Buenos Aires Entre Dos Calles
Buenos Aires Entre Dos Calles
Buenos Aires Entre Dos Calles
Le Corbusier.
«En algunas ocasiones, el Arte hace que una ciudad no se convierta en escombros».
No es casual que esta declaración de acusado tono romántico forme parte de un confuso
manifiesto futurista aparecido en Buenos Aires a principios de 1920159. Aquella ciudad
a la que Le Corbusier y Marinetti no acababan de llegar, que esperaba con impaciencia
el verdadero «advenimiento de lo nuevo», se debatía -112- en las primeras décadas
del siglo XX entre la tradición y la renovación, entre la «autodestrucción innovadora» y
la pervivencia inexpugnable de los signos del pasado.
Todo era porvenir en el Buenos Aires de aquel tiempo, todo crecía y se
multiplicaba de manera desmesurada en aquella ciudad tocada por la mano de una
economía en franco desarrollo. La entrada en nuevos tiempos exigía también nuevas
invenciones y nuevas formas de expresión, lo concluido debía ceder ante lo nuevo,
sobre las viejas catedrales, negras, sucias, viejas, debían alzarse las blancas
catedrales, «completamente blancas, deslumbrantes, jóvenes»160. Pero el signo definidor
del ambiente cultural porteño anterior a las vanguardias era un estado permanente de
parálisis, una «ataxia locomotriz», como diría Girondo, a la que habían llegado a la vez
el público, la crítica y los propios artistas.
No obstante, el impulso renovador de las vanguardias artístico-literarias es reflejo,
como aclara Nelson Osorio, de un complejo sistema de cambios políticos y sociales en
la situación histórica global y de un creciente sentimiento de «oposición oligárquica»,
que tiene su máximo exponente en el arduo proceso de Reforma Universitaria en
América Latina iniciado con la revuelta de Córdoba en 1918161.
-113-
En el marco de las artes y las letras, la posibilidad de avance permanecía maniatada
por esa actitud inmovilista que define a la oligarquía intelectual de los grandes núcleos
urbanos. Oliverio Girondo incide en esa incapacidad asimilativa que evidencian los
círculos literarios y artísticos en el Buenos Aires de aquellos años:
Por increíble que parezca, los eternos figurones gaseosos
persisten en una retórica caduca y en un academicismo avant
la lettre, a la par que el pésimo «buen gusto» de algunos
espíritus marmóreos continúa frecuentando una estética
refrigerada o un cierto dandismo tropical. No sólo las
casaderas libélulas de Flores son víctima de la sensiblería
más cursi y edulcorada. El peor Rubén, el de las marquesas
liliales y otros pajarracos «de parterre», fomenta el ripio
lacrimal y el decorativismo de pacotilla. Cuando no se busca
en la pintura la más infiel fidelidad fotográfica, se le exige
alguna anécdota declamatoria o sentimental. Ante un cuadro,
ante una estatua, tanto la crítica como el público se
equivocan, invariablemente, hasta cuando tienen razón. Salvo
rarísimas excepciones se ignora la producción contemporánea
con la misma prolijidad con que se desconoce la del
pasado162.
Es un error, por otro lado, como advierte también Nelson Osorio, considerar el
vanguardismo latinoamericano -114- como un simple «epifenómeno de la vanguardia
europea»163, olvidando que, desde los tiempos de la independencia política, un nutrido
grupo de intelectuales americanos había resuelto, según palabras de Ángel
Rama, «desentrañar la especificidad de sus patrias libres y fundar la autonomía literaria
del continente hispánico, separándolo y distinguiéndolo de la fuente europea»164. La
polémica mantenida al final de la década del veinte entre La Gaceta Literaria y la
revista Martín Fierro acerca de un pretendido meridiano intelectual de Hispanoamérica,
certifica la permanente vigencia de esta circunstancia en el proceso de formación de una
identidad cultural argentina.
Algunos testimonios de la época, como el de Alberto Pinetta, insisten también en
ese principio de autonomía, premisa ineludible para entrar a valorar en su justa medida
los aportes de cualquier movimiento o generación artístico-literaria: «no por mero afán
de imitar, no por solidaridad con la corriente moderna patentada en Europa, no por un
falso impulso de juventud, carente de sentido, sino por una ineludible conciencia de
tiempo y paisaje, por una indestructible y poderosa inclinación de vivir de acuerdo a la
figura nueva y tentadora del presente, distinta a la del ayer cercano»165.
-115-
Por otra parte, en un principio la vanguardia porteña parece mantener todavía una
cierta moderación en cuanto a las posibilidades renovadoras de los distintos
movimientos de avanzada. Así se desprende de unas palabras de Evar Méndez, uno de
los principales impulsores de las nuevas corrientes literarias en Buenos Aires:
Las audacias de nuestros poetas nuevos -y esto no es en
desmedro de ellos- no van demasiado lejos en cuanto a
forma, a escritura: nada de anarquismo, confusión, nihilismo.
Aquí no se hacen caligramas, no tienen mayor fortuna los
poemas en varios planos o para varias voces (también aquí
ensayados), ni seduce ninguna construcción poético-
tipográfica, tan abundantes en todas partes y de suceso
conocido desde remotas épocas de la literatura y su
graficismo, cosa sin ninguna importancia, por lo demás.
Tampoco las audacias de pensamiento y expresión de
nuestros poetas nuevos rebalsan un nivel excesivo. Hay entre
los nuestros un feliz sentido de la medida y el equilibrio.
Ninguna locura, ninguna desmedida fantasía, nada de
dadaísmo o antiliteratura disolvente, ni siquiera dejar hablar
al subconsciente: aun no ha hecho camino el suprarealismo
aquí166.
Obviamente, Evar Méndez se refiere aquí al derrotero particular de la vanguardia
poética, aunque sus apreciaciones pueden hacerse extensibles al resto de las artes, a
las -116- que los distintos «ismos» habían dotado en Europa de un cierto espíritu
unitario, pero que seguían orbitando en Buenos Aires en círculos de hermética
indefinición.
Yendo a la poesía, que es lo que aquí nos ocupa, convenimos con Evar Méndez en
que la novedad, en un primer momento, se manifestó de manera predominante «en el
tono, el acento, el matiz de expresión...; en los temas y en la manera de tratarlos,
inéditos o poco usuales aquéllos, sobria y sencilla, despojada, ésta»167. Y en esta tesitura
sobreviene la imagen de la ciudad, la imagen de Buenos Aires, para evidenciar las
posibilidades y la necesidad de esos nuevos ángulos con que el artista comienza a
enfrentarse a la obra de arte. El símil, la metáfora urbana, es la más socorrida por
teóricos y críticos para caracterizar esa necesidad de renovación y evolución poética que
evidenciaba la lírica argentina:
Recordar la obra de los constructores de belleza que edifican actualmente la ciudad
del arte de mañana -y digo mañana porque la concepción estética de hoy tiene por frente
lo ilimitado- balanceando el pasado y el presente, es alejarse conscientemente del
espectáculo que levantan como fetiche los tradicionalistas, guardianes celosos de lo
viejo168.
La directriz urbana parece seguir marcando el destino literario de Buenos Aires. El
mismo año en que Baldomero Fernández Moreno publicaba Ciudad (1917), aparecía La
ciudad libre de Mario Bravo. En sus páginas, el poeta y ensayista precisaba: «Tenemos
una ciudad seccionada en dos partes: la ciudad del norte y la ciudad del sur; la ciudad de
los barrios ricos y la de los barrios pobres; las calles bien iluminadas y las calles sin luz;
[...] barrios ocupados por extensos latifundios inhabitados, y barrios donde la población
debe aglomerarse en casuchas miserables y en conventillos horribles»169. De manera
coincidente, la nueva generación de literatos, la llamada generación del 22, se fracciona
en dos tendencias que se ajustan puntualmente a esa escisión física que determina la
imagen anímica de la urbe. Y esas dos ciudades, contrapuestas e inseparables, quedan
delimitadas entre esas dos calles de Buenos Aires que son Florida y Boedo:
Las dos calles que dieron nombre a uno y otro
movimiento, no son meros simbolismos. Florida era el centro
de Buenos Aires, la vía de las grandes tiendas, la del lujo
exquisito, la cantada por Darío con profusión de oros y
palabras bellas, la calle donde está el Jockey Club y donde
una clase social -y sus acólitos- exhibía su cotidiano ocio.
(Ya también esto ha desaparecido en este perpetuo
transformarse de Buenos Aires). Boedo era el suburbio chato
y gris, calle de boliches, de cafetines y teatrejos, refugio
del -118- dominical cansancio obrero, calle que nunca tuvo
un poeta suntuoso que la cantara, calle cosmopolita, ruidosa,
de fotbaliers, guaranga, amenazante...170.
Si bien, el propio Borges en 1930, más cercano el asunto, había achacado al grupo
de Boedo el haber hecho una reducción al absurdo de la exigencia de conmover que
indujo a Carriego a una «lacrimosa estética socialista»184. Otro testimonio lo
encontramos en el novelista Arturo Cancela que ironiza lo huero de la discusión entre
Boedo y Florida:
Se me ha dicho que la juventud literaria está dividida
como la República hasta la reorganización en dos bandos: el
bando de la calle Boedo y el bando de la calle Florida. Yo
propongo que ambos grupos se fusionen y continúen sus
actividades bajo el rubro único de «Escuela de la calle
Floredo». Si mi idea se acepta podríamos nombrar presidente
a Manuel Gálvez, que vive en la calle Puyrredón, equidistante
de ambos grupos, y que tendría la imparcialidad de no oír a
ninguno de los componentes. Además, él mismo, podría
redactar el manifiesto «floredista», con lo cual nadie lo leería
y sus términos no obligarían, en consecuencia, a ninguno185.
Por último, Oliverio Girondo en «El periódico Martín Fierro. Memoria de sus
antiguos directores», leída el 27 de octubre de 1949 con motivo del 25.º aniversario de
la aparición de la revista Martín Fierro, afirma que la pendencia entre Boedo y Florida
fue una «pintoresca y, acaso, inmotivada polémica» suscitada por Roberto Mariani186.
-123-
Sin embargo, más allá de lo anecdótico, creemos advertir una sólida cuestión de
fondo:
El nombre o la designación es lo de menos -se lee en Los
pensadores-. Tanto ellos como nosotros sabemos que hay
algo más profundo que nos divide. Una serie de causas
fundamentales fomentaron la división. Excluidos los nombres
de calles y personas, quedamos en pie, lo mismo frente a
frente, ellos y nosotros. Vamos por caminos completamente
distintos, en lo que concierne a la orientación literaria,
pensamos y sentimos de una manera distinta. Repitamos
ahora que ellos carecen de verdaderos ideales187.
-124-
En 1927, disuelta Martín Fierro por razones que luego veremos, otro artículo de
Roberto Mariani, que forma parte de la célebre Exposición de la actual poesía
argentina organizada por Pedro Juan Vignale y César Tiempo, insiste en la beligerancia
entre las dos escuelas, estableciendo el espacio literario en que se instalan unos y otros:
Florida Boedo
Vanguardia Izquierda
Ultraísmo Realismo
Extrema Izquierda, Los
Martín Fierro y Proa
Pensadores y Claridad
La greguería El cuento y la novela
Ramón Gómez de la
Fedor Dostoiewski188
Serna
La disputa de clases ha sido una de las razones más discutidas para explicar las
desavenencias entre las dos escuelas. Incluso el ermitaño Roberto Arlt atestigua en
1932 el cisma social abierto entre los literatos de aquellos años: «se es de Boedo o se
es de Florida. Se está con los trabajadores o con los niños bien. El dilema es simple,
claro, y lo entienden todos»189. Algunos años más tarde, Elías Castelnuovo reincidirá
en que la posición de Boedo no fue la resultante de una mera «especulación
escolástica»:
-125-
El hecho de que Boedo tomase como materia prima de
sus inquietudes espirituales a la clase trabajadora, no se
debió puramente a una determinación estética, sino a que
la mayoría de sus componentes procedían de esa misma
clase, y trabajan o habían trabajado manualmente hasta esa
fecha.
Así, por ejemplo, Agustín Riganelli, era tallista;
Roberto Arlt, gomero; Nicolás Olivari, peón de Almacén;
César Tiempo, repartidor de soda; Roberto Mariani,
oficinista...190.
Desde el mismo título del libro, ...poemas para ser leídos en el tranvía, las
composiciones de Girondo responden poéticamente a esa necesidad de dotar a
Buenos Aires de un imprescindible visaje de modernidad. En el segundo número de
la revista, Martín Fierro presenta el primer libro del poeta que, editado en Francia,
había pasado desapercibido para el público y la crítica rioplatense, insistiendo en
que «hay en la obra de Oliverio Girondo -arrojada desdeñosamente, y su título
irónico lo indica, -170- no para ser leída en los gabinetes, sino en los plebeyos
tranvías-, un recio y renovador soplo de modernidad»251. En Veinte poemas..., hay
cinco poemas escritos en Buenos Aires: «Pedestre» (agosto 1920), «Exvoto»
(octubre 1920), «Plaza» (diciembre 1920), «Milonga» (octubre 1921) y «Nocturno»
(noviembre 1921), y dos escritos en Mar del Plata, «Croquis en la arena» (octubre
1920) y «Corso» (febrero 1921). Cada apunte callejero es, como diría Macedonio,
«un resorte urbanístico» que registra una prosopopeya urbana donde el poeta
sorprende a la ciudad en sus gestos íntimos y cotidianos.
En el poema «Nocturno», Girondo se acerca a aquel Fernández Moreno, poeta
de las madrugadas porteñas, desnudando el ánima poética de la ciudad dormida, las
luces de la calle que se van apagando una tras otra, los alambres y los postes
telefónicos sobre las azoteas, el último caballo que pasa con su trote desgarbado, los
gatos en celo en los tejados, los papeles que se arrastran en los patios vacíos. En
opinión de Luis Góngora, seudónimo de uno de los colaboradores de Martín
Fierro, «completa sus visiones plásticas, sus aciertos de expresión y sus pinceladas,
con un sentido emocional y patético, con un dominio del sentimiento puro que
subyuga. Es un poeta. Captura el terror nocturno y lo expresa como motivo -171-
fundamental, en unidad y en concordancia perfecta con el valor de la palabra»252:
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los
papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las
cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas!
-único grillo que le conviene a la ciudad.
-172-
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería
del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa. Las chicas
de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien
las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen
palabras al oído, y sus pezones -174- fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas
que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran
desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a
pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda257.
El tranvía lírico de Veinte poemas, con «billete hasta el último poema» como
diría Ramón, simboliza, en cierta medida, la edificación poética de la ciudad
moderna, donde cada poema representa una parada en ese trayecto sin rumbo que
proporciona la complejidad de la gran urbe cosmopolita.
Valle Inclán.
Ahí estriba el verdadero tamaño de su esperanza, en forjar esa idea, esa historia,
ese mito de la ciudad; en fundar -176- Buenos Aires literariamente, sustituyendo
la vieja espada de Garay por el filo renovado de la metáfora:
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
-177-
Por otro lado, la actitud de Borges frente al paisaje se articula en una doble
vertiente: como «urdidor de verbalismos», se establece más allá del naturalismo y
del futurismo italiano; mientras que como «espectador aprofesional del paisaje» aún
se encuentra sometido a las sugestiones clásicas y románticas (Swedenborg, Blake,
etc.). «El paisaje del campo es la retórica... es la mentira», por eso Borges vuelve su
espalda al mundo natural y decide buscar «el paisaje urbano que los verbalismos no
mancharon aún»265. En contraposición a la mayoría de sus coetáneos, Borges se
obstina en buscar de memoria la ciudad semi-colonial de su infancia: «Aunque a
veces nos humille algún rascacielos, la visión total de Buenos Aires no es
whitmaniana. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas -de
casitas de un piso alienadas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y
piedras- son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. En cada encrucijada se
adivinan cuatro correctos horizontes»266.
Como Baldomero Fernández Moreno, Borges se identifica con las calles de la
ciudad, pero su avenencia es más visceral y centrífuga. El Buenos Aires desconocido
que había encontrado Borges a su vuelta («Al cabo de los años del destierro / volví a
la casa de mi infancia / y todavía me -180- es ajeno su ámbito»)267 empieza a ser
reconocido a través de la poesía. Por eso en el primer poema de Fervor de Buenos
Aires («Las calles»), Borges, que se considera así mismo «hombre de ciudad, de
barrio, de calle», escribe:
ya son mi entraña268.
Borges establece una diferencia esencial en la topografía de sus primeros libros:
decididamente íntima en Fervor de Buenos Aires, y más «ostentosa y pública»
en Luna de enfrente. De esta manera en su primer libro aparecen «las calles
desganadas del barrio», «las casas cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales»,
los panteones de La Recoleta, «las modestas balaustradas y llamadores», «los
zaguanes entorpecidos de sombra», los jacarandás y las acacias, «el fácil sosiego de
los bancos», «la amistad oscura de un zaguán, de una parra y de un aljibe», «el
jardincito que es como un día de fiesta en la pobreza de la tierra», «los patios y su
antigua certidumbre», la quietud, en suma, de una sala tranquila.
Prácticamente toda la producción literaria de Borges durante la década del
veinte (Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), El tamaño de mi
esperanza (1926), El idioma de los argentinos (1928), Cuaderno -181- San
Martín (1929) y Evaristo Carriego (1930)), persigue, como decíamos antes, una
construcción literaria de la ciudad de Buenos Aires. Algunas urbes, escribe José
Carlos Rovira, «son la idea que de ellas ha construido la literatura», construir esa
idea sería una forma de fundar literariamente dicha ciudad269. Sin embargo, es ésta
una empresa que el propio Borges, descreedor empedernido de sus pasados y
filiaciones, considera fracasada en su obra:
En 1923 publiqué un libro injustamente famoso,
llamado Fervor de Buenos Aires. En ese libro hay una
evidente discordia entre el tema, o uno de los temas, o el
fondo del libro que es la ciudad de Buenos Aires, sobre
todo algunos barrios, y el lenguaje en que yo escribí, un
español que quería parecerse al español latino de Quevedo
y de Saavedra Fajardo. Hay una discordia evidente entre la
imagen de Buenos Aires y el español latinizante de los
grandes prosistas españoles de mil seiscientos y tantos, de
modo que ese libro, para mí, es un libro que entraña un
fracaso esencial.
Luego advertí ese error, que era evidente por lo
demás, y escribí otro libro: Luna de enfrente. Para
escribirlo recuerdo que adquirí un diccionario de
argentinismos y traté de poblar el libro con todas las
palabras que estaban allí. Hubo entonces un exceso de
criollismo, -182- de tono familiar, que tampoco es el
tono de Buenos Aires. De suerte que un exceso de
hispanismo arcaico en Fervor de Buenos Aires y un exceso
de criollismo deliberado y artificial en Luna de
enfrente hicieron fracasar a esos dos libros.
En otro posterior, Cuaderno San Martín (es algo que
yo no he leído desde entonces, desde 1930), acaso hay,
dicen, alguna página tolerable referida a Buenos Aires.
Pero después, me dicen mis amigos, he encontrado el
ambiente de Buenos Aires en puntos donde no lo he
buscado deliberadamente, en puntos en que simplemente
he mencionado algunos lugares. Es decir, he dejado que la
imaginación y la memoria del lector trabajen por cuenta
propia270.
El Buenos Aires de Borges es una ciudad que se busca a sí misma, que persigue
una voz propia, y que lo hace no en el tumulto de las calles del centro, rigurosas de
automóviles, multitudes, rascacielos y grandes avenidas, sino en la placidez barrial
del suburbio desdichado «de casas bajas» y «quintas con verjas», en calles
terregosas flanqueadas por almacenes rosados, en la frescura de un patio o en el
atardecer solitario de una plaza o una esquina. Compone también Borges una
mitología particular del compadre y del malevo, héroes solitarios de esa zona
indecisa entre la ciudad y la pampa, que el poeta define con un preciso oxímoron
que trata de preservar su misterio, -183- ¿invade la pampa tímidamente la ciudad
o escapa de ella?: «El pastito precario, / desesperadamente esperanzado, / salpicaba
las piedras de la calle»271.
En el prólogo de Evaristo Carriego, escrito para la edición de sus Obras
Completas en 1969, explica Borges: «Yo creí, durante años, haberme criado en un
suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos invisibles.
Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una
biblioteca de ilimitados libros ingleses [...] ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado
de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a
unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel
Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?»272. A esas preguntas quiso
responder la citada obra, y, en buena medida, todas las de esa década. De esta
manera, Borges buscará en el Buenos Aires de los años veinte, aquella ciudad que su
niñez había inventado tras la verja del jardín. Es decir, a partir de la ciudad real,
proyecta la reconstrucción de un espacio y un tiempo imaginados. Como de
costumbre, la mirada cuidadosa de Ramón Gómez de la Serna ya había vislumbrado
estas cuestiones:
-184-
es mi porvenir, mi presente275
-185-
Pero la ciudad real sólo puede aspirar a ser un espejo, un turbio remedo de
aquella su ciudad, es un mar de ausencia en que se ahoga la ciudad de entonces, por
eso cada mañana trata el poeta de reconstruirla a partir de la palabra, de «añadir
provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad»276. El Buenos
Aires de estos libros será, por tanto, ese «barrio reconquistado» en cuyas calles
puede echarse a caminar el poeta en íntima posesión con el paisaje urbano, «como
por una recuperada heredad»277, traspasando así el límite entre lo material y lo
puramente literario:
hay un instante
La ciudad que Borges busca desde la memoria y desde el deseo o, mejor, desde
la esperanza, cree el poeta entreverla en las calles de Montevideo: «Eres el Buenos
Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente»281. Sin embargo, esta
imagen es una «puerta falsa en el tiempo» que surge de la poesía y del
recuerdo: «Ciudad que se oye como un verso. / Calles con luz de patio»282. La
representación de su «imaginada urbe» va fraguándose a partir de espacios reales y
espacios recreados por la imaginación («que no han visto nunca mis ojos»). Así
ocurre en el poema «Benarés», donde la mítica ciudad de la India bañada por el
Ganges, la ciudad más sagrada del mundo según el hinduismo, se yuxtapone a la
capital porteña por la que se escurre el Riachuelo y se desangra el Maldonado
junto -187- al Río de la Plata. Pero esta imagen también es «falsa y tupida»,
tampoco se encuentra en ella ese Buenos Aires ansiado:
Y pensar
que mientras juego con dudosas imágenes,
la ciudad que canto, persiste
en un lugar predestinado del mundo,
con su topografía precisa, poblada como un sueño283.
En cierto modo, el primer Borges prefigura la construcción laberíntica de su
obra posterior; en este caso un laberinto urbano cuyos muros encierran memoria,
poesía y deseo. El crítico Luis Sainz de Medrano opina de manera coincidente
que «Borges convertirá a su ciudad en el espacio de sus inquietudes, de su
desconcertado caminar por un laberinto [...]. En Buenos Aires vio el aleph y
encontró el zahir y "el libro de arena", pero la ciudad misma es para él aleph y zahir
y libro de arena»284. En este sentido, la precoz alianza del poeta con la ceguera,
determina su destino ciudadano y preludia al viejo bibliotecario caminando solitario
por los pasillos de la interminable biblioteca: «¡Qué lindo atestiguarte, calle de
siempre, ya -188- que miraron tan pocas cosas mis días!»285. «Un plano en relieve
para uso de ciegos parece la ciudad a vuelo de pájaro»286, había dicho de Buenos
Aires Ezequiel Martínez Estrada, y así parece también querer refutarlo Borges casi
cuarenta años después fundiendo en una misma realidad la biblioteca, la ciudad y la
poesía:
Desde hace doce años no puedo leer, no puedo
escribir... Y esa es una de las razones por las cuales he
vuelto a la poesía; y he vuelto a la poesía regular... por la
virtud mnemónica de la rima y del verso regular. Es decir:
yo voy caminando por la calle Florida, yo viajo en
subterráneo, yo camino por Barracas. Es un barrio que me
gusta mucho caminar, porque, orillando el paredón del
ferrocarril, uno puede recorrer distancias relativamente
grandes sin el problema, para mí a veces insoluble, de
cruzar de una acera a otra. O caminando por la Biblioteca
Nacional, que es un laberinto apacible y propicio. Así voy
componiendo mis sonetos, voy buscando todas las
variaciones posibles287.
Y claro, el Buenos Aires que Borges buscaba debía estar para siempre entre los
libros:
-189-
Ezequiel Martínez Estrada situó en los arrabales las calles «donde un pasado
que es el mismo de algunos ciudadanos se infiltra en el presente. Calles de Evaristo
Carriego y de Jorge Luis Borges; de Fernández Moreno y Macedonio Fernández;
calles que los ediles y arquitectos desdeñan y por donde es indispensable andar un
poco, de vez en cuando, como si nos pusiéramos a revisar fotografías y flores secas
en álbumes y cofres»289.
¡Qué maravilla definida y prolija es un plano de
Bueno Aires! Los barrios ya pesados de recuerdos, los que
tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once, Palermo,
Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el
Sur; los barrios en que no estuve nunca y que la fantasía
puede rellenar de torres de colores, de novias, de
compadritos que caminan bailando, de puestas de sol que
nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico...290.
-190-
La musa en el asfalto
El grupo de Boedo
Al sur, siempre al sur, estaba la calle Boedo. San Juan y Boedo antiguo, dijeron
los tangos, cuna del pobre y del poeta, del gotán y la pebeta; esquina opuesta a
aquella otra -191- de Corrientes y Esmeralda; rincón perdido, en suma, de aquel
Buenos Aires distinto que había dejado de ser «el cerebro del continente», para ser,
como denuncia Elías Castelnuovo, «el emporio del país de las vacas. La capital de
los toros gordos y los peones flacos»293.
En el número 837 de aquella calle Boedo funcionaba la imprenta de Lorenzo
Raño en la que se imprimía Los Pensadores, colección dirigida por Antonio Zamora
en cuyas páginas eran asiduos los nombres de Gorki, Dostoievsky, Tolstoi, Gogol,
Engels y Marx, que luego se transformó en revista para dar a conocer a la izquierda
literaria porteña. En torno a aquel local y a la buhardilla de la calle Sadí Carnot n.º
11, en la que residía Elías Castelnuovo, fue congregándose un creciente grupo de
periodistas, novelistas y poetas (Nicolás Olivari, Roberto Mariani, Leónidas
Barletta, Lorenzo Stanchina, Roberto Arlt, Gustavo Riccio, Álvaro Yunque, César
Tiempo, Raúl y Enrique González Tuñón) en cuyo seno, a decir de Castelnuovo, «se
estaba incubando el germen de la reacción»:
¿Qué es el arte? -se preguntaban- ¿Para qué sirve el
arte? ¿Cuál es la función del arte? ¿Por qué se escribe?
¿Para qué y para quién se escribe? ¿El artista es un
producto individual o es un producto social?294.
-192-
La vida
de la calle Rivadavia...306.
Por otro lado, se hace patente esa irrevocable vocación «humana» que impone a
la mirada urbana un principio de reflexión, que trasciende el umbral de las fachadas
y penetra en los rincones oscuros donde habita la desdicha de los desposeídos. A un
lado de la ciudad, el rascacielos, armadura sin alma del crecimiento urbano,
ejemplifica la paradoja del progreso en la figura de esos albañiles italianos -200-
que trepan por los andamios y cantan mientras construyen gigantescos edificios en
los que no podrán vivir jamás307. Del otro lado, el viejo caserón señorial,
destartalada herencia de un remoto esplendor de ciudad patricia, alberga ahora en su
entraña las secuelas de la desigualdad social como una metáfora terrible del
artificioso desarrollo de la gran ciudad:
Y, encencidas de canciones
y enjoyadas de esperanzas,
muchedumbres proletarias310.
Tal vez la voz poética mejor templada dentro del grupo de Boedo fuera la de
Nicolás Olivari. Redactor habitual de la revista Nosotros, Olivari fue el escritor de
Boedo mejor considerado por Florida, no en vano la Editorial Martín Fierro publicó
su primer poemario La musa de la mala -202- pata(1926): «Su poesía de Mala
Pata -escribe Ricardo Güiraldes- o Pata de Palo, tiene una dignidad atorrante, una
altanería de hombre que ha llegado a un desideratum de soledad y congoja y un
orgullo de paria suburbano»311. Como Raúl González Tuñón, que entre viaje y viaje
deambuló con igual fortuna entre estetas y proletarios (El violín del diablo,
1926; Miércoles de ceniza, 1928; La calle del agujero en la media, 1930), Nicolás
Olivari se vio seducido por el alma negra de Buenos Aires: el bajo fondo, los
prostíbulos, la decadencia, el alcohol, la cocaína, el suicidio. Frente al sentido
deportivo de la vida moderna que proyecta Florida, Olivari pasea su desdicha de
poeta sin horizonte, arrastra su hastío ciudadano por el triste, enfermo, desolado,
cielo gris del arrabal, gris «como el acero que domina en la ciudad»312. La ciudad no
es más que un sueño de alambre que mutila las ilusiones y el optimismo de sus
habitantes: «Soñaste la altura y en un barranco / te desnuca la ciudad...»313. Pero es
para el poeta la única musa posible, la musa renga de la mala pata, la ciudad de la
vida dura y los destinos desventurados:
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de mi sensibilidad...
en mi vida,
y tú ofendida,
de gorriones;
un fregar de pisos,
mi alma cansada,
te da un escudo oval:
mi bostezo!316.
-205-
[...]
-206-
y en los empastelamientos
en tejidos eléctricos318.
Uno de los aspectos más destacables de estos poemas, por otro lado, es la cada
vez más evidente, conjunción temática entre la obra de estos poetas y la que
comienzan a desplegar los primeros grandes letristas del tango. Armando Discépolo,
Juan de Dios Filiberto y Homero Manzi, por ejemplo, eran asiduos a las tertulias y
reuniones de Boedo319. Lo importante en todo caso es que poetas y letristas están
compartiendo un mismo espacio poético en los márgenes de la gran ciudad al que
sólo llega un eco degradado y siniestro de la modernidad. Olivari, junto a Enrique y
Raúl González Tuñón, da cuenta de esa incorporación de la poesía del tango, no sólo
a la escena literaria sino a la imagen que ambas manifestaciones iban a dejar de la
ciudad:
¡Cangallo y Ombú!
[...]
y desde allí me vino este amor tan grande que te tengo, ¡Buenos Aires!
-207-
Buenos Aires, loma del diablo, Buenos Aires, patria del mundo,
la más agraciada...».
-[208]- -209-
Cierre
Pero ya Buenos Aires es muchas otras cosas, como bien dijo Borges; y Boedo y
Florida no son más que dos rincones diminutos sumergidos en el plano literario de
esta interminable ciudad de esquinas. En realidad, todas las imágenes que hemos ido
registrando a lo largo de estas páginas son apenas algunos de los nudos que engarzan
esa cuerda sin extremos que es la historia espiritual de Buenos Aires. Y hemos
elegido en especial dos de esos nudos aparentemente lejanos en el tiempo, que, sin
embargo, conviven en un mismo espacio que el progreso transforma sobre sus
cimientos, pero ante todo sobre el alma de sus habitantes. Dos instantes marcados
por la búsqueda incesante de un lugar sobre el que proyectar un recóndito
cargamento de sueños, ilusiones y esperanzas.
La llegada del conquistador español a las tierras del Plata, por un lado,
determina un primer instante en el que se trazan las bases físicas y anímicas de la
ciudad, que los siglos sucesivos -210- tratarán de construir y reconstruir al
encuentro siempre esquivo de un imposible ideal. Y la historia de la ciudad parece
conducirnos hacia ese otro instante al filo del siglo XX, cuando la ciudad recibe el
gran aporte humano que conforma definitamente la imagen y la personalidad de la
urbe. Segundo momento fundacional, en el que el tesón del conquistador se ve
suplantado por la mano desamparada y tenaz del humilde inmigrante. En ese trance,
irrumpe la modernidad en Buenos Aires dejando a su paso iconos resplandecientes y
secuelas terribles. Cárcel y monumento de la Edad Moderna, la ciudad multiplicada
muta, cambia, se transforma, y en ese proceso acelerado arrastra su pasado, su
presente y su futuro, esparciendo sobre sus calles las señas de una más que
perseguida identidad nacional. La impetuosa acometida de las vanguardias artísticas
en la escena cultural porteña de la segunda década del siglo XX, formula una
vigorosa poetización urbana que coloca la ciudad en el centro de la nueva
sensibilidad literaria y artística. Cuatro actitudes principales despierta Buenos Aires
en los poetas de ese tiempo: la visión admonitoria del que descubre, del que intuye
el espectáculo incipiente que el crecimiento de la ciudad promete; el ademán
iconoclasta del que niega su pasado, tratando de vivir la nueva realidad con mayor
exaltación incluso de lo que la ciudad en ese momento le permite; la actitud
comprometida del escritor social que persigue la desdicha que la ciudad arrincona; y
por último la mirada melancólica de quien busca un pretérito aldeano en los -211-
pliegues intemporales que poco a poco la ciudad anula. Suma de ilusiones y
lamentos que algunos de los rincones de la urbe nos cuentan acerca de ese siempre
mismo Buenos Aires que sigue creciendo interminablemente sobre una trama
silenciosa de héroes y de tumbas.
-[212]- -213-
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