Las Arenas Del Saqqara

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

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GLENN MEADE

LAS ARENAS
DE SAQQARA

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Para Una y Neal

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ARGUMENTO

Noviembre de 1943. La cúpula del ejército aliado acude a una conferencia


secreta en El Cairo para preparar la invasión europea. Mientras tanto, Adolf
Hitler, conocedor de sus intenciones, planea llevar a cabo su misión más
audaz: matar al presidente Franklin D. Roosevelt y al primer ministro
Winston Churchill durante su estancia en Egipto.
Sólo un hombre es capaz de liderar la misión nazi, el comandante Johann
Halder, uno de los más brillantes agentes de la Abwehr, un hombre con un
alma torturada y una gran experiencia para resolver misiones imposibles.
Acompañado por un equipo clandestino y una joven egiptóloga, Rachel
Stern, Halder debe luchar contra reloj en el hostil desierto, llegar al Cairo y
cumplir con éxito la misión o, de lo contrario, tanto él como su hijo morirán.
Cuando la inteligencia militar americana descubre el plan nazi, encarga al
teniente coronel Harry Weaver que localice a Halder y acabe con él y su
equipo. Pero para Weaver, así como para Halder y para Stern, lo que está
en juego va más allá del balance de la guerra y de las vidas de los líderes
aliados. Porque entre ellos existe un pacto que deberá superar la dramática
prueba de enfrentarse con la muerte.
La novela de Glenn Meade, Las arenas de Saqqara, rescata uno de los
hechos más destacados de nuestra historia reciente y consigue mantener en
suspense al lector desde la primera hasta la última página. Meade ha creado
un relato donde la amistad, el amor y la traición se dan cita en un escenario
tan exótico y a la vez tan intrigante como el Egipto de la segunda guerra
mundial.

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Teníamos un plan increíble. Hubiera sumido a los


aliados en un caos absoluto y sus intenciones de
invadir Europa se habrían venido abajo. No puede
usted imaginarse lo cerca que estuvo Alemania de
ganar la guerra,

Walter Schellenberg, general de las SS, en una entrevista


durante los interrogatorios de los aliados en Nuremberg, en
febrero de 1946

Entre amigos, la justicia no es necesaria.

Aristóteles

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EL PRESENTE

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CAPÍTULO 1

El Cairo

Era abril y soplaba el jamsín, el viento del desierto que aúlla y azota las calles con
fuertes ráfagas de arena.
Cuando el taxi se detuvo ante el depósito de cadáveres y me bajé de él volví a
preguntarme qué me había empujado a ir hasta allí en semejante noche de perros sin
más pruebas que el cadáver empapado de un anciano a la orilla del Nilo.
—¿Quiere que lo espere, señor?
El taxista era un joven con barba y los dientes estropeados.
—¿Por qué no?
Definitivamente, no era una noche muy adecuada para andar buscando otro taxi.
El depósito era uno de esos grandiosos edificios antiguos de piedra maciza que
tanto se ven en Egipto, una reliquia del pasado colonial, pero que ahora aparecía
sombrío y arruinado, con el granito ennegrecido por años de contaminación y de
incuria. En un costado vi un callejón cochambroso, lleno de desperdicios que el viento
hacía volar. En el medio, un farol alumbraba una puerta con una reja pintada de azul.
Entré por el callejón y llamé al timbre. Lo oí zumbar por algún sitio, en el interior, y al
cabo de unos momentos se abrió la reja y apareció la cara de un hombre sin afeitar.
—¿Ismail?
El hombre asintió.
—He venido a ver el cuerpo del viejo —dije en árabe—. El que sacaron del Nilo. El
capitán Halim de la policía de El Cairo me dijo que preguntase por usted.
El hombre pareció sorprendido de que hablase su idioma pero abrió la puerta entre
un cascabeleo de cerrojos y se hizo a un lado para dejarme pasar. Entré para quedarme
a cubierto del incómodo viento, me sacudí la arena de la ropa y pasé al vestíbulo. Noté
una extraña emoción en mi interior. Allí estaba yo, un hombre ya en la cincuentena
que se sentía excitado como un colegial, con la esperanza de que al menos pudiera
encontrar respuestas a aquel extraño misterio que llevaba rondándome tantos años.

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Dentro se estaba muy fresco, y me recibió un olor casi insoportable, una mezcla de
fragancias perfumadas y carne putrefacta. Vi una arcada de madera que conducía al
depósito propiamente dicho, la parte de atrás pobremente iluminada con una bombilla
pequeña y un par de velas aromáticas llenas de churretes. Alrededor de la sala había
varias mesas de metal, cubiertas con sábanas blancas arrugadas sobre los cadáveres
que tapaban, y encastradas en las paredes de granito había, al menos, una docena de
nichos con puertas de acero llenas de arañazos y abolladuras.
Ismail me miró poniendo una expresión de dolor más que ensayada.
—¿Es usted pariente del difunto?
—Soy periodista.
La expresión de dolor desapareció de inmediato.
—No comprendo. —Y frunció el ceño—. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Saqué la billetera, extraje un puñado generoso de billetes y se los tendí.
—Por las molestias.
—¿Perdón?
—Por hacerle perder su tiempo. Pero no será mucho. Sólo quisiera ver el cuerpo de
ese anciano. ¿Es posible? Puede que saque una historia de ahí, ¿comprende?
Era evidente que sí. El dinero desterró toda discusión y se guardó los billetes en el
bolsillo con una sonrisa.
—Por supuesto, como usted desee. Siempre me gusta atender a los señores de la
prensa. ¿Es usted americano?
—Así es.
—Eso pensé. Venga por aquí.

Me condujo al depósito. Dentro hacía mucho frío. Las paredes desconchadas


estaban pintadas de azul y la delicada marquetería de arcos y puertas era una obra de
arte en sí misma, pero la estancia, en general, estaba bastante deteriorada y necesitaba
una restauración.
Ismail señaló lo que parecía una pequeña sala, cerrada con una tupida cortina de
cuentas.
—El cuerpo está allí. Precisamente estaba trabajando en él cuando llamó usted. No
es una experiencia muy agradable cuando un cuerpo ha estado varios días en el agua.
¿Aún quiere verlo?
—Para eso estoy aquí.

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Ismail apartó la cortina y yo fui tras él. Las llamas de un par de velas aromáticas
temblaban junto a una plancha de mármol sobre la que había el cuerpo de un hombre
desnudo, y al lado había una mesita metálica donde se veían las piezas de un sencillo
instrumental forense: hilo de sutura, algodón en rama, unos cuencos de agua. El
decorado de la muerte no cambia demasiado, estés donde estés, ya sea en Kansas o en
El Cairo.
Al lado de la mesa había ropa limpia cuidadosamente doblada, un traje viejo de
hilo, una camisa y una corbata, calcetines y zapatos, como preparados para amortajar
el cadáver.
El anciano que estaba sobre el mármol debía de haber cumplido setenta y muchos
y era alto, al menos uno ochenta bien largo. Tenía los ojos abiertos, vidriosos, el cabello
gris y escaso y retirado de la frente. La piel era blanca y arrugada de estar en el agua,
la expresión, tensa y horriblemente retorcida. Pero en medio del pecho no tenía
ninguna cicatriz que evidenciase la sutura posterior a la autopsia. En los países
musulmanes entierran rápidamente a sus muertos, en general antes de la puesta de
sol, si mueren por la mañana, y si no al otro día, y los muertos se consideran sagrados
y apenas se los toca. Incluso a las víctimas de asesinato suele hacérseles sólo una
necropsia, es decir, una inspección visual de los restos que ayude a establecer la causa
de la muerte.
Noté que un escalofrío me recorría el cuerpo, porque el olor de las velas no ocultaba
el hedor de la descomposición, y señalé el cuerpo con la cabeza.
—¿Qué me puede decir de él?
El funerario se encogió de hombros, como si una muerte más en medio de una
ciudad caótica de quince millones de almas no importase gran cosa.
—Lo trajeron ayer. La policía lo encontró en el agua, cerca del puente del tren del
Nilo. La documentación que llevaba en la cartera dice que se llamaba Johann Halder,
alemán, y vivía en un piso del barrio de Imbaba.
Pero eso ya lo sabía yo.
—¿Alguien ha reclamado el cadáver?
—Todavía no. Conservamos el cuerpo por algún tiempo, mientras buscan a los
parientes. Pero hasta ahora no han encontrado ninguno. Al parecer vivía solo.
—Tengo entendido que no era musulmán.
—Cristiano, cree la policía.
—¿Murió ahogado?
Ismail asintió.
—Eso cree el forense. Como puede usted ver, el cuerpo no tiene heridas. El forense
opina que tal vez el viejo cayese al río por accidente, como pasa muchas veces. O quizás

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se suicidara desde algún puente. —Se frotó la barba—. Pero es imposible saberlo
seguro.
—¿Puede decirme algo más?
—Me temo que no. Tendrá que preguntárselo a la policía.
—Por lo que he oído, han descubierto que nuestro difunto amigo tenía otra
documentación completa escondida en su piso. Eran unos papeles muy antiguos a
nombre de Hans Meyer.
Ismail se encogió de hombros.
—Yo no soy más que un empleado de pompas fúnebres. No sé nada de esas cosas.
Pero sé que en El Cairo hay muchos extranjeros que viven aquí, también alemanes. ¿Es
usted de un periódico norteamericano?
—Soy el corresponsal en Próximo Oriente.
—Interesante.
—Pero ni la mitad de interesante de lo que podría ser este viejo.
—¿Lo conocía usted? —preguntó Ismail, sorprendido.
—Digamos que si es quien yo creo que es, puede que esté usted contemplando los
restos mortales de un hombre verdaderamente increíble, teniendo en cuenta que se le
suponía muerto desde hace más de cincuenta años.
—¿Cómo dice?
—Es una larga historia. Pero si es él, esta noche estará usted en compañía de un
cadáver muy importante.
Ismail lanzó un silbido.
—Entonces no me extraña que aquel señor mayor tuviera tanto interés.
—¿Qué señor?
—Estuvo aquí no hace ni media hora. Vino a inspeccionar el cadáver. Un americano
mayor, acostumbrado a salirse con la suya, como la mayoría de ellos. Se metió aquí y
pidió ver el cuerpo. —Ismail sonrió y dio unos golpecitos sobre el bolsillo de su
chilaba—. Por desgracia, no era tan generoso como otros compatriotas suyos. Cuando
le pedí una pequeña bakshish me amenazó con cortarme la mano.
—¿Quién era?
Ismail se rascó la cabeza.
—Harry Weaver, creo que dijo.
Sentí que un cosquilleo raro me recorría el espinazo.
—¿Harry Weaver? ¿Está seguro de que se llamaba así?

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—Creo que sí.


—Descríbamelo.
—Muy alto. Sesenta y muchos, puede que aún más viejo, pero parecía que se
conservaba en una excelente condición física. Un hombre con aspecto competente. —
Ismail pareció sorprenderse al ver mi reacción de asombro—. ¿Conoce usted a ese tal
señor Weaver?
—Personalmente no, pero he oído hablar de él.
—Parecía alguien importante. Acostumbrado a dar órdenes, estilo militar.
—Eso es lo que es —le aclaré—. Y puede usted dar gracias a Alá por no haber
perdido la vida, ya que no la mano. Harry Weaver no es la persona más indicada para
pedirle propinas. Es un modelo de autoridad. Fue consejero de seguridad de la
presidencia de los Estados Unidos durante casi cuarenta años.
Ismail extendió las manos en un gesto de inocencia.
—Pero la bakshish es costumbre en nuestro mundo —dijo.
—Si lo sabré yo. —Me subí el cuello del abrigo y empecé a irme.
—¿Usted cree que este cuerpo es el del alemán que usted decía? —preguntó Ismail.
Miré el cadáver.
—Quién sabe. El pobre hombre está en tan mal estado que es difícil saber si está
boca arriba o boca abajo. ¿Sabe adónde se iba el señor Weaver?
—A la casa donde vivía el alemán. Lo oí hablar con el taxista que lo estaba
esperando fuera.
—Esto se pone interesante. ¿Sabe usted la dirección?
—Naturalmente. Ayer fui allí a buscar algo de ropa para enterrarlo, según
instrucciones de la policía.
Ismail apuntó la dirección en una hoja de papel que yo le di.
—Vivía en el último piso.
—¿La policía ha precintado el apartamento?
—No. No hacía mucha falta, el pobre viejo no tenía muchas posesiones dignas de
mención. Pero sí se molestaron en cerrar la puerta con llave; las tiene el portero.
Cuando me guardaba el papel en el bolsillo, Ismail preguntó:
—¿Alguna otra cosa más?
Eché una última mirada al cadáver del anciano antes de girarme hacia la salida.
—No, gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.

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Imbaba es un barrio obrero formado por casuchas desvencijadas de madera y


edificios de cemento, cerca de la ribera del Nilo. Las calles están enfangadas por los
desagües abiertos, y las casas, apiñadas como para protegerse entre sí de la pobreza y
la miseria del entorno. El taxista encontró la dirección sin el menor problema.
La casa había sido construida al estilo árabe, y era un edificio grande, viejo, todo de
madera antigua y muy deteriorado, con las ventanas tapadas por postigos de rejilla
ajados, descoloridos, y un mirador de madera tallada medio podrida que sobresalía
del primer piso. Afuera no había ningún otro taxi, pero la puerta estaba abierta,
golpeando por el viento, y detrás se veía un vestíbulo oscuro.
—Espéreme aquí —dije al taxista, y bajé del coche.

El vestíbulo apestaba a orines y a comida rancia. Al subir la escalera, la madera


crujía. Se oía llorar a un niño y a una pareja que discutía en alguna parte de abajo, en
la oscuridad de la casa. Al llegar al rellano vi que una de las puertas de salida estaba
abierta y entré. La habitación en la que me encontré era típicamente egipcia, pero muy
descuidada y en completo desorden. Los cajones estaban abiertos, y todo su contenido,
desparramado, como si alguien hubiera estado registrando el lugar. Papeles viejos y
correspondencia, ropa y objetos personales, un par de anteojos desvencijados
aplastados en el suelo. Un par de puertas daban a las otras habitaciones y había una
ventana con vistas al Nilo, en la oscuridad. Hojeé la correspondencia y los papeles,
pero no había nada realmente interesante. Al cerrar un cajón tropecé con una lámpara
de mesa, cayó al suelo con estrépito y entonces, de repente, se abrió una de las otras
puertas.
Al volverme vi que un hombre alto, ya mayor, entraba en la sala con unas gafas de
leer en la mano. El dormitorio del que salía estaba en desorden, a su espalda, y había
papeles desparramados por todas partes. Llevaba una trinchera clara, tenía el cabello
plateado nevado de arena y una mirada ligeramente asustada en el rostro tostado. Yo
sabía que al menos tenía ochenta y pocos años, aunque se conservaba bastante bien,
con un aire de frescura que le hacía parecer diez años más joven. Y seguía manteniendo
un porte militar: más de uno ochenta y rasgos finamente cincelados, aunque sus
hombros se inclinaban un poco y sus penetrantes ojos grises se veían acuosos por la
edad.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó con un inconfundible acento americano.
—Yo podría hacerle la misma pregunta, si no supiera ya la respuesta, coronel
Weaver.

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Pareció sorprendido.
—¿Me conoce?
—Personalmente no, pero ¿qué americano no ha oído hablar de Harry Weaver? Una
leyenda viva. Casi cuarenta años de consejero de seguridad de los presidentes de los
Estados Unidos.
—¿Quién es usted? —bufó Weaver.
—Me llamo Frank Carney.
No pareció impresionarse, pero luego algo destelló en sus ojos y frunció el ceño.
—No será Carney, el reportero del New York Times.
—Me temo que sí.
Weaver se relajó un momento.
—Solía leer sus columnas, aunque no estaba de acuerdo con todo lo que escribía
usted, como se imaginará.
—Pero con algo estaría de acuerdo, supongo —propuso—. De novato estuve en
Dallas de reportero suplente, cuando mataron a Kennedy, Usted era uno de sus
asesores de seguridad y le dijo que no fuera allí, ¿recuerda?
—Demasiados puntos débiles. La maldita seguridad local estaba llena de agujeros.
Y en aquel coche descapotado era como un pato de reclamo, por mucho que el Servicio
Secreto asegurase que podían protegerlo.
—Si Jack Kennedy lo hubiera escuchado, tal vez hoy seguiría vivo. Dije todo eso
cuando escribí sobre ello después.
Weaver movió la cabeza, pensativo.
—Ahora es demasiado tarde. Pero pensándolo bien, me parece que recuerdo su
artículo. Era una valoración imparcial y veraz de los hechos.
—Es que había hecho los deberes. Leí todo lo que encontré sobre usted. Su lema
particular era: no te fíes de nadie y pon en duda cada uno de los datos. Con una carrera
tan larga como la suya, parecía que era usted un hombre cuyos consejos merecía la
pena escuchar.
—Cuestión de experiencia. Los años te endurecen. —Weaver volvió a mirarme, otra
vez con aire de sospecha—. Pero nada de eso explica qué demonios hace usted aquí.
Esto es una propiedad privada.
—Yo puedo volver a preguntarle lo mismo. ¿Le dejó entrar el propietario?
—¿Y a usted qué demonios le importa si me dejó entrar o no? Limítese a contestar
a mi maldita pregunta.

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—Oh, creo que puede usted imaginárselo. Los dos fuimos al depósito por la misma
razón: Johann Halder. Indiscutiblemente, uno de los mayores enigmas de la segunda
guerra mundial.
Weaver se enderezó.
—¿Ha estado en el depósito de cadáveres?
—Por lo visto no coincidimos por poco. Y por cierto, el empleado no estaba muy
contento con eso de que no le diera propina.
Los ojos de Weaver se entrecerraron.
—¿De qué conoce usted a Johann Halder?
—Resulta que la egiptología me interesa desde siempre, por eso he pasado estos
cinco últimos años de corresponsal en El Cairo. Hace ya bastante tiempo estuve
investigando para un artículo sobre un tal Franz Halder, un alemán muy rico,
coleccionista de objetos egipcios. Tenía pensado escribir un libro sobre algunos de los
valiosísimos tesoros egipcios que desaparecieron de museos y colecciones privadas de
toda Europa durante la guerra, muchos de los cuales todavía no se han encontrado.
Weaver mostró interés:
—¿Y entonces?
—Antes de la guerra, Halder tenía una de las mejores colecciones privadas de
Alemania, la mayoría de piezas insustituibles, y era benefactor del Museo Egipcio.
Murió cuando los aliados destruyeron Hamburgo, durante un bombardeo aéreo
masivo en 1943. Algún tiempo después desapareció su colección completa. Intenté
ahondar un poco más, descubrir si tenía parientes vivos, alguien que pudiera saber
qué había pasado con la colección. Así que le pedí a un amigo mío periodista que
estaba en Berlín que lo comprobase. No quedaban parientes vivos, por lo menos
ninguno que pudiera contarme algo que valiera la pena, pero resultó que Halder tenía
un hijo, Johann, que fue soldado en la guerra. Los archivos militares alemanes lo daban
por muerto en acción en 1943, en alguna misión rara, pero no mencionaban cuál, ni
dónde. Aunque mi amigo descubrió que Halder había sido reclutado en 1940 por la
Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán durante la guerra.
—Ya sé lo que era la Abwehr, Carney. Siga usted.
—De chico, Johann Halder se educó en América hasta la trágica muerte de su madre
al dar a luz al segundo hijo. Después de eso, el padre se lo llevó de vuelta a Berlín,
aunque parece ser que durante muchos años volvían a los Estados Unidos todos los
veranos. La familia de su madre era propietaria de una gran finca en el estado de
Nueva York. Fui a verla hace algunos años, pero ya hacía mucho que había cambiado
de manos, habían derribado la casa y no quedaba nadie en toda la vecindad que se
acordase de los Halder.

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—No me sorprende en absoluto. Está usted hablando de hace mucho tiempo.


—Además, Johann Halder hablaba varios idiomas correctamente, árabe incluido, y
durante la guerra llegó a comandante, aunque nunca se afilió al partido nazi. En el
resto de su material militar, aparte de una faena corta en el norte de África, hay muchas
lagunas, y no había detalles de la misión en la que se supone que murió.
—¿Qué más ha logrado saber? —preguntó Weaver suavemente.
—Aquí es donde la cosa empieza a ponerse realmente interesante. No había vuelto
a pensar en ello hasta hace poco, al entrevistar a uno de los antiguos directivos del
Museo Egipcio, Kemal As san, poco antes de que muriera. Mencioné a Franz Halder
de pasada y Assan me dijo que en 1939 había conocido a su hijo Johann, que
participaba en una excavación arqueológica en Saqqara. La verdad es que también me
dijo que lo había visto en El Cairo después de la guerra. Teniendo en cuenta que se
suponía que Halder estaba muerto, ese dato me pareció bastante increíble.
De pronto, Weaver pareció muy interesado:
—¿Y qué le dijo exactamente el tal Assan?
—Diez años antes, estaba sentado en un café de El Cairo pensando en sus cosas
cuando se fijó en un hombre que estaba en la mesa de al lado. Assan pensó que la cara
le resultaba extrañamente familiar. Cuando le preguntó si lo conocía, el hombre se
limitó a sonreír y le dijo en alemán: «Nos conocimos hace mucho, en otra vida.»
Después se levantó y se fue. Assan hablaba algo de alemán, y estaba completamente
seguro de que aquel hombre era Johann Halder.
A Weaver le brillaban los ojos.
—¿Intentó seguirlo?
—Lo intentó, pero lo perdió de vista en el mercado. Weaver pareció decepcionarse.
—Ya. Así que ¿usted cree que puede ser que Halder todavía esté vivo?
—Esa idea me ronda por la cabeza desde entonces. La verdad es que no sabía qué
pensar, todo aquello era un jeroglífico, pero no tenía duda de que allí podía haber una
historia. Si Halder seguía vivo, existía la posibilidad de que supiera qué había pasado
con la colección de su padre. Entonces, en la Egyptian Gazette de ayer me tropecé con
una gacetilla que decía que habían rescatado del Nilo el cadáver de un anciano alemán.
Al parecer, sus documentos lo identificaban como Johann Halder, y la policía solicitaba
que se presentase cualquiera que tuviera información sobre él. Cuando oí el nombre
sumé dos y dos y tuve la esperanza de que fueran cuatro.
Miré a Weaver, que seguía allí de pie, escuchándolo todo, pero no dijo ni una
palabra más.
—Ahora la cuestión es: ¿qué hace usted aquí, coronel? Mis últimas noticias sobre
usted era que estaba viviendo en Washington. Pero, pensándolo bien, si mal no

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recuerdo, usted ha estado interesado por Egipto toda la vida. Tiene acreditadas varias
excavaciones arqueológicas, y estuvo aquí con el servicio de inteligencia durante la
guerra. Así que es obvio que lo único que puedo deducir es que la verdadera razón
por la que está usted aquí es que conocía a Halder.
Weaver pareció haberse quedado mudo, atrapado en su propia trampa. Lanzó un
suspiro, se dejó caer en una de las sillas y no dijo ni una palabra.
—¿Era Johann Halder, el de allí, el del depósito?
Weaver no respondió.
—Entonces, dígame por lo menos por qué está usted aquí. Y de qué conocía a
Halder. Después de todo, no me encuentro todos los días con una historia de un
hombre al que se ha considerado muerto y que sin embargo pudiera estar vivo
cincuenta años después.
Weaver seguía sin responder. Lo miré.
—Tengo la sensación de estar hablando con una pared, coronel.
Continuó allí sentado, inmóvil.
—Al menos, dígame por qué está aquí. Sólo eso. ¿Es demasiado pedir?
Weaver perdió la paciencia.
—Por Dios, Carney, parece un perro tras un hueso. Ya estoy harto de tantas malditas
preguntas.
Se puso en pie, como para marcharse, y dijo con firmeza:
—Usted es un desconocido y yo no hablo de mis asuntos personales con
desconocidos.
—Muy bien, coronel, como usted quiera. Pero me gustaría decirle algo; tal vez lo
viera de otro modo.
Weaver pareció exasperarse.
—Cállese, Carney, no estoy de humor.
—Pensé que igual quería oír lo que tengo que decir.
—Lo dudo.
—Escúcheme sólo un minuto. En el momento en que oí el nombre de usted en el
depósito, un escalofrío me recorrió el espinazo. Y me gusta pensar que fue el destino...
mi destino y el de usted, ese tipo de cosas que tanto les gusta creer a los «Socios.
Los ojos de Weaver se entrecerraron.
—¿De qué demonios está usted hablando?

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—El artículo que escribí sobre usted después de lo de Dallas. No me ha preguntado


cómo es que sabía tanto de su historia personal, teniendo en cuenta que en los archivos
públicos no había mucha información.
Weaver frunció el ceño, y asintió con la cabeza.
—Me parece recordar vagamente que allí se daban todos los datos, en efecto. ¿Y
qué?
—¿Le dice algo el nombre de Tom Carney?
Weaver se quedó totalmente atónito, como si le hubieran dado un puñetazo:
—¿El capitán Tom Carney?
—El mismo. Era mi viejo. Estuvieron ustedes juntos en los servicios de inteligencia
militar y desembarcaron en África del Norte durante la Operación Antorcha, en 1943.
Un mortero cayó en su unidad de reconocimiento a las afueras de Argel y a usted le
hirió la metralla. Él lo llevó de vuelta a las líneas americanas bajo un fuerte fuego
enemigo. Le dieron una medalla, por recomendación de usted. También a él lo hirieron
dos veces, y lo mandaron a casa.
De la cara de Weaver desapareció todo signo de dureza, desapareció la agresividad,
y me observó con detenimiento.
—Bueno, que me ahorquen. Así que es el hijo de Tom Carney.
—Mi viejo me habló mucho de usted a lo largo de los años. La sensación que tuve
es que en una época fueron buenos camaradas.
Weaver asintió y los ojos se le humedecieron, como si recordase.
—Era un hombre bueno, valiente, íntegro. Uno de los mejores con los que serví. Sólo
lamento que no siguiésemos en contacto. Aunque me enteré de que había muerto hace,
cuánto, ¿diez años quizás?
—Doce. Y todavía no pasa un día sin que lo eche de menos. —Miré fijamente a
Weaver—. Me gusta creer que hay veces en que las vidas se cruzan, aunque sea por
un instante, por toda clase de razones que los mortales no podemos ni siquiera llegar
a intuir. Tal vez esté escrito en nuestras estrellas. Como usted y mi viejo. Es curioso,
sabe, pero mi padre solía hablar mucho del destino. Y, tal vez si él no hubiera estado
con usted la vez que lo hirieron, las cosas podrían haber resultado muy distintas, para
ambos. El destino es una cosa rara, coronel. Y cuando oí que mencionaban su nombre
allí en el depósito, me figuré que el destino quería echarme una mano. Que, por alguna
razón, los hados nos ayudaban a encontrarnos. Este asunto de Halder lleva un buen
montón de años rondándome la cabeza, es un enigma que no quiere desaparecer, y me
gustaría llegar hasta el fondo del tema. Así que, si puede usted ayudarme de alguna
forma, le estaré muy agradecido. No le estoy pidiendo ningún favor de familia,

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coronel, créame. Pero entiendo que mi padre era un hombre en el que podía usted
confiar. Y yo le pido simplemente que se fíe usted de mí.
Weaver no decía nada.
—¿Cree tal vez que le estoy pidiendo demasiado? Sólo dos sencillas preguntas. Por
qué está usted aquí y cómo conoció a Halder.
Weaver lanzó un suspiro, un suspiro largo y fuerte que sonó como si quisiera
expulsar algún tipo de dolor de lo más profundo de su ser.
—Sí, conocí a Johann Halder —admitió finalmente—. Hace muchísimo tiempo.
—Ahora me deja usted sorprendido. Yo sé por qué estoy yo aquí. Pero ¿y usted?
¿Cuál es su motivo?
Weaver se inclinó hacia adelante en la silla y, al encorvarse, me pareció más anciano,
como si mi persistencia hubiera terminado por doblegarlo y hacer aparecer en su cara
un semblante triste, cansado.
—Oh, hay muchísimos motivos, Carney. Muchísimos, se lo aseguro... —Estaba a
punto de decir algo más, pero justo entonces pareció cambiar de idea—. Así que pensó
que de todo esto podía sacar una historia...
—Tenía más o menos esa esperanza. Y aunque no la hubiera, por lo menos
conseguiría calmar la curiosidad.
Weaver titubeó, como si tratase de decidir algo, y después pareció haberlo decidido.
—Creo que puede decirse que hay una historia, efectivamente, pero dudo que yo
pueda ayudarle a descubrir qué pasé con la colección de Franz Halder. Probablemente
acabó «a manos de los rusos después de la toma de Berlín. Casi todo cuanto había de
valor acabó así.
—Ya pensé que ésa era una posibilidad. Pero ¿qué hay dé Johann Halder? A mí me
parece que en todo este misterio es el único eslabón que queda. ¿Qué puede contarme
de él?
Weaver estaba incómodo, como si el dolor que intentaba expulsar le hubiera vuelto.
Miró a su alrededor.
—¿Hay algo de beber por aquí?
—Seguro que no.
—Maldición. —Se puso en pie y se acercó a la ventana. El viento azotaba las
palmeras a lo largo del Nilo. Habló sin darse la vuelta, casi como ausente—. Durante
la guerra, El Cairo era un sitio fantástico, ¿lo sabía usted? Se podría decir, incluso, que
aquí se decidió el destino del mundo entero.
—¿De verdad? ¿Le importaría contarme eso?

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Estuvo unos momentos sin responder, enfrascado en sus pensamientos, mirando el


exterior por la ventana.
—Puedo contarle una historia, Carney. Y puede que sea la historia más extraña que
haya oído usted en su vida. La verdadera cuestión es, ¿se la creerá usted?
—Pruébelo.
—Con una condición —Se dio la vuelta y tenía una expresión tremendamente
seria—. No debe publicar nada de lo que le diga hasta después de mi muerte.
Quedé sorprendido.
—Tiene usted un aspecto de lo más saludable, coronel. Me parece que va a ser una
larga espera.
—Puede que no tan larga. Ya soy un hombre viejo, Carney, no puede quedarme
mucho tiempo. Y supongo que en este punto la verdad ya no puede hacerle daño a
nadie, después de tantos años. Pero ¿sabe qué es lo más extraño? Que nunca le he
contado esta historia a nadie, ni a un alma. Podía haberlo hecho, lo deseé muchas
veces, porque me perseguía, pero me la guardé para mí solo más de cincuenta años. Y
tal vez haya llegado la hora de contársela a alguien antes de que sea demasiado tarde.
—Me miró fijamente—. Puede que tenga razón en lo del destino, Carney. Los hados
cumplen con su papel. Además, he leído sus trabajos, y por poco que se parezca a su
padre, creo que será usted un hombre cabal y que respetará mis deseos.
Busqué su mirada y asentí:
—Tiene usted mi palabra.
Weaver recorrió la habitación con la vista, como si de repente estuviera inseguro de
su alrededor.
—¿Le importa que nos vayamos de aquí?
—Fuera tengo un taxi esperando. Puedo llevarlo a algún lado.
—Con una noche como ésta no le diré que no. Por cierto, me hospedo en el nuevo
Shepheard's. No se parece en nada al viejo hotel al que sustituye, pero por lo menos
sirven un whisky muy decente.
—Eso es lo que quería oír.
Weaver se subió el cuello de la trinchera, salió al rellano y bajó de prisa la escalera.
Yo eché un último vistazo por aquel piso destartalado y salí tras él.

El viaje hasta el Shepheard's fue una verdadera prueba. Por alguna razón, Weaver
apenas hablaba, y se limitaba a mirar por la ventanilla del taxi, perdido en su propio
mundo. Yo tenía la terrible sensación de que podría estar reconsiderando su

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ofrecimiento de contarme la historia, pero cuando llegamos al hotel se sacudió la arena


de la trinchera y al entrar en el vestíbulo me dijo:
—Lo veré en el bar dentro de diez minutos. Yo quiero un Dewars bien grande. Solo.
Entró en el ascensor y yo me fui al bar restaurante. El viejo hotel Shepheard's tenía
eso que a las guías de viaje les gusta llamar ambiente. Un cierto esplendor ajado que
evocaba la belle époque, todo en madera oscura y altas columnas de mármol, gruesas
alfombras y muebles antiguos. Había sido uno de los grandes hoteles construidos para
albergar a los europeos ricos. En comparación, el nuevo Shepheard's es una pálida
imitación, aunque continúa atrayendo a los turistas. Pero aquella noche no había
ninguno en el bar, solamente un par de hombres de negocios extranjeros charlando
ante unas copas. Me senté al lado de la ventana y pedí al camarero que trajera la botella.
Weaver bajó a los diez minutos. Se había cambiado, llevaba jersey y pantalones de
algodón y parecía más tranquilo mientras observaba el bar.
—Qué demonios, esto no se parece nada al sitio de antes.
—¿El Shepheard's le trae recuerdos, coronel?
—Demasiados, me temo —replicó Weaver, casi melancólico—. Y deje ya eso de
coronel. Llevo más de veinte años retirado. —Observó la sala—. ¿Sabía que Greta
Garbo solía quedarse en el antiguo Shepheard's? Por no hablar de Lawrence de Arabia,
Winston Churchill y la mitad de los espías de la Gestapo en El Cairo de los tiempos de
la guerra.
Rellené los vasos y puse la botella entre nosotros.
—Una vez leí en alguna parte que Rommel telefoneó a la conserjería para reservar
una habitación después de la caída de Tobruk, pensando que llegaría a El Cairo en una
semana. Si no me falla la memoria, el viejo Shepheard's se quemó en los disturbios
independentistas del año 52. Al parecer, muchos egipcios lo consideraban un símbolo
intolerable del imperialismo británico.
—Se ve que se sabe usted la lección de historia, Carney.
—Por eso hay algo que me incomoda. Si todo lo que hemos sabido de Johann Halder
es cierto, y si seguía vivo después de todo este tiempo, ¿por qué decidió desaparecer y
ocultarse?
—Creo que podría haber varios motivos. Uno de ellos es que Estados Unidos tenía
pruebas muy sólidas para condenarlo por traición. Probablemente hasta podrían
haberlo ahorcado. Fruncí el ceño.
—¿Y por qué? No hay duda de que Halder era ciudadano alemán. ¿Cómo podía
considerársele traidor?
—Era ciudadano alemán, cierto, pero había nacido en Estados Unidos. Su verdadero
nombre era Johann, pero todo el mundo lo llamaba Jack. Y su desaparición tuvo que

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ver con la misión que usted mencionaba, ésa en la que se supone que murió.
Probablemente la más arriesgada que planearon nunca los nazis. Y tuvo lugar
justamente aquí, en Egipto.
—No sé a qué se refiere.
—Halder dirigía un comando secreto para asesinar al presidente Roosevelt y al
primer ministro Winston Churchill en El Cairo, por orden directa de Adolf Hitler.
Me quedé atónito.
—Ahora sí que me deja sorprendido. ¿Un hombre norteamericano enviado por
Hitler para matar al presidente de Estados Unidos? Es difícil de creer.
—Y probablemente el mejor presidente americano que haya habido nunca. —
Weaver dejó el whisky sobre la mesa—. La misión de Halder pretendía cambiar el
rumbo de la guerra para los nazis. Y había mucho más en juego que cuando Kennedy
sirvió de blanco en Dallas. El futuro de todo el mundo libre, nada menos. Y sucedió
cuando Roosevelt y Churchill asistían a la Conferencia de El Cairo en noviembre de
1943, una de las reuniones de los aliados más vitales de toda la guerra. Entre otras
cosas, el presidente y el primer ministro estaban en El Cairo para acordar los planes
ultrasecretos de la Operación Overlord, la invasión de Europa. Si Hitler se hubiera
salido con la suya, y si los hubieran asesinado a los dos, los aliados habrían quedado
sumidos en el caos, la invasión no hubiera podido seguir adelante y Alemania habría
ganado la guerra.
Weaver alzó el pulgar y el índice y los juntó hasta dejar una mínima separación
entre ambos.
—Créame, Carney, la cosa estuvo así de cerca de salirles bien. Todavía me da miedo
pensar en ello.
Me sentí desbordado:
—Está hablando en serio, ¿verdad? Eso pasó de veras.
—Oh, ya lo creo que pasó —dijo Weaver con firmeza—, no lo dude. Y mi trabajo
era detener a Halder y matarlo. Pero no era algo que pudiera mencionarse ni de pasada
en los libros de historia, era un asunto demasiado delicado para eso.
Lo miré, ansioso:
—Pero no lo comprendo. Incluso asumiendo que Halder sobreviviera, ¿por qué
seguía usted teniendo interés en encontrarlo después de todos esos años? ¿Para que se
le pudiera tildar de traidor? Ya es un poco tarde para eso, ¿no?
En sus ojos apareció una expresión muy triste. Miró hacia el Nilo antes de volverme
a mirar.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No, son motivos mucho más personales —dijo suavemente. Y entonces detecté
en su voz una súbita, intensa emoción—. Pero no se equivoque en una cosa, Carney.
Halder realmente ayudó a cambiar el curso de la historia del mundo.
—¿Le importaría decirme cómo?
Weaver debió de haber percibido confusión en mi rostro, pero no contestó. En vez
de eso, su mirada se alargó más allá de la ventana, los ojos se le empañaron como si
intentase contemplar el pasado. El ruido y la tormenta de arena ya casi habían
desaparecido, levantando el velo que cubría la ciudad vieja, y ahora, de pronto, se
podía ver el Nilo majestuoso, las casas flotantes del río, las vivaces callejuelas oscuras
y los elevados minaretes, la silueta fantasmal de las pirámides de Gizeh en la lejanía.
Era fácil imaginarse cómo debía de ser cincuenta años antes, una ciudad llena de
intriga y de misterio.
Cuando Weaver regresó había en su rostro una expresión que era difícil de
interpretar. Pena, quizás, o dolor... no sabría decir qué.
—Puede que sea mejor que empiece por el principio. Verá conocí a Jack Halder
mucho antes de la guerra. Éramos amigos de la infancia. Incluso podría decirse que
éramos como hermanos.

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EL PASADO

PRIMERA PARTE

SEPTIEMBRE DE 1939

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CAPÍTULO 2

El Cairo

Hubo un día en que todos estuvieron juntos.


Eran jóvenes, y el lugar se llamaba Saqqara. Un equipo de arqueólogos había
descubierto la entrada secreta de una cámara funeraria junto a la pirámide escalonada
del faraón Zoser, cerca del emplazamiento de la antigua ciudad de Menfis, a casi
treinta kilómetros al sur de El Cairo. El grupo internacional que había llegado a
comienzos de la primavera para colaborar en la excavación estaba formado
mayoritariamente por jóvenes veinteañeros de Francia, Alemania, Inglaterra y Estados
Unidos. Eran casi un centenar. Había arqueólogos y egiptólogos, otros eran ingenieros
o aventureros, y todos ellos trabajaban duro bajo el ardiente sol del desierto, felices y
dedicados a su trabajo y determinados a pasarlo bien, a pesar de los crecientes vientos
de guerra.
Para dos de los jóvenes, Harry Weaver y Jack Halder, el campo de Saqqara
constituía un encuentro preparado. Jack Halder era aventurero por naturaleza, hijo de
una belleza de la alta sociedad neoyorquina y de un rico prusiano apasionado del
antiguo Egipto.
Tenía veinticuatro años, uno más que Weaver, que había cogido al vuelo aquella
primera oportunidad de viajar al extranjero. Su padre había sido el casero de la finca
que tenía la familia de la madre de Jack Halder y, a pesar de su distinto origen social,
los dos chicos se habían hecho amigos inmediatamente, una amistad nacida en la
primera infancia y que se había mantenido desde entonces. Incluso después de la
muerte de la madre de Jack Halder, habían pasado juntos los veranos, cuando Franz
Halder iba cada año a instalarse en Nueva York. Pero en Saqqara había un problema.
Ambos se habían enamorado de la misma mujer.
Rachel Stern era una joven arqueóloga de veintitrés años, recién salida de la
universidad, de padre alemán católico y de madre judía. Era rubia y tenía los ojos
azules, y parecía haber heredado la inteligencia y la apostura de sus padres. Ambos
eran arqueólogos de renombre, y su padre, catedrático, era el director de la excavación.
A Rachel Stern le gustaban mucho los dos jóvenes, pero al parecer no podía decidir a

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

cuál de los dos amar, de manera que estaba contenta de que los tres anduviesen
siempre juntos.
Aquel verano organizaron viajes a El Cairo y a Luxor, exploraron los bazares y
mercados, el Valle de los Reyes y el de las Reinas y las ruinas del templo de Karnak.
Convirtieron en costumbre ir a bailar los fines de semana al Shepheard's, o asistir a
fiestas en el hotel Mena House, a la sombra de las pirámides de Gizeh, y cenar en los
pequeños restaurantes íntimos y las salas de fiestas flotantes que florecían a lo largo
del Nilo.
Una vez Harry Weaver hizo que les sacaran una foto a los tres juntos, posando entre
las tumbas del abrasador desierto de Saqqara con la pirámide escalonada de fondo, los
tres muy bronceados y sonriendo a la cámara, Rachel entre los dos, abrazándolos por
la cintura. Y aunque ninguno lo dijo nunca, los tres sabían que eran tiempos de
felicidad, quizás los tiempos más felices de sus jóvenes vidas.
Pero el verano tenía que terminar. Ninguno de ellos recordaba la fecha exacta de su
primer encuentro, pero todos recordarían con exactitud cuándo las sombras se echaron
sobre su camino: setiembre de 1939. Ése fue el mes en que se declaró la guerra en
Europa, Hitler había invadido Polonia, y sus vidas, como las de muchos otros, estaban
a punto de cambiar para siempre.

Aquella tarde, el calor reverberaba sobre el vasto desierto, más allá de las pirámides,
cuando el jeep cubierto se detuvo y Harry Weaver se bajó de él. Se secó la frente con el
dorso de la mano y recogió un baqueteado macuto de cuero del asiento de atrás antes
de dirigirse a la serie de grandes tiendas de lona que se habían plantado en torno al
yacimiento de Saqqara. Docenas de miembros del equipo se afanaban en despejar de
material de trabajo la excavación y lo iban cargando en un par de camiones Bedford, y
mientras Weaver caminaba hacia la zona de actividad, un hombre de pelo gris y
aspecto distinguido, con una camisa caqui de safari mojada de sudor, salió de una de
las tiendas. El profesor David Stern tenía cara de estudioso, pero no desprovista de
humor, y cuando vio a Weaver se quitó las gafas, las frotó vigorosamente con un
pañuelo y sonrió.
—Ah, Harry, ya estás de vuelta. Y a tiempo. Estaba empezando a pensar que
tendríamos que mandar una patrulla a buscarte.
—Lo siento, profesor. Me paré en el Shepheard's al pasar para ver si había alguna
noticia.
—¿Y qué se dice por el principal abrevadero de El Cairo?
—Varsovia sigue en llamas. Los Stuka alemanes la están arrasando con sus bombas.
Nadie cree que los polacos puedan resistir mucho más.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ese idiota de Hitler —dijo Stern con los dientes apretados—. Antes de que nos
enteremos, Europa estará en ruinas. Pero ¿qué se puede esperar de ese loco peligroso?
—Cambió rápidamente de tema, como si ese asunto fuera demasiado irritante, y miró
un poco más lejos, a un generador diésel que roncaba bajo el calor abrasador. Unos
cables eléctricos serpenteaban hacia el interior de un gran agujero abierto en el suelo
con un sólido entibado de seguridad alrededor y una escalera que bajaba al pozo—.
Estamos avanzando bien. Sólo nos falta sacar el último material del túnel para poder
concentrarnos en adecentarle la cara al yacimiento. ¿Has recogido el correo?
—Aquí está. —Y Weaver alzó el macuto—. La última entrega. Y me aseguré de que
el Ministerio de Antigüedades tuviera la lista de direcciones del equipo que usted me
dio, para remitir el correo si llega alguno después de habernos ido.
—Excelente. —Stern se puso las manos en las caderas, y paseó la mirada por el
yacimiento guiñando los ojos bajo la intensa luz del sol—. Así que nuestros días en
Saqqara se están acabando. ¿Qué tal te sienta eso, Harry?
—Si le digo la verdad, no es algo que estuviera deseando. —Weaver parecía triste—
. No todos los días tiene uno la oportunidad de visitar Egipto y participar en algo como
esto. Tengo la sensación de que esta aventura puede ser el punto culminante de mi
vida.
Stern sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Tonterías. Aún eres joven. ¿Qué edad tienes, Harry? La misma que la mayoría del
resto del equipo, ¿veintitrés o veinticuatro?
—Veintitrés, profesor.
—Entonces lo tienes todo por delante. Tendrás un montón de aventuras mucho más
interesantes, estoy seguro.
—¿Y usted, profesor? ¿Sigue pensando en irse a Estambul?
Stern asintió:
—Dentro de cuatro días. He decidido aceptar ese puesto de profesor invitado que
me ha caído del cielo, y como Estambul es una ciudad maravillosa, estoy seguro de
que mi mujer y Rachel la encontrarán interesante. En resumen, que esto me tendrá
ocupado una temporada. —Se enjugó el sudor de la frente, tendió la mano para coger
el macuto del correo y luego señaló con la cabeza la entrada del túnel—. Rachel y Jack,
y unos cuantos más, están todavía abajo. El calor es insoportable, así que ¿por qué no
bajas y los ayudas a recoger mientras yo reparto las cartas a la gente?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver bajó la escalera del pozo. En algunas zonas era de roca maciza, más de
quince metros de profundidad, y cuando llegó al fondo vio varios pasadizos estrechos
que salían en distintas direcciones.
Los techos y paredes de arcilla ocre estaban recorridos por soportes de madera e
iluminados con hileras de bombillas alimentadas por el generador de arriba. Los
pasadizos conducían a las tres tumbas individuales que habían descubierto, y en
algunos sitios el techo era tan bajo que había que agachar los hombros para poder
andar. Comparado con la temperatura abrasadora de la superficie, el aire del túnel
estaba agradablemente fresco, casi frío, y había una atmósfera vagamente espectral a
la que Weaver ya se había acostumbrado, de modo que avanzó alegremente por una
de las galerías hasta que llegó al final y oyó voces.
En un nicho de la pared del fondo había un gran sarcófago que había sido la tumba
de una princesa relativamente desconocida de la dinastía Zoser. Los restos
momificados habían sido trasladados después de su descubrimiento. La tapa de piedra
del ataúd, con la superficie llena de jeroglíficos bellamente tallados, estaba apoyada en
la pared, y varios de los miembros del equipo andaban recogiendo herramientas y
cables eléctricos a su alrededor. Weaver vio a Jack Halder y Rachel Stern trabajando
activamente con la ropa cubierta de fino polvo. En ese instante, Rachel se giró y lo vio.
Llevaba el pelo rubio atado detrás, acentuando los altos pómulos, y su frente y su
cuello morenos se cubrían de minúsculas gotas de sudor. A pesar de que llevaba
pantalones y una amplia camisa caqui de faena, su figura resultaba evidente, y estaba
tan llamativamente guapa como siempre. Rachel le lanzó una sonrisa tan perfecta a
Weaver, que éste quedó afectado al instante.
—Precisamente estábamos hablando de ti, Harry.
—Espero que no fuera nada malo.
—Claro que no. Sólo nos preguntábamos qué te habría hecho tardar tanto. —Se
acercó a él y lo besó en la mejilla, y le manchó la cara de polvo—. Vaya, mira lo que he
hecho ahora.
Le limpió el polvo, entre risas, y al sentir el roce de su mano, Weaver notó que un
impulso eléctrico le recorría todo el cuerpo. Cada vez que miraba a Rachel Stern o
sentía su contacto notaba una intensa atracción, y luchaba con fuerza por controlarla.
—Me paré en el Shepheard's. Las noticias no son buenas: Varsovia sigue ardiendo,
y se dice que Polonia tendrá que rendirse muy pronto.
—Es todo tan terrible... —dijo Rachel, preocupada de verdad—. ¿Verdad, Jack?
Jack Halder era guapo, de rostro inquieto con ojos azules claros y una leve sonrisa
permanente, una sonrisa que sugería que encontraba la vida infinitamente más
interesante de lo que esperaba. Pero la sonrisa desapareció cuando dijo, moviendo la
cabeza:

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Es terrible. En estos momentos, casi me siento avergonzado de ser alemán.


Weaver puso una mano sobre el hombro de su amigo.
—Me parece que a todos nos sienta mal lo que está pasando, Jack. Pero ni tú ni
ninguno de los alemanes de la excavación habéis empezado el conflicto. Ha sido Hitler.
—Supongo que tienes razón. —Halder miró con temor el sarcófago abierto un
instante y luego pasó la mano sobre la superficie de la losa—. Me da pena decir adiós
al último lugar de reposo de nuestra princesa. ¿No te parece increíble?
—¿Qué?
—Ha permanecido aquí, sola, durante miles de años, hasta que la encontramos.
Probablemente, en algún momento debió de ser el objeto de deseo de muchos
hombres. Y ahora sus restos momificados yacen en las catacumbas del Museo Egipcio,
esperando a que los estudien y diseccionen como los demás que hemos descubierto. Y
todas esas preguntas importantes que quisieras hacer y a las que probablemente nunca
encontraremos respuesta. ¿Qué aspecto tenía? ¿Qué clase de vida llevaba? ¿A quién
amó? Dudo que alguien pueda contestar estas preguntas algún día. Al menos sí logró
una especie de inmortalidad.
—Jack, eres un romántico soñador —dijo Rachel, sonriendo.
—Esperemos que nuestra princesa no lleve adjunto ningún maleficio, no sea que
todos tengamos problemas —dijo Weaver con sarcasmo.
—Tú no crees en maleficios, ¿verdad, Harry? —le preguntó Rachel, incrédula.
—Hazme esa pregunta dentro de un par de años, cuando estemos todos cubiertos
de ronchas rojas y nos muramos de alguna enfermedad incurable y desconocida.
Se echaron a reír, se oyó un ruido en algún punto por detrás de ellos, crujidos de
pisadas en los peldaños de la escalera de madera, y el profesor Stern apareció por la
galería.
—Parece que lo estáis pasando bien, y siento mucho tener que aguaros la fiesta, pero
he repartido el correo que trajo Harry de El Cairo y la mayoría son malas noticias, por
lo que he podido entender. Al menos una docena de chicos han sido movilizados y la
opinión generalizada es que no se han alegrado demasiado.
—Harry nos ha dicho lo de Varsovia —comentó Halder.
—No quiero ni pensar en ello —dijo el profesor Stern, abatido—. Ya me he
deprimido bastante. —Y luego observó el área de trabajo—. Ya veo que has estado
muy atareada, Rachel. Y tú también, Jack.
—Gajes del oficio, profesor —repuso Halder—. Si Harry nos echa una mano, en un
par de horas más lo tendremos listo.

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—Antes de que se me olvide, Jack, había una carta para ti en el correo. —El profesor
le tendió un sobre—. De Alemania, creo.
Halder se puso junto a una de las bombillas, abrió la carta y leyó el contenido. El
rostro se le ensombreció visiblemente y después dobló lentamente las hojas y se las
metió en el bolsillo de la camisa.
—¿Algo va mal? ¿Malas noticias? —preguntó Rachel.
—En cierto modo —dijo Halder, forzando una sonrisa—. Es de mi padre.
No dijo más, como si fuera un tema privado. Stern volvía a estar animado, y dio una
palmada sobre el hombro de Weaver.
—Bien —dijo—. Será mejor que volvamos al trabajo. Quiero tenerlo todo acabado
antes de que oscurezca y así mañana por la noche podremos celebrar una gran fiesta.
—¿Qué fiesta? —preguntó Weaver, y todos miraron al profesor, que sonrió.
—Había guardado el secreto, pero ya es hora de que lo sepáis todos. ¿Recordáis que
la semana pasada os dije que había estrujado nuestro presupuesto para pagar unas
habitaciones baratas en El Cairo y una comida para todo el equipo cuando hubiésemos
terminado de trabajar aquí? Bueno, pues será mucho mejor que eso. El trabajo que
queda por hacer en Saqqara lo completará el Ministerio de Antigüedades, por
supuesto, pero han considerado que nuestra excavación ha sido un éxito total y han
organizado una fiesta para nosotros en la residencia del embajador norteamericano.
Ya sabéis que está muy interesado por la arqueología y ha insistido en dar una
recepción de gala en nuestro honor. Habrá un bufet espléndido para cenar, han
invitado a mucha gente importante y, por lo que he oído, el embajador ha contratado
hasta una orquesta de baile. Una gran amabilidad por su parte, me parece.
—¡Bien! ¡Estupendo!
—Son una noticias magníficas, papá —dijo Rachel—. ¿No te parece, Harry?
—Las mejores que he oído desde hace mucho tiempo.
—Sabía que os alegraríais —dijo el profesor, y se arremangó la camisa—. Ahora
vamos a sacar el material del pozo y a embalarlo, y después todos podremos descansar.

El sol iba descendiendo y proyectaba una luz anaranjada sobre el desierto. Los
cocineros beduinos habían servido la cena kofta, arroz de azafrán y pan recién hecho—
, y como era su última noche bajo las lonas, el profesor Stern había sufragado a su costa
una buena cantidad de vino y cerveza.
Estaban sentados alrededor del fuego de campamento, pero apenas se hablaba de
la guerra, porque nadie en el equipo quería que la política se metiese por el medio.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Uno de los franceses tocaba el acordeón acompañado a la guitarra por dos jóvenes
ingleses, y todos participaban con esas ganas que sólo la juventud consigue reunir.
Cuando la charla y las canciones terminaron era casi medianoche, las brasas morían y
la gente empezó a irse hacia sus tiendas.
Halder estaba ya un poco borracho cuando sacó tres botellas más de cerveza y con
una mueca les tendió una a Rachel y otra a Weaver.
—Pensé que lo mejor era guardar unas para nosotros. ¿Qué os parece si vamos a
darle las buenas noches a Zoser por última vez?
—¿Por qué no? —aceptó Rachel, y los tres echaron a andar hacia la pirámide
escalonada de Zoser con el gran espíritu que les daba el alcohol consumido.
Weaver llevaba un quinqué para alumbrar el camino. Se sentaron en los bloques de
piedra de la base, tal como habían venido haciendo casi cada noche del verano, todavía
impresionados por la belleza y la enormidad de aquella tumba de cinco mil años de
antigüedad.
—Así que se acabó —dijo Halder, y su tristeza era auténtica—. Nuestra última
noche en Saqqara.
—Odio la idea de marcharnos. —Rachel estaba abatida—. Lo hemos pasado tan bien
aquí, tan divertido. —Los miró a los dos—. Y todo gracias a ti, Jack, y a ti, Harry.
Habéis hecho que ésta haya sido la época más feliz de mi vida, y quiero daros las
gracias por ello.
De repente, Halder dijo:
—¿Te acuerdas de aquella fotografía que hizo Harry? ¿Ésa en la que estamos los tres
juntos?
—Claro. ¿Por qué?
Halder tomó un trago de su botella y puso una sonrisa malévola.
—Verás, he estado pensando. Hace falta algo más que una foto para conmemorar
este verano juntos. Algo que dure siglos.
—¿A qué te refieres exactamente, Jack? —preguntó Weaver.
Halder se puso en pie, un tanto inseguro.
—Espera aquí.
Cogió el quinqué y, dando algunos tumbos, fue hasta una de las tiendas ocupadas
por los trabajadores egipcios y volvió al cabo de un rato con un macuto de tela gastada.
—¿Qué demonios te propones, Jack? —dijo Weaver.
—Paciencia. No habléis, por favor. Ni una palabra, o me distraeréis. Y no miréis
hasta que os lo diga.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Se alejó más allá de la base de piedra, dejó la lámpara en el suelo y extrajo un


martillo y un cincel de la bolsa. Se sentó allí y trabajó concentrado a la luz del quinqué,
golpeando una de las losas de roca hasta que terminó, se secó el sudor de la frente y
sonrió.
—Muy bien. Ahora podéis mirar —alzó la lámpara y los otros dos se le acercaron.
Todos los planos escalonados de roca a lo largo de la base de la pirámide de Zoser
tenían inscripciones, y en su primer día en Saqqara habían quedado maravillados ante
ellas; cientos y cientos de iniciales y nombres grabados a lo largo de los siglos por
innumerables visitantes. Aunque estaba prohibido, ninguna autoridad había sido
capaz de impedirlo. Algunas de las inscripciones se remontaban incluso al tiempo de
los romanos.
Y entre ellas, Jack Halder había marcado: RS, HW, JH, 1939.
—Jack —se rió Rachel—, no sólo estás borracho, sino que además estás loco. Papá
se horrorizaría si descubriese que has estropeado un monumento artístico.
—Puede ser, pero ahora somos inmortales. —Jack sonrió—. Igual que nuestra
princesa. Durante años, la gente vendrá y quizás, sólo quizás, se preguntarán quiénes
seríamos. Ahora formamos parte del misterio de las pirámides.
Rachel le tocó cariñosamente el brazo.
—¿Sabes una cosa? Me alegro de que hayas grabado nuestras iniciales. Hemos
pasado una temporada tan especial aquí que en cierta manera me parece correcto. ¿Tú
no lo crees, Harry?
—Por lo menos habrá algo que nos recuerde después de que hayamos muerto. —
Weaver alzó su cerveza—. Me gustaría proponer un brindis. Por nosotros. Y por
Saqqara.
—Por nosotros. Y por Saqqara.
Corearon el brindis y se rieron, y después estuvieron un rato charlando y
contemplando las luces de todo El Cairo que brillaban a lo lejos hasta que Rachel se
puso en pie, se sacudió el polvo de los pantalones y dijo:
—Y ahora, será mejor que me vaya a la cama. Tengo tantas ganas de que llegue la
fiesta de mañana... Y vosotros dos, ya podéis prometerme un baile. —Los besó a los
dos en la mejilla con verdadera ternura—. Buenas noches, Jack. Buenas noches, Harry.
Que durmáis bien, cariños.
—¿No quieres que te acompañemos con la lámpara?
—No, quedaos y terminad la cerveza. Iré bien, con la luz de la luna.
Se fue andando hacia las tiendas y durante mucho rato Weaver la fue mirando
alejarse bajo la tenue luz plateada hasta que se esfumó como un fantasma, hasta que
desvió la vista y vio que Halder también la contemplaba, casi en trance.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Estás pensando lo mismo que yo?


—No lo sé, Jack. Dime qué.
—Que es la mujer más preciosa y maravillosa que tú y yo hemos conocido nunca.
—Me has leído el pensamiento, como siempre.
—Vamos a ser sinceros en esto, Harry. La verdad es que los dos estamos colados
por Rachel. Así que ¿por qué no cortamos toda esa basura masculina de no manifestar
nuestros sentimientos y decimos los dos lo que sentimos? Es algo de lo que hemos
estado evitando hablar.
—¿Quieres que te diga sinceramente lo que siento?
—Sí. Las cartas sobre la mesa. Prometo que yo haré lo mismo.
Weaver miró a lo lejos, hacia El Cairo a oscuras.
—Anoche no pude dormir pensando en ella, sobre todo porque sabía que eran los
últimos días que pasaría en su compañía. Y desde que la conocí no ha pasado ni un
solo día en que no pensara en ella, que no quisiera estar con ella. Aunque sólo fuera
ver su cara, oír su voz. Es la primera mujer de verdad de la que me he enamorado.
—Así que tanto, ¿eh? —Halder estaba muy serio.
—Creo que sí. Y no me parece que se me vaya a pasar.
—Pero nunca le has dicho lo que sientes, ni siquiera vagamente, ¿verdad?
—Ya sabes que no. Y eso es lo más absurdo de todo. Siempre había algo que me lo
impedía. Miedo a ser rechazado, quizás, o a perder su amistad, si ella no sentía lo
mismo que yo y mi declaración complicaba las cosas... —Weaver se encogió de
hombros—. O puede que fuera otra cosa, realmente no estoy seguro. Y tú, ¿qué?
De pronto, por un instante, Halder pareció muy joven, como un muchachito
incómodo al confesar un secreto, pero luego ese instante pasó.
—Me gustaría contarte algo antes. Algo que nunca le he contado a nadie. Cuando
mi madre se estaba muriendo, no dejó que mi padre entrara a verla para darle el último
adiós. No porque no le quisiese, sino por todo lo contrario. Le amaba tanto que decirse
adiós hubiera sido demasiado doloroso, demasiado definitivo para los dos, y ella lo
sabía. —Se volvió hacia Weaver—: El suyo era un gran amor, Harry. Y de alguna forma
nosotros siempre hemos querido algo así. Verdaderamente profundo, lleno de
auténtica pasión.
—¿Y qué sientes ahora por Rachel? Sé sincero.
—Algunas veces me siento, inquieto, imaginándome todas las cosas que me
gustaría que pasasen entre ella y yo. Nos imagino juntos. Me la imagino embarazada
de mi hijo, y feliz de ser mi mujer. Me imagino que hacemos el amor, pero no sólo sexo,
sino amor real, verdaderamente sincero. La clase de ternura que un hombre debe

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

experimentar por la mujer que ama de verdad. Y he querido decírselo a ella muchas
veces. —Halder miró a su amigo—. Ya sabes lo atolondrado e impetuoso que suelo
ser, y no puedo decir que no haya sentido la tentación de decirle estas cosas. Pero,
igual que tú, no podía.
—¿Por qué no?
—Probablemente por las mismas razones que tú. En el fondo no quería echarlo todo
a rodar.
—¿Qué quieres decir?
—Existe otra clase de amor —dijo Halder, poniendo cariñosamente una mano sobre
el hombro de Weaver—, no físico, sino fraternal, de amistad profunda, llámalo como
quieras, y que es igual de importante. Tú siempre has sido el mejor amigo que he
tenido. Puede que si uno de nosotros hubiera dado un primer paso, todo se hubiera
estropeado. No me refiero sólo a nosotros dos, porque pienso sinceramente que
nuestra camaradería es más fuerte que eso, sino a la amistad que hemos disfrutado
este verano. Y no quería que pasase eso.
—Creo que entiendo lo que quieres decir. Además, si lo sumas todo, los tres lo hemos
pasado estupendamente. Y puede que eso sea lo verdaderamente importante.
—De todos modos, Harry, los dos lo tenemos mal. Y tiene que haber alguna solución
práctica. —A Halder se le había pasado la borrachera de repente y se concedió una
sonrisa juguetona—. Dejando aparte la amistad, ¿qué pasaría si hubiera al menos una
remotísima posibilidad de que Rachel estuviera enamorada de uno de nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Si fuera así, ¿no sería una lástima que no dejáramos a la naturaleza seguir su
curso? De otro modo, ambos, tú y yo, nos pasaríamos el resto de nuestras vidas
lamentando no haberle dicho lo que sentimos por ella antes de que se marche. Por lo
menos uno de los dos sería feliz. Y también Rachel. Sería lo justo para todos. ¿Qué
opinas de esto?
—¿Crees realmente que puede estar enamorada de uno de nosotros? —preguntó
Weaver.
Halder volvió a sonreír.
—En cualquier caso, mañana será nuestra última oportunidad de averiguarlo.

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CAPÍTULO 3

La residencia del embajador norteamericano estaba a rebosar de dignatarios


internacionales, la flor y nata de la sociedad egipcia y de los expatriados europeos.
Estaba todo el mundo, desde estrellas de cine a diplomáticos, militares de alta
graduación o autoridades académicas. La fiesta estaba en pleno auge, los invitados
estaban muy animados, y Weaver fue atravesando la multitud de la pista de baile y
estrechando las manos de los otros miembros del equipo que se despedían. La prensa
también estaba invitada, en el salón de entrada había una mesa de caballetes con dos
policías egipcios que vigilaban algunas de las joyas descubiertas en la excavación:
collares de piedras preciosas, escarabeos, amuletos de oro y cartuchos de piedra.
Weaver agradecía cortésmente los buenos deseos de las despedidas, otros lo
apretujaban, y de pronto sintió una absoluta necesidad de estar solo.
—¿Me perdonas, por favor? Necesito tomar el aire.
Se abrió paso entre el gentío hasta la puerta de un balcón y salió a una terraza. Fuera
hacía fresco, los lotos y las buganvillas perfumaban el aire de la noche, los arriates de
las ventanas estaban llenos de flores. Los jardines de la residencia eran esplendorosos,
en el prado había una pérgola de madera iluminada con luces de colores y detrás de
los muros fluía el Nilo, majestuoso. Pero aquella noche la ciudad parecía envuelta en
una increíble quietud, y el ruido habitual del tráfico era un leve susurro.
Estaba allí de pie, disfrutando de la soledad y del aire perfumado, cuando se abrió
la puerta y apareció Rachel, con un sencillo traje negro que ceñía su figura. Tras ella
venía Jack Halder que llevaba traje de hilo, con una botella de champán helado y tres
vasos en la mano. Le tendió uno con una sonrisa:
—Toda una señora fiesta, ¿eh? Tienes cara de estar harto de baile por esta noche,
Harry. Pensamos que te encontraríamos en algún sitio tranquilo. Tómate otra copa.
—¿Por qué no? —Weaver cogió el champán, y cuando a Rachel le dieron su copa la
puso sobre la barandilla, sin tocarla, con una repentina expresión de agotamiento en
la cara.
—¿Cansada? —preguntó Weaver.
Ella sonrió.
—Me temo que entre Jack y tú habéis acabado con mis pies.

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—Por cierto —dijo Halder—, antes de que me olvide, hay una gente importante que
quiere conocerte, Rachel.
—¿Quiénes son?
—El embajador quiere presentarte sus respetos, y un tal Kemal Assan, el hijo de un
egipcio importante que es un conocido de mi padre. También hay un profesor visitante
del Museo Británico que ha bebido mucho más de la cuenta y habla así. —Halder se
cogió la nariz con los dedos en gesto de burla e imitó perfectamente el acento de las
clases altas inglesas—. Son una gente aburridísima, querida, de modo que les he dicho
a esos pesados que estás agotada y que no te retengan demasiado. ¿Te los traigo aquí?
—Gracias, Jack —dijo Rachel entre risas.
—Así que ésta es nuestra última noche juntos, Harry —dijo Rachel cuando Halder
salió—. Te echaré de menos.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. —Lo miró a la cara y añadió, de pronto—: ¿Sabes lo que es raro?
Lo poco que sé de tu pasado. Jack es un libro abierto: una madre americana y un padre
prusiano y rico que es un conocido coleccionista de objetos egipcios. Idiomas y Clásicas
en Heidelberg y, en medio, un año en Oxford —se rió—. Desde luego, ese acento tan
gracioso de inglés estirado lo imita de maravilla. Pero tú nunca hablas mucho de tu
pasado, salvo las pocas cosas que me has contado. Estudiaste Ingeniería en Nueva
York, y eres amigo de Jack desde la infancia —sonrió—. Tiene que haber muchas cosas
más, a no ser que las guardes en secreto. Cuéntame cómo os conocisteis. Me encantaría
saberlo.
Weaver tomó un trago de champán y miró más allá de la terraza.
—No hay mucho que contar. Cuando tenía cinco años, mi padre entró de casero
para cuidar la finca de la familia de la madre de Jack. Es una casa grande, antigua, en
el estado de Nueva York. No habla más niños, los dos éramos hijos únicos, así que creo
que es natural que nos hiciéramos amigos o rivales. Pero nos hicimos amigos ya desde
el primer momento. En cuanto nos juntábamos, nos pasábamos el tiempo haciendo
travesuras por la finca. Su padre nos llamaba «los dos pilluelos». Su familia era rica,
claro, y nosotros éramos gente corriente, pero Franz Halder siempre nos trató con
respeto, por mucho que viniésemos de diferentes lados de la vía. Nunca fue un esnob
y se preocupó también de que su hijo no lo fuera. Incluso de chiquillo, Jack siempre
fue un gran compañero y era divertido estar con él. No tiene ni un gramo de
presunción en el cuerpo.
—¿Qué te trajo a Egipto?
—El año pasado, al terminar la carrera, empecé a trabajar en una empresa de
ingeniería civil de Nueva York. Pero, si te digo la verdad, al cabo de un par de meses
empecé a aburrirme. Al padre de Jack le gustaba guardar una parte de su colección en

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la finca, así que ya de niños habíamos visto esas cosas exóticas que sólo se ven en los
libros o en los museos, cosas como escarabeos y joyas antiguas, y nos parecían tan
maravillosas que nos pasábamos horas mirándolas. Cuando Jack me escribió
diciéndome que iba a ir a Egipto a participar en la excavación, me preguntó si me
gustaría acompañarlo. Casi no nos habíamos visto en los últimos seis meses, él estaba
muy ocupado ayudando a su padre en los negocios de la familia en Alemania y,
además, yo estaba deseando alejarme de aquella agobiante oficina de Manhattan.
Parecía esa oportunidad que sólo sale una vez en la vida, así que decidí rebañar todos
los dólares que tenía ahorrados, dejar el trabajo y aceptar el ofrecimiento.
—¿No dejaste atrás alguna novia?
—Ninguna de la que merezca la pena hablar.
—¿Y te arrepientes de lo que hiciste?
—En absoluto. El único problema es que ahora me he malcriado. No creo que sea
capaz de volver al tipo de trabajo que tenía antes. Por lo menos hasta que se me acabe
el dinero. Ha sido mucho más divertido usar mis conocimientos de ingeniero
trabajando en esta excavación que construyendo carreteras en Nueva York.
—¿Sabes qué me sorprende? Que Jack no se hiciera arqueólogo.
—Me parece que es demasiado inquieto para dedicarse sólo a una cosa. Dice que
siempre será un amateur apasionado, igual que su padre. Ya de niño lo traía aquí de
visita, pero seguro que eso ya lo sabías. Y desde que lo conozco ha estado enamorado
de este país, fascinado por él, y no sólo por su historia, sino por todo lo de aquí: la
cultura, la gente. Seguro que a mí se me pegó algo de esa fascinación.
—Te gusta mucho Jack, ¿verdad?
—Siempre ha sido mi mejor amigo —respondió sinceramente Weaver—. Es como
el hermano que nunca he tenido. Y doy gracias por su amistad. Además, si no hubiera
sido por su padre, probablemente yo nunca hubiera ido a la universidad.
—¿Qué quieres decir?
—Franz Halder me pagó los estudios. Mi padre nunca hubiera podido costearlos, y
lo único que tuvo que hacer a cambio fue garantizar que el jardín estuviera siempre
lleno de lirios blancos, las flores que más le gustaban a la madre de Jack.
—Por eso —Rachel titubeó—, ¿por eso no hablabas de tu pasado? ¿Te sentías en
deuda con la familia de Jack?
—En absoluto —dijo Weaver con convicción—. Simplemente eran buenas personas
que quisieron ayudarme a tener unos buenos estudios. Y siempre les estaré
agradecido. Pero el padre de Jack no es de esos que te hacen sentirte obligado. Y
ninguna cosa así estropearía la amistad entre Jack y yo, de eso estoy seguro. De hecho,
nunca ha habido nada que la estropease. Siempre nos hemos llevado divinamente.

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—¿Nunca os habéis enfadado?


—Nunca. Supongo que es algo notable. Hemos tenido pequeñas diferencias, claro,
pero nada en lo que no pudiéramos ponernos de acuerdo para estar en desacuerdo.
Rachel lo miró y dijo con franqueza:
—¿Sabes una cosa? Creo que los dos tenéis suerte. Por haberos conocido, por
haberos hecho tan buenos amigos. Lo pensé desde el principio, desde que os conocí.
Es algo muy poco frecuente. Algo para cuidar. Y espero que nunca se interponga nada
entre vosotros. —Luego sonrió, lo miró a los ojos con una mirada de tristeza en los
suyos y, como por un impulso, cogió una flor de uno de los arriates de la ventana y se
la puso a él en la solapa, se inclinó hacia él y lo besó suavemente en los labios—. Un
pequeño regalo de mi parte. Mucho menos que unos estudios universitarios, pero
dado con sinceridad. Estoy tan contenta de que vinieras a trabajar en la excavación,
Harry... No puedo imaginarme cómo habría sido sin Jack y sin ti.
Weaver la miró de nuevo, miró sus sugestivos ojos azules y su bonito rostro.
—Yo también te echaré de menos, Rachel.
—¿Lo dices de verdad?
—Completamente. Pero estoy preocupado.
—¿Por qué?
—Todo eso que se dice de lo que está pasando en Alemania con los judíos. Si vuelves
allí... —y dejó la frase en el aire.
—No hay ninguna posibilidad de que mis padres y yo volvamos a Alemania —dijo
Rachel con tranquilidad—. Por lo menos hasta que se disipe el peligro de esta guerra
y los nazis ya no estén en el poder. De momento nuestro hogar será Estambul, y es un
sitio seguro. Mi padre tiene muchos contactos allí y seguro que puede conseguir un
puesto de profesor más permanente. Pero, para serte sincera, quien más me preocupa
es Jack.
—¿Qué quieres decir?
—Va a volver a Alemania, así que es probable que lo movilicen. Pero él es optimista
en cuanto al tiempo que durará la guerra. Parece que cree que todo se habrá terminado
para Navidad, una vez que Hitler se salga con la suya y se anexione Polonia.
—¿Ha dicho eso?
—Lo oí mencionarlo esta noche. Y supongo que es lo mismo que debe de decir
mucha gente. Sobre todo los optimistas. Pero yo no estoy tan segura. Creo que si sigue
adelante, puede ser verdaderamente horrible. —Cambió de tema, como para aligerar
el ánimo—: En fin, por lo menos hemos pasado este tiempo juntos. Lo recordaré
siempre.

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Sus miradas se encontraron y algo pasó entre ellos, Weaver estaba seguro y la miró
largo rato antes de intentar hablar, quería decirle lo que sentía de verdad, pero
entonces vio que ella apartaba la mirada hacia la fiesta y, de repente, la notó incómoda.
—¿Qué sucede?
—No..., nada.
Weaver se volvió a mirar, y a través de la puerta abierta de la terraza descubrió un
egipcio de rostro delgado y nariz ganchuda, con un traje de hilo claro, que fumaba un
cigarrillo apoyado contra una columna de mármol. Tenía la piel marcada de viruelas,
un aire ligeramente siniestro, y les dirigía una mirada penetrante. Pero cuando se dio
cuenta de que Weaver lo estaba mirando, desapareció entre la gente. Weaver miró de
nuevo a Rachel.
—¿Ese hombre te molestaba?
—Me parece que me ha estado observando toda la noche —dijo estremeciéndose.
—Tal vez sea mejor que averigüe quién es.
Ella le puso una mano en el brazo.
—No, no te preocupes, probablemente sea inofensivo. Sólo es que me ha hecho
sentir un poco incómoda. Pero ya se ha ido.
Justo entonces dos hombres salieron por la puerta conducidos por Halder; uno era
el embajador norteamericano, alto y distinguido; el otro, un joven egipcio de aspecto
serio, veintipocos años, vestido con una chilaba tradicional ribeteada con hilo de oro y
plata. Halder se adelantó, sonriendo:
—Me temo que al profesor británico están tratando de despabilarlo. Está
completamente curda. Pero voy a presentaros al embajador, y a Kemal Assan.
—Es un placer, señorita Stern —dijo el embajador, estrechándole la mano
calurosamente—. Soy un gran admirador del trabajo de su padre. Y Kemal lleva toda
la noche con la esperanza de conocerla. Tiene un gran interés por las excavaciones,
cosa nada sorprendente si consideramos que su padre es uno de los funcionarios más
importantes del Ministerio de Antigüedades, aparte de un buen amigo del rey Faruk.
Kemal Assan hizo el saludo árabe, llevándose la mano al corazón y de allí a la
cabeza.
—Es un enorme placer conocerla, señorita Stern. Mi país ha contraído una gran
deuda con usted y con el equipo de su padre. Han hecho un trabajo maravilloso. Estoy
convencido de que el rey Faruk y el gobierno querrán agradecerles a usted y a su
familia los esfuerzos realizados, y siempre serán ya huéspedes de honor en Egipto.
—Es muy amable, Kemal. —Rachel miró las luces y la ciudad, consciente de aquella
intensa quietud—. Nunca he visto El Cairo tan tranquilo. Es como si estuviera a punto
de desencadenarse una tormenta.

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—Hay una mala atmósfera en el aire, me temo —dijo Assan, encogiéndose de


hombros—. Parece que la ciudad entera esté esperando a ver qué nuevas noticias
desagradables nos traerá la guerra.
Jack Halder miró su reloj y dijo diplomáticamente:
—Ahora, caballeros, me temo que debo llevármelos. Rachel tiene que tomar un tren
en Port Said mañana temprano y necesita dormir para seguir tan hermosa.
—Espero que muy pronto la veamos de nuevo en Egipto, señorita Stern —dijo
Kemal Assan.
El embajador estrechó las manos de todos.
—Hasta la próxima. Y gracias. Ustedes los jóvenes han hecho un trabajo realmente
estupendo.
El embajador y Assan se marcharon. Jack Halder tomó un sorbo de champán, dejó
el vaso y contempló El Cairo.
—Tienes razón, todo aquello está tan tranquilo como una tumba.
Rachel estaba cansada y miró su reloj.
—Siento mucho estropear la fiesta, pero estoy a punto de derrumbarme. Y mis
padres van a marcharse. Los dos están agotados. Siempre pasa lo mismo después de
una excavación, especialmente con este clima. Supongo que ponen toda su alma en
ello y acaban extenuados.
—No me extraña, ambos trabajaban las veinticuatro horas. —Halder sonrió
insinuante—. Incluso cuando todos los demás dormíamos. El otro día por la mañana
los vi arrastrarse a su tienda con pinta de haberse pasado media noche excavando. ¿En
qué anda metido el profesor, Rachel? ¿Ha descubierto algo que quiere mantener en
secreto?
—No creo. —Rachel le devolvió la sonrisa—. Pero ya sabes que mi padre cree que
nunca hace lo suficiente. Este trabajo lo es todo para él.
Halder le guiñó un ojo a Weaver, con aire de conspirador.
—Bien, Harry, ¿se lo has preguntado?
Weaver dijo que no con la cabeza, ligeramente incómodo, y Halder dijo:
—Yo tampoco.
—¿De qué estáis hablando? —inquirió Rachel—. ¿Preguntar qué?
Halder le dio un trago largo al champán, como para armarse de valor, y tomó
aliento.
—Esto puede resultar embarazoso. Pero, qué diablos, ha llegado el momento. Hay
algo que Harry y yo hemos estado meditando, y no hemos tenido el valor de

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preguntar. Pero dado que te marchas mañana a Port Said, y que Estambul te llama,
hemos pensado que haríamos mejor en echarle valor y plantear la cuestión.
—¿Qué cuestión?
—¿Existe la más ligera posibilidad de que estés enamorada de alguno de nosotros
dos?
Rachel se ruborizó. Se mordió el labio y por un momento pareció inquieta.
—¿Por qué... por qué no haceros una promesa? Os escribiré a los dos y vosotros me
contestaréis. Eso nos dará tiempo a todos para conocernos mejor. Y después
partiremos de ahí.
Halder pareció desinflarse.
—Me parece que te estás poniendo muy diplomática.
—No, Jack, sólo sincera. Están pasando tantas cosas en mi vida en estos momentos...
Marcharnos de Egipto, el traslado a Estambul...
—¿Te hemos puesto en un aprieto? —preguntó Weaver.
—No, Harry.
—Entonces, ¿por qué me siento incómodo? —dijo Halder.
—No tienes por qué. Ninguno de los dos tiene por qué sentirse incómodo. Ya sabéis
que os tengo mucho cariño.
—¿Sólo cariño?
—Por favor, Jack. Ahora no es el momento.
—Siento que hayamos sacado el tema, Rachel —dijo Weaver y la tomó del brazo—
. Ya comprendo que estás cansada. Iré a ver si hay algún coche de la embajada que
pueda llevarte al hotel y nosotros te acompañaremos.
—No, odio las despedidas. Quedaos los dos y pasadlo bien, os lo habéis ganado —
titubeó, y sus labios temblaban de emoción al mirarlos—. ¿Puedo deciros algo? Ha
sido la mejor época de mi vida. Lo digo de verdad. Hasta que volvamos a
encontrarnos, adiós.
Fue todo muy rápido, tenía lágrimas en los ojos cuando los besó y los abrazó a los
dos y, de pronto, ya se había ido.

La orquesta tocaba un vals. Halder cogió su copa de champán.


—Parecía bastante alterada. Pero en realidad no ha contestado a nuestra pregunta,
¿verdad? Yo, la verdad, me siento un poco decepcionado.

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Weaver meditó unos instantes.


—Puedo equivocarme, pero me parece que la promesa de escribirnos sólo puede
significar una de estas tres cosas.
—¿Cuáles?
—Una, no quiere verse comprometida con ninguno de los dos, y ésa es la salida más
fácil. Dos, le gusta uno de nosotros, pero la pusimos en una situación incómoda al estar
los dos presentes, porque así no podía hablar con franqueza por miedo a decepcionar
al otro.
—¿Y tres?
—Le gustamos los dos por igual y necesita un poco de tiempo para decidirse.
—¿Tú crees que es eso?
—No es más que una sensación —respondió Weaver, encogiéndose de hombros—.
Tal vez lo que haya que hacer es aceptar sus palabras. Están pasando muchas cosas en
su vida. Su familia no puede regresar a Alemania, y Estambul es todo un mundo nuevo
al que adaptarse. Y esta noche estaba agotada. Creo que todo ese gran esfuerzo que ha
estado haciendo se le ha venido encima.
—Te has puesto muy indiferente, de pronto.
—Prefiero pensar que era sincera, Jack. No es del tipo de mujeres que salta sobre la
primera oportunidad. Necesita tiempo. Así que por qué no dejamos ya el tema.
—Pero estás decepcionado porque no nos ha dado una respuesta directa, te lo noto.
—Por supuesto. Es una prolongación de la tortura. Pero por qué no esperar a ver
qué pasa e intentar no ahondar más en ello.
—Eso lo dice el ingeniero que hay en ti —dijo Halder, forzando una sonrisa—. Hasta
cuando estás inquieto por amor, el lado práctico se impone. Y puede que tengas razón.
Me gustaría poder ser así, pero, ¡Dios!, la echo de menos. Han sido unos meses tan
fantásticos, es una pena que ya se haya acabado todo. Nunca en la vida lo había pasado
tan bien como con el.
Weaver cogió la botella de champán y rellenó las copas.
—Cambiemos de tema. ¿Cuándo te marchas de El Cairo?
—El martes. Vuelvo a casa en avión. No tengo elección, me han movilizado.
Weaver se quedó pasmado.
—¿Así que eso decía la carta?
—Así es. —Halder se encogió de hombros—. Ya sabes que la familia de mi padre
viene de una larga estirpe de oficiales prusianos, algunos de ellos fundadores de la
academia militar. Se revolverían en sus tumbas si no hiciera caso del llamamiento.

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Weaver puso una mano sobre el hombro de Halder.


—Tendrías que habérmelo dicho, Jack. Todo es tan repentino... Estaré preocupado
por ti.
—Para serte sincero, no quería estropear los dos últimos días hablando de eso. Y he
procurado olvidarme de ello cuanto he podido. Pero no estés preocupado por mí; con
mi historial, lo más probable es que vaya a parar a un aburrido puesto de oficinas.
—¿De veras crees que todo se habrá acabado para Navidad, Jack? Rachel dijo que
pensabas eso.
—Creo que sí —dijo Halder, moviendo la cabeza—. Los ciudadanos alemanes no
quieren otra guerra. Hay demasiados que recuerdan lo mala que fue la última. Estoy
casi seguro de que al final prevalecerá el sentido común. ¿Y tú, qué? ¿Qué piensas
hacer?
—Ahora mismo estoy algo despistado. El profesor Stern dio a entender que todavía
queda algo que limpiar en Saqqara antes de entregar el yacimiento a los egipcios, así
que me presenté voluntario con otro par de chicos para hacerlo. Esta noche también
me han ofrecido unirme a una expedición por el desierto, de modo que es muy
probable que me quede una temporada e incluso que trate de aprender un poco más
del idioma. Además, Estados Unidos se ha declarado neutral, así que yo no estoy
metido en esta guerra.
—Menuda suerte. Ojalá todo se tranquilice pronto. La verdadera cuestión es que el
mundo entero se ha vuelto loco.
—¿Qué quieres decir?
—La guerra ya ha empezado a introducirse por aquí. Corren rumores de que los
británicos han desenterrado un transmisor de radio alemán que estaba escondido en
un terreno, en la carretera de las Pirámides. Parece ser que ya hay espías trabajando en
El Cairo.
Weaver asintió:
—Sí, ya he oído ese rumor. Pero ¿eso qué tiene que ver?
—Hace más de una semana, cuando oímos por la radio la declaración de guerra, yo
pude oír a uno de los ingleses de nuestro grupo que decía que Rachel y yo y todos los
alemanes de la excavación éramos en realidad agentes enemigos y que no tramábamos
nada bueno. ¿Habías oído en tu vida algo semejante? Quiero decir que, para empezar,
su madre es judía, y al profesor Stern los nazis le dan asco.
—¿Y qué piensas tú de los nazis, Jack?
Era la primera vez en su vida que hablaban de política, y Halder se quedó
ligeramente sorprendido.

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—¿Yo? Yo amo a mi patria, pero supongo que a estas alturas ya habrás intuido que
no puedo soportar a Hitler.
—¿Lo dices por lo de Polonia? ¿O por lo que les hacen a los judíos? ¿Todas esas
leyes racistas y campos de prisioneros y deportaciones de las que hemos estado
oyendo hablar?
—Ambas cosas. No se pueden tolerar esas actuaciones crueles, que no es cosa de
tantos alemanes decentes. Somos amigos hace tiempo suficiente como para que sepas
que no puedo aceptar el tipo de leyes que los nazis han promulgado contra los judíos,
ni la manera en que Hitler ha barrido de Alemania a tantos de ellos. Pero no es sólo
eso. Hitler grita demasiado y no tiene ni una sola pizca de humor. Eso siempre es una
mala combinación, sobre todo en un austríaco. —Halder sonrió ligeramente—. Me
temo que es también un pelmazo arrogante. Y, lo más importante de todo: tiene todas
las hechuras de un tirano. Y al final, todos los tiranos son unos cobardes. Por eso creo
que dará marcha atrás antes de que la cosa vaya demasiado lejos.
—Ojalá tengas razón. ¿Pero tienes que volver allí necesariamente?
—Hay una palabra alemana, Pflicht, puede que se la hayas oído usar a mi padre.
Significa deber, y algo más. Y es una palabra muy usada en el vocabulario de los
Halder. Incluso está en el escudo de la familia. Así que, de algún modo, me siento
obligado por mi honor a no manchar el nombre de la familia. Piense lo que piense mi
padre de Hitler, creo realmente que no podría vivir teniendo un hijo que se hubiera
convertido en el primer objetor de conciencia del clan.
—En ese caso, yo no me preocuparía de que los ingleses dijeran que eres un espía.
Me han dicho que también hay alemanes en el equipo que acusan de lo mismo a los
franceses e ingleses. Hasta ahora —dijo Weaver, sonriendo—, creo que soy el único
del que no se ha dicho nada malo. Y eso me preocupa.
Halder se rió, y Weaver observó a la gente y dijo, más serio:
—Esta noche había un hombre que vigilaba a Rachel. Un egipcio. Delgado, de unos
cuarenta años, aspecto algo siniestro, con traje de hilo. ¿Te fijaste en él?
—No. ¿Por qué?
Weaver se encogió de hombros.
—Probablemente no sea nada. A lo mejor tiene un admirador secreto. —Dudó un
momento—. ¿Sabes qué se me acaba de ocurrir? ¿Y si Estados Unidos entra en la
guerra y quedamos en bandos contrarios? ¿Cómo te sentaría eso?
—Espantoso. —Halder negó firmemente con la cabeza—. Pero nunca seríamos
enemigos, Jack. Jamás. Al menos no enemigos personales, por muchas diferencias que
tuvieran nuestros países.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Imagino que no. —Weaver soltó la copa y sonrió—. ¿Pero crees que seguiríamos
siendo amigos si hubiera la menor posibilidad de que Rachel eligiera a uno de los dos?
—Sí, siempre. Pase lo que pase. —Halder entrecerró los ojos—. Pero tengo que
admitir que es una mujer tan deseable que casi siento tentaciones de pelearme contigo
por ella si hace falta —sonrió con buen humor y levantó la copa—. Un último brindis,
pues. Por la amistad y por un verano maravilloso.
—Por la amistad —dijo Weaver, levantando la copa—. Te echaré de menos, Jack.
De veras. Así que procura tener cuidado. Sólo espero que esta maldita guerra no se
alargue demasiado.
—Yo también. —Halder guiñó un ojo—. Pero si hay realmente alguna oportunidad
para cualquiera de los dos, que el mejor escritor de cartas se lleve la mano de la bella
dama.

Jack Halder regresó a Alemania vía Roma en un vuelo regular italiano que salía de
El Cairo. A la semana estaba enrolado en la Wehrmacht y era destinado a Berlín como
aspirante a oficial. Aunque no admiraba a los nazis, demostraría ser un oficial valiente
y aventurero, y su aguda inteligencia y sus conocimientos de idiomas pronto llamaron
la atención de la Abwehr, la inteligencia militar alemana.
Fue reclutado personalmente por el almirante Wilhelm Canaris, asignado a la
sección especial de operaciones que se ocupaba de los Balcanes y el Mediterráneo, y
cuando comenzó con fuerza la guerra en el norte de África fue cedido temporalmente
a la División de Próximo Oriente, para trabajar con el Afrika Korps de Rommel.
Al no tener noticias de Rachel Stern durante los seis primeros meses después de su
vuelta a Alemania, conoció a Helga Ritter, hija de un médico de Hamburgo, y se
enamoró de ella. Era algo que nunca hubiera podido imaginar, porque una parte de él
seguía amando a Rachel, y eran muchas las veces que pensaba en ella. Pero su esposa
resultaría ser una joven interesante, vivaz y cariñosa. A los diez meses de matrimonio
dio a luz un hijo, Pauli.
Rachel Stern nunca escribió a ninguno de los dos muchachos. Tres días después de
la fiesta del embajador, zarpó de Port Said con sus padres en el Izmir. Eran los únicos
pasajeros de pago a bordo de aquel viejo carguero turco rumbo a Estambul. La
segunda noche después de zarpar del puerto, Rachel estaba apoyada en la amura de
estribor, pensando aún en aquel extraordinario verano, cuando la sala de máquinas
reventó llena de fuego. En la explosión que hundió el Izmir murieron catorce personas,
entre ellas su madre.
Los tripulantes que sobrevivieron abandonaron el barco mientras las llamas
devoraban la cubierta. Rachel y su padre se las arreglaron para trepar a uno de los

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botes de salvamento junto a dos marineros turcos malheridos. El padre seguía aferrado
a la cartera donde llevaba los valiosos mapas y notas de su excavación en Saqqara. En
la oscuridad se alejaron de los otros botes salvavidas, y poco antes de medianoche se
levantó una tormenta. Su minúscula embarcación era zarandeada por olas de tres
metros y azotada por vientos furiosos. El tiempo mejoró al amanecer, pero para el
mediodía los marineros habían muerto y Rachel y su padre estaban exhaustos,
deshidratados y quemados por el ardiente sol mediterráneo.
Al ir cayendo la tarde se vislumbró en el horizonte una silueta gris que navegaba
hacia ellos. Rachel pensó al principio que se trataba de un barco de la marina británica
que buscaba supervivientes, pero cuando lo tuvo más cerca vio la esvástica roja y negra
de la Kriegsmarine alemana. Su padre y ella quedaron retenidos a bordo del buque
mientras atracaba en Nápoles para repostar combustible, y dos semanas después
llegaban a Hamburgo, donde muy pronto los recibió la Gestapo.
Harry Weaver permaneció en Egipto mucho más tiempo del que había pensado, y
trabajó con un grupo americano explorando el desierto en busca de restos
arqueológicos hasta seis meses antes de que Rommel aterrizase en Trípoli, en febrero
de 1941. Entonces tomó un avión a Lisboa y de allí a Londres, y regresó a Estados
Unidos vía Southampton. Se presentó voluntario al día siguiente del ataque japonés a
Pearl Harbor.
Había tenido noticias del naufragio del Izmir cuando aún estaba en Saqqara. Era
poco más de medianoche cuando alguien llegó a su tienda con un periódico y le enseñó
la noticia, que decía que los únicos supervivientes eran cuatro tripulantes turcos cuyo
bote salvavidas había recogido un pesquero maltés.
Al leer la noticia a la luz del quinqué, lloró. Amaba profundamente a Rachel, y había
deseado tanto decírselo aquella noche, en la terraza del embajador, y sin embargo no
tuvo oportunidad, realmente, o no tuvo valor. Después hizo lo que cualquier joven
embargado por la pena hubiera hecho en esas circunstancias. Dejó a un lado el
periódico, sacó una botella de whisky de la mochila y se emborrachó.
Pero lo último de todo lo que hizo antes de acabar por dormirse fue contemplar
aquella fotografía que guardaba como un tesoro, la de ellos tres juntos. Rachel, Jack y
él. Tres chicos jóvenes, sonrientes, abrazados de pie en medio de las arenas del desierto
de Saqqara. Fueron tiempos felices.

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NOVIEMBRE DE 1943

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CAPÍTULO 4

El Cairo, 10 de noviembre

Era el verano más caluroso de los últimos treinta y seis años. La antigua ciudad
construida a la sombra de las pirámides de Gizeh siempre había olido mal, pero ahora
hedía como un pozo negro. Por toda Europa y el norte de África, los cielos despejados
y una agobiante ola de calor sumaban sus desagradables molestias a los rigores de la
guerra. Y no obstante, a pesar del clima, el año había sido triunfal para los aliados. El
antes poderoso Rommel había sido derrotado, el Quinto Ejército alemán del mariscal
Von Paulus se había rendido en Stalingrado, las tropas del general Patton habían
desembarcado en Sicilia, y la segunda ciudad del Reich, el bullicioso puerto de
Hamburgo, había quedado reducida a cenizas.
Entonces llegó el otoño. El tiempo refrescó, los alemanes empezaron a reagruparse,
y la guerra quedó súbitamente estancada. En El Cairo hacía tantísimo calor que esas
noticias importaban mucho menos que los vientos fríos y las deseadas nubes de
tormenta, que finalmente llegaron del Mediterráneo a principios de noviembre.
Acuclillado a la sombra de los pinos, a Mustafá Evir le parecía que el calor opresivo
del verano continuaba sin marcharse. Era una noche suave, pero el sudor le corría por
la camisa y la espalda, le goteaba por la cara y las mejillas, y todo su cuerpo parecía
arder. Era el miedo, naturalmente. Para tratar de aminorar su ansiedad, con la mano
derecha jugueteaba con un rosario árabe de cuentas baratas. Consideraba los peligros
de lo que estaba a punto de hacer, y sabía que un desliz podía costarle la vida.
Era un hombre pequeño, enjuto y delgado, y llevaba un traje negro raído, sandalias
de cuero ribeteadas y una camisa mugrienta, sin cuello. La cara, sin afeitar, tenía la
expresión cansada de un zorro viejo, vencido y perseguido sin descanso por los perros.
Estaba dentro del parque vallado de una villa del barrio residencial de la Garden City,
una zona que albergaba las aparatosas residencias urbanas de algunos embajadores
extranjeros y sus familias. Durante más de una hora había estado esperando
pacientemente, y ya iba siendo hora de moverse. A sesenta pasos, al otro lado del
prado, estaba la hermosa villa donde residía el embajador norteamericano. Dos
centinelas armados marcaban el paso delante de la doble puerta de roble, y había otros
dos en la garita de la verja de entrada.

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Evir miró detrás de él, los jardines en pendiente hasta más allá del pabellón
decorado y los centinelas de la verja, comprobando si los guardias seguían allí. Más
allá de las verjas de hierro forjado, en la oscuridad, podía adivinar el puente de Kasr-
el-Nil y el ancho Nilo majestuoso, las blancas velas fantasmales de las falucas
deslizándose sobre el agua temblorosa a la luz de la luna. Se fijó en el alto minarete de
una mezquita al otro lado del río y rezó una plegaria en silencio, no porque rezar
hubiera hecho cambiar alguna vez algo en su miserable vida, sino porque, ahora
mismo, necesitaba tranquilizarse. La última cosa que deseaba era volver a aquella
celda maloliente y atestada que había tenido que compartir con otros doce presos, y
rogó a Alá que lo protegiese.
De pronto, al volverse, una araña iluminó vivamente el vestíbulo de la villa, y Evir
se puso tenso. Instantes después oyó arrancar el motor de un coche y luego un
imponente Ford negro apareció por detrás de la zona del servicio y el chófer lo detuvo
ante la entrada. Los guardias se pusieron firmes al abrirse las puertas de roble, y por
ellas salió un hombre vestido de etiqueta que se metió en el coche.
El embajador norteamericano tenía aspecto de bien alimentado, y Evir escupió entre
las sombras con desprecio. ¿Qué sabría él de tener que alimentar siete bocas? ¿De vivir
en un agujero maloliente? ¿De cómo un hombre tiene que deslomarse días tras día
para ganar un mendrugo en una ciudad tan áspera como El Cairo?
Evir vio alejarse el Ford y a los pocos segundos las luces de la araña se apagaron.
En cuanto el auto salió por la verja principal, los centinelas parecieron relajarse y los
dos que estaban a las puertas de la villa se sentaron en los escalones de granito y
encendieron sendos cigarrillos. Evir siguió cinco minutos más agazapado entre las
sombras de los árboles y después se enjugó el sudor de la cara, dejó caer su rosario de
cuentas en el bolsillo y se puso en pie, frotándose las rodillas doloridas. Era hora de
ponerse a trabajar.

La residencia del embajador norteamericano era famosa por sus fuertes medidas de
seguridad, pero también Mustafá Evir tenía su reputación. Quienes se procuraban sus
servicios lo llamaban el Zorro. No se había construido la casa en la que él no pudiera
entrar, ni se había fabricado la caja fuerte que no pudiera abrir. Pero, después de treinta
años de delincuencia, tres duras condenas en el infierno de la prisión cairota de Tora
habían enfriado su amor al oficio. Tres meses antes, cuando salió libre, había tomado
la firme decisión de llevar una vida honrada, pero el único trabajo que pudo encontrar
fue acarrear balas de algodón, cargándolas a la espalda por las empinadas calles de
adoquines del mercado, para un gordo comerciante de paños que lo trataba como a un
perro y le pagaba apenas lo suficiente para alimentar a la familia. Pero esta noche,
aquel trabajo podía hacerle ganar una fortuna.

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A Evir, los centinelas y la seguridad no le impresionaban. Llevaba más de una


semana vigilando la villa, observando a los guardias, bosquejando la disposición del
terreno, tratando de apreciar distancias y prever obstáculos. El riesgo era muy grande,
y no podía permitirse errores. Pero saltar los muros de la residencia había resultado
fácil, y parecía que los centinelas no se percataban de su presencia mientras cruzaba el
césped reptando sobre el vientre hasta el atrio del otro lado del edificio. Supuso que
ahora que los alemanes habían sido derrotados en África del Norte los guardias
andaban más relajados. Llegó a las puertas-ventana y se puso de pie, con el sudor
goteándole por la cara. De debajo de la chaqueta sacó un cuchillo largo y estrecho, pasó
la hoja entre la puerta y el marco, hizo saltar la falleba sin dificultad, pasó entre las
cortinas y se encontró, a oscuras, en un estudio con zócalos de roble.

Aquella tarde, el mercado de Jan-el-Jalili estaba tan lleno de gente como de


costumbre, el ruido y el olor a especias y cuerpos sudorosos dominaban, pero Evir se
sentía orgulloso de sí mismo mientras iba abriéndose paso entre la multitud. Había
sido una buena noche de trabajo. En el laberinto de callejones estrechos resonaban los
gritos de los vendedores ambulantes y de los paralíticos pidiendo limosna. Evir iba
con las manos puestas sobre el valioso objeto que llevaba en el bolsillo. Ni siquiera los
delincuentes estaban a salvo en el gran bazar. Había ladrones capaces de robar las
monedas del platillo de un ciego. Un par de pilluelos desharrapados se le acercó a
pedir:
—¿Bakshish?
—Largo de aquí, hijos de puta.
Los críos le escupieron, se rieron y echaron a correr. Evir no se molestó en correr
tras ellos y tirarles de las orejas. Tenía cosas más importantes en la cabeza. A la mitad
del mercado llegó a un concurrido cruce de calles, con restaurantes y cafés muy
animados. Aceras y calzadas hervían de gente, tiendas y cafés atronaban con sus
músicas, tranvías y autobuses iban abarrotados de viajeros que se agarraban
peligrosamente a barras y plataformas.
A pesar de la guerra, en El Cairo las normas restrictivas sobre luces sólo se seguían
a medias; algunas farolas y coches tenían las luces veladas con una capa fina de la
pintura azul reglamentaria, pero otros no. Pasaban ruidosos taxis viejos y abollados.
La falta de repuestos hacía que la mayoría de ellos circulase con faros rotos,
parachoques doblados y parabrisas rajados. El tráfico motorizado era caótico y los
conductores tenían que competir con las carretas de caballos y los hatos de ganado —
cabras, ovejas, vacas y camellos— que circulaban por las calles.
Para empeorar aún más las cosas, las aceras estaban llenas de soldados de permiso
—ingleses, norteamericanos, australianos—, borrachos que se aglomeraban entrando

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y saliendo de bares y restaurantes con nombres como «Hogar, dulce Hogar» y «Café-
Bar Vieja Inglaterra».
Recordando sus instrucciones, Evir esperó en el cruce. Grupos de árabes
parloteaban sentados en las terrazas de los salones de té, fumando sus narguiles y
jugando al backgammon y bebiendo de sus vasitos. El tránsito rugía en todas
direcciones. Al cabo de cinco minutos, Evir vio una motocicleta BSA verde llena de
barro que bajaba por la calle a la izquierda y se paró junto al bordillo, a su lado.
En la moto iba un árabe. Vestía chilaba y llevaba barba. El hombre le indicó por
gestos que montase. Evir se subió al asiento trasero y la BSA arrancó y salió zumbando.
El hombre no dejaba de volver la vista atrás mientras conducía, como para
asegurarse de que no lo seguían. Se dirigió hacia la mezquita de El Hakim,
zigzagueando por las estrechas callejuelas hasta que diez minutos después salieron a
una plaza adoquinada rodeada de altas casas de viviendas de madera y ladrillo. Se
bajaron de la BSA. El hombre le puso una cadena y un candado e hizo señas a Evir de
que lo siguiera. Entró en el zaguán abierto de una de las casas y subió al primer piso
por un tramo de escalera de madera desnuda. Había una puerta con tres gruesos
cerrojos y el hombre los abrió con un piño de llaves, hizo entrar a Evir con él y cerró la
puerta.
—¿Y bien? —dijo el hombre de la barba.
—Hice lo que me pidió.
El hombre pareció satisfecho.
—¿Está seguro de que no lo vio nadie en la residencia?
Evir se rió.
—Si me hubieran visto, ¿cree que ahora estaría aquí?
Había estado otras dos veces en el piso porque el hombre tenía que enseñarle cómo
manejar el equipo. Era austero y funcional, con una mesa de café y algunos
almohadones esparcidos por el suelo y una estufa de metal junto a la pared, pero olía
a rancio y Evir tuvo la impresión de que no era un sitio que de ordinario estuviese
habitado. El hombre alargó una mano.
—Déme la cámara.
—Primero el dinero —exigió Evir.
—Tendrá el dinero después.
Evir negó con la cabeza.
—Lo quiero ahora.
—Más tarde —dijo el hombre con firmeza—. Cuando haya terminado de examinar
su trabajo. Si no salen las fotografías, quiero que vuelva otra vez.

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—¡Otra vez!
—Otra vez. Ahora déme la cámara.
Evir notó el duro filo de la voz, vio la expresión de amenaza en la cara del hombre.
Despedía como un efluvio de peligro que a Evir le hacía sentirse incómodo. Sacó del
bolsillo una Leica diminuta y se la tendió.
—Espere aquí.
El hombre entró en el dormitorio y cerró la puerta. El ropero de obra que utilizada
como cuarto oscuro quedaba a la derecha, y de él emanaba un ligero olor punzante a
química. Entró allí y cerró tras él la puerta corredera, tiró de una cuerda que colgaba
del techo. Se encendió una luz roja que dejó ver un estante con reveladores y fijadores
en frascos de cristal. Había también un cronómetro, un par de cubetas de metal, un
ventilador eléctrico y una caja estrecha de madera con tapa de cristal opaco e
iluminada desde abajo por un par de bombillas. Llenó de revelador una de las cubetas,
sacó el rollo de película de la Leica, lo introdujo en el líquido, puso en marcha el
cronómetro y esperó tres minutos.
Finalmente, puso en marcha el ventilador, sacó la película de la bandeja y mantuvo
el negativo impresionado frente a la corriente de aire hasta que estuvo seco. Encendió
la caja de luz y colocó encima el rollo estirado. Examinó meticulosamente las
exposiciones con una lupa. De pronto, al estudiar uno de los negativos de las páginas
señaladas como «Máximo Secreto» se estremeció de asombro.
Le llevó unos momentos recuperarse, luego cogió una toalla de algodón y se secó
las manos. Todavía debía de tener cara de asombro cuando volvió a la sala, porque
Evir le preguntó:
—¿Qué sucede? ¿Algo está mal?
El hombre negó con la cabeza.
—No, nada. Ha hecho un trabajo excelente. —Arrojó la toalla—. Ahora, vámonos
de aquí.
—¿Adónde vamos?
—Quiere usted su dinero, ¿no?

Veinte minutos después llegaban a un almacén destartalado en los muelles viejos


del Nilo. El lugar estaba desierto, las verjas de tela metálica sin cerrojos, y el hombre
metió la BSA en el oscuro patio adoquinado que había delante. Evir sintió una punzada
de miedo.
—¿Para qué venimos aquí?

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El hombre apagó el motor.


—Venga, le daré su dinero.
Se bajó de la moto, la apoyó en una pared y caminó hasta entrar en el almacén. Evir
lo siguió de mala gana. Era un edificio destartalado, lúgubre, lleno de suciedad, trozos
de chatarra oxidada, el suelo de cemento salpicado de charcos de agua y aceite. En una
esquina había un bidón de aceite abollado con una lámpara de seguridad encima. El
hombre encendió la mecha y arrojó la cerilla.
El almacén quedó iluminado por una luz suave, amarilla. El hombre sacó del
bolsillo un sobre grueso y lo agitó en la mano.
—Antes de pagarle tengo que hacerle unas preguntas. ¿Cogió alguna cosa más de
la caja fuerte?
Evir vio que el hombre lo escrutaba con atención. Parecía que sus ojos le quemaban
el rostro.
—Hice sólo lo que usted me dijo, por la vida de mis hijos.
El hombre seguía mirándolo.
—¿Está completamente seguro de que me dice la verdad?
Evir se sentía mal, un temblequeo de miedo le bajaba por las vértebras.
—Usted me dijo que fotografiase todos los documentos que encontrase en la caja
fuerte. Hice justo lo que me dijo. Y ahora quiero mi dinero.
—Tenga paciencia. ¿Y está completamente seguro de que no habló con nadie de
nuestro acuerdo?
—Con nadie. Que Alá me corte la lengua si miento. —Evir decía la verdad. Además,
había sido advertido de las consecuencias.
El hombre asintió, satisfecho, y sonrió.
—Bien. Sólo hay una cosa más.
Evir frunció el ceño.
—¿Qué?
El hombre dejó el sobre y se metió la mano en un bolsillo. Cuando la sacó, la sonrisa
había volado y Evir vio la hoja curva de un puñal árabe con empuñadura blanca de
marfil, un objeto de aspecto feroz como una garra de metal.
—No puedo dejar que se marche. Sabe usted demasiado y me ha visto la cara.

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CAPÍTULO 5

Chesapeake Bay, Virginia


12 de noviembre, 08.50 h

El sol se ocultaba tras las oscuras nubes de lluvia aquella mañana cuando la enorme
mole gris del acorazado Iowa, sus cincuenta y ocho mil toneladas orgullo de la marina
de Estados Unidos, echaba el ancla a cinco millas de la costa de Virginia.
El capitán Joe McCrea observaba desde el puente el remolcador que se acercaba
desde la costa, balanceándose con la ligera marejadilla, escoltado por media docena de
barcos de guerra que formaban a su alrededor. Veinte minutos antes, McCrea había
recibido el aviso de que sus importantísimos pasajeros estaban preparados para
abordar su barco. Uno de ellos era, ciertamente, el más notable que había transportado
nunca a bordo de un buque a su mando en los veinte años que llevaba de servicio en
la Marina, y McCrea comprendió que iba a emprender la misión más importante de su
vida. Se volvió al joven teniente que tenía a su lado:
—Preparaos para embarcar a los pasajeros.
—A la orden, mi capitán.
McCrea dejó los prismáticos cuando el teniente bajó a la cubierta principal. El Iowa
era como una ciudad en miniatura, con una tripulación de dos mil quinientos hombres.
Estaba erizado de un impresionante despliegue de artillería pesada y armas antiaéreas,
y el conjunto de cubiertas y puentes sumaban más de treinta y cinco mil metros
cuadrados de superficie, y a pesar de ese enorme tamaño podía navegar a una
velocidad de treinta y tres nudos, siendo el buque más rápido de todos los de su clase.
Afuera, salpicados entre las ligeras olas grises del estrecho de Norfolk, estaba su
escolta, otros seis barcos provistos de una mortífera potencia de fuego cuya vista
resultaba reconfortante para McCrea aquella mañana. Aquélla podía no ser la mayor
flota de guerra de la historia, pero era sin la menor duda una de las más vitales, y
secretas. Se arregló el uniforme y se fue hacia la cubierta inferior para recibir a sus
pasajeros.

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Cuando por fin el remolcador quedó abarloado, McCrea vio por lo menos una
docena de personas, civiles y personal de marinería, apiñadas en la proa. En la pasarela
de embarque, los marineros preparaban cabos y lo disponían todo con agitada
actividad. Desde la cubierta principal del Iowa había una altura de casi diez metros de
caída hasta el mar. Habían descolgado una pequeña pasarela hasta el agua para
permitir el embarque, pero eso era lo difícil; no todos los días tenía que subir a bordo
al presidente de Estados Unidos. Franklin Delano Roosevelt era paralítico, llevaba casi
toda su vida confinado en una silla de ruedas y eso planteaba un problema específico.
No podía subir por su propio pie a la pasarela, de manera que habían preparado un
arnés con cabrestante para izarlo hasta el Iowa.
McCrea observó el suave oleaje mientras una serie de agentes del Servicio Secreto y
de ayudantes saltaba del remolcador a la pasarela, y después le llegó el turno al
presidente. Reconoció la imagen familiar de Roosevelt, su cara grande y amable y su
sonrisa pronta, cuando lo ayudaban a levantarse de la silla de ruedas. Llevaba las
pantorrillas sujetas a unas armaduras de metal, aquellos miembros largos, delgados
como los de un niño, herencia de una polio de infancia que lo dejó con frecuentes
congojas. Hicieron falta dos agentes del Servicio Secreto para llevarlo hasta el arnés y
sujetarlo, y entonces lo izaron.
En cierto modo era una imagen lamentable, una imagen que McCrea temía. El
presidente del país más poderoso del mundo, el hombre del que el mundo entero
dependía para ganar la guerra, cargado a bordo del Iowa con una grúa de bote en un
arnés hecho de madera y cinchas. Pero en el rostro de aquel hombre no había rastro
alguno de temor, ni de autocompasión, sino solamente una firme determinación.
McCrea esperó pacientemente, con el corazón encogido, pidiendo a Dios que no se
produjese ningún accidente, que las cinchas no se rompieran y el presidente de Estados
Unidos se cayera del arnés y se ahogara.
Finalmente, Roosevelt fue conducido a bordo, y McCrea suspiró, aliviado. Una
bandada de agentes del Servicio Secreto acudió en su ayuda, la silla de ruedas apareció
en cubierta, sacaron al presidente del arnés, lo sentaron en la silla y uno de los agentes
le puso un grueso capote de marino, tan familiar, sobre los hombros. McCrea había
notado admiración en los rostros de su tripulación mientras contemplaban todo el
proceso, jóvenes y no tan jóvenes marinos americanos que se habían agolpado en
cubierta para captar una imagen de su famoso pasajero. Miraban con asombro y
sorpresa, como queriendo aplaudir, pero se había dado orden de no rendir honores
cuando los pasajeros subieran a bordo. Era una misión de máximo secreto y la
tripulación del Iowa cumplió como un solo hombre. El capitán McCrea saludó:
—A sus órdenes, señor presidente. Bienvenido a bordo.
Roosevelt sonrió cálidamente y le tendió la mano.
—Capitán McCrea. ¿Así que es usted el pobre hombre al que le ha tocado el dudoso
placer de hacerme llegar a mi destino sano y salvo?

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—Yo soy, señor presidente. Tenemos sus camarotes dispuestos. Si es tan amable de
echar a andar por aquí... —McCrea dejó las palabras en el aire porque, de pronto, se
acordó de la invalidez del presidente al verlo en la silla de ruedas. Había metido la
pata estrepitosamente, y se ruborizó hasta la cejas. Había sido ayudante naval de
Roosevelt durante dos años, pero la voluntad de acero de aquel hombre siempre te
hacía olvidar que no solamente estaba paralítico, sino que también sufría una grave
enfermedad del corazón.
Roosevelt hizo un gesto para quitar importancia a la torpeza, cogió cariñosamente
a McCrea del brazo y se rió:
—No se preocupe, capitán. Me las arreglo muy bien con este endemoniado
cacharro, de modo que indíqueme el camino y yo lo seguiré.

Cuando entraron en el camarote de Roosevelt, en la cubierta superior, McCrea dijo:


—Me he tomado la libertad de traer algunas cartas de ruta para mostrarle cómo
procederemos, señor presidente.
El presidente puso un Lucky Strike en una boquilla de baquelita.
—Muy amable por su parte, capitán.
Un agente del Servicio Secreto le dio fuego antes de empujar la silla de ruedas hasta
la mesa. Otro agente estaba de pie allí al lado con un maletín negro de médico donde
guardaban los medicamentos de urgencia del presidente: píldoras para el corazón,
pomadas para darle friegas cuando se empapaba de sudor —cosa que le pasaba con
frecuencia por trabajar demasiado—, frascos de analgésicos diversos y —como
siempre— una botella pequeña de whisky.
McCrea esperó a que Roosevelt se hubiera puesto las gafas y entonces señaló en el
mapa.
—Hemos trazado un rumbo sur hasta pasadas las Azores, y después noreste hasta
el estrecho de Gibraltar y después Orán. El tiempo estimado de llegada es de nueve
días a partir de hoy, día veinte, señor presidente. Luego continuará usted hacia El
Cairo en avión, salvo inconvenientes.
Roosevelt sonrió suavemente, con la boquilla sujeta entre los dientes.
—Imagino que está usted bien preparado.
—Tenemos velocidad y una escolta de destructores. Ambas cosas juntas resultarán
demasiado para cualquier submarino alemán. Pero nunca se sabe. Es un riesgo que
corremos, señor.
Roosevelt se encogió de hombros.

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—Es el precio de la guerra, capitán.


—Tenemos aviones de reconocimiento para detectar actividad submarina, y los
destructores llevan conectado el equipo de sonar con el mismo propósito. La mayor
amenaza viene de los U-boots, los submarinos alemanes. Son muy peligrosos.
Roosevelt se quitó la boquilla de la boca y alzó la mirada, con semblante serio.
—Éste es un viaje importante, capitán. Podría decirse que de mi llegada a puerto
dependen cientos de miles de vidas, por no hablar de los resultados de la guerra y el
futuro de la nación. ¿Cree que lo lograremos?
McCrea se quedó pensando antes de responder
—Con tanta actividad enemiga en el Atlántico no es fácil hacer predicciones, señor
presidente. Pero, de todos modos, los alemanes no conocen nuestros planes y nos
moveremos de prisa de manera que tengo plena confianza en que conseguiremos que
llegue sano y salvo a su destino.
Roosevelt se quitó las gafas y lanzó una de sus famosas sonrisas de costado.
—Capitán, parece ser que, de momento, mi destino está en sus manos.

El hombre llevaba un traje de agua oscuro, el modelo estándar de la guardia costera


de Estados Unidos. Había pasado casi tres horas esperando bajo la fuerte lluvia,
tumbado sobre la hierba empapada del promontorio de Norfolk, con los potentes
prismáticos de marino apoyados en el brazo. Cuando vio el remolcador cruzar entre
las olas y abarloarse al Iowa, ya había dejado de llover y la visibilidad era mucho mejor.
Desde aquella posición podía observar las embarcaciones a la perfección. Cinco
minutos después se metió los prismáticos bajo el traje de agua y bajó con rapidez por
el sendero del promontorio. Recogió la bicicleta oculta entre la alta hierba, pasó la
pierna por encima de la barra del cuadro, y se alejó.

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CAPÍTULO 6

Berlín
14 de noviembre, 08.30 h

El almirante Wilhelm Canaris era un hombre extraño.


Iba en zapatillas de fieltro, arrastrando los pies y su despacho siempre estaba
desordenado. El retrato obligatorio de Adolf Hitler no se veía por ningún sitio, pues
Canaris —o «el pequeño almirante», como sus viejos camaradas de barco llamaban
cariñosamente al antiguo comandante de submarinos— no sentía más que desprecio
por el líder nazi, y lo consideraba pomposo y vulgar. Ese desprecio se lo guardaba
astutamente para sus adentros, porque también era el jefe de la Abwehr, el servicio de
inteligencia militar durante la guerra, con la responsabilidad de dirigir a casi veinte
mil funcionarios y agentes en treinta países de todo el mundo.
Era casi mediodía cuando el joven ayudante prusiano llamaba a la puerta del
despacho del cuartel general de la Abwehr en el número 74-76 de Hrpitz Ufer, en
Berlín, sobre el canal de Landwehr; al no obtener respuesta, entró. El ayudante era
nuevo, apenas si llevaba una semana en el puesto, pero ya estaba al tanto de las
excentricidades del almirante. Vio a un hombre bajo, en torno a los cincuenta y cinco
años, con cejas espesas, grises, y cargado de espaldas, que parecía un maestro de
provincias con sus zapatillas gastadas y el uniforme de marino arrugado. Estaba de
rodillas en el suelo y daba de comer un cuenco de cortezas a una pareja de dachshunds
que parecían nerviosos. El ayudante carraspeó.
—Almirante.
Canaris levantó la vista, distraído.
—¿Qué sucede, Bauer?
—Una llamada del Cuartel General de las SS, del general Schelienberg.
—¿Y qué quiere Walter esta vez?
—El general lo convoca a una reunión urgente a las nueve cero cero.
—¿Para qué?
—No lo ha dicho, mi almirante. Sólo que es urgente.

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De pronto se oyó el lejano aullido de una alarma de ataque aéreo. Canaris suspiró,
acarició a los perros para tranquilizarlos, se puso de pie y se sacudió el polvo de las
rodillas. Durante toda la semana anterior, los B-17 de las fuerzas aéreas
norteamericanas habían estado bombardeando Berlín a la luz del día, con mortíferos
resultados, y aquello sonaba a que estaban a punto de empezar otra vez.
—Muy bien. Supongo que será mejor que pida usted el coche. Y hágalo rápido, antes
de que los americanos se pongan en marcha.
—Zu Befehl, mi almirante —gritó Bauer, se cuadró, y dio un buen taconazo, logrando
que los animales lloriqueasen.
Canaris frunció el ceño, disgustado.
—Hágame un favor, Bauer. Todo eso de los taconazos y los gritos está muy bien en
el campo de instrucción, pero le ruego que se abstenga de hacerlo en el despacho. Me
asusta a los perros.
Bauer se ruborizó.
—Como desee, mi almirante.
Cuando el ayudante se hubo ido, Canaris miró a sus queridos dachshunds, que
comían con el hocico metido en el cuenco, y suspiró, cansado.
—La maldad no descansa, hijitos. Tengo la impresión de que el joven Walter anda
otra vez metido en alguna de sus trapacerías.

Walter Schelienberg era uno de los oficiales de inteligencia de las SS menos


ortodoxos que Canaris había conocido, y quizá también el más agradable. Era un joven
de treinta y dos años, abogado de profesión, guapo y decidido, amante de las cosas
buenas de la vida. Licenciado por la Universidad de Berlín, se había afiliado
astutamente a las SS cuando Hitler llegó al poder en 1933, y se las arregló para obtener
un puesto en el SD, el Departamento de Inteligencia de las SS, donde su agudeza,
capacidad y mentalidad empresarial pronto llamaron la atención de Himmler.
Schelienberg ascendió rápidamente hasta ser miembro del estado mayor particular de
Himmler, y acabó siendo nombrado jefe del SD Ausland, la sección extranjera del
servicio de inteligencia porque, al igual que su jefe, adoraba las intrigas, el secreto y
las maquinaciones como si los llevase en la sangre.
Fumaba sin parar, era de maneras amables y cuando Canaris entró en su despacho
del tercer piso estaba de buen humor a pesar del bombardeo que tenía lugar en el
exterior, y por el respiradero de la pared subían nubecillas de polvo y de humo.
—Siéntate, Wilhelm. —Schelienberg sonrió—. Como de costumbre, parece que
llevas el peso del mundo sobre tus espaldas.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Schelienberg llevaba el uniforme negro de las SS, con las letras RFSS bordadas en
plata en la bocamanga. Reichsführer der SS, el estado mayor de Himmler. Ver esas
iniciales de la bocamanga le provocó a Canaris un escalofrío interior. Siempre había
detestado visitar la Oficina Principal de Seguridad de la calle Prinz-Albrecht, cuartel
general de las SS y de la Gestapo, desde donde Heinrich Himmler y sus adláteres
dirigían su imperio del mal. Los uniformes negros y los sombríos edificios nunca
dejaban de causarle estremecimientos.
—La verdad es que hay veces en que uno se siente realmente así —respondió—.
Bueno, ¿qué es esta vez, Walter?
Hubo un momento de calma en los bombardeos y Canaris oyó chirriar unos
neumáticos en el patio interior, donde entraron seguidos un camión y un Mercedes.
Hombres de la Gestapo con sus abrigos de cuero se bajaron a toda prisa y se pusieron
a descargar su mercancía humana con destino a las celdas de tortura. Entre los
prisioneros había varios oficiales de alta graduación de la Wehrmacht, la mayoría de
mucha edad. Canaris reconoció vagamente a uno o dos. Algunos iban con sus mujeres
y familias, asustados. Los de la Gestapo les daban patadas y golpes con las culatas de
las pistolas mientras los conducían a la entrada del sótano.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Canaris, alarmado.
—Un mal asunto —respondió Schelienberg mientras observaba la escena—. Todos
son sospechosos de subversión. Himmler tiene razón al pensar que hay un grupo de
traidores tramando algo contra el Führer. En nuestros centros de interrogatorio,
últimamente han aparecido pruebas de que unos oficiales de alto rango intentaron
poner una bomba en su avión en marzo de este año. Sólo la ayuda de Dios les hizo
fracasar.
—Cielo santo. —Canaris palideció—. No puedes hablar en serio.
—Lamento decirlo, pero hablo muy en serio. ¿Quién podría creer que alguien que
ha hecho un juramento de lealtad al Führer desee verlo muerto? Pero los cortaremos
de raíz, no te preocupes. Hasta el último de ellos, aunque tengamos que interrogar a
todos los ejércitos de tierra, mar y aire.
Schelienberg se apartó de la ventana, se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió,
echó el humo hacia el techo y continuó:
—Pero volvamos a nuestros asuntos. Los últimos mensajes cifrados de los agentes
del SD en Persia y de los agentes del Próximo Oriente traen unas noticias muy
interesantes. Parece ser que todo apunta a que las conferencias de los líderes aliados
en El Cairo y Teherán van a celebrarse, tal y como sospechábamos. Como tú bien sabes,
Roosevelt todavía tiene que decidir cómo ha de efectuarse la invasión de Europa, que
es inminente.

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Canaris se obligó a sí mismo a apartar la vista de la horrible escena que estaba


teniendo lugar allí afuera, notó otro escalofrío y suspiró profundamente, como si
supiera lo que iba a venir.
—¿Por qué tengo la sensación de que tienes in mente otro de esos exóticos planes
tuyos?
—Mi querido Wilhelm —Schelienberg sonrió ampliamente—, ésa es la única razón
de mi existencia. ¿Qué sería la vida si no hubiera un poco de intriga y maquinación
para hacerla interesante?
—Supongo que será mejor que me lo digas.
—Lo primero de todo, ¿qué opinión tienes del presidente Roosevelt?
Canaris alzó una ceja.
—¿Qué es esto? ¿Preguntas con trampa?
Entre los dos servicios de inteligencia de Alemania había una difícil afianza, y
Canaris tuvo la desagradable sospecha de que estaban a punto de conducirlo a alguna
trampa.
—Al contrario. Sólo es una pregunta sencilla a la que te agradecería una respuesta
sincera.
Canaris se encogió de hombros.
—He de admitir que, a mi pesar, tengo un cierto respeto por ese hombre, aunque
sea enemigo. Un inválido que se ha pasado la mayor parte de su vida con dolores en
una silla de ruedas, pero que incluso así se las arregla para ganar la presidencia en tres
elecciones, despierta cierta admiración por sí mismo. Por lo que respecta a la opinión
pública norteamericana, probablemente sea el presidente más venerado desde
Lincoln. Sacó la economía de la peor recesión de su historia casi él solo, y por eso le
tienen respeto, aunque los alemanes lo aborrezcamos por haber metido a su país en la
guerra y por destruir nuestras ciudades con sus bombas.
—Una estimación precisa. —Schelienberg se levantó, dio la vuelta a su mesa de
despacho y se sentó en el borde—. ¿Qué sabes de mi agente principal en El Cairo?
—Supongo que te refieres a Ruiseñor. Sólo lo que he oído, que es el mejor que has
tenido nunca.
Schelienberg se echó a reír y movió la cabeza.
—Olvídate de Ruiseñor, eso ya es historia. Estoy hablando del presente.
—Pues absolutamente nada. Sabes perfectamente bien que esas informaciones te las
guardas para ti solo.

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—Pero los tiempos cambian —Schelienberg sonrió—, y ahora es tiempo de


cooperar. No se puede decir que en estos momentos la guerra se esté inclinando a
nuestro favor. Hay incluso quien dice que estamos en el bando perdedor.
Canaris levantó las cejas y dijo suavemente:
—Yo no diría eso en voz demasiado alta, Walter. A no ser que quieras decirle adiós
a tu carrera y que te remodelen los testículos en la bodega.
Schelienberg echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Eso es lo que me gusta de ti, Wilhelm, siempre te preocupas por mis intereses.
Pero vamos a nuestro asunto. En realidad, tengo dos agentes principales todavía
activos en El Cairo. El más importante es un hombre que se llama Harvey Deacon,
cuyo nombre en clave es Besheeba. Nacido en Hamburgo, cuarenta y tres años.
—¿Es ciudadano alemán?
—Británico, en realidad. Una buena ironía si tenemos en cuenta que odia a los
aliados y tiene auténtica sed de venganza.
—¿Puedo preguntarte por qué?
— Los ingleses mataron a su padre.
—Es un buen motivo.
—Exactamente. Es propietario de un club nocturno, un hombre de negocios.
También te puedo decir que es extremadamente inteligente y no tiene piedad. Hasta
el momento, ha hecho cosas bastante buenas para nosotros, extraordinariamente
buenas, de hecho.
—¿Y el otro?
—Un árabe que se llama Hassán Sabiy. Nombre en clave, Fénix. Lo tuvimos
trabajando con la gente de Rommel hasta que lo trasladamos a El Cairo. Aunque su
verdadero interés está en expulsar a los ingleses de El Cairo. Sin embargo, aunque son
dos hombres con tanta astucia como las ratas de alcantarilla, resultan un tanto
limitados para una gran película.
—¿Y por qué me cuentas todo esto?
—Necesito tu ayuda. —Aplastó el cigarrillo y encendió otro rápidamente—. Tengo
un trabajo in mente para el que necesito un par de tus hombres, para que trabajen al
lado de Deacon y Sabry.
—¿En qué?
Schelienberg se puso terriblemente serio.
—Porque, mi querido Wilhelm, vamos a matar juntos al presidente Roosevelt.

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El despacho quedó sumido en un silencio tal que Canaris podía oír el tictac del reloj.
Lo habían cogido desprevenido, y cuando se recuperó dijo:
—¿Has perdido la cabeza? Eso que sugieres es ridículo.
—Yo emplearía más bien la palabra osado. Y te olvidas de que hace sólo seis
semanas que el coronel Otto Skorzeny y sus fuerzas paracaidistas de las SS rescataron
a Mussolini de un punto muy bien guarnecido y fortificado. Antes de emprender esa
misión, todo indicaba un fracaso seguro, considerábamos que sólo había un diez por
ciento de probabilidades de éxito, y, sin embargo, la llevamos a cabo brillantemente.
Desde el aterrizaje hasta el rescate pasaron exactamente cuatro minutos, y no perdimos
ni uno solo de nuestros hombres.
La temeraria liberación del Duce, prisionero en el hotel Campo Imperatori de los
Abrazos, en el centro de Italia, el 12 de setiembre, seguía celebrándose con orgullo por
los pasillos del cuartel general del SD. No cabía la menor duda de que era un triunfo
brillante, pero Canaris meneó la cabeza.
—Lo que propones es completamente distinto. Ambos sabemos que Roosevelt, al
igual que Churchill, tiene a su alrededor día y noche una verdadera muralla de
seguridad. Una cosa así sería imposible.
—Nada es imposible, Wilhelm. Y los momentos desesperados exigen medidas
desesperadas. Además, todo depende del plan.
—Y, exactamente, ¿cómo te propones asesinar al presidente de Estados Unidos? —
pregunto Canaris con voz cansada.
—Primero déjame enseñarte algo. —Schelienberg le tendió una hoja de papel del
archivador de su mesa. Y cuando Canaris empezó a leerla, añadió—: Es un mensaje
bastante importante de Deacon. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que ha
encontrado un filón interesante.
Canaris continuó leyendo el texto descifrado y levantó la vista, pálido.
—¿Esto es verdad?
Schelienberg sonrió.
—Sabía que te quedarías sorprendido. Como puedes ver, esto prácticamente nos
confirma que Roosevelt llegará a El Cairo el 22 de este mes, dentro de ocho días, antes
de continuar hasta Teherán. Habrá una reunión privada con Churchill y una
delegación china de alto nivel para buscar más apoyos a los aliados en Extremo
Oriente. Pero Himmler está convencido de que la verdadera razón de la visita de
Roosevelt es ponerse de acuerdo con Churchill para concertar el calendario de la
invasión de Europa. Si la invasión se produce, es mejor no pensarlo siquiera...
tendríamos que luchar en todos los frentes.

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Canaris volvió a leer el mensaje, y luego lo alzó.


—¿Estás totalmente seguro de esta información?
—Se ordenó a todos los agentes del SD en el extranjero que empleasen los medios
que fueran necesarios para obtener información de las conferencias de Teherán y El
Cairo, igual que vuestra gente. Uno de nuestros agentes americanos descubrió que el
acorazado Iowa salía de la bahía de Chesapeake hace dos días, después de tomar a
bordo pasajeros civiles. Eso no es nada especial, podrías decir, pero nosotros
sospechamos que para llevar a Roosevelt a África del Norte usarían un buque «te ese
tipo. Sólo eran sospechas, desde luego, y necesitábamos más información. Por suerte,
Deacon consiguió fotografiar el documento de máximo secreto que se guardaba en la
caja fuerte privada de la residencia del embajador norteamericano en El Cairo, y
confirmaba las fechas de la reunión. El microfilm llegó anoche a través de un correo
diplomático español.
—¿Y cómo demonios se las arregló ese Deacon para fotografiar el documento?
—Hace unas semanas —dijo Schelienberg sonriente—, nos envió noticias de que en
el recinto del hotel Mena House, cerca de las pirámides de Gizeh, estaban levantando
unas instalaciones especiales y, por los rumores que corrían, descubrió que pronto
tenía que celebrarse allí alguna reunión importante. Naturalmente, le dimos
instrucciones urgentes de que reuniese más información, pero todo lo que consiguió
fue confirmar que había un buen número de efectivos e ingenieros militares instalados
en la zona del hotel, que estaba cerrada por los militares. Eso me hizo pensar que podía
ser el lugar donde se celebrase la reunión prevista. Desesperado, ordené
personalmente a Deacon que tratase de romper las barreras de seguridad en la
residencia británica o en la embajada norteamericana, puesto que eran los dos sitios
con más probabilidades de guardar la información. Era una orden difícil,
extremadamente arriesgada y peligrosa, y después de una buena vigilancia consideró
que ambos lugares estaban demasiado bien protegidos.
—Imposible acceder a ellos, hubiera pensado yo.
—Por eso Deacon optó por elegir la residencia americana. La casa del embajador no
estaba tan fuertemente guardada. Supo por un diplomático español que a la semana
siguiente el embajador asistiría a una cena de gala en la embajada turca, así que la
suerte estaba echada. Empleó a un escalador, uno de los mejores ladrones de El Cairo
para hacer el trabajo. Pero el meollo de la cuestión —Schelienberg sonrió— es que es
seguro que el presidente Roosevelt tiene intención de visitar El Cairo y que nosotros
sabemos las fechas aproximadas. Una oportunidad caída del cielo que no podemos
desaprovechar, ¿no te parece?
—¿Y si la información se hubiera preparado para engañarnos?
—Vamos, hombre, ¿crees que si los aliados pretendieran que la encontrásemos la
habrían guardado en una caja fuerte con tantísimas medidas de seguridad? Y Deacon

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está seguro de que nadie puede sospechar que hizo asaltar la residencia y consiguió
fotografiar el documento. Lo que significa que el elemento sorpresa juega de nuestra
parte.
Canaris dejó el papel sobre la mesa, con incredulidad en el rostro.
—No hablas en serio, ¿verdad? No puede ser que de verdad planees hacer una cosa
así.
Schelienberg afirmó con la cabeza.
—Consideré la posibilidad de un atentado en Teherán durante la conferencia que
se iba a celebrar allí —dijo—, pero Persia es un territorio demasiado hostil. Con tantas
tropas aliadas en esa zona y con la paranoia de Stalin, la misión estaría cargada de
dificultades. Sin embargo, Egipto es completamente diferente. Ahora que Rommel ya
no es una amenaza, las medidas de seguridad están más relajadas. Y muy lejos de la
línea del frente, con lo que los aliados nunca esperarían que diéramos un golpe allí.
Aunque, naturalmente, ésa no es nuestra única arma. Tenemos la Luftwaffe y nuestras
flotillas de U-boat del Atlántico alerta y con la esperanza de localizar y destruir el
convoy de Roosevelt. Pero de eso no me fío mucho, y por lo tanto tenemos que poner
en marcha nuestro plan como si nuestras vidas dependieran de ello.
—¿Y qué pretendes hacer exactamente?
—Por desgracia, el documento no nos descubre dónde se alojará Roosevelt, ni cuáles
son las medidas de seguridad, lo que resulta un problema, aunque no insuperable. En
cuanto a la misión, sería un plan muy parecido al que usamos para sacar a Mussolini.
Primero enviamos un equipo pequeño y selecto para determinar exactamente dónde
se alojan el presidente y el primer ministro inglés y qué fuerzas les protegen. Una vez
hecho esto, procurarán buscar un modo de entrar, porque, como bien sabes, en los
dispositivos de seguridad siempre hay alguna fisura.
«Cuando hayan logrado ese objetivo, nos lo comunicarán por radio. Y entonces
empezará la segunda y última fase de la operación. Tengo preparados un par de
pelotones de los mejores paracaidistas de las SS de Skorzeny, esperando en una base
aérea italiana. Un centenar de sus mejores especialistas, los hombres más duros, fuertes
y mejor entrenados de que disponen las SS, y ambos sabemos que nuestros
paracaidistas de las SS son, con mucho, los mejores del mundo. Hombres dispuestos a
entregar sus vidas por el Führer sin dudarlo ni un instante. En cuanto tengamos la
señal, volarán hacia El Cairo y aterrizarán cerca de la ciudad, en un aeropuerto que
nuestro equipo en tierra habrá asegurado previamente, con todo el equipo necesario
—camiones, vehículos y demás—, para que los hombres de Skorzeny lleguen hasta el
objetivo. Si lo que hacen es alojar a Roosevelt en el Mena House, como sospecho, tanto
mejor. Los SS de Skorzeny ya han demostrado en los Abruzos que saben entrar en un
hotel muy bien fortificado. Entrarán y saldrán tan de prisa que los aliados ni se
enterarán de quién los golpea.

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—¿Y por qué no matamos a Churchill al mismo tiempo, ya que estamos? —dijo
Canaris, encogiéndose de hombros.
—Siempre es más fácil acertar a un objetivo que a dos. Matar a Churchill también
sería un estupendo premio adicional, y si se presenta la oportunidad te aseguro que se
aprovechará. Pero Roosevelt es el primero de la lista.
Canaris suspiró.
—Sigo pensando que es una locura. Las medidas de seguridad aliadas serán tan
fuertes como las de la caja fuerte de un banco. Tanto por tierra como por aire.
—Como ya hemos visto con Mussolini —sonrió Schelienberg—, amigo mío,
siempre hay una manera de entrar en la cámara. Y parece que no te das cuenta del
beneficio que supondría para nosotros tener éxito. La muerte de cualquiera de los dos
líderes sería una bendición, sobre todo la de Roosevelt. Es el lazo que mantiene unidos
a los aliados, y a su intendente a la hora de aprovisionarse. Si lo quitamos del medio,
los aliados caerán en el más puro desorden. Y con su presidente muerto, dudo que los
norteamericanos tengan cuerpo para montar una invasión el próximo verano, como
piden los rusos y los británicos. Probablemente, con esto, las potencias aliadas se
dividirían, lo que nos vendría de perlas y nos daría tiempo para recuperar la iniciativa.
Y piensa en el valor propagandístico, sería una inyección de moral increíble para
nuestras tropas. Además, creo que necesitan una lección. Los americanos tienen que
aprender que no pueden bombardear impunemente las ciudades alemanas ni
interferir en una guerra que no les concierne. Va siendo hora de que reciban su
merecido.
—¿Me estás diciendo que definitivamente esta misión se va a llevar a cabo?
—De eso puedes estar seguro, a no ser que por algún milagro los U-boats o la
Luftwaffe consigan destruir el Iowa. Ya tenemos hasta el nombre: Operación Esfinge.
—Entonces estáis mucho más adelantados que yo. ¿Quién ha dado la orden?
—Himmler.
Canaris movió la cabeza, desalentado.
—No irás a decirme que el Führer aprueba esta locura.
—Ya ha conferido la máxima prioridad a la misión. Compruébalo tú mismo.
Schelienberg le alargó una carta firmada de la carpeta y Canaris vio la firma de
Adolf Hitler al pie. Leyó la carta, levantó la vista y dijo:
—Una operación conjunta entre la Abwehr y el SD es muy poco corriente.
—Estoy de acuerdo. Pero el Führer sigue enojado por aquel último fracaso vuestro
en El Cairo, no puede decidir si fue por deslealtad o por incompetencia, y por eso
quiere que yo me ponga al frente de esto, aunque con vuestra ayuda. De manera que
estoy seguro de que se sentirá muy molesto si no te metes en la barca y remas todo lo

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que haga falta —Schelienberg sonrió con malicia—. Aun peor, Dios no quiera que se
sienta tentado de incluirte en la clase de los que conspiran contra él.
La Abwehr, aunque con capacidad para idear las más grandes operaciones,
resultaba algunas veces de una ineptitud lamentable a la hora de ejecutarlas. Su espía
principal en Egipto, John Eppler, había sido arrestado el año anterior por los ingleses
cuando los billetes de libréis esterlinas que le habían facilitado para su trabajo
resultaron ser una falsificación excelente pero que fue descubierta y acabó por
conducir a su detención. Pero había habido un error todavía más grave que Canaris,
sabiamente, había guardado en secreto: el año anterior, uno de sus agentes en España
había recibido el soplo de que Roosevelt y Churchill iban a reunirse en Casablanca.
Envió a Berlín un radiotelegrama con la fecha, el lugar y la hora. Pero como el agente
era español, algún idiota de la Abwehr tradujo Casablanca literalmente y comunicó a
sus superiores que los líderes aliados estaban planeando un encuentro, no en el norte
de África, sino en la Casa Blanca de Washington.
Canaris se sonrojó ante la amenaza, y dejó la carta en la mesa.
—Al parecer, no tengo mucha elección. ¿En cuáles de mis hombres has pensado?
—Primero, necesitaré uno de tus agentes egipcios. Preferiblemente uno que viva en
algún lugar remoto del desierto, aunque a no más de dos días de viaje de El Cairo.
Alguien de absoluta confianza.
—Se me ocurren uno o dos que pueden servir. —Se encogió de hombros—. Sigue.
—Segundo, he pensado que Jack Halder sería perfecto para dirigir el equipo inicial,
el que enviaremos para organizarlo todo. Es uno de tus mejores hombres, sabe
desenvolverse en El Cairo, habla árabe y tiene capacidad de sobra para resolver todo
el asunto. Además, nació en Norteamérica y estudió en Oxford, así que habla inglés
con acento americano o británico perfectamente. Todo eso puede resultar muy útil
cuando llegue la hora de acceder al alojamiento de Roosevelt. A Canaris se le
ensombreció la cara.
—¿Así que por eso pidieron ayer su expediente desde la oficina del Reichsführer?
Pensé que tendría que ver con aquel asunto de Sicilia de hace meses.
—Tienes que admitir que Halder tiene una reputación extraordinaria. —
Schelienberg sonrió—. El modo como consiguió infiltrarse entre las líneas aliadas
cuando estuvo destinado en el norte de África es casi una leyenda militar. Un mes por
El Cairo y Alejandría, disfrazado de oficial británico, reuniendo información en las
propias narices del enemigo. Una hazaña más que impresionante, diría yo.
—Desde luego, no hay duda de que es uno de mis mejores hombres, pero pierdes
el tiempo —dijo Canaris, moviendo la cabeza a los lados—. Si has leído su historial,
sabrás que ha perdido la garra después de todo ese desagradable asunto de su padre
y su hijo. Parece que ya no le interesa el tema, y se pasa casi todo el tiempo en una casa

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de veraneo que tenía su padre a orillas del lago Wannsee. Fui a visitarlo el mes pasado
y me pareció el hombre más infeliz del mundo.
—Sí —dijo Schelienberg, muy serio—. Una tragedia, todo lo que pasó. Pero ¿y si yo
pudiera convencerlo?
—Sigue siendo una misión suicida, Walter. Lo estarías enviando a una muerte
segura.
—Te aseguro que el plan puede salir bien —dijo Schelienberg con firmeza—. Y los
que sobrevivan a la operación volverán sanos y salvos. Además, creo que estarás de
acuerdo cuando se te expliquen todos los detalles.
Canaris sabía que no tenía mucho sentido discutir. Se encogió de hombros
cansinamente, derrotado.
—Conociendo a Halder, supongo que hay alguna posibilidad de que funcione,
aunque remota.
—Funcionará. —Schelienberg enarboló una sonrisa gélida—. Tiene que funcionar.
Si no es así, Himmler me asegura que el Führer pedirá nuestras cabezas.
—Pero una semana es muy poco tiempo para organizar una misión como ésta.
—Por eso hay que organizarse lo más rápidamente posible. No tenemos ni un
minuto que perder.

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CAPÍTULO 7

Berlín

Acababan de dar las once de esa misma mañana cuando el Mercedes de


Schelienberg se detuvo a la entrada de una apartada casa de campo en el lago
Wannsee, a diez kilómetros al oeste de Berlín. El pueblecito dormido al borde del
Grunewald era uno de los lugares favoritos de los militares de alto rango alemanes,
muchos de los cuales tenían allí magníficas casas de veraneo. Las nubes grises se
habían levantado y hacía un día espléndido para ser noviembre, con un cielo
despejado y un radiante sol de otoño.
La casa era de una sola planta, de madera pintada de blanco, con un porche
pequeño, una valla de estacas y una vista espléndida sobre el lago. Schelienberg sonrió
al ver una bicicleta de mujer apoyada en la cerca. Subió los escalones llevando en la
mano una cartera de cuero y su fusta de oficial con tope de plata.
La puerta estaba abierta y penetró en una salita minúscula. La casa no tenía más que
un par de habitaciones, con un sofá a cada lado de una chimenea de piedra, una mesa
y unas sillas, una cocinita y un único dormitorio al fondo. Había algunos estantes con
libros, un busto de bronce del rey Tut y dos marcos de plata con fotografías de una
mujer rubia muy atractiva y un muchachito, pero reinaba cierto desorden. Descubrió
una botella de champán casi acabada y dos copas sobre la mesita, unos zapatos de
mujer y una falda gris de uniforme tirados por el suelo. En el respaldo de una silla
había unas toallas de algodón limpias.
—¡Halder! ¿Está usted aquí?
Un instante después se abrió la puerta del dormitorio y salió una guapa cabo del
ejército. Llevaba puesta sólo la parte superior del uniforme, y fue rápidamente a coger
una de las toallas para cubrirse con expresión de sorpresa en el rostro.
—Dios mío, ¿quién es usted? —exclamó.
Schelienberg sonrió.
—Puedo preguntarle lo mismo, fraulein. General Walter Schelienberg. ¿Y usted?

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Era joven y muy atractiva, con los cabellos alborotados como si acabase de saltar de
la cama, pero cuando vio el uniforme negro de las SS y oyó el nombre, le cambió la
expresión y enrojeció de pudor.
—Hei... Heidi Schmidt, Cuerpo de Enfermeras de la Wehrmacht.
—Encantado. Tranquilícese, Heidi, no está usted en formación. Tal vez pueda
decirme dónde está Halder.
—Pues... dijo que se iba a correr un poco y a nadar.
—¿Es amigo suyo?
—Pues... nos conocimos la otra noche en un bar de Wannsee —la chica titubeaba—
. Parecía muy abatido, así que yo... vine en bicicleta hasta aquí después del servicio
para ver qué tal estaba.
—Hizo brotar el instinto maternal que hay en usted, ¿no es eso? —Y Schelienberg
sonrió abiertamente—. De todos modos, me alegro de ver que alguien le hace
compañía. Dios sabe que en estos momentos la necesita. ¿Esa bicicleta que hay ahí
fuera es de usted?
—Sí, mi general.
Schelienberg se inclinó para recoger del suelo la falda abandonada y se la tendió a
la muchacha con la punta de su fusta.
—Muy bien, Heidi. Ahora creo que sería mejor que se vistiese y se marchase. Halder
y yo tenemos que hablar de unos asuntos y no quiero que nadie nos moleste.

Jack Halder sudaba mientras corría a la orilla del lago. No llevaba camisa, y tenía el
pecho moreno y cubierto de pequeñas cicatrices; llevaba unas playeras y unos
pantalones de deporte de algodón blancos. Tenía alguna cana prematura, arrugas que
comenzaban a apuntarle alrededor de los ojos, pero la sonrisa esquiva de siempre
seguía manteniéndose en su sitio, cuando aquella mañana parecía algo más solemne.
Llevaba un cronómetro en la mano, y cuando llegó a ciertas rocas a la orilla misma del
lago apretó el botón, lo paró y miró el resultado con desánimo.
—Demonios, tienes que poder hacerlo mejor, Halder.
Echó a correr de nuevo, aceleró, el sudor brotaba con fuerza tras cinco kilómetros
de fuerte carrera. Al rodear la caleta y acercarse alas rocas vio el uniforme negro de un
oficial que estaba sentado en la arena con una sonrisa en la cara y un cigarrillo en la
mano.
Halder se detuvo, respiró profundamente unas cuantas veces y miró a Schelienberg,
que se limitó a sonreír.

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—Qué, Jack, procurando ponerse otra vez en forma, ¿eh? Eso siempre es bueno.
Había pensado unirme a usted para nadar un poco, pero creo que lo olvidaré. Tenga,
la necesita más que yo.
Schelienberg tenía una toalla en la mano y se la lanzó a Halder, que la cogió y se
secó el sudor del rostro.
—¿Qué demonios ha venido a hacer aquí?
—Ésa no es forma de saludar a un viejo camarada. —Schelienberg echó una mirada
al pecho marcado de Halder—. Parece que se ha curado usted rápidamente. Y, por
cierto, me ha gustado mucho la jovencita que le ha estado reconfortando. —Y añadió,
más en serio—: ¿Le ha ayudado a paliar un poco su dolor, amigo mío?
—Eso no es asunto suyo.
—Tiene toda la razón —dijo Schelienberg, que se puso de pie, se sacudió la arena
del uniforme y cogió su cartera—. ¿Qué tal si ahora subimos hasta su casa? Hay algo
que me gustaría comentarle.

Schelienberg sirvió lo que quedaba de champán en dos copas y le tendió una a


Halder, que movió la cabeza.
—Yo no, gracias. —Se había duchado y se había puesto camisa y pantalones; se
sentó en el sofá—. ¿Qué es lo que quiere?
—Sólo una charla entre amigos —respondió Schelienberg—. Asuntos militares, eso
sí.
—La última vez que oí esa canción fue hace más de cuatro meses. Hizo usted que
Canaris me hiciera representar el papel de un oficial de inteligencia americano para
ayudar al rescate de uno de sus generales de las SS de un centro de interrogatorios en
Sicilia, detrás de las líneas enemigas. Acabé con una bala en una pierna y metralla de
granadas en el pecho.
Schelienberg tomó un sorbo de su copa.
—Algo muy lamentable, pero nadie hubiera podido representar ese papel tan bien
como usted, y por eso le necesitábamos más que a nadie. Y la verdad es que cumplió
todas mis expectativas y logró un éxito admirable. ¿Seguro que no quiere un poco de
champán, Jack? Está realmente delicioso.
—Váyase al diablo.
Schelienberg se encogió de hombros y observó la botella.
—Un Dom Perignon del 36 excelente. Ya veo que se cuida usted.
—Para su información le diré que ese champán me lo ha regalado un amigo.

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—No necesito que me dé explicaciones. —Schelienberg sacó un libro de una de las


estanterías—. Las Obras completas de Carl Jung. Un filósofo de lectura bastante
deprimente, diría yo. No se puede decir que el viejo Carl sea un chistoso, precisamente.
—Va muy bien con mi actual estado de ánimo.
—¿Qué vamos a hacer con usted, amigo mío? —Schelienberg volvió a poner el libro
en el estante y miró la foto de la mujer con su marco de plata; se volvió—. ¿La quería
usted mucho, verdad, Jack?
Schelienberg vio cómo un tremendo dolor inundaba el rostro de Halder y en sus
ojos se pintaba una tristeza insondable. Halder se levantó y dijo, con dificultad:
—Esa muchacha de la Wehrmacht que encontró aquí no es más que una buena
chica. Alguien con quien me emborraché y a la que le conté mis penas. Tal vez
necesitaba contárselo a alguien. Y, por si quiere usted saberlo, la verdad es que no me
resultó de gran ayuda para mitigar el dolor.
—Estos últimos años no han sido fáciles para usted, ¿verdad? Perder a una esposa
joven, y después eso que pasó en Hamburgo. Lo sentí mucho cuando supe lo de su
padre —dijo Schelienberg en voz baja—. Lo digo en serio. Y espero que acepte mis
condolencias. Tengo entendido que el chico sigue recuperándose, ¿es así?
—Y por mucho tiempo más. Pero es agua pasada. Dejémoslo estar.
Schelienberg dejó la copa y adoptó un tono más práctico:
—Pero veo que sigue usted enfadado, y con toda la razón. Y es una rabia a la que
yo puedo dar un buen uso. —Soltó las correas de su cartera, extrajo una carpeta y la
puso sobre la mesa.
—¿Qué es eso?
—Tiene que ver con lo que les sucedió a su padre y a su hijo. Los últimos informes
de inteligencia sobre los bombardeos aliados en Hamburgo.
—¿Y qué dicen?
—Parece ser que esos bombardeos contaban con la aprobación de las altas instancias
del gobierno británico y del norteamericano. Ambos estuvieron de acuerdo en que
querían una destrucción total y absoluta para dar a los alemanes una buena lección. Y
resultó ser el peor episodio de devastación de la historia universal. ¿Conoce el alcance
de los daños?
—Mire, Schelienberg —dijo Halder, enfadado—, lo único que sé es que perdí a mi
padre y que mi hijo se quemó de tal manera que tendrá mucha suerte si puede volver
a andar otra vez.
—La verdad es que su padre escogió un mal momento para ir con el chico a
Hamburgo a visitar a sus parientes.

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—Yo estaba en la cama de un hospital recuperándome de aquella escapadita que


me organizó usted a Sicilia, ¿recuerda? —dijo Halder con rabia—. El abuelo tenía que
ocuparse de Pauli.
—Pero no puede echarme la culpa a mí, Jack. Los aliados realizaron una acción
absolutamente demencial. Diez kilómetros cuadrados de la segunda ciudad de
Alemania borrados del mapa, más de sesenta mil muertos, la mayoría civiles, y cien
mil heridos. El uso de bombas incendiarias fue deliberado, para causar el máximo
posible de bajas civiles. Me han dicho que la ciudad era como el infierno, gente
ardiendo como antorchas, un calor tan intenso que el asfalto en llamas hacía que las
calles parecieran ríos de fuego. Y tenemos la impresión de que los aliados pretenden
hacer lo mismo con Berlín, y hacerlo cuanto antes, mejor. Goebbels ya ha ordenado la
evacuación de un millón de ciudadanos.
Halder ignoró la carpeta, y con mirada áspera dijo:
—Vaya al grano.
—Hay un asunto que quiero explicarle. Algo arriesgado y peligroso que quizá
vuelva a poner un poco de vida en esa torturada alma suya. Canaris me ha dicho que
puede prestarme sus servicios, si usted accede.
—Yo no trabajo para el SD. Y la respuesta es no, sea lo que sea. No me interesa. Yo
me conformo con pasarme el resto de la guerra sentado en Berlín.
—¿Y después, qué? ¿Esperar a que los aliados lo ahorquen por traidor? Puede que
sea usted ciudadano alemán, pero nació en Estados Unidos y con el expediente de
guerra que tiene, eso será lo más probable. ¿Qué sería de su hijo entonces? Él lo
necesita, Jack. Y ahora, todavía más. ¿De verdad cree que Canaris va a permitirle
quedarse descansando en Berlín? Ahora que ya está recuperado de sus heridas,
recurrirá a usted siempre que pueda, sobre todo con el rumbo que lleva la guerra. Cosa
que también disminuye sus probabilidades de permanecer con vida. Y por otra parte,
si me ayuda en esta misión, lo borraré a usted de mi lista y será usted libre de
marcharse.
—¿Quiere decir abandonar la Abwehr?
—Quiero decir irse de Alemania. Alejarse de la guerra, si eso es lo que desea. —
Schelienberg vio pintarse la sorpresa en el rostro de Halder—. Tiene mi palabra, Jack.
Y la de Himmler. Y la del Führer. Usted y su hijo podrán empezar una nueva vida
juntos, en algún lugar seguro y lejos de aquí.
Halder frunció el ceño.
—¿Y cuál es el precio que tengo que pagar?
—Calma. Como se suele decir —dijo Schelienberg con una sonrisa—, no ponga el
carro delante de los bueyes.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Entonces, explíquemelo. Y
Schelienberg se lo explicó.

Durante un buen rato, Halder pareció desconcertado, pero luego se echó a reír:
—Walter, definitivamente se está volviendo usted loco con la edad.
—Le aseguro que el plan es factible. Y ya me conoce, siempre hago mis deberes bien
a fondo.
—¿El almirante está al tanto de esto?
—Ha de ser una operación conjunta. Ya sé que eso no es corriente, pero resulta
necesario, dadas las circunstancias. Yo personalmente tomaré el mando de la
planificación y las instrucciones.
Halder se fue hasta la ventana, se pasó la mano por el pelo y miró hacia atrás.
—¿Matar a Roosevelt? Ya sé que usted me considera un aventurero, pero, créame,
eso no incluye tener vocación de suicida. Quien acepte esa misión tendrá tantas
probabilidades de sobrevivir como un cojo de escapar de un incendio forestal.
—Una comparación interesante —Schelienberg se rió—, pero no muy acertada. El
plan es muy sencillo. En cuanto usted y su equipo lleguen a El Cairo, se instalarán en
una casa segura. Mis agentes ya tendrán preparado todo el material que necesitan para
moverse por la ciudad con relativa libertad, uniformes y vehículos aliados, y recibirán
toda la ayuda suplementaria que haga falta. Lo único que tienen que hacer es
determinar con absoluta exactitud dónde estará alojado Roosevelt, que muy
probablemente será en el Mena House, y encontrar algún punto débil en el sistema de
seguridad por el que se pueda entrar. También tendrán que tomar y consolidar
posiciones en un pequeño campo de aviación que está situado a unos diez kilómetros
al sur de las pirámides de Gizeh y que casi no tiene protección. Una vez cumplidos los
objetivos, nos avisarán por radio. Cuando los paracaidistas de las SS tomen tierra, los
guiarán hasta el objetivo final y lo demás es cosa de ellos. Después, los sacaremos de
allí.
—¿Cómo?
—Igual que saldrán los hombres de Skorzeny, por aire.
—Es decir, si alguno tiene la suerte de salir con vida. ¿Y para qué demonios me
necesita a mí?
—Ya se lo he dicho, mis agentes en El Cairo son gente espabilada, pero ellos solos
no tienen capacidad para llevar a cabo una misión como ésta. Por otra parte, usted es

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el candidato perfecto, ya ha trabajado en serio en la retaguardia de las líneas enemigas


en Egipto, habla árabe perfectamente y conoce bien El Cairo.
—Tiene que haber otras razones además de ésas. Seguro que tienen agentes que
hablen el árabe y conozcan la ciudad mejor que yo.
Schelienberg negó con la cabeza.
—La verdad es que no muchos, y desde luego ninguno de su calibre y con un
expediente de valor probado. Ha hecho usted muchas veces y a la perfección el papel
de oficial inglés o norteamericano, de manera que hacer una nueva representación no
le resultará complicado. —Abrió su cartera y desplegó un mapa sobre la mesa—. Le
he traído un plano para que vaya familiarizándose otra vez con El Cairo.
—Corre usted más de la cuenta. Todavía no he decidido qué hacer. Y tampoco me
ha explicado nada sobre el resto del equipo.
—Tengo previstos otros tres, dos hombres de las SS y una mujer.
—Hábleme de ellos.
—Los SS son el comandante Dieter Kleist y el Feldwebel Hans Doring. Los dos
pertenecen al grupo de comandos de Otto Skorzeny.
—¿Dieter Kleist? —Halder puso mirada de desprecio—. Es un animal sin entrañas,
la peor clase de bestia con uniforme que hay. Vi su trabajo en los Balcanes. Tenía la
desagradable costumbre de pegar un tiro por las buenas a cualquier sospechoso de ser
partisano y solía violar a las prisioneras antes de acabar definitivamente con sus
sufrimientos.
—Puede ser, pero hasta una bestia tiene su utilidad. Nuestro Kleist es un arma
mortal y eficaz, un peón excelente sobre el terreno y acaban de trasladarlo a los
comandos de Skorzeny. Habla bastante bien el inglés y el árabe y conoce Egipto. Hace
unos años trabajó en una compañía alemana que hacía prospecciones petrolíferas.
—¿Y cuál es el historial de Doring?
—Antes de la guerra pasó algún tiempo en Próximo Oriente haciendo de chófer y
de mecánico de un equipo de arqueólogos alemanes. Ahora es especialista en
operaciones secretas en la retaguardia enemiga, y viene muy bien recomendado.
—¿Por quién?
—Por el propio Skorzeny. Himmler insiste en que haya hombres de Skorzeny en el
primer equipo. Estoy convencido de que entre todo el grupo se podrán llevar a cabo
los trabajos preparatorios necesarios.
—De momento —y Halder meneó la cabeza—, sigue sin gustarme demasiado. ¿Y
qué hay de la mujer?
—Se llama Rachel Stern.

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Halder se quedó de piedra. Tras un largo silencio, Schelienberg encendió un


cigarrillo.
—Está usted sorprendido, es comprensible. Tengo entendido que se conocieron
hace tiempo. —Halder estaba pálido y no respondía—, ¿Qué sucede?
—Hace muchísimo tiempo que no oía ese nombre.
Schelienberg sonrió.
—He estado repasando su expediente, con permiso de Canaris, por supuesto. En el
equipo de arqueólogos en el que participó usted en 1939 había varios alemanes que
trabajaban para el SD. Uno de ellos tenía el nombre en clave Ruiseñor, el mejor que
hayamos tenido nunca. Y por curiosidad decidí repasar sus informes. Lo mencionaba
a usted, y a la chica. Al parecer, le gustaba a usted mucho. Bastante atrevido por su
parte, Jack, teniendo en cuenta que es medio judía. ¿Le sorprende que tenga esta
información?
—Ya no hay nada que me sorprenda. ¿Y dónde ha estado metida todo este tiempo?
¿Qué ha pasado con ella y con su familia?
—Un hombre interesante, el profesor. Arqueólogo de renombre con
descubrimientos significativos en su haber. Pero, sin embargo, un antinazi virulento.
A pesar de que pasaba la mayor parte del tiempo en el extranjero, la Gestapo estaba
ansiosa por ponerle las manos encima. Y acabaron por lograrlo gracias a un golpe de
suerte.
—¿A qué se refiere?
—Hace cuatro años, el padre y la hija fueron rescatados en el Mediterráneo por la
Kriegsmarine. Iban de pasajeros en un barco turco con rumbo a Estambul que se
hundió a causa de una explosión en la sala de máquinas, y la esposa del profesor
falleció. Desde entonces, la chica ha estado detenida a disposición del Führer en el
campo de mujeres de Ravensbruck, y el padre cumple treinta años en Dachau.
—Acaba usted de recordarme por qué Hitler empieza a no gustarme —dijo Halder,
rojo de rabia.
—Vamos, Jack. No es cosa mía. Para serle sincero, creo que todo este asunto
antijudíos es completamente repulsivo. Y olvidaré lo que acaba de decir... lo cierto es
que no es nada bueno difundir este tipo de comentarios.
—Lo que no comprendo es qué papel juega Rachel en este plan suyo. ¿Para qué la
necesita?
—Será su póliza de seguros. Piense en ella como en una póliza temporal, pero muy
necesaria.

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—¿Qué quiere decir?


—Habla bien inglés y árabe, como usted, y sabe moverse por Egipto. Pero lo mejor
de todo es que es una experta arqueóloga, como su padre. No quiero faltarle al respeto,
pero usted, por su parte, nunca ha sido mucho más que un buen amateur en estos
temas.
—¿Y por qué es tan importante su profesión?
—Muy sencillo. Por cuestión de apariencias, y como parte de la misión, lo que
pretendo es que aparenten ustedes constituir un equipo arqueológico internacional
atascado en Oriente Medio por culpa de la guerra. Mis fuentes de información me
dicen que todavía hay por allí atravesados varios grupos de ésos, embarrancados a
causa de las hostilidades. No hace falta decir que no puedo explicarle todos los detalles
exactos del plan hasta que se haya comprometido, pero puede dar por seguro que
dispondrá de papeles y documentos falsos, como siempre, que pasarían hasta el peor
de los exámenes. No creo que tenga que servirse de su tapadera por mucho tiempo.
No tendrá que estar más de dos o tres días en El Cairo, como máximo.
—Podrían haberse buscado muchas otras coartadas. ¿Seguro que no la están
utilizando como un señuelo más para hacerme morder el anzuelo?
Schelienberg sonrió y dijo:
—Muy perspicaz, Jack, y bien pensado, pero en realidad hay otra razón por la que
la necesitamos a ella. Y quizá sea muy importante, pero ahora no puedo revelársela.
Ya se lo explicaremos a su debido tiempo si decide subir a nuestro barco.
—Olvida usted una cosa importante. ¿Cómo está tan seguro de que la chica
colaborará?
—Siempre hay maneras de motivar a la gente —dijo Schelienberg con una sonrisa
cómplice—. Además, ella no sabe nada de nuestras verdaderas intenciones. Por lo que
a ella respecta, se trata sólo de una operación para recopilar información en El Cairo.
Halder movió la cabeza.
—No me gusta la idea de utilizarla. Ha estado en un campo de prisioneros y ya
habrá sufrido suficiente.
—Me temo que no hay nadie más que sea lo bastante adecuado. Himmler ya ha
leído su expediente y cree que es la candidata ideal. Y tengo que decirle que yo estoy
de acuerdo.
—Ella no, Walter. —La voz de Halder sonó de pronto en un tono suplicante—. Se
lo pido como favor personal.
—Lo siento, pero no está en mis manos. —Y Schelienberg hizo una pausa
estudiada—. Estoy convencido de que la chica estará más segura si está usted con ella.

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Sobre todo si tiene que aguantar a Kleist. Creo que temería por su integridad una vez
haya dejado de ser útil.
Halder estalló de rabia:
—Es usted un cabrón, Walter.
—Tenemos que ganar una guerra. Y en ella no hay sitio para los sentimientos.
—¿No cree sinceramente que este asunto no tiene ni la más mínima probabilidad
de salir bien?
—Al contrario. Estoy convencido de que sí. Lo que llevó a cabo Skorzeny en Italia
se puede repetir en Egipto, y con consecuencias más graves. Será una operación
relámpago, nuestros hombres entrarán y se irán tan de prisa que los aliados no se
enterarán de lo que pasa hasta que sea demasiado tarde.
Hizo una pausa
—En cuanto a su equipo, parece ser que El Cairo es muy cosmopolita en estos
momentos. Está plagado de desplazados europeos y de americanos a montones, por
no hablar de tropas de todas las nacionalidades. En una ciudad grande y extensa, con
más de dos millones de habitantes, unas cuantas caras más pasarán desapercibidas.
Podrán circular con toda impunidad. Y, por cierto, Himmler me ha prometido incluso
concederle la cruz de caballero si acepta.
—Se pueden meter la medalla donde les quepa.
—Estaba seguro de que diría eso —dijo Schelienberg riendo—. Pero hay algo más
importante: está de acuerdo en garantizarle pasajes seguros a Suecia para usted y para
su hijo. Y desde allí, a donde quieran ir.
—No sé. Todo me parece demasiado arriesgado.
—Confíe en mí, puede funcionar. Y piense en ello. ¿Enviar a un germano-americano
a matar a Roosevelt? La verdad es que casi parece un acto de justicia ideal. Usted sabe
lo que le puede pasar si vencen los aliados y cae en manos de los amis. —Schelienberg
empleó el término peyorativo con que se designaba en alemán a los norteamericanos—
. O una larga condena en prisión o una larga soga. De este otro modo, tiene una
oportunidad. Una última misión, y se acabó. Y, además, con premio.
—¿Qué?
Schelienberg señaló con un gesto de la cabeza la carpeta que estaba sobre el
escritorio.
—Léase el informe sobre los bombardeos de Hamburgo. Roosevelt dio su total
aprobación a las incursiones, es más, instó públicamente a las tripulaciones de los
aparatos a no tener piedad. Ahora Alemania tiene que igualar el marcador y se le
ofrece la oportunidad de vengarse de lo que le hicieron a su padre y a su hijo. Es una

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cuestión personal, desde luego, pero yo creo que en estos temas lo personal siempre
ayuda.
—¿Quién dice que quiero vengarme?
—Lo veo en sus ojos, Jack. Está escrito en su cara. El país de su madre ha matado a
su padre y ha dejado inválido a su hijo. Y ahora se le ofrece Una oportunidad de
resarcirse.
—¿Y si no acepto?
Schelienberg se encogió de hombros.
—Un perro listo corre siempre con la jauría. Pero si se niega, puedo garantizarle que
Himmler se disgustará y no se lo perdonará. Y piense también en la chica. Estará
mucho más segura en sus memos que en las de Kleist.
—¿Quién estará al mando?
—La primera fase de la operación quedará absolutamente a sus órdenes. Kleist y
usted tienen la misma graduación, es cierto, pero yo haré que él responda ante usted
y obedezca sus órdenes directas, hasta que nuestros paracaidistas aterricen en El Cairo.
En cuanto eso suceda, Skorzeny tomará el mando.
—Los aliados controlan el aire en todo el sur del Mediterráneo. Necesitarán un
piloto muy valiente o muy irresponsable para que intente cruzar hasta Egipto en un
avión desarmado y sin escolta de la Luftwaffe. Porque imagino que es así como
piensan hacerlo.
Schelienberg asintió con la cabeza.
—Seguro que usted conoce a algunos de nuestros mejores aviadores, los que han
trabajado en misiones de la Abwehr. Así que, si eso le consuela, le dejo que elija usted
el suyo.
Hizo una pausa, enarboló una gran sonrisa y finalmente dijo:
—Bueno, ¿se decide? Un último trabajo y, después, la libertad.

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CAPÍTULO 8

El Cairo
15 de noviembre, 08.30 h

Harry Weaver se despertó con un gran dolor en medio de los ojos. La ventana del
dormitorio estaba abierta, entraba la luz del sol y, a través de las cortinas, llegaba un
barullo de voces y el estruendo de las bocinas y el tráfico matutino.
Tenía el cuerpo dolorido, y le latía la cabeza. Saltó de la cama, abrió el grifo de la
ducha y se miró en el espejo. Tenía los ojos cubiertos por el dolor, magullados y rojos,
y la piel y la carne del rostro eran como pliegues de goma. Y entonces recordó por qué.
Había ido a una fiesta de despedida en el hotel Shepheard's, que daban una pareja de
oficiales del Cuartel General Británico a los que habían destinado a casa, y las
celebraciones habían durado hasta las tres de la madrugada.
Se afeitó, después se metió bajo el agua ardiendo y eso le devolvió a la vida; luego
se secó con una toalla y se vistió. Llevaba uniforme de teniente coronel del ejército
norteamericano. Cuando bajó, Alí estaba en la cocina preparando huevos revueltos,
bacon y café en un fogón de leña. El sirviente era un nubio ya mayor, de pelo gris.
—Buenos días, Alí. ¿Se han marchado ya los demás?
—Se han marchado todos, señor. Usted es el último en desayunar. El effendi no tiene
muy buen aspecto esta mañana.
—¿Crees que la ginebra que sirven en el Shepheard's es de verdad? Alguien me dijo
anoche que los taxistas la usan en los coches en vez de gasolina.
—¿Quién sabe? —Alí sonrió—. Pero puede que tenga usted razón.
Weaver se rió y salió al patio. Estaba puesta la mesa y eligió el lado de la sombra,
fuera de la tibia luz del sol. Había pan fresco y zumo de mango helado, y se sirvió un
vaso, lo bebió rápidamente y luego puso mantequilla en el pan. Compartía aquella
vieja villa en Zamalek con otros dos oficiales norteamericanos, un traductor de la
embajada y un teniente de cifra. Zamalek era uno de los mejores distritos de El Cairo,
situado en una ancha isla en medio del Nilo, la villa había pertenecido en otro tiempo
a un rico comerciante italiano. Tenía sus propios jardines, bien provistos de naranjos y

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limoneros, y un patio amplio enlosado en la parte de atrás, con palmeras de sombra y


una fuente de piedra que borboteaba.
Sobre la mesa había un periódico: la Eyptian Gazette. Cuando Alí le hubo servido,
Weaver hojeó las páginas. Algunos artículos captaron su interés. El Ejército Rojo había
cruzado el Dnieper y había roto las defensas alemanas; la invasión de Italia avanzaba
hacia el sur de Roma, y se rumoreaba que los alemanes planeaban saquear y evacuar
muy pronto la ciudad. Churchill declaraba que en los últimos tres meses habían
destruido sesenta submarinos, y el presidente Roosevelt había prometido al Congreso
que la aviación de Estados Unidos continuaría la escalada de bombardeos de ciudades
alemanas hasta que Hitler fuera aplastado o reconociese su derrota. Todo eran buenas
noticias, aunque de algún modo Weaver intuía que nada de aquello iba a hacer que los
alemanes se rindiesen. Pero, sin duda, los estaban acosando.
Dejó el periódico a un lado, miró el reloj y terminó el desayuno a toda prisa. Eran
bastante más de las nueve y llegaba tarde al trabajo.
—¿Buenas noticias, effendi?
Weaver apuró el café, se puso la guerrera, y sonrió a Alí.
—Parece que estamos ganando la guerra de verdad.

El despacho de Weaver estaba a un corto paseo del Cuartel General Británico en


Oriente Medio, en la calle Tolombat, en el distrito de Garden City. Al Cuartel General
lo llamaban los Pilares Grises y era un gran edificio de cuatro plantas, rodeado de
alambrada de espino, que había sido propiedad de una compañía de seguros italiana.
Como oficial de la inteligencia militar del ejército de Estados Unidos en la oficina del
agregado, Weaver era responsable de los enlaces con el mando inglés y despachaba
directamente con el agregado militar norteamericano, el general George Clayton, en la
embajada.
Lo habían destinado a inteligencia un mes después de dejar la escuela de oficiales,
y su formación de especialista y sus conocimientos de árabe fueron utilizados
rápidamente, primero en la invasión del norte de África, la Operación Antorcha del
ejército norteamericano, y más adelante cuando lo trasladaron a la embajada en El
Cairo, con la graduación de teniente coronel asimilado. Estaba contento de volver a
Egipto, pero encontraba el trabajo de inteligencia en El Cairo bastante aburrido. Lejos
del campo de batalla, los oficiales de inteligencia se pasaban el tiempo rellenando
papeles y organizando interminables disputas burocráticas, prácticas a las que Weaver
no quería dedicar mucho tiempo. Allí había una vida social muy animada; copas en el
bar del Shepheard's y en el Gezira Club, donde la tertulia era permanente, los partidos
de tenis, golf y polo, cenas y salidas a vela y, por supuesto, bellas mujeres. Una vez
que la amenaza de Rommel se había esfumado, El Cairo volvía a florecer de nuevo.

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Weaver tomó el ascensor hacia su despacho del segundo piso y se quitó la guerrera.
En su mesa había una fotografía con marco de plata, aquella que se habían hecho en
Saqqara Rachel, Jack Halder y él. Después de enterarse de la muerte de Rachel había
hecho enmarcar aquella copia, y a veces le gustaba contemplar la foto y recordar con
emoción el mejor verano de su vida. Sobre la mesa había también un montón de
papeles, informes para archivar o para escribir, y apenas había empezado a
desbrozarlos cuando alguien llamó a la puerta.
—Pase.
Entró una teniente. Helen Kane llevaba seis meses como ayudante de Weaver. A
pesar del nombre, era mitad inglesa mitad egipcia, muy morena y ligeramente exótica,
con ojos castaños muy expresivos, pelo oscuro recogido a lo paje con las puntas rizadas
hacia adentro, tal como exigían las reglas, justo por encima del cuello del uniforme,
que llevaba el rayo verde del cuerpo de inteligencia en la manga. Había estado en la
fiesta del Shepheard's y había bailado con él casi toda la noche; era la primera vez
desde que trabajaban juntos que habían tenido algún contacto personal. Harry
recordaba aún la agradable sensación de su cuerpo contra el suyo, el suave aroma de
su perfume, pero estaba algo borracho y ahora se sentía un poco incómodo.
—Buenos días, mi teniente coronel. Si me permite decirlo, lo veo un poco bajo de
forma.
—¿Se me nota?
—Me temo que sí.
—Espero que anoche no hiciera muchas tonterías, Helen.
—No más que la mayoría —y le sonrió, juguetona.
—¿Hay alguna cosa que tenga que saber?
—El teniente coronel Sanson pregunta si puede verlo en su despacho.
La inteligencia militar británica tenía dos secciones principales: la DDMI (O) —por
Operativa— y la DDMI (I) —por Inteligencia—. Alfred Sanson pertenecía a la segunda,
y era el responsable de controlar los fallos de seguridad. Weaver y él no eran
precisamente amigos, pero Harry Weaver sabía que Sanson había sido antes inspector
de la policía local de El Cairo, que dirigían los ingleses, antes de la guerra, y había
ascendido desde soldado raso. Tenía buena reputación y era un oficial duro y
concienzudo, un solitario casado con su trabajo. La noche anterior, en el Shepheard's,
Weaver lo había visto sentado solo a una de las mesas, con una copa delante,
mirándolos a Helen y a él con algo más que un interés pasajero.
—¿Dijo para qué quiere verme?
—No, mi teniente coronel.

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Weaver se levantó, se puso la guerrera. Era difícil aceptar que siguiera dándole el
tratamiento después de haber estado bailando con tanta intimidad la noche anterior.
—Entonces supongo que será mejor que vaya a ver lo que quiere.

El despacho de Sanson estaba al otro lado del pasillo, y era un espacio reducido con
las paredes desconchadas, un archivador herrumbroso, un escritorio de madera
arañado y un par de sillas. Pero estaba escrupulosamente ordenado y limpio. Aquella
mañana, cuando Weaver entró, anunciado por un cabo, había una bandeja con té y
algunas tazas preparadas sobre la mesa.
Sanson se puso de pie, pero no le ofreció la mano.
—Teniente coronel Weaver. Siéntese, por favor. ¿Un té?
El inglés era alto, robusto, con físico de buen boxeador y rostro desfigurado. Un
parche de cuero negro le cubría el ojo izquierdo y en el lado derecho de la mandíbula
tenía una cicatriz. El cirujano había cosido mal la herida, y le había quedado un
pronunciado bulto rosa que producía un efecto bastante inquietante. Weaver se sentó.
—Gracias.
Sanson sirvió una taza y la empujó sobre la mesa.
—Tengo entendido que está usted disfrutando con su destino en El Cairo, ¿cierto?
—Sin duda. —Weaver ignoró el té, sabía que Sanson no era hombre de perder el
tiempo en parloteos sociales—. ¿Para qué quería verme?
Sanson encendió un cigarrillo, abrió el cajón de su escritorio y sacó una carpeta.
—Anoche, la policía de El Cairo sacó del Nilo el cadáver de un hombre, cerca de los
muelles viejos. La parte superior del torso de un hombre, para ser exactos. Lo
descubrió la tripulación de uno de los transbordadores locales. Los restos llevaban
varios días en el agua.
Weaver sabía que era frecuente encontrar cuerpos en las riberas del Nilo, y era
sabido que al río iban a parar suicidas y víctimas de homicidios.
—¿Y?
—A pesar de que el cadáver estuviera tan mutilado, la policía consiguió identificar
al hombre. Era un delincuente al que conocían bien, y yo personalmente, también. Se
llamaba Mustafá Evir.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Evir fue asesinado. Le cortaron el cuello. Cuando registraban su casa, uno de los
policías encontró esto escondido entre sus pertenencias.

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Sanson sacó de la carpeta un papel arrugado, lo alisó y se lo tendió. Weaver vio un


boceto torpe hecho con lápiz grueso, una serie de cuadrados y formas, como el que
podría haber hecho un niño. Parecía ser de una casa grande con jardines, inscrita
dentro de una forma rectangular. Pintado dentro del cuadrado había algo que parecían
grupitos de árboles, y también una imagen extraña, como un pequeño pabellón
coronado por una cúpula. Había otras dos figuras con forma de caja que Weaver no
pudo interpretar. Estudió el boceto y después miró a Sanson y se encogió de hombros.
—Sigo sin entender de qué se trata.
—El encargado de la investigación es un antiguo colega mío, el capitán Arkhan.
Estuvo al mando de la vigilancia policial de la residencia del embajador americano
durante un tiempo. Cree que eso que está usted viendo es un esquema de la residencia.
Los terrenos tienen esa misma forma definida, y hay un cenador en los jardines. Y
también creo recordar que hay dos garitas para la guardia en la finca, que serían los
cuadraditos del dibujo. Arkhan quería que le echase usted un vistazo y diera su
opinión.
Weaver miró otra vez el boceto. Recordó la disposición, el cenador y las garitas de
la guardia.
—Puede que tenga razón. Pero sigo sin entender qué tiene que ver esto conmigo.
—Mustafá Evir tenía fama de artista en escalos y en vaciar cajas fuertes. En el
mundillo del hampa lo llamaban el Zorro. Pero hace un tiempo lo pillaron y se pasó
dieciocho meses en prisión. Salió en libertad hace tres meses. Ya libre, intentó llevar
una vida honrada, pero no encontraba más que trabajos mal pagados. —Sanson hizo
una pausa—. El capitán Arkhan cree que Evir tenía intención de volver a su oficio, que
quizá pretendía entrar en la residencia del embajador, y que por eso tenía el dibujo.
También tenía fama de planear meticulosamente sus golpes, aunque introducirse en
la casa bien guardada de un embajador extranjero no sería muy propio de él. Pero
como lo han asesinado, a Arkhan se le ha ocurrido, a la vista de la información
obtenida, que tal vez Evir ya hubiera hecho el trabajo y que quizá eso haya tenido que
ver con su muerte.
—¿Qué información? —preguntó Weaver frunciendo el ceño.
—La policía interrogó a su esposa. Tenían muy poco dinero y la mujer se quejaba.
Dijo que la noche que lo mataron su marido le había dicho que tenía que salir a un
asunto muy importante y fanfarroneó de que cuando volviera le traería un montón de
dinero. Pero ya no volvió.
—¿Está insinuando que entró en casa del embajador y robó el dinero de la caja
fuerte?
Sanson apretó los labios, puso los dedos en ángulo y asintió.

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—Quizá algo de valor. Algo por lo que valiera la pena matarlo. Otro par de cosas
que le conviene saber. Evir trabajaba por encargo. Dadas sus habilidades, solían
contratarlo otros delincuentes para realizar algún robo concreto que habían planeado.
También sospechamos que hace un par de años tuvo que ver con el hurto de unos
papeles secretos de la cartera de uno de nuestros oficiales, y que lo hizo, sin duda, por
encargo de un agente o simpatizante alemán. Pero el robo no se descubrió hasta
veinticuatro horas después y para entonces era demasiado tarde. Evir no confesó el
delito cuando lo cogimos y lo interrogamos y, como no teníamos ninguna prueba de
peso, tuvimos que soltarlo.
—No he oído de ningún robo en casa del embajador.
—Siempre cabe la posibilidad de que no se hayan dado cuenta.
—Lo dudo. La residencia está muy bien guardada.
Sanson puso una sonrisa afilada, como divertido por la ingenuidad de Weaver.
—De policía aprendí una cosa, Weaver: que en El Cairo no hay protección a prueba
de grietas. He conocido ladrones capaces de robar a ciegas en un sitio sin que nadie
viera ni oyera nada. Aparte de que a Evir lo llamaban el Zorro por algo. La mayoría de
sus delitos quedaba sin descubrir hasta que ya estaba muy lejos.
—¿La policía tiene algún sospechoso del crimen?
—Por ahora no —dijo Sanson, al tiempo que negaba con la cabeza—. Arkhan ha
interrogado a casi todos los conocidos de Evir en el hampa y prácticamente tiene la
seguridad de que ninguno de ellos está relacionado con su muerte.
—¿Y cómo quedó mutilado?
—La hélice de un barco le cortó las piernas y las nalgas. —Sanson apagó el
cigarrillo—. La viuda declara que no sabe por qué mataron a su marido, ni quién pudo
hacerlo. Y dice que no sabe nada del dibujo. Pero ella también viene de una familia de
ladrones y mentirosos y a esa gente no se le puede creer nada. No obstante, tal vez
podamos echarle una mano a Arkhan en la investigación.
—¿Cómo?
—Como la mayoría de los campesinos egipcios, la mujer de Evir tiene un miedo
cerval a la autoridad. Arkhan piensa que si ve un par de uniformes militares por allí,
igual se le suelta la lengua.
—¿Y usted cree que eso puede servir realmente para algo?
Sanson se encogió de hombros.
—En estos momentos, Arkhan no sabe qué hacer con el caso, y agradecerá cualquier
ayuda. Además, si la esposa de Evir sabe del asunto más de lo que dice, o si ha habido
un fallo de seguridad, la cosa nos afecta.

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—Supongo que eso no le hará daño a nadie —dijo Weaver, encogiéndose de


hombros.
Sanson cogió su gorra y dijo:
—Podemos ir en mi coche.

En el Humber verde oliva hacía calor, y Weaver bajó la ventanilla. Se agarró a la


puerta por precaución cuando Sanson metió el coche oficial por una calle adoquinada
y dio un bandazo para adelantar a un carro tirado por un camello y cargado hasta
arriba de sandías. Al parecer, al llevar un ojo parcheado no calculaba bien las
distancias.
Desde que regresó a Egipto, Weaver estaba sorprendido de lo internacional que se
había vuelto El Cairo. Las apretadas calles atestadas de compradores y soldados, el
bullicio de cuerpos y olores casi irresistible. Junto al medio millón de efectivos
militares de todas las nacionalidades aliadas, había rusos blancos, franceses, judíos
alemanes, ingleses y griegos. Más de cien mil refugiados extranjeros inundaban la
ciudad desde el comienzo de la guerra, y las calles eran una algarabía de dialectos
diversos. Aunque a los egipcios no parecía importarles mucho; restaurantes, burdeles,
casas de huéspedes y mercados, todos hacían negocio fácil.
Aparte de los uniformes, en El Cairo la guerra podría muy bien no estar teniendo
lugar, porque no parecía que hubiera escasez de nada. Desde sus minúsculos locales
abigarrados competían los vendedores de kebabs a la brasa, o de jugosos koftas, que
borboteaban en el aceite de sus peroles ennegrecidos. Los comerciantes gritaban desde
las puertas de sus tiendas del tamaño de una alacena e invitaban a cuantos pasaban a
un vaso de té con menta o de café turco, dispuestos a regatear el precio de lo que fuese,
desde una aguja a una silla de camello. Las estanterías rebosaban de alimentos y
especias, bisutería y baratijas, algodón y papiros, alfombras y piezas de paño de lana,
y una infinita variedad de objetos de latón y de cobre. Y por todas partes, como
siempre, flotaba en el aire el aroma vegetal, punzante, del hachís.
Sanson entró por una calle llena de desperdicios, con el alcantarillado al
descubierto, y se detuvo delante de algo que difícilmente podía llamarse casa. No era
más que un chamizo arruinado en medio de una fila de casuchas y chabolas. Todas las
ventanas se habían roto y las habían sustituido con trozos de tabla y trapos raídos. Un
par de niños más que flacos jugaban con sus juguetes caseros entre el polvo de la calle
con irnos perros esqueléticos y medio salvajes que les ladraban y les mordisqueaban
los talones.
—Por aquí —dijo Sanson, y se dirigió a la entrada, que no tenía puerta, sino sólo
una cortina de abalorios.

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Apartó la cortina y entró seguido de Weaver. Lo primero que le llamó la atención


fue el hedor insufrible. Una mezcla de sudor estancado y comida rancia, y ese olor a
podrido tan especialmente desagradable que flota en todos los barrios más miserables
de El Cairo. Aquel lugar era una pocilga infecta. Había un fogón minúsculo, apenas
un hueco churretoso ennegrecido en la pared encalada, una mesa desvencijada de
madera, pero no había sillas, y el suelo mugriento era de simple tierra pisada.
En un rincón estaba sentada una mujer vestida de negro que se lamentaba con un
niño en brazos. La rodeaban otras tres plañideras, todas de negro a pesar del tremendo
calor que hacía. Weaver supuso que serían parientes, o vecinas. Media docena de niños
descalzos y ruidosos se apretujaban en el cuarto. No parecían afectados por aquella
muerte en la casa, soltaban risitas entre ellos y sonreían juguetones a los visitantes.
Sanson los apartó con un movimiento de la mano.
—¡Barra! ¡Barra! ¡Fuera! ¡Fuera!
Los niños se escabulleron y, una vez estuvieron fuera, Sanson cruzó unas palabras
con las mujeres del duelo, que salieron sin hacer ruido de la habitación y dejaron sola
a la mujer con el niño en brazos.
—Ésta es la esposa de Evir. No habla inglés, por supuesto. Y puede que le resulte a
usted difícil entender su dialecto, así que será mejor que yo le traduzca.
La mujer, con muchas arrugas en la piel, representaba bastantes más de cuarenta
años, pero Weaver supuso que probablemente tuviera diez menos y que seis partos y
una vida de miseria le ponían diez años de más en la cara. Había otra habitación más
allá que hacía las veces de dormitorio, pero sin camas, sólo con un par de esteras viejas
tiradas en el suelo.
Weaver notó que algo le tiraba de la chaqueta y miró hacia abajo. Un niño de no
más de diez años, de ojos grandes y caía morena y sucia, le sonreía con frescura.
Weaver le acarició la cabeza y vio con horror que el niño tenía el pelo infestado de
piojos.
—¡Barra! —le ordenó Sanson.
El niño se agarró a Weaver y Sanson pretendió alejarlo.
—No, déjelo, no pasa nada.
—Un consejo de antiguo policía, Weaver. Ese chico probablemente se quede con su
cartera antes de que usted se entere. Esta gente nace con una mano en el bolso de la
comadrona.
El chico no parecía peligroso, pero Weaver pensó que seguramente Sanson tenía
razón.

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—Creo que lo mejor será que le explique por qué estamos aquí —le dijo a Sanson, y
señaló con la cabeza a la mujer—. ¿Quiere preguntarle si sabe por qué tenía aquel
dibujo su marido?
Sanson habló con la mujer, que continuaba gimiendo. Al cabo de unos instantes,
balbució algo entre lágrimas. Hablaba muy de prisa, en un dialecto de barriada, y a
Weaver le fue prácticamente imposible entender palabra. Sanson pareció quedar
frustrado.
—Dice que no sabe por qué el marido tenía una cosa así. Que está sorprendida. No
sólo por el dibujo, sino también porque un effendi tan importante visite su casa.
—Dígale que esa información podría ser fundamental. Y que cualquier ayuda que
nos preste le será recompensada.
Mientras Sanson traducía, el muchacho tiró de la chaqueta de Weaver, que se metió
la mano en el bolsillo y le ofreció al niño una barrita de chicle. El chico sonrió de placer,
quitó la envoltura de papel de plata y se metió el chicle en la boca. Cuando la mujer
hubo respondido, Sanson dijo:
—Dice que su marido no hablaba nunca de sus asuntos particulares. Y que no sabe
adónde podría haber ido la noche que lo mataron. Pero que la noche antes de su
muerte le había dicho que iba a ver a alguien. Se marchó de la casa sobre las nueve y
volvió antes de medianoche. Y quiere saber si ese dato sirve de algo.
—¿A quién iba a ver?
—Asegura que no lo sabe. Su marido nunca le decía adónde iba ni a quién veía.
—¿Está segura?
Sanson asintió.
—Estoy convencido de que nos dice la verdad, Weaver.
La mujer farfulló algo más, y Sanson le contestó en árabe:
—No hable.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Weaver.
—Quiere que le diga que tiene la alacena vacía y seis bocas que alimentar, y que Alá
sonreirá al effendi si el effendi da alguna ayuda a una pobre viuda. Pero no le haga usted
caso.
Weaver contempló al bebé en los brazos de la mujer, la lamentable penuria que los
rodeaba, y sacó la cartera. Las experiencias de la guerra le habían encallecido el
corazón ante casi todo, le habían endurecido a todo él de muchas formas, pero no
podía soportar la idea de aquella mujer y sus hijos pequeños pasando hambre. Sanson
le dijo:

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No tiene por qué, Weaver. Esta gente siempre sale adelante. Además, no nos ha
dicho nada realmente útil.
—No importa, quiero hacerlo.
Weaver extrajo una generosa ración de billetes grandes y los dejó sobre la mesa. La
mujer apretó al bebé contra el pecho y se inclinó atrás y adelante mientras daba las
gracias entre sollozos. Cuando se estaba guardando la cartera, Weaver notó que el
chico le tiraba otra vez de la guerrera.
—Tranquilo, hijo.
El chico farfulló algo, y Weaver miró a Sanson.
—¿Qué demonios dice?
—Dice que le parece que sabe adónde fue su padre aquella noche.

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CAPÍTULO 9

Weaver iba mirando por el parabrisas mientras el Humber oficial de Sanson se abría
paso por el bazar de Jan-el-Jalili. Las calles eran como un manicomio, con ambos lados
cubiertos de oscuras covachas de buhoneros, puestos cargados hasta los topes y
carritos de comida.
Camareros con cara de prisa corrían en todas direcciones con bandejas de plata
cargadas de té o café que llevaban en equilibrio por encima de sus cabezas. Niños
cargados con enormes balas de algodón iban circulando, furtivos, con la espalda
doblada ya como la de un anciano. El tráfico de peatones, asnos y carretas era un caos.
Un mendigo sin piernas, con trozos de neumático adaptados a los muñones, se
impulsaba entre la gente con una fuerza estremecedora. Sanson hizo sonar el claxon al
pasar con el coche entre el gentío.
—Dice que desde que su padre salió de la cárcel quería conocerlo mejor, pero él ni
siquiera se molestaba en hablarle. Así que lo siguió varias veces, y dos veces fue a una
casa en Gamaliya, no lejos de la mezquita de El Hakim.
El chico se llamaba Jamal, y había pedido ir en el asiento delantero. Iba entre ellos
dos, y desde que salieron de la casa, Sanson no había dejado de hacerle preguntas.
Weaver conocía el barrio de El Gamaliya. Sus calles estrechas incluían Jan-el-Jalili, una
zona salpicada de corralas, albergues baratos y salas de danza del vientre que también
hacían las veces de burdel.
—En una ocasión —continuó Sanson—, esperó a que su padre hubiera entrado en
la casa, y lo siguió. Vio que subía un tramo de escalera y llamaba a una puerta del
primer piso. Salió un hombre al pasillo y, después, los dos entraron en el piso.
—¿Y cómo sabe que su padre estuvo allí la noche antes de que lo mataran?
—No lo sabe. Pero aquella noche le había seguido hacia la mezquita de El Hakim.
El padre lo vio y le dijo que se fuera a casa. El chico cree que quizá iba al mismo sitio.
—¿Pudo ver cómo era el hombre?
—Alto, y llevaba barba.
Weaver alargó al muchacho otra barrita de chicle. El chico hizo un gesto de
agradecimiento y se lo metió en el bolsillo. Finalmente, Sanson giró por una estrecha
calle adoquinada que salía a una placita de tierra, rodeada de casas de vecindario de

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cuatro plantas y aspecto deprimente entre adoquines sueltos. En una zona que parecía
totalmente inadecuada para un extranjero. La mayoría de los edificios estaban
terriblemente descuidados de los balcones colgaban coladas harapientas, y unos pocos
hombres de aspecto equívoco sesteaban en los huecos de las puertas y las esquinas de
la calle. Cuando vieron que el coche oficial reducía la marcha, el efecto fue inmediato.
Desaparecieron.
El muchacho señaló una casa situada al otro lado de la plaza que tenía abierta la
puerta que conducía a una oscuridad profunda.
—Es ahí —dijo Sanson.
Detuvo el coche y tiró del freno de mano. Weaver le dijo al chico que esperase en el
coche.
—Bien, echemos un vistazo.

Cuando cruzaban la plaza, Weaver se acordó de pronto de que no llevaba pistola


por si se presentaban problemas. Raramente llevaba la Colt automática de reglamento,
pero Sanson sí tenía revólver, un Smith & Wesson del 38 de serie, y según se acercaban
a la casa, Weaver se dio cuenta de que iba soltando el cierre de la cartuchera.
—¿No hubiera sido mejor llamar a su amigo Arkhan?
—Habrá tiempo después. Nosotros tenemos unas cuantas preguntas que necesitan
respuesta.
La puerta principal del edificio estaba abierta y entraron en un vestíbulo fresco y
oscuro. Las tablas desnudas del suelo estaban cochambrosas y olía a madera podrida.
Diversas puertas conducían —supuso Weaver— a pisos individuales, y también
arrancaba de allí una escalera.
—Espere aquí un momento.
Sanson avanzó por el pasillo y llamó suavemente a la primera puerta. Salió una
mujer anciana, vestida de negro. Cuando vio el uniforme de Sanson pareció alarmarse.
Weaver no pudo oír nada de la conversación que susurraban entre ellos, antes de que
la mujer volviera a meterse en casa, cerrase la puerta y se oyera un cerrojo.
Sanson volvió a donde estaba Weaver.
—Hay un árabe que vive solo en el primero y que se corresponde con la descripción
que nos dio el chico —dijo—. La mujer sólo lo conoce de vista, no sabe cómo se llama.
Hace unos nueve meses que tiene alquilado el piso y entra y sale a todas horas. Es muy
poco sociable y la mujer no tiene ni una pista de a qué se dedica.
—¿Algo más?

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—No lo ha visto mucho estos últimos días. —Sanson alzó la vista hacia el rellano de
arriba—. Veamos si está.
Weaver fue tras él subiendo los peldaños que crujían. Cuando llegaron al primer
rellano vio una puerta sólida con tres gruesos cerrojos.
—Es precavido, hay que reconocerlo —dijo Sanson, y llamó.
No hubo respuesta. Dio golpes más fuertes a la puerta. Como seguía sin responder
nadie, probó de nuevo. Por fin, le dijo a Weaver, un tanto frustrado:
—Espere aquí.
—¿Adónde va?
—No tardaré mucho —se limitó a decir Sanson.
Bajó la escalera y cuando volvió unos minutos después traía una palanqueta de
hierro del coche. En El Cairo, un uniforme militar solía otorgar casi siempre a quien lo
llevaba autoridad suficiente para hacer lo que quería, pero Weaver se alarmó.
—¿No irá usted a entrar sin tener una orden?
—Ese hombre podría ser un sospechoso de asesinato y puede que ya haya huido.
La mujer ha dicho que hacía días que no lo veía. Además, he mirado la parte de atrás
del edificio; no hay manera de llegar a las ventanas sin una escalera, y en este barrio
puede estar usted seguro de que estarán bien cerradas. Créame, Weaver, éste es el
sistema más rápido.
—Pero puede que sea totalmente inocente.
—También puede ser culpable y que esté intentando esconderse. Si es inocente,
pediré disculpas y haré que arreglen los cerrojos.
Sin más palabras, Sanson introdujo la palanqueta entre la puerta y la jamba, empujó
con fuerza y la madera se quebró. Entonces sacó la pistola, dio una patada a la puerta
y penetraron en el piso.

Estaba sucio. También estaba vacío. La luz del sol entraba a través de unos visillos
de gasa muy sobados. Junto a la ventana había una vieja otomana, tapizada de
terciopelo rojo, una mesita de café, varios almohadones desperdigados por el suelo
desnudo, y una estufa de hierro en una de las paredes. Había tres puertas, una de ellas,
abierta, dejaba ver una cocina diminuta. Weaver vio un fogón de gas, una pila de lavar
y unas alacenas.
La sala estaba casi vacía, y mientras Sanson fue a mirar las otras habitaciones,
Weaver se metió en la cocina. En los estantes había algunas latas de comida, tarros con
azúcar, café y algunas especias, pero las alacenas estaban vacías. En el fregadero vio

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una mancha oscura marrón o negra. Se mojó el dedo en la lengua, lo puso sobre la
mancha, lo frotó y se lo llevó a la boca.
Café.
—¡Aquí dentro! —gritó Sanson.
Weaver entró en un dormitorio. Igual que el otro cuarto, estaba casi vacío, y sólo
había lo imprescindible. En el suelo había un colchón cubierto con mantas grises,
sucias. No había cuadros en las paredes, ni efectos personales, excepto unas cajas de
madera vacías en el suelo y una maleta de cartón desvencijada debajo de la cama, con
un par de chilabas dentro.
—¡Weaver!
Weaver tardó un momento en ver al inglés, pero por fin vio un armario empotrado
a la derecha, con una única bombilla roja colgada y Sanson de pie en el interior. Se
metió con él en el reducido espacio.
—¿Qué tenemos aquí?
Era una cámara de fotos en miniatura sobre una placa de madera, unos frascos de
productos químicos y varios rollos de película. Había un hilo de bramante tendido de
pared a pared con pinzas para la ropa preparadas para colgar negativos a secar. Sanson
dijo:
—Parece ser que a nuestro amigo le interesa mucho la fotografía. —Cogió la cámara
y la examinó—. Una Leica alemana. ¿Encontró algo en el otro cuarto?
—Nada.
—Haré que registren concienzudamente el piso, y habrá que poner un hombre de
guardia permanente en la puerta hasta que la arreglen y podamos precintarla. Después
vigilaremos el lugar para ver si aparece alguien. Hay un teléfono en la estación de tren.
¿Puedo pedirle que espere usted aquí mientras llamo al cuartel general?
—¿Y si mientras tanto aparece el árabe?
Sanson se quitó el revólver y se lo ofreció a Weaver.
—Tome esto, por si acaso. Tardaré lo menos posible. Diez minutos, quizá menos.
Weaver abrió la ventana. No soplaba brisa alguna. Miró hacia abajo, al callejón
trasero. Detrás del edificio había un minúsculo patio enladrillado, cubierto de basura
maloliente. La puerta de entrada tenía los postigos podridos. Se sentó en la otomana,
dejó el revólver sobre la mesa de café y observó la habitación. Cumplía su función,
nada más. No había fotos, cosas personales, detalles que mostrasen el tipo de persona
con quien se las tenían que ver. Pero incluso las habitaciones desnudas con un colchón,
alguna ropa y tres cerrojos en la puerta de entrada dicen algo. Probablemente era un
hombre cauto, huidizo, de pocas necesidades y que vivía solo.

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También era espía, de eso no le cabía duda. Y sin piedad, admitiendo que hubiera
matado a Evir. Weaver estaba intrigado. ¿Por qué habían matado a Evir? ¿Y qué
planeaba el árabe en El Cairo? Los alemanes habían reclutado agentes y simpatizantes
en los clubes, bares y burdeles de la ciudad, pero desde la derrota de Rommel lo cierto
es que tenían poca utilidad.
Algo más le llamó la atención. Si aquel hombre era un espía, probablemente tendría
una radio. Sabía que tenía que dejar el registro propiamente dicho a Sanson y su gente,
pero la curiosidad le pudo. Se puso de pie y fue a la cocina. Fue golpeando con los
nudillos el interior de las alacenas, comprobó suelo y paredes, pero no había tabiques
falsos. Hizo lo mismo en el dormitorio y en el cuarto oscuro.
Nada.
Volvió a la sala de delante, hizo lo mismo, pero tampoco hubo suerte. La estufa era
lo único que quedaba. Estaba apagada. Se puso de rodillas y tiró de los ladrillos de la
base. Uno de ellos salió fácilmente, luego otro. A los cuatro ladrillos, quedó al
descubierto un escondrijo. Metió la mano, palpó algo y lo elevó hasta el suelo. Era una
maleta de cuero pequeña con una asa fuerte y un par de correas. Soltó las correas. En
el interior había un equipo de radio alemán de onda corta, unos auriculares, y una
clave de alfabeto morse. Supuso que la batería estaría aún en el escondrijo u oculta en
algún otro lugar. Sonrió y lanzó un silbido.
—¿Sabes, Harry? Creo que estás de suerte —se dijo a sí mismo.
De repente oyó un leve crujido a su espalda y se giró. Un árabe alto, con barba,
estaba en el hueco de la puerta con una pistola Walther en la mano. Llevaba chilaba y
en la cara tenía una expresión lívida que sugería que estaba furioso al ver violado su
territorio. Weaver se levantó de inmediato.
—¿Quién demonios...?
—Apártese de la radio —le ordenó el árabe en inglés—. Y muévase muy despacio.
Weaver dio un paso atrás. El revólver de Sanson seguía sobre la mesita. El árabe vio
cómo los ojos de Weaver se dirigían hacia allí.
—No lo haga, si no quiere llevarse un tiro. Vacíe sus bolsillos sobre la mesa.
Weaver hizo lo que le decía. El árabe cogió la tarjeta de identidad de Weaver y la
examinó sin expresión alguna.
—Norteamericano. ¿Qué está haciendo aquí?
—Vine buscando a un amigo y vi la puerta abierta.
—No me mienta o morirá. Responda a la pregunta, ¿qué está haciendo aquí?
—Creo que es evidente —dijo Weaver mirando a la radio.
—Ponga la radio aquí.

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Weaver cerró la maleta y se adelantó para entregársela. En ese momento se oyó


ruido de pasos al pie de la escalera. El árabe miró hacia atrás, sobresaltado. Weaver
vio su oportunidad e hizo un movimiento. En el momento en que el hombre miraba
para atrás, consiguió agarrar la boca de la Walther y darle un buen puñetazo en la cara
que sonó a huesos rotos. La pistola se disparó, el proyectil perforó la pared, y el hombre
se fue hacia atrás. Weaver luchó por alcanzar el arma pero entonces la mano libre del
árabe apareció. Hubo un relámpago, una hoja afilada y Weaver notó un dolor lacerante
en el cuello. Gritó y soltó la Walther. El árabe lo golpeó con el pie en el tobillo y cayó
al suelo.
Se oyeron gritos fuera y, al instante, aparecieron dos de los hombres de Sanson con
las armas empuñadas, que entraron apresurados en el piso. Sanson, sin armas, venía
detrás. El árabe cogió la radio y se fue hacia la ventana, luego se giró, disparó dos veces
y saltó. Uno de los soldados recibió un impacto en el pecho y cayó de espaldas contra
la pared. Sanson y el otro hombre buscaron, frenéticos, cómo ponerse a cubierto.
—¡Siga tumbado, Weaver! —gritó Sanson.
Weaver sangraba abundantemente por el tajo que tenía en el cuello, pero consiguió
ponerse de pie, coger el revólver de la mesa, e ir tambaleándose hasta la ventana.
Abajo, en el callejón, vio que el árabe se subía a una motocicleta y la ponía en marcha
de una patada. Trató de apuntarle con la mano izquierda, pero el arma del árabe
apareció con presteza y escupió dos veces. Los disparos silbaron junto a la cabeza de
Weaver, que se agachó de nuevo.
Oyó alejarse la moto y cuando miró de nuevo afuera el hombre ya estaba a mitad
del callejón. Weaver intentó afirmar su mano contra el marco de la ventana pero se
sentía terriblemente débil. Notó que la sangre le corría por el pecho abajo, tiñendo de
rojo vivo su guerrera. Sanson estuvo a su lado en un instante y le quitó la pistola de
los dedos.
—¡Déme eso!
Sanson apuntó hacia el exterior de la ventana y vació el revólver en una rápida
sucesión de disparos.
Lo último que Weaver vio fue la chilaba del árabe ondeando libremente al viento
mientras la motocicleta hacía un quiebro, doblaba una esquina y aceleraba. Entonces,
la imagen empezó a desaparecer, sintió que se caía y que todo se volvía negro.

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CAPÍTULO 10

Berlín, 15 de noviembre

El hospital, en los suburbios de Charlottenburg, era un sólido edificio de ladrillo


rojo levantado en el cambio de siglo y rodeado de altos muros. Acababan de dar las
once de la mañana cuando Halder llegó. Por el camino de entrada de gravilla llegaban
varios convoyes de ambulancias y camiones del ejército, y sanitarios y soldados
ayudaban a transportar docenas de camillas con civiles heridos. Halder reconoció a
una enfermera que bajaba la escalera, muy atareada, y le dijo:
—Más problemas, por lo que veo.
—Son esos malditos bombardeos ingleses y americanos —contestó ella, con
desprecio—. ¿No les dará vergüenza? La mayoría de los muertos y heridos son
mujeres y niños.
Un sanitario pasó llevando a una adolescente que sangraba con profusión, y la
enfermera fue a ayudarlo. Halder subió los escalones hasta el vestíbulo de entrada.
Estaba en pleno caos, sonaban los gritos de los heridos y las órdenes del personal
médico, los ordenanzas corrían en todas las direcciones. Vio la oficina al fondo del
vestíbulo, llamó a la puerta y una voz impaciente le respondió:
—Pase.
Un médico ya mayor, bien pasada la edad de jubilación y con aspecto agobiado bajo
la bata blanca, iba repasando carpetas de archivo, sentado ante un escritorio.
—Sí, ¿qué desea?
—Vengo a interesarme por mi hijo, Pauli Halder. Está ingresado en el pabellón de
quemados.
—Tendrá que volver más tarde. Tengo cincuenta heridos nuevos entre manos y sólo
hay camas para la mitad, y sólo Dios sabe dónde voy a poner al resto.
—Le pido disculpas, pero creía que el doctor Weiss estaba de servicio.
—Weiss y su familia murieron ayer por la tarde en los bombardeos. Cayó una
bomba justo en su casa.

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—Lo siento muchísimo. Era una buena persona. —Los doctores tampoco son
inmunes a las bombas, me temo. ¿Ha dicho Halder? ¿Qué quiere usted exactamente?
—La enfermera jefe dijo ayer que el doctor Weiss quería verme. Pero no estaba de
servicio y en su casa no me contestaban, así que pensé pasarme por aquí, por si se
trataba de algo importante sobre mi hijo.
El doctor suspiró, se acercó a un archivador y rebuscó hasta que encontró el informe
médico que buscaba.
—Pauli Halder, casi tres años de edad, trasladado de Hamburgo.
—Sí, ése es.
El médico leyó el informe y meneó la cabeza.
—No está demasiado bien, ¿verdad? Mejora, desde luego, con los injertos de piel,
pero tenía casi todo el cuerpo con quemaduras de tercer grado del fósforo de las
bombas, y todavía está en bastante mal estado. Este tipo de heridas puede tardar
mucho tiempo en curar, y lo que realmente necesita es salir de este entorno. Los aliados
han bombardeado cerca del hospital recientemente y las explosiones parece que le
inquietan mucho. No es muy sorprendente, después del horror que pasó en
Hamburgo. —El doctor volvió a suspirar—. Aquí hay una nota sobre la morfina para
aliviarle el dolor. Me imagino que esto es lo que el doctor Weiss quería comentarle.
—¿Qué quiere usted decir?
—Apenas tenemos medicinas suficientes en este momento para los casos de
emergencia. Tendremos que reducirle la dosis.
—He venido aquí todos los días desde que ingresaron a mi hijo —dijo Halder,
enfadado—. He visto la agonía que sufre. ¡Si hacen ustedes eso, sufrirá todavía más!
—Hay muchos heridos civiles que sufren, Halder, por no hablar de los soldados.
Los bombardeos están destruyendo nuestras fábricas, y las medicinas y el material
médico constituyen un buen problema. Los soldados tienen prioridad para utilizar lo
que haya disponible, y nos han reducido los cupos. Y con estos últimos ataques,
estamos casi al límite. Yo no puedo hacer nada, lo siento.
Sonó el teléfono y el doctor contestó:
—Sí, ¡demonios! Ahora mismo voy. —Colgó el teléfono dando un golpe—. Mire, lo
siento, pero tengo que ir al quirófano.
Halder salió del despacho, enfurecido, y subió al segundo piso. Estaba atestado de
pacientes nuevos. Encontró la cama cerrada con cortinas en una esquina. Una
enfermera con cara de agobio salió con una bandeja de vendas y gasas usadas.
—Oh, es usted otra vez, señor Halder. Acabo de curar las heridas de Pauli. Ahora
está descansando, pero puede usted entrar.

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Halder pasó detrás de la cortina. El niño estaba vendado de la cabeza a los pies, la
piel se había quemado tan profundamente en algunos puntos que habían hecho falta
numerosos injertos de piel, especialmente en las piernas, que se le habían quemado
horriblemente. Sólo tenía visible la cara, con parte de los tejidos inflamados y rosados
y marcados por cicatrices, los ojos cerrados, las pestañas desaparecidas. Tenía perlas
de sudor en la frente e, incluso dormido, tenía expresión de dolor.
—Pauli, ¿me oyes?
El niño musitó algo, pero estaba demasiado sedado para que se le entendiese. Había
una sola silla, un cuenco de agua y un paño en la mesita junto a la cama. Halder estuvo
allí sentado un buen rato, limpiando suavemente la frente de su hijo con el paño
húmedo, contemplando su rostro torturado. Cuando alargó la mano y tocó las del
niño, vendadas, el pequeño gimió entre sueños. Halder se sentía tremendamente
impotente al ver a su hijo sufriendo dolores tan terribles y no poder hacer nada para
aliviarlo. Sintió cómo le invadía una oleada de angustia y estuvo a punto de llorar. Una
enfermera joven metió la cabeza entre las cortinas.
—¿Es usted el comandante Halder?
—Sí —dijo, y se enjugó los ojos.
—Hay un caballero que desea verlo. Lo espera abajo, en la sala de visitas.

Cuando bajó, Wilhelm Canaris estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba ropa
civil, un traje oscuro viejo, abrigo y sombrero. Se levantó y le tendió la mano.
—Jack, me alegro de verte.
Halder no quiso estrecharle la mano y Canaris dijo:
—Ya me imagino que no te alegras demasiado de verme. Tengo entendido que has
visto a Schelienberg.
—¿Y qué?
Canaris señaló con la cabeza la vaguedad del hospital.
—¿No te importa salir fuera? Tendríamos que hablar en privado.
El almirante lo condujo por un camino entre árboles y cuando se habían alejado
algunos pasos le dijo:
—¿Cómo está tu hijo?
—¿Qué demonios le importa?
—Lo pregunto sinceramente, Jack, no te ofendas.
—Pues no está demasiado bien.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Pobre niño. Lo lamento muchísimo.


—¿Para qué quería verme?
Canaris suspiró.
—Simplemente quería que supieras que el plan de Schelienberg es cosa suya
exclusivamente. Anoche hablé con Himmler y traté de convencerlo de que
reconsiderase la idea de utilizarte a ti, pero fue una pérdida de tiempo. Está poniendo
mucho empeño en que la misión tenga éxito. Parece ser que piensa que tiene buenas
probabilidades de salir bien y que tú eres perfecto para ese trabajo.
—¿Y qué piensa usted?
—¿Importa eso? —Canaris se encogió de hombros—. Es otra de esas intrigas
demenciales del SD. Estoy igual que tú, no tengo más elección que seguir con ellos.
Pero Himmler está decidido y no aceptará un fracaso en esta ocasión. Según él, todo
está en juego, y con eso quiere decir la victoria o la derrota definitivas. Si la misión sale
bien, mantendrá su palabra. Te dará todo lo que te han prometido, y más. —Canaris
titubeó—: Pero si fracasas...
—Suéltelo, Wilhelm.
Canaris lo miró.
—Supongo que como tú has nacido en Estados Unidos, Himmler tiene ciertas dudas
sobre tu lealtad absoluta a la patria. Por eso, en parte, irán contigo Kleist y Doring,
para asegurarse de que se hace el trabajo. Si fracasas, o por cualquier razón no pones
todo lo que hay que poner en la misión, Himmler me asegura que no volverás a ver
nunca a tu hijo. También existe el riesgo de que Kleist o su camarada te metan un
balazo si creen que intentas eludir tu deber.
Por el rostro de Halder cruzó un relámpago de rabia.
—¡Ese maldito cabrón rastrero!
—Eso ya se lo han llamado, y cosas peores, pero le da igual. Y hay algo más:
Schelienberg quiere que seas tú quien hable con Rachel Stern.
—¿Y por qué demonios tengo que ser yo?
—El uniforme negro de Walter suele producirle escalofríos a mucha gente. Además,
parece que piensa que se mostrará más predispuesta si sabe que tú estás involucrado.
—Canaris le tendió un sobre grande—. Aquí están todos los detalles, incluyendo la
propuesta de Schelienberg, que pueden ayudarla a decidirse. Te esperan en
Ravensbruck esta misma tarde, serás huésped de la oficina del Führer. Haré que uno
de mis conductores te recoja a las siete.
—¿Sabe usted cómo la han tratado?
Canaris notó preocupación en el rostro de Halder.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Esos sitios nunca son agradables, pero Ravensbruck no es el peor. Y Schelienberg


se ha asegurado de que estos últimos días la tratasen bien, con raciones extra, atención
médica y demás. También me ha dicho que no la han tratado mal, a pesar de ser una
prisionera. Al parecer, uno de los oficiales de más rango del campo fue discípulo de
su padre y, por suerte, se aseguró de que le diesen trabajos ligeros y le ahorrasen los
peores. —Canaris guardó silencio, miró a Halder y luego añadió—: ¿Estuviste
enamorado de ella, Jack?
—Dios sabe —respondió Halder, apartando la mirada y mirando los terrenos del
hospital—. Tengo la sensación de que todo eso sucedió hace mucho tiempo y en otra
vida.
—Si te sirve de algún consuelo, le he dicho a Schelienberg que quiero estar siempre
al corriente de los acontecimientos. Después de todo, tú eres uno de mis mejores
hombres y me siento responsable. —Canaris dudó, con expresión incómoda—. Una
cosa más. Comparado con algunos de sus camaradas del SD, Walter resulta un truhán
razonablemente simpático, pero yo no me fiaría ni un pelo del muy cabrón.
—¿Qué quiere decir?
Canaris se encogió de hombros.
—Llámalo intuición, si quieres, pero mis años de experiencia en este desagradable
negocio me han encendido algunas luces de alarma en la cabeza. Tengo la clara
sensación de que no nos cuenta toda la historia, y que trama algo más a nuestras
espaldas. Tú ya sabes lo mucho que le gustan las intrigas y componendas. Con él
siempre estamos jugando a algún juego complicado.
—¿Como qué?
—Me temo que no tengo ni la más remota idea. Pero estás advertido, así que ándate
con cuidado.
—Lo procuraré. —Halder se metió el sobre en el bolsillo de la chaqueta—. Hágame
un favor, Wilhelm.
—Lo que sea.
—Cuide de Pauli mientras yo esté fuera. Y asegúrese de que se ocupen de él si yo
no regreso. ¿Me lo promete?
—Por supuesto. —Canaris le puso una mano en el hombro—. Buena suerte, Jack. Es
todo lo que puedo decirte. Y procura salir de esta vivo y en una sola pieza.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 11

Berlín
El campo de concentración de Ravensbruck, uno de los primeros exclusivamente
para mujeres, había sido construido en, 1935 por orden de Heinrich Himmler.
Levantado en una marisma desecada, albergaba una mezcolanza de prisioneras
políticas, gitanas y judías, prostitutas, prisioneras de guerra, agentes aliadas
descubiertas y résistantes.
Aquella tarde estaba oscuro y llovía, cuando el Mercedes dejó la autopista de
Potsdam y giró hacia el norte. Halder iba en el asiento trasero, con trinchera de cuero
negro y sombrero de ala. Las negras nubes de la tarde se iluminaban con los destellos
del fuego antiaéreo, y parte de los suburbios del norte de Berlín estaban salpicados de
llamas.
—Una noche asquerosa —le dijo al conductor.
El sargento miró alrededor. Su pasajero tenía toda la pinta de ser de la Gestapo, con
el sombrero y el abrigo de cuero.
—Y parece que se va a poner peor antes de que mejore. Los aliados han estado
bombardeando durante las tres últimas noches. Vivimos tiempos peligrosos.
Halder bajó la ventanilla cuando el Mercedes salió de la carretera principal. Un
cartel decía Ravensbruck, y debajo había otro que rezaba: Entritt Verboten. Prohibida
la entrada.
Al final del camino había una serie de gruesas rejas de madera, con unas altas
alambradas de espino a cada lado, y detrás, el puesto de mando de la guardia. Al
cruzarlo, Halder sintió un escalofrío. Por alguna razón inexplicable el corazón le latía
muy de prisa. Salió una pareja de guardias de las SS con capas impermeables. Uno de
ellos sujetaba de la correa un perro alsaciano. El Mercedes se detuvo, el sargento
enseñó sus papeles y pudieron pasar.

En una caseta de madera habían habilitado una sala con una mesa y un par de sillas.
Halder estaba solo y la espera le resultaba interminable. Tamborileaba ansiosamente
con los dedos sobre la mesa. Tenía una sensación rara en la boca del estómago, miedo

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

y una especie de emoción extraña. Finalmente, se abrió la puerta y entraron dos


guardias de las SS femeninas y Rachel entre ellas. Estaba pálida, y llevaba el uniforme
a rayas de prisionera, tenía el pelo rubio muy corto, pero no completamente rapado.
—Hola, Rachel.
Durante unos momentos pareció que no se daba cuenta de su presencia.
—¿Jack?
A pesar de su palidez, todavía resultaba atractiva, los pómulos altos, los ojos
grandes y azules, la boca rellena. Halder notó una tensión insoportable en el pecho.
Despidió a las guardias.
—Déjennos solos.
Cuando la puerta se cerró con un golpe, Rachel quedó de pie frente a él, en silencio,
y entonces Halder cruzó lentamente la habitación, y le puso una mano sobre la mejilla,
dulcemente.
—Mi pobre Rachel, ¿qué es lo que te han hecho?
—Yo..., casi no puedo creer que seas tú. Estoy tan contenta de verte. Muy contenta.
Parecía que aquello era demasiado para ella. Halder vio que las lágrimas le
afloraban a los ojos, y un instante después la tenía en sus brazos. Inmediatamente tuvo
conciencia de la calidez de su cuerpo a través de la fina tela del uniforme del campo, y
durante unos momentos permanecieron así, abrazados el uno al otro como para
consolarse.
—Estoy bien, estoy bien. Siéntate, por favor.
Halder la condujo hasta la mesa y ambos se sentaron.
—Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo estás?
—Estoy viva —dijo, y se secó los ojos—. Supongo que eso ya es algo.
—Perdóname, pero acabo de enterarme de lo que os pasó a ti y a tus padres. Si lo
hubiera sabido antes... —Su voz quedó en suspenso.
—¿Por eso has venido a verme? —dijo Rachel.
—No, ésa no es la razón. Pero me gustaría que hablásemos. ¿Te sientes con fuerzas?
—¿Hablar de qué?
Halder puso la carpeta sobre la mesa, delante de él, la abrió y levantó la vista.
—Por lo que se ve, lo has pasado muy mal, sin duda. Cuatro años aquí prisionera,
y tu padre en Dachau. Estoy seguro de que no ha sido nada agradable.
Ella estuvo un momento sin responder y después apareció en sus ojos un inesperado
destello de desconfianza.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Para quién trabajas, Jack? ¿La Gestapo?


—En absoluto.
Ella lo miró, observando el sombrero y el abrigo de cuero.
—Pues vas vestido como si fuera así.
—Se ve que he elegido mal la ropa, pues —respondió, y movió la cabeza—. Soy
comandante de la Abwehr. Inteligencia militar. Te traigo una propuesta, Rachel. O,
más bien, mis superiores tienen una propuesta que quieren que yo te haga. ¿Te
gustaría volver a Egipto conmigo? —Vio una reacción de extrañeza en su cara—. Ten
paciencia hasta que te lo explique. ¿Quieres ver otra vez a tu padre y conseguir la
libertad para ambos?
Rachel pareció absolutamente atónita.
—Pues... pues naturalmente.
—Entonces puedo prometerte que será liberado de Dachau, llevado a un excelente
sanatorio privado y recibirá los servicios de un médico eminente para que consiga
recuperar la salud. Pero lo mejor de todo es que puedo prometerte que los dos seréis
liberados y se os permitirá marcharos de Alemania. A cambio, tienes que aceptar
formar parte de una misión. Es una operación bastante directa, recoger información de
gran importancia en El Cairo. Estoy seguro de que no lo sabes, pero la ciudad está en
manos de los aliados.
—No entiendo. ¿Qué clase de información?
Halder negó con la cabeza.
—Eso es un asunto de seguridad nacional que no te concierne. Lo único que tienes
que hacer es formar parte de un equipo clandestino, bajo pretexto de ser un grupo de
arqueólogos varados en África por culpa de la guerra. Así de sencillo. Unos pocos días
de trabajo, como mucho, y después, tu padre y tú quedaréis en libertad.
—¿Bajo palabra de quién?
—Bajo palabra de Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS y del almirante
Wilhelm Canaris, jefe de la Abwehr.
Rachel lo miró como si estuviera loco y luego, de repente, se echó a reír.
—¿Qué es tan gracioso? —dijo Halder.
—Creo que me fiaría más del mismo diablo. ¿Quieres que yo ayude a los nazis?
¿Cómo puedo fiarme de ellos después de lo que nos han hecho a mi padre y a mí?
—La respuesta es que no puedes. Pero digamos que yo estoy metido en el mismo
barco. Atrapado entre lo malo y lo peor.
—¿Cómo es eso?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Es una historia muy larga que no tiene que ver contigo. De momento, todo lo que
tengo que hacer es decidir.
—¿Y qué pasará si acepto?
—Saldrás de aquí y te trasladarán a un cuartel de Berlín, donde te encontrarás con
el resto del grupo y te explicarán lo que se espera que hagas exactamente. Poco después
de eso, nos llevarán en avión a Egipto. Te mentiría si te dijera que no hay ningún
peligro. Si te capturan en territorio aliado corres el riesgo de que te fusilen por espía
enemiga. Pero si todo sale según lo planeado, los riesgos serán mínimos. Cuando
terminemos nuestra misión, nos volverán a traer en avión a Alemania. Y después, a ti
y a tu padre os dejarán libres y os subirán a bordo de un barco rumbo a Suecia en
veinticuatro horas.
—¿Y si no acepto?
Halder se puso en pie muy lentamente y se acercó a la ventana. La lluvia caía como
una cortina. Dudó antes de volver la mirada.
—Si no aceptas, me han dicho que os fusilarán a los dos al amanecer.
Rachel le devolvió una mirada sin expresión, la de una mujer que hacía mucho
tiempo que había agotado sus reservas emocionales. Halder movió la cabeza, haciendo
evidente su disgusto.
—Lo siento, Rachel, pero yo no tengo nada que ver con todo esto. Sólo soy un
mensajero y, además, contra mi voluntad. Pero si quieres mi opinión, unos días en
Egipto y una oportunidad de ser libre suena mucho mejor que un pelotón de
fusilamiento. Ya sé que te preguntarás si puedes creer en las promesas que te hacen,
pero tendrás que confiar en mí y creerme si te digo que yo también tengo que
creérmelas.
—Todo esto va realmente en serio, ¿verdad?
—Completamente. Seguro que te has preguntado por qué te daban raciones
mayores y por qué el médico se interesó de repente por tu salud. Ahora ya lo sabes.
Pero como ya te he dicho, yo no soy más que el mensajero. Tu destino y el de tu padre
no están en mis manos. Nada de lo que yo pueda decir o hacer cambiará las cosas. —
Volvió a la mesa y se sentó. Notó un nudo en la garganta—. Pero hay algo que hace
mucho tiempo que quería decirte, por si te sirve de consuelo. Y decidas lo que decidas,
quiero que lo sepas.
—¿Qué?
—Algo que nunca te dije porque sabía que Harry sentía lo mismo. Y como siempre
fuimos íntimos amigos, no quería arruinar nuestra amistad. Pero me enamoré
inmediatamente de ti desde la primera vez que te vi en Saqqara. Coup de foudre, como
dicen los franceses. Un flechazo. El amor más potente de todos.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Ella no contestó. Se produjo un silencio tenso entre ellos. Halder, incómodo de


pronto, se puso en pie y echó la silla hacia atrás. Era consciente de la poderosa emoción
que inundaba su interior al mirarla a los ojos.
—Voy a dejarte sola un rato, para que puedas pensar en mi propuesta.

Era ya pasada la medianoche cuando el conductor volvió a dejar a Halder en la


casita del Wannsee. Seguía lloviendo a cántaros cuando subió hacia el porche. Delante
de la casa, en la gravilla, había un Opel grande, negro, aparcado, y dos hombres de la
Gestapo con sus abrigos de cuero en el interior. Junto a él estaba aparcado el Mercedes
de Schelienberg, quien ya lo estaba esperando en la salita delantera, fumando un
cigarrillo, cómodamente instalado en el sofá, con la chimenea ardiendo con buena
llama y una copa de champán en la mano.
—Hace una noche de perros, así que pensé que era mejor ponerme cómodo y tomar
algún refresco. Espero que no le importe —sonrió—. Bien, ¿cómo ha ido?
Halder se sacudió el agua de la trinchera y respondió, malhumorado:
—Ha aceptado. Lo cual no me sorprende demasiado, después de la propuesta que
usted le ha hecho.
—Así es la vida, Jack. —Schelienberg parecía entusiasmado, se puso de pie, apuró
el champán y dejó la copa—. Así que parece que realmente estamos en marcha.
Excelente.
—Sólo confío en que ella esté a la altura de las circunstancias.
—Tonterías. Está en bastante buen estado de salud, y es demasiado tarde para
buscar a otra persona. Usted sólo tendrá que vigilarla un poco y asegurarse de que
hace lo que le toca. Naturalmente, le daremos información sobre la situación de la
guerra, porque habiendo estado en Ravensbruck, no sabrá cuál es la situación actual
del juego —y sonrió—. Será una información seleccionada, desde luego. Sólo aquello
que necesite saber.
—Quiero que haga usted una cosa por mí.
—¿Qué?
—Mi hijo necesita morfina. En el hospital dicen que les han reducido los
suministros. Y no deseo que Pauli tenga que sufrir más dolores de los que ya tiene. Y
quisiera que lo trasladasen a un hospital fuera de Berlín donde haya menos
bombardeos.
—Muy bien —respondió Schelienberg, al tiempo que asentía con la cabeza—. Veré
lo que puedo hacer.

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Halder se inflamó.
—No vea nada, limítese a hacerlo.
—Tranquilo, Jack —respondió Schelienberg—. Prometo que estará bien cuidado y
garantizo que cumpliré la promesa. ¿Qué ha pensado?
—Digamos simplemente que no estoy del todo de acuerdo con sus tácticas. ¿Sabe
una cosa? Tengo un mal presentimiento con respecto a todo esto. Muy malo, sin duda.
—Tonterías. Saldrá bien, tiene que salir bien.
—Otra cosa. Si Rachel Stern sale viva de esto, será mejor que cumpla usted su
promesa. De lo contrario, le pegaré a usted un tiro, Walter. Le juro por mi vida que lo
haré. Aunque eso signifique acabar ante el pelotón de fusilamiento.
—Ásperas palabras, sin duda, y no estoy muy seguro de que me guste su tono —
respondió Schelienberg con firmeza—. Pero las promesas se cumplirán, de eso puede
estar seguro.
Halder dejó la gabardina mojada sobre una silla.
—¿Y ahora qué hay que hacer?
—Se encontrará con sus compañeros de viaje mañana por la mañana. A las siete en
el cuartel de las SS de Lichterfeld. A la chica la llevarán allí esta noche. Enviaré un
coche a recogerle a usted a las seis y media.
—¿Y después qué?
—El tiempo corre en contra nuestra, así que hay que moverse de prisa. Haremos
una exposición rigurosa del plan, empezando mañana temprano, para usted, Kleist y
Doring. Les explicaremos el plan con todo detalle y repasarán ustedes la historia que
han de aprenderse, que no deberían tardar más de tres días en dominar, y después
tendrán todo el día siguiente para conocerse bien entre ustedes. Después de eso, y
asumiendo que ni nuestros submarinos ni la Luftwaffe han conseguido el milagro de
hacer el trabajo sucio por nosotros, y con la aprobación definitiva de Himmler, un
avión los llevará a Roma y de allí a Egipto, probablemente la misma noche. Entonces
ya estará en camino un mensaje detallado para nuestro agente principal en El Cairo,
informándole de nuestras intenciones y dándole instrucciones para que consiga todo
el material necesario y para que esté preparado para cuando lleguen.
—Todo eso me suena demasiado precipitado.
—Aparte de las obvias limitaciones de tiempo que tenemos, los informes
meteorológicos a largo plazo para la región mediterránea son francamente malos. De
manera que quiero que estén ya en camino por si no pudiéramos dar el salto más
adelante. Simplemente, no podemos correr el riesgo de tener que ordenar demoras ni
cancelaciones.
—Entonces, necesito ver a mi hijo por última vez antes de partir.

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—Imposible, me temo. —Schelienberg movió la cabeza—. Razones evidentes de


seguridad. Desde este mismo instante, todos ustedes están comprometidos en esta
operación y bajo mi protección. De hecho, usted tendría que dormir en el cuartel de
Lichterfeld esta noche.
Halder inició una protesta, pero Schelienberg lo interrumpió:
—Déjelo, Jack, pierde usted el tiempo. Son órdenes directas de Himmler, y los dos
hombres de la Gestapo que están fuera tienen instrucciones de asegurarse de que no
va usted a ninguna parte sin mi permiso. —Se puso en pie—. Y ahora, mejor que
duerma un poco. Mañana será un día muy ajetreado. —Se fue hacia la puerta, la abrió
y miró cómo diluviaba—. Gracias a Dios que este tiempo ha impedido los bombardeos.
—Se estremeció, se subió el cuello y miró atrás con una curiosa expresión en la cara—
. ¿Todavía siente usted algo por esa chica, Jack?
—¿Y a usted qué le importa?
—Simple curiosidad —respondió, encogiéndose de hombros.
—¡Váyase al infierno!
—Tengo entendido que Canaris le puso al corriente de la amenaza de Himmler.
—Así es.
—El viejo Heinrich dice las cosas muy en serio. Es desagradable, ya lo sé, pero así
son las cosas. De modo que ni siquiera se me ocurriría pensar en un fracaso, Jack, o en
poner menos del ciento por ciento de interés en la empresa. La vida no merecería la
pena ni para usted ni para su hijo. —Schelienberg se volvió a girar hacia la puerta con
una sonrisa maliciosa—. Pero puede estar seguro de que el niño estará bien cuidado
hasta que usted regrese sano y salvo.

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CAPÍTULO 12

El Cairo

Weaver sacudió la cabeza y trató de no moverse en su asiento, mientras la doctora


le grapaba el cuello. Estaba en un cuartito del hospital angloamericano. Una enfermera
le había puesto una inyección de morfina y lo único que sentía era una cálida sensación
de placidez. El dolor vendría más tarde, cuando la droga perdiese efecto.
La doctora terminó de cerrar otro punto, sonrió y dijo:
—Una cosa maravillosa, la morfina. Te hace olvidar todos los problemas. Es una
brecha más que fea. Tiene suerte de seguir vivo. —Era muy inglesa, muy atractiva, con
unos ojos azules expresivos—. Así que, dígame, ¿qué sucedió?
—Alguien me cortó con un cuchillo.
—Eso es evidente.
El incidente era un asunto militar y no algo que Weaver quisiera comentar, por
atractiva que fuera la doctora.
—¿Falta mucho todavía?
—Sólo una más —respondió, y volvió a perforarle la carne para terminar con la
última sutura. Apretó el hilo, lo cortó con las tijeras y después la enfermera puso un
apósito en el cuello de Weaver y lo sujetó con una venda alrededor.
—¿Me pondré bien?
—Se pondrá estupendamente, aparte de la cicatriz un poco fea que le quedará
cuando cierre la herida. Pero como está bastante débil tendrá que descansar durante
una o dos semanas. Limítese a tomar líquidos unos días, sopa y agua con glucosa,
porque si no le dolerá al tragar. Le daré unas pastillas de morfina para ayudarlo a
soportar el dolor. Entretanto, procure no mover demasiado el cuello porque, si no, los
puntos pueden moverse.
—¿Tengo que hacer reposo de verdad?
—Teniente Coronel Weaver, ha perdido usted un montón de sangre y el corte es
profundo. Medio centímetro más y probablemente estaría en el depósito de cadáveres.
Así que váyase a casa y métase en la cama directamente.

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Se abrió la puerta y apareció Helen Kane. Parecía preocupada.


—¿Cómo está, doctora?
—Vivirá. —Le alargó a Weaver un frasco de píldoras—. Tómese dos cuando el dolor
sea demasiado fuerte. Lo dejarán un poco torpe y mareado, pero el precio vale la pena.
Y en el futuro procure tener más cuidado —sonrió, divertida, y se fue con la enfermera.
—¿Cómo se encuentra, mi teniente coronel? —dijo Helen Kane.
—Fatal.
—Bueno, hay una cosa buena.
—¿Cuál?
—Me parece que le ha gustado a la doctora. No paraba de mirarlo con muy buenos
ojos.
Weaver se sintió tentado de devolverle la sonrisa, pero resistió. Se tocó el vendaje
del cuello. Lo notaba apretado. Apenas podía mover la cabeza y se sentía aturdido.
Recordaba vagamente cómo lo habían llevado al hospital, y todo lo que había pasado
después de la cuchillada del árabe le resultaba borroso. Se bajó de la cama y cogió la
chaqueta. Helen Kane le ofreció la mano para sostenerse.
—¿No cree que sería mejor descansar un rato?
—Para eso ya habrá tiempo después. ¿Qué ha pasado con el árabe, Helen?
—El teniente coronel Sanson quiere verlo. Está esperándolo al final del pasillo.

Sanson estaba en una de las salas de espera cuando entraron Weaver y Helen Kane.
Las ventanas estaban abiertas; un ventilador daba vueltas en el techo. Cuando vio el
cuello vendado de Weaver y la sangre seca esparcida por su camisa y su guerrera, lo
miró con simpatía matizada.
—Eso tiene bastante mal aspecto. ¿Puede hablar?
—Sí.
—Si no le importa esperar fuera en el coche, Helen... —dijo Sanson cortésmente.
—Sí, mi teniente coronel.
Una vez hubo salido Helen Kane, Sanson encendió un cigarrillo y la miró alejarse
por los jardines.
—Parece que se interesa muchísimo por su bienestar, Weaver. ¿Hay algo entre
ustedes dos?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—De oficial a oficial de la misma graduación, y si no le importa que se lo diga,


realmente creo que eso no es asunto suyo.
Sanson se puso colorado. Parecía que se tomaba el desplante como algo personal, y
su expresión al señalar un banco con la cabeza era gélida.
—Sentémonos.
Se sentaron junto a una de las ventanas. Fuera, en los prados bañados por el sol,
había enfermeras paseando a sus enfermos, hombres sin piernas o gravemente heridos
con muletas o en sillas de ruedas que se recuperaban de la guerra en Italia.
Contemplando a aquellos heridos, y luego otra vez la cara llena de cicatrices y el
parche del ojo de Sanson, Weaver sintió una súbita gratitud de no haber sufrido más
que un navajazo. La última vez que le habían herido había sido en Argelia, donde
recibió unos impactos de metralla en el muslo tras una explosión de mortero. Había
estado cerca, porque había perdido mucha sangre y su unidad estaba en aquel
momento bajo un intenso fuego de ametralladoras. No podía moverse, pero uno de
sus compañeros oficiales arriesgó su vida con heroísmo, se arrastró bajo el fuego y lo
ayudó a regresar vivo a las líneas americanas. Si no lo hubiera rescatado, sin duda
alguna habría muerto, pero tras seis semanas de soportar el aburrimiento de la
convalecencia en una cama de hospital en Argel, se había sentido casi contento de
volver al servicio activo.
—Ha tenido suerte —dijo Sanson, cortante—. No como mi sargento. Murió hace
diez minutos en una sala al final del pasillo.
—Lo siento muchísimo.
—Yo también. Era un magnífico soldado. —Sanson estaba enfadado—. Y le diré
algo más, Weaver. Algo que sí es asunto mío. Si hubiera estado usted más atento y
vigilante con la pistola y hubiera esperado a que volviese yo antes de husmear por el
piso, mi sargento seguiría vivo.
—Puede que tenga razón —dijo Weaver, sombrío—. Pero el árabe tenía una
expresión en la cara como de estar dispuesto a matar a cualquiera que se cruzara en su
camino. Y a todos nosotros, si hubiéramos estado en la habitación. Soy sincero al
decirle que lamento la muerte del sargento, pero también me hubiera podido tocar a
mí.
—Olvídelo, Weaver —replicó Sanson, luego sacó un cuaderno y fue al grano—. En
estos momentos no estoy de humor para discutir. Lo mejor será que me diga
exactamente lo que pasó cuando yo salí del piso.
Weaver se lo contó y Sanson anotó los detalles.
—Si nuestro amigo sabe lo que hace —continuó—, probablemente tenga otro piso
franco, pero tendremos que comprobar en todos los hoteles, pensiones y albergues por
si aparece algo. Probablemente no tiene sentido vigilar el piso, porque no volverá

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

nunca más. También he comunicado los detalles del incidente a todas las comisarías
de policía de El Cairo y estamos interrogando a los demás inquilinos y tratando de
encontrar al propietario, por si él puede decirnos algo sobre la identidad de ese
individuo.
—¿Han registrado el piso?
—De arriba abajo. No hemos encontrado nada, salvo una batería de radio escondida
debajo de la estufa. Pero eso no le impedirá transmitir. Probablemente le sirva igual de
bien una batería de coche. Trataré de averiguar si ha habido alguna transmisión de
radio no identificada últimamente en El Cairo, y pediré a Señales que a partir de ahora
vigilen las ondas de cerca. Por cierto, la cámara que encontramos es del tipo que se
utiliza para fotografiar documentos, y funciona con un rollo de película en miniatura.
Con eso y la radio, podemos apostar a que ese cabrón anda metido en asuntos serios.
¿Tiene usted alguna experiencia en cuestión de espías enemigos, Weaver?
La seguridad interna en Egipto era responsabilidad de los británicos, mientras que
los norteamericanos quedaban relegados a un segundo plano.
—Creo que no.
—Se podría decir que lo de atraparlos es una cruzada personal mía. —Sanson se
señaló la cara, el parche del ojo y la cicatriz de la mandíbula, y puso una punta de
amargura en la voz—. Supongo que se ha preguntado de qué es esto. Fue un regalo de
un pájaro llamado Raoul Hosiny, que trabajaba para los alemanes. Hace dieciocho
meses le seguí la pista hasta un piso de Alejandría donde estaba transmitiendo por
radio a una de las bases de Rommel. El tal Raoul también era muy bueno con la navaja,
tan bueno que me dejó un ojo ciego y desfigurado para siempre.
—¿Se escapó?
—No por mucho tiempo. Volví a encontrarlo al muy cabrón, y le pegué un tiro. —
Sanson dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota—. Los espías italianos
siempre fueron fáciles de coger, bastaba localizar a las mujeres más guapas de la
ciudad y mirar debajo de sus camas. Y como son gente sensible, estos italianos casi
siempre se rinden sin pelear. Pero los alemanes son completamente distintos. Tienen
los agentes más profesionales y con menos escrúpulos que se pueda usted encontrar.
Nada sorprendente si tenemos en cuenta que muchos de ellos están entrenados por la
Gestapo y el SD.
—¿Y qué hay de nuestro árabe?
—Oh, es un espía, de eso no hay duda. La cuestión es en qué anda metido. Y qué
encargo le hizo a Evir, que acabó pagándolo con su vida.
—¿Cree usted realmente que podría haber burlado la seguridad de la residencia?
Sanson se puso de pie; era mucho más alto que Weaver.

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—Será mejor comprobarlo, ¿no? —Su tono seguía siendo gélido—. Pero si quiere mi
opinión, se la daré. Fui policía durante diez años, y mi olfato me está avisando de algo.
Los dos sabemos que nuestro primer ministro y su presidente tienen que venir la
próxima semana para celebrar una reunión de alto secreto. Los informes de nuestra
inteligencia apuntan a que los alemanes tratan desesperadamente de conseguir
detalles. El porqué resulta bastante obvio. Y yo diría que ésa es razón suficiente para
que nosotros dos nos sintamos preocupados, ¿no es cierto?

El Sporting and Racing Club de Gezira, en la isla del mismo nombre, era el más
prestigioso de El Cairo, un pequeño oasis de lujo en medio del Nilo, con seis hectáreas
de magníficos jardines, pistas de tenis, tres campos de polo, piscinas, restaurantes y
diversos bares. Sus socios eran más que nada diplomáticos, europeos ricos y oficiales
aliados, y la lista de espera de nuevos socios era tan larga como la pista de carreras del
club.
El bar de socios estaba aún lleno de civiles y militares libres de servicio cuando llegó
Weaver, justo después del almuerzo. Pidió un whisky escocés con soda, le dio un sorbo
pero le resultó difícil tragar. Se había duchado y puesto ropa de paisano, un traje ligero
de hilo y una camisa sin corbata. Le resultaba imposible llevar camisa y corbata de
uniforme por culpa del vendaje y ahora que la anestesia empezaba a desaparecer, el
cuello le dolía bastante.
Vio al general George Clayton entrar en el bar con el uniforme tan meticulosamente
planchado como siempre y las estrellas de metal bruñido brillando en las hombreras.
Clayton era el agregado militar norteamericano, un general de inteligencia directo y
con reputación de duro.
—Hola, Harry. Tienes cara de haber tenido una mañana infernal.
—Creo que se podría decir así, mi general.
Detrás de Clayton venía el embajador norteamericano, en traje de tenis, sudoroso y
con una raqueta y una toalla en la mano. Alexander Kirk era un hombre alto, muy
guapo, de movimientos elegantes, y sus ojos azules y amigables ocultaban un temple
de acero.
—Perdone que haya interrumpido su partido, señor embajador.
—Teniente coronel Weaver. Me alegro de volver a verlo.
Weaver les estrechó la mano y Clayton señaló con la cabeza las mesas vacías de la
terraza.
—¿Por qué no damos un paseo? —dijo—. Vayamos a algún sitio donde podamos
hablar en privado.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El embajador y el general salieron y se sentaron en las sillas de bambú de una de las


mesas, y Weaver se unió a ellos. Por el río navegaban con gracia un par de ghiassa, las
barcas del Nilo de enormes velas latinas. Más allá de las palmeras y las adelfas nada
interrumpía la vista despejada hasta las pirámides de Gizeh, a casi veinte kilómetros,
donde Weaver sabía que los ingenieros militares ingleses y americanos daban los
últimos toques al recinto especial que construían para la reunión en la cumbre. Clayton
encendió un cigarro y despidió al camarero, que se acercó a la mesa.
—Entonces, ¿qué es esa historia de un árabe que quiso rebanarte el cuello?
Weaver lo explicó y cuando hubo terminado se produjo un largo silencio hasta que
el embajador dijo:
—¿Nos está usted diciendo que el teniente coronel Sanson cree que ese ladrón se las
arregló para abrir mi caja fuerte sin que se enterara mi gente? Eso suena bastante
increíble.
—Sanson cree que es muy probable, embajador.
—La residencia está muy bien guardada —señaló Clayton—. Eso ya lo sabes, Harry.
—Y no falta nada de la caja fuerte —añadió el embajador.
—Quizás sea mejor que les diga lo que hemos encontrado.
—Quizás sea mejor, sí. —Clayton dejó de morder el cigarro.
Weaver miró al embajador.
—Había unos ligeros arañazos junto a la falleba de la puerta del balcón que da a su
estudio, podrían haberse hecho con un cuchillo. Y varias marcas en el suelo de un
bosquete al otro lado del césped. El teniente coronel Sanson cree que podrían ser
huellas de pies. Todavía estamos buscando huellas digitales, pero aún no podemos
adelantar nada.
—¿Y usted qué cree, teniente coronel Weaver? —dijo el embajador, removiéndose,
incómodo, en la silla.
—La cuestión es que el ladrón fue asesinado por algún motivo. Y que el árabe tenía
una radio y estaba evidentemente dispuesto a matarme para recuperarla. Lo que
significa que la radio es vital para él y, por tanto, que es probable que esté en contacto
con los alemanes. También tenía una cámara de fotos. Puede ser que no se llevasen
nada de la caja fuerte, pero podrían haber fotografiado los documentos que hubiera
allí guardados. ¿Recuerda usted su agenda de la semana pasada?
—El lunes fui a la embajada británica a una reunión privada y regresé hacia las cinco
y media. El martes estuve en casa. El miércoles asistí a una gala en la residencia del
embajador de Turquía; fui a las ocho y volví a las doce de la noche. El jueves me quedé
en la residencia y trabajé en mi estudio hasta tarde, poniendo al día algunos papeles.
Y el viernes, igual.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Cuántos centinelas estaban de guardia el miércoles por la tarde?


—Por lo menos una docena, como de costumbre. Ocho en la residencia, dos en la
caseta de la verja, y dos a la entrada. Patrullan toda la residencia, dentro y fuera, a
intervalos regulares.
—El oficial responsable de la seguridad declara que no se anotó nada anormal en
los informes de relevo. Pero, si se me permite, a mí me gustaría hablar con los soldados
que estuvieron de guardia esa noche.
—Naturalmente, pero dudo que le digan algo más de lo que ya sabe.
Weaver había estado evitando la pregunta y la planteó con delicadeza:
—Embajador, ¿tendría usted inconveniente en decirme si había algo especialmente
importante en su caja fuerte durante algún momento de la semana pasada?
—Los documentos de alto secreto suelen guardarse en la embajada.
—Eso ya lo sé, embajador. Pero, con todo respeto, ésa no era mi pregunta.
Kirk no respondió y se ruborizó ligeramente. Clayton dijo:
—Me parece que será mejor que se lo diga, embajador.
Kirk se aclaró la garganta, como si estuviera nervioso.
—Creo que estaba la copia secreta sin cifrar de un despacho que envié a
Washington, y que dejó allí mi primer secretario.
—¿Y qué clase de despacho era ése, exactamente? —preguntó Weaver.
—Era simplemente la confirmación de que nuestros preparativos para la
conferencia, dentro de una semana, están casi terminados y que las medidas necesarias
de seguridad quedarán ultimadas bastante antes de la llegada de nuestro presidente y
del primer ministro británico. —El embajador enrojeció, y añadió rápidamente—: Sin
embargo, no se daba ni el menor detalle de la naturaleza de la reunión ni tampoco
sobre seguridad, eso se lo aseguro.
Weaver permaneció en silencio. El embajador parecía incómodo, como si hubiera
quedado comprometido. Y Clayton dijo:
—Santo Dios, Harry, ¿crees realmente que un solo espía árabe haya podido
ponernos bajo semejante amenaza? Habrá más de mil hombres protegiendo la zona, y
la seguridad será más estrecha que el culo de un cocodrilo. Nadie podrá acercarse al
lugar, ni siquiera con un pase firmado por Dios y por alguien que certifique la firma.
Además, las líneas alemanas más próximas están a más de mil quinientos kilómetros.
—Sinceramente, mi general, no sé qué pensar. Pero hace mucho tiempo aprendí a
sospechar de las coincidencias. Los últimos informes de inteligencia procedentes de
Lisboa y Estambul nos indican que los alemanes saben que hay algo en el aire y sus
agentes han estado intentando desesperadamente conseguir información. Me gustaría

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

saber lo que trama nuestro amigo de la radio. Y preferiría no descubrirlo demasiado


tarde.
Clayton dirigió una mirada significativa al embajador. Kirk se mordió los labios,
todavía con cara de preocupación, y asintió con la cabeza, al tiempo que lanzaba un
suspiro. Clayton le dijo a Weaver
—Está bien, será mejor que encuentre a ese muchacho. Quiero solucionar esto antes
de que lleguen el presidente y el primer ministro. Pero no vaya por ahí haciendo sonar
sirenas de alarma innecesarias, por lo menos hasta que estemos bien seguros de que
tenemos algún problema entre las manos. De momento lo mantendremos bien tapado.
—¿Y qué hay del teniente coronel Sanson, mi general?
—Quiero que ustedes dos se ocupen de esto personalmente. Lo aclararé con el
brigadier del Cuartel General británico, esto es una cuestión de seguridad tan suya
como nuestra. Pero será mejor que deje usted que Sanson lleve el mando. Al fin y al
cabo, esto es jurisdicción británica y nosotros jugamos en su campo. Por lo que sé,
Sanson tiene mucha más experiencia en estos temas, y una buena reputación de pillar
siempre a su hombre, como los de la policía montada. —Clayton se puso en pie, apagó
su cigarro y añadió—: No nos falles, Harry. Es una orden.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

SEGUNDA PARTE

16-20 DE NOVIEMBRE DE 1943

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 13

El Cairo, 16 de noviembre

El agente conocido como Harvey Deacon, del que habían hablado Schelienberg y
Canaris en su conversación en la Prinz-Albrecht-Strasse, era un ciudadano británico
nacionalizado que había vivido en Egipto durante más de treinta años. Se dedicaba a
los negocios y era propietario de una gran barcaza en el Nilo, en la que tenía montado
un casino y una sala de fiestas muy conocida, llamada Sultán Club.
Aunque no era ni mucho menos el club nocturno de mejor reputación en El Cairo
—el interior del vapor fluvial reconvertido estaba decorado como una versión en
pequeño y en barato del Folies-Bergère, con luces bajas y mobiliario recargado—, sin
duda era uno de los más populares. No sólo por su bar bien surtido y la excelente
orquesta, sino porque algunas de las chicas que actuaban en el espectáculo erótico de
la pista solían estar bien dispuestas a una cierta actividad de alcoba si el precio era
adecuado, práctica que Harvey Deacon favorecía, al considerar que ayudaba a que el
negocio no acabase.
Aquella tarde estaba en su despacho del club, arreglando algunos papeles. Era una
figura imponente, de pelo gris rizado y un físico impresionante. Vestía un batín de
seda con un fular anudado al cuello; la nariz ganchuda le añadía cierta grandeza
rancia. Se oyó un golpecito en la puerta y dejó la pluma.
—Pase.
Se abrió la puerta y apareció su criado nubio.
—Un caballero quiere verlo, effendi. No ha dicho su nombre.
—No te preocupes, ya sé de quién se trata. Que pase. Y asegúrate de que no nos
molesten.
Un instante después entraba Hassán vestido con chilaba. Deacon tenía una
expresión consternada en el rostro y extrajo un cigarro de un humidificador de sándalo
que había en su mesa.
—¿Y bien? Estoy esperando.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El árabe se dejó caer en una de las sillas de bambú que había frente a él. Tenía el
labio y la mandíbula muy hinchados y magullados a pesar de la barba, el ojo derecho
morado y había perdido un par de dientes de abajo. Al hablar, hacía muecas de dolor.
—El chico era el hijo de Evir. Ya sabía yo que lo había visto en algún sitio antes.
Merodeaba por la estación del tren la noche que estuve con su padre. Le dijo al niño
que se fuese a casa, pero seguramente nos siguió hasta el piso.
Deacon se enfadó, y dejó su cigarro sin encender.
—¡Lo peor que nos podía pasar! Tendrías que haber tenido más cuidado.
Hassán se echó hacia atrás en la silla, malhumorado, y sostuvo la mirada de Deacon
como desafiándolo.
—Todos los granujas de la calle son iguales. Y recuerde que fue usted quien me dijo
que llevase a Evir al piso para enseñarle a manejar la cámara. Si yo no hubiera vuelto
cuando volví y no hubiera visto el coche oficial fuera, los militares estarían vigilando
el edificio y esperándonos.
En eso, el árabe tenía razón, y Deacon lo sabía, y también sabía que había arriesgado
la vida para recuperar la radio, pero seguía enfadado porque la cobertura de su
hombre había volado y habían descubierto el piso franco.
—De todos modos, tienen la cámara y vieron la radio, ¿no? Y ya saben que hay un
agente alemán trabajando en El Cairo. Y, además, probablemente has matado a uno de
sus hombres. Es un desastre total. Será mejor que no te dejes ver durante un par de
días más. La policía y los militares andarán buscándote.
—Que me busquen —dijo Hassán, desafiante—. No me encontrarán nunca en una
ciudad tan populosa como El Cairo. Todo lo que vieron fue a un egipcio con barba y
chilaba. Y no pueden saber que Evir se metió en la residencia. No tienen ninguna pista,
todo lo sacó en fotografías.
Deacon comprendió que probablemente algo de verdad había en lo que Hassán
decía, pero eso no modificó su estado de ánimo.
—Sigue oliendo a problemas y eso no me gusta. Los aliados no son tontos, sabrán
que han encontrado algo. El oficial al que heriste, ¿has dicho que se llamaba Weaver?
—Americano. —Hassán se llevó la mano a la mandíbula—. Y la próxima vez que lo
vea lo mataré.
—No habrá próxima vez, por lo menos si te queda un poco de sentido común.
Mantente bien lejos de ese Weaver y los suyos, o me parece que perderás algo más que
un par de dientes. ¿Qué has hecho con la moto?
—La dejé en la villa.
—Necesitarás algún lugar seguro para ocultarte. La villa no, no quiero arriesgarme
a que te vean allí. —Deacon se quedó pensando un instante—. El hotel de Ezbekiya, el

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Imperial, parece la mejor opción. Allí estarás fuera de peligro. Ya te llamaré cuando te
necesite.
—¿Para qué?
—Esta noche tiene que llegar la respuesta de Berlín. Y después del paquete que les
mandamos tengo la sensación de que preparan algo. —Deacon abrió un cajón de la
mesa, sacó un puñado de billetes y los arrojó encima de ella—. Toma, y asegúrate de
que no puedan reconocerte. Aféitate esa barba, córtate el pelo y cómprate un traje, y
de ahora en adelante ten más cuidado, ¿entendido? Quédate en el hotel hasta que yo
te llame. Que tú pienses que eres infalible no es razón para que nos pongas a los dos
en peligro.
Hassán cogió el dinero con cara hosca y salió sin replicar. Deacon se acercó al espejo
que había junto al ojo de buey y suspiró con desánimo. El árabe había estado
trabajando para los alemanes en Trípoli hasta nueve meses antes, cuando Berlín le
sugirió que a él podría serle de utilidad. Con Rommel a punto de tomar Alejandría,
Deacon tenía una tremenda cantidad de trabajo en las manos y no había duda de que
necesitaba ayudantes. Hassán tenía su utilidad, ciertamente, pero en su opinión era
demasiado fanfarrón, y lo último que se necesitaba en un momento como aquél era
arrogancia y descuido, porque, si no, los dos terminarían colgados del extremo de una
soga.
Deacon se miró en el espejo y movió la cabeza al verse, antes de ir a vestirse.
—Lo que tienes que aguantar, Harvey. Eso sería darte matarife.

Harvey Deacon había nacido en Hamburgo en diciembre de 1894, con el nombre de


Harvald Frederick Mandle. Su padre, Klaus, había emigrado al Transvaal con su único
hijo y la esperanza de iniciar una nueva vida en Sudáfrica después de que su mujer
muriera en la devastadora epidemia de gripe que había arrasado Alemania un año
antes.
Entre los ingleses y los colonos bóer de procedencia holandesa y alemana hacía
tiempo que existía una tregua inestable, y nadie se sorprendió demasiado cuando en
1899 se inició con fuerza la guerra de Sudáfrica. Cuando las fuerzas bóers quedaron
casi diezmadas en Bloemfontein un año antes, tras el ataque de la infantería británica,
se inició una dura guerra de guerrillas con ataques de comandos montados que
hostigaban las bases inglesas en una campaña que produjo represalias rápidas y
brutales. Las familias de los colonos eran perseguidas, les quemaban granjas y
propiedades y les confiscaban el ganado. Klaus Mandle y su hijo de seis años fueron
hechos prisioneros y enviados, con miles de familias bóers más, a un campamento que
se convertiría en el primer campo de concentración de la historia.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Las condiciones eran tremendas, proliferaban enfermedades y desnutrición —más


por culpa de la mala administración y la falta de higiene que por mala voluntad
deliberada de los británicos—, y más de veinte mil hombres, mujeres y niños
perecieron. Cuando su padre contrajo la tuberculosis y murió ocho meses más tarde,
el joven Harvald Mandle dejó de comer sus magras raciones y se encerró en sí mismo
hasta que, finalmente, el médico del campo intervino y encontró a una pareja de
ingleses de mediana edad sin hijos que adoptaron al huérfano.
Frank Deacon y su esposa habían emigrado de Birmingham a Johannesburgo,
donde él dirigía un taller textil. Estaban encantados con la oportunidad de
proporcionarle al niño un hogar decente, pero el acuerdo pronto se convirtió en un
desastre. Su nuevo hijo era extremadamente caprichoso y rebelde, tendía a los
comportamientos agresivos y era incapaz de establecer lazos auténticos con el
matrimonio.
Ese mismo año, Frank Deacon aceptó el traslado a El Cairo para dirigir una de las
factorías de algodón de la compañía, con un sueldo generoso y una opción de compra
de una bonita villa en el Nilo por una suma nominal al acabar el primer año de
contrato.
—Será bueno para el chaval, Vera —dijo Deacon a su mujer, sintiendo todavía
lástima por el muchacho—. Allí cambiará, aquello lo ayudará a superar su trauma.
A los cinco años había convertido la factoría de El Cairo en un éxito total. Le dieron
la dirección general y se convirtió en un hombre razonablemente rico, pero el cambio
de paisaje no logró alterar en absoluto la conducta de su hijo adoptivo. Todo lo que
Harvey Deacon veía en Egipto era la misma arrogancia colonial de que había sido
testigo en Sudáfrica, y no mostraba más que desprecio por las nuevas amistades y
relaciones de sus padres —la mayoría, ingleses de clase media alta—, hasta que poco
a poco los Deacon comprendieron que el rechazo que su hijo sentía por todo lo
británico no tenía remedio, era algo tan intenso que se escapaba a la razón.
Cuando murieron trágicamente en un accidente de automóvil al volver del baile de
año nuevo en el hotel Mena, Harvey Deacon tenía veintiséis años. No vertió ni una
lágrima. En el testamento le dejaron dos mil libras y la villa del Nilo y lo primero que
decidió hacer con su herencia fue dedicarse a los negocios.

El Sultán Club era un local nocturno de mala muerte propiedad del hijo de un rico
italiano, importador de vino de Alejandría, que solamente se había metido en el
negocio de los clubes nocturnos porque era un método fácil para conocer chicas. Estaba
en rápida decadencia cuando Deacon le compró la mitad del club y las cosas
empezaron a enderezarse tras contratar una docena de chicas francesas e italianas y

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

una orquesta de jazz americana. Pronto consiguió ser conocido como uno de los
lugares más animados de la ciudad.
Parecía que el comercio se le daba bien, y disfrutaba con el papel de playboy que
había empezado a adoptar, exhibiéndose con una amplia variedad de mujeres. Por
entonces, la conexión con su país de nacimiento era inexistente, pero en 1936 los nazis
estaban en el poder y nadie quedó más sorprendido que Deacon cuando una tarde
recibió una llamada telefónica de una mujer que dijo llamarse Christina Eckart. Dijo
que era su prima y que estaba en Egipto con una delegación comercial alemana
trabajando de secretaria del representante del ministro y que quería invitarlo a cenar.
Lo último que Deacon recordaba de Christina Eckart era la imagen de una niña de
cuatro años, gordita y poco atractiva, de pie en los muelles de Hamburgo junto a un
puñado de parientes diciéndole adiós, aburrida, a él y a su padre cuando partían para
Ciudad del Cabo. Decidió encontrarse con ella por curiosidad.
Pero esa vez, cuando vio a Christina Eckart, quedó boquiabierto. Los años la habían
transformado en una mujer muy atractiva, deslumbrante. Guapa y esbelta, de piernas
largas y pelo rubio rizado, resultó ser también una compañía excelente e ingeniosa.
Además, sorprendentemente, no estaba casada, y después de haber charlado y bebido
champán toda la velada sugirió que dieran un paseo a solas para tomar un poco el aire.
—Así que tus jefes nazis parece que hacen las cosas al derecho —comentó Deacon
mientras caminaban por el paseo a lo largo del Nilo—. Tengo entendido que en
Alemania las cosas van para arriba.
No era más que por decir algo, porque lo cierto era que Christina Eckart lo estaba
volviendo loco por otras razones, y comprendió que se había enamorado de ella.
Durante toda la noche había estado sintiendo la fuerte química sexual que había entre
ambos, y si no hubiera sido su prima, hubiera ido más lejos.
—Y esto es sólo el principio —dijo Christina con una sonrisa—. El Führer tiene
planes extraordinarios.
—Hay algo que me tiene sorprendido. Eres una mujer inteligente y seductora, pero
no estás casada. ¿Por qué?
Christina se echó a reír.
—Creo que soy lo que tú podrías llamar una amante entregada.
—¿A quién?
—Al partido nazi.
—Eso también me sorprende. ¿Por qué un viceministro ha de llevar a su secretaria
a un viaje como éste? A menos que se acueste con ella.
—En absoluto —y volvió a reír—. Mi jefe tiende más bien hacia el otro lado. Pero
digamos que yo soy algo más que una secretaria.

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Había algo de misterio en su respuesta, y antes de que Deacon pudiera preguntar


nada más, Christina miró hacia los cuarteles de Kasr-el-Nil donde una escuadra de
granaderos cruzaba las verjas en perfecta formación.
—Mira eso, ni un paso fuera de tiempo. Los ingleses son muy buenos soldados, eso
hay que reconocérselo.
Deacon se estremeció y dijo:
—Se comportan como si fueran un regalo de Dios a este jodido mundo.
—¿Todavía los odias por lo que le hicieron a tu padre?
—Son unos cabrones arrogantes. Siempre lo han sido y siempre lo serán.
Christina se detuvo, le puso una mano en el brazo y, con aire despreocupado, dijo:
—¿Qué te parecería trabajar para tu patria, Harvey? Va a haber una guerra y esta
vez Alemania no puede cometer el error de perderla. Tenemos que plantar las semillas
del triunfo, tener a la gente en su sitio para cuando llegue el momento. Los
simpatizantes de cualquier parte del globo pueden ayudar a nuestra causa. —Lo miró
directamente a la cara—. Inglaterra volverá a ser nuestra enemiga, y Egipto es una
colonia suya, de modo que no quedará fuera del conflicto.
Deacon notó la mano en su brazo y súbitamente fue consciente de una sensación
intensa, agradable, en la ingle, y deseó ardientemente que no hubieran sido parientes.
Se echó a reír.
—¿Así que era eso? Berlín quiere reclutarme para ser un maldito espía. Y nadie
mejor para hacerlo que alguien a quien conozca. ¿Y por qué yo? ¿Qué puedo hacer yo?
—Cumples los requisitos a la perfección. Ciudadano británico, sin lazos aparentes
con la patria, el pasado bien oculto por el velo de la adopción. Un ciudadano
claramente leal a la Corona. Eres el candidato ideal. Y tengo la clara sensación de que
podrías ser muy útil. Bueno, ¿qué dices?
Deacon volvió a mirar el rostro de Christina Eckart, se sumergió en su belleza, supo
que haría cualquier cosa por ella y entonces tuvo un escalofrío al recordar los últimos
días de vida de su padre en el campo, con fiebre y escupiendo sangre.
—¿Qué quieres que haga?
—Primero —dijo, con malicia en los ojos—, quiero que folies conmigo. Después,
quiero que vengas a Berlín.

Tres meses más tarde, Deacon organizó unas vacaciones de diez semanas por
Europa. Lo recogieron en la estación de Zurich, le dieron un pasaporte falso, lo hicieron

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

cruzar la frontera de Alemania en coche, y lo metieron en un coche-cama del expreso


nocturno de Berlín.
En la comandancia del SD Ausland, el servicio de inteligencia de las SS al que
pertenecía Christina, lo sometieron durante tres días a una serie de interrogatorios
rigurosos. Lo aceptaron como agente y empezó inmediatamente un entrenamiento
intensivo que duró dos meses. Aprendió a manejar una radio, a comunicarse en clave,
a leer mapas, a esquivar la vigilancia, y a reunir información. Sobre todo, lo entrenaron
para observar. ¿Dónde estaban los arsenales, los depósitos de combustible o las
instalaciones aeronáuticas enemigos? ¿Dónde se desplegaban las tropas? ¿Artillería?
¿De qué calibre, cuántas piezas, dónde estaba situada? ¿Ferrocarriles? ¿Qué líneas
estaban en funcionamiento, qué había en muelles y depósitos? Fue un trabajo duro,
pero resultó una experiencia excitante, y al verse entre la gente de su padre, Harvey
Deacon sintió por primera vez en su vida cuál era su verdadera patria.
También pasó los fines de semana durmiendo con Christina, sumido en un frenético
éxtasis sexual aún más placentero que el de El Cairo. Era la primera y única vez que
Harvey Deacon sentía un amor apasionado por su vida. Durante el último fin de
semana, mientras hacían el amor, ella le susurró suavemente en la oscuridad: «Haz
cosas maravillosas por el Führer en Egipto, Harvey. Y, quién sabe, quizá algún día
podamos estar juntos.» Deacon volvió a Zurich y pasó diez días recorriendo Europa
para justificar su coartada antes de regresar a Egipto.
Siguiendo instrucciones del SD, y con una transferencia enviada a través de un
banco suizo, compró la totalidad del Sultán Club y amplió el negocio con una licencia
de juego. Cuando por fin empezó la guerra, su empresa resultó ser un hervidero de
chismorreos e informaciones, tal y como habían pronosticado sus jefes. Una vez que
las tropas británicas empezaron a llegar a millares para luchar contra Rommel, los
bares, clubes nocturnos y barrios de mala fama se convirtieron en los lugares en los
que buscaban distracción. No había nada como la bebida y las mujeres para empujar
a un hombre a hablar. Deacon mantenía los ojos y los oídos bien abiertos. Pronto tuvo
más información de inteligencia de la que podía controlar, con contactos e
informadores involuntarios en todos los estratos sociales, desde los subalternos más
bajos del ejército hasta el mismo palacio real. Lo que no transmitía por radio se lo
pasaba a un empleado de la embajada española, que utilizaba la valija diplomática
para enviarlo a Berlín vía Madrid.

Eran las once de la noche pasadas cuando Deacon conducía su Packard negro hacia
Gizeh, pero en vez de tomar la carretera del oeste hacia las pirámides, torció hacia el
sur, siguiendo las orillas del Nilo, y diez minutos más tarde había llegado a la villa.

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La Maison Fleuve era grande, encalada, de dos pisos, tenía cuatro habitaciones,
ventanas con persianas, y un pequeño jardín selvático rodeado de muros con pinchos.
Estaba aislada, tenía su propio embarcadero privado en el río y había sido construida
para uno de los generales de la campaña de Napoleón que quería agradar a sus
amantes. La habían reformado varias veces antes de ser propiedad de los padres
adoptivos de Deacon. Ahora apenas la utilizaba, ya que prefería sus aposentos de la
casa flotante. Por otra parte, la mayoría de las villas de aquella zona eran refugios
discretos de fin de semana de los cairotas ricos, vacíos durante la semana, y en la casa
ni siquiera tenía teléfono.
Detuvo el coche a la sombra de un grupo de banianos del jardín delantero y se bajó
del vehículo. Había luna llena y podía ver la silueta oscura de la gran pirámide de
Keops, a quince kilómetros de distancia, y la llanura de campos de caña de azúcar que
se extendía hasta ella y se prolongaba hasta el desierto.
Abrió la puerta y entró en el vestíbulo a oscuras. La villa no tenía electricidad, pero
en la mesa del vestíbulo había un par de candiles de aceite y consiguió encender uno
con una cerilla. Cerró la puerta tras él y la aseguró con una gruesa barra de hierro que
encajaba en unos ganchos a los lados, precaución que había instalado para aumentar
la seguridad. Nadie podría entrar fácilmente por la puerta principal.
Fue hasta otra puerta que salía del pasillo y la abrió. Una es calera bajaba hacia la
oscuridad. Al fondo de la escalera estaba lo que había sido inicialmente una bodega
de vino: estanterías antiguas cubiertas de polvo, telarañas, docenas de botellas
almacenadas... Pero en general había encontrado otro uso a la cave, el de salida secreta
de emergencia. Al fondo de la bodega había un corto túnel que llevaba hasta una
puerta de hierro con los goznes oxidados.
Deacon quitó el cerrojo, abrió la puerta y penetró una bocanada de aire fresco.
Detrás se alzaban unas altas cañas, y un angosto sendero empedrado conducía al río
oculto entre ellas. Allí había un bote de remos de madera, con un motor añadido,
tapado con una lona embreada. Volvió sobre sus pasos hasta la escalera. Había una
única silla y una alacena. Abrió la puerta de la alacena con llave y sacó de dentro un
transmisor de radio que estaba allí guardado, ignorando la pistola Luger de nueve
milímetros cargada que estaba al lado, luego extendió el cable y fue a conectarlo a la
antena que tenía montada en la pared exterior del túnel, conectó la batería, encendió
el aparato y se sentó en la silla. En la consola se iluminó una lucecita verde, pero tenía
que esperar diez minutos todavía antes de comenzar la transmisión.
Seguía dándole vueltas a lo sucedido en el piso de Hassán. Matar a Evir, el ladrón,
había sido un mal asunto, pero el hombre podía haber hablado y eso lo hubiera echado
todo a perder. Aunque había conseguido aguantar cuatro años de guerra sin que lo
descubrieran, Deacon sabía que los aliados no eran tontos. Desde aquel momento
debían de andar buscando, y buscando con mucho interés, razón de más para ser
especialmente cuidadoso.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Sobre todo ahora que Berlín tenía las pruebas de que Roosevelt y Churchill
visitarían El Cairo. La guerra iba mal para Alemania, y tenía la sensación de que casi
con toda seguridad aquella información provocaría algún tipo de respuesta, ¿por qué
Berlín le había pedido confirmación urgente si no era que Schelienberg pretendía hacer
algo con ella?
Pero tras su informe de la noche anterior, Berlín también sabía que el piso franco
había sido descubierto, y estaba esperando una respuesta. Una vez que la radio estuvo
caliente, la sintonizó. Sus mensajes al Cuartel General del SD eran reemitidos por una
emisora de Roma, y una vez que oyó la señal de llamada preparó su bloc de notas. Esta
vez el comunicado era más largo de lo habitual, y habían transcurrido veinte minutos
cuando oyó las letras AR, indicando que el mensaje había terminado, luego venían
«buena suerte» y «confirme, por favor», y finalmente «K» para el cierre. Respondió con
varias series de erres para indicar que había recibido la transmisión y a continuación
la descifró.
Una vez hecho esto, se quedó mirando el mensaje. La enormidad de todo aquello
era casi demasiado para él, para aceptarlo. La boca se le quedó seca. Notó que las tripas
se le descomponían y empezó a sudar frío por la nuca. Casi le era imposible creer lo
que leía, y lanzó un silbido bien fuerte.
—Bueno, que me aspen —dijo Deacon, sonriéndose a sí mismo de emoción—.
Parece que por fin vamos a trabajar de verdad.

En ese mismo momento, Hassán andaba por las bulliciosas callejuelas de Ezbekiya,
un barrio caótico lleno de casas de huéspedes y restaurantes grasientos, ocupados por
árabes y refugiados europeos.
El hotel Imperial tenía aspecto abandonado, en mitad de una fila de hoteles baratos
similares y edificios de viviendas en decadencia, con persianas destrozadas y fachadas
desconchadas. Ya había estado allí antes, cuando volvió por primera vez a El Cairo
después de atravesar las líneas aliadas. Esta vez había esperado precavidamente en un
callejón del otro lado de la calle durante casi toda la tarde para asegurarse de que el
hotel no estaba vigilado y se podía entrar con seguridad y subir los escalones del
destartalado vestíbulo.
Un hombre robusto, más que gordo, que andaba como si sus pies fueran una cosa
delicada, se presentó en el mostrador comiendo dátiles frescos. Llevaba fez y un traje
suelto gastado, salpicado de ceniza de cigarrillos, tenía las piernas cansadas, resoplaba
moviendo las mejillas carnosas. Apenas si miró la cara de su cliente.
—Está todo completo.
—Primo Tarik.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El hombre palideció al reconocer a Hassán, y le hizo rápidamente un gesto para que


lo siguiese a su despacho. Su cara enrojecida tenía expresión de asombro.
—¿Qué te ha pasado?
—Me busca el ejército. Necesito un sitio seguro para esconderme.
—¿Qué has hecho?
—Puede que haya matado a un soldado británico.
Tarik sonrió.
—Tengo la habitación donde estuviste la otra vez. Allí estarás seguro.
—Te lo agradezco mucho, Tarik.
El hombre gruñó, como si sobraran los agradecimientos:
—Somos de la misma sangre, tenemos el mismo enemigo.
La habitación estaba en el segundo piso. Era pequeña y austera, sólo tenía una cama
individual, sábanas viejas, un espejo rajado colgado sobre un aguamanil y una jarra
desportillados. Parecía una alacena grande reconvertida. La subida había dejado a
Tarik sin aliento, y abrió la puerta con una llave especial que llevaba en el bolsillo.
Señaló un timbre redondo y pequeño encima de la puerta apenas visible porque hacía
mucho tiempo que lo habían pintado del mismo color crema de las paredes, teñidas
ya de amarillo por el humo del tabaco.
—¿Te acuerdas de la señal de alarma?
Hassán asintió con la cabeza. Tarik le había explicado lo del botón del timbre que
tenía debajo de su mesa de despacho. Una vez, precaución. Dos veces, salir.
—Si necesitas cualquier cosa, dímelo —resopló Tarik.
—Mañana tendrás que afeitarme y cortarme el pelo. Te daré dinero para comprarme
un traje de segunda mano.
—Es prudente que te disfraces —respondió Tarik—. Recuerda que la habitación es
muy privada. No figura en el registro, y el personal no tiene llave. Para entrar y salir
discretamente utiliza la salida de incendios que está al fondo del pasillo. Si tienes
cuidado, no te verá nadie. Te deseo muy buenas noches, primo.
Se besaron, Tarik rozó suavemente la mandíbula herida y Hassán se quedó solo. Se
desnudó, se tumbó en la oscuridad, acariciándose la mejilla dolorida con la mano,
lamiendo con la lengua los dos huecos blandos de las encías donde habían estado los
dientes, y con la mente hirviendo de ideas de venganza.
Una cosa era segura. Dijera lo que dijera Deacon, aquel oficial de inteligencia
americano lo pagaría caro.

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CAPÍTULO 14

El Cairo

Weaver soltó un grueso fajo de carpetas sobre la mesa, se quitó la guerrera, se subió
las mangas y se puso a trabajar.
Eran archivos relacionados con los simpatizantes del Eje, al menos de los que el
cuartel general tenía noticia. Con la derrota del Afrika Korps, todos los agentes
alemanes en Egipto conocidos habían sido detenidos, pero el hecho mismo de que
hubieran operado en el país algunos hombres V —es decir, Vertrauensmanner, nombre
en alemán de los agentes— no podía sorprender. Los egipcios eran proalemanes desde
hacía mucho tiempo, y desde al menos cinco años antes de la guerra, el país había
estado lleno de agentes nazis que enviaban a sus jefes un flujo constante de
información, muchas veces importante.
Weaver se había leído el expediente de los más notorios. En 1942, la Abwehr
desembarcó de un U-boat un espía en las costas de Libia. Se llamaba John Eppler,
nacido en Alejandría, de padre alemán y madre egipcia, y llevaba con él una radio y
una maleta llena de billetes de cinco y de una libras esterlinas hábilmente falsificados.
Fue conducido a través del desierto, en un viaje de casi dos mil quinientos kilómetros,
por un explorador húngaro conocido como el conde Almaszy, y consiguió llegar a El
Cairo. Adoptando la personalidad de un joven árabe millonario, Eppler alquiló una
lujosa barcaza en el Nilo, llevó una vida de lujo y champán y utilizó a una serie de
mujeres fascinantes para extraer información de alto secreto a los ingenuos oficiales
aliados. Usando un código cifrado, basado En Rebeca de Daphne du Maurier, iba
transmitiendo sus informes de espionaje a uno de los puestos de escucha de Rommel,
hasta que el cuartel general consiguió atraparlo después de seguirles la pista a los
billetes falsos.
Los simpatizantes eran más numerosos que los verdaderos agentes. Se trataba de
personas cuya postura proalemana era objeto de fuertes sospechas; desde camareros,
chicas de barra y porteros de hotel, bailarinas del vientre y taxistas, hasta diplomáticos
de poca monta, hombres de negocios neutrales, oficiales del ejército egipcio con
inclinaciones profascistas, e incluso miembros importantes de la administración
egipcia. Algunos eran nacionalistas —patriotas o extremistas de la Her mandad

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Musulmana, dispuestos a ayudar a cualquier enemigo a librar a su país de los


ingleses—, en tanto que otros lo hacían simplemente por las emociones o el dinero. Se
sabía que había muchos más simpatizantes entre los cien mil miembros de la
comunidad extranjera de El Cairo, algunos de los cuales eran refugiados o expatriados,
unos obligados por los nazis, otros voluntariamente proalemanes.
Durante la ofensiva de primavera y verano de 1942, cuando los británicos se temían
una derrota, habían detenido y encarcelado a cualquiera del que se sospechase que
trabajaba para el Eje. Pero muchos sospechosos se habían escapado de la red a falta de
alguna prueba razonable o simplemente habían desaparecido antes de que pudieran
detenerlos, y estos expedientes eran los que Weaver repasaba uno por uno. Era muy
cómodo para el general Clayton decirle que tenía que encontrar al espía árabe. Pero
¿qué clase de persona era, de qué se disfrazaba, cuál era su modus operandi? Aun así,
estaba decidido a encontrar al hombre que había intentado matarlo. Cuatro horas
después todavía no había visto todas las carpetas, pero había seleccionado media
docena de sospechosos de ser simpatizantes nazis —cinco egipcios y un comerciante
turco— cuyas descripciones recordaban vagamente al árabe. Llamaron a la puerta y,
acto seguido, apareció Helen Kane con un café en una taza de esmalte.
—He pensado que le vendría bien esto.
—Gracias. ¿Todavía no ha terminado el servicio?
—Estaba a punto de irme. ¿Se encuentra un poco mejor?
Weaver había ignorado el consejo de la doctora de guardar reposo, y lo estaba
pagando. El cuello le ardía.
—No mucho.
—Si le sirve de consuelo —dijo, insegura, después de dudarlo— puedo prepararle
la cena esta noche cuando haya terminado aquí —y sonrió—. Ah, había olvidado que
sólo tiene que tomar líquidos. De todas formas, seguro que puedo apañarle algo. Y
hasta una copa, si está permitida.
—Es muy amable, Helen. ¿Seguro que no será una molestia?
—Si lo fuera, no se lo habría dicho. Le daré la dirección de mi piso.
Apuntó la dirección y le tendió el papel. La puerta volvió a abrirse y entró Sanson,
con una carpeta bajo el brazo. Observó la mano de ella pasándole el papel a Weaver, y
se ruborizó ligeramente.
—¿Todavía por aquí, Helen?
—Ya me iba.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Una vez que Helen Kane hubo salido, Sanson dijo, cortante:
—Bien, Weaver, ¿ha habido suerte?
—Eche una mirada a éstos.
Sanson se quitó la carpeta de debajo del brazo, se sentó en una de las sillas y estudió
los expedientes que Weaver le había dado.
—Así, a primera vista, probablemente sean inofensivos. La mayor parte de los
simpatizantes árabes no tienen ninguna utilidad para Berlín. Muchas palabras y poca
acción. De todos modos, será mejor traerlos y ver qué cara tienen.
Weaver ya había interrogado a los centinelas que estaban de guardia en la
residencia. En los informes de relevo no se había consignado ninguna novedad, pero
el oficial de guardia admitió que el miércoles por la noche, hacia las nueve, había oído
un portazo en una de las habitaciones de la planta baja. Había recorrido personalmente
todo el edificio, pero no había encontrado nada anormal.
—¿Qué hay de los hoteles y los albergues?
—Estamos investigando, pero nos llevará por lo menos uno o dos días más terminar
con todos. Hasta ahora, llevamos un cero. En cuanto al propietario de la casa, su mujer
dice que está en viaje de negocios en Alejandría y que no volverá hasta dentro de un
par de días, pero procuraremos localizarlo antes. —Sanson cogió la carpeta que había
traído y Weaver vio que en la tapa decía en letras rojas: «Alto Secreto»—. No obstante,
me gustaría que le echara una ojeada a una cosa.
—¿De qué se trata?
—El listado de las transmisiones descifradas y no localizadas que Señales recogió
durante el último año.
Weaver sabía que la sección Y del Cuartel General británico y la unidad del Cuerpo
de Señales del ejército norteamericano, con base en la antigua colonia italiana de
Eritrea, barrían las ondas todas las noches, cuando los agentes hacían la mayor parte
de sus transmisiones. Lo grababan todo en cintas perforadas, y las señales procedentes
del norte de África que no se podían adjudicar a alguno de los servicios militares se
consideraban mensajes de espías y se enviaban a Londres y a Washington para que las
estudiasen los expertos.
Sanson abrió la carpeta y le mostró a Weaver un mensaje interceptado sobre
refuerzos de tropas en El Cairo.
—Esto se hizo hace un año, fue un agente cuyo nombre en clave era Besheeba, con
el que nuestros chicos se tropezaron.
—¿Y qué tiene eso de interesante?
—Aparte del hecho de que todavía no lo hemos cogido, verá una coincidencia
bastante notable en uno de los mensajes. Pero mire estos otros primero.

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Le enseñó a Weaver otros dos radios grabados seis meses antes. Esta vez daban
detalles sobre la morid de las tropas norteamericanas y británicas estacionadas en la
ciudad, y la llegada de refuerzos neozelandeses a Maadi, un suburbio de El Cairo.
—¿Algo de esto es verdad?
—La información es impecable. No es un vulgar recolector de rumores y
habladurías, no hay duda de que es un profesional bien entrenado. Mire estos
mensajes; breves pero detallados. Radios que se han detectado un par de docenas de
veces en los últimos dieciocho meses, pero generalmente manda mensajes breves y eso
dificulta la localización de su transmisor.
—¿Y sabemos algo de él?
—Suministra informaciones excelentes, probablemente vive en El Cairo, entra en
contacto con personal militar y firma Besheeba. Pero aparte de eso, nada de nada.
—¿Y qué hay de esa coincidencia de la que habló?
—Bien, aquí es donde la cosa se pone interesante. —Sanson se frotó la cicatriz de la
mandíbula—. Esto lo recogieron el jueves pasado de madrugada, justo después de la
medianoche —dijo, y le alargó otro papel a Weaver.
Esta vez, el mensaje era largo, y contenía sólo una serie de letras y números
incomprensibles. Weaver miró a Sanson.
—No lo entiendo. Todavía está cifrado.
—Poco después de que capturásemos a Eppler, los alemanes reajustaron sus
operaciones y cambiaron el código de Besheeba. Al parecer, se ha pasado a protocolos
únicos que probablemente son imposibles de descifrar. De todos modos, ésa no es la
cuestión. Besheeba no transmite a menudo, y cuando lo hace, la información suele ser
bastante importante. Sabemos que Evir fue asesinado en algún momento durante la
noche del miércoles pasado. Y no mucho después, la sección Y captó esta transmisión.
No digo que ya hayamos establecido una relación entre ambos hechos, pero es una
coincidencia interesante, ¿no le parece?
—¿Cree usted que Besheeba transmitió el mensaje?
—Me apostaría el cuello.
—¿Por qué?
—No sólo porque empleó una de las mismas frecuencias, sino porque, además,
todos los operadores de teclados morse dejan lo que los chicos de Señales llaman «la
firma». Es una especie de marca personal, si usted quiere, una manera específica de
pulsar la tecla de morse. Fuerte o suave, de prisa o despacio, todos tienen un cierto
ritmo y un cierto tempo exclusivo de la persona que maneja la tecla, de tal modo que el
personal de Señales experimentado que lo oye generalmente puede distinguir a un
transmisor de otro sin problemas. Y el tipo que captó la señal el jueves pasado es un

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muchacho con experiencia que ya había escuchado las transmisiones de Besheeba


muchas veces. Ha reconocido el estilo, la firma, y jura que era él.
—¿Y usted cree que Besheeba puede ser nuestro amigo árabe?
—Dios sabe, pero supongo que cabe esa posibilidad. Como le dije, es un profesional,
y según mis cálculos no puede haber muchos espías nazis de pura raza todavía en El
Cairo. —Sanson alzó la vista: eran más de las nueve y ya de noche. Volvió a guardar
los mensajes interceptados en la carpeta y se levantó—. Muy bien, esto es todo por
hoy. Nos veremos aquí a las seis de la mañana. Usted puede seguir con sus
expedientes.
—¿Y usted?
—Hay una pila de informes de inteligencia que capturamos cuando los boches
evacuaron Túnez. Están almacenados en uno de los depósitos del distrito de Ezbekiya.
Hasta ahora no los hemos revisado, sobre todo porque no ha habido mucha urgencia
y necesidad desde que Rommel se llevó su revolcón. Mi alemán es mediana mente
bueno, pero he nombrado a un par de traductores para que me ayuden a revisarlos
mañana por la mañana a primera hora.
—¿Para qué?
—Para ver si hay alguna referencia a Besheeba.
—¿Cree que es posible?
—De momento, es todo lo que se me ocurre —contestó Sanson, encogiéndose de
hombros—. Siempre es posible que la gente de Rommel lo conociera y recogiesen
directamente sus mensajes. Eso tiene cierto sentido. En aquella época, los alemanes
andaban disparados, y necesitaban la información de su inteligencia rápidamente.
Esperar a que pasase por Berlín podía costarles un tiempo muy valioso.
—Cuando haya terminado aquí mañana me gustaría pasar por allí, si no le molesta
a usted la compañía.
Sanson levantó la ceja de su ojo bueno.
—¿Está buscando una medalla, Weaver?
Weaver alargó el brazo para coger su guerrera.
—No, sólo a un espía alemán muy peligroso.

El piso de Helen Kane estaba en la calle Ibrahim Pachá. Weaver se duchó y se


cambió en su casa, el cuello todavía le latía, pero intentaba no tomar las píldoras de
morfina hasta que el dolor se hiciera insoportable. Salió a la calle, llamó un taxi y fue

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hasta los jardines de Ezbekiya, donde decidió que necesitaba tomar el aire y hacer un
poco de ejercicio y que iría andando el resto del trayecto.
Se tomó su tiempo, y paseó a través del Birka, el conocido barrio de mala nota. Era
un lugar ajetreado, bullicioso de ruidos y voces, con patrullas de policía militar. La
zona quedaba marcada con unas señales blancas con una X negra que significaba que
estaba vetada a los militares, pero eso no hacía desistir a los soldados. En unas terrazas
pequeñas, chicas jóvenes y mujeres maduras se refrescaban con abanicos de papel. La
mayoría eran egipcias, algunas nubias y sudanesas de piel oscura, y sonreían y
saludaban con la mano a los hombres que pasaban por debajo, ofreciéndoles sus
cuerpos mientras sus chulos árabes proponían el servicio. «Hola, amigo, ¿te gusta esa
chica? Muy bonita, muy limpia. Precio especial.»
Weaver los alejó con la mano. Alguna vez había venido al Birka por comodidad,
como hacían la mayoría de oficiales y tropa, solteros o casados, pero la experiencia
siempre le había dejado con una sensación de vacío. La verdad, si estaba dispuesto a
admitirla, era que en más de cuatro años no había logrado olvidar a Rachel Stern.
Aquél le parecía el único momento de su vida en que realmente había querido a
alguien, se había sentido profundamente enamorado, y todo lo que le había sucedido
después le resultaba infinitamente inferior a aquello. Alejó ese pensamiento mientras
caminaba y se recordó a sí mismo que iba a ver a Helen Kane.
Como siempre, en las calles, oficiales y tropa luchaban contra una permanente
carrera de obstáculos. Además de los proxenetas, los acosaban tullidos, vendedores y
mujeres con niños llorosos de caras cubiertas de polvo y moscas, todos mendigaban
lastimeramente. Pilluelos limpiabotas corrían al lado de cualquiera con un aspecto
vagamente extranjero suplicando trabajo. Un pensamiento le vino a la mente: ¿qué
posibilidades tenían de encontrar a un agente enemigo en medio de aquella ciudad
caótica, de aquel hormiguero sin orden?
Cinco minutos después llegaba al piso de Helen Kane. Resultó ser un apartamento
limpio y cuidado de dos habitaciones, con una cocina minúscula. Había un carrito de
bebidas con un par de botellas y unos cuantos vasos. Cuando le abrió la puerta, Helen
seguía vestida de uniforme.
—Jenny, la chica que vive conmigo, se ha ido una semana a Alejandría —y le explicó
que se trataba de una mecanógrafa del cuartel general norteamericano—. Conoció a
un capitán de la RAF que la ha hecho enloquecer. Puede servirse una copa. Yo estaba
a punto de ducharme y cambiarme.
Cuando Helen salió de la habitación, Weaver se sirvió un whisky. La quemazón del
cuello era insoportable, por lo que se tomó dos píldoras de morfina, bebió un trago y
observó el piso. Había montones de libros en las estanterías, la mayoría sobre Egipto
y algunas novelas, y se fijó en una foto de un hombre atractivo con uniforme de la
marina. En el cuarto hacía calor, y cuando Helen Kane volvió abrió una de las
ventanas. Llevaba una falda azul oscuro, una blusa blanca y el pelo suelto sobre los

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hombros. Era la primera vez que Weaver la veía sin uniforme —incluso en la fiesta del
Shepheard's iba de caqui— y el cambio era notable.
—¿Algo va mal? —preguntó ella.
—Parece otra persona, eso es todo.
—¿Eso quiere decir que ya no parezco una oficial de inteligencia militar?
—Quiere decir que está... preciosa.
—Gracias —y se ruborizó. Se sirvió una copa y fue a sentarse junto a él—.
¿Encontraremos a ese espía árabe?
—Es preciso. No podemos saber en qué está metido. Tiene una radio. Con una radio
podría entrar en contacto con Berlín o con algún puesto de escucha que retransmita
sus mensajes.
Weaver posó el vaso y miró la fotografía de la repisa, y antes de que tuviera
oportunidad de preguntar, ella le dijo:
—Peter era mi novio. Estaba en Creta hace dos años largos, cuando la invadieron
los alemanes. Desde entonces no he tenido noticias de él.
—Lo siento.
—Ya lo he superado, pero me llevó mucho tiempo.
—Hábleme de usted —dijo, y cuando vio su media sonrisa, Weaver añadió—: ¿Qué
es tan gracioso?
—Usted, haciéndome una pregunta personal como ésa. Es difícil acostumbrarse a
eso con tanto formalismo militar en el trabajo. Pero no hay mucho que contar. Mi padre
trabajaba en El Cairo en un despacho de abogados ingleses y conoció a mi madre.
Vivimos aquí mientras yo era niña y después nos fuimos a Inglaterra.
—¿Dónde está su padre ahora?
—Murió cuando yo tenía doce años.
—¿Y su madre?
—Vive en Boston. Volvió a casarse, con un abogado norteamericano muy agradable.
—Sonrió levemente y después rellenó el vaso de Weaver y se lo tendió—. Ahora le
toca a usted. ¿Cómo acabó destinado en Egipto?
Se vio a sí mismo contar su época en Saqqara, hablar de Rachel Stern y Jack Halder.
Había algo allí que Weaver no podía ignorar, una química sexual de la que era
consciente desde la fiesta del Shepheard's. Veía la firme silueta de sus pechos a través
de la blusa de algodón, y la forma de cruzar aquellas piernas desnudas, suavemente
bronceadas, le excitaba. Eran tiempos de guerra, la muerte era una posibilidad cierta,
y la gente se consolaba como podía, y comprendió que si se quedaba allí más tiempo
podría hacer alguna tontería.

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—¿Qué pasa? —preguntó Helen.


—No, nada —mintió—. Creo que es mejor que me marche. Gracias por la copa —
dijo, y se puso de pie, pero se sintió mareado. La mezcla de morfina y alcohol había
resultado una combinación explosiva y se le había subido a la cabeza. Se tambaleó.
—¿Qué sucede?
—Estoy un poco mareado, nada más. Buscaré un taxi.
—Quizás debería descansar un rato. Ha perdido mucha sangre. Y no quiero ni
pensar que pueda desmayarse en cualquier taxi. Los taxistas de El Cairo no son de fiar.
—Titubeó un momento y luego añadió—: Si quiere quedarse, está la cama de Jenny.
Weaver la miró a la cara. Pero la vio borrosa.
—Está... ¿está segura?
—Sí, completamente segura.

Helen lo llevó a una habitación amplia con una cama estrecha. El cuarto olía
vagamente a perfume y junto a la cama había una lamparilla apagada. La encendió y
luego lo ayudó a quitarse la chaqueta. El alcohol y las pastillas seguían haciendo su
efecto. Weaver se inclinó hacia adelante y trató de besarla, y se sorprendió cuando ella
abrió la boca con pasión. Se besaron largamente y luego ella le preguntó:
—¿Cómo te sientes?
—De repente, mucho mejor.
Ella se rió y una chispa pareció saltar entre los dos, en la mirada sonriente, incitante
de ella. Weaver le acercó la mano a la mejilla.
—¿Sabes lo que dicen de las mujeres egipcias?
—No. Dime.
—Que hablan con los ojos. Durante siglos, ése era el único modo que tenía una
mujer con velo para comunicar sus sentimientos a un hombre, y ese hábito enraizó
profundamente.
—¿Y qué dicen mis ojos? —preguntó ella con una sonrisa.
—Montones de cosas. —Weaver se sonrojó—. Algunas no se pueden decir —dijo,
pasándole suavemente la punta de sus dedos por la cara—. Otra cosa que he notado.
En la fiesta del Shepheard's, Sanson no podía apartar los ojos de ti. No es que él y yo
lo hayamos hablado, pero tengo la sensación de que cree que hay algo entre nosotros.
Y que eso no le gusta.
—¿Y hay algo entre nosotros?

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—Eso está en tus manos. Cuéntame algo de ti y de él.


—Fuimos a cenar un par de veces. Me envió flores y parecía un poco interesado. Me
dijo que le recordaba a su mujer. Murió, ya sabes, en uno de esos convoyes que se
llevaban a las mujeres de los oficiales a Inglaterra durante la ofensiva. Lo hundió un
U-boat. No llevaban mucho tiempo casados. Me imagino que por eso odia tanto a los
alemanes. La desesperación que sintió por esa muerte probablemente lo ha endurecido
frente a muchas cosas, y tal vez ésa sea la razón de que ponga tanto interés en su
trabajo. Hay veces que casi parece que para él la guerra sea algo personal, y que está
intentando devolver a los alemanes lo que le hicieron. —Su voz se suavizó—. Creo que
le costó un gran esfuerzo pedirme que saliera con él, y la verdad es que me gustaba...
—¿Pero?
Ella le puso un dedo sobre los labios.
—Pero no tanto como tú.
Le sostuvo la mirada. Weaver se sentó en la cama. Helen se desabrochó lentamente
la blusa, dejando ver unos pechos redondos, llenos. Se soltó la falda, que cayó al suelo,
y Weaver absorbió el castaño claro de su piel, las piernas suaves, la curva de sus
caderas. Alargó la mano hacia ella, la hizo tenderse a su lado, y los brazos de ella se
cerraron sobre su cuello, la boca se ciñó a sus labios mientras él movía las manos sobre
sus pechos y entre sus muslos.
Allí tumbados, lo besó en el pecho, mordió sus pezones, hizo rápidos movimientos
de lengua por todo su cuerpo, bajando hacia el vientre y entre sus piernas, y después
lo tomó en su boca cálida y aterciopelada, y lo movía dulcemente haciéndole olvidar
el dolor, extendiendo por todo su cuerpo una cálida sensación de éxtasis. Entonces,
Helen levantó la mirada, apartándose un mechón de pelo de la cara.
—¿Qué tal? ¿He conseguido volverte un poquito loco?
—Más que eso.
Sus ojos volvieron a encontrarse.
—Ven dentro de mí, Harry.
Dudó un instante, pero luego se puso sobre ella, y contempló su rostro mientras se
introducía en su interior y ella gemía dulcemente de placer.

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CAPÍTULO 15

Berlín
16 de noviembre, 07.00 h

Era una mañana helada y todavía estaba oscuro cuando el Mercedes oficial se
detuvo ante el despacho del comandante del cuartel de instrucción de las SS en
Lichterfeld. Al salir del coche, Halder vio a Schelienberg asomarse en el hueco
iluminado de la puerta con el abrigo de cuero de su uniforme de oficial puesto sobre
los hombros y una cartera bajo el brazo.
—Bueno, Jack, ya veo que lo ha hecho. Confío en que haya dormido bien.
—Dejémonos de menudencias. No estoy de humor.
—¿Debo entender que sigue enfadado porque no le hemos permitido ver a su niño?
—¿Y a usted qué coño le parece?
—Lo siento, pero era imposible. Bueno, no perdamos más tiempo. Ya tengo la sala
de juntas organizada. Kleist y Doring están esperando. El coronel Skorzeny vendrá
más tarde para conocerlo personalmente.
—¿Dónde está Rachel?
—Durmiendo en una de las cabañas del cuartel. Le han dado medicación para que
descanse y recupere fuerzas. Esta tarde podrá verla.
—Todavía no me ha explicado la segunda razón por la que ella es tan importante
en esta misión.
—Se lo explicaré antes de que llegue la hora de partir. Sígame.
Schelienberg lo condujo hasta un recinto cerrado con alambrada de espino y
vigilado por una docena de soldados de las SS con ametralladoras y un par de perros
alsacianos de mirada torva bien sujetos. Un cartel a la entrada decía: «Personal
estrictamente autorizado.» Schelienberg mostró su pase y los dejaron pasar. Al otro
lado del patio del recinto había un edificio de ladrillo rojo, largo y de una sola planta
con un reflector que iluminaba la entrada. Dos guardias SS con perros estaban frente
a la puerta, y ambos se pusieron firmes y dieron un taconazo cuando Schelienberg
avanzó para abrirla.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Precauciones de seguridad —comentó tras hacer pasar a Halder y cerrar la puerta


a sus espaldas—. Esta misión es de alto secreto, así que todas las precauciones nunca
son suficientes. A cualquiera que pretenda entrar sin mi autorización personal le
dispararán sin previo aviso, si es que no lo han pillado antes los perros. Esos animales
pueden matar a un hombre en irnos segundos.
El interior del edificio era amplio y funcional, y parecía una aula, con una mesa de
madera dando frente a tres sillas, una pizarra y una estufa de cerámica en el medio.
Había dos hombres de pie junto a ella, calentándose las manos, ambos con traje de
paisano. Uno tenía treinta y muchos años y era muy evidente su condición militar,
ancho y fuerte, con la cara marcada y la nariz aplastada. Parecía un estudio de la
brutalidad, sus ojos negros insinuaban su naturaleza salvaje. El segundo hombre
andaba por los veintitantos, tenía aspecto rudo, cara afilada y una boca fina, cruel.
—Ya conoce al comandante Kleist. Y este joven es el Feldwebel Doring, de las SS.
Le presento al comandante Halder.
—Bueno, Halder —dijo Kleist, alargando la mano—, volvemos a vernos. La última
vez fue en una operación contra los partisanos cerca de Sarajevo, si mal no recuerdo.
Halder ignoró la mano que le ofrecía Kleist.
—Lo recuerdo muy bien. Y no puedo decir que sea un placer verlo de nuevo,
después de comprobar cómo trataba a los prisioneros.
Kleist se ofendió, y los ojos se le estrecharon peligrosamente.
—En la guerra, comandante, los métodos rudos son necesarios muchas veces. Eso
tendría que saberlo.
—Yo soy un soldado, no un carnicero, Kleist. ¿O es que quizás no entiende cuál es
la diferencia? Y no creo que se pueda decir que violar y torturar mujeres sea un modo
honorable de llevar una guerra. Su conducta ensucia el uniforme alemán. Si hubiera
estado en mi mano, habría hecho que lo fusilaran.
—Es extraño que opine usted eso —dijo Kleist, levantando las cejas y sonriendo con
malicia—, teniendo en cuenta que acabé recibiendo una mención por mis méritos.
Pero, obviamente, el comandante no tiene estómago para un trabajo así.
Halder ignoró la provocación. Doring, el Feldwebel, tenía una sonrisa torva en la
cara, como si aquello le divirtiese, y a Halder le cayó mal nada más verlo.
—Encantado de conocerlo, mi comandante —dijo Doring.
—Encantadísimo, estoy seguro.
—Bien —dijo Schelienberg con un suspiro, y colocó su cartera sobre el escritorio—,
ahora que ya ha quedado perfectamente claro que van a llevarse todos como perros y
gatos, siéntense, caballeros, y seguiremos adelante.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Schelienberg abrió la cartera, sacó unos cuantos mapas y desplegó uno muy
detallado del norte de Egipto.
—Les daré a ustedes los detalles exactos dentro de un momento, pero dicho de
modo breve y sencillo, la estructura de la misión es la siguiente: volarán al norte de
Egipto, donde los recibirá uno de nuestros agentes locales en un campo de aviación
fuera de servicio en el desierto, y los ayudará a llegar a El Cairo disfrazados como un
grupo de arqueólogos. Allí se encontrarán con uno de nuestros agentes egipcios que
los acomodará en una casa segura. A partir de entonces, y rápidamente, como se
pueden imaginar, porque consideramos que la misión debe realizarse en no más de
tres días, harán cuanto puedan para descubrir exactamente dónde se alojarán
Roosevelt y Churchill en la ciudad. Sospechamos que será en el Mena House, pero eso
ya lo veremos después. Una vez hayan conseguido confirmar esa localización, tendrán
que elaborar un plan para que podamos romper las medidas de seguridad de los
líderes aliados y llegar lo bastante cerca de ellos como para matarlos. Una vez hecho
esto, y asumiendo que hayan alcanzado todos sus objetivos, lo demás es muy sencillo.
Avisarán por radio a Berlín y enviaremos al coronel Skorzeny y a sus paracaidistas,
que se reunirán con ustedes en un pequeño aeródromo a las afueras de El Cairo, que
ustedes tendrán que haber ocupado y asegurado previamente. Una vez que Skorzeny
aterrice, le explicarán con todo detalle los datos y lo llevarán, a él y a sus hombres, al
punto donde tengan ustedes determinado que estarán Roosevelt y Churchill, y los
ayudarán a entrar allí. Después, Skorzeny deberá terminar el trabajo, y ustedes
quedarán fuera. No creo que tenga que repetirles lo importante que es esta misión para
la supervivencia de Alemania. Es absolutamente imprescindible que tenga éxito. Sus
objetivos, sin importar los obstáculos con que se tropiecen, serán firmes: llegar a El
Cairo y realizar su tarea. No podrán abortar la operación bajo ninguna circunstancia,
a menos que reciban instrucciones personales mías. ¿Comprendido?
—¿Cómo nos mantendremos en contacto? —preguntó Halder.
—Besheeba, el agente al que encontrarán en El Cairo, tiene un transmisor de radio.
Sus mensajes se envían a Berlín a través de un reemisor en Roma. Si el tiempo lo
permite, normalmente podemos comunicar entre nosotros en una hora, dos como
máximo. También hay un puesto de escucha alternativo en Atenas, en caso de que
haya problemas. —Schelienberg dio un golpecito sobre uno de los mapas—. Bien,
pasemos a los detalles. Los italianos se han rendido, ya lo sabemos, pero nuestras
tropas todavía ocupan la mitad norte de Italia, incluida Roma, lo que significa estar a
menos de tres horas de vuelo de la costa africana. Dentro de cuatro días volarán
ustedes a Roma para quedarse en situación de espera. Suponiendo que nos confirmen
desde Egipto que todo está preparado para su llegada, nuestra intención es que
aterricen ustedes en un aeropuerto abandonado de la RAF en el desierto, aquí, cerca

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de un pueblo llamado Abu Sammar, treinta kilómetros al suroeste de Alejandría,


aproximadamente a las cinco cero cero de la madrugada del salto.
»Ese campo de aviación, en realidad, no es más que una pista llana de arena, pero
es ideal para nuestros propósitos. Está en el desierto, por allí sólo hay un par de
familias beduinas que acampan a unos pocos kilómetros, pero que no los molestarán
a ustedes. Nuestro agente ya tiene instrucciones de ir a buscarlos. Indicará al avión
desde tierra el punto donde deben saltar, y los llevará a Alejandría. Allí tomarán el
primer tren para El Cairo, que sale a las siete de la mañana, y llega a la estación de
Rameses un poco más de dos horas después. Si todo sale de acuerdo con el plan,
contactarán con Besheeba, que los llevará a una casa segura.
—¿Cómo entraremos en contacto? —preguntó Kleist.
—Hay un café muy conocido que se llama el Jardín del Faraón, justo al otro lado de
la calle, frente a la estación de Rameses. En cuanto bajen del tren, vayan allí, siéntense
a una mesa de la terraza y pidan todos café. Uno de ustedes llevará los billetes del tren
en la cinta del sombrero como contraseña para reconocerlos. Un hombre entablará
conversación con ustedes; llevará un sombrero panamá, un ejemplar de la Egyptian
Gazette bajo el brazo izquierdo y una rosa en la solapa. —Schellenberg sonrió—. Un
truco muy viejo, pero los más viejos siempre son los mejores. Les preguntará el camino
más corto para ir al Museo Egipcio. Le dirán que ustedes también van allí y pueden
enseñarle el camino. Más tarde repasaremos todos los detalles exactos, incluyendo las
señales de aviso, en caso de que ustedes o su contacto crean que la reunión corre
peligro y se hace preciso tener una cita alternativa. Si por algún motivo pierden el
primer tren, su contacto volverá a acudir a la hora de llegada de cada uno de los
sucesivos trenes de Alejandría de ese día, hasta el primero de la mañana siguiente. Si
para entonces todavía no han aparecido, tendrá que sospechar lo peor.
—¿Y si no aparece nadie en el campo de aviación? —preguntó Halder.
—El hombre que los esperará es de mucha confianza. Le he dado instrucciones
personalmente de que espere hasta que su avión llegue a la cita.
—Pero todavía no nos ha dicho qué pasa si no aparece.
—Siempre tan precavido, Jack. —Schelienberg mostró una leve sonrisa—. Pero para
que esté tranquilo, si sucede algún imprevisto, habrá una motora esperando aquí —
señaló en el mapa—, en el delta del Nilo, justo a la salida de la ciudad de Rashid. Por
el río se va directamente a El Cairo, son unas seis horas. Los detalles, después, ya digo.
—Pero Rashid está por lo menos a treinta kilómetros de Alejandría —dijo Halder
comprobando el mapa.
—No capta usted la cuestión. Si hay dificultades en tierra, y rodeados de desierto
por todas partes, la única alternativa plausible que se ofrece para ir a El Cairo es la ruta
del río, y Rashid es uno de los puntos más próximos para acceder al Nilo. Besheeba
considera que la ruta es una apuesta segura, en caso de que hayan tenido problemas.

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También hemos dispuesto que él les suministre todo el equipo necesario, desde armas
a transporte y cualquier otra cosa que precisen. —Schelienberg sonrió—. Ya le he dado
una lista de cosas que probablemente necesiten para que las consiga. Tres camiones
del ejército norteamericano, para transportar a los hombres de Skorzeny desde el otro
aeródromo, cerca de El Cairo, un jeep y uniformes de la policía militar para ustedes,
Kleist y Doring, así como todos los papeles de transporte necesarios para que puedan
moverse por la ciudad cómodamente mientras lo preparan todo. Esta tarde
repasaremos la lista. Pero hay otra razón que justifica el jeep y los uniformes, a la que
ahora vamos.
—Pido permiso para hablar, Herr general.
—Sí, Kleist.
—¿Está usted seguro de que ese tal Besheeba es de confianza?
—Completamente. Es un hombre que ha demostrado ser muy útil, y es uno de
nuestros mejores agentes. Tendrá ayuda, por supuesto: un árabe, antiguo agente de
Rommel.
—Nunca me he fiado de esos árabes —señaló ácidamente Kleist—. Son todos unos
tramposos.
—Es un tipo de confianza, Kleist. Así que trátelo con respeto cuando llegue el
momento, a pesar de que pertenezca a una clase mentalmente inferior para los
estándares de las SS. Es una orden. ¿Comprendido?
—Sí, Herr general.
—¿Alguna pregunta más? ¿Sí, Doring?
—¿Y qué pasa con nuestro transporte aéreo, Herr general? Correremos un gran
riesgo al volar sobre territorio enemigo en un avión de la Luftwaffe.
—Yo no me preocuparía por eso —dijo Schelienberg con una gran sonrisa—. Todo
está previsto. De hecho, les tengo guardada una interesante sorpresa para cuando
llegue la hora.
—¿Y los papeles?
—Cada uno tendrá un juego completo de documentos falsos, todos los que puedan
llegar a necesitar se les darán antes de partir. Jack, usted asumirá una identidad
norteamericana, naturalmente. Y ustedes, Kleist y Doring, serán sudafricanos. La
señorita Stern tendrá papeles a nombre de una judía alemana. En Egipto, los judíos
alemanes no han sido internados como los demás alemanes, y son libres de ir a donde
quieren. Esperemos que no los molesten demasiado las autoridades egipcias. Tengo
entendido que tienen la manga bastante ancha en cuestiones como la comprobación
de papeles. Pero para aseguramos de que están bien preparados he organizado una

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

sesión para que tres de mis mejores oficiales de contraespionaje los interroguen a
fondo sobre sus coberturas, y también a la chica.
—Espere un momento —lo interrumpió Halder—. Está muy bien que nuestro
agente en El Cairo nos facilite esos tres camiones militares americanos para llevar a los
hombres de Skorzeny desde el aeropuerto después de que aterricen y acercarlos a
donde estén Roosevelt y Churchill. Pero estamos hablando de un centenar de
paracaidistas alemanes en uniforme de combate. Si, por cualquier razón, paran a los
camiones en algún control, estaremos perdidos.
—Tenemos un pequeño as en la manga —dijo Schelienberg, sonriendo— que
resolvería ese problema del que habla. Todo a su debido tiempo, Jack. Ya conocerán
todos los datos antes de partir. Pero dense cuenta de que el papel de Skorzeny en la
operación se hará a velocidad de relámpago, sin pérdidas de tiempo. Una vez en tierra,
y en cuanto hayan hablado con Skorzeny y le hayan proporcionado todos los detalles
importantes que precise, los paracaidistas lo llevarán a él y a sus hombres directamente
a los objetivos, y espero que sin ningún rodeo innecesario.
Puso a un lado el mapa de Egipto, buscó uno detallado de El Cairo y sus alrededores
y lo extendió sobre la mesa.
—Y, ahora, vamos a lo más complicado, el Mena House de Gizeh, donde
suponemos que estarán los líderes aliados. Todo lo que sabemos seguro es que los
alrededores de esa área han sido fuertemente fortificados y han establecido una
estricta vigilancia. Tenemos algunos detalles precisos de la distribución del hotel,
tomada de la información turística publicada antes de la guerra, y esta tarde la
estudiaremos. Pero espero que Besheeba tenga información más detallada cuando los
vea en El Cairo. Número aproximado de tropas, detalles de la defensa del recinto, y
demás. Sin embargo, repito, la cuestión fundamental es que, antes de que comience
nuestro ataque, hayan encontrado un modo de entrar en los terrenos de ese recinto y
confirmar que Roosevelt y Churchill se alojan allí. Y, si es así, en qué lugar
exactamente. El trabajo más difícil es entrar y volver a salir con la información
necesaria. Tendrán que hacerlo de alguna manera, y sin que los descubran.
Schelienberg señaló el mapa de El Cairo.
—Dando por hecho que han logrado eso, tendrán que ocupar y asegurar este campo
de aviación, aquí, a irnos veinte minutos en coche del hotel, para que los hombres de
Skorzeny puedan aterrizar sin problemas. Hemos considerado la posibilidad de
lanzarlos en paracaídas, pero es demasiado arriesgado. Los paracaídas son fáciles de
descubrir en el aire, y se daría la alarma. La pista de aterrizaje está diez kilómetros al
sur de Gizeh, junto a un pueblo que se llama Shabramant. Es un campo de
entrenamiento de las Reales Fuerzas Aéreas de Egipto, una organización insignificante
que es más bien simbólica, y esa pista sólo la usan muy de tanto en tanto ingleses y
norteamericanos. Al parecer, y según informes anteriores de Besheeba, tiene muy poca
vigilancia, pero si consideramos que El Cairo está a punto de recibir la visita de

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Roosevelt y Churchill, puede que ya no sea el caso. Así que es otro problema que
tendrán que resolver cuando estén allí.
—¿Y cómo va a conseguir que un par de aviones cargados de paracaidistas de las
SS pasen las defensas aéreas aliadas?
—Siempre hay un modo de hacerlo. —Schelienberg sonrió a Halder—. Exactamente
de la misma manera que los pasaremos a ustedes. La verdad es que es bastante
ingenioso. Pero, como ya les dije, tendrán que esperar para conocer cuál es la sorpresa.
Y en cuanto a sacarlos después, les daré los detalles necesarios mucho antes de que se
vayan, pero de momento la intención es que regresen a Shabramant, donde los estará
esperando uno de nuestros aviones para llevárselos. Junto con Besheeba, he de añadir.
Después de esto, se habrá acabado su misión en Egipto. Si las cosas se ponen
espantosamente mal en Shabramant, lo cual no pasará, Besheeba ya habrá organizado
una ruta alternativa para huir. Él les dará los detalles cuando lleguen.
—Pero marcharnos por aire será muy arriesgado. Para entonces, los aliados ya
tendrán la defensa aérea en alerta.
—Para cubrir esa eventualidad —dijo Schelienberg con paciencia— he organizado
un par de incursiones aéreas sobre Alejandría y El Cairo desde nuestras bases de Rodas
y Creta como señuelo, nada más aterrizar los hombres de Skorzeny, la Luftwaffe se
encargará de que estén ocupados unas cuantas horas. ¿Sí, Kleist?
—¿Cuándo conoceremos a la chica?
—Pasado mañana, cuando les entreguemos la ropa y los efectos personales. Como
ya he dicho, ella no conocerá el verdadero propósito de la misión, así que ninguno de
ustedes comentará nada relevante delante de ella. Sean especialmente precavidos en
eso.
Llamaron a la puerta y Schelienberg dijo:
—Adelante.
Un hombre gigantesco entró en la habitación con aire de absoluta confianza en sí
mismo, como si fuera capaz de atravesar una pared de ladrillos sin hacerse ni un
rasguño. Medía bastante más de uno ochenta y cinco, tenía hombros de toro y un rostro
duro que parecía labrado en la roca. Llevaba uniforme de coronel de las SS con
distintivos de paracaidista y la Cruz de Caballero orgullosamente exhibida en el cuello.
Hizo el saludo nazi y dio un taconazo.
—Herr general.
—Coronel Skorzeny —dijo Schelienberg, radiante—. Llega usted en el momento
justo. Estaba terminando mis instrucciones preliminares. Éste es el comandante
Halder.

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Skorzeny devolvió el saludo y le tendió una mano gigantesca que apretaba como
una tenaza.
—Es un placer conocerlo, comandante.
—Por lo que he oído, el placer tendría que ser sólo mío —dijo Halder, encogiéndose
de hombros—. Tengo entendido que los periódicos del Reich lo califican como el
hombre más peligroso de Europa. Rescatar al signore Mussolini fue una buena hazaña.
—Y espero repetirla, incluso con más éxito. Pero también usted tiene un expediente
envidiable, Halder. Impresionante, debo decir. Me gustaría contar con un oficial como
usted en alguno de mis batallones paracaidistas.
—Lamentablemente, coronel, prefiero tener los pies bien asentados en el suelo. Es
mucho más seguro.
—Qué lástima. —Skorzeny se encogió de hombros—. Pero ¿quién sabe? Tal vez
cambie de idea después de esta pequeña aventura. —Se volvió hacia Schelienberg—.
Pero, discúlpeme, Herr general. Estoy interrumpiendo sus explicaciones.
—En absoluto. Ya casi habíamos terminado.
Se volvió hacia los otros.
—Sólo falta el asunto del jeep y los uniformes de la policía militar, que ya les dije
que volveríamos a ello. Como se pueden imaginar, en el recinto protegido tendrán que
cambiar las guardias, tendrán que hacer relevos. Besheeba tendrá detalles más precisos
de los cambios de guardia cuando ustedes lleguen, pero me parece que ahí se podría
presentar la oportunidad de introducirse en el recinto.
—¿Cómo? —preguntó Halder.
—A una persona tan capaz como usted —sonrió Schelienberg—, y con su talento,
seguro que se le ocurrirá alguna idea, Jack. ¿Tienen alguna pregunta más?
Permanecieron en silencio. Schelienberg seguía de pie, con las manos en las caderas.
—Bien. Durante los próximos días se familiarizarán ustedes con sus identidades
falsas. Estudiarán los mapas a conciencia hasta que El Cairo y Alejandría les resulten
conocidos, porque no queremos que nadie se pierda. Repasaremos nuestros planes y
los planos del Mena House con el coronel Skorzeny, que se reunirá con ustedes
algunos ratos en estos próximos días para comprobar sus progresos y asegurarse de
que todos conocen al dedillo los detalles pertinentes de su parte de la misión. Y para
que lo sepan, yo los acompañaré hasta Roma cuando llegue el momento para ponerlos
en camino y desearles buena suerte.
Miró a Kleist y a Doring.
—En cuanto a las preguntas que puedan tener referentes a los rudimentos de la
arqueología, al objeto de mejorar sus tapaderas, ya he acordado con el comandante

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Halder y otro par de expertos que les den un cursillo intensivo. Mientras tanto,
pónganse a trabajar, caballeros.

Aquella tarde llovía fuerte, un auténtico aguacero berlinés descargaba del cielo
negro. Halder abrió la puerta de la cabaña y entró, con el sombrero y el abrigo
chorreando. Rachel estaba sola, sentada en una tarima.
—Schelienberg me dijo que te encontraría aquí.
—¿Qué quieres?
Halder se quitó el sombrero, le sacudió el agua y sonrió, inseguro.
—No es la bienvenida cariñosa que esperaba en una tarde tan espantosa como ésta.
Había pensado que podríamos cenar juntos en mi habitación.
—Prefiero estar sola.
—¿Es necesario todo esto, Rachel?
—¿Qué?
—Este trato tan frío. A pesar de lo desagradable de la situación, creí que podríamos
seguir siendo amigos.
Ella empezó a darle la espalda, pero Halder la cogió con suavidad del brazo.
—¿De verdad que me desprecias tanto?
—¡Suéltame!
La soltó, y de repente apareció en su cara una expresión vulnerable de cansancio.
—No cabe duda de que piensas que he vendido mi alma a los nazis. Pero ¿quieres
que te diga la verdad? No es más que el caso de una vida que no sale tal y como la
habías planeado, que tomas el camino equivocado y antes de que te des cuenta has
llegado demasiado lejos para poder regresar —titubeó—. Hay algo que no te he
contado, pero cuando tú no me escribiste, conocí a otra persona y me casé. Era una
mujer buena, muy parecida a ti en muchas cosas.
Rachel lo miró sin expresión alguna.
—Murió al dar a luz a nuestro hijo. Y ninguno de nosotros ha salido ileso de esta
guerra, Rachel, todos somos víctimas. Hace tres meses hubo un bombardeo aliado
sobre Hamburgo. La destrucción más terrible de la historia. Mi padre pereció, mi hijo
sobrevivió. Si se puede llamar así quedarse impedido y quemado para toda la vida.
A Rachel se le entristeció la cara.
—Yo... lo siento mucho. Lo siento de verdad.

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—Es agua pasada.


Ella empezó a decir algo, pero pareció cambiar de idea. Halder se volvió para
marcharse.
—Schelienberg pasará mañana para repasar contigo la coartada que debes
mantener. Dentro de unos días conocerás a los demás.
—¿Quiénes son?
—Seguro que él te hablará de ellos. De momento, todo lo que necesitas saber es que
los dos son de las SS. Estoy convencido de que no se aproximan a tu idea del
compañero de viaje perfecto, después de cuatro años en un campo de concentración.
Tampoco a la mía. Pero sobre eso no podemos hacer nada. Mientras tanto, intenta
descansar todo lo que puedas. Te hará falta.
Se produjo un silencio entre ellos. Halder se caló el sombrero mojado, se subió el
cuello del abrigo, cruzó hacia la puerta y salió. Rachel se acercó a la ventana con
lágrimas en los ojos y estuvo mirándolo mientras cruzaba el patio del cuartel con la
cabeza gacha, bajo la cortina de lluvia, hasta que lo perdió de vista.

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CAPÍTULO 16

El Cairo, 17 de noviembre

Fue Sanson quien encontró la nota, cuando estaban a punto de abandonar.


Habían rebuscado hasta pasada la medianoche y para entonces estaban agotados.
Se encontraban en el depósito de archivos de Ezbekiya, cerca del edificio de la Ópera.
Una sala amplia del segundo piso, con ventanas de persiana, una mesa de madera y
algunas sillas. Documentos y carpetas estaban apilados en grandes montones sobre el
suelo y la mesa. Muchos de ellos aparecían chamuscados por el fuego y con marcas de
haber sido dañados por el agua, algunos en estado lamentable. El personal de
inteligencia alemán había sido sorprendido en el momento en que intentaban quemar
sus papeles cuando los aliados tomaron Túnez. Weaver había visto grandes manchas
de sangre en varías carpetas. Alguien había muerto intentando destruir aquellos
papeles.
Sanson estudió la nota, y se despabiló de repente.
—Me parece que aquí tengo algo.
Enseñó la hoja a Weaver. Estaba escrita a máquina en alemán y con fecha de nueve
meses antes. Se había quemado parcialmente, pero el contenido todavía era legible. El
nombre de Besheeba le saltó a la vista, y miró con ansiedad:
—¿Qué dice? —preguntó Weaver.
—Parece ser un comunicado interno de un oficial de inteligencia militar,
Hauptmann Berger, a su comandante en Túnez. —Sanson se lo pasó a uno de los
traductores de la NCO, un joven sargento con gafas de montura negra—. Háganos una
traducción exacta, sargento.
—A la orden, mi teniente coronel. «Rommel solicita urgentemente más detalles:
número de efectivos, movimientos de artillería y blindados. Berlín ordena a Fénix que
se dirija a El Cairo de inmediato. Besheeba lo recibirá. Esperamos que los esfuerzos
combinados darán más resultado.» —El sargento levantó la vista—. Esto es más o
menos lo que dice.
—Al parecer, nuestro amigo Besheeba obtuvo refuerzos —dijo Sanson a Weaver.

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—¿Por qué sería?


—Bastante fácil de entender. Hace nueve meses, los boches lo estaban pasando mal
por culpa de Monty, y necesitaban toda la información que pudieran obtener.
Prácticamente todo o casi todo pasaba por aquí: cifrado, refuerzos, material. —Sanson
se encogió de hombros—. No es que eso importe mucho a estas alturas, excepto que si
todavía trabajan juntos, podemos tener un doble pleno entre las manos. —Bostezó, se
bajó las mangas, se puso la guerrera y despidió a los dos NCO.
—¿Qué viene ahora? —preguntó Weaver, cansado.
Necesitaba dormir, se había pasado la mitad de la noche anterior haciendo el amor
con Helen Kane, y tenía el cuerpo dolorido. En el despacho, ese día, les había resultado
difícil mantener un tono estrictamente formal. Siempre que ella se acercaba a él le
ofrecía una sonrisa de complicidad, y él no podía ignorar la elevada electricidad sexual
que existía entre ellos. Si no fuera por el problema de tener que encontrar al árabe, le
hubiera gustado verla de nuevo esa noche. Miró hacia atrás cuando Sanson respondió;
sintió simpatía por él ahora que conocía su tragedia personal.
—Continuaremos buscando aquí en cuanto hayamos dormido un poco, por si
aparece algo más. Y comprobaré los campos de prisioneros para ver si capturamos a
ese Hauptmann Berger, o a su comandante, cuando tomamos Túnez.
A pesar del hallazgo, Weaver se sentía extrañamente desanimado. Sabía que no
estaban más cerca de encontrar a Besheeba. Si Señales no podía localizarlo, las
posibilidades que tenían ellos eran aún más remotas.
—Eso suena a una apuesta a largo plazo que yo no haría. Seguimos sin tener muchas
esperanzas de cazarlo, ¿no es eso?
Sanson se frotó el ojo bueno, y devolvió la mirada a Weaver.
—¿En una ciudad de dos millones de habitantes? No muchas. Pero tenemos que
intentarlo, Weaver. Tenemos que intentarlo.

Aquel martes por la noche, el Sultán Club estaba hasta los topes. Una orquesta
tocaba en el escenario, un grupo de desplazados franceses con unos ridículos feces.
Harvey Deacon bajó la escalera justo antes de las diez y llamó al jefe de camareros
chasqueando los dedos.
—Encuéntrame una mesa por atrás, Sammy. La siete sería perfecta.
—Por supuesto, señor.
El camarero se escurrió hacia allí, ansioso por complacer a su patrón. Deacon lo miró
acercarse a un grupo de soldados norteamericanos que estaban sentados en aquella
parte. Se produjo una discusión cuando el camarero intentó convencerlos de que la

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mesa estaba reservada. Los soldados rezongaron, pero acabaron por aceptar el cambio
ante la promesa de una cerveza gratis. Cuando volvió el camarero, condujo a Deacon
hasta la mesa.
—Tomaré una copa de champán —dijo Deacon, mirando el reloj, malhumorado—.
¿Por qué demonios se retrasa la actuación?
—Está a punto de empezar, señor.
Cuando el camarero le hubo servido el champán, Deacon encendió un cigarro.
Estaba tenso y apenas había dormido en las últimas veinticuatro horas. Tenía ojeras y
se sentía agotado, pero al mismo tiempo tenía una sensación de liberación. El mensaje
de Berlín había sido claro: llegarían cuatro personas para poner en marcha la operación
y, luego, los paracaidistas. Era, sin duda alguna, un plan osado; sólo el tiempo diría si
también era brillante. De una cosa estaba seguro. Si salía bien, la guerra podía darse
por ganada.
Pero había algo igual de importante: obtendría la revancha de lo que le había
sucedido a Christina.
Todavía sentía correrle por la sangre un escalofrío cuando pensaba cómo había
muerto. Durante la primera incursión aérea norteamericana en pleno día sobre Berlín
seis meses antes, su apartamento había quedado reducido a escombros. Nunca
encontraron el cuerpo, y Deacon quedó destrozado cuando su correo español le
comunicó la noticia. La idea de matar a Roosevelt y a Churchill inyectaba un chorro
de adrenalina y venganza en sus venas.
Pero las cosas tenían que ir de prisa, y a Deacon no le gustaba demasiado la
sensación de urgencia. Se estaba adentrando en aguas profundas y tenía que navegar
con mucho cuidado. Pero no cabía duda de que la sensación que le producía era
eléctrica.
Allí sentado vio que de pronto se encendía un foco y el telón rojo se abría. Media
docena de mujeres aparecieron en el escenario, vestidas con minúsculos corpiños de
lentejuelas y bombachos de tul, y acompañadas por el ritmo de un tambor egipcio.
Tanya, la estrella del espectáculo, estaba en el centro, y sus encantos eran evidentes:
largo pelo negro y grandes ojos negros almendrados, complementados por un cuerpo
voluptuoso de curvas espléndidas y pechos increíbles. Era mitad italiana y mitad
árabe, una combinación poderosa.
La orquesta arrancó y las chicas bailaban y se iban quitando la ropa. Los músicos
hacían cuanto podían por mantener el espectáculo dentro del tempo, pero las chicas
eran unas bailarinas francamente lamentables. Aunque al público parecía no
importarle demasiado.
Un hombre se abrió paso entre la masa con una copa de champán sujeta muy por
encima de la cabeza y una mirada de aprobación brillándole en los ojos ante la
actuación de las chicas. Era alto y brioso, con un cierto aire impertinente, y sus manos

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bien cuidadas y su traje caro a la europea traslucían una extracción social privilegiada.
Omar Rahman era capitán de las Reales Fuerzas Aéreas de Egipto e hijo de un ministro
del gobierno, y furibundo simpatizante nazi. No podía apartar los ojos de Tanya al
verla desvestirse.
—¡Dios mío, qué mujer! Con esos pechos puede volver loco a cualquier hombre.
—Luego habrá tiempo para eso —dijo Deacon con una sonrisa indulgente—. ¿Tiene
la información que necesito?
Omar sacó un sobre del bolsillo con habilidad y se lo tendió a través de la mesa.
—Está todo ahí, todo lo que me pidió.
Deacon se guardó el sobre en el bolsillo con discreción.
—Bien, Omar, ¿podrá hacerlo?
—Ya me conoce, siempre estoy dispuesto a correr riesgos —respondió el capitán,
sonriendo.
—Pero ¿se puede hacer?
—Robar el avión no es difícil. Hasta hace unos pocos meses, los británicos
controlaban las fuerzas aéreas egipcias con mano de hierro, no podíamos despegar ni
aterrizar sin su permiso, y teníamos el combustible racionado. Pero desde que se fue
Rommel se han suavizado un tanto las cosas. Y estoy convencido de que el plan que
usted sugiere es factible. Siempre y cuando mantenga usted su parte del trato.
—De eso puede estar seguro. —El rostro de Deacon se iluminó—. Bien, arreglado,
entonces.
La actuación de las chicas estaba terminando. Sonaba sólo un tambor solitario.
Tanya se adelantó, completamente desnuda excepto por un par de adornos de
lentejuelas en los pechos y unas diminutas bragas ajustadas. Comenzó a balancear las
lentejuelas en círculos, contoneando al mismo tiempo las caderas y haciendo una
interpretación ridícula de Déjame entretenerte. Sus ondulaciones eróticas azuzaron al
público y hubo una especie de frenesí sexual hasta que el redoble culminó con un
fuerte golpe y se terminó el número. Se produjo un instante de silencio y después los
hombres de las mesas enloquecieron, se pusieron de pie gritando y aplaudiendo.
Tanya hizo una reverencia y sus pechos lúbricos resultaron aún más seductores.
Deacon vio cómo Omar se relamía.
—¿Le gustaría pasar un par de horas con ella en la cama?
—Amigo mío —dijo Omar con una gran sonrisa—, eso sería el cielo en la tierra.
Deacon se echó a reír.
—Venga, lo acompañaré a su camerino.

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Diez minutos después, de nuevo en su despacho, Deacon había terminado de leer


el contenido del sobre cuando llamaron a la puerta. Apareció Hassán. Deacon apenas
pudo reconocerlo. Se había quitado la barba y la chilaba, y la había sustituido por un
traje. Parecía otro hombre. El árabe se dejó caer en la silla que tenía al lado. Se le había
bajado la inflamación de la mandíbula y del labio inferior, aunque la carne estaba
oscura y amarilla del hematoma.
—Bien, ¿has visto a Salter? —preguntó Deacon.
—Nos espera en el almacén dentro de media hora.
—Excelente. —Deacon se relajó un poco. Berlín había especificado perfectamente
sus necesidades y él tenía la sensación de que Reggie Salter podía ayudarlos a resolver
la mayor parte de ellas.
—No me fío de Salter, ni de ese tramposo griego que tiene por socio —dijo Hassán
malhumorado.
—A menos que robemos nosotros mismos los vehículos y los uniformes, cosa
imposible y más que peligrosa, no tenemos mucha elección. Puede que sea uno de los
mayores gángsters de El Cairo, pero nos puede proporcionar todo lo que necesitamos,
y con la garantía de que no acudirá a la policía. ¿Quién puede pedir más?
Hassán se frotó la mandíbula, pensativo.
—¿Pero hará lo que le pide?
Deacon se terminó el champán y apagó el cigarro.
—Esperemos que así sea, qué demonios, porque si no estamos acabados antes de
empezar.

Malta

A mil doscientas millas de allí, la misma noche, el primer ministro Winston


Churchill se acababa de terminar una sencilla cena a base de pollo hervido y verduras
frescas en el pequeño comedor privado que le habían dispuesto a bordo del crucero
HMS Renown, fondeado en La Valetta, capital de Malta, en una breve escala en route a
Egipto.
Había pasado la primera parte de la tarde en la residencia del gobernador
prendiendo en el pecho de los generales Eisenhower y Alexander la condecoración de
África del Norte, y había regresado al barco para despachar una tremenda pila de
papeles urgentes antes de cenar tarde. Su comida culminó, no con un postre, sino con

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su capricho habitual, un buen puro y un gran brandy con soda, que le sirvió uno de
los oficiales del buque.
—No mucha soda, joven, que si no le mata todo el sabor. —La mirada de Churchill
pasó del oficial al general Hastings Pug Ismay, su jefe de gabinete, que lo había
acompañado a la mesa—. Bien, Hastings, ¿damos un paseo hasta mi camarote?
—Por supuesto, primer ministro.
Churchill dio las gracias al oficial que le tendía el coñac e inició la marcha por
cubierta con el vaso en la mano. Era una noche suave, soplaba una amable brisa
mediterránea, el agua chapoteaba contra el casco a la luz de la luna. Churchill, por
respeto a las normas de seguridad a bordo, desistió de encender su cigarro hasta que
estuvieron en el camarote. Era muy pequeño, casi espartano, y sólo había un armarito
junto a la cama, un par de sillas y un baúl de metal, una sencillez nada en consonancia
con la evidente personalidad voluminosa del hombre, pero también, muy poca gente
se daba cuenta de hasta qué punto su primer ministro era un guerrero sencillo, puros
y coñacs aparte.
—Siéntese, Hastings.
Churchill se dejó caer en una silla y acercó una cerilla al cigarro. Entonces, Ismay se
dio cuenta de que el primer ministro tema mala cara y no estaba muy bien; una fuerte
infección de garganta, junto con los efectos de las vacunas contra el tifus y el cólera
para el viaje, le habían tenido ya en cama durante varios días. Para más inri, tenía por
delante un duro programa de tres semanas de reuniones de alto secreto: cinco días en
El Cairo con Roosevelt para hablar de la Operación Overlord, la invasión de Europa,
y con Chiang Kai Chek, el líder chino, para decidir las tácticas en Extremo Oriente y el
Pacífico, luego en Teherán con Roosevelt para conferenciar con Stalin sobre la
estrategia aliada y después otra vez de vuelta a El Cairo con Roosevelt para intentar
resolver las cuestiones tácticas que se hubieran producido en las reuniones. En
aquellos momentos, la guerra había llegado a un punto crítico: con la invasión de
Sicilia y la península italiana, la marea iba creciendo lentamente a favor de los aliados.
Ismay estaba convencido de que las valoraciones que se hicieran en las semanas
siguientes decidirían con claridad el éxito o el fracaso.
—¿Está pensando en la reunión, primer ministro? —preguntó Ismay, acercando la
otra silla.
—Me estoy cansando de estas malditas conferencias, Hastings, y harto de la guerra.
Dios quiera que todo este espantoso asunto se acabe pronto. Por eso quiero dejarlo
todo bien atado en El Cairo; hasta el último cabo. Nuestra estrategia, desde Europa y
los Balcanes hasta Rusia y Extremo Oriente. Luego, coger la pelota bien cogida y salir
corriendo lo más de prisa que podamos. —Churchill lanzó a su jefe de Estado Mayor
una mirada acerada, que podría haber sido aterrorizadora si no pretendiera transmitir
una total sinceridad—. Si no es así, me temo que perderemos la guerra.

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—Ya sé —dijo Ismay, sentándose en el borde de la silla, nervioso— que la seguridad


será extraordinariamente firme durante las conferencias, primer ministro, pero ¿ha
leído los últimos informes de inteligencia de Londres? Según parece, los alemanes se
han olido que hay algo en danza. Sus espías en Lisboa y en Estambul han hecho cuanto
han podido para conseguir información sobre sus movimientos y los del presidente
Roosevelt.
—Eso he leído.
—Nuestros chicos de inteligencia sugieren incluso que Berlín puede tener
tentaciones de actuar a la desesperada, más bien antes que después, ahora que estamos
apretando tanto a Hitler.
—También he leído eso. Matarnos, dice usted.
—Es lógico. La muerte de cualquiera de ustedes, Roosevelt, Stalin o usted mismo,
sería un regalo de Dios para los nazis, Roosevelt y usted sobre todo. Se armaría un
gran barullo y eso, queramos o no, echaría el freno a la ofensiva aliada. ¿Y quién sabe
qué dirección tomaría el viento si ocurre una catástrofe como ésa?
—No lo sé. —Churchill se levantó de la silla, se acercó al ojo de buey, miró afuera y
habló sin volverse—: Pero yo, personalmente, nunca he tenido mucha fe en la
habilidad de los nazis para llevar a cabo una operación como ésa.
—Pero sacaron a Mussolini de los Abruzos, y era una misión muy arriesgada. No
creo que se pueda dar nada por sentado. Lo mismo podían haber asesinado al Duce. Y
el tal Skorzeny, el que dirigía a los paracaidistas, tiene usted que admitir que hizo una
operación de primera.
—Cierto. ¿Está tratando de asustarme, Hastings?
—Me temo que no lo iba a conseguir. Me limito a apuntar la posibilidad de que haya
peligro si esos informes son fidedignos. Tal vez fuera prudente, si se encuentra
necesario, cambiar las fechas de las conferencias.
—Imposible. Ha llevado mucho trabajo, y duro, planear y negociar esas fechas, para
empezar. Y es vital que se celebren en esta coyuntura, todo en un punto tan crítico. Y
eso lo sabe usted mejor que nadie. Muchas vidas dependen de ello. Cuanto antes
ganemos y terminemos esta batalla, mejor, si no, habrá más muertes y más destrucción.
—Pero si es necesario...
—Entonces, finalmente, será decisión mía. — Churchill dio un trago a su bebida y
continuó mirando por el ojo de buey—. Pero estoy convencido de que estoy en manos
mucho más firmes que Mussolini. Y hay algo que Berlín no ha previsto.
—¿Qué, primer ministro?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Que más que sucumbir a manos de los asesinos de Hitler, tengo la intención
absoluta de morirme mientras duerma, qué demonios, a una edad más que provecta y
con toda mi familia alrededor. Y no hay mucho más que decir sobre eso, Hastings.
Ismay no pudo evitar sonreír de oreja a oreja.
—Y sin duda, con un puro en la boca y un coñac al lado, ¿no es cierto?
Churchill se volvió y levantó el vaso.
—Eso es, exactamente.

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CAPÍTULO 17

El Cairo

El viejo almacén en la bulliciosa zona del mercado de Jan-el-Jalili era, por fuera,
como cualquier otro del zoco, un edificio desvencijado y grande de ladrillo con las
paredes ennegrecidas de hollín.
Por dentro, era algo completamente distinto.
Era como la cueva del tesoro, repleta de suministros que habrían enorgullecido a
cualquier oficial de intendencia de los Institutos de las Fuerzas Armadas —tierra, mar
y aire—, atestada de jaulas de alcoholes diversos, material sanitario, cajas de zapatos,
mantas, latas de comida y aceite de oliva, piezas de tela y prácticamente cualquier cosa
a la que se le pudiera hinchar el precio en el mercado negro.
Reggie Salter estaba sentado ante la mesa de la oficina del primer piso, contando
varios fajos gruesos de billetes egipcios cochambrosos; la frente le sudaba, como
siempre que contaba dinero. Era un hombre bajo, de treinta y pocos años, con aire
pringoso, y vestido con una chaqueta de hilo manchada de sudor y una Browning
automática que destacaba nítidamente en la pistolera de cuero que llevaba en el
sobaco. El calor y la humedad de aquella tarde eran insoportables, y de vez en cuando
se limpiaba el rostro con un pañuelo.
Al otro lado del despacho, un niño egipcio descalzo y flaco, de no más de diez años,
estaba sentado sobre un par de sacos de harina moviendo con las manos tan de prisa
como podía unos pedales de bicicleta que accionaban un complicado artefacto
mecánico de poleas y cadenas que hacían girar un par de grandes ventiladores con
aspas de madera que había en el techo, aunque el aire era demasiado agobiante para
que se notase la diferencia.
—¿No puedes hacer girar esas jodidas palas un poco más de prisa? —le espetó
Salter. El niño estaba cubierto de sudor, pero hizo todo lo que pudo para obedecer.
Sonó un golpecito en la puerta y Salter se sobresaltó, pero no levantó la vista y siguió
contando billetes.
—Estoy ocupado. ¿Qué cojones pasa?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Se abrió la puerta y apareció uno de sus guardaespaldas. Tenía un aspecto


verdaderamente peligroso, con más de un metro ochenta, robusto y musculoso,
pequeñas cicatrices que le cruzaban por toda la cara como una telaraña.
—El Calvo Reed quiere verte, Reggie. Y ha venido Deacon. Está esperando abajo.
Salter echó el dinero dentro de un cajón y lo cerró con llave.
—Deja a Deacon que espere y mándame primero al Calvo. Después búscame a
Costas abajo, por las bodegas, y dile que quiero ver su culo aquí, pronto.
—Vale, jefe.
Cuando se cerró la puerta, Salter cruzó la habitación y le hizo un gesto con el pulgar
al niño:
—Tú, fuera. No sirves para nada. —El niño, agotado, se bajó de los sacos, pero como
no se movía lo bastante de prisa, Salter se adelantó y le dio una patada en el trasero—
. ¿Es que estás sordo? He dicho fuera, coño. ¡Ahora mismo!
El muchacho se escurrió por la puerta, que un poco después se abrió de nuevo y
apareció un hombre con cara de astuto y uniforme de sargento del ejército británico.
Wally Reed no tenía más de veinticinco años y una cara delgada de niño, pero cuando
se quitó la gorra de faena, apenas si tenía un poquito de pelo en la cabeza. Salter salió
de detrás de su mesa, enarboló una sonrisa, todo simpatía, y le estrechó la mano.
—Me alegro de verte de nuevo, Calvo. ¿Qué tienes para mí esta vez? Espero que
algo interesante.
—Dos barriles de gasolina de cuarenta galones, una docena de botellas de Burdeos
del mejor y cuatro costillares de buey.
—¿Y a quién tuviste que asesinar para pillar eso?
—Todos tenemos que vivir —dijo Reed, riéndose—. ¿Te interesa?
—¿Cuánto?
—Cuarenta esterlinas.
—Todavía eres más ladrón que yo. Treinta y ni un penique más. —Salter sonrió—.
Pero para que veas que no hay rencores, te añado una botella de whisky.
—Hecho. ¿Quieres que te descargue la mercancía en el sitio de siempre?
—Te lo agradecería —dijo Salter, y dio una palmada en el hombro del sargento y lo
acompañó a la puerta—. Hazlo pasada la medianoche, como siempre. Me alegro de
volver a hacer negocios contigo, Calvo.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El día que Reggie Salter desertó del Octavo Ejército, su vida cambió para mejor. Se
había convertido en un proscrito, pero un proscrito rico. Cuando la campaña de África
del Norte tomó cuerpo, miles de jóvenes soldados asustados huyeron de sus unidades
y se escondieron por las ciudades y el delta del Nilo, ansiosos por no recibir una bala
alemana entre los ojos. En el caso de Salter, no fue el miedo lo que lo hizo escabullirse
de su trinchera en mitad de la noche, sino puro sentido común.
Por lo menos veinte mil desertores aliados andaban por Egipto en el momento
culminante de la guerra, dato que al ejército no le gustaba admitir. Los más duros de
todos ellos, un centenar por lo menos, habían organizado negocios muy lucrativos,
empleando grupos organizados de desertores para robar en almacenes civiles y
depósitos militares. Salter se había hecho uno de ellos, probablemente el de mayor
éxito, cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que ya había desarrollado una buena
carrera de delincuente en Londres antes de que lo movilizasen. Ahora dirigía una
banda de veinte desertores armados y peligrosos, ingleses y norteamericanos,
ayudado por un puñado de árabes, que tenía en marcha uno de los negocios más
notorios y provechosos del mercado negro en Egipto.
Se abrió la puerta cuando Salter estaba sentado en el borde de su mesa, y apareció
un individuo renegrido con bigote negro. Era Costas Demiris, hijo de un comerciante
griego y, al igual que su socio Salter, desertor. Sus ojos negros estaban siempre en
movimiento, y no se perdían detalle de lo que sucedía a su alrededor.
—¿Cuál es el problema, Reggie?
Salter encendió una breva de un paquete que había sobre su mesa.
—Deacon está aquí.
—Así que las gallinas han acabado volviendo al gallinero —dijo Costas con una
sonrisa—. ¿Vas a pagarle las doscientas libras que perdiste en su ruleta? Ya hace más
de un mes.
—Y un huevo. —Salter juntó todos los dedos e hizo chasquear los nudillos con una
mueca maliciosa en la cara—. Las ruletas de ese tipo están más torcidas que la pata de
atrás de un perro. Anda jodiéndome y acabaré por pillarle los cojones.
La sonrisa de Costas se ensanchó ante la perspectiva de que hubiera problemas
cuando vio que el guardaespaldas abría la puerta para que entrara Harvey Deacon,
seguido de Hassán. Salter cruzó despacio la habitación y le tendió la mano.
—Me alegro de verte otra vez, Harvey. ¿Qué quieres beber? Tengo un escocés de
diez años que está para morirse.
—¿Por qué no? —dijo Deacon, encogiéndose de hombros.
—Ponle una copa a Harvey, Costas.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El griego cogió una botella de uno de los cajones de la mesa, limpió un par de vasos
grandes con la camisa, los llenó y se acercó con ellos. Salter hizo chocar su vaso con el
de Deacon.
—Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Harvey, compañero? —preguntó, y luego señaló a
Hassán con la cabeza—. Aquí tu muchacho dijo que era urgente.
—Yo no soy su muchacho —espetó Hassán en respuesta. —No hablaba contigo,
moreno. Así que procura cerrar esa jodida boquita hasta que te hablen. —Salter miró
al árabe con ojos amenazadores y luego se volvió hacia Deacon—. Así que, ¿cuál es el
problema, Harvey?
—No hay problemas. Negocios, si te interesan.
—Eso siempre me gusta. Bien, te escucho. ¿Qué necesitas, un par de cajas de whisky
escocés de contrabando?
—Esta vez no. —Deacon fue a sentarse en una de las sillas. Se pasó un dedo por
dentro del cuello de la camisa, porque el calor en la oficina del almacén era asfixiante,
y luego miró con expresión divertida los cajones y sacos de mercancías del mercado
negro que se amontonaban en la habitación—. Sabes, nunca deja de sorprenderme
cómo es posible que todavía no te haya pillado la inteligencia militar. Te mueves por
la ciudad a tus anchas mientras se ofrece una recompensa por tu cabeza. Debes tener
los huevos de hierro, Reggie. O un ángel de la guarda al lado.
—Es mi secreto, hermanito —dijo Salter alzando el vaso con una sonrisa—. Pero los
militares tienen peces más gordos que pescar que Reggie Salter. El tío Adolf, por
ejemplo.
En realidad, el almacén de Salter sólo era uno de los varios que tenía por la ciudad,
casi todos formados por una red de túneles bajo tierra, con garitas y corredores que
daban tres calles más allá, y raramente dormía en la misma cama más de una noche.
También tenía una lista de informantes que se alargaba hasta la oficina del propio jefe
de intendencia militar, un servicio muy caro pero que pagaba de buen grado, puesto
que le aseguraba que conseguiría evitar que lo capturasen y lo mandasen directamente
al pelotón de fusilamiento tras llevar dieciocho meses desaparecido y con precio
puesto a su cabeza.
—Esa deuda de juego que tienes conmigo —dijo Deacon con gran calma—, ¿qué te
parecería cancelarla y ganar un poco de dinero adicional en el negocio?
Salter lanzó una mirada a Costas y levantó las cejas con una ligera sonrisa.
—Eso me gustaría muchísimo, querido. Pero ¿dónde está el truco, como solía decir
mi abuelo?
—Necesito un jeep. Uno de los que usa el ejército americano, con indicativos de
policía militar.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Eso es todo? —dijo Salter, todavía sonriendo.


—No he terminado. También quiero un uniforme de capitán del ejército americano,
dos uniformes de la policía militar, las armas que tienen que llevar y además un par
de ametralladoras M3. Y tres camiones militares, americanos, en buenas condiciones.
Además de todos los papeles necesarios para los vehículos.
Salter parecía divertido, y se echó a reír a carcajadas.
—¿Pero qué vas a hacer, Harvey? ¿Empezar otra maldita guerra?
Deacon se sacó un sobre grande del bolsillo interior de la chaqueta y se lo echó
delante a Salter.
—Aquí hay mil libras a cuenta. Esterlinas. Sólo para que sepas que no pierdes el
tiempo.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Salter y le hizo un gesto con la cabeza a
Costas, que recogió el sobre y ojeó el contenido.
—Parece kosher, Reggie. Mil esterlinas de las buenas, como ha dicho.
Salter comprobó el dinero y después observó detenidamente a Deacon.
—¿Para quién es ese material? Para ti no, seguro. Es un poco tarde ya para empezar
a jugar a soldaditos.
—Unos clientes míos —dijo Deacon, sonriendo—, que quieren permanecer en el
anonimato.
—¿Y tú te llevas una comisión, eh? —Salter volvía a sonreír.
—Podría decirse así. La cuestión es ¿puedes proporcionarme lo que necesito?
—Ya me conoces, puedo conseguir cualquiera de tus deseos. Pero seré caro.
—¿Cuánto?
—Mucho más de mil. —Salter sonrió ampliamente—. Un jeep, tres camiones,
uniformes y armas. Es un montón de material. Digamos que unas tres mil esterlinas,
por todo el lote.
—Eso es mucho dinero.
—Es mi mejor precio —respondió Salter, encogiéndose de hombros—. Mi gente
podría recibir un tiro al robar el material. Hay que hacer un fondo para pensiones de
viudas y huérfanos, y todo eso. Tómalo o déjalo.
—Sólo hay un problema. Necesito saber que tienes el jeep, las armas y los uniformes
antes de cuarenta y ocho horas, el viernes por la noche lo más tarde. Los camiones los
necesitaré al día siguiente.
Salter soltó un silbido.

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—Eso sí que es un trabajo con prisas, Harvey, hermanito.


—¿Pero puedes hacerlo?
Salter se encogió de hombros y, finalmente, sonrió.
—No veo por qué no.
—También quiero que me los guardes hasta que los recoja.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Probablemente no más de un día.
Salter asintió con la cabeza.
—Si pagas el garaje, no hay problema. Digamos quinientas libras al día por todo.
—De acuerdo. —Deacon se levantó—. Trato hecho —dijo finalmente, y le tendió la
mano, y Salter la estrechó.
—¿No tienes que consultar antes el precio con tus amigos?
—No hace falta. Se fían de mi criterio.
—Estupendo. Querré otras quinientas cuando el jeep, las armas y los uniformes
estén listos para revista, el resto cuando tenga los camiones. Y pagas el almacenaje
cuando te los entregue. ¿Dónde quieres la entrega?
—Ya lo decidiremos más adelante.
—Sin problemas. —Salter se metió el sobre del dinero en el bolsillo.
Deacon lo miró a la cara.
—Estoy en tus manos, Reggie. No me falles.
Salter le dio una palmada en la espalda y lo acompañó a la puerta.
—No te preocupes, me ocuparé de todo. Tú asegúrate de traer la pasta el viernes y
todo saldrá a pedir de boca, hermanito.

Reggie Salter se sirvió whisky en su vaso y luego se quedó mirando por la ventana
churretosa del almacén cómo Deacon y el árabe salían del edificio y desaparecían por
el mercado. Se frotó el mentón.
—Me pregunto qué tramará el viejo Harvey.
—¿Crees que nos ha contado la verdad? —dijo Costas, poniéndose a su lado.
Salter dio un trago de whisky, se encogió de hombros y se limpió una capa de sudor
grasiento de la frente.

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—Puede ser. Pero por lo que yo sé, no es del tipo de los que se meten en negocios
molestos. Viene a pedirnos un par de cajas de bebida robada cuando se le acaba, pero
eso suele ser todo.
—Uniformes de la policía militar, un jeep, armas, tres camiones... Me parece mucho
pedir, Reggie.
—Y tres mil es mucha pasta. Tiene que haber un beneficio con tanta inversión. Un
beneficio bien grande. Así que, me pregunto, ¿en qué andan esos socios suyos?
—¿Tienes alguna idea?
—Una nómina —dijo Salter, dejando el vaso—, artefactos de valor, limpiarle las
joyas al rey Faruk, ¿quién sabe? Recuerda que unos tíos con cara se hicieron la oficina
del pagador de marina en Port Said hace tres meses y se largaron con sus buenas diez
mil o más. Desertores, con uniformes y camiones robados de la marina, y que tengan
suerte, eso digo yo. A mí me huele que esto podría ser algo por el estilo.
Costas frunció el ceño y se frotó el bigote.
—Nunca me hubiera imaginado a Deacon metiéndose en una cosa así.
—Ése es el punto. —Salter miró a su alrededor—. Tiene que haber mucho más que
lo que se ve. Es seguro que alguien puede hacer sus compras por medio de Deacon.
Pero no pueden ser delincuentes con experiencia, porque entonces tratarían
directamente conmigo, o con otros como yo. Pero anden en lo que anden, sin duda que
tiene que ser cosa grande, y sobre todo con tanta herramienta de por medio.
En los ojos de Salter apareció de pronto un destello, y Costas lo miró con una sonrisa
torcida.
—Conozco esa expresión, Reggie. Tú tramas algo.
Salter hizo un guiño y chasqueó los nudillos.
—Todavía no, compañero. Pero tengo la extraña sensación de que podríamos sacar
algo interesante de esto. Y eso podría valer mucho más de tres mil en esterlinas.

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CAPÍTULO 18

El Cairo
17 de noviembre, 23.45 h

Weaver estudió el rostro de los dos árabes que tenia de pie ante él. Los había cogido
esa tarde la policía egipcia y los había entregado en la Comandancia de Policía Militar,
en el cuartel de Kasr-el-Nil. Uno de ellos iba bien afeitado, el otro llevaba una barba
descuidada, y ambos tenían un aspecto patético, allí, esposados. Finalmente, Weaver
se volvió hacia Sanson y negó con la cabeza.
—¿Está seguro?
—Sí.
Sanson hizo un gesto con la cabeza a los dos sargentos que esperaban en la puerta.
—Bien, de momento, llévenselos afuera.
Weaver había sabido tan pronto como los sospechosos fueron introducidos en la
sala que ninguno de ellos era el hombre que lo había apuñalado. En sus caras no había
ninguna señal de golpes, pero los había observado cuidadosamente a los dos,
especialmente al de la barba, para estar completamente seguro. Cuando los sargentos
sacaron a ambos hombres de la habitación, Sanson se sentó con un suspiro, se quitó la
gorra y abrió la carpeta que tenía en la mano.
—Por lo que respecta a los otros cuatro sospechosos que señaló en las listas de
simpatizantes, la policía dice que uno de ellos, el hombre de negocios turco, se volvió
a Estambul hace casi un año, otro está cumpliendo condena por robo en Luxor, y un
tercero tiene una coartada a prueba de bomba.
—¿Qué clase de coartada?
—Está muerto y enterrado. Fue apuñalado hace tres meses en una pelea con un
infante de marina británico.
—¿Y qué hay del último?
—No contenga el aliento. —Sanson observó la carpeta antes de levantar la vista—.
La policía lleva, por lo menos, cinco meses intentando detenerlo. Es un extremista de
la Hermandad Musulmana, buscado por intento de asesinato y por incendio, disparó

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contra un oficial de guardias y apuñaló a otro, prendió fuego a un par de camiones


militares, y desde entonces no se sabe mucho más. La policía tiene vigilada su casa y
saben que nosotros también lo buscamos, pero suponen que se oculta por el sur, en
Asiut o Luxor. Pueden estar equivocados, desde luego, podría seguir en algún lugar
de El Cairo.
—¿Hay alguna posibilidad de que sea nuestro hombre?
—Es difícil de decir. Desde luego, es simpatizante nazi y le gusta usar el cuchillo,
pero los de la Sección Especial de El Cairo dudan bastante de que pueda ser espía
alemán.
—De modo que volvemos a estar como al principio —dijo Weaver, dejándose caer
en una silla.
—Eso parece —dijo Sanson, desanimado, y dejó la carpeta sobre la mesa de un
golpe.
Weaver estaba empezando a desesperar. Habían pasado tres días sin que apareciera
pista alguna, se sentía agotado y el cuello le dolía un horror. Intentaba ignorar el dolor,
porque tenía que mantenerse alerta, pero se daba cuenta de que estaban llegando a un
callejón sin salida.
Habían interrogado al casero, que les había contado que el inquilino que alquiló el
piso había dicho que se llamaba Farid Gabar, y que había entrado casi nueve meses
antes. Siempre pagaba el alquiler a tiempo, pero la única información que había dado
sobre sí mismo era que trabajaba para un comerciante de algodón conocido de la
ciudad vieja, y que procedía de Luxor, pero el casero opinaba que tenía acento cairota.
Cuando le preguntaron, el comerciante y sus empleados dijeron que nunca habían
oído hablar de Farid Gabar. Estaban vigilando estrechamente sus locales por si hacía
aparición, y la policía había visitado a todos los comerciantes de algodón de la ciudad,
además de pasar a las autoridades de Luxor todos los detalles sobre Gabar con la
esperanza de encontrar algo.
—No me parece que haya muchas esperanzas —había admitido Sanson—.
Probablemente, el nombre sea falso y no creo que haya dicho la verdad con respecto a
que procedía de Luxor.
Habían analizado las declaraciones de todos los vecinos de Gabar. Los pocos que
admitieron que lo habían visto alguna vez decían que era muy reservado y nunca
había hablado con ellos. Ninguno recordaba el número de matrícula de la moto. Y
tampoco se había descubierto nada más en el resto de los papeles alemanes, pero sí
habían hecho una conexión importante. El árabe se había mudado al piso seis días
después de la fecha de la nota alemana.
—Realmente, no podemos asegurar que se trate del mismo hombre, pero este tal
Fénix es una posibilidad —comentó Sanson—. He pasado una solicitud urgente a la
sección Y para ver si pueden conseguir una identificación adecuada si nuestro amigo

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vuelve a transmitir. Están vigilando las frecuencias que ha empleado hasta ahora
durante las veinticuatro horas del día.
Se oyó llamar a la puerta, y un teniente asomó la cabeza y le dijo a Sanson:
—Lo llaman por teléfono, mi teniente coronel.
Weaver se acercó a la ventana cuando Sanson salió y se quedó allí durante varios
minutos, contemplando un pelotón que marcaba el paso por las verjas del cuartel.
Había una gran actividad. El cuartel de Kasr-el-Nil y el campamento Huckstep, la base
norteamericana, bullían de efectivos de refuerzo, trasladados para reforzar la
seguridad de la conferencia. Weaver sabía que su única esperanza era ya que Besheeba
transmitiera de nuevo y les diera tiempo de localizar el emisor. Pero eso dependía de
que la transmisión durase el tiempo suficiente, y a juzgar por sus actuaciones pasadas,
era poco probable.
Echó una mirada al reloj de pared. Eran las doce.
Se frotó los ojos. Apenas había visto a Helen desde hacía dos días, sólo al pasar a su
lado fugazmente en él despacho. Ella le había pedido que volviera a su piso esa noche,
y a pesar del agotamiento que lo invadía, y el dolor que continuaba inundando su
cerebro, esperaba ansioso poder estar de nuevo con ella. Buscó el frasco de píldoras, y
estaba a punto de meterse una en la boca, cuando regresó Sanson, con cara de
satisfacción.
—Por una vez, hay una buena noticia. Me parece qué hemos encontrado al autor de
la nota. De acuerdo con las listas de prisioneros de guerra, un tal Hauptmann Manfred
Berger de la inteligencia militar alemana fue capturado hace seis meses en Túnez.
—¿Y dónde está ahora?
—En Lagos Amargos. Acabo de telefonear, y lo tienen allí según el comandante del
campo.
Lagos Amargos estaba a dos horas de coche al sureste de El Cairo. Eran un conjunto
de lagos salados, cerca de Suez, una verdadera hoya de calor y mosquitos. Allí estaban
internados miles de ciudadanos del Eje, italianos y alemanes, junto con prisioneros de
guerra.
Weaver se despejó por completo, se puso firme e intentó olvidar el dolor.
—¿Cuándo podremos hablar con él?
Sanson cogió su gorra.
—En cuanto lleguemos allí.

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El Calvo Reed estaba borracho. No tan borracho como para no poder volver al
cuartel andando desde el burdel que acababa de visitar, pero sí para no descubrir el
coche verde oliva que lo seguía hasta que se subió al bordillo y un individuo
corpulento de uniforme se bajó de un salto.
—Reggie quiere decirte algo.
Reed tragó saliva y subió al asiento trasero del automóvil. Allí estaba Salter,
disfrazado de militar con una guerrera de comandante inglés echada sobre los
hombros. El coche arrancó.
—Calvo, colega, perdona el teatro, pero ha surgido algo urgente y necesito que me
ayudes.
—Por un jodido instante pensé que me raptaban —dijo Reed, limpiándose el sudor
de la cara.
—A ti no, colega —se rió Salter—. Eres demasiado precavido. Aquí hay quinientos
papeles, a cuenta —dijo, y le alargó un fajo de billetes—. Y otros quinientos cuando se
termine el trabajo.
—¿Qué trabajo? —preguntó Reed, frunciendo el ceño. Cuando Salter le explicó lo
que necesitaba, Reed se puso pálido, se le quitó la borrachera de repente, y quiso
devolverle el dinero.
—Por Dios, Reggie. ¿Vehículos militares, armas y uniformes? En menudo agujero
me metería con una cosa así, de verdad...
—Hazlo como yo te diga, colega —le replicó Salter—. Y quiero todo el lote en
cuarenta y ocho horas.
—Reggie, ten piedad...
El coche se detuvo, Salter embutió el dinero en la sahariana de Reed, le dio un
golpecito en la mejilla y le indicó la puerta.
—Es un negocio importante, compañero. Así que haz lo que te pido. Si no, tus
cojones acabarán colgando del rosario de algún árabe.

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CAPÍTULO 19

Berlín

Schelienberg entró con Rachel en el barracón justo pasadas las siete de aquel
miércoles por la mañana. Fuera estaba oscuro y hacía muchísimo frío, la estufa de
cerámica de la esquina estaba ardiendo, pero aun así el cuarto seguía helado.
—Es hora de que conozcan al último componente de su equipo, caballeros —
anunció, frotándose las manos con fuerza—. Permítanme que les presente a la señorita
Stern. De ahora en adelante, para ustedes será María Tauber, judía alemana desterrada
y experta arqueóloga. —Se dirigió a ella—: Al comandante Halder ya lo conoce. Pero
a efectos de su misión es Paul Mallory, norteamericano y catedrático de Arqueología.
Los papeles que lleva son auténticos, por cierto. El Mallory auténtico fue capturado
por nuestras tropas en Sicilia hace tres meses, era profesor de la Universidad
Americana de El Cairo y estaba ayudando al ejército norteamericano a identificar
importantes piezas romanas que nuestras tropas habían liberado en el norte de África.
—Schelienberg señaló con un gesto a Kleist y a Doring—. Y estos otros son los dos
caballeros de los que le hablé. Sus nombres serán Karl Uder y Peter Farnback, ambos
sudafricanos.
Kleist inclinó la cabeza, dio un taconazo, sonrió y dijo:
—Es un placer, señorita.
Rachel lo ignoró intencionadamente y le dijo a Schelienberg:
—Si se supone que el comandante Halder es norteamericano, ¿por qué no lleva
uniforme?
—Una buena pregunta —dijo Schelienberg, sonriendo con encanto—, me alegra ver
que capta usted el espíritu de las cosas, pero de eso ya nos hemos ocupado. En los
papeles del profesor se indicaba que tenía una enfermedad y eso nos vino bien, porque
no era útil para el servicio activo. Bien, sigamos adelante.
Sobre la mesa había varias bolsas Gladstone, les entregó una a cada uno de ellos y
después le dio a Rachel un juego de documentos de identidad.
—Sus efectos personales, y la documentación necesaria. Le aconsejo que se
familiarice con la identidad falsa que le hemos adjudicado. Si la detienen o la

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

interrogan en suelo egipcio, el menor desliz puede costarle la vida, y la de los demás.
Ahora, lo mejor es que todos examinen sus pertenencias.
Abrieron las bolsas. Dentro había ropa y efectos personales. Un juego de pertrechos
civiles para el desierto, con cantimploras, trajes de safari y sombreros caquis de ala
ancha, junto con prendas informales más corrientes. Toda la ropa tenía un aspecto
usado.
—Creo que descubrirán que los sastres han hecho unos arreglos excelentes. Toda la
ropa y los objetos personales pertenecían a prisioneros aliados o refugiados de África
del Norte, de modo que no levantarán sospechas si los registran. Antes de partir se les
dará una cantidad suficiente de dinero.
—Al parecer se han acordado de todo. Muy bien pensado —dijo Halder, al tiempo
que blandía un cartón de Lucky Strike que había sacado de su bolsa.
—La variedad alemana creo que les hubiera sorprendido, así que será mejor que se
acostumbre a ellos —dijo Schelienberg, sonriendo—. Las marcas egipcias son más bien
difíciles de encontrar en Berlín, como se puede imaginar. Pero éstos servirán. —Cogió
un paquete de los cigarrillos americanos, sacó uno dando golpecitos, lo encendió y
luego se puso las manos en las caderas, muy decidido—. Ahora vamos a repasar las
cosas una vez más. Sólo lo imprescindible. Hechos relevantes que la señorita tendrá
que conocer. Después los dejaré solos para que se prueben la ropa, se familiaricen con
mapas y rutas, y para que se conozcan mejor.

Halder estaba estudiando un plano de El Cairo con Rachel a su lado, cuando Kleist
se les acercó por detrás y señaló el mapa.
—Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en esa mierda de ciudad maloliente.
Y desde luego nunca hubiera querido volver a verla, es sucia y cochambrosa.
—Es una pena que sólo la viera de ese modo —le respondió Halder secamente—.
Es evidente que se perdió en más de seis mil años de historia. Tal vez hubiera podido
aprender algo de ella.
—¿Con qué objeto? La verdadera historia sucede aquí, en la patria. —Kleist sonrió—
. Las mujeres egipcias estaban muy bien, eso sí es verdad. Alguno de los mejores
burdeles que he tenido el placer de frecuentar estaban en El Cairo y Alejandría. Según
mi experiencia, las mujeres por las que se paga son siempre las mejores.
—No dudo que es usted un experto en tales asuntos. —Sabía que diría usted eso —
se rió Kleist, y miró a Rachel—. Schelienberg me ha dicho que usted y esta mujer ya se
conocían.
—¿Y qué?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Esta vez, Kleist miró descaradamente a Rachel, evaluando su cuerpo con una
sonrisa torva.
—Tengo la esperanza de llegar a conocer mejor a la señorita. Incluso admito que
para ser judía resulta tentadora.
—Dejemos una cosa clara —le replicó Halder con mirada acerada—. A la más
mínima incorrección que tenga usted con ella, yo mismo le pegaré un tiro, ¿entendido?
—¿Eso es una amenaza, Halder?
—Considérelo una advertencia amistosa. Y, si yo fuera usted, la seguiría.
Halder se adelantó para llevarse a Rachel, y Kleist lo agarró de golpe por el brazo,
lo hizo girar, se inclinó hacia él y lo miró directamente a los ojos.
—¿Y esto ya es un hecho? —El enorme SS sonreía, pero sus ojos denotaban dureza
y peligro—. ¿Está seguro de que podrá mantener la amenaza?
Al instante, la rodilla de Halder salió disparada hacia arriba y golpeó a Kleist en la
ingle. Kleist se dobló de dolor, Halder lo cogió por un brazo, se lo retorció con mucha
fuerza y lo empujó contra la pared.
—¡Suélteme, por Dios! ¡Me está rompiendo el brazo!
—La próxima vez será la cabeza. Puede que usted y yo tengamos la misma
graduación, Kleist, pero no se olvide de quién está al mando de esta fase de la
operación. De modo que, en adelante, me otorgará usted el respeto adecuado como
camarada oficial y se dirigirá a mí llamándome comandante. ¿Queda entendido?
—Sí... —Kleist estaba blanco de dolor—. Sí, comandante. Como usted diga, mi
comandante.
Halder lo soltó y lo alejó de un empujón. Los ojos de Kleist hervían de rabia, y
Halder se apresuró a decir
—No quiero que esto vaya más lejos. A no ser que quiera usted tener problemas.
Otra reacción como ésa y tendrá que habérselas con la ira de Schelienberg, además de
la mía. Y ahora vuelva al trabajo.
Kleist se tragó la rabia y fue a reunirse con Doring.
Halder tomó a Rachel de la mano y la condujo hasta la puerta. Mientras caminaban
por el recinto le dijo:
—Te pido disculpas. Ese hombre es un bruto, que no sabe mantener tener la boca
cerrada. Hablaré con Schelienberg antes de que el muy idiota se nos desmande.
Mientras tanto, procura ir con mucho cuidado cuando lo tengas cerca. Es un animal
peligroso, podría matarte si te cruzas en su camino. Si fuera por mí, lo apartaría de esta
misión, pero desgraciadamente yo no tengo arte ni parte en el asunto.
—No tienes por qué salir en mi defensa.

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Había una dureza en su voz que hizo detenerse a Halder, cogerla suavemente del
brazo y hacerla girar para quedar frente a frente.
—El campo de prisioneros te ha cambiado por completo, ¿verdad? —Acercó una
mano a su cara—. Mi pobre Rachel.
Ella se apartó.
—Ya te lo dije antes... no me toques. Y no necesito que me protejas. Sé cuidarme sola
—y dicho eso, se giró bruscamente y se alejó.

Kleist estaba ante la ventana del barracón, palpándose la ingle, mareado. Observaba
a Halder y a la mujer cruzar el recinto. En sus ojos había muerte; en aquel momento,
su odio era total y absoluto, iba más allá de todo razonamiento.
Doring se le acercó y los dos vieron a Rachel Stern alejarse y dejar solo a Halder,
hasta que él acabó por desaparecer.
—Es duro el cabrón, ¿eh? De todos modos, la mujer no parece que esté muy contenta
con lo que ha hecho. Yo hubiera pensado que le gustaría que alguien hiciese de
caballero andante con armadura y todo.
—Tal vez tenga más cabeza de la que crees —dijo Kleist, escupiendo en el suelo—.
Halder es uno de esos ricos aristócratas prusianos de mierda. Y presume de ello.
—¿De ahí viene?
—¿No lo ves? Es de esos mismos tipos estirados que llevan no sé cuántos siglos
ordeñando a este país y pisoteando a los campesinos. Mi padre se pasó toda su puta
vida rompiéndose el culo por esa banda, ¿y para qué? Un plato de sopa y una tumba
antes de hora. Si quieres mi opinión, el Führer tendría que haber hecho con ellos lo
mismo que con los judíos. Los tipos como Halder me ponen enfermo.
—¿En esas estamos? —Doring sonrió—. Tenía la sensación de que era algo más
personal. De todos modos, sabe cuidar de sí mismo, eso se lo reconozco. Es la primera
vez que he visto a alguien machacarle los huevos y largarse con vida.
Kleist se volvió hacia él:
—Borra esa jodida sonrisita de tu cara, o te la quito yo por mi cuenta.
Doring obedeció de inmediato.
—Perdón, Herr comandante.
—No sé qué coño es lo que encuentras tan gracioso. A los Halder de este mundo les
gusta pensar que están por encima de ti y de mí, porque nos han tenido aplastados
demasiado tiempo. Ese individuo tiene que aprender la lección. No ingresé en las SS

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

para que un hijoputa prusiano arrogante de mi misma graduación me trate como a


una mierda.
—¿Está pensando en tomarse la revancha, mi comandante?
—No te preocupes, ya pensaré en algo —y una sonrisa siniestra se extendió por la
cara de Kleist—. Y puedes tomarme la palabra, Halder tendrá su merecido cuando
llegue el momento, seguro.

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CAPÍTULO 20

Lagos Amargos

A primera hora el aire era frío, la carretera del desierto estaba vacía y no se cruzaron
ni un solo vehículo. Weaver entraba y salía del sueño, dando cabezadas en el asiento
del pasajero hasta justo pasadas las cuatro de la mañana, cuando Sanson salió de la
carretera principal y continuó otros tres kilómetros por una pista desolada.
—Despierte. Es aquí.
Weaver se frotó los ojos y vio un cartel en inglés y en árabe: «Prohibido el paso,
excepto a personal militar autorizado.»
Estaban en un valle oscuro, los primeros instantes del amanecer apenas teñían el
horizonte, y el lugar producía un efecto fantasmal. Pudo entrever una vasta
agrupación de barracones de madera y chapa ondulada, rodeada de cierres de
alambrada, y torres de vigía que se alzaban en medio de la oscuridad. Llegaron a la
barrera de la entrada principal del campo y se detuvieron. Dos centinelas armados de
la garita de guardia examinaron sus papeles y luego telefonearon al oficial de guardia
y les permitieron entrar. A la puerta del edificio principal de la administración los
recibió un comandante inglés de aspecto cansado, que los condujo a su despacho.
—Tengo entendido que viene usted para interrogar a Berger, mi teniente coronel —
le dijo a Sanson—. Es una hora bien rara para eso, si me permite decirlo.
—Asunto de seguridad —dijo Sanson sin más—. Quisiéramos echar una ojeada al
expediente del prisionero.
—Como desee. —El comandante no preguntó nada más.
Salió y regresó a los diez minutos con una carpeta marrón y se la entregó.
—¿Conoce usted a Berger personalmente? —preguntó Weaver.
—Creo que se podría decir que sí.
—¿Cómo es?
—Un alemán de lo más decente. Podría decirse que es un prisionero modelo. —El
comandante sonrió—. Y un jugador de ajedrez muy bueno. Por lo general, me gana
todas las veces sin despeinarse. —Se encogió de hombros, como disculpándose por

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confraternizar con el enemigo, y por el hecho de que los británicos tratasen


habitualmente a sus prisioneros del Eje con cortesía, cosa que solía sorprender a la
mayoría de los norteamericanos—. No hay mucho más que hacer por aquí, me temo.
Uno podría pegarse un tiro por maldito aburrimiento. Los dejaré unos minutos para
que examinen el expediente antes de despertarlo. Por cierto, no necesitarán intérprete.
Berger habla inglés estupendamente.
El oficial los condujo por el pasillo a una sala desnuda, en la que sólo había una
mesa y unas sillas. Cuando se fue, Weaver y Sanson leyeron los detalles sobre Berger.
Aparte del nombre, graduación y número que estaba obligado a proporcionar a sus
captores, había varios comentarios y notas añadidas por el personal del campo;
oficiales británicos y hombres con quienes era evidente que Berger había tenido
conversaciones personales amistosas e informales. Veinticinco años, oficial de carrera
afectado a inteligencia, casado, una hija pequeña y una licenciatura en Matemáticas
por la Universidad de Dresde. Tras servir brevemente en Rusia, donde fue gravemente
herido y sufrió la amputación del pie izquierdo, había sido destinado a un puesto de
oficinas en África del Norte dieciocho meses antes.
—Aunque Berger admita que conoce a Besheeba y a Fénix —dijo Weaver en tono
de duda—, es poco probable que sepa sus verdaderas identidades o algún detalle de
su pasado. Un oficial de inteligencia de poca graduación no suele tener acceso a esa
clase de informaciones, sino que se limita a ir cumpliendo órdenes.
—Probablemente. Pero debe de saber más de lo que nosotros sabemos.
Poco después, dos guardias trajeron al prisionero. Berger era alto y pálido, con
aspecto de niño, rostro agradable, boca amable y ojos inquietos e inteligentes. Cojeaba
notoriamente, arrastrando un pie, era evidente que llevaba una prótesis en la pierna,
y vestía un raído uniforme alemán de una talla demasiado grande. Tenía el cabello
rapado y parecía confuso y apenas despierto.
—¿Hauptmann Manfred Berger?
—Ja —respondió y parpadeó.
—Soy el teniente coronel Sanson, de inteligencia militar. Éste es el teniente coronel
Weaver. Tengo entendido que habla usted inglés.
—Sí, correctamente. ¿Puedo preguntar de qué se trata?
—Siéntese.
Berger se frotó los ojos, acercó una silla y se sentó frente a ellos. Sin más preámbulo,
Sanson le mostró la nota.
—¿Escribió usted esto?
Berger estudió el papelito, y en su cara apareció una ligera expresión de alerta.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Podría ser —dijo levantando la vista—. Según va la guerra, nueve meses es toda
una vida.
—¿Lo escribió usted? —repitió Sanson.
—Me temo que no me acuerdo.
—Su nombre está aquí, justo al final. Hauptmann Manfred Berger.
—Sí, ya lo veo —dijo Berger encogiéndose de hombros—. Pero en el ejercicio de mis
obligaciones puse mi nombre en muchos papeles, y me vi obligado a intentar que
muchos de nuestros agentes cruzaran las líneas de ustedes. No puede esperar que me
acuerde de cada uno de ellos.
—Este agente en El Cairo, nombre en código Besheeba, y este otro, Fénix. ¿Qué me
puede decir de ellos?
—No sé nada de ninguna de esas dos personas.
—La nota sugiere otra cosa, Berger —le presionó Sanson—. Es evidente que sabía
lo que estaba usted escribiendo, así que no me diga más mentiras.
El alemán se sonrojó ante el asomo de amenaza de Sanson. Observó a sus dos
interrogadores.
—¿Se me permite una observación?
—Se le permite.
—Para Alemania, la guerra en África del Norte se ha acabado. Cualquier agente que
hayamos tenido aquí ya no importa lo más mínimo. —Levantó la vista, con
curiosidad—. Y, sin embargo, dos jefes de inteligencia vienen aquí a las cuatro de la
mañana para interrogarme. ¿Puedo preguntar por qué?
Sanson ignoró la pregunta, e insistió:
—Se lo preguntaré una vez más...
—Recuerde, por favor, que bajo los términos de la Convención de Ginebra sólo
estoy obligado a darles mi nombre, número y graduación. Nada más. Ustedes dos son
soldados, y lo saben.
—Me importa un carajo la Convención de Ginebra, Berger —bramó Sanson, dando
un puñetazo en la mesa—. Conteste a mi maldita pregunta.
Berger pareció un tanto alterado por la hostilidad de Sanson, pero acabó
respondiendo, tranquilo:
—Lo siento, pero la verdad es que no sé nada. Ustedes deberían de saber que los
oficiales de inteligencia subalternos como yo no suelen tener acceso a las verdaderas
identidades de los agentes. Esa clase de información está limitada a los cuarteles
centrales de Berlín.

172
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Normalmente, pero no siempre, Berger. Y generalmente circulan rumores por la


sala de oficiales, rumores sobre los agentes que trabajan para uno. Por pequeña o
insignificante que le parezca la información, puede servirnos. Y estoy convencido de
que usted sabía algo sobre las operaciones en El Cairo. ¿Cómo consiguió Fénix pasar
nuestras líneas? ¿Lo llevaron o fue solo? ¿Dónde se quedó en El Cairo cuando llegó?
¿Cómo se citó con Besheeba? Así que déme respuestas.
Berger no respondió, y Sanson abrió inmediatamente la carpeta del alemán.
—Usted fue detenido en Túnez vestido de paisano.
—Intentaba impedir que me capturasen, naturalmente...
—Un militar que se disfraza de paisano en territorio enemigo... eso hace sospechar
que es un espía. A los espías se los fusila, Berger. Ésa es la ley. Incluso según la
Convención de Ginebra.
—¿Yo, un espía? —El alemán palideció—. Supongo que está de broma.
—¿Yo? —Sanson sostuvo la mirada de Berger—. Usted es un oficial de inteligencia,
así que doble delito, por si fuera poco.
—No soy espía —contestó Berger, nervioso—. Y aunque supiese algo de este asunto,
que no lo sé, no podría decírselo. —Miró desafiante a Sanson, con un atisbo de orgullo
en la voz—. Sigo siendo un oficial alemán, y tengo honor. Nunca traicionaría la
confianza de mi país ante el enemigo. Nunca.
Sanson echó su silla hacia atrás, dando un golpe, y se puso de pie.
—Lo dejo cinco minutos a solas para que revise esa confianza, y su memoria. Y
después quiero respuestas, no estupideces, o sufrirá las consecuencias. Si yo fuera
usted, me tomaría en serio lo del pelotón de fusilamiento.
Sanson caminaba rabioso arriba y abajo por el vestíbulo.
—¿Cree que sabe más de lo que nos dice?
—Estoy completamente seguro. Él escribió esa nota. —Sanson dejó de andar—. No
somos la Gestapo, pero en una situación como ésta, hay veces en que hay que olvidar
las normas.
—¿Qué quiere decir?
—Esto —dijo Sanson, sacándose una porra de cuero del bolsillo—. Y más, si es
necesario.
Weaver vio una fría determinación en el rostro del inglés.
—Pegar a un prisionero se considera tortura. Es ilegal, Sanson.
—En estos momentos me importan un maldito rábano las sutilezas legales, Weaver.
O lo buen chico que sea Berger. Esto es una guerra, no un maldito partido de criquet.

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Estamos entre la espada y la pared. Si tuviéramos tiempo, podríamos jugar a los


jueguecitos de siempre e intentar sacarle las cosas. Pero no podemos permitírnoslo.
—¿Y qué sugiere?
—Si sigue negándose a contarnos lo que sabe, nos lo llevaremos directo a El Cairo
para seguir el interrogatorio. —Sanson golpeó fuertemente con la porra en la palma de
la mano—. Pero sea como sea, si Berger sabe algo, juro por Dios que conseguiré que
hable.

Cuando entraron de nuevo en la salita, Sanson dejó ostensiblemente la porra sobre


la mesa. Berger la miró, inquieto.
—Bien, ¿lo ha pensado mejor?
El alemán titubeó, y Sanson cogió rápidamente la porra y lo golpeó en la cara. El
joven alemán gritó, casi se cayó de la silla, y se agarró la mandíbula, sobresaltado.
—Yo... yo no sé nada de las operaciones en El Cairo.
—Ya hemos establecido que escribió usted la nota. Lo que indica que sabía usted
algo de la gente mencionada. Déjeme recordarle otra vez lo que dice. —Sanson sacó
otra vez el papel alemán de la carpeta y leyó—: «Rommel solicita urgentemente más
detalles: número de efectivos, movimientos de artillería y blindados. Berlín ordena a
Fénix que se dirija a El Cairo de inmediato. Besheeba lo recibirá. Esperamos que
esfuerzos combinados darán más resultados.» —Sanson levantó la vista—. Esta última
línea es la que importa, Berger. «Esperamos que esfuerzos combinados darán más
resultados.» ¿Qué resultados esperaban? Usted tenía que saber algo específico de esos
dos agentes. Así que dígamelo.
Berger parecía aterrado. Sanson dijo:
—Vamos, Berger, estoy esperando.
—Mi nombre, número y graduación es todo lo que tienen ustedes derecho a...
—No tiene el menor objeto seguir así —dijo Sanson, frustrado—. Usted mismo ha
admitido que la guerra se ha acabado para los alemanes en el norte de África. ¿Por qué
no responde, entonces, a mis preguntas?
—Ya se lo he dicho. No sé nada. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo?
—Puede repetirlo cuantas veces quiera, pero sabe que miente. Y está acabando con
mi paciencia. Podemos fusilarlo por espía, ¿es que no lo entiende?
—Ich bin Manfred Berger, Hauptmann, nummer...
Sanson se levantó de la silla al instante, con la porra en la mano. Esta vez cruzó con
fuerza la cara de Berger. El alemán aulló de dolor y se desplomó sobre el suelo.

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Weaver no podía aguantar mucho más, empezaba a preguntarse si Berger podría


decirles realmente algo útil. Fue a ayudar al alemán a levantarse. Sanson reaccionó
como un relámpago:
—¿Qué demonios hace usted, Weaver? ¡Déjelo estar!
—Váyase al infierno. Está herido, por Dios.
—¡He dicho que lo deje!
Por un instante, Weaver pensó que Sanson iba a pegarle también a él, pero el inglés
lo taladró con una mirada terrorífica. Weaver dio un paso atrás. Sanson se acercó y se
puso sobre el alemán, con las manos en sus caderas.
—Vamos, Berger. La verdad. ¡Suéltala de una vez!
Berger seguía tumbado, gimiendo, la cara bañada en sudor, la pierna falsa
espantosamente retorcida.
—Por favor...
—Piense, Berger, piense. Tiene que saber algo. ¿Merece la pena recibir una paliza y
una bala cuando su país ya pierde la guerra? Piense en su hija. Le gustaría volver a
verla, ¿no es así? ¿O preferiría que su mujer y su hija recibieran un telegrama diciendo
que está muerto?
Berger reaccionó, casi en el punto límite, con los labios temblando, los ojos anegados
en lágrimas. Levantó una mano para protegerse cuando Sanson empezó a alzar la
porra de nuevo.
—¡No..., por favor! Le diré lo que sé.

Berlín
19 de noviembre, 16.00 h

Heinrich Himmler, jefe de las SS y la Gestapo, era un hombre distante e


inusualmente austero, antiguo criador de pollos en Baviera que envió a millones de
personas a los campos de exterminio sin pensárselo ni un segundo, sin un atisbo de
emoción en su rostro severo de burócrata.
Aquella tarde, la lluvia rebotaba contra las ventanas y soplaba un viento gélido tan
áspero que sólo podía proceder del Báltico, cuando condujeron a Schelienberg al
despacho de Himmler en la Prinz-Albrecht -Strasse.
Himmler llevaba el uniforme negro de gala de Reichführer y sus habituales
quevedos. Estaba sentado a su mesa de nogal con una pila de papeles delante y una

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

pluma en la mano. El despacho estaba en penumbra, todo en él resultaba espartano e


impersonal, y lo único cálido era un fuego de leña que ardía en una esquina.
Schelienberg hizo el saludo nazi:
—¿Me has mandado llamar, Reichführer?
Himmler dejó la pluma, le indicó una silla en silencio, y con movimientos muy
lentos y precisos apartó a un lado los papeles, excepto un puñado de informes, como
si se preparase para trabajar. Señaló los papeles que había dejado sobre la mesa con
cierto disgusto y dijo:
—Los últimos mensajes cifrados que han llegado de nuestros agentes en África del
Norte, y los informes de ruta de la Luftwaffe y la Kriegsmarine. Creo que será mejor
que los leas.
Schelienberg estudió los papeles, mientras Himmler se levantaba y salía de detrás
de su escritorio. Se detuvo un momento junto al fuego, para calentarse las manos,
luego empujó un leño que sobresalía con la punta de su bota lustrada, levantando
chispas y, finalmente, se volvió.
—¿Y bien?
—Decepcionantes, Reichführer —dijo Schelienberg, dejando a un lado los informes.
—¿Decepcionantes? —se inflamó Himmler—. Son desastrosos. Nuestros
submarinos del Atlántico han fracasado continuamente en localizar el convoy de
Roosevelt. Hemos enviado a nuestros mejores capitanes, y todos han fracasado. El
informe más reciente de la Luftwaffe señala una gran flota de buques de escolta en
torno al acorazado Iowa, que sospechamos que transporta al presidente americano. Fue
avistado desde el aire a unas cuatrocientas millas aproximadamente de la costa
marroquí a mediodía de hoy, y sigue un rumbo variable. Goering dice que está
demasiado lejos para intentar un ataque de bombarderos, el aparato que los descubrió
fue atacado por los antiaéreos de los destructores enemigos y escapó por los pelos. Y
la Kriegsmarine pretende que es completamente imposible romper la fuerte defensa
naval.
—Ya me lo imagino, Reichführer.
—Por si todo eso no fuera suficiente, nuestros agentes se están encontrando serias
dificultades para averiguar dónde atracará exactamente el convoy de Roosevelt en
África del Norte, así que puede ser en cualquier punto de los cinco mil kilómetros de
costa. Sin una información más precisa, es imposible realizar ningún ataque aéreo o
naval con cierta coherencia. Y una vez que Roosevelt esté en tierra, tenemos pocas
posibilidades de saber cómo se desplazará hasta El Cairo. —Himmler suspiró con
frustración, se quitó las gafas y las limpió metódicamente con un pañuelo—. De modo
que me parece, Walter, que va a tener que ser cosa tuya, después de todo. Explícame
tus avances.

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—Tengo la satisfacción de informarte de que todo marcha según los planes,


Reichführer —dijo Schelienberg, con una sonrisa triunfal.
—Pareces confiado. ¿Estás seguro de que la mujer será capaz de hacer lo que se
espera de ella?
—Está en juego la vida de su padre, por lo que hará todo lo posible, de eso estoy
seguro.
—Será mejor que estés en lo cierto. ¿Y Halder?
—Se porta perfectamente. —Schelienberg volvió a sonreír—. Un ligero conflicto
entre él y Kleist, pero eso ya lo esperábamos.
—Ah, sí, Kleist. —Himmler volvió a ponerse las gafas y las ajustó en el puente de la
nariz—. Un buen animal, pero la clase de hombre en que se puede confiar. Mucho más
fácil de prever que ese Halder. ¿Y qué hay de Deacon?
—¿Qué, Reichführer?
—¿Hace progresos en El Cairo?
—Espero un mensaje suyo en las próximas veinticuatro horas, para informar que
está listo.
—Y el asunto del piso franco descubierto, ¿no le ha causado más problemas?
—Según su último informe, no. Si los tuviera, estoy seguro de que nos lo haría saber.
—¿Halder está al corriente de esto?
—No me pareció necesario preocuparle con esa información, Reichführer. Ya tiene
bastante en qué pensar.
—Quizás tengas razón —dijo Himmler, asintiendo con la cabeza—. Pero ¿y si
Deacon no consigue obtener el material de transporte y el equipo en tan poco tiempo?
—Estoy convencido de que podríamos seguir adelante. Quedaría en manos de
Halder y de los otros solucionar el problema cuando llegue. Pero estoy seguro de que
son perfectamente capaces de ello.
Himmler no hizo ningún comentario, se quedó unos momentos contemplando el
fuego, enfrascado en sus pensamientos.
—Muy bien. Considerando el pesimismo de los informes que acabas de leer, te doy
mi autorización para proceder con la Operación Esfinge, y con la aprobación del
Führer.
Schelienberg se puso de pie, encantado.
—A tus órdenes, Reichführer.
—Llevarás a Halder y a los otros al aeródromo de Gatow mañana, y de allí a su
posición de espera en Roma, para preparar la salida. —Himmler volvió a su mesa, se

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sentó y volvió a colocar cuidadosamente delante de él la barrera de papeles, indicando


que la entrevista se acababa—. Y como siempre, mantenme informado de todo, hasta
el último detalle.

Lagos Amargos

—No es mucho, pero es algo, sin la menor duda. —Sanson encendió un cigarrillo,
sentado en la sala de interrogatorios una hora más tarde, después de que se hubiesen
llevado a Berger. Weaver permanecía callado mientras Sanson releía sus notas.
—Ahora sabemos con seguridad que Fénix llegó a El Cairo hace nueve meses para
ayudar a mejorar la obtención de información de los alemanes. También sabemos, por
el acuerdo de Berger con nuestra descripción, que probablemente sea nuestro amigo
Farid Gabar. Y sabemos que una vez que cruzó nuestras líneas, probablemente
permaneció una noche en un lugar seguro de Ezbekiya, un hotel que pertenece a un
simpatizante árabe que trabaja para la inteligencia alemana, antes de entrar en contacto
con Besheeba.
La información que Berger les había dado era escasa, desde luego, pero, aun así,
significativa. Se había limitado a transcribir el mensaje cifrado a su comandante, pero
admitió haber visto dos veces al árabe descrito por Sanson durante las reuniones de
inteligencia en el cuartel general de la Wehrmacht. Como Weaver sospechaba, Berger
no estaba al tanto de la verdadera identidad o posición de los agentes, y no les pudo
contar nada de Besheeba, salvo que había oído rumores de que era el espía principal
de Berlín en El Cairo.
—Así que tenemos que encontrar ese hotel. Sólo hace nueve meses que Gabar
estuvo allí.
—Es una pista, Weaver. Y, de momento, es todo lo que tenemos. Hablaré con
algunos de mis informadores, y volveremos a repasar las listas de simpatizantes.
Puede que descubramos algún sospechoso. Y si no, apretaremos a todos los dueños de
hoteles de la zona hasta que lo tengamos.
Weaver se levantó. Sanson le dijo:
—¿Adónde va?
—A ver si Berger está bien. Me parece que lo ha dejado bastante mal.
—Olvídese de eso, Weaver —dijo Sanson, enfadado—. Y ya que estamos con el
tema, quiero señalarle algo. Tendría que buscar un sistema de no mostrar su
desacuerdo o su debilidad durante los interrogatorios. Intentar ayudarlo fue algo
estúpido. Un menoscabo a mi autoridad.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No era un interrogatorio, Sanson. Era tortura, aunque diese resultado. El tipo de
actuación que yo esperarla de la maldita Gestapo.
Sanson parecía a punto de explotar. Se puso de pie y se metió la libreta en el bolsillo
interior.
—Ya le he dicho que estamos en guerra. ¿No lo entiende? Si tiene alguna queja sobre
mis métodos, presente una reclamación. Pero en una situación como ésta, lo único que
cuenta son los resultados. Y ahora, caminito de vuelta a El Cairo. Si queremos
encontrar pronto a Gabar, tenemos que trabajar a toda prisa.

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CAPÍTULO 21

Berlín

Aquel mismo día, a tres mil kilómetros de El Cairo y justo después de dar las ocho
de la tarde, el almirante Wilhelm Canaris continuaba luchando con su conciencia al
bajar al sótano donde estaba la Bierkeller.
Era un local lleno de humo, atestado de soldados de permiso y berlineses de cara
hosca, una banda de música sonando en un estrado y todos con aire de hombres
condenados, cosa nada sorprendente. Los bombardeos les habían afectado, como a
todo el mundo, y las marchas arrogantes que tocaban para un público indiferente no
reflejaban el ánimo decaído de la ciudad en peligro.
Canaris se metió en un compartimiento vacío y pidió una jarra de cerveza. Miró su
reflejo en el espejo de la pared que tenía al lado. Se vio ansioso, agotado, apenas si
había dormido los últimos cinco días, desde su reunión con Schelienberg. Oh, qué
complicada telaraña tejemos, cuando empezamos a aprender a engañar. No era raro que
estuviese nervioso. Había guardado su secreto durante muchos años, y era un secreto
peligroso. Era un traidor a su país, uno de los conspiradores contra Hitler, una osadía
que muy pronto le costaría la vida, ahorcado con una cuerda de piano de un gancho
de carnicero en el campo de concentración de Flossenburg.
Pero ése era un hecho que aquella tarde aún ignoraba, un destino para el que
todavía faltaban meses. Llevaba ropa de paisano descuidada, sombrero y abrigo, y
como buen maestro de espiéis, no tuvo problemas para despistar a los hombres de la
Gestapo que lo seguían desde que había salido de su casa a dar un paseo después de
cenar.
Tomó un buen trago de la cerveza tibia de la jarra que tenía delante y miró el reloj.
La mujer joven que dos minutos después entró en la Bierkeller era esbelta y rubia, de
un rostro bellamente modelado y un cuerpo aún más hermoso, todo ello enmascarado
hábilmente con maquillaje excesivo y ropa desaliñada y amplia que ocultaba sus
encantos a propósito. Vio a Canaris, que había dejado el sombrero al borde de la mesa
como señal de que el encuentro era seguro. La chica se deslizó en el asiento de enfrente
y sonrió.
—Wilhelm.

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—Mi querida Silvia —dijo Canaris con afecto. Si no hubiera estado fielmente casado,
muy bien hubiera podido enamorarse de aquel ángel divino que tenía enfrente. La
condesa Silvia Konigsberg estaba casada con un diplomático sueco y era una vieja
amiga—. ¿Has tenido problemas para llegar?
—Ninguno —dijo, y en sus ojos brilló la malicia—. Despisté a la Gestapo en el metro.
El pobre hombre debe de estar pasándolo mal en estos momentos.
Canaris pidió una cerveza para ella y esperó a que la camarera se marchase.
—Así que te vas esta noche en avión a Estocolmo.
—A las doce. En el avión correo. ¿Querías verme por algo importante?
Canaris se aclaró la garganta. Era impensable pasarle cualquier mensaje por escrito,
pues serían pruebas que podrían utilizarse en su contra. Silvia, por otra parte, tenía
inmunidad diplomática y amigos poderosos, de la talla del mismísimo rey de Suecia.
Si la cogían, no la torturarían para que confesara, pero eso no quería decir que no
arriesgase la vida. La Gestapo era muy hábil organizando accidentes fatales.
—Querida Silvia, tengo que confiarte un mensaje urgente, y vital. Tan crucial, que
podría decidir el resultado de la guerra. ¿Estás preparada para guardártelo en la
memoria?
Silvia no parpadeó. Una mujer valiente, pensó Canaris, con esa capacidad nórdica
tan notable de parecer tranquilos en las circunstancias más adversas.
—Adelante —dijo ella simplemente.
Canaris titubeó. Sabía que con aquel acto estaba condenando a Halder y a la mujer
al fracaso, incluso a la muerte, y era un gran peso sobre su conciencia que lo atosigaba
desde hacía cinco días. Pero la alternativa era demasiado horrible hasta para
imaginarla siquiera.
—Schelienberg y Himmler han preparado un plan para matar al presidente
norteamericano y al primer ministro británico. Saben que Roosevelt llegará a El Cairo
para reunirse con Churchill en algún momento del día 22, dentro de tres días, llenen
la intención de asesinarlos a los dos.
El ángel sueco palideció y abrió la boca para inspirar profundamente.
—Es necesario que pases este mensaje a tu contacto habitual —dijo Canaris—. Si
este plan de locos llega a salir bien, los dos sabemos cuáles serán sus consecuencias.
—¿Cómo... cómo será?
—Un equipo de especialistas para organizar la operación saldrá hacia Egipto por
aire en las próximas cuarenta y ocho horas. Tal vez antes, incluso.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

En ese momento, ambos oyeron el aullido de una sirena de alarma antiaérea. La


orquesta dejó de tocar, la gente fue presa del pánico, sillas derribadas y el personal del
bar empezando a dirigir a los clientes a las bodegas del sótano.
—¡Dios mío, otra vez! —dijo Canaris, pálido—. Este país quedará completamente
destruido. —Puso una mano sobre la de Silvia, animándola—. ¿Estás segura de que
llegarás al avión de esta noche?
—Mi marido tiene asuntos diplomáticos importantes en Estocolmo —dijo
asintiendo con la cabeza—. Tenemos una escolta para cruzar el pasillo, como de
costumbre.
Era absurdo, Canaris lo sabía. En medio de la peor guerra de la historia de la
humanidad, entre los aliados y Alemania se había acordado tácitamente mantener un
pasillo aéreo báltico para que pudiesen pasar a salvo los aviones de la Suecia neutral.
Fuera, comenzaron a caer las bombas; el techo temblaba, se caía la escayola, las luces
se apagaron.
—Será mejor que me vaya —dijo Silvia levantándose, nerviosa—. Si me quedo aquí
atrapada puedo perder el vuelo.
—Que Dios te acompañe, Silvia —dijo Canaris, infundiéndole ánimo—. Y por lo
que más quieras, ten cuidado cuando salgas y no me falles, por favor.
Estalló otra bomba por alguna de las calles cercanas, y los soldados y los camareros
de la Bierkeller gritaban a la gente que bajasen de prisa al refugio.
—Hay algo más que nuestro amigo de Estocolmo tendría que saber —añadió
Canaris rápidamente.
—No hay tiempo, Wilhelm —dijo Silvia, que ya avanzaba hacia la puerta.
—Pero es que tengo que darte algunos detalles...
Tomó a Silvia del brazo y cuando la acompañaba hacia la salida, una potente
explosión hizo temblar el edificio y casi los tiró al suelo. Un corpulento Feldwebel
corrió a su lado.
—¿Están sordos, ustedes dos? ¡Abajo, de prisa! Antes de que los hagan pedazos.
El Feldwebel empezó a empujarlos hacia el sótano pero, sin decir una palabra, Silvia
Konigsberg se escabulló a toda prisa, cruzó la puerta y subió los escalones.
—¡Eh, tú, zorra estúpida! ¿Estás loca? —bramó el soldado y salió tras ella.
Canaris lo cogió del brazo.
—No. ¡Déjela!
—Que se las apañe, abuelo, pero si usted quiere vivir para cobrar su jodida pensión,
será mejor que mueva el culo y baje por esa escalera inmediatamente. ¡Andando!

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Canaris vio cómo Silvia desaparecía escaleras arriba mientras una nube de polvo
envolvía la Bierkeller y el edificio temblaba de nuevo. Se tapó la boca con el brazo para
no toser. Dios mío. ¿Y si la mataban en el bombardeo y no lograba llegar? Había
intentado desesperadamente darle más detalles, asegurarse de que su contacto del
servicio de inteligencia británico en Estocolmo se enteraba de que Halder y la mujer
eran peones inocentes de un juego mortal, pero era demasiado tarde. Silvia se había
marchado y el soldado lo empujaba hacia las bodegas.

A dos kilómetros de allí, también en Berlín y en ese mismo momento, el general


Walter Schelienberg era conducido a otra clase de bodegas. Visitar la prisión de los
sótanos del cuartel general de la Gestapo siempre lo deprimía. Era un lugar miserable,
que apestaba a miedo y se llenaba de los gritos de las víctimas de las torturas, pero al
caer aquella tarde, mientras el fornido carcelero de las SS lo guiaba escaleras abajo, se
sentía de un humor excelente.
Caminaron hasta el final de un pasillo frío y escasamente iluminado, dejando a
ambos lados hileras de puertas de hierro. El carcelero se detuvo ante una de las últimas
e insertó la llave. Schelienberg encendió un cigarrillo.
—¿Cómo está?
—Mejor que la mayor parte de los otros. Tires buenas comidas al día y ni torturas
ni palizas. Pero sigo creyendo que no tiene la cabeza bien. Apenas responde.
—¿Ha mencionado a su hija?
—No, que yo sepa, mi general. Simplemente, llora mucho. La verdad es que apenas
para.
Justo en ese momento, Schelienberg oyó sollozos y miró a una de las otras celdas
del otro lado del pasillo, de donde provenía el sonido.
—Espere un momento.
Se acercó allí, y descorrió la mirilla de metal que había en la puerta de hierro. Vio a
dos muchachos, uno de unos veinte años y el otro de no más de catorce, con las caras
amoratadas, acurrucados juntos en un rincón de la celda, como buscando consuelo, el
más joven sollozaba incontroladamente. Parpadeando bajo la cruda luz, parecían unos
animalitos asustados, acongojados.
—¿Y estos dos? —le preguntó al carcelero.
—Dos hermanos traidores, conspiraban contra el Führer, Herr general. Todavía no
han confesado, pero confesarán, puede estar seguro. Y al final se llevarán lo que se
tienen que llevar.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Schelienberg se estremeció al oír un grito de mujer que procedía de algún lugar en


las profundidades de la prisión. Cerró la mirilla, se volvió hacia el carcelero y señaló
con la cabeza la otra celda.
—Ya puede abrir la puerta.
El carcelero obedeció, encendió la luz desde fuera. Schelienberg penetró en el
espacio maloliente. Apenas si había sitio para dos personas, un camastro de metal con
mantas grises sucias, un cubo abollado, una luz inclemente brillando en el techo. Un
hombre de pelo gris, de aspecto en otro tiempo distinguido, se acurrucaba en un
rincón, tapándose la cara y la cabeza con las manos, gimiendo como un niño,
balanceándose atrás y adelante.
—¿Lo tratan a usted bien? —preguntó suavemente Schelienberg.
El hombre no respondió ni intentó levantar la mirada, y el guardia gritó:
—¡Contesta al general cuando te habla!
—¡Fuera! ¡Déjenos solos! —ordenó Schelienberg, restallando los dedos, airado.
El guardia dio un taconazo y obedeció al instante. Schelienberg dio una calada al
cigarrillo y miró otra vez al prisionero.
—Lo siento, me temo que tendrá que perdonar a esa gente. Hay algunos que son
peores que cualquier bestia. Pero le traigo buenas noticias para levantarle la moral. Su
hija ha aceptado mi propuesta. Si hace lo que se espera de ella, y sobrevive, esta
desagradable situación terminará muy pronto. Bien, ¿qué me dice?
El hombre gimió, se quitó nerviosamente las manos de la cabeza. Tenía la cara
barbuda, llena de contusiones, fuertes moretones donde se habían cerrado ya otras
heridas. Alzó una mirada de demente asustado, tenía los ojos enajenados, y empezó a
llorar, volvió a taparse la cara y a balancearse atrás y adelante.
Schelienberg suspiró con desesperación, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la
suela.
—Tengo la terrible sensación de que para usted ya no hay solución, amigo mío. Esos
muchachotes le han revuelto los sesos.
Salió al pasillo y dijo al carcelero:
—Traigan a un médico. No a uno de esos matasanos de plantilla en los sótanos. Un
doctor de verdad. Y quiero ver el informe.
—Sí, Herr general.
La puerta de la celda se cerró con un golpe metálico y Schelienberg recorrió de
vuelta el pasillo.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El Cairo, 18 de noviembre

Reggie Salter estaba de mal humor aquel jueves por la tarde, y tenía buenas razones
para estarlo. Uno de sus almacenes había sido asaltado la noche anterior, no por la
policía, sino por una banda de ladrones árabes bien organizada. Habían degollado a
uno de sus vigilantes y se habían largado con más de cinco mil libras de los productos
más preciados por Salter.
Sus hombres ya habían enterrado el cuerpo del centinela en el desierto, y dentro de
no mucho tiempo unos cuantos cabrones avariciosos tendrían que cavar sus propias
tumbas para hacerle compañía. Quienquiera que robase su almacén lo pagaría caro,
pero conociendo como conocía a las bandas de delincuentes árabes, era poco probable
que volviera a ver la mercancía.
Todavía echaba chispas al pensar que había perdido cinco billetes grandes cuando
Costas subió por la escalera del almacén de abajo, secándose las manos con un trapo
grasiento.
—Reggie, Deacon acaba de llegar, está abajo. ¿Quieres que te lo mande?
—No, ya bajo yo. ¿Qué pasa con ese jodido jeep?
—Está en el patio. Los chicos lo están revisando.
—Muy bien. Ahora veamos qué color tiene la tela de Deacon. —Salter bajó por la
escalera del almacén, seguido de Costas, y vieron a Deacon y al árabe esperando en la
planta baja junto a unas jaulas de embalaje.
—Harvey, amiguito. Me alegro de verte.
—¿Tienes el jeep y los uniformes?
—Directos al grano, hoy, ¿eh? Ya te dije que no te fallaría, y no te he fallado. Los he
conseguido incluso antes de lo que esperaba. Ven conmigo.
Salter lo condujo a través del almacén hasta llegar a un patio cubierto en la parte de
atrás. Dos de sus hombres faenaban bajo el capó de un jeep norteamericano mientras
otro se ocupaba de quitar el polvo de los indicativos de policía militar de los lados.
—Costas me ha dicho que el motor es de primera, casi nuevo —explicó Salter—. No
medio quemado como la mayoría de los que te encuentras, que están hechos trizas de
tanto correr por el puto desierto.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Deacon, observando el vehículo.
—Cuanto menos sepas, mejor para ti —dijo Salter con una sonrisa y dándose
golpecitos en la nariz.
—¿Pero estás seguro de que los papeles son auténticos y no podrán seguirle la pista
hasta aquí?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Danos un respiro, Harvey —dijo Salter, riendo—. Pues claro que estoy seguro. Si
llevase mi negocio de otra manera, hace tiempo que estaría metido en un ataúd.
Deacon pasó la mano por la pintura y Salter dijo:
—Puedes revisar la mercancía todo lo que quieras. Tú eres el cliente.
Deacon se sentó en el jeep y maniobró el arranque. El motor roncó con suavidad. Se
bajó y miró debajo del capó con ayuda de Hassán. Se quitó el polvo de las manos y
declaró:
—Tiene buena pinta.
—¿Acaso pensabas que te engañaría? —Salter le alargó los papeles del vehículo—.
Todo en orden.
—Parece que están bien —dijo Deacon, examinando los papeles—, bastante bien.
¿Y los uniformes?
Salter llamó con un chasquido de dedos a uno de sus hombres.
—Trae el otro material de dentro, Joey.
El hombre entró en el almacén y regresó cargando al hombro un par de voluminosos
petates militares. Salter abrió uno y volcó el contenido en el suelo. Un uniforme de
capitán norteamericano, un uniforme de sargento de la policía militar, ambos con
todos sus complementos, incluido un par de pistolas Colt 45 con sus fundas y dos
ametralladoras M-3 americanas con peines de munición de repuesto para todos.
—Todo lo que pediste. Pero es mejor que lo compruebes, para estar seguros.
Deacon examinó el contenido de cada uno de los petates y Salter preguntó:
—¿Contento?
—Todo parece bueno.
—Otros quinientos billetes, creo que dijimos.
—Quiero que se entreguen los uniformes y las armas esta noche en el club. Que
usen la entrada de proveedores y, por todos los santos, mucha discreción.
—Descuida, ésa es mi especialidad.
—¿Seguro que no hay problema en dejar el jeep aquí un par de días, hasta que lo
necesite?
—Ninguno, mientras pagues el precio que acordamos por guardarlo.
Deacon se sacó un sobre del bolsillo y se lo dio a Salter, que repasó los billetes con
los dedos y se lo guardó en un bolsillo.
—Es un placer hacer negocios contigo, Harvey.
—Todavía no hemos terminado. ¿Qué hay de los camiones?

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—Me temo —dijo Salter, tras encender una breva y rascarse la barbilla— que con
ésos tenemos algunas dificultades pasajeras, ¿verdad, Costas?
—Al parecer —dijo el griego, encogiéndose de hombros—, en estos momentos el
ejército está echando mano de todos los vehículos que puede, Harvey. Dios sabe por
qué, pero hay escasez de camiones. Pero no te preocupes, haremos todo lo que
podamos.
—Lo que podáis no es suficiente —dijo Deacon, preocupado—. Tengo que tener la
seguridad de que tendré esos camiones en mi poder antes de dos días.
En su voz había un punto de desesperación que a Salter no le pasó desapercibido, y
le dijo, para tranquilizarlo:
—Yo me ocuparé personalmente de esto, Harvey, no sufras. Por éstas que estarán
aquí y a tiempo, aunque tenga que afanarlos yo mismo. Prometido.
—Bien. —Deacon pareció aliviado, le hizo un gesto con la cabeza a Hassán y se
volvió para marcharse—. ¿Me avisarás?
—En cuanto sepa algo, amiguito.
Salter los observó hasta que salieron del patio y cuando se hubieron ido llamó a dos
de sus hombres.
—Ya sabéis lo que hay que hacer. Quiero saber cada sitio al que vaya Deacon, a todo
el mundo que vea. No me jodáis y procurad que no os descubra porque os pondré de
cebo para cocodrilos, ¿entendido?
—Claro, Reggie.
Los hombres se marcharon. Costas se acercó, sigiloso. Puso una sonrisa torcida y le
dijo a Salter:
—¿Crees que la cosa marchará?
Salter se hizo restallar los nudillos.
—Más vale que sí, colega. Anoche, esos jodidos gitanos árabes nos llevaron cinco
billetes y tengo toda la intención de recuperar la pérdida. Sea lo que sea lo que se trae
entre manos, vamos a llevarnos una buena tajada, les guste o no les guste a Deacon y
a sus socios.

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CAPÍTULO 22

Berlín, 20 de noviembre

En el aeródromo de la Luftwaffe en Gatow había mucha actividad aquella tarde,


cuando el Mercedes de Schelienberg cruzó la barrera seguido por un camión cubierto
donde iban Halder y los otros. Se pararon junto a un hangar cerrado, y Schelienberg
los condujo dentro por una puerta lateral. En el interior había aparcado un avión, con
el fuselaje pintado de camuflaje color arena y sin marcas o indicativos que lo
identificaran. Media docena de mecánicos trabajaban en él, y en la cabina se afanaban
dos pilotos.
—¡Vito! —llamó Schelienberg, y el hombre que estaba sentado en el asiento del
comandante saludó por la ventanilla, y poco después apareció en la puerta del fuselaje
y bajó por la escalera metálica.
—Herr general.
—¿Cómo va la preparación de nuestro transporte?
Vito Falconi era alto para ser italiano, muy guapo, con el pelo negro y rizado, una
fina nariz romana y un aspecto general un tanto petulante. Era muy mayor para ser
piloto de combate, con treinta y muchos años. Llevaba cazadora de cuero de piloto de
la Luftwaffe, una bufanda blanca de seda anudada al cuello, y sus ojos rebosaban de
una inquieta energía.
—Bene. Esta mañana lo volé dos veces, y va extraordinariamente bien. —Se volvió
hacia Halder y le estrechó la mano afectuosamente—. Jack, ya veo que sigues vivo.
—Hola, Vito. Hace mucho tiempo.
—Y no estoy exactamente seguro de que me alegre de verte otra vez —dijo Falconi
con una sonrisa—. Sobre todo después de enterarme de que fue idea tuya elegirme
para pilotar esta misión. ¿Es que pretendes que me maten? Vaya, ¿cómo estás amigo?
—Entre desesperado y tirandillo.
—Como todos —rió Falconi—. Esta condenada guerra nos tiene a todos al límite.
¿En qué andas ahora? ¿Algo tan secreto que el futuro de toda la guerra depende de
ello?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Eso mejor pregúntaselo al general.


—Me temo que no es asunto que le concierna a usted, Vito —dijo Schelienberg con
ligereza, e hizo las presentaciones—. Les presento al Gruppenkommandant Falconi,
su piloto. Los llevará a todos hasta Egipto.
Vito tomó la mano de Rachel y la besó.
—Es un placer, bella signorina. He de decirle que es el pasajero de mejor ver que he
tenido en mucho tiempo.
—No le haga caso —le señaló Schelienberg—. Vito es un seductor de primera.
Kleist los interrumpió, con una mirada agria en la cara:
—Herr general, el piloto es italiano. ¿Por qué no alemán? Esos cabrones cobardes se
han rendido al enemigo. Nunca han hecho otra cosa que fastidiarnos. Y todo el mundo
sabe que sus pilotos no valen para nada. Igualmente podría darnos nuestros
certificados de defunción aquí y ahora.
Falconi lanzó una mirada gélida a Kleist.
—Por si usted no se ha enterado, miles de italianos han muerto tan lejos de sus casas
como las afueras de Moscú y en las ruinas de Stalingrado. Y me parece que eso vale
algo, ¿no le parece?
—Ya lo creo —dijo Schelienberg mirando a Kleist—. Y yo no me preocuparía por
las habilidades aeronáuticas del Gruppenkommandant. Lleva destacado en la
Luftwaffe como instructor desde 1940, y es uno de los mejores que tenemos. Además,
tiene mucha experiencia de vuelo en África. Y desde antes de la guerra, de hecho, así
que están en buenas manos.
—Con todo respeto, me parece que últimamente están reclutando gente en sitios de
mala nota —dijo Falconi a Schelienberg—. Este amigo suyo haría mejor en cambiar de
actitud. Llevo dos minutos con él y ya he tenido bastante.
—Muérdase la lengua y vigile sus modales —dijo con acritud Schelienberg a
Kleist—. También he sabido por el comandante Halder que se está usted
extralimitando un poco. No olvide que él está al mando de esta fase de la operación,
de modo que compórtese con el debido respeto. Es una orden.
Kleist hizo una mueca y se puso firme.
—Sí, Herr general.
—Y ahora, Vito, creo que lo mejor es que nos explique el transporte.

Falconi los condujo hasta el aparato color arena y Halder dijo:


—Por todos los santos, ¿qué es esto?

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—Un C-47 americano de carga, también llamado Dakota o, más cariñosamente, el


Pájaro Loco. Probablemente es el mejor avión de transporte que tienen los aliados. Esta
hermosura se quedó sin combustible y tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en
un campo del norte de Italia, afortunadamente sólo con pequeños daños en el tren de
aterrizaje. Había una patrulla de las SS en la zona y consiguieron llegar hasta el aparato
antes de que el piloto pudiera destruirlo. Fue reparado y transferido a las operaciones
especiales de la Luftwaffe.
—Entonces, ¿cuál es la idea?
—En las fuerzas aéreas aliadas, los Dakota son muy corrientes. Así que, desde
nuestro punto de vista, es ideal.
—¿Quiere decir para pasar desapercibidos entre las defensas aéreas aliadas?
—Exactamente —dijo Falconi, sonriente.
—Ha sido idea de Vito —explicó Schelienberg—. Y hay otros dos aparatos iguales,
para nuestro amigo el coronel. De este modo, tenemos la oportunidad de llevarlos a
ustedes hasta su destino sin levantar sospechas en las patrullas costeras enemigas.
—Que en estos momentos son muy estrictas, según tengo entendido —añadió
Falconi—. Tienen patrullando día y noche a sus Spitfire y Tomahawks, y son
condenadamente buenos. Los escuadrones de bombarderos de la Luftwaffe con base
en Italia han intentado atacar Sicilia y Alejandría durante las últimas semanas, pero
con notables pérdidas. A muchos de esos pobres cabrones los abatieron incluso antes
de alcanzar los objetivos.
—No es muy buen presagio —señaló Halder—. ¿No necesitaríamos distintivos
aéreos aliados? No hay duda de que existe el riesgo de que sus patrullas aéreas nos
machaquen en el aire.
—Cuando aterricemos en Roma para repostar nos pintarán los distintivos
norteamericanos. Tenemos una pequeña ventaja al utilizar Italia como punto de
partida, porque los aliados concentran su atención sobre todo en el tráfico aéreo de las
bases alemanas de Rodas y Atenas, puesto que están más cerca del norte de África.
Una vez estemos en camino, a todos los efectos pareceremos un avión de las fuerzas
aéreas americanas haciendo un vuelo legal —dijo Falconi, sonriendo—. Y por si están
ustedes preocupados, el mando de la Luftwaffe nos da vía libre nada menos que hasta
el sur de Italia, de modo que no hay peligro de que uno de los nuestros nos derribe
antes incluso de estar en camino.
—¿Y después? —preguntó Halder.
—La ruta que tomaremos hacia África será casi toda por encima del mar. Cuando
lleguemos a la pista del desierto, aterrizaré, ustedes desembarcarán, y luego despegaré
inmediatamente. Han puesto un tanque extra en el Dakota para que yo disponga del
combustible suficiente para regresar a Roma.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Y qué pasa si la defensa aérea aliada nos intercepta y lo llaman por radio?
—Esa posibilidad existe, naturalmente —dijo Falconi, encogiéndose de hombros
fríamente—. Pero si se produce, me temo que sólo podremos intentar seguir adelante
en nuestra ruta. Realmente no sabremos si intentan llamarnos por radio.
—¿Por qué?
—Por razones de seguridad, cambian sus frecuencias de comunicaciones a diario, a
veces incluso para cada patrulla, de manera que no hay modo de saber qué frecuencia
usarán.
—Pero ¿sus aviones no intentarán contactar de alguna manera si no respondemos?
Falconi asintió con la cabeza.
—Si las comunicaciones normales no funcionan, intentarán hacerlo visualmente con
un código de señales, bien con luces de morse, que los aparatos aliados llevan
montadas bajo el fuselaje, o con una lámpara de destellos. O también, puede que no se
molesten en enviarnos ninguna señal en clave y se limiten a dispararnos.
—Eso realmente me inspira una gran confianza, Vito. ¿Alguna buena noticia más?
—Tenemos una ligera ventaja —dijo Falconi tras unas risas—, la de volar en uno de
sus aparatos. Es mucho menos probable que disparen primero y pregunten después.
Lo que puede darnos una oportunidad de salir del peligro si creen que nuestros
sistemas de comunicaciones o eléctricos están fuera de uso, y si es necesario podremos
escapar.
—Ésa es una opción muy improbable si nos encontramos con un caza de noche. Nos
alcanzarán por velocidad.
—Ya le dije, Jack, que hay riesgos —le interrumpió Schelienberg—. Pero usted sabe
muy bien que Vito ya ha hecho antes este tipo de incursiones sobre territorio enemigo.
Están en excelentes manos.
—Lo que más me preocupa es el tiempo —le confesó Falconi a Halder—. Los partes
anuncian un frente muy duro que avanza rápidamente por el Mediterráneo. Parece
que habrá tormentas por todo el camino hasta Alejandría durante las próximas
veinticuatro horas, y tormentas de arena a lo largo de la costa norte de Egipto.
—Maravilloso.
—Pero las buenas noticias es que así tengo la esperanza de que el mal tiempo
mantendrá a todas las patrullas costeras enemigas amarradas en tierra.
—¿Cree de verdad que estaremos seguros? —preguntó Rachel.
—Estamos en guerra, bella signorina —le contestó Falconi con una sonrisa
encantadora—. Y nadie está completamente a salvo, sobre todo en nuestra situación.

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Pero hasta el diablo tiene sus días buenos, y puesto que he vivido hasta ahora, es
evidente que por el momento no me ha dejado de su mano.
—Y para que se sientan más tranquilos —intervino Schelienberg—, tengo un equipo
de los mejores mecánicos de la Luftwaffe esperando en Roma para hacer una última
revisión del aparato. Lo último que quisiéramos sería tener algún problema técnico
durante el vuelo, eso podría ser desastroso. ¿Estamos prácticamente listos, Vito?
—Mi copiloto, Remer, y yo estábamos terminando las comprobaciones.
—¿No hay más preguntas? —Schelienberg escudriñó los rostros a su alrededor—.
Muy bien. Suban a bordo y coloquen sus cosas. En breve nos pondremos en camino.
Era casi la una cuando por fin el Dakota se elevó en la larga pista de Gatow. Falconi
subió cuatro mil doscientos metros antes de dejar los mandos al joven copiloto de la
Luftwaffe y ponerse a consultar los mapas de ruta. En la parte trasera del avión, Halder
estaba sentado en el suelo al lado de Rachel, con Kleist y Doring enfrente. Schelienberg
iba casi delante del todo, tumbado en el suelo, con los brazos cruzados, la cartera
abrazada contra el pecho, la gorra de oficial encima de los ojos y trataba de dormir. El
C-47 tenía prácticamente lo indispensable, sin asientos y con unas redes de malla para
carga que colgaban a lo largo de las paredes del fuselaje. Una vez alcanzada la altitud
de crucero, Halder empezó a notar el frío y se dio cuenta de que Rachel estaba pálida
y cansada.
—¿Cómo te encuentras?
—Cansada y helada.
—Es un vuelo largo. Veré si puedo encontrar algo para quitarte el frío.
Fue a coger un par de mantas de uno de los pañoles de carga, pero cuando volvió
con ellas, Rachel ya se había dormido, acurrucada como una niña con la cabeza hacia
un lado.
Halder le echó una manta por encima y luego, por alguna razón inexplicable, se
inclinó sobre ella y la besó dulcemente en el cuello. Al otro lado, se dio cuenta de que
Kleist lo miraba y le decía algo a Doring, entre susurros, y los dos SS se rieron. Después
Kleist lo miró abiertamente, con los ojos llenos de algo parecido al odio.
Halder ignoró la provocación, se tapó con la manta y se colocó el sombrero sobre
los ojos. El fundido de los dos motores del Dakota lo arrullaba, e hizo que se durmiera
rápidamente.

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CAPÍTULO 23

El Cairo
20 de noviembre, 13.45 h

—Se llama el Imperial —dijo Reeves—. Tiene veinte habitaciones en total. Dentro
es un verdadero cuchitril. Creo que yo preferiría arriesgarme a dormir en una
alcantarilla infestada de ratas.
Weaver acababa de subir al asiento trasero de un coche oficial sin distintivos, al lado
de Sanson, ambos armados y vestidos de paisano. Habían ido en taxi hasta las
bulliciosas calles de Ezbekiya para reunirse con dos de los hombres de Sanson
destacados para vigilar el Imperial. Uno de ellos, Reeves, era un joven oficial de
inteligencia con un bigote fino, y estaba sentado en el asiento del conductor, también
vestido de paisano. Al otro lado de la calle, el Imperial no tenía nada que ver con lo
que sugería su nombre: era un hotel barato, destartalado, con las persianas
despintadas, la fachada agrietada y aspecto de estar a punto de derrumbarse. Cuatro
pisos ruinosos embutidos en una larga fila de hoteles baratos similares y edificios de
alquiler desvencijados. El cartel pintado sobre la entrada estaba muy borroso.
—¿Qué sabemos del propietario? —preguntó Weaver.
—Tarik Nasser —leyó Sanson de la libreta que llevaba abierta sobre las rodillas—,
industrial de poca monta sin convicciones conocidas. La policía local visitó el hotel
hace tres días por encargo nuestro, pero dicen que los registros estaban en orden y que
el recepcionista les dijo que nadie que correspondiera a la descripción de Farid Gabar
había pedido una habitación. La única razón por la que sabemos que Tarik Nasser es
probablemente un simpatizante nazi es la palabra de uno de nuestros informadores.
Durante los ataques se le oyó proclamar que iba a recibir a los alemanes con los brazos
abiertos en cuanto alcanzasen El Cairo. Algo corriente, podría decirme, pero resulta
que probablemente tiene un buen motivo, porque hace unos cuantos años su hermano
pequeño murió de un tiro mientras robaba en un almacén del ejército británico. Y, por
el momento Nasser es el único posible sospechoso que hemos detectado.
Había otros tres hoteles de la zona bajo vigilancia, y Sanson parecía impaciente por
avanzar.

193
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Cuénteme lo que hay —le dijo a Reeves.


—Pedí una habitación y el empleado me dijo que de momento están completos —
respondió Reeves—. Las veinte habitaciones están llenas, y no hay posibilidad de que
quede una libre en los próximos dos meses. Y lo mismo ocurre en todos los demás
hoteles de por aquí. No se consigue habitación ni por amor ni por dinero.
Sanson suspiró. Pretendía poner a uno de sus hombres en el Imperial para ver si
entre los huéspedes podía descubrir a alguien que se pareciera a Gabar.
—Eso fastidia nuestros planes. Lo que significa que probablemente no tenemos más
opción que registrar el hotel y llevarnos a Nasser para interrogarlo.
—¿Cómo son los clientes?
—La mayoría son refugiados europeos, pero también hay algunos árabes, según
pude ver.
—¿Le echó un vistazo al libro de registro?
—No, mi teniente coronel. No me fue posible.
—¿Vio entrar o salir a alguna persona que pudiera parecerse a Gabar?
—No, mi teniente coronel.
—¿Y qué hay de Nasser?
—Pedí ver al dueño después de intentar coger la habitación, sólo para poder verlo
bien. Salió, le solté mi rollo de que necesitaba urgentemente un acomodo y que pagaría
más de la tarifa, pero le dio lo mismo, me dijo que estaba lleno hasta la bandera. Se
marchó hace poco más de una hora y no ha vuelto. Briggs fue tras él. —Reeves miró
por la ventanilla—. Espere un momento, ahí está Briggs.
Un hombre con traje de paisano y sombrero llegó junto al coche y se sentó al lado
del conductor.
—¿Dónde está Nasser? —preguntó Sanson.
—Es ése, mi teniente coronel —dijo Briggs, señalando con la cabeza por la
ventanilla—. Se fue a almorzar a un restaurante griego que está dos calles más allá.
Luego compró algunas cosas de comer en una tienda de la esquina.
Al otro lado de la calle vieron a un hombre como un tonel que caminaba con torpeza
por el adoquinado. Llevaba fez y cargaba con una bolsa de comida, los mofletes
temblones se le movían, masticando una manzana. Giró hacia el hotel y subió los pocos
escalones con dificultad, con las piernas rollizas hinchadas y resoplando.
—Muy bien —dijo Sanson, abriendo la puerta del coche—. Vamos a pillarlo ahora
que podemos. Reeves, venga con nosotros. Briggs, vaya por detrás. Si alguien quiere
escapar por allí, píllelo, pero no lo mate. Si escapan es que tienen algo que ocultar, y
quiero saber qué es.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Hassán, tumbado en la cama, limpiaba perezosamente la pistola Walter con un


trapo grasiento. Se sentía como un animal enjaulado en aquella habitación, y estaba
empezando a volverse loco. En el suelo había una pila de periódicos árabes; había leído
cada uno de ellos por lo menos media docena de veces. Estaba inquieto, necesitaba
andar, el estómago le rugía. Todavía era hora de almorzar, y el restaurante griego de
dos calles más abajo servía una comida excelente. Con su traje y sin su barba,
empezaba a sentirse razonablemente seguro de su disfraz. Dejó la pistola a un lado, se
levantó de la cama, cogió la chaqueta del traje y la corbata de la percha de la puerta, y
empezó a vestirse.

Weaver entró en la recepción seguido por Sanson y Reeves. El lugar era apestoso,
olía a comida rancia y humo de tabaco. A la izquierda había un mostrador de madera
y, tras él, un árabe joven que desgranaba perezosamente un rosario de cuentas. Sanson
le dijo:
—Tarik Nasser. ¿Dónde está?
—No..., no sé, caballero —dijo el empleado, parpadeando.
—No me mientas. Lo he visto entrar hace un momento.
El joven señaló una puerta con la mano, nervioso.
—El despacho del señor Nasser es allí. Quizás usted lo encuentre dentro.
Sanson cruzó rápidamente hacia la puerta con Weaver y Reeves, la abrió y se
encontraron en un despacho diminuto. Tarik Nasser estaba sentado tras una mesa, en
la pared del fondo repasando correspondencia, y se levantó, tambaleándose, ante la
repentina intrusión.
—¿Sí?
—¿Tarik Nasser?
—Sí, yo soy Nasser.
—Soy el teniente coronel Sanson, de inteligencia militar. Éste es el teniente coronel
Weaver.
Nasser intentó no atragantarse, y las piernas empezaron a temblarle como si fueran
a hundirse bajo su peso.
—¿Y a qué debo este placer?

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—Compruebe el libro de registro —indicó Sanson a Reeves con la cabeza—. Y


rápido.
—¿Qué pasa aquí? —protestó Nasser.
—Siéntese, señor Nasser —dijo Sanson mientras Reeves salía.
Nasser se sentó, notando que el sudor brotaba en su nuca y el corazón empezaba a
acelerarse. Pensó en tocar el timbre que tenía bajo la mesa, pero se echó atrás.
—No me han dicho de qué se trata.
—Entonces, iré directamente al grano. Es usted sospechoso de ocultar espías
alemanes, señor Nasser. Y de ser usted mismo agente alemán.
Tenía problemas. Nasser sintió un dolor repentino que le oprimía el pecho, pero
soltó una risita seca, nerviosa, que no sonó nada convincente.
—¿Es..., es esto alguna especie de broma pesada?
—Déjelo ya, Nasser. Tenemos la palabra de un oficial de inteligencia alemán
prisionero.
Nasser tragó saliva, cogió un pañuelo de la mesa y se enjugó la frente.
—Tiene que haber alguna equivocación, sin duda. Yo soy un empresario honrado.
Un momento después volvió Reeves con un grueso libro de registro de clientes.
—No hay nadie registrado con el nombre de Gabar durante los últimos nueve
meses, mi teniente coronel. Ni tampoco ahora.
En cuanto Nasser oyó aquel nombre, el dolor del pecho se le incrementó. Creía que
iba a vomitar, pero en cambio alargó; la mano, temblando, hasta el timbre. Luego la
apartó en silencio cuando Sanson volvió a mirarlo.
—Vamos a registrar el hotel. Lo reventaremos si hace falta, y comprobaremos a los
huéspedes uno por uno, habitación por habitación. Después nos lo llevaremos a usted
al cuartel general para interrogarlo. Así que, antes de hacer eso, voy a darle la
oportunidad de confesar. ¿Y bien, Nasser?
Nasser aclaró sus pensamientos. Temblando, con el pañuelo todavía en la mano,
pasó rápidamente la mano bajo la mesa y apretó dos veces el botón. Sanson lo agarró
del brazo al instante y se lo retorció detrás de la espalda.
—¿A qué demonios está jugando...?
Nasser chilló de dolor. Sanson lo quitó de en medio, buscó bajo la mesa y descubrió
el botón.
—Este cabrón es un listo, ha avisado a alguien —exclamó, y sacó su revólver—. Una
libra contra un penique a que el árabe está aquí. Vigílelo, Reeves, y cubra el vestíbulo.
Sígame, Weaver, de prisa...

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Hassán había terminado de ponerse el traje. Se miró en el espejo rajado, casi listo
para salir, cuando oyó sonar el timbre, un ruido brutal, sostenido, que parecía un
mosquito gigante furioso que hubiera irrumpido de pronto en la habitación. El corazón
se le sobresaltó. Lanzó una rápida mirada al timbre, justo en el momento en que se
paraba, y luego, un segundo después, volvía a sonar.
Una, precaución; dos, salir.
Con un movimiento veloz cogió la Walther, echó un vistazo a la habitación para
asegurarse de no dejar nada y se fue hacia la puerta.

Weaver llevaba su Colt automática en la mano al volver al vestíbulo con Sanson.


—Cogeremos un piso cada uno, de uno en uno —dijo Sanson con el Smith & Wesson
en la mano—. Yo cojo el primero, y usted el segundo, y luego iremos subiendo. Y, por
Dios, vaya con cuidado.
Ambos subieron por la escalera, Sanson iba delante, y se separaron en el rellano del
primer piso y Weaver corrió hacia el segundo. Se encontró ante un corredor corto, con
una ventana al fondo, los mismos olores y la misma alfombra roja astrosa del vestíbulo,
y tres habitaciones a cada lado.
No vio puertas abiertas. Probó la primera de la derecha. Cerrada. La empujó fuerte
con el hombro, dio un golpe, y oyó de pronto un ruido detrás de la puerta. Se abrió y
un europeo de mediana edad trató de salir, con un maletín ajado en la mano. Parecía
alarmado.
—Ponga las manos sobre la cabeza. —Weaver lo apuntó con la pistola a la cara y lo
empujó hacia adentro de la habitación.
—Yo... tengo papeles —tartamudeó el hombre; las manos le temblaban
violentamente—. Mi... mi nombre es Josef Esher. Soy refugiado húngaro…
Era evidente que aquel hombre no era Gabar, y Weaver vio que no había nadie más
en la habitación.
—Estoy buscando a un árabe —y describió a Gabar—. ¿Lo ha visto?
—No..., no he visto a ninguno así —negó el hombre con la cabeza, tembloroso.
—Quédese en su habitación y cierre con llave —le ordenó Weaver. Luego volvió al
pasillo, la puerta se cerró tras él y oyó sonar el cerrojo.
Probó la habitación siguiente. Cerrada. Fue rápidamente a la puerta de enfrente,
probó el picaporte. Se abrió. Era una pequeña habitación individual. La cama estaba

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

deshecha, en la ropa de cama se notaba el hueco donde había habido alguien. El suelo
estaba sembrado de periódicos. Parecía que alguien se había ido a toda prisa. Weaver
vio una llave en la cerradura por dentro. Regresó al pasillo. La ventana del fondo
estaba medio abierta. Corrió hacia ella y miró hacia afuera. Una escalera de incendios
oxidada bajaba a un callejón trasero, pero no vio a nadie fuera.
—Maldición.
De pronto, oyó dos tiros de pistola en rápida sucesión en algún punto, debajo del
hotel, luego otros dos, que parecían que resonaban en el callejón. Salió corriendo
pasillo adelante y escaleras abajo.

—Está muerto, mi teniente coronel. Intentaba escapar, se fue hacia la puerta de


delante. Hice un par de disparos de advertencia para asustarlo y se cayó de rodillas,
apretándose el pecho. Parece que el susto le ha provocado un ataque al corazón. He
intentado revivirlo, pero ha sido inútil. El conserje ha llamado a una ambulancia, pero
no servirá de mucho.
Mientras Reeves hablaba, Weaver contempló el cuerpo exageradamente gordo de
Tarik Nasser, despatarrado en la alfombra del vestíbulo. La cara amoratada se había
vuelto azul. Sanson se arrodilló y le buscó el pulso para asegurarse.
—Demonios. Necesitábamos interrogar a este cabrón. ¿Ha visto algo, Weaver?
—En el segundo piso hay una ventana abierta. Creo que alguien puede haber bajado
por la escalera de incendios, pero no se ve a nadie —miró a Reeves—. Oí dos disparos
más. ¿Dónde está Briggs?
—Todavía debe de estar cubriendo la parte de atrás. Sanson palideció y se puso en
pie.
—Vamos a la parte de atrás...
Cuando iniciaban la salida, Briggs entró corriendo por la puerta principal, jadeante,
con el revólver en la mano, y Sanson le dijo ansiosamente:
—¿Ha pillado al árabe?
—Se escapó, mi teniente coronel.
—¡Maldita sea!

14.45 h

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Deacon metió el Packard marcha atrás en el callejón desierto cerca de la estación de


Rameses.
Echaba chispas. Había planeado hacer cosas importantes aquella tarde, antes de
mandar el mensaje de la noche a Berlín, pero aquel desastre inesperado había
desbaratado su horario. Incluso podría arruinarlo todo.
Paró el coche, tiró del freno de mano y bajó la ventanilla. El callejón era un lugar
sucio y maloliente, no se veía ni un alma. Encendió un cigarro para mitigar el hedor,
antes de bajar del coche y decir en voz alta:
—Puedes salir. No hay nadie.
Un segundo después apareció Hassán, saliendo de un portal retranqueado con la
Walther en la mano. Se la guardó en la cintura.
—¿Por qué ha tardado tanto? Telefoneé hace media hora
—He venido tan de prisa como he podido. —Deacon parecía rabioso—. Da lo
mismo. ¿Qué coño ha pasado?
—No lo entiendo. —Hassán se lo contó con cara de desconcierto—. Entraba y salía
con mucho cuidado del hotel. ¿Cómo supo el ejército que estaba allí? Tarik me dijo que
la policía estaba registrando todos los hoteles de la ciudad. Fueron a verlo hace unos
pocos días, pero me dijo que no parecieron sospechar. Tal vez sospecharan, pero
fingieran que no. Puede que hayan estado vigilando el hotel todo el tiempo.
—Tiene que ser algo más que eso —dijo Deacon agriamente—, si no, te habrían
atrapado hace días. ¿Estás seguro de que Tarik no te delató?
—Jamás. —Hassán pareció ofenderse—. Es primo mío. Me salvó la vida.
En aquel momento, Deacon no podía pensar con suficiente claridad. Sólo sabía que
en las tripas tenía la terrible sensación de que se cocían problemas.
—¿Te vio bien alguien cuando saliste del hotel?
Hassán negó con la cabeza.
—Escapé por la salida de atrás, por los tejados.
—Eso no significa que no puedan tener una descripción de segunda mano. Alguno
de los clientes de Tarik puede haberte visto en el hotel. ¿Has dicho que hubo disparos?
—Tenían a un hombre esperando en el callejón de atrás. Creo que me vio subir al
tejado y disparó dos veces. Oí otros dos tiros dentro del hotel. Y vi al oficial americano,
Weaver.
—¿Qué?
—Lo vi mirar desde la salida de incendios cuando estaba en el tejado, esperando
para poder moverme con seguridad. —En los ojos de Hassán apareció un destello
malicioso—. Si Tarik ha sufrido algún daño mataré al americano.

199
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Deacon rechinó los dientes, exasperado, y abrió el maletero. Había olvidado decirle
a Hassán que su retraso era porque pasó por delante del hotel al ir allí, y vio que había
una ambulancia fuera y dos auxiliares metían un cuerpo cubierto con una manta. Ya
se lo diría después, cuando hubiera averiguado lo que había pasado.
—No vas a matar a nadie. Métete en el maletero. No puedo llevarte sentado en el
coche, es muy arriesgado. No te preocupes, podrás respirar.
—¿Adónde me lleva? —preguntó Hassán mientras se metía de mala gana en el
maletero.
—A la villa. Es el único sitio que nos queda. De ahora en adelante te quedarás allí,
hasta que yo te diga que puedes andar por la calle con seguridad. ¿Entendido? Y
empieza a rezar para que nadie registre este maldito coche si nos paran en algún
control.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 24

El Cairo
20 de noviembre, 16.00 h

Weaver iba sentado en el asiento delantero del jeep que Helen Kane conducía
camino de Gizeh.
—¿Ha dicho Sanson de qué se trataba?
—Sólo que el general Clayton y él querían verte urgentemente en el Mena House.
Habían cruzado el puente Inglés, y la ciudad dejaba paso a pueblos de adobe y
campos de caña de azúcar que llegaban hasta el límite del desierto. Pronto estuvieron
a quince kilómetros al oeste de El Cairo, por la carretera polvorienta de intenso tráfico
militar británico y norteamericano, con los enlaces motoristas adelantando veloces en
ambas direcciones.
Weaver se sentía culpable de no haberla visto apenas durante los últimos tres días,
y tenía la sensación acuciante de haberse pasado de la raya al acostarse con ella.
—Oye, siento mucho lo que pasó la otra noche, Helen.
—Pues yo no.
—¿Lo dices en serio?
—Naturalmente. Lo que me gustaría es que no parecieras tan incómodo sólo por
eso —y lo miró a la cara—. Pobre Harry. ¿He perturbado el orden de tu organizada
existencia?
—Algo así.
—Ya tendrías que saber que las mujeres son el demonio —dijo ella con una sonrisa
juguetona.
—¿No crees que eso podría complicar las cosas? —Sólo si tú lo permites. Somos
humanos, estamos en guerra, y es algo que pasa habitualmente, digan lo que digan las
ordenanzas militares. Me parece que podemos cumplir con nuestro deber y seguir
viendo las cosas como son, ¿no crees?
—Eres una chica estupenda, ¿sabes? —Se inclinó y la besó en la mejilla.

201
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ten cuidado —le dijo sonriendo—. No sea que tenga la tentación de ir más lejos.
Si puedes encontrar tiempo, podríamos cenar juntos esta noche.
—Es la mejor propuesta que me han hecho últimamente, pero será mejor que
esperemos a ver qué nos tiene reservado el general Clayton. Después de lo que sucedió
en el Imperial, tengo la vaga impresión de que no debe de estar de muy buen humor.
Las chabolas de adobe de los pobres dejaron paso a las lujosas villas de campo de
los cairotas ricos, hasta que por fin llegaron a una aldea polvorienta, Nazlat as-Saman,
al pie de la esfinge y de las tres pirámides de Gizeh. Subiendo por la carretera desde
el pueblo, al final de una amplia avenida bordeada de palmeras, había un suntuoso
edificio pintado de blanco rodeado de alojamientos individuales e instalado en medio
de sus jardines particulares.
En un principio, durante el siglo pasado había sido una residencia de caza otomana,
y luego un matrimonio inglés compró el Mena House y lo transformó en un hotel de
lujo mundialmente famoso, refugio favorito de ricos y príncipes, dotado de terrazas
con vistas a las pirámides, piscinas y jardines frondosos, todo ello de un estilo colonial
fastuoso.
—¿Qué tiene que hacer una chica para ganarse un fin de semana aquí?
—Seguro que a mí se me ocurre algo.
—Estoy segura de que a los dos —dijo ella entre risas.
—Bien, vamos a ver si la seguridad de aquí es realmente buena. Mejor si tienes
preparado el pase especial.
Hizo guiar el jeep hacia el hotel. La larga avenida que llevaba hasta allí tenía dos
puntos de control de seguridad con fuerte dotación, uno a cada extremo del camino,
separados unos cien metros. La carretera propiamente dicha la bloqueaban unas
barreras pintadas de rojo y blanco, y había alambradas de espino y varios
emplazamientos de ametralladoras a ambos lados del asfalto. Un cartel advertía:
«Prohibido el paso.»
En el primer control apareció un corpulento capitán del ejército norteamericano y
les dijo que apagasen el motor. Examinó de arriba abajo sus papeles, incluyendo los
pases especiales al recinto que el general había hecho que les expidiesen en el cuartel
general, y después entró en la caseta de vigilancia para llamar por teléfono, mientras
media docena de soldados armados registraban el jeep a fondo, empleando un espejo
con un mango largo para estudiar los bajos del vehículo.
El oficial regresó por fin, les devolvió los papeles y saludó.
—Todo en orden, mi teniente coronel. Los esperan. Haré que uno de mis hombres
los acompañe hasta el hotel.
—No es necesario, capitán.

202
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Lo siento, son las normas —dijo el oficial con una sonrisa de suficiencia—. Si no
lleva escolta, los hombres del siguiente control pueden volarles la cabeza sin preguntar
antes.

Continuaron hasta el segundo control con un sargento sentado en el asiento de atrás


enarbolando una ametralladora M3. Se repitió el mismo filtro de seguridad y con
idéntica precisión, antes de poder detenerse a la entrada del hotel y estacionar en el
aparcamiento de visitantes especiales frente a la puerta principal.
Cerca de la fachada había media docena de tanques Sherman y blindados, en el
tejado y en los terrenos que rodeaban el hotel había emplazamientos de ametralladora
y baterías antiaéreas rodeadas de sacos terreros. Aquello era una colmena, pura
actividad, mensajeros yendo y viniendo. Otro control de seguridad estaba montado en
la zona de recepción del hotel. Todo muy organizado y rebosante de policía militar
norteamericana e inglesa, y cerca de la parte delantera del hotel, un pequeño
destacamento de ingenieros y de carpinteros militares probaba afanosamente una
rampa móvil, un artefacto de madera y metal sobre ruedas que Weaver supuso que
era para hacer que la silla de ruedas de Roosevelt subiera y bajara rápidamente los
escalones.
—Todo muy impresionante —le dijo al sargento cuando se bajó—. Desde luego no
es el sitio en el que uno querría colarse a las cuatro de la madrugada sin que lo viera
el conserje.
—Y no ha visto usted ni la mitad, mi teniente coronel. Hemos puesto un verdadero
anillo de acero alrededor; infranqueable es decir poco.
El general Clayton bajó rápidamente la escalinata del hotel con cara de
circunstancias. Sanson venía tras él, acompañado por un comandante inglés con bigote
y aire cansado. Weaver saludó y dijo:
—¿Quería verme, mi general?
—Vuelva al jeep, Harry. Tenemos que hablar —gruñó Clayton, y subió al asiento
de atrás. Sanson y el comandante se apretaron a su lado. El general le presentó—: Te
presento al comandante Blake. Está en el SIS.
—Es un placer conocerlo, mi teniente coronel —dijo Blake, tendiéndole la mano a
Weaver.
—Quizás sea hora de que te hagamos una visita guiada, Weaver —dijo Sanson, con
brusquedad—. Podemos hablar mientras tanto. —Hizo un gesto con la cabeza a Helen
Kane—. Siga adelante, Helen. Y tenga cuidado por dónde conduce. Por aquí hay zonas
minadas.

203
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Tardaron treinta minutos en recorrer el recinto de seguridad.


Weaver vio que todo el hotel y casi medio kilómetro cuadrado del espacio de
desierto que lo rodeaba estaba cercado con una valla de alambre de espino, salpicada
de emplazamientos de ametralladora y recorrida por patrullas de centinelas armados.
Los ingenieros militares continuaban levantando tiendas en los terrenos del Mena
House para acomodar el gran número de efectivos. Justo pasada la protección de ese
campamento, la esfinge y las pirámides se alzaban como un majestuoso telón de fondo.
—Tenemos más de un millar de hombres defendiendo el área —explicó Clayton—.
Cuando llegue el presidente, este lugar estará tan fortificado como el mismo Fort Knox.
Cada delegado tendrá sus propios aposentos, además de personal de seguridad
adicional, según su importancia y graduación. Por añadidura, habrá veinte hombres
del Servicio Secreto para proteger al presidente en turnos que cubrirán las veinticuatro
horas. Y nadie, pero nadie, entrará en esta zona sin sus correspondientes papeles.
Desde esta mañana, hay una zona de exclusión aérea de veinticinco kilómetros
cuadrados, que patrullan la RAF y nuestros chicos de la base de aquí, de El Cairo, y
suficientes baterías antiaéreas para liquidar a media Luftwaffe. Si alguien osa entrar
en esa zona, los derribarán sin hacer más preguntas.
—¿Puedo preguntarle dónde se alojará el presidente, mi general?
—En una de las suites del hotel. Si tenemos que trasladarlo por razones de
seguridad, irá a la villa privada del embajador, a kilómetro y medio de aquí. Estará tan
bien guardada como este recinto, pero sólo por nuestros chicos. En cuanto al hotel
todos los empleados han sido temporalmente sustituidos por personal militar, a
excepción del director. A todo el personal árabe se le ha dado vacaciones pagadas.
Incluso hemos tenido que trasladar temporalmente a varias familias beduinas que
tenían sus tierras por aquí. Lo que nos lleva a nuestro amigo el árabe. —Al general se
le puso cara de enfado, era evidente que estaba muy disgustado—. Lo que ha sucedido
es un desastre. De ahora en adelante tendrá que estar más atento, Harry.
Terminaron el recorrido y Helen Kane se detuvo de nuevo en el aparcamiento del
hotel. Weaver vio que los ingenieros acababan de terminar su trabajo en la rampa para
la silla de ruedas y que dos de ellos la empujaban hacia un lado.
—Ha sucedido otra cosa —dijo Clayton con un suspiro y bajándose del jeep—. Creo
que seré mejor que se lo explique usted, comandante Blake.
—Anoche, tarde —dijo el comandante dirigiéndose a Weaver—, uno de nuestros
hombres de inteligencia en Estocolmo recibió un mensaje importante, que pasó una
intermediaria sueca, de una fuente alemana de alto rango. La información decía
claramente que los alemanes pretenden matar al presidente de Estados Unidos y al
primer ministro británico.

204
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Cómo? —Weaver frunció el ceño, preocupado.


—Los detalles son muy escasos, pero al parecer su inteligencia sabe con seguridad
que ambos llegarán a El Cairo en algún momento antes del día 22, y han diseñado un
plan para matarlos. Un equipo de especialistas alemanes tenía que ser enviado a Egipto
en cuarenta y ocho horas para poner en marcha la operación. Nuestro contacto sueco
recibió la información ayer por la noche. Así que eso significa que puede ser en
cualquier momento desde entonces hasta mañana por la noche. —Blake hizo una
pausa y luego añadió—: Eso es todo lo que sabemos, mi teniente coronel.
—Entiendo —dijo Weaver, que había palidecido de pronto.
—Me parece que esto nos da una nueva perspectiva de la situación —dijo Clayton—
. Creo que estaba en lo cierto con respecto a ese árabe. Hemos puesto más patrullas
costeras en el aire desde esta mañana, y también en la zona de exclusión. Se espera
muy mal tiempo al norte del Mediterráneo durante las dos próximas noches, lo cual
ya es un obstáculo, pero nunca se tiene suficiente cuidado. Los boches están
desesperados y tienen muy pocos escrúpulos, pueden intentar cualquier cosa.
—Y no hay que tratarlos con guante de seda —comentó Sanson—. ¿No está de
acuerdo, Weaver? Weaver no contestó y Clayton dijo:
—Tienes toda la cara de estar pensando algo, muchacho. Suéltalo de una vez.
—No es nada, mi general —replicó Weaver.
Clayton dijo a los otros:
—Teniente, caballeros, ¿nos perdonan? Vamos a dar un paseo, Harry. —Se llevó a
Weaver un corto trecho hacia los jardines—. No quiero meterme donde no me llaman,
hijo, pero tengo la sensación de que Sanson y tú no sintonizáis demasiado bien.
—¿Cómo?
—Me ha contado lo que pasó con Berger. Pegar a un prisionero no es precisamente
el juego limpio que nos gusta, pero estamos en guerra, Harry, y todos estamos más
que cansados de ella. Como te dije, Sanson tiene mucha experiencia en estas
cuestiones. Y buenos resultados. Así que, de ahora en adelante, tendrás que aceptar
sus juicios. Él conduce el coche. ¿Entendido?
—Sí, mi general.
—Si los alemanes intentan algo, apuesto un dólar a que será muy, muy pronto. Ese
Gabar, o como demonios se llame de verdad, tiene que estar involucrado de algún
modo, de manera que quiero que Sanson y tú le sigáis el rastro para detener este asunto
de una vez. Cualquier material que necesitéis, lo tendréis. Si no nos quitan del medio
a ese comando alemán en el aire primero, quiero que todo este asunto me lo dejes
amortajado, metido en una caja y enterrado. —Entendido, mi general.

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—Eso espero, Harry. El presidente llega dentro de treinta y seis horas. Quiero ver
progresos. Encuentra a nuestro amigo el árabe, y encuéntralo rápidamente.

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CAPÍTULO 25

Gizeh
20 de noviembre, 16.00 h

La aldea de Nazlat as-Saman no era más que un agrupamiento de casas de adobe y


tiendas desvencijadas en torno a una calle principal de tierra. Las pirámides se alzaban
unos centenares de metros más allá, y el pueblo sólo existía en función de las
minúsculas tiendas que vendían recuerdos y baratijas y un surtido de objetos de cuero
de baja calidad a los turistas que pasaban.
El coche de Harvey Deacon estaba cubierto de polvo, y tan pronto como se detuvo,
media docena de niños del pueblo, descalzos y harapientos, se apiñaron alrededor del
Packard. Reconoció al que tenía aire de ser el más duro y le dio diez piastras.
—Te daré otras diez cuando vuelva. Como dejes que alguien toque mi coche, te
cortaré las orejas.
Deacon le dio un golpecito en la mejilla y entró en un patio reseco con una pared y
un par de higueras a cada lado. Por allí llegó al final del pueblo. Caminó por la
carretera sin asfaltar en dirección a las pirámides. El emplazamiento arqueológico
estaba sobre una meseta, con una amplia vista panorámica del valle del Nilo, y
comenzó a ascender la pendiente, pasando junto a un hato de cabras que pacían
dispersas la escasa hierba al borde del desierto. Vio que delante de la esfinge
continuaban colocados los sacos de tierra, ocultando el rostro humano de la antigua
diosa de la muerte, un parapeto levantado por los británicos para proteger el
monumento de los bombardeos aéreos alemanes.
Había actividad. Varios coches militares y una docena o más de galeras de caballos
estaban aparcados en la zona. Grupos de soldados norteamericanos y escuadristas
ingleses, que habían venido de la ciudad en las galeras de alquiler, se sacaban
fotografías montados en los camellos de los beduinos, mientras docenas de oficiales y
civiles paseaban entre las antiguas mas tabas —grandes piedras rectangulares que
señalaban las tumbas de los nobles faraónicos y las princesas reales—, atosigados
incesantemente por la gente del pueblo que intentaba venderles baratijas y abanicos
de papel, o que les ofrecían sus servicios de guía. La mayoría de las tumbas databa de
la cuarta y quinta dinastías, en el tercer milenio antes de Cristo. Deacon sabía que

207
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

muchas ya habían sido excavadas, pero el trabajo era terriblemente lento y premioso,
y había grupos de arqueólogos y de estudiantes árabes que seguían ocupados
excavando entre las ruinas de otras varias.
No había tropas vigilando ninguna parte del yacimiento; la única presencia militar
eran los soldados de permiso. Subió un poco más la cuesta y se detuvo casi arriba del
todo. Hacia el sur pudo divisar la silueta distante de las pirámides de Saqqara. Se
protegió los ojos del fuerte sol y se quedó allí, de pie, fingiendo admirar la vista sobre
el Nilo. Cuando estuvo seguro de que nadie lo observaba, se volvió hacia el norte con
aire despreocupado.
Allí abajo estaba el recinto del Mena House, a menos de medio kilómetro. Miró con
detenimiento todo el panorama e hizo una detallada nota mental de cuanto podía ver:
el dibujo del perímetro, los emplazamientos de las ametralladoras, y la imagen
amenazadora de varios tanques y vehículos blindados estacionados ante la entrada del
hotel. Señalaría las diferencias que veía en las notas de observación que ya había ido
tomando durante los últimos días, y por la noche enviaría un mensaje cifrado para
informar a Berlín de que estaba preparado.
Lo sucedido en el Imperial seguía preocupándole, pero se había dicho a sí mismo
que eso no iba a impedir su trabajo. Todavía no podía entender cómo el ejército pudo
localizar a Hassán —habría sido por suerte, o casualidad—, pero dedujo que ahora ya
habían adelantado trabajo y en adelante procurarían encontrarlo a él. No había nada
que pudiera relacionar a Tarik Nasser con ninguno de los dos. Y, para más seguridad,
por suerte, el gordo había muerto. Una llamada telefónica al hotel con la excusa de
reservar una habitación y unas pocas preguntas planteadas con amabilidad al crédulo
empleado que contestó le habían dicho lo suficiente como para figurarse lo que había
pasado. Se sintió razonablemente contento de sí mismo y empezó a descender hacia el
pueblo.
El chico seguía allí, rascándose sentado al sol y vigilando el Packard. Deacon le tiró
otras diez piastras, subió al coche, arrancó el motor y puso rumbo al sur, hacia el
campo de aviación de Shabramant.

17.00 h

Cuando Weaver volvió al cuartel general se dirigió a su despacho y se sentó a su


mesa, totalmente confuso. Habían interrogado a fondo a los pocos empleados del
Imperial, y era evidente que no sabían nada de Gabar. Habían registrado la habitación
sin encontrar ningún efecto personal. No había pistas, nada con lo que seguir, nada
que pudiera ayudarlos. Briggs apenas si había entrevisto al árabe trepando hacia el
tejado por la escalera de incendios —o, al menos, pensaba que era él—, lo

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

imprescindible para notar que parecía vestir un traje y no una chilaba, pero no le había
visto la cara antes de darle el alto y disparar dos tiros de advertencia. Ninguno de los
clientes interrogados había declarado ver a nadie que se pareciera a Gabar, pero
Weaver estaba completamente seguro de que tenía que ser él.
La policía había visitado los burdeles y albergues de la ciudad, y el ejército iba
montando controles móviles en cada uno de los distritos, pero el tiempo corría, y de
prisa. Echó una mirada a su mesa, hacia el montón de papeles que llevaba ignorando
desde hacía cinco días. Su vista se fijó en la fotografía de Saqqara, la cogió y contempló
los rostros de Rachel Stern y Jack Halder. De todo aquello parecía que hacía mucho
tiempo, un tiempo más feliz. «Arriba ese espíritu, Harry», se dijo a sí mismo. Volvió a
colocar la fotografía en la mesa y apretó el botón del interfono. Helen Kane se asomó.
—¿Qué pasa con los registros de los hoteles, Helen?
—Los han terminado esta misma tarde.
—¿Y?
—Me temo que no hay nada. No han encontrado ni rastro.
Weaver suspiró. No se le ocurría nada más que hacer. Estaba agotado, apenas había
comido ni dormido desde que había vuelto de Lagos Amargos.
—¿Dónde está el teniente coronel Sanson?
—Ha dejado dicho que se iba al Cuartel General de la RAF. Por algo referente a las
patrullas aéreas de las que habló el general. Dijo que no tardaría mucho.
A Weaver le dolía el cuello, pero no quería tomar más morfina porque le provocaba
somnolencia y le resultaba difícil pensar con claridad.
—Los expedientes de árabes simpatizantes pronazis. Quiero echarles otra ojeada.
Me parece que habrá que saltarse la cena. ¿O probamos en el Kalafa? Después
podremos volver y repasar juntos los expedientes.
El Kalafa estaba sólo una calle más allá. La comida no era gran cosa, y el restaurante,
barato, solía estar atestado de personal militar, pero Helen Kane sonrió ante la
invitación.
—Le dejaré dicho al oficial de servicio dónde estamos, por si acaso llega algo.

16.45 h

Deacon observó el aeródromo mientras cruzaba la pista de aproximación. No había


una cerca propiamente dicha, sólo un perímetro de alambrada de espino de no más de
metro y medio de altura, y desde allí podía ver la pista de tierra con un par de

209
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

barracones y dos hangares al lado, dos viejos Gloster Gladiator y otro biplano distinto
aparcados en la explanada.
Era su segunda visita a Shabramant en los últimos tres días, y nada había cambiado.
Las dos garitas de vigilancia a la entrada seguían ocupadas por un par de soldados de
las Reales Fuerzas Aéreas egipcias, sentados a la sombra protegiéndose del sol
ardiente, espantando las moscas con abanicos de papel. Levantaron la vista
perezosamente al pasar Deacon, mostrando escaso interés.
Aparte de dos mecánicos que enredaban en uno de los aviones, no parecía haber
mucha actividad en el campo. Por el capitán Rahman sabía que se empleaba
fundamentalmente para vuelos de entrenamiento, que no había ayudas para la
navegación y que durante el día nunca tenían más de dos docenas de efectivos para
defenderlo. Y de noche, aún menos. A las seis de la tarde, y por lo general antes, todos
los oficiales estaban de regreso en El Cairo, y sólo media docena de soldados quedaban
allí de guardia. Deacon sabía que, incluso en aquel momento la seguridad era
lamentable. Según Rahman, algunos de los soldados tenían la costumbre de
desaparecer y meterse en los locales nocturnos del pueblo o volverse a casa en bicicleta
a pasar la noche.
El aeródromo era perfecto: en línea recta con Gizeh y el Mena House, a una distancia
de no más de ocho kilómetros. La cuestión era si se podía ocupar y mantener
controlado hasta que aterrizaran los paracaidistas de las SS sin que se diera la alarma.
Deacon continuó en el coche más allá del aeródromo, y siguió tres kilómetros más
hacia el pueblecito polvoriento de Shabramant, donde pasó veinte minutos
comprando verduras frescas en el mercado, después dio media vuelta y regresó rumbo
a El Cairo cuando el sol empezaba a ponerse.
Cuando estaba a punto de volver a dejar atrás el aeródromo, tuvo que pararse varios
minutos para que un viejo cetrino quitase del camino unas cuantas cabras que guiaba
hacia el campo ondulado y reseco del otro lado de la carretera. Deacon, esperando
pacientemente, dedicó su tiempo a repasar de nuevo mentalmente cuanto había visto,
a verificar las notas y apuntes que había tomado de memoria: la distancia entre los
puestos de guardia y los barracones, el hangar y las pistas; las líneas telefónicas aéreas
que venían desde el pueblo, la antena de radio sobre uno de los edificios.
Pero lo que no logró ver fue el motorista que le había seguido a una buena distancia
desde El Cauro, y que se detuvo quinientos metros por detrás, a cubierto, observando
el Packard con unos potentes prismáticos del ejército británico.

17.30 h

210
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El Kalafa estaba lleno, pero encontraron una mesa libre junto a la puerta. La comida
era horrible —grasienta y pasada—, y al terminar el café, Weaver dijo:
—Me temo que estos últimos días no nos hemos visto mucho. Perdóname, Helen.
—No te preocupes —le dijo ella, poniendo una mano sobre la suya—. Cuando esto
se haya acabado, ya recuperaremos el tiempo perdido.
Se abrió la puerta del restaurante y Sanson se acercó hasta su mesa.
—Aquí está, Weaver. ¿Podría disculparnos un momento, Helen? Quiero hablar con
él en privado.
—Por supuesto. —Helen se ruborizó y apartó la mano—. Será mejor que vuelva, de
todos modos —dijo, mirando a Weaver, azarada—. Le prepararé esos expedientes, mi
teniente coronel.
Cuando se hubo marchado, Sanson se quitó la gorra, la puso sobre la mesa, y se
sentó en la silla de ella.
—Enternecedor. Me sorprende que tenga tiempo para estas cosas en medio de una
crisis como ésta.
—Vinimos a comer. ¿Qué se ha imaginado?
—He hablado con el mando de la RAF. Nos informarán inmediatamente de
cualquier cosa que ocurra. Sería mejor que uno de nosotros dos se quedase en la oficina
toda la noche, por si llega algo. Había pensado concederle a usted ese honor.
—¿Y qué hay de Gabar?
—En este momento, todo lo que podemos esperar es que los controles y los registros
en burdeles y albergues den algún resultado. —Sanson pareció incomodarse—. Una
cosa más. Tengo entendido que ha tenido una conversación con el general.
—Así es.
—Bien. Entonces tiene usted perfectamente claro su papel de ahora en adelante. Ésta
es una guerra dura, Weaver, y cualquier táctica que yo considere necesaria es asunto
mío. Si no le gusta, puede usted comentarlo con sus superiores, pero no vuelva a
desautorizar mis órdenes nunca jamás, sobre todo delante de un prisionero. ¿Está
suficientemente claro?
—No podría estarlo más.
Sanson cogió la gorra.
—Si me necesita, estaré en mi piso recuperando un poco de sueño. Así, ya estaré
despejado bien temprano —dijo, y miró a Weaver—. Espero de verdad que todo esté
claro como el agua. Si por alguna remota posibilidad los alemanes consiguen hacer
pasar ese comando suyo a. través de nuestra defensa aérea, será trabajo nuestro

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cazarlos. Y matarlos, si es necesario. Lo último que necesito a mi lado es un oficial que


no esté dispuesto a acatar las órdenes y cumplir con su deber.

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CAPÍTULO 26

Roma

El Dakota llegó sobrevolando el mar y tomó tierra en el aeródromo militar de


Practica di Mare, junto a la costa, justo después de las siete de la tarde. Salió luego de
la pista y rodó en dirección a un gran hangar. Las puertas estaban abiertas; el interior,
iluminado por unos potentes focos, y la zona circundante, guardada por media docena
de blindados de transporte de tropas ocupados por efectivos de élite de las SS.
Una vez el avión estuvo dentro, Falconi apagó los motores y cerraron las puertas
del hangar. Inmediatamente, media docena de mecánicos de la Luftwaffe empezaron
a preparar el avión para una revisión final, mientras un equipo de pintores colocaban
unos andamios de metal para pintar los indicativos norteamericanos en el fuselaje y
las alas. Halder vio que en el interior había otros dos aparatos Dakota idénticos, recién
pintados de camuflaje para el desierto y con insignias de Estados Unidos.
Schelienberg bajó los escalones metálicos delante de sus compañeros de pasaje y los
condujo a través del hangar a un despacho privado que oficiaba de sala de descanso.
Había una mesa y algunas sillas, media docena de bancos militares, y un refrigerio a
base de sándwiches y café auténtico recién hecho. Falconi y el copiloto los siguieron, y
el italiano resplandeció al oler el aroma.
—Café de verdad, no puedo creerlo. Realmente, te has superado a ti mismo, Walter.
Sólo espero que esto no resulte un mal presagio de última cena.
—Esperemos que no; de todos modos, disfruta mientras puedas.
—Dios mío, qué bueno —dijo Falconi tras llenarse una taza y tomar un sorbo—. Ese
espantoso ersatz que sirven en Berlín no hay quien lo trague. Supongo que no hay
ninguna posibilidad de tener unas cuantas horas libres para visitar la Ciudad Eterna,
¿verdad?
—Ninguna en absoluto. Confinados en la base.
—Lástima. —Falconi sonrió—. Hay cierta dama joven a la que no me importaría
volver a ver. —Cogió un puñado de sándwiches y se dirigió hacia la puerta con su
copiloto—. Intenta guardar un poco de café para Remer y para mí mientras vamos a
mirar los últimos informes meteorológicos.

213
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Cuando Falconi y Remer ya habían salido, entró un ayudante de las SS. Saludó y
dijo:
—Un mensaje para usted, Herr general.
Schelienberg se metió la fusta de montar bajo el brazo, desgarró el sobre, leyó el
contenido y despidió al ayudante:
—Puede marcharse, no hay respuesta. Pero procure encontrar al coronel Skorzeny
y dígale que hemos llegado.
—Creo que el coronel ya está de camino, Herr general.
—Excelente. —Schelienberg tomó a Halder aparte y dijo a los demás—: Y ahora,
sírvanse disfrutar del refrigerio mientras hablo en privado con el comandante.

Condujo a Halder a través del hangar hasta un despacho privado en la parte de


atrás que dominaba a no mucha distancia el mar oscurecido, cerró la puerta y puso el
maletín sobre la mesa.
—¿Qué sucede? —preguntó Halder.
—Pensé que podía estar en disposición de darle mejores noticias, pero nuestros U-
boats no han logrado interceptar el acorazado de Roosevelt. Las últimas informaciones
indican que ayer por la noche cruzó el estrecho de Gibraltar, pero el convoy de escolta
está fuertemente armado y cambian de rumbo con tanta frecuencia que ha vuelto a
resultar imposible estar lo bastante cerca como para torpedear el barco. En mi opinión,
el presidente llegará a El Cairo durante las próximas cuarenta y ocho horas, incluso
contando que hagan alguna escala en el camino.
—Así que ya estamos. Es definitivo y nos vamos.
Schelienberg afirmó con la cabeza.
—Ahora lo único que falta es un mensaje que confirme que todo está listo para la
llegada, y lo espero en breve. —Abrió el maletín con su llave—. Le dije que había otra
razón para que Rachel Stern fuera una parte vital de esta misión, y ahora es el momento
de explicárselo. Como probablemente sabe, a los antiguos egipcios les encantaban los
pasadizos secretos. Práctica que, según me dicen, han continuado hasta los tiempos
modernos. Dicen que todo El Cairo es un enrejado de túneles secretos.
—¿Y qué pasa con eso?
—Cuando estaban ustedes en Egipto en el 39 se produjo un descubrimiento
importante y de bastante interés en el emplazamiento de las pirámides de Gizeh, no
lejos del Mena House. Apareció un pasadizo secreto, que conducía a la pirámide de

214
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Keops. Según parece, la mayor parte de ese pasadizo está constituido por un túnel
natural, y el resto fue perforado en la antigüedad por los ladrones de tumbas.
—Nunca oí nada de eso —dijo Halder, frunciendo el ceño.
—Por una muy buena razón, que le explicaré en seguida. ¿Se acuerda de la
excavación de ustedes en Saqqara?
—Naturalmente, ¿por qué?
—El pasadizo del que le hablo fue descubierto por el profesor Stern. Su mujer y su
hija trabajaron con él en la excavación. Pero lo guardaron como secreto de familia.
—¿Y cómo sabe usted todo eso? —Halder parecía completamente sorprendido.
—Ya le dije, Jack, que siempre hago mis deberes bien a fondo. Las notas y los mapas
del profesor aparecieron entre sus pertenencias cuando la Kriegsmarine los recogió.
La verdad salió a la luz en los interrogatorios de la Gestapo.
—¿Y está seguro de que Rachel estaba involucrada?
—Completamente. El profesor tenía intención de regresar a Egipto después de la
guerra y continuar el trabajo en Gizeh. Muy astuto por su parte, ¿no le parece?
—¿Y en qué nos beneficia ese pasadizo?
Schelienberg se encogió de hombros.
—No sé realmente si nos puede beneficiar, al menos hasta que lo vean ustedes
mismos y puedan decidir, pero sin duda puede ser una estrategia interesante si falla
todo lo demás. Además, podría ayudar a los hombres de Skorzeny a lanzar su ataque
con un poderoso elemento sorpresa.
—¿Skorzeny sabe lo del túnel?
—Por supuesto. Él tenía que saber exactamente con qué tácticas podía contar. —
Schelienberg sacó un plano arrugado y lo extendió sobre la mesa. Mostraba las
pirámides de Gizeh y la zona circundante—. Este mapa pertenecía al profesor. La
entrada del pasadizo está en algún punto por aquí, a unos doscientos metros de la
pirámide de Keops. Termina bajo la tumba de un dignatario desconocido, pero por
alguna razón, el profesor descubrió que el lugar de enterramiento no había sido
profanado. Confiaba en poder excavar la tumba, y pensaba que, al parecer, eso podía
conducirlo a algún descubrimiento importante. Pero estalló la guerra y ya no tuvo
nunca la oportunidad de terminar su trabajo.
—Todavía no me ha dicho adónde nos lleva todo esto.
—Según el profesor Stern, el Mena House fue originalmente un pabellón real de
caza. Miles de años antes de eso, podría haber sido el emplazamiento de un
campamento para los canteros y artesanos que construían las pirámides. Stern
consideraba posible que algunos de los trabajadores hubieran descubierto la gruta y

215
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que por codicia se hubieran arriesgado a poner en peligro sus vidas utilizándola para
introducirse en la tumba del faraón y tratar de robar las inmensas riquezas en oro y
joyas que contenía, o hacer que los ladrones de tumbas lo hicieran en su lugar. Todo
esto no nos importa, desde luego, pero sí poder usarlo al revés, el pasadizo podría
servirles a ustedes para penetrar en el recinto guardado o, con suerte, incluso cerca del
hotel. Pero no se puede saber con seguridad, a no ser que se vuelva a abrir el túnel y
se explore. En su informe de anoche, Besheeba confirmó que sigue habiendo cierta
actividad arqueológica en Gizeh, lo que significa que pueden ustedes usar su tapadera
para examinar la zona —miró a Halder—. ¿Algo va mal? Parece preocupado.
—Ahora que usted lo dice, me parece recordar que el profesor y su esposa tenían
cierta costumbre de desaparecer por las noches.
—Ahí lo tiene, pues —dijo Schelienberg sonriendo—. A estas alturas ya debería
saber que uno no se puede fiar de nadie, pero será mejor que no diga nada a la señorita
Stern, de momento. Por lo menos hasta que estén en El Cairo y sea necesaria su ayuda.
Bien, ¿qué opina?
—Podría ser útil —dijo Halder encogiéndose de hombros—. Pero todo dependerá
de lo vigilada que esté la zona y del estado del túnel.
—Tendrá que hacer algo mucho mejor que eso, Jack. Ya le he dicho que esto no
puede fracasar. Tenemos que saber con toda exactitud dónde estamos antes de que
puedan enviarse los paracaidistas de Skorzeny. Memorice todo lo que pueda del
plano. Es obvio que no se lo puede llevar, por si los paran y los registran, pero puede
estar bien seguro de que la señorita recordará todos los detalles.
Mientras Halder estudiaba el plano se oyeron unos golpecitos en la puerta. Otto
Skorzeny entró. El coronel llevaba un bastón bajo el brazo y la zamarra de paracaidista
sobre el uniforme de las SS. Saludó alzando el brazo.
—Herr general, habéis llegado sanos y salvos.
—Ah, Otto. Esto te interesará. —Le alargó el papel del mensaje y Skorzeny lo leyó.
—Así que ahora es cosa nuestra —replicó Skorzeny, levantando la vista con una
ligera sonrisa que sugería que estaba encantado con las noticias.
—Eso parece. Estaba explicándole a Halder lo del túnel.
—Una posibilidad interesante. —Skorzeny apuntó con su bastón al mapa del
profesor—. Esperemos que nos pueda ser útil —añadió, mirando a Halder con ojos
amenazadores—. Procure no defraudarnos ni a mí ni a mis tropas. Esta vez vamos a
meternos en la boca del lobo, así que es mucho lo que depende de que usted cumpla
con su tarea. Tiene a dos de mis mejores hombres a sus órdenes, y cumplirán con su
deber, sea el que sea. Cumpla usted con el suyo, Halder.

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—Tengo una pregunta, mi coronel. No hay duda de que las defensas aliadas
incluirán una zona de exclusión aérea en torno a El Cairo. ¿Cómo se las arreglarán para
evitar el riesgo de ser detectados por el radar y abatidos?
—Con relativa facilidad —dijo Skorzeny con una amplia sonrisa—. Los otros dos
Dakotas que vio usted al llegar son nuestros transportes. Por suerte para nosotros, la
zona de desierto en la aproximación hacia la ciudad es razonablemente llana. Cuando
estemos a cincuenta kilómetros del campo de aterrizaje bajaremos a no más de
doscientos metros sobre tierra. Y la detección por radar será imposible a tan baja altura.
Los equipos no servirán. E incluso aunque el enemigo logre un contacto visual con
nuestros aparatos en esa zona, verán nuestros indicativos aliados y pensarán que
estamos realizando alguna misión legal.
—Ya se lo dije, Jack —dijo Schelienberg con un guiño—. Modos y maneras.
—Está el otro problema espinoso que comentamos —continuó Halder—. Y necesita
una respuesta. Es el asunto de llevar a los hombres del coronel desde el aeropuerto
hasta Gizeh con seguridad. ¿Qué pasa si por algún motivo paran y registran los
vehículos? ¿No se habrá acabado el juego?
—Démosle la respuesta, Otto —dijo Schelienberg.
—Con mucho gusto, Herr general. —Skorzeny se acercó a la puerta, la abrió, y
bramó—: ¡Teniente Eberhard, preséntese aquí!
Halder miró con sorpresa al joven rubio, de veintipocos años pero con cara de niño
que entró rápidamente en la habitación. Era evidente que estaba esperando fuera y
llevaba puesto el uniforme de verano de oficial de infantería norteamericano, con
gorro cuartelero, y una Colt 45 automática en una pistolera de cuero al costado. Se
cuadró e hizo el saludo militar.
—Muy bien, Eberhard, cuéntenos algo de su historial americano —dijo Skorzeny.
—Viví doce años en Filadelfia, mi coronel —respondió Eberhard en un perfecto
inglés con acento norteamericano—. Mis padres emigraron conmigo cuando era niño.
Papá trabajaba de capataz en un taller, hasta que mamá y él decidieron volver a
Alemania en el 34.
—Ábrase la guerrera, Eberhard —ordenó Skorzeny.
—A la orden, mi coronel. —Eberhard se soltó los botones de la guerrera y dejó ver
una camisa de oficial de las SS con las runas bordadas en plata.
—Abróchese otra vez, Eberhard. Puede retirarse.
El teniente se abrochó la camisa y, una vez que hubo salido de la habitación,
Skorzeny se volvió hacia Halder con una sonrisa y le dijo:

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—Eberhard habla inglés estupendamente, como ya ha oído. Y con un acento


norteamericano impecable. Un perfecto buen chico americano, ¿no está de acuerdo,
Halder?
—Con todo respeto, mi coronel, un hombre entre cien, por mucho disfraz de marine
y por muy buen acento que tenga, es difícil que sea suficiente para engañar a nadie
que pare y registre esos camiones.
—Me parece que no lo entiende, Jack —interrumpió Schelienberg—. Cuando sea el
momento de que el coronel vuele a El Cairo, absolutamente todos sus hombres
llevarán ropa militar norteamericana sobre las camisas y pantalones de sus uniformes
alemanes.
—Comprendo —dijo Halder, y levantó la vista—. Otra vez parece que lo tiene todo
previsto.
—Una vez que hayan entrado en el hotel pueden desprenderse de los uniformes
norteamericanos y ponerse las guerreras de paracaidistas SS, que llevarán en unas
bolsas con los cascos y las armas. Pero entretanto, el subterfugio de disfrazarse de
tropas aliadas los ayudará a entrar en el edificio. Y hay por lo menos una docena de
hombres que hablan inglés con un acento americano aceptable. —Schelienberg se
volvió hacia Skorzeny—: ¿Tus hombres están preparados, Otto?
—Tan bien como siempre, Herr general. Y esperan con ansiedad el aviso de Halder,
igual que yo. ¿Querrías hacerme el honor de pasarles revista?
—Por supuesto, pero más tarde. Estaré encantado.
Se oyó otro golpe en la puerta y Schelienberg dijo:
—Adelante.
Era el ayudante de las SS que volvía.
—Mensaje urgente para usted, Herr general.
Le tendió un sobre cerrado. Schelienberg lo abrió, sacó dos notas, las estudió y
después despidió al ayudante.
—¿Algún problema? —preguntó Halder.
Schelienberg negó con la cabeza.
—Todo lo contrario. Su contacto estará preparado y esperándolos en el campo de
aviación próximo a Abu Sammar, según lo previsto. Y El Cairo lo tiene todo controlado
y está esperando su llegada —dijo, sonriendo triunfalmente a Skorzeny, y luego se
dirigió de nuevo a Halder—. Bueno, Jack, parece que ya estamos listos para el
despegue. Vamos a sacar su ropa y sus efectos personales y después, esperemos, todo
se pondrá en marcha.

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Cuando Falconi y el copiloto reaparecieron, ya todos se habían puesto la ropa. El


italiano llevaba una cazadora de piloto con cuello de borrego, encima de un uniforme
de capitán del cuerpo aéreo del ejército de Estados Unidos. El copiloto llevaba
uniforme de teniente debajo de la cazadora de piloto, y ambos iban armados con Colt
automáticas en sus cartucheras.
—Me siento como si fuera a una fiesta de disfraces —comentó Falconi con una
sonrisa.
Rachel llevaba un traje de safari caqui, igual que los otros, y un pañuelo blanco de
algodón atado al cuello, y Falconi se echó a reír cuando vio a Halder con su arrugado
sombrero de lona de caza, camisa y pantalones cortos caqui y botas para el desierto
con cordones hasta arriba.
—Pareces un extra en un reparto de Hollywood, Jack. No me lo digas, te vas a
buscar las minas del rey Salomón.
—No te rías, Vito. Intento meterme en el papel.
—Estoy seguro de que Cecil B. de Mille se quedaría impresionado.
Schelienberg hizo una última revisión de sus ropas y pertenencias, recorriendo la
diversidad de maletas Gladstone que les habían procurado.
—Parece que está todo en orden —anunció una vez terminado el examen—. Lo
mejor será asegurarse de que ninguno de ustedes ha cogido ningún objeto personal
inadecuado. Ésa es la clase de cosas que siempre delatan a la gente. Una vez perdí a
un agente extraordinariamente bueno sólo porque el muy tonto se olvidó de quitarse
su reloj de pulsera alemán antes de la misión. Ese error le costó la vida. ¿Qué dicen los
partes meteorológicos? —preguntó a Falconi.
—Al parecer, puede ser bastante terrible por todo el norte de África.
—¿Cómo de terrible?
—Tormentas, rayos, vientos fuertes... —dijo Falconi sonriendo—. Probabilidad de
tormentas de arena en tierra. Una combinación poco agradable. Pero eso tiene de
bueno que reducirá al mínimo las patrullas aéreas aliadas.
—¿Y usted qué opina? —Schelienberg parecía preocupado.
—He volado con mal tiempo muchas veces —respondió Falconi, encogiéndose de
hombros—. Lo único es que a los pasajeros les resultará desagradable tanto zarandeo.
—Aun así, salimos, naturalmente —dijo con firmeza Schelienberg.
—Entonces, estoy preparado cuando quiera.
Schelienberg reunió a Halder, Kleist y Doring junto a él.
—Bien, ya estamos. Buena suerte a todos.

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Volvió a examinar por última vez su ropa y sus efectos personales, les estrechó la
mano, y Kleist y Doring subieron a bordo. Cuando Falconi y su copiloto subían los
peldaños de metal, Schelienbeig dijo:
—Cuide bien a sus pasajeros, Vito. Son una carga muy valiosa y de ellos dependen
muchas cosas.
—Desde luego, Herr general.
Rachel subió los peldaños, y cuando Halder hizo ademán de seguirla, Schelienberg
lo cogió del brazo y le dijo, con una profunda emoción en la voz:
—Bueno, ahora empieza todo.
—Esperemos que tenga un final feliz.
Schelienberg se llevó la fusta a la gorra en un saludo final.
—Todo eso depende de usted, Jack. Recuerde, sólo nos sirve el cien por cien. En
estos momentos, la supervivencia del Reich y el desenlace de la guerra está
enteramente en sus manos.
Halder le devolvió la mirada, sombrío, y después siguió a los otros por la escalerilla
arriba.

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TERCERA PARTE

21 DE NOVIEMBRE DE 1943

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CAPÍTULO 27

Abu Sammar, 21 de noviembre

Achmed Farnad se despertó en la oscuridad, renegando.


Alargó la mano y acalló la fuente de su irritación —un antiguo despertador
fabricado en Inglaterra—, después se frotó los ojos y miró la hora.
Las tres de la mañana.
Se sentó en la cama, se rascó y miró a su mujer, que roncaba. Esa zorra haragana
dormiría aunque hubiera un terremoto. Hizo un esfuerzo, salió de las mantas tibias y
pisó con un estremecimiento el suelo helado, notando en los huesos el mordisco del
frío del desierto en el cuarto. Sabía que su tarea de esa mañana era extremadamente
peligrosa, y notó un calambre en el estómago. También sabía que a una hora tan
temprana, toda la población de Abu Sammar —apenas doscientas almas— dormía
profundamente, pero cuando oyó aullar a un perro solitario se acercó ansioso hasta la
ventana y escudriñó entre las desvencijadas persianas de madera.
El pueblo estaba a oscuras, sobre la luna corrían jirones de nubes negras. El viento
gemía, las ráfagas arrastraban espinos y arena por las calles vacías. No era un tiempo
exactamente propicio para hacer el importante trabajo que tenia que hacer. El perro
dejó de aullar y el silencio regresó al pueblo, excepto por el ruido espectral del viento.
Achmed se vistió rápidamente y bajó la escalera con creciente excitación.
El hotel Seti era una fonda en decadencia de seis habitaciones, pero era un palacio
comparado con el resto de las viviendas de adobe del pueblo, frecuentado en otros
tiempos por los mercaderes árabes que hacían la ruta comercial de las caravanas de
Túnez a Egipto. Ahora, el único visitante que Achmed veía era algún comerciante
ocasional que pasaba camino de El Cairo. Pero cuando los alemanes estuvieron a punto
de conquistar Alejandría, la historia había sido diferente. Entonces, el hotel había
albergado toda una sucesión de oficiales británicos e incluso había servido de puesto
de mando en una ocasión. Achmed había hecho todo lo posible por agradar a los
oficiales adulándolos con una fidelidad perruna, y los muy tontos habían confundido
su entusiasmo con la lealtad. Le hacían confidencias, le contaban sus éxitos y sus
fracasos, y Achmed había sabido muchas cosas sobre sus tácticas y su moral de

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combate. Lo que los oficiales no sabían es que tenía una radio y una pistola Luger
ocultas en el cobertizo que había detrás del hotel.
Los alemanes le pagaban bien aquella información, pero habría hecho el trabajo
gratis de muy buen grado. Odiaba a los ingleses, y cuanto antes los echaran de Egipto
a patadas, tanto mejor. Al pasar junto al destartalado mostrador de recepción, Achmed
se detuvo a coger una saca de lona que había detrás. «Hora de ponerse a trabajar.»

El corral cerrado y el cobertizo de planchas onduladas, ya con óxido, que estaba


detrás del hotel, servían de almacén general, e incluían un gallinero, un chamizo para
las cabras y el garaje de la camioneta Fiat. Un capitán británico agradecido había
recompensado su hospitalidad con aquel vehículo capturado a los italianos, y Achmed
lo cuidaba con esmero desde entonces, manteniéndolo en perfectas condiciones.
Antes de subirse a la cabina abrió la saca de lona. Tenía todo lo que necesitaba:
linternas y baterías de repuesto. Comprobó la rueda de recambio del camión y se
aseguró de que llevaba el bidón de repuesto de combustible. Satisfecho, atravesó el
patio y abrió los portones.
Una ráfaga feroz de viento se metió en el recinto, alborotando a las gallinas y cabras
del cobertizo. ¿Era su imaginación, o es que el tiempo seguía empeorando? La tarde
anterior había oído que el tiempo iba a empeorar, pero no creía que tanto. Se sentó al
volante, encendió el motor y el Fiat se animó con un gruñido. El viento ahogaría el
ruido del motor, pero, sin duda, alguno de sus vecinos lo oiría. Eso era algo que
Achmed no podía evitar, y asomó el Fiat a la calle de tierra, se paró y se bajó otra vez
para cerrar las verjas, y después condujo la camioneta hasta la carretera principal que
salía del pueblo. Condujo a través del desierto en dirección a Alejandría, a más de
treinta kilómetros de distancia, pero cuando llevaba recorridos ocho kilómetros torció
hacia el sur por una pista pequeña y desolada.
Se detuvo delante de un par de verjas de hierro y tela metálica, con un cierre de
alambre de espino extendiéndose a cada lado. Los granos de arena golpeaban contra
el parabrisas, pero podía ver la pista de aterrizaje al otro lado de las verjas. Como la
guerra en el desierto se había acabado, estaba abandonada; la media docena de
casamatas y los dos hangares alzaban sus tejados de chapa ondulada como
monumentos oxidados y ya olvidados entre la oscuridad de la tormenta. Ya nadie iba
por allí, salvo alguna tribu beduina que pasaba para rebuscar entre los bidones de
petróleo abollados y la chatarra militar abandonada. Achmed bajó de la camioneta,
abrió las verjas, que no tenían cerrojos, condujo hacia una de las casamatas y se paró
delante.
Apagó el motor, se cubrió la cara para protegerse de la arena del viento, bajó del
vehículo y entró. Allí dentro apestaba a madera podrida y a excrementos, y las paredes

223
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estaban pintadas con tiza. «Corre, Rommel, corre», «Bert estuvo aquí». Achmed oyó
un ruido difuso en la oscuridad, y exclamó:
—¿Mafuz? ¿Estás ahí?
Entre las sombras apareció un niño de doce años que se frotaba los ojos de
cansancio.
—Sí, padre.
Achmed podía adivinar la manta en un rincón, el pequeño paquete de comida que
había dado a su hijo. Media docena de las cabras de Achmed estaban tumbadas junto
al muchacho, protegiéndose del viento. Balaron y se agitaron, pero no se movieron de
donde estaban.
—¿Ha venido alguien?
—No, padre. No he visto a nadie.
—Buen trabajo, Mafuz.
Achmed, resplandeciente, dio una palmada a su hijo en la cabeza. Lo había dejado
en el aeródromo la noche antes, simulando apacentar las cabras. Necesitaba estar
seguro de que ningún beduino había merodeado por allí y se había refugiado en las
casetas, como hacían algunas veces con el mal tiempo, porque eso hubiera trastornado
sus planes. Mafuz era digno de toda confianza y un chico inteligente; razones por las
cuales, Achmed había delegado en él esa labor.
—Ayúdame con las luces.
Se colocó en el suelo de cemento sucio, abrió la bolsa y sacó las cuatro linternas
eléctricas. Mafuz lo ayudó a comprobarlas otra vez; funcionaban todas. Achmed
emplearía una de ellas para indicar al avión que el campo estaba libre y se podía
aterrizar con seguridad. Las otras tres eran para colocarlas en la pista haciendo una L
sobre unas estacas de madera que traía en la caja del camión y servirían para marcar
el ancho y el largo exactos de la pista de aterrizaje.
Una vez el aparato le devolviera la señal, encendería las otras luces para que pudiera
tomar tierra, pero no antes. Achmed miró su reloj: las cuatro de la madrugada. En
apenas una hora, si todo iba bien, llegarían los alemanes. No sabía por qué venían —
eso no era asunto suyo—, pero estaba convencido de que tenía que ser por algo
importante. No operarían tan dentro de las líneas enemigas sin una buena razón.
Quiso confiar en que el viento habría cesado para entonces, porque, si no, las cosas
serían difíciles. Una racha de viento hizo crepitar las planchas del techo, y Mafuz lo
miró con cara de emoción.
—¿Vendrá de verdad el aeroplano, padre?
—Si es la voluntad de Alá, hijo mío.

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También Achmed sentía emoción, aunque acompañada de un toque de miedo. Una


vez había sido testigo de cómo un bombardero Wellington se estrellaba durante un
jamsín, en aquella misma pista. En el último momento antes de aterrizar, una tremenda
racha había levantado el aparato en el aire, y entonces un ala se torció y tocó, y el avión
cayó en semicírculo y explotó en una tormenta de llamas en la que la tripulación murió
instantáneamente. Aquello no era jamsín, pero por el ruido del viento que rugía fuera
podía cocerse una mala tormenta.
Achmed oyó cómo el viento volvía a hacer entrechocar las planchas del techo, tomó
entre los dedos su rosario de cuentas y calculó las posibilidades del avión que
esperaba.
—Esperemos que vosotros tengáis mejor suerte, amigos.

04.20 h

Hacía frío en el Dakota, y Halder se despertó de un breve sueño. Quedó sorprendido


al ver a Rachel dormida, y se fue hacia la cabina, donde encontró a Falconi y a Remer,
el copiloto, a oscuras, tomando café de un termo.
—¿No puedes descansar? —preguntó Falconi en voz muy alta para superar el ruido
de los motores.
—Me parece que no. Nervios operativos, lo confieso.
—Nos pasa a todos. Anda, tómate un café.
Aceptó la taza de metal que le daba Falconi y se sentó en el asiento del radio, que
estaba vacío. Miró hacia afuera, el cielo nocturno con una luna en cuarto que daba justo
la luz suficiente para ver algo. Jirones de nubes negras corrían de tanto en tanto y
golpes de lluvia azotaban el parabrisas de la carlinga, mientras en la negrura
parpadeaban estrellas brillantes.
—¿Dónde estamos?
Remer le mostró el mapa de ruta que tenía sobre las rodillas.
—Justo pasada la mitad de camino entre Sicilia y Egipto, por la costa oeste de Creta.
En menos de una hora dejaremos Alejandría a la izquierda. De momento, todo parece
muy tranquilo, no hay ninguna actividad de radio por allí.
—Esperemos que siga así. ¿Y qué pasa con el tiempo, Vito?
Falconi señaló en el horizonte un espeso banco de nubes negras con muy mal
aspecto, y Halder vio las siluetas dibujadas de los rayos que relucían en sus
profundidades, iluminando el cielo de la noche.

225
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Jesús, eso tiene mala pinta.


—Muy mala. Intentaremos esquivar la parte peor, pero puede que bailemos un
poco. Lamento decir que no podemos hacer nada mejor.
Halder les ofreció cigarrillos y, mientras encendía el de Falconi, dijo:
—Creía que, a estas alturas, tú ya habrías acabado tu parte en esta maldita guerra.
No me dirás que le has cogido gusto.
—En absoluto —dijo Falconi con una sonrisa—. Pero o vuelo para la Luftwaffe o me
meten en un campo de prisioneros hasta que me muera. O todavía peor, en un batallón
de castigo en el frente ruso.
—Siempre puedes intentar tomar tierra en Sicilia en el vuelo de regreso y entregarte.
—No diré que no lo haya pensado —dijo Falconi entre risas—. Sólo que aquí,
Remer, podría quejarse. Y tengo un hermano prisionero en un campo alemán en Milán
desde que Italia se rindió hace dos meses. Dudo que Schelienberg fuese muy amable
con él si yo deserto.
—Al parecer, Walter nos tiene a todos bien pillados.
—¿A ti también?
—Me temo que sí.
—Ese maldito cabrón. —En la cara de Falconi apareció una expresión de simpatía—
. Me ha hablado de tu padre y de tu hijo, Jack. Un asunto terrible. Lo lamento de veras,
amigo.
Halder asintió con la cabeza, apretando los dientes, y luego se volvió hacia la puerta
de la cabina.
—Iré a ver qué hacen los otros.
—Hay más café en el termo, si tu amiga quiere un poco.
—Gracias. —Halder volvió hacia la cabina—. No te olvides de mantener los ojos
bien abiertos por si hay aviación enemiga.
—Es un viaje de placer, Jack —sonrió Falconi, tranquilizador—. Con este tiempo, el
cielo está más tranquilo que una tumba. De todos modos, lo que más me preocupa son
las condiciones en tierra; crucemos los dedos hasta ver si podemos aterrizar sanos y
salvos y después elevarnos otra vez.

04.35 h

226
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El teniente de vuelo Chuck Carlton, de Dallas, estaba cantando La Rosa amarilla de


Texas, sentado a oscuras en la carlinga del Bristol Beaufighter, tratando de mantenerse
despierto. En el asiento del navegante, detrás de él, el sargento Bert Higgins no podía
soportarlo más. Era la única canción que cantaba Carlton y, por si fuera poco, el tejano
tenía una voz que parecía una sierra cortando metal.
—¿No sabe ninguna canción más, mi teniente? —preguntó por el intercomunicador.
—Ésta es la mejor que se ha escrito, muchacho —contestó Carlton, sonriente—.
Demonios, vosotros los ingleses no distinguís la buena música ni cuando la oís.
—Con todos mis respetos, mi teniente, ya se la he oído un centenar de veces esta
noche.
Carlton se rió. Era un piloto veterano, con quince años de experiencia, un hombre
corpulento de treinta y pocos años, de ojos azules inquietos que parecían llenos de
impaciencia, como si la vida fuera algo demasiado lento para él. Había ganado sus alas
con sólo diecisiete años, volando para una compañía privada de servicio postal,
cruzando los Estados Unidos de un extremo al otro bajo cualquier condición
meteorológica que la madre naturaleza le proporcionase. Después, se había pasado
dos años pilotando un aparato de fumigación en Atlanta, y otro, de lo más divertido,
actuando en un circo aéreo, actividades todas que no permitían explicar por qué
continuaba vivo y volando en el Grupo 201 de la RAF en Alejandría; sólo que, cuando
estalló la guerra, y como muchos de sus compatriotas norteamericanos que se habían
presentado voluntarios para luchar por Inglaterra, Carlton consideró que eso era lo
que había que hacer, además de que había anhelado vivir un poco de acción.
—Bien, nuestro tiempo está casi cumplido. —Movió la palanca hacia adelante y tiró
suavemente del gas para iniciar el descenso desde cuatro mil ochocientos metros—.
Dame una marcación y luego llevaremos este aparatito a casa; así, esos desagradecidos
oídos británicos tuyos podrán descansar.
El Beaufighter estaba cubriendo la patrulla costera nocturna, a trescientos
kilómetros de velocidad de crucero, entre nubes. Higgins comprobó el compás y tomó
una referencia sobre Alejandría. Estaban al noroeste del puerto egipcio, y estimó que
estarían en tierra y en casa al cabo de media hora. Miró afuera, el feo macizo de nubes
tormentosas que tenía a la izquierda, las luces de Alejandría que eran apenas un racimo
entre veladuras. Abajo, en tierra firme, soplaba una tormenta de arena, y se veían
remolinos marrones y anaranjados, aunque estaban a cien kilómetros de la costa. La
Unidad de Previsión Meteorológica del Mando Costero les había advertido de la
inminencia del mal tiempo, pero Higgins había ido comprobándolo con la torre de
control de Alejandría cada media hora. La tormenta de arena no había llegado aún a
la ciudad, y las condiciones en la pista estaban todavía dentro de los mínimos de
aterrizaje. Cuando terminó de tomar la marcación, el Beaufighter salió de entre las
nubes a cuatro mil metros. Miró hacia abajo y se sobresaltó al descubrir la silueta
oscura de un avión como a kilómetro y medio del ala de estribor.

227
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¡Objetivo a las dos en punto abajo!


Carlton se inquietó y atisbo hacia abajo, barriendo el cielo oscuro. La luz de la luna
no era fantástica, apenas si había un ligero resplandor del amanecer al fondo del
horizonte, pero sus ojos estaban habituados a la oscuridad después de casi tres horas
de vuelo nocturno y percibió el aparato delante de ellos, volando a unos tres mil
quinientos metros.
—Tienes razón, chico. Bien, bajemos a echar una ojeada.
Carlton apretó la palanca abajo y a la derecha, y al mismo tiempo empujó el gas
hacia adelante, dando un golpe de potencia. El morro picó hacia abajo y el aparato
empezó a acelerar. A Carlton le encantaba el Beaufighter; un biplaza que era un
verdadero placer pilotar, y uno de los más rápidos de su categoría. Y justo ahora, sabía
que tenía todas las ventajas; el objetivo estaba por delante de él y más abajo, y
probablemente no lo vería acercarse. Dos minutos después estaba a menos de
quinientos metros de él, y reconoció la inconfundible silueta de un Dakota C-47 con
camuflaje de desierto, las barras y estrellas en las alas y la cola y las siglas USAAC. Se
relajó un poco.
—Es un Dakota, uno de los nuestros —dijo por el interfono.
—Ya lo veo, mi teniente.
—La cuestión es qué demonios está haciendo aquí arriba. —Carlton había pedido a
la torre la última relación de tráfico hacía sólo diez minutos, y no le habían informado
de que hubiera ningún aparato en las proximidades.
—Bien, vamos a llamarlos. —Movió el mando de la radio para transmitir—. C-47,
aquí patrulla costera por su popa, cinco en punto arriba, identifíquese. Roger y cambio.
No hubo respuesta. Carlton volvió a intentarlo.
—C-47, identifíquese, por favor. Estoy detrás de usted, arriba, a las cinco en punto.
Roger y cambio.
Como seguía sin respuesta, Carlton hizo un rápido control de los otros tres canales
de comunicaciones: uno era para la torre y la base, y los otros dos, frecuencias de
emergencia, y solamente se empleaban en casos extremos, cuando el avión estaba en
dificultades. Los repasó todos, por si acaso el C-47 intentaba transmitir. Pero todas las
ondas estaban mudas.
—Tal vez tengan la radio rota —le dijo a Higgins.
—¿Y qué quiere hacer, mi teniente? ¿Enseñarle los colores del día?
Encastradas en el fuselaje del Beaufighter había tres luces cubiertas con cristales
rojo, verde y blanco. Podían hacer señales con diferentes combinaciones de colores,
mediante un código de identificación que se cambiaba cada día. No había modo de
que un intruso enemigo pudiera conocer el código ni la respuesta correcta, y mediante

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un método tan simple los aviones aliados auténticos se podían identificar siempre
entre sí, aun cuando sus canales de comunicación no funcionasen. Pero Carlton seguía
sin fiarse. El C-47 podía tener algún problema técnico, y lo último que quería era
destruir uno de sus propios aparatos. Pero las instrucciones antes del vuelo habían
sido muy concretas. Un informe de inteligencia sugería que era probable que los
alemanes intentasen romper las defensas aéreas aliadas a lo largo de la costa africana,
y cualquier aparato encontrado durante la patrulla tenía que verificarse. Carlton
pretendía hacer señales al C-47 con los colores del día, pero antes tenía que asegurarse
de que no había tráfico desviado en la zona.
—Aguanta un poco los colores del día, de momento —le dijo a Higgins por el
interfono—. Llama a la torre de Alejandría, rápido, y pregunta si hay algún C-47 en la
zona.
Carlton oyó a Higgins llamar a la torre y un instante después oía la respuesta en sus
cascos: «Alerce, torre de Alejandría a patrulla costera Beaufighter. Ningún C-47 aliado
autorizado en su área.» Hubo una pausa, y después la voz dijo: «Será mejor que lo
hagan volver.»
Carlton se incorporó, excitado. Durante los últimos tres meses no había teñido
acción. Lo que había empezado como una simple patrulla de rutina se estaba
animando. El C-47 puede que fuera auténtico, pero sabía que los alemanes podían
utilizar material aliado capturado. En cualquier caso, iba a averiguarlo, y de inmediato.
El C-47 era lento y no llevaba armas. El Beaufighter era rápido y llevaba cuatro cañones
Hispano de 20 milímetros bajo el fuselaje, otras cuatro ametralladoras calibre 303 en el
ala de estribor y dos más a babor. Carlton podía alcanzarlo y derribarlo fácilmente si
era necesario.
Abrió la tapa roja de «fuego», que cubría la palanca que accionaba las
ametralladoras.
—Bien, para estar bien seguros, vamos a enseñarles los colores a nuestros amigos.
Si no hay respuesta, dispararé una ráfaga de aviso, y si tampoco, los quitaremos de en
medio.

El Dakota entró en una zona de turbulencias, y luego volvió a estabilizarse. Rachel


se despertó con la luz fría y amortiguada de la lámpara del techo. Miró a su alrededor
y vio que los dos SS estaban dormido» y que Halder venia por la cabina un termo de
café.
He pensado que te vendría bien un poco de esto. Te hará entrar en calor.
Rachel aceptó el café sin comentarios, y Halder dijo:
—¿Realmente soy tan repulsivo?

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—Quizás sea el uniforme que llevas. Sobre el hombre, todavía no estoy del todo
segura.
—Eso, por lo menos, es un progreso —dijo Halder, sonriendo, y la vio
estremecerse—. ¿Frío?
—Un poco.
—¿Tienes miedo, Rachel? —le dijo arrodillándose y arropándola bien con la manta.
—No sé lo que siento. Resulta raro que estemos juntos otra vez los dos en estas
circunstancias. Yo apenas puedo creérmelo.
—Háblame de tu mujer —le dijo ella con voz tranquila—, ¿La querías mucho?
Por un instante, la cara de Halder reflejó el dolor. Rachel le tocó ligeramente en el
brazo, lo acarició con la punta de los dedos.
—Cuando dije que lo sentía, Jack, lo decía de verdad.
De repente, se oyó el fuego de una ametralladora, una ráfaga larga, sostenida, y el
avión se inclinó violentamente. Halder dijo:
—¿Qué demonios...?
Hubo otra ráfaga larga, el Dakota se balanceó otra vez y Halder salió despedido
hacia adelante y aterrizó encima de Kleist y Doring, que se despertaron.
—¿Qué cojones...? —bramó Kleist.
—Quédense todos donde están, todos ahí quietos —ordenó Halder, y se puso de
pie y se fue rápidamente hacia la cabina de los pilotos.

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CAPÍTULO 28

Falconi parecía preocupado cuando Halder irrumpió en la cabina.


—¿Qué pasa?
—Tenemos un Beaufighter de la RAF a cola —gritó Falconi entre el ruido de los
motores—. Ha aparecido de repente y nos ha lanzado un código de colores. Como no
le contesté, el cabrón disparó un par de ráfagas trazadoras por delante de nuestro
morro y nos rodeó por detrás. Podrás verlo por estribor dentro de un segundo.
Halder miró y vio un caza que se ponía a su altura por la derecha. El piloto y el
navegante eran visibles con el resplandor de la carlinga. El caza empezó a balancear
las alas y, un momento después, bajó el tren de aterrizaje.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Halder.
—Diciéndonos educadamente que quiere que lo sigamos hasta Alejandría y
aterricemos. Si no lo hacemos, nos derribará.
—Fantástico. ¿Y puedes hacer algo?
—El Beaufighter nos gana en velocidad, Jack. No hay ningún modo de despistarlo.
—¿Y no puedes intentar hacerle algún código de luces para responder?
—No tiene sentido, Jack. No hay manera alguna de saber la secuencia de colores
correcta. El piloto del Beaufighter puede sospechar que tengamos algún problema
técnico, pero si quieres mi opinión, creo que ya ha olido a chamusquina.
—¿A qué distancia estamos de la costa?
—A unas treinta millas. Menos de diez minutos de vuelo.
—Tenemos que escaparnos de él, Vito —dijo Halder, frenético—. Haz todo lo que
sepas.
—Eso más fácil de decir que de hacer. —Falconi se limpió el sudor de la cara y se
ajustó el arnés de seguridad—. Veremos qué puedo hacer. Pero será mejor que
prevengas a los otros. Diles que se sujeten fuerte y esperen problemas. Después vuelve
aquí y ponte el arnés. A partir de ahora las cosas pueden ponerse peliagudas.

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Carlton observó cómo el C-47 bajaba el tren de aterrizaje, movía suavemente el


morro hacia abajo y comenzaba a descender. La cabina estaba a oscuras, pero podía
vislumbrar más o menos las siluetas de la tripulación. Dijo a Higgins:
—Bien, sigue nuestras órdenes. Vigílame a ese hijoputa. No lo pierdas.
—Comprendido, mi teniente.
Carlton recogió otra vez el tren de aterrizaje y los alerones y dio motor suficiente
para adelantar al C-47 casi un kilómetro.
—¿Sigues viéndolo?
En el asiento del navegante, Higgins se giró para mirar hacia atrás a través del vidrio
laminado.
—Sí, mi teniente.
Carlton repasó los instrumentos, empujó la palanca hacia adelante y empezó a
descender.
—Bien, llevemos a este pájaro hasta Alejandría y sepamos quién demonios es.

Cuando Halder volvió de la cabina de carga y se abrochó el cinturón del asiento del
radio, Falconi sudaba a chorros.
—¿Has advertido a los demás?
—Tal como me dijiste.
—¿Cómo están?
—Muy preocupados. ¿Qué pasa ahora?
—¿Ves aquello? —dijo Falconi, señalando hacia la costa.
Con el débil resplandor del amanecer, Halder pudo ver el tinte pardo anaranjado
de los remolinos de una furibunda tormenta de arena, el polvo que se elevaba a gran
altura en la atmósfera extendiéndose a todo lo largo de la costa del desierto.
—Estamos como a diez millas de tierra —le explicó Falconi—. La única posibilidad,
y remota, que tenemos de escabullimos de nuestro amigo es ir derechos a la tormenta.
Si nos metemos en ella de prisa y nos mantenemos bajos, podemos conseguir
perderlos.
—¿Y eso no es peligroso?
—Mortal, es la palabra que usaría yo —contestó sobriamente Falconi—. Una
tormenta como ésa es fatal para un avión. La arena puede afectar a los motores y antes
de que te enteres te vas al suelo. Y ésa de ahí me parece realmente mala.

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—¿Hay más noticias buenas?


—La visibilidad puede caer a prácticamente cero. Y si intentamos volar demasiado
bajo, nos arriesgamos a estrellarnos contra una duna de arena. Pero, en realidad, no
tenemos otra opción, a no ser que quieras que sigamos a nuestro amigo y nos
enfrentemos a las consecuencias.
—Ni hablar, Vito. ¿Y nuestro avión puede aguantar el castigo?
Falconi se encogió de hombros y añadió:
—El Dakota es más que fiable, un caballo percherón, realmente, pero en estas
condiciones yo no puedo garantizar nada.
Estaban muy cerca de tierra, y a menos de tres mil metros, el oscuro Mediterráneo
que tenían debajo parecía un baile frenético de espuma y oleaje. El viento de la costa
parecía azotar el desierto con alarmante ferocidad, la nube anaranjada subía en
remolinos a trescientos metros. El Beaufighter continuaba casi un kilómetro por
delante de ellos, con las luces de navegación encendidas. Instantes después viró a la
izquierda, paralelo a la costa y apartándose de la tormenta de arena, con rumbo a
Alejandría.
—Bien, está a punto de iniciar la aproximación. Espera que nosotros lo sigamos,
pero aquí es donde intentamos escaparnos. —Falconi saludó con la mano al
Beaufighter—: Arrivederci, amico. —Luego miró a Halder, muy serio—. Agárrate a lo
que puedas. Si no lo conseguimos, ha sido un placer conocerte, Jack. Tren arriba —
ordenó a Remer.
El copiloto guardó el tren de aterrizaje y, al mismo tiempo, Falconi empujó el gas a
tope, picó el morro del Dakota y descendieron a una velocidad terrorífica hacia la
tormenta de arena. Halder vio que el Beaufighter, todavía lejos a la derecha,
continuaba haciendo su aproximación, pero en el ultimo momento, el caza de la RAF
giró en un círculo estrecho y salió hacia ellos a toda velocidad.
—¡Demonios, nos ha visto! —dijo Falconi—. Ahora sí que tendremos problemas.
Se produjo una súbita descarga de ametralladoras desde el Beaufighter que escupía
llamaradas escarlata, balas trazadoras que formaban un arco en el cielo hacia su
izquierda. Falconi bajó en picado hasta trescientos metros, se puso a nivel rápidamente
y voló derecho hacia la costa y la tormenta, con el Beaufighter picando tras ellos sin
dejar de disparar.

Era como volar entre un humo amarillo espeso y granulado. La visibilidad bajó a
unos cientos de metros y las ráfagas de arena resonaban contra el parabrisas con un
ruido como de electricidad estática.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El Dakota se bamboleaba violentamente con los golpes de viento y Falconi tenía que
concentrarse intensamente para mantener el aparato recto y a nivel. Halder vio pasar
a su izquierda el rastro de fuego escarlata de una ráfaga de balas trazadoras.
—Ese cabrón sigue detrás de nosotros.
—Y parece que con ganas de venganza.
Se oyó otra ráfaga, y un par de agujeros aparecieron en el ala izquierda al impactar
una granizada de proyectiles.
Falconi hizo una mueca; tenía la cara empapada en sudor.
—¡Maldito! No nos soltará fácilmente. Lo que significa que tendremos que intentar
una cosa muy peligrosa. Y si eso no funciona, entonces, adiós. O eso me temo.

Chuck Carlton sudaba. El Beaufighter sufría los tremendos zarandeos de la


tormenta de arena y Carlton sabía que a los motores eso no les gustaba. No había
esperado que el objetivo huyese hacia la costa, porque ahí no tenía ninguna
oportunidad, y especialmente con un tiempo así. Pero ahora estaba convencido de que
el intruso era un aparato enemigo y su adrenalina fluía ante la perspectiva de la presa.
El C-47 tenía una ligera ventaja: sus dos radiales Wasp de 1 200 caballos probablemente
podían soportar mejor la tormenta de arena que sus Hércules gemelos de 1500
caballos, cuyos carburadores y radiadores de aceite era más probable que se obturasen.
Pero, incluso así, el piloto del C-47 estaba corriendo demasiados riesgos, volando tan
bajo en aquellas condiciones extremas. Carlton estaba decidido a no dejarlo escapar.
Además, en América había volado en las tormentas de polvo, con un tiempo casi así
de malo, y consideraba que podía aguantarlo todo el tiempo que lo aguantase su avión.
—Ha escogido al tipo equivocado para andar jodiendo —aulló a Higgins.
Detrás, Higgins se había puesto de color ceniza viendo las rachas de arena ocre
sobre el vidrio laminado, que apenas le dejaban adivinar la cola del C-47, delante de
ellos, tal vez a cuatrocientos metros de su morro. Tenía los nervios al límite. Si el C-47
reducía la velocidad se estrellarían directamente contra su cola.
—Quizás... quizás tendríamos que dejar esto, mi teniente —dijo con ansiedad por el
intercomunicador.
—¡Ni hablar! —respondió Carlton por encima del bramido del motor. Tenía el C-47
directamente en su línea de fuego—. Ya casi tenemos al hijoputa, y voy a volarle el
rabo por siempre jamás.
Y con esto, Carlton oprimió de nuevo el disparador, las seis ametralladoras 303
tabletearon en las alas y sus proyectiles volaron en dirección a su objetivo como avispas
rojas enfurecidas.

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Una bala impactó en el lado derecho de la cabina y penetró a través del fuselaje.
Golpeó a Remer en un costado, haciéndolo girar en su asiento. Dio un grito poniendo
la mano sobre la herida, y Halder corrió a ayudarle, pero Falconi rugió:
—¡Déjalo! ¡No me distraigas!
Remer gemía de dolor y la sangre roja brillante manaba de un agujero abierto en su
costado. Halder dijo:
—Por Dios, Vito, ¡sácanos de aquí!
Falconi no respondió, sus ojos estaban fijos al frente, como si buscase algo en medio
de la espantosa tormenta, y entonces otra ráfaga de trazadoras rojas pasó por su
izquierda. Falconi picó el morro para evitar el fuego hasta que el altímetro marcó
treinta metros. Ahora, prácticamente iban barriendo el suelo, las dunas bajas pasaban
como olas amarillas apenas por debajo del aparato, y entonces, de pronto, Halder vio
una enorme pendiente de arena que se alzaba, amenazadora, ante ellos como un
centenar de metros.
—¡Vito! ¡Por Dios!
Pero parecía como si Falconi hubiera estado esperando exactamente ese momento,
casi deseándolo. En un instante, sus manos actuaron con gran rapidez, empujando el
gas hacia delante, tirando hacia atrás de la barra, bajando los alerones. El morro se
levantó bruscamente y el C-47 salvó por los pelos la duna. Se oyó el áspero ruido
metálico del fuselaje rascando la cumbre, pero, milagrosamente, continuaron
ascendiendo.
—¡Cielo santo, Vito, estuvimos cerca!
El rostro pálido de Falconi goteaba sudor.
—Demasiado cerca para repetirlo. Así que ahora recemos para que nuestro amigo
no lo vea a tiempo.

Carlton intentaba mantener al C-47 a la vista, dispuesto a disparar de nuevo, cuando


vio que la cola del objetivo ascendía bruscamente de un golpe.
—Mantén la altitud, hijo de puta. ¿Qué demonios...?
Un segundo más tarde, Carlton vio la gigantesca duna justo delante.
—¡Dios mío! —gritó, y tiró frenéticamente de la palanca.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Higgins gritó. Fue lo último que Carlton pudo oír en sus auriculares antes de que el
Beaufighter llegara a lo alto de la duna, totalmente fuera de control, clavase el morro
en la arena e hiciera explosión con una enorme bola de fuego naranja.

—Me parece que lo cazamos. —Falconi salió de la espesa nube a trescientos metros,
guardó los alerones, miró para atrás y vio un hongo luminoso de fuego alzarse entre
la tormenta de arena. En su voz no había notas de triunfo—. Pobres cabrones. Que
Dios se apiade de ellos. —Se enjugó una capa de sudor de la frente y niveló el Dakota—
. Mamma mia!
—¿Qué demonios has hecho?
—Es un jueguecito que practicábamos cuando pilotaba correos en Addis Abeba.
Volábamos bajo y sorteábamos las dunas. Cualquier cosa para matar el aburrimiento
de volar todo el tiempo por el desierto. Gracioso, bastante divertido con buen tiempo,
pero en medio de una tormenta de arena, altamente peligroso. Será mejor que atiendas
a Remer.
Halder buscó el pulso del copiloto. Era muy débil, la respiración jadeante, y seguía
sangrando mucho.
—Está vivo... más o menos.
—Coge el botiquín de la cabina, mira a ver si puedes hacer algo con la hemorragia,
y pregunta a los otros. Pero date prisa, Jack. Remer parece estar bastante mal.
Halder fue a la cabina y vio a Rachel de pie, agarrada a las redes de carga, pálida y
con cara de susto. Kleist y Doring parecían afectados por la experiencia, y se veían
varios orificios limpios en el fuselaje, pero, increíblemente, nadie más que Remer había
sido alcanzado.
—¿Ya ha pasado lo peor, o todavía tiene que empezar? preguntó Kleist, inexpresivo.
—Parece que de momento hemos salido del pozo. Búsqueme el botiquín. El copiloto
está malherido. —Mientras Kleist buscaba el botiquín, Halder se dirigió a Rachel—:
¿Estás bien?
—No..., no lo sé. Estoy tratando de recuperarme. Ha sido una de las peores
experiencias de mi vida.
—Seguimos vivos, y eso ya es mucho.
Kleist volvió con el botiquín y se lo dio a Halder. Cuando volvía hacia la carlinga,
Rachel le preguntó:
—¿Quieres que te ayude?
—Por ahora no, pero si te necesito, te llamaré.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

De pronto tuvieron una sensación mareante de caída, y el aparato empezó a perder


altura. Todos pudieron oír los motores luchar con el aumento de gas que Falconi les
daba, pero el Dakota apenas se recuperó.
—¡Todos al suelo! —Halder corrió a la carlinga y vio a Falconi con cara de gran
preocupación—. ¿Qué pasa ahora?
—Problemas de motor. Lo más probable es que se les haya metido arena y eso los
haya dañado. Estamos perdiendo combustible muy de prisa. Las ametralladoras deben
de haber roto los conductos.
Halder puso un grueso vendaje de algodón en la herida de Remer. Estaba
inconsciente, pero aun así gimió de dolor. Halder preguntó:
—¿Crees que todavía podremos llegar al lugar de aterrizaje?
—Estamos cerca, puede que a doce o catorce kilómetros, o menos, pero no hay ni
una maldita posibilidad —replicó Falconi, sombrío—. Voy a tener que intentar un
aterrizaje de emergencia.
—Pues después de todo lo otro, es lo que nos faltaba.
Halder miró al exterior, pero no pudo ver nada. Habían bajado a doscientos metros
y estaban de nuevo en la tormenta de arena. Falconi puso al máximo los motores, pero
apenas si respondieron.
—No sirve de nada —exclamó—. No responden.
En ese preciso momento, los motores se pararon. Se produjo un silencio inquietante,
roto sólo por el ruido del viento en las alas, y luego el Dakota se desplomó.
—¡Estamos sin motores! —gritó Falconi—. Átate bien, Jack ¡Y de prisa!
—¿Y los demás?
—No hay tiempo. ¡Agárrate!
Halder se lanzó a trompicones al asiento del radio y se abrochó el arnés. Tuvo una
tremenda sensación de caída, las ráfagas de arena se adelgazaron y pudo ver el
desierto que se abalanzaba hacia ellos. Se protegió con los brazos ante el impacto.
En el último momento, Falconi tiró con fuerza hacia atrás de la columna de dirección
y el Dakota se elevó un poco, pero después cayó de nuevo. Golpearon la tierra con una
fuerza tremenda. El aparato pareció rascar el suelo, con una sensación de ir arando la
arena, y después el ala izquierda pareció que golpeaba contra algo y el aparato se dio
la vuelta.

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CAPÍTULO 29

Berlín

Todavía estaba oscuro cuando Canaris llegó al hospital de Charlottenburg justo


antes de las ocho de la mañana. Al ver toda aquella carnicería y destrucción, casi se
echó a llorar. Habían dispuesto los cuerpos sobre la tierra, formando una larga fila,
mojados, con sábanas blancas para cubrirlos; parecía una exposición de fantasmas bajo
la fina lluvia. Los bomberos de Berlín aún trabajaban frenéticamente, y la mitad del
edificio estaba en ruinas humeantes, se alzaban volutas de los restos carbonizados, y
en el aire flotaba un aroma acre de humo.
Cuando su Mercedes se detuvo en la gravilla y se bajó, un médico con la bata blanca
manchada de sangre se acercó a recibirlo.
—Herr almirante, soy el doctor Schumacher.
—Encantado, doctor. Un panorama poco agradable. ¿Cuántos muertos?
—Cincuenta y siete pacientes y cuatro de la plantilla.
La mandíbula de Canaris se tensó, aunque la noticia no le sorprendía demasiado.
Otras partes de Berlín por las que acababa de cruzar eran pura ruina y desolación tras
el ataque de la noche anterior.
—Dios mío, cada vez peor. ¿Y el niño?
—Apenas está vivo, en muy mal estado. Ya estaba mal para empezar, desde luego,
pero ahora...—respondió el médico, encogiéndose de hombros, desanimado—. Como
usted me dijo que lo llamase si había alguna novedad sobre el niño...
—Por supuesto. —Canaris suspiró profundamente—. Será mejor que me lleve
dentro.
Habían montado una sala de emergencia en uno de los almacenes del sótano que
no habían sufrido daños, sin más que unos candiles para luces de emergencia. Había
una gran agitación, ordenanzas y personal médico intentaban atender a heridos y
enfermos. El doctor lo condujo hasta una cama aislada por una cortina. Había una
enfermera y otro médico con el niño.
—¿Cómo está? —preguntó Canaris.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No demasiado bien.


Canaris miró el rostro inocente del niño y sintió ganas de llorar. Tenía los ojos
cerrados y la cabeza y la pelvis envueltas en gasas ensangrentadas, su respiración era
apenas un débil soplo.
—Pauli, ¿me oyes?
El chico no reaccionó, y uno de los médicos dijo:
—Pierde usted el tiempo, tiene un shock profundo.
—¿Qué ha pasado?
—Cayó una bomba en...
—Ya sé lo de las malditas bombas —exclamó Canaris—. No han parado en toda la
semana. ¿Qué ha pasado exactamente con él?
—Una bomba atravesó el techo de una sala contigua. La explosión afectó a las
paredes. Trozos del techo le aplastaron la pelvis y le produjeron heridas graves en la
cabeza.
—¿Probabilidades? —Canaris se mordió el labio. Los médicos cruzaron sus miradas
y luego uno de ellos negó con la cabeza—. ¿Y no pueden hacer algo? —suplicó Canaris.
—Me temo que no hay esperanzas. Estoy sorprendido incluso de que haya durado
tanto.
En aquel momento, la enfermera dijo:
—Creo que se nos va, doctor.
Unos minutos después, el niño gimió, lanzó un ligero estertor, el pecho se le desinfló
y comenzó a parpadear. Los doctores acudieron, pero sin resultado. La cabeza del niño
cayó inerte a un lado, se puso rígido y la vida se le escapó.
—Se ha ido —dijo finalmente el doctor.
Canaris ya había visto la muerte muchas veces antes, pero ser testigo del
fallecimiento de alguien tan joven le desgarró el corazón. Se sentía profundamente
afectado al contemplar aquella cara de inocencia, muerta.
—Pobre niño —dijo, con lágrimas en los ojos.
Una hora más tarde, Canaris estaba en su despacho, escribiendo un informe, cuando
el ayudante introdujo a un Schelienberg de aspecto cansado. El almirante no se
levantó, pero dejó la pluma a un lado y le indicó una silla.
—Siéntese.
El tono era agrio, pero Schelienberg se sentó y Canaris le dijo:
—¿Recibió mi mensaje?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Sí. —Schelienberg consiguió aparentar una pena adecuada—. Una tremenda


calamidad. Pero ¿qué puede esperarse de Roosevelt y Churchill? Envían sus
bombarderos a destruir nuestras ciudades, a matar y mutilar a nuestros...
—Cállese, Schelienberg. No estoy de humor para oír uno de esos discursos de
Goebbels. Le prometió a Halder que haría que trasladasen a su hijo a un hospital fuera
de Berlín. Él lo pidió muy claramente, ¿por qué no lo ha hecho, entonces?
Schelienberg se untó ante el tono acusatorio de la voz de Canaris.
—Me parece que no me gusta mucho su tono.
—Pues limítese a contestar la pregunta. ¿Por qué?
—He vuelto de Roma hace tan sólo una hora. No tuve tiempo.
—Tuvo tiempo antes de marcharse.
—No.
—¡Qué demonios, Schelienberg! Si hubiera hecho lo que prometió, ese niño ahora
estaría vivo.
Schelienberg se puso de pie y apartó la silla, enfadado.
—No tengo por qué aguantarle esto.
—Siéntese. No he terminado. También le mintió á Rachel Stern.
—¿Sobre qué? —Schelienberg frunció el ceño.
—Su padre. Me he informado en Dachau. Según sus archivos, el profesor Stern
nunca fue llevado al campo tras su arresto hace cuatro años. ¿Qué pasa aquí,
Schelienberg? ¿Es que sus amigos de la Gestapo hicieron el trabajo sucio cuando lo
detuvieron? Sin duda le pegaron un tiro o le golpearon hasta la muerte en esos
calabozos suyos. ¿O es que todavía está pudriéndose allí? Me mintió usted, ¿no es
cierto?
—La mentira y el subterfugio forman parte de este juego —contestó Schelienberg,
encogiéndose de hombros con indiferencia—. Eso lo sabe tan bien como yo. Es cierto
que no le conté toda la historia, pero ¿y qué?
—Así que, ahora sale todo. Engañó a la mujer, y no cumplió la promesa que le hizo
a Halder, lo único que le pidió. Sólo le preocupaba que cuidaran bien a su hijo. Lo
quería profundamente. Es usted despreciable, Schelienberg, usted y todos y cada uno
de sus amigos sanguinarios de la Gestapo y las SS. Han llevado a este país a la ruina.
Pero ¿sabe lo que realmente me pone enfermo? Saber que tendremos que irnos todos
derechos al infierno, juntos.
Schelienberg ignoró el exabrupto.
—¿No quiere saber cómo va la misión?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Por raro que parezca, en este momento nada me puede importar menos.
Era mentira, por supuesto, pero Canaris procuraba ocultar su curiosidad. Todavía
luchaba con su conciencia por haber tenido que traicionar a Halder y a Rachel Stern,
por muy necesaria que considerase esa traición, y eso le pesaba profundamente.
—El Dakota ha desaparecido. O se estrelló, o fue obligado a aterrizar en suelo
enemigo, o fue derribado. Ese agente suyo de Abu Sammar envió un mensaje por radio
hace una hora, a través de Roma, diciendo que el avión no acudió a la cita. Y, desde
luego, no regresó a Italia.
Canaris palideció. ¿Habría sido entregado el mensaje de Silvia, quizás? Saber que
tal vez hubiera contribuido a la muerte de Halder y de la mujer le produjo un doloroso
espasmo de remordimiento. Más tarde, ya se sumiría en privado en el dolor por la
pérdida de vidas inocentes.
—Entiendo —Pareció triste y afectado—. Entonces, ¿se ha acabado? ¿Están muertos,
o prisioneros?
—Eso me temo.

El Cairo, 07.00 h

Weaver se despertó con el sonido de la llamada del muecín. Había pasado la mitad
de la noche durmiendo mal en un catre de fortuna en su despacho y cuando se levantó
tenía el cuerpo sembrado de dolores y molestias. Las contraventanas estaban cerradas,
y tenía un dolor de cabeza feroz de tanto leer los expedientes de los simpatizantes
nazis árabes.
Se frotó la cara y abrió las ventanas. Amanecía sobre El Cairo, los tejados y la antigua
ciudadela construida por los turcos destacaban sus siluetas. Justo después de la
medianoche se había topado con algo que despertó su interés. Un árabe de más o
menos la misma edad que Gabar que había trabajado de mozo en la embajada alemana
antes de la guerra. Trabajaba en un taller de radio en la ciudad vieja, que fue lo que sin
duda hizo que Weaver se detuviera a pensar, y se preguntó cómo se le habría escapado
aquel hombre la primera vez. La dirección estaba en el expediente. La apuntó en su
agenda. Comprobarla sería lo primero que hiciera por la mañana. Lo suyo sería darse
una ducha y afeitarse, pero al ir a coger la gorra para dirigirse a su villa se abrió la
puerta y apareció Helen Kane con una bandeja de café humeante y un plato de
panecillos frescos.
—He pensado que querrías desayunar.
—Llegas temprano.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Amor al trabajo —dijo con una sonrisa—. ¿Has dormido bien?


—Dando vueltas casi toda la noche, me parece.
—Lástima que no haya podido hacerte compañía.
—Teniente Kane, no se le ocurra volverme a tentar jamás con una idea como ésa —
respondió Weaver con otra sonrisa.
Cuando ella dejó la bandeja sobre el escritorio, Weaver apenas bebió unos sorbos
de café antes de coger la gorra.
—No puedo quedarme, Helen. Cuando llegue Sanson, dile que estaré de vuelta
dentro de un par de horas. Voy a buscar a uno de esos simpatizantes. Su expediente
está sobre mi mesa.
—Pero hay un informe que acaba de llegar y que tendrías que leer. Te lo traeré.
—No, cuéntamelo tú, así iré más de prisa.
—Ha habido un extraño incidente en Alejandría. Recibimos los detalles por el
teleprinter del Mando de la RAF hace sólo unos minutos.
—¿Qué clase de incidente? —dijo Weaver, con un movimiento de cabeza.
—Un avión de la patrulla costera, un Beaufighter del grupo 201 de la RAF, informó
de un Dakota americano sin identificar que volaba al noroeste de Alejandría. El piloto
fue a interceptarlo, pero según parece, la torre perdió contacto y el Beaufighter se
esfumó. Soplaba una tormenta de arena terrible y la hora y las condiciones de vuelo
eran espantosas.
—¿Y qué pasó con el Dakota?
—Al parecer, tampoco saben lo que le sucedió —dijo Helen Kane, meneando la
cabeza—. El Mando Costero de Alejandría sospecha que el Dakota podría haber sido
un intruso, y han pedido al Cuartel General de la RAF en El Cairo que ordene una
alerta para identificar o bien el avión, o bien sus restos en el caso de que hubiera sido
derribado o hubiera hecho un aterrizaje de emergencia a causa de la tormenta.
Pensaban que nos interesaría saberlo.
Weaver fue hasta el mapa de la pared. Estuvo estudiándolo unos minutos y
calibrando la información, después se volvió, bastante excitado.
—Ponte en contacto con el Cuartel General de la RAF y comprueba si han sabido
algo más del Dakota.
—¿Y si no?
—Pregúntales si saben qué rumbo llevaba cuando el Beaufighter hizo el primer
contacto, y si tienen cualquier otra información que nos puedan dar. —Lo haré ahora
mismo.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver puso a un lado su gorra con una excitación creciente. Ya iría a ver al
sospechoso árabe más tarde.
—Luego, llama a Sanson y dile que venga aquí lo más de prisa que pueda.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 30

35 km al suroeste de Alejandría
21 de noviembre, 05.30 h

Halder se despertó con un terrible dolor de cabeza, un viento furioso le echaba arena
en la cara. Los cristales de la carlinga habían estallado y aún seguía atado al asiento
del operador de radio. El avión estaba volcado sobre el lado izquierdo, y tenía un
fuerte rasponazo en la cabeza, donde se había golpeado contra uno de los paneles del
techo. Remer colgaba de su arnés en un ángulo grotesco, un hilo de sangre le caía de
la boca; tenía los ojos desorbitados. Falconi estaba postrado en su asiento, gimiendo de
dolor. Halder se protegió la cara del viento arenoso, y lo llamó:
—¿Estás herido, Vito?
—Tengo un pie enganchado. No puedo moverme.
Halder se soltó el arnés y se acercó. El pie derecho de Falconi estaba atrapado bajo
uno de los pedales del timón, que era una maraña de metal retorcido, y sangraba por
un profundo corte en la rodilla. Halder se quitó rápidamente el cinturón y lo ató con
fuerza por encima del corte para detener la sangre, después intentó liberarle el pie,
pero no pudo.
—Está demasiado duro. Necesito ayuda.
Falconi contempló el cuerpo sin vida de su copiloto y dijo:
—Sólo tenía veintidós años.
—No ha sido culpa tuya, dadas las circunstancias. Hiciste bien en bajar.
—Hasta el diablo tiene sus días malos. Me parece que el ala de babor tocó en un
banco de arena, justo después de que cayésemos al suelo.
Fuera arreciaba la tormenta y Halder se volvió, angustiado, hacia la puerta de la
cabina; en ese momento sólo pensaba en Rachel.
—Procura no moverte. Voy a ver cómo están los otros.

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Fue hacia atrás, agarrándose al fuselaje de la cabina. Estaba en mejor estado que en
la carlinga, abollado en algunos sitios pero todavía intacto. Kleist ayudaba a Doring a
levantarse y Rachel se curaba una herida que le sangraba en la cabeza. Parecía sufrir
un shock.
—¿Están todos bien? —preguntó Halder.
—Me sujeté fuerte mientras caíamos, pero aun así me fui de un lado para otro
cuando chocamos. ¿Qué pasó? —Cuando él se lo dijo, frunció el ceño—. No lo
entiendo. ¿Por qué no se incendió el avión?
—Los tubos de gasolina se habían roto y los tanques estaban vacíos. Por lo menos
es algo que puedes agradecer a la RAF. Déjame que te vea la cabeza —le dijo, y le
examinó la herida—. No tiene muy mal aspecto. ¿Cómo te sientes?
—Como si me hubieran golpeado con un martillo.
Halder le quitó el pañuelo de algodón que llevaba al cuello, se lo puso sobre la
herida e hizo que lo sujetara con la mano.
—Sujeta esto hasta que deje de sangrar. —La ayudó a levantarse y después preguntó
a Kleist y Doring—: ¿Alguno de ustedes está herido?
—Unos arañazos, pero estamos vivos —dijo Kleist, hosco—. Tenía razón en cuanto
a esos pilotos italianos: no sirven para nada.
—Las cosas podían haber ido mucho peor, así que puede dar gracias. Venga a proa
y écheme una mano. El copiloto ha muerto y Falconi está atrapado.
Volvieron a la carlinga, y con la ayuda de Kleist, Halder intentó liberar la pierna de
Falconi del pedal retorcido, pero era difícil en un espacio tan reducido, y los dos
hombres apenas podían moverse. La cara de Falconi estaba bañada en sudor y
mostraba una terrible expresión de dolor.
—No hay manera, Jack. Necesitaréis algo que haga de palanca.
—Iré a ver si puedo encontrar algo fuera, entre los restos.
—No podemos estar aquí todo el día —protestó Kleist—. En cuanto amaine la
tormenta, puede aparecer una patrulla para investigar.
—De eso ya nos preocuparemos más tarde —replicó Halder, y luego se volvió hacia
Falconi—. ¿Dónde demonios estamos, Vito?
—A unos nueve kilómetros al norte de la zona de aterrizaje.
—No podremos llegar a la cita a tiempo, de eso no hay duda. Tratar de atravesar el
desierto con este tiempo es una locura.
—Hay un pueblo árabe a unos doce kilómetros al oeste de aquí. Lo conozco de antes
de la guerra. Podríais intentar llegar a pie. Después de eso, Dios sabe. Pero será mejor
que me dejes, Jack. No haré más que retrasaros.

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—Primero te soltaremos el pie, después ya veremos —le dijo, y luego se volvió hacia
Kleist—. Espere aquí. Voy afuera.
Halder pasó a la cabina, pero Kleist lo siguió y lo agarró del brazo.
—Escuche, Halder, el piloto nos va a retrasar mucho en cuanto nos pongamos en
marcha. Parece que tiene el pie roto, y está perdiendo mucha sangre.
—¿Y qué sugiere usted?
—Que lo dejemos aquí. Él mismo se lo ha dicho. Pero mejor si lo matamos. Ya se lo
dije, no me fío de estos italianos. Probablemente ha pensado delatarnos si lo
encuentran los aliados para intentar salvar el pellejo —dijo Kleist, haciendo el gesto de
un cuchillo cortándole el cuello—. Yo lo haré. Usted dé la orden.
—Es usted un cabrón, Kleist —respondió Halder, soltándose el brazo.
—Ponemos en peligro nuestras vidas si nos quedamos aquí —insistió Kleist—. Así
que cuanto antes nos movamos, mejor. Lo más probable es que ese caza haya
comunicado nuestra incursión antes de estrellarse. Puede haber aviación enemiga
esperando para registrar la zona en cuanto mejore el tiempo. Si descubren el avión,
vendrán patrullas como moscas, antes de podamos darnos cuenta. Y recuerde que
somos agentes enemigos, y que los aliados fusilan a los agentes enemigos, ¿no lo sabía
usted?
—Sigue estando usted bajo mi mando —replicó Halder, cortante—. No quiero
volver a oír hablar más de matar a nadie. Y nadie irá a ninguna parte hasta que yo lo
diga. Ahora, espere aquí. Es una orden.
Halder cruzó la cabina, pasó junto a Rachel y Doring, abrió con dificultad la puerta
del fuselaje, se tapó la boca y la nariz con el brazo y saltó. Hacía un temporal espantoso,
y le resultaba difícil moverse, pero al menos los restos del aparato le ofrecían cierto
refugio. El aire olía a aceite y queroseno. El Dakota estaba volcado hacia un lado, y la
mitad del ala izquierda estaba completamente deshecha, sólo quedaba metal retorcido.
Encontró un trozo de cuaderna suelto e inmediatamente regresó con él a la cabina y
cerró la puerta contra el viento.
Kleist esperaba, no muy contento.
—Bueno, ¿cuál es el veredicto?
—No tenemos posibilidades de ir a ningún lado, en estas condiciones. Será mejor
esperar a que amaine la tormenta. Ahora écheme una mano y tratemos de liberar a
Falconi.
Les llevó más de media hora, y para entonces el pie del piloto estaba gravemente
herido e inflamado. No había dejado de sangrar, y cuando Halder lo ayudó a
levantarse del asiento, el italiano gritó con la agonía dibujada en su rostro inundado
de sudor

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—¡Por Dios santo, despacio, Jack!

Lo llevaron a la cabina y Halder apretó el cinturón en la pierna de Falconi y exploró


el miembro herido.
—Además de este corte profundo, me parece que tienes una fractura o una fisura,
no estoy seguro.
—Sea lo que sea, amico, duele como el demonio.
Parecía que la tormenta había amainado un poco. Kleist fue hasta la puerta, miró al
exterior, y le dijo a Halder:
—¿Cuándo vamos a movernos?
—En cuanto podamos improvisar una camilla —dijo, señalando las redes de carga
que había a lo largo de las paredes del fuselaje—. A ver qué pueden hacer con eso.
—¡Sea sensato, Halder, por Dios! Ya le he dicho que nos va a retrasar mucho.
—Tiene razón, Jack —confirmó Falconi—. Tenéis más probabilidades si no tenéis
que cargar con un inválido.
Halder ignoró sus palabras y dijo con dureza a Kleist:
—Obedezca la orden. —Luego señaló con el pulgar a Doring—: Y usted, ayúdelo.
Kleist se dio la vuelta, airado, pero Doring y él se pusieron a arrancar parte de la
red de las paredes. Rachel encontró unas vendas y unas tablillas en el botiquín e
inmovilizó el pie de Falconi.
—Grazie, signorina.
—Trate de no moverse, si no, empeorará las cosas.
—¿Es usted enfermera?
—Me temo que no.
—No importa, es usted un ángel.
—¿Es que los italianos nunca dejan de piropear?
—Supongo que lo llevamos en la sangre —dijo Falconi, tratando de sonreír—.
Aprendemos el arte de la seducción desde que nacemos.
Rachel se acercó a Halder y le preguntó qué más había que hacer.
—Vito dice que hay un pueblo a unos doce kilómetros al oeste. No sé cuánto tiempo
nos llevará llegar hasta allí con una camilla. Podría haber tenido más sentido probar
primero el punto de aterrizaje, por si nuestro contacto decidió quedarse por allí. Tal

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vez nos pudiera conseguir ayuda médica. Pero para que eso funcionase necesitaríamos
transporte, de manera que mejor dejarlo.
—¿Y si hay tropas en el pueblo?
—Es una posibilidad, pero tendremos que correr ese riesgo.
—¿Y si nos dan el alto o nos hacen preguntas?
—Les contaremos nuestras historias de tapadera.
—¿No crees que te estás pasando de optimista? Para empezar, ¿cómo explicamos el
aterrizaje forzoso en el desierto?
—Buena pregunta —dijo Halder sonriendo—; ya procuraré que se me ocurra algo.
Mientras tanto, pongamos cómodo a Vito.
Kleist y Doring llegaron con unas angarillas rústicas que casi parecían una hamaca
con aquella red.
—Es lo mejor que hemos podido hacer —dijo Kleist con brusquedad.
—Nos turnaremos para llevarlas. ¿Cómo está el tiempo?
—Mejorando.
—En la carlinga hay una brújula fija —dijo Halder a Doring—. Podría sernos útil, si
todavía funciona. Mire a ver si puede sacarla. Si no, tendremos que guiarnos por el sol.
Doring fue a proa, y Halder le indicó a Kleist que lo ayudase a sacar a Falconi por
la puerta del fuselaje. Colocaron la malla en la arena y depositaron a Falconi encima.
El viento había amainado, el sol salía y la visibilidad había mejorado mucho Halder
dio la vuelta en torno al avión. Todo a su alrededor era desierto, pero le pareció ver
algo parecido a un uadi, como a kilómetro y medio de distancia, unas cuantas datileras
recortadas contra el cielo del amanecer.
Volvió. Doring apareció con la brújula.
—¿Y bien?
—Parece que funciona, aunque es difícil estar seguro.
—Tendremos que arriesgarnos. —Explicó a los otros lo del uadi—. Si tenemos
suerte, habrá agua y podremos llenar las cantimploras y luego ir hacia el oeste.
Asegúrense todos de que tienen sus cosas y vámonos.
Halder y Kleist transportaban la camilla. No tenía soportes de madera y se
deformaba, y Falconi tenía que llevar el pie herido colgando por un lado. Les costó casi
una hora llegar al uadi. Eran sólo media docena de datileras, algunos espinos de
camello y unas pocas manchas de hierba agostada, pero había un estanque pequeño
de agua limpia que no se había secado del todo.
—Lo mejor será que llenen las cantimploras y descansen cinco minutos.

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Bebieron del estanque y llenaron las cantimploras. El calor ya empezaba a apretar.


Halder se enjugó la frente y miró el reloj: casi las siete y media. Falconi comenzó a
perder el conocimiento. No tenía muy buen aspecto.
—Está frío —dijo Rachel tras tomarle la temperatura.
—Es por la pérdida de sangre. No perdamos más tiempo. —Halder buscó el oeste
en la brújula y luego dijo a los demás—: En pie.
Apenas habían dado veinte pasos cuando Doring exclamó:
—¡Tenemos compañía, mi comandante!
Halder divisó un vehículo a media distancia, que levantaba una nube de polvo al
avanzar, y se le alborotó el corazón. Dejaron en el suelo a Falconi y contemplaron cómo
corría hacia ellos un jeep del ejército británico, con el gallardete al viento y un par de
oficiales de uniforme delante. Uno de ellos iba de pie, agarrado al parabrisas del
vehículo, empuñando una pistola.
—Una idea brillante, joder —dijo Kleist—. ¿Y ahora qué, comandante? ¿Alguna
sugerencia?
—Limítense a conservar la calma —dijo Halder, limpiándose el sudor de la cara. Se
arrodilló junto a Falconi. El italiano estaba semiconsciente. Le dio una palmadita en la
mejilla—. Vito, tenemos problemas... Un par de oficiales británicos en un jeep. ¿Puedes
oírme?
—Sí —dijo Falconi, cuyos ojos parpadeaban, sin apenas enfocar.
—Mantén los ojos cerrados y compórtate como si estuvieses inconsciente. Puedes
quejarte si quieres, pero no digas ni una palabra.
—Eso... eso no será difícil, amico. —La voz de Falconi era muy débil, estaba bañado
en sudor frío.
—Y todos los demás, dejen que hable yo.

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CAPÍTULO 31

07.35 h

El jeep se detuvo y el oficial británico que iba en el asiento del pasajero se bajó.
Vestía uniforme de capitán, cubierto de polvo, y llevaba un revólver Smith & Wesson
en la mano. Halder quiso adelantarse, pero el oficial le dijo:
—Quédese donde está y no se mueva. Manos arriba, todos.
Obedecieron, y el capitán se acercó y los observó con desconfianza.
—¿Quién diantre son ustedes? —preguntó.
—Gracias a Dios que nos ha encontrado —exclamó Halder—. Soy el profesor Paul
Mallory, y éstos son los miembros de mi equipo arqueológico. Nuestro avión se
estrelló.
—¿Qué me dice? —preguntó el capitán, indeciso. Lanzó una mirada a su
compañero—. Será mejor que los registres, Hugo. A ver si llevan armas.
—Mire usted —protestó Halder—, acabamos de vivir la peor experiencia de
nuestras vidas...
—Estése callado por ahora, haga el favor. Podrían ser agentes enemigos. Sigue
habiendo una guerra, ¿sabe?
El otro oficial era un teniente de veintipocos años y cara de novato. Mientras el
capitán los apuntaba con el revólver, se bajó del jeep y los cacheó uno por uno, incluido
Falconi, que llevaba una Colt automática; lo desarmó, cogió las carteras de todos y
repasó los documentos de identidad. La última fue Rachel, y, antes de tocarla, miró al
capitán, inseguro.
—La señorita también, Hugo. Mis disculpas, señora.
El teniente registró la ropa y las pertenencias de Rachel.
—Ninguno lleva armas, mi capitán, salvo el piloto. Y sus papeles parecen buenos,
menos el piloto, que no lleva ninguno.
—Tráemelos aquí.
—¿Podemos bajar las manos, por lo menos? —preguntó Halder.

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—Pueden, pero quédense bien quietos.


El teniente le tendió los papeles y el capitán los examinó.
—Así que son ustedes un americano, dos sudafricanos, y la señorita, que es judía
alemana.
—Correcto —respondió Halder.
—Menuda mezcolanza. —El capitán miró a Falconi, que parecía inconsciente, y
estudió su uniforme norteamericano—. ¿Y qué hay del piloto? No tiene papeles.
—Deben de estar en el lugar del accidente. Está gravemente herido. Llevábamos un
botiquín a bordo y hemos hecho lo que hemos podido, pero ha perdido el
conocimiento. —La voz de Halder sonaba impaciente—. Y ahora, si no le importa, le
agradeceríamos que nos ayudase a encontrarle un médico.
—¿Algún herido más en el accidente?
—El copiloto murió. Si pudiera usted...
—Eche el freno, profesor, todavía no he terminado. —El capitán continuaba
apuntándoles con el revólver—. ¿Adónde volaban ustedes?
—A El Cairo, y de allí a Luxor.
—¿Ha dicho que forman parte de un equipo arqueológico?
—Exactamente.
—¿Y qué hacen?
—Trabajamos en una excavación en el Valle de los Reyes.
—¿Y qué diablos están haciendo ustedes en un avión al suroeste de Alejandría? —
preguntó el capitán, frunciendo el ceño.
Halder fingió impacientarse ante el interrogatorio del capitán.
—Si quiere usted saberlo, volvíamos de Sicilia. Tuvimos mal tiempo y hubo
problemas con los motores. El piloto hizo un aterrizaje de emergencia en medio de una
tormenta de arena.
—¿Y qué hacían ustedes exactamente en Sicilia?
—Nos pidieron que examinásemos unos hallazgos arqueológicos encontrados por
el ejército norteamericano. Los alemanes robaron gran cantidad de objetos en el norte
de África, y se llevaron algunos al retirarse. Por cierto, que era un depósito muy
valioso. Romano, del siglo II después de Cristo.
El oficial pensó unos instantes y luego frunció el entrecejo, indeciso.
—Bien, sus papeles parecen en orden. Pero tendré que comprobar su versión con
las autoridades competentes en la base.

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—¿Y dónde está eso?


—En El Amiriya, a menos de treinta kilómetros. ¿Cuándo se estrellaron?
—Hace una hora, más o menos.
—Para decirles la verdad, vi el avión estrellado con los prismáticos antes de
descubrirles a ustedes. Entonces decidí variar un poco el rumbo y echar una ojeada. —
El capitán miró a Falconi—. Ese muchacho parece estar mal. ¿Consiguió enviar una
llamada de socorro?
—No le dio tiempo. Tendré que ponerme en contacto con El Cairo y explicarles lo
que ha sucedido.
—Podemos hacerlo en Amiriya, y allí hay un médico que podrá atender a su piloto.
—El capitán se quitó la gorra y se secó la frente. Se guardó el revólver, obviamente
atenuadas sus sospechas, pero no les devolvió sus papeles—. Será mejor que me quede
con esto hasta que hayamos aclarado las cosas. Es muy probable que me esté diciendo
la verdad, pero ya le he dicho que estamos en guerra, muchacho. Estoy seguro de que
lo comprende. —Llamó al teniente—: Vamos a embarcar a esta gente, Hugo.
—A la orden, mi capitán.
El teniente ayudó a Kleist y a Doring a llevar a Falconi al jeep. Seguía inconsciente,
y se quejaba mientras lo cargaban. Halder temió por un momento que realmente
estuviera inconsciente y pudiera decir algo en italiano. El capitán sacó una cajetilla y
le ofreció un cigarrillo:
—¿Fuma, profesor?
—Sí, gracias.
—¿Y usted, señorita? —Rachel declinó la oferta y el capitán, una vez encendidos los
cigarrillos, le dijo—: Qué espantoso, ese accidente, sobre todo por el copiloto.
—Sí, desde luego.
—Yo también estudié a los clásicos, en Cambridge. Siempre he tenido mucho interés
por la arqueología. ¿Y qué están excavando ustedes en Luxor?
—Una tumba del período del Imperio Nuevo.
—¿Y han estado trabajando durante toda la guerra?
—Más o menos. Con un ligero bache cuando Rommel amenazaba El Cairo —dijo
Rachel, sonriendo débilmente—. No hay descanso para los arqueólogos, me temo.
—Parece que no.
—Hemos tenido suerte de que aparecieran ustedes —interrumpió Halder—.
¿Estaban patrullando?

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—¡Cielo santo, no! Íbamos de regreso a la base después de una partida de póquer
con unos amigos del ejército en Hamman, pero nos perdimos cuando se levantó esa
puñetera tormenta de arena. Tuvimos que esperar sentados al abrigo de unas rocas
como a ocho kilómetros de aquí, al oeste. Pero ahora ya estamos perfectamente,
sabemos el camino de regreso. Bien, montemos y echemos una rápida ojeada a ese
avión suyo.
—Capitán, el piloto está muy malherido...
—Lo sé perfectamente, pero ya que estamos aquí será mejor que compruebe sus
palabras... Nos ahorrará tiempo y problemas después. Además, nos coge de camino, y
seremos rápidos como el viento. Iremos un poco apretados en el jeep, pero nos las
arreglaremos para meterlos a todos.
Antes de que Halder pudiera protestar, el capitán tiró el cigarrillo y echó a andar
hacia el vehículo. Halder se demoró un poco, se volvió hacia Rachel, y le sonrió
ligeramente.
—Lo has hecho bien. La voz te sonaba un poco nerviosa al principio, pero aparte de
eso, estuviste a la altura de Marlene Dietrich y todas ésas.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —le respondió en voz baja—. ¿Y ahora qué va a
pasar?
—Sabe Dios, pero tendremos que pensar en algo. En cuanto nuestros dos amigos
vean los agujeros de las balas en el Dakota se acabó la historia.
El capitán ya había subido a la parte trasera del jeep, y Doring junto a él con Falconi,
Kleist delante con el conductor, y no parecía haber mucho más sitio para todos en el
vehículo atestado. El capitán los llamó:
—¿Está listo, profesor? ¿Señorita?
Halder tiró su cigarrillo, tomó a Rachel del brazo, echó a andar y la ayudó a subirse
en la parte de atrás del jeep, ya lleno. Él se subió a su lado, el motor arrancó, e iniciaron
el camino.

El Cairo, 07.40 h

—¿Seguro que era un Dakota?


—Eso me dijo el Mando Costero de Alejandría cuando hablé con ellos por teléfono
—respondió Weaver a Sanson, asintiendo con la cabeza—. El piloto del Beaufighter
confirmó el avistamiento unos diez minutos antes de perder contacto por radio, justo
pasadas las cuatro y media de la mañana. Pidió a la torre de Alejandría que le
comunicase si había algún tráfico previsto en la zona, pero la respuesta fue negativa.
Le dijeron que llevase al intruso a la base, pero no apareció ninguno de los dos aviones

253
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y cuando la torre intentó comunicar a las cuatro treinta, la radio del Beaufighter no
respondió. Al principio, la torre no se alarmó más de la cuenta, porque la tormenta
estaba impidiendo las comunicaciones, pero después comenzaron a sospechar.
Sanson miró el mapa de la pared. Al parecer, su humor no había mejorado desde
que habían hablado en el restaurante, y se notaba frialdad evidente en su tono.
—¿Alguna cosa más, Weaver?
—No se ha vuelto a ver posteriormente a ninguno de los dos aparatos en nuestro
espacio aéreo. El mando aéreo nos indicó que los Dakota no suelen estar armados, y
que el Beaufighter tendría que haberlo podido llevar con él sin problemas. Dicen que
es posible que ambos se vieran obligados por la tormenta a tomar tierra en algún
punto, o que colisionaran en el aire.
—¿Están buscando restos de los aparatos?
—Han enviado un par de aviones de reconocimiento para buscar por la zona costera
y el desierto inmediato al sur. Y piden a todo el tráfico que vuela por el sector que
mantengan los ojos bien abiertos.
—Esas tormentas de arena llegan a ser muy duras —dijo Sanson tras reflexionar un
momento—. Causan verdaderos estragos en los aviones. Hay muchas probabilidades
de que los dos tuvieran complicaciones y se estrellasen.
—Pero eso sigue sin explicarnos qué estaba haciendo el Dakota en un sitio donde
no tenía que haber estado a esas horas de la madrugada —dijo Weaver, uniéndose a
Sanson junto al mapa—. He comprobado en el Cuartel General de la RAF que no se ha
notificado la falta de ningún aparato, ni británico ni americano, durante las últimas
ocho horas, ni en Egipto, ni en Sicilia ni en la península italiana.
—¿Y entre el tráfico hacia el este procedente de Túnez o Argelia? ¿O la posibilidad
de que algún piloto se hubiera salido de su ruta?
—Ni Alejandría ni El Cairo tenían ningún tráfico previsto —dijo Weaver, negando
con la cabeza—, salvo las patrullas, durante la noche pasada ni la madrugada, ni
americano ni británico, básicamente por culpa del mal tiempo. —Señaló en el mapa las
zonas de desierto al sur y al oeste de Alejandría y añadió—: Se me ha ocurrido que hay
un montón de campos de aviación abandonados y perdidos por la zona cercana a la
costa norte y que probablemente resultarían ideales para realizar un aterrizaje a
escondidas. Y me pareció un tanto sospechoso que el Dakota apareciera y se esfumara
de ese modo, así es que pensé que podríamos ir a verlo.
—Contacte de nuevo con Alejandría —replicó Sanson—. Dígales que comprueben
otra vez los informes de tráfico de la noche y la madrugada pasadas, sólo por estar
seguros de que no se ha perdido ninguno de nuestros aparatos, excepto el Beaufighter.
Mire a ver si tienen alguna información que no tengamos ya, y dígales que nos

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mantengan al corriente de cualquier dato que aparezca. Y si descubren algún aparato


accidentado, dígales que queremos verlo. Póngase manos a la obra, Weaver.

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CAPÍTULO 32

07.50 h

Sentado en la parte de atrás del jeep, Halder intentó evaluar la situación. En cuanto
los oficiales vieran los balazos en el aparato estrellado, todo habría terminado. Al
fondo, adelante, ya veía acercarse el lugar del accidente. Echó una mirada a Doring. El
SS hizo un gesto rápido con la mano sobre la garganta y señaló con los ojos al capitán,
insinuando lo evidente. Halder no tuvo ocasión de apuntar respuesta, porque en ese
momento Falconi gimió y tembló de dolor.
Puso la mano sobre la frente del italiano. Tenía fiebre, y comprendió que Falconi no
fingía. Vio manchas húmedas de sangre en las vendas; había vuelto a sangrar.
—Capitán, tenemos que llevar a este hombre al médico urgentemente. Dios sabe
qué heridas internas puede tener.
El capitán se inclinó y abrió uno de los párpados de Falconi y después le tomó el
pulso.
—El pulso parece un poco lento. Probablemente sea un shock tardío.
—Si se muere, me ocuparé de que le hagan a usted responsable de ello.
—Tranquilo, profesor. Yo tengo que hacer mi trabajo.
—Y la vida de este hombre está en peligro.
—Hay un pueblo a una media hora de aquí —dijo el capitán, mordiéndose el labio,
indeciso—. Está más cerca que nuestra base y creo que allí hay un médico.
—Entonces sugiero que nos lleven allí lo más rápido posible.
—Por supuesto. Tan pronto como haya examinado los restos del avión.
Halder iba a protestar de nuevo, pero el capitán se puso una mano haciendo visera
sobre los ojos para escrutar el Dakota destrozado.
—¡Dios santo! Menuda suerte han tenido al sobrevivir.
El teniente se paró a poca distancia del avión, y el capitán saltó a tierra.
—Sólo será un momento. Deja el motor en marcha, Hugo.
—Sí, mi capitán.

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Halder notó la tensión al ver al capitán avanzar hacia el Dakota. Los agujeros de las
balas no saltaban inmediatamente a la vista con aquella maraña de chatarra, pero en
cuanto hubo dado unos pocos pasos se volvió, pálido.
—A este avión le han disparado...
Se llevó la mano a la pistolera, pero en el jeep Kleist cogió el revólver del teniente
mientras Halder lo agarraba por el cuello y Kleist le apuntaba a la cabeza.
—Yo no lo haría, capitán —dijo Halder—. Ahora tire esa arma hacia aquí, tan de
prisa como pueda.

09.20 h

El Avro Lancaster era un bombardero británico muy sólido, uno de los aparatos
aliados más eficaces de la guerra.
En el que volaban Weaver y Sanson aquella mañana era de carga, y tenía la misión
de transportar una partida urgente de munición de artillería a Italia, con una breve
escala en Alejandría. No cabía la menor duda de que aquel aparato había vivido
mejores tiempos. Parte del revestimiento de la cabina estaba calado por la metralla y
sin reparar, en el interior hacía mucho frío y los cuatro motores Merlin de pistones
hacían tanto ruido como un millón de avispas furiosas que se hubieran vuelto locas.
Weaver trataba de ignorar el ruido y la incomodidad, sentado junto a Sanson sobre
un par de cajas de municiones cerca de la carlinga. Estaban a unos treinta kilómetros
al sur de Alejandría y a mil quinientos metros de altura y podían ver los edificios bajos
de adobe, formando racimos blancos, donde empezaban los suburbios. Una fuerte
ráfaga de viento abofeteó con violencia el Lancaster, después se calmó.
—¿No podía haber encontrado un avión con una carga menos peligrosa? —
preguntó Sanson.
—Era el único vuelo disponible esta mañana para Alejandría, hemos tenido suerte
de que nos trajeran.
—Entonces esperemos que haya merecido la pena, Weaver.
Habían cogido la cola de la tormenta al ascender en la salida de El Cairo, y seguía
habiendo fuertes turbulencias. Sanson iba allí sentado, con cara de palo, pero Weaver
sentía ganas de vomitar.
Media hora después de haber hablado con el Cuartel General de la RAF en
Alejandría volvieron a llamarlo. Una comprobación adicional no había descubierto
que ningún vuelo se perdiera ni en el Mediterráneo ni en el norte de Egipto, ni tampoco

257
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había habido ningún vuelo programado a aquella hora de la madrugada, excepto el


Beaufighter perdido y tres Tomahawks de la patrulla costera que habían regresado a
su base sanos y salvos. Sí había aparecido otra cosa. Un Lysander, que volaba a baja
altitud en route de Mersa Matruh a Alejandría, había informado de los restos de dos
aviones en el desierto, aproximadamente treinta kilómetros al suroeste de la ciudad, y
uno de ellos todavía humeante.
—Diez minutos para aterrizar —les gritó el piloto mirando hacia atrás, y volvió a
mirar a Weaver, que seguía completamente pálido—. ¿Le pasa algo, mi teniente
coronel? ¿No le gusta volar?
—Me encanta —replicó Weaver, mientras el avión daba saltos metido en otra zona
de turbulencias—. Especialmente en un avión que parece un colador y va cargado de
explosivos hasta arriba. Pero, por supuesto, no se puede viajar de otra manera.
El piloto se echó a reír y volvió la vista al frente para preparar la aproximación.

07.55 h

Halder hizo gestos con el revólver para ordenar a los dos oficiales que entraran en
el Dakota.
—Quítense los uniformes, los dos —se volvió hacia Kleist y Doring—. Cuando lo
hayan hecho, átenlos bien al fuselaje. Usen las redes de carga.
Los oficiales se desvistieron como se les mandaba. El capitán estaba atónito, y
temeroso.
—¿Son alemanes, no es cierto? —dijo a Halder—. ¿Le importaría explicarme qué
están haciendo?
—Las preguntas no le llevarán a ninguna parte, capitán. Cállese, por favor.
Cuando Kleist y Doring terminaron de atarlos, los sujetaron firmemente al fuselaje.
—¿Qué quiere que hagamos con los uniformes? —preguntó Kleist.
—Yo cogeré el del capitán —dijo Halder, después de mirarlos para calcular el
tamaño; luego lanzó el uniforme a Doring y los papeles del teniente—. Póngase éste, a
ver si le sirve.
Doring se probó la ropa; le quedaba razonablemente bien. El SS sonrió al joven
teniente que tenía a sus pies, vestido sólo con la ropa interior, y le dio unos golpecitos
en las costillas con la punta de la bota.
—¿Qué, pasaría por un Englander?

258
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El teniente estaba tenso, y el miedo se reflejaba en su cara.


—Déjelo —le advirtió Halder a Doring.
—Tranquilo, Hugo. No nos harán daño —declaró el capitán, mirando a Halder,
como para lograr su confirmación—. Según las normas de la Convención de Ginebra...
—Conozco muy bien las normas, y no tienen ustedes nada que temer. Sin embargo,
me temo que tendré que dejarlos aquí.
—Pero habremos muerto de sed cuando nos encuentren.
—Les daré a cada uno una ración de agua antes de marcharnos. Lo lamento, pero
no podemos hacer nada más. No me cabe la menor duda de que sus patrullas
encontrarán el aparato.
Halder indicó a Doring y Kleist que se reunieran con él fuera. Cuando salieron, le
hizo un gesto con el pulgar a Doring.
—Mire si hay algún mapa en el jeep. Kleist, déles un poco de agua a nuestros
amigos, y un par de cantimploras por si acaso consiguen soltarse. Y dese prisa, que
tenemos que movernos.
—¿Está usted loco? ¿Va a dejarlos vivos? —dijo Kleist con asombro.
—¿Y qué sugiere usted?
—Que les peguemos un tiro.
—Ni lo sueñe, Kleist. Son inocentes.
—Son enemigos, y comete usted un grave error. Pueden dar nuestra descripción a
sus camaradas. Si los dejamos vivos, estamos firmando nuestra sentencia de muerte.
Si los matamos, el enemigo no sabrá nada.
—No pienso asesinar a nadie a sangre fría. Ya tenemos bastantes problemas. Haga
lo que se le ordena: déles el agua y vuelva aquí a paso ligero.
Kleist iba a protestar, pero luego pareció que lo pensaba mejor. Salió corriendo hacia
el avión, recogiendo las cantimploras de agua al pasar, al mismo tiempo que Doring
regresaba.
—Ni rastro de ningún mapa, mi comandante.
—Demonios. —Halder se volvió a Rachel—: ¿Un buen desastre, verdad? De todos
modos, mirémoslo por el lado bueno, por lo menos tenemos un medio de transporte.
—Se quitó la camisa y los pantalones, se puso los del capitán, se abrochó el cinturón
del uniforme, metió el revólver en la cartuchera y se probó las botas—. Me aprietan un
poco, pero tendrán que servir, de momento.
—Puede que tengas un cierto parecido con el capitán, pero si revisan a fondo esos
papeles, nunca pasarías la inspección.

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—Soy consciente de eso, pero deja que me preocupe cuando suceda.


—¿Y ahora qué? —preguntó Rachel, preocupada.
Halder se puso la gorra del capitán, se la colocó buscando un ángulo estudiado, se
llevó la mano a la visera, fingiendo un saludo, e imitó el acento inglés:
—Eso sólo lo sabe Dios, querida, pero lo haremos todo lo mejor que podamos.
—Estás loco. Nunca saldremos vivos de ésta.
—Oh, eso no lo sabemos. Hay que vivir manteniendo siempre la esperanza.
De pronto, Falconi lanzó un gemido grave, y Doring dijo:
—Será mejor que lo vea usted, mi comandante.
Halder se arrodilló junto al italiano. Falconi tenía la piel lívida y las manchas de
sangre empezaban a extenderse por todo el vendaje. Aflojó el torniquete del cinturón
y luego volvió a apretarlo.
—Está muy mal. Dentro de una hora el calor será insoportable y se pondrá peor. Si
no recibe atención médica adecuada, morirá desangrado. Probablemente todavía
merezca la pena intentar llegar a la pista de aterrizaje, por si nuestro contacto sigue
por allí. Si es así, puede que conozca a algún médico de confianza que nos ayude. —
Se volvió hacia Doring—: Dígale a Kleist que nos vamos.
De repente, sonaron dos disparos dentro del Dakota. Halder palideció, y se volvió
hacia el avión, sabiendo instintivamente lo que había sucedido.
—¡Kleist! ¡Es usted un animal sanguinario!

Cuando llegó a la puerta del avión, Kleist salía con el revólver en la mano, y un
hilillo de humo se alzaba del cañón. Halder miró adentro y vio los cuerpos retorcidos
de los dos jóvenes oficiales, ambos con un tiro en la cabeza. Cogió a Kleist de las
solapas, enfurecido.
—¡Cabrón sanguinario... los ha matado a sangre fría!
—Si usted no podía, yo sí —dijo Kleist sin arrepentimiento—. Estamos en guerra,
comandante.
Halder le dio un puñetazo en la cara. Kleist cayó de espaldas contra el fuselaje, y su
revólver, a la arena. Se enderezó tambaleándose, con la nariz sangrando y odio en la
mirada.
—Dese por muerto, Halder. ¡Por jodidamente muerto!
Kleist se le abalanzó con los brazos abiertos como un oso enfurecido, golpeó a
Halder con todo su peso y lo derribó. Se le puso encima y lo golpeó ferozmente,

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machacando su cara con los puños. Halder se defendió y consiguió escabullirse, pero
cuando trató de sacar la pistola, Kleist volvió a echársele encima.
Pero esta vez, estaba preparado. Levantó el pie y golpeó a Kleist debajo de la rodilla.
Kleist bramó de dolor y se fue hacia atrás, agarrándose la pierna. Halder se puso de
pie y empezó a golpear a Kleist con los puños rápidamente. El SS, aturdido, giró sobre
sí mismo y los brazos de Halder se cerraron en torno a su garganta, pero Kleist levantó
una mano y agarró a Halder por el pelo, casi arrancándole el cuero cabelludo. Halder
apretó su presa.
—Basta, Kleist, o le romperé el cuello.
—¡Doring... la pistola! —consiguió gritar Kleist, roncamente.
Doring titubeó, sin saber qué hacer, después corrió a recoger el revólver de Kleist
de la arena, pero Rachel le puso la zancadilla, cayó hacia adelante y ella alcanzó el
arma. Cuando Doring se ponía de pie, le apuntó con la pistola a la cara.
—¡Zorra! —exclamó Doring, avanzando hacia ella.
—Un paso más y lo mato.
Doring se detuvo al instante. La mirada que había en los ojos de Rachel indicaba
que hablaba en serio. Continuó apuntándole con la pistola y le dijo a Kleist:
—Si no quiere que su camarada muera, haga lo que le dice Halder.
Kleist lanzó una mirada que indicaba que sabía cuándo estaba vencido, e hizo lo
que le ordenaban. Halder lo apartó de un empujón y sacó su revólver, mientras Doring
decía, mansamente:
—Mi comandante, yo...
—Es usted un estúpido. Podría matarlo por insubordinación.
—Ha sido un grave error, mi comandante. Yo... no creía... —tartamudeó Doring.
—Cállese y póngase al lado de Kleist. —Cuando le hubo obedecido, Halder levantó
su pistola, apuntándolos—. Debería liquidar este asunto aquí mismo. Usted, Kleist, es
peor que despreciable. Se merece un tiro.
—Tenga sentido común, Halder. —El gigantón Kleist se limpió la sangre de la
nariz—. No teníamos elección —dijo, señalando el Dakota con la cabeza—. Si los
encontraban vivos, nos habrían cogido antes de que pudiéramos darnos cuenta. De
este modo, cuando menos, tenemos una oportunidad.
El razonamiento de Kleist era lógico, y Halder lo sabía, pero el salvajismo de aquel
hombre le daba verdadero asco.
—Salvo que ahora somos responsables del asesinato de dos oficiales británicos. Un
hecho que estoy convencido de que hará que sus compañeros estén mucho más
decididos a cazarnos. Nos ha puesto usted en una situación todavía peor.

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Kleist no supo qué responder a eso, y siguió allí de pie, hosco.


—Olvida usted también que tenemos una misión que cumplir —le recordó
Halder—. Esto sigue siendo una operación militar y yo sigo estando al mando. Hasta
que nos maten o nos capturen. ¿Está claro?
—Sí, comandante.
—Y ahora, suban los dos al jeep. Delante, donde pueda vigilarlos.
Los hombres de las SS subieron al coche y Halder se acercó a Rachel y le cogió el
revólver de la mano.
—Por la expresión que vi en tu cara creo que estabas bien dispuesta a utilizarlo —
le dijo—. Cómo cambia la guerra a la gente. ¿Crees que realmente podrías haber
apretado el gatillo?
—No lo sé —le respondió, sonriendo muy ligeramente—. Pero, al menos, la
amenaza parece que asustó terriblemente a Doring. ¿Estás bien?
—He estado peor —dijo Halder frotándose la mandíbula—. Pero, desde luego,
Kleist no ha mejorado nuestra situación —añadió, volviendo la vista a los restos del
avión con rabia en la voz—. Siento mucho que hayamos llegado a esta situación. Esos
hombres no merecían morir. —Se volvió hacia Rachel—: puedes estar segura de que
no tardarán mucho en aparecer patrullas enemigas a buscarnos. Con suerte, y si la
brújula funciona, podemos llegar al aeródromo en veinte minutos. Lo único que
podemos hacer es rezar para que nuestro contacto siga por allí. Pero después, me temo
que todo queda en manos de los dioses.

09.35 h

Cuando aterrizaron, en el campo los estaba esperando un jeep de la policía militar


con capota de lona y un teniente inglés y su chófer, sentados delante. Cuando Weaver
y Sanson se bajaron del Avro Lancaster, el oficial se les acercó.
—¿Teniente coronel Sanson? Soy el teniente Lucas, de seguridad del aeropuerto. —
Hizo el saludo militar—. El capitán Myers del Cuartel General de Alejandría me ha
ordenado que enlace con ustedes. Les manda sus disculpas por no haber podido
recibirlos personalmente, pero tiene una reunión de estado mayor.
—Éste es el teniente coronel Weaver, inteligencia militar de Estados Unidos —
respondió Sanson, devolviendo el saludo—. Vendrá con nosotros.

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—Encantado de conocerlo, mi teniente coronel. —El teniente volvió a dirigirse a


Sanson—. El capitán Myers dice que están ustedes interesados en ese Dakota
desaparecido, que podría ser un intruso alemán.
—¿Han hecho algún progreso?
—Hemos tenido una llamada hace sólo diez minutos. Uno de nuestros aviones de
reconocimiento avistó los restos de un Dakota con bandera americana en el desierto,
como a cuarenta kilómetros al suroeste de aquí. El piloto también cree haber
encontrado el Beaufighter, unos ocho kilómetros más al norte
—Bien. ¿Alguna señal de supervivientes?
—No, al menos por lo que se refiere al Beaufighter —dijo el teniente, negando con
la cabeza—. Está totalmente destrozado se metió directo en una loma de arena. Y,
según parece, el Dakota tiene un ala arrancada. Pero el observador dice que el fuselaje
parece intacto, de modo que es posible que los pasajeros se salvaran.
—¿Han enviado a alguien a investigar? —preguntó Weaver.
El teniente señaló una radio de campaña con antena flexible en el asiento trasero del
jeep.
—Tengo una patrulla de camino, salió hace cinco minutos, y se mantendrán en
contacto. En ese sector hay muy poco personal militar de tierra, pero he lanzado un
boletín para que estén alerta por si hay supervivientes.
—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar al lugar de los accidentes?
—Si pisamos a fondo, menos de una hora.

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CAPÍTULO 33

Abu Sammar
21 de noviembre, 08.55 h

Achmed Farnad estaba en el patio que había detrás del hotel, limpiando el
parabrisas de su camioneta Fiat con una gamuza andrajosa. El parabrisas estaba
cubierto de polvo y de insectos después del viaje hasta el aeródromo de aquella
mañana, y realmente no sabía muy bien qué pensar de todo aquel asunto tan confuso.
Había estado más de dos horas esperando, pero los alemanes no habían comparecido.
La tormenta de arena era tremenda, y supuso que o bien se habían visto obligados a
abandonar la misión, o bien los habían derribado en route, o quizá incluso se hubieran
estrellado.
Si era eso, esperó por su propio bien que no hubiera supervivientes. Siempre existía
el riesgo de verse comprometido de algún modo si los capturaban y los interrogaban,
y la incertidumbre de lo que había sucedido hacía que se sintiera inquieto. Terminó de
limpiar el parabrisas del Fiat, aclaró la gamuza y vació el cubo de agua sucia, luego
cruzó hasta el granero, apartando las gallinas de su camino.
Entró en un chiquero de cabras vacío y apartó una parte de la gruesa capa de forraje
de hoja de caña que cubría el suelo. Debajo había una trampilla de madera y la levantó,
dejando al descubierto un escondrijo limpio.
Lo cubría un paño de arpillera sucia, y al quitarlo apareció debajo un transmisor de
radio con una pistola Luger al lado. Dos horas antes había hecho su transmisión en
clave para preguntar por qué no había llegado el avión; habían recibido su señal, pero
no había posibilidad alguna de obtener respuesta hasta las once de la noche, cuando
mantuviera abierta la frecuencia. Por lo menos, entonces podría tener una explicación,
pero de momento quería asegurarse de que la batería de la radio estaba bien cargada.
Cuando se disponía a sacarla, su mujer entró de improviso en el cobertizo, pálida y
agarrando nerviosamente su delantal.
—Achmed, hay soldados ahí fuera... Están entrando en el hotel. ¡Creo que han
arrestado a Mafuz!

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Achmed se quedó boquiabierto. Volvió a esconder la radio, cerró la trampilla y la


cubrió, esparciendo el forraje con las manos.
—Quédate aquí, mujer —le dijo, preocupado—. Haz que estás ocupada dándoles
de comer a las gallinas. Y procura mantener la calma.

Halder esperaba con Rachel en lo que quería parecer la recepción —un mostrador
de madera con media docena de llaves colgadas de un tablero resquebrajado que había
en la pared—, mientras Kleist y Doring esperaban fuera, sentados en el jeep y cuidando
de Falconi. Alrededor de ellos se había congregado un grupo de niños andrajosos, que
habían corrido tras el vehículo en cuanto apareció en el pueblo, y tanto Kleist como
Doring parecían incómodos.
—Es como si hubiera llegado el circo —dijo Halder—. Todo el maldito pueblo sabe
que estamos aquí. De todos modos, no hay manera de evitarlo.
Abu Sammar era sólo un grupito de construcciones de adobe y madera en medio
de ninguna parte, con un entramado de calles sin asfaltar y callejones estrechos. Cabras
huesudas y gallinas flacas vagabundeaban entre los montones de desperdicios medio
podridos, y la población entera, hombres, mujeres y niños, parecía estar
observándolos, empujados por la curiosidad, cuando se detuvieron a la entrada del
Seti. El hotel no era gran cosa, un edificio de tres pisos con un patio cerrado a un lado
y el interior mugriento, con retales de alfombréis deshilachadas y paredes encaladas y
descascarilladas. Era el único hotel en un pueblo que no parecía necesitar ninguno.
—No es precisamente el Ritz —dijo Halder a Rachel. Una vieja escalera de mármol
con barandillas de metal rotas conducía al piso de arriba, y el edificio olía a moho y
abandono. Sobre el mostrador había una campanilla, y Halder volvió a hacerla sonar,
esta vez mucho más fuerte, y el ruido resonó por las paredes. Luego, miró de nuevo a
Mafuz—. ¿Estás seguro de que tu padre está aquí?
Habían encontrado al muchacho en el campo de aviación, cuidando algunas cabras
en una de las casamatas y a Halder no le llevó mucho tiempo descubrir lo que había
sucedido.
—Lo buscaré, señor.
—Buen muchacho —dijo Halder, dándole una palmadita al niño en la cabeza, pero
cuando ya iba a salir apareció un hombre delgado, vestido con chilaba y fez. Su cara
sin afeitar parecía encerada, de puro miedo, y en el momento en que vio el uniforme
británico de Halder, su angustia pareció aumentar.
—¿Qué... qué puedo hacer por usted, señor?
—Busco al propietario, Achmed Farnad —dijo Halder en correcto árabe.

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—Yo... yo soy Achmed.


—Un conocido nuestro de Berlín nos ha reservado habitación, pero no hemos
podido evitar el retraso.
Achmed oyó claramente las palabras, pero su ansiedad no le permitió entenderlas.
Lanzó una mirada al jeep antes de replicar:
—¿Perdón?
—¿No comprende usted quiénes somos, hombre? —le dijo Halder, impaciente—.
¡Nos hemos encontrado con su hijo en el aeródromo!
Achmed tardó unos instantes en comprender sus palabras. Después suspiró,
aliviado, y se enjugó el sudor de la frente. Había dejado a Mafuz en el campo de
aviación por si acaso algún milagro hacía aparecer a los alemanes.
—Cuando..., cuando mi mujer dijo que había soldados, creí que venían a detenerme.
—Ya le explicaré lo de los uniformes más tarde. Ahora necesitamos urgentemente
que nos ayude.
Un grupo de niños apareció en la puerta. Reían, mirando a los visitantes de
Achmed, y éste les hizo un gesto para que se marchasen.
—¡Largo! —Se volvió hacia Mafuz—: Trae un poco de comida y refrescos para
nuestros visitantes.
—Olvídese de eso —dijo Halder—. Estamos en peligro.
—¿Peligro? —Achmed palideció de nuevo y condujo a Halder y a Rachel a una sala
en la parte de atrás del hotel—. Vengan por aquí. Podremos hablar en privado.
El anexo, austero y pintado de azul, parecía querer ser un comedor, con varias
mesas bajas y almohadones por el suelo. Achmed los hizo entrar y se pasó un pañuelo
sucio por la frente, intentando todavía recomponerse.
—¿Qué clase de peligro? Estuve más de dos horas esperando. ¿Qué pasó?
—Nuestro avión se estrelló, a ocho kilómetros de aquí.
El árabe frunció el ceño y volvió a mirar el uniforme de Halder, como pidiendo una
explicación con la mirada.
—¿Dónde consiguieron la ropa y el jeep?
—Otro desgraciado problema con el que nos encontramos. Un par de oficiales
británicos llegaron hasta el aparato accidentado.
—¿Oficiales británicos? —Achmed miró hacia atrás—. ¿Y dónde están?
—Muertos.

266
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—Eso es terrible —dijo Achmed, más alarmado, llevándose una mano a la cara—.
Eso no mejorará las cosas.
—Nuestro piloto está muy malherido. No teníamos otra opción que venir aquí.
—Y a plena luz del día. Eso dará mucho que hablar a todo el pueblo.
—Es inevitable. Y ahora, si no le importa, necesitamos un médico. ¿Hay alguno en
el pueblo?
—El más próximo está a más de veinte kilómetros. Y no es un hombre en el que
podamos confiar, es amigo de los ingleses.
—Entonces, tendremos que hacer lo que podamos. Necesito agua caliente y toallas
limpias.
—Le diré a mi esposa que las traiga —dijo Achmed, asintiendo con la cabeza.
—Y mejor que nos busque una habitación. Necesitamos un sitio discreto para
atender a nuestro camarada. ¿Hay otros huéspedes?
Achmed negó con la cabeza.
—Aparte de mi esposa y mi hijo, el hotel está vacío.
—Di a los otros que lleven el jeep al patio trasero y traigan a Vito, tan de prisa como
puedan —le dijo a Rachel
—Esto es un desastre —se lamentó Achmed, retorciéndose las manos cuando salió
Rachel—, el ejército mandará patrullas de búsqueda. Y antes de que nos demos cuenta,
ya estarán registrando el pueblo. No pueden quedarse aquí mucho tiempo.
—Eso lo sé perfectamente. Pero de momento, haga lo que le digo.
Achmed cogió de mala gana una llave de la pared.
—Mi mujer estará en peligro, y mi familia...
—Las vidas de todos nosotros están en peligro. Ahora, por favor, a ver esa
habitación, el agua caliente y las toallas. De prisa.

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CAPÍTULO 34

11.00 h

Weaver sudaba en el interior del jeep. Estaban a treinta kilómetros de Alejandría,


avanzando a toda velocidad por un tramo de carretera abierto, bajo el terrible calor del
sol. El desierto se extendía, inacabable, a ambos lados, ocasionalmente interrumpido
por afloramientos de rocas o restos dispersos aquí y allá de vehículos militares y
tanques quemados, la chatarra que dejan batalléis y retiradas.
El teniente llevaba un mapa abierto sobre las rodillas y una brújula en la mano.
—A la izquierda —ordenó al conductor, y el hombre se metió en pleno desierto; el
teniente miró hacia atrás—. Según las coordenadas del piloto, el Dakota tiene que estar
a unos cinco kilómetros en línea recta al sur de aquí.
Ya habían examinado los restos del Beaufighter. La patrulla que el teniente había
enviado antes había localizado el lugar donde se estrelló y lo comunicó por radio.
Todavía seguían explorando la zona cuando llegaron Weaver y Sanson. No quedaba
gran cosa del aparato. Se había estrellado contra una cresta de arena, y resultaba
evidente que el depósito de combustible había explotado con el impacto y el avión se
había desintegrado casi por completo. Había fragmentos de aluminio y trozos de
motor dispersos por varios centenares de metros, y todavía se alzaban volutas de
humo de unos cuantos puñados de chatarra. Uno de los soldados encontró un brazo
humano carbonizado a cincuenta metros del punto de impacto, pero eso era todo lo
que parecía quedar de la tripulación.
—No es una manera muy agradable de desaparecer, pero por lo menos habrá sido
rápido —comentó Sanson.
Decidieron apresurarse, el otro jeep de la patrulla iba detrás. Veinte minutos
después vieron el Dakota a lo lejos y Weaver cogió los prismáticos que le ofrecía el
teniente. El avión parecía casi intacto, aparte del ala desgajada, pero la hélice de
estribor se había doblado hacia atrás por completo al golpear en el suelo. Vio las
inconfundibles barras y estrellas en el fuselaje y la cola.
—¿Y bien? —preguntó Sanson.

268
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Weaver le tendió los prismáticos. Al ir acercándose, pudo ir descubriendo un leve


rastro de neumáticos en dirección al aparato.
—Mire usted mismo. Parece tranquilo, por lo que yo veo, no hay movimiento
alguno.
—Será mejor no correr riesgos. —Sanson sacó su pistola y le dijo al conductor—:
Deténgase a unos cincuenta metros. Haremos a pie el resto del trayecto.

09.00 h

La habitación del segundo piso del Seti era un cuarto sórdido, pelado como un
hueso. Había una cama antigua de metal con sábanas sucias, y la cal blanca de las
paredes tenía desconchados y amarilleaba a causa del humo del tabaco. Transportaron
a Falconi hasta la cama y Halder se puso a trabajar inmediatamente. Cortó el mono de
vuelo y quitó las vendas empapadas en sangre. La herida de la pierna era mucho peor
de lo que pensaba. El hueso salía a través de la carne y Falconi había perdido una
cantidad considerable de sangre.
Halder buscó el pulso en la muñeca del italiano y después le abrió los párpados y
examinó las pupilas. Le dio unos cachetes en la cara, pero no hubo respuesta. Miró a
Rachel, que se ocupaba de limpiar la herida, y le dijo:
—No tiene muy buena pinta. Está totalmente inconsciente y tiene el pulso muy
débil.
—¿Puedo hacer algo?
Halder se dirigió a Achmed, que estaba a los pies de la cama con Kleist y Doring.
—Tiene que haber alguien en el pueblo que sepa algo de medicina.
—Hay una vieja que hace de comadrona —dijo Achmed, encogiéndose de
hombros—, y tiene la cara dura de llamarse enfermera. Pero, si quiere mi opinión, es
una inútil. Además, tiene una lengua que funciona mejor que mi aparato de radio.
Antes de decir ya, todo el pueblo estará enterado del asunto.
—¿Y cuánto tiempo nos llevaría traer al médico?
—Un par de horas, siempre que no haya ido a hacer otra visita. Pero incluso así, no
podemos traerlo aquí. Sería demasiado peligroso, y probablemente quisiera informar
a las autoridades militares.
—Tiene razón —interrumpió Kleist—. Nuestras probabilidades ya son muy escasas.
¿Por qué empeorar más la situación?

269
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Pregúntele a esa vieja si puede ayudarnos —dijo Halder a Achmed—. Dígale que
somos unos desconocidos que hemos venido en busca de ayuda... Dígale que nuestro
amigo ha tenido un accidente de coche. ¿Sabe hablar inglés?
—No.
—Entonces diga que soy un oficial británico y no le aclare nada más.
—Le advierto que esa vieja no sirve para nada —advirtió Achmed—. Yo me fiaría
más del carnicero del pueblo.
—No estamos en condiciones de elegir. Tráigala aquí tan de prisa como pueda.

09.15 h

La mujer tenía por lo menos ochenta años, y ni un solo diente. Iba de negro de la
cabeza a los pies, y a pesar de estar completamente encorvada y apoyarse en un bastón,
se daba aires de importancia. Achmed y su mujer la condujeron escaleras arriba y
cuando entró en la habitación sus ojos cubiertos los contemplaron, inseguros.
—Se llama Wafa —dijo Achmed en inglés—. Le he contado lo que usted me indicó.
Dice que hará todo lo que pueda.
La mujer traía un viejo maletín de médico. Su cara, llena de arrugas y color de nuez,
asomaba por debajo de un velo de redecilla negra. Halder no pudo dejar de notar que
tenía las uñas sucias. Se acercó a Falconi y arregló las palanganas de agua caliente y
las toallas limpias. Se arremangó y fue a lavarse las manos en una de las palanganas,
llamó a Achmed y le explicó algo en un dialecto que Halder no entendió.
—;Qué ha dicho?
—Que no puede trabajar si hay hombres mirándola. Sólo quiere que la ayuden las
mujeres, los demás tenemos que salir de la habitación.
—No, yo me quedaré —insistió Halder en árabe.
La comadrona señaló la puerta con el dedo, riñéndolo, y esta vez Halder la entendió:
—¡Hombres fuera! ¡Fuera!
—Es una perra con malas pulgas —dijo Achmed en inglés, y se encogió de
hombros—, Es mejor que haga lo que le dice.
—¿Crees que tú podrás echarle una mano? —preguntó Halder, dirigiéndose a
Rachel.
—Haré lo que pueda.

270
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Si necesitas ayuda, llámame.


Halder hizo un gesto a los otros y salieron. Antes de salir también él, le dijo en árabe
a la comadrona:
—¿Cree que podrá salvarlo?
La vieja se puso muy estirada, dándose aires de importancia.
—Wafa ha ayudado a traer al mundo muchos niños en este pueblo, sabe tanto como
cualquier doctor. Ahora, váyase; su amigo está en buenas manos.

09.30 h

Achmed se llevó a Halder y a los otros a una cocina mugrienta que estaba abajo, en
la parte de atrás del hotel. Sobre la mesa había una fuente de pan fresco y dátiles, un
queso de cabra maloliente y una jarra de plata de café árabe. Sirvió a cada uno de ellos
una diminuta taza de cristal de aquel espeso líquido negro.
—Coman ustedes algo. Ahora, todo lo que se puede hacer es rezar y esperar.
Halder aceptó el café, pero ignoró la comida mientras los hombres de las SS se
alimentaban, y dijo a Achmed:
—Me parece que tendremos que abandonar el plan original, que consistía en que
usted nos llevase hasta Alejandría disfrazados de arqueólogos. Así que tendremos que
elaborar otro. ¿Tiene algún mapa de esta zona que llegue hasta Alejandría?
—Todo lo que tengo es una vieja guía Baedeker que se dejó un turista —dijo
Achmed, negando con la cabeza—. Pero es de hace veinte años por lo menos, y los
mapas no están muy detallados.
—No importa, tráigala aquí.
Cuando Achmed salió del cuarto, Kleist se tragó un buen bocado de pan y queso y
se limpió la boca con la mano.
—Doring y yo hemos estado hablando. No podemos quedarnos aquí mucho más.
Antes de que nos demos cuenta, todo esto va a estar intestado de patrullas enemigas.
Sería mejor que nos dividiésemos en dos parejas y procurásemos llegar a El Cairo por
separado; al menos, de ese modo aumentamos las pocas probabilidades que tenemos.
Quedarnos juntos sería un suicidio.
—¿Y qué sugiere?
—La chica y usted, y Doring y yo —respondió Kleist, encogiéndose de hombros—.
O como a usted le parezca.

271
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Y qué pasa con Falconi? —preguntó Halder tras pensar un momento.
—Sigo diciendo que llevarlo con nosotros es una estupidez. Déjelo con el hombre
del hotel. Y si cogen al italiano, por lo menos tendrá cuidados médicos adecuados.
Halder se quedó pensando y luego negó con la cabeza.
—Vamos a ver primero si la vieja puede hacer algo por él, después ya veremos.
Mientras tanto, echaremos una ojeada al mapa y consultaré con Achmed. Él conocerá
el terreno mucho mejor que nosotros.
Achmed volvió con una guía Baedeker muy usada. La abrió sobre la mesa y señaló
en uno de los mapas.
—Estamos aquí. Aproximadamente a unos cuarenta kilómetros de Alejandría si van
por la carretera interior. Hay varías pistas pequeñas por el desierto para ir a la ciudad,
o también se puede cruzar hacia la carretera de la costa y llegar por el lado del mar,
pero ese camino es más largo. Lo más rápido es la ruta directa, por la carretera
principal, menos de una hora en coche.
—¿Hay tropas estacionadas en alguna zona próxima? —preguntó Halder después
de estudiar el mapa.
—Desde que terminaron los combates, no. El campamento más próximo está en
Amiriya, a unos veinticinco kilómetros.
—¿Cuántos hombres?
—Varios centenares, seguramente. Es una base bastante grande.
—¿Vienen alguna vez al pueblo?
—Pasan por aquí de vez en cuando —dijo Achmed, encogiéndose de hombros—.
Pero, en cuanto se enteren de lo que les pasó a sus camaradas, aparecerán por aquí
como perros rabiosos buscando un rastro.
—Por eso debemos ponernos en marcha lo antes posible. Puede que ya nos estén
buscando.
—Me parece que tienen dos opciones —dijo Achmed, rascándose la barbilla—. La
primera es una vieja senda que utilizaban las caravanas de camellos de los mercaderes
árabes; está como a ocho o nueve kilómetros del pueblo. Si van en el jeep, es un trayecto
lento, lleno de baches y en terreno abierto por el desierto, y tendrán que ir con mucho
cuidado de no quedarse atascados en la arena; pero hay varios uadis en el camino, por
si se quedan sin agua, y se puede llegar a El Cairo en unas diez horas.
—¿Y la segunda?
—La que yo quería que usaran al principio, en el tren que sale de Alejandría cuatro
veces al día. También hay una línea férrea que discurre a lo largo de la costa, al norte
de aquí. La estación más próxima es El Hauriwaya, quizá a veinte kilómetros de

272
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

distancia. Si quieren mi opinión, probablemente ése sea el mejor modo de llegar a


Alejandría. En las carreteras principales es más probable que el ejército monte
controles. Hay trenes con bastante frecuencia, y los llevarán directamente a la estación
central, desde donde pueden empalmar a El Cairo. Pero, como usted dice, no sabemos
si el ejército los está buscando ya. Si no es así, cualquiera de los caminos no tiene
dificultades. Y si los buscan, sólo Alá sabe qué posibilidades tienen.
Kleist parecía dudar.
—Si nos separamos, la mejor apuesta para Doring y para mí es la ruta del desierto.
La compañía petrolera en la que trabajé operaba al sur de aquí, así que conozco la zona
bastante bien. Es un terreno difícil, desde luego, pero con suerte y un vehículo decente
podemos lograrlo.
—El desierto es demasiado abierto —dijo Halder, moviendo la cabeza—. Es muy
posible que los divisen desde el aire.
—Tal vez, pero hay otra cosa que considerar —señaló Kleist—. Su inglés es mejor
que el nuestro. Usted tiene bastantes probabilidades de superar un punto de control.
Doring y yo tendríamos muchas menos. Yo preferiría probar suerte por el desierto.
—¿Está seguro de que quiere correr ese riesgo?
—Sea sincero. Tiene usted muchas más posibilidades solo con la chica. Dos es
compañía, cuatro una multitud.
—Supongo que tiene razón. Bueno, ¿y usted qué dice, Doring? ¿Está usted seguro?
—Podemos meternos en problemas de todos modos. Pero, con todos mis respetos,
prefiero ir con el comandante Kleist.
—Muy bien. La señorita y yo intentaremos llegar a Alejandría en el tren costero, y
luego a El Cairo. —Halder se volvió hacia Achmed—: Al parecer, vamos a dividirnos
en dos grupos. Necesitaremos transporte adicional.
—Supongo que lo mejor será que cojan mi camioneta —suspiró Achmed,
desesperado ante la idea de perder su amada Fiat—. Si alguien me pregunta, siempre
puedo decir que me la han robado.
—Pero resultará sospechoso si nosotros salimos del pueblo conduciéndola —dijo
Kleist—. Lo mejor será que nos lleve usted hasta esa senda de caravanas y nos indique
el camino.
—Está a ocho kilómetros. ¿Cómo voy a volver?
—Andando —respondió Kleist con brusquedad.
A Achmed no le gustó nada la sugerencia, pero por lo menos, después se habría
quitado a los alemanes de encima.
—¿Qué dice usted? —le preguntó Halder.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Achmed asintió de mala gana con la cabeza.


—Si no hay más remedio...
—Aquí no hacemos mucha falta —dijo Kleist, entregándole a Halder las llaves del
jeep—, y cuanto más nos demoremos, peor. Propongo que nosotros nos vayamos
inmediatamente.
Halder hizo una señal a Doring con el pulgar.
—Vaya con Achmed. Saque sus cosas del vehículo y preparen la camioneta; y
acuérdese de cargar agua para el viaje.
Salieron, y Halder y Kleist se quedaron solos.
—Si consiguen llegar a El Cairo, ya sabe dónde y cómo reunirse con nuestro
contacto. Si cualquiera de nosotros es capturado, no diremos nada que pueda poner
en peligro nuestra misión. Ya oyó usted lo que dijo Schelienberg: todo depende de
nosotros. Seguiremos adelante hasta que nos capturen o estemos muertos. Y por todo
ello, buena suerte.
—Lo mismo le digo. Y nunca creí que me oiría a mí mismo decir esto, Halder. Pero
me parece que todos nosotros vamos a necesitar algo más que suerte.
Halder no se sintió conmovido en lo más mínimo. —Sigue siendo usted un cabrón,
Kleist. —La próxima vez que nos veamos —dijo Kleist con una sonrisa— podría ser en
el infierno. Me aseguraré de que el fuego esté encendido y bien atizado.
Achmed reapareció.
—Mi hijo está ayudando a su amigo a poner las cosas en la camioneta —dijo a
Kleist—. Si viene usted conmigo, le daré un par de latas de agua y algo de comida.
—¿Comunicó por radio a Berlín que no habíamos llegado a la cita? —preguntó
Halder.
—Cuando llegué de regreso del aeropuerto —contestó Achmed asintiendo con la
cabeza—. Les dije que no habían aparecido.
—Pues antes de irse envíe otro mensaje. Explique lo que ha pasado, sólo los detalles
principales, y que procuraremos seguir adelante por todos los medios. —Halder se
metió la guía en el bolsillo y añadió—: Me quedaré el Baedeker, si no le importa.
—Como usted quiera.
En ese momento se abrió la puerta de la cocina y apareció Rachel, con cara de
preocupación, y le dijo a Halder.
—Creo que será mejor que vengas arriba.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 35

11.10 h

Cuando vio los dos cuerpos, Weaver sintió ganas de vomitar. Sanson entró en la
cabina detrás de él.
—¡Santo Dios!
Cuando se sintió mejor, Weaver se arrodilló y examinó los cadáveres.
—Todavía están calientes.
La cabina estaba patas arriba, el suelo, salpicado de toda clase de restos. Se dirigió
hacia la carlinga con Sanson. El copiloto aún estaba atado al asiento, vestido con traje
de faena. Su cara tenía la expresión grotesca de la muerte, las moscas zumbaban en
tomo a una herida abierta de su costado. Sanson registró la ropa del muerto y encontró
un juego de medallas en torno al cuello y documentos de identidad en uno de los
bolsillos.
—Según esto, es un teniente piloto americano.
Weaver examinó los papeles. Parecían auténticos. Vio que un rastro de sangre iba
del asiento del piloto hacia la cabina.
—Da la impresión de que ha habido alguien muy malherido.
Ambos salieron nuevamente al sol. El teniente y el conductor se bajaron del coche y
se acercaron.
—¿Algo va mal, mi teniente coronel?
—Eche un vistazo ahí dentro —dijo Sanson, muy serio, indicándole con el pulgar.
Cuando reaparecieron unos instantes después, el teniente dijo, solemne:
—Me parece que los dos hombres de la cabina podrían ser de los nuestros. Llevan
ropa interior del ejército británico.
—Me he dado perfecta cuenta —replicó Sanson con acritud—. Dense una vuelta por
los alrededores a ver si encuentran algo.
—Sí, mi teniente coronel.

275
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Mientras el teniente buscaba en torno a los restos del avión, Sanson encendió un
cigarrillo.
—Quienes hayan matado a esos muchachos tienen que ser unos cabrones
despiadados —dijo, con rabia—. No hay la menor duda de que estamos ante unos
alemanes infiltrados. Los papeles del copiloto puede que parezcan correctos, pero
apuesto a que son unas falsificaciones excelentes. Bueno, no se quede ahí parado,
Weaver. Eche una ojeada. Mire a ver si encuentra algo.
Sanson dio una patada a la chatarra, y Weaver fue a mirar las marcas de neumáticos
que había visto antes en la arena. Llevaban hacia el avión y parecían ser de un solo
vehículo, pero la arena estaba demasiado seca para que pudieran quedar marcadas
huellas de pies. Sanson se le acercó y Weaver señaló las marcas.
—Aventuraré lo que pudo pasar. Los dos hombres de dentro descubrieron el
accidente y se acercaron a investigar. Les dispararon por sorpresa y les robaron los
uniformes y el vehículo.
—Lo que quiere decir —asintió Sanson— que nos las tenemos con dos hombres, por
lo menos, probablemente más. Y uno está herido, el piloto, según parece.
Llamó al teniente y consultaron el mapa.
—No hay demasiados pueblos en un radio de treinta kilómetros —explicó el
teniente—. Puede que media docena como mucho.
—¿Hay médico u hospital en alguno de ellos?
—El hospital más próximo está en Alejandría. Pero está la base militar de Amiriya,
que tiene médico, según creo. Y probablemente haya otro en algún punto de esta zona
para ocuparse de la gente de los pueblos.
—¿A qué distancia se encuentra Amiriya?
—A unos treinta kilómetros, tal vez menos.
—Llámelos por radio y explíqueles la situación. Averigüe si alguien solicitó
tratamiento médico allí en las últimas horas, civiles o militares. Y dígales que
necesitamos tantos hombres como tengan disponibles para registrar los pueblos de la
zona. Quiero saber si ha habido algún médico local o alguien con conocimientos
médicos al que le pidieran que tratase a un paciente herido esta mañana, y
especialmente si iba de uniforme. Después, llame al cuartel general. Quiero puestos de
control en todas las carreteras que van a Alejandría. Buscamos un vehículo robado, lo
más probable es que sea un coche militar oficial o un jeep, con un pasajero herido a
bordo. No sabemos el número de ocupantes, pero seguro que al menos son dos, y
probablemente llevan uniformes militares robados. Sospechamos que son infiltrados
enemigos, van armados y son muy peligrosos.
—A la orden, mi teniente coronel.

276
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—Y averigüe también si ha desaparecido alguna patrulla o efectivo militar en la


zona.
El teniente salió corriendo hacia el jeep.
—Nosotros empezaremos por los pueblos más próximos —dijo Sanson a Weaver—
. En este tipo de terreno, no tienen muchos sitios donde ocultarse. No deberíamos tener
problemas en encontrarlos rápidamente, a no ser que ya hayan llegado a Alejandría,
en cuyo caso nuestro trabajo se complica. ¿Cómo se llamaba el jefe de operaciones del
teniente que vimos en el Cuartel General de Alejandría?
—El capitán Myers.
—Lo mejor sería que uno de nosotros regresase para supervisar la búsqueda desde
ese lado, en caso de que aquí no haya suerte. —Señaló con la cabeza el avión
accidentado y dijo—: Vamos a echar otra mirada dentro, por si se nos escapó algo.
Entraron de nuevo en la cabina. Esta vez, Weaver se percató de que el botiquín del
avión no estaba en su sitio, de que había más sangre en el suelo delante del sillón del
piloto, y que uno de los pedales del timón estaba retorcido. Al regresar a la cabina
descubrió una bufanda blanca arrugada, olvidada en el suelo. La recogió y vio que el
algodón tenía manchas oscuras de sangre. Sanson se le acercó.
—¿Ha encontrado algo, Weaver?
Weaver le mostró la bufanda.

09,45 h

Cuando llegaron al dormitorio, Halder vio las sábanas teñidas de escarlata y a la


vieja inclinada sobre Falconi, tratando desesperadamente de contener un chorro de
sangre que brotaba de la herida, sin lograrlo. La mujer parecía completamente
desbordada.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó Halder.
—Esta mujer no sabe lo que hace —dijo Rachel—. Ha conseguido que sangre mucho
más y ahora no puede detener la hemorragia.
—Apártese de él —ordenó Halder a la mujer en árabe.
—No ha sido culpa mía —protestó la mujer, apuntando a Rachel con un dedo—.
Ella no hizo lo que le dije. Si se muere, será culpa suya.
—No diga que no se lo advertí —dijo Achmed—. Esta vieja es una idiota. Puede
estar seguro de que la culpa es suya. —Hizo un gesto con el pulgar a su mujer y le
dijo—: Llévate a esta zorra estúpida abajo.

277
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Falconi parecía recobrar el conocimiento en ese mismo instante, sus ojos se abrieron
de par en par, el sudor le corría por la frente, y lanzó un gemido ronco. Halder vio,
horrorizado, que Falconi tenía una arteria abierta en la pierna y se estaba desangrando
rápidamente.
—Dame una toalla. ¡De prisa!
Rachel le alargó una y buscó el pulso de Falconi, mientras Halder le aplicaba
nuevamente un torniquete bien apretado más arriba de la rodilla. La hemorragia
disminuyó.
—Será mejor que traiga a ese médico —le dijo a Achmed—. Ya nos preocuparemos
de las consecuencias más adelante.
—Pero sus amigos me necesitan para...
—¡Vaya usted, ahora mismo!
—Jack...
Halder se volvió y vio que Rachel soltaba la mano de Falconi, cuya cabeza caía hacia
un lado.
—Me temo que es demasiado tarde. Ha muerto.

10.20 h

Estaban solos en la planta de abajo, en la cocina. Halder encendió un cigarrillo. Las


manos le temblaban ligeramente.
—Vito era una buena persona. Uno de los mejores hombres que he conocido.
—¿Estás bien? —preguntó Rachel.
—Es esta maldita guerra —dijo con un punto de amargura en la voz—. Una muerte
tras otra, ¿y para qué?
—Lo siento. No hice más que lo que la vieja me mandó. Parecía andar
completamente perdida.
—No te echo la culpa a ti. Estoy convencido de que has hecho cuanto has podido —
dijo, y luego le explicó sus cambios de planes—. Vamos a intentar llegar solos a
Alejandría, nosotros dos solos. Reza para que podamos tener un buen principio y no
nos estén buscando ya.
Achmed entró en la cocina, seguido de Kleist y Doring.

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—La maldita vieja se ha ido, renegando de todo el mundo. Y por lo enfadada que
está, puede usted apostar a que lo irá contando por todo el pueblo.
—Probablemente, que el italiano se muriera haya sido lo mejor —comentó Kleist—
. Las cosas serán menos complicadas ahora.
Halder le lanzó una mirada punzante, pero ignoró el comentario y le dijo a Achmed:
—¿Ha enviado el mensaje?
—Ahora mismo. Pero durante el día, la potencia de la señal nunca es de fiar.
Confiemos en que Berlín reciba el mensaje.
—Repita la transmisión cuando regrese, y otra vez esta noche, para estar
completamente seguros de que lo reciben. ¿Y qué hacemos con el cuerpo de mi
cantarada?
—Podemos enterrarlo en el desierto, de camino.
—Hágalo con un mínimo de dignidad —dijo Halder a Kleist—. No se lo dejen a los
buitres, ¿me oye? —Apagó su cigarrillo y añadió—: Será mejor ponerse en marcha.
Subieron a recoger el cuerpo de Falconi, lo envolvieron en un par de mantas grises
y sucias, y Achmed los condujo al patio de atrás. Una vez colocado el cuerpo en la caja
de la camioneta, el hijo de Achmed apareció y abrió el portón, y Halder y Rachel
subieron al jeep. Achmed se puso al volante del Fiat, junto a Kleist y Doring, luego
sacó la cabeza por la ventanilla del conductor y saludó a Halder con la mano:
—Alá sea con vosotros, amigos.
Halder le devolvió el saludo, arrancó el jeep y salió por el portón con Rachel.
Achmed los miró perderse entre una nube de polvo y lanzó un escupitajo por la
ventanilla. «Pobres tontos —pensó—, no tienen ni la más mínima posibilidad.»
—Bien, ¿a qué espera? —Kleist dio un codazo al árabe en las costillas—. ¡Arranque!
Achmed puso el Fiat en marcha y salió al camino.

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CAPÍTULO 36

Berchtesgaden
21 de noviembre, 16.30 h

Aquella tarde, a tres mil kilómetros de allí, en medio del boscoso esplendor de los
Alpes austríacos, en el Nido del Águila, el refugio de montaña de Hitler, tenía lugar
una acalorada reunión a la que asistían media docena de mariscales de la Wehrmacht,
dos almirantes de la Kriegsmarine, y Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe. Todos
habían llegado desde Berlín y tenían la desagradable tarea de aportar malas noticias.
Estaban en la gran sala forrada de madera que se utilizaba para esas reuniones.
Fuera, el panorama del Tirol era hermoso, cielo claro, un día de otoño vivido, pero
nadie tenía el pensamiento puesto en la espléndida vista. El mariscal Gerd von
Rundstedt, comandante en jefe del ejército alemán del oeste, había sido el último en
hablar, y al resumir los informes de la Wehrmacht había evitado deliberadamente
mirar a Hitler.
—Para subrayar los puntos principales: nuestros ejércitos están librando una
vigorosa operación de contención en el frente oriental, al oeste del río Dnieper, y
también al sur de Roma —dijo, señalando con un puntero en los mapas extendidos
sobre el gran tapete verde de la mesa—. También puedo comunicar que la actividad
partisana en Francia, Noruega, Holanda y los Balcanes está planteando problemas
crecientes. —Miró a través de la mesa, la cara de Hitler era el más puro reflejo del
disgusto—. Naturalmente, podremos superar todas estas dificultades, mein Führer —
se apresuró a añadir Von Rundstedt—. Pero, realmente, se trata de una cuestión de
efectivos y suministros. Los aliados destrozan nuestras líneas de aprovisionamiento
con regularidad creciente, por tierra y por Mar, Nuestros recursos están siendo
exprimidos al máximo Hu dicho usted operación de contención cuando está hablando
de retirada, Nuestros ejércitos se retiran.
Von Rundstedt vio la mirada implacable de Hitler y se amilanó.
—Bueno... es cierto, mein Führer, pero...
Hitler levantó una mano para hacerlo callar, antes de dirigir la mirada a los
almirantes de la Kriegsmarine con voz acusadora:

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—Sesenta submarinos perdidos en los últimos cuatro meses. Me parece que es todo
un récord, ¿no es así?
—También es cuestión de efectivos y suministros, mein Führer —respondió,
nervioso, uno de los almirantes—. Sencillamente, desde que los americanos entraron
en la guerra estamos siendo superados en número. Hasta los buques que tenemos en
reparación son bombardeados en los astilleros.
Hitler se puso de pie, con los brazos cruzados, y una profunda expresión de
desprecio en el rostro. Miró a Goering y le dijo:
—¿Y qué tiene que decirnos de todo esto el mariscal del aire? ¿Dónde están aquellas
valientes incursiones sobre la Gran Bretaña? ¿El anillo de acero que nos prometió para
cerrar los cielos de Alemania? ¿O es que la Luftwaffe ni siquiera se molesta en volar
estos días?
Goering, con su figura oronda, no poco ridícula, embutida en su uniforme blanco,
se aclaró la garganta:
—Ponemos todo nuestro empeño, mein Führer. Pero el almirante tiene razón. Las
fuerzas oponentes resultan abrumadoras. Nuestros recursos se están reduciendo tan
estrechamente, que no podemos aspirar al dominio del aire. —Intentó
desesperadamente poner una nota de optimismo en la voz—: Pero pronto tendremos
los nuevos cohetes V-1 y los cazas a reacción, y estoy convencido de que eso nos
permitirá tomar la delantera.
—Ahora estamos preocupados por el presente, no a seis meses vista —replicó
Hitler, sarcástico, barriendo a un lado la respuesta de Goering con un movimiento
despectivo de la mano—. Excusas. Lo único que me dan ustedes son excusas. Dicen
que se esfuerzan todo lo posible, pero ese todo no basta. —Su tono de voz se elevó
histéricamente, escupiendo las palabras con veneno—. ¡Imbéciles! Con semejante
incompetencia, ¿qué esperanzas podemos tener si los aliados lanzan una invasión por
el oeste? La próxima vez que vengan ustedes aquí, no quiero respuestas timoratas,
quiero soluciones, ¿está bien claro? Y ahora, ¡retírense! ¡Váyanse todos!
Cuando los humillados altos mandos salieron, cabizbajos, de la sala, Hitler se dejó
caer, malhumorado, en un butacón de cuero. Instantes después apareció su ayudante
de las SS, entró, se puso firme, dio un taconazo y anunció:
—El Reichführer Himmler y el general Schelienberg están aquí y desean verlo
urgentemente, mein Führer.
El rostro de Hitler se puso ceniciento de furia.
—Y seguro que con más malas noticias. —Se levantó y se limpió la saliva de los
labios—. Muy bien, hágalos pasar.

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Entró Himmler seguido de Schelienberg. Los dos hicieron el saludo nazi y Hitler les
indicó con un gesto que se sentasen.
—Ya veo que sigues con esa sonrisa en la cara, Walter —comentó Hitler—. Nunca
logro saber cuándo traes buenas o malas noticias.
—Un defecto terrible, mein Führer. —A Schelienberg se le ensanchó la sonrisa, a su
pesar—. Pero, al parecer, a las señoras les gusta.
A Hitler no pareció hacerle gracia el comentario; seguía de mal humor al dirigir su
atención a Himmler.
—Bueno, ¿qué es lo que me querías comentar?
—Mein Führer, tenemos noticias de la Operación Esfinge.
Hitler se alegró un poco, las nubes negras desaparecieron por el momento.
—Nuestra única esperanza en todo este desastre. Bueno, ¿y traen buenas noticias o
vienen con malos presagios como mis generales? Os advierto que no estoy de humor
para estos últimos.
Himmler se ajustó con delicadeza sus quevedos en el puente de la nariz.
—El avión que transportaba a nuestros agentes fue interceptado y atacado por un
caza aliado antes de estrellarse en suelo egipcio esta mañana temprano.
A Hitler se le ensombreció la cara, pero Himmler continuó rápidamente, ansioso
por disipar el nubarrón.
—Sin embargo, cuando nos preparábamos para salir de Berlín para traer la noticia,
recibimos otro mensaje de nuestro agente en Abu Sammar. Parece ser que los
tripulantes del vuelo murieron, pero Halder y los otros sobrevivieron y consiguieron
establecer el contacto.
Hitler se puso de pie con brusquedad y empezó a ir de arriba abajo de la sala, con
creciente enfado.
—¡Más desastres! ¿Es que nunca se acaban?
—Quizá no sea un desastre completo, mein Führer —le sugirió Himmler—. Parece
ser que Halder está decidido a continuar con la operación.
—¿Y qué pasa con los aliados? —replicó Hitler, volviéndose hacia él—. No son
idiotas. Una vez hayan descubierto lo sucedido, no hay duda de que harán cuanto
puedan por cazar a nuestros hombres.
—Incluso en ese caso —señaló Himmler, conciliador—, habría que asumir que se
darían cuenta inmediatamente de cuáles son exactamente nuestras intenciones, cosa
de lo más improbable. Utilizamos un Dakota norteamericano, lo que podría hacer más
confuso el asunto durante algún tiempo, no es un caso insólito que los aliados derriben

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uno de sus propios aviones por error, lo mismo que nos pasa a nosotros. Y si Halder
está decidido a continuar, es evidente que está seguro de que todavía tiene
posibilidades de llegar a El Cairo.
Hitler suspiró y se aproximó a la ventana panorámica.
—No me gusta este asunto. ¿Habéis informado a Canaris?
—Está al tanto de la pérdida del aparato, pero no de las últimas noticias. Walter se
las comunicará cuando volvamos a Berlín.
—No confío en ese hombre —dijo Hitler con la cara torcida por el desprecio—. Estoy
convencido de que anda propagando a mis espaldas rumores de que la guerra está
perdida y que yo estoy loco. Si eso es así, lo pagará caro. —Miró a Schelienberg y
añadió—: De todos modos, ese hombre suyo, Halder, parece un individuo competente.
—Uno de los mejores de la Abwehr, una elección de primera para nuestros fines. Si
hay alguien que pueda realizar lo que planeamos, ése es Halder.
—¿Y qué noticias hay del judío, Roosevelt?
—Se espera que llegue a El Cairo en las próximas veinticuatro horas. Nuestro agente
en Orán ha informado de que el Iowa fondeó junto a la costa argelina justo después de
las, hum..., siete cero cero de la mañana de ayer.
—Y sin embargo, nuestros U-boats no lograron destruir el buque en route —replicó
Hitler, amargamente.
Himmler ya le había dado la noticia de ese fracaso específico la noche anterior.
—Nuestros lobos intentaron repetidamente interceptar al Iowa, mein Führer. Pero el
convoy estaba tan poderosamente armado y cambiaba de rumbo con tanta frecuencia
que resultó imposible acercarse lo suficiente al acorazado.
Hitler continuó unos momentos ante el ventanal, contemplando las montañas con
las manos cruzadas detrás de la espalda, balanceándose arriba y abajo sobre los dedos
de los pies, mientras consideraba la situación. Al cabo de un rato se volvió hacia
Himmler.
—De manera que, tal y como están las cosas, Esfinge es nuestra única esperanza.
—En cualquier caso, una misión como ésa suele estar plagada de dificultades. Y los
problemas con que nos hemos encontrado no mejoran la situación. Pero estoy
convencido de que seguimos teniendo una posibilidad razonable de que Halder logre
su objetivo.
Hitler se dio un fuerte puñetazo en la palma de la mano y levantó la voz hasta
chillar:
—Una posibilidad razonable no basta. Si los aliados se ponen de acuerdo para la
invasión, la guerra está perdida. La muerte de Roosevelt daría a Alemania la ventaja

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más valiosa de todas: tiempo. Nuestra industria ganaría un año entero. Con ese año
podemos ganar la guerra. Por eso esta misión no puede fallar de ninguna de las
maneras. De ahora en adelante quiero noticias inmediatas de cualquier información
que haga referencia a los avances de Esfinge, quiero ser informado instantáneamente.
—Con todos mis respetos, mein Führer —lo interrumpió con serenidad
Schelienberg—, aun cuando Halder nos fallase, todavía tendríamos otro as en la
manga.
Hitler se limpió la saliva de los labios y, mirándolo fijamente, replicó:
—Pues será mejor que ruegues a Dios que ese as tuyo gane la partida. Podéis
retiraros.

El Hauwariya, 30 km al oeste de Alejandría 11.25 h

Halder detuvo el jeep fuera de la blanca estación del tren. No habían encontrado
ningún control en los cincuenta minutos de recorrido por el desierto, y al entrar en El
Hauwariya nadie pareció prestarles mucha atención. El paisaje de los alrededores era
llano, desierto interminable por tres lados, el Mediterráneo turquesa al fondo, en la
distancia. El pueblo era mayor y más bullicioso que Abu Sammar, pero igual de
destartalado, con calles mal pavimentadas y un par de hotelitos decrépitos, y había un
mercado de camellos muy animado en la atestada plaza mayor. La estación parecía
bastante tranquila, pero cuando se detuvo, Halder descubrió un jeep de la policía
militar estacionado más adelante, junto al bordillo.
—No es muy alentador. Será mejor que esperes aquí mientras echo una ojeada.
—¿No puedo ir contigo?
—Mejor que no, por si hay problemas. Además, un oficial del ejército solo no atraerá
mucho la atención, pero con una chica guapa del brazo, la gente se fijará —dijo,
sonriendo. Se bajó del coche y se ajustó la correa de la pistolera—. Procura no parecer
demasiado preocupada. Y si alguien te pregunta, dile que tu novio está dentro.

La estación estaba animada, docenas de personas esperaban por el andén, la


mayoría campesinos árabes con chilabas viejas, pero, cuando Halder empezaba a
acercarse a la ventanilla de los billetes, vio a dos policías militares británicos armados,
con sus gorras de banda roja y leguis blancos, haciendo guardia a un lado. Uno de
ellos, el cabo, llevaba una metralleta Sten. El sargento que estaba con él iba observando
a los pasajeros según pasaban por la barrera de los billetes. Halder fingió estudiar el

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horario que había colgado en la pared, pero antes de que tuviera ocasión de marcharse,
el sargento se le acercó y lo saludó:
—Buenos días, mi capitán. ¿Puedo preguntarle si va a viajar usted?
Halder frunció el ceño, devolvió el saludo e imitó con toda perfección el acento de
la clase alta inglesa.
—¿Por qué, sargento? ¿Qué sucede? —El hombre lo miró por arriba y por abajo,
reticente a darle una explicación—. Bien, sargento, le he hecho a usted una pregunta.
—Ha habido un incidente no lejos de aquí, mi capitán —le dijo el sargento—. Dos
militares británicos han sido asesinados por agentes enemigos.
—Cielo santo. —Halder vio que el otro policía militar miraba hacia ellos, mientras
revisaba los papeles de una pareja árabe que pasaba la barrera.
—Mucho me temo que sigue sin haber contestado a mi pregunta, mi capitán —
insistió el sargento—. ¿Va usted de viaje?
—Pues no —dijo Halder moviendo la cabeza—. Vengo a esperar a alguien. Pero me
parece que me he confundido con estos malditos horarios. Es el próximo tren.
—Le pido disculpas, mi capitán, pero aun así tengo que rogarle que me enseñe sus
papeles.
—Por supuesto, lo entiendo perfectamente —Halder rebuscó en los bolsillos,
pretendiendo buscar su documentación, pero en realidad intentando calcular si podría
lograr abatir a los dos policías militares si era preciso—. ¿Sabe usted los nombres de
esos chicos que han matado? Tal vez los conociera.
—Me temo que aún no, mi capitán. Pero lo sabremos muy pronto, eso seguro.
Halder le enseñó su tarjeta de identidad, y, antes de que el sargento pudiera mirar
con detenimiento la fotografía, alargó la mano para que se la devolviera. El hombre no
mostró intención de devolverle el documento. Levantó la vista mirando con ojos
inquisitivos el rostro de Halder bajo la gorra.
—Capitán Jameson, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Hay un problema con este documento.
—¿Qué clase de problema? —dijo Halder, sintiendo que el corazón se le aceleraba.
—Está caducado, desde hace una semana. —El sargento esperaba una explicación.
Halder recuperó rápidamente la tarjeta y la examinó.
—Tiene usted toda la razón. Me temo que me ha pillado. Debo de haberme
despistado. No sé qué decirle.
—¿Le importa que le pregunte dónde está destinado, capitán?

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—En Amiriya —respondió Halder, irritado—. Óigame, ¿es necesario todo esto?
Puedo entender que usted tenga que hacer su trabajo, y que mi tarjeta esté caducada,
pero, por Dios santo, hombre, tendría que ser evidente que soy inglés y no un
condenado agente enemigo. Llame usted a Amiriya si no tiene nada mejor que hacer.
Pida que le pongan con el jefe de operaciones. Y si el viejo no está de demasiado mal
humor, me avalará. Adelante, sargento, yo lo esperaré aquí con el cabo.
El sargento dudó, mordiéndose los labios de indecisión pero aquella propuesta
descarada pareció bastarle.
—No será necesario, capitán. Pero si yo fuera usted, renovaría la tarjeta de identidad
lo antes posible.
—Por supuesto. Una negligencia imperdonable por mi parte. —Halder volvió a
guardársela en el bolsillo—. Mala suerte, esos dos chicos nuestros muertos. Piensas
que estás a salvo de esa clase de cosas después de haber echado a los boches a patadas,
y resulta que no. Todo eso suena bastante serio.
—Pues ni la mitad de serio que será cuando los pillemos.
—Estoy convencido de que tiene usted razón. —Halder miró el reloj y suspiró—.
Bien, supongo que será mejor que encuentre algo que hacer hasta que llegue el tren.
Le deseo suerte, sargento.
—Estoy seguro de que los encontraremos, capitán. Nos dieron la consigna hace sólo
diez minutos, cuando pasábamos por el pueblo, pero tengo entendido que están
poniendo puestos de control en todas las carreteras que van a Alejandría. Esos
miserables no tienen ni la más remota posibilidad de escapar.

Halder salió de la estación, sintiéndose profundamente desanimado, volvió al jeep


y se sentó junto a Rachel. Se quitó la gorra y se enjugó el sudor de la frente.
—¿Hay problemas? —preguntó Rachel.
—Podríamos decir que sí. Parece que andan tras nosotros. —Le explicó la situación
y después alargó la mano y le cogió la suya—. En menudo lío estamos metidos.
Aunque te dejara que probases suerte tú sola, seguirías metida en un buen embrollo.
—No soy tan ingenua como para pensar que a mí me darán un trato más amable si
me cogen. Prefiero jugarme mis probabilidades contigo. ¿Estás seguro de que no hay
otra manera de llegar a Alejandría?
—No sé cómo. Habrá numerosos controles en las carreteras.
Estamos atrapados como ratas en una ratonera, vayamos por donde vayamos —
dijo, haciendo un gesto en dirección al norte, hacia el mar—. Podríamos intentar
dirigirnos hacia la costa y robar una barca en algún sitio, pero si se denuncia el robo

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no creo que tengamos demasiadas posibilidades de ir muy lejos. Y una vez en el agua,
seremos como patitos de feria, si el ejército nos persigue.
—Tiene que haber algún modo de que podamos subir al tren. Si nos quedamos
esperando aquí, nos cogerán.
—Como no vayamos detrás en el jeep y tratemos de subir en marcha... Pero eso
también sería levantar la caza —dijo Halder moviendo la cabeza—. No se me ocurre
nada más, a no ser que podamos librarnos de esos dos amigos que vigilan los billetes.
—¿Qué les dijiste que estabas haciendo en la estación?
Halder se lo explicó. En ese mismo momento oyeron el pitido de una máquina de
vapor. A lo lejos, por las vías, un penacho de humo espeso se elevaba en el aire. El tren
llegaría dentro de pocos minutos.
—¿Alguna sugerencia?
Rachel miró el jeep de la policía militar.
—Sólo una. Pero no estoy muy segura de que resulte.

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CAPÍTULO 37

Rachel vio a los dos policías militares en cuanto puso el pie en la estación. El
sargento se le acercó.
—Disculpe, señorita. ¿Va usted de viaje?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Adónde, señorita?
—A Alejandría.
—¿Puede mostrarme su documento de identidad, por favor?
—Lo siento —dijo Rachel, fingiendo rebuscar en el bolso—. Lo siento, me parece
que no lo llevo encima. Esta mañana salí con tanta prisa, que ya ve. Debo de haber
olvidado los papeles.
—¿Es usted británica, señorita?
—Sudafricana.
—¿Y puedo preguntarle qué hace usted en este pueblo? —preguntó educadamente
el sargento.
—Vine en un tren anterior para ver a un amigo en la estación, pero no ha aparecido.
—¿Y quién era ese amigo?
—Oiga —dijo Rachel frunciendo el ceño—, ¿le importaría decirme qué es lo que
pasa?
—Eso no es asunto de su incumbencia, señorita.
—Lo es, puesto que me han parado —dijo Rachel, cortante, y lanzó una mirada al
cabo, que estaba junto a la puerta de billetes—. Buscan ustedes a alguien, ¿verdad?
—¿Y por qué pregunta usted eso? —dijo el sargento, enarcando las cejas.
—Mi padre es coronel, está destinado en El Cairo. Con los militares siempre se acaba
sabiendo lo que pasa, hacen las cosas muy evidentes. ¿Qué o a quién están buscando?
—Eso es información reservada, señorita. Y necesito algún papel que me confirme
su identidad. De lo contrario, no puedo dejarla subir al tren.

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—Bueno, no puedo hacer nada, a no ser que telefonee a mi padre a Alejandría. Mire,
ya he tenido bastantes problemas esta mañana. He venido a ver a mi novio, y me ha
plantado. Es el capitán Jameson y está destinado en Amiriya. Tal vez pueda usted
llamar por radio al campamento y averiguar lo que le ha pasado. Si está allí, seguro
que responderá por mí.
—¿Jameson, señorita? —preguntó el sargento, frunciendo el ceño—. Estaba aquí
hace sólo cinco minutos. Creía que se había equivocado de hora con el tren. Pero dijo
que volvería.
—¿De verdad? —Rachel fingió sentirse aliviada—. Gracias a Dios, menos mal, creí
que había hecho el viaje en balde.
Al otro lado de la barrera, los pasajeros que esperaban iban arrastrando sus
pertenencias más cerca del andén, y se oía un ligero chirrido de ruedas metálicas.
Rachel le dijo al sargento:
—Mire, espero que no le importe que se lo diga, pero me ha hecho usted un gran
favor. ¿Ese vehículo de ahí fuera es el suyo?
—¿Por qué lo pregunta?
—Hace sólo unos pocos minutos vi a dos hombres que se comportaban de manera
muy sospechosa. Llegaron a la estación en un jeep, y cuando vieron el suyo, pareció
que les entraba el pánico. Se bajaron del jeep y se subieron a otro coche militar que
estaba aparcado cerca y después se marcharon corriendo. Todo el asunto me pareció
muy sospechoso.
—¿Qué aspecto tenían esos hombres? —preguntó el sargento, muy serio.
—Fue todo muy rápido. No pude verlos bien. Pero uno de ellos llevaba uniforme
de oficial y el otro iba de paisano. Eso es todo lo que recuerdo.
El sargento sacó la pistola. A su espalda entraba en el andén un viejo tren negro
entre nubes de humo y chirridos de metal.
—¿Vid usted por dónde se fueron?
—Hacia el este, saliendo del pueblo. Espero que no le importe que le cuente esto.
—En absoluto, señorita, ha sido usted de gran ayuda. —El sargento llamó al cabo—
. Vamos al jeep, Charlie, tan rápido como puedas. Me parece que tenemos algo. —El
cabo corrió hacia la salida, y el sargento se llevó la mano a la gorra para «saludar a
Rachel y lo siguió—. Gracias, señorita, muchas gracias.
Instantes después, Halder se reunió con ella junto a la barrera de los billetes. Rachel
había comprado dos y se subieron al tren. Los vagones eran antiguos y sucios, olían a
sudor rancio y humo de carbón, muchos iban llenos de ruidosas familias campesinas,
los estantes de encima de sus cabezas estaban atiborrados de toda clase de
pertenencias: cestas y sacas de productos del campo destinados a los bazares y

289
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mercados de Alejandría. Tuvieron que ir hasta el final del tren para encontrar un sitio
vacío donde acomodarse, y Halder se dejó caer sobre el duro asiento de madera, al
tiempo que arrancaba el tren.
—Ha andado bien cerca. La verdad es que no creí que lo consiguiésemos —dijo,
sonriendo a Rachel sin ganas—. Un obstáculo salvado. ¿Cuántos quedarán? Hasta
ahora, los militares no sabían qué aspecto teníamos. Pero eso cambiará en cuanto esos
policías militares no encuentren lo que buscan y sumen dos y dos.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Alejandría?
—Si no surgen más problemas, una media hora. Confiemos en que nuestros dos
amigos estén ocupados por lo menos durante ese tiempo.
—Pero ¿y si hay más policías pidiendo los papeles al llegar a la estación de Ramleh?
—Ya lo había pensado. Por eso nos bajaremos una parada antes de Ramleh y
cogeremos un tranvía o un taxi hasta la ciudad. Según Achmed, hay un tren para El
Cairo a las dos y cuarto; tendremos tiempo de sobra para explorar la estación y ver si
la policía la tiene vigilada.
—¿Y si la están vigilando?
—Ya nos preocuparemos de eso cuando lleguemos a Alejandría. Mientras tanto,
tengo que deshacerme de este uniforme y será mejor que tú también te cambies de
ropa. ¿Tuviste que enseñarle tus documentos al sargento?
—No.
—Estupendo. Eso facilitará un poco las cosas. No tienen ningún nombre que buscar.
¿Llevas maquillaje en el bolso?
—Algo.
—Trata de cambiar tu aspecto lo más que puedas. Yo reharé mi maleta y meteré
algunas de mis cosas en la tuya, porque no podemos andar por ahí con aspecto de
refugiados desvalidos. Y, por cierto, lo has hecho muy bien. Debes de haber hecho una
actuación muy convincente. Esos policías militares se largaron como si les hubieran
puesto un cohete en el jeep.
—Todavía no sé de dónde saqué el valor —admitió Rachel.
—Es muy simple —dijo Halder—, Basta con pensar en las alternativas.

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CAPÍTULO 38

El Cairo
21 de noviembre, 13.30 h

Harvey Deacon estaba en su despacho cuando el teléfono sonó, y lo cogió


ansiosamente.
—Deacon —dijo, escuchó y después dio las gracias al interlocutor—. Agradezco la
ayuda, Omar. Y sé que puedo confiar en su discreción. Si tiene alguna información
más, llámeme en seguida.
Colgó el teléfono de un golpe y permaneció sentado, moviendo la cabeza con cara
de preocupación, y se enjugó la frente con un pañuelo antes de acercarse a uno de los
ojos de buey del camarote. Encendió un cigarro para tranquilizarse y vio que las manos
le temblaban. Sus contactos tendrían que haber aterrizado hacía más de ocho horas, y
ya deberían haber llegado a El Cairo.
Había ido a los Jardines del Faraón, frente a la estación del tren, a las nueve de
aquella mañana, con su panamá puesto y una rosa fresca en el ojal, a esperar el primer
tren de Alejandría. Se había sentado en la terraza para tomar café y leer la Egyptian
Gazette, pero no habían aparecido. Había vuelto al café tres horas después, antes de la
llegada del segundo tren, con los mismos resultados. El siguiente no venía hasta
pasadas las cuatro, y Deacon había decidido volver al club, con una terrible sensación
de condena en la boca del estómago.
Paseó por la habitación; su ansiedad crecía. Algo había ido mal, y ahora que sabía
lo que era, tenía los nervios a flor de piel. Desesperado, había telefoneado al cuartel
general de las Reales Fuerzas Aéreas egipcias y había preguntado por el capitán Omar
Rahman. El capitán tenía contactos en todos los lugares convenientes, el ejército y la
policía, y a los diez minutos lo llamó, a su vez, ahora desde una cabina. Volvió a
llamarlo media hora después y Deacon obtuvo la información que se había estado
temiendo. El ejército y la policía estaban buscando a un hombre y a una mujer,
sospechosos de ser infiltrados alemanes, cuyo avión se había estrellado en el desierto,
al sur de Alejandría. Estaban poniendo en marcha una búsqueda a gran escala.

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—Están cercando Alejandría —le dijo Omar—. Es todo lo que he podido averiguar,
amigo mío. Pero parece algo serio.
Deacon no tenía la menor idea de qué habría sido de los otros dos alemanes, pero
no se atrevió a preguntar porque aquella información confirmaba sus peores temores.
Desde un principio le pareció que Berlín había montado la operación con demasiadas
prisas, y ahora estaban sufriendo las consecuencias. Un hombre y una mujer, había
dicho Omar. Tenían que haber sido cuatro personas: tres hombres y una mujer. ¿Qué
había pasado con los otros dos? Tenía que poder hacer algo para recuperar la situación.
Pero si los cuatro se habían separado para ir en distintas direcciones, eso no serviría
de mucho, y el tiempo jugaba en su contra. ¿Cómo podía ni tan sólo esperar
encontrarlos antes que el ejército y la policía, por no hablar de sacarlos de Alejandría?
Y, si no lograban llegar al barco en Rashid, era casi seguro que los cogerían.
Deacon permaneció varios minutos ante el ojo de buey, haciendo trabajar a su
cerebro enfebrecido, hasta que se le ocurrió qué hacer. Entonces, se acercó a la pared y
tiró de un cordón de pasamanería.
Segundos más tarde apareció el criado.
—¿Effendi?
Deacon se caló el panamá, recogió las llaves del Packard y dijo:
—Estaré fuera una hora, quizá menos. Quédate junto al teléfono. Si alguien llama
preguntando por mí, coge el recado y diles que los llamaré cuando llegue.

Alejandría, 12.40 h

—Según parece, puede tratarse de dos oficiales británicos que han desaparecido del
campamento de Amiriya: el capitán Jameson y el teniente Grey.
El capitán Myers colgó el teléfono y Weaver suspiró. Estaba en el despacho de
Myers, en el Cuartel General Militar de Alejandría, mientras Sanson llevaba a cabo la
búsqueda por el desierto.
—Acabo de hablar con el oficial de guardia —comentó Myers—. Informó de su
desaparición hace una hora. Esta mañana no se presentaron al servicio y pensó que
podrían haber tenido dificultades durante la tormenta de arena.
—¿Qué más le han dicho?
Myers echó un vistazo a la información que había apuntado en su libreta.
—El teniente tenía veintiún años. Sólo hacía un mes que le habían dado el despacho
y lo destinaron a Egipto. El capitán y él habían ido a jugar a las cartas con algunos

292
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amigos militares ayer por la noche en Hamman. —Levantó la vista y añadió—:


Probablemente los pilló la tormenta y, por casualidad, aparecieron en el lugar en
donde se encontraba el avión accidentado. Los pobres chicos se metieron directos en
la boca del lobo. —Myers titubeó—. Confío en que el teniente Lucas les haya servido
de ayuda. Perdone que no pudiera verlos esta mañana, pero tenía que asistir a una
reunión de estado mayor.
—Claro —dijo Weaver, distraído. Estaba estudiando el mapa de la pared y encontró
Amiriya. Myers salió de detrás de su mesa; era un hombre bajo, de pecho ancho, paso
rápido, y un marcado acento inglés.
—Usted dijo que le gustaría saber las rutas que los intrusos podrían usar para
escapar. Eso es dar por hecho que no se quedarán en Alejandría.
—No creo que podamos dar nada por hecho, excepto que van armados y son muy
peligrosos. Pero si yo estuviera en su lugar procuraría perderme en la ciudad más
grande que pudiera encontrar, aquí o en El Cairo.
Myers señaló un plano de la ciudad.
—Tenemos la estación del tren y la del tranvía, justo aquí, en el centro de la ciudad.
Se llama El Ramleh. Salen trenes para El Cairo cuatro veces al día, mañana, tarde,
noche, y el último a las doce. También está la carretera principal, y por ahí se tarda
unas tres horas en coche o autobús. Los autobuses de El Cairo salen cuatro veces al día
desde la estación del tren. Y lo mismo los transportes públicos para todos los demás
destinos importantes: Port Said, Rashid...
—¿Hay alguna ruta más?
—Siempre queda el desierto abierto, por supuesto —dijo el capitán, rascándose la
mandíbula—, con lo que se evitan las carreteras principales. Pero intentar atravesar un
terreno como ése sería un suicidio. Todavía hay demasiadas minas por ahí sin
desactivar, y es un viaje lento y difícil: ¿Le importa si le pregunto qué propósitos tienen
esos infiltrados? Las líneas alemanas más próximas están en Italia, y aquí, en este
paraje, hace meses que se acabó la guerra. Parece bastante raro.
—No lo sabemos —mintió Weaver—. Pero es imprescindible que los encontremos.
—El problema —dijo Myers, encogiéndose de hombros— es que no tenemos
ninguna idea de cuál es su aspecto, ni cuántos son exactamente. Dice usted que por lo
menos son dos personas, probablemente más.
Weaver asintió con la cabeza y dijo:
—Lo más probable es que sean alemanes, pero no hay que descartar que sean
egipcios, o vayan disfrazados de árabes.

293
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Es todo muy vago, y eso complica las cosas. Pero puedo hacer que vigilen las
estaciones de tren y autobús, y las carreteras principales. Pediré ayuda a la policía
local.
—Recuerde: son peligrosos y van huyendo. Si ven policías y tropas por todas partes,
puede haber problemas. Así que quiero gente de paisano en las estaciones, no
uniformes, y diga a sus hombres que vayan con mucho cuidado. No quiero un duelo
a tiros como en las películas del oeste ni un montón de cadáveres en las calles. ¿Y qué
pasa con la ruta del desierto?
—¿A qué se refiere?
—¿Cómo podemos cubrir esa ruta de escape?
—La verdad es que es un área demasiado amplia para que podamos montar
controles eficaces. Pero puedo ver si consigo un avión de reconocimiento.
—Pues hágalo. ¿Cuántos campos de aviación hay en Alejandría?
—Dos importantes, y otros dos más pequeños hacia Port Said —respondió Myers,
moviendo la cabeza, convencido—. Son de uso estrictamente militar y las medidas de
seguridad son fuertes. No lograrían pasar las barreras, y ya no digamos subirse a un
avión sin los permisos de viaje y los pases adecuados.
—Aun así, será mejor que los ponga en alerta, por si acaso. ¿Hay algún otro medio
posible para salir de la ciudad?
—Por el puerto —dijo Myers, señalando de nuevo el mapa—. Pero no es una
elección muy buena, incluso aunque consiguieran robar un barco o subirse a bordo de
uno. Es un medio demasiado lento; además, ¿adónde podrían ir? Nuestras patrullas
navales realizan controles específicos a todos los barcos civiles en toda esta zona del
Mediterráneo.
—De todos modos, será mejor que destaque algunos hombres para que hagan
guardia en el puerto.
El capitán alzó los ojos en un gesto de ligera protesta.
—Eso supone una tremenda cantidad de efectivos, mi teniente coronel. Para cubrir
tantos puntos tendremos que dejarlo todo un poco más desguarnecido de lo
conveniente.
—Limítese a hacerlo, capitán. Y quiero un transporte y un conductor. La estación
central del tren es el punto más probable para salir de la ciudad, de manera que quiero
que esté estrechamente vigilada. Y también quiero que se comprueben los nuevos
clientes que haya en todos los hoteles y pensiones de la ciudad, especialmente los que
hayan llegado durante las últimas tres horas.
—¿Todos, mi teniente coronel?
—Absolutamente todos, capitán. Grandes y pequeños. Casas de citas incluidas.

294
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El capitán se quedó anonadado.


—Pero es que hay centenares de hoteles en Alejandría. Podemos tardar varios días.
—Pues tendrán que trabajar más de prisa. Cuanto más tiempo tardemos, más
probable es que maten a alguien y más posibilidades tendrán de escapar.
—Sí, mi teniente coronel —dijo el capitán, soltando un suspiro; alargó la mano hacia
el teléfono cuando se puso a sonar. Lo cogió y estuvo escuchando un momento—. Bien,
ahora mismo voy. —Colgó el teléfono y levantó la vista—. Estamos de suerte. Parece
que es probable que hayan visto a dos de las personas que usted busca.

295
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 39

12.45 h

La Corniche, la famosa ruta en forma de media luna que se prolonga a lo largo de


los muchos kilómetros de la costa de Alejandría, estaba salpicada de hoteles y salas de
fiesta, cafés con terraza y pensiones baratas. Había un cierto esplendor ya ajado en los
edificios frente al mar. Algunos de los hoteles más pequeños eran, en realidad,
burdeles dirigidos a ambos sexos, bellos jóvenes árabes, hombres y mujeres, se
sentaban en las escaleras de piedra, tratando de seducir a los clientes.
Halder se había quitado el uniforme, abandonando la maleta debajo de un asiento
del vagón, y Rachel se había puesto ropa distinta y se había maquillado. Cuando el
tren se acercaba a los suburbios de Alejandría, vieron los racimos de casas blancas de
tejados rojos apiñados a un lado de la carretera, los restaurantes griegos con sus
terrazas en sombra, el mar azul muy cerca del otro lado de la calzada, las palmeras
salpicando el arenal costero.
Al entrar en la estación anterior a Ramleh no advirtieron ninguna presencia militar
en el andén, de manera que se bajaron del tren y tomaron un taxi. Halder dijo al
conductor que los dejase por la Corniche, y diez minutos después ya estaban
caminando por el paseo.
—Nadie diría que hay una guerra —comentó Halder, encendiendo un cigarrillo y
cogiendo a Rachel del brazo mientras paseaban—. Es como otro mundo, después del
viejo Berlín.
Por la magnífica explanada las parejas paseaban al sol, los tranvías traqueteaban
junto al Mediterráneo, y había quioscos de vivos colores que vendían golosinas y
baratijas. El único recordatorio evidente de la guerra eran las docenas de barcos de la
flota aliada fondeados a lo largo de los muelles y los marineros y soldados de permiso
que merodeaban en torno a los bárdeles.
—Solía decirse que Alejandría era el París del Próximo Oriente. Y, desde luego, tiene
más fama incluso que El Cairo Dicen que aquí los burdeles colman todos los gustos
imaginables. Incluso los antiguos romanos la llamaron «la ciudad de las delicias
pecaminosas».

296
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Rachel se fijó en dos prostitutas egipcias de grandes pechos que tentaban a un par
de jóvenes marineros para que entrasen en un hotel miserable.
—Me parece que las cosas no han cambiado mucho desde los tiempos de Marco
Antonio y Cleopatra. Pero estoy sorprendida de lo bien que pareces conocer
Alejandría.
—Mis padres me traían aquí de niño, ¿nunca te lo conté? Mi padre estaba empeñado
en que el fabuloso palacio del tesoro de Cleopatra estaba enterrado en algún lugar de
la bahía. Pero la última vez fue hace un año, pasé un mes en una operación tras las
líneas enemigas. No fue tan peligroso como parece. Y, desde luego, muchísimo más
agradable que estar bajo los bombardeos ingleses en Libia.
En ese momento, dos jeeps militares aparecieron de pronto en una esquina, más
adelante, y se detuvieron en mitad de la Corniche. Media docena de policías militares
saltaron a tierra y empezaron a montar un control de tráfico, deteniendo los coches de
ambas direcciones y pidiendo los papeles a los conductores.
—Podría tratarse simplemente de un control rutinario —dijo Halder, arrojando el
cigarrillo—, pero también podrían estar buscándonos a nosotros. No tentemos al
destino. —Cogió a Rachel de la mano. Cruzaron la calzada desde el mar y se metieron
por una estrecha calle lateral que salía del paseo. Estaba llena de más burdeles y
soldados, y exhalaba aromas poco agradables—. Ya sé que corremos un gran riesgo,
pero tendremos que ir a probar en la estación central. Siempre existe la posibilidad de
que todavía no la estén vigilando. Esta vez usaremos nuestra propia documentación.
—¿Y qué pasa si alguien intenta detenernos?
—Saldremos de allí tan de prisa como podamos, y disparando, si hace falta. —Vio
que Rachel lo observaba con atención, y le preguntó—: ¿Qué sucede?
—Supongo que sabes que estás loco, Jack Halder. Parece que revives en cuanto
hueles el peligro. ¿Nunca te lo han dicho?
—Debe de ser mi sangre prusiana —dijo con una leve sonrisa, y siguió allí de pie,
con una extraña expresión de excitación en el rostro—. Pero ¿sabes lo más extraño?
Hace meses que no me sentía tan vivo —dijo, y luego señaló a otra calle lateral—. La
estación está a unos veinte minutos a pie. Será más seguro ir por las calles secundarias.
Bien, vamos allá. Y procuremos no dar la impresión de ser un par de presos fugados
que andan huyendo.

13.10 h

297
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Me tomaron el pelo, mi teniente coronel. Una pareja muy lista, jodidamente lista,
hay que admitirlo.
Weaver miró al policía militar que estaba firme en el despacho de Myers.
—Descanse, sargento.
El sargento se puso en posición de descanso, se llevó las manos a la espalda.
Sanson se quitó la gorra; tenía el rostro y el parche del ojo salpicados de polvo del
desierto. Se sentó al borde del escritorio.
—Lo mejor será que me diga qué pasó exactamente.
Weaver había avisado por radio a Sanson en cuanto Myers le comunicó la noticia, y
Sanson regresó a toda prisa al cuartel general, dejando a las patrullas que llevasen a
cabo los registros en los pueblos. Weaver lo había recibido y le había informado de la
identidad de los dos oficiales muertos.
Al policía militar se lo veía incómodo en presencia de los tres oficiales.
—Hable, sargento —le conminó Weaver.
—No había ni rastro de aquellos dos hombres por ninguna parte. Puse a algunos de
los muchachos a cubrir las carreteras principales que salían del pueblo, pero no vieron
ningún coche oficial. Ni tampoco se había denunciado el robo de ningún otro vehículo
civil ni militar. Pero cuando volvimos a la estación, comprobé el jeep abandonado.
Resultó que era de los dos oficiales desaparecidos.
—¿Qué aspecto tenía la chica?
—Muy atractiva. Veintimuchos años. Pelo rubio, ojos azules. Delgada, estatura
media. Y una actriz condenadamente buena hay que decirlo.
—¿Dijo que era sudafricana?
—Sí, mi teniente coronel. Dijo que su padre era coronel, destinado en Alejandría.
—¿Y, sin embargo, no revisó usted sus puñeteros papeles? —dijo Sanson, enfadado.
—Me dijo que se los había olvidado, mi teniente coronel —respondió el policía
militar, ruborizándose—. Y luego me pareció que no hacía falta, cuando el oficial dijo
que la respaldaba.
Sanson hizo un esfuerzo por dominar su rabia.
—¿Dice que se presentó como el capitán Jameson?
El policía militar asintió con la cabeza.
—Eso es lo que más me asusta. Representó su papel a la perfección. Hablaba inglés
con un acento perfecto, muy elegante... —Se puso nervioso y miró a Myers—: Le pido
perdón, mi capitán, yo pensaba...

298
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ya sé lo que pensaba, sargento —lo interrumpió Myers con brusquedad—.


Continúe.
—Tenía unos treinta años, creo. Año arriba, año abajo. Alto, bastante guapo, pelo y
ojos oscuros. Un tipo competente, diría yo. Luego, cuando llamé a Amiriya para
comprobarlo, me dijeron que el capitán Jameson y otro oficial, el teniente Grey, habían
desaparecido. Y luego me enteré de que habían sido...
—Ya sabemos de qué se enteró.
—¿Reconocería usted a alguno de los dos si volviera a verlos? —preguntó Weaver.
—Oh, sí, mi teniente coronel. No me cabe la menor duda de eso.
—¿Y los documentos? —interrumpió Sanson—. Las fotografías no podían coincidir.
—Con las fotos, a veces es difícil de saber —dijo el sargento, enrojeciendo de
nuevo—, especialmente si es alguien de uniforme y con un cierto parecido. Pero era
un pájaro de mucho cuidado, me dijo que no me preocupase, y que comprobase sus
papeles con el oficial de guardia cuando descubrí que su tarjeta estaba caducada desde
hacía una semana. Resultaba tan convincente que acepté sus palabras.
—No hay duda de que es un individuo listo, quienquiera que sea —dijo Sanson a
Weaver y se acercó al mapa de la pared—. ¿Dice usted que cogieron el tren de cercanías
que se dirigía hacia aquí?
—Si —replicó el policía militar—. Le pregunté al jefe de estación. Había visto al
hombre y a la mujer subirse juntos después de que yo me marchase. Y entonces fue
cuando avisé por radio al cuartel general.
—¿Cuál es la última parada? —preguntó Sanson a Myers.
—Ramleh, la estación central. Pero habrán llegado allí hace mucho, sólo tenían
media hora de viaje. Dando por hecho que ése fuera su destino, desde luego, porque
hay varias paradas más por el camino.
—Mande algunos hombres a las estaciones de la línea y pregunten al personal
ferroviario. Averigüen si alguien vio bajarse del tren en alguna de ellas a una pareja
que responda a la descripción. —Sanson lanzó una mirada al sargento, su rabia ante
su incompetencia apenas dominada, y le ordenó—: Eso es todo por ahora. Espere
fuera.
El hombre salió y Sanson dijo:
—Sólo tienen dos opciones: seguir el viaje, o quedarse en la ciudad.
Myers miró el reloj.
—Hay un tren que sale para El Cairo dentro de poco más de una hora. El de las dos
y cuarto. Y hay otro a Port Said una hora después. Si deciden continuar viaje mientras

299
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

les dure la buena suerte, no nos iría nada mal vigilar de cerca la estación de Ramleh,
como ha sugerido el teniente coronel Weaver.
—Puede apostar su culo a que la vigilaremos —dijo Sanson con una mueca—. Sólo
gente de paisano. Y no haga entrar a todos sus hombres a la vez, vaya filtrándolos en
la estación de en dos y de tres en tres, y por la entrada principal y la de atrás. Dígales
que sean discretos, un solo desliz y habremos arruinado cualquier posibilidad de cazar
a esos cabrones.
—Sí, mi teniente coronel.
—Y encuéntrenos trajes civiles para nosotros. Hable con el jefe de estación para que
todos los pasajeros tengan que pasar sólo por una o dos barreras, así podremos vigilar
las cosas bien de cerca. Y que haya asistencia médica preparada también, por si la
necesitamos.
—Va a ser complicado que pueda organizarles todo eso, mi teniente coronel.
—Sin excusas, capitán. Limítese a ordenar que se haga.
—Sanson recogió su gorra y le quitó la arena de un cachete—. ¿Se le ocurre alguna
otra cosa, Weaver?
—Me parece que ya lo ha previsto todo. —Weaver señaló la puerta con la cabeza y
añadió—: Salvo que será mejor que nos llevemos al sargento. Los vio una vez, y los
reconocerá si vuelve a verlos.

13.45 h

A Halder y Rachel les llevó casi media hora llegar a la estación de Ramleh. Había
un pequeño café —el Petit París— en la esquina de enfrente. Se sentaron a una de las
mesas y Halder llamó a un camarero.
—¿Algo va mal? —preguntó Rachel.
—Es más conveniente hacer un pequeño reconocimiento previo. Vamos a tomar un
café. Te recomiendo el yemení, es de primera. Y también será mejor que comamos algo
mientras podamos.
Pidieron café y pasteles, y Halder observó la entrada de la estación, al otro lado de
la calle. Se veían los soldados de costumbre en tránsito, entrando y saliendo por la gran
entrada, con los petates al hombro, y un par de policías de tráfico egipcios charlando
en la plaza. No parecía que prestasen mucha atención a nadie y Halder no advirtió
ninguna presencia militar.
—Parece bastante tranquilo. Pero claro, pueden tener apostados agentes de paisano.
Es un riesgo que tendremos que correr.

300
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Estuvo estudiando la estación diez minutos más, después se terminó el café.


—Si hay el más mínimo atisbo de dificultades, quédate junto a mí. ¿Entendido?
Rachel asintió con la cabeza.
Halder se palpó el revólver en el bolsillo, se puso de pie, miró y le ofreció su brazo.
—Es hora de lanzarse al agua. ¿Preparada?
Rachel se levantó y se cogió de su brazo.

301
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 40

Estación de Ramleh
21 de noviembre, 14.00 h

La estación de Ramleh era un caos en un edificio de piedra maciza con techos de


altas bóvedas. Justo a la entrada había varios puestos de comida cochambrosos,
rebosantes de viajeros, en su mayoría campesinos árabes. Atestaban la estación,
muchos de ellos descalzos y con chilabas, acompañados de esposas e hijos, llevando
cajas atadas con alambres, jaulas de madera repletas de pollos y palomas.
Weaver estaba tras la barrera de billetes, con un traje de hilo que le había prestado
uno de los oficiales de Myers. El aire estaba cargado de olores y hacía un calor
insoportable. A su lado tenía al sargento, con blazer y pantalón de franela y la cabeza
rapada cubierta con un panamá. El tren de El Cairo salía dentro de quince minutos; el
de Port Said, una hora más tarde. Sólo había una barrera por la cual pudieran pasar
los viajeros para acceder a los andenes, y Weaver y el sargento se mantenían a corta
distancia del uniformado inspector árabe, lo bastante cerca como para ver la cara de
todos cuantos pasaran.
Weaver echó una mirada al reloj de la estación. Las manecillas marcaban las dos en
punto.
Se había formado una larga cola y se oían murmullos de protesta por parte de los
pasajeros europeos, pero los árabes se tomaban aquella incomodidad como rutina,
habituados a los retrasos y a la burocracia impasible. Por el momento, el sargento no
había visto a nadie que le recordase a la pareja. Habían colocado otro punto de control
un poco más adelante del andén, oculto a los pasajeros, en el que dos policías militares
de paisano volvían a comprobar los documentos de identidad de todos aquellos a los
que habían permitido entrar.
Weaver confiaba en que, si descubrían a la pareja, no podrían escapar.
Lo habían organizado todo con muchísima prisa. Él había llegado por la puerta de
atrás hacía sólo cinco minutos, y se había cambiado de ropa en uno de los camiones
militares que estaban aparcados detrás de la estación. Diez policías de paisano
armados estaban apostados en torno a la estación, seis más en los andenes, y otras dos

302
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

docenas de hombres uniformados se ocultaban en la oficina del jefe de estación por si


hacían falta. Sanson había decidido situarse ante la entrada principal con dos policías
de paisano, preparados para bloquear cualquier intento de escapada, y en una calle
lateral inmediata estaban aparcados un par de motoristas y una ambulancia con dos
médicos, por si se producía un tiroteo.
En la estación había mucho ajetreo, lo que hacía el trabajo aún más difícil. Weaver
vio a Myers y a otro oficial de paisano apoyados contra una columna veinte metros
más allá, fumando cigarrillos y puestos de pie sobre sendas maletas destartaladas,
fingiendo ser pasajeros que esperaban. Myers lo miró a él, y Weaver le dijo que no con
la cabeza. No habían visto ningún sospechoso hasta el momento.
De repente, el sargento tiró a Weaver de la manga.
—Hay una pareja como a siete metros de la barrera.
—¿Dónde?
—Aquella mujer rubia que lleva un traje azul. Y el hombre que está con ella lleva
una chaqueta clara.
Weaver se puso en tensión y fue observando la cola, procurando que no se notase.
Vio a la pareja. Parecían refugiados europeos. El sargento dijo:
—Están un poco lejos para verlos bien, pero no me cabe la menor duda que se
parecen mucho.
—¿No está seguro de que sean ellos?
—Bueno... no, mi teniente coronel. A esta distancia no puedo estar seguro. Y me
parece que la mujer lleva un montón de maquillaje.
Weaver sabía que si se equivocaban de pareja y se acercaban a ellos pondrían en
peligro toda la operación. Otros pasajeros de la cola verían lo que pasaba y, si los
verdaderos sospechosos estaban allí, se olerían la tostada y se escabullirían de la cola.
Myers y su compañero estaban esperando junto a la columna por si sucedía eso,
pero la cola estaba tan nutrida y había tanta gente en la estación, que Weaver sólo pudo
desear que su estrategia funcionase. Volvió a mirar a la pareja. La cola había avanzado,
estaban quizá a cinco metros, y procuró no mirarlos directamente.
—¿Sigue creyendo que se parecen?
—Sí, mi teniente coronel —respondió el sargento.
—Cuando estén lo bastante cerca, aproxímese usted y trate de verlos mejor. Y sea
tan discreto como pueda.
Hizo un leve movimiento de cabeza en dirección a Myers, que esperaba junto a la
columna. El capitán arrojó su cigarrillo, dijo algo a su compañero, y ambos quedaron
prevenidos para moverse. Unos minutos después, la pareja ya había llegado casi ante

303
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

el revisor de billetes. Weaver vio que el hombre sacaba un par de billetes y agarró la
Colt que llevaba en el bolsillo.
—¡Ahora! —ordenó al sargento.
Cuando la pareja hablaba con el revisor, el sargento se acercó más. Cuando estaba
estudiando sus rostros, la mujer levantó la vista, lo vio, y le sonrió amablemente. El
sargento se dio la vuelta, regresó y movió la cabeza.
—Lo siento, mi teniente coronel. Se parecían a los dos que vi, pero no son ellos,
seguro.
—¿Está completamente seguro?
—Del todo.
Weaver se desanimó. Miró a Myers, le dijo que no con la cabeza y vio que el capitán
se relajaba.
Miró el reloj de la estación: las dos y cinco.
Docenas de pasajeros más, muchos de ellos europeos, algunos militares pero la
mayoría civiles, seguían llegando al final de la cola en los últimos minutos para
embarcar. Weaver sintió que estaba al límite y se enjugó la frente. En la estación hacía
un calor asfixiante, y la tensión de la espera no ayudaba. Imaginó que si los alemanes
estaban allí, intentarían dejarlo para el último minuto, justo en el momento en que
arrancase el tren.
—Mantenga los ojos bien abiertos —le dijo al sargento—. Si tienen intención de
subir al tren, lo harán muy pronto.

14.00 h

Halder penetró en la estación atestada, con Rachel del brazo. Miró a su alrededor
con precaución. Las únicas tropas que veía eran soldados de permiso; unos, tomando
cerveza en los puestos de comida árabe mientras esperaban su tren, otros, dirigiéndose
a los andenes con el petate al hombro.
—Todo parece muy normal, pero nunca se sabe —dijo, y condujo a Rachel hasta un
cuadro horario que había en una columna, junto a las taquillas—. Achmed estaba en
lo cierto. Las dos y cuarto. Tenemos quince minutos hasta que salga el tren. ¿Crees que
podrías comprar dos billetes?
—¿Y si el tren está completo?
Halder sonrió, y le dijo:

304
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Creo que descubrirás las maravillas que puede hacer una pequeña bakshish. —Le
dio dinero—. Compra de ida y vuelta, siempre son menos sospechosos que los de ida
sólo. Y no te preocupes, yo estaré aquí vigilando.
Esperó mientras Rachel se ponía a la cola de los billetes. Vio a un joven vestido de
civil que estaba de pie a un lado de la fila de las taquillas de billetes leyendo un
periódico, como despreocupado. Vio que miraba a Rachel un momento y luego volvía
a leer el periódico. Halder se sintió inquieto. Aquel hombre podía ser un policía militar
o podía, simplemente, esperar a alguien. Era difícil de decir. No hizo ademán de
acercarse a Rachel ni a ninguna otra persona de la cola, pero su presencia incomodaba
a Halder. Los andenes estaban demasiado lejos para poder echarles una buena mirada
y ver si había controles militares, y no quería dejar sola a Rachel. Miró el reloj de la
estación. Marcaba las dos y cinco minutos.
Rachel volvió con los billetes y Halder le preguntó:
—¿Algún problema?
—No. Dos de ida y vuelta, como me dijiste.
—Bien, pues vamos allá. Cruza los dedos.
La cogió del brazo y echaron a andar hacia los andenes. Había una cola muy larga
para pasar por una única barrera de entrada, lo que levantó de inmediato las sospechas
de Halder. Cuando miró más allá, se dio cuenta de que había dos hombres vestidos de
paisano de pie a un lado de la barrera, cerca del revisor árabe de uniforme. Cuando
uno de ellos se quitó el sombrero para enjugarse la frente, Halder se quedó helado. Le
llevó uno o dos segundos, pero reconoció al sargento con el que había hablado aquella
mañana en la estación.
—¡Por todos los demonios! —exclamó.
Estaba a punto de darse la vuelta cuando se fijó en la cara del otro hombre, el que
estaba de pie junto al sargento.
—¡Dios santo, no puedo creerlo!
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Rachel.
Los ojos de Halder mostraban una incredulidad absoluta, pero no dijo nada. Agarró
fuertemente a Rachel del brazo, y ambos se escabulleron fuera de la cola y se mezclaron
entre la muchedumbre.

305
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 41

Halder luchó por abrirse paso entre la multitud, hacia los puestos de comida de la
estación, ocupados por un grupo de soldados australianos muy vocingleros. Pidió dos
cervezas y se dirigió con Rachel a una de las mesas. Ella le preguntó:
—¿Qué ha pasado? Parece que hayas visto un fantasma.
—No mires ahora —dijo Halder con voz ronca—. Hay dos civiles de pie cerca de la
barrera. Son militares de paisano y nos están buscando.
—¿Cómo lo sabes?
—Uno es el sargento al que despistamos esta mañana.
Rachel se quedó petrificada. Halder dijo:
—Y será mejor que te prepares para otra buena sorpresa: el otro hombre es Harry
Weaver.
Rachel se quedó sin habla, completamente atónita durante unos instantes; después
se giró en redondo bruscamente para mirar hacia la barrera. Estaban a cierta distancia,
y Halder le advirtió:
—No mires. Llamarás la atención.
Pero Rachel apenas si le escuchaba. Había descubierto al sargento, de pie junto al
revisor, y por la expresión que Halder vio en su cara, notó que había reconocido a
Harry Weaver. Se le veía un poco más viejo y llevaba un traje ligero de hilo. Estaba
demasiado lejos para verlos a ellos, preocupado en vigilar la cola de pasajeros.
—Rachel... —La voz de Halder la devolvió a la realidad. Estaba completamente
atónita.
—No..., no puedo creerlo.
—Desde luego, el mundo es un pañuelo —dijo Halder, tragando un buche de
cerveza—, y está lleno de sorpresas. Es la clase de destino en que creían los antiguos
egipcios, volver a encontrarse en otra vida.
Rachel empezó a girarse otra vez, pero Halder le cogió la mano.
—No hagas las cosas tan evidentes. Es Harry, no cabe la menor duda.
—Pero... ¿qué está haciendo aquí?

306
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Buena pregunta. Pero supongo que es bastante lógico. Habla árabe bastante bien,
de manera que no es nada sorprendente que esté destinado en Egipto. Me imagino
que, probablemente, en la policía militar o en los servicios de inteligencia. —La miró y
vio que seguía estando confusa—. ¿Te encuentras bien?
—Es que..., parece tan poco real... verlo otra vez en estas circunstancias. No sé qué
pensar.
—Pues ya somos dos. Y estoy segurísimo de que Harry se quedaría muy
sorprendido si supiera que estamos aquí.
—¿No crees que él ya debe de saber que somos nosotros las personas que busca? —
preguntó Rachel, angustiada.
—Lo dudo. ¿Cómo podría saberlo? Pero por mucho que me haya gustado toda la
vida la compañía de Harry, no creo que debamos quedarnos aquí para charlar con él.
—Movió la cabeza y añadió, incómodo—: ¿Quién lo hubiera imaginado? Harry y
nosotros en distintos lados de la barrera en un momento como éste. Me asusta
pensarlo, y no estoy seguro de que me guste demasiado. Te hace pensar que hay
alguien allí arriba tirando de las cuerdecitas y riéndose de nosotros.
Halder imaginó que Rachel querría mirar una vez más a Weaver, así que alargó la
mano por encima de la mesa y sujetó la de ella.
—Ahora nos iremos. Termínate eso, necesitarás bastante valor. Visto que Harry y el
sargento van de paisano, puedes apostar a que hay otros por aquí cerca, y
probablemente cubren todas las salidas, lo que podría ponernos las cosas difíciles.
Antes ya vi a un hombre junto a las taquillas que me pareció sospechoso.
Probablemente sea uno de los camaradas de Harry.
Rachel no había probado su cerveza y Halder vio que le temblaban las manos. Le
preguntó:
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Creo que sí.
—Si alguien nos para, déjame hablar a mí. Pero estáte preparada para moverte en
cuanto te lo diga.
—¿No te rindes fácilmente, verdad, Jack?
—No entiendo de qué sirve rendirse —respondió, sonriendo forzadamente, se quitó
la chaqueta y se aflojó la corbata. Luego sacó el revólver del bolsillo disimuladamente
y lo puso debajo de la chaqueta.
—¿Y qué pasa si Harry y su amigo vienen por nosotros?
En el rostro de Halder apareció una expresión de ansiedad.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ahórrame el pensarlo. Ya es bastante malo encontrarme enfrentado al mejor


amigo que he tenido nunca. La última cosa que querría en el mundo es que Harry y yo
tuviéramos que enfrentarnos a tiros. Así que muévete con tranquilidad y ligereza, y
no te separes de mi lado.

Al volver a mezclarse entre la muchedumbre, Halder le apretó la mano.


—Cuando hayamos salido de aquí, procuraremos dirigirnos otra vez hacia el paseo.
—Quieres decir, si lo conseguimos…
—¿Te acuerdas de aquel viejo dicho árabe? Para sobrevivir, has de reírte de la
desesperación en su cara. Si parecemos desesperados, estamos muertos. Así que
procura parecer absolutamente normal y tranquila, incluso si nos paran.
Lanzó una mirada rápida hacia atrás, pero no había ningún signo de que Harry
Weaver o el sargento los siguieran. Condujo a Rachel hacia la salida de la estación, que
quedaba al frente, dejando atrás la multitud de viajeros.
—Ya estamos. Vamos allá.
Les pareció que tardaban una eternidad en cruzar hacia la salida. Se abrían camino
a empujones y en todas direcciones los aplastaban cuerpos ajenos, Halder vigilaba
ansioso cualquier síntoma de peligro entre la gente, pero llegaron a las puertas de
salida sin que nadie los parase. Hizo una pausa antes de cruzarlas, para hacer una
estimación de la plaza y del trajín delante de la estación. Había autobuses alineados
junto al bordillo, pero no vio vehículos militares estacionados. La plaza estaba
demasiado llena para poder verla bien, pero no descubrió a nadie que le pareciera
militar o policía de paisano. Los dos guardias de tráfico egipcios que había visto antes
seguían allí, fumando y hablando, sin mostrar el más mínimo interés por nada de lo
que sucedía a su alrededor. Al otro lado de la plaza había un laberinto de callejones,
la entrada a un bazar.
—Vamos a ir hacia allí —le dijo a Rachel—. Todo parece estar bastante tranquilo.
¿Preparada?
—Sí.
—Cruza los dedos —Halder sujetó más fuerte el revólver bajo la chaqueta—. Y
recuerda, si alguien nos para, déjame hablar a mí.
Se metieron entre las turbas que cruzaban en ambas direcciones las enormes puertas
macizas que llegaban al techo, y se encontraron en la plaza de Ramleh. Por el rabillo
del ojo, Halder descubrió de pronto a un hombre alto y fuerte vestido de civil, más a
la izquierda, junto a la pared de la estación. Llevaba un parche en el ojo izquierdo y
tenía una cicatriz de color rosa en la mandíbula. Instintivamente supo que aquel

308
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

hombre estaba vigilando las gentes que entraban y salían de la estación, y lo vio mirar
hacia ellos. Notó que el pulso se le aceleraba, pero no tenía más opción que seguir
andando.
Apenas habían andado una docena de pasos cuando una voz dijo a sus espaldas:
—Disculpe, caballero. Señora.
Halder se volvió. El corazón le dio un vuelco. Era el hombre del parche en el ojo.

14.15 h

Weaver empezaba a sentirse frustrado. Por el momento, el sargento no había visto


a nadie más que se pareciese al hombre o a la mujer. El tren para El Cairo estaba a
punto de salir del andén, sonaban silbatos, los factores subían y bajaban de los
vagones, cerrando puertas. Cuando el revisor hizo pasar a toda prisa al último
pasajero, el sargento dijo:
—No estamos teniendo mucha suerte, ¿verdad?
—Me parece que no. —Weaver llamó a Myers—. La pareja aún podría aparecer.
Será mejor que deje hombres apostados. ¿Cuándo sale el tren de Port Said?
—Dentro de una hora. Y el siguiente para El Cairo, a las seis.
—Dígale a sus hombres que se releven para descansar, pero que sigan vigilando las
llegadas y salidas de cercanías.
—¿Quiere que se lo diga al teniente coronel Sanson, mi teniente coronel? Weaver
movió la cabeza y se aflojó la corbata, sintiéndose completamente desanimado. En la
estación hacía un calor asfixiante y necesitaba aire, y descansar un poco.
—No, yo mismo se lo diré.

Halder estaba tratando de decidir si pegarle un tiro al hombre del parche en el ojo
cuando otra figura corpulenta en ropas civiles se les unió. Avistó a un tercero, también
de paisano, colocado junto a la entrada, observando lo que sucedía como si tuviera a
un limpiabotas sacándole brillo a los zapatos. Supuso que aquellos hombre eran
policías militares o del servicio de inteligencia. El bazar no estaba más que a cincuenta
metros, cruzando la plaza, pero eso era demasiado para correr hasta allí sin arriesgarse
a que les disparasen.

309
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Puedo ver sus papeles, señor? —dijo el hombre del parche en el ojo. Su camarada
estaba de pie junto a él, con una mano en el cinturón, preparado para actuar.
Halder intentó mostrarse ofendido al mirar a los dos hombres.
—¿Quién demonios son ustedes?
—Teniente coronel Sanson, inteligencia militar —dijo el del parche en el ojo,
mostrándole su tarjeta de identidad.
—Bien, en ese caso, encantado —dijo Halder tranquilamente, y le alargó la cartera
con los documentos.
—Usted también, señora, si no le importa —dijo Sanson.
Rachel revolvió en su bolso y le ofreció sus papeles. Sanson observó
cuidadosamente los dos juegos de documentos, tan cuidadosamente como un
empleado de banca estudia unos billetes que cree falsos, tomándose su tiempo para
estudiar las fotografías, frotando la tinta con el pulgar. Finalmente, levantó la vista, y
Halder vio la sospecha en su rostro.
—¿Iban ustedes a tomar un tren?
—¿Por qué lo pregunta? —la voz de Halder sonaba irritada.
—Los vi entrar en la estación hace diez minutos. Y ahora han vuelto a salir. Me
preguntaba si habría alguna razón por la que hubieran cambiado de idea respecto al
viaje.
—Escuche, amigo, vinimos en el tren de El Cairo hace un rato. Mi amiga, aquí
presente, vio que había extraviado una de sus maletas. Ahora resulta que se ha
perdido, y tendremos mucha suerte si llegamos a recuperarla. —Halder intentaba
parecer adecuadamente molesto—. En fin, esto es el servicio ferroviario egipcio. Una
mierda que no sirve para nada.
Sanson enarboló una breve sonrisa, fría.
—Sus papeles dicen que es usted americano y que se llama Paul Mallory.
—¿Y qué pasa con eso?
Sanson parecía poco convencido y miró a Halder de arriba abajo.
—¿No le importa que le pregunte por qué no está usted en el ejército?
—No me parece que eso sea asunto suyo.
—Podría hacer que lo fuera.
—Por si quiere saberlo, he sido declarado inútil por enfermedad. En mi cartera hay
un documento que lo certifica. Y ahora, ¿qué tal si me cuenta qué pasa aquí?
Sanson encontró el documento médico en la cartera y lo examinó. Después volvió a
observarlos a ellos dos, todavía suspicaz.

310
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Puedo preguntarle las razones de su visita a Alejandría?


—Soy arqueólogo y doy clases en la Universidad Americana de El Cairo.
—No es eso lo que le he preguntado.
—El conservador jefe del Museo de Alejandría nos invitó a examinar algunos
objetos recientemente descubiertos cerca de Rashid —dijo Halder con una sonrisa—.
Pero, la verdad, eso sólo es una excusa para visitar a algunos viejos amigos. —Notaba
que Sanson seguía sin estar convencido. Desesperado, jugó su última carta—: De
hecho, acabamos de encontrarnos con uno en la estación: Harry Weaver. Como veo
que los dos andan en la misma línea de trabajo, me imagino que lo conoce.
—¿Son ustedes amigos del teniente coronel Weaver? —preguntó Sanson,
levantando su ojo.
—¿Harry y yo? Sí, desde hace mucho.
Sanson pareció relajarse de repente.
—Ya entiendo —miró a Rachel—. ¿Es usted judía alemana, señorita Tauber?
—Sí.
—¿Y puedo preguntarle cuál es exactamente su relación con este caballero?
—Somos colegas. Yo también soy arqueóloga.
Sanson les devolvió sus papeles.
—No los entretendré más. Gracias, señorita. Y a usted también, caballero.
Halder se guardó sus papeles en el bolsillo y dijo:
—Todavía no nos ha explicado qué es todo este follón.
—Tenemos en marcha una importante operación de seguridad —respondió Sanson
sin más—. ¿No se lo dijo el teniente coronel Weaver?
—Ni una palabra —Halder sonrió—. Pero Harry siempre es así. Juega con las cartas
bien tapadas y pegadas al pecho. —Su sonrisa se evaporó al mirar detrás de Sanson y
se congeló al ver que Harry Weaver salía por las puertas de la estación. Apartó la vista
bruscamente.
—¿Sucede algo? —preguntó Sanson.
—Nada —respondió Halder, obligándose a sonreír—. Creo que ya nos hemos
retrasado bastante. Buenos días. Por aquí, querida.
Se cogió con fuerza del brazo de Rachel, empezó a cruzar la plaza hacia el bazar,
pero sabía que ya era demasiado tarde. Por el rabillo del ojo vio que Harry Weaver se
detenía en seco. En su rostro había una expresión de incredulidad, como si hubiera
visto a dos muertos levantarse y andar. Se quedó mirándolos con la boca abierta, los

311
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

ojos puestos en Rachel, y se puso blanco como el yeso. Fue muy rápido. Sanson
percibió su reacción, intuyó que algo iba mal, pero al instante Halder sacó su revólver.
Sanson dio un paso atrás, buscando su pistola.
—¡Santo Dios!
Halder disparó, le hirió en la mano y el corpachón del inglés se tambaleó hacia atrás,
y se agarró a la herida. La plaza entera prorrumpió en gritos, la gente corría a buscar
refugio, y a su alrededor se produjo un vacío casi inmediato. El compañero de Sanson
ya había sacado la pistola, pero Halder disparó primero y le hirió en un hombro, y el
hombre gritó de dolor y cayó al suelo. Cuando el otro hombre de paisano que estaba
junto a la puerta de la estación quiso dispararle, Halder disparó otras dos veces, y lo
lanzó de espaldas contra la pared.
Harry apenas si reaccionó. Seguía atónito, mirando a Jack y a Rachel, sin poder
creérselo. Halder levantó el arma, le apuntó, pero Weaver siguió sin moverse, y
entonces Halder rompió el hechizo y cogió a Rachel del brazo.
—¡Vámonos!
Y corrieron a través de la plaza en dirección al bazar.

312
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 42

Siguieron corriendo por el laberinto de callejuelas del bazar. Halder, frenético,


apartaba a la gente a empujones, y se daban golpes contra los puestos de los
mercaderes.
Era una pesadilla.
En aquel mercado atestado, la gente se estrujaba contra ellos; era una locura intentar
seguir adelante. Diez minutos más tarde ya habían dejado atrás el hervidero de
callejones y el bullicio humano era menor. Halder redujo la marcha, los dos estaban
sin aliento. Miraban atrás constantemente, pero no vieron a nadie que los persiguiese,
aunque sabían que eso no duraría demasiado.
Momentos después sus temores se confirmaron.
Oyeron el zumbido agudo de una motocicleta que se acercaba, y Halder empujó a
Rachel a un pasadizo maloliente.
—No te muevas. Quédate completamente quieta.
Un motorista de la policía militar pasó rugiendo veloz, seguido por otro de muy
cerca. Halder esperó a que se hubieran alejado, y entonces escudriñó el callejón. Se
enjugó el sudor de la cara.
—Creo que de momento los hemos despistado. Pero no podemos quedarnos aquí.
Cógeme del brazo, como si hubiéramos salido a dar un paseo.
Salieron del pasadizo y acabaron por encontrar el rumbo en las callejuelas
comerciales, dirigiéndose otra vez hacia el mar, y diez minutos después salían a la
Corniche. Halder no descubrió ni rastro del control que habían visto antes, y condujo
a Rachel a uno de los bancos del paseo. Notó la tensión en su rostro.
—No podemos quedamos aquí mucho tiempo. Y cuantas más vueltas demos a
plena luz del día, más fácil será que nos cojan.
—¿Y qué podemos hacer?
—Puedes estar segura de que Harry y sus amigos cerrarán todas las carreteras de
salida después de lo que ha pasado, así que ni siquiera tiene sentido intentar llegar a
Rashid. Cuando se haga de noche tendremos que procurar escabullimos de la ciudad,
por el desierto. Es la única esperanza que tenemos.

313
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Por qué a Rashid?


—Lo había olvidado, tú no lo sabías. —Y le explicó lo del barco—. Se suponía que
serviría de escapatoria en caso de que tuviéramos dificultades. Sólo que ahora no nos
sirve de mucho.
—Pero tú dijiste que intentar cruzar el desierto era un suicidio.
—Me temo que no tenemos otra elección —dijo Halder, al tiempo que consultaba el
mapa—. Si pudiéramos robar un vehículo adecuado, un camión quizá, y
encontrásemos una brecha en el cerco militar, podríamos tener suerte. Es difícil que
puedan rodear la ciudad entera. Es demasiado extensa, y. no pueden tener efectivos
suficientes. De manera que en algún sitio tiene que haber alguna brecha. El problema
es encontrarla.
—¿Y qué pasa mientras tanto?
—Tenemos que encontrar un sitio seguro para estar hasta la noche, mientras
planeamos las cosas. —Halder se levantó, la miró desde arriba. La vio, de pronto, muy
vulnerable y frágil—. Lo siento mucho, Rachel. Siento que te veas metida en este lío.
—Eso que... lo que pasó en la estación con Harry. Todavía no me lo puedo creer del
todo. Es como una pesadilla. Estoy temblando por dentro.
Halder le puso dulcemente una mano en la cara, con una expresión sobria que
indicaba que también él trataba de controlar sus emociones.
—Yo también. Pero no hablemos de eso ahora, por favor.
A lo largo de la soleada Corniche, una línea interminable de hoteles, pensiones y
burdeles iba marcando la curva de la costa. Los edificios eran muy ingleses,
Victorianos tardíos, con unos cuantos escalones a la entrada, pero la mayoría estaban
destartalados y necesitaban una restauración. Rachel se quedó mirándolos.
—Es probable que el ejército registre hoteles y pensiones. No hay ningún sitio donde
estar seguros.
—Cierto —dijo Halder poniendo una sonrisa valerosa; pero la sonrisa se esfumó y
su expresión se volvió más seria, aunque tengo una idea. Es un poco drástica, pero
como probablemente es nuestra única esperanza, podríamos ver si funciona, si es que
podemos aguantarnos la vergüenza.

Era difícil de creer que Gabrielle Pirou hubiera sido en otro tiempo una de las
mujeres más deseadas de Marsella. Ahora, a los sesenta años, llevaba la cara llena de
colorete, sus labios eran un latigazo rojo de carmín, que incluso le pintaba los dientes,
y mostraba una cojera pronunciada. El único rastro de su pasada belleza era su figura

314
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

esbelta y sus sensuales ojos mediterráneos, testigos de cualquier vicio sexual


imaginable, aunque la edad también había hecho mella en ellos.
El caniche enano que llevaba apretado contra su amplio pecho chilló cuando
Gabrielle chasqueó los dedos para reunir a las chicas ante el grupo de hombres que
estaban de pie en torno al salón del burdel.
—Cállate, Donny, mon chéri —riñó al perro—. ¿No ves que estos caballeros están
intentando decidirse?
Los «caballeros» en cuestión eran cuatro oficiales aliados que se habían pasado por
allí después de beber abundantemente en un bar próximo. Las «chicas» eran una
mezcla de europeas y árabes, algunas vestidas de harén, con corpiños altos de
lentejuelas y bombachos transparentes y amplios, otras llevaban faldas de tubo y
blusas reveladoras. Todas eran muy bonitas, dos de exquisita belleza, y hasta de la
última de ellas emanaba sexo. Sonreían y soltaban risitas ante los oficiales y exhibían,
juguetonas, sus cuerpos, insinuando lo que se podía disfrutar en las habitaciones de
arriba.
—Bien, caballeros, ¿no están muy contentos de haber venido? Estas damas son tres
encantadoras, n'est-ce pas? —Gabrielle seguía teniendo un fuerte acento y salpicaba sus
fiases con su francés nativo. Dio un golpecito en su boquilla de marfil y la ceniza cayó,
parte de ella sobre su blusa y sobre el caniche.
El oficial británico que estaba a su lado tosió cortésmente.
—Sí, sí que lo son, desde luego.
—Y todas están perfectamente sanas, se lo aseguro. El doctor viene una vez al mes
—dijo Gabrielle, sonriendo con malicia—. Es un hombre muy picajoso, el doctor, un
fanático absoluto de la higiene, de manera que estoy segura de que unos caballeros tan
fogosos como ustedes pueden estar tranquilos.
Los oficiales sonrieron, nerviosos. Sin duda, estaban un poco borrachos, pero eran
de lo más educados. Gabrielle prefería siempre los oficiales a la tropa; en general, no
se emborrachaban hasta las patas, no discutían el precio ni abusaban de las chicas,
como hacían algunos soldados, que se comportaban como salvajes borrachos, de
manera que quería ofrecer a sus clientes el mejor servicio y asegurarse de que
volverían. Un oficial francés, de mediana edad y con exceso de peso, se aclaró la
garganta y le susurró:
—¿Tendría madame dos damitas disponibles?
Gabrielle sonrió encantadora, contenta de doblar sus beneficios. Lo que el cliente
quisiera, ella lo proporcionaba.
—Naturalmente, lo que monsieur desee. Madame Pirou satisface todos los deseos.

315
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Los oficiales fueron emparejándose con las chicas y sentándose luego en las
cómodas sillas de terciopelo rojo dispuestas en torno al salón decorado con gusto.
Gabrielle se relajó, su trabajo estaba hecho.
Había llegado a Alejandría hacía veinte años para abrir su propio salón, lejos de
aquel chulo brutal que la había dejado coja en Francia. Ahora era la madame de uno
de los mejores burdeles de lujo de la Corniche, reputado por atender a una clientela
entendida. Y además había resultado ser de lo más rentable, especialmente desde que
estallara la guerra. Militares de sangre caliente, hartos de combatir y añorantes de
esposas y de novias, que anhelaban sexo y compañía. El negocio iba viento en popa.
Sonó el timbre del vestíbulo. Gabrielle abrazó a su caniche, hizo un saludo regio a
una de las chicas, y se deslizó fuera del salón.
—Yo abriré la puerta, Suzette. Sirve algo de refresco a los caballeros. Champagne, si
lo desean. Procura que se les trate como a reyes antes de que las señoritas los lleven
arriba.

Cuando abrió la puerta principal se quedó un tanto sorprendida. No era frecuente


que una pareja acudiera a su salón, pero tampoco podía considerarse insólito. En los
escalones esperaban un hombre y una mujer. Eran una pareja guapa, y les sonrió con
cortesía.
—Oui? ¿Qué desean?
El hombre parecía inseguro al decir:
—Un amigo me sugirió que visitara su establecimiento.
Gabrielle pensó que l'amour nunca es algo simple. De vez en cuando, algunas
parejas aventureras y bohemias se permitían un ménage à trois. Por lo general, o eran
ricos, o el marido estaba sexualmente aburrido, o la mujer tenía tendencias lésbicas, o
a veces las tres cosas. Esta pareja no parecían ricos, sólo nerviosos, pero mientras
pudieran pagar y no hiciesen daño a las chicas, podían jugar a los juegos de alcoba que
quisieran.
—Pasen, por favor. Esta tarde estamos bastante ocupadas. No sé si podremos
acomodarles en seguida.
Gabrielle los condujo a una sala decorada con vistosos jarrones de flores y bonitos
grabados eróticos árabes en las paredes. Observó a la mujer. Muy bonita, pero un poco
excesivo el maquillaje. Se ufanaba de su conocimiento de la naturaleza humana, y por
lo general sus ojos le decían cuanto necesitaba saber, pero de ésta no lograba
imaginarse nada. Tenía unos ojos indescifrables. Los del hombre eran más fáciles de
leer: un hombre cabal, y con aspecto de militar, a pesar de sus ropas civiles.

316
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No tengan miedo de decirle a madame Pirou cuáles son sus deseos —dijo
Gabrielle, con una sonrisa acogedora, ansiosa por hacer que la pareja se sintiese
cómoda—. Satisfacemos todos los gustos. Siempre y cuando los puedan pagar.
Era una pregunta amable, no una declaración, y el hombre asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
—¿Y en qué puede servirles madame?
El hombre titubeó, todavía incómodo, pero evidentemente tratando de ocultarlo.
—Nos gustaría pasar toda la velada con una dama de buen gusto. Una habitación
privada, por supuesto.
—Ajá, ¿una cosita para poner un poco de chispa en su vida amorosa? —Gabrielle
alzó las cejas—. Pero eso es bastante tiempo.
—El dinero no es problema.
A Gabrielle se le iluminó el rostro ante la perspectiva de un bonito negocio.
—Entonces estoy segura de que podremos acomodar a madame y monsieur. Una
de mis damitas jóvenes más agradables estará disponible en breve. Resulta muy
cómoda para esta clase de situaciones, tres sensible y muy bonita. A no ser,
naturalmente, que prefieran ustedes escoger a otra diferente.
—No. Así estará bien.
—Los servicios de la señorita requerirán cinco libras egipcias por hora.
—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos?
Gabrielle soltó una risa cristalina, haciendo un ademán divertido.
—Tanto como quieran, chéri, con tal de que paguen por adelantado. Si quieren
acompañarme, les haré preparar una habitación privada y una botella de champagne,
invita la casa, naturalmente. La joven se reunirá con ustedes en breve y podrán
disfrutar de la tarde sin que nadie los moleste.

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CAPÍTULO 43

Cuartel General Militar británico, Alejandría


21 de noviembre, 16.00 h

Weaver estaba solo, mirando por la ventana del despacho de Myers. Se sentía
aturdido, como si acabase de recuperarse de un anestésico. Tenía la boca seca y el
sudor le brillaba en la frente. Fuera, en el patio del cuartel, docenas de soldados
armados subían a unos camiones cubiertos. Observó cómo Myers y varios oficiales
más dirigían a sus hombres. Estaba a punto de iniciarse una búsqueda masiva que
cubriría la ciudad entera.
Weaver se apartó de la ventana, se sentó ante el escritorio y puso la cabeza entre las
manos, invadido de pronto por la angustia y la confusión. Si no lo hubiera visto con
sus propios ojos, no lo hubiera creído. La pareja que estaba delante de la estación eran
Jack Halder y Rachel Stern. Y no había ni un atisbo de duda en su mente: era la misma
pareja que había engañado al sargento por la mañana. Nada de todo aquello tenía
sentido. Todo era una absoluta locura. Le temblaba todo el cuerpo y todavía estaba
bajo los efectos del shock.
Los muertos no se levantan y andan, y no obstante, había visto un muerto. Había
visto a Rachel.
Recordó la expresión de sorpresa en su cara en el momento en que la vio. Una cara
que había rememorado en su pensamiento todos los días durante los últimos cuatro
años, una cara por la que había llorado, al recordarla. En aquel momento, se dijo a sí
mismo que soñaba, o que había visto a una doble. Pero cuando vio a Jack Halder, allí
plantado en carne y hueso, cuando lo vio disparar sobre Sanson y los otros dos policías
militares de paisano, comprendió que no eran alucinaciones.
Una pregunta le bullía en la cabeza: ¿Cómo era posible?
Lo sucedido en la estación era un desastre. Sanson y dos de sus hombres estaban
heridos, uno de ellos todavía en el quirófano del hospital Francés, con una bala en el
pecho. Halder y Rachel habían escapado en medio del caos. Los había perseguido por
las callejuelas bulliciosas, había registrado la zona durante casi una hora, pero se
habían desvanecido como fantasmas. Después, había dudado incluso de su propia

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salud mental, pero había testigos y había heridos. El incidente no había sido fruto de
su imaginación. Movió la cabeza, totalmente confuso, notaba en la boca del estómago
un tremendo agujero que le provocaba náuseas. Sentía palpitaciones en el pecho.
Llamaron a la puerta. Apareció un cabo y saludó.
—Lo llaman por teléfono, mi teniente coronel.
—Pásemelo aquí. Y dígale al capitán Myers que me gustaría verlo cuando haya
terminado fuera. —Un instante después sonaba el teléfono; lo cogió—. Aquí el teniente
coronel Weaver.
—Hola, Harry. ¿Puedes hablar?
Era la voz de Helen Kane. En vez de alegrarse de oírla, sintió que se le caía el alma
a los pies.
—Helen —dijo con voz ronca.
—Qué voz más rara tienes. ¿Va todo bien?
—Sí, estupendamente —mintió.
—Sólo llamaba para saludarte y decirte que te echo de menos. Y para preguntar si
habéis hecho algún progreso en lo del Dakota.
Weaver no respondió, su mente seguía siendo un torbellino.
—No te estaré interrumpiendo, ¿verdad, Harry?
—Mira, estoy ocupado, Helen —dijo, tajante—. ¿Podemos hablar más tarde?
Al otro lado hubo silencio. Estaba convencido de que su rudeza la había herido, y
se sintió mal. Pero Rachel estaba viva, y en aquel momento no podía pensar en ninguna
otra cosa.
—Perdona, me has cogido en un mal momento.
—Claro... desde luego, ya comprendo. Adiós, Harry.
Y oyó cómo colgaba.

Intentaba recomponerse cuando apareció Myers.


—Los hombres están preparados, y además estamos reclutando a todos los que
podemos para que ayuden en la búsqueda. La policía visita todos los hoteles y
pensiones de la ciudad, y les hemos advertido de que sean especialmente meticulosos.
La pareja no puede haber ido muy lejos. Peinaremos Alejandría hasta que los
encontremos.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El capitán parecía muy seguro de sí mismo, pero Weaver sabía que no iba a ser tan
fácil. La segunda ciudad de Egipto era un hormiguero de refugiados de todas las
nacionalidades. Lo mismo que en El Cairo, había cientos de hoteles baratos y albergues
que ni se molestaban en llevar un libro de registro de clientes. Les costaría varios días
comprobarlo todo a fondo.
—¿Sabe algo del teniente coronel Sanson?
—Todavía lo están atendiendo en el hospital. —El capitán echó una mirada a los
últimos hombres que iban subiendo a los camiones—. Será mejor que me ponga en
marcha. ¿Vendrá usted con nosotros, mi teniente coronel?
—En cuanto haya pasado por el hospital. Si surge algo, contacte conmigo por radio
inmediatamente. —El capitán saludó, se volvió para irse, y Weaver dijo—: Una cosa
más.
—¿Sí?
—Traten de cogerlos vivos a los dos. Dé instrucciones a sus hombres.
El capitán puso cara de asombro.
—No sé si habrá opción, o si sería prudente, sobre todo después de lo que ha
sucedido.
—Ya me ha oído. Vivos, si es posible. Denles todas las oportunidades posibles de
rendirse. Y es una orden.
El capitán frunció el ceño.
—¿Puedo preguntarle por qué, mi teniente coronel?
—Tengo mis razones —dijo Weaver sin más.
—Haré lo que pueda —dijo el capitán muy serio—. Pero ya han matado a dos
oficiales, por no hablar de los otros tres que han herido. Si las cosas se ponen mal, no
puedo arriesgar las vidas de mis hombres.

En la sala de heridos del hospital Francés no había nadie más que Sanson, que estaba
siendo atendido en un rincón por un médico y una enfermera. Weaver esperó a que
hubieran terminado y Sanson saliera de detrás de la cortina. Llevaba un gran vendaje
en la mano derecha y estaba pálido.
—¿Cómo se encuentra?
Sanson sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con dificultad.

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—Como Boris Karloff haciendo de momia. De todos modos, tengo todos los dedos
intactos, lo que ya es algo. —Escrutó el rostro de Weaver y le dijo—: Tenemos que
hablar, en algún sitio discreto.
Luego señaló con la cabeza una terraza encalada con un par de bancos de madera e
inició la marcha. Se sentaron.
—Usted conocía a la pareja de la estación, ¿verdad, Weaver?
—¿Cómo lo ha sabido? —contestó débilmente.
—Vi sus caras —dijo Sanson dando una calada al cigarrillo—. Los tres parecía que
hubieran visto a Lázaro levantarse de entre los muertos. Además, el hombre dijo que
lo conocía.
—¿Qué quiere usted decir?
Sanson se lo explicó y añadió:
—Creo que lo mejor será que me cuente qué demonios pasa, Weaver.
Weaver le explicó de qué conocía a Halder y a Rachel. Tardó varios minutos en
explicarlo todo y Sanson lo escuchaba allí sentado, sin mostrar reacción alguna.
Cuando terminó, el inglés se puso de pie y suspiró.
—Es toda una casualidad. Pero la presencia de Halder es el tipo de casualidad que
puedo entender. Habla bien árabe y conoce bien Egipto. Además, habla inglés como
un nativo, es evidente que no tiene problemas para hacer de oficial inglés, y puedo
asegurarle que su acento americano era perfecto. Probablemente esté en la Abwehr, o
en alguna de las fuerzas alemanas de comandos especiales, de modo que no es muy
sorprendente que esté involucrado. Pero lo de la chica realmente me tiene confundido.
Teniendo en cuenta lo que me acaba de decir usted, ni siquiera tendría que estar viva.
—Yo tampoco lo comprendo —dijo Weaver, moviendo la cabeza, totalmente
perplejo—. Nada de todo esto tiene sentido.
—¿Cómo se llamaba el barco que se hundió?
—El Izmir.
—¿Y está completamente seguro de que era la misma mujer?
—Sí.
—Haré que comprueben la historia del Izmir. A primera vista, parece de lo más
improbable que alguien de ascendencia judía esté ayudando a los alemanes, a menos
que lo haga obligada. Pero también hay otra posibilidad.
—¿Cuál?
—Que no fuera quien dijo que era la primera vez. Que lo de judía alemana fuera
una tapadera, y que ya entonces trabajase para los nazis, y probablemente también su
amigo Halder.

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—Mire, Sanson —dijo Weaver muy irritado—, no sé qué demonios está pasando
aquí, ni por qué están involucrados ellos dos, pero sí sé una cosa con toda seguridad.
Rachel Stern y su familia eran absolutamente antinazis. Y conozco a la familia de
Halder de toda la vida, y nunca fueron nazis.
Sanson tiró el cigarrillo al suelo de la terraza y lo aplastó con el zapato.
—Déjeme que le diga algo, Weaver. Antes de que empezase esta guerra, el servicio
de inteligencia militar y la policía egipcia vigilaban a cualquier persona sospechosa de
ser espía o agente extranjero. Los alemanes enviaron aquí a un buen número de su
gente de inteligencia, haciéndose pasar por turistas o vendedores internacionales, o
pretendiendo ser expertos en arqueología. Venían para pulsar las simpatías fascistas
entre los egipcios y establecer contactos que pudieran serles útiles más adelante. Las
razones tendrían que ser obvias. Sabían que el norte de África tendría parte en
cualquier conflicto futuro, estando en la ruta de los campos petrolíferos del Próximo
Oriente no podía ser de otro modo. Los italianos hicieron las mismas jugadas de
espionaje. Incluso hubo bastantes americanos operando aquí en secreto, trabajando
para el Departamento de Estado de su país.
Weaver negó con la cabeza.
—No hay ninguna posibilidad de que Jack Halder o Rachel Stern fueran espías.
Apostaría mi vida.
—Si yo fuera usted, no lo haría. Por lo menos hasta que descubramos si la policía
sabía algo de ellos ya entonces. Todos podemos mantener bien guardados nuestros
secretos si es necesario. Y su amigo Halder parece un hombre muy competente. Hábil
con la pistola, habla bien varios idiomas, y está dispuesto a matar. Una combinación
absolutamente mortal. Pero, por lo menos, sabemos con quién nos las tenemos.
—No puedo creer que Halder asesinase a aquellos oficiales a sangre fría.
—Pues alguien lo hizo. Y estoy decidido a encontrarlo. Puede que Halder y la mujer
tengan compañía, pero de momento no tenemos ninguna prueba de eso. Y está fuera
de la cuestión que sean otra cosa que agentes enemigos. —Sanson se volvió y añadió,
cortante—: ¿Cómo va la búsqueda?
Weaver se lo explicó. Sanson se quedó pensando un momento
—Será mejor que visiten también todas las iglesias, mezquitas, asilos y burdeles. No
quiero descartar ningún posible refugio. Aunque tengamos que destripar la ciudad
entera, los cazaremos.
Weaver se limpió el sudor de la frente. Sanson se le acercó y le puso la mano en la
frente y le miró los ojos.
—Su nivel de adrenalina está más alto que una cometa. Va a hacerle falta una
inyección de algo que lo tranquilice.

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—Estaré perfectamente.
—No, no lo estará, Weaver. Está usted demasiado nervioso —dijo Sanson y se
volvió para irse—. Buscaré al médico.
—¿Qué pasará cuando los encontremos?
Sanson miró para atrás.
—Me parece que ya sabe usted la respuesta. Puede que hayan sido amigos suyos en
otro tiempo, pero ahora son el enemigo y tienen las manos ensangrentadas. Hay una
lista de agravios de un kilómetro de largo. Provocadores, suplantar a un oficial
británico, por no mencionar la muerte de otros dos, lesiones a tres más y resistirse a la
detención. Estoy seguro de que un consejo de guerra les podría colgar un montón más.
Y sólo Dios sabe en qué andaban metidos antes de que los cogiéramos —dijo Sanson,
meneando la cabeza—. Enfrentémonos a la verdad, Weaver. Aunque diésemos por
hecho que los capturásemos vivos, la soga del verdugo les espera a los dos. Y los
colgarán tan alto que no los alcanzarán ni los buitres. Eso se lo prometo.

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CAPÍTULO 44

Alejandría
21 de noviembre, 15.00 h

La habitación estaba en el último piso. Había una cama de matrimonio de metal con
sábanas limpias de algodón y el lujo de unas toallas limpias en el diminuto cuarto de
baño. Altas ventanas con postigos daban vista a la parte trasera del edificio, con un
patio particular abajo que albergaba un par de higueras, una especie de pabellón de
jardín y una verja de hierro forjado cuyo arco daba a una callecita estrecha, en la que
se alineaban hoteles baratos y más burdeles. Justo enfrente había un pequeño café, con
mesas y sillas de caña fuera, sobre la calzada, y clientes árabes que fumaban sus pipas
de agua.
Después de salir madame Pirou, Halder cerró la puerta con llave y abrió los
postigos. Todavía no era de noche, pero ya las calles estaban concurridas de civiles y
soldados que deambulaban por el barrio prohibido. Desde allí veía los umbrales de
varios de los edificios de enfrente, con las ventanas abiertas, y se fijó en un par de
chicas repintadas que conducían a sus dientes a las habitaciones.
—¿Crees que aquí estaremos realmente a salvo? —preguntó Rachel.
—Dentro de lo posible. Confiemos en que Harry y sus amigos se queden bien lejos.
—No puedo dejar de pensar en lo que pasó, volverlo a ver en esas circunstancias...
—Yo intento con todas mis fuerzas no pensar en ello. Francamente, en estos
momentos es un poco inquietante. Y tenemos que mantener la moral alta. —Cerró las
contraventanas y destapó la botella de champán helado, una marca egipcia barata, y
llenó dos de los tres vasos que la madame había dejad en una bandeja. Le tendió uno
a Rachel con una sonrisa preocupada—. No es precisamente de una gran cosecha, pero
disfrútalo mientras puedas.
Rachel se lo bebió, sedienta, y se dejó caer en la cama, agotada.
—Nunca pensé que estaría tan contenta en la cama de un burdel.
—La cuestión es saber cómo nos las arreglaremos para evitar el apuro cuando llegue
la jovencita. —Vio que Rachel intentaba sonreír y le preguntó—: ¿Qué sucede?

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—¿Cómo conseguiste aguantar el tipo así con la madame? Dices de mí, pero tú sí
que equivocaste tu vocación, tendrías que haber sido actor. No me extraña que tu
amigo Schelienberg te eligiese.
—No es amigo mío, y no me ha hecho ningún favor. Pero me alegro de ver que te
tomas las cosas por el lado divertido.
—Todavía no me has dicho de qué conocías este sitio.
—Después de pasar un mes aquí, en secreto, supe de algunos salones por su
reputación, incluido el de madame Pirou. Venga, pongámonos serios. La chica
aparecerá en cualquier momento...
—Si eso sirve para salvar el cuello...
—¿Hablas en serio? —preguntó Halder, atónito.
—He tenido que aguantar cosas mucho peores, y si esto evita que nos atrapen... Pero
estoy segura de que se te ocurrirá algo. —Rachel se bajó de la cama, se pasó la mano
por el pelo y se fue al cuarto de baño, dejando a Halder pasmado—. Necesito un baño
caliente y cambiarme de ropa. Y te sugiero que hagas lo mismo, ahora que podemos.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta y Halder se puso tenso. Otro golpecito y
Rachel se puso seria y dijo:
—Creo que será mejor que abras.
Halder se acercó a la puerta. Al abrirla, una deliciosa mujer árabe de piel chocolate
estaba detrás. La madame tenía razón, era preciosa, de pelo azabache y ojos marrón
oscuro. Sonrió a Halder y luego miró hacia Rachel, que estaba detrás.
—Monsieur, madame. Me llamo Safa.
Halder titubeó, sin saber qué hacer, pero la chica entró en la habitación, muy
decidida, y cerró la puerta. Llevaba pantalones bombachos y un corpiño que mostraba
generosamente sus abundantes senos, y por el modo en que miró a Rachel, resultaba
evidente cuáles eran sus preferencias.
—¿Está segura de que nadie nos molestará? —preguntó Halder.
—Naturalmente —respondió Safa con una sonrisa maliciosa—. La habitación es
nuestra todo el tiempo que ustedes quieran. —Le pasó los dedos, juguetona, por las
solapas, pero su mirada saltó, hambrienta, hacia Rachel—. Madame me ha dicho que
tienen ustedes deseos especiales. Aquí estoy para complacer a ambos.
—En realidad, eso no será necesario —respondió Halder.
—¿Perdón?
—¿Dónde está madame?
—Durmiendo un poquito en su despacho. ¿Por qué?

325
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Hay alguna salida por detrás? Para el caso de que algún cliente quiera
escabullirse sin ser visto.
—Sí —respondió la joven, confusa—. ¿Por qué lo pregunta?
Halder abrió su cartera y extrajo un generoso fajo de billetes.
—Habíamos quedado en cinco libras por hora. Le daré a usted cien si desaparece
hasta medianoche, y no le dice nada a madame ni a las otras chicas.
Esta vez, Safa se quedó completamente atónita.
—Nuestra presencia aquí puede explicarse fácilmente —dijo Halder—. Tratamos de
escaparnos de un oficial de los servicios de inteligencia norteamericanos, un hombre
testarudo y de malas pulgas, y al que no le gusta la idea de que su mujer tenga un
affaire. Llegamos de El Cairo esta tarde pero tuvimos que huir del hotel porque él vino
detrás. Puede estar segura de que buscará en todos los hoteles y pensiones de la
ciudad, así que necesitamos un refugio para pasar la tarde hasta que podamos
marcharnos de la ciudad sanos y salvos. —Halder sonrió encantador—. Es evidente
que ha habido un malentendido con madame, pero nosotros le seguimos el juego
divertidos. Cuando se trata de temas delicados como éste, es más prudente hablar
poco. Estoy convencido de que lo comprende usted.
Que la mujer lo entendiese o no, no pareció importar. Safa arrebató el dinero
codiciosamente de los dedos de Halder, se lo metió entre los pechos, y sonrió para
mostrar su conformidad.
—Lo que usted diga, monsieur.

El Cairo, 17.00 h

Deacon apuró su tercer brandy en diez minutos. Acababa de volver del Jardín del
Faraón, y allí en la terraza no había nadie esperando que pareciera que intentara entrar
en contacto.
—¿Se ha acabado, entonces? —dijo Hassán—. Si la ciudad está rodeada, están listos.
—Es un completo desastre —dijo Deacon, amargo—. Después de esta catástrofe,
podría ser el último clavo en el ataúd. —Dejó el vaso y cogió un papel de su mesa.
Había ido en coche hasta la villa y había regresado a la casa flotante con Hassán oculto
en la maleta del Packard; por suerte, no le habían parado en ninguno de los controles.
Necesitaba a Hassán para lo que tenía pensado—. Pero todavía no estamos acabados.
Hay algo que tenemos que hacer...
Llamaron a la puerta y entró el criado, con aspecto agobiado. Deacon explotó:

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¡Te dije que no me molestasen!


—Disculpas, effendi. Pero hay un caballero llamado Salter que desea verlo... Ha
venido en un barco, con algunos hombres.
Deacon atisbó por el ojo de buey. Fuera, ya se había hecho de noche, pero vio una
motora amarrada a la orilla con un par de matones de Salter a bordo. Hassán se acercó.
—¿Qué hacen ésos aquí?
—Si ese cabrón no anda con cuidado, tendremos a la bofia encima.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe y apareció Salter con Costas Demiris a
remolque.
—Hola, Harvey. —Salter cruzó la habitación lentamente y cogió la botella de coñac
de la mesa y examinó la etiqueta—. Un Hennessy del 36. Vivimos bien, ya veo. ¿Y qué,
es que aquí un hombre tiene que morirse de sed antes de que alguien le ofrezca una
copa?
—Déjanos solos —ordenó Deacon al criado, y cuando salió miró a Salter—. ¿Qué
haces aquí?
—No hace falta ponerse bordes. Es por lo de los camiones que me encargaste. Y hay
otro par de cosas que quiero discutir contigo.
—Creí que todo estaba claro.
Salter sonrió y se acercó al armario de las bebidas, encontró un vaso y volvió para
servirse un buen chorro de brandy.
—No del todo, pero iremos a ello dentro de un momento. Tengo tres camiones
americanos como te prometí, y con todos los papeles en regla. —Dio un sorbo de su
vaso y levantó una ceja—. ¿Qué pasa? No pareces muy impresionado.
—Si puedes ir al grano y largarte, te lo agradecería. Jugar a la ruleta en mi sala
privada por la noche es una cosa, pero si alguien te vio subir a bordo corro el riesgo de
que me visite la policía militar.
—Tranquilo, no me vio nadie, ya me aseguré de eso. —Volvió a llenarse el vaso e
hizo girar el líquido ámbar—. El material estará en el almacén mañana por la tarde,
listo para la entrega.
—Muy bien —dijo Deacon, inexpresivo.
—Podías demostrar un poco más de entusiasmo. ¿No estarás pensando en dejarme
tirado, eh, Harvey?
—El trato está hecho y te pagaré. Y ahora, ¿de qué más querías hablar?
Salter hizo un movimiento de cabeza a su socio.
—Díselo, Costas.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ha estado usted muy atareado, señor Deacon. Viajecitos a Gizeh, una excursión
a un campo de aviación. No sabemos qué pensar de todo eso.
Deacon se sintió como un idiota. Con las prisas, se había olvidado de las reglas más
básicas: vigila siempre a tus espaldas. Casi no podía contener la rabia al mirar a Salter.
—Han estado siguiéndome.
—Eres un chico muy listo, ¿eh, Harvey? Dile qué más descubrimos, Costas.
—El campo de aviación pertenece a las fuerzas aéreas egipcias. Se usa algunas veces
cuando el Ministerio de Antigüedades del gobierno quiere transportar objetos valiosos
descubiertos en las excavaciones oficiales del sur y traerlos a El Cairo. Lo último que
he sabido es que hace un mes vino alguna mercancía con destino al Museo Egipcio.
Oro y objetos de valor de una tumba que están excavando en el Valle de los Reyes.
Todo de inmenso valor.
—Interesante, ¿no te parece, Harvey? —dijo Salter con una sonrisa pérfida, dejando
el vaso vacío sobre la mesa—. Un tesoro así valdrá un buen fajo cuando se acabe la
guerra; suficiente como para retirarse con eso. No sabrás por casualidad algo de algún
otro envío próximamente, ¿verdad, hermanito? —preguntó, observando a Deacon y
encogiéndose de hombros—. Lo que no entiendo es lo de los camiones militares
americanos... Yo hubiera pensado que unos del ejército egipcio, o de la aviación, serían
más apropiados. Con eso, y tu excursión a Gizeh, no puedo atar cabos. Tenemos
pensado algún plan para listos, ¿no es eso?
Deacon tragó saliva.
—Me parece que estás juzgando terriblemente mal la situación, Reggie, te lo digo
sinceramente.
—Pues yo no lo creo, muchacho, ni de lejos. Seguro que tus amigos no andan
metidos en nada bueno, más bien afanar algún tesoro sin precio del aeropuerto o
alguna otra cosa por el estilo. Y me gustaría saber exactamente qué tienes pensado.
—No podría decírtelo aunque lo supiese.
Salter se le acercó más y clavó un dedo amenazador en el pecho de Deacon.
—Ni lo intentes conmigo, Deacon. Yo no trago. Andes en lo que andes, estoy seguro
de que vale un montón más que tres mil billetes. Así que haremos un nuevo acuerdo.
Quiero llevarme el diez por ciento. A cambio, tú tienes tus vehículos y tus uniformes
de balde y todo el trabajo que tengamos que hacer mis chicos y yo.
—Ya te dije... —Deacon empezó a hablar, pero Salter le dio una bofetada.
—No me líes. No tengo paciencia. Quiero saber en qué andan esos colegas tuyos.
Al instante, Hassán se levantó de la silla con la navaja esgrimida, pero Salter fue
más rápido. Sacó la Browning de la sobaquera y apuntó a Hassán a la cara.

328
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Inténtalo, muñeco, y te hago un agujero tan grande como para que pase un
camello. Ahora, suelta el pincho, o aquí tu jefe tendrá que comprarse una alfombra
nueva.
Hassán no se movió.
—No te lo voy a repetir —lo amenazó Salter.
—Suelta la navaja —le dijo Deacon.
Hassán obedeció. El puño de Salter salió disparado hacia arriba y le dio un golpe en
la cara que hizo caer a Hassán, sangrando por la nariz. Salter recogió la navaja.
—Como vuelvas a amenazarme, jodido moro, te rajo. —Tiró el arma a lo lejos, se
volvió y apoyó la Browning en la nariz de Deacon—. Ten una charlita con tus amigos.
Explícales la situación. A ver si entran en razón. Yo puedo pillar cualquier cosa que
necesiten para mover esto, y cuando digo cualquier cosa es cualquier cosa: material,
uniformes, hombres, lo que sea. Y mañana por la noche quiero saber dónde estamos
—dijo sonriendo mientras bajaba la pistola—. Hazme caso, Harvey, será bueno para
todos. Un bonito beneficio limpio.
Deacon se sacó el pañuelo del bolsillo de arriba y se secó la cara.
—Eres un maldito cabrón, Salter.
—Ésa es la cosa más agradable que me han dicho en todo el día, ¿sabes? —Salter se
metió la Browning en la sobaquera, sonrió y dio unas palmaditas a Deacon en la
mejilla—. Sin enfados, Harv, los negocios son así. Y un consejo, convence a tus amigos
de que juguemos todos, y te prometo que todo irá como una seda. Pero no intentes
dejarme fuera de este negocio, o te meteré en una caja de pino. Y no te creas que tus
amigos se quedarían muy contentos si alguien le soplase a la policía que vigilasen el
aeropuerto. ¿Coges la onda? Ya nos veremos.
Cuando Salter y el griego salieron, Hassán escupió en el suelo y se limpió la sangre
de la nariz. Recogió la navaja y gritó:
—La próxima vez, lo mato. Y al griego también.
Deacon se sirvió un buen coñac, se lo tomó a toda prisa y luego dejó el vaso sobre
la mesa dando un golpe.
—Olvídalo. Tenemos problemas más importantes en este momento. Y a ver si tienes
más cuidado de a quién apuntas con ese chisme. Salter es de esos tipos que no se toman
una amenaza a la ligera. —Cortó un trozo de papel de la hoja que estaba sobre la mesa
y garabateó una dirección—. Tal y como están las cosas, no necesitamos los camiones
de Salter. Y eso no le va a gustar. Incluso, aunque le pague, ese cabrón pensará que
intento engañarlo. Pero de eso ya nos preocuparemos otro día. —Tiró las llaves del
Packard a Hassán y le dijo—: De momento, coge mi coche y vete hasta Alejandría tan
de prisa como puedas.

329
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Hassán frunció el ceño.


—Pero si me ha dicho que está infestada de policías y soldados.
—Pero allí nadie te andará buscando. Además, con ese disfraz, y sin barba, nadie te
reconocerá, aparte de que dijiste que nadie pudo verte bien en el hotel. —Deacon le
alargó el papelito y añadió—: Vete a esta dirección y pregunta por el inspector Sadek.
Y asegúrate bien de que no te sigue ningún hombre de Salter.
—¿Un policía? —Hassán miró a Deacon como si estuviera loco.
—Policía retirado, y simpatizante nazi. Tenemos que saber si han detenido a
nuestros amigos. Tengo que informar a Berlín en la transmisión de esta noche. Sadek
tendría que poder averiguarlo. Si te parece que no hay esperanzas, vete a Rashid tan
de prisa como puedas y dile a ese primo tuyo que se deshaga del barco, no nos hace
falta que siga atravesado por el río. No quiero que quede ni rastro de cualquier prueba
que pueda conducir hasta nosotros si atrapan a nuestros amigos, los interrogan y
cuentan sus planes.
—¿Y no puede llamar por teléfono a ese inspector?
—No tiene teléfono desde que está jubilado. Si Sadek no está en casa, pregúntale a
su mujer dónde puedes encontrarlo, pero encuéntralo del modo que sea y dile que te
envié yo. Y si se resiste a ayudar, haz que hable por teléfono conmigo y yo lo arreglaré
desde aquí.
Hassán frunció el ceño.
—¿Y usted qué hará?
—Iré otra vez al café por si todavía se produce un milagro y aparecen nuestros
contactos.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 45

Alejandría
21 de noviembre, 16.00 h.

Gabrielle Pirou oyó un golpecito en su puerta. Estaba en la habitación trasera de la


planta baja que le servía de despacho particular, llevaba un jersey viejo sobre los
hombros y, tumbada en la otomana con los pies en alto, iba metiendo la mano en una
caja de chocolatinas y dándole trocitos a su caniche.
—Adelante.
Apareció Safa y arrojó un fajo de billetes sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —dijo Gabrielle, frunciendo el ceño.
Safa pescó una chocolatina de la caja y se la metió en la boca.
—Su parte. La pareja de arriba no quería jugar a nada. Resulta que ha habido un
malentendido. Una lástima, la mujer estaba muy bien. —Y Safa le explicó la
situación—. El hombre me dio cincuenta libras para que desapareciera hasta
medianoche. Así que voy a dar un descanso a mi espalda y me tomaré la tarde libre
para ir de compras.
Gabrielle se sentó.
—¿Crees que esa pareja son kosher?
—¿Y qué más da?
Gabrielle hizo una mueca y después se encogió de hombros.
—No parece muy claro. Pero en fin, es dinero de todos modos —dijo, y se metió los
billetes bajo el jersey y miró a Safa. A aquella zorra avariciosa probablemente le
habrían dado más, pero por esta vez se lo pasaría. Ya lo comprobaría con la pareja
antes de que se marchasen. El teléfono de la mesa sonó—. Sé una buena chica y
contesta, chérie.
Safa descolgó el aparato.

331
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Salón de madame Pirou —escuchó—. Un momento —respondió, y tapó el


micrófono—. Preguntan por uno de los oficia, les que vinieron antes. El capitán Green.
Dicen que es urgente
—¿Quién es?
—Es de su despacho del cuartel general del ejército.
—Diles que irás a buscar al capitán —suspiró Gabrielle.
Safa dio el recado por el teléfono y lo colgó.
—Voy a avisarlo.
Salió de la habitación y Gabrielle se quedó allí, sentada, pensando en la pareja de
arriba. Tenía la sensación de que pasaba algo raro con ellos. Cierto nerviosismo que
sugería que no todo era lo que parecía. Unos minutos después oyó ruido de pasos
fuera y luego un golpe en la puerta. Apareció un hombre, muy colorado, arreglándose
la camisa.
—Ah, capitaine. Una llamada urgente para usted. Del cuartel general, me parece.
—¿Cómo demonios supieron que estaba aquí?
—Son como Dios, los caminos del ejército son inescrutables —dijo Gabrielle,
sonriente—. Le dejo que hable en privado.
Unos minutos más tarde, estaba en el vestíbulo arreglando un jarrón de flores
cuando el oficial salió de su despacho con aire irritado.
—¿Problemas, capitaine?
—Eso parece. Hay una patrulla y me reclaman del cuartel. Al parecer, una pareja de
infiltrados enemigos anda suelta. Han herido a tres de nuestros hombres delante de la
estación de Ramleh. ¿Puede creerlo? Justo cuando uno se lo está pasando bien. Son
jodidamente desconsiderados, estos alemanes.
Gabrielle tardó unos segundos en comprender lo que el capitán le decía, pero en
seguida se dio cuenta.
—¿Ha dicho usted alemanes? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Un hombre y una mujer, y, según parece, son una pareja peligrosa.

16.15 h

332
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Halder estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y estudiando el Baedeker


cuando Rachel salió del cuarto de baño. Tenía el pelo mojado y llevaba una toalla
alrededor del cuerpo.
—Por lo menos el agua está caliente y hay jabón de verdad. ¿No quieres bañarte?
Halder contempló su figura, las largas piernas, el cuello delicado, la suave curva de
sus pechos bajo la toalla.
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.
—Nada —le respondió mirándola a la cara.
Dejó a un lado la guía, salió de la cama, apagó el cigarrillo y pasó junto a ella hacia
el cuarto de baño. Llenó la bañera mientras se afeitaba, se sumergió luego en el agua
caliente, y salió diez minutos después con una toalla. Cogió otro cigarrillo del paquete,
le dio unos golpecitos, enfurruñado, y se apoyó contra la puerta del cuarto de baño.
Rachel estaba sentada en la cama, secándose el pelo todavía, y notó cómo la miraba.
—¿Por qué me miras de ese modo?
Halder encendió su cigarrillo y aspiró lentamente.
—Hay algo distinto en ti. Algo que ya noté la primera vez que nos vimos después
de cuatro años. Y he estado tratando de descubrir de qué se trata. Ahora ya lo sé.
Rachel dejó de secarse el pelo, intrigada.
—¿Qué?
—Hay una dureza en ti que no recordaba. Eres como una mujer diferente.
Ella se volvió, incapaz de sostener su mirada, terminó de secarse el pelo y dejó la
toalla mojada.
—Pero claro —continuó Halder—, supongo que cuatro años en un campo de trabajo
o te destruye o te fortalece... —y dejó las palabras en el aire—. Vi la expresión de tu
cara cuando viste a Harry de nuevo. De nosotros dos, era a él a quien querías
realmente, ¿verdad?
Esta vez Rachel le devolvió la mirada.
—Lo que viste fue el susto. Nada más. Y lo que sintiese por Harry no viene al caso.
Halder suspiró, se apartó de la puerta y atisbó entre las cortinas. Todas las ventanas
del otro lado de la calle estaban cerradas y con las persianas echadas, pero abajo, en el
callejón, el café seguía animado. Soltó la cortina y dijo:
—Me imagino que en cierta manera tienes razón. La vida humana es la materia en
bruto de la guerra. Y que cualquiera de nosotros dos viva o muera no tiene verdadera
importancia. Pero para mí, sí.
—¿Por qué?

333
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Porque sigo enamorado de ti. Siempre lo he estado.


Rachel no contestó. Se abrazó el pecho como para alejar un escalofrío, y fue a
sentarse en la cama. Halder la miró.
—¿Puedo decirte una cosa? Cuando murió mi mujer, lo único que me mantuvo con
vida en este mundo de locos fue mi hijo. Pero había muchas ocasiones en las que
pensaba en ti. Me preguntaba qué habría sido de ti, si estarías viva o muerta. Tal vez
la verdad de todo eso fuera tener la esperanza de que algún día nos volveríamos a
encontrar, y yo tendría el valor de decirte lo que sentía. —Aplastó el cigarrillo, y se
puso serio de pronto—. En cuanto a mi hijo, dudo que vuelva a verlo nunca. Por lo que
sé, tal vez ya haya muerto.
Había dolor en su voz, y toda la petulancia había desaparecido de golpe; se dio la
vuelta y su expresión era la de un ser destrozado. Rachel se levantó, se le acercó y le
puso una mano sobre el hombro.
—No puedes rendirte ahora, Jack. Simplemente, no puedes.
—No lo entiendes. No hay modo de escapar de esto. Y no tiene ningún sentido
pretender que no es así.
—No. Juntos encontraremos una manera.
—No valoro mucho nuestras probabilidades, sobre todo después de lo que ha
pasado.
—Mírame, Jack —le dijo ella, poniendo ambas manos sobre sus hombros—. Lo
conseguiremos. Tienes que confiar en que lo haremos.
Halder inspiró profundamente e hizo un esfuerzo por sobreponerse.
—Tienes razón. Perdona.
—¿Sigues teniéndole cariño a Harry, verdad? A pesar de que estéis en bandos
opuestos. Cuando lo apuntaste con la pistola delante de la estación, ¿se te pasó por la
cabeza un solo instante que tal vez tuvieras que disparar contra él?
—Desde luego. Sólo que sabía que no podría hacerlo. —Halder se estremeció—.
Pero me preocupa pensar que puede llegar el momento de que los dos tengamos que
enfrentarnos con el dedo en el gatillo. ¿Sabemos alguno de los dos cómo
reaccionaremos si la situación es lo bastante desesperada? Pero hay algo que sí sé. Si
llegase al punto de tener que matar a Harry para sobrevivir, lo tendría que pensar dos
veces. Matar a tu mejor amigo, a un hombre que ha sido como un hermano, no es la
clase de cosa a la que quieres enfrentarte, jamás.
Rachel titubeó, observó su expresión.
—Lo que dijiste de nuestro primer encuentro. Un flechazo. ¿Lo decías en serio?

334
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Absolutamente. Pero ya te dije que Harry también te quería. Y que él me


importaba demasiado para estropear nuestra amistad dando el primer paso para
decirte lo que sentía. Por eso hablamos los dos contigo aquella noche en la terraza, y
te preguntamos si estabas enamorada de alguno de nosotros dos. Era casi una cuestión
de honor jugar limpio entre nosotros, y permitirte a ti tomar la decisión. Pero entonces,
te marchaste y se acabó todo. Salvo que para mí nada ha cambiado, y sigo teniendo los
mismos sentimientos. Ya sabes lo que se dice. Puedes romper el jarrón, pero el aroma
de las flores nunca desaparece del todo. —La miró a los ojos—. ¿Y tú, qué? ¿Estabas
enamorada de alguno de nosotros entonces? Dime la verdad.
Rachel dudó, no respondió. Estaba al borde de las lágrimas, su rostro era la
expresión misma de la confusión, y entonces pasó suavemente un dedo por los labios
de Halder.
—Aunque sea sólo un ratito, quiero ser feliz en un mundo que se ha vuelto loco.
Bésame, Jack.
Él la miró: una lágrima solitaria le rodaba por la mejilla. Sus ojos se incendiaban,
llenos de pura, profunda pasión, y la besó intensamente en la boca. Ella respondió, y
Jack apartó la toalla, exploró su cuerpo, le acarició el cuello con los labios, los lóbulos,
los hombros, sus manos se movieron por sus pechos, bajaron hacia los muslos y entre
las piernas. Ella gemía de placer, lo acariciaba también, movía los dedos sobre su
vientre plano y musculoso, lo cogía y probaba su dureza.
Y entonces, él ya no pudo aguantar más. La levantó y la llevó al lecho. Y allí
tumbados, se tocaron y se besaron con una ternura abrumadora, hasta que al fin,
notando que estaba dispuesto, Rachel se movió, se colocó encima de él, separando los
muslos, guiándolo dentro de ella.

335
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CAPÍTULO 46

19.15 h

—Hasta ahora, hemos cogido a un par de desertores, un delincuente árabe


reclamado y dos alemanes.
La carretera general de Alejandría a El Cairo era un tumulto de conductores
rabiosos tocando el claxon. Coches y camiones se habían acumulado en ambas
direcciones, y Weaver los contemplaba allí, de pie, mientras los soldados detenían el
tráfico. No había que descartar nada. Incluso controlaban los vehículos que venían de
fuera, por si Halder y Rachel tenían cómplices que hubieran logrado eludir la
búsqueda por el desierto y estuvieran intentando llegar a Alejandría.
Weaver había llegado al antiguo puesto de control cinco minutos antes. Durante la
ofensiva del Afrika Korps había servido para controlar todo el tráfico de entrada a la
ciudad. Ahora hacían bajar a los conductores, registraban a fondo los vehículos y
escudriñaban los papeles de sus ocupantes. Detrás de la barrera había un foco que
iluminaba la escena. Weaver miró a Myers, que estaba a su lado, y frunció el ceño.
—¿Qué alemanes?
—Antes de la rendición —contestó el capitán con una media sonrisa—, algunos de
los hombres de Rommel enterraron sus uniformes y se colaron entre nuestras líneas.
Todavía quedan algunos por ahí sueltos. Eran hombres que tenían amiguitas árabes
que no querían abandonar, o gente a la que no le gustaba la idea de arriesgar la vida
quedándose de uniforme. Estamos convencidos de que todavía hay algunos pululando
que no hemos pillado.
—¿Quiénes son los dos que han cogido?
—Uno apenas tiene veinte años. Ha estado escondido en una iglesia copta desde
que desertó hace ocho meses. El otro pájaro era cocinero del ejército, sargento de la
Wehrmacht. —Myers puso otra sonrisita—. Resulta que trabajaba en un restaurante
árabe, uno de los favoritos de nuestro alto mando. El cabrón podría haberlos
envenenado a todos si hubiera querido. Podría haber un asesinato en su cuenta.
—¿Está completamente seguro de que son desertores y no agentes enemigos?

336
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Seguro, mi teniente coronel. Los he interrogado yo mismo. Sus historias están


comprobadas.
Weaver miró hacia la carretera ya a oscuras. El tráfico se alargaba casi medio
kilómetro, las luces se encendían según aumentaba la oscuridad, las bocinas atronaban
irritadas, ante el tráfico que se movía centímetro a centímetro a paso de caracol hacia
las barreras. Motoristas del ejército recorrían arriba y abajo las dos filas, asegurándose
de que nadie probase a escapar de ellas. Al fondo, refulgían fuegos en las aldeas de las
colinas en torno a la ciudad, mientras que, a sus espaldas, la carretera del desierto hacia
El Cairo se ensombrecía por minutos. Más bocinazos y gritos airados llenaban el
crepúsculo.
—Se están impacientando, los puñeteros —comentó Myers.
—Bueno —dijo Weaver, dirigiéndose hacia las barreras—. Veamos cómo lo hacen
nuestros hombres.

19.20 h

La carretera era un caos y Hassán estaba sentado en el Packard. Había tardado algo
más de dos horas en llegar a las afueras de Alejandría, conduciendo tan rápido como
podía. Pero ahora el tráfico estaba embotellado, y se había añadido a la cola cien metros
más atrás.
El ejército registraba todos los vehículos. Comprendió que eso significaba que aún
no habían encontrado a los alemanes, o por lo menos, no a todos. El camión que tenía
delante, cargado de melones, avanzó unos centímetros. Metió la marcha y avanzó con
la cola. En la barrera del control había un potente reflector y, de pronto, tuvo un
sobresalto.
Divisó a dos oficiales, uno británico y el otro norteamericano, que caminaban hacia
la barrera. El norteamericano, que iba delante, era el oficial del servicio de inteligencia
con el que se había encontrado en el piso: Weaver.
Hassán lanzó un juramento y dio un puñetazo al volante Era poco probable que el
americano olvidase la cara de alguien que había intentado matarlo; además, se habían
visto bien de cerca. Se frotó la barbilla. El moretón no había desaparecido del todo, otra
prueba más por si Weaver la necesitaba, así que había una probabilidad de que lo
reconocieran a pesar del disfraz. Hassán se puso a pensar, frenético. Sabía que el riesgo
era demasiado grande y se decidió al instante. Tenía que escapar. Empezó a sacar el
Packard de la cola, preparado para dar la vuelta y salir de regreso a El Cairo. De
repente, un policía militar armado pasó zumbando en una moto y pegó un frenazo.

337
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—¡Eh, tú! ¿Dónde crees que vas, muchacho?


—Esto va demasiado despacio —dijo Hassán, encogiéndose de hombros—, y tengo
una cita de negocios importante. Voy a coger otra carretera.
—Ni lo sueñes. Estamos haciendo un registro. Quédate en la cola, ¿entendido?
—Sí, señor. Por supuesto, señor.
El policía miró atrás, y aceleró. Hassán continuó sentado, tratando de no ceder al
pánico, pero tenía el corazón disparado. Si intentaba huir, se arriesgaba a que le
pegasen un tiro antes de que pudiera recorrer siquiera cien metros. No tenía más
opción que seguir en la cola. Pero si Weaver lo reconocía, estaba listo.
El calor inclemente del coche lo hacía sudar, y cinco interminables minutos después,
sólo le quedaba un vehículo para llegar al principio de la cola. El camión de delante
avanzó para ser registrado y entonces uno de los soldados hizo señas a Hassán de que
ocupara su sitio.
Él era el siguiente.
Vio que Weaver seguía junto a la barrera, con las manos en las caderas, observando
a los soldados afanarse en torno al camión. Pero justo cuando Hassán estaba a punto
de avanzar, el americano levantó la vista y se quedó mirando el Packard.
Hassán se echó hacia atrás para quedar en la sombra y juró para sus adentros, sin
saber si lo había reconocido. No había escapatoria. Buscó en la guantera y cogió la
navaja con mango de marfil. Tarik había muerto y el americano tenía una deuda que
pagar. Sintió la rabia bien dentro de sí. Tomó la decisión de matar a Weaver y tentar a
la suerte, tratando de huir, si llegaba el caso. Si pudiera cargar contra la barrera y correr
hacia los suburbios de Alejandría tenía una oportunidad, porque el Packard era más
rápido y más potente que cualquiera de los vehículos militares que lo perseguirían.
El soldado volvió a indicarle que avanzase:
—Vamos, muchacho. ¡Muévete, muévete!
Hassán metió la marcha y avanzó lentamente.

19.25 h

Weaver se impacientaba, se estaba cansando. Contempló a un cabo examinar los


documentos de identidad de un camionero egipcio mientras uno de sus hombres subía
a inspeccionar la cabina. Otro miraba bajo el chasis con una linterna, y otros dos se
subían a la parte de atrás y buscaban entre la carga de melones.

338
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Halder y Rachel tenían que estar en algún sitio de la ciudad y, probablemente,


intentando salir de ella. Con tantos controles y registros, pensó Weaver, no podrían
haber escapado. Su instinto le decía que tenían que estar allí, en algún punto de aquella
larga cola de vehículos, intentando huir, probablemente disfrazados y con papeles
falsos, y por eso quería estar presente para identificarlos.
¿Y después, qué? Weaver no quería pensar en eso.
Pero al menos podría tener la oportunidad de convencer a Halder de que se rindiera
pacíficamente, sin que hubiera más heridos. Lanzó un suspiro de frustración y volvió
a mirar la cola que esperaba para entrar en la ciudad. El siguiente en la cola era un
gran Packard americano negro. Un soldado le indicaba al conductor que avanzase y
ocupase el puesto del camión, pero parecía que dudaba. Weaver se esforzó por ver al
conductor, pero éste se echó hacia atrás, quedando en la sombra. El soldado le hizo
señas otra vez.
—Vamos, muchacho. ¡Muévete, muévete!
Por fin, el Packard avanzó, pero el rostro del conductor seguía oculto. Weaver se
acercó al coche, con cierta sospecha.
De pronto, rugió un motor.
Weaver se giró en redondo y vio un jeep que se dirigía a toda marcha hacia la
barrera, procedente de la ciudad. Corría por el borde de la carretera, inclinado, con las
ruedas exteriores sobre la arena. Alguien intentaba romper el cerco.
Sacó la pistola y se disponía a apuntar cuando reconoció a Sanson en el asiento del
pasajero. El jeep dio un frenazo y se detuvo entre una nube de polvo.
—¡Dios santo! Casi le pego un tiro.
—¡Suba! —le dijo Sanson, imperativo. Luego llamó a Myers—: Síganos, y traiga un
operador de radio.
—¿Qué sucede? —preguntó Weaver.
—Tenemos un soplo, eso pasa. La policía recibió un aviso anónimo. Hay una pareja
sospechosa en un burdel cerca de la playa. Tengo dos patrullas de camino para que
rodeen el sitio. No tienen escapatoria. Si nos ponemos las pilas, podemos estar allí
dentro de diez minutos.
Weaver saltó a la parte trasera del jeep. El coche giró en redondo y salió rugiendo.

Hassán suspiró, aliviado, al ver alejarse a Weaver. Estaba convencido de que el


americano lo había visto, pero le había salvado la llegada del oficial inglés. Le resultó

339
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familiar, y recordó dónde lo había visto antes. Era uno de los hombres que habían
irrumpido en el piso para rescatar a Weaver.
Si ambos estaban envueltos en la caza, ¿cuánto sabrían? Aquello dejó a Hassán
todavía más preocupado. Algo más le había llamado la atención: la manera de salir
corriendo con tantísima prisa. ¿Habrían encontrado a los alemanes, quizás? Hassán se
lamió los huecos de las encías, recordó a Tarik y en su interior se encendió un poderoso
deseo de venganza contra el americano por lo que le había hecho.
—Salga del coche, señor, y veamos sus papeles —le ordenó un sargento.
Hassán se bajó. El sargento examinó cuidadosamente sus papeles mientras un par
de soldados se pusieron de inmediato a comprobar el interior del coche y abrieron la
maleta.
—¿Sus asuntos en Alejandría, señor?
—Voy a visitar a mi padre. Está muy enfermo.
Si hubiera llevado chilaba en vez de traje, y viajara en un carro de burro en vez de
un Packard, Hassán sabía que el sargento no se hubiera mostrado tan educado con él.
—El coche está limpio, sargento, pero he encontrado esto —le dijo un cabo,
tendiéndole la navaja.
—Un arma muy peligrosa —comentó el sargento, y levantó la vista en espera de
una explicación.
Hassán se encogió de hombros, seguro de estar a salvo.
—Me dedico a los negocios, y estoy seguro de que usted ya sabe lo que es eso,
sargento. En Egipto, un hombre como yo tiene que protegerse de ladrones y maleantes.
El sargento no pareció dudarlo ni un minuto, y le devolvió la navaja a Hassán.
—¿Puedo preguntarle a qué se debe todo este control?
—No, señor, no puede. Siga adelante, por favor.
Hassán subió al coche y arrancó el motor. Por la larga línea de desierto a lo largo de
la carretera, vio las luces traseras del jeep de Weaver, y de un segundo que lo seguía,
correr camino de la ciudad. Deacon le había dicho que encontrase al policía; Pero, de
pronto, tuvo una idea.
Se le había ocurrido algo mejor.

340
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 47

19.30 h

Halder se despertó con el ruido del tráfico. Fuera estaba oscuro, la luz de la luna se
filtraba en la habitación por los postigos abiertos. Alargó la mano en busca de Rachel,
pero no estaba. Buscó el revólver bajo la almohada, saltó de la cama y estaba a punto
de encender la luz cuando la vio, sentada en una silla de bambú al lado de la ventana.
—Menudo susto... por un momento creí que te habías marchado —dijo, más
tranquilo, y entonces vio que tenía el Baedeker abierto sobre las rodillas—. ¿Qué haces?
—Pienso.
—Creí que querías dormir —dijo, y la besó en la frente.
—Decidí echar una ojeada a la guía. Hay un par de rutas que no hemos tenido en
cuenta.
—¿Como cuáles?
—El puerto, en primer lugar. Desde allí podríamos llegar a Rashid y luego a El
Cairo. —Le tendió el libro—. Míralo.
Harry se metió el revólver en el cinturón y encendió la luz. Echó una ojeada al libro,
y después lo dejó a un lado, moviendo la cabeza.
—Puedes estar segura de que Harry y sus amigos estarán vigilando el puerto.
Además, es una ruta demasiado lenta, y una vez en mar abierto no hay por donde
escapar.
—En la guía dice que hay un aeródromo.
—Dos, en realidad. Pero ¿cómo pasaremos la guardia? —tienes un carnet militar.
Te tiras el farol, pasamos y miramos a ver si alguien nos lleva.
—No es tan fácil, Rachel. Aunque consiguiéramos acercarnos a un avión, habría
muchísimas dificultades. Probablemente querrían comprobar mi documento antes de
dejarnos embarcar; además, puede que ya los hayan alertado por si intentamos una
cosa así.

341
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Pero no podemos quedarnos aquí sentados, esperando a que nos cojan. Tenemos
que hacer algo. —En su voz sonaba una nota de desesperación.
—El desierto sigue siendo la mejor apuesta. Probablemente, la única.
—¿Y de dónde sacaremos un vehículo?
—Eso déjamelo a mí. —Le cogió la mano y tiró de ella para acercarla a él, le apoyó
una palma en la mejilla—. ¿Te sientes culpable por lo que ha pasado entre nosotros?
Rachel negó con la cabeza y Halder vio que las lágrimas le afloraban a los ojos.
—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó Rachel.
—Dime.
—Nunca logré decidirme entre Harry y tú. Os quería a los dos, ¿sabes?
—¿Y ahora?
Rachel se mordió el labio, parecía distraída, al borde de las lágrimas otra vez, y
entonces pasó sus brazos por el cuello de él y lo acercó hacia sí. Se besaron y ella apoyó
la cabeza en su pecho y lo estrechó con fuerza. Él la mantuvo así largo rato hasta que
ella dijo:
—Aquí se está tan tranquilo...
—Tal vez se hayan olvidado de nosotros.
—Hace un rato me pareció oír a alguien en el rellano. Quizás deberíamos echar un
vistazo.
—Esperemos que nuestra amiga Safa haya cumplido su parte del trato. No quiero
ni pensar lo que podría pasar si no lo ha hecho.
Cuando se dirigía hacia la puerta oyeron chirriar unos neumáticos.
Halder apagó la luz de la habitación y fue hacia la ventana. Media docena de
camiones militares estaban detenidos abajo, en la calle, y docenas de soldados saltaban
de ellos con los fusiles prevenidos. Se apartó de la ventana, lívido.
—Me parece que tenemos compañía —dijo, y sacó la pistola—. Vístete, de prisa.
De pronto, oyeron golpes en la puerta y una voz que rugía.
—¡Abran! ¡Policía militar!
Halder se quedó helado. Una décima de segundo después volvieron a dar golpes y
otra voz gritó:
—¡Salgan con las manos arriba! ¡Están rodeados!
El pánico les había hecho tardar unos momentos en darse cuenta de que el ruido no
sonaba en su puerta, sino que venía través de la ventana abierta, de uno de los
vestíbulos de los edificios de enfrente. Halder miró hacia afuera y Rachel se le unió

342
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Había soldados y policías que venían de todas las direcciones Se paró un jeep y Harry
Weaver iba en el asiento de atrás. Se bajó, acompañado del oficial de inteligencia
británico, Sanson contra el que Halder había disparado en la estación. En la manó
derecha llevaba un gran vendaje. Ambos militares se apresuraron escaleras arriba del
edificio del otro lado de la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.
—O tienen una dirección equivocada, o no nos buscan a nosotros.
Esperaron angustiados, luego oyeron un ruido de madera astillada en uno de los
rellanos de enfrente, como el ruido de una puerta abierta a patadas. Cinco minutos
después vieron que Weaver y Sanson salían del edificio. Hubo una febril actividad y
media docena de policías militares salieron tras ellos, conduciendo a un joven alto y
rubio y a una mujer árabe. Llevaban las manos sobre la cabeza, los metieron a
empujones en uno de los camiones y se fueron.
Weaver y Sanson permanecieron en los escalones, hablando animadamente varios
minutos, hasta que Sanson se dirigió a su jeep, se subió y se marchó. Vieron que Harry
Weaver se quedaba con expresión de frustración absoluta. Miró la calle arriba y abajo,
hacia el animado café, estudiando la escena. Luego, sus ojos se dirigieron a las
ventanas de los edificios que tenía a su alrededor, como si estuviese meditando algo;
luego se acercó a un capitán británico uniformado que esperaba en otro jeep. Parecía
que discutía con él. Halder dio un paso atrás para quedar en la sombra y tiró de Rachel.
—Me parece que Harry está nervioso. Y no me ha gustado la expresión de su cara,
trama algo.
—¿Qué era todo ese follón ahí enfrente?
Halder oyó arrancar un motor y miró de nuevo por la ventana. Weaver se había
subido al jeep, que arrancó y sus pilotos rojos fueron alejándose calle arriba.
—Por lo que parece, se han llevado a la pareja equivocada.
De momento. Harry se ha ido, pero si decide registrar esta zona, no tardaremos
mucho en oír que alguien llama a nuestra puerta. —Se volvió hacia Rachel—. Como
dicen en las películas del oeste, es hora de salir de Dodge City.

—¿Por qué demonios no se registraron todos los burdeles? —preguntó, enfadado,


Weaver.
Iba en el jeep de Myers y corrían hacia el centro de la ciudad. El capitán se ruborizó.
—Bueno, mi teniente coronel, es que hay algunos que son muy conocidos entre el
alto mando. No estaría bien meter las narices y...

343
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver lo interrumpió, furioso.


—¿Cuántos?
—No... no le podría decir exactamente. Probablemente no más de media docena.
Además, un burdel no parece un refugio muy probable para una pareja.
Weaver rechinaba los dientes de frustración. Sanson había ido a supervisar los
controles. La pareja detenida resultó ser un desertor alemán escapado de un campo de
prisioneros de guerra y una prostituta amiga suya. Weaver se había quedado luego en
mitad de la calle, contemplando aquellos edificios destartalados. El barrio prohibido
era un escondite ideal, un laberinto de callejuelas y callejones, un hervidero de
refugiados europeos que se albergaban en casas de huéspedes y hoteles de mala
muerte. Por eso, cuando volvió junto a Myers, le había preguntado si habían mirado
en todos y cada uno de los hoteles y burdeles del barrio, para estar seguro.
—No, mi teniente coronel —había admitido Myers de mala gana.
Ahora que Weaver había oído aquella aclaración, explotó.
—Pare este maldito coche —le ordenó al conductor. El hombre se detuvo junto al
bordillo y Weaver le dijo, enfadado, al capitán—: Averigüe exactamente cuántos no se
registraron, y averígüelo rápido. Coja la radio. Y que no le importe un carajo a cuántos
generales pillamos con los pantalones bajados.
—A la orden, mi teniente coronel. —Myers conectó la radio y cogió el micrófono, se
puso el receptor en el oído y habló durante varios minutos entre chasquidos—. Sólo
han quedado cinco sin registrar.
—¿Y dónde demonios están? —preguntó Weaver.
—Uno cerca de los muelles, otro atrás, en la Corniche. Los otros tres están en los
suburbios de San Stefano y Sidi Biehr Casi todos son establecimientos de lujo con
chicas europeas —Myers volvió a ruborizarse—. Si me lo permite, mi teniente coronel,
sigo sugiriendo que no vayamos dando patadas a las puertas. Eso podría poner
nervioso a algún jefe que estuviera de visita, y nos meteríamos en un buen embrollo.
—De eso tengo que preocuparme yo, no usted. Iremos primero a los muelles y a la
Corniche, están más cerca. —Weaver dio un golpecito al conductor en el hombro—.
Muévase.

19.50 h

Hassán conducía el Packard por las calles estrechas y sudaba. Había perdido a
Weaver por dos veces cuando los vehículos militares corrían hacia la ciudad, pero

344
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

luego había vuelto a verlo en los suburbios. Cinco minutos después vio que el coche
de Weaver entraba en el barrio de los prostíbulos, y giraba por una callejuela repleta
de camiones militares y soldados. Hassán viró bruscamente a la izquierda, subió al
bordillo y pisó el freno.
Al parecer, algún tipo de operación estaba en marcha. Docenas de policías y
soldados tenían acordonada la calle. Weaver y el oficial con un parche en el ojo
desaparecieron dentro de un edificio y volvieron a salir poco después, seguidos de un
grupo de policías militares que conducían a un hombre y a una mujer con las manos
en la cabeza. Metieron a la pareja en la parte trasera de un camión y se marcharon.
Hassán soltó un taco. Era evidente que habían encontrado a dos de los alemanes.
Vio que Weaver volvía al jeep y discutía con un capitán. Hassán intentaba adivinar
lo que pasaba cuando se le acercó un policía egipcio.
—Tiene que circular, caballero.
—¿Qué pasa aquí, agente?
El policía contempló el traje de Hassán, el coche americano, y pareció pensar que se
trataba de alguien importante. Saludó.
—Hemos cogido a un desertor alemán —dijo, orgulloso.
—Me parece mucho barullo para un desertor —dijo Hassán, frunciendo el ceño.
El policía se limitó a encogerse de hombros.
—Circule usted, caballero, por favor.
Hassán vio que Weaver volvía a subirse al jeep y se marchaba en una dirección
distinta del camión. No podía entender lo que sucedía. Si habían encontrado a dos de
los alemanes, ¿por qué Weaver no iba detrás de los prisioneros? Arrancó el coche y
probó una vez más con el policía.
—¿Quién era la mujer que han detenido?
—La amiga del desertor. Una sharmuta. Ahora circule, señor.
Una prostituta. Hassán sonrió y lo entendió todo. No era raro que Weaver estuviese
enfadado. El ejército se había equivocado de pareja, evidentemente. Dio marcha atrás
por la calleja, metió la primera y salió tras el jeep de Weaver.

19.50 h

Gabrielle Pirou se retorcía las manos con desesperación, más perpleja a cada minuto
que pasaba. Miró ansiosamente el teléfono del escritorio. El hombre y la mujer de

345
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

arriba tenían que ser la pareja que buscaba el ejército, de eso estaba convencida. Su
esperanza era que se hubieran marchado en silencio, para evitarle el trastorno de
llamar a la policía militar, pero por el momento no era así. Se había deslizado escaleras
arriba para comprobarlo, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Si había una
redada, sería muy embarazoso para sus clientes, y desastroso para el negocio. Pero
hacía más de una hora que el último cliente se había marchado por la puerta de atrás
y entonces había dado el resto del día Ubre a las chicas.
Ya no podía esperar más a que la pareja se marchase, lo último que deseaba era
correr el riesgo de un enfrentamiento. Con la mano temblando, cogió el teléfono y
marcó el número del cuartel general de la policía. Contestó una voz de hombre.
—Comandancia de Policía Militar. Al habla el sargento mayor Squires.
—Tengo... tengo cierta información que puede interesarles —dijo Gabrielle.
—¿Quién llama?
Gabrielle dio su nombre y su dirección, explicó al sargento mayor lo de la pareja y
le dio su descripción. Se produjo un largo silencio y después pudo notar una excitación
en la voz del hombre.
—¿Me da su dirección otra vez?
Gabrielle se la dio y le preguntó, nerviosa:
—¿Cuánto tardarán en llegar sus hombres?
—Estarán ahí dentro de diez minutos, señora. Pero no haga tonterías. Si es la pareja
que buscamos, van armados y son muy peligrosos. No cuelgue —le dijo,
tranquilizador, el sargento mayor—. Seguiré aquí hasta que lleguen.
El caniche ladraba, y el corazón de Gabrielle se sobresaltó de temor.
—Donny... por favor.
—¿Todo está en orden, señorita? —preguntó la voz.
—Sí... bien.
Diez minutos. Eso era una eternidad. Y desde luego, no le gustaba nada lo de
armados y muy peligrosos. Lo mejor que podía hacer era salir discretamente por la
puerta de atrás y dejarlo todo en manos de las autoridades competentes. Estaba a
punto de hablar por el teléfono para explicarle sus planes al sargento mayor cuando
oyó un ligero clic y miró alrededor y vio abrirse la puerta del salón. La pareja estaba
allí plantada y el hombre llevaba una pistola en la mano.
—Se ha portado usted como una chica mala, madame. Ahora, haga el favor de dejar
el teléfono y hacer exactamente lo que yo le diga.

346
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20.00 h

El coche de Weaver corría en dirección al mar. La radio hizo ruidos en el asiento de


atrás. Se volvió y vio al operador colocarse los auriculares y hablar por el micrófono.
En seguida, el hombre lo miró.
—Un mensaje para usted, mi teniente coronel. Se ha recibido una llamada de
teléfono en el cuerpo de guardia de la comandancia. Una señora que dice que la pareja
que buscamos está en su local.
A Weaver le dio un vuelco el corazón, y le dijo al conductor que parase.
—¿Tiene la dirección?
El operador se la dijo, miró a Myers y procuró evitar la sonrisa.
—Es una casa de citas de primera clase de la Corniche, muy popular entre algunos
jefes importantes. Han mandado dos docenas de hombres. Llegarán allí en pocos
minutos. Pero está sólo a un par de calles de aquí, nosotros podríamos llegar antes.
—Transmita esta orden —dijo Weaver, ansioso—: Que nadie haga nada hasta que
yo llegue. Quiero a esa pareja viva. —Mientras el operador hablaba por el micrófono,
Weaver gritó al conductor—: Vamos, de prisa, soldado. Pisa a fondo.

20.05 h

El caniche ladraba a los pies de Halder. Éste le dijo a Rachel:


—Saca al perro, y busca una toalla y unas sábanas. Después apaga todas las luces
de la planta baja.
Rachel cogió al animal y lo sacó al vestíbulo entre sus protestas. Halder miró de
nuevo a madame Pirou. La mujer estaba paralizada de miedo, aunque se la veía
aliviada de que no la hubieran matado.
—¿Qué le ha dicho a la policía militar?
Se lo explicó y Halder preguntó:
—¿Quién más hay en la casa?
—Nadie. Todo el mundo se ha ido. Pensé... pensé que podía haber problemas.
—Es usted muy considerada. ¿Tiene coche, por casualidad?
La mujer no respondió. Halder levantó la pistola y dijo, educadamente:

347
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Madame, la verdad es que va contra mis principios amenazar a una señora, pero
créame que hablo en serio.
—Tengo... tengo un Citroën.
—¿Dónde?
—En el garaje, atrás.
—¿El garaje da a la calle de atrás?
—Sí, sí.
—¿Dónde están las llaves de las dos cosas?
—En el cajón de abajo del escritorio.
Halder las buscó y las encontró.
—Supongo que tendrá gasolina.
Gabrielle asintió con la cabeza, todavía temblorosa. Sus relaciones con los militares
le aseguraban un suministro permanente y abundante. De pronto, ambos oyeron un
fuerte golpe en la puerta. Parecía que sonaba en la puerta principal, al fondo del
vestíbulo.
—¿Qué es eso? —bramó Halder.
La francesa parecía aterrorizada.
—Probablemente, un cliente.
—O su llamada de teléfono ha tenido una respuesta más rápida de lo que
esperábamos. —Halder arrancó el cable del teléfono de la pared y Rachel regresó con
la toalla y las sábanas.
—Hay alguien en la puerta de delante.
—Ya lo he oído —dijo Halder.
Bajó la pistola, retorció las sábanas y las utilizó para atar a la madame a una de las
sillas y después anudó la toalla, tapándole la boca.
—No puedo decir que haya sido un placer como para la mayoría de sus clientes,
madame. Confío en que no tendrá que estar tan incómoda demasiado tiempo.
Gabrielle Pirou gimió bajo la mordaza. Los golpes en la puerta se hicieron más
fuertes. Halder cogió el revólver e hizo una seña a Rachel con la cabeza.
—Vamos.

20.05 h

348
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver aporreó la puerta por tercera vez.


Contempló el edificio de cuatro pisos. No había ninguna luz, la casa estaba
completamente a oscuras. Llevaba la pistola en la mano, y junto a él, el conductor, un
cabo, tenía un subfusil Sten preparado; Myers y el operador de radio esperaban en la
calle, con las armas prevenidas. La gente que paseaba por la avenida de la Corniche
los miraba, y algunos curiosos se iban parando para verlo mejor. Weaver dijo al fin:
—Dígales que circulen.
El cabo hizo lo que le ordenaron y Weaver bajó los escalones de la entrada y le dijo
a Myers:
—¿Seguro que es esta dirección?
—Sí, sin duda. Es un sitio muy conocido. Lo lleva una francesa que se llama
madame Pirou. ¿Quiere que mire a ver si hay una entrada por detrás? Me parece que
hay una calle un poco más abajo que lleva a la parte de atrás.
Weaver volvió a mirar el edificio. Si había alguien dentro, ya tendrían que haberlo
oído llamar, pero no se habían encendido las luces y eso le pareció muy sospechoso.
—No, iré yo mismo. Quédese aquí y cubra la fachada. Si sale alguien, déle el alto
antes de empezar a disparar. Y cuando lleguen el resto de los hombres, dígales eso
mismo. Quiero a esa pareja viva, si es posible.
Weaver miró y vio, un poco más abajo de la calle, la entrada a una callejuela oscura.
—¿Es por ahí la entrada trasera?
—Creo que sí —dijo Myers, asintiendo con la cabeza.
Weaver amartilló la pistola y corrió hacia el callejón.

349
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 48

Halder salió al patio trasero seguido de Rachel. Vio la caseta en la que había
reparado antes desde la ventana de arriba y comprendió que era el garaje. Había una
puerta de entrada a un lado y vio que estaba abierta.
El local estaba totalmente a oscuras y olía a aceite. Fue tanteando las paredes y
encontró un interruptor. Un Citroën de antes de la guerra, negro, con la chapa y los
cromados bruñidos, brillaba bajo la luz, y había un doble portón de madera que daba
al exterior con un portillo en medio de una de las hojas.
—Mira a ver si están abiertos. —Halder abrió la puerta del conductor y se metió
dentro.
Rachel probó las puertas del garaje.
—Están cerradas.
Halder le tiró las llaves, buscó la correcta y giró la cerradura.
—No las abras todavía —le dijo Halder—. Ya lo haré yo cuando esté listo. Ahora
dámelas otra vez.
Rachel se las tiró. Metió una de ellas en el contacto, apretó el arranque y el motor se
estremeció y se paró.
—Reza algo. —Probó de nuevo, dos veces, y a la tercera arrancó—. Los dioses están
con nosotros, después de todo. Sube.
Rachel subió al coche y Halder fue hasta el portillo, lo abrió un poco y miró fuera.
Había una callejuela adoquinada que iluminaba el reflejo de las luces de un par de
edificios y del café de enfrente. Unos cuantos árabes y soldados de permiso pasaban
por la calle. Estaba a punto de abrir los portones cuando oyó bullicio más allá, en el
callejón. Un hombre avanzaba corriendo pegado a la pared hacia el garaje, con una
pistola en la mano. La gente se apartaba a su paso y Halder reconoció de inmediato a
Harry Weaver. Se movió ligero hacia dentro y cerró el portillo.
—Me parece que he hablado demasiado pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.
—Tenemos compañía. Harry, para ser precisos, y viene en esta dirección. La
llamada de la madame debe de haberlo hecho correr.

350
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿No hablarás en serio?


—Es él, puedes creerme. Siéntate en el asiento del pasajero y apaga el motor.
Quédate en el coche y no hagas ningún ruido.
Rachel hizo lo que le decía, inclinándose sobre el salpicadero y cerró el contacto. El
garaje quedó en silencio. Halder apagó la luz y regresó a tientas al Citroën. Un
momento después oyeron el chirrido de una verja que se abría en algún punto, y luego
el silencio. Al cabo de un momento, Rachel, que parecía incapaz de soportar la tensión,
susurró:
—¿Dónde ha ido?
—Supongo que ha ido a buscamos por detrás.
—¿No sería mejor que saliésemos de aquí antes de que sea demasiado tarde?
Halder comenzó a salir del coche.
—Ha habido un ligero cambio de planes. Quédate aquí y no hagas ruido.
—Pero eso es una locura. Harry...
—Haz lo que te digo. —Halder amartilló el revólver, se bajó del coche y desapareció
en la oscuridad.

Weaver había ido contando las entradas traseras de las casas según avanzaba
pegado a la pared, pistola en mano, casi sin prestar atención a los asombrados
viandantes que lo miraban por la calle. Llegó a un arco de hierro con una verja que
daba a un pequeño patio empedrado con un par de higueras. Vio unas puertas dobles
de madera un poco más allá del muro, pero las dejó de lado y probó la verja.
Se abrió chirriando y entró en el patio. Al otro lado del empedrado había una puerta
en la parte de atrás del edificio principal. Fue hasta ella, probó la manilla. La puerta se
abrió y se encontró en un vestíbulo a oscuras. A un lado había una cocina también sin
luz y más habitaciones al fondo.
Notaba que en su interior crecía una tensión insoportable al avanzar en tinieblas por
el vestíbulo, empuñando la pistola. Oyó un ruido y se detuvo. Parecía el gañido de un
perro, y venía de un cuarto al fondo del vestíbulo. Fue hacia aquella puerta, se paró
ante ella.
El gañido sonó de nuevo. Se preparó, puso la mano en el picaporte, lo hizo girar
lentamente e irrumpió en la habitación preparado para hacer fuego.
Un caniche enano se le enredó en los pies. Estaba a punto de pegarle un tiro cuando
vio a una mujer atada a una silla y amordazada con una toalla. Bajó la pistola, aflojó la
mordaza y la mujer cogió aire, pálida.

351
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¡Merci! ¡Gracias a Dios que ha llegado!


Weaver la desató y ella cogió el caniche y lo abrazó.
—¡Esos boches cabrones... nos han hecho pasar un infierno al petit Donny y a mí!
La mujer soltó una retahíla de interjecciones en francés antes de que Weaver pudiera
interrumpirla.
—¿Es usted madame Pirou?
—Oui.
—¿Dónde está esa pareja?

Weaver salió al patio. Vio el garaje al otro lado y avanzó hacia allí con precaución.
Titubeó antes de girar la manilla de la puerta. El interior estaba a oscuras, pero pudo
ver la silueta borrosa de un coche. Halder y Rachel no se lo habían llevado, después
de todo. Entró. El garaje parecía vacío, y había un fuerte olor a aceite y a moho, pero
cuando tanteaba en busca del interruptor de la luz notó la punta fría del cañón de una
pistola en la nuca.
—Ni una palabra, Harry —susurró una voz—. No intentes moverte. La verdad, no
me gustaría nada tener que matarte. Ahora pon el seguro y tira la pistola al suelo.
Weaver hizo lo que le decía y la pistola cayó con un ruido metálico. Al cabo de un
segundo se encendió una bombilla y el garaje se inundó de luz. Weaver miraba al
frente. Sentada en el Citroën estaba Rachel. Se volvió y sus ojos se encontraron con los
de él. Antes de que Weaver pudiera hablar, Halder salió de detrás de él con el revólver
en la mano y recogió la pistola Colt.
—Volvemos a encontrarnos, viejo amigo, y no en circunstancias muy agradables.
—¿Qué demonios pasa aquí?
—Si no te importa, dejaremos los discursos para más tarde. De momento, ponte
delante del coche.
Weaver obedeció. Halder preguntó:
—¿Tienes hombres fuera? —Como Weaver dudaba, Halder añadió—: No me
mientas, Harry, o es probable que muera gente. Nosotros incluidos.
—Están en la parte de delante. Yo di la vuelta por detrás.
—¿Solo?
—Siéntate al volante.
—No conseguiréis escapar —le dijo Weaver—. La zona está rodeada.

352
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Puede ser, pero resulta que tengo un as en la manga.


—¿Cuál?
—Luego te lo diré, Harry —sonrió Halder—. Ahora métete en el coche y haz
exactamente lo que te diga. Sal a la calle, tuerce a la izquierda y dirígete hacia el este
para salir de la ciudad. No pares hasta que yo te lo ordene.
—Estás loco, Jack. No podrás recorrer ni cien metros. La ciudad entera está repleta
de policías y soldados que te buscan.
—De eso estoy bien enterado. Métete en el coche.
Weaver se sentó junto a Rachel. La miró a la cara y se sintió embargado por la
emoción.
—Rachel...
—Hola, Harry.
Antes de que Weaver pudiera decir nada más, Halder se subió en el asiento de atrás
y le metió el revólver en las costillas.
—Mira a ver si la calle está despejada —ordenó a Rachel—. Si ves uniformes o algo
sospechoso, dímelo.
Rachel hizo lo que Halder le indicaba. Se llegó hasta los portones, atisbó por el
portillo y después volvió.
—Me parece que todo está tranquilo, sólo hay unos pocos peatones. No he visto
soldados.
—Pues entonces, demos gracias al Señor. Parece que quizás le llevemos un poco de
ventaja a la tropa de Harry. Abre las puertas y luego ven al coche.
Rachel abrió los portones y luego volvió a sentarse en el asiento del pasajero. Halder
dijo:
—Arranca el coche, Harry.
—¡Jack, por Dios, sé sensato! No podemos llegar muy lejos.
Halder apretó más fuerte la pistola contra sus costillas.
—Te agradecería que hicieras las cosas tal y como te dig0 No quiero tener que hacer
algo de lo que arrepentirme. Y no enciendas las luces hasta que yo te lo diga.
Weaver pulsó el arranque y el motor cobró vida al primer intentó.
—Ahora arranca —ordenó Halder—. Y si alguien intenta paramos o se pone en
medio, pisa bien a fondo. Y recuerda, no intentes parar el coche si yo no te lo digo.

353
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver aceleró el motor. Esperó a que un par de peatones árabes se hubieran


quitado de delante, metió la primera y soltó el embrague. El Citroën saltó hacia
adelante y salió del garaje, girando a la izquierda.

354
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 49

20.05 h

Hassán se detuvo frente al mar y apagó el motor. Sabía que no podía continuar
siguiendo a Weaver mucho más sin que lo descubriesen. Había visto al americano
llamar a la puerta de la casa de la Corniche, luego desaparecer por una calleja mientras
sus hombres esperaban allí. Era perfectamente obvio que seguía buscando a los
alemanes por el barrio de los prostíbulos.
Se quedó allí sentado, frustrado. Si estaban dentro del edificio, no había esperanza
alguna de alertarlos, con todos aquellos soldados en la calle. Pero parecía que Weaver
iba a cubrir la parte trasera él solo. Se metió la navaja en el bolsillo y salió del coche.
Cruzó la calzada y tomó por una calleja que lo condujo hasta la parte trasera de los
edificios de primera línea, pero no vio rastro del americano. Cuando caminaba
procurando contar las casas, se abrieron de repente los portones de un garaje un poco
más abajo de la callejuela. Apareció un Citroën negro que salía con las luces apagadas.
Weaver iba conduciendo y llevaba a su lado a una mujer y detrás otro hombre vestido
de paisano. El coche giró a la izquierda y se alejó, ganando velocidad. Por un instante,
Hassán permaneció allí, totalmente confuso, pero luego echó a correr hacia el Packard.
Al salir de nuevo al paseo marítimo vio un camión del ejército que se detenía con
un gran frenazo en la calzada, y tras él varios jeeps. Adoptó un paso más normal,
preocupado por no llamar la atención de las tropas. Ahora aparecían soldados por
todas partes que iban cerrando al tráfico aquella parte de la Corniche. Las tropas
tomaron posiciones, delante de la casa a la que había llamado Weaver.
A Hassán le llevó menos de dos minutos de angustia llegar hasta el Packard, pero
comprendió que para entonces ya era demasiado tarde. Había perdido cualquier
oportunidad de seguir a Weaver. No podía arriesgarse a salir a toda velocidad y no
había la menor esperanza de encontrar el Citroën en el laberinto de callejuelas. Soltó
un juramento y se metió en el coche.
Por delante, la calzada estaba totalmente bloqueada por las tropas. Un oficial
conducía a un puñado de hombres hacia las calles de atrás. Los muy tontos no sabían
lo que había pasado. Era evidente que dos de los alemanes habían huido llevándose a

355
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver como rehén. Hassán permaneció allí sentado, intentando organizar sus
pensamientos.
Los alemanes podían intentar llegar a Rashid. Probablemente fuera su única
posibilidad de huida. Sonrió con malicia y arrancó el motor, se le estaba ocurriendo
una idea interesante. Si tomaba una de las carreteras secundarias que iban hacia la
costa podría incluso llegar allí antes que ellos. Si estaba en lo cierto, y los alemanes se
dirigían a Rashid, tendría la oportunidad de ajustarle las cuentas al americano.

20.15 h

Weaver conducía por las sinuosas callejuelas hasta que Halder le dijo:
—Enciende los faros.
Estaban rebajados con pintura azul, debido a las normas de guerra, y cuando
Weaver encendió las luces largas, apenas se notó la diferencia.
Halder se inclinó hacia adelante, miró a izquierda y a derecha, y dijo:
—Dirígete hacia el mar. Y mantén la velocidad normal, a menos que te diga otra
cosa.
—¿Qué tal si me contáis lo que pasa?
—Dejaremos las charlas para más tarde. Tú limítate a conducir.
Weaver giró a la izquierda y acabó llegando a un cruce con la Corniche. Al otro lado
de la calzada, sobre el Mediterráneo rielaba la luna. De pronto, un camión abierto del
ejército pasó a toda prisa por la Corniche con docenas de soldados armados en la parte
trasera y seguido de varios jeeps.
—¡Espera! ¡Quita el pie del pedal! —le ordenó Halder. Los vehículos se detuvieron
delante del salón de madame Pirou, las tropas se bajaron y tomaron posiciones en la
calle.
—Parece que conseguimos salir a tiempo. —Halder comprobó la situación a
izquierda y a derecha—. Bien, el camino está despejado. Sigue y tuerce a la derecha.
Weaver titubeó, y Halder le apretó la pistola contra las costillas.
—Ya me has oído, Harry. Vamos.
Weaver giró a la derecha y continuó por la Corniche.
—¿Dónde se supone que voy?

356
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Tú sigue hacia el este para salir de la ciudad. Es todo lo que necesitas saber de
momento.
Continuaron a lo largo de la ribera en silencio, la tensión en el coche era
insoportable. Weaver miró a Rachel. Ella le devolvió la mirada.
—Tú mira a la carretera —intervino Halder.
—No conseguiréis salir vivos de Alejandría. Ríndete, Jack, es tu única posibilidad.
—Acuérdate de que tenemos un as.
—¿Y qué as es ése?
—Tú, Harry. Tú eres el que nos va a sacar de este lío.
Más adelante, vieron una barrera cruzada sobre la carretera, con varios policías
militares y egipcios con fusiles y ametralladoras para defender el bloqueo. En el arcén
estaba aparcado un vehículo militar y un operador de radio se sentaba en la parte
trasera.
Halder se puso tenso.
—Creo que estamos ante la prueba de fuego. Cuando lleguemos allí, explícales
quién eres y enséñales tu tarjeta de identidad. Diles que estás inspeccionando los
controles. Si alguien te hace preguntas, nosotros vamos contigo y tienes prisa. ¿Crees
que podrás hacerlo?
—¿Y si no?
—Entonces habrá tiros y todos correremos peligro. Pero tengo la impresión de que
tú no quieres eso.
Weaver miró fugazmente a Rachel. Le pareció asustada y puso su mano sobre la de
él.
—Por favor, Harry. Haz lo que te dice.
Instantes después habían llegado al control y Weaver detuvo el Citroën. Se acercó
un sargento que les iluminó la calle con una linterna. Weaver bajó la ventanilla y el
sargento los saludó.
—A sus órdenes, mi teniente coronel. Perdone, pero tenemos que revisar su
vehículo y sus papeles —dijo, y miró al interior, a los pasajeros—. Los suyos también,
señores.
Weaver le tendió su carnet.
—Teniente coronel Weaver, servicio de inteligencia militar Estoy supervisando esta
operación. ¿Tiene alguna novedad?
El sargento examinó rápidamente el documento de Weaver a la luz de la linterna,
se lo devolvió, se cuadró y dijo:

357
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Lo siento, mi teniente coronel. Sin novedad en el puesto


—¿Detienen ustedes a todos los vehículos y peatones?
—Sí, señor, civiles y militares, exactamente como dicen las órdenes.
Weaver señaló con el pulgar a Rachel y Halder.
—Estas personas vienen conmigo, no hace falta comprobar sus documentos.
Tenemos prisa.
El sargento miró a los pasajeros. Dudó durante uno o dos segundos, y entonces
Weaver le dijo:
—Abra usted la barrera, sargento. Tengo más controles que inspeccionar y no tengo
toda la noche.
—Disculpe, mi teniente coronel, pero mis órdenes son examinar los documentos de
todos los pasajeros...
—Naturalmente. Yo di esa orden. Ahora, haga lo que le digo.
—Sí, mi teniente coronel. A sus órdenes, mi teniente coronel.
El sargento saludó y ordenó a sus hombres que abrieran la barrera. Weaver pasó
con el coche. Al mirar por el retrovisor vio que el sargento se quedaba contemplando
el Citroën, rascándose la barbilla, antes de ir hasta la radio que estaba en la parte
trasera del camión. Halder respiró, aliviado.
—Lo has hecho bien, Harry. Confiemos en que siga la suerte.
—¿Y ahora qué? —preguntó Weaver, sombrío.
—Coge el primer cruce hacia Rashid.

20.10 h

El paseo marítimo bullía de tropas, y Sanson saltó ágil de su jeep y se acercó a un


cabo con un subfusil Sten colgado del hombro.
—Sanson, inteligencia. ¿Qué sucede?
—Nosotros acabamos de llegar. Probamos a llamar a la puerta, pero no abrió nadie.
Sanson observó el edificio. Las luces estaban apagadas y parecía desierto.
—¿Está seguro de que es este sitio?
—Sí.
—¿Dónde está el teniente coronel Weaver?

358
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Fue a buscar una entrada por detrás.


—¿Cuándo?
—Hace como cinco minutos.
Sanson llamó a un oficial y le puso su documento de identidad en las narices.
—Tomo el mando. Llévese un par de docenas de hombres a la parte de atrás. Quiero
que estas calles queden completamente cerradas.
—Creo que el capitán Myers ha ido por detrás con algunos hombres hace unos
minutos, mi teniente coronel. A buscar al teniente coronel Weaver.
—¿Tienen radio?
—No, mi teniente coronel.
—Entonces envíe algunos hombres más tras ellos y averigüe qué carajo está
pasando. Asegúrese bien de que las dos salidas de la calle quedan bloqueadas, por
delante y por detrás, que no entre ni salga nadie. Y encuéntreme al teniente coronel
Weaver.
—A la orden, mi teniente coronel.
El oficial estaba a punto de girarse cuando se vio una luz a través del cristal superior
de la puerta de entrada, y el cabo avisó a Sanson:
—Algo pasa, mi teniente coronel.
—Diga a los hombres que tomen posiciones. Que nadie dispare si yo no lo ordeno.
Pase la orden.
El oficial bramó la orden y los soldados se apresuraron a ponerse a cubierto,
previniendo las armas. Sanson subió los escalones de un salto hasta la puerta de
entrada, sacando la pistola y con un par de hombres tras él. Se situaron cada uno a un
lado de la puerta. Instantes después se oyó el ruido de los cerrojos.
—¿Es usted, Weaver? —dijo Sanson con voz fuerte usted ahí dentro?
La puerta empezó a abrirse muy despacio y asomó una mujer de edad. Su rostro
parecía una máscara embadurnada de colorete y lápiz de labios, y cuando vio el
despliegue de armas que le apuntaban se quedó con la boca abierta.
—¡Oh, Dios mío! ¡No disparen, por favor! —chilló.
—Ponga las manos bien arriba, que yo pueda verlas, y no intente nada —rugió
Sanson.
Detrás de la mujer se oyó una voz de hombre que decía:
—¡No disparen, por Dios!

359
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Apareció Myers con un par de soldados de infantería detrás Sanson frunció el ceño,
bajó la pistola, y explotó:
—¿Qué coño está pasando aquí? ¿Dónde está Weaver?
—Hemos entrado por la parte de atrás, mi teniente coronel. Parece que ha
desaparecido.

20.15 h

Sanson entró como una tromba en el garaje y salió luego por los portones. La calle
trasera estaba repleta de soldados que cerraban la zona. Regresó al garaje.
—¿Está usted completamente seguro de que el teniente coronel Weaver vino por
este lado?
Gabrielle Pirou asintió.
—Cuando oyó que la pareja cogía las llaves de mi coche, salió tras ellos.
Sanson dio una patada al portón, furioso, con la cara lívida.
—¿Qué matrícula tiene su coche?
La madame se lo dijo y Sanson le espetó, rabioso, a un suboficial que tenía cerca:
—Coja la radio y alerte a todas las patrullas y puestos de control. Denles la matrícula
y comunique que busquen un Citroën negro con tres ocupantes. Hay que detener a ese
coche pase lo que pase.
Myers entró a trompicones por las puertas del garaje, sin aliento, y se cuadró.
—He interrogado a la gente que está en el café de enfrente, tal como usted me dijo.
—¿Y qué? ¡Suéltelo!
—El dueño dice que vio a alguien conduciendo el Citroën de madame Pirou hace
menos de cinco minutos. Cree que dentro iban tres personas, dos hombres y una mujer.
Un oficial de uniforme conducía. Por la descripción que me ha dado, parece el teniente
coronel Weaver.

360
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 50

21.00 h

El antiguo puerto pesquero de Rashid quedaba a poco más de treinta kilómetros al


este de Alejandría. Construido sobre las marismas del delta del Nilo, dominado por
los conquistadores turcos en el siglo XV, y bombardeado por los franceses durante la
campaña de Napoleón, el puerto y su amplio estuario gozaban de importancia
estratégica desde tiempos de los faraones. El Nilo desembocaba en el Mediterráneo
por Rashid y dejaba así una arteria abierta que fluía a través de todo el corazón de
Egipto, hasta El Cairo y Luxor.
Era noche cerrada cuando Weaver cruzaba la ciudad de casuchas ruinosas de estilo
egipcio y francés, con persianas desconchadas y edificios de piedra medio
desmoronados.
—Coge la próxima carretera hacia el sur —le dijo Halder.
Un olor a aire salado y pescado podrido invadió el Citroën cuando traqueteaban
sobre los adoquines más allá del macizo malecón de granito. Había un par de fragatas
aliadas herrumbrosas fondeadas, y toda la ciudad tenía un aire triste, abandonado.
—Es difícil creer que Napoleón pretendiese conquistar todo Egipto a partir de aquí
—comentó Halder.
—Ahórrate la lección de historia, Jack. ¿Qué intenciones tienes?
—No me hagas preguntas, Harry, y no tendré que mentirte. —Halder señaló el delta
del Nilo, iluminado por la luna, la ribera salpicada de siluetas de altas palmeras—.
Verás una carretera al frente. Avanza a lo largo de unos campos de caña junto al agua.
Hay una pista que baja a un antiguo embarcadero. Tienes que ir por ahí.

21.05 h

Hassán había cogido una de las carreteras secundarias que se dirigían hacia la costa,
pero no había visto el Citroën negro por el camino. Temió haberse equivocado en que

361
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

los alemanes pretendiesen llegar a Rashid, o quizás los hubieran cogido en route. De
cualquier modo, tenía que deshacerse del barco. Avanzó hasta el final de una pista
llena de hierba y bordeada de palmeras y allí se paró. Estaba al sur de Rashid, en las
marismas del delta.
A la izquierda había una casa flotante, un artefacto desvencijado de madera que
antes usaban los pescadores locales y que al parecer nadie utilizaba desde hacía años.
Vio una barca motora de madera de proa afilada que estaba amarrada al pantalán. Se
bajó del Packard, cogió una linterna de la maleta y lanzó tres destellos. Una luz le
respondió, y después un hombre pequeño, sin afeitar, con una gorra de capitán
grasienta salió trotando de entre las sombras de la barcaza con un farol en la mano.
Frunció el ceño al reconocer a Hassán.
—No esperaba verte por aquí. ¿Qué pasa, primo? ¿Tenemos algún cargamento?
—Ha habido un cambio de planes. Tienes que marcharte inmediatamente.
El hombre pareció aliviado, pero en ese preciso momento oyeron el ruido de un
motor. Hassán se volvió y vio las luces de un coche que se acercaba al fondo de la pista.
Al aproximarse, hizo tres destellos con los faros. A Hassán se le elevó el ánimo al
identificar el Citroën negro. Hizo señales con la linterna y luego se volvió hacia su
primo y sonrió.
—Al parecer, tu cargamento ha llegado. Prepara el barco.
—Será mejor que esos amigos tuyos se den prisa... No podemos estar aquí toda la
noche si queremos eludir las patrullas del río.
El hombre arrojó su cigarrillo y se fue por el pantalán con el farol y saltó a la barca.
Cuando empezaba a soltar los cabos, Hassán vio acercarse el Citroën, que seguía
conducido por Weaver. Se sonrió para sus adentros.
—Es hora de ajustar viejas cuentas, americano.
Se bajaron todos. Halder estudió al árabe, que se acercó a recibirlos.
—Ustedes tenían que ser cuatro —dijo el hombre, malhumorado—. ¿Dónde están
los otros dos?
—Dios sabe. Tuvimos algunos problemas, por eso nos hemos retrasado. —Halder
señaló a Weaver con el pulgar y añadió—: Este hombre es nuestro prisionero, es un
oficial del servicio de inteligencia norteamericano. Tenemos que llevarlo con nosotros.
—Ya sé lo que les ha ocurrido. Y ya conocía al americano. —Hassán sacó la navaja
y señaló con la punta a la garganta de Weaver—. ¿Te acuerdas de mí, Weaver?
Halder vio la torva amenaza en los ojos del árabe. Por un momento, Weaver pareció
confuso, hasta que en su cara se notó que lo había reconocido.
—Imagino que no hay modo de librarse de las desgracias.

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Halder frunció el ceño y comentó:


—Es evidente que se conocen. ¿Alguien me lo puede explicar?
—Después —dijo Hassán, cortante—. El barco está esperando. Si no salen ahora
mismo, corren el riesgo de que los descubran las patrullas fluviales.
—¿Usted no viene con nosotros?
—Yo me vuelvo a El Cairo en coche.
Halder se dirigió a Rachel:
—Será mejor que bajes ya al embarcadero.
—Yo... me gustaría estar un momento con Harry.
—No hay tiempo, ya lo has oído. Podemos tener compañía en cualquier momento.
El marinero nos está esperando. Vamos.
Rachel se mordió el labio al mirar a Weaver, después se fue hacia el pantalán.
Halder le ordenó a Hassán:
—Traiga el farol del barco. Y busque una cuerda para atarle las manos.
—Con mucho gusto —repuso Hassán, con una amplia sonrisa, y salió trotando.
—¿Vas a matarme? —preguntó Weaver.
—Vamos, Harry. Somos amigos desde hace demasiado tiempo.
—Todavía no me has contado por qué estás metido en esto, ¿y por qué Rachel?
Pensaba que había muerto...
—Me temo que no tenemos tiempo para eso. Con un poquito de suerte, alguien te
encontrará mañana por la mañana. Pero para entonces nosotros ya estaremos muy
lejos.
Hassán regresó con la lámpara y un rollo de cuerda. Mientras él sostenía el farol,
Halder sujetó las manos de Weaver a la espalda y se las ató.
—Ahora llévelo a la barcaza.
Y Hassán dijo, sonriendo con malicia:
—Y allí lo mato.
—Aquí no se mata a nadie —lo interrumpió Halder—. Limítese a dejarlo bien atado
y póngale una mordaza. Asegúrese de que no puede escapar ni pedir ayuda. Y cuando
haya terminado, tire el Citroën al río.
Hassán se quedó completamente atónito.
—Pero es un enemigo, y nos ha visto la cara...

363
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Nada de peros, haga lo que le digo. Y no quiero que sufra ningún daño —
respondió con autoridad Halder. Hizo un gesto de saludo con la mano y se volvió
hacia el pantalán—. Hasta luego, Harry. Pórtate bien.

Hassán metió a Weaver en la casamata. Tenía el suelo de tierra y vigas de madera,


con viejas redes colgando; el local apestaba a pescado podrido.
El árabe colgó el farol de un gancho y empujó a Weaver a un rincón.
—Tenía que haberte matado la última vez, americano. Fue una equivocación.
Weaver oyó arrancar el motor del barco y comprendió lo que venía después. Hassán
tiró la soga a un lado y sacó de nuevo la navaja.
—Pero no te preocupes, lo terminaré ahora. Despacito. Con dolor. —Se le acercó
más con una mirada sedienta de sangre en el rostro—. Luego te sacaré el corazón.
Hassán lanzó una cuchillada y Weaver dio un paso atrás.
—Encomiéndate a Alá, americano. Morirás más de prisa.
Weaver tropezó con los pies y el árabe se echó a reír.
—Bien, ¿estás rabioso? Así, tu muerte será más dolorosa.
Lanzó otra cuchillada y Weaver se echó atrás a trompicones.
El árabe se dispuso a darle muerte. Weaver daba patadas pero Hassán le cogió el
pie, le dio una vuelta y Weaver cayó hacia atrás, en el rincón. Estaba acorralado. No
tenía a dónde volverse.
—Y ahora, morirás.
Hassán levantó la navaja. Se oyó un pequeño chasquido y una voz que decía:
—Deja el pincho, sé buen chico.
En la puerta estaba Halder con la pistola en la mano y furia en sus ojos. Hassán
frunció el ceño.
—Él intentó matarme una vez y ahora lo mataré yo.
Se giró veloz para acabar con Weaver. La hoja acuchilló el aire, pero antes de que
alcanzase el blanco se oyó una fuerte detonación y una bala lamió la oreja de Hassán,
haciendo brotar la sangre. La navaja cayó al suelo y el árabe dio un chillido de dolor.
—Deberías lavarte las orejas —le advirtió Halder—. Y hacer caso de las advertencias
que se te hacen. Te dije que lo atases no que lo matases. Ahora sal de aquí y ocúpate
del Citroën antes de que cambie de idea y acabe contigo.

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En la cara del árabe apareció una curiosa expresión de rabia mezclada con
confusión. Se llevó la mano a la oreja.
—¡Idiota! No sabes lo que haces...
Halder movió el revólver, impaciente.
—Fuera, he dicho. Y de prisa. No tengo toda la noche.
Hassán miró a Weaver y escupió en el suelo.
—Inch Alá. Ya tendré otra oportunidad, americano.
Salió lanzando una mirada airada a Halder, que se metió la pistola en el cinturón
del pantalón, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, cogió uno y lo encendió.
—Qué difícil es encontrar personal competente en estos tiempos.
Weaver se debatió, intentando moverse.
—Quédate donde estás, Harry. —Halder recogió la cuerda y lo ató bien firme a uno
de los postes de madera.
—¿Habéis venido para matar a Roosevelt y a Churchill, verdad?
Halder levantó la mirada, evidentemente sorprendido.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—Es verdad, ¿no?
—Siempre has sido muy listo, Harry. Pero esta vez, la verdad, me sorprendes.
Puede que sea una deducción razonable, y puede que no. La cuestión es ¿qué te hace
pensar eso?
—Es una idea de locos, Jack, una misión suicida. No tiene por qué ser de este modo.
Entrégate ahora y entonces...
—¿Y entonces, qué? ¿El pelotón de fusilamiento? —Halder terminó de atar el nudo,
dio un paso atrás y movió la cabeza, muy serio—. Es prácticamente la única
oportunidad que tengo, y Rachel, también, aunque ella sea completamente inocente
en todo esto. Puedes llamarme loco y aventurero, pero sé muy bien cuáles son nuestras
oportunidades, y la rendición no es una de ellas. Además, ya estoy demasiado metido
en ello para poder salir otra vez.
—¿Porque mataste a dos oficiales?
Halder negó con la cabeza y con el asco dibujado en la cara.
—Eso no fue cosa mía, te lo aseguro.
Weaver estaba completamente confundido.
—No entiendo nada. ¿Por qué Rachel y tú? ¿Cómo es que sigue viva...?
Halder se puso un dedo en los labios.

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—Ahora no tengo tiempo para explicaciones. Esperemos que no volvamos a


encontrarnos, por lo menos mientras dure la guerra. Sólo pensar que seamos enemigos
temporales ya resulta difícil de digerir, y no me gustaría nada que se destruyese lo que
quede de nuestra amistad. Así que hazme el favor de mantenerte al margen de esto.
—Eso es imposible.
Halder aplastó el cigarrillo con el pie. y dijo con expresión sombría:
—Entonces, si llegase lo peor, te agradecería una flor en mi tumba. Uno de aquellos
lirios que le gustaban tanto a mi padre quedaría muy bien. Yo haré lo mismo por ti, si
llega el caso. Pero mientras tanto, vamos a procurar mirarlo por el lado bueno y rezar
para que eso no suceda... a ninguno de los dos. —Por su cara cruzó una expresión
atormentada, y añadió—: Te lo ruego, quédate al margen, Harry. No podemos hacer
nada para evitar esta situación.
—Ya te he dicho que es imposible.
—Pues que así sea. —Halder se quitó la chaqueta, y después la camisa, que retorció
para improvisar una mordaza.
—Por Dios santo, Jack, escúchame...
Halder ató la mordaza sobre la boca de Weaver y después volvió a ponerse la
chaqueta. Recogió el farol y se fue hacia la puerta.
—Me ha gustado volver a verte, y te lo digo de veras, a pesar de las circunstancias.
Y me encantaría quedarme y terminar la conversación, pero tengo un barco esperando
y el deber me reclama. Adiós, Harry.
Weaver se debatió bajo la mordaza, la luz del farol desapareció, la puerta se cerró
de un portazo y la estancia quedó sumida en la oscuridad.

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CUARTA PARTE

22-23 DE NOVIEMBRE DE 1943

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CAPÍTULO 51

El Cairo
Lunes, 22 de noviembre, 09.30 h

El avión de transporte Douglas C-54 con el emblema de las barras y estrellas sobre
el fuselaje tomó tierra en la pista fuertemente custodiada del aeropuerto de la RAF en
El Cairo Oeste, exactamente dos horas y media después de lo previsto. Tras un vuelo
nocturno de diez horas desde Túnez, una distancia de casi tres mil kilómetros por
encima del desierto y con las radios en completo silencio, la tripulación y los pasajeros
estaban agotados.
En las rampas de la pista esperaban docenas de camiones y vehículos blindados
cargados de tropas, agentes del Servicio Secreto, escuadrones de policía militar
montada en motocicletas, y una larga serie de coches oficiales. Cuando el avión
terminó de rodar y se detuvo, se produjo un frenesí de actividad, y dos de los coches
arrancaron para ir al encuentro del aparato.
De los vehículos salió un grupo de generales con cara de inquietud, entre ellos, el
comandante general de las fuerzas del ejército de los Estados Unidos en el Próximo
Oriente, el comandante general Royce, su jefe de Estado Mayor, y el embajador
estadounidense Alexander C. Kirk. Esperaron a que se abriera la puerta del avión y,
entonces, los agentes del Servicio Secreto que iban a bordo, hombres con aspecto de
duros vestidos con traje, sombreros de fieltro y armados con metralletas Thompson,
bajaron del avión y rodearon el aparato.
El Douglas C-54, un avión al que apodaban la Vaca Sagrada, había sido modificado
a medida en la fábrica, de manera que además de las puertas de salida normales
llevaba instalada una puerta hidráulica especial en el fuselaje. Momentos después esa
puerta se abrió con un zumbido y por ella comenzó a descender la caja de un ascensor
eléctrico que transportaba la figura del presidente Franklin Delano Roosevelt, sentado
en su silla de ruedas con traje blanco. Los hombres del Servicio Secreto lo ayudaron a
desembarcar, y todo su cortejo personal de militares uniformados y miembros de la
marina, todos ellos con cara de cansados, descendieron por la escalerilla de metal.
El primero en adelantarse fue el embajador Kirk, que le tendió la mano al
presidente.

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—Me alegro de volver a verlo, señor presidente. Bienvenido a El Cairo.


Roosevelt le dio un cordial apretón de mano y sonrió a pesar del agotamiento.
—Hola, Alex. Me imagino que os he tenido a todos esperando, pero más vale tarde
que nunca.
Kirk y sus acompañantes estaban visiblemente aliviados. Debido al secreto del plan
de vuelo presidencial, el piloto había mantenido la radio en el silencio más absoluto.
Dos grupos diferentes de cazas de escolta se habían reunido en vuelo con el avión
presidencial a horas prefijadas, pero no habían logrado establecer contacto visual y
tuvieron que regresar a sus bases haciendo que algunos de los altos mandos se
pusieran nerviosos al temer que el aparato pudiera haber sido derribado.
—Desde luego que nos ha tenido algo preocupados, señor presidente —comentó
uno de ellos—. Estábamos a punto de enviar patrullas de búsqueda.
Roosevelt sonrió.
—La culpa es del comandante Bryan, mi piloto. Decidió que la única manera de
evitar a los cazas enemigos que pudieran cruzarse en nuestro camino por casualidad
o siguiendo órdenes era volar por la ruta más larga, al sur. —Fue saludando por su
nombre a todos los altos mandos presentes uno por uno y al final volvió a dirigirse a
Kirk—: ¿Y tú qué tal, Alex?
—Muy bien, presidente. He pensado decirle que el primer ministro Churchill le
envía saludos y está deseando que llegue su primera conversación preliminar en
privado a las once de esta mañana, en el Mena House, tal y como estaba previsto,
cuando tanto él como usted hayan podido saludar a los jefes de Estado Mayor.
—Él llegó ayer, ¿no es así?
—Sí, presidente.
Antes de que el embajador Kirk pudiera decir nada más, la cabalgata motorizada se
puso en marcha y el destacamento del Servicio Secreto, fuertemente armado, se puso
en acción, tomando posiciones para formar una sólida muralla de cuerpos mientras
empujaban la silla de ruedas del presidente hacia un Packard negro que esperaba.
Nadie podría haber dejado de notar el extraordinario número de vehículos, efectivos
militares y antiaéreos Bofors que custodiaban el aeropuerto, y menos aún el
presidente.
—Parece que esta mañana la seguridad está más que reforzada —comentó
alegremente Roosevelt.
Kirk se pasó un pañuelo por la frente, esperó a que los hombres del Servicio Secreto
hubieran colocado al presidente en el asiento trasero del Packard y dijo:
—Hay algo muy importante que quiero comentarle, presidente. ¿Le importa que
vaya en el coche con usted?

369
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Tenía la esperanza de que lo hiciera. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?


—Creo que podríamos decir que sí, señor presidente.

A cuatrocientos metros del aeropuerto, un oficial de las Reales Fuerzas Aéreas


egipcias que servía de enlace con la RAF estaba de servicio aquella mañana en uno de
los barracones prefabricados. Estaba de pie junto a la ventana, observando todo el
proceso de la llegada con unos potentes prismáticos, muy alejado del cordón de
seguridad. Cuando el cortejo salió por las puertas principales, dejó los prismáticos y
cogió el teléfono.

Maison Fleuve, 08.15 h

Halder se despertó de un sueñecito reparador, con el sonido del chapoteo del agua
y el calor del sol en el rostro. El marinero conducía el barco por unos juncales hacia el
embarcadero privado de una villa encalada con jardines exuberantes. Rachel dormía
sobre el hombro de Halder, y él la despertó.
—Hemos llegado.
Al borde del agua se asomaban los banianos, y unos escalones conducían a un patio
enlosado detrás de la casa en el que había una mesa y unas sillas de mimbre. La villa
tenía un aspecto lamentable: la pintura de las paredes desconchada, todo cubierto de
enredaderas salvajes. La silueta de El Cairo se alzaba a no mucha distancia y, más al
oeste, las inconfundibles pirámides de Gizeh. Sobre el embarcadero los esperaba el
árabe, que no parecía muy contento de volver a verlos.
—No es exactamente la bienvenida cálida que esperaba —comentó Halder.
Rachel observó la villa.
—¿Dónde estamos?
—A unos tres kilómetros al sur de El Cairo, por lo que parece. ¿Contenta de volver?
—No estoy muy segura, dadas las circunstancias.
—Si sigues preocupada por Harry, no tienes por qué. Estará perfectamente a salvo
y lo encontrarán.
—Estoy más preocupada por lo que pueda venir después, —Se le ensombreció la
cara—. No parará hasta que nos encuentre, pero claro, seguro que eso ya lo sabes.

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—No creo que lo haga. Pero con guerra o sin guerra, yo no podría matarlo, ¿o sí?
De todos modos, algo me dice que viviremos para lamentarlo.
El árabe ayudó al marinero a atar los cabos y después les echó una mirada hosca y
les señaló el patio con un movimiento de cabeza. Halder saltó al embarcadero y alargó
la mano para ayudar a Rachel.
—Vamos. Debe de haber alguien esperándonos.

Cuando entraban en el patio, se abrió una de las puertas vidrieras francesas y un


hombre de aspecto rudo salió por ella. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de
su chaqueta de hilo, el pelo gris engominado hacia atrás, y tenía una expresión de
preocupación al acercarse.
—De modo que finalmente lo consiguieron. ¿Es usted el comandante Halder? —
preguntó, tendiéndole la mano—. Harvey Deacon, Besheeba, para mis amigos de
Berlín. Confío en que su viaje por el río no haya sido demasiado desagradable.
—No, salvo dos buenas horas que tuvimos que permanecer ocultos entre los juncos
para eludir una patrulla fluvial.
—Lamentable, pero ahora ya están aquí, que es lo importante. —Deacon se volvió
hacia Rachel y su expresión de preocupación desapareció mientras le besaba la mano
con una sonrisa encantadora—: Berlín me avisó de que vendría una mujer, pero nunca
creí que fuera tan hermosa. Encantado de conocerla. —Señaló la villa con un gesto y
añadió—: Pero ahora, quizás tenga la amabilidad de pasar y ponerse cómoda. Está
usted en su casa. Tengo que hablar en privado con el comandante de unos asuntos.
Rachel entró en la casa por la puerta vidriera y dejó a Halder solo con Deacon y
Hassán. Cuando Deacon se volvió, volvía a tener cara de preocupación.
—Una catástrofe tremenda, lo del accidente de avión. Eso no nos ayuda mucho.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Es una larga historia —dijo Deacon con un suspiro—, ya se la explicaré más tarde,
pero, entre otras cosas, envié un radio a Berlín anoche. El contacto que tenían ustedes
en el aeropuerto les había enviado un mensaje. En estos momentos, nuestro amigo
Schelienberg no está al corriente de su llegada a El Cairo sanos y salvos, pero lo sabrá
esta misma noche, cuando le envíe mi informe. —Miró a Hassán antes de volverse—.
Tengo entendido que anoche hubo un cierto desacuerdo entre ustedes.
—No cumplió mis órdenes.
—Tenía usted que haberme dejado matar al americano —dijo Hassán,
malhumorado—. Ahora eso no nos traerá más que problemas. Y si usted cree lo
contrario, es que es tonto.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Halder lo miró de arriba abajo.


—Y usted, recuerde quién está al mando de esta operación.
—Caballeros, por favor —los interrumpió Deacon. Luego hizo una indicación a
Hassán con el pulgar—. Vete adentro y cuida de la mujer, y después haz lo que te he
dicho.
Una vez se hubo ido, Halder encendió un cigarrillo y preguntó:
—¿Su amigo tiene nombre?
Deacon extrajo un cigarro del bolsillo del pecho, lo encendió y tiró la cerilla al río.
—Hassán. Me ha dicho que usted ya conocía a ese oficial de inteligencia
norteamericano, el tal Weaver.
—De antes de la guerra. —Halder le dio una breve explicación y Deacon frunció el
ceño.
—Entiendo. Una sorpresa incómoda. Pero tiene que comprender a Hassán. Es
cabezota y arrogante, y nunca perdona un desliz. Pero aparte de eso, vale su peso en
oro. Intente llevarse mejor con él. Nos ha sido muy útil.
—De ahora en adelante tendrá que acostumbrarse a obedecer mis órdenes, de
manera que le sugiero a usted que se asegure de que las cumple. No voy a tolerar
insubordinaciones.
—Puede hablar todo lo que quiera de insubordinaciones —respondió Deacon,
gélidamente—, pero la verdad es que Hassán tenía razón: tendría que haber matado a
Weaver cuando tuvo oportunidad. Ha sido una estupidez dejarlo con vida Lo único
que puede hacer es causarnos más problemas.
Halder ignoró la recriminación.
—Hay muchos más problemas de los que usted cree. Weaver sabía exactamente lo
que nos traemos entre manos.
Deacon se quedó de piedra.
—Pero... ¿cómo?
Halder se encogió de hombros.
—Por intuición tal vez, o quizás haya algo más. Pero es poco probable que sepa algo
de usted, porque en ese caso ya lo habría visitado hace mucho la inteligencia militar.
—Pero todo eso no augura nada bueno, ¿o sí?
—Ésa es precisamente la sensación que yo tengo. Pero el hecho es que aunque
hayamos tenido una mala mano, no nos queda más remedio que continuar la partida.
Y de ahora en adelante, las cosas están cuesta arriba.
—¿Sigue usted decidido a continuar?

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Halder asintió con la cabeza.


—Pero, por desgracia, todo esto lo pone a usted en una situación más
comprometida.
—El riesgo es algo que acepté voluntariamente hace mucho tiempo, comandante —
respondió Deacon con una expresión de resignación inflexible.
Halder echó una mirada al embarcadero.
—¿Podemos fiarnos del marinero?
—Completamente.
De pronto, el cansancio y el agotamiento asomaron al rostro de Halder.
—Hemos tenido muchas dificultades desde el accidente del avión. Necesitamos
lavarnos. Y tampoco nos vendría mal una comida decente.
—Todo está preparado. Los acompañaré a sus habitaciones para que se instalen.
Después, ya hablaremos en privado. Hay algunas otras dificultades de las que tengo
que informarle.
—¿Quiere decir que todavía hay más malas noticias?
Deacon suspiró.
—Me temo que en la cuestión del transporte estoy metido en un atolladero —dijo,
y arrojó el cigarro sin terminar, que rodó hasta el río—. Pero ya hablaremos de eso más
tarde. No me ha dicho cómo se llama la mujer.
—Rachel Stern.
—Hassán me ha dicho que no tienen ustedes ni idea de lo que les ha ocurrido a sus
dos camaradas.
—Lo último que supe es que intentaban escapar cruzando el desierto.
—Como le he dicho, esta noche informaré a Berlín de su llegada. Pero el mensaje
que les envié ayer por la noche incluía algunas buenas noticias. De hecho, tengo una
sorpresa para usted.
Deacon miró hacia la puerta vidriera por la que Hassán estaba saliendo al patio.
Detrás de él venían Kleist y Doring, vestidos con trajes de paisano nuevos. Una lenta
sonrisa fue extendiéndose por el rostro de Kleist.
—Parece que volvemos al trabajo, Herr comandante.

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CAPÍTULO 52

Mena House
22 de noviembre, 11.30 h

La habitación, en la planta baja, era amplia y suntuosa. Estaba decorada con


delicadas taraceas árabes, las paredes pintadas de azul pastel, pero el aire estaba gris
por el humo de los cigarrillos y cuajado de uniformes. Oficialmente, era el comedor
principal del hotel, pero ahora rebosaba de jefes militares y altos oficiales de Estado
Mayor aliados sumidos en serias conversaciones.
Churchill ya estaba allí, con traje blanco de hilo y de un excelente humor, mezclado
con los circundantes, y con su cigarro habitual entre los dedos. Cuando trajeron a
Roosevelt se produjo una salva de aplausos espontánea por parte de todos los
presentes cuando los dos grandes hombres se saludaron calurosamente entre sí.
Finalmente, después de saludar e intercambiar unas palabras con la mayoría de los
altos jefes, un ayudante a cargo del protocolo anunció:
—Y ahora, caballeros, estoy seguro de que comprenden que el primer ministro y el
presidente necesitan estar a solas. En la sala contigua les servirán un refrigerio, si
tienen la amabilidad de seguirme, por favor.
Al momento, la sala estaba vacía, habían cerrado las puertas y los dos hombres
quedaron completamente solos. Los hombres del Servicio Secreto de Roosevelt y los
guardaespaldas de Scotland Yard de Churchill, que los acompañaban en todo
momento, esperaban cortésmente fuera.
Sentado en su silla de ruedas, y agotado por tan largo viaje, Roosevelt tenía un
aspecto pálido y enfermizo. Hubo unos momentos de silencio, el único sonido era el
de los ventiladores de ratán que daban vueltas en el techo, y después Churchill dijo:
—Bueno, tenemos un programa muy apretado por delante, Franklin. Tengo
entendido que sigues firmemente decidido a que Overlord continúe adelante.
—Tan firmemente como siempre.
Churchill sonrió.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Tenemos algunas diferencias en cuanto a la estrategia, claro, ya oirás hablar de


ello en los próximos días.
—No lo dudo.
—Pero tenemos que ponernos de acuerdo en una cosa importante. Ya sabes lo
mucho que me gustan las fiestas, es una de mis grandes debilidades. Bueno, pues el
día que aplastemos a Herr Hitler, tengo pensado que nosotros dos organicemos el
sarao más grande que nadie se pueda imaginar, y al diablo con los gastos.
—Creo que eso puedo aceptarlo —respondió Roosevelt con una ligera sonrisa.
Luego, se puso algo más serio y dijo, casi como si se le acabara de ocurrir—: Supongo
que has oído lo de ese grupito de alemanes que anda suelto.
—Me ha llegado la noticia a través de mi personal de inteligencia. Tengo que decir
que les ha puesto los pelos de punta a mis guardaespaldas. Parece ser que están
decididos a tenerme bien vigilado. Seguro que a ti te pasa lo mismo. —Churchill estaba
irritado—. Pero si creen que me van a impedir que vaya a tomar copas a una fiesta
privada a la que tengo previsto asistir esta noche en El Cairo, en la embajada británica,
con algunos viejos amigos muy queridos, ya pueden ir pensando en otra cosa. Llevo
días esperando ese momento.
—¿A ti qué te parece esta historia, Winston?
En los ojos de Churchill se pintó una chispa de humor.
—Me parece que Berlín le echa mucha cara si es verdad que traman asesinarnos. Lo
único que demuestra es lo desesperado que tiene que estar Hitler si ha aceptado
semejante apuesta, aunque nosotros dos veamos la lógica en que se basa. No obstante,
confío totalmente en que a esa gente que llegó en el avión accidentado los cazarán
rápidamente y les ajustarán las cuentas. Si consideramos sus probabilidades, esos
pobres tontos se pueden dar por muertos. Y hablando por mí mismo, no tengo la más
mínima intención de ser el primer primer ministro asesinado de la historia de
Inglaterra.
Llamaron suavemente a la puerta y Roosevelt dijo:
—Adelante.
Apareció en la sala uno de los ayudantes principales del presidente, un coronel de
mediana edad con uniforme de gala, y cerró discretamente la puerta tras de sí.
—Ya sé que no quería que lo molestasen, señor presidente pero está aquí un tal
general Clayton que quiere verlos a usted y al primer ministro urgentemente. Viene
acompañado por el embajador Kirk. Creo que es por el asunto de esos infiltra, dos
alemanes de los que le informó el embajador, señor presidente.
—Hablando del rey de Roma. Creo que lo mejor será que los haga pasan

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Maison Fleuve, 09.00 h

Sobre la mesa de la cocina había preparada una comida con pan de pita y zumo de
lima fresco. Una vez hubieron comido, Halder sugirió a Rachel que subiese a descansar
a su habitación. Él salió al patio, donde Deacon y los otros lo esperaban sentados en
torno a la mesa.
—¿Les importaría contarme cómo diablos consiguieron cruzar el desierto sin que
los pillaran? —les preguntó Halder mientras acercaba una silla.
—No fue fácil —respondió agriamente Kleist—. Nos paramos en un uadi al caer la
tarde cuando oímos acercarse un avión de reconocimiento. Tuvimos que esperar a que
se hiciera de noche antes de arriesgarnos a emprender la marcha. Después, la
camioneta se estropeó como a ocho kilómetros de un pueblo que se llama Birqash.
Intentamos ir hasta el pueblo andando y nos paró una pareja de la policía egipcia que
tenía bloqueada la carretera. Les cortamos el cuello, enterramos los cuerpos y robamos
su coche. En cuanto llegamos a las afueras de El Cairo, lo dejamos tirado, cogimos el
tren y conseguimos llegar por los pelos a la última cita de anoche.
El rostro de Halder se ensombreció de disgusto y dijo a Deacon:
—Más muertes. Dios mío, esta guerra es cada día peor.
Deacon se limitó a encogerse de hombros.
—Es imposible huir de la muerte durante una batalla, comandante.
—¿Qué dijo Berlín cuando informó usted de que dos de sus contactos habían
llegado sanos y salvos?
—Se limitaron a dar por recibido el mensaje. Por lo general, no me gusta dar pie a
muchos comentarios durante las emisiones. Si se alarga la comunicación, se da tiempo
a que los detectores de radio británicos triangulen mi transmisor. Siempre he tenido
mucho cuidado de no dejar que eso sucediera, pero seguro que esta noche comentarán
algo. Ahora será mejor que nos pongamos manos a la obra. Su mala suerte puede que
haya acabado con cualquier probabilidad de éxito que tuviéramos. Desde luego, ha
arruinado el elemento sorpresa. No obstante, ya volveremos sobre esta cuestión más
tarde. Primero los hechos. Roosevelt llega al aeropuerto de El Cairo Oeste esta mañana
justo pasadas las nueve y media. Mis fuentes me indican que se hospedará en la suite
presidencial del Mena House. Churchill llegó ayer, y también estará alojado en ese
hotel.
—¿Y sus fuentes son fiables?
—Es un oficial de las fuerzas aéreas egipcias con excelentes conexiones y cuya
información nunca falla, normalmente.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Medidas de seguridad?
Deacon se mordió los labios, preocupado.
—Muy estrechas, como ya supondrán. Y después de lo que ha pasado, pueden estar
seguros de que las reforzarán todavía más.
—Schelienberg dijo que usted tendría más detalles para cuando llegásemos.
—He hecho cuanto he podido. —Deacon se metió la mano en el bolsillo y sacó varios
folios doblados—. Verán en mi informe que el hotel está fuertemente custodiado. No
se permite entrar a nadie en el recinto sin la autorización adecuada. No se podían hacer
fotos, evidentemente, era demasiado arriesgado, pero me acerqué tanto como me fue
posible, hice algunos dibujos y tomé notas de todo lo que pude ver. Tanques,
antiaéreos en los tejados, patrullas en tierra que operan a intervalos irregulares...
Halder estudió con atención las páginas manuscritas y después levantó la vista.
—No es lo que yo esperaba, ni mucho menos. La verdad es que no nos vendría mal
una información más precisa.
—Me temo que eso es imposible.
Halder pasó las páginas a Kleist y a Doring para que las estudiasen, y le preguntó a
Deacon:
—¿Qué me dice de ese problema de los vehículos?
—Esto no le va a gustar. —Deacon suspiró profundamente y le explicó lo de Salter—
. Ese hombre es un gángster peligroso con fama de violento. Desgraciadamente, no
tenía más elección que tratar con él.
—¿Y exactamente qué piensa él que pretendemos? —preguntó Halder, intrigado.
—El muy idiota sospecha que queremos llevar a cabo un robo y quiere una parte
para garantizarnos su silencio. En otro caso, podemos olvidarnos del jeep y los
camiones y a mí me promete una visita de la policía.
Halder se puso de pie, exasperado.
—Cada vez peor. ¿Y cuándo espera la respuesta ese tal Salter?
—Mañana por la noche. Si es más tarde, habrá problemas.
Halder suspiró.
—¿Está usted completamente seguro de que no sabe nada de nuestras verdaderas
intenciones?
—Dudo que Salter imagine ni por un momento que yo sea agente alemán. Según
parece, de vez en cuando se traen a El Cairo hallazgos arqueológicos muy valiosos por
el campo de aviación de Shabramant. Creo que Salter piensa que hay uno de camino y
se le ha metido en la cabeza que planeamos robarlo.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Y sabe que estamos aquí, en la villa?


—Por supuesto que no, en absoluto —dijo Deacon, negando vigorosamente con la
cabeza—. Después del último episodio, he tenido mucho cuidado de asegurarme de
que nadie me seguía, y no he visto a nadie que lo intentase. Lo único que se me ocurre
es que Salter piensa que no tenemos más elección que aceptar su proposición, y que
seguirme no merece la pena. —Suspiró de nuevo y añadió—: ¿Un completo desastre,
verdad? Bien, ¿alguna sugerencia? Porque yo, la verdad, no tengo ninguna.
Halder movió la cabeza de lado a lado, con desánimo.
—En estos momentos, ni una. Pero necesitamos tener esos vehículos. Todo depende
de ellos. —Se volvió para observar la villa—. Así pues, ¿éste será nuestro cubil?
—Creo que lo encontrarán suficientemente confortable, y perfectamente seguro.
Halder se dirigió a Kleist y Doring:
—Estudien bien los alrededores. Familiarícense con la zona y háganme un plano
decente. Quiero trazar posibles rutas de huida por si las necesitamos. Y elijan un par
de habitaciones convenientes delante y detrás que podamos usar como puntos de
vigilancia. Tendremos que organizar turnos de guardia. No quiero que nadie pueda
sorprendernos, incluido ese tal Salter.
—A la orden, mi comandante.
Una vez que Kleist y Doring desaparecieron, Halder encendió un cigarrillo.
—Esta villa está un tanto alejada. No sé si eso me gusta demasiado.
—Cambio de planes por necesidad. El piso franco que pretendía que usasen en la
ciudad fue asaltado por su amigo Weaver y un camarada suyo, un oficial inglés que se
llama Sanson, del cuartel general.
Halder lo miró con asombro.
—¿Y por qué no informó de eso a Berlín?
—Sí lo hice... —Deacon le explicó los sucesos—. ¿No se lo dijeron?
Halder negó con la cabeza, irritado.
—Me parece que avanzamos hacia el desastre desde el principio.
—Me extraña que no le hayan informado —dijo Deacon, frunciendo el ceño.
Halder, todavía furioso, levantó una ceja, como sospechando.
—A Schelienberg lo único que le importa es ver cumplido su plan. La vida de la
gente le importa un bledo. Seguro que pensó que yo no estaría interesado en su
pequeña intriga si me enteraba de que la operación corría peligro. —Se quedó
pensando un momento, y luego preguntó—: ¿Cree que la inteligencia aliada puede
haberse enterado de nuestros planes gracias a aquel asalto?

378
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Lo dudo mucho. ¿Qué pruebas pueden haber encontrado?


—Tal vez esté en lo cierto. Pero me preocupa saber cómo se han enterado. Por cierto,
a ese Sanson ya lo he conocido.
Deacon abrió mucho los ojos cuando Halder se lo explicó.
—Estoy impresionado de que consiguiera escapar. Yo no conozco a su amigo
Weaver, pero Sanson no es alguien con quien convenga cruzarse. Tiene fama de ser un
hombre decidido, y tan peligroso como una cobra.
Halder se levantó y señaló la villa con la cabeza.
—En estos momentos, me preocupa más este sitio.
Se dirigió hacia las puertas vidrieras y entró en una sala amplia decorada con sillas
de caña y alfombras árabes de vivos colores repartidas por el suelo. Las paredes
blancas estaban desnudas, a no ser por un par de máscaras mortuorias nubias de
madera oscura pulida, y rostros primitivos aterradores, casi demoníacos.
—La villa se llama Maison Fleuve —le explicó Deacon—. Fue construida
inicialmente por un general durante la campaña de los franceses para entretener a sus
amantes. No hay teléfono, pero es que la mayor parte de las villas de por aquí sólo son
retiros de fin de semana. Además, está muy apartada, de modo que nadie nos
molestará. La carretera principal está a un kilómetro y medio de aquí, lo que nos da
mucho tiempo para ver a cualquiera que se acerque, y lleva directamente a El Cairo.
El Mena House y Gizeh están sólo a ocho kilómetros. Además, la motora está a su
disposición, naturalmente. Pueden llegar a la ciudad sin tener que preocuparse de que
los detengan y examinen sus papeles, porque las patrullas del río no vienen tan al sur.
Halder examinó con interés las máscaras mortuorias de la pared.
—La talla de la madera es verdaderamente de primera. Por lo menos, tendrán un
par de cientos de años, ¿no es así?
Deacon asintió, descolgó una, sonriendo, y le limpió el polvo con la manga.
—Cosas que recogió el general en sus viajes Nilo arriba. Junto con un par de esclavas
nubias exquisitas que, según creo, apreciaba muchísimo.
—¿Y quién es el propietario actual de la villa?
—Lo tiene usted delante —dijo Deacon, volviendo a colocar la máscara—. Por
cierto, ¿habló usted de vías de escape?

Deacon llevaba en alto la lámpara de aceite mientras bajaban la escalera de la


bodega. La luz temblaba en las paredes arqueadas, en el aire flotaba un frescor
agradable, y Halder vio, a un lado, estantes llenos de botellas de vino cubiertas de

379
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

telarañas. Avanzaron hasta el fondo de la bodega, donde había una puerta de hierro
ya oxidada en los goznes. Deacon la empujó para abrirla y un sol brillante penetró a
raudales. Quedó a la vista, en el exterior, un minúsculo muelle de piedra bien cubierto
de grandes enredaderas. Más allá estaba el Nilo, y había amarrado un bote de remos
con un motor fuera borda tapado con una vieja lona embreada.
—Interesante —señaló Halder, al ver una antena que sobresalía oculta entre las
enredaderas, y cuyo cable conducía a una alacena de madera al pie de la escalera—.
¿Aquí es donde guarda la radio?
Deacon asintió en silencio, abrió la alacena y dejó a la vista el transmisor y la pistola
Luger junto a él, y volvió a cerrar.
—Este sótano se construyó en principio como bodega. Ya sabe usted lo picajosos
que son los franceses para guardar el vino. Pero como era un hombre práctico, el
general decidió que le iría mejor tirar la pared del fondo y tenerla como vía de escape
para sus amiguitas, por si aparecían los maridos, cosa que sucedía a menudo, al
parecer.
Deacon sonrió, y fue a cerrar la puerta metálica, que chirrió sobre sus bisagras.
—Un as bien guardado, por si lo necesitamos. Pero esperemos que no. Ya se lo
enseñará usted a los otros. Otra precaución que tengo que comentarle. En la puerta
principal de la villa, arriba, hay una barra de metal sólida que le sugiero que dejen
siempre colocada. Si alguien intentase entrar por la fuerza, eso les daría tiempo
suficiente para bajar y escapar por aquí.
—Es usted un hombre precavido, Deacon.
—Por eso he vivido tantos años.
—Schelienberg explicó también que tendría usted diseñada una ruta de escape
general para el caso de que las cosas nos fuesen decididamente mal en el aeródromo.
Deacon asintió con la cabeza.
—Tengo un amigo egipcio que es capitán de las Reales Fuerzas Aéreas egipcias. Fue
él el que me proporcionó la mayor parte de la información sobre el campo de
Shabramant. Si lo necesitamos, ha arreglado las cosas para tomar «prestado» un avión
de su unidad y recogernos en una pista de aterrizaje en pleno desierto, a unos
kilómetros de Saqqara. Eso queda fuera de cualquier zona de exclusión aérea y, por lo
tanto, es menos probable que puedan derribarnos.
—Ya conozco esa pista de la que me habla. Se utilizaba para llevar suministros a las
excavaciones arqueológicas.
—Eso creo. Mi amigo el capitán estará a la espera, preparado para recogernos si es
preciso, cuando vea una señal preestablecida en tierra. En cuanto decida usted cuándo
comenzará el ataque y sepamos que los hombres de Skorzeny están en camino, me

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pondré en contacto con él. Pero claro, eso dando por supuesto que todo siga adelante
como estaba previsto. Si no es así, y tenemos que abortar la operación, el capitán
intentará llevarlos a ustedes de todos modos hasta la base alemana más próxima, en
Creta. Pero ya veremos todo eso con detalle más adelante.
—Ese capitán amigo suyo no sabe lo que pretendemos, por supuesto.
—Naturalmente. Pero es un fervoroso simpatizante y desea apoyar la causa
alemana a toda costa.
Volvieron a subir la escalera hasta el vestíbulo y Deacon apagó la lámpara.
—Dos cosas —dijo Halder—. Primero, no descubra usted nuestras intenciones
delante de la señorita. No sabe nada de nuestros planes, ni de nuestros objetivos.
—Entendido. Berlín me lo explicó todo.
—Segundo, le daré una lista de las cosas que necesitaré esta misma tarde, la mayoría
son herramientas pesadas y material para excavaciones, además de unos prismáticos
potentes y un par de uniformes norteamericanos de los que le consiguió Salter.
Deacon notó la tensión en el rostro de Halder; era como un muelle apretado.
—¿Le importa decirme para qué son?
—Mi primera intención era probar a introducirme en el recinto del Mena House
fingiendo ser un oficial norteamericano, o colarme de alguna manera, de modo que
pudiera efectuar las labores de reconocimiento necesarias. Pero ése es el tipo de
estrategia que ahora esperan los aliados, puesto que están al tanto de nuestras
intenciones. Además, sería inútil, puesto que conocen mi identidad. Me parece que en
estos momentos sólo tenemos una opción. Junto a la pirámide de Keops hay un túnel,
que es parte de una caverna natural que tiene casi doscientos metros de bóveda, donde
hay enterramientos de la segunda dinastía. Corre en dirección a los terrenos del hotel.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Deacon, frunciendo el ceño.
—Lo descubrió hace algunos años el padre de la señorita Stern, que es un
arqueólogo de prestigio. Schelienberg parece pensar que ese pasadizo puede llegar
hasta dentro del recinto.
—Asombroso. —Deacon parecía atónito, se rascaba la mandíbula—. Así que por eso
Berlín me hizo confirmarles que se seguían llevando a cabo excavaciones en Gizeh. Me
preguntaba por qué me lo pedían.
—Lo importante es que podamos tener un camino para llegar sin ser vistos al
interior del recinto. Pero habrá que abrir de nuevo la entrada del túnel y verificar la
orientación. ¿Descubrió usted quién está trabajando en las excavaciones?
—La mayoría son grupos de estudiantes de las universidades de El Cairo.

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—No tenemos tiempo que perder, así que habrá que efectuar las exploraciones
necesarias esta misma tarde. Sólo Kleist, usted y yo. Los estudiantes habrán terminado
de trabajar cuando empiece a oscurecer. ¿Hay guardias allí?
Deacon asintió.
—Por lo general, hay unos pocos hombres de vigilancia que vienen de una de las
comisarías de policía cercanas, y si no, guardas del Ministerio de Antigüedades.
Halder sacó la cartera y mostró a Deacon los documentos que certificaban que él era
Paul Mallory, junto con las credenciales de la Universidad Americana. Le preguntó:
—¿Conoce a algún falsificador experto? ¿Alguien de confianza que trabaje de prisa?
—En El Cairo no hay escasez de falsificadores que sepan hacer lo que sea por un
buen precio —respondió Deacon, asintiendo con la cabeza—. ¿Por qué?
—Sanson comprobó mis papeles y los de la señorita Stern en Alejandría. Seguro que
habrá alertado a la policía y al ejército para que estén al tanto de nuestras identidades.
Pero un falsificador hábil podría alterar los nombres sin demasiadas dificultades.
¿Puede arreglar eso rápidamente, si yo le doy un par de nombres nuevos?
Deacon se encogió de hombros.
—Es un trabajo de poca monta, así que no veo por qué no. ¿Le importa decirme qué
está pensando?
—A todos los efectos, yo seré un profesor que lleva a cabo una inspección
perfectamente legítima del trabajo de mis alumnos en Gizeh, con lo cual será bastante
fácil engañar a los policías para poder pasar, pero incluso en el peor de los casos, y si
mi experiencia anterior sirve de algo, esos guardias no son muy de fiar, por decirlo con
suavidad, sino fácilmente sobornables. A esos pobres diablos suelen pagarles tan poco
que es probable que nosotros podamos pagarles para que no nos molesten.
Deacon estudió detenidamente los documentos.
—La verdad es que impresionan bastante. ¿No es necesario que lleve con usted a la
chica?
Halder negó con la cabeza.
—No tiene sentido hacerla correr riesgos innecesarios Puede explicarme todo lo que
necesito saber. Pero de todos modos, es preciso que consiga usted que modifiquen sus
papeles por si acaso tenemos que marcharnos de la villa en algún momento. Iré a
buscarlos antes de que usted se marche.
Deacon levantó las cejas.
—¿Detecto que hay algo entre ustedes dos, comandante?
Halder eludió la pregunta.

382
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—Bastará con que vayamos nosotros tres. Además, un poco de distracción me


ayudará a rumiar lo del ultimátum de Salter. En estos momentos, eso me tiene
completamente desconcertado.
—¿Y qué pasa si conseguimos encontrar ese túnel y de verdad lleva a donde usted
cree que lleva?
—Kleist y yo estudiaremos la seguridad en el interior del recinto del hotel y
trataremos de descubrir dónde se alojan exactamente Roosevelt y Churchill. Por eso
necesitaremos los uniformes.
Deacon pareció inquieto.
—Pero no tienen pases. Y seguro que habrá controles de seguridad dentro del
recinto. Weaver y su gente estarán decididos a cazarlos. Todo lo cual hace las cosas
infinitamente más arriesgadas.
—Ésos son problemas de los que tengo que preocuparme yo. Y la verdad es que no
hay más opción que la del túnel. A no ser que se le ocurra a usted otra.
—Ahí me ha pillado, comandante.
—Necesitaremos transporte. Y preferiblemente, un medio de llegar a Gizeh que nos
ayude a evitar los controles, si es posible.
Deacon se rascó la cabeza.
—Hay una pista por el desierto allí cerca. Es muy mala y lleva directamente al
pueblo de Nazlat as-Saman, al lado de las pirámides. Pero mi Packard es muy pesado
y la suspensión sufrirá mucho, por lo que sería meterse en problemas, casi seguro. —
Se quedó pensativo unos instantes y luego añadió—: Tengo una idea mejor. No sería
prudente que viajásemos todos nosotros juntos. No hay duda de que su amigo Weaver
habrá pasado su descripción a todas las comisarías de policía y a todos los
destacamentos militares de aquí a Luxor. Hassán tiene una motocicleta. Kleist y yo
podemos ir en el coche por la ruta normal, por la carretera. Y usted puede coger la
moto y reunimos todos al final del pueblo, cerca de la esfinge.
Halder aplastó su cigarrillo y sonrió, tenso.
—Perfecto. Decidido, entonces. Y no se preocupe por Harry Weaver. No me
encontrará.

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CAPÍTULO 53

El Cairo
22 de noviembre, 12.30 h

—¡Eres un imbécil! —gritó Clayton, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Cómo


demonios has podido dejarlos escapar?
Weaver estaba sentado en el despacho del general, tenía los ojos enrojecidos y le
dolía todo el cuerpo del agotamiento. No había dormido ni un par de minutos en toda
la noche. Después de ocho horas de intentar librarse de las cuerdas, sólo había
conseguido aflojar la mordaza. Alrededor de las siete, dos pescadores del pueblo
oyeron sus gritos, se acercaron a la casa flotante y lo encontraron. Y poco después de
que hubiera llamado por teléfono al Cuartel General Militar desde la comisaría de
Rashid, llegó Sanson, furioso porque había permitido que Rachel y Halder escapasen.
Dos horas más tarde, Sanson lo metió en un avión para El Cairo y lo condujo
directamente al despacho de Clayton.
—No tenía otra elección, mi general —respondió Weaver.
Sanson estaba sentado a su lado. El general y él estaban furibundos.
—Es absolutamente ridículo —dijo Clayton, asombrado—. Habíamos sacado a la
calle medio ejército, todas las carreteras estaban bloqueadas, y aun así consiguieron
huir. En cuanto a ti, Weaver, permitir que dos agentes enemigos te engañen para que
los ayudes a escapar es de una incompetencia total. ¿Qué tienes que decir en tu
defensa?
—Cometí un error yendo tras ellos yo solo —dijo Weaver sin demasiada convicción.
Clayton se inflamó.
—¡Vaya si lo hiciste! Me parece que has permitido que tus sentimientos personales
interfirieran en el cumplimiento de tu deber. Y en esta situación, eso no sólo es
imperdonable, es casi una traición. —El general se levantó, enfadado, de detrás de su
mesa y añadió—: Será mejor que me expliques todo lo que sabes de esa pareja.
El general permaneció allí de pie hasta que Weaver hubo terminado y luego le
preguntó a Sanson:

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—¿Qué se sabe de la barca que emplearon?


Sanson le explicó que todas las embarcaciones que circulaban por el río hasta El
Cairo habían sido detenidas y abordadas.
—Pero las patrullas fluviales no encontraron nada. Es evidente que llegamos
demasiado tarde. Ese barco podría haber llegado fácilmente a cualquier punto del Nilo
durante la madrugada.
Clayton se volvió hacia Weaver.
—¿Y no viste la matrícula del coche del árabe?
Ya había repasado todos los detalles con Sanson.
—No pude ver la matrícula en la oscuridad. Lo único de lo que estoy seguro es de
que era un coche americano. —Weaver sabía que esa información era muy poco útil
sin dar la descripción exacta del modelo o el número de placa. El Cairo estaba lleno de
vehículos norteamericanos, civiles y militares.
—No es que eso sirva de gran ayuda, ¿verdad? —Clayton hizo una mueca, cogió el
informe de Sanson de la mesa y volvió a dejarlo dando un fuerte golpe—. Pero sí que
hay un par de cosas de las que podemos estar bastante seguros. Primero, es evidente
que estamos tratando con algo más que con un par de vulgares infiltrados enemigos.
Y segundo, que lo más probable es que a estas alturas estén ya en algún lugar de esta
ciudad.
Weaver sabía por el informe que había hecho Sanson que a última hora de la tarde
anterior habían desaparecido dos policías egipcios, no muy lejos de un pueblo llamado
Birqash, situado a más de treinta kilómetros al norte de El Cairo. A primera hora de la
mañana habían descubierto sus cuerpos degollados y enterrados en una sepultura
poco profunda. A las diez de la noche anterior, su coche había sido hallado
abandonado cerca de una estación de tren de las afueras de la ciudad. Una familia
beduina que vivía a varios kilómetros de Birqash había sido interrogada por la policía
y declaró que habían visto a dos hombres conduciendo un camión militar a última
hora de la tarde anterior y que se dirigían hacia el pueblo. El camión apareció a unos
tres kilómetros de éste. Era un Fiat con paneles del ejército italiano.
—Los hombres pasaban demasiado lejos para que los beduinos pudieran darnos
una descripción —le había dicho Sanson a Clayton—. Pero sabemos que Halder y la
mujer estaban en Alejandría, de modo que no podían ser ellos. Así que al parecer,
ahora nos las tenemos con, al menos, cuatro agentes alemanes.
El general fue hasta las puertas vidrieras francesas, todavía furioso.
—¿Y qué hay del Fiat? Alguien debe de ser su propietario
—Por lo que he podido averiguar, no aparece en el registro de vehículos enemigos
confiscados —respondió Sanson—. He pedido una lista de todos los vehículos

385
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militares desaparecidos en las últimas veinticuatro horas. Pero el Fiat llevaba las placas
originales del ejército italiano, de manera que a no ser que denuncien el robo, no es
probable que encontremos al dueño.
—¿Le importaría decirme por qué?
—Mi general, hay suficiente chatarra de excedentes militares circulando por este
país como para empezar otra guerra con ella. Es más que probable que esa camioneta
fuera el botín que alguien se guardó antes de que nuestros alemanes lo robasen o lo
cogiesen prestado, de manera que es poco probable que el dueño presente una
denuncia.
El general volvió a su escritorio y se dejó caer en la silla.
—Todo este asunto es un jodido desastre. El presidente llegó esta mañana, y el
primer ministro Churchill, ayer por la tarde. Es impensable que tengamos por lo
menos a cuatro agentes alemanes sueltos en una misma ciudad.
—Si puedo hacer una sugerencia —se ofreció Sanson—, podemos pedir al
presidente y al primer ministro que suspendan o aplacen la conferencia hasta que
localicemos a esa gente.
El general negó vigorosamente con la cabeza y dio un puñetazo en la mesa.
—Eso ni pensarlo. ¿Tienen ustedes idea de la cantidad de trabajo y de planes
preparados para este asunto? Miles de horas empleadas en reuniones, comunicaciones,
organización. VIPS y altos cargos que hay que transportar desde el mundo entero, una
cosa nada fácil en tiempo de guerra. Llevaría meses volver a organizarlo todo, y
precisamente lo que no tenemos es tiempo.
—Con todos los respetos, mi general, pero estamos ante unas circunstancias
excepcionales.
—El embajador ya ha apuntado esa posibilidad al presidente y al primer ministro.
Ambos han rechazado terminantemente un cambio de calendario. Tendría usted que
saber la clase de hombres que son. No van a dejarse intimidar por un puñado de
agentes nazis. Por lo menos, el presidente siempre dice que no hay que tener miedo
más que al propio miedo. Con una filosofía así es imposible asustarlo. Y me parece que
si digo que el señor Churchill está hecho de la misma pasta, acertaría: no se asusta
fácilmente. Hemos puesto al personal de seguridad de ambos al corriente de la
situación, y me han garantizado que tomarán precauciones adicionales. Pero encontrar
a esos alemanes es trabajo de ustedes.
Se oyeron unos golpes en la puerta y apareció el ayudante del general.
—Su coche está listo para llevarlo al Mena House, mi general.
—Ahora mismo voy. —La puerta se cerró y Clayton dijo con autoridad—: No quiero
más excusas, sólo resultados. Lo que necesitamos es un poquito de suerte, y no la

386
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tendremos si no controlamos cada jodido hotel, bar, restaurante y casa de putas de la


ciudad y sus alrededores, si no pedimos los papeles de identidad a todo el mundo sin
excepción, y si no enjaulamos a todo el que veamos hacer algo sospechoso. Me importa
un rábano quiénes sean o lo auténticos que sean sus documentos. Si les resultan
sospechosos, encierren a esos hijos de puta y echen el cerrojo. Y lo mismo se aplica a
las casas de todos los simpatizantes nazis que tengamos en las listas. Alguien tiene que
estar escondiendo a los alemanes y a ese árabe. Y tienen que estar por ahí fuera, en
algún sitio.
El general se puso de pie, cogió la gorra y lanzó una mirada decidida a Weaver.
—Reúna tantos efectivos como necesite, pero encuéntreme a todos y cada uno de
esos jodidos alemanes, y más que de prisa. Los quiero muertos.
Mientras regresaban en coche por la ciudad, Weaver se sentía exhausto, ajeno al
tráfico con el que se cruzaban. Había intentado repasarlo todo mentalmente, pero no
conseguía que tuviera sentida Rachel había muerto y ahora está viva. Y no parecía
haber ningún modo de salvarla, ni a Jack Halder tampoco. Sanson le dijo:
—Haré que me redacten una lista de todos los vehículos americanos matriculados
en El Cairo, militares o civiles, incluyendo los que puedan haber sido robados, y ya
veremos si sale algo. Ya he dado una alerta general, con las identidades de Mallory y
Tauber que han de ser detenidos inmediatamente con la advertencia de que van
armados y son peligrosos. Aunque estoy seguro de que no volverán a utilizar los
mismos documentos de identidad. Mientras tanto, será mejor que pille usted unas
horas de sueño. Si surge algo, lo llamaré.
—Estoy perfectamente.
—No lo hago por ser amable, Weaver —replicó Sanson—. Tenemos mucho trabajo
por delante, así que será mejor que descanse mientras pueda. Otra cosa que tiene que
saber. Hice que uno de mis hombres buscase en los archivos los informes marítimos
de Port Said. Al parecer, el Izmir se fue a pique, el barco tenía un largo historial de
averías de máquinas, pero hubo algo que los periódicos no mencionaron entonces.
—¿Qué?
—Informaron de que un pesquero maltés rescató una balsa de salvamento con
cuatro marineros turcos del Izmir al día siguiente del naufragio. Pero lo que no decían
es que el patrón del pesquero avistó una fragata de guerra alemana por aquella misma
zona.
—¿Qué dice usted?
—Esa fragata alemana es demasiada coincidencia. Según el manifiesto de carga del
barco, los Stern eran los únicos pasajeros que iban a bordo del Izmir. El buque era turco,
y los turcos, unos proalemanes notorios. Por lo que sabemos, puede ser que la fragata

387
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

tuviera concertado un punto de encuentro en alta mar para recogerlos antes de que las
cosas se complicasen cuando el barco hizo explosión.
—¿Recogerlos por qué motivo?
—Que los Stern nunca hubieran tenido intención de viajar a Estambul sino que
quisieran regresar a Alemania. Eran espías que trabajaban para los nazis. Todos o
alguno de ellos.
—Oh, vamos, Sanson —dijo Weaver, enfadado—. Los alemanes siempre han
andado por el Mediterráneo. Esa fragata podía estar allí por pura casualidad. Ni
Rachel ni sus padres fueron espías jamás. Eso es un disparate.
Habían llegado a Garden City y Sanson se detuvo a la entrada del cuartel general.
—Diré a la teniente Kane que lo deje en su villa. Yo tengo trabajo. Lo mejor será que
nos encontremos otra vez aquí a las seis. Quiero que conozca usted a alguien que
puede ayudarnos a aclarar este asunto.
—¿Quién?
—Ya lo sabrá después. Lo único que le diré de momento es que le tengo preparada
una buena sorpresa, Weaver. Y espero que esté prevenido para ella.

Cuando llegaron a la villa de Zamalek, Helen Kane cogió la llave de la puerta que
llevaba Weaver y ambos entraron en la villa.
—Tienes un aspecto horrible. Te prepararé un baño. Después te dejaré descansar un
poco.
Subieron a la habitación de Weaver y ella fue llenando la bañera y preparó unas
toallas limpias. Weaver se desvistió y se metió en el agua caliente. Helen entró con dos
vasos de whisky y le tendió uno.
—Me imaginé que te vendría bien esto. ¿Te importa que una chica te haga
compañía?
Weaver había estado fuera menos de cuarenta y ocho horas, pero parecía que fueran
muchos días, y entre ellos flotaba una tensión que se podía sentir.
—Creo que no.
Helen puso una sonrisa incierta, se apoyó en el quicio de la puerta y tomó un sorbo
de su copa.
—Pareces ausente. ¿Quieres contarme qué te pasa?
La mente de Weaver era un torbellino.
—¿Tengo que contártelo?

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—No, pero por la expresión de tu cara me parece que necesitas contárselo a alguien.
Weaver se echó hacia atrás dentro del agua, agotado, se pasó un paño por los ojos
y la cara, y se lo contó todo. Cuando hubo terminado, ella apenas si reaccionó.
—No pareces muy sorprendida.
—Tengo que confesarte una cosa. Sanson me llamó por teléfono desde Alejandría y
me dio el informe que tenía que pasar al general Clayton.
—Ya.
Helen dejó el vaso y explicó:
—Lo único es que no entiendo nada de nada. Puedo aceptar que tu amigo Halder
esté involucrado, pero no Rachel Stern por lo menos no de acuerdo con lo que me has
explicado dé ella. Nada de todo eso tiene el menor sentido. Estaba muerta, y ahora está
viva. Y Sanson dice que sospecha que es una agente nazi.
—Eso es imposible, Helen. Con sus orígenes. El propio Halder se preocupó de
decirme que ella no sabía nada de todo esto. Sin duda, la fragata alemana pudo
recogerla. Y después, lo más probable es que haya estado en prisión, o en uno de esos
campos de los que hemos oído hablar.
Terminó de bañarse, Helen le pasó una toalla y salió, mientras él se secaba. Una vez
vestido, salió del cuarto de baño y la encontró sentada en el sofá. Parecía preocupada
y le dijo, con voz apagada:
—¿Puedo preguntarte una cosa, Harry?
—¿Qué?
—¿Sigues enamorado de ella?
—Sabía que ibas a preguntarme eso.
—No has contestado a la pregunta.
Weaver dudó.
—No lo sé.
Ella pareció herida.
—Eso quiere decir que sigues enamorado de ella.
Weaver sintió el desánimo al decir:
—Quizá la verdad sea que nunca dejé de estarlo.
—Comprendido —dijo Helen, mordiéndose el labio y dejando el vaso; luego se
puso de pie, claramente incómoda—. Te dejo que descanses un rato.
Weaver le puso la mano en la mejilla y le dijo:
—Perdona, Helen. Pero me pediste que te dijera la verdad.

389
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Ella le apartó la mano, dulcemente.


—No te preocupes. Me estoy compadeciendo a mí misma, nada más. —Sonrió,
nerviosa, después empezó a irse pero se volvió, se apartó un mechón de pelo de la cara
y dijo—: La vida nunca es sencilla, ¿verdad, Harry? —Las lágrimas le afloraron a los
ojos—. Ya nos veremos.
Weaver oyó cómo descendía por la escalera y se sintió casi anegado por una
tremenda oleada de culpabilidad, pero no intentó detenerla.

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CAPÍTULO 54

Berlín
22 de noviembre, 12.30 h

El Adlon, el hotel más famoso de Berlín, estaba a cinco minutos en coche de la


oficina de Canaris. Hacía frío y viento cuando salió de su Mercedes oficial y entró en
el lujoso vestíbulo, después de dejar el abrigo y el sombrero en el guardarropa. Con
aire cansado, se dirigió hacia la escalera curvada; se fijó que lo que había sido una
espléndida araña en el techo y los magníficos estucos habían quedado destrozados por
las bombas, y entró en el comedor. La gente que solía llenarlo a la hora del almuerzo
no había llegado aún, había sólo unas pocas mesas ocupadas por hombres de negocios
cariacontecidos y un puñado de oficiales uniformados.
El jefe de camareros, que avizoraba junto a la puerta, reconoció inmediatamente a
Canaris, lo escoltó hacia uno de los reservados que había al fondo y corrió las cortinas
de terciopelo rojo. Schelienberg ya estaba allí, con una botella de coñac y un vaso lleno
ante él, un tenedor en la mano con el que atacaba un plato de chucrut, patatas y ternera
con pepinillos.
—Ah, Wilhelm, por fin llegas. He empezado sin ti, como ves. La carne es excelente,
te la recomiendo.
—Me he retrasado, pero no importa, no tengo apetito.
—Pero te tomarás un coñac, supongo —sonrió Schelienberg—. Es polaco,
lamentablemente, del francés ya no queda, así que corres el riesgo de quedarte sin
esmalte en los dientes.
—He corrido riesgos mucho mayores en mis tiempos. —Canaris despidió con un
gesto al camarero y después se sentó frente a Schelienberg—. Bien, ¿cuáles son esas
noticias urgentes de las que me hablaste?
Schelienberg le sirvió una buena medida de coñac.
—No te lo podía decir por teléfono, naturalmente.

391
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Pues dímelo ahora, demonios. No he sabido nada desde ayer cuando me dijiste
que Halder y los otros salieron vivos del accidente. Casi no he dormido desde
entonces, así que no me tengas en ascuas.
Schelienberg engulló un buen bocado de chucrut, lo ayudó a pasar con lo que le
quedaba de coñac y dejó la copa sobre la mesa, dando un golpe.
—Estamos ante un caso de la modalidad de buenas y malas noticias juntas.
—Continúa —dijo Canaris, expectante, sin hacer caso de su copa.
—Esta mañana temprano recibimos un mensaje de Deacon. Nuestros amigos Kleist
y Doring consiguieron llegar sanos y salvos a El Cairo y establecer contacto. Eso me ha
levantado bastante el ánimo, por no hablarte de Himmler y del Führer.
Canaris estaba tenso, y sentado en el borde de su asiento.
—¿Y qué pasa con Halder y la mujer?
—No hay noticias suyas todavía. Parece ser que el equipo se dividió en dos parejas
después del accidente para tratar de llegar a El Cairo por separado. Kleist y Doring, y
Halder y Rachel Stern. No tengo más información que ésta.
—Comprendido. —Canaris se sentó más atrás e, interiormente, respiró, aliviado—.
Así que todavía no está todo bien, ¿eh?
Schelienberg volvió a llenarse la copa hasta el borde y se la tomó de un trago.
—En este caso, la falta de noticias no puede decirse que sean buenas noticias.
—Pero te veo bastante satisfecho, y con buen espíritu. ¿Por qué?
Schelienberg enarboló una amplia sonrisa.
—Por que hay un atisbo de esperanza, teniendo en cuenta que dos de nuestro
equipo lograron pasar. Y tendrías que tener más fe en Halder, Wilhelm, al fin y al cabo
es uno de tus mejores hombres, e infinitamente más hábil y con más recursos que Kleist
o que su camarada. Si ese par lo ha conseguido, creo que Halder también lo logrará.
—La voz de Schelienberg tenía un punto de excitación—. En realidad, estoy totalmente
seguro de que lo conseguirá y seguirá adelante con la misión.
Lo presiento. Un hombre que sabe hacerse pasar fácilmente por un oficial enemigo,
norteamericano o británico, como ya ha hecho en el pasado, seguro que tiene a su favor
algo más que una probabilidad.
—Conozco bien la capacidad de Halder —dijo Canaris, dirigiendo la mirada a la
botella que estaba sobre la mesa
—Pero ¿estás seguro de que no es el brandy lo que te hace ser tan optimista?
Schelienberg se puso tenso.
—No te pases de listo, Wilhelm.

392
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Seamos realistas. Aun asumiendo que Halder siga vivo, y aunque se las arregle
para llegar a El Cairo y entrar en contacto con Deacon, los aliados deben de estar
persiguiéndolo. Es lógico, después de que el avión se estrellase. Las probabilidades de
que Esfinge salga bien han disminuido considerablemente.
—Pero Jack es un hombre inteligente, y más astuto que un zorro cuando tiene las
cosas en contra. —El tono de Schelienberg seguía siendo agresivo—. Y estoy
convencido de que hará cuanto esté en su mano por lograr su objetivo, sin que
importen los obstáculos. Precisar dónde se encuentran Roosevelt y Churchill,
apoderarse del aeropuerto de Shabramant, transportar a Skorzeny y sus paracaidistas
al lugar preciso cuando aterricen, y ayudarlos a atravesar las barreras de seguridad
aliadas para llevar a cabo la misión necesaria. Una orden más que complicada, ya lo
sé, pero al contrario que tú, yo sigo creyendo firmemente que Halder puede realizar lo
que esperamos de él. No me sorprendería nada tener buenas noticias de Deacon muy
pronto acerca de la aparición de Halder sano y salvo.
Canaris suspiró, vació su copa de un trago y procuró no mostrar su angustia ante la
idea de que Esfinge realmente pudiera tener éxito.
—Bien, ¿y ahora, qué? ¿Esperamos la próxima transmisión de Deacon por radio?
—Exactamente —asintió Schelienberg, moviendo la cabeza—. Que debería ser esta
noche, sobre las doce o poco después. Entonces sabremos mejor cómo están las cosas.
A menos que Deacon tenga la tentación de transmitir más pronto por alguna noticia
urgente, aunque como ya sabes, la transmisión y recepción por radio a larga distancia
siempre es peor durante el día. Creo que tiene que ver con la atmósfera. Pero Roma y
Atenas tienen instrucciones precisas de retransmitir inmediatamente la más mínima
señal que reciban desde El Cairo. Naturalmente, el Führer quiere ser informado en el
mismo momento en que tengamos cualquier información. Está deseoso de conocer la
situación real de la misión, y a cada hora que pasa parece más convencido que nunca
de que el éxito de Esfinge es nuestra única esperanza de ganar la guerra.
—¿Algo más que tenga que saber yo?
Schelienberg volvió a sonreír con su amplia sonrisa.
—Sólo otra cosa. Como muestra de mi fe en Halder, ya he advertido a Skorzeny y a
sus hombres. Estarán preparados para volar a El Cairo de inmediato.

El Cairo, 16.30 h

393
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Halder estaba revisando los uniformes y los documentos de identidad ya arreglados


que Deacon le había llevado a su habitación, cuando se oyó un golpecito en la puerta
y entró Rachel. Se había puesto una blusa limpia y pantalones caqui y Halder le dijo:
—¿Te sientes mejor después del descanso?
—Un poquito. ¿Tú has dormido?
—He conseguido arañar un par de horas.
El dormitorio era un cuarto pequeño, con suelo de madera desnuda. Solamente
había una cama de hierro, una silla juntó a la puerta del balcón, y una jarra y un
aguamanil de esmalte sobre una mesa de mimbre en un rincón. Empezaba a anochecer,
las persianas estaban abiertas, el canto de los grillos y el aroma de las flores entraban
en la habitación impulsados por el cálido aire tropical. La vista del Nilo era espléndida,
la luz naranja se reflejaba, mortecina, sobre el agua y Rachel salió al estrecho balcón de
hierro forjado.
—¿Echaste de menos esto alguna vez después de volver a Alemania?
Halder se unió a ella, y respondió:
—La época más feliz de toda mi vida fue en Saqqara. Siempre pensaba que me
gustaría pasar mi vida aquí, excavando ruinas, y retirarme a vivir en una gran villa
antigua sobre el Nilo —sonrió y aspiró profundamente—. Dios mío, qué bueno es
volver a respirar otra vez el aire caliente de El Cairo.
—¿Crees que Harry estará bien?
—A estas horas ya lo habrán encontrado sus camaradas, estoy convencido.
—Tenías que haberme dejado hablar con él por última vez antes de subirnos al
barco.
—¿De qué hubiera servido, Rachel? Además, no teníamos tiempo.
Rachel suspiró y Halder le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Tengo la sensación de que de ahora en adelante todo podría ser mucho peor. Me
dijiste que cuando le pediste a Harry que no se metiese, se negó. Y me horroriza la idea
de que vosotros dos estéis enfrentados. Estoy convencida de que sus superiores
quieren que nos cace a toda costa, y de que, al igual que tú, está en un dilema.
—Intentaré no pensar mucho en ello —dijo Halder, abatido—. Las cosas ya están
bastante difíciles como para ponerse a pensar que sea él quien nos persiga. No soporto
la idea de que cualquiera de nosotros tenga que decidir qué es primero, si el deber o la
amistad.
Para cambiar de tema, Rachel señaló un uniforme de capitán norteamericano
extendido sobre la cama y dijo:

394
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Para qué es eso? ¿Una fiesta de disfraces en el Shepheard's?


—Mira, no es mala idea. —Halder entró en la habitación y metió el uniforme en una
bolsa—. Tengo un trabajito que hacer, con nuestro anfitrión y Kleist. Probablemente
esté fuera hasta tarde, no me esperes levantada.
Rachel lo siguió al interior.
—¿Y los demás?
—Doring y nuestro amigo Hassán harán turnos de guardia.
Rachel se mordió el labio con una expresión de temor en el rostro.
—No me gusta la idea de quedarme sola con ninguno de los dos. Me pone muy
nerviosa.
—Estarás perfectamente a salvo. Cierra la puerta con llave, pero si alguno se atreve
a molestarte... —sacó la pistola automática de Falconi del bolsillo y se la dio a Rachel—
, usa esto con toda libertad, y ya me preocuparé yo de las consecuencias.
Rachel le devolvió la pistola, temblorosa.
—No me gustan las pistolas. Nunca me han gustado.
—No importa. La dejaré aquí por si acaso —dijo, y la tiró sobre la cama—. Hay algo
que necesito comentar contigo. Sobre tu padre.
A ella se le ensombreció el rostro.
—¿Qué... qué quieres decir?
—Schelienberg me habló de lo que descubrió en Gizeh. Admito que en aquel
entonces me preguntaba en qué anclaría metido el profesor, que volvía agotado
muchas mañanas a Saqqara con cara de haber estado levantado la mitad de la noche.
Yo pensaba que era algún asunto peligroso, por no decir ilegal, del que no había
informado a las autoridades egipcias.
Rachel se ruborizó y luego dijo con firmeza:
—Había buenas razones para que mi padre mantuviese su trabajo en secreto.
—Dime.
—Amenazaba una guerra. Los egipcios eran proalemanes. Si el país caía, lo último
que hubiera deseado era que cualquier cosa de valor que descubriera acabase en
manos de los nazis.
—¿Y qué encontró, exactamente?
—Un túnel de unos doscientos metros de largo, la mayoría de ellos formando parte
de una gruta natural subterránea, y que conducía a la tumba de un noble importante
de la segunda dinastía que no había sido descubierta. Mi padre pensaba que la zona
donde nacía el túnel había servido en algún momento como asentamiento de las

395
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viviendas de algunos de los picapedreros y artesanos que trabajaban en las pirámides.


Era evidente que el pasadizo lo habían alargado ellos mismos o los saqueadores de
tumbas que pretendían llegar a la pirámide de Keops paira robar las cosas de valor
que encontrasen, pero que calcularon mal y en vez de llegar allí salieron a la tumba del
noble.
Halder frunció el ceño.
—Pero esa área estaría muy bien custodiada en tiempos del faraón. Lo que supongo
que explica por qué perforaron desde tan lejos.
Rachel asintió y continuó:
—Encontramos un valioso cofre de joyería y escarabeos enterrado en el pasadizo.
Ese botín probablemente fue abandonado por los ladrones antes de que los cogieran y
ejecutaran los guardias del rey. Sus cuerpos fueron abandonados en el túnel antes de
sellarlo de nuevo, el castigo habitual en aquel tiempo obviamente para servir de
advertencia a los demás. Todavía estaban allí los esqueletos, o lo que quedaba de ellos.
—No comprendo qué hacía tu padre en Gizeh si su trabajo estaba en Saqqara.
—Un profesor alemán que se llamaba Braun sospechaba que existía ese túnel, e hizo
algunas exploraciones preliminares en secreto un par de meses antes de que mi familia
tuviera que marcharse de Egipto. Braun era un antiguo colega de mi padre y se lo
confió, pero antes de que pudiera avanzar en su trabajo lo reclamaron de Alemania y
lo movilizaron. Mi padre consiguió los permisos necesarios de las autoridades para
continuar el trabajo de Braun, pero no dijo nada del pasadizo por las razones que te he
explicado.
—Schelienberg pretende que viene de la dirección del Mena House. ¿Es allí donde
creía tu padre que estaba originalmente el asentamiento de los trabajadores?
Rachel asintió.
—En esa zona, más o menos, sí. ¿Por qué?
—No puedo decirte exactamente por qué, pero necesito echarle una ojeada al túnel.
¿Recuerdas la localización exacta?
—Sí... sí, por supuesto.
—¿Sería muy difícil entrar?
—No muy difícil. Mi padre volvió a sellar la entrada, pero está bastante bien
escondida, de manera que nadie pueda sospechar de su existencia.
—Bien. Ya lo discutiremos en detalle antes de que me vaya.
—¿Es peligroso lo que tienes que hacer?
—No especialmente, pero nunca se sabe. Un pequeño trabajo de reconocimiento, y
ver si podemos encontrar la entrada del pasadizo.

396
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Llévame contigo, Jack —dijo Rachel impulsivamente.


Halder movió la cabeza.
—En primer lugar, el ejército y la policía estarán vigilando. Y no me gustaría correr
el riesgo de que te atrapen.
—Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—De eso ya me he dado cuenta.
—Además, empiezo a pensar que yo soy tu amuleto de la buena suerte —puso una
media sonrisa, se inclinó sobre él y lo besó brevemente en los labios.
Halder respondió acercándola hacia él, sintiendo la fuerza de sus senos contra su
pecho a través de la blusa de algodón cuando se abandonó a sus brazos. Sonrió.
—¿Y a qué demonios viene esto?
—¿Tiene que haber alguna razón?
—No, pero creí que podía haberla.
—Llévame contigo, por favor. Me sentiré más segura que si me quedo aquí. Y
además puedo ayudarte a encontrar el pasadizo mucho más de prisa.
—Nunca podría decir que no a una mujer hermosa.

Abu Sammar, 16.00 h

Aquella misma tarde, Achmed Farnad estaba en el cobertizo, trabajando


febrilmente, y el sudor le caía a raudales por la cara. Tenía la trampilla abierta, cogió
la pistola Luger y luego sacó la radio y la batería.
Dos camiones cargados de tropas británicas habían irrumpido en el pueblo y
estaban registrando cada casa y cada chamizo. No tenía sentido tentar a la suerte. Lo
mejor era enterrar la radio en medio del desierto y librarse de la pistola.
Mafuz esperaba con el carro y el burro y Achmed cargó la radio en la carreta, luego
puso la batería y las cubrió precipitadamente con un saco viejo y algunos restos de
chatarra.
—Ya sabes qué has de hacer, Mafuz. Ve con cuidado, hijo mío. ¡Y date prisa, ya!
Cuando el chico conducía el burro hacia afuera, Achmed vio que su mujer venía
corriendo hacia ellos, espantando a las gallinas a su paso.
—¡Achmed! ¡Vienen los soldados!

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

A Achmed se le heló la sangre. Persiguiéndola por el patio corrían un oficial


británico con un revólver en la mano y media docena de sus hombres. Tras ellos iba
Wafa, la vieja comadrona, ayudada por otros dos soldados. Wafa lo señaló con el dedo,
y grito:
—¡Es él! ¡Ése es!
—¡Zorra traidora! —Achmed escupió. En medio del pánico, se dio cuenta,
horrorizado, de que todavía tenía la Luger en la mano. Antes de que tuviera
oportunidad de arrojarla, uno de los soldados gritó:
—¡Ese jodido cabrón lleva una pistola!
Se oyó el disparo de un fusil, un dolor terrible creció en el costado de Achmed, que
se sujetó la herida y cayó de rodillas. Su esposa y su hijo gritaron y se echaron hacia
atrás, mientras los soldados les apuntaban con sus armas.
—¡Llamen a un médico! —rugió el oficial—. ¡Lo queremos vivo!
Achmed todavía estaba consciente cuando los soldados se apresuraron a darle los
primeros auxilios. Luego vio que el oficial tiraba del saco que estaba en la carreta,
echaba a un lado la chatarra y dejaba al descubierto el transmisor de radio.
—Achmed Farnad, queda detenido como sospechoso de ayudar y ocultar a agentes
enemigos.

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CAPÍTULO 55

Roma
22 de noviembre, 16.30 h

El capitán Willi Neumann no estaba contento.


Era un hombre bajo, robusto y musculoso, hijo de un estibador de Hamburgo, y su
rostro rudo representaba los veintiséis años que tenía. Al contrario que su padre y tres
generaciones antes de él que habían sucumbido al atractivo del mar, a él le había
picado el gusanillo de volar y se había unido a la Luftwaffe a los diecisiete años. Había
hecho tres campañas pilotando Junkers de transporte por Rusia, en todas las
condiciones meteorológicas imaginables y con los pilotos de cazas y la artillería
antiaérea soviética tratando sin cesar de borrarlo del cielo por cualquier medio.
Neumann había tenido muchísima suerte, y lo único que había sufrido era una herida
leve de metralla en el muslo izquierdo que no había necesitado más que media docena
de puntos.
Aquella tarde, en el aeródromo de Practica di Mare, se preguntaba si su suerte iba
a cambiar para peor. Ya era bastante malo tener que volar sobre territorio enemigo y
aterrizar allí, para que un último problema viniera a sumarse a sus dificultades. Como
oficial de vuelo de mayor graduación, tenía a su mando las dos tripulaciones —cuatro
pilotos de la Luftwaffe, incluido él— que tripulaban los dos Dakotas destacados para
transportar a Skorzeny y a sus hombres a realizar su misión en Egipto. Anteriormente
ya había trabajado una vez con Skorzeny, en una misión en la que los lanzó, a él y a
dos docenas de sus hombres, detrás de las líneas soviéticas en pleno invierno, y estaba
absolutamente convencido de que el coronel estaba completamente loco, aun cuando
tras el temerario rescate de Mussolini, en Berlín, fuera considerado «el chico de oro».
Neumann no sabía exactamente qué demonios pretendía hacer el coronel llevando a
sus hombres y a sí mismo a El Cairo vestidos con uniformes norteamericanos; las
únicas explicaciones que le habían dado se reducían a las cuestiones de vuelo y lo
demás no era asunto suyo. Pero sí lo era el mal tiempo y la seguridad de sus
tripulaciones.
Tenía en la mano las hojas de previsión meteorológica mientras permanecía delante
del hangar con Skorzeny y un viento frío soplaba desde el mar, a menos de un

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

kilómetro de distancia, el sol aún calentaba y brillaba, pero empezaba a ponerse y el


crepúsculo se iba insinuando. Detrás, en el interior del hangar, sus tripulaciones y los
paracaidistas de Skorzeny esperaban inquietos, eran hombres de acción a los que la
inactividad les parecía el peor destino de todos.
—Parece que vamos a tener problemas, coronel.
Skorzeny estaba delante de él, y su enorme tamaño hacía que Neumann pareciera
enano.
—Explíquese.
—Las previsiones señalan que hay riesgo de niebla muy intensa a lo largo de toda
esta parte de la costa italiana, para las próximas veinticuatro horas, y que comenzará
a extenderse muy pronto. Si estas predicciones son acertadas, puede ponerse
realmente mal, traicionero, de hecho. Cosa que para nosotros significa visibilidad
escasa. Y la visibilidad escasa, como usted sabe, puede impedir el despegue y el
aterrizaje.
—El aterrizaje no me interesa —respondió Skorzeny con brusquedad—. Sólo el
despegue, Neumann. Seguro que puede realizarse aunque la niebla sea muy espesa.
Neumann se encogió de hombros.
—Cualquiera de mis pilotos puede despegar casi con los ojos cerrados, pero ése no
es el problema. Y estamos razonablemente familiarizados con los Dakota, porque nos
entrenamos con ellos en la unidad de operaciones especiales de la Luftwaffe en Berlín.
De hecho, dos de los pilotos los pilotaban antes de la guerra cuando trabajaban en
compañías comerciales. Pero se trata de una cuestión de seguridad y riesgo. Si tenemos
mucha niebla aquí en el aeródromo podemos encontrarnos con serias dificultades, al
despegar o después, si cualquiera de los aparatos tiene un fallo de motor o algún
problema técnico serio.
—Pero sin duda, la torre de control puede guiar el descenso por radio si tienen que
volver al aeropuerto.
—Eso no garantiza un aterrizaje seguro si las condiciones son malas. Existe una cosa
que se llaman límites operativos de los aviones, y sirven igualmente en cuanto al
tiempo y la visibilidad. Puede ser que no se vean las luces de pista, por no decir la pista
en sí, y esa clase de cosas sólo invocan el peligro. No me gustaría correr el riesgo de
intentar aterrizar de nuevo con niebla espesa y visibilidad casi cero, y desde luego no
con dos aviones cargados hasta arriba de combustible, hombres y municiones. Sería
una locura. Y no hay ningún otro sitio por esta zona donde pudiéramos intentar un
aterrizaje. Los aliados controlan los campos de aviación al sur de Roma, y también por
allí hará el mismo tiempo, si tenemos en cuenta las previsiones.
Skorzeny se pasó su enorme mano por la cara y suspiró, después miró hacia la costa,
entrecerrando los ojos, como si tratara de discernir la amenaza del clima.

400
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—No podemos permitir de ningún modo que nada nos detenga, Neumann. Ni
siquiera la posibilidad de que haya niebla. El mensaje que recibí de Berlín dice
expresamente que estamos en alerta, lo que significa que podríamos tener que
despegar en pocos minutos si recibo la orden. No es probable antes de que oscurezca,
ya lo sé, pero en éstas estamos.
—Pero estamos hablando del tiempo, coronel. No podemos desafiar a la naturaleza
sin correr peligro. Si algo sale mal, las vidas de sus hombres correrán un serio riesgo,
y las de mis tripulaciones también.
—Yo desafiaré a cualquier cosa que pretenda entorpecer esta misión, capitán,
naturaleza incluida. Haremos lo que tenemos que hacer y saldremos cuando sea
preciso. Con niebla o sin niebla, quiero estos aviones en el aire en cuanto llegue el
momento.
—Pero la seguridad de los tripulantes y los pasajeros...
—Hará usted lo que se le ordene, Neumann —le espetó Skorzeny, cortante. Y con
eso se giró con presteza y se alejó.

El Cairo 18.00 h

Weaver llegó al despacho de Sanson y lo encontró hablando con un egipcio de cara


delgada y nariz ganchuda. Sus ojos oscuros y sus ojeras le daban un aire ligeramente
siniestro, y tenía la piel p¡ cada por el acné. Llevaba una cartera de cuero gastada y
vestía un traje tropical claro, de manga corta. Había algo en él que le resultó
extrañamente familiar, pero Weaver no pudo recordar dónde lo había visto antes.
Sanson hizo las presentaciones.
—Quiero que conozca al capitán Yosef Arkhan. Homicidios El Cairo.
Weaver recordó el nombre. Era el capitán encargado de investigar el asesinato de
Mustafá Evir.
—Es un placer conocerlo, teniente coronel Weaver —dijo Arkhan en un perfecto
inglés, y estrechó la mano de Weaver.
—¿Puede decirme qué pasa aquí? —preguntó Weaver a Sanson.
—Yosef y yo nos conocemos desde hace mucho. Antes de estar en Homicidios
estuvo trabajando en la policía secreta, la Mukhabarat.
Weaver observó a Arkhan. Por sus ojeras y su aspecto amenazador, el capitán seguía
teniendo toda la pinta de un policía secreta.
—No lo entiendo.

401
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Lo entenderá, y muy pronto. Siéntese —dijo Sanson, señalándole las sillas con un
gesto; después le hizo una indicación con la cabeza a Arkhan—. Cuéntele, Yosef...
El egipcio sacó de su cartera dos carpetas marrones muy gastadas y se dirigió
cortésmente a Weaver:
—Usted era miembro de un equipo arqueológico internacional en Saqqara en el 39.
—¿Y qué pasa con eso?
Arkhan abrió una de las carpetas y leyó:
—«Harold Weaver. Nacionalidad norteamericana, nacido en Nueva York,
ingeniero. Padre, Thomas Weaver, casero de finca propiedad de una rica familia
germano-americana de apellido Halder. Soltero, pero parece haber tenido una relación
platónica con una mujer llamada Rachel Stern, de nacionalidad alemana, miembro del
mismo equipo arqueológico. No se le conocen vicios, salvo consumo ocasional de
alcohol. El señor Weaver parece ser ciudadano de buena conducta en este país, no
relacionado con ninguna actividad de espionaje.» —Arkhan cerró la carpeta y levantó
la vista—. Podría seguir, hay un montón de pequeños detalles más, pero me temo que,
realmente, no muy interesantes.
Weaver miró, enfadado, al egipcio.
—¿Me vigilaba usted?
—Mis hombres y yo vigilábamos a muchos de los equipos arqueológicos que venían
a nuestro país —contestó Arkhan encogiéndose de hombros—. Estoy seguro de que
conoce usted el sobrenombre que se le da a la policía secreta: el Ojo Rojo. Es decir, el
ojo que nunca duerme. No sólo observábamos a su equipo, sino a muchos otros
visitantes extranjeros, a cualquiera que nos interesase o del que tuviéramos alguna
sospecha. Había una larga lista: trabajadores y ejecutivos de las compañías petroleras
alemanes e italianos, profesores norteamericanos de nuestras universidades.
Diplomáticos, incluso —hizo una pausa—. De hecho, nuestros caminos se cruzaron
una vez, hace cuatro años. Y, cosa curiosa, fue en los jardines de la residencia del
embajador americano, con ocasión de una fiesta de despedida.
Weaver se quedó atónito, al acordarse de cuándo había visto a Arkhan antes.
—Cuando yo estaba en la terraza con Rachel Stern. Usted nos vigilaba.
—Es usted muy observador, teniente coronel Weaver —comentó Arkhan con un
ligero asentimiento de cabeza—, y tiene buena memoria. Pocas personas recordarían
un incidente tan pasajero y que sucedió hace tanto tiempo.
—¿Por qué nos vigilaba?
—No sólo a usted y a la señorita. Nos interesaban gran parte de los invitados a la
fiesta de aquella noche.
—No ha respondido a mi pregunta.

402
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Arkhan titubeó, y Sanson le dijo:


—Dígaselo, Yosef.
—Algunas de las personas que observamos durante aquel período eran
completamente inocentes. Otras no eran en absoluto lo que pretendían ser. Eran espías.
Italianos, alemanes, incluso norteamericanos. En algunos casos extremos, expulsamos
discretamente a esas personas. Pero entre los alemanes de Saqqara había varios que
nos interesaban especialmente. En particular, Rachel Stern y sus padres.
—¿Por qué?
—Porque teníamos fuertes sospechas de que eran agentes alemanes. Si no se
hubieran marchado del país cuando lo hicieron, sin duda hubieran sido detenidos.
Weaver miró a Sanson y dijo, incrédulo:
—No me lo puedo creer.
—Déjelo terminar. Continúe, Yosef.
—Vigilamos discretamente a la señorita durante bastante tiempo. Fue vista en
diferentes ocasiones cerca de instalaciones militares, y en la misma compañía que un
cierto número de conciudadanos míos sospechosos de trabajar para los servicios de
inteligencia nazis. Además, su padre llevaba a cabo excavaciones arqueológicas en
secreto, una actividad ilegal. Pero yo creo que el verdadero propósito de su trabajo era
mucho más peligroso.
—¿Qué quiere usted decir?
Arkhan miró a Sanson y luego dijo:
—Estábamos seguros de que los alemanes acabarían por invadir el norte de África,
y que Egipto sería su principal objetivo. Pensábamos que tenían planes para almacenar
armas y municiones, suministros y equipos de comunicaciones en lugares secretos, y
que podrían usarse para armar una quinta columna egipcia, para que promoviese
disturbios internos una vez hubiera empezado la guerra. Después de todo, había, y
sigue habiendo, un apoyo muy considerable a la causa nazi entre los oficiales y la
población en general. Creemos que el trabajo del profesor Stern era localizar
emplazamientos arqueológicos en las proximidades de El Cairo que pudieran usarse
como depósitos secretos de aprovisionamiento.
—¿Y encontró pruebas fehacientes de eso?
Arkhan titubeó.
—No, pero estábamos seguros...
—Es esa gente que Rachel Stern conocía —interrumpió Weaver—. Las reuniones
podrían haber sido perfectamente inocentes. Sólo porque hubiera dado con la gente

403
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

equivocada en el momento equivocado... o hiciera vida social con ellos sin saberlo. ¿No
es posible eso?
—Quizá, pero no lo creo...
—Oh, vamos, capitán. No puedo creer que los Stern fueran espías. ¿Cuántas veces
tendré que repetirlo? El profesor odiaba a los nazis, y su esposa era judía.
—Su odio a los nazis probablemente era una tapadera. Y la raza de su esposa no era
nada más que un rumor que no pudimos verificar. —Arkhan hizo una pausa—.
También sospechábamos que ese otro alemán, Halder, era espía. Sin embargo, aparte
de por su amistad con la señorita Stern, no podíamos estar totalmente seguros. Pero sí
de una cosa.
—¿Qué?
—Al menos cuatro de los miembros de su grupo de Saqqara eran agentes nazis. Y
precisamente uno de ellos fue detenido por espionaje varios meses después de
iniciarse la guerra. Confesó que el agente nazi más importante del Próximo Oriente
estaba trabajando en El Cairo en tiempos de sus excavaciones, con el nombre en clave
de Ruiseñor. —Arkhan miró fijamente a Weaver y añadió—: Yo pienso que Ruiseñor
era nada más y nada menos que Rachel Stern.
Weaver casi se echó a reír.
—¿Y en qué se basa?
—Instinto. Ruiseñor era, sin ninguna duda, el agente más brillante que tenían los
alemanes. Resultó imposible cogerlo en acción, era demasiado inteligente. Así que, al
final, lo único con lo que contábamos era el instinto.
—¿Bien, Weaver? —dijo Sanson.
—No lo acepto. No se puede condenar a alguien sólo por el instinto. Se necesitan
hechos concretos.
Arkhan le alargó la segunda carpeta.
—Quizá no teníamos pruebas irrefutables, como usted dice. Pero el instinto es a
menudo la mejor cualidad que puede tener un oficial de inteligencia. Hicimos un
informe donde se detallan las reuniones de la señorita y los lugares a los que iba.
¿Quizá le gustaría a usted leerlo? Puede que le ayude a entender nuestras sospechas.
—No lo necesito —dijo Weaver, haciendo caso omiso de la carpeta—. Saben ustedes
tan bien como yo que hasta el informe de inteligencia mejor intencionado puede llevar
a conclusiones falsas. ¿Nunca han tenido la intuición de que algo era erróneo?
—Por supuesto, pero...
—Pero nada. Esta vez se equivocaron. Se equivocaron incluso conmigo.
—¿Perdón?

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—Yo nací en Boston, no en Nueva York.


—Un detalle menor —dijo Arkhan, encogiéndose de hombros, y añadió con
delicadeza—: Hubo una cierta relación romántica entre usted y la joven, ¿no es cierto?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Como decimos en Egipto, un hombre enamorado puede confundir una verruga
con un hoyuelo. La pasión puede hacernos ciegos a la verdad.
Weaver ignoró el comentario. Sanson se dirigió a Arkhan:
—Gracias, Yosef. Ya puede irse.
El capitán volvió a meter las carpetas en su cartera, se la puso bajo el brazo e hizo
una reverencia cortés.
—Buenos días, caballeros. Ha sido un placer conocerlo, teniente coronel Weaver.

Cuando el egipcio se hubo ido, Sanson miró a Weaver.


—Arkhan es un buen policía. Siempre que he tenido que fiarme de sus juicios, pocas
veces me ha decepcionado. Como cuando vino a verme por lo del asesinato de Evir.
Tiene un sexto sentido para estas cosas. Como algo no le olía bien, empezó a investigar.
Pero usted no le cree, ¿verdad?
—No, no le creo.
Sanson lanzó un suspiro y formó un ángulo con las manos.
—Las patrullas del desierto han tenido un poquito de buena suerte. Justo antes de
que usted llegase me llamó por teléfono Myers. Sus hombres han pillado a un tal
Achmed Farnad, un agente alemán que tiene un hotelito en un pueblo llamado Abu
Sammar, a unos treinta y cinco kilómetros de Alejandría. Resultó seriamente herido de
un disparo durante el arresto, pero está consciente y han conseguido hacerle hablar un
poco. Al parecer, era el enlace de Berlín para recibir a su comando. El plan era que se
encontrarían en un campo de aviación abandonado de las proximidades y que Farnad
les pondría camino de El Cairo. No llegaron a la cita, pero algunas horas después de
estrellarse el avión llegaron a su hotel en el jeep que robaron a los oficiales asesinados.
Cinco personas: el piloto, tres hombres y una mujer. Según lo explica Farnad, Halder
está al mando. El piloto había resultado muy malherido al estrellarse y murió. Lo que
nos deja con cuatro, como sospechábamos.
—¿Cuándo podremos interrogarlo?
—Es fundamental interrogarlo a fondo, desde luego, pero eso es asunto mío,
Weaver. Aunque no sé si podrá decirnos mucho más, probablemente no tenga ni idea

405
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

de lo que realmente traman los alemanes. Pero de aquí en adelante, esto ya no le


incumbe a usted.
—¿Qué quiere decir?
—Es mi deber informarle de que ya no continúa usted en este caso —dijo Sanson
con firmeza—. No puedo confiar en un hombre cuya capacidad de juicio considero
sospechosa.
—¡No puede hacer eso, Sanson!
—Pues ya lo he hecho, y con plena aprobación del general Clayton. De hecho, él
quería retirarle en nuestra reunión de esta tarde, y yo le pedí que le diera otra
oportunidad. Una vez que hubiera considerado usted las pruebas, creí que cambiaría
de parecer. Pero es usted cabezota y ha ignorado mi criterio profesional en este asunto.
Si lo hubiera aceptado, podría haberle permitido continuar. Pero, para serle sincero,
no estoy seguro de que pueda fiarme de que realice usted sus tareas con la eficacia y
el vigor necesarios, Weaver.
—¿Qué demonios quiere decir?
—Ya le dije cuando empezó esta historia que necesitaba un oficial dispuesto a
cumplir con su deber y obedecer las órdenes, de matar al enemigo si era necesario.
Usted y sus amigos están en bandos contrarios, y es obvio que esa amistad de ustedes
es muy profunda. Y eso puede producir un conflicto entre su lealtad a sus amigos y su
deber hacia su país. Puede que incluso tenga tentaciones de dejarlos escapar en vez de
hacer que se enfrenten a la justicia militar. Y yo no puedo tolerar eso.
Weaver echaba chispas.
—Está usted dejando de lado lo más importante, Sanson. No hay ninguna prueba
de que Rachel Stern sea una espía, sólo habladurías y suposiciones. Va a matar a una
mujer inocente.
—Eso es cuestión de opiniones. Para mí, la acusación de Arkhan es suficiente.
Aunque no importa demasiado. Esos amigos suyos están condenados, de todas
formas. Pero quería concederle a usted el beneficio de la información de Arkhan. —
Sanson se levantó y cogió su gorra, dando la reunión por terminada—. Y ahora, si no
le importa, tengo que asistir al interrogatorio de Farnad. Buenos días, Weaver.
Weaver echó atrás su silla, airado.
—No puede usted quitarme del medio de este modo.
—La decisión está tomada.
—Escuche, Sanson...
—He dicho buenos días.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Entonces hágame un favor —le pidió Weaver—. Si encuentra a Halder y a Rachel


Stern, déjeme por lo menos intentar hablar con ellos antes de que empiecen los tiros.
Déjeme intentar convencerlos de que se rindan.
—¿Lo ve? Esto demuestra mi postura. Continúa queriendo intentar salvarles el
cuello. Pero si piensa que voy a arriesgar las vidas de mis hombres andando con
miramientos y pidiendo a esos amigos suyos que se rindan, está muy equivocado.
Olvídese, Weaver, porque no lo haré.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 56

18.00 h

Halder conducía la motocicleta a velocidad moderada, Rachel iba agarrada a él en


el sillín trasero. A la luz de la luna el camino estaba oscuro y desigual, lleno de baches
y rodadas, y se había puesto unas gafas para protegerse los ojos del aire punzante del
desierto. Media hora después de salir de la villa llegaron a las inmediaciones de la
activa aldea de Nazlat as-Saman, al pie de la majestuosa esfinge.
—Bueno, hemos llegado —dijo Halder, quitándose las gafas—. Ahora vamos a
buscar a los otros.
El pueblo era una madriguera de callejuelas estrechas y bulliciosas, puestos de feria
por todas partes, tragadores de fuego y encantadores de serpientes haciendo sus
números, y comprendieron que se celebraba alguna fiesta local. Casi al final de la calle
mayor, un camino de tierra conducía más allá de la esfinge, y en una cuesta a sus
espaldas se vislumbraba el emplazamiento de las pirámides de Gizeh, un telón de
fondo majestuoso iluminado por la luna que se recortaba sobre el cielo de la noche.
Halder avanzaba centímetro a centímetro con la BSA entre el bullicio de la
muchedumbre. Vio a dos grupos de policías militares norteamericanos más adelante
que paraban a los civiles y a los soldados de permiso y comprobaban sus documentos.
—¿Es que esto no se va a acabar nunca? —le dijo a Rachel volviéndose hacia ella—
. De todos modos, no hay razón para buscar problemas.
—¿Crees que nos buscan a nosotros?
—Tal vez no sea más que rutina —dijo Halder, encogiéndose de hombros—, pero
lo dudo. Estoy seguro de que Harry y compinches están poniendo El Cairo patas
arriba.
Torció por un callejón con la esperanza de esquivar a los policías militares, pero se
dio cuenta de que no tenía salida hacia atrás y, al fondo del callejón, vio que otro grupo
de militares patrullaba por la calle.
—Maldición. Será mejor que nos quitemos del medio hasta que se hayan ido.
—¿Y la cita con los otros?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Tendrá que esperar.


Le dijo a Rachel que se bajase y después le puso el caballete a la motocicleta.
Enfrente había una entrada abierta, con un vestíbulo iluminado con una lámpara de
aceite.
—Vamos a ver si se puede salir de este callejón por ahí, por si acaso. —Vio una
cortina de cuentas al fondo del pasillo, se abrió paso a través de ella y Rachel lo siguió.
Estaban en una pequeña habitación iluminada con velas y que olía poderosamente
a incienso. Una muchacha con una tela de algodón y pendientes de largos aros estaba
sentada ante una mesa desvencijada, hojeando una revista usada, como para matar el
tiempo. Les sonrió.
—¿Han venido a consultar a Jalil el oráculo?
Halder comprendió que la chica pensaba que habían ido a que les leyeran el
porvenir, y no dudó en responder:
—Pues claro que sí.
—Por aquí.
La muchacha los llevó a través de otra cortina de cuentas.
—¿Qué haces? —susurró Rachel al oído de Halder.
—Esto nos mantendrá alejados del peligro durante un buen rato. Además, nos
vendría bien tener una ligera idea de lo que nos espera.
—¿Pero de verdad crees en todas estas supercherías para tontos?
—Oh, no lo sé —dijo Halder, riéndose—. Puede que haya algo. Los faraones tenían
muchísima fe en sus místicos, ¿recuerdas?
Estaban en otra sala pequeña, a la luz de una vela. Un bassara, un adivino egipcio,
estaba sentado sobre una alfombra con las piernas cruzadas, era un hombre vestido
con ropa ajada, y la piel llena de arrugas de color nogal. Tenía un ojo blanco lechoso,
y su pupila ciega miraba a ninguna parte. Ante él tenía una bandeja de latón con
algunas tazas minúsculas y una cafetera calentando en un pequeño brasero de carbón
a su lado.
—Viene a verlo una pareja, abuelo.
La muchacha salió y el anciano dijo:
—Así que han venido a consultar a Jalil. Siéntense. Se sentaron en el suelo con las
piernas cruzadas.
—¿La joven señora solamente, o también usted, effendi?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Los dos, me parece. —Halder sonrió y se volvió hacia Rachel—. Yo lo haré


primero, si lo prefieres. Puesto que tú no te lo crees. —Hizo una indicación de cabeza
al anciano—. Oigamos qué me depara el futuro, amigo.
El hombre sirvió café turco muy espeso en una de las tazas y se la tendió.
—Beba, effendi.
Halder deglutió el líquido negro y pringoso y le devolvió la taza. El adivino la hizo
rodar entre las palmas de las manos y observó los posos del fondo.
—El effendi ha venido de un país lejano, pero no es extranjero en esta tierra. Veo
dolor y dificultades en su pasado, y aún le esperan más en el futuro. Existe una
oportunidad para redimirse, si no cede ante el mal. También hay una mujer a la que
desea con fuerza, pero estará obligado a elegir entre el deseo y el deber.
Halder se volvió hacia Rachel con una sonrisa.
—¿Qué puedo decir ante esto?
—Una cosa más —continuó solemnemente el viejo—. Alguien a quien el caballero
amaba ha fallecido recientemente. —Titubeó, una nube cruzó por su rostro, y movió
la cabeza a los lados—: Eso es todo lo que veo.
—¿Nada más?
—Lo lamento.
Halder le dijo a Rachel:
—Ahora te toca a ti.
—Prefiero no hacerlo, Jack. Es una tontería.
—Anímate.
El hombre se dirigió a Rachel y le dijo:
—Jalil no miente. Su poder proviene de la fuerza mística de las pirámides. El futuro
está ahí, para quien desee conocerlo. Extienda la mano, querida señora.
Rachel se la tendió al hombre. Llenó otra taza, la puso en la mano de Rachel y ella
se bebió el café. Le devolvió la taza vacía y Jalil estudió los posos, pero su rostro volvió
a nublarse, y la dejó súbitamente en el suelo.
—Me temo que Jalil no puede ver nada en el futuro de la señora que la señora no
sepa ya.
Rachel se quedó unos instantes en silencio, después se e cogió de hombros y miró a
Halder.
—¿Ves? Ya te lo dije. De todos modos, son tonterías.
El hombre miró a Halder y éste depositó en la mesa un puñado de monedas.

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—Salgamos de aquí.
Condujo a Rachel por el vestíbulo, pasando por delante de fe chica, y encendió un
cigarrillo.
—Parece que estás algo incómoda. ¿Te ha puesto nerviosa?
—Nunca he creído en los adivinos. Son paparruchas.
—No estás muy impresionada, ¿verdad? Pero una o dos cosas de las que dijo tenían
su punto de verdad.
—Piensas que se refería a la muerte de tu padre, ¿no es verdad?
A Halder se le ensombreció la cara, y se estremeció.
—Tal vez, pero tuve una sensación muy extraña cuando mencionó lo de la muerte.
Como si alguien caminase sobre mi tumba. Y tuve una visión, no de mi padre, sino de
Pauli...
En su rostro había una expresión enfermiza, un malestar terrible, y Rachel puso
inmediatamente una mano sobre su brazo y le dijo:
—Jack, no seas bobo. Estás sacando conclusiones de la nada.
Halder hizo lo que pudo por apartar la sensación de temor.
—Tal vez tengas razón. Será mejor que esperes aquí.
Fue hasta el fondo del callejón y miró, luego regresó.
—Parece que no hay moros en la costa. Seguro que Deacon y Kleist se preguntan
qué nos ha pasado.
Recogió la motocicleta, montó, ayudó a Rachel a subirse atrás y arrancó el motor.

Cinco minutos más tarde habían rodeado ya el pueblo y corrían por una carretera
de grava, a medio camino de las pirámides. El coche de Deacon estaba aparcado fuera
de la carretera, Kleist sentado en el asiento de la derecha. Puso la moto a su lado y
Rachel y él bajaron.
Deacon salió del coche frunciendo el ceño y secándose la frente con un pañuelo.
—¿Por qué demonios han tardado tanto?
Halder señaló con la cabeza hacia atrás, al pueblo.
—Un pequeño problema de policía militar que tuvimos que eludir. ¿Ha tenido
usted dificultades para llegar hasta aquí?
—Había un par de controles militares por el camino. Pero, afortunadamente, los
papeles de su amigo pasaron la prueba.

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—¿Ya está listo, comandante? —preguntó Kleist.


Halder asintió con la cabeza y añadió:
—Dejaré la moto aquí y seguiremos juntos.
Empujó la máquina fuera de la carretera, la dejó oculta detrás de unas peñas, y subió
al asiento trasero del coche con Rachel. La enorme pirámide de Keops quedaba al
fondo mientras subían la colina, y a mano derecha de la carretera había una
mezcolanza de pedruscos, restos desmoronados de varias tumbas. Vieron un poste
rojo y blanco, una barrera que bloqueaba el paso, con una garita de madera para el
centinela a su lado, y de pronto, entre las sombras apareció un policía egipcio mal
vestido que llevaba un fez con su borla y sandalias raídas en vez de botas. Hizo señales
con una linterna para que se detuviesen. Cuando Deacon paró, Halder dijo:
—Déjeme a mí. —Bajó del coche, le mostró su documento de identidad y dijo—: Soy
profesor de la Universidad de El Cairo.
El policía miró los documentos, con cierto asombro, pero no dijo nada hasta que
Halder comprendió que el pobre tipo probablemente apenas sabía leer. Se oyó un
ruido detrás de él, y un hombre recio, con uniforme de sargento, surgió de la nada con
los pulgares metidos en el cinturón de cuero. Era evidente que él mandaba.
—¿Qué pasa, Alí? —preguntó el sargento.
—El effendi dice que es profesor de la Universidad de El Cairo.
—Hay algunos alumnos míos trabajando en la zona —continuó Halder
rápidamente y le ofreció los papeles al sargento—. Unos colegas y yo tenemos que ir a
inspeccionar sus progresos. ¿Todavía queda por allí alguno de los equipos de
excavación?
—Se han ido todos a casa. Aquello está vacío. —El sargento miró a los pasajeros,
luego examinó los documentos a la luz de la linterna y se rascó la cabeza—. Mil
perdones, profesor ¿no es un poco tarde para una cosa así?
Halder sonrió.
—No, cuando estamos esperando una visita importante una delegación del
Ministerio de Antigüedades mañana a primera hora. Tenemos que estar
completamente seguros de que todo está perfecto. Creo que usted me comprende.
Abra la barrera, sea usted amable. —Halder sacó la cartera y deslizó generosamente
un par de billetes en la mano del sargento—. Una pequeña muestra de mi gratitud, por
su ayuda.
El dinero desapareció al instante en el bolsillo trasero del sargento, que se inclinó
para dar las gracias.
—Por supuesto, effendi. Estoy a su servicio —respondió, y chasqueó los dedos—. Ya
has oído al profesor. Levanta la barrera, Alí.

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El policía se apresuró a hacer lo que le mandaban.


Halder subió de nuevo al Packard y cuando pasaban bajo la barrera, el sargento se
cuadró y saludó. Halder sonrió a Deacon:
—¿Ve? Se lo dije. Fácil.
Deacon se enjugó la frente con la manga.
—Esperemos que nuestra suerte siga así en adelante, comandante.

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CAPÍTULO 57

Berlín
22 de noviembre, 19.00 h

El chófer deslizó el Mercedes hasta detenerlo en el patio cerrado detrás del edificio
de la cancillería y Schelienberg descendió. Un olor acre lo invadió de inmediato y se
cubrió la boca y la nariz con la mano. No había dejado de ver un par de grandes
cráteres de bomba humeantes en los terrenos de la cancillería, ni las docenas de
penachos espesos, negros y grasientos que se elevaban al oeste de la ciudad, y aún
podía oír a lo lejos el tañido de las campanas de los coches de bomberos. Berlín estaba
cubierta por un manto de humo sofocante, y después de otro ataque aéreo devastador
al final de aquella tarde, el cielo estaba tan oscuro que parecía como si el mundo fuera
a acabarse.
Dos guardias de la división Liebstandarte de las SS, la guardia privada de Hitler, de
inmaculados uniformes negros y guantes blancos, se pusieron firmes cuando
Schelienberg pasó a su lado para entrar en el vestíbulo del búnker, donde un ayudante
que lo esperaba recogió su abrigo y lo condujo directamente por los dos tramos de
escalera que llevaban al despacho privado subterráneo del Führer.
Schelienberg fue introducido en la austera sala de hormigón visto, y encontró a
Hitler ansioso, retorciéndose las manos y paseando arriba y abajo.
—¿Y bien?
—He estado esperando personalmente en la sala de cifra del cuartel general de las
SS desde primera hora de la tarde, y regresaré allí inmediatamente, pero aún no hay
nada, mein Führer. De todos modos, como ya he explicado, no esperamos que Deacon
transmita hasta por la noche.
Hitler pareció seriamente contrariado.
—¿Y Skorzeny y sus hombres?
—En alerta, preparados y a la espera. El coronel me informa de que pueden
despegar y estar camino de El Cairo a los cinco minutos de recibir nuestras órdenes.

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—Esta tarde, los bombarderos aliados han destruido una docena de fábricas más,
por no hablar de los impactos directos en dos estaciones de ferrocarril.
—Sí, lo he oído, mein Führer. Un mal asunto.
—¿Malo? ¡Catastrófico! —La cara de Hitler se puso morada, las venas del cuello y
la frente, hinchadas—. Docenas de vagones destruidos, cientos de bajas civiles y
militares, interrupción total de nuestros envíos de armamento por ferrocarril al frente
ruso, la producción de cuatro de nuestras factorías de tanques y armas ligeras parada.
Todo empeora, Walter. Cada día se pone peor. Si esto continúa así, a nuestros ejércitos
sólo les quedarán palos y piedras para luchar.
—Estoy convencido de que el ministro de la Producción Speer hará lo imposible
para arreglar el asunto rápidamente.
—Si no lo hace, lo colgaré por el cuello de una soga. —Hitler se dejó caer en un sillón
de cuero, su cuerpo encogido de desesperación—. Así pues, ¿sigues pensando que
Halder puede continuar y llevar a cabo su misión?
—Estoy convencido de ello.
Hitler miró a Schelienberg con frialdad.
—Tu optimismo es envidiable como siempre, Walter. Pero si Esfinge falla, y
acuérdate de mis palabras, rodarán cabezas. Quizá también la tuya. Cada día que pasa
se hace más y más imprescindible que aniquilemos a nuestros dos enemigos mortales,
Roosevelt y Churchill. Dos bombas han caído en los terrenos de la cancillería esta
tarde. ¿Puedes creerlo? Tratan de matarme a mí, Walter. ¡A mí! Tenemos que
destruirlos a ellos primero, antes de que ellos nos destruyan a todos nosotros.
—Estoy completamente de acuerdo, mein Führer.
—En el mismo instante, en el mismo, en que recibas un mensaje de Deacon, llámame
personalmente. Ahora puedes retirarte.

El Cairo 20.00 h

Weaver subió por la escalera y pasó junto a los dragomanes uniformados a la


entrada del Shepheard's. Encontró un sitio vacío bajo las palmeras de la terraza de
delante. Era noche de viernes y las calles estaban atestadas. Pidió un whisky escocés
largo y se quedó allí sentado, notando apenas el tráfico que pasaba por delante del
hotel.
Había telefoneado a Clayton por lo menos media docena de veces, pero el general
no se ponía al aparato. Se sentía rabioso y frustrado: Y tenía una extraña sensación de

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la que era consciente, ahora que había superado el shock de ver a Rachel viva. El hecho
de que estuviera con Jack Halder lo había puesto celoso; era una sensación tan fuerte
que casi le hizo desear la muerte de Halder. Era como si lo hubieran herido, un dolor
que se extendía por todo su cuerpo.
Pidió otro whisky largo a un camarero que pasaba por delante de él. El alcohol se le
subía rápidamente a la cabeza con el aire cálido del atardecer, pero no le importaba.
—Hola, Harry.
Vio a Helen Kane de pie a su lado.
—¿Te importa si me quedo contigo?
Quedó sorprendido de verla, y se sintió ligeramente incómodo.
—No, desde luego que no. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Helen acercó una silla.
—No lo sabía. Fui a la villa, pero allí no había nadie. Y cuando pasaba de vuelta a
la oficina te vi en la terraza. —Lo miró con simpatía—. Ya he sabido lo que pasó con
Sanson. Pensé que te vendría bien un poco de compañía. Y también quería pedirte
disculpas.
—¿Por qué?
—Por mi comportamiento de esta tarde. Era muy egoísta eso de jugar a la mujer
ofendida y pensar sólo en mí misma. Tú eres una buena persona, Harry Weaver. Y,
con toda sinceridad, te creo cuando dices que Rachel Stern es inocente.
Weaver puso una mano sobre las de ella, y esta vez no las apartó.
—Siento mucho lo sucedido, Helen. Sólo es que...
—No tienes que darme explicaciones, de verdad.
Weaver sintió una terrible punzada de culpa, y cambió de tema rápidamente.
—¿Te importa que te pregunte si Sanson ha hecho algún progreso?
Helen se ruborizó, apartó la mano poco a poco.
—Me imagino que no debería contártelo, pero hubo una llamada de un tal sargento
Morris de la comandancia de policía militar. Era en relación con lo que Sanson les había
pedido sobre vehículos robados. La semana pasada hubo exactamente cuatro robos,
todos ellos en los últimos cinco días, todos ellos militares y todos del mismo parque
de automóviles en El Cairo.
—¿Qué clase de vehículos?
—Un jeep y tres camiones. El sargento parecía pensar que era raro que los cuatro
los hubieran robado casi simultáneamente. Y otra cosa. Cogieron tres uniformes de un

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

almacén de ropa más o menos al mismo tiempo que el jeep, lo que le hizo sospechar
de que pudiera haber algo más detrás de todo eso.
—¿Uniformes?
—De la policía militar. Uno de oficial, dos de suboficial. El sargento insinuó que
podía haber alguna información sobre los robos.
—¿Qué clase de información?
—No lo dijo.
Weaver aguzó la mirada.
—¿Y qué va a hacer Sanson?
—Está en camino de vuelta de Alejandría. No creo que haya sacado mucho del
interrogatorio del agente árabe que cogió Myers.
—¿Cuánto tiempo falta hasta que esté de vuelta?
—Una hora, tal vez más.
Saltó una chispa en la cara de Weaver, y Helen Kane dijo, seria:
—Si estás pensando lo que creo que piensas, ni se te ocurra, Harry. Si Sanson
descubriera que has actuado a sus espaldas te llevaría a un consejo de guerra. —Se
levantó y añadió—: Será mejor que me vaya. Tiene a todo el mundo trabajando las
veinticuatro horas. ¿Te importa que te diga una cosa? Confío por tu bien en que Rachel
Stern no salga mal parada de todo esto, y lo digo de verdad —Sonrió con coraje, aún
levemente nerviosa—. Pórtate bien, Harry.
—Espera, Helen...
Pero ella se giró, bajó a toda prisa los escalones de la terraza y se marchó.

Deacon detuvo el Packard junto a la cara oeste de la pirámide de Keops. Bañado por
la pálida luz plateada de la luna, el antiguo monumento funerario resultaba
verdaderamente impresionante, su silueta gigantesca llenaba el cielo de la noche. En
las proximidades había toda una serie de tumbas en ruinas dispersas, todas ellas
hechas de cubos macizos de piedra caliza, docenas en torno a las pirámides. La mayor
parte de los bloques estaban en completo desorden, como si la fuerza de un terremoto
los hubiera desperdigado por allí.
Cuando se bajaron del coche en medio de la oscuridad y las sombras, Halder le dijo
a Rachel:
—Lo mejor es que nos muestres el camino. —Se giró hacia Kleist y Deacon—:
Traeremos las cosas del coche, pero no enciendan las lámparas de aceite todavía.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Recogieron del maletero un par de palas, un pico, varias lámparas de aceite, un pie
de cabra grande, unos rollos de bramante y dos cantimploras de agua, y, tropezando
con las piedras, fueron dando tumbos en la oscuridad unos cincuenta metros hasta que
Rachel dijo:
—Es por allí abajo. Estoy segura.
Señaló las ruinas de una de las tumbas. Era poco más de una depresión hundida en
la tierra, un cuadrado de unos cuatro metros de lado y dos metros de profundidad,
rodeada de un amasijo de enormes bloques de caliza. Algunos, rotos y agrietados, se
habían caído sobre la abertura.
—Mi padre dejó hecha una señal, encima de la entrada, en un bloque de piedra.
—¿Qué clase de señal?
—Dos líneas paralelas cinceladas en la piedra.
Descendieron por la abertura, pero era imposible ver nada con claridad a la luz de
la luna.
—Encendamos alguna luz —dijo Halder.
Encendieron un par de lámparas de aceite y fueron buscando por las paredes hasta
que Kleist dijo de pronto:
—¿Es esto lo que busca, comandante?
Halder y los otros se acercaron a él. Había una pila de viejos despojos, pedazos de
tierra y roca amontonados cerca de la esquina derecha del fondo de la tumba. Sobre
ese montón, en uno de los bloques de piedra que formaban las paredes, se veía un
inconfundible par de líneas rectas.
—Sí, esto es —dijo Rachel—. La entrada tiene que estar debajo de esa pila, tapada
con una losa de roca.
Halder cogió el pie de cabra y fue apartando los escombros Debajo había una gran
piedra redonda, de poco más de medió metro de diámetro, plana, sobre la tierra. Con
la palanca intentó levantarla hacia atrás, pero no se movía.
—No se puede, pesa muchísimo y está muy encajada. —se quitó la camisa y la arrojó
lejos, sudando a mares con aquel calor agobiante—. Écheme una mano, Kleist.
El SS se unió a él y juntos colocaron la palanca y la empujaron con todas sus fuerzas,
gimiendo por el esfuerzo pero, aun así, la losa no se movió.
—Traiga el resto de las herramientas y ayúdenos un poco —gritó Halder a Deacon.
Los tres fueron trabajando en torno al borde con el pie de cabra, el pico y la pala,
sudando en la oscuridad, liberando la losa y haciendo fuerza juntos hasta que empezó
a moverse un poco. Cuando por fin consiguieron levantarla, la losa cayó hacia atrás
con estruendo, y un soplo repentino de polvo y aire viciado se alzó hacia ellos.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Se taparon la boca hasta que el aire se aclaró y Halder levantó la lámpara. Había un
pequeño cerco de roca que rodeaba un agujero redondo, negro, que descendía hacia la
oscuridad, dejando sitio apenas para que un hombre reptase por él.
—Me parece que estamos en el sitio adecuado.
Con excitación creciente, Halder fue desenrollando el hilo de uno de los rollos de
bramante y lo ató a una losa.
—Iré yo primero. Deacon, es mejor que usted se quede aquí y vigile. Si viene
alguien, tire fuertemente de aquí un par de veces. ¿Lo ha entendido?
—Lo que usted diga, comandante.
Halder cogió la lámpara de aceite, puso una rodilla en tierra, dispuesto a entrar por
el agujero, y miró a Rachel y a Kleist.
—Ha llegado el momento de la verdad. Si no hay peligro, daré un tirón a la cuerda
y ustedes me seguirán hacia el interior.
Avanzó unos cinco metros; era un recorrido claustrofóbico, y el aire estaba
estancado. El suelo estaba cubierto de esquirlas sueltas de caliza áspera, y cuando llegó
al final del pasadizo se encontró en una estrecha bóveda vertical. Hacía un frescor
agradable. Se puso de pie, se sacudió el polvo y cogió la lámpara.
Estaba en una cámara, oscura y fantasmal, de casi unos tres metros de ancho,
tocando el techo con la cabeza. En el centro había un sarcófago grande de piedra,
cubierto por una espesa capa de polvo marrón. Pasó los dedos sobre la tapa mugrienta
del antiguo ataúd, dejando a la vista la superficie bien pulimentada de debajo, con
jeroglíficos grabados en algunas partes. Levantó la lámpara y giró lentamente,
haciendo una circunferencia.
Las paredes de la cámara estaban decoradas con jeroglíficos aún más maravillosos,
los colores, a pesar de los siglos que habían transcurrido, continuaban vividos y
frescos, y durante irnos momentos se maravilló del fantástico esplendor de todo
aquello, hasta que de repente se sobresaltó al descubrir dos restos de esqueleto que
yacían amontonados en el fondo de la pared de la izquierda, las órbitas de los cráneos
lo contemplaban como espectros. Halder se estremeció.
Al extremo de la tumba había un agujero abierto en el suelo, que daba paso a la
oscuridad. Se arrodilló y continuó adelante, reptando sobre el vientre. Esta vez, el
pasadizo no medía mucho más de medio metro, y desembocaba en una gruta. Las
paredes de roca tenían casi dos metros de ancho, y el techo formaba un ángulo
apuntado medio metro por encima de su cabeza. Era evidente que aquella oquedad se
había formado naturalmente, y se alargaba unos diez pasos antes de llegar a un arco
en la roca. Se acercó allí, se agachó para pasar por la entrada de poca altura y vio que
el pasadizo continuaba hacia la oscuridad.

419
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Reptó nuevamente hacia la cámara de enterramiento, tiró con fuerza de la cuerda y


gritó por el túnel:
—Ya pueden venir. Traigan alguna herramienta, las cantimploras y la bolsa.
Unos minutos después llegó Kleist, reptando y gruñendo, mientras empujaba
delante de él las palas y la palanca, y después apareció Rachel con la bolsa de ropa y
las cantimploras.
—¿Has encontrado el pasadizo? —le preguntó.
—Por allí —dijo, señalando la entrada, y luego movió la lámpara sobre los
esqueletos.
—Los restos de los ladrones de tumbas de que te hablé —dijo Rachel.
Halder lanzó una mirada seca a Kleist.
—No es una compañía muy agradable, ¿verdad? Esperemos solamente que no sean
un mal presagio. —Dejó la lámpara en el suelo y se arrodilló, dispuesto a entrar de
nuevo en la gruta—. Muy bien, síganme, y veremos adónde conduce el pasadizo Y
tengan mucho cuidado al avanzar.

Después de los primeros diez pasos, el suelo de la gruta se inclinaba hacia abajo a
lo largo de unos siete metros y luego volvía a ascender. Avanzaban con facilidad, las
paredes se iban estrechando y ensanchando aquí y allá, pero se pasaba con bastante
comodidad, y mientras Kleist llevaba la lámpara, Halder iba soltando con cuidado el
hilo, procurando evitar que se enganchase en los bordes filosos de las rocas. Fue
contando el número de pasos. Cuando habían dado unos doscientos, llegaron al final
del túnel.
Una losa inmensa de piedra, de por lo menos cinco o seis toneladas, se cruzaba en
su camino y se empinaba hacia el alto techo. Halder movió la lámpara, describiendo
un arco, pero no pudo ver el modo de seguir adelante.
—A no ser que esté muy equivocado, aquí no hay salida —le dijo a Rachel, y su voz
resonó por las paredes de la gruta.
Ella señaló a lo alto, donde la losa inclinada tocaba el techo.
—Tendrías que poder ver unas rocas cerca de lo más alto. Allí está la salida, creo.
Halder levantó la lámpara. En efecto, entre la parte superior de la enorme piedra y
el techo había alojada una montañita de guijarros y escombros.
—Ayúdeme a subir —ordenó a Kleist.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El SS hizo estribo con las manos y lo empujó hacia arriba. Halder se mantuvo en
equilibrio sobre la peña inclinada, aguantó un par de minutos, mientras sus botas
arañaban la roca, y por fin consiguió sujetarse con firmeza.
—Ahora páseme una pala, y trate de alumbrarme un poco.
Kleist lo hizo, dirigiendo la luz de la lámpara hacia la oquedad, mientras Halder
apartaba los escombros, con el cuerpo y el rostro bañados en sudor, la hoja de la pala
lanzando destellos bajo la luz cuando él la movía febrilmente y quitaba de delante
guijarros y arcilla. De pronto, una masa de residuos cayó en avalancha, y dejó el
pasadizo inundado de polvo. Un ruido fantasmal llenó de susurros la gruta, y un hilo
de aire bresco les lamió las caras e hizo temblar la llama de la lámpara. Cuando se
aclaró el polvo, Halder miró para arriba y vio un pozo entre las rocas que llevaba hacia
arriba con anchura más que suficiente para poder pasar por él. Se enjugó el sudor de
la cara y dijo:
—Voy a ver adónde lleva. Esperen aquí.
Devolvió la pala a Kleist y trepó para pasar a través de la sombría abertura. Instantes
después, estaba agarrado con firmeza a la roca, apoyando la espalda a un lado y los
pies al otro, aferrándose con las manos a la piedra y haciendo fuerza
desesperadamente para impulsarse hacia arriba. Al cabo de un par de metros llegó a
lo más alto. Vio la luz de la luna, aspiró el aroma del tibio aire perfumado, y se izó a sí
mismo sobre el borde, hasta el exterior.
Estaba en una ligera hondonada del suelo, toda la zona circundante en total
oscuridad y parcialmente protegida por un círculo de arbustos desordenados. A su
alrededor se extendía un amplio piado muy bien cuidado. Al principio no veía más
que la oscuridad, pero luego descubrió una valla que cercaba el perímetro a unos
ochenta metros, vigilada por docenas de soldados de infantería norteamericanos y
británicos, algunos con perros.
Detrás de él había un gran edificio, a unos cien pasos de distancia, quizá, que tenía
delante unas praderas de césped salpicadas de macizos de flores y palmeras. Todas las
ventanas ardían de luces. Reconoció el Mena House. Sobre el tejado asomaba el bulto
de sacos de tierra de un emplazamiento de ametralladoras, y un poco detrás de él, los
apéndices gemelos de una batería antiaérea apuntando al cielo. Varias de las ventanas
situadas bajo el parapeto del tejado estaban encendidas, y pudo ver un par de tanques
Sherman estacionados delante del hotel.
En ese preciso momento, dos soldados aparecieron entre las palmeras, con el fusil
al hombro, hablando despreocupadamente mientras iban paseando hacia él por la
hierba. Halder se aplastó contra el suelo, esperó a que los hombres hubieran pasado a
corta distancia, y luego volvió a saltar al interior del túnel, con los pies por delante.
Instantes después, bajaba poco poco por la superficie de la roca gigante y regresaba al
túnel

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—¿Qué? —preguntó Kleist con expectación.


—Me parece que podemos hacer algo.
El oficial de las SS resplandeció, con evidente excitación. Halder le dijo a Rachel:
—Coge una de las lámparas y vuelve a donde está Deacon. Espera allí hasta que
volvamos.
—¿Ya no me necesitáis más?
—No. Tu trabajo ya está hecho —dijo Halder, le sonrió y le apretó el brazo, dándole
ánimos—. Luego me reuniré con vosotros —añadió, y vio que tenía cara de
preocupación.
—Hagas lo que hagas, ten mucho cuidado, Jack.
Cogió una de las lámparas de aceite y se fue hacia el pozo Halder quitó el tapón de
una de las cantimploras, se puso un poco de agua en la palma de la mano y se limpió
la cara; luego le dijo a Kleist:
—Páseme la bolsa con los uniformes, luego arréglese usted un poco. Vamos a subir
a echar una ojeada como Dios manda.
—¿Le importaría decirme exactamente qué hay ahí arriba?
Haider se lo explicó, mientras peleaba por quitarse la camisa, se secó la cara con ella
y empezó a ponerse el uniforme de capitán.
—El pozo lleva a los jardines del hotel, a unos cien pasos del edificio principal.
—Eso suena demasiado bonito para ser verdad —dijo el SS, resplandeciendo de
nuevo.
—Por eso no tenemos que hablar antes de tiempo. Hay un montón de guardias, y
recuerde: tenemos que confirmar si nuestros objetivos están ahí dentro. Y aunque lo
estén, tenemos otra preocupación: habrá que ensanchar la entrada de la tumba, y este
pozo de aquí. Docenas de paracaidistas con equipo de combate completo tendrán que
pasar reptando por esos agujeros, por no hablar de que deberán volver por el mismo
camino.
—Puede hacerse —Kleist asintió firmemente con la cabeza—, de eso puede estar
bien seguro —añadió con excitación creciente.
—Ya veremos. —Halder terminó de ponerse el uniforme y se abrochó la guerrera,
mientras Kleist empezaba a meterse en el suyo—. Será mejor que apague la lámpara
antes de que subamos. No vaya a ser que alguien de allí arriba note aunque sea un
mínimo resplandor aquí abajo. Si algo va mal y no lo consigo, intente regresar junto a
los otros y aléjense de aquí tan de prisa como puedan. —Un destello de preocupación
asomó en los ojos de Halder—. Y una cosa más, no le haga daño a esa mujer bajo
ninguna circunstancia, ¿está bien claro, Kleist? Si yo no vuelvo, limítese a dejarla

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

marchar, y quiero que eso me lo prometa ahora mismo. Ya ha cumplido con creces su
trabajo en todo este asunto. No merece morir.
Una ligera sonrisa revoloteó por el rostro de Kleist, mientras terminaba de ajustarse
el uniforme.
—Lo que usted diga, mi comandante. Pero estoy completamente seguro de que
volverá usted. Según creo, tiene una prenda que recobrar.
Halder lo miró en silencio, después se caló la gorra de oficial.
—Déme un empujón para subir.
Kleist puso otra vez las manos en estribo. Halder trepó a la peña y luego ayudó a
subir al hombre de las SS. Un momento después apagó la lámpara y la gruta quedó
sumida en las tinieblas. Volvió a trepar por el pozo, hacia arriba. Kleist iba tras él.

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CAPÍTULO 58

Halder estaba cuerpo a tierra entre los arbustos de la hondonada. Permaneció allí a
oscuras varios minutos, vigilando el terreno. No veía a los dos centinelas, pero detrás
de él, la guardia continuaba patrullando el perímetro. Cuando estuvo razonablemente
seguro de que no había peligro, susurró hacia el pozo:
—Suba ahora, Kleist.
Un minuto después, Kleist aparecía con cara de haber realizado un gran esfuerzo.
—Quédese cuerpo a tierra —le ordenó Halder, y concedió al SS unos segundos para
adaptarse al entorno—. Nos dirigiremos hacia la fachada del hotel a paso lento y
descuidado, como si hubiéramos salido a dar un paseo.
—¿Y después?
Halder se arregló la ropa, preparado para avanzar.
—Jugaremos las cartas según nos vengan. Mientras mantengamos la calma, no
tenemos por qué levantar sospechas, pero puede estar seguro de que los centinelas
operan con un sistema de contraseñas, y en ese caso estamos en desventaja. Así que
será mejor que tenga su arma a mano por si nos ponen en dificultades.

Caminaron hacia la fachada del hotel. Había una bulliciosa actividad, motoristas
que llegaban y salían con mensajes por la explanada de gravilla. Media docena de
centinelas de la policía militar estaban plantados con sus cascos blancos a ambos lados
de la escalinata de acceso, y frente a las puertas abiertas del vestíbulo había un
mostrador, atendido por un oficial y un cabo que cotejaban los papeles de cuantos
entraban. En el césped, justo allí delante, estaban los tanques Sherman, con las
tripulaciones asomadas a las torretas, charlando y fumando, ociosas.
Halder se acercó a ellos despreocupadamente. Uno de los sargentos del tanque los
vio e iba a saludar cuando Halder le dijo:
—Descanse, sargento. ¿Tiene fuego?
—Desde luego, mi capitán.

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El hombre revolvió sus bolsillos y le alargó una caja de cerillas. Halder se tomó su
tiempo para encender el cigarrillo y observó la entrada. Los jardines estaban
fuertemente custodiados, los centinelas patrullaban arriba y abajo solos o por parejas,
y no pudo descubrir ninguna manera fácil de acceder al hotel sin que los descubrieran
o les dieran el alto. Devolvió al sargento la caja de cerillas.
—¿Cómo se llama usted, sargento?
—Grimes, mi capitán.
—¿De dónde es usted, Grimes?
—De Speedwell, Tennessee, mi capitán.
Halder sonrió.
—¿Y cómo se siente un chico de las montañas haciendo guardia al presidente de
Estados Unidos y al primer ministro de Inglaterra?
El joven sargento resplandeció.
—Creo que es un gran honor, mi capitán.
—De eso puede estar seguro. De modo que procure mantenerse alerta.
—Sí, mi capitán. —El sargento se cuadró e hizo un perfecto saludo, Halder se lo
devolvió, y se alejó de los tanques con Kleist.
El hombre de las SS suspiró, aliviado, y sonrió en la oscuridad.
—Tengo que reconocer, Halder, que tiene usted un temple de acero. Y, además, es
muy listo.
—Si lo fuera, nunca me habría metido en este lío. Y no podemos dar por hecho que
Roosevelt y Churchill estén aquí sólo porque lo diga el sargento. Tendremos que
comprobarlo nosotros mismos.
Kleist se quedó horrorizado.
—¿Quiere decir que vamos a intentar meternos dentro del hotel?
—Afrontemos los hechos, ¿de qué otro modo podemos estar seguros de que se
alojan ahí dentro?
—¿Y si nos cogen, qué? Eso lo estropearía todo.
—Forma parte del riesgo. Y lo cierto es que no hay otra manera. Recuerde, paso
lento y despreocupado, y ni siquiera piense en echar mano de la pistola si yo no se lo
digo.

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Siguieron paseando por uno de los senderos bordeados de flores que serpenteaban
por los jardines. En los prados de delante había nidos de ametralladoras dispersos,
protegidos con sacos de arena, y detrás del hotel había centenares de tiendas de
campaña, visibles a la luz pálida de la luna, docenas de camiones y semiorugas
aparcados. Entre ellos circulaban tropas en la oscuridad.
—Estas defensas son más fuertes que el refugio del Führer —dijo Kleist,
desanimado.
—Limítese a pasear. Mantenga los ojos bien abiertos por si descubre algún fallo en
el blindaje. Tenemos que encontrar un medio de entrar.
Continuaron anclando hacia los terrenos de la parte de atrás del hotel. A cualquier
sitio donde fuesen era lo mismo: más puestos de guardia y emplazamientos de
ametralladoras y artillería, y también en el tejado descubrieron otra batería antiaérea
y varios nidos de ametralladoras más. Cuando se dirigían hacia la entrada trasera de
servicio, Halder vio un camión militar de suministros aparcado, y dos soldados de
faena descargando jaulas de provisiones que transportaban a las cocinas del hotel,
mientras un cabo armado supervisaba desde la puerta con una carpeta de listas. En el
interior, la escena estaba animada, cocineros y soldados de faena trabajaban entre
nubes de vapor, una oleada de calor escapaba hacia afuera. Halder se detuvo, y pareció
que Kleist le leía el pensamiento.
—Bueno, ¿qué piensa?
—Vamos a intentarlo.
—¿Está seguro? —Kleist parecía dubitativo.
—No estoy seguro de nada, así que esté preparado para cubrirme si algo sale mal.
En otro caso, limítese a mantener la boca cerrada y a hacer exactamente lo que yo le
diga.
Halder avanzó muy decidido hacia el cabo que supervisaba la descarga y le
preguntó:
—¿Qué están haciendo?
El hombre saludó.
—Suministros de cocina, mi capitán.
Cuando uno de los soldados intentó pasar a su lado con una caja de suministros,
Haider lo cogió del brazo con la mano.
—¿Ha pedido a este hombre sus papeles, cabo?
—Se los examinaron con todo detalle a la entrada, mi capitán. Nadie puede pasar
sin que lo inspeccionen...

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—De eso estoy bien informado, cabo, pero eso no es lo que le he preguntado. Le he
preguntado si se los pidió usted mismo.
El hombre pareció confuso.
—Bueno... no, mi capitán, la verdad es que no creí que fuera necesario.
—¿Que no creyó que fuera necesario? —bramó Haider—. Esta clase de negligencias
son las que pueden costamos la guerra, cabo. ¿Y qué me dice de los suministros que
hay en el camión?
—También fueron examinados en la entrada, mi capitán.
—Y para usted, eso es suficiente, ¿verdad? —Haider levantó una ceja, sarcástico, y
fulminó con la mirada a ambos—. Déjenme ver sus papeles.
Los soldados se cuadraron y sacaron sus tarjetas. Haider las estudió con
detenimiento.
—Parecen estar en orden, desde luego —dijo, y se las devolvió al cabo—. Pero en
adelante, vuelva usted a comprobar a cada jodido individuo que entre por aquí. Y el
contenido de cada vehículo con mercancía. Empiece ahora mismo. ¿Está claro, cabo?
—Sí, mi capitán.
Al devolverle los papeles, Haider se adelantó hacia las puertas de la cocina y ordenó
tajante a Kleist:
—Quédese aquí, sargento, y asegúrese de que ese vehículo se registra a fondo y que
estos hombres quedan adecuadamente controlados. Quiero estar seguro de que a este
bobo no se le ha colado nadie.
—Sí, mi capitán.
—Mi capitán, le doy mi palabra... —comenzó a decir el cabo, aturdido, pero Haider
lo ignoró por completo y cruzó la puerta para entrar en la cocina.

20.30 h

Aquella tarde, en la Comandancia de Policía Militar tenían mucho trabajo. Weaver


preguntó por el sargento Morris en la entrada. Pasaron diez minutos hasta que
apareció el hombre corpulento policía militar que parecía agobiado.
—Perdone que lo haya tenido hecho esperar, mi teniente coronel. ¿Qué puedo hacer
por usted?
Weaver le enseñó la tarjeta de identidad.

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—Es a propósito de una llamada que hizo usted al despacho del teniente coronel
Sanson, referente a unos vehículos y uniformes robados.
El sargento se rascó la cabeza.
—Me ha cogido en mal momento, mi teniente coronel. Esto hasta arriba. ¿Es
urgente?
—Mucho.
—Bien —dijo el sargento, lanzando un suspiro—. Entonces será mejor que venga a
mi despacho.
Morris lo condujo por el vestíbulo a un despacho con unas cuantas mesas y
máquinas de escribir, y un par de suboficiales que trabajaban muy atareados. Se sentó
a una de las mesas buscó una carpeta, la encontró y hojeó los papeles.
—Tres camiones Ford de dos toneladas y media con techo de lona, un jeep y tres
uniformes de la policía militar, todos norteamericanos, y todos robados del depósito
de Camp Huckstep en los últimos cinco días. ¿Puedo preguntarle por qué le interesan,
mi teniente coronel?
—Asunto de alto secreto —dijo sencillamente Weaver—. Tengo entendido que sabe
usted algo de esos robos.
—Pensé que si el teniente coronel Sanson tenía alguna pista sobre este asunto, nos
podríamos ayudar mutuamente. Pensamos en alguien que puede que sea el
responsable, pero las pruebas que tenemos no van muy allá.
—Da igual. Nosotros estábamos interesados en un coche oficial americano o un
sedán civil. ¿Pero quién es el sospechoso?
—Un tal Wally Reed, sargento, ejército británico, el Calvo, para sus amigos. Es un
chupatintas destinado en la oficina del furriel. Creemos que es el responsable de un
montón de hurtos en los almacenes del ejército. De todo, desde combustible diésel a
provisiones para el club de oficiales. Sólo que hasta ahora no hemos podido probar
nada.
—Pero Reed está en el ejército británico y los vehículos y uniformes robados son
americanos.
—Es fácil de explicar —dijo el sargento, sonriendo—. Reed tiene un arreglo con el
sargento mayor del almacén de Camp Huckstep. Cuando hay escasez de piezas o
equipos de recambio para los vehículos, se ayudan entre sí. Y todo perfectamente legal.
—¿Y qué le hace pensar que Reed pueda ser el responsable de estos robos?
—Lo he vigilado durante mucho tiempo. La policía militar de ustedes hizo
investigaciones y descubrió que había estado de visita en Camp Huckstep el día que
desaparecieron los uniformes y el jeep. Y con los camiones, igual. Interrogaron al
personal del almacén y no sacaron nada en claro, pero oyeron rumores de que tal vez

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Reed tuviera algo que ver, aunque no hay ni rastro de pruebas. Nadie lo vio robar el
material, y probablemente hizo que la gente del almacén lo hiciera por él, y les pagó
para que mantuvieran la boca cerrada. Cuando llevas tiempo en esto tienes olfato, y
estoy completamente seguro de que él es el culpable, pero este Calvo es un tipo
escurridizo. Será difícil pillarlo con las manos en la masa. Tenemos que cazarlo in
fraganti, o encontrar el modo de relacionarlo con los objetos que nos birla.
—¿Y qué hace con el material que roba?
El sargento se encogió de hombros.
—Venderlo en el mercado negro, me imagino. Hay mucha demanda de esta clase
de cosas en El Cairo. Cualquier cosa que no se ate bien atada, cría patas y echa a correr.
Pero no sé de qué le puede servir todo esto, mi teniente coronel. ¿Dijo usted que
buscaba un sedán robado?
—Sí —dijo Weaver, frunciendo el ceño—. Pero esto otro suena mucho más
interesante, ¿Tiene alguna idea de por qué alguien podría querer vehículos militares
americanos?
—Ahí me ha pillado —dijo el sargento, rascándose la cabeza—. Por eso llamé al
teniente coronel Sanson. Los árabes no se arriesgarían a comerciar con un material
como ése. Un camión militar no es exactamente algo que uno pueda camuflar. Ni
tampoco un jeep. Y confieso que la mayoría de las piezas tampoco les servirían de
mucho. Pero lo que realmente me intriga son los uniformes. Una cosa más que rara.
Todos los tipos que conozco de aquí a Blighty procuran escaquearse de esta jodida
guerra, no meterse en ella.
—Tal vez sea hora de que interrogue a ese sargento Reed.
—¿Ahora? —protestó el sargento—. Si no tengo las pruebas que necesito. Y si le
aprieto los tomillos justo ahora, podría arruinar para siempre cualquier acusación que
pudiera probar contra él.
Weaver ya estaba de pie.
—Ahora mismo, sargento. Se lo explicaré de camino. Podría tratarse de un asunto
de vida o muerte.
Halder cruzó la cocina sin ser molestado y se paró ante unas puertas de vaivén que
había al fondo. Tras ellas había un comedor, usado en ese momento como bar de
circunstancias, y docenas de oficiales se sentaban a las mesas servidos por una batería
de soldados. Se abrieron las puertas y pasó un recluta con una bandeja de platos sucios.
Halder se hizo a un lado y buscó con la mirada otra salida. A su izquierda había una
puerta abierta y, tras ella, una caja de escalera estrecha que llevaba hacia arriba. Salió
por allí, subió los escalones y llegó a un pasillo del primer piso, con puertas a ambos
lados. Al final del pasillo se encontró en un vestíbulo vacío. El espacio estaba decorado
con otomanas y sillones de cuero dispersos alrededor, que recordaba el estilo de un

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pabellón de caza egipcio, con las paredes cubiertas de cabezas de animales disecados
como trofeos. Una enorme araña colgaba del techo como llamativa pieza central, y una
escalera muy amplia descendía hacia el mostrador de seguridad de la entrada. Un par
de altos oficiales subían los escalones.
Halder se cuadró y saludó a su paso, esperó a que hubiesen desaparecido por uno
de los pasillos y después subió la escalera que conducía al piso siguiente. Al final de
un pasillo vio dos policías militares y un par de hombres corpulentos vestidos de
paisano haciendo guardia a la puerta de una habitación. Antes de que pudiera dar otro
paso, un general norteamericano de dos estrellas salió de una de las habitaciones del
otro lado del corredor con una cartera en la mano. Halder lo saludó, pero el general
frunció el ceño y lo midió de arriba abajo.
—¿Cómo se llama usted, capitán?
—Kowalsky, mi general.
—No me suena usted. ¿Lo he visto antes?
—Me han enviado de Camp Huckstep, mi general.
—¿De verdad? —El general alzó una ceja—. Baje conmigo al vestíbulo, a paso ligero.
—Y antes de que Halder pudiera replicar, el general empezó a bajar la escalera,
deteniéndose para mirar atrás cuando notó que Halder titubeaba—. Vamos, ¿a qué
está esperando, capitán? ¿Está sordo?
—No, mi general.
Halder fue tras él, sin saber qué esperarse. El corazón le palpitaba a toda velocidad
mientras soltaba el cierre de su pistolera, dispuesto a matar a aquel hombre si tenía
que hacerlo. Cuando llegaron al vestíbulo, el general fue directamente al mostrador de
seguridad en el momento en que el oficial que estaba tras él colgaba un teléfono de
campaña.
—Bien, ¿ya estamos en marcha, comandante? —le preguntó el general con
brusquedad.
—Están de camino, mi general. Acaban de llegar a la verja.
El general señaló a Halder con un dedo.
—Sígame, Kowalsky.
Halder, inquieto, siguió al general por el vestíbulo y bajaron la breve escalinata de
la entrada. Cuando apareció el general, toda la zona inmediata a la entrada del hotel
se puso a zumbar con una repentina actividad, había en el aire una electricidad casi
palpable, los centinelas de casco blanco animaban el paso, las dotaciones de los
tanques saltaban de las torretas para ponerse firmes.
Instantes después, un Packard negro y dos Ford Sedán tomaron la curva de la pista
de entrada. El general se revisó el uniforme, se ajustó la gorra y dijo a Halder.

430
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—Capitán, coja un par de hombres y que acerquen la rampa hasta aquí y la sitúen
en su sitio. Y hagámoslo rápidamente, ¿entendido?
Pero Halder apenas lo oía, en sus venas crecía una extraña emoción. Al ir
acercándose el cortejo, apenas si podía creer lo que veía. En la parte de atrás del coche
del medio iba el presidente Franklin Delano Roosevelt, con un traje claro de hilo, y una
manta sobre las rodillas, con aspecto frágil y agotado.
—¡Capitán Kowalsky! —el general bramó a voz en cuello cuando los coches estaban
aún más cerca—. ¿No ha oído mis órdenes, hombre? Pongan esa jodida rampa en su
sitio, y bien firme. ¡Paso ligero!
Halder quedó totalmente perdido por unos instantes, casi invadido por el pánico,
pero por fin vio una rampa de madera inclinada sobre unas ruedas a su izquierda, y
dos policías mili, tares reaccionando ya a la orden del general y empujando ágil, mente
la rampa hacia su sitio delante de la escalera. Halder se unió a ellos al instante, aliviado
de que los soldados parecieran saber exactamente lo que había que hacer.
—Ya habéis oído al general. A paso ligero.
—Claro, mi capitán —dijo secamente uno de los hombres como si estuviera tratando
con un superior imbécil—. La tenemos controlada.
El general fulminó a Halder con la mirada.
—¡Por Dios santo, Kowalsky! ¿Siempre tarda usted tanto en cumplir una simple
instrucción?
Halder no tuvo oportunidad de responder, porque apenas la rampa estuvo colocada
en su sitio sobre los escalones, los vehículos se detuvieron sobre la gravilla. Varios
hombres jóvenes de paisano saltaron del Packard. Eran, obviamente, agentes del
Servicio Secreto, armados con metralletas Thompson y escopetas. Del coche de delante
y del de detrás salieron una serie de jefes militares uniformados con sus carteras. Con
precisión militar, unos cuantos hombres del Servicio Secreto tomaron posiciones y dos
de ellos se pusieron a ayudar al presidente a salir del coche. Otro agente había abierto
ya el maletero y apareció la silla de ruedas donde colocaron a Roosevelt, poniéndole
en su sitio las delgadas piernas enfundadas en metal.
El general saludó.
—A sus órdenes, señor presidente.
Halder contempló cómo los hombres del Servicio Secreto empujaban la silla del
presidente a toda prisa por la rampa. Cuando llegaron arriba, la silla dio un bote al
pasar al suelo de la planta baja, y la manta se deslizó de las piernas de Roosevelt Uno
de los ayudantes del Servicio Secreto acudió a recogerla pero, sin pensar, Halder alargó
la mano y fue más rápido que él. Se la tendió al ayudante, que la echó sobre las piernas
del presidente. Una vez hecho esto, Halder se encontró mirando directamente al
presidente a la cara.

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—Ha sido usted muy amable, capitán —le dijo el presidente, encantador.
—No tiene importancia, señor presidente.
—¿Cómo se llama usted, hijo?
—Kowalsky, señor presidente.
—Le agradezco a usted su cortesía, capitán Kowalsky.
Halder se cuadró y saludó.
—Ha sido un placer, señor presidente. A sus órdenes, señor presidente.
El grupo del presidente continuó escaleras arriba, con cuatro agentes llevando a
cuestas la silla de ruedas del presidente, dos a cada lado, y Halder seguía
contemplándolos, casi en trance. El general se acercó, todavía exasperado, y susurró
enfadado entre dientes:
—Bien, Kowalsky, todavía estoy esperando sus explicaciones. Se tomó mucho
tiempo para colocar esa rampa en su sitio. ¿Qué demonios le pasa?
Halder se despertó súbitamente de su ensoñación.
—Yo... le pido disculpas, mi general. Pero, para serle sincero, es la primera vez que
veo al presidente en persona. Me parece que estoy como alelado.
El general pareció ablandarse, le lanzó una mirada de disculpa y se volvió a mirar
a su comandante en jefe, que era transportado escaleras arriba. En su voz sonaba una
emoción auténtica:
—Y no me extraña que lo esté. Joder, cada vez que veo esa figura lastimosa me
entran ganas de llorar. Porque es un hombre que pasa la mayor parte de su vida en
una agonía constante, y nunca le oirá ni una sola queja. ¿Sabe una cosa, Kowalsky? Si
la mitad de los hombres que están bajo mi mando fueran tan valientes como él, hace
mucho tiempo que habríamos ganado esta maldita guerra.
—Sí, mi general. —Halder vio la oportunidad y le preguntó al general, como quien
no quiere la cosa—: ¿Volverá esta noche el primer ministro Churchill, mi general?
El general levantó una ceja y se echó a reír.
—¿Pero dónde diablos ha estado usted, capitán? ¿No sabe que ese hombre es un ave
nocturna? Está en una fiesta en El Cairo. Y me apuesto algo a que tendremos suerte si
le vemos la cara antes del amanecer.
—Por supuesto, mi general.
—Eso es todo, Kowalsky. Puede retirarse. Y en adelante, procure andar más
despierto.
Halder saludó, y contempló al general seguir al grupo del presidente por la escalera.
Cuando llegaron arriba, los hombres del Servicio Secreto dejaron la silla de ruedas en

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el suelo y dejo ver perfectamente la cabeza de Roosevelt por detrás. La cara de Halder
se inundó de sudor frío, y se sintió casi sofocado por la rabia incontenible. A diez
metros de él estaba el hombre que el responsable último de mutilar a su hijo y matar a
su padre durante un momento permaneció allí, balanceándose en el filo de la decisión,
con la mano apoyada en el cierre de la pistolea
Después, el grupo desapareció en el piso de arriba. Sin pensar en su propia
seguridad, Halder fue tras ellos, perdido todo razonamiento, notando que la ira lo
inundaba mientras saltaba los escalones de dos en dos. Cuando llegó a lo alto, tuvo el
tiempo justo de ver a Roosevelt empujado por un pasillo hacia la puerta donde estaban
de guardia los policías militares. Cuando uno de los agentes empezó a empujar al
presidente hacia el interior, se abrió un hueco entre la piña de asistentes, y a Halder se
le ofreció una trayectoria de tiro limpia.
Una bala y ya estaría.
Abrió como por casualidad la trabilla de la pistolera, hipnotizado por la situación,
y justo entonces, la fría razón logró imponerse: «Demonios, Halder —se dijo a sí
mismo—, debes de estar loco.»
Continuó allí de pie, incapaz de decidir si era su conciencia lo que le impedía
disparar contra un hombre en una silla de ruedas, o la sencilla evidencia de que si hacía
fuego sería un suicidio cierto.
De pronto, uno de los agentes del Servicio Secreto miró hacia atrás y sus ojos se
encontraron. Halder captó aquella fría mirada, ofreció un saludo al hombre y después
se fue a toda prisa, el hechizo roto pero la ira intacta, y recorrió el camino de vuelta
bajando por la escalera hacia la cocina.

Veinte minutos más tarde salía reptando de la tumba, con Kleist tras él. Ambos se
habían quitado el uniforme y Deacon y Rachel parecieron aliviados.
—¡Jack! Gracias a Dios que has vuelto.
Se adelantó a sus brazos y Halder le dijo:
—Será mejor volver al coche. Hemos sobrepasado el tiempo de ser bienvenidos
aquí. Yo iré en seguida. Kleist, acompáñela. De momento dejaremos las lámparas y el
resto de las herramientas aquí.
Kleist ayudó a Rachel a trepar para salir de la tumba, y luego desaparecieron en la
oscuridad.
—Estuve un buen rato preocupado de que no consiguieran volver —dijo Deacon,
enjugándose la frente con un pañuelo—. ¿Qué les retuvo? Han estado fuera más de
una hora.

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Halder se afanaba en apilar las herramientas restantes y las lámparas en la boca del
pozo.
—Hubo trabajo que hacer. Tuvimos que abrir la salida del túnel.
—Bien, ¿y cuál es su veredicto? —preguntó Deacon con expectación.
Cuando Halder terminó de esconder el equipo se lo explicó todo. El asombro de
Deacon resultaba evidente.
—¿Vio de verdad al gran hombre?
—Estaba tan cerca de mí como usted ahora. Y no sólo eso, sé exactamente dónde se
aloja.
—¡Excelente! —Deacon irradiaba excitación—. Se ha superado a sí mismo,
comandante. Bien hecho.
—Guárdese las enhorabuenas. Todavía no hemos terminado. Nos llevará trabajo
ensanchar las galerías de la tumba y la salida. Estamos hablando de roca maciza.
—¿Existe el riesgo de que alguien descubra la abertura por donde salieron?
—Está un tanto protegida, en una hondonada, pero tomé la precaución de taparla
lo mejor que pude con unos arbustos cuando volví a meterme en el pozo.
—Cualquier herramienta adicional que necesite, le aseguro que la tendrá. —El
rostro de Deacon se ensombreció—. Qué lástima lo de ese cerdo de Churchill. ¿Cree
que hay probabilidades de que vuelva?
—El general no parecía albergar muchas esperanzas. Según parece, al viejo Winston
le gusta trasnochar y hacer vida social.
—Eso he oído, pero ¡qué triunfo si los alcanzamos a los dos! Por lo menos, no hay
duda de que tenemos el blanco principal en el punto de mira. Y con Churchill fuera de
tiro, habrá que intensificar nuestros esfuerzos para cazar a Roosevelt. Pero tenemos un
problema más acuciante, ¿ha olvidado el ultimátum de Salter? Aunque el coronel
Skorzeny y sus hombres consigan aterrizar perfectamente, sin los camiones no
tenemos modo de transportarlos desde el aeropuerto hasta aquí.
—Ah —sonrió Halder—, puede que tenga una idea. Una pequeña trampa nos
sacará de apuros. Si Salter quiere su parte de la acción, tal vez no deberíamos
decepcionarlo.
—¿Qué quiere decir?
—¿Puede arreglarnos una reunión con él de aquí a dos horas? En algún sitio seguro,
por supuesto, donde no haya riesgo de tener que pasar cerca de algún control.
—Creo que sí —respondió Deacon, frunciendo el ceño—. Pero ¿cuál es la idea?
Halder se lo explicó y, cuando terminó, Deacon lo miró, atónito, después se frotó
las manos y se rió.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Es realmente brillante, ¿sabe? Sencillo pero brillante. Me pregunto cómo es que
no lo pensé yo mismo. Es usted un genio
—No tanto. Pero si funciona, puede que se resuelvan nuestros problemas.
—Sólo hay otra cosa que me inquieta. ¿Cómo podrán cruzar seguros nuestros
paracaidistas por los jardines del hotel y entrar en el edificio? Desde luego, no del
mismo modo que ustedes. Es cierto que los hombres de Skorzeny llevarán uniformes
norteamericanos, pero después de su pequeña correría por el hotel comprobarán los
papeles de todo el mundo en la entrada de la cocina, como usted les ordenó.
Halder asintió con la cabeza y le explicó:
—Eso es cierto, pero al volver al túnel me tomé el tiempo de contar las habitaciones
del primer piso, y en la que está Roosevelt hay una amplia zona de terraza. Podría
servir como un medio directo de penetrar en sus aposentos, si los guardias de la zona
inmediata son silenciados de algún modo. Después de eso, un ataque frontal a la
habitación puede ser la acción más conveniente, ágil y brutal, al estilo de Skorzeny.
Pero eso tendrá que decidirlo el coronel, no yo, y seguro que se le ocurrirán sus propias
ideas cuando yo le explique la situación después de que aterrice. Lo principal es que
hemos descubierto dónde se encuentra exactamente Roosevelt. No sólo eso, tenemos
un modo seguro de acceder al recinto. En resumen, que ha sido una noche productiva.
Deacon sonrió en la oscuridad.
—¿Sabe? Incluso estoy empezando a pensar que tal vez tengamos realmente la
posibilidad de sacar esto adelante. Dando por hecho que podamos resolver el espinoso
problema de Salter, ¿cuándo comunicamos a Berlín que envíe las tropas de Skorzeny?
Halder afirmó el pie en uno de los bloques de caliza y estaba a punto de trepar para
salir de la gruta cuando miró hacia atrás y dijo, solemne:
—Creo que podemos dar por hecho que Roosevelt ya se ha retirado a descansar.
También podemos tener suerte y que Churchill regrese, pero como usted dijo muy
bien, al menos tenemos el blanco principal en el punto de mira, de manera que de
ahora en adelante nuestra prioridad es Roosevelt. Y teniendo en cuenta todo ello, con
los aliados casi pisándonos los talones, eso quiere decir que hay que aprovechar
cualquier oportunidad que tengamos y movernos de prisa. De modo que tiene que ser
esta misma noche, ¿no está de acuerdo?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 59

21.30 h

Reed el Calvo estaba tumbado en la cama, desnudo, contemplando a la jovencita


árabe que se desnudaba delante de él. No tenía más de dieciocho años, pechos grandes
y figura rellenita una de las mejores que ofrecía aquel burdel próximo a la estación de
Rameses. Sonrió, anticipando el placer que se acercaba, terminó de fumar y tiró el
cigarrillo dentro de la botella de cerveza que estaba sobre la mesita, junto a la cama.
—A ver si nos movemos, preciosa. No tengo toda la puta noche.
La chica terminó de desvestirse y fue a tumbarse a su lado. Reed había empezado a
pasarle las manos por los pechos cuando se oyó llamar a la puerta.
—¿Quién coño es?
La chica pareció asustarse, y Reed saltó de la cama, enfadado.
—Que un hombre no pueda ni mojar el rabo en paz... —gruñó, pero mientras
cruzaba la habitación para abrir, la puerta saltó en sus bisagras y un par de hombres
de uniforme irrumpieron en la habitación.
—Calvo, colega, ya era hora. Hemos revuelto media ciudad buscándote. —Morris
miró a la chica por encima del hombro de Reed, y añadió—: Ya veo que estás
confraternizando con los nativos.
Reed reconoció al instante al sargento de la policía militar, pero el oficial
norteamericano no le resultaba conocido.
—Vístase usted, señorita —ordenó Weaver a la chica en árabe, y le indicó la puerta.
La jovencita se puso la ropa a toda prisa y se fue.
—¿Pero qué puñetas pasa? —preguntó Reed—. ¿Desde cuándo va contra la ley que
un hombre se divierta?
El americano le hizo un gesto con el pulgar.
—Póngase la ropa usted también, sargento. Tenemos que hablar.

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21.30 h

El embarcadero medio en ruinas de la orilla oriental del Nilo aparecía desierto en la


oscuridad cuando Halder y Deacon se abarloaron con la motora. Halder sujetó las
amarras. Al subir los peldaños de madera vieron una ambulancia militar aparcada en
la ribera con la cruz roja pintada en el lateral.
Un individuo corpulento con uniforme británico hacía guardia armado con un
subfusil Sten. Otros dos esperaban junto a él, vestidos de oficiales, uno de ellos,
atezado, llevaba un farol y el otro, bajo y con aspecto torvo, fumaba una breva y llevaba
la guerrera sobre los hombros y un bastón-estoque bajo el brazo.
—El que tiene el cigarro es Salter —le dijo Deacon a Halder—. El otro es su socio,
Costas Demiris, otro desertor y maleante.
—¿Por qué esa idea de la ambulancia y los uniformes?
—Es sólo una de las maneras que tiene Salter para circular con impunidad. Tiene
todo un cargamento de disfraces y papeles falsos que cualquier servicio de inteligencia
daría la vida por conseguir.
—Vamos a verlos.
Bajaron por el muelle. Salter estaba muy sonriente.
—De manera que usted debe de ser el hombre misterioso de Harvey. Mi nombre es
Reggie Salter. —Le tendió la mano—. No he pillado el suyo.
—Eso carece de importancia —dijo Halder, ignorando la mano que le tendía.
—Como quiera —dijo Salter, encogiéndose de hombros—. Tengo entendido que
Harvey le ha pasado mi oferta, ¿no es así?
—Al parecer no nos deja usted otra opción que aceptarla, Salter. Necesitamos esos
vehículos.
Salter sonrió, triunfante.
—La oferta y la demanda, ¿no es así como funciona este mundo? Y ahora que se han
aclarado las complicaciones, ¿no le importa decirme en qué andan?
—Pues un robo, señor Salter. Pura y simplemente. Hay un cargamento muy valioso
que viene en dos aviones Dakota que tienen que aterrizar en el campo de Shabramant.
—¿Qué te había dicho, Costas? —dijo Salter, radiante. Miró de nuevo a Halder,
chupó con fuerza del cigarro y en su cara apareció una expresión de codicia—. ¿Y qué
vale ese cargamento?
—No tiene precio, al menos no como tal. Es muy valioso. Objetos de oro y gemas,
la mayor parte. Pero si insiste usted en hacer una valoración en dinero, y calculando

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que fundiésemos el oro y se desmontasen las gemas, una estimación por lo bajo
andaría por los dos millones. De libras esterlinas, no de dólares.
Salter soltó un silbido.
—¡Santo cielo!
—El diez por ciento de eso son doscientas mil. Es un montón de dinero para usted,
Salter. La cuestión es ¿lo vale usted?
—Oh, pues claro que lo valgo, hermanito —respondió Salter, excitado—. Por eso no
te apures. Cualquier cosa que necesites, o en trabajo o en el tema de hombres y
material, sólo tienes que pedirla. Entonces, ¿cómo nos llevaremos nuestro lote Costas
y yo?
—Eso podemos discutirlo más tarde, cuando repasemos los detalles.
—¿Le importa decirme quién está metido en esto?
—Somos cinco, incluyendo aquí a Deacon.
—¿Procedencia militar?
—Podría decirse.
—Ya me pareció que tiene usted pinta de eso. Entonces, ¿cuál es el trato?
—Ahora que hay que repetirlo también con usted, tendrá que ganarse su parte.
¿Está dispuesto a ello?
—¿Por doscientos billetes grandes? Escuche, don fulano, por esa pasta creo que
puede estar usted bien seguro de que pondré todo mi empeño en este trabajo.
—Bien, entonces vayamos directos al asunto. Quiero que usted y sus hombres se
hagan fuertes en el aeropuerto.
—¿A qué se refiere? —preguntó Salter, frunciendo el ceño.
—Quiero tener el control de la base. Que nadie entre ni salga sin que yo lo autorice,
pero al mismo tiempo, nadie de fuera tiene que saber lo que pasa. Hay que hacerlo sin
tiros. No queremos alertar al ejército ni a la policía.
—Ya pillo la onda. Tomamos el aeropuerto y trincamos el material en cuanto llegue.
¿Y para qué son el jeep y los camiones, para escoltar el cargamento después?
—Exactamente,
—Me gusta. —Salter sonrió.
—Bastará con una docena de sus hombres. La torre, los barracones y la entrada son
nuestra principal preocupación. Y también, apoderarse y controlar todo el equipo de
comunicaciones. Hemos calculado que no habrá de servicio más de media docena de
efectivos de las fuerzas aéreas egipcias. Le repito que no quiero ninguno muerto, basta

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con encerrarlos bajo llave, para que no puedan representar peligro hasta que aterrice
el avión y acabemos el trabajo. ¿Cree que podrá hacerlo?
—Sin problemas. Con una docena de mis mejores hombres podría tomar el palacio
real. —Salter frunció el ceño y añadió—: ¿Le importaría decirme qué estarán haciendo
ustedes mientras mis chicos y yo jugamos a los comandos?
—Tres de mis hombres y yo los acompañaremos al campo de aviación para
asegurarnos de que todo va bien. Suponiendo que sea así, dejaré a dos de ellos y luego
me reuniré con usted, antes de que aterrice el avión. Entre otras cosas, tengo que
ocuparme del enlace por radio, porque he de estar en contacto con alguien en el punto
de partida antes de que despegue el avión, de manera que podamos saber la hora de
llegada. Naturalmente, tendrá que llevar los camiones al campo, para transportar el
cargamento.
Salter quedó pensando unos momentos y después asintió.
—Me parece que todo suena bien. ¿Cuándo quiere hacerlo?
Halder sonrió.
—Quiero que el aeropuerto esté controlado a las doce de esta noche.
Salter volvió a silbar.
—¡Madre mía! ¿Tan pronto? No nos da mucho tiempo. Tendré que trabajar como
un cohete para organizado todo. ¿A qué coño viene tanta prisa?
—No tenemos elección. Esta tarde hemos sabido que todo estaba listo. Por eso he
aceptado sus exigencias. Necesitamos rápidamente los camiones y el jeep. Supongo
que hablaba usted en serio al decir que nos proporcionaría todo lo que necesitásemos.
—Por supuesto. ¿Por qué?
—Necesito un par de radios de campaña, con un alcance mínimo de quince
kilómetros.
—Eso está hecho —dijo Salter, asintiendo con la cabeza—. ¿Cuándo esperan que
aterrice el avión?
—Entre las tres y las cuatro de la madrugada. Yo revisaré la distribución y las
medidas de seguridad del aeropuerto y le diré exactamente cómo quiero que se haga.
—Sólo una cosa más. —Salter miró de costado, amenazador y apuntó el bastón-
estoque al pecho de Halder—. Si usted o sus amigos intentan engañarme, acabarán
todos bajo tierra. ¿Entendido?
Halder le apartó el bastón y le sostuvo la mirada.
—Yo mantendré mi palabra. Limítese a estar seguro de que mantiene la suya. —
Sacó un plano del bolsillo, lo extendió sobre el capó de la ambulancia y cogió la linterna

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que llevaba Demiris—. Bien, vamos a repasar las cosas con mucho cuidado, para que
nadie cometa errores estúpidos.

Veinte minutos después, Halder estaba otra vez en la motora, navegando hacia el
otro lado del Nilo.
—¿Cree que funcionará? —le preguntó Deacon mientras maniobraba el timón.
—Hay muchas posibilidades —replicó Halder—. Pero el tal Salter se va a llevar un
buen susto cuando vea aterrizar los dos Dakotas y que empiezan a salir un centenar
de paracaidistas de las SS.
Deacon sonrió.
—Lo único que deseo es estar allí para ver la cara que pone el cabrón cuando eso
ocurra.

Salter contemplaba desde el embarcadero la motora que se iba perdiendo en la


oscuridad del agua. Se ajustó la guerrera sobre los hombros y encendió otra breva.
—Dos kilos de billetes en oro y gemas —dijo, rascándose la cabeza—. Bueno, que
me zurzan.
Costas Demiris sudaba de emoción.
—Es como encontrar un tesoro de verdad, Reggie. En el sitio justo, nuestra parte
puede valer todavía mucho más. Es la clase de mercancía por la que los coleccionistas
privados pagan un ojo de la cara.
—Gran verdad. ¿Qué opinas tú del socio de Deacon?
—Un pájaro listo. Pero parecía legal.
—Demasiado listo el puñetero, si quieres mi opinión. Y se nos rindió tal que así —
dijo Salter, chasqueando los dedos—. Eso me resulta sospechoso. Y tampoco nos
explicó qué hacía Deacon en Gizeh. Eso me tiene mosca.
—¿Crees que puede intentar liarnos?
—¿Quién sabe? En cualquier caso, estoy más que seguro de que nuestros
muchachos sabrán manejar la situación.
Los ojos de Salter se estrecharon y tiró la colilla al agua.
—El socio de Deacon tenía toda la pinta de ser militar, desde luego. Me pregunto
quién cojones será.

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—Fuerzas especiales, o comandos, probablemente, por la pinta. Y apuesto a que no


le va a gustar nada la sorpresa que le tenemos preparada, Reggie. No le va a gustar ni
una pizca.
Salter miró de reojo a Demiris y se echó a reír.
—No, no le va a gustar nada, ¿eh?

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CAPÍTULO 60

21.15 h

—¿No podría decirme de qué va todo esto, mi teniente coronel?


En la sala de interrogatorios de la Comandancia de Policía Militar hacía un calor
insoportable, y por la cara de Reed el Calvo corrían perlas de sudor. Weaver estaba de
pie junto a él.
—Creí que era usted el que podría explicarlo —dijo, y luego leyó en voz alta la lista
de objetos robados.
Reed frunció el ceño.
—Me parece que se ha equivocado de hombre, mi teniente coronel.
—Tenemos al hombre adecuado —lo interrumpió el sargento Morris—. Lo
equivocado es lo que nos está contando. Un amigo tuyo del parque de automóviles de
Camp Huckstep nos ha contado el cuento entero, y apuntó con el dedo a tu nariz. Dice
que tú estás detrás de todo este asunto. Así que cuéntanoslo, Calvo.
Reed se pasó la lengua por los labios, nervioso, y miró a Morris.
—O está mintiendo, o es una broma.
—Ése no es mi estilo. Ya tendrías que saberlo.
—Por Dios que ha de juzgarme...
—No será él, será un consejo de guerra. Ya te han acusado. De modo que lo mejor
es que nos digas lo que has hecho con el material que levantaste.
—Ya te lo he dicho, tiene que ser una equivocación...
Weaver perdió la paciencia y agarró a Reed por las solapas.
—Escúcheme, y con atención. Hay cuatro agentes alemanes sueltos por la ciudad
que están jugando a un juego muy peligroso. Existe la posibilidad de que necesiten
material militar como el que ha sido robado, de manera que quiero saber qué ha
pasado con él. Así que usted puede seguir haciéndose el loco toda la noche, Reed, pero
le aseguro que si me miente, me ocuparé de ponerle ante un pelotón de fusilamiento
por ayudar al enemigo.

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Reed parpadeó como si Weaver se hubiera vuelto loco.


—¿No… no hablará en serio?
—Totalmente. Métase eso en la cabeza.
Reed se puso blanco como la cal, ocultó la cara entre las manos y finalmente confesó:
—Esos cabrones me obligaron a hacerlo, lo juro por Dios.
—¿Quiénes?
—Reggie Salter y Costas Demiris. Me dijeron que se harían un rosario con mis
pelotas si no los ayudaba.
Weaver se volvió hacia el sargento.
—¿De quién demonios está hablando?
—Gente del hampa —replicó Morris—. Desertores que tienen un negocio de objetos
robados y mercado negro. Salter es el cerebro, y un gángster de los peores que hay.
Weaver se dirigió a Reed:
—¿Le dijeron para qué querían la mercancía?
Reed negó con la cabeza.
—Salter sólo habló de que tenía un asunto en marcha y necesitaba las cosas
urgentemente. Ésta es la verdad.
—¿Qué quería exactamente?
—El jeep y los camiones, la documentación del lote y los tres uniformes.
—¿Y nada más?
—Nada más, lo juro. —Por un instante, el pánico se reflejó en el rostro de Reed—.
Pero tienen que protegerme. Si Salter se entera de que he cantado, el cabrón me
arrancará la piel a tiras.
—Eso no es nada comparado con lo que va a hacer contigo el ejército —dijo el
sargento sin poder evitar una sonrisa—. Por fin te he pillado, colega. Y te has metido
en un buen pozo tú solito.
—¿A qué te refieres?
—Nadie te señaló con el dedo, Baldy, más que tú mismo. Lo de que tus amiguetes
habían cantado era un farol. Y no pienses que vas a poder retractarte de la confesión.
Tengo un oficial como testigo.
La boca de Reed se abrió, tenía la cara roja de rabia.
—¡Maldito cabrón, tramposo...!

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—Cállese, Reed —lo interrumpió Weaver y se volvió hacia el sargento—: ¿Podemos


traer a Salter y tener unas palabras con él?
—Con todo respeto, mi teniente coronel, pero sería como querer agarrar una
serpiente engrasada. Llevamos ya más de un año buscando su escondrijo, sin éxito.
Opera con fuertes precauciones. Sabemos que tiene unos veinte hombres y un par de
almacenes repartidos por la ciudad, pero no sabemos dónde están. Se dice que tiene
guardias armados y centinelas apostados, por no hablar de la gente que tiene untada
para que lo avisen si lo amenaza algún problema. Una situación lamentable, pero así
es la vida.
—Pues tenemos que hablar con él y aclarar esto.
—¿Le importaría decirme cómo, mi teniente coronel? —preguntó el sargento,
rascándose la cabeza.
Weaver señaló a Reed con el pulgar.
—Él ha tratado con Salter, él puede conducirnos hasta él. —Lanzó una mirada al
asustado prisionero y añadió—: A cambio de eso, retiraremos todos los cargos contra
él. Qué, ¿hacemos el trato, Reed?

Shabramant 22.00 h

El jeep se detuvo a unos doscientos metros de la verja de entrada al campo de


aviación. Salter iba en el asiento delantero, con el mismo uniforme que llevaba en el
embarcadero, Halder en el asiento de atrás, vestido con la ropa de capitán y con una
ametralladora M3 y un par de radios de campaña a su lado.
Al frente, la carretera apenas estaba iluminada por la luna, que casi no permitía ver
las garitas de guardia y la alambrada de cierre. Salter tiró la ceniza de su cigarro.
—Parece muy tranquilo. ¿Contento por ahora?
—Lo estaré cuando hayamos tomado el aeropuerto —respondió Halder.
Salter se echó a reír.
—He entrado en muchos almacenes bien guardados en mis tiempos. Esto no tendría
por qué ser diferente.
—Recuerde, nada de tiros si podemos evitarlo o el juego se habrá acabado. Y
tampoco quiero que se haga daño a nadie sin necesidad.
—No le fallaré. —Salter hizo un chasquido con los dedos hacia el conductor—:
Sigue, Charlie. Y párate delante de las garitas.

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—Bien, jefe.
El conductor arrancó, y cuando ya avanzaban, Halder miró hacia atrás. Los tres
camiones Ford los seguían, Kleist y Doring iban en la cabina del primero, que conducía
Hassán. Detrás, una docena de hombres de Salter, todos ellos armados y con uniformes
militares. Cuando se acercaban a las verjas, Halder vio que los centinelas salían de sus
garitas, alertados.
Salter tiró despreocupadamente su cigarro y dijo, muy seguro:
—Déjeme que hable yo.
El jeep llegó ante las verjas y se paró. Una señal de aviso indicaba que se bajasen las
luces, y cuando el conductor lo hizo, Halder vio que los dos jóvenes centinelas egipcios
aprestaban sus armas con expresión confusa ante la inesperada aparición de un convoy
militar.
Salter saltó del vehículo y se acercó a ellos, arrogante, con el bastón en una mano y
los papeles en la otra.
—Soy el comandante Cairns. Quiero ver a su oficial de guardia, si no les importa.
Tenemos que tratar asuntos urgentes.
Todo sucedió muy rápido. Cuando los asombrados centinelas empezaban a
examinar los papeles de Salter, media docena de hombres saltaron de la parte trasera
del primer camión y llegaron a la carrera. Se produjo un momento de incertidumbre
mientras los egipcios intentaban aprestar sus armas, pero los hombres de Salter los
superaron rápidamente y buscaron las llaves de la verja en sus bolsillos.
—Averiguad exactamente cuántos hombres hay en el campo y dónde están —
ordenó Salter, haciéndose cargo de las llaves—. Si no quieren contestar, rompedles los
brazos.
Fue evidente que dos de los asustados centinelas le entendieron, porque no hizo
falta convencerlos.
—Media docena de hombres —comentó Salter cuando oyó los detalles—. No son
muchos, ¿verdad?
—No vendamos la piel del oso hasta que esté cazado, Salter —le dijo Halder.
—Es un hombre precavido, ¿eh, capitán? —Salter sonrió con expresión de estar
divirtiéndose plenamente; abrió los candados de las verjas de entrada e hizo señas a
los vehículos para que entrasen—. Venga, a moverse, de prisa. De momento, dejad los
vehículos cerca de las verjas y haremos el resto del camino a pie; no queremos que esos
cabrones nos oigan llegar. Vamos hacia los edificios del aeropuerto. Y dos de vosotros
coged los uniformes de los guardias y poneos en su sitio.
Cogió un subfusil Sten cuando el jeep entraba por la verja y dos de sus hombres
empezaron a ponerse los uniformes de los centinelas.

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—Bien —dijo, cortante, a Halder—. A ver qué pasa con el resto.

Tardaron menos de quince minutos en ganar el control del aeródromo, y sin


disparar un solo tiro. Los hombres de Salter habían dado cuenta de todos los egipcios.
Halder recorrió la terraza de tablas y entró en la oficina del barracón principal. Era una
habitación amplia y funcional, con una mesa de escritorio arañada y un par de
archivadores oxidados. Descolgó el teléfono para asegurarse de que habían cortado la
línea y después se quitó la gorra y observó por la ventana cómo los hombres de Salter
conducían a media docena de miembros de las Reales Fuerzas Aéreas egipcias,
atónitos, desarmados y con las manos en la cabeza.
Salter entró con un par de hombres y expresión complacida.
—No se preocupe por esa peña. Los van a encerrar en una de las casetas y los
vigilarán bien, no queremos que se escape nadie y dé la alarma. —Se sentó tras la mesa,
dejó el subfusil encima, apoyó los pies junto a él y miró a Halder—. Tal y como recetó
el doctor. Bien, capitán, me parece que de momento todo está listo. ¿Impresionado?
—Ha superado usted mis expectativas, Salter. Pero antes de marcharme tengo que
revisar la pista.
—¿Para qué?
—Para estar seguro de que está operativa y no hay obstáculos en el campo.
—Muy bien.
Halder hizo un gesto a Kleist y a Doring, y todos se fueron con Hassán hasta el jeep
y luego se alejaron en la oscuridad unos trescientos metros más allá de los hangares,
hasta que llegaron a la cabecera más próxima de la pista. El firme no parecía gran cosa,
y la superficie estaba desigual en algunos trozos. Fueron en el coche hasta el final, por
si veían escombros o desechos y cuando terminaron el recorrido de vuelta, Halder
levantó la mano para que el jeep se detuviera.
—No es precisamente la pista principal de Tempelhof, ¿verdad? Bien, Kleist, ¿qué
piensa usted?
—Las he visto peores. Puedo colocar algunas linternas para guiar a los pilotos en la
aproximación final, cuando llegue el momento. No habrá problemas.
—Bien. De manera que lo único que queda por hacer es transmitir nuestro mensaje
y esperar a que lleguen. —Halder miró el reloj e hizo que los demás sincronizasen los
suyos—. Las veintidós treinta horas, exactamente. Si transmitimos antes de
medianoche, los paracaidistas de Skorzeny no deberían de tardar más de unas tres
horas en llegar aquí. Eso nos da una hora estimada de llegada de... hum, las tres cero

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cero horas, minuto arriba, minuto abajo. Pongamos otra hora para llevarlos hasta
Gizeh y pasar el túnel y estaremos en, hum, las cuatro cero cero, aproximadamente.
—Una hora perfecta para cogerlos por sorpresa —sonrió Kleist—. Hasta los
centinelas estarán medio dormidos para entonces.
—Confiemos en que tenga razón —replicó Halder, dudoso—. Será mejor que
echemos un vistazo a los hangares, habrá que tener los aviones de Skorzeny bien
guardados y a salvo hasta que volvamos después del ataque.
Se detuvieron delante del primero de los dos hangares; las puertas estaban abiertas.
Halder entró andando en el local. Apestaba a grasa y a combustible de aviación, dos
Gloster Gladiator muy baqueteados estaban aparcados cerca de la puerta, y a su lado
había una pequeña avioneta biplaza de entrenamiento. Halder movió la cabeza.
—Necesitamos un sitio más amplio para meter dos Dakotas. Vamos a mirar en el
otro hangar.
El segundo estaba más cerca de los barracones del campo, y completamente vacío,
salvo por una vieja moto Guzzi italiana de color verde y un par de bicicletas cerca de
las puertas, vehículos privados que era evidente que pertenecían a los hombres de la
aviación egipcia.
—Excelente. Éste servirá, hay espacio más que de sobra —Halder se volvió hacia
Hassán y Doring—: A ustedes dos W dejaré con Salter. Se quedará de piedra cuando
aterricen nuestros paracaidistas, por supuesto, pero si opone resistencia, será una
batalla perdida. Tendremos que procurar disuadido de esa idea cuando llegue el
momento, y confiar en que tenga sentido común y se rinda pacíficamente. Ahora,
Kleist y yo volveremos a la villa para enviar el mensaje. Nos reuniremos con ustedes
dentro de un par de horas. Pero si hay el más mínimo problema, contacte con nosotros
por la radio de campaña, ¿entendido, Doring?
—Sí, mi comandante.
—Bien, me parece que todo está listo —dijo Halder, serio—. Unas pocas horas más
y todo habrá terminado.
Cuando volvieron a la oficina del cuartel, media docena de los hombres de Salter
estaban sentados en la terraza, hablando y fumando. Halder dijo a Doring que sacase
una de las radios de campaña del jeep y entraron los dos con Hassán, mientras Kleist
se quedaba al volante. Salter estaba muy atareado limpiando su Sten con un trapo
aceitoso, y preguntó:
—Bien, ¿está todo listo?
—Eso parece. —Halder señaló con la cabeza a Doring y a Hassán y dijo—: Dejo aquí
a dos de mis hombres. Si se presenta cualquier problema, me llamarán por radio. Si
llega alguien a la verja principal, procure que parezca que no ocurre nada anormal.
Pero enciérrelo con los otros guardias, si es preciso.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Nos ocuparemos de eso —asintió Salter—. ¿Cuándo estará de vuelta?


—En un par de horas, probablemente menos. Hasta entonces, procure mantener la
fe —dijo, y se giró para irse, pero Salter lo agarró por el brazo.
—Lo que dije iba en serio. Intente engañarme, y acabaremos llorando todos.
—No hace falta que me amenace, Salter. —Halder se soltó de su mano—. Le doy mi
garantía personal de que se quedará usted más que agradablemente sorprendido
cuando vea el cargamento.
—Estoy ansioso por que llegue el momento.
Halder salió y subió al jeep con Kleist. Arrancaron, dejando a Doring y a Hassán en
la oficina, instalando la radio. Salter salió a la terraza y observó cómo el jeep atravesaba
las verjas, que luego cerraron dos de sus hombres con los uniformes egipcios.
—¿Qué opinas, Reggie? ¿Estamos listos?
Uno de sus hombres se puso a su lado. Salter abrazó la metralleta e hizo chasquear
los nudillos.
—Espera diez minutos por precaución y luego ya sabes lo que has de hacer.

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CAPÍTULO 61

Mercado ele Jan-el-Jalili 22 de noviembre, 23.00 h

El Ford Sedán sin distintivos se detuvo en el paso de coches Weaver iba sentado
delante, al lado del chofer militar, y Reed detrás, con el sargento Morris, todos ellos
vestidos de paisano
—Es buen asunto que vengan preparados para la guerra —dijo Reed, preocupado—
. Porque si Salter está dentro, habrá tiros y muertos, de eso no cabe duda.
Weaver observó el almacén que estaba al final del pasaje. Tenía una gruesa puerta
metálica con una reja y un portón en el medio, y una luz en la pared de la izquierda.
—¿Está seguro de que no podemos entrar pacíficamente?
—Imposible —dijo Reed, moviendo la cabeza—. Los guardias tienen orden de no
dejar pasar a nadie sin que Salter lo sepa. Y si alguien lo intenta, le meterán un tiro.
Weaver sabía que si las cosas iban terriblemente mal, tendría que enfrentarse a un
consejo de guerra, pero ya era demasiado tarde para preocuparse por su destino. La
radio de campaña sonó en el asiento trasero, y Morris habló por el micrófono y le dijo
a Weaver:
—Tenemos la trasera cubierta, mi teniente coronel. Los hombres están listos para
entrar en acción tan pronto como se les dé la orden.
Veinte policías militares armados hasta los dientes se ocultaban en el interior de un
camión de mudanzas que se había detenido detrás de ellos, y se reforzaban con otras
dos docenas preparadas para el asalto por la parte de atrás. Weaver consideraba que
eso tenía que ser suficiente para ocuparse de la banda de Salter.
—¿Y qué hay de las ambulancias y los sanitarios?
—Dos calles más allá, para no llamar la atención. Vendrán si los llamamos por radio.
—Esperemos que no haga falta. —Weaver miró su reloj, nervioso—. Bien, ya es la
hora. Pase la consigna a los hombres.
Morris cogió la radio, dio la orden y luego pasó la novedad a Weaver.
—Todos preparados, mi teniente coronel.

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—Venga conmigo, sargento. Acabemos con esto.


Weaver cogió una mochila caqui del suelo del coche y Morris le apoyó ligeramente
una mano en el brazo, señaló la bolsa con la cabeza y dijo:
—¿Está seguro de que esto es necesario?
—¿Se le ocurre alguna otra manera?
Weaver se bajó del coche y avanzó por el pasaje con Morris. Cuando llegaron al
almacén, cogió tres granadas de la mochila, las colocó en la base de la puerta metálica
y después sacó una pistola de señales Very.
—Échese atrás —le dijo a Morris.
Weaver tiró a toda prisa de las agujas de las granadas una tras otra y corrió tras el
sargento marcha atrás. Se pegaron a la pared y entonces se produjo una explosión
tremenda y las granadas estallaron casi al unísono. Una nube de polvo y esquirlas de
metal inundó el callejón, resonó como un verdadero trueno, y la puerta saltó de sus
goznes.
Antes de que se hubiera despejado el polvo, Weaver alzó la pistola y apretó el
gatillo. Una bengala roja explotó en el aire, tiñendo de color sangre el cielo de la noche
como señal para alertar a los efectivos que cubrían la parte de atrás. Las tropas saltaban
ya del camión de mudanzas con las armas prevenidas mientras Weaver y Morris
avanzaban hacia lo que quedaba de la puerta reventada.

Campo de Shabramant 23.30 h

Doring y Hassán acababan de dejar preparada la radio encima del escritorio, y Salter
se acercó.
—Ese capitán amigo suyo parece un tipo muy preparado.
Doring asintió amistosamente con la cabeza.
—Sí, lo es.
—¿Les importa explicarme su historial y a qué unidad pertenece?
Doring permaneció en silencio y los ojos de Hassán se entrecerraron de sospecha.
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?
—No hablaba contigo. —Salter lo miró, airado, sostuvo la mirada del árabe y se
volvió de nuevo hacia Doring—: ¿Y que chaval? Para empezar, podrías decirme su
nombre. Y el tuyo.

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Media docena de los hombres de Salter se iban agrupando amenazadores, a su


alrededor desde todos los rincones de la habitación. Hassán intentó sacar su navaja,
pero uno de ellos le apuntó al instante por detrás con una pistola.
—Inténtalo, y te freímos —le advirtió Salter—. Y ahora pon esas pezuñas bien
arriba, que yo las vea.
Hassán obedeció de mala gana, y Salter se le aproximó, encontró la navaja y se la
quitó, con desdén.
—Ya te advertí de esto antes, ¿verdad?
De repente, la hoja relampagueó en la mano de Salter y abrió un profundo corte en
la mejilla de Hassán. Enrabietado, el árabe trató de lanzarse sobre Salter, pero el
hombre que tenía detrás le golpeó con la culata del arma en la cabeza y Hassán se
desplomó. Salter apoyó la punta de la bota en la cabeza del árabe, que yacía
inconsciente, y se la empujó.
—Deberías hacer caso de lo que te dicen. —Clavó el cuchillo en la mesa de madera,
lo dejó allí y se acercó, displicente, a Doring—. Bueno, muchachito, estoy esperando.
A Doring le entró el pánico. Como un relámpago, le dio un puñetazo a Salter en la
cara y trató de coger desesperadamente una Sten que había tras el escritorio. Sólo había
puesto la mano sobre el cañón cuando la culata de un fusil le aplastó los dedos. Lanzó
un grito, empezaron a lloverle puñetazos, y antes de que pudiera darse cuenta, lo
estaban arrastrando por el suelo hasta una de las sillas.
Salter se acercó dando tumbos, limpiándose la sangre de la nariz, y agarró
brutalmente a Doring por el pelo.
—Eso ha sido una estupidez, muchachito. Una jodida estupidez.
Doring se debatió, pero lo sujetaron, la cara se le retorcía de dolor, tenía los dedos
hechos una masa informe, y Salter le dio un fuerte puñetazo en la cara. Sonó un
chasquido desagradable, de huesos astillados, y Doring gritó y casi perdió el
conocimiento mientras un gran chorro de sangre brotaba de su nariz.
—Ojo por ojo, es lo que digo yo siempre. Y esto es sólo para irnos conociendo.
Al otro lado de la habitación, uno de los hombres de Salter palpaba el cuello de
Hassán.
—Todavía está para allá, jefe.
—Mételo en uno de los cuartos hasta que reviva, puede que lo necesitemos más
tarde. —Se volvió hacia Doring, se inclinó hasta estar muy cerca de él y lo miró con
dureza y frialdad con sus ojos maliciosos—. Y ahora, muchachito, ¿qué tal si me dices
quiénes son tus amigos y qué es exactamente lo que tienen planeado hacer después de
que aterricen los aviones?

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Mercado de Jan-el-Jalili
23.10 h

Weaver apenas podía contener la frustración. Estaba en una habitación del primer
piso que obviamente servía de oficina de algún tipo. Habían irrumpido en el almacén
y sólo habían encontrado a tres de los hombres de Salter, que no tuvieron oportunidad
de ofrecer mucha resistencia.
—¿Dónde están los prisioneros?
—Ahora los suben mis hombres, mi teniente coronel —respondió el sargento
Morris.
—Haga que traigan a Reed del coche.
Se oyeron resonar pasos en la escalera y trajeron a tres hombres de Salter, uno de
ellos muy moreno, con bigote negro. Cuando Reed apareció en la puerta momentos
después, Weaver dijo:
—¿Reconoce a alguna de estas personas?
Reed señaló al hombre del bigote.
—Ése... ése es Costa Demiris.
El griego apretó los dientes, furioso, y luchó por liberarse.
—¡Eres un jodido Judas, Calvo! ¡Si Reggie te pone las manos encima, estás muerto!
Sujetaron a Demiris, y Weaver dijo:
—Tráiganlo aquí y llévense a los otros abajo. Reed, vuelva al coche.
Reed salió con cara de agradecimiento, y a Demiris lo llevaron hasta una silla.
Weaver le preguntó:
—¿Dónde está Salter?
—Eso me toca a mí saberlo y a usted descubrirlo —dijo Demiris, desafiante, con una
leve sonrisa juguetona en el rostro—. Si cree que me hará cantar, ya puede pensar en
otra cosa. Además, Reggie tiene amigos muy poderosos. Eso lo arreglará muy pronto.
Es un caso de detención ilegal.
—Es usted un delincuente reclamado y un desertor, Demiris Si no habla, me
ocuparé personalmente de que lo encierren en una celda oscura y tiren la llave bien
lejos.

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—¿Sí? ¿Quiere apostar algo? —Demiris estaba allí sentado desafiante, y Weaver no
pudo contener por más tiempo su frustración. Atravesó el cuarto en un instante, cogió
al griego por el pelo y tiró de la cabeza hacia atrás. Demiris gritó.
—¿Qué ha pasado con los camiones que les dio Reed...?
Se oyó de pronto el chirrido de unos neumáticos en el pasaje de abajo, y unos
segundos después resonaban pisadas por la escalera. Weaver dijo:
—Mire a ver qué pasa ahí.
Antes de que el sargento hubiera llegado a la puerta, Sanson irrumpió en la
habitación rojo de rabia, al contemplar la escena y después fulminó a Weaver con la
mirada.
—¿Qué puñetas está pasando aquí...?

—Ha desobedecido palmariamente las órdenes, Weaver —dijo Sanson, allí


plantado, y todavía lívido. Weaver intentó decir algo, pero Sanson lo interrumpió—:
Ya hablaremos de esto más tarde. Acabo de desperdiciar dos horas de interrogatorios
en Alejandría y no me queda paciencia. —Lanzó una mirada al griego y prosiguió—:
Así pues, ¿éste es uno de los escorias de Salter?
—Se llama Costas Demiris.
—¿Ha hablado?
—Tengo la impresión de que en estos momentos no tiene demasiadas ganas de
colaborar.
—Eso lo veremos en seguida. —Sanson fue hasta donde se encontraba el griego, que
había contemplado su entrada con indiferencia—. Soy el teniente coronel Sanson, de
inteligencia militar. ¿Dónde está Salter?
Demiris escupió en el suelo.
—Que te jodan.
Sanson se enfureció y le dijo a Morris:
—Déjenos solos, sargento.
—¿Cómo, mi teniente coronel?
—¡Ya me ha oído! ¡Salga! Y no vuelva hasta que yo lo llame.
El sargento salió, cerrando la puerta tras él. Sanson sacó tranquilamente su revólver
Smith & Wesson, abrió el tambor para asegurarse de que estaba bien cargado, y
después lo cerró de golpe. Con Weaver mirándolo allí de pie, se acercó despacio al
griego.

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—Quiero que me escuche, y que me escuche con mucha atención, Demiris. Por dos
razones. La primera, no tengo ni tiempo ni paciencia para ponerme a escuchar
respuestas equivocadas, y la segunda, si no sigue mi consejo, lo más probable es que
se pase el resto de su vida en una silla de ruedas.
Demiris se puso ligeramente tenso.
—Para que lo entienda, si no responde usted a mis preguntas con las respuestas
correctas, le voy a volar los huesos de la rodilla. Y si después sigue sin hablar, apuntaré
un poco más arriba, donde tiene usted esa hombría tan griega. Bien, ¿va a decirme
dónde está Salter? ¿Y dónde están esos vehículos?
Demiris soltó una risita seca, nerviosa.
—No disparará contra un prisionero, Sanson. No se atreverá.
Sanson le disparó a la rodilla izquierda. Demiris aulló de dolor, revolcándose por el
suelo y agarrándose la pierna. La puerta se abrió de golpe y el sargento llegó para ver
qué había pasado, pero Sanson rugió:
—¡Dije que se quedase fuera!
La puerta se cerró a toda prisa. Demiris yacía retorciéndose, la sangre manaba a
chorros de la herida, le corrían por la cara lágrimas de dolor.
—¡Está loco! ¡Cabrón! ¡Jodido loco cabrón!
Sanson apuntó con mucha calma su pistola a la otra rodilla.
—Y no has visto ni la mitad de lo que puedo llegar a hacer. Así que empieza a
hablar, Demiris, y rápido.

Weaver se quedó a un lado mientras un par de sanitarios bajaban en una camilla a


un Demiris blanco como la nieve que seguía agarrándose la rodilla herida y gimiendo
de dolor. Se volvió hacia Sanson y le dijo:
—Tal vez haya mentido.
—Lo dudo. Todo encaja perfectamente —dijo Sanson, meneando furiosamente la
cabeza.
—Ese capitán del que habla parece que es Halder. Y en cuanto a Deacon y su amigo
árabe, me parece que hemos dado con los contactos de Halder. Por la descripción que
nos ha dado Demiris, el árabe tiene que ser ese cabrón tan astuto que hemos estado
buscando. Y el resto, podemos intuirlo. Un aeródromo poco vigilado, a no más de
media hora de Gizeh es ideal para realizar un aterrizaje en secreto, el sitio perfecto
desde donde preparar un ataque. Y en cuanto al asunto de ese cargamento de tanto
valor, es evidente que es una argucia para engañar a Salter.

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Sanson chasqueó los dedos hacia Morris.


—Coja la radio y consiga tantos hombres como pueda. Haga que se reúnan con
nosotros en el cruce de Shabramant, kilómetro y medio antes de llegar al aeropuerto.
Y quiero que manden una patrulla para hacer una redada en el club nocturno de
Deacon. Dígales que lo arresten si está allí y que me informen por radio.
—Sí, mi teniente coronel.
—Yo voy con usted —dijo Weaver, desafiante.
Sanson lo miró, furioso.
—No, Weaver, usted no viene. Y si cree que podrá arreglar las cosas a su
conveniencia, piénselo mejor. Voy a terminar con este asunto de una vez por todas. Y
usted no entra en mis planes. Sargento, quítele el arma a este oficial y lléveselo bajo
vigilancia. Está arrestado por desobedecer órdenes.

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CAPÍTULO 62

Maison Fleuve 22 de noviembre, 23.30 h

Cuando Halder y Kleist detuvieron el coche delante de la villa, Deacon salió a su


encuentro con cara de ansiedad.
—¿Bien, qué me cuentan?
Halder le contó las novedades. En el rostro de Deacon se dibujó una expresión de
excitación y, a la vez, de alivio.
—Excelente. Si todo sigue saliendo según el plan, habrá una Cruz de Hierro para
todos nosotros, y nos la colocará el propio Führer.
—Vamos a olvidarnos de las medallas por ahora, Deacon. Tiene usted que enviar el
mensaje.
—¿Y qué hay de Salter?
—Me espera allí dentro de un par de horas.
—¿Está seguro de que no sospecha nada?
—De momento, no, que yo haya notado. Ahora, la radio, por favor.
Siguió a toda prisa a Deacon hasta la bodega, con Kleist tras ellos. Deacon abrió la
alacena y encendió la radio. Mientras esperaba a que se calentase, sacó la pistola Luger,
comprobó el cargador, y se la metió en el bolsillo antes de dirigirles una sonrisa.
—No tiene sentido dejar atrás un arma en perfecto estado cuando llega la hora de
irse. La guardaré en conmemoración.
Halder escribió el mensaje y cuando las válvulas estuvieron a punto, Deacon se
colocó los auriculares y empezó a accionar el morse. Diez minutos después iba
anotando en un papel el mensaje de recepción. Se quitó los auriculares y levantó la
vista.
—Hecho.
—¿Qué dice la respuesta?
Deacon descifró el mensaje, sonrió a Halder y le tendió el papel.

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Berlín 23.40 h

La sala de comunicaciones del sótano del Cuartel General de las SS era un local
enorme, con varias docenas de radiotransmisores y radiorreceptores de gran potencia
alineados simétricamente a lo largo de las paredes verde claro, y cada equipo era
manipulado por operadores del SD muy bien entrenados que día y noche movían los
diales y accionaban las palancas de morse, ocupándose de los miles de mensajes que
fluían a través de las ondas enviados por los agentes del SD Ausland de todo el mundo,
desde ciudades tan remotas como Río, Tokio, Washington o Lisboa.
Aquella noche, un operador de uniforme se sentaba en una cabina de
comunicaciones aislada, situada fuera de la sala general, en un pequeño despacho al
otro lado del pasillo. Su área de trabajo estaba iluminada con un círculo de luz de una
lámpara de estudio, y él escuchaba muy concentrado en sus auriculares e iba tomando
notas en una libreta con un lápiz. Una vez descifrado el texto, alargó la hoja a
Schellenberg, que estaba de pie detrás de él y chupaba, ansioso, un cigarrillo. A su lado
tenía al oficial de guardia.
—¿Desea enviar alguna respuesta concreta, mi general? —le preguntó el operador.
Schellenberg leyó la nota casi como en trance, totalmente invadido por el júbilo.
Durante un momento, apenas pudo respirar, el pulso se le aceleró de excitación, en las
sienes le brillaban gotas de sudor. Por fin, despertó de su trance y aplastó el cigarrillo
en un cenicero de metal que había al lado de la consola.
—Sí, sí, naturalmente. Lo siguiente: «Mensaje recibido. Coronel sale de Roma a
medianoche. Berlín envía mejores deseos de éxito.»
Mientras el operador transmitía la respuesta y esperaba la confirmación de
recepción, un Schellenberg exultante se volvió al oficial de guardia y le dijo:
—Prepáreme una línea con la Cancillería. Quiero hablar personalmente con el
Führer. Y luego tenga un coche a punto para llevarme allí. —Sacó del bolsillo una hoja
de papel que había preparado y se la entregó—: Y que esto se mande inmediatamente
por radio al coronel Skorzeny a Roma. Inmediatamente. Como haya el más ligero
retraso, alguien se verá ante un pelotón de fusilamiento.
El oficial cogió el papel, dio un taconazo, y se volvió.
—¡Zu Befehl, Herr general!

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Roma 23.50 h

En Practica di Mare, el aeródromo estaba sumido en una densa niebla, con grandes
jirones que ocultaban hasta la última esquina del campo, y los hangares cubiertos de
una manta gris tan fuerte y espesa como el humo. Había avanzado desde el mar poco
más de una hora antes, y ahora Skorzeny medía con sus pasos la plataforma de
estacionamiento delante del hangar como un oso enfurecido. El capitán Neumann iba
a su lado. Apenas si podían verse el uno al otro entre la espesa niebla.
—Mein Gott, es increíble —murmuraba Skorzeny, rebosando frustración.
—Es incluso peor de lo que pensaba —admitió Neumann—. Prácticamente a cero.
En mi opinión, sería una completa locura despegar en estas condiciones.
—Cuando quiera su opinión ya se la pediré, Neumann.
—¡Coronel Skorzeny! ¡Pero no ve que es imposible!
Un comandante de las SS surgió de improviso de entre la niebla, agitando una
linterna encendida, sin aliento, cuando casi chocó contra ellos:
—Un mensaje urgente de Berlín, mi coronel. Acaba de recibirse por radio.
Skorzeny desgarró el sobre, rompiendo el papel con sus manos enormes. Leyó el
mensaje a la luz de la linterna, soltó un suspiro con alivio evidente, y dijo a Neumann
con una amplia sonrisa:
—Ya está. Salimos inmediatamente —dijo, y se volvió al comandante de las SS—.
Suponiendo que despeguemos sin problemas, en el mismo momento en que lo
hagamos, envíe esta respuesta a Berlín: «Coronel de camino.» Solamente eso.
El comandante lo miró como si fuera una locura considerar siquiera la posibilidad
de volar con un tiempo tan espantoso pero luego, rápidamente, se cuadró y saludó.
—A sus órdenes, mi coronel.
Cuando el hombre desapareció otra vez en la niebla Skorzeny ya estaba camino del
hangar.
—Bueno, ¿a qué está esperando, Neumann? Quiero a su tripulación lista para salir
dentro de cinco minutos.
—Pero si ni siquiera podremos rodar hasta la pista en estas condiciones sin correr
el riesgo de perdemos. Y las luces de pista tampoco servirán de nada, la niebla es
demasiado espesa. Mis tripulantes están de acuerdo en que está usted poniendo en
peligro la vida de todos...
Skorzeny se detuvo, se dio la vuelta y apoyó las manos en las caderas.
—Al diablo con el maldito tiempo. Le he dado una orden. Haré que nos vayan
guiando con linternas para rodar a la cabecera de pista, y daré instrucciones de que

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pongan las luces de pista al máximo, con lo que será una ayuda para poder ir derechos
hasta el despegue. Muévase, Neumann, y procure hacer una última comprobación
rápida de las previsiones meteorológicas para la ruta.
—Con todo respeto, ¿qué pasa si tenemos que volver a aterrizar por un fallo de
motor o...?
Skorzeny sacó su pistola y la amartilló. Tenía una expresión casi salvaje.
—Vuelva usted a cuestionar mis órdenes y le pego un tiro. La elección es bien
sencilla para usted y sus pilotos: o vuelan, o mueren. De manera que, como creo que
es usted un hombre con sentido común, les dirá que vamos a despegar.

Shabramant 23.45 h

En el campo de aviación, a Doring no le había ido mucho mejor que a Costas


Demiris. Tenía la cara destrozada, y gemía, desmadejado, en la silla. Apenas estaba
consciente cuando Salter lo agarró por la raíz del cabello.
—Despierta, ¿me oyes?
Doring lanzó un quejido y su cabeza rodó hacia un lado. Salter lo soltó, apretó los
dientes y fue hasta la ventana con la boca torcida por la frustración. Uno de sus
hombres dijo:
—¿Quieres que le dé yo un viaje, jefe?
—No seas imbécil. Otra paliza como la última y tendremos que enterrarlo.
Queremos todo el cargamento, no un jodido diez por ciento, así que necesito saber
exactamente en qué andan sus colegas antes de que estén de vuelta.
—No me parece muy fácil si no quiere hablar.
—Échale un buen cubo de agua por encima. Después busca una cuerda y coge unas
tenazas de la caja de herramientas de un camión.
—¿Qué estás pensando?
En los ojos de Salter asomó una expresión sombría.
—Un poco de manicura. Si a la Gestapo le funciona, puede funcionarnos a nosotros.
Haré hablar a ese cabrón aunque tenga que arrancarle las uñas una por una.
Detrás de ellos, Doring se removía en una pura agonía, farfulló algo y se le
desplomó la cabeza sobre el pecho. Uno de los hombres que estaban de pie junto a él
frunció el ceño con una expresión de desconcierto en el rostro. Salter vio su reacción.
—Bueno, ¿qué cojones ha dicho?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Su esbirro, confuso, se rascó la cabeza.


—A mí me ha sonado a algo en alemán, jefe.

Maison Fleuve 23.50 h

Halder subió al piso de arriba y encontró a Rachel sentada en la cama, con una
lámpara de aceite parpadeando sobre la mesa que tenía al lado, haciendo juguetear las
sombras por la habitación. Se apresuró hacia él y le pasó los brazos por el cuello, lo
besó con fuerza en los labios y cuando por fin se separó, Halder sonrió y dejó la M3
sobre la cama.
—Sería muy fácil hacerse adicto a este tipo de cosas —dijo, y observó que había
preocupación en sus ojos.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto sano y salvo. ¿Ha ido todo bien?
—Eso parece, al menos de momento.
Lanzó un suspiro, se frotó los ojos y luego se desplomó sobre la cama con el
cansancio y la tensión de los últimos días reflejados en la cara. Se quedó allí tumbado
bajo la luz tamizada, el cuerpo y la mente doliéndole de agotamiento, y Rachel se
tumbó a su lado y le puso la cabeza sobre el pecho, acariciándole suavemente la cara
con los dedos.
—¿Tienes que volver a irte?
—Me temo que sí, dentro de una hora.
—¿Y después?
—Todo tendría que haber terminado un poco antes del amanecer. Y después, con
suerte y si Schellenberg cumple su promesa, volaremos lejos de aquí, de vuelta a
Alemania y a la libertad. —Halder le volvió la cara hacia él, la miró a los ojos y añadió,
con voz emocionada—: Si salimos vivos de esto, y si crees que podrás olvidarte de
Harry y darme una oportunidad quiero que sigamos juntos, Rachel. Empezar una
nueva vida. En algún sitio donde no haya guerra. Estoy cansado de tanta matanza y
tanta muerte, mi amor.
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?
—No he estado tan seguro de nada en toda mi vida.
Vio que a Rachel se le humedecían los ojos y que se aproximaba más a él. Encontró
su boca, la besó con pasión, y la abrazó hasta que acabó vencido por un cansancio
intolerable.

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—Pobre Jack, estás completamente agotado. Tendrías que procurar dormir por lo
menos una hora, de verdad. Yo te despertaré cuando sea hora de irte.
Iba a protestar, pero Rachel apagó la lámpara. Cerró los ojos y a los pocos instantes
estaba descansando en paz allí a oscuras, la mano de ella le acariciaba el rostro hasta
que un poco después notó vagamente que se levantaba de la cama, oyó un ligero
chasquido de la puerta al cerrarse, cedió al agotamiento y se sumió en un profundo
sueño.

Roma 23.55 h

Skorzeny había ordenado a sus suboficiales que formasen a los hombres. Las
puertas del hangar ya estaban abiertas y los pilotos habían arrancado los motores y
sacado los Dakotas a la explanada, las tripulaciones de tierra, preparadas, esperando
con unas potentes linternas eléctricas para guiarlos entre la niebla en el breve recorrido
hasta la cabecera de pista.
Los paracaidistas se pusieron firmes y Skorzeny recorrió sus filas con el bastón bajo
el brazo, pasó una rápida revista a sus uniformes norteamericanos y al mismo tiempo
se dirigió a ellos por encima del estruendo de los motores al ralentí de los Dakotas.
—Bien, ha llegado el momento. El momento de la gloria. Os han dado las
instrucciones y todos sabéis que la misión que estamos a punto de emprender es de
una importancia absolutamente vital para el Reich. Ya veis que el tiempo no es el más
adecuado para el despegue, pero tenemos una fe absoluta en las tripulaciones de
nuestra Luftwaffe. Recordad que habéis de cumplir vuestro deber con toda dedicación.
Porque no sólo yo dependo de vosotros, sino también el propio Führer. Buena suerte.
Los suboficiales hicieron salir a los hombres del hangar y empezaron a subir a bordo
de los dos Dakotas. Justo entonces apareció Neumann, con mala cara por la amenaza
de Skorzeny. Su copiloto había sacado el avión del hangar.
—¿Qué tal? —preguntó Skorzeny—. ¿Cómo son las condiciones en route?
—Nada verdaderamente grave, al menos según lo que sabe la gente de
meteorología, pero hay previsión de fuertes vientos en dirección sureste desde el norte
de Sicilia hasta la costa de África, a altitudes de hasta seis mil metros. Eso es mucha
distancia y mucha altura para las previsiones actuales.
—Suficiente. —Skorzeny estaba contento—. Eso significa que tendremos el viento
de cola casi todo el camino, de modo que podremos llegar a nuestro destino antes de
lo que pensábamos. Eso es lo que me gusta oír, Neumann. Será mejor que se ocupe de

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

su aparato. Estamos preparados para salir —dijo, y dio un fuerte manotazo en el


hombro del capitán—. Y alégrese, hombre. Podría ser peor.
Neumann no estaba muy convencido.
—No mucho peor. Aparte de la niebla, y por lo poco que sé después de las
instrucciones para la misión, me parece que este asunto va a ser condenadamente
peligroso.
—Es verdad —respondió Skorzeny, con una sonrisa casi de maníaco—. De hecho,
creo que puedo prometerle una noche de trabajo más que interesante. Y ahora, a bordo.
El coronel subió corriendo la escalerilla del primer Dakota y Neumann lo siguió y
comprobó que la puerta quedaba bien cerrada después de que apartaran la escalerilla.
Pasó entre Skorzeny y sus hombres, entró en la carlinga, y se sentó en su asiento junto
al copiloto, notando que en la frente le brillaban perlas de sudor. Neumann intentó no
mostrar su inquietud.
—Bueno, Dieter, parece ser que triunfa la locura, después de todo. Imagino que será
mejor que tengamos contento al coronel y tratemos de levantar el vuelo.
—Estoy preparado, comandante. Me dicen que seremos los primeros en despegar.
—¿Y por qué no? —replicó Neumann, sarcástico.
Atisbó hacia el exterior del aparato. Ante ellos había una espesa niebla que no cedía,
las mismas luces de despegue del Dakota apenas si iluminaban desde las alas aquella
grisura constante. Dos tripulaciones de tierra agitaban sus linternas sólo a un par de
metros de su morro, aunque Neumann no lograba distinguir bien a los hombres y sólo
veía el haz espectral de sus luces. Movió el acelerador hacia adelante, muy poco a poco,
con suavidad, y el Dakota empezó a moverse, rodando por el asfalto.
El desplazamiento era trabajosamente lento. Neumann seguía el tortuoso camino
que marcaban los hombres en tierra. Les llevó más de diez minutos llegar a la cabecera
de pista y enfilarla tan bien como pudo. A derecha e izquierda de ellos, las luces de
despegue estaban a la máxima potencia, pero ni siquiera los potentes rayos que
despedían pasaban de ser una bruma eléctrica, unas débiles coronas amarillas de
menos de treinta metros, que luego se tragaba la niebla. Skorzeny apareció en la
carlinga, impaciente.
—¿Todavía no hemos llegado a la cabecera?
—Acabamos de llegar. Es mejor que vuelva usted detrás con sus hombres, mi
coronel. Estamos a punto de despegar.
—Me quedaré aquí —respondió Skorzeny, deslizándose en el asiento vacío del
radiotelegrafista y poniéndose el cinturón—. Bueno, no duden más, hombres. No
tenemos toda la maldita noche. ¡Adelante!

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Neumann no vio ningún sentido en discutir, ni siquiera en replicar. Era consciente


de que un reguero de sudor le caía por la nariz al empujar el gas hacia adelante. El
bramido de los motores creció y repasó los instrumentos. Y de pronto, el Dakota se
puso en marcha. Según ganaba velocidad, el copiloto leía las cifras, Neumann
procuraba con todas sus fuerzas mantener el aparato centrado entre las débiles ristras
de las luces de pista, y manejaba el timón con tanta suavidad como podía. Era difícil,
y a cada segundo que pasaba, a su izquierda y a su derecha les venían golpes de luces
amarillas, cada vez más de prisa, con un ritmo dinámico casi hipnótico según agotaban
la pista en dirección a un muro pavoroso de niebla sólida.
—Rotar —dijo finalmente el copiloto.
Neumann tiró hacia atrás de la palanca.
El Dakota no saltó.
Durante unos instantes, sintió en el estómago la sensación angustiosa de que algo
había ido terriblemente mal, pero luego el avión empezó a levantarse. Hizo subir el
tren de aterrizaje y, cuando los alerones ya estaban alojados en su sitio, salieron de la
niebla para irrumpir en el aire claro de la noche.
Neumann tomó aliento y se enjugó otra gota de sudor de la cara.
—Ya estamos. Vamos a ver si los otros también lo consiguieron.
Comparada con la suciedad del aire de abajo, la visibilidad por encima del techo de
niebla era excelente; hacía una noche nítida, con estrellas brillantes y luna clara. Por
debajo de ellos, un gran colchón gris estropeaba el paisaje nocturno. Neumann viró a
la izquierda hasta quedar en ángulo recto con el rumbo de despegue, y entonces, de
repente, más abajo y a la izquierda de ellos vieron que el segundo Dakota surgía de la
niebla y ganaba altura con firmeza.
—Gracias a Dios —murmuró Neumann—. Ningún problema —dijo, y volvió la
vista para mirar a Skorzeny—. Excepto los que podamos tener en adelante,
naturalmente.
Skorzeny le puso una mano en el hombro.
—Buen trabajo, Neumann. Procuraré que le otorguen una mención.
—¿En mi funeral, tal vez?
—No se pase de listo. Ahora, písele bien a fondo. Quiero que hagamos esta travesía
en un tiempo récord.

Shabramattt 23.50 h

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Salter estaba perplejo. Se limpió la frente con la manga, en la oficina del barracón
hacía un calor desagradable, ni siquiera el ventilador del techo movía el aire.
—¿Está seguro de que habló en alemán?
—A mí me sonó a eso, jefe.
Doring se agitó de nuevo, con la cara bañada en sudor, retorciéndose en su agonía.
— Wasser...
—Ya está otra vez. Me parece que eso es lo que dijo antes
—Ya, pero ¿qué coño dice? —preguntó Salter.
—Aprendí unas pocas palabras cuando estuve vigilando prisioneros alemanes en el
desierto occidental. A mí me parece que quiere agua.
Salter frunció el ceño y señaló con la cabeza el cubo de metal.
—Coge una taza y dale un poco. Luego pregúntale cómo se llama, en alemán.
Salter observó a su hombre coger agua del cubo con una taza esmaltada y
ofrecérsela a Doring, que continuaba casi inconsciente y a duras penas pudo tomar un
trago.
— Was ist ihre name?
Como Doring no contestaba, Salter lo agarró por el cabello.
—Pregúntale otra vez.
— Ihre name? Was ist ihre name?
El joven alemán gimió y giró los ojos hacia el techo.
—Doring.
—¿Pero qué cojones quiere decir eso? —preguntó Salter.
—Creo que ha dicho su nombre, Doring. Es alemán, jefe, seguro. Pero ¿qué anda
haciendo con Deacon y sus socios?
El rostro de Salter era pura confusión.
—Pregúntale quiénes son sus amigos, y qué tienen planeado. Pregúntale...
—Un momento, jefe. Yo no sé tanto alemán.
Salter explotó de irritación, la furia pintada en la cara.
—Entonces procura aprenderlo de prisa, joder. Quiero saber con quién cojones
estamos tratando.
—¡Pero si yo sólo sé unas cuantas palabras!

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Salter, furioso, cogió el cubo de metal y arrojó su contenido sobre Doring, dejándolo
completamente empapado, y después lanzó el cubo contra la pared. Aterrizó con gran
estrépito y Doring se agitó y se sacudió el agua del pelo, súbitamente consciente.
—Bueno, qué te parece —sonrió Salter—. Ha vuelto al mundo de los vivos. Trae las
cuerdas.
Dos de sus hombres cogieron las manos de Doring y se las ataron a los brazos de la
silla, Salter acercó otra y volvió a agarrar la cabellera de Doring. Los ojos del alemán
se abrieron de repente, llenos de horror cuando vio aquellas grandes tenazas.
—Mira bien esto, colega. No es el modo más divertido de acompañar una
conversación, pero me temo que no me dejas otra salida. Así que ahora vamos a
empezar otra vez. Y que sea rápido y fácil. Si me dices lo que quiero saber, tienes mi
palabra de que saldrás de aquí libre sin más problemas. Pero como intentes aguantar,
te prometo que aquí no habrá más que sangre y espinas.

23.55 h

Weaver notó que la frustración crecía en su interior, y que ésta alimentaba su rabia.
Estaba de nuevo en el coche oficial que se dirigía a Garden City, con el sargento Morris
sentado junto a él.
No había modo alguno de salvar a Rachel, a no ser que pudiera llegar al aeródromo
antes que Sanson, y esa inquietud le torturaba. Y aunque pudiera llegar él primero,
¿qué podría hacer?
Miró por la ventanilla. El coche iba demasiado de prisa para tirarse en marcha, pero
al ir acercándose a la ciudad vieja, el conductor redujo la velocidad para tomar una
curva. Weaver vio su oportunidad. Cogió la puerta, la abrió a medias, pero Morris lo
sujetó del brazo y ordenó al conductor:
—¡Pare el coche!
Frenó con un chirrido, y Weaver cayó hacia atrás contra el asiento y antes de que
pudiera darse cuenta Morris lo tenía sujeto por el cuello con un brazo.
—Yo no lo intentaría. Sólo conseguirá que los dos nos metamos en más problemas.
Weaver se debatió para salir por la puerta, pero Morris sacó del bolsillo unas
esposas y se las puso en las muñecas.
—Tranquilícese, mi teniente coronel, no vaya a hacerse daño.
—Usted no comprende...
—De eso puede estar bien seguro. Pero lo mío no es comprender los porqués.

465
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Cuando Morris se puso a comprobar que las esposas estaban bien cerradas, Weaver
protestó:
—Por todos los santos, ¿cree que esto es realmente necesario?
—Lo lamento, mi teniente coronel, pero cumplo órdenes. —Morris cerró la
portezuela, el coche arrancó de nuevo y Weaver se arrellanó hacia atrás con una
frustración aún más profunda.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 63

Berlín
23 de noviembre, 00.15 h

Cuando Schellenberg fue conducido al despacho privado de Hitler en el búnker


subterráneo de la Cancillería, el Führer ya lo estaba esperando. También estaba allí
Himmler, y ambos de magnífico humor, arrellanados en sus butacones de cuero. Se
levantaron al verlo y Himmler sonrió al alzar el brazo para saludar.
—Walter, excelentes noticias. ¡Realmente excelentes!
Hitler puso una mano en el antebrazo de Schellenberg.
—Esto me da esperanzas, Walter. Eleva mis ánimos enormemente. Pero ¿qué
noticias hay de Skorzeny?
—Llegó una nota de Roma cuando salía de la sala de comunicaciones. Despegaron
hace diez minutos, a pesar de una fuerte niebla. Y de momento, está ya en ruta.
—Déjeme ver el mensaje de El Cairo —le pidió Hitler, emocionado.
Schellenberg le tendió el mensaje descifrado de Deacon y mientras Hitler leía dijo:
—Todo ha sucedido más de prisa de lo que pensábamos. Como puede ver, Halder
localizó a Roosevelt en el Mena House, abrió el túnel, que ha resultado ser muy útil
para poder entrar en los terrenos del hotel, y ha ocupado el aeropuerto y ha conseguido
tener asegurado el transporte necesario para llevar a los hombres de Skorzeny hasta el
objetivo. Él y los otros están esperando la llegada del coronel para que dé comienzo el
último acto. Así que, de momento, lo único que podemos hacer es mordernos las uñas
y esperar.
Hitler terminó de leer y levantó la vista.
—Así que no hará falta utilizar ese as que tiene usted bien guardado en la manga.
—Parece que no —contestó Schellenberg, sonriente.
Súbitamente, Hitler pareció exultante.
—Si Skorzeny consigue coronar esta misión lo nombraré general. No, mejor
¡mariscal de campo! Es un hombre asombroso, capaz de hacer cualquier cosa.

467
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—De eso no cabe la menor duda, mein Führer.


Hitler le devolvió el mensaje y, por un momento, pareció abatido.
—Pero todavía falta mucho. Y estoy un tanto desilusionado con lo de Churchill.
—Pero, al menos, tenemos a Roosevelt a tiro. Y desde luego no se ha terminado,
pero ¡qué comienzo tan prometedor, mein Führer!
El ánimo de Hitler volvió a cambiar, y se dejó caer en el sillón, aferrándose a los
brazos, como si la emoción fuera excesiva para poder soportarla. Su alegría resultaba
evidente, y en su rostro había una satisfacción que ni Schellenberg ni Himmler habían
podido ver en mucho tiempo.
—Por supuesto que sí, un comienzo muy prometedor.

Shabramant 00.15 h

El aullido de Doring resonó por toda la habitación. Parecía el grito de un animal


salvaje en plena agonía, y cuando se apagó, su cuerpo se retorció y la cabeza le cayó
hacia un lado. Uno de los hombres de Salter le puso la mano en el cuello, buscándole
el pulso.
—Está... está muerto, jefe.
—Eso ya lo veo, cojones.
Salter tiró las tenazas sobre el escritorio. El alemán no le había dicho nada, ni
siquiera después de arrancarle tres uñas. Salter, completamente fuera de sí, le había
dado un fuerte golpe en la cabeza con las pesadas tenazas. El alemán aulló, los ojos se
le desorbitaron, empezó a salirle sangre a chorros de la nariz y se quedó rígido.
Salter se enjugó una película de sudor de su cara grasienta, y encendió otra breva
para equilibrar los nervios.
—El cabrón había jurado guardar secreto. Cualquiera que estuviera en sus cabales
hubiera cantado antes de llegar tan lejos. Era un chalado duro de pelar, eso se lo
reconozco. —Frunció el ceño, miró el cuerpo de Doring con aire de sospecha y
añadió—: Tengo una extraña sensación con todo esto, de lo más extraña, y no me gusta
un pelo. ¿Qué hacen Deacon y ese capitán trabajando con un alemán? Míralo. Si me lo
preguntas, yo creo que es militar.
—Puede que sea un prisionero de guerra huido.
—Puede. —Salter no parecía muy convencido.
—¿Y qué hacemos, jefe?

468
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Salter miró el reloj.


—Estamos aquí para llevarnos todo ese maldito cargamento, ¿no? Los colegas de
Deacon estarán aquí en menos de una hora. —Empezó a caminar de arriba abajo de la
habitación, pensativo, pero más frustrado que nunca y reconcomido por la confusión.
Tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con la bota—. Quitad a ese alemán de la silla y traed
al moro. Llegaré al fondo de esta cuestión aunque sea lo último que haga.

00.20 h

El coche oficial avanzaba a duras penas por una maraña de callejuelas, a cinco
minutos del cuartel general.
La mente de Weaver trabajaba febrilmente. No había modo de quitarle la llave de
las esposas al sargento. La situación parecía completamente desesperada, pero sabía
que o quemaba un último cartucho, y muy pronto, o se vería encerrado en un calabozo
sin la más mínima posibilidad de escapar. Salieron de las callejuelas pequeñas,
tomaron a la derecha, y el coche empezó a ganar velocidad rumbo a la orilla del Nilo
en sombras. El conductor, un cabo joven, iba concentrado en la carretera y Morris
miraba distraídamente por la ventanilla. Entonces, el conductor giró bruscamente a la
derecha para esquivar un carro y un burro, y Weaver aprovechó el momento y se
impulsó hacia un lado, lanzando todo su peso contra Monis.
—¿Qué demonios...?
El sargento abrió la boca buscando aire, el impacto lo había dejado sin aliento, y
Weaver alargó los brazos y golpeó fuertemente con las palmas la manilla de la
portezuela. La puerta se abrió, se agarró al marco, consiguió sujetarse y empujó a
Morris con el hombro. El sargento rodó fuera del coche en marcha, lanzando un grito.
El cabo miró hacia atrás, horrorizado, frenó bruscamente y el coche se detuvo entre
chirridos treinta metros más allá.
—Por todos los demonios, podría haberlo matado...
Weaver lanzó ambos puños hacia adelante y golpeó al cabo de lleno en la
mandíbula. Cuando el joven se iba para atrás atontado, él ya estaba saltando del coche.

Diez minutos después entraba en un hotelucho de una calleja. Estaba sin aliento y
con el cuerpo empapado en sudor. Un egipcio ya mayor estaba sentado tras el viejo
mostrador de la recepción, pasando las cuentas de su rosario.

469
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Effendi?
—Necesito el teléfono —jadeó Weaver.
—Mis disculpas, effendi. El teléfono es sólo para clientes del hotel.
—¡Limítese a llevarme al maldito teléfono!
El anciano vio las esposas y pensó que sería mejor no discutir.
—Al fondo... al final del pasillo hay una cabina.
Weaver la encontró al final del pasillo, entró, pugnó por conseguir levantar el
auricular y habló con el operador.

Oyó detenerse un coche en la calleja. El corazón se le sobresaltó, y confió en que no


fuera la policía militar. Entonces vio que Helen Kane entraba por la puerta delantera
vestida de uniforme. Se quedó mirando las esposas.
—Harry ¿pero qué pasa...?
—¿Has traído las cosas que te pedí?
—Sí, pero...
La cogió del brazo y la llevó hasta la puerta.
—Te lo explicaré por el camino.

00.10 h

En el cruce de Shabramant, Sanson se estaba impacientando. Paseaba arriba y abajo


junto al jeep, a punto de volver a mirar el reloj con la linterna, cuando uno de sus
hombres lo llamó:
—Me parece que son ellos, mi teniente coronel. Sanson atisbó a lo largo de la
carretera a oscuras y vio una larga fila de faros que se acercaban de prisa, procedentes
de la ciudad, dejando una estela de polvo. Contó tres camiones descubiertos cargados
de soldados británicos, un coche de oficiales y un jeep, y un carro y un transporte
blindado que cerraba la marcha con su ametralladora Bren arriba. Salió corriendo a su
encuentro.
El comandante que iba en el asiento delantero del coche llevaba en la mano un
megáfono, y Sanson se abalanzó sobre la ventanilla por la que metió la mano con su
tarjeta de identidad militar y dijo, imperioso:

470
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Teniente coronel Sanson. ¿Cuántos hombres trae?


—Cien. ¿Le importa que le pregunte cuál es el motivo de todo esto, mi teniente
coronel?
Sanson pasó por alto la pregunta, abrió de golpe la puerta de atrás, entró en el coche
y dijo al conductor.
—Vaya hasta la cabeza del convoy y póngase el primero —Volvió a dirigirse al
comandante—: ¿Conoce usted el aeródromo de Shabramant?
—Sí, mi teniente coronel.
—Pues quiero que me escuche con mucha atención...

Helen Kane conducía hacia el sur saliendo de la ciudad por una carretera secundaria
oscura, bordeada de palmeras, hasta que Weaver le dijo:
—Para.
Llevó el coche hacia el arcén. Weaver salió.
—Trae la pistola.
—Lo único que harás será meterte en más problemas, Harry. ¿Crees que esto es
sensato?
—La pistola, Helen.
Helen cogió la Colt automática de debajo del asiento.
—No he disparado un arma desde que hice la instrucción básica.
—Pues ahora es el momento de practicar un poco. —Weaver se arrodilló al borde
de la carretera, puso las palmas de las manos en el suelo y tensó la cadena de las
esposa»—. Dispara.
—A la orden, mi teniente coronel. —El comandante volvió unos minutos después
con el operador y un par de sargentos—. Éstos son mis mejores hombres.
Sanson se dirigió a ellos:
—Quiero que observen el aeródromo, a ver si pueden descubrir algo por allí. Estén
atentos sobre todo por si ven algún camión americano. Y, por Dios santo, asegúrense
de que no los ven. Eso lo estropearía todo. Camúflense y adelante. Observen y regresen
tan rápido como puedan.
Los hombres se pintaron de negro las manos y la cara con grasa de uno de los
camiones, luego se perdieron en la oscuridad mientras Sanson le decía al radio:

471
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Póngase en contacto con el Cuartel General de la RAF. Alérteles de que tienen


que buscar con sus radares cualquier avión no identificado que penetre en el espacio
aéreo de El Cairo. Pueden ser intrusos enemigos. Y quiero que salgan un par de cazas
nocturnos para rodear este aeródromo. Es absolutamente imprescindible impedir que
alguien aterrice aquí.

00.45 h

—¿Novedades? —preguntó Sanson cuando volvieron los exploradores.


—Todo parece tranquilo, mi teniente coronel —informó el primero de los
hombres—. Hay un par de centinelas apostados en la puerta principal.
—¿Han visto algo raro?
—No podríamos decir que sí. Todo parece de lo más normal. Pero hemos visto tres
camiones americanos aparcados justo detrás de la verja.
Sanson reaccionó y se volvió, tajante, hacia el oficial:
—Vamos a entrar. Prepare a los hombres para darles una rápida instrucción. Quiero
asegurarme de que conocen la descripción de las personas que buscamos.
Principalmente, Salter, Halder y la mujer.

01.00 h

Echaron un cubo de agua por encima de Hassán y lo arrastraron hasta la habitación;


la sangre de la cuchillada que le había infligido Salter ya estaba seca. Estaba aturdido
por el golpe que había recibido en la cabeza, pero cuando vio el cuerpo de Doring
desmadejado en un rincón se despertó de golpe.
—El mozo tendría que haber cooperado un poco más —comentó Salter en tono
despreocupado—. Esperemos que tú tengas más sentido común. Por que si no, te
pasará lo mismo o algo peor. —Señaló el cadáver con la cabeza y añadió—: Un detalle
interesante. Tu colega era alemán, de nombre Doring Hay algo muy resbaladizo en
todo este jodido asunto. Así que ¿qué tal si tú y yo nos olvidamos de nuestras
diferencias y me cuentas todo el rollo?
Hassán le sostuvo la mirada con pertinacia, no había ni una sombra de miedo en su
rostro.

472
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No diré nada.


Salter echó una mirada al cuerpo de Doring.
—¿Qué rollo os traéis tu amigo y tú? ¿Estáis en una sociedad secreta o qué? Ponedlo
en la silla, chicos. Y atadle las manos.
Los hombres sentaron a Hassán, le sujetaron los antebrazos a la silla con las cuerdas
y Salter cogió las tenazas. Agarró la mano derecha de Hassán y puso la punta de las
tenazas en la uña del dedo índice.
—Te lo preguntaré otra vez, sólo por educación.
Hassán le escupió, desafiante, a la cara.
Salter se limpió el escupitajo, apenas capaz de dominar una rabia creciente, y gruñó:
—Así que un jodido moro de los duros, ¿eh? Muy bien, vamos a ver lo duro que
eres cuando haya terminado de arrancarte las uñas y empiece con tus huevos —dijo,
sonriendo con malicia; apretó la presa de las tenazas—. ¿Sabes una cosa, pichón? Si te
dijera que no tengo ganas de hacer esto, te mentiría.
Salter soltó una carcajada y tiró con fuerza. La uña se despegó del dedo. El árabe se
puso rígido y en su cara aparecieron de pronto perlas de sudor, su expresión se retorció
de dolor pero no gritó.
—¿Todavía no has cambiado de idea?
Hassán apretó los dientes, la sangre goteaba de su dedo herido, apretó con fuerza
los ojos para controlar la agonía.
—¿No? Pues probemos con otra. —Cuando Salter se disponía a pinzar la siguiente
uña, se oyó una ráfaga de ametralladora en el exterior.
—¿Pero qué demonios...?
Se puso en pie de un salto al mismo tiempo que uno de los hombres irrumpía en la
habitación.
—Tenemos problemas, jefe. Un montón de problemas

473
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 64

00.50 h

Cuando Weaver llegó al cruce de Shabramant, los faros alumbraron el


inconfundible bordado de las marcas de neumáticos en la tierra. Golpeó con el puño
en el salpicadero, frustrado, y exclamo:
—¡Qué demonios! Me parece que Sanson consiguió refuerzos y ha llegado antes que
nosotros.
—¿Y ahora qué?
—Pisa a fondo.

Shabramant 01.00 h

Sanson y sus hombres se habían arrastrado hasta las dunas que había ante las verjas,
todo iba sobre ruedas en los últimos minutos previos al asalto. Distinguía las garitas
de centinelas bajo la penumbra plateada de la luna, las siluetas de media docena de
barracones, luces en alguna de las ventanas. Pero aparte de los dos guardias que
fumaban y charlaban apoyados contra una de las garitas, no descubrió más actividad
en el campo.
Hizo señas a los dos exploradores que todavía tenían la cara ennegrecida, y se
deslizaron hacia adelante, reptando sobre el vientre, desvaneciéndose entre la
oscuridad como fantasmas. Reaparecieron al otro lado de la carretera unos minutos
después y redujeron rápidamente a los dos guardias, pero uno de ellos logró soltar un
grito apagado antes de que una mano se lo impidiese.
—Recemos para que nadie haya oído eso —dijo Sanson, enfadado. Se volvió hacia
el comandante y ordenó—: Abran esas verjas y mire a ver si puede sacarles a los
centinelas dónde está Salter, y después tráigame el megáfono.
—A la orden, mi teniente coronel.

474
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Sanson abrió camino hacia las verjas, y una vez abiertas, ordenó a la tropa que se
desplegaran y avanzasen.
—Y no abran fuego hasta que yo dé la orden.
Apenas si habían dado una docena de pasos cuando se abrió la puerta del barracón
más próximo, a unos cincuenta metros, y un par de hombres salieron con mucha
precaución, como si hubieran decidido investigar qué les había perturbado.
—¡A tierra! —ordenó Sanson, y todos se echaron cuerpo a tierra, pero era demasiado
tarde. Los hombres llevaban uniformes del ejército británico e iban armados con
subfusiles Sten, y cuando vieron a los intrusos abrieron fuego sin control, y después
desaparecieron en el interior del edificio y apagaron las luces.
El comandante corrió al lado de Sanson y se tendió en el suelo.
—Qué mala suerte... casi los pillamos por sorpresa.
—Déme el megáfono. —El comandante se lo pasó y Sanson gritó por el micrófono—
: Aquí el teniente coronel Sanson, inteligencia militar. Tenemos rodeado el aeródromo.
Tiren las armas y salgan con las manos arriba.
Saltaron por los aires los cristales de una ventana, alguien sacó por ella el cañón de
un Sten y una lluvia de balas silbó por encima de Sanson, que se agachó para ponerse
a cubierto.
—Si ésa es su respuesta, que así sea. Traigan el blindado y el carro. Y que algunos
hombres rodeen los barracones por detrás para cubrir la retirada, por si alguno es tan
estúpido que intenta escapar.
El comandante habló por la radio de campaña y en menos de un minuto el carro
blindado ya había entrado por las verjas con estruendo, seguido del otro vehículo.
Continuaron hacia adelante y viraron a la derecha, cubriendo a las tropas que
avanzaban, agachadas, detrás de los vehículos. Sanson golpeó en la chapa acorazada
con su revólver, se abrió una trampilla de metal en la puerta y apareció la cara del
ametrallador.
—Abra fuego a los barracones, uno por uno —le ordenó Sanson—. Vamos a
barrerlos de ahí.
Salter había apagado las luces de la oficina en el mismo instante en que oyó la
primera ráfaga de fuego. Fue hasta la ventana a trompicones, donde uno de sus
hombres estaba agazapado con un subfusil. Oyeron la voz metálica del megáfono
seguida de una segunda andanada.
—Es el ejército, jefe. Y me parece que van en serio.
Un tanque y un transporte blindado con una ametralladora pesada empezaron a
machacar uno de los barracones con una mortífera ducha de fuego, y a menos de cien

475
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

metros de allí Salter pudo ver unas figuras oscuras moverse en la noche Estaba
perplejo, desbordante de ira.
—¿Cómo cojones habrán sabido que estábamos aquí?
—Ni idea. Pero estamos metidos en un buen lío, de eso no hay duda.
Una ráfaga perdida sacudió la ventana, y el hombre iba a levantar su Sten para
responder cuando Salter lo detuvo.
—No seas idiota, joder, vas a descubrir nuestra posición. —Se volvió a los otros
cuatro de sus hombres que continuaban en el local—: Uno de vosotros que se quede
aquí. El resto intentad llegar hasta los demás por la salida de atrás. Decidles que nos
largamos, y rapidito. Sálvese quien pueda.
Tres de los hombres se dirigieron a la parte trasera del barracón, Salter se agachó
con el otro junto a la ventana, y vio más sombras que se aproximaban en la oscuridad.
En los otros edificios, el resto de su banda ofrecía dura resistencia, por lo que podía
oír, y respondían al ataque con fuego nutrido de ametralladora.
—¿Cuántos te parece a ti que son?
—Creo que demasiados. Y no tardarán mucho en tenernos a tiro, por todos lados.
Salter ardió de rabia cuando uno de sus camiones, que estaba aparcado delante de
la barraca vecina, se quedó sin neumáticos por disparos bien dirigidos.
—Esos cabrones se están asegurando de que no podamos escapar. Bueno, ya lo
veremos. Sal hacia el hangar que está más cerca por detrás. Mira a ver si encuentras
algún medio de transporte. Yo iré detrás de ti en seguida, en cuanto me haya ocupado
del moro.
—De acuerdo, jefe.
El hombre fue reptando por el suelo hacia el pasillo de atrás. Salter se inclinó sobre
Hassán, aún atado a la silla, y le colocó la punta del cañón de su Sten en la cara.
—Me parece que nos hemos quedado solos tú y yo, corazón. Así que es hora de
hablar o morir. ¿Dónde están Deacon y sus amigos? Dímelo, y vivirás para poder
luchar otro día. Si no, tu cabeza va a parecer un melón reventado.
Otra lluvia de balas perdidas explotó en la habitación, rompiendo cristales,
clavándose en la pared y rebotando en el chasis metálico de la radio de campaña. Salter
se enjugó el sudor de la cara, afirmó el dedo en el gatillo y apretó el cañón contra la
frente del árabe.
—No quiero meterte prisa, colega, pero si no me contestas rápido, me parece que
no vas a tener elección. Así son las cosas. Última oportunidad. ¿Dónde están?
El sudor relucía sobre el rostro de Hassán.
—En la ribera del Nilo. En una villa llamada Maison Fleuve.

476
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿En la ribera del Nilo? ¿Dónde, exactamente?


Hassán se lo dijo y Salter sonrió ampliamente en la oscuridad.
—No me estarás mintiendo, ¿eh, moro?
—Es la verdad. Lléveme con usted. Se lo enseñaré.
—Oh, no te preocupes, colega, puedes estar seguro de que vas acompañarme, si
conseguimos salir vivos de ésta. Tus amigos tienen que contestarme a unas
preguntitas. —Salter aflojó las cuerdas, le señaló el pasillo con la pistola al mismo
tiempo que las balas volvían a entrar en el barracón haciendo volar astillas de madera
por el aire y le ordenó—: Afuera, por la salida de atrás. De prisa. Y con la cabeza baja.
Hassán se levantó con dificultad de la silla. Dio un traspiés en la oscuridad e hizo
caer la mesa. Salter lo empujó con la metralleta.
—¡Muévete! O se nos echarán encima.
Hassán vio que su navaja continuaba clavada en el escritorio. Dio un nuevo traspiés,
esta vez deliberado, la agarró por el mango, la arrancó de la madera y deslizó el arma
a escondidas en la manga.
—¡He dicho que te muevas! —rugió Salter.

Al llegar a la puerta trasera del barracón, a Salter le invadió el pánico. El fuego de


ametralladora se iba acercando. Vio a su hombre correr hacia ellos, sudoroso,
empujando una motocicleta destartalada, una Moto Guzzi verde con el motor ya en
marcha.
—¿Y eso qué es?
—No había nada más en el hangar, jefe, excepto un par de bicis y esta jodida moto
vieja.
—Me importa un carajo lo vieja que sea, ¿funciona?
—Parece que sí, y tiene gasolina. —Frunció el ceño al ver a Hassán—: No podemos
llevar al moro. Sólo caben dos.
—Tienes razón —dijo Salter, y luego levantó fríamente la Sten y apretó el gatillo, y
su esbirro cayó hacia atrás, atónito bailando bajo la lluvia de balas.
—Súbete a la moto. Conduces tú —y empujó a Hassán hacia adelante. El árabe se
volvió rápidamente, con la navaja en la mano. Los ojos de Salter brillaron de miedo y
trató desesperadamente de levantar la Sten. La navaja centelleó hacia su garganta,
abrió un corte profundo en su cuello y la cabeza se le fue hacia atrás, manando sangre.
Hassán se adelantó para rematarlo, le plantó la hoja bien profunda en el pecho.

477
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Salter gritó y cuando se tambaleaba hacia atrás, Hassán le soltó con rabia:
—Vete a hacerle compañía al diablo, inglés de mierda.
Salter se desplomó con la guerrera empapada en sangre; Hassán recuperó la navaja,
cogió la Sten y se la colgó al hombro. Se subió inseguro a la Guzzi, con la mandíbula
ardiéndole todavía, y en ese momento un jeep dobló la esquina con tres soldados a
bordo. Levantó la metralleta, disparó una larga ráfaga, y el vehículo salió marcha atrás
a toda prisa.
Sanson dirigió a los hombres hacia la oficina, avanzando a cubierto del transporte
blindado. Era el último edificio sin asaltar, ya habían tomado todos los otros, tras una
fuerte resistencia de la banda de Salter, que se acabó cuando comprendieron que la
superioridad de fuerzas era abrumadora.
Un grupo de soldados de las Fuerzas Aéreas egipcias, confusos y asustados, habían
sido liberados de uno de los barracones con las manos atadas a la espalda, algunos
heridos por cristales rotos, pero ni Halder ni tampoco Salter estaban entre los muertos
ni los capturados, y Sanson, con sólo un edificio sin tomar, empezaba a ponerse
nervioso.
—Denles una advertencia para que se rindan.
El comandante levantó el megáfono.
—Tiren las armas y salgan con las manos arriba. Si no obedecen la orden, abriremos
fuego.
Nadie respondió, y Sanson dijo:
—Déme un par de granadas.
El comandante le pasó las granadas y Sanson lanzó una por una ventana rota,
después la otra. Hubo dos resplandores y dos explosiones, y entonces ordenó al
ametrallador del transporte que barriese la fachada del edificio. La ametralladora Bren
cosió con un barrido de fuego la terraza. Saltaron trozos de madera, se rompieron los
cristales que quedaban y la puerta saltó de sus bisagras. Cuando se acabó el fuego,
Sanson avanzó con la pistola en la mano.
—Muy bien, vamos a ver qué tenemos.

Alguien encendió las luces y Sanson vio la radio de campaña perforada por las balas
y el cadáver torturado de Doring despatarrado en una esquina.
—Coja a un prisionero. Averigüe qué ha pasado aquí.
Trajeron a un prisionero de aspecto rudo con nariz de boxeador y las manos
esposadas a la espalda. Sanson se le acercó.

478
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Dónde está Salter?—le preguntó, imperativo. El hombre dudó, y Sanson le lanzó


un golpe al mentón. Se fue hacia atrás, y Sanson amartilló su revólver con expresión
asesina en la cara.
—Si tengo que preguntarlo otra vez, tendrás un ojo de menos.
—Eh... estaba aquí dentro la última vez que lo vi, de verdad —dijo el hombre,
frotándose la mandíbula.
—¿Y quién es ése? —preguntó Sanson, señalando el cadáver.
—Uno..., uno de los socios de Deacon, un alemán que se llama Doring. Reggie tuvo
unas palabras con él, y el árabe...
—Será mejor que me cuentes todo lo que ha pasado aquí. Y de prisa. Y quiero saber
exactamente quién estaba presente cuando entrasteis en el aeródromo, descripciones
incluidas.
Sanson escuchó atentamente lo que contaba el hombre de Salter y luego dijo,
apremiante, a dos de los soldados:
—A ver si pueden encontrar al árabe y a Salter, o si alguien les ha visto. Tienen que
estar todavía en el campo. Y vayan con mucho cuidado, los dos son unos cabrones
muy astutos, y peligrosos. —Se arrodilló sobre el cuerpo de Doring y preguntó —:
¿Qué le contó a tu jefe?
—Nada. Mantuvo la boca cerrada hasta el final, el pobre idiota.
Sanson se incorporó rápidamente.
—Uno de los amigos de Deacon que mencionaste, el que se a vestido de oficial,
tengo razones para creer que es un agente alemán al que buscamos llamado Halder.
Necesito encontrarlo rápidamente. ¿Dónde está?
El hombre de Salter parecía totalmente confuso.
—¡Por todos los diablos! De eso no sé nada. ¿Le importa que le pregunte yo qué
demonios pasa?
—Limítese a contestar a mi jodida pregunta.
—Estaba con nosotros cuando tomamos el campo, pero luego se marchó con uno de
sus hombres. Sólo se quedaron Doring y el moro. Reggie dijo que volverían antes de
que aterrizara el avión.
Sanson suspiró con amarga frustración, examinó la radio machacada.
—¿Alguien se puso en contacto con Doring y sus amigos antes o después de que
llegásemos nosotros?
—No, que yo sepa.
—¿A qué hora tiene que aterrizar el avión?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—El jefe no lo sabía con seguridad, tenía que esperar a que volviesen los socios de
Deacon.
Se oyó un ruido a sus espaldas y entró en la habitación uno de los hombres que
Sanson había enviado.
—Han visto al árabe, mi teniente coronel. Parece ser que nuestros chicos iban en un
coche por detrás hace unos minutos y lo vieron escapar en una motocicleta. Fueron
tras él.
—¿Y qué hay de Salter?
—Creo que lo hemos encontrado. Está muy mal.

Trajeron a Salter y lo tumbaron sobre la mesa. Respiraba trabajosamente, en


estertores, su garganta era una abertura encarnada.
—Ya viene un sanitario. Trate de aguantar —le dijo Sanson, aunque sabía que no
serviría de nada. Sanson se estaba desangrando por una horrible herida en el pecho.
Tumbado allí sobre la mesa, ya tenía aspecto de cadáver, blanco como la nieve, las
manos aferradas al pecho. Sanson se inclinó sobre él—: Escúcheme, Salter. Los amigos
de Deacon son infiltrados alemanes. Tengo que encontrarlos. ¿Me entiende?
Salter tosió sangre, contempló el techo con los ojos desorbitados. Por unos instantes
parecía que hubiera recuperado el sentido. Logró agarrarse a la guerrera de Sanson,
con una mirada de rabia pura, y su voz era un ronquido agónico.
—Él... ese cabrón del árabe... me la ha hecho buena...
Sanson apenas podía controlar su impaciencia.
—¡Si sabe dónde están, dígamelo, hombre!
Salter gorgoteo, aflojó la presa, jadeaba profundamente.
—Aguante. Ya viene el sanitario —le urgió Sanson.
—No... no importa. No me servirá...
—¿Dónde están, Salter? Si lo sabe, dígamelo, ¡por Dios!

Weaver vio los destellos de luz a doscientos metros del aeródromo. Tableteo de
ametralladoras y explosiones de granadas retumbaban en el aire de la noche, y el alma
se le cayó a los pies. Dijo a Helen Kane que parase y se bajó del coche.
—Llegamos demasiado tarde. Ya han empezado.

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Ella se bajó del coche y fue a su lado. Weaver miraba hacia el campo de aviación con
la cara sombría, contemplando los destellos de luz del fuego de las armas ligeras.
Helen le pasó una mano por el hombro.
—Tú no podías hacer nada, Harry. No me gusta tener que decirlo, pero todo ha
terminado para tus amigos. Ahora, marchémonos de aquí antes de que nos peguen un
tiro también a nosotros.
Weaver cogió la pistola del coche y empezó a adentrarse en la oscuridad.
—Si no estoy de vuelta dentro de quince minutos, sal de aquí y vuelve a El Cairo.
—Harry, por favor... Ahora ya no tiene sentido.
—Necesito saber lo que ha pasado.

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CAPÍTULO 65

Hassán dio gas a la Guzzi acelerando a lo largo del borde de la pista.


Una ráfaga de ametralladora rebotó en el suelo a su derecha y miró hacia atrás por
encima del hombro. Un jeep corría tras él en la oscuridad, con tres soldados a bordo,
y nubes de polvo se alzaban en su estela. Hassán giró aún más el acelerador,
procurando incrementar la distancia, pero casi no podía controlar la motocicleta
porque la mano le ardía de dolor al sujetar el manillar.
De repente vio que la pista terminaba bruscamente y viró a la izquierda hacia campo
abierto. Iba sobre un piso de arena dura que rodaba bajo las ruedas como en olas
puntiagudas, haciendo saltar los amortiguadores delanteros y lanzando por todo su
cuerpo tremendos latigazos de dolor. Escrutó al frente pero en la tiniebla apenas
iluminada por la luna no vio más que tierra pedregosa en todo el espacio libre hasta el
cierre de alambrada. Estaba atrapado. Más disparos barrieron la tierra por delante de
él y volvió a mirar atrás. El jeep daba saltos sobre el suelo desigual, pero le ganaba
terreno rápidamente.
Continuó en zigzag, buscando frenéticamente alguna elevación pronunciada cerca
del perímetro, hasta que vio un montículo que se alzaba a no más de cincuenta metros
a su izquierda, cerca del borde de la alambrada. Otra ráfaga impactó la tierra
peligrosamente cerca, a su izquierda, y entonces torció a la derecha; después viró de
nuevo a la izquierda en un arco cerrado, enderezó, la rueda delantera y se dirigió hacia
el montículo, revolucionando el motor al máximo. La Guzzi aceleró bruscamente,
recorriendo los últimos veinte metros a todo gas, hasta que parecía seguro que iba a
estrellarse contra el montículo. En el último momento levantó el manillar y apretó el
acelerador aún más a fondo. El motor aulló, la rueda trasera alcanzó la pendiente a
tremenda velocidad y la moto salió volando por el aire. Estuvo unos segundos en el
vacío, sintió que algo le mordía ferozmente la pierna al pasar sobre los alambres, y
luego empezó a caer rápidamente. La rueda delantera golpeó la tierra con fuerza, la
Guzzi capotó, y Hassán salió disparado y aterrizó con un golpe, quejándose, sin
respiración.
Aturdido, miró atrás para ver al conductor del jeep aplastar el freno, intentando
evitar el choque contra el montículo. Demasiado tarde, patinó y el jeep levantó una
nube de polvo y volcó de lado. Uno de los soldados salió disparado por los aires, el

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cuerpo hendiendo el vacío, el jeep dio otra vuelta, aterrizó encima de la alambrada, y
Hassán oyó los gritos apagados de los otros dos soldados aplastados bajo el vehículo.
Consiguió ponerse en pie a duras penas, dolorido, y revisó la motocicleta. El motor
seguía en marcha, se montó de nuevo y la empujó hacia adelante para comprobar los
daños. La rueda delantera había quedado ligeramente torcida. Seguía girando, pero
rozaba contra la horquilla y eso la frenaba. El subfusil Sten le había magullado el
costado al caer, la alambrada de espino le había abierto un corte en la pantorrilla
derecha, y la mandíbula le había empezado a sangrar nuevamente.
De pronto, oyó el rugido de un avión y un Spitfire apareció volando muy bajo, los
motores bramaban, a su cola venía otro y ambos con las luces de aterrizaje encendidas
mientras volaban sobre el aeródromo, antes de volver a elevarse en la noche. Aceleró
la moto y vio que el soldado que había salido por el aire se ponía en pie a trompicones,
agarrándose un hombro. Hassan levantó su Sten, lanzó una ráfaga y, cuando el
hombre se tiró a tierra, asustado, para ponerse a cubierto, salió a toda velocidad.

Weaver estaba a mitad de la carretera que circundaba el aeródromo, avanzando


rápidamente, cuando oyó una motocicleta por detrás de él y volvió la vista.
Unos cien metros más allá de la alambrada vio al motorista perseguido por un jeep,
uno de cuyos pasajeros disparaba frenéticamente contra la moto mientras
zigzagueaban por el terreno desigual. Para asombro de Weaver, el motorista empezó
a correr a toda velocidad hacia la alambrada de espino. Unas décimas de segundo
antes de que la moto chocara contra la cerca, la rueda delantera se elevó y la máquina
pasó rugiendo por encima del cierre con el motor aullando. El jeep que la perseguía
derrapó terriblemente, dio dos vueltas de campana y se estrelló con las ruedas para
arriba.
Weaver había empezado a correr hacia atrás cuando vio que el motorista se
levantaba y revisaba su máquina, mientras un Spitfire pasaba volando muy bajo por
encima, y luego otro, antes de que el motorista soltase una andanada de metralleta y
saliera zumbando en dirección contraria.
Cuando Weaver llegó a la alambrada vio a un sargento que se enderezaba,
sujetándose un hombro. Saltó por encima del jeep accidentado y se dirigió a él.
—Teniente coronel Weaver, inteligencia militar. ¿Qué ha pasado aquí?
El sargento cayó de rodillas. Weaver lo cogió justo cuando estaba a punto de
desplomarse. El hombre tenía la cara surcada por el dolor, el brazo flácido, y parecía
que tenía el hombro roto. Se quedó mirando los cuerpos atrapados bajo la chatarra.
—Pobres chavales.

483
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—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el teniente coronel Sanson?


—En el aeródromo, haciendo limpieza, mi teniente coronel.
Weaver le quitó al sargento el cinturón y lo abrochó. Hizo un cabestrillo de fortuna,
le metió el brazo dentro, y el sargento se quejó de dolor.
—¿Quién iba en la motocicleta?
—Un árabe que se escapó de uno de los barracones. Íbamos tras él.
Weaver le dijo, apremiante:
—Dos alemanes. Un hombre y una mujer. ¿Los han cogido?
—No he oído nada de que cogieran a una mujer, mi teniente coronel. Ni tampoco
alemanes.
Weaver oyó el sonido de unos motores. Una hilera de faros pintados de azul corrían
hacia él a campo traviesa. Frenético, volvió la vista hacia la carretera por donde había
desaparecido la motocicleta. La rueda había dejado una clara huella sobre la tierra
arenosa. Weaver tomó la decisión al instante.
—Ya viene ayuda, sargento. Lo llevarán al médico. —Pasó por encima del jeep
estrellado y echó a correr hacia el coche de Helen Kane.
—Hemos perdido al árabe, mi teniente coronel.
Sanson se puso furioso cuando oyó lo que había sucedido.
—Mande a un par de hombres y que intenten seguirle el rastro. Y que se lleven un
radio con ellos, para mantenerse en contacto.
—Hicimos todo lo que pudimos, aunque probablemente un poco tarde. Pero al
parecer llegó un oficial americano que puede que haya salido tras él. Se llamaba
Weaver, mi teniente coronel.
—¿Qué?
—Teniente coronel Weaver... por lo menos me han dicho que se identificó así. Hizo
una cura de urgencia al sargento herido y salió a toda prisa, en la misma dirección que
el árabe.
Sanson estaba indignado.
—Destaque algunos hombres para que lo persigan. Que busquen por toda la
carretera. Hay que detener a Weaver en cuanto lo vean.
—¿Cómo dice, mi teniente coronel?
—Ya me ha oído. —Sanson estaba rabioso—. Es un prisionero huido. Ahora déme
un plano de El Cairo, y de prisa.

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El comandante, confuso, transmitió las órdenes a uno de sus oficiales, y volvió en


seguida con un plano. Miró a Salter, que estaba inconsciente sobre una camilla en una
esquina donde un sanitario lo estaba atendiendo.
—¿Cree que escapará de ésta?
—Me importa un bledo que se salve o no —le replicó Sanson con brusquedad;
después desplegó el plano y dio un puñetazo en la mesa para sujetarlo—. Esa villa que
mencionó de la orilla izquierda, la Maison Fleuve, ¿ha oído hablar de ella?
—Me temo que no.
—Pensándolo mejor, que el radio se quede aquí, por si acaso los alemanes intentan
aterrizar y necesitamos refuerzos. Pero primero haga que se ponga en contacto con la
embajada americana y pase un mensaje al general Clayton, urgente. Comuníquele lo
que ha pasado aquí con toda exactitud.
—¿Y qué hacemos en el aeródromo, mi teniente coronel?
—Ponga un par de camiones en la pista y asegúrese de que sea imposible aterrizar.
Quiero veinte de sus hombres para que vengan conmigo, los demás que se queden
aquí y vigilen a los prisioneros. La radio de campaña está rota, por lo que puede que
el árabe vaya en dirección a la villa. Y si Salter está en lo cierto, ahí es donde se
esconden Deacon y los alemanes.

Maison Fleuve 01.30 h

Halder se despertó gritando, con el cuerpo empapado en sudor. Rachel estaba


acurrucada en una silla junto a la ventana y se acercó y le puso la mano en la frente.
—Tranquilo, Jack. Estoy aquí.
—¿Qué... qué ha pasado?
—Me parece que tuviste una pesadilla, nada más. Dabas vueltas y saltos mientras
dormías.
Halder se incorporó en la cama, cubierto de sudor. Rachel cogió una toalla y le secó
el cuerpo.
—¿Qué soñabas?
La cara de Halder se fue ensombreciendo al recordar.
—Aquel adivino debe de haberme metido algo en la mente. He tenido una pesadilla
terrible, sobre Pauli. Había bombas y se moría. Y yo no podía salvarlo...
—Eso son tonterías, Jack.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Halder salió de la cama con un repentino malestar, fue hasta la pila de esmalte, y se
echó agua por la cara.
—Los antiguos creían que los sueños eran las profecías del alma, una especie de
advertencia de los dioses. A veces creo que sabían más de lo que sabemos nosotros.
—Eso es pura superstición.
Mientras se secaba, había inquietud en sus ojos, y tenía la expresión cansada. Rachel
se puso tras él, le pasó los brazos por la cintura para animarlo, y apoyó la cabeza en su
espalda.
—Con todo lo que está pasando, tu mente trabaja demasiado. Por eso has tenido esa
pesadilla tan terrible. Para ser una persona adulta, algunas veces llegas a ser muy poco
racional, ¿sabes? Trata de olvidarte de esto, por favor, Jack.
Halder se volvió, la cogió en sus brazos y la miró a los ojos.
—¿Sabes una cosa? Eres demasiado buena para mí, Rachel Stern. Práctica, con los
pies en el suelo.
Ella le puso un dedo en los labios, sonrió, pero en sus ojos se traslucía la tensión.
—Será mejor que bajes. Cuanto antes estés de regreso, mejor. —Le tocó la mejilla, lo
acarició con un beso y lo miró a los ojos—. Prométeme que volverás sano y salvo. Hazlo
por los dos.

Bajó al patio y encontró a Deacon y a Kleist esperando, inquietos, sentados a la mesa,


con la radio de campaña ante ellos. A lo lejos, el Nilo estaba salpicado por las linternas
de las barcas de pesca, el vasto y oscuro río en increíble placidez, y en las lejanas orillas
las siluetas de las palmeras se mostraban inmóviles en el denso aire de la noche.
—Es como la calma antes de la tempestad —comentó Halder.
—Lo que no se aguanta es la espera. —Deacon estaba al límite, mientras se enjugaba
el cuello con un pañuelo—. ¿Ha descansado bien?
—Ni la mitad de lo necesario. —Había una jarra de café turco y unas tazas sobre la
mesa y Halder se sirvió—. ¿Ha comunicado alguien por la radio de campaña?
—Nadie.
Halder hizo un gesto con la cabeza a Kleist.
—Pues será mejor que los llamemos antes de volver allí, sólo por asegurarnos.
Kleist tomó la radio, giró un interruptor y se puso los auriculares.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Invasor Uno a Invasor Dos, ¿me recibe? Cambio. —Repitió el mensaje media
docena de veces y después frunció el ceño—. No contestan. No se oye nada al otro
lado.
—¿Está seguro de que la radio funciona bien y está en la frecuencia correcta?
Kleist lo comprobó para asegurarse y luego asintió con la cabeza.
—Pruebe usted si quiere.
Halder lo hizo, pero la única respuesta que oyó fue un zumbido constante. Dejó los
auriculares y Deacon se puso de pie, preocupado.
—¿Cree que algo ha ido mal?
—Revisamos las dos radios de campaña antes de ocupar d aeródromo, y
funcionaban perfectamente. Puede que sólo sea un problema técnico, pero nunca se
sabe. Vaya al vehículo, Kleist. Nos vamos para allá.
Una vez hubo salido Kleist, Halder dijo, preocupado:
—¿Cree que hay posibilidades de que Salter se haya excedido en su papel?
—Yo no lo hubiera pensado —dijo Deacon con expresión sombría—; desde luego
no si cree que le va a caer una fortuna. Pero con una serpiente traicionera como él,
supongo que nunca se sabe. ¿Cree que si es ése el caso, podrá manejarlo?
—Esperemos que sí. Lo principal es controlarlo. Salter tendrá que quedarse por allí
hasta que aterrice el avión, de eso no hay duda. Después, ya no tendremos que
preocuparnos de él. —Halder tamborileó con los dedos sobre la radio—. Pero que no
haya respuesta, me preocupa.
—Y a mí también.
Halder se puso la gorra.
—Si podemos solucionar el problema de la radio, lo llamaré y le haré saber cuándo
han aterrizado los hombres de Skorzeny. Si no es así, uno de nosotros tendrá que
volver aquí para informarle. De una u otra manera, y si Dios quiere, todo habrá
terminado antes del amanecer, y nos veremos para una cita final. Cuide de la señorita
mientras yo esté fuera.
Deacon le dio un fuerte apretón de manos.
—Buena suerte, comandante.
Halder se volvió para irse, y se dio cuenta de que había dejado la M 3 arriba, en el
dormitorio. Cuando iba por el pasillo, oyó el sonido inconfundible de un motor
rugiendo en el patio delantero. Sacó la pistola y le dijo a Deacon:.
—¿Quién demonios será?

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Cuando ambos iban hacia la puerta principal, Kleist entró como una tromba, con la
cara traspuesta.
—Será mejor que vengan fuera.

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CAPÍTULO 66

Weaver hizo todo el trayecto con los faros apagados, siguiendo las huellas que el
árabe había dejado en la carretera del desierto, hasta que en cierto momento avistaron
la nube de polvo que levantaba la motocicleta. La única luz que había era la de la luna,
y de tanto en tanto la motocicleta hacía eses como borracha, o como si el piloto tuviera
dificultades para manejarla.
Weaver intentaba controlar la carretera, para asegurarse de que seguían al árabe a
distancia suficiente como para confiar en que no los descubriese, y cuando habían
recorrido tres o cuatro kilómetros, le dijo a Helen Kane:
—Puede que me equivoque, pero por la manera en que conduce, debe de estar
herido. No le quites los ojos de encima ni un segundo. No quiero perderlo.
A aquella hora de la madrugada casi no había tráfico, y cruzaron el puente Inglés
diez minutos más tarde y llegaron a las afueras de la ciudad por la orilla oeste, muy
poco poblada.
Pasaron de largo varias grandes villas antiguas en el Nilo y sus jardines, y vieron
que el árabe torcía por un estrecho camino privado que bordeaba el río. Un kilómetro
y medio más allá, la motocicleta desapareció a través de las verjas abiertas de una villa
con muros blancos.
Weaver detuvo inmediatamente el coche fuera de la carretera, apagó el motor, y
durante unos pocos segundos siguió oyendo el zumbido de la motocicleta, antes de
que se apagara bruscamente. Salió del coche y atisbó en la oscuridad. Helen Kane
frunció el ceño.
—¿Qué crees que está haciendo?
Weaver comprobó su pistola Colt y se la metió en la cintura.
—Quédate aquí. Me adelantaré a echar un vistazo. Si no he vuelto dentro de veinte
minutos, vete al teléfono más próximo y llama a Sanson.
Tenía una expresión como de poseso y Helen se percató de ello.
—Harry, estás nervioso. ¿Qué puedes conseguir? ¿Por qué no llamamos a Sanson
ahora, sin más?

489
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Si he llegado hasta aquí, muy bien puedo seguir adelante. Recuérdalo: espérame
aquí.

Pusieron a Hassán en una silla y Deacon fue a buscar una toalla y una palangana
con agua. Cuando volvió, le limpió la fea herida de la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Halder con ansiedad.
El árabe apretó los dientes de dolor, se sujetó la toalla contra la mandíbula, hablaba
con dificultad. Cuando consiguió explicárselo, Deacon explotó de ira:
—Ese cabrón traicionero... Salter nos la ha jugado y lo ha arruinado todo.
—Enfadarnos no nos llevará a ninguna parte —advirtió Halder—. Lo que me
preocupa es cómo supo el ejército lo del aeródromo. No podía ser por culpa de Salter,
¿verdad?
Hassán negó con la cabeza, le costaba mucho hablar.
—Todo lo que sé es que el avión no puede aterrizar. No mientras los Spitfires y el
ejército inglés lo estén esperando para derribarlo.
Halder suspiró, con resignación.
—¿Está seguro de que no lo han seguido?
El árabe se levantó a duras penas de la silla con la toalla todavía apretada contra la
cara.
—No estoy seguro de nada, excepto de que maté a ese cerdo de Salter.
—Kleist, salga y mire usted bien. —Halder tomó la decisión al instante—. Después,
nos iremos de aquí.
El comandante de las SS salió precipitadamente y Deacon dijo:
—¿Le importa decirme adónde?
—Cualquier sitio servirá, de momento, hasta que decidamos qué hacer después. El
ejército descubrió el aeródromo, y no tenemos modo de saber qué más saben.
Quedarse aquí sería una locura. Lo mejor será que envíe un mensaje a Berlín tan de
prisa como pueda, mientras quede tiempo para que Skorzeny aborte la operación.
Asegúrese de que reciben el mensaje. Después venga al barco. Nos quedaremos por el
río, será más seguro que las carreteras.
Cuando iba en busca de Rachel, Deacon lo cogió por el brazo y le dijo:
—Escuche, Halder. Todavía podemos terminar esto. Si uno de nosotros puede pasar
por el túnel...

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—Sea sensato, Deacon —dijo Halder, soltándose el brazo—. Sin nuestros


paracaidistas no hay esperanza. Si quiere usted presentarse voluntario para una
misión suicida, yo encantado. Pero para mí se ha terminado. Ya le he dado mis
órdenes: envíe el mensaje y vayámonos de aquí.
Se oyeron unos pasos a sus espaldas.
—Se ha terminado para todos ustedes.
Se volvieron a mirar. Weaver estaba plantado en el patio.
—Nadie irá a ninguna parte.
Entró en la habitación esgrimiendo su Colt.
—Manos arriba todos, que yo pueda verlas bien. Y muy despacio. —Halder
obedeció, y tras él Deacon y Hassán—. Ahora, saca la pistola de la cartuchera, Jack,
poco a poco, tranquilamente, después ponía en el suelo y dale una patada hacia mí.
Halder lo hizo, empujó el arma con el pie a través del cuarto. Todavía había sorpresa
en su cara.
—Parece ser que ha llegado el día fatídico. Y es algo que no deseaba, Harry. Tú y yo
cara a cara, uno contra otro, como en un western barato. Es como si desluciese lo bueno
que pueda quedar entre nosotros. ¿Te importa decirme cómo me has encontrado?
—Siguiendo a tu amigo —dijo Weaver, apuntando con la pistola a Hassán—. El otro
es Deacon, me imagino. La segunda parte del doble acto.
—Estoy impresionado, Harry. Es evidente que nos seguías más de cerca de lo que
yo pensaba.
—Tenía que haberme dejado matarlo cuando tuve oportunidad —dijo Hassán
amargamente.
—Las lamentaciones no nos llevarán a ninguna parte, me temo —dijo Halder, y
volvió a mirar a Weaver—. Sólo por satisfacer mi curiosidad, ¿cómo se enteró el
ejército de lo del aeródromo?
—Tus camiones robados condujeron hasta Salter. Lo demás, seguro que puedes
adivinarlo.
—Ya comprendo. —Halder parecía completamente resignado—. Así que supongo
que la única pregunta es qué pasará ahora.
—Me parece que ya sabes la respuesta, Jack. Sanson y sus hombres están de camino.
Así que, después, o una soga o un pelotón. Ese uniforme que llevas ya basta para
garantizarte una bala por hacerte pasar por oficial del ejército americano.
—No estarás mintiendo en lo de Sanson, ¿verdad?
—En absoluto.

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—Entonces intenta no olvidarte del lirio de mi tumba, ¿te acordarás, viejo amigo?
—dijo Halder, ya sin esperanzas—. Me temo que nunca me gustaron las rosas.
Weaver se arrodilló para recoger la pistola de Halder y le preguntó:
—¿Dónde está Rachel?
—Ella no tiene nada que ver en esto, Harry. —Había una expresión de súplica en el
rostro de Halder—. Todos los demás somos más que culpables, pero ella ha sido
utilizada desde el principio. Tienes que dejarla marchar.
—Te he preguntado dónde está.
—Estoy aquí.
Weaver oyó un ruido detrás de él y se volvió. Rachel se acercó hasta el hueco de la
puerta con la ametralladora M3 de Halder en las manos.
—Ahora, Harry, deja la pistola en el suelo, por favor.

Kleist apareció tras ella, sujetando con fuerza a Helen Kane por el brazo y
apuntándole a la cabeza con la pistola.
—Suélteme... —Se debatía para liberarse, pero Kleist la empujó dentro de la
habitación.
—La encontré fuera, es amiga del norteamericano. Esperaba sola en un coche
militar, un poco más abajo del camino. —El SS lanzó una mirada hacia Weaver—: Ya
ha oído la orden. Deje la pistola.
Weaver comenzó a levantar su Colt, lleno de rabia, pero Kleist dijo con maldad en
la voz:
—Otro movimiento brusco y esta zorra se quedará sin sesos.
—Harry, creo que es mejor que hagas lo que te dicen —dijo Halder
tranquilamente—. Me parece que han cambiado las tornas. Así que quizás deberías
soltar el arma y presentarnos a la señorita.
Weaver volvió la vista hacia Rachel y dijo con voz ronca:
—No sabes lo que estás haciendo...
—Cállese —lo interrumpió Kleist—. Suelte la pistola, y de prisa.
Weaver soltó la Colt, que resonó contra el suelo y Deacon la recogió, mientras
Halder cruzaba la habitación con la mano tendida hacia Rachel para que le diera la
ametralladora.

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—Para ser una mujer que odia las armas de fuego, lo has hecho bastante bien. Ahora
será mejor que me la des, antes de que alguien resulte herido.
Rachel no hizo el más mínimo gesto de entregarle el arma.
—Apártate, Jack.
Halder frunció el ceño, totalmente confuso. Una sombra cruzó por su cara. Estaba a
punto de hablar pero Rachel le hizo un gesto con el arma.
—Ponte allí, junto a la pared. Tú también, Harry —ordenó, y le hizo un gesto con la
cabeza a Kleist—. Lleve a la mujer a la bodega, y átela bien. Asegúrese de que no puede
ir a ningún sitio.
Kleist sacó a Helen Kane a rastras de la habitación y Rachel dijo a Hassán:
—Vaya afuera y vigile. Si ve u oye algo, vuelva rápidamente.
El árabe parecía completamente atónito, se había olvidado de su dolor. Deacon le
ordenó, tajante:
—Ya has oído la orden. Obedece. Luego te lo explicaré.
Cuando Hassán salió, Rachel miró a Deacon y le dijo:
—Envíe el mensaje a Berlín. Ya sabe qué tiene que decirles.
Deacon salió de la habitación a toda prisa, el ruido de sus pisadas perdiéndose hacia
la bodega, y luego ellos tres se quedaron a solas.
Del rostro de Weaver había huido toda la sangre, una verdad terrible se anunciaba,
y Halder estaba pálido como un muerto.
—¿Sabes?, de pronto he tenido la terrible sensación de que Harry y yo hemos vivido
completamente engañados durante años —dijo.
—Pues creo que ya es hora de que los dos sepáis la verdad.

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CAPÍTULO 67

Berlín
23 de noviembre, 01.45 h

Schellenberg acababa de terminar de cenar en sus habitaciones privadas del Cuartel


General de las SS cuando le entregaron personalmente el mensaje en un sobre lacrado.
Al terminar los bombardeos había vuelto a su despacho del segundo piso, una fuerte
lluvia golpeaba las ventanas encintadas, un manto de nubes colgaba sobre la noche de
Berlín. Rompió el sello rojo de lacre y leyó a toda prisa el contenido descifrado. Se le
contrajo la cara, cogió inmediatamente el teléfono interior y llamó a su ayudante.
—Llame inmediatamente al almirante Canaris. Dígale que deseo verlo
urgentemente.
—Herr general, es más de medianoche...
—¡Sé perfectamente qué hora es! Limítese a llamarlo.
Media hora después de que Schellenberg hubiera hecho las llamadas necesarias,
llegó por fin Canaris, empapado por la lluvia, con aspecto cansado e incomodado. El
ayudante lo introdujo en la habitación y después se retiró.
—¿Qué es lo que quieres?
Schellenberg le tendió la nota del mensaje.
—Noticias urgentes recién llegadas de El Cairo. He pensado que querrías verlas.
Cuando Canaris terminó de leer, movió la cabeza, muy serio, y arrojó la hoja sobre
la mesa con un juramento.
—Justo lo que pensaba. Al final; todo el asunto se ha quedado en nada. Vidas
desperdiciadas para nada. No hay duda de que serán capturados y fusilados.
Schellenberg cogió su paquete de cigarrillos de la mesa, eligió uno, lo encendió y
aspiró lentamente, como si saborease lo que iba a venir.
—Una calamidad, de eso no cabe duda. Y tan cerca del final... Los aviones de
Skorzeny ya habían despegado, tuve que dar la orden de que volvieran a Roma,
porque los aliados los hubieran derribado antes de aterrizar. Pero hay un desgraciado

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

problema de comunicaciones con Roma, y la señal se interrumpe constantemente y no


podemos ponernos en contacto. Seguiremos intentándolo, por supuesto, pero como
precaución he dado instrucciones urgentes de que los cazas nocturnos de la Luftwaffe
que operan desde Creta intenten interceptar los Dakotas de Skorzeny antes de que sea
demasiado tarde. Así que recemos para poder avisar al coronel a tiempo. El Führer se
ha quedado tremendamente decepcionado, claro está. Hablé por teléfono con él antes
de que llegase y la verdad es que, después de contárselo, su humor no era muy bueno.
Pero aún tiene un resquicio de esperanza.
Canaris miró a Schellenberg como si estuviera loco.
—¿Un resquicio de esperanza? Pero si todo se ha acabado, por Dios santo.
—Todavía no. En realidad, la parte más interesante acaba de empezar.
—No te entiendo —dijo Canaris, ceñudo.
Schellenberg se levantó de su escritorio.
—Ya suponía yo que no. Pero ahora, mi querido Wilhelm, es hora de que conozcas
la verdad. Seguro que te acuerdas de cuál es la primera norma de cualquier buen
trabajo de inteligencia: siempre hay que procurar ir un paso por delante del juego. Y
ya ves, he guardado mi mejor carta para el final. Creo que te vas a quedar sorprendido.
Schellenberg cruzó la habitación hasta la ventana, contempló aquella lluvia
constante con una mano a la espalda y el cigarrillo en la otra.
—¿Creo recordar que reconociste haber oído rumores sobre mi agente Ruiseñor?
—He oído comentarios, desde luego. ¿Por qué?
—¿Y qué decían exactamente esos comentarios?
Canaris se encogió de hombros y respondió:
—Que sólo el Führer y un puñado de altos mandos de confianza del SD conocen su
verdadera identidad. Que es el mejor agente que se formó nunca en tu organización.
Duro, inteligente, con entrega absoluta.
—Una valoración muy ajustada —dijo Schellenberg, asintiendo con la cabeza—. No
hay duda de que Ruiseñor era uno de los agentes más profesionales con que hemos
contado nunca. De gran inteligencia y gran cantidad de recursos. Tranquilo bajo
presión, sin asomo de miedo, y absolutamente entregado a la tarea que tuviera entre
manos. Supongo que estarás de acuerdo en que esas mismas cualidades podrían
describir igualmente a un asesino muy competente.
—¿Qué intentas decirme? —dijo Canaris, cuya boca se había secado de repente.
—Ruiseñor forma parte del comando que enviamos a El Cairo, y tratará de tener
éxito en lo que Halder y Skorzeny han fracasado.
Canaris se lo quedó mirando sin expresión alguna y Schellenberg continuó:

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—Ya te dije, Wilhelm, que Roosevelt es nuestro objetivo principal, por encima de
todo. Y en estos momentos, nuestro único objetivo. Y Ruiseñor es nuestra última carta,
la única esperanza que nos queda de que la operación tenga éxito. Nuestro as en la
manga.
—Pero... ¿quién es ese agente?
Schellenberg negó con la cabeza y explicó:
—No es un agente. Es una agente. Para ser exactos, Rachel Stern.
Canaris estaba completamente atónito. Schellenberg esperó a que el impacto
terminara de hacer efecto.
—Ése no es su verdadero nombre, por supuesto, pero por el momento nos servirá.
—Supongo que es una broma...
Schellenberg pareció ofendido mientras volvía de la ventana y se sentaba.
—Me parece que la situación no está como para hacer bromas.
—Pero... pero eso es completamente increíble.
—Hay algunos datos que tienes que saber. Antes de la guerra era nuestra agente
principal en Egipto, y nos suministró in formación valiosísima. Sobre instalaciones
militares, sobre los grupos nacionalistas que eran una espina clavada en el
protectorado británico, y muchas más cosas. —Schellenberg enarcó una ceja, irónico—
. Créeme, no puedes ni imaginarte lo buena que era. Mejor que todos los demás que
teníamos juntos. Ella hacía que cualquiera de los otros, por bueno que fuera, pareciera
un aficionado.
—Pero... ¿Rachel Stern no es medio judía?
—Ah, aquí es donde las cosas son un poquito más complejas. —dijo Schellenberg
con una amplia sonrisa—. Cuando decidimos enviarla a Egipto la primera vez
necesitaba tener unos antecedentes plausibles. También el profesor Stern y su esposa
eran, de hecho, agentes del SD. La ascendencia judía de la esposa, y los sentimientos
nazis del profesor fueron fabricados para construir una buena tapadera, y de hecho
resultó excelente. Así que hubo alguien en la oficina del SD que simplemente se
inventó una hija para los Stern... y supongo que ya te imaginas el resto.
La mente de Canaris trabajaba furiosamente.
—¿Y su detención por la Gestapo cuando regresaron a Alemania?
—Me temo que sólo fue un truco más. Un barco de la Kriegsmarine tenía el encargo
de recogerlos en route de Estambul cuando el Izmir naufragó. Por suerte para nosotros,
pudieron rescatar al profesor y a Ruiseñor. Pero su detención ficticia no tenía otra
función que proteger la ficción. La verdad es que se los llevaron para informar.
—Pero... ¿por qué estuvo prisionera en Ravensbruck?

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—Me sorprende que no veas la lógica en todo ello, Wilhelm —sonrió Schellenberg—
. Pero ya veo que sigues atónito. Era un truco más, pura y simplemente.
—No sé qué me quieres decir.
—Halder no había visto a Rachel Stern desde que se separaron en El Cairo. Los
comentarios antinazis del profesor y la sangre supuestamente judía de su mujer
sugerían que la familia tendría un destino poco agradable si volvía a Alemania. Eso es
exactamente lo que Halder esperaría, y cualquier cosa menos dura le hubiera hecho
sospechar. Lo del campo fue una cuestión bastante fácil de arreglar: un uniforme de
prisionera usado, un médico que le fuera administrando pequeñas dosis de pólvora
para darle un aspecto desmejorado. Y para rematarlo, un funcionario de prisiones
ficticio que había sido discípulo de su padre, para explicar por qué su estado de salud
seguía siendo razonablemente bueno y no la habían tratado demasiado mal.
—Al parecer, pensaste en todo —dijo Canaris.
—Procuro hacerlo siempre —respondió Schellenberg con una sonrisa maliciosa—.
Los detalles son tan importantes... Así que nunca se trató de que Halder se asegurase
de que la mujer hiciera lo que se esperaba de ella, sino todo lo contrario. Él podía ser
el hombre ideal para este trabajo, pero desde el principio, Himmler tenía algunas
dudas sobre la autenticidad de la lealtad de Halder, teniendo en cuenta que es medio
norteamericano, y sobre si realmente haría todo lo posible por llevar el asunto a buen
fin. La mujer estaba allí para asegurarnos de que sí. Y con el futuro del Reich en juego,
tuvimos que hacer un plan alternativo por si no podíamos trasladar a los paracaidistas
de Skorzeny hasta El Cairo o si Halder fallaba.
—¿Y por qué no le dijeron la verdad desde el principio, simplemente?
—Era evidente que Halder seguía sintiendo algo por Rachel Stern. Y que haría
cuanto pudiera por llegar a El Cairo, sin importarle los obstáculos. Si le hubiéramos
dicho la verdad, habríamos destruido sus ilusiones. Y, además, en primer lugar, existía
el riesgo de que no hubiera aceptado participar en nuestros planes. Queríamos
también que la tapadera de Ruiseñor fuera creíble y por encima de toda sospecha. Si
la atrapaban, no sería más que una víctima que habíamos utilizado, no uno de los
agentes más brillantes de Alemania, a quien los aliados someterían a juicio y
ejecutarían. Eso les hubiera dado razones para presumir, y no habría sido bueno para
nuestra propia estima.
Se produjo una larga pausa y, de pronto, Canaris pareció enfadarse.
—¿Y por qué me ocultasteis todo esto?
—No ha sido cosa mía, Wilhelm. El Führer decidió que lo más prudente era
mantenerlo en secreto, que cuantos menos lo supieran, mejor.
—Y ahora se estará riendo a mis expensas. Siempre he sabido que no se fiaba de mí
—dijo Canaris sin amargura—. Esto me lo confirma.

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—Eso te toca averiguarlo a ti —dijo Schellenberg, encogiéndose de hombros.


—¿Y quién es esa chica en realidad, Walter? —La curiosidad se hizo palpable en la
voz de Canaris, ronca y ya muy tranquila—. ¿De dónde procede?
Schellenberg encendió otro cigarrillo.
—¿Realmente importa eso a estas alturas?
—Alguien que se arriesga a dejarse la vida en una última misión desesperada como
ésta tiene que ser un fanático o un tonto. ¿Por qué iba a aceptarlo?
—Porque corren tiempos de desesperación —sonrió levemente Schellenberg—, y
ella es una gran patriota.
Canaris se mostró escéptico.
—Esa expresión de astucia en tu cara me dice que hay algo más. Tengo la sensación
de que hay otra razón.
—Siempre buscas otros motivos, ¿verdad, Wilhelm? Y tienes razón. —Schellenberg
soltó el humo, suspiró, sombrío—. Muy bien, voy a darte una. El general Pieter Ulrich.
¿Has oído hablar de él?
—Me suena —dijo Canaris, asintiendo con la cabeza—. Es un hombre destacado y
muy respetado en la Wehrmacht. Un hombre valiente y honorable, con muchas
condecoraciones.
—También es el padre de esa mujer. Y ya no es ningún general respetado, sino uno
de esos locos conspiradores que han traicionado al Führer. En realidad, la última vez
que fui a visitarlo en los calabozos de la Gestapo se había vuelto completamente loco.
Parece ser que las celdas de aislamiento le habían hecho sobrepasar el límite.
—¿Pero... el general está en prisión? —balbució Canaris—. Lo último que había oído
era que Ulrich estaba destinado en el frente ruso.
—Me temo que es mucho peor que eso. Él y toda su familia fueron detenidos en
secreto hace algunos meses, acusados de traición. Es decir, todos menos su hija. A ella
no se la consideró cómplice del delito. Aun así, decidimos hacerle una proposición.
La cara de Canaris se ensombreció, porque empezaba a comprender.
—¿Jugasteis con ella al mismo juego sucio que con Halder?
—Como bien sabes, es un viejo truco de la profesión, pero siempre eficaz —dijo
Schellenberg, encogiéndose de hombros—. En su caso, se retiraban todos los cargos
contra su familia si aceptaba nuestro encargo, y dar la vida por la patria si era
necesario. Supongo que estarás de acuerdo en que es un precio pequeño por la
supervivencia del Reich y la liberación de toda su familia. Su padre y su madre y sus
dos hermanos menores, que actualmente están retenidos en las celdas.

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—Pero los hijos del general Ulrich... creo que los vi una vez. Tienen menos de veinte
años. Son unos niños, los dos. ¿Cómo pueden ser culpables de semejante traición?
—Eso tendrás que preguntárselo a Himmler —Schellenberg volvió a encogerse de
hombros—, yo no tuve nada que ver con su detención. Pero sí he ido vigilando
personalmente cómo están todos ellos, y te alegrará saber que están siendo tratados
razonablemente bien... Nada de más palizas ni interrogatorios. Por lo menos, hasta que
esto haya terminado y se decida su destino.
Canaris tensó los labios con repugnancia.
—¿Y si la hija del general fracasa?
—Vamos a no pensar en fracasos —respondió Schellenberg, animoso—. Ya he
tenido más que suficiente por esta noche. Y la verdad es que puedes creerme si te digo
que seguramente la mujer tiene una probabilidad tan alta como los paracaidistas de
Skorzeny. Y me parece que Halder estará destrozado si se ha enterado de la verdad.
Canaris apoyó la espalda, aturdido, intentando encajar el resto de las piezas y
pensando muy de prisa.
—¿Y a él qué le pasará?
—Dando por hecho que haya supervivientes, sigue en pie el plan que preparamos
con Deacon: sacarlos a todos en avión cuando todo haya terminado, incluido Halder.
Aunque, para ser sincero, no espero que las cosas salgan así. Pero desde luego, si
Ruiseñor consigue sacar adelante el plan, se convertirá en la gloria del Reich. Viva o
muerta, su nombre se habrá ganado un sitio en la historia.
Canaris continuó sentado un rato, rumiando el asunto.
—Está claro que nunca le importó un bledo Halder. Todo era puro teatro.
—Es una actriz espléndida, por supuesto, cuando la ocasión lo exige —admitió
Schellenberg—. Pero en lo de que Halder no le importe, lo cierto es que no estoy tan
seguro.
—Explícate.
—He leído los informes que hizo cuando volvió de Egipto. Según parece, aparte de
Halder, tuvo amistad con otro joven, un norteamericano. Explicaba esas relaciones
como una pura conveniencia, naturalmente, todo como parte de su tapadera. Pero
como bien sabes tú, cuando eres un oficial de inteligencia experimentado aprendes a
leer las mentes y el verdadero significado que hay tras las palabras.
—¿Y qué dicen?
—Tuve la clara sensación de que si no se hubiera marchado de Egipto cuando lo
hizo, se habría visto dividida entre sus sentimientos personales y su sentido del deber.
Cuando le pedí su informe, le pregunté, por curiosidad, qué sentía por aquellos dos
hombres. Y admitió que tenía fuertes sentimientos hacia los dos.

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—¿Estás diciendo que los amaba?


—Estoy diciendo que cualquier cosa que sintiese era perfectamente comprensible.
Era una mujer joven en un lugar exótico, las atenciones sentimentales la halagaban, y
a pesar de sus esfuerzos por no hacerlo, se encontró a sí misma respondiendo a ese
interés. Sabes tan bien como yo que los mejores agentes nunca son los bestias sin
sensibilidad, sino los que tienen corazón e inteligencia. —Schellenberg se encogió de
hombros—. Y también es una mujer. Ambos sabemos lo imprevisibles que son. Todo
es posible. Desde luego, lo seguro es que se vio atrapada en un conflicto de emociones.
—¿Qué quieres decir?
—Cambió después de volver a Alemania. Perdió el gusto por el trabajo. Andaba
distraída, le faltaba enfoque, hasta que, tras un par de misiones desastrosas en
Estambul, acabó por ser relegada al entrenamiento de agentes, aquí en Berlín. Y aquí
estaba desde entonces. Si quieres que te dé mi opinión sincera, creo que se enamoró de
los dos jóvenes y no pudo superarlo, pero no quiso confesárselo a sí misma. Sin
embargo, esta vez está perfectamente concentrada y no tiene ninguna duda sobre la
importancia de lo que tiene que hacer.
Canaris continuaba sentado, sintiéndose curiosamente indiferente ante aquella
revelación.
—Pero todavía no me has dicho qué pasará ahora.
—Deacon y ella harán cuanto sea preciso para completar la misión. Ahora sabemos
que el pasadizo puede utilizarse, y Roosevelt está dentro del recinto. El resto es cosa
suya.
—¿Deacon sabe quién es ella?
—Ha estado al corriente de nuestros planes desde el principió. Kleist también, yo
insistí en ello. Con ese carácter que tiene, era muy probable que intentase matar a la
mujer en cuanto creyera que había dejado de sernos útil. —Schellenberg sonrió—.
Aunque no creo ni por un momento que lo hubiera logrado. Ella es más que capaz de
cuidar de sí misma, y una tiradora excelente.
Canaris todavía no había superado el shock. Se estremeció miró al exterior, la lluvia,
las sombrías nubes que colgaban, negras, sobre la noche de Berlín. La rabia había
desaparecido. No tenía razón de ser: todo estaba más allá de su control. Al cabo de un
momento se volvió.
—¿Pero sinceramente crees que esa chica puede matar a Roosevelt?
—Créeme, si hay siquiera una remota esperanza de que alguien pueda culminar
esto, esa persona es Ruiseñor.

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CAPÍTULO 68

Maison Fleuve
23 de noviembre, 01.30 h

Weaver permanecía sentado; su rostro como tallado en piedra, tenso hasta el último
músculo. La habitación estaba en un silencio absoluto, un silencio abrumador. Halder,
completamente atónito, no dijo ni una palabra hasta que Rachel Stern terminó de
hablar.
—He de admitir que me engañaste por completo —dijo muy bajo, todavía bajo los
efectos del shock, con una voz que era casi un susurro—. La historia del campo de
prisioneros, las razones por las que Schellenberg quería que formases parte de esto, tu
hostilidad inicial. Todo parecía verdad. Pero ahora ya veo que estaba muy equivocado.
Todo era una farsa.
Una expresión como de remordimiento cruzó la cara de Rachel.
—Nada de esto ha sido culpa mía, Jack. A mí, igual que a ti, me atraparon entre la
espada y la pared, me obligaron a entrar en el juego de Schellenberg. —Se acercó
lentamente desde la ventana—. Pareces desolado, Harry. ¿Tanto te he decepcionado?
Weaver se sentía completamente perdido. No encontraba palabras. Estaba hundido,
como si hubiera recibido un puñetazo, pero consiguió susurrar roncamente:
—Más de lo que te puedas imaginar.
—Siento mucho que haya tenido que ser de este modo.
—Muy conmovedor —dijo Halder con amargura—, pero puedes seguir fingiendo
angustia, no importa. Nunca has sentido nada de nada ni por Harry ni por mí, jamás,
¿verdad? Todo era un juego.
Rachel los miró a los dos fijamente, con una especie de lamento en los ojos.
—¿De verdad crees que es así, Jack?
—Lo que creo es que he sido un completo idiota... y todo lo demás no tiene ninguna
importancia. Salvo lo que vaya a pasar ahora.

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—Tú vendrás con Deacon y conmigo. Ya has logrado acercarte una vez a Roosevelt.
Puedes hacerlo de nuevo. Pero esta vez te acompañaré yo. Y si por cualquier
casualidad hay un después, nos iremos volando de aquí.
—¿Te importa decirme cómo?
—Por el medio que preparó Deacon para casos de emergencia. Su amigo el piloto
egipcio nos recogerá en una pista del desierto cerca de Saqqara y nos llevará a una base
aérea alemana de Creta.
—Te puedo asegurar que aunque alguno consiga subir a ese avión, lo derribarán
rápidamente.
—Deacon no opina lo mismo. La ruta está bien planeada. Una vez que el avión esté
al norte de Port Said, habrá unos cazas alemanes esperando para guiarlo con
seguridad.
—¿Y quién va a hacer el trabajo sucio en el hotel?
—Yo. Ése era el plan, si tú fallabas o los hombres de Skorzeny no llegaban.
—¿Y cómo? —Halder movió la cabeza a ambos lados—. No tendrás ni una maldita
posibilidad de acercarte a Roosevelt, y no digamos de matarlo y conseguir escapar.
—Me temo que tendré que jugar esa mano según vengan las cartas. Y en cuanto al
cómo... —Rachel hizo aparecer la Luger de Deacon, dejó la ametralladora y se sacó
algo del bolsillo. Halder reconoció al instante aquella forma oblonga de metal. Rachel
la encajó en el extremo de la Luger —. Un nuevo silenciador que ha sacado el SD. El
mejor que se haya hecho nunca. Si lo disparase a tu espalda, ni siquiera te enterarías.
Apuntó rápidamente a Halder con la pistola y apretó el gatillo. Se oyó un ruido
apenas audible, como una tosecita ligera, y un proyectil zumbó junto a la oreja de
Halder y se incrustó en el yeso de la pared, a su espalda. Disparó de nuevo, esta vez
deliberadamente a la derecha, acertando a una de las máscaras mortuorias nubias de
la pared, un tiro limpio entre los ojos.
—Impresionante —dijo Halder, observando los resultados—.
Así que, ¿yo te conduzco a través del pasadizo y tú te juegas tu oportunidad?
—¿Hay alguna otra opción?
—Puedes olvidarte de una vez por todas de este maldito asunto.
Ella lo miró, muy seria, y negó con la cabeza.
—No puedo hacer eso, Jack. ¿Y sabes por qué motivo?
—No puede ser que creas de verdad en todas esas estupideces nazis. El Reich de los
mil años, un solo pueblo, un solo Führer.
Rachel titubeó y por su rostro cruzó una sombra que humedeció de emoción sus
ojos.

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—Lo que yo crea o deje de creer no tiene ninguna importancia. Excepto que tengo a
mi familia pudriéndose en los sótanos de la Gestapo y que realmente no quiero que
mueran allí. Y tengo un país que está siendo bombardeado noche y día. Si eso no se
acaba pronto, no quedará nada para nadie, no habrá nada para la gente decente.
—Pobre estúpida. ¿No lo ves? Puede que a lo que jugamos aquí sea a un juego
mortal, pero sigue siendo sólo un juego. Nada de lo que tú puedas hacer cambiará
nada. Los aliados ganarán la guerra de todas maneras.
Rachel no respondió, y mientras Weaver seguía allí sentado, escuchándolo todo con
rostro impenetrable y totalmente confuso, miró a Halder y le dijo con voz ronca:
—Habéis mencionado un pasadizo. ¿A qué os referís?
—Me temo que vas muy atrás en esta carrera, Harry. Hay una quiebra fatal en las
defensas de tu presidente.
Halder le explicó lo del túnel; Weaver no pudo controlar su ira y miró a Rachel y
explotó, con la voz llena de emoción:
—Matar a Roosevelt no va a terminar con esta guerra, lo único que hará será
empeorarla. No existe ni un solo soldado americano vivo que no se sintiera ultrajado
y buscase venganza. Querrían ver a Alemania de rodillas. Y continuarían luchando
tanto tiempo como fuera preciso, sin renunciar nunca. Hasta que el infierno se hiele.
—Me temo que nada de todo eso cambie nada, Harry —le dijo Rachel—. Sigo
teniendo una misión que cumplir. En cuanto a tu amiga y a ti, no sufriréis daños si
hacéis lo que se os dice. Os ataremos y os dejaremos en algún lugar donde no haya
peligro de que os descubran hasta mucho después de que todo haya terminado. Y
ahora, Jack, creo que es hora de que nos vayamos. Puede que Harry se tire un farol,
pero si no, tendremos visitas muy pronto.
—Hay un pequeño problema.
—¿Cuál?
—Yo no voy contigo.
Rachel levantó la pistola. Halder dijo con resignación y la calma en el rostro:
—Mátame si tienes que hacerlo, pero sigo diciendo que no. Se ha terminado. Ya
estoy más que harto de muerte y destrucción. He hecho mi papel y ya he llegado al
final del recorrido.
—¿Y qué pasa con tu hijo?
Halder luchó por contener su emoción.
—Creo que en el momento en que acepté participar en esta locura, también acepté
que no vería nunca más a Pauli. Y mi respuesta sigue siendo la misma —y en su rostro
apareció una tremenda expresión de dolor al quedarse mirando a Rachel Stern.

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Finalmente, derrotada, Rachel dijo:


—Muy bien, Jack. Como quieras.
Se abrió la puerta y apareció Deacon, seguido de Kleist.
—Han acusado recibo del mensaje.
—¿Y la mujer?
—En la bodega, bien atada —respondió Kleist. Llevaba al brazo el uniforme de
Helen Kane—. He pensado que esto podría resultarnos útil —y con una amplia sonrisa
mostró en alto la tarjeta militar de Helen, para horror de Weaver—. Nunca creerían lo
que encontré en su bolsillo. Un pase especial para el recinto del Mena House.
Rachel examinó el pase y Deacon cruzó ansioso la habitación, revolvió en el bolsillo
de la guerrera de Weaver y sacó la cartera con los carnets.
—Los dos llevaban pases especiales. Parece ser que, después de todo, la buena
suerte está de nuestro lado.
Weaver se quedó completamente abatido. Halder le dijo a Deacon:
—Así que usted sabía la verdad todo el tiempo.
—Lo mismo que Kleist, evidentemente. Es muy triste que las cosas hayan llegado al
punto de que un alemán no se pueda fiar de otro, pero así están las cosas, comandante.
—¿No cree que ya ha habido suficientes muertes, Deacon? Para Alemania, la guerra
se ha acabado, eso lo saben hasta los perros del mercado. Están desperdiciando sus
vidas si continúan con esto.
Deacon lo ignoró y se volvió hacia Rachel.
—¿Estamos listos?
—Me temo que el comandante no vendrá con nosotros. Seremos sólo usted y yo.
Deacon tragó saliva, señaló la pistola que Rachel tenía en la mano.
—¿No puede hacerle cambiar de opinión?
—No tiene sentido. Tendremos que jugárnosla nosotros solos.
—Es una lástima que haya preferido ser un traidor —dijo Deacon a Halder
mirándolo con desprecio—. Probablemente ha desperdiciado su oportunidad de
formar parte de la historia —dijo, y volvió a mirar a Rachel—. ¿Qué quiere que haga
con él?
—Él sigue teniendo sitio en el avión. Aunque nosotros no lleguemos.
Deacon no discutió.
—Muy bien, ¿y el otro?
Rachel lanzó una mirada morosa a Weaver.

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—Tendrá que encerrarlo junto a la mujer fuera de la circulación durante un buen


tiempo, después de que nos hayamos ido.
—Lo mejor es matarlos a todos, aquí y ahora —dijo Kleist con un destello sediento
de sangre en los ojos.
Rachel se volvió hacia él, con fiereza.
—Ninguno de ellos tiene que sufrir daño. Es una orden. Haga exactamente lo que
le digo. —Le tendió la pistola ametralladora M3 y le ordenó—: Coja esto. Y utilícelo
sólo si es imprescindible. Y lo digo totalmente en serio, Kleist.
Kleist se metió su pistola en la cintura y cogió la metralleta con expresión torva
mientras Rachel lanzaba una mirada significativa a Weaver y Halder.
—Sólo espero que los dos aprovechéis la oportunidad que os ofrezco. Comportaos
como es debido y viviréis.
—Visto que el comandante nos ha abandonado —dijo Deacon—, propongo que
cojamos la motocicleta, iremos más rápidos. Haremos un recorrido directo por el
desierto hasta Nazlat as-Saman, como hicieron ustedes antes.
Weaver miró a Rachel con súbita vehemencia.
—Nunca podrás acercarte a Roosevelt. Estarás muerta antes de dar diez pasos por
el jardín.
En la cara de ella apareció una expresión extraña, de dolor impreciso o
remordimiento, y sus ojos se ablandaron por un momento.
—Me temo que esta vez ya he cruzado el río, Harry, y que es demasiado tarde para
dar marcha atrás. Así que si no vuelves a verme, acuérdate alguna vez de mí. —Luego
miró a Halder—. Tú también, Jack. ¿O es demasiado pedir?
Se produjo un largo silencio. Ninguno de los dos respondió y Rachel se volvió
bruscamente a Deacon, como si no pudiera soportar un segundo más sus miradas
acusatorias.
—Vámonos —dijo, y salió de la habitación. Cuando Deacon iba a seguirla le dijo a
Kleist: —Coja la lancha con Hassán y vayan al sur hasta Menfis, y de allí a pie hasta la
zona de aterrizaje. —Miró el reloj y añadió—: Dennos unas... tres horas y media como
mucho, a esa hora tiene que aterrizar el avión del capitán Rahman.
— ¿Y si no han aparecido para entonces?
—Márchense sin nosotros —contestó Deacon, sombrío—. Ya han oído lo que tienen
que hacer con Weaver y su amiga. Y lo mismo con Halder.
—No se preocupe, están en buenas manos.
Deacon lanzó una mirada de inteligencia a Kleist y bajó la voz:

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—Espero que no. Personalmente creo que esa mujer comete un grave error
dejándolos vivos. Es una cuestión de sentimentalismo, estoy convencido.
Kleist le sonrió y meció la ametralladora entre los brazos.
—¿Usted hubiera dado una orden diferente?
—¿Y usted no?

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CAPÍTULO 69

01.40 h

En la suite presidencial del Mena House, el agente Jim Griffith oyó el teléfono
repicar como un timbre de alarma.
Se sobresaltó y se despertó de golpe. Había estado descansando en uno de los sofás
de la salita de recepción de la suite y cuando fue a coger el teléfono vio que su jefe de
turno, Howie Anderson, estiraba los brazos en la butaca de enfrente.
—Por todos los santos, ¿es que no hay descanso para los cansados?
—Desde luego que no, si trabajan en el Servicio Secreto. —Griffith sonrió, y habló
por el aparato—: Puesto número uno. Griffith. —Escuchó y luego dijo—: Sí, señor,
entendido.
Colgó de nuevo el aparato mientras Anderson bostezaba y miraba su reloj.
—¿Qué pasa?
—Dos visitas que ya están en el vestíbulo. El embajador Kirk y el general George
Clayton quieren ver al gran jefe.
—¿A estas horas? —Anderson se frotó los ojos; ya sabía que los nombres de esas
dos personas estaban en la lista de visitantes especiales, y que les habrían autorizado
el paso en el perímetro exterior, pero de todos modos comprobó el estadillo—. Debe
de ser más que importante. ¿Quieres despertarlo tú?
—Claro.
Griffith estaba a punto de ir hacia el corto pasillo que conducía al dormitorio del
presidente cuando se oyó que la guardia de fuera llamaba a la puerta.
—Parece que los invitados del jefe tienen muchísima prisa —comentó Anderson y
cogió la metralleta Thompson que tenía apoyada junto a la puerta, encajando el
cargador circular fue el ángulo del brazo—. Deben de haber subido los escalones de
cinco en cinco.
Griffith tenía la mano en la culata del Smith & Wesson del 38 que llevaba en la
sobaquera, cruzó así la habitación, llamó de nuevo y pidió la contraseña al guardia de

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fuera. Cuando se la dio, abrió la puerta, con Anderson ya dos pasos detrás de él y
cubriéndole con la Thompson.
En el pasillo esperaban impacientes el embajador Alex Kirk y el general George
Clayton. Griffith miró detenidamente sus pases de seguridad.
—El presidente —dijo Kirk, apremiante.
—Está durmiendo, señor embajador.
—Entonces despiértelo. De prisa.

Maison Fleuve 01.40 h

Hassán regresó y todos oyeron la motocicleta que arrancaba fuera. Kleist seguía
teniendo la M 3 entre las manos, y una expresión de gozo en la cara.
—Así que, finalmente, te has enterado de la verdad, ¿eh Halder? Aunque no me
sorprende nada que hayas resultado ser un cobarde traidor. Bueno, ¿qué tienes que
decir en tu defensa?
—Sea lo que sea, no se lo diré a usted, así que váyase al infierno.
Kleist cruzó rápidamente la habitación con el odio ardiéndole en los ojos y agarró
fuertemente a Halder por el pelo.
—Tú y tus señoritos prusianos, me ponéis enfermo. Sois una pila de arrogantes. Te
he hecho una pregunta.
Halder lo ignoró y se dirigió a Weaver.
—Estás viendo al animal responsable de asesinar a sangre fría a aquellos dos
oficiales en el avión accidentado. Y también de acuchillar a un par de policías egipcios.
El SS sonrió y lo miró a la cara.
—No tienes estómago para la guerra, Halder. Cómo es posible que le hayan dado
un uniforme a un cobarde como tú, es algo que no puedo entender.
—Siempre ha sido usted un cabrón, Kleist. Tendría que haberle pegado un tiro
cuando tuve oportunidad.
Kleist le dio un fuerte golpe en la cara con la culata de la ametralladora, y Halder
cayó para atrás, con sangre en los labios.
—Un pequeño aperitivo de lo que vendrá, el primer pago de una vieja deuda. —La
cara de Kleist quedó cruzada por una sonrisa forzada—. Y tengo que decir que
disfrutaré cobrándome lo que falta.

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Fuera, oyeron que la motocicleta aceleraba y se alejaba. Kleist miró a Halder con
maldad.
—Si crees que te voy a llevar con nosotros en el avión, estás muy equivocado.
Aunque esos dos consigan terminar el asunto, algo me dice que no saldrán vivos. Lo
que significa que tú estás muerto.
Levantó la bota y le pegó una patada a Halder en la ingle; éste se desplomó sobre el
suelo. Weaver hizo un movimiento para ayudarlo pero Kleist le puso la ametralladora
en la cara.
—Ni lo intentes, yanqui. Además, me parece que hay alguien que también tiene una
cuenta que saldar.
Hassán se adelantó. La navaja curva apareció en su mano, y en sus ojos, una mirada
de intenso placer.
—El mal día ha llegado por fin. Prepárate para rezar tus oraciones.
—Aquí no —le dijo Kleist, poniéndole una mano en el brazo—. Estoy pensando en
algo mucho más interesante. Coge a la mujer y llévala al barco, rápido. —Empujó la
frente de Halder con el cañón de la M3 y sonrió con afectación—. Vamos a darles algo
que mascar a los cocodrilos del Nilo, nos libraremos del comandante y de sus amigos
en el río.

01.45 h

Neumann había hecho un tiempo excelente, mucho mejor de lo que había previsto,
los fuertes vientos de rumbo sureste les dieron todo el camino de cola. Estaban a cinco
mil metros y había muy pocas nubes. El segundo Dakota se había puesto ligeramente
delante de ellos, tomando la delantera, y podían percibir su silueta borrosa a no más
de una milla. En la carlinga a oscuras, iluminada sólo por el resplandor tamizado del
panel de instrumentos y la escasa luz de la luna, Skorzeny se impacientaba.
—¿Falta mucho?
—Si el viento sigue a favor, no más de quince minutos hasta la costa egipcia. Menos
de una hora al aeródromo de destino. Suponiendo, claro, que no nos encontremos con
aviación enemiga que traiga una idea diferente —dijo Neumann, mirando en
derredor—. Eso de mantener la altitud lo más baja posible en la aproximación a El
Cairo va a ser condenadamente difícil ¿sabe?
—Neumann, tengo fe absoluta en usted —le dijo sonriente Skorzeny, poniéndole la
mano en el hombro.

509
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

En ese preciso momento les sobresaltó una repentina ráfaga de balas trazadoras que
dibujaban un arco en el cielo nocturno, teniendo como blanco el Dakota que les
precedía. Dos cazas Tomahawk con distintivos de la RAF surgieron de la nada entre
las tinieblas del este, escupiendo fuego.
—¡Dios! —murmuró Neumann—. Tenemos visita.
Instintivamente, se elevó bruscamente y el otro Dakota trató de hacer lo mismo al
ver que uno de los Tomahawks lo atacaba por estribor con un fuego de ametralladora
intenso. El Dakota recibió un impacto y su ala de estribor se desintegró prácticamente
bajo el aluvión de plomo, y el aparato explotó como un enorme fuego de artificio y sus
restos en llamas cayeron hacia el mar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Pobre gente!
—Por Dios santo, Neumann, ¡sáquenos de aquí! —rugió Skorzeny, imponiéndose
al ruido de los motores.
—No podremos —respondió Neumann, muy nervioso—. Los Tomahawks nos
ganan en velocidad.
—¡Pues haga algo, hombre! —gritó Skorzeny. Neumann empujó con fuerza la
palanca hacia adelante y el Dakota picó bruscamente hacia abajo, ganando velocidad
hacia el mar a un ritmo terrorífico. Con la cara sudorosa, Neumann advirtió:
—Será mejor que se agarre bien, mi coronel. Vamos a hacer un viaje peliagudo.

Mena House 01.45 h

La suite tenía una salita de invitados, con un par de sofás de cuero y una mesita de
café y las paredes blancas decoradas con grabados y tallas en madera árabes. Mientras
el embajador y el general esperaban ansiosos, Griffith trajo a Roosevelt en su silla de
ruedas. Llevaba puesto un batín y tenía el pelo plateado revuelto y el mal aspecto de
alguien a quien han sacado del sueño. Pero no mostraba signos de malhumor, sólo una
sonrisa difícil.
—Confío en que tengan ustedes una buena razón para hacerme esto, caballeros. Ya
saben que un anciano como yo necesita dormir.
—La tenemos, señor presidente —respondió Kirk, y le contó las novedades.
—De modo que se ha terminado —dijo Roosevelt llanamente, sin triunfo en la voz—
. Berlín lo probó y falló.
—Me temo que no haya terminado todavía, señor presidente —explicó Clayton—.
Tres de los alemanes pudieron escapar, pero no tendrán ni una remota posibilidad de

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acercarse al hotel. No es que sea probable que traten de seguir adelante con su misión
llevando toda una jauría tras ellos. Todos los cuarteles están alerta y hemos establecido
un cerco impenetrable en torno al recinto del hotel, y además, para estar
completamente seguros, vamos a doblar las patrullas.
—Es reconfortante oír eso, general. Apuesto a que si más de mil soldados no pueden
protegerme, nadie podrá hacerlo.
—No hay una verdadera amenaza, señor presidente. Hemos puesto en alerta a
todos los cazas disponibles que tenemos en el norte de África, y las patrullas aéreas
están patrullando en estos momentos. Las medidas extra son por pura precaución.
Estoy más que seguro de que habremos atrapado a esos alemanes muy pronto.
—Pero habrá habido bajas, seguramente.
—Media docena de heridos y seis muertos, que sepamos. Dos de nuestros hombres,
y otros cuatro. Podría haber sido mucho peor.
—Cuanto antes se acabe esta maldita guerra, mejor —dijo Roosevelt tras lanzar un
profundo suspiro; luego miró su reloj—. Imagino que ya no hay nada más que decir.
Excepto que estoy en deuda con usted y sus hombres, general.
Clayton saludó y dijo:
—Puedo asegurarle que está en buenas manos, señor presidente.
—De eso no tengo duda. Y ahora, será mejor que los deje que vuelvan a hacer lo que
tengan que hacer. Caballeros, les deseo buenos días.

01.49 h

En el Dakota, la tensión asustaba. Neumann continuaba apretando con fuerza hacia


adelante la palanca de mando para mantener aquel rápido descenso. No tenía la menor
fe en poder deshacerse de los Tomahawks y sabía que, debido a su gran velocidad, era
seguro que todo se había terminado, pero su instinto animal lo hacía mantener la lucha
contra las probabilidades.
Aunque no podía ver los Tomahawks a su cola, las balas trazadoras le pasaban a
izquierda y derecha mientras el caza continuaba su ataque descendiendo tras él. El
Dakota temblaba fuertemente con el aumento de velocidad, las vibraciones eran
insoportables, los motores aullaban como protestando.
Neumann echó un vistazo al altímetro: las agujas seguían girando rápidamente
hacia abajo, el Dakota se lanzaba de cabeza hacia el mar, la vibración apenas si lo
dejaba leer los instrumentos.

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—Mil metros.
—¡Mejor que equilibremos la altitud pronto, comandante! —le gritó, ansioso, el
copiloto—. ¡Si no, no conseguiremos cortar el picado!
—¡Espere! —gritó Neumann.
Ochocientos.
Quinientos.
—¡Mi comandante! ¡No lo conseguiremos!
Los Tomahawks continuaban a su cola, las balas seguían zumbando, clavándose en
el mar directamente a proa de ellos. Neumann eligió el momento y tiró con fuerza
hacia atrás de la palanca y el Dakota se levantó, con torpeza al principio, alzándose
luego, esquivando el agua por muy poco. Tenía la esperanza de que uno de los
Tomahawks, o los dos, que eran máquinas más rápidas, no consiguieran levantarse a
tiempo y se estrellaran contra el mar, pero no tuvo suerte porque unos segundos
después de nivelarse, las ametralladoras volvieron a martillearlo.
—Me temo que se acabó —le dijo a Skorzeny, derrotado—. Estamos listos.
—¡Más aviones enemigos, comandante! ¡Al frente! —lo interrumpió el copiloto.
Neumann sintió que se le encogía el estómago. No había duda, las figuras oscuras
de tres aviones se precipitaban hacia ellos volando muy bajo por encima del mar. Sus
armas hicieron erupción, escupieron llamas y Neumann se cubrió instintivamente la
cara.
—¡Son de los nuestros! —gritó, entusiasmado, el copiloto—. ¡Ciento nueves!
Neumann miró de nuevo. Eran Messerschmitt 109, sin duda, y no le disparaban a
él, sino a los Tomahawks. Los 109 pasaron uno por encima de él, otro por babor y otro
por estribor. Se merendarían en un momento a los Tomahawks, de eso Neumann
estaba seguro.
—Gracias a Dios —suspiró—. Hemos estado cerca, todavía estoy temblando.
Antes de que pudiese siquiera ladearse para echar una ojeada a la pelea, otros dos
109 aparecieron uno a cada lado. Vio que el piloto que tenía a estribor le hacía una serie
de gestos con la mano.
—¿Qué quiere? —preguntó Skorzeny.
—Hablar por radio. —Neumann la conectó, buscó la frecuencia, escuchó, y luego le
dijo a Skorzeny—: Operación abortada. Hemos de seguirles de regreso a Creta.
—¿Qué?
—Órdenes de Berlín. Y yo no tengo nada que objetar.
—Déjeme hablar con él.

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Neumann tendió los auriculares y el micrófono a Skorzeny. El coronel se los colocó,


estableció contacto con el piloto del 109 y bramó:
—Repita esas órdenes.
Escuchó, la cara se le torció de disgusto, se arrancó luego los cascos y el micrófono
y se los arrojó a Neumann.
—¡Maldición! ¡Maldición!
—No parece usted muy contento de estar vivo, mi coronel —le dijo Neumann,
mirándolo.
—Usted no lo entiende, es una catástrofe.
—Cierto. Los hombres del otro aparato...
—No me refiero a eso. —Skorzeny estaba completamente abatido—. Me refiero a
esta maldita misión. Abortarla puede hacernos perder la guerra.
—¿Es realmente tan grave?
—No lo sabe usted bien, Neumann.

Gizeh 02.15 h

A Alí le gustaba ser policía. La paga era una miseria, pero el trabajo tenía sus
ventajas. Entre otras, y no las menores, una buena cena en la comisaría todos los días,
uniforme gratis y el respeto y la envidia de sus amigos. Aunque lo mejor de todo eran
las oportunidades de sacarse alguna pequeña bakshish.
Tenía un billete de cincuenta piastras guardado en el bolsillo, no tanto como el
sargento, porque aquel avaricioso hijo de puta se había embolsado casi todo el dinero
que les dio el profesor americano, pero por lo menos Alí se llevó una parte. El sargento
se había ido, se había largado a su casa para acostarse con aquella mujer gruñona que
tenía, y había dejado a Alí solo haciendo guardia en la barrera.
Medio dormido, miraba las estrellas tumbado en una estera que había colocado
encima de una de las peñas que había al lado de la garita, tenía el fusil apoyado en el
codo y oyó que se acercaba el ruido de un motor. Bostezó, se levantó desperezándose
y se rascó, luego cogió el fusil y se sacudió el polvo del uniforme. Se preguntó quién
podía venir a aquellas horas.
Algunas noches, los soldados aliados sacaban mujeres de la ciudad en taxis o galeras
de caballos, y pedían a Alí que los dejase visitar las tumbas y las pirámides a la luz de
la luna, y él siempre aceptaba a cambio de una pequeña bakshish. Se relamió por
anticipado al ver el vehículo que se aproximaba por la pendiente. Con suerte, sumaría

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algo más a sus cincuenta piastras. En la penumbra medio iluminada por la luna pudo
distinguir una motocicleta con dos personas. Cuando estuvo más cerca los alumbró
con su linterna y frunció el ceño al reconocer las caras del hombre y la mujer que habían
estado allí anteriormente en el coche del profesor. Alí aflojó la mano con que sujetaba
el fusil cuando la motocicleta se detuvo y la pareja se bajó. Era mucho después de
medianoche. ¿Qué querrían esta vez? Inclinó la cabeza, cortésmente.
—Effendi, madame.
—¿Se acuerda de nosotros? —le preguntó Deacon en perfecto árabe.
—Desde luego.
—Tenemos un problema —continuó Deacon—. Nos olvidamos algo en el sitio de la
excavación y tenemos que volver. Quiero hablar con su sargento.
—El sargento no está, effendi.
—¿Y entonces dónde está?
Alí dudó. El sargento estaba durmiendo en su propia cama cuando tendría que
haber estado en su puesto, pero decir la verdad era algo impensable, así que dijo,
sencillamente:
—Ha salido a resolver un asunto importante de policía, y estará de vuelta al
amanecer.
Deacon asintió, comprensivo.
—¿De manera que está usted solo?
—Lo siento, effendi, soy la única persona de guardia. —Alí sonrió con la sonrisa que
ponía siempre que el aroma a bakshish flotaba en el aire. Frotó los dedos corazón y
pulgar para que aquel hombre se percatase de lo que quería—. Quizás pueda ser
posible que vuelvan ustedes a visitar la excavación.
Deacon le devolvió la sonrisa y se llevó la mano al interior de la chaqueta en busca
de la cartera.
—Naturalmente.
Alí no había vigilado a la mujer, y en eso se equivocó. Por algún motivo, se había
ido a mirar entre las peñas de uno de los lados de la barrera y cuando volvió hizo un
gesto con la cabeza a su compañero.
—Dice la verdad. El sargento no está.
Alí frunció el ceño, confuso, algo no era normal, y cuando se volvió el hombre sacó
la mano pero no con una cartera, sino con una pistola. El metal golpeó con violencia el
lateral del cráneo de Alí, sintió un dolor chirriante que le dio ganas de vomitar y todo
se volvió negro a su alrededor.

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CAPÍTULO 70

Maison Fleuve
23 de noviembre, 01.35 h

Sanson escrutó con los prismáticos. Con sólo un ojo útil, apenas podía ver la villa
entre la oscuridad plateada.
—No me extraña que no pudiéramos encontrar a Halder y a la mujer cuando se
escaparon de Rashid, probablemente hayan estado escondidos ahí. Y apuesto a que
también era aquí desde donde Deacon transmitía por radio.
—¿Cómo?
Sanson bajó los prismáticos y se volvió a mirar al comandante.
—Es otra parte de la historia. Recuérdeme que se la cuente en otro momento.
Se habían detenido en el camino privado que conducía a la villa, dejaron el jeep y el
camión con la tropa detrás y fueron andando en la oscuridad —Sanson, el comandante
y uno de sus hombres— hasta que llegaron a una pequeña elevación, a unos ciento
cincuenta metros de la propiedad. Sanson, esta vez sin prismáticos, escudriñó con
cuidado la villa blanca, los jardines amurallados salpicados de palmeras. No vio
ninguna luz encendida y las ventanas estaban cerradas, pero le pareció distinguir algo
como la punta de un embarcadero particular que se adentraba en el Nilo desde la parte
trasera de la finca.
—Lo mejor será que mande media docena de hombres a la orilla para que aseguren
la retaguardia. Es probable que Deacon y sus amigos tengan una barca. No quiero que
se escape nadie. Hay que cazar a toda esa gente, vivos o muertos.
El comandante no respondió, pero escrutaba al frente, en la oscuridad, y Sanson le
preguntó:
—¿Qué pasa?
—Hay un vehículo aparcado un poco más adelante, a la derecha del camino. Y si no
me equivoco, creo que es un coche oficial.
El comandante se lo señaló. Sanson vio la silueta entre sombras de un Humber
militar, sacó la pistola.

515
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—Echemos una ojeada.


Cuando llegaron a él, el coche estaba vacío. Las puertas delanteras abiertas y las
llaves puestas. El comandante encendió una linterna mientras Sanson miraba en el
interior. Pudo ver los restos de unas esposas aserradas tirados en el suelo del lado del
pasajero, y apretó la boca de rabia.
—¡Weaver! Tenía que haberlo imaginado, puñeta.
De pronto, de la dirección de la villa llegó el petardeo de un motor que arrancaba,
y Sanson se puso una mano tras la oreja.
—¿Qué es eso?
—Suena como una motocicleta, mi teniente coronel.
Sanson oyó cómo el motor se revolucionaba y se alejaba.
—Esos cabrones deben de estar en marcha. Avise inmediatamente a los hombres.
Vamos a entrar.

01.40 h

En la bodega, Helen Kane se peleaba con las cuerdas. Le corría el sudor. Tenía las
muñecas atadas muy fuerte, le dolían, y resultaba imposible liberarse. Un rayito de
luna se colaba por una puerta de hierro en el extremo más alejado de la bodega, apenas
suficiente para ver un poco. Oyó que algo se movía en la penumbra y se acurrucó,
horrorizada, cuando vio una rata que le pasaba corriendo entre las piernas.
Intentó mover la silla y con gran esfuerzo logró hacerla girar, volcándola casi con el
movimiento. Miró los estantes llenos de botellas de vino. Si conseguía romper una de
las botellas, tal vez pudiera usar el cristal para cortar las cuerdas. Avanzó
penosamente, haciendo fuerza con los talones sobre el suelo de piedra, el más mínimo
movimiento le suponía un gran esfuerzo. Alcanzó el estante más próximo, echó la
cabeza hacia adelante y trató de apresar una botella llena de telarañas con la boca. La
movió un par de centímetros, pero no más. Volvió a intentarlo. Esta vez, la botella salió
un poco más.
La empujó contra la mejilla y consiguió desequilibrarla. La botella reventó contra el
suelo de piedra, salpicando el líquido y dispersando los trozos de cristal. Se movió un
poco hacia atrás inclinó la silla, y cayó al suelo, aterrizando dolorosamente sobre
algunos de los cristales que le arañaron el brazo y el hombro.

516
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Ahogó el grito que ya brotaba, pero en ese preciso momento se abrió la puerta de la
bodega y apareció Hassán con una lámpara. Advirtió el peligro y bajó los escalones en
un instante.
—¡Zorra! —rugió, y le cruzó la cara con un fuerte bofetón la agarró del pelo y la
arrastró escaleras arriba.

01.42 h

Cuando Kleist conducía a Weaver y Halder a punta de pistola hacia las puertas
vidrieras oyeron un rugido de motores en el exterior, seguido de un chirriar de
neumáticos.
Hassán empujó sin miramientos a Helen Kane al interior de la habitación y fue
rápidamente hacia la ventana y atisbó por una rendija de los postigos.
—Tenemos compañía. Soldados, y muchos.
—Scheisse!
Kleist empujó a Helen Kane para juntarla con Halder y Weaver.
—Vigílalos —le dijo a Hassán, y cruzó hacia la ventana más próxima con la M3
preparada.
Atisbó entre los postigos y en la oscuridad exterior vio a un oficial de uniforme, con
un parche en un ojo, la pistola enarbolada, que se apresuraba por la verja abierta. Antes
de que Kleist tuviera oportunidad de abrir los postigos y disparar la pistola
ametralladora, el hombre se sumió en la oscuridad del jardín y desapareció. De un
camión que se detuvo ante los muros de la villa empezaron a saltar soldados.
Se oía gritar órdenes en la oscuridad y, de pronto, se oyó ruido de madera astillada
en el recibidor, alguien intentaba forzar la puerta principal. Kleist se giró, frenético,
hacia Hassán.
—¡Baja a la bodega, rápido!
Hassán lanzó una mirada a Weaver y a los otros.
—¿Y éstos?
—Déjamelos a mí. —Cuando Hassán iba ya hacia la puerta, Kleist trazó un arco con
la M3—. Aquí terminan las cosas para ti y tus amigos, Halder. Y me temo que no hay
tiempo para oraciones —dijo, se echó a reír como un loco y levantó la ametralladora,
con el dedo tensándose sobre el gatillo.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Se oyó un clic, pero no pasó nada. La risa se ahogó en la garganta de Kleist y su cara
se ensombreció, pero con un movimiento fluido remontó el arma, expulsó un cartucho
sin usar al suelo y apretó el gatillo de nuevo.
Clic.
—Tiene usted razón —le dijo Halder—. Aquí se acaban las cosas.
Se lanzó hacia adelante, aplastó con fuerza el puño contra la mandíbula de Kleist,
que salió trompicado hacia atrás. En la puerta, Hassán ya reaccionaba, volviéndose
con ademán de sacar su pistola, pero Halder fue más rápido. Agarró la pistola que
Kleist llevaba en el cinturón, rodó por el suelo y disparó, acertando al árabe en el
pecho, haciéndolo volar hacia atrás, un segundo tiro le impactó en la garganta, la
pistola cayó de su puño y el cuerpo se retorció como en una obscena danza de la
muerte.
Kleist, aturdido, trató de ponerse en pie y alcanzar el arma de Hassán, pero Weaver
llegó antes, le disparó por dos veces al pecho, el hombre de las SS cayó hacia atrás, y
Weaver volvió a hacer fuego, acertándole en la cabeza.
—Lo has hecho mejor de lo que esperaba, amigo mío. —Halder se inclinó para
recoger la M3—. O los dioses nos sonríen o Kleist era un cabrón con mala suerte: dos
cartuchos malos seguidos, casi no se puede creer —dijo, y corrió para atrás el cerrojo
del arma y lo examinó; alzó una ceja—. Me parece que estaba equivocado en las dos
cosas. Alguien ha manipulado el percutor. Muy considerado por su parte.
Weaver palideció.
—¿Rachel?
—Es una posibilidad, teniendo en cuenta que ella le dio el arma a Kleist a propósito.
—Por su cara cruzó una expresión de remordimiento—. Así que ahora se ha redimido,
por lo menos con nosotros. Y tal vez eso quiera decir algo. Pero estoy completamente
seguro de que lo de tu presidente es otro asunto.
Del pasillo llegaron más ruidos de maderas astilladas, con pisadas de botas al otro
lado de las puertas vidrieras francesas, las tropas tomaban posiciones por la parte de
atrás. Una fuerte andanada destrozó uno de los postigos de madera y el plomo
atravesó las ventanas y destrozó los cristales.
—¡Al suelo! —rugió Weaver. Cogió a Helen Kane y los tres se lanzaron al suelo.
Allí tumbado, Halder miró a Weaver.
—Tendremos a tus amigos encima en un segundo. La barra de la puerta principal
no va a resistir eternamente. Bueno, ¿qué tendrá que ser, Harry? ¿Rendición? ¿O
intentamos echar el freno antes de que sea demasiado tarde?
—¿A qué te refieres?

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—Yo ya soy un muerto ambulante. Pero Rachel podría ser algo distinto. No me
gusta apostar mi vida por nada, pero si consideras por qué hace lo que está haciendo,
me gustaría pensar que un consejo de guerra por lo menos le ahorraría la soga. Eso
suponiendo que podamos detenerla a tiempo. Si conseguimos llegar a Gizeh, podemos
tener una oportunidad. Tú decides.
—¿Te importaría decirme cómo vamos a salir de aquí?
—Si llegamos al vestíbulo, hay una salida por la bodega, y un barco que nos espera
en el río.
—¿Y después de eso?
—De momento, vamos a preocuparnos sólo de salir vivos. ¿Qué me dices?
Otra lluvia de balas cosió los postigos, trozos de pared saltaron por los aires, astillas
de madera volaban por la habitación. Weaver asintió con la cabeza.
—Vamos.

01.43 h

Sanson estaba rabioso. Volvió a patear la puerta con todas sus fuerzas y,
desesperado, disparó otros dos tiros contra la cerradura, luego hizo fuerza con el
hombro, pero seguía sin ceder.
—Déme una granada —le dijo al soldado que tenía al lado.
El hombre le tendió una granada de su cartuchera.
—Hágase atrás.
Sanson colocó la granada al pie de la puerta, ordenó a los hombres que se pusiesen
a cubierto, sacó la aguja y se aplastó contra la pared lateral. La explosión se produjo
un segundo después, un tremendo estallido que hizo saltar la puerta de sus bisagras.

01.45 h

Sanson, en medio de la habitación, observaba la carnicería. El cuerpo del árabe yacía


en el suelo y había otro cadáver despatarrado en un rincón, todavía le brotaba sangre
de dos heridas de bala en el pecho y otra en la cabeza. El comandante irrumpió en la
habitación.

519
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—No hay nadie vivo. Ni arriba ni abajo.


—¿Está seguro de que sus hombres no han visto escapar a nadie por el río? —
preguntó Sanson, lívido.
—No, mi teniente coronel. No hemos oído ningún motor, y la lancha sigue allí. No
veo cómo podría haber escapado nadie. A no ser que se marchasen en la motocicleta
que oímos antes.
—Que los hombres hagan un registro a fondo en el exterior.
—Ya lo están haciendo, mi teniente coronel. —El comandante señaló el cuerpo de
Kleist con la cabeza y preguntó—: ¿Uno de los alemanes?
—Si lo es, no es Halder. Vuelvan a mirar todas las habitaciones. Miren en todas
partes, cualquier armario o repisa o hueco, en el piso de arriba y en el de abajo. Y miren
a ver si hay sótano.

01.45 h

Habían oído estallar la granada mientras corrían a oscuras por la escalera de la


bodega. Halder abrió la puerta metálica que había al final de la estancia y una
bocanada de aire fresco y templado los saludó, la luz de la luna alumbraba. La lancha
seguía allí, entre los juncos, y le quitó la capa embreada.
—Usaremos los remos. El ruido del motor nos delataría. Y lo mejor será que
procuremos avanzar entre los juncos, si salimos a río abierto nos pueden descubrir. —
Miró hacia atrás, a Weaver—: Sería más razonable que la chica se quedase y probara a
rendirse. Es absurdo arriesgar su vida si nos disparan ya en el río. —Antes de que
Helen Kane pudiera decir una palabra, Halder le cogió la mano y se la acarició con un
beso—: Ha sido una mujer muy valiente, Helen. En otro momento y en otras
circunstancias, estoy seguro de que habría sido un placer conocerla mejor. Pero
discúlpeme, Harry y yo tenemos un trabajo muy serio por delante. Seguro que él se lo
explicará.
Weaver la puso al tanto rápidamente, explicándole lo que tenía que hacer.
—Procura retrasar a Sanson hasta que nos hayamos alejado dile que se ponga en
contacto con el Mena House tan rápido como pueda, y cuéntale lo que ha sucedido. Y
asegúrate de que sabe lo del avión que tiene que recoger a Deacon cerca de Saqqara.
¿Podrás hacerlo?
—Si tú lo dices...

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Danos un par de minutos y después empieza a gritar como una loca. Hazles saber
de qué lado estás, por si alguien baja por la escalera de la bodega disparando antes de
preguntar.
Halder ya estaba en la barca, y cuando Weaver iba a reunirse con él, Helen lo tocó
en el brazo.
—El coche... puede que todavía esté donde lo dejamos, si pudiera llegar... Y por lo
que más quieras, ve con cuidado, Harry.
Harry vio que la preocupación de su rostro era auténtica y la besó en la mejilla.
—Eres una mujer maravillosa, ¿lo sabías?
—O, a lo mejor, sólo una pobre tonta.
—Hay que moverse —dijo Halder, apremiante. Weaver saltó a la lancha, y Halder
hundió el remo en el agua y dio impulso entre los juncos.

01.48 h

Sanson iba de un lado a otro de uno de los dormitorios, todavía indignado,


supervisando la búsqueda, cuando oyó que alguien gritaba abajo y luego un tumulto
repentino. Echó a correr escaleras abajo en el momento en que dos soldados salían de
la bodega con Helen Kane entre ellos. Su uniforme había desaparecido, sólo le quedaba
la ropa interior, y se cubría con los brazos.
—¡Helen! —Sanson parecía atónito.
—La encontramos en el sótano, mi teniente coronel —dijo uno de los soldados.
Sanson estaba rojo de ira, pero intentó componer la figura mientras la contemplaba.
—¿Pero qué demonios hace usted aquí? ¿Dónde está Weaver? ¿Dónde están Halder
y la mujer?
—Tiene usted que escucharme, mi teniente coronel. No hay tiempo que perder.

01.51 h

Menos de cien metros río adelante, Halder dirigió la lancha entre los juncos y la
metió en la orilla. Se bajaron en medio de la oscuridad, treparon entre los juncos y

521
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver inició la marcha hacia el camino particular. Vieron el Humber oficial todavía
allí aparcado, se deslizaron hasta él y se subieron.
—¿De verdad crees que esta cosa puede andar a campo traviesa por el desierto? —
preguntó Halder en tono de duda.
—Tendremos que probarlo.
—Con la ventaja que nos lleva Deacon, confiemos en que no sea un viaje inútil.
Weaver apretó el arranque y el motor se encendió a la primera.
—Todavía no me has contado cómo te metiste en este follón.
—Si no quieres un presidente muerto, conduce como un loco, Harry. Habrá tiempo
de sobra para explicártelo por el camino.
De pronto, al frente, vieron que de la villa salían soldados corriendo y trepaban al
jeep y al camión, los motores cobraban vida con estruendo.
—Me parece que Sanson recibió el mensaje. Ahora vamos a ver si podemos correr
más que él.
Weaver giró el volante en redondo, apretó el acelerador, las ruedas escupieron tierra
y el coche salió a toda velocidad hacia la pista del desierto que llevaba a Nazlat as-
Saman.

Gizeh 02.30 h

Deacon iba delante por el pasadizo sujetando una de las lámparas que habían
dejado ocultas a la entrada de la tumba. Cuando llegaron al final y vieron la peña, dejó
la lámpara y se volvió a mirar a Rachel Stern.
—Será mejor que se ponga ya el uniforme. Mientras tanto voy a ver cómo están las
cosas.
Trepó por la roca, se izó con esfuerzo por el pozo y a los cinco minutos estaba de
vuelta y se deslizaba por la piedra.
—Hay un par de centinelas como a unos cien metros, pero van andando, de manera
que pasarán en seguida y entonces podrá subir sin peligro. —En sus ojos había un
destello de fanatismo, la voz casi ronca de emoción—. Bueno, ha llegado el momento
de la verdad. ¿Está preparada para cumplir con su deber, señorita Stern?
Rachel ya llevaba puesto el uniforme de Helen Kane y lo miró muy seria, con
expresión cansada, pálida.
—¿Así lo llama usted?

522
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Cómo si no? —Deacon le dio una firme palmada en el hombro con expresión
neutra—. Desde este momento, el futuro del Reich depende de que tenga usted éxito.
No decepcione al Führer. Y si logra volver, le prometo que tendrá una noche en Berlín
que nunca podrá olvidar: rosas y champán a todo pasto. Buena suerte.
Parecía que Deacon estuviera a punto de alzar el brazo para hacerle el saludo nazi,
pero Rachel le apartó la mano del hombro, antes de meterse la Luger con silenciador
dentro de la guerrera.
—Olvide el sentimentalismo nazi, Deacon. Yo no hago esto por eso.
Deacon levantó una ceja y sonrió.
—Sus motivos no me interesan, liebchen, mientras haga lo que hay que hacer. Y
confiemos en que ese traidor de Halder haya dicho la verdad en lo referente a las
habitaciones de Roosevelt. Y ahora, adelante.
La ayudó a subir a la peña y Rachel fue trepando y luego desapareció por el pozo.
Instantes después, Deacon retrocedió un buen trecho por el pasadizo, bajó la luz de
la lámpara hasta dejar un débil resplandor y la luz del túnel quedó convertida en una
penumbra fantasmal. Encendió un cigarro con la minúscula llama para calmar sus
nervios y lanzó una bocanada de humo.
—Pobre zorrita —se dijo a sí mismo en voz baja—. Por muchas probabilidades que
tengas de conseguirlo, apuesto lo que sea a que no tienes ni una de regresar viva.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 71

Mena House
23 de noviembre, 01.55 h

—Llévame hasta la ventana, hijo. Me gustaría verlos otra vez.


—Sí, señor presidente.
Griffith empujó la silla de Roosevelt hasta la puerta ventana del dormitorio y retiró
la cortina del mosquitero. Fuera había un amplio patio cubierto con baldosas de
terracota, macetas de barro con flores aquí y allá, algunas mesas y sillas de bambú. En
los jardines de un piso más abajo, centinelas armados recorrían el prado a oscuras.
Varios cientos de metros más allá se dibujaban las formas macizas de las pirámides,
borrando casi el cielo de la noche. Era, realmente, un escenario asombroso, y Roosevelt
se sentía maravillado por la vista desde su habitación.
—Es todo un panorama, ¿eh, Jim?
El presidente casi siempre tuteaba a su guardia personal, con una familiaridad que
les encantaba. Deber aparte, Griffith estaba convencido de que no había ni un solo
hombre de los suyos que no estuviera dispuesto a dar la vida por aquel hombre,
incluidos Howie Anderson y él mismo. Anderson se había quedado en la salita,
ojeando unas revistas para pasar el tiempo, ahora que el embajador y el general se
habían marchado.
—Sí, señor presidente. Desde luego que sí.
—¿Sabes? Tanta excitación no es buena para un viejo como yo. Tengo justo a mi
puerta una de las siete maravillas del mundo y un grupito de comandos alemanes se
empeña en matarme. Me parece que podemos decir que ha sido un viaje interesante,
—Creo que tiene razón, señor presidente —dijo Griffith con una sonrisa—. Pero
demos gracias por que el general tenga ya casi amarrados a esos alemanes. ¿Quiere
volver a la cama ya señor presidente?
Desde que lo habían despertado, Roosevelt parecía intranquilo, y en la habitación
hacía un calor insoportable. Había un ventilador en el techo, pero no servía de mucho.

524
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Ya que estoy levantado, he pensado echar una miradita a algunos papeles.
Tráeme mi cartera, ¿quieres, Jim?
—Lo que usted diga, señor presidente.
Griffith apartó la silla de ruedas de la ventana, volvió a colocar la cortina del
mosquitero en su sitio, y luego trajo la cartera Sabía por experiencia que cuando
Roosevelt se despertaba en mitad de la noche podían pasar horas hasta que volviese a
dormir.
—¿Alguna cosa más, señor presidente?
—Creo que eso es todo.
—Sí, señor presidente. —Griffith se acercó a la puerta del dormitorio, pero antes de
salir, por pura costumbre, volvió la mirada para hacer una última comprobación—.
¿Seguro que estará bien, señor presidente?
—Perfectamente. —Roosevelt señaló con la cabeza la campanilla de metal que
siempre tenía al lado de la cama y añadió—: Pero si necesito algo, llamaré.
De pronto, al abrir la cartera, apareció en su rostro una expresión pensativa. Lanzó
un suspiro, se ajustó las gafas en la nariz, y su expresión se ensombreció, evidenciando
algún tormento interior.
—¿Sabes, Jim? Todo esto es un gran desperdicio. Un desperdicio terrible, inútil.
—¿Qué, señor presidente?
—Todas esas bajas... alemanes incluidos. Me causa un profundo dolor, toda esta
pérdida de más vidas jóvenes y buenas, y todas ellas en vano.
—Supongo que ése es el precio de la guerra, señor presidente.
—Pero qué precio tan alto, hijo.

02.15 h

Weaver no dejaba de pisar a fondo el acelerador, el motor del Humber iba al


máximo, levantando una gigantesca estela de polvo en su carrera por la pista del
desierto, con la suspensión martilleando al máximo.
—Cinco minutos más y llegaremos a Nazlat as-Saman.
—Suponiendo que a esta carraca no se le reviente una rueda, o la culata.
Weaver intentaba concentrarse en el camino que tenía delante, los faros pintados de
azul apenas lo iluminaban.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Por lo que me has contado, tu amigo Schellenberg me parece que es un buen


cabrón.
—Para él no es más que un juego, Harry. Y en ese juego las vidas de la gente no
cuentan.
—Eso de tu padre y tu hijo... lo siento muchísimo, Jack.
Halder respondió con un movimiento de cabeza casi inapreciable, la cara abrumada
de remordimientos, antes de que se volviera para echar una mirada por la ventanilla
trasera. Era imposible ver nada a través de la nube de polvo que levantaba el coche,
dando saltos y regates a más de ochenta kilómetros por hora. Abrió la puerta del
pasajero con intención de salir.
—Procura no coger baches. No quiero que me pierdas.
—¿Qué? ¡Estás loco!
—Tengo que ver si viene alguien detrás.
Colocó un pie en el estribo, se agarró bien a la puerta abierta y se inclinó hacia afuera
tanto como pudo. Hacia atrás, a través de la polvareda, descubrió un par de faros
azules a no mucha distancia. Volvió a meterse en el auto y cerró la puerta.
—Tenemos compañía. Tú amigo Sanson, seguro, y viene pisándonos los talones,
como a kilómetro y medio, diría yo.
—Pues agárrate bien. Ahora es cuando la cosa empieza a ponerse interesante.
Weaver apretó el pie tan fuerte como pudo sobre el acelerador, al máximo. Las
ruedas patinaban, saltaban, y el motor del coche rugía como una fiera rabiosa.

02.16 h

—Me parece que ya los veo.


Sanson iba de pie en el asiento derecho del jeep, agarrado al parabrisas y con unas
gafas de motorista ajustadas mientras el coche daba saltos por el camino de tierra
sembrado de piedras. El desierto tenía un color gris plateado bajo la luz de la luna.
Pero a cosa de kilómetro y medio más adelante podía distinguir una tremenda estela
de polvo.
—Yo diría que no hay duda de que es un vehículo, mi teniente coronel —dijo el
comandante desde el asiento de atrás, escrutando u través de sus gafas de motorista.
—Vaya si lo es —respondió Sanson—. Y me apuesto lo que sea a que son Weaver y
Halder.

526
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Confiemos en que la teniente Kane logre pasar el mensaje al hotel a tiempo.


Sanson se sentó, con la cara cubierta de sudor. Había enviado a Helen Kane y al
resto de los hombres de vuelta a El Cairo en el camión para que buscasen un teléfono.
—Pues si no lo ha conseguido, tengo la sensación de que podemos decir adiós al
desfile de la victoria por las calles de Berlín. —Dio una palmada en el hombro del
conductor—. ¡Pisa bien a fondo, hombre!

02.17 h

Estaba tumbada en la hondonada del jardín, consciente de los intensos latidos en su


pecho, las palmas de las manos mojadas de sudor. Vio a los dos centinelas pasar a
cincuenta metros de ella, y cuando se hubieron alejado, se puso de pie, se sacudió el
polvo del uniforme, salió de entre los arbustos, y echó a andar hacia el edificio del
hotel.
Apenas había dado veinte pasos cuando vio otros dos soldados que hacían su ronda
de guardia, con las carabinas MI al hombro. Inició el movimiento en busca de la Luger,
pero los centinelas la saludaron sin detenerse. Casi había olvidado por un segundo que
llevaba uniforme de teniente, y tuvo un instante de pánico antes de devolver el saludo.
Uno de los centinelas se dio cuenta de su reacción, se paró y dio marcha atrás.
—¿Todo va bien, mi teniente?
—Es que... necesitaba aire fresco, cabo. Dentro del hotel hace mucho calor. Gracias,
de todos modos.
El cabo la observó con cierta sospecha. Ella miró hacia abajo y vio una buena
mancha de polvo en el uniforme. Se sacudió la falda. El cabo frunció el ceño, como
pidiendo una explicación.
—Estaba un poquito mareada y tuve que sentarme. Pero ya me encuentro bien.
El cabo vio entonces el distintivo verde del Cuerpo de Inteligencia en la manga de
su uniforme, pareció que se le pasaba el momento de sospecha, y la saludó otra vez.
—Si necesita usted ayuda, mi teniente, o si quiere que le busquemos un médico,
díganoslo.
—Es usted muy amable, cabo. Pero estoy bien.

527
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

El camión traqueteaba por la estrecha carretera, redujo la marcha al acercarse a una


villa particular de altos muros, y Helen Kane gritó:
—¡Alto!
El conductor dejó el motor en marcha. Helen se bajó de la cabina, y un sargento
armado con un subfusil Sten se unió a ella. Se acercaron a una verja de hierro forjado
cerrada con un candado, tras ella se veía un estanque de piedra con plantas en los
jardines, algunas palmeras y jacarandas. La villa tenía las persianas cerradas, todo
estaba a oscuras, parecía completamente deshabitada, pero junto a la puerta de la verja
había un tirador de campana y Helen la hizo sonar frenéticamente, y oyó un lejano
tañido en algún punto del interior de la casa.
—Parece que no hay nadie en la casa, mi teniente.
—Tiene que haber alguien —respondió Helen Kane.
Era la segunda finca que probaban en los últimos diez minutos, pero ella sabía que
la mayor parte de las grandes villas de la ribera de Gizeh en el Nilo eran retiros de fin
de semana de la gente rica de El Cairo, y que durante la semana estaban vacías, salvo
que hubiera criados. En la primera que habían intentado consiguieron levantar de la
cama a un casero ya anciano, pero el hombre, medio dormido, les dijo que en la villa
no había teléfono.
Volvió a tirar desesperadamente del llamador, y zarandeó las puertas cerradas. El
sargento observaba atentamente el jardín, luego escrutó la carretera.
—Por aquí no se ve ni un poste de teléfono, mi teniente. Yo creo que no tienen línea.
—Pues tenemos que encontrar uno como sea. —Helen miró, desesperada, arriba y
abajo de la carretera, pero al instante se decidió y se volvió hacia el camión—: Tres o
cuatro kilómetros más adelante hay una comisaría de policía, yendo hacia el puente
Inglés. Tendremos que probar allí.
Weaver entró como una tromba en Nazlat as-Saman, el Humber saltaba como loco
por las calles sin asfaltar. El pueblo estaba a oscuras, vacío a no ser por un par de perros
sarnosos que salieron corriendo en busca de refugio tan pronto como oyeron rugir el
motor. Continuó a toda velocidad hacia las pirámides, más allá de la esfinge, y a cien
metros colina arriba vio una barrera blanca y roja de la policía atravesada en la
carretera. Pisó el freno a fondo y Halder saltó del coche.
—Yo la abriré.
Al levantar la barrera, vio al policía atado en la garita de guardia, inconsciente y con
una mordaza sobre la boca. Le buscó el pulso y luego volvió corriendo al coche y saltó
dentro mientras Weaver aceleraba.
—¿Y qué?

528
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Han estado aquí. El guardia está seco. —Halder señaló con el dedo las ruinas de
las tumbas de la colina, el sudor le cubría la cara—. Sigue adelante, todo derecho hasta
que te diga que pares.

Sanson irrumpió en el pueblo a toda velocidad con dos minutos de retraso. Estaba
completamente en silencio, y no había señal alguna del coche de Weaver.
—Siga por la cuesta arriba —ordenó al conductor, desesperado, y le señaló la
carretera que llevaba más allá de la esfinge.
Cuando llegaron a la garita de guardia y la barrera levantada, dijo al conductor que
redujera la marcha al pasar. Vio al policía, atado y amordazado, luego escudriñó las
sombras de las ruinas amontonadas y las pirámides que se cernían sobre ellos en la
oscuridad, y sintió hervir su frustración.
—¿Dónde puñetas están?
—¿No tendríamos que buscar ese túnel, mi teniente coronel? —preguntó el
comandante.
—No hay tiempo, ahora no tenemos tiempo. La mujer nos lleva demasiada
delantera. Y si nuestro mensaje no ha sido transmitido estaremos en dificultades. —
Sanson sacó su revólver y dio una palmada en el hombro del conductor con rabia en
los ojos y le dijo—: Vamos derechos al hotel... y tan rápidamente como pueda. Quiero
ver muerta a esa Rachel Stern tan pronto como la encontremos.

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CAPÍTULO 72

Gizeh
23 de noviembre, 02.18 h

Weaver saltó del coche, vio la motocicleta apoyada contra una de las rocas junto al
hueco de la tumba. Halder pasó sin mirarla, abriendo camino hacia la abertura del
túnel. Las herramientas que había dejado allí antes estaban esparcidas alrededor.
Encendió una de las lámparas, y una vez que pasaron reptando a través de la abertura
y penetraron en la zona de la tumba, Weaver tuvo unas décimas de segundo para
maravillarse ante los espléndidos jeroglíficos y el antiguo sarcófago de piedra intacto,
pero Halder estaba ya arrodillado ante el agujero en la roca que conducía al pasadizo.
Se limpió el sudor de la cara, dispuesto a introducirse por él.
—Ten cuidado al entrar. Puede que Deacon ande por aquí.

02.20 h

Esperó a que los centinelas se hubieran alejado y luego fue caminando hacia el hotel.
Al llegar al césped de un lado del edificio vio los emplazamientos de ametralladoras y
antiaéreos en el tejado. Sus ojos se volvieron instintivamente hacia la luz de una de las
habitaciones, un piso por debajo del parapeto del tejado.
Una terraza cuadrada con puertas vidrieras daba acceso a la habitación, protegida
por una barandilla. En la pared de la derecha había un grueso entramado de madera
cubierto de enredaderas floridas que llegaba hasta la terraza, y toda el área que tenía
debajo estaba a oscuras. Las puertas vidrieras estaban cerradas, pero se veía una luz
detrás de una cortina de gasa para los mosquitos. Se quedó allí de pie unos minutos,
respirando profundamente, con una sensación de náusea en la boca del estómago, y
después se dirigió al entramado en sombras, puso una mano en la madera y dio un
tirón. Parecía firme, y empezó a trepar hacia la terraza.

530
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

02.21 h

Deacon empezaba a impacientarse. Volvió a mirar el reloj. Habían pasado quince


minutos. Oyó un ruido a sus espaldas en el pasadizo, se quedó inmóvil, luego dio un
paso atrás y se escondió tras una esquina de la gruta y apagó la lámpara a toda prisa
con el corazón disparado.
Horrorizado, vio que se movía una luz, las sombras jugaban por las paredes. Su
miedo y su confusión crecieron, y en ese momento apareció Halder, seguido de
Weaver. Esperó a que Halder hubiera trepado a la peña y entonces dio un paso
adelante, esgrimiendo su pistola.
—No creo que eso sea muy prudente, comandante, a no ser que haya cambiado de
idea en lo de su traición. Baje de esa roca, muy despacio. Quítense ambos las armas y
arrójenlas al suelo.
Weaver no se movió, pero Halder se dejó resbalar de la peña y se quedó de pie allí
mismo, sin miedo alguno.
—Dispare, Deacon, y así descubrirá el juego a los guardias de arriba. Aunque seguro
que eso ya lo ha pensado. Así que, pensándolo mejor, ¿por qué no sigue adelante y
aprieta el gatillo?
La frente de Deacon brillaba de sudor y se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—No me tiente, Halder, o se irá derechito a la tumba.
—Pues a ver si tiene redaños para hacerlo.
Halder dio un paso adelante y, sólo por un breve segundo, en la cara de Deacon
hubo una expresión de pánico, pero fue suficiente. Halder se lanzó a coger la pistola
que hizo fuego con un gran estruendo. Deacon peleó con fiereza, pero Halder lo golpeó
en la cara, y Weaver se adelantó y descargó la culata de su pistola en la nuca de Deacon.
Soltó un grito apagado y se derrumbó al suelo.
—Coge su cinturón, Harry. Átalo por las muñecas.
El ruido del disparo parecía no acabar nunca, hasta reducirse por fin a un eco
fantasmal. Deacon estaba inconsciente y Weaver le quitó rápidamente el cinturón y le
ató las manos a la espalda.
—Te has arriesgado mucho... podría haberte matado, Jack.
—Parece que hoy es mi día de jugar a los héroes, es bastante fácil cuando no tienes
nada que perder. Y puede que estuviera equivocado en lo de los centinelas, es probable
que las paredes sofocasen el ruido. —Halder se enjugó con la manga un brillo de sudor
y señaló con la cabeza el pozo del techo.

531
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Preparado?
—Más que nunca. Lo único que espero es que Rachel todavía no haya llegado
demasiado lejos.
—Eso lo descubriremos en seguida —dijo Halder, trepando a la peña; luego tendió
la mano a Weaver y tiró de él hacia arriba.

02.24 h

En la sala de comunicaciones del Mena House resonó un teléfono. El soldado Sparky


Johnson parpadeó y se despertó bostezando. Tenía los pies sobre la mesa, estaba
disfrutando de una cabezada durante su relevo.
A aquellas horas de la madrugada, el tráfico de comunicaciones era mínimo.
Delante de él tenía dos radiotransmisores y una batería de seis teléfonos sobre la mesa,
y todos habían permanecido relativamente tranquilos durante la última hora. El
capitán de guardia estaba al otro lado de la sala, aprovechando al máximo el respiro,
dormido y roncando con la cabeza recostada sobre los brazos apoyados en la mesa.
Sonó un segundo teléfono.
Johnson descolgó el primero.
Por el rabillo del ojo vio que el capitán se despertaba entre bostezos.
—Comunicaciones, recinto del Mena —dijo Johnson por el auricular.
El segundo teléfono seguía sonando.
Johnson no le hizo caso mientras atendía la primera llamada. Frunció el ceño, giró
la silla en redondo, buscó al capitán y lo vio de pie, abrochándose los pantalones.
—Entendido —respondió con presteza Johnson por el teléfono, y sin un instante de
pausa descolgó el otro y espetó—: Comunicaciones, Mena.
Volvió a escuchar y esta vez parecía que alguien le hubiera cortado las venas. El
capitán se le acercó bostezando.
—¿Hay problemas, Sparky?
Johnson tenía un dedo en el aire, pidiendo silencio mientras escuchaba a quien le
hablaba, y en su frente se formaban gotas frías de sudor.
—¡Sí, mi teniente, oigo lo que me está diciendo, seguro, se lo aseguro, pero un
momento, por favor —dijo, tapando el micrófono con la mano, y levantó la vista,
histérico—. La primera llamada era de la verja principal, mi capitán. Un oficial de
inteligencia llamado Sanson, del cuartel general, acaba de pasar hacia la suite del

532
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

presidente. Ha lanzado una alerta de seguridad, quiere que se avise inmediatamente


al retén del Servicio Secreto.
El capitán frunció el ceño.
—¿Y por qué demonios...?
Johnson le metió al capitán el auricular en la cara, descolgó apresuradamente otro
teléfono y empezó a marcar.
—Hay una mujer histérica en la otra línea. Dice que es la teniente Kane, del cuerpo
de inteligencia británico. Y, ¡por todos los santos!, será mejor que escuche usted lo que
dice, mi capitán.

02.25 h

Trepó a lo más alto del entramado, manteniéndose en las sombras, y luego pasó por
encima de la barandilla a la terraza enlosada. Tras el mosquitero la luz seguía
encendida y cuando atisbó dentro de la habitación vio la figura familiar de Roosevelt,
solo, sentado en una silla de ruedas, leyendo unos papeles con las gafas puestas.
El corazón se le aceleró. Sacó la Luger con silenciador de la guerrera y la montó.
Deslizó cuidadosamente la tarjeta de identidad por la ranura entre las puertas
ventanas, levantó sin hacer ruido la falleba y en un instante había entrado en el
dormitorio.
Roosevelt levantó la vista, sobresaltado, las gafas casi se le cayeron de la cara. Vio a
aquella mujer joven allí plantada, amenazante, con la Luger en la mano.
—¿No le parece un poco tarde para hacer visitas, teniente? —le dijo con
despreocupación.
En ese momento percibió algo en la cara de ella, no miedo, sino una especie de asco
de sí misma que casi producía compasión. Apuntó con la pistola a su cabeza.
—Señor presidente, lamento de verdad tener que hacer esto.
Roosevelt la miró a los ojos, le sostuvo la mirada, y luego volvió los ojos a la
campanilla que tenía junto a la cama. Demasiado lejos. Hubo un instante de miedo, un
titubeo, luego volvió a mirar a la mujer y dijo con mucha calma:
—Señorita, si va usted a dispararme, le sugiero que lo haga ya.

02.25 h

533
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Griffith estaba echando una cabezada en la sala de la suite cuando sonó el teléfono.
Lo cogió y en ese mismo momento sonó una llamada fuerte, imperiosa, en la puerta.
Anderson se levantó como un rayo, fue hacia ella, con la metralleta Thompson por
delante.
—Ya voy yo.
Pero Griffith apenas lo oyó, concentrado en la voz que le llegaba, frenética, desde la
sala de comunicaciones. Con la cara sudorosa, se levantó de un salto, sacó la Smith &
Wesson de la sobaquera y le gritó a Anderson, que ya estaba abriendo la puerta tras
oír la contraseña.
—¡Déjalo, Howie! ¡A los puestos de combate! ¡Tenemos un asesino por aquí!
Todo parecía suceder al mismo tiempo: voces fuertes en el pasillo, una especie de
bullicio desesperado, la agitación de los hombres del Servicio Secreto que irrumpían
nerviosos con las armas en la mano, que tomaban posiciones por instinto, cubrían el
pasillo, el vestíbulo y la ventana de la sala. Detrás de ellos entró Sanson, gritando sin
aliento:
—¡Por todos los santos, vayan junto al presidente!
Pero las palabras de Sanson eran innecesarias, ahogadas por el estrépito de una
actividad frenética, de órdenes a voz en cuello, y Griffith que corría ya inquieto, con
Anderson detrás, por el corto pasillo que conducía al dormitorio de Roosevelt.

02.25 h

Permanecieron tumbados en la hondonada hasta que les pareció que podían


moverse sin peligro, y entonces Weaver echó a andar con paso decidido por el prado
hacia la entrada del hotel, con Halder a su lado. De repente, vieron que se producía
una erupción de actividad caótica, docenas de centinelas y policías militares surgían
de la nada. En la explanada de gravilla había un jeep abandonado, dos tanques
Sherman arrancaban los motores que cobraban vida entre rugidos, las baterías
antiaéreas del tejado se ponían en alerta y hacían girar sus cañones hacia el cielo.
Un teniente de la policía militar muy agitado pasó junto a ellos. Weaver lo cogió del
brazo.
—¿Qué sucede?
—Han dado una alerta de seguridad, mi teniente coronel. Tenemos razones para
creer que...

534
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

En ese preciso momento resonó una arma de fuego en algún sitio, dos disparos
rápidos, y después saltó una sirena que llenó el aire con su lamento. El teniente echó a
correr hacia el hotel, gritando a un grupo de policías militares que lo siguiesen,
docenas de ellos se apelotonaban ante el vestíbulo detrás de él.
El rostro de Halder se contrajo. Su expresión lo decía todo.
—Demasiado tarde.
El corazón de Weaver se desbocó. Su expresión mostraba ansiedad, pero mantenía
el dominio de sí mismo. Señaló con la cabeza el lateral del edificio y dijo:
—Los tiros vinieron de aquel lado.
Comenzó a andar hacia allí. Por todo el recinto corrían tropas hacia el interior del
hotel, oficiales con cara de despiste gritaban órdenes.
—No corras, Jack. Así sólo llamarás la atención. Y hagas lo que hagas, quédate junto
a mí.

Griffith irrumpió en el dormitorio con Anderson que iba justo detrás de él con la
Thompson amartillada y lista; Sanson corría tras ellos, empuñando el revólver;
algunos hombres más del Servicio Secreto se precipitaron también en la habitación.
Una de las puertas ventana estaba abierta de par en par. Una mujer vestida de
teniente estaba plantada a medio metro de Roosevelt, esgrimiendo una pistola con
silenciador. Se sobresaltó, giró la pistola y disparó, alcanzando a Anderson en la mano.
Soltó la Thompson, pero Griffith levantó su 38, disparó un tiro que hirió a la mujer en
el hombro, luego otro, la fuerza del impacto la lanzó hacia atrás, a través de la puerta
abierta, mientras Anderson, herido, se arrojaba sobre Roosevelt para cubrirlo con su
cuerpo como un escudo humano.
En el dormitorio se creó una confusión absoluta, aunque breve, Griffith cubría con
su arma a Anderson, que tapaba la silla de ruedas y la movía, ayudado por otros dos
agentes del Servicio Secreto, y después sacaban a Roosevelt hasta el pasillo a una
velocidad suicida. En el vestíbulo y en la sala seguía reinando el caos, mientras más
agentes ayudaban rápidamente a alejar al presidente del peligro y sacarlo de la suite.
En el dormitorio, Sanson recogió la Thompson y saltó a la terraza por la puerta
abierta en el mismo momento en que sonaban las sirenas. Escudriñó las sombras pero
no vio nada que se moviese, la Luger yacía abandonada sobre las baldosas, corrió hasta
la barandilla y miró hacia abajo justo en el momento en que una silueta uniformada se
alejaba del entramado de enredaderas al pie de la terraza y corría por el prado.
—¡Alto o disparo!

535
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

La mujer siguió corriendo, agarrándose un hombro. Se puso la Thompson en la


cadera, disparó una ráfaga que segó la hierba, pero la mujer seguía corriendo hacia la
oscuridad de los jardines. Disparó de nuevo, esta vez una ráfaga muy larga, y
finalmente la mujer giró de repente, como si la hubiera alcanzado, tropezó y cayó hacia
adelante. Esta vez Sanson levantó la metralleta a la altura de los ojos, apuntó bien y
apretó de nuevo el gatillo.
Clic.
El cargador estaba vacío. En el jardín, la mujer se levantó, agarrándose un costado,
se arrastró hasta perderse. Sanson requirió la pistola, apuntó, y logró hacer dos
disparos rápidos antes de que el blanco se perdiera del todo entre las sombras.
Abajo, docenas de soldados se apelotonaban en los jardines en total confusión.
—¡Detengan a esa mujer! —bramó Sanson desde la terraza apuntando con el dedo—
. ¡Vayan tras ella!

Cuando llegaron al lateral del hotel, vieron a Sanson en la terraza con una metralleta
Thompson en las manos que escupía fuego en dirección a los prados a oscuras, con
una ráfaga larga y sostenida. Halder señaló una figura que se movía por los jardines.
—¡Allí está! ¡Rachel!
Weaver vio que alguna de las últimas balas de la ráfaga de Sanson la alcanzaba. La
vio girarse, tropezar y caer, sujetándose un costado, antes de que los disparos de
Sanson se interrumpieran de repente y ella volviera a ponerse en pie, tambaleándose.
Arriba, en la terraza, Sanson apuntaba con su pistola, disparaba sin pausa, la sirena
seguía sonando pero Rachel se desvaneció entre las sombras. Aparecían tropas por
todas partes, y Sanson les rugía sus órdenes y después volvía a meterse a toda prisa
por la puerta ventana. Halder tocó a Weaver en el brazo y los dos echaron a correr por
el prado en dirección al lugar por donde había desaparecido Rachel.

02.36 h

La habitación fuertemente custodiada que estaba en el extremo más alejado del


hotel hervía de agentes del Servicio Secreto y en los pasillos de fuera montaban guardia
docenas de nerviosos policías militares. La confusión había remitido, estaba bajo
control, y en el centro de la habitación Roosevelt miró a Griffith, que temblaba un poco
y tenía la cara blanca como el papel.

536
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—¿Estás bien, hijo?


—Creo... creo que sí, señor presidente. Desde luego, la cosa ha andado cerca.
—Pues recemos para que nunca llegue a andar más cerca todavía. ¿Dónde está
Howie, hijo? ¿Está muy herido? —preguntó Roosevelt, profundamente preocupado.
—El médico lo está atendiendo; no es nada serio. Se pondrá bien, señor presidente.
—Gracias a Dios. ¿Y dónde está el teniente coronel? Creo que debo darle las gracias.
—Ahora lo traen, señor presidente.
Entre el barullo se fue abriendo un pasillo para que Sanson pudiera avanzar y
cuando apareció, Roosevelt le tendió la mano.
—¿Teniente coronel Sanson, supongo? Me han dicho que es usted el hombre que
me ha salvado la vida. Y justo a tiempo.
—Creo que el mérito es de sus hombres, señor presidente —replicó Sanson, sincero.
—Por lo que me han contado, usted ha hecho algo más que el papel que le
correspondía, y le estoy profundamente agradecido. —El rostro de Roosevelt se
ensombreció y dijo, en voz más baja—: ¿Qué hay de esa joven?
Sanson se puso rojo, azorado.
—Me temo que todavía no la hemos cogido, señor presidente. Parece que estamos
tardando un poco más de lo que pensábamos.
—El uniforme que llevaba era de lo más convincente. Pero ¿cómo demonios pudo
burlar las medidas de seguridad?
Sanson se lo explicó y Roosevelt enarcó las cejas.
—Vaya, que me aspen, así que fue así.
—Creemos que ha logrado volver al túnel, pero tenemos más de quinientos
hombres peinando el recinto y un par de camiones de infantería que van a registrar
todo el área de las pirámides. Y uno de mis comandantes y sus hombres están tratando
de encontrar la entrada del túnel. De cualquier modo, no podrá escapar, de eso puede
estar bien seguro.
—Sí, seguro que no podrá —dijo Roosevelt con tono inexpresivo, sin sombra de
complacencia. Parecía sorprendido—. Pero, ¿sabe?, fue una cosa muy extraña.
—¿Qué, señor presidente?
—La chica tuvo su oportunidad, pero no la aprovechó. Oyó la conmoción por los
pasillos antes de que entrasen ustedes en la habitación, y aun así no disparó. Estaba
allí de pie, mirándome, como si no estuviese por la labor... casi como si quisiera
fracasar. —El presidente se quitó las gafas, levantó la vista y añadió—: Me parece que

537
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

o era una mujer muy valiente y con mucha conciencia o una mujer muy tonta con
deseos de morir.
Se produjo una conmoción en la puerta, y Sanson vio que el comandante, con el
uniforme tiznado de polvo, trataba de abrirse paso hasta la habitación, pero los agentes
del Servicio Secreto le bloqueaban el camino. Dijo a Roosevelt:
—¿Puede disculparme, señor presidente? Tengo que atender un asunto
urgentemente.
—Naturalmente, haga su trabajo. Y le repito que cuenta usted con mi más profunda
gratitud, teniente coronel Sanson. Ha hecho usted un trabajo excelente.
Sanson hizo un saludo marcial, se volvió con rapidez y se fue a la puerta.
—Viene conmigo —les espetó a los agentes señalando al comandante, que lo
saludaba—. ¿Y bien? —le preguntó Sanson—. ¿La han encontrado?
—Encontramos el pozo del túnel, mi teniente coronel. Sólo que, al parecer, Weaver
ha bajado tras ella, con Halder.
—¿Qué?
El comandante tragó saliva.
—Por lo que he podido saber, consiguieron llegar al pozo justo antes que mis
hombres. He enviado una patrulla con linternas tras ellos.
—¿Y?
—Creo que hemos encontrado a Deacon, atado e inconsciente. Y hay rastros de
sangre en el pasadizo. Es seguro que ha herido usted a la mujer. Pero no está.
—¿Qué quiere decir eso de que no está?
—Pues que ha desaparecido.
—¿Y dónde ha ido, por Dios santo?
—Uno de mis hombres se metió reptando en la tumba. Y dice que está
completamente seguro de que oyó un motor que se alejaba.
Sanson apretó los dientes fuertemente.
—Probablemente intenta llegar a la pista de aterrizaje. Asegúrese bien de que la
información de la teniente Kane sobre la cita en el desierto junto a Saqqara se
transmitió al cuartel general.
—Ya lo he hecho —respondió el comandante afirmando con la cabeza—. Han
enviado un convoy hacia allí. Y tengo nuestro jeep esperándonos fuera para reunimos
con ellos en cuanto esté usted preparado, mi teniente coronel.
—Pues ya estoy preparado. —Sanson echó a andar rápidamente por el pasillo y se
abrió paso entre la guardia militar bajando los escalones del vestíbulo de dos en dos—

538
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

. Esa mujer tendrá mucha suerte si llega a la pista de aterrizaje estando herida. Pero si
lo consigue, se va a encontrar con que le tenemos preparada una sorpresa —dijo, y
luego, casi como si se le hubiera olvidado, preguntó—: ¿Qué hay de Weaver y de
Halder?
—También han desaparecido, mi teniente coronel.

539
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

CAPÍTULO 73

03.25 h

El capitán Omar Rahman había despegado del campo de las Reales Fuerzas Aéreas
de Egipto en Almaza, al nordeste de Heliópolis. Veinte minutos más tarde ladeaba
bruscamente su Bristol y el aparato se balanceaba un poco para luego estabilizarse a
mil metros por encima de los campos de caña de Menfis, allí donde termina el feraz
delta del Nilo y comienza el desierto. Buscaba luces de marcación entre la negrura
plateada de las arenas que tenía debajo, para saber dónde aterrizar. No vio ninguna.
Era extraño, sus pasajeros ya tendrían que haber estado allí abajo, y miró el reloj.
Llegaba puntual. Empujó la palanca de control y el Bristol descendió un poco más. El
terreno era interminablemente llano, excepto las pirámides de Saqqara, cuyas siluetas
gigantes podía discernir fácilmente a ocho o diez kilómetros de distancia.
Cuando escudriñaba nuevamente la tierra, al frente, en la oscuridad del desierto,
brilló una luz. Después otra, y por fin otra más, las tres luces que formaban una ele.
Sonrió, contento, y se dijo: «¡Excelente! ¡Lo habéis conseguido, amigos!» Movió la
palanca y el Bristol descendió.

Saqqara

Habían intentado seguir la motocicleta de Rachel a través del desierto desde Gizeh,
siguiendo la huella del neumático en la arena, hasta que vieron que el rastro viraba en
dirección a las pirámides de Saqqara. Weaver llegó al final de la carretera de gravilla
que llevaba al recinto histórico y allí vieron la Moto Guzzi abandonada en el suelo.
Cogió la linterna del coche, sacó la pistola y cuando bajaron del coche, Halder se acercó
y se arrodilló para examinar la máquina.
—Una bala perforó el depósito, debe de haberse quedado sin gasolina.

540
Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Weaver observó los daños a la luz de la linterna, descubrió unas manchas oscuras
en la máquina y otras más en la tierra, al lado. Se arrodilló, notó al tacto que era sangre
húmeda, y se le ensombreció el rostro.
—Por lo que parece, está bastante herida. Debe de haber intentado llegar a pie hasta
la pista de aterrizaje.
Más allá de las pirámides, no veían que nada se moviese por el interminable
desierto, iluminado por la luna. Halder señaló con un gesto la entrada de las ruinas.
—Será mejor que echemos una mirada dentro, sólo por asegurarnos.
Un circo de piedra conducía al recinto de las pirámides, con las paredes de arenisca
medio derrumbadas a ambos lados. Weaver alumbró con la linterna y se metieron por
un pasadizo corto, muy oscuro.
Daba a un patio abierto, bañado por la luna, espectralmente silencioso. La enorme
pirámide del faraón Zoser se alzaba a la derecha, y justo al frente estaban los antiguos
restos de una serie de cámaras funerarias de la nobleza, a la entrada de cuyas tumbas
se descendía por unos escalones de roca maciza. Se acercaron a la más próxima y en
cuanto la luz de la linterna alcanzó la boca de entrada de la cámara y rompió la
oscuridad, de la negrura apareció súbitamente una bandada de murciélagos. Luego, el
ruido del aleteo se apagó y todo volvió a quedar en silencio.
—Dame la linterna —dijo de pronto Halder.
—¿Qué pasa?
—Creo que he visto algo.
Weaver se la alargó y Halder dirigió la luz al frente, sobre la tierra.
—Ha estado aquí —dijo, señalando unas cuantas manchas oscuras de sangre en la
arena, un par de metros más allá, entre dos de las tumbas.
Weaver señaló con la cabeza los peldaños que descendían a la primera de ellas.
—Probemos en ésta.
Sobre sus cabezas oyeron el ronquido distante del motor de un avión y ambos
escrutaron el cielo de la noche, pero no vieron nada.
El ruido del motor se iba acercando.
—Seguro que es el amigo de Deacon —dijo Halder—. A lo mejor Rachel ya ha
llegado a la zona de aterrizaje.
—Será mejor que nos aseguremos, de todos modos —dijo Weaver, y luego se
precipitó escaleras abajo con la linterna encendida, alumbrando hacia la boca de la
tumba, y Halder lo siguió.

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Rahman llegaba muy bajo, con los alerones ya desplegados alineando el morro del
avión con las luces y el sudor corriéndole por la cara. Aterrizar en el desierto era algo,
como mínimo, complicado. Y prácticamente a oscuras, verdaderamente suicida. Si
golpeaba demasiado fuerte contra algún obstáculo que no hubiera visto, podía dañar
el tren de aterrizaje o meterse en arena blanda, y entonces sería imposible volver a
despegar.
—Hay que hacerlo con suavidad y delicadeza.
Soltó ligeramente la palanca, la empujó un poquito hacia adelante fijando la vista
en las luces en forma de ele que tenía al frente. Estaba ya sólo a unos setenta metros
del suelo, preparándose para tomar tierra, y entonces encendió las luces de proa.
La pista del desierto quedó fuertemente iluminada, y buscó rápidamente con la
vista cualquier posible obstáculo o residuo. Se le heló la sangre. Había docenas de
camiones militares apostados a izquierda y derecha.
Era una trampa.
—¡Cabrones! —gritó, y apretó con fuerza el mando del gas hacia adelante, al mismo
tiempo que guardaba los alerones y tiraba de la palanca para que el Bristol ganase
altura de golpe con los motores rugiendo a tope. Abajo se encendieron los faros y, sin
transición, de los vehículos se alzó un infierno de proyectiles y trazadoras, de
ametralladoras que rompían el aire a su alrededor.
La ventanilla de la carlinga saltó por los aires y una ráfaga de plomo lo hirió en el
hombro; le dio la vuelta, otra ráfaga le alcanzó en la espalda, y se desplomó sobre la
palanca de control.
Ya estaba muerto cuando el morro picó con violencia, la tierra negra se precipitó a
su encuentro y el Bristol golpeó con estrépito el suelo y estalló formando una bola de
fuego.
La encontraron apoyada contra una de las paredes de la tumba, con la guerrera
atada a la cintura para tapar una grave herida en el costado. La tela estaba empapada
de escarlata, y ella parecía talmente una niña, perdida y desvalida. Respiraba con
dificultad, el sudor le corría por la cara, se atragantaba con su propia sangre. Cuando
los vio, sus párpados se movieron en señal de reconocimiento.
Weaver se arrodilló a su lado, con los ojos anegados por la emoción.
—No intentes moverte. Estate tranquila.
Parecía como si perdiera y recobrara el conocimiento, tenía la voz ronca y susurró:
—Creo que será mejor que me dejes aquí, Harry, de verdad.
—Pero te vas a desangrar, Rachel, por Dios.

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Halder se puso junto a ella, le aflojó la guerrera con cuidado y examinó la herida
que la metralleta había producido en su costado. Después la miró a los ojos, le tocó la
mejilla y le preguntó, angustiado:
—El percutor del arma de Kleist, ¿por qué lo hiciste?
La cara de Rachel se retorció de dolor y tosió sangre.
—Tú... los dos sabéis por qué. Y ahora, es el momento de que uno de vosotros me
devuelva el favor. Acabad con esto aquí y ahora. —Un hilillo escarlata goteaba por su
mejilla—. Que todo acabe donde empezó.
Weaver se puso de pie, en su respuesta sonaba la desesperación.
—Traeré ayuda...
Halder lo cogió del brazo y le dijo, sin esperanzas:
—Me temo que ya no hay tiempo para eso.
Rachel lanzó un grito, un sonido terrible como el de un animal atormentado, con los
ojos acuosos.
—Dios mío, ¿es que no tenéis compasión? Que uno de vosotros me pegue un tiro,
por favor.
Gimió de nuevo, parecía enloquecida de dolor, y cerró los ojos con fuerza. Weaver
no pudo soportarlo más, sacó la pistola, se puso sobre ella. La mano le temblaba al
apuntarle a la cabeza, grandes gotas de sudor le corrían por la cara, y permaneció un
buen rato allí de pie, con el dedo en el gatillo, mirándola incapaz de moverse, y por
primera vez desde que era niño tuvo ganas de llorar.
—Por favor...
Oyó un clic, miró a Halder, y vio que tenía los ojos inundados de lágrimas al
levantar la pistola.
La explosión retumbó por las paredes de piedra.

Sacaron el cuerpo de la tumba, lo dejaron sobre la arena y Weaver se quitó la


guerrera y la puso sobre su cara. Durante un buen rato no hubo entre ellos más que un
silencio ominoso, hasta que Halder dijo con la voz temblorosa:
—No había otra solución, amigo. Un acto de misericordia.
Weaver estaba pálido.
—Podía haber conseguido ayuda.
—Pero no la hubieran salvado. Y tú lo sabes, Harry.

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Weaver se sentía desolado, miró hacia el desierto y vio todo un mosaico de


pequeñas luces brillantes, los restos en llamas del avión.
—Parece que Sanson instaló su comité de recepción en la pista de aterrizaje.
Halder estaba muy serio, sacó su pistola, y tragó saliva con fuerza.
—Supongo que cada uno se va al infierno a su manera. Y ahora, ha llegado el
momento de que me dejes solo para que pueda comportarme con honor.
—Otra muerte no cambiará nada. Se ha acabado, Jack. Aparta la pistola.
—Me temo que no hay otro camino, la verdad. Si me detienes, me tocará una bala o
una soga. Y realmente, preferiría no tener que balancearme de una cuerda. —Halder
amartilló la pistola y dijo—: Así que, si no te importa, haz el favor de apartarte.
Con mucha calma, Weaver alargó una mano y cogió el cañón.
—Te dije que la apartases, Jack.
—No me pones las cosas fáciles.
—Coge el coche. Vete hacia el sur, todo lo lejos que puedas. Si tienes suerte, puedes
llegar a Luxor por la mañana. Y después, sólo Dios sabe.
Halder quedó sumido en silencio y Weaver le insistió:
—Márchate mientras puedas, antes de que lleguen los hombres de Sanson.
—Querrán saber qué ha pasado conmigo.
—De eso ya me preocuparé más tarde. Vete. Antes de que sea demasiado tarde.
Halder estaba casi abrumado, y se arrodilló junto al cuerpo de Rachel, levantó la
guerrera y le tocó la cara. Era demasiado para poder soportarlo.
—Prométeme que te asegurarás de que tiene un entierro digno. —Contempló el
desierto y añadió, con la voz tomada por la emoción—: Por allá lejos, en cualquier sitio.
Fuimos muy felices juntos nosotros tres, antes de que empezase esta locura.
Weaver asintió en silencio.
—Y ahora —añadió—, lo mejor será que te vayas en seguida.
En la voz de Halder brotó una rabia repentina, parecía a punto de estallar.
—Esta guerra ha sido terrible. Ha acabado por destruirnos a todos.
Weaver no le respondió, porque realmente no existía respuesta, y Halder lo cogió
del brazo en un gesto final.
—Cuídate, Harry. No sé si volveremos a vernos alguna vez, pero aunque así fuera,
procura salir de esto de una pieza.
Se subió al coche, lo arrancó, se despidió con la mano y el Humber verde oliva se
perdió en la oscuridad, difuminándose como un espíritu viajero.

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Weaver se dejó caer de rodillas sobre la arena. Tomó la cabeza de Rachel entre sus
brazos, enterró el rostro entre sus cabellos, vagamente consciente del ruido del coche
que iba alejándose. Y luego, ya no se oyó nada más que el sonido de sus sollozos, y el
enorme y solitario silencio del desierto.

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EL PRESENTE

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CAPÍTULO 74

El Cairo

Eran casi las tres de la mañana cuando Weaver terminó de hablar. El salón del hotel
estaba vacío y el personal del bar se había ido a casa. Hacía horas que el jamsín había
dejado de soplar sobre la ciudad, se había instalado una bruma espesa que la cubría
con un velo fantasmal y por el Nilo una sirena avisaba de la niebla. Se apagó, y Weaver
dejó su vaso.
—Bueno, Carney, aquí tienes tu cuento.
Lo miré, asombrado.
—Es casi increíble.
—Casi, sin duda, pero es la verdad de lo que sucedió, la auténtica verdad. Supongo
que mantendrás la promesa que me hiciste de no publicar nada hasta que me haya
muerto. Es decir, si es que sigues queriendo escribirlo.
—Por supuesto, tiene usted mi palabra. Sólo me pregunto si habrá alguien que se
pueda creer semejante historia. —Dudé un momento—. ¿Puedo preguntarle una cosa?
—Adelante.
—¿Cómo se enteró de lo del cadáver en el depósito? ¿Y qué le hizo sospechar que
Halder podía seguir vivo después de tantos años?
—Tengo un amigo abogado en El Cairo, ya es un hombre viejo, lo contraté hace
muchos años para que me ayudase a buscar a Jack. Leyó la nota del periódico, igual
que tú, y me avisó inmediatamente. El nombre y la edad del muerto, y su nacionalidad
alemana, parecían demasiada coincidencia para no investigar un poco. Así que me
metí en el primer vuelo que pude y llegué ayer por la tarde. Y tuve suerte, por cierto.
El viento hizo que cerraran el aeropuerto menos de diez minutos después de que
aterrizásemos.
—¿Y no tenían pruebas más contundentes que ésas?
—Alguna, pero de hace mucho tiempo.
—¿Cuánto?

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—Unos años después de la guerra descubrí que la finca de la familia Halder en


Nueva York había sido vendida a través de los abogados de un banco suizo, en Zurich.
Como los padres de Jack habían muerto, me pregunté, como es lógico, quién habría
autorizado la venta. Me puse en contacto con el banco pero se negaron a darme
información. Ya conoces a los suizos, son unos paranoicos en eso del secreto y la
protección de los intereses de sus clientes, de manera que mis investigaciones no me
llevaron a ninguna parte, a pesar de la ayuda de algunos antiguos contactos en los
servicios de inteligencia. Después, unos meses más tarde, recibí una postal de
Casablanca, como caída del cielo. Decía simplemente. «Todo va bien. Jack.»
—Así que escapó y sobrevivió.
Weaver asintió con la cabeza.
—Intenté dar con él durante años, pero me resultó imposible. Franz Halder había
sido un hombre muy respetado y querido, tenía montones de contactos importantes
en el Próximo Oriente, gente que habría ayudado a su hijo con mucho gusto. Jack podía
moverse fácilmente por toda la región. Además, su padre era rico. Estoy seguro de que
tendría ahorros en una cuenta bancaria en algún lugar del mundo, y con eso y la venta
de la finca le bastaría para conservar el anonimato durante el resto de su vida.
—¿Cree usted que Jack Halder supo la verdad de lo que le había pasado a su hijo?
—No me cabe la menor duda. Hace muchos años fui a visitar la tumba de Pauli en
Berlín. Está enterrado junto a su madre. —Weaver hizo una pausa—. ¿Sabes lo más
extraño? Que había dos lirios frescos sobre la lápida, uno para cada uno. Al parecer,
un florista de Berlín ponía las flores una vez al mes. Lirios blancos, exactamente los
mismos que mi padre cultivaba para la madre de Halder. Acabé descubriendo que la
orden venía del mismo banco de Zurich, lo que me dejó igual que antes. La última vez
que visité las tumbas fue hace cinco años. Y allí estaban las flores frescas, igual que
siempre. Otro dato que me hizo sospechar que Jack seguía vivo.
Fui a rellenar mi vaso pero la botella que teníamos delante estaba vacía. Volví a
dejarla.
—Y los demás, ¿qué fue de ellos?
—Estoy seguro de que ya sabes lo que le pasó a Canaris. Poco después de que
Esfinge fracasara, la Abwehr fue disuelta y el SD se hizo cargo de sus funciones.
Canaris fue detenido por formar parte del grupo que conspiró contra Hitler, y luego
ahorcado. Acabó por saberse que había estado facilitando información importante a
los aliados durante años, a través de la inteligencia británica. Schellenberg, fiel a sí
mismo, continuó elaborando planes demenciales. Una semana después de la
Operación Esfinge intentó una cosa muy parecida, esta vez en Teherán, donde estaban
reunidos Roosevelt, Churchill y Stalin. Estuvo a punto de salirle bien otra vez, pero
acabó fracasando de nuevo. Fue capturado por los aliados y condenado en
Nuremberg, en 1949. Escapó dé la horca pero estuvo preso por criminal de guerra, fue

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

liberado a los dos años por mala salud y murió poco después de un cáncer de pulmón.
Himmler también fue capturado cuando intentaba escapar disfrazado de recluta, pero
se suicidó antes de llegar al juicio, tomando una ampolla de cianuro que llevaba
escondida en la boca. Y en cuanto al resto, Reggie Salter sobrevivió a sus heridas, lo
creas o no, pero seis meses más tarde un tribunal militar lo declaró culpable de
deserción y asesinato y fue fusilado. Harvey Deacon tuvo el mismo destino, por delito
de espionaje.
—¿Y qué fue de Sanson y Helen Kane?
—Sanson estaba en lo cierto desde el principio, es evidente. Y tengo que admitir que
era un buen soldado, a pesar de nuestras diferencias. Era uno de esos ingleses a los
que quieres tener a tu lado en una batalla difícil: impetuoso, implacable, decidido a no
dar cuartel al enemigo. Siguió destinado en El Cairo hasta que terminó la guerra y
luego volvió a Inglaterra. Sorprendentemente, llevó con mucho éxito un negocio de
relaciones públicas durante años, hasta que se jubiló. Falleció hace diez años, en
Londres. —Weaver titubeó, los ojos se le enturbiaron—. Y en cuanto a Helen Kane,
supo que su novio estaba prisionero en un campo alemán en Grecia. Después de la
liberación de Atenas volvieron a reunirse, se casaron y acabaron instalándose en
Inglaterra. Dios sabe si estará viva todavía. Pero me acuerdo de ella a menudo. Era una
mujer excepcional.
—¿Sabe lo que me intriga? Que una historia así haya podido permanecer ignorada
tanto tiempo. Resulta increíble.
—En estos años han aparecido un par de alusiones veladas en algunos libros de
historia, pero admito que nunca se ha publicado nada sustancial, y desde luego, la
verdad completa, no. No tendría que sorprenderte que se haya mantenido en secreto,
si lo piensas bien. En un momento tan crítico de la guerra, americanos e ingleses se
hubieran sentido totalmente desmoralizados sabiendo que los nazis habían estado tan
peligrosamente cerca de matar a sus líderes, por no hablar del efecto que hubiera
producido entre las tropas. Washington y Londres le echaron al asunto un buen cerrojo
de seguridad, el más fuerte que yo haya visto. Tampoco Berlín se sintió muy inclinado
a admitir el fracaso. A finales de 1943, los nazis empezaban a verse entre la espada y
la pared, y necesitaban victorias, no derrotas. Aquella humillación no hubiera sido
precisamente una inyección de moral para sus fuerzas armadas, de modo que Hitler
dio instrucciones de que se destruyeran todos los papeles en torno a Esfinge, y todo el
personal que estaba al corriente se juramentó para guardar el secreto. Además, en
aquellos días circulaban un montón de historias, algunas verdaderas y otras increíbles.
Que los aliados planeaban asesinar a Hitler, o secuestrar a Rommel, que Hitler iba a
pillar a Roosevelt o a Churchill, o a cualquier otro alto jefe aliado. Era difícil distinguir
la realidad de la ficción. Cuando terminó la guerra, me imagino que lo de Esfinge se
perdió entre el montón.
—¿Y usted qué hizo?

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Una sonrisilla irónica jugueteó en los labios de Weaver.


—No me hicieron consejo de guerra, si eso es lo que quieres saber. Y eso fue lo más
raro. Por alguna razón que sólo él sabía, Sanson no me denunció. Se planteó la cuestión
de la desaparición de Halder, naturalmente, pero no se investigó ni se discutió más el
asunto. Puede que, en el fondo, Sanson supiese realmente lo que yo tenía que sufrir
con aquel conflicto entre el deber, el amor y la amistad. Después de aquello, me
convertí sin querer en un experto en seguridad presidencial. ¿Qué podía decir? ¿Que
la vida de Roosevelt la había salvado en parte un agente alemán al que habían enviado
para matarlo y al que yo ayudé a escapar? Eso hubiera levantado preguntas no
deseadas sobre lo que realmente había pasado con Jack. Así que me imagino que
preferí no remover el asunto.
—¿Cómo se enteró de todos los datos de la verdadera identidad de Rachel Stern?
—Algunos de los archivos personales del SD cayeron en manos aliadas en el 45. El
suyo estaba entre ellos y conseguí hacerme con una copia. También tuve la suerte de
poder entrevistarme con Schellenberg cuando estaba preso. Él fue quien me puso al
corriente del resto de la historia.
Estudié el rostro de Weaver y le pregunté:
—¿Cree que realmente estaba enamorada de ustedes dos?
Permaneció un momento en silencio, con una mirada añorante en los ojos, un atisbo
de tristeza infinita.
—¿Sabes?, me imagino que nunca podré saber la respuesta a esa pregunta. Tendré
que llevármela a la tumba. Pero quizá es como tiene que ser. Hay preguntas que están
mejor sin contestar. Aunque, si quieres que te sea sincero, siempre me gustó pensar
que era así.
—¿Y qué sucedió con su cuerpo?
—Fue enterrada en una tumba sin lápida, en el desierto, cerca de Saqqara. No hubo
verdadera ceremonia religiosa, fue un entierro militar, con un pequeño destacamento,
y un sargento leyó un breve pasaje de las Escrituras, el que a él le pareció más
apropiado para las circunstancias. —Weaver movió la cabeza—. Yo no asistí. Supongo
que no me sentía con fuerzas. Pero después me fui hasta la tumba y recé una oración
en su memoria.
—¿Y su familia?
—Himmler nunca fue hombre de cumplir sus promesas, por supuesto. A pesar de
que Schellenberg rogase clemencia, su padre fue ejecutado con los otros conspiradores
contra Hitler, lo mismo que sus dos hermanos menores, a los que quería tanto, unos
inocentes que no tenían absolutamente nada que ver con la conspiración. Sólo se salvó
la madre, pero falleció poco después, la pobre mujer.

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—¿Y por qué cree usted que Halder nunca trató de verlo otra vez? —le pregunté
mirándolo fijamente—. ¿Por qué había de permanecer escondido todos estos años?
Dijo usted que en Estados Unidos lo hubieran ahorcado por traidor. Pero eso
seguramente era una posibilidad remota. Era un soldado, no un criminal de guerra. ¿Y
por qué el secreto?
Weaver tomó aire y suspiró profundamente.
—Probablemente tienes razón. Dios sabe que he pensado en eso muchas veces, pero
sólo se me ocurren un par de razones para explicar por qué se mantuvo oculto y nunca
más se puso en contacto conmigo, y las dos están relacionadas. Una, que era un
hombre muy orgulloso. Creo que de algún modo consideraba que había abandonado
la patria de su madre al colaborar con los nazis, eso en primer lugar. Pero lo cierto es
que no tenía elección. Como tantos buenos alemanes, había sido arrastrado por la
corriente. Y sólo aceptó participar en el plan de Schellenberg a causa de su hijo. Pero
también tienes que recordar que procedía de una fuerte tradición prusiana. El honor
cuenta. Esa palabra alemana, phlicht, a la que Jack se adhería. Puede traducirse por
deber, pero he sabido que significa mucho, muchísimo más que eso. Significa que no
puedes deshonrar a quienes están más cerca de ti. Y creo que en cierto modo él tema
la sensación de haber deshonrado nuestra amistad, y creía que no podría mirarme a la
cara nunca más. ¿Quién sabe?
Hizo una pausa y continuó.
—La segunda razón me parece la más plausible. Después de tantos sufrimientos
como había pasado, de la pérdida de su mujer y su hijo, y la muerte de su padre, por
no hablar de lo sucedido en Egipto durante su misión, tal vez lo único que quería era
dejarlo todo atrás, empezar una nueva vida y procurar borrar el tormento del pasado.
Eso a veces sucede, ¿sabes? No es raro que las personas que han pasado por trances
insoportables corten totalmente lo que les une a su vida anterior y traten de empezar
de cero. Tomar una nueva salida, desnudos, con una nueva identidad, familia nueva,
nueva profesión, y tachar cualquier cosa asociada a su pasado. Una especie de limpieza
del alma, me imagino. Seguro que los sicólogos explican esto con más detalle, pero a
mí me parece que tiene bastante sentido. Y tengo la sensación de que podría ser eso lo
que Jack pretendió. Puede decir que nunca iba a olvidarse de su mujer y su hijo, y que
nunca rompió completamente sus lazos con ellos, puesto que hacía que pusieran flores
regularmente en sus tumbas, pero también supongo que si has perdido a una familia
que querías intensamente, tampoco vas a olvidar del todo su recuerdo.
Se oyó un ruido detrás de nosotros. Entraban un par de miembros del personal de
limpieza del hotel en turno de noche. Parecieron sorprenderse de que todavía hubiera
alguien en el bar, pero en seguida hicieron caso omiso y se pusieron a trabajar,
limpiando mesas y sillas. Weaver miró el reloj.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Me parece que estamos excediéndonos en la bienvenida. Bueno, tengo que dormir
un poco, Carney —dijo, levantándose de la silla—. Mañana tengo que cerrar mi vuelo
de vuelta a Estados Unidos.
Me dio un firme apretón de manos y lo acompañé hasta el ascensor.
—Tengo una pregunta más —le dije.
—¿Ah sí? ¿Y cuál es?
—¿Está seguro de que el cuerpo que vimos en el depósito no era el de Halder?
—Jack tenía una cicatriz muy visible en la pierna izquierda, de una vieja herida de
la infancia, de cuando jugábamos juntos en los campos de la finca de su madre. El
pobre viejo del depósito no la tenía. Así que probablemente nunca sepamos quién era
realmente.
—Pero parece una coincidencia muy rara. Tenía más o menos la misma edad y el
mismo nombre que Halder.
—Y también tenía papeles a nombre de Hans Meyer, me parece.
Asentí con la cabeza.
—Tengo un contacto en la policía de El Cairo que me ha dicho que encontraron
documentos de identidad antiguos a ese nombre escondidos en el piso.
—Supongo que has oído decir que después de la guerra vinieron a Egipto muchos
alemanes. Algunos eran nazis reclamados, otros eran jóvenes científicos contratados
para trabajar en el programa secreto de cohetes de la NASA en Helwan, en el desierto.
Todavía están vivos unos cuantos, según tengo entendido. Ya son ancianos, demasiado
viejos para volver a casa, y viven sus últimos días anónimamente, en pisos austeros de
barrios como Imbaba. En muchos casos, cuando vinieron a Egipto adoptaron alias o
nuevas identidades, para intentar borrar sus rastros. Creo que cuando por fin se
conozcan los datos, descubrirás que el viejo del depósito era uno de ésos, y que el
nombre Johann Halder era un alias. Es un nombre que no tiene nada de particular, es
bastante corriente en Alemania, igual que Hans Meyer. Apostaría algo a que
probablemente esas dos identidades eran tapaderas que ese muerto llevaba años
utilizando.
Weaver hizo una pausa.
—Parece que todavía tienes dudas, Carney.
Me encogí de hombros.
—Me imagino que es porque soy periodista, pero no me gustan las historias sin
final. Me hubiera gustado saber de una vez por todas si Halder seguía vivo.
—¿Te refieres a que te gustaría descubrir qué pasó con la colección de su padre?

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

—Si he de ser sincero, y aunque parezca raro, me parece que lo que más me intriga
es el propio Jack Halder.
—Por lo que yo sé, puede que haya muerto ya hace tiempo —dijo Weaver,
moviendo la cabeza a los lados—. Ya no quedamos muchos viejos supervivientes por
el mundo. Las flores sobre las tumbas de su mujer y su hijo una vez al mes es una cosa
fácil de mantener en marcha después de muerto. Es el típico detalle que se podría
esperar de Jack. Pero sería una lástima que estuviera muerto. Me hubiera gustado verlo
otra vez, por lo menos una vez más. —Había un pesar auténtico en la voz de Weaver,
una tristeza casi tangible—. Pero de todo lo que pasó hace ya tanto tiempo... ¿Cómo es
lo que dijo aquel escritor? «Cuanto más viejo me hago, más parece que poco a poco me
voy alejando de las orillas de mi pasado, hasta que se convierten en un lejano recuerdo
muy distante.» Desde luego tengo esa sensación.
—Pero lo recuerda usted muy bien.
Weaver dudó un momento, luego metió la mano lentamente en el bolsillo, sacó la
cartera y me tendió algo.
—Eso es porque llevo esto que me lo recuerda.
Era una fotografía en blanco y negro muy antigua, ya borrosa, cuidadosamente
conservada en una funda de plástico, con el papel arrugado y agrietado. Tres jóvenes
aparecían de pie entre las tumbas inmediatas a la pirámide escalonada, con las caras
tostadas por el sol y llenas de salud, cogiéndose entre ellos por la cintura y sonriendo
a la cámara. Reconocí de inmediato a Harry Weaver de joven. A su lado había una
mujer llamativa. Era muy guapa, de facciones finamente perfiladas y el cabello rubio
aclarado por el sol. A su lado estaba un hombre guapo con una sonrisa dibujada en el
rostro. Jack Halder y Rachel Stern.
Estuve mirando la fotografía un buen rato, estaba ante las imágenes auténticas, las
caras que había que poner a la historia, y luego se la devolví en silencio, buscando algo
que decir. La verdad era que no se me ocurría nada. Weaver volvió a meter la
fotografía en la cartera.
—Me alegro de que hayamos hablado, Carney. Si alguna vez vuelves por Estados
Unidos, ven a verme, me gusta mucho recibir visitas. Quedan ya tan pocos viejos
amigos... la verdad es que se me van muriendo todos poco a poco.
—Iré.
—Bien, buenas noches, Carney. ¿O tendría que decir buenos días?
—Buenos días, coronel.
Entró en el ascensor, se cerraron las puertas, y desapareció.

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

Volví andando a mi apartamento pero no podía dormir. Por alguna razón, no dejaba
de darle vueltas en la cabeza a la historia de Weaver. Me quedé allí sentado, inquieto,
tomando café, viendo salir el sol y pensando en todo lo que Weaver me había contado,
hasta que un poco más tarde me vestí, bajé a la calle y eché a andar hacia el puente
desierto de Kasr-el-Nil. Por fin pasó un taxi solitario, lo llamé. El taxista pareció
sorprendido de ver un cliente a una hora tan temprana.
—¿Adónde, señor?
—Saqqara.
No le sorprendió en absoluto que alguien quisiera ir a visitar aquel famoso lugar al
amanecer, se limitó a encogerse de hombros cuando me subí. Fuimos por la carretera
de las pirámides y luego torcimos hacia el sur, salimos a la verde campiña del Nilo y
avanzamos siguiendo su curso, todos los pueblos miserables que cruzábamos estaban
desiertos, no se veía ni un alma, y luego llegamos a las ruinas de la fabulosa ciudad de
Menfis y finalmente vislumbramos al frente Saqqara, ese monumento asombroso a un
rey muerto hace tanto tiempo.
El lugar era muy hermoso a aquella hora del amanecer, realmente glorioso, cielo y
tierra tenían el mismo color de la arenisca rugosa, una luz anaranjada bañaba la
pirámide más antigua de Egipto, donde la tierra más fértil del planeta, el feraz delta
del Nilo, terminaba bruscamente y un espeso bosque de palmeras daba paso al más
puro desierto. Había una garita de la policía turística que controlaba el tráfico de
entrada, pero a aquellas horas todavía no había nadie y le dije al taxista que continuara
subiendo por las empinadas curvas de la carretera hasta las pirámides. Cuando
llegamos al aparcamiento de gravilla al pie de la entrada me bajé.
—Espere aquí, por favor.
Subí la cuesta. Todavía hacía fresco tras el frío helador de la noche en el desierto, y
el lugar estaba solitario, ni hordas de turistas ni camelleros atosigándote, ni guías
pesados ofreciendo sus servicios. Caminé entre las ruinas y me detuve a la pálida
sombra del esplendor de la pirámide de Zoser. Casi al lado había un cartel que decía
que había un equipo arqueológico internacional trabajando allí, otra excavación en
marcha, pero no vi a nadie y fui a sentarme en uno de los bloques de piedra de la base.
En las capas escalonadas de la antigua roca de color pardo había grabadas iniciales
borrosas, cientos y cientos de iniciales, cinceladas o arañadas por visitantes y
vencedores a lo largo de innumerables siglos. Marcas primitivas de los legionarios
romanos, cifras marcadas en la piedra corroída por los ejércitos conquistadores de
Napoleón, y un interminable número de recuerdos olvidados a amantes muertos hace
mucho tiempo. Estuve largo rato buscando, apartando arena, yendo de una piedra a
otra, en algunos lugares la roca estaba tan erosionada que resultaba imposible leer
algunas de las inscripciones, pero finalmente sentí un escalofrío al encontrar lo que

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estaba buscando, unas letras tan desgastadas ya que tuve que seguir su silueta borrosa
con la yema del dedo.
Pero allí estaban: RS, HW, JH. 1939.
Pensé en aquel verano, cuando Harry Weaver había ido por primera vez a Saqqara.
Pensé en Jack Halder y Rachel Stern, y en todos los nombres muertos del pasado, sus
cuerpos convertidos en polvo desde hace mucho, con sus pasiones y dolores, odios e
intrigas, y pensé que ya nada de todo aquello importaba. Pero, sobre todo, me
pregunté si Jack Halder estaría todavía vivo. Sería ya un hombre muy viejo y, la
verdad, no tenía sentido preguntármelo.
Como había dicho Weaver, poco a poco nos alejamos de las orillas del pasado hasta
que se convierten en un recuerdo lejano. Todo lo que quedaba de la verdad era una
vieja fotografía gastada, y aquellas iniciales olvidadas cinceladas en la piedra. Pero
para mí era verdad suficiente.
Me levanté, me sacudí el polvo de las manos y empecé a bajar de la colina.
Nunca llegué a descubrir lo que sucedió con la colección de Franz Halder, y nunca
volví a ver a Harry Weaver. Falleció casi cuatro meses más tarde en un hospital de
Nueva York, a los pocos días de sufrir un derrame cerebral. Todos los periódicos
importantes traían su necrológica. Iba a ser enterrado en el cementerio de la iglesia de
su pueblo natal, donde Jack Halder y él habían pasado la infancia juntos.
Yo estaba en Nueva York de permiso en aquel momento y decidí alquilar un coche
y hacer el largo camino hacia el norte del estado para darle mi último adiós. Hubo una
tormenta muy fuerte, me retrasé y cuando llegué, el funeral ya se había terminado.
Había docenas de asistentes y bastantes caras conocidas de la Casa Blanca. La lluvia
barría el cementerio con fuerza y la gente no tardó mucho en dispersarse y volver a los
coches mientras los truenos retumbaban sobre nosotros. Y me quedé solo.
Más allá de la iglesia de madera pintada de blanco, en un alto, veía a lo lejos lo que
una vez había sido el emplazamiento de la residencia que pertenecía a la familia de
Jack Halder. Ya hacía mucho tiempo que había desaparecido, y había sido sustituida
por un centro comercial y un aparcamiento. Por algún motivo pensé en dos niños que
una vez jugaron allí juntos y se hicieron amigos, hasta que las pasiones y las
circunstancias los convirtieron en enemigos, y su amor por una mujer casi llegó a
destruirlos a ambos.
Allí de pie, empapado por la lluvia, dejé que mis ojos se posasen sobre la tumba.
Estaba cubierta de coronas y ramos de flores de todas clases. Había bastantes del
Pentágono y también de las asociaciones de veteranos de guerra, e incluso había dos
enviadas por ex presidentes norteamericanos.
Pero entre las coronas y las flores descubrí un solitario lirio, blanco como la nieve,
que yacía al pie de la losa de mármol negro. Sentí un escalofrío. Cogí el sobre y leí la

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Glenn Meade Las arenas de Saqqara

tarjeta sin membrete que había dentro, escrita con una caligrafía frágil y temblorosa,
pero cuyas palabras no dejaban lugar a dudas.
Decía: «Promesa cumplida. Jack.»

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***

Título original: The sands of Sakkara


©Glenn Meade, 1999
© por la traducción, Fernando González Corugedo, 2000
© Editorial Planeta, S. A., 2001
Diseño de la cubierta: adaptación de la idea original de Xavier Comas
Ilustración de la cubierta: foto
© Jim Stanfield/National Geographic/ASA
Primera edición en Colección Booket: setiembre de 2001
Depósito legal: B. 31.044-2001
ISBN: 84-08-04018-9
ISBN: 0-340-68908-0

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