Las Arenas Del Saqqara
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GLENN MEADE
LAS ARENAS
DE SAQQARA
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ARGUMENTO
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Aristóteles
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EL PRESENTE
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CAPÍTULO 1
El Cairo
Era abril y soplaba el jamsín, el viento del desierto que aúlla y azota las calles con
fuertes ráfagas de arena.
Cuando el taxi se detuvo ante el depósito de cadáveres y me bajé de él volví a
preguntarme qué me había empujado a ir hasta allí en semejante noche de perros sin
más pruebas que el cadáver empapado de un anciano a la orilla del Nilo.
—¿Quiere que lo espere, señor?
El taxista era un joven con barba y los dientes estropeados.
—¿Por qué no?
Definitivamente, no era una noche muy adecuada para andar buscando otro taxi.
El depósito era uno de esos grandiosos edificios antiguos de piedra maciza que
tanto se ven en Egipto, una reliquia del pasado colonial, pero que ahora aparecía
sombrío y arruinado, con el granito ennegrecido por años de contaminación y de
incuria. En un costado vi un callejón cochambroso, lleno de desperdicios que el viento
hacía volar. En el medio, un farol alumbraba una puerta con una reja pintada de azul.
Entré por el callejón y llamé al timbre. Lo oí zumbar por algún sitio, en el interior, y al
cabo de unos momentos se abrió la reja y apareció la cara de un hombre sin afeitar.
—¿Ismail?
El hombre asintió.
—He venido a ver el cuerpo del viejo —dije en árabe—. El que sacaron del Nilo. El
capitán Halim de la policía de El Cairo me dijo que preguntase por usted.
El hombre pareció sorprendido de que hablase su idioma pero abrió la puerta entre
un cascabeleo de cerrojos y se hizo a un lado para dejarme pasar. Entré para quedarme
a cubierto del incómodo viento, me sacudí la arena de la ropa y pasé al vestíbulo. Noté
una extraña emoción en mi interior. Allí estaba yo, un hombre ya en la cincuentena
que se sentía excitado como un colegial, con la esperanza de que al menos pudiera
encontrar respuestas a aquel extraño misterio que llevaba rondándome tantos años.
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Dentro se estaba muy fresco, y me recibió un olor casi insoportable, una mezcla de
fragancias perfumadas y carne putrefacta. Vi una arcada de madera que conducía al
depósito propiamente dicho, la parte de atrás pobremente iluminada con una bombilla
pequeña y un par de velas aromáticas llenas de churretes. Alrededor de la sala había
varias mesas de metal, cubiertas con sábanas blancas arrugadas sobre los cadáveres
que tapaban, y encastradas en las paredes de granito había, al menos, una docena de
nichos con puertas de acero llenas de arañazos y abolladuras.
Ismail me miró poniendo una expresión de dolor más que ensayada.
—¿Es usted pariente del difunto?
—Soy periodista.
La expresión de dolor desapareció de inmediato.
—No comprendo. —Y frunció el ceño—. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Saqué la billetera, extraje un puñado generoso de billetes y se los tendí.
—Por las molestias.
—¿Perdón?
—Por hacerle perder su tiempo. Pero no será mucho. Sólo quisiera ver el cuerpo de
ese anciano. ¿Es posible? Puede que saque una historia de ahí, ¿comprende?
Era evidente que sí. El dinero desterró toda discusión y se guardó los billetes en el
bolsillo con una sonrisa.
—Por supuesto, como usted desee. Siempre me gusta atender a los señores de la
prensa. ¿Es usted americano?
—Así es.
—Eso pensé. Venga por aquí.
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Ismail apartó la cortina y yo fui tras él. Las llamas de un par de velas aromáticas
temblaban junto a una plancha de mármol sobre la que había el cuerpo de un hombre
desnudo, y al lado había una mesita metálica donde se veían las piezas de un sencillo
instrumental forense: hilo de sutura, algodón en rama, unos cuencos de agua. El
decorado de la muerte no cambia demasiado, estés donde estés, ya sea en Kansas o en
El Cairo.
Al lado de la mesa había ropa limpia cuidadosamente doblada, un traje viejo de
hilo, una camisa y una corbata, calcetines y zapatos, como preparados para amortajar
el cadáver.
El anciano que estaba sobre el mármol debía de haber cumplido setenta y muchos
y era alto, al menos uno ochenta bien largo. Tenía los ojos abiertos, vidriosos, el cabello
gris y escaso y retirado de la frente. La piel era blanca y arrugada de estar en el agua,
la expresión, tensa y horriblemente retorcida. Pero en medio del pecho no tenía
ninguna cicatriz que evidenciase la sutura posterior a la autopsia. En los países
musulmanes entierran rápidamente a sus muertos, en general antes de la puesta de
sol, si mueren por la mañana, y si no al otro día, y los muertos se consideran sagrados
y apenas se los toca. Incluso a las víctimas de asesinato suele hacérseles sólo una
necropsia, es decir, una inspección visual de los restos que ayude a establecer la causa
de la muerte.
Noté que un escalofrío me recorría el cuerpo, porque el olor de las velas no ocultaba
el hedor de la descomposición, y señalé el cuerpo con la cabeza.
—¿Qué me puede decir de él?
El funerario se encogió de hombros, como si una muerte más en medio de una
ciudad caótica de quince millones de almas no importase gran cosa.
—Lo trajeron ayer. La policía lo encontró en el agua, cerca del puente del tren del
Nilo. La documentación que llevaba en la cartera dice que se llamaba Johann Halder,
alemán, y vivía en un piso del barrio de Imbaba.
Pero eso ya lo sabía yo.
—¿Alguien ha reclamado el cadáver?
—Todavía no. Conservamos el cuerpo por algún tiempo, mientras buscan a los
parientes. Pero hasta ahora no han encontrado ninguno. Al parecer vivía solo.
—Tengo entendido que no era musulmán.
—Cristiano, cree la policía.
—¿Murió ahogado?
Ismail asintió.
—Eso cree el forense. Como puede usted ver, el cuerpo no tiene heridas. El forense
opina que tal vez el viejo cayese al río por accidente, como pasa muchas veces. O quizás
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se suicidara desde algún puente. —Se frotó la barba—. Pero es imposible saberlo
seguro.
—¿Puede decirme algo más?
—Me temo que no. Tendrá que preguntárselo a la policía.
—Por lo que he oído, han descubierto que nuestro difunto amigo tenía otra
documentación completa escondida en su piso. Eran unos papeles muy antiguos a
nombre de Hans Meyer.
Ismail se encogió de hombros.
—Yo no soy más que un empleado de pompas fúnebres. No sé nada de esas cosas.
Pero sé que en El Cairo hay muchos extranjeros que viven aquí, también alemanes. ¿Es
usted de un periódico norteamericano?
—Soy el corresponsal en Próximo Oriente.
—Interesante.
—Pero ni la mitad de interesante de lo que podría ser este viejo.
—¿Lo conocía usted? —preguntó Ismail, sorprendido.
—Digamos que si es quien yo creo que es, puede que esté usted contemplando los
restos mortales de un hombre verdaderamente increíble, teniendo en cuenta que se le
suponía muerto desde hace más de cincuenta años.
—¿Cómo dice?
—Es una larga historia. Pero si es él, esta noche estará usted en compañía de un
cadáver muy importante.
Ismail lanzó un silbido.
—Entonces no me extraña que aquel señor mayor tuviera tanto interés.
—¿Qué señor?
—Estuvo aquí no hace ni media hora. Vino a inspeccionar el cadáver. Un americano
mayor, acostumbrado a salirse con la suya, como la mayoría de ellos. Se metió aquí y
pidió ver el cuerpo. —Ismail sonrió y dio unos golpecitos sobre el bolsillo de su
chilaba—. Por desgracia, no era tan generoso como otros compatriotas suyos. Cuando
le pedí una pequeña bakshish me amenazó con cortarme la mano.
—¿Quién era?
Ismail se rascó la cabeza.
—Harry Weaver, creo que dijo.
Sentí que un cosquilleo raro me recorría el espinazo.
—¿Harry Weaver? ¿Está seguro de que se llamaba así?
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Pareció sorprendido.
—¿Me conoce?
—Personalmente no, pero ¿qué americano no ha oído hablar de Harry Weaver? Una
leyenda viva. Casi cuarenta años de consejero de seguridad de los presidentes de los
Estados Unidos.
—¿Quién es usted? —bufó Weaver.
—Me llamo Frank Carney.
No pareció impresionarse, pero luego algo destelló en sus ojos y frunció el ceño.
—No será Carney, el reportero del New York Times.
—Me temo que sí.
Weaver se relajó un momento.
—Solía leer sus columnas, aunque no estaba de acuerdo con todo lo que escribía
usted, como se imaginará.
—Pero con algo estaría de acuerdo, supongo —propuso—. De novato estuve en
Dallas de reportero suplente, cuando mataron a Kennedy, Usted era uno de sus
asesores de seguridad y le dijo que no fuera allí, ¿recuerda?
—Demasiados puntos débiles. La maldita seguridad local estaba llena de agujeros.
Y en aquel coche descapotado era como un pato de reclamo, por mucho que el Servicio
Secreto asegurase que podían protegerlo.
—Si Jack Kennedy lo hubiera escuchado, tal vez hoy seguiría vivo. Dije todo eso
cuando escribí sobre ello después.
Weaver movió la cabeza, pensativo.
—Ahora es demasiado tarde. Pero pensándolo bien, me parece que recuerdo su
artículo. Era una valoración imparcial y veraz de los hechos.
—Es que había hecho los deberes. Leí todo lo que encontré sobre usted. Su lema
particular era: no te fíes de nadie y pon en duda cada uno de los datos. Con una carrera
tan larga como la suya, parecía que era usted un hombre cuyos consejos merecía la
pena escuchar.
—Cuestión de experiencia. Los años te endurecen. —Weaver volvió a mirarme, otra
vez con aire de sospecha—. Pero nada de eso explica qué demonios hace usted aquí.
Esto es una propiedad privada.
—Yo puedo volver a preguntarle lo mismo. ¿Le dejó entrar el propietario?
—¿Y a usted qué demonios le importa si me dejó entrar o no? Limítese a contestar
a mi maldita pregunta.
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—Oh, creo que puede usted imaginárselo. Los dos fuimos al depósito por la misma
razón: Johann Halder. Indiscutiblemente, uno de los mayores enigmas de la segunda
guerra mundial.
Weaver se enderezó.
—¿Ha estado en el depósito de cadáveres?
—Por lo visto no coincidimos por poco. Y por cierto, el empleado no estaba muy
contento con eso de que no le diera propina.
Los ojos de Weaver se entrecerraron.
—¿De qué conoce usted a Johann Halder?
—Resulta que la egiptología me interesa desde siempre, por eso he pasado estos
cinco últimos años de corresponsal en El Cairo. Hace ya bastante tiempo estuve
investigando para un artículo sobre un tal Franz Halder, un alemán muy rico,
coleccionista de objetos egipcios. Tenía pensado escribir un libro sobre algunos de los
valiosísimos tesoros egipcios que desaparecieron de museos y colecciones privadas de
toda Europa durante la guerra, muchos de los cuales todavía no se han encontrado.
Weaver mostró interés:
—¿Y entonces?
—Antes de la guerra, Halder tenía una de las mejores colecciones privadas de
Alemania, la mayoría de piezas insustituibles, y era benefactor del Museo Egipcio.
Murió cuando los aliados destruyeron Hamburgo, durante un bombardeo aéreo
masivo en 1943. Algún tiempo después desapareció su colección completa. Intenté
ahondar un poco más, descubrir si tenía parientes vivos, alguien que pudiera saber
qué había pasado con la colección. Así que le pedí a un amigo mío periodista que
estaba en Berlín que lo comprobase. No quedaban parientes vivos, por lo menos
ninguno que pudiera contarme algo que valiera la pena, pero resultó que Halder tenía
un hijo, Johann, que fue soldado en la guerra. Los archivos militares alemanes lo daban
por muerto en acción en 1943, en alguna misión rara, pero no mencionaban cuál, ni
dónde. Aunque mi amigo descubrió que Halder había sido reclutado en 1940 por la
Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán durante la guerra.
—Ya sé lo que era la Abwehr, Carney. Siga usted.
—De chico, Johann Halder se educó en América hasta la trágica muerte de su madre
al dar a luz al segundo hijo. Después de eso, el padre se lo llevó de vuelta a Berlín,
aunque parece ser que durante muchos años volvían a los Estados Unidos todos los
veranos. La familia de su madre era propietaria de una gran finca en el estado de
Nueva York. Fui a verla hace algunos años, pero ya hacía mucho que había cambiado
de manos, habían derribado la casa y no quedaba nadie en toda la vecindad que se
acordase de los Halder.
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recuerdo, usted ha estado interesado por Egipto toda la vida. Tiene acreditadas varias
excavaciones arqueológicas, y estuvo aquí con el servicio de inteligencia durante la
guerra. Así que es obvio que lo único que puedo deducir es que la verdadera razón
por la que está usted aquí es que conocía a Halder.
Weaver pareció haberse quedado mudo, atrapado en su propia trampa. Lanzó un
suspiro, se dejó caer en una de las sillas y no dijo ni una palabra.
—¿Era Johann Halder, el de allí, el del depósito?
Weaver no respondió.
—Entonces, dígame por lo menos por qué está usted aquí. Y de qué conocía a
Halder. Después de todo, no me encuentro todos los días con una historia de un
hombre al que se ha considerado muerto y que sin embargo pudiera estar vivo
cincuenta años después.
Weaver seguía sin responder. Lo miré.
—Tengo la sensación de estar hablando con una pared, coronel.
Continuó allí sentado, inmóvil.
—Al menos, dígame por qué está aquí. Sólo eso. ¿Es demasiado pedir?
Weaver perdió la paciencia.
—Por Dios, Carney, parece un perro tras un hueso. Ya estoy harto de tantas malditas
preguntas.
Se puso en pie, como para marcharse, y dijo con firmeza:
—Usted es un desconocido y yo no hablo de mis asuntos personales con
desconocidos.
—Muy bien, coronel, como usted quiera. Pero me gustaría decirle algo; tal vez lo
viera de otro modo.
Weaver pareció exasperarse.
—Cállese, Carney, no estoy de humor.
—Pensé que igual quería oír lo que tengo que decir.
—Lo dudo.
—Escúcheme sólo un minuto. En el momento en que oí el nombre de usted en el
depósito, un escalofrío me recorrió el espinazo. Y me gusta pensar que fue el destino...
mi destino y el de usted, ese tipo de cosas que tanto les gusta creer a los «Socios.
Los ojos de Weaver se entrecerraron.
—¿De qué demonios está usted hablando?
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coronel, créame. Pero entiendo que mi padre era un hombre en el que podía usted
confiar. Y yo le pido simplemente que se fíe usted de mí.
Weaver no decía nada.
—¿Cree tal vez que le estoy pidiendo demasiado? Sólo dos sencillas preguntas. Por
qué está usted aquí y cómo conoció a Halder.
Weaver lanzó un suspiro, un suspiro largo y fuerte que sonó como si quisiera
expulsar algún tipo de dolor de lo más profundo de su ser.
—Sí, conocí a Johann Halder —admitió finalmente—. Hace muchísimo tiempo.
—Ahora me deja usted sorprendido. Yo sé por qué estoy yo aquí. Pero ¿y usted?
¿Cuál es su motivo?
Weaver se inclinó hacia adelante en la silla y, al encorvarse, me pareció más anciano,
como si mi persistencia hubiera terminado por doblegarlo y hacer aparecer en su cara
un semblante triste, cansado.
—Oh, hay muchísimos motivos, Carney. Muchísimos, se lo aseguro... —Estaba a
punto de decir algo más, pero justo entonces pareció cambiar de idea—. Así que pensó
que de todo esto podía sacar una historia...
—Tenía más o menos esa esperanza. Y aunque no la hubiera, por lo menos
conseguiría calmar la curiosidad.
Weaver titubeó, como si tratase de decidir algo, y después pareció haberlo decidido.
—Creo que puede decirse que hay una historia, efectivamente, pero dudo que yo
pueda ayudarle a descubrir qué pasé con la colección de Franz Halder. Probablemente
acabó «a manos de los rusos después de la toma de Berlín. Casi todo cuanto había de
valor acabó así.
—Ya pensé que ésa era una posibilidad. Pero ¿qué hay dé Johann Halder? A mí me
parece que en todo este misterio es el único eslabón que queda. ¿Qué puede contarme
de él?
Weaver estaba incómodo, como si el dolor que intentaba expulsar le hubiera vuelto.
Miró a su alrededor.
—¿Hay algo de beber por aquí?
—Seguro que no.
—Maldición. —Se puso en pie y se acercó a la ventana. El viento azotaba las
palmeras a lo largo del Nilo. Habló sin darse la vuelta, casi como ausente—. Durante
la guerra, El Cairo era un sitio fantástico, ¿lo sabía usted? Se podría decir, incluso, que
aquí se decidió el destino del mundo entero.
—¿De verdad? ¿Le importaría contarme eso?
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El viaje hasta el Shepheard's fue una verdadera prueba. Por alguna razón, Weaver
apenas hablaba, y se limitaba a mirar por la ventanilla del taxi, perdido en su propio
mundo. Yo tenía la terrible sensación de que podría estar reconsiderando su
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ver con la misión que usted mencionaba, ésa en la que se supone que murió.
Probablemente la más arriesgada que planearon nunca los nazis. Y tuvo lugar
justamente aquí, en Egipto.
—No sé a qué se refiere.
—Halder dirigía un comando secreto para asesinar al presidente Roosevelt y al
primer ministro Winston Churchill en El Cairo, por orden directa de Adolf Hitler.
Me quedé atónito.
—Ahora sí que me deja sorprendido. ¿Un hombre norteamericano enviado por
Hitler para matar al presidente de Estados Unidos? Es difícil de creer.
—Y probablemente el mejor presidente americano que haya habido nunca. —
Weaver dejó el whisky sobre la mesa—. La misión de Halder pretendía cambiar el
rumbo de la guerra para los nazis. Y había mucho más en juego que cuando Kennedy
sirvió de blanco en Dallas. El futuro de todo el mundo libre, nada menos. Y sucedió
cuando Roosevelt y Churchill asistían a la Conferencia de El Cairo en noviembre de
1943, una de las reuniones de los aliados más vitales de toda la guerra. Entre otras
cosas, el presidente y el primer ministro estaban en El Cairo para acordar los planes
ultrasecretos de la Operación Overlord, la invasión de Europa. Si Hitler se hubiera
salido con la suya, y si los hubieran asesinado a los dos, los aliados habrían quedado
sumidos en el caos, la invasión no hubiera podido seguir adelante y Alemania habría
ganado la guerra.
Weaver alzó el pulgar y el índice y los juntó hasta dejar una mínima separación
entre ambos.
—Créame, Carney, la cosa estuvo así de cerca de salirles bien. Todavía me da miedo
pensar en ello.
Me sentí desbordado:
—Está hablando en serio, ¿verdad? Eso pasó de veras.
—Oh, ya lo creo que pasó —dijo Weaver con firmeza—, no lo dude. Y mi trabajo
era detener a Halder y matarlo. Pero no era algo que pudiera mencionarse ni de pasada
en los libros de historia, era un asunto demasiado delicado para eso.
Lo miré, ansioso:
—Pero no lo comprendo. Incluso asumiendo que Halder sobreviviera, ¿por qué
seguía usted teniendo interés en encontrarlo después de todos esos años? ¿Para que se
le pudiera tildar de traidor? Ya es un poco tarde para eso, ¿no?
En sus ojos apareció una expresión muy triste. Miró hacia el Nilo antes de volverme
a mirar.
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—No, son motivos mucho más personales —dijo suavemente. Y entonces detecté
en su voz una súbita, intensa emoción—. Pero no se equivoque en una cosa, Carney.
Halder realmente ayudó a cambiar el curso de la historia del mundo.
—¿Le importaría decirme cómo?
Weaver debió de haber percibido confusión en mi rostro, pero no contestó. En vez
de eso, su mirada se alargó más allá de la ventana, los ojos se le empañaron como si
intentase contemplar el pasado. El ruido y la tormenta de arena ya casi habían
desaparecido, levantando el velo que cubría la ciudad vieja, y ahora, de pronto, se
podía ver el Nilo majestuoso, las casas flotantes del río, las vivaces callejuelas oscuras
y los elevados minaretes, la silueta fantasmal de las pirámides de Gizeh en la lejanía.
Era fácil imaginarse cómo debía de ser cincuenta años antes, una ciudad llena de
intriga y de misterio.
Cuando Weaver regresó había en su rostro una expresión que era difícil de
interpretar. Pena, quizás, o dolor... no sabría decir qué.
—Puede que sea mejor que empiece por el principio. Verá conocí a Jack Halder
mucho antes de la guerra. Éramos amigos de la infancia. Incluso podría decirse que
éramos como hermanos.
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EL PASADO
PRIMERA PARTE
SEPTIEMBRE DE 1939
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CAPÍTULO 2
El Cairo
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cuál de los dos amar, de manera que estaba contenta de que los tres anduviesen
siempre juntos.
Aquel verano organizaron viajes a El Cairo y a Luxor, exploraron los bazares y
mercados, el Valle de los Reyes y el de las Reinas y las ruinas del templo de Karnak.
Convirtieron en costumbre ir a bailar los fines de semana al Shepheard's, o asistir a
fiestas en el hotel Mena House, a la sombra de las pirámides de Gizeh, y cenar en los
pequeños restaurantes íntimos y las salas de fiestas flotantes que florecían a lo largo
del Nilo.
Una vez Harry Weaver hizo que les sacaran una foto a los tres juntos, posando entre
las tumbas del abrasador desierto de Saqqara con la pirámide escalonada de fondo, los
tres muy bronceados y sonriendo a la cámara, Rachel entre los dos, abrazándolos por
la cintura. Y aunque ninguno lo dijo nunca, los tres sabían que eran tiempos de
felicidad, quizás los tiempos más felices de sus jóvenes vidas.
Pero el verano tenía que terminar. Ninguno de ellos recordaba la fecha exacta de su
primer encuentro, pero todos recordarían con exactitud cuándo las sombras se echaron
sobre su camino: setiembre de 1939. Ése fue el mes en que se declaró la guerra en
Europa, Hitler había invadido Polonia, y sus vidas, como las de muchos otros, estaban
a punto de cambiar para siempre.
Aquella tarde, el calor reverberaba sobre el vasto desierto, más allá de las pirámides,
cuando el jeep cubierto se detuvo y Harry Weaver se bajó de él. Se secó la frente con el
dorso de la mano y recogió un baqueteado macuto de cuero del asiento de atrás antes
de dirigirse a la serie de grandes tiendas de lona que se habían plantado en torno al
yacimiento de Saqqara. Docenas de miembros del equipo se afanaban en despejar de
material de trabajo la excavación y lo iban cargando en un par de camiones Bedford, y
mientras Weaver caminaba hacia la zona de actividad, un hombre de pelo gris y
aspecto distinguido, con una camisa caqui de safari mojada de sudor, salió de una de
las tiendas. El profesor David Stern tenía cara de estudioso, pero no desprovista de
humor, y cuando vio a Weaver se quitó las gafas, las frotó vigorosamente con un
pañuelo y sonrió.
—Ah, Harry, ya estás de vuelta. Y a tiempo. Estaba empezando a pensar que
tendríamos que mandar una patrulla a buscarte.
—Lo siento, profesor. Me paré en el Shepheard's al pasar para ver si había alguna
noticia.
—¿Y qué se dice por el principal abrevadero de El Cairo?
—Varsovia sigue en llamas. Los Stuka alemanes la están arrasando con sus bombas.
Nadie cree que los polacos puedan resistir mucho más.
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—Ese idiota de Hitler —dijo Stern con los dientes apretados—. Antes de que nos
enteremos, Europa estará en ruinas. Pero ¿qué se puede esperar de ese loco peligroso?
—Cambió rápidamente de tema, como si ese asunto fuera demasiado irritante, y miró
un poco más lejos, a un generador diésel que roncaba bajo el calor abrasador. Unos
cables eléctricos serpenteaban hacia el interior de un gran agujero abierto en el suelo
con un sólido entibado de seguridad alrededor y una escalera que bajaba al pozo—.
Estamos avanzando bien. Sólo nos falta sacar el último material del túnel para poder
concentrarnos en adecentarle la cara al yacimiento. ¿Has recogido el correo?
—Aquí está. —Y Weaver alzó el macuto—. La última entrega. Y me aseguré de que
el Ministerio de Antigüedades tuviera la lista de direcciones del equipo que usted me
dio, para remitir el correo si llega alguno después de habernos ido.
—Excelente. —Stern se puso las manos en las caderas, y paseó la mirada por el
yacimiento guiñando los ojos bajo la intensa luz del sol—. Así que nuestros días en
Saqqara se están acabando. ¿Qué tal te sienta eso, Harry?
—Si le digo la verdad, no es algo que estuviera deseando. —Weaver parecía triste—
. No todos los días tiene uno la oportunidad de visitar Egipto y participar en algo como
esto. Tengo la sensación de que esta aventura puede ser el punto culminante de mi
vida.
Stern sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Tonterías. Aún eres joven. ¿Qué edad tienes, Harry? La misma que la mayoría del
resto del equipo, ¿veintitrés o veinticuatro?
—Veintitrés, profesor.
—Entonces lo tienes todo por delante. Tendrás un montón de aventuras mucho más
interesantes, estoy seguro.
—¿Y usted, profesor? ¿Sigue pensando en irse a Estambul?
Stern asintió:
—Dentro de cuatro días. He decidido aceptar ese puesto de profesor invitado que
me ha caído del cielo, y como Estambul es una ciudad maravillosa, estoy seguro de
que mi mujer y Rachel la encontrarán interesante. En resumen, que esto me tendrá
ocupado una temporada. —Se enjugó el sudor de la frente, tendió la mano para coger
el macuto del correo y luego señaló con la cabeza la entrada del túnel—. Rachel y Jack,
y unos cuantos más, están todavía abajo. El calor es insoportable, así que ¿por qué no
bajas y los ayudas a recoger mientras yo reparto las cartas a la gente?
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Weaver bajó la escalera del pozo. En algunas zonas era de roca maciza, más de
quince metros de profundidad, y cuando llegó al fondo vio varios pasadizos estrechos
que salían en distintas direcciones.
Los techos y paredes de arcilla ocre estaban recorridos por soportes de madera e
iluminados con hileras de bombillas alimentadas por el generador de arriba. Los
pasadizos conducían a las tres tumbas individuales que habían descubierto, y en
algunos sitios el techo era tan bajo que había que agachar los hombros para poder
andar. Comparado con la temperatura abrasadora de la superficie, el aire del túnel
estaba agradablemente fresco, casi frío, y había una atmósfera vagamente espectral a
la que Weaver ya se había acostumbrado, de modo que avanzó alegremente por una
de las galerías hasta que llegó al final y oyó voces.
En un nicho de la pared del fondo había un gran sarcófago que había sido la tumba
de una princesa relativamente desconocida de la dinastía Zoser. Los restos
momificados habían sido trasladados después de su descubrimiento. La tapa de piedra
del ataúd, con la superficie llena de jeroglíficos bellamente tallados, estaba apoyada en
la pared, y varios de los miembros del equipo andaban recogiendo herramientas y
cables eléctricos a su alrededor. Weaver vio a Jack Halder y Rachel Stern trabajando
activamente con la ropa cubierta de fino polvo. En ese instante, Rachel se giró y lo vio.
Llevaba el pelo rubio atado detrás, acentuando los altos pómulos, y su frente y su
cuello morenos se cubrían de minúsculas gotas de sudor. A pesar de que llevaba
pantalones y una amplia camisa caqui de faena, su figura resultaba evidente, y estaba
tan llamativamente guapa como siempre. Rachel le lanzó una sonrisa tan perfecta a
Weaver, que éste quedó afectado al instante.
—Precisamente estábamos hablando de ti, Harry.
—Espero que no fuera nada malo.
—Claro que no. Sólo nos preguntábamos qué te habría hecho tardar tanto. —Se
acercó a él y lo besó en la mejilla, y le manchó la cara de polvo—. Vaya, mira lo que he
hecho ahora.
Le limpió el polvo, entre risas, y al sentir el roce de su mano, Weaver notó que un
impulso eléctrico le recorría todo el cuerpo. Cada vez que miraba a Rachel Stern o
sentía su contacto notaba una intensa atracción, y luchaba con fuerza por controlarla.
—Me paré en el Shepheard's. Las noticias no son buenas: Varsovia sigue ardiendo,
y se dice que Polonia tendrá que rendirse muy pronto.
—Es todo tan terrible... —dijo Rachel, preocupada de verdad—. ¿Verdad, Jack?
Jack Halder era guapo, de rostro inquieto con ojos azules claros y una leve sonrisa
permanente, una sonrisa que sugería que encontraba la vida infinitamente más
interesante de lo que esperaba. Pero la sonrisa desapareció cuando dijo, moviendo la
cabeza:
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—Antes de que se me olvide, Jack, había una carta para ti en el correo. —El profesor
le tendió un sobre—. De Alemania, creo.
Halder se puso junto a una de las bombillas, abrió la carta y leyó el contenido. El
rostro se le ensombreció visiblemente y después dobló lentamente las hojas y se las
metió en el bolsillo de la camisa.
—¿Algo va mal? ¿Malas noticias? —preguntó Rachel.
—En cierto modo —dijo Halder, forzando una sonrisa—. Es de mi padre.
No dijo más, como si fuera un tema privado. Stern volvía a estar animado, y dio una
palmada sobre el hombro de Weaver.
—Bien —dijo—. Será mejor que volvamos al trabajo. Quiero tenerlo todo acabado
antes de que oscurezca y así mañana por la noche podremos celebrar una gran fiesta.
—¿Qué fiesta? —preguntó Weaver, y todos miraron al profesor, que sonrió.
—Había guardado el secreto, pero ya es hora de que lo sepáis todos. ¿Recordáis que
la semana pasada os dije que había estrujado nuestro presupuesto para pagar unas
habitaciones baratas en El Cairo y una comida para todo el equipo cuando hubiésemos
terminado de trabajar aquí? Bueno, pues será mucho mejor que eso. El trabajo que
queda por hacer en Saqqara lo completará el Ministerio de Antigüedades, por
supuesto, pero han considerado que nuestra excavación ha sido un éxito total y han
organizado una fiesta para nosotros en la residencia del embajador norteamericano.
Ya sabéis que está muy interesado por la arqueología y ha insistido en dar una
recepción de gala en nuestro honor. Habrá un bufet espléndido para cenar, han
invitado a mucha gente importante y, por lo que he oído, el embajador ha contratado
hasta una orquesta de baile. Una gran amabilidad por su parte, me parece.
—¡Bien! ¡Estupendo!
—Son una noticias magníficas, papá —dijo Rachel—. ¿No te parece, Harry?
—Las mejores que he oído desde hace mucho tiempo.
—Sabía que os alegraríais —dijo el profesor, y se arremangó la camisa—. Ahora
vamos a sacar el material del pozo y a embalarlo, y después todos podremos descansar.
El sol iba descendiendo y proyectaba una luz anaranjada sobre el desierto. Los
cocineros beduinos habían servido la cena kofta, arroz de azafrán y pan recién hecho—
, y como era su última noche bajo las lonas, el profesor Stern había sufragado a su costa
una buena cantidad de vino y cerveza.
Estaban sentados alrededor del fuego de campamento, pero apenas se hablaba de
la guerra, porque nadie en el equipo quería que la política se metiese por el medio.
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Uno de los franceses tocaba el acordeón acompañado a la guitarra por dos jóvenes
ingleses, y todos participaban con esas ganas que sólo la juventud consigue reunir.
Cuando la charla y las canciones terminaron era casi medianoche, las brasas morían y
la gente empezó a irse hacia sus tiendas.
Halder estaba ya un poco borracho cuando sacó tres botellas más de cerveza y con
una mueca les tendió una a Rachel y otra a Weaver.
—Pensé que lo mejor era guardar unas para nosotros. ¿Qué os parece si vamos a
darle las buenas noches a Zoser por última vez?
—¿Por qué no? —aceptó Rachel, y los tres echaron a andar hacia la pirámide
escalonada de Zoser con el gran espíritu que les daba el alcohol consumido.
Weaver llevaba un quinqué para alumbrar el camino. Se sentaron en los bloques de
piedra de la base, tal como habían venido haciendo casi cada noche del verano, todavía
impresionados por la belleza y la enormidad de aquella tumba de cinco mil años de
antigüedad.
—Así que se acabó —dijo Halder, y su tristeza era auténtica—. Nuestra última
noche en Saqqara.
—Odio la idea de marcharnos. —Rachel estaba abatida—. Lo hemos pasado tan bien
aquí, tan divertido. —Los miró a los dos—. Y todo gracias a ti, Jack, y a ti, Harry.
Habéis hecho que ésta haya sido la época más feliz de mi vida, y quiero daros las
gracias por ello.
De repente, Halder dijo:
—¿Te acuerdas de aquella fotografía que hizo Harry? ¿Ésa en la que estamos los tres
juntos?
—Claro. ¿Por qué?
Halder tomó un trago de su botella y puso una sonrisa malévola.
—Verás, he estado pensando. Hace falta algo más que una foto para conmemorar
este verano juntos. Algo que dure siglos.
—¿A qué te refieres exactamente, Jack? —preguntó Weaver.
Halder se puso en pie, un tanto inseguro.
—Espera aquí.
Cogió el quinqué y, dando algunos tumbos, fue hasta una de las tiendas ocupadas
por los trabajadores egipcios y volvió al cabo de un rato con un macuto de tela gastada.
—¿Qué demonios te propones, Jack? —dijo Weaver.
—Paciencia. No habléis, por favor. Ni una palabra, o me distraeréis. Y no miréis
hasta que os lo diga.
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experimentar por la mujer que ama de verdad. Y he querido decírselo a ella muchas
veces. —Halder miró a su amigo—. Ya sabes lo atolondrado e impetuoso que suelo
ser, y no puedo decir que no haya sentido la tentación de decirle estas cosas. Pero,
igual que tú, no podía.
—¿Por qué no?
—Probablemente por las mismas razones que tú. En el fondo no quería echarlo todo
a rodar.
—¿Qué quieres decir?
—Existe otra clase de amor —dijo Halder, poniendo cariñosamente una mano sobre
el hombro de Weaver—, no físico, sino fraternal, de amistad profunda, llámalo como
quieras, y que es igual de importante. Tú siempre has sido el mejor amigo que he
tenido. Puede que si uno de nosotros hubiera dado un primer paso, todo se hubiera
estropeado. No me refiero sólo a nosotros dos, porque pienso sinceramente que
nuestra camaradería es más fuerte que eso, sino a la amistad que hemos disfrutado
este verano. Y no quería que pasase eso.
—Creo que entiendo lo que quieres decir. Además, si lo sumas todo, los tres lo hemos
pasado estupendamente. Y puede que eso sea lo verdaderamente importante.
—De todos modos, Harry, los dos lo tenemos mal. Y tiene que haber alguna solución
práctica. —A Halder se le había pasado la borrachera de repente y se concedió una
sonrisa juguetona—. Dejando aparte la amistad, ¿qué pasaría si hubiera al menos una
remotísima posibilidad de que Rachel estuviera enamorada de uno de nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Si fuera así, ¿no sería una lástima que no dejáramos a la naturaleza seguir su
curso? De otro modo, ambos, tú y yo, nos pasaríamos el resto de nuestras vidas
lamentando no haberle dicho lo que sentimos por ella antes de que se marche. Por lo
menos uno de los dos sería feliz. Y también Rachel. Sería lo justo para todos. ¿Qué
opinas de esto?
—¿Crees realmente que puede estar enamorada de uno de nosotros? —preguntó
Weaver.
Halder volvió a sonreír.
—En cualquier caso, mañana será nuestra última oportunidad de averiguarlo.
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CAPÍTULO 3
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—Por cierto —dijo Halder—, antes de que me olvide, hay una gente importante que
quiere conocerte, Rachel.
—¿Quiénes son?
—El embajador quiere presentarte sus respetos, y un tal Kemal Assan, el hijo de un
egipcio importante que es un conocido de mi padre. También hay un profesor visitante
del Museo Británico que ha bebido mucho más de la cuenta y habla así. —Halder se
cogió la nariz con los dedos en gesto de burla e imitó perfectamente el acento de las
clases altas inglesas—. Son una gente aburridísima, querida, de modo que les he dicho
a esos pesados que estás agotada y que no te retengan demasiado. ¿Te los traigo aquí?
—Gracias, Jack —dijo Rachel entre risas.
—Así que ésta es nuestra última noche juntos, Harry —dijo Rachel cuando Halder
salió—. Te echaré de menos.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. —Lo miró a la cara y añadió, de pronto—: ¿Sabes lo que es raro?
Lo poco que sé de tu pasado. Jack es un libro abierto: una madre americana y un padre
prusiano y rico que es un conocido coleccionista de objetos egipcios. Idiomas y Clásicas
en Heidelberg y, en medio, un año en Oxford —se rió—. Desde luego, ese acento tan
gracioso de inglés estirado lo imita de maravilla. Pero tú nunca hablas mucho de tu
pasado, salvo las pocas cosas que me has contado. Estudiaste Ingeniería en Nueva
York, y eres amigo de Jack desde la infancia —sonrió—. Tiene que haber muchas cosas
más, a no ser que las guardes en secreto. Cuéntame cómo os conocisteis. Me encantaría
saberlo.
Weaver tomó un trago de champán y miró más allá de la terraza.
—No hay mucho que contar. Cuando tenía cinco años, mi padre entró de casero
para cuidar la finca de la familia de la madre de Jack. Es una casa grande, antigua, en
el estado de Nueva York. No habla más niños, los dos éramos hijos únicos, así que creo
que es natural que nos hiciéramos amigos o rivales. Pero nos hicimos amigos ya desde
el primer momento. En cuanto nos juntábamos, nos pasábamos el tiempo haciendo
travesuras por la finca. Su padre nos llamaba «los dos pilluelos». Su familia era rica,
claro, y nosotros éramos gente corriente, pero Franz Halder siempre nos trató con
respeto, por mucho que viniésemos de diferentes lados de la vía. Nunca fue un esnob
y se preocupó también de que su hijo no lo fuera. Incluso de chiquillo, Jack siempre
fue un gran compañero y era divertido estar con él. No tiene ni un gramo de
presunción en el cuerpo.
—¿Qué te trajo a Egipto?
—El año pasado, al terminar la carrera, empecé a trabajar en una empresa de
ingeniería civil de Nueva York. Pero, si te digo la verdad, al cabo de un par de meses
empecé a aburrirme. Al padre de Jack le gustaba guardar una parte de su colección en
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la finca, así que ya de niños habíamos visto esas cosas exóticas que sólo se ven en los
libros o en los museos, cosas como escarabeos y joyas antiguas, y nos parecían tan
maravillosas que nos pasábamos horas mirándolas. Cuando Jack me escribió
diciéndome que iba a ir a Egipto a participar en la excavación, me preguntó si me
gustaría acompañarlo. Casi no nos habíamos visto en los últimos seis meses, él estaba
muy ocupado ayudando a su padre en los negocios de la familia en Alemania y,
además, yo estaba deseando alejarme de aquella agobiante oficina de Manhattan.
Parecía esa oportunidad que sólo sale una vez en la vida, así que decidí rebañar todos
los dólares que tenía ahorrados, dejar el trabajo y aceptar el ofrecimiento.
—¿No dejaste atrás alguna novia?
—Ninguna de la que merezca la pena hablar.
—¿Y te arrepientes de lo que hiciste?
—En absoluto. El único problema es que ahora me he malcriado. No creo que sea
capaz de volver al tipo de trabajo que tenía antes. Por lo menos hasta que se me acabe
el dinero. Ha sido mucho más divertido usar mis conocimientos de ingeniero
trabajando en esta excavación que construyendo carreteras en Nueva York.
—¿Sabes qué me sorprende? Que Jack no se hiciera arqueólogo.
—Me parece que es demasiado inquieto para dedicarse sólo a una cosa. Dice que
siempre será un amateur apasionado, igual que su padre. Ya de niño lo traía aquí de
visita, pero seguro que eso ya lo sabías. Y desde que lo conozco ha estado enamorado
de este país, fascinado por él, y no sólo por su historia, sino por todo lo de aquí: la
cultura, la gente. Seguro que a mí se me pegó algo de esa fascinación.
—Te gusta mucho Jack, ¿verdad?
—Siempre ha sido mi mejor amigo —respondió sinceramente Weaver—. Es como
el hermano que nunca he tenido. Y doy gracias por su amistad. Además, si no hubiera
sido por su padre, probablemente yo nunca hubiera ido a la universidad.
—¿Qué quieres decir?
—Franz Halder me pagó los estudios. Mi padre nunca hubiera podido costearlos, y
lo único que tuvo que hacer a cambio fue garantizar que el jardín estuviera siempre
lleno de lirios blancos, las flores que más le gustaban a la madre de Jack.
—Por eso —Rachel titubeó—, ¿por eso no hablabas de tu pasado? ¿Te sentías en
deuda con la familia de Jack?
—En absoluto —dijo Weaver con convicción—. Simplemente eran buenas personas
que quisieron ayudarme a tener unos buenos estudios. Y siempre les estaré
agradecido. Pero el padre de Jack no es de esos que te hacen sentirte obligado. Y
ninguna cosa así estropearía la amistad entre Jack y yo, de eso estoy seguro. De hecho,
nunca ha habido nada que la estropease. Siempre nos hemos llevado divinamente.
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Sus miradas se encontraron y algo pasó entre ellos, Weaver estaba seguro y la miró
largo rato antes de intentar hablar, quería decirle lo que sentía de verdad, pero
entonces vio que ella apartaba la mirada hacia la fiesta y, de repente, la notó incómoda.
—¿Qué sucede?
—No..., nada.
Weaver se volvió a mirar, y a través de la puerta abierta de la terraza descubrió un
egipcio de rostro delgado y nariz ganchuda, con un traje de hilo claro, que fumaba un
cigarrillo apoyado contra una columna de mármol. Tenía la piel marcada de viruelas,
un aire ligeramente siniestro, y les dirigía una mirada penetrante. Pero cuando se dio
cuenta de que Weaver lo estaba mirando, desapareció entre la gente. Weaver miró de
nuevo a Rachel.
—¿Ese hombre te molestaba?
—Me parece que me ha estado observando toda la noche —dijo estremeciéndose.
—Tal vez sea mejor que averigüe quién es.
Ella le puso una mano en el brazo.
—No, no te preocupes, probablemente sea inofensivo. Sólo es que me ha hecho
sentir un poco incómoda. Pero ya se ha ido.
Justo entonces dos hombres salieron por la puerta conducidos por Halder; uno era
el embajador norteamericano, alto y distinguido; el otro, un joven egipcio de aspecto
serio, veintipocos años, vestido con una chilaba tradicional ribeteada con hilo de oro y
plata. Halder se adelantó, sonriendo:
—Me temo que al profesor británico están tratando de despabilarlo. Está
completamente curda. Pero voy a presentaros al embajador, y a Kemal Assan.
—Es un placer, señorita Stern —dijo el embajador, estrechándole la mano
calurosamente—. Soy un gran admirador del trabajo de su padre. Y Kemal lleva toda
la noche con la esperanza de conocerla. Tiene un gran interés por las excavaciones,
cosa nada sorprendente si consideramos que su padre es uno de los funcionarios más
importantes del Ministerio de Antigüedades, aparte de un buen amigo del rey Faruk.
Kemal Assan hizo el saludo árabe, llevándose la mano al corazón y de allí a la
cabeza.
—Es un enorme placer conocerla, señorita Stern. Mi país ha contraído una gran
deuda con usted y con el equipo de su padre. Han hecho un trabajo maravilloso. Estoy
convencido de que el rey Faruk y el gobierno querrán agradecerles a usted y a su
familia los esfuerzos realizados, y siempre serán ya huéspedes de honor en Egipto.
—Es muy amable, Kemal. —Rachel miró las luces y la ciudad, consciente de aquella
intensa quietud—. Nunca he visto El Cairo tan tranquilo. Es como si estuviera a punto
de desencadenarse una tormenta.
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preguntar. Pero dado que te marchas mañana a Port Said, y que Estambul te llama,
hemos pensado que haríamos mejor en echarle valor y plantear la cuestión.
—¿Qué cuestión?
—¿Existe la más ligera posibilidad de que estés enamorada de alguno de nosotros
dos?
Rachel se ruborizó. Se mordió el labio y por un momento pareció inquieta.
—¿Por qué... por qué no haceros una promesa? Os escribiré a los dos y vosotros me
contestaréis. Eso nos dará tiempo a todos para conocernos mejor. Y después
partiremos de ahí.
Halder pareció desinflarse.
—Me parece que te estás poniendo muy diplomática.
—No, Jack, sólo sincera. Están pasando tantas cosas en mi vida en estos momentos...
Marcharnos de Egipto, el traslado a Estambul...
—¿Te hemos puesto en un aprieto? —preguntó Weaver.
—No, Harry.
—Entonces, ¿por qué me siento incómodo? —dijo Halder.
—No tienes por qué. Ninguno de los dos tiene por qué sentirse incómodo. Ya sabéis
que os tengo mucho cariño.
—¿Sólo cariño?
—Por favor, Jack. Ahora no es el momento.
—Siento que hayamos sacado el tema, Rachel —dijo Weaver y la tomó del brazo—
. Ya comprendo que estás cansada. Iré a ver si hay algún coche de la embajada que
pueda llevarte al hotel y nosotros te acompañaremos.
—No, odio las despedidas. Quedaos los dos y pasadlo bien, os lo habéis ganado —
titubeó, y sus labios temblaban de emoción al mirarlos—. ¿Puedo deciros algo? Ha
sido la mejor época de mi vida. Lo digo de verdad. Hasta que volvamos a
encontrarnos, adiós.
Fue todo muy rápido, tenía lágrimas en los ojos cuando los besó y los abrazó a los
dos y, de pronto, ya se había ido.
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—¿Yo? Yo amo a mi patria, pero supongo que a estas alturas ya habrás intuido que
no puedo soportar a Hitler.
—¿Lo dices por lo de Polonia? ¿O por lo que les hacen a los judíos? ¿Todas esas
leyes racistas y campos de prisioneros y deportaciones de las que hemos estado
oyendo hablar?
—Ambas cosas. No se pueden tolerar esas actuaciones crueles, que no es cosa de
tantos alemanes decentes. Somos amigos hace tiempo suficiente como para que sepas
que no puedo aceptar el tipo de leyes que los nazis han promulgado contra los judíos,
ni la manera en que Hitler ha barrido de Alemania a tantos de ellos. Pero no es sólo
eso. Hitler grita demasiado y no tiene ni una sola pizca de humor. Eso siempre es una
mala combinación, sobre todo en un austríaco. —Halder sonrió ligeramente—. Me
temo que es también un pelmazo arrogante. Y, lo más importante de todo: tiene todas
las hechuras de un tirano. Y al final, todos los tiranos son unos cobardes. Por eso creo
que dará marcha atrás antes de que la cosa vaya demasiado lejos.
—Ojalá tengas razón. ¿Pero tienes que volver allí necesariamente?
—Hay una palabra alemana, Pflicht, puede que se la hayas oído usar a mi padre.
Significa deber, y algo más. Y es una palabra muy usada en el vocabulario de los
Halder. Incluso está en el escudo de la familia. Así que, de algún modo, me siento
obligado por mi honor a no manchar el nombre de la familia. Piense lo que piense mi
padre de Hitler, creo realmente que no podría vivir teniendo un hijo que se hubiera
convertido en el primer objetor de conciencia del clan.
—En ese caso, yo no me preocuparía de que los ingleses dijeran que eres un espía.
Me han dicho que también hay alemanes en el equipo que acusan de lo mismo a los
franceses e ingleses. Hasta ahora —dijo Weaver, sonriendo—, creo que soy el único
del que no se ha dicho nada malo. Y eso me preocupa.
Halder se rió, y Weaver observó a la gente y dijo, más serio:
—Esta noche había un hombre que vigilaba a Rachel. Un egipcio. Delgado, de unos
cuarenta años, aspecto algo siniestro, con traje de hilo. ¿Te fijaste en él?
—No. ¿Por qué?
Weaver se encogió de hombros.
—Probablemente no sea nada. A lo mejor tiene un admirador secreto. —Dudó un
momento—. ¿Sabes qué se me acaba de ocurrir? ¿Y si Estados Unidos entra en la
guerra y quedamos en bandos contrarios? ¿Cómo te sentaría eso?
—Espantoso. —Halder negó firmemente con la cabeza—. Pero nunca seríamos
enemigos, Jack. Jamás. Al menos no enemigos personales, por muchas diferencias que
tuvieran nuestros países.
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—Imagino que no. —Weaver soltó la copa y sonrió—. ¿Pero crees que seguiríamos
siendo amigos si hubiera la menor posibilidad de que Rachel eligiera a uno de los dos?
—Sí, siempre. Pase lo que pase. —Halder entrecerró los ojos—. Pero tengo que
admitir que es una mujer tan deseable que casi siento tentaciones de pelearme contigo
por ella si hace falta —sonrió con buen humor y levantó la copa—. Un último brindis,
pues. Por la amistad y por un verano maravilloso.
—Por la amistad —dijo Weaver, levantando la copa—. Te echaré de menos, Jack.
De veras. Así que procura tener cuidado. Sólo espero que esta maldita guerra no se
alargue demasiado.
—Yo también. —Halder guiñó un ojo—. Pero si hay realmente alguna oportunidad
para cualquiera de los dos, que el mejor escritor de cartas se lleve la mano de la bella
dama.
Jack Halder regresó a Alemania vía Roma en un vuelo regular italiano que salía de
El Cairo. A la semana estaba enrolado en la Wehrmacht y era destinado a Berlín como
aspirante a oficial. Aunque no admiraba a los nazis, demostraría ser un oficial valiente
y aventurero, y su aguda inteligencia y sus conocimientos de idiomas pronto llamaron
la atención de la Abwehr, la inteligencia militar alemana.
Fue reclutado personalmente por el almirante Wilhelm Canaris, asignado a la
sección especial de operaciones que se ocupaba de los Balcanes y el Mediterráneo, y
cuando comenzó con fuerza la guerra en el norte de África fue cedido temporalmente
a la División de Próximo Oriente, para trabajar con el Afrika Korps de Rommel.
Al no tener noticias de Rachel Stern durante los seis primeros meses después de su
vuelta a Alemania, conoció a Helga Ritter, hija de un médico de Hamburgo, y se
enamoró de ella. Era algo que nunca hubiera podido imaginar, porque una parte de él
seguía amando a Rachel, y eran muchas las veces que pensaba en ella. Pero su esposa
resultaría ser una joven interesante, vivaz y cariñosa. A los diez meses de matrimonio
dio a luz un hijo, Pauli.
Rachel Stern nunca escribió a ninguno de los dos muchachos. Tres días después de
la fiesta del embajador, zarpó de Port Said con sus padres en el Izmir. Eran los únicos
pasajeros de pago a bordo de aquel viejo carguero turco rumbo a Estambul. La
segunda noche después de zarpar del puerto, Rachel estaba apoyada en la amura de
estribor, pensando aún en aquel extraordinario verano, cuando la sala de máquinas
reventó llena de fuego. En la explosión que hundió el Izmir murieron catorce personas,
entre ellas su madre.
Los tripulantes que sobrevivieron abandonaron el barco mientras las llamas
devoraban la cubierta. Rachel y su padre se las arreglaron para trepar a uno de los
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botes de salvamento junto a dos marineros turcos malheridos. El padre seguía aferrado
a la cartera donde llevaba los valiosos mapas y notas de su excavación en Saqqara. En
la oscuridad se alejaron de los otros botes salvavidas, y poco antes de medianoche se
levantó una tormenta. Su minúscula embarcación era zarandeada por olas de tres
metros y azotada por vientos furiosos. El tiempo mejoró al amanecer, pero para el
mediodía los marineros habían muerto y Rachel y su padre estaban exhaustos,
deshidratados y quemados por el ardiente sol mediterráneo.
Al ir cayendo la tarde se vislumbró en el horizonte una silueta gris que navegaba
hacia ellos. Rachel pensó al principio que se trataba de un barco de la marina británica
que buscaba supervivientes, pero cuando lo tuvo más cerca vio la esvástica roja y negra
de la Kriegsmarine alemana. Su padre y ella quedaron retenidos a bordo del buque
mientras atracaba en Nápoles para repostar combustible, y dos semanas después
llegaban a Hamburgo, donde muy pronto los recibió la Gestapo.
Harry Weaver permaneció en Egipto mucho más tiempo del que había pensado, y
trabajó con un grupo americano explorando el desierto en busca de restos
arqueológicos hasta seis meses antes de que Rommel aterrizase en Trípoli, en febrero
de 1941. Entonces tomó un avión a Lisboa y de allí a Londres, y regresó a Estados
Unidos vía Southampton. Se presentó voluntario al día siguiente del ataque japonés a
Pearl Harbor.
Había tenido noticias del naufragio del Izmir cuando aún estaba en Saqqara. Era
poco más de medianoche cuando alguien llegó a su tienda con un periódico y le enseñó
la noticia, que decía que los únicos supervivientes eran cuatro tripulantes turcos cuyo
bote salvavidas había recogido un pesquero maltés.
Al leer la noticia a la luz del quinqué, lloró. Amaba profundamente a Rachel, y había
deseado tanto decírselo aquella noche, en la terraza del embajador, y sin embargo no
tuvo oportunidad, realmente, o no tuvo valor. Después hizo lo que cualquier joven
embargado por la pena hubiera hecho en esas circunstancias. Dejó a un lado el
periódico, sacó una botella de whisky de la mochila y se emborrachó.
Pero lo último de todo lo que hizo antes de acabar por dormirse fue contemplar
aquella fotografía que guardaba como un tesoro, la de ellos tres juntos. Rachel, Jack y
él. Tres chicos jóvenes, sonrientes, abrazados de pie en medio de las arenas del desierto
de Saqqara. Fueron tiempos felices.
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NOVIEMBRE DE 1943
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CAPÍTULO 4
El Cairo, 10 de noviembre
Era el verano más caluroso de los últimos treinta y seis años. La antigua ciudad
construida a la sombra de las pirámides de Gizeh siempre había olido mal, pero ahora
hedía como un pozo negro. Por toda Europa y el norte de África, los cielos despejados
y una agobiante ola de calor sumaban sus desagradables molestias a los rigores de la
guerra. Y no obstante, a pesar del clima, el año había sido triunfal para los aliados. El
antes poderoso Rommel había sido derrotado, el Quinto Ejército alemán del mariscal
Von Paulus se había rendido en Stalingrado, las tropas del general Patton habían
desembarcado en Sicilia, y la segunda ciudad del Reich, el bullicioso puerto de
Hamburgo, había quedado reducida a cenizas.
Entonces llegó el otoño. El tiempo refrescó, los alemanes empezaron a reagruparse,
y la guerra quedó súbitamente estancada. En El Cairo hacía tantísimo calor que esas
noticias importaban mucho menos que los vientos fríos y las deseadas nubes de
tormenta, que finalmente llegaron del Mediterráneo a principios de noviembre.
Acuclillado a la sombra de los pinos, a Mustafá Evir le parecía que el calor opresivo
del verano continuaba sin marcharse. Era una noche suave, pero el sudor le corría por
la camisa y la espalda, le goteaba por la cara y las mejillas, y todo su cuerpo parecía
arder. Era el miedo, naturalmente. Para tratar de aminorar su ansiedad, con la mano
derecha jugueteaba con un rosario árabe de cuentas baratas. Consideraba los peligros
de lo que estaba a punto de hacer, y sabía que un desliz podía costarle la vida.
Era un hombre pequeño, enjuto y delgado, y llevaba un traje negro raído, sandalias
de cuero ribeteadas y una camisa mugrienta, sin cuello. La cara, sin afeitar, tenía la
expresión cansada de un zorro viejo, vencido y perseguido sin descanso por los perros.
Estaba dentro del parque vallado de una villa del barrio residencial de la Garden City,
una zona que albergaba las aparatosas residencias urbanas de algunos embajadores
extranjeros y sus familias. Durante más de una hora había estado esperando
pacientemente, y ya iba siendo hora de moverse. A sesenta pasos, al otro lado del
prado, estaba la hermosa villa donde residía el embajador norteamericano. Dos
centinelas armados marcaban el paso delante de la doble puerta de roble, y había otros
dos en la garita de la verja de entrada.
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Evir miró detrás de él, los jardines en pendiente hasta más allá del pabellón
decorado y los centinelas de la verja, comprobando si los guardias seguían allí. Más
allá de las verjas de hierro forjado, en la oscuridad, podía adivinar el puente de Kasr-
el-Nil y el ancho Nilo majestuoso, las blancas velas fantasmales de las falucas
deslizándose sobre el agua temblorosa a la luz de la luna. Se fijó en el alto minarete de
una mezquita al otro lado del río y rezó una plegaria en silencio, no porque rezar
hubiera hecho cambiar alguna vez algo en su miserable vida, sino porque, ahora
mismo, necesitaba tranquilizarse. La última cosa que deseaba era volver a aquella
celda maloliente y atestada que había tenido que compartir con otros doce presos, y
rogó a Alá que lo protegiese.
De pronto, al volverse, una araña iluminó vivamente el vestíbulo de la villa, y Evir
se puso tenso. Instantes después oyó arrancar el motor de un coche y luego un
imponente Ford negro apareció por detrás de la zona del servicio y el chófer lo detuvo
ante la entrada. Los guardias se pusieron firmes al abrirse las puertas de roble, y por
ellas salió un hombre vestido de etiqueta que se metió en el coche.
El embajador norteamericano tenía aspecto de bien alimentado, y Evir escupió entre
las sombras con desprecio. ¿Qué sabría él de tener que alimentar siete bocas? ¿De vivir
en un agujero maloliente? ¿De cómo un hombre tiene que deslomarse días tras día
para ganar un mendrugo en una ciudad tan áspera como El Cairo?
Evir vio alejarse el Ford y a los pocos segundos las luces de la araña se apagaron.
En cuanto el auto salió por la verja principal, los centinelas parecieron relajarse y los
dos que estaban a las puertas de la villa se sentaron en los escalones de granito y
encendieron sendos cigarrillos. Evir siguió cinco minutos más agazapado entre las
sombras de los árboles y después se enjugó el sudor de la cara, dejó caer su rosario de
cuentas en el bolsillo y se puso en pie, frotándose las rodillas doloridas. Era hora de
ponerse a trabajar.
La residencia del embajador norteamericano era famosa por sus fuertes medidas de
seguridad, pero también Mustafá Evir tenía su reputación. Quienes se procuraban sus
servicios lo llamaban el Zorro. No se había construido la casa en la que él no pudiera
entrar, ni se había fabricado la caja fuerte que no pudiera abrir. Pero, después de treinta
años de delincuencia, tres duras condenas en el infierno de la prisión cairota de Tora
habían enfriado su amor al oficio. Tres meses antes, cuando salió libre, había tomado
la firme decisión de llevar una vida honrada, pero el único trabajo que pudo encontrar
fue acarrear balas de algodón, cargándolas a la espalda por las empinadas calles de
adoquines del mercado, para un gordo comerciante de paños que lo trataba como a un
perro y le pagaba apenas lo suficiente para alimentar a la familia. Pero esta noche,
aquel trabajo podía hacerle ganar una fortuna.
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y saliendo de bares y restaurantes con nombres como «Hogar, dulce Hogar» y «Café-
Bar Vieja Inglaterra».
Recordando sus instrucciones, Evir esperó en el cruce. Grupos de árabes
parloteaban sentados en las terrazas de los salones de té, fumando sus narguiles y
jugando al backgammon y bebiendo de sus vasitos. El tránsito rugía en todas
direcciones. Al cabo de cinco minutos, Evir vio una motocicleta BSA verde llena de
barro que bajaba por la calle a la izquierda y se paró junto al bordillo, a su lado.
En la moto iba un árabe. Vestía chilaba y llevaba barba. El hombre le indicó por
gestos que montase. Evir se subió al asiento trasero y la BSA arrancó y salió zumbando.
El hombre no dejaba de volver la vista atrás mientras conducía, como para
asegurarse de que no lo seguían. Se dirigió hacia la mezquita de El Hakim,
zigzagueando por las estrechas callejuelas hasta que diez minutos después salieron a
una plaza adoquinada rodeada de altas casas de viviendas de madera y ladrillo. Se
bajaron de la BSA. El hombre le puso una cadena y un candado e hizo señas a Evir de
que lo siguiera. Entró en el zaguán abierto de una de las casas y subió al primer piso
por un tramo de escalera de madera desnuda. Había una puerta con tres gruesos
cerrojos y el hombre los abrió con un piño de llaves, hizo entrar a Evir con él y cerró la
puerta.
—¿Y bien? —dijo el hombre de la barba.
—Hice lo que me pidió.
El hombre pareció satisfecho.
—¿Está seguro de que no lo vio nadie en la residencia?
Evir se rió.
—Si me hubieran visto, ¿cree que ahora estaría aquí?
Había estado otras dos veces en el piso porque el hombre tenía que enseñarle cómo
manejar el equipo. Era austero y funcional, con una mesa de café y algunos
almohadones esparcidos por el suelo y una estufa de metal junto a la pared, pero olía
a rancio y Evir tuvo la impresión de que no era un sitio que de ordinario estuviese
habitado. El hombre alargó una mano.
—Déme la cámara.
—Primero el dinero —exigió Evir.
—Tendrá el dinero después.
Evir negó con la cabeza.
—Lo quiero ahora.
—Más tarde —dijo el hombre con firmeza—. Cuando haya terminado de examinar
su trabajo. Si no salen las fotografías, quiero que vuelva otra vez.
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—¡Otra vez!
—Otra vez. Ahora déme la cámara.
Evir notó el duro filo de la voz, vio la expresión de amenaza en la cara del hombre.
Despedía como un efluvio de peligro que a Evir le hacía sentirse incómodo. Sacó del
bolsillo una Leica diminuta y se la tendió.
—Espere aquí.
El hombre entró en el dormitorio y cerró la puerta. El ropero de obra que utilizada
como cuarto oscuro quedaba a la derecha, y de él emanaba un ligero olor punzante a
química. Entró allí y cerró tras él la puerta corredera, tiró de una cuerda que colgaba
del techo. Se encendió una luz roja que dejó ver un estante con reveladores y fijadores
en frascos de cristal. Había también un cronómetro, un par de cubetas de metal, un
ventilador eléctrico y una caja estrecha de madera con tapa de cristal opaco e
iluminada desde abajo por un par de bombillas. Llenó de revelador una de las cubetas,
sacó el rollo de película de la Leica, lo introdujo en el líquido, puso en marcha el
cronómetro y esperó tres minutos.
Finalmente, puso en marcha el ventilador, sacó la película de la bandeja y mantuvo
el negativo impresionado frente a la corriente de aire hasta que estuvo seco. Encendió
la caja de luz y colocó encima el rollo estirado. Examinó meticulosamente las
exposiciones con una lupa. De pronto, al estudiar uno de los negativos de las páginas
señaladas como «Máximo Secreto» se estremeció de asombro.
Le llevó unos momentos recuperarse, luego cogió una toalla de algodón y se secó
las manos. Todavía debía de tener cara de asombro cuando volvió a la sala, porque
Evir le preguntó:
—¿Qué sucede? ¿Algo está mal?
El hombre negó con la cabeza.
—No, nada. Ha hecho un trabajo excelente. —Arrojó la toalla—. Ahora, vámonos
de aquí.
—¿Adónde vamos?
—Quiere usted su dinero, ¿no?
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CAPÍTULO 5
El sol se ocultaba tras las oscuras nubes de lluvia aquella mañana cuando la enorme
mole gris del acorazado Iowa, sus cincuenta y ocho mil toneladas orgullo de la marina
de Estados Unidos, echaba el ancla a cinco millas de la costa de Virginia.
El capitán Joe McCrea observaba desde el puente el remolcador que se acercaba
desde la costa, balanceándose con la ligera marejadilla, escoltado por media docena de
barcos de guerra que formaban a su alrededor. Veinte minutos antes, McCrea había
recibido el aviso de que sus importantísimos pasajeros estaban preparados para
abordar su barco. Uno de ellos era, ciertamente, el más notable que había transportado
nunca a bordo de un buque a su mando en los veinte años que llevaba de servicio en
la Marina, y McCrea comprendió que iba a emprender la misión más importante de su
vida. Se volvió al joven teniente que tenía a su lado:
—Preparaos para embarcar a los pasajeros.
—A la orden, mi capitán.
McCrea dejó los prismáticos cuando el teniente bajó a la cubierta principal. El Iowa
era como una ciudad en miniatura, con una tripulación de dos mil quinientos hombres.
Estaba erizado de un impresionante despliegue de artillería pesada y armas antiaéreas,
y el conjunto de cubiertas y puentes sumaban más de treinta y cinco mil metros
cuadrados de superficie, y a pesar de ese enorme tamaño podía navegar a una
velocidad de treinta y tres nudos, siendo el buque más rápido de todos los de su clase.
Afuera, salpicados entre las ligeras olas grises del estrecho de Norfolk, estaba su
escolta, otros seis barcos provistos de una mortífera potencia de fuego cuya vista
resultaba reconfortante para McCrea aquella mañana. Aquélla podía no ser la mayor
flota de guerra de la historia, pero era sin la menor duda una de las más vitales, y
secretas. Se arregló el uniforme y se fue hacia la cubierta inferior para recibir a sus
pasajeros.
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Cuando por fin el remolcador quedó abarloado, McCrea vio por lo menos una
docena de personas, civiles y personal de marinería, apiñadas en la proa. En la pasarela
de embarque, los marineros preparaban cabos y lo disponían todo con agitada
actividad. Desde la cubierta principal del Iowa había una altura de casi diez metros de
caída hasta el mar. Habían descolgado una pequeña pasarela hasta el agua para
permitir el embarque, pero eso era lo difícil; no todos los días tenía que subir a bordo
al presidente de Estados Unidos. Franklin Delano Roosevelt era paralítico, llevaba casi
toda su vida confinado en una silla de ruedas y eso planteaba un problema específico.
No podía subir por su propio pie a la pasarela, de manera que habían preparado un
arnés con cabrestante para izarlo hasta el Iowa.
McCrea observó el suave oleaje mientras una serie de agentes del Servicio Secreto y
de ayudantes saltaba del remolcador a la pasarela, y después le llegó el turno al
presidente. Reconoció la imagen familiar de Roosevelt, su cara grande y amable y su
sonrisa pronta, cuando lo ayudaban a levantarse de la silla de ruedas. Llevaba las
pantorrillas sujetas a unas armaduras de metal, aquellos miembros largos, delgados
como los de un niño, herencia de una polio de infancia que lo dejó con frecuentes
congojas. Hicieron falta dos agentes del Servicio Secreto para llevarlo hasta el arnés y
sujetarlo, y entonces lo izaron.
En cierto modo era una imagen lamentable, una imagen que McCrea temía. El
presidente del país más poderoso del mundo, el hombre del que el mundo entero
dependía para ganar la guerra, cargado a bordo del Iowa con una grúa de bote en un
arnés hecho de madera y cinchas. Pero en el rostro de aquel hombre no había rastro
alguno de temor, ni de autocompasión, sino solamente una firme determinación.
McCrea esperó pacientemente, con el corazón encogido, pidiendo a Dios que no se
produjese ningún accidente, que las cinchas no se rompieran y el presidente de Estados
Unidos se cayera del arnés y se ahogara.
Finalmente, Roosevelt fue conducido a bordo, y McCrea suspiró, aliviado. Una
bandada de agentes del Servicio Secreto acudió en su ayuda, la silla de ruedas apareció
en cubierta, sacaron al presidente del arnés, lo sentaron en la silla y uno de los agentes
le puso un grueso capote de marino, tan familiar, sobre los hombros. McCrea había
notado admiración en los rostros de su tripulación mientras contemplaban todo el
proceso, jóvenes y no tan jóvenes marinos americanos que se habían agolpado en
cubierta para captar una imagen de su famoso pasajero. Miraban con asombro y
sorpresa, como queriendo aplaudir, pero se había dado orden de no rendir honores
cuando los pasajeros subieran a bordo. Era una misión de máximo secreto y la
tripulación del Iowa cumplió como un solo hombre. El capitán McCrea saludó:
—A sus órdenes, señor presidente. Bienvenido a bordo.
Roosevelt sonrió cálidamente y le tendió la mano.
—Capitán McCrea. ¿Así que es usted el pobre hombre al que le ha tocado el dudoso
placer de hacerme llegar a mi destino sano y salvo?
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—Yo soy, señor presidente. Tenemos sus camarotes dispuestos. Si es tan amable de
echar a andar por aquí... —McCrea dejó las palabras en el aire porque, de pronto, se
acordó de la invalidez del presidente al verlo en la silla de ruedas. Había metido la
pata estrepitosamente, y se ruborizó hasta la cejas. Había sido ayudante naval de
Roosevelt durante dos años, pero la voluntad de acero de aquel hombre siempre te
hacía olvidar que no solamente estaba paralítico, sino que también sufría una grave
enfermedad del corazón.
Roosevelt hizo un gesto para quitar importancia a la torpeza, cogió cariñosamente
a McCrea del brazo y se rió:
—No se preocupe, capitán. Me las arreglo muy bien con este endemoniado
cacharro, de modo que indíqueme el camino y yo lo seguiré.
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CAPÍTULO 6
Berlín
14 de noviembre, 08.30 h
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De pronto se oyó el lejano aullido de una alarma de ataque aéreo. Canaris suspiró,
acarició a los perros para tranquilizarlos, se puso de pie y se sacudió el polvo de las
rodillas. Durante toda la semana anterior, los B-17 de las fuerzas aéreas
norteamericanas habían estado bombardeando Berlín a la luz del día, con mortíferos
resultados, y aquello sonaba a que estaban a punto de empezar otra vez.
—Muy bien. Supongo que será mejor que pida usted el coche. Y hágalo rápido, antes
de que los americanos se pongan en marcha.
—Zu Befehl, mi almirante —gritó Bauer, se cuadró, y dio un buen taconazo, logrando
que los animales lloriqueasen.
Canaris frunció el ceño, disgustado.
—Hágame un favor, Bauer. Todo eso de los taconazos y los gritos está muy bien en
el campo de instrucción, pero le ruego que se abstenga de hacerlo en el despacho. Me
asusta a los perros.
Bauer se ruborizó.
—Como desee, mi almirante.
Cuando el ayudante se hubo ido, Canaris miró a sus queridos dachshunds, que
comían con el hocico metido en el cuenco, y suspiró, cansado.
—La maldad no descansa, hijitos. Tengo la impresión de que el joven Walter anda
otra vez metido en alguna de sus trapacerías.
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Schelienberg llevaba el uniforme negro de las SS, con las letras RFSS bordadas en
plata en la bocamanga. Reichsführer der SS, el estado mayor de Himmler. Ver esas
iniciales de la bocamanga le provocó a Canaris un escalofrío interior. Siempre había
detestado visitar la Oficina Principal de Seguridad de la calle Prinz-Albrecht, cuartel
general de las SS y de la Gestapo, desde donde Heinrich Himmler y sus adláteres
dirigían su imperio del mal. Los uniformes negros y los sombríos edificios nunca
dejaban de causarle estremecimientos.
—La verdad es que hay veces en que uno se siente realmente así —respondió—.
Bueno, ¿qué es esta vez, Walter?
Hubo un momento de calma en los bombardeos y Canaris oyó chirriar unos
neumáticos en el patio interior, donde entraron seguidos un camión y un Mercedes.
Hombres de la Gestapo con sus abrigos de cuero se bajaron a toda prisa y se pusieron
a descargar su mercancía humana con destino a las celdas de tortura. Entre los
prisioneros había varios oficiales de alta graduación de la Wehrmacht, la mayoría de
mucha edad. Canaris reconoció vagamente a uno o dos. Algunos iban con sus mujeres
y familias, asustados. Los de la Gestapo les daban patadas y golpes con las culatas de
las pistolas mientras los conducían a la entrada del sótano.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Canaris, alarmado.
—Un mal asunto —respondió Schelienberg mientras observaba la escena—. Todos
son sospechosos de subversión. Himmler tiene razón al pensar que hay un grupo de
traidores tramando algo contra el Führer. En nuestros centros de interrogatorio,
últimamente han aparecido pruebas de que unos oficiales de alto rango intentaron
poner una bomba en su avión en marzo de este año. Sólo la ayuda de Dios les hizo
fracasar.
—Cielo santo. —Canaris palideció—. No puedes hablar en serio.
—Lamento decirlo, pero hablo muy en serio. ¿Quién podría creer que alguien que
ha hecho un juramento de lealtad al Führer desee verlo muerto? Pero los cortaremos
de raíz, no te preocupes. Hasta el último de ellos, aunque tengamos que interrogar a
todos los ejércitos de tierra, mar y aire.
Schelienberg se apartó de la ventana, se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió,
echó el humo hacia el techo y continuó:
—Pero volvamos a nuestros asuntos. Los últimos mensajes cifrados de los agentes
del SD en Persia y de los agentes del Próximo Oriente traen unas noticias muy
interesantes. Parece ser que todo apunta a que las conferencias de los líderes aliados
en El Cairo y Teherán van a celebrarse, tal y como sospechábamos. Como tú bien sabes,
Roosevelt todavía tiene que decidir cómo ha de efectuarse la invasión de Europa, que
es inminente.
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El despacho quedó sumido en un silencio tal que Canaris podía oír el tictac del reloj.
Lo habían cogido desprevenido, y cuando se recuperó dijo:
—¿Has perdido la cabeza? Eso que sugieres es ridículo.
—Yo emplearía más bien la palabra osado. Y te olvidas de que hace sólo seis
semanas que el coronel Otto Skorzeny y sus fuerzas paracaidistas de las SS rescataron
a Mussolini de un punto muy bien guarnecido y fortificado. Antes de emprender esa
misión, todo indicaba un fracaso seguro, considerábamos que sólo había un diez por
ciento de probabilidades de éxito, y, sin embargo, la llevamos a cabo brillantemente.
Desde el aterrizaje hasta el rescate pasaron exactamente cuatro minutos, y no perdimos
ni uno solo de nuestros hombres.
La temeraria liberación del Duce, prisionero en el hotel Campo Imperatori de los
Abrazos, en el centro de Italia, el 12 de setiembre, seguía celebrándose con orgullo por
los pasillos del cuartel general del SD. No cabía la menor duda de que era un triunfo
brillante, pero Canaris meneó la cabeza.
—Lo que propones es completamente distinto. Ambos sabemos que Roosevelt, al
igual que Churchill, tiene a su alrededor día y noche una verdadera muralla de
seguridad. Una cosa así sería imposible.
—Nada es imposible, Wilhelm. Y los momentos desesperados exigen medidas
desesperadas. Además, todo depende del plan.
—Y, exactamente, ¿cómo te propones asesinar al presidente de Estados Unidos? —
pregunto Canaris con voz cansada.
—Primero déjame enseñarte algo. —Schelienberg le tendió una hoja de papel del
archivador de su mesa. Y cuando Canaris empezó a leerla, añadió—: Es un mensaje
bastante importante de Deacon. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que ha
encontrado un filón interesante.
Canaris continuó leyendo el texto descifrado y levantó la vista, pálido.
—¿Esto es verdad?
Schelienberg sonrió.
—Sabía que te quedarías sorprendido. Como puedes ver, esto prácticamente nos
confirma que Roosevelt llegará a El Cairo el 22 de este mes, dentro de ocho días, antes
de continuar hasta Teherán. Habrá una reunión privada con Churchill y una
delegación china de alto nivel para buscar más apoyos a los aliados en Extremo
Oriente. Pero Himmler está convencido de que la verdadera razón de la visita de
Roosevelt es ponerse de acuerdo con Churchill para concertar el calendario de la
invasión de Europa. Si la invasión se produce, es mejor no pensarlo siquiera...
tendríamos que luchar en todos los frentes.
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está seguro de que nadie puede sospechar que hizo asaltar la residencia y consiguió
fotografiar el documento. Lo que significa que el elemento sorpresa juega de nuestra
parte.
Canaris dejó el papel sobre la mesa, con incredulidad en el rostro.
—No hablas en serio, ¿verdad? No puede ser que de verdad planees hacer una cosa
así.
Schelienberg afirmó con la cabeza.
—Consideré la posibilidad de un atentado en Teherán durante la conferencia que
se iba a celebrar allí —dijo—, pero Persia es un territorio demasiado hostil. Con tantas
tropas aliadas en esa zona y con la paranoia de Stalin, la misión estaría cargada de
dificultades. Sin embargo, Egipto es completamente diferente. Ahora que Rommel ya
no es una amenaza, las medidas de seguridad están más relajadas. Y muy lejos de la
línea del frente, con lo que los aliados nunca esperarían que diéramos un golpe allí.
Aunque, naturalmente, ésa no es nuestra única arma. Tenemos la Luftwaffe y nuestras
flotillas de U-boat del Atlántico alerta y con la esperanza de localizar y destruir el
convoy de Roosevelt. Pero de eso no me fío mucho, y por lo tanto tenemos que poner
en marcha nuestro plan como si nuestras vidas dependieran de ello.
—¿Y qué pretendes hacer exactamente?
—Por desgracia, el documento no nos descubre dónde se alojará Roosevelt, ni cuáles
son las medidas de seguridad, lo que resulta un problema, aunque no insuperable. En
cuanto a la misión, sería un plan muy parecido al que usamos para sacar a Mussolini.
Primero enviamos un equipo pequeño y selecto para determinar exactamente dónde
se alojan el presidente y el primer ministro inglés y qué fuerzas les protegen. Una vez
hecho esto, procurarán buscar un modo de entrar, porque, como bien sabes, en los
dispositivos de seguridad siempre hay alguna fisura.
«Cuando hayan logrado ese objetivo, nos lo comunicarán por radio. Y entonces
empezará la segunda y última fase de la operación. Tengo preparados un par de
pelotones de los mejores paracaidistas de las SS de Skorzeny, esperando en una base
aérea italiana. Un centenar de sus mejores especialistas, los hombres más duros, fuertes
y mejor entrenados de que disponen las SS, y ambos sabemos que nuestros
paracaidistas de las SS son, con mucho, los mejores del mundo. Hombres dispuestos a
entregar sus vidas por el Führer sin dudarlo ni un instante. En cuanto tengamos la
señal, volarán hacia El Cairo y aterrizarán cerca de la ciudad, en un aeropuerto que
nuestro equipo en tierra habrá asegurado previamente, con todo el equipo necesario
—camiones, vehículos y demás—, para que los hombres de Skorzeny lleguen hasta el
objetivo. Si lo que hacen es alojar a Roosevelt en el Mena House, como sospecho, tanto
mejor. Los SS de Skorzeny ya han demostrado en los Abruzos que saben entrar en un
hotel muy bien fortificado. Entrarán y saldrán tan de prisa que los aliados ni se
enterarán de quién los golpea.
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—¿Y por qué no matamos a Churchill al mismo tiempo, ya que estamos? —dijo
Canaris, encogiéndose de hombros.
—Siempre es más fácil acertar a un objetivo que a dos. Matar a Churchill también
sería un estupendo premio adicional, y si se presenta la oportunidad te aseguro que se
aprovechará. Pero Roosevelt es el primero de la lista.
Canaris suspiró.
—Sigo pensando que es una locura. Las medidas de seguridad aliadas serán tan
fuertes como las de la caja fuerte de un banco. Tanto por tierra como por aire.
—Como ya hemos visto con Mussolini —sonrió Schelienberg—, amigo mío,
siempre hay una manera de entrar en la cámara. Y parece que no te das cuenta del
beneficio que supondría para nosotros tener éxito. La muerte de cualquiera de los dos
líderes sería una bendición, sobre todo la de Roosevelt. Es el lazo que mantiene unidos
a los aliados, y a su intendente a la hora de aprovisionarse. Si lo quitamos del medio,
los aliados caerán en el más puro desorden. Y con su presidente muerto, dudo que los
norteamericanos tengan cuerpo para montar una invasión el próximo verano, como
piden los rusos y los británicos. Probablemente, con esto, las potencias aliadas se
dividirían, lo que nos vendría de perlas y nos daría tiempo para recuperar la iniciativa.
Y piensa en el valor propagandístico, sería una inyección de moral increíble para
nuestras tropas. Además, creo que necesitan una lección. Los americanos tienen que
aprender que no pueden bombardear impunemente las ciudades alemanas ni
interferir en una guerra que no les concierne. Va siendo hora de que reciban su
merecido.
—¿Me estás diciendo que definitivamente esta misión se va a llevar a cabo?
—De eso puedes estar seguro, a no ser que por algún milagro los U-boats o la
Luftwaffe consigan destruir el Iowa. Ya tenemos hasta el nombre: Operación Esfinge.
—Entonces estáis mucho más adelantados que yo. ¿Quién ha dado la orden?
—Himmler.
Canaris movió la cabeza, desalentado.
—No irás a decirme que el Führer aprueba esta locura.
—Ya ha conferido la máxima prioridad a la misión. Compruébalo tú mismo.
Schelienberg le alargó una carta firmada de la carpeta y Canaris vio la firma de
Adolf Hitler al pie. Leyó la carta, levantó la vista y dijo:
—Una operación conjunta entre la Abwehr y el SD es muy poco corriente.
—Estoy de acuerdo. Pero el Führer sigue enojado por aquel último fracaso vuestro
en El Cairo, no puede decidir si fue por deslealtad o por incompetencia, y por eso
quiere que yo me ponga al frente de esto, aunque con vuestra ayuda. De manera que
estoy seguro de que se sentirá muy molesto si no te metes en la barca y remas todo lo
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que haga falta —Schelienberg sonrió con malicia—. Aun peor, Dios no quiera que se
sienta tentado de incluirte en la clase de los que conspiran contra él.
La Abwehr, aunque con capacidad para idear las más grandes operaciones,
resultaba algunas veces de una ineptitud lamentable a la hora de ejecutarlas. Su espía
principal en Egipto, John Eppler, había sido arrestado el año anterior por los ingleses
cuando los billetes de libréis esterlinas que le habían facilitado para su trabajo
resultaron ser una falsificación excelente pero que fue descubierta y acabó por
conducir a su detención. Pero había habido un error todavía más grave que Canaris,
sabiamente, había guardado en secreto: el año anterior, uno de sus agentes en España
había recibido el soplo de que Roosevelt y Churchill iban a reunirse en Casablanca.
Envió a Berlín un radiotelegrama con la fecha, el lugar y la hora. Pero como el agente
era español, algún idiota de la Abwehr tradujo Casablanca literalmente y comunicó a
sus superiores que los líderes aliados estaban planeando un encuentro, no en el norte
de África, sino en la Casa Blanca de Washington.
Canaris se sonrojó ante la amenaza, y dejó la carta en la mesa.
—Al parecer, no tengo mucha elección. ¿En cuáles de mis hombres has pensado?
—Primero, necesitaré uno de tus agentes egipcios. Preferiblemente uno que viva en
algún lugar remoto del desierto, aunque a no más de dos días de viaje de El Cairo.
Alguien de absoluta confianza.
—Se me ocurren uno o dos que pueden servir. —Se encogió de hombros—. Sigue.
—Segundo, he pensado que Jack Halder sería perfecto para dirigir el equipo inicial,
el que enviaremos para organizarlo todo. Es uno de tus mejores hombres, sabe
desenvolverse en El Cairo, habla árabe y tiene capacidad de sobra para resolver todo
el asunto. Además, nació en Norteamérica y estudió en Oxford, así que habla inglés
con acento americano o británico perfectamente. Todo eso puede resultar muy útil
cuando llegue la hora de acceder al alojamiento de Roosevelt. A Canaris se le
ensombreció la cara.
—¿Así que por eso pidieron ayer su expediente desde la oficina del Reichsführer?
Pensé que tendría que ver con aquel asunto de Sicilia de hace meses.
—Tienes que admitir que Halder tiene una reputación extraordinaria. —
Schelienberg sonrió—. El modo como consiguió infiltrarse entre las líneas aliadas
cuando estuvo destinado en el norte de África es casi una leyenda militar. Un mes por
El Cairo y Alejandría, disfrazado de oficial británico, reuniendo información en las
propias narices del enemigo. Una hazaña más que impresionante, diría yo.
—Desde luego, no hay duda de que es uno de mis mejores hombres, pero pierdes
el tiempo —dijo Canaris, moviendo la cabeza a los lados—. Si has leído su historial,
sabrás que ha perdido la garra después de todo ese desagradable asunto de su padre
y su hijo. Parece que ya no le interesa el tema, y se pasa casi todo el tiempo en una casa
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de veraneo que tenía su padre a orillas del lago Wannsee. Fui a visitarlo el mes pasado
y me pareció el hombre más infeliz del mundo.
—Sí —dijo Schelienberg, muy serio—. Una tragedia, todo lo que pasó. Pero ¿y si yo
pudiera convencerlo?
—Sigue siendo una misión suicida, Walter. Lo estarías enviando a una muerte
segura.
—Te aseguro que el plan puede salir bien —dijo Schelienberg con firmeza—. Y los
que sobrevivan a la operación volverán sanos y salvos. Además, creo que estarás de
acuerdo cuando se te expliquen todos los detalles.
Canaris sabía que no tenía mucho sentido discutir. Se encogió de hombros
cansinamente, derrotado.
—Conociendo a Halder, supongo que hay alguna posibilidad de que funcione,
aunque remota.
—Funcionará. —Schelienberg enarboló una sonrisa gélida—. Tiene que funcionar.
Si no es así, Himmler me asegura que el Führer pedirá nuestras cabezas.
—Pero una semana es muy poco tiempo para organizar una misión como ésta.
—Por eso hay que organizarse lo más rápidamente posible. No tenemos ni un
minuto que perder.
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CAPÍTULO 7
Berlín
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Era joven y muy atractiva, con los cabellos alborotados como si acabase de saltar de
la cama, pero cuando vio el uniforme negro de las SS y oyó el nombre, le cambió la
expresión y enrojeció de pudor.
—Hei... Heidi Schmidt, Cuerpo de Enfermeras de la Wehrmacht.
—Encantado. Tranquilícese, Heidi, no está usted en formación. Tal vez pueda
decirme dónde está Halder.
—Pues... dijo que se iba a correr un poco y a nadar.
—¿Es amigo suyo?
—Pues... nos conocimos la otra noche en un bar de Wannsee —la chica titubeaba—
. Parecía muy abatido, así que yo... vine en bicicleta hasta aquí después del servicio
para ver qué tal estaba.
—Hizo brotar el instinto maternal que hay en usted, ¿no es eso? —Y Schelienberg
sonrió abiertamente—. De todos modos, me alegro de ver que alguien le hace
compañía. Dios sabe que en estos momentos la necesita. ¿Esa bicicleta que hay ahí
fuera es de usted?
—Sí, mi general.
Schelienberg se inclinó para recoger del suelo la falda abandonada y se la tendió a
la muchacha con la punta de su fusta.
—Muy bien, Heidi. Ahora creo que sería mejor que se vistiese y se marchase. Halder
y yo tenemos que hablar de unos asuntos y no quiero que nadie nos moleste.
Jack Halder sudaba mientras corría a la orilla del lago. No llevaba camisa, y tenía el
pecho moreno y cubierto de pequeñas cicatrices; llevaba unas playeras y unos
pantalones de deporte de algodón blancos. Tenía alguna cana prematura, arrugas que
comenzaban a apuntarle alrededor de los ojos, pero la sonrisa esquiva de siempre
seguía manteniéndose en su sitio, cuando aquella mañana parecía algo más solemne.
Llevaba un cronómetro en la mano, y cuando llegó a ciertas rocas a la orilla misma del
lago apretó el botón, lo paró y miró el resultado con desánimo.
—Demonios, tienes que poder hacerlo mejor, Halder.
Echó a correr de nuevo, aceleró, el sudor brotaba con fuerza tras cinco kilómetros
de fuerte carrera. Al rodear la caleta y acercarse alas rocas vio el uniforme negro de un
oficial que estaba sentado en la arena con una sonrisa en la cara y un cigarrillo en la
mano.
Halder se detuvo, respiró profundamente unas cuantas veces y miró a Schelienberg,
que se limitó a sonreír.
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—Qué, Jack, procurando ponerse otra vez en forma, ¿eh? Eso siempre es bueno.
Había pensado unirme a usted para nadar un poco, pero creo que lo olvidaré. Tenga,
la necesita más que yo.
Schelienberg tenía una toalla en la mano y se la lanzó a Halder, que la cogió y se
secó el sudor del rostro.
—¿Qué demonios ha venido a hacer aquí?
—Ésa no es forma de saludar a un viejo camarada. —Schelienberg echó una mirada
al pecho marcado de Halder—. Parece que se ha curado usted rápidamente. Y, por
cierto, me ha gustado mucho la jovencita que le ha estado reconfortando. —Y añadió,
más en serio—: ¿Le ha ayudado a paliar un poco su dolor, amigo mío?
—Eso no es asunto suyo.
—Tiene toda la razón —dijo Schelienberg, que se puso de pie, se sacudió la arena
del uniforme y cogió su cartera—. ¿Qué tal si ahora subimos hasta su casa? Hay algo
que me gustaría comentarle.
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—Entonces, explíquemelo. Y
Schelienberg se lo explicó.
Durante un buen rato, Halder pareció desconcertado, pero luego se echó a reír:
—Walter, definitivamente se está volviendo usted loco con la edad.
—Le aseguro que el plan es factible. Y ya me conoce, siempre hago mis deberes bien
a fondo.
—¿El almirante está al tanto de esto?
—Ha de ser una operación conjunta. Ya sé que eso no es corriente, pero resulta
necesario, dadas las circunstancias. Yo personalmente tomaré el mando de la
planificación y las instrucciones.
Halder se fue hasta la ventana, se pasó la mano por el pelo y miró hacia atrás.
—¿Matar a Roosevelt? Ya sé que usted me considera un aventurero, pero, créame,
eso no incluye tener vocación de suicida. Quien acepte esa misión tendrá tantas
probabilidades de sobrevivir como un cojo de escapar de un incendio forestal.
—Una comparación interesante —Schelienberg se rió—, pero no muy acertada. El
plan es muy sencillo. En cuanto usted y su equipo lleguen a El Cairo, se instalarán en
una casa segura. Mis agentes ya tendrán preparado todo el material que necesitan para
moverse por la ciudad con relativa libertad, uniformes y vehículos aliados, y recibirán
toda la ayuda suplementaria que haga falta. Lo único que tienen que hacer es
determinar con absoluta exactitud dónde estará alojado Roosevelt, que muy
probablemente será en el Mena House, y encontrar algún punto débil en el sistema de
seguridad por el que se pueda entrar. También tendrán que tomar y consolidar
posiciones en un pequeño campo de aviación que está situado a unos diez kilómetros
al sur de las pirámides de Gizeh y que casi no tiene protección. Una vez cumplidos los
objetivos, nos avisarán por radio. Cuando los paracaidistas de las SS tomen tierra, los
guiarán hasta el objetivo final y lo demás es cosa de ellos. Después, los sacaremos de
allí.
—¿Cómo?
—Igual que saldrán los hombres de Skorzeny, por aire.
—Es decir, si alguno tiene la suerte de salir con vida. ¿Y para qué demonios me
necesita a mí?
—Ya se lo he dicho, mis agentes en El Cairo son gente espabilada, pero ellos solos
no tienen capacidad para llevar a cabo una misión como ésta. Por otra parte, usted es
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Sobre todo si tiene que aguantar a Kleist. Creo que temería por su integridad una vez
haya dejado de ser útil.
Halder estalló de rabia:
—Es usted un cabrón, Walter.
—Tenemos que ganar una guerra. Y en ella no hay sitio para los sentimientos.
—¿No cree sinceramente que este asunto no tiene ni la más mínima probabilidad
de salir bien?
—Al contrario. Estoy convencido de que sí. Lo que llevó a cabo Skorzeny en Italia
se puede repetir en Egipto, y con consecuencias más graves. Será una operación
relámpago, nuestros hombres entrarán y se irán tan de prisa que los aliados no se
enterarán de lo que pasa hasta que sea demasiado tarde.
Hizo una pausa
—En cuanto a su equipo, parece ser que El Cairo es muy cosmopolita en estos
momentos. Está plagado de desplazados europeos y de americanos a montones, por
no hablar de tropas de todas las nacionalidades. En una ciudad grande y extensa, con
más de dos millones de habitantes, unas cuantas caras más pasarán desapercibidas.
Podrán circular con toda impunidad. Y, por cierto, Himmler me ha prometido incluso
concederle la cruz de caballero si acepta.
—Se pueden meter la medalla donde les quepa.
—Estaba seguro de que diría eso —dijo Schelienberg riendo—. Pero hay algo más
importante: está de acuerdo en garantizarle pasajes seguros a Suecia para usted y para
su hijo. Y desde allí, a donde quieran ir.
—No sé. Todo me parece demasiado arriesgado.
—Confíe en mí, puede funcionar. Y piense en ello. ¿Enviar a un germano-americano
a matar a Roosevelt? La verdad es que casi parece un acto de justicia ideal. Usted sabe
lo que le puede pasar si vencen los aliados y cae en manos de los amis. —Schelienberg
empleó el término peyorativo con que se designaba en alemán a los norteamericanos—
. O una larga condena en prisión o una larga soga. De este otro modo, tiene una
oportunidad. Una última misión, y se acabó. Y, además, con premio.
—¿Qué?
Schelienberg señaló con un gesto de la cabeza la carpeta que estaba sobre el
escritorio.
—Léase el informe sobre los bombardeos de Hamburgo. Roosevelt dio su total
aprobación a las incursiones, es más, instó públicamente a las tripulaciones de los
aparatos a no tener piedad. Ahora Alemania tiene que igualar el marcador y se le
ofrece la oportunidad de vengarse de lo que le hicieron a su padre y a su hijo. Es una
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cuestión personal, desde luego, pero yo creo que en estos temas lo personal siempre
ayuda.
—¿Quién dice que quiero vengarme?
—Lo veo en sus ojos, Jack. Está escrito en su cara. El país de su madre ha matado a
su padre y ha dejado inválido a su hijo. Y ahora se le ofrece Una oportunidad de
resarcirse.
—¿Y si no acepto?
Schelienberg se encogió de hombros.
—Un perro listo corre siempre con la jauría. Pero si se niega, puedo garantizarle que
Himmler se disgustará y no se lo perdonará. Y piense también en la chica. Estará
mucho más segura en sus memos que en las de Kleist.
—¿Quién estará al mando?
—La primera fase de la operación quedará absolutamente a sus órdenes. Kleist y
usted tienen la misma graduación, es cierto, pero yo haré que él responda ante usted
y obedezca sus órdenes directas, hasta que nuestros paracaidistas aterricen en El Cairo.
En cuanto eso suceda, Skorzeny tomará el mando.
—Los aliados controlan el aire en todo el sur del Mediterráneo. Necesitarán un
piloto muy valiente o muy irresponsable para que intente cruzar hasta Egipto en un
avión desarmado y sin escolta de la Luftwaffe. Porque imagino que es así como
piensan hacerlo.
Schelienberg asintió con la cabeza.
—Seguro que usted conoce a algunos de nuestros mejores aviadores, los que han
trabajado en misiones de la Abwehr. Así que, si eso le consuela, le dejo que elija usted
el suyo.
Hizo una pausa, enarboló una gran sonrisa y finalmente dijo:
—Bueno, ¿se decide? Un último trabajo y, después, la libertad.
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CAPÍTULO 8
El Cairo
15 de noviembre, 08.30 h
Harry Weaver se despertó con un gran dolor en medio de los ojos. La ventana del
dormitorio estaba abierta, entraba la luz del sol y, a través de las cortinas, llegaba un
barullo de voces y el estruendo de las bocinas y el tráfico matutino.
Tenía el cuerpo dolorido, y le latía la cabeza. Saltó de la cama, abrió el grifo de la
ducha y se miró en el espejo. Tenía los ojos cubiertos por el dolor, magullados y rojos,
y la piel y la carne del rostro eran como pliegues de goma. Y entonces recordó por qué.
Había ido a una fiesta de despedida en el hotel Shepheard's, que daban una pareja de
oficiales del Cuartel General Británico a los que habían destinado a casa, y las
celebraciones habían durado hasta las tres de la madrugada.
Se afeitó, después se metió bajo el agua ardiendo y eso le devolvió a la vida; luego
se secó con una toalla y se vistió. Llevaba uniforme de teniente coronel del ejército
norteamericano. Cuando bajó, Alí estaba en la cocina preparando huevos revueltos,
bacon y café en un fogón de leña. El sirviente era un nubio ya mayor, de pelo gris.
—Buenos días, Alí. ¿Se han marchado ya los demás?
—Se han marchado todos, señor. Usted es el último en desayunar. El effendi no tiene
muy buen aspecto esta mañana.
—¿Crees que la ginebra que sirven en el Shepheard's es de verdad? Alguien me dijo
anoche que los taxistas la usan en los coches en vez de gasolina.
—¿Quién sabe? —Alí sonrió—. Pero puede que tenga usted razón.
Weaver se rió y salió al patio. Estaba puesta la mesa y eligió el lado de la sombra,
fuera de la tibia luz del sol. Había pan fresco y zumo de mango helado, y se sirvió un
vaso, lo bebió rápidamente y luego puso mantequilla en el pan. Compartía aquella
vieja villa en Zamalek con otros dos oficiales norteamericanos, un traductor de la
embajada y un teniente de cifra. Zamalek era uno de los mejores distritos de El Cairo,
situado en una ancha isla en medio del Nilo, la villa había pertenecido en otro tiempo
a un rico comerciante italiano. Tenía sus propios jardines, bien provistos de naranjos y
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Weaver tomó el ascensor hacia su despacho del segundo piso y se quitó la guerrera.
En su mesa había una fotografía con marco de plata, aquella que se habían hecho en
Saqqara Rachel, Jack Halder y él. Después de enterarse de la muerte de Rachel había
hecho enmarcar aquella copia, y a veces le gustaba contemplar la foto y recordar con
emoción el mejor verano de su vida. Sobre la mesa había también un montón de
papeles, informes para archivar o para escribir, y apenas había empezado a
desbrozarlos cuando alguien llamó a la puerta.
—Pase.
Entró una teniente. Helen Kane llevaba seis meses como ayudante de Weaver. A
pesar del nombre, era mitad inglesa mitad egipcia, muy morena y ligeramente exótica,
con ojos castaños muy expresivos, pelo oscuro recogido a lo paje con las puntas rizadas
hacia adentro, tal como exigían las reglas, justo por encima del cuello del uniforme,
que llevaba el rayo verde del cuerpo de inteligencia en la manga. Había estado en la
fiesta del Shepheard's y había bailado con él casi toda la noche; era la primera vez
desde que trabajaban juntos que habían tenido algún contacto personal. Harry
recordaba aún la agradable sensación de su cuerpo contra el suyo, el suave aroma de
su perfume, pero estaba algo borracho y ahora se sentía un poco incómodo.
—Buenos días, mi teniente coronel. Si me permite decirlo, lo veo un poco bajo de
forma.
—¿Se me nota?
—Me temo que sí.
—Espero que anoche no hiciera muchas tonterías, Helen.
—No más que la mayoría —y le sonrió, juguetona.
—¿Hay alguna cosa que tenga que saber?
—El teniente coronel Sanson pregunta si puede verlo en su despacho.
La inteligencia militar británica tenía dos secciones principales: la DDMI (O) —por
Operativa— y la DDMI (I) —por Inteligencia—. Alfred Sanson pertenecía a la segunda,
y era el responsable de controlar los fallos de seguridad. Weaver y él no eran
precisamente amigos, pero Harry Weaver sabía que Sanson había sido antes inspector
de la policía local de El Cairo, que dirigían los ingleses, antes de la guerra, y había
ascendido desde soldado raso. Tenía buena reputación y era un oficial duro y
concienzudo, un solitario casado con su trabajo. La noche anterior, en el Shepheard's,
Weaver lo había visto sentado solo a una de las mesas, con una copa delante,
mirándolos a Helen y a él con algo más que un interés pasajero.
—¿Dijo para qué quiere verme?
—No, mi teniente coronel.
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Weaver se levantó, se puso la guerrera. Era difícil aceptar que siguiera dándole el
tratamiento después de haber estado bailando con tanta intimidad la noche anterior.
—Entonces supongo que será mejor que vaya a ver lo que quiere.
El despacho de Sanson estaba al otro lado del pasillo, y era un espacio reducido con
las paredes desconchadas, un archivador herrumbroso, un escritorio de madera
arañado y un par de sillas. Pero estaba escrupulosamente ordenado y limpio. Aquella
mañana, cuando Weaver entró, anunciado por un cabo, había una bandeja con té y
algunas tazas preparadas sobre la mesa.
Sanson se puso de pie, pero no le ofreció la mano.
—Teniente coronel Weaver. Siéntese, por favor. ¿Un té?
El inglés era alto, robusto, con físico de buen boxeador y rostro desfigurado. Un
parche de cuero negro le cubría el ojo izquierdo y en el lado derecho de la mandíbula
tenía una cicatriz. El cirujano había cosido mal la herida, y le había quedado un
pronunciado bulto rosa que producía un efecto bastante inquietante. Weaver se sentó.
—Gracias.
Sanson sirvió una taza y la empujó sobre la mesa.
—Tengo entendido que está usted disfrutando con su destino en El Cairo, ¿cierto?
—Sin duda. —Weaver ignoró el té, sabía que Sanson no era hombre de perder el
tiempo en parloteos sociales—. ¿Para qué quería verme?
Sanson encendió un cigarrillo, abrió el cajón de su escritorio y sacó una carpeta.
—Anoche, la policía de El Cairo sacó del Nilo el cadáver de un hombre, cerca de los
muelles viejos. La parte superior del torso de un hombre, para ser exactos. Lo
descubrió la tripulación de uno de los transbordadores locales. Los restos llevaban
varios días en el agua.
Weaver sabía que era frecuente encontrar cuerpos en las riberas del Nilo, y era
sabido que al río iban a parar suicidas y víctimas de homicidios.
—¿Y?
—A pesar de que el cadáver estuviera tan mutilado, la policía consiguió identificar
al hombre. Era un delincuente al que conocían bien, y yo personalmente, también. Se
llamaba Mustafá Evir.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Evir fue asesinado. Le cortaron el cuello. Cuando registraban su casa, uno de los
policías encontró esto escondido entre sus pertenencias.
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—Quizá algo de valor. Algo por lo que valiera la pena matarlo. Otro par de cosas
que le conviene saber. Evir trabajaba por encargo. Dadas sus habilidades, solían
contratarlo otros delincuentes para realizar algún robo concreto que habían planeado.
También sospechamos que hace un par de años tuvo que ver con el hurto de unos
papeles secretos de la cartera de uno de nuestros oficiales, y que lo hizo, sin duda, por
encargo de un agente o simpatizante alemán. Pero el robo no se descubrió hasta
veinticuatro horas después y para entonces era demasiado tarde. Evir no confesó el
delito cuando lo cogimos y lo interrogamos y, como no teníamos ninguna prueba de
peso, tuvimos que soltarlo.
—No he oído de ningún robo en casa del embajador.
—Siempre cabe la posibilidad de que no se hayan dado cuenta.
—Lo dudo. La residencia está muy bien guardada.
Sanson puso una sonrisa afilada, como divertido por la ingenuidad de Weaver.
—De policía aprendí una cosa, Weaver: que en El Cairo no hay protección a prueba
de grietas. He conocido ladrones capaces de robar a ciegas en un sitio sin que nadie
viera ni oyera nada. Aparte de que a Evir lo llamaban el Zorro por algo. La mayoría de
sus delitos quedaba sin descubrir hasta que ya estaba muy lejos.
—¿La policía tiene algún sospechoso del crimen?
—Por ahora no —dijo Sanson, al tiempo que negaba con la cabeza—. Arkhan ha
interrogado a casi todos los conocidos de Evir en el hampa y prácticamente tiene la
seguridad de que ninguno de ellos está relacionado con su muerte.
—¿Y cómo quedó mutilado?
—La hélice de un barco le cortó las piernas y las nalgas. —Sanson apagó el
cigarrillo—. La viuda declara que no sabe por qué mataron a su marido, ni quién pudo
hacerlo. Y dice que no sabe nada del dibujo. Pero ella también viene de una familia de
ladrones y mentirosos y a esa gente no se le puede creer nada. No obstante, tal vez
podamos echarle una mano a Arkhan en la investigación.
—¿Cómo?
—Como la mayoría de los campesinos egipcios, la mujer de Evir tiene un miedo
cerval a la autoridad. Arkhan piensa que si ve un par de uniformes militares por allí,
igual se le suelta la lengua.
—¿Y usted cree que eso puede servir realmente para algo?
Sanson se encogió de hombros.
—En estos momentos, Arkhan no sabe qué hacer con el caso, y agradecerá cualquier
ayuda. Además, si la esposa de Evir sabe del asunto más de lo que dice, o si ha habido
un fallo de seguridad, la cosa nos afecta.
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—Creo que lo mejor será que le explique por qué estamos aquí —le dijo a Sanson, y
señaló con la cabeza a la mujer—. ¿Quiere preguntarle si sabe por qué tenía aquel
dibujo su marido?
Sanson habló con la mujer, que continuaba gimiendo. Al cabo de unos instantes,
balbució algo entre lágrimas. Hablaba muy de prisa, en un dialecto de barriada, y a
Weaver le fue prácticamente imposible entender palabra. Sanson pareció quedar
frustrado.
—Dice que no sabe por qué el marido tenía una cosa así. Que está sorprendida. No
sólo por el dibujo, sino también porque un effendi tan importante visite su casa.
—Dígale que esa información podría ser fundamental. Y que cualquier ayuda que
nos preste le será recompensada.
Mientras Sanson traducía, el muchacho tiró de la chaqueta de Weaver, que se metió
la mano en el bolsillo y le ofreció al niño una barrita de chicle. El chico sonrió de placer,
quitó la envoltura de papel de plata y se metió el chicle en la boca. Cuando la mujer
hubo respondido, Sanson dijo:
—Dice que su marido no hablaba nunca de sus asuntos particulares. Y que no sabe
adónde podría haber ido la noche que lo mataron. Pero que la noche antes de su
muerte le había dicho que iba a ver a alguien. Se marchó de la casa sobre las nueve y
volvió antes de medianoche. Y quiere saber si ese dato sirve de algo.
—¿A quién iba a ver?
—Asegura que no lo sabe. Su marido nunca le decía adónde iba ni a quién veía.
—¿Está segura?
Sanson asintió.
—Estoy convencido de que nos dice la verdad, Weaver.
La mujer farfulló algo más, y Sanson le contestó en árabe:
—No hable.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Weaver.
—Quiere que le diga que tiene la alacena vacía y seis bocas que alimentar, y que Alá
sonreirá al effendi si el effendi da alguna ayuda a una pobre viuda. Pero no le haga usted
caso.
Weaver contempló al bebé en los brazos de la mujer, la lamentable penuria que los
rodeaba, y sacó la cartera. Las experiencias de la guerra le habían encallecido el
corazón ante casi todo, le habían endurecido a todo él de muchas formas, pero no
podía soportar la idea de aquella mujer y sus hijos pequeños pasando hambre. Sanson
le dijo:
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—No tiene por qué, Weaver. Esta gente siempre sale adelante. Además, no nos ha
dicho nada realmente útil.
—No importa, quiero hacerlo.
Weaver extrajo una generosa ración de billetes grandes y los dejó sobre la mesa. La
mujer apretó al bebé contra el pecho y se inclinó atrás y adelante mientras daba las
gracias entre sollozos. Cuando se estaba guardando la cartera, Weaver notó que el
chico le tiraba otra vez de la guerrera.
—Tranquilo, hijo.
El chico farfulló algo, y Weaver miró a Sanson.
—¿Qué demonios dice?
—Dice que le parece que sabe adónde fue su padre aquella noche.
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CAPÍTULO 9
Weaver iba mirando por el parabrisas mientras el Humber oficial de Sanson se abría
paso por el bazar de Jan-el-Jalili. Las calles eran como un manicomio, con ambos lados
cubiertos de oscuras covachas de buhoneros, puestos cargados hasta los topes y
carritos de comida.
Camareros con cara de prisa corrían en todas direcciones con bandejas de plata
cargadas de té o café que llevaban en equilibrio por encima de sus cabezas. Niños
cargados con enormes balas de algodón iban circulando, furtivos, con la espalda
doblada ya como la de un anciano. El tráfico de peatones, asnos y carretas era un caos.
Un mendigo sin piernas, con trozos de neumático adaptados a los muñones, se
impulsaba entre la gente con una fuerza estremecedora. Sanson hizo sonar el claxon al
pasar con el coche entre el gentío.
—Dice que desde que su padre salió de la cárcel quería conocerlo mejor, pero él ni
siquiera se molestaba en hablarle. Así que lo siguió varias veces, y dos veces fue a una
casa en Gamaliya, no lejos de la mezquita de El Hakim.
El chico se llamaba Jamal, y había pedido ir en el asiento delantero. Iba entre ellos
dos, y desde que salieron de la casa, Sanson no había dejado de hacerle preguntas.
Weaver conocía el barrio de El Gamaliya. Sus calles estrechas incluían Jan-el-Jalili, una
zona salpicada de corralas, albergues baratos y salas de danza del vientre que también
hacían las veces de burdel.
—En una ocasión —continuó Sanson—, esperó a que su padre hubiera entrado en
la casa, y lo siguió. Vio que subía un tramo de escalera y llamaba a una puerta del
primer piso. Salió un hombre al pasillo y, después, los dos entraron en el piso.
—¿Y cómo sabe que su padre estuvo allí la noche antes de que lo mataran?
—No lo sabe. Pero aquella noche le había seguido hacia la mezquita de El Hakim.
El padre lo vio y le dijo que se fuera a casa. El chico cree que quizá iba al mismo sitio.
—¿Pudo ver cómo era el hombre?
—Alto, y llevaba barba.
Weaver alargó al muchacho otra barrita de chicle. El chico hizo un gesto de
agradecimiento y se lo metió en el bolsillo. Finalmente, Sanson giró por una estrecha
calle adoquinada que salía a una placita de tierra, rodeada de casas de vecindario de
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cuatro plantas y aspecto deprimente entre adoquines sueltos. En una zona que parecía
totalmente inadecuada para un extranjero. La mayoría de los edificios estaban
terriblemente descuidados de los balcones colgaban coladas harapientas, y unos pocos
hombres de aspecto equívoco sesteaban en los huecos de las puertas y las esquinas de
la calle. Cuando vieron que el coche oficial reducía la marcha, el efecto fue inmediato.
Desaparecieron.
El muchacho señaló una casa situada al otro lado de la plaza que tenía abierta la
puerta que conducía a una oscuridad profunda.
—Es ahí —dijo Sanson.
Detuvo el coche y tiró del freno de mano. Weaver le dijo al chico que esperase en el
coche.
—Bien, echemos un vistazo.
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—No lo ha visto mucho estos últimos días. —Sanson alzó la vista hacia el rellano de
arriba—. Veamos si está.
Weaver fue tras él subiendo los peldaños que crujían. Cuando llegaron al primer
rellano vio una puerta sólida con tres gruesos cerrojos.
—Es precavido, hay que reconocerlo —dijo Sanson, y llamó.
No hubo respuesta. Dio golpes más fuertes a la puerta. Como seguía sin responder
nadie, probó de nuevo. Por fin, le dijo a Weaver, un tanto frustrado:
—Espere aquí.
—¿Adónde va?
—No tardaré mucho —se limitó a decir Sanson.
Bajó la escalera y cuando volvió unos minutos después traía una palanqueta de
hierro del coche. En El Cairo, un uniforme militar solía otorgar casi siempre a quien lo
llevaba autoridad suficiente para hacer lo que quería, pero Weaver se alarmó.
—¿No irá usted a entrar sin tener una orden?
—Ese hombre podría ser un sospechoso de asesinato y puede que ya haya huido.
La mujer ha dicho que hacía días que no lo veía. Además, he mirado la parte de atrás
del edificio; no hay manera de llegar a las ventanas sin una escalera, y en este barrio
puede estar usted seguro de que estarán bien cerradas. Créame, Weaver, éste es el
sistema más rápido.
—Pero puede que sea totalmente inocente.
—También puede ser culpable y que esté intentando esconderse. Si es inocente,
pediré disculpas y haré que arreglen los cerrojos.
Sin más palabras, Sanson introdujo la palanqueta entre la puerta y la jamba, empujó
con fuerza y la madera se quebró. Entonces sacó la pistola, dio una patada a la puerta
y penetraron en el piso.
Estaba sucio. También estaba vacío. La luz del sol entraba a través de unos visillos
de gasa muy sobados. Junto a la ventana había una vieja otomana, tapizada de
terciopelo rojo, una mesita de café, varios almohadones desperdigados por el suelo
desnudo, y una estufa de hierro en una de las paredes. Había tres puertas, una de ellas,
abierta, dejaba ver una cocina diminuta. Weaver vio un fogón de gas, una pila de lavar
y unas alacenas.
La sala estaba casi vacía, y mientras Sanson fue a mirar las otras habitaciones,
Weaver se metió en la cocina. En los estantes había algunas latas de comida, tarros con
azúcar, café y algunas especias, pero las alacenas estaban vacías. En el fregadero vio
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una mancha oscura marrón o negra. Se mojó el dedo en la lengua, lo puso sobre la
mancha, lo frotó y se lo llevó a la boca.
Café.
—¡Aquí dentro! —gritó Sanson.
Weaver entró en un dormitorio. Igual que el otro cuarto, estaba casi vacío, y sólo
había lo imprescindible. En el suelo había un colchón cubierto con mantas grises,
sucias. No había cuadros en las paredes, ni efectos personales, excepto unas cajas de
madera vacías en el suelo y una maleta de cartón desvencijada debajo de la cama, con
un par de chilabas dentro.
—¡Weaver!
Weaver tardó un momento en ver al inglés, pero por fin vio un armario empotrado
a la derecha, con una única bombilla roja colgada y Sanson de pie en el interior. Se
metió con él en el reducido espacio.
—¿Qué tenemos aquí?
Era una cámara de fotos en miniatura sobre una placa de madera, unos frascos de
productos químicos y varios rollos de película. Había un hilo de bramante tendido de
pared a pared con pinzas para la ropa preparadas para colgar negativos a secar. Sanson
dijo:
—Parece ser que a nuestro amigo le interesa mucho la fotografía. —Cogió la cámara
y la examinó—. Una Leica alemana. ¿Encontró algo en el otro cuarto?
—Nada.
—Haré que registren concienzudamente el piso, y habrá que poner un hombre de
guardia permanente en la puerta hasta que la arreglen y podamos precintarla. Después
vigilaremos el lugar para ver si aparece alguien. Hay un teléfono en la estación de tren.
¿Puedo pedirle que espere usted aquí mientras llamo al cuartel general?
—¿Y si mientras tanto aparece el árabe?
Sanson se quitó el revólver y se lo ofreció a Weaver.
—Tome esto, por si acaso. Tardaré lo menos posible. Diez minutos, quizá menos.
Weaver abrió la ventana. No soplaba brisa alguna. Miró hacia abajo, al callejón
trasero. Detrás del edificio había un minúsculo patio enladrillado, cubierto de basura
maloliente. La puerta de entrada tenía los postigos podridos. Se sentó en la otomana,
dejó el revólver sobre la mesa de café y observó la habitación. Cumplía su función,
nada más. No había fotos, cosas personales, detalles que mostrasen el tipo de persona
con quien se las tenían que ver. Pero incluso las habitaciones desnudas con un colchón,
alguna ropa y tres cerrojos en la puerta de entrada dicen algo. Probablemente era un
hombre cauto, huidizo, de pocas necesidades y que vivía solo.
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También era espía, de eso no le cabía duda. Y sin piedad, admitiendo que hubiera
matado a Evir. Weaver estaba intrigado. ¿Por qué habían matado a Evir? ¿Y qué
planeaba el árabe en El Cairo? Los alemanes habían reclutado agentes y simpatizantes
en los clubes, bares y burdeles de la ciudad, pero desde la derrota de Rommel lo cierto
es que tenían poca utilidad.
Algo más le llamó la atención. Si aquel hombre era un espía, probablemente tendría
una radio. Sabía que tenía que dejar el registro propiamente dicho a Sanson y su gente,
pero la curiosidad le pudo. Se puso de pie y fue a la cocina. Fue golpeando con los
nudillos el interior de las alacenas, comprobó suelo y paredes, pero no había tabiques
falsos. Hizo lo mismo en el dormitorio y en el cuarto oscuro.
Nada.
Volvió a la sala de delante, hizo lo mismo, pero tampoco hubo suerte. La estufa era
lo único que quedaba. Estaba apagada. Se puso de rodillas y tiró de los ladrillos de la
base. Uno de ellos salió fácilmente, luego otro. A los cuatro ladrillos, quedó al
descubierto un escondrijo. Metió la mano, palpó algo y lo elevó hasta el suelo. Era una
maleta de cuero pequeña con una asa fuerte y un par de correas. Soltó las correas. En
el interior había un equipo de radio alemán de onda corta, unos auriculares, y una
clave de alfabeto morse. Supuso que la batería estaría aún en el escondrijo u oculta en
algún otro lugar. Sonrió y lanzó un silbido.
—¿Sabes, Harry? Creo que estás de suerte —se dijo a sí mismo.
De repente oyó un leve crujido a su espalda y se giró. Un árabe alto, con barba,
estaba en el hueco de la puerta con una pistola Walther en la mano. Llevaba chilaba y
en la cara tenía una expresión lívida que sugería que estaba furioso al ver violado su
territorio. Weaver se levantó de inmediato.
—¿Quién demonios...?
—Apártese de la radio —le ordenó el árabe en inglés—. Y muévase muy despacio.
Weaver dio un paso atrás. El revólver de Sanson seguía sobre la mesita. El árabe vio
cómo los ojos de Weaver se dirigían hacia allí.
—No lo haga, si no quiere llevarse un tiro. Vacíe sus bolsillos sobre la mesa.
Weaver hizo lo que le decía. El árabe cogió la tarjeta de identidad de Weaver y la
examinó sin expresión alguna.
—Norteamericano. ¿Qué está haciendo aquí?
—Vine buscando a un amigo y vi la puerta abierta.
—No me mienta o morirá. Responda a la pregunta, ¿qué está haciendo aquí?
—Creo que es evidente —dijo Weaver mirando a la radio.
—Ponga la radio aquí.
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CAPÍTULO 10
Berlín, 15 de noviembre
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—Lo siento muchísimo. Era una buena persona. —Los doctores tampoco son
inmunes a las bombas, me temo. ¿Ha dicho Halder? ¿Qué quiere usted exactamente?
—La enfermera jefe dijo ayer que el doctor Weiss quería verme. Pero no estaba de
servicio y en su casa no me contestaban, así que pensé pasarme por aquí, por si se
trataba de algo importante sobre mi hijo.
El doctor suspiró, se acercó a un archivador y rebuscó hasta que encontró el informe
médico que buscaba.
—Pauli Halder, casi tres años de edad, trasladado de Hamburgo.
—Sí, ése es.
El médico leyó el informe y meneó la cabeza.
—No está demasiado bien, ¿verdad? Mejora, desde luego, con los injertos de piel,
pero tenía casi todo el cuerpo con quemaduras de tercer grado del fósforo de las
bombas, y todavía está en bastante mal estado. Este tipo de heridas puede tardar
mucho tiempo en curar, y lo que realmente necesita es salir de este entorno. Los aliados
han bombardeado cerca del hospital recientemente y las explosiones parece que le
inquietan mucho. No es muy sorprendente, después del horror que pasó en
Hamburgo. —El doctor volvió a suspirar—. Aquí hay una nota sobre la morfina para
aliviarle el dolor. Me imagino que esto es lo que el doctor Weiss quería comentarle.
—¿Qué quiere usted decir?
—Apenas tenemos medicinas suficientes en este momento para los casos de
emergencia. Tendremos que reducirle la dosis.
—He venido aquí todos los días desde que ingresaron a mi hijo —dijo Halder,
enfadado—. He visto la agonía que sufre. ¡Si hacen ustedes eso, sufrirá todavía más!
—Hay muchos heridos civiles que sufren, Halder, por no hablar de los soldados.
Los bombardeos están destruyendo nuestras fábricas, y las medicinas y el material
médico constituyen un buen problema. Los soldados tienen prioridad para utilizar lo
que haya disponible, y nos han reducido los cupos. Y con estos últimos ataques,
estamos casi al límite. Yo no puedo hacer nada, lo siento.
Sonó el teléfono y el doctor contestó:
—Sí, ¡demonios! Ahora mismo voy. —Colgó el teléfono dando un golpe—. Mire, lo
siento, pero tengo que ir al quirófano.
Halder salió del despacho, enfurecido, y subió al segundo piso. Estaba atestado de
pacientes nuevos. Encontró la cama cerrada con cortinas en una esquina. Una
enfermera con cara de agobio salió con una bandeja de vendas y gasas usadas.
—Oh, es usted otra vez, señor Halder. Acabo de curar las heridas de Pauli. Ahora
está descansando, pero puede usted entrar.
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Halder pasó detrás de la cortina. El niño estaba vendado de la cabeza a los pies, la
piel se había quemado tan profundamente en algunos puntos que habían hecho falta
numerosos injertos de piel, especialmente en las piernas, que se le habían quemado
horriblemente. Sólo tenía visible la cara, con parte de los tejidos inflamados y rosados
y marcados por cicatrices, los ojos cerrados, las pestañas desaparecidas. Tenía perlas
de sudor en la frente e, incluso dormido, tenía expresión de dolor.
—Pauli, ¿me oyes?
El niño musitó algo, pero estaba demasiado sedado para que se le entendiese. Había
una sola silla, un cuenco de agua y un paño en la mesita junto a la cama. Halder estuvo
allí sentado un buen rato, limpiando suavemente la frente de su hijo con el paño
húmedo, contemplando su rostro torturado. Cuando alargó la mano y tocó las del
niño, vendadas, el pequeño gimió entre sueños. Halder se sentía tremendamente
impotente al ver a su hijo sufriendo dolores tan terribles y no poder hacer nada para
aliviarlo. Sintió cómo le invadía una oleada de angustia y estuvo a punto de llorar. Una
enfermera joven metió la cabeza entre las cortinas.
—¿Es usted el comandante Halder?
—Sí —dijo, y se enjugó los ojos.
—Hay un caballero que desea verlo. Lo espera abajo, en la sala de visitas.
Cuando bajó, Wilhelm Canaris estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba ropa
civil, un traje oscuro viejo, abrigo y sombrero. Se levantó y le tendió la mano.
—Jack, me alegro de verte.
Halder no quiso estrecharle la mano y Canaris dijo:
—Ya me imagino que no te alegras demasiado de verme. Tengo entendido que has
visto a Schelienberg.
—¿Y qué?
Canaris señaló con la cabeza la vaguedad del hospital.
—¿No te importa salir fuera? Tendríamos que hablar en privado.
El almirante lo condujo por un camino entre árboles y cuando se habían alejado
algunos pasos le dijo:
—¿Cómo está tu hijo?
—¿Qué demonios le importa?
—Lo pregunto sinceramente, Jack, no te ofendas.
—Pues no está demasiado bien.
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CAPÍTULO 11
Berlín
El campo de concentración de Ravensbruck, uno de los primeros exclusivamente
para mujeres, había sido construido en, 1935 por orden de Heinrich Himmler.
Levantado en una marisma desecada, albergaba una mezcolanza de prisioneras
políticas, gitanas y judías, prostitutas, prisioneras de guerra, agentes aliadas
descubiertas y résistantes.
Aquella tarde estaba oscuro y llovía, cuando el Mercedes dejó la autopista de
Potsdam y giró hacia el norte. Halder iba en el asiento trasero, con trinchera de cuero
negro y sombrero de ala. Las negras nubes de la tarde se iluminaban con los destellos
del fuego antiaéreo, y parte de los suburbios del norte de Berlín estaban salpicados de
llamas.
—Una noche asquerosa —le dijo al conductor.
El sargento miró alrededor. Su pasajero tenía toda la pinta de ser de la Gestapo, con
el sombrero y el abrigo de cuero.
—Y parece que se va a poner peor antes de que mejore. Los aliados han estado
bombardeando durante las tres últimas noches. Vivimos tiempos peligrosos.
Halder bajó la ventanilla cuando el Mercedes salió de la carretera principal. Un
cartel decía Ravensbruck, y debajo había otro que rezaba: Entritt Verboten. Prohibida
la entrada.
Al final del camino había una serie de gruesas rejas de madera, con unas altas
alambradas de espino a cada lado, y detrás, el puesto de mando de la guardia. Al
cruzarlo, Halder sintió un escalofrío. Por alguna razón inexplicable el corazón le latía
muy de prisa. Salió una pareja de guardias de las SS con capas impermeables. Uno de
ellos sujetaba de la correa un perro alsaciano. El Mercedes se detuvo, el sargento
enseñó sus papeles y pudieron pasar.
En una caseta de madera habían habilitado una sala con una mesa y un par de sillas.
Halder estaba solo y la espera le resultaba interminable. Tamborileaba ansiosamente
con los dedos sobre la mesa. Tenía una sensación rara en la boca del estómago, miedo
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—Es una historia muy larga que no tiene que ver contigo. De momento, todo lo que
tengo que hacer es decidir.
—¿Y qué pasará si acepto?
—Saldrás de aquí y te trasladarán a un cuartel de Berlín, donde te encontrarás con
el resto del grupo y te explicarán lo que se espera que hagas exactamente. Poco después
de eso, nos llevarán en avión a Egipto. Te mentiría si te dijera que no hay ningún
peligro. Si te capturan en territorio aliado corres el riesgo de que te fusilen por espía
enemiga. Pero si todo sale según lo planeado, los riesgos serán mínimos. Cuando
terminemos nuestra misión, nos volverán a traer en avión a Alemania. Y después, a ti
y a tu padre os dejarán libres y os subirán a bordo de un barco rumbo a Suecia en
veinticuatro horas.
—¿Y si no acepto?
Halder se puso en pie muy lentamente y se acercó a la ventana. La lluvia caía como
una cortina. Dudó antes de volver la mirada.
—Si no aceptas, me han dicho que os fusilarán a los dos al amanecer.
Rachel le devolvió una mirada sin expresión, la de una mujer que hacía mucho
tiempo que había agotado sus reservas emocionales. Halder movió la cabeza, haciendo
evidente su disgusto.
—Lo siento, Rachel, pero yo no tengo nada que ver con todo esto. Sólo soy un
mensajero y, además, contra mi voluntad. Pero si quieres mi opinión, unos días en
Egipto y una oportunidad de ser libre suena mucho mejor que un pelotón de
fusilamiento. Ya sé que te preguntarás si puedes creer en las promesas que te hacen,
pero tendrás que confiar en mí y creerme si te digo que yo también tengo que
creérmelas.
—Todo esto va realmente en serio, ¿verdad?
—Completamente. Seguro que te has preguntado por qué te daban raciones
mayores y por qué el médico se interesó de repente por tu salud. Ahora ya lo sabes.
Pero como ya te he dicho, yo no soy más que el mensajero. Tu destino y el de tu padre
no están en mis manos. Nada de lo que yo pueda decir o hacer cambiará las cosas. —
Volvió a la mesa y se sentó. Notó un nudo en la garganta—. Pero hay algo que hace
mucho tiempo que quería decirte, por si te sirve de consuelo. Y decidas lo que decidas,
quiero que lo sepas.
—¿Qué?
—Algo que nunca te dije porque sabía que Harry sentía lo mismo. Y como siempre
fuimos íntimos amigos, no quería arruinar nuestra amistad. Pero me enamoré
inmediatamente de ti desde la primera vez que te vi en Saqqara. Coup de foudre, como
dicen los franceses. Un flechazo. El amor más potente de todos.
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Halder se inflamó.
—No vea nada, limítese a hacerlo.
—Tranquilo, Jack —respondió Schelienberg—. Prometo que estará bien cuidado y
garantizo que cumpliré la promesa. ¿Qué ha pensado?
—Digamos simplemente que no estoy del todo de acuerdo con sus tácticas. ¿Sabe
una cosa? Tengo un mal presentimiento con respecto a todo esto. Muy malo, sin duda.
—Tonterías. Saldrá bien, tiene que salir bien.
—Otra cosa. Si Rachel Stern sale viva de esto, será mejor que cumpla usted su
promesa. De lo contrario, le pegaré a usted un tiro, Walter. Le juro por mi vida que lo
haré. Aunque eso signifique acabar ante el pelotón de fusilamiento.
—Ásperas palabras, sin duda, y no estoy muy seguro de que me guste su tono —
respondió Schelienberg con firmeza—. Pero las promesas se cumplirán, de eso puede
estar seguro.
Halder dejó la gabardina mojada sobre una silla.
—¿Y ahora qué hay que hacer?
—Se encontrará con sus compañeros de viaje mañana por la mañana. A las siete en
el cuartel de las SS de Lichterfeld. A la chica la llevarán allí esta noche. Enviaré un
coche a recogerle a usted a las seis y media.
—¿Y después qué?
—El tiempo corre en contra nuestra, así que hay que moverse de prisa. Haremos
una exposición rigurosa del plan, empezando mañana temprano, para usted, Kleist y
Doring. Les explicaremos el plan con todo detalle y repasarán ustedes la historia que
han de aprenderse, que no deberían tardar más de tres días en dominar, y después
tendrán todo el día siguiente para conocerse bien entre ustedes. Después de eso, y
asumiendo que ni nuestros submarinos ni la Luftwaffe han conseguido el milagro de
hacer el trabajo sucio por nosotros, y con la aprobación definitiva de Himmler, un
avión los llevará a Roma y de allí a Egipto, probablemente la misma noche. Entonces
ya estará en camino un mensaje detallado para nuestro agente principal en El Cairo,
informándole de nuestras intenciones y dándole instrucciones para que consiga todo
el material necesario y para que esté preparado para cuando lleguen.
—Todo eso me suena demasiado precipitado.
—Aparte de las obvias limitaciones de tiempo que tenemos, los informes
meteorológicos a largo plazo para la región mediterránea son francamente malos. De
manera que quiero que estén ya en camino por si no pudiéramos dar el salto más
adelante. Simplemente, no podemos correr el riesgo de tener que ordenar demoras ni
cancelaciones.
—Entonces, necesito ver a mi hijo por última vez antes de partir.
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CAPÍTULO 12
El Cairo
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Sanson estaba en una de las salas de espera cuando entraron Weaver y Helen Kane.
Las ventanas estaban abiertas; un ventilador daba vueltas en el techo. Cuando vio el
cuello vendado de Weaver y la sangre seca esparcida por su camisa y su guerrera, lo
miró con simpatía matizada.
—Eso tiene bastante mal aspecto. ¿Puede hablar?
—Sí.
—Si no le importa esperar fuera en el coche, Helen... —dijo Sanson cortésmente.
—Sí, mi teniente coronel.
Una vez hubo salido Helen Kane, Sanson encendió un cigarrillo y la miró alejarse
por los jardines.
—Parece que se interesa muchísimo por su bienestar, Weaver. ¿Hay algo entre
ustedes dos?
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nunca más. También he comunicado los detalles del incidente a todas las comisarías
de policía de El Cairo y estamos interrogando a los demás inquilinos y tratando de
encontrar al propietario, por si él puede decirnos algo sobre la identidad de ese
individuo.
—¿Han registrado el piso?
—De arriba abajo. No hemos encontrado nada, salvo una batería de radio escondida
debajo de la estufa. Pero eso no le impedirá transmitir. Probablemente le sirva igual de
bien una batería de coche. Trataré de averiguar si ha habido alguna transmisión de
radio no identificada últimamente en El Cairo, y pediré a Señales que a partir de ahora
vigilen las ondas de cerca. Por cierto, la cámara que encontramos es del tipo que se
utiliza para fotografiar documentos, y funciona con un rollo de película en miniatura.
Con eso y la radio, podemos apostar a que ese cabrón anda metido en asuntos serios.
¿Tiene usted alguna experiencia en cuestión de espías enemigos, Weaver?
La seguridad interna en Egipto era responsabilidad de los británicos, mientras que
los norteamericanos quedaban relegados a un segundo plano.
—Creo que no.
—Se podría decir que lo de atraparlos es una cruzada personal mía. —Sanson se
señaló la cara, el parche del ojo y la cicatriz de la mandíbula, y puso una punta de
amargura en la voz—. Supongo que se ha preguntado de qué es esto. Fue un regalo de
un pájaro llamado Raoul Hosiny, que trabajaba para los alemanes. Hace dieciocho
meses le seguí la pista hasta un piso de Alejandría donde estaba transmitiendo por
radio a una de las bases de Rommel. El tal Raoul también era muy bueno con la navaja,
tan bueno que me dejó un ojo ciego y desfigurado para siempre.
—¿Se escapó?
—No por mucho tiempo. Volví a encontrarlo al muy cabrón, y le pegué un tiro. —
Sanson dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota—. Los espías italianos
siempre fueron fáciles de coger, bastaba localizar a las mujeres más guapas de la
ciudad y mirar debajo de sus camas. Y como son gente sensible, estos italianos casi
siempre se rinden sin pelear. Pero los alemanes son completamente distintos. Tienen
los agentes más profesionales y con menos escrúpulos que se pueda usted encontrar.
Nada sorprendente si tenemos en cuenta que muchos de ellos están entrenados por la
Gestapo y el SD.
—¿Y qué hay de nuestro árabe?
—Oh, es un espía, de eso no hay duda. La cuestión es en qué anda metido. Y qué
encargo le hizo a Evir, que acabó pagándolo con su vida.
—¿Cree usted realmente que podría haber burlado la seguridad de la residencia?
Sanson se puso de pie; era mucho más alto que Weaver.
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—Será mejor comprobarlo, ¿no? —Su tono seguía siendo gélido—. Pero si quiere mi
opinión, se la daré. Fui policía durante diez años, y mi olfato me está avisando de algo.
Los dos sabemos que nuestro primer ministro y su presidente tienen que venir la
próxima semana para celebrar una reunión de alto secreto. Los informes de nuestra
inteligencia apuntan a que los alemanes tratan desesperadamente de conseguir
detalles. El porqué resulta bastante obvio. Y yo diría que ésa es razón suficiente para
que nosotros dos nos sintamos preocupados, ¿no es cierto?
El Sporting and Racing Club de Gezira, en la isla del mismo nombre, era el más
prestigioso de El Cairo, un pequeño oasis de lujo en medio del Nilo, con seis hectáreas
de magníficos jardines, pistas de tenis, tres campos de polo, piscinas, restaurantes y
diversos bares. Sus socios eran más que nada diplomáticos, europeos ricos y oficiales
aliados, y la lista de espera de nuevos socios era tan larga como la pista de carreras del
club.
El bar de socios estaba aún lleno de civiles y militares libres de servicio cuando llegó
Weaver, justo después del almuerzo. Pidió un whisky escocés con soda, le dio un sorbo
pero le resultó difícil tragar. Se había duchado y puesto ropa de paisano, un traje ligero
de hilo y una camisa sin corbata. Le resultaba imposible llevar camisa y corbata de
uniforme por culpa del vendaje y ahora que la anestesia empezaba a desaparecer, el
cuello le dolía bastante.
Vio al general George Clayton entrar en el bar con el uniforme tan meticulosamente
planchado como siempre y las estrellas de metal bruñido brillando en las hombreras.
Clayton era el agregado militar norteamericano, un general de inteligencia directo y
con reputación de duro.
—Hola, Harry. Tienes cara de haber tenido una mañana infernal.
—Creo que se podría decir así, mi general.
Detrás de Clayton venía el embajador norteamericano, en traje de tenis, sudoroso y
con una raqueta y una toalla en la mano. Alexander Kirk era un hombre alto, muy
guapo, de movimientos elegantes, y sus ojos azules y amigables ocultaban un temple
de acero.
—Perdone que haya interrumpido su partido, señor embajador.
—Teniente coronel Weaver. Me alegro de volver a verlo.
Weaver les estrechó la mano y Clayton señaló con la cabeza las mesas vacías de la
terraza.
—¿Por qué no damos un paseo? —dijo—. Vayamos a algún sitio donde podamos
hablar en privado.
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SEGUNDA PARTE
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CAPÍTULO 13
El Cairo, 16 de noviembre
El agente conocido como Harvey Deacon, del que habían hablado Schelienberg y
Canaris en su conversación en la Prinz-Albrecht-Strasse, era un ciudadano británico
nacionalizado que había vivido en Egipto durante más de treinta años. Se dedicaba a
los negocios y era propietario de una gran barcaza en el Nilo, en la que tenía montado
un casino y una sala de fiestas muy conocida, llamada Sultán Club.
Aunque no era ni mucho menos el club nocturno de mejor reputación en El Cairo
—el interior del vapor fluvial reconvertido estaba decorado como una versión en
pequeño y en barato del Folies-Bergère, con luces bajas y mobiliario recargado—, sin
duda era uno de los más populares. No sólo por su bar bien surtido y la excelente
orquesta, sino porque algunas de las chicas que actuaban en el espectáculo erótico de
la pista solían estar bien dispuestas a una cierta actividad de alcoba si el precio era
adecuado, práctica que Harvey Deacon favorecía, al considerar que ayudaba a que el
negocio no acabase.
Aquella tarde estaba en su despacho del club, arreglando algunos papeles. Era una
figura imponente, de pelo gris rizado y un físico impresionante. Vestía un batín de
seda con un fular anudado al cuello; la nariz ganchuda le añadía cierta grandeza
rancia. Se oyó un golpecito en la puerta y dejó la pluma.
—Pase.
Se abrió la puerta y apareció su criado nubio.
—Un caballero quiere verlo, effendi. No ha dicho su nombre.
—No te preocupes, ya sé de quién se trata. Que pase. Y asegúrate de que no nos
molesten.
Un instante después entraba Hassán vestido con chilaba. Deacon tenía una
expresión consternada en el rostro y extrajo un cigarro de un humidificador de sándalo
que había en su mesa.
—¿Y bien? Estoy esperando.
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El árabe se dejó caer en una de las sillas de bambú que había frente a él. Tenía el
labio y la mandíbula muy hinchados y magullados a pesar de la barba, el ojo derecho
morado y había perdido un par de dientes de abajo. Al hablar, hacía muecas de dolor.
—El chico era el hijo de Evir. Ya sabía yo que lo había visto en algún sitio antes.
Merodeaba por la estación del tren la noche que estuve con su padre. Le dijo al niño
que se fuese a casa, pero seguramente nos siguió hasta el piso.
Deacon se enfadó, y dejó su cigarro sin encender.
—¡Lo peor que nos podía pasar! Tendrías que haber tenido más cuidado.
Hassán se echó hacia atrás en la silla, malhumorado, y sostuvo la mirada de Deacon
como desafiándolo.
—Todos los granujas de la calle son iguales. Y recuerde que fue usted quien me dijo
que llevase a Evir al piso para enseñarle a manejar la cámara. Si yo no hubiera vuelto
cuando volví y no hubiera visto el coche oficial fuera, los militares estarían vigilando
el edificio y esperándonos.
En eso, el árabe tenía razón, y Deacon lo sabía, y también sabía que había arriesgado
la vida para recuperar la radio, pero seguía enfadado porque la cobertura de su
hombre había volado y habían descubierto el piso franco.
—De todos modos, tienen la cámara y vieron la radio, ¿no? Y ya saben que hay un
agente alemán trabajando en El Cairo. Y, además, probablemente has matado a uno de
sus hombres. Es un desastre total. Será mejor que no te dejes ver durante un par de
días más. La policía y los militares andarán buscándote.
—Que me busquen —dijo Hassán, desafiante—. No me encontrarán nunca en una
ciudad tan populosa como El Cairo. Todo lo que vieron fue a un egipcio con barba y
chilaba. Y no pueden saber que Evir se metió en la residencia. No tienen ninguna pista,
todo lo sacó en fotografías.
Deacon comprendió que probablemente algo de verdad había en lo que Hassán
decía, pero eso no modificó su estado de ánimo.
—Sigue oliendo a problemas y eso no me gusta. Los aliados no son tontos, sabrán
que han encontrado algo. El oficial al que heriste, ¿has dicho que se llamaba Weaver?
—Americano. —Hassán se llevó la mano a la mandíbula—. Y la próxima vez que lo
vea lo mataré.
—No habrá próxima vez, por lo menos si te queda un poco de sentido común.
Mantente bien lejos de ese Weaver y los suyos, o me parece que perderás algo más que
un par de dientes. ¿Qué has hecho con la moto?
—La dejé en la villa.
—Necesitarás algún lugar seguro para ocultarte. La villa no, no quiero arriesgarme
a que te vean allí. —Deacon se quedó pensando un instante—. El hotel de Ezbekiya, el
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Imperial, parece la mejor opción. Allí estarás fuera de peligro. Ya te llamaré cuando te
necesite.
—¿Para qué?
—Esta noche tiene que llegar la respuesta de Berlín. Y después del paquete que les
mandamos tengo la sensación de que preparan algo. —Deacon abrió un cajón de la
mesa, sacó un puñado de billetes y los arrojó encima de ella—. Toma, y asegúrate de
que no puedan reconocerte. Aféitate esa barba, córtate el pelo y cómprate un traje, y
de ahora en adelante ten más cuidado, ¿entendido? Quédate en el hotel hasta que yo
te llame. Que tú pienses que eres infalible no es razón para que nos pongas a los dos
en peligro.
Hassán cogió el dinero con cara hosca y salió sin replicar. Deacon se acercó al espejo
que había junto al ojo de buey y suspiró con desánimo. El árabe había estado
trabajando para los alemanes en Trípoli hasta nueve meses antes, cuando Berlín le
sugirió que a él podría serle de utilidad. Con Rommel a punto de tomar Alejandría,
Deacon tenía una tremenda cantidad de trabajo en las manos y no había duda de que
necesitaba ayudantes. Hassán tenía su utilidad, ciertamente, pero en su opinión era
demasiado fanfarrón, y lo último que se necesitaba en un momento como aquél era
arrogancia y descuido, porque, si no, los dos terminarían colgados del extremo de una
soga.
Deacon se miró en el espejo y movió la cabeza al verse, antes de ir a vestirse.
—Lo que tienes que aguantar, Harvey. Eso sería darte matarife.
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El Sultán Club era un local nocturno de mala muerte propiedad del hijo de un rico
italiano, importador de vino de Alejandría, que solamente se había metido en el
negocio de los clubes nocturnos porque era un método fácil para conocer chicas. Estaba
en rápida decadencia cuando Deacon le compró la mitad del club y las cosas
empezaron a enderezarse tras contratar una docena de chicas francesas e italianas y
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una orquesta de jazz americana. Pronto consiguió ser conocido como uno de los
lugares más animados de la ciudad.
Parecía que el comercio se le daba bien, y disfrutaba con el papel de playboy que
había empezado a adoptar, exhibiéndose con una amplia variedad de mujeres. Por
entonces, la conexión con su país de nacimiento era inexistente, pero en 1936 los nazis
estaban en el poder y nadie quedó más sorprendido que Deacon cuando una tarde
recibió una llamada telefónica de una mujer que dijo llamarse Christina Eckart. Dijo
que era su prima y que estaba en Egipto con una delegación comercial alemana
trabajando de secretaria del representante del ministro y que quería invitarlo a cenar.
Lo último que Deacon recordaba de Christina Eckart era la imagen de una niña de
cuatro años, gordita y poco atractiva, de pie en los muelles de Hamburgo junto a un
puñado de parientes diciéndole adiós, aburrida, a él y a su padre cuando partían para
Ciudad del Cabo. Decidió encontrarse con ella por curiosidad.
Pero esa vez, cuando vio a Christina Eckart, quedó boquiabierto. Los años la habían
transformado en una mujer muy atractiva, deslumbrante. Guapa y esbelta, de piernas
largas y pelo rubio rizado, resultó ser también una compañía excelente e ingeniosa.
Además, sorprendentemente, no estaba casada, y después de haber charlado y bebido
champán toda la velada sugirió que dieran un paseo a solas para tomar un poco el aire.
—Así que tus jefes nazis parece que hacen las cosas al derecho —comentó Deacon
mientras caminaban por el paseo a lo largo del Nilo—. Tengo entendido que en
Alemania las cosas van para arriba.
No era más que por decir algo, porque lo cierto era que Christina Eckart lo estaba
volviendo loco por otras razones, y comprendió que se había enamorado de ella.
Durante toda la noche había estado sintiendo la fuerte química sexual que había entre
ambos, y si no hubiera sido su prima, hubiera ido más lejos.
—Y esto es sólo el principio —dijo Christina con una sonrisa—. El Führer tiene
planes extraordinarios.
—Hay algo que me tiene sorprendido. Eres una mujer inteligente y seductora, pero
no estás casada. ¿Por qué?
Christina se echó a reír.
—Creo que soy lo que tú podrías llamar una amante entregada.
—¿A quién?
—Al partido nazi.
—Eso también me sorprende. ¿Por qué un viceministro ha de llevar a su secretaria
a un viaje como éste? A menos que se acueste con ella.
—En absoluto —y volvió a reír—. Mi jefe tiende más bien hacia el otro lado. Pero
digamos que yo soy algo más que una secretaria.
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Tres meses más tarde, Deacon organizó unas vacaciones de diez semanas por
Europa. Lo recogieron en la estación de Zurich, le dieron un pasaporte falso, lo hicieron
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Eran las once de la noche pasadas cuando Deacon conducía su Packard negro hacia
Gizeh, pero en vez de tomar la carretera del oeste hacia las pirámides, torció hacia el
sur, siguiendo las orillas del Nilo, y diez minutos más tarde había llegado a la villa.
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La Maison Fleuve era grande, encalada, de dos pisos, tenía cuatro habitaciones,
ventanas con persianas, y un pequeño jardín selvático rodeado de muros con pinchos.
Estaba aislada, tenía su propio embarcadero privado en el río y había sido construida
para uno de los generales de la campaña de Napoleón que quería agradar a sus
amantes. La habían reformado varias veces antes de ser propiedad de los padres
adoptivos de Deacon. Ahora apenas la utilizaba, ya que prefería sus aposentos de la
casa flotante. Por otra parte, la mayoría de las villas de aquella zona eran refugios
discretos de fin de semana de los cairotas ricos, vacíos durante la semana, y en la casa
ni siquiera tenía teléfono.
Detuvo el coche a la sombra de un grupo de banianos del jardín delantero y se bajó
del vehículo. Había luna llena y podía ver la silueta oscura de la gran pirámide de
Keops, a quince kilómetros de distancia, y la llanura de campos de caña de azúcar que
se extendía hasta ella y se prolongaba hasta el desierto.
Abrió la puerta y entró en el vestíbulo a oscuras. La villa no tenía electricidad, pero
en la mesa del vestíbulo había un par de candiles de aceite y consiguió encender uno
con una cerilla. Cerró la puerta tras él y la aseguró con una gruesa barra de hierro que
encajaba en unos ganchos a los lados, precaución que había instalado para aumentar
la seguridad. Nadie podría entrar fácilmente por la puerta principal.
Fue hasta otra puerta que salía del pasillo y la abrió. Una es calera bajaba hacia la
oscuridad. Al fondo de la escalera estaba lo que había sido inicialmente una bodega
de vino: estanterías antiguas cubiertas de polvo, telarañas, docenas de botellas
almacenadas... Pero en general había encontrado otro uso a la cave, el de salida secreta
de emergencia. Al fondo de la bodega había un corto túnel que llevaba hasta una
puerta de hierro con los goznes oxidados.
Deacon quitó el cerrojo, abrió la puerta y penetró una bocanada de aire fresco.
Detrás se alzaban unas altas cañas, y un angosto sendero empedrado conducía al río
oculto entre ellas. Allí había un bote de remos de madera, con un motor añadido,
tapado con una lona embreada. Volvió sobre sus pasos hasta la escalera. Había una
única silla y una alacena. Abrió la puerta de la alacena con llave y sacó de dentro un
transmisor de radio que estaba allí guardado, ignorando la pistola Luger de nueve
milímetros cargada que estaba al lado, luego extendió el cable y fue a conectarlo a la
antena que tenía montada en la pared exterior del túnel, conectó la batería, encendió
el aparato y se sentó en la silla. En la consola se iluminó una lucecita verde, pero tenía
que esperar diez minutos todavía antes de comenzar la transmisión.
Seguía dándole vueltas a lo sucedido en el piso de Hassán. Matar a Evir, el ladrón,
había sido un mal asunto, pero el hombre podía haber hablado y eso lo hubiera echado
todo a perder. Aunque había conseguido aguantar cuatro años de guerra sin que lo
descubrieran, Deacon sabía que los aliados no eran tontos. Desde aquel momento
debían de andar buscando, y buscando con mucho interés, razón de más para ser
especialmente cuidadoso.
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Sobre todo ahora que Berlín tenía las pruebas de que Roosevelt y Churchill
visitarían El Cairo. La guerra iba mal para Alemania, y tenía la sensación de que casi
con toda seguridad aquella información provocaría algún tipo de respuesta, ¿por qué
Berlín le había pedido confirmación urgente si no era que Schelienberg pretendía hacer
algo con ella?
Pero tras su informe de la noche anterior, Berlín también sabía que el piso franco
había sido descubierto, y estaba esperando una respuesta. Una vez que la radio estuvo
caliente, la sintonizó. Sus mensajes al Cuartel General del SD eran reemitidos por una
emisora de Roma, y una vez que oyó la señal de llamada preparó su bloc de notas. Esta
vez el comunicado era más largo de lo habitual, y habían transcurrido veinte minutos
cuando oyó las letras AR, indicando que el mensaje había terminado, luego venían
«buena suerte» y «confirme, por favor», y finalmente «K» para el cierre. Respondió con
varias series de erres para indicar que había recibido la transmisión y a continuación
la descifró.
Una vez hecho esto, se quedó mirando el mensaje. La enormidad de todo aquello
era casi demasiado para él, para aceptarlo. La boca se le quedó seca. Notó que las tripas
se le descomponían y empezó a sudar frío por la nuca. Casi le era imposible creer lo
que leía, y lanzó un silbido bien fuerte.
—Bueno, que me aspen —dijo Deacon, sonriéndose a sí mismo de emoción—.
Parece que por fin vamos a trabajar de verdad.
En ese mismo momento, Hassán andaba por las bulliciosas callejuelas de Ezbekiya,
un barrio caótico lleno de casas de huéspedes y restaurantes grasientos, ocupados por
árabes y refugiados europeos.
El hotel Imperial tenía aspecto abandonado, en mitad de una fila de hoteles baratos
similares y edificios de viviendas en decadencia, con persianas destrozadas y fachadas
desconchadas. Ya había estado allí antes, cuando volvió por primera vez a El Cairo
después de atravesar las líneas aliadas. Esta vez había esperado precavidamente en un
callejón del otro lado de la calle durante casi toda la tarde para asegurarse de que el
hotel no estaba vigilado y se podía entrar con seguridad y subir los escalones del
destartalado vestíbulo.
Un hombre robusto, más que gordo, que andaba como si sus pies fueran una cosa
delicada, se presentó en el mostrador comiendo dátiles frescos. Llevaba fez y un traje
suelto gastado, salpicado de ceniza de cigarrillos, tenía las piernas cansadas, resoplaba
moviendo las mejillas carnosas. Apenas si miró la cara de su cliente.
—Está todo completo.
—Primo Tarik.
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CAPÍTULO 14
El Cairo
Weaver soltó un grueso fajo de carpetas sobre la mesa, se quitó la guerrera, se subió
las mangas y se puso a trabajar.
Eran archivos relacionados con los simpatizantes del Eje, al menos de los que el
cuartel general tenía noticia. Con la derrota del Afrika Korps, todos los agentes
alemanes en Egipto conocidos habían sido detenidos, pero el hecho mismo de que
hubieran operado en el país algunos hombres V —es decir, Vertrauensmanner, nombre
en alemán de los agentes— no podía sorprender. Los egipcios eran proalemanes desde
hacía mucho tiempo, y desde al menos cinco años antes de la guerra, el país había
estado lleno de agentes nazis que enviaban a sus jefes un flujo constante de
información, muchas veces importante.
Weaver se había leído el expediente de los más notorios. En 1942, la Abwehr
desembarcó de un U-boat un espía en las costas de Libia. Se llamaba John Eppler,
nacido en Alejandría, de padre alemán y madre egipcia, y llevaba con él una radio y
una maleta llena de billetes de cinco y de una libras esterlinas hábilmente falsificados.
Fue conducido a través del desierto, en un viaje de casi dos mil quinientos kilómetros,
por un explorador húngaro conocido como el conde Almaszy, y consiguió llegar a El
Cairo. Adoptando la personalidad de un joven árabe millonario, Eppler alquiló una
lujosa barcaza en el Nilo, llevó una vida de lujo y champán y utilizó a una serie de
mujeres fascinantes para extraer información de alto secreto a los ingenuos oficiales
aliados. Usando un código cifrado, basado En Rebeca de Daphne du Maurier, iba
transmitiendo sus informes de espionaje a uno de los puestos de escucha de Rommel,
hasta que el cuartel general consiguió atraparlo después de seguirles la pista a los
billetes falsos.
Los simpatizantes eran más numerosos que los verdaderos agentes. Se trataba de
personas cuya postura proalemana era objeto de fuertes sospechas; desde camareros,
chicas de barra y porteros de hotel, bailarinas del vientre y taxistas, hasta diplomáticos
de poca monta, hombres de negocios neutrales, oficiales del ejército egipcio con
inclinaciones profascistas, e incluso miembros importantes de la administración
egipcia. Algunos eran nacionalistas —patriotas o extremistas de la Her mandad
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Una vez que Helen Kane hubo salido, Sanson dijo, cortante:
—Bien, Weaver, ¿ha habido suerte?
—Eche una mirada a éstos.
Sanson se quitó la carpeta de debajo del brazo, se sentó en una de las sillas y estudió
los expedientes que Weaver le había dado.
—Así, a primera vista, probablemente sean inofensivos. La mayor parte de los
simpatizantes árabes no tienen ninguna utilidad para Berlín. Muchas palabras y poca
acción. De todos modos, será mejor traerlos y ver qué cara tienen.
Weaver ya había interrogado a los centinelas que estaban de guardia en la
residencia. En los informes de relevo no se había consignado ninguna novedad, pero
el oficial de guardia admitió que el miércoles por la noche, hacia las nueve, había oído
un portazo en una de las habitaciones de la planta baja. Había recorrido personalmente
todo el edificio, pero no había encontrado nada anormal.
—¿Qué hay de los hoteles y los albergues?
—Estamos investigando, pero nos llevará por lo menos uno o dos días más terminar
con todos. Hasta ahora, llevamos un cero. En cuanto al propietario de la casa, su mujer
dice que está en viaje de negocios en Alejandría y que no volverá hasta dentro de un
par de días, pero procuraremos localizarlo antes. —Sanson cogió la carpeta que había
traído y Weaver vio que en la tapa decía en letras rojas: «Alto Secreto»—. No obstante,
me gustaría que le echara una ojeada a una cosa.
—¿De qué se trata?
—El listado de las transmisiones descifradas y no localizadas que Señales recogió
durante el último año.
Weaver sabía que la sección Y del Cuartel General británico y la unidad del Cuerpo
de Señales del ejército norteamericano, con base en la antigua colonia italiana de
Eritrea, barrían las ondas todas las noches, cuando los agentes hacían la mayor parte
de sus transmisiones. Lo grababan todo en cintas perforadas, y las señales procedentes
del norte de África que no se podían adjudicar a alguno de los servicios militares se
consideraban mensajes de espías y se enviaban a Londres y a Washington para que las
estudiasen los expertos.
Sanson abrió la carpeta y le mostró a Weaver un mensaje interceptado sobre
refuerzos de tropas en El Cairo.
—Esto se hizo hace un año, fue un agente cuyo nombre en clave era Besheeba, con
el que nuestros chicos se tropezaron.
—¿Y qué tiene eso de interesante?
—Aparte del hecho de que todavía no lo hemos cogido, verá una coincidencia
bastante notable en uno de los mensajes. Pero mire estos otros primero.
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Le enseñó a Weaver otros dos radios grabados seis meses antes. Esta vez daban
detalles sobre la morid de las tropas norteamericanas y británicas estacionadas en la
ciudad, y la llegada de refuerzos neozelandeses a Maadi, un suburbio de El Cairo.
—¿Algo de esto es verdad?
—La información es impecable. No es un vulgar recolector de rumores y
habladurías, no hay duda de que es un profesional bien entrenado. Mire estos
mensajes; breves pero detallados. Radios que se han detectado un par de docenas de
veces en los últimos dieciocho meses, pero generalmente manda mensajes breves y eso
dificulta la localización de su transmisor.
—¿Y sabemos algo de él?
—Suministra informaciones excelentes, probablemente vive en El Cairo, entra en
contacto con personal militar y firma Besheeba. Pero aparte de eso, nada de nada.
—¿Y qué hay de esa coincidencia de la que habló?
—Bien, aquí es donde la cosa se pone interesante. —Sanson se frotó la cicatriz de la
mandíbula—. Esto lo recogieron el jueves pasado de madrugada, justo después de la
medianoche —dijo, y le alargó otro papel a Weaver.
Esta vez, el mensaje era largo, y contenía sólo una serie de letras y números
incomprensibles. Weaver miró a Sanson.
—No lo entiendo. Todavía está cifrado.
—Poco después de que capturásemos a Eppler, los alemanes reajustaron sus
operaciones y cambiaron el código de Besheeba. Al parecer, se ha pasado a protocolos
únicos que probablemente son imposibles de descifrar. De todos modos, ésa no es la
cuestión. Besheeba no transmite a menudo, y cuando lo hace, la información suele ser
bastante importante. Sabemos que Evir fue asesinado en algún momento durante la
noche del miércoles pasado. Y no mucho después, la sección Y captó esta transmisión.
No digo que ya hayamos establecido una relación entre ambos hechos, pero es una
coincidencia interesante, ¿no le parece?
—¿Cree usted que Besheeba transmitió el mensaje?
—Me apostaría el cuello.
—¿Por qué?
—No sólo porque empleó una de las mismas frecuencias, sino porque, además,
todos los operadores de teclados morse dejan lo que los chicos de Señales llaman «la
firma». Es una especie de marca personal, si usted quiere, una manera específica de
pulsar la tecla de morse. Fuerte o suave, de prisa o despacio, todos tienen un cierto
ritmo y un cierto tempo exclusivo de la persona que maneja la tecla, de tal modo que el
personal de Señales experimentado que lo oye generalmente puede distinguir a un
transmisor de otro sin problemas. Y el tipo que captó la señal el jueves pasado es un
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hasta los jardines de Ezbekiya, donde decidió que necesitaba tomar el aire y hacer un
poco de ejercicio y que iría andando el resto del trayecto.
Se tomó su tiempo, y paseó a través del Birka, el conocido barrio de mala nota. Era
un lugar ajetreado, bullicioso de ruidos y voces, con patrullas de policía militar. La
zona quedaba marcada con unas señales blancas con una X negra que significaba que
estaba vetada a los militares, pero eso no hacía desistir a los soldados. En unas terrazas
pequeñas, chicas jóvenes y mujeres maduras se refrescaban con abanicos de papel. La
mayoría eran egipcias, algunas nubias y sudanesas de piel oscura, y sonreían y
saludaban con la mano a los hombres que pasaban por debajo, ofreciéndoles sus
cuerpos mientras sus chulos árabes proponían el servicio. «Hola, amigo, ¿te gusta esa
chica? Muy bonita, muy limpia. Precio especial.»
Weaver los alejó con la mano. Alguna vez había venido al Birka por comodidad,
como hacían la mayoría de oficiales y tropa, solteros o casados, pero la experiencia
siempre le había dejado con una sensación de vacío. La verdad, si estaba dispuesto a
admitirla, era que en más de cuatro años no había logrado olvidar a Rachel Stern.
Aquél le parecía el único momento de su vida en que realmente había querido a
alguien, se había sentido profundamente enamorado, y todo lo que le había sucedido
después le resultaba infinitamente inferior a aquello. Alejó ese pensamiento mientras
caminaba y se recordó a sí mismo que iba a ver a Helen Kane.
Como siempre, en las calles, oficiales y tropa luchaban contra una permanente
carrera de obstáculos. Además de los proxenetas, los acosaban tullidos, vendedores y
mujeres con niños llorosos de caras cubiertas de polvo y moscas, todos mendigaban
lastimeramente. Pilluelos limpiabotas corrían al lado de cualquiera con un aspecto
vagamente extranjero suplicando trabajo. Un pensamiento le vino a la mente: ¿qué
posibilidades tenían de encontrar a un agente enemigo en medio de aquella ciudad
caótica, de aquel hormiguero sin orden?
Cinco minutos después llegaba al piso de Helen Kane. Resultó ser un apartamento
limpio y cuidado de dos habitaciones, con una cocina minúscula. Había un carrito de
bebidas con un par de botellas y unos cuantos vasos. Cuando le abrió la puerta, Helen
seguía vestida de uniforme.
—Jenny, la chica que vive conmigo, se ha ido una semana a Alejandría —y le explicó
que se trataba de una mecanógrafa del cuartel general norteamericano—. Conoció a
un capitán de la RAF que la ha hecho enloquecer. Puede servirse una copa. Yo estaba
a punto de ducharme y cambiarme.
Cuando Helen salió de la habitación, Weaver se sirvió un whisky. La quemazón del
cuello era insoportable, por lo que se tomó dos píldoras de morfina, bebió un trago y
observó el piso. Había montones de libros en las estanterías, la mayoría sobre Egipto
y algunas novelas, y se fijó en una foto de un hombre atractivo con uniforme de la
marina. En el cuarto hacía calor, y cuando Helen Kane volvió abrió una de las
ventanas. Llevaba una falda azul oscuro, una blusa blanca y el pelo suelto sobre los
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hombros. Era la primera vez que Weaver la veía sin uniforme —incluso en la fiesta del
Shepheard's iba de caqui— y el cambio era notable.
—¿Algo va mal? —preguntó ella.
—Parece otra persona, eso es todo.
—¿Eso quiere decir que ya no parezco una oficial de inteligencia militar?
—Quiere decir que está... preciosa.
—Gracias —y se ruborizó. Se sirvió una copa y fue a sentarse junto a él—.
¿Encontraremos a ese espía árabe?
—Es preciso. No podemos saber en qué está metido. Tiene una radio. Con una radio
podría entrar en contacto con Berlín o con algún puesto de escucha que retransmita
sus mensajes.
Weaver posó el vaso y miró la fotografía de la repisa, y antes de que tuviera
oportunidad de preguntar, ella le dijo:
—Peter era mi novio. Estaba en Creta hace dos años largos, cuando la invadieron
los alemanes. Desde entonces no he tenido noticias de él.
—Lo siento.
—Ya lo he superado, pero me llevó mucho tiempo.
—Hábleme de usted —dijo, y cuando vio su media sonrisa, Weaver añadió—: ¿Qué
es tan gracioso?
—Usted, haciéndome una pregunta personal como ésa. Es difícil acostumbrarse a
eso con tanto formalismo militar en el trabajo. Pero no hay mucho que contar. Mi padre
trabajaba en El Cairo en un despacho de abogados ingleses y conoció a mi madre.
Vivimos aquí mientras yo era niña y después nos fuimos a Inglaterra.
—¿Dónde está su padre ahora?
—Murió cuando yo tenía doce años.
—¿Y su madre?
—Vive en Boston. Volvió a casarse, con un abogado norteamericano muy agradable.
—Sonrió levemente y después rellenó el vaso de Weaver y se lo tendió—. Ahora le
toca a usted. ¿Cómo acabó destinado en Egipto?
Se vio a sí mismo contar su época en Saqqara, hablar de Rachel Stern y Jack Halder.
Había algo allí que Weaver no podía ignorar, una química sexual de la que era
consciente desde la fiesta del Shepheard's. Veía la firme silueta de sus pechos a través
de la blusa de algodón, y la forma de cruzar aquellas piernas desnudas, suavemente
bronceadas, le excitaba. Eran tiempos de guerra, la muerte era una posibilidad cierta,
y la gente se consolaba como podía, y comprendió que si se quedaba allí más tiempo
podría hacer alguna tontería.
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Helen lo llevó a una habitación amplia con una cama estrecha. El cuarto olía
vagamente a perfume y junto a la cama había una lamparilla apagada. La encendió y
luego lo ayudó a quitarse la chaqueta. El alcohol y las pastillas seguían haciendo su
efecto. Weaver se inclinó hacia adelante y trató de besarla, y se sorprendió cuando ella
abrió la boca con pasión. Se besaron largamente y luego ella le preguntó:
—¿Cómo te sientes?
—De repente, mucho mejor.
Ella se rió y una chispa pareció saltar entre los dos, en la mirada sonriente, incitante
de ella. Weaver le acercó la mano a la mejilla.
—¿Sabes lo que dicen de las mujeres egipcias?
—No. Dime.
—Que hablan con los ojos. Durante siglos, ése era el único modo que tenía una
mujer con velo para comunicar sus sentimientos a un hombre, y ese hábito enraizó
profundamente.
—¿Y qué dicen mis ojos? —preguntó ella con una sonrisa.
—Montones de cosas. —Weaver se sonrojó—. Algunas no se pueden decir —dijo,
pasándole suavemente la punta de sus dedos por la cara—. Otra cosa que he notado.
En la fiesta del Shepheard's, Sanson no podía apartar los ojos de ti. No es que él y yo
lo hayamos hablado, pero tengo la sensación de que cree que hay algo entre nosotros.
Y que eso no le gusta.
—¿Y hay algo entre nosotros?
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CAPÍTULO 15
Berlín
16 de noviembre, 07.00 h
Era una mañana helada y todavía estaba oscuro cuando el Mercedes oficial se
detuvo ante el despacho del comandante del cuartel de instrucción de las SS en
Lichterfeld. Al salir del coche, Halder vio a Schelienberg asomarse en el hueco
iluminado de la puerta con el abrigo de cuero de su uniforme de oficial puesto sobre
los hombros y una cartera bajo el brazo.
—Bueno, Jack, ya veo que lo ha hecho. Confío en que haya dormido bien.
—Dejémonos de menudencias. No estoy de humor.
—¿Debo entender que sigue enfadado porque no le hemos permitido ver a su niño?
—¿Y a usted qué coño le parece?
—Lo siento, pero era imposible. Bueno, no perdamos más tiempo. Ya tengo la sala
de juntas organizada. Kleist y Doring están esperando. El coronel Skorzeny vendrá
más tarde para conocerlo personalmente.
—¿Dónde está Rachel?
—Durmiendo en una de las cabañas del cuartel. Le han dado medicación para que
descanse y recupere fuerzas. Esta tarde podrá verla.
—Todavía no me ha explicado la segunda razón por la que ella es tan importante
en esta misión.
—Se lo explicaré antes de que llegue la hora de partir. Sígame.
Schelienberg lo condujo hasta un recinto cerrado con alambrada de espino y
vigilado por una docena de soldados de las SS con ametralladoras y un par de perros
alsacianos de mirada torva bien sujetos. Un cartel a la entrada decía: «Personal
estrictamente autorizado.» Schelienberg mostró su pase y los dejaron pasar. Al otro
lado del patio del recinto había un edificio de ladrillo rojo, largo y de una sola planta
con un reflector que iluminaba la entrada. Dos guardias SS con perros estaban frente
a la puerta, y ambos se pusieron firmes y dieron un taconazo cuando Schelienberg
avanzó para abrirla.
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Schelienberg abrió la cartera, sacó unos cuantos mapas y desplegó uno muy
detallado del norte de Egipto.
—Les daré a ustedes los detalles exactos dentro de un momento, pero dicho de
modo breve y sencillo, la estructura de la misión es la siguiente: volarán al norte de
Egipto, donde los recibirá uno de nuestros agentes locales en un campo de aviación
fuera de servicio en el desierto, y los ayudará a llegar a El Cairo disfrazados como un
grupo de arqueólogos. Allí se encontrarán con uno de nuestros agentes egipcios que
los acomodará en una casa segura. A partir de entonces, y rápidamente, como se
pueden imaginar, porque consideramos que la misión debe realizarse en no más de
tres días, harán cuanto puedan para descubrir exactamente dónde se alojarán
Roosevelt y Churchill en la ciudad. Sospechamos que será en el Mena House, pero eso
ya lo veremos después. Una vez hayan conseguido confirmar esa localización, tendrán
que elaborar un plan para que podamos romper las medidas de seguridad de los
líderes aliados y llegar lo bastante cerca de ellos como para matarlos. Una vez hecho
esto, y asumiendo que hayan alcanzado todos sus objetivos, lo demás es muy sencillo.
Avisarán por radio a Berlín y enviaremos al coronel Skorzeny y a sus paracaidistas,
que se reunirán con ustedes en un pequeño aeródromo a las afueras de El Cairo, que
ustedes tendrán que haber ocupado y asegurado previamente. Una vez que Skorzeny
aterrice, le explicarán con todo detalle los datos y lo llevarán, a él y a sus hombres, al
punto donde tengan ustedes determinado que estarán Roosevelt y Churchill, y los
ayudarán a entrar allí. Después, Skorzeny deberá terminar el trabajo, y ustedes
quedarán fuera. No creo que tenga que repetirles lo importante que es esta misión para
la supervivencia de Alemania. Es absolutamente imprescindible que tenga éxito. Sus
objetivos, sin importar los obstáculos con que se tropiecen, serán firmes: llegar a El
Cairo y realizar su tarea. No podrán abortar la operación bajo ninguna circunstancia,
a menos que reciban instrucciones personales mías. ¿Comprendido?
—¿Cómo nos mantendremos en contacto? —preguntó Halder.
—Besheeba, el agente al que encontrarán en El Cairo, tiene un transmisor de radio.
Sus mensajes se envían a Berlín a través de un reemisor en Roma. Si el tiempo lo
permite, normalmente podemos comunicar entre nosotros en una hora, dos como
máximo. También hay un puesto de escucha alternativo en Atenas, en caso de que
haya problemas. —Schelienberg dio un golpecito sobre uno de los mapas—. Bien,
pasemos a los detalles. Los italianos se han rendido, ya lo sabemos, pero nuestras
tropas todavía ocupan la mitad norte de Italia, incluida Roma, lo que significa estar a
menos de tres horas de vuelo de la costa africana. Dentro de cuatro días volarán
ustedes a Roma para quedarse en situación de espera. Suponiendo que nos confirmen
desde Egipto que todo está preparado para su llegada, nuestra intención es que
aterricen ustedes en un aeropuerto abandonado de la RAF en el desierto, aquí, cerca
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También hemos dispuesto que él les suministre todo el equipo necesario, desde armas
a transporte y cualquier otra cosa que precisen. —Schelienberg sonrió—. Ya le he dado
una lista de cosas que probablemente necesiten para que las consiga. Tres camiones
del ejército norteamericano, para transportar a los hombres de Skorzeny desde el otro
aeródromo, cerca de El Cairo, un jeep y uniformes de la policía militar para ustedes,
Kleist y Doring, así como todos los papeles de transporte necesarios para que puedan
moverse por la ciudad cómodamente mientras lo preparan todo. Esta tarde
repasaremos la lista. Pero hay otra razón que justifica el jeep y los uniformes, a la que
ahora vamos.
—Pido permiso para hablar, Herr general.
—Sí, Kleist.
—¿Está usted seguro de que ese tal Besheeba es de confianza?
—Completamente. Es un hombre que ha demostrado ser muy útil, y es uno de
nuestros mejores agentes. Tendrá ayuda, por supuesto: un árabe, antiguo agente de
Rommel.
—Nunca me he fiado de esos árabes —señaló ácidamente Kleist—. Son todos unos
tramposos.
—Es un tipo de confianza, Kleist. Así que trátelo con respeto cuando llegue el
momento, a pesar de que pertenezca a una clase mentalmente inferior para los
estándares de las SS. Es una orden. ¿Comprendido?
—Sí, Herr general.
—¿Alguna pregunta más? ¿Sí, Doring?
—¿Y qué pasa con nuestro transporte aéreo, Herr general? Correremos un gran
riesgo al volar sobre territorio enemigo en un avión de la Luftwaffe.
—Yo no me preocuparía por eso —dijo Schelienberg con una gran sonrisa—. Todo
está previsto. De hecho, les tengo guardada una interesante sorpresa para cuando
llegue la hora.
—¿Y los papeles?
—Cada uno tendrá un juego completo de documentos falsos, todos los que puedan
llegar a necesitar se les darán antes de partir. Jack, usted asumirá una identidad
norteamericana, naturalmente. Y ustedes, Kleist y Doring, serán sudafricanos. La
señorita Stern tendrá papeles a nombre de una judía alemana. En Egipto, los judíos
alemanes no han sido internados como los demás alemanes, y son libres de ir a donde
quieren. Esperemos que no los molesten demasiado las autoridades egipcias. Tengo
entendido que tienen la manga bastante ancha en cuestiones como la comprobación
de papeles. Pero para aseguramos de que están bien preparados he organizado una
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sesión para que tres de mis mejores oficiales de contraespionaje los interroguen a
fondo sobre sus coberturas, y también a la chica.
—Espere un momento —lo interrumpió Halder—. Está muy bien que nuestro
agente en El Cairo nos facilite esos tres camiones militares americanos para llevar a los
hombres de Skorzeny desde el aeropuerto después de que aterricen y acercarlos a
donde estén Roosevelt y Churchill. Pero estamos hablando de un centenar de
paracaidistas alemanes en uniforme de combate. Si, por cualquier razón, paran a los
camiones en algún control, estaremos perdidos.
—Tenemos un pequeño as en la manga —dijo Schelienberg, sonriendo— que
resolvería ese problema del que habla. Todo a su debido tiempo, Jack. Ya conocerán
todos los datos antes de partir. Pero dense cuenta de que el papel de Skorzeny en la
operación se hará a velocidad de relámpago, sin pérdidas de tiempo. Una vez en tierra,
y en cuanto hayan hablado con Skorzeny y le hayan proporcionado todos los detalles
importantes que precise, los paracaidistas lo llevarán a él y a sus hombres directamente
a los objetivos, y espero que sin ningún rodeo innecesario.
Puso a un lado el mapa de Egipto, buscó uno detallado de El Cairo y sus alrededores
y lo extendió sobre la mesa.
—Y, ahora, vamos a lo más complicado, el Mena House de Gizeh, donde
suponemos que estarán los líderes aliados. Todo lo que sabemos seguro es que los
alrededores de esa área han sido fuertemente fortificados y han establecido una
estricta vigilancia. Tenemos algunos detalles precisos de la distribución del hotel,
tomada de la información turística publicada antes de la guerra, y esta tarde la
estudiaremos. Pero espero que Besheeba tenga información más detallada cuando los
vea en El Cairo. Número aproximado de tropas, detalles de la defensa del recinto, y
demás. Sin embargo, repito, la cuestión fundamental es que, antes de que comience
nuestro ataque, hayan encontrado un modo de entrar en los terrenos de ese recinto y
confirmar que Roosevelt y Churchill se alojan allí. Y, si es así, en qué lugar
exactamente. El trabajo más difícil es entrar y volver a salir con la información
necesaria. Tendrán que hacerlo de alguna manera, y sin que los descubran.
Schelienberg señaló el mapa de El Cairo.
—Dando por hecho que han logrado eso, tendrán que ocupar y asegurar este campo
de aviación, aquí, a irnos veinte minutos en coche del hotel, para que los hombres de
Skorzeny puedan aterrizar sin problemas. Hemos considerado la posibilidad de
lanzarlos en paracaídas, pero es demasiado arriesgado. Los paracaídas son fáciles de
descubrir en el aire, y se daría la alarma. La pista de aterrizaje está diez kilómetros al
sur de Gizeh, junto a un pueblo que se llama Shabramant. Es un campo de
entrenamiento de las Reales Fuerzas Aéreas de Egipto, una organización insignificante
que es más bien simbólica, y esa pista sólo la usan muy de tanto en tanto ingleses y
norteamericanos. Al parecer, y según informes anteriores de Besheeba, tiene muy poca
vigilancia, pero si consideramos que El Cairo está a punto de recibir la visita de
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Roosevelt y Churchill, puede que ya no sea el caso. Así que es otro problema que
tendrán que resolver cuando estén allí.
—¿Y cómo va a conseguir que un par de aviones cargados de paracaidistas de las
SS pasen las defensas aéreas aliadas?
—Siempre hay un modo de hacerlo. —Schelienberg sonrió a Halder—. Exactamente
de la misma manera que los pasaremos a ustedes. La verdad es que es bastante
ingenioso. Pero, como ya les dije, tendrán que esperar para conocer cuál es la sorpresa.
Y en cuanto a sacarlos después, les daré los detalles necesarios mucho antes de que se
vayan, pero de momento la intención es que regresen a Shabramant, donde los estará
esperando uno de nuestros aviones para llevárselos. Junto con Besheeba, he de añadir.
Después de esto, se habrá acabado su misión en Egipto. Si las cosas se ponen
espantosamente mal en Shabramant, lo cual no pasará, Besheeba ya habrá organizado
una ruta alternativa para huir. Él les dará los detalles cuando lleguen.
—Pero marcharnos por aire será muy arriesgado. Para entonces, los aliados ya
tendrán la defensa aérea en alerta.
—Para cubrir esa eventualidad —dijo Schelienberg con paciencia— he organizado
un par de incursiones aéreas sobre Alejandría y El Cairo desde nuestras bases de Rodas
y Creta como señuelo, nada más aterrizar los hombres de Skorzeny, la Luftwaffe se
encargará de que estén ocupados unas cuantas horas. ¿Sí, Kleist?
—¿Cuándo conoceremos a la chica?
—Pasado mañana, cuando les entreguemos la ropa y los efectos personales. Como
ya he dicho, ella no conocerá el verdadero propósito de la misión, así que ninguno de
ustedes comentará nada relevante delante de ella. Sean especialmente precavidos en
eso.
Llamaron a la puerta y Schelienberg dijo:
—Adelante.
Un hombre gigantesco entró en la habitación con aire de absoluta confianza en sí
mismo, como si fuera capaz de atravesar una pared de ladrillos sin hacerse ni un
rasguño. Medía bastante más de uno ochenta y cinco, tenía hombros de toro y un rostro
duro que parecía labrado en la roca. Llevaba uniforme de coronel de las SS con
distintivos de paracaidista y la Cruz de Caballero orgullosamente exhibida en el cuello.
Hizo el saludo nazi y dio un taconazo.
—Herr general.
—Coronel Skorzeny —dijo Schelienberg, radiante—. Llega usted en el momento
justo. Estaba terminando mis instrucciones preliminares. Éste es el comandante
Halder.
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Skorzeny devolvió el saludo y le tendió una mano gigantesca que apretaba como
una tenaza.
—Es un placer conocerlo, comandante.
—Por lo que he oído, el placer tendría que ser sólo mío —dijo Halder, encogiéndose
de hombros—. Tengo entendido que los periódicos del Reich lo califican como el
hombre más peligroso de Europa. Rescatar al signore Mussolini fue una buena hazaña.
—Y espero repetirla, incluso con más éxito. Pero también usted tiene un expediente
envidiable, Halder. Impresionante, debo decir. Me gustaría contar con un oficial como
usted en alguno de mis batallones paracaidistas.
—Lamentablemente, coronel, prefiero tener los pies bien asentados en el suelo. Es
mucho más seguro.
—Qué lástima. —Skorzeny se encogió de hombros—. Pero ¿quién sabe? Tal vez
cambie de idea después de esta pequeña aventura. —Se volvió hacia Schelienberg—.
Pero, discúlpeme, Herr general. Estoy interrumpiendo sus explicaciones.
—En absoluto. Ya casi habíamos terminado.
Se volvió hacia los otros.
—Sólo falta el asunto del jeep y los uniformes de la policía militar, que ya les dije
que volveríamos a ello. Como se pueden imaginar, en el recinto protegido tendrán que
cambiar las guardias, tendrán que hacer relevos. Besheeba tendrá detalles más precisos
de los cambios de guardia cuando ustedes lleguen, pero me parece que ahí se podría
presentar la oportunidad de introducirse en el recinto.
—¿Cómo? —preguntó Halder.
—A una persona tan capaz como usted —sonrió Schelienberg—, y con su talento,
seguro que se le ocurrirá alguna idea, Jack. ¿Tienen alguna pregunta más?
Permanecieron en silencio. Schelienberg seguía de pie, con las manos en las caderas.
—Bien. Durante los próximos días se familiarizarán ustedes con sus identidades
falsas. Estudiarán los mapas a conciencia hasta que El Cairo y Alejandría les resulten
conocidos, porque no queremos que nadie se pierda. Repasaremos nuestros planes y
los planos del Mena House con el coronel Skorzeny, que se reunirá con ustedes
algunos ratos en estos próximos días para comprobar sus progresos y asegurarse de
que todos conocen al dedillo los detalles pertinentes de su parte de la misión. Y para
que lo sepan, yo los acompañaré hasta Roma cuando llegue el momento para ponerlos
en camino y desearles buena suerte.
Miró a Kleist y a Doring.
—En cuanto a las preguntas que puedan tener referentes a los rudimentos de la
arqueología, al objeto de mejorar sus tapaderas, ya he acordado con el comandante
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Halder y otro par de expertos que les den un cursillo intensivo. Mientras tanto,
pónganse a trabajar, caballeros.
Aquella tarde llovía fuerte, un auténtico aguacero berlinés descargaba del cielo
negro. Halder abrió la puerta de la cabaña y entró, con el sombrero y el abrigo
chorreando. Rachel estaba sola, sentada en una tarima.
—Schelienberg me dijo que te encontraría aquí.
—¿Qué quieres?
Halder se quitó el sombrero, le sacudió el agua y sonrió, inseguro.
—No es la bienvenida cariñosa que esperaba en una tarde tan espantosa como ésta.
Había pensado que podríamos cenar juntos en mi habitación.
—Prefiero estar sola.
—¿Es necesario todo esto, Rachel?
—¿Qué?
—Este trato tan frío. A pesar de lo desagradable de la situación, creí que podríamos
seguir siendo amigos.
Ella empezó a darle la espalda, pero Halder la cogió con suavidad del brazo.
—¿De verdad que me desprecias tanto?
—¡Suéltame!
La soltó, y de repente apareció en su cara una expresión vulnerable de cansancio.
—No cabe duda de que piensas que he vendido mi alma a los nazis. Pero ¿quieres
que te diga la verdad? No es más que el caso de una vida que no sale tal y como la
habías planeado, que tomas el camino equivocado y antes de que te des cuenta has
llegado demasiado lejos para poder regresar —titubeó—. Hay algo que no te he
contado, pero cuando tú no me escribiste, conocí a otra persona y me casé. Era una
mujer buena, muy parecida a ti en muchas cosas.
Rachel lo miró sin expresión alguna.
—Murió al dar a luz a nuestro hijo. Y ninguno de nosotros ha salido ileso de esta
guerra, Rachel, todos somos víctimas. Hace tres meses hubo un bombardeo aliado
sobre Hamburgo. La destrucción más terrible de la historia. Mi padre pereció, mi hijo
sobrevivió. Si se puede llamar así quedarse impedido y quemado para toda la vida.
A Rachel se le entristeció la cara.
—Yo... lo siento mucho. Lo siento de verdad.
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CAPÍTULO 16
El Cairo, 17 de noviembre
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Aquel martes por la noche, el Sultán Club estaba hasta los topes. Una orquesta
tocaba en el escenario, un grupo de desplazados franceses con unos ridículos feces.
Harvey Deacon bajó la escalera justo antes de las diez y llamó al jefe de camareros
chasqueando los dedos.
—Encuéntrame una mesa por atrás, Sammy. La siete sería perfecta.
—Por supuesto, señor.
El camarero se escurrió hacia allí, ansioso por complacer a su patrón. Deacon lo miró
acercarse a un grupo de soldados norteamericanos que estaban sentados en aquella
parte. Se produjo una discusión cuando el camarero intentó convencerlos de que la
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mesa estaba reservada. Los soldados rezongaron, pero acabaron por aceptar el cambio
ante la promesa de una cerveza gratis. Cuando volvió el camarero, condujo a Deacon
hasta la mesa.
—Tomaré una copa de champán —dijo Deacon, mirando el reloj, malhumorado—.
¿Por qué demonios se retrasa la actuación?
—Está a punto de empezar, señor.
Cuando el camarero le hubo servido el champán, Deacon encendió un cigarro.
Estaba tenso y apenas había dormido en las últimas veinticuatro horas. Tenía ojeras y
se sentía agotado, pero al mismo tiempo tenía una sensación de liberación. El mensaje
de Berlín había sido claro: llegarían cuatro personas para poner en marcha la operación
y, luego, los paracaidistas. Era, sin duda alguna, un plan osado; sólo el tiempo diría si
también era brillante. De una cosa estaba seguro. Si salía bien, la guerra podía darse
por ganada.
Pero había algo igual de importante: obtendría la revancha de lo que le había
sucedido a Christina.
Todavía sentía correrle por la sangre un escalofrío cuando pensaba cómo había
muerto. Durante la primera incursión aérea norteamericana en pleno día sobre Berlín
seis meses antes, su apartamento había quedado reducido a escombros. Nunca
encontraron el cuerpo, y Deacon quedó destrozado cuando su correo español le
comunicó la noticia. La idea de matar a Roosevelt y a Churchill inyectaba un chorro
de adrenalina y venganza en sus venas.
Pero las cosas tenían que ir de prisa, y a Deacon no le gustaba demasiado la
sensación de urgencia. Se estaba adentrando en aguas profundas y tenía que navegar
con mucho cuidado. Pero no cabía duda de que la sensación que le producía era
eléctrica.
Allí sentado vio que de pronto se encendía un foco y el telón rojo se abría. Media
docena de mujeres aparecieron en el escenario, vestidas con minúsculos corpiños de
lentejuelas y bombachos de tul, y acompañadas por el ritmo de un tambor egipcio.
Tanya, la estrella del espectáculo, estaba en el centro, y sus encantos eran evidentes:
largo pelo negro y grandes ojos negros almendrados, complementados por un cuerpo
voluptuoso de curvas espléndidas y pechos increíbles. Era mitad italiana y mitad
árabe, una combinación poderosa.
La orquesta arrancó y las chicas bailaban y se iban quitando la ropa. Los músicos
hacían cuanto podían por mantener el espectáculo dentro del tempo, pero las chicas
eran unas bailarinas francamente lamentables. Aunque al público parecía no
importarle demasiado.
Un hombre se abrió paso entre la masa con una copa de champán sujeta muy por
encima de la cabeza y una mirada de aprobación brillándole en los ojos ante la
actuación de las chicas. Era alto y brioso, con un cierto aire impertinente, y sus manos
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bien cuidadas y su traje caro a la europea traslucían una extracción social privilegiada.
Omar Rahman era capitán de las Reales Fuerzas Aéreas de Egipto e hijo de un ministro
del gobierno, y furibundo simpatizante nazi. No podía apartar los ojos de Tanya al
verla desvestirse.
—¡Dios mío, qué mujer! Con esos pechos puede volver loco a cualquier hombre.
—Luego habrá tiempo para eso —dijo Deacon con una sonrisa indulgente—. ¿Tiene
la información que necesito?
Omar sacó un sobre del bolsillo con habilidad y se lo tendió a través de la mesa.
—Está todo ahí, todo lo que me pidió.
Deacon se guardó el sobre en el bolsillo con discreción.
—Bien, Omar, ¿podrá hacerlo?
—Ya me conoce, siempre estoy dispuesto a correr riesgos —respondió el capitán,
sonriendo.
—Pero ¿se puede hacer?
—Robar el avión no es difícil. Hasta hace unos pocos meses, los británicos
controlaban las fuerzas aéreas egipcias con mano de hierro, no podíamos despegar ni
aterrizar sin su permiso, y teníamos el combustible racionado. Pero desde que se fue
Rommel se han suavizado un tanto las cosas. Y estoy convencido de que el plan que
usted sugiere es factible. Siempre y cuando mantenga usted su parte del trato.
—De eso puede estar seguro. —El rostro de Deacon se iluminó—. Bien, arreglado,
entonces.
La actuación de las chicas estaba terminando. Sonaba sólo un tambor solitario.
Tanya se adelantó, completamente desnuda excepto por un par de adornos de
lentejuelas en los pechos y unas diminutas bragas ajustadas. Comenzó a balancear las
lentejuelas en círculos, contoneando al mismo tiempo las caderas y haciendo una
interpretación ridícula de Déjame entretenerte. Sus ondulaciones eróticas azuzaron al
público y hubo una especie de frenesí sexual hasta que el redoble culminó con un
fuerte golpe y se terminó el número. Se produjo un instante de silencio y después los
hombres de las mesas enloquecieron, se pusieron de pie gritando y aplaudiendo.
Tanya hizo una reverencia y sus pechos lúbricos resultaron aún más seductores.
Deacon vio cómo Omar se relamía.
—¿Le gustaría pasar un par de horas con ella en la cama?
—Amigo mío —dijo Omar con una gran sonrisa—, eso sería el cielo en la tierra.
Deacon se echó a reír.
—Venga, lo acompañaré a su camerino.
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Malta
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su capricho habitual, un buen puro y un gran brandy con soda, que le sirvió uno de
los oficiales del buque.
—No mucha soda, joven, que si no le mata todo el sabor. —La mirada de Churchill
pasó del oficial al general Hastings Pug Ismay, su jefe de gabinete, que lo había
acompañado a la mesa—. Bien, Hastings, ¿damos un paseo hasta mi camarote?
—Por supuesto, primer ministro.
Churchill dio las gracias al oficial que le tendía el coñac e inició la marcha por
cubierta con el vaso en la mano. Era una noche suave, soplaba una amable brisa
mediterránea, el agua chapoteaba contra el casco a la luz de la luna. Churchill, por
respeto a las normas de seguridad a bordo, desistió de encender su cigarro hasta que
estuvieron en el camarote. Era muy pequeño, casi espartano, y sólo había un armarito
junto a la cama, un par de sillas y un baúl de metal, una sencillez nada en consonancia
con la evidente personalidad voluminosa del hombre, pero también, muy poca gente
se daba cuenta de hasta qué punto su primer ministro era un guerrero sencillo, puros
y coñacs aparte.
—Siéntese, Hastings.
Churchill se dejó caer en una silla y acercó una cerilla al cigarro. Entonces, Ismay se
dio cuenta de que el primer ministro tema mala cara y no estaba muy bien; una fuerte
infección de garganta, junto con los efectos de las vacunas contra el tifus y el cólera
para el viaje, le habían tenido ya en cama durante varios días. Para más inri, tenía por
delante un duro programa de tres semanas de reuniones de alto secreto: cinco días en
El Cairo con Roosevelt para hablar de la Operación Overlord, la invasión de Europa,
y con Chiang Kai Chek, el líder chino, para decidir las tácticas en Extremo Oriente y el
Pacífico, luego en Teherán con Roosevelt para conferenciar con Stalin sobre la
estrategia aliada y después otra vez de vuelta a El Cairo con Roosevelt para intentar
resolver las cuestiones tácticas que se hubieran producido en las reuniones. En
aquellos momentos, la guerra había llegado a un punto crítico: con la invasión de
Sicilia y la península italiana, la marea iba creciendo lentamente a favor de los aliados.
Ismay estaba convencido de que las valoraciones que se hicieran en las semanas
siguientes decidirían con claridad el éxito o el fracaso.
—¿Está pensando en la reunión, primer ministro? —preguntó Ismay, acercando la
otra silla.
—Me estoy cansando de estas malditas conferencias, Hastings, y harto de la guerra.
Dios quiera que todo este espantoso asunto se acabe pronto. Por eso quiero dejarlo
todo bien atado en El Cairo; hasta el último cabo. Nuestra estrategia, desde Europa y
los Balcanes hasta Rusia y Extremo Oriente. Luego, coger la pelota bien cogida y salir
corriendo lo más de prisa que podamos. —Churchill lanzó a su jefe de Estado Mayor
una mirada acerada, que podría haber sido aterrorizadora si no pretendiera transmitir
una total sinceridad—. Si no es así, me temo que perderemos la guerra.
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—Que más que sucumbir a manos de los asesinos de Hitler, tengo la intención
absoluta de morirme mientras duerma, qué demonios, a una edad más que provecta y
con toda mi familia alrededor. Y no hay mucho más que decir sobre eso, Hastings.
Ismay no pudo evitar sonreír de oreja a oreja.
—Y sin duda, con un puro en la boca y un coñac al lado, ¿no es cierto?
Churchill se volvió y levantó el vaso.
—Eso es, exactamente.
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CAPÍTULO 17
El Cairo
El viejo almacén en la bulliciosa zona del mercado de Jan-el-Jalili era, por fuera,
como cualquier otro del zoco, un edificio desvencijado y grande de ladrillo con las
paredes ennegrecidas de hollín.
Por dentro, era algo completamente distinto.
Era como la cueva del tesoro, repleta de suministros que habrían enorgullecido a
cualquier oficial de intendencia de los Institutos de las Fuerzas Armadas —tierra, mar
y aire—, atestada de jaulas de alcoholes diversos, material sanitario, cajas de zapatos,
mantas, latas de comida y aceite de oliva, piezas de tela y prácticamente cualquier cosa
a la que se le pudiera hinchar el precio en el mercado negro.
Reggie Salter estaba sentado ante la mesa de la oficina del primer piso, contando
varios fajos gruesos de billetes egipcios cochambrosos; la frente le sudaba, como
siempre que contaba dinero. Era un hombre bajo, de treinta y pocos años, con aire
pringoso, y vestido con una chaqueta de hilo manchada de sudor y una Browning
automática que destacaba nítidamente en la pistolera de cuero que llevaba en el
sobaco. El calor y la humedad de aquella tarde eran insoportables, y de vez en cuando
se limpiaba el rostro con un pañuelo.
Al otro lado del despacho, un niño egipcio descalzo y flaco, de no más de diez años,
estaba sentado sobre un par de sacos de harina moviendo con las manos tan de prisa
como podía unos pedales de bicicleta que accionaban un complicado artefacto
mecánico de poleas y cadenas que hacían girar un par de grandes ventiladores con
aspas de madera que había en el techo, aunque el aire era demasiado agobiante para
que se notase la diferencia.
—¿No puedes hacer girar esas jodidas palas un poco más de prisa? —le espetó
Salter. El niño estaba cubierto de sudor, pero hizo todo lo que pudo para obedecer.
Sonó un golpecito en la puerta y Salter se sobresaltó, pero no levantó la vista y siguió
contando billetes.
—Estoy ocupado. ¿Qué cojones pasa?
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El día que Reggie Salter desertó del Octavo Ejército, su vida cambió para mejor. Se
había convertido en un proscrito, pero un proscrito rico. Cuando la campaña de África
del Norte tomó cuerpo, miles de jóvenes soldados asustados huyeron de sus unidades
y se escondieron por las ciudades y el delta del Nilo, ansiosos por no recibir una bala
alemana entre los ojos. En el caso de Salter, no fue el miedo lo que lo hizo escabullirse
de su trinchera en mitad de la noche, sino puro sentido común.
Por lo menos veinte mil desertores aliados andaban por Egipto en el momento
culminante de la guerra, dato que al ejército no le gustaba admitir. Los más duros de
todos ellos, un centenar por lo menos, habían organizado negocios muy lucrativos,
empleando grupos organizados de desertores para robar en almacenes civiles y
depósitos militares. Salter se había hecho uno de ellos, probablemente el de mayor
éxito, cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que ya había desarrollado una buena
carrera de delincuente en Londres antes de que lo movilizasen. Ahora dirigía una
banda de veinte desertores armados y peligrosos, ingleses y norteamericanos,
ayudado por un puñado de árabes, que tenía en marcha uno de los negocios más
notorios y provechosos del mercado negro en Egipto.
Se abrió la puerta cuando Salter estaba sentado en el borde de su mesa, y apareció
un individuo renegrido con bigote negro. Era Costas Demiris, hijo de un comerciante
griego y, al igual que su socio Salter, desertor. Sus ojos negros estaban siempre en
movimiento, y no se perdían detalle de lo que sucedía a su alrededor.
—¿Cuál es el problema, Reggie?
Salter encendió una breva de un paquete que había sobre su mesa.
—Deacon está aquí.
—Así que las gallinas han acabado volviendo al gallinero —dijo Costas con una
sonrisa—. ¿Vas a pagarle las doscientas libras que perdiste en su ruleta? Ya hace más
de un mes.
—Y un huevo. —Salter juntó todos los dedos e hizo chasquear los nudillos con una
mueca maliciosa en la cara—. Las ruletas de ese tipo están más torcidas que la pata de
atrás de un perro. Anda jodiéndome y acabaré por pillarle los cojones.
La sonrisa de Costas se ensanchó ante la perspectiva de que hubiera problemas
cuando vio que el guardaespaldas abría la puerta para que entrara Harvey Deacon,
seguido de Hassán. Salter cruzó despacio la habitación y le tendió la mano.
—Me alegro de verte otra vez, Harvey. ¿Qué quieres beber? Tengo un escocés de
diez años que está para morirse.
—¿Por qué no? —dijo Deacon, encogiéndose de hombros.
—Ponle una copa a Harvey, Costas.
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El griego cogió una botella de uno de los cajones de la mesa, limpió un par de vasos
grandes con la camisa, los llenó y se acercó con ellos. Salter hizo chocar su vaso con el
de Deacon.
—Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Harvey, compañero? —preguntó, y luego señaló a
Hassán con la cabeza—. Aquí tu muchacho dijo que era urgente.
—Yo no soy su muchacho —espetó Hassán en respuesta. —No hablaba contigo,
moreno. Así que procura cerrar esa jodida boquita hasta que te hablen. —Salter miró
al árabe con ojos amenazadores y luego se volvió hacia Deacon—. Así que, ¿cuál es el
problema, Harvey?
—No hay problemas. Negocios, si te interesan.
—Eso siempre me gusta. Bien, te escucho. ¿Qué necesitas, un par de cajas de whisky
escocés de contrabando?
—Esta vez no. —Deacon fue a sentarse en una de las sillas. Se pasó un dedo por
dentro del cuello de la camisa, porque el calor en la oficina del almacén era asfixiante,
y luego miró con expresión divertida los cajones y sacos de mercancías del mercado
negro que se amontonaban en la habitación—. Sabes, nunca deja de sorprenderme
cómo es posible que todavía no te haya pillado la inteligencia militar. Te mueves por
la ciudad a tus anchas mientras se ofrece una recompensa por tu cabeza. Debes tener
los huevos de hierro, Reggie. O un ángel de la guarda al lado.
—Es mi secreto, hermanito —dijo Salter alzando el vaso con una sonrisa—. Pero los
militares tienen peces más gordos que pescar que Reggie Salter. El tío Adolf, por
ejemplo.
En realidad, el almacén de Salter sólo era uno de los varios que tenía por la ciudad,
casi todos formados por una red de túneles bajo tierra, con garitas y corredores que
daban tres calles más allá, y raramente dormía en la misma cama más de una noche.
También tenía una lista de informantes que se alargaba hasta la oficina del propio jefe
de intendencia militar, un servicio muy caro pero que pagaba de buen grado, puesto
que le aseguraba que conseguiría evitar que lo capturasen y lo mandasen directamente
al pelotón de fusilamiento tras llevar dieciocho meses desaparecido y con precio
puesto a su cabeza.
—Esa deuda de juego que tienes conmigo —dijo Deacon con gran calma—, ¿qué te
parecería cancelarla y ganar un poco de dinero adicional en el negocio?
Salter lanzó una mirada a Costas y levantó las cejas con una ligera sonrisa.
—Eso me gustaría muchísimo, querido. Pero ¿dónde está el truco, como solía decir
mi abuelo?
—Necesito un jeep. Uno de los que usa el ejército americano, con indicativos de
policía militar.
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Reggie Salter se sirvió whisky en su vaso y luego se quedó mirando por la ventana
churretosa del almacén cómo Deacon y el árabe salían del edificio y desaparecían por
el mercado. Se frotó el mentón.
—Me pregunto qué tramará el viejo Harvey.
—¿Crees que nos ha contado la verdad? —dijo Costas, poniéndose a su lado.
Salter dio un trago de whisky, se encogió de hombros y se limpió una capa de sudor
grasiento de la frente.
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—Puede ser. Pero por lo que yo sé, no es del tipo de los que se meten en negocios
molestos. Viene a pedirnos un par de cajas de bebida robada cuando se le acaba, pero
eso suele ser todo.
—Uniformes de la policía militar, un jeep, armas, tres camiones... Me parece mucho
pedir, Reggie.
—Y tres mil es mucha pasta. Tiene que haber un beneficio con tanta inversión. Un
beneficio bien grande. Así que, me pregunto, ¿en qué andan esos socios suyos?
—¿Tienes alguna idea?
—Una nómina —dijo Salter, dejando el vaso—, artefactos de valor, limpiarle las
joyas al rey Faruk, ¿quién sabe? Recuerda que unos tíos con cara se hicieron la oficina
del pagador de marina en Port Said hace tres meses y se largaron con sus buenas diez
mil o más. Desertores, con uniformes y camiones robados de la marina, y que tengan
suerte, eso digo yo. A mí me huele que esto podría ser algo por el estilo.
Costas frunció el ceño y se frotó el bigote.
—Nunca me hubiera imaginado a Deacon metiéndose en una cosa así.
—Ése es el punto. —Salter miró a su alrededor—. Tiene que haber mucho más que
lo que se ve. Es seguro que alguien puede hacer sus compras por medio de Deacon.
Pero no pueden ser delincuentes con experiencia, porque entonces tratarían
directamente conmigo, o con otros como yo. Pero anden en lo que anden, sin duda que
tiene que ser cosa grande, y sobre todo con tanta herramienta de por medio.
En los ojos de Salter apareció de pronto un destello, y Costas lo miró con una sonrisa
torcida.
—Conozco esa expresión, Reggie. Tú tramas algo.
Salter hizo un guiño y chasqueó los nudillos.
—Todavía no, compañero. Pero tengo la extraña sensación de que podríamos sacar
algo interesante de esto. Y eso podría valer mucho más de tres mil en esterlinas.
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CAPÍTULO 18
El Cairo
17 de noviembre, 23.45 h
Weaver estudió el rostro de los dos árabes que tenia de pie ante él. Los había cogido
esa tarde la policía egipcia y los había entregado en la Comandancia de Policía Militar,
en el cuartel de Kasr-el-Nil. Uno de ellos iba bien afeitado, el otro llevaba una barba
descuidada, y ambos tenían un aspecto patético, allí, esposados. Finalmente, Weaver
se volvió hacia Sanson y negó con la cabeza.
—¿Está seguro?
—Sí.
Sanson hizo un gesto con la cabeza a los dos sargentos que esperaban en la puerta.
—Bien, de momento, llévenselos afuera.
Weaver había sabido tan pronto como los sospechosos fueron introducidos en la
sala que ninguno de ellos era el hombre que lo había apuñalado. En sus caras no había
ninguna señal de golpes, pero los había observado cuidadosamente a los dos,
especialmente al de la barba, para estar completamente seguro. Cuando los sargentos
sacaron a ambos hombres de la habitación, Sanson se sentó con un suspiro, se quitó la
gorra y abrió la carpeta que tenía en la mano.
—Por lo que respecta a los otros cuatro sospechosos que señaló en las listas de
simpatizantes, la policía dice que uno de ellos, el hombre de negocios turco, se volvió
a Estambul hace casi un año, otro está cumpliendo condena por robo en Luxor, y un
tercero tiene una coartada a prueba de bomba.
—¿Qué clase de coartada?
—Está muerto y enterrado. Fue apuñalado hace tres meses en una pelea con un
infante de marina británico.
—¿Y qué hay del último?
—No contenga el aliento. —Sanson observó la carpeta antes de levantar la vista—.
La policía lleva, por lo menos, cinco meses intentando detenerlo. Es un extremista de
la Hermandad Musulmana, buscado por intento de asesinato y por incendio, disparó
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vuelve a transmitir. Están vigilando las frecuencias que ha empleado hasta ahora
durante las veinticuatro horas del día.
Se oyó llamar a la puerta, y un teniente asomó la cabeza y le dijo a Sanson:
—Lo llaman por teléfono, mi teniente coronel.
Weaver se acercó a la ventana cuando Sanson salió y se quedó allí durante varios
minutos, contemplando un pelotón que marcaba el paso por las verjas del cuartel.
Había una gran actividad. El cuartel de Kasr-el-Nil y el campamento Huckstep, la base
norteamericana, bullían de efectivos de refuerzo, trasladados para reforzar la
seguridad de la conferencia. Weaver sabía que su única esperanza era ya que Besheeba
transmitiera de nuevo y les diera tiempo de localizar el emisor. Pero eso dependía de
que la transmisión durase el tiempo suficiente, y a juzgar por sus actuaciones pasadas,
era poco probable.
Echó una mirada al reloj de pared. Eran las doce.
Se frotó los ojos. Apenas había visto a Helen desde hacía dos días, sólo al pasar a su
lado fugazmente en él despacho. Ella le había pedido que volviera a su piso esa noche,
y a pesar del agotamiento que lo invadía, y el dolor que continuaba inundando su
cerebro, esperaba ansioso poder estar de nuevo con ella. Buscó el frasco de píldoras, y
estaba a punto de meterse una en la boca, cuando regresó Sanson, con cara de
satisfacción.
—Por una vez, hay una buena noticia. Me parece qué hemos encontrado al autor de
la nota. De acuerdo con las listas de prisioneros de guerra, un tal Hauptmann Manfred
Berger de la inteligencia militar alemana fue capturado hace seis meses en Túnez.
—¿Y dónde está ahora?
—En Lagos Amargos. Acabo de telefonear, y lo tienen allí según el comandante del
campo.
Lagos Amargos estaba a dos horas de coche al sureste de El Cairo. Eran un conjunto
de lagos salados, cerca de Suez, una verdadera hoya de calor y mosquitos. Allí estaban
internados miles de ciudadanos del Eje, italianos y alemanes, junto con prisioneros de
guerra.
Weaver se despejó por completo, se puso firme e intentó olvidar el dolor.
—¿Cuándo podremos hablar con él?
Sanson cogió su gorra.
—En cuanto lleguemos allí.
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El Calvo Reed estaba borracho. No tan borracho como para no poder volver al
cuartel andando desde el burdel que acababa de visitar, pero sí para no descubrir el
coche verde oliva que lo seguía hasta que se subió al bordillo y un individuo
corpulento de uniforme se bajó de un salto.
—Reggie quiere decirte algo.
Reed tragó saliva y subió al asiento trasero del automóvil. Allí estaba Salter,
disfrazado de militar con una guerrera de comandante inglés echada sobre los
hombros. El coche arrancó.
—Calvo, colega, perdona el teatro, pero ha surgido algo urgente y necesito que me
ayudes.
—Por un jodido instante pensé que me raptaban —dijo Reed, limpiándose el sudor
de la cara.
—A ti no, colega —se rió Salter—. Eres demasiado precavido. Aquí hay quinientos
papeles, a cuenta —dijo, y le alargó un fajo de billetes—. Y otros quinientos cuando se
termine el trabajo.
—¿Qué trabajo? —preguntó Reed, frunciendo el ceño. Cuando Salter le explicó lo
que necesitaba, Reed se puso pálido, se le quitó la borrachera de repente, y quiso
devolverle el dinero.
—Por Dios, Reggie. ¿Vehículos militares, armas y uniformes? En menudo agujero
me metería con una cosa así, de verdad...
—Hazlo como yo te diga, colega —le replicó Salter—. Y quiero todo el lote en
cuarenta y ocho horas.
—Reggie, ten piedad...
El coche se detuvo, Salter embutió el dinero en la sahariana de Reed, le dio un
golpecito en la mejilla y le indicó la puerta.
—Es un negocio importante, compañero. Así que haz lo que te pido. Si no, tus
cojones acabarán colgando del rosario de algún árabe.
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CAPÍTULO 19
Berlín
Schelienberg entró con Rachel en el barracón justo pasadas las siete de aquel
miércoles por la mañana. Fuera estaba oscuro y hacía muchísimo frío, la estufa de
cerámica de la esquina estaba ardiendo, pero aun así el cuarto seguía helado.
—Es hora de que conozcan al último componente de su equipo, caballeros —
anunció, frotándose las manos con fuerza—. Permítanme que les presente a la señorita
Stern. De ahora en adelante, para ustedes será María Tauber, judía alemana desterrada
y experta arqueóloga. —Se dirigió a ella—: Al comandante Halder ya lo conoce. Pero
a efectos de su misión es Paul Mallory, norteamericano y catedrático de Arqueología.
Los papeles que lleva son auténticos, por cierto. El Mallory auténtico fue capturado
por nuestras tropas en Sicilia hace tres meses, era profesor de la Universidad
Americana de El Cairo y estaba ayudando al ejército norteamericano a identificar
importantes piezas romanas que nuestras tropas habían liberado en el norte de África.
—Schelienberg señaló con un gesto a Kleist y a Doring—. Y estos otros son los dos
caballeros de los que le hablé. Sus nombres serán Karl Uder y Peter Farnback, ambos
sudafricanos.
Kleist inclinó la cabeza, dio un taconazo, sonrió y dijo:
—Es un placer, señorita.
Rachel lo ignoró intencionadamente y le dijo a Schelienberg:
—Si se supone que el comandante Halder es norteamericano, ¿por qué no lleva
uniforme?
—Una buena pregunta —dijo Schelienberg, sonriendo con encanto—, me alegra ver
que capta usted el espíritu de las cosas, pero de eso ya nos hemos ocupado. En los
papeles del profesor se indicaba que tenía una enfermedad y eso nos vino bien, porque
no era útil para el servicio activo. Bien, sigamos adelante.
Sobre la mesa había varias bolsas Gladstone, les entregó una a cada uno de ellos y
después le dio a Rachel un juego de documentos de identidad.
—Sus efectos personales, y la documentación necesaria. Le aconsejo que se
familiarice con la identidad falsa que le hemos adjudicado. Si la detienen o la
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
interrogan en suelo egipcio, el menor desliz puede costarle la vida, y la de los demás.
Ahora, lo mejor es que todos examinen sus pertenencias.
Abrieron las bolsas. Dentro había ropa y efectos personales. Un juego de pertrechos
civiles para el desierto, con cantimploras, trajes de safari y sombreros caquis de ala
ancha, junto con prendas informales más corrientes. Toda la ropa tenía un aspecto
usado.
—Creo que descubrirán que los sastres han hecho unos arreglos excelentes. Toda la
ropa y los objetos personales pertenecían a prisioneros aliados o refugiados de África
del Norte, de modo que no levantarán sospechas si los registran. Antes de partir se les
dará una cantidad suficiente de dinero.
—Al parecer se han acordado de todo. Muy bien pensado —dijo Halder, al tiempo
que blandía un cartón de Lucky Strike que había sacado de su bolsa.
—La variedad alemana creo que les hubiera sorprendido, así que será mejor que se
acostumbre a ellos —dijo Schelienberg, sonriendo—. Las marcas egipcias son más bien
difíciles de encontrar en Berlín, como se puede imaginar. Pero éstos servirán. —Cogió
un paquete de los cigarrillos americanos, sacó uno dando golpecitos, lo encendió y
luego se puso las manos en las caderas, muy decidido—. Ahora vamos a repasar las
cosas una vez más. Sólo lo imprescindible. Hechos relevantes que la señorita tendrá
que conocer. Después los dejaré solos para que se prueben la ropa, se familiaricen con
mapas y rutas, y para que se conozcan mejor.
Halder estaba estudiando un plano de El Cairo con Rachel a su lado, cuando Kleist
se les acercó por detrás y señaló el mapa.
—Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en esa mierda de ciudad maloliente.
Y desde luego nunca hubiera querido volver a verla, es sucia y cochambrosa.
—Es una pena que sólo la viera de ese modo —le respondió Halder secamente—.
Es evidente que se perdió en más de seis mil años de historia. Tal vez hubiera podido
aprender algo de ella.
—¿Con qué objeto? La verdadera historia sucede aquí, en la patria. —Kleist sonrió—
. Las mujeres egipcias estaban muy bien, eso sí es verdad. Alguno de los mejores
burdeles que he tenido el placer de frecuentar estaban en El Cairo y Alejandría. Según
mi experiencia, las mujeres por las que se paga son siempre las mejores.
—No dudo que es usted un experto en tales asuntos. —Sabía que diría usted eso —
se rió Kleist, y miró a Rachel—. Schelienberg me ha dicho que usted y esta mujer ya se
conocían.
—¿Y qué?
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Esta vez, Kleist miró descaradamente a Rachel, evaluando su cuerpo con una
sonrisa torva.
—Tengo la esperanza de llegar a conocer mejor a la señorita. Incluso admito que
para ser judía resulta tentadora.
—Dejemos una cosa clara —le replicó Halder con mirada acerada—. A la más
mínima incorrección que tenga usted con ella, yo mismo le pegaré un tiro, ¿entendido?
—¿Eso es una amenaza, Halder?
—Considérelo una advertencia amistosa. Y, si yo fuera usted, la seguiría.
Halder se adelantó para llevarse a Rachel, y Kleist lo agarró de golpe por el brazo,
lo hizo girar, se inclinó hacia él y lo miró directamente a los ojos.
—¿Y esto ya es un hecho? —El enorme SS sonreía, pero sus ojos denotaban dureza
y peligro—. ¿Está seguro de que podrá mantener la amenaza?
Al instante, la rodilla de Halder salió disparada hacia arriba y golpeó a Kleist en la
ingle. Kleist se dobló de dolor, Halder lo cogió por un brazo, se lo retorció con mucha
fuerza y lo empujó contra la pared.
—¡Suélteme, por Dios! ¡Me está rompiendo el brazo!
—La próxima vez será la cabeza. Puede que usted y yo tengamos la misma
graduación, Kleist, pero no se olvide de quién está al mando de esta fase de la
operación. De modo que, en adelante, me otorgará usted el respeto adecuado como
camarada oficial y se dirigirá a mí llamándome comandante. ¿Queda entendido?
—Sí... —Kleist estaba blanco de dolor—. Sí, comandante. Como usted diga, mi
comandante.
Halder lo soltó y lo alejó de un empujón. Los ojos de Kleist hervían de rabia, y
Halder se apresuró a decir
—No quiero que esto vaya más lejos. A no ser que quiera usted tener problemas.
Otra reacción como ésa y tendrá que habérselas con la ira de Schelienberg, además de
la mía. Y ahora vuelva al trabajo.
Kleist se tragó la rabia y fue a reunirse con Doring.
Halder tomó a Rachel de la mano y la condujo hasta la puerta. Mientras caminaban
por el recinto le dijo:
—Te pido disculpas. Ese hombre es un bruto, que no sabe mantener tener la boca
cerrada. Hablaré con Schelienberg antes de que el muy idiota se nos desmande.
Mientras tanto, procura ir con mucho cuidado cuando lo tengas cerca. Es un animal
peligroso, podría matarte si te cruzas en su camino. Si fuera por mí, lo apartaría de esta
misión, pero desgraciadamente yo no tengo arte ni parte en el asunto.
—No tienes por qué salir en mi defensa.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Había una dureza en su voz que hizo detenerse a Halder, cogerla suavemente del
brazo y hacerla girar para quedar frente a frente.
—El campo de prisioneros te ha cambiado por completo, ¿verdad? —Acercó una
mano a su cara—. Mi pobre Rachel.
Ella se apartó.
—Ya te lo dije antes... no me toques. Y no necesito que me protejas. Sé cuidarme sola
—y dicho eso, se giró bruscamente y se alejó.
Kleist estaba ante la ventana del barracón, palpándose la ingle, mareado. Observaba
a Halder y a la mujer cruzar el recinto. En sus ojos había muerte; en aquel momento,
su odio era total y absoluto, iba más allá de todo razonamiento.
Doring se le acercó y los dos vieron a Rachel Stern alejarse y dejar solo a Halder,
hasta que él acabó por desaparecer.
—Es duro el cabrón, ¿eh? De todos modos, la mujer no parece que esté muy contenta
con lo que ha hecho. Yo hubiera pensado que le gustaría que alguien hiciese de
caballero andante con armadura y todo.
—Tal vez tenga más cabeza de la que crees —dijo Kleist, escupiendo en el suelo—.
Halder es uno de esos ricos aristócratas prusianos de mierda. Y presume de ello.
—¿De ahí viene?
—¿No lo ves? Es de esos mismos tipos estirados que llevan no sé cuántos siglos
ordeñando a este país y pisoteando a los campesinos. Mi padre se pasó toda su puta
vida rompiéndose el culo por esa banda, ¿y para qué? Un plato de sopa y una tumba
antes de hora. Si quieres mi opinión, el Führer tendría que haber hecho con ellos lo
mismo que con los judíos. Los tipos como Halder me ponen enfermo.
—¿En esas estamos? —Doring sonrió—. Tenía la sensación de que era algo más
personal. De todos modos, sabe cuidar de sí mismo, eso se lo reconozco. Es la primera
vez que he visto a alguien machacarle los huevos y largarse con vida.
Kleist se volvió hacia él:
—Borra esa jodida sonrisita de tu cara, o te la quito yo por mi cuenta.
Doring obedeció de inmediato.
—Perdón, Herr comandante.
—No sé qué coño es lo que encuentras tan gracioso. A los Halder de este mundo les
gusta pensar que están por encima de ti y de mí, porque nos han tenido aplastados
demasiado tiempo. Ese individuo tiene que aprender la lección. No ingresé en las SS
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CAPÍTULO 20
Lagos Amargos
A primera hora el aire era frío, la carretera del desierto estaba vacía y no se cruzaron
ni un solo vehículo. Weaver entraba y salía del sueño, dando cabezadas en el asiento
del pasajero hasta justo pasadas las cuatro de la mañana, cuando Sanson salió de la
carretera principal y continuó otros tres kilómetros por una pista desolada.
—Despierte. Es aquí.
Weaver se frotó los ojos y vio un cartel en inglés y en árabe: «Prohibido el paso,
excepto a personal militar autorizado.»
Estaban en un valle oscuro, los primeros instantes del amanecer apenas teñían el
horizonte, y el lugar producía un efecto fantasmal. Pudo entrever una vasta
agrupación de barracones de madera y chapa ondulada, rodeada de cierres de
alambrada, y torres de vigía que se alzaban en medio de la oscuridad. Llegaron a la
barrera de la entrada principal del campo y se detuvieron. Dos centinelas armados de
la garita de guardia examinaron sus papeles y luego telefonearon al oficial de guardia
y les permitieron entrar. A la puerta del edificio principal de la administración los
recibió un comandante inglés de aspecto cansado, que los condujo a su despacho.
—Tengo entendido que viene usted para interrogar a Berger, mi teniente coronel —
le dijo a Sanson—. Es una hora bien rara para eso, si me permite decirlo.
—Asunto de seguridad —dijo Sanson sin más—. Quisiéramos echar una ojeada al
expediente del prisionero.
—Como desee. —El comandante no preguntó nada más.
Salió y regresó a los diez minutos con una carpeta marrón y se la entregó.
—¿Conoce usted a Berger personalmente? —preguntó Weaver.
—Creo que se podría decir que sí.
—¿Cómo es?
—Un alemán de lo más decente. Podría decirse que es un prisionero modelo. —El
comandante sonrió—. Y un jugador de ajedrez muy bueno. Por lo general, me gana
todas las veces sin despeinarse. —Se encogió de hombros, como disculpándose por
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—Podría ser —dijo levantando la vista—. Según va la guerra, nueve meses es toda
una vida.
—¿Lo escribió usted? —repitió Sanson.
—Me temo que no me acuerdo.
—Su nombre está aquí, justo al final. Hauptmann Manfred Berger.
—Sí, ya lo veo —dijo Berger encogiéndose de hombros—. Pero en el ejercicio de mis
obligaciones puse mi nombre en muchos papeles, y me vi obligado a intentar que
muchos de nuestros agentes cruzaran las líneas de ustedes. No puede esperar que me
acuerde de cada uno de ellos.
—Este agente en El Cairo, nombre en código Besheeba, y este otro, Fénix. ¿Qué me
puede decir de ellos?
—No sé nada de ninguna de esas dos personas.
—La nota sugiere otra cosa, Berger —le presionó Sanson—. Es evidente que sabía
lo que estaba usted escribiendo, así que no me diga más mentiras.
El alemán se sonrojó ante el asomo de amenaza de Sanson. Observó a sus dos
interrogadores.
—¿Se me permite una observación?
—Se le permite.
—Para Alemania, la guerra en África del Norte se ha acabado. Cualquier agente que
hayamos tenido aquí ya no importa lo más mínimo. —Levantó la vista, con
curiosidad—. Y, sin embargo, dos jefes de inteligencia vienen aquí a las cuatro de la
mañana para interrogarme. ¿Puedo preguntar por qué?
Sanson ignoró la pregunta, e insistió:
—Se lo preguntaré una vez más...
—Recuerde, por favor, que bajo los términos de la Convención de Ginebra sólo
estoy obligado a darles mi nombre, número y graduación. Nada más. Ustedes dos son
soldados, y lo saben.
—Me importa un carajo la Convención de Ginebra, Berger —bramó Sanson, dando
un puñetazo en la mesa—. Conteste a mi maldita pregunta.
Berger pareció un tanto alterado por la hostilidad de Sanson, pero acabó
respondiendo, tranquilo:
—Lo siento, pero la verdad es que no sé nada. Ustedes deberían de saber que los
oficiales de inteligencia subalternos como yo no suelen tener acceso a las verdaderas
identidades de los agentes. Esa clase de información está limitada a los cuarteles
centrales de Berlín.
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Berlín
19 de noviembre, 16.00 h
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Lagos Amargos
—No es mucho, pero es algo, sin la menor duda. —Sanson encendió un cigarrillo,
sentado en la sala de interrogatorios una hora más tarde, después de que se hubiesen
llevado a Berger. Weaver permanecía callado mientras Sanson releía sus notas.
—Ahora sabemos con seguridad que Fénix llegó a El Cairo hace nueve meses para
ayudar a mejorar la obtención de información de los alemanes. También sabemos, por
el acuerdo de Berger con nuestra descripción, que probablemente sea nuestro amigo
Farid Gabar. Y sabemos que una vez que cruzó nuestras líneas, probablemente
permaneció una noche en un lugar seguro de Ezbekiya, un hotel que pertenece a un
simpatizante árabe que trabaja para la inteligencia alemana, antes de entrar en contacto
con Besheeba.
La información que Berger les había dado era escasa, desde luego, pero, aun así,
significativa. Se había limitado a transcribir el mensaje cifrado a su comandante, pero
admitió haber visto dos veces al árabe descrito por Sanson durante las reuniones de
inteligencia en el cuartel general de la Wehrmacht. Como Weaver sospechaba, Berger
no estaba al tanto de la verdadera identidad o posición de los agentes, y no les pudo
contar nada de Besheeba, salvo que había oído rumores de que era el espía principal
de Berlín en El Cairo.
—Así que tenemos que encontrar ese hotel. Sólo hace nueve meses que Gabar
estuvo allí.
—Es una pista, Weaver. Y, de momento, es todo lo que tenemos. Hablaré con
algunos de mis informadores, y volveremos a repasar las listas de simpatizantes.
Puede que descubramos algún sospechoso. Y si no, apretaremos a todos los dueños de
hoteles de la zona hasta que lo tengamos.
Weaver se levantó. Sanson le dijo:
—¿Adónde va?
—A ver si Berger está bien. Me parece que lo ha dejado bastante mal.
—Olvídese de eso, Weaver —dijo Sanson, enfadado—. Y ya que estamos con el
tema, quiero señalarle algo. Tendría que buscar un sistema de no mostrar su
desacuerdo o su debilidad durante los interrogatorios. Intentar ayudarlo fue algo
estúpido. Un menoscabo a mi autoridad.
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—No era un interrogatorio, Sanson. Era tortura, aunque diese resultado. El tipo de
actuación que yo esperarla de la maldita Gestapo.
Sanson parecía a punto de explotar. Se puso de pie y se metió la libreta en el bolsillo
interior.
—Ya le he dicho que estamos en guerra. ¿No lo entiende? Si tiene alguna queja sobre
mis métodos, presente una reclamación. Pero en una situación como ésta, lo único que
cuenta son los resultados. Y ahora, caminito de vuelta a El Cairo. Si queremos
encontrar pronto a Gabar, tenemos que trabajar a toda prisa.
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CAPÍTULO 21
Berlín
Aquel mismo día, a tres mil kilómetros de El Cairo y justo después de dar las ocho
de la tarde, el almirante Wilhelm Canaris continuaba luchando con su conciencia al
bajar al sótano donde estaba la Bierkeller.
Era un local lleno de humo, atestado de soldados de permiso y berlineses de cara
hosca, una banda de música sonando en un estrado y todos con aire de hombres
condenados, cosa nada sorprendente. Los bombardeos les habían afectado, como a
todo el mundo, y las marchas arrogantes que tocaban para un público indiferente no
reflejaban el ánimo decaído de la ciudad en peligro.
Canaris se metió en un compartimiento vacío y pidió una jarra de cerveza. Miró su
reflejo en el espejo de la pared que tenía al lado. Se vio ansioso, agotado, apenas si
había dormido los últimos cinco días, desde su reunión con Schelienberg. Oh, qué
complicada telaraña tejemos, cuando empezamos a aprender a engañar. No era raro que
estuviese nervioso. Había guardado su secreto durante muchos años, y era un secreto
peligroso. Era un traidor a su país, uno de los conspiradores contra Hitler, una osadía
que muy pronto le costaría la vida, ahorcado con una cuerda de piano de un gancho
de carnicero en el campo de concentración de Flossenburg.
Pero ése era un hecho que aquella tarde aún ignoraba, un destino para el que
todavía faltaban meses. Llevaba ropa de paisano descuidada, sombrero y abrigo, y
como buen maestro de espiéis, no tuvo problemas para despistar a los hombres de la
Gestapo que lo seguían desde que había salido de su casa a dar un paseo después de
cenar.
Tomó un buen trago de la cerveza tibia de la jarra que tenía delante y miró el reloj.
La mujer joven que dos minutos después entró en la Bierkeller era esbelta y rubia, de
un rostro bellamente modelado y un cuerpo aún más hermoso, todo ello enmascarado
hábilmente con maquillaje excesivo y ropa desaliñada y amplia que ocultaba sus
encantos a propósito. Vio a Canaris, que había dejado el sombrero al borde de la mesa
como señal de que el encuentro era seguro. La chica se deslizó en el asiento de enfrente
y sonrió.
—Wilhelm.
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—Mi querida Silvia —dijo Canaris con afecto. Si no hubiera estado fielmente casado,
muy bien hubiera podido enamorarse de aquel ángel divino que tenía enfrente. La
condesa Silvia Konigsberg estaba casada con un diplomático sueco y era una vieja
amiga—. ¿Has tenido problemas para llegar?
—Ninguno —dijo, y en sus ojos brilló la malicia—. Despisté a la Gestapo en el metro.
El pobre hombre debe de estar pasándolo mal en estos momentos.
Canaris pidió una cerveza para ella y esperó a que la camarera se marchase.
—Así que te vas esta noche en avión a Estocolmo.
—A las doce. En el avión correo. ¿Querías verme por algo importante?
Canaris se aclaró la garganta. Era impensable pasarle cualquier mensaje por escrito,
pues serían pruebas que podrían utilizarse en su contra. Silvia, por otra parte, tenía
inmunidad diplomática y amigos poderosos, de la talla del mismísimo rey de Suecia.
Si la cogían, no la torturarían para que confesara, pero eso no quería decir que no
arriesgase la vida. La Gestapo era muy hábil organizando accidentes fatales.
—Querida Silvia, tengo que confiarte un mensaje urgente, y vital. Tan crucial, que
podría decidir el resultado de la guerra. ¿Estás preparada para guardártelo en la
memoria?
Silvia no parpadeó. Una mujer valiente, pensó Canaris, con esa capacidad nórdica
tan notable de parecer tranquilos en las circunstancias más adversas.
—Adelante —dijo ella simplemente.
Canaris titubeó. Sabía que con aquel acto estaba condenando a Halder y a la mujer
al fracaso, incluso a la muerte, y era un gran peso sobre su conciencia que lo atosigaba
desde hacía cinco días. Pero la alternativa era demasiado horrible hasta para
imaginarla siquiera.
—Schelienberg y Himmler han preparado un plan para matar al presidente
norteamericano y al primer ministro británico. Saben que Roosevelt llegará a El Cairo
para reunirse con Churchill en algún momento del día 22, dentro de tres días, llenen
la intención de asesinarlos a los dos.
El ángel sueco palideció y abrió la boca para inspirar profundamente.
—Es necesario que pases este mensaje a tu contacto habitual —dijo Canaris—. Si
este plan de locos llega a salir bien, los dos sabemos cuáles serán sus consecuencias.
—¿Cómo... cómo será?
—Un equipo de especialistas para organizar la operación saldrá hacia Egipto por
aire en las próximas cuarenta y ocho horas. Tal vez antes, incluso.
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Canaris vio cómo Silvia desaparecía escaleras arriba mientras una nube de polvo
envolvía la Bierkeller y el edificio temblaba de nuevo. Se tapó la boca con el brazo para
no toser. Dios mío. ¿Y si la mataban en el bombardeo y no lograba llegar? Había
intentado desesperadamente darle más detalles, asegurarse de que su contacto del
servicio de inteligencia británico en Estocolmo se enteraba de que Halder y la mujer
eran peones inocentes de un juego mortal, pero era demasiado tarde. Silvia se había
marchado y el soldado lo empujaba hacia las bodegas.
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El Cairo, 18 de noviembre
Reggie Salter estaba de mal humor aquel jueves por la tarde, y tenía buenas razones
para estarlo. Uno de sus almacenes había sido asaltado la noche anterior, no por la
policía, sino por una banda de ladrones árabes bien organizada. Habían degollado a
uno de sus vigilantes y se habían largado con más de cinco mil libras de los productos
más preciados por Salter.
Sus hombres ya habían enterrado el cuerpo del centinela en el desierto, y dentro de
no mucho tiempo unos cuantos cabrones avariciosos tendrían que cavar sus propias
tumbas para hacerle compañía. Quienquiera que robase su almacén lo pagaría caro,
pero conociendo como conocía a las bandas de delincuentes árabes, era poco probable
que volviera a ver la mercancía.
Todavía echaba chispas al pensar que había perdido cinco billetes grandes cuando
Costas subió por la escalera del almacén de abajo, secándose las manos con un trapo
grasiento.
—Reggie, Deacon acaba de llegar, está abajo. ¿Quieres que te lo mande?
—No, ya bajo yo. ¿Qué pasa con ese jodido jeep?
—Está en el patio. Los chicos lo están revisando.
—Muy bien. Ahora veamos qué color tiene la tela de Deacon. —Salter bajó por la
escalera del almacén, seguido de Costas, y vieron a Deacon y al árabe esperando en la
planta baja junto a unas jaulas de embalaje.
—Harvey, amiguito. Me alegro de verte.
—¿Tienes el jeep y los uniformes?
—Directos al grano, hoy, ¿eh? Ya te dije que no te fallaría, y no te he fallado. Los he
conseguido incluso antes de lo que esperaba. Ven conmigo.
Salter lo condujo a través del almacén hasta llegar a un patio cubierto en la parte de
atrás. Dos de sus hombres faenaban bajo el capó de un jeep norteamericano mientras
otro se ocupaba de quitar el polvo de los indicativos de policía militar de los lados.
—Costas me ha dicho que el motor es de primera, casi nuevo —explicó Salter—. No
medio quemado como la mayoría de los que te encuentras, que están hechos trizas de
tanto correr por el puto desierto.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Deacon, observando el vehículo.
—Cuanto menos sepas, mejor para ti —dijo Salter con una sonrisa y dándose
golpecitos en la nariz.
—¿Pero estás seguro de que los papeles son auténticos y no podrán seguirle la pista
hasta aquí?
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—Danos un respiro, Harvey —dijo Salter, riendo—. Pues claro que estoy seguro. Si
llevase mi negocio de otra manera, hace tiempo que estaría metido en un ataúd.
Deacon pasó la mano por la pintura y Salter dijo:
—Puedes revisar la mercancía todo lo que quieras. Tú eres el cliente.
Deacon se sentó en el jeep y maniobró el arranque. El motor roncó con suavidad. Se
bajó y miró debajo del capó con ayuda de Hassán. Se quitó el polvo de las manos y
declaró:
—Tiene buena pinta.
—¿Acaso pensabas que te engañaría? —Salter le alargó los papeles del vehículo—.
Todo en orden.
—Parece que están bien —dijo Deacon, examinando los papeles—, bastante bien.
¿Y los uniformes?
Salter llamó con un chasquido de dedos a uno de sus hombres.
—Trae el otro material de dentro, Joey.
El hombre entró en el almacén y regresó cargando al hombro un par de voluminosos
petates militares. Salter abrió uno y volcó el contenido en el suelo. Un uniforme de
capitán norteamericano, un uniforme de sargento de la policía militar, ambos con
todos sus complementos, incluido un par de pistolas Colt 45 con sus fundas y dos
ametralladoras M-3 americanas con peines de munición de repuesto para todos.
—Todo lo que pediste. Pero es mejor que lo compruebes, para estar seguros.
Deacon examinó el contenido de cada uno de los petates y Salter preguntó:
—¿Contento?
—Todo parece bueno.
—Otros quinientos billetes, creo que dijimos.
—Quiero que se entreguen los uniformes y las armas esta noche en el club. Que
usen la entrada de proveedores y, por todos los santos, mucha discreción.
—Descuida, ésa es mi especialidad.
—¿Seguro que no hay problema en dejar el jeep aquí un par de días, hasta que lo
necesite?
—Ninguno, mientras pagues el precio que acordamos por guardarlo.
Deacon se sacó un sobre del bolsillo y se lo dio a Salter, que repasó los billetes con
los dedos y se lo guardó en un bolsillo.
—Es un placer hacer negocios contigo, Harvey.
—Todavía no hemos terminado. ¿Qué hay de los camiones?
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—Me temo —dijo Salter, tras encender una breva y rascarse la barbilla— que con
ésos tenemos algunas dificultades pasajeras, ¿verdad, Costas?
—Al parecer —dijo el griego, encogiéndose de hombros—, en estos momentos el
ejército está echando mano de todos los vehículos que puede, Harvey. Dios sabe por
qué, pero hay escasez de camiones. Pero no te preocupes, haremos todo lo que
podamos.
—Lo que podáis no es suficiente —dijo Deacon, preocupado—. Tengo que tener la
seguridad de que tendré esos camiones en mi poder antes de dos días.
En su voz había un punto de desesperación que a Salter no le pasó desapercibido, y
le dijo, para tranquilizarlo:
—Yo me ocuparé personalmente de esto, Harvey, no sufras. Por éstas que estarán
aquí y a tiempo, aunque tenga que afanarlos yo mismo. Prometido.
—Bien. —Deacon pareció aliviado, le hizo un gesto con la cabeza a Hassán y se
volvió para marcharse—. ¿Me avisarás?
—En cuanto sepa algo, amiguito.
Salter los observó hasta que salieron del patio y cuando se hubieron ido llamó a dos
de sus hombres.
—Ya sabéis lo que hay que hacer. Quiero saber cada sitio al que vaya Deacon, a todo
el mundo que vea. No me jodáis y procurad que no os descubra porque os pondré de
cebo para cocodrilos, ¿entendido?
—Claro, Reggie.
Los hombres se marcharon. Costas se acercó, sigiloso. Puso una sonrisa torcida y le
dijo a Salter:
—¿Crees que la cosa marchará?
Salter se hizo restallar los nudillos.
—Más vale que sí, colega. Anoche, esos jodidos gitanos árabes nos llevaron cinco
billetes y tengo toda la intención de recuperar la pérdida. Sea lo que sea lo que se trae
entre manos, vamos a llevarnos una buena tajada, les guste o no les guste a Deacon y
a sus socios.
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CAPÍTULO 22
Berlín, 20 de noviembre
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—¿Y qué pasa si la defensa aérea aliada nos intercepta y lo llaman por radio?
—Esa posibilidad existe, naturalmente —dijo Falconi, encogiéndose de hombros
fríamente—. Pero si se produce, me temo que sólo podremos intentar seguir adelante
en nuestra ruta. Realmente no sabremos si intentan llamarnos por radio.
—¿Por qué?
—Por razones de seguridad, cambian sus frecuencias de comunicaciones a diario, a
veces incluso para cada patrulla, de manera que no hay modo de saber qué frecuencia
usarán.
—Pero ¿sus aviones no intentarán contactar de alguna manera si no respondemos?
Falconi asintió con la cabeza.
—Si las comunicaciones normales no funcionan, intentarán hacerlo visualmente con
un código de señales, bien con luces de morse, que los aparatos aliados llevan
montadas bajo el fuselaje, o con una lámpara de destellos. O también, puede que no se
molesten en enviarnos ninguna señal en clave y se limiten a dispararnos.
—Eso realmente me inspira una gran confianza, Vito. ¿Alguna buena noticia más?
—Tenemos una ligera ventaja —dijo Falconi tras unas risas—, la de volar en uno de
sus aparatos. Es mucho menos probable que disparen primero y pregunten después.
Lo que puede darnos una oportunidad de salir del peligro si creen que nuestros
sistemas de comunicaciones o eléctricos están fuera de uso, y si es necesario podremos
escapar.
—Ésa es una opción muy improbable si nos encontramos con un caza de noche. Nos
alcanzarán por velocidad.
—Ya le dije, Jack, que hay riesgos —le interrumpió Schelienberg—. Pero usted sabe
muy bien que Vito ya ha hecho antes este tipo de incursiones sobre territorio enemigo.
Están en excelentes manos.
—Lo que más me preocupa es el tiempo —le confesó Falconi a Halder—. Los partes
anuncian un frente muy duro que avanza rápidamente por el Mediterráneo. Parece
que habrá tormentas por todo el camino hasta Alejandría durante las próximas
veinticuatro horas, y tormentas de arena a lo largo de la costa norte de Egipto.
—Maravilloso.
—Pero las buenas noticias es que así tengo la esperanza de que el mal tiempo
mantendrá a todas las patrullas costeras enemigas amarradas en tierra.
—¿Cree de verdad que estaremos seguros? —preguntó Rachel.
—Estamos en guerra, bella signorina —le contestó Falconi con una sonrisa
encantadora—. Y nadie está completamente a salvo, sobre todo en nuestra situación.
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Pero hasta el diablo tiene sus días buenos, y puesto que he vivido hasta ahora, es
evidente que por el momento no me ha dejado de su mano.
—Y para que se sientan más tranquilos —intervino Schelienberg—, tengo un equipo
de los mejores mecánicos de la Luftwaffe esperando en Roma para hacer una última
revisión del aparato. Lo último que quisiéramos sería tener algún problema técnico
durante el vuelo, eso podría ser desastroso. ¿Estamos prácticamente listos, Vito?
—Mi copiloto, Remer, y yo estábamos terminando las comprobaciones.
—¿No hay más preguntas? —Schelienberg escudriñó los rostros a su alrededor—.
Muy bien. Suban a bordo y coloquen sus cosas. En breve nos pondremos en camino.
Era casi la una cuando por fin el Dakota se elevó en la larga pista de Gatow. Falconi
subió cuatro mil doscientos metros antes de dejar los mandos al joven copiloto de la
Luftwaffe y ponerse a consultar los mapas de ruta. En la parte trasera del avión, Halder
estaba sentado en el suelo al lado de Rachel, con Kleist y Doring enfrente. Schelienberg
iba casi delante del todo, tumbado en el suelo, con los brazos cruzados, la cartera
abrazada contra el pecho, la gorra de oficial encima de los ojos y trataba de dormir. El
C-47 tenía prácticamente lo indispensable, sin asientos y con unas redes de malla para
carga que colgaban a lo largo de las paredes del fuselaje. Una vez alcanzada la altitud
de crucero, Halder empezó a notar el frío y se dio cuenta de que Rachel estaba pálida
y cansada.
—¿Cómo te encuentras?
—Cansada y helada.
—Es un vuelo largo. Veré si puedo encontrar algo para quitarte el frío.
Fue a coger un par de mantas de uno de los pañoles de carga, pero cuando volvió
con ellas, Rachel ya se había dormido, acurrucada como una niña con la cabeza hacia
un lado.
Halder le echó una manta por encima y luego, por alguna razón inexplicable, se
inclinó sobre ella y la besó dulcemente en el cuello. Al otro lado, se dio cuenta de que
Kleist lo miraba y le decía algo a Doring, entre susurros, y los dos SS se rieron. Después
Kleist lo miró abiertamente, con los ojos llenos de algo parecido al odio.
Halder ignoró la provocación, se tapó con la manta y se colocó el sombrero sobre
los ojos. El fundido de los dos motores del Dakota lo arrullaba, e hizo que se durmiera
rápidamente.
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CAPÍTULO 23
El Cairo
20 de noviembre, 13.45 h
—Se llama el Imperial —dijo Reeves—. Tiene veinte habitaciones en total. Dentro
es un verdadero cuchitril. Creo que yo preferiría arriesgarme a dormir en una
alcantarilla infestada de ratas.
Weaver acababa de subir al asiento trasero de un coche oficial sin distintivos, al lado
de Sanson, ambos armados y vestidos de paisano. Habían ido en taxi hasta las
bulliciosas calles de Ezbekiya para reunirse con dos de los hombres de Sanson
destacados para vigilar el Imperial. Uno de ellos, Reeves, era un joven oficial de
inteligencia con un bigote fino, y estaba sentado en el asiento del conductor, también
vestido de paisano. Al otro lado de la calle, el Imperial no tenía nada que ver con lo
que sugería su nombre: era un hotel barato, destartalado, con las persianas
despintadas, la fachada agrietada y aspecto de estar a punto de derrumbarse. Cuatro
pisos ruinosos embutidos en una larga fila de hoteles baratos similares y edificios de
alquiler desvencijados. El cartel pintado sobre la entrada estaba muy borroso.
—¿Qué sabemos del propietario? —preguntó Weaver.
—Tarik Nasser —leyó Sanson de la libreta que llevaba abierta sobre las rodillas—,
industrial de poca monta sin convicciones conocidas. La policía local visitó el hotel
hace tres días por encargo nuestro, pero dicen que los registros estaban en orden y que
el recepcionista les dijo que nadie que correspondiera a la descripción de Farid Gabar
había pedido una habitación. La única razón por la que sabemos que Tarik Nasser es
probablemente un simpatizante nazi es la palabra de uno de nuestros informadores.
Durante los ataques se le oyó proclamar que iba a recibir a los alemanes con los brazos
abiertos en cuanto alcanzasen El Cairo. Algo corriente, podría decirme, pero resulta
que probablemente tiene un buen motivo, porque hace unos cuantos años su hermano
pequeño murió de un tiro mientras robaba en un almacén del ejército británico. Y, por
el momento Nasser es el único posible sospechoso que hemos detectado.
Había otros tres hoteles de la zona bajo vigilancia, y Sanson parecía impaciente por
avanzar.
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Weaver entró en la recepción seguido por Sanson y Reeves. El lugar era apestoso,
olía a comida rancia y humo de tabaco. A la izquierda había un mostrador de madera
y, tras él, un árabe joven que desgranaba perezosamente un rosario de cuentas. Sanson
le dijo:
—Tarik Nasser. ¿Dónde está?
—No..., no sé, caballero —dijo el empleado, parpadeando.
—No me mientas. Lo he visto entrar hace un momento.
El joven señaló una puerta con la mano, nervioso.
—El despacho del señor Nasser es allí. Quizás usted lo encuentre dentro.
Sanson cruzó rápidamente hacia la puerta con Weaver y Reeves, la abrió y se
encontraron en un despacho diminuto. Tarik Nasser estaba sentado tras una mesa, en
la pared del fondo repasando correspondencia, y se levantó, tambaleándose, ante la
repentina intrusión.
—¿Sí?
—¿Tarik Nasser?
—Sí, yo soy Nasser.
—Soy el teniente coronel Sanson, de inteligencia militar. Éste es el teniente coronel
Weaver.
Nasser intentó no atragantarse, y las piernas empezaron a temblarle como si fueran
a hundirse bajo su peso.
—¿Y a qué debo este placer?
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Hassán había terminado de ponerse el traje. Se miró en el espejo rajado, casi listo
para salir, cuando oyó sonar el timbre, un ruido brutal, sostenido, que parecía un
mosquito gigante furioso que hubiera irrumpido de pronto en la habitación. El corazón
se le sobresaltó. Lanzó una rápida mirada al timbre, justo en el momento en que se
paraba, y luego, un segundo después, volvía a sonar.
Una, precaución; dos, salir.
Con un movimiento veloz cogió la Walther, echó un vistazo a la habitación para
asegurarse de no dejar nada y se fue hacia la puerta.
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deshecha, en la ropa de cama se notaba el hueco donde había habido alguien. El suelo
estaba sembrado de periódicos. Parecía que alguien se había ido a toda prisa. Weaver
vio una llave en la cerradura por dentro. Regresó al pasillo. La ventana del fondo
estaba medio abierta. Corrió hacia ella y miró hacia afuera. Una escalera de incendios
oxidada bajaba a un callejón trasero, pero no vio a nadie fuera.
—Maldición.
De pronto, oyó dos tiros de pistola en rápida sucesión en algún punto, debajo del
hotel, luego otros dos, que parecían que resonaban en el callejón. Salió corriendo
pasillo adelante y escaleras abajo.
14.45 h
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Deacon rechinó los dientes, exasperado, y abrió el maletero. Había olvidado decirle
a Hassán que su retraso era porque pasó por delante del hotel al ir allí, y vio que había
una ambulancia fuera y dos auxiliares metían un cuerpo cubierto con una manta. Ya
se lo diría después, cuando hubiera averiguado lo que había pasado.
—No vas a matar a nadie. Métete en el maletero. No puedo llevarte sentado en el
coche, es muy arriesgado. No te preocupes, podrás respirar.
—¿Adónde me lleva? —preguntó Hassán mientras se metía de mala gana en el
maletero.
—A la villa. Es el único sitio que nos queda. De ahora en adelante te quedarás allí,
hasta que yo te diga que puedes andar por la calle con seguridad. ¿Entendido? Y
empieza a rezar para que nadie registre este maldito coche si nos paran en algún
control.
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CAPÍTULO 24
El Cairo
20 de noviembre, 16.00 h
Weaver iba sentado en el asiento delantero del jeep que Helen Kane conducía
camino de Gizeh.
—¿Ha dicho Sanson de qué se trataba?
—Sólo que el general Clayton y él querían verte urgentemente en el Mena House.
Habían cruzado el puente Inglés, y la ciudad dejaba paso a pueblos de adobe y
campos de caña de azúcar que llegaban hasta el límite del desierto. Pronto estuvieron
a quince kilómetros al oeste de El Cairo, por la carretera polvorienta de intenso tráfico
militar británico y norteamericano, con los enlaces motoristas adelantando veloces en
ambas direcciones.
Weaver se sentía culpable de no haberla visto apenas durante los últimos tres días,
y tenía la sensación acuciante de haberse pasado de la raya al acostarse con ella.
—Oye, siento mucho lo que pasó la otra noche, Helen.
—Pues yo no.
—¿Lo dices en serio?
—Naturalmente. Lo que me gustaría es que no parecieras tan incómodo sólo por
eso —y lo miró a la cara—. Pobre Harry. ¿He perturbado el orden de tu organizada
existencia?
—Algo así.
—Ya tendrías que saber que las mujeres son el demonio —dijo ella con una sonrisa
juguetona.
—¿No crees que eso podría complicar las cosas? —Sólo si tú lo permites. Somos
humanos, estamos en guerra, y es algo que pasa habitualmente, digan lo que digan las
ordenanzas militares. Me parece que podemos cumplir con nuestro deber y seguir
viendo las cosas como son, ¿no crees?
—Eres una chica estupenda, ¿sabes? —Se inclinó y la besó en la mejilla.
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—Ten cuidado —le dijo sonriendo—. No sea que tenga la tentación de ir más lejos.
Si puedes encontrar tiempo, podríamos cenar juntos esta noche.
—Es la mejor propuesta que me han hecho últimamente, pero será mejor que
esperemos a ver qué nos tiene reservado el general Clayton. Después de lo que sucedió
en el Imperial, tengo la vaga impresión de que no debe de estar de muy buen humor.
Las chabolas de adobe de los pobres dejaron paso a las lujosas villas de campo de
los cairotas ricos, hasta que por fin llegaron a una aldea polvorienta, Nazlat as-Saman,
al pie de la esfinge y de las tres pirámides de Gizeh. Subiendo por la carretera desde
el pueblo, al final de una amplia avenida bordeada de palmeras, había un suntuoso
edificio pintado de blanco rodeado de alojamientos individuales e instalado en medio
de sus jardines particulares.
En un principio, durante el siglo pasado había sido una residencia de caza otomana,
y luego un matrimonio inglés compró el Mena House y lo transformó en un hotel de
lujo mundialmente famoso, refugio favorito de ricos y príncipes, dotado de terrazas
con vistas a las pirámides, piscinas y jardines frondosos, todo ello de un estilo colonial
fastuoso.
—¿Qué tiene que hacer una chica para ganarse un fin de semana aquí?
—Seguro que a mí se me ocurre algo.
—Estoy segura de que a los dos —dijo ella entre risas.
—Bien, vamos a ver si la seguridad de aquí es realmente buena. Mejor si tienes
preparado el pase especial.
Hizo guiar el jeep hacia el hotel. La larga avenida que llevaba hasta allí tenía dos
puntos de control de seguridad con fuerte dotación, uno a cada extremo del camino,
separados unos cien metros. La carretera propiamente dicha la bloqueaban unas
barreras pintadas de rojo y blanco, y había alambradas de espino y varios
emplazamientos de ametralladoras a ambos lados del asfalto. Un cartel advertía:
«Prohibido el paso.»
En el primer control apareció un corpulento capitán del ejército norteamericano y
les dijo que apagasen el motor. Examinó de arriba abajo sus papeles, incluyendo los
pases especiales al recinto que el general había hecho que les expidiesen en el cuartel
general, y después entró en la caseta de vigilancia para llamar por teléfono, mientras
media docena de soldados armados registraban el jeep a fondo, empleando un espejo
con un mango largo para estudiar los bajos del vehículo.
El oficial regresó por fin, les devolvió los papeles y saludó.
—Todo en orden, mi teniente coronel. Los esperan. Haré que uno de mis hombres
los acompañe hasta el hotel.
—No es necesario, capitán.
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—Lo siento, son las normas —dijo el oficial con una sonrisa de suficiencia—. Si no
lleva escolta, los hombres del siguiente control pueden volarles la cabeza sin preguntar
antes.
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—Eso espero, Harry. El presidente llega dentro de treinta y seis horas. Quiero ver
progresos. Encuentra a nuestro amigo el árabe, y encuéntralo rápidamente.
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CAPÍTULO 25
Gizeh
20 de noviembre, 16.00 h
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muchas ya habían sido excavadas, pero el trabajo era terriblemente lento y premioso,
y había grupos de arqueólogos y de estudiantes árabes que seguían ocupados
excavando entre las ruinas de otras varias.
No había tropas vigilando ninguna parte del yacimiento; la única presencia militar
eran los soldados de permiso. Subió un poco más la cuesta y se detuvo casi arriba del
todo. Hacia el sur pudo divisar la silueta distante de las pirámides de Saqqara. Se
protegió los ojos del fuerte sol y se quedó allí, de pie, fingiendo admirar la vista sobre
el Nilo. Cuando estuvo seguro de que nadie lo observaba, se volvió hacia el norte con
aire despreocupado.
Allí abajo estaba el recinto del Mena House, a menos de medio kilómetro. Miró con
detenimiento todo el panorama e hizo una detallada nota mental de cuanto podía ver:
el dibujo del perímetro, los emplazamientos de las ametralladoras, y la imagen
amenazadora de varios tanques y vehículos blindados estacionados ante la entrada del
hotel. Señalaría las diferencias que veía en las notas de observación que ya había ido
tomando durante los últimos días, y por la noche enviaría un mensaje cifrado para
informar a Berlín de que estaba preparado.
Lo sucedido en el Imperial seguía preocupándole, pero se había dicho a sí mismo
que eso no iba a impedir su trabajo. Todavía no podía entender cómo el ejército pudo
localizar a Hassán —habría sido por suerte, o casualidad—, pero dedujo que ahora ya
habían adelantado trabajo y en adelante procurarían encontrarlo a él. No había nada
que pudiera relacionar a Tarik Nasser con ninguno de los dos. Y, para más seguridad,
por suerte, el gordo había muerto. Una llamada telefónica al hotel con la excusa de
reservar una habitación y unas pocas preguntas planteadas con amabilidad al crédulo
empleado que contestó le habían dicho lo suficiente como para figurarse lo que había
pasado. Se sintió razonablemente contento de sí mismo y empezó a descender hacia el
pueblo.
El chico seguía allí, rascándose sentado al sol y vigilando el Packard. Deacon le tiró
otras diez piastras, subió al coche, arrancó el motor y puso rumbo al sur, hacia el
campo de aviación de Shabramant.
17.00 h
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imprescindible para notar que parecía vestir un traje y no una chilaba, pero no le había
visto la cara antes de darle el alto y disparar dos tiros de advertencia. Ninguno de los
clientes interrogados había declarado ver a nadie que se pareciera a Gabar, pero
Weaver estaba completamente seguro de que tenía que ser él.
La policía había visitado los burdeles y albergues de la ciudad, y el ejército iba
montando controles móviles en cada uno de los distritos, pero el tiempo corría, y de
prisa. Echó una mirada a su mesa, hacia el montón de papeles que llevaba ignorando
desde hacía cinco días. Su vista se fijó en la fotografía de Saqqara, la cogió y contempló
los rostros de Rachel Stern y Jack Halder. De todo aquello parecía que hacía mucho
tiempo, un tiempo más feliz. «Arriba ese espíritu, Harry», se dijo a sí mismo. Volvió a
colocar la fotografía en la mesa y apretó el botón del interfono. Helen Kane se asomó.
—¿Qué pasa con los registros de los hoteles, Helen?
—Los han terminado esta misma tarde.
—¿Y?
—Me temo que no hay nada. No han encontrado ni rastro.
Weaver suspiró. No se le ocurría nada más que hacer. Estaba agotado, apenas había
comido ni dormido desde que había vuelto de Lagos Amargos.
—¿Dónde está el teniente coronel Sanson?
—Ha dejado dicho que se iba al Cuartel General de la RAF. Por algo referente a las
patrullas aéreas de las que habló el general. Dijo que no tardaría mucho.
A Weaver le dolía el cuello, pero no quería tomar más morfina porque le provocaba
somnolencia y le resultaba difícil pensar con claridad.
—Los expedientes de árabes simpatizantes pronazis. Quiero echarles otra ojeada.
Me parece que habrá que saltarse la cena. ¿O probamos en el Kalafa? Después
podremos volver y repasar juntos los expedientes.
El Kalafa estaba sólo una calle más allá. La comida no era gran cosa, y el restaurante,
barato, solía estar atestado de personal militar, pero Helen Kane sonrió ante la
invitación.
—Le dejaré dicho al oficial de servicio dónde estamos, por si acaso llega algo.
16.45 h
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barracones y dos hangares al lado, dos viejos Gloster Gladiator y otro biplano distinto
aparcados en la explanada.
Era su segunda visita a Shabramant en los últimos tres días, y nada había cambiado.
Las dos garitas de vigilancia a la entrada seguían ocupadas por un par de soldados de
las Reales Fuerzas Aéreas egipcias, sentados a la sombra protegiéndose del sol
ardiente, espantando las moscas con abanicos de papel. Levantaron la vista
perezosamente al pasar Deacon, mostrando escaso interés.
Aparte de dos mecánicos que enredaban en uno de los aviones, no parecía haber
mucha actividad en el campo. Por el capitán Rahman sabía que se empleaba
fundamentalmente para vuelos de entrenamiento, que no había ayudas para la
navegación y que durante el día nunca tenían más de dos docenas de efectivos para
defenderlo. Y de noche, aún menos. A las seis de la tarde, y por lo general antes, todos
los oficiales estaban de regreso en El Cairo, y sólo media docena de soldados quedaban
allí de guardia. Deacon sabía que, incluso en aquel momento la seguridad era
lamentable. Según Rahman, algunos de los soldados tenían la costumbre de
desaparecer y meterse en los locales nocturnos del pueblo o volverse a casa en bicicleta
a pasar la noche.
El aeródromo era perfecto: en línea recta con Gizeh y el Mena House, a una distancia
de no más de ocho kilómetros. La cuestión era si se podía ocupar y mantener
controlado hasta que aterrizaran los paracaidistas de las SS sin que se diera la alarma.
Deacon continuó en el coche más allá del aeródromo, y siguió tres kilómetros más
hacia el pueblecito polvoriento de Shabramant, donde pasó veinte minutos
comprando verduras frescas en el mercado, después dio media vuelta y regresó rumbo
a El Cairo cuando el sol empezaba a ponerse.
Cuando estaba a punto de volver a dejar atrás el aeródromo, tuvo que pararse varios
minutos para que un viejo cetrino quitase del camino unas cuantas cabras que guiaba
hacia el campo ondulado y reseco del otro lado de la carretera. Deacon, esperando
pacientemente, dedicó su tiempo a repasar de nuevo mentalmente cuanto había visto,
a verificar las notas y apuntes que había tomado de memoria: la distancia entre los
puestos de guardia y los barracones, el hangar y las pistas; las líneas telefónicas aéreas
que venían desde el pueblo, la antena de radio sobre uno de los edificios.
Pero lo que no logró ver fue el motorista que le había seguido a una buena distancia
desde El Cauro, y que se detuvo quinientos metros por detrás, a cubierto, observando
el Packard con unos potentes prismáticos del ejército británico.
17.30 h
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El Kalafa estaba lleno, pero encontraron una mesa libre junto a la puerta. La comida
era horrible —grasienta y pasada—, y al terminar el café, Weaver dijo:
—Me temo que estos últimos días no nos hemos visto mucho. Perdóname, Helen.
—No te preocupes —le dijo ella, poniendo una mano sobre la suya—. Cuando esto
se haya acabado, ya recuperaremos el tiempo perdido.
Se abrió la puerta del restaurante y Sanson se acercó hasta su mesa.
—Aquí está, Weaver. ¿Podría disculparnos un momento, Helen? Quiero hablar con
él en privado.
—Por supuesto. —Helen se ruborizó y apartó la mano—. Será mejor que vuelva, de
todos modos —dijo, mirando a Weaver, azarada—. Le prepararé esos expedientes, mi
teniente coronel.
Cuando se hubo marchado, Sanson se quitó la gorra, la puso sobre la mesa, y se
sentó en la silla de ella.
—Enternecedor. Me sorprende que tenga tiempo para estas cosas en medio de una
crisis como ésta.
—Vinimos a comer. ¿Qué se ha imaginado?
—He hablado con el mando de la RAF. Nos informarán inmediatamente de
cualquier cosa que ocurra. Sería mejor que uno de nosotros dos se quedase en la oficina
toda la noche, por si llega algo. Había pensado concederle a usted ese honor.
—¿Y qué hay de Gabar?
—En este momento, todo lo que podemos esperar es que los controles y los registros
en burdeles y albergues den algún resultado. —Sanson pareció incomodarse—. Una
cosa más. Tengo entendido que ha tenido una conversación con el general.
—Así es.
—Bien. Entonces tiene usted perfectamente claro su papel de ahora en adelante. Ésta
es una guerra dura, Weaver, y cualquier táctica que yo considere necesaria es asunto
mío. Si no le gusta, puede usted comentarlo con sus superiores, pero no vuelva a
desautorizar mis órdenes nunca jamás, sobre todo delante de un prisionero. ¿Está
suficientemente claro?
—No podría estarlo más.
Sanson cogió la gorra.
—Si me necesita, estaré en mi piso recuperando un poco de sueño. Así, ya estaré
despejado bien temprano —dijo, y miró a Weaver—. Espero de verdad que todo esté
claro como el agua. Si por alguna remota posibilidad los alemanes consiguen hacer
pasar ese comando suyo a. través de nuestra defensa aérea, será trabajo nuestro
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CAPÍTULO 26
Roma
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Cuando Falconi y Remer ya habían salido, entró un ayudante de las SS. Saludó y
dijo:
—Un mensaje para usted, Herr general.
Schelienberg se metió la fusta de montar bajo el brazo, desgarró el sobre, leyó el
contenido y despidió al ayudante:
—Puede marcharse, no hay respuesta. Pero procure encontrar al coronel Skorzeny
y dígale que hemos llegado.
—Creo que el coronel ya está de camino, Herr general.
—Excelente. —Schelienberg tomó a Halder aparte y dijo a los demás—: Y ahora,
sírvanse disfrutar del refrigerio mientras hablo en privado con el comandante.
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Keops. Según parece, la mayor parte de ese pasadizo está constituido por un túnel
natural, y el resto fue perforado en la antigüedad por los ladrones de tumbas.
—Nunca oí nada de eso —dijo Halder, frunciendo el ceño.
—Por una muy buena razón, que le explicaré en seguida. ¿Se acuerda de la
excavación de ustedes en Saqqara?
—Naturalmente, ¿por qué?
—El pasadizo del que le hablo fue descubierto por el profesor Stern. Su mujer y su
hija trabajaron con él en la excavación. Pero lo guardaron como secreto de familia.
—¿Y cómo sabe usted todo eso? —Halder parecía completamente sorprendido.
—Ya le dije, Jack, que siempre hago mis deberes bien a fondo. Las notas y los mapas
del profesor aparecieron entre sus pertenencias cuando la Kriegsmarine los recogió.
La verdad salió a la luz en los interrogatorios de la Gestapo.
—¿Y está seguro de que Rachel estaba involucrada?
—Completamente. El profesor tenía intención de regresar a Egipto después de la
guerra y continuar el trabajo en Gizeh. Muy astuto por su parte, ¿no le parece?
—¿Y en qué nos beneficia ese pasadizo?
Schelienberg se encogió de hombros.
—No sé realmente si nos puede beneficiar, al menos hasta que lo vean ustedes
mismos y puedan decidir, pero sin duda puede ser una estrategia interesante si falla
todo lo demás. Además, podría ayudar a los hombres de Skorzeny a lanzar su ataque
con un poderoso elemento sorpresa.
—¿Skorzeny sabe lo del túnel?
—Por supuesto. Él tenía que saber exactamente con qué tácticas podía contar. —
Schelienberg sacó un plano arrugado y lo extendió sobre la mesa. Mostraba las
pirámides de Gizeh y la zona circundante—. Este mapa pertenecía al profesor. La
entrada del pasadizo está en algún punto por aquí, a unos doscientos metros de la
pirámide de Keops. Termina bajo la tumba de un dignatario desconocido, pero por
alguna razón, el profesor descubrió que el lugar de enterramiento no había sido
profanado. Confiaba en poder excavar la tumba, y pensaba que, al parecer, eso podía
conducirlo a algún descubrimiento importante. Pero estalló la guerra y ya no tuvo
nunca la oportunidad de terminar su trabajo.
—Todavía no me ha dicho adónde nos lleva todo esto.
—Según el profesor Stern, el Mena House fue originalmente un pabellón real de
caza. Miles de años antes de eso, podría haber sido el emplazamiento de un
campamento para los canteros y artesanos que construían las pirámides. Stern
consideraba posible que algunos de los trabajadores hubieran descubierto la gruta y
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que por codicia se hubieran arriesgado a poner en peligro sus vidas utilizándola para
introducirse en la tumba del faraón y tratar de robar las inmensas riquezas en oro y
joyas que contenía, o hacer que los ladrones de tumbas lo hicieran en su lugar. Todo
esto no nos importa, desde luego, pero sí poder usarlo al revés, el pasadizo podría
servirles a ustedes para penetrar en el recinto guardado o, con suerte, incluso cerca del
hotel. Pero no se puede saber con seguridad, a no ser que se vuelva a abrir el túnel y
se explore. En su informe de anoche, Besheeba confirmó que sigue habiendo cierta
actividad arqueológica en Gizeh, lo que significa que pueden ustedes usar su tapadera
para examinar la zona —miró a Halder—. ¿Algo va mal? Parece preocupado.
—Ahora que usted lo dice, me parece recordar que el profesor y su esposa tenían
cierta costumbre de desaparecer por las noches.
—Ahí lo tiene, pues —dijo Schelienberg sonriendo—. A estas alturas ya debería
saber que uno no se puede fiar de nadie, pero será mejor que no diga nada a la señorita
Stern, de momento. Por lo menos hasta que estén en El Cairo y sea necesaria su ayuda.
Bien, ¿qué opina?
—Podría ser útil —dijo Halder encogiéndose de hombros—. Pero todo dependerá
de lo vigilada que esté la zona y del estado del túnel.
—Tendrá que hacer algo mucho mejor que eso, Jack. Ya le he dicho que esto no
puede fracasar. Tenemos que saber con toda exactitud dónde estamos antes de que
puedan enviarse los paracaidistas de Skorzeny. Memorice todo lo que pueda del
plano. Es obvio que no se lo puede llevar, por si los paran y los registran, pero puede
estar bien seguro de que la señorita recordará todos los detalles.
Mientras Halder estudiaba el plano se oyeron unos golpecitos en la puerta. Otto
Skorzeny entró. El coronel llevaba un bastón bajo el brazo y la zamarra de paracaidista
sobre el uniforme de las SS. Saludó alzando el brazo.
—Herr general, habéis llegado sanos y salvos.
—Ah, Otto. Esto te interesará. —Le alargó el papel del mensaje y Skorzeny lo leyó.
—Así que ahora es cosa nuestra —replicó Skorzeny, levantando la vista con una
ligera sonrisa que sugería que estaba encantado con las noticias.
—Eso parece. Estaba explicándole a Halder lo del túnel.
—Una posibilidad interesante. —Skorzeny apuntó con su bastón al mapa del
profesor—. Esperemos que nos pueda ser útil —añadió, mirando a Halder con ojos
amenazadores—. Procure no defraudarnos ni a mí ni a mis tropas. Esta vez vamos a
meternos en la boca del lobo, así que es mucho lo que depende de que usted cumpla
con su tarea. Tiene a dos de mis mejores hombres a sus órdenes, y cumplirán con su
deber, sea el que sea. Cumpla usted con el suyo, Halder.
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—Tengo una pregunta, mi coronel. No hay duda de que las defensas aliadas
incluirán una zona de exclusión aérea en torno a El Cairo. ¿Cómo se las arreglarán para
evitar el riesgo de ser detectados por el radar y abatidos?
—Con relativa facilidad —dijo Skorzeny con una amplia sonrisa—. Los otros dos
Dakotas que vio usted al llegar son nuestros transportes. Por suerte para nosotros, la
zona de desierto en la aproximación hacia la ciudad es razonablemente llana. Cuando
estemos a cincuenta kilómetros del campo de aterrizaje bajaremos a no más de
doscientos metros sobre tierra. Y la detección por radar será imposible a tan baja altura.
Los equipos no servirán. E incluso aunque el enemigo logre un contacto visual con
nuestros aparatos en esa zona, verán nuestros indicativos aliados y pensarán que
estamos realizando alguna misión legal.
—Ya se lo dije, Jack —dijo Schelienberg con un guiño—. Modos y maneras.
—Está el otro problema espinoso que comentamos —continuó Halder—. Y necesita
una respuesta. Es el asunto de llevar a los hombres del coronel desde el aeropuerto
hasta Gizeh con seguridad. ¿Qué pasa si por algún motivo paran y registran los
vehículos? ¿No se habrá acabado el juego?
—Démosle la respuesta, Otto —dijo Schelienberg.
—Con mucho gusto, Herr general. —Skorzeny se acercó a la puerta, la abrió, y
bramó—: ¡Teniente Eberhard, preséntese aquí!
Halder miró con sorpresa al joven rubio, de veintipocos años pero con cara de niño
que entró rápidamente en la habitación. Era evidente que estaba esperando fuera y
llevaba puesto el uniforme de verano de oficial de infantería norteamericano, con
gorro cuartelero, y una Colt 45 automática en una pistolera de cuero al costado. Se
cuadró e hizo el saludo militar.
—Muy bien, Eberhard, cuéntenos algo de su historial americano —dijo Skorzeny.
—Viví doce años en Filadelfia, mi coronel —respondió Eberhard en un perfecto
inglés con acento norteamericano—. Mis padres emigraron conmigo cuando era niño.
Papá trabajaba de capataz en un taller, hasta que mamá y él decidieron volver a
Alemania en el 34.
—Ábrase la guerrera, Eberhard —ordenó Skorzeny.
—A la orden, mi coronel. —Eberhard se soltó los botones de la guerrera y dejó ver
una camisa de oficial de las SS con las runas bordadas en plata.
—Abróchese otra vez, Eberhard. Puede retirarse.
El teniente se abrochó la camisa y, una vez que hubo salido de la habitación,
Skorzeny se volvió hacia Halder con una sonrisa y le dijo:
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Volvió a examinar por última vez su ropa y sus efectos personales, les estrechó la
mano, y Kleist y Doring subieron a bordo. Cuando Falconi y su copiloto subían los
peldaños de metal, Schelienbeig dijo:
—Cuide bien a sus pasajeros, Vito. Son una carga muy valiosa y de ellos dependen
muchas cosas.
—Desde luego, Herr general.
Rachel subió los peldaños, y cuando Halder hizo ademán de seguirla, Schelienberg
lo cogió del brazo y le dijo, con una profunda emoción en la voz:
—Bueno, ahora empieza todo.
—Esperemos que tenga un final feliz.
Schelienberg se llevó la fusta a la gorra en un saludo final.
—Todo eso depende de usted, Jack. Recuerde, sólo nos sirve el cien por cien. En
estos momentos, la supervivencia del Reich y el desenlace de la guerra está
enteramente en sus manos.
Halder le devolvió la mirada, sombrío, y después siguió a los otros por la escalerilla
arriba.
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TERCERA PARTE
21 DE NOVIEMBRE DE 1943
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CAPÍTULO 27
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combate. Lo que los oficiales no sabían es que tenía una radio y una pistola Luger
ocultas en el cobertizo que había detrás del hotel.
Los alemanes le pagaban bien aquella información, pero habría hecho el trabajo
gratis de muy buen grado. Odiaba a los ingleses, y cuanto antes los echaran de Egipto
a patadas, tanto mejor. Al pasar junto al destartalado mostrador de recepción, Achmed
se detuvo a coger una saca de lona que había detrás. «Hora de ponerse a trabajar.»
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estaban pintadas con tiza. «Corre, Rommel, corre», «Bert estuvo aquí». Achmed oyó
un ruido difuso en la oscuridad, y exclamó:
—¿Mafuz? ¿Estás ahí?
Entre las sombras apareció un niño de doce años que se frotaba los ojos de
cansancio.
—Sí, padre.
Achmed podía adivinar la manta en un rincón, el pequeño paquete de comida que
había dado a su hijo. Media docena de las cabras de Achmed estaban tumbadas junto
al muchacho, protegiéndose del viento. Balaron y se agitaron, pero no se movieron de
donde estaban.
—¿Ha venido alguien?
—No, padre. No he visto a nadie.
—Buen trabajo, Mafuz.
Achmed, resplandeciente, dio una palmada a su hijo en la cabeza. Lo había dejado
en el aeródromo la noche antes, simulando apacentar las cabras. Necesitaba estar
seguro de que ningún beduino había merodeado por allí y se había refugiado en las
casetas, como hacían algunas veces con el mal tiempo, porque eso hubiera trastornado
sus planes. Mafuz era digno de toda confianza y un chico inteligente; razones por las
cuales, Achmed había delegado en él esa labor.
—Ayúdame con las luces.
Se colocó en el suelo de cemento sucio, abrió la bolsa y sacó las cuatro linternas
eléctricas. Mafuz lo ayudó a comprobarlas otra vez; funcionaban todas. Achmed
emplearía una de ellas para indicar al avión que el campo estaba libre y se podía
aterrizar con seguridad. Las otras tres eran para colocarlas en la pista haciendo una L
sobre unas estacas de madera que traía en la caja del camión y servirían para marcar
el ancho y el largo exactos de la pista de aterrizaje.
Una vez el aparato le devolviera la señal, encendería las otras luces para que pudiera
tomar tierra, pero no antes. Achmed miró su reloj: las cuatro de la madrugada. En
apenas una hora, si todo iba bien, llegarían los alemanes. No sabía por qué venían —
eso no era asunto suyo—, pero estaba convencido de que tenía que ser por algo
importante. No operarían tan dentro de las líneas enemigas sin una buena razón.
Quiso confiar en que el viento habría cesado para entonces, porque, si no, las cosas
serían difíciles. Una racha de viento hizo crepitar las planchas del techo, y Mafuz lo
miró con cara de emoción.
—¿Vendrá de verdad el aeroplano, padre?
—Si es la voluntad de Alá, hijo mío.
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un método tan simple los aviones aliados auténticos se podían identificar siempre
entre sí, aun cuando sus canales de comunicación no funcionasen. Pero Carlton seguía
sin fiarse. El C-47 podía tener algún problema técnico, y lo último que quería era
destruir uno de sus propios aparatos. Pero las instrucciones antes del vuelo habían
sido muy concretas. Un informe de inteligencia sugería que era probable que los
alemanes intentasen romper las defensas aéreas aliadas a lo largo de la costa africana,
y cualquier aparato encontrado durante la patrulla tenía que verificarse. Carlton
pretendía hacer señales al C-47 con los colores del día, pero antes tenía que asegurarse
de que no había tráfico desviado en la zona.
—Aguanta un poco los colores del día, de momento —le dijo a Higgins por el
interfono—. Llama a la torre de Alejandría, rápido, y pregunta si hay algún C-47 en la
zona.
Carlton oyó a Higgins llamar a la torre y un instante después oía la respuesta en sus
cascos: «Alerce, torre de Alejandría a patrulla costera Beaufighter. Ningún C-47 aliado
autorizado en su área.» Hubo una pausa, y después la voz dijo: «Será mejor que lo
hagan volver.»
Carlton se incorporó, excitado. Durante los últimos tres meses no había teñido
acción. Lo que había empezado como una simple patrulla de rutina se estaba
animando. El C-47 puede que fuera auténtico, pero sabía que los alemanes podían
utilizar material aliado capturado. En cualquier caso, iba a averiguarlo, y de inmediato.
El C-47 era lento y no llevaba armas. El Beaufighter era rápido y llevaba cuatro cañones
Hispano de 20 milímetros bajo el fuselaje, otras cuatro ametralladoras calibre 303 en el
ala de estribor y dos más a babor. Carlton podía alcanzarlo y derribarlo fácilmente si
era necesario.
Abrió la tapa roja de «fuego», que cubría la palanca que accionaba las
ametralladoras.
—Bien, para estar bien seguros, vamos a enseñarles los colores a nuestros amigos.
Si no hay respuesta, dispararé una ráfaga de aviso, y si tampoco, los quitaremos de en
medio.
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—Quizás sea el uniforme que llevas. Sobre el hombre, todavía no estoy del todo
segura.
—Eso, por lo menos, es un progreso —dijo Halder, sonriendo, y la vio
estremecerse—. ¿Frío?
—Un poco.
—¿Tienes miedo, Rachel? —le dijo arrodillándose y arropándola bien con la manta.
—No sé lo que siento. Resulta raro que estemos juntos otra vez los dos en estas
circunstancias. Yo apenas puedo creérmelo.
—Háblame de tu mujer —le dijo ella con voz tranquila—, ¿La querías mucho?
Por un instante, la cara de Halder reflejó el dolor. Rachel le tocó ligeramente en el
brazo, lo acarició con la punta de los dedos.
—Cuando dije que lo sentía, Jack, lo decía de verdad.
De repente, se oyó el fuego de una ametralladora, una ráfaga larga, sostenida, y el
avión se inclinó violentamente. Halder dijo:
—¿Qué demonios...?
Hubo otra ráfaga larga, el Dakota se balanceó otra vez y Halder salió despedido
hacia adelante y aterrizó encima de Kleist y Doring, que se despertaron.
—¿Qué cojones...? —bramó Kleist.
—Quédense todos donde están, todos ahí quietos —ordenó Halder, y se puso de
pie y se fue rápidamente hacia la cabina de los pilotos.
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CAPÍTULO 28
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Cuando Halder volvió de la cabina de carga y se abrochó el cinturón del asiento del
radio, Falconi sudaba a chorros.
—¿Has advertido a los demás?
—Tal como me dijiste.
—¿Cómo están?
—Muy preocupados. ¿Qué pasa ahora?
—¿Ves aquello? —dijo Falconi, señalando hacia la costa.
Con el débil resplandor del amanecer, Halder pudo ver el tinte pardo anaranjado
de los remolinos de una furibunda tormenta de arena, el polvo que se elevaba a gran
altura en la atmósfera extendiéndose a todo lo largo de la costa del desierto.
—Estamos como a diez millas de tierra —le explicó Falconi—. La única posibilidad,
y remota, que tenemos de escabullimos de nuestro amigo es ir derechos a la tormenta.
Si nos metemos en ella de prisa y nos mantenemos bajos, podemos conseguir
perderlos.
—¿Y eso no es peligroso?
—Mortal, es la palabra que usaría yo —contestó sobriamente Falconi—. Una
tormenta como ésa es fatal para un avión. La arena puede afectar a los motores y antes
de que te enteres te vas al suelo. Y ésa de ahí me parece realmente mala.
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Era como volar entre un humo amarillo espeso y granulado. La visibilidad bajó a
unos cientos de metros y las ráfagas de arena resonaban contra el parabrisas con un
ruido como de electricidad estática.
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El Dakota se bamboleaba violentamente con los golpes de viento y Falconi tenía que
concentrarse intensamente para mantener el aparato recto y a nivel. Halder vio pasar
a su izquierda el rastro de fuego escarlata de una ráfaga de balas trazadoras.
—Ese cabrón sigue detrás de nosotros.
—Y parece que con ganas de venganza.
Se oyó otra ráfaga, y un par de agujeros aparecieron en el ala izquierda al impactar
una granizada de proyectiles.
Falconi hizo una mueca; tenía la cara empapada en sudor.
—¡Maldito! No nos soltará fácilmente. Lo que significa que tendremos que intentar
una cosa muy peligrosa. Y si eso no funciona, entonces, adiós. O eso me temo.
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Una bala impactó en el lado derecho de la cabina y penetró a través del fuselaje.
Golpeó a Remer en un costado, haciéndolo girar en su asiento. Dio un grito poniendo
la mano sobre la herida, y Halder corrió a ayudarle, pero Falconi rugió:
—¡Déjalo! ¡No me distraigas!
Remer gemía de dolor y la sangre roja brillante manaba de un agujero abierto en su
costado. Halder dijo:
—Por Dios, Vito, ¡sácanos de aquí!
Falconi no respondió, sus ojos estaban fijos al frente, como si buscase algo en medio
de la espantosa tormenta, y entonces otra ráfaga de trazadoras rojas pasó por su
izquierda. Falconi picó el morro para evitar el fuego hasta que el altímetro marcó
treinta metros. Ahora, prácticamente iban barriendo el suelo, las dunas bajas pasaban
como olas amarillas apenas por debajo del aparato, y entonces, de pronto, Halder vio
una enorme pendiente de arena que se alzaba, amenazadora, ante ellos como un
centenar de metros.
—¡Vito! ¡Por Dios!
Pero parecía como si Falconi hubiera estado esperando exactamente ese momento,
casi deseándolo. En un instante, sus manos actuaron con gran rapidez, empujando el
gas hacia delante, tirando hacia atrás de la barra, bajando los alerones. El morro se
levantó bruscamente y el C-47 salvó por los pelos la duna. Se oyó el áspero ruido
metálico del fuselaje rascando la cumbre, pero, milagrosamente, continuaron
ascendiendo.
—¡Cielo santo, Vito, estuvimos cerca!
El rostro pálido de Falconi goteaba sudor.
—Demasiado cerca para repetirlo. Así que ahora recemos para que nuestro amigo
no lo vea a tiempo.
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Higgins gritó. Fue lo último que Carlton pudo oír en sus auriculares antes de que el
Beaufighter llegara a lo alto de la duna, totalmente fuera de control, clavase el morro
en la arena e hiciera explosión con una enorme bola de fuego naranja.
—Me parece que lo cazamos. —Falconi salió de la espesa nube a trescientos metros,
guardó los alerones, miró para atrás y vio un hongo luminoso de fuego alzarse entre
la tormenta de arena. En su voz no había notas de triunfo—. Pobres cabrones. Que
Dios se apiade de ellos. —Se enjugó una capa de sudor de la frente y niveló el Dakota—
. Mamma mia!
—¿Qué demonios has hecho?
—Es un jueguecito que practicábamos cuando pilotaba correos en Addis Abeba.
Volábamos bajo y sorteábamos las dunas. Cualquier cosa para matar el aburrimiento
de volar todo el tiempo por el desierto. Gracioso, bastante divertido con buen tiempo,
pero en medio de una tormenta de arena, altamente peligroso. Será mejor que atiendas
a Remer.
Halder buscó el pulso del copiloto. Era muy débil, la respiración jadeante, y seguía
sangrando mucho.
—Está vivo... más o menos.
—Coge el botiquín de la cabina, mira a ver si puedes hacer algo con la hemorragia,
y pregunta a los otros. Pero date prisa, Jack. Remer parece estar bastante mal.
Halder fue a la cabina y vio a Rachel de pie, agarrada a las redes de carga, pálida y
con cara de susto. Kleist y Doring parecían afectados por la experiencia, y se veían
varios orificios limpios en el fuselaje, pero, increíblemente, nadie más que Remer había
sido alcanzado.
—¿Ya ha pasado lo peor, o todavía tiene que empezar? preguntó Kleist, inexpresivo.
—Parece que de momento hemos salido del pozo. Búsqueme el botiquín. El copiloto
está malherido. —Mientras Kleist buscaba el botiquín, Halder se dirigió a Rachel—:
¿Estás bien?
—No..., no lo sé. Estoy tratando de recuperarme. Ha sido una de las peores
experiencias de mi vida.
—Seguimos vivos, y eso ya es mucho.
Kleist volvió con el botiquín y se lo dio a Halder. Cuando volvía hacia la carlinga,
Rachel le preguntó:
—¿Quieres que te ayude?
—Por ahora no, pero si te necesito, te llamaré.
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CAPÍTULO 29
Berlín
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—Por raro que parezca, en este momento nada me puede importar menos.
Era mentira, por supuesto, pero Canaris procuraba ocultar su curiosidad. Todavía
luchaba con su conciencia por haber tenido que traicionar a Halder y a Rachel Stern,
por muy necesaria que considerase esa traición, y eso le pesaba profundamente.
—El Dakota ha desaparecido. O se estrelló, o fue obligado a aterrizar en suelo
enemigo, o fue derribado. Ese agente suyo de Abu Sammar envió un mensaje por radio
hace una hora, a través de Roma, diciendo que el avión no acudió a la cita. Y, desde
luego, no regresó a Italia.
Canaris palideció. ¿Habría sido entregado el mensaje de Silvia, quizás? Saber que
tal vez hubiera contribuido a la muerte de Halder y de la mujer le produjo un doloroso
espasmo de remordimiento. Más tarde, ya se sumiría en privado en el dolor por la
pérdida de vidas inocentes.
—Entiendo —Pareció triste y afectado—. Entonces, ¿se ha acabado? ¿Están muertos,
o prisioneros?
—Eso me temo.
El Cairo, 07.00 h
Weaver se despertó con el sonido de la llamada del muecín. Había pasado la mitad
de la noche durmiendo mal en un catre de fortuna en su despacho y cuando se levantó
tenía el cuerpo sembrado de dolores y molestias. Las contraventanas estaban cerradas,
y tenía un dolor de cabeza feroz de tanto leer los expedientes de los simpatizantes
nazis árabes.
Se frotó la cara y abrió las ventanas. Amanecía sobre El Cairo, los tejados y la antigua
ciudadela construida por los turcos destacaban sus siluetas. Justo después de la
medianoche se había topado con algo que despertó su interés. Un árabe de más o
menos la misma edad que Gabar que había trabajado de mozo en la embajada alemana
antes de la guerra. Trabajaba en un taller de radio en la ciudad vieja, que fue lo que sin
duda hizo que Weaver se detuviera a pensar, y se preguntó cómo se le habría escapado
aquel hombre la primera vez. La dirección estaba en el expediente. La apuntó en su
agenda. Comprobarla sería lo primero que hiciera por la mañana. Lo suyo sería darse
una ducha y afeitarse, pero al ir a coger la gorra para dirigirse a su villa se abrió la
puerta y apareció Helen Kane con una bandeja de café humeante y un plato de
panecillos frescos.
—He pensado que querrías desayunar.
—Llegas temprano.
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Weaver puso a un lado su gorra con una excitación creciente. Ya iría a ver al
sospechoso árabe más tarde.
—Luego, llama a Sanson y dile que venga aquí lo más de prisa que pueda.
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CAPÍTULO 30
35 km al suroeste de Alejandría
21 de noviembre, 05.30 h
Halder se despertó con un terrible dolor de cabeza, un viento furioso le echaba arena
en la cara. Los cristales de la carlinga habían estallado y aún seguía atado al asiento
del operador de radio. El avión estaba volcado sobre el lado izquierdo, y tenía un
fuerte rasponazo en la cabeza, donde se había golpeado contra uno de los paneles del
techo. Remer colgaba de su arnés en un ángulo grotesco, un hilo de sangre le caía de
la boca; tenía los ojos desorbitados. Falconi estaba postrado en su asiento, gimiendo de
dolor. Halder se protegió la cara del viento arenoso, y lo llamó:
—¿Estás herido, Vito?
—Tengo un pie enganchado. No puedo moverme.
Halder se soltó el arnés y se acercó. El pie derecho de Falconi estaba atrapado bajo
uno de los pedales del timón, que era una maraña de metal retorcido, y sangraba por
un profundo corte en la rodilla. Halder se quitó rápidamente el cinturón y lo ató con
fuerza por encima del corte para detener la sangre, después intentó liberarle el pie,
pero no pudo.
—Está demasiado duro. Necesito ayuda.
Falconi contempló el cuerpo sin vida de su copiloto y dijo:
—Sólo tenía veintidós años.
—No ha sido culpa tuya, dadas las circunstancias. Hiciste bien en bajar.
—Hasta el diablo tiene sus días malos. Me parece que el ala de babor tocó en un
banco de arena, justo después de que cayésemos al suelo.
Fuera arreciaba la tormenta y Halder se volvió, angustiado, hacia la puerta de la
cabina; en ese momento sólo pensaba en Rachel.
—Procura no moverte. Voy a ver cómo están los otros.
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Fue hacia atrás, agarrándose al fuselaje de la cabina. Estaba en mejor estado que en
la carlinga, abollado en algunos sitios pero todavía intacto. Kleist ayudaba a Doring a
levantarse y Rachel se curaba una herida que le sangraba en la cabeza. Parecía sufrir
un shock.
—¿Están todos bien? —preguntó Halder.
—Me sujeté fuerte mientras caíamos, pero aun así me fui de un lado para otro
cuando chocamos. ¿Qué pasó? —Cuando él se lo dijo, frunció el ceño—. No lo
entiendo. ¿Por qué no se incendió el avión?
—Los tubos de gasolina se habían roto y los tanques estaban vacíos. Por lo menos
es algo que puedes agradecer a la RAF. Déjame que te vea la cabeza —le dijo, y le
examinó la herida—. No tiene muy mal aspecto. ¿Cómo te sientes?
—Como si me hubieran golpeado con un martillo.
Halder le quitó el pañuelo de algodón que llevaba al cuello, se lo puso sobre la
herida e hizo que lo sujetara con la mano.
—Sujeta esto hasta que deje de sangrar. —La ayudó a levantarse y después preguntó
a Kleist y Doring—: ¿Alguno de ustedes está herido?
—Unos arañazos, pero estamos vivos —dijo Kleist, hosco—. Tenía razón en cuanto
a esos pilotos italianos: no sirven para nada.
—Las cosas podían haber ido mucho peor, así que puede dar gracias. Venga a proa
y écheme una mano. El copiloto ha muerto y Falconi está atrapado.
Volvieron a la carlinga, y con la ayuda de Kleist, Halder intentó liberar la pierna de
Falconi del pedal retorcido, pero era difícil en un espacio tan reducido, y los dos
hombres apenas podían moverse. La cara de Falconi estaba bañada en sudor y
mostraba una terrible expresión de dolor.
—No hay manera, Jack. Necesitaréis algo que haga de palanca.
—Iré a ver si puedo encontrar algo fuera, entre los restos.
—No podemos estar aquí todo el día —protestó Kleist—. En cuanto amaine la
tormenta, puede aparecer una patrulla para investigar.
—De eso ya nos preocuparemos más tarde —replicó Halder, y luego se volvió hacia
Falconi—. ¿Dónde demonios estamos, Vito?
—A unos nueve kilómetros al norte de la zona de aterrizaje.
—No podremos llegar a la cita a tiempo, de eso no hay duda. Tratar de atravesar el
desierto con este tiempo es una locura.
—Hay un pueblo árabe a unos doce kilómetros al oeste de aquí. Lo conozco de antes
de la guerra. Podríais intentar llegar a pie. Después de eso, Dios sabe. Pero será mejor
que me dejes, Jack. No haré más que retrasaros.
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—Primero te soltaremos el pie, después ya veremos —le dijo, y luego se volvió hacia
Kleist—. Espere aquí. Voy afuera.
Halder pasó a la cabina, pero Kleist lo siguió y lo agarró del brazo.
—Escuche, Halder, el piloto nos va a retrasar mucho en cuanto nos pongamos en
marcha. Parece que tiene el pie roto, y está perdiendo mucha sangre.
—¿Y qué sugiere usted?
—Que lo dejemos aquí. Él mismo se lo ha dicho. Pero mejor si lo matamos. Ya se lo
dije, no me fío de estos italianos. Probablemente ha pensado delatarnos si lo
encuentran los aliados para intentar salvar el pellejo —dijo Kleist, haciendo el gesto de
un cuchillo cortándole el cuello—. Yo lo haré. Usted dé la orden.
—Es usted un cabrón, Kleist —respondió Halder, soltándose el brazo.
—Ponemos en peligro nuestras vidas si nos quedamos aquí —insistió Kleist—. Así
que cuanto antes nos movamos, mejor. Lo más probable es que ese caza haya
comunicado nuestra incursión antes de estrellarse. Puede haber aviación enemiga
esperando para registrar la zona en cuanto mejore el tiempo. Si descubren el avión,
vendrán patrullas como moscas, antes de podamos darnos cuenta. Y recuerde que
somos agentes enemigos, y que los aliados fusilan a los agentes enemigos, ¿no lo sabía
usted?
—Sigue estando usted bajo mi mando —replicó Halder, cortante—. No quiero
volver a oír hablar más de matar a nadie. Y nadie irá a ninguna parte hasta que yo lo
diga. Ahora, espere aquí. Es una orden.
Halder cruzó la cabina, pasó junto a Rachel y Doring, abrió con dificultad la puerta
del fuselaje, se tapó la boca y la nariz con el brazo y saltó. Hacía un temporal espantoso,
y le resultaba difícil moverse, pero al menos los restos del aparato le ofrecían cierto
refugio. El aire olía a aceite y queroseno. El Dakota estaba volcado hacia un lado, y la
mitad del ala izquierda estaba completamente deshecha, sólo quedaba metal retorcido.
Encontró un trozo de cuaderna suelto e inmediatamente regresó con él a la cabina y
cerró la puerta contra el viento.
Kleist esperaba, no muy contento.
—Bueno, ¿cuál es el veredicto?
—No tenemos posibilidades de ir a ningún lado, en estas condiciones. Será mejor
esperar a que amaine la tormenta. Ahora écheme una mano y tratemos de liberar a
Falconi.
Les llevó más de media hora, y para entonces el pie del piloto estaba gravemente
herido e inflamado. No había dejado de sangrar, y cuando Halder lo ayudó a
levantarse del asiento, el italiano gritó con la agonía dibujada en su rostro inundado
de sudor
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vez nos pudiera conseguir ayuda médica. Pero para que eso funcionase necesitaríamos
transporte, de manera que mejor dejarlo.
—¿Y si hay tropas en el pueblo?
—Es una posibilidad, pero tendremos que correr ese riesgo.
—¿Y si nos dan el alto o nos hacen preguntas?
—Les contaremos nuestras historias de tapadera.
—¿No crees que te estás pasando de optimista? Para empezar, ¿cómo explicamos el
aterrizaje forzoso en el desierto?
—Buena pregunta —dijo Halder sonriendo—; ya procuraré que se me ocurra algo.
Mientras tanto, pongamos cómodo a Vito.
Kleist y Doring llegaron con unas angarillas rústicas que casi parecían una hamaca
con aquella red.
—Es lo mejor que hemos podido hacer —dijo Kleist con brusquedad.
—Nos turnaremos para llevarlas. ¿Cómo está el tiempo?
—Mejorando.
—En la carlinga hay una brújula fija —dijo Halder a Doring—. Podría sernos útil, si
todavía funciona. Mire a ver si puede sacarla. Si no, tendremos que guiarnos por el sol.
Doring fue a proa, y Halder le indicó a Kleist que lo ayudase a sacar a Falconi por
la puerta del fuselaje. Colocaron la malla en la arena y depositaron a Falconi encima.
El viento había amainado, el sol salía y la visibilidad había mejorado mucho Halder
dio la vuelta en torno al avión. Todo a su alrededor era desierto, pero le pareció ver
algo parecido a un uadi, como a kilómetro y medio de distancia, unas cuantas datileras
recortadas contra el cielo del amanecer.
Volvió. Doring apareció con la brújula.
—¿Y bien?
—Parece que funciona, aunque es difícil estar seguro.
—Tendremos que arriesgarnos. —Explicó a los otros lo del uadi—. Si tenemos
suerte, habrá agua y podremos llenar las cantimploras y luego ir hacia el oeste.
Asegúrense todos de que tienen sus cosas y vámonos.
Halder y Kleist transportaban la camilla. No tenía soportes de madera y se
deformaba, y Falconi tenía que llevar el pie herido colgando por un lado. Les costó casi
una hora llegar al uadi. Eran sólo media docena de datileras, algunos espinos de
camello y unas pocas manchas de hierba agostada, pero había un estanque pequeño
de agua limpia que no se había secado del todo.
—Lo mejor será que llenen las cantimploras y descansen cinco minutos.
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CAPÍTULO 31
07.35 h
El jeep se detuvo y el oficial británico que iba en el asiento del pasajero se bajó.
Vestía uniforme de capitán, cubierto de polvo, y llevaba un revólver Smith & Wesson
en la mano. Halder quiso adelantarse, pero el oficial le dijo:
—Quédese donde está y no se mueva. Manos arriba, todos.
Obedecieron, y el capitán se acercó y los observó con desconfianza.
—¿Quién diantre son ustedes? —preguntó.
—Gracias a Dios que nos ha encontrado —exclamó Halder—. Soy el profesor Paul
Mallory, y éstos son los miembros de mi equipo arqueológico. Nuestro avión se
estrelló.
—¿Qué me dice? —preguntó el capitán, indeciso. Lanzó una mirada a su
compañero—. Será mejor que los registres, Hugo. A ver si llevan armas.
—Mire usted —protestó Halder—, acabamos de vivir la peor experiencia de
nuestras vidas...
—Estése callado por ahora, haga el favor. Podrían ser agentes enemigos. Sigue
habiendo una guerra, ¿sabe?
El otro oficial era un teniente de veintipocos años y cara de novato. Mientras el
capitán los apuntaba con el revólver, se bajó del jeep y los cacheó uno por uno, incluido
Falconi, que llevaba una Colt automática; lo desarmó, cogió las carteras de todos y
repasó los documentos de identidad. La última fue Rachel, y, antes de tocarla, miró al
capitán, inseguro.
—La señorita también, Hugo. Mis disculpas, señora.
El teniente registró la ropa y las pertenencias de Rachel.
—Ninguno lleva armas, mi capitán, salvo el piloto. Y sus papeles parecen buenos,
menos el piloto, que no lleva ninguno.
—Tráemelos aquí.
—¿Podemos bajar las manos, por lo menos? —preguntó Halder.
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—¡Cielo santo, no! Íbamos de regreso a la base después de una partida de póquer
con unos amigos del ejército en Hamman, pero nos perdimos cuando se levantó esa
puñetera tormenta de arena. Tuvimos que esperar sentados al abrigo de unas rocas
como a ocho kilómetros de aquí, al oeste. Pero ahora ya estamos perfectamente,
sabemos el camino de regreso. Bien, montemos y echemos una rápida ojeada a ese
avión suyo.
—Capitán, el piloto está muy malherido...
—Lo sé perfectamente, pero ya que estamos aquí será mejor que compruebe sus
palabras... Nos ahorrará tiempo y problemas después. Además, nos coge de camino, y
seremos rápidos como el viento. Iremos un poco apretados en el jeep, pero nos las
arreglaremos para meterlos a todos.
Antes de que Halder pudiera protestar, el capitán tiró el cigarrillo y echó a andar
hacia el vehículo. Halder se demoró un poco, se volvió hacia Rachel, y le sonrió
ligeramente.
—Lo has hecho bien. La voz te sonaba un poco nerviosa al principio, pero aparte de
eso, estuviste a la altura de Marlene Dietrich y todas ésas.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —le respondió en voz baja—. ¿Y ahora qué va a
pasar?
—Sabe Dios, pero tendremos que pensar en algo. En cuanto nuestros dos amigos
vean los agujeros de las balas en el Dakota se acabó la historia.
El capitán ya había subido a la parte trasera del jeep, y Doring junto a él con Falconi,
Kleist delante con el conductor, y no parecía haber mucho más sitio para todos en el
vehículo atestado. El capitán los llamó:
—¿Está listo, profesor? ¿Señorita?
Halder tiró su cigarrillo, tomó a Rachel del brazo, echó a andar y la ayudó a subirse
en la parte de atrás del jeep, ya lleno. Él se subió a su lado, el motor arrancó, e iniciaron
el camino.
El Cairo, 07.40 h
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y cuando la torre intentó comunicar a las cuatro treinta, la radio del Beaufighter no
respondió. Al principio, la torre no se alarmó más de la cuenta, porque la tormenta
estaba impidiendo las comunicaciones, pero después comenzaron a sospechar.
Sanson miró el mapa de la pared. Al parecer, su humor no había mejorado desde
que habían hablado en el restaurante, y se notaba frialdad evidente en su tono.
—¿Alguna cosa más, Weaver?
—No se ha vuelto a ver posteriormente a ninguno de los dos aparatos en nuestro
espacio aéreo. El mando aéreo nos indicó que los Dakota no suelen estar armados, y
que el Beaufighter tendría que haberlo podido llevar con él sin problemas. Dicen que
es posible que ambos se vieran obligados por la tormenta a tomar tierra en algún
punto, o que colisionaran en el aire.
—¿Están buscando restos de los aparatos?
—Han enviado un par de aviones de reconocimiento para buscar por la zona costera
y el desierto inmediato al sur. Y piden a todo el tráfico que vuela por el sector que
mantengan los ojos bien abiertos.
—Esas tormentas de arena llegan a ser muy duras —dijo Sanson tras reflexionar un
momento—. Causan verdaderos estragos en los aviones. Hay muchas probabilidades
de que los dos tuvieran complicaciones y se estrellasen.
—Pero eso sigue sin explicarnos qué estaba haciendo el Dakota en un sitio donde
no tenía que haber estado a esas horas de la madrugada —dijo Weaver, uniéndose a
Sanson junto al mapa—. He comprobado en el Cuartel General de la RAF que no se ha
notificado la falta de ningún aparato, ni británico ni americano, durante las últimas
ocho horas, ni en Egipto, ni en Sicilia ni en la península italiana.
—¿Y entre el tráfico hacia el este procedente de Túnez o Argelia? ¿O la posibilidad
de que algún piloto se hubiera salido de su ruta?
—Ni Alejandría ni El Cairo tenían ningún tráfico previsto —dijo Weaver, negando
con la cabeza—, salvo las patrullas, durante la noche pasada ni la madrugada, ni
americano ni británico, básicamente por culpa del mal tiempo. —Señaló en el mapa las
zonas de desierto al sur y al oeste de Alejandría y añadió—: Se me ha ocurrido que hay
un montón de campos de aviación abandonados y perdidos por la zona cercana a la
costa norte y que probablemente resultarían ideales para realizar un aterrizaje a
escondidas. Y me pareció un tanto sospechoso que el Dakota apareciera y se esfumara
de ese modo, así es que pensé que podríamos ir a verlo.
—Contacte de nuevo con Alejandría —replicó Sanson—. Dígales que comprueben
otra vez los informes de tráfico de la noche y la madrugada pasadas, sólo por estar
seguros de que no se ha perdido ninguno de nuestros aparatos, excepto el Beaufighter.
Mire a ver si tienen alguna información que no tengamos ya, y dígales que nos
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CAPÍTULO 32
07.50 h
Sentado en la parte de atrás del jeep, Halder intentó evaluar la situación. En cuanto
los oficiales vieran los balazos en el aparato estrellado, todo habría terminado. Al
fondo, adelante, ya veía acercarse el lugar del accidente. Echó una mirada a Doring. El
SS hizo un gesto rápido con la mano sobre la garganta y señaló con los ojos al capitán,
insinuando lo evidente. Halder no tuvo ocasión de apuntar respuesta, porque en ese
momento Falconi gimió y tembló de dolor.
Puso la mano sobre la frente del italiano. Tenía fiebre, y comprendió que Falconi no
fingía. Vio manchas húmedas de sangre en las vendas; había vuelto a sangrar.
—Capitán, tenemos que llevar a este hombre al médico urgentemente. Dios sabe
qué heridas internas puede tener.
El capitán se inclinó y abrió uno de los párpados de Falconi y después le tomó el
pulso.
—El pulso parece un poco lento. Probablemente sea un shock tardío.
—Si se muere, me ocuparé de que le hagan a usted responsable de ello.
—Tranquilo, profesor. Yo tengo que hacer mi trabajo.
—Y la vida de este hombre está en peligro.
—Hay un pueblo a una media hora de aquí —dijo el capitán, mordiéndose el labio,
indeciso—. Está más cerca que nuestra base y creo que allí hay un médico.
—Entonces sugiero que nos lleven allí lo más rápido posible.
—Por supuesto. Tan pronto como haya examinado los restos del avión.
Halder iba a protestar de nuevo, pero el capitán se puso una mano haciendo visera
sobre los ojos para escrutar el Dakota destrozado.
—¡Dios santo! Menuda suerte han tenido al sobrevivir.
El teniente se paró a poca distancia del avión, y el capitán saltó a tierra.
—Sólo será un momento. Deja el motor en marcha, Hugo.
—Sí, mi capitán.
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Halder notó la tensión al ver al capitán avanzar hacia el Dakota. Los agujeros de las
balas no saltaban inmediatamente a la vista con aquella maraña de chatarra, pero en
cuanto hubo dado unos pocos pasos se volvió, pálido.
—A este avión le han disparado...
Se llevó la mano a la pistolera, pero en el jeep Kleist cogió el revólver del teniente
mientras Halder lo agarraba por el cuello y Kleist le apuntaba a la cabeza.
—Yo no lo haría, capitán —dijo Halder—. Ahora tire esa arma hacia aquí, tan de
prisa como pueda.
09.20 h
El Avro Lancaster era un bombardero británico muy sólido, uno de los aparatos
aliados más eficaces de la guerra.
En el que volaban Weaver y Sanson aquella mañana era de carga, y tenía la misión
de transportar una partida urgente de munición de artillería a Italia, con una breve
escala en Alejandría. No cabía la menor duda de que aquel aparato había vivido
mejores tiempos. Parte del revestimiento de la cabina estaba calado por la metralla y
sin reparar, en el interior hacía mucho frío y los cuatro motores Merlin de pistones
hacían tanto ruido como un millón de avispas furiosas que se hubieran vuelto locas.
Weaver trataba de ignorar el ruido y la incomodidad, sentado junto a Sanson sobre
un par de cajas de municiones cerca de la carlinga. Estaban a unos treinta kilómetros
al sur de Alejandría y a mil quinientos metros de altura y podían ver los edificios bajos
de adobe, formando racimos blancos, donde empezaban los suburbios. Una fuerte
ráfaga de viento abofeteó con violencia el Lancaster, después se calmó.
—¿No podía haber encontrado un avión con una carga menos peligrosa? —
preguntó Sanson.
—Era el único vuelo disponible esta mañana para Alejandría, hemos tenido suerte
de que nos trajeran.
—Entonces esperemos que haya merecido la pena, Weaver.
Habían cogido la cola de la tormenta al ascender en la salida de El Cairo, y seguía
habiendo fuertes turbulencias. Sanson iba allí sentado, con cara de palo, pero Weaver
sentía ganas de vomitar.
Media hora después de haber hablado con el Cuartel General de la RAF en
Alejandría volvieron a llamarlo. Una comprobación adicional no había descubierto
que ningún vuelo se perdiera ni en el Mediterráneo ni en el norte de Egipto, ni tampoco
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07.55 h
Halder hizo gestos con el revólver para ordenar a los dos oficiales que entraran en
el Dakota.
—Quítense los uniformes, los dos —se volvió hacia Kleist y Doring—. Cuando lo
hayan hecho, átenlos bien al fuselaje. Usen las redes de carga.
Los oficiales se desvistieron como se les mandaba. El capitán estaba atónito, y
temeroso.
—¿Son alemanes, no es cierto? —dijo a Halder—. ¿Le importaría explicarme qué
están haciendo?
—Las preguntas no le llevarán a ninguna parte, capitán. Cállese, por favor.
Cuando Kleist y Doring terminaron de atarlos, los sujetaron firmemente al fuselaje.
—¿Qué quiere que hagamos con los uniformes? —preguntó Kleist.
—Yo cogeré el del capitán —dijo Halder, después de mirarlos para calcular el
tamaño; luego lanzó el uniforme a Doring y los papeles del teniente—. Póngase éste, a
ver si le sirve.
Doring se probó la ropa; le quedaba razonablemente bien. El SS sonrió al joven
teniente que tenía a sus pies, vestido sólo con la ropa interior, y le dio unos golpecitos
en las costillas con la punta de la bota.
—¿Qué, pasaría por un Englander?
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Cuando llegó a la puerta del avión, Kleist salía con el revólver en la mano, y un
hilillo de humo se alzaba del cañón. Halder miró adentro y vio los cuerpos retorcidos
de los dos jóvenes oficiales, ambos con un tiro en la cabeza. Cogió a Kleist de las
solapas, enfurecido.
—¡Cabrón sanguinario... los ha matado a sangre fría!
—Si usted no podía, yo sí —dijo Kleist sin arrepentimiento—. Estamos en guerra,
comandante.
Halder le dio un puñetazo en la cara. Kleist cayó de espaldas contra el fuselaje, y su
revólver, a la arena. Se enderezó tambaleándose, con la nariz sangrando y odio en la
mirada.
—Dese por muerto, Halder. ¡Por jodidamente muerto!
Kleist se le abalanzó con los brazos abiertos como un oso enfurecido, golpeó a
Halder con todo su peso y lo derribó. Se le puso encima y lo golpeó ferozmente,
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machacando su cara con los puños. Halder se defendió y consiguió escabullirse, pero
cuando trató de sacar la pistola, Kleist volvió a echársele encima.
Pero esta vez, estaba preparado. Levantó el pie y golpeó a Kleist debajo de la rodilla.
Kleist bramó de dolor y se fue hacia atrás, agarrándose la pierna. Halder se puso de
pie y empezó a golpear a Kleist con los puños rápidamente. El SS, aturdido, giró sobre
sí mismo y los brazos de Halder se cerraron en torno a su garganta, pero Kleist levantó
una mano y agarró a Halder por el pelo, casi arrancándole el cuero cabelludo. Halder
apretó su presa.
—Basta, Kleist, o le romperé el cuello.
—¡Doring... la pistola! —consiguió gritar Kleist, roncamente.
Doring titubeó, sin saber qué hacer, después corrió a recoger el revólver de Kleist
de la arena, pero Rachel le puso la zancadilla, cayó hacia adelante y ella alcanzó el
arma. Cuando Doring se ponía de pie, le apuntó con la pistola a la cara.
—¡Zorra! —exclamó Doring, avanzando hacia ella.
—Un paso más y lo mato.
Doring se detuvo al instante. La mirada que había en los ojos de Rachel indicaba
que hablaba en serio. Continuó apuntándole con la pistola y le dijo a Kleist:
—Si no quiere que su camarada muera, haga lo que le dice Halder.
Kleist lanzó una mirada que indicaba que sabía cuándo estaba vencido, e hizo lo
que le ordenaban. Halder lo apartó de un empujón y sacó su revólver, mientras Doring
decía, mansamente:
—Mi comandante, yo...
—Es usted un estúpido. Podría matarlo por insubordinación.
—Ha sido un grave error, mi comandante. Yo... no creía... —tartamudeó Doring.
—Cállese y póngase al lado de Kleist. —Cuando le hubo obedecido, Halder levantó
su pistola, apuntándolos—. Debería liquidar este asunto aquí mismo. Usted, Kleist, es
peor que despreciable. Se merece un tiro.
—Tenga sentido común, Halder. —El gigantón Kleist se limpió la sangre de la
nariz—. No teníamos elección —dijo, señalando el Dakota con la cabeza—. Si los
encontraban vivos, nos habrían cogido antes de que pudiéramos darnos cuenta. De
este modo, cuando menos, tenemos una oportunidad.
El razonamiento de Kleist era lógico, y Halder lo sabía, pero el salvajismo de aquel
hombre le daba verdadero asco.
—Salvo que ahora somos responsables del asesinato de dos oficiales británicos. Un
hecho que estoy convencido de que hará que sus compañeros estén mucho más
decididos a cazarnos. Nos ha puesto usted en una situación todavía peor.
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09.35 h
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CAPÍTULO 33
Abu Sammar
21 de noviembre, 08.55 h
Achmed Farnad estaba en el patio que había detrás del hotel, limpiando el
parabrisas de su camioneta Fiat con una gamuza andrajosa. El parabrisas estaba
cubierto de polvo y de insectos después del viaje hasta el aeródromo de aquella
mañana, y realmente no sabía muy bien qué pensar de todo aquel asunto tan confuso.
Había estado más de dos horas esperando, pero los alemanes no habían comparecido.
La tormenta de arena era tremenda, y supuso que o bien se habían visto obligados a
abandonar la misión, o bien los habían derribado en route, o quizá incluso se hubieran
estrellado.
Si era eso, esperó por su propio bien que no hubiera supervivientes. Siempre existía
el riesgo de verse comprometido de algún modo si los capturaban y los interrogaban,
y la incertidumbre de lo que había sucedido hacía que se sintiera inquieto. Terminó de
limpiar el parabrisas del Fiat, aclaró la gamuza y vació el cubo de agua sucia, luego
cruzó hasta el granero, apartando las gallinas de su camino.
Entró en un chiquero de cabras vacío y apartó una parte de la gruesa capa de forraje
de hoja de caña que cubría el suelo. Debajo había una trampilla de madera y la levantó,
dejando al descubierto un escondrijo limpio.
Lo cubría un paño de arpillera sucia, y al quitarlo apareció debajo un transmisor de
radio con una pistola Luger al lado. Dos horas antes había hecho su transmisión en
clave para preguntar por qué no había llegado el avión; habían recibido su señal, pero
no había posibilidad alguna de obtener respuesta hasta las once de la noche, cuando
mantuviera abierta la frecuencia. Por lo menos, entonces podría tener una explicación,
pero de momento quería asegurarse de que la batería de la radio estaba bien cargada.
Cuando se disponía a sacarla, su mujer entró de improviso en el cobertizo, pálida y
agarrando nerviosamente su delantal.
—Achmed, hay soldados ahí fuera... Están entrando en el hotel. ¡Creo que han
arrestado a Mafuz!
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Halder esperaba con Rachel en lo que quería parecer la recepción —un mostrador
de madera con media docena de llaves colgadas de un tablero resquebrajado que había
en la pared—, mientras Kleist y Doring esperaban fuera, sentados en el jeep y cuidando
de Falconi. Alrededor de ellos se había congregado un grupo de niños andrajosos, que
habían corrido tras el vehículo en cuanto apareció en el pueblo, y tanto Kleist como
Doring parecían incómodos.
—Es como si hubiera llegado el circo —dijo Halder—. Todo el maldito pueblo sabe
que estamos aquí. De todos modos, no hay manera de evitarlo.
Abu Sammar era sólo un grupito de construcciones de adobe y madera en medio
de ninguna parte, con un entramado de calles sin asfaltar y callejones estrechos. Cabras
huesudas y gallinas flacas vagabundeaban entre los montones de desperdicios medio
podridos, y la población entera, hombres, mujeres y niños, parecía estar
observándolos, empujados por la curiosidad, cuando se detuvieron a la entrada del
Seti. El hotel no era gran cosa, un edificio de tres pisos con un patio cerrado a un lado
y el interior mugriento, con retales de alfombréis deshilachadas y paredes encaladas y
descascarilladas. Era el único hotel en un pueblo que no parecía necesitar ninguno.
—No es precisamente el Ritz —dijo Halder a Rachel. Una vieja escalera de mármol
con barandillas de metal rotas conducía al piso de arriba, y el edificio olía a moho y
abandono. Sobre el mostrador había una campanilla, y Halder volvió a hacerla sonar,
esta vez mucho más fuerte, y el ruido resonó por las paredes. Luego, miró de nuevo a
Mafuz—. ¿Estás seguro de que tu padre está aquí?
Habían encontrado al muchacho en el campo de aviación, cuidando algunas cabras
en una de las casamatas y a Halder no le llevó mucho tiempo descubrir lo que había
sucedido.
—Lo buscaré, señor.
—Buen muchacho —dijo Halder, dándole una palmadita al niño en la cabeza, pero
cuando ya iba a salir apareció un hombre delgado, vestido con chilaba y fez. Su cara
sin afeitar parecía encerada, de puro miedo, y en el momento en que vio el uniforme
británico de Halder, su angustia pareció aumentar.
—¿Qué... qué puedo hacer por usted, señor?
—Busco al propietario, Achmed Farnad —dijo Halder en correcto árabe.
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—Eso es terrible —dijo Achmed, más alarmado, llevándose una mano a la cara—.
Eso no mejorará las cosas.
—Nuestro piloto está muy malherido. No teníamos otra opción que venir aquí.
—Y a plena luz del día. Eso dará mucho que hablar a todo el pueblo.
—Es inevitable. Y ahora, si no le importa, necesitamos un médico. ¿Hay alguno en
el pueblo?
—El más próximo está a más de veinte kilómetros. Y no es un hombre en el que
podamos confiar, es amigo de los ingleses.
—Entonces, tendremos que hacer lo que podamos. Necesito agua caliente y toallas
limpias.
—Le diré a mi esposa que las traiga —dijo Achmed, asintiendo con la cabeza.
—Y mejor que nos busque una habitación. Necesitamos un sitio discreto para
atender a nuestro camarada. ¿Hay otros huéspedes?
Achmed negó con la cabeza.
—Aparte de mi esposa y mi hijo, el hotel está vacío.
—Di a los otros que lleven el jeep al patio trasero y traigan a Vito, tan de prisa como
puedan —le dijo a Rachel
—Esto es un desastre —se lamentó Achmed, retorciéndose las manos cuando salió
Rachel—, el ejército mandará patrullas de búsqueda. Y antes de que nos demos cuenta,
ya estarán registrando el pueblo. No pueden quedarse aquí mucho tiempo.
—Eso lo sé perfectamente. Pero de momento, haga lo que le digo.
Achmed cogió de mala gana una llave de la pared.
—Mi mujer estará en peligro, y mi familia...
—Las vidas de todos nosotros están en peligro. Ahora, por favor, a ver esa
habitación, el agua caliente y las toallas. De prisa.
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CAPÍTULO 34
11.00 h
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09.00 h
La habitación del segundo piso del Seti era un cuarto sórdido, pelado como un
hueso. Había una cama antigua de metal con sábanas sucias, y la cal blanca de las
paredes tenía desconchados y amarilleaba a causa del humo del tabaco. Transportaron
a Falconi hasta la cama y Halder se puso a trabajar inmediatamente. Cortó el mono de
vuelo y quitó las vendas empapadas en sangre. La herida de la pierna era mucho peor
de lo que pensaba. El hueso salía a través de la carne y Falconi había perdido una
cantidad considerable de sangre.
Halder buscó el pulso en la muñeca del italiano y después le abrió los párpados y
examinó las pupilas. Le dio unos cachetes en la cara, pero no hubo respuesta. Miró a
Rachel, que se ocupaba de limpiar la herida, y le dijo:
—No tiene muy buena pinta. Está totalmente inconsciente y tiene el pulso muy
débil.
—¿Puedo hacer algo?
Halder se dirigió a Achmed, que estaba a los pies de la cama con Kleist y Doring.
—Tiene que haber alguien en el pueblo que sepa algo de medicina.
—Hay una vieja que hace de comadrona —dijo Achmed, encogiéndose de
hombros—, y tiene la cara dura de llamarse enfermera. Pero, si quiere mi opinión, es
una inútil. Además, tiene una lengua que funciona mejor que mi aparato de radio.
Antes de decir ya, todo el pueblo estará enterado del asunto.
—¿Y cuánto tiempo nos llevaría traer al médico?
—Un par de horas, siempre que no haya ido a hacer otra visita. Pero incluso así, no
podemos traerlo aquí. Sería demasiado peligroso, y probablemente quisiera informar
a las autoridades militares.
—Tiene razón —interrumpió Kleist—. Nuestras probabilidades ya son muy escasas.
¿Por qué empeorar más la situación?
269
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—Pregúntele a esa vieja si puede ayudarnos —dijo Halder a Achmed—. Dígale que
somos unos desconocidos que hemos venido en busca de ayuda... Dígale que nuestro
amigo ha tenido un accidente de coche. ¿Sabe hablar inglés?
—No.
—Entonces diga que soy un oficial británico y no le aclare nada más.
—Le advierto que esa vieja no sirve para nada —advirtió Achmed—. Yo me fiaría
más del carnicero del pueblo.
—No estamos en condiciones de elegir. Tráigala aquí tan de prisa como pueda.
09.15 h
La mujer tenía por lo menos ochenta años, y ni un solo diente. Iba de negro de la
cabeza a los pies, y a pesar de estar completamente encorvada y apoyarse en un bastón,
se daba aires de importancia. Achmed y su mujer la condujeron escaleras arriba y
cuando entró en la habitación sus ojos cubiertos los contemplaron, inseguros.
—Se llama Wafa —dijo Achmed en inglés—. Le he contado lo que usted me indicó.
Dice que hará todo lo que pueda.
La mujer traía un viejo maletín de médico. Su cara, llena de arrugas y color de nuez,
asomaba por debajo de un velo de redecilla negra. Halder no pudo dejar de notar que
tenía las uñas sucias. Se acercó a Falconi y arregló las palanganas de agua caliente y
las toallas limpias. Se arremangó y fue a lavarse las manos en una de las palanganas,
llamó a Achmed y le explicó algo en un dialecto que Halder no entendió.
—;Qué ha dicho?
—Que no puede trabajar si hay hombres mirándola. Sólo quiere que la ayuden las
mujeres, los demás tenemos que salir de la habitación.
—No, yo me quedaré —insistió Halder en árabe.
La comadrona señaló la puerta con el dedo, riñéndolo, y esta vez Halder la entendió:
—¡Hombres fuera! ¡Fuera!
—Es una perra con malas pulgas —dijo Achmed en inglés, y se encogió de
hombros—, Es mejor que haga lo que le dice.
—¿Crees que tú podrás echarle una mano? —preguntó Halder, dirigiéndose a
Rachel.
—Haré lo que pueda.
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09.30 h
Achmed se llevó a Halder y a los otros a una cocina mugrienta que estaba abajo, en
la parte de atrás del hotel. Sobre la mesa había una fuente de pan fresco y dátiles, un
queso de cabra maloliente y una jarra de plata de café árabe. Sirvió a cada uno de ellos
una diminuta taza de cristal de aquel espeso líquido negro.
—Coman ustedes algo. Ahora, todo lo que se puede hacer es rezar y esperar.
Halder aceptó el café, pero ignoró la comida mientras los hombres de las SS se
alimentaban, y dijo a Achmed:
—Me parece que tendremos que abandonar el plan original, que consistía en que
usted nos llevase hasta Alejandría disfrazados de arqueólogos. Así que tendremos que
elaborar otro. ¿Tiene algún mapa de esta zona que llegue hasta Alejandría?
—Todo lo que tengo es una vieja guía Baedeker que se dejó un turista —dijo
Achmed, negando con la cabeza—. Pero es de hace veinte años por lo menos, y los
mapas no están muy detallados.
—No importa, tráigala aquí.
Cuando Achmed salió del cuarto, Kleist se tragó un buen bocado de pan y queso y
se limpió la boca con la mano.
—Doring y yo hemos estado hablando. No podemos quedarnos aquí mucho más.
Antes de que nos demos cuenta, todo esto va a estar intestado de patrullas enemigas.
Sería mejor que nos dividiésemos en dos parejas y procurásemos llegar a El Cairo por
separado; al menos, de ese modo aumentamos las pocas probabilidades que tenemos.
Quedarnos juntos sería un suicidio.
—¿Y qué sugiere?
—La chica y usted, y Doring y yo —respondió Kleist, encogiéndose de hombros—.
O como a usted le parezca.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—¿Y qué pasa con Falconi? —preguntó Halder tras pensar un momento.
—Sigo diciendo que llevarlo con nosotros es una estupidez. Déjelo con el hombre
del hotel. Y si cogen al italiano, por lo menos tendrá cuidados médicos adecuados.
Halder se quedó pensando y luego negó con la cabeza.
—Vamos a ver primero si la vieja puede hacer algo por él, después ya veremos.
Mientras tanto, echaremos una ojeada al mapa y consultaré con Achmed. Él conocerá
el terreno mucho mejor que nosotros.
Achmed volvió con una guía Baedeker muy usada. La abrió sobre la mesa y señaló
en uno de los mapas.
—Estamos aquí. Aproximadamente a unos cuarenta kilómetros de Alejandría si van
por la carretera interior. Hay varías pistas pequeñas por el desierto para ir a la ciudad,
o también se puede cruzar hacia la carretera de la costa y llegar por el lado del mar,
pero ese camino es más largo. Lo más rápido es la ruta directa, por la carretera
principal, menos de una hora en coche.
—¿Hay tropas estacionadas en alguna zona próxima? —preguntó Halder después
de estudiar el mapa.
—Desde que terminaron los combates, no. El campamento más próximo está en
Amiriya, a unos veinticinco kilómetros.
—¿Cuántos hombres?
—Varios centenares, seguramente. Es una base bastante grande.
—¿Vienen alguna vez al pueblo?
—Pasan por aquí de vez en cuando —dijo Achmed, encogiéndose de hombros—.
Pero, en cuanto se enteren de lo que les pasó a sus camaradas, aparecerán por aquí
como perros rabiosos buscando un rastro.
—Por eso debemos ponernos en marcha lo antes posible. Puede que ya nos estén
buscando.
—Me parece que tienen dos opciones —dijo Achmed, rascándose la barbilla—. La
primera es una vieja senda que utilizaban las caravanas de camellos de los mercaderes
árabes; está como a ocho o nueve kilómetros del pueblo. Si van en el jeep, es un trayecto
lento, lleno de baches y en terreno abierto por el desierto, y tendrán que ir con mucho
cuidado de no quedarse atascados en la arena; pero hay varios uadis en el camino, por
si se quedan sin agua, y se puede llegar a El Cairo en unas diez horas.
—¿Y la segunda?
—La que yo quería que usaran al principio, en el tren que sale de Alejandría cuatro
veces al día. También hay una línea férrea que discurre a lo largo de la costa, al norte
de aquí. La estación más próxima es El Hauriwaya, quizá a veinte kilómetros de
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CAPÍTULO 35
11.10 h
Cuando vio los dos cuerpos, Weaver sintió ganas de vomitar. Sanson entró en la
cabina detrás de él.
—¡Santo Dios!
Cuando se sintió mejor, Weaver se arrodilló y examinó los cadáveres.
—Todavía están calientes.
La cabina estaba patas arriba, el suelo, salpicado de toda clase de restos. Se dirigió
hacia la carlinga con Sanson. El copiloto aún estaba atado al asiento, vestido con traje
de faena. Su cara tenía la expresión grotesca de la muerte, las moscas zumbaban en
tomo a una herida abierta de su costado. Sanson registró la ropa del muerto y encontró
un juego de medallas en torno al cuello y documentos de identidad en uno de los
bolsillos.
—Según esto, es un teniente piloto americano.
Weaver examinó los papeles. Parecían auténticos. Vio que un rastro de sangre iba
del asiento del piloto hacia la cabina.
—Da la impresión de que ha habido alguien muy malherido.
Ambos salieron nuevamente al sol. El teniente y el conductor se bajaron del coche y
se acercaron.
—¿Algo va mal, mi teniente coronel?
—Eche un vistazo ahí dentro —dijo Sanson, muy serio, indicándole con el pulgar.
Cuando reaparecieron unos instantes después, el teniente dijo, solemne:
—Me parece que los dos hombres de la cabina podrían ser de los nuestros. Llevan
ropa interior del ejército británico.
—Me he dado perfecta cuenta —replicó Sanson con acritud—. Dense una vuelta por
los alrededores a ver si encuentran algo.
—Sí, mi teniente coronel.
275
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Mientras el teniente buscaba en torno a los restos del avión, Sanson encendió un
cigarrillo.
—Quienes hayan matado a esos muchachos tienen que ser unos cabrones
despiadados —dijo, con rabia—. No hay la menor duda de que estamos ante unos
alemanes infiltrados. Los papeles del copiloto puede que parezcan correctos, pero
apuesto a que son unas falsificaciones excelentes. Bueno, no se quede ahí parado,
Weaver. Eche una ojeada. Mire a ver si encuentra algo.
Sanson dio una patada a la chatarra, y Weaver fue a mirar las marcas de neumáticos
que había visto antes en la arena. Llevaban hacia el avión y parecían ser de un solo
vehículo, pero la arena estaba demasiado seca para que pudieran quedar marcadas
huellas de pies. Sanson se le acercó y Weaver señaló las marcas.
—Aventuraré lo que pudo pasar. Los dos hombres de dentro descubrieron el
accidente y se acercaron a investigar. Les dispararon por sorpresa y les robaron los
uniformes y el vehículo.
—Lo que quiere decir —asintió Sanson— que nos las tenemos con dos hombres, por
lo menos, probablemente más. Y uno está herido, el piloto, según parece.
Llamó al teniente y consultaron el mapa.
—No hay demasiados pueblos en un radio de treinta kilómetros —explicó el
teniente—. Puede que media docena como mucho.
—¿Hay médico u hospital en alguno de ellos?
—El hospital más próximo está en Alejandría. Pero está la base militar de Amiriya,
que tiene médico, según creo. Y probablemente haya otro en algún punto de esta zona
para ocuparse de la gente de los pueblos.
—¿A qué distancia se encuentra Amiriya?
—A unos treinta kilómetros, tal vez menos.
—Llámelos por radio y explíqueles la situación. Averigüe si alguien solicitó
tratamiento médico allí en las últimas horas, civiles o militares. Y dígales que
necesitamos tantos hombres como tengan disponibles para registrar los pueblos de la
zona. Quiero saber si ha habido algún médico local o alguien con conocimientos
médicos al que le pidieran que tratase a un paciente herido esta mañana, y
especialmente si iba de uniforme. Después, llame al cuartel general. Quiero puestos de
control en todas las carreteras que van a Alejandría. Buscamos un vehículo robado, lo
más probable es que sea un coche militar oficial o un jeep, con un pasajero herido a
bordo. No sabemos el número de ocupantes, pero seguro que al menos son dos, y
probablemente llevan uniformes militares robados. Sospechamos que son infiltrados
enemigos, van armados y son muy peligrosos.
—A la orden, mi teniente coronel.
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09,45 h
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Falconi parecía recobrar el conocimiento en ese mismo instante, sus ojos se abrieron
de par en par, el sudor le corría por la frente, y lanzó un gemido ronco. Halder vio,
horrorizado, que Falconi tenía una arteria abierta en la pierna y se estaba desangrando
rápidamente.
—Dame una toalla. ¡De prisa!
Rachel le alargó una y buscó el pulso de Falconi, mientras Halder le aplicaba
nuevamente un torniquete bien apretado más arriba de la rodilla. La hemorragia
disminuyó.
—Será mejor que traiga a ese médico —le dijo a Achmed—. Ya nos preocuparemos
de las consecuencias más adelante.
—Pero sus amigos me necesitan para...
—¡Vaya usted, ahora mismo!
—Jack...
Halder se volvió y vio que Rachel soltaba la mano de Falconi, cuya cabeza caía hacia
un lado.
—Me temo que es demasiado tarde. Ha muerto.
10.20 h
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—La maldita vieja se ha ido, renegando de todo el mundo. Y por lo enfadada que
está, puede usted apostar a que lo irá contando por todo el pueblo.
—Probablemente, que el italiano se muriera haya sido lo mejor —comentó Kleist—
. Las cosas serán menos complicadas ahora.
Halder le lanzó una mirada punzante, pero ignoró el comentario y le dijo a Achmed:
—¿Ha enviado el mensaje?
—Ahora mismo. Pero durante el día, la potencia de la señal nunca es de fiar.
Confiemos en que Berlín reciba el mensaje.
—Repita la transmisión cuando regrese, y otra vez esta noche, para estar
completamente seguros de que lo reciben. ¿Y qué hacemos con el cuerpo de mi
cantarada?
—Podemos enterrarlo en el desierto, de camino.
—Hágalo con un mínimo de dignidad —dijo Halder a Kleist—. No se lo dejen a los
buitres, ¿me oye? —Apagó su cigarrillo y añadió—: Será mejor ponerse en marcha.
Subieron a recoger el cuerpo de Falconi, lo envolvieron en un par de mantas grises
y sucias, y Achmed los condujo al patio de atrás. Una vez colocado el cuerpo en la caja
de la camioneta, el hijo de Achmed apareció y abrió el portón, y Halder y Rachel
subieron al jeep. Achmed se puso al volante del Fiat, junto a Kleist y Doring, luego
sacó la cabeza por la ventanilla del conductor y saludó a Halder con la mano:
—Alá sea con vosotros, amigos.
Halder le devolvió el saludo, arrancó el jeep y salió por el portón con Rachel.
Achmed los miró perderse entre una nube de polvo y lanzó un escupitajo por la
ventanilla. «Pobres tontos —pensó—, no tienen ni la más mínima posibilidad.»
—Bien, ¿a qué espera? —Kleist dio un codazo al árabe en las costillas—. ¡Arranque!
Achmed puso el Fiat en marcha y salió al camino.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
CAPÍTULO 36
Berchtesgaden
21 de noviembre, 16.30 h
Aquella tarde, a tres mil kilómetros de allí, en medio del boscoso esplendor de los
Alpes austríacos, en el Nido del Águila, el refugio de montaña de Hitler, tenía lugar
una acalorada reunión a la que asistían media docena de mariscales de la Wehrmacht,
dos almirantes de la Kriegsmarine, y Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe. Todos
habían llegado desde Berlín y tenían la desagradable tarea de aportar malas noticias.
Estaban en la gran sala forrada de madera que se utilizaba para esas reuniones.
Fuera, el panorama del Tirol era hermoso, cielo claro, un día de otoño vivido, pero
nadie tenía el pensamiento puesto en la espléndida vista. El mariscal Gerd von
Rundstedt, comandante en jefe del ejército alemán del oeste, había sido el último en
hablar, y al resumir los informes de la Wehrmacht había evitado deliberadamente
mirar a Hitler.
—Para subrayar los puntos principales: nuestros ejércitos están librando una
vigorosa operación de contención en el frente oriental, al oeste del río Dnieper, y
también al sur de Roma —dijo, señalando con un puntero en los mapas extendidos
sobre el gran tapete verde de la mesa—. También puedo comunicar que la actividad
partisana en Francia, Noruega, Holanda y los Balcanes está planteando problemas
crecientes. —Miró a través de la mesa, la cara de Hitler era el más puro reflejo del
disgusto—. Naturalmente, podremos superar todas estas dificultades, mein Führer —
se apresuró a añadir Von Rundstedt—. Pero, realmente, se trata de una cuestión de
efectivos y suministros. Los aliados destrozan nuestras líneas de aprovisionamiento
con regularidad creciente, por tierra y por Mar, Nuestros recursos están siendo
exprimidos al máximo Hu dicho usted operación de contención cuando está hablando
de retirada, Nuestros ejércitos se retiran.
Von Rundstedt vio la mirada implacable de Hitler y se amilanó.
—Bueno... es cierto, mein Führer, pero...
Hitler levantó una mano para hacerlo callar, antes de dirigir la mirada a los
almirantes de la Kriegsmarine con voz acusadora:
280
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Sesenta submarinos perdidos en los últimos cuatro meses. Me parece que es todo
un récord, ¿no es así?
—También es cuestión de efectivos y suministros, mein Führer —respondió,
nervioso, uno de los almirantes—. Sencillamente, desde que los americanos entraron
en la guerra estamos siendo superados en número. Hasta los buques que tenemos en
reparación son bombardeados en los astilleros.
Hitler se puso de pie, con los brazos cruzados, y una profunda expresión de
desprecio en el rostro. Miró a Goering y le dijo:
—¿Y qué tiene que decirnos de todo esto el mariscal del aire? ¿Dónde están aquellas
valientes incursiones sobre la Gran Bretaña? ¿El anillo de acero que nos prometió para
cerrar los cielos de Alemania? ¿O es que la Luftwaffe ni siquiera se molesta en volar
estos días?
Goering, con su figura oronda, no poco ridícula, embutida en su uniforme blanco,
se aclaró la garganta:
—Ponemos todo nuestro empeño, mein Führer. Pero el almirante tiene razón. Las
fuerzas oponentes resultan abrumadoras. Nuestros recursos se están reduciendo tan
estrechamente, que no podemos aspirar al dominio del aire. —Intentó
desesperadamente poner una nota de optimismo en la voz—: Pero pronto tendremos
los nuevos cohetes V-1 y los cazas a reacción, y estoy convencido de que eso nos
permitirá tomar la delantera.
—Ahora estamos preocupados por el presente, no a seis meses vista —replicó
Hitler, sarcástico, barriendo a un lado la respuesta de Goering con un movimiento
despectivo de la mano—. Excusas. Lo único que me dan ustedes son excusas. Dicen
que se esfuerzan todo lo posible, pero ese todo no basta. —Su tono de voz se elevó
histéricamente, escupiendo las palabras con veneno—. ¡Imbéciles! Con semejante
incompetencia, ¿qué esperanzas podemos tener si los aliados lanzan una invasión por
el oeste? La próxima vez que vengan ustedes aquí, no quiero respuestas timoratas,
quiero soluciones, ¿está bien claro? Y ahora, ¡retírense! ¡Váyanse todos!
Cuando los humillados altos mandos salieron, cabizbajos, de la sala, Hitler se dejó
caer, malhumorado, en un butacón de cuero. Instantes después apareció su ayudante
de las SS, entró, se puso firme, dio un taconazo y anunció:
—El Reichführer Himmler y el general Schelienberg están aquí y desean verlo
urgentemente, mein Führer.
El rostro de Hitler se puso ceniciento de furia.
—Y seguro que con más malas noticias. —Se levantó y se limpió la saliva de los
labios—. Muy bien, hágalos pasar.
281
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Entró Himmler seguido de Schelienberg. Los dos hicieron el saludo nazi y Hitler les
indicó con un gesto que se sentasen.
—Ya veo que sigues con esa sonrisa en la cara, Walter —comentó Hitler—. Nunca
logro saber cuándo traes buenas o malas noticias.
—Un defecto terrible, mein Führer. —A Schelienberg se le ensanchó la sonrisa, a su
pesar—. Pero, al parecer, a las señoras les gusta.
A Hitler no pareció hacerle gracia el comentario; seguía de mal humor al dirigir su
atención a Himmler.
—Bueno, ¿qué es lo que me querías comentar?
—Mein Führer, tenemos noticias de la Operación Esfinge.
Hitler se alegró un poco, las nubes negras desaparecieron por el momento.
—Nuestra única esperanza en todo este desastre. Bueno, ¿y traen buenas noticias o
vienen con malos presagios como mis generales? Os advierto que no estoy de humor
para estos últimos.
Himmler se ajustó con delicadeza sus quevedos en el puente de la nariz.
—El avión que transportaba a nuestros agentes fue interceptado y atacado por un
caza aliado antes de estrellarse en suelo egipcio esta mañana temprano.
A Hitler se le ensombreció la cara, pero Himmler continuó rápidamente, ansioso
por disipar el nubarrón.
—Sin embargo, cuando nos preparábamos para salir de Berlín para traer la noticia,
recibimos otro mensaje de nuestro agente en Abu Sammar. Parece ser que los
tripulantes del vuelo murieron, pero Halder y los otros sobrevivieron y consiguieron
establecer el contacto.
Hitler se puso de pie con brusquedad y empezó a ir de arriba abajo de la sala, con
creciente enfado.
—¡Más desastres! ¿Es que nunca se acaban?
—Quizá no sea un desastre completo, mein Führer —le sugirió Himmler—. Parece
ser que Halder está decidido a continuar con la operación.
—¿Y qué pasa con los aliados? —replicó Hitler, volviéndose hacia él—. No son
idiotas. Una vez hayan descubierto lo sucedido, no hay duda de que harán cuanto
puedan por cazar a nuestros hombres.
—Incluso en ese caso —señaló Himmler, conciliador—, habría que asumir que se
darían cuenta inmediatamente de cuáles son exactamente nuestras intenciones, cosa
de lo más improbable. Utilizamos un Dakota norteamericano, lo que podría hacer más
confuso el asunto durante algún tiempo, no es un caso insólito que los aliados derriben
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
uno de sus propios aviones por error, lo mismo que nos pasa a nosotros. Y si Halder
está decidido a continuar, es evidente que está seguro de que todavía tiene
posibilidades de llegar a El Cairo.
Hitler suspiró y se aproximó a la ventana panorámica.
—No me gusta este asunto. ¿Habéis informado a Canaris?
—Está al tanto de la pérdida del aparato, pero no de las últimas noticias. Walter se
las comunicará cuando volvamos a Berlín.
—No confío en ese hombre —dijo Hitler con la cara torcida por el desprecio—. Estoy
convencido de que anda propagando a mis espaldas rumores de que la guerra está
perdida y que yo estoy loco. Si eso es así, lo pagará caro. —Miró a Schelienberg y
añadió—: De todos modos, ese hombre suyo, Halder, parece un individuo competente.
—Uno de los mejores de la Abwehr, una elección de primera para nuestros fines. Si
hay alguien que pueda realizar lo que planeamos, ése es Halder.
—¿Y qué noticias hay del judío, Roosevelt?
—Se espera que llegue a El Cairo en las próximas veinticuatro horas. Nuestro agente
en Orán ha informado de que el Iowa fondeó junto a la costa argelina justo después de
las, hum..., siete cero cero de la mañana de ayer.
—Y sin embargo, nuestros U-boats no lograron destruir el buque en route —replicó
Hitler, amargamente.
Himmler ya le había dado la noticia de ese fracaso específico la noche anterior.
—Nuestros lobos intentaron repetidamente interceptar al Iowa, mein Führer. Pero el
convoy estaba tan poderosamente armado y cambiaba de rumbo con tanta frecuencia
que resultó imposible acercarse lo suficiente al acorazado.
Hitler continuó unos momentos ante el ventanal, contemplando las montañas con
las manos cruzadas detrás de la espalda, balanceándose arriba y abajo sobre los dedos
de los pies, mientras consideraba la situación. Al cabo de un rato se volvió hacia
Himmler.
—De manera que, tal y como están las cosas, Esfinge es nuestra única esperanza.
—En cualquier caso, una misión como ésa suele estar plagada de dificultades. Y los
problemas con que nos hemos encontrado no mejoran la situación. Pero estoy
convencido de que seguimos teniendo una posibilidad razonable de que Halder logre
su objetivo.
Hitler se dio un fuerte puñetazo en la palma de la mano y levantó la voz hasta
chillar:
—Una posibilidad razonable no basta. Si los aliados se ponen de acuerdo para la
invasión, la guerra está perdida. La muerte de Roosevelt daría a Alemania la ventaja
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más valiosa de todas: tiempo. Nuestra industria ganaría un año entero. Con ese año
podemos ganar la guerra. Por eso esta misión no puede fallar de ninguna de las
maneras. De ahora en adelante quiero noticias inmediatas de cualquier información
que haga referencia a los avances de Esfinge, quiero ser informado instantáneamente.
—Con todos mis respetos, mein Führer —lo interrumpió con serenidad
Schelienberg—, aun cuando Halder nos fallase, todavía tendríamos otro as en la
manga.
Hitler se limpió la saliva de los labios y, mirándolo fijamente, replicó:
—Pues será mejor que ruegues a Dios que ese as tuyo gane la partida. Podéis
retiraros.
Halder detuvo el jeep fuera de la blanca estación del tren. No habían encontrado
ningún control en los cincuenta minutos de recorrido por el desierto, y al entrar en El
Hauwariya nadie pareció prestarles mucha atención. El paisaje de los alrededores era
llano, desierto interminable por tres lados, el Mediterráneo turquesa al fondo, en la
distancia. El pueblo era mayor y más bullicioso que Abu Sammar, pero igual de
destartalado, con calles mal pavimentadas y un par de hotelitos decrépitos, y había un
mercado de camellos muy animado en la atestada plaza mayor. La estación parecía
bastante tranquila, pero cuando se detuvo, Halder descubrió un jeep de la policía
militar estacionado más adelante, junto al bordillo.
—No es muy alentador. Será mejor que esperes aquí mientras echo una ojeada.
—¿No puedo ir contigo?
—Mejor que no, por si hay problemas. Además, un oficial del ejército solo no atraerá
mucho la atención, pero con una chica guapa del brazo, la gente se fijará —dijo,
sonriendo. Se bajó del coche y se ajustó la correa de la pistolera—. Procura no parecer
demasiado preocupada. Y si alguien te pregunta, dile que tu novio está dentro.
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horario que había colgado en la pared, pero antes de que tuviera ocasión de marcharse,
el sargento se le acercó y lo saludó:
—Buenos días, mi capitán. ¿Puedo preguntarle si va a viajar usted?
Halder frunció el ceño, devolvió el saludo e imitó con toda perfección el acento de
la clase alta inglesa.
—¿Por qué, sargento? ¿Qué sucede? —El hombre lo miró por arriba y por abajo,
reticente a darle una explicación—. Bien, sargento, le he hecho a usted una pregunta.
—Ha habido un incidente no lejos de aquí, mi capitán —le dijo el sargento—. Dos
militares británicos han sido asesinados por agentes enemigos.
—Cielo santo. —Halder vio que el otro policía militar miraba hacia ellos, mientras
revisaba los papeles de una pareja árabe que pasaba la barrera.
—Mucho me temo que sigue sin haber contestado a mi pregunta, mi capitán —
insistió el sargento—. ¿Va usted de viaje?
—Pues no —dijo Halder moviendo la cabeza—. Vengo a esperar a alguien. Pero me
parece que me he confundido con estos malditos horarios. Es el próximo tren.
—Le pido disculpas, mi capitán, pero aun así tengo que rogarle que me enseñe sus
papeles.
—Por supuesto, lo entiendo perfectamente —Halder rebuscó en los bolsillos,
pretendiendo buscar su documentación, pero en realidad intentando calcular si podría
lograr abatir a los dos policías militares si era preciso—. ¿Sabe usted los nombres de
esos chicos que han matado? Tal vez los conociera.
—Me temo que aún no, mi capitán. Pero lo sabremos muy pronto, eso seguro.
Halder le enseñó su tarjeta de identidad, y, antes de que el sargento pudiera mirar
con detenimiento la fotografía, alargó la mano para que se la devolviera. El hombre no
mostró intención de devolverle el documento. Levantó la vista mirando con ojos
inquisitivos el rostro de Halder bajo la gorra.
—Capitán Jameson, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Hay un problema con este documento.
—¿Qué clase de problema? —dijo Halder, sintiendo que el corazón se le aceleraba.
—Está caducado, desde hace una semana. —El sargento esperaba una explicación.
Halder recuperó rápidamente la tarjeta y la examinó.
—Tiene usted toda la razón. Me temo que me ha pillado. Debo de haberme
despistado. No sé qué decirle.
—¿Le importa que le pregunte dónde está destinado, capitán?
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—En Amiriya —respondió Halder, irritado—. Óigame, ¿es necesario todo esto?
Puedo entender que usted tenga que hacer su trabajo, y que mi tarjeta esté caducada,
pero, por Dios santo, hombre, tendría que ser evidente que soy inglés y no un
condenado agente enemigo. Llame usted a Amiriya si no tiene nada mejor que hacer.
Pida que le pongan con el jefe de operaciones. Y si el viejo no está de demasiado mal
humor, me avalará. Adelante, sargento, yo lo esperaré aquí con el cabo.
El sargento dudó, mordiéndose los labios de indecisión pero aquella propuesta
descarada pareció bastarle.
—No será necesario, capitán. Pero si yo fuera usted, renovaría la tarjeta de identidad
lo antes posible.
—Por supuesto. Una negligencia imperdonable por mi parte. —Halder volvió a
guardársela en el bolsillo—. Mala suerte, esos dos chicos nuestros muertos. Piensas
que estás a salvo de esa clase de cosas después de haber echado a los boches a patadas,
y resulta que no. Todo eso suena bastante serio.
—Pues ni la mitad de serio que será cuando los pillemos.
—Estoy convencido de que tiene usted razón. —Halder miró el reloj y suspiró—.
Bien, supongo que será mejor que encuentre algo que hacer hasta que llegue el tren.
Le deseo suerte, sargento.
—Estoy seguro de que los encontraremos, capitán. Nos dieron la consigna hace sólo
diez minutos, cuando pasábamos por el pueblo, pero tengo entendido que están
poniendo puestos de control en todas las carreteras que van a Alejandría. Esos
miserables no tienen ni la más remota posibilidad de escapar.
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no creo que tengamos demasiadas posibilidades de ir muy lejos. Y una vez en el agua,
seremos como patitos de feria, si el ejército nos persigue.
—Tiene que haber algún modo de que podamos subir al tren. Si nos quedamos
esperando aquí, nos cogerán.
—Como no vayamos detrás en el jeep y tratemos de subir en marcha... Pero eso
también sería levantar la caza —dijo Halder moviendo la cabeza—. No se me ocurre
nada más, a no ser que podamos librarnos de esos dos amigos que vigilan los billetes.
—¿Qué les dijiste que estabas haciendo en la estación?
Halder se lo explicó. En ese mismo momento oyeron el pitido de una máquina de
vapor. A lo lejos, por las vías, un penacho de humo espeso se elevaba en el aire. El tren
llegaría dentro de pocos minutos.
—¿Alguna sugerencia?
Rachel miró el jeep de la policía militar.
—Sólo una. Pero no estoy muy segura de que resulte.
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CAPÍTULO 37
Rachel vio a los dos policías militares en cuanto puso el pie en la estación. El
sargento se le acercó.
—Disculpe, señorita. ¿Va usted de viaje?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Adónde, señorita?
—A Alejandría.
—¿Puede mostrarme su documento de identidad, por favor?
—Lo siento —dijo Rachel, fingiendo rebuscar en el bolso—. Lo siento, me parece
que no lo llevo encima. Esta mañana salí con tanta prisa, que ya ve. Debo de haber
olvidado los papeles.
—¿Es usted británica, señorita?
—Sudafricana.
—¿Y puedo preguntarle qué hace usted en este pueblo? —preguntó educadamente
el sargento.
—Vine en un tren anterior para ver a un amigo en la estación, pero no ha aparecido.
—¿Y quién era ese amigo?
—Oiga —dijo Rachel frunciendo el ceño—, ¿le importaría decirme qué es lo que
pasa?
—Eso no es asunto de su incumbencia, señorita.
—Lo es, puesto que me han parado —dijo Rachel, cortante, y lanzó una mirada al
cabo, que estaba junto a la puerta de billetes—. Buscan ustedes a alguien, ¿verdad?
—¿Y por qué pregunta usted eso? —dijo el sargento, enarcando las cejas.
—Mi padre es coronel, está destinado en El Cairo. Con los militares siempre se acaba
sabiendo lo que pasa, hacen las cosas muy evidentes. ¿Qué o a quién están buscando?
—Eso es información reservada, señorita. Y necesito algún papel que me confirme
su identidad. De lo contrario, no puedo dejarla subir al tren.
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—Bueno, no puedo hacer nada, a no ser que telefonee a mi padre a Alejandría. Mire,
ya he tenido bastantes problemas esta mañana. He venido a ver a mi novio, y me ha
plantado. Es el capitán Jameson y está destinado en Amiriya. Tal vez pueda usted
llamar por radio al campamento y averiguar lo que le ha pasado. Si está allí, seguro
que responderá por mí.
—¿Jameson, señorita? —preguntó el sargento, frunciendo el ceño—. Estaba aquí
hace sólo cinco minutos. Creía que se había equivocado de hora con el tren. Pero dijo
que volvería.
—¿De verdad? —Rachel fingió sentirse aliviada—. Gracias a Dios, menos mal, creí
que había hecho el viaje en balde.
Al otro lado de la barrera, los pasajeros que esperaban iban arrastrando sus
pertenencias más cerca del andén, y se oía un ligero chirrido de ruedas metálicas.
Rachel le dijo al sargento:
—Mire, espero que no le importe que se lo diga, pero me ha hecho usted un gran
favor. ¿Ese vehículo de ahí fuera es el suyo?
—¿Por qué lo pregunta?
—Hace sólo unos pocos minutos vi a dos hombres que se comportaban de manera
muy sospechosa. Llegaron a la estación en un jeep, y cuando vieron el suyo, pareció
que les entraba el pánico. Se bajaron del jeep y se subieron a otro coche militar que
estaba aparcado cerca y después se marcharon corriendo. Todo el asunto me pareció
muy sospechoso.
—¿Qué aspecto tenían esos hombres? —preguntó el sargento, muy serio.
—Fue todo muy rápido. No pude verlos bien. Pero uno de ellos llevaba uniforme
de oficial y el otro iba de paisano. Eso es todo lo que recuerdo.
El sargento sacó la pistola. A su espalda entraba en el andén un viejo tren negro
entre nubes de humo y chirridos de metal.
—¿Vid usted por dónde se fueron?
—Hacia el este, saliendo del pueblo. Espero que no le importe que le cuente esto.
—En absoluto, señorita, ha sido usted de gran ayuda. —El sargento llamó al cabo—
. Vamos al jeep, Charlie, tan rápido como puedas. Me parece que tenemos algo. —El
cabo corrió hacia la salida, y el sargento se llevó la mano a la gorra para «saludar a
Rachel y lo siguió—. Gracias, señorita, muchas gracias.
Instantes después, Halder se reunió con ella junto a la barrera de los billetes. Rachel
había comprado dos y se subieron al tren. Los vagones eran antiguos y sucios, olían a
sudor rancio y humo de carbón, muchos iban llenos de ruidosas familias campesinas,
los estantes de encima de sus cabezas estaban atiborrados de toda clase de
pertenencias: cestas y sacas de productos del campo destinados a los bazares y
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mercados de Alejandría. Tuvieron que ir hasta el final del tren para encontrar un sitio
vacío donde acomodarse, y Halder se dejó caer sobre el duro asiento de madera, al
tiempo que arrancaba el tren.
—Ha andado bien cerca. La verdad es que no creí que lo consiguiésemos —dijo,
sonriendo a Rachel sin ganas—. Un obstáculo salvado. ¿Cuántos quedarán? Hasta
ahora, los militares no sabían qué aspecto teníamos. Pero eso cambiará en cuanto esos
policías militares no encuentren lo que buscan y sumen dos y dos.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Alejandría?
—Si no surgen más problemas, una media hora. Confiemos en que nuestros dos
amigos estén ocupados por lo menos durante ese tiempo.
—Pero ¿y si hay más policías pidiendo los papeles al llegar a la estación de Ramleh?
—Ya lo había pensado. Por eso nos bajaremos una parada antes de Ramleh y
cogeremos un tranvía o un taxi hasta la ciudad. Según Achmed, hay un tren para El
Cairo a las dos y cuarto; tendremos tiempo de sobra para explorar la estación y ver si
la policía la tiene vigilada.
—¿Y si la están vigilando?
—Ya nos preocuparemos de eso cuando lleguemos a Alejandría. Mientras tanto,
tengo que deshacerme de este uniforme y será mejor que tú también te cambies de
ropa. ¿Tuviste que enseñarle tus documentos al sargento?
—No.
—Estupendo. Eso facilitará un poco las cosas. No tienen ningún nombre que buscar.
¿Llevas maquillaje en el bolso?
—Algo.
—Trata de cambiar tu aspecto lo más que puedas. Yo reharé mi maleta y meteré
algunas de mis cosas en la tuya, porque no podemos andar por ahí con aspecto de
refugiados desvalidos. Y, por cierto, lo has hecho muy bien. Debes de haber hecho una
actuación muy convincente. Esos policías militares se largaron como si les hubieran
puesto un cohete en el jeep.
—Todavía no sé de dónde saqué el valor —admitió Rachel.
—Es muy simple —dijo Halder—, Basta con pensar en las alternativas.
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CAPÍTULO 38
El Cairo
21 de noviembre, 13.30 h
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—Están cercando Alejandría —le dijo Omar—. Es todo lo que he podido averiguar,
amigo mío. Pero parece algo serio.
Deacon no tenía la menor idea de qué habría sido de los otros dos alemanes, pero
no se atrevió a preguntar porque aquella información confirmaba sus peores temores.
Desde un principio le pareció que Berlín había montado la operación con demasiadas
prisas, y ahora estaban sufriendo las consecuencias. Un hombre y una mujer, había
dicho Omar. Tenían que haber sido cuatro personas: tres hombres y una mujer. ¿Qué
había pasado con los otros dos? Tenía que poder hacer algo para recuperar la situación.
Pero si los cuatro se habían separado para ir en distintas direcciones, eso no serviría
de mucho, y el tiempo jugaba en su contra. ¿Cómo podía ni tan sólo esperar
encontrarlos antes que el ejército y la policía, por no hablar de sacarlos de Alejandría?
Y, si no lograban llegar al barco en Rashid, era casi seguro que los cogerían.
Deacon permaneció varios minutos ante el ojo de buey, haciendo trabajar a su
cerebro enfebrecido, hasta que se le ocurrió qué hacer. Entonces, se acercó a la pared y
tiró de un cordón de pasamanería.
Segundos más tarde apareció el criado.
—¿Effendi?
Deacon se caló el panamá, recogió las llaves del Packard y dijo:
—Estaré fuera una hora, quizá menos. Quédate junto al teléfono. Si alguien llama
preguntando por mí, coge el recado y diles que los llamaré cuando llegue.
Alejandría, 12.40 h
—Según parece, puede tratarse de dos oficiales británicos que han desaparecido del
campamento de Amiriya: el capitán Jameson y el teniente Grey.
El capitán Myers colgó el teléfono y Weaver suspiró. Estaba en el despacho de
Myers, en el Cuartel General Militar de Alejandría, mientras Sanson llevaba a cabo la
búsqueda por el desierto.
—Acabo de hablar con el oficial de guardia —comentó Myers—. Informó de su
desaparición hace una hora. Esta mañana no se presentaron al servicio y pensó que
podrían haber tenido dificultades durante la tormenta de arena.
—¿Qué más le han dicho?
Myers echó un vistazo a la información que había apuntado en su libreta.
—El teniente tenía veintiún años. Sólo hacía un mes que le habían dado el despacho
y lo destinaron a Egipto. El capitán y él habían ido a jugar a las cartas con algunos
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—Es todo muy vago, y eso complica las cosas. Pero puedo hacer que vigilen las
estaciones de tren y autobús, y las carreteras principales. Pediré ayuda a la policía
local.
—Recuerde: son peligrosos y van huyendo. Si ven policías y tropas por todas partes,
puede haber problemas. Así que quiero gente de paisano en las estaciones, no
uniformes, y diga a sus hombres que vayan con mucho cuidado. No quiero un duelo
a tiros como en las películas del oeste ni un montón de cadáveres en las calles. ¿Y qué
pasa con la ruta del desierto?
—¿A qué se refiere?
—¿Cómo podemos cubrir esa ruta de escape?
—La verdad es que es un área demasiado amplia para que podamos montar
controles eficaces. Pero puedo ver si consigo un avión de reconocimiento.
—Pues hágalo. ¿Cuántos campos de aviación hay en Alejandría?
—Dos importantes, y otros dos más pequeños hacia Port Said —respondió Myers,
moviendo la cabeza, convencido—. Son de uso estrictamente militar y las medidas de
seguridad son fuertes. No lograrían pasar las barreras, y ya no digamos subirse a un
avión sin los permisos de viaje y los pases adecuados.
—Aun así, será mejor que los ponga en alerta, por si acaso. ¿Hay algún otro medio
posible para salir de la ciudad?
—Por el puerto —dijo Myers, señalando de nuevo el mapa—. Pero no es una
elección muy buena, incluso aunque consiguieran robar un barco o subirse a bordo de
uno. Es un medio demasiado lento; además, ¿adónde podrían ir? Nuestras patrullas
navales realizan controles específicos a todos los barcos civiles en toda esta zona del
Mediterráneo.
—De todos modos, será mejor que destaque algunos hombres para que hagan
guardia en el puerto.
El capitán alzó los ojos en un gesto de ligera protesta.
—Eso supone una tremenda cantidad de efectivos, mi teniente coronel. Para cubrir
tantos puntos tendremos que dejarlo todo un poco más desguarnecido de lo
conveniente.
—Limítese a hacerlo, capitán. Y quiero un transporte y un conductor. La estación
central del tren es el punto más probable para salir de la ciudad, de manera que quiero
que esté estrechamente vigilada. Y también quiero que se comprueben los nuevos
clientes que haya en todos los hoteles y pensiones de la ciudad, especialmente los que
hayan llegado durante las últimas tres horas.
—¿Todos, mi teniente coronel?
—Absolutamente todos, capitán. Grandes y pequeños. Casas de citas incluidas.
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CAPÍTULO 39
12.45 h
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Rachel se fijó en dos prostitutas egipcias de grandes pechos que tentaban a un par
de jóvenes marineros para que entrasen en un hotel miserable.
—Me parece que las cosas no han cambiado mucho desde los tiempos de Marco
Antonio y Cleopatra. Pero estoy sorprendida de lo bien que pareces conocer
Alejandría.
—Mis padres me traían aquí de niño, ¿nunca te lo conté? Mi padre estaba empeñado
en que el fabuloso palacio del tesoro de Cleopatra estaba enterrado en algún lugar de
la bahía. Pero la última vez fue hace un año, pasé un mes en una operación tras las
líneas enemigas. No fue tan peligroso como parece. Y, desde luego, muchísimo más
agradable que estar bajo los bombardeos ingleses en Libia.
En ese momento, dos jeeps militares aparecieron de pronto en una esquina, más
adelante, y se detuvieron en mitad de la Corniche. Media docena de policías militares
saltaron a tierra y empezaron a montar un control de tráfico, deteniendo los coches de
ambas direcciones y pidiendo los papeles a los conductores.
—Podría tratarse simplemente de un control rutinario —dijo Halder, arrojando el
cigarrillo—, pero también podrían estar buscándonos a nosotros. No tentemos al
destino. —Cogió a Rachel de la mano. Cruzaron la calzada desde el mar y se metieron
por una estrecha calle lateral que salía del paseo. Estaba llena de más burdeles y
soldados, y exhalaba aromas poco agradables—. Ya sé que corremos un gran riesgo,
pero tendremos que ir a probar en la estación central. Siempre existe la posibilidad de
que todavía no la estén vigilando. Esta vez usaremos nuestra propia documentación.
—¿Y qué pasa si alguien intenta detenernos?
—Saldremos de allí tan de prisa como podamos, y disparando, si hace falta. —Vio
que Rachel lo observaba con atención, y le preguntó—: ¿Qué sucede?
—Supongo que sabes que estás loco, Jack Halder. Parece que revives en cuanto
hueles el peligro. ¿Nunca te lo han dicho?
—Debe de ser mi sangre prusiana —dijo con una leve sonrisa, y siguió allí de pie,
con una extraña expresión de excitación en el rostro—. Pero ¿sabes lo más extraño?
Hace meses que no me sentía tan vivo —dijo, y luego señaló a otra calle lateral—. La
estación está a unos veinte minutos a pie. Será más seguro ir por las calles secundarias.
Bien, vamos allá. Y procuremos no dar la impresión de ser un par de presos fugados
que andan huyendo.
13.10 h
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—Me tomaron el pelo, mi teniente coronel. Una pareja muy lista, jodidamente lista,
hay que admitirlo.
Weaver miró al policía militar que estaba firme en el despacho de Myers.
—Descanse, sargento.
El sargento se puso en posición de descanso, se llevó las manos a la espalda.
Sanson se quitó la gorra; tenía el rostro y el parche del ojo salpicados de polvo del
desierto. Se sentó al borde del escritorio.
—Lo mejor será que me diga qué pasó exactamente.
Weaver había avisado por radio a Sanson en cuanto Myers le comunicó la noticia, y
Sanson regresó a toda prisa al cuartel general, dejando a las patrullas que llevasen a
cabo los registros en los pueblos. Weaver lo había recibido y le había informado de la
identidad de los dos oficiales muertos.
Al policía militar se lo veía incómodo en presencia de los tres oficiales.
—Hable, sargento —le conminó Weaver.
—No había ni rastro de aquellos dos hombres por ninguna parte. Puse a algunos de
los muchachos a cubrir las carreteras principales que salían del pueblo, pero no vieron
ningún coche oficial. Ni tampoco se había denunciado el robo de ningún otro vehículo
civil ni militar. Pero cuando volvimos a la estación, comprobé el jeep abandonado.
Resultó que era de los dos oficiales desaparecidos.
—¿Qué aspecto tenía la chica?
—Muy atractiva. Veintimuchos años. Pelo rubio, ojos azules. Delgada, estatura
media. Y una actriz condenadamente buena hay que decirlo.
—¿Dijo que era sudafricana?
—Sí, mi teniente coronel. Dijo que su padre era coronel, destinado en Alejandría.
—¿Y, sin embargo, no revisó usted sus puñeteros papeles? —dijo Sanson, enfadado.
—Me dijo que se los había olvidado, mi teniente coronel —respondió el policía
militar, ruborizándose—. Y luego me pareció que no hacía falta, cuando el oficial dijo
que la respaldaba.
Sanson hizo un esfuerzo por dominar su rabia.
—¿Dice que se presentó como el capitán Jameson?
El policía militar asintió con la cabeza.
—Eso es lo que más me asusta. Representó su papel a la perfección. Hablaba inglés
con un acento perfecto, muy elegante... —Se puso nervioso y miró a Myers—: Le pido
perdón, mi capitán, yo pensaba...
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les dure la buena suerte, no nos iría nada mal vigilar de cerca la estación de Ramleh,
como ha sugerido el teniente coronel Weaver.
—Puede apostar su culo a que la vigilaremos —dijo Sanson con una mueca—. Sólo
gente de paisano. Y no haga entrar a todos sus hombres a la vez, vaya filtrándolos en
la estación de en dos y de tres en tres, y por la entrada principal y la de atrás. Dígales
que sean discretos, un solo desliz y habremos arruinado cualquier posibilidad de cazar
a esos cabrones.
—Sí, mi teniente coronel.
—Y encuéntrenos trajes civiles para nosotros. Hable con el jefe de estación para que
todos los pasajeros tengan que pasar sólo por una o dos barreras, así podremos vigilar
las cosas bien de cerca. Y que haya asistencia médica preparada también, por si la
necesitamos.
—Va a ser complicado que pueda organizarles todo eso, mi teniente coronel.
—Sin excusas, capitán. Limítese a ordenar que se haga.
—Sanson recogió su gorra y le quitó la arena de un cachete—. ¿Se le ocurre alguna
otra cosa, Weaver?
—Me parece que ya lo ha previsto todo. —Weaver señaló la puerta con la cabeza y
añadió—: Salvo que será mejor que nos llevemos al sargento. Los vio una vez, y los
reconocerá si vuelve a verlos.
13.45 h
A Halder y Rachel les llevó casi media hora llegar a la estación de Ramleh. Había
un pequeño café —el Petit París— en la esquina de enfrente. Se sentaron a una de las
mesas y Halder llamó a un camarero.
—¿Algo va mal? —preguntó Rachel.
—Es más conveniente hacer un pequeño reconocimiento previo. Vamos a tomar un
café. Te recomiendo el yemení, es de primera. Y también será mejor que comamos algo
mientras podamos.
Pidieron café y pasteles, y Halder observó la entrada de la estación, al otro lado de
la calle. Se veían los soldados de costumbre en tránsito, entrando y saliendo por la gran
entrada, con los petates al hombro, y un par de policías de tráfico egipcios charlando
en la plaza. No parecía que prestasen mucha atención a nadie y Halder no advirtió
ninguna presencia militar.
—Parece bastante tranquilo. Pero claro, pueden tener apostados agentes de paisano.
Es un riesgo que tendremos que correr.
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CAPÍTULO 40
Estación de Ramleh
21 de noviembre, 14.00 h
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el revisor de billetes. Weaver vio que el hombre sacaba un par de billetes y agarró la
Colt que llevaba en el bolsillo.
—¡Ahora! —ordenó al sargento.
Cuando la pareja hablaba con el revisor, el sargento se acercó más. Cuando estaba
estudiando sus rostros, la mujer levantó la vista, lo vio, y le sonrió amablemente. El
sargento se dio la vuelta, regresó y movió la cabeza.
—Lo siento, mi teniente coronel. Se parecían a los dos que vi, pero no son ellos,
seguro.
—¿Está completamente seguro?
—Del todo.
Weaver se desanimó. Miró a Myers, le dijo que no con la cabeza y vio que el capitán
se relajaba.
Miró el reloj de la estación: las dos y cinco.
Docenas de pasajeros más, muchos de ellos europeos, algunos militares pero la
mayoría civiles, seguían llegando al final de la cola en los últimos minutos para
embarcar. Weaver sintió que estaba al límite y se enjugó la frente. En la estación hacía
un calor asfixiante, y la tensión de la espera no ayudaba. Imaginó que si los alemanes
estaban allí, intentarían dejarlo para el último minuto, justo en el momento en que
arrancase el tren.
—Mantenga los ojos bien abiertos —le dijo al sargento—. Si tienen intención de
subir al tren, lo harán muy pronto.
14.00 h
Halder penetró en la estación atestada, con Rachel del brazo. Miró a su alrededor
con precaución. Las únicas tropas que veía eran soldados de permiso; unos, tomando
cerveza en los puestos de comida árabe mientras esperaban su tren, otros, dirigiéndose
a los andenes con el petate al hombro.
—Todo parece muy normal, pero nunca se sabe —dijo, y condujo a Rachel hasta un
cuadro horario que había en una columna, junto a las taquillas—. Achmed estaba en
lo cierto. Las dos y cuarto. Tenemos quince minutos hasta que salga el tren. ¿Crees que
podrías comprar dos billetes?
—¿Y si el tren está completo?
Halder sonrió, y le dijo:
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—Creo que descubrirás las maravillas que puede hacer una pequeña bakshish. —Le
dio dinero—. Compra de ida y vuelta, siempre son menos sospechosos que los de ida
sólo. Y no te preocupes, yo estaré aquí vigilando.
Esperó mientras Rachel se ponía a la cola de los billetes. Vio a un joven vestido de
civil que estaba de pie a un lado de la fila de las taquillas de billetes leyendo un
periódico, como despreocupado. Vio que miraba a Rachel un momento y luego volvía
a leer el periódico. Halder se sintió inquieto. Aquel hombre podía ser un policía militar
o podía, simplemente, esperar a alguien. Era difícil de decir. No hizo ademán de
acercarse a Rachel ni a ninguna otra persona de la cola, pero su presencia incomodaba
a Halder. Los andenes estaban demasiado lejos para poder echarles una buena mirada
y ver si había controles militares, y no quería dejar sola a Rachel. Miró el reloj de la
estación. Marcaba las dos y cinco minutos.
Rachel volvió con los billetes y Halder le preguntó:
—¿Algún problema?
—No. Dos de ida y vuelta, como me dijiste.
—Bien, pues vamos allá. Cruza los dedos.
La cogió del brazo y echaron a andar hacia los andenes. Había una cola muy larga
para pasar por una única barrera de entrada, lo que levantó de inmediato las sospechas
de Halder. Cuando miró más allá, se dio cuenta de que había dos hombres vestidos de
paisano de pie a un lado de la barrera, cerca del revisor árabe de uniforme. Cuando
uno de ellos se quitó el sombrero para enjugarse la frente, Halder se quedó helado. Le
llevó uno o dos segundos, pero reconoció al sargento con el que había hablado aquella
mañana en la estación.
—¡Por todos los demonios! —exclamó.
Estaba a punto de darse la vuelta cuando se fijó en la cara del otro hombre, el que
estaba de pie junto al sargento.
—¡Dios santo, no puedo creerlo!
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Rachel.
Los ojos de Halder mostraban una incredulidad absoluta, pero no dijo nada. Agarró
fuertemente a Rachel del brazo, y ambos se escabulleron fuera de la cola y se mezclaron
entre la muchedumbre.
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CAPÍTULO 41
Halder luchó por abrirse paso entre la multitud, hacia los puestos de comida de la
estación, ocupados por un grupo de soldados australianos muy vocingleros. Pidió dos
cervezas y se dirigió con Rachel a una de las mesas. Ella le preguntó:
—¿Qué ha pasado? Parece que hayas visto un fantasma.
—No mires ahora —dijo Halder con voz ronca—. Hay dos civiles de pie cerca de la
barrera. Son militares de paisano y nos están buscando.
—¿Cómo lo sabes?
—Uno es el sargento al que despistamos esta mañana.
Rachel se quedó petrificada. Halder dijo:
—Y será mejor que te prepares para otra buena sorpresa: el otro hombre es Harry
Weaver.
Rachel se quedó sin habla, completamente atónita durante unos instantes; después
se giró en redondo bruscamente para mirar hacia la barrera. Estaban a cierta distancia,
y Halder le advirtió:
—No mires. Llamarás la atención.
Pero Rachel apenas si le escuchaba. Había descubierto al sargento, de pie junto al
revisor, y por la expresión que Halder vio en su cara, notó que había reconocido a
Harry Weaver. Se le veía un poco más viejo y llevaba un traje ligero de hilo. Estaba
demasiado lejos para verlos a ellos, preocupado en vigilar la cola de pasajeros.
—Rachel... —La voz de Halder la devolvió a la realidad. Estaba completamente
atónita.
—No..., no puedo creerlo.
—Desde luego, el mundo es un pañuelo —dijo Halder, tragando un buche de
cerveza—, y está lleno de sorpresas. Es la clase de destino en que creían los antiguos
egipcios, volver a encontrarse en otra vida.
Rachel empezó a girarse otra vez, pero Halder le cogió la mano.
—No hagas las cosas tan evidentes. Es Harry, no cabe la menor duda.
—Pero... ¿qué está haciendo aquí?
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—Buena pregunta. Pero supongo que es bastante lógico. Habla árabe bastante bien,
de manera que no es nada sorprendente que esté destinado en Egipto. Me imagino
que, probablemente, en la policía militar o en los servicios de inteligencia. —La miró y
vio que seguía estando confusa—. ¿Te encuentras bien?
—Es que..., parece tan poco real... verlo otra vez en estas circunstancias. No sé qué
pensar.
—Pues ya somos dos. Y estoy segurísimo de que Harry se quedaría muy
sorprendido si supiera que estamos aquí.
—¿No crees que él ya debe de saber que somos nosotros las personas que busca? —
preguntó Rachel, angustiada.
—Lo dudo. ¿Cómo podría saberlo? Pero por mucho que me haya gustado toda la
vida la compañía de Harry, no creo que debamos quedarnos aquí para charlar con él.
—Movió la cabeza y añadió, incómodo—: ¿Quién lo hubiera imaginado? Harry y
nosotros en distintos lados de la barrera en un momento como éste. Me asusta
pensarlo, y no estoy seguro de que me guste demasiado. Te hace pensar que hay
alguien allí arriba tirando de las cuerdecitas y riéndose de nosotros.
Halder imaginó que Rachel querría mirar una vez más a Weaver, así que alargó la
mano por encima de la mesa y sujetó la de ella.
—Ahora nos iremos. Termínate eso, necesitarás bastante valor. Visto que Harry y el
sargento van de paisano, puedes apostar a que hay otros por aquí cerca, y
probablemente cubren todas las salidas, lo que podría ponernos las cosas difíciles.
Antes ya vi a un hombre junto a las taquillas que me pareció sospechoso.
Probablemente sea uno de los camaradas de Harry.
Rachel no había probado su cerveza y Halder vio que le temblaban las manos. Le
preguntó:
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Creo que sí.
—Si alguien nos para, déjame hablar a mí. Pero estáte preparada para moverte en
cuanto te lo diga.
—¿No te rindes fácilmente, verdad, Jack?
—No entiendo de qué sirve rendirse —respondió, sonriendo forzadamente, se quitó
la chaqueta y se aflojó la corbata. Luego sacó el revólver del bolsillo disimuladamente
y lo puso debajo de la chaqueta.
—¿Y qué pasa si Harry y su amigo vienen por nosotros?
En el rostro de Halder apareció una expresión de ansiedad.
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hombre estaba vigilando las gentes que entraban y salían de la estación, y lo vio mirar
hacia ellos. Notó que el pulso se le aceleraba, pero no tenía más opción que seguir
andando.
Apenas habían andado una docena de pasos cuando una voz dijo a sus espaldas:
—Disculpe, caballero. Señora.
Halder se volvió. El corazón le dio un vuelco. Era el hombre del parche en el ojo.
14.15 h
Halder estaba tratando de decidir si pegarle un tiro al hombre del parche en el ojo
cuando otra figura corpulenta en ropas civiles se les unió. Avistó a un tercero, también
de paisano, colocado junto a la entrada, observando lo que sucedía como si tuviera a
un limpiabotas sacándole brillo a los zapatos. Supuso que aquellos hombre eran
policías militares o del servicio de inteligencia. El bazar no estaba más que a cincuenta
metros, cruzando la plaza, pero eso era demasiado para correr hasta allí sin arriesgarse
a que les disparasen.
309
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—¿Puedo ver sus papeles, señor? —dijo el hombre del parche en el ojo. Su camarada
estaba de pie junto a él, con una mano en el cinturón, preparado para actuar.
Halder intentó mostrarse ofendido al mirar a los dos hombres.
—¿Quién demonios son ustedes?
—Teniente coronel Sanson, inteligencia militar —dijo el del parche en el ojo,
mostrándole su tarjeta de identidad.
—Bien, en ese caso, encantado —dijo Halder tranquilamente, y le alargó la cartera
con los documentos.
—Usted también, señora, si no le importa —dijo Sanson.
Rachel revolvió en su bolso y le ofreció sus papeles. Sanson observó
cuidadosamente los dos juegos de documentos, tan cuidadosamente como un
empleado de banca estudia unos billetes que cree falsos, tomándose su tiempo para
estudiar las fotografías, frotando la tinta con el pulgar. Finalmente, levantó la vista, y
Halder vio la sospecha en su rostro.
—¿Iban ustedes a tomar un tren?
—¿Por qué lo pregunta? —la voz de Halder sonaba irritada.
—Los vi entrar en la estación hace diez minutos. Y ahora han vuelto a salir. Me
preguntaba si habría alguna razón por la que hubieran cambiado de idea respecto al
viaje.
—Escuche, amigo, vinimos en el tren de El Cairo hace un rato. Mi amiga, aquí
presente, vio que había extraviado una de sus maletas. Ahora resulta que se ha
perdido, y tendremos mucha suerte si llegamos a recuperarla. —Halder intentaba
parecer adecuadamente molesto—. En fin, esto es el servicio ferroviario egipcio. Una
mierda que no sirve para nada.
Sanson enarboló una breve sonrisa, fría.
—Sus papeles dicen que es usted americano y que se llama Paul Mallory.
—¿Y qué pasa con eso?
Sanson parecía poco convencido y miró a Halder de arriba abajo.
—¿No le importa que le pregunte por qué no está usted en el ejército?
—No me parece que eso sea asunto suyo.
—Podría hacer que lo fuera.
—Por si quiere saberlo, he sido declarado inútil por enfermedad. En mi cartera hay
un documento que lo certifica. Y ahora, ¿qué tal si me cuenta qué pasa aquí?
Sanson encontró el documento médico en la cartera y lo examinó. Después volvió a
observarlos a ellos dos, todavía suspicaz.
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ojos puestos en Rachel, y se puso blanco como el yeso. Fue muy rápido. Sanson
percibió su reacción, intuyó que algo iba mal, pero al instante Halder sacó su revólver.
Sanson dio un paso atrás, buscando su pistola.
—¡Santo Dios!
Halder disparó, le hirió en la mano y el corpachón del inglés se tambaleó hacia atrás,
y se agarró a la herida. La plaza entera prorrumpió en gritos, la gente corría a buscar
refugio, y a su alrededor se produjo un vacío casi inmediato. El compañero de Sanson
ya había sacado la pistola, pero Halder disparó primero y le hirió en un hombro, y el
hombre gritó de dolor y cayó al suelo. Cuando el otro hombre de paisano que estaba
junto a la puerta de la estación quiso dispararle, Halder disparó otras dos veces, y lo
lanzó de espaldas contra la pared.
Harry apenas si reaccionó. Seguía atónito, mirando a Jack y a Rachel, sin poder
creérselo. Halder levantó el arma, le apuntó, pero Weaver siguió sin moverse, y
entonces Halder rompió el hechizo y cogió a Rachel del brazo.
—¡Vámonos!
Y corrieron a través de la plaza en dirección al bazar.
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CAPÍTULO 42
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Era difícil de creer que Gabrielle Pirou hubiera sido en otro tiempo una de las
mujeres más deseadas de Marsella. Ahora, a los sesenta años, llevaba la cara llena de
colorete, sus labios eran un latigazo rojo de carmín, que incluso le pintaba los dientes,
y mostraba una cojera pronunciada. El único rastro de su pasada belleza era su figura
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Los oficiales fueron emparejándose con las chicas y sentándose luego en las
cómodas sillas de terciopelo rojo dispuestas en torno al salón decorado con gusto.
Gabrielle se relajó, su trabajo estaba hecho.
Había llegado a Alejandría hacía veinte años para abrir su propio salón, lejos de
aquel chulo brutal que la había dejado coja en Francia. Ahora era la madame de uno
de los mejores burdeles de lujo de la Corniche, reputado por atender a una clientela
entendida. Y además había resultado ser de lo más rentable, especialmente desde que
estallara la guerra. Militares de sangre caliente, hartos de combatir y añorantes de
esposas y de novias, que anhelaban sexo y compañía. El negocio iba viento en popa.
Sonó el timbre del vestíbulo. Gabrielle abrazó a su caniche, hizo un saludo regio a
una de las chicas, y se deslizó fuera del salón.
—Yo abriré la puerta, Suzette. Sirve algo de refresco a los caballeros. Champagne, si
lo desean. Procura que se les trate como a reyes antes de que las señoritas los lleven
arriba.
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—No tengan miedo de decirle a madame Pirou cuáles son sus deseos —dijo
Gabrielle, con una sonrisa acogedora, ansiosa por hacer que la pareja se sintiese
cómoda—. Satisfacemos todos los gustos. Siempre y cuando los puedan pagar.
Era una pregunta amable, no una declaración, y el hombre asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
—¿Y en qué puede servirles madame?
El hombre titubeó, todavía incómodo, pero evidentemente tratando de ocultarlo.
—Nos gustaría pasar toda la velada con una dama de buen gusto. Una habitación
privada, por supuesto.
—Ajá, ¿una cosita para poner un poco de chispa en su vida amorosa? —Gabrielle
alzó las cejas—. Pero eso es bastante tiempo.
—El dinero no es problema.
A Gabrielle se le iluminó el rostro ante la perspectiva de un bonito negocio.
—Entonces estoy segura de que podremos acomodar a madame y monsieur. Una
de mis damitas jóvenes más agradables estará disponible en breve. Resulta muy
cómoda para esta clase de situaciones, tres sensible y muy bonita. A no ser,
naturalmente, que prefieran ustedes escoger a otra diferente.
—No. Así estará bien.
—Los servicios de la señorita requerirán cinco libras egipcias por hora.
—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos?
Gabrielle soltó una risa cristalina, haciendo un ademán divertido.
—Tanto como quieran, chéri, con tal de que paguen por adelantado. Si quieren
acompañarme, les haré preparar una habitación privada y una botella de champagne,
invita la casa, naturalmente. La joven se reunirá con ustedes en breve y podrán
disfrutar de la tarde sin que nadie los moleste.
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CAPÍTULO 43
Weaver estaba solo, mirando por la ventana del despacho de Myers. Se sentía
aturdido, como si acabase de recuperarse de un anestésico. Tenía la boca seca y el
sudor le brillaba en la frente. Fuera, en el patio del cuartel, docenas de soldados
armados subían a unos camiones cubiertos. Observó cómo Myers y varios oficiales
más dirigían a sus hombres. Estaba a punto de iniciarse una búsqueda masiva que
cubriría la ciudad entera.
Weaver se apartó de la ventana, se sentó ante el escritorio y puso la cabeza entre las
manos, invadido de pronto por la angustia y la confusión. Si no lo hubiera visto con
sus propios ojos, no lo hubiera creído. La pareja que estaba delante de la estación eran
Jack Halder y Rachel Stern. Y no había ni un atisbo de duda en su mente: era la misma
pareja que había engañado al sargento por la mañana. Nada de todo aquello tenía
sentido. Todo era una absoluta locura. Le temblaba todo el cuerpo y todavía estaba
bajo los efectos del shock.
Los muertos no se levantan y andan, y no obstante, había visto un muerto. Había
visto a Rachel.
Recordó la expresión de sorpresa en su cara en el momento en que la vio. Una cara
que había rememorado en su pensamiento todos los días durante los últimos cuatro
años, una cara por la que había llorado, al recordarla. En aquel momento, se dijo a sí
mismo que soñaba, o que había visto a una doble. Pero cuando vio a Jack Halder, allí
plantado en carne y hueso, cuando lo vio disparar sobre Sanson y los otros dos policías
militares de paisano, comprendió que no eran alucinaciones.
Una pregunta le bullía en la cabeza: ¿Cómo era posible?
Lo sucedido en la estación era un desastre. Sanson y dos de sus hombres estaban
heridos, uno de ellos todavía en el quirófano del hospital Francés, con una bala en el
pecho. Halder y Rachel habían escapado en medio del caos. Los había perseguido por
las callejuelas bulliciosas, había registrado la zona durante casi una hora, pero se
habían desvanecido como fantasmas. Después, había dudado incluso de su propia
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salud mental, pero había testigos y había heridos. El incidente no había sido fruto de
su imaginación. Movió la cabeza, totalmente confuso, notaba en la boca del estómago
un tremendo agujero que le provocaba náuseas. Sentía palpitaciones en el pecho.
Llamaron a la puerta. Apareció un cabo y saludó.
—Lo llaman por teléfono, mi teniente coronel.
—Pásemelo aquí. Y dígale al capitán Myers que me gustaría verlo cuando haya
terminado fuera. —Un instante después sonaba el teléfono; lo cogió—. Aquí el teniente
coronel Weaver.
—Hola, Harry. ¿Puedes hablar?
Era la voz de Helen Kane. En vez de alegrarse de oírla, sintió que se le caía el alma
a los pies.
—Helen —dijo con voz ronca.
—Qué voz más rara tienes. ¿Va todo bien?
—Sí, estupendamente —mintió.
—Sólo llamaba para saludarte y decirte que te echo de menos. Y para preguntar si
habéis hecho algún progreso en lo del Dakota.
Weaver no respondió, su mente seguía siendo un torbellino.
—No te estaré interrumpiendo, ¿verdad, Harry?
—Mira, estoy ocupado, Helen —dijo, tajante—. ¿Podemos hablar más tarde?
Al otro lado hubo silencio. Estaba convencido de que su rudeza la había herido, y
se sintió mal. Pero Rachel estaba viva, y en aquel momento no podía pensar en ninguna
otra cosa.
—Perdona, me has cogido en un mal momento.
—Claro... desde luego, ya comprendo. Adiós, Harry.
Y oyó cómo colgaba.
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El capitán parecía muy seguro de sí mismo, pero Weaver sabía que no iba a ser tan
fácil. La segunda ciudad de Egipto era un hormiguero de refugiados de todas las
nacionalidades. Lo mismo que en El Cairo, había cientos de hoteles baratos y albergues
que ni se molestaban en llevar un libro de registro de clientes. Les costaría varios días
comprobarlo todo a fondo.
—¿Sabe algo del teniente coronel Sanson?
—Todavía lo están atendiendo en el hospital. —El capitán echó una mirada a los
últimos hombres que iban subiendo a los camiones—. Será mejor que me ponga en
marcha. ¿Vendrá usted con nosotros, mi teniente coronel?
—En cuanto haya pasado por el hospital. Si surge algo, contacte conmigo por radio
inmediatamente. —El capitán saludó, se volvió para irse, y Weaver dijo—: Una cosa
más.
—¿Sí?
—Traten de cogerlos vivos a los dos. Dé instrucciones a sus hombres.
El capitán puso cara de asombro.
—No sé si habrá opción, o si sería prudente, sobre todo después de lo que ha
sucedido.
—Ya me ha oído. Vivos, si es posible. Denles todas las oportunidades posibles de
rendirse. Y es una orden.
El capitán frunció el ceño.
—¿Puedo preguntarle por qué, mi teniente coronel?
—Tengo mis razones —dijo Weaver sin más.
—Haré lo que pueda —dijo el capitán muy serio—. Pero ya han matado a dos
oficiales, por no hablar de los otros tres que han herido. Si las cosas se ponen mal, no
puedo arriesgar las vidas de mis hombres.
En la sala de heridos del hospital Francés no había nadie más que Sanson, que estaba
siendo atendido en un rincón por un médico y una enfermera. Weaver esperó a que
hubieran terminado y Sanson saliera de detrás de la cortina. Llevaba un gran vendaje
en la mano derecha y estaba pálido.
—¿Cómo se encuentra?
Sanson sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con dificultad.
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—Como Boris Karloff haciendo de momia. De todos modos, tengo todos los dedos
intactos, lo que ya es algo. —Escrutó el rostro de Weaver y le dijo—: Tenemos que
hablar, en algún sitio discreto.
Luego señaló con la cabeza una terraza encalada con un par de bancos de madera e
inició la marcha. Se sentaron.
—Usted conocía a la pareja de la estación, ¿verdad, Weaver?
—¿Cómo lo ha sabido? —contestó débilmente.
—Vi sus caras —dijo Sanson dando una calada al cigarrillo—. Los tres parecía que
hubieran visto a Lázaro levantarse de entre los muertos. Además, el hombre dijo que
lo conocía.
—¿Qué quiere usted decir?
Sanson se lo explicó y añadió:
—Creo que lo mejor será que me cuente qué demonios pasa, Weaver.
Weaver le explicó de qué conocía a Halder y a Rachel. Tardó varios minutos en
explicarlo todo y Sanson lo escuchaba allí sentado, sin mostrar reacción alguna.
Cuando terminó, el inglés se puso de pie y suspiró.
—Es toda una casualidad. Pero la presencia de Halder es el tipo de casualidad que
puedo entender. Habla bien árabe y conoce bien Egipto. Además, habla inglés como
un nativo, es evidente que no tiene problemas para hacer de oficial inglés, y puedo
asegurarle que su acento americano era perfecto. Probablemente esté en la Abwehr, o
en alguna de las fuerzas alemanas de comandos especiales, de modo que no es muy
sorprendente que esté involucrado. Pero lo de la chica realmente me tiene confundido.
Teniendo en cuenta lo que me acaba de decir usted, ni siquiera tendría que estar viva.
—Yo tampoco lo comprendo —dijo Weaver, moviendo la cabeza, totalmente
perplejo—. Nada de todo esto tiene sentido.
—¿Cómo se llamaba el barco que se hundió?
—El Izmir.
—¿Y está completamente seguro de que era la misma mujer?
—Sí.
—Haré que comprueben la historia del Izmir. A primera vista, parece de lo más
improbable que alguien de ascendencia judía esté ayudando a los alemanes, a menos
que lo haga obligada. Pero también hay otra posibilidad.
—¿Cuál?
—Que no fuera quien dijo que era la primera vez. Que lo de judía alemana fuera
una tapadera, y que ya entonces trabajase para los nazis, y probablemente también su
amigo Halder.
321
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Mire, Sanson —dijo Weaver muy irritado—, no sé qué demonios está pasando
aquí, ni por qué están involucrados ellos dos, pero sí sé una cosa con toda seguridad.
Rachel Stern y su familia eran absolutamente antinazis. Y conozco a la familia de
Halder de toda la vida, y nunca fueron nazis.
Sanson tiró el cigarrillo al suelo de la terraza y lo aplastó con el zapato.
—Déjeme que le diga algo, Weaver. Antes de que empezase esta guerra, el servicio
de inteligencia militar y la policía egipcia vigilaban a cualquier persona sospechosa de
ser espía o agente extranjero. Los alemanes enviaron aquí a un buen número de su
gente de inteligencia, haciéndose pasar por turistas o vendedores internacionales, o
pretendiendo ser expertos en arqueología. Venían para pulsar las simpatías fascistas
entre los egipcios y establecer contactos que pudieran serles útiles más adelante. Las
razones tendrían que ser obvias. Sabían que el norte de África tendría parte en
cualquier conflicto futuro, estando en la ruta de los campos petrolíferos del Próximo
Oriente no podía ser de otro modo. Los italianos hicieron las mismas jugadas de
espionaje. Incluso hubo bastantes americanos operando aquí en secreto, trabajando
para el Departamento de Estado de su país.
Weaver negó con la cabeza.
—No hay ninguna posibilidad de que Jack Halder o Rachel Stern fueran espías.
Apostaría mi vida.
—Si yo fuera usted, no lo haría. Por lo menos hasta que descubramos si la policía
sabía algo de ellos ya entonces. Todos podemos mantener bien guardados nuestros
secretos si es necesario. Y su amigo Halder parece un hombre muy competente. Hábil
con la pistola, habla bien varios idiomas, y está dispuesto a matar. Una combinación
absolutamente mortal. Pero, por lo menos, sabemos con quién nos las tenemos.
—No puedo creer que Halder asesinase a aquellos oficiales a sangre fría.
—Pues alguien lo hizo. Y estoy decidido a encontrarlo. Puede que Halder y la mujer
tengan compañía, pero de momento no tenemos ninguna prueba de eso. Y está fuera
de la cuestión que sean otra cosa que agentes enemigos. —Sanson se volvió y añadió,
cortante—: ¿Cómo va la búsqueda?
Weaver se lo explicó. Sanson se quedó pensando un momento
—Será mejor que visiten también todas las iglesias, mezquitas, asilos y burdeles. No
quiero descartar ningún posible refugio. Aunque tengamos que destripar la ciudad
entera, los cazaremos.
Weaver se limpió el sudor de la frente. Sanson se le acercó y le puso la mano en la
frente y le miró los ojos.
—Su nivel de adrenalina está más alto que una cometa. Va a hacerle falta una
inyección de algo que lo tranquilice.
322
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—Estaré perfectamente.
—No, no lo estará, Weaver. Está usted demasiado nervioso —dijo Sanson y se
volvió para irse—. Buscaré al médico.
—¿Qué pasará cuando los encontremos?
Sanson miró para atrás.
—Me parece que ya sabe usted la respuesta. Puede que hayan sido amigos suyos en
otro tiempo, pero ahora son el enemigo y tienen las manos ensangrentadas. Hay una
lista de agravios de un kilómetro de largo. Provocadores, suplantar a un oficial
británico, por no mencionar la muerte de otros dos, lesiones a tres más y resistirse a la
detención. Estoy seguro de que un consejo de guerra les podría colgar un montón más.
Y sólo Dios sabe en qué andaban metidos antes de que los cogiéramos —dijo Sanson,
meneando la cabeza—. Enfrentémonos a la verdad, Weaver. Aunque diésemos por
hecho que los capturásemos vivos, la soga del verdugo les espera a los dos. Y los
colgarán tan alto que no los alcanzarán ni los buitres. Eso se lo prometo.
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CAPÍTULO 44
Alejandría
21 de noviembre, 15.00 h
La habitación estaba en el último piso. Había una cama de matrimonio de metal con
sábanas limpias de algodón y el lujo de unas toallas limpias en el diminuto cuarto de
baño. Altas ventanas con postigos daban vista a la parte trasera del edificio, con un
patio particular abajo que albergaba un par de higueras, una especie de pabellón de
jardín y una verja de hierro forjado cuyo arco daba a una callecita estrecha, en la que
se alineaban hoteles baratos y más burdeles. Justo enfrente había un pequeño café, con
mesas y sillas de caña fuera, sobre la calzada, y clientes árabes que fumaban sus pipas
de agua.
Después de salir madame Pirou, Halder cerró la puerta con llave y abrió los
postigos. Todavía no era de noche, pero ya las calles estaban concurridas de civiles y
soldados que deambulaban por el barrio prohibido. Desde allí veía los umbrales de
varios de los edificios de enfrente, con las ventanas abiertas, y se fijó en un par de
chicas repintadas que conducían a sus dientes a las habitaciones.
—¿Crees que aquí estaremos realmente a salvo? —preguntó Rachel.
—Dentro de lo posible. Confiemos en que Harry y sus amigos se queden bien lejos.
—No puedo dejar de pensar en lo que pasó, volverlo a ver en esas circunstancias...
—Yo intento con todas mis fuerzas no pensar en ello. Francamente, en estos
momentos es un poco inquietante. Y tenemos que mantener la moral alta. —Cerró las
contraventanas y destapó la botella de champán helado, una marca egipcia barata, y
llenó dos de los tres vasos que la madame había dejad en una bandeja. Le tendió uno
a Rachel con una sonrisa preocupada—. No es precisamente de una gran cosecha, pero
disfrútalo mientras puedas.
Rachel se lo bebió, sedienta, y se dejó caer en la cama, agotada.
—Nunca pensé que estaría tan contenta en la cama de un burdel.
—La cuestión es saber cómo nos las arreglaremos para evitar el apuro cuando llegue
la jovencita. —Vio que Rachel intentaba sonreír y le preguntó—: ¿Qué sucede?
324
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—¿Cómo conseguiste aguantar el tipo así con la madame? Dices de mí, pero tú sí
que equivocaste tu vocación, tendrías que haber sido actor. No me extraña que tu
amigo Schelienberg te eligiese.
—No es amigo mío, y no me ha hecho ningún favor. Pero me alegro de ver que te
tomas las cosas por el lado divertido.
—Todavía no me has dicho de qué conocías este sitio.
—Después de pasar un mes aquí, en secreto, supe de algunos salones por su
reputación, incluido el de madame Pirou. Venga, pongámonos serios. La chica
aparecerá en cualquier momento...
—Si eso sirve para salvar el cuello...
—¿Hablas en serio? —preguntó Halder, atónito.
—He tenido que aguantar cosas mucho peores, y si esto evita que nos atrapen... Pero
estoy segura de que se te ocurrirá algo. —Rachel se bajó de la cama, se pasó la mano
por el pelo y se fue al cuarto de baño, dejando a Halder pasmado—. Necesito un baño
caliente y cambiarme de ropa. Y te sugiero que hagas lo mismo, ahora que podemos.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta y Halder se puso tenso. Otro golpecito y
Rachel se puso seria y dijo:
—Creo que será mejor que abras.
Halder se acercó a la puerta. Al abrirla, una deliciosa mujer árabe de piel chocolate
estaba detrás. La madame tenía razón, era preciosa, de pelo azabache y ojos marrón
oscuro. Sonrió a Halder y luego miró hacia Rachel, que estaba detrás.
—Monsieur, madame. Me llamo Safa.
Halder titubeó, sin saber qué hacer, pero la chica entró en la habitación, muy
decidida, y cerró la puerta. Llevaba pantalones bombachos y un corpiño que mostraba
generosamente sus abundantes senos, y por el modo en que miró a Rachel, resultaba
evidente cuáles eran sus preferencias.
—¿Está segura de que nadie nos molestará? —preguntó Halder.
—Naturalmente —respondió Safa con una sonrisa maliciosa—. La habitación es
nuestra todo el tiempo que ustedes quieran. —Le pasó los dedos, juguetona, por las
solapas, pero su mirada saltó, hambrienta, hacia Rachel—. Madame me ha dicho que
tienen ustedes deseos especiales. Aquí estoy para complacer a ambos.
—En realidad, eso no será necesario —respondió Halder.
—¿Perdón?
—¿Dónde está madame?
—Durmiendo un poquito en su despacho. ¿Por qué?
325
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—¿Hay alguna salida por detrás? Para el caso de que algún cliente quiera
escabullirse sin ser visto.
—Sí —respondió la joven, confusa—. ¿Por qué lo pregunta?
Halder abrió su cartera y extrajo un generoso fajo de billetes.
—Habíamos quedado en cinco libras por hora. Le daré a usted cien si desaparece
hasta medianoche, y no le dice nada a madame ni a las otras chicas.
Esta vez, Safa se quedó completamente atónita.
—Nuestra presencia aquí puede explicarse fácilmente —dijo Halder—. Tratamos de
escaparnos de un oficial de los servicios de inteligencia norteamericanos, un hombre
testarudo y de malas pulgas, y al que no le gusta la idea de que su mujer tenga un
affaire. Llegamos de El Cairo esta tarde pero tuvimos que huir del hotel porque él vino
detrás. Puede estar segura de que buscará en todos los hoteles y pensiones de la
ciudad, así que necesitamos un refugio para pasar la tarde hasta que podamos
marcharnos de la ciudad sanos y salvos. —Halder sonrió encantador—. Es evidente
que ha habido un malentendido con madame, pero nosotros le seguimos el juego
divertidos. Cuando se trata de temas delicados como éste, es más prudente hablar
poco. Estoy convencido de que lo comprende usted.
Que la mujer lo entendiese o no, no pareció importar. Safa arrebató el dinero
codiciosamente de los dedos de Halder, se lo metió entre los pechos, y sonrió para
mostrar su conformidad.
—Lo que usted diga, monsieur.
El Cairo, 17.00 h
Deacon apuró su tercer brandy en diez minutos. Acababa de volver del Jardín del
Faraón, y allí en la terraza no había nadie esperando que pareciera que intentara entrar
en contacto.
—¿Se ha acabado, entonces? —dijo Hassán—. Si la ciudad está rodeada, están listos.
—Es un completo desastre —dijo Deacon, amargo—. Después de esta catástrofe,
podría ser el último clavo en el ataúd. —Dejó el vaso y cogió un papel de su mesa.
Había ido en coche hasta la villa y había regresado a la casa flotante con Hassán oculto
en la maleta del Packard; por suerte, no le habían parado en ninguno de los controles.
Necesitaba a Hassán para lo que tenía pensado—. Pero todavía no estamos acabados.
Hay algo que tenemos que hacer...
Llamaron a la puerta y entró el criado, con aspecto agobiado. Deacon explotó:
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—Ha estado usted muy atareado, señor Deacon. Viajecitos a Gizeh, una excursión
a un campo de aviación. No sabemos qué pensar de todo eso.
Deacon se sintió como un idiota. Con las prisas, se había olvidado de las reglas más
básicas: vigila siempre a tus espaldas. Casi no podía contener la rabia al mirar a Salter.
—Han estado siguiéndome.
—Eres un chico muy listo, ¿eh, Harvey? Dile qué más descubrimos, Costas.
—El campo de aviación pertenece a las fuerzas aéreas egipcias. Se usa algunas veces
cuando el Ministerio de Antigüedades del gobierno quiere transportar objetos valiosos
descubiertos en las excavaciones oficiales del sur y traerlos a El Cairo. Lo último que
he sabido es que hace un mes vino alguna mercancía con destino al Museo Egipcio.
Oro y objetos de valor de una tumba que están excavando en el Valle de los Reyes.
Todo de inmenso valor.
—Interesante, ¿no te parece, Harvey? —dijo Salter con una sonrisa pérfida, dejando
el vaso vacío sobre la mesa—. Un tesoro así valdrá un buen fajo cuando se acabe la
guerra; suficiente como para retirarse con eso. No sabrás por casualidad algo de algún
otro envío próximamente, ¿verdad, hermanito? —preguntó, observando a Deacon y
encogiéndose de hombros—. Lo que no entiendo es lo de los camiones militares
americanos... Yo hubiera pensado que unos del ejército egipcio, o de la aviación, serían
más apropiados. Con eso, y tu excursión a Gizeh, no puedo atar cabos. Tenemos
pensado algún plan para listos, ¿no es eso?
Deacon tragó saliva.
—Me parece que estás juzgando terriblemente mal la situación, Reggie, te lo digo
sinceramente.
—Pues yo no lo creo, muchacho, ni de lejos. Seguro que tus amigos no andan
metidos en nada bueno, más bien afanar algún tesoro sin precio del aeropuerto o
alguna otra cosa por el estilo. Y me gustaría saber exactamente qué tienes pensado.
—No podría decírtelo aunque lo supiese.
Salter se le acercó más y clavó un dedo amenazador en el pecho de Deacon.
—Ni lo intentes conmigo, Deacon. Yo no trago. Andes en lo que andes, estoy seguro
de que vale un montón más que tres mil billetes. Así que haremos un nuevo acuerdo.
Quiero llevarme el diez por ciento. A cambio, tú tienes tus vehículos y tus uniformes
de balde y todo el trabajo que tengamos que hacer mis chicos y yo.
—Ya te dije... —Deacon empezó a hablar, pero Salter le dio una bofetada.
—No me líes. No tengo paciencia. Quiero saber en qué andan esos colegas tuyos.
Al instante, Hassán se levantó de la silla con la navaja esgrimida, pero Salter fue
más rápido. Sacó la Browning de la sobaquera y apuntó a Hassán a la cara.
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—Inténtalo, muñeco, y te hago un agujero tan grande como para que pase un
camello. Ahora, suelta el pincho, o aquí tu jefe tendrá que comprarse una alfombra
nueva.
Hassán no se movió.
—No te lo voy a repetir —lo amenazó Salter.
—Suelta la navaja —le dijo Deacon.
Hassán obedeció. El puño de Salter salió disparado hacia arriba y le dio un golpe en
la cara que hizo caer a Hassán, sangrando por la nariz. Salter recogió la navaja.
—Como vuelvas a amenazarme, jodido moro, te rajo. —Tiró el arma a lo lejos, se
volvió y apoyó la Browning en la nariz de Deacon—. Ten una charlita con tus amigos.
Explícales la situación. A ver si entran en razón. Yo puedo pillar cualquier cosa que
necesiten para mover esto, y cuando digo cualquier cosa es cualquier cosa: material,
uniformes, hombres, lo que sea. Y mañana por la noche quiero saber dónde estamos
—dijo sonriendo mientras bajaba la pistola—. Hazme caso, Harvey, será bueno para
todos. Un bonito beneficio limpio.
Deacon se sacó el pañuelo del bolsillo de arriba y se secó la cara.
—Eres un maldito cabrón, Salter.
—Ésa es la cosa más agradable que me han dicho en todo el día, ¿sabes? —Salter se
metió la Browning en la sobaquera, sonrió y dio unas palmaditas a Deacon en la
mejilla—. Sin enfados, Harv, los negocios son así. Y un consejo, convence a tus amigos
de que juguemos todos, y te prometo que todo irá como una seda. Pero no intentes
dejarme fuera de este negocio, o te meteré en una caja de pino. Y no te creas que tus
amigos se quedarían muy contentos si alguien le soplase a la policía que vigilasen el
aeropuerto. ¿Coges la onda? Ya nos veremos.
Cuando Salter y el griego salieron, Hassán escupió en el suelo y se limpió la sangre
de la nariz. Recogió la navaja y gritó:
—La próxima vez, lo mato. Y al griego también.
Deacon se sirvió un buen coñac, se lo tomó a toda prisa y luego dejó el vaso sobre
la mesa dando un golpe.
—Olvídalo. Tenemos problemas más importantes en este momento. Y a ver si tienes
más cuidado de a quién apuntas con ese chisme. Salter es de esos tipos que no se toman
una amenaza a la ligera. —Cortó un trozo de papel de la hoja que estaba sobre la mesa
y garabateó una dirección—. Tal y como están las cosas, no necesitamos los camiones
de Salter. Y eso no le va a gustar. Incluso, aunque le pague, ese cabrón pensará que
intento engañarlo. Pero de eso ya nos preocuparemos otro día. —Tiró las llaves del
Packard a Hassán y le dijo—: De momento, coge mi coche y vete hasta Alejandría tan
de prisa como puedas.
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CAPÍTULO 45
Alejandría
21 de noviembre, 16.00 h.
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16.15 h
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CAPÍTULO 46
19.15 h
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19.20 h
La carretera era un caos y Hassán estaba sentado en el Packard. Había tardado algo
más de dos horas en llegar a las afueras de Alejandría, conduciendo tan rápido como
podía. Pero ahora el tráfico estaba embotellado, y se había añadido a la cola cien metros
más atrás.
El ejército registraba todos los vehículos. Comprendió que eso significaba que aún
no habían encontrado a los alemanes, o por lo menos, no a todos. El camión que tenía
delante, cargado de melones, avanzó unos centímetros. Metió la marcha y avanzó con
la cola. En la barrera del control había un potente reflector y, de pronto, tuvo un
sobresalto.
Divisó a dos oficiales, uno británico y el otro norteamericano, que caminaban hacia
la barrera. El norteamericano, que iba delante, era el oficial del servicio de inteligencia
con el que se había encontrado en el piso: Weaver.
Hassán lanzó un juramento y dio un puñetazo al volante Era poco probable que el
americano olvidase la cara de alguien que había intentado matarlo; además, se habían
visto bien de cerca. Se frotó la barbilla. El moretón no había desaparecido del todo, otra
prueba más por si Weaver la necesitaba, así que había una probabilidad de que lo
reconocieran a pesar del disfraz. Hassán se puso a pensar, frenético. Sabía que el riesgo
era demasiado grande y se decidió al instante. Tenía que escapar. Empezó a sacar el
Packard de la cola, preparado para dar la vuelta y salir de regreso a El Cairo. De
repente, un policía militar armado pasó zumbando en una moto y pegó un frenazo.
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19.25 h
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familiar, y recordó dónde lo había visto antes. Era uno de los hombres que habían
irrumpido en el piso para rescatar a Weaver.
Si ambos estaban envueltos en la caza, ¿cuánto sabrían? Aquello dejó a Hassán
todavía más preocupado. Algo más le había llamado la atención: la manera de salir
corriendo con tantísima prisa. ¿Habrían encontrado a los alemanes, quizás? Hassán se
lamió los huecos de las encías, recordó a Tarik y en su interior se encendió un poderoso
deseo de venganza contra el americano por lo que le había hecho.
—Salga del coche, señor, y veamos sus papeles —le ordenó un sargento.
Hassán se bajó. El sargento examinó cuidadosamente sus papeles mientras un par
de soldados se pusieron de inmediato a comprobar el interior del coche y abrieron la
maleta.
—¿Sus asuntos en Alejandría, señor?
—Voy a visitar a mi padre. Está muy enfermo.
Si hubiera llevado chilaba en vez de traje, y viajara en un carro de burro en vez de
un Packard, Hassán sabía que el sargento no se hubiera mostrado tan educado con él.
—El coche está limpio, sargento, pero he encontrado esto —le dijo un cabo,
tendiéndole la navaja.
—Un arma muy peligrosa —comentó el sargento, y levantó la vista en espera de
una explicación.
Hassán se encogió de hombros, seguro de estar a salvo.
—Me dedico a los negocios, y estoy seguro de que usted ya sabe lo que es eso,
sargento. En Egipto, un hombre como yo tiene que protegerse de ladrones y maleantes.
El sargento no pareció dudarlo ni un minuto, y le devolvió la navaja a Hassán.
—¿Puedo preguntarle a qué se debe todo este control?
—No, señor, no puede. Siga adelante, por favor.
Hassán subió al coche y arrancó el motor. Por la larga línea de desierto a lo largo de
la carretera, vio las luces traseras del jeep de Weaver, y de un segundo que lo seguía,
correr camino de la ciudad. Deacon le había dicho que encontrase al policía; Pero, de
pronto, tuvo una idea.
Se le había ocurrido algo mejor.
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CAPÍTULO 47
19.30 h
Halder se despertó con el ruido del tráfico. Fuera estaba oscuro, la luz de la luna se
filtraba en la habitación por los postigos abiertos. Alargó la mano en busca de Rachel,
pero no estaba. Buscó el revólver bajo la almohada, saltó de la cama y estaba a punto
de encender la luz cuando la vio, sentada en una silla de bambú al lado de la ventana.
—Menudo susto... por un momento creí que te habías marchado —dijo, más
tranquilo, y entonces vio que tenía el Baedeker abierto sobre las rodillas—. ¿Qué haces?
—Pienso.
—Creí que querías dormir —dijo, y la besó en la frente.
—Decidí echar una ojeada a la guía. Hay un par de rutas que no hemos tenido en
cuenta.
—¿Como cuáles?
—El puerto, en primer lugar. Desde allí podríamos llegar a Rashid y luego a El
Cairo. —Le tendió el libro—. Míralo.
Harry se metió el revólver en el cinturón y encendió la luz. Echó una ojeada al libro,
y después lo dejó a un lado, moviendo la cabeza.
—Puedes estar segura de que Harry y sus amigos estarán vigilando el puerto.
Además, es una ruta demasiado lenta, y una vez en mar abierto no hay por donde
escapar.
—En la guía dice que hay un aeródromo.
—Dos, en realidad. Pero ¿cómo pasaremos la guardia? —tienes un carnet militar.
Te tiras el farol, pasamos y miramos a ver si alguien nos lleva.
—No es tan fácil, Rachel. Aunque consiguiéramos acercarnos a un avión, habría
muchísimas dificultades. Probablemente querrían comprobar mi documento antes de
dejarnos embarcar; además, puede que ya los hayan alertado por si intentamos una
cosa así.
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—Pero no podemos quedarnos aquí sentados, esperando a que nos cojan. Tenemos
que hacer algo. —En su voz sonaba una nota de desesperación.
—El desierto sigue siendo la mejor apuesta. Probablemente, la única.
—¿Y de dónde sacaremos un vehículo?
—Eso déjamelo a mí. —Le cogió la mano y tiró de ella para acercarla a él, le apoyó
una palma en la mejilla—. ¿Te sientes culpable por lo que ha pasado entre nosotros?
Rachel negó con la cabeza y Halder vio que las lágrimas le afloraban a los ojos.
—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó Rachel.
—Dime.
—Nunca logré decidirme entre Harry y tú. Os quería a los dos, ¿sabes?
—¿Y ahora?
Rachel se mordió el labio, parecía distraída, al borde de las lágrimas otra vez, y
entonces pasó sus brazos por el cuello de él y lo acercó hacia sí. Se besaron y ella apoyó
la cabeza en su pecho y lo estrechó con fuerza. Él la mantuvo así largo rato hasta que
ella dijo:
—Aquí se está tan tranquilo...
—Tal vez se hayan olvidado de nosotros.
—Hace un rato me pareció oír a alguien en el rellano. Quizás deberíamos echar un
vistazo.
—Esperemos que nuestra amiga Safa haya cumplido su parte del trato. No quiero
ni pensar lo que podría pasar si no lo ha hecho.
Cuando se dirigía hacia la puerta oyeron chirriar unos neumáticos.
Halder apagó la luz de la habitación y fue hacia la ventana. Media docena de
camiones militares estaban detenidos abajo, en la calle, y docenas de soldados saltaban
de ellos con los fusiles prevenidos. Se apartó de la ventana, lívido.
—Me parece que tenemos compañía —dijo, y sacó la pistola—. Vístete, de prisa.
De pronto, oyeron golpes en la puerta y una voz que rugía.
—¡Abran! ¡Policía militar!
Halder se quedó helado. Una décima de segundo después volvieron a dar golpes y
otra voz gritó:
—¡Salgan con las manos arriba! ¡Están rodeados!
El pánico les había hecho tardar unos momentos en darse cuenta de que el ruido no
sonaba en su puerta, sino que venía través de la ventana abierta, de uno de los
vestíbulos de los edificios de enfrente. Halder miró hacia afuera y Rachel se le unió
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Había soldados y policías que venían de todas las direcciones Se paró un jeep y Harry
Weaver iba en el asiento de atrás. Se bajó, acompañado del oficial de inteligencia
británico, Sanson contra el que Halder había disparado en la estación. En la manó
derecha llevaba un gran vendaje. Ambos militares se apresuraron escaleras arriba del
edificio del otro lado de la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.
—O tienen una dirección equivocada, o no nos buscan a nosotros.
Esperaron angustiados, luego oyeron un ruido de madera astillada en uno de los
rellanos de enfrente, como el ruido de una puerta abierta a patadas. Cinco minutos
después vieron que Weaver y Sanson salían del edificio. Hubo una febril actividad y
media docena de policías militares salieron tras ellos, conduciendo a un joven alto y
rubio y a una mujer árabe. Llevaban las manos sobre la cabeza, los metieron a
empujones en uno de los camiones y se fueron.
Weaver y Sanson permanecieron en los escalones, hablando animadamente varios
minutos, hasta que Sanson se dirigió a su jeep, se subió y se marchó. Vieron que Harry
Weaver se quedaba con expresión de frustración absoluta. Miró la calle arriba y abajo,
hacia el animado café, estudiando la escena. Luego, sus ojos se dirigieron a las
ventanas de los edificios que tenía a su alrededor, como si estuviese meditando algo;
luego se acercó a un capitán británico uniformado que esperaba en otro jeep. Parecía
que discutía con él. Halder dio un paso atrás para quedar en la sombra y tiró de Rachel.
—Me parece que Harry está nervioso. Y no me ha gustado la expresión de su cara,
trama algo.
—¿Qué era todo ese follón ahí enfrente?
Halder oyó arrancar un motor y miró de nuevo por la ventana. Weaver se había
subido al jeep, que arrancó y sus pilotos rojos fueron alejándose calle arriba.
—Por lo que parece, se han llevado a la pareja equivocada.
De momento. Harry se ha ido, pero si decide registrar esta zona, no tardaremos
mucho en oír que alguien llama a nuestra puerta. —Se volvió hacia Rachel—. Como
dicen en las películas del oeste, es hora de salir de Dodge City.
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19.50 h
Hassán conducía el Packard por las calles estrechas y sudaba. Había perdido a
Weaver por dos veces cuando los vehículos militares corrían hacia la ciudad, pero
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luego había vuelto a verlo en los suburbios. Cinco minutos después vio que el coche
de Weaver entraba en el barrio de los prostíbulos, y giraba por una callejuela repleta
de camiones militares y soldados. Hassán viró bruscamente a la izquierda, subió al
bordillo y pisó el freno.
Al parecer, algún tipo de operación estaba en marcha. Docenas de policías y
soldados tenían acordonada la calle. Weaver y el oficial con un parche en el ojo
desaparecieron dentro de un edificio y volvieron a salir poco después, seguidos de un
grupo de policías militares que conducían a un hombre y a una mujer con las manos
en la cabeza. Metieron a la pareja en la parte trasera de un camión y se marcharon.
Hassán soltó un taco. Era evidente que habían encontrado a dos de los alemanes.
Vio que Weaver volvía al jeep y discutía con un capitán. Hassán intentaba adivinar
lo que pasaba cuando se le acercó un policía egipcio.
—Tiene que circular, caballero.
—¿Qué pasa aquí, agente?
El policía contempló el traje de Hassán, el coche americano, y pareció pensar que se
trataba de alguien importante. Saludó.
—Hemos cogido a un desertor alemán —dijo, orgulloso.
—Me parece mucho barullo para un desertor —dijo Hassán, frunciendo el ceño.
El policía se limitó a encogerse de hombros.
—Circule usted, caballero, por favor.
Hassán vio que Weaver volvía a subirse al jeep y se marchaba en una dirección
distinta del camión. No podía entender lo que sucedía. Si habían encontrado a dos de
los alemanes, ¿por qué Weaver no iba detrás de los prisioneros? Arrancó el coche y
probó una vez más con el policía.
—¿Quién era la mujer que han detenido?
—La amiga del desertor. Una sharmuta. Ahora circule, señor.
Una prostituta. Hassán sonrió y lo entendió todo. No era raro que Weaver estuviese
enfadado. El ejército se había equivocado de pareja, evidentemente. Dio marcha atrás
por la calleja, metió la primera y salió tras el jeep de Weaver.
19.50 h
Gabrielle Pirou se retorcía las manos con desesperación, más perpleja a cada minuto
que pasaba. Miró ansiosamente el teléfono del escritorio. El hombre y la mujer de
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arriba tenían que ser la pareja que buscaba el ejército, de eso estaba convencida. Su
esperanza era que se hubieran marchado en silencio, para evitarle el trastorno de
llamar a la policía militar, pero por el momento no era así. Se había deslizado escaleras
arriba para comprobarlo, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Si había una
redada, sería muy embarazoso para sus clientes, y desastroso para el negocio. Pero
hacía más de una hora que el último cliente se había marchado por la puerta de atrás
y entonces había dado el resto del día Ubre a las chicas.
Ya no podía esperar más a que la pareja se marchase, lo último que deseaba era
correr el riesgo de un enfrentamiento. Con la mano temblando, cogió el teléfono y
marcó el número del cuartel general de la policía. Contestó una voz de hombre.
—Comandancia de Policía Militar. Al habla el sargento mayor Squires.
—Tengo... tengo cierta información que puede interesarles —dijo Gabrielle.
—¿Quién llama?
Gabrielle dio su nombre y su dirección, explicó al sargento mayor lo de la pareja y
le dio su descripción. Se produjo un largo silencio y después pudo notar una excitación
en la voz del hombre.
—¿Me da su dirección otra vez?
Gabrielle se la dio y le preguntó, nerviosa:
—¿Cuánto tardarán en llegar sus hombres?
—Estarán ahí dentro de diez minutos, señora. Pero no haga tonterías. Si es la pareja
que buscamos, van armados y son muy peligrosos. No cuelgue —le dijo,
tranquilizador, el sargento mayor—. Seguiré aquí hasta que lleguen.
El caniche ladraba, y el corazón de Gabrielle se sobresaltó de temor.
—Donny... por favor.
—¿Todo está en orden, señorita? —preguntó la voz.
—Sí... bien.
Diez minutos. Eso era una eternidad. Y desde luego, no le gustaba nada lo de
armados y muy peligrosos. Lo mejor que podía hacer era salir discretamente por la
puerta de atrás y dejarlo todo en manos de las autoridades competentes. Estaba a
punto de hablar por el teléfono para explicarle sus planes al sargento mayor cuando
oyó un ligero clic y miró alrededor y vio abrirse la puerta del salón. La pareja estaba
allí plantada y el hombre llevaba una pistola en la mano.
—Se ha portado usted como una chica mala, madame. Ahora, haga el favor de dejar
el teléfono y hacer exactamente lo que yo le diga.
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20.00 h
20.05 h
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—Madame, la verdad es que va contra mis principios amenazar a una señora, pero
créame que hablo en serio.
—Tengo... tengo un Citroën.
—¿Dónde?
—En el garaje, atrás.
—¿El garaje da a la calle de atrás?
—Sí, sí.
—¿Dónde están las llaves de las dos cosas?
—En el cajón de abajo del escritorio.
Halder las buscó y las encontró.
—Supongo que tendrá gasolina.
Gabrielle asintió con la cabeza, todavía temblorosa. Sus relaciones con los militares
le aseguraban un suministro permanente y abundante. De pronto, ambos oyeron un
fuerte golpe en la puerta. Parecía que sonaba en la puerta principal, al fondo del
vestíbulo.
—¿Qué es eso? —bramó Halder.
La francesa parecía aterrorizada.
—Probablemente, un cliente.
—O su llamada de teléfono ha tenido una respuesta más rápida de lo que
esperábamos. —Halder arrancó el cable del teléfono de la pared y Rachel regresó con
la toalla y las sábanas.
—Hay alguien en la puerta de delante.
—Ya lo he oído —dijo Halder.
Bajó la pistola, retorció las sábanas y las utilizó para atar a la madame a una de las
sillas y después anudó la toalla, tapándole la boca.
—No puedo decir que haya sido un placer como para la mayoría de sus clientes,
madame. Confío en que no tendrá que estar tan incómoda demasiado tiempo.
Gabrielle Pirou gimió bajo la mordaza. Los golpes en la puerta se hicieron más
fuertes. Halder cogió el revólver e hizo una seña a Rachel con la cabeza.
—Vamos.
20.05 h
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CAPÍTULO 48
Halder salió al patio trasero seguido de Rachel. Vio la caseta en la que había
reparado antes desde la ventana de arriba y comprendió que era el garaje. Había una
puerta de entrada a un lado y vio que estaba abierta.
El local estaba totalmente a oscuras y olía a aceite. Fue tanteando las paredes y
encontró un interruptor. Un Citroën de antes de la guerra, negro, con la chapa y los
cromados bruñidos, brillaba bajo la luz, y había un doble portón de madera que daba
al exterior con un portillo en medio de una de las hojas.
—Mira a ver si están abiertos. —Halder abrió la puerta del conductor y se metió
dentro.
Rachel probó las puertas del garaje.
—Están cerradas.
Halder le tiró las llaves, buscó la correcta y giró la cerradura.
—No las abras todavía —le dijo Halder—. Ya lo haré yo cuando esté listo. Ahora
dámelas otra vez.
Rachel se las tiró. Metió una de ellas en el contacto, apretó el arranque y el motor se
estremeció y se paró.
—Reza algo. —Probó de nuevo, dos veces, y a la tercera arrancó—. Los dioses están
con nosotros, después de todo. Sube.
Rachel subió al coche y Halder fue hasta el portillo, lo abrió un poco y miró fuera.
Había una callejuela adoquinada que iluminaba el reflejo de las luces de un par de
edificios y del café de enfrente. Unos cuantos árabes y soldados de permiso pasaban
por la calle. Estaba a punto de abrir los portones cuando oyó bullicio más allá, en el
callejón. Un hombre avanzaba corriendo pegado a la pared hacia el garaje, con una
pistola en la mano. La gente se apartaba a su paso y Halder reconoció de inmediato a
Harry Weaver. Se movió ligero hacia dentro y cerró el portillo.
—Me parece que he hablado demasiado pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.
—Tenemos compañía. Harry, para ser precisos, y viene en esta dirección. La
llamada de la madame debe de haberlo hecho correr.
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Weaver había ido contando las entradas traseras de las casas según avanzaba
pegado a la pared, pistola en mano, casi sin prestar atención a los asombrados
viandantes que lo miraban por la calle. Llegó a un arco de hierro con una verja que
daba a un pequeño patio empedrado con un par de higueras. Vio unas puertas dobles
de madera un poco más allá del muro, pero las dejó de lado y probó la verja.
Se abrió chirriando y entró en el patio. Al otro lado del empedrado había una puerta
en la parte de atrás del edificio principal. Fue hasta ella, probó la manilla. La puerta se
abrió y se encontró en un vestíbulo a oscuras. A un lado había una cocina también sin
luz y más habitaciones al fondo.
Notaba que en su interior crecía una tensión insoportable al avanzar en tinieblas por
el vestíbulo, empuñando la pistola. Oyó un ruido y se detuvo. Parecía el gañido de un
perro, y venía de un cuarto al fondo del vestíbulo. Fue hacia aquella puerta, se paró
ante ella.
El gañido sonó de nuevo. Se preparó, puso la mano en el picaporte, lo hizo girar
lentamente e irrumpió en la habitación preparado para hacer fuego.
Un caniche enano se le enredó en los pies. Estaba a punto de pegarle un tiro cuando
vio a una mujer atada a una silla y amordazada con una toalla. Bajó la pistola, aflojó la
mordaza y la mujer cogió aire, pálida.
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Weaver salió al patio. Vio el garaje al otro lado y avanzó hacia allí con precaución.
Titubeó antes de girar la manilla de la puerta. El interior estaba a oscuras, pero pudo
ver la silueta borrosa de un coche. Halder y Rachel no se lo habían llevado, después
de todo. Entró. El garaje parecía vacío, y había un fuerte olor a aceite y a moho, pero
cuando tanteaba en busca del interruptor de la luz notó la punta fría del cañón de una
pistola en la nuca.
—Ni una palabra, Harry —susurró una voz—. No intentes moverte. La verdad, no
me gustaría nada tener que matarte. Ahora pon el seguro y tira la pistola al suelo.
Weaver hizo lo que le decía y la pistola cayó con un ruido metálico. Al cabo de un
segundo se encendió una bombilla y el garaje se inundó de luz. Weaver miraba al
frente. Sentada en el Citroën estaba Rachel. Se volvió y sus ojos se encontraron con los
de él. Antes de que Weaver pudiera hablar, Halder salió de detrás de él con el revólver
en la mano y recogió la pistola Colt.
—Volvemos a encontrarnos, viejo amigo, y no en circunstancias muy agradables.
—¿Qué demonios pasa aquí?
—Si no te importa, dejaremos los discursos para más tarde. De momento, ponte
delante del coche.
Weaver obedeció. Halder preguntó:
—¿Tienes hombres fuera? —Como Weaver dudaba, Halder añadió—: No me
mientas, Harry, o es probable que muera gente. Nosotros incluidos.
—Están en la parte de delante. Yo di la vuelta por detrás.
—¿Solo?
—Siéntate al volante.
—No conseguiréis escapar —le dijo Weaver—. La zona está rodeada.
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CAPÍTULO 49
20.05 h
Hassán se detuvo frente al mar y apagó el motor. Sabía que no podía continuar
siguiendo a Weaver mucho más sin que lo descubriesen. Había visto al americano
llamar a la puerta de la casa de la Corniche, luego desaparecer por una calleja mientras
sus hombres esperaban allí. Era perfectamente obvio que seguía buscando a los
alemanes por el barrio de los prostíbulos.
Se quedó allí sentado, frustrado. Si estaban dentro del edificio, no había esperanza
alguna de alertarlos, con todos aquellos soldados en la calle. Pero parecía que Weaver
iba a cubrir la parte trasera él solo. Se metió la navaja en el bolsillo y salió del coche.
Cruzó la calzada y tomó por una calleja que lo condujo hasta la parte trasera de los
edificios de primera línea, pero no vio rastro del americano. Cuando caminaba
procurando contar las casas, se abrieron de repente los portones de un garaje un poco
más abajo de la callejuela. Apareció un Citroën negro que salía con las luces apagadas.
Weaver iba conduciendo y llevaba a su lado a una mujer y detrás otro hombre vestido
de paisano. El coche giró a la izquierda y se alejó, ganando velocidad. Por un instante,
Hassán permaneció allí, totalmente confuso, pero luego echó a correr hacia el Packard.
Al salir de nuevo al paseo marítimo vio un camión del ejército que se detenía con
un gran frenazo en la calzada, y tras él varios jeeps. Adoptó un paso más normal,
preocupado por no llamar la atención de las tropas. Ahora aparecían soldados por
todas partes que iban cerrando al tráfico aquella parte de la Corniche. Las tropas
tomaron posiciones, delante de la casa a la que había llamado Weaver.
A Hassán le llevó menos de dos minutos de angustia llegar hasta el Packard, pero
comprendió que para entonces ya era demasiado tarde. Había perdido cualquier
oportunidad de seguir a Weaver. No podía arriesgarse a salir a toda velocidad y no
había la menor esperanza de encontrar el Citroën en el laberinto de callejuelas. Soltó
un juramento y se metió en el coche.
Por delante, la calzada estaba totalmente bloqueada por las tropas. Un oficial
conducía a un puñado de hombres hacia las calles de atrás. Los muy tontos no sabían
lo que había pasado. Era evidente que dos de los alemanes habían huido llevándose a
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Weaver como rehén. Hassán permaneció allí sentado, intentando organizar sus
pensamientos.
Los alemanes podían intentar llegar a Rashid. Probablemente fuera su única
posibilidad de huida. Sonrió con malicia y arrancó el motor, se le estaba ocurriendo
una idea interesante. Si tomaba una de las carreteras secundarias que iban hacia la
costa podría incluso llegar allí antes que ellos. Si estaba en lo cierto, y los alemanes se
dirigían a Rashid, tendría la oportunidad de ajustarle las cuentas al americano.
20.15 h
Weaver conducía por las sinuosas callejuelas hasta que Halder le dijo:
—Enciende los faros.
Estaban rebajados con pintura azul, debido a las normas de guerra, y cuando
Weaver encendió las luces largas, apenas se notó la diferencia.
Halder se inclinó hacia adelante, miró a izquierda y a derecha, y dijo:
—Dirígete hacia el mar. Y mantén la velocidad normal, a menos que te diga otra
cosa.
—¿Qué tal si me contáis lo que pasa?
—Dejaremos las charlas para más tarde. Tú limítate a conducir.
Weaver giró a la izquierda y acabó llegando a un cruce con la Corniche. Al otro lado
de la calzada, sobre el Mediterráneo rielaba la luna. De pronto, un camión abierto del
ejército pasó a toda prisa por la Corniche con docenas de soldados armados en la parte
trasera y seguido de varios jeeps.
—¡Espera! ¡Quita el pie del pedal! —le ordenó Halder. Los vehículos se detuvieron
delante del salón de madame Pirou, las tropas se bajaron y tomaron posiciones en la
calle.
—Parece que conseguimos salir a tiempo. —Halder comprobó la situación a
izquierda y a derecha—. Bien, el camino está despejado. Sigue y tuerce a la derecha.
Weaver titubeó, y Halder le apretó la pistola contra las costillas.
—Ya me has oído, Harry. Vamos.
Weaver giró a la derecha y continuó por la Corniche.
—¿Dónde se supone que voy?
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—Tú sigue hacia el este para salir de la ciudad. Es todo lo que necesitas saber de
momento.
Continuaron a lo largo de la ribera en silencio, la tensión en el coche era
insoportable. Weaver miró a Rachel. Ella le devolvió la mirada.
—Tú mira a la carretera —intervino Halder.
—No conseguiréis salir vivos de Alejandría. Ríndete, Jack, es tu única posibilidad.
—Acuérdate de que tenemos un as.
—¿Y qué as es ése?
—Tú, Harry. Tú eres el que nos va a sacar de este lío.
Más adelante, vieron una barrera cruzada sobre la carretera, con varios policías
militares y egipcios con fusiles y ametralladoras para defender el bloqueo. En el arcén
estaba aparcado un vehículo militar y un operador de radio se sentaba en la parte
trasera.
Halder se puso tenso.
—Creo que estamos ante la prueba de fuego. Cuando lleguemos allí, explícales
quién eres y enséñales tu tarjeta de identidad. Diles que estás inspeccionando los
controles. Si alguien te hace preguntas, nosotros vamos contigo y tienes prisa. ¿Crees
que podrás hacerlo?
—¿Y si no?
—Entonces habrá tiros y todos correremos peligro. Pero tengo la impresión de que
tú no quieres eso.
Weaver miró fugazmente a Rachel. Le pareció asustada y puso su mano sobre la de
él.
—Por favor, Harry. Haz lo que te dice.
Instantes después habían llegado al control y Weaver detuvo el Citroën. Se acercó
un sargento que les iluminó la calle con una linterna. Weaver bajó la ventanilla y el
sargento los saludó.
—A sus órdenes, mi teniente coronel. Perdone, pero tenemos que revisar su
vehículo y sus papeles —dijo, y miró al interior, a los pasajeros—. Los suyos también,
señores.
Weaver le tendió su carnet.
—Teniente coronel Weaver, servicio de inteligencia militar Estoy supervisando esta
operación. ¿Tiene alguna novedad?
El sargento examinó rápidamente el documento de Weaver a la luz de la linterna,
se lo devolvió, se cuadró y dijo:
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20.10 h
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Apareció Myers con un par de soldados de infantería detrás Sanson frunció el ceño,
bajó la pistola, y explotó:
—¿Qué coño está pasando aquí? ¿Dónde está Weaver?
—Hemos entrado por la parte de atrás, mi teniente coronel. Parece que ha
desaparecido.
20.15 h
Sanson entró como una tromba en el garaje y salió luego por los portones. La calle
trasera estaba repleta de soldados que cerraban la zona. Regresó al garaje.
—¿Está usted completamente seguro de que el teniente coronel Weaver vino por
este lado?
Gabrielle Pirou asintió.
—Cuando oyó que la pareja cogía las llaves de mi coche, salió tras ellos.
Sanson dio una patada al portón, furioso, con la cara lívida.
—¿Qué matrícula tiene su coche?
La madame se lo dijo y Sanson le espetó, rabioso, a un suboficial que tenía cerca:
—Coja la radio y alerte a todas las patrullas y puestos de control. Denles la matrícula
y comunique que busquen un Citroën negro con tres ocupantes. Hay que detener a ese
coche pase lo que pase.
Myers entró a trompicones por las puertas del garaje, sin aliento, y se cuadró.
—He interrogado a la gente que está en el café de enfrente, tal como usted me dijo.
—¿Y qué? ¡Suéltelo!
—El dueño dice que vio a alguien conduciendo el Citroën de madame Pirou hace
menos de cinco minutos. Cree que dentro iban tres personas, dos hombres y una mujer.
Un oficial de uniforme conducía. Por la descripción que me ha dado, parece el teniente
coronel Weaver.
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CAPÍTULO 50
21.00 h
21.05 h
Hassán había cogido una de las carreteras secundarias que se dirigían hacia la costa,
pero no había visto el Citroën negro por el camino. Temió haberse equivocado en que
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los alemanes pretendiesen llegar a Rashid, o quizás los hubieran cogido en route. De
cualquier modo, tenía que deshacerse del barco. Avanzó hasta el final de una pista
llena de hierba y bordeada de palmeras y allí se paró. Estaba al sur de Rashid, en las
marismas del delta.
A la izquierda había una casa flotante, un artefacto desvencijado de madera que
antes usaban los pescadores locales y que al parecer nadie utilizaba desde hacía años.
Vio una barca motora de madera de proa afilada que estaba amarrada al pantalán. Se
bajó del Packard, cogió una linterna de la maleta y lanzó tres destellos. Una luz le
respondió, y después un hombre pequeño, sin afeitar, con una gorra de capitán
grasienta salió trotando de entre las sombras de la barcaza con un farol en la mano.
Frunció el ceño al reconocer a Hassán.
—No esperaba verte por aquí. ¿Qué pasa, primo? ¿Tenemos algún cargamento?
—Ha habido un cambio de planes. Tienes que marcharte inmediatamente.
El hombre pareció aliviado, pero en ese preciso momento oyeron el ruido de un
motor. Hassán se volvió y vio las luces de un coche que se acercaba al fondo de la pista.
Al aproximarse, hizo tres destellos con los faros. A Hassán se le elevó el ánimo al
identificar el Citroën negro. Hizo señales con la linterna y luego se volvió hacia su
primo y sonrió.
—Al parecer, tu cargamento ha llegado. Prepara el barco.
—Será mejor que esos amigos tuyos se den prisa... No podemos estar aquí toda la
noche si queremos eludir las patrullas del río.
El hombre arrojó su cigarrillo y se fue por el pantalán con el farol y saltó a la barca.
Cuando empezaba a soltar los cabos, Hassán vio acercarse el Citroën, que seguía
conducido por Weaver. Se sonrió para sus adentros.
—Es hora de ajustar viejas cuentas, americano.
Se bajaron todos. Halder estudió al árabe, que se acercó a recibirlos.
—Ustedes tenían que ser cuatro —dijo el hombre, malhumorado—. ¿Dónde están
los otros dos?
—Dios sabe. Tuvimos algunos problemas, por eso nos hemos retrasado. —Halder
señaló a Weaver con el pulgar y añadió—: Este hombre es nuestro prisionero, es un
oficial del servicio de inteligencia norteamericano. Tenemos que llevarlo con nosotros.
—Ya sé lo que les ha ocurrido. Y ya conocía al americano. —Hassán sacó la navaja
y señaló con la punta a la garganta de Weaver—. ¿Te acuerdas de mí, Weaver?
Halder vio la torva amenaza en los ojos del árabe. Por un momento, Weaver pareció
confuso, hasta que en su cara se notó que lo había reconocido.
—Imagino que no hay modo de librarse de las desgracias.
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—Nada de peros, haga lo que le digo. Y no quiero que sufra ningún daño —
respondió con autoridad Halder. Hizo un gesto de saludo con la mano y se volvió
hacia el pantalán—. Hasta luego, Harry. Pórtate bien.
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En la cara del árabe apareció una curiosa expresión de rabia mezclada con
confusión. Se llevó la mano a la oreja.
—¡Idiota! No sabes lo que haces...
Halder movió el revólver, impaciente.
—Fuera, he dicho. Y de prisa. No tengo toda la noche.
Hassán miró a Weaver y escupió en el suelo.
—Inch Alá. Ya tendré otra oportunidad, americano.
Salió lanzando una mirada airada a Halder, que se metió la pistola en el cinturón
del pantalón, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, cogió uno y lo encendió.
—Qué difícil es encontrar personal competente en estos tiempos.
Weaver se debatió, intentando moverse.
—Quédate donde estás, Harry. —Halder recogió la cuerda y lo ató bien firme a uno
de los postes de madera.
—¿Habéis venido para matar a Roosevelt y a Churchill, verdad?
Halder levantó la mirada, evidentemente sorprendido.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—Es verdad, ¿no?
—Siempre has sido muy listo, Harry. Pero esta vez, la verdad, me sorprendes.
Puede que sea una deducción razonable, y puede que no. La cuestión es ¿qué te hace
pensar eso?
—Es una idea de locos, Jack, una misión suicida. No tiene por qué ser de este modo.
Entrégate ahora y entonces...
—¿Y entonces, qué? ¿El pelotón de fusilamiento? —Halder terminó de atar el nudo,
dio un paso atrás y movió la cabeza, muy serio—. Es prácticamente la única
oportunidad que tengo, y Rachel, también, aunque ella sea completamente inocente
en todo esto. Puedes llamarme loco y aventurero, pero sé muy bien cuáles son nuestras
oportunidades, y la rendición no es una de ellas. Además, ya estoy demasiado metido
en ello para poder salir otra vez.
—¿Porque mataste a dos oficiales?
Halder negó con la cabeza y con el asco dibujado en la cara.
—Eso no fue cosa mía, te lo aseguro.
Weaver estaba completamente confundido.
—No entiendo nada. ¿Por qué Rachel y tú? ¿Cómo es que sigue viva...?
Halder se puso un dedo en los labios.
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CUARTA PARTE
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CAPÍTULO 51
El Cairo
Lunes, 22 de noviembre, 09.30 h
El avión de transporte Douglas C-54 con el emblema de las barras y estrellas sobre
el fuselaje tomó tierra en la pista fuertemente custodiada del aeropuerto de la RAF en
El Cairo Oeste, exactamente dos horas y media después de lo previsto. Tras un vuelo
nocturno de diez horas desde Túnez, una distancia de casi tres mil kilómetros por
encima del desierto y con las radios en completo silencio, la tripulación y los pasajeros
estaban agotados.
En las rampas de la pista esperaban docenas de camiones y vehículos blindados
cargados de tropas, agentes del Servicio Secreto, escuadrones de policía militar
montada en motocicletas, y una larga serie de coches oficiales. Cuando el avión
terminó de rodar y se detuvo, se produjo un frenesí de actividad, y dos de los coches
arrancaron para ir al encuentro del aparato.
De los vehículos salió un grupo de generales con cara de inquietud, entre ellos, el
comandante general de las fuerzas del ejército de los Estados Unidos en el Próximo
Oriente, el comandante general Royce, su jefe de Estado Mayor, y el embajador
estadounidense Alexander C. Kirk. Esperaron a que se abriera la puerta del avión y,
entonces, los agentes del Servicio Secreto que iban a bordo, hombres con aspecto de
duros vestidos con traje, sombreros de fieltro y armados con metralletas Thompson,
bajaron del avión y rodearon el aparato.
El Douglas C-54, un avión al que apodaban la Vaca Sagrada, había sido modificado
a medida en la fábrica, de manera que además de las puertas de salida normales
llevaba instalada una puerta hidráulica especial en el fuselaje. Momentos después esa
puerta se abrió con un zumbido y por ella comenzó a descender la caja de un ascensor
eléctrico que transportaba la figura del presidente Franklin Delano Roosevelt, sentado
en su silla de ruedas con traje blanco. Los hombres del Servicio Secreto lo ayudaron a
desembarcar, y todo su cortejo personal de militares uniformados y miembros de la
marina, todos ellos con cara de cansados, descendieron por la escalerilla de metal.
El primero en adelantarse fue el embajador Kirk, que le tendió la mano al
presidente.
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Halder se despertó de un sueñecito reparador, con el sonido del chapoteo del agua
y el calor del sol en el rostro. El marinero conducía el barco por unos juncales hacia el
embarcadero privado de una villa encalada con jardines exuberantes. Rachel dormía
sobre el hombro de Halder, y él la despertó.
—Hemos llegado.
Al borde del agua se asomaban los banianos, y unos escalones conducían a un patio
enlosado detrás de la casa en el que había una mesa y unas sillas de mimbre. La villa
tenía un aspecto lamentable: la pintura de las paredes desconchada, todo cubierto de
enredaderas salvajes. La silueta de El Cairo se alzaba a no mucha distancia y, más al
oeste, las inconfundibles pirámides de Gizeh. Sobre el embarcadero los esperaba el
árabe, que no parecía muy contento de volver a verlos.
—No es exactamente la bienvenida cálida que esperaba —comentó Halder.
Rachel observó la villa.
—¿Dónde estamos?
—A unos tres kilómetros al sur de El Cairo, por lo que parece. ¿Contenta de volver?
—No estoy muy segura, dadas las circunstancias.
—Si sigues preocupada por Harry, no tienes por qué. Estará perfectamente a salvo
y lo encontrarán.
—Estoy más preocupada por lo que pueda venir después, —Se le ensombreció la
cara—. No parará hasta que nos encuentre, pero claro, seguro que eso ya lo sabes.
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—No creo que lo haga. Pero con guerra o sin guerra, yo no podría matarlo, ¿o sí?
De todos modos, algo me dice que viviremos para lamentarlo.
El árabe ayudó al marinero a atar los cabos y después les echó una mirada hosca y
les señaló el patio con un movimiento de cabeza. Halder saltó al embarcadero y alargó
la mano para ayudar a Rachel.
—Vamos. Debe de haber alguien esperándonos.
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CAPÍTULO 52
Mena House
22 de noviembre, 11.30 h
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Sobre la mesa de la cocina había preparada una comida con pan de pita y zumo de
lima fresco. Una vez hubieron comido, Halder sugirió a Rachel que subiese a descansar
a su habitación. Él salió al patio, donde Deacon y los otros lo esperaban sentados en
torno a la mesa.
—¿Les importaría contarme cómo diablos consiguieron cruzar el desierto sin que
los pillaran? —les preguntó Halder mientras acercaba una silla.
—No fue fácil —respondió agriamente Kleist—. Nos paramos en un uadi al caer la
tarde cuando oímos acercarse un avión de reconocimiento. Tuvimos que esperar a que
se hiciera de noche antes de arriesgarnos a emprender la marcha. Después, la
camioneta se estropeó como a ocho kilómetros de un pueblo que se llama Birqash.
Intentamos ir hasta el pueblo andando y nos paró una pareja de la policía egipcia que
tenía bloqueada la carretera. Les cortamos el cuello, enterramos los cuerpos y robamos
su coche. En cuanto llegamos a las afueras de El Cairo, lo dejamos tirado, cogimos el
tren y conseguimos llegar por los pelos a la última cita de anoche.
El rostro de Halder se ensombreció de disgusto y dijo a Deacon:
—Más muertes. Dios mío, esta guerra es cada día peor.
Deacon se limitó a encogerse de hombros.
—Es imposible huir de la muerte durante una batalla, comandante.
—¿Qué dijo Berlín cuando informó usted de que dos de sus contactos habían
llegado sanos y salvos?
—Se limitaron a dar por recibido el mensaje. Por lo general, no me gusta dar pie a
muchos comentarios durante las emisiones. Si se alarga la comunicación, se da tiempo
a que los detectores de radio británicos triangulen mi transmisor. Siempre he tenido
mucho cuidado de no dejar que eso sucediera, pero seguro que esta noche comentarán
algo. Ahora será mejor que nos pongamos manos a la obra. Su mala suerte puede que
haya acabado con cualquier probabilidad de éxito que tuviéramos. Desde luego, ha
arruinado el elemento sorpresa. No obstante, ya volveremos sobre esta cuestión más
tarde. Primero los hechos. Roosevelt llega al aeropuerto de El Cairo Oeste esta mañana
justo pasadas las nueve y media. Mis fuentes me indican que se hospedará en la suite
presidencial del Mena House. Churchill llegó ayer, y también estará alojado en ese
hotel.
—¿Y sus fuentes son fiables?
—Es un oficial de las fuerzas aéreas egipcias con excelentes conexiones y cuya
información nunca falla, normalmente.
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—¿Medidas de seguridad?
Deacon se mordió los labios, preocupado.
—Muy estrechas, como ya supondrán. Y después de lo que ha pasado, pueden estar
seguros de que las reforzarán todavía más.
—Schelienberg dijo que usted tendría más detalles para cuando llegásemos.
—He hecho cuanto he podido. —Deacon se metió la mano en el bolsillo y sacó varios
folios doblados—. Verán en mi informe que el hotel está fuertemente custodiado. No
se permite entrar a nadie en el recinto sin la autorización adecuada. No se podían hacer
fotos, evidentemente, era demasiado arriesgado, pero me acerqué tanto como me fue
posible, hice algunos dibujos y tomé notas de todo lo que pude ver. Tanques,
antiaéreos en los tejados, patrullas en tierra que operan a intervalos irregulares...
Halder estudió con atención las páginas manuscritas y después levantó la vista.
—No es lo que yo esperaba, ni mucho menos. La verdad es que no nos vendría mal
una información más precisa.
—Me temo que eso es imposible.
Halder pasó las páginas a Kleist y a Doring para que las estudiasen, y le preguntó a
Deacon:
—¿Qué me dice de ese problema de los vehículos?
—Esto no le va a gustar. —Deacon suspiró profundamente y le explicó lo de Salter—
. Ese hombre es un gángster peligroso con fama de violento. Desgraciadamente, no
tenía más elección que tratar con él.
—¿Y exactamente qué piensa él que pretendemos? —preguntó Halder, intrigado.
—El muy idiota sospecha que queremos llevar a cabo un robo y quiere una parte
para garantizarnos su silencio. En otro caso, podemos olvidarnos del jeep y los
camiones y a mí me promete una visita de la policía.
Halder se puso de pie, exasperado.
—Cada vez peor. ¿Y cuándo espera la respuesta ese tal Salter?
—Mañana por la noche. Si es más tarde, habrá problemas.
Halder suspiró.
—¿Está usted completamente seguro de que no sabe nada de nuestras verdaderas
intenciones?
—Dudo que Salter imagine ni por un momento que yo sea agente alemán. Según
parece, de vez en cuando se traen a El Cairo hallazgos arqueológicos muy valiosos por
el campo de aviación de Shabramant. Creo que Salter piensa que hay uno de camino y
se le ha metido en la cabeza que planeamos robarlo.
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telarañas. Avanzaron hasta el fondo de la bodega, donde había una puerta de hierro
ya oxidada en los goznes. Deacon la empujó para abrirla y un sol brillante penetró a
raudales. Quedó a la vista, en el exterior, un minúsculo muelle de piedra bien cubierto
de grandes enredaderas. Más allá estaba el Nilo, y había amarrado un bote de remos
con un motor fuera borda tapado con una vieja lona embreada.
—Interesante —señaló Halder, al ver una antena que sobresalía oculta entre las
enredaderas, y cuyo cable conducía a una alacena de madera al pie de la escalera—.
¿Aquí es donde guarda la radio?
Deacon asintió en silencio, abrió la alacena y dejó a la vista el transmisor y la pistola
Luger junto a él, y volvió a cerrar.
—Este sótano se construyó en principio como bodega. Ya sabe usted lo picajosos
que son los franceses para guardar el vino. Pero como era un hombre práctico, el
general decidió que le iría mejor tirar la pared del fondo y tenerla como vía de escape
para sus amiguitas, por si aparecían los maridos, cosa que sucedía a menudo, al
parecer.
Deacon sonrió, y fue a cerrar la puerta metálica, que chirrió sobre sus bisagras.
—Un as bien guardado, por si lo necesitamos. Pero esperemos que no. Ya se lo
enseñará usted a los otros. Otra precaución que tengo que comentarle. En la puerta
principal de la villa, arriba, hay una barra de metal sólida que le sugiero que dejen
siempre colocada. Si alguien intentase entrar por la fuerza, eso les daría tiempo
suficiente para bajar y escapar por aquí.
—Es usted un hombre precavido, Deacon.
—Por eso he vivido tantos años.
—Schelienberg explicó también que tendría usted diseñada una ruta de escape
general para el caso de que las cosas nos fuesen decididamente mal en el aeródromo.
Deacon asintió con la cabeza.
—Tengo un amigo egipcio que es capitán de las Reales Fuerzas Aéreas egipcias. Fue
él el que me proporcionó la mayor parte de la información sobre el campo de
Shabramant. Si lo necesitamos, ha arreglado las cosas para tomar «prestado» un avión
de su unidad y recogernos en una pista de aterrizaje en pleno desierto, a unos
kilómetros de Saqqara. Eso queda fuera de cualquier zona de exclusión aérea y, por lo
tanto, es menos probable que puedan derribarnos.
—Ya conozco esa pista de la que me habla. Se utilizaba para llevar suministros a las
excavaciones arqueológicas.
—Eso creo. Mi amigo el capitán estará a la espera, preparado para recogernos si es
preciso, cuando vea una señal preestablecida en tierra. En cuanto decida usted cuándo
comenzará el ataque y sepamos que los hombres de Skorzeny están en camino, me
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pondré en contacto con él. Pero claro, eso dando por supuesto que todo siga adelante
como estaba previsto. Si no es así, y tenemos que abortar la operación, el capitán
intentará llevarlos a ustedes de todos modos hasta la base alemana más próxima, en
Creta. Pero ya veremos todo eso con detalle más adelante.
—Ese capitán amigo suyo no sabe lo que pretendemos, por supuesto.
—Naturalmente. Pero es un fervoroso simpatizante y desea apoyar la causa
alemana a toda costa.
Volvieron a subir la escalera hasta el vestíbulo y Deacon apagó la lámpara.
—Dos cosas —dijo Halder—. Primero, no descubra usted nuestras intenciones
delante de la señorita. No sabe nada de nuestros planes, ni de nuestros objetivos.
—Entendido. Berlín me lo explicó todo.
—Segundo, le daré una lista de las cosas que necesitaré esta misma tarde, la mayoría
son herramientas pesadas y material para excavaciones, además de unos prismáticos
potentes y un par de uniformes norteamericanos de los que le consiguió Salter.
Deacon notó la tensión en el rostro de Halder; era como un muelle apretado.
—¿Le importa decirme para qué son?
—Mi primera intención era probar a introducirme en el recinto del Mena House
fingiendo ser un oficial norteamericano, o colarme de alguna manera, de modo que
pudiera efectuar las labores de reconocimiento necesarias. Pero ése es el tipo de
estrategia que ahora esperan los aliados, puesto que están al tanto de nuestras
intenciones. Además, sería inútil, puesto que conocen mi identidad. Me parece que en
estos momentos sólo tenemos una opción. Junto a la pirámide de Keops hay un túnel,
que es parte de una caverna natural que tiene casi doscientos metros de bóveda, donde
hay enterramientos de la segunda dinastía. Corre en dirección a los terrenos del hotel.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Deacon, frunciendo el ceño.
—Lo descubrió hace algunos años el padre de la señorita Stern, que es un
arqueólogo de prestigio. Schelienberg parece pensar que ese pasadizo puede llegar
hasta dentro del recinto.
—Asombroso. —Deacon parecía atónito, se rascaba la mandíbula—. Así que por eso
Berlín me hizo confirmarles que se seguían llevando a cabo excavaciones en Gizeh. Me
preguntaba por qué me lo pedían.
—Lo importante es que podamos tener un camino para llegar sin ser vistos al
interior del recinto. Pero habrá que abrir de nuevo la entrada del túnel y verificar la
orientación. ¿Descubrió usted quién está trabajando en las excavaciones?
—La mayoría son grupos de estudiantes de las universidades de El Cairo.
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—No tenemos tiempo que perder, así que habrá que efectuar las exploraciones
necesarias esta misma tarde. Sólo Kleist, usted y yo. Los estudiantes habrán terminado
de trabajar cuando empiece a oscurecer. ¿Hay guardias allí?
Deacon asintió.
—Por lo general, hay unos pocos hombres de vigilancia que vienen de una de las
comisarías de policía cercanas, y si no, guardas del Ministerio de Antigüedades.
Halder sacó la cartera y mostró a Deacon los documentos que certificaban que él era
Paul Mallory, junto con las credenciales de la Universidad Americana. Le preguntó:
—¿Conoce a algún falsificador experto? ¿Alguien de confianza que trabaje de prisa?
—En El Cairo no hay escasez de falsificadores que sepan hacer lo que sea por un
buen precio —respondió Deacon, asintiendo con la cabeza—. ¿Por qué?
—Sanson comprobó mis papeles y los de la señorita Stern en Alejandría. Seguro que
habrá alertado a la policía y al ejército para que estén al tanto de nuestras identidades.
Pero un falsificador hábil podría alterar los nombres sin demasiadas dificultades.
¿Puede arreglar eso rápidamente, si yo le doy un par de nombres nuevos?
Deacon se encogió de hombros.
—Es un trabajo de poca monta, así que no veo por qué no. ¿Le importa decirme qué
está pensando?
—A todos los efectos, yo seré un profesor que lleva a cabo una inspección
perfectamente legítima del trabajo de mis alumnos en Gizeh, con lo cual será bastante
fácil engañar a los policías para poder pasar, pero incluso en el peor de los casos, y si
mi experiencia anterior sirve de algo, esos guardias no son muy de fiar, por decirlo con
suavidad, sino fácilmente sobornables. A esos pobres diablos suelen pagarles tan poco
que es probable que nosotros podamos pagarles para que no nos molesten.
Deacon estudió detenidamente los documentos.
—La verdad es que impresionan bastante. ¿No es necesario que lleve con usted a la
chica?
Halder negó con la cabeza.
—No tiene sentido hacerla correr riesgos innecesarios Puede explicarme todo lo que
necesito saber. Pero de todos modos, es preciso que consiga usted que modifiquen sus
papeles por si acaso tenemos que marcharnos de la villa en algún momento. Iré a
buscarlos antes de que usted se marche.
Deacon levantó las cejas.
—¿Detecto que hay algo entre ustedes dos, comandante?
Halder eludió la pregunta.
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CAPÍTULO 53
El Cairo
22 de noviembre, 12.30 h
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militares desaparecidos en las últimas veinticuatro horas. Pero el Fiat llevaba las placas
originales del ejército italiano, de manera que a no ser que denuncien el robo, no es
probable que encontremos al dueño.
—¿Le importaría decirme por qué?
—Mi general, hay suficiente chatarra de excedentes militares circulando por este
país como para empezar otra guerra con ella. Es más que probable que esa camioneta
fuera el botín que alguien se guardó antes de que nuestros alemanes lo robasen o lo
cogiesen prestado, de manera que es poco probable que el dueño presente una
denuncia.
El general volvió a su escritorio y se dejó caer en la silla.
—Todo este asunto es un jodido desastre. El presidente llegó esta mañana, y el
primer ministro Churchill, ayer por la tarde. Es impensable que tengamos por lo
menos a cuatro agentes alemanes sueltos en una misma ciudad.
—Si puedo hacer una sugerencia —se ofreció Sanson—, podemos pedir al
presidente y al primer ministro que suspendan o aplacen la conferencia hasta que
localicemos a esa gente.
El general negó vigorosamente con la cabeza y dio un puñetazo en la mesa.
—Eso ni pensarlo. ¿Tienen ustedes idea de la cantidad de trabajo y de planes
preparados para este asunto? Miles de horas empleadas en reuniones, comunicaciones,
organización. VIPS y altos cargos que hay que transportar desde el mundo entero, una
cosa nada fácil en tiempo de guerra. Llevaría meses volver a organizarlo todo, y
precisamente lo que no tenemos es tiempo.
—Con todos los respetos, mi general, pero estamos ante unas circunstancias
excepcionales.
—El embajador ya ha apuntado esa posibilidad al presidente y al primer ministro.
Ambos han rechazado terminantemente un cambio de calendario. Tendría usted que
saber la clase de hombres que son. No van a dejarse intimidar por un puñado de
agentes nazis. Por lo menos, el presidente siempre dice que no hay que tener miedo
más que al propio miedo. Con una filosofía así es imposible asustarlo. Y me parece que
si digo que el señor Churchill está hecho de la misma pasta, acertaría: no se asusta
fácilmente. Hemos puesto al personal de seguridad de ambos al corriente de la
situación, y me han garantizado que tomarán precauciones adicionales. Pero encontrar
a esos alemanes es trabajo de ustedes.
Se oyeron unos golpes en la puerta y apareció el ayudante del general.
—Su coche está listo para llevarlo al Mena House, mi general.
—Ahora mismo voy. —La puerta se cerró y Clayton dijo con autoridad—: No quiero
más excusas, sólo resultados. Lo que necesitamos es un poquito de suerte, y no la
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tuviera concertado un punto de encuentro en alta mar para recogerlos antes de que las
cosas se complicasen cuando el barco hizo explosión.
—¿Recogerlos por qué motivo?
—Que los Stern nunca hubieran tenido intención de viajar a Estambul sino que
quisieran regresar a Alemania. Eran espías que trabajaban para los nazis. Todos o
alguno de ellos.
—Oh, vamos, Sanson —dijo Weaver, enfadado—. Los alemanes siempre han
andado por el Mediterráneo. Esa fragata podía estar allí por pura casualidad. Ni
Rachel ni sus padres fueron espías jamás. Eso es un disparate.
Habían llegado a Garden City y Sanson se detuvo a la entrada del cuartel general.
—Diré a la teniente Kane que lo deje en su villa. Yo tengo trabajo. Lo mejor será que
nos encontremos otra vez aquí a las seis. Quiero que conozca usted a alguien que
puede ayudarnos a aclarar este asunto.
—¿Quién?
—Ya lo sabrá después. Lo único que le diré de momento es que le tengo preparada
una buena sorpresa, Weaver. Y espero que esté prevenido para ella.
Cuando llegaron a la villa de Zamalek, Helen Kane cogió la llave de la puerta que
llevaba Weaver y ambos entraron en la villa.
—Tienes un aspecto horrible. Te prepararé un baño. Después te dejaré descansar un
poco.
Subieron a la habitación de Weaver y ella fue llenando la bañera y preparó unas
toallas limpias. Weaver se desvistió y se metió en el agua caliente. Helen entró con dos
vasos de whisky y le tendió uno.
—Me imaginé que te vendría bien esto. ¿Te importa que una chica te haga
compañía?
Weaver había estado fuera menos de cuarenta y ocho horas, pero parecía que fueran
muchos días, y entre ellos flotaba una tensión que se podía sentir.
—Creo que no.
Helen puso una sonrisa incierta, se apoyó en el quicio de la puerta y tomó un sorbo
de su copa.
—Pareces ausente. ¿Quieres contarme qué te pasa?
La mente de Weaver era un torbellino.
—¿Tengo que contártelo?
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—No, pero por la expresión de tu cara me parece que necesitas contárselo a alguien.
Weaver se echó hacia atrás dentro del agua, agotado, se pasó un paño por los ojos
y la cara, y se lo contó todo. Cuando hubo terminado, ella apenas si reaccionó.
—No pareces muy sorprendida.
—Tengo que confesarte una cosa. Sanson me llamó por teléfono desde Alejandría y
me dio el informe que tenía que pasar al general Clayton.
—Ya.
Helen dejó el vaso y explicó:
—Lo único es que no entiendo nada de nada. Puedo aceptar que tu amigo Halder
esté involucrado, pero no Rachel Stern por lo menos no de acuerdo con lo que me has
explicado dé ella. Nada de todo eso tiene el menor sentido. Estaba muerta, y ahora está
viva. Y Sanson dice que sospecha que es una agente nazi.
—Eso es imposible, Helen. Con sus orígenes. El propio Halder se preocupó de
decirme que ella no sabía nada de todo esto. Sin duda, la fragata alemana pudo
recogerla. Y después, lo más probable es que haya estado en prisión, o en uno de esos
campos de los que hemos oído hablar.
Terminó de bañarse, Helen le pasó una toalla y salió, mientras él se secaba. Una vez
vestido, salió del cuarto de baño y la encontró sentada en el sofá. Parecía preocupada
y le dijo, con voz apagada:
—¿Puedo preguntarte una cosa, Harry?
—¿Qué?
—¿Sigues enamorado de ella?
—Sabía que ibas a preguntarme eso.
—No has contestado a la pregunta.
Weaver dudó.
—No lo sé.
Ella pareció herida.
—Eso quiere decir que sigues enamorado de ella.
Weaver sintió el desánimo al decir:
—Quizá la verdad sea que nunca dejé de estarlo.
—Comprendido —dijo Helen, mordiéndose el labio y dejando el vaso; luego se
puso de pie, claramente incómoda—. Te dejo que descanses un rato.
Weaver le puso la mano en la mejilla y le dijo:
—Perdona, Helen. Pero me pediste que te dijera la verdad.
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CAPÍTULO 54
Berlín
22 de noviembre, 12.30 h
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—Pues dímelo ahora, demonios. No he sabido nada desde ayer cuando me dijiste
que Halder y los otros salieron vivos del accidente. Casi no he dormido desde
entonces, así que no me tengas en ascuas.
Schelienberg engulló un buen bocado de chucrut, lo ayudó a pasar con lo que le
quedaba de coñac y dejó la copa sobre la mesa, dando un golpe.
—Estamos ante un caso de la modalidad de buenas y malas noticias juntas.
—Continúa —dijo Canaris, expectante, sin hacer caso de su copa.
—Esta mañana temprano recibimos un mensaje de Deacon. Nuestros amigos Kleist
y Doring consiguieron llegar sanos y salvos a El Cairo y establecer contacto. Eso me ha
levantado bastante el ánimo, por no hablarte de Himmler y del Führer.
Canaris estaba tenso, y sentado en el borde de su asiento.
—¿Y qué pasa con Halder y la mujer?
—No hay noticias suyas todavía. Parece ser que el equipo se dividió en dos parejas
después del accidente para tratar de llegar a El Cairo por separado. Kleist y Doring, y
Halder y Rachel Stern. No tengo más información que ésta.
—Comprendido. —Canaris se sentó más atrás e, interiormente, respiró, aliviado—.
Así que todavía no está todo bien, ¿eh?
Schelienberg volvió a llenarse la copa hasta el borde y se la tomó de un trago.
—En este caso, la falta de noticias no puede decirse que sean buenas noticias.
—Pero te veo bastante satisfecho, y con buen espíritu. ¿Por qué?
Schelienberg enarboló una amplia sonrisa.
—Por que hay un atisbo de esperanza, teniendo en cuenta que dos de nuestro
equipo lograron pasar. Y tendrías que tener más fe en Halder, Wilhelm, al fin y al cabo
es uno de tus mejores hombres, e infinitamente más hábil y con más recursos que Kleist
o que su camarada. Si ese par lo ha conseguido, creo que Halder también lo logrará.
—La voz de Schelienberg tenía un punto de excitación—. En realidad, estoy totalmente
seguro de que lo conseguirá y seguirá adelante con la misión.
Lo presiento. Un hombre que sabe hacerse pasar fácilmente por un oficial enemigo,
norteamericano o británico, como ya ha hecho en el pasado, seguro que tiene a su favor
algo más que una probabilidad.
—Conozco bien la capacidad de Halder —dijo Canaris, dirigiendo la mirada a la
botella que estaba sobre la mesa
—Pero ¿estás seguro de que no es el brandy lo que te hace ser tan optimista?
Schelienberg se puso tenso.
—No te pases de listo, Wilhelm.
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—Seamos realistas. Aun asumiendo que Halder siga vivo, y aunque se las arregle
para llegar a El Cairo y entrar en contacto con Deacon, los aliados deben de estar
persiguiéndolo. Es lógico, después de que el avión se estrellase. Las probabilidades de
que Esfinge salga bien han disminuido considerablemente.
—Pero Jack es un hombre inteligente, y más astuto que un zorro cuando tiene las
cosas en contra. —El tono de Schelienberg seguía siendo agresivo—. Y estoy
convencido de que hará cuanto esté en su mano por lograr su objetivo, sin que
importen los obstáculos. Precisar dónde se encuentran Roosevelt y Churchill,
apoderarse del aeropuerto de Shabramant, transportar a Skorzeny y sus paracaidistas
al lugar preciso cuando aterricen, y ayudarlos a atravesar las barreras de seguridad
aliadas para llevar a cabo la misión necesaria. Una orden más que complicada, ya lo
sé, pero al contrario que tú, yo sigo creyendo firmemente que Halder puede realizar lo
que esperamos de él. No me sorprendería nada tener buenas noticias de Deacon muy
pronto acerca de la aparición de Halder sano y salvo.
Canaris suspiró, vació su copa de un trago y procuró no mostrar su angustia ante la
idea de que Esfinge realmente pudiera tener éxito.
—Bien, ¿y ahora, qué? ¿Esperamos la próxima transmisión de Deacon por radio?
—Exactamente —asintió Schelienberg, moviendo la cabeza—. Que debería ser esta
noche, sobre las doce o poco después. Entonces sabremos mejor cómo están las cosas.
A menos que Deacon tenga la tentación de transmitir más pronto por alguna noticia
urgente, aunque como ya sabes, la transmisión y recepción por radio a larga distancia
siempre es peor durante el día. Creo que tiene que ver con la atmósfera. Pero Roma y
Atenas tienen instrucciones precisas de retransmitir inmediatamente la más mínima
señal que reciban desde El Cairo. Naturalmente, el Führer quiere ser informado en el
mismo momento en que tengamos cualquier información. Está deseoso de conocer la
situación real de la misión, y a cada hora que pasa parece más convencido que nunca
de que el éxito de Esfinge es nuestra única esperanza de ganar la guerra.
—¿Algo más que tenga que saber yo?
Schelienberg volvió a sonreír con su amplia sonrisa.
—Sólo otra cosa. Como muestra de mi fe en Halder, ya he advertido a Skorzeny y a
sus hombres. Estarán preparados para volar a El Cairo de inmediato.
El Cairo, 16.30 h
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CAPÍTULO 55
Roma
22 de noviembre, 16.30 h
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—No podemos permitir de ningún modo que nada nos detenga, Neumann. Ni
siquiera la posibilidad de que haya niebla. El mensaje que recibí de Berlín dice
expresamente que estamos en alerta, lo que significa que podríamos tener que
despegar en pocos minutos si recibo la orden. No es probable antes de que oscurezca,
ya lo sé, pero en éstas estamos.
—Pero estamos hablando del tiempo, coronel. No podemos desafiar a la naturaleza
sin correr peligro. Si algo sale mal, las vidas de sus hombres correrán un serio riesgo,
y las de mis tripulaciones también.
—Yo desafiaré a cualquier cosa que pretenda entorpecer esta misión, capitán,
naturaleza incluida. Haremos lo que tenemos que hacer y saldremos cuando sea
preciso. Con niebla o sin niebla, quiero estos aviones en el aire en cuanto llegue el
momento.
—Pero la seguridad de los tripulantes y los pasajeros...
—Hará usted lo que se le ordene, Neumann —le espetó Skorzeny, cortante. Y con
eso se giró con presteza y se alejó.
El Cairo 18.00 h
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—Lo entenderá, y muy pronto. Siéntese —dijo Sanson, señalándole las sillas con un
gesto; después le hizo una indicación con la cabeza a Arkhan—. Cuéntele, Yosef...
El egipcio sacó de su cartera dos carpetas marrones muy gastadas y se dirigió
cortésmente a Weaver:
—Usted era miembro de un equipo arqueológico internacional en Saqqara en el 39.
—¿Y qué pasa con eso?
Arkhan abrió una de las carpetas y leyó:
—«Harold Weaver. Nacionalidad norteamericana, nacido en Nueva York,
ingeniero. Padre, Thomas Weaver, casero de finca propiedad de una rica familia
germano-americana de apellido Halder. Soltero, pero parece haber tenido una relación
platónica con una mujer llamada Rachel Stern, de nacionalidad alemana, miembro del
mismo equipo arqueológico. No se le conocen vicios, salvo consumo ocasional de
alcohol. El señor Weaver parece ser ciudadano de buena conducta en este país, no
relacionado con ninguna actividad de espionaje.» —Arkhan cerró la carpeta y levantó
la vista—. Podría seguir, hay un montón de pequeños detalles más, pero me temo que,
realmente, no muy interesantes.
Weaver miró, enfadado, al egipcio.
—¿Me vigilaba usted?
—Mis hombres y yo vigilábamos a muchos de los equipos arqueológicos que venían
a nuestro país —contestó Arkhan encogiéndose de hombros—. Estoy seguro de que
conoce usted el sobrenombre que se le da a la policía secreta: el Ojo Rojo. Es decir, el
ojo que nunca duerme. No sólo observábamos a su equipo, sino a muchos otros
visitantes extranjeros, a cualquiera que nos interesase o del que tuviéramos alguna
sospecha. Había una larga lista: trabajadores y ejecutivos de las compañías petroleras
alemanes e italianos, profesores norteamericanos de nuestras universidades.
Diplomáticos, incluso —hizo una pausa—. De hecho, nuestros caminos se cruzaron
una vez, hace cuatro años. Y, cosa curiosa, fue en los jardines de la residencia del
embajador americano, con ocasión de una fiesta de despedida.
Weaver se quedó atónito, al acordarse de cuándo había visto a Arkhan antes.
—Cuando yo estaba en la terraza con Rachel Stern. Usted nos vigilaba.
—Es usted muy observador, teniente coronel Weaver —comentó Arkhan con un
ligero asentimiento de cabeza—, y tiene buena memoria. Pocas personas recordarían
un incidente tan pasajero y que sucedió hace tanto tiempo.
—¿Por qué nos vigilaba?
—No sólo a usted y a la señorita. Nos interesaban gran parte de los invitados a la
fiesta de aquella noche.
—No ha respondido a mi pregunta.
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equivocada en el momento equivocado... o hiciera vida social con ellos sin saberlo. ¿No
es posible eso?
—Quizá, pero no lo creo...
—Oh, vamos, capitán. No puedo creer que los Stern fueran espías. ¿Cuántas veces
tendré que repetirlo? El profesor odiaba a los nazis, y su esposa era judía.
—Su odio a los nazis probablemente era una tapadera. Y la raza de su esposa no era
nada más que un rumor que no pudimos verificar. —Arkhan hizo una pausa—.
También sospechábamos que ese otro alemán, Halder, era espía. Sin embargo, aparte
de por su amistad con la señorita Stern, no podíamos estar totalmente seguros. Pero sí
de una cosa.
—¿Qué?
—Al menos cuatro de los miembros de su grupo de Saqqara eran agentes nazis. Y
precisamente uno de ellos fue detenido por espionaje varios meses después de
iniciarse la guerra. Confesó que el agente nazi más importante del Próximo Oriente
estaba trabajando en El Cairo en tiempos de sus excavaciones, con el nombre en clave
de Ruiseñor. —Arkhan miró fijamente a Weaver y añadió—: Yo pienso que Ruiseñor
era nada más y nada menos que Rachel Stern.
Weaver casi se echó a reír.
—¿Y en qué se basa?
—Instinto. Ruiseñor era, sin ninguna duda, el agente más brillante que tenían los
alemanes. Resultó imposible cogerlo en acción, era demasiado inteligente. Así que, al
final, lo único con lo que contábamos era el instinto.
—¿Bien, Weaver? —dijo Sanson.
—No lo acepto. No se puede condenar a alguien sólo por el instinto. Se necesitan
hechos concretos.
Arkhan le alargó la segunda carpeta.
—Quizá no teníamos pruebas irrefutables, como usted dice. Pero el instinto es a
menudo la mejor cualidad que puede tener un oficial de inteligencia. Hicimos un
informe donde se detallan las reuniones de la señorita y los lugares a los que iba.
¿Quizá le gustaría a usted leerlo? Puede que le ayude a entender nuestras sospechas.
—No lo necesito —dijo Weaver, haciendo caso omiso de la carpeta—. Saben ustedes
tan bien como yo que hasta el informe de inteligencia mejor intencionado puede llevar
a conclusiones falsas. ¿Nunca han tenido la intuición de que algo era erróneo?
—Por supuesto, pero...
—Pero nada. Esta vez se equivocaron. Se equivocaron incluso conmigo.
—¿Perdón?
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CAPÍTULO 56
18.00 h
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—Salgamos de aquí.
Condujo a Rachel por el vestíbulo, pasando por delante de fe chica, y encendió un
cigarrillo.
—Parece que estás algo incómoda. ¿Te ha puesto nerviosa?
—Nunca he creído en los adivinos. Son paparruchas.
—No estás muy impresionada, ¿verdad? Pero una o dos cosas de las que dijo tenían
su punto de verdad.
—Piensas que se refería a la muerte de tu padre, ¿no es verdad?
A Halder se le ensombreció la cara, y se estremeció.
—Tal vez, pero tuve una sensación muy extraña cuando mencionó lo de la muerte.
Como si alguien caminase sobre mi tumba. Y tuve una visión, no de mi padre, sino de
Pauli...
En su rostro había una expresión enfermiza, un malestar terrible, y Rachel puso
inmediatamente una mano sobre su brazo y le dijo:
—Jack, no seas bobo. Estás sacando conclusiones de la nada.
Halder hizo lo que pudo por apartar la sensación de temor.
—Tal vez tengas razón. Será mejor que esperes aquí.
Fue hasta el fondo del callejón y miró, luego regresó.
—Parece que no hay moros en la costa. Seguro que Deacon y Kleist se preguntan
qué nos ha pasado.
Recogió la motocicleta, montó, ayudó a Rachel a subirse atrás y arrancó el motor.
Cinco minutos más tarde habían rodeado ya el pueblo y corrían por una carretera
de grava, a medio camino de las pirámides. El coche de Deacon estaba aparcado fuera
de la carretera, Kleist sentado en el asiento de la derecha. Puso la moto a su lado y
Rachel y él bajaron.
Deacon salió del coche frunciendo el ceño y secándose la frente con un pañuelo.
—¿Por qué demonios han tardado tanto?
Halder señaló con la cabeza hacia atrás, al pueblo.
—Un pequeño problema de policía militar que tuvimos que eludir. ¿Ha tenido
usted dificultades para llegar hasta aquí?
—Había un par de controles militares por el camino. Pero, afortunadamente, los
papeles de su amigo pasaron la prueba.
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CAPÍTULO 57
Berlín
22 de noviembre, 19.00 h
El chófer deslizó el Mercedes hasta detenerlo en el patio cerrado detrás del edificio
de la cancillería y Schelienberg descendió. Un olor acre lo invadió de inmediato y se
cubrió la boca y la nariz con la mano. No había dejado de ver un par de grandes
cráteres de bomba humeantes en los terrenos de la cancillería, ni las docenas de
penachos espesos, negros y grasientos que se elevaban al oeste de la ciudad, y aún
podía oír a lo lejos el tañido de las campanas de los coches de bomberos. Berlín estaba
cubierta por un manto de humo sofocante, y después de otro ataque aéreo devastador
al final de aquella tarde, el cielo estaba tan oscuro que parecía como si el mundo fuera
a acabarse.
Dos guardias de la división Liebstandarte de las SS, la guardia privada de Hitler, de
inmaculados uniformes negros y guantes blancos, se pusieron firmes cuando
Schelienberg pasó a su lado para entrar en el vestíbulo del búnker, donde un ayudante
que lo esperaba recogió su abrigo y lo condujo directamente por los dos tramos de
escalera que llevaban al despacho privado subterráneo del Führer.
Schelienberg fue introducido en la austera sala de hormigón visto, y encontró a
Hitler ansioso, retorciéndose las manos y paseando arriba y abajo.
—¿Y bien?
—He estado esperando personalmente en la sala de cifra del cuartel general de las
SS desde primera hora de la tarde, y regresaré allí inmediatamente, pero aún no hay
nada, mein Führer. De todos modos, como ya he explicado, no esperamos que Deacon
transmita hasta por la noche.
Hitler pareció seriamente contrariado.
—¿Y Skorzeny y sus hombres?
—En alerta, preparados y a la espera. El coronel me informa de que pueden
despegar y estar camino de El Cairo a los cinco minutos de recibir nuestras órdenes.
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—Esta tarde, los bombarderos aliados han destruido una docena de fábricas más,
por no hablar de los impactos directos en dos estaciones de ferrocarril.
—Sí, lo he oído, mein Führer. Un mal asunto.
—¿Malo? ¡Catastrófico! —La cara de Hitler se puso morada, las venas del cuello y
la frente, hinchadas—. Docenas de vagones destruidos, cientos de bajas civiles y
militares, interrupción total de nuestros envíos de armamento por ferrocarril al frente
ruso, la producción de cuatro de nuestras factorías de tanques y armas ligeras parada.
Todo empeora, Walter. Cada día se pone peor. Si esto continúa así, a nuestros ejércitos
sólo les quedarán palos y piedras para luchar.
—Estoy convencido de que el ministro de la Producción Speer hará lo imposible
para arreglar el asunto rápidamente.
—Si no lo hace, lo colgaré por el cuello de una soga. —Hitler se dejó caer en un sillón
de cuero, su cuerpo encogido de desesperación—. Así pues, ¿sigues pensando que
Halder puede continuar y llevar a cabo su misión?
—Estoy convencido de ello.
Hitler miró a Schelienberg con frialdad.
—Tu optimismo es envidiable como siempre, Walter. Pero si Esfinge falla, y
acuérdate de mis palabras, rodarán cabezas. Quizá también la tuya. Cada día que pasa
se hace más y más imprescindible que aniquilemos a nuestros dos enemigos mortales,
Roosevelt y Churchill. Dos bombas han caído en los terrenos de la cancillería esta
tarde. ¿Puedes creerlo? Tratan de matarme a mí, Walter. ¡A mí! Tenemos que
destruirlos a ellos primero, antes de que ellos nos destruyan a todos nosotros.
—Estoy completamente de acuerdo, mein Führer.
—En el mismo instante, en el mismo, en que recibas un mensaje de Deacon, llámame
personalmente. Ahora puedes retirarte.
El Cairo 20.00 h
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la que era consciente, ahora que había superado el shock de ver a Rachel viva. El hecho
de que estuviera con Jack Halder lo había puesto celoso; era una sensación tan fuerte
que casi le hizo desear la muerte de Halder. Era como si lo hubieran herido, un dolor
que se extendía por todo su cuerpo.
Pidió otro whisky largo a un camarero que pasaba por delante de él. El alcohol se le
subía rápidamente a la cabeza con el aire cálido del atardecer, pero no le importaba.
—Hola, Harry.
Vio a Helen Kane de pie a su lado.
—¿Te importa si me quedo contigo?
Quedó sorprendido de verla, y se sintió ligeramente incómodo.
—No, desde luego que no. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Helen acercó una silla.
—No lo sabía. Fui a la villa, pero allí no había nadie. Y cuando pasaba de vuelta a
la oficina te vi en la terraza. —Lo miró con simpatía—. Ya he sabido lo que pasó con
Sanson. Pensé que te vendría bien un poco de compañía. Y también quería pedirte
disculpas.
—¿Por qué?
—Por mi comportamiento de esta tarde. Era muy egoísta eso de jugar a la mujer
ofendida y pensar sólo en mí misma. Tú eres una buena persona, Harry Weaver. Y,
con toda sinceridad, te creo cuando dices que Rachel Stern es inocente.
Weaver puso una mano sobre las de ella, y esta vez no las apartó.
—Siento mucho lo sucedido, Helen. Sólo es que...
—No tienes que darme explicaciones, de verdad.
Weaver sintió una terrible punzada de culpa, y cambió de tema rápidamente.
—¿Te importa que te pregunte si Sanson ha hecho algún progreso?
Helen se ruborizó, apartó la mano poco a poco.
—Me imagino que no debería contártelo, pero hubo una llamada de un tal sargento
Morris de la comandancia de policía militar. Era en relación con lo que Sanson les había
pedido sobre vehículos robados. La semana pasada hubo exactamente cuatro robos,
todos ellos en los últimos cinco días, todos ellos militares y todos del mismo parque
de automóviles en El Cairo.
—¿Qué clase de vehículos?
—Un jeep y tres camiones. El sargento parecía pensar que era raro que los cuatro
los hubieran robado casi simultáneamente. Y otra cosa. Cogieron tres uniformes de un
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almacén de ropa más o menos al mismo tiempo que el jeep, lo que le hizo sospechar
de que pudiera haber algo más detrás de todo eso.
—¿Uniformes?
—De la policía militar. Uno de oficial, dos de suboficial. El sargento insinuó que
podía haber alguna información sobre los robos.
—¿Qué clase de información?
—No lo dijo.
Weaver aguzó la mirada.
—¿Y qué va a hacer Sanson?
—Está en camino de vuelta de Alejandría. No creo que haya sacado mucho del
interrogatorio del agente árabe que cogió Myers.
—¿Cuánto tiempo falta hasta que esté de vuelta?
—Una hora, tal vez más.
Saltó una chispa en la cara de Weaver, y Helen Kane dijo, seria:
—Si estás pensando lo que creo que piensas, ni se te ocurra, Harry. Si Sanson
descubriera que has actuado a sus espaldas te llevaría a un consejo de guerra. —Se
levantó y añadió—: Será mejor que me vaya. Tiene a todo el mundo trabajando las
veinticuatro horas. ¿Te importa que te diga una cosa? Confío por tu bien en que Rachel
Stern no salga mal parada de todo esto, y lo digo de verdad —Sonrió con coraje, aún
levemente nerviosa—. Pórtate bien, Harry.
—Espera, Helen...
Pero ella se giró, bajó a toda prisa los escalones de la terraza y se marchó.
Deacon detuvo el Packard junto a la cara oeste de la pirámide de Keops. Bañado por
la pálida luz plateada de la luna, el antiguo monumento funerario resultaba
verdaderamente impresionante, su silueta gigantesca llenaba el cielo de la noche. En
las proximidades había toda una serie de tumbas en ruinas dispersas, todas ellas
hechas de cubos macizos de piedra caliza, docenas en torno a las pirámides. La mayor
parte de los bloques estaban en completo desorden, como si la fuerza de un terremoto
los hubiera desperdigado por allí.
Cuando se bajaron del coche en medio de la oscuridad y las sombras, Halder le dijo
a Rachel:
—Lo mejor es que nos muestres el camino. —Se giró hacia Kleist y Deacon—:
Traeremos las cosas del coche, pero no enciendan las lámparas de aceite todavía.
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Recogieron del maletero un par de palas, un pico, varias lámparas de aceite, un pie
de cabra grande, unos rollos de bramante y dos cantimploras de agua, y, tropezando
con las piedras, fueron dando tumbos en la oscuridad unos cincuenta metros hasta que
Rachel dijo:
—Es por allí abajo. Estoy segura.
Señaló las ruinas de una de las tumbas. Era poco más de una depresión hundida en
la tierra, un cuadrado de unos cuatro metros de lado y dos metros de profundidad,
rodeada de un amasijo de enormes bloques de caliza. Algunos, rotos y agrietados, se
habían caído sobre la abertura.
—Mi padre dejó hecha una señal, encima de la entrada, en un bloque de piedra.
—¿Qué clase de señal?
—Dos líneas paralelas cinceladas en la piedra.
Descendieron por la abertura, pero era imposible ver nada con claridad a la luz de
la luna.
—Encendamos alguna luz —dijo Halder.
Encendieron un par de lámparas de aceite y fueron buscando por las paredes hasta
que Kleist dijo de pronto:
—¿Es esto lo que busca, comandante?
Halder y los otros se acercaron a él. Había una pila de viejos despojos, pedazos de
tierra y roca amontonados cerca de la esquina derecha del fondo de la tumba. Sobre
ese montón, en uno de los bloques de piedra que formaban las paredes, se veía un
inconfundible par de líneas rectas.
—Sí, esto es —dijo Rachel—. La entrada tiene que estar debajo de esa pila, tapada
con una losa de roca.
Halder cogió el pie de cabra y fue apartando los escombros Debajo había una gran
piedra redonda, de poco más de medió metro de diámetro, plana, sobre la tierra. Con
la palanca intentó levantarla hacia atrás, pero no se movía.
—No se puede, pesa muchísimo y está muy encajada. —se quitó la camisa y la arrojó
lejos, sudando a mares con aquel calor agobiante—. Écheme una mano, Kleist.
El SS se unió a él y juntos colocaron la palanca y la empujaron con todas sus fuerzas,
gimiendo por el esfuerzo pero, aun así, la losa no se movió.
—Traiga el resto de las herramientas y ayúdenos un poco —gritó Halder a Deacon.
Los tres fueron trabajando en torno al borde con el pie de cabra, el pico y la pala,
sudando en la oscuridad, liberando la losa y haciendo fuerza juntos hasta que empezó
a moverse un poco. Cuando por fin consiguieron levantarla, la losa cayó hacia atrás
con estruendo, y un soplo repentino de polvo y aire viciado se alzó hacia ellos.
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Se taparon la boca hasta que el aire se aclaró y Halder levantó la lámpara. Había un
pequeño cerco de roca que rodeaba un agujero redondo, negro, que descendía hacia la
oscuridad, dejando sitio apenas para que un hombre reptase por él.
—Me parece que estamos en el sitio adecuado.
Con excitación creciente, Halder fue desenrollando el hilo de uno de los rollos de
bramante y lo ató a una losa.
—Iré yo primero. Deacon, es mejor que usted se quede aquí y vigile. Si viene
alguien, tire fuertemente de aquí un par de veces. ¿Lo ha entendido?
—Lo que usted diga, comandante.
Halder cogió la lámpara de aceite, puso una rodilla en tierra, dispuesto a entrar por
el agujero, y miró a Rachel y a Kleist.
—Ha llegado el momento de la verdad. Si no hay peligro, daré un tirón a la cuerda
y ustedes me seguirán hacia el interior.
Avanzó unos cinco metros; era un recorrido claustrofóbico, y el aire estaba
estancado. El suelo estaba cubierto de esquirlas sueltas de caliza áspera, y cuando llegó
al final del pasadizo se encontró en una estrecha bóveda vertical. Hacía un frescor
agradable. Se puso de pie, se sacudió el polvo y cogió la lámpara.
Estaba en una cámara, oscura y fantasmal, de casi unos tres metros de ancho,
tocando el techo con la cabeza. En el centro había un sarcófago grande de piedra,
cubierto por una espesa capa de polvo marrón. Pasó los dedos sobre la tapa mugrienta
del antiguo ataúd, dejando a la vista la superficie bien pulimentada de debajo, con
jeroglíficos grabados en algunas partes. Levantó la lámpara y giró lentamente,
haciendo una circunferencia.
Las paredes de la cámara estaban decoradas con jeroglíficos aún más maravillosos,
los colores, a pesar de los siglos que habían transcurrido, continuaban vividos y
frescos, y durante irnos momentos se maravilló del fantástico esplendor de todo
aquello, hasta que de repente se sobresaltó al descubrir dos restos de esqueleto que
yacían amontonados en el fondo de la pared de la izquierda, las órbitas de los cráneos
lo contemplaban como espectros. Halder se estremeció.
Al extremo de la tumba había un agujero abierto en el suelo, que daba paso a la
oscuridad. Se arrodilló y continuó adelante, reptando sobre el vientre. Esta vez, el
pasadizo no medía mucho más de medio metro, y desembocaba en una gruta. Las
paredes de roca tenían casi dos metros de ancho, y el techo formaba un ángulo
apuntado medio metro por encima de su cabeza. Era evidente que aquella oquedad se
había formado naturalmente, y se alargaba unos diez pasos antes de llegar a un arco
en la roca. Se acercó allí, se agachó para pasar por la entrada de poca altura y vio que
el pasadizo continuaba hacia la oscuridad.
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Después de los primeros diez pasos, el suelo de la gruta se inclinaba hacia abajo a
lo largo de unos siete metros y luego volvía a ascender. Avanzaban con facilidad, las
paredes se iban estrechando y ensanchando aquí y allá, pero se pasaba con bastante
comodidad, y mientras Kleist llevaba la lámpara, Halder iba soltando con cuidado el
hilo, procurando evitar que se enganchase en los bordes filosos de las rocas. Fue
contando el número de pasos. Cuando habían dado unos doscientos, llegaron al final
del túnel.
Una losa inmensa de piedra, de por lo menos cinco o seis toneladas, se cruzaba en
su camino y se empinaba hacia el alto techo. Halder movió la lámpara, describiendo
un arco, pero no pudo ver el modo de seguir adelante.
—A no ser que esté muy equivocado, aquí no hay salida —le dijo a Rachel, y su voz
resonó por las paredes de la gruta.
Ella señaló a lo alto, donde la losa inclinada tocaba el techo.
—Tendrías que poder ver unas rocas cerca de lo más alto. Allí está la salida, creo.
Halder levantó la lámpara. En efecto, entre la parte superior de la enorme piedra y
el techo había alojada una montañita de guijarros y escombros.
—Ayúdeme a subir —ordenó a Kleist.
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El SS hizo estribo con las manos y lo empujó hacia arriba. Halder se mantuvo en
equilibrio sobre la peña inclinada, aguantó un par de minutos, mientras sus botas
arañaban la roca, y por fin consiguió sujetarse con firmeza.
—Ahora páseme una pala, y trate de alumbrarme un poco.
Kleist lo hizo, dirigiendo la luz de la lámpara hacia la oquedad, mientras Halder
apartaba los escombros, con el cuerpo y el rostro bañados en sudor, la hoja de la pala
lanzando destellos bajo la luz cuando él la movía febrilmente y quitaba de delante
guijarros y arcilla. De pronto, una masa de residuos cayó en avalancha, y dejó el
pasadizo inundado de polvo. Un ruido fantasmal llenó de susurros la gruta, y un hilo
de aire bresco les lamió las caras e hizo temblar la llama de la lámpara. Cuando se
aclaró el polvo, Halder miró para arriba y vio un pozo entre las rocas que llevaba hacia
arriba con anchura más que suficiente para poder pasar por él. Se enjugó el sudor de
la cara y dijo:
—Voy a ver adónde lleva. Esperen aquí.
Devolvió la pala a Kleist y trepó para pasar a través de la sombría abertura. Instantes
después, estaba agarrado con firmeza a la roca, apoyando la espalda a un lado y los
pies al otro, aferrándose con las manos a la piedra y haciendo fuerza
desesperadamente para impulsarse hacia arriba. Al cabo de un par de metros llegó a
lo más alto. Vio la luz de la luna, aspiró el aroma del tibio aire perfumado, y se izó a sí
mismo sobre el borde, hasta el exterior.
Estaba en una ligera hondonada del suelo, toda la zona circundante en total
oscuridad y parcialmente protegida por un círculo de arbustos desordenados. A su
alrededor se extendía un amplio piado muy bien cuidado. Al principio no veía más
que la oscuridad, pero luego descubrió una valla que cercaba el perímetro a unos
ochenta metros, vigilada por docenas de soldados de infantería norteamericanos y
británicos, algunos con perros.
Detrás de él había un gran edificio, a unos cien pasos de distancia, quizá, que tenía
delante unas praderas de césped salpicadas de macizos de flores y palmeras. Todas las
ventanas ardían de luces. Reconoció el Mena House. Sobre el tejado asomaba el bulto
de sacos de tierra de un emplazamiento de ametralladoras, y un poco detrás de él, los
apéndices gemelos de una batería antiaérea apuntando al cielo. Varias de las ventanas
situadas bajo el parapeto del tejado estaban encendidas, y pudo ver un par de tanques
Sherman estacionados delante del hotel.
En ese preciso momento, dos soldados aparecieron entre las palmeras, con el fusil
al hombro, hablando despreocupadamente mientras iban paseando hacia él por la
hierba. Halder se aplastó contra el suelo, esperó a que los hombres hubieran pasado a
corta distancia, y luego volvió a saltar al interior del túnel, con los pies por delante.
Instantes después, bajaba poco poco por la superficie de la roca gigante y regresaba al
túnel
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marchar, y quiero que eso me lo prometa ahora mismo. Ya ha cumplido con creces su
trabajo en todo este asunto. No merece morir.
Una ligera sonrisa revoloteó por el rostro de Kleist, mientras terminaba de ajustarse
el uniforme.
—Lo que usted diga, mi comandante. Pero estoy completamente seguro de que
volverá usted. Según creo, tiene una prenda que recobrar.
Halder lo miró en silencio, después se caló la gorra de oficial.
—Déme un empujón para subir.
Kleist puso otra vez las manos en estribo. Halder trepó a la peña y luego ayudó a
subir al hombre de las SS. Un momento después apagó la lámpara y la gruta quedó
sumida en las tinieblas. Volvió a trepar por el pozo, hacia arriba. Kleist iba tras él.
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CAPÍTULO 58
Halder estaba cuerpo a tierra entre los arbustos de la hondonada. Permaneció allí a
oscuras varios minutos, vigilando el terreno. No veía a los dos centinelas, pero detrás
de él, la guardia continuaba patrullando el perímetro. Cuando estuvo razonablemente
seguro de que no había peligro, susurró hacia el pozo:
—Suba ahora, Kleist.
Un minuto después, Kleist aparecía con cara de haber realizado un gran esfuerzo.
—Quédese cuerpo a tierra —le ordenó Halder, y concedió al SS unos segundos para
adaptarse al entorno—. Nos dirigiremos hacia la fachada del hotel a paso lento y
descuidado, como si hubiéramos salido a dar un paseo.
—¿Y después?
Halder se arregló la ropa, preparado para avanzar.
—Jugaremos las cartas según nos vengan. Mientras mantengamos la calma, no
tenemos por qué levantar sospechas, pero puede estar seguro de que los centinelas
operan con un sistema de contraseñas, y en ese caso estamos en desventaja. Así que
será mejor que tenga su arma a mano por si nos ponen en dificultades.
Caminaron hacia la fachada del hotel. Había una bulliciosa actividad, motoristas
que llegaban y salían con mensajes por la explanada de gravilla. Media docena de
centinelas de la policía militar estaban plantados con sus cascos blancos a ambos lados
de la escalinata de acceso, y frente a las puertas abiertas del vestíbulo había un
mostrador, atendido por un oficial y un cabo que cotejaban los papeles de cuantos
entraban. En el césped, justo allí delante, estaban los tanques Sherman, con las
tripulaciones asomadas a las torretas, charlando y fumando, ociosas.
Halder se acercó a ellos despreocupadamente. Uno de los sargentos del tanque los
vio e iba a saludar cuando Halder le dijo:
—Descanse, sargento. ¿Tiene fuego?
—Desde luego, mi capitán.
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El hombre revolvió sus bolsillos y le alargó una caja de cerillas. Halder se tomó su
tiempo para encender el cigarrillo y observó la entrada. Los jardines estaban
fuertemente custodiados, los centinelas patrullaban arriba y abajo solos o por parejas,
y no pudo descubrir ninguna manera fácil de acceder al hotel sin que los descubrieran
o les dieran el alto. Devolvió al sargento la caja de cerillas.
—¿Cómo se llama usted, sargento?
—Grimes, mi capitán.
—¿De dónde es usted, Grimes?
—De Speedwell, Tennessee, mi capitán.
Halder sonrió.
—¿Y cómo se siente un chico de las montañas haciendo guardia al presidente de
Estados Unidos y al primer ministro de Inglaterra?
El joven sargento resplandeció.
—Creo que es un gran honor, mi capitán.
—De eso puede estar seguro. De modo que procure mantenerse alerta.
—Sí, mi capitán. —El sargento se cuadró e hizo un perfecto saludo, Halder se lo
devolvió, y se alejó de los tanques con Kleist.
El hombre de las SS suspiró, aliviado, y sonrió en la oscuridad.
—Tengo que reconocer, Halder, que tiene usted un temple de acero. Y, además, es
muy listo.
—Si lo fuera, nunca me habría metido en este lío. Y no podemos dar por hecho que
Roosevelt y Churchill estén aquí sólo porque lo diga el sargento. Tendremos que
comprobarlo nosotros mismos.
Kleist se quedó horrorizado.
—¿Quiere decir que vamos a intentar meternos dentro del hotel?
—Afrontemos los hechos, ¿de qué otro modo podemos estar seguros de que se
alojan ahí dentro?
—¿Y si nos cogen, qué? Eso lo estropearía todo.
—Forma parte del riesgo. Y lo cierto es que no hay otra manera. Recuerde, paso
lento y despreocupado, y ni siquiera piense en echar mano de la pistola si yo no se lo
digo.
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Siguieron paseando por uno de los senderos bordeados de flores que serpenteaban
por los jardines. En los prados de delante había nidos de ametralladoras dispersos,
protegidos con sacos de arena, y detrás del hotel había centenares de tiendas de
campaña, visibles a la luz pálida de la luna, docenas de camiones y semiorugas
aparcados. Entre ellos circulaban tropas en la oscuridad.
—Estas defensas son más fuertes que el refugio del Führer —dijo Kleist,
desanimado.
—Limítese a pasear. Mantenga los ojos bien abiertos por si descubre algún fallo en
el blindaje. Tenemos que encontrar un medio de entrar.
Continuaron anclando hacia los terrenos de la parte de atrás del hotel. A cualquier
sitio donde fuesen era lo mismo: más puestos de guardia y emplazamientos de
ametralladoras y artillería, y también en el tejado descubrieron otra batería antiaérea
y varios nidos de ametralladoras más. Cuando se dirigían hacia la entrada trasera de
servicio, Halder vio un camión militar de suministros aparcado, y dos soldados de
faena descargando jaulas de provisiones que transportaban a las cocinas del hotel,
mientras un cabo armado supervisaba desde la puerta con una carpeta de listas. En el
interior, la escena estaba animada, cocineros y soldados de faena trabajaban entre
nubes de vapor, una oleada de calor escapaba hacia afuera. Halder se detuvo, y pareció
que Kleist le leía el pensamiento.
—Bueno, ¿qué piensa?
—Vamos a intentarlo.
—¿Está seguro? —Kleist parecía dubitativo.
—No estoy seguro de nada, así que esté preparado para cubrirme si algo sale mal.
En otro caso, limítese a mantener la boca cerrada y a hacer exactamente lo que yo le
diga.
Halder avanzó muy decidido hacia el cabo que supervisaba la descarga y le
preguntó:
—¿Qué están haciendo?
El hombre saludó.
—Suministros de cocina, mi capitán.
Cuando uno de los soldados intentó pasar a su lado con una caja de suministros,
Haider lo cogió del brazo con la mano.
—¿Ha pedido a este hombre sus papeles, cabo?
—Se los examinaron con todo detalle a la entrada, mi capitán. Nadie puede pasar
sin que lo inspeccionen...
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—De eso estoy bien informado, cabo, pero eso no es lo que le he preguntado. Le he
preguntado si se los pidió usted mismo.
El hombre pareció confuso.
—Bueno... no, mi capitán, la verdad es que no creí que fuera necesario.
—¿Que no creyó que fuera necesario? —bramó Haider—. Esta clase de negligencias
son las que pueden costamos la guerra, cabo. ¿Y qué me dice de los suministros que
hay en el camión?
—También fueron examinados en la entrada, mi capitán.
—Y para usted, eso es suficiente, ¿verdad? —Haider levantó una ceja, sarcástico, y
fulminó con la mirada a ambos—. Déjenme ver sus papeles.
Los soldados se cuadraron y sacaron sus tarjetas. Haider las estudió con
detenimiento.
—Parecen estar en orden, desde luego —dijo, y se las devolvió al cabo—. Pero en
adelante, vuelva usted a comprobar a cada jodido individuo que entre por aquí. Y el
contenido de cada vehículo con mercancía. Empiece ahora mismo. ¿Está claro, cabo?
—Sí, mi capitán.
Al devolverle los papeles, Haider se adelantó hacia las puertas de la cocina y ordenó
tajante a Kleist:
—Quédese aquí, sargento, y asegúrese de que ese vehículo se registra a fondo y que
estos hombres quedan adecuadamente controlados. Quiero estar seguro de que a este
bobo no se le ha colado nadie.
—Sí, mi capitán.
—Mi capitán, le doy mi palabra... —comenzó a decir el cabo, aturdido, pero Haider
lo ignoró por completo y cruzó la puerta para entrar en la cocina.
20.30 h
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—Es a propósito de una llamada que hizo usted al despacho del teniente coronel
Sanson, referente a unos vehículos y uniformes robados.
El sargento se rascó la cabeza.
—Me ha cogido en mal momento, mi teniente coronel. Esto hasta arriba. ¿Es
urgente?
—Mucho.
—Bien —dijo el sargento, lanzando un suspiro—. Entonces será mejor que venga a
mi despacho.
Morris lo condujo por el vestíbulo a un despacho con unas cuantas mesas y
máquinas de escribir, y un par de suboficiales que trabajaban muy atareados. Se sentó
a una de las mesas buscó una carpeta, la encontró y hojeó los papeles.
—Tres camiones Ford de dos toneladas y media con techo de lona, un jeep y tres
uniformes de la policía militar, todos norteamericanos, y todos robados del depósito
de Camp Huckstep en los últimos cinco días. ¿Puedo preguntarle por qué le interesan,
mi teniente coronel?
—Asunto de alto secreto —dijo sencillamente Weaver—. Tengo entendido que sabe
usted algo de esos robos.
—Pensé que si el teniente coronel Sanson tenía alguna pista sobre este asunto, nos
podríamos ayudar mutuamente. Pensamos en alguien que puede que sea el
responsable, pero las pruebas que tenemos no van muy allá.
—Da igual. Nosotros estábamos interesados en un coche oficial americano o un
sedán civil. ¿Pero quién es el sospechoso?
—Un tal Wally Reed, sargento, ejército británico, el Calvo, para sus amigos. Es un
chupatintas destinado en la oficina del furriel. Creemos que es el responsable de un
montón de hurtos en los almacenes del ejército. De todo, desde combustible diésel a
provisiones para el club de oficiales. Sólo que hasta ahora no hemos podido probar
nada.
—Pero Reed está en el ejército británico y los vehículos y uniformes robados son
americanos.
—Es fácil de explicar —dijo el sargento, sonriendo—. Reed tiene un arreglo con el
sargento mayor del almacén de Camp Huckstep. Cuando hay escasez de piezas o
equipos de recambio para los vehículos, se ayudan entre sí. Y todo perfectamente legal.
—¿Y qué le hace pensar que Reed pueda ser el responsable de estos robos?
—Lo he vigilado durante mucho tiempo. La policía militar de ustedes hizo
investigaciones y descubrió que había estado de visita en Camp Huckstep el día que
desaparecieron los uniformes y el jeep. Y con los camiones, igual. Interrogaron al
personal del almacén y no sacaron nada en claro, pero oyeron rumores de que tal vez
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Reed tuviera algo que ver, aunque no hay ni rastro de pruebas. Nadie lo vio robar el
material, y probablemente hizo que la gente del almacén lo hiciera por él, y les pagó
para que mantuvieran la boca cerrada. Cuando llevas tiempo en esto tienes olfato, y
estoy completamente seguro de que él es el culpable, pero este Calvo es un tipo
escurridizo. Será difícil pillarlo con las manos en la masa. Tenemos que cazarlo in
fraganti, o encontrar el modo de relacionarlo con los objetos que nos birla.
—¿Y qué hace con el material que roba?
El sargento se encogió de hombros.
—Venderlo en el mercado negro, me imagino. Hay mucha demanda de esta clase
de cosas en El Cairo. Cualquier cosa que no se ate bien atada, cría patas y echa a correr.
Pero no sé de qué le puede servir todo esto, mi teniente coronel. ¿Dijo usted que
buscaba un sedán robado?
—Sí —dijo Weaver, frunciendo el ceño—. Pero esto otro suena mucho más
interesante, ¿Tiene alguna idea de por qué alguien podría querer vehículos militares
americanos?
—Ahí me ha pillado —dijo el sargento, rascándose la cabeza—. Por eso llamé al
teniente coronel Sanson. Los árabes no se arriesgarían a comerciar con un material
como ése. Un camión militar no es exactamente algo que uno pueda camuflar. Ni
tampoco un jeep. Y confieso que la mayoría de las piezas tampoco les servirían de
mucho. Pero lo que realmente me intriga son los uniformes. Una cosa más que rara.
Todos los tipos que conozco de aquí a Blighty procuran escaquearse de esta jodida
guerra, no meterse en ella.
—Tal vez sea hora de que interrogue a ese sargento Reed.
—¿Ahora? —protestó el sargento—. Si no tengo las pruebas que necesito. Y si le
aprieto los tomillos justo ahora, podría arruinar para siempre cualquier acusación que
pudiera probar contra él.
Weaver ya estaba de pie.
—Ahora mismo, sargento. Se lo explicaré de camino. Podría tratarse de un asunto
de vida o muerte.
Halder cruzó la cocina sin ser molestado y se paró ante unas puertas de vaivén que
había al fondo. Tras ellas había un comedor, usado en ese momento como bar de
circunstancias, y docenas de oficiales se sentaban a las mesas servidos por una batería
de soldados. Se abrieron las puertas y pasó un recluta con una bandeja de platos sucios.
Halder se hizo a un lado y buscó con la mirada otra salida. A su izquierda había una
puerta abierta y, tras ella, una caja de escalera estrecha que llevaba hacia arriba. Salió
por allí, subió los escalones y llegó a un pasillo del primer piso, con puertas a ambos
lados. Al final del pasillo se encontró en un vestíbulo vacío. El espacio estaba decorado
con otomanas y sillones de cuero dispersos alrededor, que recordaba el estilo de un
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pabellón de caza egipcio, con las paredes cubiertas de cabezas de animales disecados
como trofeos. Una enorme araña colgaba del techo como llamativa pieza central, y una
escalera muy amplia descendía hacia el mostrador de seguridad de la entrada. Un par
de altos oficiales subían los escalones.
Halder se cuadró y saludó a su paso, esperó a que hubiesen desaparecido por uno
de los pasillos y después subió la escalera que conducía al piso siguiente. Al final de
un pasillo vio dos policías militares y un par de hombres corpulentos vestidos de
paisano haciendo guardia a la puerta de una habitación. Antes de que pudiera dar otro
paso, un general norteamericano de dos estrellas salió de una de las habitaciones del
otro lado del corredor con una cartera en la mano. Halder lo saludó, pero el general
frunció el ceño y lo midió de arriba abajo.
—¿Cómo se llama usted, capitán?
—Kowalsky, mi general.
—No me suena usted. ¿Lo he visto antes?
—Me han enviado de Camp Huckstep, mi general.
—¿De verdad? —El general alzó una ceja—. Baje conmigo al vestíbulo, a paso ligero.
—Y antes de que Halder pudiera replicar, el general empezó a bajar la escalera,
deteniéndose para mirar atrás cuando notó que Halder titubeaba—. Vamos, ¿a qué
está esperando, capitán? ¿Está sordo?
—No, mi general.
Halder fue tras él, sin saber qué esperarse. El corazón le palpitaba a toda velocidad
mientras soltaba el cierre de su pistolera, dispuesto a matar a aquel hombre si tenía
que hacerlo. Cuando llegaron al vestíbulo, el general fue directamente al mostrador de
seguridad en el momento en que el oficial que estaba tras él colgaba un teléfono de
campaña.
—Bien, ¿ya estamos en marcha, comandante? —le preguntó el general con
brusquedad.
—Están de camino, mi general. Acaban de llegar a la verja.
El general señaló a Halder con un dedo.
—Sígame, Kowalsky.
Halder, inquieto, siguió al general por el vestíbulo y bajaron la breve escalinata de
la entrada. Cuando apareció el general, toda la zona inmediata a la entrada del hotel
se puso a zumbar con una repentina actividad, había en el aire una electricidad casi
palpable, los centinelas de casco blanco animaban el paso, las dotaciones de los
tanques saltaban de las torretas para ponerse firmes.
Instantes después, un Packard negro y dos Ford Sedán tomaron la curva de la pista
de entrada. El general se revisó el uniforme, se ajustó la gorra y dijo a Halder.
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—Capitán, coja un par de hombres y que acerquen la rampa hasta aquí y la sitúen
en su sitio. Y hagámoslo rápidamente, ¿entendido?
Pero Halder apenas lo oía, en sus venas crecía una extraña emoción. Al ir
acercándose el cortejo, apenas si podía creer lo que veía. En la parte de atrás del coche
del medio iba el presidente Franklin Delano Roosevelt, con un traje claro de hilo, y una
manta sobre las rodillas, con aspecto frágil y agotado.
—¡Capitán Kowalsky! —el general bramó a voz en cuello cuando los coches estaban
aún más cerca—. ¿No ha oído mis órdenes, hombre? Pongan esa jodida rampa en su
sitio, y bien firme. ¡Paso ligero!
Halder quedó totalmente perdido por unos instantes, casi invadido por el pánico,
pero por fin vio una rampa de madera inclinada sobre unas ruedas a su izquierda, y
dos policías mili, tares reaccionando ya a la orden del general y empujando ágil, mente
la rampa hacia su sitio delante de la escalera. Halder se unió a ellos al instante, aliviado
de que los soldados parecieran saber exactamente lo que había que hacer.
—Ya habéis oído al general. A paso ligero.
—Claro, mi capitán —dijo secamente uno de los hombres como si estuviera tratando
con un superior imbécil—. La tenemos controlada.
El general fulminó a Halder con la mirada.
—¡Por Dios santo, Kowalsky! ¿Siempre tarda usted tanto en cumplir una simple
instrucción?
Halder no tuvo oportunidad de responder, porque apenas la rampa estuvo colocada
en su sitio sobre los escalones, los vehículos se detuvieron sobre la gravilla. Varios
hombres jóvenes de paisano saltaron del Packard. Eran, obviamente, agentes del
Servicio Secreto, armados con metralletas Thompson y escopetas. Del coche de delante
y del de detrás salieron una serie de jefes militares uniformados con sus carteras. Con
precisión militar, unos cuantos hombres del Servicio Secreto tomaron posiciones y dos
de ellos se pusieron a ayudar al presidente a salir del coche. Otro agente había abierto
ya el maletero y apareció la silla de ruedas donde colocaron a Roosevelt, poniéndole
en su sitio las delgadas piernas enfundadas en metal.
El general saludó.
—A sus órdenes, señor presidente.
Halder contempló cómo los hombres del Servicio Secreto empujaban la silla del
presidente a toda prisa por la rampa. Cuando llegaron arriba, la silla dio un bote al
pasar al suelo de la planta baja, y la manta se deslizó de las piernas de Roosevelt Uno
de los ayudantes del Servicio Secreto acudió a recogerla pero, sin pensar, Halder alargó
la mano y fue más rápido que él. Se la tendió al ayudante, que la echó sobre las piernas
del presidente. Una vez hecho esto, Halder se encontró mirando directamente al
presidente a la cara.
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—Ha sido usted muy amable, capitán —le dijo el presidente, encantador.
—No tiene importancia, señor presidente.
—¿Cómo se llama usted, hijo?
—Kowalsky, señor presidente.
—Le agradezco a usted su cortesía, capitán Kowalsky.
Halder se cuadró y saludó.
—Ha sido un placer, señor presidente. A sus órdenes, señor presidente.
El grupo del presidente continuó escaleras arriba, con cuatro agentes llevando a
cuestas la silla de ruedas del presidente, dos a cada lado, y Halder seguía
contemplándolos, casi en trance. El general se acercó, todavía exasperado, y susurró
enfadado entre dientes:
—Bien, Kowalsky, todavía estoy esperando sus explicaciones. Se tomó mucho
tiempo para colocar esa rampa en su sitio. ¿Qué demonios le pasa?
Halder se despertó súbitamente de su ensoñación.
—Yo... le pido disculpas, mi general. Pero, para serle sincero, es la primera vez que
veo al presidente en persona. Me parece que estoy como alelado.
El general pareció ablandarse, le lanzó una mirada de disculpa y se volvió a mirar
a su comandante en jefe, que era transportado escaleras arriba. En su voz sonaba una
emoción auténtica:
—Y no me extraña que lo esté. Joder, cada vez que veo esa figura lastimosa me
entran ganas de llorar. Porque es un hombre que pasa la mayor parte de su vida en
una agonía constante, y nunca le oirá ni una sola queja. ¿Sabe una cosa, Kowalsky? Si
la mitad de los hombres que están bajo mi mando fueran tan valientes como él, hace
mucho tiempo que habríamos ganado esta maldita guerra.
—Sí, mi general. —Halder vio la oportunidad y le preguntó al general, como quien
no quiere la cosa—: ¿Volverá esta noche el primer ministro Churchill, mi general?
El general levantó una ceja y se echó a reír.
—¿Pero dónde diablos ha estado usted, capitán? ¿No sabe que ese hombre es un ave
nocturna? Está en una fiesta en El Cairo. Y me apuesto algo a que tendremos suerte si
le vemos la cara antes del amanecer.
—Por supuesto, mi general.
—Eso es todo, Kowalsky. Puede retirarse. Y en adelante, procure andar más
despierto.
Halder saludó, y contempló al general seguir al grupo del presidente por la escalera.
Cuando llegaron arriba, los hombres del Servicio Secreto dejaron la silla de ruedas en
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el suelo y dejo ver perfectamente la cabeza de Roosevelt por detrás. La cara de Halder
se inundó de sudor frío, y se sintió casi sofocado por la rabia incontenible. A diez
metros de él estaba el hombre que el responsable último de mutilar a su hijo y matar a
su padre durante un momento permaneció allí, balanceándose en el filo de la decisión,
con la mano apoyada en el cierre de la pistolea
Después, el grupo desapareció en el piso de arriba. Sin pensar en su propia
seguridad, Halder fue tras ellos, perdido todo razonamiento, notando que la ira lo
inundaba mientras saltaba los escalones de dos en dos. Cuando llegó a lo alto, tuvo el
tiempo justo de ver a Roosevelt empujado por un pasillo hacia la puerta donde estaban
de guardia los policías militares. Cuando uno de los agentes empezó a empujar al
presidente hacia el interior, se abrió un hueco entre la piña de asistentes, y a Halder se
le ofreció una trayectoria de tiro limpia.
Una bala y ya estaría.
Abrió como por casualidad la trabilla de la pistolera, hipnotizado por la situación,
y justo entonces, la fría razón logró imponerse: «Demonios, Halder —se dijo a sí
mismo—, debes de estar loco.»
Continuó allí de pie, incapaz de decidir si era su conciencia lo que le impedía
disparar contra un hombre en una silla de ruedas, o la sencilla evidencia de que si hacía
fuego sería un suicidio cierto.
De pronto, uno de los agentes del Servicio Secreto miró hacia atrás y sus ojos se
encontraron. Halder captó aquella fría mirada, ofreció un saludo al hombre y después
se fue a toda prisa, el hechizo roto pero la ira intacta, y recorrió el camino de vuelta
bajando por la escalera hacia la cocina.
Veinte minutos más tarde salía reptando de la tumba, con Kleist tras él. Ambos se
habían quitado el uniforme y Deacon y Rachel parecieron aliviados.
—¡Jack! Gracias a Dios que has vuelto.
Se adelantó a sus brazos y Halder le dijo:
—Será mejor volver al coche. Hemos sobrepasado el tiempo de ser bienvenidos
aquí. Yo iré en seguida. Kleist, acompáñela. De momento dejaremos las lámparas y el
resto de las herramientas aquí.
Kleist ayudó a Rachel a trepar para salir de la tumba, y luego desaparecieron en la
oscuridad.
—Estuve un buen rato preocupado de que no consiguieran volver —dijo Deacon,
enjugándose la frente con un pañuelo—. ¿Qué les retuvo? Han estado fuera más de
una hora.
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Halder se afanaba en apilar las herramientas restantes y las lámparas en la boca del
pozo.
—Hubo trabajo que hacer. Tuvimos que abrir la salida del túnel.
—Bien, ¿y cuál es su veredicto? —preguntó Deacon con expectación.
Cuando Halder terminó de esconder el equipo se lo explicó todo. El asombro de
Deacon resultaba evidente.
—¿Vio de verdad al gran hombre?
—Estaba tan cerca de mí como usted ahora. Y no sólo eso, sé exactamente dónde se
aloja.
—¡Excelente! —Deacon irradiaba excitación—. Se ha superado a sí mismo,
comandante. Bien hecho.
—Guárdese las enhorabuenas. Todavía no hemos terminado. Nos llevará trabajo
ensanchar las galerías de la tumba y la salida. Estamos hablando de roca maciza.
—¿Existe el riesgo de que alguien descubra la abertura por donde salieron?
—Está un tanto protegida, en una hondonada, pero tomé la precaución de taparla
lo mejor que pude con unos arbustos cuando volví a meterme en el pozo.
—Cualquier herramienta adicional que necesite, le aseguro que la tendrá. —El
rostro de Deacon se ensombreció—. Qué lástima lo de ese cerdo de Churchill. ¿Cree
que hay probabilidades de que vuelva?
—El general no parecía albergar muchas esperanzas. Según parece, al viejo Winston
le gusta trasnochar y hacer vida social.
—Eso he oído, pero ¡qué triunfo si los alcanzamos a los dos! Por lo menos, no hay
duda de que tenemos el blanco principal en el punto de mira. Y con Churchill fuera de
tiro, habrá que intensificar nuestros esfuerzos para cazar a Roosevelt. Pero tenemos un
problema más acuciante, ¿ha olvidado el ultimátum de Salter? Aunque el coronel
Skorzeny y sus hombres consigan aterrizar perfectamente, sin los camiones no
tenemos modo de transportarlos desde el aeropuerto hasta aquí.
—Ah —sonrió Halder—, puede que tenga una idea. Una pequeña trampa nos
sacará de apuros. Si Salter quiere su parte de la acción, tal vez no deberíamos
decepcionarlo.
—¿Qué quiere decir?
—¿Puede arreglarnos una reunión con él de aquí a dos horas? En algún sitio seguro,
por supuesto, donde no haya riesgo de tener que pasar cerca de algún control.
—Creo que sí —respondió Deacon, frunciendo el ceño—. Pero ¿cuál es la idea?
Halder se lo explicó y, cuando terminó, Deacon lo miró, atónito, después se frotó
las manos y se rió.
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—Es realmente brillante, ¿sabe? Sencillo pero brillante. Me pregunto cómo es que
no lo pensé yo mismo. Es usted un genio
—No tanto. Pero si funciona, puede que se resuelvan nuestros problemas.
—Sólo hay otra cosa que me inquieta. ¿Cómo podrán cruzar seguros nuestros
paracaidistas por los jardines del hotel y entrar en el edificio? Desde luego, no del
mismo modo que ustedes. Es cierto que los hombres de Skorzeny llevarán uniformes
norteamericanos, pero después de su pequeña correría por el hotel comprobarán los
papeles de todo el mundo en la entrada de la cocina, como usted les ordenó.
Halder asintió con la cabeza y le explicó:
—Eso es cierto, pero al volver al túnel me tomé el tiempo de contar las habitaciones
del primer piso, y en la que está Roosevelt hay una amplia zona de terraza. Podría
servir como un medio directo de penetrar en sus aposentos, si los guardias de la zona
inmediata son silenciados de algún modo. Después de eso, un ataque frontal a la
habitación puede ser la acción más conveniente, ágil y brutal, al estilo de Skorzeny.
Pero eso tendrá que decidirlo el coronel, no yo, y seguro que se le ocurrirán sus propias
ideas cuando yo le explique la situación después de que aterrice. Lo principal es que
hemos descubierto dónde se encuentra exactamente Roosevelt. No sólo eso, tenemos
un modo seguro de acceder al recinto. En resumen, que ha sido una noche productiva.
Deacon sonrió en la oscuridad.
—¿Sabe? Incluso estoy empezando a pensar que tal vez tengamos realmente la
posibilidad de sacar esto adelante. Dando por hecho que podamos resolver el espinoso
problema de Salter, ¿cuándo comunicamos a Berlín que envíe las tropas de Skorzeny?
Halder afirmó el pie en uno de los bloques de caliza y estaba a punto de trepar para
salir de la gruta cuando miró hacia atrás y dijo, solemne:
—Creo que podemos dar por hecho que Roosevelt ya se ha retirado a descansar.
También podemos tener suerte y que Churchill regrese, pero como usted dijo muy
bien, al menos tenemos el blanco principal en el punto de mira, de manera que de
ahora en adelante nuestra prioridad es Roosevelt. Y teniendo en cuenta todo ello, con
los aliados casi pisándonos los talones, eso quiere decir que hay que aprovechar
cualquier oportunidad que tengamos y movernos de prisa. De modo que tiene que ser
esta misma noche, ¿no está de acuerdo?
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CAPÍTULO 59
21.30 h
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21.30 h
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que fundiésemos el oro y se desmontasen las gemas, una estimación por lo bajo
andaría por los dos millones. De libras esterlinas, no de dólares.
Salter soltó un silbido.
—¡Santo cielo!
—El diez por ciento de eso son doscientas mil. Es un montón de dinero para usted,
Salter. La cuestión es ¿lo vale usted?
—Oh, pues claro que lo valgo, hermanito —respondió Salter, excitado—. Por eso no
te apures. Cualquier cosa que necesites, o en trabajo o en el tema de hombres y
material, sólo tienes que pedirla. Entonces, ¿cómo nos llevaremos nuestro lote Costas
y yo?
—Eso podemos discutirlo más tarde, cuando repasemos los detalles.
—¿Le importa decirme quién está metido en esto?
—Somos cinco, incluyendo aquí a Deacon.
—¿Procedencia militar?
—Podría decirse.
—Ya me pareció que tiene usted pinta de eso. Entonces, ¿cuál es el trato?
—Ahora que hay que repetirlo también con usted, tendrá que ganarse su parte.
¿Está dispuesto a ello?
—¿Por doscientos billetes grandes? Escuche, don fulano, por esa pasta creo que
puede estar usted bien seguro de que pondré todo mi empeño en este trabajo.
—Bien, entonces vayamos directos al asunto. Quiero que usted y sus hombres se
hagan fuertes en el aeropuerto.
—¿A qué se refiere? —preguntó Salter, frunciendo el ceño.
—Quiero tener el control de la base. Que nadie entre ni salga sin que yo lo autorice,
pero al mismo tiempo, nadie de fuera tiene que saber lo que pasa. Hay que hacerlo sin
tiros. No queremos alertar al ejército ni a la policía.
—Ya pillo la onda. Tomamos el aeropuerto y trincamos el material en cuanto llegue.
¿Y para qué son el jeep y los camiones, para escoltar el cargamento después?
—Exactamente,
—Me gusta. —Salter sonrió.
—Bastará con una docena de sus hombres. La torre, los barracones y la entrada son
nuestra principal preocupación. Y también, apoderarse y controlar todo el equipo de
comunicaciones. Hemos calculado que no habrá de servicio más de media docena de
efectivos de las fuerzas aéreas egipcias. Le repito que no quiero ninguno muerto, basta
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con encerrarlos bajo llave, para que no puedan representar peligro hasta que aterrice
el avión y acabemos el trabajo. ¿Cree que podrá hacerlo?
—Sin problemas. Con una docena de mis mejores hombres podría tomar el palacio
real. —Salter frunció el ceño y añadió—: ¿Le importaría decirme qué estarán haciendo
ustedes mientras mis chicos y yo jugamos a los comandos?
—Tres de mis hombres y yo los acompañaremos al campo de aviación para
asegurarnos de que todo va bien. Suponiendo que sea así, dejaré a dos de ellos y luego
me reuniré con usted, antes de que aterrice el avión. Entre otras cosas, tengo que
ocuparme del enlace por radio, porque he de estar en contacto con alguien en el punto
de partida antes de que despegue el avión, de manera que podamos saber la hora de
llegada. Naturalmente, tendrá que llevar los camiones al campo, para transportar el
cargamento.
Salter quedó pensando unos momentos y después asintió.
—Me parece que todo suena bien. ¿Cuándo quiere hacerlo?
Halder sonrió.
—Quiero que el aeropuerto esté controlado a las doce de esta noche.
Salter volvió a silbar.
—¡Madre mía! ¿Tan pronto? No nos da mucho tiempo. Tendré que trabajar como
un cohete para organizado todo. ¿A qué coño viene tanta prisa?
—No tenemos elección. Esta tarde hemos sabido que todo estaba listo. Por eso he
aceptado sus exigencias. Necesitamos rápidamente los camiones y el jeep. Supongo
que hablaba usted en serio al decir que nos proporcionaría todo lo que necesitásemos.
—Por supuesto. ¿Por qué?
—Necesito un par de radios de campaña, con un alcance mínimo de quince
kilómetros.
—Eso está hecho —dijo Salter, asintiendo con la cabeza—. ¿Cuándo esperan que
aterrice el avión?
—Entre las tres y las cuatro de la madrugada. Yo revisaré la distribución y las
medidas de seguridad del aeropuerto y le diré exactamente cómo quiero que se haga.
—Sólo una cosa más. —Salter miró de costado, amenazador y apuntó el bastón-
estoque al pecho de Halder—. Si usted o sus amigos intentan engañarme, acabarán
todos bajo tierra. ¿Entendido?
Halder le apartó el bastón y le sostuvo la mirada.
—Yo mantendré mi palabra. Limítese a estar seguro de que mantiene la suya. —
Sacó un plano del bolsillo, lo extendió sobre el capó de la ambulancia y cogió la linterna
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que llevaba Demiris—. Bien, vamos a repasar las cosas con mucho cuidado, para que
nadie cometa errores estúpidos.
Veinte minutos después, Halder estaba otra vez en la motora, navegando hacia el
otro lado del Nilo.
—¿Cree que funcionará? —le preguntó Deacon mientras maniobraba el timón.
—Hay muchas posibilidades —replicó Halder—. Pero el tal Salter se va a llevar un
buen susto cuando vea aterrizar los dos Dakotas y que empiezan a salir un centenar
de paracaidistas de las SS.
Deacon sonrió.
—Lo único que deseo es estar allí para ver la cara que pone el cabrón cuando eso
ocurra.
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CAPÍTULO 60
21.15 h
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Shabramant 22.00 h
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—Bien, jefe.
El conductor arrancó, y cuando ya avanzaban, Halder miró hacia atrás. Los tres
camiones Ford los seguían, Kleist y Doring iban en la cabina del primero, que conducía
Hassán. Detrás, una docena de hombres de Salter, todos ellos armados y con uniformes
militares. Cuando se acercaban a las verjas, Halder vio que los centinelas salían de sus
garitas, alertados.
Salter tiró despreocupadamente su cigarro y dijo, muy seguro:
—Déjeme que hable yo.
El jeep llegó ante las verjas y se paró. Una señal de aviso indicaba que se bajasen las
luces, y cuando el conductor lo hizo, Halder vio que los dos jóvenes centinelas egipcios
aprestaban sus armas con expresión confusa ante la inesperada aparición de un convoy
militar.
Salter saltó del vehículo y se acercó a ellos, arrogante, con el bastón en una mano y
los papeles en la otra.
—Soy el comandante Cairns. Quiero ver a su oficial de guardia, si no les importa.
Tenemos que tratar asuntos urgentes.
Todo sucedió muy rápido. Cuando los asombrados centinelas empezaban a
examinar los papeles de Salter, media docena de hombres saltaron de la parte trasera
del primer camión y llegaron a la carrera. Se produjo un momento de incertidumbre
mientras los egipcios intentaban aprestar sus armas, pero los hombres de Salter los
superaron rápidamente y buscaron las llaves de la verja en sus bolsillos.
—Averiguad exactamente cuántos hombres hay en el campo y dónde están —
ordenó Salter, haciéndose cargo de las llaves—. Si no quieren contestar, rompedles los
brazos.
Fue evidente que dos de los asustados centinelas le entendieron, porque no hizo
falta convencerlos.
—Media docena de hombres —comentó Salter cuando oyó los detalles—. No son
muchos, ¿verdad?
—No vendamos la piel del oso hasta que esté cazado, Salter —le dijo Halder.
—Es un hombre precavido, ¿eh, capitán? —Salter sonrió con expresión de estar
divirtiéndose plenamente; abrió los candados de las verjas de entrada e hizo señas a
los vehículos para que entrasen—. Venga, a moverse, de prisa. De momento, dejad los
vehículos cerca de las verjas y haremos el resto del camino a pie; no queremos que esos
cabrones nos oigan llegar. Vamos hacia los edificios del aeropuerto. Y dos de vosotros
coged los uniformes de los guardias y poneos en su sitio.
Cogió un subfusil Sten cuando el jeep entraba por la verja y dos de sus hombres
empezaron a ponerse los uniformes de los centinelas.
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cero horas, minuto arriba, minuto abajo. Pongamos otra hora para llevarlos hasta
Gizeh y pasar el túnel y estaremos en, hum, las cuatro cero cero, aproximadamente.
—Una hora perfecta para cogerlos por sorpresa —sonrió Kleist—. Hasta los
centinelas estarán medio dormidos para entonces.
—Confiemos en que tenga razón —replicó Halder, dudoso—. Será mejor que
echemos un vistazo a los hangares, habrá que tener los aviones de Skorzeny bien
guardados y a salvo hasta que volvamos después del ataque.
Se detuvieron delante del primero de los dos hangares; las puertas estaban abiertas.
Halder entró andando en el local. Apestaba a grasa y a combustible de aviación, dos
Gloster Gladiator muy baqueteados estaban aparcados cerca de la puerta, y a su lado
había una pequeña avioneta biplaza de entrenamiento. Halder movió la cabeza.
—Necesitamos un sitio más amplio para meter dos Dakotas. Vamos a mirar en el
otro hangar.
El segundo estaba más cerca de los barracones del campo, y completamente vacío,
salvo por una vieja moto Guzzi italiana de color verde y un par de bicicletas cerca de
las puertas, vehículos privados que era evidente que pertenecían a los hombres de la
aviación egipcia.
—Excelente. Éste servirá, hay espacio más que de sobra —Halder se volvió hacia
Hassán y Doring—: A ustedes dos W dejaré con Salter. Se quedará de piedra cuando
aterricen nuestros paracaidistas, por supuesto, pero si opone resistencia, será una
batalla perdida. Tendremos que procurar disuadido de esa idea cuando llegue el
momento, y confiar en que tenga sentido común y se rinda pacíficamente. Ahora,
Kleist y yo volveremos a la villa para enviar el mensaje. Nos reuniremos con ustedes
dentro de un par de horas. Pero si hay el más mínimo problema, contacte con nosotros
por la radio de campaña, ¿entendido, Doring?
—Sí, mi comandante.
—Bien, me parece que todo está listo —dijo Halder, serio—. Unas pocas horas más
y todo habrá terminado.
Cuando volvieron a la oficina del cuartel, media docena de los hombres de Salter
estaban sentados en la terraza, hablando y fumando. Halder dijo a Doring que sacase
una de las radios de campaña del jeep y entraron los dos con Hassán, mientras Kleist
se quedaba al volante. Salter estaba muy atareado limpiando su Sten con un trapo
aceitoso, y preguntó:
—Bien, ¿está todo listo?
—Eso parece. —Halder señaló con la cabeza a Doring y a Hassán y dijo—: Dejo aquí
a dos de mis hombres. Si se presenta cualquier problema, me llamarán por radio. Si
llega alguien a la verja principal, procure que parezca que no ocurre nada anormal.
Pero enciérrelo con los otros guardias, si es preciso.
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CAPÍTULO 61
El Ford Sedán sin distintivos se detuvo en el paso de coches Weaver iba sentado
delante, al lado del chofer militar, y Reed detrás, con el sargento Morris, todos ellos
vestidos de paisano
—Es buen asunto que vengan preparados para la guerra —dijo Reed, preocupado—
. Porque si Salter está dentro, habrá tiros y muertos, de eso no cabe duda.
Weaver observó el almacén que estaba al final del pasaje. Tenía una gruesa puerta
metálica con una reja y un portón en el medio, y una luz en la pared de la izquierda.
—¿Está seguro de que no podemos entrar pacíficamente?
—Imposible —dijo Reed, moviendo la cabeza—. Los guardias tienen orden de no
dejar pasar a nadie sin que Salter lo sepa. Y si alguien lo intenta, le meterán un tiro.
Weaver sabía que si las cosas iban terriblemente mal, tendría que enfrentarse a un
consejo de guerra, pero ya era demasiado tarde para preocuparse por su destino. La
radio de campaña sonó en el asiento trasero, y Morris habló por el micrófono y le dijo
a Weaver:
—Tenemos la trasera cubierta, mi teniente coronel. Los hombres están listos para
entrar en acción tan pronto como se les dé la orden.
Veinte policías militares armados hasta los dientes se ocultaban en el interior de un
camión de mudanzas que se había detenido detrás de ellos, y se reforzaban con otras
dos docenas preparadas para el asalto por la parte de atrás. Weaver consideraba que
eso tenía que ser suficiente para ocuparse de la banda de Salter.
—¿Y qué hay de las ambulancias y los sanitarios?
—Dos calles más allá, para no llamar la atención. Vendrán si los llamamos por radio.
—Esperemos que no haga falta. —Weaver miró su reloj, nervioso—. Bien, ya es la
hora. Pase la consigna a los hombres.
Morris cogió la radio, dio la orden y luego pasó la novedad a Weaver.
—Todos preparados, mi teniente coronel.
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Doring y Hassán acababan de dejar preparada la radio encima del escritorio, y Salter
se acercó.
—Ese capitán amigo suyo parece un tipo muy preparado.
Doring asintió amistosamente con la cabeza.
—Sí, lo es.
—¿Les importa explicarme su historial y a qué unidad pertenece?
Doring permaneció en silencio y los ojos de Hassán se entrecerraron de sospecha.
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?
—No hablaba contigo. —Salter lo miró, airado, sostuvo la mirada del árabe y se
volvió de nuevo hacia Doring—: ¿Y que chaval? Para empezar, podrías decirme su
nombre. Y el tuyo.
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Mercado de Jan-el-Jalili
23.10 h
Weaver apenas podía contener la frustración. Estaba en una habitación del primer
piso que obviamente servía de oficina de algún tipo. Habían irrumpido en el almacén
y sólo habían encontrado a tres de los hombres de Salter, que no tuvieron oportunidad
de ofrecer mucha resistencia.
—¿Dónde están los prisioneros?
—Ahora los suben mis hombres, mi teniente coronel —respondió el sargento
Morris.
—Haga que traigan a Reed del coche.
Se oyeron resonar pasos en la escalera y trajeron a tres hombres de Salter, uno de
ellos muy moreno, con bigote negro. Cuando Reed apareció en la puerta momentos
después, Weaver dijo:
—¿Reconoce a alguna de estas personas?
Reed señaló al hombre del bigote.
—Ése... ése es Costa Demiris.
El griego apretó los dientes, furioso, y luchó por liberarse.
—¡Eres un jodido Judas, Calvo! ¡Si Reggie te pone las manos encima, estás muerto!
Sujetaron a Demiris, y Weaver dijo:
—Tráiganlo aquí y llévense a los otros abajo. Reed, vuelva al coche.
Reed salió con cara de agradecimiento, y a Demiris lo llevaron hasta una silla.
Weaver le preguntó:
—¿Dónde está Salter?
—Eso me toca a mí saberlo y a usted descubrirlo —dijo Demiris, desafiante, con una
leve sonrisa juguetona en el rostro—. Si cree que me hará cantar, ya puede pensar en
otra cosa. Además, Reggie tiene amigos muy poderosos. Eso lo arreglará muy pronto.
Es un caso de detención ilegal.
—Es usted un delincuente reclamado y un desertor, Demiris Si no habla, me
ocuparé personalmente de que lo encierren en una celda oscura y tiren la llave bien
lejos.
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—¿Sí? ¿Quiere apostar algo? —Demiris estaba allí sentado desafiante, y Weaver no
pudo contener por más tiempo su frustración. Atravesó el cuarto en un instante, cogió
al griego por el pelo y tiró de la cabeza hacia atrás. Demiris gritó.
—¿Qué ha pasado con los camiones que les dio Reed...?
Se oyó de pronto el chirrido de unos neumáticos en el pasaje de abajo, y unos
segundos después resonaban pisadas por la escalera. Weaver dijo:
—Mire a ver qué pasa ahí.
Antes de que el sargento hubiera llegado a la puerta, Sanson irrumpió en la
habitación rojo de rabia, al contemplar la escena y después fulminó a Weaver con la
mirada.
—¿Qué puñetas está pasando aquí...?
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—Quiero que me escuche, y que me escuche con mucha atención, Demiris. Por dos
razones. La primera, no tengo ni tiempo ni paciencia para ponerme a escuchar
respuestas equivocadas, y la segunda, si no sigue mi consejo, lo más probable es que
se pase el resto de su vida en una silla de ruedas.
Demiris se puso ligeramente tenso.
—Para que lo entienda, si no responde usted a mis preguntas con las respuestas
correctas, le voy a volar los huesos de la rodilla. Y si después sigue sin hablar, apuntaré
un poco más arriba, donde tiene usted esa hombría tan griega. Bien, ¿va a decirme
dónde está Salter? ¿Y dónde están esos vehículos?
Demiris soltó una risita seca, nerviosa.
—No disparará contra un prisionero, Sanson. No se atreverá.
Sanson le disparó a la rodilla izquierda. Demiris aulló de dolor, revolcándose por el
suelo y agarrándose la pierna. La puerta se abrió de golpe y el sargento llegó para ver
qué había pasado, pero Sanson rugió:
—¡Dije que se quedase fuera!
La puerta se cerró a toda prisa. Demiris yacía retorciéndose, la sangre manaba a
chorros de la herida, le corrían por la cara lágrimas de dolor.
—¡Está loco! ¡Cabrón! ¡Jodido loco cabrón!
Sanson apuntó con mucha calma su pistola a la otra rodilla.
—Y no has visto ni la mitad de lo que puedo llegar a hacer. Así que empieza a
hablar, Demiris, y rápido.
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CAPÍTULO 62
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Berlín 23.40 h
La sala de comunicaciones del sótano del Cuartel General de las SS era un local
enorme, con varias docenas de radiotransmisores y radiorreceptores de gran potencia
alineados simétricamente a lo largo de las paredes verde claro, y cada equipo era
manipulado por operadores del SD muy bien entrenados que día y noche movían los
diales y accionaban las palancas de morse, ocupándose de los miles de mensajes que
fluían a través de las ondas enviados por los agentes del SD Ausland de todo el mundo,
desde ciudades tan remotas como Río, Tokio, Washington o Lisboa.
Aquella noche, un operador de uniforme se sentaba en una cabina de
comunicaciones aislada, situada fuera de la sala general, en un pequeño despacho al
otro lado del pasillo. Su área de trabajo estaba iluminada con un círculo de luz de una
lámpara de estudio, y él escuchaba muy concentrado en sus auriculares e iba tomando
notas en una libreta con un lápiz. Una vez descifrado el texto, alargó la hoja a
Schellenberg, que estaba de pie detrás de él y chupaba, ansioso, un cigarrillo. A su lado
tenía al oficial de guardia.
—¿Desea enviar alguna respuesta concreta, mi general? —le preguntó el operador.
Schellenberg leyó la nota casi como en trance, totalmente invadido por el júbilo.
Durante un momento, apenas pudo respirar, el pulso se le aceleró de excitación, en las
sienes le brillaban gotas de sudor. Por fin, despertó de su trance y aplastó el cigarrillo
en un cenicero de metal que había al lado de la consola.
—Sí, sí, naturalmente. Lo siguiente: «Mensaje recibido. Coronel sale de Roma a
medianoche. Berlín envía mejores deseos de éxito.»
Mientras el operador transmitía la respuesta y esperaba la confirmación de
recepción, un Schellenberg exultante se volvió al oficial de guardia y le dijo:
—Prepáreme una línea con la Cancillería. Quiero hablar personalmente con el
Führer. Y luego tenga un coche a punto para llevarme allí. —Sacó del bolsillo una hoja
de papel que había preparado y se la entregó—: Y que esto se mande inmediatamente
por radio al coronel Skorzeny a Roma. Inmediatamente. Como haya el más ligero
retraso, alguien se verá ante un pelotón de fusilamiento.
El oficial cogió el papel, dio un taconazo, y se volvió.
—¡Zu Befehl, Herr general!
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Roma 23.50 h
En Practica di Mare, el aeródromo estaba sumido en una densa niebla, con grandes
jirones que ocultaban hasta la última esquina del campo, y los hangares cubiertos de
una manta gris tan fuerte y espesa como el humo. Había avanzado desde el mar poco
más de una hora antes, y ahora Skorzeny medía con sus pasos la plataforma de
estacionamiento delante del hangar como un oso enfurecido. El capitán Neumann iba
a su lado. Apenas si podían verse el uno al otro entre la espesa niebla.
—Mein Gott, es increíble —murmuraba Skorzeny, rebosando frustración.
—Es incluso peor de lo que pensaba —admitió Neumann—. Prácticamente a cero.
En mi opinión, sería una completa locura despegar en estas condiciones.
—Cuando quiera su opinión ya se la pediré, Neumann.
—¡Coronel Skorzeny! ¡Pero no ve que es imposible!
Un comandante de las SS surgió de improviso de entre la niebla, agitando una
linterna encendida, sin aliento, cuando casi chocó contra ellos:
—Un mensaje urgente de Berlín, mi coronel. Acaba de recibirse por radio.
Skorzeny desgarró el sobre, rompiendo el papel con sus manos enormes. Leyó el
mensaje a la luz de la linterna, soltó un suspiro con alivio evidente, y dijo a Neumann
con una amplia sonrisa:
—Ya está. Salimos inmediatamente —dijo, y se volvió al comandante de las SS—.
Suponiendo que despeguemos sin problemas, en el mismo momento en que lo
hagamos, envíe esta respuesta a Berlín: «Coronel de camino.» Solamente eso.
El comandante lo miró como si fuera una locura considerar siquiera la posibilidad
de volar con un tiempo tan espantoso pero luego, rápidamente, se cuadró y saludó.
—A sus órdenes, mi coronel.
Cuando el hombre desapareció otra vez en la niebla Skorzeny ya estaba camino del
hangar.
—Bueno, ¿a qué está esperando, Neumann? Quiero a su tripulación lista para salir
dentro de cinco minutos.
—Pero si ni siquiera podremos rodar hasta la pista en estas condiciones sin correr
el riesgo de perdemos. Y las luces de pista tampoco servirán de nada, la niebla es
demasiado espesa. Mis tripulantes están de acuerdo en que está usted poniendo en
peligro la vida de todos...
Skorzeny se detuvo, se dio la vuelta y apoyó las manos en las caderas.
—Al diablo con el maldito tiempo. Le he dado una orden. Haré que nos vayan
guiando con linternas para rodar a la cabecera de pista, y daré instrucciones de que
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pongan las luces de pista al máximo, con lo que será una ayuda para poder ir derechos
hasta el despegue. Muévase, Neumann, y procure hacer una última comprobación
rápida de las previsiones meteorológicas para la ruta.
—Con todo respeto, ¿qué pasa si tenemos que volver a aterrizar por un fallo de
motor o...?
Skorzeny sacó su pistola y la amartilló. Tenía una expresión casi salvaje.
—Vuelva usted a cuestionar mis órdenes y le pego un tiro. La elección es bien
sencilla para usted y sus pilotos: o vuelan, o mueren. De manera que, como creo que
es usted un hombre con sentido común, les dirá que vamos a despegar.
Shabramant 23.45 h
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Halder subió al piso de arriba y encontró a Rachel sentada en la cama, con una
lámpara de aceite parpadeando sobre la mesa que tenía al lado, haciendo juguetear las
sombras por la habitación. Se apresuró hacia él y le pasó los brazos por el cuello, lo
besó con fuerza en los labios y cuando por fin se separó, Halder sonrió y dejó la M3
sobre la cama.
—Sería muy fácil hacerse adicto a este tipo de cosas —dijo, y observó que había
preocupación en sus ojos.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto sano y salvo. ¿Ha ido todo bien?
—Eso parece, al menos de momento.
Lanzó un suspiro, se frotó los ojos y luego se desplomó sobre la cama con el
cansancio y la tensión de los últimos días reflejados en la cara. Se quedó allí tumbado
bajo la luz tamizada, el cuerpo y la mente doliéndole de agotamiento, y Rachel se
tumbó a su lado y le puso la cabeza sobre el pecho, acariciándole suavemente la cara
con los dedos.
—¿Tienes que volver a irte?
—Me temo que sí, dentro de una hora.
—¿Y después?
—Todo tendría que haber terminado un poco antes del amanecer. Y después, con
suerte y si Schellenberg cumple su promesa, volaremos lejos de aquí, de vuelta a
Alemania y a la libertad. —Halder le volvió la cara hacia él, la miró a los ojos y añadió,
con voz emocionada—: Si salimos vivos de esto, y si crees que podrás olvidarte de
Harry y darme una oportunidad quiero que sigamos juntos, Rachel. Empezar una
nueva vida. En algún sitio donde no haya guerra. Estoy cansado de tanta matanza y
tanta muerte, mi amor.
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?
—No he estado tan seguro de nada en toda mi vida.
Vio que a Rachel se le humedecían los ojos y que se aproximaba más a él. Encontró
su boca, la besó con pasión, y la abrazó hasta que acabó vencido por un cansancio
intolerable.
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—Pobre Jack, estás completamente agotado. Tendrías que procurar dormir por lo
menos una hora, de verdad. Yo te despertaré cuando sea hora de irte.
Iba a protestar, pero Rachel apagó la lámpara. Cerró los ojos y a los pocos instantes
estaba descansando en paz allí a oscuras, la mano de ella le acariciaba el rostro hasta
que un poco después notó vagamente que se levantaba de la cama, oyó un ligero
chasquido de la puerta al cerrarse, cedió al agotamiento y se sumió en un profundo
sueño.
Roma 23.55 h
Skorzeny había ordenado a sus suboficiales que formasen a los hombres. Las
puertas del hangar ya estaban abiertas y los pilotos habían arrancado los motores y
sacado los Dakotas a la explanada, las tripulaciones de tierra, preparadas, esperando
con unas potentes linternas eléctricas para guiarlos entre la niebla en el breve recorrido
hasta la cabecera de pista.
Los paracaidistas se pusieron firmes y Skorzeny recorrió sus filas con el bastón bajo
el brazo, pasó una rápida revista a sus uniformes norteamericanos y al mismo tiempo
se dirigió a ellos por encima del estruendo de los motores al ralentí de los Dakotas.
—Bien, ha llegado el momento. El momento de la gloria. Os han dado las
instrucciones y todos sabéis que la misión que estamos a punto de emprender es de
una importancia absolutamente vital para el Reich. Ya veis que el tiempo no es el más
adecuado para el despegue, pero tenemos una fe absoluta en las tripulaciones de
nuestra Luftwaffe. Recordad que habéis de cumplir vuestro deber con toda dedicación.
Porque no sólo yo dependo de vosotros, sino también el propio Führer. Buena suerte.
Los suboficiales hicieron salir a los hombres del hangar y empezaron a subir a bordo
de los dos Dakotas. Justo entonces apareció Neumann, con mala cara por la amenaza
de Skorzeny. Su copiloto había sacado el avión del hangar.
—¿Qué tal? —preguntó Skorzeny—. ¿Cómo son las condiciones en route?
—Nada verdaderamente grave, al menos según lo que sabe la gente de
meteorología, pero hay previsión de fuertes vientos en dirección sureste desde el norte
de Sicilia hasta la costa de África, a altitudes de hasta seis mil metros. Eso es mucha
distancia y mucha altura para las previsiones actuales.
—Suficiente. —Skorzeny estaba contento—. Eso significa que tendremos el viento
de cola casi todo el camino, de modo que podremos llegar a nuestro destino antes de
lo que pensábamos. Eso es lo que me gusta oír, Neumann. Será mejor que se ocupe de
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Shabramattt 23.50 h
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Salter estaba perplejo. Se limpió la frente con la manga, en la oficina del barracón
hacía un calor desagradable, ni siquiera el ventilador del techo movía el aire.
—¿Está seguro de que habló en alemán?
—A mí me sonó a eso, jefe.
Doring se agitó de nuevo, con la cara bañada en sudor, retorciéndose en su agonía.
— Wasser...
—Ya está otra vez. Me parece que eso es lo que dijo antes
—Ya, pero ¿qué coño dice? —preguntó Salter.
—Aprendí unas pocas palabras cuando estuve vigilando prisioneros alemanes en el
desierto occidental. A mí me parece que quiere agua.
Salter frunció el ceño y señaló con la cabeza el cubo de metal.
—Coge una taza y dale un poco. Luego pregúntale cómo se llama, en alemán.
Salter observó a su hombre coger agua del cubo con una taza esmaltada y
ofrecérsela a Doring, que continuaba casi inconsciente y a duras penas pudo tomar un
trago.
— Was ist ihre name?
Como Doring no contestaba, Salter lo agarró por el cabello.
—Pregúntale otra vez.
— Ihre name? Was ist ihre name?
El joven alemán gimió y giró los ojos hacia el techo.
—Doring.
—¿Pero qué cojones quiere decir eso? —preguntó Salter.
—Creo que ha dicho su nombre, Doring. Es alemán, jefe, seguro. Pero ¿qué anda
haciendo con Deacon y sus socios?
El rostro de Salter era pura confusión.
—Pregúntale quiénes son sus amigos, y qué tienen planeado. Pregúntale...
—Un momento, jefe. Yo no sé tanto alemán.
Salter explotó de irritación, la furia pintada en la cara.
—Entonces procura aprenderlo de prisa, joder. Quiero saber con quién cojones
estamos tratando.
—¡Pero si yo sólo sé unas cuantas palabras!
464
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Salter, furioso, cogió el cubo de metal y arrojó su contenido sobre Doring, dejándolo
completamente empapado, y después lanzó el cubo contra la pared. Aterrizó con gran
estrépito y Doring se agitó y se sacudió el agua del pelo, súbitamente consciente.
—Bueno, qué te parece —sonrió Salter—. Ha vuelto al mundo de los vivos. Trae las
cuerdas.
Dos de sus hombres cogieron las manos de Doring y se las ataron a los brazos de la
silla, Salter acercó otra y volvió a agarrar la cabellera de Doring. Los ojos del alemán
se abrieron de repente, llenos de horror cuando vio aquellas grandes tenazas.
—Mira bien esto, colega. No es el modo más divertido de acompañar una
conversación, pero me temo que no me dejas otra salida. Así que ahora vamos a
empezar otra vez. Y que sea rápido y fácil. Si me dices lo que quiero saber, tienes mi
palabra de que saldrás de aquí libre sin más problemas. Pero como intentes aguantar,
te prometo que aquí no habrá más que sangre y espinas.
23.55 h
Weaver notó que la frustración crecía en su interior, y que ésta alimentaba su rabia.
Estaba de nuevo en el coche oficial que se dirigía a Garden City, con el sargento Morris
sentado junto a él.
No había modo alguno de salvar a Rachel, a no ser que pudiera llegar al aeródromo
antes que Sanson, y esa inquietud le torturaba. Y aunque pudiera llegar él primero,
¿qué podría hacer?
Miró por la ventanilla. El coche iba demasiado de prisa para tirarse en marcha, pero
al ir acercándose a la ciudad vieja, el conductor redujo la velocidad para tomar una
curva. Weaver vio su oportunidad. Cogió la puerta, la abrió a medias, pero Morris lo
sujetó del brazo y ordenó al conductor:
—¡Pare el coche!
Frenó con un chirrido, y Weaver cayó hacia atrás contra el asiento y antes de que
pudiera darse cuenta Morris lo tenía sujeto por el cuello con un brazo.
—Yo no lo intentaría. Sólo conseguirá que los dos nos metamos en más problemas.
Weaver se debatió para salir por la puerta, pero Morris sacó del bolsillo unas
esposas y se las puso en las muñecas.
—Tranquilícese, mi teniente coronel, no vaya a hacerse daño.
—Usted no comprende...
—De eso puede estar bien seguro. Pero lo mío no es comprender los porqués.
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Cuando Morris se puso a comprobar que las esposas estaban bien cerradas, Weaver
protestó:
—Por todos los santos, ¿cree que esto es realmente necesario?
—Lo lamento, mi teniente coronel, pero cumplo órdenes. —Morris cerró la
portezuela, el coche arrancó de nuevo y Weaver se arrellanó hacia atrás con una
frustración aún más profunda.
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CAPÍTULO 63
Berlín
23 de noviembre, 00.15 h
467
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Shabramant 00.15 h
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00.20 h
El coche oficial avanzaba a duras penas por una maraña de callejuelas, a cinco
minutos del cuartel general.
La mente de Weaver trabajaba febrilmente. No había modo de quitarle la llave de
las esposas al sargento. La situación parecía completamente desesperada, pero sabía
que o quemaba un último cartucho, y muy pronto, o se vería encerrado en un calabozo
sin la más mínima posibilidad de escapar. Salieron de las callejuelas pequeñas,
tomaron a la derecha, y el coche empezó a ganar velocidad rumbo a la orilla del Nilo
en sombras. El conductor, un cabo joven, iba concentrado en la carretera y Morris
miraba distraídamente por la ventanilla. Entonces, el conductor giró bruscamente a la
derecha para esquivar un carro y un burro, y Weaver aprovechó el momento y se
impulsó hacia un lado, lanzando todo su peso contra Monis.
—¿Qué demonios...?
El sargento abrió la boca buscando aire, el impacto lo había dejado sin aliento, y
Weaver alargó los brazos y golpeó fuertemente con las palmas la manilla de la
portezuela. La puerta se abrió, se agarró al marco, consiguió sujetarse y empujó a
Morris con el hombro. El sargento rodó fuera del coche en marcha, lanzando un grito.
El cabo miró hacia atrás, horrorizado, frenó bruscamente y el coche se detuvo entre
chirridos treinta metros más allá.
—Por todos los demonios, podría haberlo matado...
Weaver lanzó ambos puños hacia adelante y golpeó al cabo de lleno en la
mandíbula. Cuando el joven se iba para atrás atontado, él ya estaba saltando del coche.
Diez minutos después entraba en un hotelucho de una calleja. Estaba sin aliento y
con el cuerpo empapado en sudor. Un egipcio ya mayor estaba sentado tras el viejo
mostrador de la recepción, pasando las cuentas de su rosario.
469
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—¿Effendi?
—Necesito el teléfono —jadeó Weaver.
—Mis disculpas, effendi. El teléfono es sólo para clientes del hotel.
—¡Limítese a llevarme al maldito teléfono!
El anciano vio las esposas y pensó que sería mejor no discutir.
—Al fondo... al final del pasillo hay una cabina.
Weaver la encontró al final del pasillo, entró, pugnó por conseguir levantar el
auricular y habló con el operador.
00.10 h
470
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Helen Kane conducía hacia el sur saliendo de la ciudad por una carretera secundaria
oscura, bordeada de palmeras, hasta que Weaver le dijo:
—Para.
Llevó el coche hacia el arcén. Weaver salió.
—Trae la pistola.
—Lo único que harás será meterte en más problemas, Harry. ¿Crees que esto es
sensato?
—La pistola, Helen.
Helen cogió la Colt automática de debajo del asiento.
—No he disparado un arma desde que hice la instrucción básica.
—Pues ahora es el momento de practicar un poco. —Weaver se arrodilló al borde
de la carretera, puso las palmas de las manos en el suelo y tensó la cadena de las
esposa»—. Dispara.
—A la orden, mi teniente coronel. —El comandante volvió unos minutos después
con el operador y un par de sargentos—. Éstos son mis mejores hombres.
Sanson se dirigió a ellos:
—Quiero que observen el aeródromo, a ver si pueden descubrir algo por allí. Estén
atentos sobre todo por si ven algún camión americano. Y, por Dios santo, asegúrense
de que no los ven. Eso lo estropearía todo. Camúflense y adelante. Observen y regresen
tan rápido como puedan.
Los hombres se pintaron de negro las manos y la cara con grasa de uno de los
camiones, luego se perdieron en la oscuridad mientras Sanson le decía al radio:
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00.45 h
01.00 h
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CAPÍTULO 64
00.50 h
Shabramant 01.00 h
Sanson y sus hombres se habían arrastrado hasta las dunas que había ante las verjas,
todo iba sobre ruedas en los últimos minutos previos al asalto. Distinguía las garitas
de centinelas bajo la penumbra plateada de la luna, las siluetas de media docena de
barracones, luces en alguna de las ventanas. Pero aparte de los dos guardias que
fumaban y charlaban apoyados contra una de las garitas, no descubrió más actividad
en el campo.
Hizo señas a los dos exploradores que todavía tenían la cara ennegrecida, y se
deslizaron hacia adelante, reptando sobre el vientre, desvaneciéndose entre la
oscuridad como fantasmas. Reaparecieron al otro lado de la carretera unos minutos
después y redujeron rápidamente a los dos guardias, pero uno de ellos logró soltar un
grito apagado antes de que una mano se lo impidiese.
—Recemos para que nadie haya oído eso —dijo Sanson, enfadado. Se volvió hacia
el comandante y ordenó—: Abran esas verjas y mire a ver si puede sacarles a los
centinelas dónde está Salter, y después tráigame el megáfono.
—A la orden, mi teniente coronel.
474
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Sanson abrió camino hacia las verjas, y una vez abiertas, ordenó a la tropa que se
desplegaran y avanzasen.
—Y no abran fuego hasta que yo dé la orden.
Apenas si habían dado una docena de pasos cuando se abrió la puerta del barracón
más próximo, a unos cincuenta metros, y un par de hombres salieron con mucha
precaución, como si hubieran decidido investigar qué les había perturbado.
—¡A tierra! —ordenó Sanson, y todos se echaron cuerpo a tierra, pero era demasiado
tarde. Los hombres llevaban uniformes del ejército británico e iban armados con
subfusiles Sten, y cuando vieron a los intrusos abrieron fuego sin control, y después
desaparecieron en el interior del edificio y apagaron las luces.
El comandante corrió al lado de Sanson y se tendió en el suelo.
—Qué mala suerte... casi los pillamos por sorpresa.
—Déme el megáfono. —El comandante se lo pasó y Sanson gritó por el micrófono—
: Aquí el teniente coronel Sanson, inteligencia militar. Tenemos rodeado el aeródromo.
Tiren las armas y salgan con las manos arriba.
Saltaron por los aires los cristales de una ventana, alguien sacó por ella el cañón de
un Sten y una lluvia de balas silbó por encima de Sanson, que se agachó para ponerse
a cubierto.
—Si ésa es su respuesta, que así sea. Traigan el blindado y el carro. Y que algunos
hombres rodeen los barracones por detrás para cubrir la retirada, por si alguno es tan
estúpido que intenta escapar.
El comandante habló por la radio de campaña y en menos de un minuto el carro
blindado ya había entrado por las verjas con estruendo, seguido del otro vehículo.
Continuaron hacia adelante y viraron a la derecha, cubriendo a las tropas que
avanzaban, agachadas, detrás de los vehículos. Sanson golpeó en la chapa acorazada
con su revólver, se abrió una trampilla de metal en la puerta y apareció la cara del
ametrallador.
—Abra fuego a los barracones, uno por uno —le ordenó Sanson—. Vamos a
barrerlos de ahí.
Salter había apagado las luces de la oficina en el mismo instante en que oyó la
primera ráfaga de fuego. Fue hasta la ventana a trompicones, donde uno de sus
hombres estaba agazapado con un subfusil. Oyeron la voz metálica del megáfono
seguida de una segunda andanada.
—Es el ejército, jefe. Y me parece que van en serio.
Un tanque y un transporte blindado con una ametralladora pesada empezaron a
machacar uno de los barracones con una mortífera ducha de fuego, y a menos de cien
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metros de allí Salter pudo ver unas figuras oscuras moverse en la noche Estaba
perplejo, desbordante de ira.
—¿Cómo cojones habrán sabido que estábamos aquí?
—Ni idea. Pero estamos metidos en un buen lío, de eso no hay duda.
Una ráfaga perdida sacudió la ventana, y el hombre iba a levantar su Sten para
responder cuando Salter lo detuvo.
—No seas idiota, joder, vas a descubrir nuestra posición. —Se volvió a los otros
cuatro de sus hombres que continuaban en el local—: Uno de vosotros que se quede
aquí. El resto intentad llegar hasta los demás por la salida de atrás. Decidles que nos
largamos, y rapidito. Sálvese quien pueda.
Tres de los hombres se dirigieron a la parte trasera del barracón, Salter se agachó
con el otro junto a la ventana, y vio más sombras que se aproximaban en la oscuridad.
En los otros edificios, el resto de su banda ofrecía dura resistencia, por lo que podía
oír, y respondían al ataque con fuego nutrido de ametralladora.
—¿Cuántos te parece a ti que son?
—Creo que demasiados. Y no tardarán mucho en tenernos a tiro, por todos lados.
Salter ardió de rabia cuando uno de sus camiones, que estaba aparcado delante de
la barraca vecina, se quedó sin neumáticos por disparos bien dirigidos.
—Esos cabrones se están asegurando de que no podamos escapar. Bueno, ya lo
veremos. Sal hacia el hangar que está más cerca por detrás. Mira a ver si encuentras
algún medio de transporte. Yo iré detrás de ti en seguida, en cuanto me haya ocupado
del moro.
—De acuerdo, jefe.
El hombre fue reptando por el suelo hacia el pasillo de atrás. Salter se inclinó sobre
Hassán, aún atado a la silla, y le colocó la punta del cañón de su Sten en la cara.
—Me parece que nos hemos quedado solos tú y yo, corazón. Así que es hora de
hablar o morir. ¿Dónde están Deacon y sus amigos? Dímelo, y vivirás para poder
luchar otro día. Si no, tu cabeza va a parecer un melón reventado.
Otra lluvia de balas perdidas explotó en la habitación, rompiendo cristales,
clavándose en la pared y rebotando en el chasis metálico de la radio de campaña. Salter
se enjugó el sudor de la cara, afirmó el dedo en el gatillo y apretó el cañón contra la
frente del árabe.
—No quiero meterte prisa, colega, pero si no me contestas rápido, me parece que
no vas a tener elección. Así son las cosas. Última oportunidad. ¿Dónde están?
El sudor relucía sobre el rostro de Hassán.
—En la ribera del Nilo. En una villa llamada Maison Fleuve.
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Salter gritó y cuando se tambaleaba hacia atrás, Hassán le soltó con rabia:
—Vete a hacerle compañía al diablo, inglés de mierda.
Salter se desplomó con la guerrera empapada en sangre; Hassán recuperó la navaja,
cogió la Sten y se la colgó al hombro. Se subió inseguro a la Guzzi, con la mandíbula
ardiéndole todavía, y en ese momento un jeep dobló la esquina con tres soldados a
bordo. Levantó la metralleta, disparó una larga ráfaga, y el vehículo salió marcha atrás
a toda prisa.
Sanson dirigió a los hombres hacia la oficina, avanzando a cubierto del transporte
blindado. Era el último edificio sin asaltar, ya habían tomado todos los otros, tras una
fuerte resistencia de la banda de Salter, que se acabó cuando comprendieron que la
superioridad de fuerzas era abrumadora.
Un grupo de soldados de las Fuerzas Aéreas egipcias, confusos y asustados, habían
sido liberados de uno de los barracones con las manos atadas a la espalda, algunos
heridos por cristales rotos, pero ni Halder ni tampoco Salter estaban entre los muertos
ni los capturados, y Sanson, con sólo un edificio sin tomar, empezaba a ponerse
nervioso.
—Denles una advertencia para que se rindan.
El comandante levantó el megáfono.
—Tiren las armas y salgan con las manos arriba. Si no obedecen la orden, abriremos
fuego.
Nadie respondió, y Sanson dijo:
—Déme un par de granadas.
El comandante le pasó las granadas y Sanson lanzó una por una ventana rota,
después la otra. Hubo dos resplandores y dos explosiones, y entonces ordenó al
ametrallador del transporte que barriese la fachada del edificio. La ametralladora Bren
cosió con un barrido de fuego la terraza. Saltaron trozos de madera, se rompieron los
cristales que quedaban y la puerta saltó de sus bisagras. Cuando se acabó el fuego,
Sanson avanzó con la pistola en la mano.
—Muy bien, vamos a ver qué tenemos.
Alguien encendió las luces y Sanson vio la radio de campaña perforada por las balas
y el cadáver torturado de Doring despatarrado en una esquina.
—Coja a un prisionero. Averigüe qué ha pasado aquí.
Trajeron a un prisionero de aspecto rudo con nariz de boxeador y las manos
esposadas a la espalda. Sanson se le acercó.
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—El jefe no lo sabía con seguridad, tenía que esperar a que volviesen los socios de
Deacon.
Se oyó un ruido a sus espaldas y entró en la habitación uno de los hombres que
Sanson había enviado.
—Han visto al árabe, mi teniente coronel. Parece ser que nuestros chicos iban en un
coche por detrás hace unos minutos y lo vieron escapar en una motocicleta. Fueron
tras él.
—¿Y qué hay de Salter?
—Creo que lo hemos encontrado. Está muy mal.
Weaver vio los destellos de luz a doscientos metros del aeródromo. Tableteo de
ametralladoras y explosiones de granadas retumbaban en el aire de la noche, y el alma
se le cayó a los pies. Dijo a Helen Kane que parase y se bajó del coche.
—Llegamos demasiado tarde. Ya han empezado.
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Ella se bajó del coche y fue a su lado. Weaver miraba hacia el campo de aviación con
la cara sombría, contemplando los destellos de luz del fuego de las armas ligeras.
Helen le pasó una mano por el hombro.
—Tú no podías hacer nada, Harry. No me gusta tener que decirlo, pero todo ha
terminado para tus amigos. Ahora, marchémonos de aquí antes de que nos peguen un
tiro también a nosotros.
Weaver cogió la pistola del coche y empezó a adentrarse en la oscuridad.
—Si no estoy de vuelta dentro de quince minutos, sal de aquí y vuelve a El Cairo.
—Harry, por favor... Ahora ya no tiene sentido.
—Necesito saber lo que ha pasado.
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CAPÍTULO 65
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cuerpo hendiendo el vacío, el jeep dio otra vuelta, aterrizó encima de la alambrada, y
Hassán oyó los gritos apagados de los otros dos soldados aplastados bajo el vehículo.
Consiguió ponerse en pie a duras penas, dolorido, y revisó la motocicleta. El motor
seguía en marcha, se montó de nuevo y la empujó hacia adelante para comprobar los
daños. La rueda delantera había quedado ligeramente torcida. Seguía girando, pero
rozaba contra la horquilla y eso la frenaba. El subfusil Sten le había magullado el
costado al caer, la alambrada de espino le había abierto un corte en la pantorrilla
derecha, y la mandíbula le había empezado a sangrar nuevamente.
De pronto, oyó el rugido de un avión y un Spitfire apareció volando muy bajo, los
motores bramaban, a su cola venía otro y ambos con las luces de aterrizaje encendidas
mientras volaban sobre el aeródromo, antes de volver a elevarse en la noche. Aceleró
la moto y vio que el soldado que había salido por el aire se ponía en pie a trompicones,
agarrándose un hombro. Hassan levantó su Sten, lanzó una ráfaga y, cuando el
hombre se tiró a tierra, asustado, para ponerse a cubierto, salió a toda velocidad.
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Halder salió de la cama con un repentino malestar, fue hasta la pila de esmalte, y se
echó agua por la cara.
—Los antiguos creían que los sueños eran las profecías del alma, una especie de
advertencia de los dioses. A veces creo que sabían más de lo que sabemos nosotros.
—Eso es pura superstición.
Mientras se secaba, había inquietud en sus ojos, y tenía la expresión cansada. Rachel
se puso tras él, le pasó los brazos por la cintura para animarlo, y apoyó la cabeza en su
espalda.
—Con todo lo que está pasando, tu mente trabaja demasiado. Por eso has tenido esa
pesadilla tan terrible. Para ser una persona adulta, algunas veces llegas a ser muy poco
racional, ¿sabes? Trata de olvidarte de esto, por favor, Jack.
Halder se volvió, la cogió en sus brazos y la miró a los ojos.
—¿Sabes una cosa? Eres demasiado buena para mí, Rachel Stern. Práctica, con los
pies en el suelo.
Ella le puso un dedo en los labios, sonrió, pero en sus ojos se traslucía la tensión.
—Será mejor que bajes. Cuanto antes estés de regreso, mejor. —Le tocó la mejilla, lo
acarició con un beso y lo miró a los ojos—. Prométeme que volverás sano y salvo. Hazlo
por los dos.
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—Invasor Uno a Invasor Dos, ¿me recibe? Cambio. —Repitió el mensaje media
docena de veces y después frunció el ceño—. No contestan. No se oye nada al otro
lado.
—¿Está seguro de que la radio funciona bien y está en la frecuencia correcta?
Kleist lo comprobó para asegurarse y luego asintió con la cabeza.
—Pruebe usted si quiere.
Halder lo hizo, pero la única respuesta que oyó fue un zumbido constante. Dejó los
auriculares y Deacon se puso de pie, preocupado.
—¿Cree que algo ha ido mal?
—Revisamos las dos radios de campaña antes de ocupar d aeródromo, y
funcionaban perfectamente. Puede que sólo sea un problema técnico, pero nunca se
sabe. Vaya al vehículo, Kleist. Nos vamos para allá.
Una vez hubo salido Kleist, Halder dijo, preocupado:
—¿Cree que hay posibilidades de que Salter se haya excedido en su papel?
—Yo no lo hubiera pensado —dijo Deacon con expresión sombría—; desde luego
no si cree que le va a caer una fortuna. Pero con una serpiente traicionera como él,
supongo que nunca se sabe. ¿Cree que si es ése el caso, podrá manejarlo?
—Esperemos que sí. Lo principal es controlarlo. Salter tendrá que quedarse por allí
hasta que aterrice el avión, de eso no hay duda. Después, ya no tendremos que
preocuparnos de él. —Halder tamborileó con los dedos sobre la radio—. Pero que no
haya respuesta, me preocupa.
—Y a mí también.
Halder se puso la gorra.
—Si podemos solucionar el problema de la radio, lo llamaré y le haré saber cuándo
han aterrizado los hombres de Skorzeny. Si no es así, uno de nosotros tendrá que
volver aquí para informarle. De una u otra manera, y si Dios quiere, todo habrá
terminado antes del amanecer, y nos veremos para una cita final. Cuide de la señorita
mientras yo esté fuera.
Deacon le dio un fuerte apretón de manos.
—Buena suerte, comandante.
Halder se volvió para irse, y se dio cuenta de que había dejado la M 3 arriba, en el
dormitorio. Cuando iba por el pasillo, oyó el sonido inconfundible de un motor
rugiendo en el patio delantero. Sacó la pistola y le dijo a Deacon:.
—¿Quién demonios será?
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Cuando ambos iban hacia la puerta principal, Kleist entró como una tromba, con la
cara traspuesta.
—Será mejor que vengan fuera.
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CAPÍTULO 66
Weaver hizo todo el trayecto con los faros apagados, siguiendo las huellas que el
árabe había dejado en la carretera del desierto, hasta que en cierto momento avistaron
la nube de polvo que levantaba la motocicleta. La única luz que había era la de la luna,
y de tanto en tanto la motocicleta hacía eses como borracha, o como si el piloto tuviera
dificultades para manejarla.
Weaver intentaba controlar la carretera, para asegurarse de que seguían al árabe a
distancia suficiente como para confiar en que no los descubriese, y cuando habían
recorrido tres o cuatro kilómetros, le dijo a Helen Kane:
—Puede que me equivoque, pero por la manera en que conduce, debe de estar
herido. No le quites los ojos de encima ni un segundo. No quiero perderlo.
A aquella hora de la madrugada casi no había tráfico, y cruzaron el puente Inglés
diez minutos más tarde y llegaron a las afueras de la ciudad por la orilla oeste, muy
poco poblada.
Pasaron de largo varias grandes villas antiguas en el Nilo y sus jardines, y vieron
que el árabe torcía por un estrecho camino privado que bordeaba el río. Un kilómetro
y medio más allá, la motocicleta desapareció a través de las verjas abiertas de una villa
con muros blancos.
Weaver detuvo inmediatamente el coche fuera de la carretera, apagó el motor, y
durante unos pocos segundos siguió oyendo el zumbido de la motocicleta, antes de
que se apagara bruscamente. Salió del coche y atisbó en la oscuridad. Helen Kane
frunció el ceño.
—¿Qué crees que está haciendo?
Weaver comprobó su pistola Colt y se la metió en la cintura.
—Quédate aquí. Me adelantaré a echar un vistazo. Si no he vuelto dentro de veinte
minutos, vete al teléfono más próximo y llama a Sanson.
Tenía una expresión como de poseso y Helen se percató de ello.
—Harry, estás nervioso. ¿Qué puedes conseguir? ¿Por qué no llamamos a Sanson
ahora, sin más?
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—Si he llegado hasta aquí, muy bien puedo seguir adelante. Recuérdalo: espérame
aquí.
Pusieron a Hassán en una silla y Deacon fue a buscar una toalla y una palangana
con agua. Cuando volvió, le limpió la fea herida de la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Halder con ansiedad.
El árabe apretó los dientes de dolor, se sujetó la toalla contra la mandíbula, hablaba
con dificultad. Cuando consiguió explicárselo, Deacon explotó de ira:
—Ese cabrón traicionero... Salter nos la ha jugado y lo ha arruinado todo.
—Enfadarnos no nos llevará a ninguna parte —advirtió Halder—. Lo que me
preocupa es cómo supo el ejército lo del aeródromo. No podía ser por culpa de Salter,
¿verdad?
Hassán negó con la cabeza, le costaba mucho hablar.
—Todo lo que sé es que el avión no puede aterrizar. No mientras los Spitfires y el
ejército inglés lo estén esperando para derribarlo.
Halder suspiró, con resignación.
—¿Está seguro de que no lo han seguido?
El árabe se levantó a duras penas de la silla con la toalla todavía apretada contra la
cara.
—No estoy seguro de nada, excepto de que maté a ese cerdo de Salter.
—Kleist, salga y mire usted bien. —Halder tomó la decisión al instante—. Después,
nos iremos de aquí.
El comandante de las SS salió precipitadamente y Deacon dijo:
—¿Le importa decirme adónde?
—Cualquier sitio servirá, de momento, hasta que decidamos qué hacer después. El
ejército descubrió el aeródromo, y no tenemos modo de saber qué más saben.
Quedarse aquí sería una locura. Lo mejor será que envíe un mensaje a Berlín tan de
prisa como pueda, mientras quede tiempo para que Skorzeny aborte la operación.
Asegúrese de que reciben el mensaje. Después venga al barco. Nos quedaremos por el
río, será más seguro que las carreteras.
Cuando iba en busca de Rachel, Deacon lo cogió por el brazo y le dijo:
—Escuche, Halder. Todavía podemos terminar esto. Si uno de nosotros puede pasar
por el túnel...
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—Entonces intenta no olvidarte del lirio de mi tumba, ¿te acordarás, viejo amigo?
—dijo Halder, ya sin esperanzas—. Me temo que nunca me gustaron las rosas.
Weaver se arrodilló para recoger la pistola de Halder y le preguntó:
—¿Dónde está Rachel?
—Ella no tiene nada que ver en esto, Harry. —Había una expresión de súplica en el
rostro de Halder—. Todos los demás somos más que culpables, pero ella ha sido
utilizada desde el principio. Tienes que dejarla marchar.
—Te he preguntado dónde está.
—Estoy aquí.
Weaver oyó un ruido detrás de él y se volvió. Rachel se acercó hasta el hueco de la
puerta con la ametralladora M3 de Halder en las manos.
—Ahora, Harry, deja la pistola en el suelo, por favor.
Kleist apareció tras ella, sujetando con fuerza a Helen Kane por el brazo y
apuntándole a la cabeza con la pistola.
—Suélteme... —Se debatía para liberarse, pero Kleist la empujó dentro de la
habitación.
—La encontré fuera, es amiga del norteamericano. Esperaba sola en un coche
militar, un poco más abajo del camino. —El SS lanzó una mirada hacia Weaver—: Ya
ha oído la orden. Deje la pistola.
Weaver comenzó a levantar su Colt, lleno de rabia, pero Kleist dijo con maldad en
la voz:
—Otro movimiento brusco y esta zorra se quedará sin sesos.
—Harry, creo que es mejor que hagas lo que te dicen —dijo Halder
tranquilamente—. Me parece que han cambiado las tornas. Así que quizás deberías
soltar el arma y presentarnos a la señorita.
Weaver volvió la vista hacia Rachel y dijo con voz ronca:
—No sabes lo que estás haciendo...
—Cállese —lo interrumpió Kleist—. Suelte la pistola, y de prisa.
Weaver soltó la Colt, que resonó contra el suelo y Deacon la recogió, mientras
Halder cruzaba la habitación con la mano tendida hacia Rachel para que le diera la
ametralladora.
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—Para ser una mujer que odia las armas de fuego, lo has hecho bastante bien. Ahora
será mejor que me la des, antes de que alguien resulte herido.
Rachel no hizo el más mínimo gesto de entregarle el arma.
—Apártate, Jack.
Halder frunció el ceño, totalmente confuso. Una sombra cruzó por su cara. Estaba a
punto de hablar pero Rachel le hizo un gesto con el arma.
—Ponte allí, junto a la pared. Tú también, Harry —ordenó, y le hizo un gesto con la
cabeza a Kleist—. Lleve a la mujer a la bodega, y átela bien. Asegúrese de que no puede
ir a ningún sitio.
Kleist sacó a Helen Kane a rastras de la habitación y Rachel dijo a Hassán:
—Vaya afuera y vigile. Si ve u oye algo, vuelva rápidamente.
El árabe parecía completamente atónito, se había olvidado de su dolor. Deacon le
ordenó, tajante:
—Ya has oído la orden. Obedece. Luego te lo explicaré.
Cuando Hassán salió, Rachel miró a Deacon y le dijo:
—Envíe el mensaje a Berlín. Ya sabe qué tiene que decirles.
Deacon salió de la habitación a toda prisa, el ruido de sus pisadas perdiéndose hacia
la bodega, y luego ellos tres se quedaron a solas.
Del rostro de Weaver había huido toda la sangre, una verdad terrible se anunciaba,
y Halder estaba pálido como un muerto.
—¿Sabes?, de pronto he tenido la terrible sensación de que Harry y yo hemos vivido
completamente engañados durante años —dijo.
—Pues creo que ya es hora de que los dos sepáis la verdad.
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CAPÍTULO 67
Berlín
23 de noviembre, 01.45 h
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—Ya te dije, Wilhelm, que Roosevelt es nuestro objetivo principal, por encima de
todo. Y en estos momentos, nuestro único objetivo. Y Ruiseñor es nuestra última carta,
la única esperanza que nos queda de que la operación tenga éxito. Nuestro as en la
manga.
—Pero... ¿quién es ese agente?
Schellenberg negó con la cabeza y explicó:
—No es un agente. Es una agente. Para ser exactos, Rachel Stern.
Canaris estaba completamente atónito. Schellenberg esperó a que el impacto
terminara de hacer efecto.
—Ése no es su verdadero nombre, por supuesto, pero por el momento nos servirá.
—Supongo que es una broma...
Schellenberg pareció ofendido mientras volvía de la ventana y se sentaba.
—Me parece que la situación no está como para hacer bromas.
—Pero... pero eso es completamente increíble.
—Hay algunos datos que tienes que saber. Antes de la guerra era nuestra agente
principal en Egipto, y nos suministró in formación valiosísima. Sobre instalaciones
militares, sobre los grupos nacionalistas que eran una espina clavada en el
protectorado británico, y muchas más cosas. —Schellenberg enarcó una ceja, irónico—
. Créeme, no puedes ni imaginarte lo buena que era. Mejor que todos los demás que
teníamos juntos. Ella hacía que cualquiera de los otros, por bueno que fuera, pareciera
un aficionado.
—Pero... ¿Rachel Stern no es medio judía?
—Ah, aquí es donde las cosas son un poquito más complejas. —dijo Schellenberg
con una amplia sonrisa—. Cuando decidimos enviarla a Egipto la primera vez
necesitaba tener unos antecedentes plausibles. También el profesor Stern y su esposa
eran, de hecho, agentes del SD. La ascendencia judía de la esposa, y los sentimientos
nazis del profesor fueron fabricados para construir una buena tapadera, y de hecho
resultó excelente. Así que hubo alguien en la oficina del SD que simplemente se
inventó una hija para los Stern... y supongo que ya te imaginas el resto.
La mente de Canaris trabajaba furiosamente.
—¿Y su detención por la Gestapo cuando regresaron a Alemania?
—Me temo que sólo fue un truco más. Un barco de la Kriegsmarine tenía el encargo
de recogerlos en route de Estambul cuando el Izmir naufragó. Por suerte para nosotros,
pudieron rescatar al profesor y a Ruiseñor. Pero su detención ficticia no tenía otra
función que proteger la ficción. La verdad es que se los llevaron para informar.
—Pero... ¿por qué estuvo prisionera en Ravensbruck?
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—Me sorprende que no veas la lógica en todo ello, Wilhelm —sonrió Schellenberg—
. Pero ya veo que sigues atónito. Era un truco más, pura y simplemente.
—No sé qué me quieres decir.
—Halder no había visto a Rachel Stern desde que se separaron en El Cairo. Los
comentarios antinazis del profesor y la sangre supuestamente judía de su mujer
sugerían que la familia tendría un destino poco agradable si volvía a Alemania. Eso es
exactamente lo que Halder esperaría, y cualquier cosa menos dura le hubiera hecho
sospechar. Lo del campo fue una cuestión bastante fácil de arreglar: un uniforme de
prisionera usado, un médico que le fuera administrando pequeñas dosis de pólvora
para darle un aspecto desmejorado. Y para rematarlo, un funcionario de prisiones
ficticio que había sido discípulo de su padre, para explicar por qué su estado de salud
seguía siendo razonablemente bueno y no la habían tratado demasiado mal.
—Al parecer, pensaste en todo —dijo Canaris.
—Procuro hacerlo siempre —respondió Schellenberg con una sonrisa maliciosa—.
Los detalles son tan importantes... Así que nunca se trató de que Halder se asegurase
de que la mujer hiciera lo que se esperaba de ella, sino todo lo contrario. Él podía ser
el hombre ideal para este trabajo, pero desde el principio, Himmler tenía algunas
dudas sobre la autenticidad de la lealtad de Halder, teniendo en cuenta que es medio
norteamericano, y sobre si realmente haría todo lo posible por llevar el asunto a buen
fin. La mujer estaba allí para asegurarnos de que sí. Y con el futuro del Reich en juego,
tuvimos que hacer un plan alternativo por si no podíamos trasladar a los paracaidistas
de Skorzeny hasta El Cairo o si Halder fallaba.
—¿Y por qué no le dijeron la verdad desde el principio, simplemente?
—Era evidente que Halder seguía sintiendo algo por Rachel Stern. Y que haría
cuanto pudiera por llegar a El Cairo, sin importarle los obstáculos. Si le hubiéramos
dicho la verdad, habríamos destruido sus ilusiones. Y, además, en primer lugar, existía
el riesgo de que no hubiera aceptado participar en nuestros planes. Queríamos
también que la tapadera de Ruiseñor fuera creíble y por encima de toda sospecha. Si
la atrapaban, no sería más que una víctima que habíamos utilizado, no uno de los
agentes más brillantes de Alemania, a quien los aliados someterían a juicio y
ejecutarían. Eso les hubiera dado razones para presumir, y no habría sido bueno para
nuestra propia estima.
Se produjo una larga pausa y, de pronto, Canaris pareció enfadarse.
—¿Y por qué me ocultasteis todo esto?
—No ha sido cosa mía, Wilhelm. El Führer decidió que lo más prudente era
mantenerlo en secreto, que cuantos menos lo supieran, mejor.
—Y ahora se estará riendo a mis expensas. Siempre he sabido que no se fiaba de mí
—dijo Canaris sin amargura—. Esto me lo confirma.
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—Pero los hijos del general Ulrich... creo que los vi una vez. Tienen menos de veinte
años. Son unos niños, los dos. ¿Cómo pueden ser culpables de semejante traición?
—Eso tendrás que preguntárselo a Himmler —Schellenberg volvió a encogerse de
hombros—, yo no tuve nada que ver con su detención. Pero sí he ido vigilando
personalmente cómo están todos ellos, y te alegrará saber que están siendo tratados
razonablemente bien... Nada de más palizas ni interrogatorios. Por lo menos, hasta que
esto haya terminado y se decida su destino.
Canaris tensó los labios con repugnancia.
—¿Y si la hija del general fracasa?
—Vamos a no pensar en fracasos —respondió Schellenberg, animoso—. Ya he
tenido más que suficiente por esta noche. Y la verdad es que puedes creerme si te digo
que seguramente la mujer tiene una probabilidad tan alta como los paracaidistas de
Skorzeny. Y me parece que Halder estará destrozado si se ha enterado de la verdad.
Canaris apoyó la espalda, aturdido, intentando encajar el resto de las piezas y
pensando muy de prisa.
—¿Y a él qué le pasará?
—Dando por hecho que haya supervivientes, sigue en pie el plan que preparamos
con Deacon: sacarlos a todos en avión cuando todo haya terminado, incluido Halder.
Aunque, para ser sincero, no espero que las cosas salgan así. Pero desde luego, si
Ruiseñor consigue sacar adelante el plan, se convertirá en la gloria del Reich. Viva o
muerta, su nombre se habrá ganado un sitio en la historia.
Canaris continuó sentado un rato, rumiando el asunto.
—Está claro que nunca le importó un bledo Halder. Todo era puro teatro.
—Es una actriz espléndida, por supuesto, cuando la ocasión lo exige —admitió
Schellenberg—. Pero en lo de que Halder no le importe, lo cierto es que no estoy tan
seguro.
—Explícate.
—He leído los informes que hizo cuando volvió de Egipto. Según parece, aparte de
Halder, tuvo amistad con otro joven, un norteamericano. Explicaba esas relaciones
como una pura conveniencia, naturalmente, todo como parte de su tapadera. Pero
como bien sabes tú, cuando eres un oficial de inteligencia experimentado aprendes a
leer las mentes y el verdadero significado que hay tras las palabras.
—¿Y qué dicen?
—Tuve la clara sensación de que si no se hubiera marchado de Egipto cuando lo
hizo, se habría visto dividida entre sus sentimientos personales y su sentido del deber.
Cuando le pedí su informe, le pregunté, por curiosidad, qué sentía por aquellos dos
hombres. Y admitió que tenía fuertes sentimientos hacia los dos.
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CAPÍTULO 68
Maison Fleuve
23 de noviembre, 01.30 h
Weaver permanecía sentado; su rostro como tallado en piedra, tenso hasta el último
músculo. La habitación estaba en un silencio absoluto, un silencio abrumador. Halder,
completamente atónito, no dijo ni una palabra hasta que Rachel Stern terminó de
hablar.
—He de admitir que me engañaste por completo —dijo muy bajo, todavía bajo los
efectos del shock, con una voz que era casi un susurro—. La historia del campo de
prisioneros, las razones por las que Schellenberg quería que formases parte de esto, tu
hostilidad inicial. Todo parecía verdad. Pero ahora ya veo que estaba muy equivocado.
Todo era una farsa.
Una expresión como de remordimiento cruzó la cara de Rachel.
—Nada de esto ha sido culpa mía, Jack. A mí, igual que a ti, me atraparon entre la
espada y la pared, me obligaron a entrar en el juego de Schellenberg. —Se acercó
lentamente desde la ventana—. Pareces desolado, Harry. ¿Tanto te he decepcionado?
Weaver se sentía completamente perdido. No encontraba palabras. Estaba hundido,
como si hubiera recibido un puñetazo, pero consiguió susurrar roncamente:
—Más de lo que te puedas imaginar.
—Siento mucho que haya tenido que ser de este modo.
—Muy conmovedor —dijo Halder con amargura—, pero puedes seguir fingiendo
angustia, no importa. Nunca has sentido nada de nada ni por Harry ni por mí, jamás,
¿verdad? Todo era un juego.
Rachel los miró a los dos fijamente, con una especie de lamento en los ojos.
—¿De verdad crees que es así, Jack?
—Lo que creo es que he sido un completo idiota... y todo lo demás no tiene ninguna
importancia. Salvo lo que vaya a pasar ahora.
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—Tú vendrás con Deacon y conmigo. Ya has logrado acercarte una vez a Roosevelt.
Puedes hacerlo de nuevo. Pero esta vez te acompañaré yo. Y si por cualquier
casualidad hay un después, nos iremos volando de aquí.
—¿Te importa decirme cómo?
—Por el medio que preparó Deacon para casos de emergencia. Su amigo el piloto
egipcio nos recogerá en una pista del desierto cerca de Saqqara y nos llevará a una base
aérea alemana de Creta.
—Te puedo asegurar que aunque alguno consiga subir a ese avión, lo derribarán
rápidamente.
—Deacon no opina lo mismo. La ruta está bien planeada. Una vez que el avión esté
al norte de Port Said, habrá unos cazas alemanes esperando para guiarlo con
seguridad.
—¿Y quién va a hacer el trabajo sucio en el hotel?
—Yo. Ése era el plan, si tú fallabas o los hombres de Skorzeny no llegaban.
—¿Y cómo? —Halder movió la cabeza a ambos lados—. No tendrás ni una maldita
posibilidad de acercarte a Roosevelt, y no digamos de matarlo y conseguir escapar.
—Me temo que tendré que jugar esa mano según vengan las cartas. Y en cuanto al
cómo... —Rachel hizo aparecer la Luger de Deacon, dejó la ametralladora y se sacó
algo del bolsillo. Halder reconoció al instante aquella forma oblonga de metal. Rachel
la encajó en el extremo de la Luger —. Un nuevo silenciador que ha sacado el SD. El
mejor que se haya hecho nunca. Si lo disparase a tu espalda, ni siquiera te enterarías.
Apuntó rápidamente a Halder con la pistola y apretó el gatillo. Se oyó un ruido
apenas audible, como una tosecita ligera, y un proyectil zumbó junto a la oreja de
Halder y se incrustó en el yeso de la pared, a su espalda. Disparó de nuevo, esta vez
deliberadamente a la derecha, acertando a una de las máscaras mortuorias nubias de
la pared, un tiro limpio entre los ojos.
—Impresionante —dijo Halder, observando los resultados—.
Así que, ¿yo te conduzco a través del pasadizo y tú te juegas tu oportunidad?
—¿Hay alguna otra opción?
—Puedes olvidarte de una vez por todas de este maldito asunto.
Ella lo miró, muy seria, y negó con la cabeza.
—No puedo hacer eso, Jack. ¿Y sabes por qué motivo?
—No puede ser que creas de verdad en todas esas estupideces nazis. El Reich de los
mil años, un solo pueblo, un solo Führer.
Rachel titubeó y por su rostro cruzó una sombra que humedeció de emoción sus
ojos.
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—Lo que yo crea o deje de creer no tiene ninguna importancia. Excepto que tengo a
mi familia pudriéndose en los sótanos de la Gestapo y que realmente no quiero que
mueran allí. Y tengo un país que está siendo bombardeado noche y día. Si eso no se
acaba pronto, no quedará nada para nadie, no habrá nada para la gente decente.
—Pobre estúpida. ¿No lo ves? Puede que a lo que jugamos aquí sea a un juego
mortal, pero sigue siendo sólo un juego. Nada de lo que tú puedas hacer cambiará
nada. Los aliados ganarán la guerra de todas maneras.
Rachel no respondió, y mientras Weaver seguía allí sentado, escuchándolo todo con
rostro impenetrable y totalmente confuso, miró a Halder y le dijo con voz ronca:
—Habéis mencionado un pasadizo. ¿A qué os referís?
—Me temo que vas muy atrás en esta carrera, Harry. Hay una quiebra fatal en las
defensas de tu presidente.
Halder le explicó lo del túnel; Weaver no pudo controlar su ira y miró a Rachel y
explotó, con la voz llena de emoción:
—Matar a Roosevelt no va a terminar con esta guerra, lo único que hará será
empeorarla. No existe ni un solo soldado americano vivo que no se sintiera ultrajado
y buscase venganza. Querrían ver a Alemania de rodillas. Y continuarían luchando
tanto tiempo como fuera preciso, sin renunciar nunca. Hasta que el infierno se hiele.
—Me temo que nada de todo eso cambie nada, Harry —le dijo Rachel—. Sigo
teniendo una misión que cumplir. En cuanto a tu amiga y a ti, no sufriréis daños si
hacéis lo que se os dice. Os ataremos y os dejaremos en algún lugar donde no haya
peligro de que os descubran hasta mucho después de que todo haya terminado. Y
ahora, Jack, creo que es hora de que nos vayamos. Puede que Harry se tire un farol,
pero si no, tendremos visitas muy pronto.
—Hay un pequeño problema.
—¿Cuál?
—Yo no voy contigo.
Rachel levantó la pistola. Halder dijo con resignación y la calma en el rostro:
—Mátame si tienes que hacerlo, pero sigo diciendo que no. Se ha terminado. Ya
estoy más que harto de muerte y destrucción. He hecho mi papel y ya he llegado al
final del recorrido.
—¿Y qué pasa con tu hijo?
Halder luchó por contener su emoción.
—Creo que en el momento en que acepté participar en esta locura, también acepté
que no vería nunca más a Pauli. Y mi respuesta sigue siendo la misma —y en su rostro
apareció una tremenda expresión de dolor al quedarse mirando a Rachel Stern.
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—Espero que no. Personalmente creo que esa mujer comete un grave error
dejándolos vivos. Es una cuestión de sentimentalismo, estoy convencido.
Kleist le sonrió y meció la ametralladora entre los brazos.
—¿Usted hubiera dado una orden diferente?
—¿Y usted no?
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CAPÍTULO 69
01.40 h
En la suite presidencial del Mena House, el agente Jim Griffith oyó el teléfono
repicar como un timbre de alarma.
Se sobresaltó y se despertó de golpe. Había estado descansando en uno de los sofás
de la salita de recepción de la suite y cuando fue a coger el teléfono vio que su jefe de
turno, Howie Anderson, estiraba los brazos en la butaca de enfrente.
—Por todos los santos, ¿es que no hay descanso para los cansados?
—Desde luego que no, si trabajan en el Servicio Secreto. —Griffith sonrió, y habló
por el aparato—: Puesto número uno. Griffith. —Escuchó y luego dijo—: Sí, señor,
entendido.
Colgó de nuevo el aparato mientras Anderson bostezaba y miraba su reloj.
—¿Qué pasa?
—Dos visitas que ya están en el vestíbulo. El embajador Kirk y el general George
Clayton quieren ver al gran jefe.
—¿A estas horas? —Anderson se frotó los ojos; ya sabía que los nombres de esas
dos personas estaban en la lista de visitantes especiales, y que les habrían autorizado
el paso en el perímetro exterior, pero de todos modos comprobó el estadillo—. Debe
de ser más que importante. ¿Quieres despertarlo tú?
—Claro.
Griffith estaba a punto de ir hacia el corto pasillo que conducía al dormitorio del
presidente cuando se oyó que la guardia de fuera llamaba a la puerta.
—Parece que los invitados del jefe tienen muchísima prisa —comentó Anderson y
cogió la metralleta Thompson que tenía apoyada junto a la puerta, encajando el
cargador circular fue el ángulo del brazo—. Deben de haber subido los escalones de
cinco en cinco.
Griffith tenía la mano en la culata del Smith & Wesson del 38 que llevaba en la
sobaquera, cruzó así la habitación, llamó de nuevo y pidió la contraseña al guardia de
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fuera. Cuando se la dio, abrió la puerta, con Anderson ya dos pasos detrás de él y
cubriéndole con la Thompson.
En el pasillo esperaban impacientes el embajador Alex Kirk y el general George
Clayton. Griffith miró detenidamente sus pases de seguridad.
—El presidente —dijo Kirk, apremiante.
—Está durmiendo, señor embajador.
—Entonces despiértelo. De prisa.
Hassán regresó y todos oyeron la motocicleta que arrancaba fuera. Kleist seguía
teniendo la M 3 entre las manos, y una expresión de gozo en la cara.
—Así que, finalmente, te has enterado de la verdad, ¿eh Halder? Aunque no me
sorprende nada que hayas resultado ser un cobarde traidor. Bueno, ¿qué tienes que
decir en tu defensa?
—Sea lo que sea, no se lo diré a usted, así que váyase al infierno.
Kleist cruzó rápidamente la habitación con el odio ardiéndole en los ojos y agarró
fuertemente a Halder por el pelo.
—Tú y tus señoritos prusianos, me ponéis enfermo. Sois una pila de arrogantes. Te
he hecho una pregunta.
Halder lo ignoró y se dirigió a Weaver.
—Estás viendo al animal responsable de asesinar a sangre fría a aquellos dos
oficiales en el avión accidentado. Y también de acuchillar a un par de policías egipcios.
El SS sonrió y lo miró a la cara.
—No tienes estómago para la guerra, Halder. Cómo es posible que le hayan dado
un uniforme a un cobarde como tú, es algo que no puedo entender.
—Siempre ha sido usted un cabrón, Kleist. Tendría que haberle pegado un tiro
cuando tuve oportunidad.
Kleist le dio un fuerte golpe en la cara con la culata de la ametralladora, y Halder
cayó para atrás, con sangre en los labios.
—Un pequeño aperitivo de lo que vendrá, el primer pago de una vieja deuda. —La
cara de Kleist quedó cruzada por una sonrisa forzada—. Y tengo que decir que
disfrutaré cobrándome lo que falta.
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Fuera, oyeron que la motocicleta aceleraba y se alejaba. Kleist miró a Halder con
maldad.
—Si crees que te voy a llevar con nosotros en el avión, estás muy equivocado.
Aunque esos dos consigan terminar el asunto, algo me dice que no saldrán vivos. Lo
que significa que tú estás muerto.
Levantó la bota y le pegó una patada a Halder en la ingle; éste se desplomó sobre el
suelo. Weaver hizo un movimiento para ayudarlo pero Kleist le puso la ametralladora
en la cara.
—Ni lo intentes, yanqui. Además, me parece que hay alguien que también tiene una
cuenta que saldar.
Hassán se adelantó. La navaja curva apareció en su mano, y en sus ojos, una mirada
de intenso placer.
—El mal día ha llegado por fin. Prepárate para rezar tus oraciones.
—Aquí no —le dijo Kleist, poniéndole una mano en el brazo—. Estoy pensando en
algo mucho más interesante. Coge a la mujer y llévala al barco, rápido. —Empujó la
frente de Halder con el cañón de la M3 y sonrió con afectación—. Vamos a darles algo
que mascar a los cocodrilos del Nilo, nos libraremos del comandante y de sus amigos
en el río.
01.45 h
Neumann había hecho un tiempo excelente, mucho mejor de lo que había previsto,
los fuertes vientos de rumbo sureste les dieron todo el camino de cola. Estaban a cinco
mil metros y había muy pocas nubes. El segundo Dakota se había puesto ligeramente
delante de ellos, tomando la delantera, y podían percibir su silueta borrosa a no más
de una milla. En la carlinga a oscuras, iluminada sólo por el resplandor tamizado del
panel de instrumentos y la escasa luz de la luna, Skorzeny se impacientaba.
—¿Falta mucho?
—Si el viento sigue a favor, no más de quince minutos hasta la costa egipcia. Menos
de una hora al aeródromo de destino. Suponiendo, claro, que no nos encontremos con
aviación enemiga que traiga una idea diferente —dijo Neumann, mirando en
derredor—. Eso de mantener la altitud lo más baja posible en la aproximación a El
Cairo va a ser condenadamente difícil ¿sabe?
—Neumann, tengo fe absoluta en usted —le dijo sonriente Skorzeny, poniéndole la
mano en el hombro.
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En ese preciso momento les sobresaltó una repentina ráfaga de balas trazadoras que
dibujaban un arco en el cielo nocturno, teniendo como blanco el Dakota que les
precedía. Dos cazas Tomahawk con distintivos de la RAF surgieron de la nada entre
las tinieblas del este, escupiendo fuego.
—¡Dios! —murmuró Neumann—. Tenemos visita.
Instintivamente, se elevó bruscamente y el otro Dakota trató de hacer lo mismo al
ver que uno de los Tomahawks lo atacaba por estribor con un fuego de ametralladora
intenso. El Dakota recibió un impacto y su ala de estribor se desintegró prácticamente
bajo el aluvión de plomo, y el aparato explotó como un enorme fuego de artificio y sus
restos en llamas cayeron hacia el mar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Pobre gente!
—Por Dios santo, Neumann, ¡sáquenos de aquí! —rugió Skorzeny, imponiéndose
al ruido de los motores.
—No podremos —respondió Neumann, muy nervioso—. Los Tomahawks nos
ganan en velocidad.
—¡Pues haga algo, hombre! —gritó Skorzeny. Neumann empujó con fuerza la
palanca hacia adelante y el Dakota picó bruscamente hacia abajo, ganando velocidad
hacia el mar a un ritmo terrorífico. Con la cara sudorosa, Neumann advirtió:
—Será mejor que se agarre bien, mi coronel. Vamos a hacer un viaje peliagudo.
La suite tenía una salita de invitados, con un par de sofás de cuero y una mesita de
café y las paredes blancas decoradas con grabados y tallas en madera árabes. Mientras
el embajador y el general esperaban ansiosos, Griffith trajo a Roosevelt en su silla de
ruedas. Llevaba puesto un batín y tenía el pelo plateado revuelto y el mal aspecto de
alguien a quien han sacado del sueño. Pero no mostraba signos de malhumor, sólo una
sonrisa difícil.
—Confío en que tengan ustedes una buena razón para hacerme esto, caballeros. Ya
saben que un anciano como yo necesita dormir.
—La tenemos, señor presidente —respondió Kirk, y le contó las novedades.
—De modo que se ha terminado —dijo Roosevelt llanamente, sin triunfo en la voz—
. Berlín lo probó y falló.
—Me temo que no haya terminado todavía, señor presidente —explicó Clayton—.
Tres de los alemanes pudieron escapar, pero no tendrán ni una remota posibilidad de
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acercarse al hotel. No es que sea probable que traten de seguir adelante con su misión
llevando toda una jauría tras ellos. Todos los cuarteles están alerta y hemos establecido
un cerco impenetrable en torno al recinto del hotel, y además, para estar
completamente seguros, vamos a doblar las patrullas.
—Es reconfortante oír eso, general. Apuesto a que si más de mil soldados no pueden
protegerme, nadie podrá hacerlo.
—No hay una verdadera amenaza, señor presidente. Hemos puesto en alerta a
todos los cazas disponibles que tenemos en el norte de África, y las patrullas aéreas
están patrullando en estos momentos. Las medidas extra son por pura precaución.
Estoy más que seguro de que habremos atrapado a esos alemanes muy pronto.
—Pero habrá habido bajas, seguramente.
—Media docena de heridos y seis muertos, que sepamos. Dos de nuestros hombres,
y otros cuatro. Podría haber sido mucho peor.
—Cuanto antes se acabe esta maldita guerra, mejor —dijo Roosevelt tras lanzar un
profundo suspiro; luego miró su reloj—. Imagino que ya no hay nada más que decir.
Excepto que estoy en deuda con usted y sus hombres, general.
Clayton saludó y dijo:
—Puedo asegurarle que está en buenas manos, señor presidente.
—De eso no tengo duda. Y ahora, será mejor que los deje que vuelvan a hacer lo que
tengan que hacer. Caballeros, les deseo buenos días.
01.49 h
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—Mil metros.
—¡Mejor que equilibremos la altitud pronto, comandante! —le gritó, ansioso, el
copiloto—. ¡Si no, no conseguiremos cortar el picado!
—¡Espere! —gritó Neumann.
Ochocientos.
Quinientos.
—¡Mi comandante! ¡No lo conseguiremos!
Los Tomahawks continuaban a su cola, las balas seguían zumbando, clavándose en
el mar directamente a proa de ellos. Neumann eligió el momento y tiró con fuerza
hacia atrás de la palanca y el Dakota se levantó, con torpeza al principio, alzándose
luego, esquivando el agua por muy poco. Tenía la esperanza de que uno de los
Tomahawks, o los dos, que eran máquinas más rápidas, no consiguieran levantarse a
tiempo y se estrellaran contra el mar, pero no tuvo suerte porque unos segundos
después de nivelarse, las ametralladoras volvieron a martillearlo.
—Me temo que se acabó —le dijo a Skorzeny, derrotado—. Estamos listos.
—¡Más aviones enemigos, comandante! ¡Al frente! —lo interrumpió el copiloto.
Neumann sintió que se le encogía el estómago. No había duda, las figuras oscuras
de tres aviones se precipitaban hacia ellos volando muy bajo por encima del mar. Sus
armas hicieron erupción, escupieron llamas y Neumann se cubrió instintivamente la
cara.
—¡Son de los nuestros! —gritó, entusiasmado, el copiloto—. ¡Ciento nueves!
Neumann miró de nuevo. Eran Messerschmitt 109, sin duda, y no le disparaban a
él, sino a los Tomahawks. Los 109 pasaron uno por encima de él, otro por babor y otro
por estribor. Se merendarían en un momento a los Tomahawks, de eso Neumann
estaba seguro.
—Gracias a Dios —suspiró—. Hemos estado cerca, todavía estoy temblando.
Antes de que pudiese siquiera ladearse para echar una ojeada a la pelea, otros dos
109 aparecieron uno a cada lado. Vio que el piloto que tenía a estribor le hacía una serie
de gestos con la mano.
—¿Qué quiere? —preguntó Skorzeny.
—Hablar por radio. —Neumann la conectó, buscó la frecuencia, escuchó, y luego le
dijo a Skorzeny—: Operación abortada. Hemos de seguirles de regreso a Creta.
—¿Qué?
—Órdenes de Berlín. Y yo no tengo nada que objetar.
—Déjeme hablar con él.
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Gizeh 02.15 h
A Alí le gustaba ser policía. La paga era una miseria, pero el trabajo tenía sus
ventajas. Entre otras, y no las menores, una buena cena en la comisaría todos los días,
uniforme gratis y el respeto y la envidia de sus amigos. Aunque lo mejor de todo eran
las oportunidades de sacarse alguna pequeña bakshish.
Tenía un billete de cincuenta piastras guardado en el bolsillo, no tanto como el
sargento, porque aquel avaricioso hijo de puta se había embolsado casi todo el dinero
que les dio el profesor americano, pero por lo menos Alí se llevó una parte. El sargento
se había ido, se había largado a su casa para acostarse con aquella mujer gruñona que
tenía, y había dejado a Alí solo haciendo guardia en la barrera.
Medio dormido, miraba las estrellas tumbado en una estera que había colocado
encima de una de las peñas que había al lado de la garita, tenía el fusil apoyado en el
codo y oyó que se acercaba el ruido de un motor. Bostezó, se levantó desperezándose
y se rascó, luego cogió el fusil y se sacudió el polvo del uniforme. Se preguntó quién
podía venir a aquellas horas.
Algunas noches, los soldados aliados sacaban mujeres de la ciudad en taxis o galeras
de caballos, y pedían a Alí que los dejase visitar las tumbas y las pirámides a la luz de
la luna, y él siempre aceptaba a cambio de una pequeña bakshish. Se relamió por
anticipado al ver el vehículo que se aproximaba por la pendiente. Con suerte, sumaría
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algo más a sus cincuenta piastras. En la penumbra medio iluminada por la luna pudo
distinguir una motocicleta con dos personas. Cuando estuvo más cerca los alumbró
con su linterna y frunció el ceño al reconocer las caras del hombre y la mujer que habían
estado allí anteriormente en el coche del profesor. Alí aflojó la mano con que sujetaba
el fusil cuando la motocicleta se detuvo y la pareja se bajó. Era mucho después de
medianoche. ¿Qué querrían esta vez? Inclinó la cabeza, cortésmente.
—Effendi, madame.
—¿Se acuerda de nosotros? —le preguntó Deacon en perfecto árabe.
—Desde luego.
—Tenemos un problema —continuó Deacon—. Nos olvidamos algo en el sitio de la
excavación y tenemos que volver. Quiero hablar con su sargento.
—El sargento no está, effendi.
—¿Y entonces dónde está?
Alí dudó. El sargento estaba durmiendo en su propia cama cuando tendría que
haber estado en su puesto, pero decir la verdad era algo impensable, así que dijo,
sencillamente:
—Ha salido a resolver un asunto importante de policía, y estará de vuelta al
amanecer.
Deacon asintió, comprensivo.
—¿De manera que está usted solo?
—Lo siento, effendi, soy la única persona de guardia. —Alí sonrió con la sonrisa que
ponía siempre que el aroma a bakshish flotaba en el aire. Frotó los dedos corazón y
pulgar para que aquel hombre se percatase de lo que quería—. Quizás pueda ser
posible que vuelvan ustedes a visitar la excavación.
Deacon le devolvió la sonrisa y se llevó la mano al interior de la chaqueta en busca
de la cartera.
—Naturalmente.
Alí no había vigilado a la mujer, y en eso se equivocó. Por algún motivo, se había
ido a mirar entre las peñas de uno de los lados de la barrera y cuando volvió hizo un
gesto con la cabeza a su compañero.
—Dice la verdad. El sargento no está.
Alí frunció el ceño, confuso, algo no era normal, y cuando se volvió el hombre sacó
la mano pero no con una cartera, sino con una pistola. El metal golpeó con violencia el
lateral del cráneo de Alí, sintió un dolor chirriante que le dio ganas de vomitar y todo
se volvió negro a su alrededor.
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CAPÍTULO 70
Maison Fleuve
23 de noviembre, 01.35 h
Sanson escrutó con los prismáticos. Con sólo un ojo útil, apenas podía ver la villa
entre la oscuridad plateada.
—No me extraña que no pudiéramos encontrar a Halder y a la mujer cuando se
escaparon de Rashid, probablemente hayan estado escondidos ahí. Y apuesto a que
también era aquí desde donde Deacon transmitía por radio.
—¿Cómo?
Sanson bajó los prismáticos y se volvió a mirar al comandante.
—Es otra parte de la historia. Recuérdeme que se la cuente en otro momento.
Se habían detenido en el camino privado que conducía a la villa, dejaron el jeep y el
camión con la tropa detrás y fueron andando en la oscuridad —Sanson, el comandante
y uno de sus hombres— hasta que llegaron a una pequeña elevación, a unos ciento
cincuenta metros de la propiedad. Sanson, esta vez sin prismáticos, escudriñó con
cuidado la villa blanca, los jardines amurallados salpicados de palmeras. No vio
ninguna luz encendida y las ventanas estaban cerradas, pero le pareció distinguir algo
como la punta de un embarcadero particular que se adentraba en el Nilo desde la parte
trasera de la finca.
—Lo mejor será que mande media docena de hombres a la orilla para que aseguren
la retaguardia. Es probable que Deacon y sus amigos tengan una barca. No quiero que
se escape nadie. Hay que cazar a toda esa gente, vivos o muertos.
El comandante no respondió, pero escrutaba al frente, en la oscuridad, y Sanson le
preguntó:
—¿Qué pasa?
—Hay un vehículo aparcado un poco más adelante, a la derecha del camino. Y si no
me equivoco, creo que es un coche oficial.
El comandante se lo señaló. Sanson vio la silueta entre sombras de un Humber
militar, sacó la pistola.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
01.40 h
En la bodega, Helen Kane se peleaba con las cuerdas. Le corría el sudor. Tenía las
muñecas atadas muy fuerte, le dolían, y resultaba imposible liberarse. Un rayito de
luna se colaba por una puerta de hierro en el extremo más alejado de la bodega, apenas
suficiente para ver un poco. Oyó que algo se movía en la penumbra y se acurrucó,
horrorizada, cuando vio una rata que le pasaba corriendo entre las piernas.
Intentó mover la silla y con gran esfuerzo logró hacerla girar, volcándola casi con el
movimiento. Miró los estantes llenos de botellas de vino. Si conseguía romper una de
las botellas, tal vez pudiera usar el cristal para cortar las cuerdas. Avanzó
penosamente, haciendo fuerza con los talones sobre el suelo de piedra, el más mínimo
movimiento le suponía un gran esfuerzo. Alcanzó el estante más próximo, echó la
cabeza hacia adelante y trató de apresar una botella llena de telarañas con la boca. La
movió un par de centímetros, pero no más. Volvió a intentarlo. Esta vez, la botella salió
un poco más.
La empujó contra la mejilla y consiguió desequilibrarla. La botella reventó contra el
suelo de piedra, salpicando el líquido y dispersando los trozos de cristal. Se movió un
poco hacia atrás inclinó la silla, y cayó al suelo, aterrizando dolorosamente sobre
algunos de los cristales que le arañaron el brazo y el hombro.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Ahogó el grito que ya brotaba, pero en ese preciso momento se abrió la puerta de la
bodega y apareció Hassán con una lámpara. Advirtió el peligro y bajó los escalones en
un instante.
—¡Zorra! —rugió, y le cruzó la cara con un fuerte bofetón la agarró del pelo y la
arrastró escaleras arriba.
01.42 h
Cuando Kleist conducía a Weaver y Halder a punta de pistola hacia las puertas
vidrieras oyeron un rugido de motores en el exterior, seguido de un chirriar de
neumáticos.
Hassán empujó sin miramientos a Helen Kane al interior de la habitación y fue
rápidamente hacia la ventana y atisbó por una rendija de los postigos.
—Tenemos compañía. Soldados, y muchos.
—Scheisse!
Kleist empujó a Helen Kane para juntarla con Halder y Weaver.
—Vigílalos —le dijo a Hassán, y cruzó hacia la ventana más próxima con la M3
preparada.
Atisbó entre los postigos y en la oscuridad exterior vio a un oficial de uniforme, con
un parche en un ojo, la pistola enarbolada, que se apresuraba por la verja abierta. Antes
de que Kleist tuviera oportunidad de abrir los postigos y disparar la pistola
ametralladora, el hombre se sumió en la oscuridad del jardín y desapareció. De un
camión que se detuvo ante los muros de la villa empezaron a saltar soldados.
Se oía gritar órdenes en la oscuridad y, de pronto, se oyó ruido de madera astillada
en el recibidor, alguien intentaba forzar la puerta principal. Kleist se giró, frenético,
hacia Hassán.
—¡Baja a la bodega, rápido!
Hassán lanzó una mirada a Weaver y a los otros.
—¿Y éstos?
—Déjamelos a mí. —Cuando Hassán iba ya hacia la puerta, Kleist trazó un arco con
la M3—. Aquí terminan las cosas para ti y tus amigos, Halder. Y me temo que no hay
tiempo para oraciones —dijo, se echó a reír como un loco y levantó la ametralladora,
con el dedo tensándose sobre el gatillo.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Se oyó un clic, pero no pasó nada. La risa se ahogó en la garganta de Kleist y su cara
se ensombreció, pero con un movimiento fluido remontó el arma, expulsó un cartucho
sin usar al suelo y apretó el gatillo de nuevo.
Clic.
—Tiene usted razón —le dijo Halder—. Aquí se acaban las cosas.
Se lanzó hacia adelante, aplastó con fuerza el puño contra la mandíbula de Kleist,
que salió trompicado hacia atrás. En la puerta, Hassán ya reaccionaba, volviéndose
con ademán de sacar su pistola, pero Halder fue más rápido. Agarró la pistola que
Kleist llevaba en el cinturón, rodó por el suelo y disparó, acertando al árabe en el
pecho, haciéndolo volar hacia atrás, un segundo tiro le impactó en la garganta, la
pistola cayó de su puño y el cuerpo se retorció como en una obscena danza de la
muerte.
Kleist, aturdido, trató de ponerse en pie y alcanzar el arma de Hassán, pero Weaver
llegó antes, le disparó por dos veces al pecho, el hombre de las SS cayó hacia atrás, y
Weaver volvió a hacer fuego, acertándole en la cabeza.
—Lo has hecho mejor de lo que esperaba, amigo mío. —Halder se inclinó para
recoger la M3—. O los dioses nos sonríen o Kleist era un cabrón con mala suerte: dos
cartuchos malos seguidos, casi no se puede creer —dijo, y corrió para atrás el cerrojo
del arma y lo examinó; alzó una ceja—. Me parece que estaba equivocado en las dos
cosas. Alguien ha manipulado el percutor. Muy considerado por su parte.
Weaver palideció.
—¿Rachel?
—Es una posibilidad, teniendo en cuenta que ella le dio el arma a Kleist a propósito.
—Por su cara cruzó una expresión de remordimiento—. Así que ahora se ha redimido,
por lo menos con nosotros. Y tal vez eso quiera decir algo. Pero estoy completamente
seguro de que lo de tu presidente es otro asunto.
Del pasillo llegaron más ruidos de maderas astilladas, con pisadas de botas al otro
lado de las puertas vidrieras francesas, las tropas tomaban posiciones por la parte de
atrás. Una fuerte andanada destrozó uno de los postigos de madera y el plomo
atravesó las ventanas y destrozó los cristales.
—¡Al suelo! —rugió Weaver. Cogió a Helen Kane y los tres se lanzaron al suelo.
Allí tumbado, Halder miró a Weaver.
—Tendremos a tus amigos encima en un segundo. La barra de la puerta principal
no va a resistir eternamente. Bueno, ¿qué tendrá que ser, Harry? ¿Rendición? ¿O
intentamos echar el freno antes de que sea demasiado tarde?
—¿A qué te refieres?
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Yo ya soy un muerto ambulante. Pero Rachel podría ser algo distinto. No me
gusta apostar mi vida por nada, pero si consideras por qué hace lo que está haciendo,
me gustaría pensar que un consejo de guerra por lo menos le ahorraría la soga. Eso
suponiendo que podamos detenerla a tiempo. Si conseguimos llegar a Gizeh, podemos
tener una oportunidad. Tú decides.
—¿Te importaría decirme cómo vamos a salir de aquí?
—Si llegamos al vestíbulo, hay una salida por la bodega, y un barco que nos espera
en el río.
—¿Y después de eso?
—De momento, vamos a preocuparnos sólo de salir vivos. ¿Qué me dices?
Otra lluvia de balas cosió los postigos, trozos de pared saltaron por los aires, astillas
de madera volaban por la habitación. Weaver asintió con la cabeza.
—Vamos.
01.43 h
Sanson estaba rabioso. Volvió a patear la puerta con todas sus fuerzas y,
desesperado, disparó otros dos tiros contra la cerradura, luego hizo fuerza con el
hombro, pero seguía sin ceder.
—Déme una granada —le dijo al soldado que tenía al lado.
El hombre le tendió una granada de su cartuchera.
—Hágase atrás.
Sanson colocó la granada al pie de la puerta, ordenó a los hombres que se pusiesen
a cubierto, sacó la aguja y se aplastó contra la pared lateral. La explosión se produjo
un segundo después, un tremendo estallido que hizo saltar la puerta de sus bisagras.
01.45 h
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
01.45 h
520
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Danos un par de minutos y después empieza a gritar como una loca. Hazles saber
de qué lado estás, por si alguien baja por la escalera de la bodega disparando antes de
preguntar.
Halder ya estaba en la barca, y cuando Weaver iba a reunirse con él, Helen lo tocó
en el brazo.
—El coche... puede que todavía esté donde lo dejamos, si pudiera llegar... Y por lo
que más quieras, ve con cuidado, Harry.
Harry vio que la preocupación de su rostro era auténtica y la besó en la mejilla.
—Eres una mujer maravillosa, ¿lo sabías?
—O, a lo mejor, sólo una pobre tonta.
—Hay que moverse —dijo Halder, apremiante. Weaver saltó a la lancha, y Halder
hundió el remo en el agua y dio impulso entre los juncos.
01.48 h
01.51 h
Menos de cien metros río adelante, Halder dirigió la lancha entre los juncos y la
metió en la orilla. Se bajaron en medio de la oscuridad, treparon entre los juncos y
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Weaver inició la marcha hacia el camino particular. Vieron el Humber oficial todavía
allí aparcado, se deslizaron hasta él y se subieron.
—¿De verdad crees que esta cosa puede andar a campo traviesa por el desierto? —
preguntó Halder en tono de duda.
—Tendremos que probarlo.
—Con la ventaja que nos lleva Deacon, confiemos en que no sea un viaje inútil.
Weaver apretó el arranque y el motor se encendió a la primera.
—Todavía no me has contado cómo te metiste en este follón.
—Si no quieres un presidente muerto, conduce como un loco, Harry. Habrá tiempo
de sobra para explicártelo por el camino.
De pronto, al frente, vieron que de la villa salían soldados corriendo y trepaban al
jeep y al camión, los motores cobraban vida con estruendo.
—Me parece que Sanson recibió el mensaje. Ahora vamos a ver si podemos correr
más que él.
Weaver giró el volante en redondo, apretó el acelerador, las ruedas escupieron tierra
y el coche salió a toda velocidad hacia la pista del desierto que llevaba a Nazlat as-
Saman.
Gizeh 02.30 h
Deacon iba delante por el pasadizo sujetando una de las lámparas que habían
dejado ocultas a la entrada de la tumba. Cuando llegaron al final y vieron la peña, dejó
la lámpara y se volvió a mirar a Rachel Stern.
—Será mejor que se ponga ya el uniforme. Mientras tanto voy a ver cómo están las
cosas.
Trepó por la roca, se izó con esfuerzo por el pozo y a los cinco minutos estaba de
vuelta y se deslizaba por la piedra.
—Hay un par de centinelas como a unos cien metros, pero van andando, de manera
que pasarán en seguida y entonces podrá subir sin peligro. —En sus ojos había un
destello de fanatismo, la voz casi ronca de emoción—. Bueno, ha llegado el momento
de la verdad. ¿Está preparada para cumplir con su deber, señorita Stern?
Rachel ya llevaba puesto el uniforme de Helen Kane y lo miró muy seria, con
expresión cansada, pálida.
—¿Así lo llama usted?
522
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—¿Cómo si no? —Deacon le dio una firme palmada en el hombro con expresión
neutra—. Desde este momento, el futuro del Reich depende de que tenga usted éxito.
No decepcione al Führer. Y si logra volver, le prometo que tendrá una noche en Berlín
que nunca podrá olvidar: rosas y champán a todo pasto. Buena suerte.
Parecía que Deacon estuviera a punto de alzar el brazo para hacerle el saludo nazi,
pero Rachel le apartó la mano del hombro, antes de meterse la Luger con silenciador
dentro de la guerrera.
—Olvide el sentimentalismo nazi, Deacon. Yo no hago esto por eso.
Deacon levantó una ceja y sonrió.
—Sus motivos no me interesan, liebchen, mientras haga lo que hay que hacer. Y
confiemos en que ese traidor de Halder haya dicho la verdad en lo referente a las
habitaciones de Roosevelt. Y ahora, adelante.
La ayudó a subir a la peña y Rachel fue trepando y luego desapareció por el pozo.
Instantes después, Deacon retrocedió un buen trecho por el pasadizo, bajó la luz de
la lámpara hasta dejar un débil resplandor y la luz del túnel quedó convertida en una
penumbra fantasmal. Encendió un cigarro con la minúscula llama para calmar sus
nervios y lanzó una bocanada de humo.
—Pobre zorrita —se dijo a sí mismo en voz baja—. Por muchas probabilidades que
tengas de conseguirlo, apuesto lo que sea a que no tienes ni una de regresar viva.
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CAPÍTULO 71
Mena House
23 de noviembre, 01.55 h
524
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Ya que estoy levantado, he pensado echar una miradita a algunos papeles.
Tráeme mi cartera, ¿quieres, Jim?
—Lo que usted diga, señor presidente.
Griffith apartó la silla de ruedas de la ventana, volvió a colocar la cortina del
mosquitero en su sitio, y luego trajo la cartera Sabía por experiencia que cuando
Roosevelt se despertaba en mitad de la noche podían pasar horas hasta que volviese a
dormir.
—¿Alguna cosa más, señor presidente?
—Creo que eso es todo.
—Sí, señor presidente. —Griffith se acercó a la puerta del dormitorio, pero antes de
salir, por pura costumbre, volvió la mirada para hacer una última comprobación—.
¿Seguro que estará bien, señor presidente?
—Perfectamente. —Roosevelt señaló con la cabeza la campanilla de metal que
siempre tenía al lado de la cama y añadió—: Pero si necesito algo, llamaré.
De pronto, al abrir la cartera, apareció en su rostro una expresión pensativa. Lanzó
un suspiro, se ajustó las gafas en la nariz, y su expresión se ensombreció, evidenciando
algún tormento interior.
—¿Sabes, Jim? Todo esto es un gran desperdicio. Un desperdicio terrible, inútil.
—¿Qué, señor presidente?
—Todas esas bajas... alemanes incluidos. Me causa un profundo dolor, toda esta
pérdida de más vidas jóvenes y buenas, y todas ellas en vano.
—Supongo que ése es el precio de la guerra, señor presidente.
—Pero qué precio tan alto, hijo.
02.15 h
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
02.16 h
526
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
02.17 h
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—Han estado aquí. El guardia está seco. —Halder señaló con el dedo las ruinas de
las tumbas de la colina, el sudor le cubría la cara—. Sigue adelante, todo derecho hasta
que te diga que pares.
Sanson irrumpió en el pueblo a toda velocidad con dos minutos de retraso. Estaba
completamente en silencio, y no había señal alguna del coche de Weaver.
—Siga por la cuesta arriba —ordenó al conductor, desesperado, y le señaló la
carretera que llevaba más allá de la esfinge.
Cuando llegaron a la garita de guardia y la barrera levantada, dijo al conductor que
redujera la marcha al pasar. Vio al policía, atado y amordazado, luego escudriñó las
sombras de las ruinas amontonadas y las pirámides que se cernían sobre ellos en la
oscuridad, y sintió hervir su frustración.
—¿Dónde puñetas están?
—¿No tendríamos que buscar ese túnel, mi teniente coronel? —preguntó el
comandante.
—No hay tiempo, ahora no tenemos tiempo. La mujer nos lleva demasiada
delantera. Y si nuestro mensaje no ha sido transmitido estaremos en dificultades. —
Sanson sacó su revólver y dio una palmada en el hombro del conductor con rabia en
los ojos y le dijo—: Vamos derechos al hotel... y tan rápidamente como pueda. Quiero
ver muerta a esa Rachel Stern tan pronto como la encontremos.
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
CAPÍTULO 72
Gizeh
23 de noviembre, 02.18 h
Weaver saltó del coche, vio la motocicleta apoyada contra una de las rocas junto al
hueco de la tumba. Halder pasó sin mirarla, abriendo camino hacia la abertura del
túnel. Las herramientas que había dejado allí antes estaban esparcidas alrededor.
Encendió una de las lámparas, y una vez que pasaron reptando a través de la abertura
y penetraron en la zona de la tumba, Weaver tuvo unas décimas de segundo para
maravillarse ante los espléndidos jeroglíficos y el antiguo sarcófago de piedra intacto,
pero Halder estaba ya arrodillado ante el agujero en la roca que conducía al pasadizo.
Se limpió el sudor de la cara, dispuesto a introducirse por él.
—Ten cuidado al entrar. Puede que Deacon ande por aquí.
02.20 h
Esperó a que los centinelas se hubieran alejado y luego fue caminando hacia el hotel.
Al llegar al césped de un lado del edificio vio los emplazamientos de ametralladoras y
antiaéreos en el tejado. Sus ojos se volvieron instintivamente hacia la luz de una de las
habitaciones, un piso por debajo del parapeto del tejado.
Una terraza cuadrada con puertas vidrieras daba acceso a la habitación, protegida
por una barandilla. En la pared de la derecha había un grueso entramado de madera
cubierto de enredaderas floridas que llegaba hasta la terraza, y toda el área que tenía
debajo estaba a oscuras. Las puertas vidrieras estaban cerradas, pero se veía una luz
detrás de una cortina de gasa para los mosquitos. Se quedó allí de pie unos minutos,
respirando profundamente, con una sensación de náusea en la boca del estómago, y
después se dirigió al entramado en sombras, puso una mano en la madera y dio un
tirón. Parecía firme, y empezó a trepar hacia la terraza.
530
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
02.21 h
531
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
—¿Preparado?
—Más que nunca. Lo único que espero es que Rachel todavía no haya llegado
demasiado lejos.
—Eso lo descubriremos en seguida —dijo Halder, trepando a la peña; luego tendió
la mano a Weaver y tiró de él hacia arriba.
02.24 h
532
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
02.25 h
Trepó a lo más alto del entramado, manteniéndose en las sombras, y luego pasó por
encima de la barandilla a la terraza enlosada. Tras el mosquitero la luz seguía
encendida y cuando atisbó dentro de la habitación vio la figura familiar de Roosevelt,
solo, sentado en una silla de ruedas, leyendo unos papeles con las gafas puestas.
El corazón se le aceleró. Sacó la Luger con silenciador de la guerrera y la montó.
Deslizó cuidadosamente la tarjeta de identidad por la ranura entre las puertas
ventanas, levantó sin hacer ruido la falleba y en un instante había entrado en el
dormitorio.
Roosevelt levantó la vista, sobresaltado, las gafas casi se le cayeron de la cara. Vio a
aquella mujer joven allí plantada, amenazante, con la Luger en la mano.
—¿No le parece un poco tarde para hacer visitas, teniente? —le dijo con
despreocupación.
En ese momento percibió algo en la cara de ella, no miedo, sino una especie de asco
de sí misma que casi producía compasión. Apuntó con la pistola a su cabeza.
—Señor presidente, lamento de verdad tener que hacer esto.
Roosevelt la miró a los ojos, le sostuvo la mirada, y luego volvió los ojos a la
campanilla que tenía junto a la cama. Demasiado lejos. Hubo un instante de miedo, un
titubeo, luego volvió a mirar a la mujer y dijo con mucha calma:
—Señorita, si va usted a dispararme, le sugiero que lo haga ya.
02.25 h
533
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Griffith estaba echando una cabezada en la sala de la suite cuando sonó el teléfono.
Lo cogió y en ese mismo momento sonó una llamada fuerte, imperiosa, en la puerta.
Anderson se levantó como un rayo, fue hacia ella, con la metralleta Thompson por
delante.
—Ya voy yo.
Pero Griffith apenas lo oyó, concentrado en la voz que le llegaba, frenética, desde la
sala de comunicaciones. Con la cara sudorosa, se levantó de un salto, sacó la Smith &
Wesson de la sobaquera y le gritó a Anderson, que ya estaba abriendo la puerta tras
oír la contraseña.
—¡Déjalo, Howie! ¡A los puestos de combate! ¡Tenemos un asesino por aquí!
Todo parecía suceder al mismo tiempo: voces fuertes en el pasillo, una especie de
bullicio desesperado, la agitación de los hombres del Servicio Secreto que irrumpían
nerviosos con las armas en la mano, que tomaban posiciones por instinto, cubrían el
pasillo, el vestíbulo y la ventana de la sala. Detrás de ellos entró Sanson, gritando sin
aliento:
—¡Por todos los santos, vayan junto al presidente!
Pero las palabras de Sanson eran innecesarias, ahogadas por el estrépito de una
actividad frenética, de órdenes a voz en cuello, y Griffith que corría ya inquieto, con
Anderson detrás, por el corto pasillo que conducía al dormitorio de Roosevelt.
02.25 h
534
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
En ese preciso momento resonó una arma de fuego en algún sitio, dos disparos
rápidos, y después saltó una sirena que llenó el aire con su lamento. El teniente echó a
correr hacia el hotel, gritando a un grupo de policías militares que lo siguiesen,
docenas de ellos se apelotonaban ante el vestíbulo detrás de él.
El rostro de Halder se contrajo. Su expresión lo decía todo.
—Demasiado tarde.
El corazón de Weaver se desbocó. Su expresión mostraba ansiedad, pero mantenía
el dominio de sí mismo. Señaló con la cabeza el lateral del edificio y dijo:
—Los tiros vinieron de aquel lado.
Comenzó a andar hacia allí. Por todo el recinto corrían tropas hacia el interior del
hotel, oficiales con cara de despiste gritaban órdenes.
—No corras, Jack. Así sólo llamarás la atención. Y hagas lo que hagas, quédate junto
a mí.
Griffith irrumpió en el dormitorio con Anderson que iba justo detrás de él con la
Thompson amartillada y lista; Sanson corría tras ellos, empuñando el revólver;
algunos hombres más del Servicio Secreto se precipitaron también en la habitación.
Una de las puertas ventana estaba abierta de par en par. Una mujer vestida de
teniente estaba plantada a medio metro de Roosevelt, esgrimiendo una pistola con
silenciador. Se sobresaltó, giró la pistola y disparó, alcanzando a Anderson en la mano.
Soltó la Thompson, pero Griffith levantó su 38, disparó un tiro que hirió a la mujer en
el hombro, luego otro, la fuerza del impacto la lanzó hacia atrás, a través de la puerta
abierta, mientras Anderson, herido, se arrojaba sobre Roosevelt para cubrirlo con su
cuerpo como un escudo humano.
En el dormitorio se creó una confusión absoluta, aunque breve, Griffith cubría con
su arma a Anderson, que tapaba la silla de ruedas y la movía, ayudado por otros dos
agentes del Servicio Secreto, y después sacaban a Roosevelt hasta el pasillo a una
velocidad suicida. En el vestíbulo y en la sala seguía reinando el caos, mientras más
agentes ayudaban rápidamente a alejar al presidente del peligro y sacarlo de la suite.
En el dormitorio, Sanson recogió la Thompson y saltó a la terraza por la puerta
abierta en el mismo momento en que sonaban las sirenas. Escudriñó las sombras pero
no vio nada que se moviese, la Luger yacía abandonada sobre las baldosas, corrió hasta
la barandilla y miró hacia abajo justo en el momento en que una silueta uniformada se
alejaba del entramado de enredaderas al pie de la terraza y corría por el prado.
—¡Alto o disparo!
535
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Cuando llegaron al lateral del hotel, vieron a Sanson en la terraza con una metralleta
Thompson en las manos que escupía fuego en dirección a los prados a oscuras, con
una ráfaga larga y sostenida. Halder señaló una figura que se movía por los jardines.
—¡Allí está! ¡Rachel!
Weaver vio que alguna de las últimas balas de la ráfaga de Sanson la alcanzaba. La
vio girarse, tropezar y caer, sujetándose un costado, antes de que los disparos de
Sanson se interrumpieran de repente y ella volviera a ponerse en pie, tambaleándose.
Arriba, en la terraza, Sanson apuntaba con su pistola, disparaba sin pausa, la sirena
seguía sonando pero Rachel se desvaneció entre las sombras. Aparecían tropas por
todas partes, y Sanson les rugía sus órdenes y después volvía a meterse a toda prisa
por la puerta ventana. Halder tocó a Weaver en el brazo y los dos echaron a correr por
el prado en dirección al lugar por donde había desaparecido Rachel.
02.36 h
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Glenn Meade Las arenas de Saqqara
537
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
o era una mujer muy valiente y con mucha conciencia o una mujer muy tonta con
deseos de morir.
Se produjo una conmoción en la puerta, y Sanson vio que el comandante, con el
uniforme tiznado de polvo, trataba de abrirse paso hasta la habitación, pero los agentes
del Servicio Secreto le bloqueaban el camino. Dijo a Roosevelt:
—¿Puede disculparme, señor presidente? Tengo que atender un asunto
urgentemente.
—Naturalmente, haga su trabajo. Y le repito que cuenta usted con mi más profunda
gratitud, teniente coronel Sanson. Ha hecho usted un trabajo excelente.
Sanson hizo un saludo marcial, se volvió con rapidez y se fue a la puerta.
—Viene conmigo —les espetó a los agentes señalando al comandante, que lo
saludaba—. ¿Y bien? —le preguntó Sanson—. ¿La han encontrado?
—Encontramos el pozo del túnel, mi teniente coronel. Sólo que, al parecer, Weaver
ha bajado tras ella, con Halder.
—¿Qué?
El comandante tragó saliva.
—Por lo que he podido saber, consiguieron llegar al pozo justo antes que mis
hombres. He enviado una patrulla con linternas tras ellos.
—¿Y?
—Creo que hemos encontrado a Deacon, atado e inconsciente. Y hay rastros de
sangre en el pasadizo. Es seguro que ha herido usted a la mujer. Pero no está.
—¿Qué quiere decir eso de que no está?
—Pues que ha desaparecido.
—¿Y dónde ha ido, por Dios santo?
—Uno de mis hombres se metió reptando en la tumba. Y dice que está
completamente seguro de que oyó un motor que se alejaba.
Sanson apretó los dientes fuertemente.
—Probablemente intenta llegar a la pista de aterrizaje. Asegúrese bien de que la
información de la teniente Kane sobre la cita en el desierto junto a Saqqara se
transmitió al cuartel general.
—Ya lo he hecho —respondió el comandante afirmando con la cabeza—. Han
enviado un convoy hacia allí. Y tengo nuestro jeep esperándonos fuera para reunimos
con ellos en cuanto esté usted preparado, mi teniente coronel.
—Pues ya estoy preparado. —Sanson echó a andar rápidamente por el pasillo y se
abrió paso entre la guardia militar bajando los escalones del vestíbulo de dos en dos—
538
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
. Esa mujer tendrá mucha suerte si llega a la pista de aterrizaje estando herida. Pero si
lo consigue, se va a encontrar con que le tenemos preparada una sorpresa —dijo, y
luego, casi como si se le hubiera olvidado, preguntó—: ¿Qué hay de Weaver y de
Halder?
—También han desaparecido, mi teniente coronel.
539
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
CAPÍTULO 73
03.25 h
El capitán Omar Rahman había despegado del campo de las Reales Fuerzas Aéreas
de Egipto en Almaza, al nordeste de Heliópolis. Veinte minutos más tarde ladeaba
bruscamente su Bristol y el aparato se balanceaba un poco para luego estabilizarse a
mil metros por encima de los campos de caña de Menfis, allí donde termina el feraz
delta del Nilo y comienza el desierto. Buscaba luces de marcación entre la negrura
plateada de las arenas que tenía debajo, para saber dónde aterrizar. No vio ninguna.
Era extraño, sus pasajeros ya tendrían que haber estado allí abajo, y miró el reloj.
Llegaba puntual. Empujó la palanca de control y el Bristol descendió un poco más. El
terreno era interminablemente llano, excepto las pirámides de Saqqara, cuyas siluetas
gigantes podía discernir fácilmente a ocho o diez kilómetros de distancia.
Cuando escudriñaba nuevamente la tierra, al frente, en la oscuridad del desierto,
brilló una luz. Después otra, y por fin otra más, las tres luces que formaban una ele.
Sonrió, contento, y se dijo: «¡Excelente! ¡Lo habéis conseguido, amigos!» Movió la
palanca y el Bristol descendió.
Saqqara
Habían intentado seguir la motocicleta de Rachel a través del desierto desde Gizeh,
siguiendo la huella del neumático en la arena, hasta que vieron que el rastro viraba en
dirección a las pirámides de Saqqara. Weaver llegó al final de la carretera de gravilla
que llevaba al recinto histórico y allí vieron la Moto Guzzi abandonada en el suelo.
Cogió la linterna del coche, sacó la pistola y cuando bajaron del coche, Halder se acercó
y se arrodilló para examinar la máquina.
—Una bala perforó el depósito, debe de haberse quedado sin gasolina.
540
Glenn Meade Las arenas de Saqqara
Weaver observó los daños a la luz de la linterna, descubrió unas manchas oscuras
en la máquina y otras más en la tierra, al lado. Se arrodilló, notó al tacto que era sangre
húmeda, y se le ensombreció el rostro.
—Por lo que parece, está bastante herida. Debe de haber intentado llegar a pie hasta
la pista de aterrizaje.
Más allá de las pirámides, no veían que nada se moviese por el interminable
desierto, iluminado por la luna. Halder señaló con un gesto la entrada de las ruinas.
—Será mejor que echemos una mirada dentro, sólo por asegurarnos.
Un circo de piedra conducía al recinto de las pirámides, con las paredes de arenisca
medio derrumbadas a ambos lados. Weaver alumbró con la linterna y se metieron por
un pasadizo corto, muy oscuro.
Daba a un patio abierto, bañado por la luna, espectralmente silencioso. La enorme
pirámide del faraón Zoser se alzaba a la derecha, y justo al frente estaban los antiguos
restos de una serie de cámaras funerarias de la nobleza, a la entrada de cuyas tumbas
se descendía por unos escalones de roca maciza. Se acercaron a la más próxima y en
cuanto la luz de la linterna alcanzó la boca de entrada de la cámara y rompió la
oscuridad, de la negrura apareció súbitamente una bandada de murciélagos. Luego, el
ruido del aleteo se apagó y todo volvió a quedar en silencio.
—Dame la linterna —dijo de pronto Halder.
—¿Qué pasa?
—Creo que he visto algo.
Weaver se la alargó y Halder dirigió la luz al frente, sobre la tierra.
—Ha estado aquí —dijo, señalando unas cuantas manchas oscuras de sangre en la
arena, un par de metros más allá, entre dos de las tumbas.
Weaver señaló con la cabeza los peldaños que descendían a la primera de ellas.
—Probemos en ésta.
Sobre sus cabezas oyeron el ronquido distante del motor de un avión y ambos
escrutaron el cielo de la noche, pero no vieron nada.
El ruido del motor se iba acercando.
—Seguro que es el amigo de Deacon —dijo Halder—. A lo mejor Rachel ya ha
llegado a la zona de aterrizaje.
—Será mejor que nos aseguremos, de todos modos —dijo Weaver, y luego se
precipitó escaleras abajo con la linterna encendida, alumbrando hacia la boca de la
tumba, y Halder lo siguió.
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Rahman llegaba muy bajo, con los alerones ya desplegados alineando el morro del
avión con las luces y el sudor corriéndole por la cara. Aterrizar en el desierto era algo,
como mínimo, complicado. Y prácticamente a oscuras, verdaderamente suicida. Si
golpeaba demasiado fuerte contra algún obstáculo que no hubiera visto, podía dañar
el tren de aterrizaje o meterse en arena blanda, y entonces sería imposible volver a
despegar.
—Hay que hacerlo con suavidad y delicadeza.
Soltó ligeramente la palanca, la empujó un poquito hacia adelante fijando la vista
en las luces en forma de ele que tenía al frente. Estaba ya sólo a unos setenta metros
del suelo, preparándose para tomar tierra, y entonces encendió las luces de proa.
La pista del desierto quedó fuertemente iluminada, y buscó rápidamente con la
vista cualquier posible obstáculo o residuo. Se le heló la sangre. Había docenas de
camiones militares apostados a izquierda y derecha.
Era una trampa.
—¡Cabrones! —gritó, y apretó con fuerza el mando del gas hacia adelante, al mismo
tiempo que guardaba los alerones y tiraba de la palanca para que el Bristol ganase
altura de golpe con los motores rugiendo a tope. Abajo se encendieron los faros y, sin
transición, de los vehículos se alzó un infierno de proyectiles y trazadoras, de
ametralladoras que rompían el aire a su alrededor.
La ventanilla de la carlinga saltó por los aires y una ráfaga de plomo lo hirió en el
hombro; le dio la vuelta, otra ráfaga le alcanzó en la espalda, y se desplomó sobre la
palanca de control.
Ya estaba muerto cuando el morro picó con violencia, la tierra negra se precipitó a
su encuentro y el Bristol golpeó con estrépito el suelo y estalló formando una bola de
fuego.
La encontraron apoyada contra una de las paredes de la tumba, con la guerrera
atada a la cintura para tapar una grave herida en el costado. La tela estaba empapada
de escarlata, y ella parecía talmente una niña, perdida y desvalida. Respiraba con
dificultad, el sudor le corría por la cara, se atragantaba con su propia sangre. Cuando
los vio, sus párpados se movieron en señal de reconocimiento.
Weaver se arrodilló a su lado, con los ojos anegados por la emoción.
—No intentes moverte. Estate tranquila.
Parecía como si perdiera y recobrara el conocimiento, tenía la voz ronca y susurró:
—Creo que será mejor que me dejes aquí, Harry, de verdad.
—Pero te vas a desangrar, Rachel, por Dios.
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Halder se puso junto a ella, le aflojó la guerrera con cuidado y examinó la herida
que la metralleta había producido en su costado. Después la miró a los ojos, le tocó la
mejilla y le preguntó, angustiado:
—El percutor del arma de Kleist, ¿por qué lo hiciste?
La cara de Rachel se retorció de dolor y tosió sangre.
—Tú... los dos sabéis por qué. Y ahora, es el momento de que uno de vosotros me
devuelva el favor. Acabad con esto aquí y ahora. —Un hilillo escarlata goteaba por su
mejilla—. Que todo acabe donde empezó.
Weaver se puso de pie, en su respuesta sonaba la desesperación.
—Traeré ayuda...
Halder lo cogió del brazo y le dijo, sin esperanzas:
—Me temo que ya no hay tiempo para eso.
Rachel lanzó un grito, un sonido terrible como el de un animal atormentado, con los
ojos acuosos.
—Dios mío, ¿es que no tenéis compasión? Que uno de vosotros me pegue un tiro,
por favor.
Gimió de nuevo, parecía enloquecida de dolor, y cerró los ojos con fuerza. Weaver
no pudo soportarlo más, sacó la pistola, se puso sobre ella. La mano le temblaba al
apuntarle a la cabeza, grandes gotas de sudor le corrían por la cara, y permaneció un
buen rato allí de pie, con el dedo en el gatillo, mirándola incapaz de moverse, y por
primera vez desde que era niño tuvo ganas de llorar.
—Por favor...
Oyó un clic, miró a Halder, y vio que tenía los ojos inundados de lágrimas al
levantar la pistola.
La explosión retumbó por las paredes de piedra.
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Weaver se dejó caer de rodillas sobre la arena. Tomó la cabeza de Rachel entre sus
brazos, enterró el rostro entre sus cabellos, vagamente consciente del ruido del coche
que iba alejándose. Y luego, ya no se oyó nada más que el sonido de sus sollozos, y el
enorme y solitario silencio del desierto.
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EL PRESENTE
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CAPÍTULO 74
El Cairo
Eran casi las tres de la mañana cuando Weaver terminó de hablar. El salón del hotel
estaba vacío y el personal del bar se había ido a casa. Hacía horas que el jamsín había
dejado de soplar sobre la ciudad, se había instalado una bruma espesa que la cubría
con un velo fantasmal y por el Nilo una sirena avisaba de la niebla. Se apagó, y Weaver
dejó su vaso.
—Bueno, Carney, aquí tienes tu cuento.
Lo miré, asombrado.
—Es casi increíble.
—Casi, sin duda, pero es la verdad de lo que sucedió, la auténtica verdad. Supongo
que mantendrás la promesa que me hiciste de no publicar nada hasta que me haya
muerto. Es decir, si es que sigues queriendo escribirlo.
—Por supuesto, tiene usted mi palabra. Sólo me pregunto si habrá alguien que se
pueda creer semejante historia. —Dudé un momento—. ¿Puedo preguntarle una cosa?
—Adelante.
—¿Cómo se enteró de lo del cadáver en el depósito? ¿Y qué le hizo sospechar que
Halder podía seguir vivo después de tantos años?
—Tengo un amigo abogado en El Cairo, ya es un hombre viejo, lo contraté hace
muchos años para que me ayudase a buscar a Jack. Leyó la nota del periódico, igual
que tú, y me avisó inmediatamente. El nombre y la edad del muerto, y su nacionalidad
alemana, parecían demasiada coincidencia para no investigar un poco. Así que me
metí en el primer vuelo que pude y llegué ayer por la tarde. Y tuve suerte, por cierto.
El viento hizo que cerraran el aeropuerto menos de diez minutos después de que
aterrizásemos.
—¿Y no tenían pruebas más contundentes que ésas?
—Alguna, pero de hace mucho tiempo.
—¿Cuánto?
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liberado a los dos años por mala salud y murió poco después de un cáncer de pulmón.
Himmler también fue capturado cuando intentaba escapar disfrazado de recluta, pero
se suicidó antes de llegar al juicio, tomando una ampolla de cianuro que llevaba
escondida en la boca. Y en cuanto al resto, Reggie Salter sobrevivió a sus heridas, lo
creas o no, pero seis meses más tarde un tribunal militar lo declaró culpable de
deserción y asesinato y fue fusilado. Harvey Deacon tuvo el mismo destino, por delito
de espionaje.
—¿Y qué fue de Sanson y Helen Kane?
—Sanson estaba en lo cierto desde el principio, es evidente. Y tengo que admitir que
era un buen soldado, a pesar de nuestras diferencias. Era uno de esos ingleses a los
que quieres tener a tu lado en una batalla difícil: impetuoso, implacable, decidido a no
dar cuartel al enemigo. Siguió destinado en El Cairo hasta que terminó la guerra y
luego volvió a Inglaterra. Sorprendentemente, llevó con mucho éxito un negocio de
relaciones públicas durante años, hasta que se jubiló. Falleció hace diez años, en
Londres. —Weaver titubeó, los ojos se le enturbiaron—. Y en cuanto a Helen Kane,
supo que su novio estaba prisionero en un campo alemán en Grecia. Después de la
liberación de Atenas volvieron a reunirse, se casaron y acabaron instalándose en
Inglaterra. Dios sabe si estará viva todavía. Pero me acuerdo de ella a menudo. Era una
mujer excepcional.
—¿Sabe lo que me intriga? Que una historia así haya podido permanecer ignorada
tanto tiempo. Resulta increíble.
—En estos años han aparecido un par de alusiones veladas en algunos libros de
historia, pero admito que nunca se ha publicado nada sustancial, y desde luego, la
verdad completa, no. No tendría que sorprenderte que se haya mantenido en secreto,
si lo piensas bien. En un momento tan crítico de la guerra, americanos e ingleses se
hubieran sentido totalmente desmoralizados sabiendo que los nazis habían estado tan
peligrosamente cerca de matar a sus líderes, por no hablar del efecto que hubiera
producido entre las tropas. Washington y Londres le echaron al asunto un buen cerrojo
de seguridad, el más fuerte que yo haya visto. Tampoco Berlín se sintió muy inclinado
a admitir el fracaso. A finales de 1943, los nazis empezaban a verse entre la espada y
la pared, y necesitaban victorias, no derrotas. Aquella humillación no hubiera sido
precisamente una inyección de moral para sus fuerzas armadas, de modo que Hitler
dio instrucciones de que se destruyeran todos los papeles en torno a Esfinge, y todo el
personal que estaba al corriente se juramentó para guardar el secreto. Además, en
aquellos días circulaban un montón de historias, algunas verdaderas y otras increíbles.
Que los aliados planeaban asesinar a Hitler, o secuestrar a Rommel, que Hitler iba a
pillar a Roosevelt o a Churchill, o a cualquier otro alto jefe aliado. Era difícil distinguir
la realidad de la ficción. Cuando terminó la guerra, me imagino que lo de Esfinge se
perdió entre el montón.
—¿Y usted qué hizo?
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—¿Y por qué cree usted que Halder nunca trató de verlo otra vez? —le pregunté
mirándolo fijamente—. ¿Por qué había de permanecer escondido todos estos años?
Dijo usted que en Estados Unidos lo hubieran ahorcado por traidor. Pero eso
seguramente era una posibilidad remota. Era un soldado, no un criminal de guerra. ¿Y
por qué el secreto?
Weaver tomó aire y suspiró profundamente.
—Probablemente tienes razón. Dios sabe que he pensado en eso muchas veces, pero
sólo se me ocurren un par de razones para explicar por qué se mantuvo oculto y nunca
más se puso en contacto conmigo, y las dos están relacionadas. Una, que era un
hombre muy orgulloso. Creo que de algún modo consideraba que había abandonado
la patria de su madre al colaborar con los nazis, eso en primer lugar. Pero lo cierto es
que no tenía elección. Como tantos buenos alemanes, había sido arrastrado por la
corriente. Y sólo aceptó participar en el plan de Schellenberg a causa de su hijo. Pero
también tienes que recordar que procedía de una fuerte tradición prusiana. El honor
cuenta. Esa palabra alemana, phlicht, a la que Jack se adhería. Puede traducirse por
deber, pero he sabido que significa mucho, muchísimo más que eso. Significa que no
puedes deshonrar a quienes están más cerca de ti. Y creo que en cierto modo él tema
la sensación de haber deshonrado nuestra amistad, y creía que no podría mirarme a la
cara nunca más. ¿Quién sabe?
Hizo una pausa y continuó.
—La segunda razón me parece la más plausible. Después de tantos sufrimientos
como había pasado, de la pérdida de su mujer y su hijo, y la muerte de su padre, por
no hablar de lo sucedido en Egipto durante su misión, tal vez lo único que quería era
dejarlo todo atrás, empezar una nueva vida y procurar borrar el tormento del pasado.
Eso a veces sucede, ¿sabes? No es raro que las personas que han pasado por trances
insoportables corten totalmente lo que les une a su vida anterior y traten de empezar
de cero. Tomar una nueva salida, desnudos, con una nueva identidad, familia nueva,
nueva profesión, y tachar cualquier cosa asociada a su pasado. Una especie de limpieza
del alma, me imagino. Seguro que los sicólogos explican esto con más detalle, pero a
mí me parece que tiene bastante sentido. Y tengo la sensación de que podría ser eso lo
que Jack pretendió. Puede decir que nunca iba a olvidarse de su mujer y su hijo, y que
nunca rompió completamente sus lazos con ellos, puesto que hacía que pusieran flores
regularmente en sus tumbas, pero también supongo que si has perdido a una familia
que querías intensamente, tampoco vas a olvidar del todo su recuerdo.
Se oyó un ruido detrás de nosotros. Entraban un par de miembros del personal de
limpieza del hotel en turno de noche. Parecieron sorprenderse de que todavía hubiera
alguien en el bar, pero en seguida hicieron caso omiso y se pusieron a trabajar,
limpiando mesas y sillas. Weaver miró el reloj.
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—Me parece que estamos excediéndonos en la bienvenida. Bueno, tengo que dormir
un poco, Carney —dijo, levantándose de la silla—. Mañana tengo que cerrar mi vuelo
de vuelta a Estados Unidos.
Me dio un firme apretón de manos y lo acompañé hasta el ascensor.
—Tengo una pregunta más —le dije.
—¿Ah sí? ¿Y cuál es?
—¿Está seguro de que el cuerpo que vimos en el depósito no era el de Halder?
—Jack tenía una cicatriz muy visible en la pierna izquierda, de una vieja herida de
la infancia, de cuando jugábamos juntos en los campos de la finca de su madre. El
pobre viejo del depósito no la tenía. Así que probablemente nunca sepamos quién era
realmente.
—Pero parece una coincidencia muy rara. Tenía más o menos la misma edad y el
mismo nombre que Halder.
—Y también tenía papeles a nombre de Hans Meyer, me parece.
Asentí con la cabeza.
—Tengo un contacto en la policía de El Cairo que me ha dicho que encontraron
documentos de identidad antiguos a ese nombre escondidos en el piso.
—Supongo que has oído decir que después de la guerra vinieron a Egipto muchos
alemanes. Algunos eran nazis reclamados, otros eran jóvenes científicos contratados
para trabajar en el programa secreto de cohetes de la NASA en Helwan, en el desierto.
Todavía están vivos unos cuantos, según tengo entendido. Ya son ancianos, demasiado
viejos para volver a casa, y viven sus últimos días anónimamente, en pisos austeros de
barrios como Imbaba. En muchos casos, cuando vinieron a Egipto adoptaron alias o
nuevas identidades, para intentar borrar sus rastros. Creo que cuando por fin se
conozcan los datos, descubrirás que el viejo del depósito era uno de ésos, y que el
nombre Johann Halder era un alias. Es un nombre que no tiene nada de particular, es
bastante corriente en Alemania, igual que Hans Meyer. Apostaría algo a que
probablemente esas dos identidades eran tapaderas que ese muerto llevaba años
utilizando.
Weaver hizo una pausa.
—Parece que todavía tienes dudas, Carney.
Me encogí de hombros.
—Me imagino que es porque soy periodista, pero no me gustan las historias sin
final. Me hubiera gustado saber de una vez por todas si Halder seguía vivo.
—¿Te refieres a que te gustaría descubrir qué pasó con la colección de su padre?
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—Si he de ser sincero, y aunque parezca raro, me parece que lo que más me intriga
es el propio Jack Halder.
—Por lo que yo sé, puede que haya muerto ya hace tiempo —dijo Weaver,
moviendo la cabeza a los lados—. Ya no quedamos muchos viejos supervivientes por
el mundo. Las flores sobre las tumbas de su mujer y su hijo una vez al mes es una cosa
fácil de mantener en marcha después de muerto. Es el típico detalle que se podría
esperar de Jack. Pero sería una lástima que estuviera muerto. Me hubiera gustado verlo
otra vez, por lo menos una vez más. —Había un pesar auténtico en la voz de Weaver,
una tristeza casi tangible—. Pero de todo lo que pasó hace ya tanto tiempo... ¿Cómo es
lo que dijo aquel escritor? «Cuanto más viejo me hago, más parece que poco a poco me
voy alejando de las orillas de mi pasado, hasta que se convierten en un lejano recuerdo
muy distante.» Desde luego tengo esa sensación.
—Pero lo recuerda usted muy bien.
Weaver dudó un momento, luego metió la mano lentamente en el bolsillo, sacó la
cartera y me tendió algo.
—Eso es porque llevo esto que me lo recuerda.
Era una fotografía en blanco y negro muy antigua, ya borrosa, cuidadosamente
conservada en una funda de plástico, con el papel arrugado y agrietado. Tres jóvenes
aparecían de pie entre las tumbas inmediatas a la pirámide escalonada, con las caras
tostadas por el sol y llenas de salud, cogiéndose entre ellos por la cintura y sonriendo
a la cámara. Reconocí de inmediato a Harry Weaver de joven. A su lado había una
mujer llamativa. Era muy guapa, de facciones finamente perfiladas y el cabello rubio
aclarado por el sol. A su lado estaba un hombre guapo con una sonrisa dibujada en el
rostro. Jack Halder y Rachel Stern.
Estuve mirando la fotografía un buen rato, estaba ante las imágenes auténticas, las
caras que había que poner a la historia, y luego se la devolví en silencio, buscando algo
que decir. La verdad era que no se me ocurría nada. Weaver volvió a meter la
fotografía en la cartera.
—Me alegro de que hayamos hablado, Carney. Si alguna vez vuelves por Estados
Unidos, ven a verme, me gusta mucho recibir visitas. Quedan ya tan pocos viejos
amigos... la verdad es que se me van muriendo todos poco a poco.
—Iré.
—Bien, buenas noches, Carney. ¿O tendría que decir buenos días?
—Buenos días, coronel.
Entró en el ascensor, se cerraron las puertas, y desapareció.
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Volví andando a mi apartamento pero no podía dormir. Por alguna razón, no dejaba
de darle vueltas en la cabeza a la historia de Weaver. Me quedé allí sentado, inquieto,
tomando café, viendo salir el sol y pensando en todo lo que Weaver me había contado,
hasta que un poco más tarde me vestí, bajé a la calle y eché a andar hacia el puente
desierto de Kasr-el-Nil. Por fin pasó un taxi solitario, lo llamé. El taxista pareció
sorprendido de ver un cliente a una hora tan temprana.
—¿Adónde, señor?
—Saqqara.
No le sorprendió en absoluto que alguien quisiera ir a visitar aquel famoso lugar al
amanecer, se limitó a encogerse de hombros cuando me subí. Fuimos por la carretera
de las pirámides y luego torcimos hacia el sur, salimos a la verde campiña del Nilo y
avanzamos siguiendo su curso, todos los pueblos miserables que cruzábamos estaban
desiertos, no se veía ni un alma, y luego llegamos a las ruinas de la fabulosa ciudad de
Menfis y finalmente vislumbramos al frente Saqqara, ese monumento asombroso a un
rey muerto hace tanto tiempo.
El lugar era muy hermoso a aquella hora del amanecer, realmente glorioso, cielo y
tierra tenían el mismo color de la arenisca rugosa, una luz anaranjada bañaba la
pirámide más antigua de Egipto, donde la tierra más fértil del planeta, el feraz delta
del Nilo, terminaba bruscamente y un espeso bosque de palmeras daba paso al más
puro desierto. Había una garita de la policía turística que controlaba el tráfico de
entrada, pero a aquellas horas todavía no había nadie y le dije al taxista que continuara
subiendo por las empinadas curvas de la carretera hasta las pirámides. Cuando
llegamos al aparcamiento de gravilla al pie de la entrada me bajé.
—Espere aquí, por favor.
Subí la cuesta. Todavía hacía fresco tras el frío helador de la noche en el desierto, y
el lugar estaba solitario, ni hordas de turistas ni camelleros atosigándote, ni guías
pesados ofreciendo sus servicios. Caminé entre las ruinas y me detuve a la pálida
sombra del esplendor de la pirámide de Zoser. Casi al lado había un cartel que decía
que había un equipo arqueológico internacional trabajando allí, otra excavación en
marcha, pero no vi a nadie y fui a sentarme en uno de los bloques de piedra de la base.
En las capas escalonadas de la antigua roca de color pardo había grabadas iniciales
borrosas, cientos y cientos de iniciales, cinceladas o arañadas por visitantes y
vencedores a lo largo de innumerables siglos. Marcas primitivas de los legionarios
romanos, cifras marcadas en la piedra corroída por los ejércitos conquistadores de
Napoleón, y un interminable número de recuerdos olvidados a amantes muertos hace
mucho tiempo. Estuve largo rato buscando, apartando arena, yendo de una piedra a
otra, en algunos lugares la roca estaba tan erosionada que resultaba imposible leer
algunas de las inscripciones, pero finalmente sentí un escalofrío al encontrar lo que
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estaba buscando, unas letras tan desgastadas ya que tuve que seguir su silueta borrosa
con la yema del dedo.
Pero allí estaban: RS, HW, JH. 1939.
Pensé en aquel verano, cuando Harry Weaver había ido por primera vez a Saqqara.
Pensé en Jack Halder y Rachel Stern, y en todos los nombres muertos del pasado, sus
cuerpos convertidos en polvo desde hace mucho, con sus pasiones y dolores, odios e
intrigas, y pensé que ya nada de todo aquello importaba. Pero, sobre todo, me
pregunté si Jack Halder estaría todavía vivo. Sería ya un hombre muy viejo y, la
verdad, no tenía sentido preguntármelo.
Como había dicho Weaver, poco a poco nos alejamos de las orillas del pasado hasta
que se convierten en un recuerdo lejano. Todo lo que quedaba de la verdad era una
vieja fotografía gastada, y aquellas iniciales olvidadas cinceladas en la piedra. Pero
para mí era verdad suficiente.
Me levanté, me sacudí el polvo de las manos y empecé a bajar de la colina.
Nunca llegué a descubrir lo que sucedió con la colección de Franz Halder, y nunca
volví a ver a Harry Weaver. Falleció casi cuatro meses más tarde en un hospital de
Nueva York, a los pocos días de sufrir un derrame cerebral. Todos los periódicos
importantes traían su necrológica. Iba a ser enterrado en el cementerio de la iglesia de
su pueblo natal, donde Jack Halder y él habían pasado la infancia juntos.
Yo estaba en Nueva York de permiso en aquel momento y decidí alquilar un coche
y hacer el largo camino hacia el norte del estado para darle mi último adiós. Hubo una
tormenta muy fuerte, me retrasé y cuando llegué, el funeral ya se había terminado.
Había docenas de asistentes y bastantes caras conocidas de la Casa Blanca. La lluvia
barría el cementerio con fuerza y la gente no tardó mucho en dispersarse y volver a los
coches mientras los truenos retumbaban sobre nosotros. Y me quedé solo.
Más allá de la iglesia de madera pintada de blanco, en un alto, veía a lo lejos lo que
una vez había sido el emplazamiento de la residencia que pertenecía a la familia de
Jack Halder. Ya hacía mucho tiempo que había desaparecido, y había sido sustituida
por un centro comercial y un aparcamiento. Por algún motivo pensé en dos niños que
una vez jugaron allí juntos y se hicieron amigos, hasta que las pasiones y las
circunstancias los convirtieron en enemigos, y su amor por una mujer casi llegó a
destruirlos a ambos.
Allí de pie, empapado por la lluvia, dejé que mis ojos se posasen sobre la tumba.
Estaba cubierta de coronas y ramos de flores de todas clases. Había bastantes del
Pentágono y también de las asociaciones de veteranos de guerra, e incluso había dos
enviadas por ex presidentes norteamericanos.
Pero entre las coronas y las flores descubrí un solitario lirio, blanco como la nieve,
que yacía al pie de la losa de mármol negro. Sentí un escalofrío. Cogí el sobre y leí la
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tarjeta sin membrete que había dentro, escrita con una caligrafía frágil y temblorosa,
pero cuyas palabras no dejaban lugar a dudas.
Decía: «Promesa cumplida. Jack.»
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