Las Gafas Del Diablo - Wenceslao Fernandez Florez
Las Gafas Del Diablo - Wenceslao Fernandez Florez
Las Gafas Del Diablo - Wenceslao Fernandez Florez
www.lectulandia.com - Página 2
Wenceslao Fernández Flórez
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Las gafas del diablo
Wenceslao Fernández Flórez, 1919
www.lectulandia.com - Página 4
PRÓLOGO
Se puede jurar, sin temor de perder el alma, que en este mundo hay una excesiva
seriedad. Se nos pide que tomemos en serio demasiadas cosas, y nosotros mismos
reclamamos que nuestros actos merezcan una grave consideración. Los hombres han
ido tramando una porción de convencionalismos, han corregido con bambalinas la
obra de la Naturaleza y han declarado su labor «seria», de toda solemnidad. Un
espíritu que llegase de otro mundo distinto tendría con todo esto asegurada la risa
para el tiempo que hubiese de permanecer entre nosotros. Un espíritu que no fuese
aquel ángel que Wells hizo descender en un villorrio inglés, cerca de la casa de un
pastor protestante. Aquel ángel, de Wells, era demasiado lírico y su convivencia con
un pastor protestante había de aumentar necesariamente su propensión a las
meditaciones trascendentales y a tocar el violín. Con otro carácter menos humano, se
hubiese divertido bastante.
No quiero asegurar con esto que sea necesario caer de otro planeta para poder
sonreír de las excentricidades del nuestro. Basta hacer un esfuerzo para colocarse en
el papel de espectador. Cuando los ojos se acostumbran, se advierte que bien pocas
cosas merecen la seriedad que reclaman: desde los medios a que acuden para poder
comer, hasta los pretextos que utilizan para matarse, los hombres apelan a prácticas
singularmente grotescas. Muchos grandes ideales están rellenos de ridículo. Si uno
intenta abrir en ellos un desgarrón, para mostrarlo, le encarcelan, porque la
seriedad está dispuesta abundantemente por reales órdenes, reales decretos y leyes
especiales con su sanción oportuna. Pero se ha respetado, por un olvido venturoso, el
derecho a sonreír. Este libro quiere ser una larga sonrisa. Hasta ahora, después de
muchas cavilaciones, no hemos encontrado más que una cosa profundamente seria,
inatacablemente seria: la carcajada. Cuando queráis demoler uno de esos ideales
que pasean su solemne armazón por el mundo, pidiendo, como un Moloch, victimas y
respetos; cuando queráis dar en tierra con un gobernante funesto, con un hombre
injusto, con un embaucador o con un tirano, desdeñad los procedimientos de la
tragedia a que apelamos desde que el mundo es mundo y con los que tan mal nos va.
Acercaos a él con paso de raposo, colocad cerca vuestra risa, encended la mecha,
retiraos unos pasos, y que estalle ruidosamente la carcajada. Eso bastará.
Este libro, no obstante lo dicho, no tiene —¡cuitado!— pretensión alguna de
malherir. En cierto cuento muy conocido, el Diablo presta a un hombre candoroso
unas gafas que tienen la extraña facultad de hacer ver las personas y las cosas no
como aparecen, sino como son. Y aquel hombre ve la deslealtad de la amada, la
ingratitud del amigo, la codicia del que simulaba no tenerla, la doblez del que creía
justo, la mentira del que estimaba veraz… El hombre, aburrido, rompió las gafas. El
diablo que se las había facilitado, era un espíritu trascendental. Suponga el lector
amablemente, que otro diablo nos ha ofrecido unas nuevas 'gafas; pero no aquellas
www.lectulandia.com - Página 5
gafas terribles. Este diablo no ha de ser el diablo horrendo de las tradiciones de
Castilla, siempre hosco, aparatoso y ceñudo, instigador de crímenes, que llevaba a
los hombres que con él trataban a la hoguera y a la desesperación; sino el diablo que
conocen los viejos campesinos gallegos, viejo también, con una mirada maliciosa y
una sonrisa taimada; un diablo que es como un campesino de aquella tierra, que se
ríe detrás de un valladar del susto de una rapaza, que goza con burlarse de las
viejas, que sabe la importancia que hay que dar a esta vida; jovial, bonachón,
receloso; que ayuda al zorro a entrar en un gallinero y que, si alguna vez recibiese
proposiciones para comprar un alma, la cogería, la miraría, le daría cien vueltas y
concluiría por observar:
—Cuando tú me la vendes, algún negocio piensas hacer a mi cuenta. No me
conviene.
Un diablo así, manso y apacible, es el que nos ha prestado sus gafas para que a
través de ellas miremos mas cuantas cosas habituales y menudas…
www.lectulandia.com - Página 6
TRIBULACIONES DE UN HOMBRE ADINERADO
www.lectulandia.com - Página 7
humanidad me da todos los meses un exiguo puñado de pesetas, y en cuanto las tengo
en mi poder me las empieza a sacar por mil procedimientos. Cuando ya no me queda
ninguna, me vuelve a dar las mismas pesetas, exactamente las mismas, para
volvérmelas a sustraer. Ante esta falta de seriedad, yo he comprendido que nunca
podré llegar a enriquecerme. Ni aun con la Lotería. No creo que sea un secreto para
nadie que los premios mayores de la Lotería no son adjudicados jamás. Le pueden
«tocar» a uno seis duros, diez, mil pesetas. De esa suma en adelante, no se cobra.
El Estado ha constituido una especie de masonería, y desde el director del Tesoro,
que firma los billetes, hasta los loteros y loteras, todos están juramentados para
guardar sigilo. Aseguran después haber vendido el número premiado y haber hecho
entrega del dinero… No les creáis. Si dijesen otra cosa les expulsarían de sus puestos
y poco tardarían en fenecer bajo los puñales de los demás juramentados.
Encontraríase su cadáver en una callejuela con una daga atravesando el corazón y, a
la vez que el corazón, un papel en el que se diría: «Por traidor a sus compromisos».
Muchas veces se da la disculpa de que el billete favorecido lo llevó un emigrante.
En otras ocasiones «cae» entre gente humilde, en un mercado, en la clientela de un
ultramarinos, en una peluquería… En realidad, es que la Dirección del Tesoro
distribuye los comparsas de que dispone para que la ficción tenga matices de verdad.
Las verduleras, el tendero, la clientela de la peluquería, los partícipes todos no son
más que afiliados de aquella masonería que obedecen órdenes superiores. Gritan,
vociferan, aplauden, simulan síncopes de alegría, recorren las redacciones de los
periódicos dando la feliz nueva… Pasa algún tiempo y desaparecen misteriosamente
de la población para surgir en otra, con diversos disfraces, afirmando también que les
ha tocado el gordo. Otros afiliados tienen la misión de escribir cuentos en los que se
narra el caso de un padre de familia que no tiene más que tres pesetas, compra un
décimo, a la desesperada, y se hace rico; o el caso de un sujeto que por proteger a una
vendedora en una noche de frío adquiere todos los décimos que le quedan y le toca un
fortunón. Esto tiende a estimular a los jugadores complicando los billetes con el
sentímentalismo. Todo está perfectamente estudiado y la farsa es inmejorable. Bien lo
sé. Por eso no confío en el dinero de la Lotería.
No es de extrañar que la experiencia en cuestiones de finanzas que creo dejar bien
demostrada en las líneas que anteceden, me hubiese llevado a desconfiar de que las
libras esterlinas del Sheffield llegasen a mis manos. Cierto día insinué tímidamente a
mi colega británico:
—¿Cree usted que haya podido extraviarse el dinero?
Mi colega brincó, con los enormes mostachos erizados. ¡Extraviarse el dinero! ¡El
dinero inglés!… Abrió los brazos hasta imitar dos alas. Luego me explicó que los
periódicos ingleses eligen ciertos días para realizar sus pagos. Todo muy serio, muy
metódico… Pero —yo me acuso— mis dudas crecían. Una vez busqué a Sheffield en
el mapa; otro día me asaltó la sospecha de que mi amigo no era inglés.
—Señor —me decía yo—, un inglés es alto, es delgado, es rubio, se afeita como
www.lectulandia.com - Página 8
un cómico o como un sochantre. Mi amigo es pequeño, es moreno, tiene unos bigotes
lusitanos. ¿Puede ser inglés? Es verdad que come limones con la leche y le gustan las
mermeladas con el roast-beef y que hizo un viaje al Japón. Pero ¿esto es bastante?
Y llegué a sentar la conclusión de que mi amigo era un bromista de nacionalidad
borrosa que me había hecho firmar un extraordinario artículo en «camelo» en el
Sheffield Telegraph. Volví a leerlo y esta vez —¡Dios me perdone!— me pareció
firmemente que estaba escrito en un lenguaje arbitrario e inexistente que ningún
hombre podría entender.
—¡Buena la hice! —murmuré aterrado.
Pero mis sospechas eran falsas. Una misiva puso en mi poder un papel donde
había unas letras y unos números, todo en inglés. Consulté el caso: era una carta-
orden.
La guardé en mi bolsillo con la misma inocencia bondadosa con que el leñador de
la fábula guardó a la sierpe. Salí a la calle lleno de felicidad. No sabía aún,
¡desdichado!, los sobresaltos y las cavilaciones que me acechaban. Salí a la calle y
me dediqué a pasear con un digno aire de burgués que nunca creí poder llevar tan
naturalmente. Frente al Banco de España me asaltó una idea; tuve esa sacudida del
hombre que se ha olvidado de cumplir un deber:
—¡Ah, caramba! ¡Las cotizaciones!
Y entré. Ante un telegramita azul protegido por un vidrio, me detuve largamente.
Leí:
—«Interior 8525, Amortizable 10690, París 776»… Volví a leer. Saqué de mi
cartera la carta-orden; la confronté con el telegrama. No decía nada parecido.
Decididamente, yo no entendía una palabra de todo aquello. Marché pensando que la
tranquilidad del capital no debía estar a merced de una cosa tan confusa como un
telegrama. Pero la fortuna me deparó el encuentro con un amigo bondadoso, ducho en
reconditeces comerciales. Le llevé hasta el Banco y le hice entrar.
—Veamos a cómo están las libras.
El hombre experto miró rápidamente el telegrama.
—No hay Londres.
¡No hay Londres! Me asaltó una gran congoja. Cuando hablé a mi amigo del
documento comercial que poseía, me dijo sin concederle importancia:
—Debe usted endosarlo.
Me alejé tristemente. Aún no había estallado la guerra europea, pero estaban en
huelga los mineros ingleses. La lectura de los periódicos me sobresaltó. Con los
brazos caídos y el espíritu lleno de amargura elevé los ojos al cielo.
—¡Oh, Señor! —gemí—, como en los cuentos morales, el dinero ha venido a
turbar mi paz. Estas libras pesan ya como arrobas sobre mi espíritu. Me preocupan
cosas que hasta hoy jamás turbaron mi dicha: los carbones ingleses, las cuestiones
sociales de aquel país, los discursos de Lloyd George. Resulta ahora que no hay
Londres; si lo hay, no sé qué hacer tampoco; y encima de todo esto, aun tengo que
www.lectulandia.com - Página 9
endosarle el documento a alguien. ¿A quién? ¡Señor, no desampares a tu siervo!
—Es increíble tu cortedad —me han dicho gentes entendidas en asuntos
financieros—. Nada más fácil que cobrar esa suma. Debes presentarte, sencillamente,
en el Banco que se cita en la carta-orden. Allí te pagarán sin traba alguna.
¡Oh, sí, sí! ¡Es fácil, es fácil! Yo he visto a los «botones» de las casas de comercio
ir a los Bancos a arreglar asuntillos, corriendo por las calles, saltando para agarrar el
extremo de los toldos, comiendo pan, no dejando pasar ningún perro sin tirarle una
piedra, y dando, en fin, todas las muestras de despreocupación peculiares en un
chiquillo. Pero yo no puedo hallar pará el caso presente la misma envidiable
tranquilidad. Repaso estas razones con un creciente malhumor. Yo no frecuento los
Bancos, yo apenas entré en alguno tres o cuatro veces en la vida, acompañando a un
amigo; no sé cómo hacer; esta gente que suele poblar los Bancos es para mí tan
extraña como puede serlo la que probablemente puebla el planeta Marte. ¿Qué hago?
¿Voy? ¿No voy? Enciendo un cigarro, paseo, limpio unas partículas de polvo que la
camarera encargada del aseo de mi cuarto ha respetado sobre la mesa donde escribo,
retuerzo el bigote, gruño… Iré, ¡qué diablo!, no tengo otro recurso; es muy triste
perder así un puñado de pesetas. Iré, a ver qué pasa. Digo yo que, por mal que vayan
las cosas, no me han de comer.
Y salgo y me dirijo al Banco en cuestión; empujo una puerta giratoria y entro.
Una porción de personas están sentadas alrededor de unas mesas donde hay revistas;
pero todas estas personas vuelven espaldas a la mesa. En ese desdén a la literatura —
aunque sea financiera— adivino que se trata de negociantes que estarán allí
aguardando a que salga un negocio. Me quito el sombrero y recorro con la mirada el
lugar donde he entrado. Es como un patio cubierto por una cristalera artística. El
patio es de vidrio también; debajo hay luces encendidas y los gruesos vidrios se
iluminan con su color de oro nuevo. Algo así como un mostrador con ventanillas
encuadra el salón. Hay muchas ventanillas y en cada una un empleado. Vacilo. ¿A
cuál dirigirme? El que está más próximo me ha mirado un instante. Entonces por
cortesía, para que no crea que desconfío de él si me ve ir a otra ventana, me acerco y
saludo:
—Buenas tardes, señor. ¿Me hace usted el favor de dar este dinero que hay aquí
para mí?
Lee la carta-orden de arriba abajo.
—Aquí, no —contesta.
—¡Cómo! —balbuceo—. ¿No ha mandado un señor inglés estas pesetas?
—Pero que no es en esta ventanilla…
—¡Ah! —sonrío tranquilizado—. ¡Ya decía yo!… Porque los ingleses son
hombres muy serios. ¿Y a dónde debo ir?
—Allí.
Y extiende un dedo y me muestra vagamente un punto. Yo no comprendo bien,
aunque vuelvo rápidamente la cabeza en dirección de su índice, si me ha señalado un
www.lectulandia.com - Página 10
señor gordo que casi dormita sentado junto a las mesas del público, o una de las
ventanillas fronteras. Pero me doy cuenta de que repetir la pregunta sería delatar mi
condición de persona que no conoce los secretos de los Bancos. Le hago un guiño de
inteligencia y murmuro:
—Allí… ya; comprendido.
Y después de dar dos vueltas alrededor del salón, me paro en otra ventanilla.
—Caballero —digo amablemente al empleado—, ¿tendrían ustedes a mano estas
pesetas que me han remitido hace unos días?
El empleado lee la carta-orden.
—Vaya usted a «Cuentas corrientes».
Vuelvo a coger el papel.
—Muchas gracias.
Doy tres vueltas más al salón repitiendo incesantemente, para no olvidarme:
«Cuentas corrientes, cuentas corrientes»… Y ¿dónde es eso de «Cuentas
corrientes»…? Sin duda se trata de alguna sucursal de la casa. Me paro al albur en
una ventanita, luego en otra, en otra… Todos los empleados del Banco se van
enterando uno tras otro de que un señor inglés me manda unos cientos de pesetas. Al
fin uno de aquellos empleados se queda con la carta, se acerca a unos pupitres donde
hay veinte o treinta jóvenes escribiendo en unos libros enormes y habla con ellos. Yo
no veo que exista una absoluta necesidad de que se entere tanta gente. Cuando*
vuelve a la ventanilla, me creo en la conveniencia de advertir, por si acaso, que no se
trata de que yo haya dado un sablazo al remitente… Pero me da un papelito azul con
un número: el 456. Miro el número:
—Esto debe ser una socaliña —pienso—. Pero como el hombre no añade una
palabra más, investigo:
—¿Y qué hago yo ahora con esta rifa?
Parece que el funcionario contiene la gana de reírse:
—Es un un número de orden. Le llamarán por él para pagarle.
—¡Ah, muy bien! ¡Mil perdones!
Me siento a esperar. Miro largamente el papelito azul para no olvidarme del
número. Dos veces corro a una ventanilla donde creí que llamaban al 456. No; era el
356 una vez y la otra al 453. Fumo un cigarro y le dirijo algunas miradas a una
señorita muy gorda que está junto a una señora muy flaca. Me extraña esto porque
siempre suele ocurrir al revés. Examino los porteros, contemplo cómo en un
mostrador un empleado guarda en un cestillo muchas monedillas de oro, sin darles
importancia. Por supuesto que eso lo hacen así para propaganda de la casa, delante de
nosotros. Siguen voceando números; ninguno es el mío, pero todos me sobresaltan.
La señorita gorda está ahora en una ventanilla guardando unos billetes en el bolso de
la señora flaca. El empleado de las monedas de oro se mira las manos ennegrecidas
por la operación. De pronto:
—¡Cuatrocientos cincuenta y seis!
www.lectulandia.com - Página 11
¡Qué bárbaro! ¡Cómo ha gritado ese hombre! Todo el mundo va a mirar para mí.
Avanzo majestuosamente.
—Firme usted aquí.
Firmo y rubrico. El empleado me hace entonces una pregunta inesperada:
—¿Es conocida su firma en el Banco?
Quedo un instante perplejo. Al fin digo, con una suave sonrisa.
—La modestia me impide contestar, señor mío.
El empleado me mira y repite su pregunta:
—Digo si es conocida su firma en la casa.
—¡Hombre! —replico un poco amoscado—. No digamos que soy una celebridad,
pero por ahí adelante ya hay alguna gente que conoce mi firma. ¡En esta casa, en esta
casa! ¡Yo qué sé! Pero ¿no existe aquí nadie que lea el ABC entre tanto hombre?
Se ve que este individuo no me comprende o que yo no le comprendo a él. Me
grita:
—¿Pero usted registró aquí su firma?
Le grito:
—¡No!
Y estoy tentado a añadir: «¡Ni falta me hace, ni tengo por qué registrar mi firma
en un Banco!»
—Bueno —decide—: pues vaya a que autorice alguien su recibo.
—¡Alguien! ¿Y quién?
—Alguien que tenga aquí registrada su firma.
¡Aprieta! Por mucho que hostigo la memoria, yo no me acuerdo de nadie que esté
en tales condiciones. ¡Ya suponía yo que me habría de ocurrir algo grave en el Banco!
Pienso en armar un alboroto y en contar a gritos a la gente que espera lo que ocurre.
Antes, cautamente, pregunto:
—Y si no hago eso, ¿no cobro?
—No; no cobra.
Entonces emprendo un rápido trotecillo calle adelante, con el papel en la mano.
No sé a dónde voy ni a quien busco. Cristóbal Colón, al salir de Palos, tenía más
orientaciones que yo. ¿A quién se le habrá ocurrido en Madrid registrar su firma en
ese Banco? ¿Y dónde estará? No lo sé. Y sigo corriendo. Subo a un tranvía. Bajo no
sé dónde. Vuelvo a correr. Tengo sed, tengo fiebre. Hay un paréntesis en el que no me
acuerdo de nada de lo que hice. Apenas conservo la vaga memoria de que bebí tres
bocks y de que un limpiabotas sin pedirme permiso, me lustró el calzado en la terraza
de un café y me pidió un real y tuve que dárselo.
………………………………………………
Son indispensables, absolutamente indispensables, estos puntos suspensivos, que
me ahorrarán un largo y difuso relato. Al fin tengo autorizada mi firma. Cierto
camarada me llevó a otro establecimiento bancario donde tenía un amigo, y me
presentó a él.
www.lectulandia.com - Página 12
—Señor mío —le dije—, después de la presentación que hizo este hombre
honorable, usted no dudará de que yo me llamo como él asegura.
—Ciertamente —respondió con una delicadeza consoladora.
—Pues bien, haga usted el favor de prestarme esa pluma que lleva sobre la oreja.
Fíjese; yo firmo así, y rubrico así.
Y firmé y rubriqué en su presencia.
—¿Se atreverá usted a negar que desde mi adolescencia firmo y rubrico de esta
manera?
—No tengo, en efecto, ningún motivo para negarlo.
—Su urbanidad de usted es un sedante para mi espíritu. Confronte ahora esta
firma con la que hay en esta carta-orden. ¿Son iguales?
—Juraría que son iguales.
—Puede usted jurarlo. Hágame, pues, el servicio de autorizarla debidamente.
El hombre cogió el documento y se lo llevó a otro señor; el otro señor lo miró
primero con aire distraído, después con atención, luego fieramente. Lo colocó sobre
su carpeta, escribió dos líneas, le pegó un terrible golpe con un sello, como si quisiese
aplastar su escritura, lo volvió a mirar, le pegó otro golpe con otro sello. Y me lo
devolvió.
Corrí al Banco. Arrojé el documento en la ventanilla, jadeante, convulso. El
empleado me dijo:
—No puede cobrar hoy; vuelva usted mañana.
—¡Mañana! ¿Por qué?
—Porque he cerrado la Caja.
—¡Caballero —grité indignado—, yo no tengo nada que ver con que usted haya
cerrado su caja! ¡Usted tiene aquí un dinero mío y es necesario que yo me lo lleve!
—Pero la Caja está cerrada.
—¿Quién tiene la llave?
—Yo.
—Pues ábrala usted.
No hubo manera de que se decidiese a hacer este pequeño favor. Nunca he
tropezado, en toda mi vida, con un hombre menos servicial o más perezoso. Intenté
hacerle comprender que no había labor más sencilla ni que menos tiempo exigiese
que sacar una llave del bolsillo, abrir una caja, tomar de ella unos billetes y volverla a
cerrar. Se limitaba a repetir tercamente:
—Es imposible, es imposible. La Caja está cerrada ya.
Apelé a los ruegos, a las amenazas, a las blasfemias. Todo fue inútil. En un
momento de gran violencia en que metiendo los brazos por la ventanilla, le agarré por
las solapas, vi que acudían las lágrimas a sus ojos y le oí murmurar:
—Llevo treinta años interviniendo en estos asuntos y nunca he escuchado una
pretensión tan extraordinaria ni oí tratar con menos respeto una Caja que ha cerrado
ya. Estoy seguro de que esto me costará una enfermedad, caballero.
www.lectulandia.com - Página 13
Y no la abrió. ¡Qué raro ejemplo de locura! Me fue preciso volver al siguiente
día.
Todas estas tribulaciones me hicieron concebir cierto temor hacia el dinero.
www.lectulandia.com - Página 14
PSICOLOGÍA DE LOS BANQUETES
www.lectulandia.com - Página 15
Todo parecía, pues, indicar que la Sociedad había conseguido vencer a los
hambrientos y que éstos tendrían que resignarse con su destino y acostumbrarse
pacíficamente a no comer. Pero todo avanza: cada día se hacen inventos nuevos y la
inteligencia de los hombres no se da un punto de reposo. Ahora los hambrientos han
decidido que tienen que comer a todo trance y se han empeñado en que sean los
Poderes públicos los que les llenen la escudilla. ¿Dónde dan de comer?… ¿En la
cárcel?… ¡Pues a la cárcel!
Un hambriento aguarda prudentemente hasta el último instante. Pasa un mes o
dos comiendo un panecillo cada tres días. Cuando comprende que apenas le queda
fuerza para romper un cristal de una patada, se decide a poner en práctica: su plan.
Así, en Madrid, un desdichado pidió cierta vez limosna en Lhardy y, al ver que no se
la daban, hizo saltar en añicos la luna del escaparate con el único propósito, que
después confesó, de que le llevasen a la cárcel. Muchos colegas suyos suelen
presentarse en las comisarías pidiendo como un señalado favor que les obsequien con
una «quincena». Los comisarios les explican lo absurdo de la gollería que solicitan.
En las cárceles se da de comer, es verdad, pero tan sólo a los delincuentes; si el
Estado fuese a sentar allí a mesa y mantel a todas las personas honradas que tienen
hambre… ¡estaba aviado!…
Si el procedimiento se divulga, como parece ocurrir, el conflicto en que se ha de
ver el Estado es muy serio. La poética clase de los hambrientos desaparecerá, y
tendremos a toda prisa que ampliar las prisiones y habilitar con tal objeto, de una
manera interina, otros edificios del Estado: cuarteles, escuelas, etc. Esto es grave y
merece un estudio detenido. Por mi parte, ansioso siempre de cooperar a la acción del
Gobierno, se me ocurre una idea que, por lo que pudiera valer, consigno: convertir en
verdaderas oposiciones la entrada en los establecimientos penales; que no baste para
ello romper-un cristal ni pegarle a un guardia; abrir ejercicios más arriesgados:
apedrear un ministro, incendiar el Senado… en fin, algo que no esté al alcance de un
hambriento vulgar.
Pero, con franqueza, tampoco tengo gran fe en este sistema. Como en todo,
pronto habrían de intervenir en él el favoritismo y la influencia, que son los que rigen
todos los asuntos en nuestra patria. A lo mejor, creyendo asegurarse el pan, un pobre
diablo le abría la Cabeza al conde de Romanones y cuando fuese a reclamar su puesto
en la cárcel, se encontraba con que se lo habían dado a un caciquillo de Guadalajara o
a un pariente lejano del señor Brocas.
Y en un país así, ¿qué quieren ustedes que haga para prosperar la numerosa y
respetable clase de los hambrientos?…
Pero aunque el hambriento no se defendiese por sí mismo con el tesón que queda
consignado, ¿podría exigirse en nombre de un sentimentalismo extremado que
desapareciese el espectáculo de los banquetes? Mi opinión deniega. El banquete no
www.lectulandia.com - Página 16
puede desaparecer. En la civilización actual, constituye un elemento importantísimo.
Es un guión que abre y un guión que cierra todos los actos, todas las empresas de
algún relieve. Se inaugura un negocio, un partido político, surge una idea… Se da un
banquete. Se disuelve un grupo, fracasa una cuestión, llega a su desenvolvimiento
aquella idea… Y cincuenta, cien señores se sientan ante una mesa en forma de T o de
U. A primera vista, esto parece una incongruencia.
—¿Por qué razón absurda —dicen algunos— se ha de demostrar la admiración o
el cariño hacia un señor llevándole a comer a un restaurant? ¿Qué relación puede
existir entre la langosta en salsa mayonesa y el concepto que la muchedumbre tiene
de un hombre? ¿Por qué al político que hizo una ley, al literato que escribió un libro,
al orador que pronunció un hermoso discurso, al gobernante que cuidó de los
intereses de una provincia, se les hace ingerir, como muestra del deleite público,
algunos entremeses, un «ragout», una pechuga de pollo, varias hojas de lechuga, y
medio litro de agua mineral?… Esto es de una incongruencia abominable. Esto no
debe continuar ocurriendo.
—Bien, bien —contestamos los que hemos hecho un largo estudio de la cuestión
—; todo eso aparentemente es muy razonable; pero si lo examinan ustedes con calma
verán que una misteriosa relación une a la crema americana y al «mignon» de buey al
Madera con los asuntos que un espíritu superficial pudiera estimar más lejanos. Un
banquete es la mejor demostración de amistad que se le puede dar a un hombre. El
señor que compra su cubierto suele gastar en él una cantidad superflua puesto que
podía comer en su casa; tiene que esperar una hora entre plato y plato; tiene que
sujetar la botella de vino debajo del brazo porque cada vez que pasa el camarero se la
quiere llevar; suele romperse un diente al morder el muslo de un pollo granítico; ha
de soportar que el vecino de al lado fume un cigarrillo entre manjar y manjar y le
eche el humo a la cara, terrible tortura porque no hay combinación culinaria más
infernal que una langosta a la nicotina; además, el entusiasmo le incita a beber más de
lo que acostumbra, y al día siguiente el bicarbonato ha de tapizar su estómago tan
profundamente como tapiza el polvo las carreteras. Debe añadirse a esto el que
algunos comensales abusan de tan temeraria manera de los quesos helados, que a casi
todos les suelen nacer sabañones en los intestinos…
Todo esto ¿no significa una adhesión inquebrantable y heroica?… ¿Qué se quería,
pues? ¿Que el admirador se arrojase al mar? ¿Que fuese a casa del admirado y se
abriese el vientre a la usanza china delante de él? ¿Que se envenenase con cianuro?…
Esto no cabe en las costumbres civilizadas. Ya bastante hace el pobre que se intoxica
elegantemente con unos entremeses variados y, por si es poco, se atiza al coleto dos
copas de champaña químicamente puro.
Cuando el comensal mira al «banqueteado», con esa tierna mirada que suele
dirigirse en estos casos, el «banqueteado» sabe entender…
—Ya ves adonde llega mi cariño hacia ti. Aquí me tienes comiendo una cosa que
no sé lo que es porque la lista está escrita en gabacho. He tenido que adular al
www.lectulandia.com - Página 17
camarero para que me trajese este manjar después de media hora de espera; luego le
he hincado el diente, feliz porque creí que eran perdices, y a mí las perdices me
vuelven loco. Pero he aquí que el compañero de la derecha se inclina hacia mí y me
dice: «No está mal este plato de langostinos», y al oír esto, el comensal de la
izquierda, esgrime el tenedor con que clavó un trozo de la misma vianda que los tres
comemos, y nos increpa. «¿Desde cuándo se llama langostino a un filete de ternera?
…» Esto es indudablemente curioso, pero yo no puedo impedir que me llene de
melancolía. Sin embargo, continúo aquí. Ya ves a dónde llega mi cariño y mi
admiración.
En los banquetes políticos es donde mis aseveraciones pueden ser más fácilmente
comprobadas; es donde se comprende que esos actos son absolutamente
indispensables en toda sociedad bien organizada. La íntima relación que existe entre
las ideas y la comida es, en estos casos, más visible. Podrían citarse mil ejemplos de
concomitancias entre el arte culinario y las artes políticas. Después de todo, un
ministerio no es más que un banquete con los cubiertos limitados; y una situación,
algo así como la cola de pobres de convento, que esperan con el pote en la mano la
prodigalidad del hermano lego, dueño de la caldera de sobras.
Los banquetes políticos suelen ser ofrecidos a aquellos que tienen en sus manos el
poder o que van a alcanzarlo. Un banquete para un político avisado es una excelente
plataforma. La gente toma asiento en torno a las largas mesas. Al principio parece
que su atención está totalmente absorbida por la calidad de los manjares y que en su
gesto preocupado hay el recelo de que en la cocina escatimen en la sopa el picadillo
de jamón, o de que la ternera haya muerto después de sufrir la agonía angustiosa de la
glosopeda. Pudiera creerse también que algunos están secretamente turbados por la
duda surgida en su espíritu acerca de la colocación de la servilleta o del uso que debe
darse al cuchillo para comer los espárragos.
Algunos comentaristas afirman que pasado el primer momento y desaparecida ya
esa inquietud general, todas las afirmaciones se funden en una sola, gigantesca y
sañuda: comer. Aseguran que entonces la idea del desquite de las quince o veinte
pesetas obsesiona los ánimos, y que en la amplitud de este desquite entra por mucho
la apreciación personal, pues mientras hay quien se cree en el derecho de llevarse,
después de harto, algunas frutas o entremeses sobrantes, ciertos individuos que tienen
un concepto fantástico de las quince pesetas, suelen guardarse los cubiertos. No
obstante, esos mismos comentaristas agregan que esto no suele ocurrir nunca en una
proporción que exceda del treinta por ciento.
Me resisto a creer tales acusaciones. Más bien se me antoja que en la furiosa
presteza con que dejan limpios los platos se esconde un afán idealista. El comensal,
va dejando traslucir poco a poco esta exaltación. Algunos verdaderamente debilitados
por la larga contemplación de un país oprimido, hacen que el camarero les sirva una
doble ración. Al final, cuando llega el decisivo instante de los brindis, el ánimo de los
comensales está en franco optimismo, en franca cordialidad. El buen patriota se ha
www.lectulandia.com - Página 18
resignado a beber dos o tres botellas de vino. Es un sacrificio que se ha impuesto para
favorecer la industria nacional. Se propende a la admiración, a la ponderación
encomiástica, al apretón de manos, al aplauso, al «¡bravo!» Cuando se levanta el
agasajado y cesan todas las charlas, la labor de convencimiento está hecha ya. El
orador no tiene más que recoger una madura cosecha. Todo lo demás huelga; tanto da
que el agasajado diga una cosa o la otra. Podría hablar en «camelo». La salva de
aplausos atronadora, persistente, los vivas estentóreos, sonarían igual. Es algo
inevitable. El prócer está en pie. Grita:
—¡Nos quieren arrancar el Poder los enemigos del pueblo!
Y los comensales vociferan, indignados a medias por los manejos de los
enemigos del pueblo, y a medias porque su avidez por el helado de vainilla les ha
producido un molesto frío en los dientes.
—¡Nosotros nos defenderemos! —clama el personaje.
Y todos corean:
—¡Sí! ¡Sí!
Continúa el prohombre:
—¡Para nosotros es un deber de dignidad no desertar de ese puesto de honor!
—¡Bravo! ¡De honor! ¡Así se habla!
La ovación resuena estruendosa. Muchos comensales a los que la frase sorprende
revolviendo el café, en su prisa por aplaudir se guardan las cucharillas en el bolsillo.
Suele ocurrir también que, en medio de un párrafo sensacional, cuando todo el mundo
guarda silencio, un señor llama al mozo para quejarse de que no le han servido el
coñac. Para sacudir la impresión que pudieran tener sus compañeros de su frivolidad,
este mismo señor es después quien propone en breves y balbucientes palabras que se
envíe a la señora del agasajado el ramo de flores que hay en el centro de la mesa,
haciendo a la vez la cordial advertencia de que es preciso sacudirlo para que caigan
los huesos de aceitunas y los pellejitos de salchichón que hicieron nido entre las rosas
y las dalias. Más de dos docenas de comensales que no saben hablar en público van a
los banquetes con la preocupación de pedir que se envíe el ramo a las parientas del
festejado.
No se conoce ningún programa político expuesto al final de un banquete que no
haya sido aceptado entusiastamente por el auditorio. Hay quien sostiene que de la
vida en común llega a adquirirse hasta cierto parecido físico. Puede ser; pero lo que
desde luego debe afirmarse es que la comunidad de mesa constituye el más fuerte
lazo de unión entre los espíritus. Está probado que el bacalao a la vizcaína y los callos
domingueros predisponen al anarquismo y a la iracundia. El pavo trufado, en cambio,
es retrógrado; el bisté, posibilista; en cuanto a los bombones de crema y al «marrón
glacé» inclinan el ánimo al sentimentalismo y a la vaga melancolía. No espero
encontrar una sola opinión discrepante.
A la vez que los grandes personajes políticos obtienen triunfos resonantes en esta
clase de fiestas, los banquetes son asimismo beneficiosos para el sencillo comensal.
www.lectulandia.com - Página 19
En España se come mucho en los banquetes, pero se come poco en las casas. Un buen
padre de familia condenado a deglutir todos los días un amasijo de arroz o una pasta
insubstancial de patatas ligeramente ruborizadas con pimentón, no tiene el valor
suficiente para destruir el equilibrio inestable de su presupuesto, gastando unas
pesetas en un restaurant. Pero en cambio se refugia gustosísimo en el pretexto del
banquete. Coge sus duritos y se disculpa ante su costilla:
—Ya ves: es una comida al Director general. Se fijarían en mi ausencia; nunca
falta un chismoso que haga advertir…
Y se marcha a devorar fieramente, con el gesto de un hombre que se resigna a
sufrir un destino inexorable.
Un banquete, un simple banquete, sin discursos, sin conclusiones, sin otra acción
que no sea la de comer, puede constituir por sí solo una afirmación ideológica.
Ejemplo: los banquetes vegetarianos. Cada uno de ellos equivale en trascendencia a
un mitin.
Yo he asistido una vez a un banquete de los vegetarianos madrileños. Los
vegetarianos madrileños forman un grupo, celebran reuniones, votan acuerdos,
trabajan en la perfección científica de sus máquinas, tienen un jefe que es diputado a
Cortes. Los vegetarianos representan una aspiración, entrañan una tendencia. Pueden,
en fin, constituir un partido. Fundamentalmente, opinan que la humanidad vive sobre
la falsa base de un lamentable error ancestral. La humanidad cree que es carnívora. Y
no. La humanidad es sencillamente vegetariana. Esta equivocación nos ha procurado
terribles catástrofes. ¿Es tiempo aún de volver a la luminosa senda de la verdad?…
Aún es tiempo. El partido vegetariano, con sus organizaciones, con sus revistas, con
sus prédicas, viene a gritarnos:
—¡Deteneos: vuestro rumbo es fatal; las toxinas os trastornan: están caras las
subsistencias porque vosotros lo queréis, hay guerras porque las carnes que ingerís os
tornan violentos! ¡Comed legumbres, no más!
Esto es un programa. Algún día, cuando la buena doctrina se difunda,
advertiremos sus beneficios. Yo creo que el vegetariano debe ser un partido de
acción, debe luchar en los comicios, nombrar alcaldes, sentarse en las Cámaras,
aspirar al Poder… actuar, en fin, enérgicamente. Les creo más interesantes que los
reformistas.
Tengo, sin embargo, que hacer una declaración con el alma traspasada de pena:
no estoy conforme con la marcha del grupo vegetariano madrileño. No. En las dos
horas que he tenido el honor de pasar en compañía de sus más distinguidos miembros
devorando manjares estrafalarios, me he dado cuenta de que sus medios de
propaganda son ineficaces. Cada señor hablaba de sus enfermedades pretéritas y de
su bienestar del presente. Quién se desayunaba antes con Carabaña; quién se retorcía
después de comer un kilo de jamón; éste padeció desde chico del estómago; aquél de
www.lectulandia.com - Página 20
los intestinos… Son, pues, enfermos curados por un régimen; de ninguna manera
místicos enamorados de una doctrina. Están, por lo tanto, incapacitados para
generalizar. Por la misma razón, un cojo no tendría éxito al decir:
—Cuando tuve la rótula astillada y se declaró la gangrena, sufría horriblemente.
Desde que tengo la pierna de palo soy feliz. Debiéramos usar todos los hombres
piernas de palo.
Permítanme los distinguidos señores del partido vegetariano que acuda en su
socorro con un buen consejo. Se debe sentimentalizar más la teoría. Si queremos que
la humanidad abandone sus viejos y sabrosos errores, no le hablemos del jugo
pancreático, no le hablemos del colon transverso, de cuyas fatigas, ¡ay!, prescinde
con dolorosa ligereza. Hay gentes que se mueren sin enterarse de que desde
pequeñitas llevan un píloro consigo. Es terrible, pero es así. Ataquemos, en cambio,
sus buenos sentimientos. Yo le diría al no iniciado:
—Tú, apreciable amigo, te crees un hombre de bien, incapaz de hacer un daño.
Tú has almorzado unas ostras, una pescadilla, una perdiz y un trozo de ternera.
Después encendiste un cigarrillo y te deleitaste pensando en la felicidad que te
procura tu vivir honrado y bondadoso. Sin embargo, tú acabas de realizar y de ser
cómplice de monstruosas crueldades que te estremecerán cuando recapacites. Apenas
has comenzado a hacer la digestión y ya pesan sobre tu conciencia varios crímenes
escalofriantes. Esa ostra se encontraba satisfecha en el fondo del mar. La primera
contrariedad de su vida la experimentó cuando la extrajeron para ti de su natural
elemento. Como la ostra es un animal sosegado, se resignó. Violentamente le
arrancaron una de sus valvas. Tú has tenido la fría maldad de desprender su cuerpo
con el tenedor de dos púas. Después, cuando aún no pudo reponerse de esta
impresión acongojante, vertiste unas gotas de limón sobre la reciente herida. No
obstante, tú sabes que las ostras no pueden reprimir ciertas contracciones de disgusto
bajo el zumo del limón y que muestra todo el gesto de dolor que puede tener la
fisonomía de una ostra. Todavía le diste una dentellada, y aun alentaba débilmente el
infeliz molusco cuando los ácidos de tu estómago actuaron sobre él. Un suplicio igual
no ha sido soñado nunca entre los humanos. ¿No te estremeces, monstruo?
»¿Y la pescadilla? La pescadilla tenía apetito, vio ante sí un cebo, lo tragó. De
pronto sintió un anzuelo clavarse en su boca. No pudo ni gritar. Con una prisa
inclemente —entre el estupor de los suyos que nadarían por aquellas aguas y que
jamás podrán explicarse cómo su amada compañera salió disparada a volar como una
gaviota—, el pobre pez fue remontado sobre la superficie y llevado a un mundo
desconocido para él. Con las agallas rotas, brincando sobre la arena de la playa, el
animalito no tuvo ni humor para distraerse en la contemplación de ese aspecto de la
Naturaleza que no sospechaba. Murió. Los hombres suelen colocar en su boca una
lírica rama de perejil, como para hacer más despreocupada y sonriente su defunción.
Pero a un hombre sensible no se le puede ocultar la espantable condición de esa
tragedia. ¿Qué pensarías tú si al comer un panecillo te sintieses arrebatado sobre las
www.lectulandia.com - Página 21
chimeneas, con una alcayata en el paladar?
»La incauta perdiz sufre un atentado asimismo odioso. Se la persigue; los
hombres y los perros van de monte en monte tras de ella. Se le disparan tiros. Ella no
puede contestar; no tiene armas: es, evidentemente, una lucha desigual y cobarde.
Cuando la perdiz desciende con un plomo en sus carnes —que, pese a todo, hemos de
confesar que son plausiblemente sabrosas— lleva formado un mal concepto de los
hombres.
»Pues, ¿y la cándida y mugidora ternera que sucumbe al puntillazo del matachín?
¿Crees tú que puede alegrar sus últimos momentos el saber que sus trozos van a
descansar blandamente en un puré de patatas?… ¿Y los cangrejos a los que cueces
vivos?… ¡Oh, todo esto es bien terrible, capaz de hacer brotar las lágrimas del más
empedernido de los seres! Sin embargo, tú contribuiste a ello y tu conciencia nada te
reprocha. Y aun puede ocurrir que censures al cocinero por no haber tenido el asado
más tiempo en el horno, aumentando así los incontables rasgos crueles de la tragedia.
¡Medita, malvado, en estos crímenes!»
Creo que los conceptos que acabo de expresar, bien dichos y engalanados
retóricamente, serían de un efecto irresistible para la propaganda de la teoría
vegetariana que contó entre sus adeptos hombres tan profundamente sentimentales
como San Francisco de Asís.
Los miembros del grupo vegetariano madrileño tienen, a pesar de los reparos que
me he decidido a formular, una viva y provechosa fe. En las conversaciones que oí en
aquel banquete recogí algunas enseñanzas que reputo provechosísimas y dignas de
ser divulgadas. Un bondadoso carnífobo me insinuó la conveniencia de sustituir el
jamón en los emparedados con cierto extracto de cacahuets. Otro amable señor me
descubrió que la sopa de ortigas maceradas tiene tal sabor a almejas que, después de
probada una vez, se convence uno de que aquel preciado marisco no hace más que
imitar con poca fortuna el sabor del calumniado hierbajo. Un tercer comensal me
recomendó que adquiriese la costumbre de comer algunas arenas, para favorecer, al
igual que las gallinas, la trituración del alimento en el estómago. Sospecho que se
trataba de un exaltado.
Es sensible que mi memoria no me permita recordar todas las instructivas
anécdotas que escuché en aquel banquete. El público se enteraría de sucesos
extraordinarios. Hubo una que hirió mi atención. Se refería a un individuo que en
cierto país se dedicaba a la cría de gatos para comerciar con su piel.
—Con la carne de estos gatos —aseguraba el narrador— alimentaba muchos
ratones.
—¿Para qué? —inquirí cándidamente, asombrado por la paradójica ocurrencia.
—Para alimentar después con los ratones a los gatos. ¿Cabe una aplicación más
razonable de la carne?
www.lectulandia.com - Página 22
Y siguió explicando. Algo confusas están mis ideas, pero me parece haber
obtenido la radiante consecuencia de que con dos ratones y un par de gatos que se
devoren recíprocamente y con arreglo a un método ingenioso, se puede hacer un
formidable acopio de pieles. Apunto el hecho para bien de la industria.
Aquella comida fue una de las más sosegadas, correctas y dogmáticas, de todas a
cuantas he asistido. Al final amenazó surgir un enojoso trance. El Presidente acusó a
un comensal de haber sido sorprendido en la lamentable falta de apurar una taza de
café con cafeína. El acusado, a su vez, formuló contra el Presidente la terrible
denuncia de engullir pájaros fritos a hurtadillas de los afiliados. Todos los rostros se
tornaron graves. Pero ambos inculpadores aseguraron, riendo, que sólo se trataba de
una broma, con lo que la tranquilidad renació.
Yo me complazco en hacerlo constar para que quede a salvo la honorabilidad
vegetariana de los dos consecuentes devoradores de legumbres.
www.lectulandia.com - Página 23
TEORÍA DEL GALLEGO
www.lectulandia.com - Página 24
—Comprendo que debía regalarle a usted un puro. Siempre se regala un puro en
las interviús; pero yo abomino de los puros. En cambio puede guardarse esa cajetilla.
Me miró con sorpresa.
—¿Desprecia usted los puros?
—Sí; me parece una estupidez fumar un puro.
El periodista tomó una nota. Entonces me di cuenta de que imprudentemente me
atraería el rencor de todos los fumadores de puros. Agregué con precipitación:
—Claro está que no me refiero a los puros de la Habana, y aun abro una
excepción para los de la Tabacalera española. Mi aversión se refiere a los puros de
brea.
Mi compañero añadió algo a sus notas. Rápidamente pensé que mi nueva
afirmación me haría asimismo antipático a muchas personas, y busqué una segunda
aclaración:
—Aunque, si bien se mira, el puro de brea merece grandes respetos porque
cumple fines medicinales. Si registro el fondo de mi corazón, reconozco que amo al
puro de brea. Mi verdadero odio, un odio inextinguible, va contra los fumadores de
puros de chocolate.
El repórter abrió los ojos con asombro.
—¿Existe alguien que fume puros de chocolate?
—Desgraciadamente, existe —corroboré fingiendo un gran dolor—; yo sé de
algunos amigos míos que practican ese vicio nefando.
—¿Cómo es posible?…
—Han adquirido la costumbre en la escuela y no pueden abandonarla. Bien sabe
usted que el árbol que de joven se tuerce…
—Presénteme a alguno de esos señores. Haría con gusto una información…
Aseguré con acento de pena:
—Se han muerto todos, víctimas de su vicio execrable. ¡Que Dios les haya
perdonado!
Suspiramos los dos ruidosamente. Luego me preguntó:
—¿Cuáles son los escritores favoritos de usted?
—Zutano, Mengano y Perengano —dije.
Pero mientras escribía los nombres, se me ocurrió que esta declaración mía habría
de agraviar a J., a H. y a K., y los cité también. E instantáneamente pensé que los
literatos que encuentro en algún café o en algún círculo y los que me envían sus obras
y los que no pueden publicarlas y muchos que ni siquiera pueden escribirlas, y todos
aquellos, en fin, con quienes charlo o con quienes cambio un saludo, habrían de
dolerse de mi olvido y no me perdonarían jamás el no tenerles en mi devota
preferencia cuando esta preferencia iba a ser expresada públicamente en un periódico.
Entonces comencé a pronunciar nombres y nombres. Primero fui leyéndolos en el
tomo de los libros de mi biblioteca, luego apelé al cuaderno de direcciones, a la
memoria, a las cartas viejas, a los periódicos atrasados.
www.lectulandia.com - Página 25
—Escriba usted: Pérez, el ilustre Pérez; López, Gómez, Fernández, un tal Juanito,
de mi pueblo, que no recuerdo ahora cómo se apellida, pero al que todos le llamamos
Juanito; González, Ramírez, Menéndez…
Era un censo, un verdadero censo. Mi colega sudaba.
Llenó de garabatos tres cuartillas, cinco, veinte cuartillas…
—¡Basta ya! —rogó, extenuado.
—Perdone usted —objeté—; creo indispensable consignar todos mis escritores
favoritos. No pasaremos a otro asunto mientras tanto.
Al fin dijo que volvería al día siguiente con un taquígrafo, y se fue alabando mi
erudición con dolorido tono.
No volvió.
Pero la interviú a que me he referido en las primeras líneas fue, sin duda alguna,
seria y trascendental.
Acometí la empresa en los días en que los periódicos de España se ocupaban en el
problema regionalista. Gran parte de la prensa y casi todos los diarios aseguraban que
tal problema era artificioso y que las regiones carecían de personalidad suficiente. Yo
he creído siempre todo lo contrario, y quizá hayan influido en mí las teorías de un
paisano y amigo que opinaba que así como los castellanos han solicitado leyes contra
los catalanes que les llaman castellás, nosotros debíamos pedirlas más severas y
urgentes contra los castellanos que se valen de la palabra «gallego» para designar lo
sucio, lo ruin, lo despreciable y lo idiota.
Elegí el tema regionalista y fui en busca de un político ilustre, ex ministro de la
Corona, hombre prestigioso y sabio. Le saludé, guardé el puro que me dio con el
encargo de que lo fumase después de cenar, y preparé mis cuartillas.
El hombre ilustre se sentó ante su mesa escritorio, me hizo observar que estaba
leyendo un libro en francés, para darme idea de su cultura, y me preguntó
amablemente:
—¿De qué quiere usted que le hable?
—Me interesaría —respondí— conocer su opinión acerca de la autonomía
municipal y del problema de las regiones.
—Muy bien —replicó—; lo mismo podría hacerle a usted preciosas revelaciones
acerca del cultivo de la vid, o de los presupuestos de Marina, o de las Escuelas
Normales. Puedo hacer declaraciones relacionadas con los asuntos más graves y más
diversos. Pero ese tema que me propone usted lo domino como pocos.
Abrió una pausa; se estiró en el sillón hasta hacer desaparecer casi todo el cuerpo
debajo de la mesa escritorio, y agregó con tono decidido:
—Desde luego puede usted afirmar que yo soy iberista…
—¿Iberista?
—Sí, anote usted: i-be-ris-ta; con b. Es posible que funde un partido con esa
www.lectulandia.com - Página 26
denominación. Quiero decir que soy un devoto del Poder central, único y sin
dejaciones, con las riendas de la Administración pública en sus manos. El problema
de las regiones no existe; las han borrado por un Real decreto; no hay más que
provincias. Parece mentira que no se den cuenta de esto. ¿Anota usted?
—Anoto, sí, señor.
—Lo que pasa es que aquí nos conocemos poco los unos a los otros, y nos parece
que somos distintos. Sería preciso viajar un poco más, ver lugares y hombres…
—¿Usted viaja?
—Sí; voy todos los años a Fuenterrabía con mi gente. Estuve dos veces en
París… Algo tiene rodado uno. Pero además me he abonado al Mercure y a la Revista
de Ambos Mundos. Estudio en ellas incesantemente y las he citado en más de una
ocasión en mis discursos parlamentarios. Me gusta documentarme. Casi todos los
males de España derivan de que sus gobernantes no viajan ni estudian. Me acuerdo de
que una de las veces que China cambió de régimen, tuvimos en un Consejo de
ministros una discusión acerca de las costumbres de aquel país. El ministro de Estado
no sabía otra cosa de los chinos, sino que eran una especie de hombres con los ojos
torcidos y con coleta. «¿Pero qué característica tienen?», le apremiaba yo. Y nada’
ignoraba que todos los chinos andan a pasitos cortos y llevan constantemente
erguidos los dedos índices.
—¡Ah! —exclamé.
—Sí; lo habrá visto usted en Gheissa. El teatro ilustra. Pero el ministro de Estado
no iba al teatro. Bien; pues de las regiones españolas puede decirse algo parecido.
Nuestros políticos no las conocen y se arredran ante las declamaciones de los
nacionalistas. Asegure usted que entre un vasco y un andaluz no hay diferencia
alguna. Se lo digo yo. ¿Es que alguien puede distinguirlos en la calle? Las razas
tienen sus peculiaridades notorias; por ejemplo, los alemanes tienen la cabeza
cuadrada como un dado, según leí en El Liberal; y los franceses poseen una corta
barbita. ¿Dónde están esas diferencias entre las regiones de España? Naturalmente
que existen ciertas desemejanzas; pero son de escaso interés y originadas por el
ambiente. Puedo hablar mucho de eso porque siempre conceptué que la primera
obligación de un gobernante es conocer el país que ha de administrar. ¿A qué quiere
usted que me refiera para demostrárselo? Busquemos una región poco frecuentada…
Miró al techo.
—Galicia. Pongamos por caso a Galicia, que es la más lejana. Pues yo conozco
todos sus usos y costumbres. Óigame usted. En primer lugar le diré que en Galicia se
habla un dialecto que difiere del castellano en convertir en a cualquier o…
Argüí, un poco asustado:
—Algo de eso ocurre en el bable. Pero el idioma gallego no tiene que ver…
Sonrió mi interlocutor compasivamente.
—Le estoy diciendo la fija, amigo mío. Puedo apoyarme también en la autoridad
de escritor tan culto y político tan significado como don Rodrigo Soriano, que
www.lectulandia.com - Página 27
afirmaba eso mismo en un reciente artículo de El Día. Soriano es un políglota
formidable. Lo demostraba escribiendo dos palabras gallegas, según él, que yo no
conocía: «Marianu» y «Hamletu». En el mismo artículo aseguraba que lo sentimental
está reñido con lo galiciano. Es una opinión muy digna de tener en cuenta, porque,
como se ve, don Rodrigo se ha especializado en estudios sobre aquella región. No
creo, sin embargo, que su conocimiento del asunto supere al mío.
—Tampoco lo creo.
Agradeció el personaje la adulación, deslizándose más aún bajo la mesa hasta
asomar los pies por el otro lado, y continuó:
—Los gallegos andan constantemente con almadreñas por sus calles
embaldosadas, lo que produce tanto ruido, que allí a todo el mundo le duele la
cabeza. Podemos dividirlos en dos grandes grupos: uno, el de los serenos de
comercio, y otro, el de los aguadores. Los serenos se ganan la vida abriéndoles las
puertas a los aguadores; y los aguadores, llevándoles agua a los serenos. Cuando se
desequilibra por exceso de personal una de las dos clases y hay más serenos que
aguadores o más aguadores que serenos, se envía el remanente a Madrid. Debe
considerarse también la existencia de un numeroso grupo de mozos de cuerda. Se
reconoce asimismo la realidad de una pequeña minoría que pasa sus años bailando
incesantemente la «muiñeira».
—Es maravilloso.
—¡Oh! —protestó modestamente—; no tiene importancia nada de lo que digo.
Todo el mundo lo sabe. Añadiré que dentro de esa ley general que abarca a todos los
gallegos, hay que abrir una subdivisión para los coruñeses; más que a otro oficio, se
consagran al cultivo y a la fabricación del pescado, en lo que han hecho notables
progresos. Es preciso imaginarse a los pobladores de La Coruña como hombres
pensativamente inclinados sobre las retortas de donde han de salir los salmonetes, o
sobre los alambiques donde se hace la destilación de la tinta de calamar, o bien
regando amorosamente la bien abonada tierra en la que tienen las plantaciones de
sardinas, harto preocupados del sol y de las lluvias, porque según sean éstas
abundantes o no, así salen sardinas o salen boquerones…
—Ha hecho usted un relato impresionante.
—Amabilidad suya. No pretendo descubrir nada, sino demostrar que nos
conocemos lo suficiente para poder regir desde Madrid hasta la aldehuela más lejana
de la Península. Todo lo que dije lo habrá oído usted muchas veces en los cafés, en
las calles, en los sainetes, en las tertulias de! Ateneo, en las redacciones de los
periódicos de la corte…
—Es exacto.
—Pues ya ve usted. Y lo mismo que conocemos Galicia, conocemos las demás
regiones. ¡La autonomía municipal! ¡Qué locura! Sólo nosotros mirando amorosa y
vigilantemente desde lo alto de la meseta todos los lugares de España, podemos hacer
mover ordenadamente el complicado engranaje del país.
www.lectulandia.com - Página 28
Me alcé del asiento.
—Mil gracias por sus interesantes manifestaciones.
El ilustre político retuvo mi mano.
—¿Apuntó usted lo del «complicado engranaje»?
—Sí, señor; aquí está.
—Sí, porque es una frase con miga.
Marché.
El ilustre político aún me volvió a llamar cuando ya descendía la escalera:
—¡Oiga, oiga! Se me olvidaba decirle a usted una cosa importante. Anote: «Los
momentos por que atraviesa España…
—… España —repetí, escribiendo rápidamente en las cuartillas.
—… son difíciles.»
—… difíciles.
—Nada más. Muchas gracias.
Y cerró la puerta con ese aire digno tan propio de un hombre que siente sobre él
el peso de las responsabilidades anejas al mando.
www.lectulandia.com - Página 29
LAS CUPLETISTAS Y EL CUPLÉ
Desde que pensé en lograr una reputación literaria comprendí que debía escribir
algunos capítulos acerca de las bailarinas y de las cupletistas españolas. El baile y la
canción no constituyen tan sólo, como creen algunos espíritus candorosos,
entretenimientos frívolos, sino que son también grave motivo de estudios reposados y
luminosos. Casi todos nuestros cronistas han dedicado abundante prosa a escrutar en
la psicología de las danzantes y de las cantantes en boga, y de ello recibieron su
mayor fama. En lugares tan prestigiosos como el Ateneo de la corte he asistido a
conferencias en las que algún docto señor hablaba de bailes o de canciones y las
ilustraba con cupletistas auténticas que lucían sus habilidades ante los espectadores.
Todas estas conferencias alcanzaban el éxito, por lo menos en lo que se refería a las
cupletistas. El público salía llevando una borrosa idea de lo que eran las danzas
egipcias y otra noción aproximada del diámetro de las extremidades inferiores de
Tórtola Valencia. Ambos conocimientos no pueden ser, en rigor, incompatibles y aun
parecen placer singularmente al concurso.
Comprendo que mis deberes de escritor me obligan a disertar acerca de los
orígenes de las danzas y del cuplé. Tengo entendido que tanto las unas como el otro
tienen unos remotos orígenes. Pero… yo soy un hombre honrado… yo tengo que
confesar que, para mí, el cuplé nació hace unos quince años, en mi adolescencia, en el
café de una capital de provincia. Antes de esa época, el cuplé está en mi memoria
escondido en las más impenetrables tinieblas.
No puedo, por lo tanto, contar la erudita leyenda del cuplé. Me gustaría, sin
embargo, destruir una de las que tiene: la leyenda que alrededor de esa canción
entonada por una mujer en el tablado de un teatro se ha hecho en los hogares. En el
hogar, la palabra «cuplé» casi siempre suena a procacidad; la palabra cupletista, a
tentación proterva… Muchas dulces mujeres han pensado, estremecidas de horror, en
el misterio demoniaco de «la última sección», esa «última» de todos los salones de
variedades, cautelosamente reservada para el sexo fuerte. La dulce mujer supone al
marido o al novio, al hijo o al hermano, perdiendo su alma en la misa negra del cuplé,
abismado en satánicas tentaciones. ¡Dios mío!… los hombres habíamos de
despojarnos de este infernal prestigio y hasta de la sonrisa triunfal y maliciosa con
que solemos referirnos a esa «última» si alguien contase ecuánimemente la sencilla
vulgaridad, la condición de inocencia del espectáculo.
La cupletista suele ser una apacible joven honestamente enamorada de su arte.
Puede decírseme que el arte es a veces un poco escabroso y que la cupletista, a veces
también, no es joven. No tengo fuerza para negar esta lamentable verdad. Pero en
cuánto a la condición escabrosa de las canciones, debo llamar la atención de las
gentes acerca de un hecho innegable: la cupletista no siempre se hace solidaria del
cuplé. Ella tiene que cantarlo porque lo ha pagado o porque el público lo reclama,
www.lectulandia.com - Página 30
pero exterioriza su disconformidad por todos los procedimientos que están a su
alcance. Esa aparente incongruencia de las cantantes que se llevan la mano al lado
derecho del corpiño cuando hablan del corazón o que dan unos pasos de schotis
cuando se duelen de sus penas, no obedece a otra causa.
Por otra parte, el cuplé pecaminoso está en franca quiebra. En eso se ha
evolucionado de una manera profundamente trascendental. Hoy, una cupletista que
conozca sus deberes ha de saber, en primer lugar, varias canciones en las que declare
terminantemente que ha nacido en Madrid; si puede hacer expresa mención de la
calle, mucho mejor. Desde luego es inexcusable preconizarse «castiza» y siempre es
bien visto por el público que en el cuplé se cite a Goya y se diga que los padres de la
interesada fueron una manola y un majo. Pastora Imperio llega a asegurar que sus
ascendientes dieron muchos malos ratos a Napoleón cuando la guerra de la
Independencia. Es lamentable que esta nota patriótica no haya tenido imitadoras en
las demás cupletistas.
Hay, después de estas canciones que pudiéramos llamar de partida de nacimiento,
otras en las que la artista nos refiere particularidades, desde luego honestísimas, de su
novio. El unánime esfuerzo tiende a presentárnoslo como un chulo sin tacha. En esto
se ha entablado una feroz competencia entre las cupletistas, que brindan a nuestra
estupefacción detalles increíbles. En cierto cuplé nos confiesa una que su amado toca
el organillo con el codo. Otra nos dice que, de puro chulo, su novio «moja pan en el
vermut». Otra interviene afirmando que, para chulo, el suyo, que apaga las cerillas
con un martillo. Y otra, en fin, achica a las anteriores asegurando que la majeza del
elegido de su corazón le arrastra a apagar la luz eléctrica a salivazos. El público
admira estos hechos sin grandes muestras de extrañeza. Un chulo castizo es, en
verdad, un ser muy complicado.
Pero no siempre el cuplé amoroso se limita a narrar las hazañas del varón.
Frecuentemente también, esos cuplés cuentan cómo el majo se come y se bebe el
dinero de la chula. Entonces tenemos que oír quejas e imprecaciones conmovedoras.
Una canción hay en que se dice cómo el novio empeñó unos colchones, que es
verdaderamente sentimental y hasta triste. Cuan do la cupletista dice aquello de
«¡Manolo, Manolo! ¿Qué has hecho de mi tesoro?» el espectador de buen corazón
siente el impulso de interrogar también:
—¡Hombre, Manolo, caramba, ¿qué ha hecho usted?…
En el caso más atrevido y protervo, la cupletista tiene ciertas canciones en las que
intervienen instrumentos tan ajenos a la música como un reflector o una caña de
pescar. En estos cuplés finge buscar su amor entre los presentes y arroja el anzuelo o
proyecta la luz para iluminar el rostro de algún señor de las butacas. El señor siente el
natural azoramiento… A su alrededor se ríen las gentes… Es un pequeño suplicio. El
señor, en esos instantes, suele ser, in péctore, poco considerado para el majo y la
manola que procrearon a la cantante en una rúa de los Barrios Bajos.
¿Qué más?… Los cuplés de la apache que siempre lleva un mandil rojo y siempre
www.lectulandia.com - Página 31
viste de negro, plausible idea de las cupletistas, iniciativa de una gran transcendencia
social, de la que no se han percatado las autoridades que si uniformasen a los
ladrones y a los asesinos nos evitarían muchos disgustos. La tonadilla que suena a
cascabeles de calesa. La extra-nacional, que toma por tema a las alegres chicas de
Berlín o nos dice, instructivamente, cómo visten los negros de la Martinica… ¡Todo
inocente!
Tal es la abundancia de las cupletistas candorosas y de las canciones intachables,
que se ha podido mantener una especialidad «blanca» dentro del género. En
provincias, singularmente, se llega en esto a una pureza tal que las damas más
intransigentes se muestran satisfechas. Las exigencias de las señoras en algunos
pueblos son, no obstante, bien terribles, y dan lugar al funcionamiento de unos
«salones» cuyo régimen interior es tan curioso que merece la pena de ser divulgado.
Yo conozco un teatrito de este género en cierta población veraniega de nuestro
litoral. Es un «eme blanco».
En las películas que se proyectan en él triunfa el bien siempre y el mal es
severamente castigado. En su pantalla las sombras móviles de los personajes no se
han besado jamás. Si en la segunda parte de una «film» veis al malhechor escalar los
muros del presidio, huir a campo traviesa, subir a un tren en marcha y saltar a un
aeroplano que pasa volando, no tembléis; donde quiera que este aeroplano aterrice
habrá dos «polisman» y un famoso detective que detendrán al malvado. Si veis que
dos novios se estrechan las manos y se miran largamente y van acercando sus rostros
con los labios en forma de tubo, no cerréis púdicamente vuestros ojos: esperad aún.
En el preciso instante en que vaya a ser dado el nefando beso, habrá un parpadeo de
luz, las figuras de los novios desaparecerán y en su lugar veréis un gallo cantando y
un letrero que diga: «Fin de la primera parte. —Pathé Fréres.»
Cuando hay cupletistas, sus canciones pasan a una previa censura; se limita por
centímetros sus escotes y se les hace entender que la empresa prefiere el uso de las
medias de algodón. No se toleran alusiones dudosas ni frases de doble sentido. Se
exige una escrupulosa formalidad. Cierta cupletista de repertorio regional cantó una
noche la conocida canción asturiana que dice:
www.lectulandia.com - Página 32
inmediatamente dice usted: «Ya no va nadie, no; ya no va nadie, sí.» Y esto no lo
podemos tolerar. Esta casa es muy seria. Nuestros abonados salen de la función sin
saber, a la postre, si va alguien o no va nadie por ese camino. Nuestros abonados son
gentes tranquilas; son rentistas apacibles, señoras del Roperillo de San Juan, jóvenes
de buenas costumbres y jefes de familia «bien». Ninguno de ellos viene aquí para
buscar preocupaciones. Usted les dice: «Ya no va nadie, sí; ya no va nadie, no»; y les
quita el sueño. ¿Es «sí»? ¿Es «no»?… Decídase usted por uno de los monosílabos. En
todo caso, elija usted una fórmula intermedia. Puede usted decir, por ejemplo, que le
parece que ya no va nadie por ese camino, sin que pueda asegurarlo muy
concretamente; que usted lo ha oído decir por ahí… Cualquier cosa, en fin, pero sin
contradecirse…
Y cuando la cupletista iba a retirarse, la empresa añadió:
—¡Oiga!… Y… en el caso de que insista usted en que ya no va nadie… pues… a
ver cómo se las arregla para decir que no va nadie al Puerto asturiano, porque todo el
mundo viene a este otro puerto, que tiene una hermosa playa, un gran Casino, hoteles
de primer orden e hipódromo… Esto como cosa suya, ¿eh?
Las cupletistas se someten siempre a estos consejos de los empresarios. En verdad
puedo decir que no conozco personaje de mayor importancia que un empresario de
«variedades», especialmente si su teatro está en Madrid. Él es quien puede lanzar una
«estrella», quien puede dar satisfacción a esa necesidad que tantas mujeres guapas y
ligeras sienten de ser admiradas y aplaudidas dentro de trajes estrafalarios y lanzando
berridos inarmónicos. ¿Comprendéis el secreto de la influencia de esos hombres?
Nadie más poderoso que un empresario de este género. Muchas veces un ministro de
la Corona o todo un Presidente del Consejo le han escrito una carta de su puño y
letra, diciéndole en tonos suplicantes:
«Mi querido amigo, mi buen amigo: le recomiendo con todo interés a la pequeña
Lili. La pequeña Lili quiere ser cupletista y todos los días me dice con su voz
musical: «Mi viejo— Lili me trata con cierta confianza—, mi viejo, yo quiero cantar
en un teatro, como cantó Loló, que era hija de una portera, y Frufú, que vendía
décimos en la Glorieta de Bilbao.» La pequeña Lili no sabe decirme otra cosa. Le he
comprado un traje de fantasía, otro de recluta de cuota» otro de aldeana de Asturias y
un mantón para cuando cante un «schotis». Creo que éste es el equipo completo de
una cupletista. Ayer me ha tarareado una canción que tiende a demostrar que debe
dejarse correr el agua que no se ha de beber. En mi calidad de ministro de Fomento
no comparto esta opinión que parece indicar menosprecio hacia cualquier aplicación
del agua que no sea bebería. Me doy cuenta exacta de que no puede medirse con ese
criterio a los saltos de agua. No es, pues, que esté conforme, pero… mire usted, la
pequeña Lili cantó muy bien ese trozo de ópera —creo que es un trozo de ópera; yo
voy pocas veces al teatro porque me lo impiden mis ocupaciones—. Así yo le ruego
que oiga a la pequeña Lili y la anuncie en los carteles. Ella quiere que la bautice con
un nombre de guerra. Como tiene una voz bien timbrada, yo le propuse dos motes:
www.lectulandia.com - Página 33
«La Melquiadilla» y «La Alcalá-Zamorita». No le gusta ninguno. Lili es un poco
inconsciente. Tómese usted la molestia de buscar el seudónimo y póngalo en letras
bien grandes en los anuncios. Sí usted hace esto tendrá siempre un servidor
incondicional en Fulánez.
Postdata—No vaya a pensar mal de mí; no sea malicioso. Protejo a Lili porque es
huérfana de un ordenanza que prestó aquí sus servicios a la patria.
Antes de terminar este ensayo acerca del cuplé y las que lo cantan, estoy en el
deber de ilustrarlo con una nota erudita.
He dicho que Pastora Imperio afirma en una de sus más divulgadas canciones que
desciende de los majos que lucharon con los granaderos de Napoleón. Pues bien,
parece que esto no es totalmente exacto. Una indagación más detenida en la prosapia
de Pastora, una ascensión más reposada y meticulosa por su árbol de genealogía, le
hizo rectificar la equivocación de este dato. Cuando la Imperio regresó de América
con más brillantes, más vestidos y un milímetro más de diámetro en la bola en que
termina _ su nariz gitana, nos dio a conocer una canción en la que aseguraba que de
quien proviene en línea recta es de Carmen, la cigarrera sevillana de importación
francesa…
Yo lo consigno así; no quiero perturbar la labor de los futuros biógrafos de la
insigne gritadora de cantos andaluces, que pudiesen venir a beber en las fuentes de
este libro.
www.lectulandia.com - Página 34
DEL CRIMEN
Somos muchas las personas de buen gusto, devotas de las películas de aventuras y
de las novelas policíacas, que estamos descontentas de la criminalidad en Madrid.
Todos los días desplegamos los periódicos con impaciencia y casi todos los días los
arrojamos con melancolía y pesadumbre. Se advierte la ausencia de ladrones
atrevidos y de homicidas geniales. Apenas unos hurtos de carteras y unas puñaladas
por celos. Preciso es confesar que estamos bien lejos de la envidiable altura alcanzada
por las grandes capitales de Europa. Singularmente, la falta de apaches nos tiene
contristados y ruborosos.
El apache es un ser necesario en una ciudad importante. Se puede afirmar sin
grandes reparos que una población que carezca de unos cuantos apaches no tiene el
sello de cosmopolitismo y de distinción que es tan necesario. Nuestro clásico bandido
ya «no se lleva». Cualquier ladrón de buena fe que, respetando el clasicismo, se
echase a los caminos con una manta jerezana, un trabuco naranjero, polainas y un
gorro redondo y peludo, sufriría bien pronto un triste desengaño. Convencidos de
esto, muchos salteadores que en otros tiempos habrían gozado de una brillante
carrera, han descendido a sustraer pañuelos de limpieza dudosa. Otros, en los que el
descorazonamiento fue más profundo, se dedicaron a la política.
En esta época, ser bandido es mucho más difícil que escribir para el teatro. Hace
falta cultura, práctica en los deportes, buenas costumbres sociales, trajes bien
cortados… Los bandidos de Inglaterra, Francia, Alemania y América del Norte —y
no descubro ninguna novedad a los aficionados al cine— saben manejar un
aeroplano, guiar un automóvil, agarrarse a los estribos de un puente al pasar a toda
máquina en una lancha de vapor; concurren a reuniones, visten el frac y están muchas
veces a punto de casarse con jóvenes ricas. ¿Sabe hacer todo esto un bandido
español? Tenemos que declarar compungidamente que está muy lejos de ello. Ni aun
puede robar las bicicletas que los chicos de recados abandonan por algunos
momentos en los portales, porque no es capaz de montar en ellas, y tiene que llevarlas
sobre un hombro o arrastrándolas por el manillar. Y siempre lo atrapan.
Alguna vez aparece en Madrid un apache. Muchos sospechan que son personajes
apócrifos, delincuentes mixtificados por el municipio para dar esplendor a la ciudad y
colocarla a la altura de una capital europea. Verdaderamente nunca realizan una faena
que pueda ser calificada de brillante, pero no es posible negar que aun en sus más
pequeñas operaciones ponen en juego una delicadeza a la que no nos tienen
acostumbrados nuestros profesionales. No hace mucho tiempo, fue detenido un
apache francés que había robado dos mil pesetas a un relojero de la Corte. Llamo la
atención de mis lectores acerca del profundo estudio que esto revela y del saldo de
ciencia que arroja en favor del ladrón extranjero sobre el del país. El ladrón
extranjero sabe que los ladrones nacionales están casi exclusivamente consagrados al
www.lectulandia.com - Página 35
robo de relojes. Un señor a quien le desaparece el reloj compra otro, y otro después, y
un cuarto cuando el tercero le ha sido sustraído. ¿Quién sale ganando con tal sistema?
Positivamente, el relojero. Así, el apache va a robar a este hombre, porque de tal
manera, de un golpe solo, se adueña del fruto indirecto, legítimo, de la consecuencia
diremos mejor, de miles de robos. Esto no se llega a deducir tan sólo con aprender a
deletrear en una escuela, como hacen nuestros lamentables bandidos.
Es de suponer que las bandas de apaches lleguen a ser aquí tan numerosas como
corresponde a la innegable importancia de la ciudad. Tiempo es de que se introduzca
tal mejora. Al Estado le conviene desde el punto de vista económico la aclimatación
de esos operadores, ya que la mayor parte de ellos suele suicidarse al fracasar su
negocio, evitando gastos de manutención en la cárcel y de dietas a los jurados.
El carácter castellano es demasiado seco y rígido para proceder así. Muchos
sujetos que no tienen un céntimo, antes de intentar en Madrid un golpe atrevido, se
arrojan por el Viaducto. Estas muertes son, consideradas con el criterio de un lector
de novelas detectivescas, poco decorativas. El verdadero lector de sucesos tiene una
sensibilidad convencional y no puede perdonar nunca al que así procede que no se dé
cuenta de que está en las mejores condiciones para realizar un acto atrevido y
extraordinario, que no comprende la enorme fuerza que en la vida tiene un hombre
que renuncia voluntariamente a la vida. Contra él no hay freno ni trabas ni barrera ni
leyes ni autoridades. Desde el momento que ha decidido morir, las convenciones en
que está asentado el organismo social no rigen para él, mientras continúan
cohibiéndonos a los demás. Él puede matar, puede robar, puede hacer todo cuanto le
dé la gana. Lo peor que es posible que le pase a un sujeto es que lo maten, y este
sujeto en el presente caso es eso precisamente lo que busca. Dueño de ese enorme
poder, claro está que no puede curarse un mal crónico, pero indudablemente tiene
abierto un camino para salir de una situación precaria, que es el mal que suele afligir
a los pequeños ladrones.
Conocemos un caso que apoya nuestra tesis.
Cierta vez presentóse en casa de un ilustre político un hombre que solicitó ser
recibido por él. El desconocido, ya en el despacho del personaje, saludó finamente,
sentóse y comenzó a explicar su situación con una gran delicadeza de modales.
—Esta mañana, señor mío, he decidido saltarme la tapa de los sesos.
El personaje dio un brinco.
—Sí, señor; he decidido saltarme la tapa de los sesos porque estoy muy fastidiado
y he agotado todos mis recursos y no puedo vivir. Mi resolución es inquebrantable.
Pero cuando estaba cargando el revólver con todo cuidado, se me ocurrió pensar:
«Hay por ahí muchos hombres que poseen un destino del Estado; el Estado debe
velar por sus súbditos; ¿por qué no ha de darme a mí un destino?»… Y decidí aplazar
mi resolución hasta ver si logro esto. Pensé en usted como pude pensar en otro
político cualquiera, y aquí estoy.
El personaje comenzó a mascullar una excusa:
www.lectulandia.com - Página 36
—Hombre, pues… tomaré buena nota… No es muy fácil lo que usted pretende…
—No he terminado —interrumpió el visitante—. Tenga usted la bondad de oír
aún esta ligera advertencia que me voy a tomar la libertad de hacerle. He venido para
decirle: necesito ese empleo en el plazo improrrogable de quince días. Si,
transcurridos que sean, no poseo la credencial… me mataré. Pero… debo añadir
humildemente —agregó de un modo terriblemente significativo— que no iría solo.
En ese largo viaje mi mayor placer sería llevar la agradable compañía de un hombre
ilustre.
El político comprendió que aquel individuo no mentía.
—¡Caramba, caramba! —repuso—; ¡es preciso no desesperarse; hay que tener
calma; la vida es un depósito sagrado!… Yo me ocuparé de su asunto. Déjeme su
dirección. Mi deber es librar a un hombre de la muerte. Yo veré… yo procuraré…
Antes de los quince días, el hombre de la visita tenía su credencial para un cargo
inamovible.
www.lectulandia.com - Página 37
todos los años, en Mayo o en Abril, se les llena la cara de granos a ciertas personas?
¿Por qué otras sienten en esa misma época el irresistible impulso de asesinar a su
novia o a su mujer?… Como consecuencia de todas estas reflexiones, los dignos
señores del Jurado solían absolver al delincuente y condenar a la Primavera.
Pero hace apenas un año, un crimen cometido en la plaza de San Gregorio vino a
causar una grave perturbación en todas estas teorías. Era en Abril, pero,
verdaderamente, la Primavera no había aparecido aún en la Corte. En aquellos días
padecíamos temperaturas inferiores a cero grados. Había nieve, granizo, frío y viento.
Los jardines conservaban su invernal desnudez; no calentaba el Sol, el soplo del
Guadarrama nos perseguía por el dédalo de las calles… Es forzoso pensar que el
asesino en aquel caso fue un hombre que no procedió por un impulso externo y
misterioso, sino que se dejó arrastrar fríamente por la teoría, que explotó nuestras
preocupaciones, que aguardó apenas a que el calendario afirmase que la Primavera
regía, para dar la cuchillada mortal. Esto hizo tambalear todos nuestros prejuicios que
estimábamos seriamente fundamentales. Bastó que un año se retrasase la estación de
las flores y de los forúnculos para que el obelisco que pueden formar, una sobre otra,
las divagaciones de los cronistas y los informes de los abogados defensores, se
viniese lamentablemente a tierra.
Sin embargo —para que se vea lo que es la fuerza de los convencionalismos—
cuando la criada de la amante agónica apareció en el balcón a las siete de la tarde,
con el rostro desencajado dando terribles gritos de auxilio, extendiendo hacia la calle
desde la altura de un segundo piso sus ansiosas manos ensangrentadas, a ninguna de
las numerosas personas que por la vía transcurrían, se le ocurrió subir en su amparo.
Todos los periódicos narraron esta extraña conducta. Los transeúntes agrupáronse en
la acera de enfrente para contemplar mejor el espectáculo y gozar de él. Se decían, in
péctore:
—Ya está aquí el crimen de la Primavera.
La sirviente, desgreñada, lívida, gemía:
—¡Socorro!… ¡Que me van a matar! ¡Que viene el asesino!
Y en los grupos circulaba un rumor. Pasaron unos segundos. La gente dialogaba:
—El asesino no acaba de llegar.
—Tendrá trabajo dentro.
—De todas maneras, no se debe hacer esperar así al público. Yo tengo que hacer.
Voy a llegar tarde a mis negocios… ¿Por qué no vendrá?
—Sospecho que le gustará que haya más espectadores.
—Puede ser. Si esa chica va a morir a sus manos, debiera callarse. Le está
haciendo un reclamo enorme con sus gritos.
Al fin, la pobre muchacha, más y más despavorida, se decidió a pasar de su
balcón al de un vecino. Los grupos que en la acera opuesta contemplaban la huida,
volvieron a alzar el rumor de sus comentarios:
—¡Se escapa!
www.lectulandia.com - Página 38
—¡No se escapa!
—¡Caerá a la calle!
—¡Ganará el balcón!
Un señor murmuró, malhumorado:
—Esa chica no tiene noción de la estética. Por muchos asesinos que la asedien,
una mujer no debe permitirse pasar de un balcón a otro, ante un concurso distinguido,
cuando lleva medias a cuadros. Es una falta de delicadeza.
Y se marchó indignado sin esperar el desenlace.
Por último, dos guardias se decidieron a subir. El asesino había trepado hasta el
último piso de la casa. Allí se asomó a una ventana que miraba a un patio. Por la
ventana vio el cielo entoldado, invernal, y una ráfaga helada le azotó. Entonces se le
ocurrió pensar que la Primavera no había llegado todavía, que no podría él escudarse
en su influjo ante el Jurado. Se vio perdido. Los guardias estaban cerca. Cabalgó en el
alféizar, y se lanzó al vacío.
Murió. Si la Primavera hubiese aparecido aquel año, como era su deber, el 21 de
Marzo, ese hombre se hubiese entregado asegurando:
—Soy un pasional.
Y estaría en libertad antes de seis meses.
www.lectulandia.com - Página 39
en este último invierno supera los ya formidables datos de las estadísticas anteriores.
Se atraca en todas partes y a todas horas. «Entre los atracadores detenidos —dijo un
periódico— figura más de un hombre decente al que la miseria impelió al robo.»
Precisamente yo deseo comentar esta intrusión de las personas honradas en los
negocios de los que no lo son. Estudiemos el caso.
He asegurado ya que el ser ladrón no está al alcance de todo el mundo. Se
necesitan condiciones especiales: cierta preparación, cierto gesto innato. Puede uno
hacerse abogado disponiendo de algunas recomendaciones, pero no puede hacerse
ladrón de la misma fácil manera. Se nace ladrón como se nace literato. Y, en el fondo,
las gentes han guardado siempre una respetuosa estima a los ladrones de corazón.
Olvidando esto, hoy se lanza al robo mucha gente que no tiene facultades para
otra cosa que para ser un sencillo aficionado o un admirador platónico. La
explicación es obvia. Madrid está casi a obscuras por la falta de gas, escasean los
coches y los tranvías; los guardias de Orden público, dando —como es su deber—
ejemplo a todos los ciudadanos, se encierran en sus casas a las diez de la noche,
despertando así la digna emulación de los agentes de Policía, que se recluyen a las
nueve y media. Cualquier persona decente que se retire a las dos o las tres de la
madrugada a su domicilio, al ver el aspecto de la ciudad se dice la primera noche:
—No debe de ser nada difícil robar a un transeúnte.
La segunda noche medita:
—Si me diese la gana, podría robar a un transeúnte.
La tercera noche, afligido por la creciente carestía de las subsistencias, decide:
—Me parece que estoy en el caso de robar a un transeúnte.
Y se pone en acecho. Los intereses del sufrido cuerpo de ladrones de verdad,
padecen mucho con esta competencia; pero la más numerosa y no menos sufrida
colectividad de los robados viene a experimentar con esto amargura sin cuento.
No hay desdicha mayor que la de ser atracado por un ladrón inexperto,
desconocedor de su oficio. Todos suelen procurar molestias inútiles. El ladrón de
nacimiento acostumbra ahorrar en lo posible las torturas; os quita la cartera, el reloj,
el alfiler de corbata, pero os deja la caja de cerillas, el tabaco, el gabán. Sabe que no
hay sufrimiento mayor que el de un hombre que se encuentra sin cigarrillos cuando
ya han cerrado los estancos; y, dejándoos el gabán, evita que un resfriado os impida
salir a la calle en muchas noches, con lo cual el primer perjudicado sería él, que
perdía un cliente. Este ladrón surge con brusquedad, os desvalija en un amén y
desaparece como si lo tragase la tierra. Es como un operador habilísimo. Conoce todo
el valor del tiempo, no lo hace malgastar. Os lleva el dinero, pero os deja llegar
puntualmente a vuestra cita o acostaros a la hora que os habéis propuesto.
Pero el ladrón ocasional, no. El ladrón ocasional os ve venir, os aguarda; como al
primer golpe de vista no sabe, por falta de talento, si debe o no debe declararos buena
presa, os sigue. Luego se dedica a dar vueltas a vuestro alrededor. En las miradas que
os dirige comprendéis desde luego que os quiere atracar, y comenzáis a sufrir un
www.lectulandia.com - Página 40
tormento. Apresuráis el paso, lo apresura él. Os paráis, pasa sin decidirse. Atrontáis el
ridículo de dar una carrerita. El hombre da otra carrerita. Y a todo esto el corazón le
late a uno como si quisiese echar a correr también por su cuenta, y se duda y se siente
la proximidad del vahído.
Al fin se decide a arrojarse sobre vosotros. Bailáis un poco, frente a frente:
vosotros, para buscar la huida; él, para evitarla. Es un instante grotesco, que se
recuerda luego con rubor toda la vida. El ladrón advenedizo, con los brazos abiertos,
se cree en el caso de deciros cosas horribles para intimidaros:
—¡Ríndase usted! —ruge—. ¡Yo soy Fantomas! ¡Brrrr! ¡Yo soy la auténtica
«mano que aprieta»! ¡Jau, Jau; rejaujau! ¡Entréguese usted, caballero! ¡Tiemble ante
el tigre de la noche!
Y brama, y resopla, y hace girar los ojos con fiereza.
Este espectáculo impresiona profundamente. Uno empieza, tembloroso, a hacer
su padrón con la esperanza de ablandar al bandido; se le dice con palabras
entrecortadas:
—¡Tengo seis hijos… soy un pobre empleado… mi mujer cose para fuera!
Pero es inútil. Os exige el gabán, la americana, el chaleco, los pantalones… Al
final del largo suplicio, muchos atracados han roto en una carcajada histérica.
No; no quiero que me atraque un hombre decente. Pienso de ellos lo que pensó de
mí un gallo al que quise dar muerte en mi mocedad. Le apreté el cuerpo entre las
piernas, le agarré el cuello, cerré los ojos y comencé a aserrar en él con un cuchillo,
rugiendo con los dientes apretados:"
—¡Muere aquí! ¡Muérete en seguida!
Y para infundirme mayor coraje le insultaba:
—¡Miserable, canalla! ¡No tienes más remedio que morir, golfo!
Al cabo de media hora le había aserrado el pico y la mitad de la cresta, le había
saltado un ojo y estaba cortando fieramente uno de mis dedos. El gallo huyó
malherido, sin plumas, lanzando un cacareo escandalizado, como si dijese:
—¡Qué bruto! ¡Vaya una manera de matar gallos! ¡Media hora para esto!
Y nunca podré olvidar la satisfacción con que se entregó en manos de la cocinera,
que lo degolló de un solo golpe.
www.lectulandia.com - Página 41
UN PROCER TOLSTOYANO
No podremos olvidar aquel día que el señor duque de Tovar, hermano del señor
conde de Romanones, presidió una manifestación socialista.
Precisamente nosotros hemos clamado muchas veces contra la equivocada
orientación de los socialistas españoles que no han hecho jamás socialismo en el
legítimo y amplio significado de este nombre, sino obrerismo, y que han mirado con
recelo a los intelectuales que simpatizaban con aquella doctrina, creyendo que las
normas filosóficas de ésta son incompatibles con un traje bien cortado, con tomar té a
las cinco y con permitirse ciertos refinamientos gastronómicos en las comidas
habituales.
Nunca hemos podido comprender la relación que establecemos los españoles
entre la comida y los sistemas ideológicos. Por regla general nos parece imperdonable
que se coma bien y cómodamente; tenemos de la comida el concepto de un pecado
capital. La gente cree que hay un alimento sagrado: el cocido. Cuando habla de esta
insubstancial reunión de patatas, carne y garbanzos, frunce las cejas y se pone
transcendental.
—A mí que no me toquen el cocido.
Este es el gesto trágico. Los resignados dicen:
—Con tal de tener el cocido seguro…
Todo lo demás, lo que existe después de ese manjar tan poco substancioso, es
considerado como una complacencia pecaminosa. El pueblo se batiría en las
barricadas por mantener su derecho al cocido. El pueblo vería pasar sin extrañezas
hacia la picota a un hombre acusado de haber mordido un muslo a una perdiz. El que
come bien es por lo menos un sospechoso. En la prensa de Madrid se discutió durante
mucho tiempo con toda seriedad acerca de la clase de queso que le gustaba a Pablo
Iglesias. Un diario le acusó de exigir en todas sus comidas queso de Camembert. Otro
rectificó la noticia, asegurando que el señor Iglesias no probaba otro queso que el
Chester. Los semanarios socialistas salieron al encuentro de la acusación. Todo era
falso. El jefe del socialismo español no comía más que quesos castellanos de ínfimo
precio en cantidades inapreciables. Pero su negativa no alcanzó éxito. Los artículos
de fondo, las caricaturas, las crónicas políticas comentaron durante mucho tiempo
con amargura aquel sibaritismo de Iglesias.
—¿Qué sinceridad puede poner en sus predicaciones —se preguntaban— un
obrerista que engulle el Chester y el Camembert? ¡Oh eterna farsa de la política!
¡Pobre pueblo engañado!
Verdad es que esta preocupación se extiende no sólo a la política, sino a todos los
demás aspectos de la vida. Así como el mayor elogio que se puede tributar a un
político es decir que murió en la miseria, al hablar de nuestro Ejército la condición
que más enorgullece es la sobriedad del soldado, y los poetas se jactan de sus
www.lectulandia.com - Página 42
cenáculos hediondos. Para la comprensión española, el verdadero renovador debe ser
un hombre flaco, con los bolsillos sembrados de migas de pan duro, que predique la
destrucción de las cocinas del Hotel Palace.
Pero en el caso a que nos vamos a referir, los socialistas prescindieron de esos
censurables prejuicios.
Se celebraba en Madrid la Fiesta del Trabajo.
Es sabido que la Fiesta del Trabajo consiste en no trabajar. Los obreros forman
una manifestación numerosa y se dirigen por ciertas calles hasta la Casa del Pueblo,
siempre que, por extraña casualidad, no estén suspendidos los privilegios
constitucionales…
Aprovechemos la ocasión de decir que estas frecuentes suspensiones nos
preocupan extraordinariamente. Sin las garantías de la Constitución advertimos que
nos falta algo. Por regla general, como no leemos periódicos, es algún amigo el que
nos dice en la calle a boca de jarro:
—Hoy han suspendido las garantías.
Nuestro primer impulso es volver a casa. ¿Qué puede hacer y a dónde puede ir un
ciudadano de un Estado libre, habituado a caminar al cobijo de la Constitución, que
tiene formado de ella un concepto elevadísimo, no sólo por oír las alabanzas que le
dedican en el Parlamento, sino por haber observado que todos los pueblos de España
le han dedicado admirativamente una calle, una plaza o una avenida?… A nosotros
nos suprimen la Constitución y nos dan un disgusto. Estamos tristes, no gritamos en
el café… nos falta algo, ¡ea!
Y es el caso que no acertamos a explicar de una manera satisfactoria por qué nos
suprimen tantas veces las garantías. Nosotros quisiéramos razonar… vamos a ver: a
usted le dicen:
—Le dejamos reunirse con quien le dé la gana, le dejamos comentar todos los
asuntos que quiera, le dejamos expresar libremente su pensamiento. Es usted un
súbdito respetado en una nación civilizada que se rige por leyes amplias. Ya puede
usted estar contento. Ande usted con Dios.
Y usted se va con el mamotreto de permisos en la faltriquera. Llega usted a su
pueblo y le pone el nombre de la Constitución a la mejor plaza; va usted por ahí
jactándose del poder de su albedrío; se permite usted el regodeo de pensar que los
ministros y la propia cosa pública —res pública, dirá usted si es bien educado— están
bajo su razonable censura. Y, efectivamente, usted es feliz.
Como es natural, usted no se dedica a esgrimir en el acto todos esos derechos,
como el señor que compra un revólver para defenderse no sale del establecimiento
tirando tiros. Usted aguarda sin impaciencia a que se le presente la ocasión.
Y un día llega, al fin. Un día las subsistencias encarecen o los ministros observan
una conducta de indiferencia ante apremiantísimos problemas. Usted se desespera en
www.lectulandia.com - Página 43
vano durante algún tiempo. De pronto, buscando algo que empeñar para salir del
paso, en sus cajones, tropieza usted con la Constitución. Y suelta un taco:
—¡Vaya, esto puede sacarme del atolladero!… Voy a reunirme con los miles de
hombres que están tan fastidiados como yo y vamos a estar hablando mal del
Gobierno y bebiendo agua con azucarillos tres horas y media en el teatro X. Después
pasearemos en manifestación y luego escribiré un artículo en el periódico. Es preciso
gritar fuerte, a ver si se remedia esto.
Y cuando usted se dispone a realizar sus intenciones, desaparece la Constitución
como por magia. Ya no puede usted hablar ni pasear ni escribir. Precisamente en la
única ocasión en que usted tenía necesidad de escribir y de hablar y de caminar por el
medio de la calle en unión de sus convecinos, gritando:
—¡Viva!… ¡Muera!…
No nos lo explicamos. Después de lo ocurrido en estos últimos años, la
Constitución —digámoslo con franqueza— ha perdido mucho a nuestros ojos. Es
como tener un duro falso. Puede uno lucirlo delante de sus amistades, pero si hay que
pagar el gasto, le llevan a uno a la comisaría. No. Ya no amamos a ese veleidoso
mamotreto.
Por fortuna para el socialismo español, ese día en que el señor duque de Tovar dio
tan alto ejemplo de consecuencia, regían las garantías constitucionales.
El señor duque de Tovar estaba paseando por la calle de Alcalá. El sol era alegre,
templado: bajaban del Retiro confortadores aromas primaverales. El señor duque
paseaba y meditaba. Su paseo no era ocioso, sino que cumplía la importante misión
de preparar su apetito, labor a la que viene consagrándose el duque hace muchos años
con una tenacidad cotidiana que revela la entereza de su temperamento. Su
meditación se refería a lo mal que la guerra ha puesto todos los negocios. El duque
reflexionaba melancólicamente acerca de que, aparte su hermano el conde de
Romanones, y algunos navieros y fabricantes, el resto de los españoles ha sufrido
grandes perjuicios con la conflagración. Saltando de apotegma en aforismo, el señor
duque llegó a la conclusión de que no tendría más remedio que subir la renta a sus
caseros. En este instante vio pasar la manifestación obrera. El señor duque se detuvo,
miró su reloj, vio que aún faltaba mucho tiempo para la hora del almuerzo y, movido
irresistiblemente por sus convicciones, avanzó hacia los grupos.
Pudiera ocurrir muy bien que algún lector, por culpa de sus muchas ocupaciones,
no estuviese perfectamente enterado de la robusta personalidad del señor duque. Por
si esto es así, nosotros nos creemos en el caso de intentar definirla de un modo
somero. El señor duque de Tovar es escultor, socialista y médico, y puede ser
reputado como una de las inteligencias más amplias y más completas de España.
Como escultor, el señor duque dio recientes pruebas de su genio. En el concurso
de monumento al Quijote, presentó una maquete que era la reproducción de un
www.lectulandia.com - Página 44
histórico castillo. La idea de simbolizar y honrar a don Quijote construyendo en la
Plaza de San Marcial un caserón con almenas, es tan grande, que sobrepuja los
términos de la comprensión humana. El Jurado no se atrevió a indagar en aquella
extraordinaria iniciativa, pero el mundo reconoció que el chorrito de agua que corría
por los minúsculos fosos de la maquete era no sólo refrescante, sino de un ingenioso
efecto artístico. Desde entonces, en los círculos técnicos comienza a rebullir y a
crecer una nueva escuela, la de la arquitectura hidráulica, cuyas bases no están
claramente definidas aún.
Pero si el personaje que nos ocupa sobresalió como escultor, no puede negarse
que donde su figura adquirió un gigantesco relieve fue en el campo del pensamiento.
¿Cómo germinó la idea del socialismo en el cerebro del señor duque de Tovar? Las
opiniones se dividen en tres grandes raudales. Unos opinan que fue sencillamente por
intuición; otros creen que se trata de un voto que hizo el señor duque, en expiación de
los grandes errores políticos y sociales que comete su hermano el conde de
Romanones. Pero la aseveración que merece mayor crédito es la que asegura que el
duque evolucionó hacia esa secta después de una honda y meditada lectura de María,
o la hija de un jornalero. Parece ser que esta obra, en la que como su título indica, se
estudian los conflictos entre el capital y las hijas de los jornaleros, afectó
profundamente al ilustre hombre y le ganó para la causa del socialismo.
Apenas hubo llegado a esta conclusión, el señor duque comprendió que era
preciso actuar. Un prócer de su altura no puede permanecer en actitud contemplativa
ante una idea. Cualquier pelafustán que se inscriba en el socialismo, cumple con su
credo y con la humanidad llamando «compañeros» a los demás individuos y jugando
copiosamente al mus. El señor duque no podía allanarse a esta somera forma de
intervenir en los destinos del mundo. Entonces lanzó un libro. Los numerosos
enemigos del señor duque —el genio siempre sufrió persecuciones— afirman que
este libro lo escribió cierto culto periodista. No damos el menor crédito a esta
calumnia. Recogeremos en cambio el hecho de que esos mismos enemigos del duque
no se atreven a negar que la idea, por lo menos la idea de que el libro fuese escrito,
fue de Tovar. Habiendo éste tenido la idea y habiendo pagado la edición, no hay duda
alguna de que es a él y no al periodista a quien la Humanidad debe el bien de que ese
libro la ilumine y la guíe desde el húmedo almacén donde están guardados hace
quince o veinte años los mil quinientos ejemplares de la edición íntegra.
Podríamos disertar abundantemente acerca del socialismo del señor duque, pero
no es este libro el más adecuado para tratar un asunto de esa trascendencia.
Añadiremos que si como escultor y como pensador el señor duque puede figurar en el
libro de oro, como médico dio muestras de su gran amor a la humanidad y de que no
sólo se limita a predicar, sino que ejerce sus altruistas doctrinas: el señor duque no
ejerce su profesión. Su título de médico está descargado y en el seguro. Temeroso de
cualquier desgracia, su familia guardó el documento en un cajón y tiró la llave al
Manzanares. El señor duque es médico nada más que de una manera simbólica.
www.lectulandia.com - Página 45
Tal es a grandes rasgos el hombre que se sumó a los manifestantes de la Fiesta del
Trabajo. Falta hacía que un gran cerebro se cuidase de encaminar a las dispersas y
desorientadas e incultas masas del socialismo madrileño.
www.lectulandia.com - Página 46
LOS DEPORTES
Alpinismo
Antes solía dedicar mis domingos a la persecución de las liebres y las perdices.
Ahora he enfundado mi escopeta y la he guardado en el baúl. Ya no cazo más. Los
cándidos pajarillos pueden piar sin miedo a mi cruel mirada indagadora; ya no estarán
en trance de colapso cardíaco los conejos que oían —siempre desde sus madrigueras
— el detonar de mis cartuchos del 28; no volveré, por ahora, a ir en aquel tren
mañanero que parecía el de una movilización, con docenas de individuos armados
hasta los ojos y con perros inquietos; ya no volverán a preocuparse las gentes a mi
paso por los pueblos, pensando si lo que llevaba dentro de la funda de lona era una
escopeta plegable o un violín; ya no tengo que fatigar la mente inventando historias
hazañosas; ya no oiré la constante advertencia de mis compañeros que gritaban a cada
segundo:
—¡Eh, tú, ese cañón!… A ver si nos matas.
Ahora he pasado del fuego al frío. Cambié la canana por la bufanda y la escopeta
por los «skis». Los domingos voy a Navacerrada. Me he hecho alpinista. ¡Alpinista!
… ¡Puf!… Estoy muy satisfecho de llamarme alpinista.
Aparte otras cosas, somos mucho más pintorescos que los cazadores… La
estación del Norte es más limpia, más pulcra que la del Mediodía; no hay tanto humo,
ni los andenes están tan manchados de carbón. A las nueve de la mañana invaden el
tren grupos encantadores: muchachas cuyas formas se delinean bajo el jersey y cuyos
cabellos asoman apenas bajo el blanco gorrito de lana. Chaquetas rojas, chaquetas
verdes; piernas enfundadas en medias inglesas o fajadas con tiras grises; capotas
multiformes, bastones herrados, «skis»… Se charla alegremente. El tren corre casi sin
detención hasta Cercedilla.
Se ve ya la blancura de las montañas cubiertas de nieve; nieve hay también en los
andenes de la pequeña estación; en el valle hay manchas blancas, como de ropa
puesta a secar… Crece en el alma una infantil alegría…
Al entrar en el pueblo, los alquiladores de caballos y burros os asaltan. La
pequeña plaza está enfangada. Cabalgáis; cruzáis el pueblo; comienza la ascensión
fatigosa hasta el Club Alpino, perdido allá arriba, oculto aún tras unos cerros.
El caballejo es cobrizo, de larga crin, de patas peludas, pequeño.
—¿Dónde te he visto yo? —inquiero contemplando mi cabalgadura.
Y, de pronto, se hace en mi memoria un rayo de luz.
—Sí; te conozco. Yo te he visto atravesar las calles de mi pueblo, en Galicia. Tras
de ti marchaba un aldeano venido de Abegondo o de Altamira. Sobre tus lomos, tres
sacos enormes repletos de piñas, te abrumaban. Te reconozco. Tú eres el auténtico
«caballo de las piñas». Quizá naciste en Vimianzo y alguien te compró en la feria de
www.lectulandia.com - Página 47
Payosaco. Tú estás aquí traído por ese espíritu aventurero, emigratorio, de la raza
gallega; estás aquí ganando tu pan como don Eduardo Dato, como el criminalista
Doval, como yo mismo… Te reconozco caballo de mi tierra…
Y como el animal hiciese remiso su paso, le grité:
—¡Ei, besta!
Y él reanudó su andar, su trepar más bien, por la montaña. Y dio un relincho, un
ligero y riente relincho, lleno de «saudade».
www.lectulandia.com - Página 48
Los remeros
www.lectulandia.com - Página 49
asegurar que, después de sus últimas derrotas de años anteriores, Ondárroa quedó casi
arruinada, hasta el punto de no enviar su equipo a las regatas porque no podrían cebar
a sus hombres más que con camarones y con sidra. Estos pugilatos sostienen entre las
poblaciones pesqueras cierta rivalidad de buena ley. San Pedro y San Juan de Pasajes
están, por ejemplo, en constante pugna. Frente a frente, a un lado uno y a otro lado
otro de la pequeña ría, parece que cada cual se refleja en un azogado cristal; tan
semejantes son con sus casitas, que parecen nacer en el agua, y sus pasadizos y sus
porches, y sus edificios con escudos y su curioso aspecto medioeval. Desde los
muelles, de una a otra banda, sus hombres acostumbran cruzar los poderosos
vozarrones, enviándose mofas recíprocas: En las pruebas de entrenamiento, cuando la
trainera de San Juan y la de San Pedro se encuentran sobre la verdosa planicie, suelen
detenerse, y alguno de los remeros, después de una rebusca, encorvado hacia el fondo
del bote, se alza mostrando un pollo asado en su terrible diestra:
—¡Eh… sampedrotarras… ¿queréis?
Y ríen, encantados de la generosidad de los suyos, con la alegría más sincera y
más sana, que es la que nace en las inmediaciones del píloro.
Y en la barca enemiga, otro hombre se encorva y reaparece, alzando como una
maza una pierna de ternera:
—¡Eh… sanjuanetarras… ¿gustáis?…
Y ríen también, con risa socarrona, como si los litros de jugos gástricos que
guardan en su estómago estuviesen haciendo:
—¡Glú-glú!…
A la hora de la lucha definitiva, cuando estos colosos arrancan como flechas en
sus afiladas embarcaciones, haciendo gemir los remos, anhelantes y hercúleos;
cuando, a la llegada del triunfador, claman, saludándole con una algarabía poderosa,
las sirenas de los vaporcillos, toda la multitud que llena la ribera, que forma una
ancha faja obscura desde Igueldo hasta Urgull, siente pasar sobre ella la pura
emoción sana y varonil que presidía los juegos olímpicos en las gloriosas edades
muertas.
Los pelotaris
La impresión que recibe al entrar en el frontón quien por primera vez en su vida
presencia un partido de pelota, es la de que unos cuantos hombres de boina
encarnada, de pie frente al público, están injuriando a los espectadores, que, a su vez,
les contestan con gritos y ademanes igualmente furiosos. Mientras, cuatro individuos
de espíritu apacible, desentendiéndose de las contiendas, se han puesto a jugar a la
pelota en calzoncillos y en mangas de camisa.
Naturalmente, el estupor invade el ánimo del neófito. El griterío le arredra y
vacila en avanzar hacia su asiento. No tarda, sin embargo, en darse cuenta cabal de lo
www.lectulandia.com - Página 50
que ocurre. Los hombres de boina roja alineados ante el público son los corredores de
apuestas, que vociferan el «papel» agitando sus brazos, con una emulación y un
ardimiento plausibles. Los gritos que lanzan alguna vez los espectadores son ofertas o
son aceptaciones de jugadas. Diríase que todo el interés del deporte está en las
apuestas y no en el arte de los pelotaris, de los que nadie parece hacer caso. Una mala
jugada es aplaudida por aquellos que han arriesgado su dinero contra el perdidoso.
Tan solo en algún tanto reñido, en el que la pelota va y vuelve en botes gigantescos,
como disparada con un arcabuz, se abre un paréntesis en el vocerío. Entonces se oyen
los golpes secos de las cestas y las breves voces con que un pelotari reclama del
compañero quietud.
—¡Nik!…
—¡Utzi!…
Poco a poco, el sudor hace transparentes las camisas, y las fajas azules o rojas
destiñen sobre los albos pantalones. El pelotari, siempre con un gesto de ansiedad,
persigue el vuelo de la maciza esfera diminuta, salta, se arroja al suelo, jadea; en
ocasiones, entre jugada y jugada, se debruza en la pared, como extenuado, oculta el
rostro entre los brazos nervudos. A su espalda el griterío aumenta:
—¡Quince a seis! ¡Quince a seis!…
—¡Veinte a ocho!…
En las Vascongadas, el pelotari es el hombre que goza de mayor consideración
entre ciertas capas sociales. Un pelotari famoso tendrá la admiración del sexo fuerte y
las sonrisas y las preferencias del débil. Se le señalará en la calle, será feliz el mozo
del café de quien sea cliente y el peluquero que le rasure. En su pueblo habrá un
orgullo colectivo de paisanaje. Se ha comparado muchas veces al pelotari con el toreo
en esta devoción de la muchedumbre. La comparación no es, sin embargo,
exactamente afortunada. El pelotari más bien debe ser incluido —claro es que tan
sólo en este aspecto— entre los caballos de carreras.
El caballo de carreras, como el pelotari, puede arruinar o puede enriquecer a sus
admiradores. Si un torero tiene mala fortuna, el público silba, un poco satisfecho por
alborotar, pero nada pierde. Si un pelotari tiene flojos sus músculos en una partida,
los que aventuraron su dinero por él han de pagar a tocateja. El jugador mira al
pelotari lo mismo que al caballo de carreras.
Considera su agilidad, su vista, sus bíceps, su resistencia para la fatiga, la historia
de sus éxitos o de sus fracasos…
Para que la semejanza sea mayor, el pelotari está expuesto a esas tretas frecuentes
en las cuadras, y que entre nosotros han divulgado las películas. Muchas veces
habréis visto en el «cine» cómo el mismo encargado del papel de traidor, se acerca
cautelosamente al cuadrúpedo que ha de ganar la carrera y le inyecta un líquido que
le debilita o mata. Pues con los pelotaris ocurre algo parecido. Claro está que no
puede uno tener la pretensión de clavarle una aguja hipodérmica, porque el puñetazo
subsiguiente sería histórico; pero existen procedimientos sinuosos que pueden
www.lectulandia.com - Página 51
conducir al mismo resultado.
Yo he recibido la confidencia de cierto jugador que apeló a esos medios. Mi
hombre perdía escandalosamente sus pesetas. Poco hábil, desconocedor de los
pelotaris y de los ardides de la «cancha», no pasaba un solo día sin que saliese del
frontón con los bolsillos aligerados. Meditó y creyó hallar el secreto del desquite. La
víspera de una partida de importancia, en la que jugaba un famoso zaguero, fuerte
como un roble, alto como un obelisco y ancho como la misma pared del frontón,
siempre triunfante contra todos los adversarios, mi amigo buscó la manera de ser
presentado y le convidó a cenar.
El zaguero, cenó; cenó como un tigre y bebió con la sed de una caravana perdida
en el desierto. Pero el vino pasaba por su estómago como el regato cantarín entre los
riscos de la montaña. Nuestro amigo mandó traer una botella de coñac. Desapareció
la botella sin que se turbase el zaguero. Más coñac. El pelotari, cada vez más
despejado y feliz, con los colores y el aspecto todo de un hombre capaz de dar un
voleo a una bala de cañón. El perdidoso empezó a creer que era imposible embriagar
a un zaguero, y una melancólica desesperanza invadió su espíritu. Insinuó, sin
embargo:
—Ahora vendría bien un cok-tail de café.
—¿Y qué es eso?
—Una bebida maravillosa para tomar después de la cena. ¿No la probó usted
nunca?… Pues no sabe lo que es beber.
E hizo él mismo una mezcla abominable: ginebra, ron, aguardiente de anís,
curasao, café, un trozo de hielo. El pelotari, bebió: uno, otro, otro… A las tres de la
mañana hizo una pirueta con la gracia de un elefante jubiloso. A las tres y cincuenta y
cinco comenzó a hablar en vasco. Nuestro amigo le excitaba cariñosamente, porque
creía que el esfuerzo mental preciso para hablar un idioma tan difícil concluiría por
marearle más. Cuando el zaguero enmudecía, le facilitaba atentamente palabras que
él juzgaba fulminantes:
—Sigue, hijo mío, sigue hablando; di: Yparraguirre, Concorronea,
Zarraendicochea… Bien, muy bien; ¿no te pide ahora el cuerpo otro cok-tail?
A las cinco, el pelotari había perdido la facultad de la expresión. El cok-tail de
madrugada, que inventó el perdidoso, mezclando coñac, jerez y alcohol de noventa
grados, tuvo que hacérselo ingerir a cucharadas, separándole él mismo los labios en
un esfuerzo heroico. A las seis el zaguero dormía con el cuerpo en un sillón y la
cabeza debajo de la mesa, dando soplidos que hacían volar el mantel.
Al día siguiente, nuestro amigo jugó contra su invitado de la noche anterior. Jugó
fuerte, seguro del triunfo. El zaguero apareció en la «cancha» con los ojos hinchados,
pesadote, arrastrando las formidables columnas de sus piernas. Impulsaba la pelota
con dificultad, manejaba la cesta con desgano. Se cayó varias veces al intentar
movimientos bruscos. Perdió un tanto, dos, ocho tantos. El público, sorprendido, le
abucheaba; comenzaron a lanzar contra él monedas de cobre que tintineaban a su
www.lectulandia.com - Página 52
alrededor.
—¿Y, al fin? —preguntamos a nuestro amigo.
—Y, al fin —contestó—, rompió a sudar el alcohol de la víspera. A medida que lo
eliminaba, cobraba bríos. ¡Qué bárbaro!… Nunca estuvo tan bien. Perdí hasta la
última peseta. Son de hierro esos hombres… ¡Palabra!…
Los balandros
www.lectulandia.com - Página 53
—¡Estad preparadas!
En este momento es disparado uno de los cañoncitos de que dispone el Jurado.
Precisamente cinco minutos después, la bandera X ha desaparecido y en su lugar
flamea la bandera de la serie L, lo que da pretexto a un nuevo cañonazo. Tras el
cañonazo, una señorita da un grito y luego se ríe. Unos balandros se van alejando
hacia la boca del puerto con toda la velocidad que el viento les permite.
Llegado a este punto, el espectador que ha estado descargando todo el peso de su
cuerpo sobre la pierna derecha pasa a apoyarse preferentemente en la izquierda. Esta
operación no debe impedirle darse cuenta de que la bandera L ha sido sustituida
dignamente por la bandera de la serie K, como es de reglamento. Los balandros van
más lejos. Entre el público se harán algunos comentarios. Una señora dirá:
—¡Qué atrocidad, qué velas tan grandes! ¡Ya podían hacerse bastantes sábanas
con ellas!
Una señorita observará con alarma:
—¡Mirad cómo se inclina aquel balandro! ¡Va a volcar!
Un hombre murmurará junto a vosotros esta reflexión tenebrosa:
—El F-7 se ha puesto a barlovento del L-6.
Y se llega al transcendental instante en que la bandera K cede el mástil en la
caseta del Jurado a la bandera H. El espectador contempla, remotos ya, algunos
balandros, y pasa a apoyar el cuerpo otra vez sobre la pierna derecha, llevado de un
legítimo sentimiento de equidad para con sus extremidades inferiores.
Sobre el mar los balandros semejan a veces blancas tiendas de campaña erguidas
sobre una verde llanura; otras veces son ingenuas siluetas de mujeres de albos
vestidos, con níveo manto caído rígidamente hasta el suelo; otras veces, vistos de
proa o de popa, son como plumas clavadas en la tersura del mar.
Cuando está a punto de agotar las imágenes, el espectador levanta sus ojos
nuevamente hacia la caseta y, ¡oh milagro!, la bandera H ya no está. En su lugar
ondea la bandera F. Esta prodigalidad de enseñas aturde un poco al espectador
sencillo, a la vez que le da una alta idea de la fiesta. Vuelve a mirar a lo lejos; los
balandros ya no se ven o son apenas perceptibles en la lejanía. Entonces nuestro
hombre se inclina sobre el pretil del muelle, contempla el chapoteo de las olas,
observa cómo rema un botero, tira el cigarrillo al mar; después hace un barquito con
el sobre de una carta y lo deja caer; luego se dedica a perseguirlo con salivazos. El
espectador de al lado se queda primero absorto viendo el papel flotante, y pronto,
llevado de una emulación irresistible, le escupe también. Se establece un mudo
pugilato. Se les seca la boca. Pasa hora y media. Suena un cañonazo.
La fiesta ha terminado ya.
www.lectulandia.com - Página 54
EFEMÉRIDES
www.lectulandia.com - Página 55
«Se han propalado sin mayor fundamento muchas célebres tradiciones históricas,
todavía repetidas, como las últimas palabras de Pitt: «Querida Patria, en qué estado te
dejo», y la del grito heroico de Cambronne: «La garde meurt, mais ne se rend pas».
Es verdad que estuvo Cambronne en Waterlóo y gritó algo, aunque no fue eso, y que
Pitt, al morir, habló no de la Patria querida, sino de su deseo de comer un pastel del
célebre cocinero Bellavay.»
¿Qué fin se propone esta disquisición del señor Hardinge? Reconocemos que a
primera vista este párrafo puede dejar desconcertados a los lectores de la carta.
Nosotros, no obstante, hemos desentrañado su sentido. El señor Hardinge persigue un
fin docente. Nosotros expresamos nuestro reconocimiento al señor Hardinge en
nombre de la nación española. Y le prestamos desde luego todo nuestro apoyo. La
idea de Mr. Hardinge —que tiende a rehabilitar la diplomacia yodarle un carácter útil
— consiste en que al final de las notas oficiosas, que casi nunca dicen nada, vayan
unos renglones amenos e instructivos. Los demás diplomáticos, embajadores,
ministros plenipotenciarios, etc., deben apresurarse a imitar este procedimiento.
Verbigracia, un embajador puede decir lo siguiente:
«El Gobierno de mi país considerará como un acto poco amistoso la fortificación
de tales montes.»
Y a renglón seguido añadir:
«Ensaladas de judías. —Tómense las judías, échense en agua fría y póngaselas al
fuego; cuando cuezan se escurre el agua y se echan en otra, hasta que cuezan por
segunda vez. Se salan. Nuevamente escurridas, añádaseles aceite y vinagre. Sírvanse
frías.»
O bien:
«Las manchas de tinta pueden hacerse desaparecer frotándolas con corteza de
limón.»
También pueden divulgar curiosidades. Por ejemplo:
«La nación que tengo la honra de representar ha decidido estimar como un casas
belli la movilización de los ejércitos de X.»
«Los indígenas de ciertas regiones del centro de Africa comen hormigas blancas y
llevan anillos en la nariz. Las hormigas blancas tienen un sabor semejante al del
arroz. Aunque parezca extraño, prefieren este manjar a los muslos de los misioneros.»
Así cada nación afirmaría ante las otras su cultura. En este caso concreto,
nosotros nos cercioramos, gracias al señor Hardinge, de que el político inglés Pitt no
pensó en su patria antes de morir, sino que añoró los pasteles suculentos de un
cocinero, y que Cambronne gritó algo, pero no se sabe lo que gritó.
Esta amabilidad del señor Hardinge no puede quedar sin correspondencia. Ya que
él ha tenido la franqueza de decirnos eso de Pitt, nosotros vamos a confiarle otro
secreto nacional.
Muchas veces habrá oído decir el señor Hardinge a los españoles: «Como dijo el
otro…» El señor Hardinge se habrá preguntado con la natural curiosidad quién es el
www.lectulandia.com - Página 56
«otro». Acerque acá el oído el señor Hardinge. «El otro» no existe. Palabra de honor:
no existe: es una broma que gastamos los españoles por el afán de intrigar a los
extranjeros,
Y oiga aún:
También se suele afirmar que donjuán Tenorio dijo a doña Inés en su finca
andaluza:
Es verdad que don Juan le dijo algo a doña Inés; aunque se puede asegurar que no
fue eso. La clara comprensión de vuestra excelencia nos evitará mayores
explicaciones.
Quedamos a juego, señor embajador; pero, aun así, muy reconocidos.
www.lectulandia.com - Página 57
pesar de la levedad del fruto, si el plátano acierta a caer sobre la cabeza de uno de
nuestros débiles colonizados, el bueno del hombre cierra los ojos, suspira y fallece
instantáneamente.
Pero, en fin, mal que bien, ellos iban viviendo. He aquí que ahora la población de
la isla se aumentó bruscamente con diecisiete mil indígenas de Camarones refugiados
allí cuando los alemanes —a cuyas órdenes peleaban— se retiraron. Parece ser que
estas diecisiete mil personas tenían la costumbre de comer con cierta frecuencia.
Cuando preguntaron dónde podían dar satisfacción a sus estómagos, los indígenas de
Fernando Póo les señalaron las ramas de los árboles y se mostraron clementemente
dispuestos a tolerar que se tumbasen a su vera en el suelo. Pero los intrusos, en vez de
hacerlo así, treparon a las copas a las horas del almuerzo y de la comida, cada árbol
tenía un lleno, como si fuese un restaurant de moda y nuestros pobres colonizados,
extendidos bajo las ramas, veían melancólicamente cómo los negros de Camarones,
sus mujeres y sus chiquillos, engullían los frutos que antes solían caer blandamente
sobre la hierba.
Cuando los plátanos se acabaron, los diecisiete mil estómagos hambrientos se
consagraron a las piñas de cacao; después a ciertas hierbas; ahora la han emprendido
ya con las raíces. Dentro de poco en la isla no habrá sobre la tierra, en la tierra y bajo
la tierra, nada que pueda ser comido.
Para entonces hay un temor: el de que los indígenas de Camarones devoren a
nuestros gelatinosos indígenas.
Y nosotros decimos a nuestro ministro de Estado: esto será horrible. Los
administradores españoles pudieron muy bien haberse comido nuestras colonias de
América, pero el honor nacional no puede consentir que el último residuo de nuestro
imperio perezca disuelto por los jugos gástricos de unos negros de Camarones.
Así como así, ¿quién sabe si estos indígenas de Fernando Póo nos llegarán a hacer
falta hoy o mañana, al paso que llevan las cosas, para comérnoslos nosotros mismos?
… Nosotros, señor ministro de Estado, pedimos con todo interés que se ponga a los
naturales de Fernando Póo bajo los efectos amparadores de la ley de subsistencias en
clase de artículos de primera necesidad.
Aparte esta terrible desgracia que se cierne sobre aquellos blanduchos indígenas,
todo marcha bien en nuestra política colonial. No pecaría de exagerado quien
afirmase que hay indicios de que hemos comenzado a reconstruir nuestra anterior
grandeza. Precisamente no hace mucho tiempo que se han acrecentado nuestros
dominios.
Cabo Juby es a estas fechas una posesión española.
¡Ah, cómo nos duele que las voces de la épica se hayan apagado, desdeñosas del
prosaísmo de este siglo! ¡Cómo advertimos desgarrado nuestro corazón de patriotas
al convencernos de que no hay poetas que canten la nueva conquista diciendo, por lo
www.lectulandia.com - Página 58
menos, que es «un florón más en la corona de España!…»
Sin embargo, no puede achacarse nuestro silencio al hábito de estos trances. Hace
muchos años, muchos lustros, muchos siglos, que sólo nos dedicamos a
«desconquistar». En verdad, no tenemos colonias. Y he aquí que de pronto, cuando
nada lo hacía suponer, cuando nadie lo esperaba, ¡zas!, una conquista, y nada menos
que en el Sahara, que es donde está el Cabo Juby. Según el parte oficial, nuestras
tropas, poseídas de patriótica exaltación, desembarcaron sin novedad y procedieron a
ocupar aquel trozo africano con las precauciones obligadas en un acto de esta
naturaleza. Pero no fueron hostilizadas por nadie. El Sahara estaba desierto.
Esto llenó de legítima satisfacción al elemento oficial y a nosotros que somos
enemigos de la efusión de sangre. El Sahara, mudo, quieto, estéril, ardoroso, se dejó
clavar en el Cabo Juby la gloriosa enseña española, seguramente muy orgulloso de
entrar a formar parte de una nación civilizada, cosa que no se atrevieron a soñar
jamás las inquietas arenas de su planicie.
Y así fue como se ensanchó España nuevamente, dando comienzo al desquite de
la pérdida total de América.
El Estado, celoso siempre de su buena administración, no dejará pasar mucho
tiempo sin nombrar un gobernador civil y demás personal necesario para la nueva
colonia, todo él con sueldos de Ultramar y residencia en Madrid mientras no haya
súbditos a quienes llevar la felicidad en aquel lugar del Sahara.
Algunos comentaristas se muestran preocupados por los compromisos que la
nueva colonia nos puede acarrear. ¿Cómo podremos atender nosotros con toda la
maternal solicitud que debe mostrar una metrópoli, los intereses y necesidades de
aquella comarca? Verdad es que en todo el Cabo Juby no hay ni un solo negro, ni
siquiera un solo pájaro; ni un insecto cuya vida tengamos que defender. Pero aquellas
arenas entre las que se ha hundido el asta de nuestro pendón constituyen ya un trozo
de nuestra patria. Ahora bien —continúan los comentaristas—, para sostener colonias
hace falta poder naval. ¿Tenemos poder naval? No tenemos poder naval. Entonces…
Nos permitimos interrumpir a los pesimistas. Ciertamente no tenemos una gran
escuadra y aun los pocos buques de que disponemos más bien están destinados a la
cría del substancioso mejillón en sus cascos inmóviles en nuestros puertos. Pero no
debemos olvidar que acaba de llegar a Las Palmas el Isaac Peral, el primer
submarino que poseemos, remitido desde Norte América donde lo compramos con
nuestros buenos billetes. Nuestras costas poseen, por lo tanto, un fiero mastín que las
guarde. Hinquemos rodilla en tierra y elevemos los brazos al cielo en acción de
gracias por el feliz alumbramiento del sumergible.
Bien merece el suceso que nos detengamos a narrar sus particularidades, para
ilustrar con datos históricos la importante efemérides.
Lo primero que aquel día hicieron los periodistas al visitar al ministro de Marina
fue indagar si el Isaac Peral, unidad de la armada española, traía averías. Sí; el Isaac
Peral, según es costumbre en los barcos de guerra, traía averías; por fortuna, eran de
www.lectulandia.com - Página 59
poca importancia. Se tuvo muy buen cuidado de aclarar por parte de las autoridades,
que el submarino había llegado «por su pie». Esta aseveración tropezó al principio
con la incredulidad de las gentes. Hizo falta que el ministro declarase
terminantemente que el submarino funcionaba, y que si había aceptado el remolque
del vapor Claudio López había sido por razones especialísimas. El submarino venía
moviendo sus hélices, gozando de la frescura del mar con mayor voluptuosidad que
una merluza. El Claudio López le alargó un cabo, muy consideradamente:
—Haga el favor vuesamerced, señor submarino, de agarrarse ahí.
—No —rugió el submarino con dignidad—. Yo no puedo agarrarme a la cuerda
que me arrojen por la popa de un vapor. Yo no soy una chalana. Yo soy un tiburón.
—Tenga la bondad de aceptar el cabo —insistió finamente el Claudio López—.
Nuestra intención es, no la de auxiliar, sino la de servir. Vuesamerced irá muy
cómodamente asido a este calabrote.
El Isaac, con las válvulas estropeadas, se obstinó en marchar por cuenta propia.
Pasaron unos minutos. El Claudio López volvió a intervenir.
—¡Válgame Dios! Vuesamerced no se da cuenta de que el gasto de bencina que
está haciendo dejará honda huella en los presupuestos de la Marina. Si vuesamerced
insiste en hacer el tiburón, la ruina de la patria está próxima. Agárrese a la cuerda;
hágalo por patriotismo.
Y por patriotismo, por ahorrar a la nación española cuatro o cinco bidones de
bencina, el Isaac Peral aceptó el cabo, según nos comunicó el ministro.
Con esta arma de combate, España y sus colonias pueden considerarse bien
guardadas. Hay por ahí quien toma a risa esto de que no tengamos todavía más que
un submarino para un litoral tan extenso, cuando las demás naciones cuentan sus
sumergibles por docenas y hasta por centenares. A nuestro parecer eso no entraña
ningún riesgo. Ya hemos explicado alguna vez cómo con un solo submarino puede
estar defendida España mejor que con un millar; todo depende de que no se sepa
exactamente el lugar en que opera. Esto, además, hará que el sumergible esté mejor
atendido, mejor cuidado, tenga el mimo y cuente con el entusiasmo de toda la nación.
Será tan agasajado y querido como un hijo único. El día que tropiece con una piedra
desconocida, de esas que las hostiles divinidades marinas hacen surgir
inesperadamente bajo las quillas de los buques de guerra, todo el país sentirá el golpe
en el corazón. No habrá villa costeña, por humilde que sea, en la que el casino no
haga un esfuerzo para obsequiar con un baile a la tripulación del submarino cuando
tenga la dicha de recibir su visita misteriosa.
Y en cuanto a la bencina… que gaste la que quiera, ¡qué diablo! El pueblo
español no puede poner coto a las necesidades de su único submarino. Si hace falta,
llegaremos a prescindir de nuestros mecheros automáticos para que no escasee el
combustible en las máquinas de nuestro amado y terrible tiburón mecánico.
www.lectulandia.com - Página 60
MEDITACIONES SOBRE EL «JUANITO»
www.lectulandia.com - Página 61
Acaso, también, haya que apreciar en esta conducta del autor de la obra un móvil
patriótico. Si no hablase de la catástrofe del Machichaco y del galdosiano esperpento,
¿de qué iba a hablar?… ¿De la pérdida de las colonias? ¿De la mediatización de
España? ¿De la pobreza nacional?… Esto nos llenaría de oprobio ante las
generaciones futuras. Tan radical es nuestra opinión en esta materia que, por decoro
ante los hombres venideros, creemos que los historiadores deberían pasar por alto
todo lo que nos está ocurriendo de unas cuantas décadas a la fecha y, siguiendo esa
feliz idea del autor del libro que comentamos, sintetizar en unas líneas que podrían
decir, por ejemplo:
«Subió al trono don Fulano de Tal, durante cuyo reinado fue atropellada una
señora por un automóvil en la calle de Cual. Sucedió a este monarca su hijo don
Zutano…»
www.lectulandia.com - Página 62
Y mientras la criatura se ponía los calcetines, el padre, sentándose en la cama aún
caliente, comenzaba a decir:
—El sol es un astro que está a muchos millones de leguas de distancia. Es el
centro de nuestro sistema planetario…
Juanito quería correr. Su padre le detenía.
—¿Por qué corres? Al correr desarrollas calor. ¿Sabes lo que es el calórico?
Juanito no sabía lo que era el calórico. Entonces su padre se lo explicaba
largamente. Juanito, a veces, temeroso de provocar nuevas lecciones, se estaba quieto
en un rincón de su casa. El padre daba vueltas, malhumorado por no encontrar el
pretexto para fastidiarle.
—¿Qué tienes, Juanito?
—Nada.
El padre daba unos pasos más. Insistía:
—Acaso en tu excursión vesperal los rayos solares cayendo perpendicularmente
sobre tu cuerpo te habrán producido coriza.
Juanito aseguraba que no, lleno de miedo porque muchas de aquellas palabras le
olían a explicación subsiguiente y prolija. El padre intentaba un golpe decisivo:
—¿Cómo tienes las trompas de Eustaquio?
Juanito debía decir que no sabía lo que era tal cosa. Pero Juanito mayaba:
—Bien; las trompas de Eustaquio están magníficas.
Entonces, después de diez minutos de silencio, se detenía el padre resueltamente
y afirmaba:
—Juanito, hijo mío, juraría que estás pensando en la máquina pneumática.
—¡Oh —protestaba el niño—, estoy bien lejos de ello!
La frente paterna se arrugaba.
—¿Estás seguro?
—Me parece estar seguro —decía más tímidamente el pequeñuelo.
El padre lo asía por un brazo y le daba un pellizco. Al instante, Juanito declaraba
que, en efecto, la máquina pneumática le tenía obsesionado, y que su mayor felicidad
sería conocer lo que era aquello, y que estaba respetuosamente admirado de la
perspicacia de su sabio progenitor. Su sabio progenitor respiraba satisfecho y
comenzaba:
—El aire, querido hijo mío, es necesario para la vida…
Y terminaba, como siempre:
—Alabemos al Supremo Hacedor que permite que el hombre levante poco a
poco, auxiliado por la ciencia, el velo que encubre tantas maravillas.
¡Pobre Juanito, le hemos compadecido mucho! ¿Qué fue de él? Le dejamos
salvando a un perro tiñoso que la crueldad de unos chiquillos había arrojado al agua,
y ya no volvimos a saber de su suerte. Ni en la vida ni en los abundantes libros que
hemos leído después de aquél, hemos encontrado su rastro. Acaso murió por salvar a
otro can de piel apolillada; acaso lo mató —harto de sufrirle— aquel niño malo a
www.lectulandia.com - Página 63
quien siempre se obstinaba en corregir. Acaso, sencillamente, le asesinó el linfatismo
y el tedio al lado de su amante padre. Descanse en paz. Nunca creímos que con tal
existencia pudiese llegar a viejo.
De esta honda impresión que nos ha causado el Juanito se deduce su belleza y su
intensidad. No es fácil escribir un libro de lecturas para la infancia. Muchos creen que
para esto basta con que el autor carezca absolutamente de talento. Es un error. Hay en
el mundo muchísimos tontos incapaces de producir esa clase de obras. Un tonto
vulgar, un tonto que no rebase el nivel corriente de la tontería, no podrá nunca dar a
luz un tomo de esa especie; hace falta ser un genio de lo ñoño, penetrar en los más
profundos abismos de la pesadez, saber extraer la preciosa esencia del más idiota de
los aburrimientos, y verterla en unas cuantas páginas.
Los libros de lecturas infantiles son un dique providencial opuesto a la audacia de
los hombres. Todo el mundo sabe que la Naturaleza se defiende de mil maneras
contra los atrevimientos del humano saber. Si no hiciese esto, sus secretos serían bien
pronto violados. Los libros de lectura de las escuelas son su arma principal y
eficacísima. El cerebro mejor dispuesto, después de varios repasos a Las tardes de
Manolito, El Niño bueno o El preceptor de Pepito, queda inservible para todo lo que
no sea el servicio del Estado en las oficinas públicas. Manolito, Pepito y Florita son,
en estas páginas, encarnaciones de lo imbécil. Si una subsiguiente educación no
acudiese a manera de contraveneno espiritual, el mundo, lleno de esos seres, se haría
insoportable.
Debía organizarse una Liga que protegiese a los chiquillos contra tales lecturas.
Verdaderamente, el niño está muy abandonado. Los ideales educativos en España
tienen dos preferentes orientaciones: vestir a los pequeñuelos de boyeros americanos
para que recojan mondas de naranja por las calles y llevar a los de las escuelas
públicas ante las estatuas de los hombres célebres cuando se conmemora un
centenario. Don Miguel de Cervantes vio con gran sorpresa, no hace mucho tiempo,
ocho mil chiquillos reunidos ante su monumento. Don Cristóbal Colón no fue más
feliz. Todos los arrapiezos de las escuelas municipales, con ocasión de la Fiesta de la
Raza, fueron a visitarle, hace meses.
—¡Bien flacos estáis, así Dios me salve, pequeños fragmentos de la raza! —gruñó
el descubridor desde lo alto.
Nosotros hemos meditado acerca de esta costumbre que hace salir
procesionalmente a los escolares en cuanto se trata de festejar alguna efemérides y la
encontramos recomendable y útil. Lo que más hondamente queda grabado en la
memoria de un chiquillo es un día de asueto. Así recordando los días que no fueron a
clase ni tuvieron que aprender la lección en gracia a un glorioso aniversario, se
pueden ir formando una idea formidable de lo que fue la grandeza de España. Es
seguro que no se les olvida nunca. Pueden decir:
—Tal fue el poderío de mi patria que nunca fui a la escuela dos días seguidos.
El instante de mayor emoción para las criaturas es aquel en que lanzan los
www.lectulandia.com - Página 64
ramilletes de que van provistos hacia la estatua. Al pie de ella suele estar el alcalde.
Nuestra personal observación nos permite asegurar que muchos de los ramos pasan
excesivamente próximos a su sombrero de copa; pero esto no significa otra cosa que
un homenaje que le rinden algunos arrapiezos prematuramente poseídos de la
veneración que debe inspirar siempre la primera autoridad de un municipio.
Las citas que de algunos libros de texto hizo el director general de Primera
Enseñanza, merecen difusión. En un tratado de urbanidad de los rechazados por el
señor Rivas Mateos, figuraba el consejo siguiente:
En otro libro, que es una Agricultura elemental, se afirma que el buey es útil al
hombre por su trabajo, por su carne y por su leche.
En una Historia Natural se dice:
«Entre los insectos perjudiciales figura el ratón…»
Todo esto parece escrito por aquel personaje de Mark Twain que, encargado de
redactar una revista de agricultura sin saber una sola palabra del asunto, aconsejaba
entre otras cosas que no se arrancasen los nabos violentamente, porque esto les
afectaba mucho, siendo preferible agitar el árbol hasta que se desprendiesen y
cayesen al suelo.
No cabe duda, sin embargo, de que si prospera la medida del director general de
Primera Enseñanza, se cohíbe la fantasía de los chiquillos. Sus esfuerzos para
imaginar el ordeñamiento de un buey, para establecer el parentesco entre una pulga y
un ratón, y para coordinar las prácticas corteses con el disfrute de unos pies que no
gozan del contacto del agua más que cuatro veces por año, deben de constituir una
provechosa gimnasia mental.
Se ha comprobado que los maestros recomendaban especialmente esos libros a
sus alumnos, y se asegura que lo hacían por cobrar el tanto por ciento que, en
concepto de comisión, les concedían los editores. No negaremos que alguno
incurriese por codicia en el pecado, pero afirmamos que la mayoría obraba
inocentemente, víctima de su ignorancia. ¡Hay tantas cosas que no puede conocer un
maestro! El sueldo de quince duros no permite la posesión de una amplia sabiduría.
Nosotros hemos gozado de la amistad de un pedagogo que, a través de su experiencia
personal, definía de esta suerte al gallo:
—El gallo es un animal que cacarea. El hombre le debe gratitud porque con sus
furiosos picotazos obliga a las gallinas a soltar unos bultos que lleva en su interior
denominados huevos y que suelen comer los enfermos pudientes. Tales aves segregan
también un producto al que se llama «menudillos», que es muy solicitado. En la fiesta
www.lectulandia.com - Página 65
de Navidad es costumbre entre los poderosos devorar un gallo entero. Las plumas son
útiles a la humanidad para limpiar los tubos de las pipas cuando la nicotina los
obstruye…
www.lectulandia.com - Página 66
JERUSALÉN LIBERTADA
www.lectulandia.com - Página 67
cuestión con un gran respeto a la Divinidad. Nos hemos matado fuera del recinto de
la plaza. Aseguro que nunca otros cristianos han puesto más fervoroso entusiasmo en
la obra. Muchas cabezas turcas han reventado como castañas en el fuego y nuestros
cañones hacían llover sobre ellas la muerte. Después, el general Allenby entró a
caballo en la ciudad. Fue muy emocionante todo aquello.
San Pedro, oculto el rostro entre las manos, gime:
—¡Señor, Señor! ¿Hasta cuándo va a durar esta terrible locura de los humanos?
¿Cómo no haces descender de nuevo el agua del diluvio o las llamas que abrasaron a
las ciudades malditas?
Mister Thompson le contempla con ojos atónitos:
—Por mi fe que es una tribulación/singular-o esta que presencio. Me parece que
bastante motivo de regocijo existe en que nos hayamos apoderado triunfalmente del
Santo Sepulcro, barriendo a metrallazos a los otros hombres que vivían en sus
proximidades…
—¡Calle usted, hombre, calle usted! Pequeño disgusto hemos tenido aquí arriba
cuando las Cruzadas! ¡Tantos hombres muertos a manos de los hombres! ¡Tantos
crímenes…! Ahora creíamos, en vista de que durante muchos siglos, a pesar de su
creciente pujanza, no se ocupaban las naciones cristianas en ese empeño, que el
nombre de Dios no seguiría sirviendo, de pretexto para matanzas fratricidas… Y he
aquí que revive la terrible historia.
El oficial, incrédulo:
—Pero ¿me asegura usted que Nuestro Señor no tenía un señalado interés en que
los Santos Lugares estuviesen en poder de Francia?
—Naturalmente.
El oficial, más incrédulo:
—¿Ni de Inglaterra?
—Ni de Inglaterra.
Mister J. W. Thompson recobra un aire de dignidad.
—Allí abajo le creíamos muy afligido. En Londres se ha solemnizado el
acontecimiento con una pompa singularmente excepcional. Fue echado al vuelo el
juego de campanas de la catedral de Westrainster.
—¡Ah!
—Y ha sonado el bordón de San Pablo.
El Apóstol, con ese aire de candidez peculiar a los justos y a los niños:
—¿El bordón también?
—También. Y Su Majestad el Rey Jorge ha dirigido a nuestro general un
telegrama digno de la conquista. Dice: «El triunfo es el resultado de los combates
progresivos que habéis sostenido paso a paso, y de la excelente organización, que os
ha permitido vencer las dificultades de abastecimiento y transporte de aguas.» La
clarividencia que revela este despacho nos ha llenado de asombro. Es maravilloso que
a tanta distancia del lugar de la lucha haya quien pueda percatarse de que sin agua, ni
www.lectulandia.com - Página 68
comida, ni municiones, ni organización, ni combates progresivos, no hubiésemos
podido acercarnos a Jerusalén. Y sin embargo, lo han adivinado. El cielo debe estar
satisfecho de que nosotros hayamos despanzurrado unos miles de turcos en su
servicio. Nosotros, además, sabremos alentar el turismo debidamente y fundaremos
hoteles de verdadera importancia. Los Santos Lugares van a estar mejor servidos que
nunca.
El Apóstol ha tornado a su gesto de compunción.
Mr. J. W. Thompson se decide a exclamar, un poco molesto:
—Y aunque todo eso no representase otra cosa que un triunfo de las armas
aliadas, ya era cosa de que el júbilo estallase en estas alturas, porque Dios está a
nuestro lado.
San Pedro sufre entonces uno de esos ataques de cólera que alguna vez aparecen
en la historia de su santa vida terrena.
Su mano bate el libro abierto sobre la mesa:
—¡Que todos los días haya de oír la misma blasfemia! Cada país de los que se
dedican a asolar al adversario supone que Dios está con sus cañones y sus fusiles y
sus «limpiadores de trincheras», guiando las balas para que cumplan con eficacia su
fin mortal… No creo que se pueda llegar más allá en la locura. El alemán que entró
ayer en la Gloria sostenía también igual monstruosa idea… Hemos discutido dos
horas y no le convencí…
Pero Mr. J. W. Thompson se levanta de su silla e interrumpe a su interlocutor:
—¿Dice usted que ha entrado un alemán en la Gloria?
—Sí.
Mr. J. W. Thompson frunce el ceño:
—De modo que aquí admiten ustedes alemanes.
—Ciertamente.
Mr. J. W. Thompson hace entonces una fría reverencia:
—En ese caso, señor, un súbdito inglés no puede ser cliente del Cielo. Me voy.
Tengo el honor de notificarle a usted que el Paraíso queda incluido desde este instante
en la Lista Negra.
www.lectulandia.com - Página 69
GACETILLA POLÍTICA
www.lectulandia.com - Página 70
Corría dignamente, como corresponde a un prócer, pero corría.
He aquí que la moneda, cuando ya le iba a los alcances su amo, descubre un
sumidero, se aproxima, da un saltito y desaparece en el agujero negro y sucio.
Nuestros lectores comprenderán que este momento fue de dura prueba para el
marqués. Quedó el hombre meditabundo y pensó que él estaba asistido de un derecho
y que no merecería llamarse vecino de Madrid si no lo ejercía. Inmediatamente se
trasladó a la Jefatura de Alcantarillas.
—Muy buenas.
—Muy buenas.
—Soy el marqués de Barzanallana. Acaba de caerse una peseta de mi propiedad
en la alcantarilla de la calle de Cádiz. Necesito, en uso de mi derecho, que se la
busque y que me sea devuelta.
El funcionario con quien dialogaba reconoció que tenía razón. Urgentemente dio
todas las órdenes precisas. Pocos minutos después salían de la Jefatura correctamente
formados los poceros bastantes para constituir una brigada, el jefe de la brigada, un
empleado de la oficina, material, picos, azadas, impermeables, linternas, cuerdas,
botas altas… Llegan a la calle de Cádiz, se distribuyen las funciones, levantan losas,
pican el asfalto, abren una trinchera, interceptan el tránsito, se abisman en el
hediondo antro, encienden luces, buscan, persiguen, indagan. No está la peseta. Hace
falta abrir más, destruir más, profundizar más. Se telefonea a la Jefatura. Sale una
segunda brigada; más poceros, más, material… Parecía el envío de, refuerzos a un
frente. Nuevas gestiones. Persevera el fracaso. Fue preciso instalar focos de arco
voltaico; fue preciso armar tiendas de campaña para que los obreros pernoctasen en
sus relevos… Y la peseta sin aparecer.
Al tercer día, cuando la Jefatura había agotado sus hombres y sus recursos y
varios poceros estaban extenuados por la fatiga y se pensaba ya en pedir socorro al
cuerpo de Ingenieros militares, la peseta es encontrada. Ennegrecida, depauperada,
pero conservando su valor de cuatro reales. Triunfalmente fue llevada a la Jefatura: El
ejército de hombres repasó la calle y retornó en formación un poco menos correcta
porque las piernas estaban cansadas y los uniformes manchados de una materia que
no se puede citar.
El marqués iba todas las mañanas a enterarse del éxito de las gestiones. Aquella
vez le entregaron la peseta envuelta en un papelito y le pidieron un real para un sello
que había de autorizar el documento de petición de auxilios.
El marqués dio un real, perro chico a perro chico, con un gesto de contrariedad, y
marchó murmurando:
—¡Qué caro cuesta recuperar lo que es de uno!
Madrid asistió con jubiló al descubrimiento y reconquista de esta peseta. Se habló
por algún tiempo de conmemorarlo con verbenas y músicas en las calles y, por fin,
parece que se ha constituido una comisión encargada de recaudar fondos para un
monumento conmemorativo. La cosa no es para menos. Si la peseta no hubiese
www.lectulandia.com - Página 71
aparecido, como el marqués estaba dispuesto a no cejar en su derecho, los poceros
hubieran ido derruyendo Madrid poco a poco. Hoy caería una manzana de casas,
mañana una calle entera, pasado sería un barrio el que quedase reducido a
escombros… Todo el Subsuelo de Madrid habría de ser removido y levantado.
Huirían las gentes por la estepa castellana, llorosas, como ante una guerra: los
microbios de cien pestes saldrían de las abiertas alcantarillas para diezmar a los
habitantes; quedaría un surco de cadáveres por las carreteras; los picos de los poceros
romperían las cañerías del gas; se declararían incendios que alumbrarían tristemente
la labor de las brigadas; todo sería arrasado y demolido. Y en las afueras, en una
tienda de campaña, el marqués de Barzanallana aguardaría el resultado de las
pesquisas, firme en su derecho.
La fortuna quiso que esto pudiese evitarse. El descubrimiento y la reconquista de
esa peseta no costó al Ayuntamiento de Madrid más que mil cuatrocientos treinta
duros, entre jornales uniformes, luces, destrucción y reconstrucción de la calle de
Cádiz. Poco es para lo que pudo haber sido.
Demos gracias al Todopoderoso.
www.lectulandia.com - Página 72
provincias tan sólo comían los dos o tres primeros contribuyentes; la calidad del
carbón producía graves trastornos en las máquinas. Especialmente las locomotoras,
eran las más afectadas. Algunas enloquecieron bajo el nuevo régimen carbonífero.
Dos o tres abandonaron los carriles y siguieron el viaje subiendo montes y
atravesando ríos, sordas a las súplicas de los viajeros y del conductor. Me han
asegurado que entre dos estaciones de Galicia se ha detenido una máquina, presa de
la más extraña manía, y no hay manera de obligarla a ir para adelante ni para atrás
hace dos días. Es una especie de neurastenia.
—Es curioso.
—Es extraordinario. Aún podría contarle veinticinco casos más. Pero prefiero
seguir mi confidencia. Trastornado el país, Dato creó la Comisaria. Y en esto andaba,
cuando se tuvo noticia de que el ilustre político liberal señor Royo Villanova había
inaugurado su cátedra de la Universidad de Zaragoza con una lección acerca de las
subsistencias. ¿Leyó usted el extracto de los periódicos?
—No leí el extracto.
—Por fortuna, yo sé lo que ocurrió. El señor Royo habló delante de una numerosa
concurrencia, porque el tema del discurso se había hecho notorio. La gente supuso
que se trataría de una divagación más. Pero, no: el señor Royo llevaba la idea
salvadora, tan sencilla como la del huevo de Colón: no comer. Es decir, comer muy
poquito, casi nada, una pequeñez, una migajita… Los párrafos en que combatió la
gula fueron excepcionales. El señor Villanova comprendió que no bastaba la teoría,
con ser genial, sino que era preciso ofrecer un ejemplo. Y el ejemplo fue él mismo. El
señor Royo, en un momento emocionante que nunca podrán olvidar los que lo
vivieron, declaró:
»—Aquí donde me veis, llevo cuatro: días comiendo medio kilo de pan y docena
y media de higos cada veinticuatro horas.
»Hubo un rumor de admiración. Algunas señoras sollozaron.
»—Pero no me compadezcáis —añadió—; esos alimentos bastan para producir en
mi organismo 2.584 calorías…
»Otro rumor prolongado. Un cesante incrédulo gritó:
»—¡Que las enseñe!
»—Con esas calorías —siguió el señor Royo— tuve sobrado vigor para el trabajo
y una salud admirable. Y ¿sabéis cuánto había gastado en mis refacciones…?
Treinta…y cinco céntimos diarios; veinticinco en el pan y diez en los higos.
»Terminada la conferencia, los presentes fueron desfilando cerca del señor Royo
para felicitarle y palparle a la vez, con objeto de convencerse de que aún tenía carne
sobre los huesos.
»Cuando supo lo ocurrido en Zaragoza el señor Dato mandó llamar al señor Alas
Pumariño, y, ya en su despacho, le dijo:
»—¿Se enteró usted de lo que hizo Royo Villanova?
»—Sí, señor.
www.lectulandia.com - Página 73
»—¿Sabe usted que vivió cuatro días con medio kilo de pan y dieciocho higos?
»—Sí, señor.
»—Comprenderá usted que no podemos dejarle a un liberal la gloria de haber
resuelto la cuestión de las subsistencias desde la oposición. Sería la crisis; sería la
caída del partido. Usted tiene que hacer algo más sensacional, como comisario. ¿Es
usted capaz de vivir con diez higos diarios?
»—No, señor.
»—¿Y con doce?
»Alas Pumariño suspiró:
»—Tampoco.
»—¿Ni siquiera con diecisiete…? Coma usted un higo menos que Royo Villanova
y estamos salvados.
»Alas Pumariño dejó caer los brazos:
»—¡No puedo, no podré jamás!
»Cuando el señor Alas salió del despacho del señor Dato ya no era comisario de
Abastecimientos. Tal es —terminó nuestro interlocutor— la verdad, que puede usted
referir a los españoles.»
www.lectulandia.com - Página 74
VISIONES DE MADRID
El cocido
Una persona medianamente observadora puede juzgar a las demás, sin temor a
grandes equivocaciones, tan sólo por saber lo que come. «Dime lo que comes —debe
afirmarse— y te diré quién eres.» Fijaos en cuáles son los platos favoritos en las
distintas naciones, en las distintas comarcas, y veréis como tienen una relación
íntima, un influjo positivo en la psicología de sus habitantes.
El gazpacho andaluz, por ejemplo, es de una frivolidad extraordinaria; ese plato
en el que hay trozos de tomate crudo y trozos de pan flotando en agua fría, basta para
ser sintomático. Una persona que se dedique a engullir tales substancias, ha de tener
forzosamente un gran optimismo y una gran jovialidad. El arroz valenciano señala
otros temperamentos. El arroz es un alimento fuerte. Ingerido en grandes cantidades
llega a producir ardores de estómago. Un hombre que tenga ardores de estómago es
reconcentrado, hosco, vengativo. El andaluz al acabar de comer su gazpacho, se
advierte ágil, ligero; siente también la vaga ansia de tener dinero para insalivar algo
más substancioso. Entonces se hace torero. El valenciano cuando está sufriendo las
consecuencias de veinte o treinta años de digestión de arroz, es temible; una leve
cuestión con la mujer, con el amigo, con el vecino que le ha disputado un riego, basta
para que le ponga las tripas al sol. Es un hecho probado que todos los complicados en
los sucesos de Alcira y Cullera, eran grandes comedores de arroz.
El caldo gallego es socarrón. A primera vista no es más que un conjunto de
hortalizas cocidas; pero, entre ellas, de improviso, hallaréis un trozo de carne de
cerdo; además en la cocción, una porción de substancias gratas —carnes y untos y
embutidos— se han diluido en él. El caldo gallego es como un abad campesino,
gordo y luciente, reventando salud, lleno de sorna, que tiene una olla repleta de
monedas, escondida a la codicia de los ladrones, y que se envuelve en una sotana
cubierta de manchas y en un sombrero impermeabilizado por la grasa, y que calza
zuecos. Cuando cabalga por los caminos, su yegua peluda y parda mueve a reír. Pero
bajo la, sotana sucia, hay una panza toda llena de bienestar y la yegua anda leguas y
leguas sin gallardía, pero sin cansancio y sin piruetas peligrosas.
En las ristras de butifarra catalana cualquiera puede apreciar el símbolo de la
Solidaridad.
Castilla, Madrid, tiene el cocido. Algunos aduladores han llamado al cocido plato
nacional. El cocido es, sencillamente, una cosa nefasta. A él se debe una enorme parte
de los males que nos aquejan. El cocido, seco, sin jugo, insípido, invariable,
rudimentario, es el esquema del carácter castellano. No se puede pensar que el cocido
sea capaz de crear grandes hombres. Así observaréis que los políticos, los literatos,
las gentes de valía son —aparte un pequeñísimo tanto por ciento— de otras regiones
www.lectulandia.com - Página 75
donde no se come cocido.
El cocido produce ingenuidad y sencillez: esas mujerucas madrileñas, pálidas,
menudas, son productos del cocido; estos chulillos, holgazanes, de escaso sentido
moral, blandos, vulgares, lo son también. La falta de espiritualidad en Madrid, a eso
se debe. El cocido hace que las gentes invadidas de candidez se detengan en grupos
numerosísimos ante cualquier fruslería, hace que hasta el lenguaje se amanere, que
pueda dar sér y encontrar gracia a expresiones absurdas. El cocido creó a la portera
madrileña, creó la inocente portuguesada de llamar «piso primero principal» a un
cuarto piso, creó al político de cerebro vacío y a las multitudes que creen en sus
teorías, en sus palabrerías, más bien, sin substancia. Cuando en un pueblo devoto del
cocido nace un torero, este torero es Vicente Pastor, pesado y sin gracia.
El cocido es nefasto. Madrid está invadido por él, huele a él. En la calle, en la
casa, en el teatro, el olor vulgar y plebeyo del cocido os acosa y os trastorna. Intentáis
sustraeros a su influjo, pero lucháis vanamente: un día, otro día, otro día, el cocido
aparece ante vosotros en la mesa como una obsesión. Al cabo de unos meses estáis
perdidos ya: el jugo insípido del alimento habitual ha invadido las celdillas del
cerebro. Si sois literatos, escribís cuentos de modistillas y de horteras llenos de un
sentimentalismo cursi; si sois políticos, comenzáis a notar la preponderancia de las
palabras sobre las ideas. Si, sencillamente, sois gente sin ambición, comienza a
gustaros la oficina y la Puerta del Sol.
Un país en que se coman manjares delicados ha de ser un país espiritual: habrá
escritores sutiles, habrá mujeres delgadas, altas, de silueta artística, habrá gracia en la
charla y los ademanes, habrá modistos estupendos y la vida será ligera y grata. Un
país en que se come cocido, va a su ruina: los hombres se llamarán «ninchi» y las
mujeres gastarán mantón. Luego, en una plaza de toros, cuando un torero, harto de
gazpacho, haga rodar una res, el pueblo pensará en comerse al bravo animal con
garbanzos y tocino al día siguiente.
La Bombilla
www.lectulandia.com - Página 76
—Verá usted qué agudeza y qué gracia «se traen». No hay comparación con
nada… Estas muchachas son, a su manera, de un ingenio, de una espiritualidad…
¡Verá, verá!… Sepa usted también, que la Bombilla es la Universidad Central del
chotis.
Pasamos los arrabales de Madrid, pasamos San Antonio de la Florida, vimos la
sucia y exigua cinta de agua del Manzanares. Los merenderos presuntuosos o
humildes, se alineaban a un lado y otro de la carretera polvorienta. A la derecha la
fronda de la Moncloa, a la izquierda unos montes lejanos donde los olivos ponían su
nota obscura.
—¿Vamos al «Campo de Recreos»?
—Vamos.
Y echamos a andar por las carreras enarenadas del merendero, entre las murallas
de mirto. La multitud hormigueaba en los senderos. Había rostros alegres de
modistas: rostros de criadas, de cocineras, con ese gesto de estupor que pone en ellos
el verse en pleno disfrute de libertad. Los estudiantes y los horteras paseaban,
gritaban, engullían cerveza y patatas fritas. En un amplio salón, las parejas, una masa
compacta de parejas, intentaba bailar.
Mi amigo propuso:
—Primero vamos a «ver juego».
—Muy bien.
Y nos sentamos a beber un «bock». Mi amigo escrutaba en los grupos de
muchachas, guiñaba un ojo, decía un chicoleo al paso de una mujer. Yo, hombre
tímido, lo admiraba. Al fin, me tocó con su codo:
—Fíjese en esa mesa de al lado. Vamos allá.
En la mesa de al lado había dos jóvenes medio envueltas en mantones de
alfombra y una joven relativa que amparaba un flemón con un pañuelo negro; más
que venda —tal era el flemón— el pañuelo parecía hacer las veces de andamio. A mí,
francamente, me intimidaron. Mi amigo me cogió del brazo y me arrastró hacia allí.
Conque va, y se inclina sobre los hombros de las muchachas, y silabeando mucho
las palabras saludó:
—Pero que muy buenas.
Silencio.
—Son ustedes dos señoras que cercenan la «tete».
Silencio.
—¿Se va a poder saber qué vamos a tomar juntos nosotros?
Y la más delgada replicó, sin volverse:
—Horchata.
—Esto es una ironía —dije yo para mí, y tiré de la chaqueta a mi amigo.
Pero mi amigo no se había inmutado. Seguía hablando:
—Las hay que son cálidas. ¿Hacen unas patatitas? ¿Podemos ocupar estas dos
sillas vacías?
www.lectulandia.com - Página 77
Y la delgada:
—Están comprás…
—Pues mire usted, aunque en cuestiones de dinero soy algo enteco, pujo más.
La señora del flemón mayó.
A mi amigo el maullido le hizo ciertas cosquillas. Miró a la señora.
—No había reparao. Si es que le está saliendo otra cara por ese lado, le doy mi
enhorabuena. Siempre irá usted ganando, señora.
La señora, debajo del flemón, volvió a mayar. Pero mi amigo tornó a su charla
con las jóvenes.
—Que aquí donde ustés me ven soy un castizo de verdad…
Y la más alta, seria, seca, dejó oír su voz:
—Lo que es usted es un sinvergüenza. Y no sé si ha reparao que hace quince
minutos que está molestando.
—Oiga usted…
—¡Bueno, que eso!
Yo, francamente consternado ya, tiré con todas mis fuerzas, de mi amigo. Mi
amigo buscaba una frase «castiza» y no la encontró. Se dejó arrastrar a regañadientes.
Comenzó a indignarse, protestó, injurió a media voz, ya lejos. Al fin recobró su
calma.
—Bien, no hay nada perdido. Eran tres monstruos. Venga usted a aquella otra
mesa. Verá usted allí…
Pero yo hice un gesto de pena. ¡Caramba! Qué lástima… ¡Era tan tarde!… Si no
tuviese una ocupación en Madrid… Otro día, si no se opusiese que hacer. En fin…
Y hui de la Universidad Central acobardado.
El Cafetín
¡Tan juguetona, tan inquieta es esta Mimí!… Cuando esta noche terminó su
quehacer en el teatro quiso venir con nosotros a pasear por Madrid; y dio unos saltitos
de gozo. Mimí es pequeñita, sus ojos no son más que dos chispas de luz, sus labios
están recubiertos de carmín. Va por el mundo como un pájaro entre espejos,
tropezando aquí y acullá, alegremente, toda llena de joyas que son también chispas de
luz. Ahora se engarzó en medio de nuestro grupo y, bajo el cielo sereno y frío de esta
noche que no recuerda la Primavera, echamos a andar.
—¿Adónde vamos, Mimí?
Mimí no lo sabe. Primero piensa en el «Ideal Room», después en «Los
Gabrieles», luego en una chocolatería. Pero sigue andando sin decidirse aún. En las
calles donde ya no suena el estrépito de los tranvías, su risa y su voz de niña deben
llegar hasta dentro de las obscuras casas donde duermen ya, hace un largo rato, los
comerciantes, los empleados, las madres de familia… Ella está contenta porque el
www.lectulandia.com - Página 78
paseo se le antoja una traviesa escapatoria. De pronto se detiene ante una tiendecita
iluminada:
—¡Aquí; entremos aquí!
Es un cafetín misérrimo, en una calle transversa. Alguien opone un reparo. Pero
Mimí empujó ya la puerta cuyos cristales están manchados de tiza. Uno a uno,
pasamos. En la estancia estrecha y larga, las mesas de mármol desconchadas se
alinean en dos filas. Corre junto a las paredes un banco ennegrecido: algún taburete
está patas arriba junto a ellas. Al fondo, en una ancha caldera, se fríe la dorada masa
de los buñuelos. Sobre el mostrador se alza casi hasta el techo, la enorme marmita
contenedora del «recuelos
Hay gente en el cafetín, pero toda ella nos ha mirado, sin curiosidad, sin moverse,
con el aire de quien está fatigado por una enorme fatiga, de quien tiene sueño y
hambre a la vez. Un mocetón duerme apoyado en el muro; sus pies sobresalen media
vara por bajo la mesa en la que está vacío su vaso de café. En otro banco, un hombre
delgado, de barba descuidada, abismado el mentón en el subido cuello de la chaqueta
parece meditar. Hay un vidrio roto y entra un frío sutil. Poco a poco Mimí ha ido
bajando la voz, como sugestionada por el general silencio. Llegaron una anciana y un
joven pálido, de adecentadas ropas y ahora consumen su café en un rincón.
De pronto, la puerta se abre y entran en ringlera cinco niños. Cinco niños vestidos
de jirones, con caritas sucias, con naricillas enrojecidas por el frío. El mayor tendrá
doce años, el más pequeño, dos. Las otras tres son mujercitas de ocho, de seis, de
nueve años. Los flecos del pelo les caen sobre los ojos. Entran sonriendo como
complacidas por la idea del banquete. El grupito infantil se sienta frente a nosotros.
Fue preciso que el mayor cogiese al más pequeño para sentarlo en el banco.
Todos hemos enmudecido, como si algo solemne y grave ocurriese en el local. El
hermano . mayor pidió:
—Cuatro cafés. Para éste un vaso de leche.
Y señaló al menor. Una niña extrajo del pañuelo mendrugos de blanco pan; a cada
uno le tocó un trozo pequeño. El mayor lo repartía, dividiéndolo con sus manos
ennegrecidas y trabajadas ya. Comían con avidez. Él atendía al chiquitín,
desmigajando sopas en la leche, sonriéndole con su ancha boca. Cuando la última
gota del líquido fue trasegada, el diminuto ser chasqueó golosamente los labios y
pasó la lengua en torno de ellos, ávido aún.
—¡Eh! —llamó Mimí al mozo, misteriosamente—; deles usted más leche y
churros; los que puedan comer.
El mayorcito contaba ya el dinero para pagar. Cuando lo rehusó el camarero, nos
miró. Mimí le sonreía.
—Gracias —dijo y le llegaba la boca, al sonreír, de oreja a oreja—. Gracias.
Y Mimí inquirió:
—¿Sois hermanos?
—Sí, señora.
www.lectulandia.com - Página 79
—¿No tenéis casa?
—Sí; vivimos en el barrio de Toledo. Pero es muy lejos para ir a estas horas.
Hemos estado en la Puerta del Sol, a ver si caía algo.
—¿Y tu padre?
—Está en Colmenar; hoy tuvo allí una chapuza. Es albañil y yo le ayudo también
o trabajo en los tejares.
—¿Vais a dormir aquí?
—Sí, señora.
Los demás comían hundiendo los churros en la leche, indiferentes al
interrogatorio. A su lado, el hombre de la barba áspera los miraba atentamente. Y
aquel afán de hambrientos debió de acicatear su hambre más aún, porque puso diez
céntimos sobre la mesa y pidió otro café. Lo sorbió con ansia. Al pasar junto a la
mesa donde el mocetón dormía, el mozo hizo resonar sobre el mármol,
estrepitosamente, una bandeja de hoja de lata. El mocetón despertó sobresaltado;
miró a todos con ojos enrojecidos, idiotizados por el sueño. Rebulló. Volvió a hundir
el rostro en la sucia bufanda. El mozo sonrió cruelmente.
De bruces sobre la mesa, el chiquitín se había ya dormido. Grave, paternal, el
mayor le amparaba con su brazo. Mimí acarició la sucia mejilla del durmiente.
Y lloró. Rompió a llorar, de pronto, presa de una honda angustia ante aquella
iniquidad y ante aquel abandono. Lloró —una vez en su vida— como lloran las
madres. Serios, tristes, parecíamos nosotros querer llorar también. El padrecito de
doce años nos miraba un poco desconcertado…
Tupi-Dansant
El café está en un sótano. Hay que bajar veinte o treinta peldaños de una escalera
de hierro para encontrarse en el salón. Las paredes están pintadas de azul, y de verde
el zócalo de madera. Algunos espejos devuelven el reflejo de las lámparas,
constantemente encendidas. Generalmente, la clientela es escasa y las lindas
camareras no tienen que sufrir rudos ajetreos para atenderla. Hoy, no obstante,
hallamos que el café tiene un aspecto de animación extraordinaria. De un rincón han
desaparecido las mesas y en el lugar que ocupaban se alza una plataforma con unos
atriles.
—¿Qué ocurre aquí, Trini?
Trini está sentada ante una de las mesas de su turno, inactiva y mustia, con cierto
ceño en la cara graciosa. Las demás camareras —contra la costumbre que impide que
puedan sentarse junto a los parroquianos— charlan en los grupos y beben y se agitan
sobre sus sillas. Unos mozos van y vienen con servicios, sustituyéndolas; todo esto es
tan desusado que volvemos a interrogar:
—¿Qué ocurre?
www.lectulandia.com - Página 80
Y Trini apenas despega los codos del mármol.
—Pos ya lo están viendo. Que ahora nos ha dao por el supertango.
Y da suelta a toda su indignación. El dueño del café, para atraer parroquianos, ha
decidido que una murga toque todas las noches desde las once y media, y que las
camareras, en vez de servir, bailen.
—Lo cual que ya no se gana ni pa las suelas.
Esto, en opinión de Trini, no es formal. Trata de hacernos comprender lo horrible
que resulta para una muchacha que nació para repartir «bocks» y bocadillos entre los
parroquianos, ver que de repente se le trunca el destino y se la consagra a bailar todas
las noches, privada de propinas.
—Como que no podemos resistir. Yo ya no sé dónde tengo los pies, y la Teles se
ha dao de baja por enferma. ¡A ver!… Métale usted quince polcas en el cuerpo a una
mujer que está de cuatro meses… Y que hay tíos de éstos que laminan. Anoche llevé
yo en la espalda la señal de una mano y en el pecho la de dos botones de americana,
marcaos a presión. Ná, que si la cogen a una comiendo una aceituna, mientras no
acaba el baile no pué bajar el bocao de la garganta.
Detrás de nosotros, en la mesa contigua, un hombre flaco, picado de viruelas, con
una corbata color salmón y una gorra echada sobre los ojos, comienza a gritar.
Discute con una camarera gorda y desmoronada. Él ha querido bailar con la de otro
turno y la de otro turno se ha negado, porque nuestro hombre no sabe dar vueltas de
tacón y, además, se resiste a convidar a manzanilla. La camarera gorda intenta
consolarle.
—Es que ésa se da postín de castiza, ¿sabes tú? Se almidona las medias de puro
chula.
El hombre despide el cigarrillo de un papirotazo; saca un puño sucio fuera de la
manga, en un ademán así como si fuese a dar un golpe, y arguye:
—Pos si ella se almidona las medias de puro chula, pues decirle que yo me saco
raya a los calzoncillos. ¡Conque… a ver!…
—¡Ele! —agrega la gorda, muy seria, como apoyando la extraña manifestación de
su parroquiano, al que visiblemente trata de atraer.
—Pero yo que tú, no volvía ni a saludarla, porque no es la primera vez que ella le
va con cuentos a su novio y ya sabes cómo las gasta el angelito…
Entonces, el hombre flaco, ante el prudente consejo, rompe a mayar
desatinadamente, como un gato en Enero. Algunos parroquianos le miran; un hueso
de aceituna bate en su corbata salmón. El hombre, con una expresión afectadamente
tristísima, continúa mayando.
Pero, de pronto, el salón se llena de estrépito. Es la murga que ha comenzado a
atacar la polca de El amigo Melquíades. El espacio libre entre las mesas se llena de
pronto de parejas que pasan bailando gravemente con esa seriedad y ese mutismo de
recogimiento que sólo tiene el devoto de la danza achulapada. La melancólica Nati
también baila. Nati no tiene otro encanto que unos grandes ojos. Suele administrarlos
www.lectulandia.com - Página 81
románticamente, fingiendo cierto «spleen» y suele también pedir prestadas novelas
que no se sabe si lee alguna vez, pero que está comprobado que vende a los libreros
de viejo. Ningún parroquiano podía soñarla bailando un «schotis», pero la triste
realidad se le impuso.
Sin embargo, la rebelión estaba ya latente aquella noche. Trini dio la señal de
resistencia.
—¿Damos unas vueltas? —le preguntó alguien.
—¡Ay, no señor, que me mareo! —replicó con sorna.
El jefe del mostrador le dirigió una mirada de reojo. Al día siguiente las
camareras se marcharon en busca de un café «más formal». La gorda, no obstante, se
declaró esquirol y sigue dando vueltas todas las noches como una peonza gigantesca.
www.lectulandia.com - Página 82
UNA PLAYA DE MODA
San Sebastián-Paisajes
El sol, rojo, sin fuerza ya, velado por la calina, tiene, Iludiéndose entre los dos
montes que guardan la ensenada, un prestigio de cuartel heráldico. Cuando
desaparece, aun lucha mucho tiempo la luz con las tinieblas. Un itsmo de sombra une
primeramente la isla de Santa Clara con el Igueldo, se obscurecen los montes, pero el
agua quieta de la bahía conserva una extraña luminosidad, como si en su interior
estuviese naciendo la luna. Un barco de cabotaje es una negra y plana silueta sobre el
mar. Un marinero mira desde la borda, inmovilizado por la honda sentimentalidad del
instante. Primero, oyó el rumor confuso de la ciudad y los agudos chillidos de los
pequeñuelos que corrían sobre la arena de la playa; vio el ir y venir de las gentes por
el paseo de la ribera. Después la sombra de los tamarindos creció, y los paseantes se
sumieron en ella misteriosamente. La playa está silenciosa también. Ese recogimiento
que en los anocheceres llega del mar y baja de las montañas, pasó por encima del
agua y de la tierra con un dedo erguido ante sus labios.
Pero, súbitamente, las luces de la ciudad se han encendido. En lo sumo de
Igueldo, el Casino es como una hoguera. Diríase que allí han nacido todas las
lucecitas que ahora alumbran la población; nacieron y bajaron en doble hilera por la
pendiente del monte, y siguieron por el paseo de la Concha y se agruparon después en
el Gran Casino, y continuaron hasta los muelles, hasta la falda del Urgull. Y una de
las luces, romántica, fue a aislarse entre la fronda de Santa Clara. Y otra se detuvo en
el barco negro e inmóvil, y está temblando su reflejo en el mar.
Castillo de leyenda
Desde cualquiera de estas rocas del monte Ulía, que hablan con sus nombres
noveleros a la fantasía del paseante —la peña de los Balleneros, la peña del Águila—,
se ve el faro que vigila la entrada del puerto de Pasajes. El faro está en lo alto de un
cantil negruzco, aguzado, casi perpendicular a las aguas, liso y hosco, sin un saliente
en el que haya podido crecer uno de esos árboles que gustan de inclinar sus copas
sobre los abismos, ni aun una mata que esconda los nidos de las aves del mar.
El faro semeja un castillo, el castillo de una leyenda contada en los versos de
Ariosto. Estas aguas desiertas e infinitas, grises ahora bajo el cielo gris, serían el
obscuro mar misterioso, en el que a veces blanqueaban las velas de la nave de la
aventura, que no debía volver; el obscuro mar, lleno de visiones, donde se mojaba el
extremo de la larga túnica de los fantasmas. En la pulida roca pudo estar encadenado
www.lectulandia.com - Página 83
el desnudo cuerpo de Andrómeda, y el monstruoso guardián debió de frotar en este
mismo granito las escamas impenetrables de su piel. Nosotros hemos contemplado en
algún dibujo de Doré este paisaje: el castillo subía más allá de las nubes, un guerrero
se apoyaba en su lanza, y en una almena asomaba el brazo de una horca; en la lejanía,
más alto aún que el castillo, acercábase el hipogrifo libertador, con las alas tendidas.
Y en el mar, plano y negro, la desolación de una soledad temerosa.
El misterio de Vanderbilt
Una de las legítimas ilusiones del veraneante en Donostiya fue, hace un par de
años, conocer a Vanderbilt, de cuya presencia en la ciudad daban noticia los
periódicos. Cuando, a nuestro regreso en Madrid, hablamos de la suave cabellera de
los tamarindos y de las puestas del rojo sol entre monte y monte, y de las bulliciosas
tardes de la Terraza, nuestros amigos nos prestan escasa atención. Certeramente,
hemos sospechado que si la Fortuna nos deparaba ocasión de poder hablar de
Vanderbilt, de poder narrar una anécdota del famoso multimillonario, nuestro
prestigio en el corro de oyentes se acrecentaría hasta lo sensacional. Así, en la playa,
en la Avenida, en el Casino, donde la muchedumbre bulle y donde los elegidos se
retraen, nosotros hemos preguntado ansiosamente:
www.lectulandia.com - Página 84
—¿Cuál es Vanderbilt?… ¿Está aquí el señor Vanderbilt?…
No. El señor Vanderbilt no estaba allí, nadie sabía quién era ni cómo era el
veraneante opulento. Todo el mundo se ocupaba de él; se comentaba con pena la
muerte de dos de sus caballos; se hablaba con sentimiento de su decisión de llevarse
sus cuadras sin esperar al final de las pruebas… Se decía en todas partes:
«¡Vanderbilt!…» «¡Vanderbilt…!» Pero ojos humanos no han visto a Vanderbilt en la
capital donostiarra.
Vanderbilt no alquiló —como afirmaron los periódicos— el primer piso del Hotel
Cristina; Vanderbilt no estuvo en las carreras, ni se bañó en la playa, ni puso un fajo
de billetes sobre un número de la ruleta, como vemos que hacen todos los millonarios
en los folletines. Acerca de Vanderbilt circulan muchos rumores y muchas noticias
que nunca tienen confirmación, y cuyos orígenes misteriosos se ignoran. Intentemos
levantar una punta del velo.
Nadie puede ignorar que la atracción del veraneante es la principalísima
preocupación de Donostiya. Todos los demás aspectos de su existencia giran
alrededor de éste y a él se refieren. Las calles, las casas, los teatros, la playa, y el mar
y los montes, parecen estar aquí para disfrute del turista estival. Se tiene la impresión
de que, en invierno, son desguazados los tranvías, los propietarios de cafés guardan a
los mozos entre algodones, y el mar, y las montañas y la población entera, tan
cuidada y tan limpia, son cubiertos por una gran funda impermeable. Para el régimen
de esto y para acrecentar de continuo las bellezas de la población, funciona un
organismo benemérito: el «Sindicato de Iniciativas». Aparentemente, el Sindicato de
Iniciativas es una humilde agencia que facilita, sin ánimo de lucro, detalles de
«chalets» amueblados y tarifas de fondas. Esto hace que algunas gentes le concedan
poca estimación. Pero, en realidad, el Sindicato es una formidable masonería, con
estatutos secretos, a la que pertenecen todos los vecinos de San Sebastián. El deber
del asociado es la apología constante y temática del estío donostiarra, con exclusión
de todo otro estío. Y el asociado cumple animosamente este deber.
Si vuestro espíritu gusta de la observación, podréis comprobar nuestras
afirmaciones. Ocurre, por ejemplo, que habéis llegado a San Sebastián en uno de los
pocos, pero fuertes días de calor que hemos padecido. A vuestro lado camina el mozo
de cuerda, aplastado por el baúl. Su rostro se ha puesto escarlata; vais andando bajo el
duro sol; recorréis cien metros; el mozo jadea; cien metros más; el mozo abre toda la
boca para aspirar el aire abrasado; otros cien metros; los ojos del infeliz se extravían;
se advierte que aquel hombre, consciente de sus deberes de donostiarra, hace terribles
esfuerzos para no sudar… Otros cien metros… entonces, el sudor brota en su faz
como el agua del Lozoya en las calles de Madrid cuando las cañerías se rompen. El
desdichado se da cuenta de su falta —él es un miembro del Sindicato—, y, mientras
enjuga su rostro, dice, para atenuar el mal efecto:
—¡Gran Dios, deben estar abrasándose en Santander!
Porque, aunque el donostiarra conoce la gran superioridad de su estación
www.lectulandia.com - Página 85
veraniega sobre la de Santander, no le perdona a éste su intento de disputarle la
hegemonía. Vosotros podéis tener la terrible desgracia de encontrar una chinche en el
cuarto de vuestra casa de huéspedes.
Aun en la más pulquérrima de las ciudades puede ocurrir esto. Entonces os
lamentáis a un conocido. El conocido —donostiarra— os mirará severamente:
—¿Comprobó usted que se trataba, en realidad, de ese insecto?…
Y cuando afirmáis, inquiere aún:
—¿Qué señas tenía?…
Al fin, cuando sucumba a la veracidad del relato, afirmará:
—Ese bicho no era de aquí; ese bicho ha venido de fuera.
Adivináis que el entusiasta miembro del Sindicato ha pensado en Santander. Un
cónclave de envidiosos decidió empañar la limpia fama de San Sebastián. Como
Júpiter mandaba a su águila, los envidiosos enviaron aquel repugnante insecto. El
buen afiliado ve, en su imaginación, a la chinche salir de la ciudad competidora,
caminar apresuradamente por las blancas carreteras, vacilar para orientarse en una
encrucijada: seguir después, tenaz, decidida, sin detenerse ni a contemplar las
bellezas del paisaje, para llegar, al fin, a la bella Easo y cumplir su misión
desprestigiante y morir luego heroicamente hinchada de aguarrás, pero con la sonrisa
del fanático en su ávida boca.
Pues estos hombres del Sindicato son los que hacen circular las noticias acerca de
Vanderbilt. Ellos sabían cuánto había de influir en el espíritu de los indecisos la
esperanza de ver a Vanderbilt, de admirar a Vanderbilt, de codearse con Vanderbilt,
acaso de hablar con Vanderbilt… Entonces hicieron gemir las prensas y dieron la
consigna a todos sus afiliados. Unánimemente os asegurarán que el multimillonario
estuvo aquí entre nosotros. Pero nadie lo ha visto y nadie lo verá, porque el señor
Vanderbilt —oídlo, en secreto, para que la venganza del Sindicato no me persiga—,
el señor Vanderbilt es una invención de esta Sociedad masónica de iniciativas, que
viene urdiéndola cautelosamente desde hace muchos años…
Existencias en caja
Todos los días San Sebastián hace la cuenta de los viajeros que entran y de los
viajeros que salen. Todos los días esta cuenta se publica en los periódicos con
escrupulosidad invariable y en una forma característicamente comercial.
Podéis leer: «Ingresos, tantas personas; salidas, tantas otras; existencia anterior,
tanto. —Total, cuanto». Al despertar, todo buen donostiarra lee este balance antes que
las noticias de la guerra, antes que los comentarios políticos, antes que las referencias
del más sensacional de los sucesos. Lo lee y se frota satisfactoriamente las manos:
—¡Esto marcha bien!…
Nunca lograréis asombrar a un donostiarra con vuestra presencia en la Concha o
www.lectulandia.com - Página 86
en el Boulevard. Podéis llegar inesperadamente de los antípodas, pueden haberos
dado por difunto los periódicos. Es igual. El donostiarra os verá surgir ante él en
cualquier momento, y, sin que se conmueva un solo músculo de su cara, sin que Su
voz tenga el más ligero matiz de extrañeza, como si os hubiese visto ya la víspera, os
tenderá su mano y os dirá:
—Hermoso tiempo, ¿eh?… ¿Ha visto ya cómo adelantan los trabajos de la
carretera del monte Urgull?…
Y esta sencilla frase quiere decir:
—No he dudado nunca de que usted cumpliese honradamente con el deber que
todo el mundo tiene de pasar el verano en San Sebastián.
Los que gritan, los que se contorsionan al divisaros, los que abandonan la terraza
del café para correr a vuestro encuentro y abrazaros con la misma emoción que si os
hubiéseis hallado en California, son precisamente vuestros conocidos de Madrid con
quienes habéis paseado la víspera por la Carrera de San Jerónimo. El donostiarra, no.
Para el donostiarra, que hace vuestro aforo, que os suma y os resta, que tiene abierto
un «Diario» y un «Mayor» en el que figuráis convertido en una unidad, venís a ser
algo así como un artículo: como es un pan en una panadería o un barril de vino en
una bodega. No hay diferencia para la exactitud de la comparación sino que el barril
y el pan están quietos. Y vosotros sois artículos semovientes, que vais de aquí para
allá, sonreís, charláis, suspiráis ante el mar y paseáis en el Casino, todo bajo la mirada
cuidadosa y atenta del «Sindicato», que —así como un labrador persigue al «mildew»
de sus viñas y al «cornezuelo» de sus cereales— se encarga amorosamente de que
sean expulsados los «apaches», de que los automóviles no puedan atropellaros a gran
velocidad, de que no os envenenen con alimentos adulterados, de que un gran orden y
una gran compostura os suavicen la que pudiéramos llamar permanencia en Caja, Y
como los gerentes de los hoteles, que lo rigen todo desde una alta banqueta, ante un
pupitre lleno de libros, sin que se les ocurra sentarse a la mesa de sus huéspedes a
engullir el tentador puré o la engolosinante langosta, así el donostiarra se mezcla
poco en las diversiones de sus visitantes. Desde lejos él mira con callado gozo cómo
invadís la balconada de la Zurrióla o del Urumea, para contemplar esos hombres que
sostienen sobre las aguas, con perseverancia ejemplar, cañas en cuyo anzuelo jamás
se agita la plata de un pez vivo; hombres pacientes, inteligentemente distribuidos por
el «Sindicato» para dar al veraneante la idea de lo que es pescar en el océano. Desde
lejos, mira regocijado cómo dejáis enfriar vuestro té en la terraza de Igueldo, absortos
ante la eterna belleza del sol, que va a hundirse en los mares. Desde lejos saboreará
vuestra emoción en estas calles típicas de Pasajes de San Juan, donde las viejas casas
se bañan en líquido salobre o parecen nacer en la roca milenaria de la montaña;
donde, en la húmeda sombra de los pasadizos, vivís un ensueño medioeval.
Y él sonríe, afectuoso, enorgullecido, íntimamente satisfecho por su último
balance, en el que sois —no olvidadlo— una unidad de la suma. Un día os marcháis,
y él coge su lápiz, en la soledad de su despacho, y os coloca debajo de la «existencia
www.lectulandia.com - Página 87
anterior», y resta.
Alguna vez podrá ocurrir que el «Sindicato», con la misma amabilidad
obsequiosa con que el gerente de un hotel indaga si el huésped tiene alguna queja, os
diga, ya en el andén, cuando retornéis a vuestros lares:
—¿El señor va satisfecho del aroma de las brisas? ¿Ha advertido alguna falta en
las puestas del sol?… ¿Tiene algún reparo que oponer al tono verde con que hemos
decorado nuestros montes?
El «Sirimiri»
www.lectulandia.com - Página 88
estreno. El veraneante que ya lo ha padecido más de una vez huye desde las primeras
gotas. En la terraza del Casino, en los paseos del Boulevard, en la Plaza de Toros, el
«sirimiri» provoca estas desbandadas. El forastero no puede determinar exactamente
las condiciones del fenómeno, pero sabe que no hay defensa contra él; escapa con la
duda en el alma y la humedad en el cuerpo, y en algún café donde buscó cobijo se
sacude el polvillo brillante, como un perro que acaba de salir del agua.
Sin embargo, el «sirimiri» no deshace totalmente las fiestas: siempre hay un
núcleo de paseantes que continúan dando vueltas, impertérritos, o de espectadores
que permanecen como si nada ocurriese, en las gradas del coliseo. Son los
donostiarras, los heroicos miembros del Sindicato, de que hemos hablado tantas veces
ya en estos capítulos. El donostiarra brinda su «sirimiri» a la contemplación del
forastero, como podría ofrecerle una contienda de «versolari» o algo de igual fuerza
característica. Por regla general, procura convencerle para que no huya.
—Esto no es nada… «Sirimiri»… ¡Nada!…
Extiende la mano, recoge unas cuantas gotitas microscópicas y las aplasta
despreciativamente con la otra mano, como para dar una idea de su inofensividad. El
forastero insiste en ponerse a salvo. Entonces, el donostiarra reprime su impulso de
agarrarle por la chaqueta, y le deja ir; pero él continúa paseando esforzadamente. Una
vez, los periódicos de San Sebastián refirieron el caso de que varios veraneantes que
se habían refugiado en un portal del Boulevard fueron expulsados de allí
violentamente por el portero, que esgrimía un hacha. Se dijo que se trataba de un
hombre singularmente iracundo. No. Ese hombre era, sencillamente, un buen
donostiarra, que se propuso hacer un escarmiento ejemplar, «pro sirimiri».
El easonense, aunque su llovizna caiga un día entero, no se albergará en un portal.
El easonense, heroicamente estoico, continuará en su sitio. Se le empapará la
americana; no hará un gesto. Trepará la humedad por sus pantalones; como si no
trepase. El agua correrá junto a su piel, y sonreirá amablemente. Llegará el «sirimiri»
a su médula, y él aún tendrá fuerzas para ir saludando a todos los conocidos que vea
tras las ventanas de los cafés, con su sombrero de paja reblandecido. Ya en la
intimidad de su casa, al caer en el lecho víctima de un catarro bronquial, suspirará:
—¡Si, al menos, viviese hasta Octubre!…
Y ocurrirá que el Cielo no oiga sus suplicas, y, en el último estertor, reunirá a los
suyos y les dirá con el postrer aliento:
—Me voy… Hice todo lo posible por aguantar un mes más, pero no puedo… Ya
sé que quedo mal muriendo el 20 de Agosto; ya sé que fallecer en el verano es
perjudicar los intereses y la fama de nuestro pueblo… Sin embargo, no puedo más,
sinceramente os lo digo. No publiquéis esquelas en los periódicos, para no alarmar…
Adiós… Disculpadme… con… el… Sindicato.
Las pulgas
www.lectulandia.com - Página 89
Está bien, al hablar de San Sebastián, referirse a la Concha y al Casino y al lujo y
a la ruleta y a todos los demás lugares comunes del perfecto cronista donostiarra;
pero faltaríamos a uno de nuestros más elementales deberes si dejásemos en el olvido
a las pulgas. Es imposible, para los que conozcan a San Sebastián, citar esta ciudad y
no acordarse de las pulgas. Los que no han pisado esta tierra no pueden formarse una
idea de lo que es ese insecto atacando en masa.
La pulga easonense tiene todas las características comunes y algunas más; se
singulariza por una voracidad insaciable, por una pérfida intención y por su poco
vulgar inteligencia, que le hace distinguir el sitio donde más puede molestaros; los
conocimientos que la pulga donostiarra tiene de la anatomía humana son
sencillamente admirables.
Este diminuto animalito juega un papel importante en San Sebastián. Ustedes
vienen aquí, se gastan un dineral en el viaje, otro dineral en la fonda, pierden en la
ruleta del Casino los duros y en los «caballitos» de Igueldo las pesetas, ablandan sus
energías en los baños de mar y, después, la poca sangre que les queda, se la chupan
las pulgas. Aquí no las gastan menos.
El forastero, a la media hora de llegar, se frota disimuladamente una pierna con
otra; a las dos horas, pasa frecuentemente sus dedos entre el cuello almidonado y la
piel; a las doce horas, está casi desollado; luego, tras la copiosa pérdida de sangre,
queda en el marasmo; entonces, los «croupiers» y los fondistas pueden hacer de él lo
que gusten, impunemente. Ya es suyo. No tendrá fuerzas para resistir.
Por mucha resignación que se posea, por mucho que se esfuerce en pensar, al
recibir el primer picotazo, que todos somos hijos de Dios y que tenemos igual
derecho a la vida y que así como nosotros vamos a buscar nuestra subsistencia a las
oficinas del Estado, así una pulga tiene derecho a venir a encontrarla en una de
nuestras pantorrillas, toda calma llega a trocarse en iracundia. Y es que abusan.
Nosotros, por nuestra parte, que no tenemos carnes abundantes ni mucho menos, nos
avendríamos a llevar nuestra cruz y, bien sabe Dios que haciendo un esfuerzo, nos
comprometeríamos a subvenir las necesidades gastrómicas de dos o tres pulgas;
vamos, de un matrimonio con hijos, si éstos no eran muchos. Que viniesen a una hora
determinada, que se fijasen en algún lugar que de común acuerdo designaríamos y
allí que se hinchasen razonablemente. Creemos que no se puede hacer más por unos
insectos que, al fin y al cabo, no los ha parido uno.
Pero, no, señor: vienen por docenas, por centenas, por millares; pican donde les
conviene y, cuando se hartan, aún continúan a caballo de uno, le molestan, le
irritan… ¡Hombre, eso ya es intolerable!
Salimos perfectamente limpios y enteros. De pronto, advertimos que una
«troupe» de pulgas nos sube por las piernas. Con la práctica que ya hemos adquirido
en los días que llevamos allí, sabemos poco más o menos su número, y hasta hay
algunas a las que conocemos por su manera de andar o por su especialidad en el
pinchazo. Una pulga que nos obsequió con su preferencia durante ocho días, mordía
www.lectulandia.com - Página 90
en tres tiempos. Después desapareció. No sabemos qué ha sido de ella. Pero tenemos
cierta satisfacción de venganza cumplida, porque como nosotros no andamos bien de
los nervios, o las teorías del contagio son una broma tonta, o aquel desdichado
insecto está a estas horas perdidamente neurasténico.
Bueno, pues siente uno la «troupe» y murmura:
—¡Vaya; ya están éstas aquí!
Y ¡zás! ¡zás!… van clavando sus aguijones y se ponen a sorber nuestra sangre; y
uno quieto.
—Cuando estén hartas, marcharán —se piensa.
Pero no, señor; cuando están hartas, se ponen a pasear. Y después, se va aquel
equipo y viene otro. Eso sí: no hemos visto animal de costumbres más desordenadas;
comen a cualquier hora, de noche, de día, a las dos, a las siete, a las doce… Les es
igual.
Entre los forasteros, el tema perenne es este de las pulgas. Cambiamos nuestras
impresiones muy seriamente:
—¡Cómo están hoy!
Ya se sabe que nos referimos a los implacables chupópteros. Nuestro interlocutor
contesta:
—¡Oh… están enloquecidas, tremendas!
—Yo supongo que es la humedad lo que las pone así.
—¡Qué sé yo, qué sé yo!… Estoy sirviendo ahora mismo un banquete de cien
cubiertos en el muslo derecho y una comida íntima en el ombligo, y ando loco.
Los donostiarras, cuando nos oyen hablar así, se ríen afirmando que ellos no
sienten las pulgas. ¡Claro! ¡Nos las azuzan!… Sabe Dios cómo pasarán el invierno;
pero en el verano, en cuanto comenzamos a aparecer los de otras tierras, nos las
echan, espoleándolas.
—¡Hala, que son «maquetas»!…
Y así está uno, echando de menos los remotos tiempos de nuestros antepasados
los cuadrumanos, para rascarse a placer con veinte uñas.
El veraneante que no sepa lo que es pasar tres horas en la terraza del Casino, en
una contemplación silenciosa, paciente y continua, puede decir que no ha saboreado
uno de los más agudos placeres del veraneo. Por lo menos, ha faltado a la primera de
sus obligaciones. El veraneante que sea disciplinado y formal, debe llegar a la terraza
a las cinco de la tarde. Entonces, la explanada estará desierta, y todas las sillas
alineadas con una escrupulosa regularidad. El veraneante debe tener buen cuidado de
no alterar este orden; si por inadvertencia o por inquietud moviese una sola de las
sillas y no volviese a dejarla exactamente en el sitio que ocupaba, tres o cuatro
www.lectulandia.com - Página 91
hombres de calzón rojo y casaca azul fulminarán sobre él miradas de odio.
Nuestro hombre se dirigirá al balconcillo que corresponde al Boulevard y allí,
mirando hacia la alameda, estará de cinco a seis cuartos de hora, chupando el puño de
su bastón y «timándose» con los parroquianos del café Kutz, quienes a su vez en
cuanto ingieren la cerveza, se consagran a la recíproca ocupación de mirar hacia la
terraza del Casino. A las siete, el veraneante hará girar su silla y presenciará el paseo.
Una vez y otra vez en girar de noria, mujeres hermosas, elegantemente vestidas,
transcurrirán ante él, demasiado fugitivas, demasiado rápidas para su ansia de
contemplación, como aquellas tres hadas que salieron de los tres limones encantados
que abrió el Príncipe de las Torres Bermejas. ¿Os acordáis?… Surgían, lo miraban y,
mientras el Príncipe, atónito, no acertaba a ofrecerles la copa de oro, desaparecían
como una niebla bajo el sol.
En estos momentos, toda la belleza circundante desaparece. Ni un solo hombre de
buen gusto ha visto, desde el comienzo del verano, cómo el sol de la tarde se hundía
entre los dos montes de la boca del puerto; ni ha visto el súbito incendio de todas las
luces de la Concha, ni el de aquellas otras que trepan por el Igueldo arriba, como si
fuesen el trazo de un cohete, disparado hacia el cielo ya ennegrecido por la noche.
Toda la atención, toda la insistencia ansiosa de la mirada está retenida en el plano de
la terraza, sobre la que van y vienen, en una doble hilera sin fin, las mujeres
hermosas.
Son los momentos de máximo interés los de este desfile de caras bonitas y de
cuerpos airosos, la policromía de los trajes, el perfume de mujer, (mezcla de todos los
perfumes que llevan las telas y la piel) el rumor constante de las charlas y de las risas,
bastaría para justificar, si no hubiese otras causas, el viaje a la capital donostiarra.
Y he aquí que alguna tarde, en el instante de mayor concurrencia, cuando dentro
del marco que las sillas formaban no cabía ni una persona más, cayeron de lo alto de
la noche entoldada de nubes unas suaves gotas de lluvia. Fue un instante de susto.
Como en una de esas confusas figuras de ciertos bailes en que las parejas se
entremezclan al son de una música precipitada, y queda aparentemente quebrantada
la armonía de las actitudes, así deshiciéronse los grupos y el cordón de gentes se
rompió por cien sitios y cada cangilón de la noria se independizó, y cada damita
hermosa y bien vestida corrió hacia el lugar donde la grave mamá, ya en pie, se
inquietaba con una mano extendida para comprobar la cantidad de agua que había
podido caer sobre el sombrero de su adorable retoño.
Y en un abrir y cerrar de ojos, la terraza quedó desierta. En nuestro rincón,
fruncimos el ceño. ¿Cómo se entiende?… ¿Es que el Sindicato de Iniciativas se ha
descuidado hasta el extremo de que pueda llover?… ¿Estas mujeres hermosas han de
estar refugiadas en las habitaciones de su hotel, fuera de nuestra contemplación
admirativa?… Nosotros mismos ¿hemos de vernos condenados a languidecer en los
cafés de Donostiya, mientras fuera cae tenazmente la lluvia?…
Pero no. De pronto, las gotas cesan de hacer surgir en el piso de cemento de la
www.lectulandia.com - Página 92
terraza las manchitas obscuras de su contacto. Ya no llueve. El Sindicato de
Iniciativas ha acudido a tiempo. Nos admira no ver aparecer ahora al presidente,
explicándonos a los veraneantes: —Señoras y señores: El Sindicato tiene que pedir
perdón por esta falsa alarma… Se trata de un descuido del vocal de guardia, que ya
ha sido severamente amonestado… El Sindicato promete que esto no volverá a
ocurrir… El Sindicato es una entidad que sabe las consideraciones y los respetos que
merecen los señores veraneantes y no dejará que la más ligera nube…
Monólogo de un jugador
www.lectulandia.com - Página 93
espectáculo protervo?… Después se enamora usted en cualquier parte de una
mujercita de estas, que se le antoja un serafín, y está harta de levantar muertos. ¡Uf!
… ¡El 9, el 1, el 3!… ¡Otro duro perdido!
Lo intolerable es que esta señora centenaria que está a nuestro lado no yerra
golpe. ¡Hay que ver!… Tres plenos seguidos… Ya tiene billetes ante sí y un puñado
de plata… Quisiéramos saber para qué gana dinero esta vieja ridícula, que no podrá
ingerir más que caldos, ni ir al teatro a ver los bailes rusos, ni gozar ninguno de los
placeres de la vida. ¿Qué falta le hace a ella ganar?… Seguramente viene a reunir
dinero para su panteón; y, si es así, puede darse prisa.
¡Azul!… ¡Gracias a Dios que hemos acertado una vez!… Y otra… Ese pleno del
7, es nuestro… Verdaderamente, esto de la pelota procura emoción; pero es una
emoción placentera… El dinero del 5… aquí… Y el verano en San Sebastián es
agradable; ve uno a todo el mundo «chic», lo ven a uno… Además, este encanto del
océano no se paga con nada; la bahía tiene toda la belleza de un lago; ni hecha a
propósito podría ser más hermosa ni poseer esa serenidad del agua quieta. La vida del
campo… sí… tiene sus atractivos… pero es sosa, ¡oh! se aburre uno como una ostra
embarazada.
Otro pleno. ¡Ea, ya ha cambiado la suerte!… ¡Qué tontería fue pensar que el
portero!… Es inexplicable que haya gentes supersticiosas que crean semejantes
patrañas. Gran desgracia es ya la del infeliz con no ver más que por un ojo. Al salir,
debemos darle una propina. Nuestro corazón está lleno de piedad para él; para él y
para este buen hombre de pelo de estopa que hace garabatos en su cartón. En estas
últimas jugadas no hizo apuestas. Debe de haber perdido todo su dinero; también a él
le daríamos ahora unas pesetillas, si no se hubiese de ofender. ¡Pobre! ¡Con tan
persistente desacierto, con una cabellera de color tan horrible!… ¡Pobre!…
¿Me hace usted el favor de acercar esos duros del 5?… Muchas gracias. Marcha
bien esto. ¡Pensar que hay quienes hacen campañas para que se supriman los juegos
de azar!… Y las autoridades les atienden. No hay autoridades. Quisiéramos saber qué
inmoralidad puede haber en esto. Esa misma jovencita que apunta de vez en cuando
una peseta, ¿no perfecciona de esta manera su educación?… Las alternativas, los
sobresaltos de las jugadas le enseñan a conocer el valor del dinero, las angustias que
se sufren para ganarlo. Hoy o mañana, cuando se case y su marido le entregue el
sueldo del mes, pensará en los sudores que le costaría acertar los plenos de a peseta
precisos para completar la suma que recibe, y le abrazará conmovida y cariñosa. Si
alguna vez tenemos hijas, las traeremos a apuntar al Gran Casino.
¡Rojo!… Seis duros más. La viejecita jugaba también al rojo y ha ganado.
¡Venerable señora! ¡Qué expresión de bondad es la de su rostro y qué bien le sientan
esas arrugas!… Quizá juega para distraerse de recuerdos amargos. Nada podría
confortar nuestro espíritu como el espectáculo del mimo con que la suerte acaricia a
esta anciana.
Aunque no hubiesen de servirle esos duros más que para su propio panteón, ¿por
www.lectulandia.com - Página 94
qué no ha de tener un mausoleo?… Sería conmovedor que en verdad destinase a eso
sus ganancias. ¡Respetable señora!… Voy a colocar estas veinte pesetas al lado de su
postura en el 6. ¡Dios Todopoderoso, continuad protegiendo el panteoncito de la
anciana!…
Las extraordinarias
ocurrencias de Guipúzcoa
www.lectulandia.com - Página 95
procedimientos para la aclimatación de cocoteros, catalogación de insectos propios
del país, indagación sobre las relaciones que pudieron existir entre el señorío de
Vizcaya y el pueblo de Lasarte, y otros asuntos igualmente espinosos. El Estado,
como es natural, compensa el sacrificio de estos servidores suyos con dietas copiosas;
relativamente copiosas, nada más: unos cuantos miles de pesetas a cada uno: todo lo
que puede pagar a sus hombres de mérito y de amor al trabajo un país pobre como
España.
La provincia de Guipúzcoa no se podrá quejar nunca de abandono ni de desafecto
por parte de los Poderes públicos, a pesar de que su comportamiento es bastante para
hacer perder la paciencia a un santo. Apenas asoma el estío, ahí está Guipúzcoa
intranquilizando a los Gobiernos. En las dependencias oficiales comienzan a circular
ahogados rumores, noticias inconcretas, versiones fragmentarias. Los jefes de
Administración cuchichean con los directores generales; los jefes de negociado, con
los subalternos. El ministro entra y sale con el ceño fruncido… Pasan unos días. Al
fin se sabe que en San Sebastián hay un edificio que va a caerse de un momento a
otro, o que surgió una mina en el monte Igueldo o que una maestra de escuela se ha
vuelto loca y está enseñando a las criaturas el alfabeto griego. Diligentemente salen
varios funcionarios con sus familias y muchos baúles. Llegan a Guipúzcoa;
permanecen en ella hasta el otoño. En otoño vuelven a meter en el tren sus baúles y
su familia y tornan a Madrid. Y en Madrid producen su luminosa memoria.
«Excelentísimo señor: Me he paseado delante de la fachada de la Casa de Correos
y no vi en ella nada anormal. Por si era culpa de mi inteligencia entorpecida por los
calores madrileños, tomé un baño en la Concha y volví a pasear. Tampoco advertí
nada. Tomé quince baños más. El edificio se me seguía antojando intachable.
Resuelto a aguzar mis sentidos, frecuenté la terraza del Gran Casino donostiarra y
hasta jugué un duro a los caballitos. Y la Casa de Correos me iba pareciendo cada día
mejor. Aún tuve la sospecha de que existía una gotera en el desván; pero este recelo
se extinguió el mismo día en que regresé a la corte. Hoy puedo afirmar a V. E…
después de haber empujado las paredes con mis propias espaldas y haber tanteado los
techos con un bastón, que la Casa de Correos de San Sebastián es uno de los edificios
más sólidos que hay en el reino y sus prósperas posesiones del Golfo de Guinea. Sin
embargo, y para cumplir escrupulosamente con mi deber, debo declarar que no
respondo de que en el verano del año que viene esté la Casa en el mismo estado
satisfactorio. Sólo un ignorante puede afirmar esto, olvidándose de la existencia de
los incendios, los terremotos, los ratones que roen las maderas y otros enemigos de
las construcciones, que los técnicos no podemos menos de tener presentes. Dios
guarde a V. E. muchos años.»
El otro funcionario, a su vez, declara que en el monte Igueldo no hay ninguna
mina aún; pero que pudo apreciar el germen de una, y que con las lluvias invernales
pudieran ocurrir que creciese y que en el otro estío se hubiese desarrollado, por lo
cual convendría volver. En cuanto al inspector de Instrucción pública, no vacilará en
www.lectulandia.com - Página 96
informar que, tras dos meses de observaciones detenidas y de meditaciones en el
transbordador de Ulía, puede afirmar que no vio en la escuela ningún alfabeto griego;
pero que abriga la sospecha de que la maestra se propone implantarlo, en vez del
español, el día l.º de Junio de 1920, fecha en la que conviene estar prevenidos y girar
una segunda visita.
Y así un año y otro… Es terrible lo que da que hacer San Sebastián en el verano,
los empleados que moviliza, las dietas que quedan enterradas en estos hoteles…
www.lectulandia.com - Página 97
hasta tal punto descuidadas que dejen ese útil en un café, en un círculo, en una
oficina; pero en la mitad de un paseo es imposible. Su disconformidad nos exalta; es
probable que para demostrarle que no nos equivocamos vayamos a ofrecer nuestro
concurso a la Policía.
Nuestro amigo se agita en su silla. Pide otro whisky. Está visiblemente inquieto.
Al fin aprieta nerviosamente una de nuestras manos.
—¡Querido camarada, amado camarada! —suspira—: ¡prométame usted que no
irá a ver a ningún policía!
—Pero…
—Prométame usted también no escribir una sola línea acerca de este desdichado
asunto.
Sudaba. Nos apresuramos a asegurar:
—Tranquilícese usted. No haremos nada. Desearíamos, no obstante, saber…
Y después de mirar en su torno, nuestro amigo se acerca a nosotros y murmura,
gime más bien, a nuestro oído:
—¡Ese paraguas es el mío!
Hay otro silencio. Se enjuga la frente, por la que corren gotas de sudor, toma el
tercer whisky y explica:
—Ese paraguas es el mío. ¿Cómo lo abandoné?… Procuraré justificarme. Yo he
amado siempre los paraguas. A éste, singularmente, le profesaba un cariño cordial.
Muchas veces he comprado para él gomitas que sujetasen los extremos de sus
varillas; lo he enrollado siempre amorosamente para darle mayor esbeltez, tenía para
él una funda de seda… Era un espléndido paraguas. El puño remataba en una cabeza
de perro. Soy un pobre ignorante, y por eso no acerté a explicarme nunca por qué casi
todos los puños de los paraguas terminan con una cabeza de perro. Los perros no
gastan paraguas ni parecen tener la menor congruencia con estos chismes. Pero yo,
sin intentar comprender el arcano, amaba mi paraguas y su cabeza de bull-dog, tan
inteligente, con unos ojos abiertos y vivos que solían clavárseme en la palma de la
mano. ¡Ah, pobre paraguas mío!
Pasó su mano por la faz para ahuyentar el recuerdo, demasiado penoso.
—Yo estoy en San Sebastián —siguió— desde el día l.° de Julio. Vivo en un
hotel; pero casi todas mis horas transcurren en el Casino. Entro, salgo, vuelvo a
entrar… Cada una de estas veces era preciso dejar el paraguas en el guardarropa.
Cada una de estas veces era preciso dejar caer dos reales sobre la bandejita que existe
sobre el mostrador. Esto en el Casino, y en los cabarets, y en los hoteles de lujo, y en
Ulía, y en Igueldo. Yo no podía salir sin paraguas, por temor a la lluvia, y yo no podía
dejar de pagar la propina. En los dos meses que llevo aquí mis gastos fueron muy
crecidos. No soy pobre, pero no tengo la fortuna de Vanderbilt. Ayer eché mis
cuentas. Dos a dos reales, el paraguas me había consumido un capital, aunque no
tanto como mi sombrero. En la actualidad, ese paraguas me costaba ya 787 pesetas y
el sombrero 1.006. Aún me falta un mes de veraneo, al fin del cual esta suma se
www.lectulandia.com - Página 98
elevaría en una proporción ruinosa. Yo no puedo sostener un paraguas de 1.000
pesetas y un sombrero de 2.000. Maduré mi resolución. Una noche salí del Casino y
me dirigí a la Concha. El siniestro propósito existía ya en mi cerebro. Quería arrojar
el paraguas a las olas. Pero me faltó valor. Lo apreté contra mi pecho y le dije:
—Separémonos. Yo no te puedo mantener. Mis rentas son escasas. Ahí te quedas.
Lejos uno del otro, acaso podamos vivir los dos mejor.
Y lo tiré al suelo y apreté a correr, con el corazón angustiado. Esta es la historia.
Calló, conmovido. Pasado un instante, me rogó con una expresión de terror en el
rostro:
—Yo le suplico que guarde el secreto. Si se descubre que es mío, me lo
devolverán. Entonces mi ruina se habrá consumado. Tendré que seguir llevándolo al
Casino y a los hoteles y a los cabarets, y pagando un montón de moneditas de plata…
|Y yo tengo hijos, caballero! Que no se sepa nunca que ese paraguas me pertenece.
www.lectulandia.com - Página 99
la ruinosa competencia, recobró su calma.
Pero el «mallot» sigue siendo infrecuente y sensacional. El «mallot» tiene,
además, sus horas. A las once y media de la mañana, cuando la playa desaparece bajo
el gentío que la inunda, es el momento elegido por la bañista audaz. Transcurrís
distraídamente entre los toldos y las casetas y los grupos humanos, bajo las cuerdas
que soportan los colorines de los bañadores puestos a secar, con una pintoresca
semejanza a las banderas del telégrafo de señales con que los buques se engalanan.
Innumerables chiquillos se enredan en vuestras piernas y corren de aquí para allá, y
entran en el mar, y salen, y trepan, y saltan» y se caen… Son tantos como las arenas,
más que las estrellas del cielo, más que las gotas de agua del mar. Cavan, chillan,
lloran, ríen, se desperdigan, se concentran… Semejan saltones de playa… Jamás se
han visto tantos niños juntos como en la playa de San Sebastián… De pronto
tropezáis con un grupo apretado, próximo a la orilla, mirando con atención al mar. En
primera fila, mojando sus zapatos en el agua, está un fotógrafo. De vez en cuando,
como un rumor unánime, corre por el grupo una observación:
—¡Va a salir!
—No; aún no sale.
Un anciano comenta con desesperanza melancólica:
—Es posible que se ponga la capa dentro del mar.
Entonces os acercáis también. Allí hay un «mallot» y, dentro del «mallot», una
mujer de cuerpo elegante. Sobresaliendo de la planicie gris, veis su cabecita sonriente
y el gorrito rojo, o verde, o azul, que preserva los cabellos de la humedad. Como los
delfines tras un banco de sardinas, un enjambre de jóvenes rodean a la bañista, y se
chapuzan, y saltan, y manotean a su lado. De vez en vez, la extranjera da un brinco y
surge hasta la cintura su torso y su pecho rebrillando de agua. Entonces la expresión
del semblante de los mirones es de beatitud. El grupo va aumentando. Pasa media
hora. La mujer se acerca a la orilla. El hombre de la máquina enfoca. Pero la mujer da
un chillido; deniega, se sienta en la arena, entre las aguas… Al fin, se alza sonriente,
orgullosa de sí misma. «Tic»… un ligero chasquido. El fotógrafo ha triunfado ya. La
capa cae después sobre el cuerpo admirable. Los mirones se van. Un señor gordo
sentado detrás, junto a su esposa, murmura con un rencor en el que se adivina el
despecho:
—¡Gracias a Dios que le dejan a uno ver el agua!
Y escruta las pantorrillas de la mujer del «mallot», que se aleja.
Pero en una playa de moda, las pantorrillas carecen absolutamente de
importancia.
Es increíble, pero es verdad: en un pueblo como San Sebastián, que del placer
vive y para el placer se hermosea, que debiera tener una alta comprensión de todas las
extravagancias y hasta de todos los vicios, que debiera constituir una excepción en la
característica mojigatería de las ciudades españolas, existe un grupo de timoratos, con
su «órgano en la Prensa», con sus juntas y asociaciones, con su restringida, pero
Con sus cartoncitos en la mano nuestro amigo nos explica su irresistible teoría
con esa sencilla seguridad que da carácter a todos los grandes descubridores:
—Naturalmente, hay muchas personas que pierden en el juego; pero yo no podré
perder nunca. Existen dos factores adversos al jugador: los nervios y la ambición
desmedida. Un jugador vulgar se detiene ante una de estas mesas y aspira a llevarse
hasta el templete de la música.
Yo no. Yo me contento con un tanto diario: 50 pesetas. Hace diez días que estoy
Compañeros de fonda
La revolución en el «Boulevard»
El señor Aviñeira
Emociones diversas
—He aquí —nos dijo nuestro culto mentor— un cuadro que demuestra
cumplidamente el poder expresivo de la pintura. Se ha dicho que la música es el arte
que tiene un mayor influjo sugeridor. Bastaría este lienzo titulado «Luces» para
demostrar que no es así. Acérquese. ¿Qué ve usted?
—Una confusión de chafarrinones.
—Dé usted dos pasos atrás. ¿Qué cree observar?
—Una sesión de fuegos artificiales en la bahía de Cádiz.
—¿Y ahora?
—La salida del Real en una noche de lluvia.
—Haga el favor de mirarlo de reojo.
—Comprendo que es el fondo del mar con varios peces fosforescentes.
—No quiero fatigar más su atención. Le he dejado apreciar cuatro significaciones
distintas de ese cuadro. Si vuelve usted mañana, podrá descubrir cinco o seis más, y a
medida que se entrene en esta ocupación el número de interpretaciones diarias será
progresivamente mayor, Un colega mío consiguió ver mil quinientos asuntos distintos
en cierto cuadro. Era un hombre de una gran preparación. Dedicaba seis horas diarias
a la contemplación del lienzo. Al quinto día se llevó las manos a la cabeza y lanzó
una carcajada. Estaba loco. Es el grave riesgo que corremos los críticos. ¿Quién sabe
si yo habré de sufrir una suerte igual?
El señor Aviñeira se pasó una mano por la frente, y como si quisiese alejar la
terrible idea, se encaró con el cuadro «¡Hagan juego!» y peroró:
—¡Qué honda tranquilidad trae al espíritu esta obra! No conozco a su autor, pero
no tendría el menor inconveniente en encargarle de la administración de todos mis
bienes. Basta ver el cuadro para comprender que el pintor es un hombre serio y
honorable que en su vida puso los pies en una sala de juego. En el fondo de su taller
se ha propuesto anatematizar esa reprobable costumbre y ha ofrecido a la humanidad
esta obra que, por falta de experiencia, no pasa de ser un interesante estudio acerca de
cómo les es posible poner los ojos a las personas que están en torno a una mesa de
«treinta y cuarenta». Vea usted los de aquel anciano pillín, y los de esta mujer, y los
de aquel joven de la derecha, al que acaso las pérdidas excesivas han arrastrado a
Retratos
El puro de madera
El cacharrerismo
El señor Aviñeira
sufre una contrariedad
—Si en alguna ocasión debe usted dar gracias al cielo por haberme encontrado en
este local, creo que debe ser en la presente —dijo, después de reconcentrarse, nuestro
culto amigo—. Si yo no estoy a su lado en este momento, correría usted el seguro
riesgo de no formar un juicio acertado acerca de «Los ojos de la noche». Muchas
personas, después de gastarse una peseta para entrar en la Exposición, salen de ella
creyendo que este cuadro reproduce la apacible existencia de una tortuga en el fondo
de los mares. Procure usted, mi joven amigo, huir de ese terrible error, que le pondría
a usted en ridículo delante de los hombres que conocen las costumbres de las
tortugas. Más disculpable sería que afirmase usted que el cuadro representa una
No puede decirse que en los viajes hasta Madrid ocurran sucesos menos notables.
Los ferrocarriles proporcionan al turista emociones singularmente extrañas.
En estos tiempos se habla de la incautación por el Estado de la red ferroviaria.
Como somos amigos de las emociones fuertes, el anuncio de ese propósito nos ha
llenado de alegría.
Hoy, viajar en uno de nuestros trenes es algo fastidioso. Cierto que las Compañías
procuran amenizar el trayecto con múltiples sorpresas: se apagan las luces, cesa la
calefacción, tardan dos o tres días más de lo anunciado en llegar los vagones a su
destino… Pero, al fin, uno sabe que tarde o temprano, ha de desembarcar en la