Buenos Aires Entre Dos Calles

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Buenos Aires entre dos calles

La poética urbana de Boedo y Florida

...hay que poner en orden al mundo, ponerlo en orden sobre


los escombros, como ya se hizo una vez, cuando las
catedrales eran blancas, sobre los escombros de la
Antigüedad.

Le Corbusier.

«En algunas ocasiones, el Arte hace que una ciudad no se convierta en escombros».
No es casual que esta declaración de acusado tono romántico forme parte de un confuso
manifiesto futurista aparecido en Buenos Aires a principios de 1920159. Aquella ciudad
a la que Le Corbusier y Marinetti no acababan de llegar, que esperaba con impaciencia
el verdadero «advenimiento de lo nuevo», se debatía -112- en las primeras décadas
del siglo XX entre la tradición y la renovación, entre la «autodestrucción innovadora» y
la pervivencia inexpugnable de los signos del pasado.
Todo era porvenir en el Buenos Aires de aquel tiempo, todo crecía y se
multiplicaba de manera desmesurada en aquella ciudad tocada por la mano de una
economía en franco desarrollo. La entrada en nuevos tiempos exigía también nuevas
invenciones y nuevas formas de expresión, lo concluido debía ceder ante lo nuevo,
sobre las viejas catedrales, negras, sucias, viejas, debían alzarse las blancas
catedrales, «completamente blancas, deslumbrantes, jóvenes»160. Pero el signo definidor
del ambiente cultural porteño anterior a las vanguardias era un estado permanente de
parálisis, una «ataxia locomotriz», como diría Girondo, a la que habían llegado a la vez
el público, la crítica y los propios artistas.
No obstante, el impulso renovador de las vanguardias artístico-literarias es reflejo,
como aclara Nelson Osorio, de un complejo sistema de cambios políticos y sociales en
la situación histórica global y de un creciente sentimiento de «oposición oligárquica»,
que tiene su máximo exponente en el arduo proceso de Reforma Universitaria en
América Latina iniciado con la revuelta de Córdoba en 1918161.
-113-
En el marco de las artes y las letras, la posibilidad de avance permanecía maniatada
por esa actitud inmovilista que define a la oligarquía intelectual de los grandes núcleos
urbanos. Oliverio Girondo incide en esa incapacidad asimilativa que evidencian los
círculos literarios y artísticos en el Buenos Aires de aquellos años:
Por increíble que parezca, los eternos figurones gaseosos
persisten en una retórica caduca y en un academicismo avant
la lettre, a la par que el pésimo «buen gusto» de algunos
espíritus marmóreos continúa frecuentando una estética
refrigerada o un cierto dandismo tropical. No sólo las
casaderas libélulas de Flores son víctima de la sensiblería
más cursi y edulcorada. El peor Rubén, el de las marquesas
liliales y otros pajarracos «de parterre», fomenta el ripio
lacrimal y el decorativismo de pacotilla. Cuando no se busca
en la pintura la más infiel fidelidad fotográfica, se le exige
alguna anécdota declamatoria o sentimental. Ante un cuadro,
ante una estatua, tanto la crítica como el público se
equivocan, invariablemente, hasta cuando tienen razón. Salvo
rarísimas excepciones se ignora la producción contemporánea
con la misma prolijidad con que se desconoce la del
pasado162.

Es un error, por otro lado, como advierte también Nelson Osorio, considerar el
vanguardismo latinoamericano -114- como un simple «epifenómeno de la vanguardia
europea»163, olvidando que, desde los tiempos de la independencia política, un nutrido
grupo de intelectuales americanos había resuelto, según palabras de Ángel
Rama, «desentrañar la especificidad de sus patrias libres y fundar la autonomía literaria
del continente hispánico, separándolo y distinguiéndolo de la fuente europea»164. La
polémica mantenida al final de la década del veinte entre La Gaceta Literaria y la
revista Martín Fierro acerca de un pretendido meridiano intelectual de Hispanoamérica,
certifica la permanente vigencia de esta circunstancia en el proceso de formación de una
identidad cultural argentina.
Algunos testimonios de la época, como el de Alberto Pinetta, insisten también en
ese principio de autonomía, premisa ineludible para entrar a valorar en su justa medida
los aportes de cualquier movimiento o generación artístico-literaria: «no por mero afán
de imitar, no por solidaridad con la corriente moderna patentada en Europa, no por un
falso impulso de juventud, carente de sentido, sino por una ineludible conciencia de
tiempo y paisaje, por una indestructible y poderosa inclinación de vivir de acuerdo a la
figura nueva y tentadora del presente, distinta a la del ayer cercano»165.
-115-
Por otra parte, en un principio la vanguardia porteña parece mantener todavía una
cierta moderación en cuanto a las posibilidades renovadoras de los distintos
movimientos de avanzada. Así se desprende de unas palabras de Evar Méndez, uno de
los principales impulsores de las nuevas corrientes literarias en Buenos Aires:
Las audacias de nuestros poetas nuevos -y esto no es en
desmedro de ellos- no van demasiado lejos en cuanto a
forma, a escritura: nada de anarquismo, confusión, nihilismo.
Aquí no se hacen caligramas, no tienen mayor fortuna los
poemas en varios planos o para varias voces (también aquí
ensayados), ni seduce ninguna construcción poético-
tipográfica, tan abundantes en todas partes y de suceso
conocido desde remotas épocas de la literatura y su
graficismo, cosa sin ninguna importancia, por lo demás.
Tampoco las audacias de pensamiento y expresión de
nuestros poetas nuevos rebalsan un nivel excesivo. Hay entre
los nuestros un feliz sentido de la medida y el equilibrio.
Ninguna locura, ninguna desmedida fantasía, nada de
dadaísmo o antiliteratura disolvente, ni siquiera dejar hablar
al subconsciente: aun no ha hecho camino el suprarealismo
aquí166.
Obviamente, Evar Méndez se refiere aquí al derrotero particular de la vanguardia
poética, aunque sus apreciaciones pueden hacerse extensibles al resto de las artes, a
las -116- que los distintos «ismos» habían dotado en Europa de un cierto espíritu
unitario, pero que seguían orbitando en Buenos Aires en círculos de hermética
indefinición.
Yendo a la poesía, que es lo que aquí nos ocupa, convenimos con Evar Méndez en
que la novedad, en un primer momento, se manifestó de manera predominante «en el
tono, el acento, el matiz de expresión...; en los temas y en la manera de tratarlos,
inéditos o poco usuales aquéllos, sobria y sencilla, despojada, ésta»167. Y en esta tesitura
sobreviene la imagen de la ciudad, la imagen de Buenos Aires, para evidenciar las
posibilidades y la necesidad de esos nuevos ángulos con que el artista comienza a
enfrentarse a la obra de arte. El símil, la metáfora urbana, es la más socorrida por
teóricos y críticos para caracterizar esa necesidad de renovación y evolución poética que
evidenciaba la lírica argentina:
Recordar la obra de los constructores de belleza que edifican actualmente la ciudad
del arte de mañana -y digo mañana porque la concepción estética de hoy tiene por frente
lo ilimitado- balanceando el pasado y el presente, es alejarse conscientemente del
espectáculo que levantan como fetiche los tradicionalistas, guardianes celosos de lo
viejo168.
La directriz urbana parece seguir marcando el destino literario de Buenos Aires. El
mismo año en que Baldomero Fernández Moreno publicaba Ciudad (1917), aparecía La
ciudad libre de Mario Bravo. En sus páginas, el poeta y ensayista precisaba: «Tenemos
una ciudad seccionada en dos partes: la ciudad del norte y la ciudad del sur; la ciudad de
los barrios ricos y la de los barrios pobres; las calles bien iluminadas y las calles sin luz;
[...] barrios ocupados por extensos latifundios inhabitados, y barrios donde la población
debe aglomerarse en casuchas miserables y en conventillos horribles»169. De manera
coincidente, la nueva generación de literatos, la llamada generación del 22, se fracciona
en dos tendencias que se ajustan puntualmente a esa escisión física que determina la
imagen anímica de la urbe. Y esas dos ciudades, contrapuestas e inseparables, quedan
delimitadas entre esas dos calles de Buenos Aires que son Florida y Boedo:
Las dos calles que dieron nombre a uno y otro
movimiento, no son meros simbolismos. Florida era el centro
de Buenos Aires, la vía de las grandes tiendas, la del lujo
exquisito, la cantada por Darío con profusión de oros y
palabras bellas, la calle donde está el Jockey Club y donde
una clase social -y sus acólitos- exhibía su cotidiano ocio.
(Ya también esto ha desaparecido en este perpetuo
transformarse de Buenos Aires). Boedo era el suburbio chato
y gris, calle de boliches, de cafetines y teatrejos, refugio
del -118- dominical cansancio obrero, calle que nunca tuvo
un poeta suntuoso que la cantara, calle cosmopolita, ruidosa,
de fotbaliers, guaranga, amenazante...170.

Nosotros y ellos: anatomía de una polémica


El 25 de julio de 1924, Roberto Mariani abría las hostilidades entre Boedo y
Florida con la publicación, en el séptimo número de la revista Martín Fierro, de una
carta reprobatoria en la que apuntaba abiertamente contra la indefinición y la falta de
carácter de la revista: «falta calor en el entusiasmo, y falta ímpetu en el combate, y falta
rebeldía en la conducta. Seamos justos: sobra gracia, sobra ingenio, y es excesiva la
imaginación»171. Había dado su primer paso una de las querellas literarias más
singulares y prolíficas de la reciente historia literaria argentina, que llega hasta nuestros
días a través de una larga retahíla de burlas, reproches, debates póstumos e
innumerables exhumaciones críticas.
Las designaciones de Boedo y Florida no aparecen por ningún lado en el texto de
Mariani. Lo que sí encontramos es una precisa disección del «campo intelectual»
bonaerense en tres grupos de marcada disensión ideológica: -119- mientras «la
extrema derecha literaria» tiene sus tribunas habituales en los diarios La Nación y El
Hogar, y el centro -«ni conservador ni revolucionario, pero más estático que dinámico»-
, se expresa eficazmente a través de Martín Fierro; «los que estamos en la extrema
izquierda revolucionaria y agresiva, no tenemos dónde volcar nuestra indignación, no
tenemos dónde derramar nuestra dulzura, no tenemos dónde gritar nuestro evangélico
afán de justicia humana»172. Precisamente, esa sutileza con que Mariani alude a la
orfandad de los escritores de izquierda respecto a un ya consolidado circuito editorial y
la consiguiente innacesibilidad al mercado de lectores, representa para algunos críticos
el elemento nuclear de la polémica.
En el número siguiente de la revista (agosto-septiembre), la dirección de Martín
Fierro responde enérgicamente a las críticas de Mariani, convencida, suponemos, de
que no hay peor defensa que un débil ataque. El texto acusa a Mariani y a «sus jóvenes
discípulos» de estar fomentando una «sub-literatura» sustentada en «la consabida
anécdota de conventillo, ya clásica, relatada en una jerga abominablemente ramplona,
plagada de italianismos», y creada con el único objeto «de satisfacer los bajos gustos de
un público semianalfabeto», incidiendo, además, de forma hiriente sobre el
pretendido «afán de lucro» y «los fines exclusivamente comerciales de los famosos
"realistas" italo-criollos». La revista, por otro lado, se reafirma en el -120- programa,
exclusivamente artístico, que trazan los límites impuestos por el «Manifiesto» de
Girondo, denunciando además la «paradoja tan frecuente en los revolucionarios
sociales, de ser conservadores en materia de arte». Hay, en efecto, resume el
texto, «diferencias insalvables»173.
Sin embargo, lo que fundamenta la denuncia de Mariani, como también advirtió
María Inés Cárdenas de Monner Sans174, es a buen seguro la evidente disparidad
conceptual entre el «Manifiesto» y el texto que bajo el título de «La Vuelta de Martín
Fierro»175 anunciaba en el primer número la reedición de la revista de 1919. La
dirección aseguraba allí mantener el espíritu de la etapa anterior y «aunque los tiempos
no son, exterior y aparentemente, los mismos, hacemos nuestro el antiguo programa».
Se habla de «transformación social», de «lucha de clases», valores y conceptos que
brillan por su ausencia en la refundación estrictamente artística que supone el manifiesto
redactado por Girondo. A pesar de todo, de la inaclarada contradicción programática,
del acento excesivamente agresivo del alegato «martinfierrista», Mariani decide
olvidarse del -121- asunto y dejar zanjada aquella «frívola polémica»176. Pero ya
estaba encendida la mecha de la discordia.
En no pocas ocasiones la rivalidad se redujo a un intercambio de burlas y
provocaciones que se lanzaban con ironía los componentes de uno y otro bando. Era
habitual, por ejemplo, que el nombre de algún «boedista» se deslizara en las
composiciones humorísticas que integrar las secciones «Cementerio de Martín Fierro» y
«Parnaso Satírico». En el número anterior a la carta de Mariani que inaugura la
polémica puede verse una viñeta en la se hace referencia a la aparición de la
revista Dinamo y del libro de Elías Castelnuovo Tinieblas, ambos vinculados al grupo
de Boedo, y en la que dos asnos se elogian mutuamente: «Qué talento tenés,
Barletta!», «Sos un genio, Stanchina» (en alusión a Leónidas Barletta y Lorenzo
Stanchina, directores de la citada revista Dinamo)177. En otro número aparece una
quintilla firmada por X.X. que dice: «Aquí yacen, "allo spiedo", / Los siniestros
pensadores / Que eran genios en Boedo. / Ahora en qué... ventiladores / Van a introducir
el dedo»178. O esta frase de Enrique González Tuñón: «Si te perdés chiflame,
Boedo!».179. También Borges, que luego se desentendió del asunto, incluye a Álvaro
Yunque, uno de las principales voces poéticas de Boedo, en una inventada «Escuela del
malhumor obrerista y del bellaquear o de los barrios nuevos del Sur»180.
Los de Boedo, por su parte, atrincherados en las revistas Los
Pensadores y Claridad, responden con menor prolijidad humorística, pero con igual y
certera puntería crítica. Luis Emilio Soto considera a los componentes de Florida
como «poetas imaginíficos», definiendo su estilo como una «comezón por lo pintoresco
y un desarrollado sentido de la "fumistería"»181; y Roberto Arlt, que aunque hizo
siempre la guerra por su parte, estuvo más cerca de Boedo que de Florida, califica a los
segundos como «gauchos de salón»182.
-123-
Este juego de réplicas y contrarréplicas ha contribuido, sin duda, a una cierta
trivialización e incluso impugnación de los hechos. Jorge Luis Borges, sin ir más lejos,
(Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires,
1974, págs. 16-17), a propósito del grupo de Florida, comenta:
Fue un poco en broma, como la polémica de Florida y
Boedo, por ejemplo, que veo que se toma en serio ahora, pero
-sin duda Marechal ya lo habrá dicho- no hubo tal polémica
ni tales grupos ni nada. Todo eso lo organizaron Ernesto
Palacio y Roberto Mariani. Pensaron que en París había
cenáculos literarios, y que podía servir para la publicidad el
hecho de que hubiera dos grupos. En aquel tiempo yo escribía
poesía sobre las orillas de Buenos Aires, los suburbios.
Entonces yo pregunté: «¿Cuáles son los dos grupos?»,
«Florida y Boedo», me dijeron. Yo nunca había oído hablar
de la calle Boedo aunque vivía en Bulnes, que es la
continuación de Boedo, «Bueno», dije, «¿y qué
representan?», «Florida es el centro y Boedo sería las
afueras», «Bueno», les dije, «inscríbame en el grupo de
Boedo», «Es que ya es tarde; vos estás en el de Florida»,
«Bueno», dije, «total, ¿qué importancia tiene la topografía?».
La prueba está, por ejemplo, en que un escritor como Arlt
perteneció a los dos grupos, un escritor como Olivari,
también. Nosotros nunca tomamos en serio eso. Y, en
cambio, ahora yo veo que lo han tomado en serio, y que hasta
se toman exámenes sobre eso183.

Si bien, el propio Borges en 1930, más cercano el asunto, había achacado al grupo
de Boedo el haber hecho una reducción al absurdo de la exigencia de conmover que
indujo a Carriego a una «lacrimosa estética socialista»184. Otro testimonio lo
encontramos en el novelista Arturo Cancela que ironiza lo huero de la discusión entre
Boedo y Florida:
Se me ha dicho que la juventud literaria está dividida
como la República hasta la reorganización en dos bandos: el
bando de la calle Boedo y el bando de la calle Florida. Yo
propongo que ambos grupos se fusionen y continúen sus
actividades bajo el rubro único de «Escuela de la calle
Floredo». Si mi idea se acepta podríamos nombrar presidente
a Manuel Gálvez, que vive en la calle Puyrredón, equidistante
de ambos grupos, y que tendría la imparcialidad de no oír a
ninguno de los componentes. Además, él mismo, podría
redactar el manifiesto «floredista», con lo cual nadie lo leería
y sus términos no obligarían, en consecuencia, a ninguno185.

Por último, Oliverio Girondo en «El periódico Martín Fierro. Memoria de sus
antiguos directores», leída el 27 de octubre de 1949 con motivo del 25.º aniversario de
la aparición de la revista Martín Fierro, afirma que la pendencia entre Boedo y Florida
fue una «pintoresca y, acaso, inmotivada polémica» suscitada por Roberto Mariani186.
-123-
Sin embargo, más allá de lo anecdótico, creemos advertir una sólida cuestión de
fondo:
El nombre o la designación es lo de menos -se lee en Los
pensadores-. Tanto ellos como nosotros sabemos que hay
algo más profundo que nos divide. Una serie de causas
fundamentales fomentaron la división. Excluidos los nombres
de calles y personas, quedamos en pie, lo mismo frente a
frente, ellos y nosotros. Vamos por caminos completamente
distintos, en lo que concierne a la orientación literaria,
pensamos y sentimos de una manera distinta. Repitamos
ahora que ellos carecen de verdaderos ideales187.

-124-
En 1927, disuelta Martín Fierro por razones que luego veremos, otro artículo de
Roberto Mariani, que forma parte de la célebre Exposición de la actual poesía
argentina organizada por Pedro Juan Vignale y César Tiempo, insiste en la beligerancia
entre las dos escuelas, estableciendo el espacio literario en que se instalan unos y otros:

Florida Boedo
Vanguardia Izquierda
Ultraísmo Realismo
Extrema Izquierda, Los
Martín Fierro y Proa
Pensadores y Claridad
La greguería El cuento y la novela
Ramón Gómez de la
Fedor Dostoiewski188
Serna
La disputa de clases ha sido una de las razones más discutidas para explicar las
desavenencias entre las dos escuelas. Incluso el ermitaño Roberto Arlt atestigua en
1932 el cisma social abierto entre los literatos de aquellos años: «se es de Boedo o se
es de Florida. Se está con los trabajadores o con los niños bien. El dilema es simple,
claro, y lo entienden todos»189. Algunos años más tarde, Elías Castelnuovo reincidirá
en que la posición de Boedo no fue la resultante de una mera «especulación
escolástica»:
-125-
El hecho de que Boedo tomase como materia prima de
sus inquietudes espirituales a la clase trabajadora, no se
debió puramente a una determinación estética, sino a que
la mayoría de sus componentes procedían de esa misma
clase, y trabajan o habían trabajado manualmente hasta esa
fecha.
Así, por ejemplo, Agustín Riganelli, era tallista;
Roberto Arlt, gomero; Nicolás Olivari, peón de Almacén;
César Tiempo, repartidor de soda; Roberto Mariani,
oficinista...190.

No obstante, Eduardo González Lanuza, de parte de Florida, rebate estas


apreciaciones considerando que «la disputa, que fue tan sólo literaria, se planteó en
los términos de la lucha de clases, cuando la inmensa mayoría de los que
supuestamente debíamos haber intervenido en ella, pertenecíamos a la muy pequeña
clase media. Con excepciones por ambos lados, hacia arriba y hacia abajo»191.
También Ricardo Güiraldes, en una carta dirigida a Roberto Mariani a fines de 1924,
manifiesta que «parece haber en muchos de los escritores con tendencias al desquite
social, más propósitos de establecer diferencias y antagonismos que semejanzas y
simpatías. Ustedes son muy humanos, no se puede negar, pero es una lástima que los
límites de su humanitarismo estén señalados por las posiciones pecuniarias y de
barrio»192

Oliverio Girondo: El tranvía imposible

¡Líricos tranvías sin derrotero, vagabundos, nómades,


libérrimos, en donde viajarían los poetas que no saben su
destino y los hombres que lo han perdido ya!...
Enrique M. Amorim.

Dentro del grupo de Florida, quizá podría considerarse el abanderado del


mismo, está también Oliverio Girondo (1891-1967). Sus dos libros más claramente
urbanos, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925),
son dos libros de viajes por Europa, África y América. Es innegable el
cosmopolitismo y la pasión viajera desplegada por Girondo en estos primeros libros
de poemas, sin embargo, su personalidad, su sensibilidad de poeta, está
indiscutiblemente forjada en las calles, en las plazas, en los cafés de Buenos Aires.
Hijo de buena familia, como se suele decir, los pasos de Oliverio anduvieron
siempre cerca de las grandes capitales europeas, en ellas estudió en sus años de
infancia y a ellas acudió en su juventud para colmar sus ávidos ojos con todo
aquello, nuevo o viejo, que fuera capaz de deslumbrarlos. Visita museos, descubre
lugares, asiste a reuniones y conoce a poetas y artistas de toda índole y pelaje. En
opinión de Beatriz de Nóbile, Oliverio no sólo asimila -167- para sí todo ese
mundo transfigurado, sino que lo desborda sobre Buenos Aires246.
La actitud poética de Girondo en sus primeros libros responde a un impulso
generalizado en la vanguardia, y que en Francia vincula a varias generaciones de
poetas (Apollinaire, Larbaud, Cendrars, Morand) que tras la guerra del 14 se
imponen la tarea de medir la magnitud del mundo: «conocen las convulsiones -
explica Marcel Raymond-, los malestares, las epidemias psicológicas de una Europa
y de un universo humano donde han caído los pretiles y se desmoronan las morales
antiguas»247. En la obra de estos autores, se traza -prosigue Raymond- «el esquema
de una epopeya de la vida moderna, de cierta vida moderna, la de un viajero, un
aventurero que respira el aire libre del universo; de un aventurero que sigue siendo
hombre, a pesar de todo, y sabe mezclar con los temas del modernismo los del viaje
de los amantes y la nostalgia de la patria; de un hombre en el que la voluntad
pragmática oculta deficientemente el temor y el secreto deseo de la catástrofe»248.
Cosmopolitismo aparte, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) de
Oliverio Girondo, representa, en -168- opinión de Alfonso Sola González, «el
primer libro orgánico intencionalmente "vanguardista"» en Argentina:
Si consideramos que en el libro de Girondo hay nueve
poemas de indiscutible filiación «vanguardista», fechados
en España, Francia, Río de Janeiro, Mar del Plata y Buenos
Aires en 1920, no puede dudarse entonces de que, por lo
menos un año antes del regreso de Borges, la
«vanguardia», sin bautismo oficial todavía, había dado ya
sus primeros poemas intencionalmente adscritos al sprit
nouveautriunfante en las literaturas europeas...
Simplemente queremos anotar fechas y reconocer en
Oliverio Girondo al poeta que por primera vez en el Río de
la Plata -en agosto de 1920 se halla en Buenos Aires, de
regreso de un viaje a Europa- se ajusta a la nueva estética
con segura conciencia de lo que está haciendo249.
Lo relevante del dato, en cualquier caso, es esa anticipación en la poetización
vanguardista de la capital porteña. Pero es interesante observar, en primer lugar, la
actitud que tiene Oliverio frente a su ciudad. Podemos admitir que Buenos Aires,
como ciudad moderna, no satisfacía en demasía el sentido estético de Girondo. Así
se desprende de un curioso texto titulado «¡Cuidado con la arquitectura!», en el que
el poeta, inmerso en todos los frentes, arremete -169- desde las páginas de Martín
Fierro contra la falta de sensibilidad arquitectónica de la ciudad:
El extravío llega a tal extremo que naufragan hasta las
reglas del sentido común, que en arquitectura es el menos
común de todos. ¡Inútil insinuar que las vigas de hierro,
por ejemplo, permiten la existencia de grandes espacios, de
una amplitud y de una simplicidad desconocidas, o que la
lisura del cemento puede procurarnos una satisfacción
semejante a la que sentimos al pasarnos la mano cuando
hemos terminado de afeitarnos!
¡A los arquitectos se les importa un bledo! A ellos no
les interesa que las necesidades de la vida contemporánea
exijan y requieran nuevas soluciones. Para ellos carece de
importancia que los procedimientos de construcción sean
distintos y que los materiales de que disponen ofrezcan y
reclamen soluciones inéditas250.

Desde el mismo título del libro, ...poemas para ser leídos en el tranvía, las
composiciones de Girondo responden poéticamente a esa necesidad de dotar a
Buenos Aires de un imprescindible visaje de modernidad. En el segundo número de
la revista, Martín Fierro presenta el primer libro del poeta que, editado en Francia,
había pasado desapercibido para el público y la crítica rioplatense, insistiendo en
que «hay en la obra de Oliverio Girondo -arrojada desdeñosamente, y su título
irónico lo indica, -170- no para ser leída en los gabinetes, sino en los plebeyos
tranvías-, un recio y renovador soplo de modernidad»251. En Veinte poemas..., hay
cinco poemas escritos en Buenos Aires: «Pedestre» (agosto 1920), «Exvoto»
(octubre 1920), «Plaza» (diciembre 1920), «Milonga» (octubre 1921) y «Nocturno»
(noviembre 1921), y dos escritos en Mar del Plata, «Croquis en la arena» (octubre
1920) y «Corso» (febrero 1921). Cada apunte callejero es, como diría Macedonio,
«un resorte urbanístico» que registra una prosopopeya urbana donde el poeta
sorprende a la ciudad en sus gestos íntimos y cotidianos.
En el poema «Nocturno», Girondo se acerca a aquel Fernández Moreno, poeta
de las madrugadas porteñas, desnudando el ánima poética de la ciudad dormida, las
luces de la calle que se van apagando una tras otra, los alambres y los postes
telefónicos sobre las azoteas, el último caballo que pasa con su trote desgarbado, los
gatos en celo en los tejados, los papeles que se arrastran en los patios vacíos. En
opinión de Luis Góngora, seudónimo de uno de los colaboradores de Martín
Fierro, «completa sus visiones plásticas, sus aciertos de expresión y sus pinceladas,
con un sentido emocional y patético, con un dominio del sentimiento puro que
subyuga. Es un poeta. Captura el terror nocturno y lo expresa como motivo -171-
fundamental, en unidad y en concordancia perfecta con el valor de la palabra»252:

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al


apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.

¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los
papeles que se arrastran en los patios vacíos?

Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las
cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.

A veces se piensa, al dar la vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán


las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los
rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen
algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.

Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.

¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas!
-único grillo que le conviene a la ciudad.

-172-

La ciudad de Girondo es un ente vivo, regido únimente por las leyes de la


poesía, un mundo abandonado a un nuevo estatuto fundamentado en la exigencia de
lo insólito. «¡Guillotinemos las amarras de la lógica!», proclama Girondo, «lo
cotidiano es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo»253: «las mesas
dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire»254; «un edificio público aspira el
mal olor de la ciudad»; «un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que
pasa en automóvil»; «junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una
mujer»255.
César Fernández Moreno señala que «no existe en Girondo, de ninguna manera,
ese extravío del vivir concreto en la visión abstracta que expresa Borges de la ciudad
de Buenos Aires y de su propia existencia. Girondo se enrola decididamente en lo
concreto y, bajo la influencia surrealista, vuelca en lo que escribe el contenido global
de su psique, inconsciente inclusive; y no sin humor»256. Ese humor que en Girondo
es un principio desmitificador que -173- libera a su poesía del ridículo «prejuicio
de lo sublime», también se aplica sobre la ciudad de Buenos Aires. El oficialismo, la
seriedad, la sensiblería, la solemnidad, eran las principales actitudes burguesas
contra las que debía luchar el artista adscrito a las filas de la vanguardia. En este
sentido, la mirada crítica de Girondo se agudiza especialmente contra la gazmoñería
y las actitudes fingidas de la «buena» sociedad bonaerense. En el poema «Exvoto»,
el irreverente humor poético de Girondo se dirige hacia la peculiar sociología del
barrio de Flores. Cuna de poetas y de no pocas elegías, Flores se distingue, dentro de
la particular mitología porteña, por la proverbial disponibilidad de sus muchachas
casaderas, que la mirada de Oliverio transforma en un escandaloso ritual urbano:

Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería
del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa. Las chicas
de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien
las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.

Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen
palabras al oído, y sus pezones -174- fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.

Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas
que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran
desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a
pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda257.

El tranvía lírico de Veinte poemas, con «billete hasta el último poema» como
diría Ramón, simboliza, en cierta medida, la edificación poética de la ciudad
moderna, donde cada poema representa una parada en ese trayecto sin rumbo que
proporciona la complejidad de la gran urbe cosmopolita.

Jorge Luis Borges: la imaginada urbe


En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son
adecuaciones del recuerdo donde se nos representan
fuera del tiempo, en una visión inmutable.

Valle Inclán.

Dentro de los autores agrupados en torno a Florida -aunque años después se


obstinara en negar su «filiación»-, destaca en extremo la figura de Jorge Luis
Borges. -175- El Buenos Aires que encuentra Borges a su vuelta provoca en su
joven espíritu de poeta una conmoción profunda que es a la vez una entrega y un
rechazo. Es una entrega: la ciudad se le abre por primera vez y pone en sus manos
toda su realidad para que el poeta la reconstruya en su poesía. También es un
rechazo: la ciudad real colisiona con la imagen que, confundida entre fantasías y
recuerdos, había ido generándose en la mente del poeta durante su «exilio» europeo.
Jorge Luis Borges, señala Horacio Salas, «decidió crear una literatura que fuera al
mismo tiempo texto y mitología, historia imaginaria y metafísica de la ciudad»258. El
generoso proscenio en que se ha convertido el Buenos Aires de los años 20,
ese «dilatado mito geográfico», estaba todavía, a juicio de Borges, «a la espera de
una poetización»:
¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya
sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un
espectáculo para siempre (al menos para mí) [...]. Pero
Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales
que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras
algún símbolo no lo pueble259.

Ahí estriba el verdadero tamaño de su esperanza, en forjar esa idea, esa historia,
ese mito de la ciudad; en fundar -176- Buenos Aires literariamente, sustituyendo
la vieja espada de Garay por el filo renovado de la metáfora:
¿Y fue por este río de sueñera y de barro

que las proas vinieron a fundarme la patria?

Irían a los tumbos los barquitos pintados

entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río

era azulejo entonces como oriundo del cielo

con su estrellita roja para marcar el sitio

en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron

por un mar que tenía cinco lunas de anchura

y aun estaba poblado de sirenas y endriagos

y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,

durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,

pero son embelecos fraguados en la Boca.

Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo

expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.

La manzana pareja que persiste en mi barrio:

Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.


Un almacén rosado como revés de naipe

brilló y en la trastienda conversaron un truco;

el almacén rosado floreció en un compadre,

ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

-177-

El primer organito salvaba el horizonte

con su achacoso porte, su habanera y su gringo.

El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen.

algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa

el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,

los hombres compartieron un pasado ilusorio.

Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

La juzgo tan eterna como el agua y el aire260.

En este poema, en opinión de Marcos-Ricardo Barnatán, «Borges vuelve a


fundar la ciudad pero no en el hipotético lugar que refiere la historia sino en la
manzana de su casa primordial, su casa de Palermo, rodeada de las futuras calles que
bordearon su origen: "Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga"»261. El universo
resumido en la intersección de cuatro calles: la cuadrícula de nuevo; de nuevo la
huella indeleble de la mano fundadora de Garay. El poeta ha encadenado la memoria
histórica de la urbe con su propia mitología urbana para consumar esa nueva acta
fundacional con que culmina en 1929 (Cuaderno San Martín) su particular
exégesis -178- porteña. Pero para llegar a esa manzana primigenia, donde
confluyen los puntos cardinales del Buenos Aires literario, era necesaria todavía una
década de esquinas y de patios, de albores, de atardeceres y de sombras.
La ciudad que plasma Borges inmediatamente después de su regreso a la
Argentina (Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente), como ha demostrado
Cristina Grau, es un entrevero de «referencias a sus viajes, a otras ciudades, a otros
jardines, a otros países, a otras calles, que finalmente acaban todos mirándose en
Buenos Aires»262. En efecto, en los poemas de sus dos obras iniciales, Borges rehace
imágenes urbanas de evidente corte ultraísta que habían ido apareciendo en revistas
españolas como Grecia, Ultra, Tableros y el periódico Baleares, donde el argentino
había registrado los paisajes de Madrid, Palma de Mallorca y Sevilla263. Pero pronto
las ajenas geografías van perdiendo sus contornos ante la imponente realidad poética
de su ciudad: «los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y
estaré) en Buenos Aires»264.
-179-

Por otro lado, la actitud de Borges frente al paisaje se articula en una doble
vertiente: como «urdidor de verbalismos», se establece más allá del naturalismo y
del futurismo italiano; mientras que como «espectador aprofesional del paisaje» aún
se encuentra sometido a las sugestiones clásicas y románticas (Swedenborg, Blake,
etc.). «El paisaje del campo es la retórica... es la mentira», por eso Borges vuelve su
espalda al mundo natural y decide buscar «el paisaje urbano que los verbalismos no
mancharon aún»265. En contraposición a la mayoría de sus coetáneos, Borges se
obstina en buscar de memoria la ciudad semi-colonial de su infancia: «Aunque a
veces nos humille algún rascacielos, la visión total de Buenos Aires no es
whitmaniana. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas -de
casitas de un piso alienadas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y
piedras- son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. En cada encrucijada se
adivinan cuatro correctos horizontes»266.
Como Baldomero Fernández Moreno, Borges se identifica con las calles de la
ciudad, pero su avenencia es más visceral y centrífuga. El Buenos Aires desconocido
que había encontrado Borges a su vuelta («Al cabo de los años del destierro / volví a
la casa de mi infancia / y todavía me -180- es ajeno su ámbito»)267 empieza a ser
reconocido a través de la poesía. Por eso en el primer poema de Fervor de Buenos
Aires («Las calles»), Borges, que se considera así mismo «hombre de ciudad, de
barrio, de calle», escribe:

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña268.
Borges establece una diferencia esencial en la topografía de sus primeros libros:
decididamente íntima en Fervor de Buenos Aires, y más «ostentosa y pública»
en Luna de enfrente. De esta manera en su primer libro aparecen «las calles
desganadas del barrio», «las casas cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales»,
los panteones de La Recoleta, «las modestas balaustradas y llamadores», «los
zaguanes entorpecidos de sombra», los jacarandás y las acacias, «el fácil sosiego de
los bancos», «la amistad oscura de un zaguán, de una parra y de un aljibe», «el
jardincito que es como un día de fiesta en la pobreza de la tierra», «los patios y su
antigua certidumbre», la quietud, en suma, de una sala tranquila.
Prácticamente toda la producción literaria de Borges durante la década del
veinte (Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), El tamaño de mi
esperanza (1926), El idioma de los argentinos (1928), Cuaderno -181- San
Martín (1929) y Evaristo Carriego (1930)), persigue, como decíamos antes, una
construcción literaria de la ciudad de Buenos Aires. Algunas urbes, escribe José
Carlos Rovira, «son la idea que de ellas ha construido la literatura», construir esa
idea sería una forma de fundar literariamente dicha ciudad269. Sin embargo, es ésta
una empresa que el propio Borges, descreedor empedernido de sus pasados y
filiaciones, considera fracasada en su obra:
En 1923 publiqué un libro injustamente famoso,
llamado Fervor de Buenos Aires. En ese libro hay una
evidente discordia entre el tema, o uno de los temas, o el
fondo del libro que es la ciudad de Buenos Aires, sobre
todo algunos barrios, y el lenguaje en que yo escribí, un
español que quería parecerse al español latino de Quevedo
y de Saavedra Fajardo. Hay una discordia evidente entre la
imagen de Buenos Aires y el español latinizante de los
grandes prosistas españoles de mil seiscientos y tantos, de
modo que ese libro, para mí, es un libro que entraña un
fracaso esencial.
Luego advertí ese error, que era evidente por lo
demás, y escribí otro libro: Luna de enfrente. Para
escribirlo recuerdo que adquirí un diccionario de
argentinismos y traté de poblar el libro con todas las
palabras que estaban allí. Hubo entonces un exceso de
criollismo, -182- de tono familiar, que tampoco es el
tono de Buenos Aires. De suerte que un exceso de
hispanismo arcaico en Fervor de Buenos Aires y un exceso
de criollismo deliberado y artificial en Luna de
enfrente hicieron fracasar a esos dos libros.
En otro posterior, Cuaderno San Martín (es algo que
yo no he leído desde entonces, desde 1930), acaso hay,
dicen, alguna página tolerable referida a Buenos Aires.
Pero después, me dicen mis amigos, he encontrado el
ambiente de Buenos Aires en puntos donde no lo he
buscado deliberadamente, en puntos en que simplemente
he mencionado algunos lugares. Es decir, he dejado que la
imaginación y la memoria del lector trabajen por cuenta
propia270.

El Buenos Aires de Borges es una ciudad que se busca a sí misma, que persigue
una voz propia, y que lo hace no en el tumulto de las calles del centro, rigurosas de
automóviles, multitudes, rascacielos y grandes avenidas, sino en la placidez barrial
del suburbio desdichado «de casas bajas» y «quintas con verjas», en calles
terregosas flanqueadas por almacenes rosados, en la frescura de un patio o en el
atardecer solitario de una plaza o una esquina. Compone también Borges una
mitología particular del compadre y del malevo, héroes solitarios de esa zona
indecisa entre la ciudad y la pampa, que el poeta define con un preciso oxímoron
que trata de preservar su misterio, -183- ¿invade la pampa tímidamente la ciudad
o escapa de ella?: «El pastito precario, / desesperadamente esperanzado, / salpicaba
las piedras de la calle»271.
En el prólogo de Evaristo Carriego, escrito para la edición de sus Obras
Completas en 1969, explica Borges: «Yo creí, durante años, haberme criado en un
suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos invisibles.
Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una
biblioteca de ilimitados libros ingleses [...] ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado
de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a
unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel
Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?»272. A esas preguntas quiso
responder la citada obra, y, en buena medida, todas las de esa década. De esta
manera, Borges buscará en el Buenos Aires de los años veinte, aquella ciudad que su
niñez había inventado tras la verja del jardín. Es decir, a partir de la ciudad real,
proyecta la reconstrucción de un espacio y un tiempo imaginados. Como de
costumbre, la mirada cuidadosa de Ramón Gómez de la Serna ya había vislumbrado
estas cuestiones:
-184-

Fervor de Buenos Aires se titula este libro admirable


de Borges. Con toda la emoción de la casa cerrada, ha
salido por las calles de su patria. El Buenos Aires
rimbombante de la Avenida de Mayo se vuelve de otra
clase en Borges, más somero, más apasionado, con
callecitas silenciosas y conmovedoras, un poco granadinas.
«¿Pero había este Buenos Aires en Buenos Aires?», nos
estamos preguntando siempre en este libro, y nuestra
conclusión es: «Pues iremos, iremos»273.
En el poema titulado «Arrabal» de Fervor de Buenos Aires, encuentra Mario
Paoletti las dos referencias sucesivas entre las que Borges habrá de reconstruir su
ciudad: «Buenos Aires como irrecuperable pasado (visto desde su adolescencia
europea) y Buenos Aires como presente y futuro, después del regreso»274:

y sentí Buenos Aires.

Esta ciudad que yo creí mi pasado

es mi porvenir, mi presente275

-185-

Pero la ciudad real sólo puede aspirar a ser un espejo, un turbio remedo de
aquella su ciudad, es un mar de ausencia en que se ahoga la ciudad de entonces, por
eso cada mañana trata el poeta de reconstruirla a partir de la palabra, de «añadir
provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad»276. El Buenos
Aires de estos libros será, por tanto, ese «barrio reconquistado» en cuyas calles
puede echarse a caminar el poeta en íntima posesión con el paisaje urbano, «como
por una recuperada heredad»277, traspasando así el límite entre lo material y lo
puramente literario:

Yo soy el único espectador de esta calle;

si dejara de verla se moriría278.


Y así, Buenos Aires surge en Borges indeterminada entre dos orillas279, las
orillas entre la ciudad y la pampa, -186- las orillas entre la noche y el alba, las
orillas entre la realidad y la memoria:

Si están ajenas de sustancia las cosas

y si esta numerosa Buenos Aires

no es más que un sueño

que erigen en compartida magia las almas,

hay un instante

en que peligra desaforadamente su ser

y es el instante estremecido del alba280.

La ciudad que Borges busca desde la memoria y desde el deseo o, mejor, desde
la esperanza, cree el poeta entreverla en las calles de Montevideo: «Eres el Buenos
Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente»281. Sin embargo, esta
imagen es una «puerta falsa en el tiempo» que surge de la poesía y del
recuerdo: «Ciudad que se oye como un verso. / Calles con luz de patio»282. La
representación de su «imaginada urbe» va fraguándose a partir de espacios reales y
espacios recreados por la imaginación («que no han visto nunca mis ojos»). Así
ocurre en el poema «Benarés», donde la mítica ciudad de la India bañada por el
Ganges, la ciudad más sagrada del mundo según el hinduismo, se yuxtapone a la
capital porteña por la que se escurre el Riachuelo y se desangra el Maldonado
junto -187- al Río de la Plata. Pero esta imagen también es «falsa y tupida»,
tampoco se encuentra en ella ese Buenos Aires ansiado:
Y pensar
que mientras juego con dudosas imágenes,
la ciudad que canto, persiste
en un lugar predestinado del mundo,
con su topografía precisa, poblada como un sueño283.
En cierto modo, el primer Borges prefigura la construcción laberíntica de su
obra posterior; en este caso un laberinto urbano cuyos muros encierran memoria,
poesía y deseo. El crítico Luis Sainz de Medrano opina de manera coincidente
que «Borges convertirá a su ciudad en el espacio de sus inquietudes, de su
desconcertado caminar por un laberinto [...]. En Buenos Aires vio el aleph y
encontró el zahir y "el libro de arena", pero la ciudad misma es para él aleph y zahir
y libro de arena»284. En este sentido, la precoz alianza del poeta con la ceguera,
determina su destino ciudadano y preludia al viejo bibliotecario caminando solitario
por los pasillos de la interminable biblioteca: «¡Qué lindo atestiguarte, calle de
siempre, ya -188- que miraron tan pocas cosas mis días!»285. «Un plano en relieve
para uso de ciegos parece la ciudad a vuelo de pájaro»286, había dicho de Buenos
Aires Ezequiel Martínez Estrada, y así parece también querer refutarlo Borges casi
cuarenta años después fundiendo en una misma realidad la biblioteca, la ciudad y la
poesía:
Desde hace doce años no puedo leer, no puedo
escribir... Y esa es una de las razones por las cuales he
vuelto a la poesía; y he vuelto a la poesía regular... por la
virtud mnemónica de la rima y del verso regular. Es decir:
yo voy caminando por la calle Florida, yo viajo en
subterráneo, yo camino por Barracas. Es un barrio que me
gusta mucho caminar, porque, orillando el paredón del
ferrocarril, uno puede recorrer distancias relativamente
grandes sin el problema, para mí a veces insoluble, de
cruzar de una acera a otra. O caminando por la Biblioteca
Nacional, que es un laberinto apacible y propicio. Así voy
componiendo mis sonetos, voy buscando todas las
variaciones posibles287.

Y claro, el Buenos Aires que Borges buscaba debía estar para siempre entre los
libros:
-189-

La ciudad está en mí como un poema

que aún no he logrado detener en palabras288.

Ezequiel Martínez Estrada situó en los arrabales las calles «donde un pasado
que es el mismo de algunos ciudadanos se infiltra en el presente. Calles de Evaristo
Carriego y de Jorge Luis Borges; de Fernández Moreno y Macedonio Fernández;
calles que los ediles y arquitectos desdeñan y por donde es indispensable andar un
poco, de vez en cuando, como si nos pusiéramos a revisar fotografías y flores secas
en álbumes y cofres»289.
¡Qué maravilla definida y prolija es un plano de
Bueno Aires! Los barrios ya pesados de recuerdos, los que
tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once, Palermo,
Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el
Sur; los barrios en que no estuve nunca y que la fantasía
puede rellenar de torres de colores, de novias, de
compadritos que caminan bailando, de puestas de sol que
nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico...290.

-190-

Así, la ciudad de Borges queda convertida en una ultraciudad291, real y presente,


bajo la cual subyace más allá, del otro lado -enfrente-, otra ciudad, la suya, surgida
del pasado a través de la imaginación y la memoria y fijada por ese material que no
logra desvanecer el aire: la palabra. Borges pretende reintegrarse humildemente en
esa ciudad reconstruida a partes iguales por el recuerdo, la invención y la poesía; una
ciudad convertida ya en una «realidad innegable», donde «se abre la verja del jardín
/ con la docilidad de la página»292.

La musa en el asfalto
El grupo de Boedo

Qué quiere hacer la elegante Florida...

si tú ponés las notas de los tangos

como una flor en el ojal prendida

en los cien balcones de mi gran ciudad.


Dante A. Linyera, «Boedo».

Al sur, siempre al sur, estaba la calle Boedo. San Juan y Boedo antiguo, dijeron
los tangos, cuna del pobre y del poeta, del gotán y la pebeta; esquina opuesta a
aquella otra -191- de Corrientes y Esmeralda; rincón perdido, en suma, de aquel
Buenos Aires distinto que había dejado de ser «el cerebro del continente», para ser,
como denuncia Elías Castelnuovo, «el emporio del país de las vacas. La capital de
los toros gordos y los peones flacos»293.
En el número 837 de aquella calle Boedo funcionaba la imprenta de Lorenzo
Raño en la que se imprimía Los Pensadores, colección dirigida por Antonio Zamora
en cuyas páginas eran asiduos los nombres de Gorki, Dostoievsky, Tolstoi, Gogol,
Engels y Marx, que luego se transformó en revista para dar a conocer a la izquierda
literaria porteña. En torno a aquel local y a la buhardilla de la calle Sadí Carnot n.º
11, en la que residía Elías Castelnuovo, fue congregándose un creciente grupo de
periodistas, novelistas y poetas (Nicolás Olivari, Roberto Mariani, Leónidas
Barletta, Lorenzo Stanchina, Roberto Arlt, Gustavo Riccio, Álvaro Yunque, César
Tiempo, Raúl y Enrique González Tuñón) en cuyo seno, a decir de Castelnuovo, «se
estaba incubando el germen de la reacción»:
¿Qué es el arte? -se preguntaban- ¿Para qué sirve el
arte? ¿Cuál es la función del arte? ¿Por qué se escribe?
¿Para qué y para quién se escribe? ¿El artista es un
producto individual o es un producto social?294.

-192-

El grupo se había iniciado hacia 1923, recuerda nuevamente Castelnuovo, a raíz


de un concurso literario organizado por el diario La Montaña, que dirigía Juan Pedro
Calou: «Resultaron premiados cuatro escritores jóvenes que se desconocían entre sí
y que por efecto del dictamen debieron forzosamente relacionarse mutuamente»295.
Eran Roberto Mariani, Leónidas Barletta, Manuel Rojas y el propio Elías
Castelnuovo que, junto con Álvaro Yunque, quien obtuvo una mención especial en
dicho certamen, formaron el núcleo originario del grupo de Boedo.
Aspiraban todos ellos a cimentar la función protestataria del escritor social, que
tenía algunos precedentes en la historia literaria del país (Alberto Ghiraldo,
Florencio Sánchez o Mario Bravo) y que implicaba la observación desnuda, sin
afeites, de la realidad: «Conocerla para transformarla», reivindica Álvaro Yunque,
aunque ello supusiera la negación y el desprecio de «la crítica burguesa»296. Graciela
Montaldo, quien prefiere utilizar el término veristas al de boedistas o realistas, opina
que «lejos de "pintar la realidad" -como en algunas oportunidades declararon-, la
tarea de estos escritores comprometió un programa ideológico elevado a la categoría
de verdad del cual los textos pasaron a ser recortes y ejemplificaciones, muestreos y
comprobaciones del funcionamiento que rige -193- la realidad social y
política»297. Frente a la deshumanización del arte acuñada por Ortega en su
interpretación de la vanguardia, la orientación «realista» propugnaba un arte
decididamente «humano», «civil, político, ideológico, social, izquierdista, libertario,
tendencioso, polémico, socialista, revolucionario, siempre expresión de una fe y una
clase y al que, combatiendo por la liberación del trabajador y expresión de esta
clase, se llama arte proletario»298:
El artista debe militar entre los hombres que cambian
el mundo. El artista no ha venido a contemplar sino a vivir.
Arte es acción. El arte es herramienta; pero en tanto no
llega la hora de construir, una pala o un martillo pueden
utilizarse para romper la cabeza de un canalla: Así el arte
proletario. Imperiosamente combativo, el arte proletario es
la posibilidad épica del siglo XX299.

Como hizo la vanguardia artística de Florida a través de sus ruidosas


publicaciones, los escritores de Boedo volcaron su programa ideológico-literario a
través de revistas de clara implicación social, cuya divisa, frente a la «nueva
sensibilidad» de Florida, reclamaba el nacimiento de una «nueva sociedad»: Los
pensadores, Claridad, Dinamo y -194- Extrema Izquierda, fueron las principales
tribunas del grupo.
Tal vez Claridad (fig. 5), que llevaba el subtítulo de Tribuna del pensamiento
izquierdista, fuera la tentativa más esforzada del grupo de Boedo por dar a conocer
sus inclinaciones estéticas y conceptuales. Influenciado indudablemente por el grupo
Clarté, capitaneado en París por el novelista antiburgués Henri Barbusse, la revista
porteña se presentaba en 1926 con inequívocos planteamientos:
Claridad aspira a ser una revista en cuyas páginas se
reflejen las inquietudes del pensamiento izquierdista en
todas sus manifestaciones. Deseamos estar más cerca de
las luchas sociales que de las manifestaciones puramente
literarias. Creemos de más utilidad para la humanidad del
porvenir las luchas sociales que las grescas literarias, sin
dejar de reconocer que de una contienda literaria puede
también volver a surgir una nueva escuela que interprete
las manifestaciones humanas en forma que estén más de
acuerdo con la realidad de la época en que vivimos300.
-195-

Claridad, núm. 157, Buenos Aires, 28 de abril de 1928


Fig. 5
-196-

Se ha insistido con frecuencia en la mayor inclinación de los miembros de


Boedo hacia el género narrativo en detrimento del género poético. Es cierto que sus
modelos literarios eran mayoritariamente novelistas, y que algunos de ellos
ofrecieron sus mayores logros creativos a través de la novela y el cuento. Tal es el
caso, por ejemplo, de Leónidas Barleta con Cuentos realistas (1923) o Los
pobres (1925), de Elías Castelnuovo con Tinieblas(1923) y Malditos (1924), o de
Roberto Mariani con sus célebres Cuentos de la oficina (1925). Incluso en algún
envite dialéctico se aferra Florida a este detalle para reivindicar la propiedad
exclusiva de la ciudad literaria301. No obstante, también hubo poetas en Boedo.
En 1921, el reivindicante Roberto Mariani había vencido el natural «miedo de
cantar» de los hombres de prosa, con la publicación de un volumen de poemas
titulado Las acequias y otros poemas. Está muy lejos este libro, por forma,
contenido y entonación, de sus famosos Cuentos de la oficina y, desde luego, de las
modulaciones urbanas que vertebran la poesía argentina de los años veinte. Mariani
se aparta expresamente del dilatado magisterio de Lugones y Darío, aunque son
reconocibles los ecos de Carriego, Banchs y Fernández Moreno y algún que otro
desliz de tono simbolista. No es éste, en resumen, un libro que podamos considerar
urbano, el paisaje que describe se encuentra todavía invadido de carruajes, iglesias y
campanas. Más que metropolitano, el ambiente es decididamente -197- aldeano;
el ritmo es lento; predominan los motivos naturales y en alguna ocasión celebra el
poeta incluso la placidez campestre frente a la angustia ciudadana. Sólo fugazmente
acuden al refugio rural del poeta las imágenes sombrías de una ciudad desdibujada,
oculta tras la niebla, metáfora de esa vida activa que bulle escondida tras el tumulto
de la ciudad moderna302. Sin embargo, no es perceptible todavía una fundada
conciencia de ciudad; ni siquiera Buenos Aires es nombrada una sola vez a lo largo
de todo el libro, y únicamente, muy de pasada, se refiere el poeta al viejo barrio de
Palermo. Pero, como diría César Bruto, la excepción no hace verano.
Sí se manifiesta esa conciencia, sin embargo, en la truncada y escasa obra del
poeta Gustavo Riccio, fallecido a los 27 años de edad con un sólo libro
publicado: Un poeta en la ciudad (1926). La nota editorial que cierra el volumen
explicita de manera encomiable el propósito del libro y de buena parte del programa
poético del grupo:
Con la publicación de Un poeta en la ciudad, versos
de Gustavo Riccio, nuevo poeta, creemos que contribuimos
a colaborar en la obra realista y renovadora que está
realizando entre nosotros un grupo de poetas jóvenes, al
hallar motivos para sus poemas en -198- la afiebrada
multaneidad [sic] de la urbe y en la dolorosa tragedia
cotidiana de sus semejantes303.

Se nos está revelando precisamente en esta certera apostilla dos de las


características esenciales de la poética urbana que distingue al grupo de Boedo. Por
un lado, en un gesto que les vincula directamente a Baldomero Fernández Moreno,
una observancia mínima de la realidad cotidiana, de la cual surge el hallazgo
poético. Son «los versos que de las cosas salen» como los llama Riccio:

La vida

es una sucesión de pequeñeces;

aquilatar el precio de lo ínfimo

eso es cosa del Arte.


En este libro

se han detenido los instantes

y las cosas minúsculas

y se han hecho poemas304.

La mirada poética se sustenta, no ya en las triunfales evidencias con que domina


el paisaje la ciudad moderna, sino, como había apuntado Mariani en su primerizo
libro de poemas, a partir de «los motivos pequeños» y «las -199- emociones
humildes»305, de todo lo que sobrevive ensombrecido bajo la impiadosa
monstruosidad de la urbe:

Yo no conozco otro patio

que esta vereda tan ancha,

donde jugué cuando pibe

con los chicos de la cuadra.

Y arrimado a este arbolito,

sentí las primeras ráfagas

de inquietud que me traían

las mujeres que pasaban...

Sobre estas mismas baldosas

dejé caer la mirada

cuando a entoldarse de angustia

mi pobre pecho empezaba.

Todo: ensueños y proyectos,


alegrías y esperanzas,

me los mataron los autos

de la calle Rivadavia...306.

Por otro lado, se hace patente esa irrevocable vocación «humana» que impone a
la mirada urbana un principio de reflexión, que trasciende el umbral de las fachadas
y penetra en los rincones oscuros donde habita la desdicha de los desposeídos. A un
lado de la ciudad, el rascacielos, armadura sin alma del crecimiento urbano,
ejemplifica la paradoja del progreso en la figura de esos albañiles italianos -200-
que trepan por los andamios y cantan mientras construyen gigantescos edificios en
los que no podrán vivir jamás307. Del otro lado, el viejo caserón señorial,
destartalada herencia de un remoto esplendor de ciudad patricia, alberga ahora en su
entraña las secuelas de la desigualdad social como una metáfora terrible del
artificioso desarrollo de la gran ciudad:

Monstruo nacido en la ciudad moderna:

cabeza de palacio, cuerpo de conventillo;

tú sabes del dolor más trágico y agudo:

del que debe cubrirse con ricos atavíos

La miseria que guardas se disfraza de sedas

y al hambre lo guareces tras tu portal magnífico;

¡oh el dolor que tú encierras, que no puede gritarse

y no es rabia de pobres ni hastío de ricos!308.


Va configurándose poéticamente esa otra ciudad, espacio suburbial que nada
tiene que ver con el arrabal borgeano, y que crece modestamente al margen de las
grandes demostraciones del centro. En opinión de Beatriz Sarlo, «las orillas, el
suburbio son espacios efectivamente existentes en la topografía real de la ciudad y al
mismo tiempo sólo pueden ingresar a la literatura cuando se los piensa como
espacios culturales, cuando se les impone una forma -201- a partir de cualidades
no sólo estéticas sino también ideológicas. Se realiza entonces un triple movimiento:
reconocer una referencia urbana, vincularla con valores, construirla como referencia
literaria. En estas operaciones no sólo se compromete una visión "realista" del
suburbio, sino una perspectiva desde donde mirarlo»309. En este sentido, Gustavo
Riccio abre una tercera vía de acercamiento a la ciudad, que podríamos denominar
ideológica, en virtud de la cual, la calle se alza como un espacio para la afirmación
política y la reivindicación social, tal y como habían hecho los novelistas rusos
previos a la revolución:

En los primero de Mayo

llamean tus calzadas

banderas rojas que gritan

sus protestas sin palabras.

Y, encencidas de canciones

y enjoyadas de esperanzas,

pasan creando futuro

muchedumbres proletarias310.

Tal vez la voz poética mejor templada dentro del grupo de Boedo fuera la de
Nicolás Olivari. Redactor habitual de la revista Nosotros, Olivari fue el escritor de
Boedo mejor considerado por Florida, no en vano la Editorial Martín Fierro publicó
su primer poemario La musa de la mala -202- pata(1926): «Su poesía de Mala
Pata -escribe Ricardo Güiraldes- o Pata de Palo, tiene una dignidad atorrante, una
altanería de hombre que ha llegado a un desideratum de soledad y congoja y un
orgullo de paria suburbano»311. Como Raúl González Tuñón, que entre viaje y viaje
deambuló con igual fortuna entre estetas y proletarios (El violín del diablo,
1926; Miércoles de ceniza, 1928; La calle del agujero en la media, 1930), Nicolás
Olivari se vio seducido por el alma negra de Buenos Aires: el bajo fondo, los
prostíbulos, la decadencia, el alcohol, la cocaína, el suicidio. Frente al sentido
deportivo de la vida moderna que proyecta Florida, Olivari pasea su desdicha de
poeta sin horizonte, arrastra su hastío ciudadano por el triste, enfermo, desolado,
cielo gris del arrabal, gris «como el acero que domina en la ciudad»312. La ciudad no
es más que un sueño de alambre que mutila las ilusiones y el optimismo de sus
habitantes: «Soñaste la altura y en un barranco / te desnuca la ciudad...»313. Pero es
para el poeta la única musa posible, la musa renga de la mala pata, la ciudad de la
vida dura y los destinos desventurados:
-203-

Porque en nuestros sesgados paseos,

-que mi ironía silencia-

o bien era un charco que salvaba el salto

o bien era el espejismo del asfalto,

o bien era una plaza con árboles feos,

mas gozamos de raras voluptuosidades:

barrios nuevos con húmedas plazas

y perfiles vagos de incubadas razas

en el pozo cegado de las ciudades...

(¡Buenos Aires! cuna del mundo, cuna

de mi sensibilidad...

Ella era como una luna


pequeña

en mi vida,

y tú ofendida,

la mataste, ¡oh! mi ciudad!)314.

Las contraseñas urbanas vertebran igualmente los poemas de su segundo


libro El gato escaldado (1929). En el texto que sirve de prólogo a la primera
edición, defiende Olivari la condición decididamente vanguardista de sus poemas,
embarcado pese a todo en una «lucha artística» de orientación social: «Nosotros
escribimos iniciando la revuelta, el motín, el cuartelazo contra la guarnición vieja
que se iba disecando dentro de su uniforme de académicos ante las puertas de la
Academia. Trajimos la voz del pueblo, -204- del hombre argentino de hoy, del
tipo racial nuevo, donde sólo habrá profesionales de libros. Al literato de salón
opusimos el poeta joven, hambriento y desesperado, pero ladrando su verdad con
hidrofobia de verdad»315. En este libro, Olivari se entrega definitivamente al poema
en prosa como único vehículo legítimo para expresar las nuevas realidades. La
primera composición del libro, titulada «Blasón», anuncia, a modo de divisa poética,
la condición expresamente urbana de los poemas del libro:

Un árbol de la calle todo lleno

de gorriones;

un fregar de pisos,

-matutino salmo de la higiene-

entre locos ritmos de canciones...

Fauces son tus calles, abiertas

a tus crepúsculos cuadriculados,


entre un teléfono y un árbol

que se seca de tanto intentar llegar al cielo.

¡Buenos Aires!, entraña cálida,

¡golpe de émbolo, cimbrón de ansias!

mi alma cansada,

te da un escudo oval:

mi bostezo!316.

-205-

Buenos Aires, ciudad desequilibrada y excesiva, alimenta visiones ditirámbicas


y emociones extremas, y en su belleza enferma, provoca en el ánimo sensible del
poeta un mismo sentimiento de devoción y rechazo: «porque te odio con amor
salvaje, / con esta raza de odio que es amor dentro de mi pecho / para toda mi
ciudad»317. Pero mientras en Florida hay una conciencia de posesión de la ciudad,
aquella «recuperada heredad» que reclamó Borges, en Boedo, y en especial en
Olivari, el poeta es apenas un inquilino de la urbe que paga su tributo con cada
nuevo libro de poemas:

Nunca te me acabarás, Buenos Aires,

y me darás temas para rato...

hasta que el sentimiento se me haga pedazos

en tus encantadadores accidentes de tráfico.

[...]

Mientras tanto edificaré mis poemas sucesivos


con la plomada de tus nuevos edificios

y el cemento de tus futuras catedrales.

Disculpáme, che, ciudad, si todavía,

mi verso torcido y serruchado tiene barro en los botines.

Es la última tierra de tus excavaciones

es la raíz de ti misma, es la sangre de tus venas subterráneas,

es tu respiración de exudado gas en los levantamientos

-206-

y en los empastelamientos

de los futuros rascacielos,

que ya están haciendo su ademán de granito en tu cielo cuadriculado

en tejidos eléctricos318.

Uno de los aspectos más destacables de estos poemas, por otro lado, es la cada
vez más evidente, conjunción temática entre la obra de estos poetas y la que
comienzan a desplegar los primeros grandes letristas del tango. Armando Discépolo,
Juan de Dios Filiberto y Homero Manzi, por ejemplo, eran asiduos a las tertulias y
reuniones de Boedo319. Lo importante en todo caso es que poetas y letristas están
compartiendo un mismo espacio poético en los márgenes de la gran ciudad al que
sólo llega un eco degradado y siniestro de la modernidad. Olivari, junto a Enrique y
Raúl González Tuñón, da cuenta de esa incorporación de la poesía del tango, no sólo
a la escena literaria sino a la imagen que ambas manifestaciones iban a dejar de la
ciudad:

¡Cangallo y Ombú!

si sos toda la urbe del recuerdo,


si estás reventando de nostalgia,

[...]

En esta mezcla gateó mi infancia

y desde allí me vino este amor tan grande que te tengo, ¡Buenos Aires!

-207-

Buenos Aires, loma del diablo, Buenos Aires, patria del mundo,

Buenos Aires, ancha y larga y grande,

como aquella primer palabra en argentino que le oí a mi madre:

«Yo soy la morocha,

la más agraciada...».

¡Buenos Aires morocha de río, de hierro y de asfalto!

¡Buenos Aires! ¡Seguís siendo la más agraciada de todas las poblaciones!320

-[208]- -209-

Cierre
Pero ya Buenos Aires es muchas otras cosas, como bien dijo Borges; y Boedo y
Florida no son más que dos rincones diminutos sumergidos en el plano literario de
esta interminable ciudad de esquinas. En realidad, todas las imágenes que hemos ido
registrando a lo largo de estas páginas son apenas algunos de los nudos que engarzan
esa cuerda sin extremos que es la historia espiritual de Buenos Aires. Y hemos
elegido en especial dos de esos nudos aparentemente lejanos en el tiempo, que, sin
embargo, conviven en un mismo espacio que el progreso transforma sobre sus
cimientos, pero ante todo sobre el alma de sus habitantes. Dos instantes marcados
por la búsqueda incesante de un lugar sobre el que proyectar un recóndito
cargamento de sueños, ilusiones y esperanzas.
La llegada del conquistador español a las tierras del Plata, por un lado,
determina un primer instante en el que se trazan las bases físicas y anímicas de la
ciudad, que los siglos sucesivos -210- tratarán de construir y reconstruir al
encuentro siempre esquivo de un imposible ideal. Y la historia de la ciudad parece
conducirnos hacia ese otro instante al filo del siglo XX, cuando la ciudad recibe el
gran aporte humano que conforma definitamente la imagen y la personalidad de la
urbe. Segundo momento fundacional, en el que el tesón del conquistador se ve
suplantado por la mano desamparada y tenaz del humilde inmigrante. En ese trance,
irrumpe la modernidad en Buenos Aires dejando a su paso iconos resplandecientes y
secuelas terribles. Cárcel y monumento de la Edad Moderna, la ciudad multiplicada
muta, cambia, se transforma, y en ese proceso acelerado arrastra su pasado, su
presente y su futuro, esparciendo sobre sus calles las señas de una más que
perseguida identidad nacional. La impetuosa acometida de las vanguardias artísticas
en la escena cultural porteña de la segunda década del siglo XX, formula una
vigorosa poetización urbana que coloca la ciudad en el centro de la nueva
sensibilidad literaria y artística. Cuatro actitudes principales despierta Buenos Aires
en los poetas de ese tiempo: la visión admonitoria del que descubre, del que intuye
el espectáculo incipiente que el crecimiento de la ciudad promete; el ademán
iconoclasta del que niega su pasado, tratando de vivir la nueva realidad con mayor
exaltación incluso de lo que la ciudad en ese momento le permite; la actitud
comprometida del escritor social que persigue la desdicha que la ciudad arrincona; y
por último la mirada melancólica de quien busca un pretérito aldeano en los -211-
pliegues intemporales que poco a poco la ciudad anula. Suma de ilusiones y
lamentos que algunos de los rincones de la urbe nos cuentan acerca de ese siempre
mismo Buenos Aires que sigue creciendo interminablemente sobre una trama
silenciosa de héroes y de tumbas.

-[212]- -213-

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