Aspectos Filosóficos de La Muerte
Aspectos Filosóficos de La Muerte
Aspectos Filosóficos de La Muerte
Si hay algo que inquieta a todo ser humano, aunque éste se niegue a aceptarlo, es lo que
sucede cuando dejamos de respirar, pensar, sentir. Cuando nuestros órganos vitales dejan
de funcionar y ya no hay actividad cerebral. La muerte es lo único certero que tenemos.
Nacimos para morir. Cada instante que pasa y cada respiro que tomamos nos acerca a la
muerte. Cómo moriremos y cuándo será son preguntas fáciles de hacer pero imposibles de
responder. ¿Tendrá relación con lo que Octavio Paz escribió? ¿Será que nosotros nos
buscamos nuestro fin? Cada paso que tomamos en vida nos lleva a un camino que nos
acerca a la muerte. Nosotros elegimos la vereda al inminente fin o inicio; depende cómo
queramos verlo.
Primero: La vida nos garantiza un cierto saber anticipado del morir. Todo el vivir se
dilata, mientras dura, sobre la posibilidad real, dramática y permanente de morir en
cualquier punto del arco temporal de nuestra vida. La muerte es coextensiva a la vida, ya
que la vida también es coextensiva a la muerte. Por eso nos sentimos llamados a acoger la
vida con seriedad.
Cuarto: La muerte nos plantea la cuestión del sentido de la vida. ¿Qué habremos
edificado que haya sido noble, humano, positivo para nosotros y para los demás, como si
fuera un ideal cuyo valor ni la muerte podría desmentir? ¿Qué habrá habido de verdad, de
bien y de belleza en nuestra vida, como indicadores de una existencia que se podría
recordar con agradecimiento?
La Antropología pretende ser la ciencia más ambiciosa por excelencia, quiere abarcar al
hombre desde todos sus ángulos, viéndolo desde una infinidad de primas; pero como todo
proyecto ambicioso, se quedó corto. El conocimiento, la ciencia, la Antropología, no
pueden ir más allá de nuestra vida, de nuestros sentidos, de nuestro lenguaje, de nuestro
mundo, y sólo a través de esta combinación de elementos, podemos conformar cualquier
sistema de pensamiento o representación. La muerte se presenta como ese límite del cual no
podemos eludirnos. No podemos saber, conocer, ni mucho menos explicar, que hay después
de la muerte. Pregunta ancestral, bíblica, prehistórica, que sigue y seguirá retumbando en
nuestras cabezas, revoloteando caóticamente como mariposa en el fondo de nuestras
mentes. Tal vez será muerte egoísta que no nos quiere revelar los secretos de la vida, o vida
compleja que no quiere que sepamos los secretos de la muerte. Sin embargo, muerte
inscrita en la vida, pero que además, la desborda, que se expande tan rápidamente como el
tiempo. Muerte codificada en el hombre (Morin 1999), parte del componente primordial
que sustenta, fundamenta y forma la vida. Interminable ciclo fundamental del cual parten
todos los ciclos.
La muerte se nos presenta como biológica, pero también como cultural, es dato empírico,
pero también simbólico, es el rasgo más humano (Morin 1999: 13) diría MORIN. Somos
los únicos seres vivos en la Tierra que reflexionamos acerca de la muerte, y no sólo de La
muerte, sino,- y esto es más importante-, de nuestra propia muerte, es el siguiente paso que
nos lleva a una nueva madurez, saber que nos estamos muriendo y que otros también se van
a morir. Ningún animal tiene la capacidad de hacer consciente su propia muerte, sólo
muere, no existe la muerte para los animales, sino aquel instinto, que igual que nosotros,
esta instaurado biogenéticamente: el instinto de supervivencia. Pero el animal no está
consciente que se está muriendo instante a instante, que cada día que pasa se acerca
inevitablemente, que en cualquier momento puede irrumpir inesperadamente en nuestra
vida, ¿irónico? o ¿también la vida puede irrumpir en la muerte?
La vida irrumpe en la muerte a todo momento, en el constante eterno retorno del instante y
del irrepetible acto creador; así, unos mueren para que otros puedan vivir. En la antigüedad,
los muertos son los que tenían la vida, preceptores, consejeros y guías de lo vivos. Vivo o
muerto, el hombre sirve y servirá a la vida.
La muerte que nos da vida, nos hace conscientes de nuestra finitud, de nuestro estado
efímero y transitorio (2), mantiene y delimita la existencia, la muerte nos particulariza, sin
ella no somos nada ni nadie. Otorga la principal característica la de ser humano: nuestra
dignidad. En este sentido, toda subjetividad está atravesada por la muerte, así como todas
las limitaciones objetivas de la práctica del ser humano.
Desde que el hombre se hizo consciente de este fenómeno, aparecieron los grandes mitos,
las majestuosas leyendas que le dieron vida a la historia homínida. La muerte es,
duplicación, imagen del otro. Los muertos, en las sociedades prehistóricas, poseen
alimentos, armas, ropas, deseos, pensamientos, motivaciones; los muertos son dobles de los
vivos y viceversa. La muerte es renacimiento, ciclo interminable, como en las religiones
cristiana y budista, aunque cada una de ellas interprete la muerte-renacimiento de diferente
manera, incluso de manera contradictoria.
Es evidente que no se sabe acerca de la muerte, sólo se sabe acerca de la actitud que se
tiene ante ella. Sólo sabemos acerca de dolores, agonías, procesos, fases, etapas, no de la
muerte en sí, sino del morirse; muerte absoluta, muerte repentina, muerte aparente, qué más
da, no sabemos nada. Entonces, la agonía es la condición médica, psicológica, sociológica
de las personas que se encuentran en la fase final de una enfermedad o trauma severo, es el
último instante de la existencia. Sabemos que pasa justo antes de que irrumpa en la
conciencia y lo desvanezca todo. Únicamente conocemos el dato biológico inmanente al
cuerpo material.
Los primeros hombres que habitaron el globo terráqueo sepultaban a sus muertos con
piedras, ramas y tierra, después los enterraban con sus armas y osamentas. Otras culturas
practicaban la actividad funeraria de conservación del cadáver, algo que implica la pura
prolongación de la vida (los egipcios, sumerios, andinos, son un ejemplo). Así, la práctica
cristiana de no abandonar a los muertos (velorio), implica también su supervivencia. Estas
prácticas de conservación en nuestra época posmoderna son representadas por la cirugía
plástica (Baudrillard 1980). El cirujano plástico hace el rol de embalsamador egipcio y sus
pacientes juegan una suerte de rol morboso, son como muertos en vida. De esta manera, la
prolongación de la vida se instaura en la vida misma, no ya en la muerte, sino antes de esta.
La conservación del cadáver pasa a convertirse en conservación del cuerpo y así, la
creencia de inmortalidad se difunde a lo largo y ancho de nuestra cultura moderna, hacia
todos los niveles societales, desde los nuevos medicamentos, que tienen como fin el
antienvejecimiento, hasta los nuevos métodos de criogenia. La vida es congelada; se
perpetua la vida (en un estado de no-vida) para luego esperar el momento adecuado para
vivir, la muerte transmuta en una especie de vida que se prolonga.
Esto era impensable, o incluso demoniaco e infantil para las sociedades arcaicas. Para ellas,
la muerte nunca es natural, la muerte no se puede dar por accidente o azar, siempre hay un
culpable, un causante, un malhechor que la causó o un sujeto responsable; la muerte se da
por maleficio. En este sentido, podemos ver como los intereses de los muertos y los vivos
están entrelazados unos con los otros:
"El vivo puede ir en ayuda del muerto, proveerlo de alimentos y de otros objetos
necesarios; el muerto puede mostrarse no menos generoso dando a los vivos
medicamentos dotados de virtudes mágicas, amuletos y talismanes de todas clases
para ayudarles en su trabajo" (Levy-Bruhl 1972: 73) .
Por eso no hay accidentes, el azar no existe, siempre se quiere saber y siempre se tiene que
saber, o por lo menos simular, la pesquisa del evento, ya que los muertos lo hubieran
querido al igual que los vivos, a saber, que la verdad sea revelada. En este sentido, nuestros
antepasados tenían una mayor relación con sus muertos, tenían una muerte vivida, llena de
vida, y vida llena de muerte. Como nos muestran las siguientes palabras de Levy-Bruhl:
"Los muertos son parte integrante del grupo social, y el individuo no se siente
enteramente separado de ellos. Tienen obligaciones para con los mismos, y de las que
no se extrañan como tampoco de las que tiene con los vivos" (Levy-Bruhl 1972: 76).
Al igual que nuestros predecesores, tenemos una conciencia realista de la muerte, ya que la
muerte existe, la muerte acontece, más no tenemos una conciencia de la esencia de la
muerte, nunca se tuvo, ni se tendrá, la muerte no tiene ser, solo ocurre. La muerte y la
inmortalidad, que en ella se inscribe, nos "ayuda" a vernos como mortales. De esta manera,
se dicotomiza, se le acepta y niega a la vez, se nos presenta como signo ambivalente lleno
de contradicciones y síntesis. Sin embargo no debe entenderse como algo real de un sujeto
o de un cuerpo solamente, la muerte es una forma en la que se pierde la determinación del
sujeto y del valor que a este se le da. La muerte, se entiende como reversibilidad.
Reversibilidad no por que se pueda detenerla o pararla, sino porque se encuentra en lo más
profundo de la vida misma, se pierde en ella, se diluye y difumina, es reversible porque es
indisociable. Lo opuesto a la vida entendiéndola de ésta manera, es lo no-vivo.
Fue el homo sapiens el que se hizo por primera vez consciente del hecho antropológico de
la muerte. Este primer acontecimiento traumático fracturó la mente de nuestro antecesor
llevándolo a percibir su vida, y su mundo, de una manera nueva y para siempre inquietante.
Como diría el gran filósofo Voltaire: La especie humana es la única que sabe que va a
morir y no lo sabe más que por experiencia. En este sentido, Morin nos expone de una
manera brillante y reveladora la irrupción de la muerte en la conciencia del homo sapiens:
Para la cultura del mundo capitalista-mercantil, la muerte "es la nada", es sólo un obstáculo
que atenta contra la productividad, por sustraer un medio de producción y reproducción del
mercado laboral, es utilizada directamente para fines mercantiles (Godelier 1972). De la
muerte de unas personas se saca provecho en el mercado, en este sentido, los riñones, los
pulmones, el corazón, la piel, el pelo, se convierten en mercancías, en valores de cambio. El
cuerpo humano muerto y muchas veces vivo, entra en el ámbito del consumismo, es una
cosa, un objeto más del mercado, es un producto con precio y descuentos que se atiene a las
alzas y bajas de la economía y de la industria médica.
"Toda nuestra cultura no es más que un inmenso esfuerzo para disociar la vida de la
muerte, conjurar la ambivalencia de la muerte en beneficio exclusivo de la
producción de la vida como valor y del tiempo como equivalente general"
(Baudrillard 1980: 170-171).
Un ejemplo de tal disociación, del desprecio e indiferencia hacia la muerte es el caso de los
moribundos de la sala de emergencias de un hospital, es un ejemplo de este tipo de
sociedad mercantilista, nihilista, llena de miedos, codicias y sordera. El moribundo no tiene
palabra, no significa nada, lo que él quiera o diga no tiene ningún valor, en su lugar otros
hablan por él, se adueñan de lo que creen es su discurso, le inventan deseos y pensamientos,
inclusive, cuando ni si quiera a formulado ningún discurso explícito. Por otro lado, los
otros, doctores, médicos, enfermeras, técnicos, su familia y demás deciden por él, lo que
ellos creen que es dignidad. De esta forma, se convierte en un objeto de una práctica
medico-racional que es completamente ajena a él.
No hay igualdad (3) ante la muerte (Aguilera 2007: 15-49). En el seno de una sociedad de
clases, la muerte no es democrática, no se reparte equitativamente, al contrario, nacer en
algunas partes del mundo como en Bangladesh, Palestina, Sierra Leona, Irak, entre otras
localidades, significa estar destinado a una muerte prematura y muchas de veces, horrible.
Solamente cuando se está muerto, cuando se oponen dos cadáveres de distinta procedencia
y clase, cuando se presentan como cuerpos inertes es cuando son totalmente iguales entre
sí.
Adueñarse de nuestra propia muerte, es una de las tareas que debemos de realizar,
recuperarla para nosotros y para los demás, como Sócrates diría, y que después veríamos
que también hizo coherentemente: el procedimiento de morir es una fase esencial de la
vida. Si la vida es la búsqueda de la verdad, la muerte vendría a revelar esa verdad.
"La muerte abre la puerta del saber absoluto. El alma, por fin liberada del cuerpo,
puede llegar al conocimiento puro" (Ziegler 1976: 243).
La muerte es nuestro único destino seguro, es la única certeza, por no decir verdad, de
nuestra vida, sin la muerte el hombre no tendría un destino o un fin. La vida no tendría
sentido si se la privara de la muerte. En este sentido, nuestros fines, límites y destinos le
dan significado a nuestra vida. Por lo tanto, nuestra libertad, no existiría sin la presencia de
la muerte.
Al adentrarse la muerte en nuestra condición subjetiva nos separamos de ella, el mundo del
cual nos hemos separado por sentirnos diferentes y distintos se nos presenta como
amenazante y peligroso, como el extraño y el enemigo, lo exterior a nosotros, gracias a la
"muerte consciente", nos parece aterrador (Hegel 1966: 349), inseguro y amenazador. El
sentimiento de separación, por el cual nos sabemos "irretornables", nos pone en un plano de
participar en el mundo; este proceso se agudiza y nos produce un sentimiento de
desesperación kierkegaardiano. Esta desesperación es acompañada de una depresión
causada por la angustia de no ser-ahí-con-el-otro, lo cual produce una caída y un malestar
profundos. Sin embargo, la esperanza que siempre se presenta como potencia, o dicho en
otros términos, el horizonte de la esperanza produce un resurgimiento de la conciencia con
la propia muerte. Esta insurrección de la conciencia trae consigo un momento de paz, a esto
podría llamársele la aceptación, la calma y la tranquilidad del moribundo. Muerte y mundo
se unen en uno solo por la esperanza o el pensamiento de trascendencia de la existencia. En
este sentido, la agonía, se presenta como el progreso de la conciencia. Después de toda una
lucha y confrontación con lo extraño, lo oculto y lo místico, la conciencia se encuentra
activa, tal vez más activa que nunca, como si la conciencia, se viera inmersa en un mar de
lucidez interminable. Esta presencia tan cercana con la muerte nos permite ver las invisibles
cualidades de la vida. Todo ser humano posee una percepción de su propia muerte, de su
propia agonía, única e irreparable, así, como ya hemos visto, vida y muerte se presentan
como si fueran una sola cosa.
Por otro lado, la muerte de uno siempre va a ser el nacimiento de otro, "unos mueren para
que otros puedan vivir". Como diría Bataille: "La vida es siempre producto de la
descomposición de la vida. Es tributaria, en primer lugar, de la muerte, a quien deja el
lugar; después de la corrupción, que sigue a la muerte y vuelve a poner en circulación las
sustancias necesarias para la incesante llegada al mundo de nuevos seres" (Bataille 1979:
62).
La muerte, entonces, le permite a la vida continuar, realizarse una y otra vez, nacer
infinitamente. La muerte es indispensable para que la vida siga, la muerte de los individuos
es asegurar la permanencia de la especie. Sin la muerte de los individuos la vida de este
planeta ya estuviera agotada, no habría recursos con los cuales subsistiera la especie. La
muerte asegura la vida. Esto significa que la muerte es la posibilidad de vida a los que están
por llegar. Los hombres vivos se postran sobre sus antepasados muertos, en consecuencia,
viven gracias a sus muertos. Es la dialéctica de lo particular y universal (Hegel 1966: 299),
el individuo muere o mata a otro para asegurar la universalidad de la especie (Hegel 1966:
266) (Kojeve 1972). La muerte es la semilla, lo que mantiene en movimiento a la vida