Las Gafas Del Diablo - Wenceslao Fernandez Florez

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Las

gafas del diablo es una recopilación de 21 artículos o ensayos


humorísticos escritos por el escritor español Wenceslao Fernández Flórez,
publicada en el año 1919, y ganadora del Premio Chirel de la Real Academia
Española de ese mismo año.
Según explica el autor en el prólogo, esta obra pretende reflexionar
humorísticamente sobre diversas costumbres de la sociedad española,
observadas a través de unas gafas que tienen la facultad de hacer ver a las
personas no según su apariencia, sino como en realidad son. A diferencia del
viejo cuento en el que Fernández Flórez se inspira, el diablo que nos presta
las gafas no es aquél horrendo y trascendental de la tradición, sino uno de
«los que conocen los viejos campesinos gallegos, viejo también, con una
mirada maliciosa y una sonrisa taimada; un diablo que es como un
campesino de aquella tierra, que se ríe detrás de un valladar del susto de
una rapaza, que goza con burlarse de las viejas, que sabe la importancia que
hay que dar a esta vida; jovial, bonachón, receloso; que ayuda al zorro a
entrar en un gallinero y que, si alguna vez recibiese proposiciones para
comprar un alma, la cogería, la miraría, le daría cien vueltas y concluiría por
observar: —Cuando tú me la vendes, algún negocio piensas hacer a mi
cuenta. No me conviene.»

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Wenceslao Fernández Flórez

Las gafas del diablo


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Título original: Las gafas del diablo
Wenceslao Fernández Flórez, 1919

Editor digital: Titivillus


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PRÓLOGO

Se puede jurar, sin temor de perder el alma, que en este mundo hay una excesiva
seriedad. Se nos pide que tomemos en serio demasiadas cosas, y nosotros mismos
reclamamos que nuestros actos merezcan una grave consideración. Los hombres han
ido tramando una porción de convencionalismos, han corregido con bambalinas la
obra de la Naturaleza y han declarado su labor «seria», de toda solemnidad. Un
espíritu que llegase de otro mundo distinto tendría con todo esto asegurada la risa
para el tiempo que hubiese de permanecer entre nosotros. Un espíritu que no fuese
aquel ángel que Wells hizo descender en un villorrio inglés, cerca de la casa de un
pastor protestante. Aquel ángel, de Wells, era demasiado lírico y su convivencia con
un pastor protestante había de aumentar necesariamente su propensión a las
meditaciones trascendentales y a tocar el violín. Con otro carácter menos humano, se
hubiese divertido bastante.
No quiero asegurar con esto que sea necesario caer de otro planeta para poder
sonreír de las excentricidades del nuestro. Basta hacer un esfuerzo para colocarse en
el papel de espectador. Cuando los ojos se acostumbran, se advierte que bien pocas
cosas merecen la seriedad que reclaman: desde los medios a que acuden para poder
comer, hasta los pretextos que utilizan para matarse, los hombres apelan a prácticas
singularmente grotescas. Muchos grandes ideales están rellenos de ridículo. Si uno
intenta abrir en ellos un desgarrón, para mostrarlo, le encarcelan, porque la
seriedad está dispuesta abundantemente por reales órdenes, reales decretos y leyes
especiales con su sanción oportuna. Pero se ha respetado, por un olvido venturoso, el
derecho a sonreír. Este libro quiere ser una larga sonrisa. Hasta ahora, después de
muchas cavilaciones, no hemos encontrado más que una cosa profundamente seria,
inatacablemente seria: la carcajada. Cuando queráis demoler uno de esos ideales
que pasean su solemne armazón por el mundo, pidiendo, como un Moloch, victimas y
respetos; cuando queráis dar en tierra con un gobernante funesto, con un hombre
injusto, con un embaucador o con un tirano, desdeñad los procedimientos de la
tragedia a que apelamos desde que el mundo es mundo y con los que tan mal nos va.
Acercaos a él con paso de raposo, colocad cerca vuestra risa, encended la mecha,
retiraos unos pasos, y que estalle ruidosamente la carcajada. Eso bastará.
Este libro, no obstante lo dicho, no tiene —¡cuitado!— pretensión alguna de
malherir. En cierto cuento muy conocido, el Diablo presta a un hombre candoroso
unas gafas que tienen la extraña facultad de hacer ver las personas y las cosas no
como aparecen, sino como son. Y aquel hombre ve la deslealtad de la amada, la
ingratitud del amigo, la codicia del que simulaba no tenerla, la doblez del que creía
justo, la mentira del que estimaba veraz… El hombre, aburrido, rompió las gafas. El
diablo que se las había facilitado, era un espíritu trascendental. Suponga el lector
amablemente, que otro diablo nos ha ofrecido unas nuevas 'gafas; pero no aquellas

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gafas terribles. Este diablo no ha de ser el diablo horrendo de las tradiciones de
Castilla, siempre hosco, aparatoso y ceñudo, instigador de crímenes, que llevaba a
los hombres que con él trataban a la hoguera y a la desesperación; sino el diablo que
conocen los viejos campesinos gallegos, viejo también, con una mirada maliciosa y
una sonrisa taimada; un diablo que es como un campesino de aquella tierra, que se
ríe detrás de un valladar del susto de una rapaza, que goza con burlarse de las
viejas, que sabe la importancia que hay que dar a esta vida; jovial, bonachón,
receloso; que ayuda al zorro a entrar en un gallinero y que, si alguna vez recibiese
proposiciones para comprar un alma, la cogería, la miraría, le daría cien vueltas y
concluiría por observar:
—Cuando tú me la vendes, algún negocio piensas hacer a mi cuenta. No me
conviene.
Un diablo así, manso y apacible, es el que nos ha prestado sus gafas para que a
través de ellas miremos mas cuantas cosas habituales y menudas…

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TRIBULACIONES DE UN HOMBRE ADINERADO

Os diré brevemente cómo he sido corresponsal de un periódico inglés.


Yo tengo un amigo londinense, pequeñito, moreno, de enormes mostachos, que
escribe en cierto amplio periódico de la capital de Inglaterra. Un día mi amigo se
detuvo de repente delante de mí, abrió los brazos como dos aspas, me clavó sus
ojillos minúsculos y me preguntó bruscamente:
—¿Por qué no escribe usted un artículo acerca de este tema (y me indicó el tema)
para un periódico de mi país?
Me desconcertó. Balbuceé asombrado:
—¡Hombre… pues… francamente…
—Los periódicos ingleses pagan bien sus colaboraciones.
—¡Ah, caramba!… Sin embargo… yo no conozco ni una sola palabra de su
idioma.
—Pero yo sí.
Y quedó decidida mi suerte. El Sheffield Telegraph contestó con un telegrama
aceptando la oferta. Esto era muy inglés; mi amigo creció unos cuantos palmos en mi
consideración. Muchas veces lo contemplaba yo admirativamente y no podía
sustraerme al deseo de mover la cabeza, murmurando:
—¡Estos ingleses! ¡Lo que no discurran ellos!…
Y pasó una semana, y el diario de Sheffield contenedor del artículo vertido al
inglés por mi amigo llegó a mis manos. Observé un poco orgulloso las columnas de
letra menuda, y los fotograbados y los anuncios de las múltiples planas, y toda
aquella enormidad de sabe Dios cuántas graves noticias y cuántos substanciosos
conceptos y cuántas galanas palabras de todas las cuales tan sólo había dos
perfectamente comprensibles para mí: las de mi nombre, en la firma.
Alguna vez enseñaba el diario a mis amigos:
—¿Qué? ¿No visteis? ¿Es periódico o no?
Y comenzaba a dar vueltas a las hojas enormes. Al final, añadía invariablemente:
—Trae ahí «una cosa» mía.
Así, sin darle importancia. A otro amigo que tampoco sabe inglés le leí un día el
artículo desde el principio al fin. Al terminar, sudábamos ambos. Indagué:
—¿Qué te parece?
—Tremendo, chico.
Yo guardé el periódico modestamente, haciendo un mohín, como diciendo:
—Si me da la gana, escribo seis artículos más, iguales al que he leído.
Transcurrieron unos días, casi un mes, y la empresa del Sheffield no daba señales
de vida. Tengo que confesar que soy un espíritu receloso para todo lo que sea
cuestión de dinero. Yo no tengo la culpa de esta manera de ser. El dinero ha huido
siempre de mí. Jamás he logrado poseer una cantidad de cierta importancia. La

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humanidad me da todos los meses un exiguo puñado de pesetas, y en cuanto las tengo
en mi poder me las empieza a sacar por mil procedimientos. Cuando ya no me queda
ninguna, me vuelve a dar las mismas pesetas, exactamente las mismas, para
volvérmelas a sustraer. Ante esta falta de seriedad, yo he comprendido que nunca
podré llegar a enriquecerme. Ni aun con la Lotería. No creo que sea un secreto para
nadie que los premios mayores de la Lotería no son adjudicados jamás. Le pueden
«tocar» a uno seis duros, diez, mil pesetas. De esa suma en adelante, no se cobra.
El Estado ha constituido una especie de masonería, y desde el director del Tesoro,
que firma los billetes, hasta los loteros y loteras, todos están juramentados para
guardar sigilo. Aseguran después haber vendido el número premiado y haber hecho
entrega del dinero… No les creáis. Si dijesen otra cosa les expulsarían de sus puestos
y poco tardarían en fenecer bajo los puñales de los demás juramentados.
Encontraríase su cadáver en una callejuela con una daga atravesando el corazón y, a
la vez que el corazón, un papel en el que se diría: «Por traidor a sus compromisos».
Muchas veces se da la disculpa de que el billete favorecido lo llevó un emigrante.
En otras ocasiones «cae» entre gente humilde, en un mercado, en la clientela de un
ultramarinos, en una peluquería… En realidad, es que la Dirección del Tesoro
distribuye los comparsas de que dispone para que la ficción tenga matices de verdad.
Las verduleras, el tendero, la clientela de la peluquería, los partícipes todos no son
más que afiliados de aquella masonería que obedecen órdenes superiores. Gritan,
vociferan, aplauden, simulan síncopes de alegría, recorren las redacciones de los
periódicos dando la feliz nueva… Pasa algún tiempo y desaparecen misteriosamente
de la población para surgir en otra, con diversos disfraces, afirmando también que les
ha tocado el gordo. Otros afiliados tienen la misión de escribir cuentos en los que se
narra el caso de un padre de familia que no tiene más que tres pesetas, compra un
décimo, a la desesperada, y se hace rico; o el caso de un sujeto que por proteger a una
vendedora en una noche de frío adquiere todos los décimos que le quedan y le toca un
fortunón. Esto tiende a estimular a los jugadores complicando los billetes con el
sentímentalismo. Todo está perfectamente estudiado y la farsa es inmejorable. Bien lo
sé. Por eso no confío en el dinero de la Lotería.
No es de extrañar que la experiencia en cuestiones de finanzas que creo dejar bien
demostrada en las líneas que anteceden, me hubiese llevado a desconfiar de que las
libras esterlinas del Sheffield llegasen a mis manos. Cierto día insinué tímidamente a
mi colega británico:
—¿Cree usted que haya podido extraviarse el dinero?
Mi colega brincó, con los enormes mostachos erizados. ¡Extraviarse el dinero! ¡El
dinero inglés!… Abrió los brazos hasta imitar dos alas. Luego me explicó que los
periódicos ingleses eligen ciertos días para realizar sus pagos. Todo muy serio, muy
metódico… Pero —yo me acuso— mis dudas crecían. Una vez busqué a Sheffield en
el mapa; otro día me asaltó la sospecha de que mi amigo no era inglés.
—Señor —me decía yo—, un inglés es alto, es delgado, es rubio, se afeita como

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un cómico o como un sochantre. Mi amigo es pequeño, es moreno, tiene unos bigotes
lusitanos. ¿Puede ser inglés? Es verdad que come limones con la leche y le gustan las
mermeladas con el roast-beef y que hizo un viaje al Japón. Pero ¿esto es bastante?
Y llegué a sentar la conclusión de que mi amigo era un bromista de nacionalidad
borrosa que me había hecho firmar un extraordinario artículo en «camelo» en el
Sheffield Telegraph. Volví a leerlo y esta vez —¡Dios me perdone!— me pareció
firmemente que estaba escrito en un lenguaje arbitrario e inexistente que ningún
hombre podría entender.
—¡Buena la hice! —murmuré aterrado.
Pero mis sospechas eran falsas. Una misiva puso en mi poder un papel donde
había unas letras y unos números, todo en inglés. Consulté el caso: era una carta-
orden.
La guardé en mi bolsillo con la misma inocencia bondadosa con que el leñador de
la fábula guardó a la sierpe. Salí a la calle lleno de felicidad. No sabía aún,
¡desdichado!, los sobresaltos y las cavilaciones que me acechaban. Salí a la calle y
me dediqué a pasear con un digno aire de burgués que nunca creí poder llevar tan
naturalmente. Frente al Banco de España me asaltó una idea; tuve esa sacudida del
hombre que se ha olvidado de cumplir un deber:
—¡Ah, caramba! ¡Las cotizaciones!
Y entré. Ante un telegramita azul protegido por un vidrio, me detuve largamente.
Leí:
—«Interior 8525, Amortizable 10690, París 776»… Volví a leer. Saqué de mi
cartera la carta-orden; la confronté con el telegrama. No decía nada parecido.
Decididamente, yo no entendía una palabra de todo aquello. Marché pensando que la
tranquilidad del capital no debía estar a merced de una cosa tan confusa como un
telegrama. Pero la fortuna me deparó el encuentro con un amigo bondadoso, ducho en
reconditeces comerciales. Le llevé hasta el Banco y le hice entrar.
—Veamos a cómo están las libras.
El hombre experto miró rápidamente el telegrama.
—No hay Londres.
¡No hay Londres! Me asaltó una gran congoja. Cuando hablé a mi amigo del
documento comercial que poseía, me dijo sin concederle importancia:
—Debe usted endosarlo.
Me alejé tristemente. Aún no había estallado la guerra europea, pero estaban en
huelga los mineros ingleses. La lectura de los periódicos me sobresaltó. Con los
brazos caídos y el espíritu lleno de amargura elevé los ojos al cielo.
—¡Oh, Señor! —gemí—, como en los cuentos morales, el dinero ha venido a
turbar mi paz. Estas libras pesan ya como arrobas sobre mi espíritu. Me preocupan
cosas que hasta hoy jamás turbaron mi dicha: los carbones ingleses, las cuestiones
sociales de aquel país, los discursos de Lloyd George. Resulta ahora que no hay
Londres; si lo hay, no sé qué hacer tampoco; y encima de todo esto, aun tengo que

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endosarle el documento a alguien. ¿A quién? ¡Señor, no desampares a tu siervo!
—Es increíble tu cortedad —me han dicho gentes entendidas en asuntos
financieros—. Nada más fácil que cobrar esa suma. Debes presentarte, sencillamente,
en el Banco que se cita en la carta-orden. Allí te pagarán sin traba alguna.
¡Oh, sí, sí! ¡Es fácil, es fácil! Yo he visto a los «botones» de las casas de comercio
ir a los Bancos a arreglar asuntillos, corriendo por las calles, saltando para agarrar el
extremo de los toldos, comiendo pan, no dejando pasar ningún perro sin tirarle una
piedra, y dando, en fin, todas las muestras de despreocupación peculiares en un
chiquillo. Pero yo no puedo hallar pará el caso presente la misma envidiable
tranquilidad. Repaso estas razones con un creciente malhumor. Yo no frecuento los
Bancos, yo apenas entré en alguno tres o cuatro veces en la vida, acompañando a un
amigo; no sé cómo hacer; esta gente que suele poblar los Bancos es para mí tan
extraña como puede serlo la que probablemente puebla el planeta Marte. ¿Qué hago?
¿Voy? ¿No voy? Enciendo un cigarro, paseo, limpio unas partículas de polvo que la
camarera encargada del aseo de mi cuarto ha respetado sobre la mesa donde escribo,
retuerzo el bigote, gruño… Iré, ¡qué diablo!, no tengo otro recurso; es muy triste
perder así un puñado de pesetas. Iré, a ver qué pasa. Digo yo que, por mal que vayan
las cosas, no me han de comer.
Y salgo y me dirijo al Banco en cuestión; empujo una puerta giratoria y entro.
Una porción de personas están sentadas alrededor de unas mesas donde hay revistas;
pero todas estas personas vuelven espaldas a la mesa. En ese desdén a la literatura —
aunque sea financiera— adivino que se trata de negociantes que estarán allí
aguardando a que salga un negocio. Me quito el sombrero y recorro con la mirada el
lugar donde he entrado. Es como un patio cubierto por una cristalera artística. El
patio es de vidrio también; debajo hay luces encendidas y los gruesos vidrios se
iluminan con su color de oro nuevo. Algo así como un mostrador con ventanillas
encuadra el salón. Hay muchas ventanillas y en cada una un empleado. Vacilo. ¿A
cuál dirigirme? El que está más próximo me ha mirado un instante. Entonces por
cortesía, para que no crea que desconfío de él si me ve ir a otra ventana, me acerco y
saludo:
—Buenas tardes, señor. ¿Me hace usted el favor de dar este dinero que hay aquí
para mí?
Lee la carta-orden de arriba abajo.
—Aquí, no —contesta.
—¡Cómo! —balbuceo—. ¿No ha mandado un señor inglés estas pesetas?
—Pero que no es en esta ventanilla…
—¡Ah! —sonrío tranquilizado—. ¡Ya decía yo!… Porque los ingleses son
hombres muy serios. ¿Y a dónde debo ir?
—Allí.
Y extiende un dedo y me muestra vagamente un punto. Yo no comprendo bien,
aunque vuelvo rápidamente la cabeza en dirección de su índice, si me ha señalado un

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señor gordo que casi dormita sentado junto a las mesas del público, o una de las
ventanillas fronteras. Pero me doy cuenta de que repetir la pregunta sería delatar mi
condición de persona que no conoce los secretos de los Bancos. Le hago un guiño de
inteligencia y murmuro:
—Allí… ya; comprendido.
Y después de dar dos vueltas alrededor del salón, me paro en otra ventanilla.
—Caballero —digo amablemente al empleado—, ¿tendrían ustedes a mano estas
pesetas que me han remitido hace unos días?
El empleado lee la carta-orden.
—Vaya usted a «Cuentas corrientes».
Vuelvo a coger el papel.
—Muchas gracias.
Doy tres vueltas más al salón repitiendo incesantemente, para no olvidarme:
«Cuentas corrientes, cuentas corrientes»… Y ¿dónde es eso de «Cuentas
corrientes»…? Sin duda se trata de alguna sucursal de la casa. Me paro al albur en
una ventanita, luego en otra, en otra… Todos los empleados del Banco se van
enterando uno tras otro de que un señor inglés me manda unos cientos de pesetas. Al
fin uno de aquellos empleados se queda con la carta, se acerca a unos pupitres donde
hay veinte o treinta jóvenes escribiendo en unos libros enormes y habla con ellos. Yo
no veo que exista una absoluta necesidad de que se entere tanta gente. Cuando*
vuelve a la ventanilla, me creo en la conveniencia de advertir, por si acaso, que no se
trata de que yo haya dado un sablazo al remitente… Pero me da un papelito azul con
un número: el 456. Miro el número:
—Esto debe ser una socaliña —pienso—. Pero como el hombre no añade una
palabra más, investigo:
—¿Y qué hago yo ahora con esta rifa?
Parece que el funcionario contiene la gana de reírse:
—Es un un número de orden. Le llamarán por él para pagarle.
—¡Ah, muy bien! ¡Mil perdones!
Me siento a esperar. Miro largamente el papelito azul para no olvidarme del
número. Dos veces corro a una ventanilla donde creí que llamaban al 456. No; era el
356 una vez y la otra al 453. Fumo un cigarro y le dirijo algunas miradas a una
señorita muy gorda que está junto a una señora muy flaca. Me extraña esto porque
siempre suele ocurrir al revés. Examino los porteros, contemplo cómo en un
mostrador un empleado guarda en un cestillo muchas monedillas de oro, sin darles
importancia. Por supuesto que eso lo hacen así para propaganda de la casa, delante de
nosotros. Siguen voceando números; ninguno es el mío, pero todos me sobresaltan.
La señorita gorda está ahora en una ventanilla guardando unos billetes en el bolso de
la señora flaca. El empleado de las monedas de oro se mira las manos ennegrecidas
por la operación. De pronto:
—¡Cuatrocientos cincuenta y seis!

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¡Qué bárbaro! ¡Cómo ha gritado ese hombre! Todo el mundo va a mirar para mí.
Avanzo majestuosamente.
—Firme usted aquí.
Firmo y rubrico. El empleado me hace entonces una pregunta inesperada:
—¿Es conocida su firma en el Banco?
Quedo un instante perplejo. Al fin digo, con una suave sonrisa.
—La modestia me impide contestar, señor mío.
El empleado me mira y repite su pregunta:
—Digo si es conocida su firma en la casa.
—¡Hombre! —replico un poco amoscado—. No digamos que soy una celebridad,
pero por ahí adelante ya hay alguna gente que conoce mi firma. ¡En esta casa, en esta
casa! ¡Yo qué sé! Pero ¿no existe aquí nadie que lea el ABC entre tanto hombre?
Se ve que este individuo no me comprende o que yo no le comprendo a él. Me
grita:
—¿Pero usted registró aquí su firma?
Le grito:
—¡No!
Y estoy tentado a añadir: «¡Ni falta me hace, ni tengo por qué registrar mi firma
en un Banco!»
—Bueno —decide—: pues vaya a que autorice alguien su recibo.
—¡Alguien! ¿Y quién?
—Alguien que tenga aquí registrada su firma.
¡Aprieta! Por mucho que hostigo la memoria, yo no me acuerdo de nadie que esté
en tales condiciones. ¡Ya suponía yo que me habría de ocurrir algo grave en el Banco!
Pienso en armar un alboroto y en contar a gritos a la gente que espera lo que ocurre.
Antes, cautamente, pregunto:
—Y si no hago eso, ¿no cobro?
—No; no cobra.
Entonces emprendo un rápido trotecillo calle adelante, con el papel en la mano.
No sé a dónde voy ni a quien busco. Cristóbal Colón, al salir de Palos, tenía más
orientaciones que yo. ¿A quién se le habrá ocurrido en Madrid registrar su firma en
ese Banco? ¿Y dónde estará? No lo sé. Y sigo corriendo. Subo a un tranvía. Bajo no
sé dónde. Vuelvo a correr. Tengo sed, tengo fiebre. Hay un paréntesis en el que no me
acuerdo de nada de lo que hice. Apenas conservo la vaga memoria de que bebí tres
bocks y de que un limpiabotas sin pedirme permiso, me lustró el calzado en la terraza
de un café y me pidió un real y tuve que dárselo.
………………………………………………
Son indispensables, absolutamente indispensables, estos puntos suspensivos, que
me ahorrarán un largo y difuso relato. Al fin tengo autorizada mi firma. Cierto
camarada me llevó a otro establecimiento bancario donde tenía un amigo, y me
presentó a él.

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—Señor mío —le dije—, después de la presentación que hizo este hombre
honorable, usted no dudará de que yo me llamo como él asegura.
—Ciertamente —respondió con una delicadeza consoladora.
—Pues bien, haga usted el favor de prestarme esa pluma que lleva sobre la oreja.
Fíjese; yo firmo así, y rubrico así.
Y firmé y rubriqué en su presencia.
—¿Se atreverá usted a negar que desde mi adolescencia firmo y rubrico de esta
manera?
—No tengo, en efecto, ningún motivo para negarlo.
—Su urbanidad de usted es un sedante para mi espíritu. Confronte ahora esta
firma con la que hay en esta carta-orden. ¿Son iguales?
—Juraría que son iguales.
—Puede usted jurarlo. Hágame, pues, el servicio de autorizarla debidamente.
El hombre cogió el documento y se lo llevó a otro señor; el otro señor lo miró
primero con aire distraído, después con atención, luego fieramente. Lo colocó sobre
su carpeta, escribió dos líneas, le pegó un terrible golpe con un sello, como si quisiese
aplastar su escritura, lo volvió a mirar, le pegó otro golpe con otro sello. Y me lo
devolvió.
Corrí al Banco. Arrojé el documento en la ventanilla, jadeante, convulso. El
empleado me dijo:
—No puede cobrar hoy; vuelva usted mañana.
—¡Mañana! ¿Por qué?
—Porque he cerrado la Caja.
—¡Caballero —grité indignado—, yo no tengo nada que ver con que usted haya
cerrado su caja! ¡Usted tiene aquí un dinero mío y es necesario que yo me lo lleve!
—Pero la Caja está cerrada.
—¿Quién tiene la llave?
—Yo.
—Pues ábrala usted.
No hubo manera de que se decidiese a hacer este pequeño favor. Nunca he
tropezado, en toda mi vida, con un hombre menos servicial o más perezoso. Intenté
hacerle comprender que no había labor más sencilla ni que menos tiempo exigiese
que sacar una llave del bolsillo, abrir una caja, tomar de ella unos billetes y volverla a
cerrar. Se limitaba a repetir tercamente:
—Es imposible, es imposible. La Caja está cerrada ya.
Apelé a los ruegos, a las amenazas, a las blasfemias. Todo fue inútil. En un
momento de gran violencia en que metiendo los brazos por la ventanilla, le agarré por
las solapas, vi que acudían las lágrimas a sus ojos y le oí murmurar:
—Llevo treinta años interviniendo en estos asuntos y nunca he escuchado una
pretensión tan extraordinaria ni oí tratar con menos respeto una Caja que ha cerrado
ya. Estoy seguro de que esto me costará una enfermedad, caballero.

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Y no la abrió. ¡Qué raro ejemplo de locura! Me fue preciso volver al siguiente
día.
Todas estas tribulaciones me hicieron concebir cierto temor hacia el dinero.

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PSICOLOGÍA DE LOS BANQUETES

Pocos temas existen que sugieran tan trascendentales y copiosos comentarios


como el tema de los banquetes. Puede asegurarse que no hay ninguna persona que no
tenga formada su opinión adversa o favorable acerca de este importante asunto. Ha de
decirse en honor a la verdad que la mayoría tiene un criterio bondadoso hacia esos
actos, y que apenas unas cuantas docenas de individuos suelen exclamar, cuando
tienen noticia de un banquete:
—¡Bien está! ¡Y la gente muriéndose de hambre en las calles!
Un comentarista sincero no puede negar que, en efecto, en España hay mucha
gente que se muere de hambre. Pero al mismo tiempo hay que reconocer que los
miserables han estudiado tan hábil y profundamente su situación que están a una
pulgada de haber hallado el remedio. Hasta tal punto es esto verdad, que los Poderes
públicos se encuentran perplejos ante la nueva forma en que el problema queda
planteado.
Los hambrientos eran gentes sin organización ni influencia, completamente
abandonadas a su triste destino y sin el menor poder para quebrantarlo. Un
hambriento pedía limosna, pero la Sociedad se defendía de él no dándosela; un
hambriento, a lo más que llegó fue a reunirse a otros hambrientos y recorrer las calles
en grupos con una bandera en la que cándidamente habían trazado su demanda: «Pan
y trabajo». Entonces la Sociedad, respetuosa, leía aquellas palabras, se asomaba a los
balcones para ver pasar la manifestación, comentaba los trajes raídos o las caras
pálidas, y callaba; los guardias de seguridad acudían y disolvían el grupo o le hacían
marchar oscuramente por calles extraviadas; y los famélicos iban por esas calles
extraviadas, muy enteros, muy dignos, con sus banderas en alto, pero sin comer. Lo
más que lograban era que alguna vez un señor les «echase» un discurso desde el
balcón del Ayuntamiento o del Gobierno civil.
A veces, el hambriento, llevado de un afán de venganza contra la Sociedad, se
moría en medio de la calle. Positivamente, esto era molestísimo. La gente se
acumulaba en torno del cadáver para ver la mueca horrible y la miseria del rígido
cuerpo… Más de una digestión se perturbó ante un espectáculo parecido. Sesudos
gobernantes estudiaron la manera de impedir que los pobres diablos trastornasen de
esta manera afrentosa el orden social falleciendo en la vía pública con un absoluto
desprecio de lo estatuido por la costumbre y casi por la ley. Las calles no se han
hecho para que las gentes mueran en ellas. Las gentes deben morir en una cama. Se
exceptúa de esta costumbre tan sólo a los personajes de los dramas, que suelen morir
en un sillón. Sin embargo, para fortuna de los convencionalismos y de la buena
marcha de la humanidad, el número de hambrientos que, llevados de un fanatismo
censurable morían en la vía pública, nunca fue tan crecido que llegase a constituir una
cuestión de orden público.

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Todo parecía, pues, indicar que la Sociedad había conseguido vencer a los
hambrientos y que éstos tendrían que resignarse con su destino y acostumbrarse
pacíficamente a no comer. Pero todo avanza: cada día se hacen inventos nuevos y la
inteligencia de los hombres no se da un punto de reposo. Ahora los hambrientos han
decidido que tienen que comer a todo trance y se han empeñado en que sean los
Poderes públicos los que les llenen la escudilla. ¿Dónde dan de comer?… ¿En la
cárcel?… ¡Pues a la cárcel!
Un hambriento aguarda prudentemente hasta el último instante. Pasa un mes o
dos comiendo un panecillo cada tres días. Cuando comprende que apenas le queda
fuerza para romper un cristal de una patada, se decide a poner en práctica: su plan.
Así, en Madrid, un desdichado pidió cierta vez limosna en Lhardy y, al ver que no se
la daban, hizo saltar en añicos la luna del escaparate con el único propósito, que
después confesó, de que le llevasen a la cárcel. Muchos colegas suyos suelen
presentarse en las comisarías pidiendo como un señalado favor que les obsequien con
una «quincena». Los comisarios les explican lo absurdo de la gollería que solicitan.
En las cárceles se da de comer, es verdad, pero tan sólo a los delincuentes; si el
Estado fuese a sentar allí a mesa y mantel a todas las personas honradas que tienen
hambre… ¡estaba aviado!…
Si el procedimiento se divulga, como parece ocurrir, el conflicto en que se ha de
ver el Estado es muy serio. La poética clase de los hambrientos desaparecerá, y
tendremos a toda prisa que ampliar las prisiones y habilitar con tal objeto, de una
manera interina, otros edificios del Estado: cuarteles, escuelas, etc. Esto es grave y
merece un estudio detenido. Por mi parte, ansioso siempre de cooperar a la acción del
Gobierno, se me ocurre una idea que, por lo que pudiera valer, consigno: convertir en
verdaderas oposiciones la entrada en los establecimientos penales; que no baste para
ello romper-un cristal ni pegarle a un guardia; abrir ejercicios más arriesgados:
apedrear un ministro, incendiar el Senado… en fin, algo que no esté al alcance de un
hambriento vulgar.
Pero, con franqueza, tampoco tengo gran fe en este sistema. Como en todo,
pronto habrían de intervenir en él el favoritismo y la influencia, que son los que rigen
todos los asuntos en nuestra patria. A lo mejor, creyendo asegurarse el pan, un pobre
diablo le abría la Cabeza al conde de Romanones y cuando fuese a reclamar su puesto
en la cárcel, se encontraba con que se lo habían dado a un caciquillo de Guadalajara o
a un pariente lejano del señor Brocas.
Y en un país así, ¿qué quieren ustedes que haga para prosperar la numerosa y
respetable clase de los hambrientos?…

Pero aunque el hambriento no se defendiese por sí mismo con el tesón que queda
consignado, ¿podría exigirse en nombre de un sentimentalismo extremado que
desapareciese el espectáculo de los banquetes? Mi opinión deniega. El banquete no

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puede desaparecer. En la civilización actual, constituye un elemento importantísimo.
Es un guión que abre y un guión que cierra todos los actos, todas las empresas de
algún relieve. Se inaugura un negocio, un partido político, surge una idea… Se da un
banquete. Se disuelve un grupo, fracasa una cuestión, llega a su desenvolvimiento
aquella idea… Y cincuenta, cien señores se sientan ante una mesa en forma de T o de
U. A primera vista, esto parece una incongruencia.
—¿Por qué razón absurda —dicen algunos— se ha de demostrar la admiración o
el cariño hacia un señor llevándole a comer a un restaurant? ¿Qué relación puede
existir entre la langosta en salsa mayonesa y el concepto que la muchedumbre tiene
de un hombre? ¿Por qué al político que hizo una ley, al literato que escribió un libro,
al orador que pronunció un hermoso discurso, al gobernante que cuidó de los
intereses de una provincia, se les hace ingerir, como muestra del deleite público,
algunos entremeses, un «ragout», una pechuga de pollo, varias hojas de lechuga, y
medio litro de agua mineral?… Esto es de una incongruencia abominable. Esto no
debe continuar ocurriendo.
—Bien, bien —contestamos los que hemos hecho un largo estudio de la cuestión
—; todo eso aparentemente es muy razonable; pero si lo examinan ustedes con calma
verán que una misteriosa relación une a la crema americana y al «mignon» de buey al
Madera con los asuntos que un espíritu superficial pudiera estimar más lejanos. Un
banquete es la mejor demostración de amistad que se le puede dar a un hombre. El
señor que compra su cubierto suele gastar en él una cantidad superflua puesto que
podía comer en su casa; tiene que esperar una hora entre plato y plato; tiene que
sujetar la botella de vino debajo del brazo porque cada vez que pasa el camarero se la
quiere llevar; suele romperse un diente al morder el muslo de un pollo granítico; ha
de soportar que el vecino de al lado fume un cigarrillo entre manjar y manjar y le
eche el humo a la cara, terrible tortura porque no hay combinación culinaria más
infernal que una langosta a la nicotina; además, el entusiasmo le incita a beber más de
lo que acostumbra, y al día siguiente el bicarbonato ha de tapizar su estómago tan
profundamente como tapiza el polvo las carreteras. Debe añadirse a esto el que
algunos comensales abusan de tan temeraria manera de los quesos helados, que a casi
todos les suelen nacer sabañones en los intestinos…
Todo esto ¿no significa una adhesión inquebrantable y heroica?… ¿Qué se quería,
pues? ¿Que el admirador se arrojase al mar? ¿Que fuese a casa del admirado y se
abriese el vientre a la usanza china delante de él? ¿Que se envenenase con cianuro?…
Esto no cabe en las costumbres civilizadas. Ya bastante hace el pobre que se intoxica
elegantemente con unos entremeses variados y, por si es poco, se atiza al coleto dos
copas de champaña químicamente puro.
Cuando el comensal mira al «banqueteado», con esa tierna mirada que suele
dirigirse en estos casos, el «banqueteado» sabe entender…
—Ya ves adonde llega mi cariño hacia ti. Aquí me tienes comiendo una cosa que
no sé lo que es porque la lista está escrita en gabacho. He tenido que adular al

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camarero para que me trajese este manjar después de media hora de espera; luego le
he hincado el diente, feliz porque creí que eran perdices, y a mí las perdices me
vuelven loco. Pero he aquí que el compañero de la derecha se inclina hacia mí y me
dice: «No está mal este plato de langostinos», y al oír esto, el comensal de la
izquierda, esgrime el tenedor con que clavó un trozo de la misma vianda que los tres
comemos, y nos increpa. «¿Desde cuándo se llama langostino a un filete de ternera?
…» Esto es indudablemente curioso, pero yo no puedo impedir que me llene de
melancolía. Sin embargo, continúo aquí. Ya ves a dónde llega mi cariño y mi
admiración.
En los banquetes políticos es donde mis aseveraciones pueden ser más fácilmente
comprobadas; es donde se comprende que esos actos son absolutamente
indispensables en toda sociedad bien organizada. La íntima relación que existe entre
las ideas y la comida es, en estos casos, más visible. Podrían citarse mil ejemplos de
concomitancias entre el arte culinario y las artes políticas. Después de todo, un
ministerio no es más que un banquete con los cubiertos limitados; y una situación,
algo así como la cola de pobres de convento, que esperan con el pote en la mano la
prodigalidad del hermano lego, dueño de la caldera de sobras.
Los banquetes políticos suelen ser ofrecidos a aquellos que tienen en sus manos el
poder o que van a alcanzarlo. Un banquete para un político avisado es una excelente
plataforma. La gente toma asiento en torno a las largas mesas. Al principio parece
que su atención está totalmente absorbida por la calidad de los manjares y que en su
gesto preocupado hay el recelo de que en la cocina escatimen en la sopa el picadillo
de jamón, o de que la ternera haya muerto después de sufrir la agonía angustiosa de la
glosopeda. Pudiera creerse también que algunos están secretamente turbados por la
duda surgida en su espíritu acerca de la colocación de la servilleta o del uso que debe
darse al cuchillo para comer los espárragos.
Algunos comentaristas afirman que pasado el primer momento y desaparecida ya
esa inquietud general, todas las afirmaciones se funden en una sola, gigantesca y
sañuda: comer. Aseguran que entonces la idea del desquite de las quince o veinte
pesetas obsesiona los ánimos, y que en la amplitud de este desquite entra por mucho
la apreciación personal, pues mientras hay quien se cree en el derecho de llevarse,
después de harto, algunas frutas o entremeses sobrantes, ciertos individuos que tienen
un concepto fantástico de las quince pesetas, suelen guardarse los cubiertos. No
obstante, esos mismos comentaristas agregan que esto no suele ocurrir nunca en una
proporción que exceda del treinta por ciento.
Me resisto a creer tales acusaciones. Más bien se me antoja que en la furiosa
presteza con que dejan limpios los platos se esconde un afán idealista. El comensal,
va dejando traslucir poco a poco esta exaltación. Algunos verdaderamente debilitados
por la larga contemplación de un país oprimido, hacen que el camarero les sirva una
doble ración. Al final, cuando llega el decisivo instante de los brindis, el ánimo de los
comensales está en franco optimismo, en franca cordialidad. El buen patriota se ha

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resignado a beber dos o tres botellas de vino. Es un sacrificio que se ha impuesto para
favorecer la industria nacional. Se propende a la admiración, a la ponderación
encomiástica, al apretón de manos, al aplauso, al «¡bravo!» Cuando se levanta el
agasajado y cesan todas las charlas, la labor de convencimiento está hecha ya. El
orador no tiene más que recoger una madura cosecha. Todo lo demás huelga; tanto da
que el agasajado diga una cosa o la otra. Podría hablar en «camelo». La salva de
aplausos atronadora, persistente, los vivas estentóreos, sonarían igual. Es algo
inevitable. El prócer está en pie. Grita:
—¡Nos quieren arrancar el Poder los enemigos del pueblo!
Y los comensales vociferan, indignados a medias por los manejos de los
enemigos del pueblo, y a medias porque su avidez por el helado de vainilla les ha
producido un molesto frío en los dientes.
—¡Nosotros nos defenderemos! —clama el personaje.
Y todos corean:
—¡Sí! ¡Sí!
Continúa el prohombre:
—¡Para nosotros es un deber de dignidad no desertar de ese puesto de honor!
—¡Bravo! ¡De honor! ¡Así se habla!
La ovación resuena estruendosa. Muchos comensales a los que la frase sorprende
revolviendo el café, en su prisa por aplaudir se guardan las cucharillas en el bolsillo.
Suele ocurrir también que, en medio de un párrafo sensacional, cuando todo el mundo
guarda silencio, un señor llama al mozo para quejarse de que no le han servido el
coñac. Para sacudir la impresión que pudieran tener sus compañeros de su frivolidad,
este mismo señor es después quien propone en breves y balbucientes palabras que se
envíe a la señora del agasajado el ramo de flores que hay en el centro de la mesa,
haciendo a la vez la cordial advertencia de que es preciso sacudirlo para que caigan
los huesos de aceitunas y los pellejitos de salchichón que hicieron nido entre las rosas
y las dalias. Más de dos docenas de comensales que no saben hablar en público van a
los banquetes con la preocupación de pedir que se envíe el ramo a las parientas del
festejado.
No se conoce ningún programa político expuesto al final de un banquete que no
haya sido aceptado entusiastamente por el auditorio. Hay quien sostiene que de la
vida en común llega a adquirirse hasta cierto parecido físico. Puede ser; pero lo que
desde luego debe afirmarse es que la comunidad de mesa constituye el más fuerte
lazo de unión entre los espíritus. Está probado que el bacalao a la vizcaína y los callos
domingueros predisponen al anarquismo y a la iracundia. El pavo trufado, en cambio,
es retrógrado; el bisté, posibilista; en cuanto a los bombones de crema y al «marrón
glacé» inclinan el ánimo al sentimentalismo y a la vaga melancolía. No espero
encontrar una sola opinión discrepante.
A la vez que los grandes personajes políticos obtienen triunfos resonantes en esta
clase de fiestas, los banquetes son asimismo beneficiosos para el sencillo comensal.

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En España se come mucho en los banquetes, pero se come poco en las casas. Un buen
padre de familia condenado a deglutir todos los días un amasijo de arroz o una pasta
insubstancial de patatas ligeramente ruborizadas con pimentón, no tiene el valor
suficiente para destruir el equilibrio inestable de su presupuesto, gastando unas
pesetas en un restaurant. Pero en cambio se refugia gustosísimo en el pretexto del
banquete. Coge sus duritos y se disculpa ante su costilla:
—Ya ves: es una comida al Director general. Se fijarían en mi ausencia; nunca
falta un chismoso que haga advertir…
Y se marcha a devorar fieramente, con el gesto de un hombre que se resigna a
sufrir un destino inexorable.

Un banquete, un simple banquete, sin discursos, sin conclusiones, sin otra acción
que no sea la de comer, puede constituir por sí solo una afirmación ideológica.
Ejemplo: los banquetes vegetarianos. Cada uno de ellos equivale en trascendencia a
un mitin.
Yo he asistido una vez a un banquete de los vegetarianos madrileños. Los
vegetarianos madrileños forman un grupo, celebran reuniones, votan acuerdos,
trabajan en la perfección científica de sus máquinas, tienen un jefe que es diputado a
Cortes. Los vegetarianos representan una aspiración, entrañan una tendencia. Pueden,
en fin, constituir un partido. Fundamentalmente, opinan que la humanidad vive sobre
la falsa base de un lamentable error ancestral. La humanidad cree que es carnívora. Y
no. La humanidad es sencillamente vegetariana. Esta equivocación nos ha procurado
terribles catástrofes. ¿Es tiempo aún de volver a la luminosa senda de la verdad?…
Aún es tiempo. El partido vegetariano, con sus organizaciones, con sus revistas, con
sus prédicas, viene a gritarnos:
—¡Deteneos: vuestro rumbo es fatal; las toxinas os trastornan: están caras las
subsistencias porque vosotros lo queréis, hay guerras porque las carnes que ingerís os
tornan violentos! ¡Comed legumbres, no más!
Esto es un programa. Algún día, cuando la buena doctrina se difunda,
advertiremos sus beneficios. Yo creo que el vegetariano debe ser un partido de
acción, debe luchar en los comicios, nombrar alcaldes, sentarse en las Cámaras,
aspirar al Poder… actuar, en fin, enérgicamente. Les creo más interesantes que los
reformistas.
Tengo, sin embargo, que hacer una declaración con el alma traspasada de pena:
no estoy conforme con la marcha del grupo vegetariano madrileño. No. En las dos
horas que he tenido el honor de pasar en compañía de sus más distinguidos miembros
devorando manjares estrafalarios, me he dado cuenta de que sus medios de
propaganda son ineficaces. Cada señor hablaba de sus enfermedades pretéritas y de
su bienestar del presente. Quién se desayunaba antes con Carabaña; quién se retorcía
después de comer un kilo de jamón; éste padeció desde chico del estómago; aquél de

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los intestinos… Son, pues, enfermos curados por un régimen; de ninguna manera
místicos enamorados de una doctrina. Están, por lo tanto, incapacitados para
generalizar. Por la misma razón, un cojo no tendría éxito al decir:
—Cuando tuve la rótula astillada y se declaró la gangrena, sufría horriblemente.
Desde que tengo la pierna de palo soy feliz. Debiéramos usar todos los hombres
piernas de palo.
Permítanme los distinguidos señores del partido vegetariano que acuda en su
socorro con un buen consejo. Se debe sentimentalizar más la teoría. Si queremos que
la humanidad abandone sus viejos y sabrosos errores, no le hablemos del jugo
pancreático, no le hablemos del colon transverso, de cuyas fatigas, ¡ay!, prescinde
con dolorosa ligereza. Hay gentes que se mueren sin enterarse de que desde
pequeñitas llevan un píloro consigo. Es terrible, pero es así. Ataquemos, en cambio,
sus buenos sentimientos. Yo le diría al no iniciado:
—Tú, apreciable amigo, te crees un hombre de bien, incapaz de hacer un daño.
Tú has almorzado unas ostras, una pescadilla, una perdiz y un trozo de ternera.
Después encendiste un cigarrillo y te deleitaste pensando en la felicidad que te
procura tu vivir honrado y bondadoso. Sin embargo, tú acabas de realizar y de ser
cómplice de monstruosas crueldades que te estremecerán cuando recapacites. Apenas
has comenzado a hacer la digestión y ya pesan sobre tu conciencia varios crímenes
escalofriantes. Esa ostra se encontraba satisfecha en el fondo del mar. La primera
contrariedad de su vida la experimentó cuando la extrajeron para ti de su natural
elemento. Como la ostra es un animal sosegado, se resignó. Violentamente le
arrancaron una de sus valvas. Tú has tenido la fría maldad de desprender su cuerpo
con el tenedor de dos púas. Después, cuando aún no pudo reponerse de esta
impresión acongojante, vertiste unas gotas de limón sobre la reciente herida. No
obstante, tú sabes que las ostras no pueden reprimir ciertas contracciones de disgusto
bajo el zumo del limón y que muestra todo el gesto de dolor que puede tener la
fisonomía de una ostra. Todavía le diste una dentellada, y aun alentaba débilmente el
infeliz molusco cuando los ácidos de tu estómago actuaron sobre él. Un suplicio igual
no ha sido soñado nunca entre los humanos. ¿No te estremeces, monstruo?
»¿Y la pescadilla? La pescadilla tenía apetito, vio ante sí un cebo, lo tragó. De
pronto sintió un anzuelo clavarse en su boca. No pudo ni gritar. Con una prisa
inclemente —entre el estupor de los suyos que nadarían por aquellas aguas y que
jamás podrán explicarse cómo su amada compañera salió disparada a volar como una
gaviota—, el pobre pez fue remontado sobre la superficie y llevado a un mundo
desconocido para él. Con las agallas rotas, brincando sobre la arena de la playa, el
animalito no tuvo ni humor para distraerse en la contemplación de ese aspecto de la
Naturaleza que no sospechaba. Murió. Los hombres suelen colocar en su boca una
lírica rama de perejil, como para hacer más despreocupada y sonriente su defunción.
Pero a un hombre sensible no se le puede ocultar la espantable condición de esa
tragedia. ¿Qué pensarías tú si al comer un panecillo te sintieses arrebatado sobre las

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chimeneas, con una alcayata en el paladar?
»La incauta perdiz sufre un atentado asimismo odioso. Se la persigue; los
hombres y los perros van de monte en monte tras de ella. Se le disparan tiros. Ella no
puede contestar; no tiene armas: es, evidentemente, una lucha desigual y cobarde.
Cuando la perdiz desciende con un plomo en sus carnes —que, pese a todo, hemos de
confesar que son plausiblemente sabrosas— lleva formado un mal concepto de los
hombres.
»Pues, ¿y la cándida y mugidora ternera que sucumbe al puntillazo del matachín?
¿Crees tú que puede alegrar sus últimos momentos el saber que sus trozos van a
descansar blandamente en un puré de patatas?… ¿Y los cangrejos a los que cueces
vivos?… ¡Oh, todo esto es bien terrible, capaz de hacer brotar las lágrimas del más
empedernido de los seres! Sin embargo, tú contribuiste a ello y tu conciencia nada te
reprocha. Y aun puede ocurrir que censures al cocinero por no haber tenido el asado
más tiempo en el horno, aumentando así los incontables rasgos crueles de la tragedia.
¡Medita, malvado, en estos crímenes!»
Creo que los conceptos que acabo de expresar, bien dichos y engalanados
retóricamente, serían de un efecto irresistible para la propaganda de la teoría
vegetariana que contó entre sus adeptos hombres tan profundamente sentimentales
como San Francisco de Asís.

Los miembros del grupo vegetariano madrileño tienen, a pesar de los reparos que
me he decidido a formular, una viva y provechosa fe. En las conversaciones que oí en
aquel banquete recogí algunas enseñanzas que reputo provechosísimas y dignas de
ser divulgadas. Un bondadoso carnífobo me insinuó la conveniencia de sustituir el
jamón en los emparedados con cierto extracto de cacahuets. Otro amable señor me
descubrió que la sopa de ortigas maceradas tiene tal sabor a almejas que, después de
probada una vez, se convence uno de que aquel preciado marisco no hace más que
imitar con poca fortuna el sabor del calumniado hierbajo. Un tercer comensal me
recomendó que adquiriese la costumbre de comer algunas arenas, para favorecer, al
igual que las gallinas, la trituración del alimento en el estómago. Sospecho que se
trataba de un exaltado.
Es sensible que mi memoria no me permita recordar todas las instructivas
anécdotas que escuché en aquel banquete. El público se enteraría de sucesos
extraordinarios. Hubo una que hirió mi atención. Se refería a un individuo que en
cierto país se dedicaba a la cría de gatos para comerciar con su piel.
—Con la carne de estos gatos —aseguraba el narrador— alimentaba muchos
ratones.
—¿Para qué? —inquirí cándidamente, asombrado por la paradójica ocurrencia.
—Para alimentar después con los ratones a los gatos. ¿Cabe una aplicación más
razonable de la carne?

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Y siguió explicando. Algo confusas están mis ideas, pero me parece haber
obtenido la radiante consecuencia de que con dos ratones y un par de gatos que se
devoren recíprocamente y con arreglo a un método ingenioso, se puede hacer un
formidable acopio de pieles. Apunto el hecho para bien de la industria.
Aquella comida fue una de las más sosegadas, correctas y dogmáticas, de todas a
cuantas he asistido. Al final amenazó surgir un enojoso trance. El Presidente acusó a
un comensal de haber sido sorprendido en la lamentable falta de apurar una taza de
café con cafeína. El acusado, a su vez, formuló contra el Presidente la terrible
denuncia de engullir pájaros fritos a hurtadillas de los afiliados. Todos los rostros se
tornaron graves. Pero ambos inculpadores aseguraron, riendo, que sólo se trataba de
una broma, con lo que la tranquilidad renació.
Yo me complazco en hacerlo constar para que quede a salvo la honorabilidad
vegetariana de los dos consecuentes devoradores de legumbres.

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TEORÍA DEL GALLEGO

Cierta vez conseguí hacer una interviú muy interesante.


Confieso que detesto las interviús. Me parece que se abusa de ellas y que casi
todas pueden ser tachadas de anodinas o de inoportunas. El tipo del periodista que
interroga acerca de cosas que apenas interesan a las gentes, no llega, sin embargo, a
molestarme tanto como el tipo del hombre propicio siempre a dejarse registrar las
ideas. He tenido ocasión de hablar acerca de cien cuestiones distintas con los
hombres más salientes de la política española y casi nunca me han dicho nada
interesante. Esto me ha hecho dueño únicamente de una amplia erudición acerca de la
pose de los políticos en las interviús. Todos ellos suelen regalar un puro. El señor
Dato, mejor conocedor del corazón humano y de sus vanidades, ofrece tan sólo un
cigarrillo, porque sabe que el cigarrillo establece una mayor intimidad. Sánchez de
Toca comienza invariablemente afirmando que no tiene nada que decir; después habla
media hora acerca del asunto en un castellano tan difícil que hay que tomar nota de
todas sus palabras: luego le dice a uno que aquello que acaba de contarle está en su
libro X o Z, y le recomienda que copie un capítulo. Alba es amable; Burell, cordial.
El más terrible de todos es el señor García Prieto. Notorio es que el señor García
Prieto posee dos voces: una, atiplada, y otra de bajo profundo. Hace, por ejemplo, sus
primeras manifestaciones con la voz de bajo, y de pronto, salta a la voz de tiple. Uno
concluye por creer que habla de broma y no sabe si ha de conceder más importancia a
un tono o a otro tono. Algún periodista hubo que se permitió interrumpirle para
preguntar:
—Bueno, esto que me dice usted en voz de falsete, ¿me lo dice usted en serio, o
debo anotar tan sólo lo que me diga en voz de bajo?
Pocas veces he perdido ocasión de reprender amorosamente a los que por afán de
una efímera notoriedad se someten a las interviús. No obstante, en una ocasión estuve
a punto de incurrir yo mismo en ese pecado. Cierto joven colega me visitó hace un
par de años y me expuso su inquebrantable propósito de interviuvarme. Imagínense
mi turbación. En cuanto le hube rogado: «Siéntese usted», comprendí que ya no tenía
nada más que decirle. Él comenzó su interrogatorio:
—¿Qué edad tiene usted?
Acerté a pronunciar:
—Soy joven. Soy muy joven.
—Sí, pero… ¿cuántos años?
Le ofrecí un cigarrillo para suavizarle. Me atreví a opinar:
—Con todo respeto a sus procedimientos de interviú, ¿no le parece que sería más
interesante preguntarme cuántos años desearía tener? Acaso yo pudiese aventurar una
agradable teoría. Los hechos reales son áridos…
Mi colega mordisqueaba el lápiz. Entonces le ofrecí más cigarrillos.

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—Comprendo que debía regalarle a usted un puro. Siempre se regala un puro en
las interviús; pero yo abomino de los puros. En cambio puede guardarse esa cajetilla.
Me miró con sorpresa.
—¿Desprecia usted los puros?
—Sí; me parece una estupidez fumar un puro.
El periodista tomó una nota. Entonces me di cuenta de que imprudentemente me
atraería el rencor de todos los fumadores de puros. Agregué con precipitación:
—Claro está que no me refiero a los puros de la Habana, y aun abro una
excepción para los de la Tabacalera española. Mi aversión se refiere a los puros de
brea.
Mi compañero añadió algo a sus notas. Rápidamente pensé que mi nueva
afirmación me haría asimismo antipático a muchas personas, y busqué una segunda
aclaración:
—Aunque, si bien se mira, el puro de brea merece grandes respetos porque
cumple fines medicinales. Si registro el fondo de mi corazón, reconozco que amo al
puro de brea. Mi verdadero odio, un odio inextinguible, va contra los fumadores de
puros de chocolate.
El repórter abrió los ojos con asombro.
—¿Existe alguien que fume puros de chocolate?
—Desgraciadamente, existe —corroboré fingiendo un gran dolor—; yo sé de
algunos amigos míos que practican ese vicio nefando.
—¿Cómo es posible?…
—Han adquirido la costumbre en la escuela y no pueden abandonarla. Bien sabe
usted que el árbol que de joven se tuerce…
—Presénteme a alguno de esos señores. Haría con gusto una información…
Aseguré con acento de pena:
—Se han muerto todos, víctimas de su vicio execrable. ¡Que Dios les haya
perdonado!
Suspiramos los dos ruidosamente. Luego me preguntó:
—¿Cuáles son los escritores favoritos de usted?
—Zutano, Mengano y Perengano —dije.
Pero mientras escribía los nombres, se me ocurrió que esta declaración mía habría
de agraviar a J., a H. y a K., y los cité también. E instantáneamente pensé que los
literatos que encuentro en algún café o en algún círculo y los que me envían sus obras
y los que no pueden publicarlas y muchos que ni siquiera pueden escribirlas, y todos
aquellos, en fin, con quienes charlo o con quienes cambio un saludo, habrían de
dolerse de mi olvido y no me perdonarían jamás el no tenerles en mi devota
preferencia cuando esta preferencia iba a ser expresada públicamente en un periódico.
Entonces comencé a pronunciar nombres y nombres. Primero fui leyéndolos en el
tomo de los libros de mi biblioteca, luego apelé al cuaderno de direcciones, a la
memoria, a las cartas viejas, a los periódicos atrasados.

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—Escriba usted: Pérez, el ilustre Pérez; López, Gómez, Fernández, un tal Juanito,
de mi pueblo, que no recuerdo ahora cómo se apellida, pero al que todos le llamamos
Juanito; González, Ramírez, Menéndez…
Era un censo, un verdadero censo. Mi colega sudaba.
Llenó de garabatos tres cuartillas, cinco, veinte cuartillas…
—¡Basta ya! —rogó, extenuado.
—Perdone usted —objeté—; creo indispensable consignar todos mis escritores
favoritos. No pasaremos a otro asunto mientras tanto.
Al fin dijo que volvería al día siguiente con un taquígrafo, y se fue alabando mi
erudición con dolorido tono.
No volvió.

Pero la interviú a que me he referido en las primeras líneas fue, sin duda alguna,
seria y trascendental.
Acometí la empresa en los días en que los periódicos de España se ocupaban en el
problema regionalista. Gran parte de la prensa y casi todos los diarios aseguraban que
tal problema era artificioso y que las regiones carecían de personalidad suficiente. Yo
he creído siempre todo lo contrario, y quizá hayan influido en mí las teorías de un
paisano y amigo que opinaba que así como los castellanos han solicitado leyes contra
los catalanes que les llaman castellás, nosotros debíamos pedirlas más severas y
urgentes contra los castellanos que se valen de la palabra «gallego» para designar lo
sucio, lo ruin, lo despreciable y lo idiota.
Elegí el tema regionalista y fui en busca de un político ilustre, ex ministro de la
Corona, hombre prestigioso y sabio. Le saludé, guardé el puro que me dio con el
encargo de que lo fumase después de cenar, y preparé mis cuartillas.
El hombre ilustre se sentó ante su mesa escritorio, me hizo observar que estaba
leyendo un libro en francés, para darme idea de su cultura, y me preguntó
amablemente:
—¿De qué quiere usted que le hable?
—Me interesaría —respondí— conocer su opinión acerca de la autonomía
municipal y del problema de las regiones.
—Muy bien —replicó—; lo mismo podría hacerle a usted preciosas revelaciones
acerca del cultivo de la vid, o de los presupuestos de Marina, o de las Escuelas
Normales. Puedo hacer declaraciones relacionadas con los asuntos más graves y más
diversos. Pero ese tema que me propone usted lo domino como pocos.
Abrió una pausa; se estiró en el sillón hasta hacer desaparecer casi todo el cuerpo
debajo de la mesa escritorio, y agregó con tono decidido:
—Desde luego puede usted afirmar que yo soy iberista…
—¿Iberista?
—Sí, anote usted: i-be-ris-ta; con b. Es posible que funde un partido con esa

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denominación. Quiero decir que soy un devoto del Poder central, único y sin
dejaciones, con las riendas de la Administración pública en sus manos. El problema
de las regiones no existe; las han borrado por un Real decreto; no hay más que
provincias. Parece mentira que no se den cuenta de esto. ¿Anota usted?
—Anoto, sí, señor.
—Lo que pasa es que aquí nos conocemos poco los unos a los otros, y nos parece
que somos distintos. Sería preciso viajar un poco más, ver lugares y hombres…
—¿Usted viaja?
—Sí; voy todos los años a Fuenterrabía con mi gente. Estuve dos veces en
París… Algo tiene rodado uno. Pero además me he abonado al Mercure y a la Revista
de Ambos Mundos. Estudio en ellas incesantemente y las he citado en más de una
ocasión en mis discursos parlamentarios. Me gusta documentarme. Casi todos los
males de España derivan de que sus gobernantes no viajan ni estudian. Me acuerdo de
que una de las veces que China cambió de régimen, tuvimos en un Consejo de
ministros una discusión acerca de las costumbres de aquel país. El ministro de Estado
no sabía otra cosa de los chinos, sino que eran una especie de hombres con los ojos
torcidos y con coleta. «¿Pero qué característica tienen?», le apremiaba yo. Y nada’
ignoraba que todos los chinos andan a pasitos cortos y llevan constantemente
erguidos los dedos índices.
—¡Ah! —exclamé.
—Sí; lo habrá visto usted en Gheissa. El teatro ilustra. Pero el ministro de Estado
no iba al teatro. Bien; pues de las regiones españolas puede decirse algo parecido.
Nuestros políticos no las conocen y se arredran ante las declamaciones de los
nacionalistas. Asegure usted que entre un vasco y un andaluz no hay diferencia
alguna. Se lo digo yo. ¿Es que alguien puede distinguirlos en la calle? Las razas
tienen sus peculiaridades notorias; por ejemplo, los alemanes tienen la cabeza
cuadrada como un dado, según leí en El Liberal; y los franceses poseen una corta
barbita. ¿Dónde están esas diferencias entre las regiones de España? Naturalmente
que existen ciertas desemejanzas; pero son de escaso interés y originadas por el
ambiente. Puedo hablar mucho de eso porque siempre conceptué que la primera
obligación de un gobernante es conocer el país que ha de administrar. ¿A qué quiere
usted que me refiera para demostrárselo? Busquemos una región poco frecuentada…
Miró al techo.
—Galicia. Pongamos por caso a Galicia, que es la más lejana. Pues yo conozco
todos sus usos y costumbres. Óigame usted. En primer lugar le diré que en Galicia se
habla un dialecto que difiere del castellano en convertir en a cualquier o…
Argüí, un poco asustado:
—Algo de eso ocurre en el bable. Pero el idioma gallego no tiene que ver…
Sonrió mi interlocutor compasivamente.
—Le estoy diciendo la fija, amigo mío. Puedo apoyarme también en la autoridad
de escritor tan culto y político tan significado como don Rodrigo Soriano, que

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afirmaba eso mismo en un reciente artículo de El Día. Soriano es un políglota
formidable. Lo demostraba escribiendo dos palabras gallegas, según él, que yo no
conocía: «Marianu» y «Hamletu». En el mismo artículo aseguraba que lo sentimental
está reñido con lo galiciano. Es una opinión muy digna de tener en cuenta, porque,
como se ve, don Rodrigo se ha especializado en estudios sobre aquella región. No
creo, sin embargo, que su conocimiento del asunto supere al mío.
—Tampoco lo creo.
Agradeció el personaje la adulación, deslizándose más aún bajo la mesa hasta
asomar los pies por el otro lado, y continuó:
—Los gallegos andan constantemente con almadreñas por sus calles
embaldosadas, lo que produce tanto ruido, que allí a todo el mundo le duele la
cabeza. Podemos dividirlos en dos grandes grupos: uno, el de los serenos de
comercio, y otro, el de los aguadores. Los serenos se ganan la vida abriéndoles las
puertas a los aguadores; y los aguadores, llevándoles agua a los serenos. Cuando se
desequilibra por exceso de personal una de las dos clases y hay más serenos que
aguadores o más aguadores que serenos, se envía el remanente a Madrid. Debe
considerarse también la existencia de un numeroso grupo de mozos de cuerda. Se
reconoce asimismo la realidad de una pequeña minoría que pasa sus años bailando
incesantemente la «muiñeira».
—Es maravilloso.
—¡Oh! —protestó modestamente—; no tiene importancia nada de lo que digo.
Todo el mundo lo sabe. Añadiré que dentro de esa ley general que abarca a todos los
gallegos, hay que abrir una subdivisión para los coruñeses; más que a otro oficio, se
consagran al cultivo y a la fabricación del pescado, en lo que han hecho notables
progresos. Es preciso imaginarse a los pobladores de La Coruña como hombres
pensativamente inclinados sobre las retortas de donde han de salir los salmonetes, o
sobre los alambiques donde se hace la destilación de la tinta de calamar, o bien
regando amorosamente la bien abonada tierra en la que tienen las plantaciones de
sardinas, harto preocupados del sol y de las lluvias, porque según sean éstas
abundantes o no, así salen sardinas o salen boquerones…
—Ha hecho usted un relato impresionante.
—Amabilidad suya. No pretendo descubrir nada, sino demostrar que nos
conocemos lo suficiente para poder regir desde Madrid hasta la aldehuela más lejana
de la Península. Todo lo que dije lo habrá oído usted muchas veces en los cafés, en
las calles, en los sainetes, en las tertulias de! Ateneo, en las redacciones de los
periódicos de la corte…
—Es exacto.
—Pues ya ve usted. Y lo mismo que conocemos Galicia, conocemos las demás
regiones. ¡La autonomía municipal! ¡Qué locura! Sólo nosotros mirando amorosa y
vigilantemente desde lo alto de la meseta todos los lugares de España, podemos hacer
mover ordenadamente el complicado engranaje del país.

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Me alcé del asiento.
—Mil gracias por sus interesantes manifestaciones.
El ilustre político retuvo mi mano.
—¿Apuntó usted lo del «complicado engranaje»?
—Sí, señor; aquí está.
—Sí, porque es una frase con miga.
Marché.
El ilustre político aún me volvió a llamar cuando ya descendía la escalera:
—¡Oiga, oiga! Se me olvidaba decirle a usted una cosa importante. Anote: «Los
momentos por que atraviesa España…
—… España —repetí, escribiendo rápidamente en las cuartillas.
—… son difíciles.»
—… difíciles.
—Nada más. Muchas gracias.
Y cerró la puerta con ese aire digno tan propio de un hombre que siente sobre él
el peso de las responsabilidades anejas al mando.

Puedo decir orgullosamente que a la publicación de esta interviú debe aquel


hombre ilustre un gran acrecentamiento de su fama. De casi toda la nación, de
Valencia, de Castilla, de Cataluña, de las Vascongadas, de Andalucía, recibió cartas
de enhorabuena. Un periódico afirmó que jamás se había conocido un estudio tan
sintético, tan acertado y tan cabal como el que nuestro hombre había hecho de
Galicia, y que cerebros así eran los que se precisaban al frente de los destinos
públicos. Se habló de elegirlo para la Academia de la Historia. Yo he recibido, a mi
vez, epístolas de diversas procedencias en las que se me decía:
«Poseía ya referencias acerca de los gallegos análogas a las que el insigne ex
ministro expuso en su interviú. Pero sus brillantes conceptos, tan llenos de sugestión,
han despertado en mí el ansia de conocer aquellas tierras. Como ir allá debe ser muy
peligroso y molesto, creo que debe usted proponer en su periódico que el Gobierno
envíe un operador de una casa cinematográfica, convenientemente guardado por un
escuadrón de la benemérita, para que podamos saborear en películas las
excentricidades de ese pueblo. Tenga usted, al mismo tiempo, la bondad de decirme
si es verdad que los gallegos llevan anillos en la nariz.»
De todo lo cual he deducido el convencimiento de que, en realidad, las regiones
no existen y que aquí nos conocemos los unos a los otros, y hasta nos apreciamos, y
que el único régimen sensato, conveniente y plausible es el del centralismo.

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LAS CUPLETISTAS Y EL CUPLÉ

Desde que pensé en lograr una reputación literaria comprendí que debía escribir
algunos capítulos acerca de las bailarinas y de las cupletistas españolas. El baile y la
canción no constituyen tan sólo, como creen algunos espíritus candorosos,
entretenimientos frívolos, sino que son también grave motivo de estudios reposados y
luminosos. Casi todos nuestros cronistas han dedicado abundante prosa a escrutar en
la psicología de las danzantes y de las cantantes en boga, y de ello recibieron su
mayor fama. En lugares tan prestigiosos como el Ateneo de la corte he asistido a
conferencias en las que algún docto señor hablaba de bailes o de canciones y las
ilustraba con cupletistas auténticas que lucían sus habilidades ante los espectadores.
Todas estas conferencias alcanzaban el éxito, por lo menos en lo que se refería a las
cupletistas. El público salía llevando una borrosa idea de lo que eran las danzas
egipcias y otra noción aproximada del diámetro de las extremidades inferiores de
Tórtola Valencia. Ambos conocimientos no pueden ser, en rigor, incompatibles y aun
parecen placer singularmente al concurso.
Comprendo que mis deberes de escritor me obligan a disertar acerca de los
orígenes de las danzas y del cuplé. Tengo entendido que tanto las unas como el otro
tienen unos remotos orígenes. Pero… yo soy un hombre honrado… yo tengo que
confesar que, para mí, el cuplé nació hace unos quince años, en mi adolescencia, en el
café de una capital de provincia. Antes de esa época, el cuplé está en mi memoria
escondido en las más impenetrables tinieblas.
No puedo, por lo tanto, contar la erudita leyenda del cuplé. Me gustaría, sin
embargo, destruir una de las que tiene: la leyenda que alrededor de esa canción
entonada por una mujer en el tablado de un teatro se ha hecho en los hogares. En el
hogar, la palabra «cuplé» casi siempre suena a procacidad; la palabra cupletista, a
tentación proterva… Muchas dulces mujeres han pensado, estremecidas de horror, en
el misterio demoniaco de «la última sección», esa «última» de todos los salones de
variedades, cautelosamente reservada para el sexo fuerte. La dulce mujer supone al
marido o al novio, al hijo o al hermano, perdiendo su alma en la misa negra del cuplé,
abismado en satánicas tentaciones. ¡Dios mío!… los hombres habíamos de
despojarnos de este infernal prestigio y hasta de la sonrisa triunfal y maliciosa con
que solemos referirnos a esa «última» si alguien contase ecuánimemente la sencilla
vulgaridad, la condición de inocencia del espectáculo.
La cupletista suele ser una apacible joven honestamente enamorada de su arte.
Puede decírseme que el arte es a veces un poco escabroso y que la cupletista, a veces
también, no es joven. No tengo fuerza para negar esta lamentable verdad. Pero en
cuánto a la condición escabrosa de las canciones, debo llamar la atención de las
gentes acerca de un hecho innegable: la cupletista no siempre se hace solidaria del
cuplé. Ella tiene que cantarlo porque lo ha pagado o porque el público lo reclama,

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pero exterioriza su disconformidad por todos los procedimientos que están a su
alcance. Esa aparente incongruencia de las cantantes que se llevan la mano al lado
derecho del corpiño cuando hablan del corazón o que dan unos pasos de schotis
cuando se duelen de sus penas, no obedece a otra causa.
Por otra parte, el cuplé pecaminoso está en franca quiebra. En eso se ha
evolucionado de una manera profundamente trascendental. Hoy, una cupletista que
conozca sus deberes ha de saber, en primer lugar, varias canciones en las que declare
terminantemente que ha nacido en Madrid; si puede hacer expresa mención de la
calle, mucho mejor. Desde luego es inexcusable preconizarse «castiza» y siempre es
bien visto por el público que en el cuplé se cite a Goya y se diga que los padres de la
interesada fueron una manola y un majo. Pastora Imperio llega a asegurar que sus
ascendientes dieron muchos malos ratos a Napoleón cuando la guerra de la
Independencia. Es lamentable que esta nota patriótica no haya tenido imitadoras en
las demás cupletistas.
Hay, después de estas canciones que pudiéramos llamar de partida de nacimiento,
otras en las que la artista nos refiere particularidades, desde luego honestísimas, de su
novio. El unánime esfuerzo tiende a presentárnoslo como un chulo sin tacha. En esto
se ha entablado una feroz competencia entre las cupletistas, que brindan a nuestra
estupefacción detalles increíbles. En cierto cuplé nos confiesa una que su amado toca
el organillo con el codo. Otra nos dice que, de puro chulo, su novio «moja pan en el
vermut». Otra interviene afirmando que, para chulo, el suyo, que apaga las cerillas
con un martillo. Y otra, en fin, achica a las anteriores asegurando que la majeza del
elegido de su corazón le arrastra a apagar la luz eléctrica a salivazos. El público
admira estos hechos sin grandes muestras de extrañeza. Un chulo castizo es, en
verdad, un ser muy complicado.
Pero no siempre el cuplé amoroso se limita a narrar las hazañas del varón.
Frecuentemente también, esos cuplés cuentan cómo el majo se come y se bebe el
dinero de la chula. Entonces tenemos que oír quejas e imprecaciones conmovedoras.
Una canción hay en que se dice cómo el novio empeñó unos colchones, que es
verdaderamente sentimental y hasta triste. Cuan do la cupletista dice aquello de
«¡Manolo, Manolo! ¿Qué has hecho de mi tesoro?» el espectador de buen corazón
siente el impulso de interrogar también:
—¡Hombre, Manolo, caramba, ¿qué ha hecho usted?…
En el caso más atrevido y protervo, la cupletista tiene ciertas canciones en las que
intervienen instrumentos tan ajenos a la música como un reflector o una caña de
pescar. En estos cuplés finge buscar su amor entre los presentes y arroja el anzuelo o
proyecta la luz para iluminar el rostro de algún señor de las butacas. El señor siente el
natural azoramiento… A su alrededor se ríen las gentes… Es un pequeño suplicio. El
señor, en esos instantes, suele ser, in péctore, poco considerado para el majo y la
manola que procrearon a la cantante en una rúa de los Barrios Bajos.
¿Qué más?… Los cuplés de la apache que siempre lleva un mandil rojo y siempre

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viste de negro, plausible idea de las cupletistas, iniciativa de una gran transcendencia
social, de la que no se han percatado las autoridades que si uniformasen a los
ladrones y a los asesinos nos evitarían muchos disgustos. La tonadilla que suena a
cascabeles de calesa. La extra-nacional, que toma por tema a las alegres chicas de
Berlín o nos dice, instructivamente, cómo visten los negros de la Martinica… ¡Todo
inocente!
Tal es la abundancia de las cupletistas candorosas y de las canciones intachables,
que se ha podido mantener una especialidad «blanca» dentro del género. En
provincias, singularmente, se llega en esto a una pureza tal que las damas más
intransigentes se muestran satisfechas. Las exigencias de las señoras en algunos
pueblos son, no obstante, bien terribles, y dan lugar al funcionamiento de unos
«salones» cuyo régimen interior es tan curioso que merece la pena de ser divulgado.
Yo conozco un teatrito de este género en cierta población veraniega de nuestro
litoral. Es un «eme blanco».
En las películas que se proyectan en él triunfa el bien siempre y el mal es
severamente castigado. En su pantalla las sombras móviles de los personajes no se
han besado jamás. Si en la segunda parte de una «film» veis al malhechor escalar los
muros del presidio, huir a campo traviesa, subir a un tren en marcha y saltar a un
aeroplano que pasa volando, no tembléis; donde quiera que este aeroplano aterrice
habrá dos «polisman» y un famoso detective que detendrán al malvado. Si veis que
dos novios se estrechan las manos y se miran largamente y van acercando sus rostros
con los labios en forma de tubo, no cerréis púdicamente vuestros ojos: esperad aún.
En el preciso instante en que vaya a ser dado el nefando beso, habrá un parpadeo de
luz, las figuras de los novios desaparecerán y en su lugar veréis un gallo cantando y
un letrero que diga: «Fin de la primera parte. —Pathé Fréres.»
Cuando hay cupletistas, sus canciones pasan a una previa censura; se limita por
centímetros sus escotes y se les hace entender que la empresa prefiere el uso de las
medias de algodón. No se toleran alusiones dudosas ni frases de doble sentido. Se
exige una escrupulosa formalidad. Cierta cupletista de repertorio regional cantó una
noche la conocida canción asturiana que dice:

Caminito del Puerto ya no va nadie.


Ya no va nadie, no;
ya no va nadie, sí;
ya no va nadie.

Al día siguiente, la llamó la empresa.


—Hemos observado —le dijeron— que en su repertorio hay una canción…
¿Cómo le diríamos a usted?… una canción poco seria. Es una en que asegura que
nadie va ya por el camino del Puerto. Eso bastaría para disgustarnos, porque no
queremos que en el Puerto crean que nosotros les tenemos inquina. Pero es que

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inmediatamente dice usted: «Ya no va nadie, no; ya no va nadie, sí.» Y esto no lo
podemos tolerar. Esta casa es muy seria. Nuestros abonados salen de la función sin
saber, a la postre, si va alguien o no va nadie por ese camino. Nuestros abonados son
gentes tranquilas; son rentistas apacibles, señoras del Roperillo de San Juan, jóvenes
de buenas costumbres y jefes de familia «bien». Ninguno de ellos viene aquí para
buscar preocupaciones. Usted les dice: «Ya no va nadie, sí; ya no va nadie, no»; y les
quita el sueño. ¿Es «sí»? ¿Es «no»?… Decídase usted por uno de los monosílabos. En
todo caso, elija usted una fórmula intermedia. Puede usted decir, por ejemplo, que le
parece que ya no va nadie por ese camino, sin que pueda asegurarlo muy
concretamente; que usted lo ha oído decir por ahí… Cualquier cosa, en fin, pero sin
contradecirse…
Y cuando la cupletista iba a retirarse, la empresa añadió:
—¡Oiga!… Y… en el caso de que insista usted en que ya no va nadie… pues… a
ver cómo se las arregla para decir que no va nadie al Puerto asturiano, porque todo el
mundo viene a este otro puerto, que tiene una hermosa playa, un gran Casino, hoteles
de primer orden e hipódromo… Esto como cosa suya, ¿eh?
Las cupletistas se someten siempre a estos consejos de los empresarios. En verdad
puedo decir que no conozco personaje de mayor importancia que un empresario de
«variedades», especialmente si su teatro está en Madrid. Él es quien puede lanzar una
«estrella», quien puede dar satisfacción a esa necesidad que tantas mujeres guapas y
ligeras sienten de ser admiradas y aplaudidas dentro de trajes estrafalarios y lanzando
berridos inarmónicos. ¿Comprendéis el secreto de la influencia de esos hombres?
Nadie más poderoso que un empresario de este género. Muchas veces un ministro de
la Corona o todo un Presidente del Consejo le han escrito una carta de su puño y
letra, diciéndole en tonos suplicantes:
«Mi querido amigo, mi buen amigo: le recomiendo con todo interés a la pequeña
Lili. La pequeña Lili quiere ser cupletista y todos los días me dice con su voz
musical: «Mi viejo— Lili me trata con cierta confianza—, mi viejo, yo quiero cantar
en un teatro, como cantó Loló, que era hija de una portera, y Frufú, que vendía
décimos en la Glorieta de Bilbao.» La pequeña Lili no sabe decirme otra cosa. Le he
comprado un traje de fantasía, otro de recluta de cuota» otro de aldeana de Asturias y
un mantón para cuando cante un «schotis». Creo que éste es el equipo completo de
una cupletista. Ayer me ha tarareado una canción que tiende a demostrar que debe
dejarse correr el agua que no se ha de beber. En mi calidad de ministro de Fomento
no comparto esta opinión que parece indicar menosprecio hacia cualquier aplicación
del agua que no sea bebería. Me doy cuenta exacta de que no puede medirse con ese
criterio a los saltos de agua. No es, pues, que esté conforme, pero… mire usted, la
pequeña Lili cantó muy bien ese trozo de ópera —creo que es un trozo de ópera; yo
voy pocas veces al teatro porque me lo impiden mis ocupaciones—. Así yo le ruego
que oiga a la pequeña Lili y la anuncie en los carteles. Ella quiere que la bautice con
un nombre de guerra. Como tiene una voz bien timbrada, yo le propuse dos motes:

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«La Melquiadilla» y «La Alcalá-Zamorita». No le gusta ninguno. Lili es un poco
inconsciente. Tómese usted la molestia de buscar el seudónimo y póngalo en letras
bien grandes en los anuncios. Sí usted hace esto tendrá siempre un servidor
incondicional en Fulánez.
Postdata—No vaya a pensar mal de mí; no sea malicioso. Protejo a Lili porque es
huérfana de un ordenanza que prestó aquí sus servicios a la patria.
Antes de terminar este ensayo acerca del cuplé y las que lo cantan, estoy en el
deber de ilustrarlo con una nota erudita.
He dicho que Pastora Imperio afirma en una de sus más divulgadas canciones que
desciende de los majos que lucharon con los granaderos de Napoleón. Pues bien,
parece que esto no es totalmente exacto. Una indagación más detenida en la prosapia
de Pastora, una ascensión más reposada y meticulosa por su árbol de genealogía, le
hizo rectificar la equivocación de este dato. Cuando la Imperio regresó de América
con más brillantes, más vestidos y un milímetro más de diámetro en la bola en que
termina _ su nariz gitana, nos dio a conocer una canción en la que aseguraba que de
quien proviene en línea recta es de Carmen, la cigarrera sevillana de importación
francesa…
Yo lo consigno así; no quiero perturbar la labor de los futuros biógrafos de la
insigne gritadora de cantos andaluces, que pudiesen venir a beber en las fuentes de
este libro.

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DEL CRIMEN

Somos muchas las personas de buen gusto, devotas de las películas de aventuras y
de las novelas policíacas, que estamos descontentas de la criminalidad en Madrid.
Todos los días desplegamos los periódicos con impaciencia y casi todos los días los
arrojamos con melancolía y pesadumbre. Se advierte la ausencia de ladrones
atrevidos y de homicidas geniales. Apenas unos hurtos de carteras y unas puñaladas
por celos. Preciso es confesar que estamos bien lejos de la envidiable altura alcanzada
por las grandes capitales de Europa. Singularmente, la falta de apaches nos tiene
contristados y ruborosos.
El apache es un ser necesario en una ciudad importante. Se puede afirmar sin
grandes reparos que una población que carezca de unos cuantos apaches no tiene el
sello de cosmopolitismo y de distinción que es tan necesario. Nuestro clásico bandido
ya «no se lleva». Cualquier ladrón de buena fe que, respetando el clasicismo, se
echase a los caminos con una manta jerezana, un trabuco naranjero, polainas y un
gorro redondo y peludo, sufriría bien pronto un triste desengaño. Convencidos de
esto, muchos salteadores que en otros tiempos habrían gozado de una brillante
carrera, han descendido a sustraer pañuelos de limpieza dudosa. Otros, en los que el
descorazonamiento fue más profundo, se dedicaron a la política.
En esta época, ser bandido es mucho más difícil que escribir para el teatro. Hace
falta cultura, práctica en los deportes, buenas costumbres sociales, trajes bien
cortados… Los bandidos de Inglaterra, Francia, Alemania y América del Norte —y
no descubro ninguna novedad a los aficionados al cine— saben manejar un
aeroplano, guiar un automóvil, agarrarse a los estribos de un puente al pasar a toda
máquina en una lancha de vapor; concurren a reuniones, visten el frac y están muchas
veces a punto de casarse con jóvenes ricas. ¿Sabe hacer todo esto un bandido
español? Tenemos que declarar compungidamente que está muy lejos de ello. Ni aun
puede robar las bicicletas que los chicos de recados abandonan por algunos
momentos en los portales, porque no es capaz de montar en ellas, y tiene que llevarlas
sobre un hombro o arrastrándolas por el manillar. Y siempre lo atrapan.
Alguna vez aparece en Madrid un apache. Muchos sospechan que son personajes
apócrifos, delincuentes mixtificados por el municipio para dar esplendor a la ciudad y
colocarla a la altura de una capital europea. Verdaderamente nunca realizan una faena
que pueda ser calificada de brillante, pero no es posible negar que aun en sus más
pequeñas operaciones ponen en juego una delicadeza a la que no nos tienen
acostumbrados nuestros profesionales. No hace mucho tiempo, fue detenido un
apache francés que había robado dos mil pesetas a un relojero de la Corte. Llamo la
atención de mis lectores acerca del profundo estudio que esto revela y del saldo de
ciencia que arroja en favor del ladrón extranjero sobre el del país. El ladrón
extranjero sabe que los ladrones nacionales están casi exclusivamente consagrados al

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robo de relojes. Un señor a quien le desaparece el reloj compra otro, y otro después, y
un cuarto cuando el tercero le ha sido sustraído. ¿Quién sale ganando con tal sistema?
Positivamente, el relojero. Así, el apache va a robar a este hombre, porque de tal
manera, de un golpe solo, se adueña del fruto indirecto, legítimo, de la consecuencia
diremos mejor, de miles de robos. Esto no se llega a deducir tan sólo con aprender a
deletrear en una escuela, como hacen nuestros lamentables bandidos.
Es de suponer que las bandas de apaches lleguen a ser aquí tan numerosas como
corresponde a la innegable importancia de la ciudad. Tiempo es de que se introduzca
tal mejora. Al Estado le conviene desde el punto de vista económico la aclimatación
de esos operadores, ya que la mayor parte de ellos suele suicidarse al fracasar su
negocio, evitando gastos de manutención en la cárcel y de dietas a los jurados.
El carácter castellano es demasiado seco y rígido para proceder así. Muchos
sujetos que no tienen un céntimo, antes de intentar en Madrid un golpe atrevido, se
arrojan por el Viaducto. Estas muertes son, consideradas con el criterio de un lector
de novelas detectivescas, poco decorativas. El verdadero lector de sucesos tiene una
sensibilidad convencional y no puede perdonar nunca al que así procede que no se dé
cuenta de que está en las mejores condiciones para realizar un acto atrevido y
extraordinario, que no comprende la enorme fuerza que en la vida tiene un hombre
que renuncia voluntariamente a la vida. Contra él no hay freno ni trabas ni barrera ni
leyes ni autoridades. Desde el momento que ha decidido morir, las convenciones en
que está asentado el organismo social no rigen para él, mientras continúan
cohibiéndonos a los demás. Él puede matar, puede robar, puede hacer todo cuanto le
dé la gana. Lo peor que es posible que le pase a un sujeto es que lo maten, y este
sujeto en el presente caso es eso precisamente lo que busca. Dueño de ese enorme
poder, claro está que no puede curarse un mal crónico, pero indudablemente tiene
abierto un camino para salir de una situación precaria, que es el mal que suele afligir
a los pequeños ladrones.
Conocemos un caso que apoya nuestra tesis.
Cierta vez presentóse en casa de un ilustre político un hombre que solicitó ser
recibido por él. El desconocido, ya en el despacho del personaje, saludó finamente,
sentóse y comenzó a explicar su situación con una gran delicadeza de modales.
—Esta mañana, señor mío, he decidido saltarme la tapa de los sesos.
El personaje dio un brinco.
—Sí, señor; he decidido saltarme la tapa de los sesos porque estoy muy fastidiado
y he agotado todos mis recursos y no puedo vivir. Mi resolución es inquebrantable.
Pero cuando estaba cargando el revólver con todo cuidado, se me ocurrió pensar:
«Hay por ahí muchos hombres que poseen un destino del Estado; el Estado debe
velar por sus súbditos; ¿por qué no ha de darme a mí un destino?»… Y decidí aplazar
mi resolución hasta ver si logro esto. Pensé en usted como pude pensar en otro
político cualquiera, y aquí estoy.
El personaje comenzó a mascullar una excusa:

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—Hombre, pues… tomaré buena nota… No es muy fácil lo que usted pretende…
—No he terminado —interrumpió el visitante—. Tenga usted la bondad de oír
aún esta ligera advertencia que me voy a tomar la libertad de hacerle. He venido para
decirle: necesito ese empleo en el plazo improrrogable de quince días. Si,
transcurridos que sean, no poseo la credencial… me mataré. Pero… debo añadir
humildemente —agregó de un modo terriblemente significativo— que no iría solo.
En ese largo viaje mi mayor placer sería llevar la agradable compañía de un hombre
ilustre.
El político comprendió que aquel individuo no mentía.
—¡Caramba, caramba! —repuso—; ¡es preciso no desesperarse; hay que tener
calma; la vida es un depósito sagrado!… Yo me ocuparé de su asunto. Déjeme su
dirección. Mi deber es librar a un hombre de la muerte. Yo veré… yo procuraré…
Antes de los quince días, el hombre de la visita tenía su credencial para un cargo
inamovible.

Entre nosotros, la única época en que el lector de «sucesos» puede gozar de


ciertas emociones, es la Primavera. Todos los años ocurre en la Primavera algún
crimen de esos que convenimos en calificar de pasionales. Hacia el 20 de Marzo, los
directores de periódicos previenen a los reporteros:
—Es preciso estar alerta; uno de estos días ocurrirá el crimen de todas las
primaveras.
Esto no quiere decir que el trágico suceso no pueda existir también en cualquier
época del año, pero los verdaderamente típicos, los tradicionales, los que reúnen
todos los requisitos que exige el buen lector de periódicos, es el que sobreviene en
esos meses a los que hemos convenido en dar una significación apasionada. Cuando
el crimen se realiza, los cronistas lo estudian detenidamente. Hablan de la sangre que
corre más rápidamente por las arterias, de las lilas que florecen, de las libélulas que se
aman bajo el tibio sol, de la tierra que se estremece en las ansias germinativas… Todo
esto lo saca a colación el cronista para justificar cómo al señor Eustaquio «le pasó
una nube roja por los ojos» y tiró de navaja y dejó clavada a la «señá Ugenia» contra
las vallas de un solar, agitando los pies y las manos como un muñeco de cartón.
A fuerza de repetirse el suceso, todos habíamos llegado a creer que,
efectivamente, el sol, las lilas, la germinación y la tibieza de la atmósfera tenían una
grave responsabilidad como inductoras de estos asesinatos. La Primavera, así, a pesar
de su dulzura y de su condición renovadora y amable, se revestía de un aspecto
trágico. No se podía llevar al banquillo a la Primavera, pero los respetables señores
del Jurado la veían como principal culpable, sentada al lado del homicida a quien
acusaba el fiscal. El homicida no había sido más que un instrumento. ¿Se puede negar
que la Primavera tiene misterios impenetrables y secretos rincones donde la
comprensión humana no puede entrar?… ¿Por qué florecen los alelíes? ¿Por qué

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todos los años, en Mayo o en Abril, se les llena la cara de granos a ciertas personas?
¿Por qué otras sienten en esa misma época el irresistible impulso de asesinar a su
novia o a su mujer?… Como consecuencia de todas estas reflexiones, los dignos
señores del Jurado solían absolver al delincuente y condenar a la Primavera.
Pero hace apenas un año, un crimen cometido en la plaza de San Gregorio vino a
causar una grave perturbación en todas estas teorías. Era en Abril, pero,
verdaderamente, la Primavera no había aparecido aún en la Corte. En aquellos días
padecíamos temperaturas inferiores a cero grados. Había nieve, granizo, frío y viento.
Los jardines conservaban su invernal desnudez; no calentaba el Sol, el soplo del
Guadarrama nos perseguía por el dédalo de las calles… Es forzoso pensar que el
asesino en aquel caso fue un hombre que no procedió por un impulso externo y
misterioso, sino que se dejó arrastrar fríamente por la teoría, que explotó nuestras
preocupaciones, que aguardó apenas a que el calendario afirmase que la Primavera
regía, para dar la cuchillada mortal. Esto hizo tambalear todos nuestros prejuicios que
estimábamos seriamente fundamentales. Bastó que un año se retrasase la estación de
las flores y de los forúnculos para que el obelisco que pueden formar, una sobre otra,
las divagaciones de los cronistas y los informes de los abogados defensores, se
viniese lamentablemente a tierra.
Sin embargo —para que se vea lo que es la fuerza de los convencionalismos—
cuando la criada de la amante agónica apareció en el balcón a las siete de la tarde,
con el rostro desencajado dando terribles gritos de auxilio, extendiendo hacia la calle
desde la altura de un segundo piso sus ansiosas manos ensangrentadas, a ninguna de
las numerosas personas que por la vía transcurrían, se le ocurrió subir en su amparo.
Todos los periódicos narraron esta extraña conducta. Los transeúntes agrupáronse en
la acera de enfrente para contemplar mejor el espectáculo y gozar de él. Se decían, in
péctore:
—Ya está aquí el crimen de la Primavera.
La sirviente, desgreñada, lívida, gemía:
—¡Socorro!… ¡Que me van a matar! ¡Que viene el asesino!
Y en los grupos circulaba un rumor. Pasaron unos segundos. La gente dialogaba:
—El asesino no acaba de llegar.
—Tendrá trabajo dentro.
—De todas maneras, no se debe hacer esperar así al público. Yo tengo que hacer.
Voy a llegar tarde a mis negocios… ¿Por qué no vendrá?
—Sospecho que le gustará que haya más espectadores.
—Puede ser. Si esa chica va a morir a sus manos, debiera callarse. Le está
haciendo un reclamo enorme con sus gritos.
Al fin, la pobre muchacha, más y más despavorida, se decidió a pasar de su
balcón al de un vecino. Los grupos que en la acera opuesta contemplaban la huida,
volvieron a alzar el rumor de sus comentarios:
—¡Se escapa!

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—¡No se escapa!
—¡Caerá a la calle!
—¡Ganará el balcón!
Un señor murmuró, malhumorado:
—Esa chica no tiene noción de la estética. Por muchos asesinos que la asedien,
una mujer no debe permitirse pasar de un balcón a otro, ante un concurso distinguido,
cuando lleva medias a cuadros. Es una falta de delicadeza.
Y se marchó indignado sin esperar el desenlace.
Por último, dos guardias se decidieron a subir. El asesino había trepado hasta el
último piso de la casa. Allí se asomó a una ventana que miraba a un patio. Por la
ventana vio el cielo entoldado, invernal, y una ráfaga helada le azotó. Entonces se le
ocurrió pensar que la Primavera no había llegado todavía, que no podría él escudarse
en su influjo ante el Jurado. Se vio perdido. Los guardias estaban cerca. Cabalgó en el
alféizar, y se lanzó al vacío.
Murió. Si la Primavera hubiese aparecido aquel año, como era su deber, el 21 de
Marzo, ese hombre se hubiese entregado asegurando:
—Soy un pasional.
Y estaría en libertad antes de seis meses.

La escasez de grandes emociones trágicas nos ha llevado a los amantes del


folletín a refugiarnos en los pequeños sucesos. Un espíritu observador puede hallar
estimables compensaciones en estas aparentes minucias. En Madrid ocurren todos los
días diminutas truculencias que nacen y mueren en el misterio más impenetrable;
microscópicas catástrofes que los periódicos no relatan y que no pasan más allá del
Juzgado municipal. Es posible que tú, lector, no te hayas dado cuenta de que todos los
días hay una sorda y extenuante batalla entre las viejas floristas y los municipales de
la Puerta del Sol; tú no sabes que todas las noches andan por Madrid dos o tres o
quince borrachos que se obstinan en llevarse los chuzos de otros tantos serenos.
¿Alcanzas a representarte las vidas de esos municipales y de esas floristas torturadas
por el odio, haciendo provisión de insultos, anegándose en la amargura de un rencor
milenario?… ¿Imaginas la melancolía, el sobresalto de un sereno que sabe que
ignorados enemigos aspiran a secuestrarle el chuzo, como si se tratase de un preciado
tesoro…? Un chuzo es para un sereno tanto como su honor profesional. Muchos
serenos privados de su chuzo, han caído en la neurastenia.
Todos estos dramas son cotidianos en Madrid. Son dramas hondos, aunque
incruentos; si alguna vez hay sangre, es apenas sangre de las narices, que, no sabemos
por qué, no goza del menor prestigio. Verdaderamente tan sólo puede uno saborear en
los periódicos esas riñas de vecindad, tal cual caída desgraciada y los atracos. Los
atracos son los que más abundan, hasta representar una gran energía desperdigada.
Todos los diarios están conformes en asegurar que el número de atracos que hubo

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en este último invierno supera los ya formidables datos de las estadísticas anteriores.
Se atraca en todas partes y a todas horas. «Entre los atracadores detenidos —dijo un
periódico— figura más de un hombre decente al que la miseria impelió al robo.»
Precisamente yo deseo comentar esta intrusión de las personas honradas en los
negocios de los que no lo son. Estudiemos el caso.
He asegurado ya que el ser ladrón no está al alcance de todo el mundo. Se
necesitan condiciones especiales: cierta preparación, cierto gesto innato. Puede uno
hacerse abogado disponiendo de algunas recomendaciones, pero no puede hacerse
ladrón de la misma fácil manera. Se nace ladrón como se nace literato. Y, en el fondo,
las gentes han guardado siempre una respetuosa estima a los ladrones de corazón.
Olvidando esto, hoy se lanza al robo mucha gente que no tiene facultades para
otra cosa que para ser un sencillo aficionado o un admirador platónico. La
explicación es obvia. Madrid está casi a obscuras por la falta de gas, escasean los
coches y los tranvías; los guardias de Orden público, dando —como es su deber—
ejemplo a todos los ciudadanos, se encierran en sus casas a las diez de la noche,
despertando así la digna emulación de los agentes de Policía, que se recluyen a las
nueve y media. Cualquier persona decente que se retire a las dos o las tres de la
madrugada a su domicilio, al ver el aspecto de la ciudad se dice la primera noche:
—No debe de ser nada difícil robar a un transeúnte.
La segunda noche medita:
—Si me diese la gana, podría robar a un transeúnte.
La tercera noche, afligido por la creciente carestía de las subsistencias, decide:
—Me parece que estoy en el caso de robar a un transeúnte.
Y se pone en acecho. Los intereses del sufrido cuerpo de ladrones de verdad,
padecen mucho con esta competencia; pero la más numerosa y no menos sufrida
colectividad de los robados viene a experimentar con esto amargura sin cuento.
No hay desdicha mayor que la de ser atracado por un ladrón inexperto,
desconocedor de su oficio. Todos suelen procurar molestias inútiles. El ladrón de
nacimiento acostumbra ahorrar en lo posible las torturas; os quita la cartera, el reloj,
el alfiler de corbata, pero os deja la caja de cerillas, el tabaco, el gabán. Sabe que no
hay sufrimiento mayor que el de un hombre que se encuentra sin cigarrillos cuando
ya han cerrado los estancos; y, dejándoos el gabán, evita que un resfriado os impida
salir a la calle en muchas noches, con lo cual el primer perjudicado sería él, que
perdía un cliente. Este ladrón surge con brusquedad, os desvalija en un amén y
desaparece como si lo tragase la tierra. Es como un operador habilísimo. Conoce todo
el valor del tiempo, no lo hace malgastar. Os lleva el dinero, pero os deja llegar
puntualmente a vuestra cita o acostaros a la hora que os habéis propuesto.
Pero el ladrón ocasional, no. El ladrón ocasional os ve venir, os aguarda; como al
primer golpe de vista no sabe, por falta de talento, si debe o no debe declararos buena
presa, os sigue. Luego se dedica a dar vueltas a vuestro alrededor. En las miradas que
os dirige comprendéis desde luego que os quiere atracar, y comenzáis a sufrir un

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tormento. Apresuráis el paso, lo apresura él. Os paráis, pasa sin decidirse. Atrontáis el
ridículo de dar una carrerita. El hombre da otra carrerita. Y a todo esto el corazón le
late a uno como si quisiese echar a correr también por su cuenta, y se duda y se siente
la proximidad del vahído.
Al fin se decide a arrojarse sobre vosotros. Bailáis un poco, frente a frente:
vosotros, para buscar la huida; él, para evitarla. Es un instante grotesco, que se
recuerda luego con rubor toda la vida. El ladrón advenedizo, con los brazos abiertos,
se cree en el caso de deciros cosas horribles para intimidaros:
—¡Ríndase usted! —ruge—. ¡Yo soy Fantomas! ¡Brrrr! ¡Yo soy la auténtica
«mano que aprieta»! ¡Jau, Jau; rejaujau! ¡Entréguese usted, caballero! ¡Tiemble ante
el tigre de la noche!
Y brama, y resopla, y hace girar los ojos con fiereza.
Este espectáculo impresiona profundamente. Uno empieza, tembloroso, a hacer
su padrón con la esperanza de ablandar al bandido; se le dice con palabras
entrecortadas:
—¡Tengo seis hijos… soy un pobre empleado… mi mujer cose para fuera!
Pero es inútil. Os exige el gabán, la americana, el chaleco, los pantalones… Al
final del largo suplicio, muchos atracados han roto en una carcajada histérica.
No; no quiero que me atraque un hombre decente. Pienso de ellos lo que pensó de
mí un gallo al que quise dar muerte en mi mocedad. Le apreté el cuerpo entre las
piernas, le agarré el cuello, cerré los ojos y comencé a aserrar en él con un cuchillo,
rugiendo con los dientes apretados:"
—¡Muere aquí! ¡Muérete en seguida!
Y para infundirme mayor coraje le insultaba:
—¡Miserable, canalla! ¡No tienes más remedio que morir, golfo!
Al cabo de media hora le había aserrado el pico y la mitad de la cresta, le había
saltado un ojo y estaba cortando fieramente uno de mis dedos. El gallo huyó
malherido, sin plumas, lanzando un cacareo escandalizado, como si dijese:
—¡Qué bruto! ¡Vaya una manera de matar gallos! ¡Media hora para esto!
Y nunca podré olvidar la satisfacción con que se entregó en manos de la cocinera,
que lo degolló de un solo golpe.

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UN PROCER TOLSTOYANO

No podremos olvidar aquel día que el señor duque de Tovar, hermano del señor
conde de Romanones, presidió una manifestación socialista.
Precisamente nosotros hemos clamado muchas veces contra la equivocada
orientación de los socialistas españoles que no han hecho jamás socialismo en el
legítimo y amplio significado de este nombre, sino obrerismo, y que han mirado con
recelo a los intelectuales que simpatizaban con aquella doctrina, creyendo que las
normas filosóficas de ésta son incompatibles con un traje bien cortado, con tomar té a
las cinco y con permitirse ciertos refinamientos gastronómicos en las comidas
habituales.
Nunca hemos podido comprender la relación que establecemos los españoles
entre la comida y los sistemas ideológicos. Por regla general nos parece imperdonable
que se coma bien y cómodamente; tenemos de la comida el concepto de un pecado
capital. La gente cree que hay un alimento sagrado: el cocido. Cuando habla de esta
insubstancial reunión de patatas, carne y garbanzos, frunce las cejas y se pone
transcendental.
—A mí que no me toquen el cocido.
Este es el gesto trágico. Los resignados dicen:
—Con tal de tener el cocido seguro…
Todo lo demás, lo que existe después de ese manjar tan poco substancioso, es
considerado como una complacencia pecaminosa. El pueblo se batiría en las
barricadas por mantener su derecho al cocido. El pueblo vería pasar sin extrañezas
hacia la picota a un hombre acusado de haber mordido un muslo a una perdiz. El que
come bien es por lo menos un sospechoso. En la prensa de Madrid se discutió durante
mucho tiempo con toda seriedad acerca de la clase de queso que le gustaba a Pablo
Iglesias. Un diario le acusó de exigir en todas sus comidas queso de Camembert. Otro
rectificó la noticia, asegurando que el señor Iglesias no probaba otro queso que el
Chester. Los semanarios socialistas salieron al encuentro de la acusación. Todo era
falso. El jefe del socialismo español no comía más que quesos castellanos de ínfimo
precio en cantidades inapreciables. Pero su negativa no alcanzó éxito. Los artículos
de fondo, las caricaturas, las crónicas políticas comentaron durante mucho tiempo
con amargura aquel sibaritismo de Iglesias.
—¿Qué sinceridad puede poner en sus predicaciones —se preguntaban— un
obrerista que engulle el Chester y el Camembert? ¡Oh eterna farsa de la política!
¡Pobre pueblo engañado!
Verdad es que esta preocupación se extiende no sólo a la política, sino a todos los
demás aspectos de la vida. Así como el mayor elogio que se puede tributar a un
político es decir que murió en la miseria, al hablar de nuestro Ejército la condición
que más enorgullece es la sobriedad del soldado, y los poetas se jactan de sus

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cenáculos hediondos. Para la comprensión española, el verdadero renovador debe ser
un hombre flaco, con los bolsillos sembrados de migas de pan duro, que predique la
destrucción de las cocinas del Hotel Palace.

Pero en el caso a que nos vamos a referir, los socialistas prescindieron de esos
censurables prejuicios.
Se celebraba en Madrid la Fiesta del Trabajo.
Es sabido que la Fiesta del Trabajo consiste en no trabajar. Los obreros forman
una manifestación numerosa y se dirigen por ciertas calles hasta la Casa del Pueblo,
siempre que, por extraña casualidad, no estén suspendidos los privilegios
constitucionales…
Aprovechemos la ocasión de decir que estas frecuentes suspensiones nos
preocupan extraordinariamente. Sin las garantías de la Constitución advertimos que
nos falta algo. Por regla general, como no leemos periódicos, es algún amigo el que
nos dice en la calle a boca de jarro:
—Hoy han suspendido las garantías.
Nuestro primer impulso es volver a casa. ¿Qué puede hacer y a dónde puede ir un
ciudadano de un Estado libre, habituado a caminar al cobijo de la Constitución, que
tiene formado de ella un concepto elevadísimo, no sólo por oír las alabanzas que le
dedican en el Parlamento, sino por haber observado que todos los pueblos de España
le han dedicado admirativamente una calle, una plaza o una avenida?… A nosotros
nos suprimen la Constitución y nos dan un disgusto. Estamos tristes, no gritamos en
el café… nos falta algo, ¡ea!
Y es el caso que no acertamos a explicar de una manera satisfactoria por qué nos
suprimen tantas veces las garantías. Nosotros quisiéramos razonar… vamos a ver: a
usted le dicen:
—Le dejamos reunirse con quien le dé la gana, le dejamos comentar todos los
asuntos que quiera, le dejamos expresar libremente su pensamiento. Es usted un
súbdito respetado en una nación civilizada que se rige por leyes amplias. Ya puede
usted estar contento. Ande usted con Dios.
Y usted se va con el mamotreto de permisos en la faltriquera. Llega usted a su
pueblo y le pone el nombre de la Constitución a la mejor plaza; va usted por ahí
jactándose del poder de su albedrío; se permite usted el regodeo de pensar que los
ministros y la propia cosa pública —res pública, dirá usted si es bien educado— están
bajo su razonable censura. Y, efectivamente, usted es feliz.
Como es natural, usted no se dedica a esgrimir en el acto todos esos derechos,
como el señor que compra un revólver para defenderse no sale del establecimiento
tirando tiros. Usted aguarda sin impaciencia a que se le presente la ocasión.
Y un día llega, al fin. Un día las subsistencias encarecen o los ministros observan
una conducta de indiferencia ante apremiantísimos problemas. Usted se desespera en

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vano durante algún tiempo. De pronto, buscando algo que empeñar para salir del
paso, en sus cajones, tropieza usted con la Constitución. Y suelta un taco:
—¡Vaya, esto puede sacarme del atolladero!… Voy a reunirme con los miles de
hombres que están tan fastidiados como yo y vamos a estar hablando mal del
Gobierno y bebiendo agua con azucarillos tres horas y media en el teatro X. Después
pasearemos en manifestación y luego escribiré un artículo en el periódico. Es preciso
gritar fuerte, a ver si se remedia esto.
Y cuando usted se dispone a realizar sus intenciones, desaparece la Constitución
como por magia. Ya no puede usted hablar ni pasear ni escribir. Precisamente en la
única ocasión en que usted tenía necesidad de escribir y de hablar y de caminar por el
medio de la calle en unión de sus convecinos, gritando:
—¡Viva!… ¡Muera!…
No nos lo explicamos. Después de lo ocurrido en estos últimos años, la
Constitución —digámoslo con franqueza— ha perdido mucho a nuestros ojos. Es
como tener un duro falso. Puede uno lucirlo delante de sus amistades, pero si hay que
pagar el gasto, le llevan a uno a la comisaría. No. Ya no amamos a ese veleidoso
mamotreto.

Por fortuna para el socialismo español, ese día en que el señor duque de Tovar dio
tan alto ejemplo de consecuencia, regían las garantías constitucionales.
El señor duque de Tovar estaba paseando por la calle de Alcalá. El sol era alegre,
templado: bajaban del Retiro confortadores aromas primaverales. El señor duque
paseaba y meditaba. Su paseo no era ocioso, sino que cumplía la importante misión
de preparar su apetito, labor a la que viene consagrándose el duque hace muchos años
con una tenacidad cotidiana que revela la entereza de su temperamento. Su
meditación se refería a lo mal que la guerra ha puesto todos los negocios. El duque
reflexionaba melancólicamente acerca de que, aparte su hermano el conde de
Romanones, y algunos navieros y fabricantes, el resto de los españoles ha sufrido
grandes perjuicios con la conflagración. Saltando de apotegma en aforismo, el señor
duque llegó a la conclusión de que no tendría más remedio que subir la renta a sus
caseros. En este instante vio pasar la manifestación obrera. El señor duque se detuvo,
miró su reloj, vio que aún faltaba mucho tiempo para la hora del almuerzo y, movido
irresistiblemente por sus convicciones, avanzó hacia los grupos.
Pudiera ocurrir muy bien que algún lector, por culpa de sus muchas ocupaciones,
no estuviese perfectamente enterado de la robusta personalidad del señor duque. Por
si esto es así, nosotros nos creemos en el caso de intentar definirla de un modo
somero. El señor duque de Tovar es escultor, socialista y médico, y puede ser
reputado como una de las inteligencias más amplias y más completas de España.
Como escultor, el señor duque dio recientes pruebas de su genio. En el concurso
de monumento al Quijote, presentó una maquete que era la reproducción de un

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histórico castillo. La idea de simbolizar y honrar a don Quijote construyendo en la
Plaza de San Marcial un caserón con almenas, es tan grande, que sobrepuja los
términos de la comprensión humana. El Jurado no se atrevió a indagar en aquella
extraordinaria iniciativa, pero el mundo reconoció que el chorrito de agua que corría
por los minúsculos fosos de la maquete era no sólo refrescante, sino de un ingenioso
efecto artístico. Desde entonces, en los círculos técnicos comienza a rebullir y a
crecer una nueva escuela, la de la arquitectura hidráulica, cuyas bases no están
claramente definidas aún.
Pero si el personaje que nos ocupa sobresalió como escultor, no puede negarse
que donde su figura adquirió un gigantesco relieve fue en el campo del pensamiento.
¿Cómo germinó la idea del socialismo en el cerebro del señor duque de Tovar? Las
opiniones se dividen en tres grandes raudales. Unos opinan que fue sencillamente por
intuición; otros creen que se trata de un voto que hizo el señor duque, en expiación de
los grandes errores políticos y sociales que comete su hermano el conde de
Romanones. Pero la aseveración que merece mayor crédito es la que asegura que el
duque evolucionó hacia esa secta después de una honda y meditada lectura de María,
o la hija de un jornalero. Parece ser que esta obra, en la que como su título indica, se
estudian los conflictos entre el capital y las hijas de los jornaleros, afectó
profundamente al ilustre hombre y le ganó para la causa del socialismo.
Apenas hubo llegado a esta conclusión, el señor duque comprendió que era
preciso actuar. Un prócer de su altura no puede permanecer en actitud contemplativa
ante una idea. Cualquier pelafustán que se inscriba en el socialismo, cumple con su
credo y con la humanidad llamando «compañeros» a los demás individuos y jugando
copiosamente al mus. El señor duque no podía allanarse a esta somera forma de
intervenir en los destinos del mundo. Entonces lanzó un libro. Los numerosos
enemigos del señor duque —el genio siempre sufrió persecuciones— afirman que
este libro lo escribió cierto culto periodista. No damos el menor crédito a esta
calumnia. Recogeremos en cambio el hecho de que esos mismos enemigos del duque
no se atreven a negar que la idea, por lo menos la idea de que el libro fuese escrito,
fue de Tovar. Habiendo éste tenido la idea y habiendo pagado la edición, no hay duda
alguna de que es a él y no al periodista a quien la Humanidad debe el bien de que ese
libro la ilumine y la guíe desde el húmedo almacén donde están guardados hace
quince o veinte años los mil quinientos ejemplares de la edición íntegra.
Podríamos disertar abundantemente acerca del socialismo del señor duque, pero
no es este libro el más adecuado para tratar un asunto de esa trascendencia.
Añadiremos que si como escultor y como pensador el señor duque puede figurar en el
libro de oro, como médico dio muestras de su gran amor a la humanidad y de que no
sólo se limita a predicar, sino que ejerce sus altruistas doctrinas: el señor duque no
ejerce su profesión. Su título de médico está descargado y en el seguro. Temeroso de
cualquier desgracia, su familia guardó el documento en un cajón y tiró la llave al
Manzanares. El señor duque es médico nada más que de una manera simbólica.

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Tal es a grandes rasgos el hombre que se sumó a los manifestantes de la Fiesta del
Trabajo. Falta hacía que un gran cerebro se cuidase de encaminar a las dispersas y
desorientadas e incultas masas del socialismo madrileño.

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LOS DEPORTES

Alpinismo

Antes solía dedicar mis domingos a la persecución de las liebres y las perdices.
Ahora he enfundado mi escopeta y la he guardado en el baúl. Ya no cazo más. Los
cándidos pajarillos pueden piar sin miedo a mi cruel mirada indagadora; ya no estarán
en trance de colapso cardíaco los conejos que oían —siempre desde sus madrigueras
— el detonar de mis cartuchos del 28; no volveré, por ahora, a ir en aquel tren
mañanero que parecía el de una movilización, con docenas de individuos armados
hasta los ojos y con perros inquietos; ya no volverán a preocuparse las gentes a mi
paso por los pueblos, pensando si lo que llevaba dentro de la funda de lona era una
escopeta plegable o un violín; ya no tengo que fatigar la mente inventando historias
hazañosas; ya no oiré la constante advertencia de mis compañeros que gritaban a cada
segundo:
—¡Eh, tú, ese cañón!… A ver si nos matas.
Ahora he pasado del fuego al frío. Cambié la canana por la bufanda y la escopeta
por los «skis». Los domingos voy a Navacerrada. Me he hecho alpinista. ¡Alpinista!
… ¡Puf!… Estoy muy satisfecho de llamarme alpinista.
Aparte otras cosas, somos mucho más pintorescos que los cazadores… La
estación del Norte es más limpia, más pulcra que la del Mediodía; no hay tanto humo,
ni los andenes están tan manchados de carbón. A las nueve de la mañana invaden el
tren grupos encantadores: muchachas cuyas formas se delinean bajo el jersey y cuyos
cabellos asoman apenas bajo el blanco gorrito de lana. Chaquetas rojas, chaquetas
verdes; piernas enfundadas en medias inglesas o fajadas con tiras grises; capotas
multiformes, bastones herrados, «skis»… Se charla alegremente. El tren corre casi sin
detención hasta Cercedilla.
Se ve ya la blancura de las montañas cubiertas de nieve; nieve hay también en los
andenes de la pequeña estación; en el valle hay manchas blancas, como de ropa
puesta a secar… Crece en el alma una infantil alegría…
Al entrar en el pueblo, los alquiladores de caballos y burros os asaltan. La
pequeña plaza está enfangada. Cabalgáis; cruzáis el pueblo; comienza la ascensión
fatigosa hasta el Club Alpino, perdido allá arriba, oculto aún tras unos cerros.
El caballejo es cobrizo, de larga crin, de patas peludas, pequeño.
—¿Dónde te he visto yo? —inquiero contemplando mi cabalgadura.
Y, de pronto, se hace en mi memoria un rayo de luz.
—Sí; te conozco. Yo te he visto atravesar las calles de mi pueblo, en Galicia. Tras
de ti marchaba un aldeano venido de Abegondo o de Altamira. Sobre tus lomos, tres
sacos enormes repletos de piñas, te abrumaban. Te reconozco. Tú eres el auténtico
«caballo de las piñas». Quizá naciste en Vimianzo y alguien te compró en la feria de

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Payosaco. Tú estás aquí traído por ese espíritu aventurero, emigratorio, de la raza
gallega; estás aquí ganando tu pan como don Eduardo Dato, como el criminalista
Doval, como yo mismo… Te reconozco caballo de mi tierra…
Y como el animal hiciese remiso su paso, le grité:
—¡Ei, besta!
Y él reanudó su andar, su trepar más bien, por la montaña. Y dio un relincho, un
ligero y riente relincho, lleno de «saudade».

¡Qué suave el rumor de los «skis» sobre la nieve!… A un lado y otro de la


carretera donde se hizo la pista, los pinos y los abetos crecen.
En sus hojas agudas hay arandelas de hielo, transparente como el cristal. Abajo,
una barrancada. Más allá el puerto de Navacerrada, a donde hemos subido
fatigosamente, hundiéndonos hasta la rodilla en la brilladora blancura. Pasa un
patinador, otro… Los largos «skis» susurran al deslizarse… Acaso alguien cae y se
alza una risa y una pequeña polvareda de nieve.
Todo el paisaje circundante está blanco; en las laderas, los árboles obscuros,
espolvoreados de nieve, como el peinado de una abuela, ponen su verdinegra mancha
y su hieratismo solemne. Lejano y profundo, el valle tiene una ligera neblina azul;
semeja un mar; un lago, más bien, pando y lleno de ensueño. Una montaña blanca
donde da el sol, brilla como un enorme espejo. Humea una casita. En lo sumo del alto
mástil, la bandera del club alpino, pende inmóvil, dormida en la quietud de una
espléndida mañana.
La pista ha quedado desierta. Entre recodo y recodo de la carretera nadie pasa ya.
Pero he aquí que se vuelve a oír el largo beso de «ski» sobre la nieve. Y como en una
visión de milagro, Ella, una mujer aparece en el pino recodo. Al aire un rizo que huyó
de la blanca prisión del gorro, los «skis» van rectos, iguales, paralelos, con sus proas
levemente alzadas como el cuello de un ave; el arrogante cuerpo se encorva y se alza
impulsando con altos bastones la marcha acelerada. Y ante la gracia femenina de una
mujer hermosa es como si todo el paisaje se recogiese a un segundo término. Ella es,
en un instante, el alma, la esencia, como la encarnación de la emocionante belleza de
las cosas. Y parece que los abetos empolvados de nieve y las distantes casitas del
llano y la montaña callada y blanca y hasta la bandera muerta y el humo azul que
sube, estuvieran allí tan solo para encuadrar la silueta maravillosa y esbelta, esclavos
de ella, atentos a ella, sin cumplir otro fin que armonizar con la mujer hermosa.
Un leve grito… una caída. Bajo el cuerpo admirable, la tierra nevada se extiende
como si quisiera fingir, llena de íntimo gozo, la blanca sábana de un lecho. La mujer
se ha alzado, riente. Los copos se han agarrado a su jersey para derretirse en el
amable calor de su cuerpo. Y ella ahínca los bastones herrados en el suelo… Vuelve a
sonar el largo beso de los «skis»… Se va…
El paisaje se ha ensombrecido…

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Los remeros

He presenciado frecuentemente regatas a remo entre los marineros de muchos


lugares del litoral cantábrico; pero es preciso reconocer que en ningún sitio como en
Guipúzcoa despiertan tanto interés ni revisten tanta importancia. El que haya tenido
ocasión de verlas alguna vez, pensará seguramente del mismo modo.
Todos los pueblecillos pesqueros que mandan sus traineras a las regatas de San
Sebastián, tienen, primordialmente, el orgullo de su fortaleza interesado en la porfía.
Vasconia es región de hombres formidables, que comen mucho, que beben bien, que
aman los deportes, que poseen un vigor físico poco común. Conozco a un hombre
nacido en Guipúzcoa, que se decidió hace años a aguardar la salida del toril de un
becerro furioso. El animal le embistió, chocaron las testuces tremendamente y el
becerro murió en el acto. Todo Irún puede testificar la verdad de este relato que
parece una fantasía. Cuando oí contar el sucedido, pregunté al hércules, que es un
señor que llama a los serenos dándose palmadas en el cráneo:
—Pero… ¿no le ocurrió nada a usted?
—¿A mí?… ¡Ya lo creo! —contestó con una sincera ingenuidad—. Al día
siguiente me dolieron un poco todos los músculos del cuello.
Vasconia se enorgullece de estos ejemplares Cada pueblo cultiva con un cuidado
prolijo a los remeros que ha de enviar en su lancha. Un mes antes de asistir a la
prueba definitiva, estos hombres sufren una especie de secuestro; pasan a ser de la
propiedad común, se municipalizan, por decirlo así. Su alimentación, facilitada por el
vecindario, es abundante; se les somete a un régimen en que las horas de sueño, las
de paseo, el vino y hasta las obligaciones conyugales, están determinadas en número
y en calidad. Los vecinos miran a los remeros como a gallos de pelea. Después de
esos treinta días en que no han ido a trabajar, en que han sido bien cebados, en que
tienen almacenadas grandes energías, el pueblo les deja marchar a la lucha con una
ciega fe en su victoria.
Pero hay también otro interés, eslabonado con esta confianza: el interés
económico. Cada vecindario apuesta por sus remeros fuertes cantidades. Juega todo
el mundo: el rico y el pobre, el labrador y el patrón de barca, las mujeres y los
infantes. El día de las regatas se instala en la Concha un corredor de apuestas, y las
cotizaciones iniciadas en los pueblos continúan allí con furor creciente. El forastero
ha de sorprenderse en San Sebastián de esta constante amenaza precípite sobre sus
pesetas. Se juega en los centros de recreo, se juega en el frontón, y en las carreras de
caballos y en las regatas… Después del último sorbo de café, cuando arrojamos las
monedas sobre el mármol de la mesita, nos extraña que el camarero no las recoja con
un seco golpe de raqueta, tanta es la costumbre de verlas marchar así, siempre así.
Para uno de estos pueblecillos, la pérdida de las regatas viene a significar algo,
como para Lovaina el paso de los alemanes; verdad es que sus casas quedan en pie;
pero en ocasiones las apuestas las han hecho cambiar de propietario. He oído

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asegurar que, después de sus últimas derrotas de años anteriores, Ondárroa quedó casi
arruinada, hasta el punto de no enviar su equipo a las regatas porque no podrían cebar
a sus hombres más que con camarones y con sidra. Estos pugilatos sostienen entre las
poblaciones pesqueras cierta rivalidad de buena ley. San Pedro y San Juan de Pasajes
están, por ejemplo, en constante pugna. Frente a frente, a un lado uno y a otro lado
otro de la pequeña ría, parece que cada cual se refleja en un azogado cristal; tan
semejantes son con sus casitas, que parecen nacer en el agua, y sus pasadizos y sus
porches, y sus edificios con escudos y su curioso aspecto medioeval. Desde los
muelles, de una a otra banda, sus hombres acostumbran cruzar los poderosos
vozarrones, enviándose mofas recíprocas: En las pruebas de entrenamiento, cuando la
trainera de San Juan y la de San Pedro se encuentran sobre la verdosa planicie, suelen
detenerse, y alguno de los remeros, después de una rebusca, encorvado hacia el fondo
del bote, se alza mostrando un pollo asado en su terrible diestra:
—¡Eh… sampedrotarras… ¿queréis?
Y ríen, encantados de la generosidad de los suyos, con la alegría más sincera y
más sana, que es la que nace en las inmediaciones del píloro.
Y en la barca enemiga, otro hombre se encorva y reaparece, alzando como una
maza una pierna de ternera:
—¡Eh… sanjuanetarras… ¿gustáis?…
Y ríen también, con risa socarrona, como si los litros de jugos gástricos que
guardan en su estómago estuviesen haciendo:
—¡Glú-glú!…
A la hora de la lucha definitiva, cuando estos colosos arrancan como flechas en
sus afiladas embarcaciones, haciendo gemir los remos, anhelantes y hercúleos;
cuando, a la llegada del triunfador, claman, saludándole con una algarabía poderosa,
las sirenas de los vaporcillos, toda la multitud que llena la ribera, que forma una
ancha faja obscura desde Igueldo hasta Urgull, siente pasar sobre ella la pura
emoción sana y varonil que presidía los juegos olímpicos en las gloriosas edades
muertas.

Los pelotaris

La impresión que recibe al entrar en el frontón quien por primera vez en su vida
presencia un partido de pelota, es la de que unos cuantos hombres de boina
encarnada, de pie frente al público, están injuriando a los espectadores, que, a su vez,
les contestan con gritos y ademanes igualmente furiosos. Mientras, cuatro individuos
de espíritu apacible, desentendiéndose de las contiendas, se han puesto a jugar a la
pelota en calzoncillos y en mangas de camisa.
Naturalmente, el estupor invade el ánimo del neófito. El griterío le arredra y
vacila en avanzar hacia su asiento. No tarda, sin embargo, en darse cuenta cabal de lo

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que ocurre. Los hombres de boina roja alineados ante el público son los corredores de
apuestas, que vociferan el «papel» agitando sus brazos, con una emulación y un
ardimiento plausibles. Los gritos que lanzan alguna vez los espectadores son ofertas o
son aceptaciones de jugadas. Diríase que todo el interés del deporte está en las
apuestas y no en el arte de los pelotaris, de los que nadie parece hacer caso. Una mala
jugada es aplaudida por aquellos que han arriesgado su dinero contra el perdidoso.
Tan solo en algún tanto reñido, en el que la pelota va y vuelve en botes gigantescos,
como disparada con un arcabuz, se abre un paréntesis en el vocerío. Entonces se oyen
los golpes secos de las cestas y las breves voces con que un pelotari reclama del
compañero quietud.
—¡Nik!…
—¡Utzi!…
Poco a poco, el sudor hace transparentes las camisas, y las fajas azules o rojas
destiñen sobre los albos pantalones. El pelotari, siempre con un gesto de ansiedad,
persigue el vuelo de la maciza esfera diminuta, salta, se arroja al suelo, jadea; en
ocasiones, entre jugada y jugada, se debruza en la pared, como extenuado, oculta el
rostro entre los brazos nervudos. A su espalda el griterío aumenta:
—¡Quince a seis! ¡Quince a seis!…
—¡Veinte a ocho!…
En las Vascongadas, el pelotari es el hombre que goza de mayor consideración
entre ciertas capas sociales. Un pelotari famoso tendrá la admiración del sexo fuerte y
las sonrisas y las preferencias del débil. Se le señalará en la calle, será feliz el mozo
del café de quien sea cliente y el peluquero que le rasure. En su pueblo habrá un
orgullo colectivo de paisanaje. Se ha comparado muchas veces al pelotari con el toreo
en esta devoción de la muchedumbre. La comparación no es, sin embargo,
exactamente afortunada. El pelotari más bien debe ser incluido —claro es que tan
sólo en este aspecto— entre los caballos de carreras.
El caballo de carreras, como el pelotari, puede arruinar o puede enriquecer a sus
admiradores. Si un torero tiene mala fortuna, el público silba, un poco satisfecho por
alborotar, pero nada pierde. Si un pelotari tiene flojos sus músculos en una partida,
los que aventuraron su dinero por él han de pagar a tocateja. El jugador mira al
pelotari lo mismo que al caballo de carreras.
Considera su agilidad, su vista, sus bíceps, su resistencia para la fatiga, la historia
de sus éxitos o de sus fracasos…
Para que la semejanza sea mayor, el pelotari está expuesto a esas tretas frecuentes
en las cuadras, y que entre nosotros han divulgado las películas. Muchas veces
habréis visto en el «cine» cómo el mismo encargado del papel de traidor, se acerca
cautelosamente al cuadrúpedo que ha de ganar la carrera y le inyecta un líquido que
le debilita o mata. Pues con los pelotaris ocurre algo parecido. Claro está que no
puede uno tener la pretensión de clavarle una aguja hipodérmica, porque el puñetazo
subsiguiente sería histórico; pero existen procedimientos sinuosos que pueden

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conducir al mismo resultado.
Yo he recibido la confidencia de cierto jugador que apeló a esos medios. Mi
hombre perdía escandalosamente sus pesetas. Poco hábil, desconocedor de los
pelotaris y de los ardides de la «cancha», no pasaba un solo día sin que saliese del
frontón con los bolsillos aligerados. Meditó y creyó hallar el secreto del desquite. La
víspera de una partida de importancia, en la que jugaba un famoso zaguero, fuerte
como un roble, alto como un obelisco y ancho como la misma pared del frontón,
siempre triunfante contra todos los adversarios, mi amigo buscó la manera de ser
presentado y le convidó a cenar.
El zaguero, cenó; cenó como un tigre y bebió con la sed de una caravana perdida
en el desierto. Pero el vino pasaba por su estómago como el regato cantarín entre los
riscos de la montaña. Nuestro amigo mandó traer una botella de coñac. Desapareció
la botella sin que se turbase el zaguero. Más coñac. El pelotari, cada vez más
despejado y feliz, con los colores y el aspecto todo de un hombre capaz de dar un
voleo a una bala de cañón. El perdidoso empezó a creer que era imposible embriagar
a un zaguero, y una melancólica desesperanza invadió su espíritu. Insinuó, sin
embargo:
—Ahora vendría bien un cok-tail de café.
—¿Y qué es eso?
—Una bebida maravillosa para tomar después de la cena. ¿No la probó usted
nunca?… Pues no sabe lo que es beber.
E hizo él mismo una mezcla abominable: ginebra, ron, aguardiente de anís,
curasao, café, un trozo de hielo. El pelotari, bebió: uno, otro, otro… A las tres de la
mañana hizo una pirueta con la gracia de un elefante jubiloso. A las tres y cincuenta y
cinco comenzó a hablar en vasco. Nuestro amigo le excitaba cariñosamente, porque
creía que el esfuerzo mental preciso para hablar un idioma tan difícil concluiría por
marearle más. Cuando el zaguero enmudecía, le facilitaba atentamente palabras que
él juzgaba fulminantes:
—Sigue, hijo mío, sigue hablando; di: Yparraguirre, Concorronea,
Zarraendicochea… Bien, muy bien; ¿no te pide ahora el cuerpo otro cok-tail?
A las cinco, el pelotari había perdido la facultad de la expresión. El cok-tail de
madrugada, que inventó el perdidoso, mezclando coñac, jerez y alcohol de noventa
grados, tuvo que hacérselo ingerir a cucharadas, separándole él mismo los labios en
un esfuerzo heroico. A las seis el zaguero dormía con el cuerpo en un sillón y la
cabeza debajo de la mesa, dando soplidos que hacían volar el mantel.
Al día siguiente, nuestro amigo jugó contra su invitado de la noche anterior. Jugó
fuerte, seguro del triunfo. El zaguero apareció en la «cancha» con los ojos hinchados,
pesadote, arrastrando las formidables columnas de sus piernas. Impulsaba la pelota
con dificultad, manejaba la cesta con desgano. Se cayó varias veces al intentar
movimientos bruscos. Perdió un tanto, dos, ocho tantos. El público, sorprendido, le
abucheaba; comenzaron a lanzar contra él monedas de cobre que tintineaban a su

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alrededor.
—¿Y, al fin? —preguntamos a nuestro amigo.
—Y, al fin —contestó—, rompió a sudar el alcohol de la víspera. A medida que lo
eliminaba, cobraba bríos. ¡Qué bárbaro!… Nunca estuvo tan bien. Perdí hasta la
última peseta. Son de hierro esos hombres… ¡Palabra!…

Los balandros

Antes de hablar de las regatas de balandros, quiero ofrecer a mis lectores la


observación de que las diversiones públicas, al igual que las guerras modernas, no
pueden ser apreciadas en conjunto. Esto no perjudica su condición de públicas, pero
les hace perder su carácter de diversión. Nos permitiremos filosofar un poco acerca
de este punto.
La base de toda diversión pública es el movimiento; no se comprende una
diversión en la que no haya algo que se mueva. Puede ser una rueda de fuegos
artificiales, puede ser una carrera de cojos, o de asnos, o de bicicletas… Los
organizadores de los programas de fiestas repararon también en este principio, pero
cometieron el grave error de confundir el concepto de movimiento con el concepto de
la velocidad. Su argumentación fue defectuosa.
—Si una carrera de cojos divierte a las gentes —se dijeron—, una carrera de
motocicletas debe regocijarlas mucho más. El cojo es un ser que corre con grandes
dificultades. Sustituyámosle.
Y redactaron los programas de records de automóviles, y de frenéticas galopadas
de caballos de sangre, y de raids de aeroplanos, y trocaron las regatas a remo por las
de balandros. La velocidad fue multiplicada. Pero el público, el buen pueblo, ansioso
de gozar, se ha quedado sin risa y sin emociones.
La gente de tierra adentro tiene, sin duda, en su mayoría, una idea bastante
deficiente de lo que es una regata de balandros. Las fotografías le han dado una
noción suntuosa del espectáculo, y acaso padecen la amargura de no haber asistido a
él. Sería un egoísmo imperdonable guardarnos la impresión recibida y no tratar de
favorecer la imaginación de esas personas con una descripción detallada de la fiesta.
Lo intentaremos.
El espectador llega al muelle, donde otros espectadores están ya aguardando. En
los minutos que anteceden a la salida de los balandros tiene ocasión de admirar al
señor comandante de Marina, que suele estar muy serio y suele mirar al agua con
gesto preocupado, como si tratase de comprobar que cada ola está en su sitio y que
los «panchos» no interrumpen la circulación bajo la superficie. Los balandros van y
vienen graciosamente cerca de la costa. El espectador debe fijarse en que en la caseta
del Jurado está izada la bandera llamada de la serie X. Este es un importante detalle,
porque esa bandera quiere decir a las embarcaciones:

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—¡Estad preparadas!
En este momento es disparado uno de los cañoncitos de que dispone el Jurado.
Precisamente cinco minutos después, la bandera X ha desaparecido y en su lugar
flamea la bandera de la serie L, lo que da pretexto a un nuevo cañonazo. Tras el
cañonazo, una señorita da un grito y luego se ríe. Unos balandros se van alejando
hacia la boca del puerto con toda la velocidad que el viento les permite.
Llegado a este punto, el espectador que ha estado descargando todo el peso de su
cuerpo sobre la pierna derecha pasa a apoyarse preferentemente en la izquierda. Esta
operación no debe impedirle darse cuenta de que la bandera L ha sido sustituida
dignamente por la bandera de la serie K, como es de reglamento. Los balandros van
más lejos. Entre el público se harán algunos comentarios. Una señora dirá:
—¡Qué atrocidad, qué velas tan grandes! ¡Ya podían hacerse bastantes sábanas
con ellas!
Una señorita observará con alarma:
—¡Mirad cómo se inclina aquel balandro! ¡Va a volcar!
Un hombre murmurará junto a vosotros esta reflexión tenebrosa:
—El F-7 se ha puesto a barlovento del L-6.
Y se llega al transcendental instante en que la bandera K cede el mástil en la
caseta del Jurado a la bandera H. El espectador contempla, remotos ya, algunos
balandros, y pasa a apoyar el cuerpo otra vez sobre la pierna derecha, llevado de un
legítimo sentimiento de equidad para con sus extremidades inferiores.
Sobre el mar los balandros semejan a veces blancas tiendas de campaña erguidas
sobre una verde llanura; otras veces son ingenuas siluetas de mujeres de albos
vestidos, con níveo manto caído rígidamente hasta el suelo; otras veces, vistos de
proa o de popa, son como plumas clavadas en la tersura del mar.
Cuando está a punto de agotar las imágenes, el espectador levanta sus ojos
nuevamente hacia la caseta y, ¡oh milagro!, la bandera H ya no está. En su lugar
ondea la bandera F. Esta prodigalidad de enseñas aturde un poco al espectador
sencillo, a la vez que le da una alta idea de la fiesta. Vuelve a mirar a lo lejos; los
balandros ya no se ven o son apenas perceptibles en la lejanía. Entonces nuestro
hombre se inclina sobre el pretil del muelle, contempla el chapoteo de las olas,
observa cómo rema un botero, tira el cigarrillo al mar; después hace un barquito con
el sobre de una carta y lo deja caer; luego se dedica a perseguirlo con salivazos. El
espectador de al lado se queda primero absorto viendo el papel flotante, y pronto,
llevado de una emulación irresistible, le escupe también. Se establece un mudo
pugilato. Se les seca la boca. Pasa hora y media. Suena un cañonazo.
La fiesta ha terminado ya.

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EFEMÉRIDES

Hablemos un poco de cuestiones coloniales. Esto es de buen tono y sirve para


conservar en nosotros una ilusión. Sólo una cosa hay que tenga más prestigios, y es la
política internacional. Nadie sabe nada de política internacional, pero basta aludir a
ella para cubrirse de gloria. Observad que cuando un orador quiere robustecer su tesis
de una manera incontrovertible, suele decir:
—Como ocurre en todos los países del mundo…
Si esto oís, desde luego podéis afirmar que aquel señor no sabe lo que pasa en
ninguna parte; pero tiene a su favor la circunstancia de que los que le escuchan
tampoco lo saben. Por esto mismo, siempre que tal tópico sale a relucir, hay un rumor
de asentimiento y las cabezas de los diputados oscilan afirmativamente, en un afán de
aparecer enterados de los más íntimos secretos del orbe, desde Cristianía hasta el
Cabo de Buena Esperanza.
Pero, como todas las grandezas, la política internacional, que tantas admiraciones
suscita, cuenta también con enconados enemigos.
Muchas personas han incurrido en la ligereza de creer que los diplomáticos no
sirven para nada. Se afirma con demasiada frecuencia que un diplomático apenas
tiene otra misión que la de bailar en los salones y tomar el té con elegancia. Dícese
que lo que pudo tener justificación en los tiempos en que las comunicaciones eran
difíciles no la tiene en este siglo de la radiografía y de los trenes veloces.
Naturalmente, ante esta acusación muchos dignos diplomáticos se han afligido y aun
sometieron su mente a la inusitada tortura de la cavilación para poder afirmar ante el
mundo entero su utilidad irreemplazable.
A unos se les ocurrió aprender el tango argentino y a otros introducir el uso de los
bocadillos de jamón entre las pastas con que se toma el té. La humanidad no se
mostró suficientemente reconocida a este esfuerzo. Pero he aquí que Inglaterra —no
en vano afamada por sus diplomatas— descubre el conveniente remedio, y es míster
Hardinge quien lo ensaya en Madrid.
Míster Hardinge, embajador de Inglaterra en Madrid, ha enviado una carta a los
periódicos en la que asegura que él no tiene arte ni parte en las intentonas que, según
se dice, se han hecho para provocar motines en el Ejército español. Puesto en el
terreno de las confidencias, el señor Hardinge nos confiesa que tampoco intervino
para nada en la revolución portuguesa de 1910. Y añade, por si los historiadores
quieren recoger el dato, que en esa fecha él no estaba en Lisboa, sino en Bruselas.
El señor Hardinge nos explica que un amigo suyo muy conocido en la buena
sociedad madrileña, tuvo una gran sorpresa. Después pide amablemente a los
directores de periódicos que le perdonen la molestia que pueda ocasionar su nota. Y
cuando ya el objeto de eila está cumplido y el señor embajador no tiene nada más que
decir acerca del asunto, los ojos del lector tropiezan extrañados con estas líneas:

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«Se han propalado sin mayor fundamento muchas célebres tradiciones históricas,
todavía repetidas, como las últimas palabras de Pitt: «Querida Patria, en qué estado te
dejo», y la del grito heroico de Cambronne: «La garde meurt, mais ne se rend pas».
Es verdad que estuvo Cambronne en Waterlóo y gritó algo, aunque no fue eso, y que
Pitt, al morir, habló no de la Patria querida, sino de su deseo de comer un pastel del
célebre cocinero Bellavay.»
¿Qué fin se propone esta disquisición del señor Hardinge? Reconocemos que a
primera vista este párrafo puede dejar desconcertados a los lectores de la carta.
Nosotros, no obstante, hemos desentrañado su sentido. El señor Hardinge persigue un
fin docente. Nosotros expresamos nuestro reconocimiento al señor Hardinge en
nombre de la nación española. Y le prestamos desde luego todo nuestro apoyo. La
idea de Mr. Hardinge —que tiende a rehabilitar la diplomacia yodarle un carácter útil
— consiste en que al final de las notas oficiosas, que casi nunca dicen nada, vayan
unos renglones amenos e instructivos. Los demás diplomáticos, embajadores,
ministros plenipotenciarios, etc., deben apresurarse a imitar este procedimiento.
Verbigracia, un embajador puede decir lo siguiente:
«El Gobierno de mi país considerará como un acto poco amistoso la fortificación
de tales montes.»
Y a renglón seguido añadir:
«Ensaladas de judías. —Tómense las judías, échense en agua fría y póngaselas al
fuego; cuando cuezan se escurre el agua y se echan en otra, hasta que cuezan por
segunda vez. Se salan. Nuevamente escurridas, añádaseles aceite y vinagre. Sírvanse
frías.»
O bien:
«Las manchas de tinta pueden hacerse desaparecer frotándolas con corteza de
limón.»
También pueden divulgar curiosidades. Por ejemplo:
«La nación que tengo la honra de representar ha decidido estimar como un casas
belli la movilización de los ejércitos de X.»
«Los indígenas de ciertas regiones del centro de Africa comen hormigas blancas y
llevan anillos en la nariz. Las hormigas blancas tienen un sabor semejante al del
arroz. Aunque parezca extraño, prefieren este manjar a los muslos de los misioneros.»
Así cada nación afirmaría ante las otras su cultura. En este caso concreto,
nosotros nos cercioramos, gracias al señor Hardinge, de que el político inglés Pitt no
pensó en su patria antes de morir, sino que añoró los pasteles suculentos de un
cocinero, y que Cambronne gritó algo, pero no se sabe lo que gritó.
Esta amabilidad del señor Hardinge no puede quedar sin correspondencia. Ya que
él ha tenido la franqueza de decirnos eso de Pitt, nosotros vamos a confiarle otro
secreto nacional.
Muchas veces habrá oído decir el señor Hardinge a los españoles: «Como dijo el
otro…» El señor Hardinge se habrá preguntado con la natural curiosidad quién es el

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«otro». Acerque acá el oído el señor Hardinge. «El otro» no existe. Palabra de honor:
no existe: es una broma que gastamos los españoles por el afán de intrigar a los
extranjeros,
Y oiga aún:
También se suele afirmar que donjuán Tenorio dijo a doña Inés en su finca
andaluza:

«No es verdad, ángel de amor,


que en esta apartada orilla…»

Es verdad que don Juan le dijo algo a doña Inés; aunque se puede asegurar que no
fue eso. La clara comprensión de vuestra excelencia nos evitará mayores
explicaciones.
Quedamos a juego, señor embajador; pero, aun así, muy reconocidos.

Hablemos, pues, de cuestiones coloniales, igualmente prestigiosas y conocidas


que las diplomáticas.
Estamos en gravísimo riesgo de perder uno de los últimos trozos de nuestro
antiguo poderío. En Fernando Póo —según reciente denuncia de los periódicos— la
gente está a punto de morirse de hambre.
La noción que tenemos nosotros de Fernando Póo como colonia, es,
exclusivamente, la de un lugar que sirve para enviar allí, castigados, a servidores del
Estado que no cuentan con influencia, y para que en Madrid cobren sueldos
magníficos otros funcionarios que sí tienen influencia. Aparte esto, sabemos que hay
allí unos indígenas pintorescos, hermanos de aquellos otros de las colonias
portuguesas, a los que dedicó una crónica Ega de Queiroz. Estos indígenas de
Fernando Póo, como resultado de ayunos y depauperaciones alcohólicas, están en un
grado de debilidad tal, que cuando van a disparar sus fusiles hay que apuntalarlos o
arrimarlos a una pared, porque el retroceso del arma derriba al que aprieta el gatillo y
la caída de un solo indígena basta para que los demás se desmoronen sucesivamente,
como cartas de baraja en los juegos de un niño.
Los indígenas del interior usan flechas y llevan taparrabos y navegan por los ríos
en troncos socavados por el fuego, como los indios de las novelas de Mayne Reid.
Hay, sin embargo, dudas acerca de la autenticidad de estos negros. Un amigo nuestro
que ha viajado bastante, nos aseguró que se trata de funcionarios españoles venidos a
menos, que se han refugiado en las selvas con sus familias para poder vivir.
Porque en el campo de Fernando Póo, la existencia es fácil. Un indígena se tumba
en un platanar y espera soñolientamente a que caiga un fruto: entonces extiende la
mano y lo come. Hay casos en que tiene que moverle las mandíbulas un compañero.
Esta manera de procurarse el alimento ha dado lugar a muchas desgracias, porque, a

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pesar de la levedad del fruto, si el plátano acierta a caer sobre la cabeza de uno de
nuestros débiles colonizados, el bueno del hombre cierra los ojos, suspira y fallece
instantáneamente.
Pero, en fin, mal que bien, ellos iban viviendo. He aquí que ahora la población de
la isla se aumentó bruscamente con diecisiete mil indígenas de Camarones refugiados
allí cuando los alemanes —a cuyas órdenes peleaban— se retiraron. Parece ser que
estas diecisiete mil personas tenían la costumbre de comer con cierta frecuencia.
Cuando preguntaron dónde podían dar satisfacción a sus estómagos, los indígenas de
Fernando Póo les señalaron las ramas de los árboles y se mostraron clementemente
dispuestos a tolerar que se tumbasen a su vera en el suelo. Pero los intrusos, en vez de
hacerlo así, treparon a las copas a las horas del almuerzo y de la comida, cada árbol
tenía un lleno, como si fuese un restaurant de moda y nuestros pobres colonizados,
extendidos bajo las ramas, veían melancólicamente cómo los negros de Camarones,
sus mujeres y sus chiquillos, engullían los frutos que antes solían caer blandamente
sobre la hierba.
Cuando los plátanos se acabaron, los diecisiete mil estómagos hambrientos se
consagraron a las piñas de cacao; después a ciertas hierbas; ahora la han emprendido
ya con las raíces. Dentro de poco en la isla no habrá sobre la tierra, en la tierra y bajo
la tierra, nada que pueda ser comido.
Para entonces hay un temor: el de que los indígenas de Camarones devoren a
nuestros gelatinosos indígenas.
Y nosotros decimos a nuestro ministro de Estado: esto será horrible. Los
administradores españoles pudieron muy bien haberse comido nuestras colonias de
América, pero el honor nacional no puede consentir que el último residuo de nuestro
imperio perezca disuelto por los jugos gástricos de unos negros de Camarones.
Así como así, ¿quién sabe si estos indígenas de Fernando Póo nos llegarán a hacer
falta hoy o mañana, al paso que llevan las cosas, para comérnoslos nosotros mismos?
… Nosotros, señor ministro de Estado, pedimos con todo interés que se ponga a los
naturales de Fernando Póo bajo los efectos amparadores de la ley de subsistencias en
clase de artículos de primera necesidad.

Aparte esta terrible desgracia que se cierne sobre aquellos blanduchos indígenas,
todo marcha bien en nuestra política colonial. No pecaría de exagerado quien
afirmase que hay indicios de que hemos comenzado a reconstruir nuestra anterior
grandeza. Precisamente no hace mucho tiempo que se han acrecentado nuestros
dominios.
Cabo Juby es a estas fechas una posesión española.
¡Ah, cómo nos duele que las voces de la épica se hayan apagado, desdeñosas del
prosaísmo de este siglo! ¡Cómo advertimos desgarrado nuestro corazón de patriotas
al convencernos de que no hay poetas que canten la nueva conquista diciendo, por lo

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menos, que es «un florón más en la corona de España!…»
Sin embargo, no puede achacarse nuestro silencio al hábito de estos trances. Hace
muchos años, muchos lustros, muchos siglos, que sólo nos dedicamos a
«desconquistar». En verdad, no tenemos colonias. Y he aquí que de pronto, cuando
nada lo hacía suponer, cuando nadie lo esperaba, ¡zas!, una conquista, y nada menos
que en el Sahara, que es donde está el Cabo Juby. Según el parte oficial, nuestras
tropas, poseídas de patriótica exaltación, desembarcaron sin novedad y procedieron a
ocupar aquel trozo africano con las precauciones obligadas en un acto de esta
naturaleza. Pero no fueron hostilizadas por nadie. El Sahara estaba desierto.
Esto llenó de legítima satisfacción al elemento oficial y a nosotros que somos
enemigos de la efusión de sangre. El Sahara, mudo, quieto, estéril, ardoroso, se dejó
clavar en el Cabo Juby la gloriosa enseña española, seguramente muy orgulloso de
entrar a formar parte de una nación civilizada, cosa que no se atrevieron a soñar
jamás las inquietas arenas de su planicie.
Y así fue como se ensanchó España nuevamente, dando comienzo al desquite de
la pérdida total de América.
El Estado, celoso siempre de su buena administración, no dejará pasar mucho
tiempo sin nombrar un gobernador civil y demás personal necesario para la nueva
colonia, todo él con sueldos de Ultramar y residencia en Madrid mientras no haya
súbditos a quienes llevar la felicidad en aquel lugar del Sahara.
Algunos comentaristas se muestran preocupados por los compromisos que la
nueva colonia nos puede acarrear. ¿Cómo podremos atender nosotros con toda la
maternal solicitud que debe mostrar una metrópoli, los intereses y necesidades de
aquella comarca? Verdad es que en todo el Cabo Juby no hay ni un solo negro, ni
siquiera un solo pájaro; ni un insecto cuya vida tengamos que defender. Pero aquellas
arenas entre las que se ha hundido el asta de nuestro pendón constituyen ya un trozo
de nuestra patria. Ahora bien —continúan los comentaristas—, para sostener colonias
hace falta poder naval. ¿Tenemos poder naval? No tenemos poder naval. Entonces…
Nos permitimos interrumpir a los pesimistas. Ciertamente no tenemos una gran
escuadra y aun los pocos buques de que disponemos más bien están destinados a la
cría del substancioso mejillón en sus cascos inmóviles en nuestros puertos. Pero no
debemos olvidar que acaba de llegar a Las Palmas el Isaac Peral, el primer
submarino que poseemos, remitido desde Norte América donde lo compramos con
nuestros buenos billetes. Nuestras costas poseen, por lo tanto, un fiero mastín que las
guarde. Hinquemos rodilla en tierra y elevemos los brazos al cielo en acción de
gracias por el feliz alumbramiento del sumergible.
Bien merece el suceso que nos detengamos a narrar sus particularidades, para
ilustrar con datos históricos la importante efemérides.
Lo primero que aquel día hicieron los periodistas al visitar al ministro de Marina
fue indagar si el Isaac Peral, unidad de la armada española, traía averías. Sí; el Isaac
Peral, según es costumbre en los barcos de guerra, traía averías; por fortuna, eran de

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poca importancia. Se tuvo muy buen cuidado de aclarar por parte de las autoridades,
que el submarino había llegado «por su pie». Esta aseveración tropezó al principio
con la incredulidad de las gentes. Hizo falta que el ministro declarase
terminantemente que el submarino funcionaba, y que si había aceptado el remolque
del vapor Claudio López había sido por razones especialísimas. El submarino venía
moviendo sus hélices, gozando de la frescura del mar con mayor voluptuosidad que
una merluza. El Claudio López le alargó un cabo, muy consideradamente:
—Haga el favor vuesamerced, señor submarino, de agarrarse ahí.
—No —rugió el submarino con dignidad—. Yo no puedo agarrarme a la cuerda
que me arrojen por la popa de un vapor. Yo no soy una chalana. Yo soy un tiburón.
—Tenga la bondad de aceptar el cabo —insistió finamente el Claudio López—.
Nuestra intención es, no la de auxiliar, sino la de servir. Vuesamerced irá muy
cómodamente asido a este calabrote.
El Isaac, con las válvulas estropeadas, se obstinó en marchar por cuenta propia.
Pasaron unos minutos. El Claudio López volvió a intervenir.
—¡Válgame Dios! Vuesamerced no se da cuenta de que el gasto de bencina que
está haciendo dejará honda huella en los presupuestos de la Marina. Si vuesamerced
insiste en hacer el tiburón, la ruina de la patria está próxima. Agárrese a la cuerda;
hágalo por patriotismo.
Y por patriotismo, por ahorrar a la nación española cuatro o cinco bidones de
bencina, el Isaac Peral aceptó el cabo, según nos comunicó el ministro.
Con esta arma de combate, España y sus colonias pueden considerarse bien
guardadas. Hay por ahí quien toma a risa esto de que no tengamos todavía más que
un submarino para un litoral tan extenso, cuando las demás naciones cuentan sus
sumergibles por docenas y hasta por centenares. A nuestro parecer eso no entraña
ningún riesgo. Ya hemos explicado alguna vez cómo con un solo submarino puede
estar defendida España mejor que con un millar; todo depende de que no se sepa
exactamente el lugar en que opera. Esto, además, hará que el sumergible esté mejor
atendido, mejor cuidado, tenga el mimo y cuente con el entusiasmo de toda la nación.
Será tan agasajado y querido como un hijo único. El día que tropiece con una piedra
desconocida, de esas que las hostiles divinidades marinas hacen surgir
inesperadamente bajo las quillas de los buques de guerra, todo el país sentirá el golpe
en el corazón. No habrá villa costeña, por humilde que sea, en la que el casino no
haga un esfuerzo para obsequiar con un baile a la tripulación del submarino cuando
tenga la dicha de recibir su visita misteriosa.
Y en cuanto a la bencina… que gaste la que quiera, ¡qué diablo! El pueblo
español no puede poner coto a las necesidades de su único submarino. Si hace falta,
llegaremos a prescindir de nuestros mecheros automáticos para que no escasee el
combustible en las máquinas de nuestro amado y terrible tiburón mecánico.

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MEDITACIONES SOBRE EL «JUANITO»

Un diputado maurista ha hecho en las Cortes varias denuncias a propósito de


cuestiones de Instrucción. En una de ellas indignóse contra un profesor que hace diez
y seis años que no aparece por las aulas; en otra zahirió a un catedrático, autor de una
Historia de España en ocho tomos, en la que trata sucesos sintetizados en estos
epígrafes: Noche de bodas de Pedro II de Aragón, El estreno de «Electro», El crimen
de la calle de Fuencarral…
No es posible conocer sin extrañeza la actitud de ese diputado. Todas sus
acusaciones no resisten el más somero de los análisis. ¿Qué es lo que le autoriza a
censurar que un catedrático no asista a la cátedra?… Lo extraordinario, lo absurdo,
seria que otra cosa hubiese ocurrido. ¿Dónde suele ver el señor diputado y todo el
mundo a los catedráticos? En el Senado y en el Congreso, entregados a la política. A
las aulas van los auxiliares. Hay en el mundo —no es posible negarlo— naciones
atrasadas donde el que se dedica a enseñar se pasa la vida estudiando y los médicos
se consagran a curar males y los boticarios a hacer menjurjes. Pero esto debe de ser
terriblemente aburrido. En España, no. En España, un señor que obtiene su título de
médico puede llegar a ser ministro de Marina, y es notorio que casi todos los
gobernadores civiles son militares. Nunca sabemos a qué incongruentes destinos
pueden llevarnos nuestras profesiones iniciales, y en esta voluptuosa duda, nuestra
felicidad es mayor. ¿Sabe el maurismo si ese catedrático a quien denuncia tiene
aficiones políticas? ¿Sabe, siquiera, si esos diez y seis años de aparente holganza los
consumió en trabajar un distrito o en inventar un nuevo modelo de encendedores
automáticos?… No lo sabe, ¿verdad?… Pues, ¿entonces?…
En cuanto al otro catedrático que incluyó en su obra los asuntos de que hemos
hecho mención, habría mucho que hablar. Desde luego, no se puede negar la
importancia de la noche de bodas de don Pedro de Aragón, y nos extraña mucho que
un monárquico maurista incurra en esta irreverencia. Precisamente, en la noche de
bodas de un soberano y en sus consecuencias ulteriores, es donde se asienta la
monarquía. Atrévase el maurismo a suprimir las noches de bodas de los monarcas, y
el sistema hereditario se derrumbará desdichadamente, y los reyes constitucionales no
tendrán nada que hacer y languidecerán en el hastío.
Aún añadiremos más. Aún añadiremos que el autor de esa Historia, al llegar a la
época presente, hizo muy bien en ocuparse en el estreno de Electro y en el crimen de
la calle de Fuencarral. Estos dos tremendos delitos tienen cabida en la Historia que, al
fin y al cabo, no viene a ser más que una edición monumental de Los Sucesos. Es
verdad que el ya difunto señor Varela no mató tanta gente como Ricardo Corazón de
León, pero esto puede ser culpa de la misma época. Si el señor Varela, en vez de vivir
en la calle de Fuencarral en mil ochocientos y pico, vive cuando las predicaciones de
la Cruzada, pudiera haber sido un templario respetabilísimo.

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Acaso, también, haya que apreciar en esta conducta del autor de la obra un móvil
patriótico. Si no hablase de la catástrofe del Machichaco y del galdosiano esperpento,
¿de qué iba a hablar?… ¿De la pérdida de las colonias? ¿De la mediatización de
España? ¿De la pobreza nacional?… Esto nos llenaría de oprobio ante las
generaciones futuras. Tan radical es nuestra opinión en esta materia que, por decoro
ante los hombres venideros, creemos que los historiadores deberían pasar por alto
todo lo que nos está ocurriendo de unas cuantas décadas a la fecha y, siguiendo esa
feliz idea del autor del libro que comentamos, sintetizar en unas líneas que podrían
decir, por ejemplo:
«Subió al trono don Fulano de Tal, durante cuyo reinado fue atropellada una
señora por un automóvil en la calle de Cual. Sucedió a este monarca su hijo don
Zutano…»

Otro político, el director general de Primera Enseñanza, señor Rivas Mateos, se


ocupó también en la misma cuestión y declaró la guerra .á los malos libros de texto
que divulgan tonterías y errores entre los alumnos de las escuelas elementales. El
señor Rivas Mateos no ha pensado, seguramente, en los grandes perjuicios que puede
producir.
Hay en España muchísimos señores que se han enriquecido en el negocio de esos
libros y otros que se están enriqueciendo y varios que se preparan a enriquecerse. La
patria los tiene a todos en un injusto olvido. Se habla de Cervantes, pero nunca se cita
al autor del Juanito ni al de Flora. No obstante, estos hombres tan desconocidos
como ilustres han difundido el bien entre la humanidad, imprimiendo en los tiernos
espíritus de los escolares el ejemplo luminoso de aquel Juanito que no podía comer
una fruta sin que su terrible preceptor le explicase las plantaciones al tresbolillo, y de
aquella Flora condenada a no merendar nunca al aire libre, porque en cuanto salía a la
calle con su pan y su queso venía un pobre y se lo tenía que dar. ¡Oh, cuánta
confortación han traído esos dos infantiles personajes a nuestro ánimo! ¡Cómo nos
han enseñado a sobrellevar las contrariedades de la existencia en aquella edad en que
casi nunca le dejan a uno hacer lo que le da la gana!… Cuando nos acosaba alguna
pena, cuando nuestros padres se resistían a comprarnos y traernos a casa el
regimiento de caballería que pasaba ante nuestro balcón, de regreso de una parada;
cuando la sirviente se negaba a dejarse arrancar más de un puñado de pelos, sin
alcanzar a reducirla nuestras promesas de darle después los del gato que habíamos
arrancado ya, entonces, tras de llorar un par de horas y de revolearnos en el suelo,
eligiendo los más sucios lugares que eran los preferidos por nuestra tribulación, nos
asaltaba el recuerdo de Juanito y comprendíamos que nuestra desdicha, con ser tan
grande, era risible comparada con su tremenda tortura. ¡Aquel abominable papá de
Juanito!… Por la mañana, temprano, le despertaba:
—Juanito —le decía—, hay un hermoso sol. Debes levantarte.

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Y mientras la criatura se ponía los calcetines, el padre, sentándose en la cama aún
caliente, comenzaba a decir:
—El sol es un astro que está a muchos millones de leguas de distancia. Es el
centro de nuestro sistema planetario…
Juanito quería correr. Su padre le detenía.
—¿Por qué corres? Al correr desarrollas calor. ¿Sabes lo que es el calórico?
Juanito no sabía lo que era el calórico. Entonces su padre se lo explicaba
largamente. Juanito, a veces, temeroso de provocar nuevas lecciones, se estaba quieto
en un rincón de su casa. El padre daba vueltas, malhumorado por no encontrar el
pretexto para fastidiarle.
—¿Qué tienes, Juanito?
—Nada.
El padre daba unos pasos más. Insistía:
—Acaso en tu excursión vesperal los rayos solares cayendo perpendicularmente
sobre tu cuerpo te habrán producido coriza.
Juanito aseguraba que no, lleno de miedo porque muchas de aquellas palabras le
olían a explicación subsiguiente y prolija. El padre intentaba un golpe decisivo:
—¿Cómo tienes las trompas de Eustaquio?
Juanito debía decir que no sabía lo que era tal cosa. Pero Juanito mayaba:
—Bien; las trompas de Eustaquio están magníficas.
Entonces, después de diez minutos de silencio, se detenía el padre resueltamente
y afirmaba:
—Juanito, hijo mío, juraría que estás pensando en la máquina pneumática.
—¡Oh —protestaba el niño—, estoy bien lejos de ello!
La frente paterna se arrugaba.
—¿Estás seguro?
—Me parece estar seguro —decía más tímidamente el pequeñuelo.
El padre lo asía por un brazo y le daba un pellizco. Al instante, Juanito declaraba
que, en efecto, la máquina pneumática le tenía obsesionado, y que su mayor felicidad
sería conocer lo que era aquello, y que estaba respetuosamente admirado de la
perspicacia de su sabio progenitor. Su sabio progenitor respiraba satisfecho y
comenzaba:
—El aire, querido hijo mío, es necesario para la vida…
Y terminaba, como siempre:
—Alabemos al Supremo Hacedor que permite que el hombre levante poco a
poco, auxiliado por la ciencia, el velo que encubre tantas maravillas.
¡Pobre Juanito, le hemos compadecido mucho! ¿Qué fue de él? Le dejamos
salvando a un perro tiñoso que la crueldad de unos chiquillos había arrojado al agua,
y ya no volvimos a saber de su suerte. Ni en la vida ni en los abundantes libros que
hemos leído después de aquél, hemos encontrado su rastro. Acaso murió por salvar a
otro can de piel apolillada; acaso lo mató —harto de sufrirle— aquel niño malo a

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quien siempre se obstinaba en corregir. Acaso, sencillamente, le asesinó el linfatismo
y el tedio al lado de su amante padre. Descanse en paz. Nunca creímos que con tal
existencia pudiese llegar a viejo.
De esta honda impresión que nos ha causado el Juanito se deduce su belleza y su
intensidad. No es fácil escribir un libro de lecturas para la infancia. Muchos creen que
para esto basta con que el autor carezca absolutamente de talento. Es un error. Hay en
el mundo muchísimos tontos incapaces de producir esa clase de obras. Un tonto
vulgar, un tonto que no rebase el nivel corriente de la tontería, no podrá nunca dar a
luz un tomo de esa especie; hace falta ser un genio de lo ñoño, penetrar en los más
profundos abismos de la pesadez, saber extraer la preciosa esencia del más idiota de
los aburrimientos, y verterla en unas cuantas páginas.
Los libros de lecturas infantiles son un dique providencial opuesto a la audacia de
los hombres. Todo el mundo sabe que la Naturaleza se defiende de mil maneras
contra los atrevimientos del humano saber. Si no hiciese esto, sus secretos serían bien
pronto violados. Los libros de lectura de las escuelas son su arma principal y
eficacísima. El cerebro mejor dispuesto, después de varios repasos a Las tardes de
Manolito, El Niño bueno o El preceptor de Pepito, queda inservible para todo lo que
no sea el servicio del Estado en las oficinas públicas. Manolito, Pepito y Florita son,
en estas páginas, encarnaciones de lo imbécil. Si una subsiguiente educación no
acudiese a manera de contraveneno espiritual, el mundo, lleno de esos seres, se haría
insoportable.
Debía organizarse una Liga que protegiese a los chiquillos contra tales lecturas.
Verdaderamente, el niño está muy abandonado. Los ideales educativos en España
tienen dos preferentes orientaciones: vestir a los pequeñuelos de boyeros americanos
para que recojan mondas de naranja por las calles y llevar a los de las escuelas
públicas ante las estatuas de los hombres célebres cuando se conmemora un
centenario. Don Miguel de Cervantes vio con gran sorpresa, no hace mucho tiempo,
ocho mil chiquillos reunidos ante su monumento. Don Cristóbal Colón no fue más
feliz. Todos los arrapiezos de las escuelas municipales, con ocasión de la Fiesta de la
Raza, fueron a visitarle, hace meses.
—¡Bien flacos estáis, así Dios me salve, pequeños fragmentos de la raza! —gruñó
el descubridor desde lo alto.
Nosotros hemos meditado acerca de esta costumbre que hace salir
procesionalmente a los escolares en cuanto se trata de festejar alguna efemérides y la
encontramos recomendable y útil. Lo que más hondamente queda grabado en la
memoria de un chiquillo es un día de asueto. Así recordando los días que no fueron a
clase ni tuvieron que aprender la lección en gracia a un glorioso aniversario, se
pueden ir formando una idea formidable de lo que fue la grandeza de España. Es
seguro que no se les olvida nunca. Pueden decir:
—Tal fue el poderío de mi patria que nunca fui a la escuela dos días seguidos.
El instante de mayor emoción para las criaturas es aquel en que lanzan los

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ramilletes de que van provistos hacia la estatua. Al pie de ella suele estar el alcalde.
Nuestra personal observación nos permite asegurar que muchos de los ramos pasan
excesivamente próximos a su sombrero de copa; pero esto no significa otra cosa que
un homenaje que le rinden algunos arrapiezos prematuramente poseídos de la
veneración que debe inspirar siempre la primera autoridad de un municipio.

Las citas que de algunos libros de texto hizo el director general de Primera
Enseñanza, merecen difusión. En un tratado de urbanidad de los rechazados por el
señor Rivas Mateos, figuraba el consejo siguiente:

Debes lavarte los pies


cada dos meses o tres.

En otro libro, que es una Agricultura elemental, se afirma que el buey es útil al
hombre por su trabajo, por su carne y por su leche.
En una Historia Natural se dice:
«Entre los insectos perjudiciales figura el ratón…»
Todo esto parece escrito por aquel personaje de Mark Twain que, encargado de
redactar una revista de agricultura sin saber una sola palabra del asunto, aconsejaba
entre otras cosas que no se arrancasen los nabos violentamente, porque esto les
afectaba mucho, siendo preferible agitar el árbol hasta que se desprendiesen y
cayesen al suelo.
No cabe duda, sin embargo, de que si prospera la medida del director general de
Primera Enseñanza, se cohíbe la fantasía de los chiquillos. Sus esfuerzos para
imaginar el ordeñamiento de un buey, para establecer el parentesco entre una pulga y
un ratón, y para coordinar las prácticas corteses con el disfrute de unos pies que no
gozan del contacto del agua más que cuatro veces por año, deben de constituir una
provechosa gimnasia mental.
Se ha comprobado que los maestros recomendaban especialmente esos libros a
sus alumnos, y se asegura que lo hacían por cobrar el tanto por ciento que, en
concepto de comisión, les concedían los editores. No negaremos que alguno
incurriese por codicia en el pecado, pero afirmamos que la mayoría obraba
inocentemente, víctima de su ignorancia. ¡Hay tantas cosas que no puede conocer un
maestro! El sueldo de quince duros no permite la posesión de una amplia sabiduría.
Nosotros hemos gozado de la amistad de un pedagogo que, a través de su experiencia
personal, definía de esta suerte al gallo:
—El gallo es un animal que cacarea. El hombre le debe gratitud porque con sus
furiosos picotazos obliga a las gallinas a soltar unos bultos que lleva en su interior
denominados huevos y que suelen comer los enfermos pudientes. Tales aves segregan
también un producto al que se llama «menudillos», que es muy solicitado. En la fiesta

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de Navidad es costumbre entre los poderosos devorar un gallo entero. Las plumas son
útiles a la humanidad para limpiar los tubos de las pipas cuando la nicotina los
obstruye…

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JERUSALÉN LIBERTADA

El oficial inglés Mr. J. W. Thompson recibe un tiro frente a las murallas de


Jerusalén. Por primera vez en su vida hace una pirueta de escasa corrección y muere.
El alma de Mr. J. W. Thompson, en cuanto se advierte libre, emprende sin
vacilaciones el camino del cielo. Va doblemente satisfecho el digno oficial por la
conquista de los Santos Lugares y porque aquel día se ha afeitado. No es más
orgulloso que cualquier otro inglés; pero comprende que su entrada en el Paraíso,
precisamente el mismo día en que ha sido tomada Jerusalén, ha de producir cierta
expectación de curiosidad y ha de mover hacia él la simpatía de todos los Santos. Mr.
J. W. Thompson reconoce que ha tenido gran suerte en fallecer en aquellos instantes.
Ante las puertas de la Gloria, el oficial se detiene, un poco extrañado: no hay
colgaduras ni suenan bandas de trompetas. Una sospecha nace en el espíritu del
héroe. Aventura medio cuerpo, se lleva una mano a la sien derecha e indaga:
—¿Hay permiso?
Detrás de una mesa, con sus bien conocidas antiparras, encorvado ante un
gigantesco libro-registro, San Pedro asiente, posando apenas en el recién llegado esa
misma rápida mirada con que juzgan a los visitantes los jefes de portería de los
ministerios y los secretarios de grandes personajes políticos. Por encima del librote,
la pálida y santa mano señala un asiento al oficial. El oficial descansa en él.
—Soy J. W. Thompson, de la infantería inglesa.
San Pedro inquiere:
—¿Recuerda la fecha del bautizo?
—He sido presentado oficialmente al Todopoderoso el 20 de Junio de 1886.
Y mientras el Apóstol hojea el libro, mojándose el índice y el pulgar
calmosamente, el inglés se va afirmando, ante aquella indiferente conducta, en su
sospecha de que aún no conocen en el Cielo la noticia de que los Santos Lugares han
sido conquistados por las tropas británicas. Sonríe maliciosamente, da una vuelta a la
gorra entre sus manos, y dice:
—Me mataron hoy; hace unos momentos.
El Santo parece no conceder importancia al detalle, como si estuviese muy
acostumbrado a que todo el mundo llegase allí recién muerto. Mr. Thompson agrega:
—Fue en las cercanías de Jerusalén.
Y espía el gesto del Apóstol. El Apóstol insiste en hacer girar las hojas, Mr.
Thompson, un poco escandalizado, comenta:
—¿Es posible que no se conozca aquí la gran noticia de la toma de Jerusalén?
San Pedro hinca su índice en el lugar de una página donde lee, y murmura:
—Pero… ¿también se han batido en Jerusalén?
—¡Oh! —le tranquiliza el recién llegado—, no fue en Jerusalén, sino en sus
alrededores donde ha corrido a torrentes la sangre del infiel… Hemos sabido llevar la

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cuestión con un gran respeto a la Divinidad. Nos hemos matado fuera del recinto de
la plaza. Aseguro que nunca otros cristianos han puesto más fervoroso entusiasmo en
la obra. Muchas cabezas turcas han reventado como castañas en el fuego y nuestros
cañones hacían llover sobre ellas la muerte. Después, el general Allenby entró a
caballo en la ciudad. Fue muy emocionante todo aquello.
San Pedro, oculto el rostro entre las manos, gime:
—¡Señor, Señor! ¿Hasta cuándo va a durar esta terrible locura de los humanos?
¿Cómo no haces descender de nuevo el agua del diluvio o las llamas que abrasaron a
las ciudades malditas?
Mister Thompson le contempla con ojos atónitos:
—Por mi fe que es una tribulación/singular-o esta que presencio. Me parece que
bastante motivo de regocijo existe en que nos hayamos apoderado triunfalmente del
Santo Sepulcro, barriendo a metrallazos a los otros hombres que vivían en sus
proximidades…
—¡Calle usted, hombre, calle usted! Pequeño disgusto hemos tenido aquí arriba
cuando las Cruzadas! ¡Tantos hombres muertos a manos de los hombres! ¡Tantos
crímenes…! Ahora creíamos, en vista de que durante muchos siglos, a pesar de su
creciente pujanza, no se ocupaban las naciones cristianas en ese empeño, que el
nombre de Dios no seguiría sirviendo, de pretexto para matanzas fratricidas… Y he
aquí que revive la terrible historia.
El oficial, incrédulo:
—Pero ¿me asegura usted que Nuestro Señor no tenía un señalado interés en que
los Santos Lugares estuviesen en poder de Francia?
—Naturalmente.
El oficial, más incrédulo:
—¿Ni de Inglaterra?
—Ni de Inglaterra.
Mister J. W. Thompson recobra un aire de dignidad.
—Allí abajo le creíamos muy afligido. En Londres se ha solemnizado el
acontecimiento con una pompa singularmente excepcional. Fue echado al vuelo el
juego de campanas de la catedral de Westrainster.
—¡Ah!
—Y ha sonado el bordón de San Pablo.
El Apóstol, con ese aire de candidez peculiar a los justos y a los niños:
—¿El bordón también?
—También. Y Su Majestad el Rey Jorge ha dirigido a nuestro general un
telegrama digno de la conquista. Dice: «El triunfo es el resultado de los combates
progresivos que habéis sostenido paso a paso, y de la excelente organización, que os
ha permitido vencer las dificultades de abastecimiento y transporte de aguas.» La
clarividencia que revela este despacho nos ha llenado de asombro. Es maravilloso que
a tanta distancia del lugar de la lucha haya quien pueda percatarse de que sin agua, ni

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comida, ni municiones, ni organización, ni combates progresivos, no hubiésemos
podido acercarnos a Jerusalén. Y sin embargo, lo han adivinado. El cielo debe estar
satisfecho de que nosotros hayamos despanzurrado unos miles de turcos en su
servicio. Nosotros, además, sabremos alentar el turismo debidamente y fundaremos
hoteles de verdadera importancia. Los Santos Lugares van a estar mejor servidos que
nunca.
El Apóstol ha tornado a su gesto de compunción.
Mr. J. W. Thompson se decide a exclamar, un poco molesto:
—Y aunque todo eso no representase otra cosa que un triunfo de las armas
aliadas, ya era cosa de que el júbilo estallase en estas alturas, porque Dios está a
nuestro lado.
San Pedro sufre entonces uno de esos ataques de cólera que alguna vez aparecen
en la historia de su santa vida terrena.
Su mano bate el libro abierto sobre la mesa:
—¡Que todos los días haya de oír la misma blasfemia! Cada país de los que se
dedican a asolar al adversario supone que Dios está con sus cañones y sus fusiles y
sus «limpiadores de trincheras», guiando las balas para que cumplan con eficacia su
fin mortal… No creo que se pueda llegar más allá en la locura. El alemán que entró
ayer en la Gloria sostenía también igual monstruosa idea… Hemos discutido dos
horas y no le convencí…
Pero Mr. J. W. Thompson se levanta de su silla e interrumpe a su interlocutor:
—¿Dice usted que ha entrado un alemán en la Gloria?
—Sí.
Mr. J. W. Thompson frunce el ceño:
—De modo que aquí admiten ustedes alemanes.
—Ciertamente.
Mr. J. W. Thompson hace entonces una fría reverencia:
—En ese caso, señor, un súbdito inglés no puede ser cliente del Cielo. Me voy.
Tengo el honor de notificarle a usted que el Paraíso queda incluido desde este instante
en la Lista Negra.

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GACETILLA POLÍTICA

Los periodistas invocan muchas veces en sus informaciones la opinión de los


«círculos políticos». El lector se habrá preguntado qué es un círculo político. Nada
más mudable e indefinible. En ocasiones, el círculo político es el propio periodista;
otras veces es su tertulia del café; muy frecuentemente es el salón de conferencias del
Congreso.
A pesar de la importancia de su nombre, este salón no pasa de ser el mentidero de
unas cuantas personas de modesta significación: periodistas de categorías
intermedias, candidatos a Gobiernos civiles, ex diputados incoloros… Lo más
interesante del salón de conferencias es la blandura de las butacas, propicia al sueño.
Pero tampoco se puede dormir. Los comentaristas gritan demasiado, tosen demasiado,
carraspean demasiado. Cuando alguno de ellos, siempre enfurecido, acierta a dar con
un salivazo en una de las patas de la mesa central, la mesa se desliza unos centímetros
sobre el suelo. Esta terrible e inútil violencia predomina en todo. En el salón de
conferencias ningún secreto de la politica nacional o exterior es desconocido. Se
comenta, se explica y se desentraña hasta aquello que no ocurrió jamás. Cada día
podría hacerse un artículo de interesantes eutrapelias con las conversaciones del
salón. A veces pueden ser oídas también en estas tertulias referencias trascendentales.
Nosotros creemos poder contar algo de importancia innegable. Nunca hemos sabido
ser reporteros; tenemos una excesiva timidez que nos impide perseguir la noticia y un
exagerado candor para creerlas todas, especialmente si se refieren a la política. En
política tomamos como artículo de fe la más disparatada creación del más fantástico
de los embusteros.
Pero aun sin entender gran cosa de estos achaques, comprendemos que en España
la política va mejorando y el instinto de ciudadanía tan necesario, se desarrolla de una
manera innegable. Hay algo esencial en la vida de las naciones: la comprensión y el
ejercicio de los derechos. Antes parecía que esta condición era exclusiva de los
hombres de las izquierdas. Hoy son los mismos aristócratas, los personajes, gentes
que están en la cima de los honores y del dinero, los que se preocupan de conocer sus
prerrogativas ciudadanas y de ejercitarlas también.
He aquí el caso del marqués de Barzanallana, que bien merece ser recordado por
lo que tiene de ejemplar.
El señor marqués de Barzanallana caminaba en Madrid por la calle de Cádiz. El
señor marqués tuvo necesidad de sacar dinero del bolsillo, y en este momento una
peseta se escurrió entre sus dedos y se deslizó rodando sobre el asfalto.
El marqués dio primero unos pasos, luego otros más precipitados y, como la
peseta hubiese adquirido una velocidad harto extraña en una moneda sin
entrenamiento, hecha a la templada molicie de los bolsillos, el señor marqués
concluyó por emprender una veloz carrera tras los cuatro reales.

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Corría dignamente, como corresponde a un prócer, pero corría.
He aquí que la moneda, cuando ya le iba a los alcances su amo, descubre un
sumidero, se aproxima, da un saltito y desaparece en el agujero negro y sucio.
Nuestros lectores comprenderán que este momento fue de dura prueba para el
marqués. Quedó el hombre meditabundo y pensó que él estaba asistido de un derecho
y que no merecería llamarse vecino de Madrid si no lo ejercía. Inmediatamente se
trasladó a la Jefatura de Alcantarillas.
—Muy buenas.
—Muy buenas.
—Soy el marqués de Barzanallana. Acaba de caerse una peseta de mi propiedad
en la alcantarilla de la calle de Cádiz. Necesito, en uso de mi derecho, que se la
busque y que me sea devuelta.
El funcionario con quien dialogaba reconoció que tenía razón. Urgentemente dio
todas las órdenes precisas. Pocos minutos después salían de la Jefatura correctamente
formados los poceros bastantes para constituir una brigada, el jefe de la brigada, un
empleado de la oficina, material, picos, azadas, impermeables, linternas, cuerdas,
botas altas… Llegan a la calle de Cádiz, se distribuyen las funciones, levantan losas,
pican el asfalto, abren una trinchera, interceptan el tránsito, se abisman en el
hediondo antro, encienden luces, buscan, persiguen, indagan. No está la peseta. Hace
falta abrir más, destruir más, profundizar más. Se telefonea a la Jefatura. Sale una
segunda brigada; más poceros, más, material… Parecía el envío de, refuerzos a un
frente. Nuevas gestiones. Persevera el fracaso. Fue preciso instalar focos de arco
voltaico; fue preciso armar tiendas de campaña para que los obreros pernoctasen en
sus relevos… Y la peseta sin aparecer.
Al tercer día, cuando la Jefatura había agotado sus hombres y sus recursos y
varios poceros estaban extenuados por la fatiga y se pensaba ya en pedir socorro al
cuerpo de Ingenieros militares, la peseta es encontrada. Ennegrecida, depauperada,
pero conservando su valor de cuatro reales. Triunfalmente fue llevada a la Jefatura: El
ejército de hombres repasó la calle y retornó en formación un poco menos correcta
porque las piernas estaban cansadas y los uniformes manchados de una materia que
no se puede citar.
El marqués iba todas las mañanas a enterarse del éxito de las gestiones. Aquella
vez le entregaron la peseta envuelta en un papelito y le pidieron un real para un sello
que había de autorizar el documento de petición de auxilios.
El marqués dio un real, perro chico a perro chico, con un gesto de contrariedad, y
marchó murmurando:
—¡Qué caro cuesta recuperar lo que es de uno!
Madrid asistió con jubiló al descubrimiento y reconquista de esta peseta. Se habló
por algún tiempo de conmemorarlo con verbenas y músicas en las calles y, por fin,
parece que se ha constituido una comisión encargada de recaudar fondos para un
monumento conmemorativo. La cosa no es para menos. Si la peseta no hubiese

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aparecido, como el marqués estaba dispuesto a no cejar en su derecho, los poceros
hubieran ido derruyendo Madrid poco a poco. Hoy caería una manzana de casas,
mañana una calle entera, pasado sería un barrio el que quedase reducido a
escombros… Todo el Subsuelo de Madrid habría de ser removido y levantado.
Huirían las gentes por la estepa castellana, llorosas, como ante una guerra: los
microbios de cien pestes saldrían de las abiertas alcantarillas para diezmar a los
habitantes; quedaría un surco de cadáveres por las carreteras; los picos de los poceros
romperían las cañerías del gas; se declararían incendios que alumbrarían tristemente
la labor de las brigadas; todo sería arrasado y demolido. Y en las afueras, en una
tienda de campaña, el marqués de Barzanallana aguardaría el resultado de las
pesquisas, firme en su derecho.
La fortuna quiso que esto pudiese evitarse. El descubrimiento y la reconquista de
esa peseta no costó al Ayuntamiento de Madrid más que mil cuatrocientos treinta
duros, entre jornales uniformes, luces, destrucción y reconstrucción de la calle de
Cádiz. Poco es para lo que pudo haber sido.
Demos gracias al Todopoderoso.

Alguna vez en el Salón de Conferencias del Congreso, del que hablamos al


principio de estos comentarios, se narran intimidades de la política, graves secretos
que se escapan a la Historia y que las, gentes darían cualquier cosa por conocer. Así
supimos nosotros las razones misteriosas que aconsejaron la substitución del primer
comisario de Abastecimientos que hubo en el Reino.
Fue una tarde en que decidimos reposar en el Salón de Conferencias. Haría diez
minutos que estábamos sentados cuando se oyó un ruido como el de una carretilla
que rodase por una calle adoquinada. Era un habitual del Congreso que arrastraba su
butaca hacia la nuestra. Se dejó caer en el asiento, estuvo saltando un poco sobre los
muelles y nos preguntó:
—¿Qué sabe usted de política?
Es la pregunta de ritual. Respondimos perezosamente:
—Nada.
—¿No sabe nada?
—No.
Se acercó más:
—Le puedo proporcionar a usted un éxito periodístico. Deme tabaco. Oiga usted
la verdadera causa de la dimisión del comisario de Abastecimientos, señor Alas
Pumariño.
Observó si alguien que no fuésemos nosotros podía escucharle.
—Recordará usted que esto de la escasez y la carestía de las subsistencias era
algo para lo que no se encontraba solución. Cuando el Gobierno de Dato se decidió a
crear la Comisaría de Abastecimientos, el estado del país era terrible. En varias

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provincias tan sólo comían los dos o tres primeros contribuyentes; la calidad del
carbón producía graves trastornos en las máquinas. Especialmente las locomotoras,
eran las más afectadas. Algunas enloquecieron bajo el nuevo régimen carbonífero.
Dos o tres abandonaron los carriles y siguieron el viaje subiendo montes y
atravesando ríos, sordas a las súplicas de los viajeros y del conductor. Me han
asegurado que entre dos estaciones de Galicia se ha detenido una máquina, presa de
la más extraña manía, y no hay manera de obligarla a ir para adelante ni para atrás
hace dos días. Es una especie de neurastenia.
—Es curioso.
—Es extraordinario. Aún podría contarle veinticinco casos más. Pero prefiero
seguir mi confidencia. Trastornado el país, Dato creó la Comisaria. Y en esto andaba,
cuando se tuvo noticia de que el ilustre político liberal señor Royo Villanova había
inaugurado su cátedra de la Universidad de Zaragoza con una lección acerca de las
subsistencias. ¿Leyó usted el extracto de los periódicos?
—No leí el extracto.
—Por fortuna, yo sé lo que ocurrió. El señor Royo habló delante de una numerosa
concurrencia, porque el tema del discurso se había hecho notorio. La gente supuso
que se trataría de una divagación más. Pero, no: el señor Royo llevaba la idea
salvadora, tan sencilla como la del huevo de Colón: no comer. Es decir, comer muy
poquito, casi nada, una pequeñez, una migajita… Los párrafos en que combatió la
gula fueron excepcionales. El señor Villanova comprendió que no bastaba la teoría,
con ser genial, sino que era preciso ofrecer un ejemplo. Y el ejemplo fue él mismo. El
señor Royo, en un momento emocionante que nunca podrán olvidar los que lo
vivieron, declaró:
»—Aquí donde me veis, llevo cuatro: días comiendo medio kilo de pan y docena
y media de higos cada veinticuatro horas.
»Hubo un rumor de admiración. Algunas señoras sollozaron.
»—Pero no me compadezcáis —añadió—; esos alimentos bastan para producir en
mi organismo 2.584 calorías…
»Otro rumor prolongado. Un cesante incrédulo gritó:
»—¡Que las enseñe!
»—Con esas calorías —siguió el señor Royo— tuve sobrado vigor para el trabajo
y una salud admirable. Y ¿sabéis cuánto había gastado en mis refacciones…?
Treinta…y cinco céntimos diarios; veinticinco en el pan y diez en los higos.
»Terminada la conferencia, los presentes fueron desfilando cerca del señor Royo
para felicitarle y palparle a la vez, con objeto de convencerse de que aún tenía carne
sobre los huesos.
»Cuando supo lo ocurrido en Zaragoza el señor Dato mandó llamar al señor Alas
Pumariño, y, ya en su despacho, le dijo:
»—¿Se enteró usted de lo que hizo Royo Villanova?
»—Sí, señor.

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»—¿Sabe usted que vivió cuatro días con medio kilo de pan y dieciocho higos?
»—Sí, señor.
»—Comprenderá usted que no podemos dejarle a un liberal la gloria de haber
resuelto la cuestión de las subsistencias desde la oposición. Sería la crisis; sería la
caída del partido. Usted tiene que hacer algo más sensacional, como comisario. ¿Es
usted capaz de vivir con diez higos diarios?
»—No, señor.
»—¿Y con doce?
»Alas Pumariño suspiró:
»—Tampoco.
»—¿Ni siquiera con diecisiete…? Coma usted un higo menos que Royo Villanova
y estamos salvados.
»Alas Pumariño dejó caer los brazos:
»—¡No puedo, no podré jamás!
»Cuando el señor Alas salió del despacho del señor Dato ya no era comisario de
Abastecimientos. Tal es —terminó nuestro interlocutor— la verdad, que puede usted
referir a los españoles.»

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VISIONES DE MADRID

El cocido

Una persona medianamente observadora puede juzgar a las demás, sin temor a
grandes equivocaciones, tan sólo por saber lo que come. «Dime lo que comes —debe
afirmarse— y te diré quién eres.» Fijaos en cuáles son los platos favoritos en las
distintas naciones, en las distintas comarcas, y veréis como tienen una relación
íntima, un influjo positivo en la psicología de sus habitantes.
El gazpacho andaluz, por ejemplo, es de una frivolidad extraordinaria; ese plato
en el que hay trozos de tomate crudo y trozos de pan flotando en agua fría, basta para
ser sintomático. Una persona que se dedique a engullir tales substancias, ha de tener
forzosamente un gran optimismo y una gran jovialidad. El arroz valenciano señala
otros temperamentos. El arroz es un alimento fuerte. Ingerido en grandes cantidades
llega a producir ardores de estómago. Un hombre que tenga ardores de estómago es
reconcentrado, hosco, vengativo. El andaluz al acabar de comer su gazpacho, se
advierte ágil, ligero; siente también la vaga ansia de tener dinero para insalivar algo
más substancioso. Entonces se hace torero. El valenciano cuando está sufriendo las
consecuencias de veinte o treinta años de digestión de arroz, es temible; una leve
cuestión con la mujer, con el amigo, con el vecino que le ha disputado un riego, basta
para que le ponga las tripas al sol. Es un hecho probado que todos los complicados en
los sucesos de Alcira y Cullera, eran grandes comedores de arroz.
El caldo gallego es socarrón. A primera vista no es más que un conjunto de
hortalizas cocidas; pero, entre ellas, de improviso, hallaréis un trozo de carne de
cerdo; además en la cocción, una porción de substancias gratas —carnes y untos y
embutidos— se han diluido en él. El caldo gallego es como un abad campesino,
gordo y luciente, reventando salud, lleno de sorna, que tiene una olla repleta de
monedas, escondida a la codicia de los ladrones, y que se envuelve en una sotana
cubierta de manchas y en un sombrero impermeabilizado por la grasa, y que calza
zuecos. Cuando cabalga por los caminos, su yegua peluda y parda mueve a reír. Pero
bajo la, sotana sucia, hay una panza toda llena de bienestar y la yegua anda leguas y
leguas sin gallardía, pero sin cansancio y sin piruetas peligrosas.
En las ristras de butifarra catalana cualquiera puede apreciar el símbolo de la
Solidaridad.
Castilla, Madrid, tiene el cocido. Algunos aduladores han llamado al cocido plato
nacional. El cocido es, sencillamente, una cosa nefasta. A él se debe una enorme parte
de los males que nos aquejan. El cocido, seco, sin jugo, insípido, invariable,
rudimentario, es el esquema del carácter castellano. No se puede pensar que el cocido
sea capaz de crear grandes hombres. Así observaréis que los políticos, los literatos,
las gentes de valía son —aparte un pequeñísimo tanto por ciento— de otras regiones

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donde no se come cocido.
El cocido produce ingenuidad y sencillez: esas mujerucas madrileñas, pálidas,
menudas, son productos del cocido; estos chulillos, holgazanes, de escaso sentido
moral, blandos, vulgares, lo son también. La falta de espiritualidad en Madrid, a eso
se debe. El cocido hace que las gentes invadidas de candidez se detengan en grupos
numerosísimos ante cualquier fruslería, hace que hasta el lenguaje se amanere, que
pueda dar sér y encontrar gracia a expresiones absurdas. El cocido creó a la portera
madrileña, creó la inocente portuguesada de llamar «piso primero principal» a un
cuarto piso, creó al político de cerebro vacío y a las multitudes que creen en sus
teorías, en sus palabrerías, más bien, sin substancia. Cuando en un pueblo devoto del
cocido nace un torero, este torero es Vicente Pastor, pesado y sin gracia.
El cocido es nefasto. Madrid está invadido por él, huele a él. En la calle, en la
casa, en el teatro, el olor vulgar y plebeyo del cocido os acosa y os trastorna. Intentáis
sustraeros a su influjo, pero lucháis vanamente: un día, otro día, otro día, el cocido
aparece ante vosotros en la mesa como una obsesión. Al cabo de unos meses estáis
perdidos ya: el jugo insípido del alimento habitual ha invadido las celdillas del
cerebro. Si sois literatos, escribís cuentos de modistillas y de horteras llenos de un
sentimentalismo cursi; si sois políticos, comenzáis a notar la preponderancia de las
palabras sobre las ideas. Si, sencillamente, sois gente sin ambición, comienza a
gustaros la oficina y la Puerta del Sol.
Un país en que se coman manjares delicados ha de ser un país espiritual: habrá
escritores sutiles, habrá mujeres delgadas, altas, de silueta artística, habrá gracia en la
charla y los ademanes, habrá modistos estupendos y la vida será ligera y grata. Un
país en que se come cocido, va a su ruina: los hombres se llamarán «ninchi» y las
mujeres gastarán mantón. Luego, en una plaza de toros, cuando un torero, harto de
gazpacho, haga rodar una res, el pueblo pensará en comerse al bravo animal con
garbanzos y tocino al día siguiente.

La Bombilla

Confieso que el baile fue siempre una de mis debilidades. Yo he sido un


formidable bailarín, pero de los bailarines trascendentales que danzan con la misma
consecuencia de quien estudia. Creo que tiene más importancia bailar bien que
escribir una novela.
Dentro de los diversos bailes yo tengo —claro está— mis predilecciones; me
fastidia por grotesco el «doble paso» inglés, y me enamora el pasodoble español y el
chotis. ¡Oh, el chotis!… El chotis es lo litúrgico dentro del baile.
Así, cuando un amigo, fervoroso devoto de los Madriles, se ofreció a guiarme en
una tarde de Bombilla, acepté. Mientras nos llevaba el tranvía, iba ponderando él las
excelencias de la modista madrileña.

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—Verá usted qué agudeza y qué gracia «se traen». No hay comparación con
nada… Estas muchachas son, a su manera, de un ingenio, de una espiritualidad…
¡Verá, verá!… Sepa usted también, que la Bombilla es la Universidad Central del
chotis.
Pasamos los arrabales de Madrid, pasamos San Antonio de la Florida, vimos la
sucia y exigua cinta de agua del Manzanares. Los merenderos presuntuosos o
humildes, se alineaban a un lado y otro de la carretera polvorienta. A la derecha la
fronda de la Moncloa, a la izquierda unos montes lejanos donde los olivos ponían su
nota obscura.
—¿Vamos al «Campo de Recreos»?
—Vamos.
Y echamos a andar por las carreras enarenadas del merendero, entre las murallas
de mirto. La multitud hormigueaba en los senderos. Había rostros alegres de
modistas: rostros de criadas, de cocineras, con ese gesto de estupor que pone en ellos
el verse en pleno disfrute de libertad. Los estudiantes y los horteras paseaban,
gritaban, engullían cerveza y patatas fritas. En un amplio salón, las parejas, una masa
compacta de parejas, intentaba bailar.
Mi amigo propuso:
—Primero vamos a «ver juego».
—Muy bien.
Y nos sentamos a beber un «bock». Mi amigo escrutaba en los grupos de
muchachas, guiñaba un ojo, decía un chicoleo al paso de una mujer. Yo, hombre
tímido, lo admiraba. Al fin, me tocó con su codo:
—Fíjese en esa mesa de al lado. Vamos allá.
En la mesa de al lado había dos jóvenes medio envueltas en mantones de
alfombra y una joven relativa que amparaba un flemón con un pañuelo negro; más
que venda —tal era el flemón— el pañuelo parecía hacer las veces de andamio. A mí,
francamente, me intimidaron. Mi amigo me cogió del brazo y me arrastró hacia allí.
Conque va, y se inclina sobre los hombros de las muchachas, y silabeando mucho
las palabras saludó:
—Pero que muy buenas.
Silencio.
—Son ustedes dos señoras que cercenan la «tete».
Silencio.
—¿Se va a poder saber qué vamos a tomar juntos nosotros?
Y la más delgada replicó, sin volverse:
—Horchata.
—Esto es una ironía —dije yo para mí, y tiré de la chaqueta a mi amigo.
Pero mi amigo no se había inmutado. Seguía hablando:
—Las hay que son cálidas. ¿Hacen unas patatitas? ¿Podemos ocupar estas dos
sillas vacías?

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Y la delgada:
—Están comprás…
—Pues mire usted, aunque en cuestiones de dinero soy algo enteco, pujo más.
La señora del flemón mayó.
A mi amigo el maullido le hizo ciertas cosquillas. Miró a la señora.
—No había reparao. Si es que le está saliendo otra cara por ese lado, le doy mi
enhorabuena. Siempre irá usted ganando, señora.
La señora, debajo del flemón, volvió a mayar. Pero mi amigo tornó a su charla
con las jóvenes.
—Que aquí donde ustés me ven soy un castizo de verdad…
Y la más alta, seria, seca, dejó oír su voz:
—Lo que es usted es un sinvergüenza. Y no sé si ha reparao que hace quince
minutos que está molestando.
—Oiga usted…
—¡Bueno, que eso!
Yo, francamente consternado ya, tiré con todas mis fuerzas, de mi amigo. Mi
amigo buscaba una frase «castiza» y no la encontró. Se dejó arrastrar a regañadientes.
Comenzó a indignarse, protestó, injurió a media voz, ya lejos. Al fin recobró su
calma.
—Bien, no hay nada perdido. Eran tres monstruos. Venga usted a aquella otra
mesa. Verá usted allí…
Pero yo hice un gesto de pena. ¡Caramba! Qué lástima… ¡Era tan tarde!… Si no
tuviese una ocupación en Madrid… Otro día, si no se opusiese que hacer. En fin…
Y hui de la Universidad Central acobardado.

El Cafetín

¡Tan juguetona, tan inquieta es esta Mimí!… Cuando esta noche terminó su
quehacer en el teatro quiso venir con nosotros a pasear por Madrid; y dio unos saltitos
de gozo. Mimí es pequeñita, sus ojos no son más que dos chispas de luz, sus labios
están recubiertos de carmín. Va por el mundo como un pájaro entre espejos,
tropezando aquí y acullá, alegremente, toda llena de joyas que son también chispas de
luz. Ahora se engarzó en medio de nuestro grupo y, bajo el cielo sereno y frío de esta
noche que no recuerda la Primavera, echamos a andar.
—¿Adónde vamos, Mimí?
Mimí no lo sabe. Primero piensa en el «Ideal Room», después en «Los
Gabrieles», luego en una chocolatería. Pero sigue andando sin decidirse aún. En las
calles donde ya no suena el estrépito de los tranvías, su risa y su voz de niña deben
llegar hasta dentro de las obscuras casas donde duermen ya, hace un largo rato, los
comerciantes, los empleados, las madres de familia… Ella está contenta porque el

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paseo se le antoja una traviesa escapatoria. De pronto se detiene ante una tiendecita
iluminada:
—¡Aquí; entremos aquí!
Es un cafetín misérrimo, en una calle transversa. Alguien opone un reparo. Pero
Mimí empujó ya la puerta cuyos cristales están manchados de tiza. Uno a uno,
pasamos. En la estancia estrecha y larga, las mesas de mármol desconchadas se
alinean en dos filas. Corre junto a las paredes un banco ennegrecido: algún taburete
está patas arriba junto a ellas. Al fondo, en una ancha caldera, se fríe la dorada masa
de los buñuelos. Sobre el mostrador se alza casi hasta el techo, la enorme marmita
contenedora del «recuelos
Hay gente en el cafetín, pero toda ella nos ha mirado, sin curiosidad, sin moverse,
con el aire de quien está fatigado por una enorme fatiga, de quien tiene sueño y
hambre a la vez. Un mocetón duerme apoyado en el muro; sus pies sobresalen media
vara por bajo la mesa en la que está vacío su vaso de café. En otro banco, un hombre
delgado, de barba descuidada, abismado el mentón en el subido cuello de la chaqueta
parece meditar. Hay un vidrio roto y entra un frío sutil. Poco a poco Mimí ha ido
bajando la voz, como sugestionada por el general silencio. Llegaron una anciana y un
joven pálido, de adecentadas ropas y ahora consumen su café en un rincón.
De pronto, la puerta se abre y entran en ringlera cinco niños. Cinco niños vestidos
de jirones, con caritas sucias, con naricillas enrojecidas por el frío. El mayor tendrá
doce años, el más pequeño, dos. Las otras tres son mujercitas de ocho, de seis, de
nueve años. Los flecos del pelo les caen sobre los ojos. Entran sonriendo como
complacidas por la idea del banquete. El grupito infantil se sienta frente a nosotros.
Fue preciso que el mayor cogiese al más pequeño para sentarlo en el banco.
Todos hemos enmudecido, como si algo solemne y grave ocurriese en el local. El
hermano . mayor pidió:
—Cuatro cafés. Para éste un vaso de leche.
Y señaló al menor. Una niña extrajo del pañuelo mendrugos de blanco pan; a cada
uno le tocó un trozo pequeño. El mayor lo repartía, dividiéndolo con sus manos
ennegrecidas y trabajadas ya. Comían con avidez. Él atendía al chiquitín,
desmigajando sopas en la leche, sonriéndole con su ancha boca. Cuando la última
gota del líquido fue trasegada, el diminuto ser chasqueó golosamente los labios y
pasó la lengua en torno de ellos, ávido aún.
—¡Eh! —llamó Mimí al mozo, misteriosamente—; deles usted más leche y
churros; los que puedan comer.
El mayorcito contaba ya el dinero para pagar. Cuando lo rehusó el camarero, nos
miró. Mimí le sonreía.
—Gracias —dijo y le llegaba la boca, al sonreír, de oreja a oreja—. Gracias.
Y Mimí inquirió:
—¿Sois hermanos?
—Sí, señora.

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—¿No tenéis casa?
—Sí; vivimos en el barrio de Toledo. Pero es muy lejos para ir a estas horas.
Hemos estado en la Puerta del Sol, a ver si caía algo.
—¿Y tu padre?
—Está en Colmenar; hoy tuvo allí una chapuza. Es albañil y yo le ayudo también
o trabajo en los tejares.
—¿Vais a dormir aquí?
—Sí, señora.
Los demás comían hundiendo los churros en la leche, indiferentes al
interrogatorio. A su lado, el hombre de la barba áspera los miraba atentamente. Y
aquel afán de hambrientos debió de acicatear su hambre más aún, porque puso diez
céntimos sobre la mesa y pidió otro café. Lo sorbió con ansia. Al pasar junto a la
mesa donde el mocetón dormía, el mozo hizo resonar sobre el mármol,
estrepitosamente, una bandeja de hoja de lata. El mocetón despertó sobresaltado;
miró a todos con ojos enrojecidos, idiotizados por el sueño. Rebulló. Volvió a hundir
el rostro en la sucia bufanda. El mozo sonrió cruelmente.
De bruces sobre la mesa, el chiquitín se había ya dormido. Grave, paternal, el
mayor le amparaba con su brazo. Mimí acarició la sucia mejilla del durmiente.
Y lloró. Rompió a llorar, de pronto, presa de una honda angustia ante aquella
iniquidad y ante aquel abandono. Lloró —una vez en su vida— como lloran las
madres. Serios, tristes, parecíamos nosotros querer llorar también. El padrecito de
doce años nos miraba un poco desconcertado…

Tupi-Dansant

El café está en un sótano. Hay que bajar veinte o treinta peldaños de una escalera
de hierro para encontrarse en el salón. Las paredes están pintadas de azul, y de verde
el zócalo de madera. Algunos espejos devuelven el reflejo de las lámparas,
constantemente encendidas. Generalmente, la clientela es escasa y las lindas
camareras no tienen que sufrir rudos ajetreos para atenderla. Hoy, no obstante,
hallamos que el café tiene un aspecto de animación extraordinaria. De un rincón han
desaparecido las mesas y en el lugar que ocupaban se alza una plataforma con unos
atriles.
—¿Qué ocurre aquí, Trini?
Trini está sentada ante una de las mesas de su turno, inactiva y mustia, con cierto
ceño en la cara graciosa. Las demás camareras —contra la costumbre que impide que
puedan sentarse junto a los parroquianos— charlan en los grupos y beben y se agitan
sobre sus sillas. Unos mozos van y vienen con servicios, sustituyéndolas; todo esto es
tan desusado que volvemos a interrogar:
—¿Qué ocurre?

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Y Trini apenas despega los codos del mármol.
—Pos ya lo están viendo. Que ahora nos ha dao por el supertango.
Y da suelta a toda su indignación. El dueño del café, para atraer parroquianos, ha
decidido que una murga toque todas las noches desde las once y media, y que las
camareras, en vez de servir, bailen.
—Lo cual que ya no se gana ni pa las suelas.
Esto, en opinión de Trini, no es formal. Trata de hacernos comprender lo horrible
que resulta para una muchacha que nació para repartir «bocks» y bocadillos entre los
parroquianos, ver que de repente se le trunca el destino y se la consagra a bailar todas
las noches, privada de propinas.
—Como que no podemos resistir. Yo ya no sé dónde tengo los pies, y la Teles se
ha dao de baja por enferma. ¡A ver!… Métale usted quince polcas en el cuerpo a una
mujer que está de cuatro meses… Y que hay tíos de éstos que laminan. Anoche llevé
yo en la espalda la señal de una mano y en el pecho la de dos botones de americana,
marcaos a presión. Ná, que si la cogen a una comiendo una aceituna, mientras no
acaba el baile no pué bajar el bocao de la garganta.
Detrás de nosotros, en la mesa contigua, un hombre flaco, picado de viruelas, con
una corbata color salmón y una gorra echada sobre los ojos, comienza a gritar.
Discute con una camarera gorda y desmoronada. Él ha querido bailar con la de otro
turno y la de otro turno se ha negado, porque nuestro hombre no sabe dar vueltas de
tacón y, además, se resiste a convidar a manzanilla. La camarera gorda intenta
consolarle.
—Es que ésa se da postín de castiza, ¿sabes tú? Se almidona las medias de puro
chula.
El hombre despide el cigarrillo de un papirotazo; saca un puño sucio fuera de la
manga, en un ademán así como si fuese a dar un golpe, y arguye:
—Pos si ella se almidona las medias de puro chula, pues decirle que yo me saco
raya a los calzoncillos. ¡Conque… a ver!…
—¡Ele! —agrega la gorda, muy seria, como apoyando la extraña manifestación de
su parroquiano, al que visiblemente trata de atraer.
—Pero yo que tú, no volvía ni a saludarla, porque no es la primera vez que ella le
va con cuentos a su novio y ya sabes cómo las gasta el angelito…
Entonces, el hombre flaco, ante el prudente consejo, rompe a mayar
desatinadamente, como un gato en Enero. Algunos parroquianos le miran; un hueso
de aceituna bate en su corbata salmón. El hombre, con una expresión afectadamente
tristísima, continúa mayando.
Pero, de pronto, el salón se llena de estrépito. Es la murga que ha comenzado a
atacar la polca de El amigo Melquíades. El espacio libre entre las mesas se llena de
pronto de parejas que pasan bailando gravemente con esa seriedad y ese mutismo de
recogimiento que sólo tiene el devoto de la danza achulapada. La melancólica Nati
también baila. Nati no tiene otro encanto que unos grandes ojos. Suele administrarlos

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románticamente, fingiendo cierto «spleen» y suele también pedir prestadas novelas
que no se sabe si lee alguna vez, pero que está comprobado que vende a los libreros
de viejo. Ningún parroquiano podía soñarla bailando un «schotis», pero la triste
realidad se le impuso.
Sin embargo, la rebelión estaba ya latente aquella noche. Trini dio la señal de
resistencia.
—¿Damos unas vueltas? —le preguntó alguien.
—¡Ay, no señor, que me mareo! —replicó con sorna.
El jefe del mostrador le dirigió una mirada de reojo. Al día siguiente las
camareras se marcharon en busca de un café «más formal». La gorda, no obstante, se
declaró esquirol y sigue dando vueltas todas las noches como una peonza gigantesca.

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UNA PLAYA DE MODA

San Sebastián-Paisajes

El sol, rojo, sin fuerza ya, velado por la calina, tiene, Iludiéndose entre los dos
montes que guardan la ensenada, un prestigio de cuartel heráldico. Cuando
desaparece, aun lucha mucho tiempo la luz con las tinieblas. Un itsmo de sombra une
primeramente la isla de Santa Clara con el Igueldo, se obscurecen los montes, pero el
agua quieta de la bahía conserva una extraña luminosidad, como si en su interior
estuviese naciendo la luna. Un barco de cabotaje es una negra y plana silueta sobre el
mar. Un marinero mira desde la borda, inmovilizado por la honda sentimentalidad del
instante. Primero, oyó el rumor confuso de la ciudad y los agudos chillidos de los
pequeñuelos que corrían sobre la arena de la playa; vio el ir y venir de las gentes por
el paseo de la ribera. Después la sombra de los tamarindos creció, y los paseantes se
sumieron en ella misteriosamente. La playa está silenciosa también. Ese recogimiento
que en los anocheceres llega del mar y baja de las montañas, pasó por encima del
agua y de la tierra con un dedo erguido ante sus labios.
Pero, súbitamente, las luces de la ciudad se han encendido. En lo sumo de
Igueldo, el Casino es como una hoguera. Diríase que allí han nacido todas las
lucecitas que ahora alumbran la población; nacieron y bajaron en doble hilera por la
pendiente del monte, y siguieron por el paseo de la Concha y se agruparon después en
el Gran Casino, y continuaron hasta los muelles, hasta la falda del Urgull. Y una de
las luces, romántica, fue a aislarse entre la fronda de Santa Clara. Y otra se detuvo en
el barco negro e inmóvil, y está temblando su reflejo en el mar.

Castillo de leyenda

Desde cualquiera de estas rocas del monte Ulía, que hablan con sus nombres
noveleros a la fantasía del paseante —la peña de los Balleneros, la peña del Águila—,
se ve el faro que vigila la entrada del puerto de Pasajes. El faro está en lo alto de un
cantil negruzco, aguzado, casi perpendicular a las aguas, liso y hosco, sin un saliente
en el que haya podido crecer uno de esos árboles que gustan de inclinar sus copas
sobre los abismos, ni aun una mata que esconda los nidos de las aves del mar.
El faro semeja un castillo, el castillo de una leyenda contada en los versos de
Ariosto. Estas aguas desiertas e infinitas, grises ahora bajo el cielo gris, serían el
obscuro mar misterioso, en el que a veces blanqueaban las velas de la nave de la
aventura, que no debía volver; el obscuro mar, lleno de visiones, donde se mojaba el
extremo de la larga túnica de los fantasmas. En la pulida roca pudo estar encadenado

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el desnudo cuerpo de Andrómeda, y el monstruoso guardián debió de frotar en este
mismo granito las escamas impenetrables de su piel. Nosotros hemos contemplado en
algún dibujo de Doré este paisaje: el castillo subía más allá de las nubes, un guerrero
se apoyaba en su lanza, y en una almena asomaba el brazo de una horca; en la lejanía,
más alto aún que el castillo, acercábase el hipogrifo libertador, con las alas tendidas.
Y en el mar, plano y negro, la desolación de una soledad temerosa.

Un rincón del monte

El caminito alto del monte Urgull es un camino de enamorados. Se llega a él por


unas calles angostas, cuyo suelo forma escalinata: las únicas calles pintorescas de San
Sebastián. Hay luego unas viejas murallas, y después, árboles y maleza. Una cabra
asoma su testuz diabólica al sentir pasos, o transcurre por el mismo sendero el rebaño
de bueyes pensativos, de bermejo color.
En los pretiles se sientan los novios, mudos, mirando al mar. Ella ha gritado,
porque el vaporcito de Pasajes, que corre allá abajo, diminuto, pareció hundir en las
aguas su proa tajante…
El camino pasa junto a unas tumbas. De pronto, las descubre la mirada, medio
escondidas entre hierbas y rocas, conservando apenas inscripciones que fue borrando
el tiempo. Son sepulcros de soldados ingleses. Han sido grabados sus nombres en la
misma dura piedra del monte, y se quiso que ella contase para siempre la hazaña en
que entregaron sus vidas. Pero frente al infinito del mar, el viejo Urgull encontró
demasiado presuntuoso el afán humano, y su musgo royó las lápidas, y su humedad
derribó las cruces de madera. Poco a poco, el monte va engullendo las tumbas. Y en
aquel recodo del camino no hay ya más melancolía que la dulce melancolía de los
ocasos.

El misterio de Vanderbilt

Una de las legítimas ilusiones del veraneante en Donostiya fue, hace un par de
años, conocer a Vanderbilt, de cuya presencia en la ciudad daban noticia los
periódicos. Cuando, a nuestro regreso en Madrid, hablamos de la suave cabellera de
los tamarindos y de las puestas del rojo sol entre monte y monte, y de las bulliciosas
tardes de la Terraza, nuestros amigos nos prestan escasa atención. Certeramente,
hemos sospechado que si la Fortuna nos deparaba ocasión de poder hablar de
Vanderbilt, de poder narrar una anécdota del famoso multimillonario, nuestro
prestigio en el corro de oyentes se acrecentaría hasta lo sensacional. Así, en la playa,
en la Avenida, en el Casino, donde la muchedumbre bulle y donde los elegidos se
retraen, nosotros hemos preguntado ansiosamente:

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—¿Cuál es Vanderbilt?… ¿Está aquí el señor Vanderbilt?…
No. El señor Vanderbilt no estaba allí, nadie sabía quién era ni cómo era el
veraneante opulento. Todo el mundo se ocupaba de él; se comentaba con pena la
muerte de dos de sus caballos; se hablaba con sentimiento de su decisión de llevarse
sus cuadras sin esperar al final de las pruebas… Se decía en todas partes:
«¡Vanderbilt!…» «¡Vanderbilt…!» Pero ojos humanos no han visto a Vanderbilt en la
capital donostiarra.
Vanderbilt no alquiló —como afirmaron los periódicos— el primer piso del Hotel
Cristina; Vanderbilt no estuvo en las carreras, ni se bañó en la playa, ni puso un fajo
de billetes sobre un número de la ruleta, como vemos que hacen todos los millonarios
en los folletines. Acerca de Vanderbilt circulan muchos rumores y muchas noticias
que nunca tienen confirmación, y cuyos orígenes misteriosos se ignoran. Intentemos
levantar una punta del velo.
Nadie puede ignorar que la atracción del veraneante es la principalísima
preocupación de Donostiya. Todos los demás aspectos de su existencia giran
alrededor de éste y a él se refieren. Las calles, las casas, los teatros, la playa, y el mar
y los montes, parecen estar aquí para disfrute del turista estival. Se tiene la impresión
de que, en invierno, son desguazados los tranvías, los propietarios de cafés guardan a
los mozos entre algodones, y el mar, y las montañas y la población entera, tan
cuidada y tan limpia, son cubiertos por una gran funda impermeable. Para el régimen
de esto y para acrecentar de continuo las bellezas de la población, funciona un
organismo benemérito: el «Sindicato de Iniciativas». Aparentemente, el Sindicato de
Iniciativas es una humilde agencia que facilita, sin ánimo de lucro, detalles de
«chalets» amueblados y tarifas de fondas. Esto hace que algunas gentes le concedan
poca estimación. Pero, en realidad, el Sindicato es una formidable masonería, con
estatutos secretos, a la que pertenecen todos los vecinos de San Sebastián. El deber
del asociado es la apología constante y temática del estío donostiarra, con exclusión
de todo otro estío. Y el asociado cumple animosamente este deber.
Si vuestro espíritu gusta de la observación, podréis comprobar nuestras
afirmaciones. Ocurre, por ejemplo, que habéis llegado a San Sebastián en uno de los
pocos, pero fuertes días de calor que hemos padecido. A vuestro lado camina el mozo
de cuerda, aplastado por el baúl. Su rostro se ha puesto escarlata; vais andando bajo el
duro sol; recorréis cien metros; el mozo jadea; cien metros más; el mozo abre toda la
boca para aspirar el aire abrasado; otros cien metros; los ojos del infeliz se extravían;
se advierte que aquel hombre, consciente de sus deberes de donostiarra, hace terribles
esfuerzos para no sudar… Otros cien metros… entonces, el sudor brota en su faz
como el agua del Lozoya en las calles de Madrid cuando las cañerías se rompen. El
desdichado se da cuenta de su falta —él es un miembro del Sindicato—, y, mientras
enjuga su rostro, dice, para atenuar el mal efecto:
—¡Gran Dios, deben estar abrasándose en Santander!
Porque, aunque el donostiarra conoce la gran superioridad de su estación

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veraniega sobre la de Santander, no le perdona a éste su intento de disputarle la
hegemonía. Vosotros podéis tener la terrible desgracia de encontrar una chinche en el
cuarto de vuestra casa de huéspedes.
Aun en la más pulquérrima de las ciudades puede ocurrir esto. Entonces os
lamentáis a un conocido. El conocido —donostiarra— os mirará severamente:
—¿Comprobó usted que se trataba, en realidad, de ese insecto?…
Y cuando afirmáis, inquiere aún:
—¿Qué señas tenía?…
Al fin, cuando sucumba a la veracidad del relato, afirmará:
—Ese bicho no era de aquí; ese bicho ha venido de fuera.
Adivináis que el entusiasta miembro del Sindicato ha pensado en Santander. Un
cónclave de envidiosos decidió empañar la limpia fama de San Sebastián. Como
Júpiter mandaba a su águila, los envidiosos enviaron aquel repugnante insecto. El
buen afiliado ve, en su imaginación, a la chinche salir de la ciudad competidora,
caminar apresuradamente por las blancas carreteras, vacilar para orientarse en una
encrucijada: seguir después, tenaz, decidida, sin detenerse ni a contemplar las
bellezas del paisaje, para llegar, al fin, a la bella Easo y cumplir su misión
desprestigiante y morir luego heroicamente hinchada de aguarrás, pero con la sonrisa
del fanático en su ávida boca.
Pues estos hombres del Sindicato son los que hacen circular las noticias acerca de
Vanderbilt. Ellos sabían cuánto había de influir en el espíritu de los indecisos la
esperanza de ver a Vanderbilt, de admirar a Vanderbilt, de codearse con Vanderbilt,
acaso de hablar con Vanderbilt… Entonces hicieron gemir las prensas y dieron la
consigna a todos sus afiliados. Unánimemente os asegurarán que el multimillonario
estuvo aquí entre nosotros. Pero nadie lo ha visto y nadie lo verá, porque el señor
Vanderbilt —oídlo, en secreto, para que la venganza del Sindicato no me persiga—,
el señor Vanderbilt es una invención de esta Sociedad masónica de iniciativas, que
viene urdiéndola cautelosamente desde hace muchos años…

Existencias en caja

Todos los días San Sebastián hace la cuenta de los viajeros que entran y de los
viajeros que salen. Todos los días esta cuenta se publica en los periódicos con
escrupulosidad invariable y en una forma característicamente comercial.
Podéis leer: «Ingresos, tantas personas; salidas, tantas otras; existencia anterior,
tanto. —Total, cuanto». Al despertar, todo buen donostiarra lee este balance antes que
las noticias de la guerra, antes que los comentarios políticos, antes que las referencias
del más sensacional de los sucesos. Lo lee y se frota satisfactoriamente las manos:
—¡Esto marcha bien!…
Nunca lograréis asombrar a un donostiarra con vuestra presencia en la Concha o

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en el Boulevard. Podéis llegar inesperadamente de los antípodas, pueden haberos
dado por difunto los periódicos. Es igual. El donostiarra os verá surgir ante él en
cualquier momento, y, sin que se conmueva un solo músculo de su cara, sin que Su
voz tenga el más ligero matiz de extrañeza, como si os hubiese visto ya la víspera, os
tenderá su mano y os dirá:
—Hermoso tiempo, ¿eh?… ¿Ha visto ya cómo adelantan los trabajos de la
carretera del monte Urgull?…
Y esta sencilla frase quiere decir:
—No he dudado nunca de que usted cumpliese honradamente con el deber que
todo el mundo tiene de pasar el verano en San Sebastián.
Los que gritan, los que se contorsionan al divisaros, los que abandonan la terraza
del café para correr a vuestro encuentro y abrazaros con la misma emoción que si os
hubiéseis hallado en California, son precisamente vuestros conocidos de Madrid con
quienes habéis paseado la víspera por la Carrera de San Jerónimo. El donostiarra, no.
Para el donostiarra, que hace vuestro aforo, que os suma y os resta, que tiene abierto
un «Diario» y un «Mayor» en el que figuráis convertido en una unidad, venís a ser
algo así como un artículo: como es un pan en una panadería o un barril de vino en
una bodega. No hay diferencia para la exactitud de la comparación sino que el barril
y el pan están quietos. Y vosotros sois artículos semovientes, que vais de aquí para
allá, sonreís, charláis, suspiráis ante el mar y paseáis en el Casino, todo bajo la mirada
cuidadosa y atenta del «Sindicato», que —así como un labrador persigue al «mildew»
de sus viñas y al «cornezuelo» de sus cereales— se encarga amorosamente de que
sean expulsados los «apaches», de que los automóviles no puedan atropellaros a gran
velocidad, de que no os envenenen con alimentos adulterados, de que un gran orden y
una gran compostura os suavicen la que pudiéramos llamar permanencia en Caja, Y
como los gerentes de los hoteles, que lo rigen todo desde una alta banqueta, ante un
pupitre lleno de libros, sin que se les ocurra sentarse a la mesa de sus huéspedes a
engullir el tentador puré o la engolosinante langosta, así el donostiarra se mezcla
poco en las diversiones de sus visitantes. Desde lejos él mira con callado gozo cómo
invadís la balconada de la Zurrióla o del Urumea, para contemplar esos hombres que
sostienen sobre las aguas, con perseverancia ejemplar, cañas en cuyo anzuelo jamás
se agita la plata de un pez vivo; hombres pacientes, inteligentemente distribuidos por
el «Sindicato» para dar al veraneante la idea de lo que es pescar en el océano. Desde
lejos, mira regocijado cómo dejáis enfriar vuestro té en la terraza de Igueldo, absortos
ante la eterna belleza del sol, que va a hundirse en los mares. Desde lejos saboreará
vuestra emoción en estas calles típicas de Pasajes de San Juan, donde las viejas casas
se bañan en líquido salobre o parecen nacer en la roca milenaria de la montaña;
donde, en la húmeda sombra de los pasadizos, vivís un ensueño medioeval.
Y él sonríe, afectuoso, enorgullecido, íntimamente satisfecho por su último
balance, en el que sois —no olvidadlo— una unidad de la suma. Un día os marcháis,
y él coge su lápiz, en la soledad de su despacho, y os coloca debajo de la «existencia

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anterior», y resta.
Alguna vez podrá ocurrir que el «Sindicato», con la misma amabilidad
obsequiosa con que el gerente de un hotel indaga si el huésped tiene alguna queja, os
diga, ya en el andén, cuando retornéis a vuestros lares:
—¿El señor va satisfecho del aroma de las brisas? ¿Ha advertido alguna falta en
las puestas del sol?… ¿Tiene algún reparo que oponer al tono verde con que hemos
decorado nuestros montes?

El «Sirimiri»

Frecuentemente, un cielo pizarroso entolda a San Sebastián. Es una sola nube, de


un gris unánime, en la que el esfuerzo del sol apenas insinúa una ligera mancha
blanquecina. Una luz igual, suave, un poco triste —esa luz que tanto amamos los
hombres de las comarcas norteñas—, borra de las calles la sombra de los árboles y de
las casas y de las macizas columnas de piedra morena de los porches. No ha llovido
aún; pero cierta humedad ennegrece las baldosas y los sillares. Dentro de las
viviendas, en los pasillos largos, en los rincones de las salas, nace misteriosamente
una penumbra gris, que es como un jirón de la nube plomiza.
Poco a poco, lo sumo del monte Urgull se corona de bruma. Es como si una
gigantesca ola se hubiese estrellado contra la montaña, y la espuma, rebasando la
cima, se inmovilizase en el aire, pronta a caer en tumulto por la ladera que mira a la
ciudad. Y, poco a poco también, resbalan los algodones de la niebla y se extienden, y
abren sus copos y van tragando aquella casita blanca, y aquel pinar, y los muros de la
Batería, y el verdor todo del monte.
De súbito, el aire se llena de polvo de agua. Pequeñas partículas bajan del cielo al
suelo, suben de la tierra a lo alto, corren horizontalmente, se mantienen inmóviles,
entran en los portales, en las casas, en los tranvías, danzan, vuelven, van, se
entrecruzan, brillan como puntitos de plata sobre vuestra ropa y la tela de los
paraguas, incoercibles, inapreciables, de tan varia inquietud y de tan encontradas
direcciones, que llega un momento en que no sabéis si los átomos acuosos caen de la
obscura nube o brotan del asfalto o de vuestros propios bolsillos.
Cuando el fenómeno ocurre, el donostiarra murmura apenas:
—Ya está aquí el «sirimiri».
Con la misma tranquilidad con que en Galicia decimos:
—He ahí el «orballo».
Pero el forastero de la meseta y del Sur queda desorientado bruscamente. El no
puede afirmar de una manera rotunda que llueve; pero él se advierte categóricamente
mojado. Su vacilación reviste diversas fases: primero, suele mirar a lo alto, receloso;
después se sube el cuello de la chaqueta; más tarde, abre el paraguas; finalmente echa
a correr, buscando un refugio. Esto es cuando el «sirimiri» tiene para él caracteres de

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estreno. El veraneante que ya lo ha padecido más de una vez huye desde las primeras
gotas. En la terraza del Casino, en los paseos del Boulevard, en la Plaza de Toros, el
«sirimiri» provoca estas desbandadas. El forastero no puede determinar exactamente
las condiciones del fenómeno, pero sabe que no hay defensa contra él; escapa con la
duda en el alma y la humedad en el cuerpo, y en algún café donde buscó cobijo se
sacude el polvillo brillante, como un perro que acaba de salir del agua.
Sin embargo, el «sirimiri» no deshace totalmente las fiestas: siempre hay un
núcleo de paseantes que continúan dando vueltas, impertérritos, o de espectadores
que permanecen como si nada ocurriese, en las gradas del coliseo. Son los
donostiarras, los heroicos miembros del Sindicato, de que hemos hablado tantas veces
ya en estos capítulos. El donostiarra brinda su «sirimiri» a la contemplación del
forastero, como podría ofrecerle una contienda de «versolari» o algo de igual fuerza
característica. Por regla general, procura convencerle para que no huya.
—Esto no es nada… «Sirimiri»… ¡Nada!…
Extiende la mano, recoge unas cuantas gotitas microscópicas y las aplasta
despreciativamente con la otra mano, como para dar una idea de su inofensividad. El
forastero insiste en ponerse a salvo. Entonces, el donostiarra reprime su impulso de
agarrarle por la chaqueta, y le deja ir; pero él continúa paseando esforzadamente. Una
vez, los periódicos de San Sebastián refirieron el caso de que varios veraneantes que
se habían refugiado en un portal del Boulevard fueron expulsados de allí
violentamente por el portero, que esgrimía un hacha. Se dijo que se trataba de un
hombre singularmente iracundo. No. Ese hombre era, sencillamente, un buen
donostiarra, que se propuso hacer un escarmiento ejemplar, «pro sirimiri».
El easonense, aunque su llovizna caiga un día entero, no se albergará en un portal.
El easonense, heroicamente estoico, continuará en su sitio. Se le empapará la
americana; no hará un gesto. Trepará la humedad por sus pantalones; como si no
trepase. El agua correrá junto a su piel, y sonreirá amablemente. Llegará el «sirimiri»
a su médula, y él aún tendrá fuerzas para ir saludando a todos los conocidos que vea
tras las ventanas de los cafés, con su sombrero de paja reblandecido. Ya en la
intimidad de su casa, al caer en el lecho víctima de un catarro bronquial, suspirará:
—¡Si, al menos, viviese hasta Octubre!…
Y ocurrirá que el Cielo no oiga sus suplicas, y, en el último estertor, reunirá a los
suyos y les dirá con el postrer aliento:
—Me voy… Hice todo lo posible por aguantar un mes más, pero no puedo… Ya
sé que quedo mal muriendo el 20 de Agosto; ya sé que fallecer en el verano es
perjudicar los intereses y la fama de nuestro pueblo… Sin embargo, no puedo más,
sinceramente os lo digo. No publiquéis esquelas en los periódicos, para no alarmar…
Adiós… Disculpadme… con… el… Sindicato.

Las pulgas

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Está bien, al hablar de San Sebastián, referirse a la Concha y al Casino y al lujo y
a la ruleta y a todos los demás lugares comunes del perfecto cronista donostiarra;
pero faltaríamos a uno de nuestros más elementales deberes si dejásemos en el olvido
a las pulgas. Es imposible, para los que conozcan a San Sebastián, citar esta ciudad y
no acordarse de las pulgas. Los que no han pisado esta tierra no pueden formarse una
idea de lo que es ese insecto atacando en masa.
La pulga easonense tiene todas las características comunes y algunas más; se
singulariza por una voracidad insaciable, por una pérfida intención y por su poco
vulgar inteligencia, que le hace distinguir el sitio donde más puede molestaros; los
conocimientos que la pulga donostiarra tiene de la anatomía humana son
sencillamente admirables.
Este diminuto animalito juega un papel importante en San Sebastián. Ustedes
vienen aquí, se gastan un dineral en el viaje, otro dineral en la fonda, pierden en la
ruleta del Casino los duros y en los «caballitos» de Igueldo las pesetas, ablandan sus
energías en los baños de mar y, después, la poca sangre que les queda, se la chupan
las pulgas. Aquí no las gastan menos.
El forastero, a la media hora de llegar, se frota disimuladamente una pierna con
otra; a las dos horas, pasa frecuentemente sus dedos entre el cuello almidonado y la
piel; a las doce horas, está casi desollado; luego, tras la copiosa pérdida de sangre,
queda en el marasmo; entonces, los «croupiers» y los fondistas pueden hacer de él lo
que gusten, impunemente. Ya es suyo. No tendrá fuerzas para resistir.
Por mucha resignación que se posea, por mucho que se esfuerce en pensar, al
recibir el primer picotazo, que todos somos hijos de Dios y que tenemos igual
derecho a la vida y que así como nosotros vamos a buscar nuestra subsistencia a las
oficinas del Estado, así una pulga tiene derecho a venir a encontrarla en una de
nuestras pantorrillas, toda calma llega a trocarse en iracundia. Y es que abusan.
Nosotros, por nuestra parte, que no tenemos carnes abundantes ni mucho menos, nos
avendríamos a llevar nuestra cruz y, bien sabe Dios que haciendo un esfuerzo, nos
comprometeríamos a subvenir las necesidades gastrómicas de dos o tres pulgas;
vamos, de un matrimonio con hijos, si éstos no eran muchos. Que viniesen a una hora
determinada, que se fijasen en algún lugar que de común acuerdo designaríamos y
allí que se hinchasen razonablemente. Creemos que no se puede hacer más por unos
insectos que, al fin y al cabo, no los ha parido uno.
Pero, no, señor: vienen por docenas, por centenas, por millares; pican donde les
conviene y, cuando se hartan, aún continúan a caballo de uno, le molestan, le
irritan… ¡Hombre, eso ya es intolerable!
Salimos perfectamente limpios y enteros. De pronto, advertimos que una
«troupe» de pulgas nos sube por las piernas. Con la práctica que ya hemos adquirido
en los días que llevamos allí, sabemos poco más o menos su número, y hasta hay
algunas a las que conocemos por su manera de andar o por su especialidad en el
pinchazo. Una pulga que nos obsequió con su preferencia durante ocho días, mordía

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en tres tiempos. Después desapareció. No sabemos qué ha sido de ella. Pero tenemos
cierta satisfacción de venganza cumplida, porque como nosotros no andamos bien de
los nervios, o las teorías del contagio son una broma tonta, o aquel desdichado
insecto está a estas horas perdidamente neurasténico.
Bueno, pues siente uno la «troupe» y murmura:
—¡Vaya; ya están éstas aquí!
Y ¡zás! ¡zás!… van clavando sus aguijones y se ponen a sorber nuestra sangre; y
uno quieto.
—Cuando estén hartas, marcharán —se piensa.
Pero no, señor; cuando están hartas, se ponen a pasear. Y después, se va aquel
equipo y viene otro. Eso sí: no hemos visto animal de costumbres más desordenadas;
comen a cualquier hora, de noche, de día, a las dos, a las siete, a las doce… Les es
igual.
Entre los forasteros, el tema perenne es este de las pulgas. Cambiamos nuestras
impresiones muy seriamente:
—¡Cómo están hoy!
Ya se sabe que nos referimos a los implacables chupópteros. Nuestro interlocutor
contesta:
—¡Oh… están enloquecidas, tremendas!
—Yo supongo que es la humedad lo que las pone así.
—¡Qué sé yo, qué sé yo!… Estoy sirviendo ahora mismo un banquete de cien
cubiertos en el muslo derecho y una comida íntima en el ombligo, y ando loco.
Los donostiarras, cuando nos oyen hablar así, se ríen afirmando que ellos no
sienten las pulgas. ¡Claro! ¡Nos las azuzan!… Sabe Dios cómo pasarán el invierno;
pero en el verano, en cuanto comenzamos a aparecer los de otras tierras, nos las
echan, espoleándolas.
—¡Hala, que son «maquetas»!…
Y así está uno, echando de menos los remotos tiempos de nuestros antepasados
los cuadrumanos, para rascarse a placer con veinte uñas.

Unas gotas de agua

El veraneante que no sepa lo que es pasar tres horas en la terraza del Casino, en
una contemplación silenciosa, paciente y continua, puede decir que no ha saboreado
uno de los más agudos placeres del veraneo. Por lo menos, ha faltado a la primera de
sus obligaciones. El veraneante que sea disciplinado y formal, debe llegar a la terraza
a las cinco de la tarde. Entonces, la explanada estará desierta, y todas las sillas
alineadas con una escrupulosa regularidad. El veraneante debe tener buen cuidado de
no alterar este orden; si por inadvertencia o por inquietud moviese una sola de las
sillas y no volviese a dejarla exactamente en el sitio que ocupaba, tres o cuatro

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hombres de calzón rojo y casaca azul fulminarán sobre él miradas de odio.
Nuestro hombre se dirigirá al balconcillo que corresponde al Boulevard y allí,
mirando hacia la alameda, estará de cinco a seis cuartos de hora, chupando el puño de
su bastón y «timándose» con los parroquianos del café Kutz, quienes a su vez en
cuanto ingieren la cerveza, se consagran a la recíproca ocupación de mirar hacia la
terraza del Casino. A las siete, el veraneante hará girar su silla y presenciará el paseo.
Una vez y otra vez en girar de noria, mujeres hermosas, elegantemente vestidas,
transcurrirán ante él, demasiado fugitivas, demasiado rápidas para su ansia de
contemplación, como aquellas tres hadas que salieron de los tres limones encantados
que abrió el Príncipe de las Torres Bermejas. ¿Os acordáis?… Surgían, lo miraban y,
mientras el Príncipe, atónito, no acertaba a ofrecerles la copa de oro, desaparecían
como una niebla bajo el sol.
En estos momentos, toda la belleza circundante desaparece. Ni un solo hombre de
buen gusto ha visto, desde el comienzo del verano, cómo el sol de la tarde se hundía
entre los dos montes de la boca del puerto; ni ha visto el súbito incendio de todas las
luces de la Concha, ni el de aquellas otras que trepan por el Igueldo arriba, como si
fuesen el trazo de un cohete, disparado hacia el cielo ya ennegrecido por la noche.
Toda la atención, toda la insistencia ansiosa de la mirada está retenida en el plano de
la terraza, sobre la que van y vienen, en una doble hilera sin fin, las mujeres
hermosas.
Son los momentos de máximo interés los de este desfile de caras bonitas y de
cuerpos airosos, la policromía de los trajes, el perfume de mujer, (mezcla de todos los
perfumes que llevan las telas y la piel) el rumor constante de las charlas y de las risas,
bastaría para justificar, si no hubiese otras causas, el viaje a la capital donostiarra.
Y he aquí que alguna tarde, en el instante de mayor concurrencia, cuando dentro
del marco que las sillas formaban no cabía ni una persona más, cayeron de lo alto de
la noche entoldada de nubes unas suaves gotas de lluvia. Fue un instante de susto.
Como en una de esas confusas figuras de ciertos bailes en que las parejas se
entremezclan al son de una música precipitada, y queda aparentemente quebrantada
la armonía de las actitudes, así deshiciéronse los grupos y el cordón de gentes se
rompió por cien sitios y cada cangilón de la noria se independizó, y cada damita
hermosa y bien vestida corrió hacia el lugar donde la grave mamá, ya en pie, se
inquietaba con una mano extendida para comprobar la cantidad de agua que había
podido caer sobre el sombrero de su adorable retoño.
Y en un abrir y cerrar de ojos, la terraza quedó desierta. En nuestro rincón,
fruncimos el ceño. ¿Cómo se entiende?… ¿Es que el Sindicato de Iniciativas se ha
descuidado hasta el extremo de que pueda llover?… ¿Estas mujeres hermosas han de
estar refugiadas en las habitaciones de su hotel, fuera de nuestra contemplación
admirativa?… Nosotros mismos ¿hemos de vernos condenados a languidecer en los
cafés de Donostiya, mientras fuera cae tenazmente la lluvia?…
Pero no. De pronto, las gotas cesan de hacer surgir en el piso de cemento de la

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terraza las manchitas obscuras de su contacto. Ya no llueve. El Sindicato de
Iniciativas ha acudido a tiempo. Nos admira no ver aparecer ahora al presidente,
explicándonos a los veraneantes: —Señoras y señores: El Sindicato tiene que pedir
perdón por esta falsa alarma… Se trata de un descuido del vocal de guardia, que ya
ha sido severamente amonestado… El Sindicato promete que esto no volverá a
ocurrir… El Sindicato es una entidad que sabe las consideraciones y los respetos que
merecen los señores veraneantes y no dejará que la más ligera nube…

Monólogo de un jugador

—Este juego de la pelota que lanza el «croupier» como se lanza la bola de la


ruleta y que después oscila en las diversas concavidades donde figuran los números y
el color, es el más terrible de los suplicios. Está inventado para que todos los que
incurrimos en la candidez de aventurar en esta mesa nuestro dinero, padezcamos del
corazón. He ahí la esfera de caucho, que ya comienza a ir y venir sobre las
depresiones. Hagan los cielos que se detenga en el 3, al que jugamos nuestras cinco
pesetas!… Ahora está en el 9… Ahora baja hacia el 4… ¡El 3!… Vacila, rueda aún…
¡Si pudiese uno clavarla ahí de un puñetazo!… Ya no vacila: se ha quedado
definitivamente en el 6. Nuestro duro marchó a reunirse con los anteriormente
perdidos.
En verdad, no se comprende cómo hay quien venga a pasar el verano a San
Sebastián. ¿Es esto veraneo?… La vida es más agitada que en Madrid; hay más gente
en el Boulevard que en la Carrera de San Jerónimo; tiene uno que levantarse a las
diez para ir a la playa; este mar de la bahía es tan apacible como el estanque del
Retiro; cierto es que no hay que ir a la oficina; pero, en cambio, estas emociones de la
pelota, que no acaba de decidirse a quedar en el número deseado, lograrían minar la
salud de un luchador de la greco-romana. ¡Oh, la aldea, la dulce paz campestre, las
gentes sencillas, el reposo espiritual que procura el «tute» en los largos ocios
familiares!…
Naturalmente. Debimos de haber caído en la cuenta de que en este casino es
imposible ganar. Uno de los dos porteros de la entrada, el que miró nuestra tarjeta es
tuerto. La Compañía tiene ahí a este hombre a propósito, para hacernos maleficio: es
un ardid de mala ley; las autoridades debían preocuparse de estas cosas. Para colmo
de males, se nos ha olvidado aquella monedita mellada… dicen que las moneditas
melladas dan buena suerte, y puede ser. ¡Ocurren a veces tan extraños fenómenos!…
Esta gente que está alrededor de la mesa no es nada grata; el hombre de cabello
color de es topa, escuálido, con redondos lentes de aro de concha en la punta de la
nariz, que va anotando todas las jugadas en una cartulina, es un maníaco: todos los
días lo vemos así; todos los días pierde. Y esa joven que aventura de cuando en
cuando una peseta, bajo la mirada codiciosa de su mamá… ¡Vamos!… ¿no es un

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espectáculo protervo?… Después se enamora usted en cualquier parte de una
mujercita de estas, que se le antoja un serafín, y está harta de levantar muertos. ¡Uf!
… ¡El 9, el 1, el 3!… ¡Otro duro perdido!
Lo intolerable es que esta señora centenaria que está a nuestro lado no yerra
golpe. ¡Hay que ver!… Tres plenos seguidos… Ya tiene billetes ante sí y un puñado
de plata… Quisiéramos saber para qué gana dinero esta vieja ridícula, que no podrá
ingerir más que caldos, ni ir al teatro a ver los bailes rusos, ni gozar ninguno de los
placeres de la vida. ¿Qué falta le hace a ella ganar?… Seguramente viene a reunir
dinero para su panteón; y, si es así, puede darse prisa.
¡Azul!… ¡Gracias a Dios que hemos acertado una vez!… Y otra… Ese pleno del
7, es nuestro… Verdaderamente, esto de la pelota procura emoción; pero es una
emoción placentera… El dinero del 5… aquí… Y el verano en San Sebastián es
agradable; ve uno a todo el mundo «chic», lo ven a uno… Además, este encanto del
océano no se paga con nada; la bahía tiene toda la belleza de un lago; ni hecha a
propósito podría ser más hermosa ni poseer esa serenidad del agua quieta. La vida del
campo… sí… tiene sus atractivos… pero es sosa, ¡oh! se aburre uno como una ostra
embarazada.
Otro pleno. ¡Ea, ya ha cambiado la suerte!… ¡Qué tontería fue pensar que el
portero!… Es inexplicable que haya gentes supersticiosas que crean semejantes
patrañas. Gran desgracia es ya la del infeliz con no ver más que por un ojo. Al salir,
debemos darle una propina. Nuestro corazón está lleno de piedad para él; para él y
para este buen hombre de pelo de estopa que hace garabatos en su cartón. En estas
últimas jugadas no hizo apuestas. Debe de haber perdido todo su dinero; también a él
le daríamos ahora unas pesetillas, si no se hubiese de ofender. ¡Pobre! ¡Con tan
persistente desacierto, con una cabellera de color tan horrible!… ¡Pobre!…
¿Me hace usted el favor de acercar esos duros del 5?… Muchas gracias. Marcha
bien esto. ¡Pensar que hay quienes hacen campañas para que se supriman los juegos
de azar!… Y las autoridades les atienden. No hay autoridades. Quisiéramos saber qué
inmoralidad puede haber en esto. Esa misma jovencita que apunta de vez en cuando
una peseta, ¿no perfecciona de esta manera su educación?… Las alternativas, los
sobresaltos de las jugadas le enseñan a conocer el valor del dinero, las angustias que
se sufren para ganarlo. Hoy o mañana, cuando se case y su marido le entregue el
sueldo del mes, pensará en los sudores que le costaría acertar los plenos de a peseta
precisos para completar la suma que recibe, y le abrazará conmovida y cariñosa. Si
alguna vez tenemos hijas, las traeremos a apuntar al Gran Casino.
¡Rojo!… Seis duros más. La viejecita jugaba también al rojo y ha ganado.
¡Venerable señora! ¡Qué expresión de bondad es la de su rostro y qué bien le sientan
esas arrugas!… Quizá juega para distraerse de recuerdos amargos. Nada podría
confortar nuestro espíritu como el espectáculo del mimo con que la suerte acaricia a
esta anciana.
Aunque no hubiesen de servirle esos duros más que para su propio panteón, ¿por

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qué no ha de tener un mausoleo?… Sería conmovedor que en verdad destinase a eso
sus ganancias. ¡Respetable señora!… Voy a colocar estas veinte pesetas al lado de su
postura en el 6. ¡Dios Todopoderoso, continuad protegiendo el panteoncito de la
anciana!…

Las extraordinarias
ocurrencias de Guipúzcoa

En la provincia de Guipúzcoa no se advierte ningún malestar; tampoco se advierte


una brusca prosperidad asombrosa; todo parece marchar por cauces normales. Sin
embargo, en la provincia de Guipúzcoa ocurren cosas extraordinarias.
Un día encontramos a un ingeniero del Estado. El ingeniero del Estado tomaba el
té en la terraza del Casino, con aire de hombre satisfecho. Cuando le dimos la
bienvenida se nubló su rostro.
—No —aclaró—, no estoy aquí de veraneante; vivo con mi familia en un
pueblecillo cercano, donde alquilé un chalet; pero no vengo a veranear, sino en
comisión de servicio.
Desparramó cavilosamente la mermelada de albaricoque sobre el tostado trozo de
pan y explicó:
—El ministerio me ha encargado de estudiar unos saltos de agua del Urumea…
Un asunto muy importante… Tengo tela cortada hasta el l.º de Octubre.
Suspiró y echó un poquito más de leche en el té.
Por la noche descubrimos a un funcionario de Instrucción pública en un cabaret.
El funcionario de Instrucción pública estaba pidiendo a los zíngaros que tocasen un
fox-trot. Al saludarle dejó caer los brazos con abatimiento.
—Estoy aquí para olvidar mi desventura. El Estado no ha querido concederme el
reposo que he ganado con creces. Yo no disfruto de licencia. Yo vine para
inspeccionar una escuela. Parece ser que en esa escuela ocurren graves cosas. Hasta
que termine el verano no confío en tener formado un categórico juicio acerca de la
cuestión. Naturalmente, he traído a mi familia… Me devora la amargura de que me
hagan trabajar en Agosto. ¿Me ha oído usted pedir ahora un fox-trot a los zíngaros?
Bueno, pues me es igual que toquen un one-step. Estoy quebrantado.
Al día siguiente, en el Cristina, atisbamos a un arquitecto, también funcionario
público. Según dicen, ha venido a toda prisa con los primeros calores para estudiar
detenidamente el estado de la Casa de Correos, complicada labor que exigirá un par
de meses, porque, en apariencia, a la Casa de Correos no le ocurre nada. Existen, a la
vez, diseminados por distintos pueblos de la provincia, varios señores enviados de
Madrid con el encargo de hacer luminosos informes acerca de yacimientos mineros,
riqueza forestal, organizaciones económicas, estado de las fuentes públicas,
antigüedad de los macizos rocosos, medios de aumentar las truchas en el Bidasoa,

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procedimientos para la aclimatación de cocoteros, catalogación de insectos propios
del país, indagación sobre las relaciones que pudieron existir entre el señorío de
Vizcaya y el pueblo de Lasarte, y otros asuntos igualmente espinosos. El Estado,
como es natural, compensa el sacrificio de estos servidores suyos con dietas copiosas;
relativamente copiosas, nada más: unos cuantos miles de pesetas a cada uno: todo lo
que puede pagar a sus hombres de mérito y de amor al trabajo un país pobre como
España.
La provincia de Guipúzcoa no se podrá quejar nunca de abandono ni de desafecto
por parte de los Poderes públicos, a pesar de que su comportamiento es bastante para
hacer perder la paciencia a un santo. Apenas asoma el estío, ahí está Guipúzcoa
intranquilizando a los Gobiernos. En las dependencias oficiales comienzan a circular
ahogados rumores, noticias inconcretas, versiones fragmentarias. Los jefes de
Administración cuchichean con los directores generales; los jefes de negociado, con
los subalternos. El ministro entra y sale con el ceño fruncido… Pasan unos días. Al
fin se sabe que en San Sebastián hay un edificio que va a caerse de un momento a
otro, o que surgió una mina en el monte Igueldo o que una maestra de escuela se ha
vuelto loca y está enseñando a las criaturas el alfabeto griego. Diligentemente salen
varios funcionarios con sus familias y muchos baúles. Llegan a Guipúzcoa;
permanecen en ella hasta el otoño. En otoño vuelven a meter en el tren sus baúles y
su familia y tornan a Madrid. Y en Madrid producen su luminosa memoria.
«Excelentísimo señor: Me he paseado delante de la fachada de la Casa de Correos
y no vi en ella nada anormal. Por si era culpa de mi inteligencia entorpecida por los
calores madrileños, tomé un baño en la Concha y volví a pasear. Tampoco advertí
nada. Tomé quince baños más. El edificio se me seguía antojando intachable.
Resuelto a aguzar mis sentidos, frecuenté la terraza del Gran Casino donostiarra y
hasta jugué un duro a los caballitos. Y la Casa de Correos me iba pareciendo cada día
mejor. Aún tuve la sospecha de que existía una gotera en el desván; pero este recelo
se extinguió el mismo día en que regresé a la corte. Hoy puedo afirmar a V. E…
después de haber empujado las paredes con mis propias espaldas y haber tanteado los
techos con un bastón, que la Casa de Correos de San Sebastián es uno de los edificios
más sólidos que hay en el reino y sus prósperas posesiones del Golfo de Guinea. Sin
embargo, y para cumplir escrupulosamente con mi deber, debo declarar que no
respondo de que en el verano del año que viene esté la Casa en el mismo estado
satisfactorio. Sólo un ignorante puede afirmar esto, olvidándose de la existencia de
los incendios, los terremotos, los ratones que roen las maderas y otros enemigos de
las construcciones, que los técnicos no podemos menos de tener presentes. Dios
guarde a V. E. muchos años.»
El otro funcionario, a su vez, declara que en el monte Igueldo no hay ninguna
mina aún; pero que pudo apreciar el germen de una, y que con las lluvias invernales
pudieran ocurrir que creciese y que en el otro estío se hubiese desarrollado, por lo
cual convendría volver. En cuanto al inspector de Instrucción pública, no vacilará en

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informar que, tras dos meses de observaciones detenidas y de meditaciones en el
transbordador de Ulía, puede afirmar que no vio en la escuela ningún alfabeto griego;
pero que abriga la sospecha de que la maestra se propone implantarlo, en vez del
español, el día l.º de Junio de 1920, fecha en la que conviene estar prevenidos y girar
una segunda visita.
Y así un año y otro… Es terrible lo que da que hacer San Sebastián en el verano,
los empleados que moviliza, las dietas que quedan enterradas en estos hoteles…

El secreto del paraguas perdido

En la acera del café Kutz, sentados al lado de un buen amigo, gozamos de la


euforia del veraneo. Nuestro amigo está mustio y tácito. Tiene una extraña palidez, y
en sus ojos hay una abstracción profunda. Varias veces hemos iniciado una charla y
sólo nos ha contestado con monosílabos. Al fin, preguntamos:
—¿Pasó usted la noche en el «Tabarín»?
—No.
Ensayamos nuevamente a adivinar:
—¿Ha perdido usted en la ruleta?
—No.
Callamos, un poco molestos. Entonces desplegamos un periódico local y
repasamos sus columnas con una mirada indiferente. Transcurre un largo silencio.
Unas líneas de la sección de noticias retienen al acaso nuestra atención. Las tales
líneas avisan de que había sido hallado «un paraguas sin dueño» en el paseo de la
Concha. Debemos declarar que hemos leído todas las obras de Conan Doyle, y que
tenemos cierta afición al método inductivo. Así, después de leer varias veces aquellos
renglones, exponemos en alta voz nuestro criterio de observadores sagaces…
—He aquí —decimos— un asunto interesante. En el paseo de la Concha ha
aparecido un paraguas abandonado. A primera vista, el hecho no parece tener
importancia alguna. Sin embargo, no debe de ser así. En San Sebastián se puede
perder todo menos un paraguas, porque la idea de la lluvia está a cada momento
asociada a nuestras acciones. En San Sebastián se pierde el dinero, las alhajas, los
gabanes… todo. Pero un paraguas, no. Menos nos admiraría saber que a alguien se le
habían extraviado los calcetines. ¿Qué opina usted?
Nuestro amigo, más pálido aún, apura un whisky. Objeta balbuciendo:
—No creo que haya nada sospechoso en esa pérdida. Puede tratarse muy bien de
un distraído. Un abuelo mío, que era hombre aficionado a la estadística, declaró en
sus últimos momentos que en el transcurso de su existencia había perdido doscientos
diez paraguas. No; no veo nada de extraño en ese suceso. Usted está conjeturando en
novelista.
—Perdón —argüimos—; no podemos negar que aún en este pueblo haya personas

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hasta tal punto descuidadas que dejen ese útil en un café, en un círculo, en una
oficina; pero en la mitad de un paseo es imposible. Su disconformidad nos exalta; es
probable que para demostrarle que no nos equivocamos vayamos a ofrecer nuestro
concurso a la Policía.
Nuestro amigo se agita en su silla. Pide otro whisky. Está visiblemente inquieto.
Al fin aprieta nerviosamente una de nuestras manos.
—¡Querido camarada, amado camarada! —suspira—: ¡prométame usted que no
irá a ver a ningún policía!
—Pero…
—Prométame usted también no escribir una sola línea acerca de este desdichado
asunto.
Sudaba. Nos apresuramos a asegurar:
—Tranquilícese usted. No haremos nada. Desearíamos, no obstante, saber…
Y después de mirar en su torno, nuestro amigo se acerca a nosotros y murmura,
gime más bien, a nuestro oído:
—¡Ese paraguas es el mío!
Hay otro silencio. Se enjuga la frente, por la que corren gotas de sudor, toma el
tercer whisky y explica:
—Ese paraguas es el mío. ¿Cómo lo abandoné?… Procuraré justificarme. Yo he
amado siempre los paraguas. A éste, singularmente, le profesaba un cariño cordial.
Muchas veces he comprado para él gomitas que sujetasen los extremos de sus
varillas; lo he enrollado siempre amorosamente para darle mayor esbeltez, tenía para
él una funda de seda… Era un espléndido paraguas. El puño remataba en una cabeza
de perro. Soy un pobre ignorante, y por eso no acerté a explicarme nunca por qué casi
todos los puños de los paraguas terminan con una cabeza de perro. Los perros no
gastan paraguas ni parecen tener la menor congruencia con estos chismes. Pero yo,
sin intentar comprender el arcano, amaba mi paraguas y su cabeza de bull-dog, tan
inteligente, con unos ojos abiertos y vivos que solían clavárseme en la palma de la
mano. ¡Ah, pobre paraguas mío!
Pasó su mano por la faz para ahuyentar el recuerdo, demasiado penoso.
—Yo estoy en San Sebastián —siguió— desde el día l.° de Julio. Vivo en un
hotel; pero casi todas mis horas transcurren en el Casino. Entro, salgo, vuelvo a
entrar… Cada una de estas veces era preciso dejar el paraguas en el guardarropa.
Cada una de estas veces era preciso dejar caer dos reales sobre la bandejita que existe
sobre el mostrador. Esto en el Casino, y en los cabarets, y en los hoteles de lujo, y en
Ulía, y en Igueldo. Yo no podía salir sin paraguas, por temor a la lluvia, y yo no podía
dejar de pagar la propina. En los dos meses que llevo aquí mis gastos fueron muy
crecidos. No soy pobre, pero no tengo la fortuna de Vanderbilt. Ayer eché mis
cuentas. Dos a dos reales, el paraguas me había consumido un capital, aunque no
tanto como mi sombrero. En la actualidad, ese paraguas me costaba ya 787 pesetas y
el sombrero 1.006. Aún me falta un mes de veraneo, al fin del cual esta suma se

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elevaría en una proporción ruinosa. Yo no puedo sostener un paraguas de 1.000
pesetas y un sombrero de 2.000. Maduré mi resolución. Una noche salí del Casino y
me dirigí a la Concha. El siniestro propósito existía ya en mi cerebro. Quería arrojar
el paraguas a las olas. Pero me faltó valor. Lo apreté contra mi pecho y le dije:
—Separémonos. Yo no te puedo mantener. Mis rentas son escasas. Ahí te quedas.
Lejos uno del otro, acaso podamos vivir los dos mejor.
Y lo tiré al suelo y apreté a correr, con el corazón angustiado. Esta es la historia.
Calló, conmovido. Pasado un instante, me rogó con una expresión de terror en el
rostro:
—Yo le suplico que guarde el secreto. Si se descubre que es mío, me lo
devolverán. Entonces mi ruina se habrá consumado. Tendré que seguir llevándolo al
Casino y a los hoteles y a los cabarets, y pagando un montón de moneditas de plata…
|Y yo tengo hijos, caballero! Que no se sepa nunca que ese paraguas me pertenece.

Al salir del agua

Muchas veces la adolescencia y la ancianidad han contemplado largamente con


miradas de ansia, esos grabados que suelen publicar las revistas ilustradas, en los que,
sobre la arena de una playa de moda, en lejanos países, se sonríen, en actitudes
caprichosas, mujeres envueltas por un sutil «mallot», revelador impúdico de las más
recónditas formas de la bañista. «¡Ah —suspira entonces la ancianidad y la
adolescencia—, he aquí el Edén; poder ir a Ostende, a Trouville, y morir después!» Y
la contemplación del grabado, la gráfica noticia de aquellas deliciosas costumbres,
hace que repentinamente advierta invadida su alma de un profundo desprecio a la
templanza española, que tan sólo permite que la Chelito baile la «rumba» y que
alguna respetable anciana busque un insecto entre los repliegues de su camisa en
teatritos sórdidos y escondidos, donde se entra con la cautela y el rubor del pecado.
En la playa de Donostiya hace años que ha hecho también su aparición el
«mallot»» Se sospecha que fue el «Sindicato de Iniciativas» el que, velando siempre
por la atracción de forasteros y por el mejoramiento de la playa, contrató a algunas
bañistas para que diesen el ejemplo y se sumergiesen en las aguas dentro de la tela
sutil envidiablemente ceñida a sus carnes. Recientemente el Sindicato tuvo un grave
disgusto. Ciertas mujeres de la compañía de Bailes rusos se bañaban en Fuenterrabía
sin ocultar ningunas de sus bellezas, tal y como las ninfas podían bañarse en los
deliciosos tiempos pasados.
Extendióse por San Sebastián el rumor de la ocurrencia. Muchos honorables
forasteros comenzaron a pensar en su traslado al sitio donde tales maravillas podían
ser presenciadas. Esto era una grave amenaza para la Concha. El Sindicato intervino.
El alcalde de Fuenterrabía comunicó a las extranjeras que era imprescindible el uso
del traje de baño. Y así murió en flor la encantadora iniciativa. San Sebastián, libre de

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la ruinosa competencia, recobró su calma.
Pero el «mallot» sigue siendo infrecuente y sensacional. El «mallot» tiene,
además, sus horas. A las once y media de la mañana, cuando la playa desaparece bajo
el gentío que la inunda, es el momento elegido por la bañista audaz. Transcurrís
distraídamente entre los toldos y las casetas y los grupos humanos, bajo las cuerdas
que soportan los colorines de los bañadores puestos a secar, con una pintoresca
semejanza a las banderas del telégrafo de señales con que los buques se engalanan.
Innumerables chiquillos se enredan en vuestras piernas y corren de aquí para allá, y
entran en el mar, y salen, y trepan, y saltan» y se caen… Son tantos como las arenas,
más que las estrellas del cielo, más que las gotas de agua del mar. Cavan, chillan,
lloran, ríen, se desperdigan, se concentran… Semejan saltones de playa… Jamás se
han visto tantos niños juntos como en la playa de San Sebastián… De pronto
tropezáis con un grupo apretado, próximo a la orilla, mirando con atención al mar. En
primera fila, mojando sus zapatos en el agua, está un fotógrafo. De vez en cuando,
como un rumor unánime, corre por el grupo una observación:
—¡Va a salir!
—No; aún no sale.
Un anciano comenta con desesperanza melancólica:
—Es posible que se ponga la capa dentro del mar.
Entonces os acercáis también. Allí hay un «mallot» y, dentro del «mallot», una
mujer de cuerpo elegante. Sobresaliendo de la planicie gris, veis su cabecita sonriente
y el gorrito rojo, o verde, o azul, que preserva los cabellos de la humedad. Como los
delfines tras un banco de sardinas, un enjambre de jóvenes rodean a la bañista, y se
chapuzan, y saltan, y manotean a su lado. De vez en vez, la extranjera da un brinco y
surge hasta la cintura su torso y su pecho rebrillando de agua. Entonces la expresión
del semblante de los mirones es de beatitud. El grupo va aumentando. Pasa media
hora. La mujer se acerca a la orilla. El hombre de la máquina enfoca. Pero la mujer da
un chillido; deniega, se sienta en la arena, entre las aguas… Al fin, se alza sonriente,
orgullosa de sí misma. «Tic»… un ligero chasquido. El fotógrafo ha triunfado ya. La
capa cae después sobre el cuerpo admirable. Los mirones se van. Un señor gordo
sentado detrás, junto a su esposa, murmura con un rencor en el que se adivina el
despecho:
—¡Gracias a Dios que le dejan a uno ver el agua!
Y escruta las pantorrillas de la mujer del «mallot», que se aleja.
Pero en una playa de moda, las pantorrillas carecen absolutamente de
importancia.
Es increíble, pero es verdad: en un pueblo como San Sebastián, que del placer
vive y para el placer se hermosea, que debiera tener una alta comprensión de todas las
extravagancias y hasta de todos los vicios, que debiera constituir una excepción en la
característica mojigatería de las ciudades españolas, existe un grupo de timoratos, con
su «órgano en la Prensa», con sus juntas y asociaciones, con su restringida, pero

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indudable influencia en la vida social.
Es como si San Sebastián estuviese formado por una población de parisienses y
una aldea de sacristanes. ¿Es esto consecuencia de un sabio plan fraguado para que el
veraneante encuentre aquí ambiente propicio, sean cuales sean sus ideas?… Puede ser
que sí. El caso es que en cuanto aparece en las playas la primera bañista con
«mallot», un espía, especialmente colocado en un sitio estratégico, corre a dar la voz
de alarma al «órgano en la Prensa» de los timoratos.
—¡Ya está ahí! —murmura, desplomándose en ese diván que nunca falta en una
redacción.
—¿Quién?
—¡El «mallot»!…
Todos los rostros se inmutan. Hay un instante de recogimiento. Al fin, el redactor
más prestigiado coge evangélicamente la pluma y se pone a escribir. Al siguiente día,
su prosa, llena de unción, pero fustigadora, terrible, corre por toda la ciudad, con los
sones que alguna vez arrancaron los ángeles a sus trompetas cuando, por un
desgarrón del cielo, bajaron a cumplir la orden divina de exterminar un pueblo de
pecadores.
—He ahí —gime el «órgano»— que un protervo «mallot», apestando a azufre, ha
venido a encenagar nuestros mares. Dentro de él se baña una señora en pecado mortal
todas las mañanas de once a doce. |Oh, Jehová: encamina hacia nuestras playas las
olas que alza tu justiciera iracundia!…
Las olas no llegan; alguna vez suele morir ahogado un dependiente de comercio o
una criada de servicio que entran en el agua pudorosamente, y sin más intención que
la de curar sus alifafes; pero las peripatéticas no fallecen jamás en el proceloso
océano; la protección de Luzbel y sus propinas a los bañeros las amparan. Los que
llegan precisamente entre once y doce son los réprobos de que está infestado San
Sebastián; réprobos con Kodaks, con máquinas de trípode, con gemelos de teatro, con
prismáticos de campaña ó, por lo menos, con sus ojos abiertos de par en par,
brillantes de lascivia; réprobos de todas las edades, réprobos de todas las
condiciones… Para un alma cristiana, es ciertamente, una visión desoladora la de
estos clientes de Satán.
Quince días antes de que se acometiese la arriesgada empresa de llevar los
«Bailes rusos» al Victoria Eugenia, de San Sebastián, fueron discutidas públicamente
las condiciones de moralidad del espectáculo. El órgano de los obstruccionistas
denunció, con alaridos de susto, que las señoras del cuerpo coreográfico tenían el
contumaz propósito de enseñar las piernas. El empresario dio su palabra de que
llevarían vestidos largos. No fue suficiente. Al fin, los guardadores de la salud del
alma declararon que es taban dispuestos a transigir si los bailarines rusos se limitaban
a los sacudimientos castos de la jota aragonesa. Tampoco hubo posibilidad de
complacerles. Sin embargo, Cleopatra no pudo tenderse lujuriosa en su lecho; tuvo
que sentarse en el borde, con el comedimiento de una lugareña que hace una visita de

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cumplido.
Pese a todo, en el Victoria Eugenia hubo que poner filas de asientos
suplementarios.
Con estos antecedentes, puede comprender el lector cuánta es la melancolía de los
puritanos donostiarras ante la desgraciada ocurrencia que alguien tuvo de instalar una
sucursal de Maxim’s en una de las vías más modernas del pueblo. El restaurant
Maxim’s es, en verdad, el lugar más inofensivo de la bella Easo. En los cuatro metros
cuadrados que ocupa tiene un bar americano con unas banquetas «rascacielos»,
varias mesitas y una orquesta de zíngaro: pocos y flacos, porque si fuesen muchos o
fuesen gordos, bastarían para llenar el local. Algunas horizontales blanduchas
consumen las escasas energías que les quedan en bailar por las noches el one-step;
algunos jóvenes distinguidos beben champaña. Esto es todo. Pero el terrible nombre
Maxim’s empavorece a los puritanos. Los puritanos conocen el Maxim’s parisiense
por La viuda alegre y por las noticias que de él dieron algunos literatos madrileños
que, desde un reservado de Los Burgaleses, enviaron su fantasía al restaurant famoso
de la capital de Francia para que tomase lo que quisiera.
Naturalmente, había que cegar este nuevo cráter, por donde el infierno vomitaba
impurezas. Se esperó el instante, y el instante llegó. Hace unas noches, en el silencio
de la madrugada, abriéronse las puertas de Maxim’s y varios señores y más de una
dama, en el mismo traje que usaban las bailarinas rusas para bañarse en Fuenterrabía,
dirigiéronse a la estatua del general Oquendo y la arengaron largamente. El ilustre
marino, con elogiable prudencia, continuó en su gallarda postura, mirando hacia el
mar, como si fingiese no enterarse; pero los timoratos han salido con bravura en su
defensa; su órgano nos ha dado a conocer la lógica tribulación del espíritu del
almirante al presenciar aquella orgía; hemos visto a su alma estremecerse de dolor en
el expanso ante la irreverencia de aquellas mujeres desnudas que corrían alrededor
del pedestal. Se pidió, por patriotismo, la clausura del Maxim’s.
Y aún no se ha logrado. Pero el Hotel Cristina subió el precio de las habitaciones
que tienen ventanas a la plazoleta donde se alza la estatua, frente al «restaurante»
diabólico, porque su clientela ha dado en preferirlas…

La tragedia de Don Fulano

Con sus cartoncitos en la mano nuestro amigo nos explica su irresistible teoría
con esa sencilla seguridad que da carácter a todos los grandes descubridores:
—Naturalmente, hay muchas personas que pierden en el juego; pero yo no podré
perder nunca. Existen dos factores adversos al jugador: los nervios y la ambición
desmedida. Un jugador vulgar se detiene ante una de estas mesas y aspira a llevarse
hasta el templete de la música.
Yo no. Yo me contento con un tanto diario: 50 pesetas. Hace diez días que estoy

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aquí; hace diez días que obtengo de la ruleta 50 pesetitas; ni una menos, pero ni una
más. Es como quien tiene una renta. Pero yo he alcanzado un dominio absoluto sobre
mis nervios. Nada de corazonadas». La corazonada es la ruina. ¿Qué es la ruleta…?
Una máquina, sin nervios, sin corazón, fría y fatal. Es preciso, pues, colocarse en
análogas circunstancias. Lo semejante se cura con lo semejante. En cuanto el jugador
logre convertirse en otra máquina habrá vencido a la ruleta, porque tiene la
inteligencia a su favor.
Recorrió con su mirada triunfal las mesas.
—¿Ve usted toda esta gente? Unos son jugadores de corazón, otros son jugadores
aritméticos: estudian los números, los anotan cuidadosamente, hacen sus cálculos,
tienen sus combinaciones. Todos ellos pierden. La Aritmética ha fracasado muchas
veces ya, vencida por esa bolita saltarina y loca. Al advertir el fracaso, algunos
jugadores han huido, otros se refugiaron en el Álgebra, muchos fueron tristemente a
rendir vasallaje a la Fatalidad. Ninguno pensó en la Geometría, que les esperaba con
los brazos abiertos ofreciéndoles el remedio de sus cuitas. Yo fui el único. Yo juego
por Geometría. La Geometría es una ciencia fundamental, infalible, seria, madre
única de la verdad. No «se dan» números, como creen los jugadores aritméticos que
encanecen y se arruinan trazando cifras en sus cartones: se dan líneas. Divulgue usted
esta verdad y librará del hambre a muchas familias. A veces los jugadores aritméticos
están desconcertados porque no aciertan a comprender las veleidades de la ruleta; y
es que no se fijan en esto que tengo la satisfacción de referir a usted. Hay días en que
se dan círculos, días en que se dan diagonales, días en que se dan ordenadas, días en
que se dan polígonos de seis lados. Yo no anoto los números, dibujo las líneas que va
trazando la bola al caer ahora en el 1, luego en el 9… Después de un 1 y un 9 debe
venir el 7, que completa el triángulo. No falla. Hoy, por ejemplo, se trata de un
clarísimo juego: se dan hipotenusas. Fíjese en las líneas trazadas en este cartón.
Espere un poco y comprobará el éxito.
Y don Fulano comienza a jugar. Don Fulano gana primero, pierde después; vuelve
a ganar, torna a perder. Las hipotenusas se tuercen; ya no son hipotenusas, sino líneas
zigzagueantes, círculos, triángulos isósceles, arcos concéntricos… Don Fulano
cambia nuevos billetes, frunce las cejas, gruñe… Cuando le volvemos a encontrar,
pasadas dos horas, don Fulano ha perdido todo su dinero. Tiene la misma desolación
que si, después de dar un salto, confiado en que la ley de la gravedad le volvería a
dejar amorosamente en tierra, hubiese visto que continuaba ascendiendo
incesantemente, y al enterarse de la causa supiese que la gravedad se había cansado
de ejercer sus funciones.
—¡No sé, no sé cómo ha podido fallar mi sistema! Hacía diez días que ganaba
con él.
Ha quedado sumido en un escepticismo doloroso. No cree en nada. Cuando un
hombre pone toda su fe en la Geometría para ganar unos duros, y la Geometría
desprecia veleidosamente los compromisos que pactó con tantos y tantos sabios, este

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hombre no podrá sacudir nunca de su alma la duda acerca de todo lo creado. Ha
fijado en nosotros su melancólica mirada, hundidas las manos en los exhaustos
bolsillos; ha meneado la cavilosa cabeza, y tras de un largo silencio meditativo,
murmuró:
—¡Vaya un ridículo en que ha quedado la Geometría!
Después telegrafió pidiendo dinero. Alguna vez lo vemos todavía por la sala de la
ruleta. Le damos consejos cariñosos:
—¡Oh! —nos dice—; no hay cuidado. Ya abandoné el juego. Ahora me dedico a
hacer gimnasia de voluntad. Vengo aquí a hacer gimnasia de la voluntad. Es un
ejercicio muy provechoso porque le educa a uno para la vida. Cojo un duro; me
pongo junto a una mesa de ruleta y digo: «Va a salir el trece; aquel que ponga dinero
al trece, ganará.» Y el esfuerzo que tengo que hacer para no entregar el duro, me
educa. Es una gran cosa.
Sin embargo, de la corbata de don Fulano ha desaparecido el alfiler de brillantes.
Ayer don Fulano, pensando en el «qué dirán», en su mujer, o en su padre, o en sus
amigos, acudió a un periódico para publicar este anuncio:
«Pérdida.—Un señor que vive en el hotel X perdió en las calles de esta ciudad
dos sortijas, un alfiler de brillantes, una cartera con billetes, un gabán de entretiempo
y dos docenas de camisas. Se gratificará a quien lo devuelva.»
En el verano son tan frecuentes estos anuncios en San Sebastián, que constituyen
uno de los principales ingresos de los periódicos locales.

Compañeros de fonda

Alrededor de esta mesa, un poco escondida en el martillo que forma el comedor,


nos sentamos gentes sencillas. Es como un islote entre todas las mesas individuales
que, antes del desorden final, tienen tan alegre aspecto con su blancura, con su
cristalería, con sus flores bermejas o azules erguidas en los búcaros. Gentes de bien,
temerosas y humildes, somos. El sacerdote que se sienta a mi derecha es anciano ya.
Su rostro es amarillo; su sotana verdosa; sus ojos, tras los lentes, de un mirar apagado
y absorto. Diríase que todo él está cubierto por una capa sutil en que fueron
envolviéndole las polvaredas de Castilla, y que si su buena hermana —esta señora
lenta y triste— le cepillase un día fuertemente, en las mejillas veríamos humano
color, y en la sotana la negrura, y el gris de los ojos reaparecería con un tono
avellanado.
Julia, la señorita burgalesa que ha venido a buscar en las olas la fortaleza para su
cuerpo ahilado, nunca se atreve a hablar. Cuando atraviesa el comedor para llegar
hasta nosotros, lleva sus ojos fijos en el suelo y se pone encarnada. Sabemos que su
tortura es aquella manga flácida y vacía que pende de su hombro izquierdo. La
miramos todos con piedad mientras se acerca por el laberinto de sillas, y el

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matrimonio aragonés, marido y mujer, a veces los dos juntos, comentan:
—¡Pobrecica!… ¡Qué guapa es!… ¡Si no le faltase el brazo!…
La madre de Julia le corta las viandas, le sirve el agua, le prende la servilleta con
un alfiler; cuando habla es para admirarse del lujo ajeno. Alguna vez, sin embargo,
tras una duradera abstracción, pregunta a Julia:
—¿Qué harán ahora en Burgos tus hermanos?…
Nuestra mesa sería un poco triste si el matrimonio de aragoneses no trajese a ella
el arrapiezo de tres años que le debe la vida. El chiquillo grita, derrama las salsas,
llora, exige la entrega de las frutas o de los cubiertos o de las flores del búcaro. Tres
noches seguidas se llevó a dormir con él al «bull-dog» de porcelana que presta
servicios de palillero; le chupaba concienzudamente la cabeza y alborotaba el
comedor si se lo arrebataban. Todo esto nos hace felices. Las mujeres vuelcan
epítetos cariñosos sobre el crío; el padre sonríe, el sacerdote medita, mirando al chico
como al través de unos turbios cristales. Al cuarto día, el «bull-dog» no pudo gozar la
voluptuosidad de que los tiernos labios le chupasen el hocico agujereado: el pobre
«bull-dog» bajó sin cabeza. La madre lo colocó sobre la mesa disimuladamente.
Ahora, las preferencias del infante se declararon por las gafas del cura. Cuando
espejea en ellas la luz cae en un deliquio, del que sale para golpear los platos con su
cuchara. Luego formula la reclamación en un encantador lenguaje incomprensible. La
aragonesa mira suplicantemente al cura. El cura dice-entonces con su voz apagada,
con una ambigüedad de hombre que escruta un misterio:
—Sería curioso saber qué ve en mis gafas cuando…
Y calla; su hermana asiente, como si hubiese entendido. Pasa un silencio. La
madre de Julia refiere:
—Hoy he visto un automóvil que llevaba el número 2.000.
Se escandaliza:
—¡Mucho lujo hay, Dios mío!
Y el sacerdote, recogiendo sus manos, lento, borroso, más aguda que nunca su
impresión de lejanía, insinúa:
—Se puede decir que los automóviles…
Pero vuelve a callar. Siempre hay un pensamiento precípite en sus labios y
siempre parece que se alzó junto a nosotros para ir a caer en una lontananza invisible.
Como el camarero se acercó a la mesa, el sacerdote agarró fuertemente su plato. Lo
limpia siempre con pan, meticuloso, y no tolera que lo remuden para servir nuevos
manjares. La mano del mozo, extendiéndose hacia él, le trastorna visiblemente.
Lucha, insiste, suplica:
—Está bien limpio, está bien limpio ya… Déjelo.
Y cuando el mozo se aleja, suspira, vuelve a pasar amorosamente otro trozo de
pan por la bruñida superficie y lo come después, beatífico.
Su hermana asiente:
—¡Si está como la plata, Señor; como si lo fregasen!

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Hoy se han despedido las burgalesas. Pero no se marchan de San Sebastián. La
fondista esta noche platicó, de sobremesa, un rato con nosotros. Vino sofocada por el
calor del fuego, gorda y grasosa. Primero nos contó una terrible tribulación de su
vida. En la despensa hay ratones: ella compró un gatazo imponente; pero ha
descubierto que este gato se asusta cuando ve uno de los inquietos roedores; se
arquea, se eriza su pelo, bufa, brinca hacia atrás. La fondista compró un ratón
artificial de hojalata, y está intentando desvanecer los escrúpulos del felino lanzando
contra él, a toda cuerda, el juguete durante media hora diaria. Hasta hoy, el éxito no le
sonríe; el gato desmejora visiblemente con este sistema de treinta minutos de
sobresaltos, enflaquece, sufre pesadillas, emprende carreras inopinadas… El miedo
de la fondista comienza a ser ya que un día aparezca devorado por los ratones.
Después nos dijo que Julita y su madre se habían mudado a una casa de
huéspedes. La madre cocinará… No pueden gastar mucho… Y aún tienen que estar
una semana en San Sebastián, hasta tomar los once baños.
El sacerdote apuntó:
—La salud de los hijos, cuando el dinero de los padres…
Y enmudeció. Y todos enmudecimos respetuosamente, por no turbar el desarrollo
de aquella idea en el misterio, al que se había replegado…
Pero en nosotros creció una grave emoción. ¡Cuánta ternura y cuánta tristeza en
aquella jovencita mutilada y hermosa!… Los pequeños detalles conocidos se nos
ofrecieron con un mayor relieve: el madrugar para que en la playa no viesen su
cuerpo lisiado; el renunciamiento con que un día no quiso prender en su blusa una
flor; las largas permanencias silenciosas en una silla del Boulevard; su drama
angustioso de desamor y de pobreza, y aquella frase que pronunció una noche su boca
de adolescente, cuando, tras la ajena alabanza a los «Ballets», su madre la invitó a
presenciarlos:
—¡Oh, mamá… gastaríamos mucho!…
Sonreía tan tristemente…

La revolución en el «Boulevard»

Nosotros, los que en el turbulento verano de 1917, vimos transcurrir en San


Sebastián el mes de Agosto, tardaremos mucho tiempo en olvidar los días de aquella
huelga general revolucionaria que obligó al Gobierno a proclamar la ley marcial en
toda España.
Creemos que es para nosotros un deber ineludible recoger los recuerdos de aquel
histórico suceso y consignarlos escrupulosamente para ilustrar a los hombres
venideros.
Vamos a intentarlo.
Digamos primeramente que cuando el gobernador militar de la plaza se vio dueño

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del mando por la proclamación del estado de guerra, tuvo unos instantes de
perplejidad, porque en San Sebastián no ocurría nada extraordinario. No obstante,
revistióse de energía y adoptó las siguientes disposiciones:
1. ª Prohibir que se asomase a los balcones ningún habitante.
2. ª Ordenar que fuesen retiradas las sillas de los paseos públicos.
3. ª Impedir que cuatro individuos llamados Juan Belmonte, los Gallos y Vicente
Pastor realizasen su propósito de matar ocho toros en la plaza donostiarra.
Todo esto alejó visiblemente las posibilidades de una revolución. Por lo menos,
teníamos la seguridad absoluta de que las sillas de los paseos públicos —puestas a
buen recaudo— no habían de tomar parte en ella. Pero a los vecinos de San Sebastián
no les parecieron suficientes estas previsiones y se celebró inmediatamente una
asamblea magna.
El lector debe darse cuenta de lo que sería para San Sebastián una revolución en
el mes de Agosto. San Sebastián vive exclusivamente de sus ganancias veraniegas: no
tiene la existencia comercial de Santander ni la industrial de Bilbao. Cuando llega el
Otoño y caen las primeras lluvias tenaces, los vecinos de Donostiya acompañan hasta
la estación al último forastero, le despiden amorosamente agitando los pañuelos,
vuelven después a sus casas fatigados, arrastrando los pies, molidos por la brega de
todo el estío; miran cuidadosamente en los armarios y debajo de las camas si ha
quedado algún veraneante, y cuando comprueban que están efectivamente solos
cruzan sus manos, bostezan y pasan un mes más jugando al dominó y a juegos de
prendas. Después, poco a poco, caen en el marasmo. La ciudad es envuelta en un
toldo gigantesco, para que no se moje demasiado en el invierno, y cada uno se queda
sumido en un profundo sopor allí donde se encuentra. Al tornar el sol, el donostiarra
vuelve en sí, estira los brazos, se frota los ojos, porque ya ha perdido la costumbre de
la clara luz, y corre diligentemente al balcón a colgar un cartelito que dice: «Se
alquilan habitaciones amuebladas.»
El donostiarra puede tolerar una revolución en el otoño, tomar parte en ella en el
invierno y servir de amigable mediador en la primavera; pero en el verano toda la
provincia de Guipúzcoa se hace súbitamente conservadora.
Así a la asamblea concurrieron todos esos elementos que hemos convenido en
llamar «fuerzas vivas». Las «fuerzas vivas» estaban alarmadísimas. En San Sebastián
no se sabía concretatamente lo que pudiera estar ocurriendo en el resto de España.
Circulaban noticias terroríficas de Madrid, de Barcelona, de Zaragoza, de la Coruña,
de Bilbao… ¿Qué sucedía un poco más allá de Zumárraga y un poco más allá de
Éibar?… Nadie lo podía decir concretamente. Era preciso estar dispuestos para todo.
La Asamblea tuvo, pues, una gran solemnidad. El alcalde recordó en su discurso
aquella Junta de Zubieta que decidió la reedificación de San Sebastián cuando los
franceses la destruyeron en su retirada, como si esperase que ahora pudiese ser
arrasada también. Otros discursos igualmente esforzados siguieron a éste. Y al fin se
llegó al acuerdo único, adoptado por unanimidad, de que el Ayuntamiento acudiese

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en colectividad, como todos los años, a la Salve en Santa María.
Todavía se puso un puntal más al orden. Las Sociedades populares de San
Sebastián, que son numerosísimas, dirigieron una proclama a todos sus miembros. En
esta proclama se les ordenaba que cubriesen el trayecto de la calle Mayor cuando las
autoridades fuesen a misa, y que inmediatamente se trasladasen al boulevard donde
debían estar paseando hasta que terminase el concierto de la banda de Música.
Y, en efecto, los admirables donostiarras cubrieron la calle Mayor, acompañaron
luego a las autoridades hasta el Ayuntamiento, donde el alcalde corrió a su balcón, lo
abrió, se asomó, extendió sus manos y dio un grito:
—¡Donostiarras!
Todos los ojos se alzaron a él. El añadió, con un profundo convencimiento:
—¡Viva San Sebastián!
Esperó un instante. Nadie le contradijo. Entonces se volvió hacia el gobernador
como para decirle: «Ya ve S. S. que esto está arreglado». Pero el gobernador tenía
también su idea. Apartó al alcalde; se asomó, requirió el silencio de las turbas, puso
las manos ante la boca y voceó:
—¡Viva España!
Y después llevó las manos a los oídos para oír mejor. La brisa le trajo un rumor
aprobatorio. El señor gobernador sonrió satisfecho y devolvió al alcalde la mirada de
inteligencia. Tras este hábil sondeo de la opinión, se fueron a almorzar.
Pero los miembros de las sociedades populares, no. Los miembros de las
sociedades populares, fieles a la consigna recibida, se dedicaron a pasear por el
boulevard y por la Avenida y por la Zurriola, y a sentarse en las terrazas de los cafés
y a bañarse… siempre alegres, siempre sonrientes, siempre hablando en voz alta para
dar una idea de tranquilidad y de animación. Aunque realmente existiesen disturbios,
aunque entonces invadiese San Sebastián una horda de descamisados o la
bombardeasen desde los altos de Ulía, los dignos socios de Euskal-Billera y los
entusiastas socios de Donosti-Zara y los distinguidos socios de Leku-Zarra y los
miembros de Umore-Ona y los de Gaztelupe y los de Cañoyetan y los de Ollagorra
continuarían paseando por el boulevard, impávidos y rientes, para procurarnos a los
forasteros una impresión de orden y de calma. Y si uno de ellos recibía un balazo o lo
subía por los aires un obús, procuraría decir antes de morirse:
—¡Qué bromas dan algunas gentes! ¡Es un placer este San Sebastián! En
Santander no se distraería uno tanto en toda su vida.

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ALTA CRÍTICA

El señor Aviñeira

Sin hacer un agravio a la cultura de nuestros lectores, nosotros no podemos


presentar al señor Aviñeira. El señor Aviñeira tiene una reputación de crítico de arte.
En muchas ocasiones, el público y la Prensa han reconocido que se trata de una de
esas reputaciones que pueden llevar la categórica calificación de bien sentadas. Todo
el mundo sabe que el señor Aviñeira ha comenzado a estudiar seis o siete carreras, y
que ciertas misteriosas antipatías de los catedráticos le han impedido terminar
ninguna; todo el mundo sabe que esto fue providencial, porque le permitió
reconcentrarse y descubrir en él una fuerte vocación de crítico. Comenzó por pararse
frecuentemente ante las tablitas que se exponen al público junto al antiguo y ruinoso
palacio de la Presidencia, en la calle de Alcalá; se le vio un día menear la cabeza
frente a una ampliación fotográfica; se detenía dos veces diarias, al volver a su
domicilio, al lado de las vallas del pórtico de la platería de Martínez, en el paseo de
Prado; alguien afirma que su detención no tenía otro objeto que vulnerar una de las
prohibiciones municipales; podemos asegurar que el señor Aviñeira no se
inmovilizaba en tal sitio por ninguna otra necesidad que no fuese la de deleitar su
espíritu en la contemplación de aquellas piedras donde sólo los espíritus privilegiados
pueden descubrir algún mérito.
Perfectamente documentado, al fin, el señor Aviñeira se lanzó a la crítica. Su
criterio es hoy definitivo. Los comentaristas de este hombre extraordinario no están
todavía de acuerdo acerca del adjetivo que le corresponde. Dos grandes núcleos se
han formado alrededor de dos calificativos, que son como dos banderas: uno de estos
grupos llama al señor Aviñeira «crítico profundo»; el otro le denomina «formidable
crítico». Una pequeña disidencia se obstina en llamarle «sagaz».

Los asuntos en la pintura

Nosotros hemos tenido la suerte de encontrar al señor Aviñeira en nuestras visitas


a la última Exposición de Bellas Artes. El señor Aviñeira nos hizo el regalo de sus
luminosas consideraciones. Primero se lamentó de que estuviese prohibido fumar,
porque, según parece, al través del humo de su pipa ve mejor los cuadros. Después
nos preguntó bondadosamente:
—¿Hace usted critica?
Y cuando se enteró de que no «hacíamos» crítica se ofreció a instruirnos en las
particularidades de ese respetable oficio en el que es un maestro. Traemos sus

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palabras a las cuartillas con el cuidado de quien lleva un vino precioso en una ánfora
rebosante.
—Antes que nada —nos dijo— le aconsejo a usted que observe cómo nuestros
artistas, con una unanimidad que podría hacer sospechar un previo acuerdo, han
decidido someterse a un método para tratar los asuntos de sus obras. Piensan, muy
acertadamente, que es preciso avanzar con cautela, peldaño por peldaño, y no pasar
de una materia sin dejarla perfectamente dominada. Esta generación de pintores
comprendió que había muchas cosas en España acerca de las que no se había hecho
un estudio pictórico suficientemente detenido. Los cacharros de Talavera, por
ejemplo, habían sido desdeñados por el arte. ¿Existe alguna razón seria que autorice
esta exclusión? Los pintores modernos se apresuraron a reparar tan tremenda
injusticia. Hoy verá usted cacharros de Tala vera en el 25 por 100 de los cuadros. Me
atrevo a afirmar, sin temor a rectificaciones, que estamos a punto de haber logrado la
perfección en lo que se refiere a la interpretación en el lienzo de un cacharro de
Talavera. No así en la chula madrileña y en la maja andaluza. ¡Oh, las chulas, las
majas!… He ahí el asunto eterno e insustituible. Las chulas y las majas son a la
pintura lo que los anocheceres a la poesía. Hace mucho tiempo que apareció la
primera maja en un lienzo. Si usted viviese siglos, continuaría viendo majas pintadas.
La gran variedad del tipo le hace sobrevivir; puede pintarse una maja con un mantón
de Manila de flores verdes; otra, de flores rojas; otra, de flores azules; otra, de flores
amarillas… pueden estar con una mano en la cadera, con las dos manos en las
caderas, tocando una guitarra, sin tocar la guitarra… Como usted ve, el asunto es
riquísimo.
—Ciertamente.
—¿Y los «bodegones»? ¿Ha pensado usted alguna vez en el pintor que va
copiando con todo cariño el tono de unas ciruelas aterciopeladas, o que perpetúa la
actitud de una perdiz arrojada sobre la mesa de una cocina junto al cadáver de un
besugo?
—He pensado con enternecimiento.
—Permítame usted aún que llame su atención acerca del gran número de retratos
de madres de pintores que hay en la Exposición. Abre usted el catálogo y no lee usted
más que «Retrato de mi madre», «Retrato de mi madre», «Mi madre», «Mi madre»,
«¡Ay, mi madre!» Luego en las salas, va usted viendo a estas señoras, todas en una
actitud recogida, graves, con el pelo blanco o el pelo gris, casi siempre enlutadas, a
veces con un exceso de joyas que hace pensar en la generosidad de los pinceles, muy
serias, cada una sentada en su buena butaca… Es conmovedor. Yo tengo preparado
un estudio interesantísimo que se titulará: «El amor filial y la pintura española». En
ese trabajo expreso mi absoluta confianza en que este tema no podrá agotarse nunca,
sea cual sea la marcha de la civilización.
—¿Es posible?
—Es seguro —nos contestó lacónicamente el señor Aviñeira.

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—Creo que debo felicitarle por su observación.
—No vale la pena —nos replicó modestamente, lanzando un salivazo en el suelo
y extendiéndole cuidadosamente con el pie—: no vale la pena. Todo consiste en
educar el sentido, en aprender a mirar y a ver. Entre la apreciación de usted, que no
está preparado, y la mía, hay una forzosa diferencia. Puedo demostrárselo fácilmente.
He ahí ese tríptico que se titula «La tierra ibérica». Seguramente no le gustarán a
usted los tonos del cuadro; pero aparte eso, ¿qué le parece a usted ver en el centro?
Miramos con atención.
—A mí me parece ver una mujer a la que se le quedó corto un brazo; una
compañera se inclina a su lado para ver si los muslos de la infeliz habían corrido la
misma suerte, y se da cuenta de que, lejos de esto, se le ha hinchado el izquierdo.
El señor Aviñeira hizo un gesto de horror.
—Deténgase usted. Sólo la inexperiencia juvenil puede atenuar esas
incongruencias. Es oprobioso que no advierta usted claramente el simbolismo de «La
tierra ibérica». Fíjese. El paisaje del centro es árido y seco. Esa mujer extiende su
mano para ver si llueve. No llueve. Aquella mujer que trae el cántaro simboliza el
riego. ¿Se trata de un cuadro gassetista? Acaso usted lo haya sospechado así después
de mis explicaciones. Pero se equivocaría. Esas dos parejas de aldeanos que rezan en
una Catedral gótica, a un lado y otro del tríptico, revelan claramente que el autor
piensa que, como el Cielo no lo remedie, la sequía continuará largo tiempo. Pasemos
a otra sala. Admire usted esta curiosa costumbre andaluza reflejada en el cuadro «La
tarántula». A una niña le ha picado el asqueroso bicho; con este pretexto han acudido
todos los vecinos para que les hiciesen una fotografía, como puede deducirse de sus
actitudes. Aprecie usted la nota sentimental de esa pobre anciana que hay a la
izquierda, de la que nadie hace caso, a pesar de que le ha salido un flemón en un
pómulo. Su desgracia no es comparable, sin embargo, a la de «La modelo del escultor
Madariaga», que ve cómo se le van pudriendo las piernas sin que el escultor le dé la
menor importancia al caso. Acérquese usted a este paisaje nevado que se titula
«Navidad». Esto es nieve, ¿eh?; nieve de veras. Toque el bulto. No es lo mismo pintar
una ligera nevada que una copiosa nevada. Cuando el pintor se encuentra ante una
copiosa nevada tiene que resignarse a gastar montones de tubos de blanco. Así, en la
Siberia, no pueden pintar más que los millonarios. Los que no poseen más que una
rentita modesta no pintan otra cosa que granizadas.
—Es singular.
—En el arte hay muchas singularidades. Pruebe a descifrar el sentido oculto de
ese cuadro que está ante usted: «Sonatina».
—¡Diablo… no sé! Las actitudes, los trajes, el tono de la composición… ¿Acaso
fue la intención secreta del artista ilustrarnos acerca de los modelos de vestidos para
jóvenes de catorce a veintidós años?
—No tengo inconveniente en apostar diez contra uno a que el autor no pensó
nada que se relacionase con un figurín. Este cuadro tan vistoso, tan suave, tan

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apacible, con tan alegres colorines, viene a demostrar que las composiciones que
descuidadamente hacen los dibujantes para la última plana de color de una revista
pueden ser exaltadas hasta el gran arte. Nadie dejaría de leer al pie de ese lienzo una
línea que dijese: «Compre usted los pianos marca X», o bien este diálogo, calcado en
la literatura de los anuncios:
«—¡Qué bien toca Pepita el violín!
»—Es que usa el jabón Hierbas de la Montaña…»
El señor Aviñeira nos ha hecho detener delante del «Paisaje de Abruzzos». Como
estábamos demasiado cerca del cuadro, nos hizo dar cuatro pasos atrás, después nos
obligó a dar dos hacia adelante, luego cinco hacia atrás… En estas idas y venidas,
para situarnos en un lugar conveniente, advertimos con toda evidencia la alta
sabiduría de nuestro amigo en cuestiones de pintura. Cuando al fin fondeamos, el
señor Aviñeira nos hizo el regalo de estas frases:
—Cierto aldeano de mi tierra que oía describir un tío-vivo a una hija suya que
regresaba de vender repollos en la capital, opinó, después de una meditación
reposada, durante la que tuvo tiempo para beber dos jarros de vino, que «el que no
vio mundo es talmente como una bestia brava». Este cuadro me trae el recuerdo de
esa frase feliz. Aquí tiene usted una ventana abierta sobre un paisaje italiano. El
pintor español que lo ha copiado tuvo el deseo patriótico de demostrarnos que en los
Abruzzos hay lugares que no ofrecen el menor interés. ¿Es un reproche al Gobierno
español que le subvencionó para ir a aquel sitio? ¿Es que se impuso voluntariamente
la tarea de buscar el más feo rincón de toda la comarca…? Nos quedaríamos
eternamente en esta duda angustiosa si la presencia de esas dos mujerucas que desde
un alto contemplan el pueblecillo de la cañada no nos lo explicase todo. Esas
mujeres, forasteras, buscan una calle del pueblo. Fíjese usted en su aspecto abatido.
¿Conoce usted tortura mayor que la de buscar una calle determinada en una ciudad
desconocida? El pintor quiso producirnos esa sensación y lo ha logrado. Se lo
aseguro a usted desde lo alto de mi autoridad crítica.
Cuando el señor Aviñeira pronunció estas últimas palabras, nosotros estábamos
abismados en la contemplación de un cuadro extraordinario. Una señora, a la que
podría reprochársele el estar completamente desnuda si no conservase puestos sus
zapatos, se mostraba tendida en un canapé, con el brazo derecho doblado y el dedo
índice apuntando a la sien, como para sugerir la idea de la demencia. Su piel tenía un
tono inenarrable. Por unos arcos se divisaba un paisaje, formado por quesos gallegos
cubiertos de moho. Requerimos la ayuda de nuestro ilustre amigo:
—¿Es, acaso, la maja de Goya que se ha vuelto loca?
—Es un cuadro de la «escuela del Mediterráneo».
—¿Qué quiere decir eso?
El señor Aviñeira hizo un gesto ambiguo, como si hubiésemos tocado un punto
que no fuese de todo su agrado:
—No sé… Parece que en el Mediterráneo ocurren cosas singulares. Vea usted esa

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«Marina de Levante» y «La paz de la montaña» y el «Camino de la fuente»… Esos
colores… ese dibujo arbitrario… ese desquiciamiento… No sé. Todo esto me tiene
muy preocupado. ¿Cómo es posible que en las costas mediterráneas puedan suceder
tales absurdos…? Yo no he podido encontrar una explicación satisfactoria. Me
inclinó a creer que es culpa de nuestros Gobiernos.
Comprendimos en esta frase que el señor Aviñeira no sabía de quién era la culpa.
Discretamente, no insistimos más.

Emociones diversas

—He aquí —nos dijo nuestro culto mentor— un cuadro que demuestra
cumplidamente el poder expresivo de la pintura. Se ha dicho que la música es el arte
que tiene un mayor influjo sugeridor. Bastaría este lienzo titulado «Luces» para
demostrar que no es así. Acérquese. ¿Qué ve usted?
—Una confusión de chafarrinones.
—Dé usted dos pasos atrás. ¿Qué cree observar?
—Una sesión de fuegos artificiales en la bahía de Cádiz.
—¿Y ahora?
—La salida del Real en una noche de lluvia.
—Haga el favor de mirarlo de reojo.
—Comprendo que es el fondo del mar con varios peces fosforescentes.
—No quiero fatigar más su atención. Le he dejado apreciar cuatro significaciones
distintas de ese cuadro. Si vuelve usted mañana, podrá descubrir cinco o seis más, y a
medida que se entrene en esta ocupación el número de interpretaciones diarias será
progresivamente mayor, Un colega mío consiguió ver mil quinientos asuntos distintos
en cierto cuadro. Era un hombre de una gran preparación. Dedicaba seis horas diarias
a la contemplación del lienzo. Al quinto día se llevó las manos a la cabeza y lanzó
una carcajada. Estaba loco. Es el grave riesgo que corremos los críticos. ¿Quién sabe
si yo habré de sufrir una suerte igual?
El señor Aviñeira se pasó una mano por la frente, y como si quisiese alejar la
terrible idea, se encaró con el cuadro «¡Hagan juego!» y peroró:
—¡Qué honda tranquilidad trae al espíritu esta obra! No conozco a su autor, pero
no tendría el menor inconveniente en encargarle de la administración de todos mis
bienes. Basta ver el cuadro para comprender que el pintor es un hombre serio y
honorable que en su vida puso los pies en una sala de juego. En el fondo de su taller
se ha propuesto anatematizar esa reprobable costumbre y ha ofrecido a la humanidad
esta obra que, por falta de experiencia, no pasa de ser un interesante estudio acerca de
cómo les es posible poner los ojos a las personas que están en torno a una mesa de
«treinta y cuarenta». Vea usted los de aquel anciano pillín, y los de esta mujer, y los
de aquel joven de la derecha, al que acaso las pérdidas excesivas han arrastrado a

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tener un ojo más alto que otro. A pesar de estas anormalidades, nadie que mire el
cuadro unos segundos puede dudar de que se trata de una casa decente donde el
«pego» es desconocido. El croupier está «tirando» la última carta. Sin embargo, nadie
mira para él. Ese detalle habla muy alto de la corrección del susodicho empleado. La
confianza es tal que uno de los «puntos» se ha quedado dormido en pie, con un puro
en la boca. Conforta el espíritu contemplar un ambiente de tal honradez.
Apenas se hubo repuesto de la visible emoción que le produjo aquella tierna
concepción artística, el señor Aviñeira nos condujo ante el retrato de un hombre del
pueblo que cortaba un trozo de queso de Castilla, teniendo en un plato, en espera de
turno para hincarles el diente, dos sardinas asadas.
—Saludemos a la frugalidad —nos incitó nuestro ilustre amigo—; el asunto de
este cuadro, que nos recuerda la hora de la merienda, es interesantísimo y no tendría
el menor reparo en prodigarle toda clase de alabanzas si no fuese porque siento una
profunda antipatía hacia el queso manchego. Prefiero los bocadillos de jamón para la
merienda. Si usted sospecha que puedo no tener razón, saldremos al bar de los
Jardines, y si no como cinco bocadillos seguidos, pagaré yo el gasto. En cambio, ni
aun convidándome usted a seis bocadillos más consentiré en tomar un poco de queso.
—Basta, señor Aviñeira. Leo en sus ojos que es usted sincero.
El eminente crítico, después de lamentarse de que perdiésemos una singular
ocasión de verle comer bocadillos, se encaminó a otra sala.

Retratos

—Podía colocarle a usted un introito a propósito de los retratos y citar los


nombres de cinco o seis retratistas célebres alemanes, holandeses, ingleses y
franceses. No lo hago, porque la pronunciación de esos difíciles apellidos representa
un esfuerzo que usted no podría apreciar. Prefiero hacerle observar someramente
algunas muestras que hay en la Exposición que visitamos. He aquí la copia de un
velador, de una butaca y de un uniforme; sobre todos estos objetos, el artista ha
trazado un rostro que, si no tuviese la distinguida condición de ser el de S. M. el Rey
podría perfectamente ser suprimido, sin que padeciese la importancia del cuadro.
Pasemos ahora a este «Retrato de familia». Este retrato tiene la virtud de
tranquilizarnos respecto al estado de salud de las seis personas que en él figuran. Tan
llenas de robusta vida están que aquel a quien le fuese regalado este lienzo sentiría el
mismo embarazo que si le regalasen seis personas de carne y hueso, dos perros y
cuatro naranjas que son los elementos integrantes del cuadro. No creo, sin embargo,
que en este aspecto de la pintura se haya llegado a alcanzar una mayor originalidad
que la que revela el señor Valle en su «Retrato». He aquí la obra a que aludo. Bajo un
cielo color vino digerido y sobre un campo de fresca hierba está un señor de barbita
rubia, que padece un acné en las mejillas. Este señor lleva una gorra y un libro en sus

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manos y usa zapatillas de orillo. ¿Por qué ha salido al campo en esta traza? ¿Le
asustó el tono del cielo? ¿Practica los consejos del abate Neip? ¿Huyó
apresuradamente, con lo puesto y el libro, de la ciudad donde el horrible color de su
traje y de su chaleco han provocado acaso una tentativa de linchamiento? ¿Es un
hombre-anuncio que va haciendo el reclamo de una casa vendedora de zapatillas?…
Tengo que meditar todavía sobre estas preguntas para poder emitir un juicio sesudo.
Mientras tanto, dedíquese usted a contemplar este inmenso cuadro que en el catálogo
se llama «La lancha»; pero que, como tantas otras cosas del catálogo —bastante mal
hecho— debe de estar equivocada, ya que no se ve la lancha por ningún lado y sólo
se advierte una mujer, dos niños, un perro y un burro. El principal mérito del cuadro,
aparte su candidez paradisíaca y el dar la impresión de que está pintado sobre hule, es
que las figuras y el paisaje son de recortes de papel. Si el exceso de tonos blancos le
molesta, vaya inmediatamente a mirar «La feria de Sevilla», que está ahí cerca, y que
a pesar de su título, no es otra cosa que una orgía de calamares en su tinta venidos a
menos.

El puro de madera

Habíamos acabado de contemplar La dispará, fiesta de San Roque en Burjasot


que a primera vista parece que es el acarreo de municiones en los Vosgos durante una
nevada, en presencia de una señora de mantilla, y el señor Aviñeira nos hizo detener
ante los cuadros de Francisco Llorens.
—Le permito a usted —dijo— que se recree largamente en esos maravillosos
lienzos de tan sencilla técnica y de tanta belleza real. Para sentir toda la intensidad de
arte de ese mar luminoso de «Costas gallegas» y todo el poético encanto de ese fondo
de «El Castaño», dulcemente atenuado por la neblina, no ha de necesitar usted mi
guía. Llorens es un ilustre paisajista que hace tiempo debía tener la primera medalla,
y que si no la llevó en esta Exposición es porque Mir estaba a su vez postergado y se
creyó llegado el momento de hacerle la justicia que merece. Si este año rigiesen las
mismas prácticas que en los anteriores, Llorens tendría también su primera medalla.
Quiero aprovechar esta ocasión para evitar que usted se deje influir por el criterio de
un colega mío, que, tras de elogiar estos mismos cuadros, reprendió amablemente al
autor por suponerlo apartado de la escuela clásica española. En arte, la cuestión es
hacerlo, y lo de menos, las escuelas. Pero es que en este punto sería imposible seguir
la que ese crítico pretende, que es la de los maestros del siglo XVI, por la sencilla
razón de que en paisajes no hay tradición. La pintura al aire libre puede decirse que
nació a mediados del siglo pasado. Surgió en los Países Bajos y se consolidó
verdaderamente en Francia, a la que cabe el orgullo de esa innovación, tan importante
para el arte. Decir ahora que en paisajes se deben seguir las huellas de Velázquez, de
Zurbarán o de Ribera, no es ni aun admisible. Puedo citarle a usted, en apoyo de mi

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teoría…
Al llegar a este punto, el señor Aviñeira adivinó por nuestros párpados entornados
y nuestra tendencia al bostezo que éramos víctimas de esa intoxicación que nos
producen los discursos eruditos. Entonces se calló dignamente. Dirigimos una última
mirada admirativa a ambos lienzos y reanudamos nuestra caminata. Contemplamos
unos cacharros de Talavera en «La procesión del Albaicín», otros cacharros en
«Simanquinos», más cacharros en los lienzos de Zubiaurre. El ilustre crítico se
deleitaba profundamente ante ellos; se advertía que hacía un gran esfuerzo para no
acercarse a batirlos con los nudillos, como hacen los compradores experimentados
para comprobar la bondad de la mercancía.
—En todo esto puede usted corroborar la certeza de mi disertación a propósito del
cacharro como elemento artístico —nos dijo—. En pintura, el cacharro viene a ser
como el puro en las primeras fotografías económicas. En todo taller fotográfico había
un magnífico puro de madera que todos los soldados y aun algunos dependientes de
ultramarinos sostenían triunfalmente entre sus labios mientras estaban ante el
objetivo. Este puro de madera no sólo les proporcionaba prestigio ante la familia
ausente o la novia impresionable, sino que suaviza su pose. Ahora, el cacharro es
indispensable en todo estudio. El pintor tiene ya su modelo. Pero ¿qué hace con las
manos de su modelo? ¿Qué actitud le aconseja? ¿En qué faena ha de aparecer
ocupado?… El pintor medita, suspira, jura, se rasca la cabeza, muerde las puntas de
su corbata… Al fin, tiene una idea maravillosa. Coge un jarro de Talavera que hay
sobre un estante y lo pone en manos del modelo. La situación está salvada. De un
hombre que tiene un jarro en las manos no se puede decir que esté ocioso… Es el
puro de madera de los primitivos…

El cacharrerismo

—Aquí, en este lienzo titulado lacónicamente «Bodegón», nos encontramos con


que el procedimiento de que venimos hablando está utilizado en una forma más pura
y más valiente. Aquí el artista suprimió las figuras; hasta la consabida figura del
besugo o de la perdiz. Tan sólo una suculenta zanahoria y una fuente de pimientos y
de tomates representan el reino vegetal; pero podrían desaparecer porque no
desempeñan sino un papel secundario. Lo importante es el frasco de vino, el vaso, la
sartén y el almirez que figuran en el lienzo. Ese pan que ve usted ahí no lo cuento
como tal pan, porque está tan duro que ha pasado a formar parte del reino mineral.
Puede decirse que este «Bodegón» es el alcaloide de la cacharrería. Mucha gente no
encuentra la menor belleza en estas obras ni comprende cómo puede haber
delectación en pintarlas. Yo sí, porque yo soy un temperamento amplio. Yo creo que
entre los bodegones y los útiles de Talavera que figuran en los lienzos de los grandes
pintores contemporáneos, tenemos ya derecho los críticos a ir hablando de una

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manera especial del arte que podríamos muy bien llamar «cacharrerismo» y dentro de
la cual tendrán cabida todas las escuelas.
Reconcentróse nuestro mentor y no volvió a dirigirnos la palabra hasta que
pasamos ante el cuadro «Romería en Asturias» llegado al cual, el señor Aviñeira
extendió su mano hacia nosotros para advertirnos cariñosamente:
—Espero que su ignorancia no irá tan lejos que vaya a incluir en el grupo al que
acabo de bautizar con un acierto que no espero ver rebatido, todos los cuadros donde
haya algún jarro o alguna copa. La mirada que dirigió usted a este lienzo me lo hizo
temer. En este caso, todo está justificado por la existencia de una romería. Ese
hombre que ve usted ahí es Lerroux, como ya habrá usted advertido por mal
fisonomista que sea. Un amigo suyo se acerca a él a preguntarle por qué ese chiquillo
que está delante de él tiene la cabeza tan grande y el cuerpo tan pequeño. Parece que
Lerroux no acierta a explicar bien el fenómeno. En vista de eso, ambos amigos se
disponen a beber un vaso de sidra. Seguramente se trata de un cuadro en el que hay
alusiones políticas. Yo no puedo explicárselo a usted mejor porque vivo alejado de la
política, en las regiones superiores del arte.
Pronunciadas estas sesudas frases, el señor Aviñeira declaró que tenía sed y que
de buen grado iría a beber cerveza a los jardines. Después se lamentó de que su pase
gratuito permanente no le diese derecho a beber con la misma permanencia y por el
mismo coste en la cantina de la Exposición. Aun tuvo la bondad de consultar nuestra
opinión acerca de ese parecer suyo.
Cuando llegamos a un acuerdo a propósito del abandono en que los gobiernos
tienen a los críticos de altura, el señor Aviñeira quiso premiar nuestra adhesión
haciéndonos algunas revelaciones relativas al cuadro «Los ojos de la noche», después
de alejarnos del paisaje «Almendros floridos de Mallorca», advirtiéndonos que no
podríamos saborearlo bien sin haber leído antes las descripciones de Wells en su
novela Los primeros hombres en la Luna.

El señor Aviñeira
sufre una contrariedad

—Si en alguna ocasión debe usted dar gracias al cielo por haberme encontrado en
este local, creo que debe ser en la presente —dijo, después de reconcentrarse, nuestro
culto amigo—. Si yo no estoy a su lado en este momento, correría usted el seguro
riesgo de no formar un juicio acertado acerca de «Los ojos de la noche». Muchas
personas, después de gastarse una peseta para entrar en la Exposición, salen de ella
creyendo que este cuadro reproduce la apacible existencia de una tortuga en el fondo
de los mares. Procure usted, mi joven amigo, huir de ese terrible error, que le pondría
a usted en ridículo delante de los hombres que conocen las costumbres de las
tortugas. Más disculpable sería que afirmase usted que el cuadro representa una

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reunión secreta de negros conspiradores en una gruta. Pero tampoco habría dicho
usted la verdad. El asunto del lienzo —conocido vulgarmente por el nombre de «el
cuadro de los chuzos»— es la expulsión de los serenos de comercio de la ciudad de
Ávila. Helos ahí con sus linternas y sus cortas lanzas reunidos en un grupo borroso,
envueltos en sus mantas; todos ellos de tamaño natural. Ávila, en el fondo, se ha
quedado sin serenos; pero su aspecto es reposado y tranquilo. No tengo ningún reparo
que oponer a esta composición. No obstante, si yo fuese el autor, no dejaría de haber
pintado, como asomándose a las murallas de la ciudad, a algún vecino con las manos
ante la boca, a manera de bocina, de suerte que pudieran imaginarse que estaba
gritando: «¡Sereno! ¡Sereno…!» Esto ayudaría a comprender el conflicto que puede
crear a una población la ausencia de sus vigilantes nocturnos.
Guardó sus lentes el señor Aviñeira y nos encaminamos a la salida. El notable
crítico aún nos hizo observar que la mayoría de las esculturas que figuran en la
Exposición presentan evidentes síntomas de padecer dolor de cabeza, como puede
deducirse de sus actitudes. Dichas estas palabras, el señor Aviñeira confesó que no
podía hablar más sin beber un doble bock de cerveza. En este momento otro insigne
crítico se acercó a saludar a este ilustre crítico. Fingiendo no dar importancia a la
conversación, cambiaron concisamente sus impresiones acerca de los cuadros vistos.
El recién llegado opinó que la tarde era calurosa. El señor Aviñeira, profundizando
más, aventuró la hipótesis de que habría tronada. Entonces, el insigne colega afirmó
que el espectáculo de la Exposición le entristecía, a lo que replicó nuestro amigo que
él abrigaba la sospecha de haber adquirido una pasión de ánimo ante la decadencia
del arte español. Fue citado el nombre de Hermoso, y ambos señores lanzáronse a
enumerar los apellidos de todos los pintores a quienes puede parecerse. Agotados
éstos, comenzaron a recordar los de todos aquellos a quienes no se parece poco ni
mucho. El recién llegado se manifestó inclinado a asegurar que el señor Hermoso no
le recordaba al Greco. El señor Aviñeira juró que de ninguna manera podría
comparársele con el divino Morales. El otro, flemáticamente, negó que Hermoso
tuviese atisbos de Rubens. Nuestro amigo juró que incurriría en un risible error el que
encontrase en el pintor español la influencia de Van Dyck. Su interlocutor, sin
desmentir este aserto, lo hizo extensivo al barón Wappers.
Cuando oyó esta palabra el señor Aviñeira frunció terriblemente las cejas y se
aproximó a su contrincante. Preguntó con voz ronca:
—¿Cómo ha dicho usted?
Su compañero afirmó con entereza:
—He dicho Wappers.
La voz del señor Aviñeira se hizo cavernosa: alzó sus maños crispadas.
—Repita usted esa palabra.
—Wappers —repitió su colega con decisión heroica.
Intervenimos alarmados:
—¡Señores, haya paz!

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Pero el señor Aviñeira había sacado ya su tarjetero, con ligereza nerviosa.
Creíamos inminente la cuestión personal. Sin embargo, el señor Aviñeira se limitó a
preguntar, preocupado, mientras tomaba una nota meticulosamente:
—¿Se escribe eso con b o con v?
—Se escribe con v valona y con dos pes —aseguró su colega.
—Muchas gracias —dijo nuestro amigo guardando la cartera.
Y se despidieron. Ante el doble bock, el señor Aviñeira nos confesó que había
sentido cierta contrariedad en desconocer al pintor citado por su colega; pero nos dio
su palabra de que la superioridad de su erudición sobre la del otro era tal, que podría
estar citándole nombres de artistas antiguos y modernos hasta que el otro olvidase el
suyo propio.
—Conozco uno —nos dijo con el tono de quien posee un terrible secreto— que
tiene once consonantes y tan sólo una vocal. Después de pronunciarlo tienen que
darme pinceladas de miel rosada en la garganta, porque el esfuerzo causa
inflamación. Una vez que no lo hice así enfermé de anginas.

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GUÍA DEL VIAJERO

Cometería una injusticia quien dijese que el Ayuntamiento de Madrid no fomenta


el turismo con arreglo a sus recursos. Todos los años, por San Isidro, ofrece al
forastero la atracción de la Pradera, con nubes de polvo y puestos de almendras, de
avellanas y de pollos asados después de sufrir la larga agonía de la tuberculosis.
Para instruir y orientar al viajero, el municipio de la corte suele editar una
«Guía». Este esfuerzo es muy digno de ser tenido en cuenta.
Sabido es cuán útiles resultan estas interesantes publicaciones. Las «Guías
oficiales» son, en primer lugar, convenientísimas para el medro de las imprentas y de
los talleres de fotograbado donde son editadas. Después vienen a constituir un
estímulo para los literatos. Siempre es un literato el que se encarga de hacer la guía
oficial, porque nadie como él sabría llenar los requisitos esenciales de esta clase de
publicaciones, que son, entre otros:
Un breve «recorrido histórico», en el que se explique cuál fue el primitivo
nombre de la ciudad, quiénes sus fundadores, y vicisitudes notables por qué ha
pasado, haciendo constar que sus hijos fueron siempre valerosos, inteligentes y
amantes de la civilización.
Reseña de los monumentos notables, elogio de los parques y jai diñes, apología
de los bulevares.
Canto lírico a los ríos o al mar que bañen al pueblo.
Afirmación grave e intransigente de que no hay mujeres más guapas ni más
elegantes en las diversas ciudades que los hombres fundaron en el resto del mundo.
Reiteradas alusiones a la bondad del clima y a la belleza del cielo. Como la
humedad aterra a las gentes, ya sea en forma de lluvia o de niebla, el autor de la «guía
oficial» debe afirmar que el clima es seco. Si hace un calor excesivo, debe asegurar
que es seco; si no puede negar los rigores del frío, debe jurar que es seco; si, en fin, la
abundancia de lluvias es tan notoria que no pueda bordear este punto dolorosísimo,
debe lanzar seriamente, puesta la mano sobre el corazón, la especie de que esas
lluvias, por su carácter seco, son de una alta conveniencia para los tísicos y
reumáticos.
Entre página y página de esta literatura suele ir un grabado de un monumento, de
una calle o de un edificio. Como la fotografía da mucho prestigio a estas cosas, el
turista sentirá una gran atracción contemplándolas. Ya que es inevitable que la prosa
se mezcle con la poesía, esas brillantes páginas suelen interrumpirse frecuentemente
para dar cabida a un anuncio en el que se afirma que los más puros vinos de la Rioja
los vende don Fulano de Tal, establecido en la calle de Cual, y, en corroboración, se
publica la vista de la fachada, con el dueño a la puerta, en medio de sus dependientes
y, en un extremo de la fotografía, un vendedor de periódicos, al que no hubo manera
de alejar de allí desde que vio los preparativos de la máquina. Nada de eso impide

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que tres páginas más allá otro anuncio asegure que los únicos vinos que no están
adulterados y que deben ser bebidos con profusión, son los de don Perengano,
establecido en otra casa de otra calle, y que también se ha hecho retratar en la puerta,
sin ningún vendedor de periódicos, pero con la intrusión en el «cliché» de dos
chiquillos y un perro.
Pese a estos retazos de prosaísmo, las «guías» conservan una alta reputación
literaria. Ni el forastero, ni aun los vecinos de la ciudad pueden formarse por aquellas
páginas la más pequeña idea de lo que la ciudad es; pero los municipios protegen la
industria impresora y el literato gana unos duros y con ellos la gratitud de los cinco o
seis señores a quienes, con diversos pretextos,
«bombea» en el folleto. Cuando el literato es verdaderamente de altos vuelos,
siempre hace figurar en la «guía» un soneto a los ojos de la señorita A***, o una oda
al alcalde, según sus aficiones le lleven por el sentimentalismo o por la política.

El isidro es siempre objeto de las más singulares persecuciones. En vez de


procurar halagarle, el pueblo madrileño le hostiga, le injuria, le arrebata la cartera y le
escarnece.
Nosotros hemos recibido las confidencias de un honorable provinciano que
decidió venir a gozar en Madrid de las fiestas con que se aspira a halagar a San
Isidro.
—Ciertamente —nos dijo con aire de espanto— no puedo explicar con absoluta
concreción lo que aquí ocurre; pero creo poder afirmar que es absolutamente
extraordinario. Llegué a Madrid hace siete días, sin sospechar que mi decisión de
pasar medio mes en la corte a costa de mi dinero, pudiese ser una ofensa para nadie.
Parece que me he equivocado. Advierto una extraña hostilidad, unas sonrisas… En la
Puerta del Sol, unos hombres pregonan «La entretenida historia de un isidro que se
perdió en Madrid». Unos carteles anuncian cierta película en la que se ofrece al
público abundante risa a costa de otro isidro y un tío de este isidro que se llama don
Cleto. Los periódicos insertan todas las mañanas y todas las tardes cuchufletas
relativas a los isidros. La gente se lanza al asalto sobre nuestras carteras, sobre
nuestros relojes, sobre nuestros gabanes… No todos podremos volver a nuestras
casas… Como si en vez de venir a Madrid viniésemos a la reconquista del Santo
Sepulcro, dejamos cadáveres en el campo. Me he enterado con susto de que un isidro
fue cosido a puñaladas al regresar de la Pradera del Corregidor, donde había
convidado con largueza a los que después le mataron. Siete isidros más yacen en
camas de hospital… Amigo mío, yo estoy francamente alarmado, temiendo que me
llegue el turno en la tragedia. Yo pienso ir ahora mismo a los periódicos a publicar,
cueste lo que cueste, un comunicado en el que digo: «¡Al pueblo de Madrid! Me
llamo Fulanito de Tal, soy honrado y pacífico; al venir a la corte estaba muy lejos de
mi ánimo molestar a nadie; creo que cumplí mis propósitos. Cierto es que un mozo de

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estación cargó con una pesada maleta que traje, pero le pagué un duro que me exigió
con malos modos. Si esto no basta, yo le pido perdón por haber fatigado sus espaldas.
He comido sin protesta manjares adulterados, he dormido en camas con chinches,
pagué mis compras con arreglo a tarifas fantásticas, me dejé contagiar por la
epidemia misteriosa que priva en Madrid en este descanso de la viruela y el tifus
exantemático. ¿Qué mal hice yo? ¿A quién he faltado? Empeño mi palabra formal de
no volver, pero ruego que en el poco tiempo que aun voy a permanecer en la corte, se
me conceda cierto reposo y se me respete en la propiedad de un reloj, que es un
recuerdo de mi padre.»
Nuestro amigo guardó el papel en que había trazado estas líneas y agregó con
expresión pesarosa:
—Es una pena marchar tan pronto. En Madrid se observan fenómenos poco
comunes. Entre las notas que he tomado figuran dos ciertamente curiosas. Aquí está
una: «En las calles de Madrid es más fácil hallar un billete que una colilla.» ¿Se ha
fijado usted? ¿No?… Yo hice experiencias interesantes. He cogido mi cigarrillo, lo he
arrojado por encima del hombro, me he vuelto a mirar y ya no estaba en el suelo.
¿Había llegado a él, siquiera? Sospecho que no. La otra observación se refiere al
consumo de emparedados. En los cafés, en los «bars», en los «tupis», media hora
antes y después del almuerzo y de la comida, la multitud devora panecillos resobados
que guardan en su interior una lonja de carne. No creo que en ningún otro pueblo del
mundo el panecillo esté considerado como un aperitivo, ni aun como un postre. Me
gustaría oír acerca de esto alguna opinión autorizada.
Se abstrajo un momento nuestro amigo, y agregó evocadoramente:
—Sin embargo, todo esto carece de interés al lado de lo que puede aprender un
hombre que alquile en esta ciudad un coche de punto. Yo alquilé una vez un coche de
punto. En el pescante estaba un sujeto vestido con un viejo pantalón de soldado de
artillería, una chaqueta con una sola manga y un sombrero mejicano. Era el cochero.
—¿Adónde va usted? —me dijo.
—A la calle de Lista.
El hombre movió la cabeza negativamente.
—La calle de Lista está muy lejos. Le llevaré a la plaza de Isabel II.
Aseguré que nada tenía que hacer en aquella plaza. Argüyó:
—Es igual. Todas las calles se parecen.
Discutimos y le convencí. Trepé al coche y comenzó la carrera. Cada hierro
chirriaba por cuenta propia. Pude observar que las ruedas eran casi cuadradas y
tendían a seguir direcciones divergentes. Pronto advertí que corrían unos bichos por
la capota. Grité lleno de asco:
—¡Cochero, pare usted! ¡Esto está lleno de cucarachas!
El cochero volvió la cabeza amenazadoramente:
—¡Eh! —dijo—. Respete usted mis cucarachas. Gracias a ellas se puede estar en
el coche: se han comido todas las arañas que había en él. No conozco animal más

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limpio.
En una calle en cuesta se detuvo el caballo. Verdaderamente, el caballo era un
pergamino con huesos. Se paró. El cochero chasqueó la lengua un cuarto de hora sin
éxito alguno. Luego dedicó treinta minutos, sin mayor fortuna, a patear en el
pescante. Entonces se decidió a injuriar al animal. Inútil. Era un animal sin decoro.
Soportó los más tremendos insultos sin dar muestras de agitación. El cochero llegó
hasta la calumnia… Estoy seguro de que llegó a la calumnia. Es imposible que fuesen
ciertos todos los vicios que achacó a su caballo. Y el caballo, quieto. Se decidió a
pegarle. Le golpeó terriblemente, jurando:
—¡Te he de comerla «asaúra», cochino!
Intervine para rogar calma.
—¡Déjeme usted, que me lo como!
—Por mí que no haya disgustos —supliqué—. Yo me voy…
—¡Usted se sienta otra vez en el coche, hombre! Ahora es cuestión de amor
propio. A ver quién puede más, esta bestia o yo.
El pugilato de terquedad duró una hora. Al fin pudo más la bestia: se arrojó al
suelo. Inmediatamente nos rodearon cien curiosos, y el cochero les explicó a todos,
uno por uno, cómo había caído el caballo, oído lo cual, aquellos curiosos fueron
sustituidos por otros cien.»
Agregó nuestro amigo, después de una pausa:
—¿Y los automóviles de alquiler?
Todo el mundo se ha fijado en el antiguo lamentable aspecto de los coches de
punto. Poca gente, en cambio, se detiene a observar los automóviles destinados al
servicio público. Sin embargo, nada hay en la corte que sea mis interesante. Muchas
personas que aman las emociones fuertes suelen alquilarlos alguna vez. Su
trepidación es espantosa; los baches les afectan terriblemente…
En una ocasión hube de ocupar uno de estos armatostes, en unión de un amigo. Al
cerrar la portezuela, nos envolvió una suave penumbra, porque la suciedad de los
cristales era tal, que no se veía el exterior, y la luz penetraba difícilmente. Pronto el
auto comenzó a gemir, a rugir, a trepidar… Todos los terroríficos sones que, según es
fama, se oyen en el interior de las viviendas embrujadas podían escucharse dentro del
coche. Saltaban nuestros cuerpos, ya de costado, ya de cabeza, ya de espalda…
Subimos hasta el techo y bajábamos hasta el suelo como si fuésemos un garbanzo en
una olla de agua hirviente. Los soldados que iban dentro de un «tanque», atravesando
trincheras y bosques, no sufrían un traqueteo mayor. Quisimos abrir una ventana para
pedir socorro; inútilmente. Intentamos mirar a la calle; lo impidió la roña de las
ventanillas.
—¿Dónde estaremos? —me preguntó el amigo que nos acompañaba.
—No sé —respondí—. En toda España yen el Norte de África no hay un terreno
tan quebrado como el que recorremos ahora, a juzgar por estos brincos y tropezones.
Me inclino a creer que caminamos a 60 por hora, sobre los tejados de la calle Mayor.

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Entonces sonaron dos terribles detonaciones debajo de nuestros asientos. Otras,
menos intensas, se sucedieron. Nos miramos, lívidos.
—¿Qué ocurre? —inquirió nuestro compañero.
—Parece que nos tirotean —aseguré con el ceño fruncido.
—¿Quiénes?
Insinué la sospecha de que acaso hubiésemos atropellado a alguien, y sus deudos
y amigos nos estarían haciendo fuego con sus revólvers.
Nos aturdió un fragor de cadenas y resoplidos. Mi acompañante observó que no
se veía la sombra del chófer en su asiento, a través de los empañados vidrios.
—|Vamos sin guía! —me gritó.
—Sí —dije con tristeza—; acaso haya salido despedido por estos vaivenes o se
haya vuelto loco con tan extraños ruidos.
—¿Qué hacer?
—No nos queda otro recurso que confiar en la costumbre que tenga el taxi de
andar por Madrid.
Mi amigo cayó de rodillas. Se le había vuelto blanco el pelo.
—Esto es demasiado —gimió—; yo no podré resistirlo. Marchemos por los
tejados de la calle Mayor; nos persiguen a tiros; ha enloquecido el chofer, y no tengo
suficiente fe en la inteligencia de un auto de alquiler. He llevado en esta media hora
demasiados golpes contra las paredes y creo que estoy sordo. Me parece que no tengo
más remedio que morirme ahora mismo. Querido amigo, le recomiendo a usted mis
seis pequeñuelos. Adiós.
En aquel momento se abrió la portezuela y apareció el conductor con la gorra en
la mano, en mangas de camisa, sudoroso…
—Perdonen los señores… Pueden bajar, si gustan… He hecho todo lo posible;
pero el coche no quiere andar…
Miramos. No nos habíamos movido del lugar donde tomáramos el taxi».
Nuestro amigo suspiró:
—Es verdaderamente extraordinario este Madrid. ¡Siento que la cruzada contra
los isidros no me permita permanecer en él más tiempo!…

No puede decirse que en los viajes hasta Madrid ocurran sucesos menos notables.
Los ferrocarriles proporcionan al turista emociones singularmente extrañas.
En estos tiempos se habla de la incautación por el Estado de la red ferroviaria.
Como somos amigos de las emociones fuertes, el anuncio de ese propósito nos ha
llenado de alegría.
Hoy, viajar en uno de nuestros trenes es algo fastidioso. Cierto que las Compañías
procuran amenizar el trayecto con múltiples sorpresas: se apagan las luces, cesa la
calefacción, tardan dos o tres días más de lo anunciado en llegar los vagones a su
destino… Pero, al fin, uno sabe que tarde o temprano, ha de desembarcar en la

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estación que indica el billete que ha adquirido. Es decir, que si usted va a Bilbao,
llega a Bilbao, y si va a Valencia, a Valencia.
Pero cuando el Estado se incaute de estos servicios y corran por su cuenta los
trenes, todo ha de variar, por fortuna para las personas que amamos lo inesperado.
Notoria es la incapacidad de los gobiernos españoles para administrar. Todas cuantas
empresas acometieron, fracasaron con estrépito. Para que hubiese algo regularizado y
formal en nuestra patria, tuvo el Estado que arrendar, enajenar, entregarse, en fin, en
manos de intermediarios. Desde el ejemplo de las minas de Ríotinto, hasta —en la
esfera municipal— la incautación de la fábrica de gas madrileña, pueden ser citados
millares de ejemplos.
En esto de los ferrocarriles, donde todo ha de ser orden y puntualidad y buen
gobierno, vamos a presenciar escenas divertidísimas si se realizan estos propósitos.
No hay duda ninguna acerca de que lo primero que ha de hacer el Gobierno es
repartir profusamente credenciales entre sus amigos. Hay muchos ex-gobernadores
civiles que, tras haber prestado servicios electorales de importancia, se encuentran en
una vergonzante miseria. Hay muchos hijos, yernos y sobrinos de personajes, que
necesitan urgentemente un destino oficial. Para cualquiera de ellos el cargo de jefe de
estación puede ser una ganga. «Después de todo —pensarán— no es tan difícil eso;
se reduce a salir al andén, tocar una campana, aguardar unos minutos, tocar un pito; y
cátate al tren que echa a andar majestuosamente.»
Cuando ya tuviese llenas las estaciones de yernos, hijos, sobrinos y cuñados, el
Gobierno haría rodar los convoyes. Es muy probable que nadie o muy pocas personas
tuviesen que pagar sus billetes. Un Estado que tolera —como se denunció en el
Congreso— que los dueños de una casa de la calle de Alcalá, la rúa principal de la
Villa y Corte, no paguen contribución hace quince años; y que consiente que exista
un tanto por ciento aterrador de riqueza oculta, no va a incomodarse porque uno deje
de satisfacer las pesetas que le cuesta un viaje. Además, el Estado tiene muchos
amigos. A un amigo no se le puede pedir que remunere ciertos servicios… Total…
los trenes tienen que salir… ¡qué más da que vayan en ellos unas cuantas personas
más, aunque no paguen!
Claro está que el viajero no tendría derecho a reclamar contra ciertas
irregularidades. Mientras no adquiriesen la práctica debida, los nuevos maquinistas
—que serían ex-alcaldes de real orden, antiguos diputados venidos a menos,
secretarios de políticos, hijos de cocineras de algún ministro o de algún consejero de
Fomento no podrían seguir con toda certeza el itinerario conveniente. Todas las vías
férreas se parecen: grava, dos carriles paralelos, puentes, túneles, postes de
telégrafos… Es muy difícil distinguir la vía de Barcelona de la vía de la Coruña. El
maquinista podría equivocarse hasta el punto de llevar a San Sebastián gentes que
deseasen ir a Vigo. Pero con un poco de buena voluntad, esto se evitaría. Los
maquinistas podrían detener los trenes en medio del trayecto para preguntar a algún
aldeano:

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—¡Eh, buen hombre! ¿Vamos bien por aquí para Zaragoza?
Y si no tenía la desgracia de tropezar con informadores excesivamente bromistas,
saldría con felicidad de su empeño.
Quedan descontadas las catástrofes. Los choques de trenes ocurrirían con
frecuencia. Pero esto activaría grandemente la industria nacional. Las fábricas de
vagones entrarían en un período de gran actividad para sustituir los que quedasen
convertidos en astillas: las brigadas de trabajadores de Vía y Obras tendrían que ser
más nutridas para arreglar los desperfectos; los periódicos abrirían una nueva sección
destinada a referir estas desgracias. Poco a poco las gentes se irían acostumbrando.
La humanidad concluye por habituarse a todo lo que es normal. Se hablaría de los
choques como del viento del Guadarrama o de las galernas del Cantábrico. La prensa
diaria concluiría por narrar las hecatombes en sueltos que dijesen así:
«El maquinista de la línea de M.-Z.-A… don Fulano de Tal, sobrino del ilustre
ex-ministro señor Perengánez, obtuvo ayer su victoria número 6, estrellando un tren
de mercancías cerca de Getafe. Don Fulano de Tal iba al cuidado de la máquina del
tren correo, que sólo sufrió ligeros desperfectos. Como en sus cinco choques
anteriores, el señor de Tal redujo a polvo al tren contrario, sin resultar con otro daño
que ligeras contusiones.
»De igual manera «se ha cargado» ya en los quince días que viene desempeñando
su puesto, dos trenes ganaderos, uno de pescado y un mixto. Felicitamos al notable
funcionario público.»

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APROVECHAMIENTO DEL SOLDADO
CANES CASTRENSES

Es muy frecuente en las Cámaras españolas el caso de que un diputado o un


senador pida al Gobierno que sean enviadas a tal o cual pueblo de su distrito fuerzas
del Ejército.
Nada de esto obedece, como pudiera pensarse, a conflictos de orden público, ni
mucho menos a temores de una invasión, ni a que el vecindario sea más pusilánime
que en otras partes. No. Se piden soldados como se piden obras públicas cuando hay
obreros con hambre, o como se piden vagones para transportar carbón cuando están
amenazadas por su escasez las industrias.
Hay poblaciones que no pueden reclamar puentes porque carecen de ríos; ni
carreteras, porque disponen de todas las necesarias; ni edificios públicos, porque
están debidamente instalados los servicios. Sin embargo, estas poblaciones echan sus
cuentas y advierten que liquidan con déficit. ¿Qué hacer? Cuando un particular
atraviesa esta difícil situación, pide dinero prestado, o cose para fuera, o pone un
anuncio en los periódicos diciendo que admite huéspedes estables «con o sin». Pero
una ciudad no puede dar sablazos a nadie, ni puede coser para almacenes de ropas
hechas. En cambio, puede admitir huéspedes, como una viuda.
¿Cómo atraer estos huéspedes?… Las ciudades suelen utilizar varios
procedimientos. Uno de ellos consiste en hacer circular profusamente folletos
ilustrados en los que se preconicen las bellezas de los alrededores, las truchas de sus
ríos, las ruinas, las curiosidades históricas y arquitectónicas que guarden en su
recinto. Depende del género de huéspedes que desee tener. Si cultiva la especialidad
de viejos solitarios, pone el cebo de las ruinas. Si se dedica a recién casados, ensalza
el paisaje. Para la atracción de ingleses nada puede haber como un río con truchas.
Otro procedimiento lo constituyen las fiestas. Por regla general, las fiestas en una
ciudad que entienda su negocio duran entre quince días y un mes, y su programa
suele ser el siguiente:
Día primero, «Gigantes y cabezudos»; día segundo, paseo «de moda» en la calle
principal del pueblo; día tercero, corrida de toros; día cuarto, fuegos artificiales; día
quinto, paseo de moda; día sexto, corrida de toros; día séptimo, fuegos artificiales. Y
así en este orden, hasta el último día, en que vuelven a salir los gigantes y los
cabezudos.
Otras ciudades montan una timba y se dejan de tonterías. Son las que logran
mayor éxito.
Ne obstante, los huéspedes que se pueden atrapar por estos procedimientos son
flor de un día. Alegres, bulliciosos, espléndidos, se van apenas llegados, dejando un
buen recuerdo y una buena cantidad de pesetas que no saca de apuros a la ciudad. Su

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eficacia no rebasa estos límites: engordar prodigiosamente a todas las chinches de
todas las fondas, agotar todas las tonterías de mal gusto que venden los comercios
con un letrero que dice «recuerdo de la ciudad de X», y no dejar en el pueblo un solo
pescado podrido ni un solo cerdo con «trichinochis» sin devorar. Aparte esto, apenas
son útiles esos bullangueros visitantes.
Muchas ciudades prefieren el huésped fijo. Y para procurárselo apelan al
ministerio de la Guerra. Unas piden una compañía, otras un batallón, otras un
regimiento… El concepto en que se apoyan es el de que, en tiempo de paz, los
militares no tienen verdaderamente nada que hacer, y ya que no se dedican a función
social alguna, deben ser considerados como un lastre de riqueza que, hábilmente
distribuido, conserve el equilibrio económico del país. La divisibilidad y la
manejabilidad de ese elemento permite como ninguno un reparto pronto y fácil.
No somos nosotros enemigos de ese procedimiento; por el contrario, admiramos
su espíritu y creemos que los pueblos y aun las aldeas deben apelar a él sin reparos,
cada uno en su justa medida, sin abusar. Por ejemplo, una ciudad de cincuenta mil
almas podía pedir: «Las trabas que impone la guerra a la exportación nos producen
grave quebranto, que tan sólo se remediaría con el envío inmediato de un regimiento
de caballería. Rogamos a vuecencia que todos los jefes, oficiales y subalternos estén
casados y tengan numerosa familia.» Las aldeas podrán dirigirse al ministro de la
Guerra en telegramas como éste: «Perdida cosecha centeno en el lugar; urge envío
diez soldados, dos cabos y un sargento para remediar crisis».
¿Qué le importa al ministro que los millones que suponen las pagas del ejército se
gasten aquí o allá? No siendo de absoluta necesidad estratégica que se gasten en
lugares fijos, puede atenderse con ellos a remediar muchas necesidades. La teoría es
irrebatible.
Claro está que lo que no tiene justificación es la pretensión de algunos pueblos
que piden que las tropas lleven uniformes decorativos y cascos de metal y gollerías
por el estilo. Algunos alcaldes escriben a los diputados diciéndoles:
«Consíganos usted dos escuadrones, pero que sean bonitos; si puede ser, que
traigan chaquetilla de húsar, de esas que se llevan atadas y no se ponen nunca; y que
traigan también lanzas con banderitas y un perro mascota.»
Esto no. Esto es ya demasiado. Debemos atender una necesidad; pero no fomentar
un vicio. Lo mejor, para evitar abusos, sería que entendiese en esos traslados de
fuerzas el excelentísimo señor comisario de Abastecimientos.

Ahora podrán reclamar los municipios, además de batallones y compañías de


soldados» traíllas de perros.
De acuerdo con la Sociedad de fomento de las razas caninas, el Estado Mayor
Central ha redactado un proyecto de bases para la organización del empleo de los
perros en servicios nacionales en tiempo de guerra.

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Según ese proyecto, habrá perros sanitarios, perros de centinela, perros
mensajeros, perros escuchas, perros patrullas, perros de tifo, perros de custodia y
«perros para aplicaciones varias».
Los hombres hemos procurado siempre la complicidad de los animales en
nuestras luchas. Los elefantes abrieron más de una vez brecha en un ejército
combatiente; los toros furiosos, lanzados contra filas de adversarios, colaboraron en
la bélica ansia humana; el poema indio nos habla de los monos que auxiliaron a
Brahma en la victoria. Últimamente, el único animal que utilizaba el hombre en sus
guerras era el caballo.
Poco a poco, no obstante, esta bestia va siendo también sustituida por los
automóviles y casi reducida a la ineficacia por la índole de las luchas modernas.
Ahora entra en acción el perro.
Desde que hemos declarado al perro amigo nuestro —y ya hace siglos— no
hemos dejado de abusar del pobre animalito.
—Como tú eres amigo nuestro —le decimos— tienes que guardar nuestra casa,
morder las piernas de todos los que intenten entrar en ella, aunque las tengan sucias,
servir de lazarillo a los ciegos, vigilar los rebaños y luchar con tus hermanos los
lobos, salvar a las personas que se estén ahogando, correr detrás de las liebres que
nosotros hemos de comer, detenerte con el rabo tieso ante la mata donde se esconden
las codornices, perseguir a los ratones en nuestras viviendas, dejarte meter en un
manguito y arrastrar los carritos de las lecheras y los trineos de los exploradores del
Polo.
Pasaron los años y todavía les pedimos [más. Les pedimos que colaborasen con la
policía y que fuesen por los circos haciendo ejercicios acrobáticos y sumando
cantidades y demostrando que conocen las letras del alfabeto.
—Por algo eres nuestro amigo —le explicamos.
Y el animal se deja convencer y se pasa la vida guiando ciegos, salvando
personas, mordiendo piernas de mendigos, corriendo detrás de las liebres y saliendo a
la pista con un gorrito, un frac y andando en dos patas. Todo esto es para él muy
fastidioso, pero se aviene a hacerlo porque lo estima un deber de amistad. Es un
buenazo. Si se detuviese a meditar un poco, no dejaría de extrañarse de la falta de
reciprocidad de los humanos. Mientras el perro trabaja terriblemente por
consideración a esa amistad que no dejamos nunca de recordarle, nosotros le
ponemos bozal, le cortamos el rabo y hasta pagamos ciertos empleados municipales
que no tienen otra misión que la de perseguir a los canes, prenderlos y darles
estricnina. Algunos perros que han llegado a comprender la irritante injusticia de este
proceder y el engaño de que está siendo víctima toda su raza, se han vuelto
instantáneamente rabiosos.
El servicio bélico que ahora le vamos a imponer los españoles, viene a complicar
mucho la existencia del perro: habrá levas militares, tendrá que someterse a una
disciplina; a veces lo arrancarán de un hogar delicioso, en el que no tenga nada que

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hacer, para llevarlo a cumplir sus penosos deberes; no podrá morder a un coronel, ni a
un capitán, ni a un teniente, ni a un sargento, y aun tendrá que dejarse morder por
ellos, si así se les antoja, sin protestar, so pena de faltar a la obediencia y sufrir un
grave castigo; no podrá ladrar después del toque de silencio; no podrá declarar que no
le gustan los huesos que le den como rancho, y en el campo de batalla se librará muy
bien de ¡r a olerle el rabo amorosamente a cualquier can del ejército enemigo, si por
azar lo encontrase, porque no estaría bien visto ni hablaría en pro de su fidelidad a la
nación.
Como en los demás países el perro viene desempeñando también funciones
militares, esto hará que poco a poco nazca la emulación y cada pueblo ensalce las
virtudes guerreras de sus chuchos. Nosotros les enseñaremos a ser sobrios, que
seguramente es la condición que más ha de fastidiarles. Inglaterra se jactará de tener
perros que en sus ratos de ocio den saltos mortales y cometan otros excesos
deportistas. Francia hablará de la gracia espiritual de sus jaurías; afirmará con tono de
desdén que los perros auxiliares del ejército alemán tienen la cabeza cuadrada, y un
sabio parisiense descubrirá que son de una raza inferior, que aman el bozal y que su
mayor gozo estriba en que los aten con una cadena.
Naturalmente, los perros militarizados tendrán también sus prerrogativas, y no
estará de más que los periodistas se vayan previniendo para hablar con la razonable
mesura que les recomienda la ley de Jurisdicciones, de esos bichos investidos de
categoría militar.
La noticia de que uno de estos canes ha rabiado, no podrá darse sin atenuaciones.
Un can conocedor de sus deberes, no puede dejarse arrastrar por un acceso de rabia.
Debemos decir, por ejemplo, cuando llegue el caso:
«El arrojado perro «Napoleón», que presta servicio de arrastre en tal compañía de
ametralladoras, sufrió un ataque de hidrofobia. Tiene razón el valeroso podenco en
manifestar su horror hacia el agua. Muchas veces hemos comentado en estas
columnas las turbias del Lozoya. Verdaderamente, todos aborrecemos esta agua
turbia y maléfica, aunque no hayamos exteriorizado nuestro disgusto con tanta
vehemencia como el bizarro «Napoleón». El Ayuntamiento no debe echar en saco
roto las enseñanzas que se desprenden de esta actitud, y debe velar mejor por la salud
del vecindario.»

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