Sociología Del Consumo Cultural

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Sociología del consumo cultural

Por Jacinto M. Porro Gutiérrez

El consumo es un fenómeno social, cuya importancia radica en su carácter


simbólico y significativo y su instrumentalización para la expresión y
construcción de la identidad. Consumo, diferenciación y distinción social.

Consumo cultural: fragmentación, identidad e individualización. Consumo


cultural, eclecticismo y omnivorismo.

1. El consumo como fenómeno social


El consumo es una condición permanente e inamovible de la vida y un aspecto
inalienable de ésta. No está atado ni a la época, ni a la historia, en cuanto que se trata
de una función imprescindible para la supervivencia biológica que los seres humanos
compartimos con el resto de los seres vivos. Pero el consumo trasciende los límites
de la supervivencia física, va más allá de búsqueda de la supervivencia, superando la
concepción de conjunto de actividades destinadas a lograr satisfacer nuestras
necesidades.

En las sociedades contemporáneas, el consumo ha pasado a constituirse en una


práctica y una actividad cotidiana en la que estamos inmersos durante una gran parte
de las horas del día y de nuestra existencia, se ha convertido en una parte esencial de
nuestra actividad social. Indiscutiblemente el consumo deber ser abordado como un
fenómeno social y una forma de relación social, intrínsecamente vinculado con los
modos de producción y reproducción social de la modernidad avanzada. En
consecuencia, no es únicamente un atributo individual, es, esencialmente, una
práctica de naturaleza social.

El consumo, además, debido a este carácter social, es receptor de una considerable


proporción de recursos económicos, temporales y emocionales, que no sólo busca
satisfacer necesidades, sino también el deseo de interactuar con los otros. Es, por
tanto, una actividad social que engulle tiempo y energías, y que se encuentra
impregnada de nuestros sueños de satisfacción de necesidades y deseos (Bauman,
2005:43).

En definitiva, hay que enfrentar el consumo como un fenómeno social trascendente y


multidimensional, cuya presencia e influjo en nuestras sociedades contemporáneas es
tan relevante, que alcanza la creación y estructuración de nuestras identidades
individuales y colectivas, y que incide y conforma los modos formas de expresión
relacionales (Alonso, 2005:30).

Además, como añade Bauman, en nuestras sociedades contemporáneas, el consumo


ha adquirido tal centralidad que puede considerarse que, más allá de las actividades
de consumo, y más allá, también, de los aspectos fundamentales que han venido
relacionados con él (como la producción, el almacenamiento, la distribución, o la
eliminación de objetos de consumo), hemos pasado del fenómeno del consumo al
del consumismo. Tal asunto significa un cambio inédito respecto a las sociedades
anteriores. Explica Bauman, citando a Campbell (2004), que se puede hablar
de consumismo cuando el consumo se torna en el eje central en la vida de la mayoría
de las personas, algo así como el propósito mismo de su existencia, de manera que
nuestra capacidad de querer, desear y de anhelar, y en especial, nuestra capacidad
de experimentar esas emociones frecuente y repetidamente, es el fundamento de
toda la economía de las relaciones humanas. (Bauman 2007:43-44).

2. Cómo nos enfrentamos desde la sociología al


fenómeno del consumo
Las transformaciones sociales que dieron lugar a la modernidad han sido campo de
estudio y atracción de la sociología, así como los fenómenos asociados a dichas
transformaciones. Uno de estos fenómenos, característico de la modernidad, que
perdura y se extiende en complejidad y protagonismo en las sociedades
contemporáneas es el consumo. De este modo, ha logrado convertirse en objeto de
interés del trabajo sociológico, tanto por sus orígenes y consecuencias, como por el
lugar central que ha ido adquiriendo en las sociedades modernas y capitalistas
occidentales.

En relación con el estudio del consumo, la sociología ha sido una disciplina que
mostrado como el enfoque tradicional de estudio del consumo, aquel que lo construía
como un fenómeno estrictamente económico, estaba más que desfasado, por su
reduccionismo y por la escasa validez para explicar un fenómeno social de tal
magnitud y complejidad como es el consumo.

El enfoque económico explicaba y piensa el consumo, esencialmente, desde la


consideración de la primacía de la elección racional de los individuos en el consumo
de bienes y objetos, buscando el máximo de utilidad, en un contexto de recursos
limitados disponibles que obligan a definir un orden de prioridades en el consumo de
bienes para obtener el máximo de satisfacción posible (García, 2009: 22). Desde la
sociología, no se pretende sugerir que los factores económicos carezcan de
importancia pero la dimensión utilitarista solo atiende a un aspecto del fenómeno del
consumo, cuya complejidad requiere insistentemente el estudio de los aspectos
sociales y culturales. En este sentido, la dimensión económica del consumo no puede
enmascarar la relevancia que poseen las dimensiones sociales y culturales, así como
su incidencia en las diferentes formas de consumir. Recordando una de las
dimensiones del consumo que más ha atraído el trabajo sociológico, la dimensión
simbólica, y en relación con esta cuestión, concluye L.E. Alonso: "... el objetivo
principal de una sociología del consumo realista ha sido siempre estudiar las prácticas
de compra y uso de las mercancías como hechos sociales esto es, como producción
colectiva, hechos externos al individuo pero incorporados en sus acciones, sin olvidar
por ello sus funciones económicas o el contexto del intercambio mercantil en que se
producen. (Alonso, 2005:2).

La perspectiva sociológica clásica de estudio del consumo, al identificarlo como


práctica y proceso social relevante de la expresión y construcción de la identidad, y de
las formas de relación social de los individuos, se ha centrado en el estudio de su
carácter simbólico y significativo (López de Ayala, 2004: 161). En consecuencia,
desde la sociología, se entiende que el consumo ha de enfrentarse como un proceso
social que implica símbolos y signos culturales, y no como un simple proceso
económico y utilitario. Con ello, insistimos, no se olvida o minimiza la importancia de
los factores económicos, pero nos interesan, especialmente, desde la sociología, los
aspectos sociales y culturales del consumo, porque, entre otras cuestiones, y esta es
fundamental, el consumo depende más del deseo que de la necesidad (Bocock, 1993:
13-14).

3. Aproximación al consumo como fenómeno social*

Consumo, diferenciación y distinción social


La sociología del consumo, como otra especialidad sociológica, encuentra sus
antecedentes más considerados en la obra de autores que vivieron y analizaron la
realidad social en un contexto de cambios tan relevantes que dieron lugar a lo que
conocemos como sociedad moderna, como fue el periodo de tránsito entre los siglos
XIX al XX. En este periodo de cambios y transformaciones sociales tan importantes y
radicales se hallan las figuras de T. Veblen y G. Simmel, quienes impulsaron, con sus
investigaciones, la perspectiva que considera el consumo como una práctica y una
estrategia de diferenciación de los grupos sociales y de las posiciones sociales que
ocupan en la escala social. Ambos autores resaltan la capacidad que alberga el uso
de los objetos para la distinción de sus propietarios en las sociedades modernas y
urbanas, donde los vínculos tradicionales de la comunidades y de los pueblos
pequeños han desparecido y, por ello, la imagen construida a través de los objetos es
importante para la distinción y la identificación de los grupos y categorías sociales.

También a caballo entre el siglo XIX y el XX, encontramos la figura de M. Weber y su


definición de los grupos de estatus y las clases económicas como ámbitos
diferenciados de estratificación social. La obra de Weber constituye otro pilar
imprescindible para un enfoque de la investigación y teorización sobre el consumo de
bienes, considerándolo como instrumento al servicio de la distinción social. En este
sentido, el consumo y la adquisición de bienes y objetos constituyen el sustrato sobre
el que se erigen las formas de vivir o estilos de vida distintivos que confieren prestigio
de los grupos sociales, especialmente de aquellos que ocupan las posiciones sociales
más elevadas. En consecuencia, el consumo es aprehendido como práctica o
conjunto de prácticas al servicio de la distinción de los modos de vida asociados a los
grupos sociales.

La sociedad de consumo y el determinismo del consumidor. De


la necesidad al deseo
El desarrollo de la sociedad moderna, industrial y capitalista da lugar a que se
constituya la denominada sociedad de consumo, sociedad surgida, en la segunda
mitad del siglo XX, una sociedad industrial, caracterizada por el modelo de producción
industrial fordista, capaz de producir objetos de forma masiva, estandarizada y
rutinaria, y asequible para grandes capas de la sociedad. Estamos en el contexto en
el que se asiste además a la creación de una cultura de consumo, unificadora y
despersonalizada ayudada por el uso de la publicidad, las campañas de ventas, el
crédito al consumo y otras muchas técnicas de producción de la demanda, donde la
tecnología productiva permitía una producción en masa y el consumo se normaliza y
se estandariza, creándose una nueva estructura de consumo masivo. (Alonso, 2005:
11). Nos encontramos ante un contexto dominado por una sociedad de la abundancia,
donde las necesidades elementales están aseguradas para la mayor parte de la
población y las nuevas necesidades van siendo creadas continuamente, a través de la
publicidad y unos medios de comunicación de masas que muestran, ofertan y
proponen nuevos bienes de consumo, suscitando el gasto continuo entre los
consumidores.

A mediados del siglo XX, el sistema fordista de producción logra que el obrero
industrial de principios de siglo, que mantenía un consumo de casi subsistencia, pase
a formar parte activa, a través del consumo, de una nueva sociedad de clases medias.
Una sociedad en la que se produce una homogeneización cultural y del consumo,
resultado de la capacidad productiva del sistema fordista de producción de grandes
series de productos estandarizados y orientados a grandes mercados.

Desde la sociología crítica norteamericana, así como de Escuela de Frankfurt, se


denuncia cómo este tipo de sociedad manipula las necesidades, creando pautas y
hábitos de consumo e imponiendo una cultura del consumo sometida a la lógica del
proceso de producción y del mercado. En consecuencia, la perspectiva sociológica
insiste en considerar y analizar la relevancia de un fenómeno social como el consumo,
mediatizado e impuesto por la oferta y no por la demanda, logrando sustituir la
necesidad por el deseo como la base del consumo y acabando así con la soberanía
del consumidor.

Consumo, práctica social, diferenciación y distinción


En la segunda mitad del siglo XX, la corriente teórica y de investigación más prolífica
e influyente en los estudios sobre el consumo y la sociedad de consumo es la
derivada del estructuralismo, con figuras tan relevantes como Jean Baudrillard y
Pierre Bourdieu. Ambos apadrinaron una sociología del consumo, marcada por el
análisis estructural, que dirige su atención hacia el consumo como un fenómeno social
y cultural que caracteriza a las sociedades industriales avanzadas.

Desde el estructuralismo se considera la existencia de estructuras ocultas que


explican la acción social, de manera que todo fenómeno social, como es el consumo,
puede ser entendido y explicado como un sistema de signos, a través del cual las
personas expresan y comunican significados, significados que están reflejados en la
ropa, los objetos, los gestos, etc. Los estructuralistas definen el consumo como una
práctica social a partir de la cual los individuos se expresan, se realizan y comunican
con otros, pero también indican la potencialidad que posee como un medio al servicio
de la alienación, la integración, y sobre todo, para la dominación simbólica de las
masas.
Para Baudrillard, en las sociedades modernas, en las sociedades de consumo, el
consumo de signos ha sustituido a la necesidad. La lógica de los objetos de consumo
no se fundamenta sobre una lógica funcional, en la que los objetos cumplen una
utilidad práctica, satisfaciendo unas supuestas necesidades individuales, sino que en
las sociedades modernas, la lógica que guía este fenómeno es la lógica del valor del
signo, la lógica de la diferencia.

Bourdieu también subraya la dimensión simbólica del consumo y su papel en la


construcción y reproducción de las jerarquías sociales. El consumo existe y cristaliza
como reflejo de una realidad social, histórica, económica y cultural concreta. El
consumo se presenta a través del "habitus", entendido como una posición social
hecha práctica y, reflexivamente, una práctica hecha posición social que expresa y
sirve para conocer y explicar la situación y percepción que poseen los actores de su
posición en el sistema social (Alonso, 2007, 14-15). Esta posición refleja y es reflejo
de los gustos y de la diferencia de los gustos. El habitus incluye las estructuras
mentales o cognitivas a través de las cuales las personas manejan, perciben,
comprenden, aprecian y evalúan el mundo social, influyendo directamente en sus
prácticas y en cómo las perciben y evalúan.

El habitus es el resultado del transcurso de la historia colectiva y se adquiere como


resultado de las posiciones sociales que ocupan los individuos. Por tanto, variará
dependiendo de la naturaleza de la posición, o posiciones, que ocupa una persona.
Así, aquellos que ocupan la misma posición dentro del mundo social suelen tener
habitus similares. El habitus es el producto de las estructuras del entorno, de las
condiciones materiales de existencia y de clase. Es un conjunto de disposiciones a
actuar, sentir, pensar y percibir, adquiridas socialmente en relación con las posiciones
sociales que se ocupan en el sistema social (estructuras estructuradas) y, a su vez, es
productor social, es el principio que organiza todas las apreciaciones y actuaciones de
los agentes que contribuyen a formar el entorno, de manera que condicionan,
determinan u orientan las prácticas de los agentes de acuerdo a ese esquema
(estructuras estructurantes). (García, 2001: 26-27). En consecuencia, el habitus es
"estructura estructuradora" que estructura el mundo social y es una "estructura
estructurada" por el mundo social.

Para Bourdieu, por tanto, las prácticas de consumo están fuertemente influidas por la
clase social objetiva a la que pertenece el individuo, en la que se ha configurado un
sistema de disposiciones (el habitus), que genera un conjunto de condicionamientos
en relación a las pautas de desarrollo de los gustos, que se ven así modelados por la
clase social de origen. Los marcos de referencia del consumo serían tres: uno
estructural (la clase social), otro simbólico (el estilo de vida), y por último, el habitus.
Consecuentemente, las diferencias en los gustos y los correspondientes estilos de
vida asociados serían consecuencia de las desigualdades sociales, por lo que la
existencia de diferentes estilos y gustos, y su jerarquización, serían el resultado de
estrategias de distinción operadas sobre la base de una lógica de la dominación. En
este sentido, se establece una homología entre el campo de las relaciones sociales y
del consumo cultural, por la que los distintos actores sociales tendrían un abanico de
aficiones y preferencias limitado y fuertemente constreñido por sus orígenes de clase
(Fernández y Heikkilä, 2011: 586).

Bourdieu, a semejanza de lo que ya propuso Veblen, encadena los grupos de


identidad al prestigio que proporcionan unos gustos o "habitus" legitimados como
superiores, relacionados con el poder económico, en tanto que ese "habitus" o gustos
se basan en la posibilidad de poder elegir, consumir, trascendiendo el deseo de
satisfacer las necesidades prácticas, determinadas por las restricciones económicas.
Pero cuando los bienes y prácticas de consumo son desplegados, como signos de
distinción, por los grupos sociales que ocupan las posiciones sociales más altas de la
jerarquía social, son apropiados por los grupos que ocupan estatus inferiores en su
búsqueda de reconocimiento social, de ahí que los primeros los abandonen y adopten
otros nuevos. En este sentido, la dinámica de la moda se fundamenta, entonces, en la
capacidad de las clases "superiores" de encontrar e imponer nuevos bienes y nuevas
maneras de apropiarse de ellos que les diferencien socialmente del resto, mientras
que las clases inferiores imitan las prácticas de consumo legitimadas socialmente en
una estrategia de movilidad y ascenso social. (López de Ayala, 2004, 171-172).

Sociedad posmoderna y el consumo como razón:


fragmentación, individualización e identidad
La sociedad de consumo vino a ser el paradigma de la sociedad moderna,
desarrollada y avanzada, hasta los inicios de la segunda mitad del siglo XX. Pero en
el último cuarto del siglo, el modelo de sociedad uniformadora, de consumo
estandarizado y de seguridad, se acaba. El fordismo pasa a ser sustituido por el
postfordismo, lo que supone, entre otras cuestiones, un cambio en la organización de
la producción de objetos y una desarticulación de las formas de producción y de
consumo, características del siglo XX. La sociedad de consumo como modelo en el
que predominaba el gusto de la clase media, los productos muy poco diferenciados, la
fabricación en cadena, la escasa rotación y larga duración comercial de los productos,
con escasa renovación estética y simbólica de los productos, fue desapareciendo. El
consumo de masas y la cultura de masas dieron paso a un contexto de menor
integración caracterizado por nuevos estilos de vida y consumo. En las últimas
décadas del siglo XX, la homogeneización es sustituida por la fragmentación de la
sociedad de clases medias. Ahora cada grupo, clase o fracción de clase, mantiene un
"habitus" diferente y, por tanto, una estructura del gusto diferente, que se objetiva en
prácticas de consumo específicas que actúan como expresión y, al mismo tiempo,
como reivindicación de una posición en la jerarquía del espacio social. Estamos ante
un nuevo tipo de sociedad, la sociedad postmoderna, caracterizada, entre otros
factores, por el relativismo cultural.

El concepto de postmodernismo o postmodernización se asocia, generalmente, con


un periodo de mayor énfasis en la cultura como elemento que configura la acción
humana. El consumo se desvincula de su valor uso. Lo que se consume son símbolos
que han perdido cualquier referencia con la realidad. Las diferencias sociales ahora se
mantienen sólo en el orden de lo simbólico, perdiendo todo referente en la realidad. El
consumo sirve ahora para crear una conciencia de identidad de forma activa. Las
clases sociales ya no funcionan como fuentes de identidad, pierden capacidad de
actuar como fuente de identidad y organización colectiva, y el consumo destaca como
fundamento para la construcción del yo. El individuo construye su identidad a través
del consumo de objetos, que le servirán como instrumentos para crear, establecer y
mantener la idea que tiene de sí mismo, así como su imagen. Los objetos de consumo
constituirán la expresión de sus valores, creencias e ideas asociadas a ese estilo de
vida distintivo con el que se identifica y al que trata de llegar. Como consecuencia, las
identidades ya no vienen dadas por el nacimiento, por la estructura social, por la
pertenecia a la clase, sino que son elegidas activamente, haciéndose fluidas y
cambiantes (López de Ayala, 2004, 174-175). Además, mientras en la sociedad de
consumo de masas había que crear, motivar e impulsar para que se consumiera, en la
era de la sociedad postmoderna el consumo se ha convertido en la razón de la
existencia (Alonso, 2007, 17-19).

4. El dilema estructura-acción/individuo-sociedad en
el análisis del consumo
La complejidad de la realidad social ha determinado que los estudios sociológicos
muestren, en su trayectoria histórica, la dialéctica entre dos grandes perspectivas o
enfoques: la estructura y la acción. Desde el enfoque de la estructura, se considera
que lo social es una realidad objetivada, externa al individuo, construida y constituida,
que condiciona la acción y los comportamientos de los individuos. Esta posición
teórica queda claramente representada por el estructuralismo. Por el contrario, desde
el enfoque de la acción, se considera que la realidad social se encuentra en constante
proceso de producción por parte de los actores individuales, y encuentra en el
individualismo metodológico su expresión más directa.

El enfoque o perspectiva individualista reconoce y subraya la centralidad de los


actores en la acción social, e identifica la acción de los seres humanos como la unidad
central de la vida social. El marco paradigmático de esta perspectiva es el
individualismo metodológico, desde donde se sostiene que todos los fenómenos
sociales pueden ser explicados, en principio, en términos de acciones, propiedades y
relaciones de y entre los individuos. Desde el individualismo metodológico, se atribuye
a los individuos unas determinadas preferencias y deseos, que están derivadas del
análisis de la situación que llevan a cabo y que influirá en las pautas de
comportamiento, entendiendo y presumiendo, en cualquier caso, que los individuos,
tanto en su acciones como en sus comportamientos, actúan racionalmente (Francisco,
2001).

El individualismo metodológico es una perspectiva claramente influida por la teoría de


la elección racional, para la cual, cualquier fenómeno social puede ser explicado como
el producto agregado de acciones racionales de individuos que buscan maximizar su
beneficio. El supuesto de la teoría de la elección racional es el de un individuo que
actúan persiguiendo su propio interés, racionalmente capaz de elegir los medios que
cree adecuados para la consecución de sus fines. Por tanto, los individuos toman
decisiones, según sus creencias y preferencias, que son, o deben ser, lógicamente
consistentes.

El individualismo metodológico ha encontrado en las teorías micro-económicas de la


demanda del comportamiento racional del consumidor y su soberanía en el sistema
económico general el campo de aplicación más sistemática y extensiva. Esta
perspectiva es la que posibilitó el estudio de las relaciones subjetivas entre los seres
humanos, considerados individualmente, y los objetos como satisfactores de una
necesidad (el hombre consumidor). El consumo sería explicado como la acción de los
consumidores, como el resultado de un agregado de actos individuales de consumo
que, siguiendo el principio de racionalidad, entiende que los bienes y objetos de
consumo son elegidos como tales, por su capacidad, como instrumentos, para
alcanzar la satisfacción más elevada. Desde el enfoque del individualismo
metodológico, los consumidores muestran, en sus acciones y comportamientos,
intencionalidad y preferencias en la búsqueda de fines, metas y objetivos coherentes
con la jerarquía de preferencias del actor.
El enfoque del individualismo metodológico aboga por la desaparición de las
relaciones sociales en los estudios de consumo. Los grupos y colectivos no poseen
comportamientos propios sino que son la suma de los comportamientos individuales,
representando la sociedad como un conglomerado de individuos soberanos no
sometidos a ninguna relación social (Alonso, 2005: 3-4). En este sentido, al
individualismo metodológico se le cuestiona su no reconocimiento de que la realidad
social tiene propiedades que no son reductibles a las propiedades individuales, son de
escaso interés por considerar que la sociedad es más que la suma de las partes
(Raventós, 2003) y, al mismo tiempo, se le acusa de olvidar la dimensión emocional y
normativa de la racionalidad, la relevancia del contexto sociocultural para la
deliberación y la toma de decisiones para la acción y la ausencia en su análisis de los
cambios y trayectorias de las preferencias del actor (García, 2013).

Frente al individualismo metodológico, la perspectiva estructural tiende a negar la


relevancia de la acción individual en la explicación de lo social. Excluye las acciones
conscientes e intencionales de los seres humanos y sólo admite, como
científicamente relevante, un concepto de causalidad estructural y no mecánica, ni
intencional, ni funcional (Ritzer, 2002). Desde esta perspectiva, el consumidor racional
deja paso al consumidor sujetado por los factores estructurales. El consumidor es
dibujado como un ser dominado, cuyo comportamiento es reflejo de las estructuras y
de los poderes sociales. El estructuralismo aboga por considerar, en el contexto de la
sociedad de consumo, la constitución de una cultura de consumo unificadora y
despersonalizada, extendida y fomentada mediante el uso de la publicidad, las
campañas de ventas, el crédito al consumo y otras muchas técnicas de producción de
la demanda, que acabará con la soberanía del consumidor. De este modo, la oferta,
ayudada por los medios de comunicación de masas y la publicidad, pasa a determinar
la estructura de la demanda y de la sociedad misma. En consecuencia, con el
estructuralismo se hace efectiva la centralidad de la sociedad de consumo de masas y
la cultura de masas como cultura de los consumidores, a los que se les niega la
capacidad de actuar, sin iniciativa, y dominados por los factores estructurales.
Esta concepción de la sociedad y la cultura de consumo, así como su arrollador
potencial manipulador de los individuos, fue criticada desde algunas posiciones
estructuralistas que reivindicaban una explicación del consumo como comportamiento
y acciones destinadas a reforzar o marcar los vínculos entre individuo y el grupo
social. De esta manera, nos hallamos ante una perspectiva integradora en el análisis
del consumo, que orienta su interés hacia el poder que adquieren los medios de
comunicación y la publicidad en la determinación de los estilos de consumo,
dominados por la oferta de la producción industrial a través de los medios de
comunicación. Pero al mismo tiempo, subraya el valor simbólico del consumo y su
carácter de contenedor y emisor de mensajes en la construcción de la identidad
individual y grupal. Una perspectiva desde la que se construye una imagen del
consumidor transformado en actor que consume y gasta para lograr y hacer gala de
su vinculación a su grupo de pertenencia o de referencia, a su estatus o clase social
(García, 2013; Alonso, 2005, 16-17).

Comienza a articularse la búsqueda de los vínculos y los conflictos entre la estructura


y la acción, entre el reconocimiento de la existencia de lo social como realidad
objetivada, externa al individuo, que condiciona la acción, y los comportamientos de
los individuos, y del papel de los actores individuales en la producción de la realidad
social. Una de las figuras destacadas de esta perspectiva es la de P. Bourdieu, quien
asegura que se encuentra situado en lo que denomina como "estructuralismo
constructivista" (Ballester, 2004: 79). Desde la perspectiva Bourdiana, los agentes
sociales no son simples autómatas que ejecutan reglas según leyes mecánicas que
se les escapan, pero tampoco se mueven por un cálculo racional en su acción: ni
marionetas fieles de las estructuras, ni dueños completos de las mismas.

Bourdieu se interesa por las prácticas, consideradas por él como el producto de la


relación dialéctica entre la acción y la estructura. Las prácticas no están objetivamente
determinadas, ni son el producto del libre albedrío, están situadas, influidas por las
estructuras, las estructuras objetivas, que son independientes de la conciencia y la
voluntad de los agentes y que son capaces de regir e imponer las prácticas o sus
representaciones. En el ámbito del consumo, Bourdieu analiza las relaciones entre los
aspectos objetivos y subjetivos que inciden y se encuentran en el hecho social del
consumo, abordando esta tarea mediante el ensamblaje de tres conceptos clave
(campo, habitus y capital) mediante los cuales elabora una teoría que intenta superar
los dualismos clásicos (Ariño, 2003). Al respecto, expone Bourdieu: "La acción no es
una respuesta cuya clave residiera por entero en el estímulo activador, sino que tiene
por principio un sistema de disposiciones, lo que llamo el habitus, que es el producto
de toda la experiencia biográfica (lo que provoca que, como no hay dos historias
individuales idénticas, no haya dos habitus idénticos, aunque existan clases de
experiencias y, por tanto clases de habitus —los habitus de clase—)" (2000: 75).

El habitus incluye las estructuras mentales o cognitivas a través de las cuales las
personas manejan, perciben, comprenden, aprecian y evalúan el mundo social, y que
influyen directamente en sus prácticas y en como las perciben y evalúan. El habitus es
el resultado del transcurso de la historia colectiva y se adquiere como resultado de las
posiciones sociales que ocupan los individuos y, por tanto, variará dependiendo de la
naturaleza de la posición o posiciones que ocupa en el sistema social. En
consecuencia, aquellos que ocupan la misma posición dentro del mundo social suelen
tener habitus similares.

5. Complejidad, variabilidad, tolerancia y


eclecticismo en el consumo cultural
Las prácticas de consumo cultural al servicio de la identidad de
clase y de estatus
La cultura es "un todo complejo" y esta complejidad se ha puesto de manifiesto en los
distintos modos de definirla. Una de las primeras definiciones de cultura la
encontramos en la obra de Tylor "Cultura Primitiva" (1871). Dice Tylor, "Cultura es
todo complejo que incluye al conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las leyes,
las costumbres, y todas las obras, capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en
tanto que es miembro de una sociedad" (Kahn, 1975). Pudiendo estar de acuerdo con
esta definición de cultura, también podemos estarlo con el hecho de que no todos
entendemos lo mismo cuando hablamos de cultura. De cualquier modo, el concepto
de cultura hace referencia a las formas de pensar, de vivir, de sentir y de actuar de los
seres humanos como seres sociales. Por tanto, la cultura comprende normas,
creencias, valores, símbolos, y significados, pero también puede ser abordada desde
su consideración como conjunto de prácticas que permiten a la gente organizar la vida
social, darle sentido al mundo y a su existencia personal (Ariño, 2009).

Como conjunto de prácticas, prácticas de consumo, se ha abordado el estudio del


consumo cultural mediante el empleo de la metodología cuantitativa y de encuestas
sobre hábitos y prácticas culturales como herramienta principal. El análisis de los
datos de estas encuestas ha mudado una y otra vez entre diferentes enfoques. Los
más clásicos, como el enfoque individualista, parten del supuesto de la existencia de
una cierta autonomía y soberanía del consumidor, capaz de crear sus gustos
culturales, a partir de la universalización del acceso a la cultura, en un contexto, como
el de las sociedades posmodernas avanzadas, de oferta global de productos de
consumo y de complejización y fragmentación de los estilos de vida. El enfoque
estructuralista defiende que los gustos, las prácticas culturales y los consumos
culturales están directamente relacionados con el sistema de estratificación social
basado en las clases y los estatus sociales. Frente a ellos, considerando el hecho
constatable de que la sociedades contemporáneas han cambiado como consecuencia
de los importantes procesos de trasformación social que se han producido a nivel
global, reconociendo el peso de las estructuras, y sin dejar de reconocer el hecho de
que el consumo cultural se halla estratificado, se explica que este consumo, como
consumo diferencial, no solo está condicionado o influido por los ingresos, sino
también, y de modo muy relevante, por el nivel educativo y el estatus. En
consecuencia, en los consumos culturales, en las prácticas, en los gustos y en los
hábitos culturales se aprecia una clara estratificación, pero no solo se debe y puede
explicarse por la posición que se ocupa en el sistema de clases sociales (Ariño, 2009;
Herrera-Usagre, 2011).
Esta posición contribuye al renacimiento del concepto de estatus weberiano como
concepto clave en el análisis del consumo cultural. El estatus gana interés y valor para
explicar la estratificación social junto a las clases sociales. Para M. Weber, la
estratificación social es el resultado de una lucha por los recursos escasos de la
sociedad, pero si bien esta lucha tiene que ver principalmente con los recursos
económicos, de manera que las clases se estratifican de acuerdo con la relación que
mantienen con los medios de producción y la capacidad para la adquisición de bienes,
existe también, y paralelamente, una lucha por el prestigio social, derivado entre otras
cuestiones, del consumo de bienes. Consecuentemente, los individuos pertenecen no
solo a clases sociales, sino a grupos de status que se estratifican de acuerdo con el
consumo de bienes. En este sentido, cuanto mayor es el consumo de bienes, más alto
es el estilo de vida y mayor el honor y el prestigio social que se alcanzan. Mientras
que las clases sociales son el resultado de la desigual distribución de las
recompensas económicas, el status social lo es de la desigual distribución y acceso al
prestigio social. Así que la estratificación social basada en el estatus, expresa la
existencia de una jerarquía social de posiciones sociales de superioridad, igualdad o
inferioridad percibidas, y a veces aceptadas, que cristalizan en diferentes estilos de
vida. Estas posiciones jerarquizadas y los estilos de vida asociados sirven, a la vez,
para la construcción o reforzamiento de la identidad personal. Por ende, el consumo
cultural se convierte así en un emblema e instrumento al servicio de la distinción y el
mantenimiento del estatus (Ariño, 2009).

Frente al consumo de masas, variedad, omnivorismo y


eclecticismo en el consumo cultural*
Como hemos apreciado, si el enfoque estructuralista, defiende que los gustos, las
prácticas culturales y los consumos culturales están directamente relacionados con el
sistema de estratificación social basado en las clases y los estatus sociales,
posteriormente, estudios e investigaciones empíricas han mostrado que, más allá de
la clase y el estatus, existe una pluralidad de factores que están presentes en el
consumo cultural, como el género, la edad, o el territorio, representando a las
sociedades contemporáneas como realidades sociales complejas en las que las
preferencias o el gusto son más abiertos, múltiples, e incluso variables e inestables
(Sassatelli, 2012, 142).

La constatación de una apertura, diversidad e inestabilidad en las prácticas del


consumo, ha dado lugar a otro enfoque en el análisis de la sociología del consumo,
constituido como una crítica al enfoque clásico de la sociología del consumo
bourdiana, este no es otro que el enfoque omnivorista (Ariño, 2007). El omnivorismo
cultural, más centrado que otros, en los consumos culturales, argumenta que los
gustos no están determinados por las diferentes clases y estatus sociales, sino que la
diferencia fundamental se encuentra en la oferta y la capacidad de elegir productos de
consumo cultural de entre una cada vez mayor, variada y extensa oferta (Alonso,
2007; Ariño, 2009; Herrera-Usagre, 2011, Sassatelli, 2012).

El estudio precursor de este enfoque fue el desarrollado por Wilensky. En él, expone
este investigador, que aquellos grupos sociales que presentan altos niveles
educativos no sentían aversión alguna por lo que conocemos como "cultura de
masas" sino que por el contrario eran consumidores de los productos y objetos
asociados a ella. (Herrera-Usagre, 2011:144-145). Pero ha sido la argumentación de
Robert Peterson sobre el omnivorismo cultural la obra más influyente en los nuevos
estudios sobre consumo cultural. Peterson explica cómo en los países occidentales
existe un sector de la población al que le gusta un abanico mayor de formas de cultura
que en épocas previas, lo que reflejaría un aumento de la tolerancia social hacia otras
formas y gustos culturales.

El trabajo de Peterson le permite construir cuatro categorías sobre el omnivorismo,


cimentadas en torno a dos ejes: la distinción entre alta cultura y cultura popular; y la
amplitud o extensión de los gustos. En primer lugar, tendríamos a los que denomina
como los unívoros de la alta cultura o refinados (highbrow univores), pertenecen a
esta categoría los grupos sociales de las clases altas y medias altas, que se
caracterizan por tener gustos adscritos a los valores culturales elitistas dominantes,
creadores de distinción social, y asociados a lo que se conoce como alta cultura. En
segundo lugar, encontraríamos la categoría compuesta por los omnívoros de la alta
cultura o refinados (highbrow omnivores), a los que denomina como "omnívoros"
auténticos. Los integrantes de esta categoría pertenecen a las clases medias y altas,
y muestran amplios gustos, que oscilan desde la alta cultura al interés por ciertos
elementos de la cultura popular. En tercer lugar, la categoría de los unívoros de la
cultura popular lowbrow univores), o "unívoros" auténticos, quienes poseen un
repertorio de aficiones reducido y su gusto es considerado, socialmente, como la
esencia del denominado "mal gusto". Por último, describe la categoría de los
consumidores omnívoros de la cultura popular (lowbrow omnivores), esta sería una
"nueva" categoría de consumidores que muestran una amplitud de gustos, aunque la
mayoría de los objetos culturales que consumen pertenecen a la denominada cultura
popular, con escasas muestra de consumo de objetos adscritos a la alta cultura.

¿Por qué el omnivorismo cultural ahora?, porque estamos en un nuevo escenario,


donde los gustos culturales de las élites y grupos sociales de estatus social más
elevado han dejado de ser restrictivos y caracterizados por un consumo elitista,
mostrando preferencias más abiertas y eclécticas, y una mayor tolerancia en la
mixtura de prácticas (Ariño, 2009). El contexto social en el que el omnivorismo se
hace presente es el de una sociedad más abierta y tolerante, política, ideológica y
culturalmente, y cosmopolita. Una sociedad en la que los grupos los grupos sociales,
en general, han aumentado su nivel educativo, y muy especialmente aquellos que
ocupan un mayor estatus social.

La teoría del omnivorismo cultural incorpora un análisis que subraya que la clase
social no puede ser el factor explicativo decisivo del gusto y del consumo cultural. La
posición social, como argumentaba Bourdieu, no es la vía de adquisición dominante
del gusto cultural. Del mismo modo, el consumo cultural y el capital cultural no son
determinantes, ni reflejo exacto de los procesos de diferenciación y de distinción
social. En este sentido, una de las aportaciones esenciales de las investigaciones de
Peterson es la de introducir más complejidad en el análisis de los gustos, de forma
que la clase social no sea el único y exclusivo factor explicativo. Frente a la idea de
diferenciación y jerarquización de los estilos de vida basada en la adquisición de
capital cultural que enunciaba Bourdieu, los defensores del concepto de omnivorismo
cultural defienden, por el contrario, que los gustos legítimos de las nuevas clases
dominantes se caracterizan, en la actualidad, por un amplio abanico de preferencias
culturales, con gustos que se extienden desde las artes más refinadas a
manifestaciones propias de subculturas populares. Las clases altas practicarían muy
diversas formas de ocio, de las más masivas a las más exclusivas y, también, las
personas de status alto, lejos de participar sólo en actividades de status alto, tienden a
hacerlo en una mayor variedad de tipos que las personas de status bajo. En este
sentido, su capital cultural no se basa sólo en el monopolio, sino en la variedad. Las
clases bajas, por el contrario, son unívoras, es decir, tienen y muestran un repertorio
más restringido de actividades, gustos y formas de ocio (Noya, 1998, 71).

En definitiva, desde las posiciones omnivoristas se señala que se ha producido una


transformación en el ámbito del consumo cultural, que supone que, en la actualidad, la
cultura clásica legítima ha perdido su vigencia, y ha sido sustituida por una
mezcolanza de aficiones que muestran los individuos en sus prácticas y consumos
culturales. La teoría del omnivorismo cultural sería, por tanto, un enfoque o
perspectiva más adecuada para una sociedad plenamente sumergida en la
denominada posmodernidad, en la que las jerarquías se estarían difuminando a favor
de una mayor individualización. (Fernández y Heikkilä, 2011: 599).

A la teoría de la omnivoridad se le han realizado algunas matizaciones, pero sin dejar


de reconocer su valor explicativo para el análisis de los consumos culturales de las
sociedades posmodernas. Se insiste en que la apertura y tolerancia culturales son
valores sociales que gozan de un amplio consenso en la sociedad contemporánea
(Ariño, 2009). Ollivier, citado por Fernández y Heikkilä (2011) señala que el discurso
dominante actual considera lo diverso, lo híbrido, lo fluido, lo ecléctico, lo global y lo
cosmopolita como valores positivos, frente a otros negativos como lo cerrado, lo
unitario, lo homogéneo, lo local, lo estático o lo permanente. Es decir, que los
omnívoros culturales muestran los valores que adopta y propaga el discurso de la
globalización, como la apertura hacia la movilidad, la adaptación, la multiculturalidad,
el mestizaje, etc., en un contexto social global, y local, más heterogéneo y volátil. Por
otro lado, se subraya que existen muchos tipos de omnivoridad y uno de ellos tiene un
perfil definido por el capital educativo y los ingresos medios altos, poniéndose de
manifiesto que esta apertura omnívora y multicultural proporciona un sentido de
distinción, especialmente, a las clases medias altas. Por tanto, en la sociedad
contemporánea es falso que no haya fronteras y gustos estigmatizados. Las
desigualdades socioeconómicas siguen manteniendo una influencia en el consumo
cultural, por su repercusión en las posibilidades de acceso a la generación de capital
social y cultural, así como por su relación con los mejores niveles educativos. El
omnivorismo cultural, entonces, no puede ocultar la permanencia y vigencia de las
jerarquías culturales. (Ariño, 2009; Fernández y Heikkilä, 2011: 599).

Otras críticas, como la realizada por Bernard Lahire, insisten en que debería
abordarse el análisis del consumo cultural desde la perspectiva de la amplitud de
oferta y la elección de esos objetos de consumo, pero en consonancia con el grupo de
pertenecía o de referencia de los individuos. Porque en la sociedad contemporánea, la
movilidad social, el contacto con la heterogeneidad, la diversidad social y cultural de la
vida social permite y facilita que los individuos puedan construir su diferencia.
Reconociendo que los individuos se comportan en relación con los procesos de
socialización a los que han sido sometidos, así como con la estructura normativa y el
sistema de valores de los grupos a los que pertenecen, también se admite su
capacidad para construir su diferencia y comportarse de manera atípica en relación a
su grupo o grupos de referencia. En este sentido, deberíamos hablar de la existencia
de un amplio espectro de gustos individuales que pueden ser consonantes o
disonantes respecto al grupo social de referencia. Ser consonante significa mantener
una coherencia en las preferencias y prácticas culturales respecto al grupo de
referencia, y este grupo puede poseer un gusto tanto socialmente legítimo (elitista,
caso de las clases altas) como ilegítimo (popular, caso de las clases bajas); ser
disonante implica, precisamente, que las preferencias y prácticas culturales del
individuo difieren o son atípicas respecto al grupo social de referencia. En definitiva,
se produce un reconocimiento de la heterogeneidad, la diversidad social y cultural de
la vida social, características de las sociedades contemporáneas y que posibilitan la
constitución del rasgo distintivo del consumo cultural en la actualidad, el eclecticismo.
(Fernández y Heikkilä, 2011: 599-600)

Las críticas al omnivorismo cultural también indican que este enfoque muestra a las
clases altas como las únicas que se muestran activas, curiosas y abiertas a nuevas
experiencias, tolerantes y abiertas. Frente a ellas, las clases bajas aparecen como
pasivas ante la cultura y despreocupadas por su estilo de vida e intolerantes. Así
mismo, muestra a las clases que ocupan las posiciones más altas, desarrollando un
cierto "eclecticismo del gusto", dispuestas al consumo y disfrute de una amplia gama
de productos y servicios culturales, mientras que el resto mostrarían una restringida
capacidad de disfrute de la oferta de géneros, productos y servicios culturales,
limitándose solo a algunos de ellos. En este sentido, la teoría del omnivorismo cultural
podría ser catalogada como cargada de un cierto elitismo (Fernández y Heikkilä, 2011:
599-600; Herrera-Usagre, 2011:144-145).

A modo de epílogo
Como hemos apuntado, el consumo es una actividad social que se ve impregnada de
nuestros sueños de satisfacción de necesidades y deseos (Bauman, 2005:43). Su
multidimensionalidad y complejidad abarca, alcanza y afecta a la creación y
estructuración de las identidades, individuales y colectivas, así como las formas de
relacionarnos con los demás (Alonso, 2005:30). Consecuentemente, y en relación con
esta instrumentalización al servicio de la identidad de la cultura, es sencillamente
imposible olvidar que la cultura no es sólo la expresión de lo común, sino también la
expresión de la diferencia y la desigualdad, de ahí que siga siendo muy cuestionable
que el consumo cultural pase a ser contemplado como una mera y simple expresión
del gusto y de la elección individual (Ariño, 2009).
En una sociedad plagada de desigualdades es incuestionable que ésta se reflejará en
todos sus contextos, incluido el del consumo cultural. El estatus social, el nivel
educativo, la incorporación de los nuevos valores de tolerancia, apertura, de
adaptación a las situaciones cambiantes en la era de la globalización y en la sociedad
del riesgo constante, y las experiencias individuales benefician el enfoque de la
omnivoridad, pero benefician a algunos, a otros no. El peso del orden social y de la
estructura sigue vigente, de manera que aquellos que tienen mayores posibilidades de
desarrollar un gusto ecléctico son, aún, aquellos que ocupan las posiciones
jerárquicamente más altas, en el ámbito de lo económico, de lo social, de la política,
de la educación, etc.

Para la Reflexión
 Como acercamiento al estudio sociológico del consumo podríais consultar las
siguientes obras: Pablo García Ruiz, Repensar el consumo, Ed. EIUNSA, Madrid,
y R. Bocock El consumo, Talasa, Madrid, 1993.

 centrodeestudiosandaluces.es en este portal podéis consultar el Documento


de trabajo Estratificación social y estilos de vida culturales de M. Herrera, en el
que se analiza el papel de la estratificación social en el consumo de bienes y
servicios culturales, así como de otras variables como el sexo, la edad, los
ingresos o el nivel educativo.

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