La Representación Del Artista Como Creador

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

DEPARTAMENTO DE LITERATURA ESPAÑOLA Y TEORÍA DE LA LITERATURA Y


LITERATURA COMPARADA

TESIS DOCTORAL:

LA REPRESENTACIÓN DEL ARTISTA COMO CREADOR


EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA PENINSULAR
DEL ROMANTICISMO AL MODERNISMO

Presentada por Dña. VIRGINIA ISLA GARCÍA para optar al grado de


doctor por la Universidad de Valladolid

Dirigida por:
Dr. D. FRANCISCO JAVIER BLASCO PASCUAL
Dr. D. JOSÉ RAMÓN GONZÁLEZ GARCÍA
Título.

La representación del artista como creador en la narrativa española peninsular del


Romanticismo al Modernismo.

Palabras clave.

Artista, creador, Romanticismo, Modernismo, España, narrativa.

Resumen.

A partir de la recopilación y estudio de un amplio corpus narrativo, esta tesis


recoge detallados testimonios del artista en su faceta creativa como héroe moderno y
personaje de novela en la narrativa peninsular española desde el Romanticismo hasta el
Modernismo.

El estudio de estos textos se inicia con una cuidada reflexión acerca de la


actualización en la ficción romántica de las características de la leyenda y mito del
artista. A continuación, se detiene en la relectura realista y en su progresivo interés por
la profundización en la psique del personaje con inquietudes artísticas. En este periodo
la caracterización del artista seguirá teniendo como referentes constantes el tipo y
trayectoria romántica y su correspondencia con las expectativas burguesas. Así, en la
última parte se confirma la pervivencia de la huella romántica en el cambio de siglo y en
el Modernismo, momento en el que se hiperbolizará la introspección, la desilusión y la
apatía finisecular, así como el refugio en el artificio y en la écfrasis y recreación de
motivos artísticos como el del desnudo. De este modo, se reivindica la originalidad
española en el tratamiento del mal du siècle y en su asociación con otras dicotomías
características del creador (Arte - Vida, Obra y Obra Maestra - Mujer). Si bien estos
temas son fácilmente reconocibles en otras literaturas, esta tesis contribuye a esclarecer
cómo son adaptados, matizados y desarrollados de forma personal en las ficciones
acerca de la aptitud y actitud creativa destacadas en esta tesis.

V
Title.

The Representation of the Artist in the Spanish Peninsular Narrative from the
Romanticism to the Modernism.

Key words.

Artist, Creator, Romanticism, Modernism, Spain, Narrative.

Abstract.

Thanks to the compilation and study of a wide narrative corpus, this thesis
collects detailed testimonies of the Artist in his creative role as a Modern Hero and a
Novel Character in the Spanish Peninsular Narrative from the Romanticism to the
Modernism.

The study of these texts begins with a careful consideration about the new
treatement in the Romantic fiction of those features related to the legend and myth of
the artist. After that, I continue considering the realist rereading and its progressive
focus on the psyque of the character with artistic interests. In this period, the artist
remains being constantly characterised according to the Romantic type and its career,
together with his correspondence to the bourgeois expectations. Thus, in the last part, I
confirm the survival of the Romantic traces in the change of century and in the
Modernism, when the introspection, the disillusionment and the fin de siècle apathy are
hyperbolized, as well as the refuge in the art and in the écfrasis or recreation of the
artistic subjects, for example the nude. In this sense, I claim the Spanish originality in
the traitment of the mal du siècle and its association with different dichotomies, which
are characteristic of the creator (Art - Life, Oeuvre or Masterpiece – Woman). Although
these topics are easily found in other literatures, this tesis contributes to clarify how they
are adapted, shaded and personally developed in the fictions on the creative talent and
attitude emphasized in this thesis.

VI
ÍNDICE / TABLE OF CONTENTS
ÍNDICE.

0. INTRODUCCIÓN. 1

1. EL ARTISTA EN LA LITERATURA EUROPEA. 11

1.1. El artista, personaje moderno, personaje de novela. 13

1.1.1. Artista melancólico, artista original.

1.1.2. Los conflictos del Arte: el artista y el público, la Obra Maestra, 15


la conciliación entre el Arte y la Vida.

1.1.3. El héroe-artista, personaje de novela. 21

1.1.3.1. Novela de artista, novela de formación y novela lírica. 27

1.2. El artista como tema en la novela europea de los siglos XVIII y XIX. 33

1.2.1. Literatura alemana. Goethe.

1.2.2. Literatura inglesa, británica y americana. 35

1.2.3. Literatura italiana. 38

1.2.4. Literatura francesa. 39

2. LA REPRESENTACIÓN ROMÁNTICA DEL ARTISTA. 59

2.1. Identificación entre el Arte y la Vida. El ejemplo de Bécquer. 61

2.2. El artista como tipo costumbrista. 64

2.2.1. La trayectoria del literato en la Fisiología del poeta


de Mariano Noriega (1843).

2.2.2. Las alternativas al porvenir trágico. Adaptación o renuncia. 70

2.2.3. Las sátiras de la actitud romántica. 73

2.2.3.1. Las sátiras del aprendizaje del poeta romántico. 78

2.3. La caracterización del artista en las revistas románticas. 80

2.3.1. Las biografías noveladas y el proteccionismo de las artes.

2.3.2. Los relatos protagonizados por artistas en El Artista. 85

IX
2.4. La presencia del artista en la novela prerrealista (anterior a 1868). 90

2.4.1. El artista, héroe moderno en la novela histórica de tema contemporáneo.

2.4.1.1. Un ejemplo del dualismo social y moral aplicado al artista. 93


La sensibilidad artística en dos personajes de Ayguals de Izco.

2.4.2. Un recorrido por la evolución del personaje del artista en la novela 95


de costumbres contemporáneas.

2.4.2.1. El escritor como guía político.

2.4.2.1.1. El poeta y el banquero. Escenas contemporáneas 96


de la revolución española de Pedro Mata y Fontanet (1842).

2.4.2.1.2. El triunfo del talento y de la justicia 100


en El dios del siglo de Jacinto de Salas y Quiroga (1848).

2.4.2.2. La moderación y el refugio en la anécdota sentimental y poética. 102

2.4.2.2.1. La fortuna del artista romántico en las novelas de la década de los 50. 103

2.4.2.2.1.1. La trayectoria del poeta, Ernesto de Emilio Castelar (1855). 105

2.4.2.2.2. Mujeres artistas y mujeres autoras en la novela de 1849 a 1861. 110

2.4.2.3. El itinerario bohemio en el camino al Realismo. 116


El frac azul de Pérez Escrich (1864).

2.4.2.4. El símbolo paródico de las Letras y escritores contemporáneos: 125


El caballero de las botas azules de Rosalía de Castro (1867).

3. LA TRANSFORMACIÓN DE LA IMAGEN DEL ARTISTA EN EL REALISMO 135


Y EN EL NATURALISMO.

3.1. Del tipo beligerante al personaje en sociedad. Pervivencia de elementos románticos 137
en el Realismo. Las ilusiones del Doctor Faustino de Juan Valera (1875).

3.1.1. El artista en la novela histórica romántica de la Restauración. 139


Fra Filippo Lippi de Emilio Castelar (1877).

3.2. Recuerdos y ecos del artista romántico. 148

3.2.1. El encuentro con la ciudad y la lucha revolucionaria.


Pedro Sánchez de José María de Pereda (1883).

3.2.2. La locura del autor bohemio romántico. El Doctor Centeno de Benito Pérez Galdós (1883). 152

3.2.3. Poetas románticos de provincias. 158

3.2.3.1. El Cisne de Vilamorta de Emilia Pardo Bazán (1885). 159

X
3.3. Víctimas de la sociedad. 165

3.3.1. El naturalismo radical. El periodista de Eduardo López Bago (1884)


y Declaración de un vencido de Alejandro Sawa (1887).

3.3.1.1. El tormento agónico de El periodista de Eduardo López Bago (1884). 166

3.3.1.2. El testimonio de la juventud derrotada. Declaración de un vencido 169


de Alejandro Sawa (1887).

3.3.1.3. El vacío narcisista de Juan Vulgar de Jacinto Octavio Picón (1885). 174

3.4. Querer ser artista desde la burguesía. 177

3.4.1. La mujer objeto o la pequeña Galatea. Tristana de Benito Pérez Galdós (1892).

3.4.2. Del burgués aficionado a la abulia de la medianía. 187

3.4.2.1. El genio y el Arte en las narraciones de Clarín. Doña Berta (1892).

3.4.2.2. Los inicios de la insatisfacción resignada. Sinfonía de dos novelas 192


(Su único hijo y Una medianía) y Cuesta abajo (1890-1891).

3.5. El principio de la enfermedad del escritor urbanita. El idilio de un enfermo de Armando 200
Palacio Valdés (1884).

4. LA NUEVA IMAGEN DEL ARTISTA EN EL CAMBIO DE SIGLO. 205

4.1. La pervivencia del yo romántico en el yo modernista. 207

4.2. El exceso de pensamiento y la incapacidad para la acción. 209

4.3. La aparición del intelectual. 213

4.4. La búsqueda de la alternativa. Los trabajos del infatigable creador Pío Cid 215
de Ángel Ganivet (1898).

4.5. El optimismo de los últimos bohemios frente a las dudas de Hamlet. Cosas de Hamlet Gómez 220
de Andrés Sánchez Ruiz (1903).

4.6. La patología del creador. Lombroso, Nordau, Gener y Llanas Aguilaniedo. 225

4.6.1. La negación española de la patología del genio. La nueva cuestión palpitante 234
de Emilia Pardo Bazán (1894), Los grafómanos de Leopoldo Alas “Clarín” (1886),
y El origen del pensamiento de Armando Palacio Valdés (1893).

4.7. Las novelas del cambio de siglo. 243

4.7.1. La imposibilidad de ser poeta. Amor y Pedagogía de Miguel de Unamuno (1902). 244

XI
4.7.2. Respuestas a la crisis personal del intelectual. 250

4.7.2.1. La estética del reposo en Diario de un enfermo de José Martínez Ruiz “Azorín”
(1901).

4.7.2.2. El reposo como tema en Rafael Altamira. 257

4.7.3. La agonía del artista plástico. 263

4.7.3.1. La abulia del pintor. Camino de perfección de Pío Baroja (1902). 265

4.7.3.2. La búsqueda de la Obra Maestra estética y vital. La Quimera 272


de Emilia Pardo Bazán (1903).

4.7.3.3. La obsesión por el desnudo y el tema de la modelo. 285

4.7.3.3.1. La defensa del desnudo en Jacinto Octavio Picón. 287

4.7.3.3.2. Las galateas dominadoras de Eduardo Zamacois. 291

4.7.3.3.3. El desnudo realista en La maja desnuda de Vicente Blasco Ibáñez (1906). 299

5. CONCLUSIONES (Español e inglés). 315

5.1. Conclusiones (Español). 317

5.2. Conclusions (Inglés). 327

6. BIBLIOGRAFÍA. 337

7. FUENTES PLÁSTICAS CITADAS. 403

XII
TABLE OF CONTENTS.

0. INTRODUCTION. 1

1. THE ARTIST IN THE EUROPEAN LITERATURE. 11

1.1. The Artist, Modern character, character in the Novel. 13

1.1.1. Melancholic Artist, Original Artist.

1.1.2. The conflicts in the Art: the Artist and the Public, the Masterpiece, 15
the conciliation between Art and Life.

1.1.3. The Hero-Artist, character in the Novel. 21

1.1.3.1. Artist’s Novel, Novel of Formation and Lyrical Novel. 27

1.2. The Artist as Topic in the 18th and 19th European Literature. 33

1.2.1. German Literature. Goethe.

1.2.2. English Literature, British Literature, American Literature. 35

1.2.3. Italian Literature. 38

1.2.4. French Literature. 39

2. THE ROMANTIC REPRESENTATION OF THE ARTIST. 59

2.1. Identification between Art and Life. The example of Bécquer. 61

2.2. The Artist as a costumbrista type. 64

2.2.1. The Writer’s Pilgrimage in the Fisiología de un poeta by Mariano Noriega (1843).

2.2.2. The alternatives to the Tragic Fate. Adaptation or resignation. 70

2.2.3. The satires of the Romantic Attitude. 73

2.2.3.1. The satires of the Romantic Poet’s Apprenticeship. 78

2.3. The characterization of the Artist in the Romantic Journals. 80

2.3.1. The Narrative Biographies and the Protectionism of the Arts.

2.3.2. The Artist as a main character in the Tales of El Artista. 85

XIII
2.4. The presence of the Artist in the Pre-Realist Novel (before to 1868). 90

2.4.1. The Artist, a Modern Hero in the Historical Novel of Contemporary Subject.

2.4.1.1. An example of Social and Moral Dualism related to the Artist. 93


The artistic sensitivity in two characters by Ayguals de Izco.

2.4.2. A review throught the Artist Character Evolution in the Novel of Contemporary Customs. 95

2.4.2.1. The Writer as a Political Guide.

2.4.2.1.1. El poeta y el banquero. Escenas contemporáneas 96


de la revolución española by Pedro Mata y Fontanet (1842).

2.4.2.1.2. The Triumph of the Talent and the Justice 100


in El dios del siglo by Jacinto de Salas y Quiroga (1848).

2.4.2.2. The Moderation and the Refuge in the Sentimental and Poetic Anecdote. 102

2.4.2.2.1. The Fortune of the Romantic Artist in the 50s novels. 103

2.4.2.2.1.1. The Poet Career, Ernesto by Emilio Castelar (1855). 105

2.4.2.2.2. Female Artists and Female Writers in the novel from 1849 to 1861. 110

2.4.2.3. The Bohemian Itinerary in the way to Realism. 116


El frac azul by Pérez Escrich (1864).

2.4.2.4. The Parodic Symbol of the Arts and contemporary Writers: 125
El caballero de las botas azules by Rosalía de Castro (1867).

3. THE TRANSFORMATION OF THE ARTIST IMAGE IN THE REALISM 135


AND IN THE NATURALISM.

3.1. From the Belligerent Type to the character in Society. The Survival of Romantic Elements 137
in the Realism. Las ilusiones del Doctor Faustino by Juan Valera (1875).

3.1.1. The Artist, character of the Historial Romantic Novel in the Restoration. 139
Fra Filippo Lippi by Emilio Castelar (1877).

3.2. Memories and Echoes of the Romantic Artist. 148

3.2.1. Facing the City and the Revolutionary Fight.


Pedro Sánchez by José María de Pereda (1883).

3.2.2. The Madness of the Bohemian Romantic Author. El Doctor Centeno by Benito Pérez Galdós 152
(1883).

3.2.3. Romantic Poets of Provincial Lives. 158

3.2.3.1. El Cisne de Vilamorta by Emilia Pardo Bazán (1885). 159

XIV
3.3. Victims of Society. 165

3.3.1. The Radical Naturalism. El periodista by Eduardo López Bago (1884)


and Declaración de un vencido by Alejandro Sawa (1887).

3.3.1.1. The Anguished Torment of El Periodista by Eduardo López Bago (1884). 166

3.3.1.2. The Testimony of the Defeated Youth. Declaración de un vencido 169


by Alejandro Sawa (1887).

3.3.1.3. The Narcissist Emptiness of Juan Vulgar by Jacinto Octavio Picón (1885). 174

3.4. The Wish of Being Artist from the Bourgeoisie. 177

3.4.1. The Woman as an Object or the small Galatea. Tristana by Benito Pérez Galdós (1892).

3.4.2. From the Enthusiast Bourgeois to the Apathy of Mediocrity. 187

3.4.2.1. Genius and Art in Clarín’s narrative. Doña Berta (1892).

3.4.2.2. The Beginnings of the Resigned Dissatisfaction. Sinfonía de dos novelas 192
(Su único hijo and Una medianía) and Cuesta abajo (1890-1891).

3.5. The Start of the Urban Writer’s Illness. El idilio de un enfermo by Armando 200
Palacio Valdés (1884).

4. THE NEW ARTIST IMAGE IN THE CHANGE OF CENTURY. 205

4.1. The Survival of the Romantic Self in the Modernist Self. 207

4.2. The Excess of the Thought and the Inability to the Action. 209

4.3. The Appearance of the Intellectual. 213

4.4. The Quest of the Alternative. Los trabajos del infatigable creador Pío Cid 215
by Ángel Ganivet (1898).

4.5. The Optimism of the Last Bohemians facing Hamlet’s Doubts. Cosas de Hamlet 220
Gómez by Andrés Sánchez Ruiz (1903).

4.6. The Pathology of the Artist Creator. Lombroso, Nordau, Gener y Llanas Aguilaniedo. 225

4.6.1. The Spanish Denial of the Pathology of the Genius. La nueva cuestión palpitante 234
by Emilia Pardo Bazán (1894), Los grafómanos by Leopoldo Alas “Clarín” (1886),
and El origen del pensamiento by Armando Palacio Valdés (1893).

4.7. The Change Century Novels. 243

4.7.1. The Impossibility of Being a Poet. Amor y Pedagogía by Miguel de Unamuno (1902). 244

XV
4.7.2. Some Answers to the Personal Crisis of the Intellectual. 250

4.7.2.1. The Aesthetic of the Repose in Diario de un enfermo


by José Martínez Ruiz “Azorín” (1901).

4.7.2.2. The Repose as a Subject in Rafael Altamira. 257

4.7.3. The Agony of the Plastic Artist. 263

4.7.3.1. The Painter’s Apathy. Camino de perfección by Pío Baroja (1902). 265

4.7.3.2. The Quest of the Aesthetic and Vital Masterpiece. La Quimera 272
by Emilia Pardo Bazán (1903).

4.7.3.3. The Obsession with the Nude and the Model Theme. 285

4.7.3.3.1. The Defence of the Nude in Jacinto Octavio Picón. 287

4.7.3.3.2. The Dominant Galateas of Eduardo Zamacois. 291

4.7.3.3.3. The Realist Nude in La maja desnuda by Vicente Blasco Ibáñez (1906). 299

5. CONCLUSIONS (Spanish and English). 315

5.1. Conclusiones (Spanish). 317

5.2. Conclusions (English). 327

6. BIBLIOGRAPHY. 337

7. QUOTED ARTISTIC SOURCES. 403

XVI
0. INTRODUCCIÓN.
0. INTRODUCCIÓN.

En cualquier investigación que tenga como objeto de estudio la figura del artista
se suceden dos momentos tan inevitables como conflictivos. En los primeros contactos
el investigador se siente entusiasmado por la posibilidad de añadir a sus trabajos ese
enfoque interdisciplinar tan atractivo de la Literatura Comparada. Inmediatamente
después, comienza a percatarse de los problemas derivados de un personaje eterno al
que se suele atribuir una doble caracterización: la de creador de Bellas Artes o artesano,
y la de intérprete de una de ellas (instrumentista, cantante, actor, etc). En nuestro caso,
preferimos la descripción del artista en su faceta creadora, pues pensamos que sería la
más susceptible de un tratamiento metaliterario, especialmente en los casos en los que el
artista se esforzara en materializar su obra.
Aunque en todo momento prestamos atención a los condicionantes discursivos,
nuestra tesis tuvo siempre como principal interés el estudio temático de este personaje-
creador en sus distintas manifestaciones. Entre ellas, destacará durante casi todo el siglo
XIX el escritor (poeta, novelista o dramaturgo, a veces también periodista) que
convivirá con otros aspirantes a la carrera de las Letras, copistas de los géneros
paraliterarios o imitadores, en su aspecto más superficial, de los temas y formas de los
auténticos creadores. Por lo que respecta al artista plástico, si bien encontraremos
algunos testimonios previos, su aparición de pleno derecho irá determinada por el
refugio e interés artístico del Fin de Siglo, por lo que será habitual encontrar pintores
especializados en retratos o escultores obsesionados por sus ideales Galateas. En todo
caso, la perspectiva a través de la cual se plantean los problemas de la vida artística y de
la creación será eminentemente masculina, por lo que la mujer, salvo contadas
excepciones, se tomará como un simple objeto disponible para su modelado. Por otro
lado, pese a nuestra predilección por el artista-creador, es evidente que su íntima
relación, desde un punto de vista estético y social, con el esteta, el dandi, el flâneur o el
bohemio nos obligará a destacar varias de las características de estos personajes cuando
la naturaleza del artista esté constituida por alguna de ellas.
La necesidad de estudiar la representación del artista como un personaje cuya
formación y oficio dependen estrechamente de la sociedad, nos inclinó a perseguir dicha
caracterización en el género narrativo ya que estas novelas y relatos con personajes
artistas, como puede observarse en la bibliografía adjunta, rara vez han sido
considerados en estudios de conjunto. Con el fin de ofrecer una adecuada revisión

3
temática hemos intentando relacionar las principales novelas estudiadas con las
narraciones cortas que tratan temas o personajes similares así como con otro tipo de
textos, difíciles de definir, como las biografías noveladas, pero de las que se imitan
anécdotas y personajes propios de la ficción. Así pues, para no perder esta línea de
trabajo, preferimos tratar sólo de forma secundaria el estado de la cuestión en torno al
subgénero de la novela de artista en los apartados, deudores en parte de las teorías
sociológicas, 1.1.3 “El héroe-artista, personaje de novela” y sobre todo en 1.1.3.1
“Novela de artista, novela de formación y novela lírica.” Entendimos que una vez se
describieran las particularidades que hacían del artista un individuo tan interesante
como para aparecer de forma recurrente en la literatura occidental, podría entenderse
mejor su interés como tema literario.
La distribución cronológica de este trabajo, desde el Romanticismo hasta el
Modernismo y el orden normalmente histórico con el que suceden las obras analizadas
facilitan la observación y comprensión de la evolución de la representación del artista a
lo largo de una acotación temporal que comienza en grandes rasgos con la eclosión
romántica en el reinado isabelino y termina con las relecturas de las poéticas realistas y
naturalistas y los primeros testimonios de la renovación narrativa del siglo XX. De este
modo asistimos al nacimiento y consolidación del héroe moderno, sus anécdotas e
idealización, a través de distintas épocas históricas y poéticas sucesivas que, pese a sus
diferentes planteamientos, mantendrán, en lo que respecta al tratamiento del personaje
del artista, un nexo común. Así pues, la paulatina pérdida de ilusiones y la tendencia a la
introspección que se intuye en el costumbrismo romántico y en la novela prerrealista y
que se acrecienta a través del Realismo y su evolución naturalista, se mantendrá y
problematizará de forma existencial en el Modernismo. Con el fin de facilitar esta
lectura temática y cronológica, sintetizamos en los subtítulos de los capítulos los
aspectos más destacados de cada ejemplo analizado. De este modo, el índice se
convierte en un primer y útil acercamiento a los temas interpretados en esta tesis.
La existencia de una amplia bibliografía sobre la caracterización y evolución
narrativa del personaje del artista apareció desde el principio de la investigación como
un punto de obligada referencia. Por un lado, el estudio de fenómenos semejantes a los
que queríamos rescatar en nuestra literatura nos permitía prepararnos para la búsqueda y
hallazgo de una serie de tópicos habituales en las narraciones con personajes artistas.
Por el otro, la innegable influencia de la literatura europea, en especial la francesa, sobre
la española, nos obligaba a identificar, en la medida de lo posible, aquellos motivos

4
comunes que, explícita o implícitamente, podían estar interrelacionados. No se trataba
sólo de un ejercicio más de comparación, sino sobre todo de una nueva aproximación
desde la cual apreciar la adaptación y matización de temas comunes y no siempre
imitados. En ocasiones, además, dicha relación no será sólo literaria, sino que se
establecerá desde y a través de otras artes, transmisoras indudables de símbolos y
preocupaciones de época sobre las que conviene reflexionar. En esta tesis destacaremos
por ejemplo cómo se atribuye al desnudo una serie de valores metafóricos, filosóficos y
sociales más allá de los estrictamente plásticos. En general, las obras citadas de este tipo
son de fácil acceso, algo que también sucede con la mayoría de los textos canónicos
estudiados. Respecto a las fuentes extranjeras, hemos citado desde traducciones las
obras más representativas y aquellas que, por su amplia extensión o por carecer de la
destreza suficiente en el idioma, no se han podido consultar en su lengua original.
En nuestra opinión, uno de los aspectos más importantes planteados en este
trabajo y, posiblemente, aquel que pueda resultar más útil para otros investigadores, es
la recopilación de un corpus lo suficientemente completo como para que se puedan
cumplir los objetivos relatados. Al igual que existe un corpus hispanoamericano sobre el
artista finisecular estudiado entre otros por Amezúa (2002) y Phillips (1968) o Gutiérrez
Girardot (1983), se ha sintetizado un corpus peninsular relativo al Fin de Siglo que ha
sido objeto también de recientes trabajos como el de Plata (2009). Sin embargo, en
nuestra opinión, estos ensayos distaban un tanto de ser tan completos como los
dedicados a la literatura hispanoamericana y adolecían de ser demasiado concretos y
poco atentos a la tradición histórica. En este sentido pensamos que la multiplicación de
obras y los respectivos análisis que se desarrollan en nuestra tesis permiten ofrecer
distintos y muy interesantes temas de investigación, algunos de los cuales están ya
siendo objetos de estudios concretos por el doctorando.
Sin duda alguna, la lectura, selección y estudio de los textos analizados ha sido
uno de los puntos que más tiempo y trabajo se han llevado de estos años. Se hace
necesario, por lo tanto, destacar los trabajos que más referencias nos han proporcionado
a la hora de elaborar el corpus tratado y sobre los que repararemos de nuevo en los
puntos de la tesis anteriormente citados.
Ensayos imprescindibles en la aproximación al personaje del artista en el
periodo acotado son el de Latorre (1999), dedicado a los años comprendidos entre 1864
y 1915, y los de Santiáñez-Tío, su estudio del héroe decadente entre 1842 a 1912
(1995a) e Investigaciones literarias (2002), donde amplía la acotación hasta 1971. Si

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Latorre nos hacía reparar, entre otros, en Doña Berta (Clarín), Tristana (Pérez Galdós)
o Fra Filippo Lippi (Castelar), Santiáñez-Tió aporta en ambos trabajos una larga lista de
novelas que pueden calificarse como novelas de artista. En esta tesis dedicamos especial
atención a las citadas hasta 1905, la temprana El poeta y el banquero de Mata y
Fontanet (1842), así como a El frac azul (Pérez Escrich), El Doctor Centeno (Pérez
Galdós), Juan Vulgar (Picón), El Cisne de Vilamorta y La Quimera (Pardo Bazán),
Declaración de un vencido (Sawa), Su único hijo y Cuesta abajo (Clarín), Fatalidad y
Reposo (Altamira), Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (Ganivet) o Camino de
perfección (Baroja). Otros textos destacados por Santiáñez-Tió como El audaz y El
amigo Manso (Pérez Galdós), Las ilusiones del doctor Faustino (Valera), La voluntad y
Antonio Azorín (Martínez Ruiz, “Azorín”), serán mencionadas en esta tesis sólo de
manera secundaria. Del mismo modo, nos parecía más interesante dedicar nuestro
esfuerzo al estudio de Diario de un enfermo (“Azorín”) que al análisis de La voluntad,
obra ya estudiada desde esta perspectiva por Ogno (2003) y por Plata (2009). Respecto
a estos dos últimos trabajos hemos querido completar en esta tesis el estudio de Ogno
sobre Amor y Pedagogía de Unamuno y los de Plata sobre Camino de perfección
(Baroja), La Quimera (Pardo Bazán) y La maja desnuda (Blasco Ibáñez). Para el
análisis de Plata nos basamos en su tesis disponible en la web. No nos ha sido posible
consultar esta otra referencia posterior que conserva el mismo título (La novela de
artista: el künstlerroman en la literatura española finisecular. S.L: Proquest, Umi
Dissertatio, 2011), aunque suponemos que se trata de la publicación impresa de la tesis
de 2009.
Entre otras fuentes bibliográficas que nos han servido de ayuda para completar
nuestro corpus, destacamos los trabajos de Replinger González (1991), Rubio Cremades
(2002), Rodríguez Gutiérrez (2004b) y Alonso Seoane (2008), para las ficciones
románticas y costumbristas; Vega Rodríguez (2008) sobre la novela de artista femenina;
Sans (1977-1978), Gabino (2003), Campal Fernández (2008), Ezama Gil (1988a) y
González Herrán (1997-2003) acerca del intelectual, artistas y escritores en Clarín;
Latorre (2002b) y Patiño Eirín (2008) para las relaciones entre arte, artistas y mujeres en
Pardo Bazán; González Herrán (2002) y su recopilación de relatos breves de todo tipo,
incluidos los que tratan cuestiones metaliterarias, en Clarín y en Pardo Bazán; Sánchez
Torre (2005) y su estudio sobre el poeta en Palacio Valdés; Ezama Gil (1992) y su
magnífica investigación sobre los relatos breves en la prensa finisecular y los distintos

6
trabajos de Phillips (por ejemplo, 1988 y 1999) dedicados a la presencia temática, en la
novela de esta época, de la cultura de la Bohemia.
Si bien la bibliografía crítica señalada fue fundamental para el establecimiento
del grueso del corpus, la lectura de otros trabajos no tan específicos de este tema y la
consulta de distintos catálogos bibliográficos nos permitió ampliar y completar esta
compilación en los periodos menos estudiados por la crítica. Así, por ejemplo, tomamos
como punto de partida para la descripción de la trayectoria del literato la Fisiología del
poeta de Mariano Noriega (1843), a partir de la cual añadimos los textos que la
matizaban o trataban desde otro punto de vista (desarrollo de las alternativas, sátiras de
las actitudes románticas en general y de la trayectoria en particular). Del mismo modo,
creímos completar el listado de Santiáñez-Tió con la inclusión del temprano y raro
ejemplo del periodista honesto en El dios del siglo de Salas y Quiroga (1848) o la
moderación e interés poético de la década de los cincuenta con Ernesto de Castelar
(1855) y otras novelas publicadas en el mismo contexto histórico (Los hijos de la
fortuna, de Rivera; La gota de tinta de L. M. de Larra o Laureano de E. de Ochoa). Por
otro lado, aunque no suele ser objeto de una atención especial, nos pareció fundamental
estudiar El caballero de las botas azules de Rosalía de Castro tanto por su originalidad
discursiva como por, sobre todo, plantear una de las mejores parodias de la actitud y
recepción del héroe artista.
Pese a que, como hemos indicado, los trabajos aludidos destacaban algunas de
las narraciones más conocidas protagonizadas por artistas, hemos querido perfeccionar
estos listados con la mención de unas pocas obras más. Dedicamos así algunas páginas
al comentario de Pedro Sánchez como novela de enlace entre la mirada nostálgica de El
frac azul (1864) y la locura del bohemio Alejandro Miquis (El Doctor Centeno, 1883) o
ejemplificamos el Naturalismo radical con El periodista de Eduardo López Bago (1884)
con el fin de apreciar mejor la calidad y deuda romántica de Declaración de un vencido
de Sawa (1887). Reparamos en la novela inconclusa Una medianía como relato de
transición entre Su único hijo y Cuesta abajo (1890-1891) y recordamos el debate
positivista en torno a la naturaleza y caracterización del genio en El origen del
pensamiento de Palacio Valdés (1893).
Del mismo modo, cuestionamos el optimismo de los últimos bohemios con
Cosas de Hamlet Gómez de Andrés Sánchez Ruiz (1903). En los capítulos finales, nos
valimos de la deleitación en el desnudo de los relatos de Zamacois (Punto negro, La
quimera, etc.) para enriquecer el comentario de la aparente rara avis, La maja desnuda

7
de Blasco Ibáñez (1906). La inclusión en esta tesis de Eduardo Zamacois y Gertrudis
Gómez de Avellaneda se justifica tanto por el lugar y fecha de su nacimiento, la Cuba
española, como, sobre todo, porque realizaron la mayor parte de su obra en la Península
Ibérica.
En estas últimas líneas, más que en ninguna otra parte de la tesis, se hace
obligado el abandono del plural de modestia. Sólo así me siento capaz de transmitir toda
la sinceridad y afecto con los que acompaño los siguientes agradecimientos.
Desde luego, sin la ayuda económica del Programa Nacional de Formación de
Profesorado Universitario, del que fui beneficiaria de 2008 a 2012 me habría sido
imposible la dedicación exclusiva tanto a esta tesis como a las demás tareas formativas,
investigadoras y docentes, que me han permitido enriquecer y completar mi propia
formación. Agradezco desde aquí a los doctores Francisco Javier Blasco Pascual y José
Ramón González García la confianza depositada en mí para la realización de este
trabajo.
Del mismo modo, agradezco a este programa la financiación que obtuve para la
realización de una estancia breve en 2010 en la UFR d’ Études Ibériques et Latino-
Americaines en la Sorbonne Nouvelle (París 3), bajo la supervisión de la Dra. Marie-
Linda Ortega. Esta estancia me ofreció la oportunidad de replantearme algunos de los
aspectos esbozados en el proyecto inicial de la tesis así como el acceso a numerosas
fuentes de información que me sirvieron de gran ayuda en el punto relativo al
tratamiento del tema en la literatura francesa.
Inestimables son también las ayudas que me han sido concedidas por el
Vicerrectorado de Investigación y Política Científica de la Universidad de Valladolid
para la Asistencia a Cursos, Congresos y Jornadas relevantes para el desarrollo de tesis
doctorales los años 2010, 2011 y 2012. Este último año dicha ayuda me permitió
realizar una segunda estancia en el Dipartimento di Lingue e Letterature Romanze de la
Università di Pisa bajo la responsabilidad del Dr. Enrico Di Pastena. El trabajo realizado
allí fue fundamental para el estudio de biografías noveladas como las de Vasari y la
consulta de antiguas ediciones de las obras de C. Lombroso. Tanto esta como la estancia
anteriormente citada me facilitaron, además, la posibilidad de solicitar la Mención de
“Doctor Internacional” a la que opta esta tesis.
Ninguna ayuda académica o económica es comparable, sin embargo, con la que
me han ofrecido las personas que me rodean y me quieren. Su afecto y ánimos
constantes y desinteresados a lo largo de estos años, incluso en los momentos en los que

8
se encontraban con la barrera de mi pesimismo y desaliento son los verdaderos pilares
sobre los que se sostiene todo el trabajo de esta tesis.
La actitud positiva y la capacidad de superación de la Dra. Ana Segovia
Gordillo, la sonrisa y el entusiasmo del futuro doctor Julio Fernández Portela o el
inestimable apoyo y empatía, ayuda académica y consejos impagables de la también
futura doctora Ana Cortejoso de Andrés son, sin duda alguna, tesoros académicos y
personales que pervivirán para siempre en mi memoria y en mi corazón. En él también
tienen cabida la hospitalidad y la comprensión de la Dra. Monica Lupetti y de algunas
de sus queridas colegas. Recuerdo con cariño cómo me abrieron las puertas no sólo de
sus despachos (algunos encantadores, recogidos y aislados) sino también de sus vidas,
sencillos gestos que me hicieron sentir como en mi propia casa.
Me considero una persona muy afortunada porque me sé arropada por un grupo
de amigos que, pese a haber aparecido en mi vida en momentos, lugares y contextos
muy diferentes, siempre han estado cerca de mí. Sus conversaciones, gestos y mensajes
de confianza me han ayudado más de lo que ellos mismos imaginan. Desde luego, por
sus incontables abrazos y paciencia infinita, se merece una mención especial mi pareja
Chema. Después de compartir mi tiempo con estas páginas durante tantos años es lo
mínimo que le podría ofrecer.
Por último, y no por ello menos importante, querría concluir estas líneas
agradeciendo infinitamente el cariño, apoyo y confianza de mi familia. A ellos les debo
el re-aprender a confiar en mí misma, a relativizar la importancia de los acontecimientos
y a disfrutar de nuevo de mi trabajo. Entre ellos me gustaría destacar a dos personas
muy especiales. A mi abuelo, cuya entereza y amor me acompañó y me acompañará
siempre. A mi madre, para mí, la mujer más valiente, comprensiva y buena que
conozco. Gracias, mamá.

9
1. EL ARTISTA EN LA LITERATURA EUROPEA.
1. EL ARTISTA EN LA LITERATURA EUROPEA.

1.1. El artista, personaje moderno, personaje de novela.

1.1.1. Artista melancólico, artista original.

La presentación del hombre como creador ha evolucionado a largo de la Historia


estética desde un mero instrumento del furor divino o maníaco mentiroso de Platón a la
progresiva revalorización de su función visionaria y comunicativa en el Renacimiento y
la definitiva afirmación de su originalidad en el genio kantiano. De este modo, la
recepción negativa o positiva del artista como creador ha tendido siempre a subrayar su
dependencia respecto al poder creativo de la divinidad y los efectos que tal poder tienen
sobre el experto ejecutor de las distintas manifestaciones artísticas, una labor que
afectaba de una u otra manera tanto a la materialización en las producciones exhibidas
como a su comportamiento en sociedad.
Por lo que respecta a su conducta social, existe un cierto consenso en describir al
artista como un ser excepcional víctima de la negra melancolía.1 Así, el Problema XXX
del Pseudo-Aristóteles asocia la bilis negra (causante del temperamento melancólico) a
los seres excepcionales y a la creatividad.2 Posteriormente, en pleno Renacimiento,
Marsilio Ficino (1433-1499) hablará del artista como un segundo creador capaz de
descubrir la huella divina en lo universal y contribuirá a la construcción de un modelo
de artista ejemplar que difundirá Giorgio Vasari en sus Vidas de los mejores
arquitectos, pintores y escultores italianos (1542-1550, segunda edición en 1568).
Aunque nos ocuparemos de esta obra más adelante cuando hablemos de Fra Filippo
Lippi de Emilio Castelar, conviene adelantar aquí la capital importancia que tuvo esta
obra en la modernización del modelo de las biografías de artistas, especialmente en la
fijación de la conexión entre la obra y la personalidad artística ya presente en estas (Kris
y Kurz 108) una vez conseguido el objetivo de la conversión del artista en héroe (Ib.
57). No por casualidad Vasari seleccionaría y modificaría la biografía de muchos

1
Véanse por ejemplo Wittkower (1982), Jackson (1989), Sontag (2007) y Földényi (2008).
2
“Pero aquellos en los que el calor excesivo se desarrolla hasta llegar a un estado medio son, sin duda,
melancólicos, pero más inteligentes, y menos excéntricos, al tiempo que en muchos aspectos se muestran
superiores a los demás” (Problema XXX 93); “Si el estado de la mezcla es del todo concentrado, son
extremadamente melancólicos; pero si la concentración se halla un poco atenuada da lugar a los seres
excepcionales. Pero son proclives, a nada que se descuiden, a las enfermedades de la bilis negra” (Ib. 97).

13
artistas a partir de la colección de anécdotas presentes en estas leyendas y relacionaría,
por ejemplo, la serenidad de las obras de Rafael con una conveniente presentación del
artista equilibrado y la terribilità de las de Miguel Ángel con la fuerza imprevisible del
perfecto genio.
En general, la tendencia al recogimiento interior y el conocimiento
contemplativo del creador, condiciones necesarias para la realización de un trabajo, al
menos en sus primeros momentos, puramente mental, se agudizan cuando se le asocia
este malestar perenne de tristeza y decaimiento que a partir de la decepción romántica se
extenderá a toda la modernidad. Llámese spleen, ennui, hastío (o fastidio) vital, la
melancolía en el artista justifica a ojos de los demás su imposible oscilación entre la
pereza y la excentricidad, la inmovilidad y el dinamismo, la búsqueda de la comunidad
y su nostalgia por el retiro, en otras palabras, la difícil conjunción del deseo de soledad
y el sentimiento de responsabilidad inherente a su excepcionalidad que le impele a
encontrar su lugar en la sociedad e incluso a contemplarla y analizarla como intelectual.
El grado de implicación del artista dependerá en todo caso de su débil voluntad que
intentará suplir con una dedicación tal al trabajo que se saldará con la alternancia de
momentos de gran concentración con otros de dispersión total.
Decíamos antes que el segundo gran momento de revalorización de la
originalidad del creador se produce a finales del siglo XVIII, con el Sturm und Drang y
su continuación en el Romanticismo. La equiparación de la capacidad imaginativa a la
racional así como del artista a Dios como segundo creador o Prometeo culminará con la
duda acerca de la existencia de la divinidad y la entronización del Hombre como único
creador en el Romanticismo más radical. La definición kantiana del gusto como
desinteresado, universal y subjetivo, dependiente por lo tanto de cada individuo, así
como del reconocimiento de la creación del genio ausente de reglas (Crítica del Juicio,
1790), se convierte en un hito de la defensa de la subjetividad. Está se verá reforzada y
matizada en el idealismo romántico de Hegel y su definición simbólica del arte como
“manifestación sensible de la idea (…) a medio camino entre la compresión intelectual
y la experiencia sensible” (S. J. Castro 229) o en la “visión interior” de Schelling, visión
que una vez trasladada a la obra hace que en esta se revele “el fundamento del universo
(Dios, ser, absoluto) a través de los significados sensibles de la imagen, el símbolo y el
sonido” (Shiner 267). Se trata en definitiva de encumbrar la introspección como
condicionante necesario para la visualización de lo trascendental infinito o de la

14
inspiración del yo personal.3 La imposibilidad de tal materialización caracterizará lo que
Lukács llamó el Romanticismo de la Desilusión.4
Estrechamente relacionados con la interrelación entre Arte y Creación y sus
consecuencias sobre la experiencia social, se asociarán al artista otro tipo de
recreaciones del sentimiento artístico que no siempre implicarán la capacidad o la
intencionalidad de materializar la inspiración en un objeto fuera de sí mismo. En este
sentido veremos cómo a lo largo del siglo XIX el artista adopta progresivamente
características propias del flâneur, caminante y observador de la ciudad que Benjamin
(2008) asocia al París de Baudelaire pero que también aparece en su faceta siniestra en
El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe (1840), así como del bohemio rebelde, el
esteta, contemplador y coleccionista, o el dandi, aristócrata espiritual que hace de sí
mismo una obra de arte mediante el cultivo de lo bello en su persona (Baudelaire, El
pintor de la vida moderna 1863). De este modo, la huida del mundo capitalista
propiciará el refugio en el universo artístico y lo transformará en un Arte de Vivir.

1.1.2. Los conflictos del Arte: el artista y el público, la Obra Maestra, la


conciliación entre el Arte y la Vida.

La búsqueda de la síntesis de todas las artes en la Obra de Arte Total wagneriana


y la experimentación con la recepción simultánea de todos los sentidos que tendrá su
auge en el Modernismo son en gran parte reflejo de una hermandad real entre los
artistas plásticos (especialmente pintores y escultores), los escritores (poetas,
dramaturgos, novelistas) y los músicos y compositores. Aunque se tiende a caracterizar
la lírica y la música como artes más trascendentales que otras, todos ellos se contagiarán
de una caracterización común del artista como sacerdote laico, profeta y guía espiritual
de la Humanidad. Ligada a una idea de progreso que será cuestionada en el Fin de Siglo,
Bénichou (1981) explica esta sacralización del trabajo y de la persona del escritor como

3
Por lo tanto, el autor debe de buscar en sí mismo el origen y fin último de su obra: “Todos los temas se
convierten en buenos gracias al mérito del autor. ¡Oh, joven artista! ¿Acaso esperas un tema? Todo es el
tema, el tema eres tú mismo, son tus impresiones, tus emociones ante la naturaleza. Dentro de ti es donde
debes mirar, y no a tu alrededor”. En Delacroix. Oeuvres littéraries I. París: Grs, 1923. 76. Citado así
desde Bourdieu (1995: 439).
4
“Es el estado del alma romántica de la desilusión que sostiene y alimenta esa especie de lirismo, una
exigencia excesiva y sobredeterminada de lo que debería ser por relación a la vida y una clarividencia
desesperada en cuanto a la vanidad de esa nostalgia, una utopía que tiene mala conciencia y que está
segura de antemano de su derrota” (Lukács 1970: 126).

15
resultado de un proceso de espiritualismo laico que habría comenzado en la Francia
revolucionaria. De este modo, el escritor se habría visto llamado a dirigir la
regeneración de la Humanidad apoyado en valores espirituales de raíces cristianas en un
clima de esperanza que se truncaría sucesivamente con la monarquía burguesa de Luis
Felipe (1830) y con la participación política del obrero en las barricadas de 1848. La
decepción en este aspecto habría consolidado la proclama del arte por el arte, el rechazo
de sus orígenes burgueses y el refugio en un nuevo tipo de aristocracia espiritual (la
bohemia o el dandismo) que respondería al llamado de épater le bourgeois.
Por otro lado la liberación del artista dieciochesco del mecenazgo y la distinción
que la originalidad imaginativa otorga a sus obras en contraposición al trabajo mecánico
y reproductivo del artesano supondrán un cambio radical en las relaciones de
producción y recepción artística, en las que el artista, pese a esta sacralización, se verá
obligado a crear su propio lugar en el sistema comercial. En este sentido, el sacerdocio
terminará por verse tanto como una desventaja a la hora de consolidar una posición ya
de por sí nueva e inestable como un atractivo particular extensible hasta su propia obra. 5
A diferencia del escritor, para el pintor y el escultor el desprendimiento de su
creación supone la pérdida de su propiedad real sobre esta, pues en principio se trata de
una obra única y original en su materialidad. Esta condición limita también la
exposición de la obra, de tal manera que el artista plástico se ve obligado a la venta
personal del objeto a través del marchante, intermediario entre el artista y el cliente
particular, o bien a la exhibición pública de la obra en el Salón.
Dirigidos en el inicio del siglo XIX por las Academias y los poderes públicos,
clientes también de los artistas, a partir del primer Salón de los Rechazados de 1863,
estos espacios oficiales pasarían a competir con las galerías particulares más abiertas a
la innovación y a las vanguardias. El salón como lugar exclusivo y acontecimiento
destacado para las artes plásticas se concibió en principio como una forma de inclusión
del arte contemporáneo en las colecciones cerradas de los primeros museos, nacidos con
la doble vocación de conservación del patrimonio cultural transmitido en una serie de
obras maestras y de acercamiento de tal patrimonio al pueblo. Casos como el de la
polémica que suscitó en el Louvre la devolución a Italia de la Venus Médicis (1815) y

5
Con la separación entre artesanía y Bellas Artes, la obra artística deberá responder a los valores de
genialidad, inspiración, sensibilidad, espontaneidad, originalidad y libertad mientras que al producto
artesanal se le asociarán los mecánicos de imitación, reproducción, destreza y industria (Shiner 169). La
calidad de la obra artística se evaluará según la capacidad creativa del artista (y viceversa) así como según
los datos de su biografía.

16
posteriormente la compra de la Venus de Milo (1821), son ejemplos de cómo se
identificaba la Obra Maestra con la Obra Absoluta susceptible de ser adorada como Idea
(Belting 25).
Sin embargo, el principio ilustrado pronto se tornó en maldición para el artista,
pues la realidad es que la contemplación simultánea por parte de una masa no preparada
para el juicio artístico o la actitud estética (Bourdieu 1995: 276) conllevaba el escándalo
y desprecio hacia una obra que habitualmente no encajaba en sus valores y expectativas
desde el punto de vista técnico o moral. En este sentido sirva de ejemplo el revuelo
causado por la exposición del Desayuno en la hierba de Manet en el salón de 1863
antes citado.6
Desde luego el enfrentamiento entre el público y el artista en el momento de la
exposición pública de la obra no es un fenómeno exclusivo del pintor. El tópico del
escritor novel que se encuentra con las puertas cerradas para la edición de una novela o
un libro de poemas o la representación de su primer drama también se repetirá con
bastante frecuencia. El caso del autor dramático recordará en gran parte al del pintor por
la dependencia de la aprobación de la masa en un contexto poco propicio a la reflexión
íntima además de fácilmente manipulable por la crítica u otro tipo de agente externo al
autor o al receptor de la obra.
Todo artista se verá perjudicado por la naturaleza intelectual de su labor en la
que se produce la identificación de ocio y trabajo. Así afirmaría Balzac que entre el
ocupado (u obrero) y el elegante, “l’artiste est une exception: son oisiveté est un travail,
et son travail est un repos” (Tratado de la vida elegante 39). Desde el punto de vista del
burgués se asociará fácilmente el ocio con la pereza, dispersión, pasividad y
excentricidad que tradicionalmente se atribuían al melancólico, para enfatizar el aspecto
ocioso (y por tanto, improductivo e inútil) de la profesión artística y negar la
equiparación de esta con cualquier otro agente de producción del sistema capitalista. Por
extensión, cuando se trate de la venta de la obra, el agente comercial se aprovechará de

6
“El cuadro siempre tuvo la exquisita pretensión de contemplarse por uno o unos pocos. La
contemplación simultánea de los cuadros por parte de un gran público, tal y como se inició en el curso del
siglo XIX, es síntoma temprano de la crisis que aqueja a la pintura, que en modo alguno fue sólo
provocada por la fotografía, sino, de forma relativamente independiente, por la irreprimible aspiración de
la obra de arte de dirigirse a la masa. Ocurre sin embargo que la pintura no está en condiciones de
proponer un objeto a la contemplación colectiva simultánea (…) Pero por más que se intentó
conscientemente ofrecerlo a las masas presentado en galerías y salones nunca fue posible que ese público
se organizara y controlara a sí mismo en su recepción. Sin duda habría tenido que montar un escándalo
para manifestar su juicio. O, en otras palabras, la pública manifestación de su juicio constituiría un
escándalo” (Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica 36-37).

17
la propia defensa artística sobre la imposibilidad de cuantificar la originalidad de la obra
de arte y evitará ponerla precio de acuerdo a las horas y materiales invertidos en ella.
Discutible o no, es un hecho que en las ficciones en las que aparecen artistas
conviven el lamento y el orgullo ante su situación marginal en la sociedad y el poco
rendimiento económico que les deporta su trabajo. Entendida como una forma de
escapar del poder alienista de la sociedad burguesa, la pobreza aparece entonces como
un mal necesario, característica de su función como sacerdote, casi eremita, que se
transforma incluso en un “culto por el desprendimiento” (Bourdieu 1995: 57-58)
especialmente explotado en las narraciones del arte de vivir bohemio.7
De este modo, el artista parece no sólo consentir, sino incluso promover una
imagen de sí mismo como valor único e irrepetible, extensible a y desde sus obras, y por
tanto superior, al tiempo que accesible, para la medianía social. Así, por ejemplo, sus
arrebatos impredecibles, cercanos a la locura,8 formarán parte de un rol preparado e
9
incluso publicitado, destinado a cumplir con las expectativas de la burguesía, quien
esperaba encontrar en el artista la distracción y originalidad que buscaba en la compra
de su obra. Al fin y al cabo, el modo de vida burgués supone la referencia a partir de la
cual el artista se esfuerza por marcar su superioridad o diferencia.10
En este proceso de idealización de las formas de vida artísticas la ficción tomará
el relevo de las biografías de artistas como las de Vasari para transmitir un tipo de

7
“El estilo de la vida bohemia, que ha aportado sin duda una contribución importante a la invención del
estilo de vida del artista, con la fantasía, el retruécano, la broma, las canciones, la bebida y el amor en
todas sus formas, se ha ido elaborando tanto en contra de la existencia formal de los pintores y escultores
oficiales como en contra de las rutinas de la vida burguesa. Convertir el arte de vivir en una de las bellas
artes es predisponerlo a entrar en la literatura” (Guillén 91).
8
“Bien es verdad que, como mantiene G. Becker [The mad genius controversy], los artistas románticos
podrían haber visto en esa conexión genio y locura una llave hacia la afirmación de su identidad social y
la apropiación de ciertas cualidades gloriosas del pasado, por lo que, lejos de haber sido víctimas de un
proceso social de estigmatización como individuos desviados, anormales, decadentes, habían pedido
contribuir a ello activamente requiriendo para sí la etiqueta de la locura, la excentricidad, la enajenación,
la decadencia, como un signo de la individualidad extraordinaria. Como afirma G. Becker, el artista
romántico no sólo contribuyó a ser etiquetado de loco, sino que incluso instigó a que le fuera colocada esa
etiqueta” (Romero Rodríguez 132).
9
“My point here is that this ‘aura of special significance’ is the first form of what I call the artistic mode
of life: the hero, more consciously than ever before in literature, is made to live a role” (Pasinetti 23-24).
10
“On the other hand, even more tipically if we think of the theme of the isolated poet, the role of
solitariness implies the presence o fan audience; the performance implies acknowledgement of a social
context which has, if nothing else, the function of being the target, for instante, for the hero’s anger of
rebellion, or at any rate of providing the terms in which his differentation becomes apparent. Even self-
effacement and silence, as I have suggested, are ‘attitudinized’. The solitary voice does not exist except
communally. There is even such as thing as a rethoric of incommunicability” (Pasinetti 29).

18
artista que si bien, como veremos, evolucionará con el tiempo, se revestirá durante el
siglo con el aura de originalidad presente en sus obras. En última instancia reflejo de sí
mismo, el escritor actualizará las anécdotas de la leyenda del artista y las equiparará,
incluso, con las grandes vidas de los artistas consagrados del pasado con el fin de
“conducir la curiosidad del público hacia la especial condición de los artistas célebres, y
por derivación, de los artistas modernos” (Guillén 194). Tomará así el testigo de los
retratos pictóricos y escultóricos coetáneos tanto sobre temas o genios pasados como de
obras o artistas contemporáneos y los desarrollará con distintos grados de implicación
en la literatura y sobre todo en la narrativa. 11 Por lo general, cuando se trate de pintores,
escultores o compositores se les describirá como guardianes de un arte trascendental que
el escritor suele perder en cuanto cae en la corrupción de la redacción periodística y sus
estrechas relaciones con la maquinaria política.12
Aunque no exclusivamente, la asociación de la pureza artística a la pintura, la
escultura, la música y por asociación simbólica a estas, a la poesía, explica que en las
principales obras protagonizadas por artistas la obsesión por la materialización de una
Obra Maestra aparezca como un tema tan recurrente como el de la imposible
conciliación entre Arte y Vida o el Arte y la Mujer.
Hasta el siglo XVIII se entendía como Obra Maestra aquella producción por
medio de la cual el aprendiz demostraba su calidad como maestro para ascender dentro
del gremio al que pertenecía. Con la separación de la artesanía de las Bellas Artes
comenzó a asumir valores trascendentales, de tal manera que ahora la obra maestra
debía ser la materialización no sólo de la capacidad técnica sino sobre todo de su visión
interior. De este modo se inició un proceso de identificación de la obra con el artista
incluso desde el punto de vista pseudocientífico que conllevaría la aplicación de la
fisiología, la frenología, y los inicios de la psiquiatría y la medicina psicosomática al

11
La relación entre música y literatura, además de la inserción del intérprete o compositor musical como
personaje en la ficción, también se dará a la inversa. Resulta modélico en este sentido la sinfonía
programática de Berlioz, Episodio de la vida de un artista o Sinfonía fantástica (1830).
12
El personaje del pintor será especialmente querido por los autores de ficciones protagonizadas por
artistas tal y como estudia para la literatura francesa Bowie (1950). Para Bourdieu “los pintores ofrecen a
los escritores, a modo de una ‘profecía ejemplar’ en el sentido de Max Weber, el modo del artista puro
que por lo demás tratan de inventar y de imponer (…) Lo que está en juego, en efecto, no es sólo una
redefinición de las funciones de la actividad artística; ni siquiera la revolución mental que resulta
necesaria para concebir todas las experiencias excluidas del orden académico, ‘emoción’, ‘impresión’,
‘luz’, ‘originalidad’, ‘espontaneidad’ y para revisar los términos más familiares del léxico tradicional de
la crítica del arte, ‘artefacto’, ‘esbozo’, ‘retrato’, ‘paisaje’. Se trata de crear las condiciones de una
creencia nueva, capaz de dar un sentido al arte de vivir en ese mundo al revés que es el universo artístico”
(1995: 206).

19
estudio de las obras artísticas con el fin último de diagnosticar y catalogar a los autores.
Aunque trataremos este tema por extenso cuando expongamos las teorías de Cesare
Lombroso sobre el genio o la popularización de las mismas con Nordau a finales de
siglo, interesa recordar la conversión de la melancolía en una patología propia de
individuos neuróticos permanentemente enfermos, quienes por su parte, se
aprovecharán del desprecio burgués por la enfermedad para reafirmase aún más en ella.
Bien sea por su inestabilidad mental o su adicción al trabajo, llevar al extremo el
tratamiento de lo inefable convierte el proceso de creación de la obra maestra en una
condena inacabable que aboca al artista a la destrucción, en ocasiones de la propia obra,
y casi siempre de sí mismo. La fijación monomaníaca por este tema no podía ser menor,
si tenemos en cuenta que la Historia del Arte se fija sobre un recorrido cronológico
personificado en una serie de artistas consagrados y recordados por los relatos de las
hazañas protagonizadas por estos artistas-genios y sus obras maestras (Shiner 183).
La plasmación de la visión interior absorbe hasta tal punto al artista que apenas
se permite experimentar nada más fuera de lo estrictamente artístico. Sin embargo,
como hombre en el mundo, el artista no puede evitar el contacto con las experiencias
comunes en la vida diaria como es el conocimiento de la Mujer como esposa, modelo o
amante, de forma sucesiva o a veces incluso simultánea. La existencia de una relación
carnal con ella, pasado un primer momento de ceguera amorosa o atracción sexual,
suele suponer la pérdida de la concentración, voluntad e incluso la fuerza del artista, lo
que refuerza aún más el agotamiento propio de la creación de la obra maestra.
La fatalidad del contacto con el sexo femenino se incorpora entonces a las
biografías de artista (por ejemplo, Vasari responsabiliza indirectamente a Fornarina de
los excesos de Rafael de Urbino)13 y de ahí a las narraciones sobre los artistas. Aunque

13
“Amante de los placeres de la carne, sus amigos observaban esta afición con respeto, pues era una
persona muy segura. Por lo que cuando su querido amigo Agostino Chigi, por entonces un riquísimo
comerciante sienés, le encargó pintar en su palacio de la logia principal, Rafael no podía atender bien este
encargo debido al amor que le tenía a una mujer. Debido a ello, Agostino se desesperaba, de forma que
por medio de otros, de sí mismo, y por distintos medios, logró que esta mujer estuviera con él
continuamente en la parte de la casa donde trabajaba Rafael, gracias a lo cual se pudo terminar el
trabajo” (Vasari 539); “Y así, extralimitándose en sus placeres amorosos, sucedió que una de las veces
cometió más excesos de lo habitual y volvió a casa con mucha fiebre (…) Por lo que hizo testamento y
como buen cristiano mandó fuera de su casa a su amada y dispuso todo para que viviera honestamente”
(Ib. 541). Sólo la mujer podía corromper al artista que Vasari caracterizó como modelo de virtudes frente
a la simbiosis habitual de genio y locura que atribuye a los artistas precedentes según la habitual
caracterización de la leyenda del artista (“La mayor parte de los artistas precedentes había arrastrado
siempre desde su nacimiento una cierta locura y rudeza; esto, aparte de hacerlos ensimismados y
fantasiosos, provocaba que la mayoría de las veces aparecieran y se mostraran más en sus obras la sombra
y la oscuridad de sus vicios que esa claridad y ese esplendor de las virtudes que con razón hacen a los
artistas inmortales. Por el contrario, en Rafael resplandecían brillantemente todas las egregias virtudes del

20
nos ocuparemos más adelante de la presencia del tema en la literatura francesa, la
popularización del drama que se presume en el matrimonio de un artista se afianzó con
la publicación en 1874 de Mujeres de artistas de A. Daudet. En esta obra se difunde una
imagen de la esposa como víctima y las más de las veces, como verdugo, que se casa
con el artista ilusionada por la falsa idealización del oficio artístico, profesión que, por
otro lado, es incapaz de comprender. La escena de felicidad conyugal del mismo pintor
que intenta disuadir a su amigo poeta de la idea del matrimonio se presenta como una
inusual excepción que confirma la regla.14
En los casos más extremos, si la mujer no se comporta como una abnegada
compañera (y en ocasiones, incluso aunque sea así) lo femenino se entiende como un
obstáculo para el encuentro del artista con el arte, a menos que no sea percibida más que
como musa o modelo ideal, una naturaleza muerta que espera ser resucitada por el
artista (Lathers 45). En otras palabras, podemos decir que, en general, la ficción reduce
a la mujer a un objeto sumiso o un ideal inerte según los deseos del Pigmalión del
momento.

1.1.3. El héroe-artista, personaje de novela.

Si atendemos a la definición del género novelesco por sociólogos de la literatura


como Lukács (1970) o Goldmann (1975) la novela se caracteriza por un proceso en el
que se plasma la búsqueda degradada de un héroe problemático en un mundo también
problemático, de ahí la preferencia de algunos de sus seguidores, como Juan Ignacio
Ferreras (1972, 1973a, 1973b, 1975, 1976, 1980) por su aplicación a la novela realista
decimonónica, un tipo de novela que tanto en el relato como el discurso pretende

espíritu, acompañadas de tanta gracia, estudio, belleza, modestia y buenas costumbres, que habrían sido
capaces de ocultar cualquier vicio y mancha, por vulgares y grandes que hubieran sido”) (Ib. 520). El
tema de estos dos amantes se recrea en el cuadro de Ingres Rafael y la Fornarina (1814) en el que se ve a
la joven sentada sobre las rodillas del pintor, mirando al espectador, mientras que el artista destina toda su
atención y preferencia hacia el retrato que él mismo había dedicado al desnudo de la joven entre 1518-
1519 (Retrato de una joven, o la Fornarina).
14
Otra excepción será la protagonista del relato traducido del francés “La mujer de un artista” publicado
en Álbum pintoresco universal en 1843. En él, una amantísima esposa, hija de un heroico soldado
napoleónico, que se dedica a dar clases de piano para mantener a su madre, imagina y anhela el éxito de
su compañero y marido, el artista. En ejemplos como este, siempre se asociará la creación con el hombre,
único que merecerá la promoción en la vida pública, frente al anonimato de la solidaridad femenina que
se sacrifica por mantener el espacio de paz, tranquilidad y despreocupación necesario para la creación
artística en la intimidad del ámbito doméstico.

21
reproducir el devenir, aventura e interioridad del individuo moderno (Lukács 1970:
95).15
Dicho esto, se explica que dos de las categorías en las que clasifica Lukács la
tipología de la novela se basen en dos de las obras más citadas como ejemplos de
novelas de artista: Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe (1795-1796)
y La educación sentimental de Flaubert (1869). En ambos casos la formación del héroe
parece clave para la inserción de cada novela en su categoría, destacando el intento
armonizador entre la subjetividad y la objetividad del primero y la pasividad
impertérrita del segundo. En la práctica, veremos que la formación psíquica y artística
del héroe sirve como punto común entre los distintos tipos de novela de formación,
novela de artista e incluso novela lírica, especialmente en lo que respecta a la
configuración mítica del héroe protagonista.
Entre los diferentes itinerarios que se muestran característicos de la iniciación
del héroe literario a partir del esquema general de los ritos de iniciación antropológicos
se destaca siempre el momento de la partida del hogar, el viaje y lo que sucede en él en
la medida en que afecta al protagonista, y el momento de fracaso o éxito de la
formación con un regreso explícito o figurado al lugar de origen. En los relatos de
artista en los que nos encontramos este desplazamiento, físico o mental, del protagonista
y los posteriores descubrimientos o experiencias vitales o artísticas, se produce una
adaptación particular de estos ritos en relación a la progresiva madurez de la vocación
del personaje. De este modo, Soussloff (2) propone la siguiente clasificación de
situaciones recurrentes, que si bien no tienen por qué encontrarse siempre y en conjunto,
sí coinciden con algunos de los acontecimientos más destacados en las ficciones de la
vida artística. Se trata desde luego de lugares comunes extraídos principalmente de las
biografías de artista y que por lo tanto adquieren pleno sentido sólo en la medida en la
que constituyen un discurso (Ib. 4).

Prebirth: portents, dreams, signs in nature of an unusual type.


Birth: significance of place of birth, family lineage, naming.
Youth: signs of early promise in drawing or modeling; discovery by a
recognized artist or artistic authority; recognition of abilities by teacher, fellow

15
“El proceso así explicitado como forma interior de la novela es el mercado [la marcha] hacia sí del
individuo problemático, el encaminamiento que -a partir de una oscura subordinación a la realidad
heterogénea puramente existente y privada de significación para el individuo- lo lleva a un claro
conocimiento de sí” (Lukács 1970: 84).

22
students (including competition among artists), patrons; virtuosity in one or
more media; early works described.
Maturity: descriptions of major commissions; ekphrases of completed works in
prominent locales or collections, including author’s own.
Old age: descriptions of late works in therm of artist’s spirituality.
Death: circumstances of death; artist’s preparations for death; illustrious patrons
and peers affected by death.
Fate of body: physical appearance and personal habits of artist; burial,
memorials, tombs, inscriptions.
Fate of works: artist’s artistic lineage: students, schools, technical secrets.
Significance of artists for author.

En el devenir del artista como héroe en la ficción decimonónica se repetirán con


cierta frecuencia temas como el de una vocación temprana, la publicación,
representación de las obras, la progresiva intimidad entre estas y el interés espiritual del
artista y la muerte de este en circunstancias particulares en contextos históricos, un tanto
idealizados, nostálgicos y con preferencia por las épocas de esplendor artístico -
Renacimiento o Barroco-, o en acontecimientos relativamente contemporáneos. En estos
últimos casos aparecerá casi siempre la ciudad como escenario determinante de la
formación del individuo, normalmente de origen provinciano, que encontrará en la urbe
una musa hostil para la vida pero también fuente inagotable de inspiración espiritual.
No obstante, tanto en la ficción histórica como en la de tema contemporáneo el
comportamiento, ilusiones y esperanzas del artista héroe tenderán a aunar las
características más definitorias del héroe wertheriano tales como el exceso de
individualismo, la subjetividad, exaltación de pasiones o la hipersensibilidad con las del
mito del artista, es decir, las derivadas de la identificación de ocio con trabajo y la
materialización en un objeto externo de las imágenes que recrean su subjetividad. Por
este motivo, incluso cuando el interés de la narración recaiga en el estudio del artista en
sociedad a la manera realista o en el refinamiento y refugio interior del mismo en las
corrientes finiseculares, estaremos asistiendo siempre a la adaptación de las
caracterizaciones tradicionales de la vida artítica que Beebe (1964) sintetiza en Ivory
Towers y Sacred Fount.16

16
Conviene recordar que, aunque como nosotros, Beebe identifica al artista con el creador incluso aunque
permanezca estéril, indica también la posibilidad de que otros personajes, que no son artistas en este

23
What I call the Sacred Fount tradition trends to equate art with experience and
assumes that the true artist is one who lives no less, but more fully and intensely
than others. Within this tradition art is essentially the re-creation of experience.
The Ivory Tower tradition, on the other hand, exalts art above life and insists
that the artist can make use of life only if he stands aloof (...) Ivory Tower
tradition equates art with religion rather than experience (Beebe 13). 17

Uno de los más entusiastas defensores de la necesidad de recuperar el heroísmo


en la nueva sociedad decimonónica fue Thomas Carlyle en sus conferencias de 1840
sobre el Héroe en la Historia. Por lo que respecta a héroes literarios, dedica dos de sus
últimas intervenciones a la figura del Poeta y a la del Hombre de Letras. En el primer
caso, comienza recordando cómo el Poeta comparte rasgos con el heroísmo de los
profetas, guerreros y dioses para terminar personificándolos en los genios de Dante y de
Shakespeare. La caracterización de los dos hitos literarios se basa fundamentalmente en
las reflexiones acerca de los retratos pictóricos que de ellos nos han llegado, las
anécdotas biográficas que se repiten desde hace siglos y la interpretación de sus obras
capitales. Es decir, presenta a estos autores de forma muy similar a la habitual en las
ficciones decimonónicas sobre el artista: deducciones psíquicas a partir de una sucinta
aplicación del conocimiento común de la frenología y fisiología, aceptación como
certezas de lugares comunes en los mitos del héroe-artista y la identificación
indiscutible del temperamento de este con su obra. Así por ejemplo, deduce en el retrato
de Dante pintado por Giotto: “the mournfulest face that ever was painted from reality”,
“the softness, tenderness, gentle affection as of a child; but all this is as if congealed
into sharp contradiction, into abnegation, isolation, proud hopeless pain” (Carlyle 319).
Rostro esperable en un hombre que dominaba el Mundo Eterno frente al cual “that

sentido, sean sin embargo tratados como tales por el autor, tal y como ocurre, por ejemplo, con el esteta
decadente (“I should be understood that I am the term ‘artist’ to mean anyone capable of creating works
of art, whether literary, musicial, or visual. In fact, actual production is not a requirement for the artist-
hero, for some of the characters, discuss are only potential artist, and a few are not identified as artist as
all, though they are obviosly surrogates for their authors” (Beebe V-VI).
17
La tradición de Ivory Tower (“Torre de marfil”) suele implicar que a “well-made’ work of art is
superior to the real world” (Beebe 14), proclama habitual en los movimientos finiseculares. Por su parte,
el mito de la Sacred Fount (“Fuente sagrada”) es fácilmente rastreable entre los héroes románticos: “In
fact, one implication of the Sacred Fount myth is that life and art are interchangeable. Life can be
converted directly to art, but to do so is to destroy life. Similarly, art and the artist may be destroyed by
life” (Ib. 16). En la práctica, también reconoce la presencia en el artista de ambos tipos: “But the
situation of the typical artist-hero is essentially what I have outlined here: the Divided Self of the artist-
man wavering between the Ivory Tower and the Sacred Fount, between the ‘holy’ or esthetic demands of
his mission as artist and his natural desire as a human being to participate in the life around him” (Ib. 18).

24
awful reality over which, after all, this Time-World with its Florences and banishments,
only flutters as unreal shadow” (Ib. 322), mundo eterno que representaría en el canto de
la Divina Commedia.
Aunque cabría pensar que se trata de una idealización exclusiva en la recreación
de personalidades consagradas, encontramos un proceso similar en la conferencia
dedicada al Hombre de Letras, el verdadero héroe moderno, “product of these new
ages” (Carlyle 383). Además de aplicar de nuevo la metodología deductiva, ahora sobre
el recuerdo de los grandes pensadores y literatos del siglo anterior o inmediatamente
pasados, reivindica como espiritualmente positivos tres de los rasgos fundamentales de
los que se consideraban imprescindibles del artista moderno: el sacerdocio espiritual, 18
la presentación de la pobreza como sintomática de la pureza moral19 y la comunicación
con lo inefable o la divinidad.20 Esta clase de presentaciones así como la comparativa
implícita o explícita del heroísmo de los genios consagrados con los artistas aspirantes a
la gloria actual la encontraremos especialmente en las revistas de promoción del artista
moderno como las que veremos en el capítulo siguiente.
Si bien hemos dedicado algunas palabras al mito del héroe y del héroe-artista no
estaría de más hacer alguna referencia a la utilización de ciertos mitos clásicos como
parte de este intento de elevar la labor artística de entre el resto de los oficios
oficialmente productivos. De este modo, el artista puede aparecer como un Narciso que
enloquece encerrado en la contemplación de sí mismo, un Ícaro que sacrifica su vida
por el disfrute momentáneo de la gloria divina o incluso a finales de siglo XIX y a lo
largo del XX un Sísifo destinado a sufrir un castigo inútil, incomprensible y eterno. La
tragedia engrandece así el sacrificio del mártir y atrae la compasión y la respetabilidad
del profano hacia la maldición del artista.

18
“I many a time say, the writers of Newspapers, Pamphlets, Poems, Books, these are the real effective
Church of a modern country (…) Nay not only our preaching, but even our worship, is not it too
accomplished by means of Printed Books?” (Carlyle 391); “I say, of all Priesthoods, Aristocracies,
Governing Classes at present extant in the world, there is no class comparable for importance to that
Priesthood of the Writers of Books” (Ib. 396).
19
“I will say rather that, for a genuine man, it is no evil to be poor; that there ought to be Literary Men
poor, -to show whether they are genuine or not!” (Carlyle 394); “What if our Men of Letters, Men setting-
up to be Spiritual Heroes, were still then , as they now are, a kind of ‘involuntary monastic order’; bound
still to this same ugly Poverty, -till they had tried what was in it too, till they had learned to make it too
do for them!” (Ib. 395).
20
“He is uttering all that a man, in any case, can do. I say inspirated; for what we call ‘originality’,
‘sincerity’, ‘genius’, the heroic quality we have no good name for, signifies that. The Hero is he who lives
in the inward sphere of things, in the True, Divine and Eternal, which exists always, unseen to most,
under the Temporary, Trivial” (Carlyle 384).

25
No obstante lo dicho, son los mitos de Prometeo y de Pigmalión los que gozan
de la predilección de los artistas, si bien el segundo suele ser más identificativo de los
pintores y escultores. El titán Prometeo resurge a finales del XVIII como la encarnación
del artista (Shafterbury), despreciador de los dioses a favor de los hombres e incluso en
algunas obras, como el Prometeo de Goethe (escrito alrededor de 1774), creador literal
de estos (Trousson 2001). Así pues, la escultura en particular y la actividad creativa en
general adquiere de forma definitiva caracteres divinos a la par que refuerza su papel
como guía y proveedor de la Humanidad. Se produce así un doble proceso de
humanización de Prometeo y de deificación del artista.21 Sin embargo, del mismo modo
que Prometeo es condenado a sufrir un castigo eterno, el artista se presenta ahora como
un sufridor perpetuo por causa de los hombres pero que, a su vez, tal y como ocurría
con la mofa del público o la vida en la miseria, se reescriben como mecanismos de
purificación y superación (Neumann 52-55).
La simpatía por Pigmalión y su escultura, bautizada por Rousseau con el nombre
de Galatea (1762), se relaciona estrechamente con el enfrentamiento entre Arte y Vida o
Arte y Mujer. Ante el desprecio de la mujer real, el artista proyecta su deseo físico y
espiritual sobre el objeto que monopoliza todos sus pensamientos, la Obra Maestra o
Ideal, que con relativa frecuencia se concretiza en una talla esculpida, una imagen
pintada, un personaje o alter ego ficticio (el destinatario lírico o un personaje femenino
idealizado, dramático o narrativo) y que muy a menudo se pretende identificar con la
propia Musa inspirativa. El rechazo sexual por la mujer se encontraba ya en los orígenes
ovidianos del mito (Las Metamorfosis, Libro X), aunque desde estos y hasta el siglo
XIX siempre se había visto mitigado por la apelación a Venus para dotar de vida a la
efigie de Pigmalión. La novedad decimonónica recaerá en la desaparición de la
intervención divina con el traspaso al creador del poder para dotar de vida al objeto
inanimado. La intención del artista sería entonces o la posesión física de una compañera
ensombrecida por el porvenir del creador o una adoración de carácter platónico hacia la
Belleza espiritual. El paso de la omnipotencia del Pigmalión-Prometeo romántico a la
idolatría del artista suplicante finisecular se explica por la aparición de las Galateas

21
Se produce por tanto la comunión de ambos mitos en la figura del artista: “Si la passion de Pymalion au
contact de l’ambition prométhéenne prend nécessairement un caractére plus impétueux, la révolté
prométhéene, inversement, cesse d’être purement métaphysique et s’humanise” (Soussloff 73). La
creación de este Prometeo humanizado constituye el tema principal de obras como Frankestein o
El moderno Prometeo de Mary Wollstonecraft Shelley (1818). También existen derivaciones del tema de
Pigmalión en los que la educación toma el relevo de la herramienta física como veremos, por ejemplo, en
La familia de León Roch de Galdós (1878).

26
realistas o Galateas del Desengaño que simbolizan la duda acerca de la posibilidad de
trasladar el ideal al objeto artístico o a la mujer natural. La pérdida progresiva del poder
creador y la decepción ante la imposibilidad de modelar lo femenino suelen propiciar la
destrucción del objeto, de la mujer e incluso del propio artista.22
Por otro lado, existirán también ejemplos de la realización inversa del mito, es
decir, casos de creadores que pretenderán la conversión de la mujer real en un objeto
bello, manejable y sumiso al que adorar como se adora a lo ya creado o a lo que
desearía crear uno mismo, como ocurrirá en La Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam
(1886).

1.1.3.1. Novela de artista, novela de formación y novela lírica.

La definición del subgénero narrativo de la “novela de artista” apenas ha sufrido


modificaciones desde su enunciación por parte de Herbert Marcuse en su tesis doctoral
de 1922: “il romanzo dell’artista sarebbe quindi un romanzo in cui un artista è inserito e
inquadrato nel mondo circostante come esponente di una forma specifica di vita”
(Marcuse 4). De este modo, el subgénero contendría y se vería condicionado por un
contexto histórico concreto del que el artista, como personaje autónomo y representante
de una forma particular de vida, aparecería como el héroe de la ficción narrativa.
Aunque ligada estrechamente a la novela educativa, a lo largo de su estudio insiste en el
carácter subjetivo de la novela de artista frente a la objetividad necesaria en la
educativa, en la que se ahondaría en el desarrollo e inserción en el mundo del
protagonista y la renuncia implícita o explícita a la vocación. 23 El corpus seleccionado
para su estudio partiría de las primeras novelas alemanas del Sturm und Drang,
caracterizadas por las aspiración de inserción en la sociedad del protagonista, señalaría
la preferencia por la trascendencia y superación de la realidad (la misión metafísica de

22
Véase el repaso del tratamiento del mito a lo largo de los siglos XIX y XX en Ana Rueda (1999),
estudio apoyado tanto en textos literarios como en manifestaciones artísticas de otro tipo como el análisis
de las recreaciones sobre el mito de Jean-Leon Gérôme (1890) y Edward Burne-Jones (1868-1878).
23
“Per il poeta epico moderno la vocazione artistica è quindi una forma particolare di vita; ma egli
rinuncia ad essa, e si integra consapevolmente e deliberatamente nel mondo che lo circonda. Ciò significa
che egli deve superare anche la forma specifica del ‘romanzo dell’artista’: questo romanzo non può
essere, per lui, che la riproduzione del suo proprio cammino evolutivo, per cui l’artista rinuncia alla
vocazione artistica in senso stretto, e si inserisce –tramite la rinuncia- nella vasta cerchia del mondo
circostante. Il ‘romanzo dell’artista’ dà luogo al ‘romanzo educativo’ (Bildungsroman), che presenta
nuovamente il carattere dell’oggettività epica” (Marcuse 7). Uno de los ejemplos más claros de este
proceso se observa en la novela de Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhem Meister (1795- 1796).

27
la que hemos hablado previamente), seguido de un periodo de activismo realista con un
breve paréntesis de la novela histórica romántica y el regreso final a la intimidad del
arte por el arte que se asume a partir de los modelos franceses y que culminará con
Thomas Mann.24
Si bien el estudio de Marcuse ha servido de punto de partida para la mayoría de
los intentos de aplicación a un corpus literario español, en la práctica la selección de
obras escogidas no suele ceñirse exactamente a esta definición excepto en los casos en
los que esta se había aplicado previamente a ejemplos indiscutibles de la literatura
francesa como La obra maestra desconocida de Balzac (1831), Manette Salomon de los
Goncourt (1867) o La obra de Zola (1886) que a su vez habían sido tomados como
modelos en distinta medida para obras que, por extensión, también se consideran
novelas de artista, La Quimera de Pardo Bazán (1903) (Latorre 1996) o La maja
desnuda de Blasco Ibáñez (1906) (Tomás Ferré 1998). Además, conviene recordar el
magisterio hispano de Gutiérrez Girardot en Modernismo (1983) donde se muestra de
acuerdo con el origen de la novela de artista en el Sturm und Drang (el genio de
Ardinghello y las islas afortunadas de Heinse [1787], y el marginado de Lucinde de
Schlegel [1799]) con la conversión del artista en objeto novelable (51). En Heinse y
Schlegel sitúa acertadamente los inicios de la Modernidad y de la relación conflictiva
entre el artista y el utilitarismo burgués (‘las novelas de artista’ tienen de común el que
en la respuesta a la pregunta por el ‘para qué’ del arte, sus protagonistas se afirman
mediante la negación de la sociedad y del tiempo en que vivieron y en la búsqueda de
una utopía (Ardinghello), de una plenitud (Lucinde) o de mundos lejanos y pasados”)
(Ib. 55). En la literatura hispana señala los primeros ejemplos de novela de artista en el
Modernismo con Amistad funesta (1885) de José Martí, Sobremesa de José Asunción
Silva (escrita hacia 1885 y 1886), Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez (1901) y
Resurrección de José María Rivas Groot (1902).25
La bibliografía específica de un corpus español peninsular de los siglos XIX y
XX ha sido ampliada en los últimos tiempos debido al renovado interés por la
proliferación de novelas con temática artística en los últimos años del siglo XX y
comienzos del XXI (Latorre 2002a) (M. Rodríguez Pequeño 2004) (Gil-Albarellos y M.

24
Las novelas de Thomas Mann, Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1911) junto a El retrato de
un artista adolescente (1916) de James Joyce y En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (1913-
1927) encarnan el prototipo del artista y de la novela de artista de comienzos del siglo XX.
25
Véanse Phillips (1968) y Amezúa (2002).

28
Rodríguez Pequeño 2009), trabajos recopiladores sobre la novela de artista en Max Aub
(Corella Lacasa 2003)26 o el 3º Encuentro Internacional “En el país del arte” (Garín
Llombart y Tomás Ferré 2003). Sin embargo, a la hora de establecer este corpus se han
tenido en cuenta criterios un tanto diversos. Por ejemplo, mientras que Facundo Tomás
Ferré prefiere restringir las novelas de artista a aquellos relatos protagonizados por un
artista como creador, “en los primeros tiempos generalmente un poeta y a partir de la
segunda mitad del XIX habitualmente un artista plástico” y “cuya trama giraba en torno
a sus problemas vitales y profesionales” (2000: 26), Yolanda Latorre acepta en principio
también la definición de Marcuse, con un protagonista o “héroe, un creador de belleza
[que] construye la imagen completa de su propia época” (1996: 3) aunque en otro lugar
deja la puerta abierta a otros personajes admiradores de lo estético, con aptitudes y
actitudes artísticas pero no necesariamente creadores: pese a la “especial atención por el
artista plástico (pintor) conforme se aproxima nuestra centuria (…) los novelistas
interpretarán individualmente las funciones del artista y de los otros individuos cuyos
rasgos mantienen con él ciertas concomitancias: estetas, coleccionistas, bohemios e
intelectuales”) (1999: 107).27 Los individuos en posesión de una exacerbada
sensibilidad artística que condicione y determine su vida serán aceptados como
protagonistas por Ogno (2003)28 y Plata (2009) lo que les permite zanjar cualquier tipo
de discusión relativa al estudio como novelas de artista de las novelas de 1902, La
voluntad de José Martínez Ruiz y Camino de perfección de Pío Baroja más sus

26
Recomiendo el capítulo primero de este trabajo (“La novela de artista del romanticismo a la
vanguardia”) por su interesante reflexión acerca de las teorías de Dore Ashton (Una fábula del arte
moderno), Carl Schmitt (Romanticismo político), Hans Seldmayr (La revolución del arte moderno), que
le ayudan a complementar las citadas aquí de Gutiérrez Girardot y Calvo Serraller. Más adelante, en su
análisis de La calle Valverde identifica la definición de novela de artista en cuanto a función del artista
como testigo y testimonio su época, con la de “novela de la vida literaria” propuesta por Gonzalo
Sobejano en un artículo dedicado a la novela de Max Aub (1996).
27
Como vimos en la introducción, Latorre incluye en este artículo cuentos variados de J. Dicenta, Pardo
Bazán (de esta también La Quimera [1903], El saludo de las brujas [1897], La sirena negra [1908],
Dulce dueño [1911] y Selva [1913]), J. O. Picón, M. Bueno, E. Zamacois y L. Alas así como las novelas
El frac azul de Pérez Escrich (1864), Fra Filippo Lippi (1877) de Castelar, Doña Berta (1891) de L. Alas,
Tristana de Galdós (1892), La maja desnuda (1906) de Blasco Ibáñez, Troteras y danzaderas y Tinieblas
en las cumbres (1907) de Pérez de Ayala, Las tardes del sanatorio (1909), El mundo es ansí (1912) de P.
Baroja y Casta de hidalgos de Ricardo León (1915). Aunque la mayor parte de estas están protagonizadas
por pintores o escritores, deja la puerta abierta también a los estetas y a las inquietudes estéticas por
ejemplo, en las últimas novelas Pardo Bazán (La sirena negra, Dulce dueño, Selva).
28
“Es decir, no se trata necesariamente de personajes que crean arte, positivamente, ni tan siquiera de
personajes que serían capaces de crear, aunque no lo hagan, sino de personajes cuya vida de ficción viene
modulada por el arte (común a todos ellos es la posesión de una fuerte sensibilidad artística): es el arte el
que, de una u otra manera, rige sus vidas” (Ogno 239).

29
coetáneas Amor y Pedagogía de Miguel de Unamuno y Sonata de Otoño de Valle
Inclán para Ogno y de La novela de mi amigo de Gabriel Miró (1908) y las citadas La
Quimera y La maja desnuda para Francisco Plata. Este último reafirmará de nuevo el
carácter formativo de la trama de la novela de artista (“narra la formación y el desarrollo
de la sensibilidad artística del protagonista”) (Plata 2009: 25) para mostrar la variedad
de presentaciones que puede adoptar en la novela finisecular española: autorretrato (el
decadente Ossorio, el intelectual Azorín, el marginado Uriós), peregrinaje estético
(mítico, cíclico y prerrafaelita) o síntesis de las artes (panteísmo y eclecticismo estético,
etc.).
Animado por lo que me parece ser una identificación de lo que hemos llamado
“héroe moderno”29 y sin distinguir dentro de él al creador como categoría aparte, Nil
Santiáñez-Tió apuesta por la denominación de “héroe decadente” para referirse al
“personaje del artista, del hombre de letras o del individuo sensible alineado por la
sociedad y/o enfrentado a ella” (Santiáñez-Tió 2002: 172). Inevitablemente, tras esta
definición contempla el género de la novela de artista como un “género de novela
prototípico de la modernidad [que] obedece a una realidad social muy concreta: la toma
de conciencia del hombre de letras y del artista de su ambigua posición en una sociedad
regida por las leyes del mercado, por el valor del dinero y por una mentalidad práctica
en esencia” (Ib. 172-173).30 Estamos por lo tanto ante un personaje escindido de la
sociedad moderna, en permanente lucha con ella y normalmente también consigo
mismo, “culminación de la subjetividad moderna” (Ib. 179). Así pues, aunque el héroe
decadente adopta distintas configuraciones desde el siglo XIX hasta la actualidad, en su
caracterización insiste en su ubicación urbana, su tendencia a la vida contemplativa y al
constante autoanálisis, manifestaciones en todo caso de la permanente persecución de
un conocimiento de su propia existencia (Íd.).31 A partir de esta definición, propone una

29
El héroe nacido en el Romanticismo que para Benjamin es el “verdadero sujeto de la modernité (…) lo
cual quiere decir directamente: para vivir la modernidad, es menester una constitución heroica” (París II
Imperio 167).
30
“Empleo dicho término [novela de artista] para referirme a las protagonizadas por el personaje
decadente. Vale decir que en este caso la palabra ‘artista’ tiene un sentido amplio que comprende desde el
hombre de letras y el intelectual hasta el individuo preocupado por el arte y la literatura pasando por el
bohemio, el artista sensu stricto y el individuo reflexivo: es decir, las distintas configuraciones del héroe
decadente”(Santiáñez-Tió 2002: 173).
31
Tal y como ocurrirá de forma muy estrecha con la novela lírica, el énfasis en la reflexión como medio
casi exclusivo de conocimiento de sí relaciona este “héroe decadente” con los protagonistas de la roman
de la conscience malheureuse, la cual toma como punto de partida la escisión del individuo respecto a la
divinidad tal y como fue desarrollada por Hegel (“On retrouve, sous-jacente à ces oeuvres, cette définition

30
lista abierta de “novelas del héroe decadente” que si bien no matiza en todos los casos la
afición creativa plasmada en un objeto externo a él mismo, ofrece una visión amplia de
la evolución de la mirada interior del individuo en la ficción española sin restricciones
canónicas que acoten el fenómeno en un periodo histórico concreto.32
La relación inevitable (aunque sea por ser negada) entre el individuo moderno,
máxime cuando este posee inquietudes artísticas, y la sociedad implica necesariamente
una modificación en la conciencia del protagonista mediante un proceso que se
desarrolla en el universo del relato y en la estructura del discurso de la novela. Cuando
existe una intención explícita de señalar este proceso de cambio como proceso
formativo estamos ante la novela de formación, un subgénero caracterizado por lo tanto
por “la capacidad formativa y modeladora de los acontecimientos novelescos sobre la
personalidad del protagonista”, quien impelido por la conflictividad Yo-Mundo, y autor
y receptor de este proceso formativo, “obtiene, por autoconciencia, un conocimiento de
sí mismo, o lo que es lo mismo, su propia identidad” (Rodríguez Fontela 53). La novela
de formación se aprovecharía entonces del discurso abierto de la novela y la estructura
de los ritos de iniciación antropológicos para presentar la formación no sólo del
individuo sino también de la Humanidad con el fin de propiciar la lectura reflexiva tanto
en el autor como en el lector (Íd.). En esencia, y acorde en gran parte con la
caracterización inicial de Marcuse, la novela de artista o künstlerroman sería un subtipo
de novela de formación definida, según los casos, por el protagonismo de un creador
artístico, un personaje de incontestable sensibilidad artística o incluso un personaje
vencido por la autorreflexión. Así, se hace necesario recordar que ni toda novela de
formación es novela de artista ni se puede considerar como novela de artista cualquier
narración que contenga como personaje a uno o varios artistas ya que existen múltiples
ejemplos de novelas protagonizadas directamente por artistas que desarrollan la lucha

hégelienne (…) à la scission qui, à l’intérieur d’une conscience, oppose la vision négative que l’individu a
de lui – même à la vision éthérée qu’il a du divin, s’ajoute une seconde forme de sèparation: obnubilé per
l’ètoignement du divin e par la consciente de son progre néant, l’individu tient peur plus inessentielle
encontre la réalité objective, politique et sociale en particulier, qui l’enteure” (Chardin 34).
32
Tanto en el listado de Investigaciones literarias, que parte de 1842 y termina en 1971 (2002: 176) como
en el artículo publicado sobre el héroe decadente en la novela española moderna de 1842 a 1912 (1995:
182), Santiáñez-Tió indica cuáles de todas estas obras protagonizadas por héroes decadentes “no han sido
asociados por lo común como novelas de artista” (2002: 177). Esto supone que en el caso de autores
como Benito Pérez Galdós, se considere novela de artista El audaz (1871), El amigo Manso (1882) o El
Doctor Centeno (1883) frente a Lo prohibido (1885), novela de héroe decadente pero no novela de artista.

31
del héroe problemático pero que no tienen por qué suponer un trastorno en su búsqueda
estética del ideal.33
En los acercamientos a la novela de artista en el fin de siglo español es muy
frecuente que algunas de las novelas que se eligen para su comentario, como La
voluntad, sean objeto también del estudio y definición de la novela lírica hasta el punto
de que Darío Villanueva llega casi a solapar ambos subgéneros cuando afirma que “la
novela lírica se identifica en gran medida con una singular manifestación del
Bildungsroman o novela de aprendizaje: el relato autobiográfico de la constitución de
una sensibilidad artística, personificado en un personaje emblemático, alter ego del
autor” (1983: 1, 14). Sin embargo, si bien resulta difícil de negar la coincidencia de
ambos subgéneros en novelas como la citada de José Martínez Ruiz o la tetralogía de
Pérez de Ayala, la identidad de la novela lírica radica más bien en la innovación que
presenta respecto del narrador omnisciente realista ya que lo sustituye por un yo
narrativo que desempeña la misma función del yo lírico (Íd.) en un novela que prescinde
de mostrar la maduración del personaje a través de reveladores encuentros iniciáticos
para optar porque esta se deduzca del proceso intelectual, racional y sensible, a partir
del cual se proyecta el mundo (Ib. 16). La novedad no estribará tanto en el mayor
énfasis en la introspección, cuyo protagonismo, aunque primordial en la novela
psicológica del fin de siglo, no es originario de esta, sino en la manera en que la trama
se fragmenta en impresiones de la conciencia contemplativa y condicionan un tipo de
discurso capaz de transmitir este estatismo y temporalidad suspendida (R. Gullón 1984).

33
Aunque en esta tesis hemos preferido centrarnos en el estudio del artista creador como personaje en la
ficción y esbozamos brevemente el debate en torno a la “novela de artista”, conviene señalar que en la
lectura de las obras muy a menudo las fronteras entre desarrollo novelesco, formación vital y formación
artística se enredan de tal manera que se hace muy difícil separar unos conceptos de otros. La
complicación radica ya por ejemplo en la clasificación teórica del héroe-artista o artista-héroe de Beebe
en Ivory Tower o Sacred Fount a la que nos hemos referido antes. Si el artista es tal tanto en la huida y
encierro estético como en su experiencia en comunidad, ¿no podríamos considerar que cada experiencia
vivida tiene como causa y consecuencia su temperamento o visión personal y por tanto, deja su huella
inevitablemente, aunque no sea el propósito principal, en su búsqueda estética? Quizá la solución más
honesta es la de Anne Marie Reboul (1997b) quien en un breve trabajo sobre la novela de artista europea
señala como propio de la novela de artista la identificación entre artista, sujeto narrativo y la lucha con la
obra, pero sin olvidar que “le roman de l’artiste se trouve ‘à un carrefour narratif” con le roman du
collage (por ejemplo, de las relaciones amorosas del artista), la novela de aprendizaje, la novela del poeta,
la novela del o sobre el Arte, la novela de derivación fantástica en la que hace presencia lo imposible y la
biografía novelada.

32
1.2. El artista como tema en la novela europea de los siglos XVIII y XIX.

1.2.1. Literatura alemana. Goethe.

Como hemos visto en el apartado anterior, el nacimiento europeo de la ficción


protagonizada por el artista como heredera de las biografías artísticas del Renacimiento
se sitúa en los últimos decenios del siglo XVIII. La revalorización del genio, la
imaginación y el sentimiento por parte del Sturm und Drang así como la insistencia
ilustrada en la formación integral del ciudadano propician la aparición de una serie de
narraciones ampliamente estudiadas por Marcuse en su citado estudio sobre la génesis y
desarrollo de la novelas de artistas alemanas entre las que se encuentran el Anton Reiser
de Moritz (1785), Ardinghello y las islas afortunadas de W. Heinse (1787), Hyperion
de Hölderlin (1797-1799), Las peregrinaciones de Franz Sternbald de Tieck (1798),
Lucinde de Schlegel (1799), etc. A comienzos del siglo XIX los relatos y novelas de
E.T.A Hoffmann encarnarán la veneración por el poder trascendental de la música (en
torno a 1815-1820, El Consejero Krespel, La Fermata, El poeta y el compositor, etc.),
la percepción romántica de la creación en la conducta salvaje del pintor diabólico de Los
elixires del diablo (1815), en las composiciones oscuras y absurdas de Nathaniel en El
hombre de arena (1817)34 y en la pérdida de la razón del pintor, tanto el protagonista de
La iglesia jesuita de G* (1817) como el de El salón del rey Arturo (1816), quien se
resiste a admitir su incapacidad de plasmar su visión en el Arte. 35
Sin embargo es en la obra narrativa y dramática de Goethe donde encontramos
anticipado el tratamiento de los problemas de la creación artística que se harán tan
populares en el siglo siguiente. Su inconcluso Prometeo (1773-1774) actúa desde su
34
Estas composiciones “pesadas, abstrusas y tenebrosas” distancian a los dos amantes pues ponen en
evidencia la incompatibilidad entre el prosaísmo y armonía femenina con la exaltación del hombre
excepcional, motivo recurrente como veremos a lo largo de todo el siglo: “Cuando, al fin, hubo terminado
y se lo leyó a sí mismo, en alto, su propio poema, quedó horrorizado, y lleno de espanto se dijo: ‘¿De
quién es esa horrible voz?’. No obstante lo cual, tuvo la sensación de que este poema estaba muy logrado
y que podría inflamar el ánimo de Clara, leyéndoselo, al tiempo que le hacía ver las espantosas imágenes
que le angustiaban y presagiaban la destrucción de su amor (…) Terminada la lectura, el joven arrrojó
lejos de sí el manuscrito, y con los ojos llenos de lágrimas, encendidas sus mejillas, inclinóse hacia Clara,
cogió sus manos convulsivamente, y exclamó con acento desesperado: ‘-¡Ah, Clara, Clara!’ Clara le
estrechó contra su pecho y le dijo suavemente, muy seria: ‘- Nataniel, querido Nataniel, ¡Arroja al fuego
esa maldita y absurda obra!’ Nataniel, desilusionado, exclamó, apartándose de Clara: ‘-Eres un autómata,
inanimado y maldito” (Hoffmann, Hombre de arena 74-76).
35
“Hace ya algunos años que ha muerto para el arte para el que siempre había vivido. Se pasa días enteros
sentado ante el lienzo preparado y su mirada fija en él. A eso lo llama pintar, y usted mismo acaba de
comprobar el estado de exaltación que le produce la descripción de uno de esos cuadros” (Hoffmann,
Salón del rey Arturo 162).

33
posición intermedia entre los dioses y el hombre, desafía a unos y defiende a otros, a los
que esculpe “a semejanza mía, una raza igual a mí, para que padezca, para que llore y
goce y se alegre, sin hacer, como yo, caso alguno de ti” (Goethe, Prometeo III, 1905).
Casi de forma simultánea, Los sufrimientos del joven Werther (1774) dan voz a
la nueva sensibilidad de la juventud contemporánea con un personaje sujeto y objeto de
sus propias pasiones en el que los héroes románticos, y entre ellos, los jóvenes artistas,
se justificarán para dar rienda suelta, en su vida y en sus obras, a la emoción desmedida.
Sin embargo, pese a esta reconsideración de la emoción como propiciadora de la
inspiración, en el propio Werther hay indicios de la pérdida de la capacidad creativa
asfixiada por las experiencias de la vida. Así, reconoce que su arte se resiente en los
momentos de felicidad (Goethe, Werther I, 1912-1913) y lamenta su esterilidad
pictórica.

Nunca fui más feliz, jamás fue más pleno y vivo mi sentimiento de la
Naturaleza, y hasta de la piedrecita, y de la brizna de hierba, y, sin embargo…
No sé cómo expresarme; anda tan floja mi fuerza de imaginación, vacila y
fluctúa todo de tal suerte ante mi alma, que ni un simple apunte puedo hacer;
aunque me figuro que si tuviere a mano barro o cera, podría moldear algo bueno.
Cogeré, pues, barro, si esto se prolonga, y lo modelaré, y que luego me salga una
torta (Goethe, Werther I, 1934).

Si bien en 1790 su drama Torquato Tasso retoma la anécdota renacentista para


actualizar la relación entre genio y locura y ejemplificar las contradicciones del orgullo
artístico, su anhelo de admiración y su deseo de soledad y marginación, pocos años
después el mismo Goethe escribirá lo que Lukács definió como la síntesis “o
reconciliación del hombre problemático -dirigido como un ideal que es para él vivencia-
con la realidad concreta y social” (1970: 143), es decir, la novela de artista o narración
de los años de formación de Wilhem Meister (1795-1796). La inclinación de este joven
burgués por el teatro le anima a rechazar una formación comercial para optar por la vida
itinerante de los actores y la composición de diversos dramas que nunca llega a
concluir. Las progresivas decepciones, la toma de conciencia de su propia indecisión
cuando actúa y siente como Hamlet y el contacto con auténticos receptáculos de la
emoción e imaginación desbordada (el arpista ciego y Mignon) le guiarán hasta los

34
brazos de una logia de hombres respetables que le reconducirán a su destino natural de
perfecto ciudadano.
Además de la fortuna del mito de Prometeo y la sacralización romántica de las
vidas trágicas de determinado artistas, normalmente jóvenes locos o suicidas clásicos, la
difusión e imitación de héroe pasional y melancólico personificado en Werther formará
pronto parte de todas las literaturas europeas incluida, aunque de forma algo tardía, la
española. Por lo que respecta al Wilhelm Meister, el romántico desviará sus simpatías
hacia la pareja lírica de Mignon y el arpista y, al menos en el caso español, sólo
comenzará a apreciarse su magisterio como novela de formación a partir del krausimo
(Rukser 173-179) y en las novelas del cambio de siglo como Camino de perfección y
Troteras y danzaderas (Ib. 189-190).

1.2.2. Literatura inglesa, británica y americana.

En la literatura británica del XVIII encontramos una de las primeras sátiras de


biografías de artistas. En lugar de revisar estas anécdotas con la intención general de
reverencia y asimilación de la genialidad clásica, se reescribe un conjunto de relatos
humorísticos a partir de tópicos como el del desorden vital o el de la creación “mística”
de estos artistas. De este modo, las Memorias biográficas de pintores extraordinarios
de Beckford (1780) y las Vidas de Vasari mantienen un diálogo permanente en el que la
interpretación sarcástica del primero funciona siempre en relación con la idealización
del biógrafo renacentista.
En estas Memorias Beckford actualiza y adelanta muchos de los tópicos
atribuidos a los pintores que encontraremos en los protagonistas del siglo siguiente. En
la vida del pintor Aldrovando Magno narra la historia de un niño con talento,
despreciado por sus padres, que se convierte en un pintor afamado gracias al encuentro
casual con un pintor de renombre. Más adelante Aldrovando llega a dominar hasta tal
punto el arte mimético que una princesa teme quemarse los dedos si los acerca a las
llamas de una zarza ardiendo en un retablo sobre el tema de Moisés. Tras esta anécdota,
cuya lectura remite inmediatamente a la competición entre Zeuxis y Parrasio, 36

36
Según narra Plinio el Viejo en su Historia Natural (“Tratado de pintura y el color”, Libro XXXV)
Parrasio demostró ser mejor artista que Zeuxis. Si bien las uvas del cuadro de Zeuxis habían logrado
atraer a unos pájaros hambrientos, Parrasio habría engañado al propio Zeuxis quien, sólo tras intentar
retirar la cortina que ocultaba el cuadro de su rival, se habría percatado de que la cortina era en sí el
famoso el cuadro.

35
Aldrovando cae en una locura cuantitativa, aspira a construir un lienzo de tales
dimensiones que ninguna cantidad le es suficiente y cuando el almacén que los contiene
se quema, desespera y muere. En la siguiente biografía sus discípulos Andrew Guelph y
Og de Bason representan ya la oposición entre el sosiego neoclásico y la exaltación
romántica. Descubierto su talento, como Giotto, por sus bocetos de ovejas en las
piedras, viajan hasta el Tirol, lugar donde Og descubre lo sublime natural, fuente de
inspiración y de locura. Mientras que Andrew lleva una vida sosegada y productiva, Og
se condena a una vida melancólica, maltrata el amor, se retira a Sicilia y se suicida
arrojándose a un volcán.

Estos rudos paisajes de montaña se adecuaban perfectamente a la sombría


imaginación de Og que encontraba especial deleite en la soledad y en la
melancolía (…) Mientras Og se entregaba a su inclinación por los paisajes
agrestes, Andrew, cuya imaginación era menos ardiente, se contentaba con el
panorama más apacible de los valles (Beckford, Memorias 41-42).

[Andrew] tampoco se lamentó durante meses en lugares sombríos ni desperdició


sus jóvenes días vagando [por] palacios deshabitados o reflexionando sobre la
decadencia de los imperios (…) Andrew había oído hablar de la conducta
ridícula de su amigo y lamentaba que este se hubiera dejado arrastrar por su
imaginación imperiosa (Beckford, Memorias 62).

Mediado el siglo XIX y con permiso del debutante escritor David Copperfield de
Dickens (1849) nos trasladamos al joven continente para seguir el rastro de la obsesión
pictórica.37 En El retrato oval de Edgar Alan Poe (1842), el retrato de una bella mujer
encierra en realidad el alma de una esposa fallecida mientras servía de modelo para su
marido quien, enloquecido en la ejecución del retrato, no se habría dado cuenta de la

37
Aunque aquí no lo desarrollemos, encontramos también referencias al mundo del arte y del artista en
Nathaniel Hawthorne en la novela El fauno de mármol (1860), protagonizada por varios artistas
americanos en Italia, o en relatos como El artista de lo bello (1844) y El retrato de Edward Randolph
(1837). La excusa del retrato, como veremos también en Poe y en Wilde, es un motivo recurrente en los
relatos fantásticos en los que se juega con la posibilidad de la permanencia del alma del modelo en el
retrato gracias a la peripecia del pintor, capaz de captar la psicología del retratado. En la literatura rusa El
retrato de Gogol, publicado en Historias de San Petersburgo (1835-1842) desarrolla el tema de un pintor
pobre que se convierte en un retratista envidioso y halagador de la burguesía por culpa de la influencia
maligna de un retrato de un diabólico prestamista.

36
progresiva desaparición de su esposa. El pintor reaparece en las ficciones de Henry
James Historia de una obra maestra (1868), Roderick Hudson (1875) y La madonna del
futuro (1879). Si en la primera se discute acerca del poder del pintor para captar la
psicología del retratado y en la segunda se narra la evolución personal de un pintor
aficionado, La madonna del futuro insiste en la tragedia de los problemas de
materialización del universo inefable del artista. En este caso el narrador se ve obligado
a decepcionar a un pintor obsesionado hasta tal punto con la recreación perfecta de la
Madonna de Rafael que se niega a ver cómo el paso del tiempo envejece a su modelo.
Como el pintor del Salón del rey Arturo de Hoffmann, la obra inmortal no es más que
un lienzo negro descolorido en el que el pintor ya no es capaz de dar forma física a sus
ideas.

If I could only transpose them into some brain that has the hand, the will! Since I
have been sitting here taking stock of my intellects, I have come to believe that I
have the material for a hundred masterpieces. But my hand is paralysed now,
and they will never be painted. I never began! I waited and waited to be worthier
to begin, and wasted my life in preparation. While I fancied my creation was
growing it was dying (...) I need only the hand of Raphael (...) I am the half of a
genius! (H. James, Madonna 792).

Regresamos de nuevo al continente europeo para recordar una de las novelas


más influyentes en la defensa del arte sobre la naturaleza, El retrato de Dorian Gray de
Oscar Wilde (1890). Aunque el artista es “creator of beautiful things” y la meta del arte
es “to reveal art and conceal the artist” (Wilde, Prefacio 5), Basil Hallward teme sin
embargo haber dejado demasiado de él mismo en el retrato del joven Gray y plantea la
duda acerca del verdadero origen de la perfección del retrato, la belleza del modelo o su
talento. En realidad, este debate es subyacente a toda la novela cuando la obra de arte
asume contra su propia concepción, su naturaleza eterna y ajena a la moral, las
consecuencias de la corrupción del modelo. En el retrato de Dorian las primeras
alteraciones aparecen en el momento en el que el joven modelo repudia a la inocente
Sybil porque esta se niega a continuar con la existencia “fingida” ligada a su profesión
de actriz.

37
1.2.3. Literatura italiana.

Escrita bajo la influencia del Werther, Las últimas cartas de Jacopo Ortis de
Ugo Foscolo (primera edición de 1801) narran la historia de la desesperación y posterior
suicidio de un joven melancólico tras comprometerse su amada con otro hombre.
Hastiado del presente, vagabundo y enfermo de tristeza, Jacopo Ortis también es
impelido, esta vez por su amada, a continuar con sus aficiones literarias, aunque como
Werther, se muestra incapaz de dar una forma coherente a sus pensamientos.

Teresa me regaña. Para complacerla, escribo; pero, aunque empiezo con la mejor
voluntad, después de tres o cuatro frases no sé continuar. Me invento mil
argumentos, se me ocurren cientos de ideas: elijo, desecho; vuelvo a seleccionar y,
por fin, escribo, rompo, borro y, a menudo, pierdo la mañana y la tarde; la mente
se cansa, los dedos dejan caer la pluma y me doy cuenta de que he malgastado el
tiempo y las energías (…) ¡Si pudiera retener todos los pensamientos que me
pasan por la imaginación! Los voy anotando en la cubierta y en los márgenes de
mi Plutarco, pero apenas los escribo, se me van de la cabeza y, cuando los busco
en el papel, sólo encuentro abortos de ideas dispersas, inconexas, y frías. ¡Qué
pobre resulta esa manía de anotar los pensamientos en vez de dejarlos madurar!
Pero así se hacen los libros compuestos a modo de mosaico de otros libros. Y a mí
también, sin querer, me ha salido un mosaico (Foscolo, Jacopo Ortis 109-110).

La melancolía será también la enfermedad de Andrea Sperelli en la novela


decadentista El placer de D’Annunzio (1889). Esteta y dandy como Dorian Gray o Des
Esseintes, posee una extraordinaria educación estética que experimenta en su propia
vida. Proyecta incluso un libro elitista sólo para la lectura de unos pocos, además de
algunos poemas y bocetos, intentos vanos de plasmaciones artísticas que permanecen
aisladas o inacabadas.

38
1.2.4. Literatura francesa.

Aunque en obras como El sobrino de Rameau (1761) y Jacques el fatalista


(publicada en 1796) de Diderot aparecen reflexiones acerca de la naturaleza de la
música (Rameau) o se hace hincapié en la formación del protagonista (Jacques) no
podemos hablar todavía de una caracterización del artista tan clara como la que
encontraremos en el periodo romántico pese a que vislumbremos algunos de sus tópicos
en Ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau (publicada en 1782) o la imitación
de la melancolía wertheriana en el spleen del René de Chateaubriand (1802) y en El
pintor de Salzburgo de Nodier (1803).
Tal y como había hecho Goethe con Torquato Tasso, Alfred de Vigny resucita
tanto en el teatro (1835) como en uno de los relatos disuasorios de Stello (1832) el
drama del poeta suicida Chatterton (1752-1770) para justificar el rechazo del poeta
contemporáneo por el trabajo burgués, trabajo que necesariamente impide el desarrollo
de la inspiración y termina por abocar hasta la muerte al propio autor. Así afirma Vigny
en el prólogo: “Es necesario que [el hombre de letras] no haga nada útil y corriente para
que tenga tiempo de escuchar los acordes que lentamente se forman en su alma, y que el
ruido grosero de un trabajo positivo y regular, interrumpe y hace desvanecer
infaliblemente” (Vigny, Stello 154). Y así repetirá desesperado el mismo Chatterton (“Y
yo no puedo hacer nada que no sea escribir. He intentado amoldarme a todo sin
conseguirlo. Me han hablado de trabajos exactos; los he abordado sin poderlos
desempeñar. ¡Ojalá los hombres puedan perdonar a Dios el haberme creado así!...”)
(Vigny, Chatterton Acto I, Escena V, 182).
La tristeza de Stello no se supera con el abandono en el placer del protagonista
de Voluptuosidad de Sainte-Beauve (1834) ya que forma parte de la generación
“ardiente, pálida, nerviosa” de Las confesiones de un hijo del siglo de Musset (1836)
(98). El ocio y el reposo conducen inevitablemente al aburrimiento y obligan al joven
romántico a probar todo tipo de entretenimientos, estudios y actividades artísticas, pero
cuando la voluntad de esfuerzo no es clara y los anhelos no cobran una forma definida
cualquier talento acaba por arruinarse.

Así se encontraba mi espíritu; había leído mucho; además, había aprendido a


pintar. Sabía de memoria muchas cosas, pero sin orden ni concierto, de modo
que mi cabeza estaba hueca y llena a la par, como una esponja. Me enamoraba

39
de todos los poetas, uno detrás de otro; pero, como mi naturaleza es muy
impresionable, el último que leía tenía el don de hacerme despreciar a los
anteriores. Me había construido una gran tienda de ruinas hasta que al fin,
saciado de novedades y de lo desconocido, me convertí yo mismo en una ruina
(Musset, Confesiones de un hijo del siglo 127).

Se fijó como condición imprescindible que el destino de muchos de estos


jóvenes talentos, cuya vocación artística era más o menos afortunada, debía de forjarse
en París porque sólo en la gran ciudad podía vivirse plenamente la bohemia o “el estado
de la vida artística” (Murger, Escenas 12). La idealización de la vida de estos aspirantes
a artistas en la capital francesa en las Escenas de la vida bohemia (1847-1849) de
Murger animaría la transmisión de una imagen alegre y positiva de estos buscavidas que
se tiñería de pobreza, tristeza y enfermedad en las últimas décadas del siglo. Existe sin
embargo ya en esta novela un sentimiento de desilusión que se acentúa a medida que se
acerca su final, cuando la hermandad de artistas se acomoda en un éxito relativo y
entiende la bohemia como un estado único de la juventud y del pasado. Sólo entonces
puede leerse como un acontecimiento sublime la venta de El paso del mar Rojo a un
marchante para su exposición en una tienda de comestibles, la muerte en soledad de
Mimí o la angustiosa de Francine, la amante y modelo de un pintor que sólo aprecia su
verdadero valor cuando la efigie del cadáver de su amada le inspira su escultura
maestra, obra que quedará inconclusa con su propia muerte.38
Sin duda alguna, un repaso sobre la presencia del artista en la literatura francesa
tiene que contar inevitablemente con los testimonios de la Comedia humana de Balzac,
serie publicada desde 1830 hasta la muerte de su autor en 1850. En ella los artistas
aparecen como protagonistas unas veces y secundarios en otras de tal manera que,
aunque la trama de la Comedia se sitúa en la época de la Restauración borbónica,
encontramos en casi todas sus novelas la decepción y la desilusión de la monarquía
burguesa de Luis Felipe, sentimientos comunes a las obras de las que hemos hablado
previamente.

38
“Y entonces, tal vez, Francine, queriendo dejar a Jacques su imagen humana, que era para él la
encarnación de su ideal, había sabido, una vez muerta, helada ya, volver a componer su cara con todas las
galas del amor y todas las gracias de la juventud: resucitar, en suma, el objeto de arte. También es posible
que la pobre niña pensara la verdad: que entre los verdaderos artistas hay Pigmaliones singulares que, al
contrario que el antiguo, querrían convertir en mármol a sus vivientes Galateas” (Murger, Escenas de la
vida bohemia 224).

40
Aunque esta presencia artística ha sido ya estudiada con detalle en diversas
monografías,39 recordamos aquí algunas de las novelas más importantes en las que este
tema cobra especial relevancia. En ellas se personifica gran parte de las características
propias del artista que recogimos en el primer capítulo y que, por la amplia difusión de
la Comedia, se exportarán al resto de Europa, contribuyendo así a la transmisión del
tipo del artista.
Por lo que respecta a la vida social del artista, en La casa del gato que pelotea
(1830) el pintor Théodore de Sommervieux desprecia a su esposa, hija de comerciantes,
porque pese a sus esfuerzos evidentes no es capaz de comprender el arte de la manera en
que él lo hace. Su indignación es aún mayor cuando le enseña sus propios bocetos:

Augustine prefería una mirada al mejor cuadro. Para ella lo único sublime, era el
corazón. Por fin, Théodore no pudo negarse a la evidencia de una cruel verdad;
su mujer no era sensible a la poesía, no vivía en su esfera, no le secundaba en
todos su caprichos, en sus improvisaciones, en sus alegrías, en sus dolores; ella
caminaba a ras de tierra por el mundo real, mientras él tenía la cabeza en las
nubes (Balzac, La casa del gato que pelotea I, 134).

Pese a que este comportamiento excéntrico es censurado por su familia, la joven


esposa intenta incluso ganarse la confianza de una cortesana a quien el pintor admira
como musa y amante. La acción resulta inútil pues su marido no ceja en condenarla al
olvido hasta que ella muere víctima de la imposible conciliación entre la Esposa y el
Arte. La misma conclusión se extrae de La prima Bette (1840), aunque en esta ocasión
el fracaso del matrimonio del escultor Steinbock se debe a la falta de motivación y a la
consiguiente pereza que reaparece en este artista cuando la estabilidad emocional y
económica no le estimulan para que se supere en su trabajo.
El pintor mejor tratado en la Comedia humana es Joseph Bridau a quien Balzac
dedica incluso una novela entera, La Rabouilleuse (1842). Desde su infancia, Bridau
muestra una vocación temprana que escandaliza a su madre pero que terminará
aceptando cuando, tras la indiferencia de su hermano mayor, corrupto por el vicio,
reconozca los continuos sacrificios de Joseph en mantener su hogar aun a costa de tener
que dedicar parte de su tiempo y talento a la producción en serie de copias pictóricas. Si

39
Véanse por ejemplo Laubriet (1961), Besser (1969), Calvo Serraller (1990), Eigeldinger (1998) y
Knight (2007).

41
en La Rabouilleuse se le adorna de bondad y compasión natural, en Las ilusiones
perdidas se le presentará revestido de las contradicciones del verdadero genio:
“extremadamente caprichoso, sus amigos le han visto destruir un cuadro acabado que a
él le parecía demasiado relamido. ‘Es demasiado amanerado –decía-, demasiado
académico’. A veces original y sublime, está sujeto a todas las felicidades y desdichas
de los temperamentos nerviosos, a quienes el anhelo de perfección se convierte en una
enfermedad” (Balzac, Ilusiones perdidas 232). Sin embargo, al final Balzac permite que
la suerte sonría a Bridau, y en La Rabouilleuse termina casado y con una buena posición
económica.
La antítesis del genial Bridau es Pierre Grassou, protagonista de una novela
homónima (1839), pintor de vocación, escaso talento e infinita fuerza de voluntad.
Grassou lleva la vida metódica y tranquila de un retratista por encargo pero, pese a ser
una reconocida medianía, goza el afecto de genios como Bridau por su rectitud y lealtad
sin tacha. En su novela Grassou recibe el encargo de una familia burguesa, amantes de
las Bellas Artes (Balzac, Pierre Grassou V, 777) que ven en el pintor la ocasión ideal
de adquirir la originalidad atribuida a los artistas si bien convenientemente atemperada.
En este caso, el casamiento con la mujer burguesa no resulta fatídico para nadie, pues
Grassou resulta ser un buen padre y esposo, comedido y tranquilo, al cual la sociedad
recompensa exponiendo sus cuadros y otorgándole otros reconocimientos públicos.
La gran epopeya del hombre del hombre de letras se describe con detalle en Las
ilusiones perdidas (1843; “Los dos poetas” 1837). Aunque el desenlace de Lucien de
Rubempré no llegará hasta Esplendores y miserias de las cortesanas (1847) es en la
primera novela donde encontramos la progresiva desilusión y corrupción moral del
poeta de provincias en el caos de la vida social y cultural parisina. El poeta, objeto del
capricho de una dama parisina atraída por su belleza y por su encarnación, un tanto
superficial, de la actitud romántica, es abandonado por esta cuando la capital francesa
pone de manifiesto su pobreza. En este contexto, el primer contacto con la masa urbana
le hace intuir su propia disolución (“Sorprendido por aquella muchedumbre en la que
era un extraño, este hombre de imaginación sintió como una especie de
desmembramiento de sí mismo”) (Balzac, Ilusiones perdidas 174). Despreciado por la
clase alta y perdido en el “desierto espantoso” y la “vida trepidante” de la urbe (Íd.), se
refugia en las bibliotecas e inicia la peregrinación por librerías y editoriales parisinas en
un vano intento por insertarse en un mundo regido por una serie de leyes comerciales
para las que un autor novel no tiene, per se, ningún valor. Cuando comienza a sentirse

42
derrotado y en la miseria, conoce a Daniel d’Arthez, escritor trabajador y de talento que
lo introduce en el cenáculo representante del verdadero arte. Sin embargo, Lucien
pronto sucumbe a la tentación de la fama inmediata, el dinero rápido y el trabajo fácil de
la redacción periodística y se ve envuelto de lleno en la vorágine y la realidad del
mercado literario que, aunque le agrada, también reconoce que “esta mezcla de
altibajos, de conflictos de conciencia, de sublimidades y bajezas, de traiciones y
placeres, de grandezas y servidumbres, le tenía estupefacto, como alguien dentro de un
espectáculo inaudito” (Ib. 302). Tal y como profetizó su cuñado, el paciente impresor, el
amor al lujo, el placer y la ociosidad que distingue al éxito fugaz del verdadero éxito, así
como un excesivo amor propio, le impedirá aceptar “el cinismo sublime de una vida
pobre” (Ib. 115) y no sólo le corromperá a él, sino que en su ambición desmedida
causará la ruina de su familia. Tras su fracaso en política y la muerte de su amante,
regresa a su región natal, se desespera al percatarse de la imposibilidad económica de
volver a ser el literato dandi que había sido y planea un suicidio “digno de un poeta”
(Ib. 662). En el último momento le encuentra un extraño sacerdote español a quien
venderá su alma a cambio de regresar a París y ejecutar su venganza. Con este desenlace
el poeta de provincias y aspirante parisino confirma distinción de D’Arthez entre actitud
y aptitud poética, o lo que es lo mismo, entre el héroe moderno y el paso específico de
héroe a artista (“Su querido Lucien es un temperamento poético, no un poeta, sueña y
no piensa, se agita y no crea”) (Ib. 535).
El tema de la tenue frontera entre la genialidad, la obsesión y la locura se
desarrolla en una serie de novelas menos dependientes de las coordenadas históricas
contemporáneas. Aunque en la fantástica La piel de zapa (1831) se narra cómo un joven
filósofo paga con su vida la concesión del placer ilimitado, en otras como Luois
Lambert (1823) o en La investigación de lo absoluto (1834) la adicción por el
conocimiento no sólo les conduce a dar la espalda a la felicidad terrenal, sino que
además les condena a la prisión de un mundo abstracto que les deja en un estado
catatónico (Lambert) o propicia la ruina y desesperación de su familia y el
aceleramiento de la propia muerte (La investigación de lo absoluto).
La obsesión por la Obra Maestra se encuentra desarrollada en Sarrasine (1831)
en su variante escultórica, Gambara (1837) en la musical y La obra maestra
desconocida (1831) en la pictórica.
Sarrasine ve en la cantante Zambinella la pureza de la estatua de Pigmalión, más
que una mujer, una verdadera obra de arte (Balzac, Zambinella V, 735). Intenta

43
reproducir en una estatua los rasgos de esta mujer o Ideal hasta que descubre que se
trata en realidad de un castrato, enloquece, destruye la estatua y casi asesina al cantante.
Sin embargo, con la materialización de su deseo Sarrasine pierde la propiedad sobre
este, y el objeto es restaurado y exhibido como una obra maestra, única y original.
Por el contrario, en Gambara y en La obra maestra desconocida los destinos
trágicos del compositor y del pintor se gestarán no sólo por la obsesión por la obra que
los consagre sino sobre todo por una excesiva adicción al trabajo (propia del
melancólico, como vimos en el primer capítulo) que les hará sucumbir en el
agotamiento físico y la indeterminación de la abstracción mental. 40
En Gambara la dedicación exclusiva por la materialización del ideal musical
conlleva de nuevo la miseria del compositor y de su pareja. La monomanía en este caso
se manifiesta en la entrega total del compositor en el estudio teórico de una ópera,
síntesis del sensualismo italiano y el idealismo alemán, que regenere este arte hasta
convertirlo en un lenguaje celestial. Sin embargo, para el noble que pretende relaciones
con la esposa del compositor, el éxtasis en la ejecución y la reverencia casi mística se
resumen en una actuación hábil pero grotesca de una música imposible, pero que
obviamente debía ser oída por Gambara como celestes armonías (Balzac, Gambara
VIII, 52-53) por lo que califica al compositor más de “poeta” que de “músico” (Ib. 72).
Esta misma recalificación del oficio artístico se pondrá en boca del pintor Frenhofer, de
tal manera que, como ocurrirá con este, también cabe dudar de la locura de Gambara.41
Al fin y al cabo, la concepción de la música como idea y no como sentimiento,
destinada para el oído de los pocos genios, anticipa una música experimental en la que
la emotividad se queda en un segundo plano, teoría defendida por compositores
innovadores del siglo XX como Igor Stravinsky (1882-1971).42
Referente obligatorio de la novela de pintor, la genialidad de Frenhofer,
protagonista de La obra maestra desconocida (1831) fue tan admirada como compartida

40
Del peligro de excederse en la fase reflexiva de la creación, Balzac había advertido ya en su ensayo
« Des artistes » publicado en La Silhouette en abril de 1830: “Quand un poète, un peintre, un sculpteur
donnent une vigoureuse réalité à l’une de leurs oeuvres, c’est que l’invention avait lieu au moment même
de la création. Les meilleurs ouvrages des artistes sont ceux-là, tandis que l’oeuvre dont ils font le plus
cas, est, au contraire, la plus mauvaise parce qu’ ils ont trop vécu par avance avec leurs figures idéales. Ils
ont trop bien senti pour traduire” (Balzac, Oeuvres diverses II, 712).
41
Frenhofer exclama a su colega pintor: “-¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla!
¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta!” (Balzac, La obra maestra desconocida 35).
42
Véase el escándalo que supuso el estreno del ballet titulado La consagración de la primavera en el
Teatro de los Campos Elíseos (París) el 19 de mayo de 1913.

44
por maestros del siglo XIX y XX como Cezanne o Picasso. Aunque la acción se sitúa en
la Francia del siglo XVII, Balzac describe la obsesión pictórica por la obra maestra
actualizándola hasta su época y anticipando incluso, tal y como ocurría con Gambara, la
revolución artística de las vanguardias. También en esta narración el genio será descrito
desde el punto de vista de un extraño (aquí un aprendiz Poussin) que oscilará
igualmente entre la admiración y la compasión por lo que entiende como un
comportamiento consecuencia de la locura. Así es descrito de manera profética
Frenhofer en su primera aparición cuando visita la casa de Porbus.

[Para Poussin] ese anciano, con los ojos en blanco, absorto y estupefacto, que se
había convertido para él en algo más que un hombre, se le manifestó como un
genio lunático que vivía en una esfera desconocida (…) Todo en ese anciano iba
más allá de los límites de la naturaleza conocida (…) era una imagen completa
de la naturaleza del artista, de esa naturaleza loca a la que tantos poderes son
confiados y de los que, demasiado a menudo, abusa, arrastrando consigo a la fría
razón, a los burgueses e incluso a algunos aficionados, a través de mil caminos
pedregosos a un lugar donde, para ellos, nada hay, mientras que, retozando en
sus fantasías, esa muchacha de alas blancas descubre allí epopeyas, castillos y
obras de arte (Balzac, La obra maestra desconocida 43).

Porbus se encuentra terminando una María Egipcíaca, imagen que Frenhofer


criticará duramente por no estar dotada de vida, condición que él considera
indispensable en la obra artística. Se menciona entonces que Frenhofer lleva diez años
definiendo su propia obra maestra, la imagen de Catherine Lescault o La Belle
Noiseuse. Si la prostituta arrepentida de Porbus carecía de vida, Frenhofer nunca se
considera satisfecho de la perfección de la suya, motivo que además de relacionar su
obsesión con la de Pigmalión, remite a la compleja relación entre la modelo y la amante,
amor platónico y deseo sexual, con la preferencia por la idealización de esta
contradicción en la mujer creada. En este caso, además, se contrasta de forma empírica
la belleza trascendental de la imagen con la real de Giselle, la amante de Poussin, para
constatar cómo a los pintores les interesa sólo la primera. En la novela de Balzac, sin
embargo, el atractivo de la historia no radica tanto en la obsesión del pintor como en las
dudas acerca de su éxito. En otras palabras, Balzac trasladará al lector la
responsabilidad de discernir si en efecto, como opinan Pourbus y Poussin, Frenhofer se

45
ha agotado y transformado en un genio estéril, que en lugar de crear ha sofocado su
genialidad en la confusión, o son ellos los incapaces de comprender la innovación y la
originalidad de la visión interior del genio para quien la verdad artística se encuentra en
la renuncia de la mimesis y del referente. 43 Fuera como fuese, tanto la obra y el genio
son víctimas de la autodestrucción definitiva, es decir, la muerte.

[Habla Poussin] “Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y


contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de piedra”
(…) Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie
desnudo (…) Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de
una increíble, de una lenta y progresiva destrucción (Balzac, La obra maestra
desconocida 55).

[Frenhofer] Contempló su cuadro y vaciló (…) Se sentó y lloró (…) “¡Así que
soy un imbécil, un loco! (…) De modo que no he producido nada”. Contempló
su lienzo a través de sus lágrimas, se irguió de repente con orgullo, y lanzó a los
dos pintores una mirada centelleante (…) “¡Yo, yo la veo! –gritó-; es
maravillosamente bella” (…) Lanzó a ambos pintores una mirada profundamente
llena de desprecio y de suspicacia y los despachó en silencio de su taller, con una
celeridad convulsiva (…) Al día siguiente Porbus, preocupado, volvió a visitar a
Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado
sus cuadros (Balzac, La obra maestra desconocida 56-57).

A medida que avance el siglo las vicisitudes del artista, sus experiencias vitales
y su lucha artística contra él mismo y la sociedad asumirán un carácter más íntimo e
interiorista por lo que se hará más hincapié en la evolución psicológica de un personaje
dotado de una sensibilidad cada vez más refinada y oficialmente maniática o patológica.
Punto de inflexión quizá entre la sucesión anecdótica de Las ilusiones perdidas de
Balzac y la novela posterior a La educación sentimental de Flaubert será Charles
Demailly, novela de la vida literaria o “memorias de mi vida muerta” (C. Demailly 84),
de los hermanos Goncourt (1860). El protagonista, un dramaturgo conocido en el

43
Stoichita (2009) defiende esta segunda opción: “El éxito, y al mismo tiempo, el fracaso de Frenhofer
consiste en haber producido artificialmente no una representación, sino un fragmento real del espacio”
(235), “un objeto en el que naturaleza y lenguaje se superponen” (299).

46
círculo literario parisino, presenta desde el inicio un carácter melancólico y reservado,
“un talento nervioso, raro, exquisito en la observación, siempre artístico, pero desigual,
lleno de sobresaltos e incapaz de conseguir reposo” oscilante siempre entre “el placer
más alto” y el “hastío más profundo” (Ib. 87). La hipersensibilidad, la impresionabilidad
y “un vacío horroroso, una indiferencia inmensa, un disgusto y a la vez una necesidad
de acción” que siente constantemente en sí mismo (Ib.141) le convierten en un claro
precedente del debate finisecular en torno al concepto de voluntad, el deseo de
regeneración, la pasividad y el refugio en la introspección cuyos orígenes podríamos
remitir a la contradicción romántica del yo íntimo y el yo social o el spleen, ennui o
hastío que habíamos encontrado en fechas anteriores.
La primera gran decepción de Demailly será la constatación de la total ausencia
de inquietud espiritual en su esposa, una actriz en la que sólo unos meses antes había
adorado como su “imaginación personificada, su creación traducida y glorificada en una
criatura, el cuerpo y alma de su obra” (Goncourt, C. Demailly 250).

Quedó estupefacto ante sus descubrimientos, avergonzado de haber sido


engañado por un falso sentimentalismo, por una personalidad de muñeca, por la
mentida distinción de unos modales, por el ruido de un cerebro vacío; y entonces
apreció en su derrota la ceguera de un hombre enamorado (Goncourt, C.
Demailly 295).

El artista se contempla a sí mismo encadenado a la vulgaridad que tanto había


rechazado. Los disgustos exacerban una salud que es tan frágil como exquisita su
sensibilidad y pese a las curas termales, cuando la primera disminuye, también lo hace
la creatividad de la segunda hasta que cae finalmente en la esterilidad artística, causa y
consecuencia de la mental, de la locura melancólica o lipemanía.

¿Quién puede pintar las humillaciones del pensamiento que se debilita, las
torturas de la razón que se desvanece? Sentir desgarrado por los dolores aquello
en que el hombre puso todas sus esperanzas, su cerebro que había de
proporcionarle la fama y la inmortalidad de sus ideas… y sentir un velo cada día
más opaco entre su conciencia y su voluntad; sentir que día por día el
pensamiento escapa, y se desmonta y se destruye, pieza por pieza, el órgano

47
fundamental de su vida… La armonía de un mundo naciente se quiebra en él…
Así era el suplicio de Carlos.
Resistió, concentrando sus fuerzas y su energía; quiso luchar por última vez,
sentándose a su mesa, decidiéndose a trabajar, y escribió, escribió, llenando
febrilmente páginas y páginas, repitiendo en voz alta palabras sin hilación.
Luego dejó caer la pluma y fue a sentarse, abrumado y vencido, al lado del
fuego, en aquella butaca que no quería abandonar (Goncourt, C. Demailly 482-
483).

Encerrado en un manicomio, sufre los castigos correctivos aconsejados por los


estudios psicosomáticos de la época para, tras una breve recuperación, sucumbir a la
recaída fatal, caer en la postración y en el idiotismo, enfermedad que no se idealiza
como en el Luois Lambert de Balzac sino que se presenta como la reducción radical del
hombre a la condición de bestia (Goncourt, C. Demailly 502).
Los Goncourt publicarán poco tiempo después Manette Salomon (1867), novela
de artista en la que los problemas productivos del pintor protagonista se van a deber
menos a la genialidad agotadora de Frenhofer o a la supuesta locura patológica de
Claude Lantier en La obra de Zola (1886) que a la influencia dañina de la mujer a un
tiempo modelo, amante y esposa. Coriolis, pese a que había prometido no casarse nunca
por considerar la vida conyugal incompatible con “el trabajo del arte, la persecución de
la inventiva, la incubación silenciosa de la obra y la concentración del esfuerzo”
(Goncourt, Manette 141) cae en la tentación artística y sexual de la hermosura
pecaminosa de Manette. La modelo, consciente de que sobre el pedestal su desnudez
casi sagrada absorta y apasiona al artista (“se siente ser para ellos lo que buscan y lo que
trabajan en ella”) (Ib. 155), se aprovecha de esta dependencia del artista del Ideal visto
en ella para imponerle su voluntad. Antes de que deje de dominarlo con su cuerpo, lo
esclaviza también a través de un hijo quien, en lugar de ser querido como una
prolongación de vida, es sentido por el artista como sinónimo del fin de su libertad
creativa y artística.44 De este modo, frente al éxito del artista que finge su melancolía

44
Además del matrimonio, Coriolis había rechazado la idea de la paternidad porque entendía que esta
“perjudicaba al artista, le apartaba de la producción espiritual, le aficionaba a una creación de orden
inferior, le rebajaba al orgullo burgués de una propiedad carnal” (Goncourt, Manette 141). Charles
Demailly también considera superior la obra artística a “un pedazo de nuestra carne, que alienta nuestro
orgullo y prolonga nuestro nombre, una migaja de inmortalidad que acariciamos sobre nuestras rodillas”
(Goncourt, C. Demailly 241). Claude Lantier (Zola, La obra 355) sólo prestará atención a su propio hijo
cuando su cadáver le proporciona un tema apasionante que aviva su inspiración.

48
para atraer sobre sí la atención del burgués,45 el verdadero genio se verá reducido a la
esterilidad y desequilibrio de su visión artística, en otras palabras, de nuevo, a la
condena de la muerte en vida.
Aunque la desilusión por la toma de conciencia de un talento mediocre y un
diletantismo ya caduco constituye el tema de la novela Fiebre de amor. Dominique del
pintor Èugene Fromentin (1863) tenemos que esperar algunos años para encontrar una
de las descripciones más completas de la melancolía decepcionada de la generación
realista o posromántica, la totalizadora La educación sentimental de Flaubert (1869).
Estudio de la sociedad parisina, retrato de la formación del estudiante con aficiones
literarias procedente de provincias, Flaubert encarna en Frédéric Moreau el fracaso de la
efusividad e ímpetu romántica en una actitud pasiva y únicamente receptiva. Así,
Flaubert prescinde del yo enfático de la generación en ruinas de Musset para crear la
ficción de una narración fría y objetiva que el protagonista recorre de principio a fin sin
defender ninguna decisión propia ni renunciar al imposible papel de testigo y víctima.
En torno a la revolución de 1848 el joven Frédéric quiere para sí mismo una vida
novelesca, aspiración de la que pretende convencerse y convencer a los demás mientras
se aleja de París en el barco que ha de llevarle a casa (“pensaba en la habitación que
ocuparía allá, en el plan de un drama, en motivos para cuadros, en pasiones futuras.
Creía que la felicidad merecida por sus dotes espirituales tardaba en llegar. Recitó
versos melancólicos; caminaba con paso rápido sobre el puente…”) (Flaubert, La
educación sentimental 62). En uno de estos paseos se siente atraído por una mujer
hermosa que parece una heroína de los libros románticos y se entrega a su
contemplación y casi adoración inmediata. La mujer resulta ser la esposa del propietario
de L’Art industriel, revista artística y tienda de cuadros desde la que actúa como un
auténtico marchante que busca “la emancipación de las artes, lo sublime a bajo precio”
(Ib. 109). La ausencia de vocación definida y la atracción teórica por el heroísmo (“se
sentía dotado de una facultad extraordinaria cuyo objeto ignoraba”) (Ib. 114), le animan
a intentar la carrera artística con el objeto de acercarse a su amada, pero pronto se sume
en una “placidez intelectual” (Ib. 118) que le conduce al desánimo y a la tristeza de una
existencia ociosa y desocupada que le devuelve una y otra vez a la ciudad (“volvía a su

45
“Palidez (…) tinte fatal (…) En aquel físico, el gran mundo no quería ver más que el tormento del
pensamiento, los estigmas del trabajo, la demacración de la espiritualidad. Y para los ojos de las mujeres,
Garnotelle era la figura soñada, una poética encarnación del pintoresco y novelesco personaje que pinta
con su corazón y su salud, era aquel desgraciado celestial llamado ‘¡el artista!” (Goncourt, Manette 141).

49
habitación; después, tendido en su diván, se entregaba a una meditación desordenada:
planes de trabajo, proyectos de comportamiento, aspiraciones para el porvenir. Por fin,
para liberarse de sí mismo, salía a la calle”) (Ib. 129). De hecho, llega a ver con buenos
ojos la posibilidad de la miseria, pues el trabajo en la buhardilla haría emocionarse a su
amada burguesa (Ib. 157-158) y cuando se convierte en un amigo habitual de la casa se
aprovecha de nuevo de la comparativa literaria para atraer su atención (“en vez de
expresar la verdadera causa de sus penas, fingía otra, sublime, haciendo un poco de
Anthony…”) (Ib. 242).
Frédéric lo intenta todo y no termina nada. Desde una Historia estética y una
comedia, pasando por la política, el joven Moreau se mueve a impulsos de las
imprecaciones y deseos de los diferentes espectros de la sociedad, en la que tampoco
adquiere una posición definida ni siquiera cuando los acontecimientos de 1848 obligan
a todo el mundo a tomar partido entre los combatientes aristócratas, burgueses y el
pueblo. Tras una época de relación platónica con Madame Arnoux, otra de convivencia
con una amante, una breve paternidad y las promesas de matrimonio que nunca se
llegan a realizar, sólo el cansancio de la inactividad y la imposibilidad de alejarse de sí
mismo le obligan a considerar la opción de la huida de la ciudad:

Olvidaba a la Mariscala, ni siquiera se preocupaba de Mme. Arnoux, pues no


pensaba más que en sí mismo, perdido en las ruinas de sus sueños, enfermo de
dolor y de desánimo; y odiando el ambiente en el que tanto había sufrido,
ansiaba el frescor de la hierba, la tranquilidad de la provincia, una vida muelle
que transcurriese a la sombra del techo natal en compañía de corazones ingenuos
(Flaubert, La educación sentimental 504).

Viajó.
Conoció la melancolía de los paquebotes, los fríos amaneceres bajo la tienda,
el vértigo de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las amistades truncadas.
Regresó.
Trató gente, y tuvo otros amores todavía. Pero el recuerdo continuo del primero
se los hacía insípidos; y además la vehemencia del deseo, la flor misma de la
sensación se había perdido. Sus ambiciones intelectuales también habían
disminuido. Pasaron años; y seguía soportando la ociosidad de su inteligencia y
la inercia de su corazón (Flaubert, La educación sentimental 507).

50
La educación sentimental se dará por concluida con el reencuentro con una
Madame Arnoux a la que no posee por no degradar su ideal con el hastío que presume
aparecerá después (Flaubert, La educación sentimental 511) y la conversación con su
amigo en la que se recuerda cómo el miedo a la burla frustró su primer contacto sexual
con una mujer real en el burdel de la ciudad, primer fracaso de un adolescente de
provincia, calificada sin embargo como la mejor aventura que tuvieron (Ib. 515).46
El sentimiento de hastío, las dificultades de la vida artística, la tendencia a una
pasividad hipersensible y a la insistencia en la imagen de sí mismo como un alma
fragmentada o en escombros, perviven en la ficción de los últimos decenios del siglo
XIX si bien varía el sentimiento que se enfatiza y el discurso en el que se presenta. La
apuesta por la mujer artificial sobre la real, que se repugna, reaparece en El toisón de
oro de Gautier (1879) narración protagonizada por un coleccionista que sólo conoce la
vida de los libros y de la pintura, vida artificial que pretende aprehender en un viaje a
una idealizada Bélgica flamenca anterior a la del protagonista de Brujas, la muerta
(Rodenbach, 1892). En la catedral de Amberes reconoce en la cabeza de la Magdalena
del Descendimiento de Rubens (1611-1614) el ideal que andaba buscando y del que su
sentido estético, el único que lo define, se enamora. Al mismo tiempo, se casa con
Margarita, quien posee la belleza física de la tabla, y a la que obliga a vestirse como la
Magdalena de Rubens con el fin de dar forma en ella a sus deseos de imitador de
Pigmalión. Sin embargo, la mujer, convencida de que los desórdenes de la fantasía de su
marido se deben a una confusa y escondida vocación pictórica, realiza el camino inverso
de esposa a modelo y le ofrece su cuerpo para ser pintado. Sólo entonces Tiburce da
forma material a su fantasía y reemplaza la obsesión por la prostituta redimida (otra
María Egipcíaca como la de Pourbus) por la Venus, atrayente y seductora, que sustituye
el ideal de la santa flamenca.47

46
La relación entre estos dos personajes y su experiencia vital en el primer esbozo de La educación
sentimental (1843-1845) simplifica la trama con el adulterio efectivo de la esposa del dueño de la pensión
donde se aloja Frédéric, la conversión final de este en un dandi sin escrúpulos y la decepción literaria de
su amigo Henry, engañado por una compañía teatral, que se refugia en su melancolía y termina huyendo a
Grecia. El Frédéric de La educación sentimental que conocemos no llega a soportar ninguno de estos dos
roles y actúa como antítesis del rebelde ambicioso y creativo de Memorias de un loco (1838).
47
Cabría preguntarse, sin embargo, si estamos realmente ante una excepción en la habitual consideración
de la Mujer como elemento perturbador del Arte. Al fin y al cabo, aunque Tiburce consigue escapar de la
prisión de la imaginación y ejecutar una obra, su interés continúa recayendo en un tipo de mujer que no
inspira interés sexual cuando actúa como modelo artístico. En este sentido podemos considerar el
desenlace de El toisón de oro como una interesante variante de Manette Salomon.

51
La relación conflictiva entre la Mujer y el artista se mantiene en los relatos de
Maupassant, La modelo (1883) en el que un artista debe cuidar de por vida a una
modelo inválida que le agobia y esclaviza, y Fuerte como la muerte (1889)
protagonizado por un retratista que se enamora de la hija de una antigua musa y amante
y pierde su trabajada originalidad. En Honor de artista de Feuillet (1890) el pintor caerá
dos veces en el error de creer en la felicidad conyugal: la primera esposa le impulsa a la
producción para la venta mientras que la segunda desprecia precisamente esta faceta
comercial de la profesión artística y sólo más adelante, cuando el pintor muere,
reconoce su nobleza moral. La decepción ante la confrontación de la mujer real y la
ideal será lo que impulse a Edison en La Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam (1886) la
construcción de una musa androide, perfecta y eterna, que cure a su amigo de la tristeza
de descubrir que su novia, encarnación de la Belleza física de la Venus Victrix del
Louvre, no corresponde en absoluto al Ideal espiritual que presupone en la escultura
griega.
La publicación de La obra de Zola en 1886 se produjo en un momento en que la
novela francesa acababa de ser revolucionada con la decadente A contrapelo (À rebours,
1884) del antiguo discípulo de Zola, Huysmans. Esta novela inauguraría una nueva
forma de entender el planteamiento de la ficción, en esos momentos marcada por los
estertores del Naturalismo, y la necesidad de una renovación discursiva que fijaría la
mirada en los movimientos líricos finiseculares (Parnasianismo, Simbolismo,
Decadentismo, etc.). Otra manifestación de las alternativas al Naturalismo será la novela
psicológica representada por El discípulo de Bourget (1889) en la que se advertirá de los
peligros de llevar hasta extremo el abuso de la reflexión y de la creencia en la
superioridad del intelecto, males por otro lado, característicos del siglo. 48
Por su parte, si bien no renuncia del todo al determinismo naturalista, À rebours
inaugura la defensa por una vida y una narración totalmente artificial que abandona el
papel testimonial para recrearse en lo psicológico y sensorial. Para ello, además, se
apuesta por ensalzar y refinar los temas más provocadores del Naturalismo (la
enfermedad, la violencia o el sexo) para reactualizar la voluptuosidad y el hastío del
siglo en personajes tan atractivos como repulsivos.

48
Así, el protagonista muestra claros síntomas de trastornos de personalidad que, por otro lado, siguiendo
la asociación habitual de locura y genialidad, se explican como inherentes a su originalidad: “Siempre ha
habido en mí como dos personas distintas: una que iba, venía, actuaba, sentía, y otra que observaba a la
primera ir, venir, actuar, sentir, con una curiosidad imposible” (Bourget, El discípulo 60); “Me he
acostumbrado, muy temprano a exasperar la conciencia de mi propia alma, y por consiguiente, a hacer de
mí un ejemplar, sin análogo, de excesiva sensibilidad individual” (Ib. 76).

52
El prototipo por excelencia, este Jean Des Esseintes de la novela de Huysmans,
último representante de una raza de degenerados, concibe una prisión artificial, paraíso
del esteta, en la que descansar del aburrimiento y el desprecio que le produce la
Humanidad. Amante de la soledad, sustituye la realidad objetiva por la visión
imaginaria de esa realidad (Huysmans, A contrapelo 143) y materializa así sus
alucinaciones y fantasías, en una creación constante de su propio universo de colores,
sabores y olores nunca sentidos. “Su tendencia hacia el artificio, su gusto y su necesidad
de excentricidad (…) eran, en el fondo, profundas aspiraciones, reales impulsos hacia
un ideal” (Ib. 205) que, sin embargo, está predestinado a morir, como la tortuga que
recubre de oro y piedras preciosas (Ib. 165-175) y como el mismo personaje, neurótico,
insatisfecho y atenazado por las náuseas extenuantes y la agonía física y moral.
En este contexto, la obsesión por el símbolo y la consiguiente locura del
protagonista de La obra, Claude Lantier, heredero también por su parte de una familia
tarada y corrupta, adquiere un significado más allá del determinista y advierte de los
estragos patológicos a los que puede conducir la exaltación de lo onírico, abstracto y
alucinógeno de Des Esseintes.
La historia de esta corrupción del temperamento zolesco a través del cual el
creador naturalista veía la naturaleza comienza cuando, tras un largo paseo inspirativo,
el pintor Lantier encuentra y acoge en su casa a una joven y pobre huérfana por cuyo
cuerpo pronto sentirá una profunda fascinación artística. Conmovida, ella accede a
servir de modelo para su cuadro revolucionario, un guiño al Desayuno en la hierba de
Manet (1863) expuesto en el Salón de los Rechazados, la alternativa al criticado Salón
oficial de ese mismo año. Se produce entonces la reacción esperable por la falta de
educación artística y contemplativa de la población de tal manera que, como Manet,
Lantier asiste consternado a la burlas de la masa parisina, incapaz de comprender la
composición fragmentaria del cuadro y escandalizada por la inserción del desnudo
desafiante en un contexto burgués contemporáneo.49

49
Descripción del cuadro pintado por Lantier: “En un claro de bosque, de verdes espesuras, caía un
chorro de luz solar; a la izquierda, solitaria, una alameda umbría, con una mancha de luz, se perdía en la
lejanía. Allí en la hierba, en medio de la vegetación de junio, había recostada una mujer desnuda, con un
brazo por debajo de la cabeza, hinchando el pecho; y sonreía, sin mirada, con los párpados cerrados, en
medio de la lluvia de oro que la bañaba. En el fondo, otras dos pequeñas mujeres, una morena y otra
rubia, también desnudas, luchaban entre risas, haciendo destacar, entre el verde de las hojas, dos
encantadoras notas de color carne. Y como el pintor había necesitado un contraste oscuro, en primer
plano se había limitado a pintar en él a un caballero ataviado con una simple chaqueta de terciopelo. Este
estaba de espaldas, sin verse más que su mano izquierda, en la que se apoyaba en la hierba” (Zola, La
obra 75-76).

53
Ahora que había juzgado su obra, escuchaba y miraba a la gente. La hilaridad
proseguía, subía de tono en una gama ascendente de risas locas. Desde la puerta,
veía abrirse las mandíbulas de los visitantes, achicarse los ojos, ensancharse los
rostros; oía el resoplido tempestuoso de los hombres gordos, el rechinar
estridente de dientes de los flacos dominado por los grititos aflautados y agudos
de las mujeres (…) Las ocurrencias arreciaban más que en otra parte, pero era
sobre todo el tema lo que daba pábulo a la alegría: no comprendían, les parecía
una insensatez, de un chusco que mataba (…) [Sobre la mujer desnuda] “No, ¿no
ves que ella está lívida? El caballero la ha sacado de un pantano, y descansa a
cierta distancia, tapándose la nariz” (…) Los que no se reían se ponían furiosos:
todo aquel azulado, aquella nueva forma de ver la luz parecía un insulto. ¿No era
intolerable aquel ultraje al arte? (…) La expresión corría de boca en boca, la
repetían, la comentaban: plein air, ¡oh, al aire libre, con el culo al aire, todo al
aire, tralalá, tralalá! Aquello estaba tomando un cariz de escándalo, la
muchedumbre seguía aumentando, las caras se congestionaban debido al
creciente calor, todos con la boca abierta y el rictus idiota del ignorante que
opina sobre pintura, revelando con ello su redomada necedad, reflexiones
estrafalarias, burlas estúpidas y malvadas que el ver una obra original puede
provocar en la imbecilidad burguesa (Zola, La obra 190).

Pese al fracaso social, su círculo de amigos le anima a continuar experimentando


en la escuela del plein air (clara referencia al Impresionismo), actividad que se nos
presenta paralela a su relación amorosa con la modelo, más adelante su esposa y
finalmente madre de un hijo que fallece en la niñez. La obsesión de Lantier por crear
una obra maestra que englobe todo París y cuyo motivo central sea otro desnudo que
simbolice a su vez la ciudad en la que se inserta, le lleva a rechazar el cuerpo de su
esposa, ya imperfecto tras la maternidad, hasta que una noche, alucinado, se suicida
delante de su inacabado cuadro.
La novela de Zola supone, por lo tanto, un punto de inflexión fundamental en el
tratamiento de la locura artística, la relación entre Arte y Vida o Arte y Mujer así como
la fascinante y alienante dependencia del hombre moderno de la ciudad que se convierte
en un nuevo personaje. Al fin y al cabo, tal y como afirmaba Benjamin, la figura del
flâneur o paseante está íntimamente ligada a las grandes avenidas y mayores fortunas
industriales del París del II Imperio, el París de Haussmann, una ciudad igual de

54
inabarcable que las infinitas ideas que atormentan la imaginación del genio y saturan su
mirada artística.50 Según Zola, de esta saturación a la perturbación mental irá sólo un
paso, de tal manera que la ciudad, en lugar de ser tomada como objeto de
experimentación técnica del Impresionismo y de observación de los diferentes registros
sociales, se identificará hasta tal punto con la búsqueda íntima y solitaria del artista, que
este la convertirá en su única musa. Como ocurría en La obra maestra desconocida, su
abstracción se encaminará hacia la combinación del símbolo con la descomposición
absoluta.51

Durante los días siguientes Sandoz volvió a referirse con tacto a aquella extraña
composición, saliendo, por una necesidad de su carácter, en defensa de la causa
de la lógica ultrajada. ¿Cómo podía un pintor moderno, que se preciaba de no
pintar sino realidades, envilecer una obra a fuerza de introducir en ella tales
imaginaciones? ¡Resultaba tan fácil elegir otros temas en los que el desnudo se
hacía imperioso! Pero Claude se empecinaba, daba explicaciones malvadas y
vehementes, pues no quería confesar la verdadera razón, una idea que se le había
ocurrido, idea tan poco clara que no habría sido capaz de expresarla de forma
precisa, aquel tormento de un simbolismo secreto, aquella vieja revitalización
del romanticismo que le hacía encarnar en esa desnudez la carne misma de París,
la ciudad desnuda y apasionada, resplandeciente de una belleza femenina. Y en
ello entraba también su propia pasión, su amor por los bellos vientres, los muslos
y los pechos fecundos, como ardía en deseos de crearlos profusamente en los
alumbramientos continuos de su arte (Zola, La obra 319).

Sin embargo, pese a que ambos pintores (Frenhofer y Lantier) aparecen como
víctimas del exceso de trabajo y reflexión sobre su propia obra, la ambigüedad del
resultado, éxito o fracaso, del relato de Balzac no existe en el relato de Zola, quien

50
“Cuando atravesaba París descubría cuadros por doquier; la ciudad entera, con sus calles, sus vías
públicas, sus puentes, sus horizontes llenos de vida, se desplegaba en frescos inmensos que juzgaba
siempre demasiado pequeños, embriagado por la idea de unas obras colosales. Y regresaba temblando,
hirviéndole la cabeza de proyectos, haciendo croquis en trozos de papel, por la noche, a la luz de la
lámpara, sin ser capaz de decidir por dónde empezaría la serie de las grandes obras que soñaba” (Zola, La
obra 280).
51
La clave quizá esté en el concepto de objetividad y subjetividad. Zola asume como necesaria la
intervención del temperamento (lo subjetivo) pero manteniendo siempre el referente real (por ejemplo, la
primera pintura impresionista), mientras que las nuevas tendencias prescinden incluso de este, es decir,
rechazan todo rastro de posible objetividad.

55
enfatiza el comportamiento patológico de su pintor e insiste en la imposibilidad de
terminar la obra. Para que no haya lugar a dudas contrapone los excesos del pintor con
la lucha combativa pero constante de Sandoz, un escritor de éxito con una sosegada vida
familiar que ha logrado la difícil conciliación entre el Arte y la Vida. Con este alter ego,
Zola se presenta a sí mismo como modelo de equilibrio que culminará con su
implicación en el famoso caso Dreyfus.52
La huella romántica, además de reconocerse explícitamente en la novela,53 está
presente también en la recuperación del mito de Pigmalión y el tratamiento que de este
hizo Balzac en la descripción de la relación amor-creación en Frenhofer.54 La novela
naturalista enfatiza la identificación entre visión deforme e idea desquiciante (o visión
desquiciante e idea deforme) que supone la reafirmación de la posibilidad de
intercambiar la obra con el artista. Así, Zola utiliza a la mujer artificial como causante y
creación a la vez del desequilibrio mental de Claude Lantier, la continuación en
definitiva de la negación de la fertilidad exclusivamente artificial que comenzaba a
considerarse como posible por los movimientos finiseculares.
Al fin y al cabo, las principales alucinaciones hipnóticas de Lantier giran en
torno al vientre de la mujer del cuadro, una parte del cuerpo femenino especialmente
cautivadora para los artistas por referencia metonímica al sexo. De nuevo la impotencia
del pintor se explica a través de la esterilidad de un cuerpo perfecto que en el cuadro de

52
En realidad, Zola aprovecha también para hacer una defensa de su persona, bastante perjudicada por el
tono y la provocación intrínsecos al Naturalismo. De hecho, sus obras se tomarán como pruebas de su
supuesto carácter e inclinación anormal en la crítica de Nordau, crítica y proceso similar a los que él había
intentado demostrar a través de su personaje Claude Lantier.
53
“… ¡Ah! Todos bebemos de la salsa romántica. Nuestra juventud ha chapoteado demasiado en ella,
estamos metidos en ella hasta los corvejones. Necesitamos una buena limpieza” (Zola, La obra 93-94).
De hecho, según Brombert no queda claro si “Lantier’s own grandeur and decadence remain strangely out
of focus, for it is never clear whether his anguish which drives him to madness and suicide in the best
Romantic tradition, or merely –as Zola repeatedly suggests- the price he must pay for his heredity” (78).
54
El amor que Lantier desplaza de su esposa (no se olvide, la primera modelo del cuadro impresionista) a
la Mujer del cuadro simbolista se prefigura en la adoración que siente un amigo suyo, el escultor
Mahoudeau, por su escultura de arcilla. Cuando por un error esta comienza a fundirse y cae sobre su
creador, este se esfuerza en abrazar un cuerpo artificial y ya decapitado junto al que permanecerá, yacente
y aturdido, hasta que rompa a llorar desconsoladamente (Zola, La obra 304-305). En un arrebato de
desesperación y violencia, Lantier desgarra el corazón de la Mujer de la tela. A continuación trata de
arreglarlo, acongojado por el arrepentimiento y la pena: “Inmóvil, sobrecogido por su asesinato, Claude
miraba aquel pecho abierto sobre el vacío. Una inmensa tristeza le llegaba de aquella herida, por donde le
parecía que brotaba la sangre de su obra. ¿Era posible? ¿Había sido él quien había asesinado así lo que
más amaba en este mundo? Su ira derivó en estupor, se puso a pasear sus dedos por la tela tirando de los
bordes del desgarrón, como si quisiera acercar los labios de una herida. Se ahogaba, balbucía, perdido en
un dolor dulce e infinito” (Ib. 331).

56
Lantier reina sobre la ciudad moderna, hermosa y artificial, cautivadora y venenosa
como la mujer fatal finisecular.55

Claude, en mangas de camisa a pesar del clima riguroso y sin haberse puesto
deprisa y corriendo más que un pantalón y unas zapatillas, estaba de pie en su
gran escalera, delante de su cuadro. Tenía la paleta a sus pies, poseía una vela
con una mano, mientras que con la otra pintaba. Con sus ojos desorbitados de
sonámbulo (…) él estaba efectivamente con la otra [la mujer del cuadro], pintaba
el vientre y los muslos como un visionario enloquecido, a quien el tormento de
lo verdadero llevaba a la exaltación de lo irreal; y aquellos muslos se doraban a
modo de columnas de tabernáculo, aquel vientre se convertía en un astro, que
relumbraba de amarillo y de rojo puros, espléndido y fuera de la vida. Una tan
extraña desnudez de ostensorio, donde parecía que unas piedras preciosas
relucieran por alguna adoración religiosa… (Zola, La obra 446-448).

Claude se había colgado de la gran escalera, enfrente de su obra fallida. Se había


limitado a coger una de las cuerdas de las que colgaba el bastidor en la pared y
había subido sobre la repisa para atar el cabo en el travesaño de roble, clavado
por él un día a fin de reforzar los largueros. Luego había saltado desde arriba al
vacío. En camisa de dormir, descalzo, atroz con su lengua negra y sus ojos
inyectados en sangre fuera de las órbitas, colgaba allí, espantosamente enorme
en su inmóvil rigidez, con la cara vuelta hacia el cuadro, muy cerca de la Mujer
con el sexo florecido de una rosa mística, como si le hubiera insuflado su alma

55
La comparación de la ciudad como un vientre y el uso metafórico de este para referirse a aquella
aparecen ya en la mente del aprendiz Lantier en El vientre de París (1873), tercera novela de la serie de
los Rougon-Macquart que se desarrolla en el mercado de Les Halles, almacén de alimentos de la ciudad y
símbolo a su vez de los comportamientos más viscerales de su población, entre ellos el sexual. El
escaparate de alimentos que Lantier monta en el puesto de su tía organizará un gran revuelo en el
mercado. El escándalo se produce entonces en un contexto menos elitista y menos condicionado que el
del Salón, razón por la cual la repulsión será más intuitiva y en cierto sentido, más justificada: “En la
parte superior, una gran pava mostraba su pechuga blanca, veteada bajo la piel por las manchas negras del
trufado. Era algo bárbaro y soberbio, algo así como un vientre visto en plena gloria, pero con una
crueldad de toque y de un alarde de mofa tales que la gente se aglomeró delante de la vitrina, inquieta por
aquel escaparate que brillaba con suma violencia… Cuando mi tía Lisa volvió a la cocina, se asustó,
imaginándose que yo había prendido fuego a las grasas de la tienda. La pava, sobre todo, le pareció tan
indecente que me puso de patitas en la calle; Auguste reordenó el escaparate, recomponiendo su tontería.
Jamás esos brutos comprenderán el lenguaje de una mancha roja puesta al lado de una mancha gris… No
importa; fue mi obra maestra. Jamás he hecho nada mejor” (Zola, El vientre de París 321).

57
con su último estertor, y la siguiera mirando con sus pupilas fijas (Zola, La obra
458).56

56
En una clara crítica a À rebours, Lantier, en su locura, pinta el sexo femenino igual de estéril y
sacrílego que el de la Salomé de La Aparición (1874-1876) de Moreau que tanto fascinaba a Des
Esseintes: “Está casi desnuda; con la fogosa convulsión de la danza, los velos se han ido descolocando y
los brocados se ha caído. Sólo se encuentra vestida con los encajes labrados y las piedras brillantes; un
collar le ciñe el busto como un corpiño, y, en el surco de sus dos pechos, una alhaja maravillosa lanza
destellos como un broche magnífico; más abajo, un cinturón rodea sus caderas, oculta la parte superior de
los muslos a los que sacude un gigantesco colgante por el que corre un río de carbúnculos y de
esmeraldas. Por último, sobre el cuerpo densudo, entre el collar y el cinturón, el vientre se abomba
presentando un ombligo cuyo agujero parece un sello grabado en ónice, de tonos lechosos, y de un color
rosa de uñas (…) Aquí, ella era verdaderamente hembra; obedecía a su temperamento de mujer ardiente y
cruel; su figura era más refinada y más salvaje, más execrable y más exquisita; despertaba con más
energía los sentidos aletargados del hombre; embrujaba y dominaba con más seguridad su voluntad, con
su encanto de gran flor venérea, nacida en lechos sacrílegos, cultivada en invernaderos impíos”
(Huysmans, A contrapelo 181-182).

58
2. LA REPRESENTACIÓN ROMÁNTICA DEL ARTISTA.
2. LA REPRESENTACIÓN ROMÁNTICA DEL ARTISTA.

2.1. Identificación entre el Arte y la Vida. El ejemplo de Bécquer.

Como vimos en el capítulo anterior, la necesidad de publicitar la íntima


asociación entre la hipersensibilidad y la extraordinaria capacidad creativa del artista
romántico propicia la proliferación del retrato tanto pictórico como literario que se
caracteriza, en ambos casos, por hacer corresponder la descripción física (y por
extensión, anecdótica) con la interpretación psicológica (García Jáñez 2002). Dado que
en el artista romántico la Vida y el Arte aparecen como intercambiables (Beebe 1964),
es evidente que en las narraciones protagonizadas por el artista se apostará por
enfrentarle a una serie de pruebas sociales para referir su fracaso o éxito en ellas. De
este modo, aunque no podemos considerarlas verdaderas novelas de aprendizaje, se
insistirá en pervertir la ingenuidad del protagonista, cuyo conocimiento del mundo es
poco mayor que el que devora en los libros, a través de una serie de determinados
obstáculos como, por ejemplo, los amagos de inserción en el mecanismo comercial
literario con la publicación o representación de la primera obra. El esquema se asemeja
por lo tanto al de Las ilusiones perdidas de Balzac, pero con la salvedad fundamental de
que, en general, el universo romántico característico del costumbrismo o prerrealismo
español no dejará apenas opción a la evolución personal ni a las elecciones, per se
relativas, que encontrábamos en Balzac. En la novela española se dejará al protagonista
a merced de los agentes externos que aceptará o rechazará de una vez y en su totalidad
de manera que su integración o exclusión social será conclusiva e inambigua no sólo
para el personaje sino también para el lector.
Así pues, desde el retrato inmóvil hasta la narración literaria, la caracterización
del artista romántico responderá a unos esquemas prefijados e identificativos. La
misteriosa originalidad espiritual se exterioriza en un aspecto físico concreto que en el
hombre romántico suele corresponder al lucimiento orgulloso de melenas desaliñadas,
traje oscuro y aspecto estilizado con el fin último no solo de ser, sino también de
“parecer”, poeta, músico o pintor (Álvarez Barrientos 2002). Melancólico, asumirá en
conjunto gran parte de los rasgos de los que nos ocupamos en el primer capítulo
(apasionamiento, dificultad de concentración, obsesión con la obra -y su inspiración-,
atracción por el ideal femenino y cierta desconfianza hacia la mujer real, etc.) así como
los propios de su indeterminada clase social: la proclama de un sacerdocio espiritual (la

61
misión del poeta) desde y para la nueva jerarquía social defendida por la burguesía
capitalista de la que asume los valores individualistas pero rechaza su extremo
pragmatismo.57 En las narraciones previas a la revolución de 1868 veremos sin embargo
cómo el artista insiste en formar parte de una aristocracia del talento, de la que él sería
el único miembro, merecedor de los privilegios de las clases altas pero guardián del
genérico pueblo. Por este motivo, aunque en el universo novelesco el artista se ve
obligado a trabajar como los miembros del pueblo, la naturaleza de este trabajo, de
índole trascendental, le obligará a buscar a su público entre las clases educadas, desde la
incipiente clase media hasta la nobleza, compradores de arte, público de exposiciones o
admiradores del teatro y de la poesía. Fuera de estos ámbitos, es decir, en la escritura en
la prensa o de las novelas de folletín o por entregas, el artista remarcará su autoridad a
través de la omnisciencia explícita en las narraciones, dirigiendo constantemente al
público en la lectura de un tipo de literatura que en muchos casos se entenderá como
mecánica y carente de originalidad.
La popularidad de la caracterización romántica estará latente a lo largo de todo
el siglo aunque casi hasta el fin de este se asociará al poeta, protagonista de la mayor
parte de los narraciones de artista. Los narradores románticos parecen sentirse más
cómodos con la creación de situaciones y personajes más en consonancia con su propia
actividad, en los que poder desarrollar una intimidad lírica que en última instancia
podría aplicarse a ellos mismos o a sus clásicos pasados o contemporáneos. La
novelización de estos últimos explica la canonización de Larra (Escobar 2002) y sobre
todo la idealización de la figura de Bécquer al que prácticamente se le identificará con
la melancolía romántica en su aspecto de inactividad. Aunque Bécquer se mueve ya
entre la primitiva bohemia de 1854 y la profesionalización del escritor que asume
trabajos ajenos a la lucha social (Romero Tobar 1993), amigos como Nombela o

57
Recordábamos en el capítulo anterior cómo la situación conflictiva y poco definida del artista en la
sociedad contemporánea se iniciaba en la época ilustrada. Esta ambigua posición del escritor del siglo
XVIII respecto a la nobleza y los principios burgueses puede resumirse de este modo: “El del literato no
era propiamente un estado, pero el hecho de pertenecer a un grupo, que desarrollaba una actividad
determinada, que ejercía cierta influencia y que se relacionaba con otros estamentos sociales de clara
función, como era el de los nobles y la Iglesia, así como pertenecer a las academias (que casi era
considerado un título equiparable a los de la nobleza), contribuía a hacer que así pareciera. Por otra parte,
el contacto con esos dos grupos desclasaba al escritor, que en muchos casos tendió a que su conducta y su
indumentaria se parecieran a los de la nobleza […] y que utilizó el modelo del sacerdocio, aunque laico,
para hacerse aceptar en sociedad. Pero, al mismo tiempo, los escritores, que se regían por una supuesta
igualdad que gobernaba la democrática República de Las Letras introdujeron cambios que les alejaban de
los parámetros clásicos de la aristocracia […] la sensibilidad, la beneficiencia, la utilidad, el respeto al
otro, el valor del trabajo, la hombría de bien en definitiva, nada tenía que ver con las cualidades del noble
[…] son cualidades que reportan beneficio al individuo y a la sociedad en la que vive, valores burgueses”
(Álvarez Barrientos 2000: 13).

62
Rodríguez Correa se esfuerzan en construir una imagen de él fácilmente identificativa
con el yo de su poesía lírica o con personajes como el del soñador Manrique de El rayo
de luna. De este modo, Bécquer habría sido un hombre “formal, ingenuo, soñador,
romántico”, “artista en toda la extensión de la palabra” (Nombela 1976: 208) que, como
concluye su personaje, habría terminado por resignarse a una vida “monótona y triste”
(Ib. 372).
A propósito o no, se presenta como efectiva la relación entre autor y obra y se
dota al escritor de una aura superior, propia de un talento marginado y marginal, que
vive en el ideal, inclusive el amoroso (Nombela 1976: 502-503) y que es incapaz de
integrarse en los deberes sociales (Rodríguez Correa recuerda cómo Bécquer perdió un
empleo por dedicar el tiempo a dibujar a la poética Ofelia) (1911: 11-13). En esta
evocación idealizada, Bécquer asumiría las desgracias como un verdadero mártir (“con
una paciencia y una resignación que rayaban en la santidad”) (Nombela 1976: 739) cuya
alma prisionera en un cuerpo “endeble, enfermizo” (Ib. 740) se habría dado literalmente
en sus obras, entre las que podría encontrarse una novela de artista protagonizada por un
músico, hoy por desgracia desaparecida.58 Se trataría pues de uno de los ejemplos más
destacados de la construcción biográfica, pervivencia del mito del artista de origen
romántico, que vive sólo en su yo interior hasta el punto de que le es indiferente la
realidad exterior y adopta ante esta una actitud totalmente íntima. Pueden recordarse
aquí los casos extremos de Gambara o Frenhofer si bien en la idealización del poeta
español se prescinde oportunamente de cualquier referencia a la obsesión maniática por
la creación u otros posibles excesos pasionales, los rasgos patológicos a partir de los
cuales se justificarán las teorías positivistas que asociaban la genialidad y la locura.

58
Nombela recuerda la afición por la ópera de Bécquer hasta el punto de que el poeta habría dedicado una
novela al tema “que debía titularse Mal, muy mal, peor, cuyo protagonista era un músico a quien la lucha
con la realidad había sumido en la locura, como sucedió con Donizetti, y moría joven en pleno triunfo,
como Bellini” (1976: 375). Sebold (2004a) señala que Mal, muy mal, peor habría servido de inspiración
para Rosas y perros (1871) de Rodríguez Correa aunque el argumento de esta no tiene apenas puntos en
común con los apuntes de Nombela ya que el protagonista de Rosas y Perros no es un músico sino un
joven escribiente, solitario y soñador, que se enamora de una niña tísica cuya muerte le enloquece de
dolor. Sin embargo, Luis Bonafoux, en El heraldo de Madrid (29/07/1912) sí parece dar por cierta tal
afirmación basándose en la melancolía característica de Bécquer: “Lustonó, el gordo y simpático
Lustonó se fue al otro barrio con el secreto de Rosas y Perros, sin decirnos si esta novela corta, tan
delicada y sentimental, era verdaderamente de Rodríguez Correa, que la firma o de Gustavo Bécquer. En
cenáculos madrileños oí muchas veces decir que el original de dicha novela fue encontrado por el escritor
cubano en los papeles del poeta andaluz, ya difunto. Yo no me atrevería a decir que no fue Correa el autor
de Rosas y Perros; pero mucho menos me atrevería a asegurar que el autor no fue Bécquer. En todo caso,
resultaría una hija rubia y melancólica de un escritor moreno y dicharachero. Yo no veo la fertilidad
mundana de Correa circular en esas páginas y sí veo en ellas parpadear la tristeza de Bécquer.”

63
En vez de vivir en el mundo, vivía en su cerebro y en su corazón. Las miserias y
pequeñeces de que está llena la vida no alternaba [sic] su ritmo habitual, que era
la calma, la serenidad, la resignación. Jamás sintió el aburrimiento; la soledad,
que le agradaba en extremo, estaba para él llena de seres, de ideas, de
sentimientos que formaban un mundo en el que hallaba sus más puras y
hermosas satisfacciones (Nombela 1976: 372).

No se daba cuenta del tiempo ni del medio ambiente en que vivía; dispuesto
siempre a trabajar, no buscaba trabajo, no sabía buscarlo, ayudaba a su hermano
con el lápiz, ya que su pluma estaba ociosa, porque gozaba más viendo en su
espíritu todo lo que más tarde había de vivir en sus Rimas, en sus Cartas, en sus
Poemas legendarios (Nombela 1976: 479).

2.2. El artista como tipo costumbrista.

2.2.1. La trayectoria del literato en la Fisiología del poeta de Mariano Noriega


(1843).

La popularidad de los artículos literarios basados en la observación e


interpretación de los sucesos contemporáneos se explica según Montesinos (1983) por
la necesidad de reflejar y reflexionar acerca de una realidad en cambio que se refuerza
en el texto mediante el elemento humorístico, seleccionando sus excesos y exagerando
sus rasgos. La descripción de las diversas y nuevas realidades se produce a través de
tipos, “personajes representativos de toda suerte de fenómenos sociales” (Ib. 110) que
representan en sí mismos las costumbres propias del grupo al que pertenecen.
Personajes por lo tanto sin problemática (Ferreras 1972), los tipos son retratos
superficiales y universales que reducen hasta el tópico las características del colectivo
social, tópico que a su vez se verá reforzado a través del tipo. De este modo definía así
Mesonero Romanos la labor del costumbrista: “el bosquejo fiel, aunque incorrecto de
estas [las costumbres patrias], y no de su historia, esto que me propongo delinear; los
caracteres que necesariamente habré de describir no son retratos, sino tipos o figuras, así
como yo no pretendo ser retratista, sino pintor” (El observatorio de la Puerta del Sol
1836, 102). La descripción pierde así su interés por el análisis psicológico pero no
renuncia por ello a la apariencia de una cierta rigurosidad pseudocientífica que alcanzar

64
su mayor auge en las fisiologías popularizadas por Balzac y pronto imitadas en España,
entre ellas la Fisiología del poeta de Mariano Noriega (1843).
Pese a su referencia científica, la Fisiología de Noriega tiene como objetivo
mostrar de forma resumida e hiperbolizada la previsible trayectoria del joven amateur
que se considera poeta y distinguir su frecuente desgracia de los éxitos de otro tipo de
autores, constructores del géneros paraliterarios (aleluyas, coplas, etc.), malos
traductores, refundidores o folletinistas a sueldo, con los que a menudo compite y en
ocasiones se ve obligado a imitar cuando le apremia la pobreza.
Hasta llegar a esta situación el poeta ha tenido que pasar una serie de
experiencias inevitables en su aprendizaje de la carrera de las letras “la más áspera, la
más difícil y al mismo tiempo la más colmada de desengaños” (Noriega, Fisiología 17).
Durante su infancia “apenas puede sostener la pluma, cuando traza ya rudos y mal
forjados versos” (Ib. 12) lo que propicia con la edad unos años solitarios, el desinterés
por los estudios formales (que en caso de proseguirse será el de las Leyes) acompañado
del descuido “del adorno exterior” (Ib. 13) y la esperable incomprensión familiar (“sus
padres le reprenden que escriba versos, porque juzgan que pierde el tiempo, le rompen
sus colecciones y le amenazan con severidad. De aquí nace la reserva y la timidez que
se advierte en los jóvenes poetas.”) (Ib. 14).
Por tratarse del género más cercano a las Musas o en su lugar, al yo íntimo,
fuente en definitiva de toda inspiración, el artista se inclina primero por la lírica. En este
punto la mala interpretación del credo romántico perjudica gravemente al poeta, pues
confunde la fecundidad versificadora con la calidad literaria y se considera un verdadero
creador de obras maestras (“llevado solamente por su genio, escribe versos como soles,
estudia superficialmente los tratados de poética, devanándose los sesos […] Pero
prescindiendo de esto, escribe multitud de composiciones al día, y se admira de su
velocidad, porque no sabe que nada hay más fácil que escribir malos versos”) (Noriega,
Fisiología 19). Con el fin de dar su obra al mundo, inicia un periplo por los editores y
libreros de la capital y sufre el primer desengaño: la impresión de poesía no es un
negocio rentable ya que en la vida real con la literatura “se trafica” y se hace de ella “un
objeto de comercio como si fueran semillas o legumbres” (Ib. 22).
Llevado de nuevo por el orgullo característico del creador engrosado por los
premios gratuitos del Liceo, se niega a publicar sus versos en los periódicos, a buscar
una ocupación como escribiente e incluso a regatear su precio por lo que pronto
comienza a conocer la pobreza que Noriega no disfraza de ningún halo de santidad.

65
El autor lleno de orgullo que ha adquirido en el Liceo, desprecia la oferta [del
editor] juzgándola muy baja; guarda su manuscrito y prefiere habitar en un
mísero albergue careciendo de lo más indispensable, a entregar su obra por un
interés moderado, y acreditarse de este modo para poder aspirar con el tiempo a
mayores y más seguras ganancias. Los poetas son sin disputa muy vanos y
orgullosos (Noriega, Fisiología 23-24).

Siempre anda cabizbajo y pensativo. El color de su rostro es pálido: las grandes


melenas ocultan su cara, y a juzgarle por el traje no se formará de él un gran
concepto. Un sombrero raído cubre su cabeza, un pañuelo negro rodea su cuello,
siempre lleve el frac o levita remendado por los codos o roto de tanto escribir; el
pantalón tampoco está libre de roturas y zurcidos; y es una ocurrencia notable
cuando lleva botas nuevas (Noriega, Fisiología 25-26).

Visto que la lírica no proporciona un éxito inmediato, el aprendiz de literato,


animado por los advenedizos del café de turno, decide probar suerte con el drama con la
esperanza de conseguir la aclamación del público que ovacionó a Antonio García
Gutiérrez en el estreno de El trovador (1836).59 El poeta se enfrenta de nuevo a los
desaires de los empresarios teatrales, representantes en este caso del capitalismo en el
templo teatral.

59
“Algunos meses después, en la noche de 1º de Marzo de 1836, tuvo efecto un verdadero acontecimiento
teatral, que acabó de imprimir un sello de entusiasmo a esta época de renacimiento de la escena. Un joven
absolutamente desconocido en el campo literario se presentaba al público con una composición, también
por el nuevo estilo, que de algunos meses atrás yacía arrumbada en los estantes de la Compañía, hasta que
el actor Guzmán, con su sagacidad práctica, y a pesar de que en ella no tenía papel, acertó a escogerla
para la noche de su beneficio. Muchos altercados mediaban entre los inteligentes del café del Príncipe y
de los bastidores del teatro sobre el mérito o extravagancia de la tal pieza, y muy particularmente acerca
de su joven autor, de quien se decía que era un pobre soldado o quinto, que por el momento se hallaba
aprendiendo el ejercicio en el depósito de Leganés. Estimulada la curiosidad con este aperitivo, la
concurrencia aquella noche fue grande, e imponente la actitud del público […] Fascinado el auditorio ante
aquel cúmulo de bellezas, hijo de una rica fantasía, y aguijoneado además por la curiosidad de conocer al
ingenio que así acertaba a seducirle y conmoverle (y que, según corrían voces, se hallaba entre bastidores
del teatro con su chaqueta amarilla y gorra de cuartel), empezó a pedir, en medio de atronadores aplausos,
no solamente el nombre del autor, sino también que este se presentase en las tablas a recibir la ovación
que el público le dispensaba -testimonio de entusiasmo que por primera vez se ofreció en nuestra escena-,
y que después ha venido prodigándose hasta quedar completamente desprestigiado. Verificose al fin dicha
presentación, y apareció, tímido y conducido por los primeros actores Carlos Latorre y Concepción
Rodríguez, y vestido con el saco de miliciano que al efecto le prestó Ventura de la Vega, el novel y ya
eminente poeta Antonio García Gutiérrez, autor del inspirado drama El Trovador, de esta joya dramática,
que desde entonces brilla en el cenit de nuestra escena patria, y que, armonizado luego con las preciosas
melodías de Verdi, es hoy tan popular en todos los teatros de Europa y América” (Mesonero Romanos,
Memorias de un sesentón 482-483).

66
Llévasele [el drama] al director de escena de uno de los teatros, el cual le toma y
promete despacharle a la mayor brevedad. Pero no bien ha vuelto la espalda el
autor, cual le deja encima de una mesa o le tira bonitamente debajo de ella (…)
Pasan los días y más días; viene el autor a saber los trámites que sigue su obra, y
el director dice que las muchas ocupaciones se lo impiden pero que al cabo le
revisará para despacharle sin tardanza (…) Va finalmente, y el director de
escena, que ni siquiera la ha mirado se lo devuelve diciendo que está muy bien
escrita, que tiene muy buen verso, pero que es imposible de representar en el día,
porque tiene ideas republicanas (esto aunque el autor sea el mismo cura Merino)
y puede traer funestas consecuencias al autor y los actores, pero en realidad no le
dice el verdadero motivo. Le calla que ha comunicado a la pandilla dramática la
aparición del nuevo genio, y que ellos le han ordenado que por ningún motivo
tome su obra para el teatro, de quien son paniaguados, porque esto sería dañar a
sus intereses y hacerles una acción muy baja y desairada (Noriega, Fisiología
30-31).

En caso de conseguir su representación, el autor sólo puede esperar o los silbidos


y la indignación o su éxito rotundo en forma de aplausos y de su nombre coreado por el
público.60 En el primer caso el poeta es condenado a “pasar toda su vida en la abyección
y la miseria” (Noriega, Fisiología 34). En el segundo, crece su orgullo y presunción ya
que “una comedia aplaudida es la causa inmediata que envanece y vuelve idiota a un
poeta principiante” (Íd.). Por otro lado, la reacción del público es casi imposible de
prever. A menudo influidos por agentes externos (la crítica o los amigos y enemigos del
autor) el público se comporta como una masa irracional cuyas reacciones poco tienen
que ver con el juicio crítico que desea el autor. El comportamiento en este caso se
asemeja bastante al del visitante de los museos en cuanto a que el teatro y el museo se

60
Los nervios de la puesta en escena de la primera obra son objeto de burla de Larra en Una primera
representación (1835):“Se oye un estruendo espantoso: se ha descorrido la cortina, y el ingenio se refugia
a un rincón de un palco segundo, detrás de su familia, o de sus amigos, a quienes mortifica durante la
representación con repetidas interrupciones. Tiene toda la sangre en la cabeza, suda como un cavador,
cierra las manos, hace gestos de desesperación cuando se pierde un actor. -Si lo dije, si no sabe el papel.
¿Silban? ¿Qué murmullo es ése? Bien, bien; este aplauso ha venido muy bien ahí: esto va bien; ese trozo
tenía que hacer efecto por fuerza. ¡Bárbaros! ¿Por qué silban? Si no se puede escribir en este país; luego
la están haciendo de una manera... Yo también la silbaría” (Larra 1997: 345). La versión más trágica de
este momento de incertidumbre lo encontraremos en novelas como Ernesto de Emilio Castelar (1855)
donde veremos cómo la reacción adversa del público conduce al poeta a la locura.

67
entienden más como espacios de ocio, y por tanto de lucimiento social donde cada uno
busca su beneficio personal, que como el espacio sacralizado que esperan los sacerdotes
del arte. Así, las observaciones de Larra en ¿Quién es el público y dónde se le
encuentra? (1832) acerca de la imposibilidad de tratar de razonar la arbitrariedad de
gustos del público que asiste al teatro se corresponden con lo ocurrido con el escándalo
que produce la contemplación colectiva de las obras plásticas (Benjamin, La obra de
arte en la época de la reproductibilidad técnica).61
La tercera opción que baraja el verdadero literato es la de convertirse en
novelista aunque para ello tenga que superar el prejuicio español por las novelas patrias
y enfrentarse a la avalancha de traducciones extranjeras. Se repiten las dificultades de la
edición de la poesía lírica, aunque en esta ocasión asumirá deudas aún mayores ya que a
la impresión de la novela, tanto en volumen como por entregas, tendrá que añadir la
inversión en la publicidad y el reparto. La desconfianza del público y la amplia oferta de
las traducciones conducen de nuevo al artista a la decepción y el fracaso obligándole a
vender sus copias como papel viejo para recuperar una mínima parte de lo invertido.
Así pues, salvo en el caso del efímero éxito teatral, el verdadero poeta sufre el
fin de casi todos los vates, “locura, pobreza, desesperación” (Noriega, Fisiología 47) y
la muerte en un hospital o el suicidio (Ib. 44-45). Al fracaso literario suelen añadírsele
el desdén de la amada, “que le atrae con sus gracias y le obliga a desear su posesión”
(Ib. 45) y la pobreza, consecuencias en definitiva de su marginalidad social y en buena
parte, como hemos visto, también de su propia ambición, fiada en un talento y unas
esperanzas tan efímeros como su capacidad de trabajo y tan intangibles como su
excesivo idealismo.62

61
“Y en segundo lugar, concluyo: que no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se
pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y
aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público (…) que por lo regular
siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que
suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito
modesto... “(¿Quién es el público? 664). Aunque Larra se inspiró para este texto en otro de Jouy titulado
“Le public”, Pérez Vidal afirma en las notas a su edición de los artículos del primero cómo “la
comparación entre los textos de ambos desde perspectivas actuales pone de relieve la originalidad literaria
de Larra” (1997: 774).

62
El abatimiento físico y moral, consecuencias de la miseria pero también del excesivo esfuerzo creativo
explican la locura: “El alma del poeta, como acabo de decir, no cabe ni tiene sosiego dentro del cuerpo
que por castigo la encierra. A fuer de pensar y elevarse (…) pone al cuerpo en un estado de abatimiento
denominado locura. La débil máquina resiste algún tanto; pero careciendo de fuerzas para sostenerse, cae
en un profundo abatimiento (…) [su alma] vuela a los espacios imaginarios, al lado del gran Ser, donde
tiene su perpetua morada” (Noriega, Fisiología 43). Por otro lado, también cabe considerar como causa

68
Frente al triste destino del poeta, Noriega describe cómo el poetastro, el coplero,
el romancista o el copiante ramplón se avienen a las exigencias comerciales del
mercado literario y por este motivo acaban mejor colocados y gozan de una opulencia
que rara vez vislumbra el verdadero genio. El éxito de los primeros reside en su
adecuación a los gustos de un público carente de escrúpulos estéticos. Por otro lado,
algunos de estos pseudoliteratos, como el coplero, saben aprovecharse de la fascinación
que para el público posee la originalidad el poeta y satisfacen su curiosidad burguesa
fingiendo una actitud trascendental y facilidad de versificación en escenas como esta:

Después que el coplero ha tomado chocolate a la dos y media de la tarde,


empiézanle a preguntar como le va de coplas, él dice que está hecho un
holgazán, pero que como no lo necesita para comer, no se cuida de trabajar
mucho en ello. De repente calla, se levanta como para despedirse: y se queda de
pie, mirando al cielo, dando tal cual patada y mordiéndose las uñas. Al ver su
aire meditabundo, todos conocen que va a decir alguna cosa, y esperan con la
boca abierta que hable su oráculo coplero. Este que ya ha confeccionado su
verso, dice con expresión teatral, inclinándose delante de la señora de la casa:

Hoy, señora, pido al cielo


con el más notable ahínco,
veros con cincuenta y cinco,
en cada rizo de pelo (Noriega, Fisiología 62-63).63

de su agotamiento el que el poeta se vea obligado a probar todo tipo de géneros literarios sin permitirse
descanso alguno entre ellos. En contra de esta experimentación forzada se inscriben las palabras de Luis
Mariano de Larra en su novela La gota de tinta (1858): “El escritor público, en esta dichosa patria, no
tiene género, no cultiva ningún ramo de la literatura en particular, no puede ser nunca una especialidad.
Es poeta, novelista, autor dramático, escritor de costumbres, crítico, periodista, y por contera, suele ser
empleado; bien entendido que esta última cualidad, la que menos se adaptará a sus gustos, costumbres y
carácter, le da más de comer que todas las demás reunidas. Y no se crea que en vista de que tiene que
abarcarlo todo, que practicarlo todo, que saberlo todo, se le dispensan sus defectos alguna vez en el
género para que sea menos a propósito; nada de eso. Si es poeta elevado y profundo, se le culpa de no
saber escribir novelas; si es novelista filosófico, y fecundo, se le echa en cara que no haga versos; si es
escritor de costumbres, se le pide que haga comedias; y si es autor dramático, no se concibe que pueda
dejar de escribir artículos críticos o elegías al Dos de Mayo. De aquí resulta necesariamente que, obligado
el escritor en España a serlo todo, lo más probable es que no sea nada; y que si sobresale en un género, en
los demás no pase de ser una medianía soportable, si no llega a ser, a pesar de sus esfuerzos, una nulidad
completa” (2, XIV).
63
La pervivencia de estos tipos de imitadores de la actitud poética sobreviven incluso la moda por el tipo
romántico, cuya actualidad parece decrecer a partir de la década de los 40 (García Castañeda 14), pero
que sin embargo ya para estas fechas ha pasado a formar parte del imaginario popular. Prueba de ello es
precisamente la continuación de personajes que se aprovechan de la caracterización del verdadero poeta

69
2.2.2. Las alternativas al porvenir trágico. Adaptación o renuncia.

Del mismo modo que se da por supuesto el fin desgraciado del poeta romántico
que se mantiene firme en su propósito, se plantean una serie de alternativas tanto a la
carrera literaria como a la manera de asumir esta. La naturaleza de la relación entre el
artista y la sociedad, oscilante entre la confrontación y la integración del primero en la
segunda, reduce estas opciones a dos muy definidas: el poeta debe aprender a moverse
en el comercio literario y si no quiere o es incapaz de hacerlo, renunciar a toda
posibilidad de alcanzar un renombre en él.
Mesonero Romanos en “Costumbres literarias” (1837) resume antes que Noriega
la desilusión del joven autor que deposita todas sus esperanzas en su manuscrito. Tras
una dificultosa y cara impresión, cuyos beneficios pierde cuando regala la mayoría de
los ejemplares a la crítica en un vano intento por publicitar su obra, se da cuenta de que
“todo su talento, toda su nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas
necesidades que esta misma sociedad le impone” por lo que ahora tratará de “hacer
valer sus circunstancias en esta misma sociedad que antes miraba con enfático desdén”
(Mesonero Romanos, Costumbres 109). El premio por la venta de su pluma en
periódicos oscuros y en intrigas políticas será la “positiva carrera” de “funcionario
público” (Íd.) o lo que es lo mismo, el trabajo seguro y utilitario de escribiente.
Si junto a las aspiraciones poéticas se enfatiza la misión social, el poeta sufre
una decepción igual o incluso mayor. En “El hombre de la ilusión y el hombre del
realidad” (1842) el poeta es tratado como un loco sublime, “uno de esos poetas a la
moda que ha perdido el juicio por querer corregir la sociedad” (Zárraga, Hombre de la
ilusión) pero que, pese a su situación, continúa intentando mejorar la Humanidad
predicando a sus compañeros de psiquiátrico. Allí escribe su obra maestra, un libro
titulado Pensamientos de un poeta, que el mundo llamó loco, porque no fue tan necio
como el mundo entre los que el articulista afirma percibir, “entre las extravagancias de

tales como “el poetrastro” o fácil versificador aquejado de “hidrofobia poética” en todo tipo de ocasiones
(versos de encargo, versos dedicados, versos para todas partes) que describe Augusto Ferrán en Los
españoles de ogaño (1872). El poetastro ya no busca identificarse con el poeta romántico por el aspecto
físico o la vestimenta (“no peina largas y alborotadas melenas, ni atusa luengas barbas, ni tiene el rostro
pálido y sombrío, oscuras ojeras, sonrisa sarcástica y melancólica, ni tan siquiera luce la célebre corbata
bironiana”) sino en su actitud (“lleva el pelo sin raya [….] lo peina hacia atrás como si quisiera quitarse
un peso enorme que le oprimiera la frente […] mira de vez en cuando con atención, y entonces entorna
los ojos, casi cerrándolos, arruga a menudo el entrecejo, creyendo por lo visto que de entre las arrugas
brota la inspiración poética; habla mucho, y al hablar, nunca mira frente a frente, como buscando en el
vacío ideas perdidas y lejanas…”) (Ferrán, “Poetastro” 2, 277).

70
un loco, los más sublimes rasgos del talento y la elevación de un poeta” (Íd.). Sin
embargo, en este caso la locura no le conduce a la muerte, sino que el poeta, hastiado,
termina por renunciar a su propósito regeneracionista, se abandona a los placeres y
reaparece convertido en un próspero comerciante. Su consejo, desolador, responde a una
visión del mundo realista.

Héme, aquí, pues, convertido en un hombre completamente distinto del que era
cuando me conocisteis; entonces era el poeta, es decir, el hombre de la ilusión;
ahora soy comerciante, es decir, el hombre de la realidad; y estoy muy
satisfecho del cambio que en mí se ha verificado. Sólo siento que otros muchos
jóvenes, que se hallan en el mismo caso que yo me ví no ha mucho, no tengan
ocasión de reconocer su demencia, para que puedan experimentar el mismo
cambio; porque preciso es conocer que sólo graves y continuos pesares puede
ocasionar al hombre el separarse de la sociedad y de la vida que ella proporciona
(Zárraga, Hombre de la ilusión).

Si a pesar de estos avisos el poeta todavía tiene intención de iniciar la vida


literaria, no faltan reflexiones en forma de epístolas dirigidas a este joven incauto que
pretenden disuadirle de dicha idea. Aunque los resúmenes que ofrecen de la vida que le
espera se corresponden casi en su totalidad con el que hemos visto en Noriega, estos
artículos ahondan más en el aspecto irónico, lo que dota a la descripción de una
intencionalidad más crítica, por otro lado, ya esbozada brevemente en la Fisiología.64
Así por ejemplo, en “El escritor y el mundo. Carta a un poeta” (1852) Vicente
Barrantes intenta disuadir a un oficinista de provincias de su intenciones de trasladarse a
Madrid con el fin de dar rienda suelta a su talento y su deseo de guiar a los pueblos “al
son de su lira a una tierra de promisión”. La comparación de la vida tranquila y

64
Noriega reserva su consejo para la conclusión de la fisiología con la probable intención de mantener el
mayor tiempo posible una cierta objetividad descriptiva: “Ahora, si tú me lo permites, caro lector,
quisiera darte un consejo, el cual te valdrá mucho si te acuerdas de él en alguna ocasión, y quieres
aprovecharle. Es el siguiente. Si alguna vez te sientes afectado de la manía poética y no pudieras resistir a
su irresistible poder, coge esta fisiología, (si la has comprado), léela con cuidado y atención. Ya has visto
los trabajos, penas y disgustos que sufre el verdadero poeta durante su vida. Ya has visto qué fin tiene, y
cuál es su suerte futura. Pues bien, si te quieres a ti mismo, si anhelas comodidades, si quieres en una
palabra gloria, honores, riqueza, y todo con poco trabajo, dedícate a traducir, o toma el oficio de copiante
ramplón” (Noriega, Fisiología 77). En general esta fisiología se presenta bajo una apariencia de
rigurosidad científica sobre la que apoya su autoridad y que no es habitual en otros relatos, como los
epistolares, cuyos narradores se justifican en la experiencia de lo vivido frente a la ignorancia e ilusiones
del narratario.

71
hogareña con la incertidumbre de la corte deja en muy mal lugar a la segunda pues se
65
trata en definitiva de truncar una existencia apacible y burguesa por la dependencia
del capricho del público, que aplaude lo obsceno en escena y compra las novelas más
necias como los folletines de Ayguals de Izco. Sólo de esta manera, renunciando a todas
las ilusiones y complaciendo a este público del que, por otro lado, él mismo procede (al
fin y al cabo, los posibles lectores son sus antiguos compañeros de oficina), podrá
sobrevivir en la capital sin caer en la miseria.
Este mismo ánimo disuasorio ya lo encontramos al comienzo del auge del
movimiento romántico en España en un breve folleto de Ramón López Soler titulado
Los literatos de ogaño. Carta escrita a un principiante en la carrera de las letras
(1833). En él pretende continuar la labor de Cadalso y Moratín y “purgar la república de
literaria de tantos zánganos como la inficionan” (López Soler, Literatos 5), es decir,
desalentar y avergonzar a aquellos que perpetúan la moda por la carrera artística que
surgió con la consolidación de las instituciones democráticas. De nuevo, se da por
supuesto una cierta crítica hacia la indiscriminación en la producción literaria y la falta
calidad de esta: en el todo vale no se hacen distinciones entre talento y afición, ni
siquiera entre traducción y original (Ib. 27).
Cuando la calidad de la obra pasa a un segundo plano el medio más inmediato
para evaluar al autor es su persona y especialmente su actitud en sociedad. Así, los
consejos de López Soler se revisten de un sarcástico pragmatismo con el fin de
consolidar una cierta fama literaria que resulte atractiva y útil para las clases dirigentes
que pueden convertirse en sus Mecenas (López Soler, Literatos 15). Para ello, es
fundamental mantener las apariencias, siendo la tarea más inmediata la renovación
constante de vestuario y el lucimiento diario en los paseos públicos. De este modo, se
entra por la retina a los personajes más relevantes a los que siempre se debe saludar
aunque no se les conozca. A diferencia del filósofo de antaño o podríamos decir
también, el poeta romántico, melancólico y meditabundo, el hombre que quiera triunfar
debe “pasear y andar con una gravedad y afectación verdaderamente noble, llevar la
cabeza bien alta y erguida mirando a todos los lados” (Ib. 18-19). A esto habría que

65
“Examinemos tu vida actual. Te levantas a las nueve, y a la oficina, donde entre cuatro madrigales y
dos sonetos de circunstancias, te sorprende la hora de tomar las once (…) Por la tarde, solo, o con tus
compañeros de oficina, sales a lo que en vez de paseo llamas tú poéticamente solaces de un prisionero.
Nada más justo, y Dios, suma justicia, te dejará balcones atestados de bellas niñas a quien guiñar el ojo, y
niñas bellas transeúntes a quien decir cuatro chicoleos. A la noche, ya se sabe, das en el café, o en la
tertulia, de donde sales horrorizado con la idea del mañana y de la oficina” (Barrantes, El escritor y el
mundo).

72
sumar la difusión de un currículo conveniente, de señorito educado, políglota y diletante
(Ib. 17-20). Una vez lograda cierta popularidad, el aspirante no debe olvidar el poder de
la prensa y de la tertulia, y desde ella, calumniar solapadamente a todo el mundo para
asegurarse su propia crítica favorable (Ib. 35).
Ahora bien, ¿qué ocurre si el aspirante no posee ninguna renta y le urge un
trabajo para vivir? En ese caso Soler anticipa las críticas posteriores y condena al
literato a la esclavitud de la escritura por encargo (López Soler, Literatos 54-55). Sin
embargo, antes de rendirse a la prostitución de la literatura (Ib. 57) Soler insiste en la
búsqueda de otro empleo cualquiera que pueda compaginarse con la integridad de la
pluma. Al fin y al cabo, la conformidad con este tipo de vida asegura la fama que
disfrutaban los parásitos de la Fisiología de Noriega o que se presuponía en la sosegada
vida del interlocutor de Barrantes.

Huye, pues, querido Epifanio, huye por lo más sagrado que hay entre los
hombres, de esos infernales ajustes; que si tu suerte es tan mala que necesites ser
literato para poder comer, vale más desde luego que tomes otra ocupación
cualquiera, pues a simple y lego escribiente que te pusieras, te tendría
muchísima más cuenta. Pero tú me parece no te hallas en un caso tan
desesperado, y querrás ser de los literatos de más fama y de más moda, que
cacarean por las plazas y por las calles. Siendo así, con un epigrama cualquiera,
un mal articulillo que des alguna vez al año para los periodistas te basta y te
sobra, y no necesitas nada más para tener toda la fama y toda la gloria de un
literato de ogaño (López Soler, Literatos 58-59).

2.2.3. Las sátiras de la actitud romántica.

La burla de los excesos de la actitud romántica, sobre todo en su faceta


sentimental, fue inmediatamente desarrollada como parte de la caracterización del tipo
costumbrista. El principal objetivo de estas sátiras será el traslado de la originalidad
creativa a la física, siempre en correlato con el retrato psicológico del que hablábamos
en páginas anteriores. Por otro lado, más allá del humor, estas sátiras tempranas son
testimonio de la pronta reducción del Romanticismo a sus formas más superficiales y
extremas, alimentadas en su mayoría por la lectura de sus obras capitales. La
interpretación simplista de conceptos como el de libertad y fantasía desbordó los límites

73
literarios, se popularizó y se convirtió en una paradójica moda contestataria que terminó
por perder su poder provocativo para quedar reducida a unos hábitos meramente
superficiales. De este modo, la pasión infortunada del Werther y sus descendientes y el
tormento creativo del genio pronto fueron satirizados como caprichos de la pereza y
locuras pasajeras de la juventud.66
Sin duda alguna, una de las mejores sátiras de los excesos románticos fue la de
Mesonero Romanos, “El Romanticismo y los románticos” de 1837. En su
transformación en un perfecto modelo del héroe romántico, el sobrino del narrador
repara en la imperiosa necesidad de parecer un alma trágica, previa incluso al sentirlo
en la realidad, como un primer y obligado paso para ser reconocido como tal por los
demás. Para ello, lo primero que adquiere interés es “su propia persona física” y se
esmera “en poetizarla por medio del romanticismo aplicado al tocador” con el fin de
convertirse en “la estampa más romántica de todo Madrid” y “a servir de modelo” para
la juventud, en una pervertida interpretación de la misión conductora y profética del
poeta. El nuevo vestuario supone la eliminación de todo lo “redundante”, “inconexo”,
“embarazoso”, etc. es decir, todo lo que exige la etiqueta social. Descuidada y casual
parece ser también su gestualidad. Ahora se presenta convenientemente “siniestro e
inanimado”, “abismado en sus tétricas reflexiones”, acorde con un rostro cubierto por
melenas y pelo facial que “daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas
lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos negros, negros y de mirar
sombrío; una frente triangular y fatídica” (Mesonero Romanos, El Romanticismo 125-
126).
Sólo una vez que ha romantizado su persona, el sobrino centra su atención en
romantizar sus ideas, su carácter y sus estudios. Obviamente su corazón “volcánico y
sublime” le destina a la carrera de poeta, aunque los excesos de sus actitudes le hacen
confundir a veces con un “santo” o un “loco de atar” (Mesonero Romanos,
Romanticismo 126). En este punto parodia las aspiraciones de gloria del aprendiz de
poeta que se cree un genio:

66
Ya en 1827 Estanislao de Cosca Vayo advertía del contagio monomaníatico del Werther en una
juventud que será fácilmente reconocible en la sátira que analizamos a continuación de Mesonero
Romanos: “Cualquiera por medianos conocimientos que tenga, sabe los males que ha ocasionado a la
Europa la lectura de la novela alemana el Werter. Los suicidios han sido en grande número: se han creado
con ella espíritus melancólicos e insociables, o han aparecido genios turbulentos, que dotados de una
imaginación feliz y algún talento mezclado de sensibilidad, nos han hecho conocer la exaltación de las
pasiones, tan opuesta a la parsimonia española” (Cosca Vayo, Voyleano o la exaltación de las pasiones
1, VI-VII).

74
Y convencido de que para llegar al templo de la inmortalidad (partiendo de
Madrid) es cosa indispensable el pasarse por la calle del Príncipe, quiero decir,
el componer una obra para el teatro, he aquí la razón por qué reunió todas sus
fuerzas intelectuales; llamó a concurso su fatídica estrella, sus recuerdos, sus
lecturas, evocó las sombras de los muertos para preguntarles sobre diferentes
puntos; martirizó las historias, y tragó el polvo de los archivos; interpeló a su
calenturienta musa, colocándose con ella en la región aérea donde se forman las
románticas tormentas; y mirando desde aquella altura esta sociedad terrena,
reducida por la distancia a una pequeñez microscópica, aplicado al ojo izquierdo
el catalejo romántico, que todo lo abulta, que todo lo descompone, inflamóse al
fin su fosfórica fantasía, y compuso un drama (Mesonero Romanos,
Romanticismo 126).

Este drama, como pastiche de todo lo que se asociaba a lo romántico, es


“natural, emblemático-sublime, anónimo, sinónimo, tétrico y espasmódico”. En una
aparente muestra de humildad hacia la propia obra para que sea juzgada por sí misma, el
drama es “anónimo” lo que salvaguarda el nombre del autor en caso de que esta sea
silbada e hiperboliza el reconocimiento público cuando, augurando un éxito clamoroso,
anota junto al “escrito por” la posibilidad de salir a escena Cuando el público pida el
nombre del autor (Mesonero Romanos, Romanticismo 126).
Tras la habitual decepción amorosa, el autor comienza a preocuparse por las
consecuencias de estos excesos sobre la salud de su sobrino, pues aún olvidándose de la
calidad de sus producciones, el esfuerzo por fingir una exacerbada sensibilidad no deja
de tener estragos sobre cualquier cuerpo.67 El autor toma entonces la decisión de
alistarlo en el ejército, de donde regresa completamente “curado” de la manía poética.
Sin embargo, el mal ya está hecho pues su drama, adoptado como modelo por sus
discípulos, es reproducido hasta la saciedad (Mesonero Romanos, Romanticismo 127).68

67
“De esta manera mi sobrino caminaba a la inmortalidad por la senda de la muerte, quiero decir, que con
tales fatigas cumplía lo que él llamaba su misión sobre la tierra. Empero la continuación de las vigilias y
el obstinado combate de sentimientos tan hiperbólicos, habíanle reducido a una situación tan lastimosa de
cerebro, que cada día me temía encontrarle consumido a impulsos de su fuego celestial” (Mesonero
Romanos, Romanticismo 127). Este exceso podría conducir a la locura y a la muerte, si bien esos destinos
no son incompatibles ni con el ridículo ni con la “ruina” de la que hablaba Musset (1836).
68
La presencia de lo excesivo en las obras románticas conlleva el peligro de su reproducción en ingenuos
lectores o espectadores. Aunque veremos más adelante que se trata de un peligro asociado normalmente a
la mujer, la locura por la lectura, de evidente referencia quijotesca, se parodia en textos como el “Rasgo
romántico” (1836), en el que un hombre tras la lectura de dramas y novelas góticas, cree que algo le

75
Tanto el aspecto externo como la actitud exagerada imprescindibles para la
romantización del sobrino de Mesonero Romanos se parodian de forma recurrente en
otros textos coetáneos, en ocasiones en contraposición con el sosiego taciturno (a veces
también excesivo) del “clásico” literato del siglo XVIII. Así, en “Todos son locos”
(1837), además de por su aspecto desaliñado, su vestimenta hecha a pedazos y su falta
de higiene (“Componíase los cabellos no economizando la pomada exquisita y suave
que producían sus mandíbulas”) el romántico se caracteriza por una inquietud que raya
con la locura (“daba vueltas arriba y abajo, tan pronto acelerado como el hombre que
resuelto se dirige a ejecutar algún acceso de rabia, tan pronto pausado como el que
embebido en una profunda idea camina sin saberlo”) en su faceta más cómica (“ya
figuraba al toro rugidor, ya al gato en los bufidos, al moribundo en sus ayes, a la
damisela en sus sollozos tiernos y lastimeros y en fin hasta al perro en sus aullidos”).
Pero sin duda alguna, lo más definitorio del poeta romántico vuelve a ser la altanería
con la que se defiende, una retórica incoherente que como decía Mesonero “ni él mismo
entendía lo que quería decir” (Romanticismo 126).

No, no se ofende impugne a un romántico; sabes tú lo que es un romántico (…)


un romántico es un poeta lampiño, un trovador, un ángel de Dios sobre la tierra,
un animal anfibio, un bestiglo, menos que un ángel, más que un hombre, habita
en el aire (…) Sólo de una plumada puedo divinizarte o condenarte, puedo hacer
que se desgajen las nubes, que la luna tirite de frío, que el sol sude de calor, que
la sigan las estrellas como los corderos al pastor, puedo subir a los cielos, bajar a
los infiernos, trastornar el mundo, concluirle... (Castellanos, Todos son locos). 69

persigue para castigarle por haberse comido un pavo. Los manuscritos y libros son causa de los suicidios
románticos en las sátiras de Leonardo Alenza y Nieto, caracterizado a su vez por Ossorio y Bernard como
“genio afable y de naturaleza enfermiza [que] se reflejan en casi todas sus composiciones” (Galería
biográfica de artistas españoles del siglo XIX [1868-1869] 1, 18).
69
La incoherencia del discurso romántico es uno de los elementos más parodiados en el panfleto burlesco
La derrota de los románticos, o sea relación del sangriento combate que ha habido entre ellos y los
clásicos en el monte Parnaso (1837) en el que se narra el asalto de los jóvenes románticos a la feliz
morada de Apolo y de los clásicos, a los que se pretende “liberar”. La simplificación de la proclama
romántica y la crítica confusión de los conceptos de esta es total. Así, ahora para ser poeta sólo se
necesita “pluma, papel y tintero”, gran fertilidad (“aquel que más escriba será el más sabio”) y aún mayor
entusiasmo, aunque el exceso de este, tal y como le ocurre al autor “ha exaltado mi imaginación, y me ha
hecho perder el hilo del discurso” (La derrota de los románticos 13). Los románticos son descritos como
un colectivo tan extremista como ridícula es su todopoderosa misión poética ya que su objetivo es “librar
al reino de la Poesía de la opresión con que gime subyugado por la gravedad de unas leyes antisociales”
(Ib. 12). En definitiva, se trata de unos locos, hambrientos y sucios y sin embargo, tan soberbios, que no
son dignos de compasión (“Los románticos son unos hombrecillos flacos y altos a manera de longaniza,
llevan unas levitas larguísimas que barren el suelo, unos sombreros sumamente pequeños, unos palos

76
A pesar de estas asociaciones con la inestabilidad mental y la falta de higiene, el
modelo de romantización del sobrino de Mesonero es repetido pocos años después en
“Los poetas y la melancolía” (1840). En este caso, es un hermano del narrador el que,
tras sus viajes por Europa, regresa envuelto en la melancolía romántica y afirma detestar
la sociedad y comprender las quejas de la salvaje Mignon del Wilhelm Meister. Pronto
ejerce una lógica soberanía entre un tropel de estudiantes, que se dicen patriotas
revolucionarios, pero que sin embargo gastan el tiempo en el cuidado de su aspecto
desaliñado.

Bebían cerveza y ponche, se dejaban sin peinar el cabello, atusaban como podían
el naciente bozo; hablaban de los placeres de la melancolía, y sobre todo jamás
se hacían lazo regular y simétrico en la corbata, pues nada era más prosaico
según ellos que ocuparse de cosas tan frívolas. -No ha de creerse por eso que
eran desaliñados y tontos, se vestían a su modo, afectando no pensar en ello, y
pensaban a su manera corriendo tras la originalidad: pero en la mayor parte de
ellos había gérmenes de excelentes cualidades que hubieran podido ser útiles a la
sociedad y a ellos mismos, si no se hubieran torcido desde su nacimiento (C.B.,
Los poetas y la melancolía ).

Tras expulsar a la mayoría de su casa, el narrador consigue que sólo dos


discípulos permanezcan junto a su hermano. El primero, que odia al sexo femenino por
despecho, acaba sus días como funcionario en un gobierno de tercera clase. El segundo,
tan lúgubre que sólo lee elegías, viste de luto y sale de noche, tras un desengaño
amoroso termina suicidándose. En cuanto al hermano del narrador, después de una
breve experiencia política, es ahora la imagen del perfecto burgués: retrógrado,
propietario y rodeado de una prosaica familia. Al fin y al cabo, la actitud romántica es
casi imposible de mantener una vez agotada la ignorancia de la juventud.

largos en las manos, son descoloridos, de mirar melancólico, el pelo les cuelga por detrás en largas
melenas, llevan unas barbas a manera de chivos, la cabeza sobre el hombro derecho, y muchos libritos
amarillos debajo del brazo” (Ib. 9).

77
2.2.3.1. Las sátiras del aprendizaje del poeta romántico.

Si bien hemos visto cómo la representación humorística de los excesos


románticos en los jóvenes es casi indisociable de la insistencia en la superioridad
poética, existen sin embargo parodias específicas que se basan casi punto por punto en
la trayectoria del literato de la fisiología de Noriega y de los artículos y epístolas que
sobre este aspecto en concreto hemos tratado en páginas anteriores.
Aunque vimos que estos textos no estaban exentos de cierta ironía, las sátiras
que tratamos subvierten algunos de sus tópicos. De este modo, nunca encontraremos en
ellas a un verdadero genio sino que el protagonista será un aficionado sin más que,
animado por su familia, soportará una serie de situaciones que el narrador presenta
como cómicas y que incluso son tomadas así por los personajes. Desde luego, aunque
no sea la primera descripción por la que comiencen, casi todos entenderán como
requisito de la profesión adoptar la actitud romántica.
A estos “muchachos del ilustrado siglo XIX [que] llegan a viejos sin haber sido
nunca jóvenes” dedica Mariano José de Larra su artículo de abril de 1833, Don Cándido
Buenafé o el camino de la gloria (67). En un precedente lejano de Avito Carrascal en
Amor y Pedagogía (1902), Don Cándido desea para su hijo el esplendor de la carrera
literaria que él no ha sido capaz de desarrollar, para lo cual le enseña los rudimentos
básicos del francés y las lecturas de los nuevos clásicos como Voltaire y Chateaubriand
con el fin último de animarle a la escritura dramática. Hasta tal punto llega el
entusiasmo por los iconos románticos de este padre que su hijo asegura que “me ha
prometido hacerme un vestido negro para cuando acabe una tragedia excelente que
estoy haciendo...” (Íd.) es decir, cuando se consagre como un auténtico romántico.70 Sin

70
El discípulo de “Los poetas y la melancolía” viste de luto, Cándido promete a su hijo un traje negro…
En ambos casos se recuerda con intención humorística la asociación de este color con la tristeza (la bilis
negra, al fin y al cabo) y con la tragedia (vital o poética). Baudelaire explica así en el Salón de 1846 el por
qué de la preferencia por este color de la juventud moderna: “Quant à l’habit, la pelure du héros moderne
(…) n’a-t-il pas a beauté et son charme indigène, cet habit tant victimé? N’est-il pas l’habit nécessaire de
notre époque, souffrante et portant jusque sur ses épaules noires et maigres le symbole d’un deuil
perpétuel? Remarquez bien que l’habit noir et la redingote ont non seulement leur beauté politique, qui est
l’expresssion de l’égalité universelle, mais encore leur beauté poétique, qui est l’expression de l’âme
publique; une immense défilade de croque-morts, croque-morts politiques, croque-morts amoureaux,
croque-morts bourgeois. Nous célébrons tous quelque enterrement. Une livrée uniforme de désolation
témoigne de l’égalité; et quant aux excentriques que les couleurs tranchées et violentes dénonçaient
facilement aux yeux, ils se contentent aujourd’hui des nuances dans le dessin, dans la coupe, plus encore
que dans la couleur. Ces plis grimaçants, et jouant comme des serpents autour d’une chair mortifiée,
n’ont-ils pas leur grâce mystérieuse?” (Curiosités esthétiques, “De l’héroisme de la vie moderne” 195-
196). La referencia a la vestimenta por el luto también se encuentra en Musset (Confesiones de un hijo del
siglo 105): “Que nadie se llame a engaño: ese vestido negro que llevan los hombres de nuestro tiempo es

78
embargo, de momento sólo pueden presumir de una comedia primero censurada,
sucesivamente rechazada (porque según Cándido los actores no veían su lucimiento, el
papel era muy largo o no admitían sobras) y finalmente silbada, probablemente a causa
de las intrigas (“otro actor, también por etiquetas y rencillas, armó una intriga de todos
los diablos: se pagó gente para el efecto, y si una noche se representó, una noche se
silbó”) (Ib. 68). Como no podía ser de otro modo, el narrador alimenta esta vida ilusoria
animando al joven bien a que publicite obras que aún no ha escrito mientras se forja una
reputación de viajero desgraciado o bien a que se dedique por completo a la traducción
(Ib. 70-71).
Cuando el aprendiz de literato de Luis Loma y Corradi (Los españoles pintados
por sí mismos 1843-1844) cae en manos de un padre tan obnubilado por el talento del
hijo que “se le cae la baba al contemplar a su hijo hilando una décima o un romance”
(Loma y Corradi, Aprendiz 1, 416) es de suponer que el joven vástago continúe
cultivando una ambición cada vez más disparatada. Como no podía ser de otro modo,
tras la publicación de sus primeros versos, el aprendiz se torna “áspero, desabrido y
melancólico” a la par que “seco, pálido y lánguido” y deambula por la calle pensativo y
con los ojos bajos “dándose toda la importancia susceptible de un poeta” (Ib. 417). A
los versos le sigue una tragedia que, como es habitual, intenta colocar en escena sin
ningún tipo de revisión previa. El rechazo del empresario no se hace esperar, pero en
lugar de decepcionarse, el aprendiz se marcha ofendido y lleno de despecho bramando
contra el teatro español, tras lo cual o se convence de sus defectos y se arrepiente o se
convierte en un escritor a sueldo de la paraliteratura.71
Al igual que se afianzó el tipo de poetrastro como apéndice del poeta romántico,
la trayectoria del aprendiz de literato se mantuvo en las colecciones costumbristas
posteriores al auge del movimiento. Al fin y al cabo, Manuel Ossorio y Bernard afirma
en “El primer periódico” (La república de las letras 1877) que “la historia del aprendiz

un símbolo terrible; para llegar a eso, ha sido preciso que las armaduras cayeran pieza a pieza y los
bordados flor a flor. La razón humana ha derribado todas las ilusiones; y se ha vestido ella misma de luto,
para que la consuelen.”
71
En Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844) Zorrilla distinguirá a estos aprendices (el
muchacho que se fuga de casa y tras el fracaso regresa para ser un mal boticario y un detestable
aficionado a la poesía; el mancebito de barbería que vive de las rentas de una mala comedia; el redactor
de un periódico que se vanagloria de su vida alegre; el que se las da de aires parisinos) del verdadero
Poeta, que si bien por lo general es trabajador y modesto, es Poeta por lo que escribe y no por el tipo de
vida que lleve: “Alegre o melancólico, juicioso o calavera, bueno o malo en una palabra el Poeta es
siempre Poeta, por más que sea su vida sedentaria o activa, su educación esmerada o abandonada, sus
gustos y costumbres ejemplares o reprensibles, y borrascosa o monótona la historia de sus pasados días”
(Zorrilla, “El poeta” 2, 150-157).

79
de literato es siempre análoga” y como las anteriores, también la suya se cimenta sobre
una excelente opinión de sí mismo. Como no podía ser de otro modo, su protagonista,
Retana, escribe una poesía “eminentemente subjetiva” de tal manera que “sus quince o
veinte composiciones primeras constituyen la auto-biografía del literato” (Ossorio y
Bernard, Periódico 8). Los cantos a su madre o a sus amores del pueblo son rechazados
en todas las redacciones, y tras sospechar que la causa es la “envidia de otros escritores
[que] le imposibilita darse a conocer” (Ib. 9), se junta con otros “Genios Desconocidos”,
unos estudiantes de leyes con los que decide, “abreviar su aprendizaje” y financiarse su
propio periódico (Ib. 11). Como en los casos anteriores, tanto el aprendiz como el
periódico concluyen fracasando (Ib. 13).

2.3. La caracterización del artista en las revistas románticas.

2.3.1. Las biografías noveladas y el proteccionismo de las artes.

A pesar de las críticas costumbristas, el carácter extraordinario del artista


romántico si no fascina al menos sí despierta la curiosidad del lector, reacción que como
vimos en el primer capítulo era a menudo aprovechada e incluso promovida por el
propio artista. Tanto si se trataba sólo de satisfacer la demanda del público como si se
pretendía revalorizar la figura del artista (tal y como hará, como veremos, la revista El
Artista), las publicaciones periódicas recogen relatos protagonizados por artistas que se
basan, en su mayoría, en los tópicos románticos antes mencionados y que se aplican
tanto a los tipos contemporáneos como a los genios pasados. 72
Por lo general, y a diferencia de los textos costumbristas, en los relatos
inventados encontramos con cierta frecuencia la figura del pintor o artista plástico. A
menudo se los hace protagonistas de enredos sentimentales con independencia del rigor

72
Recordamos que el artista también es protagonista de numerosas piezas teatrales. Algunos ejemplos en
obras originales: La redacción de un periódico y El poeta y la beneficiada (Bretón de los Herreros, 1836
y 1838) y El poeta y el músico (D. A. de M. y B. 1846), ¡El artista vale más! (José Sánchez y Albarrán,
1849), El retratista (José de Góngora y Pacio, 2ºed. 1856), La novia y el pantalón (A. García [García
Luna y Bécquer] 1856), Los dos camaradas (Eguílaz y Ventura de la Vega, 1857). Sobre el mundo del
espectáculo, El estreno de una artista (Gaztambide y Garbayo y Ventura de la Vega, 1857) y El artista
vale más (José María de Vivancos, 1859). De forma indirecta, la afición poética también se encuentra en
las sátiras sobre el Romanticismo, Contigo pan y cebolla (Gorostiza, 1833) o El clásico y el romántico
(Iza Zamácola, 1841). En cuanto a las traducciones, destacamos por ejemplo las de Ventura de la Vega
sobre las obras de Scribe: Un alma de artista (sobre L’ambassadrice) (1839) y La mujer del artista (sobre
Clermont ou une femme d’artiste, también de Vanderbuch) (1838). Para un estudio del artista como figura
histórica en el teatro, véase Vedovato (1982).

80
histórico. Así, Zurbarán consigue el amor tras un breve enredo en “Desgracia y felicidad
o un artista” (El genio de Barcelona 1845), algo que también conseguirá José Rivera el
Spagnoletto en “Un pintor de muestras” (Revista barcelonesa 1847); por su parte
Miguel Ángel, el genio impetuoso, facilitará las bodas de un gondolero y su amante en
“La mano improvisada” (Semanario Pintoresco Español 1845). Otras veces, sin
embargo, conseguirán escapar del peligro gracias a su talento (Salvador Rosa en “El
rescate del pintor”) (Museo de las Familias 1847) o se les hará coincidir con otros
genios, como ocurre en el encuentro entre Cervantes, Murillo y Carlos V en “El pintor y
el poeta” (Museo de las Familias 1844). Los argumentos anteriores también se
encontrarán en los relatos de acciones contemporáneas. El retrato sirve para reunir al
artista con su amada en la “De la constancia es el premio” (Museo de las Familias
1847); las inquietudes de un joven pintor contrastan con la melancolía y el desaliento de
Beethoven (“El músico y el pintor”) (La Alhambra 1839).
Sin duda alguna, la revista que más explícita se posicionó a favor de la
reivindicación de las artes y letras españolas en el periodo romántico fue El Artista cuya
publicación se inició en enero de 1835 y finalizó quince meses después en marzo de
1836. Tomando como modelo la revista L’Artiste de Achille Ricourt (iniciada en 1831)
los jóvenes Eugenio de Ochoa y Federico Madrazo abogaron desde el primer número
por defender el progreso de las artes a través de los creadores románticos
contemporáneos (Ayala Aracil 2002) en un loable intento de apoyar la restauración de
las letras y artes hispanas en los primeros años del reinado isabelino (Replinger
González 1991).
Con el fin de abrir el canon a autores recientes (Alonso Seoane 2002), entre
reflexiones e informaciones varias acerca de la actualidad artística española, los editores
de El Artista insertaron numerosas biografías noveladas de genios consagrados,
europeos y españoles, cuyas inquietudes se hacían asemejar a las preocupaciones de los
artistas contemporáneos.73 La idealización o manipulación romántica solía ser sin
embargo positiva a través de las críticas entusiastas por sus obras maestras y el recuerdo
de la admiración que ya estos genios gozaban en vida, admiración que recordaba
73
“La fuerza de las circunstancias hará brotar de entre el desorden universal, de entre todos los puntos de
la antigua Europa, ingenios vastísimos, almas sublimes y enérgicas como las de Calderón, Shakespeare,
Miguel Ángel y Rafael” (El Artista 1, “Introducción”); “Nos propusimos contribuir con nuestras débiles
fuerzas a popularizar la gloria de nuestros grandes ingenios nacionales, recordando sus biografías,
multiplicando sus imágenes; prometimos ceñir nuevos laureles a nuestros mejores talentos
contemporáneos, y el público ha visto que no hemos fallado a ninguna de nuestras promesas (El Artista 3,
“Introducción”).

81
también en sus Vidas Vasari y que ahora se hacía deseable también para el héroe de
Carlyle o genio moderno. La identificación por tanto entre obra y vida y el especial
interés por los detalles de esta se consideran “preciosos para el poeta dramático y sobre
todo para el novelista”, fundamentales para “formar una idea (…) de una época histórica
y de un personaje a todas luces interesante” (Eugenio de Ochoa, “Lope de Vega” 2,
163). Estas anécdotas, propias por otro lado de las leyendas de artista, se trasladan por
ejemplo de Giotto al melancólico Leonardo da Vinci y de este al pintor José de
Madrazo: como el pastorcillo, “siendo aún muy niño, garrapateaba Leonardo en las
paredes extrañas figuras, modelaba grandes cabezas con tierra y dibujaba, en cuantos
papeluchos había a la mano” (G. L. 2, 145) y como ambos, José de Madrazo también
da muestras de una pronta genialidad (“siendo niño llenaba los papeluchos de
gurrapatos, que dibujaba monos por todas las paredes, y otras cosas de este jaez”) (V. C.
2, 306-310). Una comparación semejante encontramos en la biografía de Santiago de
Masarnau (Pedro de Madrazo 1, 133-135), cuando se cuenta que de niño fue capaz de
copiar de oído una pieza que estaba interpretando un vecino violinista, anécdota similar
a la del joven Mozart cuando transcribe de memoria el Miserere de Gregorio Allegri
que sólo podía interpretarse en la Capilla Sixtina.74
En general, tanto en El Artista como en su continuación No me olvides (1837-
1838) se observa una clara intención de depuración y eliminación de los elementos más

74
La inserción de anécdotas atribuidas a otros genios o en general de situaciones típicas del mito del
artista se encuentra a veces también en otros géneros, como en la también reivindicativa Galería
biográfica de artistas españoles del siglo XIX de Ossorio y Bernard (1868-1869) citada anteriormente por
su información sobre Alenza. Aunque escasas, encontramos en ellas anécdotas como la siguiente
atribuida al escultor Juan Adán (1741-1816) en la que se contrasta su orgullo de creador con el empeño
por cuantificar todo, incluido el arte, de las clases poderosas: “Adán, como todos los verdaderos artistas,
apreció y supo hacer que se apreciasen sus trabajos. Muchas son las anécdotas que podríamos citar en
apoyo de nuestra afirmación; pero somos poco aficionados a recuerdos tradicionales que suelen desvirtuar
la verdad de los hechos cuanto con mayor validez corren de boca en boca, nos concretaremos a citar uno
que hemos oído a persona que nos merece entero crédito. Nuestro escultor había sido encargado de hacer
una estatua pequeña de Venus, y al terminar su modelo en yeso fue a presentarlo a la señora que le había
dado aquel cometido; señora cuyo título representaba a una de las noblezas más antiguas de España.
Preguntóle ésta el precio de su trabajo, y oyendo que Adán fijaba por él diez mil reales, exclamó la dama:
‘- ¡Diez mil reales una estatua tan pequeña!’ ‘- ¡Y tan frágil!’ contestó el escultor rompiendo la estatua
sobre el velador en que estaba apoyada” (Ossorio y Bernard, Galería 1, 5). La Galería de Ossorio y
Bernard se suma a una serie de recopilaciones informativas sobre los artistas coetáneos iniciada por Ferrer
del Río y su Galería de la literatura española (1846), “la primera síntesis que conocía el siglo XIX sobre
el estado de la literatura contemporánea, que incluía el retrato de sesenta y dos escritores, si contamos
también los solo enumerados al final del libro” (Álvarez Barrientos 2002: 42). En este artículo Barrientos
relaciona la publicación de Ferrer con el polémico retrato panorámico de Antonio María Esquivel, Los
poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio de Esquivel (1845- 1846), muestra en todo
caso de la estrecha comunicación entre las artes.

82
agresivos, violentos, y por tanto menos susceptibles de ser aceptados del Romanticismo
(Replinger González 547):

Nosotros, jóvenes escritores del NO ME OLVIDES, no aspiramos a más gloria


que a la de establecer los sanos principios de la verdadera literatura, de la poesía
del corazón, y vengar a la escuela llamada romántica de la calumnia que se ha
alzado sobre su frente, y que hace interpretar tan mal el fin a que tiende, y los
medios de que se vale para conseguirlo.
Si entendiésemos nosotros por romanticismo esa ridícula fantasmagoría de
espectros y cadalsos, esa violenta exaltación de todos los sentimientos, esa
inmortal parodia del crimen y la iniquidad, esa apología de los vicios, fuéramos
ciertamente nosotros los primeros que alzáramos nuestra débil voz contra
tamaños abusos, contra tan manifiesto escarnio de la literatura. Pero si en nuestra
creencia es el romanticismo un manantial de consuelo y pureza, el germen de las
virtudes sociales, el palo de las lágrimas que vierte el inocente, el perdón de las
culpas, el lazo que debe unir a todos los seres ¿cómo resistir al deseo de ser los
predicadores de tan santa doctrina, de luchar a brazo partido por este dogma de
la pureza? (Jacinto de Salas y Quiroga, “Introducción” 1837).

Atemperar los excesos románticos que tanto se critican en las sátiras románticas
forma parte además de una conveniente campaña publicitaria. Así, conscientes de que
“a un verdadero artista no le es permitido el ser económico” (Pedro de Madrazo 2, 50),
desde El Artista se exige la protección desde el poder hacia las artes, protección que el
artista agradecerá inmortalizando el nombre de su mecenas, tal y como hizo Miguel
Ángel con Julio II o Tiziano con Carlos V.75 De este modo, se alejaría al artista de la
pobreza derivada de su dependencia de los gustos del público, la cual, como vimos al
tratar de la trayectoria del poeta, tan pronto eleva como condena al artista al margen de
la calidad de la obra.

75
La defensa del proteccionismo se desarrolla en “A la aristocracia española” (C. de C. A. 1, 25 y ss) y
“Protección debida a las bellas artes” (Pedro de Madrazo 2, 50-52), aunque este último artículo es en
realidad un plagio de “Influence de la politique sur les arts” publicado en L’Artiste en 1833. Eugenio de
Ochoa defenderá de nuevo esta idea en “De los artistas españoles” (Semanario Pintoresco Español 1836).
Estas educadas peticiones pueden explicarse también desde un romanticismo conservador que busca
exculpar a la sociedad del destino trágico del genio ya que explica este como parte de la maldición
intrínseca al talento, justificación presente en varios relatos de la época, algunos de ellos aquí señalados
(por ejemplo, “El pintor y el músico”) (Rodríguez Gutiérrez 2004: 258-264).

83
No obstante lo dicho, es precisamente esta publicidad de la superioridad del
genio artístico y petición de la recompensa de su talento la que sitúa un aura positiva en
torno a la profesión creativa, aura que también es alimentada por él mismo, en procesos
como el de romantización del que hablábamos en páginas anteriores. Así pues, no son
sólo los poetastros los que se aprovechan de esta aura con la imitación de las actitudes
artísticas, sino que el fenómeno se hace extensible en realidad a todo tipo de artistas. De
este modo, ahora ocurre que

…el título que antes fue objeto de sarcasmo y del menosprecio, se ve adulado y
utilizado por la muchedumbre. Ya no les inspira el horror que antes, porque los
que lo llevan gozan de una brillante posición (…) El humilde artesano y el
presuntuoso pisaverde que se avergonzarían de oírse apellidar artistas si estos
arrastrasen todavía su antigua maldición sobre la tierra, les arrebatan su título
por codicia o por vanidad, cuando lo ven adornado con el oropel del lujo y de la
moda. El fatuo lechuguino que viaja armado de cartera y bastón de asiento y el
necio artesano que pasa su vida monótona trabajando siempre una misma
manufactura, exclaman ya con énfasis, soy artista !! (…) Y al ver tal osadía,
¿quién no temerá llegar a ver puesto en ridículo el título de artista que
ennoblecieron los Herreras, los Velázquez y otros infinitos artistas eminentes?
(E. “Soy Artista”, Gaudahorce 1839).

Mesonero Romanos se queja también del mismo problema, es decir, del abuso
del término artista por parte de artesanos u oficios que no tienen nada que ver con el
ámbito creativo, y lo compara con el destino del verdadero artista, cuyo retrato, como
veremos, recoge muchos de los tópicos que vimos aplicados sobre el escritor.

El Artista, entre tanto, desdeñado de la fortuna, camina a la inmortalidad por la


vía del hospital; y se sube a una buhardilla con pretexto de buscar luces; allí se
encierra mano a mano con su independencia, y se declara hombre superior y
genio elevado: descuida los atavíos de su persona por hacer frente a las
preocupaciones vulgares; y ostentando su excentricidad y porte exótico e
inverosímil, se deja crecer indiscretamente barbas y melenas, únicos bienes
raíces de que puede disponer. Desdeña la crítica periodística por incompetente;
la autoridad del maestro por añeja; los consejos de los inteligentes por parciales

84
y enemigos; y con una filosofía estoica, responde a la adversidad con el
sarcasmo, a la fortuna con el más altivo desdén. Por último, cuando se permite
una invasión en el campo de la política, adopta las ideas más exageradas, y es
partidario de las instituciones democráticas, que han acabado con las clases que
antes le sostenían, y sustituido las artes liberales por otras, también artes, y
liberales también (Mesonero Romanos, “Los artistas,” Tipos de 1843 a 1860
95-96).

2.3.2. Los relatos protagonizados por artistas en El Artista.

Junto a las biografías noveladas arriba mencionadas, en El Artista se insertaban


también relatos cortos en los que, dejando a un lado la apariencia de rigurosidad
documental, se hacían protagonistas a los artistas de ficciones muy similares en tema y
discurso a las narraciones de las anécdotas atribuidas a los artistas contemporáneos.
Un ejemplo muy claro de este tipo de relatos es el titulado “Los dos artistas” de
Bermúdez de Castro (1, 281-186), narración íntimamente relacionada con otros textos,
ficticios o no, que acerca de Velázquez se publicaron también en El Artista (Alonso
Seoane 2008). En el relato de Bermúdez se describe el abatimiento de un casi
desconocido Velázquez ante la imposibilidad de dar forma a su ideal. El pintor, incapaz
de dominarse a sí mismo, se deja llevar por los arrebatos apasionados y la tristeza
característicos del artista melancólico del XIX.

Y por mucho que quiso contenerse, después de un rato de combate, de titubear y


de esfuerzos para contener su cólera, levantó la mano, tiró el pincel sobre el
lienzo que se deslizó arrollando las tintas que encontró al paso y trazando una
curva de todos los colores del arco iris; y no contento con eso arrojó el lienzo y
paleta y pinceles, descargó sobre el lienzo un fuerte puñetazo que hizo un ángulo
recto por donde pasó el puño, y exclamó ya sin consideración ni comedimiento.
Voto a… Dios, ¡que hace tintas que no puede imitar un hombre! Y se arrojó
desesperado sobre el sillón de encina, sobre papeles y jubón, y con la mano en la
frente cayó en un abatimiento cual si estuviese amortecido. El abatimiento, la
desesperación del genio que ve el cielo y no puede subir a él (Bermúdez de
Castro, Los dos artistas 1, 282).

85
En este momento se produce el habitual encuentro entre artistas tal y como
ocurría en “El músico y el pintor” entre el aspirante pintor y el cansado Beethoven.
Aquí los ánimos los dará un cansado Cervantes quien evita que Velázquez se convierta
en un nuevo Frenhofer cuando, en su obsesión por la perfección, está a punto de destruir
su obra maestra:

Ya la obra estaba para concluir: ya sonreía el joven artista, cuando de pronto se


nubló su frente. – Voto a… ¡maldita media tinta, todavía se presenta! (…)
[a Cervantes] no me impidas, señor que lo haga ahora que tengo la imaginación
llena del asunto (…) dejadme concluir lo mejor que he hecho.
-¿No ves que vas a echarlo a perder, insensato? Descansa la vista.
Pero el joven no le escuchaba y pugnaba por desasirse; y como en esto pasó
algún tiempo, cuando pudo soltarse y se llegó al caballete, se paró como
petrificado delante del lienzo; aquella media tinta tan difícil, escollo de sus
obras, había desaparecido: la obra estaba concluida. Era una obra maestra
(Bermúdez de Castro, Los dos artistas 1, 286).

Se trata de uno de los pocos ejemplos de textos españoles de esta época en los
que encontramos el tema de la obsesión por la obra maestra y la locura causada por la
incapacidad creativa, un paso más respecto a la locura romántica. De hecho, el mejor
relato publicado en esta revista sobre el trastorno por el alejamiento de la obra maestra,
en este caso, inconclusa, es una traducción de Pedro de Madrazo titulada “Lorenzo
Sampierra” (El Artista 2, 67-70 y 89-82). 76
Los relatos de artistas ambientados en la época moderna, es decir, principios del
siglo XIX o alrededor de los años 30, están protagonizados por artistas que responden
en general al tipo romántico costumbrista por lo que suelen enfrentarse como estos a la
oposición de la sociedad y sufrir en consecuencia un fin trágico. De este modo, el
protagonista del relato homónimo “Stephen” de Eugenio de Ochoa lleva ya el frac azul

76
Sólo hemos encontrado dos relatos más en otras revistas donde se resalte la obsesión del creador por
alcanzar la perfección en el arte: “Hecho reciente “ (El Cisne, 1838) en el que un pintor lanza un perro
rabioso a su modelo para retratar con veracidad el rostro del personaje atacado por un león que pretendía
evocar y “El fenómeno vivo [Traducción de un original de Berthout]” (Museo de las Familias, 1844)
cuando en medio de una complicada trama un escultor mata al joven que debía servirle de modelo para un
Cristo muerto con el fin de reflejar mejor su aire moribundo.

86
que embrujará a los jóvenes entusiastas de El frac azul de Pérez Escrich (1864), novela
de la que nos ocuparemos más adelante, y con la que cubre la vergüenza de otras
prendas aún más pobres y raídas (E. de Ochoa, Stephen 1, 234). Distinguido en varias
materias, sobre todo en literatura y en pintura (Ib. 235), sombrío, solitario y por
supuesto de expresión “de profunda y habitual melancolía” (Ib. 234), las sucesivas
desilusiones le resuelven a finalizar a su vida (Ib. 236), aunque en el último momento
una joven le salva de arrojarse al lago. Más adelante, descubre que es la hija de una
noble que le había encargado un retrato y jura que por medio de su talento se hará
merecedor de su mano (Ib. 247). Sin embargo, aunque “pintó pensando en Matilde una
Virgen hermosa como las de Rafael (…) nadie compró este cuadro” y pese a que
“escribió un drama lleno de pasión y de ternura”, “la empresa de teatros no quiso
representar este drama…” (Ib. 247-248) cumpliéndose así el destino habitual de los
genios contemporáneos. Finalmente, se suicida al leer una carta escrita por su amante,
obligada a su vez por su madre, en la que dice casarse con otro hombre. La
representación de este suicidio en la ilustración de Federico Madrazo que acompaña al
texto en la que el suicida aparece tumbado en la cama de su buhardilla, con la cabeza y
la mano colgando fuera del lecho, recuerda sobremanera el suicidio de Chatterton, icono
romántico, tal y como lo pinta Henry Wallis en La muerte de Chatterton (1856). En
ambas representaciones el artista parece dormir, descansar por fin de las tribulaciones
del mundo.
El siguiente relato, el fantástico “Yago Yasck” (Pedro de Madrazo, El Artista
3), reune en torno a una cortesana y un ser demoníaco a dos artistas, el poeta Rafael y el
pintor y músico Jenaro, artista que más adelante descubrirá su ascendencia diabólica
una noche de Carnaval. Más allá de la tragedia familiar y amorosa, nos interesa la
descripción de la desesperación de Jenaro, esperable en quien es “un artista, y sentía
como un artista” cuando descubre la naturaleza prostibularia de su amada (P. de
Madrazo, Yago Yasck 3, 45). Se recrea uno de esos episodios exclusivamente literarios
que los protagonistas de las sátiras no sabían distinguir como invenciones poéticas y
que, llevados por el error, se esforzaban en romantizar para destacarse en el universo
verosímil de la ficción costumbrista.
Así, tras una referencia al tópico de la infecundidad creativa (Jenaro golpea un
lienzo frustrado por su incapacidad para pintar una madonna) (P. de Madrazo, Yago
Yasck 3, 45), el artista se encierra en un nicho donde se dejará llevar por el transporte
de la música. Esta ambientación, que en relato se presenta como potenciadora de la

87
inspiración creadora, en La derrota de los románticos es defendida como un escenario
propicio para la creatividad, teoría extravagante, por otro lado, que facilita la
ridiculización de la poética del Romanticismo.

Considere el lector a este joven, pintor-músico, incrustado en su nicho apenas


iluminado por la pálida luz que por lo alto mandaba un reducido ventanillo,
vestido con una negra bata cuyos pliegues parecían salir de la tierra, su cabeza
rubia iluminada posteriormente, clavados los ojos en el cielo como un alma del
purgatorio en el momento de la inspiración divina, y teniendo en su mano el
instrumento: inmóvil como un santo de escaparate, y rodeado de esqueletos,
momias, instrumentos de anatomía, retortas y otros objetos de alquimia no
menos dignos de atención (P. de Madrazo, Yago Yasck 3, 45-56).

Se bebe el escritor una azumbre de ron: se lee en seguida un par de capítulos del
Han de Islandia, o una novelita de la Galería fúnebre de Espectros y Sombras:
se encierra después en un cuarto pintado de negro, en el que debe haber varios
esqueletos, calaveras, huesos, puñales, copas y demás enseres que constituyen el
ajuar de un romántico; y si puede ser por la noche, y alumbrándose con la pálida
luz de una escasa cerilla dará el romántico más vigor y energía a su imaginación.
Se pone a continuación a escribir, y ayudado de estas circunstancias en breve se
sacan las más composiciones (La derrota de los románticos 14-15).

Componer o interpretar entre referencias sombrías propicia una ejecución y obra


equivalentes, sobre todo cuando se trata de un arte especialmente asociado a la
proyección espiritual como es la lírica o la música. Por este motivo en las descripciones
de los intérpretes musicales, como la de Gambara, el músico Alberto de Tolstoi (1857)77

77
“Alberto, sin prestar atención a nadie, iba y venía a lo largo del piano, mientras templaba el violín
apretado al hombro. Había plegado los labios en una sonrisa indiferente; los ojos no se le distinguían,
pero la estrecha y huesosa espalda, el cuello largo y blanco, las corvas piernas y la abundante cabellera
negra, le daban un aspecto extraño. Es difícil explicarlo, pero no tenía nada de ridículo. (…) -Melancolía,
en do mayor -le dijo con un gesto imperioso (…) Alberto se exaltaba más y más, y estaba muy lejos ya de
parecer feo y grotesco; con el violín apretado a la barbilla, tocaba apasionadamente, agitando nervioso las
piernas o enderezándose o encorvando todo el cuerpo. Mantenía el brazo izquierdo plegado e inmóvil, y
sólo sus huesudos dedos se movían nerviosamente, mientras el brazo derecho se movía con lentitud, de
una manera casi insensible y elegante. Su cara revelaba el entusiasmo y la felicidad más completos;
estaba su mirada brillante y clara y sus labios enrojecidos se entreabrían de placer. A veces inclinaba más
la cabeza sobre el violín, cerraba los ojos, y su cara, casi cubierta por la cabellera, iluminábase con una
sonrisa de dicha inmensa. Otras veces enderezábase rápidamente, avanzaba una pierna, y en su pura

88
o veremos ahora de Jenaro, se insiste en la identificación entre pieza, ejecución y
emoción del intérprete, lo que suele manifestarse en un comportamiento dinámico e
imposible de prever con el que se pretende narrar, de la manera más gráfica posible, ese
estado de fuera de sí. Se trata en definitiva de un tópico equivalente al del éxtasis del
poeta o de la concentración del artista plástico y que, como estos, se alimentaba y se
aplicaba también para los genios contemporáneos. Compárese en este sentido la
descripción de la ejecución de Jenaro y la de Paganini que se encuentra en un
documento informativo (una dudosa necrológica) publicada también en El Artista:

Levantó majestuosamente el arco, y dejándolo caer sobre las cuerdas empezó un


canto lleno de sentimiento y de misterio. Participaba en aquella armonía de ideas
a un mismo tiempo extravagantes y tiernas, y resonaba en aquel nicho con un
inexplicable sabor romancesco y enérgico (…) Lloraban sus ojos, palidecía
como un difunto, y su largo cabello se encrespaba sobre su cabeza –inclinola a
un lado, y a otro como un péndulo, bajó un poco el cuerpo, agitó
convulsivamente sus hombros, corrió el arco sobre el instrumento en toda su
longitud como una especie de frenesí maligno y satánico (…) siempre salía de
allí con algún signo fatal en la imaginación, que a un mismo tiempo le deleitaba
y desgastaba su vida de pensamiento y melancolía (P. de Madrazo, Yago Yasck
3, 53-54).
Un esqueleto vestido de negro con dos ojos de indecible penetración, con una
frente regular y encima otra; con unas manos descarnadas de longitud
desmesurada, en la izquierda un violín, en la derecha un arco. Empieza desde
luego a pasar este por aquel sin dar ni coger nunca el tono ni afinar el
instrumento, y empieza el espectador al mismo tiempo a sentirse arrancar de
cuanto le rodea como por una fuerza magnética, irresistible, enteramente mágica.
Por algún tiempo continúa tocando el esqueleto negro casi inmóvil y como
afectando una sonrisa sardónica, mas luego va esta desapareciendo para dar

frente y en su ardiente mirada, que paseaba alrededor de la sala, aparecían grabadas la arrogancia y la
fiereza con que sentía su poder. (…) Al final de la última variación, el rostro de Alberto se fue poniendo
rojo; brillaban sus ojos extraordinariamente; gruesas gotas de sudor cayeron sobre sus mejillas; las venas
de la frente se le hincharon, su cuerpo agitose cada vez con más fuerza; sus labios pálidos no se volvieron
a cerrar, y todo él parecía experimentar la avidez entusiasta del goce. Con brusco movimiento del cuerpo
y sacudiendo la cabellera, bajó el violín; y, con una sonrisa de majestuosa arrogancia y de felicidad
inmensa, miró a los presentes. Después enarcó la espalda, bajó la cabeza, se plegaron sus labios, y, viendo
con timidez a su alrededor, se dirigió hacia la otra sala” (Tolstoi, El músico Alberto 2-4).

89
lugar a otras expresiones muy diferentes, a medida que los movimientos de
cuerpo, brazos, y cabeza, se aumentan más y más hasta llegar a un grado que
harían reír sino hicieran temblar; porque unidos los efectos del oído a los de la
vista, en el alma del espectador, se halla tan absorta en la contemplación de lo
sublime, que no queda el menor lugar para acordarse de lo ridículo. De repente
cesaban todas estas contorsiones. El cuerpo volvía a su primitiva posición
erguida, a tiempo que la mano derecha recogía detrás de una y otra oreja, con
dos movimientos también particulares, la larga cabellera que habían ido pasando
por encima de los hombros, cubriendo por el lado izquierdo parte del mismo
instrumento, y contrastando fuertemente con su negro de azabache la amarillenta
color del rostro. Entonces solía pasar de la bravura al sentimiento, dando
principio a uno de aquellos cantos que nadie había oído ni volverá a oír, de
cuyos inexplicables efectos sus mismas facciones iban dando señales hasta
acabar por fijar la vista en el espacio con una especie de complacencia íntima
como si estuviese espiando la majestuosa elevación de un espíritu idolatrado a la
esfera de la luz (S.M, Paganini 2, 168).

2.4. La presencia del artista en la novela prerrealista (anterior a 1868).

2.4.1. El artista, héroe moderno en la novela histórica de tema contemporáneo.

La adaptación de la novela histórica romántica a otra de tema, costumbres y


ambientación contemporánea y el desarrollo de esta última se produjo de forma paralela
al nacimiento y auge de la actitud romántica y la conversión de esta en una moda que
pronto se popularizaría y se convertiría en una actitud oficial (Rosen y Zerner 23) y en
un síntoma de cursilería susceptible de censura (La Filocalia o arte de distinguir a los
cursis de los que no lo son, 1868). En este sentido, hemos visto como el costumbrismo
proporciona y refuerza una serie de tipos y referentes imprescindibles para los
protagonistas de estas nuevas novelas, de tal manera que, a menudo, la descripción de
estos últimos coincidirá o incluso se dará por supuesta mediante alusiones implícitas a
los primeros.
En general, por lo que respecta al artista, las novelas suelen adoptar las tramas
que se encontraban en germen en las escenas de los artículos costumbristas no satíricos.
Como ocurría en estos, los autores de las novelas contemporáneas insistirán en sus

90
declaraciones en destacar la importancia de la observación, la inmediatez y el deber
testimonial de la realidad de la época, objetivo que no perciben como incompatible con
la excesiva tendencia a poetizar esa misma realidad y a los personajes, aún tipos, que se
insertan en ellas.78 Así se explica por qué, pese a las coordenadas históricas y la
adecuación documental, la dedicación de decenas de líneas a la descripción de la
emotividad y pensamiento de los protagonistas apenas aporta algo más que la misma
información tipificada que adornaba al protagonista de la escena costumbrista. Al fin y
al cabo, son las consecuencias esperables de limitar el movimiento dramático de un
universo que se pretende mimético, y por tanto, reconocible, pero que en la práctica no
es más que una conveniente selección y poetización de unos pocos hechos en los que es
imposible la recreación de una aventura problemática (Ferreras 1972: 252).
Pese a lo dicho, la revalorización en los últimos años de la novela previa a 1868
como testimonio de los intentos de experimentación de la realidad rastreables hasta la
década de los cuarenta (Sebold 2007) ha propiciado un acercamiento a estas tramas y
personajes que supera el mero interés sociológico del citado Ferreras. En su
monográfico sobre la novela de Ayguals, Sebold describe a los actantes de estas novelas
como personajes universales planos y unidimensionales procedentes de tipos, 79 que
ejercerán en la trama una clara función como sujetos generadores de acciones (Romero
Tobar 1976).80

78
El debate en torno al poder social de la novela como género capaz de condicionar directamente las
costumbres sociales según cómo se describan y desarrollen estas en la narración explica la insistencia en
la rigurosidad y la velada alusión a la responsabilidad del novelista en esta opinión de Mesonero
Romanos sobre la novela de costumbres contemporánea (Crítica literaria 1839): “La novela, pues, para
ser lo que la literatura quiere hoy que sea, ha de describir costumbres, ha de desenvolver pasiones, ha de
pintar caracteres. Si a estas condiciones generales añade la circunstancia de que las costumbres, los
caracteres, las pasiones que derriba, se enlacen naturalmente con los nombres históricos, vengan a formar
parte el cuadro general de una época marcada en la historia de cada país, la novela entonces adquiere un
valor sumo que reúne las más ventajosas condiciones del teatro, de la cátedra y de la historia. Excusado es
decir cuánta observación, cuánto talento, cuánta buena fe se hacen necesarios para manejar debidamente
un género, que por ser su verdad, su gracia y ligereza, viene a ser la lectura más popular en todos los
países, el reflejo inmediato de la sociedad”. Pedro Mata y Fontanet en la advertencia de El poeta y el
banquero (1842) insiste también en recordar el componente de fantasía de la novela y el uso de tipos en
ella (“El autor de esta novela se cree en el deber de manifestar al público que si su argumento es sacado
de la historia contemporánea, y de la sociedad actual, los acontecimientos que refiere son una
combinación debida a su fantasía […] Tanto el poeta como el banquero son dos tipos de la sociedad
actual en los cuales ha reunido el autor lo que en la vida real está esparcido entre muchos”).
79
En este punto parece contradecir la teoría de Montesinos : “No pertenecen a razas antagónicas el tipo y
el protagonista de novela individualizado, como pensaba Montesinos, porque también nace como tipo
todo protagonista novelístico, aunque después, respondiendo de modo decisivo y personal a los variados
vaivenes de su historia, quedará redondeado (al decir de Isla y Foster)” (Sebold 2007: 62).
80
“En cada novela, el repertorio de personajes primarios y secundarios se convierte en una guía de sujetos
generadores de acciones; cada personaje en el contexto de su novela es un signo claro y diferente de unas

91
La acotación y manipulación del universo realista son acciones propias de un
universo inmóvil, prefigurado y normalmente caracterizado por el dualismo doctrinario
definitorio de las novelas de tesis. La opción deja de existir en la práctica, por lo que el
relato se reduce a una confrontación entre dos tesis opuestas, una de ellas claramente
preferida y ensalzada, con la que el héroe se identificará independientemente del
desenlace triunfal o trágico de la trama.81 En este contexto, el personaje del artista será
un actante privilegiado, pues ya en sí mismo es presentado y descrito en constante
enfrentamiento con la sociedad como parte de su encarnación del mártir o guía
espiritual (Capítulo 1). Así pues, de acuerdo con el dualismo moral, el verdadero artista
será siempre el ejemplo del Bien frente a sus antagonistas, enemigos políticos,
comerciantes o banqueros que serán por contraste ejemplos del Mal. Por otro lado,
además, la ambigua posición social del artista, la misma que lo convierte en víctima o
rara avis para la clase social de la que proviene, favorecerá en la trama el contraste
entre la reducida elite de los poderosos y la gran masa popular definitoria de la novela
social. Por lo general en esta novela, al igual que en los artículos costumbristas, se
insistirá en el valor del talento como garantía y merecedor del premio del ascenso social
describiéndose por lo normal no sólo como una cualidad creativa sino como sinónimo
de la Virtud del pueblo que en el artista se acrecenta con la bondad natural de los
individuos excepcionales.
La diferencia fundamental respecto a la novela realista es que la novela previa a
1868 se simplifica en una estructura en la que el artista es un tipo más entre todos los
tipos de este universo poetizado. En el Realismo posterior el tipo desaparecerá como
elemento de acción (que no como referente, con el que se identifica y compara el
personaje) y el artista, en lugar de usarse para expresar la oposición entre las dos clases
sociales, se convertirá en ejemplo del difícil proceso de integración. En este sentido, el
fracaso será menos dramático o poético pero más realista y por lo tanto más creíble e
identificable con el universo del lector, aunque no será incompatible con un nuevo

características y unas funciones narrativas y, a la vez, el conjunto de todos los personajes de la misma
novela actúan como símbolos trivializados de una concepción colectiva sobre la organización y
comportamiento de la sociedad” (Romero Tobar 1976: 130).
81
“Je définis comme roman à thèse un roman ‘reáliste’ (fondé sur une esthétique du vraisemblable et de
la répresentation) qui se signale a un lecteur principalement comme porteur d’un enseignement, tendant à
démontrer la vérité d’une doctrine politique, philosophique, scientifique ou religieuse (...) La
connaissance–de-soi du hèros n’est plus un fin, mais une simple conséquence: c’est parce qu’il acquiert le
connaissance d’une ‘vérité’ objective et totalisante que le héros trouve ‘sa propre essence” (Suleiman 18-
45).

92
proceso de “literaturización” de la patología del artista de pretendida indiscutibilidad
científica (véase el caso de Zola).

2.4.1.1. Un ejemplo del dualismo social y moral aplicado al artista. La sensibilidad


artística en dos personajes de Ayguals de Izco.

Aunque veremos que lo habitual es que los personajes artistas de la novela


prerrealista sean poetas o escritores, hombres en definitiva relacionados con el ámbito
de las Letras, a veces encontramos también personajes secundarios dedicados a otras
artes, como la música o las artes plásticas.
En el caso que nos ocupa, Reyero (2008a) recuerda la presencia del mundo del
arte en la trilogía de María de Ayguals de Izco especialmente en la visita que esta
realiza al Museo de las Pinturas (el Museo del Prado) en María o la hija de un jornalero
(1845). Allí María demuestra tener una sensibilidad innata para la pintura, pese a su
origen ignorante como hija del pueblo, explicada en parte por su concentración y
esfuerzo, así como por la emoción natural característica de su clase. La novedad estriba
también en presentar como sujetos críticos a dos mujeres ya que las referencias literarias
o pictóricas contemporáneas sobre la contemplación y comprensión femenina en las
exposiciones públicas eran apenas existentes (Reyero 2008b). Esta indiferencia
contemplativa no resulta extraña si se tiene en cuenta la falta de preparación estética de
la mayor parte de los espectadores habituales en los salones, quienes acudían a estos
para cumplir con una clara obligación social, es decir, el lucimiento personal. Así, en el
artículo de Mesonero Romanos, “La exposición de pinturas” (1838) se critica una
situación similar a la descrita en La obra de Zola: la falta de respeto de una
muchedumbre en la que se encuentran tanto los inteligentes, los artistas de vanguardia
(en este caso, los románticos), comerciantes, familias con niños, mozalbetes en busca de
diversión como algún que otro artista escondido. Entre tanta risa, comentario,
compasión y desprecio,82 se dedica también un espacio a la coquetería y escándalo
femenino.

82
Los “inteligentes” son además los que más deben ser criticados pues su juicio condiciona y promueve
más aún el escándalo. Hablando de la nueva escuela “echan sus ojeadas oblicuas, y sonríen y manotean, y
señalan con el dedo, y algunos más decididos hacen como que dibujan o contornean con él, según su
estilo, lo que le falta o le sobra a la pintura representada; y otros más serios suspiran y fruncen el gesto
como lamentándose de la profanación del arte; y por último, aquellos de más allá parecen contemporizar
diciendo: -‘ es buen muchacho el autor… tiene chispa… promete bastante, si no estuviera viciado…’ Y
con estas y semejantes expresiones ábrense paso por en medio de la concurrencia que se apresura a

93
Pero apartemos la vista de tan singulares escenas, y descendamos a esta sociedad
práctica y positiva, prosaica y risueña, bulliciosa y amiga de sensaciones de
todos los géneros… Busquémosla, por ejemplo, en aquel triunvirato de bellezas
que se adelanta de frente, contemplando con igual indiferencia las románticas
catástrofes y la clásica beatitud…. Para ellas y para el numeroso séquito de
apasionados que las rodean, en vano Murillo adivinó la pureza virginal del rostro
de la madre de Dios; en vano Velázquez sorprendió el secreto de la naturaleza;
en vano Rivera trasladó sus dolores y su más violento padecer.
- ¡Ay, Jesús! Mamá, que cuadro más asqueroso… yo no sé por qué le miran
tanto… no parece sino que Murillo había sido practicante de algún hospital (y
esto lo dicen tapándose las narices y apartando la vista del magnífico lienzo de
Santa Isabel)
- Por cierto (exclama alguno de aquellos celosos almivarados) que estos
españoles antiguos no sabían pintar más que santos y mendigos.
- Sin duda debían ser muy feos nuestros antepasados (prorrumpe otro creyendo
decir un chiste) porque todas las caras que nos representan sus pinceles son tan
inverosímiles que me hacen horror (Mesonero Romanos, La exposición 169).

En cuanto a la caracterización del artista, Ayguals dedica algunos de los


capítulos de Pobres o ricos o La bruja de Madrid (1849) al padre de la protagonista,
Enriqueta, un conocido aunque humilde retratista que podemos considerar una
encarnación ideal del personaje del artista en la novela de inclinaciones socialistas. El
padre de Enriqueta concilia perfectamente la veneración por la familia y la patria con la
inspiración y la admiración por la voluptuosidad artística (“Cuando tengo yo mi paleta y
mis pinceles en la mano, olvido los efímeros placeres de la sensualdad, y mi fantasía se
eleva a otra región de hermosas ilusiones”) (Ayguals de Izco, Pobres 1, 325). Dotado
de una amplia formación intelectual (preparación en Italia, estudio de los tratados
clásicos, coleccionismo), cuando se enfrenta al padre del héroe masculino, el bondadoso
y noble Eduardo, sostiene una inseparable defensa del talento del artista y del pueblo
sobre la aristocracia de sangre.

admirar el cuadro, y dejan escapar sobre aquella y sobre este una mirada alternativa de compasión y de
desprecio” (Mesonero Romanos, La exposición 168-169).

94
La aristocracia más respetable para la sana razón es la del talento. Entre un sabio
artista y un orgulloso magnate, hay la misma distancia que entre el ente social y
el autómata. El primero es el hombre de la inteligencia, del trabajo, de las
virtudes. El segundo es un maniquí que se mueve al impulso de la rastrera
adulación, un títere que se lanza a la escena cuando toca su alambre la intriga de
los palaciegos. Y esos holgazanes presuntuosos que tanto boato ostentan en sus
marmóreos salones aristocráticos, califican a las masas trabajadoras de
asquerosa plebe, y su necia vanidad olvida que todas sus galas, en todo ese lujo
que constituye su fortaleza, se ve la mano del virtuoso jornalero, y no tienen los
presuntuosos magnates más parte en ellas que la de haberlas comprado con el
oro, tal vez por malos medios adquirido (…) Nada sois sin vuestra inteligencia, y
reconoced la superioridad intensa que lleva el hombre útil, el sabio, el artista y
hasta el infeliz jornalero… (Ayguals de Izco, Pobres 538-539).

Según este razonamiento, el artista sería un trabajador más del buen pueblo y se
opondría no tanto a las clases altas sino a los malos ejemplos que en estas se encuentran.
Esta adscripción del artista a las clases populares basada en una oposición entre clases
trabajadoras y clases ociosas no parece sin embargo demasiado coherente respecto a la
estructura de la novela. En Pobres o ricos la familia de Enriqueta goza de cierta holgura
económica que le permite acceder a privilegios difícilmente alcanzables para el
colectivo al que se supone que pertenece. Así, se presenta al artista como un individuo,
excepcional al fin y al cabo, que reune en sí una serie de virtudes que le aseguran una
cierta independencia, una tercera opción frente a las que permite el dualismo social.

2.4.2. Un recorrido por la evolución del personaje del artista en la novela de


costumbres contemporáneas.

2.4.2.1. El escritor como guía político.

El periodo político en el que se escriben dos de las primeras novelas


protagonizadas por un poeta con aficiones periodísticas, El poeta y el banquero (Pedro
Mata y Fontanet, 1842) y El dios del siglo (Salas y Quiroga, 1848) coincide con los
inicios del liberalismo español, la Regencia de María Cristina (1833-1840), la Regencia
de Espartero (1840-1843) y la década moderada presidida por Narváez hasta la

95
revolución de 1854. La división cada vez más agudizada entre moderados y progresistas
y la protesta contra la falta de una Constitución realmente popular forma parte hasta tal
punto del escenario histórico en el que se sitúa la trama de estas novelas que su
protagonista se ve obligado a asumir un papel en él. Así, el protagonista de la novela de
Mata sufrirá el exilio que el mismo autor padeció tras su participación en las revueltas o
bullangues de la Barcelona posfernandina mientras que el de la novela de Salas
protestará desde su periódico contra la ausencia de libertades fundamentales como la de
prensa.
Pese a su compromiso político, los protagonistas de estas novelas intentarán
alejarse de cualquier tipo de participación armada, de tal manera que su implicación,
aunque comprometida, rara vez será continua, política y oficialmente activa.
Anticipando en parte la figura del intelectual, escribirán artículos, panfletos e incluso
sátiras (como el Poeta de Mata) en el que defienden de forma entusiasta una idea
sublime, aunque un tanto abstracta, del ideal romántico de Libertad, aunque siempre de
forma armónica y pacífica. De este modo, y a diferencia de la convivencia directa con el
pueblo que encontraremos en El frac azul, estos escritores sufrirán un castigo
desproporcionado por una actuación que se adscribe rigurosamente a la misión poética
del obrero del pensamiento, es decir, de un guía más espiritual y paternal que político.

2.4.2.1.1. El poeta y el banquero. Escenas contemporáneas de la revolución española


de Pedro Mata y Fontanet (1842).

El título completo de la novela de Mata resume perfectamente el contenido de


esta: las escenas contemporáneas de la revolución española indican la sucesión de
cuadros de corte costumbrista sobre acontecimientos coetáneos de carácter político. A
diferencia de la habitual tendencia del Romanticismo de titular las obras con el nombre
del protagonista, la novela de Mata resalta desde el principio el verdadero objetivo de la
novela, exaltar el espíritu revolucionario del pueblo español. De hecho, en la propia
portada indica ya su implicación personal en este proyecto como diputado a Cortes o
redactor jefe de El Constitucional. El condicionamiento mayor se produce obviamente
en la novela, con la descripción basada en experiencias autobiográficas de las
persecuciones políticas, el exilio y la muerte en la cárcel de uno de sus amigos, si bien
la decepción por la derrota de la milicia catalana ya se encontraba en relatos publicados

96
en 1837, Una metamorfosis y El escéptico (Ibáñez Olivares 45).83 En todo caso, y pese
a las decepciones sufridas, el protagonista apenas mostrará una transformación tal que
lo aleje del tipo del escritor romántico en su manifestación más pasional. Su fracaso,
como hemos dicho anteriormente, le convertirá en una víctima de la sociedad
materialista encarnada en el Banquero, que no conseguirá ni que el poeta renuncie a sus
ideales ni que, por supuesto, se integre en ella.
La acción comienza con el regreso a España del poeta José Vilalta y Gau, hijo de
una humilde tabernera que ha alcanzado una cierta fama literaria gracias al ocultamiento
de su verdadera identidad bajo un pseudónimo que evoca un apellido noble (Rogerio de
Pimentel de los Pinares). Tras descubrirse el engaño, su amante será obligada a casarse
con un banquero, conservador y violento, que intentará impedir las relaciones entre
estos y perseguirá al poeta a lo largo de toda la novela.
Los primeros encuentros entre el poeta y su madre revelan la visión que tenía el
pueblo de la profesión literaria. Ante la necesidad de dinero, la madre anima al hijo a
trabajar como escribiente, algo que el muchacho rechaza por ir en contra de su vocación
creativa, reparos que, sin embargo, resultan incomprensibles para su madre.

Pero sí es así como dices, ¿qué hiciste tanto tiempo en Francia y en Madrid? ¿En
qué te ocupabas? ¿Cómo te ganabas la vida? ¿Cómo has podido llevar el tren
con que te presentaste en la casa de tus padres, si no tienes oficio ni carrera?
- Escribiendo (…) En los periódicos, esta era mi ocupación ordinaria; daba
además al público de vez en cuando alguna novela, alguna comedia…
- ¡Ola! ¿Sabes escribir novelas y comedias, y dices que no sirves para llevar la
pluma en un estudio de abogado, ni en un escritorio de comerciante? Tú te
chanceas. ¡Como si el que tiene talento para escribir comedias y novelas no
pudiese apostárselas con el más estirado escribiente en eso de endilgar
pedimentos y copiar letras de cambio!
- Se lo repito a V., madre; yo no sirvo maldita la cosa para estudios ni
escritorios: yo no soy escribiente, soy escritor.
- Llámese hache ¿qué diferencia va del uno al otro?

83
Para la crítica de la época esta implicación política es incluso un lastre para el desarrollo de la novela:
“Hubiéramos deseado menos animación, menos fuego al describir las escenas, sea que tras del mérito
literario del autor, no se entreviese su color político” (“Reseña de El poeta y el banquero”, El
Constitucional 2/12/1842).

97
- Ociosa sería toda la explicación; no me comprendería V. jamás (Mata y
Fontanet, Poeta y banquero 1, 26-28).84

Esta imagen práctica del oficio de escritor contrasta totalmente con la que tienen
las jóvenes burguesas de la ciudad. Para ellas, lectoras sin freno de las novelas
románticas, el poeta aparece revestido de un resplandor de distinción, originalidad y
aventura, común por otro lado a todos los artistas, que los hace especialmente atractivos.

Gustábale [a Catalina] sin embargo ser la querida de un poeta, y de un poeta


romántico; porque esta voz le había caído muy en gracia, usándola a cada
momento que pegase que no. Todo para ella era romántico, y andaba
preguntando a cada momento cómo vestían, cómo hablaban, qué color tenían las
románticas, y hacía todo lo posible para estar pálida, puesto que le habían dicho
que este color era el tipo del romanticismo que anhelaba (Mata y Fontanet,
Poeta y banquero 2, 66-67).

El enredo amoroso y la inmediatez de la gestación de la revuelta dejan en un


segundo plano la inspiración estrictamente poética para centrarse en el apasionamiento
del escritor, procedente de las clases populares y superior a estas en tanto se siente su
educador. Aunque se muestra decepcionado por la volubilidad del pueblo,85 tras ser

84
El ascenso social que le ha proporcionado el talento no se ve como válido ni para el pueblo ni para las
clases poderosas (el banquero): “Me han hablado de él en el café: hánme dicho que es un valiente
majadero, un fatuo, un impertinente; que ha regresado a Francia picando de muy leído y de escritor y
hecho un petimetre; que no se trata con nadie; que se da aires de señor; que se ha olvidado, en una
palabra, de que ha nacido junto a los establos de una mísera venta” (Mata, Poeta y banquero 1, 53).
85
En un primer momento Rogerio participa de forma activa en las revueltas populares, tras las cuales
debe exiliarse a Marsella. A partir de entonces sólo se implicará en la causa popular con la publicación de
artículos críticos y caricaturas contra el poder. Es en el contexto de la bullanga cuando Sarriego le increpa
para que retome la participación activa y Rogerio le recuerda lo ocurrido en sus antiguas experiencias:
“Cuando todo el mundo me designaba como anarquista, creyendo que yo llamaba a las masas al desorden
para medrar en él… Y luego que indignado de tanta infamia y estupidez, me retiro; se alzan todos a una,
gritando como energúmenos ¡al apóstata, al traidor! … ¿Y todavía me hablas de ese pueblo?” (Mata y
Fontanet, El poeta y el banquero 3, 23). Respecto al maltrato que sufre la juventud revolucionaria y el
apelativo de anarquista como sinónimo de violencia y agitación, Ibáñez Olivares (51) recuerda la
denuncia previa de Mata en el artículo “Jóvenes y viejos” publicado en El Propagador de la Libertad en
octubre de 1836 (“Y cuando los hombres viejos están sentados en las sillas del poder se preguntan los
unos a los otros. ¿Quién nos ha colocado aquí?... Y sus miradas siniestras caen sobre aquellos jóvenes que
en los pronunciamientos mostraron más entusiasmo, más osadía; les extienden el diploma fatal de
anarquistas y si con una escolta no los arrancan a la una de la noche de sus lechos, para encerrarlos en un
calabozo, embarcarlos o ajusticiarlos, juzgados cuando más por el injusto tribunal de una comisión
militar; sembrando cédulas calumniantes por las calles y plazas públicas hacen que el pueblo sancione su
ostracístico destierro del círculo político”).

98
acusado de cobarde por parte de su amigo Sarriego (basado en el amigo de Mata, Pedro
Soriguera), el poeta escribe y publica una sátira contra el gobierno moderado que goza
de un éxito inmediato pero que también le hace objeto de las iras de los poderosos por
lo que será encarcelado en circunstancias similares a las del protagonista de El dios del
siglo.

Circulaba por la ciudad una sátira en verso contra la torcida política de los
reaccionarios, que tenía a todo el pueblo en agitación, por lo chistoso de sus
epigramas y el atrevimiento de sus ideas. Cuantos papeles había lanzado al
público el partido progresista todos habían sido anónimos, mientras que los
versos en cuestión llevaban sin el menor empacho toda la firma del poeta (…) El
desdichado Rogerio no había podido resistir a la impresión que le dejaran las
palabras de su amigo (Mata y Fontanet, El poeta y el banquero 3, 42).

El desenlace de la novela coincide con el profetizado en la Fisiología de Noriega


y con el que veremos en Ernesto de Castelar (1855) (Isla García 2013). La desgracia
política y personal conducirá a Rogerio a la locura y a la muerte, tal y como
testimoniará un joven estudiante de medicina en Montpellier que bien podría ser el
propio Mata y Fontanet. 86

Seis meses no habían transcurrido aun cuando un español, cursante de


medicina en la facultad de Montpellier, entrando una tarde en la sala de
disección, se clavó en una zozobra insoportable a dos pasos de una mesa
donde estaba echado un tronco de cadáver, sin entrañas, con un brazo y la
cabeza, horriblemente desfigurada por la agonía. El estudiante se acordaba
de haber visto aquellas facciones en alguna parte, y recogiendo sus recuerdos
se llenó de espanto y amargura al columbrar de lejos una idea terrorosa.
Salió de la sala de disección, preguntó de dónde habían traído aquel cadáver,
y supo que había muerto en el hospital de locos. Voló allá, se informó, y

86
De hecho el mismo Mata es un profundo admirador del frenólogo Mariano Cubí y Soler (Cofre Mateo
2007) y muestra en sus tratados científicos un gran interés por el tema de las enfermedades de la razón
humana: Tratado de la Razón Humana con aplicación a la práctica del foro de 1858, reeditado en 1872
como Tratado de la Razón Humana en sus aspectos intermedios y Tratado de la Razón Humana en
estado de enfermedad o sea de locura y de sus diferentes formas (López Fernández 1992).

99
todo lo que pudo saber fue que el cadáver, por quien preguntaba, había
pertenecido a un español, cuyo nombre ignoraban (…) En cuanto a lo que
decía el loco, tan pronto en francés como en español, todo se reducía en
¡maldición a la sociedad! ¡maldición! ¡maldición! (…) Estos pormenores
fueron escritos a un periódico de París que los insertó, y todo el mundo fue
del parecer que el cadáver de Rojerio, alineado a fuerza de tamañas
desdichas, había ido a parar a una sala de disección (Mata y Fontanet, El
poeta y banquero 4, 157-158).

2.4.2.1.2. El triunfo del talento y de la justicia en El dios del siglo de Jacinto de


Salas y Quiroga (1848).

Si en la novela de Mata se observaba una fuerte dependencia de la experiencia


revolucionaria del autor entre 1835 y 1840 (fecha de la redacción de la novela en su
exilio en París), la novela de Salas y Quiroga se ambienta también en las revoluciones
de 1836. Sospechamos sin embargo que las alusiones en torno a las libertades de
imprenta en la novela de Salas pueden hacer también referencia al conservadurismo del
gobierno moderado, en el poder en la fecha de publicación de la novela (1848), y a la
polémica Constitución y Ley de Imprenta de 1845. Sea como sea, a diferencia de la
novela de Fontanet esta novela original de costumbres contemporáneas apuesta por el
final feliz.
Aunque en su estructura El dios del siglo presenta una original “forma
laberíntica, anticronotópica como el mundo moderno” (Patiño Eirín 2002: 329),
mantiene un fuerte dualismo moral concretado en torno a la pregunta de quién es el
Dios del siglo, el dinero o el talento. Félix de Montelirio, el protagonista, representará a
la aristocracia que aboga por la reconciliación social frente a la ambición del
capitalismo puro encarnado en Sisebuto, el usurero, y la especulación y adulación del
folletinista Rafael.
En general, el personaje de don Félix se definirá por contraste respecto a otros
jóvenes de inquietudes literarias que aparecen en la novela. La posición económica de
Félix y su conocimiento de las Leyes le permite ostentar una libertad también moral que
esos otros jóvenes no se pueden permitir. Así, frente a Félix, que escribe para dar rienda
suelta a su pensamiento elevado en busca de la mejora social, Rafael escribe motivado
por el sueldo, atento a la menor oportunidad de medrar en la sociedad. Otro tanto ocurre

100
con los poetas de salón, parásitos de los caprichos y el ocio de las mujeres de la clase
alta.87 Desde luego, la tesis de la novela invalida cualquier amago de compasión hacia
estos jóvenes ya que la fortuna de Félix se entiende como un aspecto muy secundario
respecto a su talento, que es lo que realmente le hace merecedor del respeto en el
universo prerrealista. Encontramos de hecho una referencia similar al discurso de
Ayguals en Pobres o ricos cuando don Sisebuto reflexiona acerca de los objetos
artísticos que colecciona la condesa:

- Por supuesto; pero, el Dios del siglo es el dinero.


- No, querido, no; el dinero no es el Dios, es el demonio del Siglo.
- Pues, ¿quién es el Dios de nuestros días?
- El talento.
- ¡Locura! Yo no tengo gran talento, y desde que soy rico, hago cuanto quiero.
Antes, todo me salía mal.
[…] Al cruzar los espléndidos salones para retirarse, don Sisebuto de Soto iba
deteniéndose a examinar cuantos objetos veía, y, al reparar el mérito de cada
uno, decía entre sí: -“Esto no se compró con talento, sino con dinero, y buen
dinero” (Salas y Quiroga, El dios del siglo 1, 283).

Por lo que respecta a la falsa acusación de conjurado y su encierro en la cárcel,


Félix no pierde la fe en el pueblo (algo que sí le termina ocurriendo a Rogerio en El
poeta y el banquero) y se indigna cuando se le acusa a este, desde la prensa
gubernamental, de populacho tumultuoso o de turbas violentas y libertinas (Salas y
Quiroga, El dios del siglo 2, 41-48).88 De hecho, además de para ensalzar su feliz

87
“Y los poetas, en tanto, gente de carácter impresionable y vario, unos festivos hasta rayar en desvarío,
otros sentimentales, hasta en soporíferos, servían para rellenar los huecos y formar el arco iris de toda la
sociedad. Sin ellos no habría cohesión posible y se rechazarían aquellos heterogéneos elementos, mas su
natural flexibilidad los hacía a propósito para servir de guión y enlace entre unas y otras clases, resultando
de su cooperación eficaz que los salones de la condesa eran, por todas partes, citados como el centro de la
animación y reguladores del buen gusto” (Salas y Quiroga, El dios del siglo 1, 219). El interés de la
condesa por Félix, un periodista, se explica de esta manera: “las mujeres hasta cierta edad miran con
predilección visible a los poetas, pero, a medida que pierden la frescura de la imaginación y del alma, se
van aficionando más y más a los periodistas, porque en ellos ven a los dispensadores de la fama, deidad a
que erige altares su experiencia” (Ib. 1, 227). Pese a esta afirmación, por lo general seguirá siendo el
poeta el fetiche de las damas de las clases más elevadas.
88
Al igual que el decepcionado Rogerio, don Félix rechaza participar con las armas en la revolución
(“contra los españoles no sé esgrimir más armas que la pluma”) (Salas y Quiroga, El dios del siglo 1,
265), máxime cuando no parece ser una revolución popular y para todos, sino para unos pocos. El
ofrecimiento de los conspiradores se asemeja mucho al carácter exaltado de los locos románticos de las

101
matrimonio, los sufrimientos pasados le impulsarán a formalizar su participación en la
carrera política (Ib. 2, 177-178). Quizá es precisamente la ausencia de una clara
vocación poética frente a una dilatada publicidad ensayística, así como el castigo que
sufre el Mal con la condena de Sisebuto, lo que anima al protagonista a participar, de
una manera idealista y no negada en la novela, en la política más activa. Al fin y al
cabo, la afición literaria era en este caso una forma de ofrecer al público su experiencia
legal y moral más que vital o poética.

2.4.2.2. La moderación y el refugio en la anécdota sentimental y poética.

Con la excepción del bienio progresista de 1854 a 1856, la década de los 50 va


estar caracterizada por la moderación de Narváez hasta 1854 y la estabilidad de la
Unión Liberal hasta la expulsión de Isabel II en la revolución de 1868. Aunque tres de
las novelas que vamos a analizar, Ernesto (Emilio Castelar), Laureano (Eugenio de
Ochoa) y Los hijos de la fortuna (Rivera) se publicaron precisamente en el bienio
progresista (1855), no hacen referencia, como hacían sus predecesoras, a las
revoluciones sociales, ni siquiera a la cercana y progresista de 1854, acontecimientos
que sí se recrearán en novelas posteriores como El frac azul (1864).
Tal vez el optimismo del triunfo no invitaba a la implicación política. O quizá,
por el contrario, la progresiva decepción ante la inestabilidad política y la ausencia de
reformas reales terminó propiciando un fenómeno equivalente al ocurrido en Francia
tras las revoluciones de 1830 y de 1848, es decir, un cauteloso refugio en la vida
artística similar al que encontrábamos en la Comedia humana de Balzac. De este modo
se explicaría la preferencia por las tramas basadas en las anécdotas de los artistas, la
continuación novelesca del itinerario del escritor costumbrista, incluidos los elementos
de burla, y en general la tendencia a narrar las vicisitudes artístico-vitales del
protagonista sin hacer apenas referencia a los acontecimientos externos que lo rodean y
que, desde luego, ya no le condicionan.

parodias: “ … cuando vio entrar en su despacho a dos jóvenes con largas melenas y no menores barbas,
quienes, sin saludarlo siquiera, cerraron la puerta por dentro y sacaron de los bolsillos del gabán dos
pistolas de arzón, un puñal y una daga (…) ‘Tome V. las armas que le envía la sociedad de los Amigos del
Pueblo para defensa y protección de los derechos del hombre (…) Entre nosotros se llamará V.
Temístocles y ¡quiera el cielo que, como el general ateniense, cuyo nombre le damos, venza V. a los
nuevos persas que nos oprimen!” (Ib. 1, 264-265).

102
2.4.2.2.1. La fortuna del artista romántico en las novelas de la década de los 50.

Resulta sintomático del apagamiento del entusiasmo romántico que el propio


Eugenio de Ochoa, promotor de la revista El Artista y traductor de Anthony al español,
se arrepienta de esta traducción, recuerde el peligro de la lectura romántica y colabore
en la edición de la pretendida continuación de El Artista, el moderado Renacimiento de
1847 (Rodríguez Gutiérrez 2004a).
Del mismo modo en Laureano, primera parte de su trilogía Los Guerrilleros,
publicada en 1855 pero ambientada aproximadamente en 1835 (Randolph 73), Ochoa
ofrece una crítica despiadada de aquellos jóvenes que se pretenden románticos por
repetir continuamente las actitudes que recogía el costumbrismo coetáneo. Para ello,
dota al novio de una de las hijas de la familia de clase media que espera al tal Laureano
de todos los estereotipos del poeta romántico de la década de pleno auge del
movimiento. Sin embargo, para que la sátira sea efectiva, tenemos que suponer su
pervivencia en la moda de la década de los años 50. De esta guisa se presenta Rafael, el
poeta, a la cita con el hermano de su novia Luisa:

…. Un joven alto, delgado, algo escuálido, con largas melenas mal peinadas, y
traje elegante en su corte, pero muy desaseado y raído. Era su amigo íntimo
Rafael Lamosa, una de las lumbreras del entonces naciente romanticismo, poeta
lírico y dramático de gran celebridad en aquellos días de fáciles triunfos
literarios (…) poseía, como tantos otros, una facilidad asombrosa para ensartar a
manera de cuentas de vidrio, redondillas sonoras y quintillas tan fluidas: sabía
también apropiarse sin conciencia ni temor de Dios y reproducir bajo mil formas
distintas, unas cuantas ideas ajenas, que constituían todo su caudal literario (…)
Rafael se creía un Antony, hubiera dado por ser bastardo un ojo de la cara. Ser
inclusero le parecía el colmo de la felicidad humana, y condición esencial para
89
tener genio y corazón (…) Añadamos también que en la pobre Luisa aquel

89
Como se ha dicho previamente, Ochoa se burla del mismo personaje que tradujo para los lectores (y
sobre todo lectoras) españolas. En verdad Anthony lleva al extremo la melancolía y la pasión del Werther
hasta el punto de que se le describe como un ser sobrenatural que sufre la marginación de la sociedad
(“Anthony no es voluble, ni indiferente. Tiene un corazón noble y fiel […] si tú le hubieses seguido,
observándolo cuando atravesaba todo ese mundo nuestro, tan cercano y a la vez tan ajeno; cruzando entre
la gente, como un extraño, porque era superior. Tenías que haberle visto, triste y sereno, en medio de esos
jóvenes locos, elegantes e inútiles. Parecía un astro de soledad […] Si pudieras haber sorprendido su
mirada, constantemente fija en mí [Adèle], que me cubría igual que si fuese una piel desesperada y
sombría”) (A. Dumas, Anthony 14). Dado que la creatividad del artista romántico es inseparable de su

103
sentimiento era tan exaltado como sincero: en Rafael era como todas las cosas, -
como sus melenas republicanas, como su desaliño byroniano, como su mirada
fatídica, como su sonrisa satánica, -afectación, farsa, mentira (E. de Ochoa,
Laureano 224-225).

La renuncia de los ideales románticos lleva a los siguientes protagonistas, un


estudiante, un lion, un poeta y un empleado escritor de folletines, Los hijos de la fortuna
de Luis Rivera (1856, firmada en 1855), a probar otras formas de conducirse en la
sociedad. Con el fin de contarse su fortuna, se emplazan dos años después del comienzo
de la narración (1853), es decir, el 4 de noviembre de 1855. La fortuna se definirá en
enlaces con nobles, carreras políticas e inversiones en bolsa, éxitos como representantes
del mundo del espectáculo y satisfacciones de padres de familia pero nunca a través de
ideales revolucionarios o aventuras itinerantes. La decepción final de los más
beneficiados por el destino coincide con la de Las escenas de la vida bohemia de
Murger cuando Marcel recuerda que en el último encuentro con su antigua amante
Musette “éramos como una imitación muy deficiente de una obra maestra” (Murger,
Escenas 308).

En los dos jóvenes se notaba el mismo aire altivo que da indicios de opulencia,
un poco serio, un poco grave, y algo insolente. No habían perdido su antigua
elegancia, pero faltaba en ellos aquel desenfado de calavera, aquel abandono
encantador, que realzaban los encantos de su juventud.
Era más ricos, pero más cómicos.
Más graves, pero más ridículos (Rivera, Los hijos de la fortuna 309-310).

En otros casos, como el de Enrique de Sandoval, el pintor y estudiante


protagonista de La gota de tinta de Luis Mariano Larra (1858), el artista ni siquiera
tiene una voluntad real de desarrollar su talento artístico y se conforma con ser un
miembro destacado de la juventud desocupada. De hecho, ni cuando la trama le obligue
a participar de una vida más activa, con la observación, rescate y enamoramiento de una

emotividad, no es sorprendente la asociación que hace Rafael del personaje de Anthony con el genio y el
corazón. Por otro lado, tal y como advirtió Larra en su crítica al estreno de Anthony (1836) la facilidad
con que de manera generalizada se culpa a la sociedad de una marginación que en realidad es culpa de
una actitud pasiva se convirtió en una excusa típica sobre la que disfrazar el desorden y la pereza.

104
niña abandonada, la pintura pasará a ser algo más que una simple excusa de la que el
personaje se intenta aprovechar para justificar su vida ociosa.90

Este muchacho cursaba su tercer año de leyes, y en sus ratos de ocio, que solían
ser meses enteros, se daba, según él mismo decía, el vicio de la pintura.
Debemos decir, sin embargo, que pintaba poco o nada, porque tenía que ir a la
universidad y no iba a la universidad nunca porque tenía que pintar. La vida de
Madrid tiene el atractivo irresistible, y ese es el aburrimiento; como no se sabe
qué hacer, como no sabe uno en qué ocuparse, sucede que no se ocupa uno en
nada (Luis Mariano de Larra, La gota de tinta 59).

2.4.2.2.1.1. La trayectoria del poeta, Ernesto de Emilio Castelar (1855).

El peregrinaje de Ernesto desde la ilusión de la provincia a la locura de la Corte


recuerda y asume gran parte las experiencias del aprendizaje del tipo costumbrista. A
estas Castelar añadirá un mayor hincapié en la idealización de la vida poética y en las
reflexiones íntimas así como mostrará una evidente indiferencia por la recreación
histórica más allá de los referentes costumbristas.
La identificación entre Vida y Arte, causa principal de la locura final de Ernesto,
se justifica a menudo en otros textos de Castelar. Es destacable su interés por recrear e
idealizar las vidas de los genios pasados o contemporáneos como Tasso (Recuerdos de
Italia 2, 246-268) (1872), Beethoven (Un año en París 88) (1875) o Byron (Vida de
Lord Byron) (1873) tal y como vimos era común entre las revistas románticas y será el
objetivo principal de su novela Fra Filippo Lippi (1877) (Isla García 2011). La
consecuencia inmediata de este solapamiento entre talento y la vida será un inevitable e
impredecible desequilibrio mental que explicará los excesos apasionados del pintor
renacentista y que hará que, tras la fuerte decepción, Ernesto pierda la cordura.

90
A diferencia de Enrique, los personajes femeninos de la novela tienen en muy alta estima la profesión
artística, probablemente porque, como ocurrirá en algunas de las novelas de escritoras femeninas de esta
misma época y de las que nos ocuparemos más adelante, ven en ellas una independencia de la que no
pueden gozar. El tema surgirá de nuevo cuando hablemos de Tristana de Galdós: “¿Cree usted que una
mujer puede pintar, como un hombre y llegar a ser una verdadera artista? ¡Si eso pudiera ser, con cuánto
gusto me dedicaría a la pintura! ¡Y no para tomarla como una distracción o un entretenimiento sino como
una profesión, como una existencia, como una pasión!” (Luis Mariano de Larra, La gota de tinta 2, 21-
22).

105
¡Poeta, gran poeta! Indudablemente los hombres no saben que es imposible tener
grandes cualidades sin tener también grandes defectos. No saben que toda virtud
extraordinaria, que todo mérito sobresaliente nacen de un desequilibrio entre las
facultades humanas. No saben que la perfección del oído se relaciona con la
imperfección de la vista, y a veces la perfección de la fantasía, con la
imperfección de la conciencia. (…) El talento está en el alma, pero influye en el
cuerpo. Todo talento sobrenatural es una enfermedad de una entraña (…) todo
genio es una enfermedad mortal. (…) El genio es una enfermedad divina; el
genio es un martirio (Castelar, Byron 109-111).

Aun sin necesidad de llegar a estos extremos, el talento divino obliga al artista a
una búsqueda incesante del ideal desde su infancia y a la caída en momentos de hastío o
melancolía por no encontrarla en la sociedad en la que vive (Castelar, Byron 82). Para
combatir esta soledad, Castelar enfatiza la necesidad de que estos “hombres-símbolo,
elegidos entre muchos para personificar y representar un siglo” (Ib. 42) no abandonen la
fe cristiana y luchen por mantener su misión como artistas de guías de la Humanidad
hacia un positivo progreso social (Ib. 41). Esta idea la identificará de hecho con la
reivindicación de los Héroes de Carlyle en el prólogo que escribe para la traducción de
Julián G. Orbón con introducción de Clarín (1893).

El libro de LOS HÉROES téngalo por el menos inglés y más humano entre todos
los libros. Leyéndolo, se observa cómo intenta levantar la personalidad y la
figura de aquellos hombres extraordinarios que tienen la llama de lo ideal en su
frente, y al vapor de las ideas marchan hacia el bien de toda la Humanidad
(Castelar, “Prólogo” XVII).

Por que respecta a la conflictiva relación entre el Arte y el Amor, Castelar


advierte de la alta posibilidad de que el artista termine preso de un matrimonio
desgraciado, unido a una mujer incapaz de comprenderle.91 Para evitar tal fatalidad,

91
La puritana esposa de Byron representa un claro ejemplo de cómo el artista se comporta de manera
escandalosa para la mentalidad burguesa: “Tiene celos de la Biblioteca, celos de los libros. No puede
sufrir que vele mientras ella duerme y que duerma mientras ella vela. Los reflejos de sus ojos, cuando la
inspiración le posee, asústanla como si fueran los reflejos de la mirada de un tigre. Las palabras
incoherentes que salen de sus labios en las horas en que compone sus poemas, le infunden la idea de que
está loco” (Castelar, Byron 107).

106
aconseja en primer lugar la castidad de los grandes genios “que sólo se han desposado
con su ideal, y que de este matrimonio del espíritu han tenido sus hijos, es decir, sus
obras” (Castelar, Byron 105). En caso de hallarse ante un artista sensualmente
apasionado, recomienda la unión con el amor casto. Para lograrlo, imagina heroínas
propias de las novelas de tesis, es decir, que reúnen en sí mismas el ideal de la musa, el
ángel del hogar y la bondad y fe cristianas en todas las situaciones. Así es María en
Ernesto, Lucrecia en Fra Filippo e incluso la Teresa de la Vida de Byron, cuyo amor a
Byron exculpa incluso los extravíos de su imaginación y sendos adulterios.

Necesitaba una redención que sólo era posible por el amor, y por el amor puro.
Una mujer amada podía serenar la tempestad con su sonrisa; podía purificar la
vida cenagosa con su ejemplo. Nada hay tan casto como el amor verdadero (…)
esta redención era la única posible al poeta caído del cielo (…) Su héroe, el
héroe de sus ensueños, el héroe nacido en el convento, agrandado en la realidad
de un frío y triste matrimonio, el héroe ideal, soñado cada día con más delirio,
merced a una lectura sin tregua, ese héroe extraordinario no existía, o si existía,
era Byron, el único capaz de incendiar la realidad con el fuego de la poesía (…)
se vieron y se amaron. Eran dos mitades de un alma. Byron, a través de sus
desórdenes, había buscado a Teresa; y Teresa, a través de sus ensueños, había
buscado a Byron (Castelar, Byron 126-129).

Por otro lado, el personaje público de Emilio Castelar también fue objeto de
idealizaciones, en parte por sí mismo y en parte por los demás. Si en su autobiografía
insiste en su precocidad,92 Rubén Darío encumbrará a un Castelar genio contemporáneo,
93
retomará su idea de la santa castidad y le atribuirá anécdotas en las que se manifieste
su despego por lo material en pro del ensimismamiento de la belleza, actitud habitual
por medio de la cual se santifica también el culto a la pobreza.

92
“A los trece o catorce años, había escrito multitud de novelas, folletos políticos, discursos históricos,
meditaciones religiosas. Ninguna de estas obras de niñez se ha salvado. Emilio Castelar las escribía, las
leía él solo, y luego las rasgaba, temeroso de que los demás las leyeran, pues era muy grande su timidez.
Algún amigo de la infancia que sorprendió páginas olvidadas o descuidadas, dice que se distinguían ya
por la novedad de las ideas y la extraordinaria elocuencia” (Castelar s.a: CXVI).
93
“La castidad de Castelar, bien sabida y explotada por los bufones de copla y lápiz en las enemistades de
la política, fue uno de esos casos de absorción cerebral en que todas las facultades humanas se condensan
en la obra del pensamiento (…) ¿Qué unión, qué matrimonio no habría podido efectuar este dueño de la
fama? Célibe y casto vivió, célibe y casto murió” (Darío 1899: 37-38).

107
Cuéntase que un día acontecíanle encontrarse en molestos apuros de dinero. Era
en invierno y la chimenea estaba encendida, como su conversación, sobre un
asunto político, delante de varios íntimos. Llega una carta de América, con una
letra por mil duros. Grata sorpresa, que interrumpe un instante su hablar. Pero
continúa, con carta y letra en la mano; el discurso, a poco, se precipita, y con una
frase rotunda y un gesto supremo, carta y letra, hechos nerviosamente una
pelota, ya están ardiendo en la chimenea. Otra vez hizo aguardar largas horas a
un personaje político, cuya presencia en la antesala se le anunciaba repetidas
veces, porque le tenía asidos lengua y pensamiento una disertación sobre
Botticelli y los primitivos (Darío 1899: 40-41).

Esta imagen se perfilará y en ocasiones se atenuará en los estudios frenológicos


que pretenden autentificar científicamente la armonía del orador, perfecto equilibrio
entre razón e imaginación: “a pesar del gran desarrollo de la maravillosidad, de la
idealidad y de la sublimidad, como la comparatividad y la causatividad están también
en su grado máximo, hay en el examinado toda la razón suficiente para contrarrestar a
la imaginación en todas las ocasiones” (Castels, Castelar según la frenología, hacia
1874)(4). 94
Novela de costumbres contemporáneas, Ernesto narra el desenlace trágico de
una vida consagrada al sentimiento poético. En este caso, frente a genios como Byron,
Ernesto no se dejará llevar por pasiones abrasivas, sino que su error vendrá de la mano
de la ingenuidad incompatible con el comercio literario, sueños que el costumbrismo
había señalado como habituales entre los poetas que llegaban a la corte con una idea de
la ciudad procedente sólo de sus lecturas o de oídas.95 Aunque como estos Ernesto

94
Será esta imagen equilibrada la que se desprenda de la autobiografía. No existe por lo tanto intención
directa de identificarse con los excesos vitales o poéticos de los protagonistas de sus novelas, ni siquiera
con Ernesto, cuyos intentos de medrar en la capital podrían coincidir históricamente con los del propio
Castelar. De hecho, en la autobiografia hay un cierto desprecio por estas primeras novelas, “que no son
dignas de su nombre ni de su fama” (Castelar s.a.: CXXII), refiriéndose a Ernesto y a La Hermana de la
Caridad.
95
“Mi ambición solo puede llenarse en Madrid, allí donde el poeta es oído con entusiasmo, donde todos a
porfía tejen coronas para sus sienes, donde la riqueza es el premio de sus versos, allí que habita la
inteligencia debe la juventud encontrar el teatro de sus triunfos. Mis canciones aquí son las hojas de las
palmeras del desierto, que el viento se las lleva” (Castelar, Ernesto 7); “Ernesto, poeta de la Divinidad,
quería ir a Madrid; allí donde las casas son más altas que los templos; allí donde solo se adora el fastuoso
lujo de la miseria, y sólo se oye la epiléptica carcajada de la embriaguez. Él, educado en la libertad
suspiraba por esta dura cárcel, cuyas puertas estaban cerradas, guardadas por la desconfianza, defendidas
por hombres-máquinas que se llaman soldados” (Ib. 9).

108
intentará el éxito en la poesía, la novela y el teatro, la poetización del personaje llegará
hasta el extremo de que se obvien temas como el de la pobreza y se atemperen en
general las circunstancias negativas externas que no tengan que ver directamente con la
vida poética. De hecho, las aventuras propiamente folletinescas serán vividas por María
y no por el artista.96
En cierto modo Ernesto tiene una estructura circular. La experiencia de lo
sublime del joven poeta en medio de una naturaleza que considera manifestación de la
divinidad (Castelar, Ernesto 9) es equivalente a la recuperación de la fe gracias a María.
Así, tras su acceso de locura, renuncia a una quimera similar a la que encontraremos
mucho más adelante en la novela de Pardo Bazán (La Quimera 1903). El resto de la
trama, el viaje a Madrid, el desengaño amoroso y la silba orquestada de su drama están
encaminados a demostrar la importancia de no disociar la inspiración de la verdadera fe.

- Mira, mira. Deseo salvarte. No sabes que te he buscado por todas partes para
volverte a la fe, y jamás, jamás pude encontrarte.
- Se opuso la fatalidad… la nada.
- No: Dios, Dios que castigó tu ambición (…)
- Sí, sí, me parece que veo al Eterno recoger mi alma en su seno, me parece que
todas mis dudas se ahuyentan, que mis ojos penetran el azul velo del horizonte, y
entreven la corona de los justos… perdón… Dios mío… perdón, soy tuyo
(Castelar, Ernesto 92).

Así pues, frente a los protagonistas de El poeta y el banquero o El dios del siglo,
no encontramos en Ernesto más que una breve e idealizada reflexión acerca de la
obligación moral del poeta como guía del pueblo sin que se especifique ninguna
circunstancia concreta que lo relacione con el contexto de su publicación (Castelar,

96
Aunque el objetivo de Ernesto sea casi estrictamente poético y fuera de él su vida sea más receptiva que
activa, su actitud reservada y melancólica es fácilmente identificable con la del tipo del artista romántico,
y por tanto, de nuevo, atractivo para los personajes femeninos, máxime cuando estas están corruptas por
la lecturas románticas. Así perjudica esta adicción a Eugenia, la joven noble que socorre a Eugenio: “Su
pasión favorita era la literatura. Educada por un tío que había pasado su vida aprendiendo lenguas y
estudiando poetas, se apasionó de tal modo por la literatura que con sus inmensas riquezas heredó la
manía favorita de su sabio tío. Siempre hablaba en tono trágico. Las novelas la habían trastornado el seso,
precipitándola en un abismo. Desposeída casi de nociones religiosas, queriendo realizar en la vida los
sueños de los poetas, su alma impresionable se dejaba arrastrar por el primer libro que en sus manos caía
(…) Llegó a tanto su desvarío que no creyendo en el amor puro, cayó en el lodo de los amores viciados
(…) De abismo en abismo se hundió su reputación y su nombre, y fue escarnio de los hombres, escándalo
de la corte” (Castelar, Ernesto 26). Resulta curioso que años después esta misma idealización romántica
le sirva para justificar la atracción de Teresa y Byron que hemos indicado más arriba.

109
Ernesto 25). De hecho, a diferencia de la locura sin remisión, consecuencia de la
negación total de la sociedad que asola a Rogerio de Pimentel y que es común a todos
los héroes trágicos románticos (como el Don Álvaro o la fuerza del sino), Ernesto asocia
el fracaso vital con el fracaso de la obra. Es la consecuencia lógica de utilizar su
experiencia poética como única medida de todas las cosas y de exponer en la obra
dramática “con todos sus colores [,] su triste historia, pero idealizándola de suerte que
rayaba en lo sublime” (Ib. 78). El resultado, en todo caso, sigue siendo la reacción
exaltada del genio decepcionado.

La conspiración había sido urdida con maravilloso arte (…) los imbéciles
sacaron los silbatos, cual si infernal rabia les poseyera, y en un instante
pobláronse los aires de agudos, infinitos, diabólicos sonidos (…) Ernesto
temblaba como azogado, sus ojos despedían lívidos relámpagos, latía su
corazón, cual si pugnase por salir del pecho, una risa convulsiva, sarcástica,
vagaba por sus labios, la sangre se agolpaba a su cabeza, como si pretendiera
inundar su cerebro (…) Ernesto abandonó el teatro donde había padecido
tormentos tales, y tantos que no puede pintarlos la tosca pluma. El alma de su
alma, la poesía, le abandonaba también. El infortunio quebraba las cuerdas de su
divina lira. (…) “todas mis aspiraciones han sido vano ensueño, torpe ambición,
ridícula mentira, delirio de mi mente, desvarío de mi amor propio…” y reía
delirante, cuando oyó una voz, que sonó en sus oídos como el cantar del ángel de
la gloria debe sonar en los oídos del condenado, cuando Dios, después del juicio,
los arroje al infierno” (Castelar, Ernesto 86-87).97

2.4.2.2.2. Mujeres artistas y mujeres autoras en la novela de 1849 a 1861.

Aunque no es habitual, en esta década encontramos también algunos ejemplos


de mujeres artistas, si bien casi siempre son cantantes o actrices, es decir, intérpretes, y

97
“La vida del artista influye en su arte. El gran Beethoven amaba apasionadamente a una joven que le
inspiraba sus más sentidas melodías. Un día supo que su amada hacía traición a sus sentimientos. En su
dolor llegó casi a la demencia, y se dio a correr por los campos buscando en la soledad un lenitivo a su
pena, tal vez la muerte, ese bálsamo de todos los males. En su carrera no se acordó ni de tomar fuerzas, ni
de alimentarse, ni de reposar, ni de escoger camino. El mundo habia quedado desierto a sus ojos. Huía de
sí mismo y del dolor que en sí mismo llevaba. La lluvia y el viento le azotaban el rostro. Los gemidos de
los árboles, agitados por el frío cierzo, respondían a los gemidos de su corazón helado por el desengaño.
Cayó sin sentido en medio de la soledad” (Castelar, Un año en París 88).

110
casi nunca creadoras autónomas. Al fin y al cabo, la creación romántica se asocia a la
independencia física y mental, lo que es incompatible con la imagen del ángel del hogar.
Por otro lado, en los casos en los coincide que tanto la autora como la protagonista es
una mujer, Fernán Caballero y Carolina Coronado, sólo en el caso de esta última
encontraremos referencias a la oposición social de la que es víctima la mujer artista. En
La Gaviota de Fernán Caballero o en el relato protagonizado por un pintor, El artista
barquero de Gertrudis Gómez de Avellaneda, la mujer, protagonista en una, secundaria
en la otra, se describirá según la acostumbrada perspectiva masculina.
Las primeras novelas que analizamos, La Gaviota de Fernán Caballero (1849) y
La gran artista y la gran señora de Rie[s]go (1850) son protagonizadas por jóvenes
humildes que llegan a convertirse en cantantes en éxito y deben enfrentarse a las
tentaciones y envidias que rodean el mundo del espectáculo. En la novela de Rie[s]go la
protagonista, ejemplo de talento y virtud, abandona los escenarios tras contraer
matrimonio. En la de Fernán Caballero, la Gaviota comete adulterio y termina sus días
sola y en progresiva degradación física y moral como castigo de sus acciones pasadas.
Condicionadas ambas, por lo tanto, por la lección moral, La Gaviota describe
además un interesante proceso de creación pigmaliana sobre la mujer, cuando Stein se
hace cargo de la educación musical de la niña salvaje que recuerda en su primitivismo a
la Mignon de Goethe.98 Aunque esta asimilación de la mujer al objeto moldeable se
desarrollará con más detalle en las novelas galdosianas La familia de León Roch o
Tristana, la tentación del creador ciega al futuro marido de la Gaviota e impide que vea
el error que a veces se deriva de la identificación platónica de Talento con Virtud, error
frecuente también, como hemos ido indicando, entre las lectoras románticas y que en su
caso se consolida a medida que moldea el talento de la muchacha (“Es preciso, -se decía
a solas-, que lo que expresa de un modo tan admirable los sentimientos más sublimes
posea un alma llena de elevación y de ternura”) (Fernán Caballero, La Gaviota cap.
XI)99 Por otro lado, tal identificación implica una dominación sobre la misma persona

98
Su instinto musical se asimila a la naturalidad del canto de los pájaros: “Un día que Stein estaba
leyendo en su cuarto, cuya ventanilla daba al patio grande, donde a la razón se hallaban los niños jugando
con Marisalada, oyó que esta se puso a imitar el canto de diversos pájaros con tan rara perfección que
aquel suspendió su lectura para admirar una habilidad tan extraordinaria (…) El libro se cayó de las
manos de Stein que, como buen alemán, tenía gran afición a la música. Jamás había llegado a sus oídos
una voz tan hermosa. Era un metal puro y fuerte como el cristal, suave y flexible como la seda. Apenas se
atrevía a respirar Stein, temeroso de perder la menor nota” (Fernán Caballero, La Gaviota 235).
99
Vega Rodríguez (2008) considera que la destrucción de la bondad y la belleza de la Gaviota se produce
precisamente por culpa de su formación musical que transforma la artista natural en una artista artificial.

111
que se pretende domesticar, pues en realidad Stein pretende hacer de ella no sólo una
excelente cantante sino también la perfecta Señora que encontramos en la novela de
Rie[s]go.

Cuando hubo acabado de hablar, calló un rato y dijo después con indiferencia;
- Yo no quiero casarme.
- ¡Oiga!- exclamó tía María- ¿pues acaso te quieres meter monja?
- Tampoco – respondió la Gaviota.
- ¿Pues qué? - preguntó asombrada la tía María -, ¿no quieres ser ni carne ni
pescado? ¡No he oído otro! La mujer, hija mía, es de Dios o del hombre; si no,
no cumple con su vocación, ni con la de arriba, ni con la de abajo (Fernán
Caballero, La Gaviota 254).

La oposición social a la inserción natural de la mujer artista condiciona el tipo de


vida de la protagonista de la novela Luz de Carolina Coronado (1851). La mujer que
aspira a tener y mostrar ciertos conocimientos más allá de los que se suponen propios de
su sexo (hogar, ornato y ocio) es encasillada rápidamente de literata, bachillera o
marisabidilla, conductas censurables que a menudo se asocian a las de la lectora
romántica (Jiménez Morales 1994). De este modo lo original y extraño que alimentaba
el atractivo sobre el hombre artista se convierte en la mujer en un lastre que la condena
a la marginación o a la difamación real. En este sentido Carolina Coronado realizó una
emocionada defensa de la creatividad femenina en sus artículos Los genios gemelos
(1848) donde defendió la figura heroica de Safo y de Santa Teresa de Jesús, si bien de
esta última lamentaría los efectos de la sumisión religiosa sobre su escritura. 100
A pesar de esta crítica sobre Santa Teresa y de insistir en la fama de Safo más
allá de su pasión amorosa, el personaje de la pintora Luz disculpará su profesión forzada
por la orfandad, la necesidad de saldar unas deudas heredadas y vivir digna y
honestamente. Insistirá además en sobreponer el Amor a su Arte, sumisión efectiva que
se deseaba en varios tratados sobre el comportamiento femenino de la época. Según

100
Para mayor información sobre estos artículos y su inserción en la polémica acerca de la erotomanía
femenina recomiendo el trabajo de María Amelia Fernández Rodríguez (1994).

112
estos, en caso de conflicto la Mujer se identifica de nuevo con la Vida prohibiéndola así
la subordinación de aquella al Arte.101

Se ha dicho que la cualidad de artista excluye la cualidad de mujer, y se ha


dicho una mentira.
La cualidad de artista, sí, excluye la cualidad de hombre. Un pintor preocupado
con el arte no ama sino sus cuadros; olvida cuanto le rodea: su mujer, sus hijos;
y si ama, es como Rafael a sus ángeles, o Murillo a sus vírgenes. Hemos visto a
un pintor retratando con toda la exactitud fría del arte el rostro de su amada
recientemente muerta. Hemos visto a otro ocupado en trazar un risueño paisaje,
mientras uno de sus hijos se halla expirando. La mujer es siempre más mujer que
artista. Prefiere su amante a la gloria, y el lloro de un hijo la haría arrojar los
pinceles aunque estuviese copiando un cuadro de Velázquez. Luz era una prueba
de esto. Desde que se había enamorado, no pensaba sino en Alberto.
Esto es lo natural en el alma tierna y apasionada de la mujer. Si hay alguna que
se aparte de esta ley natural, será una criatura de otra especie, y los enemigos de
los artistas no tendrán en qué fundar su ataque al bello sexo (Coronado, Luz II,
125).

No obstante esta vida retirada y esta consagración al amor, por el solo hecho de
ser mujer, artista e independiente, Luz será objeto de diversos rumores que le atribuyen
una supuesta y particular inestabilidad mental. Por ejemplo, se la llega a acusar de estar
enamorada de un retrato de Petrarca que ella misma está componiendo. De este modo,
lo que en las narraciones de artistas masculinos se veía como síntoma de genialidad, 102
como ocurría con Frenhofer en Balzac, se convierte para la mujer artista en motivo de
mofa y de exclusión social.

101
“Dice un autor moderno que las mujeres son artistas por temperamento. Como al artista, las conmueve
y embriaga todo lo que brilla; como al artista, les pesa el mundo de la realidad; pero en una cosa notable
exceden y sobrepujan al artista: de este puede decirse que en el entusiasmo, en el amor mismo, no ve más
que la gloria, es decir, no ve más que a sí propio: la mujer en la gloria no ve más que el amor, es decir, no
ve más que a otro” (Severo Catalina, La mujer 1876: 369).
102
En la comedia El cuadro de la esperanza, atribuido a Carolina Coronado (1846), se desarrollan
algunos de los tópicos más frecuentes entre artistas. Así, el enredo amoroso tiene como protagonistas a
Andrea del Sarto, Benvenuto Cellini o a la sobrina de Miguel Ángel y se pretende resolver promoviendo
una competición de retratos.

113
Alberto miró fijamente a Luz queriendo comprender lo que pasaba en su corazón
y se sintió asaltado de mil pensamientos diferentes. Habíanle dicho que Luz era
una especie de loca sublime que se enamoraba de los retratos de los poetas, y
que ahora su imaginación se había fijado en el Petrarca. Que esta monomanía se
había convertido en una pasión tanto más violenta, cuanto no podía ser
correspondida por el Petrarca. El aire preocupado y distraído que unas veces se
observa en Luz, la vehemencia de sus palabras, cuando se trataba de las artes o
del amor; cierta expansión, cierta ligereza nacida de la ingenuidad; el misterio de
su vida sola y retirada, cultivando el arte de la pintura, tan difícil para una mujer,
todo le daba un aspecto desfavorable a los ojos del vulgo (…) Pero la gloria
artística de una mujer, por brillante que sea, tiene siempre nubes que la
oscurezcan. La gloria tiene su escándalo, y a una dama no favorece ni aun el
escándalo de la gloria. Esa repetición de un nombre, esa facultad que todos
tienen de hablar de la artista, engendra hacia ella cierta familiaridad en el vulgo
que no se cree obligado a respetarla sólo porque se ha dado a conocer. La fama,
que para los hombres es un león que los defiende, es para la mujer un tigre que
las devora. Es preciso que acompañen a la artista virtudes eminentes para que al
alcanzar el título de genio no pierda el de dama (Coronado, Luz II, 39).

Aunque Coronado no se arriesga a hacer enamorar a su protagonista de un


retrato y justifica su entusiasmo por referencia a un objeto externo, su modelo y amor
real, Alberto, sí que le permite compartir tópicos como la alternancia de impotencia y
efusión creativa o el lamento por la imposibilidad de cumplir otras aspiraciones
artísticas lo que, si bien es una queja común a todos los creadores, se justifica más aún
en el contexto de la aspirante femenina.103 En su caso, además, se le suma la dificultad

103
“Nada hay que nos inspire mayor compasión que una mujer artista reducida al estrecho círculo que le
marca nuestra sociedad. Tiene el espíritu necesidades que el hombre puede satisfacer volando en alas de
su entusiasmo a contemplar las artes por las ruinas de Grecia, por los templos de Roma, por los museos de
Europa, por donde quiera que le impulse su deseo de ver y de admirar. No impone la pobreza; a Murillo
le bastaba para viajar unas sandalias, un bastón y unos mendrugos. Porque los mendigos gozan de
libertad. Pero una mujer, si tiene aspiraciones hacia la contemplación de lo grande o de lo bello que
ofrecen las historias, debe ahogarlas entre las paredes de su gabinete, como hacía Luz. En vano su
pensamiento pugnaba por romper la cadena que le imponía su condición. Ni aún le era dado estudiar las
obras de los pintores andaluces, porque en España no van las damas, como en Francia, a pintar a los
museos. Contentábase Luz con el ir a la catedral todos los días a contemplar los sublimos lienzos de
Zurbarán y de Murillo, volviendo a su casa con el alma llena de inspiraciones que hubieran sido fecundas
si no tuviera que luchar con su falta de conocimiento en la pintura. La educación artística de Luz se había
reducido a tener un maestro de dibujo por espacio de dos meses. Todo lo demás que sabía, lo había
aprendido a fuerza de constancia” (Coronado, Luz II, 35-36). La formación artística femenina debía ser,

114
de llevar una vida independente, algo que se hacía incluso deseable para el artista
masculino pero que, como vimos en La Gaviota, se veía como inconcebible para el
femenino. Pero es que además, incluso en el caso de que se pueda evitar también la
opción conventual, la mujer está condenada a una soledad total que no tiene por qué
darse en el hombre, pues este no está obligado a mantener una imagen de pureza física y
moral. Por este motivo acepta un matrimonio sin amor la poetisa Luisa Siega en la
novela homónima La Siega, narración histórica ambientada en el siglo XVI y escrita
entre 1849 (primera parte) y 1854 (segunda) (Coronado, La Siega I, 602-603).
La novela El artista barquero o los cuatro cinco de julio de Gertrudis Gómez de
Avellaneda apenas presenta novedades respecto a la caracterización tradicional del
artista romántico. Basada en la biografía del pintor Huberto Robert (1733-1808), el
diseñador de los jardines de Versalles, prácticamente sólo toma de este su éxito entre la
realeza parisina para excusar la recreción de la corte artística de Madame Pompadour.
Este episodio ocupa un lugar secundario en medio de una extensa trama en la que el
joven pintor, que por motivos familiares se había visto obligado a trabajar como
barquero, consigue ganarse la mano de una linda criolla. Obtiene su recompensa gracias
a una pintura mural que compone a partir de los recuerdos de su amada en la que
consigue reproducir a la madre de esta y la pasada felicidad de su vida en la casa
antillana. La descripción del momento en el que se deja llevar por la inspiración y la
progresiva destrucción física que tal proceso acarrea es la habitual en los relatos de
artista.

Pronunciando estas palabras con sardónica risa, se lanzó frenético a la paleta, la


cogió con una especie de rabia, tomó también el pincel, y con inspiración
extrañamente sublime -que irradió en su mirada prestándole indescriptible
belleza- comenzó a trabajar rápida la mano, firme el pulso, palpitante el pecho.
¡Cosa admirable! La fiebre del dolor y del genio daba al artista milagrosa
intuición de lo desconocido.
El lienzo se animaba como por magia a cada toque valiente de su abrasada
diestra (…) El pincel infatigable no suspendió su obra sino cuando faltó la luz a

por tanto, forzosamente individual, a menudo autodidáctica y desde luego, por lo general, alejada de los
círculos académicos, hecho que implicaba, además, la imposibilidad de tomar clases del modelo natural
(E. de Diego 231- 256).

115
los ojos del artista, que acababa de eternizarla -más fulgurosa y cálida- en el
lienzo vivificada por su espíritu.
¡Era ya tiempo! La inspiración decaía, el cansancio comenzaba. A la creadora
fiebre del alma iba sucediendo la humillante del cuerpo (…) Hurberto sucumbía,
al cabo, a tantas sacudidas del corazón, a tantos esfuerzos de la inteligencia.
El que realizara minutos antes la más grande, la más maravillosa de las
operaciones humanas; el que, a imitación del Eterno Productor del mundo
estético, había prestado forma a lo bello, según el tipo ideal que contemplaba en
su mente; aquel mismo se rendía débil bajo la mano de la enfermedad en un
lecho calenturiento. Él, en su venganza de artista, había hecho una obra maestra
conquistándose la inmortalidad de la gloria (Gómez de Avellaneda, El artista
barquero 286-289).

Nos encontramos por lo tanto ante una recreación más del tópico del triunfo del
talento y su reconocimiento premiado tanto con la protección oficial como por el amor
de la compañera ideal (paciente y hogareña) deseable para el artista.104

2.4.2.3. El itinerario bohemio en el camino al Realismo. El frac azul de Pérez


Escrich (1864).

La experiencia madrileña del poeta Elías que el narrador cuenta a otro aspirante
con el fin de disuadirlo de su intento de alcanzar la gloria poética es el hilo conductor de
la novela El frac azul. Episodios de un joven flaco de Pérez Escrich (1864). La novela
ejemplifica así el aprendizaje del poeta a través de una serie de anécdotas que la
convierten en uno de los primeros testimonios narrativos del tema de la bohemia.
Respecto a las novelas precedentes, El frac azul supone el regreso a la
preocupación por la inserción de elementos realistas y la contextualización de los

104
En una novela de pintor de la misma época, Un artista de José Desiré Dugour (1855), encontramos el
ejemplo contrario, más de acuerdo con la opinión negativa de Daudet sobre las mujeres de los artistas. En
esta novela una joven de buena familia accede a casarse con un pintor atraída por su gloria artística, pero
en su lugar, se encuentra con una vida doméstica y poco atractiva: “Quiso ser la escogida por el hombre
que ceñía una aureola de gloria; pero una vez satisfecho este deseo, miróle con indiferencia y hasta con
fastidio. Salvador, entregado a sus trabajos, no podía dedicar a su mujer todos sus instantes (…) El artista
creía que su esposa, digna de su nombre, sacrificaría gustosa algunas pueriles distracciones a favor del
grande objeto que se proponía, cual era resucitar una escuela nacional que en otros tiempos había
admirado el orbe; pero contaba sin la huéspeda” (Dugour, Un artista 68).

116
mismos que será característica del movimiento inmediatamente posterior. Las
vicisitudes de Elías se desarrollan en un escenario y ambiente reconocibles de unas
coordenadas históricas concretas (el Madrid de 1853 a 1856) que más allá de las
referencias biográficas contribuyen a la consolidación de una ficción verosímil.105 De
hecho, el Frac no continúa con el modelo de exaltación espiritual de Ernesto. Por el
contrario, encontramos en él la participación activa de los protagonistas en los
acontecimientos históricos de 1854, hechos que, si bien no modifican esencialmente su
vida ni cuestionan su idealismo, suponen una mayor implicación física sobre el terreno
que la desarrollada en El dios del siglo (1848) o incluso que la esbozada en El poeta y el
banquero (1842), siempre y cuando obviemos la primera y única participación callejera
de Rogerio.
Probablemente el poner en contacto directo al protagonista con el pueblo en un
acontecimiento tan puntual como el de la revolución de julio de 1854 se deba a que la
narración de estos acontecimientos en El frac azul se hace de forma retrospectiva. De
este modo Escrich muestra su simpatía, diez años después, por una revolución lejana en
el tiempo que le permite comprometerse indirectamente con la ideología progresista que
está en ese momento ejerciendo una protesta similar contra el agotamiento
contemporáneo de la Unión Liberal y que culminará en otra revolución más próxima, la
de 1868. Desde el punto de vista literario, además de las novelas españolas
mencionadas, el referente para describir la exaltación revolucionaria parece ser Los
Miserables de Victor Hugo (1862), obra a la que se remite como ejemplo de canto épico
de las barricadas (Pérez Escrich, El frac azul 265). Por lo que respecta al
comportamiento social del colectivo de artistas se destaca ya en la novela la
contestación del autor a Las escenas de la vida bohemia de Murger,106 así como se
pueden rastrear modelos del personaje de Elías en Las ilusiones perdidas o incluso en
Grandes esperanzas de Dickens (Santiáñez-Tió 1995b).

105
La verosimilitud de la novela no depende tanto de la correspondencia entre la biografía de Pérez
Escrich y las memorias de Elías como en el uso de este subgénero perteneciente a los modos narrativos
reconocidos como fieles a la realidad. Sobre el uso de la memoria, la relación con la autobiografía y con
las biografías noveladas en El frac azul véase Giménez Caro (2002-2003b).
106
Pérez Escrich señala que la vida bohemia se refiere a una denominación francesa extendida por toda
Europa para referirse “a esos hijos del genio que, abandonando la paz de sus hogares, se trasladan a las
grandes capitales en busca de un nombre y una fortuna, sin más patrimonio que sus esperanzas y su fuerza
de voluntad” (El frac azul, nota 1). Más adelante, Floro Godo Moro distinguirá a este personaje del falso
bohemio, aquel que “hablando con entusiasmo de las excentricidades de Henry Murger [“conocido en
París por el rey de los bohemios”, en nota], y se asusta viéndose una mancha en la pechera de la camisa”
(Pérez Escrich, El frac azul 231).

117
La originalidad de El frac azul se debe tanto a la reinserción de la trama en una
ficción realista como a la síntesis de acontecimientos y personajes similares presentes en
novelas claves de la literatura decimonónica. De la confluencia de ambas raíces aparece
por primera vez el Bohemio como héroe moderno y la ciudad como un personaje más
en la novela española, un tema este último que se desarrollará, por ejemplo, en La
educación sentimental, Pedro Sánchez y La voluntad.107 En todo caso el tratamiento de
la vida urbanita del bohemio se verá condicionada por un recuerdo idealizado que se
explica desde la novelización del arte de vivir.108
Por otro lado y sin necesidad de remitirnos a la literatura extranjera, hemos visto
que en torno a estas fechas el tema del aprendizaje y trayectoria del artista se hallaba ya
plenamente consolidado tanto en la narración prerrealista como en los ensayos
costumbristas. Comprobamos entonces cómo los consejos para los jóvenes poetas de
provincias que abandonaban el hogar para conquistar una idealizada corte literaria, los
desengaños de estos, la escritura de varios géneros y finalmente, la disyuntiva de elegir
entre la adaptación o el rechazo se destacaban también en estos artículos costumbristas,
los cuales, satíricos o no, siempre dejaban entrever el aviso o la advertencia.
En 1864, año de la publicación de El frac azul, el tipo e incluso el personaje del
artista romántico estaba más que asumido y aceptado, al menos, en su versión menos
conflictiva, la del poeta de salón o retratista de encargo. Aunque siempre se mantendrán
de manera más o menos latente los problemas derivados de la falta de definición y de
posicionamiento del artista en una jerarquía social basada en el dinero y por tanto, no
evaluable desde los estándares capitalistas, desde la publicación de El frac azul
asistiremos al abandono paulatino de la identificación de esta oposición en personajes
tipos (rico-pobre, noble-plebeyo) para formar parte de la caracterización de un universo
verosímil que influirá en todos los personajes y entre ellos, como a uno más, al artista.
Por este motivo incluso en novelas como esta que se centran en las vicisitudes del

107
Además de colocar la novela de Escrich junto a estas narraciones, Santiáñez-Tió (1995b) enumera en
el mismo artículo los principales temas de El frac azul, entre los que destaca la novedad en el esbozo de
los puntos comunes entre realismo, arte y metaliteratura, “las relaciones entre el artista y la sociedad
moderna, los vínculos entre la rebelión artística y la revolución social, las figuras del heroísmo moderno,
la relación realista de acontecimientos contemporáneos y la reflexión sobre la literatura y el arte en un
texto literario” (5).
108
Cansinos Assens, analizando la presencia de la bohemia en la literatura y en concreto, en la novela El
frac azul, confirma lo dicho en el capítulo 1 acerca de la idealización de la vida bohemia: “El fenómeno
bohemio ha sido, pues, en realidad, una creación del Romanticismo, un epifenómeno del fenómeno
romántico, un instante de aquella embriaguez, egolátrica y lírica, que lo idealizaba todo, hasta los
andrajos” (Los temas literarios y su interpretación, on line).

118
colectivo de los artistas se les intentará caracterizar según la originalidad que
desprenden entre sí y por sí mismos y se prescindirá de la comparación e influencia
negativa de explícitos antagonistas.
El protagonista de El frac azul se halla todavía un paso por detrás del artista de
la novela realista. Pese a lo explicado anteriormente, Elías debe todavía mucho de su
caracterización al tipo costumbrista, al menos en su aspecto superficial, actitud inicial y
conocimiento del mercado literario. No obstante, observaremos en él un proceso de
maduración que lo acerca un poco más a las novelas de aprendizaje.
Desde el título de la novela, El frac azul. Episodios de un joven flaco, se indica
al lector información sobre cómo va a ser su protagonista: un joven flaco que viste un
frac azul tiene que ser necesariamente un diletante romántico que ostenta, consciente y
con orgullo, la trasnochada vestimenta del apasionado Werther y del iluso Lucien de
Rubempré. 109
Elías es descrito como un joven de aspiraciones literarias, que tras un dudoso
éxito en la provincia, se cree con aptitudes para conquistar rápidamente la capital, a la
que llega sin apenas dinero y con su fatídico frac azul, único bagaje que llevaban los
héroes de sus lecturas y los genios de las biografías románticas.110 En este primer
momento, Elías no conoce aún la existencia de la bohemia posromántica por lo que sus

109
Werther asocia el frac azul al recuerdo de Carlota y por este motivo lo conserva incluso en su suicidio:
“Ha sido difícil, hasta que me he decidido a dejar mi sencillo frac azul con que bailé por primera vez con
Carlota; pero últimamente ya estaba impresentable. Entonces me he mandado hacer uno igual que el
anterior, con el cuello y las solapas iguales, y también con el chaleco y calzones amarillos” (Goethe,
Werther I, 77); “Quiero que me entierren, Carlota, con este traje: es sagrado porque tú lo has tocado” (Ib.
I, 119); “Por la sangre que había en el respaldo de la butaca se puede deducir que realizó su acción
sentado ante el escritorio, y luego cayó, saliéndose de su asiento en las convulsiones. Estaba contra la
ventana desfallecido, tendido de espaldas, completamente vestido, con las botas, con el frac azul y el
chaleco amarillo” (Ib. I, 120). En la Francia de la Restauración, Lucien luce la vestimenta wertheriana
que para los habitantes de provincia representa “todo el aspecto de un señor con tu frac azul de botones
amarillos y un simple pantalón de nanquín” (Balzac, Las ilusiones perdidas 81); sin embargo, en su
primera fiesta oficial en París se da cuenta de que su vestimenta ya está pasada de moda y ahora resulta
ridícula (Ib. 178-179). Imagínese cuánto lo será en El frac azul tantos años después (mediados de siglo):
“Cuando Elías concluyó su tocador, hubiera dado lo que no tenía por poderse mirar unos segundos
delante en un espejo de cuerpo entero. Su frac azul tina, era de un color tan hermoso y de un paño tan
fino…. Los botones dorados de una hechura tan elegante y de brillo tan deslumbrador… su pantalón
negro se hallaba tan flamante, sus botas de charol brillaban con tanta majestad, que Elías salió orgulloso
de su boardilla ostentando el altivo ademán de un conquistador. Llegó por fin a la calle y sus botas
tocaron el sucio polvo de las sucias aceras” (Pérez Escrich, El frac azul 61).

110
“Elías dejó tres onzas a su familia, y colocando en una maleta cuatro camisas, un frac azul, nuevo,
flamante, recién hecho, un pantalón negro, un chaleco de terciopelo de color de punzón y alguna otra
prenda de ropa, entre las que se hallaba un cuaderno de poesías y una copia de su drama, se encaminó a la
calle de Cuarte a la hora citada. ¡Ah! Me olvidaba decir que el poeta llevaba la moneda de cuarenta reales
en el bolsillo del chaleco (…) Elías era un soñador tan furibundo, que creía suficiente cantidad cuarenta
reales para conquistar a Madrid” (Pérez Escrich, El frac azul 52-53).

119
referencias son las de los tipos del primer romanticismo, los héroes exagerados y
trágicos de la sátira de Mesonero Romanos que a su vez habían servido de modelo y
habían pervivido después en novelas como la de Ernesto. En El frac azul, sin embargo,
tal actitud, exagerada y ridícula, discordante con la realidad del universo y del lector, es
también objeto de la misma burla que subyacía en las sátiras de la locura romántica.

De vez en cuando el poeta inédito daba furibundos puñetazos sobre el velador


que tenía delante, declamando sus versos con entonación campanuda.
Esto sin duda no le dejaba reparar que era objeto de las burlas de los criados de
la casa, y de las sonrisas maliciosas de algunas vecinas que asomaban las
picarescas cabezas, por encima de la tapia del jardín, para gozarse, o mejor decir,
para burlarse del entusiasmo del joven vate (…). “-¡Eh! ¡muchacho! – le dijo:
- ¿Sabes el tratamiento que se emplea en el hospital para curar a los
enajenados?”
Antes de que Elías tuviera tiempo de dar una respuesta a aquella pregunta, el tío,
desde la ventana, le envió un jarro de agua que le inundó desde la cabeza a los
pies (Pérez Escrich, El frac azul 42-45).

Como le sucedía a Ernesto y como a él a la mayoría de los aprendices o


aspirantes a poetas, Elías identifica la ciudad con un parnaso poético y social. La
decepción ante la imagen de la ciudad moderna, humeante, caótica e impersonal,
“inmenso grupo de casas que se le acercaba como dispuestas a devorarle” (Pérez
Escrich, El frac azul 57),111 le impacta de igual manera que al protagonista de
Las ilusiones perdidas, aunque como este, se sobrepondrá una y otra vez y, pese a los
continuos fracasos, se aferrará a sus sueños de gloria.

111
En el artículo costumbrista “El saloncillo del Teatro del Príncipe” (1873) Pérez Escrich reutiliza esta
comparación de Madrid como una bestia que devora al joven provinciano igual que ha corrompido ya a
los genios que, antes que él, en ella moran. “Madrid es el sueño dorado del poeta de provincias. Desde el
rincón de su modesto hogar, contempla a través de un prisma fascinador, una sociedad, unos hombres
que admira sin conocer (…) Para los poetas noveles que viven lejos de este nuevo bazar de conciencias
llamado Madrid; de este Leviatán que todo lo traga, lo corrompe y lo devora; de este océano de las
pasiones donde los hombres corren empujados por las olas sin voluntad propia; los hijos del genio… son
seres excepcionales (…) Pero llega un día en que se les conoce, se les trata, y entonces la poesía
desaparece y las ilusiones de color de rosa bajan a sepultarse en el frío sepulcro de los desengaños” (23-
24).

120
Su frac azul perdía poco a poco la encantadora hermosura de la juventud. Su
pantalón negro adquiría con el constante uso y las caricias frecuentes del cepillo,
cierto lustre sospechoso que asustaba al poeta. Sus botas de charol comenzaban a
descascarillarse de un modo lastimoso, pidiendo una sustitución; pero en medio
de esta decadencia, la esperanza brotaba lozana y llena de vida en el alma de
Elías, y la fuerza de voluntad se redoblaba en su corazón (Pérez Escrich, El frac
azul 135).

El protector de Elías pronto le adelanta cuáles son los oficios que podrían
evitarle miserias futuras en su carrera de literato y le invita a simultanear la escritura
con el empleo público o el trabajo de periodista (Pérez Escrich, El frac azul cap. 7). Fiel
al idealismo del frac, Elías rechaza en principio ambas posibilidades e intenta contactar
directamente con los empresarios de teatro. De acuerdo con el tópico, estos rechazan su
drama, se ríen de la imagen de su pobreza romántica e ignoran una obra en la que sí hay
muestras de un talento que más adelante corroborará el mismo Ventura de la Vega (Ib.
cap. 22).

Una voz de mujer [una actriz]: - ¿Quién es ese joven flaco que preguntaba por el
galán?
Una voz de hombre:- Un aprendiz de poeta.
La mujer:- ¿Traerá su dramita?.... ¡Pobre chico!
El hombre:- No es lo peor el drama, sino que el poeta viste frac azul y pantalón
negro; y ese es el traje de los mártires y de los suicidas.
La mujer:- Tiene cara de hambre.
El hombre:- Puede que la tenga. Esa es una condición precisa en los poetas
inéditos.
La mujer:- ¿Y cómo se titula el drama?
El hombre:- Óyelo y tiembla. La calle de la Amargura.
La mujer- ¿Y se lo harán?
El hombre:- Si lo harán, larán, larán, larán, y él se puso a cantar, y ella a reír.
En cuanto a Elías, sintió que una lágrima imprudente pugnaba por asomar a sus
ojos (Pérez Escrich, El frac azul 76).

121
La falta de ingresos hace que la pobreza de Elías comience a ser más real que
metafórica llegando a rozar el hambre. En este periodo conoce el destino de otros
aspirantes, el suicidio físico (Pérez Escrich, El frac azul cap.17) o la muerte poética por
la dedicación a la traducción y el plagio (Ib. cap.18). Finalmente Elías malvende la
propiedad de su obra a un editor que recuerda la hipocresía del marchante de arte (como
el Arnoux de La educación sentimental, 1869)112 a cambio de la promesa de su anuncio
en la cartelera teatral, algo que como era de prever tampoco sucede (Ib. cap.19). En este
punto Elías acepta el destino inmediato de los literatos y vende su talento en encargos a
sueldo (aleluyas, coplas, introducciones de libros, poemas de circunstancias para otros,
etc.).
Sin embargo, a diferencia de lo habitual en la trayectoria de los jóvenes poetas,
la fortuna de Elías ofrece una tercera alternativa a la de adaptación al mercado literario,
que ya había aceptado, y el de la renuncia a la misión poética y el regreso al campo.
Quizá como una profecía de la naturaleza de su genio, Elías se agota y sufre una
ceguera momentánea que lo postra en el lecho. Desde allí dicta una obra dramática que
se convertirá en el primero de otros éxitos teatrales (Pérez Escrich, El frac azul cap.34).
Para que esto se produzca Elías es instado a renunciar si no a su carrera poética sí a su
frac azul, es decir, a las actitudes y esperanzas quiméricas que le impedían desarrollarse
a sí mismo más allá de lo esperable en el tipo literario asociado a este frac.

“Le suplico que arroje lejos de sí el frac azul, eterno compañero de su infortunio,
porque nada bueno puede suceder a un hombre que viste siempre frac azul y
pantalón negro” (…) aquel mismo día se compró un gabán de castor de color
claro. En su casa querían quemar el frac; pero el poeta lo cepilló, lo dobló, lo
encerró con cariño en un caja, que como la de Pandora, no debía abrirse sino por
su mano.
Hoy, de vez en cuando, sus amigos le dicen:
Anda Elías, enséñanos el frac azul. Y Elías lo enseña con cierto respeto, porque
al dirigirle una mirada, pasan en tropel por su memoria los cuatro años de
horrible inquietud, de azarosas vicisitudes, que no consiguieron, sin embargo,

112
“Vamos a ver, joven; porque después de todo, aunque los editores tenemos ante los poetas el nombre
de tiranos, no sé la razón, pero me intereso por usted, y estoy casi resuelto a que nos entendamos, aunque
pierda el dinero como otras veces” (Pérez Escrich, El frac azul 167); “No es mal teatro: si la obra gustara,
podían sacarse buenos cuartos de ella… por consiguiente, en prueba del interés que me inspira, pues yo,
bien lo saben todos, me precio de ser el paño de lágrimas de los poetas, voy a hacerle una proposición”
(Íd.).

122
matar en perseverancia, ni ahuyentar la sonrisa de sus labios, ni borrar de su
mente la esperanza que, durante aquel período de resignación y de amargura, le
conducía a seguro puerto por entre el borrascoso oleaje de la vida (Pérez
Escrich, El frac azul 335-336).

Si alcanzar el éxito después de haber asumido la rendición es bastante inusual,


más lo es que el antaño orgulloso poeta desee renunciar a las alabanzas del público y
decida alejarse físicamente de él. Tras un breve periodo en el que Elías se dedica por
completo a mantener su estatus en un mundo teatral en el que por fin se siente
integrado, sufre de nuevo los accesos de la enfermedad del genio, es decir, el exceso de
trabajo y el agotamiento.

Su permanencia en el monte fue corta; los compromisos contraídos con las


empresas teatrales le obligaron a volver a la corte, y de nuevo comenzó para él
esa vida agitada de bastidores, donde el autor dramático gasta su existencia y se
juega su salud.
Elías no ha gozado nunca de una constitución robusta. El estudio, el excesivo
trabajo, los innumerables disgustos que proporciona el teatro, amenazaban
concluir con su existencia (…) “-¡Oh! Creo que este acto es el de más efecto de
todos cuantos he escrito en mi vida… no escribiré nada que más me guste”;
sintió en la garganta, y luego en el centro del pecho, una cosa extraña, así como
si una ola de sangre subiera hirviendo, dispuesta a ahogarle (…) Tenían razón, el
acto no estaba. Elías lo había roto en pequeños pedazos para tapar la sangre (…)
Elías terminó la comedia a costa de su salud (…) “El drama tuvo buen éxito, es
cierto; pero el acto que yo rompí valía más que todos cuantos he escrito, y quizás
que todos los que escriba” (…) “Ni mi carácter, ni mi temperamento, son a
propósito para sostener por mucho tiempo las luchas, las envidias, las miserias
de la vida de bastidores… será preciso dejarse el oficio, si quiero vivir algunos
años más…” (Pérez Escrich, El frac azul 338-341).

En lugar de continuar hasta la locura o la muerte o de, por el contrario,


abandonar el oficio literario, toma como alternativa definitiva la que hasta entonces
había sido una opción momentánea y poco apetecible: Elías decide cambiar de género y
probar suerte en el más sosegado, íntimo y lucrativo de la novela moderna (Pérez

123
Escrich, El frac azul cap.40). De este modo se desliga de la ciudad, que sigue
mostrándose como enemiga, y alterna el domicilio urbano con una residencia campestre
desde donde disfruta en la lejanía del éxito de sus novelas. En este momento (Ib.
cap.41), se descubre que Elías es en realidad el narrador del relato (y suponemos, que
también el autor, Pérez Escrich) el mismo que ha conseguido disuadir al joven poeta de
medir sus escasas fuerzas con la vida madrileña.
Respecto a las otras narraciones sobre la vida de artistas mencionadas, El frac
azul complica en algunos momentos el optimismo idealizado de los bohemios de
Murger. En primer lugar, que Elías esté casado y tenga que hacerse cargo de su esposa y
de los hermanos menores le hace plantearse necesidades cotidianas que no caben en los
artistas célibes, como el encontrar un espacio lo suficientemente grande y cómodo para
alojarlos o el apremio de tener que alimentarlos. Por otro lado, esta situación no se mide
con los parámetros habituales en las vidas de los artistas, por lo que Elías no se siente
menos creativo por culpa de su mujer ni hay una excesiva recreación en la sumisión y
abnegación de su esposa en la descripción de su relación con Elías, sino que se trata esta
de una forma relativamente natural e incluso afectuosa (“Todo cuanto soy, todo cuanto
llegué a ser, lo debo a mi familia”) (Pérez Escrich, El frac azul 186).
Otro tanto ocurre con la descripción del mundo artístico madrileño. Si bien
algunos de sus personajes se describen dotados de una aura de libertad y originalidad
innatas, como es el caso de Floro Moro Godo y de los bohemios (Pérez Escrich, El frac
azul caps.13 y 14), ni estos ni los estudiantes del Café Minerva animan a Elías a llevar
una vida libertina y poética, al estilo de la de Murger, que es incompatible con su
situación personal.113 Así, en la mayoría de los episodios más novelescos, como el de la
juerga nocturna de los bohemios, la muerte de Ángel el revolucionario o la de Enrica, la
sufrida compañera de Alejandro el pianista, amigo de Joaquín y de Elías, este se sitúa
como un testigo y colaborador esporádico que asiste a estos acontecimientos en los
momentos libres que le deja su periplo literario. De hecho, cuando asume un papel
activo implicándose en las barricadas de la revolución de 1854 su intervención tampoco
destaca sobre la de sus compañeros por lo que la responsabilidad individual de su
misión poética se extiende en realidad a todo el colectivo.

113
Floro no admite la posibilidad del suicidio en Elías puesto que este tiene una responsabilidad más allá
de sí mismo, una familia ante la que responder (Escrich, El frac azul cap.17). Más adelante Floro intenta
que Elías adopte una actitud más realista: “Te aconsejo, amigo mío, que aprendas a vivir; es lo más
necesario en este mundo; las ilusiones acaban por estropear el estómago y matar la alegría” (Ib. 164).

124
Desde entonces, todas las tardes se reunían los cuatro amigos en la barricada de
la calle del Prado.
Aquellas piedras, arrancadas de las calles, que servían de baluarte a la libertad,
fueron muchas veces mudos testigos de los sueños, de las ilusiones de aquellos
cuatro alumnos del Parnaso; y no era extraño a veces, mientras Roberto, con el
fusil al brazo, hacía centinela, ver detrás de la barricada, echados sobre las
piedras, a Floro recitando versos, o Altadill leyendo una oda a la libertad (Pérez
Escrich, El frac azul 273).

A pesar de asumir gran parte de la deuda del artista romántico tipificado desde
los artículos costumbristas e inserto y consolidado en el universo narrativo de los relatos
y narraciones prerrealistas, en El frac azul se permite un desarrollo del protagonista
mayor que los que habíamos observado hasta la fecha. En lugar de someter a Elías a los
enfrentamientos extremos de una sociedad dualista se intenta una evolución desde el
tipo, novedad que implica un proceso de maduración psicológica inexistente en las
novelas precedentes, y no del todo coincidente con los modelos extranjeros. De este
modo, no encontramos en El frac azul el despego y el humor bohemio, la tragedia de la
pobreza y la muerte o el hastío del aburguesamiento sino que nos hallamos a medio
camino entre las ilusiones y anécdotas de la juventud artística y una cierta preferencia
por el papel de testigo que dista aún demasiado de la pasividad del protagonista de La
educación sentimental (1869). Un ejemplo de estos temas aquí apenas enunciados es el
de la necesidad de reposo del artista o intelectual, el alejamiento consciente de la
actividad urbanita por temor a la corrupción y al agotamiento físico y moral. Este
problema, esbozado en El frac azul, se cargará de connotaciones metafísicas y poéticas
en las novelas cercanas al cambio de siglo.

2.4.2.4. El símbolo paródico de las Letras y escritores contemporáneos: El


caballero de las botas azules de Rosalía de Castro (1867).

Escrita en un periodo tan convulso como el que precedió a la revolución de La


Gloriosa, El caballero de las botas azules (1867) propone su propia revolución literaria
y social. Calificada como de artefacto (Ríos-Font 1997) o de intento de deconstrucción
del Romanticismo (G. Gullón 1986) (Johnson-Hoffman 1997), la novela de Rosalía de
Castro experimenta con la fantasía, la fábula y la narración costumbrista para

125
ejemplificar una nueva concepción literaria cuya novedad radique en su propia
ambigüedad. Para intentar encaminar y explicar el contenido de la novela, la narración
se precede de un diálogo entre un poeta ya consagrado y la musa de la Novedad donde
esta encarga al primero que se convierta en su representante en Madrid, aleccione a sus
decadentes habitantes, destruya los malos libros y publique un imperativo Libro de los
Libros capaz que renovar personas y creaciones.
La utilización de la parodia es omnipresente en la novela tanto en su estructura,
que subvierte las expectativas del lector, como en su trama y descripción de personajes.
De hecho, la experimentación con el lector y la crítica de la frecuente identificación de
autor, personaje y obra y la falta de discernimiento del elemento ficticio en las lecturas
románticas justifica la ausencia de interés del narrador por el lector, impensable en la
novela folletinesca, y la insistencia en parodiar la frecuente atracción de las mujeres por
la actitud romántica, a menudo falsaria, que encontrábamos reflejada en los personajes
femeninos de las novelas prerrealistas.
Aprovechándose de esta curiosidad por lo original y la necesidad de apropiarse
de ello, típico de la sociedad capitalista, el caballero consigue ser adorado como un
nuevo Mesías que atrae sobre sí el ansia de imitación. La sumisión será mayor en el
caso de las mujeres, agrupación en la que se potencia más el deseo como necesidad vital
(Charnon-Deutsch 1992 y 1999), un anhelo por otro lado esperable en un colectivo que
se describe a su vez como objeto de los hombres. Aunque en cierto modo el Caballero
ejerce como un nuevo Pigmalión cuando intenta inculcarles un modelo de vida hogareña
y trabajadora que esté más en consonancia con el mundo real, en general Rosalía de
Castro sanciona esta manipulación en otros textos, en especial en el personaje de Mara
en su novela Flavio (1861). Desde el punto de vista romántico, Mara defiende la
sensibilidad de la mujer como fuente igual o incluso mayor de inspiración que la del
hombre así como se niega a dejarse moldear por ninguno de ellos,114 una dependencia

114
“Sé que solo siento en mí esta necesidad de trasladar a un papel delator mis más íntimos sentimientos
(…) ¿Quién sois, pues, vosotras, musas…, tan queridas, tan alabadas?... Aunque difícil de convencer, soy
débil para las grandes luchas, y sólo hubiera levantado mi voz cuando hubiese alguna que dijera que para
ser poeta se necesitaba, demás del talento, mucha bilis, mucha sensibilidad romántica, propensión a la
melancolía y un deseo innato hacia lo que no puede poseerse… Entonces… ¿quiénes más que las mujeres
tendrían condiciones de verdaderos poetas? ¡Los hombres no pueden decir siquiera que son histéricos, y
es esa una musa tan fecunda!...” (R. de Castro, Flavio 286-287). Mara reclama en varias ocasiones su
derecho a distinguirse del imaginario masculino: “¿Qué queréis? Si no hallasteis en mí la mujer que
habéis soñado, peor para vos si os empeñáis en transformarme” (Ib. 373); “¿Qué queríais, pues? ¿Que
abandonase de un golpe mis antiguos hábitos, que me retirase del mundo…, que fuese, en fin, una dama
de novela?” (Ib. 434).

126
que en las Literatas (1866) Rosalía lamenta por esperable en la sociedad. 115 Así pues, la
crítica del Caballero parece más encaminada a denunciar esta falta de actividad y
participación social de la mujer que a insinuar su sumisión al hombre, ya que de hecho
es él mismo el que, tras demostrarles cuán fácil es su dominación, les devuelve su
libertad (“Será, pues, forzoso que os devuelva la libertad, mas no sin deciros que la
mujer, así en Oriente, como en Occidente, así en la civilizada Europa, como en los
países salvajes, sólo sabrá vencer sabiendo resistir; idos en paz”) (R. de Castro, El
caballero de las botas azules 334).116
En El caballero de las botas azules no se duda en culpar de esta decadencia
generalizada a la excesiva profusión de malas novelas, entiéndase las novelas por
entregas y folletinescas, llenas de tópicos románticos y mensajes morales. Una
verdadera plaga117 que el caballero destruye delante de sus autores, caricaturas del
literato triunfador el siglo, para sustituir a todos, libros y autores, por el gratuito Libro
de los Libros.

La humanidad se ve libre de un peso inútil, ya no tropezará con escorias en el


camino de la sabiduría; ya no leerá artículos distinguidos, ni historias inspiradas,
ni versos insípidos, ni novelas extravagantes, ni artículos críticos cuya gracia
empalagosa trasciende a necio… Helo ahí todo reunido en un punto de donde no
115
La sociedad se negará siempre a admitir una mujer escritora por lo que dirá de cualquier cosa que se
publique que, “tu marido es el que escribe y tú la que firmas” (R. de Castro, Literatas 956). Elevará la
misma queja que Carolina Coronado en Luz cuando se lamentaba de la mala fama que la sociedad atribuía
a la artista por ser mujer, artista e independiente: “Pues no creas que para aquí el mal, pues una poetisa o
escritora no puede vivir humanamente en paz sobre la Tierra puesto que, además de las agitaciones de su
espíritu, tiene las que levantan en torno de ella cuantos las rodean” (Ib. 957) “Si te agrada la sociedad,
pretendes lucirte, quieres que se hable de ti, no hay función sin taranca. Si vives apartada del trato de las
gentes, es que te haces la interesante, estás loca, tu carácter es atrabiliario e insoportable; pasas el día en
deliquios poéticos y la noche contemplando las estrellas, como Don Quijote” (Ib. 955).
116
La verdadera estatua es la mujer pasiva, la mujer inútil: “Dicen que las mujeres no deben ser literatas
ni politiconas, ni bachilleras y yo añado que lo que no deben es dejar de ser buenas mujeres. Ahora bien,
ninguna que no sepa hacer más que andar en carretela, tumbarse en la butaca y decir que se fastidia, por
más que sepa asimismo la equitación, las lenguas extranjeras y vestirse a la moda, nunca será para mí otra
cosa que un ser inútil, una figura de cartón indigna de oír la más pequeña de mis revelaciones” (R. de
Castro, El caballero de las botas azules 240).
117
Sobre la prostitución de la musa literaria se había quejado también en Las Literatas (1866): “No, mil
veces no, Eduarda; aleja de ti tan fatal tentación, no publiques nada y guarda para ti sola tus versos y tu
prosa, tus novelas y tus dramas (…) ¿No ves que el mundo está lleno de esas cosas? Todos escriben y de
todo. Las musas se han desencadenado. Hay más libros que arenas tiene el mar, más genios que estrellas
tiene el cielo y más críticos que hierbas hay en los campos (…) Semejantes a una plaga asoladora, críticos
y escritores han invadido la Tierra y la devoran como pueden (…) Las musas son un escollo y nada más.
Y, por otra parte, ¿merecen ellas que una las ame? ¿No se ha hecho acaso tan ramplonas y plebeyas que
acuden al primero que las invoca, siquiera sea la cabeza más vacía?” (R. de Castro, Literatas 952-953).

127
saldrá más, y mañana el gran libro aparecerá como un astro brillante en medio de
una atmósfera limpia y pura, en donde sin estorbo podrá esparcir la lumbre de su
gloria (R. de Castro, El caballero de las botas azules 335).

¡Oh! ¡Musa incomparable! El librito de tres pulgadas y con broches de oro ha


obtenido una fama universal, causando la desesperación de los editores avaros,
curando a los brutos y a algunos listos del mal de escribir y haciendo la felicidad
del universo. ¡Ay, ninguno ha sido más leído en la tierra que aquel libro feliz!
(R. de Castro, El caballero de las botas azules 344).

Desde la primera aparición del Caballero hasta la de su epitafio, tanto el


espectador como los personajes se encuentran inmersos en un increíble espectáculo de
máscaras. Juego metaliterario, en la novela se reinterpretan por medio de la parodia la
literatura coetánea, y en concreto, el tipo del poeta romántico. Con ese fin se exageran
hasta el límite los tópicos románticos para presentarlos a continuación desde una óptica
realista que no abandona la parodia. Un ejemplo era el de la destrucción de los libros,
una reinterpretación burlona de la misión poética y social del poeta romántico.118
La desmitificación del poeta comienza en el diálogo que precede a la narración
propiamente dicha. En lugar de ser protagonizado por El poeta y La musa, se les
desprende del aura de excepcionalidad y se los indetermina en Un poeta y Una musa. A
diferencia de los diálogos del poeta con los demonios en El diablo mundo o con el
Ángel (1841), ambos de Espronceda, la conversación entre este poeta y esta musa
pronto se desprende de toda gandilocuencia y deriva en una charla informal e incluso
vulgar entre un poeta anciano que se arrepiente de haberse adaptado a la maquinaria
social que lo ha alejado de la gloria literaria y una musa andrógina (“un marimacho, un
ser anfibio”) (R. de Castro, El caballero de las botas azules 103)119, voluble, insolente y

118
Aunque Rodríguez Fischer (“Introducción” 2002: 72) relaciona con el ideal krausista el
proteccionismo que el caballero ejerce sobre Melchor, prometido de Mariquita, en el que reconoce “uno
de esos artistas nacidos para asombrar a los siglos con sus obras inmortales” (R. de Castro, El caballero
de las botas azules 297), me pregunto si no estamos ante otra parodia sobre el motivo romántico del
genio plástico. Al fin y al cabo, los trabajos de Melchor son imitaciones en cera de motivos de la
naturaleza, objetos que por lo general suelen pertenecer a las artes decorativas, un tipo de creación de
carácter secundario habitualmente atribuida a artesanos que tardaría toda la segunda mitad del siglo XIX
y parte del XX en ser revalorizada al mismo nivel de las artes tradicionales (Escultura, Pintura y
Arquitectura).
119
La ambigüedad y la parodia de los mitos románticos comienza en la propia descripción de la musa de
la Novedad, quizá una vulgarización de las grandes heroínas medievales de rasgos nórdicos de moda en el

128
grosera (Ib. 92) que se ríe del Ideal, de la Musa romántica y de los méritos que se
atribuían los poetas.120

¿De qué puedes estar orgulloso? ¿De haber escrito pomposos artículos llenos de
la más acendrada filantropía y de haber desplegado tu mayor ciencia en lanzar
anatemas devastadoras contra los enemigos de la patria, es decir, contra los más
pequeños y que no podían volver por su honra sino en bien de tu propia gloria?
Pues así fue cómo empinándote poco a poco sobre los hombros de los débiles, te
fuiste irguiendo audazmente con el plomo y la gravedad de un hombre que no
depende de nadie y que todo lo debe a su talento (…) Cuando después,
perfectamente conocedor de la política, de la estética, de la fisiología, de la
mineralogía y de los costumbres extranjeras, te devolviste generosamente a la
patria (antes del viaje ostentabas una preciosa cabellera, que no daba indicio de
tus profundos pensamientos), apareciste en las Cámaras con la cabeza calva y
reluciente como la cáscara de un limón verde… (R. de Castro, El caballero de
las botas azules 95-96).

“Rico ya y dueño de algunos millones, no quisiera seguir las trilladas sendas de


la vida, sino emprender algún trabajo desconocido que llenase de asombro la
Europa, que me rodease de una gloria inmortal… pero ¿qué hacer? … ¡Oh! De
buena gana escribiría un libro… y lo grabaría con letras de oro… pero se

Romanticismo europeo (véase por ejemplo las óperas de Richard Wagner): “una figura elevada y esbelta
que viste larga y ceñida túnica, calza unas grandes botas de viaje y lleva chambergo. Su rostro es largo,
ovalado y de una expresión ambigua: tiene los ojos pardos, verdes y azules y parecen igualmente
dispuestos a hacer guiños picarescamente o a languidecer de amor. Un fino bozo sombrea el labio
superior de su boca algo abultada, pero semejante a una granada entreabierta, mientras dos largas
trenzas de cabellos le caen sobre la mórbida espalda medio desnuda. En una mano lleva un látigo, y en
la otra un ratoncito que salta y retoza con inimitable gracia mientras aprieta entre los dientes un
cascabel” (R. de Castro, El caballero de las botas azules 103).
120
Rosalía de Castro se burla en el Caballero de la misma aspiración hacia el Ideal que era el motor del
joven protagonista de Flavio (1861). En esta novela de formación, similar a la inaugurada por Goethe,
Rosalía desarrolla una formación negativa o degradación del protagonista quien, tras su caída en el placer
y el vicio, termina sus días hundido en la corrupción más pragmática (Varela Jácome 1986) (Mariño
Gómez 2004). En cierto modo Flavio es otra víctima de las lecturas románticas, cuya educación se
asemeja en parte a la del protagonista de Las confesiones de un hijo del siglo de Musset: “Todo lo que
había leído no había sido suficiente para formar en él un carácter fijo, un modo de pensar conforme; cada
libro dejara en su espíritu una idea como un adorno postizo, y podemos decir que Flavio, en este punto,
nada tenía suyo sino una imaginación de fuego, un carácter dado generalmente a la melancolía y un
talento poco vulgar. Sus meditaciones solían ser sombrías, y sus sensaciones eran violentas y expansivas.
Pero creemos que esta última, más bien que hijo de su carácter, era un efecto de su educación y de su
ignorancia. Flavio era una planta virgen, un ser extraño a los placeres del mundo que con los ojos
vendados corría en pos de ellos buscando su amada libertad” (R. de Castro, Flavio 218).

129
escriben tantos… ¿Y de qué trataría en él? ¿Quién lo leería? Y aun cuando lo
leyesen, ¿recordarían al día siguiente su contenido? ¡Locura! ¿Quién se acuerda
más que de sí mismo?... Y, sin embargo, esa era mi más querida ilusión… ¡mi
eterno sueño!”
Lleno de abatimiento, volviste entonces la mirada hacia las antiguas musas y
comprendiste que estabas perdido. ¡Nada nuevo te restaba ya! La inspiración,
esa divina diosa que algún tiempo sólo se comunicaba con algunos elegidos,
dignos de recibir las celestes inspiraciones, correteaba ya por las callejuelas sin
salida, guarida de los borrachos, y se paseaba por las calles del brazo de algún
barbero o de los sargentos que tienen buena letra (…) ¡he aquí por qué me
buscarás siempre!, pues sin mí serás ¡uno de tantos! Y nada más que esto (R. de
Castro, El caballero de las botas azules 97-98).

Si el poeta pierde su aura de autenticidad, la musa renuncia también a ser objeto


de poetización, lo que sin embargo no hace sino dotarla de una modernidad inexistente
en la musa romántica, hecha a imagen y semejanza de los deseos del hombre. Por ese
motivo la musa no tiene un sexo definido y no se preocupa por el individuo, sino por la
Humanidad, aunque no como idea genérica, sino como colectivo histórico con unas
características concretas. En este sentido la modernidad de la musa de la Novedad se
explica por su dependencia del presente y por ello se define por su relatividad, la misma
ambigüedad que se desprende de la estructura, trama y personajes de la novela. 121

Te haré el más popular de los hombres y miles de corazones se estremecerán de


curiosidad y emoción a tu paso (…) Lo que no se tolera, lo que irrita, lo que
provoca y atrae el ridículo serán tus armas (…) Te hice ver cómo eres todo un
héroe de nuestros tiempos, y ahora añadiré que para que puedas cumplir tus
gloriosos votos, sólo falta que te instruya en mi ciencia, dándote parte de mi
manera de ser y una apariencia extraña y maravillosa. Con esto triunfarás,
cautivarás y representarás la más aplaudida y ridícula y singular comedia de tu
siglo. Los espectadores se devanarán los sesos para comprender su argumento, y

121
Según Risco, la ambigüedad se consigue al convertir el tipo en un emblema a través de una progresiva
desrealización purificadora del hombre real hasta la entidad simbólica (1986: 191). Se trata de un proceso
aperturista que se opone al característico de la literatura de la época, empeñada en ceñir, concretar y
completar “los rasgos constitutivos de sus personajes para cerrarlos en una significación unívoca y rígida
que trataban de imponer al lector” (Ib. 196).

130
juro que no lo conseguirán, así como nadie los comprende a ellos (…) ¿qué más
puede ambicionar un hombre en el siglo de las caricaturas que hacer la suya
propia y la de los demás ante un auditorio conmovido?... (R. de Castro, El
caballero de las botas azules 105-106).

La romantización extrema del poeta tiene como consecuencia la conversión de


este en una máscara imperturbable, cuya atracción es más o menos poderosa según
consiga remitir al tipo literario que el público desea reconocer. 122 Es decir, se trata de
que sus botas azules logren sustituir y evocar la fatalidad, idealismo y originalidad que
habíamos visto asociadas al frac azul. Su éxito radica en la reiteración constante de la
caracterización hiperbólica de las botas, una creación en definitiva puramente verbal
que da lugar a una metonimia extrema que facilita el olvido de su portador. En este
sentido el disfraz del Caballero anula completamente al poeta, lo que explicaría por qué
la autoría de la Obra Maestra, el Libro de los Libros e incluso la identificación de este
con la novela de El caballero de las botas azules no se resuelva nunca y permanezca
como una cuestión secundaria.

Un joven y elegante caballero, vestido de negro, que calzaba unas botas azules
que le llegaban hasta la rodilla, y cuyo fulgor se asemejaba al fósforo que brilla
entre las sombras, se hallaba en pie a la entrada de la antecámara, agitando en
una mano el cordón de la campanilla mientras con la otra daba vueltas a una
varita de ébano cubierta de brillantes y en cuya extremidad se veía un enorme
cascabel.
Era el singularísimo y nunca bien ponderado personaje de elevada talla y
arrogante apostura, de negra, crespa y un tanto revuelta, si bien perfumada
cabellera. Tenía el semblante tan uniformemente blanco como si fuese hecho de
un pedazo de mármol, y la expresión irónica de su mirada y de su boca era tal
que turbaba al primer golpe el ánimo más sereno. Sobre su negro chaleco
resaltaba además una corbata blanca que al mismo tiempo era y no era corbata,
pues tenía la forma exacta de un aguilucho de feroces ojos con las alas abiertas y
garras que parecían próximas a clavarse en su presa. A pesar de todo esto, el
conjunto de aquel ser extraño era, aunque extraordinario en demasía, armonioso

122
Como explica Johnson-Hoffman (162): “From the mysterious symbolism of this attire to the paleness
of his face, he exaggerates all the characteristics typically associated with the romantic hero.”

131
y simpático. Sus botas, maravilla no vista jamás, parecían hechas de un pedazo
del mismo cielo, y el aguilucho que por corbata llevaba hacía un efecto
admirable y fantástico: podía, pues, decirse de aquel personaje que, más bien
hombre, era una hermosa visión (R. de Castro, El caballero de las botas azules
112).123

Aunque se han señalado varias fuentes literarias de donde la autora podría haber
tomado el personaje del Caballero (el Quijote, El gato con botas, Fausto, Hoffmann,
etc.) (Posada Alonso 2006), me parece muy significativa la insistencia en la propia
novela en compararlo con Petchorin, el protagonista de Un héroe de nuestro tiempo de
Lérmontov (1839-1840). Una de esas mujeres de El caballero de las botas azules que
han perdido el contacto con la realidad y sólo pueden ver el mundo a través de sus
ficciones (Ríos-Font 1997) se obsesiona con este personaje, representante del spleen
ruso que se había puesto de moda en la segunda mitad del siglo XIX. 124 La habitual
asociación en las lectoras románticas entre autor, personaje, actitud poética y de nuevo
creación poética se exagera hasta el punto de que la mujer no da importancia a la
imposibilidad material de que el Caballero sea ni el autor ruso, fallecido en 1841, ni
mucho menos el héroe de su novela.

-¡Oh Dios! ¿Es un fantasma o un ser real? ¿Es él o su sombra? –exclamó la


condesa mirándole con interés y con espanto.

123
Las botas fascinan a los madrileños por inexplicables: “que son el infierno, señor, que han sido hechas
para quitar a los hombres el poco juicio que les queda…” (R. de Castro, El caballero de las botas azules
127); “A no ser por aquella corbata y por aquellas botas maravillosas que llenan de asombro el espíritu
más impasible y sereno, no podría soportársele un solo instante” (Ib. 129-130); “Madrid hierve a tal hora
de impaciencia, se abrasa de ansiedad por saber quién es el ser extraño que osa deslumbrarle con unas
botas azules” (Ib. 131); etc.
124
En su edición de El caballero de las botas azules, Ana Rodríguez Fischer reproduce al pie de página
la crítica que sobre Lermontov recoge Emilia Pardo Bazán en La revolución y la novela rusa: “lirismo
desenfranado, ironía mofadora y a veces melancolía profunda son base de la poética de Lermotof (…)
Lermotof es la nota sobreaguda del romanticismo, y después de su muerte es fuerza que decaiga; se han
agotado las maldiciones, los furores, las quejas y los esplines, y ya puede venir otra forma más amplia y
humana: el realismo” (2000: 160, nota 42); sobre el Petchorin, el protagonista de Un héroe de nuestro
tiempo, Pardo Bazán lo describe como “el tipo de héroe romántico, exigente, egoísta, mal avenido
consigo mismo y con los demás, insaciable de amor y despreciador de la vida, que nos encontramos con
diferente nombre en varias tierras [Rolla, Adolfo, René, Werther] y siempre de mal humor, siempre
inaguantable para decirlo de una vez” (2000: 259, nota 75). Estas referencias se encuentran también en la
bibliografía de esta tesis en el volumen de las obras completas de Pardo Bazán editado por H. L. Kirby
(1973) que incluye La revolución y la novela en Rusia. Las citas corresponderían a las páginas 828-829 y
830.

132
Por única respuesta, el gran duque se sonrió de la manera que se sonreía
Petchorin, el héroe de cierta novela rusa, y casi fuera de sí la condesa se acercó
más a él diciéndole:
- Señor duque… yo sé quién es usted… ¡ay!, conozco demasiado ese espíritu
escéptico, ese carácter sensible y áspero a la vez, ese pobre corazón nacido como
el mío, ambicioso y descontentadizo. ¡Lo he estudiado largos días cuando no
hallaba nada a mi alrededor que me curase del hastío! (…)
-¡Ah!, basta, señora, la interrumpió el duque sin dejar de sonreír, adivino…
usted delira como una pobre enferma y si quisiese la loca fortuna que fuese yo la
sombra de Lermontov…(….) le aconsejaría a usted, condesa, que antes de hablar
con el mal espíritu de un hombre escéptico y muerto en desafío, se pusiese usted
a bien con Dios (R. de Castro, El caballero de las botas azules 257-259).

Aunque es cierto que el Caballero se asemeja al soldado ruso, las coincidencias


son aquellas comunes con el héroe moderno, esto es, cierta frialdad irónica nacida de las
decepciones sufridas125 y una tendencia por el autoanálisis (“Yo sopeso y analizo mis
pasiones y mis actos propios con rigurosa curiosidad, pero sin interés: uno vive, el otro
le juzga”) (Lérmontov, Un héroe de nuestro tiempo 206) que se desarrollará más
adelante en novelas posnaturalistas como las psicológicas de Bourget (El discípulo)
(1889). Otras, como la exagerada sensibilidad, no pertenecen ni al Caballero ni al
personaje de Lérmontov, sino que son fabulaciones de la propia lectora construidas a
partir de una interpretación interesada de la novela que, en este caso, supone atribuir al
personaje, y por extensión al Caballero, una serie de sentimientos que ni uno ni otro
poseen.126 En este aspecto, la misión reformadora del Caballero se extiende hasta “to

125
“Era de mediana estatura y, a juzgar por lo esbelto de su talle y la anchura de sus hombros, de
complexión vigorosa y capaz de soportar todos los rigores de la vida errabunda y los cambios climáticos,
que no habían quebrantado ni las costumbres disolutas de la capital ni las tormentas del espíritu (…)
Caminaba con soltura e indolencia, pero advertí que no movía los brazos, indicio infalible de un carácter
reservado. (…) Su sonrisa tenía algo de la de un niño el cutis cierta delicadeza femenil (…) En primer
lugar, sus ojos no reían cuando él se reía (…) Es indicio de mal carácter o de una pesadumbre honda y
constante. Bajo los párpados entornados, tenían entre las pestañas un brillo fosforescente si se me permite
expresarme así. No era el reflejo de un alma ardiente o de una imaginación inquieta; era un brillo
semejante al brillo del acero pulido, cegador pero frío; su mirada, fugaz aunque penetrante y dura,
causaba la desagradable impresión de una pregunta indiscreta y habría podido parecer insolente, de no ser
por su serena indiferencia (…) Para terminar, diré que no era nada mal parecido y tenía uno de esos
semblantes originales que agradan singularmente a las señoras de la alta sociedad” (Lérmontov, Un
héroe de nuestro tiempo 111-112).
126
La condesa dota a Lérmontov-Petchorin de unos sentimientos que él mismo niega a lo largo de toda la
novela ya que estos en realidad sólo le interesan como medio de dominación sobre las mujeres,

133
teach women to be resistant readers, to read critically the fantasies scripted for them”
(Kirkpatrick 1995: 88).
El caballero de las botas azules cuestiona por lo tanto la comunicación literaria,
desde el autor hasta el lector, con el fin de ofrecer una alternativa al dualismo de la
narración prerrealista y a las concepciones cerradas de idealismo y de realismo,
innovaciones que afectarían también, por supuesto, al personaje del artista y a la
identificación del Arte y la Vida.

dominación que también ejercerá el caballero para aleccionarlas y liberarlas del error de buscar en la
realidad las idealizaciones de la literatura romántica: “Él era sombra y luz, y al decir ¡no creo!, ¡no amo!,
decía a la vez ¡amo y creo! ¡quiero creer y amar!...” (R. de Castro, El caballero de las botas azules 258)
cuando Petchorin afirma que “Y mi mayor deleite, el de someter a mi voluntad todo cuanto me rodea, el
de despertar sentimientos de amor, de devoción y miedo, ¿no es el primer indicio y el mayor triunfo del
poder?” (Lérmontov, Un héroe de nuestro tiempo 173). Aunque hemos visto que la atracción por lo
original romántico es un tema habitual en la literatura precedente y coetánea a El caballero, Rosalía de
Castro pudo observar también este error femenino en el personaje de Vera, amante de Petchorin, y en su
defensa de una supuesta bondad oculta en el héroe trágico: “Nos separamos para siempre; sin embargo,
puedes tener la seguridad de que jamás amaré a otro hombre. Mi alma ha agotado en ti todos sus tesoros,
sus lágrimas y sus esperanzas. Una mujer que te haya amado una vez no puede mirar sin cierto desdén a
los demás hombres. Y no porque tú seas mejor, ¡no! Pero, hay en ti algo peculiar, algo que sólo tú posees,
algo arrogante y misterioso; tu voz, digas lo que digas, tiene un poderío invencible; nadie pone tanto
empeño en ser amado; en nadie resulta tan sugestivo el mal; no hay mirada que prometa tanto deleite;
nadie sabe valerse mejor de sus ventajas y nadie puede ser tan auténticamente desdichado como tú porque
nadie se afana tanto por persuadirse de lo contrario” (Ib. 214-215).

134
3. LA TRANSFORMACIÓN DE LA IMAGEN DEL
ARTISTA EN EL REALISMO Y EN EL NATURALISMO.
3. LA TRANSFORMACIÓN DE LA IMAGEN DEL ARTISTA EN EL
REALISMO Y EN EL NATURALISMO.

3.1. Del tipo beligerante al personaje en sociedad. Pervivencia de elementos


románticos en el Realismo. Las ilusiones del Doctor Faustino de Juan Valera
(1875).

La nueva estética realista y naturalista que se extiende desde la revolución de


1868 hasta principios de la década de los 90 presenta al artista como un personaje más
en el universo social que comenzábamos a observar en las últimas novelas del periodo
isabelino. La inserción en un universo realista no supone la disolución de su
originalidad entre la medianía sino que permite un estudio más fiel y detallado de la
actitud artística en más contextos y diferentes intencionalidades que la simplificada y
maniquea narrativa romántica. Así pues, convivirán ejemplos de burlas y parodias del
aspecto superficial del artista romántico, moda que resulta no sólo cómica, sino incluso
censurable para el narrador realista, y ejemplos de la progresiva aparición del artista
contemplativo, intelectual, pesimista y en ocasiones bohemio que se desarrollarán del
todo en el decadente fin de siglo.
En resumen, el tema del artista se tratará con distintos objetivos no excluyentes:
nostalgia o condena del escritor romántico (especialmente en sus excesos quijotescos),
curiosidad y apropiación burguesa de la originalidad del artista, ensayos en el desarrollo
de la introspección artística y vital (a menudo del héroe contemplativo), re-actualización
de la novela de desengaño, etc.
Pese a la fácil y errónea oposición entre Realismo y Romanticismo, basada en la
supuesta objetividad y subjetividad de uno respecto al otro, el Realismo no renuncia en
ningún momento al componente subjetivo, emotivo o psicológico. Es más, la
impersonalidad narrativa no deja de ser una falacia que disfraza la interpretación
personal del autor sobre lo narrado,127 y que pretende, además, facilitar el desarrollo del
personaje más allá de los tipos prefijados. De este modo, el personaje realista siempre se
confrontará implícitamente con el tipo anterior, no para afirmarlo o negarlo, sino para
cuestionar su identidad mientras participa en una sociedad ficticia. En consecuencia, y
vista la complejidad del universo realista, no se obliga al lector a presuponer un

127
En el Realismo “subyace un pacto, en el fondo, entre el autor y el lector según el cual este acepta,
como verdaderamente objetivo, una interpretación subjetiva del mundo” (Román Gutiérrez 2, 19).

137
desenlace tajante (enfrentamiento, éxito, fracaso -adaptación o muerte-) que radicalice
la relación del personaje con y en el espacio y tiempo en el que habita. De hecho, la
diversidad psicológica, el énfasis en una sensibilidad menos superficial o nacida ex
nihilo, permitirá estudiar con mayor fiabilidad a unos seres más complejos, perdidos en
sus propias dudas y responsables de sus propias fatalidades o sufrimientos
128
(Ciplijauskaité 93), lo que supone que rara vez las ilusiones y expectativas de los
personajes sean definidas y mucho menos aprobadas por el narrador. Frente a la unidad
romántica, el héroe realista, incluso cuando se le sitúe en el reinado isabelino, oscilará
entre la ambición y la pereza contradiciendo de este modo la exaltación idealizada de las
novelas de costumbres contemporáneas.
Uno de los primeros de esta relectura serán Las ilusiones del doctor Faustino de
Juan Valera (1875), novela protagonizada por un héroe desilusionado que recuerda al
Frédéric de La educación sentimental (1869) (Tietz 1985), además de al doctor Fausto
de Goethe (1808 y ss.). Figura novelesca y objeto de adoraciones en su ciudad natal,
Faustino se anima a probar suerte en la capital, “lleno de ambición difusa y esperanza
confusa de ser cuanto hay que ser, hombre de Estado, poeta, orador, filósofo, sabio, y
hasta mago y místico” (Valera, Faustino 346). Tan difusa como su ambición es su
voluntad. Por pereza, quizá proveniente de su excesiva autocrítica, no resiste los
primeros fracasos de sus versos, no lucha por mantenerse en la prensa, medio que, por
otro lado, desprecia (Ib. 98-99) ni termina nunca sus dramas. Víctima como Frédéric de
la placidez intelectual y la soledad posrevolucionaria, Valera también desea representar
en él “a toda la generación mía contemporánea; es un doctor Fausto en pequeño, sin

128
Germán Gullón explica de forma muy clara la importancia de la lectura realista del Romanticismo en
su camino hacia el Modernismo: “El romanticismo, y aludo (me centro) únicamente a su faceta pasional,
no a la formal, corre por la literatura realista a modo de Guadiana, que irrigando sus raíces, busca una
desembocadura natural en lo que denominamos la literatura modernista en su primera manifestación, el
simbolismo. El realismo buscaba, como es bien sabido, ofrecer una visión objetiva de la realidad, y el
romanticismo en cierta medida estorbaba ese propósito con sus excesos, su insistencia en el yo, la
sentimentalidad, todo, en fin, lo que podría constituir un obstáculo para una percepción pura. Lo que el
realismo no puede dejar de lado es la sensorialidad romántica, las trampas que ésta pone a la razón.
Gracias al romanticismo la novela conocerá un nacimiento glorioso, precisamente porque cuando las
letras tendían a cerrarse, a que la palabra y la realidad se acercaran demasiado, como ocurre en el
periodismo, entonces irrumpe el ismo con un enorme hueco entre el lenguaje y la realidad, porque
descubre, ofrece a nuestra consideración la realidad interior, la sensible. Cuando en la segunda mitad del
XIX el positivismo fecunde un nuevo tipo de literatura, la realista, esta no podrá manifestarse como una
simple narración de hechos verídicos, de noticias, a manera de una pieza informativa, porque los
personajes además de protagonizar unas determinadas acciones en la obra serán seres de ficción, y eso de
ser entraña el que son seres sensibles, que poseen una vida interior o dicho en otras palabras, el realismo
nace preñado de romanticismo” (1988: 181).

138
magia ya, sin diablo y sin poderes sobrenaturales que le den auxilio. Es un compuesto
de los vicios, ambiciones, ensueños, escepticismo, descreimiento, concupiscencias, etc,
que afligen o afligieron a la juventud de mi tiempo” (Valera, Faustino “Posdata” de
1879).
No obstante lo dicho, la experimentación con el discurso narrativo realista
convive con los géneros más populares de la época isabelina, el folletín social y la
novela histórica, con los que el primero mantendrá un diálogo no sólo retrosprectivo,
sino también simultáneo. En este sentido, podríamos afirmar que el cuestionamiento de
la imagen romántica del artista no es sino una excepción en el comercio literario que
continúa aprovechándose, como los personajes criticados, del poderoso atractivo del
personaje romántico.

3.1.1. El artista en la novela histórica romántica de la Restauración. Fra Filippo


Lippi de Emilio Castelar (1877).

Como acabamos de decir, la pervivencia de los géneros románticos en la época


de consolidación de la estética realista afecta no sólo a la novela social contemporánea
sino también a la novela de corte histórico, el género más típicamente romántico. En el
caso de las narraciones protagonizadas por artistas supone, además, la continuación de
los tipos románticos y el relato de una serie de anécdotas basadas en la identificación
del arte y la vida, ya existente en las biografías de Vasari, y subyacente a las
interpretaciones de Carlyle o la Vida de Lord Byron de Castelar. Tanto esta obra como
Fra Filippo Lippi son excelentes ejemplos de la defensa esgrimida por Castelar a favor
de la reconstrucción romántica de los genios pasados. Así en Italia, después de escuchar
una relación realista de la locura de Tasso, exclamará indignado: “Yo le quiero tal como
le presenta la tradición poética en sus ensueños de gloria y lo detesto en vuestras
disecciones de embalsamador. Dejadme creer que ha sido como nosotros lo ideamos y
no como vosotros le habéis puesto” (Castelar, Recuerdos de Italia 2, 246-248).
Fra Filippo Lippi resulta especialmente interesante porque ofrece un intento de
síntesis de las corrientes idealistas y pragmáticas o naturalistas que se desarrollan a lo
largo de todo el siglo XIX y porque pretende presentar como compatibles la imagen de
un artista igual de pasional que los artistas modernos con la defensa del virtuosismo, la
fe y el talento que ya encontrábamos en los relatos y biografías noveladas de los grandes
genios. Se trata por tanto de la narración de un personaje histórico ya de por sí atractivo

139
sobre el que se quiere construir una genialidad modélica y un tanto nostálgica, adorador
de la Mujer y al servicio de la comunidad. Para ello Castelar se verá obligado a una
idealización extrema y una labor constante de justificación de la irreverencia del pintor
renacentista, secuestrador de una novicia y padre de un hijo con esta.
Por otro lado, además, las innovaciones técnicas del pintor del Renacimiento en
el difícil camino de la introducción del realismo en un arte que se encontraba todavía al
servicio de la religiosidad, le sirven de excusa a Castelar para insistir en la necesidad de
la recuperación de la fe primitiva, artística y espiritual, en estos tiempos modernos, una
fe sincera y verdadera que opone a los primeros intentos de revitalización de la estética
prerrafaelista.

Yo no puedo ver sin verdadero entusiasmo las obras de los artistas místicos de
los siglos católicos, porque tienen las dos condiciones esenciales al arte, la
inspiración espontánea y la naturalidad completa. Pero yo no puedo ver sin
repugnancia las figuras modernas que no han nacido de la cándida fe sino del
recalentado estudio. La escuela académica, con sus griegos y romanos de
convención, paréceme fría y mentida; pero la escuela prerafaelista, con sus
santos de encargo, paréceme reaccionaria y absurda. Los pintores como Giotto,
como Fra Angélico, que es la más alta expresión del misticismo artístico, han
pensado y han sentido lo que han hecho; y sus ángeles y sus Vírgenes y sus
Cristos traen visiblemente en los ojos y en los rostros un divino resplandor de los
cielos. Pero estas figuras convencionales de Overbek no tienen ni siquiera un
reflejo de sus inmortales modelos (…) Overbek, más sabio, más matemático,
dibuja mejor que sus maestros los cuerpos, ciertamente; pero no acierta ni de
lejos a pintar como ellos los rostros. Y es porque los pintores místicos sólo han
debido convertir los ojos a sí mismos para encender en fe y caridad a sus santos,
mientras los pintores neo-católicos han fingido unas creencias y una inspiración
que realmente ni recogían por sus venas en la naturaleza y en la temperatura de
este nuestro siglo, ni llevaban dentro de sí como una idea innata (Castelar,
Recuerdos de Italia 2, 127-128).

140
Para la novelización de esta vida artística Castelar se aprovecha directamente de
la ficcionalización previa de Vasari.129 Ya en las Vidas, Vasari intenta restar
importancia a la relación entre el monje pintor y la novicia secuestrada, un error menor
perdonable por una idea de la Virtud que aúna la perfección moral y artística y que
alcanza su culmen en el virtuoso Rafael y en la divinidad de Miguel Ángel.130 De hecho,
Castelar tomará también en su novela la biografía de Fra Angélico, para confrontar el
éxtasis místico de este con la visión más moderna, individual y demiurga de la creación
artística que representará Fra Filippo.

Verdaderamente que en presencia de Dios todo es pequeño. Pero si algo hay


grande, si hay algo divino, como que produce la imagen de Dios mismo, de sus
santos, de sus arcángeles, de sus bienaventurados, sin duda, es la mente, la
fantasía, la persona del artista, sacerdote encogido desde el nacer por la
inspiración, rey de los demás seres por el genio, creador como Dios mismo por
sus obras (Castelar, Fra Filippo Lippi 1, 42-43).

La idea del progreso en las artes de Vasari tendrá también su correspondencia en


la novela romántica, aunque en este caso se enfatizará más aún el elemento social con el
ensalzamiento del sistema republicano y del protectorado oficial del talento artístico que
venía pidiéndose desde el El Artista y que Castelar personificará en la figura de Cosme
de Médici y su corte de artistas (Castelar, Fra Filippo Lippi 2, cap.1).
La caracterización del pintor renacentista nos permite, además, constatar la
presencia cada vez mayor del determinismo científico sobre la persona del artista, un
fenómeno que culminará, como veremos más adelante, con la patologización del genio
129
“Mediante la descripción de la vida de artistas singulares, pintores, escultores, arquitectos, en cortas y
densas biografías, Vasari traza la evolución ideal del primer período artístico de la Edad Moderna: el
Renacimiento. Para esto, Vasari no duda en introducir elementos que le sirvan para sus fines, novelar y
subrayar las características excepcionales de los artistas italianos y, fundamentalmente, toscanos, algunos
anecdóticos y novelescos mezclados con otros razonamientos de alto valor teórico” (Méndez Baiges y
Montijano García 27).
130
“Si alguien que sea realmente virtuoso se encuentra sin embargo algún vicio, por muy reprobable y feo
que sea, la virtud lo recubre tanto, que lo que comprometería y sería motivo de castigo para otros, casi no
parece pecado en el virtuoso. Y no sólo que no sea castigado, sino que se le tiene compasión, pues la
propia justicia implica siempre una cierta reverencia hacia cualquier amago de virtud. Esta, aparte de
otras mil expresiones maravillosas, muda la avaricia del principio en generosidad, rompe los odios del
ánimo, entierra las envidias en los hombres y alza desde aquí abajo hasta el cielo a quienes la fama
convierte de mortales en inmortales, como mostró por estos lares fray Filippo di Tommaso Lippi…”
(Vasari, Vidas 328); “Insomma i vizi dell’artista sono quelli che gli impediscono di render quanto
potrebbe e dovrebbe: questi sono i suoi veri peccati” (M. Pozzi y Mattoida 309).

141
por Lombroso y la popularización de las ideas de este en los tratados de Nordau. En la
novela de Castelar la descripción de la capacidad creativa se hará depender todavía de la
frenología y de la fisonomía, de tal manera que aun antes de comenzar la narración de la
vida de Fra Filippo, el lector puede hacerse una idea de su temperamento sólo por su
retrato físico, unos rasgos fácilmente identificables, por otro lado, en la ilustración que
acompaña a la edición de la novela.131 Tanto la descripción ecfrásica de la novela como
la ilustración remiten al grabado que acompaña a la biografía de Fra Filippo Lippi en la
segunda edición de las Vidas de Vasari. Este grabado está basado, a su vez, en la
errónea identificación de la imagen de un clérigo orante en la Coronación de la Virgen
(1441) con un supuesto autorretrato del pintor. Curiosamente, siglos después, esta
confusión nos sirve para invalidar completamente las conclusiones pseudo-científicas
que sustentan la caracterización del artista en la novela de Castelar. 132

Contemplémoslo breve instante, que bien podemos contemplarlo, pues de todos


estos artistas del Renacimiento, nos han quedado numerosos retratos. Con solo
verlo un frenólogo de nuestros tiempos hubiera dicho que, entre las tres
divisiones del cerebro, la intelectual , la moral, y la animal, esta última aparecía
como las más desarrollada, sobre todo, allá en el arranque de la nuca, donde
residen los indicios del amor material, que junta los opuestos sexos y reproduce
y renueva al género humano. La parte moral, estrechada entre el desmedido
desarrollo de la nuca y los anchos huesos frontales, revela una índole

131
“La doctrina frenológica, elaborada por Gall y que completó Spurzheim, se apoya en los siguientes
principios: 1º las facultades o potencias del alma son innatas y tienen asiento individual o localizado en
los órganos de que se compone el cerebro; 2º cada facultad tiene, por tanto, su órgano propio; 3º el
tamaño del cerebro mide su potencia mental; 4º el tamaño y forma del cerebro, consecuencia del
desarrollo de las distintas potencias o facultades, se manifiesta en la superficie exterior del cráneo, lo que
permite, por su examen y palpación, el conocimiento de la personalidad; 5º las facultades del alma pueden
manifestarse en gestos, movimientos o actitudes, mediante el ‘lenguaje’ que los frenólogos denominan
natural o especial” (S. Sánchez Granjel 14). De acuerdo con Cubì i Soler, el pintor tendrá que tener
especialmente desarrolladas las áreas dedicadas a la Constructividad, Forma, Tamaño, Colorido,
Individualidad, Idealidad, Imitación y Secretividad (Sistema completo de frenología con sus aplicaciones
al adelanto y mejoramiento del hombre, individual y socialmente considerado 1846, 190).
132
“Vasari cited a self-portrait of Fra Filippo in the frescoes in Prato cathedral, in which he noted that the
painter wore a friar’s habit. Another self-portrait of Filippo clothed in his monastic habit can be seen in
his Coronation of the Virgin in the Uffizi. Vasari used this painting as his source for the friar’s portrait
but, instead of the actual self-portrait by Fra Filippo, he used the portrait of the kneeling donor, Francesco
Maringhi (...) Vasari was probably misled by the inscription beside Maringhi (‘is perfecit opus’) thinking
that it referred to the painter as opposed to the patron (...) Vasari, on the other hand, seems to have
believed that the friar had at the age of 17 ‘boldly thrown off his monastic habit’. Therefore when he
came to design the woodcut portrait of Fra Filippo, he removed the clerical clothing and substituted
secular attire, though the friar still displays the tonsure” (Gregory 52-56).

142
voluptuosa, pero no perversa, de instintos indomables, de pasiones violentísimas,
pero no de refinada maldad.133 El amor en su más rudimentario concepto le
domina, y a la satisfacción de ese amor desordenado somete todas sus
inclinaciones y todos sus instintos. La frente, dura en su nacimiento, se echa
hacia atrás, como si buscara la parte posterior del cráneo, a la manera que en su
inteligencia busca la idea el absoluto imperio de las sensaciones. Por sus anchos
espacios atravesados de prematuras arrugas nótanse la fantasía artística en sus
tendencias más plásticas, y la irregularidad de la vida desgarrada por contrarios
apetitos. A cada instante se mueve tal frente, como si en vez de escudo
solidísimo, fuera ligero velo; achaque propio a los caracteres enardecidos por las
pasiones. Sus fibras se cimbrean y mecen como las plantas parietarias en los
altos muros al menor airecillo. Las cejas resultan prominentes y espesísimas; y si
denotan viveza y exaltación, también denotan lo fugaz de esas exaltaciones,
ruidosas, tormentosísimas, huracanadas, pero cambiantes y rápidas. En los
párpados carnosos, rematados por largas pestañas, se esconden unos ojos
grandes como para recoger en su oceánica mirada los colores, y al mismo tiempo
superficiales, para no pasar del relieve y forma externa de todos los seres y todas
las cosas, como convenía a un pintor naturalista por excelencia. La nariz es por
sus dimensiones aguileña, hundida en el entrecejo y luego larga, aunque en vez
de puntiaguda como corresponde a los caracteres finos y diplomáticos, redonda
como corresponde a los caracteres abiertos y francos. La boca es carnosa, los
labios gruesos, la barba desmesurada y partida, la oreja grande; las mejillas
encendidas; el cuello como de un toro; la estatura elevada, las manos largas, los
pies breves, reuniendo así todas las indicaciones que la forma puede dar al alma
y revelando a las claras un hombre esencialmente sensual, entregado al dominio
de las más ardientes y más vulgares pasiones.134

133
Si tenemos en cuenta la información frenológica del Arte de conocer a los hombres y a las mujeres,
sus pasiones, cualidades y vicios por las facciones del rostro y la forma de la cabeza; o sea, Fisonomía y
Frenología (1880), y prestamos atención tanto a la descripción de la novela como al grabado que lo
acompaña, podemos sospechar un realce intencionado de las protuberancias craneales que según este
tratado deberían corresponder al órgano de la pintura. Este talento debería corresponder a una
“protuberancia colocada encima de la parte de media de cada una de las ambas cejas” (Daura 142).
134
Por lo que respecta a la fisonomía, según el tratado citado en la nota anterior, encontramos la misma
relación entre rasgos y carácter que la que se establece en la novela y en la ilustración. En esta última se
destaca todavía más que el grabado original de Vasari los siguientes aspectos de la fisonomía del fraile
renacentista: “las arrugas perpendiculares de la frente indican grande energía y aplicación (…) cuando la
vena frontal se manifiesta indistintamente en medio de una frente lisa y bien redondeada, anuncia

143
Tal y como adelantamos cuando nos referimos a Ernesto y encontrábamos ya en
Vasari, los excesos del pintor renacentista se justifican por su temperamento genial, el
cual se cimienta a su vez sobre su hipersensibilidad. Así, Filippo no atiende a razones
porque es un artista y es un artista porque no responde a los parámetros normales.
Aunque Castelar basaba su defensa de Byron en este mismo razonamiento, la
originalidad de la caracterización del pintor renacentista es que este niega la necesidad
del sufrimiento y de la melancolía como fuente creativa y apuesta por no dejarse
dominar por el dolor (Castelar, Fra Filippo Lippi 1, 97). De este modo, se imagina
evolucionando su pintura en un contexto favorable de armonía conyugal.

Filippo paseó su mirada entristecida, roja aún por la congestión de su cerebro,


sobre todos aquellos objetos y comparándolos con lo que sería una habitación
ocupada por la mujer querida, con algún niño que sonriera y jugara aquí y allá;
con las delicadas labores del bello sexo como redes y bordados de seda; sobre
cojín de terciopelo ella destellando de sus ojos la lumbre en que se avivan las
almas y se enardece la sangre; junto a ella él con su paleta y sus pinceles en las
manos, en la frente la inspiración dócil, y en el corazón ¡ay! el amor
correspondido y feliz (Castelar, Fra Filippo Lippi 1, 225).

El amor casto del que hablábamos en Ernesto redime también al artista en su


doble faceta vital y artística ya que Filippo encuentra en Lucrecia tanto la compañera
doméstica, el ángel del hogar, como la musa y modelo para sus cuadros, circunstancias
que deberían justificar su acoso y su secuestro. Por lo que respecta a su faceta como
modelo, Lucrecia servirá de referente para una Virgen ya que personifica en sí misma la
castidad y la virtud que se desean en el pintor. Castelar se aleja en este punto de la
recreación en el cuerpo y la fascinación que este ejerce sobre el artista, argumento
fundamental en novelas como Manette Salomon y que se retomará en el fin de siglo.135

Talentos extraordinarios. Cuando se inclina hacia atrás, denota un genio fogoso y poco reflexivo” (Daura,
Arte de conocer 20-21); “Anuncia una nariz aguileña Carácter altivo y pasiones ardientes. Una nariz con
larga espina, indica Cualidades superiores. Cuando alas de las narices son móviles y bien expeditas,
indican Propensión a la sensualidad. Una nariz con una concavidad en la raíz, es señal de Carácter para
mandar, firme en sus proyectos y perseverante para continuarlos” (Ib. 28); “Boca con labios gruesos y
carnosos, denota Sensualidad, muchas veces Pereza y siempre un carácter Flemático”, “Labios gruesos y
bien proporcionados, designan un Carácter incompatible con la falsedad, maldad y bajeza, pero Propenso
a la voluptuosidad” (Ib. 30-31).
135
La castidad y la virtud de Lucrecia imponen que el pintor preste menor atención al cuerpo que a lo
ideal, pero esta preferencia no implica el desprecio por el cuerpo como motivo artístico. Desde el inicio

144
De hecho, la fascinación que Lucrecia ejerce sobre Filippo representa la antítesis de la
influencia maligna de la sensual Fornarina a la que nos referíamos en el primer capítulo.
En la novela de Castelar es la casta posesión de la mujer real lo que anima al pintor a
indagar más allá en lo ideal.

Veía su casa llena de ventura y su mente llena de inspiraciones (…) Ya que una
mujer real, con cuya belleza soñara siempre, sin lograr otra cosa más que
reproducirla y retratarla tal como la veían su ojos deslumbrados, ya que esta
mujer real entraba en su poder, veía más venir la hora de soñar con otro tipo
ideal más cercano a las realidades eternas que las míseras y frágiles criaturas
(…) Así puede decirse que, en aquella hora suprema, si el corazón de Filippo
entraba por el amor en la felicidad, su inteligencia entraba por la inspiración en
lo ideal (Castelar, Fra Filippo Lippi 3, 324-325).

La relación entre Fra Filippo Lippi y Lucrecia es un tema privilegiado en la


pintura histórica del siglo XIX. Por este motivo los artistas recrearán los dos momentos
de mayor tensión amorosa: la escena en que el pintor se declara a la monja que está
posando para su cuadro de la Madonna y el reencuentro de Filippo y Lucrecia cuando se
reconocen a solas tras su secuestro. 136
Paul Hyppolite Delaroche (1822) presenta a un Fra Filippo declarándose a una
turbada novicia en la postura clásica, arrodillado, tras abandonar los pinceles en el

de la novela enfatizará el aspecto estético del desnudo sobre la simple carnalidad: “Pero no me neguéis
que hay bellezas en la tierra como hay bellezas en el cielo. No me negueis que si es bella nuestra Virgen
rodeada de las jerarquías angélicas, es bella también la Galatea antigua, de pie sobre su cuadro de nácar,
ceñida con su túnica de espumas, los ojos en el horizonte, la cabellera agitada por las brisas, las manos en
las riendas, circuida de las ninfas cuyos cuerpos desnudos blanquean como las escamas argentadas entre
las ondas y de juguetones delfines que saltan y colean por la celeste superficie de los mares inundados de
luz y de alegría (…) El cuerpo humano mismo, este cuerpo humano que la primera culpa arrastró por el
barro de la tierra, es la imagen de Dios, como la bóveda de nuestro cerebro una repetición de la bóveda
del cielo. El sentir la belleza religiosa no debe impedirnos sentir también la humana belleza” (Castelar,
Fra Filippo Lippi 1, 44). Parece ser que Castelar comete en la descripción de Galatea un grave
anacronismo ya que esta descripción corresponde casi al detalle al fresco El triunfo de Galatea pintado
por Rafael Sanzio en la Villa Farnesina (Roma) en 1511. Este famoso fresco será mencionado más
adelante en el discurso de Picón en su ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1902).
136
Por lo que respecta a este encuentro tras el secuestro, Castagnola recreará el abrazo de Filippo a una
asustada Lucrecia (1874a). La Lucrecia de Castelar realizará una vehemente defensa de su castidad ante
un fogoso Filippo mientras el ilustrador mostrará directamente a un sosegado Lippi que acepta la
intersección de su amigo Serafín. Menos popular que estas, también se recrea en la pintura de la época el
momento en que el sultán que tiene cautivo a Fra Filippo le libera de su prisión como reconocimiento por
la perfección alcanzada en un retrato que este había realizado del primero (Pierre Nolasque Bergeret, Fra
Filippo Lippi y el sultán, 1819).

145
suelo, en una pose teatral que nos recuerda inevitablemente a lo que en 1840 será la
escena del balcón de Don Juan a Doña Inés en el drama de Zorrilla. En fechas más
cercanas a la novela, Gabriele Castagnola realizará varias versiones de la escena,
aunque su planteamiento será, en general, más sosegado. Por ejemplo, en pleno arrebato
amoroso, el pintor permanece sentado mientras contempla a la modelo, que está de pie,
y es testigo el cuadro, casi concluido, de la Madonna con dos ángeles y el niño (La
musa del artista, 1874b). La escena en la novela de Castelar, aunque desde un
planteamiento también muy teatral, dotará de mayor importancia a la palabra, pues no
permitirá en ningún momento el acercamiento físico entre el pintor y la modelo (que en
la ilustración, además, se dibuja de espaldas) e incluirá a dos testigos (Castelar, Fra
Filippo Lippi, capítulos X a XII). Menos íntima que la declaración apasionada, se
corresponde bastante con los comentarios que sobre esta escena se hicieron a una
edición de las Vidas de Vasari casi contemporánea a la aparición de la novela. Nos
referimos a las anotaciones de las Vite a cargo de Gaetano Milanesi (Firenze, Sansón
Editore, 1878) publicadas anteriormente en la revista francesa L’art entre el 30 de
diciembre de 1877 y el 20 de enero de 1878 (Milanesi 2, 633). En todos los casos
destaca la fascinación por la recreación de una escena que Vasari ni siquiera
desarrollaba en su obra.137

Y formaban los diversos grupos vistosísimo cuadro en aquella galería. Hacia el


centro la tabla medio comenzada, a cuyo lado se veía el pintor erguido, con la
cabeza bajo el pecho, los brazos tendidos en aparente desmayo, el pincel a las
plantas, mirando a Lucrecia con la candidez del niño que ha pretendido coger
una mariposa, y la ha visto escaparse en rápido, inconstante vuelo a sus activas
manos: cerca ya de la reja, que daba al interior del Convento, Lucrecia, vestida
con su traje pintoresco de modelo, coronada con su mística aureola de virgen, y

137
Vasari resume de este modo la relación entre Filippo Lippi y Lucrecia Buti: “Se cuenta que era tan
enamoradizo que, siempre que veía a una mujer que le gustaba, se mostraba dispuesto a concederle todo
su dinero a cambio de poseerla. Y, si no podía, usaba otros medios: las retrataba y con su charla encendía
la llama de su amor. Le perdían tanto estos apetitos, que cuando le asaltaban estos humores poco o nada
trabajaba en sus encargos” (Vasari, Vidas 330); “Poco después de haberla comenzado (la tabla), mientras
estaba en el monasterio, vio un día a una de las hijas del florentino Francesco Buti, que había ido allí para
hacerse monja o quedarse en custodia. Después de haberse ganado la complicidad de Lucrezia, que así se
llamaba la joven, de bellísimo aspecto y gracia, obró por todos los medios con las monjas para hacerle un
retrato para ponerlo en una figura de la Virgen, dentro de su obra, concesión que le hicieron no sin
bastantes dificultades. Por distintos medios consiguió apartar a Lucrezia de las monjas, justo el día que
ella había ido a ver el cíngulo de la Virgen, celebrada reliquia de ese castillo” (Vasari, Ib. 332).

146
suspensa en la incertidumbre de su ánimo entre contrarios pensamientos: en el
extremo, que al Monasterio se avecinaba, Berta con sus tocas de monja,
resaltando entre el oscuro enverjado de las celosías, ansiosa por saber el sentido
oculto de toda aquella escena, cuya gravedad adivinara por los ademanes que
había visto, y sin necesidad de oír las palabras, mientras al otro extremo, hacia la
puerta que al exterior se avecinaba, Guido ornado con todas sus preseas de
caballero, extático a la presencia de su amada, como un místico a la visión
beatífica; al lado de Guido, el escudero Gasparo riéndose de todo y de todos
como esas grotescas figuras cinceladas al pie de los bajos relieves religiosos por
los escultores de la Edad Media (Castelar, Fra Filippo Lippi 2, 258).

Trovandosi così Fra Filippo per la detta ragione spesso insieme colla Lucrezia, e
avendo grand’agio di mirarla, mentre dipingeva, e d’intrattenersi con lei in
piacevoli ragionamenti, viepiù nell’amorosa sua passione andava invescandosi.
La quale, non sosteniendo di chiuder più a lungo dentro di sè, tutta con accese
parole a lei discoperse, colto un giorno il destro che la monaca data per
compagna e a guardia della Lucrezia gli aveva per poco lasciati soli. Le quali
parole, sebbene in quel subito forte turbassero la Lucrezia, pur è da credere che
poi volentieri, e non senza un segreto piacere udisse altre volte dall’innamorato
frate ripetersi.
Conversando adunque insieme e non di rado senza l’importuna presenza di
testimoni, nacque a poco a poco tra loro maggior confidenza (Milanesi 2, 635).

En todo caso, la novela de Castelar supone un ejemplo más en la recreación de la


identificación entre el arte y la vida en el artista romántico, de modo que, pese a sus
reflexiones acerca de las concepciones idealistas y naturalistas del arte, el protagonista
no puede desprenderse de su origen como tipo de Lippi (Castelar, Fra Filippo Lippi 1,
III). Al final, “su manera de concebir y comportarse en el mundo resultará de la
hiperbolizada comunión de las aspiraciones quiméricas del genio y de la actitud vital del
yo más exaltado propio de todo héroe romántico” (Isla García 2011), que será en la
práctica el principal reclamo de la novela. De hecho, la ópera que se escribe en base al

147
éxito de la novela preferirá ofrecer una nueva lectura de los amores entre el artista y la
novicia, obviando así la problemática estrictamente artística. 138

3.2. Recuerdos y ecos del artista romántico.

3.2.1. El encuentro con la ciudad y la lucha revolucionaria. Pedro Sánchez de José


María de Pereda (1883).

En Pedro Sánchez Pereda cuenta la historia de un joven pueblerino de


ambiciones sencillas, entretenimiento literario y trabajo de oficina, a quien una familia
de alta posición anima a probar suerte en Madrid. Pronto descubre la falsedad de las
promesas del personaje que iba a recomendarlo y mientras decide qué hacer con su vida
comienza a trabajar en un periódico con el que empieza a ser conocido en la capital.
Con el estallido de la revolución de 1854, Pedro asume un papel importante como líder
de una parte de la población y, en agradecimiento, recibe como recompensa un puesto
político y la mano de la hija del personaje que antaño lo había despreciado. Sin
embargo, lejos de ser feliz, encadena una serie de desgracias que finalmente le empujan
a regresar a su pueblo muchos años después de su partida.
Sea una mirada nostálgica y quizá aliviada hacia una vida que se rechazó, o un
intento por aclarar desde la óptica realista los sucesos de una época que había sido un
tanto idealizada por el relato de El frac azul, Pedro Sánchez responde en diversos
aspectos a la misión social atribuible al artista de novelas como El poeta y el banquero,
El dios del siglo o el relato de Pérez Escrich. A diferencia del final trágico del primero,
la felicidad del segundo o la tercera vía conciliadora entre el éxito y la vida retirada de
Elías, la fatal desilusión de Pedro comienza justo cuando alcanza el éxito literario y
político por lo que no podemos hablar en sentido estricto del fracaso del artista
romántico o de “el fracaso de toda una vida” (Montesinos 1969: 145) aunque sí aceptar,

138
La Dinastía (19/6/1890) anuncia el estreno en Barcelona de la ópera (o melodrama) en cuatro actos, de
Orestes Bimboni, “La modella” publicada en Berlín en 1882 y a la que califica de “sobrado e insulso a
pesar de estar entresacado de la conocida novela del señor Castelar, Fra Filippo Lippi”. Todo el
argumento se reduce a los amores del pintor y la novicia: “Habiendo logrado el artista penetrar en el
convento de Santa Margarita para pintar un retablo, escoge como modelo a Lucrecia, se enamora de ella y
se escapan del convento ayudados de ‘Folcoretto’ amigo y discípulo de ‘Lippi’ quien a su vez se enamora
de la novicia y le propone abandone a su maestro. Apercibiese de ello ‘Lippi’, trata de castigar a su
desleal discípulo y en la lucha recibe ‘Lucrecia’ el golpe destinado a Folcoretto.”

148
teniendo en cuenta lo dicho, la idea de una “novela de aprendizaje negativo” (Herrán
1995: 389). En este sentido, cabría relacionarlo con las advertencias del costumbrismo y
de las novelas anteriores en las que se aconsejaba la renuncia a la vida de la Corte ya
que en el caso de Pedro Sánchez la corrupción de la vida urbanita afectará incluso a
quien no albergaba ninguna imagen idealizada sobre esta.139 En el retiro al campo Pedro
Sánchez no buscará ni el reposo ni encontrará la salvación, pues ya se encuentra
profundamente desilusionado, “agobiado el ánimo bajo la tiranía de la memoria, que no
se cansaba de ponerme delante de los ojos las más risueñas ilusiones enfrente de todos
los errores y desencantos de mi vida” (Pereda, Pedro Sánchez 424). En la vejez sólo
anhela vislumbrar el refugio que nunca debería haber abandonado.
Dada la similitud en los aspectos citados con la novela de Pérez Escrich, las
“ilusiones desvanecidas” de Pedro Sánchez también han sido relacionadas con las Las
ilusiones perdidas, Los miserables y La educación sentimental (Santiáñez-Tío 1995c).
Sin embargo, estamos lejos del combate e itinerario literario de Elías así como de las
exaltaciones y decepciones causadas por este. Ídem cabe decir sobre los personajes que
rodean al protagonista, ya que la bohemia en Pedro Sánchez se reduce prácticamente a
un poeta llamado Matica, que bien podría ser otra víctima del frac azul, 140 ni
encontramos referencias tan claras a la novela de Murger como las que había en la
narración de Pérez Escrich.
139
“¡Qué días los ocho que siguieron a este! ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué insomnios! ¡Qué raros cosquilleos en
todas las fibras de mi cuerpo! ¡Qué incesante tensión la de mi espíritu! Veinticinco años, los primeros de
mi vida, corridos en el apartamiento, en el sosiego, en la oscuridad, sin deseos, sin ambiciones, al dulce
calor del hogar paterno; avezado a abarcar con la mirada desde la solana de mi casa todo el escenario en
que había de desenvolverse la insulsa comedia de mi vida, por larga que ella hubiera sido… De pronto el
mundo entero ante mis ojos; el mundo con sus estruendos, sus confusiones, sus azares, sus halagos, sus
inclemencias, sus risas, sus dolores, sus grandezas, sus miserias… Póngase cualquiera en mi lugar, y
dígame si el trance no era para andar caviloso, inapetente y desvelado, como andaba yo… Pero mucho
más desvelado, inapetente y caviloso andaba mi padre, aunque hacía heroicos esfuerzos para ocultármelo”
(Pereda, Pedro Sánchez 105-106).
140
“Apareció en seguida en el hueco de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero
de copa, tirillas de papel, a la inglesa, corbata blanca, ceñido frac azul con botones dorados, pantalón
negro, tan raído y maltrecho como el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba
este personaje a paso trágico y miraba con altivo gesto. Inclinóse el lacayo delante de él; y después de
recibir de sus manos el sombrero y los guantes, preparóle una silla junto a la mesa. Sentóse el caballero,
grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó a su lado el fingido jockey después de
arrojar debajo de la mesa los guantes y el sombrero de su señor” (Pereda, Pedro Sánchez 125); “Es muy
de notar que en su trato ordinario era culto, y revelaba sus instintos de artista de raza hasta en las cosas
más nimias; su conversación era siempre amena, su imaginación fecundísima (…) Oyéndole pocas veces,
se le creía capaz de las más altas empresas; frecuentando su trato, se caía bien pronto en la cuenta de que
tenía dos enemigos invencibles: la sujeción y el método. Era un vagabundo incurable que derrochaba su
ingenio a borbotones en las mesas de los cafés y entre estudiantes desenfadados. Estaba bien por su casa,
y de eso vivía holgadamente en Madrid, pues no era vicioso ni gastador (…) Matica valía mucho más (Ib.
129-131).

149
Pedro Sánchez se aleja de la exaltación romántica pero no asume aún la figura
del intelectual. Tal y como afirmaría Pardo Bazán, constituye uno de los primeros
modelos de personaje realista, en sentido positivo, poco aficionado al spleen.141 Sin
embargo, en ocasiones su comportamiento -en cierto modo, testigo, como Elías-, y sus
sensatas y egoístas consideraciones sobre su labor literaria y revolucionaria (causada
quizá por un “falso y repentino entusiasmo”) (Pereda, Pedro Sánchez 285) no pueden
sino contagiarse por la locura reinante, la exaltación colectiva pervierte al personaje y
este llega a desear convertirse en un héroe importante.

Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez; no el hijo el


pobre hidalgo montañés don Juan Sánchez; no el inofensivo Pedro Sánchez que
estaba allí como un curioso más; sino el Pedro Sánchez redactor de El Clarín de
la Patria; el Pedro Sánchez “perseguido por la causa de la libertad”; el popular
autor de un escrito incendiario; el Pedro Sánchez que acababa de salir del
escondrijo donde burló la vigilancia de los esbirros del poder, que le buscaban
porque su nombre era bandera de batalla en manos de la revolución; y aquella
que fermentaba en derredor mío, era, en gran parte, obra de mi ingenio, chispa
de mi pluma fulminante… (…) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel
reguero de pólvora y convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había
llegado a lago turbulento! Desde lo alto del pedestal de la farola, lanzar mi
nombre por encima de todos los ecos y rumores de la multitud; después, cuatro
arranques tribunicios bien empapados en el espíritu revoltoso que palpitaba en
aquellas gentes inflamables, y al fin, arrastrarlas en mi seguimiento, cual
desbordado torrente, por donde a mí me diera la gana (Pereda, Pedro Sánchez
292-293).

141
“Acaso notamos que le falta un poco de fuego juvenil, de pasión, de melancolía y de austeridad, para
aspirar a ser algo más que la medianía humana; sin embargo, a su lado nos sentimos satisfechos,
tranquilizados por su invariable sensatez (…) La psicología de Pedro Sánchez no es pesimista; Pereda no
despelleja, ni le contrae el rostro la mueca del sarcasmo y amargura que, a despecho de su imposibilidad,
entristece la de Flaubert y Zola; se ve que Pedro Sánchez la escribió quien no está a mal con sus
semejantes ni hace inventario de las flaquezas y sandeces de la pobre humanidad, para desahogar la vilis
y entretener el esplín; el estudio es benévolo y cómico sin que llegue a desesperar a nadie” (Reseña de
Pardo Bazán a Pedro Sánchez, 1884). De hecho, cuando Pedro Sánchez recuerda sus versos juveniles “a
la luna, y al borrascoso mar, y a cuanto se me ponía delante, y agotaba consonantes para llorar imaginadas
amarguras y fingidos desengaños”, lo hace para demostrar “que el hombre, por sí, es tonto a cierta edad
de la vida, sean cuales fueren las circunstancias que lo rodeen” (Pereda, Pedro Sánchez 56).

150
Pese a la coincidencia en la creencia en el valor de la actuación heroica, en este
episodio revolucionario se invierte el orden de actuación del protagonista de El poeta y
el banquero. Si la participación activa de este le había llevado al exilio y a la decepción
revolucionaria y como consecuencia de esta, acepta sólo implicarse en los
acontecimientos políticos a través de una sátira, Pedro Sánchez actuará de forma
inversa: primero se hará conocido por un cuento satírico, sufrirá una breve persecución
y finalmente participará con las armas en la revuelta callejera y como orador en las
juntas revolucionarias. La diferencia fundamental es que lo que había sido motivo de
difamación, cárcel y exilio en el primero es aquí recompensado con un puesto político,
un desenlace que tras los acontecimientos posteriores a La Gloriosa no resulta quizá tan
descabellado.142 Sin embargo, como dijimos, en el momento en que el protagonista de
Pereda se inserta en la sociedad comienza también la destrucción de una felicidad inicial
en la que no se planteaba ninguna quimera.

Cuando me apuntó el bozo, y di en mirarme en el espejo, y en pagarme mucho


de mi persona, y me tuvo el párroco por regularmente instruido en letras
humanas, ni por descuido me asaltó la tentación de ser ministro, ni siquiera
diputado a Cortes, ni de meterme a periodista, ni a poeta dramático, ni a
funcionario de la nación, aunque fuera de los de corto sueldo. Todas estas cosas
y otras muchas más estaban tan lejos de mi lugar, tan fuera del alcance de la
máquina de mis pensamientos; tan limitado era el círculo de mis ideas; tan

142
Además de ser causa de sus desgracias, la posición de poder que ejerce Pedro Sánchez contamina de
alguna manera su desinteresada actuación en el periodo revolucionario. Por este motivo quizá la
recreación de los mismos acontecimientos en las Impresiones y recuerdos de Nombela (1909-1912) se
reduzcan a una participación sólo literaria, de carácter, sin embargo, más espontánea y noble: “Volví a
casa ponderando la cordura del pueblo, su marcialidad, su honradez (…) necesitando desahogar mi
emoción, escribí una oda en la que rebosaba mi entusiasmo (…) al día siguiente volví a la barricada de la
calle de Tudescos, donde me reconocieron y me acogieron con afecto (…) Me pidieron a coro que leyera
los versos, y rodeado de una veintena de hombres de todas clases y condiciones, entre los que figuraba el
capitán retirado, todos en mangas de camisa y sudando el quilo, porque hacía un calor sofocante, leí con
mi calor poético y el de la temperatura la tal oda, que me valió, dicho sea sin retruécano, una calurosa
ovación. Me hicieron repetir las estrofas; los primeros aplausos, que fueron ruidosos, atrajeron más gente
a la barricada, llegaron mujeres a engrosar el corro y otras asomadas a los balcones próximos, gritaron
varias veces que leyera con voz más alta (…) No sé cuántas veces me hicieron repetir la lectura, y cuando
ya no era posible continuar aquella escena, que si me halagaba, me dejó extenuado, el capitán exclamó:
- Eso debe publicarse en las Novedades, para que todos nuestros amigos se enteren del tributo que este
joven rinde al pueblo soberano” (Nombela 1976: 262-263). Además de la oda, el poeta escribe un ensayo
lírico dedicado al general San Miguel cuya impresión casi le lleva a la ruina. Esta decepción se añade a
las sufridas en el campo literario ante las sucesivas e interesadas negativas de empresarios teatrales y
editores para publicar su obra, una relación de la trayectoria literaria muy común hasta este punto con la
habitual desde el Romanticismo y que el propio Nombela reflejará en su relato La senda de espinas
(1876).

151
enclavado estaba en los angostos linderos del terruño nativo, que hubiera yo
tomado a sueños febriles aquellas imaginaciones si alguna vez se me hubieran
metido entre los cascos (Pereda, Pedro Sánchez 55).

3.2.2. La locura del autor bohemio romántico. El Doctor Centeno de Benito Pérez
Galdós (1883).

En las Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870),


manifiesto por excelencia a favor de la inclusión de la clase media como materia
literaria, Galdós reivindica, sin ápice de burla, la lucha de los artistas en la sociedad
moderna. Recuerda como destinos de estos los muy conocidos del trabajo de oficina y el
martirio de la producción de una “plaga desastrosa” de novelas “destinadas sólo a la
distracción y deleite de cierta clase de personas” (Pérez Galdós 1972: 119) contra la que
había querido actuar pocos años antes El caballero de las botas azules (1867). Al fin y
al cabo, el escritor poco podía hacer ante la maldición de la corriente sentimental e
idealista, de la grosera, pesimista y social, 143 o de la histórica erudita que se le
ofrecerían como modelos literarios en la sátira de 1872, Un tribunal poético. De este
modo resume la vida del aspirante a creador en la década de los setenta:

Domina en nuestros pobres literatos un pesimismo horrible. Hablarles de escribir


obras serias y concienzudas por el puro interés literario, es hablarles de otro
mundo. Todos ellos andan a salto de mata, de periódico en periódico, en busca
del necesario sustento, que encuentran rara vez; y la mayor recompensa y el
mejor término de sus fatigas es penetrar en alguna oficina, panteón de toda gloria
española. Todos reposan su cabeza cargada de laureles sobre un expediente; y el
infeliz que no acepta esta solución, y se empeña en ser literato a secas, viviendo
con su pluma, bien podría ser canonizado como uno de los más dignos mártires

143
Parece que Galdós critica aquí las exageraciones de las primeras novelas naturalistas. La misma crítica
es extensible a la común identificación entre autor y obra que sirve de base para el análisis
pseudocientífico del artista: “No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas,
que pusieron a la esposa en peligro de morir de un hachazo: unos lo atribuyen a veleidades del escritor;
otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, a que el
pesimismo que adquirió cultivando su literatura, se infiltró de tal modo en su pensamiento, que llenó de
melancolía y fastidio su vida. ¡Tal afinidad tienen las grandes ideas con las grandes almas!” (Pérez
Galdós, Tribunal poético 149).

152
que han probado las amarguras de la vida en este valle de lágrimas (Pérez
Galdós, Observaciones 117).

La independencia del individuo galdosiano respecto al tipo romántico no impide


sin embargo su uso como elemento de comparación para sus personajes reales, máxime
en los más aquejados de la locura quijotesca, como Isidora Rufete en La Desheredada o
Alejandro Miquis en El Doctor Centeno. En este sentido, la muerte de Miquis escribirá
el acta de defunción del Romanticismo o al menos de su interpretación extrema entre
vida y arte, interpretación que sólo tenía cabida en un universo literario regido por unas
leyes que no tenían entre sus objetivos transmitir el efecto mimético del realista. 144
Aunque la primera parte de la novela se inicia con el aprendizaje de Felipe
Centeno, en el momento en que se convierte en el criado del estudiante y dramaturgo
Alejandro Miquis, la narración, como el propio Felipe, se centra en el relato de los
últimos meses de vida del dramaturgo, para quien Felipe acaba convirtiéndose en un
nuevo Sancho o un moderno Lazarillo.
A diferencia de la tradición anterior a la que aludía Galdós en Observaciones, la
llegada a la corte del joven Miquis desde el Toboso o los enfrentamientos directos con
el comercio literario se relatan de manera secundaria,145 y se prefiere la descripción de
su proceso de locura creativa y de su enfermedad hasta que muere en la reafirmación de
su poética y en su esperanza de regenerar el teatro nacional con un drama titulado El
condenado por confiado.146 La identificación última del autor con el protagonista de su
obra, el drama histórico-romántico El Grande de Osuna, se explica en la larga tradición

144
En el episodio La estafeta romántica (1899), Galdós recrea desde la óptica realista la recepción del
Romanticismo. Se teme que uno de sus protagonistas, Fernando, se comporte como un nuevo Werther.
Sin embargo, él mismo es consciente de lo fatigosa y estúpida que resultaría esa actitud de reproducirse
en la realidad: “Al propio tiempo, no dejaba de comprender mi situación, iba entrando en el periodo de
ridiculez; que la monotonía de mi desesperación lúgubre comenzaba a ser enfadosa en los círculos que yo
frecuentaba. Disimulé por lo pronto. El carácter de Werther sin suicidio no me convenía en modo alguno,
ni era papel airoso para ningún cristiano” (Pérez Galdós, La estafeta romántica 37).
145
Para los habitantes del Toboso Alejandro Miquis estaba destinado a seguir la trayectoria política que
hemos visto relatada en la novela del mismo año, Pedro Sánchez: “Era en general allí la creencia de que
el Toboso, ya tan célebre en el mundo por imaginario personaje, lo iba a ser por uno de carne y hueso.
Destináronle a estudiar Leyes. Los amigos de su papá decían: - Este, que empieza por literato y poeta,
acabará, como todos, por orador político y ministro de cuenta. El Toboso tendrá, al fin, su prohombre”
(Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1394).
146
Es decir, en lugar de intentar representar (y por tanto simplificar) en su totalidad al héroe romántico, la
estética realista prefiere aislar, describir y analizar una pequeña parte de la vida de un sujeto cualquiera
extraído de la multitud, para convertirlo, posteriormente, en un personaje interesante (R. Gullón 1987:
179-180).

153
de malas lecturas y peores interpretaciones románticas, en este caso aún más
interiorizadas por la coincidencia en la misma persona de la malinterpretación del lector
y la exaltación imaginativa del autor de la obra.

Tantas vueltas había dado en su espíritu al famoso y noble Virrey, que concluyó
por identificarse con él y hacerlo suyo, fundiendo el carácter soñado en el real.
En sus soliloquios decía: “Soy lo mismito que el Grande Osuna”. ¡Oh!, pues si
Alejandro tuviera medios de manifestar lo que en sí llevaba; si los tiempos y las
circunstancias le permitieran exteriorizarse, sin duda admiraríamos en él al
gallardo tipo del prócer dadivoso, caballeresco, justiciero, duro con los malos,
blando con los buenos, enamorado con frenesí de toda mujer guapa…
Dando en el hombro de Centeno una palmada tan fuerte que a poco más le hace
caer del petril, díjole estas enfáticas palabras:
-Tú eres mi secretario, el gran don Francisco de Quevedo.
Verse comparado con el hombre más gracioso que ha existido en el mundo,
hacía reír a Felipe de gozo y orgullo (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1413).

No es este el primer ejemplo en Galdós de la locura del hombre de la ilusión


(común al poeta de El hombre de la ilusión y el hombre de la realidad, 1842), ya que un
proceso similar había trastornado al protagonista de El audaz (1871).147 Sin embargo es
en Alejandro Miquis en quien la locura del hombre en verso (Pérez Galdós, El Doctor
Centeno I, 1464) tiene unas consecuencias metaliterarias inmediatas en la literatura de
1863-1864, fecha en la que se sitúa la novela galdosiana y fecha en la que se publicó El
frac azul (1864). El testigo de la literatura folletinesca, social y contemporánea, su
vecino Ido del Sagrario, reafirmará en Tormento (1884) la plaga de la que hablábamos
antes, pandemia que extinguirá las esperanzas de los Alejandros Miquis supervivientes
que muestren de verdad ciertas aptitudes poéticas.148

147
La obsesión revolucionaria acerca la genialidad a la locura en el héroe de El audaz: “Muriel tenía en
todos su actos el sello de la superioridad, aun en aquella sociedad de locos. Sus movimientos eran dignos,
su modo de mandar majestuoso, su voz grave, aunque estridente y sofocada. No se dignaba fijar la vista
en los extraños que venían a contemplarle desde el mundo de fuera, desde el Imperio de la razón; lanzaba
sobre ellos una mirada de desprecio y les volvía la espalda diciendo: - Estos necios no me conocen”
(Pérez Galdós, El audaz I, 412).
148
Por otro lado, Galdós desaconseja totalmente la lucha si no se tiene auténtico talento. Siguiendo este
razonamiento, Manso recomienda a su discípulo no proseguir en la carrera de las Letras: “Era artista,
sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los primores del estilo, a pesar de hallarse desposeído
casi en absoluto de conocimientos gramaticales. Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en

154
Novela de “arrepentimiento y de elegía” (Mainer 2003: 242), pese a los defectos
de su drama, quizá más anacrónicos que disparatados, o incluso pese a la posible crítica
hacia su vida disipada, la caracterización de Alejandro Miquis en la novela no puede
ser calificada sino de positiva. Bondadoso, generoso e ingenuo, Alejandro, aún antes de
sus delirios, se comporta como un personaje de otra época poética y caballeresca que no
tiene cabida en el mundo verosímil de la novela realista.149 Su forma romántica de ver la
vida se plantea incompatible con la realidad, pero no es objeto directo de burla ni casi
de condena, algo que sí ocurre con uno de los personajes, el astrónomo y aficionado
dramaturgo de la Alta Comedia, Federico Ruiz.150 Dado que es este personaje, avaro y
vanidoso, el que pone el epitafio al Romanticismo (“Señores, el romanticismo ha
muerto”) (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1466), la defunción de este no puede ser
sino cuestionada. Al fin y al cabo, tanto la novela como el personaje de Alejandro
Miquis son ejemplos claves de la deuda del Realismo con el auténtico Romanticismo al
situarse en una encrucijada estética de la mentalidad bohemia (con su vagar por las
calles como flâneur) (Ib. I, 1410), el romanticismo lacrimoso y el social y “un realismo
de raíz romántica que pisa fuerte” (Mainer 2003: 236).
Si en Pedro Sánchez se renunciaba al spleen, en Alejandro Miquis se rinde un
póstumo homenaje a la identificación entre la vida y el arte a través de los excesos
vitales y creativos y el papel destacado del amor y la melancolía (en parte agudizada por
el primero) en estos impulsos. En este sentido recordamos que no por casualidad la
muerte de Miquis se produce por causa de la tuberculosis, enfermedad que más allá de
asociarse con la pobreza y por extensión, con la vida marginal (prostibularia o artística),

poco tiempo se familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y a lo mejor le sorprendía recitando con
admirable sentido trozos de poemas modernos, de leyendas famosas y de composiciones ligeras o graves.
Razón había para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba con la poesía, fuera también
poeta. Cierto día me trajo con gran misterio unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le
ordené no volviese a tutear a las Musas en todos los días de su vida, y que se mantuviera con ellas en
aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la familiaridad. Le convencí de que no era de la
familia, de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio,
me prometió no volver a ocuparse de otros versos que de los ajenos” (Pérez Galdós, El amigo Manso I,
1194).
149
En su primer encuentro, Alejandro Miquis ofrece a Felipe parte de su ajuar para que pueda vestir
decentemente y abrigarse en el invierno, un gesto desinteresado que escandaliza a otros personajes. Quizá
con la donación de su chaqué azul el poeta comience la transformación de Felipe en su particular Sancho
Panza: “-Pero, ¡qué loco, Virgen madre, qué loco!... Allá está dando el chaquet azul, que no se ha puesto
más que tres veces…, y dos camisas y unas botas enteramente nuevas… ¡Jesús, Jesús! (…) Acabará en
San Bernardino” (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1327).
150
“En rigor, a lo largo de la dilatada agonía de Miquis, Ruiz se va convirtiendo progresivamente en un
fantoche de sí mismo y en una contrafigura esperpéntica del hombre al que la muerte dignifica” (Mainer
2003: 242).

155
llegó a convertirse en una manera de estetizar la muerte y a sus víctimas (Sontag 1996:
25). Recuerda también Sontag cómo la palidez del enfermo se asociaba con una mayor
desmaterialización del mismo (Ib. 20), y por lo tanto, con una mayor aproximación al
ideal.

Era la perfecta imagen de un Nazareno, a quien se le quitaran diez años. Su


barba mosaica le había crecido algo después de la enfermedad; pero aún no
pasaba de la condición de vello largo, fino y sedoso. Era más bien como una
sombra dibujada con blando carboncillo: se creería que iba a desaparecer si la
soplaban con fuerza. Su perfecta nariz, afilada, tenía transparencias de ópalo, y
las tintas gelatinosas de sus mejillas y sienes hacían que éstas parecieran más
deprimidas de lo que estaban. El tinte cárdeno de las cuencas de sus ojos
agrandaba éstos, haciéndolos más negros, luminosos y profundos. Cuando eran
intérpretes de la esperanza o del entusiasmo, el espíritu como que no cabía en
ellos y se derramaba en borbotones de luz. Tristes, parecían la propia mirada de
la muerte; alegres, traían resurrección o apariencias de salud a todo el
descompuesto organismo.
Día y noche se le veía en aquella postura de paciencia, incorporado en el lecho,
porque no podía respirar de otra manera; rodeado de almohadas, mal cubierto, de
frente a la luz, con la mirada perdida en el techo, o en el cuadrado trozo de cielo
que por la ventana se veía (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1424). 151

La locura creativa y la enfermedad son causas comunes y dependientes en la


muerte del joven escritor puesto que los efectos del primero repercuten en el segundo y
viceversa (Flores Ruiz y Luna Rodríguez 2005). Sin embargo, incluso antes de contraer
su enfermedad, el narrador duda de la neurosis hereditaria del poeta anotando que quizá

151
“La enfermedad es causa de fealdad cuando modifica sobremanera la forma: es también el caso de la
hidropesía, de la timpanitis y otras enfermedades similares. No lo es cuando, en la caquexia, en la
tuberculosis, en los estados febriles, le da al organismo aquel color trascendente que le da un aspecto
etéreo. La delgadez, la mirada ardiente, las mejillas pálidas o enrojecidas por la fiebre del enfermo
permiten intuir de forma más inmediata la esencia del espíritu. Entonces el espíritu está ya como separado
del organismo. Habita aún en él, pero solo para convertirlo en puro signo. El cuerpo con su transparente
‘morbidez’ ya no tiene significado por sí mismo, es en todo expresión del espíritu que se aleja de él,
independiente de su naturaleza. ¡Qué espectáculo más luminoso ofrecen una niña o un jovencito en el
lecho de muerte, víctimas de la tuberculosis! No hallamos nada semejante entre los animales. Por los
mismos motivos, no puede decirse que la muerte siempre produzca un afeamiento de los rasgos del rostro:
puede incluso dejar tras de sí una expresión bella, feliz” (Rosenkranz, Estética de lo feo 1853, 256).

156
se trate tan solo de la reciente moda de buscarle una explicación científica a la
inspiración poética.152 Esta incertidumbre tiene como consecuencia que nunca sepamos
a ciencia cierta si la sucesión de momentos creativos y de instantes de abatimiento
tienen su causa en el temperamento melancólico y tradicional del artista, en la
degradación por la tuberculosis o en la simultaneidad de ambos procesos.

En esto ocupaba Alejandro aquellas madrugadas, viviendo solo en el gabinete de


la esquina, después de su cambio de fortuna. A tales horas, excitado por su labor,
sentía febril entusiasmo; había algo de convulsivo y epiléptico en la onda de
vibraciones nerviosas que de su cerebro salía, viniendo a morir en su epidermis.
Su sangre era lumbre; el pulso se aceleraba, corría, como viajero impaciente. Su
fantasía poderosa encendíase a la acción magnética de aquel estilo ampuloso y
calderoniano (…) La excitación cerebral de Miquis concluía en enfermizo
marasmo. Se acostaba rendido de fatiga, y le entraba delirio, con escalofríos muy
penosos (…) Levantábase Alejandro muy tarde, cada día más tarde; sentía, al
despertar, un enbrutecimiento invencible. La pereza le dominaba y no podía
vencerla. Su cuerpo era de plomo… (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1395-
1396).153

De este modo, los últimos instantes de Miquis recrearían la apoteosis del mismo
Romanticismo que parece terminar con él.

Faltábale en absoluto la palabra: disfrutaba de la vista y oído; sus percepciones


eran vivaces, aunque falsas: sus ideas, las ideas de todos los momentos de su
vida, pero engrandecidas por un sentido hiperbólico, deformadas por la

152
“Físicamente era raquítico y de constitución muy pobre, con la fatalidad de ser dado a derrochar sus
escasas fuerzas vitales. Sus nervios se hallaban siempre en grado muy alto de tensión, y todo él vibraba
constantemente, como cuerda de templado metal, sin cesar herida por el divino plectro de las ideas. La
fiebre era en él fisiológica, y el organismo del cerebro constitucional y normal. Era un enfermo sin dolor,
quizás loco, quizás poeta. En otro tiempo se habría dicho que tenía los demonios en el cuerpo. Hoy sería
una víctima de la neurosis” (Pérez Galdos, El Doctor Centeno I, 1393).
153
Alejandro Miquis presenta también síntomas de la obsesión por la obra maestra, nunca perfecta pero
siempre omnipresente, causante también de estos momentos de creatividad y pérdida de fe: “El iluminado
manchego se pasaba las lentas y cansadas horas de su enfermedad pensando en la ira de don Pedro y en el
grandioso cuanto infortunado drama. Este era la causa de sus males todos; pero también de aquellas
resurrecciones súbitas y vigorosas de su espíritu, que compensaban las molestias físicas. Porque el arte,
dominando con imperio en su alma, era la fuerza que le alentaba, el resorte de la vida y el secreto germen
de ideas salvadoras” (Pérez Galdós, El Doctor Centeno I, 1414).

157
amplificación romántica; sus imágenes, las reales, pero coloridas de vigorosas
tintas, todo metafórico y trasladado a los patrones del ensueño, conservando, no
obstante, sus originales elementos de verdad (Pérez Galdós, El Doctor Centeno
I, 1444 -1445).

3.2.3. Poetas románticos de provincias.

Incluir al protagonista de El señorito Octavio (1881) de Palacio Valdés en la


nómina de los personajes artistas es un tanto discutible. Al fin y al cabo, no existe
constancia de que dé forma literaria a su imaginación exaltada ni que llegue siquiera a
emborronar los “muchos papeles” depositados sobre “una mesa de escribir, tallada con
pésimo gusto” (Palacio Valdés, El señorito Octavio II, 11). Sin embargo, el hecho de
que se considere un héroe de novela y pretenda actuar como tal lo relaciona de algún
modo con el poeta de El Cisne de Vilamorta de Pardo Bazán (1885), al menos en lo que
respecta a la cuidadosa elección de su vestuario, conversación y gestualidad.

Colocadas en lugar preferente de su biblioteca [las obras de Feuillet], fueron


para él, á un tiempo mismo, código de la cortesanía y biblia de los sentimientos
nebulosos y delicados. Desde entonces vivió una vida ficticia, pero llena de
encantos, incomprensible para la mayoría de los humanos, sobre todo para los
humanos de Vegalora. Alejándose cada vez más del comercio de la gente que le
rodeaba, principió a asistir con la imaginación a las escenas descritas con más
arte que vigor, por su favorito Feuillet, y a representárselas con tal verdad, que ni
un solo pormenor les faltaba (…) Y no solamente fue espectador humilde de
estas escenas, sino que, dejando suelta la rienda a su fantasía desocupada, se
puso a tejer novelas análogas de las cuales siempre resultaba él el héroe o
protagonista (…) Así, de un modo vago e inconsciente, principió a imitar el
carácter y las inclinaciones de los personajes que más admiraba y a adoptar en la
forma estrecha y deficiente que podía los usos de la sociedad elevada donde
tenía puestos los ojos. Entonces se le vio andar por los parajes más retirados de
la población, solo y vestido con extraordinaria elegancia (Palacio Valdés, El
señorito Octavio II, 54).

158
Aunque Octavio prefiere asimilarse a los elegantes protagonistas de las novelas
románticas de ambientes elegantes a la manera de Feuillet, no abandona por ello
algunos de los tópicos todavía frecuentes en el posromanticismo, como el chaquet azul,
que vimos en Alejandro Miquis,154 o la imitación de los tópicos de la poesía
becqueriana a la que recurre para resaltar su sensibilidad.155 Octavio anticipa de este
modo la cursilería del Cisne, al menos en su adhesión a una aristocracia poética que en
el caso de Octavio se asemeja más a una ridícula combinación del héroe romántico y el
dandismo urbano.

3.2.3.1. El Cisne de Vilamorta de Emilia Pardo Bazán (1885).

La parodia que Pardo Bazán ofrece sobre los poetas de provincias en El Cisne de
Vilamorta no es extensible ni al héroe romántico en general ni al poeta que trabaja fuera
de la corte en particular. Ejemplo del primero tenemos a Artegui, el protagonista de Un
viaje de novios (1881), un personaje oscuro, pasional, enfermo de la misma melancolía
y padecimiento que había lamentado en su crítica de Pedro Sánchez. En “El oficio de
poeta” (1877) el segundo es objeto de compasión, ya que se le explota con encargos
personales y con festejos que se disfrazan de distracciones y que ocupan lo que para los
demás son sus eternos momentos de ocio.

¿Dónde hay desdicha igual a que, por ser dueño de una facultad intelectual, no
concedida a todos, se pase plaza de mentecato, e inútil, para el empleo de las
restantes? Pues así cabalmente acontece a los poetas. En opinión general, decir
poeta es tanto como decir distraído, holgazán, iluso, inexperto, y finalmente
sandio o loco de remate (Pardo Bazán, El oficio de poeta 101).

154
“Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de
veintidós o veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un
poco retrasado en la moda respecto a Madrid, está adelantado y mucho respecto a la que ordinariamente
rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela
azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas” (Palacio Valdés, El
señorito Octavio II, 21).
155
Octavio cree imprescindible que el amor se manifieste a través de los tópicos románticos: “Vaya, no
riñamos y mírame un poco. Tú no sabes las cosas que yo veo al través de tus pupilas azules. Lo más
hermoso que existe en la creación es azul: el cielo, el mar y tus ojos. ¿No has observado qué afición tengo
al color azul desde que te quiero? Mira mi traje; mira mi corbata...” (Palacio Valdés, El señorito Octavio
II, 41).

159
Por lo que respecta al escritor este aparece de forma regular en sus colecciones
de cuentos, asociado a sus distintas facetas. Así, en Linda (1893) es un folletinista
mediocre, en Sor Aparición (1896) un poeta corrupto por la capital, mientras que en La
inspiración (1894), En verso (1909) y El ruido (1892) se reflexiona acerca del problema
de la creatividad y la búsqueda del ideal. Incluso el protagonista de El ruido llega a caer
en la locura en su rastreo de la forma musical aislada y pura.
Si bien los problemas de la creatividad se tratan en estos relatos con gran
respeto, la actuación anacrónica, superficial, parasitaria y vegetativa del protagonista de
El Cisne de de Vilamorta es claro objeto de burla y de caricatura. Frente a la honestidad
de Octavio, Segundo García, el cantor oficial de la ciudad de provincia, se aprovecha
del atractivo de su fachada pseudoromántica y se siente superior a la comunidad que le
rodea, inclusive Leocadia, la maestra que le repugna pero por la que, sin embargo, se
deja mantener (“La de Leocadia le sirvió de refugio, y él vino en dejarse querer
pasivamente, lisonjeado al pronto por el triunfo que habían obtenido sus versos,
alcanzándole homenaje tan desinteresado y ardiente, atraído después por el bienestar
moral que engendra la aprobación sin condiciones y la complacencia sin tasa”) (Pardo
Bazán, El Cisne 662-663).
Consciente también de la común identificación entre el arte y la vida esperable
en los artistas románticos, se esfuerza por imitar los versos de Bécquer (un delito aún
mayor que la recitación de Octavio), estrofas “redondas, fáciles, remataditas por
consonantes armoniosos y oportunos, con cierta sonoridad y dulzura muy deleitable
para el mismo autor” (Pardo Bazán, El Cisne 701) que darán como resultado un libro
bonito que provoca claramente el disgusto de la crítica madrileña.156 En ambos casos el
error resulta de quedarse en una lectura superficial de la obra del poeta sevillano, lectura
por otro lado pronto condicionada por la imagen literaria que se le atribuye, y que la
convierte en poesía de rápido consumo, simple de entender y se supone que fácil de
reproducir para alimentar la demanda de “ese transporte momentáneo a un mundo

156
“Que hoy, cuando Bécquer pertenece ya al número de los semidioses de la poesía, habiendo ingresado
en el panteón de los inmortales, es pecado que se le falte al respeto imitándole torpemente, y estropeando
y contrahaciendo sus pensamientos mejores”, afirmación que resume la opinión madrileña (Pardo Bazán,
El Cisne 814). Previamente el narrador había elogiado la sencilla dificultad de la poesía becqueriana
(“¡Ahí es nada! Obtener la difícil conjunción de la forma y la idea, prender el sentimiento con los
eslabones del oro del ritmo! ¡Ah, qué cadena tan leve y florida en apariencia y tan dura de forjar en
realidad! ¡Cómo engaña la ingenua soltura, la fácil armonía del maestro! ¡Qué hacedero parece decir
cosas sencillas, íntimas, narrar quimeras de la fantasía y del corazón en metro suelto y desceñido, y cuán
imposible es, sin embargo, para quien no se llama Bécquer, prestar al verso esas alitas palpitantes,
diáfanas y azules con que vuela la mariposa becqueriana!” (Pardo Bazán, El Cisne 702).

160
ilusorio”, sensiblería “de andar por casa” de las clases medias (Moreno Hernández
1995: 43-44). De ella se sigue alimentando el poetastro costumbrista, cultivador ahora
del “género de los suspirillos germánicos, según la feliz expresión de Núñez de Arce” y
otras “composiciones patrióticas” (Ossorio y Bernard, “Un… poeta” 1877: 27).157
El Cisne no sólo pretende reproducir una aptitud sino que sobre todo centra sus
esfuerzos en recrear las actitudes y acciones que ha heredado de la literatura. 158 Esta le
exige la recreación de vagabundeos solitarios e imprecaciones a la luna, que son por
supuesto objeto de mofa tanto de los personajes como del narrador de la novela por
ridículos y fingidos. La misma condena se le impone en sus intentos de relación con la
mujer del político que regresa al pueblo por problemas de salud. Que la altiva señora se
sienta halagada y deje continuar la adoración por simple divertimento no resta
culpabilidad al poeta, que actúa como el Anthony exigido por su profesión poética.

A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco formase


sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que el de oírlas
repercutirse con extraña intensidad en el muro. “-¡Hermosa noche! -La luna
brilla-. Se ha puesto el sol-. Eco, ¿me entiendes tú? - Eco, ¿sueñas algo? -
¡Gloria! ¡Ambición! ¡Amor!” El nocturno viandante, embelesado, insistía,
variaba las palabras, las combinaba (…) con lenta canturia empezó a recitar
versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla que, en su precipitación
de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos. [Le oyen unos arrieros y le
imitan] La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia a la profanación, y
repitió los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta. Al oír las
vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolvía irónicas, Segundo, el
del abogado, se volvió furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban
de su entretenimiento sentimental (Pardo Bazán, El Cisne 650-651).

157
Continúa con la descripción: “Manolito es hoy una necesidad de la sociedad moderna. Habituada esta
a sentir poco sin renunciar por eso a que se le supongan aficiones literarias, agasaja al escritor para que
este a su vez lea en sus reuniones alguna de sus composiciones poéticas; enmascara al infeliz con los
dictados de eminente, inspirado y sublime, y Manolito hace ya versos como su padre píldoras y
ungüentos. Ha logrado tal facilidad, que no tendría inconveniente en pasarse hablando en endecasílabos
toda la semana, no falta quien le suponga aptitudes académicas” (Ossorio y Bernard, “Un… poeta” 1877:
28).
158
Tal y como afirma Valis (1986: 306): “He acts like a hero but he also knows it. This is to say that as a
character he sees himself behaving... like a character.”

161
Sin embargo, no es el personaje de Dumas el único modelo al que remite la
figura del Cisne. Las semejanzas con Lucien de Rubemprè de Las ilusiones perdidas en
cuanto a que también el Cisne es protegido por una mujer mayor y es el causante de la
ruina ajena, la relación cuasi platónica con la mujer casada como Frédéric Moreau y
Mdme. Arnoux en La educación sentimental así como la ausencia de una formación
personal consolidada que recuerda a la del protagonista de Las confesiones de un hijo
159
del siglo de Musset se explican por su filiación común con la pose y máscara del
poetastro romántico que quiere aprovecharse de las relaciones intertextuales entre estos
clásicos contemporáneos y que tienen su origen último, en su caracterización como
héroes melancólicos, en el Werther de Goethe. Sin embargo, el Cisne también
decepciona en sus ambiciones urbanitas. Como la mayoría de los artistas, Segundo
desea alcanzar la gloria en Madrid, pero su vocación dista de ser ingenua ni íntegra.
Ante la dificultad de vivir de la literatura, está dispuesto a aceptar el empleo público que

159
Recordamos que el protagonista de Musset se lamentaba de que “no tenía ni profesión ni ocupación
ninguna (…) mi único tesoro, después del amor, era la independencia (…) al no sentir vocación por
ninguna, dejé vagar mis pensamientos (…) seré un hombre, pero no un hombre corriente (…) Así se
encontraba mi espíritu; había leído mucho; además, había aprendido a pintar. Sabía de memoria muchas
cosas, pero sin orden ni concierto, de modo que mi cabeza estaba hueca y llena a la par, como una
esponja. Me enamoraba de todos los poetas, uno detrás de otro; pero, como mi naturaleza es muy
impresionable, el último que leía tenía el don de hacerme despreciar a los anteriores. Me había construido
una gran tienda de ruinas hasta que al fin, saciado de novedades y de lo desconocido, me convertí yo
mismo en una ruina” (Musset, Confesiones de un hijo del siglo 125-127). Segundo también está dotado de
“un memorión de primera y un regular despejo” y sobre su mesa “se besaban tomos de Zorrilla y
Espronceda, malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas Varela, alias Remedia-
vagos, y otros volúmenes no menos heterogéneos. No era Segundo un lector incansable; elegía sus
lecturas según el capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones, adquiriendo así
un barniz de cultura deficiente y varia. (…) Por un raro fenómeno de parentesco cultural, se identificó con
el movimiento romántico del segundo tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida
psicológica de generaciones ya difuntas” (Pardo Bazán, El Cisne 660-661). Pardo Bazán critica así una
falta de criterio propio, que en Musset tenía consecuencias trágicas, y que ya había sido objeto de mofa en
Pedro Sánchez (179): “A todo esto, tenía yo un memorión colosal, y una singular disposición para
asimilarme el estilo y la estructura de las obras ajenas. Y lo declaro aquí, porque en virtud de esta
memoria y de este poder de asimilación, en poniéndome a escribir hacía cosas que me asombraban, y, sin
embargo, no valían dos pitos, como me lo demostró Matica en más de una ocasión y con motivo de
pedirle yo su parecer sobre lo que había hecho”. La semejanza evidente entre las novelas de Pereda y
Pardo Bazán hizo que esta última modificara partes de su argumento con el fin de evitar las previsibles
acusaciones de plagio. Así escribe a Pereda el 2 de enero de 1884: “¿Sabe usted que la novela que ahora
traigo entre manos era una cosa parecida -sin serlo, ya que U. entiende a media palabra- al Pedro Sánchez
de U? Había hombre político que viene al pueblo pequeño en que nació, hija suya que trastorna la cabeza
a un poeta provinciano, y alguna otra coincidencia. Dicho había, porque ya modificaré en los accidentes
el plan del Cisne de Vilamorta, por evitar las malicias del público, que no cree en los ambientes literarios”
En Patiño Eirín (1999: 32), que cita a su vez desde González Herrán, José Manuel, “Emilia Pardo Bazán
y José María de Pereda: algunas cartas inéditas”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LIX (1983),
259-287. Penas Varela (1999) relaciona también El Cisne con Cuesta abajo de Clarín (1891) así como
este último lo hace con El señorito Octavio (“Así, cuanto le sucede por este camino a Segundo García, le
había sucedido, salvo el vencer, al Señorito Octavio - de Armando Palacio, el cual- el señorito, o yo
recuerdo mal, o no era poeta”) (L. Alas “Clarín”, “El Cisne de Vilamorta. Novela por Doña Emilia Pardo
Bazán” 784).

162
le ofrezca don Victoriano, “un puesto que no le robe a usted muchas horas, ni le caliente
mucho la cabeza”, es decir, la seguridad burguesa que solía constituir la muerte del
espíritu o de la vocación poética (Pardo Bazán, El Cisne 728). De hecho, cuando recibe
el único desengaño real, el fracaso de su libro en la Corte, toma una decisión muy
pragmática, irse a probar suerte en América, donde quizá, ejerza la abogacía. 160
La curiosidad que el Cisne despierta en Nieves tiene más que ver con el re-
descubrimiento del tipo romántico, extinto en su aspecto más superficial en la corte, que
en una fascinación real por la independencia y originalidad que se asocia a su
comportamiento. Las lectoras herederas de la fascinación del héroe romántico son
aquellos personajes más aficionadas a la idealización lírica, la maestra Leocadia y la
literata Elvira. La preocupación por el exceso de fantasía de los libros románticos había
sido ya tratada en su primera novela, Aficiones peligrosas (1866),161 aunque la crítica se
dirige más a la interpretación errónea que de tales temas se hace que a las novelas en sí.
Leocadia y Elvira encarnarán aquí uno de los tópicos más frecuentes del costumbrismo,
el de la marisabidilla vulgar y el de la marisabidilla culta de Cayetano Rosell en Los
españoles pintados por sí mismos (1843-1844). Las ilusiones perdidas de Leocadia se
disculpan por formar parte de un escudo emocional que le protege de su maltrecha
vida;162 las de Elvira, sin embargo, son igual de reprobables que las del Cisne, aunque

160
Se echa en falta, por lo tanto, la experiencia urbana del Cisne, algo que resta interés a su trayectoria
literaria y sentimental frente al protagonista de La educación sentimental con el que comparte “la
pasividad y ausencia de una clara evolución artística (…) coincidencia derivada de la común mirada
irónica desde la óptica realista” (Isla García 2012: 205). En palabras de Clarín (2003: 783): “Si alguna
censura poco favorable merece El cisne, que no lo niego, no es, ciertamente, porque Segundo sea como
es. El Federico de La educación sentimental no es de otra estofa, y hace lo que García hiciera viviendo en
París y no en un rincón de Galicia. La culpa de que el interés que despierta el libro no sea muy grande, no
está en el carácter de Segundo, sino en la autora, que no quiso estudiar a su personaje más que en
momento de su vida, en una sola aventura, y cuando los yangüenses de la realidad fría y seca le dan la
primera paliza.” El desinterés del narrador por lo que acontece al Cisne remarca aún más la intención
satírica del relato y la utilización del personaje para desmitificar la explotación “del yo, afirmado
anárquicamente” (Literatura francesa moderna. El Romanticismo [1910], cap. V) que se exageraba en el
tipo romántico (“Acaso algún día narrará la historia las metamorfosis del Cisne, su odisea y sus
vicisitudes”) (Pardo Bazán, El Cisne 821).
161
“Amanda es una imaginación exaltada; y sabes bien cuán fáciles de extraviar son estas almas fogosas.
Cuida pues de moderar su ardor, y sobre todo, presérvala de ese veneno del alma que se llama mala
lectura” (Pardo Bazán, Aficiones peligrosas 48); “He notado con mucha frecuencia que la novela actual
posee el singular privilegio de trastornar deliciosamente las cabezas y los corazones (…) Aleja de tal
manera de la vida real, que es imposible el verla sin hastío después de haber atravesado toda aquella
brillante fantasmagoría” (Ib. 58).
162
“El inicuo estupro sufrido en los primeros años de la juventud había dejado a Leocadia, envuelto en
sus amargas memorias, horror profundo a las realidades del matrimonio, base de la familia, y una sed
perpetua de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y satisface al sentimiento. Poseía
la media instrucción de las maestras, rudimentarias, pero bastante para infundir gustos exóticos en
Vilamorta, verbigracia, el de las letras, en sus más accesibles formas -novela y verso-. Consagró a la

163
parece que hay en ellas algo más de sentimiento auténtico que en el poeta masculino o
al menos así pretende reflejar adoptando en su presencia “la acostumbrada postura
lánguida y sentimental” que mantiene durante su estancia en las Vides (Pardo Bazán, El
Cisne 761) o esperándole con una escenografía nocturna equivalente.

En efecto, una mujer esperaba allí, ansiosa, vestida de blanco, apoyada sobre el
balaustre de madera de la solana; mas ya la distancia no consentía ilusiones
ópticas; era Elvira Molende, con su peinador de percal y el pelo tendido, a guisa
de actriz que representa la Sonámbula. ¡Con qué afán se inclinaba la pobrecilla!
Casi tenía el cuerpo fuera del balcón. Jurara el poeta que hasta le llamaba por su
nombre, muy bajo, con ceceo cariñoso… Y él pasó de largo (Pardo Bazán, El
Cisne 776).

Recordábamos al principio que la crítica pardobaziana no se dirige tanto contra


el Romanticismo como movimiento de renovación literaria como a las actitudes
falsarias que proliferaron desde sus reacciones hiperbólicas y que vimos que habían sido
objeto de sátira y burla desde la popularización del movimiento. Así pues, en lo que
respecta a la autenticidad de la poética romántica, Pardo Bazán destacará el papel
fundamental del Romanticismo en la génesis del individualismo en la modernidad que
“como fenómeno aislado, como enfermedad, pasión o anhelo del espíritu, no pasará tal
vez nunca” (El Cisne 646) y reivindicará su presencia al lado del naturalismo católico
defendido en La cuestión palpitante (1882-1883).

lectura los ocios de su vida monótona y honesta. Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó
creyendo y admitiéndolo todo, unimismándose con las heroínas, oyendo resonar en su corazón los
suspiros del vate, los cantos del trovador y los lamentos del bardo. Fue la lectura su vicio secreto, su
misteriosa felicidad (…) Al tropezar Leocadia con Segundo, la casualidad aplicó encendida mecha al
formidable polvorín de sentimientos y ensueños encerrado en el alma de la maestra (…) Segundo era la
poesía hecha carne; en él se cifraban y compendiaban todas las interesantes y divinas menudencias de los
versos: las flores, el aura, el ruiseñor, la luz moribunda del sol, la luna, la umbría selva” (Pardo Bazán, El
Cisne 658-659).

164
3.3. Víctimas de la sociedad.

3.3.1. El naturalismo radical. El periodista de Eduardo López Bago (1884) y


Declaración de un vencido de Alejandro Sawa (1887).

La lectura naturalista del subjetivismo romántico se traduce en un estudio


analítico y supuestamente científico de la influencia genética, ambiental y social que,
sobre el yo sentimental, edifica el temperamento zolesco. La rigurosa objetividad sobre
la que se asienta el movimiento adolece en muchos casos de tantos prejuicios y tesis
como el maniqueísmo romántico contra el que reaccionaba y del que se toma, además,
el dualismo moral que condiciona y subordina personajes y trama. Así pues, la novela
naturalista acaba presentándose como síntesis del positivismo más radical y de la
caracterización del folletín lo que supone el regreso a un narrador superomnisciente y a
temperamentos en lugar de a personajes (Lissourges 1988: 249). En cuanto a la
equiparación de lo naturalista con lo “grosero, obsceno y sucio” (Pardo Bazán, El cisne
645-646), es decir, con el estudio de las lacras sociales en todas sus manifestaciones,
incluida la popular (tabernas, prostitución, etc.) la observaremos especialmente en la
obra de López Bago, mientras que la de Sawa será todavía en parte deudora del
Romanticismo y de su defensa de la belleza.163
Tanto en El periodista como en Declaración de un vencido, los escritores
protagonistas volverán a sufrir el destino trágico del literato romántico. Sin embargo,
mientras que en los protagonistas de las novelas prerrealistas la desgracia tardaba en
minar el optimismo de los poetas y cuando este se desmoronaba, se les recompensaba
con un final sacralizado (locura profética o suicidio titánico), los protagonistas de las
novelas del naturalismo radical son víctimas desde que comienza el relato, la desdicha
destruye las ilusiones cuando aún no han sido casi ni esbozadas y arrasa con los restos

163
Recuerdo que cuando hablamos de La obra de Zola vimos ya cómo este reconocía en boca de Sandoz
la deuda romántica (“… ¡Ah! Todos bebemos de la salsa romántica. Nuestra juventud ha chapoteado
demasiado en ella, estamos metidos en ella hasta los corvejones. Necesitamos una buena limpieza”)
(Zola, La obra 93-94). En El periodista se expondrá dos veces la oposición entre la escuela idealista y la
naturalista. La primera se desarrollará cuando el protagonista confeccione una novela que copia la verdad
misma para un famoso escritor idealista (López Bago, El periodista 120), un episodio que recuerda a lo
sucedido en El tribunal literario de Galdós (1872). La segunda será en la posdata, cuando insista en su
poética de reproducción y traslado de la naturaleza frente a las “afeminaciones” de la escuela idealista a la
que asocia implícitamente con el conservadurismo político (“Mis odios en literatura son las
afeminaciones a que nos quiere llevar la llamada escuela idealista. Mis odios en política son las
decadencias a que trata de someternos la escuela conservadora”) (López Bago, El periodista 173-174).

165
de un idealismo que, desde luego, no se encuentra tampoco en la realidad circundante.
Además, el uso de arquetipos se combinará ahora con la tendencia a la animalización.
La insistencia en la corrupción de la virtud, la descripción de todo tipo de vicios
y el enfrentamiento entre la necesidad y el amor y la ambición y la lujuria que
encontraremos por ejemplo en El periodista resucita la oposición explícita entre el yo y
el mundo lo que supone el retorno a las dos opciones de adaptación o renuncia. Por otro
lado, el determinismo ejerce tanta presión sobre los protagonistas que quizá no conviene
hablar de opciones sino de posibles desenlaces.
El lastre que implica la obligación de confirmar la tesis de la novela, es decir, el
asesinato del individuo por la opresión de la sociedad, impide una evolución original en
la caracterización del personaje del artista que se debate entre el Prometeo romántico y
la pasividad e introspección finisecular. Aunque se niegue, estamos ante personajes
extraordinarios pero impotentes, comprometidos con la misión romántica evolucionada
en un humanismo sentimental (Pattison 136) que, sin embargo, cuando intentan
desarrollarse, son inmediatamente vencidos. Las vicisitudes y lucha personal entre
arquetipos malignos y el condicionamiento natural frenan todavía la posterior
transformación en el personaje del intelectual.

3.3.1.1. El tormento agónico de El periodista de Eduardo López Bago (1884).

Primera novela de una serie que pensaba titular Cuadros de la vida política
(Lissourges 1988: 239), El periodista cuenta los problemas de un joven redactor, padre
de una hija y compañero sentimental de una mujer enferma, por sobrevivir a la miseria
en medio de un turbulento drama que culminará con el suicidio del protagonista. Las
desdichas se suceden a partir de que es despedido de la redacción por replicar un insulto
contra su familia, fácil objeto de burla al no cimentarse sobre una unión legal. Se
agudizan cuando el autor para el que sirve de negro le recrimina la poética naturalista de
la novela encargada (novela que, sin embargo, es un éxito) y se desbordarán cuando su
amante, anémica, ceda a posar para una publicidad modernista ante el requerimiento del
poderoso político frente al cual, posteriormente, su compañero dará fin a su vida.
Pese a que se pretende alejar al protagonista del prototipo del héroe romántico
insistiendo en lo corriente de su vida, la descripción de su pasado, su lucha, bondad y

166
abnegación niegan su anonimato a ojos de un lector que lo interpretará como un
excelente ejemplo de la deuda sentimental de la que hablábamos en la introducción.164
Novela intermedia entre la raigambre romántica y el naturalismo radical, Pura
Fernández lo define como “un claro exponente del desengaño y desilusión
flaubertianas” al que se añade la fuerza destructiva del determinismo que no logra, sin
embargo, la degeneración moral del protagonista (1995: 152). La integridad de la
dignidad del protagonista de la novela de López Bago se explica de hecho como un
refuerzo para enfatizar el mensaje de la novela y resulta mucho más sencillo de
justificar que una repentina conversión psicológica que no tiene cabida en el personaje-
tipo ni siquiera cuando caiga, como ocurrirá en Declaración de un vencido, en la
maldad involuntaria de la que es culpable la sociedad decadente. Nada tienen que ver
las dificultades de Luis con las de Frédéric de La educación sentimental, cuya
decepción proviene más del enfrentamiento de sus expectativas sentimentales con la
realidad parisina que del fracaso efectivo de estas. Al contrario de la tesis de López
Bago, la culpabilidad última de la novela de Flaubert se explica en la actitud pasiva del
propio Frédéric.
El tema de la creación pictórica, aunque tratado de forma muy secundaria,
resulta sumamente interesante por la manera en que introduce la asociación entre el
canon estético finisecular, modernista o art-nouveau, con el gusto burgués y capitalista,
una relación conflictiva desde el punto de vista ideológico pero fructífera también desde
el comercial en su utilización como reclamo publicitario o adorno de los interiores
burgueses (Benjamin, El París del Segundo Imperio en Baudelaire). Quizá así se
explique por qué para completar la “Alegoría del Café” diseñada para el techo de un
lujoso y moderno local de la ciudad, un lugar presumiblemente elitista, el pintor insista
en homenajear a la musa poética:

La composición del cuadro, obedeciendo a las ideas del pintor, estaba reducida a
lo siguiente: en el fondo, el amanecer, viéndose la primera dudosa claridad del

164
Aparentemente “Luis es un individuo tan poco notable entre los demás de la familia humana, que sólo
el decidido empeño en hacer novelesca su figura, sólo nuestra manía, tiene la culpa del aburrimiento que
ha de sentir el que leyere” (López Bago, El periodista 57). Sin embargo, pronto se ensalza la superioridad
del héroe: “Brillo no tenían sus ojos, color sus mejillas y vitalidad su cuerpo, pero sí en cambio
incalculable fuerza intelectual, voluntad de hierro y carácter energético, decidido, entero para lo que el
periódico atañía. Dijérase al verlo que estaba enfermo, que agonizaba. Pero aquel agonizante llegó en
cierto día a la redacción, se vio solo, y echando sobre su mesa un montón de cuartillas y una pluma,
escribió sin descanso alguno las nueve columnas que formaban el periódico, y por la noche se dijo que La
Voz del País había publicado el número más notable de su colección” (Ib. 30-31).

167
cielo detrás de una cortina descorrida a medias, sobre cuya varilla se posaban
dos o tres gorriones con el plumaje humedecido aún por el rocío de la mañana;
unos lo alisaban con el pico, otros sacudiánse y miraban curiosos a lo que en
primer término había, que era una mesa y sobre ella la lámpara lanzando sus
últimos destellos; una taza en que humeaba el café, la musa negra de Enrique
Mürger; las cuartillas escritas y en desorden, y sentada ante la mesa de trabajo la
Poesía, una figura sáfica, un rostro, cuya expresión debiera ser la de inteligencia,
la del pensamiento, luchando tras la velada con el sueño que empieza a
apoderarse de los sentidos. La lira a los pies y el laurel ciñendo la frente (López
Bago, El periodista 98).

La fascinación por la palidez, languidez y demás signos de decadencia física que


presenta la enferma anémica, tiene una explicación morbosa, y por tanto, negativa, en el
caso del capitalista,165 y un aura espiritual y estéticamente inalcanzable para el artista.166
Aunque el novelista reclama la libertad sexual (los protagonistas se juntaron “como era
natural”) (López Bago, El periodista 63), las connotaciones eróticas de la imagen
femenina finisecular (Litvak 1986) son planteadas como degradantes y deshonrosas para
el escritor que identifica la exhibición pictórica con la posesión física o espiritual
(“Quieren que como yo me he vendido, venda a los seres que me rodean. Hoy eres tú.
Una pobre mujer enferma puede utilizarse. Todavía sirve para modelo de un pintor.
Sirve para hacer un gran cuadro”) (López Bago, El periodista 135). En este sentido, el
aspecto lánguido de la mujer recuerda al del tuberculoso Alejandro Miquis, ya que
también en este caso el halo de santidad se corresponde con una personalidad
excepcional. De este modo, la dignidad de la amante de Luis sobre el pedestal se
desprende de la soberbia de Manette Salomon así como de la dominación sexual que
esta ejerce sobre los que la contemplan.167 También en este punto nos encontramos aún

165
“La afición del Ministro revestía especialísimo carácter. No le gustaba adquirir un cuadro que no
hubiese visto pintar (…) En realidad era un subterfugio. Campuzano no necesitaba ver pintar, sino ver lo
que se pintaba. A los estudios no le llevaba el amor a los lienzos, sino su deseo de las modelos. Y esto
había que ocultarlo a las gentes” (López Bago, El periodista 93-94).
166
“No existe entre las que tienen este oficio. Me hace falta una mujer delgada, pero con la delgadez
distinguida y garbosa; un rostro pálido, hermoso, inteligente; sobre todo una palidez grande. Necesito una
tísica o una anémica” (López Bago, El periodista 99).
167
María trata con desprecio al secretario -el instrumento del político-, quien será asesinado por Luis
antes de suicidarse: “Esa mujer- exclamó-, me ha tratado como se trata a un miserable. ¿Qué es esto?”
(López Bago, El periodista 142). Sin embargo la compañera de Luis dulcifica su expresión cuando se

168
lejos de la recreación en el desnudo femenino que encontraremos en las novelas en
torno al cambio de siglo.

3.3.1.2. El testimonio de la juventud derrotada. Declaración de un vencido de


Alejandro Sawa (1887).

Publicada antes de su revelador viaje a París, Declaración de un vencido resume


el fracaso de un joven aspirante a literato en la corte madrileña en una novela cargada de
un cierto autobiografismo y escrita en los años en los que Alejandro Sawa comenzaba a
convertirse en un mito en sí mismo (Phillips Allen 1975: 212).
La simultaneidad entre las decepciones en su carrera literaria y las sentimentales
y la manera en que estas afectan al protagonista reproducen los motivos más
característicos del Romanticismo de la Desilusión. Así pues, nos encontramos ante una
novela que vuelve hacer a hincapié en la lucha vital del artista sobre la puramente
artística, un nuevo ejemplo de la desgraciada conciencia hegeliana (Puebla Isla 212) y
educación sentimental (Phillips 1988: 398) en estas “confesiones de un hijo del siglo del
modernismo español” (Bark 1901, 65).
Como ocurría en la novela de Bago, el protagonista de Declaración dista de ser
un ejemplo anónimo de la juventud española ya que se trata de un ser “con genio”,
“artísticamente hermoso”, “potentemente organizado por dentro y por fuera” (Sawa,
Declaración de un vencido 114). Su idealismo neoplatónico, en el que se identifican
verdad, belleza y bondad, “visionario y amante, todo al mismo tiempo” (Ib. 174) le
invita a enamorarse de una bella vecina en apuros168 y a renunciar a su trabajo en el
periódico ante la corrupción de este, acción esta última que le lleva a una situación de
miseria por la cual su amante le abandona. A partir de aquí, cae en la taberna y en el

dirige al pintor, ya que este asegura que si hubiera sabido que se la había presionado para realizar el
posado, no hubiera aceptado hacerlo. María le sonríe y contesta, “usted no tiene la culpa. Usted es otra
cosa” (Ib. 149).
168
Para conquistar a su vecina, Carlos se aprovecha de la imagen extravagante que se asocia al escritor
(Sawa, Declaración de un vencido 185) por lo que exagera sus penas y crea otras que ni siquiera había
sentido (Ib. 186). Horacio se aprovechará de la misma fascinación para conquistar a Tristana, aunque en
su caso se enjuiciará desde el narrador heteriodiegético y realista. La exageración de Carlos no parece
tanta más adelante, cuando recuerda cómo se echó a llorar de felicidad tras la primera entrevista con su
amada (Ib. 189), una reacción común con la del protagonista de La educación sentimental cuando se
acuesta con Rosanette para ultrajar el desplante de su amada, Mme. Arnoux: “Hacia la una, la despertaron
lejanos redobles; y ella lo vio sollozar con la cabeza hundida en la almohada. -¿Qué tienes, amor mío? -Es
un exceso de felicidad –dijo Frédéric-. Hacía mucho tiempo que te deseaba” (Flaubert, La educación
sentimental 362).

169
sexo viciado, se convierte en el chulo de una bondadosa prostituta, a la que maltrata, y
finalmente se suicida.169 La verdadera ramera es la ciudad corruptora, la mujer fatal, que
seduce y asesina al artista de la misma manera que había conducido a la locura a Claude
Lantier (Zola, La obra, 1885).

¡Todo eso, y mucho más, mucho más - … ¡la fantasía trotando por los espacios
del delirio como un caballo furioso!-, iba por fin a verlo realizado! -¡Ah Madrid,
Madrid, solapada ramera, cuántas ilusiones seduces, atraes sobre tu seno, de
todos los extremos de la patria para darte luego el placer de exprimirlas, de
dejarlas exhaustas, y de tirarlas adonde no vuelvan a incorporarse nunca,
rendidas para siempre! ¡Cisterna, antro, sima, que mientras me devoras, más
sientes aumentarse tu apetito! –Pues bien: ¡yo te he amado! (Sawa, Declaración
de un vencido 159).

Aunque como se ve a simple vista la historia de Carlos Alvarado es bastante


común y literariamente conocida, su novedad no estriba en el elemento naturalista que
es, al fin y al cabo, un paso más en la obsesión por el asesinato social, sino en el tipo de
narración y discurso elegido. En efecto, la narración autodiegética se subjetiviza aún
más con la selección implícita en un discurso fragmentado que acentúa el elemento
emotivo y la empatía que se pide en la advertencia del relato:

Quizá andando el tiempo lea esto, desde su oscuro rincón de provincia, algún
joven corroído por la pasión de la gloria, ganoso de aventuras, azotado por las
misma borrasca de emociones que el autor de este libro, y quizás también, al
compadecerme, aproveche las experiencias de que pretendo dejar llenas estas
hojas, tomando otros derroteros y otros caminos que los que yo he seguido.

169
Aunque la relación emotiva-estética entre el poeta y la prostituta se intensifica en la bohemia
finisecular, en realidad es un tema fácilmente rastreable, al menos, desde mediados de siglo. Destacan los
ejemplos de las Escenas de la vida bohemia de Murger, las relaciones esporádicas de La educación
sentimental o el sacrificio de la hermosa cortesana Margarita Gautier en La dama de las camelias (1848)
de Alejandro Dumas hijo. De hecho, en la estudiada El poeta y el banquero, tras un frustrado intento de
suicidio, Rogerio se lanza por las calles de Barcelona donde se encontrará con una joven perdida que lo
acoge como su amante: “Adorado de una mujer que, revolcada en el cieno de la prostitución, no parecía
capaz de afecto alguno, no solo obtenía de ella toda la materialidad del amor, sino cuanto dinero
necesitaba para la disipada vida que llevaba (…) siempre calavereando por igual, enredando en todas
partes, haciendo reír a todo el mundo con sus chistes y salidas, y llevando por do quier todo el peso de la
broma. Sin embargo, este exterior atolondrado de Rojerio, este lujo deslumbrante de alegría y jocosidad
era el rayo sangriento de su alma despezada, dividido en cien colores por el prisma del aturdimiento de
que a propósito se encubría” (Mata y Fontanet, El poeta y el banquero II, 39-40).

170
Están malditos esos caminos, están sembrados de sangrientos despojos de mi
vida; y tenga siquiera la trascendencia de esas cruces que clavan en algunos
senderos de Andalucía para avisar al caminante que en aquel sitio donde la cruz
está clavada ha hecho explosión una desgracia, han matado a un hombre, como
Madrid y mis errores me han matado a mí (Sawa, Declaración de un vencido
181).170

La novela presenta por lo tanto un aspecto tan ruinoso como el del protagonista y
como en general, la juventud a la que este pertenece. La derrota de Carlos es en realidad
la de su propia generación, hijos y nietos de padres que lucharon en empresas heroicas
que no supusieron ningún progreso, testigos póstumos de una decepción e inmovilismo
que se extiende desde Restauración a toda la Regencia (Sawa, Declaración de un
vencido 122-124). La introducción histórica que precede al testimonio de Carlos
Alvarado profetiza su destino de un modo similar al repaso revolucionario con el que
las Confesiones de Musset explicaban la educación y comportamiento de su
protagonista.

Esta juventud se ha visto forzada a despeñarse desde la altura de los sueños a


que había trepado, y se la ha condenado a la desgracia, sin escucharla, sin
compadecerla, de un modo implacable, como si la felicidad no fuera el más
improrrogable y el más categórico de todos nuestros derechos.
Vivimos mal, por consiguiente. Miramos con desesperación al azul del cielo, y
maldito lo que se nos importa de los poderes de la tierra (Sawa, Declaración de
un vencido 119-122).

170
Esta declaración de intenciones repite de manera íntima la nota al lector que antecede al libro primero:
“Muchas veces me ha ocurrido pensar lo que en esta sociedad nuestra, tan azotada por la ambición, deben
sufrir esos inteligentes jóvenes que vienen desde provincias a comenzar por Madrid la conquista de
Europa, sin más bagaje que un drama, una novela, o una obra literaria cualquiera, bien acondicionadas en
el fondo del baúl, y dos o tres cartas de recomendación por otros tantos personajes acreditados en la corte.
Es éste un caso que el novelista moderno debe consignar preferentemente entre sus apuntes. Yo lo he
anotado, he hecho curiosos estudios de observación, d’après nature; y de tal modo he llegado, para
escribir este libro, a identificarme con uno de esos jóvenes a que hago referencia, que sin lisonja propia
puedo afirmar que lo conozco bastante más que a mí mismo. Es su historia, su historia que me refirió una
tarde entre sollozos y palabras -más sollozos que palabras-, lo que ofrezco a la opinión pública en las
páginas siguientes” (Sawa, Declaración de un vencido 113).

171
La trayectoria profesional del protagonista responde a la mayoría de los tópicos
que hemos ido encontrando en las novelas precedentes: deseos de gloria en una utópica
capital madrileña,171 primer contacto decepcionante con la realidad impersonal de la
corte (“Madrid: ¡Si sólo por haber llegado a él ya me siento más chico por dentro y por
fuera!”) (Sawa, Declaración de un vencido 167), relación conflictiva con la
ambivalencia de la prensa, contactos infructuosos con el comercio editorial,172 etc. No
hay cabida en esta novela a un posible regreso al hogar. Por el contrario, se condena al
escritor a una forma de insania caracterizada por una agudización de la degradación
moral explicable, por otro lado, como una exageración de la melancolía que culminará
con el sarcasmo previo al suicidio romántico (“Y sobre todo, ¿a qué esta emoción? ¿No
voy a cegar la fuente viva de todos mis pesares? ¡Abajo las lágrimas! ¡Viva la alegría!
¡Quiero morir cantando para asombrar a la gente!”) (Sawa, Declaración de un vencido
249).
La recreación del vicio por el novelista afín al Naturalismo tiene como objetivo
último denunciar las lacras del organismo social y, por contraste, ensalzar la virtud a
través, precisamente, de su castigo (Fernández Rodríguez 1999). Carlos Alvarado ejerce
así tanto de víctima de la sociedad como de fiscal contra esta, una labor de portavoz esta
última que remite, cómo no, a Los miserables de Víctor Hugo (“ser César y Víctor
Hugo al mismo tiempo. César, para abatir a los poderosos, y Hugo, para ennoblecer a
los miserables, para formar con ellos una simpática aristocracia”) (Sawa, Declaración
de un vencido 152). Conviene matizar, sin embargo, cómo la aproximación a estos
miserables no implica necesariamente que el escritor pertenezca a este colectivo. Lo que
Carlos reclama para sí es la ambigua posición social que tantos perjuicios le habían

171
“Me propuse llevar calor de mi sangre y electricidad de mis nervios a todas las páginas de esa obra, de
mi obra, haciéndola de tal modo humana, que pudiera palpitar entre las manos del lector con los
estremecimientos de vida de los libros tallados para la inmortalidad… Y cuando la hubiera terminado,
hacerla imprimir en Madrid, para que llevara el sello todopoderoso de la corte; y marchar a ella; y llegar a
ser un nombre ilustre más, de la lista completa que yo me había aprendido de memoria… ¡Las audaces
construcciones de los diez y seis años! …Gioventù, primavera della vita! ” (Sawa, Declaración de un
vencido 154).
172
“Salí al día siguiente con una de mis novelas -la que juzgaba menos imperfecta- debajo del brazo, y
recorrí, infructuosamente, hasta cuatro casas editoriales. Todos los editores me respondían con la misma
frase, que a fuerza de oírla llegó a antojárseme como una especie de consigna…: ‘Tenemos exceso de
original: no hay quien lea, y no podemos publicar nada por ahora’. También advertí, por la forma altanera
con que escucharon mis proposiciones, que el oficio de escritor es, en cierto modo, análogo al de
mendigo, porque el tono con que los editores respondían a mi oferta era exactamente igual al que se
emplea para despedir a un pordiosero molesto: ‘Perdone usted por Dios, no llevo suelto’. Y eso hasta el
punto de que, al regresar a mi casa, me sentía horriblemente humillado” (Sawa, Declaración de un
vencido 214).

172
ocasionado al artista y que un poco más adelante se considerará definitoria del
intelectual. Este orgullo de su propia clase explica por qué Carlos, pese a compartir los
vicios del pueblo, tarda en renunciar a los trabajos no manuales, es decir, los ejecutados
por los obreros del pensamiento, y cómo cuando finalmente lo hace no se encuentra
capacitado, oportunamente, para los empleos artesanos. Contradice de este modo su
visión idealizada de la vida obrera así como su crítica sobre la prostituta a la que
culpabiliza por no haber elegido una profesión decente en lugar de haberse conformado
con la que ahora ejerce (Sawa, Declaración de un vencido 227, 230-233).

Quiso ser obrero; trabajar manualmente en los talleres de obras mecánicas: no


pudo ser tampoco; carecía de experiencia, de fuerzas musculares en los brazos,
de voluntad para el trabajo. ¡No iba a entrar de aprendiz en una imprenta, y a los
veinte años, para ganar una peseta todas las semanas, él que era autor de tres
libros nada menos, y sin tener siquiera padre ni madre que le dieran de comer
todos los días! Se ha matado hace una semana aproximadamente (Sawa,
Declaración de un vencido 247).

La generosidad de la hetaria la engrandece respecto a la primera amante, la


mujer que realmente comercia con su cuerpo por el interés. Confiar en una mujer a la
que se idealiza es un error que comete también el pintor Eudoro Gamoda en La mujer de
todo el mundo (1885), quien llega a calificar a su amada de “pequeña Fornarina” (Sawa,
La mujer de todo el mundo, cap. VIII). Frente a la pareja de Luis en El periodista, la
modelo aparece aquí como la Mujer que se opone a la Vida, una Galatea diabólica que
reaparecerá como una especie de Eva Futura en Iluminaciones en la sombra (publicado
póstumo en 1910) para rebelarse egoístamente contra su creador.

Porque, a fin de cuentas, ¿qué clase especial de alma es la que pedía como
compañera mi amigo a la vida? Pues, sencillamente: un alma cualquiera, una
mujer que perteneciera a la humanidad de munición; pero que fuera joven, que
no viviera, como por sombras materiales, cercada por las visiones de un pasado
sentimental; que, estando ineducada, fuera educable; que, siendo de carne,
pudiera imaginativamente ser comparada con el yeso por la posibilidad de
moldear en ella un proyecto de estatua a gusto del escultor; una mujer, en fin, un
bloque de humanidad femenina con suficiente cantidad de primera materia para

173
que no resultara disparatada la idea de construir con ella la mujer exclusiva con
que todos los hombres sueñan. Y ya he dicho que al volver de una esquina se
encontró mi amigo con las apariencias de esa mujer. Era alta, fuerte, blonda,
rosada y azul. Eso, de piel afuera. Por dentro era taimada, tozuda, rencorosa,
pétrea (…) Aquella mujer de condición social tan humilde (…) quiso ensayar
taimadamente, tozudamente, rencorosamente, un régimen asiático de tiranía
contra el hombre precisamente que le había abierto, con su hogar, su corazón y
sus brazos… (…) Ya veis en lo que han venido a dar esos dos destinos: la mujer
de piedra, obediente a las leyes que rigen a los organismos de piedra, irá a
aplastar por yuxtaposición otro destino cualquiera; el hombre estará condenado
hasta su muerte a mirar con rabia los horizontes por donde el sol del amor
resurge todos los días. Y tendrá frío en agosto, sed insaciable al pie mismo de los
más frescos manantiales. Pero, ¿no tenéis un poco de cognac con que llevar
algún calor a mis venas? Parece que, en vez de sangre, contienen hielo… (Sawa,
Iluminaciones en la sombra 60-61).

3.3.1.3. El vacío narcisista de Juan Vulgar de Jacinto Octavio Picón (1885).

En cierto modo, Juan Vulgar podría ser la historia de Segundo García, El Cisne
de Vilamorta, si se hubiera decidido a abandonar la seguridad de la provincia y probar
suerte en la ciudad. Incapaz de reflexionar de manera coherente y sin voluntad real
(mucho menos titánica) Juan Vulgar confunde una imaginación exagerada con
verdadero talento y presupone ligado a este una vida de tragedia y un desengaño
amoroso, en el cual se basará, cómo no, para redactar un drama romántico:

La primera vez que se le ocurrieron estas reflexiones, la palabra drama quedó


grabada en su imaginación. “Sí, señor, todo un drama, -se dijo-, un drama muy
hermoso. ¿Por qué no? ¿Ha de escribirlo alguien mejor que quien lo ha
sentido?”. Desde entonces la palabreja fatal fue enseñoreándose de su fantasía
como una mancha que se extiende por un cuerpo poroso. “¿Qué duda cabe? -se
repetía- un drama interesantísimo. La dificultad está en el desarrollo; pero, fuera
de esto, la obra está hecha, no hay más que escribirla, lo cual para mí es cuestión
de unas cuantas semanas. Claro que es necesario abultar las cosas. El padre... la
inglesa... ella... su madre... el otro y yo; sobre todo yo, ¡qué gran tipo! Es decir,

174
el hombre que lucha con la fatalidad, y en cuyo corazón, triturado por el dolor,
queda siempre un rayo de esperanza, una aspiración indefinible (Picón, Juan
Vulgar cap. XI).173

Juan Vulgar se convierte en manos del narrador omnisciente en la marioneta


heredera de las sátiras sobre el alto concepto de sí del creador romántico, una mirada
narcisista (Valis 1981: 113) que se niega a reconocer su falta de originalidad. Esta
ausencia se disfraza entonces de una repetitiva queja acerca de un supuesto e
174
infortunado destino que no hace sino completar su actuación ridícula. La condena
del narrador es explícita, por ejemplo, cuando Juan imagina los pasajeros apuros
económicos de sus padres como una “irremediable ruina” o cuando hace una “farsa de
luto” para conmemorar la muerte de su olvidada novia del pueblo, a la que presupone
enferma de tisis tras su abandono (Picón, Juan Vulgar cap.VI). Tampoco es sincero
cuando su amante se casa y se esfuerza por adoptar una pose melancólica para que todo
el mundo entienda su pena, pose que abandona “algunas veces cada dos o tres días”
cuando “al retirarse por la noche, daba una acometida brusca a la criada de la patrona,
moza frescota y nada arisca, que le servía para contentar lo que él llamaba la bestezuela
de la carne” (Ib. cap. XI).
La más absurda de sus decepciones es la que atribuye a su mujer, a quien acusa
de mostrarse indiferente e incapaz de comprender sus problemas creativos. En obras
como Mujeres de artistas de Daudet o en Charles Demailly de los Goncourt esta queja
normalmente solía verbalizar la incompatibilidad entre el Arte y la Mujer cuando esta

173
“Sí, chico, asómbrate; un drama, un verdadero drama, vivificado por la savia de lo que yo mismo he
sentido. Aun no sé si titularlo Hojas caídas (ya comprenderás que son las esperanzas) o Los juguetes del
viento. Esto último me gusta mucho, pero tendré que intercalar un largo monólogo para justificarlo, sin
recordar, por supuesto, aquello de las ilusiones perdidas juguete del viento, etc., que dijo Espronceda. En
fin, de todo te pondré al corriente” (Picón, Juan Vulgar cap. XII).

174
La tentación de comparar a este personaje con Alejandro Miquis ha llevado definir a Juan Vulgar
como un “sujeto ambicioso, inconstante y holgazán, especie de Alejandro Miquis sin gota de
romanticismo” (Gonzalo Sobejano, “Introducción” de Dulce y sabrosa 1990: 26) poseedor como este de
un “embrión estético” que se desarrolla sin embargo en una “naturaleza pasiva” o “receptáculo de
impresiones” (Valis 1981a: 111). La novela de Galdós le servirá también a este último para establecer a
muy grandes rasgos una continuidad entre distintas novelas de la desilusión que culminan en el fin de
siglo (“¿Cómo explicamos la creación de Juan Vulgar? Sugeriría una cadena de asociaciones literarias
decimonónicas derivándose de Flaubert (L’éducation sentimentale y Bouvard et Pécuchet); emergiendo
en la creación galdosiana de Alejandro Miquis, de El doctor Centeno (1883); pasando por una etapa
transicional con una obra piconiana como Juan Vulgar (o Una medianía de Clarín); y de ahí, a la
manifestación hispánica (y europea) en el fin de siècle, de la desilusión y la impotencia”) (Ib. 109).

175
quería ignorar la trascendencia del primero. La esposa de Juan Vulgar, sin embargo, se
describe como la perfecta compañera que se anhelaba en Daudet por lo que no
distinguimos entre ellos tal oposición. Se trata en realidad de un error narcisista
explicado en la ceguera de Juan Vulgar que ve reflejada en su mujer la “paradójica
vacuidad autoengañadora” (Valis 1981a: 116) que se encuentra en él mismo.175 Solo
queda en duda si el lamento que murmura cuando descubre que su mujer se ha quedado
dormida con la lectura de su drama se debe a la toma de conciencia de lo absurdo de su
exagerada conducta o, por el contrario, nos encontramos ante el momento derrotista
común a los aspirantes a artista.

¡Sí! Allí estaba el drama, en el suelo, arrugadas las hojas por el golpe, abierto
casualmente por donde más fuego y mayor sinceridad respiraban sus versos;
mientras la agenda del gasto diario, aborrecible emblema de toda la prosa de
la vida, descansaba cuidadosamente puesta sobre el tapete del velador.

Entonces Juan, callado y silencioso, como había venido, sin pararse siquiera a
recoger del suelo el adorado manuscrito, se volvió al despacho oprimiendo
con las manos crispadas las hojas del calendario, y dejándose caer de golpe
en un sillón, agobiada el alma por el dolor, como bestia rendida a la
pesadumbre de su carga, se arrojó de bruces sobre la mesa y murmuró
llorando: “¡Dios mío! ¡Treinta años, treinta años! ¡La juventud perdida!”
(Picón, Juan Vulgar cap. XIV).

175
El pintor protagonista de El origen del Pensamiento de Palacio Valdés (1893), novela de la que nos
ocuparemos más adelante, comparte con un amigo su preocupación por la falta de interés de su esposa por
el mundo artístico ya que lo respeta como una distracción pero no como una ocupación que permita ganar
el sustento. Su amigo le responde recordándole el peligro que para los artistas supone buscar una mujer
igual de excéntrica que ellos: “Carlota es un espíritu sensato, lúcido, equilibrado. No tiene la imaginación
propensa a los sueños, ni facultades para introducirse en el mundo del arte y la poesía. ¡Qué importa! La
poesía es ella misma. (...) Además, nunca he creído que al artista le convenga una esposa de imaginación
exaltada, de temperamento nervioso, inquieto y refinado como el suyo. Esta paridad de humores produce
casi siempre funestos resultados” (Palacio Valdés, El origen del pensamiento II, 314).

176
3.4. Querer ser artista desde la burguesía.

3.4.1. La mujer objeto o la pequeña Galatea. Tristana de Benito Pérez Galdós


(1892).

El interés galdosiano por la ejecución, crítica y presencia del arte en su obra ha


sido ampliamente estudiado por Alfieri (1968), Bly (1986), Cristina Carbonell (2008),
Peñate Rivero (2008), etc. Aunque nosotros vamos a restringir nuestro trabajo a la
trayectoria del mito de Pigmalión y su papel en Tristana (1892) conviene recordar que
la mayoría de estos estudios coinciden en señalar a La sombra (1870) como la primera
novela galdosiana en la que el arte adquiere una función propia. En esta historia se
cuenta como un coleccionista se obsesiona con que el personaje de Paris, protagonista
de un cuadro que representa los amores de este con Venus, es capaz de salir de la
representación pictórica y asaltar a su esposa en sueños, a veces como una sombra y
otras disfrazándose de un dandi un poco descarado. La novedad de la obra no se
encuentra en el tema del cuadro animado, tratado también magistralmente por Gogol (El
retrato) o por Wilde (El retrato de Dorian Gray), sino en la consciente irresolución del
conflicto fantástico.

Al bajar las escaleras me acordé de que no le había preguntado una cosa


importante y que merecía ser aclarada, esto es, si la figura de Paris había vuelto a
presentarse en el lienzo, como parecía natural. Pensé subir a que me sacara de
dudas satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado ni dos escalones
cuando me ocurrió que el caso no merecía la pena, porque a mí no me importaba
mucho saberlo, ni al lector tampoco (Pérez Galdós, La sombra I, 231).

Cuando Galdós recurre al mito de Pigmalión para recrear desde el punto de vista
realista la posibilidad de la formación femenina se refiere siempre a un tipo de escultura
metafórica, que se relaciona fundamentalmente con la educación espiritual y no tanto
con la estrictamente corporal. Tanto en La familia de León Roch como en Tristana, los
“educadores” intentan modificar a su gusto un personaje femenino que existía antes de
su intervención y al que se quiere dejar lo justo y necesario de vida para que solo la
belleza acompañe al artista como ángel del hogar. Este ideal krausista que dirige las
expectativas de León Roch (Jagoe 1992) se transformará en Tristana en un complejo

177
intercambio de deseos educativos, sexuales y artísticos que enriquecerá sobremanera la
complejidad de la escultura de Galatea.
“Mujer arpía” (Rueda 202) y “odalisca mojigata” (Pérez Galdós, La familia de
León Roch I, 821) como la Olimpia de Manet (1863) María Egipcíaca atrae a León
Roch de dos maneras muy seductoras que tienen su origen en su belleza marmórea y en
su falsa imagen de tabula rasa. Moderno Adán, León quiere hacer a su esposa a su
imagen y semejanza (Ib. 796), pero se encuentra con que, como una Venus un tanto
retorcida, María ha sido ya animada por la autoridad cristiana en su faceta más fanática.
El modelaje de su hermano místico no puede sin embargo ahogar la naturaleza sensual
de María, que cuando siente en peligro su dominio sobre su marido, recurre de nuevo a
sus armas más femeninas, su cuerpo escultural y el artificio del maquillaje. El
arrepentimiento de la santa prostituta que le da nombre desaparece entonces, y con esta
pérdida de humanidad reaparece la muñeca diabólica, la autómata Cornelia de
Coppelius o la Venus de bronce de Mérimée (La Venus de Ille 1837), que se aferra a su
creador en una nueva inversión galdosiana del mito (“no era de barro flexible, pronto a
tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que
lastimaba los dedos, sin ceder jamás a presión”) (Ib. 801).176

No era una señora, era una muñeca grande, muy grande, vestida como las
señoras (…) Vio que la gran muñeca adelantaba lentamente, sin quitar de ella los
ojos, ¡y qué ojos! Monina se iba quedando pálida y quería gritar, pero no podía.
Y la enorme muñeca avanzaba hacia ella sin parecer que andaba, sino que la
movían resortes debajo de la falda (…) una voz indefinible, que a Monina no le
pareció voz humana, sino esa voz fuelle que en el pecho de las muñecas dice
papá y mamá, le preguntaba: “-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?” (Pérez Galdós,
La familia de León Roch I, 904).

176
La derrota de la prostituta redimida en su enfrentamiento con Venus había sido ya destacada cuando
hablamos de El toisón de oro de Gautier. Recordábamos entonces la coincidencia del tema pictórico de
María Egipcíaca y María Magdalena entre la obra de Gautier y la de Balzac (La obra maestra
desconocida). Si prestamos atención a la recreación del redescubrimiento de su cuerpo por María
Egipcíaca, vemos lo que podría ser un guiño a la Belle Noiseuse de Frenhofer cuya belleza, a su vez, se
oponía a la inanimada de la santa de Pourbus: “Sus pies eran bonitos de cualquier modo, y desnudos más.
Pero admitido el calzado como una necesidad social que no era ley en tiempos de Venus, María vio con
admiración sus pies artificiales, con los cuales Dafne no hubiera podido correr, pero no por eso eran
menos lindos. Sentó con arrogancia la planta en el suelo, examinó todo desde la rodilla, giró un poco
sobre el tacón, movió la delgada punta, semejante a un dedal. El pie tiene su expresión como la cara.
María lo encontró admirable, y pensó en otra cosa” (Pérez Galdós, La familia de León Roch I, 902).

178
Frente a la perfección clásica de María Egipcíaca, en la descripción de Tristana
predomina la línea sobre el volumen, el papel sobre el mármol, la concentración de
tamaño sobre la plenitud avasalladora de la mujer de León Roch. Muñequita japonesa,
una geisha en miniatura,177 Tristana es un objeto a ojos de los demás, imposible de
aprehender pero igualmente tentador en cuanto a que invita a escribir, moldear y
fantasear sobre él.178 En este sentido, el deseo de posesión implica mucho más que el de
la dominación sexual, una satisfacción que tanto Lope con Horacio disfrutan sin
problemas, sino que se extiende hasta la necesidad de una omnipotencia también
espiritual contra la que sí se rebela Tristana. De hecho, se sentirá con fuerzas suficientes
como para abandonar su pedestal de Galatea (“Resignada en absoluto no, porque más de
una vez, en aquel año que precedió a lo que se va a referir, la linda figurilla de papel
sacaba los pies del plato, queriendo demostrar carácter y conciencia de persona libre”)
(Pérez Galdós, Tristana 124).

177
La geisha, prototipo opuesto a la sensualidad de la mujer del trópico, llegó a convertirse en el fin de
siglo en uno de los ideales eróticos femeninos, “mujer convertida en el arte en sus más mínimos
movimientos; la sujeción de sus gestos de perfección estética” (Litvak 1986: 130).
178
“La otra, que a ciertas horas tomaríais por sirviente y a otras no, pues se sentaba a la mesa del señor y
le tuteaba con familiar llaneza, era joven, bonitilla, esbelta, de una blancura casi inverosímil de puro
alabastrina; las mejillas sin color, los negros ojos más notables por lo vivarachos y luminosos que por lo
grandes; las cejas increíbles, como indicadas en arco con la punta de finísimo pincel, pequeña y roja la
borriquita, de labios un tanto gruesos, orondos, reventando de sangre, cual si contuvieran toda la que en
rostro faltaba; los dientes, menudos, pedacitos de cuajado cristal; castaño el cabello y no muy copioso,
brillante como torzales de seda y recogido con gracioso revoltijo en la coronilla” (Pérez Galdós, Tristana
122); “Llevaba en toda su persona la impresión de un aseo intrínseco, elemental, superior y anterior a
cualquier contacto de cosa desaseada o impura. De trapillo, zorro en mano, el polvo y la basura la
respetaban; y cuando se acicalaba y se ponía su bata morada con rosetones blancos, el moño arribita
traspasado con horquillas de dorada cabeza, resultaba una fiel imagen de dama japonesa de alto copete.
¿Pero qué más, si toda ella parecía de papel, de ese papel plástico, caliente y vivo en que aquellos
inspirados orientales representan lo divino y lo humano, lo cómico tirando a grave y lo grave que hace
reír? De papel nítido era su rostro blanco mate, de papel su vestido, de papel sus finísimas, torneadas,
incomparables manos” (Ib. 123) A lo largo de la novela se repite en varias ocasiones y en boca tanto de
los personajes como del narrador (que se hace así eco de estos) que Tristana es una muñeca, aunque en su
caso no se refuerza el elemento antinatural de la autómata o muerta viviente de la descripción de la
furiosa María Egipcíaca: “ …orejas hubo en la vecindad que la oyeron decir papá, como las muñecas que
hablan” (Íd.); “aún no estaba contento don Lope, decidido a emplear todos los recursos de la ciencia
médica para sanar a su muñeca infeliz” (Ib. 235) y en otro lugar “Ya me pertenece en absoluto hasta que
mis días acaben. ¡Pobre muñeca con alas!”; “En fin- agregó Miquis,- no se asuste la muñeca, que no la
haremos sufrir nada…” (Ib. 239), etc. Stoichita señala que en el mito de Pigmalión la escultura de la
mujer correspondería a una figurilla más que a una escultura a tamaño real, es decir, a una muñeca
(“también se supone que la escultura original sería obligatoriamente reducida y crecería con la
transformación. Estas figurillas suelen aparecer representadas sobre estelas eregidas en memoria de
jovencitas, de ahí su consideración de muñecas”) (2006: 25).

179
Este despertar de Tristana no era más que una fase de la crisis profunda que
hubo de sufrir a los ocho meses, aproximadamente, de su deshonra, y cuando
cumplía los venitidós años. Hasta entonces, la hija de Reluz, atrasadilla en su
desarrollo moral, había sido toda irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas
propias, viviendo de las proyecciones del pensar ajeno, y con una docilidad tal
en sus sentimientos que era muy fácil evocarlos en la forma y con la intención
que se quisiera. Pero vinieron días en que su mente floreció de improviso, como
planta vivaz a la que le llega un buen día de primavera, y se llenó de ideas, en
apretados capullos primero, en espléndidos ramilletes después. Anhelos
indescifrables apuntaron su alma. Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué,
de algo muy distante, muy alto, que no veían sus ojos por parte alguna; ansiosos
temores la turbaban a veces, a veces risueñas confianzas; veía con lucidez su
situación, y la parte de humanidad que ella representaba con sus desdichas; notó
en sí algo que se le había colado de rondón por las puertas del alma, orgullo,
conciencia de no ser una persona vulgar; sorprendiose de los rebullicios, cada
día más fuertes de su inteligencia, que le decía: “Aquí estoy. ¿No ves cómo
pienso cosas grandes?”. Y a medida que se cambiaba en sangre y médula de
mujer la estopa de la muñeca, iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la
miserable vida que llevaba bajo el poder de don Lope Garrido (Pérez Galdós,
Tristana 137).

Lope inicialmente y Horacio después, se interesan en Tristana primero como


amantes y sólo después de la consumación sexual se plantean la posibilidad de
convertirla en el ángel de su hogar. La doble sumisión del objeto desde un punto de
vista no sólo artístico sino también social ejerce el efecto contrario sobre Tristana, pues
la recuerda la falta de definición de su propia identidad y la anima a convertirse en
Pigmalión de sí misma.179 Aunque antes de conocer a Horacio ya había reflexionado

179
Como veremos a continuación, Tristana creerá lograrlo a través de la profesión artística. En palabras
de Valis (1984: 208): “Art in Tristana, I would suggest, becomes in the hands of the protagonist an
instrument subordinate to her guest for self-knowledge, for self-awareness. Through art Tristana will
attempt to find herself, to define what it is to be Tristana”. Clarín por su parte relacionó las vacilaciones
de la heroína galdosiana con el fenómeno general de indefinición del personaje realista-naturalista que se
agudizará en el fin de siglo:“La representación bella de un destino gris atormentando un alma noble,
bella, pero débil, de verdadera fuerza sólo para imaginar, para soñar, de muchas actitudes embrionarias,
un alma como hay muchos en nuestro tiempo de medianías llenas de ideal y sin energía, ni vocación seria,
constante, definida” (Alas “Clarín”, Galdós 252).

180
acerca de las distintas profesiones que podría ejercer como mujer soltera e
independiente,180 el comienzo de su relación con el pintor le muestra cuarta opción, la
del artista.

Yo quiero vivir y ser libre… Di otra cosa: ¿y no puede una ser pintora, y ganarse
el pan pintando cuadros bonitos? Los cuadros valen muy caros (…) ¿Y no podría
una mujer meterse a escritora y hacer comedias… libros de rezo o siquiera
fábulas, Señor? Pues a mí me parece que esto es fácil. Puedes creerme que estas
noches últimas, desvelada y no sabiendo cómo entretener el tiempo, he
inventado no sé cuántos dramas de los que hacen llorar y piezas que hacen reír, y
novelas de muchísimo enredo y pasiones tremendas y qué sé yo. Lo malo es que
no sé escribir… quiero decir, con buena letra; cometo la mar de faltas de
gramática y hasta de ortografía. Pero ideas, lo que llamamos ideas, creo que no
me faltan (Pérez Galdós, Tristana 139).

Una nueva inspiración se reveló a su espíritu, el arte, hasta entonces


simplemente soñado por ella, ahora visto de cerca y comprendido (…) No le
faltaban, no, disposiciones, porque la mano perdía de hora en hora su torpeza, y
si la mano no la ayudaba, la mente iba muy altanera por delante, sabiendo cómo
se hacía, aunque hacerlo no pudiera (…) “Ahora me parece a mí que si de niña
me hubiesen enseñado el dibujo, hoy sabría yo pintar, y podría ganarme la vida y
ser independiente con mi honrado trabajo (…) Así es que me encuentro inútil de
toda inutilidad” (Pérez Galdós, Tristana 180-181).

El aura de libertad y originalidad de la profesión le permitiría cumplir su


objetivo social a la vez que le serviría para crear su propia personalidad. A la larga,
además, acabaría creando ella misma un objeto externo, independiente de sí y por lo

180
“Libertad, tiene razón la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de mujeres.
¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del plato? Pues las llaman, por buen nombre,
libres. Por consiguiente, si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos de
esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras de mujeres, como los tienen esos bergantes de hombres, anda
con Dios. Pero, fíjese, sólo tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que carrera es, o el
teatro…, vamos, ser cómica, que es buen modo de vivir, o… no quiero nombrar lo otro. Figúreselo”
(Pérez Galdós, Tristana 138-139). La otra opción habitual, el convento, se contempla en La familia de
León Roch; pese a plantearse como otra posibilidad, la vida dramática, como la de la modelo, solía estar
también contaminada por la mala fama de la tercera opción no mencionada, situación esta última que, en
cierto modo, es la que más se acerca al estado de Tristana.

181
tanto fuera del alcance de los prejuicios sociales que se ciernen sobre su situación
actual. Por encontrarse a medio camino en su transformación de escultura a mujer y en
continua transición de un estado artístico a otro Tristana parece intuir que su creación
sólo puede ser artificial, es decir, que le está negada una fecundidad natural. Por este
motivo, cuando Horacio plantea la posibilidad de tener un hijo en el futuro, ella afirma
pesimista que “niño nacido es niño muerto… y el nuestro se moriría también” (Pérez
Galdós, Tristana 188).181
Ignorante de la realidad del mundo artístico así como de las dificultades
añadidas para la mujer artista, Tristana no se plantea las críticas que atormentaban a
Siega, Luz o Mara. Así, por ejemplo, niega rotundamente la subordinación de sus
inquietudes al matrimonio o al amor que sí se defendía en Luz (“Aspiro a no depender
de nadie, ni del hombre que adoro […] Quiero, para expresarlo a mi manera, estar
casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia”) (Pérez Galdós, Tristana
206). Encerrada en su jaula de oro (Ib. 178), la casa de Lope y la rigidez de la burguesía
finisecular, Tristana sólo puede reflexionar a partir de lo que se gesta en su imaginación,
una fantasía poetizadora que disfraza la realidad, la idealiza y la convierte en objeto de
literaturización.182 Este proceso, que Germán Gullón (1977) explica como común a
Tristana, Lope y Horacio, participa de la ironía y desmitificación habitual en las novelas
realistas. La desmitificación es aún mayor en este caso ya que la actitud desafiante de
Tristana, pese a que no llegaba a una realización efectiva, era sin embargo reflejo de una
creencia real en la validez de la pose literaria.
La pregunta acerca de la originalidad de Tristana en su intención de
transformarse de objeto a creador artístico tiene una importancia menor si aceptamos
como posible en esta Galatea la traslación de la identificación del arte con la vida
característica del artista de herencia romántica. Así, de la misma manera que los demás
la ven como objeto, Tristana se siente con capacidades creativas que le permitirán
cultivarse como la Pigmalión de sí misma que mencionábamos más arriba. Dado que su

181
El tema del Hijo como creación natural enfrentada o sustituta de la creación artística o científica, en
todo caso, no natural, comienza a popularizarse en torno al fin de siglo con novelas como Su único hijo de
Clarín (1891) y Amor y Pedagogía de Unamuno (1902) de las que hablaremos más adelante.
182
Su mismo nombre, Tristana, se debe a la pasión de su madre por “aquel arte caballeresco y noble, que
creó una sociedad ideal para servir constantemente de norma y ejemplo a nuestras realidades groseras y
vulgares” (Pérez Galdós, Tristana 130) y que estaba de moda por las óperas wagnerianas. Don Lope se
aprovecha de los excesos de imaginación de la muchacha como forma de amaestramiento: “Don Lope le
cultivaba con esmero la imaginación, sembrando en ella ideas que fomentaran la conformidad con
semejante vida; estimulaba la fácil disposición de la joven para idealizar las cosas, para verlo todo como
no es, o como nos conviene o nos gusta que sea” (Ib. 136).

182
aprendizaje se basa siempre en la memorización y en la copia, no podemos saber si
habría llegado a desarrollar una personalidad completa o una producción artística
propia. Cuando tras la amputación de su pierna reinicia la pintura o se interesa por la
música, ha perdido ya su libertad física y espiritual, que se acentuará progresivamente
con la pérdida de su interés como intérprete y la preferencia por la contemplación
mística,183 la reproducción gastronómica y su matrimonio con Lope. Con la
imposibilidad de liberación se da marcha atrás en la formación intelectual y se regresa al
estado inicial del objeto, el de tabula rasa. En palabras de Tsuchiya (345), “Tristana
gradually returns to paper, to a state of non-existence from which she has originally
emerged.”

No sé si por la congoja que siento, o efecto de la enfermedad, ello es que todas


las ideas se me han escapado, como si se echaran a volar. Volverán, ¿no crees tú
que volverán? Y me pongo a pensar y digo: pero, Señor, todo lo que leí, todo lo
que aprendí en tantos librotes, ¿dónde está? (Pérez Galdós, Tristana 221).

Antes de la amputación Tristana había mostrado una sensibilidad innata por la


belleza y un sentimiento de superioridad injustificado fuera de sí común al de Isidora en
La desheredada.184 Casualmente, la fatalidad y la derrota del idealismo acercará a esta
última a un pintor igual de tísico y por tanto, idealizado, que Alejandro Miquis. Isidora

183
De la trascendencia musical al misticismo sólo hay un paso que en Tristana se encuentra ya
suficientemente abonado por su tendencia a la idealización y el aislamiento al que le condena su
amputación. Si una vez idealizó a Horacio, ahora lo hace con Dios y se consagra a una contemplación
religiosa, al contrario que la primera, socialmente aceptada (Pérez Galdós, Tristana 268). Tras el fin
definitivo de su búsqueda de la libertad se convierte irremediablemente en una estatua: “La señora coja
hízose popular entre los que asiduamente asistían a los oficios mañana y tarde, y los acólitos la
consideraban ya como parte integrante del edificio y aun de la construcción” (Ib. 270).
184
“Isidora tenía una maestría singular y no aprendida para arreglarse. Con ella nació, como nace con el
poeta la inspiración, aquella facultad de los ojos para ver siempre lo bello, sorprender lo armonioso y
elegir siempre de un modo magistral, así como la destreza de sus manos para colocar sobre sí cualquier
adorno. Poseía la rarísima afición a la sencillez” (Pérez Galdós, La desheredada I, 1039). En esta novela,
Galdós ofrece un guiño al pasaje de la trilogía de Ayguals de Izco en que María mostraba una sensibilidad
especial para la contemplación artística. Isidora compartirá la misma cualidad aunque, haciendo gala de
un sentimiento de superioridad basado en una equivocada idea de lo aristocrático, se asombrará de que tal
contemplación sea permitida al mismo pueblo del que tanto María, como ella misma, provenían: “Sin
haber adquirido por lecturas noción alguna del verdadero arte, sin haber visto jamás sino mamarrachos,
comprendía la superioridad de lo que a su vista se presentaba; y con admiración silenciosa, su vista iba de
cuadro en cuadro, hallándolos todos, o casi todos, tan acabados y perfectos, que se prometió ir con
frecuencia al edificio del Prado para saborear más aquel goce inefable que hasta entonces le fuera
desconocido. Preguntó a Miquis si también en aquel sitio destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al
Pueblo, y como el estudiante le contestara que sí, se asombró mucho de ello” (Ib. 1007).

183
acompañará a su amante hasta los últimos momentos de su vida, justo los que
Torquemada aprovecha para comprar de saldo unos cuadros que prevee revalorizar con
la fama póstuma (Torquemada en la hoguera, 1889).185 La abnegación de Isidora, la
mujer perdida, contrasta con la repulsión de Tristana a la formación de un hogar común
con Horacio, una decisión igual de opuesta al tópico romántico que la caracterización
del artista compañero de Isidora respecto a la del pintor de Tristana. 186

Hallábase Don Francisco dentro de una estancia cuyo inclinado techo tocaba el
piso por la parte contraria a la puerta; arriba, un ventanón con algunos de sus
vidrios rotos, tapados con trapos y papeles; el suelo, de baldosín, cubierto a
trechos de pedazos de alfombra; a un lado un baúl abierto, dos sillas, un amagre
con lumbre; a otro, una cama, sobre la cual, entre mantas y ropas diversas,
medio vestido y medio abrigado, yacía un hombre como de treinta años, guapo,
de barba puntiaguda, ojos grandes, frente hermosa, demacrado y con los
pómulos ligeramente encendidos; en las sienes una depresión verdosa, y las
orejas transparente como la cera de los devotos que se cuelgan en los altares.
Torquemada le miró sin contestar al saludo y pensaba así: “El pobre está más
tísico que la Traviatta. ¡Lástima de muchacho! Tan buen pintor y tan mala

185
“No me dirán que me cobro en pinturas, pues por estos apuntes, no me darían ni la mitad de lo que yo
di. Verdad es que si se muere valdrán más, porque aquí, cuando un artista está vivo, nadie le hace maldito
caso, y en cuanto se muere de miseria o de cansancio, le ponen en las nubes, le llaman genio y qué sé yo
qué…” (Pérez Galdós, Torquemada en la hoguera II, 1362). Alfieri (1968) indica que quizá el personaje
de Martín sea un homenaje al pintor Rosales “quien parece ser su modelo y que al morir tan joven (1836-
1873) forja una leyenda del pintor romántico” (81).
186
En Horacio se representará al artista medio, de ideas no demasiado exaltadas, que gracias a la
generosidad de un familiar y a una vida relativamente tranquila no se ve inmerso ni en la vorágine de la
búsqueda de la obra maestra ni en los problemas económicos habituales en el artista romántico. La
antítesis burlesca de este es Francisco Bringas, funcionario aficionado al arte cuya obra maestra será un
artificio sepulcral, diseñado desde el despropósito y la cursilería, recubierto de distintas tonalidades de
pelo. La ridiculez es extensible a lo que él considera momentos de inspiración genial: “Salió de la casa el
buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía la enfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra,
recién encarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era un ser vivo, y se desarrollaba
potentísima oprimiendo las paredes de su cerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban
inexplicables sensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a las extremidades
desasosiego, y al ser todo impaciente, temores, no sé qué más… Al mismo tiempo se regalaba de
antemano con la imagen de la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, con la forma
del molde en que estuviera. Otras veces veíla nacer por partes, asomando ahora un miembro, luego otro,
hasta que todo entero aparecía en el reino de la luz (…) Interrumpiendo esta hermosa visión de la obra
non-nata, llameaban en el cerebro del artista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa
tan funeraria), ciertas ideas atañaderas al presupuesto de la obra. Bringas las acariciaba, prestándoles
aquella atención de hombre práctico que no excluía en él las desazones espasmódicas de la creación
genial” (Pérez Galdós, La de Bringas II, 129-130).

184
cabeza… ¡Habría podido ganar tanto dinero!” (Pérez Galdós, Torquemada en la
hoguera II, 1358-1359).

Si Tristana poetiza su porvenir, Horacio ajusta convenientemente la narración de


su trayectoria artística a los tópicos esperables en las biografía de los artistas
consagrados. Consciente de que así afianzará el interés de Tristana, Horacio describe
una infancia cosmopolita, una adolescencia en lucha entre la vocación artística y su
destino en el comercio, una juventud viajera, anhelante de aventuras, de amor y de
gloria que se cumple en parte cuando conoce a la muchacha. 187 Pero detrás del desorden
de su estudio o de los apelativos cariñosos, Horacio insinúa su deseo de compartir su
vida con una mujer que sea la compañera doméstica del artista y no su competencia, una
mujer a la que encerrar en una habitación magnífica, “digno estuche para tal joya”
(Pérez Galdós, Tristana 212).

Estos alientos de artista, estos arranques de mujer superior, encantaban al buen


Díaz, el cual, a poco de aquellos íntimos tratos, empezó a notar que la
enamorada joven se iba creciendo a los ojos de él y le empequeñecía. En verdad,
que esto le causaba sorpresa, y casi casi empezaba a contrariarle, porque había
soñado en Tristana la mujer subordinada al hombre en inteligencia y en
voluntad, la esposa que vive de la savia moral e intelectual del esposo, y que con
los ojos y con el corazón de él ve y siente. Pero resultaba que la niña discurría
por cuenta propia, lanzándose a los espacios libres del pensamiento, y
demostraba las aspiraciones más audaces (Pérez Galdós, Tristana 182).

Estas esperanzas de dominar y limitar a Tristana coinciden con las de Lope,


deseos en todo caso igual de hipócritas al provenir de dos personajes que defienden la
ostentación de una vida libertina hasta que conviene el sosiego de una vida rentista y
burguesa. La renuncia de Horacio a la gloria artística que esta vida implica no tiene su
causa en fracasos sucesivos o profundas decepciones, sino en un razonamiento que

187
“Él, en cambio, ardía en deseos de contar su vida, la más desgraciada y penosa juventud que cabe
imaginar, y por lo mismo que ya era feliz, gozaba en revolver aquel fondo de tristeza y martirio” (Pérez
Galdós, Tristana 155); “Todo esto, y otras cosas que irán saliendo, se lo contaba Horacio a su damita, y
esta lo escuchaba con deleite, confirmándose en la creencia de que el hombre que le había deparado el
Cielo era una excepción entre todos los mortales, y su vida lo más peregrino y anómalo que en clase de
vidas de jóvenes se pudiera encontrar; como que casi parecía vida de un santo digna de un huequecito en
el martirologio” (Ib. 158).

185
combina la pintura paisajística con las “querencias de propietario” (Pérez Galdós,
Tristana 27) y que causa horror a Tristana. Coherentemente, será ella la que sufra la
experiencia traumática e irremisible propia de los artistas, la que convierta la diafanidad
y blanclura increíbles de su rostro (Ib. 233) en papel de estraza (Ib. 247).
En cierto modo Tristana podría ser considerada una novela de formación que
permanece en germen toda la narración y que coincidiendo con su desenlace, se atrofia,
es absorbida y desaparece. Si la tuberculosis era la enfermedad poética, la represión
social e interna que caracteriza las acciones de Tristana acaban castigándola, de manera
metafórica, con el padecimiento de un cáncer, la enfermedad de lo Otro frente al Yo
romántico imposible de estetizar (Sontag 1996: 69). Cuanto más asciende, como los
mitos también artísticos de Dédalo o Lucifer, mayor es la caída, máxime cuando la
ascensión ha sido puramente imaginativa y se ha visto siempre en duda desde la óptica
realista. Así pues, al final de la novela Tristana vuelve a ser un objeto decorativo inicial,
sólo que ahora ha perdido su valor comercial y carece incluso del atractivo erótico de
las estampas que coleccionaba Don Lope. Tristana se convierte en un hermoso busto de
exhibición, el boceto de una obra contemporánea, truncada y caduca, que ni siquiera
puede contar, como las Venus antiguas, con la sacralización del tiempo (“Soy una
belleza sentada… ya para siempre sentada, una mujer de medio cuerpo, un busto y nada
más”) (Pérez Galdós, Tristana 257).188 Tristana no será nunca un objeto adorado, sino
un ángel sin alas que debe una sumisión tan inevitable como forzada. Tristana no será
nunca más ni Vida ni Arte, ni tan siquiera pornografía.

Ya no le quedaba más que su colección de retratos de hembras hermosas, en los


cuales había desde la miniatura delicada hasta la fotografía moderna en que la
verdad suple al arte, museo que era para su historia de amorosas lides como la de
cañones y banderas que en otro orden pregonan las grandezas de un reinado
glorioso. Ya no le restaba más que esto, algunas imágenes elocuentes, aunque
mudas, que significaban mucho como trofeo, bien poco ¡ay!, como especie
representativa de vil metal (Pérez Galdós, Tristana 132).

188
Un ensayo de obra como los que se encontraban desperdigados por el estudio de Horacio (Zamora
209): “Figúrese un cuarto muy grande, con un ventanón por donde se cuela toda la luz del cielo, las
paredes de colorado, y en ellas cuadros, bastidores de lienzo, cabezas sin cuerpo, cuerpos descabezados,
talles de mujer con pechos inclusive, hombres peludos, brazos sin persona, fisonomías sin orejas, todo
con el mismísimo color de nuestra carne. Creáme, tanta cosa desnuda le da a una vergüenza… Divanes,
sillas que parecen antiguas, figuras de yeso, con los ojos sin niña, manos y pies descalzos… de yeso
también…” (Pérez Galdós, Tristana 153).

186
3.4.2. Del burgués aficionado a la abulia de la medianía.

3.4.2.1. El genio y el Arte en las narraciones de Clarín. Doña Berta (1892).

Los personajes que se dedican al mundo de las Letras, como poetas, novelistas,
dramaturgos e incluso periodistas protagonizan algunos de los relatos más
emblemáticos de Clarín. La mejor obra de un poeta de provincias es su muerte heroica
en El sustituto (1896), otro abandona su vocación por la vida empresarial (Doctor
Sutilis) (1916), un lírico antiguo reflexiona acerca del paso del tiempo y del olvido en
Vario (1896), otros se enredan con el mundo de la ópera (Amor è furbo) (1886) mientras
que los que sólo son dramaturgos se aíslan del mundo (El señor Isla) (1896) o cambian
la gloria por la salud de sus familiares (Un voto) (1901), sentimiento familiar este
último que compartirá el pintor ciego y músico trascendental de Cambio de luz (1893).
Las conductas más reprensibles, a parte de la de un novelista moralizante que sin
embargo incita a una joven al adulterio (Rivales) (1893), corresponden a los críticos
literarios, profesión en la que se pueden encontrar escritores frustrados (González
Bribón) (1896) que hundirán los libros de sus propios compañeros, tal y como se
adviertía en Carta a un sobrino (1884), aunque a veces también ayuden a desterrar lo
absurdo de muchas manías poéticas pseudorománticas (Mi tío y yo) (1868) entre las que
se pueden incluir los versos de ultratumba (El poeta búho) (1885) o los juegos florales
(Cartas a un poeta) (1885).189 Ejemplo de estos cisnes, será el poeta de Vetusta, Trifón
Cármenes quien, según Ana Ozores, encarna la cursilería más deleznable. Aunque las
relaciones amorosas entre los burgueses de La Regenta (1884-1885) tienen poco de
idealizantes, se permite un cortejo discreto y elegante (como el deseado por Nieves en
El Cisne de Vilamorta o el pretendido por El señorito Octavio) pero nunca exagerado.
Este comportamiento es sin embargo incompatible con el recato femenino por lo que no
se ve con buenos ojos la figura de la literata, tal y como se mostrará Elvira en El cisne o
pretenderá Tristana un poco más tarde. Para los vetustenses este personaje femenino

189
Don Tristán de las Catacumbas, el poeta búho, lleva al extremo el luto de aquel sobrino de Mesonero
Romanos. Don Tristán aportará a la caracterización de este último un visión elitista de la literatura: “Es
alto, escuálido, cejijunto, lleva la barba partida como Nuestro Señor Jesucristo, tiene el pelo negro, los
ojos negros, el traje negro y las uñas negras. Lo único que no tiene negro son las botas, que tiran a rojas
(…) Don Tristán habla poco, pero lee mucho. Es un poeta inédito, de viva voz; si se le pregunta cuántas
ediciones ha hecho de sus poesías, contesta con una sonrisa de muerto desengañado: ‘¡Ninguna! Yo no
imprimo mis versos: no hago más que leerlos a las almas escogidas.’ Para él son almas escogidas las que
le quieren oír” (Clarín, El poeta búho I, 139).

187
representa lo “absurdo viviente”, “híbrido y abominable” (Clarín, La Regenta 1, 234 y
233 [Cap. 5]).

Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica


fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor
que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y
también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original
sublimes, allí manoseadas, pisoteadas, y por milagros de la necedad convertidas
en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los
tontos! (…) Y de repente recordó que ella también había escrito versos, y pensó
que podían ser muy malos también; ¿Si había sido ella una Trifona?
Probablemente, ¡y que desconsolador era tener que echar sobre sí misma el
desdén que mereciera todo! ¡Y con qué entusiasmo había escrito muchas de
aquellas poesías religiosas, místicas, que ahora le parecían amaneradas,
rapsodias serias de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz! (…) ¿Si en el
fondo no sería ella más que una literata vergonzante, a pesar de no escribir ya
versos ni prosa? ¡Sí, sí, le había quedado el espíritu falso, torcido de la poetisa,
que por algo el buen sentido vulgar desprecia!” (Clarín, La Regenta 2, 11-12
[Cap. 16]).

Si Mesonero Romanos se quejaba en su momento de que en este siglo todo el


mundo era artista, Clarín lamentará el uso indiscriminado del calificativo de genio.
Cuando un crítico alaba así la primera obra de un joven artista, este adopta de inmediato
las actitudes asociadas al estatus del genio, excentricidades inseparables del artista y del
héroe romántico que incluyen desde producciones insensatas hasta amores con mujeres
casadas si bien tanto unas como otras terminan en fracaso (Genio, historia natural)
(1885).190 La sátira pierde aquí un tanto del humorismo inicial, especialmente cuando

190
El comportamiento del nuevo genio es el típico que hemos visto desde el costumbrismo: “Al
muchacho no se lo podía sufrir en casa. No había Dios que le hiciese ir a la cátedra. Él no quería más
carrera que volar por el éter, y movía los hombros con aire despectivo y como si en efecto moviese las
alas y se remontase al quinto cielo. Tenía novia, la boda era inminente, cosa de los padres; y el chico, so
pretexto,- y so zángano-, de que chica era vulgar, una burguesa, la dejó, y estaba empeñado en enredarse
con una tía suya casada (…) en fin, era un condenado; y en efecto, tenía un genio que no se le podía
sufrir. Y todo ¿para qué? (…) Desde El contubernio honrado hasta las calabazas que le dio el
ayuntamiento el genio había ido por la calle de la amargura (…) [En su álbum] estaban pegadas con
obleas los recortes de periódicos en que se le llamaba genio, y se le aconsejaba que se atreviese a todo”
(Clarín, El genio, historia natural [161-163]).

188
los ánimos provienen de los propios padres. Así, en Estilicón (1876) la pérdida de las
ilusiones que un padre había depositado en su propio hijo acaba conduciendo a este a un
desesperado suicidio mediante la ingesta de los recortes del periódico en el que
trabaja.191
Un caso extremo de decepción paternal es la del padre del violinista que
protagoniza Las dos cajas (1886). La precocidad del pequeño músico, la confianza en
un análisis frenológico que garantiza la genialidad o la estupidez del muchacho y la
afición desmedida por las biografías de las celebridades del pasado, obsesionan hasta tal
punto al padre de la criatura que sueña incluso con que su hijo se convierta en nuevo
Mozart y toque para la corte zarina.

Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los
de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién
había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el
día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la
cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz
profética: “Será un Paganini este muchacho”. A los doce años Ventura hacía
hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La
palabra genio, que por entonces empezaba a ser vulgar en España, zumbaba
algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos
y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del místico y escribió
esto en un papel y cobró muy caro:
- Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad
artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido (Clarín, Las dos cajas I,
248).192

191
“Antes de ser periodista había sido Estilicón poeta; antes de ser esto, había sido un adolescente
soñador y melancólico, y antes un niño sonrosado, de rubia cabellera, y muy querido de sus papás. Su
padre era frenólogo, y como viese que el niño tenía tales y cuales protuberancias le levantó un horóscopo
que fue como levantarle los cascos, y sólo sirvió para hacerle creerse un genio de los más aprovechados”
(Clarín, Estilicón II, 416). Como vemos, el análisis médico es idéntico en este cuento y en Las dos cajas.
192
El veredicto caricaturiza las conclusiones extremistas de los análisis pseudocientíficos que Lombroso
realizó sobre el hombre criminal y el hombre de genio en la segunda mitad del siglo XIX. Como veremos
en el capítulo siguiente, estas teorías positivistas, así como la aplicación a los artistas contemporáneos por
Nordau, gozarían de gran popularidad a finales del siglo XIX y en gran parte del XX. Remitiremos
entonces a la crítica que sobre los mattoidi de Lombroso realizaría Clarín en el artículo Los grafómanos.

189
Sin embargo, pese a esta facilidad innata, el músico prefiere una vida tranquila,
opuesta a las excentricidades descritas, que le permita consagrar su intimidad a la
ejecución de una música sincera y casi mística. Aunque no llega a la locura de
Gambara, el músico pierde sucesivamente el prestigio, la fidelidad de su esposa y la
vida de su hijo, momento en que renuncia a la música y sin grandes melodramas entierra
su violín junto al cadáver del niño.193
Por su parte, en la descripción del pintor que desencadena la búsqueda de Doña
Berta tampoco se recurre a los tópicos comunes en los artistas plásticos. Conocido por
un cuadro que representa la muerte heroica de un soldado, género histórico de moda en
la década de los 80 (Romero Tobar 1994), se aleja de la corte y viaja al norte peninsular
en busca de nuevas inspiraciones. Allí conoce a la anciana y le cuenta la historia de la
gestación del famoso cuadro. Más adelante le regalará dos retratos: uno que reproduce
la imagen del soldado del primer cuadro y otro idealizado basado en un retrato antiguo
que conservaba la belleza de la mujer en plena juventud. Esta cree reconocer en el del
soldado la fusión de sus rasgos con los de un capitán con el que había tenido un hijo en
el pasado y que le había sido arrebatado. Ilusionada por esta idea y ante la ausencia de
noticias del pintor (avanzada la narración sabremos que muere al poco de entrevistarse
con la anciana), emprende un viaje a la ciudad para recuperar el cuadro del soldado.
Tras una vista fugaz en el museo, consigue permiso para contemplarlo durante unos días

193
Ventura quiere hacer vivir a su violín, frente al resto de los intérpretes que se conforman con hacerlo
hablar (Clarín, Las dos cajas I, 255). La descripción de la plena implicación del intérprete en su
ejecución ya la habíamos visto en el Romanticismo en Yago Yask, la noticia acerca de Paganini y el relato
de Tolstoi. Una caricatura de este éxtasis musical lo encontraremos en Su único hijo en la manera en que
Bonifacio Reyes pretende suplir su talento mediocre con una interpretación tan exagerada como ridícula:
“Buscando, pues, algo que le llenara la vida, encontró una flauta (…) Se reconoció actitudes algo más que
medianas, una regular embocadura y mucho sentimiento, sobre todo. El timbre dulzón, nasal podría
decirse, monótono y manso del melancólico instrumento, que olía a aceite de almendras como la cabeza
del músico, estaba en armonía con el carácter de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza a que le
obligaba el tañer, inclinación que Reyes exageraba, contribuía a darle cierto parecido con un
bienaventurado (…) los ojos, azules claros, grandes y dulces, buscaban, como los de un místico, lo más
alto de su órbita; pero no por esto miraban al cielo, sino a la pared de enfrente, porque Reyes tenía la
cabeza gacha como si fuera a embestir. Solía marcar el compás con la punta de un pie, azotando el suelo,
y en los pasajes de mucha expresión, con suaves ondulaciones de todo el cuerpo, tomando por quicio la
cintura. En los allegros se sacudía con fuerza y animación, extraña en hombre al parecer tan apático; los
ojos, antes sin vida y atentos nada más a la música, como si fueran parte integrante de la flauta o
dependiesen de ella por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban calor y brillo, y mostraban apuros
indecibles, como los de un animal inteligente que pide socorro. Bonifacio, en tales trances, parecía un
náufrago ahogándose y que en vano busca una tabla de salvación; la tirantez de los músculos del rostro, el
rojo que encendía las mejillas y aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la intensidad de sus
impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más parecían signos de una irremediable asfixia;
hacía pensar en la apoplejía, en cualquier terrible crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del
melómano, sencillo como una paloma” (Clarín, Su único hijo 82-83).

190
en casa de su comprador, hasta que este se lo lleva a otro destino el mismo día que la
anciana muere.
Aunque el pintor es tan sólo un personaje secundario, las relaciones entre la
imagen del retrato, la referencia real y la contemplación e interpretación imaginativa del
primero vertebran toda una reflexión acerca de la recepción y producción estética.
Primero, el pintor interpreta en su cuadro una realidad concreta desde su personal
percepción artística. Más adelante, en la narración de dicho proceso, entremezcla el
acontecimiento histórico, la experiencia personal y la visión estética.

El pintor se detuvo. Tomó aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en


su fantasía el cuadro, no según su obra maestra, sino según la realidad se lo
había ofrecido (…) El gesto de aquel hombre, el que milagrosamente pudo
conservar con absoluta actitud y trasladarlo a mi idea, era de una expresión
singular (…) bien se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el
abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la
crítica se han enamorado de mi capitán; ha traducido cada cual a su manera
aquella idealidad del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo
mejor del cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de
fuerza interna y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su
admiración (…) Lo que no sabrá el mundo es que mi capitán murió faltando a su
palabra de no buscar el peligro… (Clarín, Doña Berta I, 336-337).

Esta “verbalización del cuadro” (Valis 1986a: 75) o doble interpretación del
acontecimiento de manera pictórica y narrada condiciona la contemplación de los
retratos que envía a la anciana quien, a estas lecturas subjetivas, sumará la imagen
también idealizada de sus recuerdos.194 Doña Berta entiende que esta identificación a
partir de imágenes construidas se corresponde con el referente real y este con el cuadro
que representa la muerte del soldado, olvidándose de que el último no deja de ser una
interpretación más del primer referente.
Aun obviando este error, Doña Berta duda de su propia interpretación cuando se
enfrenta al cuadro. La primera vez lo hace de forma indebida, tan cerca del lienzo que el

194
“Juntó, confrontó las telas, vio la semejanza perfecta que el pintor había visto entre el retrato del salón
y el capitán de sus recuerdos, y de su obra maestra (…) El capitán del pintor era como una restauración
del retrato de otro capitán que ella veía en su cerebro, algo borrado por el tiempo, con la pátina obscura de
su escondido y prolongado culto” (Clarín, Doña Berta I, 340).

191
choque con el artificio implica una decepción fatal (“Doña Berta se vio sola,
completamente sola ante la masa informe de manchas confusas, tristes, que yacía a sus
pies. ‘- ¡Y mi hijo está ahí! ¡Es eso…, algo de ese gris, blanco, rojo, azul, todo
mezclado, que parece una costra!...”) (Clarín, Doña Berta I, 353).195 Las siguientes, una
vez colocado correctamente el lienzo, puede permitirse la contemplación habitual del
museo, con la ventaja o desventaja de poder hacerlo en una relativa soledad. Sola
consigo misma, la anciana se debate entre la duda (“Según las luces, según el estado de
su propio ánimo, según había comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del
cuadro famoso al hijo suyo y de su capitán”) (Clarín, Doña Berta I, 356-357).
Finalmente la duda, en lugar de desengañarla, la reafirma en lo que considera un acto de
fe. Por otro lado, tanto su sordera como la impersonalidad de la ciudad,196 aislarán
todavía más a la anciana y le empujarán a un mayor recogimiento y a la búsqueda de
refugio y de certeza en su propia intimidad.

3.4.2.2. Los inicios de la insatisfacción resignada. Sinfonía de dos novelas (Su único
hijo y Una medianía) y Cuesta abajo (1890-1891).

Clarín narra en Su único hijo la situación que antecede al nacimiento del


protagonista de la novela incompleta Una medianía, la primera de una trilogía que
nunca llevó a realizarse. Al margen de los problemas de gestación de una y de otra,
197
estudiados por Carolyn Richmond, ambas novelas ejemplifican la confluencia de

195
Cuando los obreros comienzan a mover el cuadro, Doña Berta “como un fantasma ondulante, como
un sueño, vio entre humo, sangre, tierra, colores de uniformes, una figura que la miró a ella un instante
con ojos de sublime espanto, de heroico terror… la figura de su capitán, del que ella había encontrado,
manchado de sangre también, a la puerta de Posaderio. Sí, era su capitán , mezclado con ella misma, con
su hermano mayor, era un Rondaliego injerto en el esposo de su alma: ¡era su hijo! (…) No podía fijar la
imagen; apenas había visto más que aquella figura que le llenó el alma de repente, tan pálida, ondulante,
desconocida entre otras manchas y figuras… Pero la expresión de aquel rostro, la virtud mágica de
aquella mirada, eran fijos, permanecían en el cerebro…” (Clarín, Doña Berta I, 354-355). Como había
advertido el pintor, cada cual traduce a su manera la idealidad que él mismo ha interpretado previamente
en el rostro del capitán.
196
“¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de
fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de este, del
otro, no importaba nada; y así debían de pensar también las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con
que se veían, se hablaban y se separaban para siempre” (Clarín, Doña Berta I, 351).
197
“In his letter to Rafael Altamira [¿?], Alas described Su único hijo as a ‘peristyle (with unity)’ to Una
medianía. To date Clarín’s earliest exposition of the projected trilogy to which the latter was to form part
is found in an April I, 1887 letter to Galdós: ‘Preparo tres novelas que tienen el lazo común de ser la vida
de una especie de los tres mosqueteros psicológicos, como si dijéramos. La primera se llama Una
medianía (Antonio Reyes). La 2º Esperaindeo (completamente reformada y refundida; dedicada a Don

192
tendencias en el fin de siglo representada en Su único hijo en la mirada realista de un
personaje burgués admirador de la imagen romántica del artista en un universo que
tanto en su temática como en su discurso hace ciertos guiños a los motivos
decadentistas. El más destacado de estos es el nacimiento de un niño de una mujer
dominadora y de una paternidad dudosa entre un cantante de ópera de segunda categoría
o el soñador diletante que será el que realmente asuma la formación espiritual del
decadente protagonista de Una medianía.198
Aunque la mayor parte de la trama de Su único hijo transcurre en la década de
los años 60 del siglo XIX, no estamos ante la crítica habitual que desde la óptica realista
se hace de esta década, al menos no tal y como aparecía en La de Bringas, si bien es
obvio que la reproducción irónica del pseudoromanticismo de estas fechas es común en
ambas novelas. Así, podemos comparar los intentos creativos del túmulo funerario
diseñado por Francisco Bringas con la composición sobre arabescos de Bonifacio
Reyes. Ambos burgueses de clase media, ninguno de los dos es capaz de renunciar a
profesión capitalista. Véase por ejemplo la defensa que Bonifacio hace del arabesco
como medio artístico que enlaza sus facultades de escribiente con la indeterminación de
la música (Clarín, Su único hijo 173). Recuérdese también que Horacio, para
demostrarle a Tristana lo temprano de su vocación, le cuenta cómo, mientras trabajaba
en el escritorio de su tío, realizaba ensayos de formas humanas con los números. No
obstante, a diferencia de los Bonifacio Reyes o Francisco Bringas, restará importancia a
estos juegos, un“ejercicio pueril” insuficiente para ver y reproducir seriamente la línea
(Pérez Galdós, Tristana 160).

Era aquello… ¿cómo lo diré yo?..., un gallardo artificio sepulcral de atrevidísima


arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, por una parte severo y

Benito Pérez Galdós: obra casi lírica, mi credo… a lo menos de ciertas horas del día) la 3º Juanito Reseco
(mi predilecta)’ And four years later, in a letter to Menéndez y Pelayo [6/10/1891], Alas declares that Su
único hijo is to serve as an introduction not only to the first of the three novels, but to the entire trilogy.”
(Richmond 1975: 305). Por lo que respecta a Una medianía Richmond reproduce parte de una carta de
Clarín a Oller en 1886 [11/1/1886]: “Yo ahora tengo entre manos… una novela vendida ya a Fe, que
provisionalmente se titula Una medianía. Pasa en Madrid la acción y se desarrolla en ella parte de la vida
literaria. Si se parece algo es, remotamente, a Charles Demailly, de los Goncourt, pero sólo por el asunto”
(Ib. 307).
198
Valis relaciona acertadamente el ambiente decadente de la novela de Clarín con la degeneración
paulatina de sus raíces románticas: “If Alas’ characters often seem like a degenerate travesty of romantic
operatic personae, it is because decadent characters, like the decadent sensibility itself, ultimately derive
from romanticism. Thus it is fitting that Italian opera, a highly romantic genre, be the means through
which Alas may demonstrate his character’s moral decay” (1981b: 133). Sobre la dependencia del fin de
siglo respecto al movimiento romántico volveremos al comienzo del siguiente capítulo.

193
rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido, ondulante y quebradizo a la
usanza gótica, con ciertos atisbos platerescos donde menos se pensaba; y por fin
cresterías semejantes a las del estilo tirolés que prevalece en los kioskos (…)
Pero lo mas bonito quizás era el sauce (…) El tal sauce era irremplazable en una
época en que aún no se hacía leña de los árboles del romanticismo (…) El fondo
o perspectiva consistía en el progresivo alejamiento de otros sauces de menos
talla, que se iban a llorar a moco y baba camino del horizonte. Más allá veíanse
suaves contornos de montañas, que ondulaban cayéndose como si estuvieran
bebidas; luego había un poco de mar, otro poco de río, el confuso perfil de una
ciudad con góticas torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado al cielo,
una oblea que debía de ser la Luna a juzgar por los blancos reflejos de ella que
esmaltaban las aguas y los montes (Pérez Galdós, La de Bringas II, 127).

Sí, poco a poco fue sintiendo Bonis que la música del alma se le bajaba a los
dedos; las curvas de su arabesco se hacían más graciosas, sus complicaciones y
adornos simétricos más elegantes y expresivos, y la indeterminada tracería se fue
cuajando en formas concretas, representativas; y al fin brotó, como si naciera de
la cópula de lo blanco y de lo negro, brotó en un cielo gris la imagen de la luna,
en cuarto menguante, rodeada de nubes, siniestras, mitad diablos o brujas
montados en escobas, mitad colmenas de formas fantásticas, pero colmenas bien
claras, de las que salían multitud de bichos, puntos unidos a otros puntos que
tenían cuerpos de abejas, con patas, rabos y uñas de furias infernales. Aquellas
abejas o avispas del diablo, volaban en torno de la luna, y algunas llenaban su
rostro, el cual era, visto de perfil, el del mismísimo Satanás, que tenía las cejas
en ángulo y echaba fuego de ojos y boca. Por encima de esta confusión de
formas disparatadas, Bonis dibujó rayas simétricas que imitaban muy bien la
superficie del mar en calma, y sobre la línea más alta, la del horizonte, volvió a
trazar una imagen de la noche, pero de noche serena, en mitad de cuyo cielo,
atravesando cinco hileras de neblina tenue, las líneas del pentagrama, se elevaba
suave, majestuosa y poética, la dulce luna llena: en su disco, elegantes curvas
sinuosas decían: Serafina (Clarín, Su único hijo 174).

Dejando a un lado la coincidencia temática, la novela de Clarín recurre con mayor


eficacia a la focalización que Galdós en la narración de La de Bringas. Sin necesidad de

194
abandonar el narrador hetereodiegético, Clarín adelanta en cierto modo la introspección
omnipresente de las novelas como Camino de perfección (1902). En este sentido, la
correspondencia entre caracterización de personaje y discurso no resulta tan chocante en
Una medianía, pues su acción se desarrolla en un periodo casi contemporáneo a la fecha
de la publicación de la novela, 1890 (portada) o 1891 (cubierta) (Muñóz Marquina 6).
Bonifacio Reyes apenas tiene voluntad propia. Casado con Emma Valcárcel por un
capricho romántico de esta, su matrimonio se reduce a cuidar de su mujer, que oscila
entre la hipocondría y deseos de sexualidad animal, y los sueños de una vida algo más
aventurera y a ser posible artística. Con la llegada de una compañía de ópera a la ciudad
Bonifacio se siente fascinado por los entresijos de la vida artística, para él mucho más
interesantes que la actuación en sí, confiado como está en la veracidad de la imagen
romántica que iguala el arte y la vida.199 Con ellos cree compartir la experiencia
artística, que en su caso significa un mediano dominio de la flauta y de la caligrafía (los
arabescos), hasta el punto de iniciar una relación, que él entiende como poética, con la
primera cantante. Bonifacio se imagina que se ha convertido así en el héroe que no ha
sido capaz de crear (Serrano Asenjo 97-98).200 Sin embargo, Bonifacio está lejos de ser

199
Bonifacio no distingue entre intérpretes y artistas-creadores. De hecho, su pasión por el arte se debe a
que asocia su cultivo a un tipo de vida heroica reflejada en las lecturas y basada en la popularización de
tópicos (libertad, originalidad, martirio, etc.) pero no por su aptitud para reproducir o crear ficción u otras
obras musicales o plásticas (Clarín, Su único hijo 101): “Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a
aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los
propios y los ajenos gorgoritos (…) Y por lo mismo que él se creía incapaz de ser artista, en el sentido de
echar a correr sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos hombres, que eran
indudablemente de otra madera (…) Lo que él no veía era el lado malo de los artistas. Todo lo poetizaba
en ellos. Los contrastes fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores con la
mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces ásperos con la necesidad y la miseria, le
parecían a Reyes motivos de poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos” (Ib. 102-103).

200
“Bonis también creía que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a pesar de cierto vago temor a
ponerse tísico, estaba muy satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes de las novelas que leía
al acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba; y veía con gran orgullo que ya podía hombrearse
con los autores que inventaban aquellas maravillas. Siempre había envidiado a los seres privilegiados
que, amén de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar sus ideas, trasladar al papel
todos aquellos sueños en palabras propias, pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues
ahora, ya que no sabía escribir novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan novelesca como la primera
(…) Aquella ausencia de facultades expresivas, que según él era lo único que le faltaba para ser un artista,
estaba compensada ahora por la realidad de los hechos; se sentía héroe de novela; no había sabido nunca
dar expresión a lo que era capaz de sentir; mas ahora él mismo, todos sus actos y aventuras, eran la viva
encarnación de las más recónditas y atrevidas imaginaciones” (Clarín, Su único hijo 133). Saber expresar
sus ideas es también el deseo de Tristana. Aunque ambos comparten las limitaciones que les impone el
mundo burgués y no escapan de este, los discursos de Tristana son mucho más idealistas que los de
Bonifacio, que se conforma fácilmente con lo que Serrajo Asenjo (103) explica como heroísmo cotidiano.
En todo caso, en un momento determinado ambos personajes coinciden en desear un acercamiento a la
moda mística: Tristana a través de la contemplación religiosa y Bonifacio a través del heroísmo de los
santos (Clarín, Su único hijo 212-213).

195
el hombre entero que Clarín identifica con el héroe de Carlyle en la introducción a
traducción de los Héroes de 1893 (Alas, Introducción a Carlyle 723). La magnificencia
de este se ridiculiza en un Bonifacio escindido entre los sueños poéticos y la comodidad
prosaica, caricaturizada en la necesidad omnipresente de tener siempre a su lado las
zapatillas de andar por casa.

El ideal de Bonis era soñar mucho y tener grandes pasiones; pero todo ello sin
perjuicio de las buenas costumbres domésticas (…) Envidiaba el valor, la
despreocupación de los artistas que no tienen casa, que acampan satisfechos en las
cinco partes del mundo; pero esta admiración nacía del contraste con los propios
gustos, con la invencible afición a la vida material tranquila, sedentaria, ordenada.
Hasta para ser romántico de altos vuelos, con la imaginación completamente libre,
le parecía indispensable, a lo menos para él, tener bien arreglada la satisfacción de
las necesidades físicas, que tantas y tan complicadas son. El símbolo de estos
sentimientos era, como va indicado más atrás, las zapatillas (Clarín, Su único hijo
178).

Sea hijo legítimo o no de Bonifacio, Antonio Reyes recuerda en un episodio


semejante a la famosa rememoración prousiana la presencia constante de su padre
durante su infancia, la única persona que confía en él y le protege de la indiferencia que
le rodea, actitud que suponemos explicada por lo que acontece en Su único hijo.
Bonifacio había afirmado en esta novela su deseo de hacer de su hijo su creación, lo que
explicaría que este herede la resignación pasiva de su padre. Sin embargo, la escisión en
su caso no se basará en la dicotomía poético-romántica y prosaico-realista sino que
recogerá las paradojas finiseculares de cerebralismo-abulia, voluptuosidad e
introspección propia del intelectual paralizado que veíamos en la novela de Sainte-
Beuve o en Des Esseintes (Valis 1979).201

Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas le sacudió el cuerpo,


sintió una reacción del espíritu, que le hizo saltar desde el deleite casi místico de

201
“Si los paralelismos entre padre e hijo son notables, es evidente que diferencias como ésta marcan la
distancia entre el simplemente pusilámine Boris y el abúlico exquisito y altanero, que es Antonio. Y es
que ambos héroes son muy distintos: en el hijo se reflejaría ya toda la abulia escéptica propia del
intelectual de la época que nada tiene que ver con la búsqueda desesperada del ideal por parte de
Bonifacio. En Antonio el fracaso del ideal se habría consumado” (Muñóz Marquina 69, nota 13).

196
la vanidad halagada en su contemplación solitaria, a una ternura sin nombre, que
buscaba alimento en recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad
entre dulce y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo menos, en
aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba en los oídos que el
mundo era hermoso, dramática la vida, grande él, el hijo de su padre (…) Un
olor punzante, indefinible, pero muy conocido (olor de coche de alquiler lo
llamaba él para sus adentros), le traía multitud de recuerdos viejos, y se vio de
repente sentado en la ceja de otro coche como aquel, a los cinco años, entre las
rodillas de un señor delgado, que era su padre (…) Las rodillas del padre eran
almohada dura, pero que al niño se le antojaba muy blanda, suave, almohada de
aquella cabeza rubia, un poco grande, poblada de fantasmas antes de tiempo,
siempre con tendencias a inclinarse, apoyándose, para soñar.
Reyes atribuía a los recuerdos de su infancia un interés supremo; conservábalos
con vigorosa memoria y con una precisión plástica que le encantaba; los
repasaba muy a menudo como los cantos de un poema querido (…) La realidad,
tal como era desde que él tenía recuerdos, le había parecido despreciable; sólo
podía valer transformándola, viendo en ella otras cosas; la actividad era lo peor
de la realidad; era enojosa, insustancial; los resultados que complacían a todos,
le repugnaban; el querer hacer bien algo, era una ambición de los demás,
pequeña, sin sentido. De todo esto había salido muy temprano una injusticia
constante del mundo para con él. Nadie le apreciaba en lo que valía; nadie le
conocía; sólo su padre le adivinaba, por amor (Clarín, Una medianía 75-76).202

202
Lo poco que conocemos de Antonio Reyes lo define como un joven pasivo, que conoce mucho pero
actúa lo justo, defensor de un anarquismo aristocrático del talento y de la distinción, que sin embargo,
considera irrealizable (Clarín, Una medianía 69). Al mismo tiempo, su aspecto melancólico a la manera
decadentista atrae al público femenino de la misma forma que antaño lo hacía el romántico, algo de lo que
Antonio parece igual de consciente que lo será el protagonista de La Quimera de Pardo Bazán (Isla
García 2011: 65): “Antonio Reyes era un joven rubio, de lentes, delgado y alto; tosía mucho, pero con
gracia; con una especie de modestia de enfermo crónico cansado de molestar al mundo entero. Este modo
de toser y la barba de oro fina, aguda y recortada, había llamado la atención de Rita Cofiño en la tertulia
de cierto marqués literato, adonde la llevaba de tarde en tarde don Elías” (Clarín, Una medianía 62). La
atracción de las damas burguesas o aristócratas por los artistas ya se había tratado en Un documento
(1886), novela corta en la que se relatan los amores, primero platónicos y luego físicos, entre una duquesa
lujuriosa que quiere reformarse y un aspirante novelista que se venga de ella publicando una novela
donde la convierte en objeto de análisis naturalista. En Su único hijo encarna en Marta la depravación y el
cinismo de todas aquellas mujeres de la alta sociedad que juegan a ser mecenas y amantes, platónicos o
sexuales, de distintos artistas. De este modo, se consideran a sí mismas mujeres hermosas, sentimentales,
poéticas y diletantes, que, desde la decencia, comparten el aura del artista (Clarín, Su único hijo 191-
192).

197
Aunque la trilogía planeada desde Una medianía quedó incompleta, no fue esta
la única narración de Clarín en la que sitúa como protagonista a un héroe decadente. El
debate acerca de la recuperación de la sensibilidad estética en las corrientes del fin de
siglo, como la novela psicológica de Bourget, se encuentra en la gestación de la también
inacabada Cuesta abajo (1890-1891). Frente a la equiparación que ese mismo año Pardo
Bazán realiza entre el folletín romántico y la novela novelesca, caracterizadas en su
opinión por ser “merengadas de psicología” y “natillas del sentimiento” hijas del falso
arrepentimiento finisecular (La novela novelesca 999-1902), Clarín defiende en El
Heraldo de Madrid (4/06/1891) el uso legítimo de esta forma de novela porque, aunque
es consciente de su fácil corrupción, considera que se trata de un género oportuno en la
crisis actual en tanto a que “atiende al alma, no por el análisis, sino por su hermosura,
por la belleza de sus expansiones nobles, no menos que por la formidable lucha de las
pasiones.”
No conforme con su defensa, Clarín experimenta en Cuesta abajo con la
“textualización del sentimiento”, “derrota de la historia” y “la emoción sentida en el
tiempo” (Valis 1988: 411 y 414). Relato autodiegético apoyado en un tiempo íntimo,
subjetivo, se recurre de nuevo a la experimentación con el recuerdo sentimental y
sensitivo que anticipa el discurso prousiano (Rivkin 1986). El fin es ofrecer una
narración exclusivamente personal en la que la obra se dirija desde y hacia el personaje
mismo (“Justamente ahora doy principio a una obra, si no te parece ambiciosa la
palabra, a una obra muy interesante para el curioso lector, que soy yo mismo, yo solo”)
(Clarín, Cuesta abajo II, 504).203
La heroicidad romántica que quería adoptar Bonifacio Reyes y que se manifiesta
en su hijo en una profunda pesadumbre y descreimiento se actualiza en este ensayo,
prácticamente modernista, a través de la renovación estética de la sensibilidad del
individuo moderno que rastreamos desde el Romanticismo. Así pues, esta alma poética
se recrea en la lírica de un sentimiento melancólico, de “tristeza milenaria, suavemente
apocalíptica” (Clarín, Cuesta abajo II, 508), “desaburrimiento dignificado” (Ib. II, 509)

203
“Comienzo por confesar que en los apuntes escritos ayer hay cierto artificio, además del diálogo.
Consiste en haber ocultado, como si yo ahora no lo supiera, que tal vez habría yo bajado al valle de
Concienes antes de aquella visita con mi madre a las de Pombal” (Clarín, Cuesta abajo II, 521); “No, no
podía ser eso: en mi vaga reminiscencia había la especial dulzor melancólica que acompaña al
recuerdo (…) Yo no recordaba nada de las circunstancias personales en que había visto aquello:
¿cuándo, con quién, cómo había estado allí? No lo sabía. Tampoco podía precisar la imagen antigua de
ningún objeto particular: la reminiscencia era del conjunto y, por entonces, sin relación alguna a mi
estado de aquel tiempo incierto. El resultado de aquella extraña evocación era muy parecido a lo que
puede llamarse el recuerdo de un perfume o de una música; más de un perfume” (Ib. II, 523-524).

198
que se opone al vacío imaginativo de Schopenhauer, y en la misma ruina propia y
universal que veíamos en Musset y en Declaración de un vencido (Ib. II, 508).
Consciente del origen romántico de este hastío, en su adolescencia se siente afín a
Leopardi hasta el punto de creer ver en él el espiritualismo que anhela para él mismo. 204
Sólo así podría intentar superar la sensación de aniquilamiento, de “irse… escapar por la
espalda, cayendo…” (Ib. II, 510) que lo persigue toda su vida.

Así como aquellos Tales, Anaximenes, Anaximandros, Heráclitos, etc., etc.,


decían que todo era agua, o todo era aire, o todo era fuego, el pastor de Leopardi
y yo decíamos, como si lo viéramos, que todo era hastío. Encontrar el mundo
inútil a los diez y siete años es un gran dolor. Tal vez no se cura de este mal por
completo nunca. Cuando muchos años después creí en la vida, y hasta fui a votar
a los comicios, y cuidé mi hacienda, aunque poca, y hasta jugué algún albur en la
banca de la suerte a la carta del progreso, y me decidí a escribir un programa de
Estética, dividiéndolo, por supuesto, en parte general, especial y orgánica; todas
estas cosas, y otras muchas por el estilo, las hice yo con un poco de comedia que
procuraba ocultarme a mí mismo. Desde aquellas primeras tristezas serias de mi
adolescencia, siempre que estoy contento me encuentro cierto aire de actor. Una
voz secreta y melancólicamente burlona me dice: – ¡Ah, farsantuelo! –y otra voz
también secreta, y tal vez más honda, me dice: – ¡Haces bien, cómico!
¡Adelante! (Clarín, Cuesta abajo II, 515-516).

Tal y como ocurría en Doña Berta, se reflexiona de nuevo sobre el poder


interpretativo del lector y sus consecuencias, ya que animado por su subjetividad, el
protagonista llega incluso a pensar que puede invertir el sentido tradicional de la
comunicación literaria, de modo que ahora sea su lectura personal la que influya en el

204
“El ateísmo de Leopardi está continuamente ligado a un espiritualismo que, una vez muerto Dios,
encuentra inerte la naturaleza, estúpida, como la llama el Sr. Feuillet en una novela que está publicando
estos días [En nota: Honor de artista]. Por eso la poesía de este desgraciado genio (de Leopardi, no de
Feuillet) que para mí simboliza mejor su poesía, su carácter poético, es la canción de un pastor a la luna
en una llanura de Asia.” (Clarín, Cuesta abajo II, 510). En esta novela de Feuillet, citada en el capítulo 1,
se defiende un tipo de idealismo pictórico que no se encuentra muy alejado de la estética de Cuesta abajo:
“Fabrice procuró en vano hacerle comprender que el arte de ninguna manera consiste en servilmente
copiar a la naturaleza, la que en sí misma es inerte y muda, sino en reflejar sobre ella las ideas que su
contemplación sugiere a nuestra mente, prestándole un algo de esa alma que nosotros poseemos y de que
ella carece, pero Calvat al oír tan exactos y atinados razonamientos, rompía en indignación, apostrofando
a su cuñado de ser pintor de damiselas, de paisajista de corte, enviándolo por fin a esa fosa común del ya
difunto idealismo, es decir, la Academia” (Feuillet, Honor de artista 69).

199
autor y no al revés (“Además, disparatadamente, como si el libro no fuera una cosa
muerta, constante por su misma inercia en el dolor de que hablaba, yo iba a leer con la
esperanza absurda… de influir en Leopardi aquella tarde en vez de dejarme entristecer
por él” ) (Clarín, Cuesta abajo II, 512).
Hipersensible e impresionable, víctima de crisis nerviosas, como Charles
Demailly, y en general, como todo héroe decadente, huirá del éxito literario, que había
sido el objetivo de casi todo artista romántico, y buscará refugio en sí mismo:

Como una especie de escoria del trabajo interior de mi espíritu, salían a la


superficie, sonsacados por las vanidades escolares, ciertos productos de una
precocidad que el mundo no miraba como síntoma de lo que yo podía ser por
dentro algún día, sino como habilidad y gracia y maravilla a cuyo valor real,
inmediato, presente, se atendía tan sólo (…) Todas aquellas precocidades me
repugnaban casi, me daban vergüenza, prefiriendo yo el valor que atribuía a mis
adentros a todas aquellas expansiones que a lo sumo eran disculpables (…)
procuré huir, en cuanto pude, de exhibiciones de ese género, y cuando no había
modo de eludirlas sus resultados me dejaban bastante frío, como si aquellas
habilidades fuesen de otro yo muy inferior a mí mismo; como si fuesen res inter
alios acta (Clarín, Cuesta abajo II, 529).

Se refiere aquí a un escapismo que ya no dependerá tanto del enfrentamiento


campo (hogar) - ciudad, como de una nueva interpretación del yo contra el mundo
romántico. El mundo dejará de ser el objetivo externo contra el que se lucha y se desea
convencer para convertirse en una interpretación subjetiva de un yo receptáculo de
sensaciones y totalmente ambiguo.

3.5. El principio de la enfermedad del escritor urbanita. El idilio de un enfermo de


Armando Palacio Valdés (1884).

Aunque la novela de Andrés Hereida se publicó sólo un año después de Pedro


Sánchez o El Doctor Centeno, su historia no remite a un periodo anterior a esta fecha
(1884) sino que ofrece una visión de la oposición campo-ciudad bastante más moderna
que la ofrecida en la novela de Pereda así como recrea el resultado contemporáneo de la
evolución del escritor romántico cuya defunción había testimoniado Galdós.

200
Tras una primera etapa dedicada a las composiciones lacrimosas y las leyendas
románticas, Andrés se convierte en un poeta de prosa elegante, hipocondríaco, devoto
de los placeres de la ciudad donde goza de una fama y prestigio en parte debido a sus
creaciones y en parte por la adopción de un cierto dandismo, financiado por sus rentas,
similar a aquel que el señorito Octavio intentaba imitar en la novela de 1881.
Consecuencia de este ritmo de vida, la salud de Andrés se marchita hasta el punto que
cree haber contraído la tuberculosis. Cuando acude al doctor este le diagnostica una
anemia, “la enfermedad del siglo diecinueve, y en particular de las grandes poblaciones”
(Palacio Valdés, Idilio II, 108), agravada en parte por la profesión de las Letras 205 y que
sufre también Charles Demailly (Goncourt 1860).206 Su consejo es que se aleje de la
ciudad, descanse en el campo y recupere su salud. En este destierro forzoso alterna su
mejora física con un romance con una muchacha del pueblo, a la que acabará
abandonando a su suerte para regresar a la ciudad. De nuevo allí, retoma sus vicios
pasados, contrae la temida tisis y muere casi en soledad.
Si vamos más allá de la evidente alabanza de la vida campestre frente a la de la
ciudad, resulta sintomático que, a diferencia de los artistas anteriores, Andrés abandone
el campo una vez conocidos sus efectos beneficiosos y prefiera regresar a la ciudad. La
urbe impersonal, artificial, de aire y costumbres viciadas, se confirma como el hogar
indiscutible de los escritores modernos, independientemente del castigo que el narrador
les imponga, normalmente condenándoles a muerte (Ragala 409). Por otro lado, aún no
estamos ante la huida en busca de reflexión o de reposo de las novelas de Baroja, José
Martínez Ruiz o Altamira, ya que el traslado geográfico no modifica más que el aspecto
físico del protagonista de Idilio.
La pérdida de la salud física y por extensión, el desmoronamiento de la mental,
anticipa los endebles e hipocondríacos héroes decadentes, los descendientes de Des
Esseintes, en una correspondencia implícita entre la decadencia del individuo y la de la

205
“Mala profesión es para una naturaleza como la suya. Las circunstancias con que ustedes trabajan,
generalmente… a las altas horas de la noche, hostigados por la premura del tiempo…, la falta de
ejercicio… y el trabajo intelectual, que ya es de por sí es debilitante…” (Palacio Valdés, Idilio II, 106).
206
También en la novela francesa se define la anemia como “la enfermedad del siglo”. Así explica sus
causas el médico que atiende a Charles Demailly: “Yo, por el contrario, la considero como una
enfermedad orgánica y propia, al menos por sus caracteres de generalidad y de frecuencia en la raza del
siglo XIX. La juzgo enfermedad de todos los habitantes de las capitales (…) La vida moderna va del aire
puro de la vida agrícola a la vida concentrada, a la vida inactiva, a la vida del gas y del carbón de piedra, a
la vida del petróleo de las lámparas, a la vida que se nutre de una alimentación falsificada, a la vida
adulterada, engañosa; a todos los trastornos de las condiciones normales del ser físico…” (Goncourt,
C. Demailly 340).

201
civilización finisecular de la que nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Al contrario
que la novela de Huysmans (À rebours, publicada también en 1884), el refugio en la
naturaleza se presenta como la solución utópica ideal, algo impensable en el universo
artificial del aristócrata francés, que inaugura tanto en el discurso como en el relato la
estética de lo mórbido.
Para la alta sociedad, el aspecto enfermizo de Andrés Hereida se corresponde
con su alambicado ejercicio poético y le asegura un éxito entre las mujeres similar al
que disfrutará, como hemos visto, Augusto Reyes en Una medianía (1890-1891).207 Su
actitud no alcanza todavía la abulia y el pesimismo de este ya que la recreación de su
enfermedad se haya demasiado supeditada a la intencionalidad crítica de la narración
realista. La melancolía no es la causa del abatimiento espiritual que veremos en Diario
de un enfermo de José Martínez Ruiz (1901) y tampoco se mencionará como causa de
filiación poética, algo que sí vimos en Cuesta abajo de Clarín (1890-1891). Por otro
lado, tampoco se llegará a las quejas schopenhauerianas, y un tanto ridículas, de Tristán
o el pesimismo, obra del mismo Palacio Valdés (1906) que retomaremos más adelante.
Aunque la enfermedad en el Idilio de Palacio Valdés se sitúa en los comienzos
del debate sobre la influencia perniciosa de la ciudad, como símbolo del progreso,
apenas analiza las consecuencias de esta sobre el individuo como sí hará la novela
posterior. De hecho, este será para Clarín el mayor error de la novela (“el defecto está
en que el autor no quiso detenerse a estudiar y pintar despacio aquel caso vulgar, aquel
hombre vulgar”) (Sermón Perdido, “El idilio de un enfermo” 1885 [242]).
El castigo que Palacio impone a su protagonista priva a su tisis del halo de
espiritualidad que veíamos en El Doctor Centeno y le niega su asociación con las
penalidades cotidianas, el exceso creativo o la combinación de ambas que justifican la
búsqueda artística-espiritual que encontraremos en La Quimera de Pardo Bazan (1903).
Quizá así se explique por qué a diferencia de Alejandro Miquis o de Silvio Lago, casi
no se nos muestre la agonía de Andrés Hereida y se le deje morir sólo acompañado de
dos amigos cualesquiera.

207
Precisamente el exceso sexual y la dedicación exclusiva a la última de sus amantes agravará su
enfermedad y perjudicará a su profesión literaria, ya que desde entonces sólo trazará composiciones para
su dama (Palacio Valdés, Idilio capítulo 2). A partir de este momento a la delgadez, fatiga e inapetencia
se le añadirá unos agudos dolores de estómago, un síntoma más en común con el enfermizo Des
Esseintes.

202
A los tres meses de su regreso había caído ya en la misma vida perezosa, estéril
y antihigiénica que antes de irse a las Brañas (…) El sueño le embargaba por la
mañana, el letargo más bien, porque era un verdadero letargo el que sentía, un
cansancio incomprensible que le privaba de todas las fuerzas. (…) Poco a poco
se fueron disipando los colores de sus mejillas, por más que el organismo no
parecía resentirse. No obstante, pasados algunos otros meses, comenzó de nuevo
a sentir alguna molestia en el estómago; empalideció aún más y enflaqueció.
Achacolo al desarreglo de las horas de dormir y comer. No le dio importancia;
siguió haciendo la misma vida (…) Desde esta época ya no gozó un día de salud;
cada día peor, más flaco y más pálido. En noviembre le sorprendió un fuerte
vómito de sangre que le hizo comprender lo grave de su dolencia. Todavía
anduvo cerca de un mes por la calle; pero habiéndole repetido con más fuerza, se
vio necesitado a quedarse en casa. Y no volvió a salir. En uno de los últimos días
del mes de enero expiraba en brazos de dos amigos, que le acompañaron
fielmente en aquellos últimos y angustiosos momentos (Palacio Valdés, Idilio
II, 173-174).

203
4. LA NUEVA IMAGEN DEL ARTISTA
EN EL CAMBIO DE SIGLO.
4. LA NUEVA IMAGEN DEL ARTISTA EN EL CAMBIO DE SIGLO.

4.1. La pervivencia del yo romántico en el yo modernista.

El Modernismo hereda del Romanticismo las innovaciones fundamentales que


este había inaugurado como crítica de la modernidad. La búsqueda de nuevas formas de
sentido para la existencia y el misterio del mundo, la exaltación de lo subjetivo y de la
imaginación creadora, la rebeldía y la inquietud hacia el convencionalismo social y el
utilitarismo alienante burgués forman el contínuum entre ambos movimientos, si bien la
tensión entre positivismo y romanticismo acabará desencadenando la perplejidad y la
desorientación de los escritores finiseculares y la búsqueda de nuevas soluciones en el
Misticismo y el Decadentismo (Cerezo Galán 38-59). Pese a las críticas que acusaban a
los modernistas de adoptar una postura cursi y desfasada frente a la reacción realista aún
en boga (Celma Valero 1989b: 41), el Modernismo no se planteó como una simple
repetición, sino como una metáfora, otro Romanticismo (Paz 1974) o como un
renacimiento o última palpitación de este (Chávarri en Gente vieja, 1902). Al fin y al
cabo, tal y como hemos visto en las novelas realistas o naturalistas, en común con el
costumbrismo precedente, la crítica de estas se centraba en general en la adopción de un
falso y superficial romanticismo, y rara vez se extendía a la sentida y sincera aptitud
creadora, sirva de ejemplo el respetuoso tratamiento de Alejandro Miquis por Galdós y
la caricatura negativa de Pardo Bazán en su Cisne de Vilamorta.
Decepción, desilusión, desánimo… son algunos de los síntomas del sentimiento
del exacerbamiento del mal de siglo romántico agudizado por esta falta de confianza en
el positivismo y en el progreso ilustrado, la angustia personal y social ante los desastres
de las últimas décadas (desde la Comuna de París hasta la pérdida española de Cuba,
por citar sólo algunos) y el consiguiente refugio en el escapismo y en el refinamiento
decadente que vimos personificado en Des Esseintes. La búsqueda de la seguridad en el
artificio estético e inútil frente al caos industrial burgués desatará una auténtica fiebre
por el mundo artístico con el Movimiento de Artes y Oficios y la popularización de sus
objetos para el comercio del propio burgués. La distinción entre este y el artista no se
basará tanto en la posesión del objeto como en la capacidad de empatía con él. Por otro
lado, la demostración de esta mayor capacidad sensitiva causará en el artista una honda
fatiga y cierta apatía por todo lo que no se explique mediante dichos artificios,

207
“simulaciones, estilizaciones y réplicas [que] vencen sobre la realidad y generan su
propia y espectacular vida” (Litvak 1998: 41).
Si bien el Decadentismo toma prestado del Romanticismo el agotamiento
espiritual y la exageración emocional (Sáez Martínez 50), el yo del héroe decadente, en
el sentido histórico del adjetivo, evita definirse constantemente en oposición a los otros
(la sociedad, el mundo) sino que dirige toda su subjetividad al eterno e imposible debate
del yo consigo mismo. Observador de su alma, sólo a partir de su mirada, sensitiva,
intelectual y a menudo estética, es capaz de acercarse a un mundo que le resulta ajeno e
incomprensible, por lo que el escapismo se torna en auténtica alienación y aislamiento
físico y espiritual. De este modo, la soledad y el egoísmo romántico se dramatizan
(Allegra 1986: 75) y se cubren de un halo de desesperación costosamente objetivada, en
un intento morboso por llevar al extremo la rigurosidad naturalista con la aplicación a
uno mismo del análisis científico. La introspección extrema y “la sobrevaloración y el
supremo uso de la imaginación” (López Manzanedo 86) no conseguirán sino hacer
zozobrar la emotividad y la sensibilidad de estos héroes pasivos, objetos de estudio de sí
mismos y víctimas de teorías herederas de las frenologías y fisiologías que intentarán
rebautizar dichas zozobras como síntomas de diversas patologías.
“El mal del siglo romántico fue el tedio; el de la época modernista, la angustia”
(R. Gullón 1971: 51-52). A diferencia del héroe romántico, el modernista nace ya
decepcionado. No se narrará entonces el proceso de pérdida de dichas ilusiones, se
obviarán los desafíos del protagonista en su llegada a la gran ciudad, y se recogerá el
testigo de los conatos de huida de esta y el refugio infructuoso en las pequeñas
poblaciones o en el paisaje.208 No se encontrará en la ficción finisecular la recuperación
del supuesto equilibrio inicial, sino que se trabajará en la construcción de otro presente
artificial, carente de ilusiones, caracterizado por la apatía, la abulia y el nihilismo de
origen schopenhaueriano. Los problemas de la voluntad sobre las experiencias sociales
y la crítica genérica sobre la política y utopía ilustradas se convierten en tema y forma
de las narraciones de estos héroes pesimistas e incapaces para la acción.

208
La imagen negativa de la capital en el fin de siglo hereda también los prejuicios románticos que hemos
visto en textos anteriores como, por ejemplo la pérdida de la identidad entre la masa indiferente. La
novedad modernista estriba, como hemos indicado más arriba, en que la ciudad ya ha perdido todo su
poder fascinador sobre el artista y ahora le repele: “Los héroes urbanos conquistando a la naturaleza se
convirtieron en endebles zánganos sin rostro y sin individualidad (…) La ciudad industrial era un
monstruo que devoraba a la humanidad (…) Culturalmente, era considerado como algo deforme, sin lazos
con el pasado y la tradición, algo construido deprisa y sin consideraciones estéticas de ninguna clase”
(Litvak 1980: 73).

208
Aunque Beebe (1964) insertaba las tendencias finiseculares y de principios de
siglo XX en la tradición de las Ivory towers (o torres de marfil) caracterizadas por el
aislamiento estético, cierta superioridad e indiferencia respecto al mundo externo, el
planteamiento de estas corrientes no hace sino reinterpretar para sí la identificación
entre arte y vida heredera del Romanticismo. Al fin y al cabo, las narraciones de esta
época detallan continuamente las experiencias de sus personajes, sólo que ahora el
interés se concentra en su problemática íntima en vez de en el conflicto social o en el
enfrentamiento con el mundo. No se trata tampoco de que este les resulte indiferente ya
que de hecho la mayor parte de sus dudas se plantean por la ambigüedad de su misión
en el espacio contemporáneo, sino que se prefiere mantener la ficción de una separación
casi física que se potencia con el uso constante de la focalización para reforzar la
experiencia mística, estética o la sobrecarga intelectual. De este modo, el creador y el
objeto se identifican, este ya no se presenta fuera del primero ni el primero puede
enajenarse del segundo. La auto-reflexión impide al personaje creador buscar el objeto
artístico fuera de sí, un objeto que dada la pasividad e incertidumbre del artista, se verá
igual de sujeto a las inspiraciones intermitentes y problemas de determinación que
poblaban la tradición de las leyendas del artista. El aprendizaje del artista queda así
siempre inconcluso lo que no deja de ser una consecuencia esperable de la auténtica
innovación, la renovación discursiva de la novela lírica.209

4.2. El exceso de pensamiento y la incapacidad para la acción.

La descomposición del yo que Bourget señala como característica de las


psicologías decadentes encuentra su expresión en discursos igual de fragmentarios y
simbólicos (“Un style de décadence est celui où l’unité du livre se décompose pour
laisser la place à l’indépendance de la page, où la page se décompose pour laisser la
place à l’indépendance de la phrase, et la phrase pour laisser à l’indépendance du mot”)
(“Avant Propos”, Essais de psychologie contemporaine, publicados por primera vez en
1883). Características estas de la novela lírica, el lirismo de la metáfora de novelas

209
Dado que el corpus analizado para este estudio es exclusivamente narrativo no nos detendremos a
señalar las evidentes e importantísimas innovaciones en el género lírico o en el teatro ni la presencia
omnipresente del yo-artista en el primer caso, y del personaje del artista en el segundo, como ocurre por
ejemplo en algunas obras de Jacinto Benavente, véanse La comida de las fieras (1898) o La gata de
angora (1900). Del mismo modo, puesto que nuestro interés se centra fundamentalmente en la literatura
peninsular, remitimos de nuevo al trabajo de Phillips (1968) y a la tesis de Amezúa (2002) sobre el arte y
el artista en el Modernismo hispanoamericano.

209
como La voluntad (R. Gullón 1984) experimentará con los conatos de testimonios
psicológicos y decepciones personales presentes en las novelas realistas de la década de
los noventa (Tristana, Su único hijo, Una medianía, Cuesta abajo), para enfatizar el
sentimiento de yoidad y su propia representación del mundo. Aunando el detallismo
naturalista con la abstracción simbólica (Urrutia 129), la mirada del artista mostrará un
mundo estetizante y selectivo, dependiente en todo momento del sujeto creador. 210

Antes de entrar en el aspecto de la renovación del estilo, el modernismo supuso


un cambio de sensibilidad respecto a la percepción del entorno, llevado a cabo
desde el yo. Los escritores hablaron de egolatría, intimidad, ensimismamiento,
de introyección e interiorismo (…) La mismidad, la autocirugía, la yoidad son el
centro de toda la atención, del hallarse a sí mismos: el tema seminal de lo nuevo.
El espejo en vez de reflejar el mundo devuelve la imagen del hombre, y según
este se vea, será su representación, y el texto cobrará formas que nada tienen que
ver con la representación mimética de lo palpable (G. Gullón 2003: 37-38).

Las lecturas intimistas de estas nuevas novelas remiten de forma explícita o


implícita al idealismo subjetivista de Arthur Schopenhauer (1788-1860). Si la presencia
de Nietzsche en España ha sido estudiada con detalle por Gonzalo Sobejano (2004), el
sustrato pesimista del filósofo kantiano aparece como objeto de debate en todo el fin de
siglo, a favor o en contra de las distintas posturas susceptibles de adoptarse ante el
poder implacable de la voluntad. La permanente y dolorosa indecisión entre la sumisión
o la resistencia explica la ambigüedad de las novelas canónicas más indiscutibles de
1902, como La voluntad o Camino de perfección. Ambas fluctuarán entre “el impulso
regenerador y la abulia esteticista; de modo que el fondo pesimista se reviste de una
voluntad de acción con inclinación a acto fallido” (Alonso 1996: 41).

210
“Y, en cualquier caso, no se trata de un universo exterior real, sino que siempre es visto a través de los
ojos del protagonista, de su mirada estetizante, y expresado en un relato fragmentario. Sólo conocemos
como lectores aquello que puede interesar al protagonista, un solitario que tiende a autoanalizarse y atrae,
arrastra al narrador. Lo que importa, pues, es un artista que siente como artista y que vea el mundo como
tal. El lector entiende que hay una relación sumamente estrecha entre el personaje y el novelista, a veces a
través de la primera persona narradora” (Urrutia 73). Santiáñez-Tió (2002) insiste en que el
fragmentarismo del relato refleja un yo igual de escindido, discontinuo y desintegrado, que busca “la
autenticidad personal en la elaboración simultánea de un yo y de un discurso literario autónomo y
autosuficiente” (323).

210
En este contexto de reducción del mundo a una representación propia y única
dependiente de cada sujeto, el idealismo platónico de Schopenhauer se ofrece como una
metáfora ad hoc para la búsqueda del refugio íntimo e inexpugnable anhelado por los
artistas finiseculares. La contrapartida es evidente y anunciada por el mismo filósofo: el
aislamiento y la responsabilidad del sujeto, soporte de su propio mundo, está abocado al
dolor y al sufrimiento, pues se ve empujado a satisfacer una serie ilimitada de deseos
instintivos que mueven la voluntad. El sujeto sólo podrá liberarse de estos instintos por
medio de la actitud contemplativa o el ejercicio del puro conocimiento. Para ello se
recomiendan dos caminos, la santidad y el arte, opciones íntimamente unidas por medio
de un recomendado ascetismo y castidad, abolición de instintos sexuales que hemos
visto repetidas veces como perjudiciales para la creación artística. El genio se definirá
así como aquel capaz de sustraerse por momentos de la voluntad para dar forma a la
idea esencial y eterna y facilitar así la misma contemplación en otros sujetos
espectadores, especialmente a través de la música, copia de la voluntad misma. 211 Esta
orientación a lo intuitivo explicaría algunas de las características más controvertidas del
artista tales como la irreflexión, la pasión o la tendencia a la locura que se exacerban en
los momentos de inspiración, conductas habituales, por otro lado, en los artistas
románticos (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación [1819], Segunda
consideración, Libro tercero).
Novelas como las arriba citadas de Martínez Ruiz y Baroja se plantearán las
consecuencias prácticas de intentar alcanzar y mantener un estado de suspensión
contemplativa e intelectual sobre el imperativo de los impulsos naturales. Se añade así
un motivo más para la persistencia en la búsqueda de un refugio interior en el que sufrir
las consecuencias del constante y excesivo autoanálisis,212 la agudización de la fatiga y

211
“El artista nos hace ver el mundo con sus ojos. Lo propio del genio, lo nativo en él, es que su mirada
descubre lo más esencial de las cosas, lo que estas son en sí y fuera de toda relación; pero la facultad de
hacernos ver esto a nosotros, de prestarnos su mirada, esto es lo adquirido, la técnica del arte”
(Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación cap. 37, 159).
212
La introspección y el autoanálisis agudizan la escisión del individuo en un yo activo y un yo reflexivo
que juzga constantemente las acciones del primero. Recordamos que ya habíamos encontrado este
fenómeno en El caballero de las botas azules, en concreto en su comparación con Un héroe de nuestro
tiempo de Lermontov. Allí habíamos adelantado que este tipo de autorreflexión se pondría de moda a
finales del siglo XIX con el éxito de El discípulo de Bourget, novela psicológica relacionada con los
conatos de experimentación de los noventa como Cuesta debajo de Clarín. Para Pierrot se trata en
definitiva de una característica más del narcisista artista decadente (“Victime d’un fatal dédoublement, il
tue en lui toute spontanéité, se condamne à être déchiré entre una partie de lui-même qui éprouvet
intensément, douloureusement même, toutes les impressions de la vie, et une autre qui les juge en
observateur lucide et désabusé” (67).

211
el pesimismo que Pardo Bazán entiende como característicos de estas nuevas
generaciones de novelistas.

Agitados por sobreexcitación nerviosa, o abatidos por una especie de indiferente


cansancio, me recuerdan siempre –hablo de los mejores- el impresionante busto
de Rodin que representa, si no me engaño, el Pensamiento: una interesante testa
de mujer, presa por los hombros en informe bloque de arcilla. Los libros de los
jóvenes son, en general, cortos de resuello, revelan fatiga, y proclaman a cada
página lo inútil del esfuerzo y la vanidad de todo. Muéstrese esta generación
imbuida de pesimismo, con ráfagas de misticismo católico a la moderna (sin fe
ni prácticas) y propende a un neorromanticismo que transparenta las influencias
del norte –Nietzsche, Schopenhauer, Maeterlinck- autores que aquí circulan
traducidos (Pardo Bazán, La nueva generación de novelistas y cuentistas en
España, 1904a). 213

Por otro lado, tal y como decíamos al principio, esta sensación generalizada de
incapacidad para la acción, en parte deseada por estos enfermos del ideal, 214 se
encontraba ya en el primero héroe romántico, Werther, así como en sus distintos
descendientes, el protagonista de las Confesiones de Musset y sobre todo Frédéric en La

213
En El porvenir de la literatura después de la guerra (1916) añadiría que la literatura de esta época
“apartándose de la muchedumbre, se refugió (más o menos sincera en sus quejas y aislamientos) en la
vida interior, artística y sentimental -cosa de iniciados, sin popularidad alguna-. En una hora de
decadencia fue decadente, y no podía ser otra cosa” (Pardo Bazán, El porvenir… 1546-1547).
214
Urbano González en Preocupaciones sociales (primera edición de 1882; citada de 1899) se pregunta
también por el destino contradictorio de estos abatidos sujetos de la voluntad: “Sobrellevando una
existencia sin objetivo concreto, rodeada de un hastío inmoderado y de un desaliento sin reacción posible,
los que padecen la nostalgia del ideal buscan un punto de apoyo en el vacío (…) Le hastía lo real y no
concreta lo ideal, concibe la acción como realización de sus ensueños y lo odia como pesada cruz y por
sentirse con ambiciones desmedidas carece de toda ambición. Los enfermos del ideal, ascetas del alma,
llegan a la contradicción más completa en todo (…) amalgaman el valor y la debilidad, la ambición y la
apatía, el candor y la ironía, el gusto de las grandes cosas y el infantilismo; piensan como hombres,
sienten como mujeres y obran como niños” (239-240). Nótese como gran parte de estas contradicciones
son recurrentes en las anécdotas de los artistas, especialmente cuando se contrasta su fuerza creativa con
la debilidad con que conducen su vida cotidiana. Por otro lado, para Nordau esta disposición hacia lo
ideal es en realidad una excusa para justificar su vida desordenada y perezosa, una crítica sobre la
identificación en el artista del ocio y el trabajo que, como vimos en el primer capítulo en palabras de
Balzac, se convierte también en un tópico de la vida artística (“Lo contrario es lo que le sucede: se alegra
de su imaginación que opone al prosaísmo del filisteo y se consagra con predilección a toda clase de
ocupaciones libres que permiten a su espíritu la vagancia ilimitada, mientras que no puede sujetarse a las
funciones burguesas reguladas que exigen atención y una constante consideración de la realidad. Llama a
esto ‘una disposición para el ideal’, se atribuye inclinaciones estéticas irresistibles y se califica
arrogantemente de artista”) (Nordau, Degeneración 1902, 35-36).

212
educación sentimental.215 La progresiva agudización de la debilidad y la melancolía
presentes en estos alentará un despego cada vez mayor por el mundo externo que
culminará en la rendición en la abulia, la desesperación sin suicidio y la reinterpretación
de las relaciones conflictivas entre el artista y el mundo moderno.

4.3. La aparición del intelectual.

Inman Fox (1974) señala como hito histórico de la aparición del intelectual en
Europa el manifiesto de Zola publicado en L’Aurore, “J’acuse” en el que criticaba el
proceso en torno al juicio Dreyfus. El equivalente español habrían sido las
irregularidades en torno al proceso de Monjuit también en 1898, fecha coincidente
además con la pérdida de las colonias en ultramar. Junto con la constatación de la
desconfianza en las instituciones contemporáneas, se inicia en estos años un
movimiento general de regeneración liderada por una elite cultural, no necesariamente
literaria (Unamuno, ¿Quiénes son los intelectuales? 1905), en un doble movimiento de
recuperación individual y nacional.216
De nuevo, la impotencia de la inteligencia (Gutiérrez Girardot 1983: 168) se
convertirá en un lastre para estos críticos y disidentes sociales que heredan la conciencia
de la misión romántica sin su fe, un tanto ingenua, en los resultados de su acción. Así,
mientras que el héroe romántico no dudaba en posicionarse a favor del elemento
positivo del dualismo social, el pueblo, víctima inocente, el crítico finisecular encuentra
que ese pueblo utópico ha sido sustituido por una masa informe y urbana que reivindica
un lugar político como entidad social de pleno derecho.217 Se prescinde de la

215
Menéndez Pelayo sitúa en el Werther el origen de la melancolía y pasividad de los demás héroes
prerrománticos. Este sería “el primero y el más humano de toda la serie de espíritus melancólicos,
descontentos y no comprendidos, orgullosos y débiles, henchida la cabeza de ilusiones y de vanagloria
que los incapacitaba para la acción, enervados por una actividad mental sin contenido y sin objeto, que los
conducía a la desesperación o al suicidio” (Historia de las ideas estéticas en España [1883-1891], 81).
216
“En el nuevo palenque de las ideas, la actuación intelectual se convertía en un acto individual pero a la
vez colectivo: el manifiesto, la protesta, el hermanamiento generacional iban a ser sus manifestaciones
predilectas, sin que por esto la convicción ideológica dejara de ser el fruto de un doloroso y personal
descubrimiento” (Mainer 1998: 127-128). La aparición del intelectual como categoría social y cultural en
España es aún hoy objeto de debate y de trabajos extensos y detallados que por cuestiones obvias de
tiempo y espacio apenas se pueden esbozar aquí. Para una síntesis completa y actualizada de la
bibliografía sobre este tema, recomiendo el capítulo introductorio “La emergencia del intelectual moderno
en España” en Miguel de Unamuno o La creación del intelectual moderno (Roberts 2007: 13-39).
217
En cierto modo el artista u obrero del pensamiento ha intentado mantener siempre una cierta distancia
respecto a la masa popular apoyándola desde sátiras o artículos (El poeta y el banquero, El dios del siglo)
o participando en la lucha armada como baluarte de una cierta corrección moral (El poeta y el banquero,

213
propaganda de las tesis naturalistas, el intelectual renuncia a un liderazgo efectivo y se
ofrece como un mero interlocutor, posición que parece más compatible con la
aristocracia y el anarquismo estético. De este modo, el intelectual convierte la disidencia
en un signo de distinción (Juliá Díaz 113), se sitúa sobre la masa para defender las
injusticias que se ejercen sobre ellas y critica el orden establecido pero evita siempre
caer en el engranaje político o en un programa de acción concreto que desestabilice la
búsqueda personal de su particular universo intelectual y estético. Defiende por lo tanto
un deseo de reforma espiritual cuyo origen inmediato podemos rastrear en los
postulados krausistas esbozados por Giner de los Ríos en El arte y las artes (1871)
(Flitter 1993). A partir de este momento, tal y como afirma Celma Valero (1989b), “el
escritor moderno difícilmente podrá sustraerse ya a dos realidades que lo definen: su
faceta de intelectual, con una toma de postura ante la sociedad y con conciencia de
influir en ella; y su faceta de artista, en la que se funde, indisolubles, la dimensión
creadora y la dimensión reflexiva” (171).
La juventud intelectual oscila entonces entre la rebeldía y el escepticismo,
actitudes defendidas sucesivamente en los distintos homenajes a Larra -1898 y 1901-
(Escobar 2002), y que caracterizan a esta anarco-aristocracia estética o “anarquismo
delirante” que apuesta por la resurrección futura de la juventud derrotada en
Declaración de un vencido.

De los quince a los veinte años, ráfagas poderosas de vida impulsan el corazón y
el pensamiento del hombre. Amar todos los Placeres de la creación fundidos en
una sola Belleza, vencer todos los Dolores del mundo, fundidos en un Obstáculo,
uno solo, por grande y temible que fuese. Tal es el ansia de la juventud.
Pero no se le ofrecen de pronto empresas gigantes, y consumen sus fuerzas
pequeñas dificultades, míseras luchas y livianos amoríos (…) Y contra la
implacable tiranía, despiertan fieros rencores… ¡Por eso la juventud ha sido en
otros tiempos revolucionaria, y hoy siente congojas de anarquismo! (…) Así
transforma una existencia gallarda en una momia estéril (…) ¡Y aún se lamenta

Pedro Sánchez), siempre de forma voluntaria y un tanto independiente (El frac azul). Cuando finalmente
aspiraban o asumían un cargo político, como los protagonistas de El dios del siglo, Luz o Pedro Sánchez,
se asociaban con una difusa y utópica imagen de la libertad y la conciliación social opuesta a la injusticia
y el mal, un ideal que pensaban defender como representantes del poder. Esta imagen poetizada y
simplista del problema será defendida también por personajes que no participan de forma directa en los
conflictos políticos (como Ernesto de Castelar) o los protagonistas de las novelas de tesis naturalistas
(Declaración de un vencido o El periodista).

214
de que hoy la juventud, revolucionaria en otros tiempos, hoy se inclina con
dulces congojas de anarquismo delirante!... ¿No es justicia despreciar y destruir
a quien desprecia y destruye? (…) Pero de todas las mentiras que son, para
muchos, manera de vivir y de medrar, ninguna tan execrable como el falso
escepticismo que viene a ser la señal de los tiempos; disfraz de la inútil canalla y
de la impotencia, es el escollo más temible para las Ilusiones de la Juventud. No
dejéis que os arrebaten las ilusiones y la Fe (Nosotros, “A la juventud
intelectual”, Revista Nueva 15/02/1899).

4.4. La búsqueda de la alternativa. Los trabajos del infatigable creador Pío Cid de
Ángel Ganivet (1898).

Frente al tipo romántico e incluso frente al modernista, Pío Cid aparece como
alternativa tanto al entusiasmo desmedido del primero como a la abulia del segundo.
Egotista, reivindica para sí el culto al héroe que Carlyle atribuía a ciertos seres
escogidos, en una recuperación positiva del yo en una sociedad, que más que rechazar,
le resulta indiferente.218 La reivindicación heroica no implica necesariamente que se
presente como un nuevo Narciso decadentista ni que busque otra realidad más allá de
este, sino que se apropia de la libertad de elegir en qué circunstancias actuar y qué
facetas de su personalidad desarrollar según le convenga. Así pues, se presenta como
un creador itinerante, polifacético, libre de las ataduras de las obsesiones artísticas
acerca de la obra genial o de la contaminación de la vida, que prefiere más bien la
ilustración libre de las personas a la publicidad de sus producciones artísticas.
Del mismo modo que Pío Cid forma a aquellos que le rodean, la imagen inicial
que tenemos de él responde a aquella que los demás personajes tienen de él. La
deformación y diseminación del yo, posteriormente reconstruido como unidad por estos

218
“Hacer el yo, cuidar el yo, es ahora la suprema tarea. No hay más alto ni más noble heroísmo que el de
ser sencillamente hombre, un yo en experimento de su propio poder. El culto del yo es el culto del héroe
(…) sólo queda el yo, el héroe, reivindicando para sí aquel culto, que antes se transfería hacia las ideas o
los valores (…) supone, en primer lugar, una batalla contra las viejas tablas de valores, entronizadas con
el triunfo de la burguesía, pero que ahora, en el sombrío final de siglo, con la crisis interna de la cultura
ilustrada, muestran inanidad y carencia de justificación (…) ser yo implica, en segundo lugar, tener un
perfil propio, labrarse la propia individualidad en un tiempo en que comienza a dominar e imponerse el
rostro anónimo de la gente” (Cerezo Galán 531); “El egotismo se formula con la intención de un valor
universal (frente al egoísmo)” (Ib. 534). Con la alusión a Carlyle remitimos a sus conferencias sobre el
culto a los héroes mencionadas en el primer capítulo de este trabajo. Respecto a otras obras, Santiáñez-
Tió (1998) encuentra un aire de familia entre Sartus Resartus y Los trabajos del infatigable creador Pío
Cid ya que “ambas novelas pertenecen a la tradición de las llamadas ‘novelas de artista’ en las que se
relatan las peripecias y los pensamientos de un intelectual” (59).

215
personajes,219 no despojan al personaje de su individualidad, sino que más bien
muestran su subyacente “férrea voluntad de autoafirmación” (Fernández Sánchez 23-
24) y su omnipresente magisterio sobre el universo novelesco, a partir del cual
simboliza una silenciosa revolución pacífica sobre las mentes de los hombres.
De este modo, el primer enfoque desde el que uno de los personajes le presenta
es el de “una obra de psicología novelesca al uso” en la que, como tal género, se
omitirán las acciones que “por arrancar de los bajos instintos materiales, descomponen y
afean la noble figura humana” (Ganivet, Trabajos Pío Cid 55-57). Sin embargo, Pío Cid
no termina de encajar con la imagen esperada del héroe de este tipo de novelas, aunque
el narrador no escatima esfuerzos por dignificarlo.

No podía ser más vulgar su historia: un hombre inteligente, pero desilusionado e


incapaz de hacer nada; extravagante más por falta de sociedad que por sobra de
talento; con varias aptitudes que hubieran sido útiles a una persona activa y
discreta, y que a él no le servían más que para perder el tiempo y distraer a
cuatro amigos. A ratos parecía poeta, y a ratos jurisconsulto, o músico, o
filosofo, o lingüista consumado; pero en cuanto a ser, era no más que un
insignificante empleado de Hacienda, que iba a disgusto a la oficina (Ganivet,
Trabajos Pío Cid 60-61).

Notábase en él un menosprecio profundo de sus semejantes, aun de los que más


estimaba, que no era orgullo ni presunción, al modo que muestran estos
sentimientos los hombres que se creen superiores, sino que era expresión de un
poder misterioso, semejante al que los dioses paganos mostraban en sus tratos
con las criaturas: mezcla de energía y de abandono, de bondad y de perversión,
de seriedad y de burlas (Ganivet, Trabajos Pío Cid 61-62).

Por otro lado, en “Protoplasma”, el ensayo de novela naturalista en la que, para


que no haya ningún héroe, se parte a Pío Cid en tres (Ganivet, Trabajos Pío Cid 107),
Pío Cid, pese a su aire sacerdotal, es descrito como un solterón, empleado de Hacienda,
de quien se rumorea está en relaciones con la dueña de la casa (Ganivet, Trabajos Pío

219
Nil Santiáñez-Tió (1994), interpreta esta diseminación como una dispersión en la novela del propio
Ángel Ganivet (“Ganivet logró aproximarse a uno de sus más queridos proyectos: autorretratarse en la
literatura; identificar la búsqueda de sí mismo con la creación artística”) (354).

216
Cid 112). Sin embargo, es en este género tan realista donde Pío Cid afirma su atracción
por el ideal.

Yo puedo asegurar que jamás me enamoraré de una mujer como ustedes se


enamoran; los cinco sentidos de uso corriente no sólo no me sirven para
enamorarme, sino que me distraen y me libran de caer en el verdadero amor, que
sería el que llegase a mi espíritu por el sexto sentido. Una vez vi pasar a mi lado
una máscara con un capuchón negro que la cubría de pies a cabeza, y sentí una
emoción que jamás había sentido en mi vida; era una mujer y si yo la hubiese
seguido no estaría hoy con ustedes. Quizás era un monstruo de fealdad o de
depravación. ¿Qué importa? Era una mujer que a mí me dio la sensación pura
del amor, una sola, pero tan fuerte, que contra ella nada hubieran valido las de
los otros sentidos juntos. Y he aquí por qué a mí me dan miedo las máscaras
(Ganivet, Trabajos Pío Cid 127).220

Al contrario que la mayoría de los artistas estudiados, para Pío Cid no existe
ningún trauma en pasar de una vida ascética a otra familiar en la que además, se
convierte en el único miembro masculino. La mujer no arruina su vida y tampoco se la
pide una abnegación sin límites. En la vida cotidiana, superada la novedad inicial, el

220
En su decisión de no seguir a la figura enlutada Pío Cid demuestra más sensatez que los héroes
románticos y más voluntad que los protagonistas de Diario de un enfermo, Camino de perfección o
Niebla. Sin embargo, cuando por fin sienta surgir el amor hacia la que será su futura compañera, se
resignará voluntariamente a la felicidad en una escena y contexto similar al que encontraremos en Camino
de perfección: “Y él se veía encadenado, sin poder ni querer huir, resignado voluntariamente a seguir un
nuevo rumbo y a arrojarse en brazos del azar. Entonces sintió una hondísima y desconsoladora tristeza, y
se echó a llorar como un niño. La joven le veía llorar con asombro sin atreverse a romper el silencio.
Sonaron en la escalera pasos de los huéspedes que volvían, y ella fue a la puerta a ver si estaba bien
cerrada; volvió junto a la mesa de noche y apagó el moribundo cabo de vela, que se derretía sobre la
piedra de mármol, para que no vieran luz encendida los que entrasen. Luego se acercó a Pío Cid, le cogió
a tientas la cabeza, se sentó sobre sus rodillas, le echó un brazo por el cuello y comenzó a besarle los ojos
para enjugarle las lágrimas” (Ganivet, Trabajos Pío Cid 51-52); “Ya perdonado, le pareció muy raro que
yo quisiera retirarme a un monte como un ermitaño, y cuando le explicaba mis dudas, mis vacilaciones,
mis proyectos místicos, se reía a carcajadas. A mí mismo la cosa no me parecía seria; pero cuando le
hablé de mis noches tan tristes, mi alma torturada por angustias y terrores extraños, de mi vida con el
corazón vacío y el cerebro lleno de locuras… - ¡Pobret! – me dijo, con una mezcla de ironía y de
maternidad; no sé por qué entonces me sentí niño y tuve que bajar la cabeza para que no me viese llorar.
Entonces ella, agarrándome de la barba, hizo que levantara la cara, sentí el gusto salado de las lágrimas en
la boca, y, mirándome a los ojos, murmuró: - Pero qué tonto eres. Yo besé su mano varias veces con
verdadera humildad, hasta que vi que Blanca y la amiga nos miraban en el colmo del asombro. Dolores
estaba azorada y comenzó a hablar y a hablar, tratando de disimular su turbación. Yo la escuchaba como
en un sueño” (Baroja, Camino de perfección 254). Como hemos visto, el comportamiento de estos héroes
sentimentales del cambio de siglo es rastreable, como mínimo, hasta la dependencia emocional de
Frédéric hacia Mdme. Arnoux.

217
amor no genera ningún conflicto ni con su personalidad ni con sus capacidades
artísticas.221 Así pues, Pío Cid, el hombre que no quiere ser nada, pudiendo serlo todo
(Ganivet, Trabajos Pío Cid 70-71), esboza bocetos, escribe versos ecfrásicos y se
dedica a la traducción sin sentir que esta ocupación humille su espíritu artístico. De
hecho, afirma que no se consagra a desarrollar este talento creativo por desavenencias
con el público y porque se niega a compartir la imagen habitual del artista bohemio
dedicado exclusivamente a buscar un Ideal con el que obsesionarse.222 Tras el fracaso
del libro anterior (La conquista del reino Maya por el último conquistador Pío Cid
(1896), se da cuenta de que,

Ni él era capaz de escribir obras al gusto de un público tan necio y estragado


como el que había de leerle, ni este público estragado y necio podía entender y
apreciar las que él escribiese según su leal saber y entender; no había motivo
para escandalizarse, ni era cuerdo repetir la prueba y verse en la triste necesidad
de empeñar hasta las sábanas. Se dedicaría, pues, a traducir libros de las diversas
lenguas que poseía, y sin calentamientos de cabeza ganaría algo, aunque fuese
poco. Así lo hizo, procurando traducir libros útiles, porque los de puro
entretenimiento, y en particular las novelas, entonces de moda, le molestaba
hasta el leerlas, cuanto más traducirlas (Ganivet, Trabajos Pío Cid 77).

-Usted debe de saber muchas cosas -dijo Paca a Pío Cid-, sobre todo muchas
historias.
-¿Cómo historias? -interrumpió Martina-. Si es también poeta, y compone unos
versos preciosos. Si vierais unos que leí yo anoche…

221
Ganivet trataría este tema, la oposición entre Vida (amor, mujer) y Arte de forma simbólica en El
escultor de su alma (publicada en 1904), obra en la que la búsqueda del ideal artístico justifica para el
Pigmalión protagonista el abandono de su familia. A su regreso, descubre que el ideal que materializa su
alma es en realidad su propia hija. La reproducción física del amor ha conseguido lo que no podía lograr
la creatividad cerebral. La definición del Amor como poesía y esta como creación desde cualquier tipo de
expresión (incluida la acción), se repite en varias ocasiones en los Trabajos (333-334, 337-338, etc.)
222
La naturalidad y sinceridad en su forma de comportarse es una de las principales características que
diferencian a Pío Cid de la imagen tradicional del artista. No dramatiza con la destrucción de las obras
que no le satisfacen (“Sólo los tontos quedan satisfechos de sus obras y se encariñan con ellas”) (Ganivet,
Trabajos Pío Cid 631), obras que prepara con total sencillez. Esta actitud sorprende a la duquesa que le
compara con el comportamiento habitual del mundo artístico: “Todos los artistas son algo cómicos;
quiero decir, que fingen bien la comedia y nos asustan con sus preparativos; y usted trabaja con tanta
naturalidad que casi, casi me figuro yo que, si cogiera la pluma, escribiría versos como los de usted” (Ib.
660). Se insiste de nuevo en la idea de que la poesía no es patrimonio de unos pocos.

218
-¡Poeta! -exclamó doña Candelaria-; ahora sí que estamos frescos, y qué ratos de
hambre vamos a pasar.
-No se sofoque usted, doña Candelaria -dijo riendo Pío Cid-, que no soy poeta, y
aunque lo fuera, lo mismo sirvo yo para un fregado que para un barrido. Es
decir, que si me aprietan, soy capaz de componer un poema tan largo como la
Ilíada; pero esto no quita para que sepa preparar un agua para los ojos o traducir
libros de medicina, o hacer cuanto sea preciso para asegurar la manutención.
Porque para mí la ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber
vivir con dignidad, esto es, ser independiente y dueño de sí mismo, y poder
hacer su santa voluntad sin darle cuenta a nadie (Ganivet, Trabajos Pío Cid 219-
220).223

Sin embargo, esta decisión personal no implica que en su faceta educativa no


anime a otros a seguir dicha carrera literaria. No por casualidad, indicará esta profesión
a un joven aspirante a diplomático ya que, a diferencia del pensamiento común, Pío Cid
considerará más acertada la carrera poética para un alma sensible que los peligros no
mencionados de la política burguesa.
La elección entre los impulsos vitales y la ausencia del deseo y por tanto del
sufrimiento en una vida abúlica se convierten en esta época en los dilemas del
intelectual protagonista de La voluntad de Martínez Ruiz (1902) o de Reposo de Rafael
Altamira (1903). En un equilibrio teórico, la ataraxia debería de beneficiar la crítica
objetiva del intelectual. Sin embargo, en la práctica, el completo aislamiento se
reconoce un imposible. Tal y como ocurre en La voluntad, por mucho que se aleje de
los núcleos urbanos, el hombre nunca logra huir de la civilización, quizá porque
realmente nunca llega a proponerse estos deseos ermitaños de manera radical. En este
sentido, Pío Cid ignora la disyuntiva entre la vida contemplativa y la voluntad, apuesta
por vivir plenamente y no se preocupa de manera masoquista ni por los grandes
problemas de Estado ni por los conflictos de su personalidad. Sin necesidad de

223
Pío Cid traduce y enriquece libros de todo tipo de conocimientos, entre ellos los médicos, bajo el
seudónimo de don Juan López Calvo, una forma cualquiera de despersonalizar y renunciar a los derechos
de su propia producción, algo impensable para el ego romántico. En la explicación de su seudónimo
Ganivet hace un guiño divertido al novelista Pedro Mata y Fontanet: “Por cierto que su idea fue poner
Juan López Mata, pero el editor dijo que ya que el nombre era falso no debía ponerse Mata, que es
nombre poco favorable para un médico. Pío Cid replicó que el nombre era lo de menos, y que Mata se
llamó el doctor que organizó los estudios médicos en España el cual fue un gran publicista y hombre de
positivo valer, pero por dar gusto al editor sustituyó Mata por Calvo, apellido que anuncia a una persona
que tiene pocos pelos en la cabeza a causa de sus estudios y vigilias” (Ganivet, Trabajos Pío Cid 248).

219
regodearse en su yo, consigue que este sea punto de apoyo de su relación con el Otro
escapando así de la enfermedad del no-querer que padece la nación (Ganivet, Idearium
español [1897], 162).

4.5. El optimismo de los últimos bohemios frente a las dudas de Hamlet. Cosas de
Hamlet Gómez de Andrés Sánchez Ruiz (1903).

El carácter dubitativo y el eterno debate consigo mismo del joven Hamlet de


Shakespeare habían aparecido ya en el Wilhem Meister de Goethe en un momento clave
de la novela, la representación de la obra por parte del protagonista y la revelación de
las diferencias entre el personaje que representa y su propia identidad fuera del
escenario. Representado a Hamlet, Wilhem se libera de su errónea identificación y
adquiere conciencia de la necesidad de proseguir su búsqueda personal más allá del
mundo ilusorio del teatro. Tal y como defenderán los autores modernistas, la extraña
secta de ilustres que lo vigila desde las sombras insistirá en la necesidad de consolidar la
formación personal del protagonista antes de que ejerza su función en la sociedad. 224
El mensaje positivo de la novela de Goethe no impide ver en ella una cierta
restricción de las elecciones del personaje (al fin y al cabo, se le está guiando de forma
encubierta), quien a su vez muestra una actitud un tanto pasiva dejándose llevar por los
personajes y situaciones que se cruzan por el camino. No es por tanto Werther el único
referente en la inauguración de héroes pasivos, eternos dubitativos que apenas son
capaces de tomar ninguna decisión propia. El recuerdo de Hamlet subyace a todos ellos,
y a él se referirá precisamente Clarín para rebatir los excesos que Nordau y el gran
público atribuyen a los pensadores modernos (“la extravagancia, el artificio, el exceso,
la comedia y la locura”) y que se fundamentan en ciertas exageraciones con que los

224
“The experience of seeing himself outside himself enables him to achieve freedom from his
enslavement to ego” (Beebe 35). En Wilhem Meister, la idea “of self-development as a necessary
preliminary to the improvement of society” (Ib. 37), es a priori incompatible con un personaje fatigado
como Hamlet, al menos tal y como lo interpretaba Wilhem (“y no me cabe duda que Shakespeare intentó
representar lo que deja dicho: cómo se le impone una obligación muy grande a alguien que no está
capacitado para cumplirla […] Un ser bello, puro, noble y de elevada moral, que carece de la fuerza
material que caracteriza al héroe, sucumbe al intentar cargar con un peso, que no puede soportar, ni
tampoco puede rechazar. Todo deber es para él sagrado, pero este es una carga demasiado pesada. Se le
pide un imposible, no en sí, pero sí para él, que es quien tiene que llevarlo a cabo. Cómo irá de un lado a
otro, cómo se angustiará, cómo avanzará y retrocederá, sin embargo, siempre recordará su misión, esta le
hará perder el juicio, sino que jamás consiga volver a sentirse feliz” (Goethe, Wilhem Meister 321-322).

220
filósofos contemporáneos, como Nietzsche, adornan sus reflexiones metafísicas (Clarín,
Cartas a Hamlet, 1896).225
En el árbol genealógico que precede a la novela de Paulino Masip, El diario de
Hamlet García (Rodríguez 1998), interesa destacar una novela publicada en 1903
titulada Cosas de Hamlet Gómez en la que se plantea la alternativa coetánea a la ya por
entonces caduca bohemia. Situada en 1901, se abre la acción con unos artistas bohemios
que se encuentran a punto de celebrar la venta de un soneto de uno de ellos. Se les
añade como invitado un tal Lucas-Hamlet Gómez, personaje agotado, sarcástico y algo
antipático que se ríe de sus aspiraciones de gloria. La novela se plantea como una
novela-prólogo de una supuesta trilogía que detallaría las teorías de este héroe refinado
de la decadencia.226

Era de mediana estatura, muy delgado, casi sutil, y se vestía muy pobremente;
pero en su porte y maneras, naturalmente extravagantes, se confundían en rara
amalgama la inocencia y el descoco, la finura y el cinismo, la gracia y la
insolencia, la soberbia y la modestia, la osadía y la timidez…; y esta extraña
conjunción de cualidades contradictorias, manifestadas algunas veces con
indiferencia inaprensiva e ingenua de chico candoroso y procaz a un tiempo… y
otras con la indiferencia desalentada y forzosa de un neurasténico en continuo de
depresión, en quien el fingimiento es superior a sus fuerzas… daban a su
desmedrada persona una distinción singularísima, muy graciosa y atractiva a
veces, a veces nada simpática y muy curiosa siempre. Su rostro, pálido, imberbe,
afeminado, y sus cabellos, rubios, finos y lacios, y sus manos de niña anémica,
cuidadas con esmero, sin resaltar aún más la pobreza de su ropa, raída y rota,
que llevaba unas veces como con vergüenza, otras con indiferencia ingenua, y
otras con una despreocupación afectada, tan cínicamente desdeñosa, que junto a
otra ropa, menos raída o menos rota, debía parecer insultante… Hacía sospechar
en tales momentos que si él iba envainado en los calzones, envainaba… por la

225
“Wilhem Meister, regardless of its conclusion, helped with Werther to establish the type of the
passive, sensitive hero and this offered to prototype for the Stephen Dedalus and Marcels of later fiction.
The character of Wilhem is the more convincing because Goethe, like Joyce in Ulysses, associates his
hero with the earlier prototype, Hamlet” (Beebe 37).
226
Estas novelas serían: Novela primera. Primera parte del libro de Hamlet Gómez. Adán y Eva (Hamlet
Gómez prepara en sueños su protesta); Novela segunda. Segunda parte del libro de Hamlet Gómez. El
Hombre (Hamlet Gómez protesta); Novela tercera y última. Tercera parte del libro de Hamlet Gómez y
el epílogo al libro de Hamlet Gómez. Hacia el superhombre (El sentido común de Hamlet Gómez).

221
fuerza de la costumbre, y que hubiera encontrado más limpio, más gallardo y
más decente andar en pelo (Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 15-16).

En sus ojos, oscuros, grandes, profundos, muy hermosos, nada se leía: miraba
con una tranquilidad indiferente, fría, distraída, absorta, extraviada a veces, que
no reflejaba ni desmayo ni fiebre, ni dolor ni alegría, ni amor ni odio; y miraba
siempre de frente, unas veces con la indiferencia ingenua de un niño, y otras con
la indiferencia resuelta e imperturbable del que ha vivido mucho y está muy
seguro de sí mismo… Y esta indiferencia absoluta de sus ojos, medio cerrados
siempre, y su sonrisilla, burlona unas veces, otra desdeñosa, inocentísima otras y
otras indescifrable, y su voz apagada y dulcísima, eran características en él
(Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 18).

Hamlet Gómez comparte la ambigua caracterización de Pío Cid en cuanto a la


posibilidad de ser considerado tanto como un antihéroe como el más auténtico de todos
los héroes. Su agotamiento y frialdad recuerdan de nuevo la indiferencia de Petchorin y
en consecuencia, la máscara atrayente de El caballero de las botas azules,
características que, como dijimos, cobran una nueva popularidad en los años alrededor
del cambio de siglo. Hamlet Gómez afirma encarnar al hombre de la modernidad, de
oscilante voluntad y búsqueda permanente, una nueva actualización desde y para los
discutibles límites entre la realidad y la ficción del mito de Hamlet.

¡Juro que el alma de Hamlet vive en mí ahora!...; ¡aquella alma triste, árida y
lúgubre, atormentada de dudas y vacilante, ansiosa de lo mejor e impotente para
hallarlo, símbolo profético del alma decadente de los bárbaros de nuestro
tiempo, que, al encarnar ahora en mí de nuevo, en su eterno peregrinaje hacia la
perfección, ya no duda, aunque vacila, ya sabe lo que anhela, aunque sigue
incapaz de realizarlo, para venir a ser de este modo, adelantándose de nuevo a su
tiempo, símbolo profético del alma culminante de los hombres del siglo!
(Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 100).

Así pues, Hamlet Gómez niega y se burla de las reivindicaciones románticas


que, como las de Carlyle, igualan “entre la legión ‘sagrada’ de inmortales… genios,
héroes, sabios, santos o superhombres… u, ¡Hombres-Dioses!” por lo que “a no poder

222
ser artistas, literatos o sabios gloriosos, podréis ser santos o héroes; es igual… casi
igual…” (Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 27-29). En su opinión, estas
categorías justifican en realidad una “siniestra mascarada” bajo la que se esconden
verdaderos farsantes que engañan a la humanidad para que ni siquiera se plantee, como
hacen Hamlet o Pío Cid, reivindicar la superioridad del que “sólo” es Hombre:

¡Contra ellos debiera arremeter a mazazo limpio; contra la legión “sagrada”!.. jí,
jí, jí…; ¡superhombres!...¡Hombres –Dioses!...- Esclavos de su terrible vanidad
inconsciente -en algunos egoísta-, genios, héroes, sabios y santos, siempre han
tenido conciencia de su superioridad sobre el resto de los mortales y han tratado
siempre de hacerla reconocer y proclamar para reinar eternamente en la memoria
de ellos… pretendiendo siempre engañar a la Humanidad y parecer sublimes a
toda costa, siempre han dado en necios… cuando no en groseros e infames..¡Ah,
farsantes! ¡No había que dejar a ningún galopín con carteta!- Y siempre
pretendiendo causar admiración- ¡aún a costa de su sangre y de sus vidas, los
insensatos! –siempre han caído en ridículo… ¡títeres, títeres! ¡No había dejar
títere con cabeza!... - ¡Qué imbécil, grosera, bruta y siniestra mascarada, si yo no
fuera un miserable, y me decidiera esgrimir mi maza contra ellos!
(Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 32).

Aún creyéndome un miserable -y me desprecias profundamente-, yo tengo el


atroz convencimiento de mi superioridad sobre todos los hombres que han
existido y existen, incluyendo a todos los sabios, santos, genios, héroes,
superhombres u Hombres- Dioses que son y han sido…
(Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 40).

La conciencia de la inexistencia del héroe y del espejismo de la Gloria es lo que


motivará esta insistencia en despertar a los demás artistas del sueño de la bohemia:

Hasta que al final, levantándose para marcharse, terminó diciendo:


-Bien, amigos míos; reíd mucho mientras podáis. Para vosotros el dolor es
todavía un sueño de pesadilla que no existe en la realidad, y en todo encontráis
motivo de regocijo. ¡Por algo he reconocido yo con envidia que vosotros tenéis
talento y que yo no lo tengo, a pesar de mis esfuerzos, poeta!... Yo he visto a una

223
mujer preñada, orgullosa y feliz, pasear su panza sobre un cementerio. ¡Vivís en
el limbo!...
Y añadió, suspirando con afectación cómica.
-También fui yo en un tiempo como vosotros; también yo estuve enfermo de
ilusiones, y soñé y esperé… Si a los ocho días de estar en Madrid me hubieran
contado a mí que un hombre había muerto de hambre, yo, que hacía ocho días
que no comía, hubiera encontrado increíble, y tal vez ridículo que el hambre
hubiera podido matar a un hombre (…) Pero ya no hay remedio para mí: llevo
aquí tres meses… y tengo veintitrés años…
¡Y nos reímos también!... ¡Es divertidísimo!... ¡Es delicioso Lucas Gómez!
(Sánchez Ruiz, Cosas de Hamlet Gómez 106).

Realmente la bohemia finisecular poco tiene que ver ya con el retrato alegre de
Murger o con el esbozo un poco más realista de El frac azul, sino que se inscribe más
bien en la estela pesimista de la Declaración de un vencido de Alejandro Sawa. Aunque
las interrelaciones entre el tema de la bohemia han sido estudiadas en los trabajos ya
clásicos de Aznar Soler (1980, 1993) o los de Phillips (1985, 1986-1987, 1988, 1999),
no está de más recordar la última mitificación del personaje del bohemio en la literatura
finisecular.
Como vimos en el primer capítulo, la identificación romántica entre la vida y el
arte adquiría en el bohemio una identidad total hasta el punto de que a efectos sociales,
la capacidad creativa del bohemio se convertía en un requisito secundario en
comparación con la publicidad de una actitud y apariencia extrovertida, extravagante,
despegada y contestataria respecto a la sociedad filistea. Si ya en el auge romántico
vimos cómo este comportamiento aparecía sólo sostenible en la ficción, en la literatura
finisecular aparecerá como totalmente inviable.
La idealización espiritual de estos personajes recubre del halo nostálgico y
escapista el mito imposible y ya anacrónico de la bohemia (Blasco Pascual 2000: 210).
Tal y como dijimos cuando señalábamos las relecturas modernistas del Romanticismo,
no existirá un especial interés en mostrar el itinerario del aspirante a literato, sino que,
quizá por herencia realista, se dará este por supuesto y se detallará la progresiva falta de
fe y el fracaso como veremos por ejemplo en algunos de los relatos de Bohemia de José
Martínez Ruiz.

224
La identificación de la bohemia con la actitud y no con la aptitud creativa da
lugar a personajes falsarios y aprovechados que agudizarán la confusión entre la
verdadera bohemia y el hampa, también llamada golfemia. Si bien la imitación de los
males artísticos con fines publicitarios era ya algo común en las décadas anteriores, la
actitud parasitaria crece en el Madrid de fin de siglo hasta el punto de ser criticada por
la propia vanguardia literaria. Al fin y al cabo, asistimos en estas fechas al nacimiento
de una nueva forma de escritor, el proletariado intelectual del que hablábamos en
apartados anteriores (Blasco Pascual 2000: 211). Serán estos los verdaderos herederos
del anarquismo aristocrático artístico del que hacían gala los auténticos bohemios
(Aznar Soler 1980: 74).227

4.6. La patología del creador. Lombroso, Nordau, Gener y Llanas Aguilaniedo.

De forma paralela a la popularización de las extravagancias atribuidas al


creador, la ciencia positivista continuaba en su empeño de codificar una ley universal
que explicara estas peculiares personalidades. Frente a la constante previsión de la
sociedad capitalista, tanto en la producción material como en las costumbres sociales, el
artista se presentaba como la nota discordante.
La espontaneidad y originalidad alabadas en la inspiración romántica se
convertirán para la ciencia determinista en síntomas de una patología incontrolable,
síntomas que por otro lado, se intentaban explicar desde los primeros tratados
frenológicos y fisonómicos.228 Cuanto más avance el conocimiento científico y se
confíe ciegamente en sus certezas infalibles, más se insistirá en aplicar con rigurosidad
una serie de parámetros de anormalidades a partir de los cuales se dilucidará la
227
Se recubre el anarquismo de una serie de connotaciones positivas, revolucionarias pero críticas, de la
que carecía en su estricto sentido político. Por este motivo, en lugar de ser un insulto ofensivo para
artistas comprometidos como era el protagonista de El poeta y el banquero, ahora el anarquismo literario,
como el que defiende José Martínez Ruiz, no está ligado necesariamente al caos y a la destrucción del
orden establecido sino a una síntesis del liberalismo ilustrado, socialismo utópico y un creciente
pesimismo nihilista que promulga el orden en el hombre interior como paso previo al cambio social
(Martín 1999).
228
“As has been seen, the spokesmen for the association of genius and madness endorsed, or at least
tacitly accepted, the Romantic’s belief in the genius’ uncontrollable ‘state of inspiration’. They differ
from the Romantics by defining this state, unequivocally, as a clinically determinable aberration of the
mind. The substitution of ‘tangible’ biological forces for the earlier ‘demons’ and a generaly mystical
explanation was made posible, it is being argued, by the developing behavioral sciences that subscribed to
a highly deterministic conception of man. And what distinguished the genius, in this view, was the
‘clinical’ assessment that he, more than the average man, was subject to factors beyond his control”
(Becker 80-81).

225
exclusión del individuo de la media de normalidad.229 O lo que es lo mismo, se le
catalogará en lo extraordinario positivo, la genialidad, o bien en lo condenable negativo,
la locura y la criminalidad, categorías cuyas características se entremezclarán y
contribuirán en todo caso a explicar la marginalidad de sus afectados.
Cuando se diagnostica al genio el énfasis del discurso médico en su
espiritualidad o en sus capacidades mentales refuerza la doble lectura respecto a la
posición social del artista que hemos visto en épocas anteriores. Así pues, la crítica
hacia su rareza puede ser tomada también como un valor añadido, extraordinario y
único en la sociedad, de tal manera que esta misma rareza se convierte en la excepción
que confirma la regla de la normalidad, y por lo tanto, desde el punto de vista comercial,
excita la curiosidad y se convierte en un objeto positivamente atractivo, algo que los
autores se encargarán también de potenciar. Al fin y al cabo, se trata de aplicar sobre el
artista los mismos valores de cambio que se utilizan para apreciar y poseer los objetos
refinados que adornan los interiores burgueses.
La equiparación del artista con el objeto es en realidad una actualización de la
identificación habitual entre artista y obra que habíamos visto como parte habitual de la
tradición de la leyenda de artista. El positivismo de la segunda mitad del siglo XIX
llevará al extremo estas identidades, por lo que construirá y generalizará una imagen del
artista a partir de la originalidad de su obra al mismo tiempo que la complementará con
las anécdotas, a menudo ficticias, que circulan sobre sus autores. Las leyendas de artista
se convertirán en auténticas patobiografías (Huertas García-Alejo 158) y estas se
tomarán como material de primera mano para formular una serie de leyes científicas que
expliquen la anormalidad de los artistas y de sus obras. Especialmente en torno al fin de
siglo, las obras más vanguardistas se considerarán productos contaminados de la
enfermedad de sus autores.230

229
“La oposición binaria entre lo normal (saludable, bueno, aceptable y aprobado) y lo anormal
(degenerado, malo, rechazado, inaceptable), quedaba establecida. El método científico objetivo se había
transformado en un asunto de valores morales y comportamientos y la indagación científica y el
empirismo pasan a ser un ejercicio de poder” (Cardwell 99).
230
La enfermedad artística se caracteriza por una serie de síntomas físicos que traslucen otros mentales
según teorías psicosomáticas como en las que se basaba el tratamiento aplicado a Charles Demailly. Se
explica así la pronta equiparación de la debilidad física con la mental y el reflejo de ambas en la obra,
ecuaciones que serán especialmente útiles para los que quieren presentarse como artistas (“L’artiste de la
seconde moitié du XIXe siècle est incasable de se concevoir corporellement en dehors des catégories
médicales établies pour lui par la science toute-puissante […] Le corps est ce qui énoncées par le descours
établi, dont les édits sont implacables : nervositè, anèmie, hypertrophie du cerveau, déséquilibre de
l’énergie, sensibilité excessive [...] Il s’enferme dans une représentation convenue de l’artiste (ascétique,
singulier, détoché du monde) dûment payée par l’affrande du corps [...] Vivre en rupture avec le monde

226
Aunque los tratados pseudocientíficos que trataron el tema de la genialidad y la
degeneración gozaron de gran popularidad a lo largo del siglo, 231 probablemente los que
más repercusión tuvieron en la literatura fueron los del criminalista Cesare Lombroso
(1835-1909), conocido además por su obra L’uomo delinquente (1876) y su seguidor
Max Nordau (1849-1923), quien aplicaría los conceptos del primero a la crisis
finisecular.
Entre la primera edición de Genio e follia en 1864 hasta la de 1894 de L’uomo
di genio, el estudio acerca de las relaciones entre genio y locura del autor italiano fueron
incluyendo pequeñas modificaciones y ampliaciones de sus postulados, siendo los más
destacados la caracterización definitiva del genio como una forma de psicosis
degenerativa del grupo epiléptico (Lombroso, L’uomo di genio 1888, 389) o epileptoide
y la amplia descripción de los mediocres mattoidi de los que nos ocuparemos un poco
más adelante.232
En general, las características morales que Lombroso entiende como síntomas de
la degeneración del genio corresponden grosso modo con las habituales en las leyendas
del artista, fuentes imprescindibles por otro lado de su investigación. A estas añade
condicionantes deterministas tales como la meteorología, el clima, la raza, las
enfermedades mentales y la herencia llegando incluso a establecer árboles genealógicos
para estudiar la frecuencia de genios, imbéciles, locos y criminales entre las sagas
familiares históricas que presentaban algunos de estos síntomas. Esta idea, básica por

bourgeois n’implique pas le refus de toutes ses valeurs quand il s’agit de la place éminente du créateur,
élaborée dans le plus pure tradition thèologique, à une époque où les affaires temporelles surpassent
peurtant l’ordre spirituel [...] En pendant le corps, on gagne autre chose, un espace privé oú bout dans le
grand secret la marmite crèatice. Si tout se pase en haut (dans la tour, dans la tête, au sommet de l’échelle)
alors l’opération de la production du texte demeure voilée, cachée, à jamais énigmatique. Ainsi s’explique
la position des artistes, à la fois critique et bénéficiaires de l’ideólogique bourgeoise. La critique de sa
culture n’allant pas sans l’adoption consentie des valeurs qui, tout bien pesé, rendent service et légitiment
finalement un état exceptionnel et unique, celui d’artiste”) (Grauby 236-237) .
231
Véase por ejemplo Maristany (1973, 1983, 1985), Huertas García-Alejo (1986) o Cardwell (1995).
232
Desde la primera edición de Genio e follia en 1864 y durante prácticamente toda la década siguiente el
genio no se caracterizaba como alineado sino por un desequilibrio excesivo de la actividad cerebral y de
la sensibilidad que podría acercarlo a la locura. El cambio al título de L’uomo di genio se produciría en la
edición de 1888 (su sexta edición que, traducida al francés en 1889, sería la que manejaría Pardo Bazán -
La nueva cuestión palpitante 1160), aunque será la de 1894 la que presentará las mayores ampliaciones y
modificaciones del contenido acerca de la psicosis degenerativa y epileptoide del genio, la influencia de
la herencia, la locura moral, etc. Las publicaciones posteriores de 1897 (Nuovi studi e prove battaglie) o
de 1902 (Nuovi studii sul genio), añadirían más ejemplos a favor de la tesis ya expuesta en las ediciones
anteriores (Frigessi: 362-365). Las ediciones desde las que citamos son la de 1888 (L’uomo di genio in
rapporto alla psiquiatria, alla storia ed all’estetica, 5ed. del Genio e Follia completamente mutata.
Torino: Fratelli Bocca, 1888) y la de 1894 (L’uomo di genio in rapporto alla psichiatria, alla storia ed
all’estetica, 6ed. completamente mutata. Torino: Fratelli Bocca, 1894).

227
ejemplo en los Rougon-Macquart de Zola, considera a estas cuatro anormalidades como
víctimas de un mismo exceso impulsivo e imaginativo, razón por la cual entiende que se
encuentran rasgos de locura en los genios e instantes de creatividad en los enfermos
mentales. En todo caso, todavía en Lombroso el trastorno epileptoide ligado a la
genialidad se considera una característica favorable y positiva en la evolución.

Gli alienisti fissarono alcuni caratteri, che più frecuentemente, benché non
costantemente, accompagnano queste fatali degenerazini. Sono moralmente:
l’apatia, la perdita del senso morale, la frequente tendenza impulsiva o
dubitativa, le ineguaglianze e le sproporzioni psichiche per ecceso di alcune
facoltà (memoria, gusto estetico) e difetto di altre (calcolo, p.es), esagerato
mutismo, o verbosità, vanità pazzesca, ecc;: l’eccessiva originalità e l’eccesiva
preoccupazione della propria personalità: l’interpretazione mistica dei fatti più
semplici, l’abuso dei simboli, delle parole speciali che diventano alle volte il
modo exclusivo d’esprimersi; -nel fisico: le orecchie ad ansa, la scarsa barba, i
denti male impiantati, le assimetrie eccessive della faccia e del capo,
frecuentemente questo di enorme o scarso volume, la precità sessuale, la
piccolezza e le sproporzini del corpo, il mancinismo, la balbuzie, la rachitide, la
tisi, la excesiva fecondità neutralizzata poi dagli aborti, o la completa sterilità,
preceduta da anomalie sempre maggiore nei figli (Lombroso, Uomo di genio
1888, 5-6).233

Aunque en sus estudios Lombroso reparte su corpus entre los genios


consagrados con algunas referencias a los artistas contemporáneos (Baudelaire, Nerval,
Wagner, Tolstoi, Dante Gabriele Rossetti, Zola, Poe, Quincey...), la identificación de
estos como víctimas y a su vez difundidores de la degeneración finisecular se debe a la
obra Degeneración de Max Nordau (1892), traducida al español en 1902 por Nicolás
Salmerón y García pero ya ampliamente difundida por toda Europa en su traducción
francesa de 1894.
Nordau atribuye a la mayoría de las corrientes extravagantes del fin de siglo un
compendio de defectos, tanto físicos como espirituales, que afirma como de influencia

233
A estas características añade más adelante: precocidad, misoneismo, vagabundeo, inconsciencia,
instantaneidad, intermitencia en las creaciones, sonambulismo, alucinaciones, hiperestesia (exquisita, a
veces pervertida, sensibilidad), melancolía, abatimiento, timidez, egoísmo, soledad, etc.

228
negativa en la sociedad (“No participo de la opinión de Lombroso que afirma que los
degenerados de genio constituyen una fuerza propulsiva de progreso humano”)
(Nordau, Degeneración 40). Así, la neurastenia, la egomanía, la falta de voluntad, la
fatiga o tedio, el misticismo, la comunión de las artes, etc. que caracterizan el arte de
estas décadas no se interpretan desde el punto de vista de la renovación y la protesta,
sino como obstáculos que impiden la evolución social al proponer una serie de modelos
inmediatamente imitados por la población, ya de por sí agotada por el ritmo, el trabajo y
el crecimiento de las grandes ciudades.234 Estas advertencias sobre el peligro de la
imitación, recordemos, se encontraban ya en las críticas a la influencia negativa del
Romanticismo.235

El apresuramiento con que sigue todas las inspiraciones de los escritores y de los
artistas (…) cuando ve un cuadro, quiere parecerse a los personajes en la actitud
y el traje; si lee un libro, se apropia ciegamente las ideas que hay en él, toma
como modelos a los protagonistas de las novelas que está leyendo en el
momento, y se identifica con el carácter de las personas que se agitan ante sus
ojos en la escena.

234
La interrelación de las artes que defiende por ejemplo Wagner con su “arte total” es considerado un
síntoma más de la degeneración de estas y de sus autores (“Wagner quiere despojar a la música de su
esencia propia, y de transmisora de emoción, convertirla en transmisora de cogitación. El disfraz
mediante el cambio recíproco de trajes es de este modo completo: los pintores se producen como
escritores, los poetas se conducen como sinfonistas y el músico representa el papel de poeta”) (Nordau,
Degeneración 308). El mismo horror le produce la recuperación del misticismo, que asocia con la
alucinación y el delirio, así como de su relación con el movimiento prerrafaelista. La opinión crítica sobre
el anacronismo que observa en este tipo de obras recuerda a la esgrimida unos años antes por Castelar en
Recuerdos de Italia: “Seguramente, sí, la torpeza de los ‘primitivos’ es conmovedora. Pero, ¿por qué?
Porque aquellos Cimabue y aquellos Giotto eran sinceros. (…) Toda diferencia entre los ‘primitivos’ y los
prerrafaelitas es que aquellos tenían que comenzar por inventar el dibujo y la pintura exactos, mientras
que éstos querían olvidarlos; y esta es razón por la cual allí donde los primeros seducen, los segundos
tienen que repeler. Es el contraste existente entre el balbuceo de un niño y la tartamudez de un viejo
chocho, entre lo infantil y lo pueril; pero este regreso a los comienzos, esta afectación de sencillez, este
juego de niño chiquitín en las palabras y en las actitudes, son fenómenos frecuentes en los débiles de
espíritu, y los encontraremos de nuevo con frecuencia en los poetas místicos” (Nordau, Degeneración
129-130).
235
En el prólogo a Degeneración (1902) Salmerón también señala la filiación entre el egotismo y
misticismo finisecular que la juventud española comparte con las corrientes europeas y con el
Romanticismo: “Cuanto dice Nordau de los Prerrafaelitas y de los Simbolistas tiene exacta aplicación a la
juventud literaria española; la debilidad de espíritu innata o adquirida y la ignorancia, la predisponen
fatalmente al misticismo; la exageración monstruosa de su ‘yo,’ de su amor propio, la imposibilidad de
atención, la convierten en egotista. Nuestra vida intelectual, empobrecida y estrecha, no puede producir
más que afiliados a esos bandos y camarillas literarias de que habla Nordau. En realidad, nuestros
literatos, en su inmensa mayoría, no han acertado aún a salir de los limbos del romanticismo” (XI). Sobre
este prólogo volveremos cuando estudiemos Amor y pedagogía de Miguel de Unamuno.

229
A la emotividad y a la facilidad de sugestión se añade un amor de sí mismo que
no se observa nunca en tal medida, ni muchísimo menos, en las gentes sanas. Su
propio “yo” aparece gigantesco a la vista interior del histérico y llena tan por
completo su horizonte intelectual, que le esconde todo el resto del universo
(Nordau, Degeneración 42-43).

Hemos puesto de relieve que las tendencias y modas literarias y artísticas “fin de
siglo”, así como la facilidad de que el público las adopte, son el efecto de
enfermedades, y hemos podido establecer que estas enfermedades son la
degeneración y la histeria (Nordau, Degeneración 55).

Por otro lado, Nordau insiste en varios lugares en mostrar su desacuerdo en


calificar a todos los genios como degenerados. El genio no tiene por qué ser
necesariamente un enfermo psicótico por lo que si se le despoja de su facultad especial
siempre seguirá siendo un hombre capaz, mientras que el degenerado altamente dotado
oculta tras su talento sólo la criminalidad o la locura. 236 Él mismo encarna la mayoría de
los defectos de la degeneración en el protagonista de su novela El mal del siglo (1888;
traducción española de 1893) ambientada en torno a la guerra franco-prusiana (1870-
1871). Este personaje “fuera de lo ordinario”, atractivo por su debilidad (Nordau, Mal
de siglo 6), que en el pasado había iniciado una carrera artística pronto abandonada
deambula entre todas las clases sociales con un aire de desinterés no exento de cierto
humanitarismo. En un proceso formativo que recuerda al de Wilhem Meister, se
encuentra con distintos personajes que le llevan a plantearse su concepción pesimista y
aislacionista del nirvana que había tomado de Schopenhauer, los posibles lazos

236
“Esto es lo que permite al hombre competente distinguir, al primer golpe de vista, el genio sano del
degenerado altamente o aún muy altamente dotado; que se despoje a aquel de la facultad especial por la
cual es un genio y siempre continuará siendo todavía un hombre capaz, a menudo de una inteligencia, y
de una habilidad superiores, moral, apto para discernir, que sabrá en todas partes llenar su sitio en nuestro
engranaje social; que se pruebe la misma experiencia con el degenerado, y solo se tendrá un criminal o un
loco que la humanidad sana no puede emplear en nada” (Nordau, Degeneración 39); “El genio es
evolutivo: es la primera aparición en un individuo de funciones nuevas, y sin duda también de tejidos
nuevos o modificados del cerebro, destinadas acaso a convertirse luego en típicas para toda la especie
(…) Admito que el genio auténtico, él también, está expuesto con bastante frecuencia a trastornos
cerebrales; pero esto no prueba, en modo alguno, que el genio es A PRIORI un[a] PSICOSIS; esto prueba
únicamente que una neo-formación evolutiva, una diferenciación superior que se presenta por vez primera
como adquisición individual, es más delicada y menos resistente que un órgano ruda y sólidamente
labrado, consolidado por la herencia y por una larga selección” (La psico-fisiología del genio y del
talento, trad. 1901, 118).

230
comunes entre su individualismo y el anarquismo,237 y la proporción de erotismo y de
sumisión en sus relaciones con la mujer.238 Pese a su pesimismo, el protagonista de
Nordau muere intentando salvar a un niño que se ahogaba y recibe el homenaje póstumo
de los obreros por sus gestos de caridad para con ellos.
El estudio español que recoge con más exactitud el de Nordau es el de Pompeu
Gener, titulado Literaturas malsanas y publicado en forma de libro en 1893 tras su
aparición en diversas revistas desde 1885. En general comparte las clasificaciones de
Nordau acerca de las corrientes finiseculares, entre las que distingue en tres categorías a
“los intelectuales puros que son solamente neurasténicos o degenerados superiores” o
“egotistas” (psicólogos ipsuistas, neocristianos, etc.), a “los sensitivos degenerados”
(simbolistas, decadentes y delicuescentes) y a los “extravagantes furiosos”
(macabraicos, demoníacos, magos, ocultistas, blasfematorios). Además, dedica un
espacio a lo que denomina “enfermedades nacionales” las cuales son fácilmente
equiparables a las europeas: gramaticalismo, retoricismo, criticonismo, croniconismo,
guasonismo, anemia mental o decrepitud (Gener, Literaturas malsanas 8). Conocedor
de la literatura contemporánea, insiste también en los peligros del pesimismo literario
(El Liberal, 1887), en el que reconoce acertadamente su filiación con la melancolía
tradicional.

Los PESIMISTAS LITERARIOS, son un caso de Lipomanía o de lo que hoy se


llama simplemente melancolía, delirio depresivo de forma triste (…) La
enfermedad se anuncia por una tristeza vaga pero intensa; un malestar
indefinible, una aversión al trabajo, miedos inmotivados, aprensiones no
justificadas.
Este período dura años. Las pasiones tristes, la inquietud, la desconfianza; o bien
la indiferencia, el escepticismo, el abatimiento, la inercia, son su resultado y van
tomando incremento progresivo (Gener, Literaturas malsanas 283-284).

237
“¿Se puede, pues, pensaba Guillermo, llegar a esta doctrina espantosa en virtud de la misma
interpretación que me lleva a mí a despreciar todos los placeres de los sentidos, a sentir y probar mi
libertad íntima mediante el apartamiento de todo deseo y la renunciación, a afirmar mi individualismo
mediante el sacrificio por mis semejantes, a hallar mi goce en el amor al prójimo, mi felicidad en el
triunfo de la razón humana sobre los instintos bestiales?” (Nordau, El mal del siglo 133-134).
238
Guillermo inicia una relación desigual con una apasionada condesa española que finaliza cuando la
abandona abrumado por el excesivo celo amoroso de la mujer. Como consecuencia, ella abusará de su
afición a morfina y acabará muriendo por sobredosis. Así sucumbirá también Espina Porcel en La
Quimera de Pardo Bazán (1903).

231
La preocupación condenatoria de los trabajos precedentes contrasta con la
defensa de la emotividad y la exaltación del análisis en Alma contemporánea de Llanas
Aguilaniedo (1899). Consciente de la crisis individual y colectiva, defiende la
recuperación de una sensibilidad evolucionada y el propósito regenerador del
Modernismo (Broto Salanova 1991: XVII) como una forma de superar la inmovilidad
burguesa. Desde este punto de vista, el Emotivismo propone superar la crisis finisecular
desde la delicadeza y la impresión, la contemplación y la sugerencia, “una literatura de
Emotivos, la más en consonancia con el espíritu de la época, impresionable e
hipersensible en grado sumo” (Llanas, Alma contemporánea 157). Este “arte del reposo
para convalecientes” (Broto Salanova 1991: LXXVI) ofrece un estado tranquilizador
alternativo al pesimismo abúlico a partir del cual es posible enfrentarse a los peligros de
la neurosis.
Tal y como adelantamos en Idilio de un enfermo, los estudios que explican
entrelazadas la degeneración y la decadencia coincidían en asociar a estas con la
impotencia resultante de las malas condiciones de la insalubre vida urbana (Llanas,
Alma contemporánea 8). En este ambiente la corrupción física y mental agudiza la
debilidad y la hipersensibilidad de los jóvenes escritores, entre cuyas obsesiones se
retoma la de la materialización del ideal en una obra maestra. De manera similar a la
reacción fugitiva de los artistas decepcionados con la política luisfelipista (Ara Torralba
13), los creadores repiten los tópicos que veíamos en las novelas de Balzac, tales como
la búsqueda del absoluto o la abstracción de la obra genial. Veremos cómo en la
literatura española se mirará también hacia esta concepción precedente de la locura
artística, especialmente plástica, a la que se añadirán los males patrios, la herencia del
héroe pasivo y la referencia a la explicación científica, a veces tomada como fiable,
otras en son de burla, que veíamos en las novelas realistas-naturalistas.

Del mismo modo entre los escritores de nuestros días, sobre todo entre los
jóvenes, hay una idea dominante acariciada por todos y con la cual no hay uno
solo que deje de soñar, no obstante la imposibilidad de llegar hasta ella. Me
refiero a la realización de la obra de arte ideal. Temperamentos fácilmente
exaltables, ebrios por el placer del culto a la belleza, todos atraviesan por ese
periodo de grandezas, de expansión de horizontes, de pensamientos gigantes, de
facilidad universal, con que comienzan la embriaguez, la juventud, el insomnio
y, en general, los estados de gran excitación (…) No se conforman con escribir

232
como los demás; esto es poco; hay que descubrir la fórmula de la obra
verdadera, la absoluta, la que sea de todo lugar y de toda época, para poner de
esta manera el pie antes que nadie en el dintel infranqueado del santuario del
Arte perfecto. Esta es la idea fija, la obsesión de todos ellos, que exteriorizan a
cada paso, hasta el punto de que podría darse como carácter infalible de la
literatura de estos años, aparte de los expuestos en otro lugar, el deseo
inmoderado de llegar a la cúspide del Arte, desde donde se domine un horizonte
vastísimo de formas, ideas y procedimientos y puedan escogerse entre ellos los
que conduzcan con toda seguridad a la realización de la gran obra (Llanas, Alma
contemporánea 79-80).

En Alma contemporánea se confirma la ambigua posición social del escritor


intelectual. En términos tomados del cada vez más afianzado escenario industrial,
Llanas recoge la confrontación entre el burgués, propietario y filisteo, y el obrero, al que
el primero debe su progreso, para señalar en este último dos subtipos: el obrero manual
y el obrero de la inteligencia (Llanas, Alma contemporánea 13). Esta igualdad que se
justifica en la oposición al burgués se matiza al investir al intelectual de cierta aura de
preocupación hacia los grandes problemas sociales, entre los que se incluyen los que
afectan al obrero manual, y que en todo caso derivan de su confrontación frente al
burgués. En realidad, se trata de una reformulación más de la posición intermedia de la
preocupación intelectual entre la masa y las instituciones oficiales y que tendrá su
reflejo también en las novelas de artista.239

El intelectual que vive para su Ciencia o para el Arte, no es posible que halle tal
tranquilidad, teniendo a la vista problemas terribles, a los cuales inútilmente trata
de dar solución; y por lo que hace el pobre obrero ¡qué de apetitos sin satisfacer,
qué de inquietudes e intranquilidad también por lo que a lo psíquico se refiere!
El burgués está tranquilo, apacible, perfectamente neutralizado, satisfechos sus

239
“Las ‘yoyoístas’ o bio-gráficas ‘novelas de artista’ que mitifican la propia inquietud, el alma quebrada,
la heroica bohemia, la ascético-heroica aristarquía intelectual, el ‘artista antisocial’ a lo Des Esseeintes,
podían así generar un aclasismo fruto de su posición despótica como de un co[i]mplicado coqueteo con el
proletariado (‘juventud del 98’, filantropismo, regeneracionismo…); podían también generar un
ahistoricismo de visionarios (anarquismo, prefascismo…). El repliegue del ‘yo’ afirmador del
individualismo daría paso a psicologías del alma y, retomando un rezagado signo romántico, a homólogas
psicologías de la Raza (‘alma nacional’), frisando así el original de la irracional dotación de trascendencia
religioso-mística a la Nación burguesa, el origen de la nueva ‘Patria’ (Ara Torralba 38).

233
deseos todos, resueltos de antemano todos sus problemas, en los cuales no se
toma la molestia de pensar siquiera; y esa tranquilidad irrita al exaltado, que no
puede menos de ver con impaciencia conseguido a tan poca costa por otro, lo
que él no podrá ver logrado nunca en sí (Llanas, Alma contemporánea 20).

4.6.1. La negación española de la patología del genio. La nueva cuestión palpitante


de Emilia Pardo Bazán (1894), Los grafómanos de Leopoldo Alas “Clarín” (1886),
y El origen del pensamiento de Armando Palacio Valdés (1893).

Los juicios categóricos de Lombroso y sobre todo de Nordau abonan fácilmente


la crítica y la burla. Una de estas críticas será La nueva cuestión palpitante (1894) de
Pardo Bazán, un conjunto de ensayos dedicados a los postulados puestos de moda por
estos autores que la autora gallega resume y rebate.
Por lo que respecta a las conclusiones de Lombroso, Pardo Bazán ironiza acerca
de la posibilidad de sacar leyes científicas de personajes y experiencias del pasado así
como de la ausencia de referencias en las descripciones de estos genios al esfuerzo y el
trabajo diario (Pardo Bazán, Nueva cuestión palpitante 1166). 240 En contra de este tipo
de generalizaciones, doña Emilia entiende que lo que distingue al hombre corriente del
genio se explica por una diferencia de grado sólo aplicable en determinados estados
como en el momento de la inspiración.

A mi juicio, lo que llamamos genio no es sino una diferencia de grado en las


facultades que distinguen al hombre del irracional (…) Reconozco que existen
individuos dotados de especiales facultades y disposición para el arte, la poesía,
las matemáticas, la guerra y que esta disposición constituye un estado más o
menos permanente y una distinción cuantitativa que eleva a los tales individuos
por encima de la multitud: a lo que me he resistido es a considerar al genio,
monstruosidad, anomalía, caso patológico, neurosis, psicosis, caso de alienación

240
“¿Es fácil fundar la experimentación en el pasado? (…) ¿Quién no se ha formado de los grandes
hombres vivos, contemporáneos, al juzgarlos por lo que de ellos se escribe, se dice y se murmura, una
idea rara, peregrina, errónea casi siempre? ¿Quién, al verles de cerca, al tratarlos, al considerarlos
detenidamente, no ha modificado esta idea que podemos llamar legendario-histórica? ¿Quién, si llega a
ser amigo íntimo de un personaje, no se sonríe cuando lee sus biografías?” (Pardo Bazán, Nueva cuestión
palpitante 1164).

234
ni estigma degenerativo, al menos hasta que las pruebas aducidas por Lombrosos
traigan a mi razón el convencimiento de que siempre aparece el genio con tan
tristes caracteres (Pardo Bazán, Nueva cuestión palpitante 1161-1163). 241

La autora reserva las críticas más afiladas para las conclusiones de Max Nordau.
Las equiparaciones entre obra y autor le parecen de lo más desafortunadas, más aún
cuando la mayoría de estas afectan a los artistas contemporáneos, algunos de los cuales,
como afirma, ella misma conoce.242

Nordau es la secuela fatal y natural de Lombroso. A la concepción del genio


como enfermedad tenía que seguir el menosprecio y la condenación de la obra
genial, conceptuada malsano residuo de un organismo enfermo también, y
después de haber arrojado sobre las espaldas del genio el andrajo de púrpura (…)
Nordau parece ignorar que una obra de arte es, ante todo y sobre todo, una obra
de arte, y que se la debe juzgar como tal, y no con el criterio aplicable a un
tratado de filosofía, o de sociología o de economía política, ni como se estudia
un caso de tifus o el proceso de un sarcoma. Y lo que a mi vez revela la mal
purificada intención de Nordau es su extraño rigor con doctrinas que se

241
“En resumen, el error capital de Lombroso, repito que consiste en no reconocer que los genios son
enfermos y locos, no por lo que tienen de genios, sino por lo que tienen de hombres” (Pardo Bazán,
Nueva cuestión palpitante 1170). Se muestra en este aspecto de acuerdo con la recuperación del Héroe
por Carlyle aunque cree que este se equivoca al considerar que es el héroe el que forma su época y no al
revés (Íd.). Para ella, las distintas encarnaciones del héroe en divinidad, profeta, poeta, sacerdote, literato
y monarca significan que “según la humanidad suelta los andadores, quita a la figura del héroe los vagos
prestigios del misterio, y desde las regiones sobrenaturales lo traslada a la tierra que pisamos,
considerándolo en su verdadero ser, y no en el fantástico y fingido” (Ib. 1171). Como se ha visto, Pardo
Bazán se posiciona tan en contra de la divinización del genio como de su condena “por lo que tiene de
hombre” algo que no tendría que disimularse falsificando las biografías de genio o pidiéndole a este la
perfección moral (Ib. 1172). En este sentido se muestra de acuerdo con Carlyle y lo que llama su
“davinismo”, “a saber: que un hombre grande es mayor, crece en estatura moral, por sus mismas faltas,
por las luchas de su conciencia, por sus errores y sus batallas incesantes” (Íd.).
242
Nordau “propónese demostrar que los literatos y artistas de esta generación, llamada más o menos
impropiamente de fin de siglo, están atacados de cierto mal terrible, adquirido o heredado, que nombra
degeneración, mal que afecta a las facultades intelectuales y morales y se revela en la producción literaria
y artística y también en la vida y conducta de los pacientes” (Pardo Bazán, Nueva cuestión palpitante
1179). Rubén Darío, en su retrato de Max Nordau en Los raros (1896), se burla también de esta
generalización: “Tengo que anunciaros una noticia, señores míos, y es que todos estáis locos’ En verdad
Max Nordau no deja un solo nombre, entre todos los escritores y artistas contemporáneos de la
aristocracia intelectual, al lado del cual no estriba la correspondiente clasificación diagnóstica: ‘imbécil’,
‘idiota’, ‘degenerado’, ‘loco peligroso’. Recuerdo que una vez, al acabar de leer uno de los libros de
Lombroso, quedé con la obsesión de la idea de una locura poco menos que universal. A cada persona de
mi conocimiento le aplicaba la observación del doctor italiano y resultábame que, unos por fas, otros por
nefás, todos mis prójimos eran candidatos al manicomio” (Darío 2002: 175).

235
diferencian bien poco de las que profesa él mismo243 (Pardo Bazán, Nueva
cuestión palpitante 1173-1175).

Su indignación es aún mayor cuando recuerda la descripción de los místicos


como enajenados, una idea totalmente condenatoria desde las creencias católicas de la
autora que lo define como una “exaltación hermosa y fecunda de las facultades
creadoras e intelectuales” (Pardo Bazán, Nueva cuestión palpitante 1180).
Pardo Bazán advierte también de la frecuente confusión entre genialidad y
excentricidad. En la sociedad moderna y en gran parte favorecido por las tesis
degenerativas, se considera genio a cualquier personaje que ostente un comportamiento
extravagante o excéntrico, aunque sus obras disten de ser originales y su éxito se base
en su propia publicidad. La adopción hipócrita de estas posturas que toman sólo lo
superficial del genio, del bohemio o incluso del dandi, son falso espejo de una realidad
mucho más compleja que la que estos tratados pretenden desentrañar y que a la postre
sólo prestan interés a lo que a primera vista parece algo anormal.244
Decíamos cuando resumíamos las tesis de Lombroso que entre las ampliaciones
de su obra original Genio e follia había aumentado considerablemente la parte dedicada
a los mattoidi, aquellos hombres vulgares que aspiran a genios y que abarcan desde
escritores hasta artistas plásticos. Sin embargo es a los aspirantes a literatos a los que
dedica una detallada y descriptiva crítica. Nótese que la mayoría de los escritores
protagonistas de las novelas analizadas hasta ahora podrían ser calificados como
grafómanos, desde el altruista Alejandro Miquis hasta los vanidosos Segundo García o
Juan Vulgar.

Il mattoide grafomane, la varietà più frequente, ha dei veri caratteri negativi : ha


quasi sempre, cioè, cranio e fisonomia normali (…) senza ereditá, al più figlio di
uomini di genio (…) predominante nei maschi, nelle grandi città, e fra
popolazioni affaticate penosamente dalla civiltà, scarseggia, assai più dei pazzi
di segni degenerativi (...) Un altro carattere negativo è la conservazione degli

243
Por ejemplo, las expuestas en El mal de siglo, antes analizado.
244
“Ahora bien: el magismo, el culto de Satanás, los caballeros de Rosa-Cruz, la barba rizada formando
virutas, los cuadros donde hay mujeres verdes con pelo de color de rosa, la misa negra, los ritos olfativos,
los libros impresos en blanco sobre papel azul de Prusia… son otros tantos anillos en la nariz que Nordau
confunde con efermedades mentales y degenerados psicofísicos” (Pardo Bazán, Nueva cuestión
palpitante 1188).

236
affetti per la famiglia, ed anzi per gli uomini in genere, che va fino all’esagerato
altruismo ; per quanto però nell’altruismo stesso entri in molti molta vanità (…)
Han essi la convinzione esagerata dei propri meriti, della propria importanza,
con ciò di speciale: del manifestarsi più negli scritti che negli atti della vita e
nella parola, si che non mostrano irritarsi della contraddizione e delle tristizie
della vita pratica (…) E non sarebbero mattoidi se insieme all’apparenza della
serietà e alla tenacia costante in una data idea che li fa simili al monomaniaco ed
all’uomo di genio, non s’accompagnasse spesso negli scritti la ricerca
dell’assurdo e la continua contraddizione e la prolissità e futilità pazza, ed una
tendenza che supera tutte le altre, e che trovammo prepotente nei genii alienati,
la vanità personale (…) Ma l’impronta della pazzia non è tanto nell’esagerazione
delle loro idee, quanto appunto nella sproporzione in cui sono con se medesimi,
cosicchè a pochi passi da qualche raro concetto ben espresso ed anche sublime si
corre subito a uno più che mediocre ed ignoble, paradossale, quasi sempre in
contraddizione coi ricevuti dai più e colle condizioni loro e colla loro coltura
(Lombroso, Uomo di genio 1894, 358-362).

Insomma costoro, pazzi certamente nei loro scritti, e, molte volte quanto quelli
dei manicomi, lo sono poco negli atti della vita, dove mostransi pieni di buon
senso, di furberia ed anche di ordine, per cui accade loro il rovescio che ai veri
genii, e in ispecie a quelli ispirati dalla pazzia, quasi tutti, di tanto più abili nelle
lettere quanto meno lo sono nella vita pratica. Quinde si spiega come molti di
questi autori di bizzarrie mediche sieno reputissimi pratici
(Lombroso, Uomo di genio 1894, 372).

Las conductas reprensibles de estos versificadores y las expectativas en torno a


su posible éxito así como las comedidas aficiones artísticas de Bonifacio Reyes (Su
único hijo) son sarcásticamente estudiadas desde el prisma pseudocientífico en un
ensayo de Clarín escrito a propósito de estos grafómanos o mattoidi aquejados de la
manía de escribir (1886).
Clarín traslada a la realidad la ambigüedad de la categoría lombrosiana, un
auténtico cajón de sastre en el que se pretende recoger los síntomas de extravagancia,
originalidad o locura que de forma transitoria puedan presentarse en individuos que en
la vida diaria se comportan con total normalidad. Dada la amplitud de este espectro, no

237
queda, según Clarín, sino esforzarse en distinguir entre todos los escritores aquellos
semilocos o semitontos, y confiar en saber identificarlos tras su cuidado disfraz, “añade
el sabio” de “sencilla tendencia pseudoliteraria” (Clarín, Grafómanos II).

El grafómano es una variedad de los que llama Lombroso mattoidi, variedad que
une al tontiloco intelectual con el sentimental (affettivo); ofrece analogías con el
hombre de genio (¡ojo, señores críticos!), y también contrastes (¡ya lo creo!
como que el tonto es bobo). La cuestión, dice el mismo autor (al cual yo estoy
fusilando, como ustedes habrán observado ya, ni más ni menos que fusilan a
otros naturalistas y médicos algunos amigos míos, que lo hacen pero no lo
dicen); la cuestión tiene hoy grande importancia, no sólo clínica y literaria, sino
también política y social (diga usted que sí… ¡Se llevan cada empleo los
grafómanos!) (Clarín, Grafómanos II).

La tarea se plantea casi como imposible, pues recordemos, en cuanto aparece


algún síntoma de irregularidad la prensa se entusiasma considerándola un síntoma de
escondida o primigenia genialidad, halagos que entusiasman al futuro artista y lo
animan a adoptar en seguida los gestos y uniformes que se atribuyen a los creadores.
Este comportamiento, habitual desde la romantización del sobrino de Mesonero
Romanos, Clarín la observa en la larga tradición de los poetastros, tipos literarios que
nos hemos ido encontrando una y otra vez a lo largo del siglo (“El carácter distintivo del
tontiloco literario es ‘la convicción exagerada de los méritos propios, en la propia
importancia’ Lo digo con orgullo: ya me había adelantado yo a esta conclusión de la
ciencia. Decía yo: sólo conozco a un ser más vanidoso que el poeta: el poetastro”)
(Clarín, Grafómanos II).
Así pues, los poetastros españoles comparten los rasgos de los mattoidi de
Lombroso: son prolijos, vanidosos, encajan mal las críticas y confiados en su talento, se
embarcan en publicaciones propias, que pronto fracasan, etc., reacciones exageradas que
desorientan a los críticos pues “no comprenden que el hombre que en la vida ordinaria
habla con buen sentido y se porta como el mejor, en cogiendo la pluma se vuelve
semitonto o semiloco, y pierda los estribos” (Clarín, Grafómanos II). La ambición del
mediocre tampoco distingue entre poéticas idealistas a lo Feuillet, de bohemios o de
falsos naturalistas, aunque existan algunas diferencias en las manifestaciones de los
amantes de los suspirillos germánicos, como el Cisne de Vilamorta, y los de los

238
domésticos documentalistas (Clarín, Grafómanos II).245 El abanico de posibilidades
planteado por Lombroso es tal que Clarín se burla de su amplitud comparando los
intentos de clasificación de los mattoidi con contar las estrellas (“El grafómano a
medias, el que pasa por escritor de veras, ese, ese merece más atención, y es para
nosotros más interesante. ¿Cuántas son sus clases? ¡Cuenta las estrellas, si puedes! ...”)
(Clarín, Grafómanos II).
La reducción de la genialidad a una serie de síntomas y causas físicas y la
aplicación de estas a todo comportamiento anormal, sea habitual o esporádico, se presta
a una caracterización tan indiscriminada y simplista que cualquiera se cree capacitado
para hacerla. De este modo, de la misma manera que hay personajes que se revisten de
estas caracterizaciones para ser tomados como genios, también existirán otros que se
presentarán como sesudos frenólogos, fisionomistas o fisiólogos en alerta permanente
para captar la irregularidad.
Como precedente de este último tipo de personaje cuyo mejor retrato veremos en
Amor y Pedagogía de Miguel de Unamuno (1902), Palacio Valdés opone en El origen
del pensamiento (1893) la locura derivada del radicalismo pseudocientífico a los sanos
vaivenes de la inspiración artística. La novela narra los comienzos difíciles del
matrimonio de un artista con una joven pragmática, hija de un anciano burgués
aficionado a las especulaciones positivistas. A medida que el artista asciende en talento
y fama en la sociedad, su suegro se obsesiona con la idea de conocer a la perfección el
funcionamiento del cerebro con el fin de descubrir el origen del pensamiento. Para ello
secuestra a su nieto, y cuando está a punto de realizar su experimento, el niño es
liberado y el anciano es internado en un manicomio. Ese mismo día, el artista se siente
imbuido de la mayor de las inspiraciones, éxtasis positivo que sin embargo aterrorizará
a su esposa (Palacio Valdés, El origen del pensamiento II, 588-589).
Tanto el suegro como el artista se ven aquejados por esta obsesión de la obra
maestra o genial cuyo rebrote advertía Llanas en los últimos años del siglo. Sin
embargo, Palacio Valdés defiende claramente la respuesta del verdadero artista frente a
la del científico aficionado. El desequilibrio mental de este último, semejante a la del
245
Clarín aplica a ambas corrientes la obsesión por el estilo enfático, la inserción de grafismos o números,
juegos de palabras, etc. que Lombroso considera propio de la escritura de los mattoidi (Lombroso, Uomo
di genio 1894, 363-367). También en este caso caricaturiza las exageraciones lombrosianas. Por ejemplo,
acerca de cómo el grafómano de los suspirillos germánicos soluciona su afición por la prolijidad con la
brevedad de los versos becquerianos, comenta que “el grafómano de los suspirillos germánicos y de las
doloras y pequeños poemas se encontraba con esta dificultad, mejor, antinomia; él, por su manía, quería
escribir largo, y el género le imponía la necesidad de ser breve. Verdad es que sabía librarse del apuro
escribiendo infinito número de cosas pequeñas, y le salía la misma cuenta” (Clarín, Grafómanos II).

239
protagonista de La investigación de lo absoluto de Balzac, sí tiene su explicación última
en la manía erudita y clasificadora de la sociedad moderna, mientras que los momentos
extáticos del artista responden a llamados trascendentales que no le impiden sin
embargo, llevar una vida armoniosa.246 Su adoración por la Venus del Louvre no es
incompatible con el amor a su esposa pese a su pequeña decepción por la mentalidad
realista de esta.247 Al contrario, serán los mattoidi o grafómanos los que se
enorgullecerán de servir de conejo de indias en discursos positivistas como el que
condena la siguiente sátira sobre Lombroso y Nordau (O’Connor 1990).

Guardó silencio unos momentos, y al cabo respondió que en su concepto los


poetas no eran otra cosa que alienados. También don Pantaleón sabía esto hacía
tiempo, mas no por eso dejó de mostrarse satisfecho por escucharlo una vez más.
Moreno prosiguió sus observaciones en voz baja, afirmando que donde se
conocía perfectamente la identidad del poeta y del loco era en la orina. En uno y
en otro aumenta considerablemente la urea en ciertos períodos.

246
“Algunas veces Miguel y Carlota iban a visitarle al taller. Pero, aunque no lo manifestase, estas
visitas le turbaban. Únicamente cuando traían a su hijo olvidábase de la obra que tenía entre las manos,
como del resto del mundo; lo estrechaba contra su corazón, lo besaba con frenesí y parecía que de aquel
contacto mágico sacaba nuevas fuerzas y nueva inspiración. Una tarde, Rivera y Carlota llegaron al taller.
Al empujar la puerta vieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellos mientras lanzaba
imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quiso precipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel.
- ¡Silencio! -le dijo al oído.- No temas. Tu marido se halla en la hora negra del artista. Las sacras musas
duermen o están ocupadas en este momento y no pueden atenderle. Pero descuida, no tardará en
levantarse. Dieron una vuelta por los alrededores, y en efecto, cuando tornaron Mario se hallaba de nuevo
trabajando y con tal ardor que no advirtió su presencia hasta que le tocaron en el hombro” (Palacio
Valdés, El origen del pensamiento II, 551).
247
“Era el sueño de su vida. Conocer los monumentos arquitectónicos y ver los mármoles auténticos de la
antigüedad pagana era una aspiración intensa que en su espíritu exaltado había llegado a convertirse en
fiebre. Al subir los escalones del peristilo del museo del Louvre y descubrir al final de la larga sala,
arrimada a un cortinaje rojo, sola sobre su pedestal la célebre Venus de Milo, sintiose poseído de una
emoción indefinible: las piernas quisieron doblársele, y si no le detuviese el temor al ridículo, hubiera
caído de rodillas ante la majestad de la diosa, a semejanza de los marinos griegos, que al arribar a la costa
de Milo se apresuraban a rendir adoración a la hermosa Afrodita” (Palacio Valdés, El origen del
pensamiento II, 483). La Venus de Milo se adora como Creación Única, arrobamiento similiar a los que
experimenta el protagonista de El toisón de oro de Gautier tanto cuando se enamora de la Magdalena de
Rubens como cuando la sustituye por el desnudo venusiano de su esposa. La Venus de Milo reaparece
como símbolo del ideal femenino en La Eva futura cuando el amigo de Edison compara a su amante con
la escultura griega para a continuación decepcionarse ante la vanidad de la primera. La pasión con que el
artista de Palacio Valdés relata su encuentro con la Venus en el museo parisino recuerda una anécdota
relativa a los últimos años de Heinrich Heine. En su última visita al Louvre en febrero de 1848 el poeta se
habría desplomado, agotado y en éxtasis, ante la Venus de Milo, su ideal de la belleza sensual: “La diosa
estaba mirándome con compasión, pero al mismo tiempo con un desconsuelo tal, como si quisiera
decirme: ¿no ves que no tengo brazos y por eso no puedo ayudarte?” (Cita desde la introducción de B.
Balzer a su traducción y edición bilingüe de la Antología Poética de Heine [1995: 33])

240
- Verá usted –añadió tocando en el muslo a Sánchez- cómo comprobamos en
seguida este dato.- Oiga usted, D. Dionisio –siguió, dirigiéndose al bardo, -
después que usted termina de escribir una composición poética ¿no siente usted
cierto prurito en la vejiga?
- Sí, señor; suelo tener deseos de orinar, sobre todo cuando estoy demasiado
tiempo sentado a la mesa –respondió con extremada amabilidad, Oliveros.
- ¿Y no ha observado usted si en la orina suelen quedar algunos sedimentos?
- Muchos sedimentos. Yo orino casi siempre barroso.
Moreno dirigió a su amigo una sonrisa triunfal, hizo algunos guiños expresivos y
por último le dijo al oído:
- Fosfato úrico. La orina de los dementes se caracteriza por el predominio de la
urea.
- Y diga usted- prosiguió en voz alta.- ¿no suele usted tener los pies fríos?
- Helados. En el invierno gasto dos pares de calcetines porque no los puedo
sufrir.
- Y la cabeza, ¿no se le calienta a usted?
- ¿La cabeza? ¡Hecha un volcán!
Don Dionisio comprendía que se trataba de ciertas particularidades propias de
los poetas y estaba satisfechísimo de ostentarlas.
– Los locos- repuso Moreno a la oreja de su amigo- tienen siempre las
extremidades frías y la cabeza caliente.
Con esto el ingenioso Sánchez se creyó en el caso de responder que muchos de
los hombres que la humanidad admira como genios sublimes han sido
verdaderos dementes. Moreno se hallaba tan conforme con esta observación, que
la hizo extensiva no sólo a los poetas, sino a los grandes filósofos, reformadores,
matemáticos, historiadores, y por supuesto a todos los santos y santas que la
religión venera. Sócrates, Newton, Rousseau, Corneille, Séneca, Catón,
Beethoven, Dante y otros varios, fueron verdaderos orates. Estudiando con
atención la vida de los grandes hombres, se encontraría siempre un ramo de
locura en ellos.
- Lo que ha dado en llamarse genio, para mí es una enfermedad de los lóbulos
cerebrales –resumió Moreno.- La santidad, una declarada locura
(Palacio Valdés, El origen del pensamiento II, 555-556).

241
Exámenes de este tipo se encuentran también en otras obras de Palacio Valdés.
En La Fe (1892) se añaden unas dudosas predisposiciones físicas y hereditarias como
pruebas de la supuesta culpabilidad de un sacerdote acusado de un crimen. Por su parte,
el protagonista de Tristán y el pesimismo (1906), “novela de artista” (Sánchez Torre
334), es un joven hipocondríaco que teniéndolo todo se cree en una permanente
infelicidad que plasma en composiciones como “Mi cadáver” (Palacio Valdés, Tristán I,
1356) que hacen honor a las de Nathaniel en El hombre de arena de Hoffmann. Sin
embargo, pese a este pesimismo, descrito como absurdo, Tristán se indigna ante la
popularización de los análisis positivistas que buscan la confirmación de la patología
del genio y que, como en el ejemplo de El origen del pensamiento, se aplican sobre
simples aficionados.

… Esta inestabilidad en sus estudios, esa originalidad excesiva en el absurdo,


ese agotamiento del que usted se queja a menudo, son los estigmas reconocidos
del genio (…) ¿No es verdad que vive usted excesivamente preocupado de sí
mismo?
El autor de los Pétalos al aire comenzó a tragar saliva como si algo le estorbase
en la garganta. Era duro afirmar su vanidad; pero como de no hacerlo se le
escapaba uno de los caracteres típicos del genio concluyó por estar conforme
con que jamás pensaba en otra cosa más que en sí mismo. Ya ruborizándose aún
más de lo que estaba, añadió en voz baja, dirigiéndose a Rodríguez:
- Cuando niño me ha dicho mi mamá que he padecido convulsiones.
- ¡Lo ven ustedes! – exclamó Borejo en alta voz (…) Eso no es más que un
efecto de la ley binominal, según la cual ningún fenómeno se produce aislado.
Estas convulsiones infantiles eran la voz de la Naturaleza que anunciaba ya la
aparición de un genio. Yo tengo la seguridad de que cuando Valleumbroso
compone sus poesías el exceso creador se manifiesta siempre en él instantáneo,
inconsciente y con intermitencias (…) Cesaron las convulsiones, pero vino como
compensación fatal, como equivalente psíquico la creación genial. O lo que es
igual, Valleumbroso ya no es un convulsivo, pero sigue siendo un epiléptico en
el momento que siente el estro creador. (…)
Tristán, que se había detenido un instante a escuchar, sintió un estremecimiento
de ira. Y rechinando los dientes, murmuró: ¡Imbéciles! (Palacio Valdés, Tristán
I, 1362-1363).

242
4.7. Las novelas del cambio del siglo.

Como adelantábamos en el capítulo dedicado al resumen de los principales


estudios sobre la novela de artista en España, es evidente el rebrote de este subgénero en
la literatura de los primeros años del siglo XX. En su análisis de La voluntad de José
Martínez Ruiz (1902), Camino de perfección de Pío Baroja (1902), La Quimera de
Pardo Bazán (que cita por su publicación en volumen de 1905), La maja desnuda de
Blasco Ibáñez (1906) y La novela de mi amigo de Gabriel Miró (1908), Francisco Plata
(2009) encuentra en sus interrelaciones temas como el auto(retrato), el peregrinaje
estético o preocupación por la síntesis de las artes. En su opinión, no cabe duda en
considerar estas obras como verdaderas novelas de artista en cuanto a que tratan “sobre
un aprendizaje creativo de un joven artista, -en un sentido amplio del término, ya que
incluye al creador visual, literario o musical- prestando especial atención al desarrollo
de los ideales estéticos del protagonista, los desafíos que enfrenta al tratar de alcanzarlos
y la búsqueda de una autorrealización personal y estética” (Plata 2009: 201).
Se manifiesta así en estas novelas la introspección de la que hemos hablado en
páginas precedentes, regreso y refugio en la interioridad que facilita un tipo de literatura
en la que tanto el personaje como la novela se miran a sí mismos (G. Gullón 2003: 49)
reformulando así las derivaciones más complejas del realismo psicológico. A veces
doblemente marginado, ignorado por la sociedad y recluido en sus instantes de
recogimiento inspirativo, no resulta entonces extraña la preferencia por el personaje del
artista, recurrencia que favorecerá además, las confusiones y juegos con los alter-ego
del autor.

Los personajes artistas que aparecen en estas novelas responden a la función de


la exigencia metaliteraria de la “nueva novela”, son un recurso estructural que
permite introducir dentro de la novela el discurso metaliterario, la conciencia
que de sí alberga la novela misma, la propia autoconciencia de la “nueva
novela”. Los artistas de las “novelas de 1902” no sólo rompen con la sociedad a
ellos contemporánea, sino con los modelos artísticos dominantes en su tiempo:
se hacen pioneros, no ya de una nueva forma de vida, sino de una nueva forma
de representar la “vida nueva” (Ogno 251).

243
4.7.1. La imposibilidad de ser poeta. Amor y Pedagogía de Miguel de Unamuno
(1902).

La consecuencia inmediata de la popularización del estudio de la patología del


genio que veíamos en El origen del pensamiento es el paso de la observación a la
práctica, es decir, el intento personal de creación de un ser extraordinario dotado de toda
la ciencia positivista y el aura de excepcionalidad del genio tradicional.
Las esperanzas de Bonifacio Reyes de renacer como artista a través de su hijo
convertirán a este en una medianía de sentimientos aristocráticos, tedioso y egoísta. El
fracaso relativo no tiene su origen en las aficiones artísticas del padre sino en la
educación incompleta de este nuevo Frankestein o Prometeo. El mismo problema nos lo
encontraremos en Amor y Pedagogía, cuando la obsesión cientificista del padre y la
tímida pero constante emotividad de la madre confluyan en un hijo incompleto, fruto
del amor pero corrupto por la pedagogía.
La crítica a la deshumanización y a la fatiga del intelectualismo radical común
con Carlyle248 guían los pasos de este autómata llamado Luis o Apolodoro quien
protagoniza una peculiar novela de artista dentro de la novela principal que es la que en
verdad dificulta y condiciona la falta de definición del personaje en la primera. 249 El
primer título pensado para la novela, Todo un hombre, informaba ya de la
caracterización universal, o al menos generacional, del personaje de Apolodoro, que tras
encadenar fracaso tras fracaso, como genio científico y genio artístico, decidía
suicidarse de una forma aparentemente adecuada para este embrión de excepcionalidad.
Así describe Unamuno su novela en 1900:

248
Earnest (1984) y Clavería (1970) señalan los aspectos comunes entre Sartus Resartus y Amor y
Pedagogía, destacando ambos el guiño que los “Apuntes para un tratado de cocotología” del volumen de
Unamuno hacen a la “Filosofía del vestido” de Teufelsdröckh. Earnest destaca que: “Carlyle, like
Unamuno (…) is not against science, but is against a scientism (‘pedagogía’) that refuses to use the new
knowledge to eludate the nature of man and enhance men’s conception of their own unique value” (32).
Añade que en ambas novelas el mensaje es “an eshortation and a plea to resist the advance of
deshumanizing forces that people face in the modern world” (34). También se ha señalado la influencia
en Unamuno de la novela Bouvard y Pécuchet de Flaubert (Clavería 1950).
249
“In the series of narratives enclosing narratives that makes up Amor y Pedagogía, the innermost box is
an artist-novel, the story of the life and death of Apolodoro, failed ‘poetic genius’. The nucleus of the
novel, then, is the figure of a writer. At the same time, Apolodoro is a symbol of the text itself, for he is,
like the smallest emply box, form built around an inner void. He is a character without self-definition or
individuality, a puppet controlled by others, unable to differentiate himself or establish himself as an
autonomous identity. His longing is to stop outside of himself and observer himself as an Other, thereby
guaranteeing his selfhood” (Rugg 356).

244
[Todo un hombre] es una novela entre trágica y grotesca, en que casi todos los
personajes son caricaturescos (…) La concepción fundamental es que todo el
mundo es un teatro, y que en él cada cual no piensa más que en la galería; que
mientras cree obrar por su cuenta es que recita el papel que en la eternidad le
enseñaron (tal es la interpretación de un grotesco filósofo que allí aparece da a la
doctrina platónica de la reminiscencia). Cuando el joven héroe va a pegarse el
tiro, sólo piensa en lo que dirán, y estudia largamente las cortas líneas que dejará
escritas (…) Quiero hacer una rechifla amarga y fundir, no yuxtaponer
meramente, lo trágico, lo grotesco y lo sentimental (Carta a Pedro Jiménez
Ilundáin citada por Ribbans [88]).

La caricatura trágica, cómica y grotesca de este y del resto de personajes supera


las dicotomías fácilmente observables de ciencia frente a amor o arte frente a la vida así
como la parodia fácil del Romanticismo o de los excesos del Idealismo. La
reactualización del Romanticismo en la época modernista puede explicar los
anacrónicos comportamientos sociales de Apolodoro, como la búsqueda de un ideal
femenino o la escritura de una novela sobre sus amores, pero no puede responder tan
fácilmente a la escisión de su interior entre el mito asociado al nombre de Apolodoro y
la cotidianidad contemporánea de su otro nombre, Luis. Por este motivo, a diferencia de
las evasiones románticas de Tristana o de Alejandro Miquis, Apolodoro/Luis se debate
desde su nacimiento entre la emoción terrenal y su idealización literaria y la objetividad
igual de ficticia del discurso científico. La naturaleza de Apolodoro deviene así en
doblemente ficción, hijo teórico y personaje literario que anticipa a Augusto Pérez de la
nivola Niebla. Tal duplicidad se manifiesta en la simultaneidad con que se presentan
ambas perspectivas en sus propios discursos, recuerdos lejanos en última instancia de la
pasividad del héroe de La educación sentimental. Por ejemplo, cuando Federico le
informa de que piensa pretender a su novia, Apolodoro es incapaz de hacer nada: “Pero
por qué no le pego… para qué no le pego… cómo no le pego…” “¡qué laxitud! ¡qué
enorme laxitud! ¡qué ganas de derretirse con la ciencia toda acumulada en su cerebro!”
(Unamuno, Amor y Pedagogía 130-131).
Desde el punto de vista histórico, Apolodoro encarna prácticamente todos los
tópicos que Nicolás Salmerón atribuía a la juventud finisecular española en su prólogo a
la traducción de Nordau (1902). Egotistas sin energía, defensores de una romantización

245
desfasada que les invita además, a convertirse en mattoidi, la crítica de Salmerón se
dirige especialmente a los modernistas.

Abunda en nuestra juventud literaria el tipo de mancebo lírico que canta al amor,
se extasía ante lo bello, invoca la fantasía, profesa un soberano desprecio por la
prosa de la vida, y envuelto en los nimbos de oro de la ilusión, oda tras soneto,
elegía tras poema, vomitando versos, derramando armonías, vive fuera del
mundo de la realidad, sin comprenderlo ni apreciarlo, agitándose en el vacío de
su inspiración, interrumpiendo con los acentos de su estro y las pulsaciones de
su lira, el trabajo útil y fecundo de los hombres sanos que se esfuerzan por
ensanchar los horizontes del conocimiento y por descubrir verdades científicas.
Las tendencias estéticas de los degenerados, que constituyen uno de los síntomas
más sombríos de la histeria de las clases superiores en los países de civilización
más adelantada, han dado por resultado apreciable en España a simple vista, una
mezcla híbrida de idealismos indeterminados y vagos, propios de la adolescencia
candorosa, con egotismos estrechos y groseros indicios de decrepitud, y como
remate de su obra en la vida social, la nota femenina, ficticia, hipócrita, sin
energías; en la literatura, un romanticismo vergonzante, junto con el desenfreno
de la procacidad; una literatura que no hiere, sino araña; no pinta, sino esboza;
no tiene alientos varolines, sino suspira; no sabe rugir embravecida, se agita con
impotente coraje (Salmerón, “Preludio” Degeneración XIV).

La duración y exageración que Apolodoro, dada su doble y vacilante naturaleza,


asume del movimiento apenas es nada en comparación con la de su segundo mentor, el
poeta Menguti. Independientemente de su posible referencia real (José Verdes
Montenegro según Ribbans [90]), Menaguti podría ser uno de los melenudos, sacerdotes
250
de la Belleza, de los que tanto se burlaba Unamuno en 1901 y que junto a Fulgencio
Entrambosmares acabarán por exacerbar la escisión de Apolodoro.

250
“A falta de arte, en efecto, melena o sombrero de este o el otro corte, o cualquier otra majadería con
que llamar la atención de los distraídos transeúntes y épater le bourgeois o digamos dejar turulato al
hortera. (…) Nada conozco más imitativo que el que se da a sí mismo el dictado de modernista.
Constituyen la turba suelta de los que el año 30 eran románticos, naturalistas por el 80 y serán cualquier
cosa mañana. Su característica es la petulancia (…) Ahora les ha dado a esos excelentes chicos por la
Belleza -así, con letra mayúscula-, y quien no le entona endecha y se arrodilla ante ella y se pasa las horas
muertas, que no vivas incensándola y le endilga letanías, ni siente lo bello ni cosa que lo valga. Porque
sabido es que sentir lo bello y tener alma de artista y alma moderna es estarse charlateando Nuestra
Señora la Belleza y darnos con ella la lata como no poco le sucede al bueno de D’Annunzio (…) Mientras

246
HILDEBRANDO F. MENAGUTI
Poeta

poeta sacrílego, entiéndase bien.

- El amor, el amor lo es todo; toda grande obra de arte en el amor se inspira; no


hay más tábano poético -Menaguti traduce estro- que el del amor; todos los
trillamientos del alma, -sabe que de tribulare vino “trillar”- del amor vienen; el
amor es el gran principio hipnótico -aspirando la “h”- la Ilíada, la Divina
comedia, el Quijote mismo y hasta el Robinson en el amor se inspiran, tácita o
expresamente. Hay que hacer obra de amor, obra de arte; no hay más genio que
el genio poético. Haz poesía, Apolodoro (Unamuno, Amor y Pedagogía 116). 251

Al fin y al cabo, la concepción del genio con el que se mide a Apolodoro resulta
en ambos casos una tergiversación de las ya de por sí discutibles interpretaciones de
Lombroso. Entrambosmares apela a la doble naturaleza del genio, divina y terrenal, para
explicar la identificación del dramaturgo con el comediante y con el improvisador, una
trilogía metafísica que alude al leit motiv unamuniano de la creación del hombre como
artista de la divinidad, del mundo y de sí mismo. La idea ya estaba esbozada en Todo un
hombre pero es en Amor y Pedagogía, cuando se introduce el tema de la rebeldía del
personaje-hombre ante la idea de Dios que se encuentra en él mismo. En lugar de
compartir la idea romántica del genio como un Segundo Creador que mira al Cielo, se
reivindica al Hombre como Único creador, responsable y fin en sí mismo, lo que
explicaría la conciencia agónica del hombre del nuevo siglo.

juegan al intelectualismo y al esteticismo en sus capillitas de culto esotérico o en sus conciliábulos de


desdeñamiento a los profanos, todo va bien. Lo malo es cuando aprovechando cualquier cosa de la calle
quieren hacer sus pinitos y decir ‘aquí estamos, aquí está la intelectualidad’. Entonces habría que
cogerles, raparles las melenas, meterles en una prensa y enseñar al público que no dan más que un dedal
de suero; el resto materia leñosa” (Unamuno, Los melenudos 2/3/1901). El comportamiento hipócrita y
aprovechado de estos “melenudos” se representa en Menaguti, quien cuando muere Apolodoro y teme
haber sido un causante indirecto de su suicidio, entra en una iglesia para pedir por su alma y por recuperar
la fe. Más adelante, asumirá los postulados de Nietzsche, entonces de moda, y “hecho un esqueleto y
escupiendo los pulmones” se empeñará en escribir un libro que mate al mismo Dios al que había pedido
consuelo (Unamuno, Amor y Pedagogía 165).
251
La posibilidad de que su hijo se haya enamorado provoca la decepción de Avito ya que tal y como se
decía también el padre del protagonista de Las dos cajas de Clarín “los genios no pueden enamorarse”
(Unamuno, Amor y Pedagogía 121). Fulgencio responde que harto harán si Apolodoro se queda en
talento.

247
Lombroso, ese filósofo del sentido común, dirá del genio lo que quiera pero
genio es aquel cuya morcilla se ve obligado a aceptar el Supremo dramaturgo.
Es, pues, menester obligar al Autor Supremo a que meta en el papel nuestras
morcillas, ya que del papel mismo surgen. O hablando exotéricamente, que
genio es el que corrige la plana al Supremo Autor, y como este Autor sólo en
nosotros, por nosotros, para nosotros los cómicos es, vive y se muere, genio es el
Autor mismo encarnado en comediante, y corrigiéndose a sí mismo la comedia
por boca de este (Unamuno, Amor y Pedagogía 89).

Por su parte Menguti reformula esta paradoja de ser sujeto y objeto de sí


describiendo a su manera la insistencia en el estro del genio, la inspiración arrebatadora
que distingue al poeta de los demás pero que a su vez lo enajena incluso de él mismo,
capacidad inconsciente que Lombroso menciona a menudo en L’uomo di genio como
una de las características degenerativas del genio (“nulla somiglia più ad un matto sotto
l’accesso, quanto un uomo di genio che mediti e plasmi i suoi concetti”) (Lombroso,
Uomo di genio 1888, 18). Tal y como se plantea en Amor y Pedagogía, la esperanza en
ese momento metadramático en el que el hombre logre sentirse plenamente libre y la
aspiración al estro o inspiración responden a la misma reivindicación de la
individualidad.
No obstante, en su extremismo ambas teorías abruman a Luis/Apolodoro hasta el
punto de que se convierte en víctima de su propio suicidio. De forma grotesca, en lugar
de optar por pegarse un tiro como parecía ser el desenlace de Todo un hombre,
Apolodoro se ahorca como las longanizas o morcillas que debían haber simbolizado la
libertad de su genio y que cree revestir de una actuación igual de genial. Sin embargo,
las dos opciones no hacen sino aniquilar la única realidad palpable, la vida humana.

Detiénele por un momento la idea de lo ridículo que puede resultar quedar


colgado así, como una longaniza; pero al cabo se dice: “¡Es sublime!” y da un
empellón al taburete con los pies. ¡Qué ahogo, oh, qué ahogo! Intenta coger con
los pies el taburete, con las manos la cuerda, pero se desvanece para siempre al
punto (Unamuno, Amor y Pedagogía 157).

248
Amor y Pedagogía inaugura respecto a la tradición precedente un nuevo
planteamiento de las posibles soluciones al conflicto entre vida, literatura o arte y
ciencia. La coexistencia trágica en el mismo personaje de ambas naturalezas invalida al
final la legitimidad de cualquiera de sus manifestaciones conocidas, llámese
impersonalidad científica, psicologismo o emoción lírica, posibilidades a su vez bien
conocidas en la narrativa finisecular. Cuanto más se esfuerza Apolodoro por escenificar
las situaciones de estas novelas y el modo en que están descritas 252 más se implica en el
debate schopenhaueriano de la contemplación y los impulsos de la voluntad, lo que le
lleva a alternar, animado por su mentor filósofo y por el poeta, el refugio en la lírica con
el instinto de reproducción.

Y se dice: “ya que no puedo ser genio en vida, lo seré en la muerte; escribiré un
libro sobre la necesidad de morirse cuando el amor nos falta y me mataré, me
mataré para dejarme morir… Fratelli a un tempo stesso amore e morte ingenerò
la sorte; más antes. Apolodoro, haz hijos, haz hijos; busca la inmortalidad en
ellos… por si acaso…! (…) ¡qué ridículo! ¡qué sublime debo de ser! Dimito…
dimito y así mi ridiculez se sublimará… dimito… Pero antes, ¡haz hijos,
Apolodoro!” (Unamuno, Amor y Pedagogía 146-147).

En ambos casos fracasa el joven genio probablemente por no reconocerse a sí


mismo como fruto de ambos impulsos y de su armonización en el Amor, única solución
al agotamiento del intelectualismo, la razón y la voluntad según había señalado ya
Unamuno en El mal del siglo (1897) (Robles Carcero 1999).253

252
“Y Apolodoro se retira a trabajar en un cuento largo o pequeña novela, sentimental y poética, que trae
entre manos, porque le ha entrado, a despecho de su padre, un gran comezón por ser literato, puro literato,
no pensador, ni filósofo, ni sociólogo, sino poeta, aunque sea en prosa, y cuenta las angustias de un
primer amor y lima y acaricia la forma que quiere salga amorosa y dulce al oído y se esmera en los
remates psicológicos, y a tal propósito analiza sus propios sentimientos y va ya a sus entrevistas de amor
con una finalidad artística. Empieza a amar para hacer literatura y ha eregido dentro de sí el teatro y se
contempla y se estudia y analiza su amor” (Unamuno, Amor y Pedagogía 131).
253
“¡El genio, oh, el genio! El genio nace y no se hace, y nace de un abrazo más íntimo, más amoroso,
más hondo que los demás, nace de un puro momento de amor, de amor puro, estoy de ello cierto; nace de
un impulso, el más inconsciente. Al engendrar el genio pierden conciencia sus padres; sólo los que la
pierden al amarse, los que como en sueño se aman, sin sombra de vigilia, engendran genios. ¡Qué lástima
que el deber de dimitir mañana no me permita desarrollar esta luminosa teoría! Al engendrar al genio
deben de caer los padres en inconciencia; el que sabe lo que hace cuando hace un hijo, no le hará genio.
¿En qué estaría pensando mi padre cuando me engendró? En la carioquinesis o cosa así, de seguro: en la
pedagogía, sí, en la pedagogía; ¡Me lo dice la conciencia! Y así he salido” (Unamuno, Amor y Pedagogía
156-157).

249
4.7.2. Respuestas a la crisis personal del intelectual.

4.7.2.1. La estética del reposo en Diario de un enfermo de José Martínez Ruiz


“Azorín” (1901).

Considerada a menudo de forma secundaria respecto a La voluntad de 1902,


Diario de un enfermo puede ser descrita también como una novela de artista (Martín
2000: 102-108) en la que se encuentran esbozados gran parte de las características que
veremos al año siguiente en la primera aparición de Antonio Azorín. En este sentido,
Diario de un enfermo recoge la herencia de los diarios de la segunda mitad del siglo
XIX, como los de Daudet, France, Amiel, etc. (Fox 2000) así como de “Las memorias
de la vida muerta” de Charles Demailly, novela de los Goncourt que José Martínez Ruiz
estaba revisando en torno a estas fechas para su publicación en La Revista Nueva
(Escartín Gual 2002: 109).
El mismo título, Diario de un enfermo, nos hace presuponer que estamos ante
una narración íntima de un personaje, probablemente un artista, aquejado del decadente
clima finisecular. Si la nota del editor al lector confirma ya nuestras sospechas, en las
primeras entradas el narrador autodiegético se comporta según esta identificación del
artista como un enfermo de melancolía, padecimiento agudizado en los años más
agónicos del mal del siglo decimonónico, el desastre de 1898 y el emblemático 1900.

Lector: lee religiosamente estas breves páginas. En ellas palpita el espíritu de un


angustiado artista. A retazos, desordenadamente, supremamente sincero, fue
dejando en estos diarios y tormentosos apuntes su alma entera. Ingenuo,
candoroso, con nobles arranques de generosidad altiva y fieros arranques de
simpático odio - mi amigo era un niño nostálgico del ideal. La prosa vibra, canta,
gime bajo su pluma: enamorado de los clásicos, de ellos tomó el vigor en el
estilo y la sobriedad en la pintura (Martínez Ruiz, Diario de un enfermo 147).

[15 de noviembre de 1898] Hoy siento más que nunca la eterna y anonadante
tristeza de vivir. No tengo plan; no tengo idea; no tengo finalidad ninguna. Mi
porvenir se va frustrando lentamente, fríamente, sigilosamente. ¡Ah, mis veinte
años! ¿Dónde está la ansiada y soñada gloria? Larra se suicidó a los ventisiete
años; su obra estaba hecha…

250
Uno tras otro, monótonos todos, aburridos todos, siento pasar los días. La vejez
llega; las esperanzas mueren. Hay momentos en que, solo, ferozmente solo,
agriado por el triunfo de un compañero, me siento ante las cuartillas y en genial,
poderoso arranque, escribo… escribo… capítulos de incoada novela, fragmentos
de comenzada historia íntima, páginas vibrantes y calurosas por las que la
inquieta pluma corre, cabrillea, salta… El cansancio llega; la llama que me
enciende el rostro se apaga; dejo la pluma.
Y pienso (Martínez Ruiz, Diario de un enfermo 156-158).

La melancolía y la imposibilidad de dar forma a la idea, tópicos tradicionales del


creador, se repiten en este flâneur finisecular que recuerda al protagonista de El hombre
de la multitud de Poe (1840). Por otro lado, parece que los atributos de su escritura
guardan una íntima correspondencia con la manera en que describe la forma de trabajar
del Greco (Martín 2000: nota 125, 223).

[15 de noviembre de 1898] Veo a los transeúntes pasar por la acera de enfrente
cobijados en sus paraguas como fantasmas. Llueve, llueve. Mi tristeza se
pronuncia de una manera dolorosa. Estoy jadeante de melancolía; siento la
angustia metafísica. Noche.
(Martínez Ruiz, Diario de un enfermo 162).

[25 de febrero de 1899] ¡Días crueles! ¿Hay dolor como éste? ¿Hay dolor como
pensar a todas horas, a pesar de todo, contra todo, en el asunto indefinido del
libro comenzado? Este eterno monólogo vocifera en mi cerebro, me excita, me
enardece, me vuelve loco. Ya es la frase exacta que no encuentro, la
remembranza de una actitud que quiero clavar en las cuartillas, la visión de un
paisaje que quiero hacer visible y plástico… El trabajo cerebral persiste,
obstinado, implacable. Dejo la pluma; me acuesto; el suelo se rebela; la
imaginación trafaga; me levanto; tomo rápidamente una nota; torno a acostarme;
torno a levantarme; salgo a la calle; hablo; ando, ando enardecido, alucinado… y
el monólogo devorador prosigue. La fiebre me consume, mis manos tiemblan:
escribo cuartillas y cuartillas, cientos de cuartillas. La frase brota retorcida,
atormentada, angustiosa, brutal, enérgica… (Martínez Ruiz, Diario de un
enfermo 176).

251
Al poco tiempo se encuentra casualmente con el prototipo de la dama rubia,
pálida, triste y enlutada finisecular que también será objeto de deseo de Fernando
Ossorio en Camino de Perfección y que reaparecerá en La voluntad cuando se describe
la consumición de la monja Justina. Predispuesto a este reconocimiento de la mujer
amada,254 encontrará con ella unos momentos de paz que se truncarán con la
agudización de la espiritual tuberculosis y su muerte por esta enfermedad. 255
El protagonista del Diario recoge muchos de los tópicos asociados a la pose
romántica en su revalorización espiritual modernista. Según Higuero (2001), esta
descripción de transición hacia el héroe abúlico explicaría por qué, pese a su cansancio
vital, el héroe es capaz de tomar decisiones claves como la del matrimonio o el suicidio.
Sin embargo, cabría preguntarse hasta qué punto el personaje no toma estas opciones
obligado por su dependencia constante del ideal, encarnado en el símbolo femenino de
la voluptuosidad y de la muerte. Esta, entre otras características, justifican que Litvak
(1974: 275) ingrese al personaje entre la nómina de los héroes modernistas mientras que
para Livingstone256 es esta misma nostalgia la que le convierte en uno de los últimos

254
Descendiente de héroes precedentes, como el protagonista de El rayo de Luna de Bécquer o Carlos
Alvarado de Declaración de un vencido, el artista busca incesantemente su ideal en los lugares públicos,
entre los que destaca el encuentro casual, la observación y la atracción que pueden darse en el tren o en el
tranvía: “Y cuando en mis soledades, repleto de sensaciones librescas, harto de contemplar hombres a
través de otros hombres, de sentir vidas a través de otras vidas, veo en la calle, en un tranvía, en un teatro,
una mujer hermosa, de inteligentes y tristes ojos, de mirar sugestionador y comprensivo, siento
conmoverse todo mi ser y sueño con idilios tumultuosos y febriles…” (Martínez Ruiz, Diario de un
enfermo [10 de diciembre de 1898] 165). La imagen reaparece en Confesiones de un pequeño filósofo
(1904): “¿No habéis encontrado nunca en vuestra vida una mujer que os ha hechizado durante un
momento y que luego ha desaparecido? Vosotros entráis en un vagón del ferrocarril u os sentáis junto al
mar en un balneario; después vais mirando a las personas que están junto a vosotros. He aquí una mujer
rubia, vestida de negro, en quien vosotros no habéis reparado al sentaros. Examinadla bien (…) Y ved
cómo vais descubriendo en ella secretas perfecciones, cómo va brotando en vosotros una simpatía recia e
indestructible hacia esta desconocida que se ha aparecido momentáneamente en vuestra vida. Y será sólo
un minuto; esta mujer se marchará; quedará en vuestra alma como un tenue reguero de luz y de bondad;
sentiréis como una indefinible angustia cuando la veáis alejarse para siempre…” (Martínez Ruiz,
Confesiones 138-139). La idealización y sentimientos sugeridos que el artista percibe en estas mujeres se
asemejan a los descritos en el primer encuentro entre Madame Arnoux y el Frédéric en La educación
sentimental.
255
Francisco J. Martín apunta en su edición del Diario la similitud entre Diario de un enfermo y un relato
anterior de Martínez Ruiz titulado Las ilusiones perdidas: “La semejanza entre este artículo y el Diario es
tan extraordinaria que permite razonablemente conjeturar una suerte de reescritura o adaptación de ‘Las
ilusiones perdidas’ al Diario” (Martín 2000: nota 161, 243). Sin embargo nos parece una opinión un tanto
aventurada ya que el relato publicado con ese título en El Pueblo (6 de mayo de 1895) retoma el tópico de
la pena y el anhelo de muerte de un joven escritor cuando su ingrata amante le abandona por otro hombre,
un argumento y discurso aún lejos de las angustias creativas, la agonía de la amada o las innovaciones
técnicas del Diario.
256
“The difference of tone between the Diario de un enfermo and the first of the major novels, La
Voluntad, is that between romantic melancholy and angry disillusionment, and as such represents a
radical shifting of emphasis. The nineteenth century pessimism and mal de siècle of the first work

252
representantes de la heroicidad romántica. Como hemos visto, en el fondo ambas
clasificaciones son perfectamente complementarias.
La exposición de la melancolía y decepción finisecular es fácilmente rastreable
en textos anteriores al Diario, entre los que destacamos “Los fragmentos de un diario” y
“Paisajes” en Bohemia (1897), “Vencido” (en Buscapiés, 1894) o “Delirante” (1896).
En “Vencido” y en “Paisajes”, por ejemplo, se continúan algunos de los tópicos
asociados a la labor artística, como la obsesión por la obra maestra y el peligro de la
pereza, reactualizados bajo el prisma del cansancio generacional.257

Paisajes no salía. Todos los días proponíase principiar su obra y todos los días
dejaba su tarea para mañana. Andaba cada vez más enfermo, su cara tornábase
más pálida y más apagado el brillo de sus ojos. Perdía su viveza antigua, su
esprit; causaba honda pena verle silencioso, surcada la frente por arrugas
prematuras, ligeramente contraída la boca por el dolor.
Y, sin embargo, persistía en su vida de bohemio empedernido (…) Pero le era
imposible escribir: no tenía fuerzas, no podía (…) cogía la pluma con el
propósito firme de comenzar el trabajo; escribía unas cuantas líneas y tornaba a
dejarla, haciéndose la ilusión de que tenía ya el germen de un capítulo. “Estas
son las ideas; después meteré la prosa.”
Así iba arrastrando su vida, consumiéndose su cuerpo, apagándose su espíritu…,
acosado por la miseria, roído por el dolor (Martínez Ruiz, Paisajes 170).

Otros, como “Delirante” o “Fragmentos de un diario” recuerdan más las


experiencias de la bohemia pesimista de Declaración de un vencido que las reflexiones
de Diario de un enfermo. “Delirante” retoma la tradición costumbrista de los sueños aún

constitutes a sentimental attachment to the past which in La Voluntad gives way to a violent
incomformism which is essentially a compromising engagement with the present” (Livingstone 1966:
241). En Tema y forma en las novelas de Azorín añade: “El autor en estas dos novelas de ficción (y en el
espacio de sólo un año) ha progresado desde una especie de ‘pose’ literaria a una consideración seria de la
función de su arte como un comentario sobre la España contemporánea” (Livingstone 1970: 71).
257
“De cuando en cuando se sentía aletear dentro de sí el genio, la inspiración que le llamaba a la pelea,
brindándole con más gloria, y entonces cogía los pinceles y trabajaba como en sus mejores años,
delirante, frenético… Trabajaba un momento, no podía más; faltábale la fuerza, y se apoderaba de él un
cansancio infinito que le atenaceaba el alma, haciéndole impotente para seguir luchando” (Martínez Ruiz,
Vencido 61).

253
ingenuos del redactor de la romántica “Castillos en el aire” de Ariza (1851)258 para
destacar y enfatizar el ambiente asfixiante en que se disuelven estos.

En su cabeza sólo había una idea, obsesionante, tenaz: la idea del ruido de la
rotativa; aquel ruido uniforme, seco, que parecía decir: MÁS, MÁS, MÁS…
Ese era su tormento. El traqueteo de la máquina que a todas horas retumbaba en
su cerebro le recordaba el martirio de su vida, las angustias presentes, el porvenir
terrible.
Con la vista fija en la blancura del papel, soñaba en sus tiempos pasados, en los
años de ruda batalla transcurridos inútilmente, vividos con ansiedad, agitado por
la fiebre de la gloria. Recordaba sus ambiciones de joven, sus esperanzas al
entrar en la batalla de las letras; recordaba aquellos entusiasmos de su juventud
cuando lleno de ardor y fe creía conquistar el mundo con su pluma.
Y pasó el tiempo y rodó de redacción en redacción y luchó con editores usureros
que le robaron su trabajo. Y el mundo no fue suyo, ni la aureola de la gloria
envolvió su cabeza de artista.
Era un pobre esclavo, un genio fracasado, un águila sin alas, condenada a vivir
entre gansos en un corral (Martínez Ruiz, Delirante).

“Fragmentos” sintetiza la progresiva miseria de un joven aspirante a escritor.


Pese a sus apuros, sorprende su resistencia a hermanarse con el obrero manual, actitud
un tanto aristocrática explicable desde un anarquismo literario que sin embargo sí acepta
la fraternidad del mártir. “Después de mil rodeos, me ha invitado como camaradas
(parece que ha leído algunos de mis artículos), a que suba a… No he aceptado”
(Martínez Ruiz, Fragmentos 161), actitud que contrasta con la fraternidad con la que

258
“El codo sobre su bufete, la frente sobre la mano izquierda, en la derecha una pluma de ave recién
cortada, y una cuartilla de papel sobre una cartera de periódicos, está un hombre joven, que quiere escribir
y no escribe, que no quiere soñar y sueña. Este hombre es un obrero del pensamiento, como se han
apodado algunos escritores franceses, queriendo adular al socialismo para entronizar la monarquía. (…)
‘Yo quiero ser todo lo que puedo; luego debo ser lo que quiero.’ Y el pobre poeta deja de hacer rayas
sobre su cartera, para pintar letras sobre la cuartilla de papel que tiene delante; porque la esperan los
cajistas, y él espera el escaso premio que conceden a su trabajo. Y como el premio es muy escaso, no
posee nunca una parte del ídolo llamado riqueza; y como no dispone del ídolo no puede pagar los goces
materiales: y como el siglo solo tiene goces materiales, no goza, pero continúa siendo poeta, y entre
cuartilla y cuartilla de original tira líneas sobre su cartera y hace CASTILLOS EN EL AIRE” (Ariza,
Castillos en el aire).

254
contempla a los mártires de Ribera (“me he despedido de ellos cariñosamente. Los he
llamado compañeros (¡!)” (Ib. 161).
Pese a la instantaneidad o amagos de fragmentarismo de los textos citados, la
estética del reposo o antinarración (Livingstone 1966) no se desarrolla de forma
completa hasta Diario de un enfermo. El discurso de la renovación se plantea aquí en la
preeminencia de la sensibilidad sobre la acción lo que se refuerza con la preferencia por
la impresión, las trasposiciones y la atmósfera de una inquietante e íntima neblina
percibida en los silencios entre fragmentos y en la ausencia destacada del color. De este
modo, el Él y Ella que en la parodia de Mesoneros representaba “todas las mujeres, toda
la mujer” (así como “el marido” correspondía a “todos los maridos”) (Romanticismo
126), se deslizan por el Diario como símbolos universales desdibujados por la subjetiva
contemplación mutua y la ambigüedad del propio discurso el cual se silencia justo en el
momento en que enmudece la voz autodiegética con el suicidio del protagonista:

A la luz indecisa del crepúsculo, refleja, nikelado, sobre la mesa.


Me levanto: lo cojo. – He sonreído.
(Martínez Ruiz, Diario de un enfermo [6 de abril de 1900] 250).

Francisco José Martín (1998: 32-33) plantea una estrecha filiación entre Diario
de un enfermo, La voluntad (1902) y Antonio Azorín (1903). Según su teoría, se trataría
de una trilogía compuesta por tres soluciones distintas al tema común de la crisis
nihilista. Víctima de esta, el héroe puede optar por suicidarse (Diario), desintegrarse (La
voluntad) o sobreponerse a ella (Antonio Azorín). En realidad, la preferencia por una u
otra solución depende de la distinta faceta del personaje finisecular que se elige en cada
una de las novelas. El suicido, como dijimos, identifica el desenlace romántico con la
deuda del ideal modernista. La desintegración de la personalidad de Antonio Azorín en
manos de la mujer natural en La voluntad se refuerza a través de la distinta intensidad
de la focalización en una narración heterodiegética que perpetuará, por otro lado, la
mirada subjetiva e impresionista que veíamos en el Diario (“Lo que da la medida de un
artista, es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje… Un escritor será tanto más
artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje”) (Martínez Ruiz, La
voluntad 130). Se desembarazará de los pocos restos superficiales identificativos del
tipo romántico, que pervivirá en la esencia, para reforzar la doble naturaleza de hombre
voluntad y hombre reflexión de su temperamento intelectual, forjado por las

255
impresiones de las lecturas de las poesías de Leopardi (lectura común con el
protagonista de Cuesta abajo), y sobre todo de La educación sentimental de Flaubert
(Martínez Ruiz, La voluntad 265).

Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombre-


voluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio
clerical, seis, ocho, diez años de encierro, de comprensión de la espontaneidad,
de contrariación de todo lo natural y fecundo. Hay, aparte de este, el segundo
hombre, el hombre-reflexión; yo casi soy un autómata, un muñeco sin
iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y
a otro. Muchas veces yo me complazco en observar este dominio del ambiente
sobre mí: y así veo que soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador
de Schopenhauer, partidario de Nietzsche. Y esto es tratándose de cosas
literarias: en la vida de diarias relaciones un apretón de manos, un saludo
afectuoso, un adjetivo afable, o por el contrario un ligero desdén, una preterición
acaso inocente, tienen sobre mi emotividad una influencia extraordinaria. Así yo,
soy sucesivamente, un hombre afable, un hombre huraño, un luchador enérgico,
un desesperanzado, un creyente, un escéptico… todo en cambios rápidos, en
pocas horas, casi en el mismo día. La Voluntad en mí está disgregada; soy un
imaginativo. Tengo una intuición rapidísima de la obra, pero inmediatamente la
reflexión paraliza mi energía. En política, yo tal vez fuera el hombre de las
soluciones instantáneas, de los golpes mágicos, de las audacias pintorescas…
pero hay algo en mí que me anonada, que me aplasta, que me hace desistir de
todo en un hastío abrumador. ¡Soy un hombre de mi tiempo! La inteligencia se
ha desarrollado a expensas de la voluntad; no hay héroes; no hay actos
legendarios; no hay extraordinarios desarrollos de una personalidad. Todo es
igual, uniforme, monótono, gris (Martínez Ruiz, La voluntad 267-268).

Finalmente, en el caso de Antonio Azorín, este asumirá la crisis como parte de


esta doble identidad, por lo que considerará inútil huir de ella.

Me paso la mano por la frente, como para disipar estos recuerdos. Es preciso
volver a urdir estos artículos terribles todos los días, inexorablemente; es preciso
ser el eterno hombre de todas horas, en perpetua renovación, siempre nuevo,

256
siempre culto, siempre ameno. Arreglo las cuartillas: mojo la pluma. Y
comienza… (Martínez Ruiz, Antonio Azorín 231).

4.7.2.2. El reposo como tema en Rafael Altamira.

En su Psicología de la juventud en la novela moderna (1894) Altamira opone la


juventud contemporánea a la romántica: la fuerza optimista de esta se habría perdido a
lo largo del siglo XIX hasta abocar en una generación dubitativa e incapaz de remediar
sus vicios y su errada educación, una generación de cobardes, fríos y cortesanos o
débiles impotentes sedientos de ideal (Altamira, Psicología de la juventud 229-230). La
huella de Werther que Menéndez Pelayo afirmaba común a la estirpe de héroes
decimonónicos, se habría visto poco a poco transformada en una serie de personajes
pasivos y débiles, entre los que Altamira destaca a los personajes de Musset o el
ejemplo típico del protagonista de La educación sentimental.

Tres cosas llaman la atención, preferentemente, en el Octavio de Musset: la


desesperación sentimental, hija, en parte, de pedir a la vida más de lo que esta
puede dar, y, en parte, de no comprender la necesidad y la generalidad del dolor
y del desengaño; el error de buscar en el desorden, en la sensualidad viciosa o
extravagante, un remedio para las heridas del espíritu, con la constante
decepción que produce este medio y la falta de sinceridad con que se hace gala
de semejante paliativo; y las dudas respecto del ideal de la vida, de las más altas
creencias, dudas que, si aparentemente se resuelven en un escepticismo frío, en
el fondo son la prueba de una crisis espiritual que aspira a descansar en una
afirmación, con tal de que no cueste gran fatiga y surja de pronto, hecha de una
pieza: resultado muy superior a las fuerzas de un hombre que, además, solía no
estar preparado para tales investigaciones. Y es que, al fin y al cabo, el héroe de
Musset resulta, como todos sus compañeros, hijo de aquel René cuya sentimental
locura hace de Chateaubriand un romántico verdadero, en quien prenden todas
las ansias del siglo, no obstante el aparente arrebato religioso que lo eleva y hace
popular su nombre [Nota 1: En cierto modo, todos estos héroes proceden de
Werther (…) pero si se comparan despacio las ideas de aquellos y de este, han
de advertirse diferencias muy radicales. Werther es, además, menos complejo, se

257
reduce más a un solo problema de la vida] (Altamira, Psicología de la juventud
231-232).

El tipo de Octavio se prolonga por algún tiempo en la literatura. Flaubert nos da


su última encarnación degenerada, y a la vez su crítica, en La educación
sentimental (Altamira, Psicología de la juventud 236).

La fascinación de estos personajes impulsa al protagonista de una novela


temprana, Un bohemio (escrita en 1886), a investirse del hábito del literato romántico,
poeta, idealista, soñador y filósofo. Víctima por supuesto de los más crueles
sufrimientos, será reconocido por todo ello como un “bohemio” (Altamira, Un bohemio
28). Sus referencias directas son la esperable bohemia de Murger y El señorito Octavio
español (1881), que si bien como vimos no es un artista como tal, puede tomarse como
ejemplo de aspiraciones sentimentales pretendidamente elegantes.

La tendencia idealista de Martín asomaba la oreja de un modo alarmante. Martín


era Schaunard unas veces, Rodolfo otras, Octavio el de Valdés muy a menudo.
“¡Oh, lo que es Octavio! Se sentía él capaz de hacer muchas de las
extravagancias de aquel muchacho.” Y Martín se crecía, se crecía
poderosamente, bien seguro en aquel terreno, figurándose ser la encarnación
magnífica de todos los héroes de novela que traía siempre entre manos
(Altamira, Un bohemio 26).

Sin embargo, como hemos visto, la imitación de los usos de los héroes de novela
es común en la literatura realista, de modo que en realidad nos parece más similar la
actitud del bohemio de Altamira con la postura, algo más tópica, ridícula y exagerada,
de Juan Vulgar (1885). Tras una serie de experiencias negativas (rechazo de sus obras,
muerte de su amante), la crítica costumbrista sigue empujando a estos personajes de
educación desigual y sentimentalidad enfermiza, a la renuncia y posterior adopción de
la vida práctica. El antiguo bohemio se refugiará en la secretaría de su pueblo desde la
que escribirá “versos lacrimosos sin nada de particular” (Altamira, Un bohemio 101).259

259
Por el contrario, Ayala Aracil ve en el personaje de Martín, el bohemio, un primer ejemplo de
intelectual abúlico que se desarrollará más tarde en Fatalidad y en Reposo: “Martín se inscribe, pues, en
la nómina de personajes que carecen de ideas profundas, que buscan irremediablemente dar sentido a su

258
Casi diez años después, en 1894, aparece esbozado en Fatalidad el personaje
contemplativo, erudito y aquejado de misantropía que sucede al tópico del romántico
bohemio.260 La incapacidad, pasividad, cansancio y desaliento de Guillermo acaban
manifestándose en un estado de postración física, fatiga crónica y dolores de cabeza en
la línea de los enfermos psicosomáticos de la familia de Charles Demailly. Los
síntomas se agravarán cuando se aconseje a su amante que se aleje de él, lo que no hace
sino agudizar la tendencia aniquiladora a la auto-contemplación y a la fantasía del
protagonista (Altamira, Fatalidad 77-78).
Altamira se desmarca en esta novela de la tendencia general que considera este
mal como un problema generacional así como de los discursos médicos, como el de
Lombroso, que analizan con detalle estos extraños comportamientos pero que no
aportan ninguna solución. Por el contrario, Altamira concebirá la anormalidad como un
caso extraordinario y defenderá la necesidad de un tratamiento específico para cada
individuo en particular. Por este motivo, pese al rechazo final de su amante, el
protagonista se ve súbitamente con fuerzas para salir de este estado y comenzar su
propia regeneración (Altamira, Fatalidad 131), un desenlace esperanzador que implica
la curación del temor obsesivo por una supuesta predisposición a la fatalidad que
parecía condenar su vida (Ib. 100).

vida a través de constantes proyectos, pero que carecen de la constancia y la fuerza de voluntad necesarias
para resistir los avatares de la vida, terminando su existencia en un estado de abulia permanente. Altamira
reflexiona, pues, con esta novela, como lo hará más tarde en sus novelas largas Fatalidad y Reposo, sobre
el papel del hombre instruido, sirviéndose del consabido tema amoroso para poner de manifiesto la
incapacidad resolutiva del intelectual moderno ante los problemas cotidianos que, inevitablemente, surgen
en su entorno inmediato” (2010). En mi opinión, sin embargo, Martín el bohemio y en cierto modo
también Guillermo, el protagonista de Fatalidad, se relacionan más bien con lo que Altamira llamó el
Romanticismo de los Desengañados, un concepto crítico que podría compararse incluso con el
Romanticismo de la Desilusión de Lukács: “En ese pedir a la ciencia más de lo que ella por propia
naturaleza puede dar, está el Romanticismo de los Desengañados, no diferente del de quienes, luego de
pedirle a la vida más de lo que puede contener, se desahogan en pesimismos y sensiblerías, maldiciendo
su mundo, cuando deberían maldecir su falta de adecuidad a las condiciones positivas, invariables, del
vivir humano, y de sus ensueños sentimentales que les cierran la puerta a la serena conformidad con lo
irreductible del medio en que han nacido” (Altamira, Psicología y literatura 1905, 91-92).
260
No me atrevo a calificarlo de intelectual ya que cuando Guillermo expone su opinión sobre este
fenómeno lo hace de forma impersonal, por lo que parece que no se incluye entre ellos (“Un intelectual es
un refinado; tiene su orgullo, muy inocente, por otra parte, y no tolera roces ni imposiciones, ni
comunidad de vida con los que valen menos que él. Se aísla, y, por tanto, se condena a perpetua
inferioridad positiva. Es, además, un ser débil. Le teme al bullicio, al estruendo, a las grandes
conmociones; y por caso raro, siendo el producto superior de la evolución moderna, es el que menos sirve
para la lucha social”) (Altamira, Fatalidad 33). En otro lugar, sin embargo, sí se muestra de acuerdo con
la existencia de una aristocracia de la inteligencia que desde su posición superior tenga como misión
redimir al pueblo (Ib. 42).

259
Y lo más raro es que cuando decía esto no pensaba en que hubiera una causa
última de su estado, una raíz física, morbosa a la cual fuera preciso acudir en
primer término. Experimentaba dolores, molestias, fatigas y decaimientos, pero
no sentía la enfermedad. Por una ceguera frecuente en los médicos y en los
psicólogos, no acababa de convencerse de que, tal vez, no había en él sino un
enfermo, un caso anormal, que pedía y podía tener curación, acogiéndose tan
sólo al mero análisis y comprobación de los efectos del mal, dándole, a lo sumo,
la explicación romántica que desespera y consume pero que no busca el remedio,
dejándose llevar por la corriente que cree invencible (Altamira, Fatalidad 100-
101).

Metido en sí, cada hora de reflexión, de presencia ante la propia intimidad,


amenguaba sus fuerzas, hacía crecer su melancolía ennegreciéndole la existencia
y haciéndole desconfiar de todo y de sí mismo en primer término. Como todos
los espíritus contemplativos y débiles, llevaba la raíz del mal en su interior; el
remedio estaba fuera, en la realidad extraña, en el choque sano y educador de la
vida. Hubiéranle hecho falta, como a Meister, años de aprendizaje y de viaje
(Altamira, Fatalidad 113).261

La implicación más directa del autor en el retrato que establece sobre su


generación se produce en la novela Reposo (1903). En ella continúa insistiendo en la
esperanza de una regeneración personal y nacional a través de un trasunto del yo
autobiográfico que presenta unos rasgos lo suficientemente generalizables y
difuminados como para poder ser aplicado a todo el colectivo intelectual
contemporáneo (Ríos Carratalá 2004). A diferencia de La voluntad o Camino de
perfección, el protagonista de Reposo regresará a la urbe de donde huyó, envestido
ahora de nuevas fuerzas y dispuesto al sacrificio y a la acción. 262

261
En su reseña a la traducción de La educación sentimental realizada por Giner de los Ríos, señala cómo,
en su opinión, la falta de emoción real, el aspecto neurótico y débil y la falta de ponderación de las
facultades, ahogadas por la exageración de sus afectos tienen su origen en una educación desarreglada
que necesita el contacto con la vida. Para ejemplificarlo, recurre de nuevo al referente de la novela de
Goethe: “No puede hablase, en rigor, de una educación sentimental, sino todo lo contrario, de una falta de
educación” (Altamira, Psicología de la juventud 328); “Es preciso, como a Guillermo Meister, dejarlos
que tropiecen alguna vez con las dificultades que el comercio social produce, y que los rozamientos
humanos les arranquen de vez en cuando un trozo de piel” (Ib. 329).
262
“Tal vez no haya solucionado su neurastenia, su desasosiego; probablemente, el reposo sólo haya sido
una ilusión pasajera. Pero Juan Uceda acaba su experiencia como un hombre renovado y, aquí está la

260
Altamira señala como característica del intelectual moderno el agotamiento en
una lucha interior entre el deseo de retraimiento y las necesidades ineludibles.
Consecuencia de este combate, desea el reposo y la paz del alma, a la que tiende
(Altamira, Psicología y literatura 51). La necesidad de este reposo fuera de la ciudad
está en realidad en íntima conexión con el tópico antiquísimo de menosprecio de corte y
alabanza de aldea que aparecía como alternativa al estrés de la corte en El frac azul y
que se aconsejaba, desde el punto de vista médico, en Idilio de un enfermo. La
asociación de la vida rural con el aislamiento, el olvido y la placidez se dulcifican e
idealizan en Reposo, promoviendo una imagen de felicidad que contrasta con el
ambiente opresor de las novelas aquí citadas de José Martínez Ruiz y de Pío Baroja.

Repasando sus recuerdos literarios, que sin él querer se le venían a la mente,


unió su espíritu con el de todos los disgustados de la vida, los que como él
huyeron de las “molestias del trato humano” o de las luchas en que consumen su
afán de lucro o su afán del bien los combatientes sociales, y halló que tenían
razón, que sólo en el apartamiento, en la renuncia, en la comunión directa con la
vida natural, en la modestia de la aspiraciones, confinados en los estrechos
límites de las necesidades individuales primarias, puede ganarse el reposo, no
como descanso para volver a la lucha, sino como un estado definitivo, que cada
cual procura a sí propio, sin cuidarse de los demás (Altamira, Reposo 54).

Aunque la conclusión a la que llegan es similar, es decir, que el temperamento


agónico de cada uno le acompaña a donde quiera que vaya, la omnipresencia de la
mirada de las novelas de 1902 y su correspondencia discursiva apenas aparecen en la
novela de Altamira. Se muestra esta mucho más conservadora y decimonónica tanto en
el discurso como en los planteamientos narrativos, incluyendo, por ejemplo, escenas
folletinescas como la que describe el reencuentro con su antigua novia.
El desengaño de ciertas ilusiones y la lucha sincera y silenciosa afectan hasta tal
punto al erudito “perdido, arrojado en las filas miserables y tristes del proletariado

clave de la novela, capaz de ser un ejemplo para el lector. Recordemos el sentido aleccionador que daba
Rafael Altamira a este género literario, y comprobaremos que en Reposo lo ha explicitado con meridiana
claridad. Un sentido, acompañado de un moderado optimismo final, que separa esta obra de otras
coetáneas de la Generación del 98 que abordan conflictos y personajes similares” (Ríos Carratalá 2004).
En su edición de Reposo Ríos Carratalá señala algunos puntos en común entre Juan Uceda y estos
personajes del 98, como el aislamiento, la formación universitaria, sensibilidad, introspección, etc.
aunque reconocerá de nuevo que no son suficientes para incluir a Reposo en las novelas de este grupo ya
que no comparte ni las innovaciones discursivas ni la ambigüedad del desenlace (1992: nota 9, 296).

261
intelectual” como para se plantee su continuidad en esta “peregrinación a través de la
desgracia y pesimismo”, aniquiladora incluso de “la poesía del sentimiento” (Altamira,
Reposo 203-204). Incapaz de curarse en la tentadora ciudad, decide pasar una
temporada en casa de su tío, un hombre culto y justo que vive felizmente en tierras
levantinas en las que ejerce de terrateniente. Aunque en un primer momento el
intelectual se abandona a un estado de placidez, relajación y olvido que se asemeja al
tan ansiado nirvana, las necesidades sociales del pueblo acaban por despertar su
curiosidad y su conciencia crítica, momento en que se da cuenta de que, pese al desgaste
físico y el agotamiento mental, no puede negarse a su destino de martirio. 263 Al fin y al
cabo, tan perjudicial es el vértigo del movimiento que seduce en la Corte264 como las
inquietantes meditaciones a solas, inseparables de la idiosincrasia de su espíritu
(Altamira, Reposo 243). Por este motivo, sus preocupaciones no pueden explicarse
como simples irritaciones de neurasténico afectado de la “fiebre americana” (Ib. 294),
pseudopatología degenerativa causada por el “movimiento cada vez más acelerado de la
vida” (Altamira, Psicología y literatura 49) mediante la cual el terrateniente pretende
clasificar el carácter de su sobrino.

263
La imposibilidad de conformarse con el olvido tiene en Reposo una razón práctica, el imperativo de la
lucha social. Sin embargo, aunque Antonio Azorín no muestra una defensa tan decimonónica de esta,
tampoco consigue alcanzar la paz en la reclusión y el aislamiento. Por otro lado, Juan, el protagonista de
Reposo, aunque conoce la región en compañía de la autoridad local y moral que es su tío, nunca deja de
ser un personaje conocido, anonimato del que sí se enorgullece Antonio Azorín: “Azorín se marcha.
Azorín, decididamente, no puede estar sosegado en ninguna parte, ni tiene perseverancia para llevar nada
a término. (…) Por eso se marcha repentinamente de este pueblo, sin motivo ninguno, como se marchará
luego de otro cualquiera. Él aquí era casi feliz; vivía tranquilo; no se acordaba de periódicos ni de libros.
Y lo que es el colmo de la tranquilidad, hasta no tenía nombre. Aquí nadie le conocía como borrajeador
de papel, ni siquiera como un simple Antonio Azorín. Y esta es una profunda lección de vida, porque esto
significa que el pueblo, o sea el público grande, sano, bien intencionado, no estima el sacrificio y la
melancolía torturada del artista, sino la jovialidad, la limpieza, la simplicidad del alma. De este modo aquí
Sarrió lo era todo -y lo sigue siendo- mientras Azorín no era nada; o mejor dicho, si algo figuraba era
como amigo de él, como acompañante del hombre bueno, como un sujeto cuyo único mérito consiste en ir
constantemente con otro meritísimo. Por eso en este pueblo, para designar a Azorín, decían: El que va con
Sarrió…” (Martínez Ruiz, Antonio Azorín 167).
264
Así de demoníaca describe la corte a un joven del campo que aspira a marcharse a la capital para
conquistarse un nombre. Juan le aconseja que permanezca en el campo gozándose de su medianía. Este
mismo consejo le había dado a Segundo García el político que acude a Vilamorta a curarse de su
enfermedad: “¿Quiere usted oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene usted ambición, aspiraciones
y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero hacer a usted un favor comunicándoselos ahora. No sea
usted tonto; quédese usted aquí toda su vida; ayude a su padre, héredele el bufete y cásese con esa
muchachota tan frescota de Agonde…” (Pardo Bazán, El Cisne, cap. X); “Te engañas, no sabes lo que es
la lucha aquella. Es como una máquina enorme, de engranajes muy complicados. Si te dejas coger un
dedo, te arrebata y te destroza entre los dientes de sus ruedas. Ya no sales de allí. El vértigo mismo del
movimiento te seduce (…) No, no desees cambiar de vida. Tu padre está en lo cierto. Sigue aquí; herédalo
en el cuidado de vuestras tierras. Conténtate con la dorada medianía que gozáis” (Altamira, Reposo 74).

262
- Ya ha visto usted que pueden más las condiciones de mi carácter que los
remedios aplicados.
- Te engañas, te engañas –afirmó el anciano-. Haces mal en precipitarte. La
Naturaleza es infalible. Acaba por curar siempre. Es cuestión de tiempo, de
constancia…
- Para los que llevan en el fondo de su espíritu el germen del reposo, sí –contestó
Juan-. Pero para los inquietos como yo, no. La más leve cosa turbará siempre
nuestro sosiego.
- ¡Pero ese Madrid te va a matar!
- ¡Quién sabe! Tal vez, para los que son como yo, la vida es lucha y el descanso
la ilusión de los instantes de desfallecimiento (Altamira, Reposo 291).265

4.7.3. La agonía del artista plástico.

La multiplicación de los relatos protagonizados por artistas en la literatura


española finisecular se explica por la confluencia en esta época de una serie de
circunstancias sociales y estéticas muy particulares.
Como planteamos en el primer capítulo, la profesión del artista plástico va ligada
a una serie de condicionantes que no se encuentran en otras artes, como la literatura o la
música. Obligado a enajenar su obra, esta se valora según los parámetros de unicidad y
originalidad, lo que para Tomás Ferré (1998) supone un refuerzo de la individualidad
artística sobre la materialidad de la sociedad burguesa.266 Por otro lado, la valoración y
exposición de un objeto único debe convivir en el fin de siglo con el comienzo de la
reproducción material de dicho objeto para su consumo burgués. La hasta ahora
265
Esta idea del reposo como una ilusión ficticia reaparece de nuevo en Psicología y literatura (1905): “el
ideal, el reposo, la calma, son vanas quimeras, hijas de un desfallecimiento momentáneo (…) la
inquietud, la intranquilidad, y la fiebre son los signos de la acción, que fecunda la vida y la lleva adelante,
entre quejas y desilusiones” (61).
266
“No es extraño que la novela de artista multiplicase su población relativa en el último cuarto del siglo
XIX y tampoco que hubiera una deriva desde el protagonista-poeta hacia el protagonista-pintor. Hay
también en esto último un signo de individualidad (…) el artista plástico enajena su obra (…) Se trata del
único caso en que el resultado de la imaginación es, exactamente, un objeto material (…) La unicidad es
la condición intrínseca de la materialidad de la obra del arte plástico. Como consecuencia, la originalidad
deviene uno de sus valores fundamentales (…) En los momentos, pues, de máxima necesidad de cambio
de la sociedad burguesa, de mayor exigencia de evolución de unas estructuras que apenas seguían
respondiendo a la profunda necesidad de colectivización del individualismo, es decir, de extensión masiva
de valores de unicidad, materialismo, originalidad, enajenación de los productos del trabajo,
multiplicación de los objetos de la vida… la novela de artista se expandió como expresión
particularmente oportuna de los anhelos comunes de los individuos, y privilegió al artista plástico como
representante especial de esa individualidad colectiva que se reclamaba” (Tomás Ferré 1998: 85-86).

263
exclusiva producción artística deviene en un adorno casero, urbano pero sobre todo,
cotidiano, lo que conlleva la fluctuación del valor del diseño original y la difuminación
de la siempre inestable frontera entre el arte y la artesanía, las exposiciones públicas y el
coleccionismo privado.
Se produce así un conflicto de intereses en la presentación del propio artista. Por
un lado la multiplicación del objeto artístico y la moda por este le permiten beneficiarse,
en el caso de que llegue a conseguir cierta popularidad, de una cierta estabilidad
económica que puede consolidar a través de un trabajo relativamente mecánico, por
ejemplo, el de pintor de retratos. Sin embargo, esta estabilidad le acerca demasiado a la
regularidad de sus clientes burgueses, quienes, por otro lado, persisten en su esperanza
de encontrar en el artista un cierto toque moderado de comportamiento extravagante,
sinónimo según la visión tradicional de este, de genio y originalidad. El objetivo del
artista será la conciliación de su inserción en la maquinaria capitalista con la realización
del Ideal u Obra Maestra que satisfaga su aspiración personal.
La síntesis modernista de las artes, la búsqueda del goce estético con fines
sensitivos y espirituales y sobre todo, el reencuentro con la imagen tradicional del
artista como un moderno Pigmalión, enamorado egoísta de la Belleza, enfermo por no
encontrarla e incapaz de materializarla en la Obra, poblarán un tipo de narración
finisecular que buscará en los precedentes franceses conflictos comunes con los que
sentirse identificados y admirar como referencias. De este modo será en esta época
cuando la literatura española tome de las novelas de Balzac, Goncourt o Zola, por citar
sólo los más representativos, no sólo la trayectoria e ilusiones del escritor o la
enfermedad de este, sino también tratamientos ya específicos de las relaciones entre la
modelo y la amante, la obsesión por el desnudo o la locura imaginativa en su vertiente
plástica. Se actualiza así un tema que en los relatos precedentes había sido tratado de
forma ocasional, secundaria o desde los tópicos más tradicionales. En todo caso, pese a
este tratamiento específico, el artista plástico adolecerá a menudo de las inquietudes del
escritor, erudito o intelectual, tales como la introspección, la abulia y la pereza.

264
4.7.3.1. La abulia del pintor. Camino de perfección de Pío Baroja (1902).

Fernando Ossorio, el protagonista de Camino de perfección. Pasión mística


(1902) de Pío Baroja comparte en gran medida la búsqueda espiritual de Antonio
Azorín en La voluntad. El protagonista barojiano huye del ambiente urbano para iniciar
un peregrinaje físico y espiritual por las ciudades y pueblos castellanos, tierras
desoladas que le ayudarán a reinterpretar el misticismo teresiano desde una perspectiva
finisecular.
Al contrario de lo que ocurrirá en La Quimera de Pardo Bazán (1903) los
intentos de autoconocimiento del protagonista suponen un progresivo abandono de la
actividad artística hasta que con el nacimiento del hijo y el triunfo de lo natural la
primera ocupación queda casi olvidada. De hecho, a medida que remite su excitación y
abandona su obsesión por el trabajo cerebral, Ossorio se ve incapaz de reproducir la
figura humana, anatomía que había sido su objeto de estudio desde su etapa de
estudiante (Baroja, Camino de perfección 8). Así pues, para cumplir el encargo del
retrato de su prometida debe recurrir a la falacia fotográfica, mentira plástica que, sin
embargo, logra pasar como obra de arte. A partir de entonces, sus pinturas se reducirán
a apuntes de paisajes cotidianos que, desde su nueva y moderada sensibilidad, pueden
ser interpretadas como proyecciones y reflejos de la deseada atonía.

El retrato no me sale por más que trabajo, y podría ser una cosa bonita. La figura
esbelta de Dolores, vestida de negro, se destaca admirablemente sobre la tapia
verde, picoteada de puntos blancos, llena de manchas oscuras de las goteras. He
recurrido a un expediente, dentro del arte, vergonzoso; le he pedido a mi amigo
el fotógrafo la máquina y he hecho dos retratos: uno de Dolores y otro de su
madre, y un grupo de toda la familia. Después los he iluminado con una mezcla
de barniz y de pintura al óleo. Un verdadero crimen de leso arte. Han parecido
mis retratos verdaderas maravillas.
Lo que he hecho con gusto ha sido un apunte que me ha resultado bastante bien:
el suelo, de ladrillos rojos; las gradas, verdes; las manchas rojas de los geranios
en flor sobre la tapia, y encima de esta el cielo azul con estrías doradas, y la
espadaña medio caída y ruinosa. Hay en este apunte algo de tranquilidad, de
descanso. No me podía figurar el reposo, la dulzura de estos crepúsculos
(Baroja, Camino de perfección 241-242).

265
La percepción subjetiva, sensitiva y estética del protagonista condiciona en
realidad todas las presentaciones del paisaje emotivo que encontramos en la novela. Al
fin y al cabo, este paisaje funciona como correlato objetivo del alma agónica de Ossorio,
su recreación en el dolor y en el constante análisis de su sufrimiento (Ordóñez García
148).

Fernado se echó allá, a la sombra, y descansó un par de horas. Sentía un terrible


cansancio que no le dejaba discurrir con gran satisfacción suya, y al mismo
tiempo una vaguedad y laxitud grandes (…) Se veía el pueblo sobre una loma.
Por encima de él, nubes espesas y plomizas formaban en el horizonte una alta
muralla, encima de la cual parecían adivinarse las torres y campanarios de
alguna ciudad misteriosa, de sueño.
Aquella masa de color de plomo estaba surcada por largas hendeduras rojas que
al reunirse y ensancharse parecían inmensos pájaros de fuego con las alas
extendidas.
La masa azulada de la sierra se destacó al anochecer y perfiló su contorno, línea
valiente y atrevida, detallada en la superficie más clara del cielo.
Oscureció; lo plomizo fue tomando un tono frío y gris; comenzó a oírse a lo
lejos el tañido de una campana; pasó una cigüeña volando (Baroja, Camino de
perfección 60).

Si nos centramos sólo en su faceta artística más evidente, se refuerza la


caracterización como héroe decadente que Plata (2009) atribuía a Ossorio. 267 El mismo
personaje se define a sí mismo desde las categorías lombrosianas, esto es, como
portador de una histeria procedente de su herencia degenerativa (Baroja, Camino de
perfección 9-16). Si estos factores condicionan su temperamento y este, según el

267
En su estudio acerca de la caracterización de Ossorio como decadente reconoce su deuda con Manuel
Sol y su libro Contexto, estructura y sentido de Camino de perfección de Pío Baroja (1985). Conviene
matizar que Ossorio no se comporta según el tipo más superficial del decadente del cual Pío Baroja se
había burlado ya en Figurines literarios (1899). En este ensayo señalaba como rasgos distintivos del
decadente, su “larga y sedosa melena”, “sonrisa sardónica y mirada impasible”, su manera de hablar
“poco, pausado y sin acento”, la afición al arte japonés, Annunzio, Botticelli, placeres satánicos y demás
voluptuosidades macabras, etc. Ossorio responde al aspecto más trascendental de todos los snobs allí
descritos (simbolista, irónico, fuerte, humilde), en el que prima la alianza del sufrimiento y el autoanálisis
conducente a encontrar el placer en el dolor, tema al que Pío Baroja también había dedicado su tesis
doctoral (1896): “Sufrir, ayuda a pensar. La sombra del dolor sigue a la inteligencia como al cuerpo, y así
como a raza superior, y a superior tejido corresponde mayor capacidad para sentir dolores, así también a
cerebro más perfeccionado corresponde más exquisita percepción del dolor. Tanto es así, que el cerebro
del intelectual es un cerebro hiperestésico e hiperalgésico” (Baroja, Sufrir y pensar 1899).

266
razonamiento común a Schopenhauer, forma su imagen del mundo, se explica entonces
la recreación en el silencioso sufrimiento que se trasluce en su única obra expuesta,
propia de un arte “finamente torturado” (Ib. 8), o en el impacto que le produce la
contemplación del Entierro del conde Orgaz del Greco en Toledo, ciudad que asume el
misterio de las ciudades eternamente muertas, como Brujas o Venecia. En su caso el
arte religioso no le proporcionará un paréntesis en el dolor de la voluntad sino que dará
lugar a impactos emocionales o epifanías, reforzadas por un concepto sensualista de la
religión católica (Ib. 131-132).

El Enterramiento del conde Orgaz, apenas se veía; una luz débil señalaba
vagamente las figuras del cuadro. Ossorio completaba con su imaginación lo que
no podía percibir con los ojos (…) En hilera colocados, sobre las rizadas
gorgueras españolas, aparecieron severos personajes, almas de sombra, almas
duras y enérgicas, rodeadas de un nimbo de pensamiento y de dolorosas
angustias. El misterio y la duda se cernían sobre las pálidas frentes.
Algo aterrado de la impresión que le producía aquello, Fernando levantó los
ojos, y en la gloria abierta por el ángel de grandes alas, sintió descansar sus ojos
y descansar su alma en las alturas donde mora la Madre rodeada de eucarística
blancura en el fondo de la Luz Eterna.
Fernando sintió como un latigazo en sus nervios, y salió de la iglesia (Baroja,
Camino de perfección 126-127).

En su arte plasmará su propio vaivén entre una fe infantil y acogedora y un


descreimiento posterior que, junto a una deficiente educación, lo ha convertido en un ser
degenerado. Prevemos que será esta misma educación la que reciba su vástago, quien
posiblemente se enfrentará en su madurez a la coexistencia problemática de dos formas
opuestas de afrontar la vida similares a las que se enfrentaban en Apolodoro: “Y
pensaba que había de tener cuidado con él, apartándole de ideas perturbadoras, tétricas,
de arte y de religión (…) Él dejaría a su hijo libre con sus instintos (…) Y mientras
Fernando pensaba, la madre de Dolores cosía en la faja que había de poner al niño una
hoja doblada del Evangelio” (Baroja, Camino de perfección 271-272).
Cuando comparamos la caracterización de Ossorio en la anticipación del inicio
de la novela, “El amigo Ossorio”, publicado en 1901, con la versión impresa en 1902,
vemos cómo en esta última se recalca la conversión espiritual del niño durante su

267
infancia. El que antes había sido considerado un portento ahora no llega a ser ni un
mediano estudiante que, sin embargo, “empezaba a ver las cosas claras” ya que “hasta
entonces no había sido más que un badulaque” (Baroja, Camino de perfección 1902, 10-
11). Sustituye entonces esta fe por una afición artística que prescinde de modelos y se
fía sólo de su intuición y memoria, recurso que en general, como vimos en Frenhofer o
en Lantier, solía conducir a la pérdida total de referentes y al desequilibrio estético y
espiritual. En general, Ossorio defiende un arte muy personal que supera en ambición a
otros artistas contemporáneos también en la vanguardia, Rusiñol, Zuloaga o Regoyos.
En la versión publicada en 1902 se refiere a estos para explicar la indiferencia que ha
suscitado su cuadro, colocado en las salas donde se reúne lo peor a ojos del Jurado,
situación similar a la que había sufrido el lienzo de Lantier basado en el cadáver de su
hijo.

Contemplaba yo absorto el cuadro, cuando se presentó Ossorio delante de mí.


Tenía aspecto de viejo; se había dejado la barba; en su rostro se notaban huellas
de cansancio y demacración.
- Oye, tú; esto es muy hermoso -le dije.
- Eso creo yo también; pero aquí lo han metido en este rincón y nadie se ocupa
de mi cuadro. Esta gente no entiende nada de nada. No han comprendido a
Rusiñol, ni a Zuloaga, ni a Regoyos; a mí, que no sé pintar como ellos, pero que
tengo un ideal de arte más grande, me tienen que comprender menos.
- ¡Bah! ¿Crees tú que no comprenden? Lo que hacen es no sentir, no simpatizar.
- Es lo mismo.
- ¿Y qué ideal es ese tuyo tan grande?
- ¡Qué sé yo! Se habla siempre con énfasis y exagera uno sin querer. No me
creas; yo no tengo ideal ninguno, ¿sabes? Lo que sí creo es que el arte, eso que
nosotros llamamos así con cierta veneración, no es conjunto de reglas, ni nada;
sino que es la vida: el espíritu de las cosas reflejado en el espíritu del hombre. Lo
demás, eso de la técnica y el estudio, todo eso es m…
- Ya se ve, ya. Has pintado el cuadro de memoria ¿eh? sin modelos.
- ¡Claro! Así se debe pintar. ¿Que no se recuerda, lo que me pasa a mí, los
colores? Pues no se pinta (Baroja, Camino de perfección 1902, 13).

268
Aunque el peregrinaje de Ossorio le alejará de forzar aún más este desequilibrio,
resulta interesante observar cómo en su primera obra, titulada Horas de silencio, la
sobriedad realista se presenta de una manera simbólica que va más allá de la insinuante
denuncia social para transmitir la misma sensación de soledad, rendición y aura
melancólica que envuelve a los personajes de esta época. En el cuadro de 1901 se
representa en una humilde habitación a dos muchachos sentados en un sofá, vestidos de
negro, junto a dos niñas de diez a doce años. Por la ventana, los tejados y humo de las
chimeneas. Se dice que está “mal pintado, con sólo tres colores”, pero que trasmite una
atmósfera “de sufrimiento contenido, una angustia, un dolor tan vagos, que producía
una impresión de pena por el autor.” Los jóvenes enlutados, “frente a la vida y el
trabajo de una gran capital, dan miedo”; en sus caras “alargadas y aristocráticas” se
adivina “una pasada existencia de refinamiento.” Culmina la descripción diciendo que
“se comprendía que en el cuarto triste, se habían desarrollado escenas de una desgracia
punzante: se adivinaba además en la lontananza una terrible catástrofe.” Veamos ahora
la versión del cuadro en 1902:

El cuadro representaba una habitación pobre con un sofá verde y encima un


retrato al óleo. En el sofá, sentados, dos muchachos altos, pálidos, elegantemente
vestidos de negro y una joven de quince o diecisiéis años; de pie, sobre el
hombro del hermano mayor, apoyaba el brazo una niña de falda corta, también
vestida de negro. Por la ventana, abierta, se veían los tejados de un pueblo
industrial, el cielo cruzado por alambres y cables gruesos y el humo de las
chimeneas de cien fábricas que iba subiendo lentamente en el aire. El cuadro se
llamaba Horas de silencio. Estaba pintado con desigualdad, pero había en todo
él, una atmósfera de sufrimiento contenido, una angustia, algo tan vagamente
doloroso que afligía el alma.
Aquellos jóvenes enlutados, en el cuarto abandonado y triste, frente a la vida y al
trabajo de una gran capital daban miedo. En las caras alargadas, pálidas y
aristocráticas de los cuatro, se adivinaba una existencia de refinamiento, se
comprendía que en el cuarto había pasado algo muy doloroso; quizás el epílogo
triste de una vida. Se adivinaba en la lontananza una terrible catástrofe: aquella
gran capital con sus chimeneas, era el monstruo que había de tragar a los
hermanos abandonados (Baroja, Camino de perfección 1902, 12-13).

269
En esta última versión se ofrecen más detalles del cuadro y se modifican algunos
elementos: entre el sofá verde y un retrato al óleo se sientan los dos muchachos y una
joven de quince o dieciséis años. La única niña representada aparecerá apoyándose en
su hermano mayor. La jerarquía y dependencia mutua entre ellos queda así más
remarcada, especialmente con la transformación de una de las niñas en una adolescente.
Responsable de la pequeña, queda a su vez bajo la protección y mando de los dos
hermanos, una posición realmente mucho más incómoda y limitada que la de la niña.
Todos ellos bajo la sombra del retrato, presumiblemente del finado, se colocan en una
pose más habitual en el retrato que la de la versión de 1901. Se mantiene la imagen de
fondo de la ciudad moderna, aunque se recrea un poco más el aspecto inhóspito de esta:
industria, cielo cruzado de alambres, cables gruesos, chimeneas de cien fábricas… El
mensaje se refuerza en la versión de 1902: ahora no sólo se adivina “en lontananza una
terrible catástrofe” sino que se ve directamente la capital con sus chimeneas, un
monstruo que engullirá este retrato que homenajea y vislumbra la desmembración de la
unidad de los cuatro hermanos en ese “epílogo triste de una vida”.
En lugar de emitir un juicio negativo -el cuadro estaba “en general mal pintado”
(1901)-, se habla ahora de una ambigua “desigualdad”, consciente o no, que mantiene la
atmósfera de sufrimiento contenido. Sin embargo, en la versión de 1902 la perspectiva
cambia: si en la de 1901 el sufrimiento, la angustia y el dolor “producía una impresión
de pena por el autor”, en la de 1902 se omite este comentario compasivo y
condescendiente hacia el autor del cuadro. En su lugar, se mantiene la perspectiva del
espectador y de los sentimientos que la obra evoca en él, “una angustia, algo tan
vagamente doloroso que afligía el alma”, un tipo de recepción emotiva, coincidente
implícitamente con la del artista, que se repetirá, como vimos, en la descripción
paisajística.
La frialdad lacerante del cuadro resume en realidad el ideal de vida del Ossorio
urbano, fusión decadente de vida ascética y sexualidad animal.

El ideal de su vida era un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre


cristalino, con una claridad blanca, sin un sol bestial; la mujer soñada era una
mujer algo rígida, de nervios de acero, energía de domadora y con la menor
cantidad de carne, de pecho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento
sexuales (Baroja, Camino de perfección 37).

270
El deseo carnal se hace así incompatible con la mujer ideal, encarnada en la
misma mujer pálida y enlutada que atraía al protagonista de Diario de un enfermo. Esta
mujer, delgada, enfermiza y ojerosa representa la fantasía cerebral o imaginativa, “que
le ocasionaba dolores ficticios y placeres sin realidad” (Baroja, Camino de perfección
20-21), justamente lo opuesto a su tía Laura, mujer de aspecto indefinido y neutro que
responde a la encarnación de la amante sexual.268 Su naturaleza lujuriosa, violenta y
sádica que recuerda a Emma Valcárcel de Su único hijo, termina por hacer enfermar a
Fernando quien, después de sufrir durante un tiempo alucinaciones y distintos dolores,
decide marcharse de Madrid. Tras esta mujer fatal se encontrará con la oportunidad de
realizar el sueño de todo héroe decadente de la estirpe de Des Esseintes, la posesión
física, en parte idealizada y en parte pornográfica, de una adolescente. Sin embargo, es
ante la visión de su faz pálida, con “una palidez de muerto, que doblaba la cabeza como
un lirio tronchado” cuando comienza a recuperar la conciencia de su propia
espiritualidad y reinicia el camino hacia el equilibrio de sí mismo (Baroja, Camino de
perfección 163-164). Esta renuncia al aristocratismo moral y estético le animará a
depositar su voluntad y sensibilidad artística, sin trauma alguno, en manos de su mujer.

El madrileñismo mío, más fingido que otra cosa, porque yo nunca tuve
entusiasmo por Madrid, le indigna.

268
El movimiento de caderas de Laura era “hombruno por lo violento”, “ásperamente sexual, excitante
como la cantárida” (Baroja, Camino de perfección 35). La atracción sexual del decadente, hombre débil y
afeminado, por los seres andróginos se ejemplifica en el prototipo de todos ellos, el protagonista de À
rebours: “Era Miss Urania, una americana de cuerpo bien plantado, piernas ágiles, brazos de hierro y
músculos de acero (…) Poco a poco, a medida que la iba observando, empezaron a surgir en su mente
extrañas y singulares fantasías. La progresiva admiración que sentía por su agilidad y su fuerza, le llevó a
imaginar que se estaba produciendo en ella un artificial cambio de sexo; la gracia y los remilgos de sus
gestos femeninos se iban difuminando cada vez más; mientras que aparecía en su lugar el encanto ágil y
vigoroso de un macho (…) A fuerza de reflexionar sobre estas comparaciones, llegó a sentir la impresión
de que él mismo se estaba afeminando, y esto le hizo desear con más anhelo la posesión de esta mujer,
soñando, como una adolescente clorótica, con llegar a encontrarse entre los brazos de un hercúleo
mocetón que la pueda destrozar de un apretón” (Huysmans, A contrapelo 233). Por otra parte la
descripción de Laura desnuda con el solo adorno de una cinta en el cuello podría remitir al provocativo
cuadro de la Olimpia de Manet (1863): “Estaba despechugada; por entre la abertura de su bata se veía su
pecho blanco, pequeño y poco abultado, con una vena azul que lo cruzaba; en el cuello, tenía una cinta
roja con un lazo (…) fue dejando la ropa en el suelo y apareció sobre el montón de telas blancas su cuerpo
desnudo, alto, esbelto, moreno, iluminado por la luz de techo y por las llamaradas rojas de la chimenea.
La cinta que rodeaba su cuello parecía una línea de sangre que separaba su cabeza del tronco. Fernando la
cogió en sus brazos y la estrechó convulsivamente, y sintió en la cara, en los párpados, en el cuello los
labios de Laura y oyó su voz áspera y opaca por el deseo” (Baroja, Camino de perfección 39).

271
- Después de todo –le digo yo-, crea usted que es lógico que la gente del pueblo,
la gente ordinaria, trabaje para nosotros los elegidos, porque así se forma una
casta superior directora, que puede dedicarse al arte, a la literatura.
- Vamos, que vivan los zánganos y que trabajen las abejas.
- Usted no debe decir eso.
- ¿Por qué? ¿Cree usted que soy zángana? Pues soy abeja
(Baroja, Camino de perfección 243).

Algunas veces, en la misma placidez y tranquilidad de su alma le inducía a


analizarse, y al ocurrírsele que el origen de aquella corriente de su vida y amor
se perdía en la inconsciencia, pensaba que él era como un surtidor de la
Naturaleza que se reflejaba en sí mismo y Dolores el gran río adonde afluía él
(…) Fernando comprendía entonces, como no había comprendido nunca, la
grandeza inmensa de la mujer, y al besar a Dolores, creía que era el mismo Dios
el que se lo mandaba; el Dios incierto y doloroso, que hace nacer las semillas y
remueve eternamente la materia con estremecimientos de vida
(Baroja, Camino de perfección 261).

4.7.3.2. La búsqueda de la Obra Maestra estética y vital. La Quimera de Emilia


Pardo Bazán (1903).

Tal y como ha estudiado con detalle Yolanda Latorre (2002b), las referencias
artísticas son observables en toda la obra de Emilia Pardo Bazán, sobre todo en sus
últimas novelas, en las que se esfuerza por adaptar su narrativa realista a la
omnipresencia de la moda estética. A esta habrá que añadir la inserción de reflexiones
sobre la recurrencia mística en las corrientes finiseculares, presente como veremos en
La Quimera, pero también en el resto de las novelas de su última manera espiritual,
como La sirena negra (1908) o Dulce dueño (1911).
La recreación de ambientes artísticos y de personajes hiperestésicos es un tema
común también en otras novelas, como El saludo de las brujas (1899), o en varios de
sus relatos breves. En la primera, por ejemplo, se narra la relación conflictiva entre una
joven educada por un famoso pintor y un futuro heredero de un hipotético país de
Europa del Este. Más allá del conflicto amoroso, se destaca el ambiente artificial,
síntesis de varias artes, del estudio de pintor. A diferencia del estudio romántico,

272
plagado de referencias históricas, o del realista, como el Atelier de Courbet (1855) o
incluso de la relativa síntesis de ambos como es el de Horacio en Tristana, Viodal
sorprende al visitante con un espacio alegórico que representa los cuatro elementos y
para cuya recreación combina las artes tradicionales con las últimas tecnologías, como
por ejemplo, la instalación de un ascensor hidráulico. El lujo se despliega en jardines
imposibles y exóticos, una gruta iluminada con animales marítimos, una pajarera con
aves del todo el mundo y el toque ecléptico de una chimenea gótica (Pardo Bazán, El
saludo de las brujas, cap. IV). Veamos por ejemplo la representación de la tierra,
refugio paradisíaco e inventario de adornos que encontraremos de nuevo en los espacios
de Espina Porcel (La Quimera).269

Llenaba este frente de cristales las dos terceras partes de la altura total de la
pared; y la restante la cubría una intrincada espesura de arbustos, plantas raras y
flores de invernáculo, agrupadas con tal arte y tan bien cuidadas en verano y en
invierno, que remedaban, en su gracioso y estudiado desorden, un rincón de
comarca paradisíaca. Las geométricas araucarias descollaban entre las libres
enredaderas; las gloxinias florecían bajo las palmeras lustrosas; los helechos
flotaban a guisa de verdes plumajes, flexibles y recortados por una tijera fina;
los hibiscos de la China abrían sus cálices rojos como heridas enormes; los
heliotropos embalsamaban el aire; y los tulipanes holandeses erguían su copa
esmaltada de colores duros. Del centro del macizo surgía un obelisco de bronce
y lapislázuli, rematando en un globo de porcelana que representaba el mundo,
con las montañas en relieve. Ese costado del taller se llamaba la tierra (Pardo
Bazán, El saludo de las brujas cap. IV).

269
En La Quimera además, Pardo Bazán intenta describir el interior modernista desde la mirada plástica,
estética y espiritual, de su protagonista, el pintor Silvio Lago: “Rendida por el calor, Espina se pasaba las
mañanas y las primeras horas de la tarde sin salir, reclinada en su meridiana favorita, de forma griega,
amplia como un lecho, revestida de telas blancas, incesantemente renovadas, de cubrepiés de encaje, de
almohadillas minúsculas, copos de espuma que la envolvían en el aleteo de un bando de palomas. Delante
de la meridiana, una mesita inglesa, de bronce y laca, sostenía refrescos y helados, y otra diminuta mesa,
toda de porcelana de Satsuma, los chismes de fumar y un cacharro persa atascado de jazmines. En el
centro de la rotonda -que rodeaba una serie de columnas con capiteles de piedras raras, ágatas y jaspes
traídos de Italia-, sobre amplia concha de cristal nacarado, pieza rara de Salviati, una gorgona dejaba
escapar de sus fauces, incesantemente, el surtidor de agua helada, y en los ángulos de la habitación, no
muy grande, pulverizadores automáticos y ventiladores eléctricos sostenían temperatura deliciosa. Silvio
no podía menos de complacerse; el contraste era encantador; venía de las calles, polvorientas, trasudantes,
de luz cegadora, aturdidas por el estrépito de coches, carros y ómnibus –los pedestres ómnibus a que
recurría el pintor por no gastar-, y sentía el hechizo de la penumbra, de la frescura, del lujo, del supremo
refinamiento, del silencio, del cuadro compuesto ya…” (Pardo Bazán, La Quimera 420).

273
El poder evocador y aislacionista de los sentidos que inauguraba À rebours
como forma de estetización de la enfermedad naturalista se ejemplifica en relatos como
Los cinco sentidos (1908) o Primavera moderna (1897). En el primero el apego
excesivo a las realidades ficticias conduce al protagonista a pedir la supresión total de
los sentidos con el fin de sustituirlos por las imágenes mentales que había ido
atesorando mientras aún hacía uso de estos.270 En el segundo, la autora se burla de un
decadente por su empeño en ensalzar un universo artificial que sólo le destina la
enfermedad, “el mal indefinible” parisino, y la muerte. La oposición a esta concepción
será la del pintor de Inspiración (1900), enamorado de lo natural y del desnudo
femenino, pero que a diferencia de los pintores de Zamacois o del protagonista de La
maja desnuda (1906), protegerá, conservador, la inocencia del pudor.271
La postura de Pardo Bazán frente a las nuevas corrientes finiseculares es de
curiosidad y cautela. Manifiesta su disgusto por la revalorización estética del
catolicismo, ya que lo considera consecuencia de las conversiones hipócritas de última
hora, y explica las novedades de la época como evoluciones evidentes de la corrupción
naturalista y del rebrote del sustrato romántico manifestado en la revalorización del
spleen y del estudio psicológico que se encontraba en germen en el periodo anterior. En
este sentido la adaptación en sus novelas de algunas características de la estética
decadentista supondrá la experimentación con técnicas y temas narrativas de estas
reconversiones estéticas y éticas de los epígonos del naturalismo zolesco a partir de los
cuales cree ver confirmado su personal y católico naturalismo.
270
“Se le había rodeado de un ambiente tan artísticamente refinado y quintaesenciado, y no concebía
respirar otro (…) Para sus sentidos atesoró Edgard los colores combinados en seductora armonía, los
sonidos que se funden abrazándose y encadenándose, los sabores raros y exquisitos, los perfumes que
hacen desvanecerse de ventura, y la euritmia de las formas artísticas en que la línea es un humo. Y todo lo
tuvo porque el oro proporciona a manos llenas sonidos, sabores y aromas, formas y matices divinos, de
los que hermosean artificialmente el cuadro de la creación.” Cuando se vuelve incapaz de soportar
ninguna sensación y se le suprimen los sentidos afirma que “ahora es cuando, solo y libre mi fantasía, me
finge la hermosura cabal y sin techo, la sensibilidad inagotable…” (Pardo Bazán, Los cinco sentidos III,
56-58).

271
“Al través de la pobre falda de zaraza y del roto casaquillo, adivinó las líneas. Eran seguramente
adorables, delicadas y firmes a la vez, con la pureza del capullo cerrado y la gracia de la juventud, que lo
convertirá pronto en flor gallarda, de incitadora, frescura. La proporción del cuerpo, la redondez del talle,
la elegancia del busto, la gracia de la cabeza, todo prometía un modelo delicioso, de los que no se
encuentran ni pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizá estaba allí la inspiración de la obra maestra! Pero
cuando iba a pronunciar el sacramental: ‘Desnúdate’, el recuerdo de la ola de sangre inundando el rostro,
ascendiendo hasta la frente y las sienes, borrando con su matiz de carmín las facciones, le detuvo,
apagando en su garganta el sonido (…) Y, mientras las mejillas de la niña y a sus sienes virginales subía
otra vez, ante el impúdico y vigoroso ‘estudio’ de la Ménade, la ola de vergüenza, Aurelio, con nerviosa
vehemencia primero, con pulso seguro después, manchaba el lienzo bocetando su cuadro, ‘Pudor’, que le
valió en la Exposición el primer triunfo, una segunda medalla” (Pardo Bazán, Inspiración II, 180-182).

274
La Quimera se publicó por entregas en La Lectura desde 1903 y en volumen en
1905. Pese a haber criticado en La nueva cuestión palpitante el uso indiscriminado de
las biografías de los artistas contemporáneos, en esta ocasión no oculta la existencia de
un referente real en el que se había basado para la caracterización del pintor
protagonista, Silvio Lago. Tras este se escondería el artista Joaquín Vaamonde, amigo y
protegido de la escritora desde 1895 y muerto por tuberculosis en su casa en 1900.
Retratista al pastel como su alter ego, habría tomado de este lo conveniente para
representar el drama interior, mal de aspirar o la quimera moderna consecuencia del
exacerbado individualismo finisecular heredado del Romanticismo.272

… aquel mito griego de la Quimera (…) me sugirió una novela, donde estudié la
aspiración, encarnada en un malogrado pintor gallego, dueño de tales aptitudes y
dotes artísticas, que sin duda, si viviese, llegaría a dominar la técnica y a
formarse una personalidad propia (…) Ya se comprenderá que estoy
refiriéndome a Joaquín Vaamonde, natural de La Coruña, y que en mi novela
basada en la verdad de los sentimientos y de bastantes hechos de la biografía del
artista, lleva el nombre de Silvio Lago [La Quimera, conferencia. Madrid:
Imprenta de los hijos de M. G. Hernández, 1912. 24 y 25. Citado de este modo
por Mayoral (1991: 19)].

A mí me atrajo en primer término el drama interior de su ensueño artístico; y por


eso, lejos de sujetarme a la menuda realidad, no la he respetado
supersticiosamente, adaptando lo externo a lo interno, procedimiento de todos
los que pretenden reflejar la vida moral. No sería fácil aplicar nombres propios a
los personajes de La Quimera, en el sentido que los curiosos exigen; y si asoman
caras conocidas, se las ve tan normales y sonrientes como en visita o en el teatro,

272
“Yo creo descollar entre tus pecados una gran soberbia y un gran personalismo. Es el mal de este
siglo, es el veneno activo que nos inficiona. Usted se ha creído superior a todos, o mejor dicho, desligada,
independiente de todos. Además, ha refinado con exceso sus pensamientos. De ahí se originó su
corrupción. Sea usted sencilla, natural, humilde. Téngase por la última, la más vulgar, de las mujeres. No
veo otro camino para usted, y tampoco habrá penitencia más rigurosa” (Pardo Bazán, Dulce dueño 245).
Este mal de aspirar es prácticamente sinónimo del spleen profetizado por Baudelaire, definido de la
siguiente manera por Pardo Bazán en La literatura francesa. El Naturalismo de 1911 (cap. XI): “Una
aspiración dolorosa hacia la pureza, un anhelo místico, unido a una inmensa tristeza, al asco de la vida; un
borbotar en el charco del libertinaje, llevando, cual los ciegos de su poema, la cabeza siempre levantada,
como si buscase algo en el cielo (…) en él, como en un ídolo recargado de anhelos y sacrificios crueles,
encarnó el hecho nuevo de la generación que venía: la decadencia.”

275
así las pintaba Silvio. (Pardo Bazán, “Prólogo a la novela La Quimera” La
Época [21/09/1903]).

La novela comienza con el encuentro entre Silvio y Minia, compositora


aristócrata que en seguida se siente afín a la sensibilidad del pintor y decide ayudarle a
convertirse en un retratista de moda. Pese al éxito, Silvio vive obsesionado con la idea
de crear una Obra Maestra que lo consagre, objetivo difícilmente realizable por su
reticencia a identificarse con una corriente artística concreta y, en consecuencia, definir
su mirada estética. Desde el punto de vista de Minia el origen del problema es la
ausencia de fe, un vacío que le impide, a su vez, la construcción de una sólida
espiritualidad. A lo largo de la novela vemos cómo el pintor torna su admiración por el
realismo de Courbet al idealizado de Millet, así como sufre una primera y positiva
transformación estética y espiritual en la contemplación del retablo del Cordero místico
de Van Eyck en la catedral de Gante. Después de este viaje regresará enfermo al lado de
Minia quien le cuidará los últimos días de su vida. Minia será testigo entonces de la
segunda y última epifanía: gracias a la arrebatada contemplación de una virgen
flamenca, actualizada en el texto en su doble función religiosa y artística, Silvio logrará
tranquilizar su quimera y apaciguar su espiritualidad (Pardo Bazán, La Quimera 554-
555).

Y vio -al través del velo de la lluvia, que ahora caía mansa, en hilos continuos de
cardado cristal, como las lágrimas que bañan una faz resignada, dolorosa- a su
Quimera, antes devoradora, actualmente apacible, hecha no de fuego, sino de
brumas suaves y de aljófares líquidos, de vapores transparentes y de claridad
atenuadísima; y conformándose, sintióse reconciliado con el universo, con las
Manos que lo guían… Al adormecerse plácidamente las mortales inquietudes,
los hondos espantos; al borrarse la representación del abismo en que caía, Silvio
se quedó sonriente, iluminada la cara por ese reflejo inconfundible, que se
trasluce, atravesando las carnes demacradas y los huesos áridos (Pardo Bazán,
La Quimera 558).

. La búsqueda estética de Silvio Lago se plantea entonces como inseparable de su


formación espiritual. En este sentido Silvio reconoce el extremismo de sus opciones en
dos mujeres prototípicas: la romántica y posteriormente mística Clara Ayamonte y la

276
decadente Espina Porcel, atractiva por “el sumo refinamiento de su existencia”,
“exaltadamente elegante y rematadamente mala” (Pardo Bazán, La Quimera 358). A
través de esta última conocerá la huida en el artificio y en la morfina como una forma de
evasión de la melancolía de la época, un camino para la evocación onírica del ideal con
trágicas consecuencias.

El veneno también destruye el alma. El sentido moral desaparece. Si Lago lo


supiese, comprendería a Espina capaz de todo por engañar el tedio. La ponzoña
que corría por sus venas era la de las civilizaciones avanzadas en su corrupción,
el idealismo prisionero de la materia, el ansia que busca, allende la realidad,
flores del más ancho cáliz, placeres desconocidos… Era la Quimera también, la
Quimera mortal (Pardo Bazán, La Quimera 424).

Y Espina, Espina Porcel, era acaso, en el fondo, más artista que yo. Despreciaba
lo más vulgar: sí, lo despreciaba. Ha muerto de su exaltación artística, de su afán
de vivir de un modo refinado y bello, de agotar el ideal. Ha muerto de no
transigir con las sensaciones comunes y prosaicas. ¡Pobre, pobre María!
(Pardo Bazán, La Quimera 540).

En el personaje de Silvio Lago Pardo Bazán sintetiza la mayoría de las


caracterizaciones literarias del artista, bien negándolas o bien adaptándolas según sus
intereses. De este modo, comparte las exaltaciones del tipo romántico sin ceder por otro
lado a su marginalidad, escoge una apariencia cuidada y refinada, alejada obviamente de
la bohemia -actitud esta última que desprecia por su “pereza milagrera” (Pardo Bazán,
La Quimera 416)-, pero que no llega a encarnar tampoco un verdadero dandismo, ya
que Silvio depende siempre de los gustos burgueses y no sabe manejarlos a su antojo.
Por otro lado, aunque gran parte de su andadura discurre entre Madrid y París, no
disfruta demasiado de su faceta de flâneur ni esta le sirve como fuente de inspiración
sino que, en todo caso, le recuerda su falta de ella.273 Tampoco abusará de la

273
“El antojo de seguir flaneando pudo más, y echó Avenida de la Ópera arriba (…) Desde allí se perdió,
por callejuelas sin fisonomía y sin recuerdos, y embriagado de soledad, recayó hacia el río (…) Y Silvio
siguió adelante, buscaba la Cité, buscaba a Nuestra Señora (…) Se vio deleznable, falso, y sobre todo,
pequeño, inútil, impotente (…) ‘Nunca, nunca.’ Era el efecto aplanador de París; la primera emoción
depresiva de sentirse pequeño entre la muchedumbre. Así como en torno de la paz de aquel atrio, en tales
momentos desierto, percibía Silvio el rumor oceánico de la gran ciudad, notaba también, difuso en el aire,
latente detrás de las paredes de las casas, el esfuerzo enorme, la suma incalculable de trabajo y de

277
introspección emotiva o intelectual ni esta se reflejará en su discurso, por lo general
bastante tradicional, que alterna la narración heterodiegética realista con la inserción de
la autodiégesis a través de cartas o memorias poco innovadoras en su presentación.
Aunque a veces se comporte de manera incomprensible y pese a la referencia
biográfica antes señalada, Pardo Bazán es consecuente con su crítica a Nordau y nunca
presenta a Silvio como un enfermo mental o como un loco. La originalidad y
superioridad de Silvio se explica entonces como una cuestión de grado que conlleva en
su caso un desequilibrio ético y estético pero que no tiene por qué ser explicado en
términos médicos aunque estos en ocasiones subyazgan a las descripciones de sus
sufrimientos. No es esta sin embargo una concesión a Nordau sino un recurso habitual
en las narraciones realistas como lo es la insistencia en el halo de espiritualidad que
acompaña a su agonía por tuberculosis y a la que nos hemos referido ya en varias
ocasiones.274

La compositora le miraba danzar, y, en vez de reírse, experimentaba una especie


de susto. El repentino arrebato de Silvio descubría la nerviosidad mal dominada,
profunda como una lesión orgánica, el desequilibrio de aquel temperamento de
artista. Lo desmedido del júbilo, la imposibilidad de moderarlo, parecíanle a
Minia -idólatra del self-control- síntoma de debilidad. “¿Es lo físico? ¿Es lo
moral lo que se opondrá a que este muchacho de dotes tan extraordinarias llegue
a ser artista completo? ¿O me equivoco, y no sé reconocer en el desequilibrio la

voluntad que en París se gasta para salir a luz, o sólo para ganar la vida” (Pardo Bazán, La Quimera 385-
391).
274
Otro ejemplo común en las novelas de artista es el momento en que el pintor, frustrado ante la
imperfección, decide destruir su obra: “Poco a poco, Silvio, entre toque y toque de color, sintió que le
invadía el despecho, y que por romper la irritante muñeca de fino Sajonia, era capaz de ir a presidio. ‘Soy
un desequilibrado’ -repetía para sí-, estrujando el lápiz. El ímpetu de la destrucción ciega no lo percibía
por primera vez; con relativa frecuencia le asaltaba. La acción no había respondido nunca a la impulsión;
un freno contenía la máquina pronta a descarrilar; sin embargo, Silvio percibía el desorden extravagante
de la insania (…) Y de pronto, un crujido rasgó el aire, Susi dio un chillido y se incorporó, pálida alfil,
porque acababa de ver a Silvio esgrimiendo una navaja. Con ella desgarraba de alto abajo, desde la frente
hasta las rodillas, el retrato de Susi…” (Pardo Bazán, “La Quimera” en La Lectura [1904], 153). En lugar
de escandalizarlo, este violento arrebato regocija al testigo burgués que lo toma como parte de un
espectáculo esperable según la imagen publicitada del artista: “-¡Pero si iba precioso! ¡Qué atrocidad!
¡Una semejanza! ¡Susi, qué lástima! ¿A ti no te parecía muy bonito, di? ¡Estos artistas, qué
impresionables! En fin, a los artistas hay que dispensárselo todo, porque no son como los demás,
¿verdad? ¡El genio, el genio! –añadió espantando los ojos y con un gesto entre reprobador y amabilísimo”
(Ib. 154).

278
marca del genio? ¡Ojalá!” Deseó con piedad inmensa. “¡Dios le dé también el
método, la paciencia, la perseverancia!” (Pardo Bazán, La Quimera 169).

La novedad respecto a la tradición de las novelas de artista prototípicas, como la


de Zola o Balzac, se concreta en la subordinación final de la obra maestra, que no llega
a esbozarse, respecto a la curación espiritual, esta vez sí, gracias a la contemplación
estética. Si bien, como hemos visto, el desarrollo del tema de la imposibilidad de la
materialización del ideal y la perversión de la mirada artística se populariza desde
Balzac, es con La obra de Zola con la que La Quimera mantiene un explícito diálogo
intertextual.275 Pardo Bazán menciona el personaje de Claude Lantier en al menos dos
ocasiones como ejemplo negativo de artista que pierde la razón, un modelo, por tanto,
claramente rechazable. Así lo había entendido también Lombroso, quien veía en Lantier
una ficcionalización del tipo de los mattoidi di genio.276 Si en La Quimera, hablando de
la exposición en el salón de un pintor enemigo de Silvio, se dice “no vayas a estar
soñando algo parecido a lo que cuenta Zola en La obra, y que Solano tiene una chispa
genial…” (Pardo Bazán, La Quimera 301), en el repaso de la novelística de Zola en el
volumen dedicado al Naturalismo en la literatura francesa (1911), Pardo Bazán
comentará que:

275
Respecto a su relación con La Quimera, María Luisa Sotelo Vázquez (1992: 1499) afirma que “no
siempre los modelos literarios actúan sobre un autor como génesis de analogías, pues hay veces en que,
más allá de posibles influencias, el autor propone alternativas o contrastes que tienen como punto inicial
de referencia el modelo aunque el resultado final puede ser bien distinto, tal es el caso de La Quimera
(1903) de Emilia Pardo Bazán con respecto a La obra (1886) de Emilio Zola.”
276
La cita exacta es la siguiente: “Il celebre pittore Diefenbach riproduce completamente il tipo de
mattoide di genio che fantasticó Zola nell’Oeuvre” (Lombroso, L’uomo di genio 1888, 388). Otro tipo de
mattoide es Antonio José Wiertz (1806-1865), ejemplo tanto para Lombroso como para Pardo Bázán de
artista demente: “Così il Wiertz diventa da geniale un pazzo assurdo a furia di ingrandire le immagini dei
suoi quadri. Vuol scegliere temi assolutamente antiestetici: un capo decapitado, pensieri di un decollato”
(Lombroso, L’uomo di genio 1888, 386); “Pero después de ser esclavo algún tiempo de la individualidad
ajena, Wiertz, que deliraba por triunfar -¡como tantos, ay de mí!- quiso aislar la propia (…) tenía pupila y
carecía de cerebro… según dicen ahora. Y nuestro Wiertz se echó a inventar símbolos y embadurnó
lienzos, algunos colosales, llenos de extravagancias socialistas y pacifistas (…) Todo ello parece pintado
al fresco, a borrones desteñidos. Arrastrado por su delirio, Wiertz llegó a embadurnar cosas tan horribles
y tan macabras, que no se enseñan sino a quien las quiere ver por un agujero, practicado en un cierre de
tablas que oculta el espantajo (…) Aquí tiene usted a Wiertz, a un hombre con innegable talento, con
facultades de primera. Además, este hombre no era un mercader; tenía corazón de artista, aspiraba con
infinita ansia. No se contentaba con seguir huellas. No era, sin embargo, capaz de pintar como un genio, y
pintó como un loco raciocinador” (Pardo Bazán, La Quimera 461-462). En el capítulo XII de La
literatura francesa. El Naturalismo (1911), comparará la evolución de este pintor, sus alegorías sociales o
pintura de ideas con el plan de los Rougon-Macquart fundado sobre las doctrinas de Taine.

279
Representa Nana, en la serie de los Rougon Macquart, la herencia de vicio y
lujuria, como el Claudio Lantier de La obra la transformación de la neurosis en
genio, y Sergio Mouret en misticismo- pues la neurosis es, a decir verdad, un
comodín (…) A Germinal sigue La obra. Es la novela de un pintor genial, de un
degenerado superior, que no acierta a producir la obra maestra soñada; de quien
el público hace befa en la Exposición, comentando con carcajadas mofadoras su
envío, y que, desesperado de su impotencia, se ahorca. Hay en la lucha del pintor
algo de simbólico; Zola asoma en aquellas páginas, defendiendo su propio
litigio. Después aparece La Tierra, novela de costumbres labriegas, que merece
párrafo aparte (Pardo Bazán, La literatura francesa moderna. El Naturalismo,
cap. IV).

Sin embargo, Pardo Bazán hace sufrir a Silvio una escena humillante similar a la
que había protagonizado Lantier – Manet en la exposición pública de su Desayuno
cuando se descubre para un pequeño grupo de espectadores el retrato de Espina Porcel.
Las diferencias son, no obstante, obvias: mientras que para Lantier la burla y crítica
hacia su obra reafirman su papel innovador en el París de la época al mismo tiempo que
lo conducen a la obsesión por la obra maestra, el retrato de Silvio se convierte en objeto
de mofa no por el cuadro en sí, sino por su localización, humillante y ridícula, en el
cuarto de una criada. El desprecio se dirige por tanto al pintor, y no a la obra, por lo que
es fácil que las risas se enmudezcan cuando una aristócrata ensalza a ambos, pintor y
obra, haciendo uso de la autoridad social y cultural que se asocia a su persona.

Y franqueada la puerta interior del tocador, se vio, al fulgor de las luces


eléctricas, una especie de ropero, una de esas habitaciones útiles, cubiertas de
armarios de barnizada y sólida madera, y en un rincón, medio tapado por los
armarios que proyectaban sombra, entre una fotografía de jockey y un calendario
-evidentemente el museo de la doncella-, el encantador pastel primaveral, el
busto de Espina surgiendo del ideal boscaje de rosas, al parecer, recién cortadas.
Hubo un instante de embarazoso silencio. La intención despreciativa que
semejante colocación revelaba era patente. Al fin, uno de los galancetes rompió
a reír, y los demás le hacían coro, cuando la voz de la Pirineos se alzó,
dominando la explosión burlona (Pardo Bazán, La Quimera 507).

280
El reencuentro con lo espiritual a través del detallismo simbólico y trascendental
cristiano del tríptico de Van Eyck no implica necesariamente que Silvio escoja el
Prerrafaelismo como opción final de su estética, tal y como se suele defender desde el
pionero trabajo de Whitaker (1988).277 Frente a la opinión de Castelar, Pardo Bazán sí
se muestra abierta a esta reinterpretación moderna y un tanto nostálgica de la
espiritualidad cristiana y pone en boca de Silvio Lago críticas halagadoras hacia Jean
Moreau (Pardo Bazán, La Quimera 413) -admirado también por Des Esseintes
(Huysmans, A contrapelo 176-185)-, cuyo espíritu habría pertenecido, como el suyo, a
las “almas complicadas, pueriles y pervertidas, misantrópicas y candorosas, modernas y
bizantinas (…) almas resonantes por la vibración de las cuerdas polifónicas de sus
nervios” (Ib. 413).
Su simpatía se extiende también a Holman Hunt, Millais y Rossetti, evangelistas
del Arte (Pardo Bazán, La Quimera 479) que pintan devotamente (de Rossetti se dice
que tiene una imaginación católica) (Ib. 482), pulcros y escrupulosos, santos y al mismo
tiempo elegantes y superiores al vulgo (Ib. 480). Sin embargo, cuando habla de su deseo
de iniciar un nuevo cuadro que le permita olvidar su Recolección de la patata, Silvio se
inclina por la síntesis del realismo idealizado de Millet, una técnica que, además, ya
aplicaba de forma habitual en sus retratos. Por otro lado, se trata de la mirada plástica
más acorde a la de la propia escritora, a cuya poética naturalista, matizada por la
tradición realista española y sus creencias católicas, habría añadido la influencia de los
Goncourt, el psicologismo de la novela francesa y de la novela espiritual rusa.278

277
“Estos nuevos pintores (casi todos eran poetas) creían en la reproducción exacta de la naturaleza por
medio de una observación cuidadosa (hasta la última vena de la hoja verde) combinada con temas
religiosos, medievales y arcaicos. El pintor, trabajando en los exteriores, debía mantenerse fiel a su ser
interior, mientras pintaba un escenario, un mito (…) Por último, los prerrafaelistas pensaban que el
espíritu cristiano debía estar presente en cualquier tipo de arte -visual o escrito-; sus pinturas, basadas en
dibujos detallados, contenían un mensaje emocional, tierno, sentimental y alegórico (...) En otras
palabras, el arte para los prerrafaelistas, era el medio a través el cual el hombre podía alcanzar una verdad
metafísica más elevada (…) Desde mi punto de vista, Pardo Bazán vio en el movimiento prerrafaelista
(un fenómeno respetable y bien conocido en 1900) una solución a la enfermedad del fin de siécle
decadente (…) Incluso sus fundamentos estéticos del movimiento –captar mediante la observación, los
detalles exactos, sin soslayar el amplio contexto religioso y espiritual de la vida- se correspondían con el
estilo novelístico de Pardo Bazán. Por último, Pardo Bazán vio en el movimiento prerrafaelista una
alternativa a la industrialización y a los problemas de los grandes núcleos urbanos” (Whitaker 51-53).
278
Oleza repara en que, desde un punto de vista estrictamente plástico, Pardo Bazán no plantea ninguna
opción innovadora, sino más bien lo contrario: “Si la pintura de Fin de Siglo evoluciona de la descripción
a la impresión y después al color emancipado (en la línea de Gaugin a Matisse), o a la emancipación de
las formas y estructuras (en la línea de Cezanne a los cubistas), Silvio Lago se empecina en la primacía
del dibujo y Emilia Pardo Bazán prefiere a Millet sobre Monet y a Moreau sobre Cezanne. Su realismo
idealizado en clave espiritualista estaba claramente desfasado hacia 1905” (2009: 73).

281
Silvio encontraba hermosísima la escena, deliciosa la nota de color; sobre el
prado, las yugadas de los corpulentos, pachorrentos bueyes rojos, los carros
célticos, con sus ruedas macizas, sus cainzas de mimbre negruzco, y
desbordándose de ellas, el rubio colmo de la hierba encendido por un rayo
mugiente de sol y el gañán de pie sobre el carro, dorada también su figura y
recortada sobre el cielo… Raudales de poesía bucólica la brotaban en el alma, y
su sentimiento exquisito le hacía saborear no sólo el cuadro, sino el plañidero
toque de oración, que suspendía la labor campestre.
-El cuadro es más hermoso, porque es religioso, Silvio -observó Minia.
-Sí- respondió el artista-. Es la nota de Millet. No es religioso un cuadro porque
represente a la Virgen o un Cristo; puede representar eso y ser lo más profano
del mundo. Y puede representar esto, unas medas, unos carros… y si uno supiese
traducirlo bien con el pincel, sería no sólo religioso, sino místico.
-Me agrada que lo comprenda usted. Cada barrera de convencionalismo que
usted salva le hará más artista y más hombre.
-Parece que se me han caído de los ojos unas escamas -declaró Silvio- Yo antes
fui esclavo de la naturaleza en su aspecto material. Ahora, sin salir de ella
misma, encuentro tesoros de emoción (Pardo Bazán, La Quimera 530-531).

Silvio desprecia el género de los retratos al pastel porque los considera obras
menores en comparación con la Gran Obra. Sin embargo, como indicamos más arriba,
es en este tipo de cuadros donde desarrolla la idealización que luego quiere aplicar al
paisaje gallego. El pintor se obceca hasta tal punto en el tópico de la Obra Maestra que
no reconoce la genialidad presente en sus retratos en los que a menudo sólo ve una
fuente de ingresos regular, concepción que compartirá el protagonista de La maja
desnuda en su plácido aburguesamiento y sin montar tanto escándalo. Así pues, pese a
que para muchos es un modistillo aventajado (Pardo Bazán, La Quimera 444), almas
sensibles como la de Luz, Minia o Clara reconocen en Silvio la genialidad del retratista
que sabe interpretar el interior del retratado. 279 Ni siquiera Silvio puede negar haber

279
Opinión común a la de Baudelaire: “Le portrait, ce genre en apparence si modeste, nécessite une
immense intelligence. (...) Quand je vois un bon portrait, je devine tous les efforts de l’artiste, qui a dû
voir d’abord ce qui se faisait voir, mais aussi deviner ce qui se cachait. (...) Enfin, quel que soit le
moyen le plus visiblement employé par l’artiste (...) un bon portrait m’apparaît toujours comme une
biographie dramatisée, ou plutôt comme le drame naturel inhérent à tout homme” (Baudelaire, “Le
portrait” Salon 1859, 317-318).

282
conseguido una obra singular en los retratos de Minia, Espina Porcel y sobre todo en el
del doctor Luz.

–Ya lo creo. ¡Cien turnos! Condesa, ruego a usted que se moleste en subir mis
escaleras y ver el retrato del Doctor. ¡He sido tan feliz con ese trabajo! Una
cabeza viril, seria, algo que he podido retratar y no contrahacer… Un estudio
de lo real… Es lo primero de que, en el pastel, estoy menos descontento; lo
único que expondría sin gran bochorno. Minia Dumbría lo pone por las nubes…
y cuidado que Minia es implacable. ¡Y el modelo! De ése sí que estoy prendado.
Nos hemos entendido. Me ha tomado cariño en pocos días. Con él, al fin del
mundo… (Pardo Bazán, La Quimera 231).

La idealización en el retrato va más allá del objeto artístico pues el proceso


afecta también a los principales personajes de la novela siendo el más destacado el que
se aplica sobre su protagonista, Silvio Lago. 280 Además de homenajear a su amigo,
Pardo Bazán compara explícitamente a su protagonista con Van Dyck, al que se
asemejaría en rostro y en formación retratista, e indirectamente al poeta Rodenbach,
autor de la popular Brujas la Muerta - citado además en La Quimera (483)-, a quien
Lucien Levy-Dhurmer retrata hacia 1895 con el mismo aire de melancolía que la autora
insinúa en Silvio. Consciente de los parecidos Silvio se aplica a sí mismo la técnica
idealizadora de sus retratos, se cuida de acentuar la semejanza física con el primero y de
aprovecharse, hasta cierto punto, de la atracción que su aspecto delicado tiene sobre las
mujeres, circunstancia común a Antonio Reyes en una Medianía y en general habitual
en todos los artistas desde los primeros relatos analizados.

Minia le observó. Era todavía más juvenil que de veintitrés la cara oval y algo
consumida, entre el marco del pelo sedoso, desordenado con encanto y salpicado
en aquel punto de hojitas de acacia. El perfil sorprendía por cierta semejanza con
el de Van Dyck… Se lo había dicho y él se recreaba alzando las guías del bigote
para vandikearse más (…) [Habla Silvio de sí mismo] “Ya ves cómo engañan

280
Para el análisis de esta novela y de este punto en particular remito a mi artículo “El retrato idealizado
en La Quimera de Pardo Bazán” (Isla García 2011).

283
mis ojos, mi gesto de melancolía sublime…” (Pardo Bazán, La Quimera 153 y
241).

Entre las mecenas aristócratas que Pardo Bazán favorece en su novela destaca
obviamente a Minia, su propio alter ego, compositora, dama de alta sociedad y ejemplo
de equilibrio estético y espiritual. Como Sandoz para Lantier, Minia es la voz de la
experiencia que intenta reconducir los desórdenes de Silvio. Modelo de comportamiento
social y artístico, Minia-Pardo Bazán comprende y sufre como Sandoz-Zola las
tentaciones de la quimera, pero también como él, se contiene y concilia la inestable
naturaleza de la genialidad con la vida diaria.281 Minia representa en realidad la única
solución posible al conflicto artístico y espiritual finisecular que se planteaba ya
Flaubert en el diálogo entre la quimera y la esfinge en La tentación de San Antonio
(1874), citado explícitamente en la novela (Pardo Bazán, La Quimera 171-172) y
admirada en su resumen del Naturalismo francés (Cap. II). El fallido intento en la obra
de Flaubert de hermanar la quimera con la esfinge, o lo que es lo mismo, las ansias de
ideal y el análisis constante del propio pensamiento, se plantea como posible en el
ejemplo de Minia, creativa como la quimera pero “callada como la Esfinge, que
enmudece porque sabe” (Ib. 172). De hecho, Minia teme por las exaltaciones idealistas
de Silvio, que en este punto, más que en ningún otro, comparte la hiperestesia del
prototipo decadentista encarnado en Des Esseintes.

¡Ah!, era a él a quien se dirigía esta voz tan misteriosa como un hechizo; era a él
a quien hablaban de su ardiente búsqueda de lo desconocido, de su ideal siempre
insatisfecho, de su imperiosa necesidad de huir de la horrible realidad de la vida
y de franquear los límites del pensamiento caminando a tientas entre las brumas
que se divisan más allá del arte, sin poder alcanzar nunca la seguridad y la
certeza de ninguna verdad (Huysmans, A contrapelo 238).

Silvio, con los ojos muy abiertos, conteniendo la respiración, bebía el contenido
del diálogo maravilloso. El hálito de brasa de la Quimera encendía sus sienes y
281
“Hay en la lucha del pintor algo de simbólico; Zola asoma en aquellas páginas, defendiendo su propio
litigio” (Pardo Bazán, La literatura francesa moderna. El Naturalismo [1911] cap. IV); “Amar lo que está
a nuestro alcance, es la sabiduría suprema- discurría la compositora (…) No depende de nuestra voluntad
contentarnos con la fuente y el cerezo. No amamos sino lo infinito y lo triste, la belleza soterrada y
guardada por los genios” (Pardo Bazán, La Quimera 261).

284
electrizaba sus rizos de su pelo rubio ceniza; las glaucas pupilas del monstruo le
fascinaban deliciosamente, y su cola de dragón, enroscándosele a la cintura, le
levantaba en alto, como a un santo extático que no toca el suelo. El artista se
echó atrás, alzó los brazos y suspiró desde lo más secreto de su espíritu:
- ¡Triunfar o morir! Mi Quimera es esa, y excepto mi Quimera… ¿qué me
importa en el mundo? (Pardo Bazán, La Quimera 172).282

4.7.3.3. La obsesión por el desnudo y el tema de la modelo.

Con la elección del personaje del artista plástico en las novelas protagonizadas
por un artista o de trama artística se retoma un tema ampliamente tratado en la novela
realista-naturalista francesa, la simbolización en el desnudo de las inquietudes estéticas
del protagonista y su complicada coexistencia con la moral burguesa. La preferencia por
el desnudo realista como plataforma de experimentación e impacto estético y social
responde a una curiosidad común a las artes finiseculares, de modo que su presencia en
la literatura no sólo se explica por razones intertextuales sino que remite en realidad a la
increíble proliferación del desnudo en las artes plásticas. El interés por la representación
del cuerpo humano continuará poniendo en evidencia la inestabilidad en los límites de
aceptación del desnudo pictórico así como será objeto de frecuentes debates en torno al
concepto moral del erotismo y de su exposición pública (Reyero 2009).
La contradicción entre una sociedad consumidora en la intimidad de placeres
eróticos cada vez más refinados, y puritana en lo que respecta a la contemplación
colectiva de esos mismos cuerpos en espacios consagrados al arte, se explica en un

282
Conviene aclarar que a diferencia de Nordau en El mal del siglo, Huysmans toma como imágenes de la
Quimera y de la Esfinge las utilizadas por Flaubert, la quimera de origen griego y la esfinge egipcia. Lo
mismo hará Pardo Bazán en la representación de títeres que sirve de prólogo a la narración (“La muerte
de la quimera”) y en las descripciones de ambos monstruos en la novela. Nordau, sin embargo, se decanta
por el símbolo de la esfinge griega, uno de los motivos preferidos para representar a la mujer fatal como
se ve por ejemplo en el cuadro de Gustave Moreau, Edipo y la Esfinge (1864): “¡Es extraño: hemos tenido
los dos casi la misma idea! Guillermo la había representado en forma de esfinge, no según la idea egipcia,
sino según la idea griega: un cuerpo felino voluptuosamente flexible y mórbido, con patas elegantes y
crueles, un admirable seno de mujer como esculpido en el mármol, y sobre todo esto la cabeza
orgullosamente majestuosa de Pilar con su corona de cabellos dorados sus ojos espirituales y su boca
sanguinaria de vampiro; entre sus dos patas delanteras tenía cogido a un ratoncillo trémulo, que permitía
hábilmente reconocer los rasgos de la fisonomía de Guillermo, y contemplaba a su víctima con una
sonrisa precursora de la alegría con la cual se disponía a desgarrar a una criatura viva y a olfatear su
sangre humeante. El dibujo de Pilar representaba de una manera muy parecida a Guillermo bajo la forma
de Apolo en su olímpica desnudez: hermoso, esbelto y trivial en su reminiscencia de modelo escolar de
las estatuas griegas; junto a su pierna derecha se apelotonaba una preciosa gatita, que tenía las facciones
de Pilar; la gatita alzaba los ojos con una expresión de entusiasmo semicómico y conmovedor hacia el
joven dios, y éste inclinaba pensativo la cabeza hacia ella” (Nordau, El mal del siglo 301-302).

285
contexto social que imposibilita la distinción entre conciencia personal y moral pública.
Obviamente los criterios que condicionan y limitan la libertad individual y colectiva
afectarán también a la forma de consentir la presencia social del arte, la obra y el artista
así como a la manera de encarar las relaciones de estos con la Vida, la esposa o la
modelo.
Respecto a este conflicto las novelas que analizamos a continuación esquivan
oportunamente los motivos más controvertidos. Se muestran incluso conservadoras en
las referencias a la experimentación formal y defienden en general un tipo de desnudo
que, en la práctica, no era objeto apenas de escándalo. Así pues, la mayoría de los
desnudos descritos en las novelas de Zamacois o en La maja desnuda de Blasco Ibáñez
se enmarcan en contextos simbólicos o mitológicos en los que, además, se perpetúa la
tradición idealizante del desnudo clásico de herencia greco-romana con guiños al
desnudo renacentista. La única referencia contemporánea permitida será la de La maja
desnuda de Goya, a través de la cual se reivindica un desnudo propio y “nacional” pero
desde el que, sin embargo, parece existir un cierto reparo en dar el salto a los escándalos
de los impresionistas y demás ismos finiseculares.
De este modo, a diferencia de la mujer clorhídrica que se exigía en El periodista
de López Bago o era objeto de persecución por los protagonistas de Diario de un
enfermo o Camino de perfección, el desnudo femenino que aspiran reproducir los
artistas de estas novelas debe simbolizar la perfección en lo estático natural, idea
compatible con su interpretación del desnudo clásico como modelo de castidad y de
verdad. De esta manera se intenta des-erotizar el desnudo para facilitar su
contemplación estética e incluso fomentar su adoración. En este sentido se repetirá en
las narraciones la alusión al desnudo de Friné, la amante y musa de Praxíteles, cuya
belleza se comparaba a la de la misma Afrodita. Acusada de impiedad, la exposición de
su cuerpo ante los jueces conmovió a estos y fue perdonada. El reconocimiento de la
encarnación del desnudo divino en la modelo será un motivo recurrente en la pintura
decimonónica, entre los que se suele citar la obra de Jean-León Gérôme, Friné ante el
areópago (1861), en la que, sin embargo, la modelo oculta la cara en un gesto de pudor,
anonimato y por tanto, despersonalización.
La representación de un cuerpo desnudo en un contexto en el que no se hace
explícita la realidad de la mujer desvestida intenta eludir la censura crítica evitando la
subversión de los códigos morales que, modernos y cristianos jueces de Friné, lo
califican ahora de pecado. La estrecha relación entre erotismo y pornografía en la que

286
nos detendremos cuando hablemos de La maja desnuda se pretende sobrepasar en estas
novelas con el rechazo explícito al adorno artificial y la pose y gestos teatrales y
claramente alusivos a la relación sexual, características estas, por lo general, de las
estampas eróticas. La escultura o la pintura se presentan por lo tanto como salvaguardas
de la pureza y eternidad del desnudo femenino, el ideal estético y probablemente
virtuoso, que habla por sí mismo. 283
La recreación ecfrásica del cuerpo femenino no escapa sin embargo a cierta
deleitación semántica en la detención de los aspectos más atractivos y alusivos, como el
vientre, los pechos e incluso en la frecuente lectura fetichista de los pies. La referencia
a otros desnudos plásticos y la común insistencia en asegurar la imparcialidad de la
mirada artística y masculina, se alterna a veces con la narración detenida del strip-tease,
invitación erótica que se silencia a favor de la reivindicación estética del desnudo. Por
otro lado, conscientes de la común identificación entre cuerpo real y desnudo artístico,
los autores convertirán a las amantes de los artistas en eventuales modelos, de modo que
la relación amorosa precederá a la contemplación artística en la que se ausentará
cualquier tipo de deseo sexual pues este ya ha sido satisfecho. De hecho, este interés
estético acabará compitiendo con el amoroso, reiteración del conflicto entre el arte y la
vida que tendrá sus habituales y negativas consecuencias sobre la psique del artista. Al
fin y al cabo, este personificará la inversión del mito de Pigmalión, que en la línea de la
afición autómata o de las Evas futuras, pretenderá la conversión última de la mujer
amada en la Galatea inmóvil, perfecta y eterna.

4.7.3.3.1. La defensa del desnudo en Jacinto Octavio Picón.

En su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando


(1902) Jacinto Octavio Picón reivindica la presencia del desnudo en las artes españolas
contemporáneas que dé fin a un largo pasado inquisitorial y moralista. Esta defensa se

283
Carlos Reyero analiza con detalle la compleja relación de rechazo y dependencia mutua del vestido y
del desnudo en el arte y sociedad de finales del XIX y principios del XX en Desvestidas. El cuerpo y la
forma real (2009): “En concreto, el placer de admirar la belleza de una mujer es inseparable de su
vestido. Por eso precisamente, la contemplación del desnudo de una mujer, en la época de entresiglos,
lleva implícita alguna referencia al vestido, como oposición excitante, a diferencia de lo que sucede con el
desnudo clásico, que posee un componente natural” (118); “En un momento en el que Occidente empieza
a cuestionarse el sentido del término ‘civilización’, el interés hacia el desnudo ha de entenderse también
como una mirada hacia la verdad primigenia, frente al vestido, algo añadido, incluso falso, superfluo
desde un punto de vista de lo que se considera esencial en la vida” (330).

287
explica como parte de los debates acerca de la proliferación de desnudos en las
exposiciones modernas que hemos mencionado antes. Aunque en otro lugar había
defendido la belleza de la mujer real en obras como La Venus del espejo de
Velázquez,284 en este discurso apela de nuevo a los argumentos menos controvertidos
que remiten en última instancia a las autoridades clásicas griegas, romanas y
renacentistas. Así, se recurre de nuevo a la concepción del desnudo como encarnación
de la Belleza divina diseminada en la Naturaleza. Por este motivo Picón invita a “amar y
admirar la forma, deleitarse pura y mentalmente en ella, dejando que su hechizo tome
por los sentidos el camino del alma”. De este modo adoraríamos “al Dios que la creó” y
nos sumaríamos “en éxtasis sagrado a la madre Naturaleza” (Picón, Discurso 40)
observable en las obras de grandes genios del pasado como Rafael Sanzio. Su Galatea,
mencionada en este discurso,285 le había servido ya de objeto de comparación en
“Cuentos” (1900) cuando el pintor protagonista toma como modelo el cuerpo de su
amante para presentar un desnudo estéticamente perfecto que, sin embargo, provoca el
desprecio del público:

Ideó varios asuntos, y a todos tuvo que renunciar por carecer de ropas,
accesorios y modelos: finalmente, imaginó pintar una figura de mujer desnuda.
“El desnudo –se dijo- es la más sublime expresión del arte; lo que a mi obra le
falte en paños, armas, mármoles y grandezas, lo tendrá en verdad o poesía”.
Luisa le sirvió de modelo: ¡y qué modelo! No lo tuvo igual Rafael para Galatea.
Juan pintó a Luisa completa y esplendorosamente desnuda, sin paño, tul, ni rama
que so pretexto manchase sus admirables carnes o cortara las divinas líneas de su
gentil contorno; pero casta, noble, severa; colocada de suerte, en tal postura y
284
En Vida y obras de Don Diego Velázquez (1899) recoge su admiración por esta Venus; “En la gran
Exposición de tesoros artísticos del Reino Unido celebrada en Manchester, los pudibundos ingleses,
colocaron el cuadro a tal altura, que casi no era posible examinarlo (…) Aunque colocada y movida con
suprema elegancia esta Venus, no es una diosa, sino una bellísima mortal” (Picón, Vida 140). Incluye esta
reflexión en un tratado personalísimo sobre este pintor escrito en un contexto finisecular de revalorización
de los clásicos artísticos españoles entre los que destacaban el Greco o el citado Velázquez (Gold 2008).
Tal y como hará en los relatos siguientes, Picón aprovecha la ocasión para criticar cómo los prejuicios
morales perjudican, de nuevo, la contemplación estética.
285
“Por último, Rafael asume la significación del Renacimiento, completa la obra de sus predecesores,
hermana el sentimiento religioso al amor de la forma casi sometiéndolo a ella, y en cierto modo reduce a
mera curiosidad arqueológica la virgen hierática de la Edad Media, sin pecho ni caderas, reemplazándola
gloriosamente por el tipo de la madona honesta y púdica, pero hermosa y madre, en cuyo regazo juega el
niño desnudo y en los frescos de la Farnesina refleja ya sin trabas el paganismo poético con el triunfo de
la nereida Galatea que, a modo de Venus marina, sale total y esplendorosamente desnuda de las aguas,
sino concebida con aquel carácter sagrado que le infundiera el genio griego con todo el poder semidivino
que hace a la hermosura soberana” (Picón, Discurso 22-23).

288
con tan admirable expresión de honesta placidez, que sólo podía despertar ideas
de adoración y gratitud hacia quien creó tal prodigio de belleza. En la
admiración que causaba había algo de plegaria.
Sin embargo, el cuadro gustó poco. Las señoras pasaron ante él como asustadas;
a los viejos verdes les pareció soso; los críticos le pusieron defectos, y los
pintores dijeron que era rematadamente malo.
La figura no fue premiada, ni encontró comprador, y al cerrarse la Exposición,
Juan mandó que se lo llevasen al estudio, donde quedó vuelto contra la pared,
como avergonzado del fracaso (Picón, “Cuentos” 1900).

Tiempo después retrata de nuevo a su amante, ahora en un ambiente burgués,


vestida con transparencias, excitante y provocativa. Esta vez sí logra agradar el gusto
morboso de los asistentes en una escena similar a la que compara, en La obra, el éxito
de Fagerolles frente al escándalo de Lantier.

La gente se precipitaba hacia allí con boquiabierta admiración (…) Era el cuadro
de Fagerolles. Y reconoció su plein air en aquel Desayuno la misma tonalidad
rubia, la misma manera artística, pero absolutamente endulcorada, manipulada,
arruinada, de una elegancia superficial, elaborada con una habilidad suma para la
baja satisfacción del público. Fagerolles no había cometido el error de
representar a sus tres mujeres desnudas (…) la habilidad suprema estaba en la
audacia de fanfarrón, en aquella fuerza falaz que escandalizaba lo suficiente a la
multitud para hacer que se extasiara. Una tempestad en un vaso de agua.
(Zola, La obra 380)

Luisa, por favorecerle, le encargó un retrato y para que lo hiciese lo llevó a su


hotel.
La pintó en la estufa, rodeada de plantas tropicales, tendida en una hamaca, tan
arteramente vestida, que parecía desnuda, enseñando hasta media pierna, las
medias negras, entreabierto el escote, la sonrisa provocativa, la boca húmeda, el
cuerpo laxo, los brazos caídos y la mirada sensual; toda ella poseída de
impureza; figura lasciva, imagen torpe que rodeada de riqueza era sucia, y sin
mostrar la carne era viciosa. Cuando se expuso el cuadro no hubo para él más
que elogios. El público se agolpó entusiasmado ante el lienzo; los críticos

289
llamaron al autor maestro fin de siglo; no hubo dama aventurera ni pecadora de
alto bordo que no procurase tener su retrato hecho por Juan (Picón, “Cuentos”
1900).286

Consciente del poder de la voluptuosidad y la insinuación, Picón los incorpora al


aprendizaje de la abandonada Cristeta en su novela Dulce y sabrosa (1891) como parte
fundamental del disfraz de mujer de mundo con el que esta pretende reconquistar a su
antiguo amante. La fidelidad de la joven la exime de cualquier tipo de pensamiento
pecaminoso atribuible a su conducta, máxime cuando su intención última es reconducir
la conducta ambigua y a veces reprobable de Juan, el protagonista. No obstante, Picón
justifica hasta cierto punto los flirteos de este donjuan finisecular como consecuencias
inevitables de su admiración por la belleza absoluta, belleza artística que, al final,
acabará reconociendo en Cristeta. Por este motivo cuando describe la colección de
desnudos que atesora Juan insiste en alejar a estos objetos de las connotaciones
pornográficas. Nótese sin embargo su preferencia por las venus y las santas
arrepentidas, tema ya aparecido, como vimos, en Galdós, Gautier y Balzac:

La casa de don Juan está alhajada con cuantos primores pueden allegar el buen
gusto y el dinero. El principal adorno de sus habitaciones es una preciosa
colección de estatuillas, dibujos, aguasfuertes, fotografías y pinturas, en que se
refleja la pasión que le domina. Allí todo habla de amor. Hay reproducciones de
las Venus más célebres, efigies de santas que amaron, como Magdalena y María
Egipcíaca; copias de las cortesanas y princesas desnudas, inmortalizadas por los
pintores del Renacimiento italiano; miniaturas y pasteles de damas francesas,
deliciosamente escotadas; mujeres adorables, que fueron hermosas hasta en la
vejez, ruinas de la galantería, mártires de la pasión y sacerdotisas de la
voluptuosidad; pero sin que figure en aquel precioso conjunto de obras artísticas
ninguna que sea de mal gusto, o tan libre que haga repugnante el amor, en vez de
presentarlo apetecible. No: don Juan aborrece la obscenidad y la grosería tanto
como se deleita en la belleza y en la gracia. Ni en los más recónditos secretos y

286
Pardo Bazán, pese a su esfuerzo por asumir la nueva estética, sólo alude veladamente al juego erótico
de las sugerencias: “La dama [Espina], bajo el cubrepiés de rica guipure aplicada sobre transparente de
seda hortensia, se cubría y anubaba con las batistas de su ropa blanca y las gasas de su deshabillé flojo, de
flotantes mangas y plegados múltiples. Como siempre, Espina no mostraba sino lo que permite mostrar la
más exquisita corrección” (Pardo Bazán, La Quimera 423).

290
escondrijos de sus muebles podrá encontrarse una fotografía
desvergonzadamente impúdica; pero en cambio le parece honesta sobre todo
encarecimiento aquella ninfa que, sorprendida desnuda y acosada por un sátiro,
se escondió... tras el tenue y plateado hilo que formó una oruga entre dos ramas
de árbol (Picón, Dulce y sabrosa 75-76).

4.7.3.3.2. Las galateas dominadoras de Eduardo Zamacois.

Tal y como señala Ezama Gil (1992), los relatos protagonizados por los artistas
plásticos se multiplican en las revistas finiseculares, entre las que destaca la dirigida por
Sopena y Zamacois, La Vida Galante.287 A medio camino entre la picaresca y el
erotismo, esta revista reproduce en imágenes y textos desde desnudos artísticos hasta
actitudes modernas ligeramente provocativas. Esta (re)codificación del cuerpo femenino
según la sensibilidad contemporánea (Clúa Ginés 2011: 199) a menudo le causaba
problemas con la censura, problemas que, sin embargo, “no deben impedirnos
interpretar adecuadamente la índole de la revista, que podría resumirse perfectamente en
adjetivos como ‘sicalíptico’ o ‘galante’ (en ese punto medio entre lo erótico y lo
pornográfico que aglutina lo ameno, lo frívolo, lo picaresco y lo sensual)” (Ezama Gil
1988b: 77).
Además de en sus novelas, Zamacois reflexiona acerca de la relación entre el
pintor, la modelo y el desnudo en algunos de los relatos publicados en esta revista. Por
sus conexiones con las narraciones largas, nos referimos a dos de ellos, “El ideal”
(1899), y “La ilusión” (1900).
En “El ideal”, la decepción de un pintor por el abandono de su amante le impide
concluir su obra maestra, en la que pretende representar la última noche del soltero que
sueña con la que se va a convertir en su hermosa mujer. Ante la imposibilidad de
reflejar la virtud en el rostro de la que fue su amante, “una bacante que huele a orgía”,
decide presentar una imagen sin cabeza. La lectura masculina de la mujer real obtiene
no obstante el aplauso del público compuesto, en su mayoría, por hombres complacidos
por la supresión total de la concretización femenina (“El efecto que el cuadro causó en

287
Entre los relatos protagonizados por artistas destacamos los siguientes: Celedonio Bernal (escritor)
(Bueno) (1896), La herencia de un gran hombre (escritor) (Zamacois) (1899), Junto al fuego (escritor)
(Zamacois) (1900), Medalla de Honor (escultor) (Escalera) (1904), Gutiérrez el fotógrafo (F.) (1899), Un
divorcio (pintor) (Dicenta) (1893), En el taller (pintor) (Athos) (1899), La cuarta virtud (pintor) (Picón)
(1892), etc.

291
la Exposición fue indescriptible; el público se detenía asombrado ante el lienzo de La
mujer perfecta, en el cual una imagen acéfala simbolizaba la perfección femenina”).
El conflicto de “La ilusión” remite a la tradición de la Otra como creación frente
a la mujer real. Esta vez el pintor se obsesiona con un cuadro que representa un desnudo
femenino de espaldas. En su errónea identificación entre la imagen y la realidad busca
desesperadamente a la modelo inspiradora de la obra frente a la cual presume vulgar y
despreciable a su antaño querida esposa. La ironía y la tragedia aparecen cuando
descubrimos cómo su mirada se ha turbado tanto por el exceso de subjetividad e
interiorización que le ha impedido reconocer en su mujer a la modelo que, en secreto,
había posado para el admirado cuadro.

El lienzo representaba una mujer desnuda, sentada de espaldas al espectador;


aparecía medio echada sobre la hierba y en actitud pensativa, como recreándose
en la contemplación del paisaje. Benigno Valdés permaneció inmóvil, alelado,
durante los primeros instantes: luego, paulatinamente, experimentó en sus
profundos una conmoción inenarrable, una epifanía milagrosa de sentimientos.
La figura de aquella mujer era admirable: con su negra cabellera caída sobre sus
hombros redondos, su cintura esbelta, sus caderas rotundas de mujer ardiente,
salpicadas de hoyuelos, y sus piernas voluptuosamente modeladas. Sobre aquel
lienzo vagaba un espíritu melancólico y exquisitamente poético que avasallaba y
rendía el ánimo: el colorido era sobrio, las carnes de la mujer, morenas y
aterciopeladas, ofrecían esa tonalidad del ámbar culotado de las boquillas; los
contornos más lejanos del paisaje se esfumaban en esa gasa obscura que
asciende lentamente de los campos al atardecer.
Aquel cuadro, premiado con medalla de primera clase, era el Crepúsculo, de
Pérez Estébanez.
Benigno Valdés estuvo contemplándolo con una especie de religioso
arrobamiento, sonriente, feliz, con esa felicidad inexpresable del que ve, al fin,
realizado el ideal que acarició durante mucho tiempo…
(Zamacois, La ilusión). 288

288
Se repiten a continuación las referencias a El toisón de oro de Gautier y al apasionamiento de Heine
que habíamos recordado para contextualizar el éxtasis que experimentaba el protagonista de El origen del
pensamiento ante su primer encuentro con la Venus de Milo: “Era un cariño absurdo, un verdadero caso
de patología erótica, como el de Pigmalión, enamorado de una estatua; como el de tantos viajeros que se
han apasionado, con su pasión carnal, de la Magdalena de Rubens, orgullo de la catedral de Amberes;

292
En general la relación entre el artista y su musa es adúltera, bien por parte de uno
de ellos o de los dos, de forma que ambos creen participar de una aventura al margen de
la sociedad, esperable, por otro lado, según la tradición de libertinaje asociado a la vida
artística. Tal como ocurría en Su único hijo, las mujeres de la clase media y de la alta
burguesía buscan en estas relaciones un tipo de entretenimiento sin compromisos que
les permita, además, apropiarse de la originalidad de sus amantes artistas. 289 Así lo
espera la burguesita de La quimera de Zamacois, quien llevada por la tópica confusión
de obra y artista, busca en un pintor reconocido la personificación de la melancolía de
sus pinturas y la emoción atribuida a la vida artística. Cuando se decepciona, regresa a
su afición acosadora.

En Gloria el amor, poco a poco, inconscientemente, iba declinando. Ella había


ido a Fortunato atraída por su renombre de artista, creyendo que el amante sería
en todos los momentos, como el pintor, un ser extraordinario. Después, en la
intimidad, comprendió que el hombre célebre tenía ratos de pereza, de
vulgaridad, de agotamiento, durante los cuales la fantasía, vigorosa y fecunda en
las horas de producción, se adormecía; y entonces la soñadora anhelaba respirar
otra atmósfera, poner otro ideal sobre el altar de sus ensueños, conocer otros
artistas que proporcionasen a su alma desequilibrada impresiones nuevas, y
correr otras aventuras y componer nuevas historias… (Zamacois, La quimera
78).

Si exceptuamos el amancebamiento obligado por las circunstancias del pintor y


la virtuosa amante de Duelo a muerte (1902), los encuentros ocasionales entre el artista
y la mujer casada se mantienen en la línea esbozada por Clarín de relaciones ocultas
pero rara vez perturbadas por el remordimiento de la fidelidad conyugal. Como veremos
a continuación, el verdadero conflicto se planteará en la aptitud creadora del artista y su
dependencia de la modelo en lugar de en la sentimental y romántica relación amorosa.

como el sentimiento que arrastraba diariamente a Enrique Heine moribundo, a los pies de la Venus de
Milo” (Zamacois, La ilusión).
289
En Confesiones de Picón (1892) encontramos a otra mujer de alta sociedad, amante-musa-modelo
voluntaria de artistas con talento que usa estas relaciones como una forma efectiva de satisfacer su
vanidad y sus expectativas novelescas (“No hay amor más dulce en los preliminares, más expresivo al
medio del poema, más poético en el desenlace que el amor de los artistas”) (30).

293
El interés por desnudar y recrear artísticamente el cuerpo de la amante comienza
ya a pervertir la relación entre esta y el pintor en la novela Punto negro (1897). Su
protagonista se inscribe dentro de los bohemios de los Tipos de café (1893) 290 al que se
le añade un aspecto varonil y romántico como el que tendrá más adelante el pintor de La
maja desnuda. En Punto negro encarnará el príncipe azul soñado por una infeliz y joven
esposa que desea vivir una auténtica pasión amorosa.

Ella también le examinaba de reojo, seducida por aquella arrogante figura de


macho apasionado y triunfador. Antúnez estaba en el apogeo de su juventud: era
alto, fornido, con una elegancia y una soltura de movimientos de luchador
espartano; la frente grande y algo echada hacia atrás , las cejas pobladas, los ojos
expresivos y dominadores, la tez bronceada, la nariz ancha, los labios gruesos y
sensuales; usaba bigote y barba corrida, negra y fuerte, y el pelo a media melena,
como los poetas del período romántico; hermosa cabeza de artista, que
sobresalía altanera por entre los pliegues de un pañuelo blanco anudado al cuello
con cierto desaliño y como al desgaire (Zamacois, Punto negro 13).

El artista define su estilo como una síntesis del idealismo y del naturalismo que
cree haber representado en una cabeza de mujer en la que muestra una concepción
mística-voluptuosa de la belleza femenina presente ya en estas primeras obras.

Claudio Antúnez llevaba consigo un ideal extraño, personalísimo: aquella


cabeza de mujer, con el sedoso cabello suelto, los grandes ojos abiertos y
mirando el cielo en místico deliquio, los carnosos labios extendidos, cual si
murmurasen una plegaria, y la nariz henchida por un hálito de pasión o de fe, era

290
“La Bohemia no se halla vinculada inexorablemente a la pobreza. Hay muchos ricos de instintos
bohemios y muchos pelagallos con alma de burgués. La bohemia, consiguientemente, supone una
disposición de espíritu sustantiva y aparente. El bohemio artista ‘nace’ y sus rasgos temperamentales más
acusados son: la improvisación y el culto desbordado a la Belleza (…) Por eso la mayoría de los
escritores y artistas viven desgobernadamente. Ilusionados siempre, no establecen equilibrio entre su
labor y sus ganancias. Las comodidades materiales no les absorben; ambulan fuera del tiempo; el ensueño
les venda los ojos; no saben por donde van, y de la terrible desproporción entre lo mucho que ambicionan
– nada menos que la inmortalidad buscan- y lo poquísimo que tienen, dimana su bohemia. Adoran la
independencia. Son aquellos, ególatras, díscolos (…) La bohemia no es una moda, ni una librea… La
bohemia –no confundamos la bohemia con la abulia- significa indisciplina, exceso de idealismo,
exaltación lírica, heterodoxia, alegría, seguridad en las propias fuerzas (…) Los bohemios de raza no
envejecen. Los años no les hieren… He aquí el supremo milagro de la bohemia: llevar consigo –y como
embebiendo –la juventud” (Zamacois, Tipos de café 60-70).

294
de una corrección irreprochable, de una idealidad sin límites; y, no obstante,
examinando los contornos de la figura, se descubría algo carnal que no saltaba a
primera vista: la cabeza, caída hacia atrás, tenía una actitud de voluptuoso
abandono; aquellos ojos, que la fantasía del pintor concibió verdes, no eran los
de una iluminada; en ellos había fulgores de sensualidad, crispamientos
nerviosos, espasmos de deleite represado; lo espiritual y lo humano unidos, lo
perecedero y lo eterno abrazados, la pasión rabiosa y hambrienta y la fe
resignada que todo lo espera del porvenir, fundiéndose en el fondo de unas
pupilas; y la boca, aquella boquita de labios gruesos y entreabiertos, parecía
solicitar, no el beso helado que da Cristo a sus siervas, sino un beso de macho
ardiente, que muerde besando. Tal era la poderosa creación de Claudio: una
fusión de idealidad y de naturalismo, de pasión divina y de carne que ama y se
estremece; y es porque él era así, como aquel cuadro; y si su carácter hubiese
sido algo material capaz de fotografiarse, hubiera tenido el perfil y la enigmática
expresión de aquella cabeza de mujer rubia con ojos verdes (Zamacois, Punto
negro 22-23).

Más adelante planifica un cuadro mucho más ambicioso en torno a la figura de


Dante que medita la Divina Commedia bajo la protección de Beatriz y de un Ángel de
alas negras que representa la Fama.291 Nuestro pintor descubre en su amante el referente
ideal cuando le pide ayuda para copiar los pies, el elemento siempre discordante, de su
Beatriz personal. Punto Negro encarnará a una nueva Friné pequeña, seductora y tierna,
en un retrato similar, como veremos, al de La maja desnuda de Goya. En ambos casos
se intenta reivindicar la belleza de las mujeres carnales frente a la abstracción de las
etéreas simbolistas.

291
Este motivo fue muy querido por los pintores decimonónicos, especialmente por prerrafaelistas como
Daniel Gabriel Rossetti (Beata Beatriz 1863, El sueño de Dante 1871). Reproducimos el planteamiento
del cuadro de Claudio Antúnez: “Dante, con su nariz aguileña, reveladora de una voluntad firme y
dominadora, su semblante enjuto, su mirada penetrante y tenaz, su labio inferior montado sobre el
superior, expresivo gesto del sabio que duda meditando un problema difícil, era la imagen perfecta del
hombre consagrado al estudio y a la conquista de la inmortalidad, y que sacrifica a estas nobles
aspiraciones el sosiego de sus noches y los alegres devaneos de la juventud distraída. Y aquella imagen
que flotaba ante sus ojos medio cerrados magnificada por un nimbo luminoso, era Beatriz, la mujer
impalpable cuya pureza se reflejaba en la rubicundez de sus cabellos y en sus frescas mejillas de joven
aldeana montañesa; era su musa, el amor ideal que quiere sin besos y abrazos; la gloria ofreciéndose
seductora ante el poeta de Rávena; y aquel ángel de alas negras que descendía trayendo entre sus manos
una corona de laurel, era la Fama, el aplauso estruendoso de la humanidad personificada en una mujer”
(Zamacois, Punto negro 74).

295
Pero la visión de Matilde desnuda, le trastornó; aquello fue la realidad
palpitante sobrepujando a la fantasía soñadora, el cuerpo enajenando al espíritu
con sus seducciones perdurables. La veía y sus ojos no se saciaban: iluminada
por la riente luz del sol, destacábase del fondo negro con los brazos cruzados
sobre el pecho y los pies juntos, como Friné ante sus jueces mostrando esa gracia
eterna que inspira vértigos con sus pantorrillas pronunciadas, sus redondas y
suaves rodillas, sus muslos magníficos, sus caderas espléndidas sombreadas por
un leve hoyuelo formado por la contracción de los músculos nalgares; su pelvis
ancha, separada del vientre por una ligera depresión; vientre duro revelador de
una potente maternidad; su cintura estrecha, sus bracitos pudorosamente
recogidos, su esternón alto, su inquieta cabecita de mujer talentosa, descansando
sobre el redondo cuello: allí no había huesos, ni músculos, ni tendones
acentuados, ni vello, ni nada que afease la madorosa tersura de la piel; la línea
recta, siempre dura, el ángulo brusco, no existían en aquel cuerpecito
primorosamente formado; todo era pequeño, pero todo bonito y gracioso. La
línea que nacía bajo los pulpejos de las orejas, se prolongaba ondulando
voluptuosa a lo largo del cuerpo, dibujando las redondeles del hombro, las
axilas, la depresión de los costados, el ensanche de las caderas, las curvas de los
muslos y de las pantorrillas, hasta terminar en aquellos piececitos de china de
jarrón japonés, que apenas contaban nueve dedos de longitud (Zamacois, Punto
negro 101-102). 292

Es evidente la intención evocativa que se desprende de la descripción ecfrásica


del cuerpo de la mujer real, primero en conjunto (las curvas y redondeles) y más delante
de otras partes aún más eróticas por asociación metonímica: los pies, normalmente

292
Como hemos ido viendo, la confusión entre la mujer real y la lectura plástica que de ella hace el
artista es un tema frecuente en este tipo de narraciones, en las que suele subyacer las ansias dominadoras,
físicas y creativas, de Pigmalión sobre Galatea. Tal y como ocurría en Tristana y pasará también en La
maja desnuda, el protagonista de Punto negro compara a Matilde con una “encantadora figurilla de
porcelana, que no se rompía entre sus forzudas manos de Hércules” (Zamacois, Punto negro 68) o “un
pegote de pintura arrancado de un lienzo y puesto allí, para desesperarle (…) temeroso de estropearla si la
cogía entre sus manos” (Ib. 102-103). El retraimiento sexual ante la voracidad de la amante rebaja la
idealización de esta por lo que, desde ese momento, entre alucinaciones extrañas, comienza a pensar que
“estrechaba entre sus brazos una muñeca de cartón” (Ib. 229). Al fin y al cabo, Zamacois describe la
materialización de la inspiración artística como si se tratara de un coito en el que se buscara claramente la
satisfacción masculina: “Era un intercambio constante entre el sujeto y el objeto, entre el artífice y su
obra, en el que esta favorecía el trabajo de aquel, coadyuvando a su triunfo; era la hembra al principio
remisa y pasiva, que después reanima el vigor del macho devolviéndole sus caricias” (Ib. 72-73).

296
ocultos, o el vientre, por su cercanía a los órganos sexuales.293 Sin embargo, el cuerpo
físico pronto pasará a un segundo plano respecto a la musa imaginada, síntesis ahora de
la Matilde soñada y la Mujer de ojos verdes. Cuanto más reflexiona el pintor en su
pintura, más aprovecha su amante para reafirmar su posesión sobre él con actitudes casi
vampíricas y desde luego sexualmente dominadoras. El agotamiento físico y mental del
artista exacerba el desequilibrio alucinógeno que profetizaba Nordau,294 hasta el punto
de que acaba sustituyendo a Beatriz y a su Ideal por otra imagen etérea y maligna, un
Ángel negro, nueva Lilith finisecular que se fundamenta en el comportamiento de su
amante, su querido Punto Negro.295 El nacimiento del hijo de ambos vengará de forma
simbólica al artista causando la muerte de la madre en el parto.

Era un ángel, igual a los descritos en los libro místicos; un ángel negro, con
rostro de mujer, que permanecía inmóvil, envuelto en negras vestiduras, las alas
plegadas a la espalda y las manos cruzadas sobre el pecho. Aquella mujer era
morena; tenía la cabellera crespa y flotante, desplomada sobre los hombros, la
frente pequeña, los ojos grandes, los labios delgados, el semblante ovalado y
pálido, cubierto por ese tinte amarillento característico de los enfermos del

293
Estos, entre otros, son “elementos inequívocos de la anatomía femenina que revelan el sexo: la pelvis
más ancha y las nalgas más pronunciadas, el ombligo más profundo y el vientre más ancho, los sexos
prominentes, la piel lisa, los brazos más pegados al pecho, los labios carnosos, las rodillas y los hombros
redondeados –y en general las formas más redondeadas en todo el cuerpo, en relación con la grasa
corporal; el hombre tiene unos perfiles más agudos” (Reyero 2009: 196).
294
“Esta obsesión provenía del cansancio mental, causado por los excesos imaginativos y abusos
sensuales. Claudio Antúnez, a pesar de su vigoroso temperamento, estaba muy gastado por la funesta
trinidad que esterilizaba las aptitudes de tantos artistas: el vino, las mujeres y el trabajo (…) El desarreglo
mental de Claudio llegó a ofrecer caracteres patológicos indiscutibles (…) La locura del pintor empezó
por una idea fija, como la inmensa mayoría de las perturbaciones/psíquicas: indudablemente su cerebro,
dados sus antecedentes patogénicos, estaba dispuesto a la neurosis, y como las causas eficientes de aquel
desarreglo continuaban, tanto más poderosas cuando mayor era el incremento que la belleza y
engatusadores hechizos de Punto-Negro adquirían sobre Claudio, los efectos aumentaban en la misma
desoladora proporción, acarreando muchas y muy graves complicaciones (…) Así fue la locura de
Claudio: doce años necesitó para lanzar su primera manifestación, su burbuja matriz; pero después los
casos de neurosis se multiplicaron, como inacabable manantial de delirio: primero la obsesión celosa;
luego, la hiperenesia de sus facultades oratorias, que se traducía en una verbosidad infatigable, llena de
retruécanos, y de imágenes brillantes; sus aficiones grafómanas y musicales, sus crisis lascivas, que le
dejaban extenuado y afásico, balbuceando como un niño, y la degeneración de un buen gusto artístico;
neurosis todas que cayeron sobre su razón mordiscándola, desgarrándola, como hormigas hambrientas
que se reparten una presa fresca y palpitante” (Zamacois, Punto negro 197-203).
295
Tan fría y seductora como la Lady Lilith de Rossetti (1872-1873) y tan perversa y atractiva como la
de Franz von Stuck (El pecado 1893). Junto a esta última interpretación, más habitual, que representa a
Lilith rodeada de la serpiente, Zamacois podría haber preferido otras versiones que representan a la
primera mujer de Adán como un demonio alado, lo que facilitaría aún más la transformación del Amor y
la Musa (Beatriz) y la Gloria (el Ángel de la Fama) en la perversión del Ángel Negro.

297
hígado; y sin contraer ningún músculo facial sonreía con expresión
mefistofélica, acariciando al pintor bajo una mirada pensativa (…) Aquel ángel
negro, expresión concreta de su locura, el fruto híbrido de una existencia minada
por el trabajo, los excesos imaginativos, los abusos alcohólicos y los deleites; y
por eso tan extraña visión tenía reminiscencias de los asuntos que más
cautivaron la atención de Claudio: rasgos de Matilde, su obsesión amorosa y
perfiles de aquella imaginación inspiradora vaga de sus cuadros; formando entre
ambas una alucinación terrible, que tenía por estirpe o prosapia las dos grandes
preocupaciones de su historia, y que al fin parecían reunirse en disparatado
consorcio (…) El ángel continuaba silencioso, torturándole con su mirada y su
sonrisa; después unió sus labios a los del pintor; era el beso de Matilde: succión
terrible, larga, voraz, que no concluía nunca… Y cuando el espasmo hubo
pasado, la visión desapareció, esfumándose en las tinieblas de la alcoba
dejándole apoltronado, jadeante, como si acabase de hacer un gran esfuerzo.
Jamás sintió Claudio impresión voluptuosa semejante: porque aquello fue la
posesión simultánea de su ideal artístico y de su querida idealizada (Zamacois,
Punto negro 240-242).

Las preocupaciones estrictamente artísticas adquieren mayor relevancia a


medida que nos acercamos al cambio de siglo. Pese a asumir el desnudo clásico de las
venus griegas y las lecturas simbólicas, la obra del protagonista de La estatua (firmada
en 1904) queda inconclusa por culpa del embarazado de su modelo y amante, la misma
circunstancia que no había ocasionado ningún conflicto en las novelas anteriores. En un
claro ejemplo de sobrevaloración de la fertilidad artística sobre la física, el artista se
desentiende de su progenie y la culpabiliza de la malformación del cuerpo de su
modelo, sin el cual se ve incapaz de continuar su obra.
En una lectura radical de la castidad del desnudo escultórico (su obra simboliza
la virginidad), la corrupción del vientre femenino destruye cualquier posibilidad de
reproducción artística, el verdadero sexo atractivo para el artista de Zamacois y para el
pintor Claude Lantier. Así, el vientre adorado de la amante era “blanco como las
hostias, era terso y brillante como el alabastro, era también fecundo, poderoso y temible,
como el dorso de las olas encalmadas.” Como el vientre custodio de la obra de Lantier,
aunque sin sus adornos decadentistas, este también implica “un amanecer, una promesa;
el ovario de una humanidad nueva; el cáliz donde el Amor celebra el santo sacrificio de

298
la vida” (Zamacois, Estatua 105). Ahora esa sensualidad idealizada, como la que les
inspiran a los escultores algunas estatuas (Ib. 116) ha sido aniquilada por la Vida.

Ella le complació bajando los ojos avergonzada, confesando tácitamente su


delito de no haber sabido conservarse hermosa. Moncapit paseó por el cuerpo de
la joven una mirada errante y desesperada: el cuello era más grueso, como si
conservase aún la hinchazón producida por los esfuerzos del parto; los hombros
y el dorso habían perdido su gracia virginal, ligera y flexible; los pezones
negrearon; los senos crecieron y ahora colgaban, un poco lacios, como vejigas
mal hinchadas; arrugas obscuras afearon el vientre, antes blanco y duro, con la
dureza brillante del alabastro; las líneas de los muslos también habían depuesto
su armonía suprema…
Moncapit volvió los ojos hacia su estatua, buscando alguna semejanza o guión
entre aquellas dos figuras; pero toda comparación era imposible: entre la
escultura de piedra y la de la carne, mediaba un abismo; la inmensidad de la vida
que creció destruyendo la belleza del vaso donde el germen vital fue encerrado.
Transcurrieron algunos minutos silenciosos; María Teresa había comenzado a
vestirse; Rafael Moncapit reflexionaba, sentado en una silla, los codos sobre las
rodillas y los ojos en el suelo.
-¡Todo ha concluido! -pensaba -; ¡Todo!... (Zamacois, Estatua 151-152). 296

4.7.3.3.3. El desnudo realista en La maja desnuda de Vicente Blasco Ibáñez (1906).

No es el pintor Renovalles, protagonista de La maja desnuda, el único artista de


la obra de Blasco Ibáñez. Por citar sólo dos ejemplos anteriores a esta novela,
encontramos una parodia de las expectativas en torno al músico romántico en Adiós
Schubert (1888) así como una cierta crítica a la vida bohemia en La horda (1905). El
protagonista de esta última es un representante más del escritor – periodista carente de
voluntad y de reflexión que ostenta sin embargo una actitud orgullosa similar a la del

296
Zamacois había ya tratado el tema de La estatua en un relato breve publicado en 1900. Las diferencias
con la novela corta son evidentes: ausencia de una clara preferencia por el problema de la creación
escultórica, omnipresente en la novela; muerte de la amante en el parto y consiguiente locura del artista
que culpa por ello al marido. La duda con la que finaliza el relato (¿el artista enloquece por la muerte de
la mujer amante o por la desaparición de la modelo?) no existe en la narración larga donde la obsesión
artística monopoliza todo el pensamiento del protagonista.

299
protagonista de Declaración de un vencido.297 En la novela de Blasco Ibáñez, el escritor
malvive con una joven costurera a la que, de forma similar a lo que le ocurre a Rodolfo
en Escenas de la vida bohemia, deja morir sola, por error, en un hospital. Lo interesante
de La horda, más allá de los tópicos bohemios, es que su protagonista se sitúa en el
espacio indeterminado del intelectual. Por un lado, desde una actitud altanera, afirma no
sentirse identificado con la masa, aunque viva peor que ella. Por el otro, el vestuario,
pobre pero elegante, y el comportamiento excéntrico que le distinguen de ella tampoco
son aceptados por los poderes de la sociedad. En todo caso esta indeterminación le
resulta sumamente útil para escapar de las iras populares y optar a un acercamiento
ocasional a las elites sociales, dejando para su hijo la misión de guiar al pueblo en una
voluntad común (“Se revolvería en la abyección, paladearía su envilecimiento, se
vendería como un esclavo, para que su hijo fuese libre”) (Blasco Ibáñez, La horda
385).

Pero nadie le tocó. Pasaron algunos segundos que le parecieron de interminable


duración, sin que su cuerpo sufriese ningún choque. Creyó oír una voz, la de
alguno de aquellos fantasmas negros que, sable en mano o disparando tiros,
pasaban ante sus ojos espantados, que todo lo veían envuelto en densa niebla.
- Déjale. ¿No ves que es un señorito?
Por primera vez en su vida, se dio cuenta de las ventajas y privilegios de aquel
traje, que era para él un uniforme de miseria. Sufría privaciones; el hambre
rondaba en torno de él, señalándolo como uno de sus siervos; pero pertenecía,
por su aspecto y sus costumbres, a la raza de los felices. Era un señorito. Estaba
por encima de aquellas gentes que conquistaban el pan con más frecuencia que
297
Se trata de nuevo de la herencia de las ruinas de Musset y la imposibilidad finisecular de construir
sobre lo que nace ya estéril: “Además, él reconocía su gran defecto, el mal de su generación, en la que un
estudio desordenado y un exceso de razonamiento, había roto el principal resorte de la vida: la falta de
voluntad. Era impotente para la acción. Estudiaba ávidamente y no sabía sacar consecuencia alguna de
sus estudios. Pasaba las noches hablando; las paradojas surcaban su charla como cohetes de brillantes
colores, pero sentíase incapaz de fijar con la pluma ni una pequeña parte de las ideas que se le escapaban
en el chorro de la conversación” (Blasco Ibáñez, La horda 20); “Otras veces sentía deseos de trabajar,
para ponerse al nivel de la animosa compañera. Iba a hacer algo notable: tenía la cabeza repleta de ideas.
Sentábase a la mesa, mojaba la pluma en el tintero, se acariciaba la frente; pero a su espalda cantaba la
aguja al perforar el lienzo, crujían los corsés al amontonarse, zumbaban las moscas en torno de su cabeza,
y el calor pesado y asfixiante cubría su piel de perlas de sudor. Rompía papeles y más papeles, y acababa
por dejar la pluma con rabioso movimiento. La inspiración huía, espantada por el ruido de las telas y la
pegajosidad de los insectos. Le era imposible hacer nada, y acababa por pasearse nerviosamente, jurando
que era un imbécil; hasta que Feli, molestada por su cólera, le rogaba que volviese a la calle en busca de
distracciones” (Ib. 265-266).

300
él, pero sentían la caricia del palo apenas intentaban pedir, como añadidura al
mendrugo, un poco de justicia y de piedad por su vida (Blasco Ibáñez, La horda
276-277).

En el universo de La maja desnuda (1906) el pintor, tras una etapa de lógicas


penurias, adquiere la fama suficiente como para vivir de forma acomodada, incluso
lujosa, y dejarse mimar por la sociedad. En este sentido, la narración se centrará en el
conflicto íntimo, emocional y artístico del protagonista, más que en las dificultades
sociales de su profesión. Su cómoda madurez no implica sin embargo que apruebe los
hábitos de vida de los jóvenes artistas modernos, en los que ve una conformidad
burguesa que habría sido inconcebible en su pasado bohemio.

Le miraba [a su discípulo] como si fuese su hijo, atraído tal vez por el contraste
entre su rudeza y la debilidad de aquel dandi de la pintura, siempre correcto,
siempre amante, que consultaba para todo a su maestro, aunque después no
hiciese gran caso de sus consejos. Cuando hablaba mal de los compañeros de
arte, lo hacía con una suavidad venenosa, con una finura mujeril. Renovales reía
de su aspecto y de sus costumbres, y Cotoner le hacía coro. Era una porcelana,
siempre brillante; no se encontraba en él la más leve mota de polvo; debía de
dormir en una rinconera. ¡Ah los pintores del día! Los dos artistas viejos
recordaban el desarreglo de su juventud; su bohemia descuidada, con grandes
barbas y enormes sombreros; todas las bizarras extravagancias para distinguirse
de los demás mortales, formando un mundo aparte. Sentíanse malhumorados,
como en presencia de una abdicación, ante los pintores de la última hornada,
correctos, prudentes, incapaces de locuras, copiando las elegancias de los
ociosos, con un aire de funcionarios del Estado, de oficinistas que manejaban el
pincel (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 264-265).

En La Quimera, Pardo Bazán había esbozado una reflexión similar en boca de


Silvio Lago. También este pintor, después de observar la artesanía manufacturada
finisecular y anunciar la muerte de la perezosa bohemia, había comparado los hábitos de
los nuevos artistas con la rutina cotidiana de un administrativo, regularidad laboral y
personal que contradecía la espontaneidad esperable en una auténtica vocación.

301
Aquellos artistas que desafiaban al calor y sólo se prometían unas cortísimas
vacaciones en la primera quincena de agosto, tenían, más que la preocupación, la
obsesión del trabajo. Distribuían su capital de tiempo con una regularidad tan
racional, que olía a burguesa prosa, a oficina. En sus conversaciones, en sus
indiscreciones chismográficas sobre las costumbres de los privilegiados del arte,
se revelaba el método estricto que practica hoy el artista célebre, cultivador y
conservador de la fama. Como el acróbata y el jockey, que necesitan entrenarse,
los artistas hacían gimnasia, salían al campo a plazo fijo, dibujaban, apuntaban
sin cesar, leían, seguían la marcha estética, y demostraban una inquietud
higiénica sabiamente fundamentada en consejos del Doctor. Salir al campo es
muy bueno porque se domina el plein air, y también porque se hace ejercicio y
se respira. Bastantes escultores y pintores cultivaban el músculo y quemaban los
ácidos por medio de la esgrima, y, entre trapos antiguos y restos de tapiz, junto
al velador árabe que sugiere orientales indolencias y fumadoras soñaduras, se
veían por el suelo las pesas y las cuerdas, las caretas y los guantones sudados.
Saben las cocineras de estos artistas, -ni más ni menos que si sirviesen a esos
ricachones que anhelan conservar la personita muchos años- recetas y
condimentos que no encalabrinan el estómago; y hasta Venus la dominadora, la
embaucadora, la destructora, espera a la puerta del taller, igual que la lavandera
y el brochador del piso, a que llegue su hora y su día de la semana, el prescrito,
que no debilita la mente ni desasienta el pulso (Pardo Bazán, La Quimera 417-
418).

Quizá para no interferir en la particular imagen del artista que, estudiamos,


representaba Silvio Lago, esta descripción de La Quimera se centra especialmente en
las corrientes impresionistas y posimpresionistas en lugar de recrear, como en La maja,
la adopción por parte del artista de los comportamientos del dandismo. Por otro lado,
Renovales, entre la pintura histórica o de “argumento” y el retrato de encargo, pasa
también por una etapa impresionista con la que escandaliza a la crítica y se gana el
afecto de los jóvenes: “Eran lienzos pequeños, estudios confiados al azar de un buen
encuentro, pedazos de Naturaleza, hombres y paisajes, reproducidos con una verdad
asombrosa y brutal que escandalizaba al público” (Blasco Ibáñez, La maja desnuda
245). Renovales confirma así de nuevo un talento natural, demostrado desde su niñez y
que, en una cautelosa actualización del dilema de Fra Filippo Lippi, logra sobreponerse

302
al arte religioso, ideal y celestial de otro Fra Angélico (Ib. 19). De hecho, pese a su
queja sobre la actitud vital de los nuevos pintores, él continúa siendo modelo de actitud
romántica para no pocos aprendices.

Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar


los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijándose en sus
particularidades exteriores, con ese deseo de imitación entusiástica de los
aprendices. Uno se proponía copiar su lazo de corbata y sus greñas alborotadas
con la quimérica esperanza de que esto le diese nueva inteligencia para la
pintura. Otros se plañían mentalmente de ser imberbes por no poder ostentar las
barbas canas y ensortijadas del famoso maestro (Blasco Ibáñez, La maja
desnuda 176-177).

Desde las primeras páginas de la novela asistimos a la admiración de Renovales


por los logros de los artistas españoles y su preferencia por Goya, ejemplo de artista
vital con el que le gustaría identificarse (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 190-192).298
La contemplación absorta de La maja desnuda resulta casi más escandalosa que el
propio desnudo, escondido durante parte del siglo XIX en salas privadas de la
Academia de Bellas Artes de San Fernando y sólo expuesto de forma definitiva en el
Prado a partir de 1901. Renovales ve en lo que es causa vergüenza para los demás
visitantes, sobre todo entre las mujeres, la pose orgullosa de una mujer desvestida que
simboliza la resurrección del desnudo realista español.

El pintor contempló con delectación aquel cuerpo desnudo, graciosamente frágil,


luminoso, como si en su interior ardiese la llama de la vida, transparentada por

298
Tomás Ferré (1998: 130) comparte la opinión de Libertad Blasco Ibáñez cuando en su prólogo a La
voluntad de vivir de 1977 identifica en Renovales el rastro de Sorolla, de Benlliure y del propio Blasco
Ibáñez. Por otro lado, al contrario de lo que afirma Tomás Ferré en la introducción de La maja desnuda
(1998), no creo que sea pertinente encuadrar esta novela en la oposición pictórica, debatida en la época,
entre España Negra (de sombras, representada por Zuloaga) y la España Blanca (de luz, exportada por
Sorolla) (Calvo Serraller 1998). Por lo que respecta al tema del desnudo, tal y como recuerda Reyero
(2009), ambos pintores, cada uno con su estilo, cultivan fecundamente el género a lo largo de toda su
carrera. Este hecho no es incompatible con que en la novela de Blasco Ibáñez se perciba una clara
referencia a Sorolla, pintor ya consagrado que, sin embargo, había sido muy criticado en su época de
pensionado por el realismo de un desnudo de mujer. Posiblemente el boceto que Renovales realiza sobre
el desnudo de su esposa sea un guiño a otro famoso cuadro de Sorolla en el que recrea el desnudo de su
mujer Clotilde, dibujándola de espaldas, sobre sábanas de raso, y con el rostro oculto (1902) (Reyero
2009: 107 y 229).

303
las carnes de nácar. Los pechos firmes, audazmente abiertos en ángulo,
puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus vértices los cerrados
botones de un rosa pálido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrecía
el misterio sexual; la luz trazaba una mancha brillante en las rodillas de pulida
redondez, y de nuevo volvía a extenderse el discreto sombreado hasta los pies
diminutos, de finos dedos, sonrosados e infantiles.
Era la mujer pequeña, graciosa y picante; la Venus española, sin más carne que
la precisa para cubrir de suaves redondeles su armazón ágil y esbelto (…)
- ¡La maja de Goya!... ¡La maja desnuda!
Ya no decía estas palabras en voz alta, pero las repetía su pensamiento y su
mirada: su sonrisa era como un eco de ellas (Blasco Ibáñez, La maja desnuda
186-187).

Entre este galope de la admiración sencilla pasaban también algunos grupos de


señoras españolas. Todas hacían lo mismo ante la obra de Goya, como si
estuvieran aleccionadas previamente (…) Las avisaba el instinto. Sus inquietos
ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían husmear a la
famosa maja antes de verla; y seguían adelante, erguidas, con el gesto severo, lo
mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente
al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no
deteniéndose hasta la vecina sala de Murillo.
Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominación de la Naturaleza y la
verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales
horrores en un edificio público poblado de santos, reyes y ascetas (Blasco
Ibáñez, La maja desnuda 187-188).

Pese a su reconocido talento, tanto para sus retratos como para sus proyectos de
desnudo, Renovales necesita de una referencia sobre la que partir, bien un modelo real,
bien una existencia artística como la maja goyesca. En todo caso el narrador traslada al
discurso la fascinación del pintor por la corporeidad natural, ajena a la imagen
cerebralista de la decadencia (Litvak 1979). Frente a la preferencia prerrealista por la
desmaterialización de la carne, el desnudo realista observa lo natural y lo fija en los
mismos escenarios donde podría haberlo tomado, desde el estudio del pintor hasta
estancias interiores e íntimas como los aseos. La placidez del desnudo se ve no obstante

304
alterado cuando la modelo toma conciencia de la exhibición de su cuerpo ante otra
persona que no es ni el espectador fuera del cuadro ni el artista. Lo normal, sin
embargo, es que el espacio donde se realiza el posado proteja a la modelo de cualquier
otro interés diferente al artístico.299
No obstante este intento de normalizar e incluso de sacralizar la exposición del
cuerpo desnudo, la modelo que ofrece su cuerpo para este uso, según sus detractores,
demasiado cercano a la prostitución, suele ser objeto de censura desde varios y distintos
frentes. Para recrear un mundo que probablemente conozcan sólo parcialmente, algunos
de ellos retrotraerán su mirada hasta el costumbrismo más tradicional. Así, en Las
españolas pintadas por los españoles (1871-1872) Ángel del Palacio enfrenta el orgullo
de la mujer que se desnuda con la realidad de la brevedad de la profesión de modelo, un
oficio despreciable pero que le permite ganar dinero rápido y fácil con la venta de su
cuerpo, razonamiento que coincide con el que esgrimía la amante hetaira de Carlos
Alvarado cuando se negaba a abandonar la prostitución.

¡Dista tanto la modelo mujer de la mujer modelo! La que nosotros vamos a


dibujar es la que atiende a su subsistencia por medio de la exhibición de su
hermosura; la que convierte su cuerpo un manjar, y se sirve por raciones y a
domicilio (…) La clase de modelos es inmensa y variada; existen, primero, la
vestida, o sea, la más barata, la cual sólo necesita tener buena cara, buen color y
talle flexible; viene después la que pone los brazos y el escote, término medio
entre el pudor y la desvergüenza, y termina la colección la completamente
desnuda. Esta es la verdadera modelo, la que orgullosa de su valía desprecia a
toda aquella de su oficio que no llegue al grado de desnudez a que ella ha
llegado, gracias a su buena conformación (Palacio, La modelo 2, 107-108).

Tras la información sociológica, se ejemplifica la soberbia femenina. Angelita,


huérfana costurera abandonada por su amante, se ve obligada a ejercer de modelo,
porque, como ella misma reconoce, “¿cómo había de volver Angelita a tomar la aguja y

299
“More than a mere physical boundary, the platform marks the threshold between aceptable nudity and
unacceptable nakedness, between model and woman. That female sexuality can be neutralized by the
platform reinforces the idea that the female poser’s gender is either assumed or abandoned. On the
platform before artists and students, it was argued by many the model knows no shame; she becomes
aware of her nakedness only through the inopportune gaze of another, either that of students during a
pause of that of the visitor to the atelier, a recurring figure in studio anecdotes (...) Not only does it
desexualize the model but it also neutralizes in her eyes the gender of the artist” (Lathers 50-51).

305
a estropearse los dedos? ¡Imposible!” (Palacio, La modelo 2, 111). Al principio sólo
acepta posar vestida pero, como era de esperar,

El trato engendra familiaridad, y tres o cuatro horas diarias de trato con un pintor
ya pueden comprender nuestros lectores la familiaridad que engendrarían. Así
pues, no deben extrañar que haciendo falta un día un brazo desnudo no pusiera
obstáculo Angelita a descubrir el suyo. Después del brazo hizo falta copiar algo
más, y Angelita, por no estropear el conjunto del cuadro, tuvo al fin que acceder
a las súplicas del artista. A las tres semanas servía de modelo natural a todos los
pintores de Madrid (Palacio, La modelo 2, 112).

Por lo que respecta a las novelas analizadas, el conflicto entre el artista y la


mujer no suele tener como protagonista a la modelo profesional, sino que suele
preferirse a la que sólo posa de forma ocasional, sobre todo si se trata de la esposa. La
misma persona que se entrega en la alcoba tiene fuertes reparos en mostrarse a su pareja
fuera del espacio socialmente acotado para el encuentro sexual. La conciencia de
pecado, vergüenza y pudor fácilmente comprensible para el público lector de la época se
interponen entre los deseos castos del artista y la exposición del cuerpo femenino, en su
totalidad o por partes. Rara vez ocurre, como en el “Fragmento de una carta de mujer”
de Daudet, que la esposa ceda voluntariamente a servir de modelo al pintor cuando
previamente le ha prohibido usar otras modelos y menos aún que se ofrezca
directamente como ocurre en la novela de Gautier, El toisón de oro. Recordemos que
sólo tras asistir a la desolación de Lantier y en parte motivada por su propia vanidad
Cristine, su amante estable y futura esposa, accede a que retrate todo su cuerpo (Zola,
La obra 169-175), una cesión que como hemos visto, se atribuía a las modelos
profesionales o más desvergonzadas. Por su parte, en El origen del pensamiento Carlota
sólo acepta enseñar partes de su cuerpo a su marido para prevenir peligros mayores
(Palacio Valdés, El origen del pensamiento II, 139-140).
En este contexto se explica la furiosa reacción de Josefina cuando, tras acceder a
que su marido la retrate desnuda en el dormitorio, este le plantea la posibilidad de
exponer el retrato justificándose en que, para evitar el reconocimiento de la modelo, ha
cambiado su rostro, la parte menos agraciada, además, de su esposa. Podemos entender
que tras esta excusa se esconde un objetivo mayor, la reproducción de un ideal estético

306
propio capaz de competir con La maja desnuda de Goya cuyo rostro, por otro lado,
todavía hoy es objeto de debate.

Cuando la obra estuvo terminada, Josefina no pudo menos de admirarla. “¡Qué


talento tienes! Pero, realmente, ¿soy yo así…, tan bonita?” Mariano mostrábase
satisfecho. Era su mejor obra, la definitiva. Tal vez en toda su existencia no
hallaría otro momento como este, de prodigiosa intensidad mental, lo que
llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo
mismo que ciertas mañanas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio.
Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura,
fijándose especialmente en el vientre recogido, de curva suave; en las audaces y
duras puntas de sus pechos, orgullosa de estos blasones de la juventud.
Deslumbrada por la belleza de su cuerpo, no se fijaba en la cara, que parecía sin
valor, perdida en suaves veladuras. Cuando sus ojos se posaron en ella mostró
cierta decepción.
- ¡Se me parece muy poco! ¡No es mi cara!...
El artista sonreía. No era ella; había procurado desfigurar su rostro, su rostro
nada más. Era una máscara, una concesión a las conveniencias sociales. Así
nadie la reconocería, y su obra, su grande obra, podría salir a la luz, reclamando
la admiración del mundo (…) La mujercita miraba con odio aquel cuerpo
desnudo que irradiaba su luz de nácar desde el fondo del lienzo. Parecía sentir el
espanto de la sonámbula que despierta de repente en medio de una plaza rodeada
de mil ojos curiosos y ávidos de su desnudez, y en su terror no sabe qué hacer ni
por dónde huir. ¿Cómo había podido prestarse ella a tal escándalo? (Blasco
Ibáñez, La maja desnuda 233-234).

Pese a esa primera complacencia por su retrato, los prejuicios que asaltan a
Josefina no sólo se niegan a su exhibición sino que, directamente, destruyen el
retrato.300 La destrucción de la Otra, por lo general consecuencia del cansancio del

300
“De pronto quedó inmóvil, clavado en el suelo por el espanto y la sorpresa. Josefina, desnuda aún,
había saltado sobre el cuadro con una agilidad de gata rabiosa. Del primer golpe de sus uñas rayó de
arriba abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la cascarilla de las partes secas.
Después cogió el cuchillete de la caja de colores y, raaaás... el lienzo exhaló un largísimo quejido, se
partió del impulso de aquel brazo blanco, que parecía azulear con el espeluznamiento de la cólera (…)
Ella, ciega por la cólera, seguía ensañándose en el cuadro, enredando los pies en la madera del bastidor,

307
genio, en la novela de Blasco escenifica la lucha entre la mujer real y la imagen ya
independiente de ella misma. De hecho esta reacción extenderá la prohibición a la
búsqueda de otros modelos desnudos aun cuando, como en el relato de Zamacois, el
nacimiento de la hija provoque la degeneración del cuerpo de su esposa.
Tras varios años de padecimientos e indiferencia, Josefina muere y libera así al
artista de sus votos y promesas de fidelidad. Sin embargo, es entonces cuando la apatía
y la pereza le invaden y reina la melancolía del artista. En este estado descubrirá que
durante toda su vida no ha hecho sino retratar a su Josefina, aunque de una forma
totalmente idealizada que se niega a reconocer.301 Incapaz de diferenciar la realidad de
la imagen pictórica, transformada por su propia subjetividad, se embarca en un proceso
de reconstrucción artística de su esposa-modelo, en un iluso intento de resucitar de esta
manera a su Galatea. La abstracción no llegará al extremo de Frenhofer o de Lantier,
pues pese a tratarse de un objeto de ficción, Renovales siempre se basará en las
imágenes pictóricas y en sus recuerdos.302

- ¡Mira! – dijo el maestro con ademán soberbio.


El amigo miró. Frente a la luz había un lienzo en un caballete; un lienzo gris en
su mayor parte, sin otro color que el del preparado, y sobre este rayas confusas y
entrelazadas delatando cierta indecisión ante los diversos contornos de un mismo
cuerpo. A un lado, una mancha de colores, que era lo que el maestro señalaba
con su mano: una cabeza de mujer, que se destacaba vigorosa sobre el crudo
fondo de la tela.
Cotoner quedó absorto. ¿Aquello lo había pintado realmente el gran artista? No
veía la mano del maestro. Aunque él fuese un pintor insignificante, tenía buen
ojo y adivinaba la indecisión, el miedo, la torpeza, la lucha con algo irreal que se
escapa, negándose a entrar en el mundo de la forma. Saltaba a la vista la

arrancando tiras del lienzo, yendo de un lado a otro con su presa como una bestia furiosa” (Blasco Ibáñez,
La maja desnuda 235).
301
Opina su amigo Cotoner sobre los retratos del pasado: “Sí, era Josefina, pero con algo extraordinario,
ideal. Sus facciones parecían las mismas, pero llevaban una luz interna que las embellecía. Era el defecto
que había encontrado siempre en estos retratos pero se calló” (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 415).
302
Diferimos entonces de la opinión de Tomás Ferré (1998: 109) cuando, comparando la novela de
Blasco con la de Zola y Balzac, afirma que a diferencia de estas, en la de Blasco triunfa de forma absoluta
la mujer y la vida sobre la obra y la profesión. Las posibles coincidencias entre La maja de Blasco y La
obra de Zola han sido objeto de estudio por Anne-Marie Reboul (1995) quien incluso relaciona ambas
obras con Goya (1997a).

308
inverosimilitud de los rasgos, la rebuscada exageración: los ojos enormes,
monstruosos en su grandeza; la boca diminuta como un punto; la piel de una
palidez luminosa, sobrenatural. Solamente en sus pupilas había algo notable: una
mirada que venía de muy lejos, una luz extraordinaria que parecía traspasar el
lienzo.
- Me ha costado mucho. Ninguna obra me hizo sufrir tanto. Esto es la cabeza
nada más. ¡Lo más fácil! Después vendrá el cuerpo; una desnudez divina, como
nunca se haya visto. Y tú solo la verás, ¡sólo tú!
El bohemio ya no miraba el cuadro. Contemplaba con extrañeza al pintor,
asombrado de aquella obra, desconcertado por su misterio.
- Ya ves, ¡sin modelo!, ¡sin la realidad delante! – continuó el maestro-. No he
tenido más guía que esos; pero es el mejor, el definitivo.
“Esos” eran todos los retratos de la muerta, descolgados de las paredes,
colocados en caballetes o en sillas, formando un apretado círculo en torno del
lienzo empezado.
El amigo no pudo contener el asombro, no pudo fingir más tiempo, vencido por
la sorpresa.
- ¡Ah! ¡Pero es…! ¡Pero… has querido pintar a Josefina!
Renovales se echó atrás con violenta sorpresa. Josefina, sí: ¿quién había de ser?
¿Dónde tenía los ojos? Y su mirada iracunda trastornó a Cotoner.
Este volvió a contemplar la cabeza. Sí, era ella, con una belleza que parecía de
otro mundo; extrema, espiritualizada, como si perteneciese a la humanidad
nueva, libre de groseras necesidades, en la que se hubiesen extinguido los
últimos restos de la animalidad ancestral. Contemplaba los numerosos retratos
de otros tiempos, y reconocía sus rasgos en la nueva obra, pero animados por
una luz que venía de dentro y cambiaba el valor de los colores, dando al rostro
una novedad extraña.
-¡La reconoces por fin! – dijo el maestro, que seguía ansiosamente la impresión
de su obra en los ojos del amigo-, ¿Es ella? Di, ¿no te parece igual?
Cotoner mintió con cierta conmiseración. Sí, era ella; por fin la veía bien… Ella,
pero más hermosa que en vida… Josefina nunca había sido así.
Ahora era Renovales el que miró con extrañeza y lástima. ¡Pobre Cotoner!
¡Infeliz fracasado, paria del arte, que no había podido salir de la muchedumbre

309
anónima y carecía de otra sensibilidad que la del estómago!... ¡Qué sabía él de
aquellas cosas! ¡Por qué insultarle!
No había reconocido a Josefina, y sin embargo, este lienzo era su mejor retrato,
el más exacto.
Renovales la llevaba en su interior; la contemplaba sólo con recogerse en su
pensamiento. Nadie podía conocerla mejor que él. Los demás la tenían olvidada.
Así la veía… y así había sido (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 437- 439).

Como vemos, el proyecto inicial de Renovales es recrear el desnudo de Josefina


para su contemplación personal. Con este fin se basa en los cuadros anteriores para
revivir un rostro idealizado que supla, como en el retrato destruido, la cara de su esposa.
Esta primera despersonalización nos hace dudar acerca de la naturaleza de su Galatea
que ya no encarnaría a Josefina sino a su cuerpo, la maja de Renovales que fue hecha
pedazos por la mujer real. De este modo, pese al mejoramiento del rostro, el pintor
pronto renuncia a la idea de reproducir el retrato y fusiona este con un proyecto
anteriormente abandonado: por un lado, recreará otro retrato de Josefina, similar a los
expuestos, es decir, “vestido”; por el otro, reutilizará su cuerpo para representar la
escena de Friné saliendo del mar en el esplendor de los ritos eleusinos, un clásico
contexto mitológico en el que exponer sin trabas su Ideal. Esta segunda composición
supone, implícitamente, una clara renuncia al contexto realista así como un
acercamiento al desnudo clásico, no exento, quizá, de una creciente dosis de lascivia
(Reyero 2009: 51).303

303
En una recreación similar del desnudo griego con elementos comunes a la recreación de la maja y en
general, a la deleitación ecfrásica en el cuerpo femenino que veíamos también en Zamacois, Blasco
Ibáñez remite a su propia descripción de la bella cortesana Sónnica y su comparación con Friné (1901):
“Dos horas después del mediodía despertó Sónnica (…) La hermosa griega arrojó al suelo las cubiertas de
blanco lino de Sétabis, y su primera mirada al despertar fue para su desnudez, siguiendo con ojos
cariñosos todos los contornos de su cuerpo, desde el seno, hinchado por redondeces armoniosas, hasta el
extremo de sus rosados pies. La cabellera opulenta, perfumada y de sedosos bucles, descendiendo a lo
largo de su cuerpo, la envolvía como un regio manto de oro, acariciándole de la nuca a las rodillas con su
suave beso. La antigua cortesana, al despertar, admiraba su cuerpo con la admiración que habían
infundido en ella los elogios de los artistas de Atenas. Aún era joven y hermosa; aún podía hacer temblar
de emoción a los hombres al final de un banquete, mostrándose, sobre la mesa, desnuda como Friné. Sus
manos, ávidas de embriagarse con el tacto de su hermosura, acariciaban la redonda y firme garganta, los
globos de nácar terminados por un sutil pétalo de rosa, apreciando su firme elasticidad y la tortuosa red de
venillas azules que se dibujaban débilmente bajo la satinada epidermis. Después bajaban y bajaban,
rozando las entradas del talle, las fuertes caderas, el vientre de curva suave, semejante a la de una crátera,
y las piernas, cuya armoniosa redondez era comparada en otros tiempos a la trompa del elefante por los
mercaderes asiáticos que la visitaban en Atenas. El amor había pasado sobre ella. El amor había pasado
sobre ella su lengua de fuego sin consumirla. Había vivido en medio de sus ardores, fría, insensible y
blanca como la estatua de mármol bajo el resplandor del sol. Y al verse joven aún, hermosa y con una
frescura de virgen, sonreía satisfecha de sí misma, contenta de la vida” (Blasco Ibáñez, Sónnica 705);

310
Hacía tiempo que soñaba con una obra maestra. La tenía completa en su
imaginación, hasta en sus menores detalles. Veíala, cerrando los ojos, tal como
había de ser, si es que llegaba a pintarla. Era Friné, la famosa beldad de Atenas,
mostrándose desnuda a los peregrinos aglomerados en la playa de Delfos. (…)
El cuerpo blanco, luminoso, destaca la armoniosa curva del vientre y la punta
aguda de sus firmes senos sobre el azul oscuro del mar. El viento arremolina sus
cabellos como serpientes de oro sobre los hombros de marfil; las ondas, al morir
cerca de sus pies, le envían estrellas de espuma que, con su caricia, estremecen
su piel desde la nuca de ámbar a los talones sonrosados. La arena mojada, tersa y
brillante como un espejo, reproduce invertida y confusa la soberana desnudez en
líneas serpenteadas, que adquieren al perderse el temblor del iris. Y los
peregrinos, caídos de rodillas, en el éxtasis de la admiración, tienden los brazos
hacia la diosa moral; creyendo que la Belleza, y la eterna Salud salen a su
encuentro (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 272-273).304

La recreación de este desnudo pasa a un segundo plano en las últimas páginas de


la novela. Quizá por tratarse del retrato del referente real de su desnudo más admirado,
la mayor dificultad con la que se encuentra Renovales es la de dar cuerpo al retrato de
Josefina o, en otras palabras, vestir o esconder los restos de lo que antaño fue un
Desnudo Ideal. Por otro lado, en su búsqueda desesperada de modelos, Renovales se
encuentra ante una nueva concepción del desnudo que desconoce, esto es, el desnudo
velado, adornado y un tanto fetichista, que protagoniza la mayoría de las estampas
pornográficas que recopilaba Don Lope en Tristana o que, en La maja, colecciona el
yerno de Renovales. Estas escenas, cuyo primer objetivo fue sustituir o apoyar a la
modelo profesional en su pose artística, en las últimas décadas del siglo se convirtieron

“Como dice Herodoto, los que no son griegos consideran como un oprobio mostrarse desnudos. ¡Si
supieras cuánto escandalizaron al principio a las gentes de esta ciudad mis costumbres de ateniense!...
¡Como si en el mundo existiera algo más hermoso que la forma humana! ¡Como si el desnudo no fuese la
suprema belleza! Adoro a Friné asombrando con su cuerpo sin velos a los viejos del Aerópago, haciendo
rugir de admiración a la muchedumbre que vio surgir sus blancas formas de entre las ropas como la luna
entre las nubes. Creo en la belleza de sus pechos más que en el poder de los dioses” (Ib. 711).
304
Para ello pretendía llevar allí “mujeres tras mujeres; cien si era preciso, para estudiar su blanca
desnudez sobre el azul del mar y del cielo, hasta que encontrase el cuerpo divino de la soñada Friné”
(Blasco Ibáñez, La maja desnuda 273). De nuevo Renovales se ve obligado al estudio de un referente
externo para completar su obra. Esta concepción de la mimesis recuerda de nuevo al pintor griego Zeuxis
(citado en el primer capítulo de este trabajo), del que se dice que, para representar a Helena de Troya,
pidió a las cinco doncellas más hermosas de Trotona que le permitiesen pintar lo más bello de cada una de
ellas.

311
en un producto de consumo de masas en toda Europa. El juego erótico es el mismo que
el del cuadro premiado en “Cuentos” (1900) de Zamacois, antes citado. Así pues, el
paso siguiente al desnudo erótico es el desnudo picante y la industrialización de la
mirada erótica.
Si el desnudo con pretensiones eróticas se atiene por lo general a la norma de la
desnudez completa, el desnudo picante basa su poder de atracción en el juego de
ocultar, y enseñar. Zapatos, medias, ligueros, chales, velos, pañuelos y abanicos
se convierten en accesorios indispensables de la escenificación erótica. Aunque
pretendían hacerse pasar por academias, ya en los primeros ejemplos de
desnudos y escenas picantes los muebles y todo tipo de accesorios
proporcionaban un mínimo ambiente de tocador. La insinuante mirada en
dirección a la cámara puede considerarse asimismo una constante de la
fotografía erótica. Si, debido a las limitaciones técnicas, los motivos eróticos
eran raros y muy caros para un bolsillo normal en la época del daguerrotipo, con
la invención del procedimiento negativo-positivo y la aparición de las tarjetas
estereostópicas y de visita (después de 1850) y la postales después de 1870,
comienza lo que se podría denominar como industrialización de la mirada
erótica. Hasta el fin de la II Guerra Mundial, París fue el centro más importante
de producción y distribución, hasta el punto de que las fotos eróticas se ofrecían
frecuentemente bajo el nombre de “fotos de París” (Koetzle 142).

La imagen ya no se contempla con desinterés artístico sino que el énfasis con el


que se hace explícito el cuerpo de la mujer real excita ahora el erotismo y el placer
sexual.305 Por este motivo, cuando Renovales pide ayuda a su yerno para encontrar a
una modelo para su retrato, este se ríe de lo que considera una forma remilgada de
camuflar como arte lo que para él no puede ser más que un entretenimiento
pornográfico.

305
“That images of artists’ models were colonized by attributes of pornography should not surprise us and
most certanly did not present the nineteenth century visual conundrum: female models who pose nude had
long been characterized by the public as prostitutes and the artist’s private atelier as a type of brothel. As
a technique, photography facilitated the complete erosion of an already undermined distinction between
female model and pornographic poser. One might even view the pornographic status of these photos as
specifically evolving from their identification as images of artist’s models; the photo becomes, an
immediate image of the model (read prostitute) instead of an idealized image of woman. These are not, in
the other words, ‘images’ of women; these ‘are’ women, but they are a certain type of women-‘models’,
for only models would stand naked before a photographer. Académies are always already pornographic
because the model’s body is perceived as always already pornographic, no matter her pose” (Lathers
236).

312
Pero la vida moderna era otra cosa; él leía con entera libertad; leía mucho, tenía
en su casa una biblioteca, compuesta lo menos de un centenar de novelas
francesas. Adquiría todos los volúmenes que llegaban de París con una hembra
puesta al fresco en la cubierta, y en cuyo interior, so pretexto de relatar las
costumbres griegas, romanas o egipcias, se encontraban un sin número de
buenas mozas en pelota o efebos al natural, sin otros adornos de civilización que
las cintas y gorros que cubrían sus cabezas (Blasco Ibáñez, La maja desnuda
309).

La misma impresión tiene la mujer finalmente escogida, una viciosa cantante de


bajos fondos que se hace llamar Bella Fregolina; de ahí su sorpresa cuando el pintor, en
lugar de querer ver su desnudo, le pide que se vista con las ropas de su difunta esposa.
Cuando sale con ellas, Renovales identifica en seguida en esta irreverente y moderna
Fornalina todas sus abstracciones: la amante constante, el modelo desnudo de sus
recuerdos y la dama velata que idealizó en sus retratos.306 La ficción de esta falsa
Galatea, artificio sobre un cuerpo que él toma prestado, se rompe cuando se encuentra
con unos “ojos fríos que le examinaban entornados, con una curiosidad profesional”
(Blasco Ibáñez, La maja desnuda 474). Se desvanece así “aquel algo indefinible que
había encerrado el cuerpo de su Josefina, de su maja desnuda” (Íd.). Renovales reconoce
entonces su fracaso absoluto como Pigmalión en todas sus versiones: no sólo no es
capaz de crear y dar vida a su Ideal desde la nada, sino que ni siquiera puede darle
forma si no es recurriendo a imágenes de otras fuentes que falsifica para hacer suyas.

306
Dado que concede su cuerpo juvenil al desnudo de Friné, el retrato de Josefina se compondrá de una
cabeza idealizada sobre el cuerpo demacrado de la Josefina real después de sus embarazos, un cuerpo
consumido que, no por casualidad, pretende ocultar con el artificio del vestido. Así se explica que para
este retrato busque “mujercitas pequeñas, débiles, enfermizas, de una gracia de flor mustia, con ojos
grandes, mates y dolorosos” (Blasco Ibáñez, La maja desnuda 457). Su limitada percepción de la realidad
no se plantea siquiera que esta imagen emotiva y artística pueda entrar en contradicción con la efigie,
estética y moralmente corrupta, de la Bella Frenolina: “Era una muchacha pequeña, esbelta, de una
delgadez rayana en la demacración. Su cara de cierta belleza dulce y melancólica era lo más notable de su
cuerpo. Por debajo del vestido, negro con hilos de plata, que se abría en ancha campana, mostrábanse sus
piernas de frágil esbeltez, con la carne puramente necesaria para cubrir el hueso. Sobre las gasas del
escote, la piel, pintada de blanco, elevábase con ligerísima protuberancia en los pechos, marcando luego
las tirantes aristas de las clavículas. Lo primero que se veía de ella eran los ojos, unos ojos límpidos,
grandes, virginales, pero de virgen perversa, por donde pasaban las expresiones libidinosas sin alterar su
cándida superficie. Se movía como una novicia, los brazos pegados al talle, los codos salientes, encogida
y ruborosa, y en esta posición iba cantando con voz de falsete enormes obscenidades, que contrastaban
con su aparente timidez. En esto estribaba su mérito, y el público acogía sus palabras monstruosas con
rugidos de júbilo, dándose por satisfecho con esto, sin exigirla que levantase los pies o moviese el vientre,
respetando su rigidez hierática” (Ib. 462-463).

313
5. CONCLUSIONES.
5. 1. Conclusiones.

Más allá de las discusiones en torno a los límites entre el subgénero narrativo de
la novela de artista y la novela de formación y su ejemplificación en la narrativa
española peninsular, en este estudio se ha pretendido ofrecer una visión más amplia e
interdisciplinar de la presentación en la ficción del personaje del artista con
independencia del peso de la problemática estética en la trama o de la relevancia del
personaje dentro de las acciones de la misma. De este modo, hemos intentado rastrear la
caracterización y evolución del artista con ambiciones creativas en diferentes épocas y
subgéneros narrativos, lo que nos ha permitido confirmar y reconsiderar en distintos
contextos una serie de tópicos y tratamientos comunes tanto a la ficción narrativa como
a la representación del personaje en otras artes, especialmente las plásticas. En la misma
medida hemos tratado de relacionar los textos peninsulares con obras canónicas y
contemporáneas pertenecientes a otras literaturas con el fin último de matizar la
importancia de la deuda que tiene la literatura española decimonónica con ellas. Así,
pretendíamos corregir la tendencia general a infravalorar la originalidad de la narrativa
española de esta época y a subordinarla excesivamente a la tradición europea.
Un acercamiento honesto a la caracterización del personaje artista debe de tener
siempre presente el peso de la pervivencia, casi hasta la actualidad, de la imagen
legendaria del artista. Origen y referencia de la mayoría de sus caracterizaciones, las
anécdotas presentes en estas ficciones suelen justificarse en los efectos de la inquietante
melancolía, comportamientos contradictorios y al mismo tiempo, originales, que se
interpretan como síntomas de una personalidad difícil de prever, trasladable y exportada
desde la propia obra.
La universalidad de la leyenda facilita la apropiación de algunas de las funciones
y símbolos asociados a determinados mitos. Con la aparición y desarrollo del
movimiento romántico señalamos la reactualización de dos mitos clásicos: el de
Prometeo, el acercamiento del poder creador de la divinidad a la humanidad y sus
consecuencias, y el más específico de Pigmalión. De hecho, incluso tras el
templamiento titánico, el artista seguirá identificándose con el hombre Pigmalión. Al fin
y al cabo en este mito se reproducen las dicotomías más frecuentes y conflictivas en las
ficciones estudiadas: la relación entre Arte y Vida, Obra y Mujer. En las obras
analizadas vemos repetidos los problemas derivados de la supuesta incompatibilidad
entre la fecundidad artística y la sexual, la difícil convivencia del artista con el Ideal y la

317
mujer real y sus concreciones en la musa, la modelo, la prostituta o la esposa,
desencuentros y decepciones resumidos en la obra Daudet. Tema normalmente aplicado
a la creación plástica, el mito asume desde el Realismo una fuerte connotación
educativa que allanará el camino para la preferencia por el artificio finisecular y la
conversión de la mujer real en un ideal único y material. En este sentido pensamos que
la literatura española ofrece uno de las reflexiones más completas del mito en los deseos
de autocreación de Tristana. Su fracaso no hace sino confirmar el omnisciente punto de
vista masculino tanto en el discurso como en los acontecimientos relatados, incluidos
aquellos pocos protagonizados o escritos por mujeres.
Gran parte de las características atribuidas al artista son fácilmente reconocibles
en la mayoría de los protagonistas de la novela moderna desde su resurgimiento en la
literatura ilustrada. En este sentido, entendimos como lógica y esperable la
caracterización común, en esencia, entre el héroe moderno y el héroe romántico, en
cuanto a que este plantea y personaliza la recuperación del subjetivismo y del individuo
así como sintetiza la conciencia crítica ante la modernidad. El género narrativo se
entenderá de este modo como un vehículo adecuado en el que desarrollar y exponer esta
nueva realidad del yo en el mundo y los diferentes procesos que experimentará en él. De
manera consecuente, los arquetipos decimonónicos se construirán sobre las pasiones del
Werther y del receptivo y aprendiz diletante Wilhelm Meister. Independientemente de la
popularidad entre los lectores románticos del primero y entre los finiseculares del
segundo, el artista, como personaje de ficción decimonónico, asumirá en su
caracterización la hipersensibilidad de ambos, la inclinación amorosa y excesiva del
primero y la actitud expectante y el itinerario formativo del segundo.
Además de los ejemplos citados, subyacentes, como decimos, al personaje
artista, hemos visto cómo en la literatura española peninsular encontramos frecuentes
coincidencias temáticas con algunas de las obras más destacadas de la literatura
europea. Dado el frecuente contacto entre la Península y Francia, no es ninguna sorpresa
encontrar ecos de las principales obras del siglo en nuestra literatura. Así, también
nuestros autores fueron conscientes de las tempranas ruinas de Musset, se identificaron
con el aprendizaje frustrado de Lucien de Rubempré, recogieron el testigo de la
pasividad de Frédéric Moreau y adoptaron a su manera la revolución psicológica de
novelas como las de Bourget e innovaciones discursivas como las propuestas por
Huysmans. Sin embargo, al contrario de la opinión general que restringe y reduce estas
preocupaciones comunes al periodo modernista y a la simple imitación de relatos

318
protagonizados por artistas plásticos (La obra maestra desconocida de Balzac, Manette
Salomon de los Goncourt o La obra de Zola), hemos recogido numerosos textos
coetáneos a estas obras que testimonian una acomodación temprana de los principales
motivos presentes en las literaturas europeas. De hecho, como hemos querido
demostrar, es posible trazar una serie de anécdotas y tratamientos comunes desde el
costumbrismo romántico hasta la vanguardia modernista no siempre coincidentes con
sus modelos extranjeros, lo que nos obliga a reconsiderar la importancia de la tradición
patria en la actualización constante de la problemática de artista. De este modo, si
prescindimos de las particularidades discursivas o de la calidad de estas, las vicisitudes
asociadas a la formación del escritor en la Comedia humana se encuentran también
adaptadas a la realidad nacional en el costumbrismo y en las novelas prerrealistas
españolas, y serán con estas, y no sólo con las europeas, con las que dialogarán los
personajes poseedores de inquietudes artísticas durante la Restauración española.
En comparación con la que se dedica al escritor (poeta, novelista, dramaturgo o
ensayista), la atención prestada al artista plástico es menor y, salvo contadas
excepciones, bastante tardía. En este caso se percibe mucho más la recurrencia al
modelo francés y a la actualización y contextualización realizada por estos de las
anécdotas más prototípicas, lo que no excluye, como veremos, un trabajo similar de
matización y ajuste por parte de los autores españoles. En ambos casos se aludirán a los
mismos problemas de materialización de la visión interior en la Obra maestra y
enajenación de la obra plástica específicos de los artistas plásticos.
La caracterización del artista romántico en la literatura peninsular no puede
entenderse sin el repaso pormenorizado de su presencia en la prensa, tanto en los relatos
de ficción como en las biografías noveladas que se intercalan entre estos. A menudo
basadas en las noticias de las Vidas de Vasari, estas biografías tienen una doble función:
actualizar las anécdotas de los genios consagrados desde un punto de vista moderno,
frecuentemente romántico, y, en consecuencia, equiparar tal genialidad a las
recreaciones equivalentes que reivindican a los artistas contemporáneos. Cuanta mayor
es la proximidad espacial o temporal a los lectores, mayor es la moderación en la
presentación de la originalidad de las experiencias artísticas, en un cuidado intento de
satisfacer la curiosidad social sin escandalizar al lector de la revista. La continuación
natural de estas biografías de genios pasados será la novela histórica de origen
romántico, subgénero que sobrevivirá a este movimiento histórico. Ejemplo de esta,
estudiamos la novelización de la vida del pintor renacentista Fra Filipo Lippi, narración

319
sobre la que Castelar depositó su opinión acerca de algunos de los debates de la época:
la elección entre realismo e idealismo, la recuperación de la fe cristiana, la presentación
positiva de la genialidad artística, etc.
Por lo que respecta a la recreación en el género novelesco de los relatos
puramente ficticios publicados en la prensa, hemos confirmado como tanto unos como
otros remiten a las ficciones costumbristas. Es en ellas donde encontramos las primeras
noticias de los primeros encuentros de los jóvenes artistas con la realidad del mercado
literario, las peregrinaciones en busca de la publicación de sus obras y los primeros
desengaños. Sólo entonces descubrirán la hostilidad de la ciudad frente a la imagen
ficticia del Madrid idealizado y serán conscientes de una sensación de
desmembramiento y aniquilación que se convertirá en uno de los temas preferidos de la
novela moderna. Desde luego, la observación costumbrista siempre responde a una
intención última de hiperbolización y advertencia, de ahí que los desenlaces se reduzcan
a menudo a una decepcionante adaptación o a la aconsejada renuncia. Estas dos
alternativas reproducen a su vez la oscilación entre la integración o la exclusión social
de las que los personajes artistas se sienten víctimas. El extremismo de este selectivo
universo acogerá con entusiasmo el dramatismo del héroe romántico de origen
wertheriano. Así, del mismo modo que se identifica artista y obra, y ocio y trabajo, en el
joven romántico se asumirán como inseparables la exaltación sentimental con la
expansión artística y viceversa.
En las novelas de costumbres contemporáneas escogidas para nuestro análisis
vimos cómo, grosso modo, la representación del artista correspondía con lo detallado
previamente en los artículos costumbristas precedentes o contemporáneos. Sin embargo,
a diferencia de estos, la novela de esta época se esfuerza por ampliar el universo del
relato a un contexto histórico reconocible por el lector, si bien es evidente su
dependencia respecto al dualismo moral omnipresente, por otro lado, en la poética
romántica. Así pues, el artista se presenta como un ser excepcional, dotado de un talento
equivalente a una virtud común a la bondad natural del pueblo, que le autorizará para
defender un conjunto de ideales sublimes ligados a un concepto trascendental de misión
poética. En ocasiones parte del pueblo pero siempre guía de él, será normalmente el
escritor el que protagonice unos relatos ambientados en una época relativamente
reciente y, como tal, caracterizada por la lucha por el asentamiento de la libertad
política. No obstante, pese a la homogeneidad de este tipo de novelas, advertimos cómo
la larga duración del reinado isabelino permitía establecer al menos tres matizaciones en

320
la representación del artista: una cierta implicación política, que confía más en el
instrumento literario que en la violencia física, de la década de los cuarenta, el refugio
en la formación y presentación poética del protagonista en los cincuenta y el regreso en
los años siguientes a la contextualización histórica y a la participación directa, aunque
ocasional y como parte de un colectivo, desde la nostalgia de la mirada retrospectiva.
Este tratamiento, característico de El frac azul y previo a la Revolución de 1868,
precederá tanto el sentimiento de pérdida del Pedro Sánchez de Pereda como el duelo
por la muerte de Alejandro Miquis en El Doctor Centeno de Galdós. Por lo que respecta
a las creaciones en torno a 1855, suponemos que la preferencia por la continuación
novelesca del itinerario poético tal y como se esbozaba en el costumbrismo se explica
como un primitivo ejemplo de lo que será la decepción política finisecular, reacción
similar en todo caso al refugio poético que en la Francia luisfelipista atestiguan las
novelas de Balzac.
Gracias a la popularización del comportamiento y presentación del artista
romántico como un tipo atractivo y fácilmente identificable, las obras de lo que se
considera el Realismo histórico del XIX español pueden mantener un diálogo constante
con esta caracterización, legendaria y moderna al mismo tiempo, del artista
decimonónico. De este modo, la presentación e interpretación de estos personajes
siempre se confrontan, de forma explícita o implícita, con el tipo romántico para
cuestionar su idealidad. Por otro lado, sólo con una progresiva renuncia a la clara
oposición de antagonistas del periodo anterior y con el refuerzo del personaje como un
individuo en sociedad, para el que la integración o exclusión dejan de ser la principal y
única opción, se puede reactualizar el sentimiento de desilusión o desengaño romántico
existente aún entre aquellos personajes que creen en la idealización romántica. Siempre
y cuando se trate de un sentimiento sincero, los autores realistas se mostrarán
compasivos con estos personajes quijotescos, los convertirán en responsables de su
propio destino y reflexionarán acerca de la repercusión psíquica del itinerario o
aprendizaje más que en la recreación de las pruebas en sí.
La búsqueda de definición del artista en la sociedad es inseparable de la
interrelación con la clase social de la que procede, depende y enfrenta, la igual de
ambigua clase media. La fascinación que desprende la originalidad del artista acrecienta
lo que Rosalía de Castro describe acertadamente como un deseo apremiante de
Novedad, por lo que pronto ciertos individuos burgueses intentarán apropiarse de su
forma más superficial y menos comprometida hasta que su presencia acabe siendo

321
indispensable en cualquier tertulia social. Se explica así la proliferación de poetastros u
otras aptitudes acordes a modas estrafalarias en las ciudades de provincia, como el
Cisne de Pardo Bazán, o el entretenimiento atemperado de Bonifacio Reyes en la novela
de Clarín. En ambos casos vimos cómo los personajes, conscientes de la identificación,
se esforzaban en reproducir, convenientemente ridiculizados por el narrador, el éxtasis
de la creación artística, trasladada desde la obra al autor, hasta los límites permitidos por
la seguridad de su posición social. La evolución del Realismo y del Naturalismo se
preocupará por hacer hincapié en el autoanálisis, refinamiento y búsqueda espiritual de
estos personajes oscilantes entre la comodidad burguesa, el sentimiento diferenciador y
el refugio y abstracción simbólica.
La radicalización de la crítica social que encontrábamos en los primeros
momentos de la novela romántica resurge en los textos del naturalismo radical. Pese a lo
proclamado desde sus prólogos, los protagonistas creadores de estas novelas distan
bastante de ser medianías como las anteriormente citadas, sino que recuerdan más bien a
los aspirantes urbanos de las primeras advertencias costumbristas, víctimas del
determinismo pero también del dualismo social de una sociedad si cabe aún más hostil y
omnipotente. En la práctica, los únicos conatos de trascendencia se encontrarán en la
Declaración de Alejandro Sawa probablemente por su filiación con la desilusión
romántica que rastreábamos hasta Musset.
La ausencia de esperanza y la recreación en una insatisfacción resignada que
caracterizarán a los artistas de las novelas finiseculares más cercanas a la renovación
modernista representan el último paso de las ilusiones perdidas de la tragedia romántica
tras su paulatino cuestionamiento realista. La complicación del proceso vital y creador,
la incertidumbre del desenlace y la recuperación de la responsabilidad individual hacen
más consciente al personaje finisecular de la dificultad de conciliar la visión interior y la
búsqueda espiritual en un mundo intrascendente y cada vez más deshumanizado. En
este contexto el artista reivindica para sí la ambigüedad social que antes intentaba
esclarecer, busca alternativas fuera de los esquemas existentes e iniciará el camino para
la definición de la figura del intelectual.
La ambición esperanzada que caracterizaba al artista romántico y todavía en
parte a sus adaptaciones realistas desaparece poco a poco en el finisecular. Este artista
nacerá y se recreará en la decepción generacional que le precede y hereda, y optará por
intentar la reconstrucción de un presente y un yo artificial desdeñador de las
lamentaciones vociferadas de los héroes románticos. El mal del siglo romántico pervive

322
así en estos héroes modernistas, únicos actores de un drama interior que se identifica
con un discurso tan aparentemente desinteresado como focalizado. Son las
consecuencias de la necesidad de reposo, planeada ya en El frac azul, pero ahora
identificada con la huida y el desánimo, una nueva forma de concebir el aprendizaje que
se aleja de la idea del progreso ilustrado y busca el conocimiento de sí a través de la
intimidad.
Si en el tipo romántico resultaba casi imposible diferenciar la herencia
wertheriana de la auténtica y propia problemática del creador, en el personaje
finisecular la búsqueda y recreación estética será común a todo tipo de héroes
decadentes, artistas, coleccionistas, dandies, etc. La identificación entre artista y objeto
creado permite que en cierto modo todo personaje que intente la evasión a través de la
aplicación del artificio a su persona comparta ciertos rasgos comunes con y del creador
artístico. Desde luego, uno de los personajes más mimados de entre los mencionados es
el estrictamente creador y artista, especialmente inclinado, tal y como indica la
tradición, a la anomalía social y a la obsesión por la creación de un paraíso propio y
artificial. La excepcionalidad incomprensible se verá, de hecho, como un síntoma
esperable de la patología del genio.
Incluso en este clima favorable a la reproducción artística, el desarrollo de los
problemas de la vocación depende en la mayoría de los casos del tipo de discurso
escogido, la interdependencia entre este y el relato y la propia concepción poética del
narrador. Nos encontramos así, junto a la confirmación del naturalismo católico,
espiritual y un tanto idealizado de La Quimera de Pardo Bazán, la visión personalísima
y abúlica de Fernando Ossorio o la reivindicación del desnudo femenino en Zamacois y
en Vicente Blasco Ibáñez. Si exceptuamos al protagonista de Pío Baroja, uno de los
mejores ejemplos de simbiosis entre el héroe decadente y la visión plástica propiamente
artística, la mayoría de los ejemplos estudiados suelen recrear el interés por la écfrasis
frecuente en los referentes franceses. Estos se basan a su vez en muchas de las fórmulas
de la leyenda o mitos del artista, si bien en el caso español estos mismos tópicos se
reproducen convenientemente atemperados. De este modo, las alusiones eróticas
asociadas al refinamiento de la mujer fatal decadente pasan a menudo a un lugar
secundario respecto a la revalorización del desnudo clásico, rara vez descontextualizado
y por tanto casi siempre desposeído de la capacidad de suscitar escándalo. Por otro lado,
el interés por las connotaciones artísticas y sexuales entre la obra y la mujer suelen
explicarse o bien acudiendo a la inversión del mito de Pigmalión antes citado y presente

323
en las conocidas anécdotas de Heine y en El toisón de oro de Gautier, o incluso de
manera más inmediata, acercándonos a la realidad pictórica del momento en la que el
desnudo, desde distintas tendencias y contextos, se reivindica como un tema del nuevo
siglo.
Así pues, tanto como representante de la crítica a la modernidad como por la
fácil y rápida reducción a poses dramáticas de su comportamiento prototípico, es
evidente que el artista romántico es un referente explícito o implícito para los autores y
los lectores de la literatura decimonónica. La recreación ensalzadora o satírica del tipo y
de sus descendientes realistas, naturalistas o modernistas permite la reivindicación de la
creación artística, incómoda en la nueva sociedad positivista y capitalista, así como
fomenta la popularización y degradación de los aspectos más exagerados del tipo en
manos del lector o espectador. Representación por lo tanto de una caracterización que
nace desde la ficción de la leyenda y de la propia literatura, hemos llamado la atención
sobre la existencia de unos modelos nacionales contemporáneos a las obras más
difundidas de otras literaturas, sobre todo la francesa, con los que, por otro lado, los
textos españoles mantienen una relación consciente que no se ve alterada por cuestiones
relacionadas con la calidad literaria. En este sentido, aunque la herencia extranjera es
fundamental en determinados periodos, hemos intentado destacar en la medida de lo
posible la reflexión en nuestra literatura de temas existenciales, como los referidos a las
inquietudes artísticas, que apenas se habían señalado en los estudios dedicados a la
novela de determinados periodos, como la prerrealista, o se habían restringido a
comparaciones concretas y a menudo despreciativas, entre determinados textos
españoles con ciertos modelos extranjeros. El mismo objetivo nos ha impelido a
indagar, aunque fuera sólo como esbozo de futuras investigaciones, en las constantes y
fructíferas interrelaciones entre las artes, referencia imprescindible, en nuestra opinión,
en cualquier trabajo que intente acercarse a la figura del artista, máxime en su aspecto
creativo. Aunque en esta tesis la mayoría de las aportaciones en este sentido han tenido
una intención más informativa que realmente innovadora, no podemos dejar de destacar,
como pequeños ejemplos, la aclaración en torno al tan intencionado como erróneo
estudio frenológico y fisonómico sobre Fra Filipo Lippi en Castelar o, la
contextualización de las écfrasis del desnudo en la novela de finales del siglo XIX y
principios del XX. La coexistencia de estas descripciones con la moda y consumo de
sus materializaciones tanto plásticas como pornográficas explica, inevitablemente, el
interés por su recreación literaria.

324
Como hemos visto, también en aquellos textos que idealizan la genialidad y
trayectoria trágica del creador se suelen incluir personajes burgueses, normalmente
femeninos, que esperan y consienten lo extraordinario del comportamiento artístico,
sobre todo cuando no cae en la exageración o no se escapa de la limitada comprensión
social. Por otro lado, a través tanto del propio texto como en la ficción que en él se
desarrolla, el artista no muestra demasiada oposición en consentir e incluso promover
estas expectativas burguesas. La conformidad es esencial en el caso de los imitadores,
carentes de verdadero talento, de la aptitud excepcional atribuida al creador,
comportamiento en el que, como hemos dicho, suele destacarse la hipersensibilidad y la
consiguiente pose de auto-marginalidad. Este “parecer” que Mesonero describía como
un proceso de romantización desde y para ficciones literarias lo encontraremos a lo
largo de todo el siglo. Lo que en principio se considera como resultado de una
equivocada interpretación o de un simple afán de notoriedad es reelaborado por
pseudociencias como la Frenología y la Fisonomía como síntomas de una enfermedad,
atractiva y por tanto imitada que, más adelante, explicará una supuesta relación entre la
creatividad, la locura y la criminalidad. En este sentido, por su amplia difusión y
simplificadora visión, los estudios de Lombroso y de Nordau matizarán la presentación
de los herederos del tipo romántico, genios auténticos y pretenciosos falsarios, sobre los
cuales debatirán también Pardo Bazán, Clarín, Gener o Llanas Aguilaniedo. El
personaje del artista responderá así al menos a tres referentes ficcionales que se
alimentan mutuamente: la leyenda y biografía novelada, la ficción poética y la ficción
científica. Llevadas al extremo y en un solo individuo, causarán la esterilidad artística
de Apolodoro/Luis en Amor y Pedagogía.
En cierto modo, esta reflexión acerca de la caracterización en la ficción
peninsular del personaje del creador ha intentado ofrecer una explicación histórica y
literaria a las incógnitas que planteaba la máscara, vestimenta y pose del Caballero de
las botas azules. En muchos aspectos Rosalía de Castro profetiza en esta novela la
revisión finisecular de las inquietudes esenciales del movimiento romántico, tales como
la ambigüedad de las categorías narrativas, las expectativas del relato o la correcta
interpretación de la búsqueda de la originalidad individual. Con la misma intención,
animamos al análisis y reflexión en torno al impacto que, sobre la comunicación
literaria, suponen los tempranos ensayos de perspectiva múltiple como los que plantea
Clarín en Doña Berta: los principios del cuestionamiento del desinterés y objetividad en

325
la elección del referente, el Ideal, la obra creada y las diversas interpretaciones, desde la
recepción y creación literaria, tanto de las producciones como de las vidas artísticas.

326
5.2. Conclusions.

Beyond the discussions about the limits between the narrative subgender of the
artist novel, the formation novel and their exemplification in the Spanish Peninsular
Narrative, this thesis aims to show a wider and interdisciplinary vision of the character
as an artist. Thus, the study focused on all kind of characters independently of the
relevance of the aesthetic problem on the topic or the character importance in the plot.
In this sense, I covered the characterization and evolution of the artist with creative
aspirations in different time periods and narrative subgenders. Thanks to that process I
have been able to confirm and reconsider in various contexts an amount of common
topics and forms in narrative fiction as well as in the representation of this artistic
archetype, especially in the plastic arts. I also tried to relate these peninsular examples
with other classical and contemporary masterpieces in other literature traditions in order
to clarify the importance of the debt that the 19th Spanish Literature owes them. In this
sense, I aimed to review the general tendence that misleads the Spanish Narrative
originality of this age, which tends to be excessfully subordinated to the European
Tradition.
A honest approach to the means of portraying the artist character cannot forget
the pervivence of the artist legend which is still present nowadays. This legend is the
origin and the reference of the most part of the characterizations. Thus, the anecdotes
described in these fictions used to be justified by the effects of the disturbing
melancholia. These conflicting and original behaviours are interpreted as symptoms of
an unpredictable personality that can be traslated and exported from the artistic piece by
itself.
The universality of the legend makes the assumption of some functions and
symbols usually associated to particular myths easier. With the aparition and
development of the Romantic Movement I find the reactualization of two classics
myths: the Prometeus Myth (that means, the consequences of approaching the divine
creative power to the Humanity), and most specifically, that of Pymalion. In fact, once
the artist begins to forget his titanic behavior, he will continue to identify himself with
the man Pygmalion. Moreover, in this myth the most frequent and troubled dichotomies
that I study in the selected fictions are reproduced: the relationship between Art and
Life, Oeuvre and Woman. The analyzed fictions cover the problems of the supposed
incompatibility between the artistic and the sexual fecundity as well as the complicated

327
coexistence of the Ideal with the real woman. At the same time, the concretions of this
female character in the muse, the model and the prostitute or wife (all situations,
disagreements and disappointments summarized by Daudet) are also explored as a
secondary field. Although this myth has usually been applied to the plastic creation,
from the Realism this myth assumes a strong educational meaning that advanced the fin
de siècle preference to the artifice and the transformation of the real woman into a
singular and material ideal. In this sense, I think that the Spanish Literature offers one of
the reflections of this myth in the autocreation wishes of Tristana. Her failure confirms
the omniscience of the male point of view, which is present in the discourse, as well as
in the events. This point of view also appears in the fictions with female characters or
written by women.
A lot of characteristics ascribed to the artist are easily recognized in the majority
of the main characters of the Modern Romance from its resurgence in the Age of the
Enlightment. I understand the logical and expected common characterization,
essentially, between the Modern Hero and the Romantic Hero. This last character
proposes and personalizes the retrieval of the subjetivism and the self, at the same time
that offers the synthesis of the critical conscience facing the Modernity. Thus, the
narrative gender will be taken as the best way in which this new reality of the self in the
world is showed as well as the different process that this self suffers in it. Consequently,
the 19th century archetypes will be built on the Werther’s passions and the learner and
diletant Wilhelm Meister. In spite of the popularity of Werther in the Romantic readers
and that of the Wilhelm in the fin de siècle readers, the artist, as a 19th century character,
will assume in his characterization the hypersentivity of both of them: the loving and
excessive inclination of the Werther and the expectant attitude and training schedule of
the Wilhelm Meister.
Beyond these mentioned examples always related to the artist character, I have
found that Spanish Peninsular Literature has numerous thematic coincidences with
some of the most well-known works in the European Literature. Because of the frequent
contact between Iberian Peninsula and France, it is not surprising to find echos of its
most important 19th century works in Spanish Literature. The Spanish authors were also
aware of the early downfalls of Musset; they identified themselves with the frustated
apprenticeship of Lucien de Rubempré; they understood the pasivity of Frédéric
Moreau. Moreover they adopted the psicological revolution developed in novels by
Bourget and the speech innovations proposed by Huysmans as if they were their own.

328
However, contrary to the general opinion that reduces these worries to the Modernism
and to the plots featured by plastic artists (Balzac’s The unkown masterpiece,
Goncourt’s Manette Salomon and Zola’s The Masterpiece), I have gathered up many
contemporary examples that demostrate an early accomodation in Spanish Literature of
the main motives presented in the European Literatures. In fact, as I wanted to show, it
is possible to sketch a series of common anecdotes and treatments from the Romantic
costumbrismo to the Modernist avant-garde. As these facts are not always coincident
with their foreings models, I must reconsider the importance of the national tradition in
the constant updating of the question of the artist. Because of this, if I leave the
particularities of the discourse or their quality away, the vicissitudes related to the writer
in the process of formation described in the Human Comedy are also adapted in the
national reality trought costumbrismo and the Pre-realist Spanish novels. The characters
with artistic ambitions will dialogue not only with the European fictions, but also with
these mentioned during the Spanish Restoration.
In contrast with the interest towards the writer (poet, novelist, playwright or
essayist), the attention towards the plastic artist is less and normally, quite late. In this
last case, I frequently notice how they appeal to the French model and how these
models actualize and contextualize the most prototypical anecdotes. This fact does not
exclude, as I considered, that Spanish authors make a similar work of adaptation. Both
cases allude to the same problems about the materialization of the inner vision in the
Masterpiece and the alienation of the plastic work characteristic of the plastic artist.
The charaterization of the Romantic artist in the Peninsular Literature cannot be
understood without the detailed revision of his presence in the press, in the tales as well
as in the fictional biographies inserted between those fictions. Normally based on the
Vasari’s Lifes, these biographies have a double function: to actualize the anecdotes of
the established genius from a modern and frequently romantic point of view, and,
consequently, to put their geniality on the same level as most of the creations devoted to
the praise of contemporary artists. Closer in time or space to the readers, the Spanish
fictions are more moderate in showing the originality of the artistic experiences,
because they deal with satisfying social curiosity without provoking the reader’s
scandal. The natural continuation of these established genius biographies will be the
historical novel of romantic origin, subgener that will survive to this historical
movement. As an example of this type of novel, I study the novelization of the
Renaissance painter’s life, Fra Filipo Lippi. In this tale Castelar developped his opinion

329
about some of the epoch discussions: the choice between Realism and Idealism, the
recovery of christian faith or the positive presentation of the artistic geniality.
With regards to the novels that recreate the strictly fictional tales published in
press, I have confirmed how all of them refer to the fictions of the costumbrismo. I
found in them the first news about the initial meetings of the young artist with the
reality of the literary market, the pilgrimage in search of their published works and the
first disillusions. Only after these experiences they will discover the urban hostility vs
the fictional image of the idealized Madrid. Then, they will be aware of the
dismemberment and the annihilation, feelings that will become in one of the favourist
themes in the modern novel. Of course, the costumbrista gaze always responds to an
aim of hyperbolization and warning, therefore the endings will be frequently reduced to
a disappointing adaptation or to an advised renounce. Both alternatives reproduce at the
same time the swing between the integration or the social exclusion that causes that the
artist feels himself as a victim. The extremism of this selective universe will welcome
the dramatism of the Romantic Hero originally wertherian. In this sense, as it is
identified artist with work and leisure with job, in the Romantic young hero the
sentimental exaltation will be assumed as an inseparable feature of the artistic expansion
and vice versa.
In the novels of contemporary customs selected in my analysis, I witnessed how
the representation of the artists agreed with the details previously found in the older or
contemporary articles of costumbres. However, unlike these last ones, the novel written
in this age makes an effort in order to wide the tale universe to a historical context
recognizable by the reader, although it is noticeable that their dependence to the moral
dualism is always present in the Romantic poetic. Therefore, the artist presents himself
as an excepcional being, blessed with a talent similar to a virtue equivalent to the natural
goodness of the common people. This talent will empower the artist to guard an amount
of elevated ideals justified in a trascendental concept of the poetic mission. Sometimes a
part of the common people, but always a guide of them, the writer will be normally the
main character of tales settled in a relative recent age and, because of that, characterized
by the fight to achieve the political freedom. Nevertheless, in spite of the homogeneity
of this sort of novels, I notice how the lenght of the Isabel II’s reign let me establish at
least three shades in the representation of the artist: a certain political implication who
trusts more on the literary instrument than in the physical violence in the 40s, the refuge
in the training and poetic presentation of the main character in 50s, and the return in

330
following ages to the historical contextualization and to the direct participation in
politics facts. However, when the artist participates in them, he does it in occasional
circustances and as a part of a collective, by the nostalgy of the retrospective view.
This way of dealing with the situation, characteristic of El frac azul previous to
the Revolution of 1868, will precede the sense of loss of Pedro Sánchez by Pereda as
well as the mourning because of the Alejandro Miquis’ death in El Doctor Centeno by
Galdós. Behaving with the creations written around 1855, I think that the preference to
the continuation in the novel of the poetic itinerary, as it was sketched in the
costumbrismo, is explained as a primitive example of the future disappointenment,
because of the fin de siècle politics. Nonetheless, this reaction is similar to the poetic
refuge in the France of Luis Felipe witnessed in the Balzac’s novels.
Thanks to the popularization of the behaviour and presentation of the Romantic
Artist as an atractive and easily recognizable type, the pieces written in the period
known as the Historical Realism in the 19th Spanish century can maintain a constant
dialogue with this characterization of the 19th artist, legendary and modern at the same
time. In this sense, the presentation and interpretation of these characters will be
confronted, explicitly or implicitly, with the Romatic Type in order to question his
approachment to the Ideal. On the other hand, I must consider the progresive renounce
to the clear opposition of antagonist in the previous period and the reinforcement of the
character as an individual in society. It is just in that sense that I can reactualize the
disillusionment or romantic disappointment that exists between those characters who
believe in the Romantic Idealization. Provided that it is a honest feeling, the Realist
authors will be compasive with these quixotic characters, they will begin to be
responsable of their destiny and the authors will think more about the psychological
repercussion of the itinerary or apprenticeship than in the recreations of the proofs
themselves.
The search of the artist’s definition in the society is inseparable of the
interrelation with the social class from where it comes, the one that depends on and it
faces, this is to say, the also ambiguous middle class. The fascination from the artist’s
originality increases what Rosalía Castro describes correctly as an apremian wish of
Novelty. Because of this, certain bourgeois individuals will try to appropiate of their
more superficial and less involved manner. Consequently, after a time, this presence
will become indispensable in any social circle. It explains the proliferation of poetastros
or other aptitudes according to the extravagant fashions in rural towns, as in Pardo

331
Bazán’s Cisne or in the tempered entertainment of Bonifacio Reyes in Clarín’s novel. In
both cases I studied how the characters, conscious of that identification, made an effort
to reproduce, conveniently ridiculized by the narrator, the ecstasy of the artistic
creation, taken from the piece to the author, until the limits that were let by the security
of their social position. The evolution from Realism and the Naturalism will be focus on
emphasizing the self-analysis, the refinement and the spiritual research of these
characters who hesitate between the bourgeois comfort, the sense that makes them
different, the refuge and the symbolic abstraction.
The radicalization of the social critics found in the first moments of the
Romantic Novel reappears in the radical Naturalism texts. In spite of the intentions
explained from the prologues, in these novels the creators, as main characters, are far
from being mediocrities as those previously mentioned. Otherwise, they look like the
urban applicants of the first costumbristas warnings, victims of the Determinism but as
well of the Social Dualism in an even more powerful and hostile society. Actually, I
only will find some trascendental purposes in Alejandro Sawa’s Declaration, probably
because of its filiation with the Romantic Disillusionment that I followed until Musset.
The absence of hope and the recreation in resigned dissatisfaction that will be
characteristic of the artists in the fin de siécle novels, which are close to the Modernist
Renovation, represent the last step of the lost illusions born in the Romantic Tragedy
after its progresive and realist questioning. The complication of the vital and creative
process, the uncertain ending and the recovery of the personal responsability make the
fin de siècle character be more aware of how difficult it is to conciliate the inner vision
with the spiritual search when he lives in a more and more deshumanized world, which
denies the transcendence. In this context, the artist claims for himself the social
ambiguity that he tried to clarify and he looks for diverse alternatives to the present
schemes from which he will begin to define the intellectual type.
The hopeless ambition that was characteristic of the Romantic Artist, an
ambition that is still living in the realist adaptations, disappears little by little in the fin
de siècle character. This artist will be born and will rejoice in the previous and inherited
by him generational disappointment. In fact, he will choose the reconstruction of a
certain present and artificial himself that scorns the lamentations shouted by the
Romantic Heroes. The mal du siècle survives in this sense in the Modernist Heroes, the
unique actors of an inner drama explained by a discourse as apparently disinterested as
focused. These are the consequences of the need of rest, which was already considered

332
in El frac azul, but that is now identified with the flight and the discouragement. This
new manner of understanding the apprenticeship is far from the idea of progress
supported from the Enlightement and it also searchs the knowledge of the self through
the privacy and the inner feelings.
If in the Romantic Type was almost impossible to make a difference between
the Wertherian Legacy and that of the authentic and own creator’s problems, in the fin
de siècle character the search and the aesthetic recreation will be common to every sort
of Decadent Heroes, artists, collectors, dandys, etc. The identification between the artist
and the created object, in some ways, allows that any character who tries to escape from
the reality through the application of the craft to himself, shares as well certain common
features with and from the Artistic Creator. Of course, one of the more loved characters
is the strictly creator and artist because, as the tradition aims, he is specially inclined to
the social anomaly and to the obsession of creating an own and artifical paradise. His
exceptional nature, impossible to comprehend, will be thought as a desired symptom of
the genious disease.
Even in this propitious atmosphere to the artistic reproduction, the development
of the creative problems depends, in the most of cases, on the sort of selected discourse,
of the interdependence between this, the tale and the narrator’s poetic conception.
Therefore, I find, together with the confirmation of the catholic, spiritual and a little
idealized Naturalism defended in Pardo Bazán’s La Quimera, the very personal and
apathetic point of view of Fernando Ossorio or the claim of the female nude defended
by Zamacois and Vicente Blasco Ibáñez. If I make an exception with Pío Baroja’s
character (one of the best examples of symbiosis between the Decadent Hero and the
strictly artistic plastic vision), most of the studied examples usually recreates the interest
towards the ecfrasis that I found in the French Models. These last ones are based a lot of
ways specific to the artist’s legend or the myth. In the Spanish examples these sames
topics are reproduced in a properly moderated way. Because of this, the erotic allusions
related to the refinement characteristic of the fatal decadent woman have frequently a
minor role in comparison to the revaluation of the classic nude, hardly taken out of its
context and, therefore, barely capable of scandalize. On the other hand, the interest on
the artistic and sexual connotations between work and woman are usually explained
thanks to the inversion of the Pygmalion myth (presented in Heine’s anecdotes and in
Gautier’s La toison d’or) or, immediately, thanks to the contemporary pictorial universe

333
where, in many tendences and contexts, the nude is being reclaimed as a theme of the
new century.
Because of being an exponent of the critique towards the Modernity and because
of its easy and fast reduction to the dramatic poses of this prototypical behaviour, the
Romantic Artist is an explicit and implicit model to the authors and readers of the 19th
century literature. The acclaimed or satirical recreation of the type and of his Realist,
Naturalist and Modernist descendents allows the claim of the artistic creation
(disturbing in the new positive and capitalist society) as well as the reader and the
spectator cause the popularization and deterioration of the most exagerated archetypical
features. Without forgetting its origins in the legend fiction and in the own literature, I
call the attention towards the existence of national models contemporary to the most
spread works of other literatures, especially the French one, a tradition which with the
Spanish texts holds a conscient relationship that is not altered because of questions
related to the literary quality. In this sense, although the foreing inheritance is
fundamental in certain periods, I wanted to emphazise the reflection in Spanish
Literature of some existential themes. For instance, the artistic worries that have been
hardly noticed in the research studies devoted to the novel of certain periods (such as
the Pre-realist one) or that have been limited to particular comparatives, frequently
disdainful, between specific Spanish works and certain foreing models.
The same intention has led me to wonder, perhaps only as a suggestion for future
researchs, the constant and productive correlations between the different arts. In my
opinion, this reference must be in any work that aims to get closer to the artist type,
specially in his creative aspect. Although in this thesis the most of these contributions
had more an informative purpose than actually an innovative intention, I have to point
how I have clarified two facts: one, the wrong and deliberated analysis from the
Phrenology and Physiognomy about the painter Fra Filipo Lippi in Castelar’s novel, and
the second, the context of the nude ecfrasis in the novel at the end of the 19 th century
and the beginnings of the 20th. The coexistence that these last descriptions have with
the fashion and use of these plastic and pornographic objects explains the obvious
interest in their literature recreation.
As I have seen, in those texts that idealize the genius and the tragic creator’s
career, it is also frequent to include bourgeois characters, usually female, who hope and
retain what is extraordinary in the artistic behaviour. It chiefly happens when this
artistic attitude does not get to the point of exageration or does not escape to the limited

334
social comprenhension. On the other hand, throughout the text itself and the fiction
developed in it, the artist does not show too much disagreement with consenting or
promoting these bourgeois expectations. The approval is fundamental in the case of the
imitators of the excepcional aptitude distinctive of the creator. These ones, lacking true
talent, usually highlights in their behaviour the hypersensitivity and the resulting pose of
auto-isolation. This “parecer” that Mesonero described as a process of romantización
from and towards literary fictions is found across all the century. This pose is a result of
a mistaken interpretation or of a simple desire of notoriety and it is rebuilt by the
pseudosciences Phrenology and Physiognomy like symptons of a disease, attractive and
because of this, limitated, which will explain later a thought relationship between
creativity, insanity or madness and criminality. In this sense, thanks to its wide
spreading and simple point of view, Lombroso’s and Nordau’s studies will shade the
presentation of the inheritors of the Romantic Type, the Authentic Genious and the
Pretentious and False People. As I studied, this type becomes an object of discussion to
Pardo Bazán, Clarín, Gener o Llanas Aguilaniedo. In this sense, the artist’s character
will reply to at least three fictional models that depend one on the other: the legend and
the narrative biography, the poetic fiction and the scientific fiction. Taken to the
extreme and in an only man, they will cause the artistic sterility of Apolodoro/ Luis in
Amor y Pedagogía.
In some senses, this reflection about the characterization in the Peninsular
Fiction of the creator character has aimed to provide a historical and literary explanation
of the mystery formulated by the mask, clothing and pose of El caballero de las botas
azules. In many aspects, Rosalía de Castro predicts in this novel the fin de siècle review
of the essential worries of the Romantic Movement, such as the ambiguity of the
narrative categories, the expectations through the tale and the correct interpretation of
the search of the individual originality. With the same purpose, I encourage the analysis
and consideration about the impact that means on the literary communication the early
attempts of the multiple perspective that are suggested in Clarín`s Doña Berta: the
principles of the considerations of the disinterest and objectivity in the election of a
model, the Ideal, the created piece and the various interpretations, from the reception
and the literary creation, of the productions and the artistic lives.

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