El Gran Invierno - Ismail Kadare PDF
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Ismail Kadaré
El gran invierno
ePub r1.0
Titivillus 29.11.2018
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Título original: Dimri i madh
Ismail Kadaré, 1973
Traducción: Ramón Sánchez Lizarralde
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Segunda parte
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Tercera parte
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Cuarta parte
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Quinta parte
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Sobre el autor
Notas
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Primera parte
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Capítulo 1
Los últimos días de septiembre se levantó un fuerte viento que estuvo soplando
cuarenta y ocho horas seguidas. Además de otros daños, tiró varias antenas de
televisión y dobló la mayoría de las que quedaron en pie. Cuando amainó la
ventolera, la gente, encaramada a los tejados, se dedicó varias jornadas a repararlas.
Junto a los hierros desnudos, con capuchas para protegerse de la lluvia, parecían
extrañamente lejanos y en cierto modo fuera del tiempo. Comenzaba octubre. Los
boletines de noticias se hacían cada vez más largos, debido a que se retomaban las
reuniones y guerras dejadas a medias durante los meses de verano. Las guerras se
desarrollaban en la periferia de los continentes; en el centro de las metrópolis, en
engalanados edificios seculares, se celebraban las conversaciones entre gobiernos.
Eran alrededor de cien en todo el mundo, sin contar los países que, como seres
mitológicos bicéfalos, tenían dos gobiernos. Escuchando las informaciones, la gente
sentía más o menos lo mismo que cuando hace mal tiempo y se está caliente dentro
de casa. Esta sensación se reforzaba con el boletín meteorológico al final de los
informativos. En Europa había niebla continuamente, media Asia estaba cubierta de
nieve y la temperatura y las presiones eran tales que podían propiciar el
desplazamiento de ciclones desde el centro de los desiertos. Después de todo esto,
resultaba natural que los locutores pronunciaran las palabras «buenas noches» o
«felices sueños» con cierto tono sarcástico.
Cuando Besnik salió a la calle, aún no habían dado las siete y media. La tarde era
húmeda. Había llovido. Vio las primeras gabardinas por el gran bulevar y le
sorprendió como si acabara de hacer un descubrimiento inesperado. Había llegado el
otoño de verdad.
Las aceras estaban repletas. Por las altas puertas de los ministerios salía gran
número de funcionarios. Caminó un rato entre la riada de transeúntes, luego recordó
que no tenía tabaco y entró en un bar. En la barra había mucha gente. Esperó a que le
llegara el turno mirando su cara reflejada en la superficie niquelada de la cafetera. Al
salir, mientras buscaba cerillas en el bolsillo, sus dedos toparon con algo frío y liso.
Era el carrete. Lo había sacado el sábado anterior de la cámara y aún no lo había
llevado a revelar. Eran fotos de la playa. El primer verano con Zana, pensó sin apartar
los dedos del celuloide. La había fotografiado en todos los lugares de la playa de
Durrës y, una vez en Tirana, ella esperaba impaciente las copias. Pero había estado
permanentemente ocupado con el trabajo de la redacción. Cuando, una semana antes,
Zana descubrió que no solo no había revelado el carrete, sino que todavía estaba en la
máquina, se enojó por el olvido. Le pidió perdón y, para demostrar su sinceridad, lo
extrajo delante de ella. Cuidado, cuidado, que no le entre luz. Ella alargó las manos
con rapidez, como para proteger de la destrucción lo que se encontraba allí fijado.
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Una película velada, pensó él. La desaparición fulminante de las caras, los cabellos,
la línea de la costa. Semejante a la luz cegadora de una explosión atómica, sobre la
cual escribían versos últimamente casi todos los jóvenes literatos.
Recordó haber visto antes un laboratorio en la calle de las Barricadas. Atravesó la
plaza Skanderbeg y enfiló la calle de Dibra. En la acera de la derecha, junto a la
farmacia, vio a Beni. Le había encontrado varias veces en ese mismo lugar con un
grupo de amigos de su edad. Hoy estaban de nuevo allí, apoyados en la pared con las
largas piernas ligeramente dobladas por la rodilla. Fumaban. Le había dicho varias
veces que no se quedara allí, pero no le gustaba el papel de hermano mayor
entrometido, y apretó el paso como si no le hubiera visto.
Casi no se podía caminar por la calle de Dibra a causa del gentío. Los rojos
autobuses avanzaban despacio, recibiendo el reflejo de las luces de los escaparates.
En la calle de las Barricadas chocó varias veces con otros transeúntes por ir mirando
hacia arriba para leer los letreros. Muebles. Artículos de cocina. Café. Confecciones.
Bombonería. Bar. Por fin: Foto Estudio.
Había muchos clientes. Algunos sentados en viejos sillones, situados a ambos
lados de la pequeña sala. La mayoría esperaban turno ante la ventanilla.
Se situó detrás de un muchacho robusto de pelo rubio. Más allá, de pie, un
soldado. Junto al soldado, dos chicas, con pinta de estudiantes. Hablaban en voz baja
reprimiendo la risa a duras penas. El soldado las miraba triste. Con toda seguridad se
va a hacer una foto para enviarla a sus padres, pensó Besnik, a alguna cooperativa
lejana. La foto, cuidadosamente enmarcada en madera, sería colgada junto al hogar y
las muchachas del pueblo mirarían con curiosidad y dulzura la cara del soldado, antes
tan normal para ellas, con el aire y el misterio de la gran ciudad.
Por qué se hace tantas fotografías la gente, se dijo y su pensamiento voló de
nuevo a Zana. Él mismo no tenía afición a la fotografía. Te viene de la filosofía
islámica, le pinchaba ella a veces.
—¿Usted, compañero? —preguntó la mujer al muchacho robusto sin levantar la
vista del bloc de facturas.
—Fotografías para el documento de candidato al partido —dijo el rubio,
separando las palabras con decisión.
—¿Nombre?
El soldado y las muchachas debían estar esperando turno para entrar al estudio. El
joven robusto tomó la factura y fue junto a ellos.
—¿Usted?
Besnik entregó el carrete.
—¿Revelado? ¿Copias?
Besnik afirmó con la cabeza. La dependienta le preguntó el nombre. Tienes un
nombre bonito, le había dicho ella en la playa. Me gustará llamarme Zana Struga.
¿No me va?
Ahora llueve en todas las playas, pensó.
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La mujer le tendió la factura.
—Dos lek y medio. El viernes estará listo.
Cogió la factura y salió. Fuera, habían empezado a caer de nuevo pequeñas gotas.
Caminó bajo las marquesinas de los almacenes, leyendo sin querer los letreros del
otro lado de la calle. Limpieza en seco. Bar-comidas. Farmacia. Recordó que su padre
le había encargado unas pastillas de valium. Últimamente tenía molestias.
Cruzó por el paso de cebra y entró en la farmacia. En el mostrador había una
bonita farmacéutica. Le explicaba a un campesino la utilización de un medicamento.
El campesino la escuchaba sin entender nada. La farmacéutica reinició la explicación,
repitiendo tras cada palabra «¿entiendes?». Levantó la vista como buscando ayuda
entre quienes esperaban al otro lado del mostrador. Sus ojos encontraron los de
Besnik y, encogiendo levemente los hombros, sonrió. Al final, sin decir nada, el
campesino cogió el frasco y se marchó. La muchacha desapareció en la rebotica.
La serpiente, dijo para sí. Su mirada se había posado sin querer sobre el símbolo
de la farmacia, estampado sobre un cristal enorme: una copa y una serpiente
enroscada en ella. ¿Quién habrá inventado este repugnante símbolo? Algún psicópata,
seguro. Yo también tengo miedo a las serpientes, pero, de todas formas, me sorprende
el asco que te producen a ti, le había dicho Zana cuando vieron una culebra partida en
dos por las ruedas de un automóvil en la carretera de la playa. Entonces él le habló de
las culebras de Butrinto. A ella se le descompuso el semblante y acabó diciendo
¡basta, basta! Tampoco a él le apetecía recordarlas, pero acudían a su mente cada vez
que veía, en sellos de correos o postales, las gradas del antiguo teatro. Era un
recuerdo de sus primeros trabajos como periodista. No había visto en su vida tantas
serpientes. Es probable que ni los periodistas que van de servicio a la jungla tengan
oportunidad de ver tantas. Había salido con prisa por la tarde. Por la larga carretera
pasaban de continuo motocicletas de la policía de tráfico. En todas las ciudades y
pueblos, a ambos lados de la calzada, pancartas y banderolas rojas daban la
bienvenida al primer ministro soviético. Llevaba varios días en Albania. Debía estar
en Butrinto antes de medianoche, pues existía la posibilidad de que este fuera uno de
los primeros lugares que visitara Jruschov. Besnik no había visto nunca las ruinas de
la célebre ciudad antigua. Al día siguiente, a pesar del cansancio por el largo viaje, se
despertó temprano, se levantó y salió. La calma era extraordinaria. Las ruinas de la
muralla, las columnas, las estatuas y el anfiteatro estaban allí abajo, a sus pies. Edipo
rey. Electra. Todo estaba despejado y muerto. Solo se oían lejanos golpes de martillo.
Alguien clavaba una tela roja en la que se leía, en albanés y ruso, una frase del último
discurso de Jruschov en Tirana: «Albania se convertirá en un jardín floreciente en
Europa». Besnik descendió para ver más de cerca las estatuas y las gradas del
anfiteatro, medio cubiertas por las aguas. Debía de haberse producido una
inundación, porque las aguas estaban turbias y fluían lentamente por todas partes. Se
sentía su murmullo sosegado. Las estatuas mutiladas lo contemplaban todo con
malvado desprecio. De repente, vio las serpientes. Se deslizaban despacio sobre la
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superficie marrón del agua con una agilidad terrorífica. Besnik dio un paso atrás y, en
ese momento, escuchó una risa. No te asustes, están muertas. Era Zef, de ATA. Están
muertas, repitió. Mira, otra más allá. En las columnas. Ya la veo, dijo Besnik. Las han
envenenado hace unos días, explicó Zef. En las ciénagas de los alrededores hay
muchas y son peligrosas. ¿Me entiendes? Jruschov tiene costumbre de caminar. No se
sabe lo que puede ocurrir. Por eso, por si acaso, han echado el veneno. Mira otra,
señaló Besnik. Qué imagen más asquerosa.
—¿Qué desea, por favor? —le preguntó la farmacéutica.
—¿Me puede dar unas tabletas de valium?
—¿Tiene receta?
Besnik se encogió de hombros.
Ella esbozó una sonrisa con expresión de reprimenda y, sin decir nada, se inclinó
a escribir la factura.
Hoy no es nada, había dicho Zef el de ATA; ayer y sobre todo anteayer era
espantoso. Flotaban sin cesar, una tras otra, enredándose en las columnas, en las
piernas de las estatuas. Zef señalaba con la mano: El orador. El filósofo. Otro
filósofo. ¿Ves allí aquel grupo de estatuas, que tienen los brazos rotos? Exacto.
Representan un coro antiguo. Anteayer, las serpientes colgaban de sus hombros. ¡Ya
está bien! había protestado Besnik. No tengo ganas de oírte. No obstante, estuvo un
buen rato mirando los reptiles muertos que aparecían una y otra vez sobre las turbias
aguas, como en una pesadilla. Algunas quedaban unos instantes enganchadas en las
gradas del anfiteatro. Espectadores, de Esquilo, de Edipo rey.
—Pague en caja, por favor —dijo la farmacéutica.
En la calle ya no había la aglomeración humana de media hora antes. Había
cesado la lluvia. Algunos viandantes miraban las carteleras de los cines. Se dio cuenta
que, a medida que avanzan las horas de la tarde, hay más gente en las calles y los
cruces que se detiene sin objeto ante los anuncios de películas que no entrarán a ver,
porque la proyección ya ha comenzado, o gente que se pasa las horas muertas ante
todo tipo de anuncios y cuadros horarios que, con toda seguridad, no utilizarán nunca.
Él mismo se detendría ahora con gusto ante cualquier cartel inútil, pero recordó
que debía ir a casa de Zana. Empezó a caminar con rapidez para salir otra vez a la
plaza de Skanderbeg. Pensó en coger el autobús, pero cayó en la cuenta de que a esas
horas el servicio comenzaba a reducirse. Pasaba frente a los silenciosos edificios de
los Ministerios. Las numerosas ventanas que hacía una hora brillaban con la luz,
estaban ahora oscuras. En algún piso, el segundo o el tercero, sonaba un teléfono.
Sonrió sin motivo aparente. Dobló a la derecha y cruzó el oscuro parque para salir a
la calle de la Central de Correos. Se oía música de baile en dos o tres puntos.
Cristales revestidos de vaho tras los cuales aparecían borrosas figuras gelatinosas,
como en el mundo submarino. En los centros de trabajo y las escuelas se realizaban
las primeras fiestas para celebrar el mes de la amistad albano-soviética. Aquella
música le produjo una contracción en el corazón. Recordó que hubiera sido mejor
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decir a la mujer del laboratorio la sensibilidad de la película. De todas formas, no
tenía mucha importancia. En realidad ni siquiera él sabía qué sensibilidad tenía. En
Butrinto, Zef realizó veinte exposiciones para fotografiar las serpientes. ¡Qué cosa
más horrible! Intentó quitárselas de la cabeza. Seguramente el soldado se habría
hecho ya sus fotos, después de sudar un cuarto de hora bajo los focos, a las órdenes
del fotógrafo. Las estudiantes también. Dos años antes, cuando se hizo las fotos para
los documentos de candidatura del partido, la muchacha que le atendió le dijo:
¡Enhorabuena, camarada!
Llegó a casa de Zana. Una villa grande de dos pisos. Había bastantes en aquel
barrio. En el primer piso vivían los dueños de la casa, una familia de burgueses
expropiados tras la guerra.
Subió las escaleras. La madre de Zana abrió la puerta.
—¡Besnik! —gritó—. Qué alegría verte.
Se había vuelto a cortar el pelo como el invierno pasado, poco después de que se
formalizara el noviazgo de ellos. A él le gustaba que siguiera conservándose bien.
Mamá es tan alegre, decía siempre Zana. Me encantaría tener su carácter, pero, no sé.
Tengo miedo de hacerme una cascarrabias. ¿Tú qué dices? Decía todo esto en un tono
jovial, acariciante, segura de que se censuraba algo que a él le resultaba simpático. En
casa de Besnik hablaban poco. No solo su padre y su tía (y él mismo, se comprende),
también Beni había comenzado a hablar cada vez menos. Quizá hablaba mucho en la
calle de Dibra con sus compañeros, con las rodillas ligeramente dobladas y el
cigarrillo entre los labios, pero en casa casi no abría la boca. La única voz que se oía
allí era la de Mira. Ya se sabe que las chicas de su edad (estaba en undécimo curso)
siempre hablan mucho.
—¿Llueve? —preguntó la madre de Zana—. ¿Te has mojado?
—No, ha empezado ahora. ¿Hay alguien dentro?
—Está mi hermana con su marido, Skënder.
Besnik la miró inquisitivo.
—Skënder —le espetó Liria en voz baja—, ya le conoces, ¿no?
—¿Skënder Bermema, el escritor?
Liria dejó escapar una carcajada.
—¡Claro! Eres sorprendente. ¿No sabías que mi hermana está casada con él?
—Sí, pero… no le veo desde hace tiempo. Desde…
En realidad no le había vuelto a ver desde que le conoció, en la cena con motivo
del compromiso de Zana. De todo el círculo familiar de Zana, había sido el más
distante y cuando Liria dijo: dentro están mi hermana y su marido, Skënder, le
pareció casi increíble.
Te pillé, dijo para sí pasándose las palmas de las manos por el cabello. Así que tú
también haces visitas a la familia como todos los mortales.
—Ah, los yernos de hoy —continuaba Liria en voz baja, cariñosa, mientras
Besnik pensaba que si alguien le hubiera dicho de pronto que el famoso escritor
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Skënder Bermema era el marido de la tía de Zana se hubiera quedado boquiabierto.
—¡Buenas noches! —saludó, entrando en la sala de estar.
El hombre, cuya cara había visto tantas veces en las páginas de la prensa literaria
y en la televisión, le sonrió. Fue una sonrisa en cierto modo independiente de lo que
ocurría alrededor. Sentada en el canapé junto a su esposo, alta y sin ningún parecido
con Liria, su mujer escuchaba con atención cuanto se hablaba, sin intervenir en la
conversación.
—¿Cómo va eso, Besnik? —preguntó el padre de Zana.
Besnik hizo un gesto con la cabeza, que significaba «bien», y se sentó en una de
las butacas. Lo único que le molestaba cuando hablaba con su suegro era no encontrar
una manera cómoda de dirigirse a él. Al principio, cuando se conocieron, le llamaba
como todo el mundo, camarada Kristaq. Pero al cabo de dos semanas notaba que
aquello no iba. La propia Zana se había mordido los labios de alegría en dos o tres
ocasiones mientras hablaban. Llamarle sencillamente Kristaq le era más difícil, no
solo por ser viceministro, sino también por la edad y… algo más, algo relacionado
con todo su ser, con su cuerpo, su voz, su modo de caminar e incluso con su estilo de
vestir.
—Bien, ¿y usted? —respondió Besnik. Por fin había encontrado una solución
intermedia, mantenía el tratamiento de usted, evitando el nombre. Naturalmente, esto
era difícil, por ejemplo, por teléfono, cuando lo cogía el suegro. Entonces se veía
obligado a decir camarada Kristaq, pero, de todas formas, por teléfono todo era más
sencillo, y la palabra camarada armonizaba mejor con los números y las señales.
Todo estriba en que el socialismo no ha penetrado aún en todas las células de nuestro
ser, dijo un día Ilir, cuando salió a colación el tema. Nos resulta difícil llamar a las
personas mayores camarada fulano, porque la sombra de la palabra «señor» ronda
todavía en nuestro subconsciente. Igual que rondan los antiguos señores por la planta
baja de la villa donde vive la familia de Zana, pensó Besnik.
—Ha empezado el otoño —comentó Kristaq pensativo, sin apartar la vista de su
yerno, como si este hubiera traído de la calle las huellas del otoño. Besnik se pasó la
mano por el pelo para sacudir unas gotas de lluvia.
—Sí, se ha estropeado el tiempo.
—Ayer se marchó el último de los embajadores que habían venido de vacaciones
—dijo Kristaq con un tono de voz como si hablara de la migración de los pájaros—.
Justo el otoño.
—Octubre está ya bien avanzado —puntualizó Liria.
—Segundo otoño —intervino Skënder Bermema sin quitarse el cigarrillo de la
boca—, por algo le llaman así.
—Ya no se utiliza ese nombre —replicó Kristaq—, a no ser en las novelas.
—Pues muy mal que no se utilice. Para mí, las palabras octubre o septiembre, son
estériles; sin embargo, primer otoño, segundo otoño y tercer otoño están llenas de
vida.
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—Interesante, no se me había ocurrido.
—Se trata del drama completo del frío con su ritmo creciente, acto tras acto —
prosiguió con su teoría Skënder Bermema. Con el movimiento de sus labios graves,
la ceniza del cigarrillo, que aún no había tirado, le cayó sobre la rodilla, pero no se
dio cuenta o simuló no dársela. Su mujer se la limpió con un movimiento suave de la
mano.
La conversación sobre el otoño se agotó en un minuto, como cualquier
conversación sobre el tiempo.
—¿Dónde has estado estos días? —se dirigió Kristaq a Besnik—. No te hemos
visto el pelo.
—He estado trabajando en un artículo bastante extenso.
—¿El artículo sobre la crisis de Oriente Medio, del periódico de hoy?
—Sí, en colaboración con un compañero.
—Está bien escrito, pero el de anteayer sobre problemas de la importación no me
gustó nada.
Besnik miraba las pesadas cortinas de la habitación que más o menos combinaban
con el diván color café y la estantería donde estaban alineadas las obras completas de
Lenin. Luego su mirada pasó al televisor. Estaba desmontado. Un montón de cables y
lámparas al aire. Daba la impresión de que el aparato se había hecho el harakiri.
—No está roto —dijo Kristaq al captar la mirada de Besnik—. Vamos a cambiarle
una lámpara que no va muy bien. No es que se critique a un sector con el que tengo
cierta relación —continuó—, sino que es un artículo superficial y poco responsable.
En la importación se presentan dificultades imprevistas.
Besnik no supo qué decir. En realidad no lo había leído. Sus ojos se cruzaron con
los de Skënder Bermema que, bajo su gris profundo, irradiaban aquella sonrisa suya
inmutable.
—Imprevistos sorprendentes. Por ejemplo, supongamos que la Unión Soviética
retrasa la entrega de determinada cantidad de trigo y nos vemos obligados a escribir a
una firma francesa: ¿qué dirías tú? Aunque esto no es ninguna suposición —Kristaq
bajó la voz—, y no son cosas para ir diciéndolas por ahí, tú lo comprendes. Así que
nos encontramos ante este hecho. ¿Qué habría que hacer, según ese periodista
vuestro? ¿Armar jaleo porque se retrasa el trigo? ¿Crear malentendidos entre el
pueblo? La verdad es bien sencilla: la Unión Soviética ha tenido algunas dificultades.
Dicen que el clima, ¡maldita sea! —gritó con rabia. Sus ojos iban de un lado para otro
para no coincidir con los de Besnik.
El clima, pensó Besnik. Pero ¿por qué se enfada?
Zana entró en la habitación y la conversación se quedó a medias.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo estás?
Se sentó en un extremo del diván y le sonrió. A él siempre le gustaron los vestidos
veraniegos sencillos, y ella lo sabía. Le gustaban los vestidos de punto, sobre todo
acabado el período de playa, cuando sus días están contados. Durante unos segundos
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miró el pelo denso y castaño con leves tonos aceituna, los brazos y las rodillas que se
empeñaban en mantener el último resto de sol y, fugaz, pasó por su mente, quizás por
milésima vez, la idea de que tendría una mujer bella.
Volvió a sonreír y con toda naturalidad le puso la mano sobre la suya. No tenía
reparo en hacer gestos así delante de sus padres, cosa que satisfacía a Besnik.
—¿Estás cansado?
—Un poco.
Cerca, seguramente en el comedor, se oía un rumor liviano. Liria entró con su
habitual jovialidad.
—Una copita de raki antes de la cena, ¿qué decís?
—No nos opondremos —respondió Kristaq—. Zana, enciende el televisor. Ahora
dan las noticias.
El televisor, aun con los cables fuera, sorprendentemente funcionaba.
—Naturalmente, cuestión de clima —dijo Besnik—. No hay lugar para
malentendidos.
—Naturalmente —repitió Kristaq—. En el informe que preparamos ayer con el
ministro así lo definimos, «cuestión de clima».
Las noticias ya habían comenzado.
—Ahí tienes tu Oriente Medio —dijo Zana.
Los dos rieron. En la pantalla se veían soldados con casco y equipo en un
desierto. Recordó fugazmente al soldado que una hora antes esperaba para hacerse
una foto. Seguro que ahora estará caminando bajo la lluvia caminó del cuartel.
—Las fotografías estarán pronto —comentó a Zana.
—¡Qué bien! —exclamó sin apartar los ojos del televisor. Ahora ocupaba la
pantalla un enorme avión de pasajeros que acababa de aterrizar. Aguantándose el
sombrero con la mano para que no se lo llevara el viento, descendían la escalerilla
varios hombres altos. Los reporteros se empujaban para fotografiarlos.
—¡Cuánto me gustan los aeropuertos! —susurró Zana.
Liria entró con las copas en la mano.
—¿Se han reanudado las conversaciones de París? —preguntó, mirando de reojo
la pantalla mientras colocaba las copas en la mesita—. ¿Queréis unas aceitunas?
—No —respondió Kristaq—. Son los ministros de Exteriores en Bruselas —
añadió tras una pausa.
—Todos los días conversaciones, ¡cómo no se cansan! —dijo Liria.
Zana suspiró.
—¡Qué bonito es! —dijo a media voz mientras las cámaras seguían a los
estadistas dirigiéndose a grandes pasos a la terminal del aeropuerto. Acercó el
hombro a Besnik y le cogió del brazo. Su frondosa cabellera tenía el agradable aroma
de siempre.
—¿Vas a tomar una copita, Zana? —preguntó Liria.
—¡Salud! —brindó Kristaq.
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Mientras traía una copa, Liria preguntó si habían oído rumores sobre cambios en
el Ministerio de Agricultura, pero nadie respondió.
—¿Sabéis? —continuó— he oído que anteanoche vieron al ministro caminando
por la calle bajo la lluvia, hecho una sopa. ¿Ha ocurrido algo?
—Liria —cortó Kristaq—, ¿eres tú quien se dedica al cotilleo político, en lugar de
los de abajo? —y señaló el suelo con la mano.
—¡Hombre! —refunfuñó Liria.
—Ni hombre ni nada, no está bien andar hablando de un camarada con esa
responsabilidad —le espetó Kristaq.
—Precisamente él, por tener un puesto así debería preservar su autoridad, y no…
—A cualquiera le puede pillar la lluvia en mitad de la calle, ¡maldita sea!, y si te
pilla la lluvia, pues te mojas, ¿o no? —dijo Kristaq, dirigiéndose a las visitas.
—Claro —intervino Skënder Bermema—. ¿No hablábamos antes del clima?
Kristaq soltó una carcajada, moviendo la cabeza.
—Del clima —dijo— y del segundo otoño.
Todos rieron y, como tenían el tenedor en la mano, la escena resultaba aún más
cómica.
Cuando acabaron de reír, su esposa le dijo algo al oído a Skënder Bermema.
—No os vayáis —dijo Kristaq—, quedaos a cenar.
—Nos quedaríamos con mucho gusto —respondió Skënder Bermema, mirando a
Besnik—, pero estamos invitados en otro sitio. Incluso se nos ha hecho tarde.
Cuando se levantaron y la cabeza de Skënder Bermema se situó bajo la lámpara,
Besnik observó con sorpresa que su cabello castaño tenía un reflejo rojizo
parecidísimo al de la amiga más íntima de Zana, Diana Bermema. ¡Si son parientes!,
estuvo a punto de exclamar, es normal.
—Así son estos escritores —dijo Liria cuando se fueron—. Cuando les viene la
inspiración…
Los ojos de Zana buscaban la mirada de Besnik. Mamá utiliza a menudo frases
manidas, no se lo tomes en cuenta, le había dicho Zana. No tiene mal corazón.
Sonó el teléfono. Liria se levantó de inmediato. Era ágil, aunque pareciese
demasiado gorda, sobre todo comparada con su esposo. Mirando la cara delgada y
alargada de Kristaq en la vieja fotografía, vestido de guerrillero, Besnik se extrañaba
de que, después de tantos años, hubiera cambiado tan poco.
—Coge aceitunas —le dijo Kristaq—, son muy buenas.
En el pasillo, Liria seguía hablando por teléfono.
—Golpe de Estado —dijo Zana, señalando con la mano la pantalla del televisor.
Volvieron la cabeza sin ninguna curiosidad. En el televisor se veía la plaza de una
ciudad con un enorme monumento en el centro.
—Ahora son normales —comentó Kristaq, retirando la vista de la pantalla.
Empezaron a hablar de la exportación de aceitunas y tabaco. En realidad, Besnik
era periodista especializado en economía, aunque se ocupaba con frecuencia de
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problemas internacionales, sobre todo del Mercado Común o del petróleo.
—¿Dónde han dado el golpe de Estado? —preguntó al poco Kristaq.
Zana se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que me acuerde del nombre?
—¡Indiferente! —le espetó Kristaq, moviendo el dedo en un gesto recriminatorio.
Besnik sonrió.
Liria por fin dijo «adiós» por el auricular y asomó la cabeza por la puerta:
—¿Cenamos?
El comedor estaba pegado a la cocina. Una habitación agradable pintada de color
claro. Junto a la ventana, un cactus grande. En la pared, una naturaleza muerta.
—He hecho la pasta como a ti te gusta —dijo, sirviendo a Besnik.
Kristaq hizo una broma. Definitivamente problemas del clima, pensó Besnik. De
lo contrario no tendría tan buen humor. Como es cuestión de clima el asunto de las
serpientes. Cuestión de lluvias. A pesar de todo, cuando Zef, el de ATA, había
enseñado las fotos, el jefe de personal, clavando los ojos en ellas, había exclamado:
¡qué significa tanta pasión por fotografiar serpientes muertas!
Kristaq llenó de vino los vasos. Besnik no tenía hambre, pero se comió la pasta
con rapidez empujado por el miedo, casi pánico, a que Liria dijera la frase «el apetito
viene comiendo», que, sin ninguna razón, odiaba. Mientras comía, sus ojos leían sin
querer la etiqueta de la botella de agua mineral. Recomendada a los enfermos de
riñón y de hígado. Aconsejable en casos de infección del estómago y de trastornos
digestivos.
Tras la pasta, Liria sirvió filete con patatas fritas y ensaladilla rusa.
La conversación en la mesa era trivial, sin ninguna pretensión, una de esas
conversaciones en la que se puede entrar libremente y salir con la misma libertad,
encontrándola después como se la dejó momentos antes, agradable e indefinida.
—Y este es el flan de Zana —dijo Liria mientras sacaba del frigorífico cuatro
platos de postre.
El flan de Zana, pensó Besnik. Algo que tenía relación con Zana. Como una
somnolencia, atravesó su cerebro la idea de que dormirían juntos muchas noches y
muchas siestas.
—¡Enhorabuena! —dijo Kristaq—, solo que has empezado la casa por el tejado.
—Tiene tiempo de aprenderlo todo —intervino Liria.
—No, no tengo tiempo.
—¿Por qué, cuando os casáis?
Zana miró a Besnik.
—Pensamos a principios de enero.
Liria echó una mirada rápida a sus caras, intentando adivinar si existía motivo
para tanta prisa. Después de pasar veinte días juntos en un hotel de la playa, esta duda
entraba dentro de lo normal. Pero sus rostros permanecieron bastante tranquilos.
—¿No es un poco precipitado?
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—¿Por qué te parece precipitado? —respondió Zana.
Ella piensa lo mismo, dijo Besnik para sí mirando a hurtadillas sus mejillas que
sombreaban las líneas oblicuas de la cara. Muchas noches y muchas siestas, pensó.
Como en el hotel de la playa. Entornó los ojos. Ahora la arena estaría endurecida por
la lluvia y el verano le pareció tan lejano como la época paleozóica.
Kristaq encendió un cigarrillo.
—¿Por qué te metes? —dijo a Liria con un tono festivo—. Que hagan lo que
quieran. El café lo tomamos allí —añadió levantándose. Besnik fue tras él. Zana y su
madre lo hicieron más tarde. Zana se sentó junto a él en el canapé. Se había sujetado
el pelo con una cinta azul. ¿Por qué no nos casamos en diciembre?, pensó Besnik.
—A ver qué hay en la televisión —dijo Liria apretando el botón del interruptor.
En la pantalla aparecieron dos seres que se movían entre la niebla, luego se aclaró la
imagen y los dos seres se convirtieron en dos hombres que se golpeaban.
—Boxeo —dijo Besnik.
—¡Uf, qué rabia le tengo! —protestó Liria.
Debían ser los últimos asaltos, porque los púgiles parecían muy cansados. En la
torpe lentitud de sus golpes había algo monstruoso.
—¡Ay, se ha caído uno! —exclamó Zana. El árbitro, con las piernas ligeramente
abiertas ante él, empezó la cuenta. El boxeador se puso de rodillas, apoyó un brazo en
las cuerdas y, siguiendo con los ojos borrosos la mano del árbitro que subía y bajaba,
intentó levantarse, pero no pudo y cayó redondo a la lona.
—Es terrible —dijo Zana—. Qué pena me da.
El adversario empezó a dar vueltas al cuadrilátero, saludando a la muchedumbre
que le aclamaba.
—Es un deporte bárbaro —intervino Kristaq.
Liria trajo el café. Después empezó el último boletín de noticias. Volvieron a salir
los soldados con casco y equipo a la espalda, caminando por la arena. Ahí tienes tu
Oriente Medio. Besnik miró el reloj. Había pasado la medianoche.
—Se ha hecho tarde —dijo levantándose.
—Ha empezado a llover otra vez. Coge el paraguas de Kristaq. ¿Te doy la
gabardina? —le preguntó Liria.
—No, con el paraguas tengo bastante. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Kristaq con la voz velada por un bostezo.
—Buenas noches, Besnik. Salud —dijo Liria desde la puerta.
Zana, colgada de su brazo, bajaba las escaleras para despedirle. Le corrió por la
cabeza la idea de que es muy fácil imaginar la felicidad subiendo o bajando escaleras.
En el piso bajo, una de las ventanas todavía tenía una luz pálida.
—¿Qué dices, saldrán las fotos que hicimos contra el sol? —preguntó ella con
voz somnolienta.
La besó en el cuello y ella se estrechó dulcemente contra su hombro. Después de
tres semanas de fogosas relaciones íntimas en la playa, se habían visto relativamente
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poco durante el último mes y Besnik sentía nostalgia de todo lo que pertenecía a
Zana. Se besaron un rato en las escaleras, pero era más un suplicio que una
satisfacción. Ella se apartó.
—¿Por qué no nos casamos en diciembre? —susurró Besnik con cierto tono de
reproche.
Ella le revolvió el cabello.
—Ahora, buenas noches.
—Buenas noches.
Al abrir el paraguas, recordó la conversación sobre el ministro calado bajo la
lluvia y soltó una carcajada.
—Se despiden por las escaleras, se besan, se dicen buenas noches —dijo para sus
adentros la vieja Nurihan, echando la manzanilla en el vaso. Noche negra. Aguzó el
oído un rato escuchando los pasos que se alejaban. Si al menos pudiera conciliar el
sueño, pensó. No lograba distinguir si le zumbaban los oídos o es que estaba
lloviendo. Moriré con esta lluvia. Mi tumba se cubrirá de manzanilla.
La cucharilla golpeaba el vidrio del vaso. Qué han dicho contra el sol, pensó. Por
qué dicen siempre cosas terribles.
Hacía veinte años que solo escuchaba cosas terribles. Perteneces a una clase
derrocada, pensó, por eso estás abajo, para oír estas cosas.
El vidrio del vaso sonaba quejumbroso en su mano. Así, así, se repetía. Nosotros
abajo, ellos arriba. Nosotros en los pisos bajos, en los sótanos, arrojados en el
infierno; ellos arriba, encima de nosotros, con su vida y con otras noticias. Se
despiden por las escaleras, se besan después de la cena.
Estuvo murmurando durante un rato, como de costumbre. Mamá, le solía decir
Mark, por qué te haces mala sangre. Eso ya se ha acabado. Aunque no lo aceptara,
daba la razón a su hijo. Había terminado de verdad y ella intentaba no darle más
vueltas. Pero, a veces, bastaba cualquier nimiedad para que las heridas se reabrieran.
Mientras seguía meneando la manzanilla, miró de nuevo el jersey azul claro recién
empezado, que Emilia había dejado sobre el viejo canapé. El jersey, el primer encargo
de aquella vigilia de invierno, le recordó, como cada año, la última y terrible
predicción de Hançe Hajdija Peza e Madhe en aquel noviembre de 1944, días antes
del derrocamiento. Vosotras, mujeres que aguardáis en silencio al destino igual que
las arañas, tejeréis como ellas para ganaros el pan, desgraciadas de vosotras, arañas.
Bruja, murmuró Nurihan. Entre todos los males, cómo conseguiste encontrar el
más prolongado, bruja. Durante todo el invierno venían uno tras otro a encargar
jerseys, con una burla perenne en los ojos, como diciendo: vosotros los burgueses
sois buenos para hacer bañadores y jerseys. Y Emilia, asustada, se mostraba servil
ante ellos. Qué serviles son todos, pensó, hasta Mark, que es el más joven.
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Empezó a sorber despacio la manzanilla. Ya hace tiempo que nadie habla contra
ellos en nuestra casa, dijo para sí. Igual que las arañas. Ya no hay nervio. Pululamos
como sombras mudas. Teje jerseys, teje, araña Emilia.
Bebió medio vaso y volvió a removerlo porque lo encontraba amargo.
De dónde ha salido esta ventolera que nos arrastra a todos, estuvo a punto de
gritar. De Siberia, del desierto de Gobi. Quién sabe qué enormes arañas venenosas
habrá allí. Espero que se me lleve este invierno. Ya no sentía la mano derecha. Que se
me lleve cuanto antes. Y dejar de vivir sola, como una oquedad aislada en un mundo
extraño. Un mundo nuevo… Donde pueda dormir, al menos. Donde no oiga sus pasos
por la escalera. Ni sus incomprensibles palabras contra el sol.
Derrocados. En los pisos bajos, en los sótanos, repitió para sí. Los hay que están
más hondo, bajo tierra, añadió al poco. Bajo tierra.
Como de costumbre, recordó a algunos conocidos muertos; luego, su cerebro
extenuado pensó un buen rato en los muertos en general. Decenas de miles, tumbados
sobre el barro en las posturas más diversas, de espaldas, de costado, boca abajo, con
los brazos abiertos, según los ritos y costumbres de cada pueblo, cubrían como una
red invisible el globo terrestre, un armazón de esqueletos que se iba haciendo más y
más denso. Petrificados todos alrededor del mundo, eran, en cierto modo, las
meninges del planeta.
Los muertos dominarían el mundo si no estuvieran más divididos que los vivos,
pensó. Estuvo gruñendo bastante rato con el vaso en la mano. Después se tomó el
líquido y se tumbó. A lo lejos se oía música de baile. Intentó imaginar cómo subían
los efluvios de la manzanilla hacia su cerebro. Sube, sube, manzanilla dorada, se dijo.
Nada se mueve, pensó luego. Llueve en todas partes. Nosotros yacemos bajo la
lluvia. Lluvia y dictadura. Un vendaval que nos lo ha subvertido todo, susurró
estremeciéndose en el colchón. Siberia. Desierto de Gobi. Desierto de Nurihan.
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Capítulo 2
El largo corredor de la redacción, con las puertas de las oficinas medio abiertas, de
donde salían fragmentos de conversaciones, risas, el golpear rítmico de las máquinas
de escribir y ese hablar en voz alta, no muy natural, a través del teléfono (ese hablar
que siempre tiene algo de ciego), mostraban de modo aproximado su vida, igual que
los fotogramas rápidos con que suele anunciarse la película de la semana que viene.
Las puertas de las secciones de información nacional, cultura y cartas del pueblo
estaban cerradas. Eso significaba que proseguía la insatisfacción del redactor jefe
hacia ellos y ahora trabajaban en silencio para arreglar las cosas. Quienes tenían algo
que ver con la redacción sabían de sobra que el estado de las puertas del pasillo del
primer piso no era ni mucho menos eterno. Bien podía suceder que, de repente, las
puertas que ahora permanecían cerradas y no transmitían ningún ruido humano al
corredor, se abrieran del todo o a medias, y otras, por ejemplo las de secciones como
campo o política exterior, que hoy rebosaban vitalidad, se cerraran durante varios
días.
Era la hora en que los periodistas, una vez entregados los últimos materiales,
fumaban un cigarrillo apoyados en la mesa o en la ventana, esperando el momento de
salir para tomarse un café en el bar más cercano.
El pasillo tenía el dinamismo normal de un día de trabajo. En el salón, sentadas en
los sillones, había un grupo de chicas. Todos los que pasaban por allí preguntaban
quiénes eran, y no faltaba quien explicara que se trataba de participantes en el
encuentro nacional de jóvenes obreras, que entrevistaría Nikolla.
Uno de administración pasó con una bandeja de fruta y unas botellas de coñac.
—¡Eh, pelirrojo! ¿Piensas bebértelo todo en horas de trabajo?
—El albanólogo Schneider —contestó sin volver la cabeza—. Entrevista.
—¿Sabéis?, dicen que el nombre de Zeus se explica a partir de la palabra albanesa
zë —dijo Ilir.
—Mira, un coche —comentó uno de los periodistas que estaban en la ventana.
Dos de ellos se inclinaron sobre el cristal para mirar.
—¡Huy! Creo que es el ministro de Agricultura, debe de haber venido por ti, Ilir.
La frente de Ilir enrojeció bajo el clarísimo pelo. Hacía dos días que telefoneaban
del Ministerio de Agricultura, enfadados por un artículo suyo.
Una cabeza asomó por la puerta.
—¿Habéis visto a Besnik? Le llama su novia por teléfono.
—Ha ido a la fábrica Friedrich Engels. ¿Quién ha venido en ese coche?
—No sé. Me pareció ver al ministro de Agricultura.
Los periodistas se echaron a reír.
—Ahora te vas a enterar del origen de la palabra trueno.
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Continuaron bromeando con Ilir hasta que apareció en la puerta el jefe de
personal.
—Ilir, te llama el redactor jefe.
—¡Vaya, parece que va en serio! —exclamó alguien.
—Voy a ver si me entero de algo —dijo uno de ellos al rato de salir Ilir.
El pasillo tenía la misma animación que antes, como si nada hubiera ocurrido. El
grupo de muchachas, rodeando a Nikolla, subía bullanguero al piso de arriba, donde
generalmente se realizaban las entrevistas con grupos. Dos o tres voces, en diferentes
despachos, gritaban al teléfono «diga, diga».
Pasó el secretario del comité de redacción, con un periodista de la sección «Vida
del Partido», cuyo rostro denotaba contrariedad.
—Si te soy sincero, no entiendo por qué. El año pasado también escribí uno de los
editoriales sobre la amistad albano-soviética. Y ahora, otra vez. ¿Por qué no lo hace
alguien de política exterior? A fin de cuentas, es su sector.
El secretario del comité de redacción soltó una carcajada.
—La amistad albano-soviética no tiene nada que ver con la política exterior, tú lo
sabes perfectamente.
El periodista entró en el departamento contable. Dos o tres personas gritaban en
aquella zona del pasillo, donde se hallaba el despacho del redactor jefe. Se escuchaba
una voz precipitada, ahogada. Por fin se abrió la puerta y salieron, uno tras otro, el
ministro de Agricultura, colorado como un tomate por el enfado, e Ilir, bajito y
grueso, pálido de rabia.
—De todas formas, no tiene razón, camarada ministro —dijo entre dientes.
El redactor jefe, que caminaba medio paso detrás del ministro, le dio una palmada
en el hombro como queriéndole decir «ya basta».
—Eso lo veremos —dijo el ministro sin mirar a nadie. Al final del pasillo, dio la
mano al redactor jefe y, de nuevo sin mirar a nadie, empezó a bajar deprisa las
escaleras justo cuando el grupo de muchachas que había entrevistado Nikolla salía en
tropel de la sala de arriba.
—Chicos, a recoger la paga —dijo alguien que salía de la oficina de contabilidad.
Otra vez atravesaba el pasillo el administrador. Ahora solo con una botella de
coñac en la mano.
—¿No os he explicado el origen de la palabra borracho? —comentó alguien.
Las puertas de la copistería se abrían y cerraban sin parar.
—El jefe del laboratorio. ¿Habéis visto al jefe del laboratorio? Le llama el
redactor jefe —dijo una voz al principio del pasillo.
—¡Caramba, qué pasa hoy! Me están dejando sorda. —Era Bedrija, la vieja
limpiadora, mientras bajaba las escaleras contando el dinero de la paga.
Por fin llegó la hora de salir a tomar café. Quienes tenían prisa o no llevaban muy
bien el trabajo, lo tomaban rápido y de pie, en el bar más cercano. Los demás se
acercaban al centro, al café Riviera. Allí solía ir el redactor jefe.
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El redactor jefe no salió esta vez a tomar café. Sentado tras la mesa, en su alargado
despacho, miraba atentamente una serie de fotografías, sin decidirse por ninguna para
la edición del día siguiente. Todas eran del encuentro nacional de jóvenes obreras, en
el que había participado Enver Hoxha. No le gustaba ninguna. No sabía si era culpa
de los reporteros gráficos o de las máquinas, la cuestión era que no le gustaban. Sabía
que los reporteros de ATA disponían de cámaras germano-occidentales modernas,
pero eso no quería decir nada. El hombre por encima de todo, recordó de repente
como una nebulosa la frase manoseada sin ton ni son en reuniones y conferencias.
Quizá cabría mirar la cuestión del personal joven. De todas formas, eran reporteros
que, durante años, habían hecho miles de fotos magníficas.
Hojeó durante un rato los artículos que habían presentado las diferentes
secciones. Sin pensar en ello, echó una mirada a los títulos de los artículos
principales: «Nuevos éxitos de la economía popular», «Nueva vida en el campo de
Myzeqeja», «El pueblo canta: notas del festival folclórico nacional», «Octubre, mes
tradicional de la amistad albano-soviética», «Fiesta de inauguración de la central
hidroeléctrica Karl Marx».
Se acercan las grandes fiestas, pensó, y la prensa debe responder mejor al
ambiente festivo. Hace falta un tono más subido y optimista. Su mirada fue a parar a
los telegramas y tarjetas que invitaban a la inauguración de cuatro fábricas y a dos
fiestas locales. Había una invitación de la Embajada de la RD Alemana. El embajador
ofrecía la tradicional recepción de aniversario de la proclamación de la República. Le
gustaba asistir a las recepciones de las embajadas de los estados socialistas. Eran las
únicas en las que apetecía tomar una copa. Después de la segunda copa se dejaba
llevar por un viejo sueño que nunca había contado a nadie. Era una especie de
exaltación provocada por la presencia de los embajadores comunistas, por la fuerza
del campo. Se quedaba en un rincón, consumía cigarrillos y hacía todo tipo de
suposiciones sobre las posibilidades de ampliación del campo. Una agradable
mezcolanza a la que acudían las esperanzas de una nueva victoria de los comunistas
en el parlamento francés, un sueño vago sobre la India, el viejo pesar por España, que
no llegó a ser comunista en 1936, una rabia corrosiva, venenosa, que le producía
siempre la visión del embajador yugoslavo.
Apartó la invitación y sus ojos volvieron a posarse en las fotografías. Hace falta
un tono más subido, más entusiasmo, pensó, y estas… Por un momento temió
equivocarse, ser de repente más exigente de lo necesario. Pero no. Cada vez se
convencía más de que las fotos no eran buenas. Quién tuviera la culpa, no tenía
importancia. Que lo averiguaran ellos, los especialistas. Lo principal era encargar
nuevas fotos a ATA. Y apretó uno de los botones situados bajo la mesa.
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Besnik, de pie tras las grandes cristaleras del gabinete tecnológico de la fábrica
Friedrich Engels, esperaba las conclusiones del movimiento de los obreros de varios
talleres que se proponía alcanzar niveles de producción internacionales. La oficina
estaba en el segundo piso del edificio de la administración. Desde allí se veía el
amplio patio de la fábrica mojado por la lluvia, los edificios principales, la chimenea
de la caldera y una parte de la fundición. Un camión con remolque tocaba la bocina
ante la enorme puerta metálica. El portero, con un periódico en la cabeza para no
mojarse, salia de su garita para abrir la puerta. Dijo algo al chófer agitando los brazos
y luego, después de empujar la puerta, volvió corriendo a la garita, donde al parecer
sonaba el teléfono. Dos chicas corrían frente a las vitrinas en las que había pegados
todo tipo de carteles y las fotos de los obreros de vanguardia. Entre dos vitrinas, una
pancarta roja escrita con letras blancas: «Viva el mes de la amistad albano-soviética».
En la puerta, otro camión con remolque tocaba la bocina. El portero, volviendo a
cubrirse la cabeza, salió de la garita. Tras el ventanal, Besnik seguía todos los
movimientos.
Por fin, uno de los economistas le entregó una hoja mecanografiada con los
índices internacionales y, junto a ellos, los alcanzados por los obreros innovadores de
la fábrica Friedrich Engels. Besnik le dio las gracias, dijo buenos días a todos y bajó
las escaleras. Entre los numerosos carteles y avisos de los paneles, dos chicas (las
mismas que poco antes corrían bajo la lluvia) colgaban una hoja cuidadosamente
escrita: «A las 5 de la tarde, ensayo del coro».
La parada del autobús no estaba a más de cincuenta pasos de la puerta de la
fábrica. Besnik esperó casi un cuarto de hora. La Friedrich Engels estaba en la
periferia. El autobús avanzaba rápido por la mojada llanura. Las colinas oscurecían
con el otoño. Retazos de niebla, deslizándose lentamente, pugnaban por crear un
relieve nuevo, inestable. En esta dualidad no había nada pertinaz ni agresivo y el
relieve efímero de la niebla armonizaba suavemente con el del suelo. Las colinas de
Tirana son hermosas en octubre, antes de las tormentas invernales. Los postes
telefónicos, los escasos edificios de las granjas, un helicóptero que parecía
suspendido en el horizonte, todo estaba sorprendentemente entrelazado y en todo se
podía hallar algo próximo y humano, aunque no se viera a nadie por ningún sitio.
A medida que el autobús se acercaba al centro de Tirana, se hacían más frecuentes
las paradas. La gente se apretaba y la cobradora gritaba una y otra vez. ¡Por favor,
pasen delante!
Besnik se apeó cerca del centro. No había tomado café y se metió en un pequeño
bar autoservicio. Tomó una taza de café caliente y se dirigió a una mesa junto a la
ventana. Al otro lado del cristal empañado, la gente que pasaba por la calle parecía
desfigurada. Mientras sorbía el café, pensó que debía revisar una vez más los datos
recogidos en la fábrica para no equivocarse después. Ilir, su mejor amigo en el
periódico, llevaba dos días de pique con el Ministerio de Agricultura por un artículo
sobre los problemas de la agricultura intensiva. Decían que el propio ministro tenía
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un enfado de mil demonios. Entre todos los ministros, los periodistas procuraban
sobre todo evitar los roces con el de Agricultura, por la sencilla razón de que su
esposa se encargaba del sector de propaganda, y todos tenían relación con ella. No
obstante, Ilir no se refrenó por ello en lo más mínimo y, un día antes de entregar su
crítica para la impresión, dijo a Besnik que si el ministro le causaba problemas por
medio de su mujer, lo plantearía en la organización de base del Partido o escribiría
una carta al Comité Central.
Tengo que revisar otra vez todos los datos, dijo para sí Besnik y en ese momento
pensó: sea como sea, este es un trabajo bonito.
Amaba su profesión. Ya aquel inolvidable día de septiembre, cuando, con el
nombramiento en la mano, atravesó la alegría de los pasillos para presentarse en la
oficina de personal, sintió en todo su ser que este era su mundo. No cambiaría por
nada las mañanas de trabajo en la redacción, aquel ruido maravilloso a través del
cual, de manera incomprensible, casi misteriosa, se siente todo el ritmo de la vida del
país. Incluso en el timbrear temprano de los enfadados teléfonos de los jefes de los
ministerios importantes, Besnik encontraba siempre algún motivo de alegría. Y los
servicios en las zonas apartadas… Le gustaba repetir que en su primer servicio había
aprendido más sobre la lucha de clases que en todos sus años de estudios. Fue
verdaderamente un servicio inolvidable. Durante dos semanas recorrió varias
cooperativas de la zona llana, antaño propiedad de beyes. Lo que se llama
pertenencia, odio, división de clases, lo sintió desplegarse bajo sus pies en
proporciones nunca vistas. No eran hechos limitados en el tiempo y en el espacio, ya
fueran episodios sonados de crímenes, venganzas, etc. Era algo infinito, grave, vasto,
repetido a lo largo de los siglos que se extendía sobre las parcelas de tierra y
reaparecía entre los álamos, discurría por los barrancos, por las acequias que, a veces,
le parecía que rezumaban sangre. De la niñez, recordaba el episodio de la
expropiación de los bienes de un comerciante, los muebles relucientes, un espejo
cóncavo y los alaridos de la mujer que se desmayaba una y otra vez. Ante la
expropiación de la tierra, aquella de los muebles había sido un juego. Sentía algo no
experimentado anteriormente cuando regresaba en el tren. No aguantaba hasta ver a
Zana. Zana, le dijo en cuanto la vio, ¿cómo se apellidan los que viven debajo de
vosotros? Kryekurt, respondió ella. Golpeó una mano contra la otra: Entonces son
ellos. ¿Sabes? He estado en sus antiguas propiedades. Ellos, que ahora parecen tan
serios. Cuánto tengo que contarte. Terrible. Y empezó a hablar. Llevaba el bloc lleno
de narraciones de los campesinos viejos. Zana escuchaba atónita. A ti te parece
sencillo, le dijo riendo, bajas a su casa a encargarles camisas o trajes de baño y parece
que siempre han sido así, corderitos. Es verdad, afirmó ella, me cuesta creer que me
hablas de ellos. Mark, con ese violonchelo, es tan asustadizo que te da risa y la vieja
Nurihan, oh, está tan chocha que estoy segura que ha olvidado que fueron beyes. No
es tan sencillo, dijo Besnik. Puedes olvidar una alfombra que te hayan quitado, pero
toda una tierra, nunca. Tenía permanentemente presente la enorme extensión de
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sembrados, álamos y almiares. Pero ha pasado ya tanto tiempo, contestó conciliadora,
que quizá lo hayan olvidado todo. La miró con una sonrisa: quizá no tienes tú la culpa
de pensar así. Si hubieras estado allí conmigo y hubieras visto lo que nos han hecho y
lo que les hemos hecho, pensarías de otro modo. Quizá, repuso ella y luego,
abrazándole, dijo: Besnik, ¿por qué tenemos que hablar de ellos? Mira qué bonito es
esto. Regresaban por el bulevar. Las escasas hojas de los álamos parecían niqueladas
por la luna. Ella apoyaba en su hombro la cabeza y la mejilla derecha que, aun
captándola un segundo su ojo, le pareció lejana bajo el brillo lunar.
Besnik dio el último sorbo a la taza de café y salió. Hizo rápidamente el camino
hasta la redacción.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Bedrija, que limpiaba la escalera—. Te ha
llamado tu novia por teléfono.
—Estaba en una fábrica. ¿Qué hay por aquí?
—Mucho barullo, se acaban de marchar esas chicas. —Dejó de fregar y, bajando
la voz, continuó con cierto misterio—. Todavía está dentro el alemán ese.
Besnik le alargó el paquete de cigarrillos.
—Un alemán que sabe albanés, ¡caramba!, no puedo creerlo —dijo Bedrija.
Besnik subió las escaleras. Entre el ruido habitual, tan familiar a su oído,
distinguió la voz del taquígrafo que, al parecer, cogía por teléfono un reportaje de
alguna región.
En el pasillo, chocó con él el jefe del laboratorio.
—¿Dónde vas tan deprisa? —le preguntó Besnik.
—Oye, échame una mano, por favor. Tú sueles hacer fotos. He tenido un
enganchón con el redactor jefe.
Besnik no comprendía nada. El otro abrió la cartera que llevaba en la mano y sacó
un puñado de fotografías.
—Por favor, dime qué tienen de malo estas fotos. La luz, el enfoque, la
composición, todo está bien, ¿no? El contenido puedes verlo tú mismo. —Y empezó
a mostrárselas una a una—. El camarada Enver entre las participantes del Encuentro
Nacional de Jóvenes Obreras, la presidencia de la reunión, las jóvenes durante el
descanso, otra vez el camarada Enver con las muchachas. Dime, qué tienen de malo.
Besnik las miró atentamente. Al final, se encogió de hombros.
—¿Qué dijo el redactor jefe?
—Nada concreto. Solo dijo que no le gustaban las fotos y que se encargaran otras
a ATA.
—¿No habrá que buscar alguna en la que el camarada Enver esté un poco más
sonriente?
El jefe del laboratorio alzó la cabeza como si hubiera hecho un descubrimiento.
—No está mal pensado. Eso es lo más fácil de hacer. Con toda seguridad, tienen
más. Haz el favor de ayudarme a elegir unas pocas.
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Besnik se volvió con él. La ATA no estaba lejos. El jefe del laboratorio
fotográfico, alto y delgado, hablaba continuamente.
—Nada concreto, no me gustan las fotos y punto. Anda, entiende lo que quiere
decir. Un misterio. Creo que la esfinge de Egipto ha sido más clara. Fue una suerte
encontrarte. ¿Has hecho fotos últimamente? ¿No tienes ningún carrete para revelar?
—Tenía uno de la playa, pero lo he llevado a un estudio.
—¿Por qué no me lo has traído? ¿Qué saben ellos de revelado? Son lavanderos,
no fotógrafos.
El laboratorio de la Agencia Telegráfica Albanesa estaba en la planta baja.
—Las ha revelado Xani —dijo una joven en cuanto vio las fotos.
Xani, el viejo fotógrafo, con la cara llena de arrugas, estaba de pie en la sala
semioscura, como si llevara tiempo esperándolos. Escuchó en silencio las
explicaciones del jefe del laboratorio, luego, sin decir nada, se metió en un anexo,
ante la sala de revelado. Le siguieron. Sobre los secadores, colocados en largas
mesas, se secaban cientos de fotos.
—Aquí las tenéis —dijo Xani señalando a uno de los secadores—. Elegid las que
queráis.
Se inclinaron un poco para ver mejor. Xani los observaba apartado.
—Esta —decía el jefe del laboratorio, señalando con el dedo—. O esta. Esta tiene
mejor luz. O esta otra.
Besnik no sabía qué decir. El viejo fotógrafo de ATA les miraba pensativo. Iba a
decirles algo, pero la cara del joven periodista le era desconocida. Llevaba diez y seis
años revelando la mayor parte de las fotos de ATA. Por sus manos habían pasado
miles de películas hechas con todo tipo de cámaras por todo tipo de reporteros. Con
frecuencia, salía Enver Hoxha en las fotos. Mítines, presidencias de reuniones
solemnes, inauguraciones, entre obreros, entre niños, ante el micrófono, en la
escalerilla del avión, subiendo, bajando, saludando con la mano o con el sombrero.
Conocía bien todas las expresiones de su cara, en momentos de alegría, satisfacción,
insatisfacción, a veces de enojo. Durante diez y seis años había seguido la lenta
mutación de sus rasgos, la luz de los ojos, el juego empecinado de las arrugas en la
comisura de los labios, en la frente. Conocía dónde se podía hacer un leve retoque,
aunque estaba prohibido hacerlo en sus fotografías. Nunca había visto de cerca a
Enver Hoxha, sin embargo era difícil encontrar una persona que conociera mejor su
cara. Y la noche anterior, cuando en la solución empezaron a aparecer, turbios al
principio, después cada vez más claros, los conocidos rasgos, se quedó un poco
sorprendido. Se inclinó para ver mejor. El papel fotográfico, bajo la rápida acción de
las sales, iba dibujando la cara conocida. El avezado ojo distinguió enseguida un
cambio. No se trataba de uno de esos descontentos ordinarios, provocado por los
malos resultados en la producción, o la deformación de las directrices, ni tan siquiera
por la violación de las leyes o la perfidia de alguien. Era algo más importante. Mucho
más importante y de mayor alcance. El fotógrafo observaba atónito. Alargó la mano y
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sacó uno de los papeles revelados. Apartó la cabeza y forzó los ojos. ¿Qué pasa? Lo
sumergió de nuevo y esperó un poco, con una última esperanza. La cubeta de
porcelana estaba ante él más ajena que nunca. Las sales se peleaban ahora con mayor
saña. Estaba totalmente paralizado y no le hubiese sorprendido que se levantaran
verdaderas olas marinas en el cacharro de porcelana. Sacó otra vez el papel y
lentamente, como si secara un sudor frío, limpió con la palma de la mano la solución
que chorreaba por su superficie. No se había equivocado. Las sales químicas, ahora
con más claridad y tozudez, habían descubierto algo nuevo, desconcertante, en tan
conocido rostro, algo difícil de describir con palabras. Un ojo normal quizá no notaría
nada. Pero, precisamente porque era algo imperceptible, extendido de manera
uniforme por cada arruga, por cada línea, debía ser algo muy profundo. Algo entre la
reflexión y el pesar, una configuración de soledad, que apenas se apreciaba en el
centro de la frente, separaba los ojos como un abismo, descendía a las mejillas, al
labio inferior y se petrificaba allí como el plomo. Por su parte, las jóvenes obreras
conversaban y reían felices, junto a él, muy cerca, sin darse cuenta de nada.
Xani sacó doce fotografías de la solución y en las doce vio lo mismo. Y, cuando
la cubeta de porcelana quedó vacía, de repente, con una claridad meridiana, todo su
ser se impregnó de una idea transparente: a Enver Hoxha le preocupa algo grave.
Esto había sido la noche anterior, tarde. Por la mañana, al oír que un redactor jefe
preguntaba por teléfono por otras fotos, comprendió la causa. En realidad, esperaba
aquella llamada. Tampoco estaba satisfecho el redactor jefe de otro periódico. Había
devuelto dos veces las fotografías. Había hablado por teléfono de retoques. Pero Xani
sabía que hay cosas que no se tapan con retoques. Y, al final, el redactor jefe había
enviado a dos personas para elegir nuevas fotos. Xani les veía inclinarse sobre el
secador sin comprender nada. Veía sus vanos esfuerzos por encontrar lo imposible.
Sus ojos estaban inundados de la solución del revelador, toda una mar brava y
misteriosa, de cuyas profundidades, como de una conciencia agitada, había surgido la
alarma. Volvía a pensar en decirles algo, pero sus rostros le resultaban enormemente
lejanos y uno, el periodista más joven, casi era desconocido para él. Al fin y al cabo,
qué necesidad tenía de decir nada. Era un asunto delicado. Por otra parte, en este
mundo hay toda clase de gente. Quién sabe cómo se interpretarían luego sus palabras.
No era más que un fotógrafo, un hombre sencillo en espera de la jubilación. Y esta es
una cuestión tan delicada.
Mientras los dos periodistas conversaban en voz baja, el fotógrafo, quién sabe por
qué, recordó aquel diciembre de 1944, cuando Xani Toska, viejo guerrillero de la I
Brigada, se encontró por primera vez ante la blanca cubeta de porcelana. Entonces era
más joven y más impetuoso de carácter. Trabajarás aquí, le dijeron, serás el
responsable del revelado de las fotografías. Miró a los presentes, caras asustadas de
viejos funcionarios del régimen derrocado, luego echó una mirada de desprecio a la
cubeta de porcelana que, por alguna extraña razón, le pareció bastardeada, ultrajada,
y arrugó el entrecejo. ¿Qué significaba aquel liquido, y aquel trabajo sospechoso, del
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que no entendía nada? Ofendido, corrió al Estado Mayor de la capital, pero allí le
recibieron con cajas destempladas. ¿Quién va a hacer este trabajo?, le dijeron. ¿No
vamos a dejar el revelado de las fotos de la revolución en manos de los burgueses?
¿Eso es lo que tú quieres? ¿Tú quieres que, después de habernos masacrado y
vilipendiado toda la vida, nos desfiguren ahora en las fotografías? No obstante, si
insistes, podemos mandar a otro y a ti te buscamos otro trabajo. El del Estado Mayor
sacó unos papeles del bolsillo de la chaqueta. Propuso a Xani dos cosas: subdirector
de la banca o comandante del pelotón de fusilamiento de los colaboracionistas. De
todas formas, camarada, la necesidad más apremiante está hoy en ATA, le dijo. Se
trata de la propaganda ¿comprendes? Con esto no se juega. Observó que sus manos
temblaban. Xani iba y venía nervioso alrededor de la cubeta. Sobre los blancos
papeles empezó a surgir algo que le recordó el brote de la hierba en la montaña. El
auxiliar sacó un papel. Xani acercó la cabeza. Era un grupo de guerrilleros, pero la
imagen era tan tenue que las caras parecían totalmente faltas de vida. Xani bufó.
Hazlo bien, gritó. El proceso no ha terminado, señor, dijo el otro y volvió a sumergir
el papel. Xani miraba con desconfianza. Cuando el auxiliar quiso sacar el papel, le
cogió del codo. ¿Por qué tienes tanta prisa? le dijo. ¿Te preocupa el liquido? El otro
intentó explicarle, pero Xani le cortó: ¡A callar! Cuando sacaron por fin las
fotografías, estaban quemadas y las caras de los guerrilleros parecían carbonizadas
por un lanzallamas. Los ojos de Xani echaban chispas. Las hemos dejado demasiado
tiempo en el revelador, dijo el auxiliar con voz temblorosa. Con un movimiento
brusco, Xani sacó el revólver. Hijo de perra, bramó, asqueroso burgués, estos no son
guerrilleros, sino negros. El otro, blanco como la cera, intentó explicárselo, pero sin
éxito. Nos habéis machacado durante toda la vida, ahora queréis machacarnos en las
fotografías. Te voy a meter los sesos en la cubeta.
Xani sonrió. Así transcurrieron las primeras semanas de trabajo. Poco a poco
empezó a revelar fotos. Sacaba el revólver cada vez menos, hasta que un día dejó de
llevarlo al trabajo. Xani se enamoró de su nuevo trabajo. Sorprendentemente, se hizo
juicioso. Todo su arrebato se fue transformando en pasión por aprender los secretos
de la fotografía. Llegó a ser el mejor especialista del laboratorio. Le propusieron
muchas veces puestos de mayor responsabilidad, más importantes, pero no aceptó.
Estaba seducido por aquella cubeta de solución. Los cuentos hablaban de monstruos
que salen del mar y de maravillosas ondinas que emergen de las profundidades de los
lagos. La cubeta era para Xani como el mundo de los cuentos. De sus profundidades
salían las alegrías o las desgracias del país. Allí vio por primera vez la festiva
multitud el día que se proclamó la república, los mítines en pro de la Reforma
Agraria, la hilera de féretros de los soldados muertos en las fronteras del sur (se
mecían en la solución como en brazos de la muerte), cientos y cientos de
acontecimientos, de mayor o menor importancia. Con todos ellos había sentido
felicidad o tristeza, pero ninguno le había quitado el sueño, como la noche anterior.
Su esposa, Sanija, murmuró dos o tres veces entre sueños: ¿qué te pasa, Xani, que no
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haces más que dar vueltas? No le había contado nada. No le había dicho nada a su
mujer, y no se lo iba a decir a aquellas dos cabezas de chorlito que, encorvados sobre
el secador, aún esperaban encontrar fotos alegres.
No, no lo comentaría con nadie. A lo sumo, le diría a su mujer en voz baja antes
de dormir: escucha, Sanija, Enver (le llamaba sencillamente por su nombre, sin el
«camarada» delante, quizá por ser de la misma edad), Enver tiene alguna
preocupación enorme. Ella, con seguridad, se volvería hacia él y exclamaría
estupefacta: ¡anda, no irá a estallar una guerra! A lo mejor, luego le diría, tú qué
sabes, o qué tienes tú que ver con las preocupaciones de los grandes, duérmete, anda.
Él permanecería callado en la oscuridad hasta que su conciencia se hundiera
lentamente en la turbia solución del sueño, cuajada de imágenes difusas, de olas
negras inexplicables.
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Capítulo 3
Mientras se peinaba ante el gran espejo del pasillo, Zana interrumpió la melodía que
canturreaba y preguntó:
—Mamá ¿qué tiempo hace?
—Puede que llueva —respondió Liria desde la cocina—. Coge el paraguas.
Zana se quitó una horquilla de la cabeza pero, pensando que podía hacer viento,
se la volvió a colocar.
—Si me telefonea Besnik, dile que estoy en casa de Diana. ¿Oyes, mamá? Que
me llame allí.
—¿Sabe el número?
—Hummm… —fue la respuesta de Zana, que miraba dubitativa la horquilla que
acababa de ponerse.
—¡Hasta luego, mamá! —se despidió, abriendo la puerta.
La barandilla de la escalera y las persianas de la planta baja, sin pintar desde
hacía tiempo, estaban hinchadas por la lluvia.
En la calle había vitalidad. En la parada, Zana dejó pasar dos autobuses llenos
hasta los topes. En el tercero, al que logró subir con dificultad, se discutía sobre la
liga de fútbol que terminaba entonces. Zana reía para sus adentros: en qué cosas se
entretiene la gente.
El edificio donde vivían los Bermema estaba en una calle secundaria. Una
construcción sólida pero de aspecto sombrío, como todas las casas viejas. Las
pesadas y negras puertas de madera de los apartamentos tenían casi todas una
pequeña placa de bronce con el nombre del inquilino. «Familia Bermema», Zana tocó
el timbre. Abrió la puerta Maks, el hermano de Diana, con la cara más seria que de
costumbre. Como todos los Bermema, tenía el pelo castaño con unos reflejos
especiales.
Mientras se quitaba la gabardina en el pasillo, Zana tuvo la impresión de que algo
había cambiado. Le gustaba el apartamento más que su propia casa, no solo porque
era más amplio y sólido, sino porque de lo más profundo llegaban normalmente los
sones de una música suave, las grabaciones de Maks, y un agradable olor a comida.
Hoy faltaba la música. En lugar de buen olor, olía a comida quemada. Recordó
que, por teléfono, en la voz de Diana había captado cierta alteración.
—¿Ha pasado algo? —preguntó cuando Diana salió al pasillo, cariñosa como
siempre, pero sin la gracia habitual.
—¿Cómo lo has notado? En realidad sí ha ocurrido algo.
—¿El qué?
En el corredor sonaba continuamente el teléfono.
—Una hija de mi tío, no la conoces. Está en el último curso de medicina y quiere
comprometerse.
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—¡Ah, problemas de novios! —suspiró Zana aliviada.
—No es tan sencillo. Se ha enredado con el hijo de uno que fue expulsado del
Partido.
—¿Sí?
—Sí. Su padre es uno de los de la Conferencia de Tirana. Recordarás que
entonces, tras los sucesos de Hungría, hubo bastantes expulsiones en el Partido.
Zana afirmó con la cabeza. En realidad, tenía un recuerdo muy vago de aquello.
Incluso no estaba segura si recordaba el hecho o lo había aprendido en las clases de
marxismo de la facultad.
—Toda la familia está preocupada —comentó Diana, haciendo un gesto con la
cabeza hacia la puerta, tras la cual seguía sonando el teléfono en el pasillo.
Zana no sabía qué decir. En el fondo pensaba que, independientemente de la no
muy acertada elección de la muchacha, no había para tanto.
—¿Pero si la chica le quiere?
Diana la miró sorprendida.
—¿Cómo puedes hablar así? ¿Sabes lo que quiere decir expulsado del Partido?
En nuestra familia miramos mucho estas cosas. En la tuya también, ¿o no?
—Sí, sobre todo papá. ¿Es guapa? —preguntó tras una pequeña pausa. Diana
esbozó una sonrisa y Zana comprendió que efectivamente era guapa. Todos los
Bermema eran guapos, con ese reflejo de cobre trabajado en el cabello y una blandura
de ensueño en la cara, entre las mejillas y los ojos. Zana miraba por el rabillo del ojo
el perfil de su amiga. Ahora que estaba embarazada, era más dulce. La somnolencia
de los ojos se había transmitido al tono suave de la voz y al movimiento de las
manos.
De nuevo sonó el teléfono en el pasillo.
—Ya lo ves, algo inesperado.
Por la puerta asomó la cabeza de Maks para avisar a su hermana que la llamaban.
Sola, Zana echó una mirada alrededor. Le gustaba aquella habitación amplia,
sobre todo cuando hacía frío y encendían la estufa grande de cerámica situada en un
rincón. Una alfombra color café armonizaba con el parquet de encina, con la piel de
los sillones y con el brillo discreto de los tiradores de bronce de una librería en la que
había un reloj, también de bronce, con una leyenda grabada. Diana le había contado
que era un regalo que hicieron a su madre los albaneses de Italia en 1945, cuando fue
con una delegación de mujeres. En la esfera, un bajorrelieve de Skanderbeg sobre un
caballo, una de cuyas patas señalaba las nueve, hora en la que, según decían,
Skanderbeg llamó a las puertas de la fortaleza de Kruja el 28 de noviembre de 1444.
Ha llegado el día de Arbería, leyó Zana en la inscripción grabada con los signos del
viejo alfabeto albanés. Como Diana tardaba, empezó a mirar las fotografías de la
pared. En un marco metálico, una foto del padre de Diana con Enver Hoxha en una
espléndida escalinata. Al lado, otras fotos de la enorme familia Bermema, todos
sonrientes, en cargos de responsabilidad. Más allá, otra del padre de Diana, esta vez
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contraído, en un mar de flores, dentro del féretro colocado sobre un armón de
artillería. Miembro del Comité Central del Partido y ministro desde la formación del
primer gobierno comunista, había muerto seis años antes de un infarto. Ahora, en una
parte del piso vivía la madre con Maks, Diana se había establecido en dos
habitaciones con su esposo, un médico psiquiatra.
Zana pensó que no le gustaría vivir con sus padres. Vagamente recordó el
apartamento de Besnik y la idea de que inicialmente, después de casados, vivirían
apretados hasta que les dieran su propio piso, no le hizo, cosa rara, ninguna
impresión. Un apartamento normal, de esos que construye el Estado por millares, se
puede amueblar más fácilmente que una casa vieja. Basta con un poco de esfuerzo y
gusto. Y dinero, naturalmente. Desde que comenzara a trabajar en el Instituto de
Proyecciones, habían dejado a Zana, como a la mayoría de las jóvenes prometidas,
que dispusiera de su paga. No malgastes el dinero comprándote nada más que
vestidos, le solía decir Kristaq, guarda una parte en la libreta de ahorros, te hará falta
más tarde. Liria, de espíritu derrochador, insistía en que se ocupara Besnik de los
muebles del piso. No pases apuros por nada, le decía. La juventud solo se vive una
vez.
—Perdona que te dejara sola —dijo Diana al entrar—, ya comprendes…
—No te preocupes.
—Mamá te pide disculpas por no venir a saludarte, pero ¿sabes?, por si no bastara
con todo este lio, ha recibido una invitación para la recepción de la Embajada de
Alemania Oriental. Y se está arreglando.
—No importa, no te preocupes. Yo también me voy. Tenéis problemas de verdad.
—No, tú no te vas. Al otro lado hay tías suficientes para defender los intereses de
la familia sin mí. Me quedo contigo.
En el pasillo sonaba otra vez el teléfono.
—De todas formas, me voy. Me han dicho que en la tienda de objetos antiguos
tienen una lamparita de mesa maravillosa. Pensé que podíamos ir juntas a verla, pero
tú estás ocupada.
—No estoy ocupada —replicó Diana—. Además, me ha dicho el médico que
tengo que salir todos los días a tomar el aire. Voy contigo.
Se vistió de prisa y, al pasar por el corredor, sacó la lengua al teléfono que seguía
sonando.
Al salir a la calle, se encontraron con Skënder Bermema.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó—. A tu casa voy.
Zana pensó decirle: allí puede encontrar material para un drama, pero, no obstante
ser el marido de su tía, nunca había tenido confianza suficiente para una broma así.
Además, tenía una expresión ruda y despreciativa.
Las saludó con la cabeza, sin mirarlas, y se dirigió a la entrada de la casa. Zana
recordó que, tiempo atrás, corrieron rumores de un flirteo entre él y una tal Ana
Krasniqi.
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—Está preocupado.
—Sí —afirmó Diana—. Ya te he dicho que en mi familia se le da mucha
importancia a esto.
Quizá tienen razón, pensó Zana. Hicieron el camino hasta la tienda, hablando de
todo.
—Quiero dar una sorpresa a Besnik —dijo Zana al llegar al escaparate de la
tienda—. Aquí es. ¡Qué bonita!
—Sí, muy bonita.
—Trescientos cincuenta leks nuevos, no es caro, ¿eh?
Diana se encogió de hombros.
—No sé qué decirte. Ya sabes que yo no entiendo de precios.
Zana seguía mirando con reservas el escaparate.
—Lo único que me inquieta de esta tienda son los ojos del dueño, no he visto ojos
más desviados.
Entraron en la tienda.
Menos mal que no me ha visto, dijo para sí Beni, hurtándose a los ojos de Zana y su
amiga quienes, después de permanecer un rato frente al escaparate iluminado de la
tienda a comisión, entraron por fin. Beni llevaba más de una hora con Sala en el sitio
de costumbre, entre la farmacia de guardia y la tienda en cuestión. Vio a Zana desde
lejos y se pegó al muro para que no le viera. Sala continuaba hablando, pero Beni no
estaba por la conversación. Miraba con desprecio la puerta de la tienda, asombrado de
cómo podía gustar a la gente entrar en aquella tienda de trastos viejos. Ahora debía
estar atento a la salida de Zana. Si me ve, se lo dirá a Besnik y me echará otra vez la
bronca. Beni evitaba sobre todas las cosas tener que dar explicaciones a su hermano
mayor, y no porque este fuera inflexible con él, sino precisamente por lo contrario.
Besnik se mostraba razonable y esto le desarmaba.
Se apoyó en el frío mármol de la farmacia. A causa de una ligera curva de la calle,
o quizá por los grandes almacenes universales de enfrente, cuyos escaparates
llamaban la atención de los transeúntes desde lejos, haciéndolos cambiar de acera, el
lugar entre la farmacia de guardia y la tienda de cosas viejas a comisión, donde se
encontraban y pasaban las horas muertas, se hallaba en cierto modo protegido del
paso de la gente. Y no solo de eso. En aquel lugar, Beni se sentía a salvo de muchas
cosas. Allí podía estar tranquilo, fumando con los amigos, sin preocuparse de nada.
Nadie le recordaba allí una y otra vez que mientras las masas trabajadoras se
movilizaban para construir el socialismo, él, Arben Struga, hijo de un camarada de la
guerra, dejaba pasar los días como un verdadero parásito, a la espera del próximo
septiembre para volver a probar suerte en los exámenes de acceso a la escuela de
actores. Habría pasado el examen aquel año de no hacer caso a una imbécil que le
aconsejó declamar ante la comisión el monólogo de Ofelia la loca. Los demás
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aprobaron. Uno con «¿Quiere carbón, señor?» de Migjeni, una chica con «Pastorales
y Bucólicas» de Naim Frashëri y otro con el discurso de Don Quijote ante los
ladrones. A él le revolcaron. Te está bien empleado, le dijo entonces Sala, que le
esperaba fuera. ¿Quién te manda a ti enredarte con el monólogo de una imbécil?
Beni seguía vigilando la tienda con el rabillo del ojo.
—Eh, y después ¿qué? —le espetó a Sala.
—Te lo he dicho veinte veces —respondió Sala moviendo sus pequeñas manos—,
luego Tori la acompañó hasta la puerta y allí otras dos o tres horas bla-bla-bla.
—¿Y ella?
—Ella escuchaba con la cabeza ladeada, moviendo la punta del zapato. Que no te
siente mal, pero me parece que le gustaba.
Beni escupió la colilla que había deshecho con los dientes.
—¡Guarro! —exclamó—. Yo no le haría eso a un amigo.
—Tori lo hace. No es la primera vez. En una ocasión conocí a una chica de la
residencia de estudiantes…
—Un día le parto las costillas —murmuró y, con un movimiento brusco, se quitó
una hebra de tabaco del labio—. Aunque no vale la pena por una chica como Iris.
—Eso es lo que yo digo.
Beni miraba la serpiente enroscada en la copa estampada sobre el grueso vidrio de
la farmacia.
—Yo no he tenido nada con Iris. Solo un sábado por la tarde en el parque.
—Ahí está Vanceslav —comentó Sala.
Çlirim, a quien llamaban Vanceslav, les sonrió desde lejos. Había estudiado un
curso de geología en Praga, pero le mandaron de vuelta por suspender. En realidad, la
idea de salir todos los días a pasar las horas muertas en la calle de Dibra se le había
ocurrido a él. Les contaba que así pasaba el tiempo con sus amigos en la plaza
Vanceslav de Praga, y que, en general, todas las capitales del campo socialista tenían
un «broadway» como aquel, como, por ejemplo, la calle Gorki de Moscú, o una calle
de Varsovia, incluso Ulan-Bator, en Mongolia, seguro que tenía una calle como
aquella, que a lo mejor se llamaba calle de Yurtas o de Gengis Khan.
—Ahí viene Crisis —dijo Sala, señalando con la cabeza a una muchacha alta que
habían conocido en la última espartaquiada y a quien llamaban «Crisis general del
capitalismo» porque estaba en los huesos. Ella les sonrió jovialmente a los tres y sus
estrechos y angulosos salidos hombros se perdieron entre los transeúntes.
Tori fue el último en llegar. Saludó, pero Beni ni siquiera le miró. Tori hizo un
guiño a los demás como preguntando ¿qué mosca le ha picado?
—Escucha —se volvió Beni hacia él—, ¿estuviste ayer con Iris?
—¿Y qué? —dijo Tori entre dientes.
—Nada. Solo que yo no te hubiera hecho eso de estar en tu lugar. Pero…
En ese momento, sus ojos distinguieron el perfil de Zana que salía con su amiga
de la tienda con un paquete grande en las manos. Se pegó literalmente a la pared
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hasta que pasaron. Iban tan entusiasmadas con el trasto que acababan de comprar que
no reparaban en lo que ocurría a su alrededor.
Beni se quedó apoyado en el muro con los ojos llenos de rabia fijos en la acera.
Tori echó una mirada a Sala pretendiendo averiguar su opinión.
—¿Te ha molestado? —preguntó con voz queda—. Si lo hubiera sabido,
sinceramente…
—No —le cortó Beni—. No tengo nada que ver con ella.
El tono de disculpa de Tori le disipó la mitad de la rabia.
—Creí que te había sentado mal.
—Ni mucho menos. Ya te he dicho que me da lo mismo.
Beni encendió un cigarrillo.
—Dame uno.
—Me supo mal que no me lo dijeras —añadió Beni.
—Me daba no sé qué. Te lo juro.
—Es igual. No le des importancia —dijo Beni con un gesto de desdén.
En realidad se iba tranquilizando. Solo temía una cosa: que Tori empezara a
contar los detalles de sus encuentros con ella, como solía hacer. Sería ciertamente
molesto. Por lo demás, lo mismo le daba. Cosas que pasan. Al fin y al cabo, entre Iris
y él no había nada. Unas vueltas por Tirana un atardecer, nada más. Un día. No,
tampoco fue un día, sino un ave cansada con el nombre de «sábado» que merodeaba
por su memoria. Le arrancaban continuamente las plumas y a pesar de todo no moría.
Una vez vio un cazador… El reloj de la ciudad sonó seis veces.
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Volvió a distinguir incandescencia de luces y pensó: qué pasa allá abajo. Cómo se
mueven, cómo vive la gente, cómo viven las mujeres hermosas, los artistas, los
poderosos. Se lo preguntó con miedo, casi con angustia. La idea de que allí abajo
vivía gente del mismo planeta, pero que se diferenciaban de los habitantes de la otra
parte del planeta en que no tenían propiedad privada, le invadió por completo. El
drama de las personas sin propiedad, dijo para sí. Podía ser un bonito subtítulo para
su reportaje. Era su primer viaje por el mundo comunista y sin duda alguna un
servicio serio de verdad. A lo mejor el futuro de su carrera dependía de él. Respiró
hondo. El cristal de la ventanilla estaba frío. Abajo, la misma extensión con aquel
titilar disperso en sus extremos. ¿Qué quieres saber? parecían preguntarle. ¿Qué
quieres saber, invitado extranjero?
Suspiró. La sensación de estar perdido le invadía de nuevo. Este mundo
comunista, pensó. Extraño, sin ningún parecido con nada, con una unidad que ponía
la piel de gallina, se extendía ahora debajo de él, en el umbral de la noche continental,
ocultando en lo hondo sus grandes misterios y dramas. Único. Los ojos del
corresponsal se clavaron en la cabeza inmóvil del representante de la firma Champs
de France que ocupaba el asiento anterior al suyo. Único, se repitió. Durante muchos
años, la palabra unidad había pesado sobre ellos como una pesadilla. La unidad del
Bloque Comunista. Y mira por donde, ahora, por fin, decían que había una grieta.
¿Pero dónde? No apartaba los ojos de aquel despliegue torpe de espacios anulares que
la noche iba borrando apresuradamente. El objeto de su viaje era buscar aquella
grieta, de momento imperceptible. En aquella tierra infinita, monolítica, debía
encontrar en qué región, en qué esfera desconocida, estaba ella, la grieta, la pequeña
rotura, la herida en cuya mala encarnadura tenían puestas todas sus esperanzas.
Posiblemente, otros volaban en ese momento en diferentes direcciones en busca de lo
mismo. Vigilarían día y noche, marineros de Colón en busca de tierra, todos
esperando tener la suerte de ser los primeros en gritar. ¡La grieta! ¡La grieta! ¡Oh!,
gimió para sus adentros. Cómo se podía creer que era posible encontrar la grieta,
aunque de verdad existiera, en medio de aquella colosal extensión, en esa noche, en
ese caos. Sus ojos estaban fijos en el lejano suelo de la tierra, como si la grieta
pudiera manifestarse de repente allí abajo, como un zigzag o un relámpago
serpenteante, y él debiera captarla al instante.
—El avión húngaro —dijo Sala, levantando la cabeza hacia el lugar en que
aparecieron las señales roja y azul de un avión de pasajeros.
—No, debe ser el de Interflug —le corrigió Tori.
Estaban todavía en el lugar habitual de la calle de Dibra y discutieron un rato
sobre el horario de los aviones. Únicamente Beni guardó silencio. Al diablo las
sociedades aéreas con todos sus aviones y horarios, incluido el cielo. Su mente estaba
en la tarde de sábado en que conoció a Iris. Sucedió de la forma más sencilla, junto a
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un periódico mural que llevaba un año en el pasillo de una facultad a la que fue por
casualidad. Alrededor se oían retazos de diálogos: qué rama te ha salido, y a ti, yo
intentaré cambiar, adónde, al Ministerio, naturalmente. Y salían como una horda,
dejando atrás una polvareda de palabras. Ella, sin embargo, permanecía quieta, con
cierto aire de tristeza y la cabeza ladeada de modo que dejaba leer la mitad del título
del editorial del periódico: ADELANTE POR LA REALIZACIÓN D… Beni tuvo la impresión
de que era más fácil ligar con las muchachas que ladean la cabeza de esa forma.
Después se fueron por una de las calles tranquilas de las embajadas, que enlazan la
calle de Elbasan con el bulevar, se detuvieron en el parque, en un banco donde
alguien había olvidado el periódico del día, le dio el número de teléfono y ella
prometió llamarle y él fumó un cigarrillo tras otro. Al final, cuando la acompañaba
por la calle de Correos, aparecieron Tori y Sala, y Beni, no sin buena dosis de orgullo,
se la presentó. Luego esperó y esperó que le telefoneara; una semana, dos.
—Oye, Beni, si te afecta tanto, yo estoy dispuesto a renunciar —dijo Tori.
—No —replicó Beni con desprecio. Por su mente vagaba continuamente la cinta
azul que ella llevaba en el pelo aquella tarde.
—Además, tú no mostraste ningún interés por ella. Pensé que no te gustaba. Un
día me la encontré por casualidad en la calle y…
—Dejemos esta conversación.
—¿Por qué te enfadas? —intervino Çlirim—, en Vanceslav, mis amigos y yo no
dábamos ninguna importancia a estas cosas.
—Nos aburres con tu Vanceslav —dijo Beni con un gesto de hastío—. ¿No sabes
hablar de otra cosa?
Çlirim torció el gesto, pero no le contestó.
Empezó a lloviznar. Los transeúntes eran cada vez más escasos. De todas las
calles de Tirana, quizá fuera la de Dibra la que más sentía el cambio de estación. En
cuanto empezaba a refrescar y se oían los primeros truenos, la gente apretaba el paso,
los vendedores ambulantes de frutas abrían los toldos y lo silbatos de los policías se
escuchaban con mayor frecuencia. Luego, las grandes gotas de lluvia alcanzaban a las
chicas que corrían. La gente se metía en las tiendas, bajo las marquesinas, y
meneaban la cabeza como si hubiera ocurrido algo inesperado.
—Por allí va Mariana —dijo Sala, dando un codazo a Beni.
Volvió a pasar «Crisis general» con una amiga. Tori les hizo una seña, pero no se
detuvieron.
Cada vez había menos gente. El dueño de la tienda de cosas viejas salió a la
puerta, miró a derecha e izquierda con sus ojos mansos, que, por alguna desconocida
razón, despertaban compasión en Beni, y con un movimiento desganado, como cada
tarde, bajó la persiana metálica.
—Esperamos a que salgan del cine y nos vamos —dijo Çlirim.
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Beni subió despacio las escaleras del edificio. En el primer piso, habían vuelto a
escribir «M es guapa». Con toda seguridad se referían a Mira. Su voz se oía al otro
lado de la puerta. Hablaba por teléfono. Estaría resolviendo los problemas de álgebra.
Beni llamó al timbre. Abrió la puerta Mira. Con la otra mano sostenía el auricular.
Estaba concentrada en la conversación. Oye, otra cosa. Las ideas progresistas de
Cervantes. ¿Cómo? ¿Os han dado el arte de Naim? No, no. Lo hemos hecho ya.
Beni apretó la nariz de su hermana y entró en la sala de estar. Su padre tomaba
café con la tía. Besnik, al parecer, no había llegado. Beni saludó entre dientes. La tía
respondió a su mirada con un movimiento de cabeza señalando el aparador. Eso
quería decir que ya habían cenado y su plato estaba allí. Él mismo lo calentaría.
Al coger el plato, vio sobre el frigorífico un libro de memorias de la guerra que su
padre llevaba leyendo una semana. Había sido guerrillero de la VI Brigada.
Disfrutaba con la lectura de recuerdos de la guerra, pero a veces se enojaba. Llamaba
a Raboja con frecuencia. La tía se ponía sus viejas lentes y escuchaba. ¡Mal rayo le
parta!, maldecía, ¿por qué no dice nada de Allaman? Espera un poco, intervenía él,
Allaman no estuvo en los apriscos de Zabzun. Estuvo allí, insistía la tía, y recuerdo
que se le agarrotó el cuello y parecía un demonio.
Durante la guerra, la tía había trabajado con los guerrilleros. Era viuda y se habría
ido a la guerrilla si su cuñada, la madre de Beni y Besnik, no hubiera muerto al nacer
Mira, dejando a los niños medio huérfanos. Fue ella quien los mantuvo durante la
guerra.
Mira terminó por fin de hablar por teléfono. Beni comía con apetito, mirando a
hurtadillas la enjuta cara de su padre. Desde que se jubilara dos meses atrás estaba
cada vez más irascible. Beni dormía en la misma habitación que él y había observado
que se pasaba algunas noches dando vueltas en la cama. Hubiera querido preguntarle:
qué te pasa, papá, pero no se atrevía. Desde el verano, cuando Beni se quedó sin
escuela, sus relaciones se habían enfriado. Antes no era así. Beni se enorgullecía en
silencio de su padre. Cuando preguntaban en la escuela por la biografía de los padres,
mientras algún compañero se ruborizaba cuando farfullaba entre dientes:
funcionario…, pequeño comerciante…, Beni pronunciaba las palabras «guerrillero de
la VI Brigada» con particular satisfacción. La verdad es que Struga, además de tomar
parte en todas las marchas y batallas de la brigada en noviembre de 1944, junto a
otros dos guerrilleros, hizo saltar por los aires el mausoleo de la reina madre en las
colinas de Tirana. Esto era para Beni una maravilla. Entonces, él era muy pequeño y
no recordaba nada, pero la gente mencionaba a menudo la hazaña. Ay, cuando éramos
jóvenes, pinchaban a Struga sus compañeros, no nos costaba nada volar al rey y la
reina. El hecho se hizo realmente famoso. Hasta los periódicos monárquicos del
exilio, al dar la noticia con grandes titulares en las primeras páginas, no olvidaron
poner el nombre de su padre en el subtítulo. «El vándalo Xhemal Struga, que voló la
sagrada tumba de la madre de la nación, condenado a muerte por un decreto del rey
en el exilio».
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Alguien encontró un ejemplar para Struga. Todavía estaba allí, en el estante del
medio de la librería, donde guardaba los libros y las fotos de los años de la guerra.
Beni había leído varias veces aquel decreto real, escrito en un albanés arcaico, por el
que se condenaba a muerte a su padre. Cuantas veces veía el amarillento periódico,
sentía ganas de soltar una gran carcajada, pero en el último segundo algo se lo
impedía.
Una ráfaga de viento lanzó unas gotas de lluvia contra el cristal.
Struga volvió la cabeza.
—Se acerca el invierno.
—Sí que es verdad —afirmó Raboja—, hay que comprar leña.
Sus ojos se dirigieron al hueco de la chimenea de la estufa, tapado con un cartón.
El viento, con un ruido suave, lanzó más gotas contra el cristal.
Eran las diez.
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Entonces pasó junto a ellos un hombre de cuello corto que cantaba de nariz:
—Una canción idiota —comentó el rumano. Era la segunda vez que la oía. La
canción de moda de los borrachos de todo el campo socialista, pensó, intentando
recordar en qué embajada había visto al hombre del cuello corto. Seguro que los
polacos cambian «Tirana» por «Varsovia», los checos por «Praga» y así
sucesivamente. Una canción sin sentido, se dijo. Para su sorpresa, el francés no
mostró el más mínimo interés por ella.
—O sea que problemas de clima —repitió el periodista como si hablara solo. Sus
ojos lo miraban todo, sin detenerse en nada. Habían llegado a la recepción dos
ministros albaneses y otros funcionarios. Estaban repartidos por todas partes. Vio al
albanólogo Schneider, que, cosa extraña, hablaba con el embajador coreano. Ya no
sabía de qué hablar con el rumano.
Problemas de clima. El primero en pronunciar estas palabras había sido el director
de Albimport. Inicialmente no quería aceptar que Albania hubiera encargado trigo a
otro país, pero cuando el periodista le dijo que había viajado en el avión con el
representante de la importante firma Champs de France, el director, sin ocultar cierto
nerviosismo, dijo que se trataba de una casualidad… que la Unión Soviética no tenía
un año agrícola muy bueno… en una palabra, problemas de clima concluyó, dando a
entender que no quería seguir hablando del tema. Luego, el periodista preguntó al
agregado comercial checo, pero este cortó inmediatamente la conversación aduciendo
que no entendía bien el francés.
La familia no desvela sus secretos, se dijo el francés. Observó que se habían
acercado al albanólogo Schneider el ministro de Exteriores albanés, el embajador
soviético y dos mujeres de la embajada polaca. Estas reían a carcajadas.
El francés alzó la cabeza para continuar la conversación sobre la cocina, pero el
rumano se había ido. Ahora hablaba con uno de los embajadores de los países árabes.
El corresponsal dio unas vueltas por el gran salón. Ya que la recepción continúa y
ya que estoy aquí, aprovecharé el final, pensó. Y, al rato, dijo para sí: Busca, busca,
argonauta. Sus ojos se detuvieron en una mujer que permanecía un poco apartada.
Algo gruesa, de hermosa cabellera clara, la mujer miraba con nostalgia a un grupo de
diplomáticos albaneses muy jóvenes que, al parecer, era la primera vez que
participaban en una recepción oficial. Una hora antes, mientras identificaba desde
lejos a los invitados, supo que la mujer en cuestión, viuda de una personalidad
comunista, había sido viceministro durante mucho tiempo, y ahora era alta
funcionaria de una organización de masas y que hablaba bien el francés. De todos
modos, una mujer siempre es más sincera, pensó. Sobre todo una mujer nostálgica.
Cinco minutos después, la conocía. Su apellido era Bermema. Agradable, algo
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dispersa. Había estado varias veces en Occidente, con diferentes delegaciones, sobre
todo durante los primeros años tras la liberación. Había estado en Roma, en Londres.
Él, por supuesto, también había visitado estos lugares. Muchas veces incluso.
Mencionaron algunas calles famosas, cambiaron impresiones sobre varias plazas,
incluso sobre un bar en el que ambos habían tomado café. Le preguntaba de forma
continua, interesándose principalmente por su primer viaje en 1945, por sus
impresiones, las impresiones de una ex guerrillera albanesa que pisaba las calles de
Roma por primera vez. Ella respondía con suavidad, pero parca, acompañando las
palabras con una sonrisa contenida.
Recuerdo mi primer viaje a Occidente sin que tú me preguntes por él, dijo para sí
y miró tranquila al extranjero. Recordaba aquel viaje cuantas veces asistía a una
recepción oficial, donde, envueltos en una solemnidad de camisas blancas,
deambulaban los jóvenes diplomáticos.
Creo que esta mujer va a ser un regalo para mí. La cuestión es ser prudente. Todo
estriba en no perderla.
—¿Roma? Para mí, Roma era una ciudad vencida.
Ninguno de los dos escuchaba con atención al otro, ni siquiera a sí mismo. Ella le
hablaba sobre el congreso de las mujeres italianas, pero en realidad pensaba en otra
cosa. Recordaba el bar Roma donde, las dos, ella y su compañera, iban a tomar café
en los descansos entre sesiones. Cuando se enteraron, comenzaron a acudir allí las
mujeres de los beyes huidas de Albania, todo tipo de señoritingas y artistas fugadas.
Nos habéis quitado las tierras, habéis encarcelado a nuestros parientes, lo pagaréis, lo
pagaréis, decía una agitando los dedos bien arreglados, con pulseras y pendientes de
oro. Ah, sí lo pagaréis, intervenía otra. Ellas dos respondían como podían: vosotras
habéis abandonado vuestra patria por esas pulseras, por esos pendientes. Así todos los
días. En cada descanso, después de los discursos, de las intervenciones, de conocer
gente nueva, se sentían en la obligación de correr al café Roma para continuar la
polémica con los fugados. En una mesa cercana, estaba siempre Sulo.
No puedo contarte nada de Sulo, dijo para sí. No lo podrías comprender.
Sulo era su guardaespaldas. El ex guerrillero Sulo Gjoni, con un trozo de metralla
en la cabeza que le provocaba con frecuencia un agarrotamiento parecido a un ataque
de epilepsia, estaba sentado a una mesa, dos pasos más allá. En el bolsillo derecho
llevaba una bomba. Si pasaba algo, si tras el tintineo amenazador de las pulseras, se
lanzaban al café los ballistas o los zoguistas[*], Sulo sacaría la bomba y se la tiraría.
Centenares de veces había intentado imaginar los movimientos que haría Sulo para
tirar la bomba. Sería un gesto entrecortado (a causa de la metralla, todos sus
movimientos eran así), su brazo, como un brazo de madera, se doblaría, la mano
sacaría la bomba del bolsillo, la acercaría a la boca entreabierta para quitar la espoleta
con los dientes y después, con idéntico movimiento mecánico del brazo, la lanzaría.
Lo había soñado dos o tres veces. En sueños, la cara de Sulo, quemada en dos o tres
sitios, parecía el reflejo de la muerte. Aquella cara parecía hacer tic-tac.
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—… la plaza de España? —preguntó el periodista.
—Ah, la plaza de España, sí, sí, la recuerdo, he pasado por allí.
Después le preguntaré por el trigo. Ya he dado bastantes rodeos.
En la plaza de España fueron atacadas por los ballistas. Coge a esa zorra
comunista, gritaba una voz tomada. Llevaban en las manos materiales para una
modesta exposición, para una rueda de prensa, algunas fotografías de mártires y de
miembros del Gobierno Provisional. Se las quitaron de las manos y las arrojaron al
suelo. Uno de ellos empezó a pisotearlas mientras otro gritaba: ¡Ja, ja, ja, mira los
ministros comunistas, míralos, para morirse de risa! En ese instante se oyó un chillido
de mujer: ¡Iros, ha sacado una bomba! Ella se volvió y vio a Sulo. Era verdad que
sacaba la bomba. Había hecho dos movimientos mecánicos. Había sacado la bomba
del bolsillo y se la acercaba a la boca entreabierta. Los dientes, las partes quemadas
de la cara, todo hacía tic-tac. Los ballistas abandonaron los materiales en el suelo y
salieron corriendo. Él los miraba con los ojos inmóviles. Entonces le gritaron ellas:
Sulo, no les tires la bomba, ya se van. Todavía tenía la bomba junto a la boca. La
plaza se había quedado desierta. Él estaba pálido, con gotas de sudor en la frente. Y
en ese momento pensó aterrorizada: y si ahora le da la crisis a Sulo, el exguerrillero
de la I Brigada, con la bomba en la boca en medio de la plaza de España, en la Italia
enemiga. Pero Sulo obedeció. Con dificultad, como si estirara unos muelles
invisibles, apartó la mano de la boca, bajó el brazo y se guardó la bomba en el
bolsillo.
—¿Qué decía? —preguntó al extraño.
Él repitió la pregunta. Se trataba de algo sobre cantidad de trigo encargado en
Francia. Ella esbozó una sonrisa amarga. Todos ellos, desde entonces, ya desde
entonces, preguntaban por el trigo. ¿De dónde vais a sacar ahora el trigo?, le había
interrogado una de aquellas mujeres en el café Roma. ¿A qué país pensáis comprar el
trigo?, preguntaban los periodistas extranjeros en los descansos. Ya entonces, pensó,
ya entonces. Y se entristeció de forma inesperada.
Él no le quitaba ojo y no entendía nada. ¿Qué le pasa ahora?
Han pasado tantos años, pensó ella. A pesar de todo, nada ha cambiado. Han
aumentado las sonrisas, las palabras astutas, la cortesía, pero, en realidad, la esencia
es la misma. En sus ojos siguen la misma pregunta fría: la independencia la habéis
encontrado solos, ¿pero, dónde encontraréis el trigo?
Esta debe saber algo, pensó el francés, ¿no me habré precipitado al preguntarle?
Usted no puede entenderlo, como no podría entender a Sulo, se dijo ella. Horas
antes, cuando en su apartamento toda la familia se preocupaba por lo de la sobrina
pequeña, se acordó de manera particular de él, de Sulo, con la bomba en la boca. Su
guardia permanente. Sintió nostalgia. Hacía tiempo que había muerto. En el cuarenta
y cinco. A causa de aquel pequeño trozo de metralla. En las ciudades extranjeras,
entre el titilar de las luces, siempre le recordó con nostalgia. Una nostalgia erosiva,
lejana, difusa, como un alarido de estrellas. No olvidaría el día en que le asaltó la
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crisis en Villa Borghese. En mitad de la calle. La gente se paraba a mirar, mujeres con
plumas en el sombrero, caras aristocráticas. Las dos estaban de rodillas a su lado, le
sujetaban la cabeza para que no se golpeara contra el bordillo. El exguerrillero Sulo,
echando espuma en medio de Villa Borghese por aquel trozo de metralla, bajo la
mirada curiosa de los burgueses… Debería escribir todo esto, con el título, quizá muy
usado, pero sencillo, «Viaje por Italia».
—Con permiso —dijo el francés, sonriendo levemente y volviéndose para saludar
al ministro de Exteriores.
El corresponsal, caminando despacio, recorrió el gran salón. Estuvo a punto de
chocar con el borracho que seguía cantando, Moscú, Tirana, Los Ángeles. Sus
miradas se encontraron. El borracho sonrió.
—Bonita canción —le dijo el periodista—, ¿habla francés?
—Ah, fransé… Madam Pompadur… ui, ui.
Se cree que habla francés, dijo para sí el corresponsal y lo intentó en ruso. Más o
menos se entendían.
—¿Cómo va la unidad? —fue al grano sin contemplaciones—. ¿Total, invencible
como siempre?
Meneando la cabeza, el borracho hizo un gesto de desprecio con la boca.
—Como siempre, unidad total hasta el aburrimiento.
El corresponsal de AFP hizo su último intento con el agregado cultural chino.
Pero este, después de expresar la opinión general de que «el pueblo francés es
bueno», no pronunció palabra, solo sonría todo el rato.
Es imposible, imposible, estuvo a punto de gritar el periodista. La familia no
suelta prenda, volvió a repetirse. Se quedó apartado, recostado en el poyo de una
ventana, contemplando aquel montón de gente que daba vueltas, conversaba, reía,
tomaba café bajo la humareda azul surgida de sus pulmones.
Mientras, el representante de Champs de France está allí, pensó, en el hotel Dajti,
totalmente solo, un huésped absurdo en un momento misterioso.
Quizá sea de verdad problema del clima. Quizá los oráculos se han equivocado de
nuevo. A fin de cuentas, no era la primera vez que surgían tales dudas. Le vino a la
memoria el vuelo sonámbulo del avión, dos horas antes, y su soledad en medio de
aquel cielo invernal. Entonces le pareció que buscar en aquella extensión
interminable era como buscar una lagartija en el desierto del Sahara. Encontrar la
grieta providencial… la pequeña lagartija de oro de los cuentos… ¿Acaso existe?, se
preguntó. ¿No sería solo un sueño adormecedor, una esperanza huera, un espejismo
provocado por el cansancio, lo de la providencial lagartija de oro?
De las dos a las tres de la madrugada, la calle de Dibra se extendía casi muerta bajo la
mirada fría de los escaparates iluminados con neón, bajo los rótulos, anuncios y
horarios, que a esas horas se convertían en algo sin sentido como inscripciones sobre
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piedras viejas. Ante su mirada callada, se movía ahora el único ser vivo, una figura
humana con una escoba larga en la mano. Era el barrendero Rrema Huta. Despacio,
como si temiera despertarla, pasaba la escoba sobre el lomo cansado de la calzada,
casi acariciándola. Bajo la luz de las lámparas de helio, envuelto en nubes de polvo y
con la larga escoba en la mano, semejaba un dios. La escoba, al contacto con el
pavimento, emitía un leve siseo. Como una respiración, un suspiro entre sueños.
Barrer, barrer, barrido, barrido. A ambos lados de la calle, rótulos de hoteles,
almacenes, tiendas de muebles, de ultramarinos, bares, miraban sorprendidos al dios
de la calle. La serpiente del cristal de la farmacia permanecía serena. Corrían delante
de la escoba, presas de pánico, pedazos de periódico, peladuras de naranja,
envoltorios, billetes de autobús, tirados por manos anónimas de hombres, chicas,
viejos.
Vaya, otra vez lleno de colillas este trozo de acera. ¿Quién fumará tanto en este
sitio? ¡Qué raro! exclamó el barrendero Rrema mientras barría la parte oeste de la
calle, entre la tienda de antigüedades y la farmacia. Cuántas colillas, cada día, en el
mismo sitio. Con un golpe de escoba, las echo al montón de basura y se olvidó de
ellas.
Mientras movía la escoba, sintió que alguien le miraba por la espalda. Se volvió y
vio un hombre parado en la acera. Rrema le mostró la escoba. Le daba mucha rabia
que le miraran por la espalda. ¿No has visto nunca una escoba? ¡Así se te revienten
los ojos!, murmuró para sí, levantando una nube de polvo con un movimiento brusco
del brazo. Al volver la cabeza al cabo de un rato, el desconocido seguía allí, tieso
como una estaca, sin quitarle ojo. Rrema notó que se le hinchaban las venas del
cuello. Eh, tarambana, ¿no tienes otra cosa mejor que hacer que quedarte ahí?
Preocúpate de tus asuntos. El otro no se movía. Solo sonreía. Eres un tío raro, dijo
Rrema y le miró fijamente. El desconocido dijo algo y solo entonces Rrema se dio
cuenta que era extranjero. Se arrepintió de haberle insultado y su mirada se tornó
tierna. El desconocido habló de nuevo, una especie de ks-ks-ks, y a Rrema le entró la
risa. Soltó una carcajada. El otro hizo lo mismo. Unos segundos más tarde, reían los
dos a carcajada limpia. Pero la risa de Rrema se cortó de improviso.
—Ríe, ríe, creo que te has quedado conmigo —dijo, dando a su mirada un aire de
duda. Recordó que en la última reunión del colectivo de barrenderos les habían dicho
que cuidado con los extranjeros que merodean por las calles de Tirana, fingiendo que
no pueden dormir.
Al ver el brusco cambio en la expresión del barrendero, el desconocido dejó de
reír y volvió a emitir ks-ks-ks. El barrendero movió la cabeza.
—No le van a Rrema estas payasadas.
Dio la espalda al extranjero y continuó barriendo la calle con violentos golpes de
escoba. Un poco después, volvió la cabeza y vio que el otro se alejaba despacio en
dirección a la plaza de Skanderbeg. De repente, Rrema sintió lástima. Quién sabe qué
problemas tendrá el pobre, pensó al tiempo que el corresponsal de AFP se detenía
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ante un enorme cartel dedicado al mes de la amistad albano-soviética. Sin saber por
qué, Rrema suspiró profundamente.
Acto seguido, Rrema ya lo había olvidado y avanzaba poco a poco hacia la plaza.
Cien pasos más y terminaba su sector. Se detuvo un rato y encendió un cigarrillo. Por
el cruce pasaron algunas personas. Seguramente eran los porteros de los periódicos
principales que salían del trabajo.
La calle, ajetreada durante todo el día, pisada, arañada, escupida, manchada de
gotas de gasolina, ensordecida por el ruido, se extendía ahora bajo la mirada
inquisitiva de los letreros. Y de nuevo lento, como si temiera despertarla (ni con su
mujer era Rrema tan cuidadoso), pasó la escoba sobre su dorso.
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Capítulo 4
Se derramaba abundante. Blanqueaba en los cristales de las ventanas, cubriéndolo
todo. Quimérico hurtarse a ella. Te encontraba donde estuvieras, bajo las sábanas,
bajo los párpados. Mira intentó de nuevo ocultar la cara bajo la almohada, pero era
imposible. La luz de la mañana vertía sin cesar en la alcoba. Las últimas sombras del
sueño, seres inseguros, debilitados por la luz, perdían la voz, enmudecían, y sobre
ellos, como en una cinta vieja, se grababan ahora ruidos y voces nuevos. Monja, te
arrepentirás un día. Te quiero. ¿Qué? ¿Qué? Mira se despertó. No logró entender qué
le decía Martín, el de la clase 12 B que estaba con ella en el grupo de teatro de la
escuela. Hablaba y ella quiso decirle que eso no venía en el texto que estaban
estudiando, pero la luz aniquiladora caía sobre los hombros de él, fundiéndole,
haciéndole transparente, hasta que, al fin, le convirtió en aire ante sus ojos.
Qué pasa, exclamó Mira, parpadeando. Después de tantos días lluviosos,
amanecía una mañana luminosa. De la cocina llegaban leves rumores. La cama de la
tía estaba vacía. Mira se desperezó dos o tres veces, clavó la vista en el techo y se
quedó inmóvil. Monja, te arrepentirás un día. Te… Ahora el sueño le parecía a un
siglo de distancia. En realidad, Martín le había dicho cosas con doble sentido que no
estaban en el guión, pero había fingido no escuchar o no había escuchado de verdad a
causa de la turbación. Él no podrá atreverse a decirle palabras semejantes.
Se puso de costado y contemplaba la ventana con la mejilla apoyada en la palma
de la mano. Los cristales se ahogaban en luz. ¿Cómo responden las chicas cuando les
dicen «te quiero»?, pensó. De la otra parte del apartamento seguían llegando los
habituales sonidos matinales: un leve golpear de cacharros, los pasos del padre en el
pasillo, el zumbido de la maquinilla de afeitar de Besnik.
Respiró hondo, se incorporó dejando colgar las piernas y se disponía a levantarse,
pero en el último instante se quedó quieta. Cruzó las manos sobre las rodillas,
contemplando la ventana. Luego, retirando el camisón se miró un hombro. Lo retiró
un poco más. El hombro le parecía bello. El camisón era largo. Lo alzó y miró sus
piernas. No debo seguir engordando.
Se puso en pie de un salto y, bailando por el pasillo, abrió la puerta del baño.
—Un segundo, Mira —dijo Besnik sin quitar la vista del espejo.
—¿Por qué no te afeitas en tu habitación?
—Ya acabo.
Sus ojos castaños, suaves y levemente rasgados, que daban a su mirada una
pincelada de astucia simpática, sobre todo cuando miraban de reojo, aparecieron en el
espejo junto a la cara de Besnik, que tenía una tensión no natural, como la de
cualquier hombre cuando se afeita. Sacó la lengua a su hermano y comenzó a darle
con el puño en la espalda.
—Ya acabo —repitió desenchufando la maquinilla.
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Salió al pasillo y tomó la guía telefónica. Levantó el auricular y marcó un
número.
—¿El oncológico? Póngame con el pabellón dos.
Cuando Mira entró en la cocina, su padre y su tía estaban callados en el diván. El
padre estaba pálido. Seguro que había vuelto a tener trastornos. Besnik hablaba por
teléfono con un médico. Al parecer, iba a volver a la consulta.
En la mesa, la tortilla de Besnik, intacta.
—¿Te hago huevos? —preguntó la tía.
Mira asintió con la cabeza. La alegría de la mañana se disipó. No tenía ninguna
gana de comer.
—Tenemos que estar allí dentro de una hora —dijo Besnik al entrar en la cocina.
Struga le lanzó una mirada prolongada. Besnik se sentó a la mesa y empezó a
desayunar. Daba la impresión de tener la mente en otro sitio. Desde el otro extremo
de la mesa, Mira miraba de reojo a su padre. Tenía un aspecto de verdad
desmejorado. Por más que intentaba comer maquinalmente, creía oír el rechinar de su
tenedor contra la porcelana del plato. Al final, cuando terminó, fregó su plato y su
vaso, los colocó en el vasar y comenzó a arreglar los cuadernos en la cartera.
En el corredor se oyeron los pasos de Beni. Luego, la puerta del cuarto de baño y
el grifo del lavabo. Beni tenía los ojos hinchados como de costumbre. Solo después
de las nueve retomaban su aspecto formal.
—Buenos días —Mira se despidió cogiendo la cartera. No respondió a la mirada
de Beni que interrogaba sobre el silencio de la cocina. Este desapareció en la
habitación en que dormía con su padre. La situación no está clara, dijo para sí.
Al cabo de veinte minutos salían Besnik y su padre. Beni entró en la cocina.
—¿Por qué no preguntas adónde van? —inquirió la tía visiblemente enfadada.
Beni no supo qué decir. Sonó el teléfono. Era Tori.
—¿Beni, eres tú? Oye, el domingo tengo el piso libre, mi padre y mi madre se van
a Fier, a una boda. ¿Qué te parece si nos reunimos? Çlirim intentará convencer a
Mariana para que venga con una amiga. En cuanto a Crisis, esa se apunta sola. ¿Qué
dices?
—Bien —respondió. Entiéndeme bien, pensó. Mariana, Crisis. Ni una palabra de
Iris. La tiene apartada. La ve a solas. Un caballero degusta y calla, repitió esta frase
oída por casualidad en el teatro. Un perro también, añadió.
—Beni —insistía la voz menuda tras los agujeros oscuros del receptor—.
Escucha. Todo estriba en que reunamos unos leks. Creo que bastará con diez leks
nuevos por cabeza. ¿Qué opinas?
—¡Ajá!
—Además necesitamos un magnetófono. Un amigo tuyo tiene. Un tal Maks,
Maks…
—Maks Bermema.
—Ese. Pues que venga también, si quiere.
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—Vale, se lo diré —y colgó.
—Tía —dijo volviendo a la cocina—, ¿has oído que me ha llamado un amigo? El
domingo es el cumpleaños de un compañero. Tendremos que comprarle algún regalo,
¿no crees? Hemos pensado poner diez leks nuevos cada uno. ¿Qué te parece?
—Si de verdad es para el cumpleaños, te los daré.
—Sí, claro. Para eso los quiero.
—Ven a desayunar. Aquí tienes el huevo.
Notando que le miraba, Beni no levantó los ojos del plato. Comió con rapidez el
huevo y más rápido aún vació el vaso de leche.
—¿Por qué no preguntas adónde han ido? ¿No te preocupa tu padre?
Maldita sea, dijo Beni para sí. Sentía que cuanto más le dijeran que no se
interesaba por la salud de su padre, más difícil se le hacía demostrar su preocupación.
En realidad todos aquellos días, y sobre todo las últimas noches, se le hacía un nudo
en la garganta cuando recordaba la enfermedad del padre. ¡Vaya, hombre!
Merodeó un rato por la casa, se puso la cazadora y salió.
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como si volvieran de un lejano exilio. No eres tú, Miço Abazi, dijo como un
fantasma. ¿Dónde has aprendido a hablar así? ¿en la tumba?
Dejó el libro sobre el frigorífico y entornó los ojos. No eres tú, no, repitió. Una
ladera empinada repleta de piedras, dos disparos de cañón bajo el calor asfixiante de
un sol extraordinariamente blanco y Miço Abazi que agonizaba ensartado por una
bayoneta; todo esto se conservaba en su memoria como si hubiera ocurrido ayer.
Sobre el fogón, la olla a presión producía un ruido adormecedor. La pedregosa y
empinada ladera, en la mente de Raboja, se cubrió de nubes, lluvia y silbidos de
viento. A veces tenía la impresión de que todo lo importante de su vida había
sucedido en aquella ladera cubierta de guijarros. De nuevo caminaba por ella y la
cuna donde llevaba a la pequeña Mira le derrengaba los hombros. En los brazos
llevaba a Beni y Besnik apenas echaba los pasos agarrado a sus sayas. Caían
diminutos copos de nieve. Todos huían, subían por los barrancos, perseguidos por los
alemanes: campesinos con mulas, fuerzas locales, restos de batallones guerrilleros
que a duras penas habían logrado romper el cerco, mujeres con cunas a la espalda,
viejos que olían a ceniza, todos iban ascendiendo, siempre hacia arriba y solo las
aguas invernales, ciegas, discurrían en sentido contrario, en dirección a los alemanes.
¿Por qué recuerdo hoy todo esto? Hoy que ha ido a la consulta del hospital.
Estaba preocupadísima por Struga, como entonces.
Como entonces. ¿Adónde irás?, le dijo cuando le comunicó que se iba al monte,
tienes tres hijos y no tienes mujer. Hasta hoy no he oído hablar de ningún guerrillero
viudo. Ya lo oirás. Oirás hablar de abuelos y viudas. Después oiría Raboja hablar de
guerrilleros abuelos y guerrilleras viudas; no obstante, aún hoy estaba convencida de
que fue él quien abrió el camino. Le dejó los niños a su cargo y a veces creía haber
pasado toda la guerra con la cuna de Mira a cuestas y Beni y Besnik enredados en sus
faldas. Durante la Operación de Invierno no paraba de llover. Bajo sus pies, el barro
pegajoso exigía primero un trozo de suela y luego toda la abarca. Una vez sacudido,
volvía a engancharse como si pretendiera otra cosa. El barro les buscaba a ellos. Y
por si esto no bastara, aparecían en el cielo aviones solitarios. No olvidaría jamás a
uno de ellos. Ametrallaba desde lo alto. Los huidos se tiraban donde les sorprendía:
en hoyos, matorrales, explanadas peladas. El plomo silbaba como un aullido por
encima de la multitud que menguaba, escapaba por los flancos, se hundía en el
relieve ahogado por la niebla. Cuando Raboja se incorporó por tercera vez, vio que se
había quedado prácticamente sola. Delante se movían varias espaldas, detrás no
quedaba nadie. Era una pendiente con pequeños matojos, escasos, que parecían
ocultar algo malo. Se apresuraba a cruzar el espacio yermo que había sido incapaz de
dar vida a ningún árbol, solo unos matojos enfermos que yacían inmóviles bajo la
lluvia. De repente, cuando llevaba recorrida la mitad, se acordó de inspeccionar a
Mira. No se le oía. Raboja se estremeció. Se puso de rodillas, alargó la mano para
retirar la pelliza que cubría la cuna y dijo a Besnik que mirara. Los dos se inclinaron
sobre la criatura. Duerme, dijo Besnik. Duerme, repitió Beni. Se levantó y siguió
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caminando por la maldita ladera. La idea de que algún proyectil pudiera haber
alcanzado a la niña y que cargaba sin saberlo un cadáver infantil, le provocó un
gemido. Veinte años y pico antes, durante la invasión griega, en la Primera Guerra,
las mujeres de la comarca llevaban así las cunas, a cuestas, y los francotiradores
griegos, apostados en las laderas, disparaban sobre ellas sus mosquetones. Intentaban
alcanzar no a las mujeres, sino las cunas que llevaban a la espalda, de modo que la
bala la atravesara sin tocar a la mujer. Al parecer se divertirían así. Muchas mujeres
se volvieron locas después de caminar horas enteras sorteando peligros sin saber que
no llevaban ya una cuna, sino un pequeño ataúd. Había una canción que empezaba
así:
Cómo logró continuar adelante, no lo recordaba. Qué hemos hecho, dios, que
vamos por los caminos con las cunas al hombro, murmuraba, toda la vida así, huye y
huye. Qué pecados purgamos. Le dolía la espalda, el cansancio le nublaba la vista.
Tía, no hables sola que me asustas, le decía Besnik. Y ella cerraba la boca y se
tragaba las palabras. Tenía presente la imagen de las paredes renegridas de las casas
de la aldea, quemada con lanzallamas. Era la cuarta vez que los ejércitos extranjeros
quemaban su aldea. Por algo, los viejos del lugar, en su lenguaje habitual, en vez de
«casa» utilizaban la palabra «ruinas». Buenas noches, voy a las ruinas, que se ha
hecho tarde. Dios mío, murmuraba Raboja, las casas habrán de derrumbarse un día,
como todo en este mundo, pero ¿por qué les llaman «ruinas» antes de tiempo?
¿Acaso las personas se dicen, cómo estás, muerto?
Se levantó y retiró la olla a presión a la parte del fogón menos caliente. Debía
pelar patatas y poner la ropa en la lavadora. Menos mal que la habían comprado, de
lo contrario no podría con el trabajo de la casa. Un año antes, cuando debatían qué
comprar con los ahorros, si televisor o lavadora, Struga, Beni y, naturalmente, Mira
se inclinaban por el televisor, Besnik, sin embargo, insistió en la lavadora. Por ella.
¡Bravo!, se repetía la tía con frecuencia, qué lista eres.
Mientras pelaba las patatas, abría y cerraba las puertas de la alacena para sacar
aceite, sal y hojas de laurel para dar buen aroma a la comida. Los estantes de la
alacena le parecían pequeños, pequeños, de juguete. Y no digamos ya los cacharros
de plástico de color. Y el molinillo de café eléctrico. Como juguetes. No llegaba a
acostumbrarse. Recordaba siempre las viejas ollas renegridas por el fuego en que
habían cocinado toda la vida, las bandejas de cobre, empezando por la grande del
bakllava[1], que se utilizaba en raras ocasiones, solo para las bodas, y el viejo
molinillo de café con inscripciones turcas. Suspiró. Tampoco se acostumbraba al
apartamento. A veces, sus piernas buscaban sonámbulas las escaleras para subir al
piso de arriba o para bajar al establo. O para ir al pozo, que ahora sustituye el
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pequeño grifo sobre la pila que deja correr el agua como loco. Maldito seas, me has
asustado, le decía Raboja a menudo.
Cuando llegaba Zana, le gustaba dar vueltas por el apartamento. Sus ojos se
detenían atentos y serios bien en una, bien en otra pared. En los almacenes del centro
han recibido cortinas muy bonitas, le decía a Besnik. De tonos claros y color naranja.
Ahora está de moda para todo. Esta pared necesita un cuadro más alegre. Besnik la
escuchaba tranquilo. Dentro de dos o tres meses, cuando se casen, seguramente
cambiarán por completo el apartamento. Pero a Raboja le daba lo mismo. Que lo
pinten y lo arreglen como quieran. A aquella casa que se llamaba apartamento (hasta
el nombre parece buscado a propósito, para que las viejas no puedan pronunciarlo), o
sea, a esta casa sin tejado, hogar ni escaleras, que parece un cuchitril, no le ataba gran
cosa.
Cuando terminó con las patatas, abrió el fogón para ver si había suficientes para
tostar el café. De fuera llegó el sonido escalofriante de la sirena de los bomberos.
Dejó el café y escuchó. La sirena se alejaba hacia la estación del tren, como se alejó
entonces el aullido de la loba en la explanada invernal. No podía olvidar aquella loba.
Ya se van, dijo primero Beni con voz casi imperceptible por el miedo. Raboja había
observado que aún hoy, dieciséis años después, cada vez que Beni o Besnik oían la
sirena de los bomberos o la ambulancia se quedaban unos segundos paralizados. Mira
era la única que no recordaba nada. Entonces no tenía más que seis meses.
De todos los ruidos del mundo, nada asustaba más a Raboja que el recuerdo del
aullido de aquella loba. La transportaba al día más extraño de su vida, allí donde la
realidad y la leyenda se entremezclaban. Era la misma explanada llena de guijarros a
través de la cual se hacían todas las huidas de la aldea. Cuántas veces soñaba con
aquella explanada. En sueños, el aullido de la loba se elevaba omnipotente —por la
noche se sentían más las sirenas de los bomberos— y le resultaba extraño despertar,
no en la cueva, sino en un apartamento. Vayas donde vayas, se decía de vez en
cuando, la loba te encontrará, aun en el centro mismo de la ciudad, en un cuarto piso,
o en un séptimo, donde quiera que estés.
Mientras tostaba el café, Raboja volvió, como en centenares de ocasiones, a aquel
día de diciembre. Al extremo de la explanada había varias peñas grises. Salir, salir
cuanto antes, decía para sus adentros. Por lo menos que no muera aquí. Imaginaba
que los matorrales no esperaban más que su caída. La cuna de Mira le había
destrozado la espalda. Comenzó a caer aguanieve. Ningún establo, ninguna señal de
vida por ningún lado. Entre las nubes resbaló un silbido. Levantó la cabeza,
queriendo encontrar el avión, pero el silbido cesó inesperadamente y estalló un
proyectil. Los alemanes disparan con mortero. Después con toda seguridad soltarán
los perros. Hizo un esfuerzo por apretar el paso. El aguanieve se iba transformando
en nieve fina. En lo alto de la empinada ladera distinguió la entrada de una cueva.
Besnik y Beni fueron los primeros en entrar. Ella se agachó, pero la cueva no la podía
recoger con la cuna. Se sentó y desató la cuerda con que la sujetaba. En la gruta se
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estaba caliente. Besnik y Beni permanecían callados. Mira dormía. Raboja buscaba el
pedernal y la yesca, que a pesar de lo atropellado de la huida no había olvidado
meterse en el pecho. Debía encontrar leña por allí y encender fuego para secarse.
Pero, en lo más profundo de la cueva, algo se movió. Una culebra, dijo Besnik. No te
asustes, en invierno no hay culebras. Se apercibió del movimiento repetido y puso las
manos sobre la cuna de la niña. Tras el movimiento, un leve gruñido. Un perro, un
cachorrillo, dijo Besnik con alegría, señalando con la mano el fondo de la gruta.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vieron dos criaturas pequeñas de
ojos brillantes que miraban con miedo. Perros pequeños, repitió Beni. Pero la cara de
Raboja se descompuso. Aquellos dos pequeños perros de color gris eran cachorros de
lobo. Miró la entrada de la cueva y después la cuna. Era necesario volver a
levantarse, huir cuanto antes. Pero afuera, el mundo envuelto en lluvia y nieve se
hundía con rapidez en el crepúsculo. Otro proyectil de mortero silbó como un dios
solitario sobre el altiplano. No tenían dónde ir. Se acercó a la entrada y aguzó el oído.
De momento no se oye nada, pero la loba puede volver en cualquier instante. Afuera
había piedras y peñascos desprendidos de la montaña. Se acercó a uno, lo palpó, lo
midió con la vista y, sin pensarlo mucho, lo empujó hacia la entrada. Besnik y Beni
estaban fuera mirándola. Necesitó un buen rato hasta acercar la enorme piedra a la
entrada. La roca tapaba casi toda la boca de la gruta. Corrió de nuevo la piedra y salió
a buscar ramas. Levantaba la cabeza con frecuencia para escuchar. No se oía nada.
Cuando tuvo un puñado de ramas, se metió en la cueva y arrastró la piedra. Tía, ¿por
qué tapas la cueva, para que no nos encuentren los alemanes? Ella murmuró algo.
Quiso encender fuego, pero no era posible. Seguramente fuera ya era de noche.
Continuamente prestaba atención a los ruidos. No se oía nada. Quizá la loba no
regrese hasta el amanecer. Quizá la hayan matado. Uno tras otro, los dos niños se
durmieron con la cabeza entre sus ropas. A ella le colgaba la cabeza sobre el pecho.
Quizá no venga la loba. Afuera, la nieve, con mil garras suaves, pisaba parsimoniosa
la tierra. Pisaban las garras grises de la loba sobre lejanas fábulas. La cabra en la
cabaña con los cabritos. El lobo llama a la puerta. Abra, señora cabra. La cabra-
Raboja dirige los cuernos hacia la puerta. No y no.
De repente, su cabeza se estremeció. Prestó atención. Al principio lento, como si
brotara de la tierra, luego cada vez más fuerte, escuchó el aullido de la loba. Los
lobeznos se precipitaron hacia la entrada, dando alaridos. Los dos niños se
despertaron. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Ella abrió los labios para hablar, pero el aullido
prolongado y feroz se sintió sorprendentemente cerca. Los niños se apretaron contra
las faldas. ¡Tía, tía! No os asustéis. Es la madre de los cachorrillos. No tengáis miedo.
Y con una claridad implacable, le rondaba la idea de que tenía que haber sacado fuera
los lobeznos. Ya era tarde. El aullido estaba allí, a escasos pasos, sobrecogedor, ciego,
desplazado a la derecha o a la izquierda, según la posición de la bestia que, al parecer,
daba vueltas delante de la cueva. Los niños temblaban. Los cachorros saltaban
gimiendo sobre la piedra. Se sintió el roce del cuerpo de la bestia contra la roca,
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después, el aullido se transformó en un quejido interminable. Esta situación se
prolongó bastante. Raboja tenía el cerebro bloqueado. No hilaba los pensamientos.
Eran como la lana corta de las cabras, que no se puede tejer nada con ella. No
obstante, sintió que iba decayendo la furia de la loba. Las notas de ferocidad y
amenaza de su aullido eran paulatinamente sustituidas por sollozos. En un momento
dado, su quejido quedó suspenso en el horizonte, un arco iris de lamento sobre los
copos de nieve, sobre el altiplano cubierto de piedras. Pero, escuchar este quejido
uniforme era más difícil que cualquier otra cosa. Raboja no pensaba en nada. Miraba
continuamente la enorme piedra, su desalmado guardián. Seguía sin hilar las ideas.
Flotaban solas sobre una superficie imprecisa: en esta cueva… la suerte… la piedra
protectora… la loba… los lobeznos dentro de la gruta… ella fuera… como cualquier
madre… pero… pero… pero… amanecerá. Con mucha dificultad algo iba encajando:
la loba está afuera, la loba quiere los lobeznos. A ambos les separa la piedra. Pero la
piedra no se mueve. Si se moviera la piedra, la loba se metería dentro. Pero la loba es
una bestia. El cerebro de Raboja hizo un esfuerzo para liberarse y se dio cuenta por
fin de lo que debía hacer. Tenía que sacar a los lobeznos. Sin pensarlo más, se acercó
a la roca. Se detuvo. Tomó la cuna y la llevó al fondo de la cueva. Llevó a los niños
allí. Tía, no salgas. Lentamente, para que la bestia no se diera cuenta, retiró un poco
la piedra. La bestia lo notó enseguida. Se reanimó, se sentía su deambular, la
respiración acelerada y después el aullido. Cuando este alcanzó su punto más alto,
Raboja corrió de nuevo la roca y sacó un cachorro. De fuera llegó un aullido, el leve
gemido del lobezno, una especie de roce y una carrera callada. Raboja aguzó las
orejas. ¿Se fue? preguntó Besnik. No. La bestia llevó al cachorro lejos de la
misteriosa roca que se lo había robado y parido después de su frío vientre. Ahora, su
quejido era ahogado, más que quejido, un sollozo suplicante. Quería su otra criatura.
Raboja volvió a retirar la piedra y empujó al segundo lobezno. De nuevo los suaves
roces y después nada. La loba se marchaba en medio de la noche que acabaría con sus
cachorros en la boca, a través de la nieve, como se había marchado unas horas antes
ella, la mujer Raboja, con los hijos de su hermano perseguida por los alemanes.
Ahogando los horizontes con un lamento infinito, sin voz, la Loba-Raboja caminaba
ahora por el altiplano entristecido después de haber dejado en la cueva cabellos y
articulaciones, encogidos en una posición no natural en los seres humanos. Su cuerpo
dormía.
En una sala del hospital oncológico, como no tenía otra cosa que hacer, Besnik leía
por tercera vez los titulares del periódico mural La salud del pueblo, colgado en un
plafón cuya tela roja estaba descolorida. Apliquemos las decisiones del Pleno del CC
sobre la sanidad, La elevación del nivel ideológico y profesional de nuestros
oncólogos, El cáncer en el mundo.
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La visita de su padre duraba mucho. En la pared, junto al plafón del periódico,
otro con fotografías de los médicos y trabajadores del pabellón destacados. Sobre el
listón superior estaba escrito con grandes caracteres: El orgullo del colectivo.
La visita se alargaba de verdad. Besnik se detuvo ante el periódico mural. El
cáncer en el mundo. Seis millones de enfermos de cáncer al año. ¡Bonita noticia para
la gente! Otra curiosidad: Nuestro pueblo ha llamado «Cáncer negro» a esta
enfermedad. Besnik encendió un cigarrillo con nerviosismo. También podemos vivir
sin estos conocimientos culturales, pensó. A fin de cuentas, es su problema. Que
escriban tantas curiosidades como quieran. No sospechaba nada serio por lo que
respecta a su padre. Solo que la visita se alargaba mucho.
Por fin, por la última puerta del salón, entró su padre seguido del médico. Este
parecía cansado, caminaba con la cabeza ladeada, lo que daba a sus ojos aspecto
meditabundo. Sus pestañas quedaron inmóviles ante la expresión interrogante de
Besnik. Cáncer.
—Nada de importancia. De todos modos podemos darle tres o cuatro sesiones de
rayos. No creo que necesite más.
Struga escuchaba tranquilo.
—Pasado mañana pondremos en funcionamiento un aparato nuevo de rayos de
cobalto. Es un aparato potente, muy moderno. Puede venir el domingo para la
primera sesión. ¿Tiene tiempo el domingo?
—Yo siempre tengo tiempo.
—Entonces tomo nota para las cuatro de la tarde, ¿de acuerdo?
Struga asintió con la cabeza. Salieron. El médico les siguió con la vista desde el
ventanal del salón. El domingo, pensó. El nuevo aparato empezará pasado mañana.
En las habitaciones aisladas con plomo, los especialistas hacían las últimas pruebas
de funcionamiento de la graduación automática.
El médico sonrió. Recordó la mañana en que llegó el aparato. Fue dos meses
antes. Llegó por la noche y por la mañana todavía nadie sabía nada de él. Eran varios
cajones de madera, grandes, de apariencia normal, dejados en un rincón del
interminable patio del hospital. Los cajones se habían mojado durante la noche, por la
lluvia. Luego, poco a poco, hacia el mediodía, primero los médicos, luego los
enfermeros, sanitarios y por último los pacientes, se enteraron de que había llegado el
aparato. Allí estaba, embalado en cajones de madera y envuelto cuidadosamente en
un aislante especial, a pesar de que todos sabían que emitía rayos continuamente.
Aquel día y los siguientes, el rincón del patio empezó a ser abandonado. Nadie
pasaba por allí. Sobre los cajones empezaron a caer las hojas amarillas de los árboles
del jardín. Mientras tanto, los especialistas se apresuraban a equipar las salas
revestidas de plomo, el alojamiento donde se metería y del que ya no saldría el
esperado y peligroso huésped.
Allí estaba, todavía embalado en las cajas, pensó el médico, nadie conocía su
aspecto, y sin embargo, desde entonces entró a formar parte de la vida. Esperanzas,
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ideas, dudas, lucubraciones extrañas, habían empezado a extenderse hacia él. Ya
entonces era larga la lista de gente que recibiría sesiones de rayos.
El médico se llevó la mano a la frente. Estaba decidido a escribir la novela,
aunque no había contado nada a nadie. Y tampoco se lo contaría. Sus colegas podían
tomarlo a broma y su mujer seguramente se enfadaría. Había encontrado un título
sencillo: Crónica del aparato de cobalto. Toda la dificultad estribaba en la
descripción de los tipos. Le era fácil describir órganos enfermos, pero le parecía
imposible hablar de la expresión de unos ojos o del movimiento de unos dedos. En
cuanto a la idea principal, creía tenerla formada más o menos bien: nuestro hombre
nuevo ante una difícil prueba.
Pasado mañana se tumbará el primer hombre en la camilla plástica, junto al
aparato. La esfera de plomo, con un peso de nueve toneladas, penderá sobre él, lista
para bombardear con rayos. En el centro de la esfera, envuelta en la gran masa
plúmbea, estaba la partícula de cobalto. La esfera gris tenía algo de bomba atómica.
Solo que debajo de ella no estaría Hiroshima, sino un hombre solo. Todos saldrán de
la sala de aislamiento y el enfermo quedará solo, frente a frente con el aparato. Se
sentirá un ruido, dentro de la esfera se moverá algo, las gruesas hojas de plomo se
desplazarán despacio como cientos de puertas y desde el centro de la esfera se
trasladará lentamente, en dirección a la superficie, la partícula radiactiva. Aparecerá
en el umbral, emitirá los rayos y luego, cuando termine el período de radiación,
retrocederá a las profundidades del nido plomizo y las innumerables puertas se irán
cerrando tras ella.
Muchas veces hará ese mismo camino la partícula de cobalto. Los primeros años,
su radiactividad será potente, como la fogosa respiración de una bestia joven
impaciente por salir de la jaula. Pero después, con el paso del tiempo, su respiración
se debilitará. Como cualquier cosa en el mundo, envejecerá. El aparato vivirá mucho
tiempo, solo morirá la partícula radiactiva, su alma. Y cuando muera el alma, el
aparato será desmontado y embalado de nuevo en grandes cajones. El prefacio de
Crónica del aparato de cobalto describiría la llegada de los cajones, el epílogo, su
partida. Las cajas con el cadáver del aparato marcharán lejos, al país que lo ha
producido, para colocar dentro de la esfera gris una nueva alma. Entonces todo se
repetirá.
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mucho trabajo, tú sabes bien cuánto trabajo tenemos. Pero no se puede hacer nada.
Insistieron y transigí. Así pues, que te vaya bien.
Besnik abrió la boca.
—No entiendo. ¿A qué te refieres?
—¿Qué no entiendes? Puedes viajar fuera del Estado. Yo no te lo impido. ¿No
sabes nada? ¿No te lo han dicho los compañeros?
—No.
—Perdona, pensaba que lo sabías. Escucha, preséntate urgentemente en la
Dirección de Exteriores del Comité Central. Dentro de unos días te vas con una
delegación. No entendí bien de qué delegación se trata. Acláralo tú. ¿Vale?
—Sí —asintió Besnik aturdido.
—Tú, Raqi, envía inmediatamente los documentos de Besnik.
Solo entonces se dio cuenta Besnik que en el despacho había otra persona, el jefe
de personal. Sus ojos estuvieron clavados en Besnik durante todo el rato, y cuando
este volvió la cabeza sonrió. Pero Besnik notó la envidia oculta tras la sonrisa.
Salieron uno tras otro. Viendo de pasada al jefe de personal, mientras salía,
Besnik creyó apreciar en sus pómulos, sus mejillas, su frente morena y, sobre todo, en
la situación de las cejas, algo de letra Z.
Precisamente en ese momento, mientras atravesaba el pasillo, el jefe de personal
oyó de nuevo las risas y conversaciones en voz alta de la sección de internacional.
Debían estar contando anécdotas graciosas de sus viajes al extranjero. Cada vez que
un compañero del departamento salía, gustaban de recordar las partes más
interesantes de los últimos viajes. Hacía diez minutos que Ilir se había enterado de
que Besnik iría al extranjero y estaba contando a los compañeros que en el viaje que
había hecho a China con Zef, el de ATA, se habían llevado una botella de raki.
Al pasar por el corredor, Raqi escuchó la voz de Ilir. Contaba que a medianoche,
sobrevolando Arabia Saudita, Zef se acordó de la botella y la sacó de la bolsa.
Empezaron a beber pero, para su sorpresa, notaron no solo que no les hacía efecto,
sino que la botella se vaciaba a una velocidad increíble. Al final cayeron en la cuenta:
el raki se evaporaba debido a la enorme altitud. Entonces los tragos fueron más
frecuentes.
Los compañeros que le escuchaban no paraban de reír.
—Beber raki a medianoche sobre Arabia Saudita es una especie de juego vital —
comentó uno de ellos.
Aún reían. El jefe de personal se dirigió a su oficina, abrió la caja fuerte y empezó
a buscar los documentos de Besnik. Luego, una vez los hubo encontrado, los colocó
sobre la mesa y se quedó absorto, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos,
mirando la fotografía del hombre que viajaría al extranjero. Él nunca había ido con
una delegación. La oleada de envidia se extendió por todo su ser. Él era un hombre de
confianza del Estado, guardaba las llaves de la caja fuerte donde se depositaban todos
los documentos del personal pero, a pesar de ello, eran otros quienes disfrutaban de la
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vida, otros quienes subían a los aviones, bajaban en los aeropuertos, contaban cómo
se evaporaba el raki sobre Arabia Saudita. Sin embargo él, ¡toma caja fuerte y llaves
secretas! Fichas. Fichas. Antes las tocaba con un sentimiento de felicidad.
Hojeándolas en su despacho cerrado con llave, creía tocar con la mano la vida de la
gente de su entorno, de forma invisible, en sus momentos más íntimos. Su tacto
oculto poseía algo del destino, del poder omnipotente. Ellos podían reír, podían
hablar en voz alta por el pasillo, pero sus fichas estaban allí, en su caja fuerte de
hierro.
A pesar de todo, con frecuencia le invadía un sentimiento de tristeza. En realidad,
en aquellas fichas no había ningún gran secreto. Allí estaban los informes redactados
por directores de empresa y jefes de cátedra de la Universidad. Entre las notas era
frecuente encontrar frases como «tiene la sangre caliente», «no tiene mucha relación
con las cuestiones sociales», «no respeta a sus superiores», «indisciplinado». Por
ejemplo, en la ficha de Besnik estaba anotado: No comunica fácilmente con la gente.
Acepta la crítica con dificultad. Interviene poco en las reuniones. No obstante,
resultaba impensable que estas notas, que él copiaría cuidadosamente para enviarlas
al Comité del Partido, pudieran impedir que Besnik viajara fuera del país. Nunca se
lo habían impedido a nadie en el tiempo que él llevaba en este trabajo. Por lo que se
refiere a las autobiografías, no constituían ningún secreto, por el hecho mismo de
serlo.
Sería diferente si enriqueciera las fichas con las notas de su cuaderno personal.
Era un cuaderno pequeño de pastas negras que guardaba en el último estante de la
caja fuerte. Desde que comprendió que las señalizaciones que hacía una y otra vez
verbalmente (no se atrevía a hacerlo por escrito) no solo eran recibidas con un
silencio continuo, sino que existía el peligro de que fueran malinterpretadas, fue
limitándolas cada vez más. Al final, después de celebrar el cumpleaños de un amigo
suyo, decidió interrumpirlas definitivamente. Su amigo Aranit Çorraj trabajaba
entonces en el Ministerio del Interior. Organizó una cena para celebrar su
cuadragésimoquinto aniversario. Entre los invitados, estaba su jefe. Y, de repente,
Aranit, medio borracho, empezó a gritar en la mesa: «Ah, ya le enseñaría yo al
Partido cómo tratar a esos escritores». Llamaba escritores a los médicos, ingenieros,
profesores e incluso a los estudiantes. Dos o tres invitados intentaron tranquilizarle
pero se enfureció más y empezó a darse golpes en el pecho y a jurar por la sangre de
los mártires lo que haría si le dejaran. Aranit había dicho otras veces las mismas
cosas, aunque no tan claramente. Los que le habían oído, en la mayoría de los casos,
le habían contestado, pero con demasiada suavidad. Le repetían «no es eso, Aranit, no
es eso», y se lo decían con una sonrisa. Consideraban esta pasión de Aranit una falta
perdonable, casi graciosa. Pero aquella noche, el rostro cansado del jefe se transformó
nada más oír las primeras palabras de Aranit. No dijo nada, solo miraba con tristeza.
Por fin, con voz pausada, le dijo: ¡Aranit, eres un elemento oscuro! Aranit palideció.
Yo no soy un elemento oscuro, camarada jefe. Soy un soldado de la revolución, y se
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golpeó el pecho con el puño. Se hizo un silencio sepulcral. En medio del silencio, el
jefe le respondió exaltado. Le dijo más o menos que la revolución junto a las grandes
fuerzas del pueblo puede elevar casualmente a elementos oscuros, de la misma forma
que el mar remueve todo durante la tormenta, pero la revolución es capaz de
prescindir de ellos con gran rapidez y, si es necesario, reprimirlos sin piedad. Sus
palabras no sonaron muy naturales, casi como si se tratara de una reunión, sobre todo
teniendo en cuenta que era una cena de cumpleaños, pero fueron fatales para Aranit.
Dos días duró la reunión de la organización del Partido en el departamento en que
trabajaba. Le calificaron de desviacionista, aventurero de izquierda y koçixoxista[*] y,
después de expulsarle del Partido, le expulsaron del Ministerio del Interior. Ahora
trabaja de almacenista en una empresa pequeña. Tras aquella aciaga cena, Raqi, a
quien también habían acusado una vez de koçixoxista, asustado por lo sucedido a
Aranit, dejó de hacer señalizaciones. Pero no estaba tranquilo. Compró entonces el
pequeño cuaderno de tapas negras en el que lo apuntaba todo. Lo guardaba en la caja
fuerte estatal. Era un cuaderno personal, pero quizá llegara el día en que le fuera
necesario. A lo mejor venían tiempos difíciles para el Estado y para el Partido, y
entonces habría que reevaluar a la gente. Aranit, aún ahora que era almacenista, solía
repetir: Ah, tengo ganas de que estalle la guerra de una vez para ver dónde se meten
estos escritores. Ahora englobaba en el concepto «escritor» no solo a quienes tenían
relación con la cultura, sino a la población civil en general.
Raqi hojeaba despacio el cuaderno. Había anotados fechas y nombres de
personas, conversaciones, bromas, retazos de diálogos. Abajo, entre paréntesis, un
breve comentario suyo: antisovietismo, contrario al trabajo voluntario, burla del
colectivo, frases de doble sentido, falta de respeto hacia la obra de Engels, Anti-
Dühring, burla del realismo socialista. En una de las hojas leyó de pasada:
Antisovietismo: discusión, quién es el más grande escritor, Shólojov o Hemingway
(americano). A favor de este último: N. F. y Nikoll H.
Aquí está Besnik. Dt.3.IX.B. Struga habla de serpientes muertas en Butrinto
durante la visita de la delegación gubernamental soviética. ¿No tendrá un sentido
simbólico? (Son justo las serpientes que ha fotografiado Zef T.)
Notas de una semana antes. Discurso del primer ministro soviético en la ONU.
Contado por Xh. Ç. tras regresar de Nueva York, 1. El camarada Jr. bebía agua
mineral mientras hablaba. Al final dijo: «Se acabó el agua y se acabó mi discurso», 2.
La prensa soviética ha escrito: «Fue maravilloso que el camarada Jruschov se quitara
el zapato en la ONU. Aunque se molesten las damas de Occidente». (En ambos casos,
la única respuesta de quienes escuchaban —Besnik S. Stefi R. L. K. e Ilir I.— ha sido
reírse).
Hojeando el cuaderno se sentía feliz. Era la felicidad de un hombre que puede
contemplar aspectos de la vida de los demás mientras él permanece en la sombra.
Nadie miraba nada de su vida.
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Su vida. Como el tesoro más estimado de ella, conservaba el recuerdo de varios
días que pasó enfermo de una fuerte gripe y su mujer estuvo siempre junto a él
demostrándole una fidelidad suficiente. Todo lo poético, irreal, brillante y fantasioso
que pueda tener una vida humana, estaba concentrado en aquellos días. Eran su único
nexo con las artes, la literatura, las películas y los libros, que odiaba en lo más hondo
de su conciencia porque sabía que la reserva de fantasía que constituían aquellos días
era una nimiedad en comparación con lo que explicaban las letras y los sonetos. No
podía comprender que los novios o los enamorados que pasean las calles, sin estar
enfermos ni en peligro, se agarren por el hombro y se miren atolondrados. No
perdonaría nunca a Besnik esa forma de andar con su novia unos días antes por el
bulevar de los Mártires de la Nación. Caían y caían las hojas y él se sentía desnudo
como un árbol.
Casi sin darse cuenta, Besnik llegó al enorme edificio del Instituto de Proyectos
donde Zana hacía prácticas desde hacía unos meses. El portero le miró con una
expresión de duda. Luego descolgó el auricular del teléfono con desgana.
—Buscan a una tal Zana, una tal Zana, en la puerta. ¿Cómo? La busca uno aquí.
Besnik encendió otro cigarrillo. Durante el camino desde el Comité Central hasta
allí había encendido y apagado casi medio paquete. Tras el cristal de la portería, los
ojos soñolientos del portero seguían mirándole con rabia.
Zana salió.
—Besnik, ¿cómo estás?
Ella vestía pantalones y jersey, y él creyó que no había un atuendo que le fuera
más a una chica a la que buscan en la puerta que los pantalones y el jersey.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Besnik no tenía costumbre de ir a buscarla al
instituto durante las prácticas.
—Nada —respondió Besnik—. Escucha, el martes, este martes —hizo una
pequeña pausa, señalando con la mano como si el martes estuviera en esa dirección
—, viajo fuera del país.
—¿Fuera del país? ¿De verdad?
—Me lo acaban de notificar en el Comité Central.
Los ojos de Zana irradiaban felicidad.
—¡Qué ilusión! ¿Adónde?
—A Moscú. Una delegación. Si te digo la verdad no me he enterado bien de qué
delegación se trata. O yo no estaba muy atento, o el camarada de la Dirección de
Exteriores no me lo ha explicado bien.
—¿Qué importancia tiene de qué delegación se trate? Seguramente es una
delegación para asistir a las fiestas del Siete de Noviembre.
—Es cierto, ¿cómo no se me había ocurrido?
—¡Qué ilusión!
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—Ya es la una, ¿no puedes pedir permiso y venir conmigo? Hace buen tiempo y
tengo ganas de recorrer las calles.
—Espérame —dijo, desapareciendo tras las puertas de cristal del vestíbulo.
Cuando bajaba, el portero movió la cabeza murmurando entre dientes. Zana sabía
que ahora hablaría solo durante un buen rato. ¡Desgraciados de nosotros, que
esperamos cosas de hembras como estas! ¡Desgraciado el ministro que confía!
Se agarró a su brazo y apoyó levemente la cabeza en su hombro. Le gustaba
caminar así. Después de los largos días lluviosos, las calles estaban bonitas de
verdad. Los escaparates, que hasta ayer estaban cegados por las gotas de agua, ahora
reflejaban cabezas y piernas de transeúntes y los cristales de los autobuses que
avanzaban despacio. Los dos flotaban entre los divanes, camas dobles, armarios de
luna y grandes aparadores de una tienda de muebles. Todo en el escaparate recordaba
la vida conyugal y su visión seguramente torturaba a cualquier persona solitaria. Las
vetas de madera de los muebles daban pie a imaginar todo tipo de cosas, desde las
alas de una mariposa a cabezas de hipopótamo. Incluso en este caso no producían
miedo.
—¿Entramos?
Besnik sonrió. Las tiendas de muebles eran lugares por los que Zana no podía
pasar sin entrar. Sobre todo últimamente.
Vieron un modelo nuevo de sofá que acababa de ponerse a la venta y Zana intentó
hablarle en dos o tres ocasiones de la lámpara que había comprado en la tienda de
cosas viejas, pero cambió de idea. Mejor sería darle una sorpresa como tenía pensado.
—Me gusta este sofá, ¿qué te parece?
Besnik le dio a entender «a mi también» con un movimiento de cabeza.
—Para tomar café a las cinco de la tarde, ¿o no? —de repente volvió la cabeza
hacia él—. En lugar de estar contento porque vas a viajar al extranjero, no sé, me
parece…
Él sonrió y le apretó los dedos con la mano derecha.
—¿Cuánto tiempo estaréis en Moscú? —preguntó al salir a la calle.
Besnik se encogió de hombros.
—Hoy ha ido al médico mi padre. Tengo miedo, sospechan que sea un tumor.
—¿Un tumor? No es posible.
Ella retiró la mirada del escaparate con cierto sentimiento de culpa.
—¿Por qué no es posible? El domingo por la tarde le darán una sesión de
radioterapia. Han recibido un aparato nuevo de cobalto.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—A lo mejor no es un tumor maligno. Hoy aplican rayos para todo.
—Sí, sí —asintió Zana—; el año pasado, una compañera de curso estuvo bastante
tiempo preocupándose en balde por un ganglio en el pecho.
La voz de Zana se había apagado. Mientras hablaba, pensaba que no podía ser
posible. La muerte no podía estar tan cerca. No había ningún signo. Volvió a repetir
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dos o tres veces lo del ganglio de su amiga, hasta que creyó que se estaba excediendo.
Caminaban frente al Banco Nacional, cuando les llamó desde atrás una voz suave.
—Zana.
Volvieron la cabeza. Era Diana Bermema. Mientras las dos se abrazaban, Besnik
pensaba que hay gente con la que nunca le molestaría encontrarse aunque las
personas vivieran tres o cuatro siglos. Aquella Diana agradable, muy bonita, de que le
habló Zana cuando empezaron a salir juntos: Diana Bermema, la más guapa de mis
amigas. Había un cambio raro en… en la forma del vestido… no, daba la impresión
de que una mano invisible hubiera aflojado algunos tornillos en alguna parte, en sus
entrañas y esa liberación había provocado una versatilidad generalizada en todo su
ser. Vio como una fina arenilla rojiza entre las mejillas y los labios hinchados y se
dijo: qué torpe eres, no darte cuenta que está embarazada.
Zana le dijo algo acercándole la boca al oído; los ojos de Diana tenían una luz
titilante, casi infantil. Parecían dos cristales cuyo interior líquido había cambiado,
como cambia el agua del mar al llegar una nueva estación.
—¿Cuándo os casáis?
—En enero —respondió Zana con una voz tan suave que Besnik creyó que decía:
después de enero yo también me haré versátil como tú.
Hablaron las dos unos minutos de las cosas de costumbre y Besnik escuchaba con
una sonrisa que parecía caída de lo alto, como por casualidad, sobre su cabeza.
Escuchó cómo Zana le preguntaba por su marido, un psiquiatra que estaba con un
equipo en las zonas montañosas, y a Diana contestar: le echo de menos. Por su mente
pasó la idea de no se la podía imaginar más que echando de menos a alguien. Zana
también me echará de menos, pensó.
—¿Sabes?, mi hermano, Maks, últimamente se ha hecho amigo de tu hermano
pequeño, ¿cómo se llama?
—Beni —respondió Besnik.
—Eso, Beni. Todos estos días se entretienen con un magnetófono estropeado.
—¡Ah!
—Qué feliz parece —comentó Zana casi suspirando cuando Diana se despidió de
ellos. Se cogió de nuevo del brazo a Besnik y este, sin saber por qué, quizá porque
por un segundo pensó que aquel gesto requería una respuesta, le dijo:
—Nosotros también seremos felices.
El ruido de sus pasos se mezclaban rítmicamente sobre la acera. Besnik propuso
entrar en el primer bar que encontraron.
—Nunca he estado aquí —comentó Zana.
En el café había poca gente. Se oía música ligera de una radio colocada en un
rincón. Cuando ocuparon los blandos asientos ante una mesa de superficie clara, ella
retomó la conversación de su padre.
—Quizá no tenga nada —dijo él—. Quizá sea solo un susto. Zana puso su mano
sobre la de él y sonrió. Quería a toda la familia de Besnik, pero de forma particular a
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Struga. Besnik había observado con qué satisfacción pronunciaba Zana la palabra
«papá» cuando hablaba con él. Sí, papá, seguramente papá, buenas noches papá.
Struga, por su parte, a pesar de no ser de natural cariñoso, la llamaba con frecuencia
«nena» con el mismo calor.
—¿Qué desean? —preguntó el camarero.
—¿Tiene zupa[2] helada?
—Yo quiero un café exprés —dijo Besnik.
Por la cristalera se veía el cruce de dos calles. Los transeúntes caminaban con
rapidez. Cerca estaba la entrada de un cine que parecía un hormiguero. Acababa de
terminar una sesión y empezaba la siguiente. No se podía imaginar un momento
menos oportuno para ir al cine.
Estuvieron hablando un rato del viaje. Cuando salieron eran las dos y media, justo
entonces finalizaba el horario de trabajo. La entrada del cine estaba vacía. La muerte
estaba allí, en las carteleras, La muerte de un ciclista.
Ella retiró la vista de la cartelera y se cogió de nuevo del brazo de su novio. Se
dirigían a casa de ella. En la puerta había un coche gris.
—Ya ha llegado papá. ¿Te quedas a comer?
—No, me vuelvo.
Al final de la escalera, una vieja encogida quizá tomaba el último sol.
—¿Quién es esta vieja que me miraba continuamente con esos ojos vidriosos? —
preguntó Besnik en voz baja mientras se disponía a irse.
Zana acercó la cabeza a su hombro.
—Es la vieja Nurihan —respondió con voz casi imperceptible—, de los que viven
abajo.
Besnik volvió la cabeza. La vieja no dejaba de mirarle.
—Nurihan, qué nombre.
—Ya te he hablado de ella. Tú has estado en sus antiguas propiedades. ¿Te
acuerdas?
Asintió con la cabeza. Al marcharse, tuvo la sensación de tener todavía en la
espalda los ojos vidriosos de la vieja y apretó el paso.
La calle discurría junto al parque. Por esta calle había paseado con Zana la tarde
de su primera cita. Fue en invierno. Los álamos estaban pelados. Las luces de un
automóvil blanquearon de repente una parte de la calle y los álamos, que parecían
plateados. Zana, completamente absorta, dijo: creo que era el coche de mi padre.
Besnik esbozó una sonrisa. Topolyá, topolyá, repitió de memoria el principio de
una canción soviética muy difundida los últimos tiempos. Cómo se llaman estos
árboles que me están haciendo sudar, le preguntó entonces en Butrinto uno de los
traductores que acompañaban a Jruschov. Álamos, le respondió Besnik, topolyá. ¿Por
qué, qué ocurre? Hmm, murmuró el otro. Él dice que hay que talarlos, los álamos, y
plantar en su lugar árboles frutales. He confundido la palabra álamo con tilo. Uh, me
estalla la cabeza. Hay dos cosas que me son muy difíciles de traducir: los nombres de
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los árboles y los refranes. Él emplea muchos refranes. Y ahora ha empezado con los
árboles.
Sobre los bancos del parque yacían hojas amarillentas. Encendió el último
cigarrillo y tiró el paquete.
El susurro de las hojas se oía como entonces. Sin saber por qué le cruzaron por la
mente las palabras del médico sobre el nuevo aparato de cobalto y apresuró el paso.
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Capítulo 5
Estaba tumbado sin moverse. Sentía correr el sudor por la espalda y las palmas de las
manos. Aquella cosa redonda, pesada, de acero y hormigón, una mole ciega y cruel,
con palabras extranjeras en la parte superior, se alzaba amenazadora ante él. Estaba
tan inmóvil que cualquiera le tomaría por muerto. Sus camaradas le daban por muerto
con toda seguridad. De un momento a otro vendrían a recogerle. Abrió un poco los
párpados y como entre niebla vio las palabras extranjeras escritas sobre el hormigón:
Gott mit uns. El búnquer callaba. Su único ojo le miraba fijamente. ¿Por qué no
dispara? Calor. Calor y cielo blanquecino por el bochorno. Pedregal polvoriento bajo
el sol. El único ojo del búnquer clavado en él. Abrió los párpados y, en ese momento,
algo se movió en el interior del búnquer. Cerró los ojos y esperó. Un ruido metálico.
Seguramente están acercando el cañón de la ametralladora a la tronera. Ahora
dispararán. Contuvo la respiración. Ahí está, la ametralladora Maxim, una vieja
conocida. La ráfaga fue larga, monótona. Las balas volaban silenciosas a su
alrededor, quizá sobre él, como una ola infinita. ¿Por qué no hacen ninguna pausa?
Normalmente disparan ráfagas cortas. Ametralladora Maxim, no te separarás de mí
en toda la vida. Por fin acabó la ráfaga. Se oyó de nuevo el ruido metálico del cañón
del arma retirándose de la tronera y luego silencio. En el silencio distinguió pasos.
Los compañeros llegaban a recogerle. Se acercó el primero. ¿Quién es? Muço
Abazi… Entreabrió los ojos. ¿Desde cuándo usa Muço Abazi bata blanca como los
médicos? ¿Por qué no se protege del búnquer? La esfera gris estaba enfrente, muy
cerca, pendía sobre él, pesada, amenazante con la inscripción extranjera Jupiter
Cobalt. IR II W. H. O.
—Camarada Struga, levántese, por favor —le dijo el médico en voz baja—. La
sesión ha terminado.
Salió el primero al pasillo. El médico y una enfermera le seguían. El médico tenía
unos ojos extraños que resbalaban suavemente sobre todo, como si pidieran permiso
antes de fijarse en un sitio. No apartaba la mirada del paciente. En esa mirada no
había ninguna alarma oculta, sino una curiosidad simpática.
—Entonces, el jueves a la misma hora. Dentro de dos semanas veremos los
resultados, quizá no sea necesario otro tratamiento. Tome nota —ordenó a la
enfermera.
La enfermera abrió el registro y empezó a escribir con aire cansino. Su cara
redonda, un poco ladeada y llena de pecas tenía un ligero parecido con un girasol.
—El jueves a las cuatro —dijo con voz aguda sin mirarle. Miraba una y otra vez
el reloj. Debía esperar impaciente que terminara el horario suplementario del
domingo.
Xhemal Struga salió a la calle. Se sentía algo cansado. Eran ya las cinco. En la
calle había movimiento. En la parada del autobús esperaba mucha gente. Los
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autobuses venían casi vacíos del centro. Sin embargo, los que se dirigían al centro
casi rozaban el asfalto con la parte trasera, por el peso.
Decidió hacer el camino a pie. El tiempo amenazaba lluvia y, como de costumbre,
la posibilidad de lluvia hacía más enérgico el movimiento en la calle. Caminaba entre
la multitud y, de repente, recordó que tras la sesión con el aparato de cobalto su
cuerpo emitía una débil radiación. Lo había leído un mes antes en las páginas
científicas de una revista. Emitía radiación. Era de risa. Algo entre la aureola de
Cristo y los enormes carteles de las fiestas. La expresión del médico había disipado
todas sus dudas y ahora podía pensar incluso en cosas divertidas. Si Besnik no se
fuera mañana, Struga iría ahora al café a contar a los amigos el funcionamiento de la
radiación. Pero Besnik parte por la mañana temprano.
En uno de los cruces del centro, vio a Beni caminando deprisa con un amigo.
Llevaban en las manos unas botellas y un magnetófono. Beni había dicho algo de un
cumpleaños. Al parecer, a eso iban.
Toda la tarde del domingo, mientras preparaban la fiesta, dudaron que asistieran las
chicas.
Afuera lloviznaba. Sin confesar su presentimiento, se acercaban continuamente a
la ventana del apartamento, como de forma casual, y miraban la calle. Más que otra
cosa, estimulaba su fantasía la amiga desconocida de Mariana. Les había dicho que
era una rubia guapa que les haría perder el sentido.
La mesa con la bebida y algo para picar estaba lista. Tori colocaba un papel rojo
sobre la lámpara para crear ambiente. Maks Bermema, su conocido más joven, se
entretenía en un rincón con el magnetófono. Beni, sin explicarse por qué, creía que la
duda de que no vinieran las chicas radicaba en las cintas viejas del magnetófono que
continuamente se rompían y continuamente las pegaba Maks con acetona
quemándose los dedos.
—¿Y si no vienen? —preguntó Sala el primero.
Nadie respondió.
De las fiestas y las pandillas, Beni guardaba malos recuerdos. A menudo acudían
a su mente las fiestas que solían organizar en el politécnico, con qué impaciencia
esperaban el sábado, cómo llegaba el sábado y se reunían todos en la sala engalanada.
Pero ninguna fiesta salía como esperaban. Siempre ocurría algo. O las chicas que
ellos querían no iban por no se sabe bien qué motivo, o la que te gustaba tenía la
madre enferma, o se peleaban los chicos de la orquesta con los del comité de la
juventud porque querían colar a algún amigo que no estaba invitado. En una palabra,
siempre tenía que pasar algo. Y cuando asistía la mayoría de las chicas y parecía que
la fiesta iba a salir bien, entre las muchachas empezaba un cuchicheo interminable, un
ir y venir al pasillo medio iluminado, caras largas, rabietas estúpidas porque fulanita
se ha quedado en la residencia y no vendrá y no vamos a ser nosotras peores que ella
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por venir aquí. Ya se sabía cuál era el final: al principio se iban tres o cuatro, luego la
mitad de las chicas. Para aguar una fiesta, resultaba suficiente.
Maks miró el reloj.
Beni contemplaba la lluvia a través del cristal. Le había dicho a Maks que las
chavalas eran puntuales, aunque en lo que menos creía en este mundo era en su
puntualidad. Pero claro, tenía que convencerle para que viniera.
—¡Vaya una puntualidad! —repitió Maksi por tercera vez.
Beni no sabía qué decir. Se oyeron pasos en las escaleras y todos contuvieron la
respiración. Pero los pasos y las voces pasaron de largo. A las seis y media llamaron a
la puerta.
—Mariana —comentó Sala.
Efectivamente, era Mariana con su amiga. La oleada de alegría que les dominó
por unos instantes se disipó: la amiga de Mariana era una caricatura. Una rubia
insulsa de ojos pequeños y la cara llena de pecas.
Hicieron las presentaciones. ¿Dónde trabajas? Soy enfermera en el hospital
oncológico. ¿Qué es eso de oncológico?, preguntó Sala. Cáncer, gritó Tori, abriendo
una botella.
Estaba claro que Mariana había elegido una amiga fea para sobresalir. Por si esto
fuera poco, al oír el nombre Beni Struga, preguntó:
—¿Conoces a un tal Xhemal Struga? Viene a sesiones de rayos a nuestro hospital.
En el departamento…
—Es su padre —cortó Maksi.
En medio del silencio, ella los miró uno a uno con una expresión difícil de
distinguir, entre la inocencia y el cinismo.
Tori los invitó a sentarse a la mesa.
—¿Dónde están las demás? —preguntó Maksi.
Crisis general llegó al cabo de un cuarto de hora. Se había equivocado de escalera
y había llamado a otro apartamento. En cuanto entró, se dirigió a las dos muchachas.
—¿Quién de vosotras es Mariana?
—Yo.
—Abajo te busca un chico.
Los muchachos se miraron.
—¿Bajamos nosotros? —dijeron al unísono Tori y Çlirim.
—No, ya bajo yo.
Cuando salió Mariana, el ambiente se enfrió aún más. Beni se acercó a la ventana
y miró a la calle. El desconocido esperaba bajo la lluvia.
Tori ponía coñac en las copas. Çlirim y él hacían lo imposible para mantener viva
la fiesta. Çlirim contaba cosas de la plaza Vanceslav.
Maksi también se acercó a la ventana.
—Todavía están ahí —dijo Beni.
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En la calle débilmente iluminada se distinguían las siluetas de Mariana y el
desconocido. Tori continuaba entreteniendo a las invitadas. ¿Qué sale del cruce de un
erizo y una serpiente?, preguntaba. Y él mismo respondía: dos metros de alambre de
espino.
Mariana no volvía. Su amiga permanecía inmóvil con la redonda cabeza ladeada.
Ahora sí que parecía un girasol.
—Voy a ver qué pasa, ¿vienes, Maksi?
Se pusieron la cazadora y salieron. Seguía lloviznando. En la acera había un
policía cubierto con el impermeable azul. No se veía por ningún sitio a Mariana y el
desconocido. Pasaba poca gente. Un borracho, clavado ante los ultramarinos, decía
buenas noches a todo el mundo. Le preguntaron si no había visto a un chico y a una
chica con gabardina azul celeste. Les escuchó un rato excesivamente atento y, de
repente, dijo: ¡Buenas noches!
—Volvamos, nos estamos calando.
—A lo mejor han llegado las demás chicas —comentó Beni.
Cuando regresaron al apartamento, todo estaba tranquilo. No solo no habían
llegado las demás chicas, sino que se había marchado la amiga de Mariana.
—Se han ido todas —dijo Sala desesperanzado.
En realidad quedaba Crisis, pero a ella no la consideraban una chica y hablaban
como si no estuviera allí. En la pandilla, siempre había sido una especie de comodín
para sustituir al chico o la chica que faltara. Ahora, toda la estructura de su esqueleto
larguirucho estaba dominada por una tristeza que quedaba al margen de la atención
de los muchachos.
Maksi seguía con el magnetófono.
—Deja, ¿para qué arreglarlo? —dijo Beni.
—¿Y por qué os enfadáis? —intervino Çlirim—. ¡Cuántas fiestas nos han salido
mal en Vanceslav!
Tori propuso beber el coñac. A Beni no le apetecía y se levantó.
—¿Adónde vas? Quédate.
—No, me voy. Mañana se marcha mi hermano.
—Yo también me voy —dijo Maksi, desconectando el magnetófono—. Buenas
noches.
Volvieron a ponerse las cazadoras y salieron. En la calle no paraba de llover. Un
taxi se detuvo al otro lado de la calzada. Alguien descendió de él. Se oyeron voces,
risas. Luego se marchó el taxi acelerando. Beni siguió con la vista sus señales rojas
que brillaban a lo lejos. Una voz prolongada cantaba en una de las calles adyacentes:
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A las puertas de los restaurantes se oía música. Tras los cristales empañados
aparecían siluetas humanas bailando. Beni cayó en la cuenta que eran las últimas
fiestas que se hacían como clausura del mes de la amistad albano-soviética.
Se acercaron a la puerta de cristal de un café y miraron dentro. Por el vaho y el
humo del tabaco, los bailarines, los asientos bajos y la inscripción «la amistad albano-
soviética vivirá durante siglos» parecían flotar en un azul grasiento.
Siguieron caminando. Delante de otro bar, un transeúnte solitario miraba por los
cristales. Al pasar junto a él, el desconocido se volvió a mirarlos. Por la vestimenta
parecía extranjero. Les hizo una seña como si quisiera decirles algo y Beni y Maksi
aminoraron el paso. El desconocido señaló la sala donde se bailaba y dijo algo en un
idioma que a Beni le pareció francés. Se encogieron de hombros, dándole a entender
que no le comprendían, y siguieron su camino.
—Creo que ha dicho que es periodista francés —comentó Maksi cuando se
hubieron alejado un poco.
—¿Quién sabe? Seguro que todos los espías dicen lo mismo.
Maksi se cambió el magnetófono de mano.
—Perdona que te lo diga, pero no me gustan nada esas amistades tuyas.
Beni permaneció callado un rato.
—Lo suponía.
—No sé cómo decirlo, con esa pinta de burgueses —continuó Maksi—. Sobre
todo ese, cómo le llaman… Vanceslav.
—No creas que me gustan más a mí —contestó Beni. Dudó un momento y
prosiguió—: Incluso, uno de ellos, Tori, me ha quitado la chica.
Maksi lanzó un silbido.
—¿Y no le has partido las costillas?
Beni movió la cabeza.
—Un día se las romperé. —Hizo una pausa—. Me parece que mi amistad con
ellos se ha terminado.
—¿Tomamos un café?
Aunque era tarde, Beni no rehusó. Apreciaba a Maksi y, además, necesitaba
sincerarse con alguien.
El bar Krimea estaba lleno de gente y humo de tabaco. Se oía música procedente
de la radio situada junto a la barra. Pidieron café y coñac.
—La chica esa que te decía, la conocí en septiembre —dijo Beni, trazando rayas
con el dedo en el hule de la mesa.
—Mira, otra vez el extranjero —le interrumpió Maksi, señalando con la cabeza
hacia la calle. Afuera estaba la cara del desconocido que se había detenido y miraba
el bar a través de los cristales—. Cuando caiga el capitalismo, me gustaría ver una
vez occidente. Mi madre ha estado varias veces.
Beni no sabía qué decir. No estaba acostumbrado a beber y el coñac se le subía a
la cabeza. A Maksi le empezaban a brillar los ojos.
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—Sería bonito, ¿verdad? Los obreros toman Londres, París, en las radios
atruenan las marchas.
—Ahora me parece que es diferente. Dicen que se puede llegar al socialismo con
elecciones.
Maksi arrugó los labios contrariado.
—Lo he oído. Es verdaderamente soso, levantar la mano y contar los votos. Los
que estén a favor, compañeros; los que estén en contra; abstenciones, no hay. Ha
ganado el socialismo.
—Absolutamente soso —apoyó Beni el razonamiento.
—No, sería mejor decir que se levante el capitalismo y se autocritique. Querido
socialismo, he cometido algunos pequeños errores como explotar a la clase obrera,
etc., etc., por eso te cedo el puesto.
—Deja, deja.
Era la primera vez que reían en toda la tarde. Luego hablaron de otras cosas. Beni
quiso hablarle en dos o tres ocasiones de un día de septiembre, de un sábado, pero no
lograba que Maksi se concentrara. El cabello de Maksi, con esos reflejos cobrizos, le
caía, pesado por la lluvia, sobre la frente.
—Humm —dijo sonriendo—. El cruce del erizo con la serpiente, qué idioteces
decía ese amigo tuyo.
—Déjalo, para qué acordarse.
En la radio se oyó la voz del locutor. Os habla Tirana. Transmitimos ahora el
último boletín de noticias.
—Tengo que irme, se ha hecho tarde.
Maksi le miró como preguntándole: qué prisa tienes. El locutor hablaba de un
colectivo de trabajadores de una fábrica que se había comprometido a realizar el plan
antes del plazo.
—Se ha hecho tarde —repitió Beni—. Mañana parte mi hermano para Moscú.
—Espera un poco.
La realización del plan antes del plazo… uuu… brr… crahhh… ah, mon amour, mon
amour, mon amour… ssss… brrr… la fábrica Friedrich Engels… uuiiiiuu… el viejo
obrero comunista, fundidor del acero… fiuuu… gsssgsss…
Me vas a dejar sorda, gruñó la vieja Nurihan, apartando la cabeza de la radio. En
el oído tenía un zumbido insoportable. Durante una hora entera había tenido la oreja
pegada a ese ronroneo desquiciado, a ese guirigay, a esa disputa estéril de decenas de
emisoras, sin lograr entender nada.
Quizá estoy desacostumbrada a escuchar la radio, pensó. Llevaba tiempo sin
encenderla. Las ciudades cuyos nombres aparecían ordenados en el dial de la radio
hace tiempo que murieron para ella. Como para la mayoría de sus amigos y amigas.
París, Viena, Luxemburgo, Madrid, a todas les había cubierto la ceniza. No quería
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mencionar sus nombres siquiera, igual que los nombres de las personas amadas que
ya no viven. Pero, dos días antes, un viejo amigo de la familia, Musabelliu, fue a su
casa para contarle algo anormal. Con voz temblorosa, narró cómo la noche anterior,
buscando una emisora extranjera, por casualidad, por pura casualidad, entre todo el
batiburrillo de palabras, había encontrado una perla. Se trataba de una pequeña
información, aparentemente sin importancia: Albania, el país más pequeño del bloque
comunista, había comprado trigo a Francia.
Una perla. Nurihan no quitaba ojo al rostro alargado de Musabelliu, en cuyas
sienes se dibujaban venas azuladas bajo la piel. Continuó explicando con qué
esfuerzo iba siguiendo la voz del desconocido locutor. Un picador de las minas de
diamantes no sufriría tanto. El asunto era ahora descubrir si se trata de una perla
verdadera o falsa. Por lo que había entendido Musabelliu (agitaba las manos como si
aún quisiera apartar el caos de ruidos para captar las palabras de la noticia), por lo
que él había podido entender, pues, esto, tan simple en apariencia, era la señal de un
acontecimiento importantísimo, o sencillamente cuestión de clima, como dijeron
voces no autorizadas de un país comunista. Eso dijo: question de climat, estas
palabras las recuerdo bien, puntualizó Musabelliu.
Nurihan le escuchó petrificada, sin interrumpirle una sola vez, sin hacerle una
sola pregunta; solo al final, de manera repentina y en cierto modo antinatural, soltó
un suspiro.
Dos noches seguidas estuvo pegada a la radio en balde intentando captar algo.
Los locutores enloquecidos por el fútbol, los artistas de cine y otras vergüenzas,
parecían haber olvidado la noticia. Entre sus voces se mezclaban las emisiones de
Radio Tirana, plagadas de términos y palabras especiales: banderas de emulación del
Congreso de las Uniones Profesionales, propiedad socialista, entusiasmo, Pleno del
Comité Central, encuentro nacional de jóvenes obreras y cooperativistas.
Cuantas veces la escuchaba, en la memoria de Nurihan se desplegaba el bulevar
Mussolini en aquel inolvidable noviembre de 1944. El viejo Poder acababa de ser
derrocado. En la capital recién ocupada por los comunistas estaban ocurriendo cosas
sorprendentes. Hava Fortuzi llegó en un suspiro a su casa. Nurihan, le dijo
tartamudeando del susto, ven y verás, todo el bulevar Mussolini… ¿Bañado en
sangre?, le interrumpió, algo así se esperaba. Oh, no, no, gruñó Hava Fortuzi, es otra
cosa, quizá peor. Y las dos fueron a verlo. El bulevar Mussolini no estaba enrojecido,
sino blanqueado, cubierto de cuartillas que caían de arriba. Por las ventanas sin
cristales de la Radio Estatal, los guerrilleros vaciaban las cajas de noticias del
archivo. Miles, decenas de miles de noticias viejas volaban, caían sobre los árboles
desnudos, en las aceras. Algunos transeúntes se habían detenido a mirar. Se oían
risas. Tira las noticias de los burgueses, tíralas, repetía una voz. Ellas lo
contemplaban con los ojos desorbitados. En aquellas hojas, en la crónica mundana, a
buen seguro estaban sus nombres, Hava Fortuzi cogió una, pero le ardían los ojos y la
dejó sin leerla. El bulevar Mussolini se vestía de blanco. Justo la mortaja, murmuró
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para sí Nurihan. Tira, hermano, tira, decía uno desde la acera. La mortaja, repitió
Nurihan.
Aquellas palabras murieron de verdad aquel noviembre. Los comunistas las
sustituyeron con sus propias palabras, colectivo, emulación socialista, uh… Nurihan
volvió a manipular en el dial. Cuestión de clima, se dijo. Pero se trataba justo de un
cambio de clima. Y aquellas noticias que caían eran justo copos de nieve. Dónde
están las damas de otros tiempos, dónde la nieve del año que pasó, repitió dos versos
cuyo autor no recordaba. Question de climat. Todo cambia sobre la faz de la tierra. Y
llega un invierno y cae una nevada que la cubre. Y vacían las cajas de palabras por las
ventanas de la Radio Estatal, colectivo de trabajadores, revolución, fábrica Friedrich
Engels… Oh, me parece imposible, gruñó. Soy demasiado vieja para tales cambios. Y
apagó la radio.
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esparcido sobre el diván, los viejos sillones, las sillas, delante de las copas de raki o
de licor, de bombones y dulces, vestido con una niebla de humo de tabaco. Daba la
impresión de que no hacía más que esperarle. Sus manos se alargaron. ¿Dónde te has
mojado así? ¿Cómo? ¿El cumpleaños? Qué es eso de ir de cumpleaños cuando tu
hermano se va tan lejos. Ven, siéntate aquí. Aquí hay sitio.
Cuando pasó el primer vendaval, Beni se serenó un poco. Encontró refugio en un
rincón del sofá y se acurrucó para pasar desapercibido.
—¿Cómo estás, Beni? —una voz cálida le hablaba casi al oído. Solo entonces
reparó en que se había sentado al lado de Zana. Ladeó la cabeza y esbozó una de esas
sonrisas que más o menos quieren decir «vaya». Ahora se apercibió de todo. Además
de Zana, Kristaq y Liria, había llegado de Vlora su prima Zelka con el niño pequeño.
Estaba casada en Vlora con un oficial de la marina y venía siempre que sucedía algo
importante en la familia de los Struga. Por toda la habitación se podían encontrar las
conchas que llevaba su hijo, que no paraba de enredar entre las piernas de los
mayores.
Struga y Kristaq tomaban raki junto a una pequeñísima mesita. Besnik iba y venía
de la sala de estar a su dormitorio, donde seguramente todavía no había cerrado las
maletas. Raboja y Mira hacían un ruido continuo de platos detrás de la cortina que
separaba la salita de la cocina. Este ruido, la música de la radio y los balbuceos del
hijo pequeño de Zelka, contribuían a crear un zumbido monótono. Beni suspiró
aliviado, había pasado el peligro de convertirse en el centro de la conversación.
El teléfono sonaba sin cesar. Todas las llamadas eran para Besnik, para desearle
buen viaje, a excepción de dos veces, que sus compañeras llamaban a Mira para
aclarar alguna cosa sobre las características de la figura de lady Macbeth.
La cena se sirvió tarde. Zana y Zelka ayudaban a Raboja a poner en la mesa
platos, vino, cerveza, cucharas, tenedores y cuchillos.
—¡A vuestra salud y bienvenidos! —brindó Struga.
—¡Bienhallados! Besnik, ¡que te vaya bien y regreses bien!
—¡Gracias, gracias!
El tilín tilín de los vasos inundó la mesa de punta a punta. A tu salud, Liria; a tu
salud, camarada Kristaq; salud, papá; Zana, por ti; Beni, coge tú también un vaso. ¿Y
Zelka, no bebes? Solo para desear buen viaje al muchacho. ¡Ale, Raboja, por ti y que
nos vuelva con salud! ¡Gracias, que os lo podamos recompensar con alegrías! ¡A tu
salud, Besnik, buen viaje! ¡Por ti, Zana, y por tu boda! ¡Gracias!
Tras el suave, poético y lleno de resonancia golpear del cristal, empezó el ruido
distendido, machacón y pesado de los cubiertos. La cena, como un potro salvaje con
las crines al viento, ora se serenaba, ora estallaba en brindis, risas, golpear de vidrio.
Después de brindar dos o tres veces por Besnik y Zana, por su boda, por su futuro
y su felicidad, por sus futuros hijos, los ojos, algo turbios ya por el raki, rodaban por
la mesa buscando motivos para nuevos brindis.
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Al camarada Kristaq le desearon éxitos en su trabajo por el bien del país, a Struga
que se recuperara de las últimas molestias, a Mira buenos resultados en los estudios, a
Zelka salud, a su marido, que defiende la frontera allí, en la base de Vlora, también la
desearon salud. Y, como era de suponer, las miradas se posaron en Beni.
—Bebamos esta copa por Beni —dijo Kristaq—, por la joven generación, por
quienes recogerán la antorcha. ¡De un trago!
—Bebe, Beni, ¡de un trago!
—Ya dices bien, démosles el relevo —intervino Struga—. Pero…
—No hay pero que valga —cortó Kristaq—, ellos tomarán el relevo, ¿o no, Beni?
—No digo que no, porque si no lo toman ellos, ¿quién ha de tomarlo, Raboja?
Pero tengo la impresión de que estos no se preocupan mucho por ello. Prefieren los
cumpleaños, las fiestas.
Ya empiezan, se dijo Beni. La copa de raki, que apuró de un trago, se le subía a la
cabeza. Si empiezan a hablar de las fiestas… Bonita fiesta había pasado…
—Ah, en nuestra época, a su edad éramos guerrilleros —suspiró Liria—.
¿Cuántos años tenías tú, Kristaq, cuando te hicieron vicecomisario? Más o menos
como Beni…
A Beni se le subió la sangre a la cabeza. No era la primera vez que escuchaba esta
comparación. ¿Por qué no le dejaban tranquilo? ¿Por qué tenía que sentirse culpable
de tener veinte años y no cuarenta?
—Ya no vuelve aquel tiempo, no —prosiguió Liria—, el relevo…
Beni sintió que se le formaba un nudo en la garganta. El relevo era uno de los
temas preferidos de Liria para provocarle.
—¿El relevo? —saltó Beni con voz pastosa—. ¿Qué queréis decir con esto? —
Paseó la vista por todos lados, buscando ayuda, y la detuvo en los ojos de Liria—.
¿Quién te ha pedido a ti el relevo? —gritó, sin retirar la mirada—. Quedaos con él, ya
que le tenéis tanto apego.
—Beni, qué son esas tonterías —intervino Besnik.
—Compórtate —le reprendió secamente Struga.
—¿Qué tenéis contra mí? —gritó Beni casi entre sollozos de rabia. Se arrepintió
cuando se le habían escapado estas palabras, pero ya no podía volverse atrás. Sintió
que no podía controlarse e intentó levantarse de la mesa, pero Zana, sentada junto a
él, le echó el brazo por el hombro.
—No te preocupes —le susurró con voz dulce al oído—, hay ocasiones en que
mamá no sabe lo que dice.
Todo su ser despedía un aroma sedante.
—¿Por qué os metéis con el chico? —salió Raboja en su defensa—. Cómo sabéis
vosotros lo que harían ellos si fueran guerrilleros. Quizá hicieran más que vosotros.
—Raboja tiene razón —dijo Kristaq.
—Si estalla una guerra ¿quién pondrá el pecho? —retomó Raboja su discurso—.
Estos hombros soportarán la guerra.
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—Raboja tiene razón —repitió Kristaq y, para cambiar de conversación, se dirigió
a Besnik—. Imagino que vuestra delegación se quedará en Moscú después de las
fiestas.
—Eso creo. Me parece que habrá una reunión internacional. De todas formas, no
lo sé.
—Algo he oído.
Raboja, Zelka y Mira sirvieron el segundo plato: asado con patatas. La mesa
volvió a la fase en que se habla de dos en dos. Solo el ruido de los tenedores y los
balbuceos del hijo pequeño de Zelka, que ya había tirado dos veces el plato, les
incumbían a todos.
Struga había bebido bastante. Un día muy agitado para él. Notaba cómo en su
cerebro todo se había puesto en movimiento. Una mezcla de alarma, alegría, tristeza
y nostalgia. Contemplaba con admiración a Besnik, que hablaba de cuestiones de alta
política con Kristaq. Se estaba haciendo un Struga de verdad. Se sentía orgulloso de
él. Entornaba los ojos y escuchaba retazos de su conversación. Han mencionado por
tercera vez las palabras «reunión internacional» seguidas de «internacional». Se
sentía orgulloso de que su hijo pudiera afrontar una conversación vis a vis con un
viceministro. Las declaraciones de la reunión internacional. La Internacional. Tú has
traicionado a la Internacional. Estas palabras llegaron con rapidez a la revuelta
superficie de su memoria. Y con ellas, como un suelo en el que debían permanecer,
atronar, retumbar, llegó una explanada desolada abrasada por el sol de mediodía,
llena de cantos sobre los cuales la sombra de un hombre se reducía, se reducía
continuamente igual que las horas de su vida. ¡Anastas Lulo, has traicionado a la
Internacional! Permanecía ante ellos pálido, con los ojos vacíos antes de tiempo, que
dirigía ora a uno ora a otro. El tribunal guerrillero… Un momento, muchachos,
esperad. No os precipitéis. Qué sabéis vosotros qué es la Internacional. Todavía sois
jóvenes. No os precipitéis, llamad a un camarada competente. Que discuta con él
desde el punto de vista de los principios. Uno del centro que conozca la teoría.
Escucharon durante un rato su voz suplicante que cada vez pronunciaba más palabras
extrañas, altisonantes, que cada vez sonaban más absurdas en aquella explanada
reseca. Este camarada, aquí, conoce la teoría, le interrumpió por fin el comandante de
la compañía señalando con la mano a un guerrillero de la aldea de Brataj, un
muchacho joven, de pelo pajizo y nariz un poco aplastada. El guerrillero bajó los
ojos. Ve, Çoçol, explícale la cuestión desde el punto de vista teórico, dijo el
comandante de la compañía. Ve tú también, Myqerem, ayuda a Çoçol.
El hombre acusado de traición abrió los ojos, torció los labios y en lugar de
pronunciar palabras extrañas, solo dijo «no, no». Le llevaron a unos cincuenta pasos
de allí y le fusilaron.
Struga llenó la copa. Alguien brindó por su salud. Bebió. Sobre la mesa, entre los
platos, se veían las conchas del hijo de Zelka que andaba por todas partes. Todo
alrededor hacía un ruido agradable, pausado. Zelka explicaba algo en voz baja. Zana
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y Liria escuchaban con interés. A Struga le llegaban las palabras a medias. Zelka
hablaba de la base de Vlora.
—… hace días que no viene a casa… Todas las noches alarma, cómo le llaman…
alerta número dos… si vierais los cañones… sus siluetas negras en todas partes…
todas las noches… los largos cañones, da miedo… la base militar, lo que hay allí, lo
que hay allí… alarma continua.
Struga sonrió. No hay quien le quite al hombre la guerra, no, pensó con alegría
casi trágica.
Kristaq y Besnik seguían su conversación vis a vis sobre la reunión internacional.
En el grupo de las mujeres, Zelka había terminado por fin de hablar y Liria
comentaba que alguien no se llevaba bien con la suegra.
Luego Zelka preguntó en qué quedó el asunto del noviazgo de los Bermema. Se
acabó, dijo Liria, haciendo un gesto cortante con la mano. Zana añadió algo. Así es,
comentó Struga para sí sin saber bien por qué. Captó unos instantes los ojos de Mira
que le miraban de reojo y creyó ver en ellos una tristeza enorme. Hija mía, dijo sin
querer, ¿en qué piensas? Quiso sonreír, pero ella giró la cabeza hacia un lado,
ignorando que así se notaba más la tristeza en sus mejillas.
Era tarde. Uno de ellos mencionó las palabras «medianoche» y «salida del avión»
y, de repente, todo aquel complejo de platos, vasos, botellas, servilletas y bandejas,
cuya degradación se había desarrollado lentamente durante el tiempo que duró la
cena, se destruyó en dos minutos bajo el ruido ensordecedor de las sillas.
Se pusieron abrigos y gabardinas en el pasillo. Luego, en las escaleras, se
despidieron uno tras otro abrazándose y deseando una vez más buen viaje a Besnik.
—Entonces te mando el coche a las siete —dijo Kristaq, mientras se ponía el
sombrero.
—¡Buenas noches, Besnik!
—¡Buenas noches a todos!
—¡Hasta mañana por la mañana! —se despidió Zana besándole suavemente en el
cuello.
Cuando sus pasos se hubieran alejado, Besnik se volvió y cerró la puerta.
—Dejaros ahora de fregar. Vamos a dormir —decía Struga en el pasillo.
Mira y Raboja acomodaron a Zelka y su hijo en su alcoba. Besnik entró en el
comedor, miró el montón de platos sobre la mesa y olvidó lo que buscaba. Un
cigarrillo mal apagado en un plato todavía echaba humo.
El apartamento se iba sosegando. Besnik cerró la puerta de su habitación y se
acercó a la ventana. Afuera continuaba lloviendo. Las luces de las calles eran ajenas y
tenues. Había pasado la medianoche. Mientras se acostaba, le llegó de la calle una
voz solitaria. Un hombre cantaba. Besnik aguzó la oreja. Casi no se distinguía la
letra.
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que son mujeres turbias.
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Segunda parte
Huéspedes en el castillo
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Capítulo 6
Aunque todavía no se veía el aeropuerto, se sentía su proximidad. Tras el cristal del
automóvil, Zana distinguió la punta de una antena, algunas señales somnolientas
difundidas por la fría llanura, los cristales de la torre de control y, por fin, un trozo de
pista y el ala de un avión, que aparecieron furtivamente en la lejanía. Todas estas
señales y símbolos, que tenían algo de metal y de pájaro, demostraban que el acuerdo
entre la tierra y el cielo se había firmado precisamente en este lugar. Zana suspiró. La
larga pista húmeda, la torre meteorológica, las antenas, las señales somnolientas,
tenían en su totalidad gris algo inalcanzable. Sin dejar de mirar fuera, pasó la mano
alrededor del cuello de Besnik, como queriendo asegurarse de que aún estaba allí.
Luego pensó si podrían existir aeropuertos sin despedidas y esta idea se deshizo en su
mente como se deshacen durante el día cientos de pensamientos parecidos, cuya
absurdidad le resultaba simpática. Como la mayoría de la gente de fantasía normal, a
Zana le gustaba sentirse dominadora del mundo, creando en su mente relaciones
diferentes, irreales y caprichosas entre los seres y los objetos. No se daba cuenta que
este trono de soberana no era más que una herencia de su infancia. Ahora, las señales
del aeropuerto se le antojaban menesterosos muertos de frío que maldecían a todos
los aviones y pasajeros del mundo. Los árboles y el verdor del entorno seguían con la
sangre helada las locas evoluciones de los aparatos, la larga pista se lo tomaba todo
en serio y quería que todo saliera bien, pero, mira por dónde, no todos los aviones
eran inteligentes, incluso algunos eran tontos de verdad, y solo por casualidad y en
raras ocasiones llegaban a su destino.
El coche se detuvo. Descendieron en la plaza asfaltada frente a la terminal. El
conductor sacó la maleta y los tres se apresuraron bajo la lluvia para entrar cuanto
antes en las oficinas de la aduana. Tras ellos frenaron otros autos. En la aduana no
había mucha gente. Besnik entregó el billete y el pasaporte. Las formalidades fueron
breves.
El conductor regresó al coche. Ellos dos entraron en la sala de espera, por cuyas
puertas acristaladas pasaba continuamente la gente.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó Besnik cuando se hubieron sentado en una de
las mesas libres. Ella le miró a los ojos como si no comprendiera en qué idioma
hablaba. Bajo sus ojos él vio esas dos pequeñas sombras malva que, según dicen, se
forman de hacer el amor y, de repente, las dos líneas, como enfocadas
inesperadamente, le parecieron un testimonio emotivo, el único testimonio real de su
relación, toda una crónica de las horas pasadas juntos, una especie de borrachera y
sufrimiento, ahogado todo ello en esa ternura que crea la idea de que todo esto sucede
en el cuerpo de la hembra amada, que ella lo sufre, que se inicia con dolor y finaliza
con dolor, al dar a luz el primer hijo, y que en este mundo no puede haber nada
grande sin dolor.
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—¿Qué? —dijo Zana.
—Que si tomamos algo —respondió él.
—Sí.
—¿Café?
Ella asintió con un movimiento de cabeza. Contemplaba el enorme avión, con las
alas extendidas y la cola en alto, que se mojaba bajo la lluvia y recordó cómo pelaba
su madre las aves en la cocina.
Besnik pidió los cafés.
A la sala continuaba llegando gente. Besnik reconoció a dos ministros y a un
miembro del Comité Central. También ellos pidieron café.
—Mal tiempo —dijo alguien a su lado.
—Para un avión que despega, el tiempo no tiene ninguna importancia —
explicaba otro—. Sobre todo para los aparatos modernos.
—¿Sí?
Zana no quitaba ojo al avión gigante. Las despedidas solo pueden ser grises,
pensó. Estaba ahora con un hombre al que llamaban Besnik, sentados en sendas
sillas, en un punto del globo y alrededor no había ni sala ni paredes con cuadros y
puertas y horarios de líneas aéreas, sino campos interminables, mesetas abiertas a los
vientos invernales, y él se trasladaría hacia el nordeste para volver de nuevo a este
punto, a la tierra pelada.
—Zana, tómate el café, que se enfría.
Ella sonrió.
—¿En qué piensas?
Volvió a sonreír y no respondió. De la puerta de cristal que se abría y cerraba sin
parar llegaba a intervalos una corriente de aire frío. La sala del aeropuerto estaba
llena. Besnik reconoció entre el gentío al albanólogo Schneider. Varios geólogos
checos tomaban coñac. Miró el reloj. En ese preciso momento, por los invisibles
altavoces se oyó, al principio con muchas interferencias y después más clara, la voz
de la locutora: «El vuelo Tirana-Moscú parte dentro de quince minutos. Los pasajeros
deben salir a la pista».
En la sala sonó un ruido de sillas, pasos, maletas que se levantaban del suelo, de
los sillones, de las sillas, que pasaban de mano en mano, rumor de voces y suspiros.
Todos se agruparon en la puerta acristalada por la que, quién sabe por qué razón, no
se podía pasar. Alargaban la cabeza, se ponían de puntillas, preguntaban por qué no
pasaban los de delante y, al no obtener respuesta alguna, volvieron a dejar las maletas
en el suelo, buscando paquetes de tabaco en los bolsillos.
Fuera seguía lloviendo. Zana, pegada al cristal, miraba distraída el camión
cisterna que se alejaba del avión. Después escuchó un cuchicheo general «el
camarada Enver, el camarada Enver» y vio cómo las cabezas de todos se acercaban al
húmedo cristal. Ciertamente era él. Con un gran abrigo negro, muy alto, con
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sombrero también grande, avanzaba bajo la lluvia hacia el avión seguido de un
pequeño grupo.
—¿Viene el camarada Enver, o está despidiendo a la delegación? —preguntó una
voz al oído de Besnik.
Besnik encogió los hombros.
—No lo sé.
—Me parece que está subiendo.
En efecto, estaba subiendo. Sujetándose a la barandilla, subía hacia la portezuela
del avión. Al llegar a lo alto de la escalerilla, se giró un segundo y saludó con la
mano, agachó la cabeza y entró. Tras él, entraron los demás.
La escalerilla permaneció vacía un momento bajo la lluvia. Luego el resto de los
pasajeros empezó a caminar hacia ella con premura. En la puerta de cristal, dos
empleados hojeaban deprisa los pasaportes y la gente, después de saludar a sus
parientes, caminaba con rapidez por la explanada de asfalto.
Con la mano que tenía libre Besnik abrazó a Zana y ella le besó.
—¡Buen viaje! —le dijo en voz baja.
Caminaba por la mojada explanada y quiso volver la cabeza en dos o tres
ocasiones, pero, de repente, la escalerilla metálica del avión se le apareció muy cerca
y empezó a ascender. La escalerilla temblaba entre el fuerte viento y las pequeñas
gotas de lluvia. Mientras se dirigía al avión, pensó en volverse y saludar con la mano
a Zana cuando estuviera subiendo los peldaños, pero, cuando estuvo arriba, la puerta
del avión, negra, ovalada, se alargó hacia él como una boca y se metió dentro.
En el avión reinaba un relativo silencio, un sinfín de ruidos leves, voces, diálogos
en voz baja. Ocupó un asiento junto a la ventana, se dio cuenta que la terminal estaba
al otro lado y se levantó. Por el redondo cristal, vio saludar con la mano a algunas
personas, como en una película muda.
En los asientos contiguos se sentaron dos de los geólogos checos, pero les
llamaron sus compañeros, que al parecer le habían encontrado mejor sitio, y se
levantaron. Pasó el albanólogo Schneider y detrás dos o tres mujeres rusas con niños
de la mano. Luego Besnik notó que alguien se dejaba caer con fuerza en uno de los
asientos que habían abandonado los checos. Volvió la cabeza. Un hombre de espaldas
anchas, pelo corto y con una maleta grandísima en la mano le miraba amablemente.
—Maravilloso —dijo el hombre para sí, intentando colocar la maleta bajo las
piernas. Hizo ademán de decir algo a Besnik cuando se encendieron los motores y el
movimiento de manos de quienes habían acudido a despedir a los viajeros se hizo
más denso. Todos los pasajeros del avión se acercaron a las ventanillas. El avión se
puso en movimiento y, vibrando por entero, se dirigía despacio hacia la pista. La
terminal del aeropuerto, la torre, las antenas, todo giró como respondiendo a una
orden y desapareció de su vista. Cuando el avión se detuvo en la cabecera de la pista,
apareció de nuevo el edificio de la terminal, pero la gente, empequeñecida por la
distancia y borrosa por lo sombrío del día, casi no se distinguía.
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Los motores rugieron con mayor potencia. Su estruendo se transformó en quejido,
pero cuando parecía llegar al culmen, de los pulmones metálicos surgió, dentro del
quejido originario, un nuevo quejido, salvaje y desgarrador. Daba la impresión de que
la máquina voladora no podía elevarse al cielo sin experimentar en el último
momento un dolor cruel. Y en realidad, nada más iniciar el rodaje sobre la pista, la
fuerza del quejido decayó. Se sintió cómo las ruedas se separaban del cemento, el
descomunal cuerpo del avión se alivió, como liberado del esfuerzo y, momentos
después, entre el aparato y la tierra se creó un abismo que crecía a una velocidad
increíble. El avión se metió entre las nubes. El ruido de los motores se iba haciendo
sordo. Después las nubes quedaron abajo y los motores parecían adormecerse.
Besnik contemplaba el desierto de nubes. Todo su ser estaba relajado. Este relajo
continuó un rato. Estaba medio adormilado, cuando le despertó la voz del vecino.
—Usted deber ser de la delegación, ¿no?
—Sí —dijo Besnik.
—¿Trabaja en alguna institución central?
—Soy periodista.
—¡Ah, sí! —dijo el otro algo sorprendido.
—Al parecer me ocuparé de la traducción.
El otro meneó la cabeza. Tenía ojos claros, cálidos.
—¿Y usted? —preguntó Besnik.
—Yo también voy con la delegación. Trabajo en el Consejo Económico de los
Países del Pacto de Varsovia.
Besnik le miró con cierta extrañeza. No había en él nada que recordara un pacto
entre Estados. Y, como queriendo disipar sus dudas, Besnik le hizo una pregunta que
nunca se hubiera permitido en otras circunstancias.
—¿Cómo está el asunto del trigo soviético?
—¿El trigo soviético? —El hombre del pacto abrió los ojos. La pregunta era
inesperada. Miró a Besnik a los ojos, ensombreció el rostro, luego miró por el cristal,
como queriendo asegurarse una vez más de que estaban demasiado lejos del suelo y
de repente, en contra de lo que era normal en él, le respondió.
—Hemos comprado trigo a Francia.
—Algo he oído —dijo Besnik. Sí que había oído algo. El otro, más aliviado por la
intervención de Besnik, prosiguió:
—Con oro.
Se miraron de nuevo.
—¿No se esconde nada tras el trigo? —preguntó Besnik sin dejar de mirarle. Era
tarde. El hombre del pacto había logrado controlarse.
—No sería de extrañar —dijo—. Detrás del trigo pueden ocultarse muchas cosas.
¿Ha paseado alguna vez entre los trigales en el mes de junio?
—No bromee. Estoy hablando en serio. ¿Sabe lo que dijo él sobre las ratas?
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—¿Ratas? —exclamó. Sus párpados, hombros y cejas, cogidos por sorpresa
minutos antes, ahora se movían, manifestando una extrañeza absoluta—. ¿Qué dice
de ratas? No sé nada. Perdone, algo sí sé. Sé que las ratas aparecen en casos de peste.
¿No se referirá a algo así? No he oído nada. Hace tiempo que no sabemos de casos de
peste. No obstante, todo es posible. Tengo un amigo médico en el Centro Sanitario de
la República, me ha dicho…
—¿Se está burlando de mí? —le cortó Besnik ofendido.
—No, ni mucho menos —dijo—. Usted me preguntó por las ratas y yo le
respondo. Quizá usted sepa algo.
—Yo le digo lo que sé. Y me da miedo decírselo —añadió al poco.
El otro no le quitaba ojo. En su mirada no había ninguna curiosidad.
—Quería preguntarle cuánto trigo hemos tenido que comprar a Francia y me
acordé de algo que dijo el camarada Jruschov sobre las ratas —dijo Besnik—. Lo he
escuchado con mis propios oídos cuando estuvo el camarada Jruschov en Albania.
Dijo que Albania produce tanto trigo como devoran las ratas en los graneros de la
Unión Soviética.
—¡Extraño, extraño! —exclamó el otro—. ¡Extraño! —repitió tras una pausa,
pero no era difícil comprender que en sus ojos no había ni chispa de extrañeza.
Permanecieron callados durante un rato. Besnik miraba por la ventanilla.
—Ah, ahora almorzaremos —dijo el otro, frotándose las manos con alegría.
Las azafatas servían el almuerzo. En realidad ni siquiera lo probó, aunque repetía
continuamente «maravilloso».
—¿Dónde estamos? —preguntó al cabo.
Besnik se encogió de hombros. Entre el abismo de nubes aparecían algunos
contornos difusos. Podía ser la tierra, si no se trataba de otra capa de nubes.
—En algún lugar entre Rusia y Ucrania —dijo Besnik.
—Una tierra enorme, infinita —dijo el otro. Miró un buen rato por la ventanilla,
después respiró hondo.
El sueño volvía a adueñarse de Besnik.
—Usted me hablaba antes de la peste —dijo el otro. Besnik se despertó de
inmediato.
—Yo no he hablado de la peste. Solo mencioné las ratas.
—Ratas, peste, es lo mismo —prosiguió el otro—. Da igual, no tiene importancia,
quizá empezara yo. Me refería a otra cosa. Recuerdo un libro que leí hace tiempo.
Para ser sincero, no recuerdo ni el título, ni el autor. En realidad el libro no estaba
entero. O, para ser más exacto, no era más que una hoja arrancada de un libro en la
que cierto día me envolvió cerezas un campesino. Cuando me las comí y me disponía
a tirar el papel, leí sin querer un par de renglones y me quedé perplejo. Aquel papel
hablaba de una epidemia de peste.
—Hay muchos libros sobre la peste —dijo Besnik con indeferencia.
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—Sí, pero esta era diferente. Se trataba de una peste equina. —Cargó todo su
cuerpo en el hombro de Besnik, señalando la tierra con el dedo—. Allá abajo, en
algún lugar allá abajo, en la linde entre Europa y Asia, sobrevino la peste equina.
Besnik miró hacia abajo sin mover el cuello.
—Los mongoles habían reunido hordas interminables y se preparaban para
conquistar Europa. Todo el continente temblaba. Todo quedaría arrasado. Pero, de
repente, en el último momento, sobrevino la peste. Los jefes de los mongoles, a las
puertas de sus tiendas, contemplaban con tristeza el lejano horizonte nebuloso al que
no lograrían llegar nunca. Eso ponía en aquella hoja.
Besnik seguía mirando abajo. La superficie de nubes resultaba monótona. Por los
altavoces se oyó una voz femenina.
—Nos acercamos al aeropuerto Vnukovo de Moscú. Se ruega a los pasajeros se
coloquen el cinturón de seguridad.
El descenso duró bastante. El avión vibraba cada vez más. Sobre las alas
relucieron de nuevo gotas de lluvia. Las nubes pasaban veloces por ambos lados.
Daba la impresión de que un gigante soplara furioso en los cristales de las ventanillas.
Después, por una grieta entre las nubes, apareció una de las pistas, las señales verdes
y lilas, que se acercaban con rapidez y, antes de lo que se esperaba, el enorme cuerpo
del avión tocó tierra. Bajo los pies de los pasajeros se sentía decaer la furia de los
motores y el aparato, sereno, se acercaba al edificio de la terminal.
—Por fin llegamos —dijo el hombre del pacto—. ¡Cuántas veces he hecho este
viaje! —añadió después.
Besnik quiso decir algo pero su cerebro funcionaba con lentitud y prefirió
ocuparse de la cartera.
Habían arrimado la escalerilla metálica al cuerpo del avión. Besnik acercó la
cabeza al cristal y vio bajar a Enver Hoxha seguido de los otros tres miembros de la
delegación y un pequeño grupo de colaboradores. Entre tanto, Besnik sentía que el
aparato se iba quedando vacío y, caminando por el pasillo, se apresuró hacia la salida.
En la escalerilla le esperaba el viento. Un frío amargo. Se alzó el cuello del abrigo y,
apoyándose en la barandilla, bajó aprisa. A uno y otro lado había grandes aviones:
Air France, Air of India, KLM. El cielo parecía estar repartido entre las compañías
internacionales. Si no hiciera tanto frío, Besnik hubiera sonreído. No había cosa más
absurda que pensar que ese cielo infinito, por el que acababan de cruzar, pudiera
soportar semejantes nombres, que parecían anuncios de almacenes. Hubiera sonreído,
además, por otra cosa: empezaba pronto a ejercer el papel de traductor, ya que había
comenzado por traducir cosas que normalmente nadie traduce, como son los nombres
de las compañías aéreas.
Apretando el paso, Besnik alcanzó al grupo de la delegación, que se dirigía al
edificio del aeropuerto. Todos llevaban los cuellos de los abrigos levantados y en sus
manos las carteras parecían extraordinariamente grandes, negras, pesadas. Era un
caminar silencioso. Hacía mucho frío. Inesperadamente dijo para sí: ¡Qué clase de
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llegada es esta a la capital de la gran amistad…! Ni reporteros, ni cámaras, ni
banderolas ni pioneros con ramos de flores. Solo carteras negras y un rumor ahogado
de pasos.
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absurda e irreal que aún no se había formado una reserva de palabras suficiente para
ella. Hasta ahora, todas las palabras habían servido a lo contrario. Las palabras,
cogidas por sorpresa, estaban paralizadas y, por un momento, pensó que le sería más
fácil hablarles en un idioma extranjero, y lo hubiese hecho si no fuera porque
sonarían a poco serio.
Por fin, llenó los pulmones de aire y dijo:
—Debéis saber una cosa, camaradas. Hoy no somos invitados en casa de amigos.
Pero tenemos la conciencia tranquila ante la historia. Han empezado ellos.
Señaló las ventanas con la mano como si «ellos» estuvieran detrás de los cristales.
Fuera caía la noche. En el desierto recinto daba la impresión de que los árboles se
hubieran movido acercándose a la villa. Era un lugar desolado. Besnik recordó unos
árboles parecidos en un camino de algún lugar del norte de Albania. Formaba parte
de un equipo y uno de sus compañeros, alargando la mano hacia la ventanilla del
coche, le había dicho: ¿ves aquellas hierbas de allí? Se llama eléboro y tiene la
propiedad, según dicen, de curar la locura.
—Debéis estar cansados. Cenad y acostaos —dijo el miembro de la delegación,
levantándose de la silla—. Mañana tendremos trabajo.
Empezó a subir las escaleras de madera y, llegando a la mitad, dijo:
—¡Buenas noches a todos!
—¡Buenas noches! —respondieron.
Cenaron con premura. La cocina estaba en el sótano y allí servían dos camareras
viejas.
Se dispersaron por las alcobas con intención de dormir. Las tablas del pasillo aún
crujieron un rato por efecto de los pasos.
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Las puertas chirriaban una tras otra.
Uno de los guardias de Enver Hoxha bajó las escaleras y las subió de nuevo.
Tenía una expresión sombría.
En la habitación donde dormía Besnik, en la cama situada junto a la pared,
alguien se disponía a acostarse. Era el hombre del pacto. Besnik comenzó a
desnudarse.
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, camarada!
Parecía bastante tranquilo. Arreglaba continuamente la colcha. Por fin apagó la
luz y se acostó.
Pasaba el tiempo y Besnik no dormía. En el pasillo, alguien caminaba sin parar
con pasos suaves. Las escaleras se lamentaban crujiendo. Le vino a la mente, sin
ningún motivo, un hombre con los ojos desviados en el mostrador de una estafeta de
correos de una pequeña ciudad. Cuando el hombre estaba escribiendo la dirección en
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el sobre, sus ojos, bastante desviados de por sí, se desencajaron aún más a causa de
una gran tristeza.
En la cama de al lado se sentía dar vueltas al hombre del pacto. Dos o tres veces
suspiró en un duermevela. Besnik quiso recordar algo tranquilizador, pero no era
posible. Solo recordó un periódico amarillento que había visto en una empresa.
El otro seguía dando vueltas en la cama. Respiraba con dificultad.
—¿Y ese búho? —gritó angustiado de repente—. ¿Qué le pasa a ese búho que no
para?
—Es el teléfono —dijo Besnik en voz baja—. En el sótano o en la cocina.
—¡Ah, el teléfono!
Ciertamente, en el sótano o en la cocina sonaba una y otra vez un teléfono.
Besnik aplastó una de las orejas contra la mullida almohada y tapó la otra con las
mantas, pero el sonido del timbre seguía oyéndose, lejano. Así estuvo sufriendo un
buen rato. Qué pasa, qué pasa, se repetía sin cesar. El timbre-gemido del teléfono-
búho se repetía con mayor frecuencia.
Toda la noche estuvo gimiendo el quejumbroso teléfono.
Besnik sacudió la cabeza. ¿A quién le contaré esto? dijo para sí. ¿A quién?
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Capítulo 7
El desfile en la Plaza Roja duraba ya una hora. Hacía un frío terrible. Besnik tenía a
veces la impresión de que aquella interminable masa humana que lo inundaba todo, el
griterío, las pancartas, el flamear de las banderas, los retratos que portaban los
manifestantes, incluso la música festiva, deberían producir en la plaza cierto calor.
Mas no era así. Por el contrario, Besnik sentía cada vez más frío, especialmente en
los pies. Bajo los cientos de miles de personas, el granito secular irradiaba una
gelidez insoportable.
A la derecha, desde la tribuna del mausoleo de Lenin, ocupada por los invitados,
la mirada de Besnik pasaba de las banderas y pancartas de los manifestantes a las
cúpulas de la iglesia de San Basilio. Se veían cúpulas de iglesia por todas partes,
sobre la misma plaza y más allá, en la profundidad del recinto del Kremlin. Besnik no
alcanzaba a verlas todas, pero imaginaba el fulgor asiático, pálidamente derramado
sobre ellas, como una sonrisa irónica.
Entre las aclamaciones y la música se alzaban aquí y allá globos multicolores,
asombrosamente parecidos a las cúpulas. Viva la unidad invencible del campo
socialista. Un gran retrato de Jruschov que apareció al fondo, junto al Museo
Histórico, inmóvil sobre la riada humana, se acercaba a la tribuna. Los sones de las
marchas no cesaban.
La idea de encontrarse en el corazón mismo del campo socialista merodeaba por
la conciencia de Besnik, como si esperase el instante propicio para clavarse
definitivamente en ella. Es el centro de un mundo, se dijo para autoconvencerse de
ello. Junto al Museo Histórico aparecieron nuevos retratos inmóviles. Eran los
miembros del Buró Político del Comité Central del PC de la Unión Soviética. La
tercera Roma, pensó. En todas las escuelas soviéticas, los alumnos aprendían la teoría
medieval de las tres Romas, profetizada por el monje ruso Filoféi: las dos primeras se
hundieron, la tercera se mantiene en pie, no habrá una cuarta. La tercera Roma, a
decir del monje, era Moscú.
Le dolía la cabeza. Todas aquellas cúpulas de iglesia que le rodeaban oscilaron en
una danza lenta. La tercera Roma. Moscurroma. Romamoscú. Y el antiguo lugar
donde se cortaban las cabezas permanecía allí, en la plaza, bastaba apartar un poco
las estatuas de bronce de Minin y Pozharski, que ocupaban provisionalmente la
plataforma circular.
Sentía que sus pies se iban transformando en leños. El desfile no parecía tener fin.
Se alzó de puntillas con la vana esperanza de divisar el final de la marea de
manifestantes y calculó que aún permanecerían allí una hora, incluso más. Sobre la
multitud de cabezas, por encima de las banderas y las pancartas, continuaban flotando
los globos multicolores. Sin apercibirse de ello, Besnik había comenzado a seguirles
con la vista. Uno amarillo parecía navegar justo sobre el retrato de Jruschov. Otro,
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azul celeste, se inclinaba ligeramente hacia un lado. Muchos de ellos estallaban a
causa del frío, pero con el griterío de la fiesta nadie reparaba en el hecho. Uno de
color naranja. El color de moda, diría… Zana. Cómo es posible, estuvo a punto de
gritar. Pensó que la había olvidado. Durante todos aquellos días no había tenido un
momento para pensar en ella. No puedes imaginarte este océano humano, le dijo para
sus adentros, este inmenso tumulto. Echó una mirada en torno como si observara lo
que después debería contarle y sintió que en el flotar de los globos, en los retratos y
las pancartas, pero sobre todo en el fulgor de las cúpulas, había algo mudo e
imposible de contar.
Tras el desfile, todos regresaron a la villa. Era el cuarto día de su estancia allí. En
torno, el mismo paisaje raso, levemente ondulado, blanqueado por la nieve. Las
villas, de dos pisos, se alzaban casi equidistantes. Al poco rato oscurecería. Una hora
en que no se podía trabajar. Besnik contemplaba la caída del crepúsculo. Otros días, a
esa misma hora, había visto esquiadores a lo lejos que regresaban a la ciudad. Por allí
debía de haber una estación de trenes eléctricos. En el horizonte, los esquiadores
parecían haber sido lanzados con onda desde otro mundo.
—¿Ves los coches?
Besnik volvió la cabeza. Era Jordan, el hombre del pacto, que señalaba hacia
fuera con la mano.
—Chaikas y Zims[*]. Todas las villas de por aquí son del Partido.
Besnik asintió con la cabeza.
—Intercambian visitas —dijo Jordan—. Toman el té. Conversan.
Besnik le miró sin alcanzar a comprender lo que pretendía decirle.
—Conversan —repitió Jordan—. Ya no es ningún secreto.
—Naturalmente. Para algunas personas ya no puede serlo —dijo Besnik.
—Para algunos no lo ha sido nunca.
Besnik sonrió.
—Una vez, en una recepción de los mongoles, su embajador contó algo sobre la
muerte de Gengis Khan —dijo Jordan—. Murió en algún lugar de la frontera china.
Sus generales pretendieron mantener la noticia en secreto, al menos hasta haber
trasladado los restos mortales a la capital del imperio, donde debían ser inhumados.
Mil guardias viajaron día y noche acompañando el cadáver en dirección a Mongolia.
Para impedir que se propagara la noticia, daban muerte en el camino a cuantas
personas les salían al paso y presenciaban por casualidad el cortejo fúnebre. No solo
mataban a la gente, sino a cualquier ser vivo que encontraban: aves, fieras, serpientes.
Y, sin embargo, no se logró mantener el secreto. La caravana se encontraba aún a
bastante distancia de la estepa mongol y la noticia ya se había extendido por todo el
Imperio de la Horda Dorada.
Besnik no sabía qué decir.
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—Tiene usted cara de cansado —dijo el otro—. Al parecer ha trabajado mucho.
—Sí —respondió—, hemos tenido mucho material que traducir.
—Pues cuando comience la conferencia habrá mucho más. Para todos.
—Claro.
Fuera, la luz de los faros de un automóvil resbaló suavemente sobre la nieve.
Luego, las luces de otro atraparon por sorpresa un tronco adormecido.
—Llegan los camaradas del hotel Moscú —dijo Jordan—. ¿A qué hora es la
cena?
—A las ocho.
—Por lo que se ve, iremos todos juntos.
Los del hotel Moscú entraron uno tras otro, despojándose de los enormes abrigos
y los sombreros. En el salón se creó de inmediato una atmósfera cordial. Salieron
todos de sus habitaciones y se reunieron allí. Parecía que no se hubieran visto en
mucho tiempo.
—¡Me alegro de que hayáis venido! ¡Me alegro de que hayáis venido! —repetía
constantemente una estenógrafa, ofreciendo cigarrillos a todos.
Hablaban todos a la vez, se interrumpían.
—Camaradas, hablad más bajo —dijo uno de ellos—. El camarada Enver está
trabajando arriba.
A las siete y veinte, los automóviles partieron en dirección a Moscú. La nieve
amontonada en las cunetas cortaba constantemente los haces de luz de los faros. En
todas direcciones resplandecían pálidos fuegos.
Moscú, envuelto en nieve, brillaba. Los haces de luz sobre el Museo Histórico,
sobre el alto edificio del GUM, y más allá, sobre las cúpulas de San Basilio,
componían un diagrama sorprendente. Los automóviles entraron en el recinto del
Kremlin por la Alexandrovski Sad.
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de millares de pequeños destellos salpicando todas las salas de un polvo dorado.
—Nosotros les queremos y les tenemos mucho respeto, especialmente a usted,
camarada Enver —le dijo Kosiguin en la mesa presidencial. Se miraron a los ojos y
Enver Hoxha creyó leer en los de su interlocutor: «Mi más sentido pésame».
Kosiguin esbozó una sonrisa contenida, esperando la sonrisa del otro. Mas los
ojos del invitado permanecieron impasibles. ¡Qué invierno es ese que veo en tus
ojos!, le había dicho Jruschov dos semanas antes a uno de los representantes
albaneses.
Enver Hoxha tenía la cabeza medio vuelta hacia Kosiguin. Pensó que aquel era el
miembro del Buró Político soviético con el que había tenido más relación en los
últimos años. El ojo derecho de Hoxha captaba pasivamente la fracción de panorama
que le permitía el hombro de Kosiguin. Unas sillas más allá, Jruschov chocaba la
copa con Ulbricht. Tras ellos, se distinguían las cabezas de Ho Chi Minh y Dolores
Ibárruri. Un poco más allá, Brézhnev. Los chinos permanecían en silencio, los rostros
petrificados.
—Les queremos —repitió Kosiguin, y su mano, en un movimiento mecánico, con
gesto lánguido e indefinido, señaló la sala, como queriendo decir que toda aquella
luz, aquel fulgor, no podían ser más que destellos de amor y esperanza.
La mano de Kosiguin aún pendía en dirección a la sala cuando Enver Hoxha
volvió la cabeza hacia allá.
Sobre la gente se había creado una nube azulada. Eran muchas las mesas y no vio
a ninguno de los suyos.
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—Escuche —dijo al poco el aviador en tono familiar—, los dos somos pilotos y
nosotros nos entendemos. No lo tome a mal. ¿De acuerdo? ¡Ojalá me equivoque!,
pero yo pienso que en este mundo están repartidos los papeles. Unos tienen que volar,
otros tienen que andar a pie.
—¿Qué quiere decir?
—Por favor, no me mire de ese modo. No tenía ninguna intención de ofenderle.
Yo respeto a los pueblos pequeños. Se les ve el ala del avión, menudos y breves como
niños. No obstante, existe una división del trabajo. Por sí sola existe una división.
Una fatalidad, diría yo.
—¿Qué fatalidad?
El aviador suspiró nuevamente.
—Ya sé que no me expreso con claridad. Eso me ha violentado siempre. Pero
bueno, consideremos el asunto del vuelo. En esta mesa solo nosotros dos podemos
volar, ¿no es así?
Besnik se encogió de hombros.
—No quería ofenderle. Todo lo contrario. Me gusta su país. Tienen ustedes un
ave en su bandera, ¿no? Algo extraordinario, poético. La hoz y el martillo son un
buen símbolo, pero, como aviador, me es más entrañable el ave. Expresa una
aspiración de vuelo. Pero, para volar, hace falta mucho trigo y mucho hierro. Es decir,
esa hoz y ese martillo que a ustedes les resultan irritantes…
—Yo no he dicho tal cosa.
—No lo ha dicho, pero seguro que lo ha pensado. Un aviador no puede evitarlo.
Perdone, estoy confuso, pero, créame, no oculto nada en el corazón. Digo todo esto
porque lo siento por ustedes.
—No tiene por qué sentirlo —respondió Besnik.
—No se ofenda. Yo les quiero. Hablemos francamente. Hay que ser realistas.
Usted quiere el comunismo igual que yo, ¿no? Para que llegue el comunismo hay que
luchar, ¿o no es así? Y la lucha requiere orden. Usted es militar y lo sabe tan bien
como yo. Cuando vuela una escuadrilla, cada uno debe mantener su lugar. De lo
contrario todo es un caos. Lo mismo sucede en todas partes. Me refería al campo
socialista. Formamos un campo grande, poderoso, el terror del imperialismo. Bien,
pero en este campo debe haber un orden, si no, aparece la confusión. Y eso
precisamente es lo que espera el enemigo. A esto me refería cuando dije que unos
tienen que ir a pie y otros volar.
—¿Y no hará falta que alguien se arrastre?
—Ah, no, no. No y mil veces no —dijo el otro—. Yo odio la sumisión. Soy
aviador. Aunque… ¡vaya aviador estoy hecho! Hace dos años que no vuelo. Soy un
expulsado del cielo. Ahora me convocan a recepciones y banquetes. Pero usted
mismo es aviador. Usted sabe lo que es sentir nostalgia del cielo. En estas salas
repletas de botellas, manjares, burócratas, me invade su recuerdo como una pesadilla.
He sido expulsado del cielo igual que Satanás. ¿También te han expulsado a ti? Lo
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leo en tus ojos. ¿Te han dado grados y honores y te han quitado el cielo? Bebe,
hermano Satanás. Los dos estamos perdidos.
Bebió, sacudió la cabeza y entornó los párpados.
—Estábamos hablando de arrastrarse —dijo al poco—. Soy decididamente
contrario a ello, no obstante, en el campo debe haber orden. —Mordió un trozo de
queso—. U-ni-dad —añadió enfatizando cada sílaba.
Besnik le miró fijamente.
—¿Por qué me miras con esos ojos? —dijo el aviador—. ¿He dicho algo malo?
—Vosotros nos habéis dejado sin pan —respondió Besnik con voz sorda.
—¿Eh? —le espetó asombrado el otro—. ¿Sin pan?
—Una vez que osamos contestaros y nos amenazáis con el hambre. ¿Es eso
unidad?
—No lo creo —dijo el aviador moviendo la cabeza—. No lo puedo creer.
—Cuando os contradijimos en Bucarest, interrumpisteis el suministro de trigo.
—No es posible. Le damos trigo a la India, ¿cómo no os lo vamos a dar a
vosotros? Estás en un error.
—Es tal como te lo estoy diciendo —dijo Besnik. Al haber traducido documentos
esos días, ahora sabía muchas cosas—. Y, sin embargo, no es un problema de trigo —
prosiguió—, el trigo no es más que un símbolo. Tras él se esconde…
—Querido colega, me asombra usted —le interrumpió el otro y quiso extender los
brazos, pero el tenedor que aguantaba en una mano tocó al parecer el hombro del
vecino, uno calvo y bajito. El calvo murmuró algo en tono de protesta y miró con
desdén al molesto compañero de mesa.
Besnik temió haber sido indiscreto al mencionar Bucarest, pero enseguida se
tranquilizó. Recordó los mil guardias que acompañaban el cadáver de Gengis Khan.
—Escucha —le dijo el aviador, cogiéndole del codo—, yo no sé nada de ese
asunto del trigo. Si es como tú dices, desde luego es una bajeza. Hay mucho
burócrata y funcionario sin corazón en puestos estatales. —Sonrió con amargura—.
La paz es el tiempo de los tecnócratas, pero nosotros no hablamos de ellos. Estamos
hablando del bien general, del comunismo. El bien general del campo reclama que
vosotros no alcéis la cabeza. ¿O me equivoco?
—Desde luego, habla usted en balde.
—Me ofende —dijo con gesto corrido—, me ofende gravemente. —Su mano
cayó inerte sobre la mesa.
—Perdóneme —dijo Besnik.
—Así comienza el declive de un hombre —dijo el aviador con la mirada perdida
sobre la mesa—. Primero te invitan a recepciones y después te ofenden.
—Lo siento. No era mi intención.
El otro llenó su copa y la apuró de un trago.
—Satanás —murmuró para sí—, hermano Satanás, ¿por qué me ofendes?
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La gente continuaba comiendo y bebiendo inmersa en un bullicio uniforme de
roces, entrechocar de vidrios y piezas de metal. Sonaba la música.
—Yo les aprecio —dijo tras un largo silencio el aviador—. Si le he hablado de
ese modo es porque no deseo que les suceda nada malo. Están ustedes allí, entre
bestias imperialistas que acechan el momento en que se separen del rebaño. Además,
no solo se trata del peligro imperialista… ¿Entiende lo que quiero decir?
—¿Se refiere usted a su propio peligro? —dijo Besnik sin apartar la mirada.
—Ah, ¡cómo malinterpreta mis palabras! Pero, está bien, hablemos con toda
franqueza. No es bueno que se produzcan tragedias en el seno del campo. A veces, de
las pasiones excesivas surgen grandes dramas. Cómo explicárselo mejor… Antes
hablábamos de volar. —Se volvió de frente hacia Besnik y desorbitando los ojos
continuó—. ¿Usted puede creer que yo haya matado a un hombre?
Besnik se encogió de hombros.
—Claro que sí —dijo—. Es usted un piloto militar. Puede matar hasta una ciudad
entera.
—Ah, no, no. En guerra no —dijo el otro agitando la mano con arrebato—. He
matado a un hombre en tiempo de paz. Hace dos años. Yo, el piloto Serguéi
Romanchevski, héroe de la Unión Soviética, invitado hoy a la cena del aniversario de
la Revolución de Octubre; yo, un veterano cuadro del Partido y del Estado, hace dos
años, precisamente el 17 de octubre, a las 16 horas 20 minutos, di la orden de matar a
un hombre.
Atrajo hacia sí a Besnik por los hombros, como temiendo que no lo creyera.
—Y era un hombre maravilloso —continuó—, uno de los hombres más brillantes
que he conocido en este mundo. Su delito consistió únicamente en el noble deseo de
volar. Sí, de volar. Yo le maté porque quiso volar.
Besnik escuchaba asombrado.
—¿Me mira con incredulidad? Desgraciadamente no es un invento. Es una
historia que no consigo arrancar de mi mente. Da vueltas sin cesar. —Señaló con la
mano en torno y su vecino, el gordo, se apartó, mirándole con miedo y desprecio a un
tiempo—. Da vueltas por doquier, sobre las mesas, por las salas iluminadas, por las
calles y plazas; intenta posarse, pero no lo hace, no consigue detenerse.
Besnik no entendía nada. Creyó que el otro estaba delirando.
—No estoy borracho —dijo el aviador—, ni tengo los nervios desquiciados. He
bombardeado grandes ciudades. Tengo sus ruinas ante mis ojos. Allí abajo agitaban
sus pañuelos de humo negro, como si exclamaran: «¡Por qué nos haces esto,
Serguéi!». Y yo volaba sobre ellas volviendo a sembrar la muerte. Tú eres joven, aún
no has podido bombardear ciudades. No sabes todavía lo que son sus pañuelos
acusadores. Y sin embargo, créeme, no he conocido remordimientos de conciencia.
Combatía por el comunismo. Pero él, él era diferente. No puedo olvidar cómo
sobrevolaba el aeródromo. Parecía un espíritu.
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—¿Tuvo alguna avería? —preguntó Besnik para ayudar al otro a terminar de
contar lo que le rondaba por la cabeza.
—No, no fue ninguna avería —respondió esbozando una sonrisa amarga—. Era el
mejor técnico del aeródromo. Yo era el comandante del aeropuerto militar. Él era un
mecánico perfecto. Conocía los aparatos mejor que sus constructores. Le queríamos y
respetábamos mucho. Era joven. Tenía por delante un porvenir brillante. Todos se lo
decíamos. Pero de pronto se tornó triste. No comprendíamos por qué estaba cada día
más irascible. Pensamos que se trataba de un problema personal. Tenía novia. Se
enfadaba a todas horas. Todo se supo después, cuando se encontró un pequeño
cuaderno de notas. Un buen día nació en él la pasión de volar. Era un mecánico
extraordinario, pero no aviador. Mas quería volar. Aunque solo fuera una vez.
Conocía los aviones mejor que nosotros, pero no le estaba permitido volar. Él lo
deseaba. Solo una vez. Y aquella tarde del 17 de octubre, tras acabar la revisión de un
aparato, saltó de improviso sobre él, como si montara el caballo de la muerte, y se
elevó. Recuerdo que era un día oscuro. Las nubes permanecían inmóviles en el cielo.
Todos nosotros, alarmados por el imprevisto, seguíamos sus evoluciones con la
mirada. Su estilo era sorprendente, correcto, sin embargo… no sé cómo decirlo…
frío, como la lectura de un texto en latín… no sé cómo explicarlo. Yo mismo tomé la
radio y me puse en comunicación con él. No le hice ningún reproche, ni siquiera
manifesté asombro por el hecho de que estuviera volando. Estaba como borracho.
Lanzaba gritos de alegría, pedía disculpas. Parecía que todo marchaba bien. Y así era
en realidad. Y, por fin, dijo que iba a aterrizar. Como quieras, le respondí en tono
suave. Trazó un amplio círculo en torno al aeródromo, pero no aterrizó. En la
segunda pasada percibí mayor desasosiego en su voz. Le hablé de nuevo con voz
suave, tranquilizadora. Volvió a intentarlo. El avión pasó como un proyectil sobre
nuestras cabezas. El asunto se prolongó. Una verdadera danza de la muerte. Resultaba
evidente que ya no era dueño de sí. Decía cosas sin sentido. Todos teníamos el rostro
desencajado. Era una pesadilla. Un sudor frío envolvió mi cuerpo. Allí cerca había
otros aviones, cisternas, aparatos de radar. En cualquier momento podía caer sobre
ellos. Su vuelo se tornaba cada vez más alocado. Lentamente se iba transformando en
un monstruo volador. Había que hacer algo. Había que hacer algo rápido, implacable,
terrible. Yo era el comandante y me correspondía a mí hacerlo. A nadie más que a mí.
Comuniqué por radio con la defensa antiaérea y di la orden que debía dar. Pasó una
vez más sobre nuestras cabezas. Fue la última. Los demás volvieron la cara para no
verlo. Yo sí lo vi. Le alcanzaron en cuanto rebasó el aeródromo. El humo envolvió el
aparato como una mortaja negra y cayó. Cayó. Se acabó.
Besnik miraba fijamente un punto sobre la mesa. De todas partes llegaban oleadas
de aquel bullicio incesante de la cena. Una voz, una carcajada se elevaba de vez en
cuando sobre la superficie, como la espuma sobre las olas. Después, la algazara se
uniformaba de nuevo.
El ex aviador cabeceó durante un rato.
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—Esta es su historia —dijo lentamente—, y al mismo tiempo la mía —añadió
poco después—. Era bueno en la tierra. Pero, de pronto, se enamoró del cielo. Y el
cielo le mató. Su tumba está allí, saliendo del aeródromo…
Besnik permanecía serio. En sus ojos se distinguía un brillo frío.
—¿Nos amenaza con derribarnos? —dijo, clavando sus ojos húmedos en el
aviador.
El otro acercó su cara pálida por efecto del alcohol.
—Con dolor, hermano, con dolor. —Su voz era ahora ronca.
Besnik le lanzó una mirada de odio.
—Yo no —añadió el piloto—. Jamás haría algo así por segunda vez. Pero otros
pueden hacerlo…
Estaba completamente borracho.
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imperialismo por treinta monedas… De todos modos, hay que hacer algo antes de
que sea tarde, pensó.
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cerca. Se saludaron todos y Chuikov volvió a decir algo. Todos volvieron la cabeza
hacia el pequeño grupo de extranjeros.
—¿Te has enterado? Resulta que ha aparecido una nueva gran potencia —dijo
Chuikov al otro mariscal señalando a los albaneses con la cabeza. Dijo vieliko
dierzhaviye[3] de manera especial y, o bien a causa de su cara sebosa o bien por la
abundancia del sonido «ye», a Besnik le pareció que el término estaba untado de
grasa.
Mariscales y generales rieron.
El miembro de la delegación les miró con desprecio y murmuró algo entre
dientes. Más allá divisaron otro grupo de su delegación y se dirigieron lentamente
hacia ellos.
—Presión psicológica —dijo Jordan a Besnik. Ambos iban algo rezagados del
resto.
—Presionan por todos lados —añadió Besnik—, sobre todo los militares.
—Es natural. ¿Estás nervioso?
—Un poco.
Jordan sonrió.
—Normal, es la primera vez.
Caminaban entre los invitados. A sus oídos llegaban fragmentos de
conversaciones como chorros de una fuente… Corea es bonita en primavera. Venga,
le esperamos… Durante todo el otoño no me he encontrado bien de salud, tengo una
úlcera… No, no, no. No y mil veces no… (Palabras en una lengua extraña,
posiblemente hindú). Claro que puede usted venir en verano, pero la primavera es
más hermosa… (Palabras en español)… El pueblo soviético se alegra enormemente
de sus éxitos. Del COMECON, sí, sí, en la reunión del COMECON… Así que puede
internarse de nuevo en la clínica del Kremlin… (Idioma monosilábico)… Porque,
según dicen, es preferible un final terrible que un terror sin fin, ¿o no? Ja, ja, ja.
—Voroshílov —dijo Jordan con voz queda, señalando con la cabeza a un hombre
menudo y de rostro absolutamente corriente. Vieron luego al escritor Ehrenburg
mientras hablaba a una mujer tan solo con la mitad de la boca, pues con la otra mitad
succionaba la pipa.
—Se distingue a los que asisten por primera vez a una recepción gubernamental
—dijo Jordan—. Mira esos, cómo disfrutan.
—Yo también es la primera vez que asisto.
—Nosotros somos extranjeros. Somos otra cosa.
Besnik observaba a quienes, según Jordan, asistían por primera vez. Sus caras
rebosaban júbilo y saltaba a la vista que tenían desequilibrados los nervios que
regulan el movimiento de los párpados, el riego sanguíneo del rostro y el habla.
—Del mismo modo que se nota quienes vienen por última vez —prosiguió
Jordan. Esta vez no señaló a nadie.
—Yo también vengo por última vez.
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—Ya te lo he dicho, nosotros somos extranjeros —insistió Jordan—. En una
recepción vi a Fadéyev poco antes de que se suicidara.
Besnik escuchaba con atención. Regresaban al lugar de donde habían partido. La
banda de música anunciaba un brindis en algún lugar.
—Brindis con fanfarria —comentó Jordan—. Como en cualquier castillo.
Besnik no sabía qué decir.
—Un castillo —murmuró Jordan—. Decenas de miles de personas sueñan con
asistir a esta cena.
El monje Filoféi, dijo Besnik para sí sin saber por qué.
—Pero los que entran ya no pueden volver a salir. Como en todos los castillos.
Dva Rima padosha, recordó Besnik el principio de la profecía del monje en ruso
antiguo, a trietiy stoit, a chetviortomu nie bisti[4]. Se acercó a Jordan y se lo dijo al
oído. El otro le miró con cara de asombro.
—¿Conoces el antiguo eslavo?
Besnik asintió con un movimiento de cabeza.
Alrededor, los chorros de conversaciones no cesaban. Una sensualidad
enmascarada recorría la fiesta. Pasaron los rapsodas del Asia Central con sus trajes
nacionales.
—¿Ha visto usted alguna representación de teatro del absurdo? —preguntaba un
hombre diminuto a una mujer rubia. Ella le miró con tristeza en los ojos.
—No esperaba esa pregunta de usted —dijo.
El hombrecillo se enfadó.
—Todo lo que le pregunto le sorprende.
Besnik sintió que alguien le cogía del brazo. Se volvió bruscamente. Era el
aviador. Estaba pálido.
—Le buscaba. ¿Dónde se había metido?
Besnik dijo algo entre dientes. Jordan le contemplaba tranquilo.
—No te conté lo de su tumba —dijo el aviador.
—Me lo contó —respondió Besnik—, me contó que le enterraron a la salida del
aeródromo.
—¿Y lo de su novia? De su novia no te he dicho nada. Estaban prometidos. Ella
venía y traía flores dos veces al año. ¡Qué mujer!
Besnik siguió adelante para desembarazarse de él. El aviador le seguía
balbuciendo.
—Tumbas, flores. Igual que en la ópera.
Continuaban abriéndose paso despacio entre la marea de gente. La música sonaba sin
descanso. Muchos invitados ya entrados en años, sobre todo mujeres, se habían ido
acomodando en los sillones y divanes colocados por los laterales y observaban el
deambular de la gente.
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Al cabo, se encontraron con otro grupo de su delegación, que había dado lugar a
una de las decenas de islas que abarrotaban los salones. Eran dos miembros de la
delegación y varios especialistas.
—¿Cómo estáis, camaradas? —preguntó uno de los dirigentes.
Jordan sonrió vagamente.
—¿Os provocan? —preguntó el otro.
—Sí —respondió Besnik.
Se pusieron a hablar con las cabezas juntas, mientras en torno suyo flotaban
lentamente, como ahogados, cabezas, cuellos, charreteras, adornos femeninos,
hombros, rabillos de ojos.
Besnik sintió que alguien les miraba con insistencia. Volvió la cabeza despacio y
chocó con la mirada de Zheleznov. Sus ojos eran grandes y gélidos. Parecía que en
medio de ellos hubiera un vacío o un núcleo inmóvil. No reconoció a Besnik, aunque
no quitaba ojo al grupo.
Parecía una advertencia. Cuando Besnik volvió la cabeza por segunda vez para
comprobar si Zheleznov continuaba allí, observó que se habían detenido junto a él
cuatro militares más, que también les miraban. Eran los almirantes Tatarov y
Krasnopolski, el comandante de paracaidistas Starorosiski y el mariscal Yakubovski.
El grupo crecía sin cesar. Murmuraban, miraban, reían, se decían unos a otros
«¿qué? ¿qué?» y de nuevo clavaban sus ojos en ellos. Se fueron incorporando los
mariscales Terejan, Grechko y Starozimni, los siguieron el contralmirante Kalmukov,
el comandante de artillería Ivanov, el comandante de misiles Korolevki y los
mariscales Orlov, Troyanovski, Sviatoslavov y Kuzum.
Ellos mismos comprendieron que se habían concentrado demasiados y una parte
se desplazó a un lado. Entre tanto, por el otro flanco aparecieron los almirantes de la
flota del Mar Negro Benedikov y Silavski. Poco después se les unieron el
comandante de la 53.ª División Acorazada, el teniente general Krestonovstev y el
contralmirante del norte Znamenski. Tras ellos se movieron como un torbellino los
generales Pobiedonostsiev, Pilni y Kior-Silamun, seguidos de los mariscales Tsarki,
Korsun, Koniev y Podmogilni.
—El imperio enseña los dientes —dijo alguien en el pequeño grupo.
Besnik se puso de puntillas para ver mejor en la dirección que, al decir de uno de
ellos, debía encontrarse Enver Hoxha. Buscó un rato con la mirada entre el cúmulo de
cabezas, pero no le vio.
El barullo proseguía. Ellos aparecían por el horizonte, se deslizaban, giraban. Sus
ojos irradiaban cierta luz interior. Sus evoluciones eran armónicas, como un éxtasis.
Durante sus desplazamientos, los sufijos «ov» e «iski» flotaban sobre ellos como
raspas de pescado.
Los rapsodas del Asia Central se dirigían a la plataforma de la orquesta.
—Shah-Name, Shah-Name —repetía un borracho.
Anochecía. Una vez marcharon los rusos, se quedaron en el salón, sentados en los
sillones y el diván, bajo la reproducción del cuadro de Rembrandt. Además del
En el segundo descenso del primer día de la asamblea, hacia la una y cuarto, se logró
concertar un encuentro entre Nikita Jruschov y Enver Hoxha. La entrevista tendría
lugar en el despacho de Jruschov.
Era por la tarde. Moscú se extendía interminable bajo un cielo yermo, sin
contornos de nubes ni horizonte. Los coches de la delegación se detuvieron en la
plaza de Noguin, ante el edificio del Comité Central del PCUS.
En el enorme despacho estaban además de Jruschov, Mikoyán, Kozlov y
Andrópov. El rostro de Jruschov tenía una expresión entre seria y sombría. Él mismo
era consciente de que semejante expresión no le iba, y eso le ponía nervioso.
—Puede usted tomar la palabra, le escuchamos —dijo.
Enver Hoxha hizo un suave movimiento con las manos.
—Usted nos ha invitado —dijo sin mirarle—, es el anfitrión quien debe hablar
primero. Una expresión popular dice que el dueño de la casa debe comer aún cuarenta
bocados una vez que ha acabado el invitado y mientras él tiene la palabra.
—Aceptamos sus condiciones —dijo Jruschov. Permaneció inmóvil unos
segundos, con los ojos fijos en el centro de la mesa. Luego alzó la cabeza—. No
comprendo qué ha ocurrido después de mi visita a Albania la primavera pasada. Si ya
entonces estaban descontentos de nosotros, una de dos: o soy tonto o demasiado
inocente, pero no me di cuenta de nada. Creo recordar que no tuvimos ningún
desacuerdo, al margen de las bromas con el trigo y los álamos.
—Si se trata de una especie de introducción a la conversación, es otra cosa; pero
no creo que haya por qué mencionar los álamos —dijo Hoxha—. Hemos venido por
otro asunto.
Jruschov quiso hablarle del asunto de los cuarenta bocados de pan, que también a
él le había parecido sin sentido, pero cambió al instante de idea.
—¿Entonces por qué han cambiado de actitud? —preguntó.
—Somos nosotros quienes preguntamos eso —dijo Hoxha.
Ellos continuaron hablando uno tras otro, con rabia, gesticulando, ofendidos,
indignados, violentados profundamente, completamente, condenando,
desenmascarando, destrozando, enterrando a los escisionistas, fraccionalistas,
oportunistas, dogmáticos, nacionalistas, chovinistas, provocadores, agresores,
belicistas. Nuestro único crimen… Por turno, Ulbricht, Ali Yata, Thorez, después
Zhivkov, que inició el ataque con las palabras «ingratitud y cinismo», tras él, Dej que
dijo: tuvimos la impresión de que desde esta tribuna hablaba «la Europa libre».
Luego los demás, cada cual asiéndose a su epíteto favorito, estimulados por los
anteriores, alzaban la voz cada vez más, abrían trágicamente los brazos, se golpeaban
el pecho, decían «no» y «jamás».
Una parte de los europeos y latinoamericanos utilizaban cada vez más símbolos
bíblicos, los otros, sobre todo musulmanes y asiáticos, leían antiguos proverbios,
otros, principalmente africanos, ante la imposibilidad de traducir sus simbolismos y
proverbios, se conformaban con frases generales.
Alguien se levantó en defensa de los albaneses. La sala se heló de nuevo.
—Nosotros los comunistas no conocíamos esta situación —dijo—, de lo contrario
hubiéramos dado nuestras cuotas de partido para comprar trigo para Albania.
Después de este habló otro. De nuevo en su defensa. La cabeza de Jruschov se
movió amenazadora. La sala se encrespó. Inmediatamente fueron atacados los dos. Se
recompuso la situación. Se esperaba con desasosiego el discurso de los chinos. Pidió
la palabra Luigi Longo. Los largos adverbios en italiano empezaron a salir como
trallas silbantes de su boca.
La primera Roma, dijo para sí Besnik.
Tras el italiano, subió a la tribuna uno que utilizaba palabras entrecortadas,
mutiladas. Le siguieron otros. De los micrófonos salían gritos dramáticos. Besnik
recordó haber leído algo sobre los trágicos chillidos de los últimos dinosaurios. En
algún calendario, o en una revista científica, o en la escuela, en la clase de zoología,
había oído hablar de una manada de dinosaurios. Eran unos mil, la última manada de
fantasmas, en trance de desaparición, que caminaban por el desierto australiano.
Marchaban continuamente hacia el norte, buscando un lugar más tranquilo para sus
cuerpos, para sus miembros entumecidos y para respirar, que cada vez se les tornaba
más difícil. Y, caminando sin descanso, se encontraron en medio de un llano
pantanoso y, cuanto más se esforzaban por evitarle, más se hundían en la ciénaga. Se
¿Qué le pasará? ¿Por qué no viene? Esto era demasiado. Lida, frente a las escaleras
de Correos, a duras penas se contuvo para no mirar el reloj. No obstante, sabía que
los minutos habían pasado y que seguían pasando con rapidez, con lentitud. Debía ser
la una y veinte. Esto ya era demasiado, demasiado, demasiado, gritó para sí. Estaba
como paralizada, aunque en su fuero interno se agarró de los pelos, cayó en la acera,
rodó bajo los pies de los transeúntes y, aún más, bajo las ruedas de los coches. Nunca
en su vida había experimentado semejante desazón. No era un corte profundo, un
pinchazo de cuchillo. Era peor. Se sentía aplastada por una losa.
La gente seguía comprando periódicos en el quiosco. La gente era absurda y los
periódicos que compraban todavía más absurdos.
Esta vez se ha pasado de verdad, se dijo mecánicamente, con una suerte de sangre
fría que era peor que cualquier nerviosismo. Todas las angustias de las demás esperas
no eran nada comparadas con esta angustia nueva. Días antes, por fin, se habían
reconciliado. El estudiante albanés le había llamado por teléfono como solía: ¿Es el D
1-22-29? Ella corrió a la cita, por qué, por qué, por qué, le hubo preguntado aunque
no quería oír nada, nada. Él no dio ninguna explicación de por qué no había ido a la
cita anterior. Dijo algo vago, parecía cansado, su frente estaba húmeda. Perdóname,
Lida, ni yo mismo sé por qué pasó, pero no dependía de mí, no… de mí. ¿No me
volverás a atormentar?, preguntaba ella, nunca, nunca, respondía él. Y después
caminaron abrazados por la calle de Gorki, luego por el bulevar Tverskoi, junto a los
bancos de hierro, hasta salir a la plaza Arbat y de allí, en metro, hasta la casa del
muchacho, donde ocurrió lo que en su imaginación siempre había sido más temible y
Ahora ya puede continuar la reunión como quiera, pensaba cincuenta pasos más allá,
saliendo por detrás del edificio de Correos, el corresponsal de AFP. Esta ha sido mi
prueba. Mi suerte.
Escisión. Todos estos últimos días, en las fachadas de las casas, en los cristales de
su coche, en las puertas, en los mapas, en el rostro de los transeúntes, en todas partes,
no había visto más que grietas. Todo se cuarteaba, al principio suavemente, luego
cada vez con mayor vigor, como producto de un terremoto. Ahora todo estaba
confirmado. Había escisión. Los gigantes se habían enfriado. El campo había
perdido… el sueño… la unidad. Ya no dormirá más… Recordó su primer viaje sobre
el cielo comunista, aquel deambular por el vacío, aquel crepúsculo, aquella ceguera,
cuando iba en busca de la grieta, la lagartija por el desierto, cuando no creía nada,
cuando se sentía perdido. Ahora la escisión correteaba vivaz por la superficie del
globo, atravesaba penínsulas, continentes, se distinguía desde lejos, desde los polos,
desde el ecuador. Su noticia volaba ya por el éter. En todas partes, en innumerables
oficinas ministeriales, especialistas de todas clases, consejeros secretos, ministros,
embajadores, generales y mariscales, presidentes de gobierno, millonarios,
presidentes de Estados seculares y presidentes de Estados recientes, todos, sin
excepción, como una seña celestial, como la aparición de un cometa o un eclipse
solar, contemplaban ahora la escisión.
Acababa de transmitir la noticia y se dirigía con prisas a un café.
El mundo, como quiera que sea, es bello, se dijo al pasar junto al quiosco de los
periódicos, donde, entre la gente que esperaba de pie, vio de refilón a una bella
muchacha con los ojos anegados de lágrimas. Sonrió para sus adentros, como si viera
la cosa más increíble.
Caminó un rato por la calle Gorki, atravesó el cruce ante el hotel Moscú y,
marchando sin rumbo por la acera de la derecha, entre el gentío que afluía hacia el
GUM, se encontró en la Plaza Roja. El mausoleo de Lenin, cerrado durante las
fiestas, estaba abierto de nuevo. Miró un momento los muros rojizos del Kremlin y
pensó que detrás se alzaban las torres y las cúpulas bajo las cuales se están peleando.
No, no eran torres ni cúpulas. Eran las antiguas tiendas de los sitiadores a los pies de
Era la primera vez que Besnik asistía a una cena en el Palacio de las Brigadas. Bajó
del autobús y caminó con paso tímido hacia la puerta del recinto. Los centinelas,
cubiertos con capotes empapados, permanecían inmóviles. Besnik contuvo el paso.
Del interior del jardín salía una luz fría de neón. En la puerta, dos personas, quizá de
la Seguridad del Estado. Alzaron la cabeza.
—¡Buenas noches! —saludó Besnik.
—¡Buenas noches! ¿Invitación?
—No tengo. Me han avisado por teléfono.
—¡Ah! ¿Usted es de los de Moscú?
—Sí.
—¿Nombre?
—Besnik Struga —respondió. Uno de ellos sacó unas invitaciones del bolsillo.
Besnik Struga. Besnik Struga, murmuraba.
—Aquí tiene su invitación.
Alargó la mano y la cogió.
—¿Ha comenzado la cena?
En casa le esperaban.
—¿Cómo lo has pasado? —le preguntó Raboja.
—Bien.
El ambiente era algo frío. Vio su maleta abierta, vacía. La lavadora hacía un ruido
suave.
Liria se había marchado. Los ojos de Besnik chocaron con los de Zana. Estaba
aburrida en el canapé. El padre fumaba un cigarrillo. Beni se lanzó a la radio como a
un refugio seguro. Incluso los ojos rasgados de Mira denotaban cierta alarma.
El Estado en invierno
Qué maravilla, repitió para sí el escultor en la portería del Comité Central mientras
seguía con la vista al viejo montañés que rellenaba la solicitud con ayuda de una
joven. Por qué quiere ver al camarada Enver, preguntaba la chica. Qué quejas tiene.
No tengo ninguna queja, respondía el viejo, solo quiero preguntarle si habrá guerra.
Qué maravilla, se repitió el escultor. Sería una gran suerte poder esculpir esa
cabeza. Cuando salió de la portería, continuó la persecución del viejo por el bulevar.
Le habían dicho que debía presentarse al día siguiente para recibir respuesta y ahora
preguntaba por una pensión donde alojarse.
Una secreta esperanza animaba al escultor. En esta época del año normalmente no
se encuentra sitio en los hoteles de Tirana… Iba siguiendo todavía al montañés,
cuando, de repente, se sintió invadido por una sorda inquietud: ¿no será esto signo de
algo importante?
El viejo caminaba unos pasos delante de él, con ese andar despreocupado típico
de los montañeses, que la edad era incapaz de arrebatarles. El escultor le seguía como
atado con un hilo invisible a su xhokë negra, mientras se preguntaba: ¿por qué se
mueve la leyenda?
Beni caminaba con rapidez por la calle de Dibra. Varias veces chocaron sus rodillas
con las bolsas de naranjas que llevaban los transeúntes. Desde lejos vio que en el
lugar de costumbre solo estaba Sala. A su espalda, en la cristalera de la farmacia,
como una vieja conocida, la serpiente intentaba meterse en la copa.
—¡Eh! —le soltó Sala al verle—. ¿Dónde te has metido?
Ciertamente Beni llevaba mucho tiempo sin aparecer por la calle de Dibra. Desde
aquella tarde fracasada en casa de Tori había empezado a salir cada vez más con
Maks Bermema, que había logrado aficionarle al magnetófono. Día tras día iban a
casa de uno u otro y se entretenían con un magnetófono que la mayor parte del
tiempo estaba estropeado. A Beni le agradaba cada vez más su nuevo amigo.
Posiblemente no hubiera vuelto a la calle de Dibra de no suceder aquel día algo
extraordinario. Te ha telefoneado una chica, le había dicho Mira con una sonrisa
traviesa cuando regresó a casa a mediodía. Saltaba a la vista que estaba esperando a
que llegara Beni para contárselo, mas este no se mostró muy interesado. La única que
sabía su número era «Crisis».
—Buenos días, ¿es la casa de Struga? —murmuraba Mira mientras colocaba los
platos sobre la mesa—. ¿Se puede poner Arben?
—Ya está bien —gruñó Beni en voz baja para que no le oyera su padre.
Entonces sonó de nuevo el teléfono. ¡Hola!, dijo una voz de muchacha. ¿Arben?
Soy Iris. ¿Te acuerdas? Nos conocimos en septiembre. Beni no sabía qué decir. A lo
—Como sea una trampa, te rompo las costillas —gruñó Beni por segunda vez y,
como si temiera no poder soportar una palabra más de Tori, se volvió bruscamente y
se alejó excitado.
Caminaba en este estado frente a la Biblioteca Nacional, cuando alguien le llamó
por su nombre. Volvió la cabeza y vio a Diana Bermema, la hermana de Maks. Ella
también parecía excitada, pero por razones totalmente diferentes. Caminaba muy
despacio, como encantada, y su cara estaba cubierta de una especie de polvillo de
felicidad mezclado con el resto de una sonrisa, esbozada quizá un poco antes, en el
cruce anterior…
—¿Qué tal, Beni? ¿No has visto a Maks?
Saltaba a la vista que tenía la cabeza en otra cosa y que le daba igual la respuesta.
A Beni le pareció que estaba embarazada, pero no recordaba si estaba casada o no.
Algo le pasa, pensó ella cuando Beni se marchó, e inmediatamente lo olvidó.
Diez minutos antes, mientras miraba los escaparates de unos almacenes, había sentido
por primera vez el movimiento de la criatura en el vientre. Eran golpes débiles, muy
débiles, pero que la hicieron detenerse entre los transeúntes. Sintió que se le cortaba
la respiración, por un instante creyó que todos sus órganos se paralizaban al sentir esa
lejana señal y se apoyó en el grueso cristal del escaparate. Esperó un momento, mas
no se repitió el golpecito. En la cristalera había trozos de algodón pegados, todo un
cielo de nieve que se extendía misteriosamente, y ella creyó por un momento que el
centro de su cuerpo y el centro de aquel universo eran la misma cosa y que la señal
Después de deambular una hora por la calle de Durrës, Beni volvió al centro. Desde
lejos observó que Sala estaba solo junto a la farmacia. Cruzó la calle y le cogió por el
hombro.
—Ven un momento conmigo.
—Despacio. Me has asustado —dijo Sala.
—Escucha —le dijo Beni cuando entraron en el callejón—, tú debes saber algo.
—¡Qué! —exclamó Sala.
Beni le agarró del codo.
—Dime la verdad, ¿por qué le dio Tori mi número de teléfono a Iris?
Sala miraba con ojos atónitos.
—No lo sé.
—Mientes —dijo Beni—, tú lo sabes.
—No sé nada —dijo Sala, bajando la vista.
Beni le agarró por el cuello de la camisa.
—Te voy a partir las costillas.
—¡Quítame las manos de encima! —dijo Sala—. Yo no traiciono a los
compañeros.
—¿Y por qué me traicionas a mí?
Sala le miró a los ojos.
—¿A ti?
—A mí.
—Tampoco te traiciono a ti —respondió Sala.
—Claro que me traicionas. Jura por tu madre que no…
—No.
—Eres un canalla.
Viendo el algodón pegado en los cristales de los escaparates, Zana sufrió un ligero
vahído. Liria caminaba a un paso de ella con la bolsa en la mano.
—¡Uf, qué gente! —exclamó.
En el gran bulevar, la afluencia de gente era menor. Estaban colocando bombillas
de colores y enormes trozos de algodón en las ramas de los abetos de la plaza de
Esto no son hojas, sino alpargatas, dijo para sí Rrema el barrendero a las dos y media
de la madrugada. Las hojas mutiladas y pesadas se arrastraban a trompicones ante su
escoba. Su nieto no paraba de aprender en la escuela versos sobre esas hojas. Si por él
fuera, echaría todos esos versos al camión de la basura. Las hojas de otoño eran el
enemigo común de todos los barrenderos. En octubre y noviembre, cuando es su
época, aún se soporta, pero ahora, a finales de año, no. En octubre y noviembre, las
hojas eran consideradas una dificultad añadida al trabajo, y por ello se les subía la
paga diaria. Este otoño, Rrema había sacado cuatro mil trescientos veinte leks viejos
de más. Mas ahora ya no se las tenía en cuenta, porque había pasado la temporada.
Solteronas, las insultó Rrema en voz alta, empujándolas. Estaba dispuesto a barrer
gratis la nieve, pero no soportaba estas solteronas. La idea de la nieve suavizó algo su
mal humor. Amaba la nieve, pero, qué quieres, nevaba tan poco… La nieve
embellecía las calles, y él, antes de empezar a barrer su sector, contemplaba cómo los
mágicos destellos bajo la luz del neón herían sus ojos. En cambio, estas solteronas…
En ese momento escuchó un ruido y volvió la cabeza. Veinte pasos más allá, en la
parada del autobús, había un hombre. El hombre parecía paralizado. Me lo habré
imaginado, dijo y siguió barriendo. El ruido se repitió. Volvió la cabeza. El hombre
intentaba mover el letrero de la parada, parece que para leerlo mejor.
—¡Eh! —gritó Rrema—, no hay autobuses a estas horas. No esperes en balde.
El hombre bajó los brazos y quedó firme. Rrema estaba acostumbrado a todo tipo
de elementos noctámbulos y no le causó la menor impresión. Continuó barriendo. Sin
embargo, la curiosidad le movió a volver de nuevo la cabeza. Esta vez se quedó de
una pieza. El desconocido estaba literalmente colgado de la parada e intentaba
arrancarla como fuera. Rrema se dirigió hacia él, al principio andando deprisa y luego
corriendo. El desconocido estaba arrancando el letrero de la parada. Emitía leves
gemidos. Rrema le cogió por los hombros. El desconocido se agitaba bruscamente,
sin retirar las manos del letrero. Intentó golpear al barrendero con las rodillas. Entre
ambos se inició una pelea extraña, grotesca. La escena se prolongó bastante. Todo se
desarrollaba en silencio. Rrema tenía la impresión de estar viviendo un sueño.
—¡Eh! ¿Qué hacéis? —dijo alguien que pasaba en bicicleta—. Habéis encontrado
el momento oportuno para pegaros.
—Escucha —dijo Rrema entre hipos, sin soltar al adversario—, he cogido a un
saboteador. En el segundo cruce hay una comisaría. Avisa.
El hombre de la bicicleta desapareció con rapidez. Al poco regresaba. La misma
escena. Rrema y el desconocido se habían convertido ahora en un único ser hiposo.
Beni merodeaba con las manos en los bolsillos por el bulevar esperando que pasara
Iris. Ella le había llamado por teléfono el día antes y, cuando Beni preguntó dónde
podía verla, le dijo que, si quería, podía esperarla en el primer puente del bulevar, que
pasaba todos los días por allí al salir de la escuela.
Beni no había visto calle más vacía en Tirana que el tramo de este bulevar que va
del hotel Dajti a la calle de Elbasan. Casi no pasaba nadie. Solo grandes furgones con
los rótulos CARNE o VERDURAS escritos en el toldo. Allí cerca había un parque de
juegos infantiles que cerraba en invierno. En la taquilla, junto a las verjas, en los
columpios metálicos, por todas partes había hojas muertas.
En un quiosco de la acera de enfrente, alguien pegaba carteles de la olimpiada
teatral. Beni intentó en vano leer los títulos de las piezas que se representarían.
Vio a Iris desde lejos. ¿Qué idioma estará estudiando con toda esa cartera?, se
dijo. Iris le había contado que estudiaba en la escuela de idiomas. Como no estudie
chino, pensó. Ella le sonreía. No había cambiado desde septiembre, solo estaba algo
más blanca.
—Buenos días —dijo ella con la respiración levemente acelerada, ya que sus
últimos pasos fueron más rápidos—. ¿Cómo está, Arben?
Beni se quedó atónito. ¿A qué viene ese tratamiento de usted? Le dio la mano y
comenzaron a caminar en dirección al gran bulevar. Ella volvió a decir algo
utilizando el usted y Beni se sintió muy embarazado. ¿A qué viene eso de hablar de
usted? Entonces, en septiembre, nos habíamos entendido más fácilmente.
Durante todo el camino Beni intentó, sin lograrlo, encontrar algo interesante que
decirle. De qué me sirve tanta literatura como he estudiado en la escuela, pensó. No
Cuando se despidió de Iris, Beni caminó un rato por el bulevar. Tras los árboles
desnudos, los edificios grises de siete plantas parecían mucho más grandes. He aquí,
por fin, el «cortaleña» con el hacha al hombro. Beni estaba dispuesto a creer que se
pasaba el día gritando «se corta leña» no porque quisiera hacerlo, sino para poner
nerviosa a la gente.
Sabía que le esperaban en el lugar de costumbre, por eso fue aminorando el paso
cada vez más. No obstante, por muy lento que fuera, sus pasos le conducían a la calle
de Dibra. Le había contado a Tori que iría a ver a Iris. No quería esconder nada. Le
dolía un poco la cabeza. El imaginario encuentro de boxeo en que él, Arben Struga,
se golpeaba y se golpeaba continuamente con un negro en un extraño ring, bajo las
cámaras de televisión; ese encuentro, pues, que había dejado a medias tantas veces
para retomarlo al día siguiente, sobre todo caminando solo por las calles, había
comenzado de nuevo en su imaginación. Era el cuarto o quinto asalto. Beni tiene un
ojo tumefacto, el otro un labio partido. Se golpean salvajemente entre el silencio
rugiente de los espectadores. A Beni se le doblan las piernas, se sujeta en las cuerdas.
K. O. Uno, dos, tres, cuatro… Su ojo hinchado descubre la mirada de Iris entre los
espectadores. Ella se muerde los dedos. Se reinicia el combate. El negro se lanza
como un loco. Beni, empero, le golpea… Murió de pie, comentan después los
periódicos, la radio, la TV. El negro (su cara es ahora la de Tori) está tumbado sin
sentido. Los médicos se lanzan al ring.
La reunión del Comité Central proseguía. Las agujas del reloj de pared se acercaban a
la medianoche. Tras la turbia intervención del hombre de la Comisión de Revisión,
interrumpida en múltiples ocasiones por voces como: no utilice rusismos, hable en
albanés (se sospechaba que su intervención la habían redactado los soviéticos),
quienes subían a la tribuna expresaban su opinión acerca de la actividad desplegada
por la delegación en Moscú y rechazaban el «discurso mal traducido», como alguien
lo calificó, del hombre de la Comisión de Revisión.
En la tribuna, hacía uso de la palabra uno de los nuevos miembros del Comité
Central.
—Jruschov ha hecho las cuentas al revés —decía—, Jruschov…
Aquella noche, en el extrarradio de Moscú, aquella noche negra que uno de los
taquígrafos había llamado Noche de los Zim Negros, en la villa en que se alojaban,
uno de los que habían acudido para interceder en la conciliación entre el «Partido
hijo», que había sacado la cabeza, y el «Partido padre», que se sentía ofendido, le
había dicho a Enver Hoxha: ¡Qué le vamos a hacer, camarada Enver! ¿Cree que no
entendemos estas cosas? Las vemos, pero cerramos los ojos. Al fin y al cabo somos
pueblos pequeños, ustedes y nosotros. Por ejemplo, ¿qué superficie tiene Albania, o
el país que yo represento?, muy pequeña. Las nuevas tierras que roturaron el año
Monja, un día te arrepentirás. Mira fingió no escuchar. Martin bailaba frente a ella
con una muchacha del decimosegundo A y de vez en cuando le tiraba una indirecta
que la orquesta no le dejaba oír bien. Martin aprovechaba la mitad del texto de la obra
que estaban preparando para decir a Mira cosas con doble sentido. Hoy estaba
enfadado, porque mientras les había tocado el turno y las chicas Mira no le había
sacado a bailar. Ni pienso sacarle nunca, pensó Mira. Que baile con esa tonta del
decimosegundo A, con la que lleva cuchicheando toda la velada.
Era el último baile. Al acabar la fiesta, el barullo fue breve. Todos se abalanzaron
sobre los abrigos. El movimiento de los brazos al meterse en las mangas daba al
grupo el aspecto de un montón de locos. De fuera llegaban gritos de alegría. Los
primeros en salir volvían a la puerta para informar a sus compañeros de lo que ocurría
fuera. Un acontecimiento feliz: estaba nevando. Tras probar la calzada, las aceras, los
postes telefónicos, toda la superficie del suelo, la nieve había elegido como base más
adecuada para establecerse los tejados, los parterres y la parte superior de los
vehículos. Aún tímida, con un brillo lívido, fina, silenciosa, blanqueaba aquí y allá
sin saber todavía cómo sería acogida por la gente.
Los chicos fueron los primeros en lanzarse a ella. Sus manos se alargaban
alocadas a los parterres, a los cristales de los automóviles, a los toldos de los puestos
de fruta, aferraban febriles millones de cristales y corrían hacia las chicas,
echándoselos por los cabellos y el cuello. Las muchachas corrían, gritaban, pero
Todas aquellas tardes y noches de finales del año que acababa y los primeros días y
noches del nuevo año, incrementaron sus visitas a casa de unos y otros. Sentían una
alegría rayana con el miedo cuando llamaban a las puertas, cuando se encontraban y,
El viento, con un rumor suave, lanzaba la lluvia contra los cristales y en ese momento
todo el paisaje exterior: el cruce, el caqui del patio del vecino, las luces del almacén
de instrumentos eléctricos, se mezclaron para después aclararse poco a poco y
reencontrar su perfil y su lugar. En el diván estaban los periódicos del día anterior
tirados de cualquier manera. El ojo de Zana leía automáticamente una y otra vez las
Nueva reunión del Gobierno. En uno de los descansos, uno de los secretarios del
Primer Ministro tomó para imprimir y distribuir una orden breve: «Urgente. Secreto.
A las direcciones generales de todas las instituciones centrales y grandes empresas.
En relación a la nueva situación creada, debe hacerse lo imposible para conservar la
sangre fría. Se debe tener particular cuidado de no causar nerviosismo ni
Beni había quedado con Iris en «aquel banco» del parque a las cuatro. En un cruce
estuvo a punto de que le atropellara una de las motocicletas que circulaba a una
velocidad endiablada. Beni se echó a un lado. La moto también. Alguien gritó ¿dónde
tienes los ojos?
En lugar de estar contento por la cita, Beni sentía una especie de abatimiento en
todo su cuerpo. En su cerebro martilleaba el ritmo de una danza, de una fiesta del año
pasado, en que esperaba sacar a bailar a una chica que no llegaba nunca.
Los autobuses pasaban llenos hasta los topes. Tras los cristales, ojos, orejas,
cabelleras, manos, que parecían metidos en una lata de conserva. ¿Qué hace esa
gente, pensó Beni, con todas esas manos? El reloj avanzaba lentamente y se le
ocurrió telefonear a Maks para consumir, al menos, unos minutos. Hacía una semana
que no se veían. ¡Hola, Maks!, dijo en voz baja, soy Beni, ¿qué haces? Del otro lado
del hilo, más dinámica de lo normal, llegaba la voz de Maks. Le decía que mañana,
por la mañana, la mitad de los jóvenes de la empresa donde estaba de prácticas se
iban a roturar nuevas tierras durante dos o tres semanas. Maks también partía. ¿A
dónde?, preguntó Beni. Al norte, a las zonas más apartadas. Nuevas tierras, dijo para
sí tras colgar el auricular. Era la segunda vez que escuchaba esa expresión. Algo
estaba ocurriendo y él no sabía nada. No había querido preguntar a Sala, porque sus
tonterías le revolvían la sangre. La última vez había fantaseado sobre la supuesta
posibilidad de reforzar la amistad con Turquía. Ya está bien, idiota, le dijo Beni.
Seguro que se trataba de murmuraciones que escuchaba el viejo de Sala en algún café
donde se reunían antiguos musulmanes.
Eran las tres y media. Se dirigió despacio hacia el parque. Casi no tenía tabaco.
«Aquel banco» estaba frío. Habían vaciado el agua del estanque y su fondo estaba
lleno de verdín. Beni se subió el cuello de la cazadora. De repente pensó: mejor que
no venga. Eran las cuatro menos cinco. No tenía claro por qué, mas deseaba que no
viniera. Sala le había dicho que, en la calle de Dibra, Tori se burla de Beni a sus
espaldas, dando a entender que este sale con las chicas que él le deja. Aunque sabía
que mentía, la sombra de Tori entre él e Iris le sacaba de quicio. Creía que primero
debía ajustar cuentas con Tori, después ya podría salir libremente con Iris.
Junto al estanque, paseaba del brazo una pareja de ancianos. Lo que más
preocupaba a Beni era que sus amigos se enteraran de lo que sentía por Iris. En
realidad ni él mismo sabía qué sentía por la muchacha. Que sea lo que quiera,
pensaba, solo que no sea amor. En su pandilla, todos tenían vergüenza del amor. El
Al llegar al 141, Rrema solía descansar un poco, dejaba el palo de la escoba apoyado
en el hombro y encendía un cigarrillo. La mayor parte del trabajo ya estaba hecho. Le
quedaban los dos cruces principales, uno de los cuales le daba bastante que hacer,
sobre todo en verano, cuando las niñas tiran al suelo los envoltorios de los helados.
En la acera de la derecha blanqueaban aquí y allá, no muy pisoteados aún, las
entradas de la última sesión del Cine de Invierno. Acabó el cigarrillo, tiró la colilla
delante de la escoba y la empujó hacia el montón de cientos de colillas de gente
desconocida. Hacía mucho frío. Rrema se inclinó en la acera de la derecha, recogió
una entrada del suelo y, girándola a la luz de un escaparate, intentaba descifrar el
horario de la sesión. En la entrada, estaba escrito 21.15 y Rrema leyó en voz alta dos
mil ciento quince. ¡Bah!, exclamó, nunca aprenderé este nuevo modo de escribir las
horas. La noche pasada había gritado a su hija por llegar tarde a casa. Ella le dijo que
había ido al cine, pero no la creyó. Yo me sé todos los horarios de cine y de teatro,
aunque no haya teatros en mi calle, le dijo a voces. En realidad, no sabía ningún
horario, ni de día ni de noche. Para él, el día era algo pálido, lejano y sin interés. Le
resultaba tan desconocido como la cara oculta de la luna. A veces, muy de tanto en
tanto, cuando tenía que salir de día por la ciudad, se sentía un perfecto extranjero,
como en el exilio. Se adueñaba de él una profunda apatía y se iba derecho a casa.
Estaba convencido de que la verdadera cara de una ciudad solo se descubre de noche,
por los testimonios y los innumerables hechos que deja en sus calles y plazas.
Rrema le dio fuerte a la escoba. Se acercaba a la acera de la izquierda. Desde
lejos distinguió un brillo de cristales. Ya han roto la luna de la farmacia, se dijo al
acercarse. Empezó a empujar con la escoba los trozos de cristal. Se ha muerto
también la serpiente, dijo en voz alta al ver un trozo del cristal roto con la cabeza de
Raboja contó las campanadas del gran reloj de la ciudad. Cinco, se dijo, amanece.
Llevaba ya rato despierta. Se levantó sin hacer ruido, echó un vistazo a Mira, por si
estaba destapada (su mano tocó sin querer el cabello suave de la muchacha) y salió de
la alcoba. La cocina estaba fría y casi a oscuras. Encendió el hornillo eléctrico y puso
el cacillo del café. Permaneció un rato de brazos cruzados. Luego, lentamente, salió
de la cocina y, tras dudar un momento ante la puerta del dormitorio de Beni, la abrió
con cuidado. La puerta chirrió. La cama de Beni estaba vacía. Cerró y se quedó allí
un buen rato. La alcoba de Besnik estaba enfrente. Apoyó la mano en el picaporte y
empujó hacia abajo. Entornó los ojos para ver mejor en la semioscuridad del cuarto.
En el diván donde a Besnik le gustaba leer por las tardes, medio tumbado en una
posición poco natural, con la cazadora sobre los hombros, dormía Beni. El otro, en su
cama, tenía la cabeza apoyada en el brazo. Raboja cerró la puerta y fue a la cocina. El
cacillo del café estaba hirviendo con un rumor de paz. Tras los vidrios de la ventana
clareaba la mañana. Sobre los tejados mojados, estaban clavadas como lanzas cientos
de antenas de televisión. Presiento guerra, dijo Raboja para sí. Últimamente, los
hierros de las antenas sobre los tejados se multiplicaban y multiplicaban febrilmente.
Besnik y el marido de Zelka habían estado hablando toda la tarde de cosas siniestras.
Y luego, como si eso no fuera suficiente, apareció el ojo amoratado de Beni como un
mal presagio. Cuánto le había asustado ese ojo rígido, incomprensible. Hace tiempo
que no comprende bien muchas cosas. Esos hierros sobre los tejados han hecho el
mundo difícil. Y luego… Beni con un ojo. Evocó un viejo recuerdo, tenue, difuso
como la niebla por el paso del tiempo. Era un ojo igual, en su boda. Un músico que
tocaba el clarinete con un ojo cerrado. Ella, vestida de blanco, de novia, sin carne, sin
miembros, sin peso, un soplo de aire entre los ruidosos invitados, entre el sudor y los
zapatos claveteados, y frente a ella, a varios pasos, el clarinetista con un ojo cerrado.
Justo a la mitad del invierno se observó que a los pies de todas las estatuas, ante las
placas conmemorativas y las tumbas de los caídos en la guerra, o de militantes
muertos después de la Liberación, habían aumentado las coronas y ramos de flores.
Pero, para asombro de propios y extraños, aparecieron también flores en las
tumbas de burgueses y curas conocidos, tumbas que nadie había visitado en muchos
años. Una corona, como tirada al azar, apareció a las afueras de Tirana, justo en el
lugar donde había estado la tumba de la reina madre.
Parecía que, como en la vigilia de cualquier enfrentamiento, cada parte buscaba,
entre otras cosas, el apoyo de la tradición: una parte, de los mártires; la otra, de sus
propios muertos.
Besnik atravesaba por segunda vez el amplio patio de la fábrica Friedrich Engels.
Dudó unos momentos ante la puerta de un taller; luego, se dirigió al comedor. Hacía
casi una hora que buscaba al secretario o al vicesecretario del partido o, al menos, a
uno de los miembros del comité, pero no había manera. Debía hacer la semblanza de
varios obreros, más que semblanza, debía entrevistar a varios obreros comunistas. El
jefe de redacción no lo había dejado muy claro. Se necesita algo entre la semblanza y
la entrevista, había dicho, y, sin dejar que Besnik pidiera aclaraciones, había
proseguido: creo que entiendes lo que pretendo. Quiero algo con fuerza sobre la voz
de los obreros, me comprendes, pase lo que pase, en cualquier situación, la clase
Caminando por la calle principal, Liri repetía en su mente lo que le diría al redactor
jefe. Cuanto más convincentes le parecían los argumentos, más apretaba el paso. Dos
horas antes, cuando le pidió la cita para un asunto familiar, por la voz le juzgó
Entre tanto, las piernas de Besnik, felices al haberse hecho cargo de todo el cuerpo,
mostraban un celo excesivo, como ocurre a veces en una casa cuando se produce una
desgracia y ciertas personas, apartadas hasta ayer, se reaniman de repente tomando la
situación en sus manos. Atravesó la estrecha calle de Lord Byron con sorprendente
rapidez, salió a la calle 28 de Noviembre, entró en el bar Crimea, donde tomó un
coñac, cruzó por el centro de la plaza de la Alianza de la Clase Obrera y el
Campesinado, y salió a las de las Barricadas. Todos los bares de esta calle estaban
llenos y, sin saber cómo, se encontró en la calle de Dibra. Entró a un bar pequeño
donde se tomaba café exprés de pie. Apoyado en la barra, un hombre con los brazos
extraordinariamente largos volvió su cara alargada y murmuró: bebe, querido, bebe.
Era un rostro conocido, mas Besnik no respondió.
Apuró la copa de coñac, tomo el café de dos o tres sorbos y salió.
—Nadie te hace caso —dijo el urbanista.
El camarero le miró con lástima.
—¿Qué día es hoy?
—Catorce de enero —respondió el camarero.
—Hoy es un día negro para mí —dijo el urbanista—. Acuérdate, hoy, catorce de
enero, esta calle… fue… fue… bombardeada salvajemente.
El camarero soltó una carcajada. Un cliente que tomaba café en un rincón rio
también.
—Reíd —dijo el urbanista—. ¿No veis las ruinas? Yo sí las veo.
Continuaron riendo. El urbanista tiró el dinero en la barra y se marchó. Sentía
mareos. Le habían notificado la anulación de su proyecto de remodelación de la calle
de Dibra. Las veo, pensó. Había construido previamente los edificios en su
imaginación, en soledad, y ahora los lloraba en soledad. Las reconozco, se dijo. Son
como las ruinas de Vietnam. Aún más horribles.
—Solo que no haya qué ahorrar —decía en ese momento Ana Krasniqi a sus amigos
en el apartamento número 62, escalera cuarta, del edificio 215 de la calle Tres
Héroes, donde había ido de visita con su marido—. Creedme, lo que más odio en el
mundo es tener que ahorrar.
Viktor Hila, el anfitrión, sonrió. Es sincera, pensó. Por unos momentos contempló
el cabello, los ojos, el cuello de ámbar, todo su cuerpo etéreo, esbelto, casi
transparente de amor, según decían, y se repitió: es sincera. Viktor era uno de los
pocos que no creía en las habladurías que corrían sobre Ana.
El marido de Ana, Frederik, contemplaba pensativo los vasos medio llenos de
Riesling blanco. De cara ruda, pelo corto, se le podía tomar más por deportista que
por asistente de la Facultad de Historia y Filología. La tormenta estallaba una y otra
vez entre los dos, más a causa de la ligereza de ella que de los celos de él. La última
pelea había tenido lugar unos días antes de Año Nuevo, cuando Frederik encontró en
la mesita de noche de Ana, entre la ropa interior, el último libro de Skënder Bermema
Esa misma noche. Las veintitrés y cinco. Casi una tercera parte de la población de
Tirana dormía. La temperatura había descendido dos grados. El crítico literario C. V.,
de 31 años, casado, con una úlcera crónica de estómago, autor de dos volúmenes de
poesía recibidos con total indiferencia por los lectores y el mundo literario, encendió
de nuevo la estufa eléctrica. Trabajaba mucho aquellas semanas, sobre todo por la
noche. Pensaba publicar una serie de artículos sobre algunas tendencias recientes en
literatura. Sobre la mesa tenía un montón de libros publicados en los tres últimos
años. Estaban todos repletos de subrayados.
Después de fracasar en la creación literaria genuina, C. V. se había lanzado a la
esfera de la crítica. Pero aquí tampoco le iba muy bien. Se decía que sus artículos
eran meras adaptaciones de aburridos estudios soviéticos sobre el realismo socialista.
Tras un largo período de abatimiento, C. V. se había reanimado en las últimas
semanas, nada más empezar los rumores sobre la reunión de Moscú. Cuando
aparecieron en la prensa los primeros artículos teóricos sobre el revisionismo
mundial, C. V. pensó inmediatamente que había llegado un momento propicio para él.
Podía armar revuelo sobre algunas tendencias erróneas, podía hojear con impaciencia
cientos de páginas de prosa y poesía a la caza de errores calificados de ideológicos y
luego, en el momento que creyera oportuno, dar la voz de alarma. C. V. lo había
calculado todo. Cuantas más sospechas recayeran sobre los demás escritores, más
firme sería su posición como detector de errores y abanderado de la lucha contra
ellos. Todo estribaba en encontrar el máximo de ejemplos, mas resultaba difícil. La
literatura, en general, gozaba de un marcado espíritu militante y era una tarea ardua
encontrar en los libros los errores que buscaba C. V. A pesar de todo, se aplicaba a
Mientras Skënder Bermema devoraba con pasos largos y rápidos las calles nocturnas,
desde la terraza de la embajada de un país socialista, la antena emitía radiogramas
cifrados. Como todo texto en cifra, una vez transcrito parecía el balbuceo de un loco
encolerizado. X00-28 blz krah 191uhh 1031 krm 33 1gor. Sobre todo el continente
reinaba el mal tiempo, tormenta y lluvia, mas las cifras hallaban vías certeras en
medio del caos.
Esa misma noche. Calle de los Pinos número 57. Un hombre recordaba el cruce de las
calles de Correos y Lord Byron, la plaza del Guerrillero Desconocido, la plaza de la
Independencia, las aceras de la calle Friedrich Engels, la plaza de la Alianza de la
Clase Obrera con el Campesinado. Todo desierto a esas horas de la noche. A lo largo
del día, en estos lugares se habían repetido centenares de buenos días, buenas tardes,
buenas noches, pensó el hombre en posición horizontal sobre un diván, con las manos
en la nuca, en una habitación fría, en el piso bajo del número 57. Los bucles rojizos y
los pómulos escasamente salpicados de pecas acentuaban lo afilado de su rostro.
Ellos dicen sin cesar buenos días, buenas noches, etc., como si supieran que las
tardes, las mañanas, las noches y los días no fueran buenos y pretendieran suavizar el
duro destino, se dijo.
En el techo, durante largo tiempo sin pintar, la cal estaba absolutamente
cuarteada.
La plaza de la Alianza es la más adecuada para comenzar la masacre, pensó. La
disposición de los edificios de las esquinas, el empedrado y los bordillos de las aceras
donde golpearían las cabezas de los arrastrados, los escaparates cuyas lunas saltarían
hechas añicos a las primeras ráfagas, daban la impresión de estar construidas allí
expresamente para la masacre. Seguro que el arquitecto que diseñó la plaza, allá por
el año 1947, lo había tenido en cuenta. Fue, con toda seguridad, un desclasado como
yo, pensó el hombre tendido en el diván.
Desde hace tiempo, ha venido dándole vueltas a la masacre de la venganza en su
cabeza. Hasta ahora, sin embargo, lo había imaginado de una forma demasiado vaga,
—Brr, qué frío —exclamó Ana Krasniqi, ahogando un bostezo—. ¡Buenas noches,
Viktor! ¡Buenas noches, Shpresa!
Había pasado la medianoche cuando Besnik regresaba a casa. Desde lejos vio los
ventanales del bar Krimea. Era el único bar abierto a esta hora en la calle 28 Nëntori.
Los cristales estaban recubiertos de vaho. Besnik detuvo sus pasos, dudó unos
instantes, después entró. Había mucha gente que tomaba café o coñac de pie, con los
codos apoyados en la superficie negra de las mesas o en la barra. La cafetera parecía
un gato blanco que resoplaba una y otra vez, emitía quejidos o silbidos dependiendo
de la manipulación a que la sometiera la mano de uno de los camareros. Besnik fue
derecho al mostrador de cristal tras el que la cajera, con una expresión pensativa en
los ojos, contemplaba el bar. Separada de la sala por un muro de vidrio, desde su
media altura fría, sombría, casi azulada por el reflejo de los cristales, evocaba la
imagen del comentarista de una obra de teatro que se limita a emitir juicios sobre lo
que ocurre ante sus ojos. Besnik sintió indirectamente su mirada, arqueó sin querer la
ceja derecha y, con un sentimiento de culpa, sin mirarla, dijo:
—Un coñac.
La registradora hizo un ruido seco. En su pequeña ventanilla saltaron curiosas las
cabezas de las cifras. Besnik sabía que bebía inútilmente, sin el menor deseo. Bebía
solo por respetar la existencia del bar de la noche a lo largo de la calle. Pero no era
esta la única razón. Desde el día en que riñó con Zana, sentía que entre él y todos los
bares de Tirana se había creado una relación nueva. Más que una necesidad interna, el
hecho de frecuentar bares era una especie de obligación, cierto respeto a la tradición.
No podía hacer otra cosa. No podía beber leche. Sería una falta de respeto a sí mismo.
Empujó la puerta y salió. Se sentía tranquilo. El aire era húmedo. La estatua del
Guerrillero Desconocido parecía estar bajo la lluvia. Recordó la inundación.
Una vez en casa, abrió el frigorífico y contempló un momento el quieto letargo de
los pequeños paquetes de mantequilla, los huevos, los limones y un trozo de carne
fresca en el interior limpio, color hielo de la nevera. Lo cerró y se dirigió a su alcoba.
El sueño le venció enseguida.
Se despertó al sentir un suave toque en el hombro.
—Besnik —le decía Mira, inclinándose sobre él. Notó entre sueños el aroma
agradable del dentífrico y seguía sin entender nada—. Besnik, te llaman por teléfono,
del periódico.
—Hoy tengo descanso, déjame en paz.
—Pero dicen que debes ir sin falta, que es urgente —reiteró Mira levantando
levemente la voz.
—No, no —dijo y se volvió a dormir.
Mira cogió el teléfono.
—Hoy tiene descanso —dijo con timidez. Pero, al parecer, al otro lado del hilo le
debieron decir algo fuerte, porque frunció el ceño. Corrió hacia Besnik y empezó a
Se han ido todos, pensó Zana. Eran las tres. A las cuatro, solía haber gente en casa,
por eso se notaba más que se habían ido. Liri estaba en una reunión del Partido,
Kristaq había marchado al lugar de la inundación. Hace dos días que todos parten
hacia allá, a la zona de la inundación. Seguro que él también está allí. De un tiempo a
esta parte, Zana había sustituido en su memoria el nombre de Besnik por el
pronombre él. La sombra iba sustituyendo al hombre.
Mark no tardaría en llegar para la lección de francés. La radio emitía música
ligera. Se acercó al frigorífico, lo abrió y, con un movimiento como de sonámbulo,
sacó la botella de coñac.
Dentro hacía calor. Tras las ventanas, el día invernal había envuelto el mundo de
un gris infinito. Era un cielo árido, saturado de una gran ausencia. Al marcharse, él se
había llevado una parte del universo.
Zana vertió coñac en una pequeña copa. Por un momento la mantuvo en la mano,
clavando los ojos en la ventana. Luego bajó la vista a la copa, como extrañada de
encontrarse con aquel trozo de vidrio entre sus dedos.
Alrededor de las tres de la tarde, llegaban a la periferia de Tirana por la carretera del
sur. La calzada estaba cubierta de lodo. El barrizal de la inundación, arrastrando
cientos de kilómetros por miles de ruedas, atravesando ciudades desconocidas, se
había acercado con osadía a la capital. El viaje había sido difícil.
Al ver los cables telefónicos tendidos fríamente sobre las tierras labradas de
granjas y cooperativas, Besnik no se sorprendió de que estos hilos, que pasaban sobre
Fuera, el fuerte viento, después de haber rasgado las puntas de los carteles del teatro,
mordía todavía sus extremos, como si quisiera arrancar los pedazos donde se
anunciaba el horario de las funciones y, más aún, hasta los nombres de los autores e
incluso el mismo título.
—O sea, que la segunda rebelión albanesa fracasó —seguía explicando el hombre
alto a su compañero—. ¿Has pensado alguna vez por qué?
El otro le miraba con la vista tan sesgada que le hubiera resultado imposible ver a
una persona que tuviera delante.
—En tiempos de Skanderbeg, Albania mantuvo la sublevación durante treinta y
cinco años consecutivos contra la superpotencia turca, aunque entonces ese imperio
Pashaliman
El jabalí era de verdad terrible, pero, como se sabe, tenían un defecto, no podía doblar
el cuello. Así que, el gladiador podía esquivar fácilmente su horrible hocico. Pero si
se dejaba tocar… Mientras se agitaba en la cama sin poder dormir, Beni pensaba en
todo tipo de cosas.
—¿No puedes dormir? —preguntó una voz en la cama de la derecha.
—No —respondió Beni.
—Yo tampoco. ¿Eres de Tirana?
—Sí.
—Yo soy del sur. ¿Habéis llegado hoy?
—¡Ajá!
—Nosotros llevamos aquí tres días.
La compañía era alargada y fría. Beni se había tapado media cabeza con la manta.
—¿Os han explicado la situación? —preguntó poco después la voz.
—No —dijo Beni—. Todavía no.
—Seguro que lo harán mañana.
—¿Y a vosotros?
—A nosotros sí.
—¿Y qué, cómo está la situación?
El vecino se removió en la cama.
—Grave —dijo al poco.
—¿Tienes tabaco? —preguntó Beni.
—No. Tengo una botella pequeña de raki. ¿Quieres?
—Bueno. ¿De dónde la has sacado?
El vecino se movía de nuevo en la cama. Después, Beni sintió que su mano se
alargaba en la oscuridad.
—Me la metió el viejo en la bolsa. Toma.
Beni alargó la mano y primero tocó el codo del vecino y luego la botella. La
tomó, quitó el tapón y echó un trago.
—Gracias —dijo, devolviendo la botella en la oscuridad. Se escuchó un ruido
suave. Al parecer, el otro también echaba un trago.
Pisando descuidado entre los barracones, Beni se dirigía hacia donde tocaba la
orquesta. Todas las ventanas del club estaban iluminadas. Partículas amarillas de luz
habían caído alrededor sobre los charcos como adornos tirados al azar. Había en ellas
cierta nostalgia callada. Pasaron fugaces por su mente todo tipo de puertas de hierro
de residencias femeninas, ante las cuales nunca faltaban estos charcos, con esa
bisutería ahogada en ellos y una orquesta en el fondo, más allá de la vejez de un
conserje.
Se acercó a los cristales de las ventanas de la planta baja y miró al interior.
Bailaban. El vaho de los cristales convertía las figuras humanas en una masa viscosa
que continuamente se ondulaba, goteando aquí y allá, ojos, cabelleras y extremidades.
Todo parecía pegado como una cera. Amistad, dijo para sí. La música contenía algo
corrosivo. Sintió añoranza de Tirana. De la ciénaga venía un viento húmedo. Se
separó de los cristales y rodeó el edificio buscando la entrada.
Dentro hacía calor. El pasillo y las escaleras que conducían al primer piso estaban
llenos de oficiales, soldados y algunas mujeres. La puerta de la sala de baile estaba
abierta y desde el pasillo se podía ver a los bailarines. Allí estaba el bar. En pequeñas
mesas y en la barra, la gente tomaba café y coñac. También había mujeres. Beni se
acercó a la barra y esperó su turno. No sabía qué pedir. Cigarrillos, quizá. Tenía la
mente en blanco. Quizá por la música, quizá por la batahola.
—¿Vas a tomar coñac? —le dijo alguien a su lado, en un albanés macarrónico.
Beni volvió la cabeza. Era un soldado ruso de ojos redondos, con pequeñas pecas
entre la nariz y los ojos. Llevaba la gorra de cualquier manera.
—Cigarrillos —contestó Beni.
—Ya, cigarrillos. Pensé que tomarías coñac.
—No.
—Yo tampoco bebo —dijo el soldado ruso—, pero hoy he decidido
emborracharme. ¿Por qué?, te dirás. —Dio un golpe a su gorra con la mano derecha,
echándola a los ojos—. Por nada.
—¡Hm! —exclamó Beni. Recordó el consejo de guardarse de los provocadores.
—En realidad, tengo un motivo. Hoy he recibido carta. —Metió la mano en el
bolsillo del pantalón y sacó una carta arrugada—. Carta de Moscú, de mi amada. La
carta es completamente normal. Querido Yurchka, te añoro mucho, y bla, bla, bla, y
cuando regreses iremos otra vez a Nieskuchni Sad y te envío abrazos y besos… todo
normal, hermano, pero sin embargo, ah, sin embargo tuve un presentimiento. En
El cielo, que toda la semana había estado encapotado, se abrió en dos o tres puntos,
como para respetar la costumbre de los domingos. El mar, en un intento de emular al
cielo, había formado aquí y allá líneas blancas de espuma que lo tornaban más ligero
y asequible a los humanos. Más esto no duró mucho. El cielo se cubrió en seguida.
Las líneas de espuma del mar se ensombrecieron y hacia las nueve desaparecieron
por completo. Ahora ambos, cielo y mar, retirados a su neutralidad, se tornaron
completamente ajenos.
Era la primera mañana que los reclutas llegados, albaneses y rusos, tenían unas
horas libres. La calle número 1 de la Costa, el bulevar del Pantano, la calle del Teatro
(así se llamaba el caminillo que discurría junto a las excavaciones del anfiteatro), el
espacio vacío entre el puesto de guardia y el pantano, estaban llenos de voces y pasos
descuidados. Beni y unos cuantos compañeros paseaban por el «poblado ruso». En
los porches de las casas nórdicas de madera jugaban niños pequeños.
—Mira, Yelena Grachova —dijo uno de los reclutas.
Estaba en la ventana, mirando hacia la calle. Se diría que dentro de su cuerpo, en
algún punto entre las costillas, o más abajo, ardiera plácidamente un fuego cuyos
destellos se reflejaban sesgados en la superficie de los ojos. Mas en ese instante vio a
los soldados y sus ojos se apagaron de súbito. Los miró casi con miedo.
—Y tú me has dicho que la has besado —dijo Beni a un recluta que había
conocido dos días antes—. Pues ni siquiera te ha mirado.
Aún no había amanecido del todo, cuando Beni salió a la calle. Hacía un frío
húmedo. Aquí y allá, en las casas se habían encendido las luces, mas estas, en lugar
de resaltar la estructura de la calle, la distorsionaban casi por completo. Había niebla.
Beni atravesó la desierta Plaza de la Alianza, escuchando el eco de sus propias botas
que venía de los extremos como de una realidad con otras proporciones. La idea de
que aquella mañana le faltaba su padre le llegó fría, también como de otra realidad,
en la que el tiempo era único, indiviso en días, noches, tardes y estaciones. Quizá
fuera así el tiempo de la muerte, una bruma enorme, negra, en bruto. Vio a lo lejos los
cristales del bar Krimea débilmente iluminados por el amanecer. Penetró en él sin
pensarlo. En las pequeñas mesas, algunas personas con los hombros encogidos por el
frío tomaban café. Alguien, mientras fumaba en pipa, leía un periódico que no se
entendía dónde podía haber comprado tan temprano.
—¿Hay algo? —preguntó un hombre menudo desde la mesa de al lado.
—No —dijo el otro sin volver la cabeza.
Hacia las once, Besnik entró en el Comité de Tirana para entregar el carnet del
Partido de Struga. En la sala había gente. El primer secretario no recibe hoy, le decía
a alguien el funcionario de servicio. ¿Usted, compañero?, se volvió a Besnik.
—Yo… a protocolo… para entregar el carnet…
—¿Por… fallecimiento?
Besnik dijo «sí» con la cabeza. Al encontrar los ojos del otro, que le miraban con
ternura, añadió:
—Mi padre.
—¡Lo siento, compañero! —Sin dejar de mirarle, le indicó las escaleras con la
mano.
—Segundo piso, puerta once.
Besnik subió la escalera despacio.
El funcionario, tras hojear el carnet, levantó la vista de la pequeña fotografía
dirigiéndola a la cara de Besnik.
—¿Su padre?
—Sí.
—¡Lo siento, compañero!
—¡Gracias! —respondió Besnik.
El funcionario abrió un registro grueso, donde escribió el nombre de Xhemal
Struga, las fechas de nacimiento y muerte, y el número de carnet.
—Firme aquí, por favor —le dijo a Besnik.
Besnik estampó su firma.
—¡Lo siento! —repitió el otro, cuando vio que Besnik permanecía aún de pie.
Besnik esbozó algo parecido a una sonrisa, como diciendo «qué le vamos a
hacer» y, tras saludar con la cabeza, abandonó la oficina.
Afuera el aire tenía una gelidez nívea. En el jardín de al lado, unos obreros del
servicio comunal pintaban los bancos y la cancela de hierro.
Beni viajó todo el día en varios vehículos. Cuando llegó a Pashaliman, la base estaba
en estado de alerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Beni en el cuartel.
—No sabemos nada. Alarma. ¿Y tú, dónde estabas?
—En Tirana.
—¡No bromees!
—Ha muerto mi padre.
—¿De verdad? Lo siento.
El pequeño grupo que le rodeaba permaneció un rato silencioso.
—¿Y aquí? —preguntó Beni.
—¿Qué? No sabemos nada. Estado de alerta.
—Tú debes dormir ahora —dijo el centinela—. A las doce tienes guardia.
Burócratas… han vencido…, murmuró Zheleznov por décima vez. Dos horas antes,
por medio de un radiograma, había recibido la orden de abandonar la base de
Pashaliman llevándose todas las naves. La orden definitiva llegaría más tarde. En el
radiograma se subrayaba que la marcha podía efectuarse por la fuerza o
subrepticiamente, por sorpresa. Zheleznov debía estar preparado para las dos
alternativas.
A escondidas, pensó Zheleznov. Eso faltaba, que huyera a escondidas, como un
ladrón. Sonrió amargamente. ¡Qué no parirán las mentes de los burócratas!
Tenía delante el mapa de la base. Debía prepararse. Para la huida. Buscaremos
Vlora, pensó. Buscarían Vlora deambulando sin rumbo por aguas del Mediterráneo,
sin encontrar nunca refugio en sus costas. Erraremos por el Mediterráneo como judíos
por el desierto.
De todas formas, debía prepararse. Debía preverse todo lo que pudiera suceder en
el momento fatal de la separación. La acción para ocupar los submarinos y buques de
tripulación conjunta debía ser relámpago. Podía darse, sin embargo, que los albaneses
se retirasen dócilmente. A fin de cuentas, deberían alegrarse de que los submarinos de
Las luces eran escasas en el bulevar del Pantano y en la calle del Teatro. Asimismo
había luz en las dos plantas del edificio del Estado Mayor. El resto de la base estaba
sumido en la oscuridad. Justo en la parte oscura tenía los ojos clavados Belul
Gjonomadhi. Había descendido por la ladera de la montaña hasta el límite de la base
y acechaba. En la zona oscura de la base había unas lucecillas rojas, azules, verdes,
que titilaban discretas en la lejanía. Creía que aquellas luces le hacían guiños y se
burlaban. En algún punto entre aquellas luciérnagas debía encontrarse el… radar.
¡Uf!, exclamó para sí Belul Gjonomadhi.
Dos días antes, en el café de la aldea, se había vuelto a hablar de la base. Se
dijeron cosas increíbles. Se escucharon palabras alarmantes. Al principio no quiso
mezclarse en la conversación. Se sentía ofendido por la base desde que, el viernes de
la semana pasada, se acercó por casualidad a las alambradas y los centinelas le
echaron con cajas destempladas. Se sentía brutalmente ofendido. Regresó a la aldea
desolado, con un nudo en la garganta que iba creciendo como si pretendiera ahogarle.
¡Ojalá no vuelva a oír el nombre de Pashaliman!, se dijo entonces. Sin embargo,
anteayer, en el café de la aldea, las palabras fueron demasiado preocupantes. Por la
noche se despertó bruscamente. En los oídos tenía un antiguo lamento de plañideras.
Sacudió la cabeza para deshacerse de él y se diluyó, desapareció. Entonces
comprendió que se trataba de un sueño.
Presa de alarma, se levantó. Voy ahora mismo, dijo para sí, a ver qué ocurre. Se
vistió en silencio, se echó la pelliza a los hombros y salió. La noche era fría, cerrada.
Durante dos horas descendió por las veredas hasta llegar a la alambrada. El viejo
plañido seguía en su oído:
Levántate, hermana,
Que no tendremos Pasha mañana.
porque Belul sabía que en el encuentro con el radar moriría. Antes de entregar su
espíritu, el radar lograría dar muerte a su atacante. Belul se alcanzaba a imaginar con
qué le golpearía el radar. Esto era un enigma. Tampoco sabía cómo quedaría su
cuerpo después de muerto. Imaginaba las heridas provocadas por el radar, puntos y
rayas fosforescentes sobre el cuerpo, parecidas a rayos, lucecillas y manchas
fulgurantes de una belleza misteriosa y lejana. ¿Qué nos has hecho, Belul?, le dirían
la mujer, los amigos. Toda la vida hemos muerto de bala, y tú, ¿dónde encontraste
esta muerte? Ya desde ahora lamentaba Belul que no tendría posibilidad de decirles:
Escuchad, compañeros; escucha tú también, mujer. Lo que hice no lo hice por
aparentar ni por pavonearme. Ya quisiera yo haber muerto de un disparo, como
hemos sido muertos toda la vida, pero se me presentó esta muerte y la acepté.
Había pasado la media noche. Aunque el muelle de cemento estaba iluminado por
dos bombillas desnudas, Beni sentía los párpados pesados por el insomnio. El ruido
de las cuatro gotas era monótono, como el tic-tac de un reloj. El otro centinela (Beni
para sus adentros le llamaba Iván) hacía el mismo movimiento. Caminaban uno frente
a otro, se cruzaban sin mirarse, se alejaban en direcciones opuestas y de nuevo se
volvían cara a cara, casi al unísono, como en un duelo.
A ambos lados del muelle, semihundidos en el agua negra, se dibujaba la silueta
negra de cuatro submarinos. No salía de ellos ningún ruido, ninguna luz. Sin
embargo, Beni sabía que en cada uno de ellos había cuatro centinelas, dos albaneses y
dos soviéticos, que se observaban mutuamente cada minuto, cada segundo. Cuatro
pares de ojos, manos, armas. El quid de la cuestión radicaba en que no entrara un
quinto en los submarinos. El quinto podía dar la vuelta a la situación. Ellos dos, Beni
e Iván, cuidaban de que no se presentara el quinto. Beni sabía que hacia la derecha,
A las 10.15, las baterías costeras de Karaburun, así como las baterías de la isla de
Sazan, recibieron orden de disparar sin previo aviso y hundir cualquier navío de
superficie o submarino que intentara salir de la base de Pashaliman. Se declaraba el
bloqueo de la base.
Las horas pasaron bajo un sol anónimo, casi prehistórico, que parecía alejarse hacia la
época del mamut. Los rumores comenzaron a mediodía y continuaron por la tarde. Se
decía que se habían impartido algunas órdenes y que otras habían sido anuladas, que
se esperaba la finalización de las negociaciones de Tirana y luego… y luego… nada
de lo que podía ocurrir se sabía con seguridad. Si se llegan a enfrentar los submarinos
en un lugar tan estrecho, será catastrófico, le decía uno a su compañero, señalando
con la mano las ruinas del anfiteatro, como si los submarinos estuvieran allí. No creo
que la cosa llegue a tanto, respondía el compañero, no obstante… no obstante… hasta
ahora no hubiéramos podido imaginar nada de lo que ha sucedido.
A última hora de la tarde se habló de aniquilamiento mutuo: nos ahogaremos unos
a otros en este círculo cerrado y nadie se enterará de la catástrofe. Cayó la noche. En
los dos estados mayores hubo luz hasta tarde. Hacia medianoche, una luna amarilla
iluminó fugazmente los cuarteles, después el barrizal junto al pantano, transformando
los charcos en monedas de antiguos Estados desaparecidos de la faz de la tierra
tiempo atrás.
Por fin, amaneció. Muchos de los soldados soviéticos no se afeitaron aquella
mañana. Les pareció que era un día en que estaban permitidos las supersticiones y los
presentimientos. El estado anímico era cambiante: de la desesperación a la tristeza.
—No quiero morir —le decía Yelena Grachova a su marido, que había acudido a
verla después de pasar muchos días encerrado en un submarino, donde había soñado
con su cuerpo con un deseo irreprimible, multiplicado por el calor asfixiante de los
motores, refinado por el peligro y afilado por los celos constantes que le perseguían
siempre, como un estado febril, cuando se separaba de ella. Ahora, completamente
apagados, acariciaba mecánicamente partes desmagnetizadas de su cuerpo y repetía:
—No, Lenochka, no.
—¿Oyes la canción? —dijo ella—. Escucha su canción.
La canción se alejaba.
—Lo sé. Se presentó una protesta por esa canción, pero demostraron que es de
mil novecientos veinte.
—Un montón de cenizas —dijo ella con voz apagada—. Tengo miedo. ¿Viste
anoche la luna?
Los cristales de las ventanas iban oscureciéndose.
—Ahora debo irme —dijo él, mientras se levantaba. Minutos después, ella se
acercó a los cristales y siguió con los ojos la marcha por el descampado desierto del
oscuro capote militar que cubría unas extremidades con las cuales estaba ligada desde
tiempo atrás. Por un instante, le pareció del todo irreal aquella criatura difusa que iba
absorbiendo el crepúsculo, mas en ese preciso momento sintió en el centro de su
cuerpo algo de él. Apoyó la cara en el cristal y se le ocurrió que quizá quedara
embarazada. Esta idea deshizo el paisaje en algunos puntos y sintió sueño. Después,
de repente, sin ningún motivo, recordó que todos los niños de la base la llamaban
Helena de Troya y a esa hora del crepúsculo le pareció la cosa más natural. Ella era
una mujer hermosa y se encontraba en una base militar. Luego recordó las palabras
del ingeniero de submarinos: no hay mujer en el mundo que no desee provocar un
conflicto, por insignificante que este sea. En cada mujer hay algo de Helena de Troya,
Beni hacía de nuevo guardia en el muelle. Y de nuevo, a unos pasos, estaba el otro, el
ruso. Era como una pesadilla. La hora del relevo ya había pasado y no llegaba nadie.
Lejos, en el club, se oía la orquesta. ¿Qué significaba la orquesta en una noche así?
Beni dio dos pasos hasta el límite habitual. El otro también. Beni volvió la cabeza
hacia la derecha. El otro repitió el movimiento. Después, el ruso sacudió el brazo
hacia la correa del fusil, y Beni hizo sin querer el mismo gesto. Notaba que el otro se
iba convirtiendo cada vez más en su réplica. Las manos del otro pretendían pegarse a
sus hombros, sus piernas, sus costados. Sentía la proximidad de su cabeza que
intentaba colocarse en su propio cuello. Basta, dijo para sí. ¿Cuándo me libraré de ti?
Varió el ritmo de los pasos, el otro también. Era imposible zafarse de aquella trampa.
Llevaba veintiocho horas sin dormir. La existencia del otro, con una torpeza pertinaz,
resbaladiza como una masa gelatinosa, se alargaba hacia él, para adherírsele. Beni
agitó las manos. Era inútil. Se aproximaba e inflaba. Me vuelvo, se dijo Beni, para
dar el primer golpe. Dio un paso hacia atrás. El otro también. Beni volvió en sí.
Comprendió que era producto del cansancio. La frente del ruso le pareció sudorosa.
Los ojos también. Sin embargo, continuaba deslizándose hacia él. Por un momento
creyó que eran un mismo ser. Un ser bicéfalo, como los que se suponía había en el
pantano, llamado Arbenivan. O Arivanben. Ivbenaran. Ivaranben. Sintió necesidad de
escupir. ¿Cómo puedo separarme de ti? Imaginó un quirófano, donde los cirujanos,
con bisturíes afilados, relucientes, le arrancaban al ruso del cuerpo. Los enfermeros le
anestesiaban. Eran un grupo de jazz que cantaba: «Vlora será nuestra, o será un
montón de cenizas». Beni se dio cuenta de que había dormitado unos segundos. El
ruso también dormitaba. Después, Beni hizo un movimiento que repitió el otro. Todo
se repetía.
La comisión conjunta llegó a Pashaliman a las once. Las formalidades fueron breves.
Todo se había decidido detalladamente en Tirana. La parte soviética hizo una breve
declaración en la que subrayaba que la retención por la fuerza de una parte de los
submarinos y buques soviéticos por la R. P. de Albania era un acto de fuerza que
dañaba seriamente la amistad entre ambos países. La declaración albanesa ponía de
relieve que el robo de una parte de los submarinos y buques albaneses por la URSS
constituía un acto de fuerza que debilitaba el potencial defensivo del campo socialista
y dañaba la amistad entre ambos países. Las declaraciones fueron emitidas en calma
y después se firmaron las actas del reparto de la flota. Zheleznov tenía sueño
continuamente. En las actas estaban registrados los números de los submarinos y los
buques que correspondían a cada parte.
Nada más firmarse los documentos, la tripulación de cada parte comenzó a
abandonar los navíos de la parte contraria. Durante la operación, que duró varias
horas, hubo incidentes por ambas partes, insultos, las últimas amenazas, rotura de
ventiladores de los barcos, lanzamiento al mar de un aparato, el destrozo de una
bandera con un cuchillo por parte de un cocinero. Por todo ello, sistemática y
monótonamente, se hicieron protestas, mas todo era frío, sin efecto ni respuesta,
como en una película muda.
Al salir de los submarinos, los oficiales soviéticos besaban los aparatos, los
torpedos, las barandillas de hierro y, en el último momento, casi no podían contener
las lágrimas.
Hacia mediodía se retiraron los viejos remolcadores, como jubilados requeridos
para una última misión. A la una comenzó el embarque de los soldados soviéticos.
Todos llevaban el equipo completo. A las tres se llevó a cabo el embarque de los
civiles, mujeres y niños, que parecían una turba de refugiados. Una multitud de
mujeres y niños de los oficiales albaneses había salido a la orilla a contemplar la
partida.
—Helena de Troya, mira Helena de Troya —dijo un niño pequeño, señalando
entre el grupo que marchaba a Yelena Grachova. Esta volvió asustada la cabeza y
luego se apresuró hacia la barcaza. El mar estaba encrespado de olas viejas como el
mundo, y ella creyó de verdad que por fin abandonaba Troya.
El Estado y el superestado
La vanguardia, la vanguardia,
burgueses inmundos
mirad cómo viene, cómo viene.
El estudio era amplio y frío. Por el ventanal se podía ver una pista de tenis rodeada de
una verja de hierro. La luz del norte hacía que se notara más el frío.
—Siéntate aquí, junto a la estufa —dijo el escultor, señalando un viejo sofá ante
el cual enrojecía una estufa eléctrica.
Besnik se sentó sin quitarse el abrigo.
—Cuando trabajo no siento el frío —comentó el escultor—. ¿Quieres café?
—Sí, gracias.
El escultor enchufó una cafetera eléctrica. Sin abrigo parecía más fuerte y, en
general, en el taller, totalmente diferente a como era en la calle. Vestido con un jersey
Besnik entró en la redacción solo para ver qué ocurría. No había nada nuevo. Dudaba
si ir o no a casa de Viktor. Últimamente trataba de evitar ese tipo de invitaciones
porque no quería que le preguntaran dónde estaba ella… Zana. Viktor, si lo supiera,
tomaría el teléfono y le diría: Vendrás sin falta, de lo contrario me enfadaré. Viktor le
había dicho que la cena era para celebrar al mismo tiempo su aniversario de bodas y
la inauguración de su nuevo apartamento. Él y su suegra habían entregado dos
apartamentos pequeños para recibir uno más grande, con tres dormitorios y cocina,
que compartirían. Besnik había escuchado casi con sorpresa sus explicaciones.
Cambiar de apartamento, amueblarlo, le parecía ahora algo ajeno. Sin embargo, estas
cosas seguían existiendo como antes.
Sin haber decidido aún qué haría, Besnik subió a la oficina. Sobre la mesa había
un cúmulo de cartas esparcidas, como las había dejado a mediodía.
Normalmente no le apetecía trabajar a esas horas, sobre todo cuando la redacción
estaba casi vacía. Metió las cartas en un cajón de la mesa y salió. El pasillo estaba
silencioso. Al fondo se oía el teclear de una máquina de escribir. Sonaba un teléfono
que nadie cogía.
Descendió las escaleras, dio las buenas noches al portero y salió a la calle.
Caminaba cerca de la Galería de Artes cuando se encontró con Diana Bermema.
Hacía tiempo que no la veía. Su cuerpo pesado contrastaba con el etéreo permanente
Mark regresó del ensayo cerca de medianoche. Al entrar en el patio de la casa, vio
que arriba, en la habitación de Zana, había luz. Encontró la cena fría sobre el hornillo
eléctrico. Comió deprisa sin pensar en ello y, antes de dormir, fue a ver a su madre.
Ella nunca dormía antes de medianoche.
Empujó la puerta del dormitorio y entró. Nurihan había apagado la luz. Encogida
junto a la radio, ella y la radio parecían un solo ser. Nurihan-Philips. La leve luz
verde azulada del dial del aparato se proyectaba sobre su cara, desde abajo, dando a
su mandíbula inferior un aspecto inhumano.
—Buenas noches —dijo Mark, mas ella no le oyó. Se sentó en el viejo sillón y
cerró los ojos con expresión de cansancio. Se sabía de memoria el dial levemente
iluminado, donde los nombres de las capitales del mundo estaban muy cerca, en una
vecindad que provocaba risa.
Nurihan le vio por fin y movió los labios, mas no se separó de la radio. Los
locutores repetían uno tras otro: les ofrecimos las últimas noticias, pasamos ahora a la
previsión metereológica para mañana.
—No me encuentro bien —dijo Nurihan.
Mark le preguntó por sus molestias, mas ella no respondió. Los locutores daban el
boletín metereológico. El invierno, tras aproximarse a los antiguos confines de los
glaciares, sin llegar a ellos, había comenzado a retirarse. Caravanas de nubes
cargadas de nieve y truenos huían hacia el norte.
Luxemburgo, París, Bratislava. Moscú. Montecarlo. Los locutores iban diciendo
«buenas noches».
Poco después, ella apretaría el interruptor de la radio y todas aquellas luces se
oscurecerían al instante. Las voces callarían. Bruselas. Estrasburgo. Tokio. Todo se
convertiría en arqueología.
—No me encuentro bien —repitió Nurihan.
Mark respiró hondo. Repetidamente ella creía que el país se encontraba en el
umbral de una convulsión. Sus esperanzas se apagaban a veces, tan inesperadamente
como resplandecían. Los últimos días, se habían revitalizado como nunca antes. Se
esperaba algo extraordinario.
Wagner, dijo uno de los locutores. El ocaso de los dioses.
Besnik llegó a casa a comer más tarde que de costumbre. Raboja había puesto la
mesa y le estaba esperando. Nunca comía sin él.
—¿Dónde está Mira? —preguntó.
Desde la muerte de su padre y la incorporación de Beni al ejército, para Besnik se
había hecho imprescindible sentir el ir y venir de Mira por la casa.
—Comió y salió con una amiga —dijo Raboja—. Con esa que tiene el nombre tan
raro —añadió tras una pausa.
Con Iris, pensó Besnik. Se pasaban el día llamándose por teléfono y escribiendo
postales a Beni a Pashaliman.
—¿Te sirvo un poco más de sopa? —preguntó Raboja.
Besnik dijo no con un gesto de la mano.
Ella colocó sobre la mesa una cazuela de pescado asado y puso dos trozos en el
plato de Besnik. No tenía apetito, quizá porque había tomado varios cafés a lo largo
de la mañana, sin embargo el pescado le gustó.
Al terminar de comer, Raboja sacó de un cajón del aparador el recibo del alquiler
y de la luz.
—A ver si los puedes pagar hoy, me parece que ha pasado el plazo.
Besnik encendió un cigarrillo y ofreció el paquete a Raboja. Debía decir a Mira
que, de ahora en adelante, tendría que acostumbrarse a esperarle a la hora de la
comida o de la cena.
Raboja había colocado la cafetera en el fogón. Mientras echaba el café en las
tazas, Besnik tuvo la impresión de que le quería decir algo.
Desde la ventana de la cocina se veía el tejado de tejas rojas de la casa vecina,
alrededor de cuyas chimeneas revoloteaban los cuervos. Besnik se extrañó de no
haber reparado antes en la cantidad de chimeneas que tenía aquel tejado.
Raboja sorbía tranquila el café. A lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia.
—Quería preguntarte —dijo Raboja— por qué ya no viene la nuse.
Nunca había llamado a Zana por su nombre, sino nuse. Raboja respiró hondo.
La inauguración de la exposición se llevó a cabo aquel mismo día, a las 17.30 horas.
Participaron en ella un miembro del Buró Político, el primer secretario del Comité de
Tirana del Partido, el ministro de Educación y Cultura, varios miembros del CC y un
cúmulo de personalidades estatales y del mundo literario y artístico. Los agregados
culturales de los países socialistas miraban en torno suyo con el rostro rígido. Faltaba
el agregado soviético.
En las tres salas, los reporteros gráficos se afanaban por hacer el máximo de
fotos, cada cual a su estilo: unos fotografiaban los plafones de la exposición con los
visitantes al fondo, otros, en cambio, fotografiaban a los visitantes con los plafones
como fondo. Tras el grupo de las personalidades, que se desplazaba despacio frente a
las telas y esculturas, caminaba un grupo de funcionarios del Ministerio y de la Liga
de Escritores y Artistas.
Tenían los ojos puestos en el miembro del Buró Político, que contemplaba
tranquilamente las pinturas y de vez en cuando, con la misma tranquilidad, hacía
algún comentario al ministro. Este último asentía con la cabeza y, después, un rumor
recorría el grupo que los seguía: qué ha dicho, qué ha dicho.
Lentamente, por las salas de la exposición, el murmullo de las voces y el aire
caliente iban inundando todos los rincones. Los autores de las obras, con la cara
radiante, iban de un lado para el otro. Involuntariamente, sus oídos captaban
fragmentos de conversaciones, breves silbidos de sorpresa, rechazo o admiración.
Entre los centenares de miradas que se clavaban en cuadros y esculturas, las había
suspicaces, gélidas. Qué significan estas formas, estos colores… Creen que es el
momento de hacer retratos de chicas guapas… Yo sé dónde habría que llevar estas
pinturas…
Entre la multitud, Besnik distinguió a Skënder Bermema.
Cochina lluvia, dijo en voz alta Rrema el barrendero, retrocediendo un paso hacia la
marquesina de la farmacia. Recordó que en la luna, justo a la altura de su hombro
derecho, estaba la serpiente y se echó a un lado. Estuvo un rato rezongando contra la
lluvia, luego se olvidó de ella y comenzó de nuevo a insultar a Jruschov.
Rrema Huta fue seguramente el último albanés en enterarse de la ruptura con los
soviéticos. No solo no supo nada antes de que se publicara en la prensa, sino que no
se enteró ni el miércoles ni el jueves, dos días en que toda la República hirvió de
indignación. La razón era que esos dos días Rrema había tenido descanso para
compensar el trabajo extra de la fiesta del 11 de Enero. Además, justo el miércoles y
el jueves su mujer y su hija habían ido a una boda a Kavaja, así que Rrema estuvo
encerrado en casa cuarenta y ocho horas seguidas. Tuvo conocimiento de lo ocurrido
el viernes, una hora antes de la medianoche, cuando se presentó en el trabajo Rrema,
¿ya te has enterado?, le dijo entonces Dullë Quksi, se acabó Jruschov. ¿Ha muerto?,
gritó Rrema asustado. Peor todavía, respondió Dullë Quksi, nos ha salido rana. ¡Anda
ya!, exclamó Rrema.
De todos los dirigentes extranjeros que habían visitado Albania, Jruschov era a
quien más quería Rrema. Le había gustado su aspecto, su andar de bonachón, las
bromas que hacía en los discursos. Un buen hombre, decía también Dullë Quksi. Me
recuerda a mi padre, que en paz descanse.
Rrema se apretó más contra la luna de la farmacia.
—Hijo de puta —gritó, sin saber bien si se refería al mal tiempo o a Jruschov.
Dos semanas enteras estuvo Rrema haciendo horas extras para barrer las flores que
habían tirado para ti, se dijo. Tantas flores para un canalla…
Estuvo bastante tiempo gruñendo sin parar hasta que, de repente, igual que
comenzara, cesó la lluvia. Esperó a que mermaran las aguas sobre el asfalto y luego,
moviendo la escoba con rabia, reinició el trabajo. Estaba muy enfadado. Delante de la
escoba, comenzaron su alocada carrera trozos de envoltorio, entradas del concierto,
invitaciones de la exposición de artes figurativas, pedazos de periódico con nombres
de Estados, acontecimientos y capitales que ahora parecían transeúntes sin
importancia, como ante una tormenta cósmica.
Quizá porque siempre los había visto así, rotos, pisoteados, Rrema nunca había
sentido respeto por los periódicos. A lo mejor, de día tenían importancia, mas al
llegar la noche, que para Rrema era mucho más noble y más loca que el día, se
convertían en un montón de pordioseros. Rrema no había leído un diario en su vida.
Por el rabillo del ojo, sin levantar la cabeza de la almohada, Ana Kasniqi intentó ver
qué hora era. Por las persianas medio bajadas penetraba luz suficiente, mas la
posición del reloj sobre la mesilla ofrecía una imagen alargada y distorsionada de los
números. Finalmente, extendió el brazo y giró hacia sí la esfera del reloj. Eran las
ocho y treinta y cinco.
No es muy tarde, pensó y entornó los ojos. No es muy tarde para un día de
descanso, pensó luego. El viernes había estado toda la tarde de guardia en el
laboratorio y hoy tenía el día libre. La semana siguiente, el Instituto en el que
trabajaba tendría un trabajo muy intenso. Se habían dado casos de cólera en un país
europeo y se tenían sospechas de que también la hubiera en Yugoslavia. El Instituto
estaba en estado de alerta. De confirmarse el cólera en Yugoslavia, el Instituto
Inmunológico debía preparar un millón de vacunas en unos días. Y esto justo cuando
los especialistas extranjeros habían abandonado el trabajo. Solo quedaba un polaco,
mas su especialidad era la viruela.
Ana recordó retazos de las conversaciones de la vigilia sobre el cólera y se
despertó por completo. Abrió los ojos. Su campo visual abarcaba una parte de la
pared con un espejo, ante el cual se encontraba un trozo de mármol que había traído
Silva de las últimas excavaciones realizadas en el recién descubierto anfiteatro de
Pashaliman. Se lo había traído junto con una trivial historia de amor con un joven
arqueólogo, una historia mediocre en la que era difícil hallar unos granos de felicidad
entre un almiar de paja (si crees que puedes salir conmigo para pasar el rato, etc.,
etc.); basta, le había dicho Ana a su hermana, me aburren esos sufrimientos tuyos…
Quiso decir «esos sufrimientos teatrales tuyos», mas se contuvo. Sin embargo, Silva
se ofendió. Luego, Ana hizo lo posible por mostrarse cariñosa con su hermana
Eran las 10.30. Las calles parecían a punto de desgarrarse a causa del movimiento.
Todo daba vueltas, como en un torbellino. Besnik, que había trabajado toda la
Por los vidrios de la ventana llega desde fuera la luz del mediodía, abismal en su
blancura. Los radiadores emitían un calor sofocante. Besnik había tomado una parte
de las cartas del pueblo y trabajaba en su oficina.
Todos aquellos días, sumergiéndose en un trabajo que no había realizado nunca,
iba maravillándose cada vez más. A veces tenía la impresión de ejercer el papel de
intermediario entre el periódico y una turma[31] de truenos cuyo lenguaje había
comenzado a entender poco a poco.
Sobre la mesa, había cartas con los textos más sorprendentes: dichos, proverbios,
baladas, opiniones, propuestas, inicios de rapsodias. En nada se parecían estas cartas
a las miles y miles que durante años habían llegado al periódico sobre las más
diversas cuestiones. Había en ellas una diferencia en la proporción de las cosas así
como elementos épicoheroicos viejos, sin utilizar desde hacía largo tiempo.
Por tercera vez leyó Besnik la carta de dos montañeses de Bjeshkët e Nemuna. En
ella se reclamaba la quema del Kremlin para lavar esta gran afrenta. Besnik quiso
reír, mas no pudo. Algo en aquella misiva se lo impedía. El espíritu épico popular
tiene el sueño pesado, le había dicho dos días antes el escultor Mujo Grabrani. No
despertaba más que ante las cosas importantes. Besnik recordó a Nikë Ukcama, con
aquel mecanismo de calzas negras, moviéndose por el bulevar. Él era de Bjeshkët e
Nemuna, de donde procedía la carta. Para los montañeses viejos, el Kremlin era
sencillamente la casa de Jruschov, que había traicionado la besa[*] dada a Albania, y
exigían que fuera quemada por la comunidad, como cualquier casa que viola la besa.
En parte de las cartas había baladas y canciones. Besnik separaba las que más le
gustaban.
Ochenta y un partidos
Estaban de la mesa en torno.
La historia estaba contigo,
Y entraste tú entre todos.
Te dijeron qué quieres, dónde vas.
Mas tú no volviste la vista atrás.
No, no se trataba de que él hubiera hecho ese viaje y que hubiera entrado por la
puerta de aquella fortaleza. Era otra cosa.
Sonó el teléfono y cogió el auricular. Era otra cosa. Sí, escucho, dijo. En estas
baladas, el acontecimiento que había convulsionado al mundo estaba condensado. La
voz del teléfono decía algo con vehemencia. El mausoleo milenario estaba preparado,
mas, antes de instalarte allí, había que embalsamar el acontecimiento. Sí, escucho,
repitió Besnik por tercera vez. Se trataba de una técnica particular: millones de
palabras, conversaciones, pensamientos, artículos periodísticos, mítines, noticias
radiofónicas, carteles, etcétera, etcétera, eran elaborados de una forma especial. Sí, sí,
repetía mecánicamente Besnik sin retirar el auricular de la cara. Como un viejo
maestro reconvocado a la tarea, el espíritu épico se disponía a eliminar las partes
blandas, mortales, del acontecimiento, sí, sí… para petrificarlo, haciéndole
indestructible frente a cualquier tempestad.
Besnik colgó el teléfono. Sus ojos estaban leyendo otros versos, parecidos a los
anteriores.
Por un instante, creyó haber captado un elemento del proceso secreto del
embalsamamiento. Se trataba de simplificar las cosas hasta el punto de que los
Estados pudieran hablar e insultarse como verduleras. No te da vergüenza, URSS, un
país tan grande y cometer tales afrentas. Besnik releyó los versos en que parecía que
los campesinos checos o búlgaros cantaban como si fueran de Laberia. Era ese
estribillo que convertía al Kremlin en una casa que había violado la besa y reducía el
campo socialista a los límites de un lugar que, para lavar la afrenta, debía coger la
antorcha y dar fuego al Kremlin. En el lugar en cuestión, no sería extraño que
Checoslovaquia pidiera una taza de harina a Hungría, o que Polonia hablara mal de
Mongolia.
La mayoría de las baladas se referían a la reunión de Moscú.
Soy yo, estuvo a punto de gritar. Permaneció unos instantes paralizado, se sintió
pequeño, absolutamente perdido en aquella masa oceánica llena de espuma helada,
reluciente. Soy yo, repitió, sin dejar de mirar los versos, como si tuviera miedo de
perderlos en aquel espacio interminable. Esa sensación de asombro al verse allí,
donde raramente se ve un ser vivo, fue sustituida por una melancolía especial, de esas
que parecen tener la propiedad de descarnar al hombre.
En este estado perdió la noción del tiempo. Los versos aún estaban allí, sobre la
mesa, dos ramas rotas que el océano de la épica popular empujaba hacia él.
Dos veces abrieron sus compañeros la puerta para recordarle que era hora de
comer. A la tercera, entró Ilir y le arrancó del escritorio.
—Parece que se han roto —dijo mientras bajaban las escaleras.
—¿Qué se ha roto? —inquirió Besnik.
—Las relaciones diplomáticas.
Mira había quedado con varios miembros del grupo de teatro de la escuela frente a la
entrada del Palacio de Cultura. Los primeros en llegar, irían a la tienda de objetos
Besnik seguía recogiendo el eco que la noticia había tenido en el pueblo, cuando le
llamaron del despacho del redactor jefe. Se imaginó para qué le requerían y no se
equivocó. Ya sé que tienes mucho trabajo, le dijo el redactor jefe, pero… Y señaló
con la mano su mesa, como mostrándole que él no tenía menos. Urgía entrevistar a
Tocarás el violín para este mundo, dijo para sí Mark, dirigiéndose al escenario con el
violoncelo en la mano. Ajeno, enigmático, como un mar de destellos y miedos que
aviva continuamente el viento de la época, este mundo del régimen comunista se
extendería ante él en una semioscuridad interminable, un anonimato de cabezas en el
que no se ven las más lejanas, las de las últimas filas; y él, en el límite, en la tangente
fatal de ese mundo, tocaría el violoncelo hasta extenuarse y caer al suelo sin aliento.
Besnik atravesó con rapidez la Plaza de la Alianza y se dirigía a una parada de taxis.
En el camino, intentó formular las preguntas más importantes, mas comprobó que su
mente no se concentraba. Había tomado demasiado café a lo largo del día y ahora se
encontraba en estado de sobreexcitación.
En la calle, todo el mundo caminaba. Los aviones de Moscú, Berlín y Budapest
ya deben haber salido, pensó. La parada estaba cerca. De súbito, a su lado, a unos
pasos, vio a dos viejas vestidas de negro que se desplazaban lentamente. Tras ellas,
piel. <<
días». <<
(águila). <<
<<
fusilado en 1949 por presuntas actividades proyugoslavas. (N. del Ed.) <<