había entrado de espaldas
empujando la cabecera con el trasero e incorporándose frente a la
pared. Echó una mirada al aposento, vio las espadas de Pedro y sus
sombreros de terciopelo. Abrió la puerta, miró a uno y otro lado,
sintió ruidos de madera y percibió olor a encierro. Regresó, luego,
a la alcoba de Inés, poniendo las cosas tal como las había hallado
y pronunció una frase de las muchas que le aclaraban los pensa-
mientos:
— ¡Los muy jodidos tenían un pasadizo de amor!
Quizá fue en ese momento cuando el oidor López de Cepeda de-
cidió, de una vez por todas, condenar a la grandísima puta, escar-
mentar con ella las malas costumbres de Tunja, celebrar la perspi-
cacia de doña María de Hondegardo y servirle, de veras, al señor
Presidente Venero de Leiva. Cualquier otro camino sería débil e
inútil, porque el pasadizo, la mesa escrita, la confesión de Hernán
y los desprecios de Inés de Hinojosa, probaban, en conjunto, que
los dos amantes habían resuelto matar a Jorge Voto después de es-
carnecerlo en su propia casa.
López de Cepeda se acostó con una gran burbuja en el pecho,
que se expandía hacia la garganta, impidiéndole el sueño, pues
aunque estaba tranquilo, lo obsesionaba el deseo de que amane-
536 Próspero Morales Pradilla
ciera para abrir las puertas de esta casa maldita y mostrar las vile-
zas de su dueña.
El Presidente Venero de Leiva, poco antes de dormir, la misma
noche, besó la almohada al pensar en la manera como su presencia,
por la grandeza que irradiaba, ya estaba solucionando el grave caso
de la muerte de Jorge Voto, de acuerdo con los presentimientos de
su querida María, cuyas historias de Tunja le habían lenado el ma-
gín con los más diversos detalles, desde la bobería de Jorge Voto
hasta la impudicia de Inés, pasando por el cinismo del encomende-
ro Bravo de Rivera. Venero de Leiva, es cierto, demostraba, en el
Nuevo Reino y ante la Corte de Felipe II, que era el único verda-
dero gobernante legado a estas tierras, por la astucia de su políti-
ca y el impulso de sus obras. Pero él, cuando pensaba a solas,
agregaba a tales hechos la donosura de su estampa, el embrujo de
su sonrisa y la casta de los condes de Baños, que le daba superiori-
dad no sólo sobre todas las gentes del Nuevo Reino de Granada si-
no también sobre los acontecimientos y el desarrollo de los días.
Venero de Leiva era España en estos vastos territorios con su len-
gua, su espada, su religión y su talante.
Como al presidente le habían dispuesto oratorio particular con
el ánimo de no mezclar sus oraciones con las del vulgo, el oidor
López de Cepeda, en la puerta del improvisado sitio, esperó, a la
mañana siguiente, que don Andrés, en reclinatorio prestado por los
padres dominicos, terminara su rezo matinal, para poder comuni-
carle cuanto había descubierto en la casa de Inés de Hinojosa.
El Presidente recibió al oidor en su Despacho, es decir, en el del
Corregidor que éste había.perdido por la gracia del Rey. López de
Cepeda, experimentado en las maneras de la Real Audiencia, refi-
rió, poco a poco, cada detalle de sus investigaciones, dándole el
brillo de lo genial en vez de mostrar el tinte de la casualidad. Ve-
nero de Leiva quedó en posesión de verdades que habrían de enal-
tecer su perspicacia.
Desde su legada, el Presidente no había sido visto en público,
por lo cual los tunjanos continuaron sometidos a la primera im-
presión y, como muchos no vieron el rostro del famoso caballero,
seguían pensando en la facha de Felipe II; y algunas personas, pro-
picias al deslumbramiento, estaban convencidas de que era el Rey
quien honraba, con su visita, a la ciudad del águila bicéfala. Esto
hizo densa la atmósfera hasta el punto de que el aire y, aun la llo-
vizna, tomaran tal importancia, que se pensaba en nubes traídas
Los pecados de Inés de Hinojosa 537
directamente de la Corte para que, al convertirse en gotas, cayera
sobre Tunja el agua de Madrid.
La población estaba preparada para aceptar cuanto a bien tu-
vieran las altas autoridades, pues nadie, ni siquiera don Juan de Cas-
tellanos, osaría discutir la sabiduría que se había entronizado en
la ciudad. Los presos por la muerte de Jorge Voto no recibirían
una simple sentencia sino el rayo de la verdad, aun cuando toda-
vía se pensaba en los encantos de Inés de Hinojosa; y muchos se-
ñores, inclusive encomenderos, sostenían la galana tesis de que a
ciudades como Tunja no se les podían quitar las mujeres dignas de
pasar a la historia.
Después de cerrar las puertas de la lamada Catedral, el padre
Orejuela se reunió en el Despacho Parroquial con el Prior de los
franciscanos y el de los dominicos, tras una nube de incienso que
se expandió al exterior por las rendijas, anunciando a los tunjanos
que así como el poder temporal sesionaba en los aposentos del
Corregidor, el espiritual tomaba cartas en los problemas de una
ciudad fundada para mayor gloria de Dios y caída, ahora, en las
cercanías del infierno, porque nunca antes, al menos en el Nuevo
Reino de Granada, se habían registrado tantos pecados en tan po-
co tiempo y en una sola villa, superando casi la histórica lascivia
de Enrique VIII y las herejías de la Corte inglesa.
Los tres escandalizados sacerdotes estudiaron la denuncia del
padre Orejuela: había sido violada la casa de Dios cuando el Co-
rregidor Villalobos apresó en ella al encomendero Bravo de Rive-
ra y, por añadidura, convirtió la iglesia en profano sitio de reunión.
Recordó a Cristo conminando a los mercaderes del templo y anun-
ció el fin de la religión, si seguían tolerándose intromisiones orde-
nadas por el Diablo como las del impío Corregidor.
El prior de los franciscanos buscó una especie de "tregua de
Dios", destinada a colocar el problema bajo la sabiduría del Al-
tísimo. El de los dominicos, considerando que cuando peligra la
moral y la vida misma de losfíeles,es necesario aceptar mandatos
de excepción como los del Corregidor Villalobos, buscó una salida
a la fiereza del padre Orejuela, aplazando cualquier actitud hasta
cuando el Arzobispado de Santa Fe se pronunciara sobre la carta
que el párroco envió al deán Francisco Adame. El padre Orejuela
manifestó que la tibieza no era propia de buenos católicos, por lo
cual insistió en que el clero maldijera al Corregidor. Los dos frai-
les formaron un frente común y encontraron una bella razón para
538 Próspero Morales Pradilla
apaciguar al párroco, herido en su dignidad y en su investidura:
quizá podrían pedir audiencia al señor Presidente don Andrés Díaz
Venero de Leiva para denunciar los desafueros del Corregidor.
El compromiso fue aceptado por los tres asistentes a la reunión
eclesiástica y, además, se decidió que un lego franciscano reempla-
zara a Pedro de Hungría. Por cierto que al hablar de este asunto,
el prior de los dominicos dijo con fraternal acento al padre Ore-
juela:
— Os compadezco, Padre. Debe ser molesto tener un sacristán
fugitivo.
Al señor párroco se le redujo la entereza, recordando las horri-
bles manchas de sangre en la camisa de Pedro de Hungría.
Varias horas gastó el lugarteniente Aguayo en idear un recurso
que le permitiera ver, de nuevo, a Inés de Hinojosa, sin caer bajo
sospecha de los subalternos. Estando ella sometida a permanente
vigilancia con guardias en la puerta del cuarto de aperos, recibien-
do la comida a horas precisas, teniendo acceso a la improvisada
celda únicamente la camarera del Corregidor para ejercer el anti-
guo oficio de saca-micas y llevar agua a la prisionera, resultaba
casi imposible oír, siquiera, la voz de Inés. Pero la dedicación a un
solo tema, que da vueltas y revueltas por la mente, suele facilitar
soluciones. Así Jerónimo logró inducir a la camarera a tener pie-
dad por Inés, quien sin ver la luz del día, ni los candiles de la no-
che, podría ser atacada de ceguera. La mujer se compadeció y
obtuvo del Corregidor permiso para que Inés de Hinojosa saliera
cada dos días de su encierro y caminara por la pesebrera, durante
una hora, en compañía de la criada, frente a los soldados. Agua-
yo ordenó descanso a la misma hora con el ánimo de que la sol-
dadesca no abochornara a la prisionera con su vocabulario, y to-
mó para sí el encargo de vigilar los paseos de Inés y la camarera.
Esta olió el amor de Jerónimo e Inés, recibiendo, además, el be-
neficio de algunos tomines, por lo cual permitió que el verdade-
ro acompañante fuese Aguayo. Caminando a respetuosa distan-
cia el uno de la otra, Inés lograba, a espaldas del poder temporal
y del espiritual, proclamar su poder: el de las mujeres, que no
tiene leyes, ni espadas, pero se ejerce a lo largo y ancho del mun-
do desde los tiempos de Adán y Eva. Los nuevos amantes se atra-
jeron al caminar, al mirarse, al olerse, al sonreír y al tener el mis-
mo pensamiento: la fuga de la prisionera. Ya concebirían una
Los pecados de Inés de Hinojosa 539
estratagema que les permitiera huir hacia lejanos y desconocidos
territorios.
La audiencia a los representantes del clero fue concedida por el
Presidente un día después de que los tres sacerdotes resolvieron
poner a su consideración el sacrilegio del Corregidor. Venero de
Leiva los recibió con el riguroso negro de Felipe II: jubón, trusa
con musiera henchida, calzas y zapatos de raso, amén de encajes en
el cuello y en los puños. Con una amable sonrisa los mantuvo a
distancia, pues bien sabía el poderoso Presidente que la cercanía
de los subditos a los símbolos imperiales no era aconsejable. Les
permitió sentarse a unos tres metros de la silla cordobesa donde él
colocó sus posaderas y, sin preámbulos, ordenó:
— Hablad, reverendos padres.
El padre Orejuela, un poco ofuscado por la majestad del presi-
dente, balbució:
— Venimos, excelencia, a comunicaros un pequeño desagrado
que nos preocupa.
— ¿Es muy pequeño, reverendo padre?
— Pues se trata... —El párroco miró a sus compañeros y el domi-
nico dijo:
— Yo no lo lamaría desagrado sino inquietud que, bajo vuestra
sabiduría, señor Presidente, tomará el tamaño que sea menester.
— Decidlo, entonces.
— Quizá, vos, Padre Orejuela, podríais continuar —insinuó el
franciscano.
— Os oigo, padre Orejuela.
— Se trata, excelencia, de que el señor Corregidor, posiblemente
con muy buenas intenciones, cometió sacrilegio. . .
— Mejor diría —terció el franciscano— se equivocó. . .
— O —complementó el dominico— actuó apresuradamente.
— Si no aclaráis —queridos padres— no podré entenderos.
— El señor Corregidor —dijo quedamente el padre Orejuela— to-
mó un prisionero en la Iglesia y, por añadidura, invadió el templo.
— ¿Cuándo?
— Al descubrirse el cadáver de Jorge Voto.
— ¿Os tomó prisionero, reverendo padre?
— A mí no, sino al encomendero Pedro Bravo de Rivera.
— Acusado hoy de asesinato.
— El Corregidor profanó la casa de Dios.
— ¿Estáis seguro?
— La lenó de gentes, además.
540 Próspero Morales Pradilla
— ¿Y acusáis al señor Corregidor?
— El violó la iglesia —se atrevió a decir el párroco.
— ¿Qué queréis?
— Vuestra justicia, señor Presidente.
Venero de Leiva usó los ademanes más bondadosos, casi beatífi-
cos, cruzando lentamente los brazos sobre el pecho y con los ojos
semi-cerrados como corresponde a quien es dueño de la infinita
inspiración, comentó:
— ¿Recordáis, venerables padres, las enseñanzas del Divino Sal-
vador en sus evangelios?
Los tres interlocutores se miraron sorprendidos como si, al pi-
sarles su propio terreno, el Presidente invadiera la zona espiritual
del mundo. Pero no contestaron. Venero de Leiva continuó:
— Me refiero a la sentencia de Cristo: "Dad a Dios lo que es de
Dios y al César lo que es del César", lo cual significa, si vuestras
reverencias no os oponéis a mi interpretación, que los asuntos de la
casa de Dios los decide el Sumo Pontífice de Roma, por interme-
dio del arzobispado de Santa Fe, y no el Rey de España, al cual
represento para honra mía.
— Ya me dirigí al señor deán del arzobispado —anotó el padre
Orejuela—.
— Entonces —agregó el Presidente levantándose en ademán de
despedida— ¿qué puedo responder a vuestra inquietud si mis po-
bres armas son de este mundo? Id con Dios, reverendos padres.
De vuelta al interior de la casa, el Presidente dejó preocupado al
Corregidor con estas palabras:
— Parece que el Clero no está con voz, mi querido Juan de Villa-
lobos.
Las palabras del Presidente atemorizaron al Corregidor y se le
metieron bajo las cobijas al tratar de dormir, esa noche, con tal
cantidad de problemas entre sus nervios que supo, entonces, que la
gente se muere a lo largo de la vida y no sólo en el breve instante
final.
Como el lugarteniente Aguayo recibiese confidencia del Co-
rregidor sobre la inconformidad del clero, aquel aprovechó la co-
yuntura para decirle:
— Quien podría aclarar tales despropósitos sería el escribano Ca-
beza de Vaca.
— ¿Por qué?
— Porque él conoce códices, leyes, reglamentos y usos mejor
que cualquier otro vecino de Tunja.
Los pecados de Inés de Hinojosa 541
Así el lugarteniente, impulsado por el amor, obtuvo la aquies-
cencia de don Juan de Villalobos para levar el escribano a la pre-
sencia del mismísimo don Andrés Díaz Venero de Leiva, quien ya
tenía catalogados a los tunjanos, pero no le encajaban en la mente
las piezas de Cabeza de Vaca, pues sabiéndolo pariente de Bravo de
Rivera era depositario de una autoridad que lo dignificaba.
El escribano se presentó ante el Presidente con un ancho som-
brero en la diestra, caminó con paso de procesión, luciendo capa
corta, chaqueta ceñida de donde emergían los encajes de puños y
cuello, pantalones cortos amarrados a la rodilla, calzas negras y za-
patos del mismo color. A prudente distancia se detuvo, inclinó la
cerviz doblando la pierna izquierda y, desde allí, saludó:
- Excelencia: os presento mis respetos.
- Levantaos, señor escribano y encomendero de Motavita.
La referencia al título de encomendero fastidió a Cabeza de Va-
ca, porque, en ese momento, no era honroso y, además, indicaba
que el Presidente no sólo tenía autoridad, sino también astucia.
Acató la orden y se irguió, viendo a un hombre sonreído, con los
ojos apretados más dispuestos a la burla que al regaño. Don Andrés
le señaló una silla distante y puso la diestra en torno a su oído co-
mo quien se apresta a escuchar.
- He venido —comenzó el escribano. . .
- Me he dado cuenta de que habéis venido.
- He venido, Excelencia, a hablaros de. . .
- Ya lo sospechaba.
- A hablaros de algunos problemas de Tunja. . .
- ¿Como cuál?
- Bueno: Vuestra Excelencia sabe. . .
- Sí lo sé, ¿para qué habéis venido?
- Bueno: pretendo daros mi versión. . .
- Que no he solicitado.
- Pero quizá os complemente otras. . .
- Quizá, sí; y quizá, no.
- ¿Os molesto, señor Presidente?
- Ño del todo.
- ¿Estáis dispuesto a escucharme?
- Dentro de ciertos límites.
- ¿Cuáles?
- Las preguntas las hago yo en nombre del Rey.
- Preguntad, entonces, Excelencia.
542 Próspero Morales Pradilla
— Decidme. . . señor Juan Ruiz, ¿sabéis por qué vuestro cuñado
mató al señor Jorge Voto?
— Creo que Pedro Bravo de Rivera no ha matado a nadie.
— ¿Creéis? Pues yo os aseguro que estáis equivocado. Pero os
hago otra pregunta con el deseo de que no menospreciéis mi sese-
ra: ¿la tal Inés de Hinojosa, amante de vuestro cuñado, también es
inocente?
— Ella, ni siquiera salió de su casa la noche del crimen.
— ¿Estáis seguro?
-¡Sí!
— Curioso. Pero ¿era la amante de vuestro cuñado?
— Ignoro asuntos de alcoba.
— ¿Hasta el punto de no facilitar fugas de mujeres hermosas?
— ¿Decís?
— Que fuisteis cómplice en la fuga de Juanita de Hinojosa.
A esta altura del incómodo diálogo, el escribano tuvo la certeza
de que su audiencia con el Presidente del Nuevo Reino de Grana-
da, era, sin duda, la peor iniciativa de su vida. Maldijo la falta de
malicia e, inclusive, pensó en que sólo los indios taciturnos, silen-
ciosos, pacientes, podían enfrentar casos semejantes, porque la
sangre española se alborota cuando la autoridad y el cinismo jue-
gan desde lo alto de las circunstancias. Ya no supo más de sí y sólo
buscó la salida: salida del Despacho, de la presencia de don An-
drés, de la vida tunjana, de los problemas, del maldito parentesco
político y de su propia debilidad. Por eso, fue feliz cuando oyó de-
cir al Presidente:
— ¿Aún creéis que habéis venido a darme una versión de los
problemas de Tunja?
— No, Excelencia.
— Entonces, ¿damos por concluida la audiencia?
— Como vuestra Excelencia ordene.
— Sea —dijo don Andrés levantándose para facilitar la guenufle-
xión del escribano al salir.
Como se le había vuelto costumbre, el Presidente al regresar a la
sala del Corregidor, le comentó:
— Nunca pensé en que un escribano pudiera asustarse tanto.
Como la saca-micas permanecía cerca de la pareja durante los
paseos del lugarteniente y la prisionera, Aguayo aumentó los to-
mines pagados a su discreción y ella se ingenió la manera de con-
versar con los guardianes tras las paredes de la pesebrera donde
Los pecados de Inés de Hinojosa 543
aquellos hombres, zafios y atormentados por la abstinencia, lle-
garon a codiciarla. Esta fue la estratagema ansiada para que Jeróni-
mo e Inés lograsen hablar a solas con el propósito de planear la fu-
ga. Desde luego, perdieron mucho tiempo hablando de corazón a
corazón, jurándose amor eterno, recordando la mutua atracción
de los cuerpos, suspirando entre palabras melosas, arrullándose
bobamente e, inclusive, dándose besos que, la verdad sea dicha,
eran lo mejor de la escena. Empero al fin legaron, un poco mus-
tios y suspirantes, a un diálogo concreto:
— ¿Será posible, amado mío? —fue la pregunta de Inés cuando
Jerónimo propuso el tema de la fuga.
— No lo dudes, no lo dudes, por favor. Estamos los dos unidos
contra el mundo y estos territorios pueden abrigarnos para siempre.
— ¿Estás seguro?
— Mira: durante el segundo paseo de la semana entrante, el es-
cribano nos esperará en las cuadras de Tunja con dos caballos traí-
dos de su encomienda de Motavita.'. .
— Un beso para Juan Ruiz, no lo olvides. . .
— Bueno, mi amor, pero escucha: Estando ciertos de la ayuda
de Cabeza de Vaca, yo vendré a sacarte si te pones el hábito de
Filomena.
— ¿Quién es Filomena?
— La que os ha ayudado desde el primer momento, la criada
del Corregidor.
— Entonces. . .
— Sí: te pones el hábito de Filomena y ella deberá conseguir el
de uno de los soldados.
— No te entiendo.
— Filomena habrá de desnudarse para darte su vestido y, a la
vez. deberá invitar a uno o dos soldados para que la cubran con sus
uniformes. . . Lo demás será astucia de la criada y excitación de los
hombres.
— ¿Y nosotros?
— En ese instante, sólo tendremos, en verdad, un instante, yo
saldré contigo, hacia las cuadras de Tunja.
— ¿Lo creéis?
— Debemos creerlo, Inés, debemos creerlo, porque si fracasamos
ambos tendremos el cuello en la soga.
— ¿Cómo legaremos a las cuadras?
— Dependerá de nuestra buena suerte, porque hemos de andar
sin ser vistos, confiar en la bondad de un hombre escurridizo, es-
544 Próspero Morales Pradilla
condernos tras las argucias de una mujer fea y pedir a Dios por al-
go que no está entre las bendiciones de la Iglesia.
— ¡Imposible!
— Calla, calla Inés. Es nuestro amor contra todos.
— Menos contra el'escribano Cabeza de Vaca.
— Estás en lo justo.
A estas palabras, apareció Filomena con una manga rota;
— Los hombres son bestias —informó.
— Pero se os paga —e l dijo Aguayo.
— Vuesamerced. . .
— Alejaos, un momento.
Luego, el lugarteniente dijo al oído de Inés:
— Confia en mí. . . Te vuelvo a hablar el lunes.
Llegaron los soldados, quienes frente a Jerónimo tomaron as-
pecto respetuoso y éste les ordenó:
— Conducid la prisionera a su celda.
Dirigiéndose, en seguida, a Filomena, la despidió:
— Idos ya, podéis volver el lunes.
Como la mujer lo mirara con firmeza, el lugarteniente puso su
mano entre las de la criada y soltó los tomines ofrecidos.
Inés entró palpitante al cuarto de los aperos debido a la emo-
ción de haber estado con su hombre y a la perspectiva de huir. Se
arrojó sobre el colchón, aflojándose los escarpines y dudando en-
tre la fuga y la conmiseración'del Corregidor. En este punto de sus
pensamientos Aguayo ya no era el amante providencial, sino una
oportunidad discutible, porque si, en vez del lugarteniente lograba
la atención de don Juan de Villalobos, no necesitaría huir, sería
reivindicada y, quizá, volviera a su casa. Irse con Aguayo era una
especie de condena menor, pues de todas maneras perdería las
preeminencias y, sobre todo, viviría, en adelante, oculta y temero-
sa como si hubiese cometido los crímenes que le imputaban. Co-
menzó a pasar saliva, oyendo el movimiento de la lengua contra el
paladar, apretó los dientes y soltó una palabra que sólo decía
para sí misma:
— ¡Mierda!
La única verdadera medida del tiempo es la aglomeración de su-
cesos sobre una misma persona o sobre un grupo humano. En este
mes de agosto de 1571 Tunja vivía con más rapidez que antes. Se
había lenado de acontecimientos hasta el punto de que, en unas
horas, cambiaban los seres y el aspecto de las calles como no se
Los pecados de Inés de Hinojosa 545
había registrado en los últimos veinte años. La presencia de Vene-
ro de Leiva, por ejemplo, que hubiese bastado para colmar una épo-
ca, apenas era un episodio más de la vida tunjana. El insigne Presi-
dente ya se consideraba enterado de cuanto pasaba en la infame
ciudad no tanto por las investigaciones del Corregidor Villalobos,
sino por las consejas de doña María, su esposa, y por la astucia del
oidor Juan López de Cepeda, quien legó a la sala de don Andrés
mientras Aguayo y la Hinojosa planeaban fugarse. El Presidente,
al verlo, le ofreció una de sus sonrisas sibilinas, que eran producto
de la malicia pero daban aspecto de bondad:
— Señor oidor: parecéis anunciar victorias.
— Siempre he admirado vuestra sabiduría para descubrir el fon-
do de los hombres, don Andrés.
— ¿Acaso vos tenéis fondo?
— Depende de lo que vos, señor Presidente, laméis fondo.
— Fondo, por ejemplo, es a donde legaron Pedro Bravo de Ri-
vera e Inés de Hinojosa.
— Entonces, ¿el adulterio es fondo?
— Cuidaos, señor oidor, de juicio tan simples. En realidad no
se deben mezclar los asuntos de la carne con los de la filosofía,
por donde vos y yo andábamos al atravesarse el tema de los adul-
terios.
— Vos lo propusisteis, señor.
— Os engañáis, don Juan: no lo propuse, apenas lo mencioné.
— Benditas sean vuestras sutilezas.
— Y vuestra comprensión, señor oidor.
El diálogo fue largo, debido a la manera como los dos interlocu-
tores bordeaban los temas sin entrar directamente en ellos, mien-
tras se paseaban por el aposento con tanta elegancia que parecían
pisar alfombras cortesanas y no la estera del señor Corregidor, he-
cha a mano por los indios de estos remotos parajes a donde Espa-
ña estaba trayendo la civilización para colocarla por encima de
gentes que debían amar a Felipe II en vez de adorar el sol, cuyos
rayos calentaban la savia de los árboles y daban sabor a los gra-
nos de maíz.
El Corregidor Villalobos asomó la cabeza por la puerta y trató
de decir algo, pero don Andrés le cortó las palabras:
— Preferiría, Villalobos, que esperarais mi lamado antes de in-
tervenir en las discusiones con el señor oidor.
— ¿Sobro, entonces?
— No lo dudéis, no lo dudéis.
546 Próspero Morales Pradilla
La pasajera intromisión del Corregidor hizo que los dos miem-
bros de la Real Audiencia concretaran su conversación, para lo
cual Juan López de Cepeda le dio a los ojos aspecto de interrogan-
te tan acentuado, que el Presidente dijo:
— Me gustaría escuchar vuestros juicios con respecto a los crí-
menes que nos ocupan y nos preocupan en esta difícil ciudad.
— Primero vos, señor Presidente.
— Permitidme ordenaros que principiéis vos. . .
— Os acato: Como desde hace varios meses sigo la pista del en-
comendero Bravo de Rivera y ato los cabos de sus andanzas, mi
primera impresión es la de que el aludido sujeto ha sido autor in-
telectual y material del asesinato de Jorge Voto, antecedido por
unos rufianescos amores con Inés de Hinojosa.
— Pruebas, señor oidor.
López de Cepeda repitió las historias que él había levado a San-
tafé, temiendo por su vida en Tunja. Luego, añadió los más sugesti-
vos detalles de la investigación del Corregidor, corroborados por el
alguacil mayor, don Gabriel López Nureña: Pedro Bravo e Inés
de Hinojosa entretuvieron a la víctima en casa de ésta antes de lle-
varlo al sitio del crimen; en esa misma oportunidad, los cómplices
estuvieron presentes; tres hombres dieron de estocadas a Voto,
según el número de heridas y las huellas del crimen; uno de los ase-
sinos usaba zapatos de cuero y sólo hay dos tunjanos que los ten-
gan: el encomendero Bravo y Cabeza de Vaca, pero éste último pro-
bó su ausencia del lugar donde pereció el bailarín; Hernán Bravo
acusó a Pedro de Hungría como único autor del asesinato, pero el
implicado huyó, lo mismo que Juana de Hinojosa y Hortensia de
Godoy. . .
— Muchas mujeres comprometidas, ¿verdad?
— Pero ninguna participó directamente en el crimen.
— ¿Por qué huían?
— Inés de Hinojosa está presa.
— Viuda y presa, triste circunstancia para una mujer, cualquiera
que sea su condición. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué vos,
señor oidor, me habéis dado dos veces el mismo informe?
— ¿Dos veces?
-¿Olvidáis que antes me habíais referido casi lo mismo?
— Olvidé un detalle que liga a Inés con el crimen.
— ¿Cuál?
— Un pasadizo secreto.
— ¿Qué decís, Juan López?
Los Pecados de Inés de Hinojosa 547
- Hay un pasadizo que une las casas de Jorge Voto y Pedro Bra-
vo de Rivera.
- Suele haberlos.
- Pero no entre las alcobas.
- ¿Alcobas?
- Las de Pedro e Inés.
Venero de Leiva sacó de la manga derecha un pañuelo de encaje,
se lo pasó por los labios guardándose una sonrisa, entrecerró los
ojos y preguntó:
- ¿Un pasadizo para comunicar amantes?
- Eso es.
- ¿Alguien más lo sabe?
- Algunos corchetes.
- Y, a vuestro juicio, ello prueba. . .
- El adulterio, señor Presidente.
- Y, además, la complicidad de la mujer en un asesinato, que
también es un escarnio. Por cierto, Juan López, ¿la mujer merece
pasadizo y demás adornos?
- Es una arpía.
- Supongo que una bella arpía.
- ¿Queréis verla, señor Presidente?
- Ya os diré si ello se ajusta a mi dignidad y gobierno.
- Para juzgarla mejor. . .
- Por cierto, señor oidor, ¿recomendáis algún castigo?
- ¿Para ella?
- Para todos los criminales de este triste suceso.
Juan López de Cepeda vaciló, porque si las investigaciones lo
habían levado a saber quiénes eran los criminales, todavía no
precisaba el grado de participación de cada uno en la muerte de
Jorge Voto. En el doblez de su ánima pensaba, sin claridad, en los
castigos: prisión perpetua para Inés de Hinojosa, lo mismo que pa-
ra Hernán Bravo de Rivera; horca para Pedro Bravo de Rivera y Pe-
dro de Hungría, así estuviese ausente el ladino sacristán. Para Jua-
nita y Hortensia un poco de comprensión por parte de los varones
que las acogiesen en otras ciudades. Como si el Presidente adivina-
ra sus pensamientos, preguntó en ese instante:
- ¿Vos creéis, señor oidor, que la sangre se lava con sangre?
- Ño entiendo.
- Por eso os pregunté antes si teníais fondo.
Don .Andrés Díaz Venero de Leiva, recto el cuerpo, pasó hacia
548 Próspero Morales Pradilla
el Despacho del Corregidor, dando la espalda a López de Cepeda
tras haberle regalado una breve sonrisa de despedida.
Una vez en el Despacho, don Andrés se sentó ante el escritorio
del Corregidor, miró unos papeles que pasaron de una mano a otra
con la dejadez propia de la nobleza, brilló contra el jubón su anillo
con el escudo de los condes de Baños y comenzó a madurar la
sentencia que impondría la justicia del Imperio en la ciudad de
Tunja, cuyo espíritu renacentista, unido al ludibrio de los enco-
menderos, podría convertirla, a la vuelta de pocos años, no sólo en
la verdadera capital del Nuevo Reino de Granada, sino en centro
de tantas campanilas que ocuparía, en los siglos venturos, lugar
parecido al de Constantinopla o al de Sevilla, por el florecimiento
del arte, el encanto de las mujeres y su gran tamaño sobre los altos
barrancos de Runta hasta los hervideros de Paipa. Pero si una ma-
no firme, en nombre del Rey de España y con la bendición del Pa-
pa, atajase la concupiscencia, el ardor de las costumbres y el li-
bre vuelo del arte, Tunja frenaría sus aspavientos y se reduci-
ría a una pequeña villa provinciana desprovista de hazañas, de sa-
raos, de danzas, de amores novelescos, de adulterios históricos y
de crímenes propios del esplendor.
Sobre don Andrés Díaz Venero de Leiva no sólo descansaba la
voluntad del Rey y la lamada vara de la Justicia en el Nuevo Rei-
no de Granada, cuyos linderos los marcaban las espumas de dos
océanos y la huella del sol, sino que, como noble y hombre de fus-
te, tenía arraigada en su ánima la prestancia de los grandes de Es-
paña y, además, era el primer gobernante verdadero de tan amplios
territorios, mayores por su extensión que la península española y
tan lejanos de la Corte que nadie podría disputarle su jerarquía.
Además había legado a la edad de las decisiones maduras, jac-
tándose de no tener par en este Reino porque sólo él lucía la inte-
ligencia de los príncipes del Renacimiento, como lo demostraba
la amplia frente y el suavefluirde sus sentencias, que no eran ra-
yos sino piedras envueltas en seda. Si alguien tuviera la osadía de
calificar al señor Presidente podría pensar en que era un escéptico,
pero cuidaba tanto de los detalles y manejaba la lengua con tanta
prudencia que tal concepto chocaría contra el juicio de sus ami-
gos, para quienes don Andrés era justo, enérgico, decidido, leal y
suave al mismo tiempo. Así lo creía él, añadiendo la elegante len-
titud de ademanes, la calidad de sus vestidos traídos de la Corte,
el encaje de sus pañuelos, la rectitud en el andar y ese rostro im-
pasible leno de dulzura aun en el momento de ordenar azotes o
Los pecados de Inés de Hinojosa 549
de aplicar las leyes del Imperio sobre el pellejo de los delincuen-
tes. Don Andrés olía a perfume cortesano, un poco mezclado con
los fuertes humores de la nobleza; tenía voz grave, que él asordi-
naba para no imponerse por el tono del habla sino por la fuerza
interior; y si alguien pudiese tocarlo, fuera de doña María, adver-
tiría que le faltaba fortaleza a la barba rasurada y la piel de sus
manos podría confundirse con la de un adolescente.
Ahora, sentado en el Despacho del Corregidor, trataba de orde-
nar sus pensamientos para solucionar los problemas de Tunja,
mientras intuía una hermosa mujer, ponderada por su belleza y
condenada por su conducta: Inés de Hinojosa. En sus mocedades y
aun ya entrada la edad de los merecimientos, don Andrés soslayó,
en España, el amor de doña María para no ser menos vehemente
que su soberano don Felipe. Así corrió entre Madrid y Toledo por
disimular amores o por caer en camas ajenas como los buenos ca-
balleros de Castilla. Pero, en Santa Fe, rodeado de mucha pompa y
muchos ojos, había preferido abstenerse de los gratos placeres con
el ánimo de que nadie pudiese acusarlo de nada en la capital de su
Reino. Sin embargo, lejos de la sede, enfrentado a un crimen del
cual se acusaba, entre otros, a una mujer, no parecía extravagante
conocer a la inculpada para tener tantos elementos de juicio como
el Corregidor. Si aquella mujer era, realmente, hermosa, bien po-
dría pensarse en abuso de sus adornos o en envidia de la sociedad
al juzgarla culpable, o, por el contrario, la belleza podría ser la
causa de su desgracia. Y, si fuese fea, quizá ella era la envidiosa o,
acaso, podría demostrar su inocencia. Pero si por conocer a la
tal Inés de Hinojosa se le entrase al cuerpo el diablillo de los de-
seos, sobre todo hallándose sin esposa y con poder, perdería en
pocas horas la fama de digno e indiscutible que ya tenía ganada
de tanto andar por el Reino, ciego ante las pasiones y con los
pies pegados a la tierra. Observar a la acusada, no obstante, podría
ser parte de sus obligaciones, ya que tan alta autoridad no podría
someterse al juicio del Corregidor, ni siquiera a las inteligentes ra-
zones del oidor López de Cepeda. El Presidente, en persona, debe-
ría ver a Inés de Hinojosa, conocerle la dirección de sus miradas,
descubrirle las intenciones y, desde luego, tener de ella un juicio
visual. Pero si era tan picara como lo atestiguaba la buena sociedad
de Tunja. si su carne ofrecía graves peligros a los varones, sí, por
añadidura, los enloquecía como lo dij£> su propia esposa, quizá
fuese mejor estudiar el caso en las páginas del proceso y no frente
550 Próspero Morales Pradilla
a la perturbadora mujer. Don Andrés tosió, se rascó la cabeza y,
como si hablara con alguien, afirmó:
— Nada me sucederá si espero la marcha normal de los aconte-
cimientos para que ellos me indiquen si debo ver o no ver, en pri-
vado, a Inés de Hinojosa.
Luego, continuando sus palabras, agregó:
— . . . que debe ser bella, porque si no fuese bella, y apetecible,
y casquivana, y deleitosa, y placentera y todo cuanto de ella dicen,
no estaría en la cárcel, ni en la boca de los tunjanos.
Llamó, entonces, al Corregidor y le ordenó:
— Traed a Inés de Hinojosa:
— ¿Ante vos, señor Presidente?
— No. . . —respondió don Andrés dudando—. Traedla aquí e in-
terrogadla vos, que yo esperaré vuestra opinión.
Por la mente de Su Excelencia había pasado de un instante a
otro, con la velocidad del rayo, la idea de que si el Corregidor inte-
rrogaba, nuevamente, a Inés, él podría verla de alguna manera.
— Señor —argumentó el Corregidor— no creo que tenga nada
que decirme. Acaso preferiría hablar con vos.
— Mi querido Villalobos —anotó el Presidente-, se me ha ocu-
rrido una idea que cumple vuestros deseos sin molestar mi digni-
dad: yo podré permanecer en vuestro Despacho, como si fuese
un escribiente, mientras vos interrogáis a la acusada.
— Vos, ¿un escribiente?
— Para vos y para mí, en beneficio de la Justicia.
Cuando el Alguacil Mayor fue en busca de Inés de Hinojosa, el
Corregidor estaba entre la espada y la pared, es decir, entre los en-
cantos de Inés y la majestad de Su Excelencia, mientras el Presi-
dente había cambiado su lujoso vestido de rey por discreto hábito
de escribiente. Inés, al ser requerida en el cuarto de los aperos,
estuvo cierta de que sus amores con Aguayo terminaban para ini-
ciar requiebros con el señor Corregidor y, por el débil camino de la
carne, quedar libre de las inculpaciones que se le habían hecho más
por envidia de las mujeres principales que por voluntad de la justi-
cia. Arreglándose el cabello, Inés salió al patio de las pesebreras y
preguntó al alguacil:
— ¿Me leváis a la presencia del señor Corregidor?
— Así es, señora.
Inés vio un hombre de jubón limpio y bragueta a la italiana,
que le infundió confianza. López Nureña, quien nunca había esta-
do tan cerca de la acusada, no la contempló con ojos de autoridad
Los pecados de Inés de Hinojosa 551
sino con gozo de hombre. Ella quedó convencida de que ya no la
lamaba el agrio Corregidor sino Juan de Villalobos, tal vez un
amigo.
Antes de recibir a la acusada, Venero de Leiva, estrenando voz
de escribiente, indicó al Corregidor que la interrogara sobre el pasa-
dizo, su uso y la relación existente entre ella y el encomendero
Bravo de Rivera, sin referencia al crimen.
El Presidente del Nuevo Reino de Granada, disfrazado de escri-
biente en un rincón del Despacho, vio entrar a una mujer como
nunca había visto alguna parecida, porque entre las mestizas de
Santa Fe, achatadas por el frío y el tamaño de los muiscas, no ha-
bía una hembra que anduviese como esta Inés de Hinojosa, cuyos
pasos eran de felino y cuyo rostro había pasado por el tamiz de Espa-
ña sin alterar las ojeras de las indias que moraban cerca del mar
océano.
Inés no miró al escribiente, pero lo sintió sobre su cuerpo y no
le disgustó que hubiese un testigo aquella tarde. Juan de Villalobos
se achicó por todos lados hasta convertirse en una especie de es-
colar sometido a examen. Inés habló:
— Aquí me tenéis, señor Corregidor, a vuestras órdenes.
— Yo quisiera, quisiera, eso es, quisiera. . .
— ¿Quisierais hablar conmigo?
— Sí, sí. . .
— Soy vuestra.
— Digo, digo que. . . Se ha sabido de un pasadizo, un pasadizo
en vuestra alcoba.
— ¿Lo habéis visto?
— Yo no.
— ¿Entonces?
— Decidme, ¿es verdad?
— Os queda muy fácil comprobarlo, si lo permitís os acompaño.
— ¿Para que lo usabais?
— Sería mejor que fuéramos a tal sitio, evitándonos palabras in-
necesarias.
— Debéis decirme cuáles eran vuestras relaciones con el enco-
mendero Bravo de Rivera.
— Teniéndolo a vuestro arbitrio, como tenéis al encomendero,
quizá fuese mejor preguntárselo a él para no utilizar a una pobre
mujer como yo.
Advirtiendo don Andrés los descuidos del Corregidor, su turba-
ción y el desasosiego impropio de un funcionario del Reino, se le-
552 Próspero Morales Pradilla
vantó, salió, cambio de hábito y ya con aspecto de Presidente lamó
al Alguacil Mayor y le ordenó que sacase a la acusada y la levase,
de nuevo, a prisión. Mientras se cumplían estos actos, el Corregi-
dor pudo decir a Inés:
— Callad, por favor, y trataré de arreglaros las cargas.
— Inés se arrojó en brazos del Corregidor, pero éste la apartó di-
ciéndole:
— ¡Cuidado, insensata!
Apenas se había aquietado la mujer, cuando entró el Alguacil y
tomándola del brazo la condujo al cuarto de aperos, sin que nadie,
excepto el Presidente y el Corregidor, supiera qué había sucedido
en el Despacho, pues Inés creyó que había conquistado al Corregi-
dor cuando estaba cerca la firma de su sentencia.
El Corregidor, al borde de perder la cabeza por culpa de Inés,
sufrió grave mezcla de humillación y puritanismo durante el nuevo
diálogo con la acusada, porque la presencia del Presidente echó a
pique cuanto había pensado para el momento de estar a solas con
ella. Esto le produjo vergüenza, sintiéndose disminuido y víctima
de acechanzas. A partir de ese momento volvió a ser intachable ca-
ballero, corregidor dispuesto a imponer justicia y frío testigo de las
añagazas de las mujeres. Poco a poco, fue enderezando su concien-
cia para recuperar el prestigio de los Villalobos, que él había enal-
tecido al encarar con prontitud y entereza el terrible asesinato de
Jorge Voto. Y si por dentro reconquistaba el ánimo de las gran-
des decisiones, por fuera trató de alisar con sus manos el jubón
arrugado, se aplastó el cabello para quitarle aspecto de refriega,
abrió la ventana de la antesala y escupió hacia la calle Real, donde,
por fortuna, nadie recibió aquella descarga de arrepentimientos.
Acto seguido entro al Despacho e interrumpió las meditaciones del
Presidente, colocándose bajo el escudo de la ciudad y diciendo al
dueño del Nuevo Reino:
— Excelencia: creo haber redondeado mis investigaciones, atado
todos los cabos y tener en el puño de la justicia el caso que nos
preocupa.
— Os preocupará a vos, Villalobos, porque yo tengo la fortuna
de no preocuparme por nada distinto a la salvación de mi alma.
— Que de Dios goce —se apresuró el Corregidor.
— Pero todavía no, mi querido Villalobos, pues deseo que vos
me precedáis en el feliz camino.
— Que así sea, señor Presidente.
— Por cierto, ¿decíais algo relacionado con el crimen?
Los Pecados de Inés de Hinojosa 553
Juan de Villalobos amplió cuanto estaba dando en cuenta-gotas
al señor Presidente para demostrar su independencia de carácter,
sufirmezaa lo largo del proceso y la perspicacia de sus deduccio-
nes. Un alud de sospechas comprobadas, de hechos irrefutables,
de eficaz administración de justicia, cayó sobre don Andrés Díaz
Venero de Leiva, desde la lascivia del pasadizo entre las alcobas de
los amantes hasta la manera como la vihuela intacta y muda in-
dicó el sitio exacto donde Jorge Voto fue asesinado. Todas las
pruebas fueron relatadas al Presidente: las huellas de los zapatos
de Pedro Bravo de Rivera en el escenario del crimen, el estoque ha-
lado en las pesebreras del encomendero con manchas de sangre en
la punta, la cena de Inés de Hinojosa, la acusación de Hernán con-
tra Pedro de Hungría, el intento de fuga de la prisionera, el adulte-
rio de Pedro e Inés, los antecedentes del sacristán como marañón
de Lope de Aguirre, la ingenuidad del padre Orejuela ante tal he-
cho, informes secretos de doña Mencia de Figueroa sobre los amo-
res del encomendero, los presagios de Hortensia de Godoy, las bur-
las del Judío Errante. . . El Presidente cortó la eficiencia del Corre-
gidor, con esta pregunta:
— Decidme, Villalobos, ¿por qué estabais tan nervioso cuando
interrogasteis a Inés de Hinojosa?
— No lo creo, Excelencia.
— ¿Dudáis de mí?
— Quizá no me di cuenta.
— ¿Y ahora mismo?
— ¿Qué?, Excelencia.
— ¿Ahora mismo, por qué estáis nervioso?
— ¿Yo?
— Bueno: seguid vuestro relato.
Al Corregidor se le acabaron los hechos y las palabras, porque
volvió a sentirse inseguro como si la sombra de Inés continuara tur-
bándolo y, sobre todo, enredándolo en la malicia del señor Presi-
dente que, si bien tenía fama de consolador, gozaba con la turba-
ción del prójimo, pues formaba parte de sus deleites intelectuales,
que lo levaban a saborear su superioridad cuantas veces fuera posi-
ble. Sin embargo, estaba muy satisfecho con el trabajo del Corregi-
dor, corroborado por López de Cepeda, y pensaba en premiar al
acusioso y enamoradizo funcionario con un traslado a Santa Fe,
donde estuviese bajo su directa vigilancia con la idea de que así
como había descubierto los dones de Inés de Hinojosa podría des-
554 Próspero Morales Pradilla
cubrirlos también en alguna santafereña para alterar la rutina del
cargo.
El lugarteniente Aguayo, como antes Jorge Voto y Pedro Bravo
de Rivera, resolvió ponerse al servicio de Inés. Buscó, de nuevo, a
Cabeza de Vaca y con franqueza le informó sobre el propósito de
abandonarlo todo para levarse consigo a la apetecida mujer. En
un principio, el escribano guardo silencio, rumiando las palabras
de Aguayo con el ánimo de aprovecharlas en beneficio de su cuña-
do. El lugarteniente dio cuenta de los planes de fuga y cómo, si
lo ayudaba, el lunes saldría de Tunja con Inés de Hinojosa para
perderse más allá del sitio donde moran las tribus conocidas, en el
camino del poniente. Con esta y otras explicaciones, Cabeza de Va-
ca agarró la ocasión y dijo:
— Supongo que en la fuga te acompañará Pedro Bravo de Ri-
vera. . .
Aguayo no esperaba semejante frase y como era persona de ar-
mas y no de estrados, la argucia del escribano le apretó la garganta.
No pudo responderle, pero lo miró con ojos sobresaltados.
Cabeza de Vaca continuó:
— Es lógico, mi querido Jerónimo: si Tunja, y aun amigos como
tú, acusan a Pedro e Inés de ser amantes, ¿cómo puede pensarse en
la fuga de ésta sin la compañía de aquél?
— Yo, yo. . .
— Tú pretendes llevarte a la mujer de mi cuñado, ¿o me equivo-
co?
— Ella ya no lo quiere.
— ¿Y él? ¿El no cuenta, porque está en la cárcel?
— Quizá sea más fácil ayudar a Inés.
— Pero no cuentes conmigo.
— Tú me dijiste algo distinto cuando te facilité la conversación
con el señor Presidente.
— Nunca he pretendido separar a Pedro de Inés y, menos aún,
entregártela como si yo fuese su dueño.
— ¿Entonces?
— O te vas con Pedro e Inés, o te quedas para siempre.
— ¡Y si ella quisiera irse sólo conmigo?
— Ni lo pienses, Jerónimo.
Así se acabó la amistad entre estos dos servidores del Rey, por-
que a ningún hombre, como no sea cabrón comprobado, le seduce
la idea de que otro se leve a una hembra cuando ella podría aco-
modarse mejor en su colchón. Mientras el lugarteniente Aguayo se
Los pecados de Inés de Hinojosa 555
mesaba los cabellos como corresponde a todo héroe frustrado, sin-
tiéndose, además, víctima de su propia ingenuidad, el escribano, de
regreso a su casa, tuvo la atroz certidumbre de que Pedro Bravo de
Rivera, por quien sentía devoción de pariente, amigo y compin-
che, se había quedado solo. Ni siquiera su amante lo apoyaba. Por
el contrario: Inés se agarraría a cualquier pene que pudiese sacarla
de esta maldita encrucijada.
Y, por cierto, ella había escogido el del Corregidor Villalobos,
no sólo por ser la máxima autoridad a la cual podía acercarse, sino
porque era hombre con la juventud liquidada, pero aún vibrante y
antojadizo. En su oscuro cuarto de los aperos, Inés no sabía que
Juan de Villalobos, precisamente por culpa de ella, había sufrido la
humillación de su sexo y de su autoridad ante el mismísimo Presi-
dente del Nuevo Reino de Granada, convirtiéndose en una sombra
de Venero de Leiva.
A pesar de sentirse derrotado, Jerónimo Aguayo legó el lunes
con la saca-micas a la prisión de Inés, y siguiendo la costumbre,
pudo quedar a solas con ella, dispuesto a ocultarle el fracaso de su
intento para que la amada conservara el buen ánimo y la esperan-
za. Sin embargo, ambos advirtieron que había transcurrido el tiem-
po, así fuesen pocos días. Pasearon como amigos demasiado viejos,
sin nada nuevo entre ellos, hasta cuando dijo Inés:
- No te creo.
- ¿Qué?
- No creo en la fuga.
- ¿Porqué?
- Por tus ojos, has mudado de ojos.
- ¿Y tú?
- Yo también, Jerónimo.
- ¿Qué dices?
- La fuga es imposible.
- ¿Por qué?
- Porque es más fácil convencer directamente al Corregidor.
- ¿Quién podrá convencerlo?
-¡Yo!
- ¿De qué lo convencerías?
- No más preguntas, querido lugarteniente.
- ¿Me cambias por el Corregidor?
- Busco mi libertad.
- ¿No te basta la que yo te ofrezco?
- No la veo, Jerónimo, pero dame un beso.
556 Próspero Morales Pradilla
El lugarteniente se quitó de encima los brazos de Inés con tanta
fuerza que la arrojó contra la pared del cuarto de aperos, y gritó:
— Guardias!!! Encerrad a la prisionera hasta nueva orden.
Inés sabía que Jerónimo haría precisamente lo que hizo, sintién-
dose tan perdida como la noche de sus bodas con Pedro de Avila.
La soledad se le entraba por todos los resquicios y pensó en que
Juan de Villalobos también la abandonaría. Entonces recordó al
encomendero Bravo de Rivera, se dio cuenta de que era el único
hombre que había conocido, recio, corpulento, con carácter en to-
dos los poros y capaz, él sí, de ayudarla como los verdaderos ma-
chos de la especie: rompiendo las armas que pretendieran atacarla.
Pero, ahora, estaba preso, aherrojado, perseguido por los golillas,
pisoteado por el Corregidor, hundido por María de Hondegardo,
golpeado, brutalmente golpeado. Sin embargo, de pronto podría
sacudirlos a todos, poner patas arriba el Nuevo Reino de Granada,
matar a quien fuere necesario y llevarla, de nuevo, a su cama, don-
de nadie podría tocarla mientras el macho estuviese entre sus pier-
nas. Es que en esta época dura, cuando la tierra ha alcanzado su
verdadera dimensión, los forjadores del nuevo planeta son hombres
como Bravo de Rivera, cuyos cojones no cupieron en el mapa de
España y han poblado los territorios descubiertos por Cristóbal
Colón, entregando su vida por una hembra, por un escudo o por
un imperio, muy distintos, para el gusto de mujeres como Inés de
Hinojosa, a los oidores de las reales audiencias que reemplazan el
vigor por la argucia y la espada por los cuernos. A Inés le corrieron
lágrimas de orgullo y lamentó con fiereza haber descendido a co-
rregidores y lugartenientes cuando ella pertenecía a la casta de los
encomenderos, violentos e injustos, es cierto, pero herederos direc-
tos de la Conquista, es decir, de un acto de posesión. Y se dijo,
apretando los labios, que ella, su cuerpo, su sangre, su vida, eran,
precisamente, la consecuencia de un acto vital de conquista: el
mestizaje. Quizá no lo supo con claridad, pero recordando los
taparrabos de las indias de Nombre de Dios y su capacidad para ir
siempre un poco adelante de los españoles, entendió la gloria de
ser mestiza. Y, por ello, pensó en algo que venía desechando des-
de cuando la apresaron: ¡que los blancos eran capaces de matarla!
A Hernán Bravo de Rivera, estrenando celda, se le había achica-
do aún más el medroso corazón o, siendo exactos, apenas tenía un
pequeño mararay en el sitio de las pelotas. Como no tuvo el cora-
je de ser buen delator, no era un preso, sino mierda con ojos y oí-
Los pecados de Inés de Hinojosa 55"
dos. No se atrevía a pensar por temor a que alguien lo descubriera.
Llevaba el mismo jubón del día de la captura y su cuerpo carecía
de calor Sin embargo, no sentía frío porque el mero hecho de re-
gistrarlo hubiese sido un acto de audacia, él no quería ser adverti-
do, sino consumirse, secarse, desaparecer como los pantanos bajo
el verano. Sólo miraba hacia los barrotes y, cuando dormía, habla-
ba con las mismas palabras de todas las noches. "Fue Pedro de
Hungría, fue Pedro de Hungría, fue Pedro de Hungría. . .". Los
guardianes no le tenían en cuenta y se olvidaban de darle comida,
rifándola entre los hombres de turno. Nadie esperaba sentencia
para Hernán Bravo, pues ya se creía que duraría preso para siem-
pre, clavado, enraizado, sujeto, formando parte de la naturaleza
como las piedras.
Cuando su triste condición fue conocida en la calle, se culpó al
Judío Errante porque —o l dijo Engracia Amaya- "sólo él puede
turturar al menos malo de los malos". Se dijo también que, en la
madrugada, la feroz estatua iba a la cárcel para pisotear al desgra-
ciado, oyéndose, antes del alba, grandes risotadas a lo largo de los
vientos desde Santo Domingo hasta la cárcel. Todo lo cual indica-
ba a los tunjanos que si había tantas desgracias, en tan noble ciu-
dad, era por culpa de los designios y no por falta de piedad en
las conciencias.
Como los padres dominicos pidiesen permiso al Corregidor para
asistir espiritualmente a los prisioneros, se afirmó que ellos sabían,
con certeza absoluta, la participación del Judío Errante en el opro-
bio de Tunja. Se propagaron por todas las calles noticias escanda-
losas: que Pedro Bravo de Rivera escupiría en los copones, que
Inés de Hinojosa iría desnuda ante el confesor y que Hernán apren-
dería a ladrar.
La soberbia del encomendero legó hasta la casa de don Juan de
Castellanos. Alguien le dijo que Pedro Bravo de Rivera afirmaba a
grandes voces: "Decidle al hideputa cronista que no me incluya en-
tre sus varones ilustres de Indias, ¡porque yo no he sido hecho de
mierda!", a lo cual don Juan respondía, santiguándose: "Ese pobre
hombre está en el infierno". Además, como el encomendero esta-
ba sometido a la másrigurosavigilancia sin permiso para nada dis-
tinto de blasfemar, se ha sabido muy poco de Pedro Bravo de Ri-
vera durante los días de su prisión. Pero, cuando cesaba de insul-
tar, se sentaba en un rincón de la celda, escupiendo en dirección de
la puerta, apretándose los cojones con las dos manos y maldicien-
do la hora en que albergó tanto hideputa en su casa de Chivata,
558 Próspero Morales Pradilla
confió en representantes de la Real Audiencia y no se guardó en la
encomienda a todas las hembras de Tunja, incluyendo a las muje-
res de los encomenderos, para yacer con ellas según el antojo de
cada día. Maldita sea, el encomendero de Chivata ha sido, es y será
el más español de todos los españoles del Nuevo Reino de Grana-
da, conquistador de estas tierras y sus indios. A veces amanecía
contra los barrotes gritando:
— Decidme hideputas, ¿habrá otro encomendero que se haya
rajado los cojones para izar en estas tierras las insignas de Castilla
y Aragón?
Los guardianes no se molestaban por las palabras del preso, pues
ya lo consideraban loco y cuando él arrojaba la comida, sólo le gri-
taban: " ¡Acabarás comiendo mierda, encomendero hideputa!".
Gracias a la cobardía de su familia y de los siervos, la prisión de
hombre tan aguerrido no produjo ningún tumulto en Tunjá, donde
se pensaba con afecto en Jorge Voto y algunos varones anhelaban
guardar en su alcoba a Inés de Hinojosa, pero nadie, excepto el es-
cribano Juan Ruiz Cabeza de Vaca, se consideraba amigo del ase-
sino encarcelado, ni siquiera Paquita Niño, cuyo espanto ante
tantas desgracias la hizo cambiar de hábito dejando los escotes por
el cuello rizado y perdiendo el garbo para mostrarse en las iglesias
como penitente. El paganismo se esfumaba de Tunja induciéndola
a una vida provinciana, despojada de cualquier pecado atrayente y
sin la posibilidad de tener una escuela de danza en las centurias ve-
nideras.
Pedro intuyó el éxito de la ramplonería y pensó que sólo la
muerte de Venero de Leiva podría salvar a Tunja, porque si el Pre-
sidente imponía sus leyes, su moral y sus pequeños vicios, la ciu-
dad seguiría el camino mojigato de Santa Fe y, por consiguiente,
nunca tendría los pecados, ni la grandeza, que él le venía obse-
quiando como si fuese el César Borja de estos territorios.
La ciudad se acostumbró a la desgracia de los prisioneros. La
memoria de Jorge Voto, ennoblecida por su tragedia, fue tomando,
en la conciencia de los tunjanos, sitio tan alto que el difunto hu-
biera sido feliz, en vida, con tanta preeminencia, pues pasó de ca-
dáver casi insepulto a signo de la virtud hasta el punto de que sólo
el instinto político de Venero de Leiva impidió la inclusión del bai-
larín entre "los varones ilustres de Indias", como lo insinuó don
Juan de Castellanos, quien apuntaba todo cuanto sucedía en el
Nuevo Reino, pero, por sus resabios de versificador, sacrificaba la
claridad y la importancia en aras de la métrica. Cada cual hizo un
Los Pecados de Inés de Hinojosa 559
Jorge Voto a su antojo, desde Paquita Niño, para quien el bailarín
fue el dios de la música, hasta el padre Orejuela que comparó al
marido sacrificado con San José, sin profundizar en la biografía
del profesor de danzas.
El enaltecimiento de Jorge Voto hizo más negra la suerte de los
presos, porque ya nadie dudaba de su perfidia. No sólo habían ma-
tado a un cristiano, sino que habían sacrificado al paradigma de
los buenos esposos y, por consiguiente, merecían sentencia conde-
natoria. Inés de Hinojosa, sobre todo, no parecía mujer, sino en-
gendro del diablo, porque las grandes cualidades femeninas, sean
del cuerpo o del alma, no formaban parte de ella. La gente no la
veía en su verdadera apariencia física, sino lena de podredumbre y
lepra casposa que le escurría desde la cabeza, mientras el espíritu
ya estaba en poder de Satanás. Algunos hombres la perdonaban en
la intimidad de su pellejo, pero de dientes para afuera decían frases
tan definitivas como: "Eso no es una mujer, sino el diablo con fal-
das".
Tunja estaba decidida por la sabia rigidez de Venero de Leiva,
legada con los títulos del conde de Baños, dando a la mestiza Inés
de Hinojosa el sitio de los desdichados; sin nadie que la defendiera
entonces, ni nunca, porque en los nuevos acontecimientos no hay
cupo para una mujer bella, un poco casquivana, con moral discuti-
ble y, además, venida de las playas donde impera la desnudez. La
incipiente lujuria fue ahogada por Venero de Leiva para dictar una
sentencia que pasaría a la historia, pero no podría restarle hermo-
sura a la hembra más cabal del Nuevo Reino de Granada.
El oidor López de Cepeda tuvo un momento de vacilación cuando
recibió confidencia del lugarteniente Aguayo, enterándose de que
Inés estaba perdida. Se le ocurrió velar por ella e, inclusive, hacerle
rebajar la pena para aprovecharla ahora o más tarde. Pero pronto
se convenció de que sería una lucha ardua contra los deseos del
Presidente y al margen de la justicia, por lo cual prefirió retomar
su posición de acusador permanente, diciéndose a manera de con-
suelo: "Algún día encontraré otra Inés de Hinojosa que no haya
matado a nadie".
Cuando el Presidente fue a la encomienda de Chivata en busca
de pruebas para el juicio contra Pedro Bravo de Rivera, ya Cabeza
de Yaca había dicho a los indios que el visitante era el mayor ene-
migo del sol, de las sementeras y de ellos mismos. Los indios, de
reojo, vieron a un jinete con caballo enjaezado y, en vez de cara de
trueno, una sonrisa como nunca la habían visto en los blancos. Ve-
560 Próspero Morales Pradilla
ñero de Leiva se detuvo frente a ellos, los miró con una malicia
que no advirtieron y, después de toser, les dijo que no temieran
pues era el supremo emisario del rey de España, cuya voluntad ha-
bía dispuesto tratar a los indios, fuesen o no bautizados, con amor
de cristiano. Les explicó que debían amarse los unos a los otros y
cómo el delito hace a los hombres detestables a los ojos de Dios.
Los indios se empujaron entre sí, comenzaron a levantar la vista y,
finalmente, ofrecieron cara complaciente, aun cuando conservaron
la seriedad propia de su raza, que sólo bajo el estímulo de la chicha
trocaba la tradicional tristeza del rostro por un poco de picardía
en la comisura de los labios. Bravo de Rivera había perdido la vo-
luntad de sus siervos y Cabeza de Vaca la última posible resistencia
frente a la autoridad del Presidente. Los indios, sin saberlo, acaba-
ban de vengarse del incendio del templo del sol, que los había deja-
do sin la fuerza de su dios. Venero de Leiva quedó convencido,
una vez más, de que el gobierno del Nuevo Reino se basaba en ad-
ministrar justicia contra los delincuentes españoles y recordar a
Fray Bartolomé de las Casas frente a los indios. Luego se dirigió
a Tunja con escolta de arcabuceros y, entrando a la casa de Villa-
lobos, donde se hospedaba, convocó al oidor Juan López de Cepe-
da a quien dijo, de pies y solemne, tan pronto como legó a su pre-
sencia:
— Os anuncio que ya he decidido la suerte de quienes asesinaron
al maestro de danzas don Jorge Voto.
— Decid, Excelencia. . .
— Lo sé, mas no lo digo aún, porque este negocio servirá de
ejemplo. Traedme al alguacil mayor.
¿Habrán.influido los indios en la decisión del señor Presidente?
III
Este grave asunto, que impuso el viaje del Presidente Andrés Díaz
Venero de Leiva a Tunja, fue de rápida maduración. La suprema
autoridad comenzó a lenarse de razones como si de todas las casas
salieran confidencias y pistas capaces, por sí solas, de satisfacer al
representante del Rey. El corregidor Villalobos y el oidor López
de Cepeda apenas tuvieron necesidad de alinear las pruebas para
que don Andrés, amable y feroz, produjese un veredicto en su pro-
pía conciencia para lanzarlo, luego, a la calle y a la historia.
El Corregidor, observando cómo la madurez del proceso apare-
cía en las arrugas de don Andrés, acentuadas en la frente, dispuso
la preparación de los prisioneros para que el fallo no los tomase sin
arreglar los asuntos espirituales y, sobre todo, con aspecto indigno
de la pompa civil y militar que acompañaría, en adelante, todas las
palabras de la autoridad. Los hermanos Bravo de Rivera, cargando
grillos, fueron levados por arcabuceros de Santa Fe a la quebrada
de los Gatos, donde los desnudaron y, como si fueran caballos, los
lavaron arrojándoles el agua de cuatro jofainas. Pedro, tiritando
con las vergüenzas al aire, gritó a sus torturadores:
— Hideputas: ¡hasta el agua la habéis convertido en mierda!
El encomendero fue silenciado al darle en la cabeza con la cula-
ta de un arcabuz. La ira de la tropa hizo que a Hernán le pegaran
con las jofainas en el culo después de echarle el agua helada. Los
miró con la tristeza de toda su vida y guardó silencio.
Luego, los levaron al convento de los padres dominicos para
que también asearan el alma, sucia no sólo por el crimen que les
imputaban sino también por el vocabulario de Pedro y sus muchas
historias carnales. Hernán entró a la iglesia y se arrodilló ante un
confesionario tras cuya rejilla había un fraile recién legado de To-
ledo. Pedro, tratando de zafarse de los arcabuceros que lo agarra-
ban, miró al prior y dijo:
— Quisiera ver al Judío Errante.
562 Próspero Morales Pradilla
A los arcabuceros les molestó la solicitud y le empujaron hacia
el patio, pero el dominico preguntó:
— ¿Por qué, señor encomendero?
— ¿Por qué, qué?
— ¿Por qué deseáis ver al Judío Errante?
— Para escupirlo, porque ese hideputa es causa de mis desgracias.
— Sosegaos, señor encomendero.
— ¡A la mierda con el sosiego, reverendo padre!
Estas palabras y actitudes indicaron que así como Hernán esta-
ba bien dispuesto en el camino de la reconciliación, Pedro aún ne-
cesitaba aquietar el alma, confesar sus pecados y purificarse con
propósitos de enmienda.
De regreso a la mazmorra tras este duro pasee, los hermanos
quedaron listos, al menos en teoría, para comparecer ante los
jueces.
Como algunos curiosos se enteraron del baño de los prisioneros
e Inés podría correr la misma suerte, un grupo de tunjanos buscó
la manera de informarse sobre la fecha y hora en que la prisionera
sería bañada, ojalá en público. Inclusive encomenderos tan dados a
la vida espiritual como don Francisco Salguero, protector de las
clarisas, y Cabeza de Vaca, severo escribano, buscaban la oportuni-
dad de presenciar el último gran espectáculo de Tunja, el primero
para solaz de la vista y otros sentidos y, el segundo, con el ánimo
de facilitar la fuga de Inés, así fuese en pelota.
Pero consultada la clerecía y enterada, a su vez, doña Mencia de
Figueroa, el Corregidor debió prescindir de acto tan punible como
sería bañar a Inés de Hinojosa en una ciudad todavía cautivada por
los pecados de la carne. Además, dados los irrespetos cometidos
por Pedro Bravo en el convento dominico, el padre Orejuela se
ofreció como confesor de la prisionera si la levaban al convento
de las clarisas, sitio de especial recogimiento y propicio a la ora-
ción de las mujeres. Inés, quien sufrió en Carora la angustia de una
confesión peligrosa, se negó, en Tunja, a confesar pecados que po-
drían salirse del sigilo para legar a oídos de la autoridad. Pero me-
nos indiscreta que su amante, se excusó del beneficio con estas pa-
labras:
— Permitidme, padre Orejuela, unos cuantos días de severa re-
flexión para legar debidamente al sacramento de la penitencia.
— ¿Más tiempo?
— Sí y ojalá en el convento de las clarisas para recibir buen
ejemplo.
Los pecados de Inés de Hinojosa 563
- Negado, señora mía, porque nadie puede compartir la vida de
las clarisas sin ser. al menos, novicia.
— Pues, quiero ser novicia.
- ¿Una mujer casada?
- Viuda, reverendo padre.
Sería interminable seguir el largo diálogo de Inés y el padre Ore-
juela, aquella empeñada en trasladarse del cuarto de aperos al con-
vento de Santa Clara y éste defendiendo a las clarisas de la peor
mujer del Nuevo Reino. Así, Inés de Hinojosa quedó desaseada por
dentro y por fuera.
Como los acontecimientos previstos por Venero de Leiva exi-
gían boato y severidad, el Alguacil Mayor López Nureña, sería ais-
lado en el alojamiento de los arcabuceros, después de confesarse en
la iglesia de San Francisco, para poder responder de los prisioneros
antes de leerles sentencia, durante el solemne acto y después de és-
te. A López Nuréña no le hizo gracia el aislamiento, porque era
igual a un arresto. Por eso, antes de someterse a tan dura condición
solicitó al Corregidor:
— Señor don Juan: preferiría estar cerca de la prisionera, porque
si ella no es bien guardada podría fugarse.
— Asunto que no concierne a Vuesamerced, porque el aislamien-
to, precisamente, os excluirá de dimes y diretes.
El alguacil, con su bragueta abombada que siempre parecía te-
ner más de lo necesario, hubo de cumplir con la orden mientras el
Corregidor se decía: "Cono, la maldita mujer se lo hace parar a to-
dos. ¿Qué más querrá el alguacil? ¿Acaso encerrarse en el cuarto
de los aperos?"
No pudo seguir sus reflexiones, porque entró el Presidente y lo
dejó pasmado con estas palabras:
— Pensaba, mi querido Villalobos, en que el aislamiento del al-
guacil mayor ha sido una afortunada decisión. . .
— ¿Por qué, Excelencia?
- Acaso, ¿no lo creéis así?
- ¡Sí. Excelencia!
Don Andrés se mordió el labio inferior, sacó de la manga su pa-
ñuelo de encaje y se lo pasó por las narices para disimular una son-
risa que parecía adivinar pensamientos.
Durante aquellas pesadas tardes, los frailes y las clarisas entra-
ron en oración especial para que Dios diera luz de justicia a los
cristianos encargados, por el Rey y por la Divina Providencia, de pe-
564 Próspero Morales Pradilla
sar el bien el y el mal para que la sentencia de este proceso tuviese
dignidad y misericordia. Los franciscanos optaron por invitar fieles
a las vísperas, mientras los dominicos prefirieron el Santo Rosario,
y las clarisas, desde el coro, pronunciaban unas palabras, segura-
mente de intención piadosa, pero que a los seglares parecía algo si-
milar al ruido de los labios apretados cuando las mujeres se bañan
con agua muy fría. El padre Orejuela, un poco escéptico desde
que su templo fue invadido por bando del Corregidor, no consi-
deró que las oraciones debieran intervenir en asuntos de tan sucia
procedencia. El cielo, que suele participar en los problemas de
Tunja, se lenó de nubes a pesar de estar en un mes soleado. Hacia
Runta, estaba negro como si la noche quisiera reemplazar al día
antes de tiempo, la colina de Soracá no se veía, las piedras de los
indios se habían ocultado entre neblinas y en Motavita lloviznaba.
Eran presagios movidos por el viento que, en aquella alta cima del
Nuevo Reino, anunciaban el inmimente fin de la lujuria para im-
poner, de una vez por todas, el ascetismo y el aburrimiento.
La conmoción legó al escándalo cuando, el día en que fue aisla-
do el alguacil mayor, salió a la calle don Juan de Castellanos, en-
vuelto en capa negra que le cubría la sotana, caminó con pasos rá-
pidos y entró al convento de los dominicos, donde solicitó audien-
cia con el Judío Errante, es decir, pidió al prior permiso para mi-
rar con detenimiento la pérfida estatua de madera. El prior acce-
dió, por tratarse de un sacerdote y cronista iluminado, pero lo si-
guió junto con el confesor de doña Mencia de Figueroa y el fraile
encargado de lo demoniaco. Estos vieron a don Juan con los ojos
fijos en el rostro del Judío y cómo el notable escritor tomó una
vara de encender candelas y midió la altura de la estatua, desde la
aguileña nariz hasta los pies, luego dio varias vueltas en torno al
"paso" del Nazareno y el Judío, contando algo con los dedos de la
mano izquierda y el pulgar de la derecha. Antes de salir, el fraile
encargado de lo demoniaco se atrevió a preguntar:
— ¿Creéis, don Juan, que las desgracias de Tunja tienen algo que
ver con el Judío Errante?
— ¿Cuáles desgracias?
— ¿Acaso no os habéis informado de cuanto hace y hará el Pre-
sidente Venero de Leiva para conjurarlas?
— El Presidente no vive en mi casa, luego nada sé de sus actos.
¿Y el judío?
— Dejad a la historia que transcurra.
Don Juan de Castellanos se arropó con la capa al traspasar la
Los Pecados de Inés de Hinojosa 565
puerta del convento y sólo una profunda reverencia indicó que su
visita había terminado. Sin embargo, los tunjanos comenzaron a
pensar en la posibilidad de condenar al Judío Errante en vez de
condenar a Inés de Hinojosa, ya de suyo perjudicada por los hom-
bres.
Tras algunas insinuaciones del Presidente, el Corregidor ordenó
vigilar al escribano Cabeza de Vaca para lo cual comisionó al lu-
garteniente Aguayo, determinación muy afortunada porque éste,
apesadumbrado por las circunstancias, gozó de veras con el encar-
go de la autoridad y fue, a partir de tal instante, la sombra del úni-
co amigo del encomendero. Lo siguió a todas partes con tanto si-
gilo y buena suerte que el vigilado nunca advirtió la figura de
Aguayo, ni siquiera cuando una noche lamó a la puerta de Paquita
Niño y escuchó a la dadivosa muchacha de antaño decirle en voz alta:
— ¡No me persigas, Satanás!
Y es que las costumbres se habían morigerado con tanto celo
desde la legada de Venero de Leiva que todo lo amable e incierto
de Tunja desapareció cuando Hortensia de Godoy cargó consigo
los filtros de amor y Juanita de Hinojosa se llevó la putería, mien-
tras Paquita Niño dejaba las camas de los amigos por los escaños de
las iglesias. Los hombres, perdido el ejemplo sensual del encomen-
dero Bravo de Rivera y encarcelada Inés, se resignaron a simples
funciones de reproducción, acatando casi todos los mandamientos
y buena parte de las leyes de Indias.
El Padre Orejuela halló feliz reivindicación al ser lamado por el
señor Presidente, quien, viéndolo en el Despacho del Corregidor, le
dijo:
— Requiero vuestros servicios si sois el párroco mayor de Tunja.
— Diga vuesa merced.
— ¿Lo sois?
— ¿Qué?
— El párroco mayor.
— Sí, Excelencia.
— Entonces: iluminad vuestro templo con todos los cirios de
Tunja. colocad en el coro a cantores de la comunidad franciscana,
exponed al Santísimo en la mejor custodia que tengáis y poned
frente al altar un reclinatorio de terciopelo carmesí, porque voy a
entrar en oración.
— ¿Cuándo?
— Inmediatamente, reverendo padre.
— Dadme tiempo para...
566 Próspero Morales Pradilla
— ¿Sois incapaz?
— Ya, ya, señor Presidente.
Una hora después entraba al templo el Presidente del Nuevo
Reino de Granada, vestido con jubón de botones dorados, trusa y
calzas negras, aquélla henchida y provista de cuchiladas color per-
la con bragueta prominente; en la mano sombrero con plumas
blancas y, sobre el conjunto, la capa de los grandes acontecimien-
tos. Venero de Leiva, nuevamente, fue el rey de España para la ma-
yoría de los tunjanos, pues nadie podía convencerse de tanto boa-
to sin testa coronada. Se entonó el "Miserere" de la regla francis-
cana, lo cual hizo sonreír al Presidente, pero nadie vio su gesto por-
que todos se hallaban detrás. Don Andrés entró en oración a las
cinco de la tarde del jueves anterior a la sentencia, indicándose así
que sólo faltaba la bendición de Dios para proferir el fallo.
Mientras el Presidente rezaba con la solemnidad propia de su
rango, algunos tunjanos pudieron ver cómo, por diversas calles, los
indios entraban a la ciudad. Venían de las encomiendas en filas ri-
gurosas, baja la vista, encorvados y silenciosos. Adelante de cada
fila iban los indios con gorra en forma de bonete y, tras ellos, los
demás, envueltos en mantas, con los pies descalzos y andar de ani-
mal receloso. Dos arcabuceros detuvieron una de las filas y pregun-
taron:
— ¿Qué queréis indios de mierda?
— Mierda, no.
— ¿Por qué venís a Tunja?
— Mirar.
— ¿Todos venís a mirar?
— Más ojos.
— La autoridad se encargará de vosotros.¡Quedaos aqui!
— ¿Pelear?
Tan pronto como el Presidente terminó sus oraciones, fue in-
formado de que indios de las encomiendas vecinas, posiblemente
alertados por los siervos de Pedro Bravo de Rivera, estaban entran-
do a Tunja en son de guerra.
— ¿Y cuál es el son de guerra? —preguntó don Andrés a Olalla,
capitán de arcabuceros. Como no recibiera respuesta, caminó a
la Calle Real, donde estaba detenida una fila de catorce indios. Los
miró uno a uno y les dijo desde prudente distancia:
— ¿Estáis en son de guerra?
— Nosotros miramos —respondió uno de los que levaba gorra.
— Mirar ¿qué?
Los pecados de Inés de Hinojosa 567
— La justicia del rey.
A estas palabras, el Presidente les dijo que hacían bien y recor-
dó el auto según el cual nadie podía cargarlos, ni agraviarlos, ni
maltratarlos.
Los indios alzaron la vista y el que los encabezaba tomó la dies-
tra del Presidente y la llenó de babas en señal de contentamiento,
pues nunca habían visto un blanco que no los confundiera con la
mierda, desde cuando aparecieron en sus tierras matando a los
abuelos, degollando al emperador, violando a las mujeres y que-
mando el templo sagrado.
El Presidente sonrió de verdad y escuchó la única pregunta del
jefe indio:
— ¿Cómo laman a Vuesa merced?
— El Presidente Venero de Leiva.
— Gracias, amo Veneno.
Los españoles rieron por la equivocación del indio y lafilacre-
yó que reían por la mucha bondad de sus corazones.
El Presidente marchó a su alcoba para dormir temprano, porque
al día siguiente madrugaría a dictar sentencia. Pero, en vez de pen-
sar en ésta, buscó la razón por la cual los indios había intuido
cuanto sólo él sabía. Nadie, en Tunja, había sido informado de que
la ciudad estaba en la víspera de oír el fallo de la justicia. Sólo él,
en la intimidad de su conciencia, conocía de antemano la fecha,
la hora y el veredicto. Sin embargo, decenas de indios, como si
estos le robaran su propio pensamiento, estaban enterados y ve-
nía a Tunja para asistir al acto final del proceso. Venero de Leiva
dudó, entonces, del éxito de la conquista, porque si los indios per-
cibían anticipadamente las reflexiones de un cristiano, podría lle-
gar el día en que expulsaran a los españoles sin arma distinta a la
fuerza del convencimiento. Pero si para esa remota fecha —pensó-
todos fueran españoles, España quedaría definitivamente en el Nue-
vo Mundo. Luego, hablando a solas y dando zancadas en su apo-
sento, se tomó el rostro entre las manos y dijo:
— Maldita sea: ¡Inés de Hinojosa es mestiza!
A esa misma hora agonizaba Hernán Bravo de Rivera, porque el
miedo lo había acorralado y no le quedaba ninguna esperanza. No
pensaba en huir, ni en ser libertado, ni en hacerse fraile, ni siquie-
ra en suicidarse. Estaba entregado a su destino, que lo mismo po-
dría ser blanco o negro. Ya no le importaba el día siguiente, sino
la mano que apretaba la garganta y le había hundido los testícu-
568 Próspero Morales Pradilla
los. Esperaba que el próximo amanecer fuera el último, pero,
al mismo tiempo, no deseaba el fin de la noche, porque nadie po-
dría moverlo antes del alba y él quería estar quieto, minúsculo,
arrinconado, ciego, mudo, convertido en cosa innecesaria. Se tocó
bajo los brazos, se le humedecieron los dedos y levó ese líquido a
las narices. Olía al peor miedo de su vida, más fétido que cuando
despertó a Jorge Voto en la venta de la Melchora y cuando le cla-
vó la estocada de turno para matarlo. Quiso pensar en la culpabi-
lidad de Pedro de Hungría, pero sabía que sólo era cierta en parte
como la suya. "Fue mi hermano" -alcanzó a pensar-, pero recor-
dó que él también empuñó el estoque y lo hundió en el cuerpo de
Jorge. Se había dictado su propia sentencia y no quería vivir, pero
le parecía mejor que lo mandasen al carajo y no a la muerte. El
carajo podría ser habitable, un poco duro, sin ningún amor, pero
suficiente para él. Se mordió el dorso de la mano izquierda, le su-
po a cadáver y cerró los ojos para no ver más sombras. Oyó, luego,
una voz:
— Esos indios hideputas nos van a joder algún día, si todos so-
mos tan buenos como don Andrés.
Al parecer los arcabuceros de Santa Fe no estaban de acuerdo
con su Presidente. Hernán no entendió nada y se tapó los oídos
para evitar que alguien le quitara el miedo.
Inés, en el cuarto de los aperos, tampoco podía dormir. Ya na-
die la visitaba, ni la sacaba al patio, ni la protegía. Además, se le
habían secado las ansias y no pensaba en los hombres como antes,
sino que los veía dispuestos a castigar mujeres. Los hombres eran
iguales al látigo de Pedro de Avila y sólo se satisfacían al ver la san-
gre de su hembra. Malos bichos —pensaba— son los hombres que
violan y matan para, luego, encubrirse los unos a los otros. Acaso,
mi encomendero. . . Inés no lloraba, ni quería llorar. Se asfixiaba
con el hedor de su cuerpo y echaba de menos los bálsamos de Ca-
rora. Se acordó de Juanita y de los ungimientos. Sonrió. Siquiera
Juanita se largó, aun cuando la idiota debe estar bajo algún hom-
bre, con las piernas abiertas. Mejor la Torralva que siempre supo
manejarlos y defenderse con su mole de carne. Sentóse en una silla
de montar y le salieron estas palabras:
— ¿Me matarán los hideputas?
Puso, luego, la cabeza en la silla, estiró las piernas y meditó so-
bre cómo sería su vida al salir de prisión. Se iría lejos de Tunja y
de Santa Fe, no vería más corregidores, ni lugartenientes, buscaría
alguna playa distante, viviría cerca dei mar, conseguiría un esclavo
Los pecados de Lnés de Hinojosa 569
para hacer con él cuanto le viniese en gana. . . ¿De qué la acusa-
ban? De nada, ella estaba en su casa a la hora del crimen, nunca
había ofendido a nadie, era una mujer buena. Quizá el tal Presiden-
te del Nuevo Reino la viera con justicia, como era, sin las inculpa-
ciones de las envidiosas y de los malvados. Jorge —y miró hacia el
techo—. . . Bueno, Jorge era eso: un bailarín. Bailaba en muchas
cuerdas y se cayó de la última. No pudo reírse. Sintió las tripas,
crujían. Le dolió la cabeza y creyó que le venía la regla. Pero no
era tiempo. Miró las fechas marcadas con rayas en la pared: aún le
faltaban varios días. Maldita sea, se dijo. Pensó en el encomendero
y halló la respuesta que buscaba desde el principio de su desgracia:
"También me equivoqué con él, sólo era un buen pene, que ahora
no necesito, ni necesitaré, Lo van a matar".
Pedro Bravo de Rivera no admitía, no podía admitir, que lo juz-
garán a la diabla como si fuera hereje, o indio, o hijo de mala ma-
dre. Pero tanto encierro y tan pocas palabras con la autoridad lo
tenían receloso. El tal Venero de Leiva debía estar leno de las gaz-
moñerías de María de Hondegardo y de las intrigas del oidor Ló-
pez de Cepeda. Los frailes tampoco lo querían y las putas siempre
son del mejor postor. Inés. . . qué carajo, no le servía para nada. Si
acaso podría salvarse ella misma entregándose al hideputa Presi-
dente. Pobre Inés de Hinojosa, tan rica hembra, tan buena de car-
nes, ojalá estuviera en esta mazmorra. . . Al encomendero se le en-
derezó algo entre las piernas y a sus labios asomó una sonrisa hú-
meda, porque Inés todavía lo lenaba de fuerza. Acostumbrado a la
oscuridad, vio las paredes mohosas, las barras de la puerta y el vie-
jo colchón de paja que le habían tirado al suelo. Lo pisoteó sin im-
portarle que, luego, pusiera allí la cara. Recordó a su madre, enfer-
ma por los fríos de Chivata y dura con él más por culpa de las mu-
jeres que de las muertes. A Pedro se le había olvidado la infancia,
como si nunca hubiera sido niño. Pero tenía frescos, en los ojos y
la memoria, a los primerios indios que vio en Hunzahua cuando,
aún adolescente, participó en el asesinato del horrible emperador ca-
si sin nariz, con pómulos salientes y boca de sapo. También se aca-
loró, de nuevo, con el incendio del templo de Sugamuxi, pues fue
muy fácil quemar la paja y levarse el oro. Buenos días aquellos,
cuando la conquista se hacía de verdad y no habían traído el mal-
dito engendro de la Real Audiencia. "Oidores hideputas" —gritó
en medio de la noche, despertando al centinela que le lanzó el con-
tenido de una bacinila—. Se quedó mirándolo por entre los barro-
tes y le dijo, casi calmo:
570 Próspero Morales Pradilla
— La mierda que me habéis arrojado, te la comeréis algún día
cuando los oidores se caguen en vosotros, los hombres de armas,
porque si han comenzado con capitanes, como yo, no se detendrán
en hideputas como vosotros.
El centinela dio la espalda. A Pedro le volvió la ira de días ante-
riores, porque se daba cuenta de su triste situación y no la podía
admitir sin resquebrajar su personal concepto del Imperio, que no
era un territorio de leyes sino el botín de los grandes capitanes,
dueños del suelo, de los indios, de los ríos, de las lagunas, de las
nubes y de todas las hembras del mundo. Qué carajo podía impor-
tar un bailarín cornudo frente al Imperio creado por el encomen-
dero Pedro Bravo de Rivera, el más apuesto, el más fornido, el más
audaz, el más galante de cuantos sostenían y sostienen el Nuevo
Reino de Granada, en estas tierras de Felipe II.
Como ya había pasado la medianoche y a Pedro le flaqueaban
las piernas por el mucho frío y el poco movimiento, se tendió so-
bre el mugroso colchón y creyó oír campanas, pero era el ruido de
sus propios tímpanos aguzado por el bullicio interior. Le dolían
los huesos, pero lo disimulaba para seguir engañándose porque un
encomendero, el más rico de Tunja, no podía rebajarse a sentir
dolores como las mujeres. Pedro era víctima de la desgracia absolu-
ta, pero no se entregó a ella porque si así lo hicieran los hombres
de sus agallas, el siglo XVI sería una pequeña porquería medieval y
no el más glorioso de todas las épocas, según lo juzgaban quienes
vivían dominando mares, derrotando tormentas, conquistando tie-
rras, avasallando civilizaciones, fundando ciudades y matando
cuanto no cupiera en el entendimiento. Dormido por el cansancio
de los recuerdos y laflaquezade los huesos, dijo, no obstante, esta
palabra:
— Hideputas!!!
El alguacil mayor fue despertado muy temprano por orden de
Su Excelencia. Necesitó varios segundos para percatarse de que es-
taba aislado y no junto a su esposa, una cordobesa que holgó con
él a orillas del Guadalquivir. Se le dijo que, a las seis de la mañana,
debería comparecer ante el señor Corregidor. Vistió de negro, co-
locóse el ropón y ciñó espada, después de mojarse las manos con
agua de la quebrada de "Los Gatos", algunas de cuyas gotas sirvie-
ron para arreglar el cabello. Salió hacia la casa del Corregidor, que
también lo era de Su Excelencia, donde, a esas horas, don Juan de
Villalobos pensaba en la rutina de los viernes: entretener al señor
Los Pecados de Inés de Hinojosa 571
Presidente por la mañana, la tarde y la noche, así como evitar que
Lucinda apareciera cerca de Su Excelencia, buscando, a la vez
pretexto para llevarlo el sábado a una encomienda que no fuera la
de Chivata.
El Presidente, menos presuroso, se levantó tarde -ya había ama-
necido— y sin quitarse el camisón de dormir, ni la gorra de seda
con borla, lamó al Corregidor, quien entró precedido por tres cria-
das portadoras de chocolate hirviente, quesos de Engracia Amaya,
hogazas de pan y tocino un poco maltrecho. El Presidente, sentado
ante una mesa toscana, en mitad del aposento, que olía a encierro
ácido, respondió al saludo del Corregidor:
— ¿Qué día es hoy, Villalobos?
— Viernes, Excelencia.
— Y qué viernes, ¿verdad?
— No os entiendo.
— Quizá cuando salga la servidumbre me entenderéis.
Las criadas movidas por el resorte del temor y la vergüenza salie-
ron con las bandejas, dando brinquitos tímidos. Entonces, habló el
Presidente:
— Hoy es el viernes esperado.
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